Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Historia de la vida cotidiana en Colombia [recurso electrónico] / Beatriz Castro Carvajal, editora. -- Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2016.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,4 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Historia / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-8959-93-1
1. Vida cotidiana – Historia – Colombia - Siglos XVI-XX 2. Colombia - Vida social y costumbres - Siglos XVI-XX 3. Libro digital I. Castro Carvajal, Beatriz, editor II. Título III. Serie
CDD: 986.1 ed. 23 |
CO-BoBN– a996051 |
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ISBN: 978-958-8959-93-1
Bogotá D. C., diciembre de 2016
© 1996: Editorial Norma S. A.
© 2016, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Edición: Beatriz Castro Carvajal
© Presentación: Beatriz Castro Carvajal
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+LAS INVESTIGACIONES SOBRE historia de la vida cotidiana en Colombia son recientes. Aunque en los últimos diez años se han publicado algunos trabajos aislados alrededor de este campo, contenidos en artículos bajo diversos títulos, sólo en las últimas publicaciones de obras colectivas de historia se incluye la vida cotidiana como una temática independiente[1].
+El propósito de este libro es, por un lado, recopilar y sintetizar los trabajos realizados sobre el tema y, por otro, presentar nuevas investigaciones que incluyen documentación desconocida y aspectos novedosos de la vida cotidiana hasta ahora poco divulgados. Esperamos con ello crear un ambiente propicio para futuras investigaciones.
+La disciplina de la historia, anteriormente, se ocupaba de personajes destacados, especialmente de los héroes, de los gobernantes y de los sucesos sobresalientes y únicos, sin preocuparse por la gente común, por lo habitual, por lo aparentemente trivial; como diría la historiadora inglesa Eileen Power: «Hablar de la gente corriente habría sido indigno de la historia»[2].
+Al plantear en la historia la temática de lo cotidiano, procuramos rescatar el quehacer diario, el transcurrir habitual, la vida de la gente común. Pero no tratamos de hacer un recuento, de reescribir las crónicas, las anécdotas, sino de encontrar en esta mirada lo significativo y explicativo para el conocimiento de nuestra historia. Intentamos, mejor, hallar el secreto del funcionamiento de un grupo, de un medio social o de una institución, y de perfilar sus relaciones.
+En la preocupación por lo cotidiano encontramos la estabilidad, lo que se resiste al cambio, expresado en las formas de mayor arraigo, en las costumbres, en los hábitos, que son parte de la forma de ser de una sociedad, de su forma de pensar, de actuar, de su imaginario. Ello nos impone la necesidad de trabajar sobre periodos amplios, buscando el juego múltiple de la vida, todos sus movimientos, todas sus duraciones, rupturas y variaciones eludiendo el acontecimiento aislado. Esta es la razón para que abarquemos en el libro un largo periodo histórico, a fin de poder mostrar los cambios lentos o precipitados de la forma de vida al filo de cada época.
+Al tocar el tema de lo cotidiano para las gentes, los mundos de lo público y lo privado se encuentran permanentemente porque es allí donde los individuos trajinan día a día. Esto significa que si la historia prescindiera del ámbito de lo cotidiano, estaría haciendo a un lado la historia de gran parte de la vida de la gente. Ahora, la línea divisoria entre lo público y lo privado a veces no es fácil de trazar, se sobrepone, se desdibuja y en ocasiones desaparece. Se trata de mostrar, en lo posible, los cambios en esta línea divisoria entre el mundo de lo público y el de lo privado, como también, sus interrelaciones en el quehacer diario.
+Lo privado lo entendemos como el lugar de lo familiar, de lo doméstico, de lo secreto. Como lo afirma Georges Duby, lo privado se encuentra encerrado en lo que poseemos como lo más precioso, lo que sólo pertenece a uno mismo, lo que no concierne a los demás, lo que no cabe divulgar ni mostrar porque es algo demasiado diferente a las apariencias cuya salvaguarda pública exige el honor. Es el interior del hogar, de la morada, está bajo llave y enclaustrada[3]. Lo público lo entendemos como el conjunto de normas relacionadas con el Estado o con el servicio del Estado, como también lo que está bajo el claro control de la mirada de la sociedad, en particular tratándose de una sociedad del «cara a cara» de otros tiempos. Podemos hablar entonces de la preocupación y la importancia del «qué dirán» y del control impuesto por la comunidad a través del «deber ser». El límite borroso de lo público y lo privado es quizás más visible en las fiestas y celebraciones y en aquello a lo que todos tenían derecho, como los servicios urbanos o las instancias de la justicia o la administración[4].
+Esta obra quiere difundir con amplitud la temática de la historia de la vida cotidiana, por lo tanto procuramos que el lenguaje se aleje de los vicios engorrosos de la academia y suavizar el estilo, convirtiéndose en un texto más ameno y asequible.
+El conjunto de artículos aquí incluidos expone explicaciones viejas y nuevas preguntas. Muestra tópicos ya tratados como la Conquista, la hacienda y la mina colonial, el comercio y la vida política desde una óptica diferente; y presenta temas novedosos, como la vida doméstica y pública, la vida de las instituciones como las universidades y conventos coloniales.
+Muchos elementos de la vida cotidiana permanecen; se manifiestan en la presencia conjunta de lo tradicional con lo moderno, de lo viejo con lo nuevo. Aunque lo moderno generalmente aparece en los avances tecnológicos y en los nuevos pensamientos, que supuestamente imponen otro tipo de vida, el cambio es, más bien, un acomodo de lo nuevo con lo viejo. Los cambios en la vida cotidiana colombiana han sido lentos, lo tradicional tiene mucho más arraigo de lo esperado, a pesar de la dinámica que adquiere el país en ciertos momentos. La cotidianidad está hecha, finalmente, de una sumatoria de rituales que las sociedades van creando, cambiando y acomodando para convivir diariamente.
+El aparente olvido de la temática indígena no fue intencional. Desde cuando ideamos esta obra invitamos al insigne Gerardo Reichel-Dolmatoff a colaborar con un ensayo sobre la vida cotidiana en la época precolombina, pero sus ocupaciones y su estado de salud no le permitieron cumplir con el cometido. A dos colegas se les encargó estudiar la vida cotidiana de los resguardos indígenas en la república, pero en el último momento desistieron de la empresa. La deuda con la problemática indígena sigue en pie.
+Por último, nos queda compartir con los lectores lo sugestivo, novedoso y divertido que encuentren en el mundo de lo cotidiano.
+BEATRIZ CASTRO CARVAJAL
+JOSÉ IGNACIO AVELLANEDA NAVAS[5]
+En memoria del historiador Juan Friede,
+quien tanto contribuyó al entendimiento
+de la historia de Colombia.
+LA VIDA COTIDIANA DURANTE la conquista del territorio destinado a llamarse Colombia se inicia en la periferia, en 1509, en Urabá y para 1536 se habrá extendido a Santa Marta, Cartagena y Popayán. Para este estudio se observaron las expediciones dirigidas por Gonzalo Jiménez de Quesada, Nicolás Federmann y Sebastián de Belalcázar, quienes complementaron este territorio con la creación, en 1539, de su división política central que llamaron la provincia del Nuevo Reino de Granada. Cuando sea conveniente al propósito, también se considerarán otras tres expediciones colonizadoras del Nuevo Reino, que entre 1540 y 1543, dirigieron Jerónimo Lebrón, Lope Montalvo de Lugo y Alonso Luis de Lugo.
+Para saber por qué en 1539 tres expediciones independientes se encontraron en el corazón de la tierra habitada por la nación muisca, es necesario investigar sus antecedentes. La de Jiménez fue gestada en las islas Canarias y en Santa Marta, la de Federmann en Venezuela, y la de Belalcázar en el norte del Perú.
+En enero de 1535, la Corona concedió a don Pedro Fernández de Lugo la gobernación de Santa Marta, originalmente establecida por Rodrigo de Bastidas[6]. Este sexagenario y rico adelantado, gobernador de las Canarias, tenía poderosas razones para cambiar su cómoda situación en las islas por la vida extraña, exótica e incómoda de las Indias; seguramente conocía mucho de lo que sigue. Cuando en 1527 Francisco Pizarro exploró la costa norte del Perú, recogió algunas llamas para presentarlas a la Corte y las envió a España en un navío que se detuvo en Santa Marta. El gobernador de esta población quedó tan impresionado con estos animales, que inmediatamente empezó a preparar una expedición para llegar por tierra al Perú. La muerte le impidió llevarla a cabo, pero su sucesor, García de Lerma, envió en 1531 a un grupo explorador que llegó hasta la confluencia del río Magdalena con el Lebrija, este último bautizado en honor a un capitán que tomó parte en esa aventura. Así conocieron unas tres cuartas partes del trecho de ese río que se debía recorrer para iniciar la desviación a tierra muisca. Al año siguiente, Jerónimo de Melo venció la boca marítima del Magdalena y lo navegó unas 30 leguas, en cuyo recorrido un cacique le informó que el río era tan largo y profundo que se podía seguir corriente arriba durante cinco meses.
+Estas condiciones motivaron una acción inmediata: por un lado, Hernando Pizarro —hermano de Francisco— acababa de llegar a Santa Marta con la noticia de la inmensa riqueza encontrada en Perú, la que podía certificar con el tesoro que llevaba consigo; por otra parte, Diego de Ordás, a quien seguiría posteriormente Jerónimo Ortal, había estado buscando Orinoco arriba los ricos veneros de oro que se suponía crecían bajo la tierra cercana a la línea ecuatorial y que se distinguirían con el nombre de Meta[7]. Rápidamente Lerma envió la expedición de Viana, que llegó hasta la remota población indígena de Sompallón, sobre el Magdalena, lugar situado un poco más al sur del Tamalameque indígena (El Banco), quizás cerca de La Gloria actual.
+La cuidadosa planeación, financiación y ejecución de los preparativos del viaje a Indias, incluido el enrolamiento de unos mil hombres y la organización del hospedaje, transporte y alimentación durante el viaje marítimo, suyo y de sus acompañantes, ocupó a don Pedro hasta noviembre de 1535[8]. Envió a Sevilla a su hijo Alonso Luis de Lugo, para que enrolara soldados y contratara naves mientras él obtenía otras embarcaciones en las Canarias. Obtuvo la financiación de buena parte del capital necesario, de mercaderes, prestamistas y particulares, hipotecando las extensas propiedades que tenía en las Canarias; el resto, completado con sus propios haberes. Con esos fondos cubrió el alquiler completo de unas diez naves, más la compra de herrajes, armas, provisiones y alimentos para el viaje y para su estadía en Santa Marta.
+El ibérico que aspirara a formar parte en la empresa de don Pedro, u otra cualquiera de conquista, debía cubrir el valor de su comida y hospedaje desde su lugar de origen hasta Sevilla, puerto de embarque. Las más de las veces viajaba a pie, recorriendo entre 9 y 18 kilómetros por día; así, si salía de León o Segovia, el viaje le tomaba unos cincuenta días y si provenía de Madrid o Valladolid, unos treinta. Llevaba sólo sus ropas y se hospedaba donde hubiese un techo. A veces encontraba una cama en un hostal municipal, pero tenía que pagar por su comida. Sus gastos diarios fluctuaban entre 30 y 60 maravedíes[9]. Llegado a Sevilla, tenía que procurarse manutención y albergue hasta el día del embarque. En adelante, tenía que cubrir el valor del pasaje marítimo, el de su alimentación —que oscilaba entre 10 y 25 ducados— y el de su «aperada». Por todo, un soldado de a pie tenía que gastar unos 25 ducados para pasar a Indias, una cantidad considerable si se tiene en cuenta que con esta podía subsistir durante unos 300 días. Los desposeídos y los miembros de las capas sociales menos privilegiadas no podían aspirar entonces a conquistar las Indias legalmente, aunque, claro, los marineros podían desertar al llegar al puerto de destino y los polizones no faltaban. Si el viaje a Sevilla, su estadía allí, la compra de equipo y el valor del pasaje representaban una barrera económica que limitaba a los posibles aspirantes a soldados de a pie, mucho más lo era para los que deseaban hacer sus conquistas a caballo, pues en ese caso necesitaban tener unos 120 ducados, suma considerable[10].
+Ir a Indias era costoso; los que no tenían dinero no podían hacerlo. Además de este filtro económico-social, el aspirante debía pasar los requisitos de la Casa de Contratación en Sevilla: ser cristiano viejo —los conversos no eran bien vistos—, no ser moro, ni judío ni «luterano», o sea seguidor de la Reforma protestante.
+Con unos mil hombres enrolados en Sevilla, su segundo, el licenciado Gonzalo Jiménez, varias mujeres y algunos esclavos negros —y hasta moriscos—, don Pedro llegó a Santa Marta en enero de 1536. Como ese puerto no estaba preparado para alojar al triple de la población que entonces tenía, los recién llegados tuvieron que acomodarse en cualquier alojamiento disponible o en ranchos improvisados sobre la bella bahía. Esta concentración de gente sería fatal, pues las fuentes de agua potable pronto resultaron contaminadas. De acuerdo a las quizás exageradas relaciones de los cronistas coloniales, la gente empezó a enfermar de un tipo de disentería tan devastador, que a diario se acomodaban en fosas comunes entre 20 y 30 cadáveres. Para no entristecer aún más a los enfermos, el gobernador prohibió que las campanas tañeran por los muertos[11]. Resultaba apremiante que don Pedro tomara una decisión inmediata para aliviar esas condiciones. Considerando lo logrado por sus antecesores y seguro de que el futuro de su gobernación estaba hacia el sur —hacia el occidente estaba limitado por la de Cartagena y al oriente por la de Venezuela—, decidió iniciar su gran expedición en busca de un camino terrestre al Perú y al mar del Sur.
+Determinante crucial de la expedición de Nicolás Federmann fue la concesión de la gobernación de Venezuela, que en 1528 la Corona española hizo a la casa comercial alemana de los Welser, firma dedicada al intercambio comercial y a la conversión de materias primas[12]. Interesada en expandir sus actividades a las Indias y al Lejano Oriente, esa casa había extendido sus factorías y agencias primero a las Canarias y Madeira y luego a la isla de Santo Domingo en el Caribe. Ese camino se le había abierto en 1519, cuando apoyó al rey español para que fuera coronado emperador del Sacro Imperio Romano, quien, como Carlos V, permitió a todas las naves de su imperio —incluidas desde luego las alemanas— tomar parte en la empresa de América[13].
+La financiación de la empresa venezolana fue menos complicada que la de Santa Marta porque la compañía Welser asumió todo el riesgo y suplió el equipo y provisiones necesarios; no obstante, las gentes llevadas a Venezuela tuvieron que pagar por su transporte trasatlántico los mismos ocho o doce ducados que se sabe cobraron a un grupo de estos[14]. Como una de las grandes esperanzas de los Welser era encontrar una conexión acuática de América con el Lejano Oriente, fue que, en 1529, Ambrose von Alfinger, el primer gobernador de Venezuela, al poco tiempo de desembarcar salió de Coro a explorar el lago de Venezuela y en 1531 dirigió una expedición al mar del Sur en la que perdió su vida.
+Esta última expedición determinaría la de Federmann por dos razones: en primer lugar, después de haber alcanzado la lejana confluencia del río Cesar con el Magdalena, Alfinger regresó describiendo un amplio arco que pasó por tierras de la nación guane, vecinos de los muiscas —sobre cuyas tierras se establecería el Nuevo Reino de Granada—, donde se informó sobre la existencia del rico Xerira, secreto que los Welser supieron guardar por varios años, y que Alfinger no pudo alcanzar por falta de gentes y provisiones[15]. En segundo lugar, el empeño de Alfinger en las exploraciones, que se traducía en prolongadas ausencias de las ciudades que había establecido en Venezuela, reñía con los intereses de sus moradores, más interesados en el éxito de las colonizaciones que en el de las exploraciones. Estos, españoles en su gran mayoría, se quejaban ante el rey y lograban que la autoridad de los oficiales reales y de los cabildos municipales creciera a expensas de la de los gobernadores alemanes.
+Federmann, quien había llegado a Venezuela como segundo de Alfinger, en ausencia de su jefe y contraviniendo sus órdenes, realizó una exploración que le iba a servir en el futuro; en 1530 partiría en dirección al mar del Sur y llegaría a Acarigua, situada cerca de la puerta a los Llanos[16]. Su desobediencia fue castigada obligándolo a regresar a Europa, de donde volvió en 1535 como segundo del gobernador Jorge Espira, quien lo dejó encargado del gobierno y con instrucciones precisas de lo que debía hacer, incluyendo la colonización del Cabo de la Vela. Tres meses después se dirigió al sur en una dilatada y demorada expedición que tomó el nombre de Los Choques.
+Federmann fue al Cabo de la Vela, pero a pesar de sus esfuerzos nada logró. La aridez de La Guajira, la ausencia de recursos naturales tangibles —excepto las perlas que no logró extraer— y la ausencia de indígenas sumisos, obligaron a Federmann a abandonar la región sin haber fundado ciudad o edificado fortaleza alguna. Fue entonces cuando dio el primer paso en el camino que lo llevaría a participar en la creación del Nuevo Reino: ordenó al grueso de sus gentes ir al valle de Acarigua, mientras él se dirigía a Coro, para conseguir más soldados y provisiones.
+En vista del fracaso de su aventura al Cabo de la Vela, la atmósfera que encontró en Coro en lo relativo a su autoridad como gobernador encargado, bastante mala desde antes, ahora le era francamente hostil. Apesadumbrado y contraviniendo las órdenes de Espira, en diciembre de 1536 Federmann decidió seguir al área del Tocuyo, donde se reunió con el capitán Martínez y encabezó sus tropas tras la conocida noticia del Meta, que tanto Ordás como Ortal sabían se encontraba Orinoco arriba, río que Alfinger había identificado como Xerira y que quedaba al sur de la nación guane.
+El veterano Belalcázar había sido uno de los 168 europeos que junto con Francisco Pizarro aprisionaron al Inca en Cajamarca. A diferencia de Jiménez y Federmann, estaba familiarizado con el Perú y el mar del Sur y había conquistado tierras al norte del imperio incaico donde había fundado varias ciudades. Cuando empezó a dar los primeros pasos que le conducirían impensadamente a participar en la creación del Nuevo Reino, acababa de regresar a Quito, después de haber fundado Cali y Popayán en la provincia que tomaría el nombre de esta última población. En julio de 1537 volvió a asumir el cargo de teniente gobernador y capitán general de Quito, que le había conferido su jefe Francisco Pizarro, pero no regresó para permanecer sino para obtener más soldados, provisiones e indios de servicio y así consolidar sus ambiciosos y secretos planes de comandar su propia gobernación independiente de Pizarro[17]. Continuó haciendo preparativos hasta el 4 de marzo de 1538, fecha en la que se enrumbó hacia el norte, acompañado de 200 soldados y unos 5.000 indios. Públicamente declaró que iba a asistir a las ciudades de Cali y Popayán y a conquistar otros reinos para ponerlos a los pies de Su Majestad, pero dentro de este contexto tan general y abnegado, bien podía tener otras intenciones más específicas en procura de mayor beneficio personal.
+Los cronistas coloniales estuvieron de acuerdo en manifestar, años más tarde de ocurridos los hechos, que Belalcázar había salido de Quito para ir tras El Dorado —hoy en duda—, para obtener título de la gobernación de Popayán, y para continuar su exploración hasta la mar del Norte[18]. A Belalcázar no se le escapaba lo importante que sería para su futura gobernación tener acceso terrestre y directo a ese mar, evitando así el molesto trasbordo de un mar a otro a través de Panamá, donde la influencia de Pizarro era entonces tan notable. Además, había que llegar a ese mar para seguir a España e ir a su corte, el único lugar donde podía obtener por merced real su título de gobernador.
+Otra razón para que Belalcázar se dirigiese al norte debía estar relacionada con las experiencias de dos de sus compañeros, Juan de Avendaño y Luis de Sanabria. Avendaño había hecho parte de la exploración de Diego de Ordás, Orinoco arriba, y había estado presente cuando los indígenas les habían informado sobre la existencia del rico Meta; Sanabria, por su parte, había estado en Cubagua y Maracapana cuando Jerónimo Ortal buscaba el mismo Meta. Estos dos debieron convencer a Belalcázar de alcanzar esa tierra rica, pues de otro modo, si su único deseo era llegar al mar, no se explica la lentitud con la que avanzó su expedición. De ser así, apenas alcanzó la porción navegable del Magdalena debería haber ordenado la construcción de unas naves que les permitieran navegar corriente abajo, siempre y cuando contase con los recursos para hacerlo y supiese a donde fluía ese río. De acuerdo con lo que él mismo escribió al rey, tenía los conocimientos geográficos suficientes y contaba con las herramientas y los hombres para construir tales naves[19].
+Las seis expediciones que crearon o colonizaron el Nuevo Reino fueron organizadas siguiendo un modelo militar, aunque su disciplina osciló entre una estricta —la de Gonzalo Jiménez— a otra flexible —la de Jerónimo Lebrón—, dependiendo de si su intención era más de carácter exploratorio —la de Jiménez— o colonizador —la de Lebrón—. Bajo un supremo líder llamado capitán general, se encontraban los bien armados maeses de campo, alféreces, capitanes, soldados de a caballo, y los caporales encargados de sus grupos de soldados de a pie divididos en arcabuceros, ballesteros, rodeleros, macheteros y azadoneros, la gran mayoría de ellos de dudoso entrenamiento o experiencia militar. Jiménez, por ejemplo, dividió sus 600 hombres —que avanzaban por tierra— entre ocho capitanes escogidos entre la gente que trajo don Pedro Fernández y los que ya se encontraban en Santa Marta; paralelamente, por el Magdalena avanzaban cinco bergantines cargados de caballos, mercancías y provisiones —muchas para vender a buen precio—.
+Entre esta gente se encontraban los indispensables cirujanos, boticarios, veterinarios o cuidadores de caballos, herreros y artesanos como carpinteros, calafateadores, curtidores y otros que se podían encargar no sólo del mantenimiento de todo lo que llevaban, incluidos vestidos y armas, sino hasta de hacer herramientas y construir naves y puentes. También entre ellos se encontraba el escribano, que registraba cualquier acontecer con significado legal; el tenedor de bienes de difuntos, que se encargaba de los bienes dejados por estos; los tres oficiales reales —contador, tesorero y veedor— quienes a nombre del rey colectaban impuestos y llevaban cuenta de todo valor quitado a los indígenas y que iba a parar a un fondo común que sería al final repartido entre todos los expedicionarios[20]. Entre ellos también se encontraban, aunque sin título militar, los clérigos, que proveían soporte moral y guía espiritual a los conquistadores y quienes a veces protegían a los americanos de los europeos.
+El capitán general era la suprema autoridad administrativa, ejecutiva y judicial durante la expedición. Militarmente tenía la última palabra: podía ascender o degradar a cualquiera de sus hombres e imponer cualquier regla que encontrara conveniente para el progreso de la expedición. Como justicia superior podía juzgar y castigar aun con la pérdida de la vida del infractor, tal y como Jiménez, por ejemplo, condenó y ejecutó a Juan Gordo. Sin embargo, no debía abusar de su autoridad porque sus gentes se podían rebelar y deponerlo. Los soldados eran libres de participar o no en las expediciones, pero una vez aceptados, quedaban muy comprometidos. Cuando Juan de Rivera y sus 40 hombres se unieron a Federmann en el Cabo de la Vela, fueron bien recibidos, pero cuando algunos de ellos trataron de regresar a Santa Marta, de donde provenían, se les juzgó por insubordinación y dos fueron ejecutados[21].
+El general, sus capitanes, soldados y otros miembros formaban una compañía que tenía una causa común. Cada uno proveía sus propias armas, caballos, esclavos, equipo y provisiones. Aunque había excepciones, ninguno percibía un salario, pero todos tenían derecho a una parte del botín habido, dependiendo de su rango y después de descontado el quinto real. Don Pedro Fernández percibiría diez partes, Jiménez nueve, los capitanes cuatro, los soldados de a caballo dos, y los de a pie entre una y una y media. De las tres primeras expediciones, la de Jiménez recogió más de 200.000 pesos en oro y 1.630 esmeraldas, mientras que las de Federmann y Belalcázar percibieron 10.000 y 2.625 respectivamente[22].
+Los líderes de las expediciones y muchos de sus capitanes eran asistidos por otros compañeros europeos. Muchos de ellos gozaban del servicio de secretarios, asistentes y criados. Los soldados se unían en pequeños grupos que llamaban «ranchos» y contribuyendo con sus recursos al común, avanzaban como una unidad, cocinando y acampando juntos. Entre los de Jiménez, Juan Tafur y Francisco de Figueredo, pertenecían al mismo rancho, Juan Rodríguez viajaba en el de Juan de San Martín, y Alonso Martín era del rancho de Martín Sánchez Ropero. Existen evidencias sobre las varias unidades en que se dividían los de Federmann. Como ejemplo de lo variadas que podían ser las asociaciones entre soldados, se cita la siguiente: en diciembre de 1540 Jácome Díaz y Juan Trujillo, ambos compañeros de Federmann, hicieron una sociedad hermanable para ir a la conquista de las Sierras Nevadas (del Ruiz), para la cual el primero ponía 20 cabezas de puerco y una india del Perú y el otro contribuía con un caballo enfrenado y ensillado[23].
+El guerrero no iba vestido como tradicionalmente ha sido descrito, con armadura compuesta de coraza, cota de malla, falda, guardabrazos y otras piezas de acero. Al salir de España, podía llevar la cabeza cubierta con un casco de cuero semejante al yelmo romano, o boina adornada de plumas; el tronco cubierto con jubón o sayo relleno de algodón o pelo de animal para protegerlo contra las flechas indígenas; y el resto del cuerpo vestido con pantalones largos de lino y los pies con alpargatas. Sin embargo, al llegar a su destino y al volverse baquiano, cambiaba esas galas por otras más a propósito para conquistar la América. La vestimenta del soldado de jornada «era un capotillo de dos aguas sobre la camisa de lienzo de la tierra que es de algodón, con forros de lo mismo; los gregüescos eran de la misma tela, y el que más se adelantaba traía esto de manta de algodón, que es un poco más dura. Otros, por diferenciar, hacían del mismo lienzo unas que por acá llaman camisetas, que son a modo de saltambarcas, y todos comúnmente traían medias de lo mismo y calzaban alpargates»[24]. Explicando la diferencia en vestido, un cronista colonial escribió que en las Indias las armaduras hechas con algodón eran mucho más efectivas que las de acero usadas en España, cuando se deseaba protección contra las flechas indígenas, así las describió: «De anjeo o de mantas delgadas de algodón se hacen unos sayos que llaman sayos de armas; estos son largos, que llegan debajo de la rodilla o a la pantorrilla, estofados todos de alto, abajo de algodón, de grueso de tres dedos… y de esta suerte y por esta orden hacen las mangas del sayo y su babera… los arneses o coseletes, y los morriones o celadas… y testera para el caballo que le cubre rostro y pescuezo, y pecho… y faldas… cubriendo ancas y piernas del caballo. Puesto un hombre encima de un caballo y armado con todas estas armas, parece cosa más disforme y monstruosa de la que aquí se puede figurar». Pues bien, fue con estas armaduras a la americana y con la vestimenta del soldado de campaña que se conquistaron las Indias y no con yelmos, corazas y mallas de acero.
+Leyendo las relaciones que han quedado sobre estas expediciones es evidente que estas avanzaban confiadas en hallar el alimento en el camino, o sea en encontrar cultivos o depósitos de granos y raíces indígenas. Poco después de salir Jiménez de Santa Marta ya les faltó comida, que pudieron suplir saqueando los sembrados de maíz de la nación chimila. Esta iba a ser la primera de las muchas veces que se aprovecharon de lo que pertenecía a los indígenas, a la vez que los de Federmann se hicieron notorios por los saqueos que realizaron desde el sur de Coro hasta el boquerón de Barquisimeto y de allí, pegados a las montañas, siguiendo al Pauto y más al sur, hasta las vecindades del Ariari habitadas por los sufridos guayupes, a quienes obligaron a compartir con ellos los fértiles cultivos de maíz y yucas que tenían. De igual modo avanzó Belalcázar sobre las montañas al este de Popayán, en busca del nacimiento del Magdalena para seguir luego su curso, en cuyo valle siempre encontró con qué alimentar a su tropa.
+Las mismas relaciones informan cómo los soldados de a caballo de Jiménez a veces complementaban su alimentación con venados cazados a orillas de los ríos Cesar y Magdalena y cómo, cuando un caballo quedaba inhabilitado, era consumido. Es curioso anotar que ninguna de esas crónicas señala que los soldados pescasen o que los soldados de a pie cazaran. Tanta era la dependencia del alimento indígena que, cuando este escaseaba, morían de hambre, a pesar de que hoy cueste trabajo imaginar cómo, en un medio tropical no abusado y donde había abundante caza, pesca, nueces y frutas, alguien pudiese realmente morir de hambre[25].
+El alimento, sin embargo, no era repartido entre todos tan equitativamente como se cree. Agustín Castellano, soldado de Alonso Luis de Lugo, refiriéndose bajo juramento a las hambres que sufrieron durante esa expedición, manifestó que «solamente los muy favorecidos comían alguna carne de caballo o macho». Cuando los de Lebrón subían al Nuevo Reino, un Valenzuela estaba tan hastiado de comer tallos de bijao que juró matar a una india acompañante para comerle los hígados; Íñigo López de Mendoza lo convenció de abandonar semejante idea tan poco cristiana, dándole un pedazo de queso que llevaba en las alforjas, un manjar que entonces, unos tenían y otros no. Lope Montalvo de Lugo refirió cómo, en otra expedición, era tan grande el hambre que para alimentar a los enfermos compraron a otros soldados un perro en 100 pesos[26]. El intento de canibalismo de Valenzuela no fue el único. Baltasar Maldonado refirió años después que durante la expedición de Jiménez «comieron carne de indios e indias más sapos y culebras», hecho que confirman los cronistas coloniales. Parece que quien tenía dinero o había llevado mayores provisiones o caballos tenía más acceso al alimento y hasta podía evitar tener que comerse a sus semejantes.
+Considerando la expedición de Jiménez, es evidente que desde que los de tierra salieron de Santa Marta, hacia el sur, pegados a las laderas occidentales de la Sierra, anduvieron por caminos indígenas llevando consigo esclavos, indios de servicio, caballos de guerra y bestias de carga, perros y posiblemente cerdos, cabras u ovejas, pues el cronista Aguado escribió que llevaban un hato que el cronista Simón llamaba carnada. Entretanto los cinco bergantines remontaban el bien conocido Magdalena. Al atravesar el Ariguaní, salieron de la región chimila y se dirigieron hacia el sureste hasta llegar al bien habitado valle del Cesar, por donde siguiendo caminos indígenas bajaron a Chiriguaná donde recogieron algún oro de los indígenas y continuaron por sendas —indígenas también— hasta llegar al viejo Tamalameque, sitio americano muy bien provisto de alimentos y todo tipo de frutas. Atravesando el río Cesar en canoas que gentilmente les prestaron los locales, continuaron al sur por buenos caminos indígenas hasta llegar a otro buen sitio de aborígenes conocido como Sompallón. Mientras tanto, los de los bergantines avanzaban lentamente por regiones bien conocidas.
+Ahora iban a empezar los problemas por ausencia de indígenas. La región entre Sompallón y La Tora no estaba muy habitada y los pocos que la frecuentaban usaban canoas para transportarse y labraban sus cultivos en sitios resguardados en cualquiera de sus dos cenagosas riberas. El hambre aumentó y por falta de caminos indígenas fue necesario abrir trocha. Tampoco había nativos que les pudieran guiar ni ayudar a transportar sus pesadas cargas, que incluían algunos cañoncitos, yunques para la forja y mucho herraje y cadenas. Los sufrimientos se multiplicaron y las muertes de europeos continuaron hasta que, penosamente, llegaron a La Tora, sitio asentado sobre las Barrancas Bermejas.
+Allí reposaron y en sus alrededores notaron una canoa cargada con mantas de algodón preciosamente decoradas al pincel y sal de mina muy distinta a la que consumían río abajo, que provenía del mar. Estas fueron las señales que interpretó bien el licenciado Jiménez al deducir que esos productos debían provenir de tierras habitadas por civilizaciones más avanzadas. En este momento, añade el historiador Friede, Gonzalo Jiménez cambió el oro del Perú por la sal muisca. Después de salir de La Tora y remontar un tanto el Opón, por donde bajaban esos artículos, dieron con la ruta indígena Camino de la Sal, a cuya vera se encontraban depósitos de sal y comida y lugares de descanso para los transportadores. Arriba encontraron el valle de la Grita, situado ya en el altiplano muisca. Desde allí divisaron muchos caminos y múltiples columnas de humo indicativas de cuán bien habitada era la tierra. Volviendo atrás, Jiménez, Federmann y Belalcázar tuvieron distintas razones para dirigir sus expediciones, pero hubo una en común: todos iban tras las noticias obtenidas de los indígenas sobre la existencia de una tierra rica que se conocía como Meta o Xerira, en donde sus naturales se vestían con mantas de algodón finamente decoradas y explotaban minas de sal.
+Los primeros cronistas escribieron cómo los expedicionarios padecieron enfermedades, hambres, incomodidades y trabajos derivados de las condiciones físicas inherentes a una naturaleza tropical, describiendo vivamente las condiciones geográficas y climáticas que se oponían a su avance. Los escritores posteriores fueron gradualmente exagerando la dureza de esas condiciones, quizás para hacer aparecer a los conquistadores más apreciables y valientes porque habían logrado superarlas. Escribieron cómo las espinas y ramazones les destruían los cuerpos ya atormentados por los tábanos y un ejército de zancudos, jejenes, roedores y muchas sabandijas; cómo los tigres los comían, las culebras los picaban y los feroces caimanes los atemorizaban mientras aguantaban excesivos calores y trataban de guarecerse bajo las hojas de los árboles, de las tempestades acompañadas de rayos, truenos y relámpagos espantosos[27].
+A pesar de que la extensión y conformación del territorio atravesado por las huestes del licenciado Jiménez fue sin duda una dura prueba a su resistencia, se deben considerar también las ventajas de la ruta que escogieron. Las sabanas de Fundación y las del suroeste y sur de la Sierra Nevada, el valle del Cesar que se extiende hasta el Magdalena, el valle de este hasta su afluente, el Opón, todas eran tierras planas y conformaban las cuatro quintas partes del camino que recorrieron desde Santa Marta hasta Bogotá; además no ofrecían otros obstáculos geográficos distintos a los ríos y las ciénagas. El río Magdalena fue por varios siglos el mejor y más fácil camino de penetración al Nuevo Reino y aunque bogar en bergantín río arriba era una labor durísima, que dependía únicamente del esfuerzo humano —realizado más por los esclavos e indígenas que por los europeos—, muchas veces hubiera sido peor transportar las pesadas cargas a la espalda.
+Bajar a Guataquí, puerto sobre el Magdalena no muy lejano de Tocaima, para luego llegar hasta la costa, fue trayecto fácil —salvo el Salto de Honda— y tanto Jiménez como Federmann y Belalcázar lo hicieron en quince días cuando decidieron ir a España. El Magdalena y su valle no debe, por tanto, considerarse como un inconveniente sino, mejor, como una gran ayuda que facilitó el avance y permitió la asistencia prestada por los bergantines que cargaron enfermos y llevaron provisiones.
+Al avance de los conquistadores se interpusieron algunos ríos, pero, por lo que relatan los cronistas sobre el cruce del Ariguaní y el Cesar, se llega a una conclusión diferente. Según estos, la labor de atravesar el Ariguaní fue improvisada y hecha «con mal aderezo». Con una mejor preparación de quienes hicieron las maromas, este cruce hubiese sido un evento corriente que no hubiera merecido mención en las crónicas. También a la inexperiencia adjudicó el cronista Aguado las dificultades que tuvieron al cruzar el Cesar, pues escribió que «pasaron en pequeñas canoas, con harto riesgo y peligro de las vidas de muchos por no tener el sostén y hueco que se requería para navegar gentes bisoñas y chapetonas. Este nombre de chapetón o chapetones comúnmente se usa en muchas partes de Indias, y se dice por la gente que nuevamente va a ellas, y que no entienden los tratos, usanzas, dobleces y cautelas de las gentes de Indias, hombre que ignora lo que ha de hacer, decir, o tratar». Las ciénagas ribereñas fueron un obstáculo que alargaba el camino al tener que circundarlas si no se vadeaban. El que las hubiesen encontrado más crecidas de lo normal era natural, pues desafortunadamente la expedición se inició en abril, el «mes de aguas mil».
+El terreno continuó plano hasta que al ascender por el valle del río Opón, encontraron el Camino de la Sal. Esta era una buena senda indígena que le facilitó al licenciado el tránsito de su tropa en este, el primer tramo montañoso que encontró. Durante el recorrido de sus 20 leguas había partes tan inclinadas, que a veces fue necesario retrasar la marcha para permitir el paso de las bestias, pero no se debe subestimar el gran alivio que debieron significar los albergues y depósitos de alimentos que mantenían los indígenas a la vera del camino. Llegado al valle del Alférez y de La Grita en adelante, el terreno lo conformaban lomas amenas cruzadas por múltiples y cómodos, aunque primitivos, caminos indígenas. Las condiciones climáticas que sufrieron los expedicionarios fueron las lluvias, el calor, el frío y los «vapores dañinos y aires destemplados». Aunque ninguno de los tres primeros causan la muerte, sí podían contribuir a debilitar el cuerpo y hacerlo más propenso a las enfermedades. Los calores del valle del Magdalena son sin duda sofocantes pero no son mayores que los de los fuertes veranos andaluces, provincia de dónde venían muchos de los conquistadores. Allí, en Écija, llamada La Sartén de España, el termómetro sube a los 45 grados centígrados a la sombra, cosa que muy raramente sucede en el valle del Magdalena. Así mismo, cuando subían a la altiplanicie cundiboyacense, les incomodó el frío, porque ya venían muy escasos de ropa, pero, nuevamente, esas temperaturas son suavísimas al compararlas con los crudos inviernos de Castilla, Extremadura o León. Además, el frío lo combatieron exitosa y rápidamente con las mantas que tomaron de los indígenas. No se puede olvidar, sin embargo, que varios de los soldados de Federmann y muchos indios acompañantes, murieron congelados cuando atravesaban el páramo de Sumapaz camino a Bogotá[28].
+Los aires y vapores dañinos son algo más difícil de identificar. Un escritor del siglo XIX, refiriéndose a la salubridad de la región de Tamalameque, apuntó que «su temperamento es cálido y las miasmas que se levantan de las ciénagas y pantanos producen fiebres intermitentes, peligrosas para el extranjero»[29]. Obviamente se refería a un fenómeno que entonces no se conocía bien, pero sus efectos sí: que en las aguas estancadas se criaban mosquitos cuyas picaduras transmitían la malaria y la fiebre amarilla. A pesar de que parece existir cierto paralelo entre las descripciones del siglo XVI y las del XIX, hasta allí llega toda similitud. Está razonablemente comprobado que ninguna de esas enfermedades existía en América antes del siglo XVIII, cuando se cree fueron importadas del África Occidental. Probablemente los cronistas se referían a algún tipo de fiebres originadas antes por dietas inadecuadas o mala nutrición que por transmisiones parasitarias. Conviene tener en cuenta que el cronista Simón escribió «porque como los más eran chapetones y no acostumbrados a los aires y destemples de estas tierras, que son bien diferentes a los de España», lo que sugiere que existía alguna relación entre lo que consideraba la causa de un tipo de enfermedad y la falta de experiencia en Indias.
+El hábitat tropical ofrece nichos ecológicos favorables a insectos como mosquitos, garrapatas, hormigas, avispas, niguas y otros parásitos; a sabandijas como culebras, sapos, alacranes y murciélagos; a fieras como los jaguares —no había tigres— y osos; a saurios como los caimanes. Los más molestos debieron ser los mosquitos, de los que Simón aclaró en su crónica que los de acá, llamados zancudos, eran los mismos bientearé de España. Conviene recordar que los mosquitos son mucho más molestos para los forasteros que para los locales. Afortunadamente, con cuidado se podían evitar las molestias de las hormigas y avispas y las de las garrapatas, que a veces no se pueden ver a simple vista. Las culebras debieron ser tan molestas como los mosquitos, pero es posible que por no haber sido la causa directa de la muerte de ninguno de los de Jiménez, los cronistas coloniales no las hubieran mencionado mucho. Hoy, como seguramente entonces, se encuentran sapos que exudan veneno y quizás aún exista alguno igual al que comió el soldado Juan Duarte y que le produjo locura; sin embargo, estos animales no se han caracterizado por ser un azote humano. En cuanto a los murciélagos que les chupaban la sangre de noche, el único remedio conocido era dormir cubierto, práctica que, señaló Simón, no cumplían los soldados.
+El caimán, animal muy exótico a los ojos europeos, se menciona en las crónicas como el causante de la muerte del soldado Juan Lorenzo; sin embargo, esto parece más una conjetura de los cronistas, pues uno de ellos escribió que «le debió asir el pie un caimán», porque cuando estaba en el agua sólo pudo sacar la cabeza una vez para gritar «Señor mío, misericordia». Su agobio pudo también habérselo causado un calambre. Estos saurios se cebaron y se volvieron atrevidos cuando eran alimentados por los cadáveres que los expedicionarios arrojaban al agua mientras descansaban en La Tora. Tanto, que hay menciones de haber atacado a un asno y ser un peligro para los perros, pero nunca para los humanos. Los huidizos «tigres» (jaguares), que ocupan un lugar predominante en nuestro folclor, aparecen en las crónicas como causantes de la muerte de un soldado, a quien, para quien desee creerlo, mientras descansaba en su hamaca, se lo llevó un tigre «como un gato a un ratón». Concedido; es probable que los jaguares hubiesen causado la muerte de un soldado o dos que hubiesen quedado rezagados por enfermos, pero de allí a inferir que fuesen un factor importante de pérdidas humanas hay mucho trecho.
+El segundo obstáculo, que se oponía a los designios de los conquistadores después de la naturaleza, eran los indios. Para vencerlos contaban con capitanes y soldados, caballos de guerra, arcabuces, ballestas, espadas, lanzas y otras armas. Sin embargo, si se estudian las crónicas y las relaciones sobre la expedición del licenciado Jiménez, se concluye que otra fue la realidad: los indígenas constituyeron una ayuda para el progreso de la expedición y no un obstáculo, salvo en unos pocos casos. La primera vez que los expedicionarios de a pie —los de los bergantines fueron duramente atacados especialmente cuando regresaban a Santa Marta— encontraron alguna oposición, sin consecuencias para ellos, fue cuando estaban entrando a Tamalameque. Después, otro grupo sería atacado en las riberas del Magdalena cerca de La Tora; un tercer grupo, dirigido por el capitán San Martín, sería acosado cuando regresaba del altiplano muisca y un cuarto grupo fue acosado cuando Hernán Pérez quiso quitarles unas casas a los opón. Sólo la última contienda les causó dos bajas.
+Quizá la mayor resistencia provino de los habitantes del valle de La Grita, pero fue tan insignificante que sólo requirió un soldado de a caballo y unos pocos de a pie para vencer esa oposición. Los muiscas estaban muy mal armados, con pequeños dardos que lanzaban con unas tiraderas —no usaban el arco y las flechas—, con lanzas de madera y espadas de palma. Además, su concepto de hacer la guerra estaba cargado de ideas religiosas, donde primaba la finalidad de «tomar a mano al contrario» y no de matarlo en el campo de batalla, a lo que creían les ayudaban las momias de sus antepasados, que, cuando hacían la guerra, llevaban a la espalda. Desafortunadamente para los indígenas, no era dable «tomar a mano» a los avezados españoles, expertos en correr a los moros de la península ibérica y en pelear con todos los ejércitos de Europa.
+Tan pequeño obstáculo serían los indígenas, que a ellos sólo se les puede atribuir la muerte de dos soldados del licenciado Jiménez, desde que avanzaron por tierra desde Santa Marta hasta llegar a la región muisca. Tampoco se les puede culpar de la muerte de ninguno de los acompañantes europeos de los generales Belalcázar o Federmann, si en el caso de este último se exceptúa que mientras sus gentes escalaban las montañas para llegar al páramo de Sumapaz, los indios pegaron fuego a la paja, de lo cual resultó muerto un español enfermo y otro que, aterrado, se lanzó al abismo[30]. No, los indígenas no fueron un obstáculo, fueron la gran ayuda que ya se ha vislumbrado.
+Desde su salida de Santa Marta los europeos se alimentaron de los cultivos indígenas, avanzaban en buena parte por caminos indígenas, atravesaban los ríos en canoas indígenas y frecuentemente se hospedaban en habitaciones indígenas. Desde su salida llevaban centenares de indios para que les llevaran sus cargas y les prestaran otros servicios, y cuando estos morían o escapaban, eran reemplazados por otros tomados a la fuerza como sucedió en Chimila; en Chiriguaná, donde apresaron algunos para que los enrumbaran nuevamente, pues estaban perdidos; en Tamalameque, donde los locales fueron quienes les informaron sobre la suerte de los bergantines; en el Opón, donde se hicieron a otros, quienes les llevarían donde se hacía la sal y les servirían de intérpretes. Los indígenas fueron quienes les dieron mantas para que se protegieran del frío, les mostraron dónde vivían sus soberanos y otros señores principales, dónde guardaban algunos de sus tesoros, dónde estaban sus adoratorios más importantes como el templo de Sogamuxi, dónde las tumbas de sus antepasados, dónde las minas de esmeraldas y cómo las explotaba el señor de «Somyndoco». En fin, el indígena mostró al conquistador mucho de lo que quiso ver, mientras lo alimentaba y entretenía hasta prestándole sus mujeres e hijas y sirviéndole a cuerpo de rey o mejor, pues hasta el mismo licenciado Jiménez sugirió —quizás equivocadamente— que los indígenas percibieron a los cristianos como hijos del Sol y la Luna[31].
+Para terminar el tema, la expedición mejor servida fue con mucho la de Belalcázar, que venía acompañada no de centenares sino de millares de indígenas mejor aleccionados por los privilegiados incas y curacas a prestar un servicio óptimo. Este grupo iba bien dotado de caballos de guerra y de carga, más centenares de cerdos; vestían lujosas ropas y finos paños, sedas, granas, perpiñanes y encrespadas plumas; acampaban en tiendas de suaves lanas peruanas y algunos comían en vajilla de plata las viandas preparadas por expertos cocineros mientras dichas «señoras de juego» les entretenían en sus ratos de ocio[32]. El lujo de esta expedición contrastaba con las espartanas de Jiménez y Federmann que, cuando Belalcázar las conoció, sus gentes calzaban alpargatas y se cubrían con humildes ropas de algodón cuando no con pieles de animales. Fuera como fuera, todas estas expediciones gozaron permanentemente del servicio de los indígenas que les aliviaron las cargas y les señalaron el recorrido hasta llegar el corazón del futuro Nuevo Reino.
+Allí, en el altiplano, encontraron los recién llegados una civilización acostumbrada a vivir en paz con la naturaleza y que, sin destruirla, extractaba de ella lo indispensable para subsistir. Allí tenían su casa medio millón de indígenas[33]; allí cultivaban sus tierras, cazaban, pescaban, comerciaban, se alimentaban, construían sus edificios y fabricaban sus artefactos, rendían tributo a sus señores, defendían su territorio, adoraban a sus dioses, se expresaban artísticamente, se divertían y practicaban sus deportes, se reproducían y educaban a sus hijos, tal como los europeos lo hacían al otro lado del mar aunque en un grado inferior de civilización si esta se mide materialmente. Allí, en ese altiplano, sucedió un encuentro entre dos grupos humanos que tenían idénticos derechos e idéntica dignidad. El que no lo hubiesen percibido así entonces aquellos que escribieron la historia no da cabida a que hoy no se le mire como fue. Sin embargo, inclinarse en favor de uno u otro grupo previene que hagamos lo más valioso: estudiar nuestro pasado para comprender mejor nuestra identidad.
+«Quien no poblare, no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente; así que la máxima del conquistador ha de ser poblar», escribió el cronista Francisco López de Gómara[34]. La colonización se consideraba entonces inherente al proceso de conquista y para el líder de la expedición poblar quería decir establecer ciudades permanentes siguiendo el modelo castellano definido por sus antepasados durante la Reconquista española. Sin embargo, casi dos años habrían de pasar desde cuando Gonzalo Jiménez llegó a tierra muisca, hasta cuando la primera ciudad de tipo español fue fundada con la ayuda de Nicolás Federmann y Sebastián de Belalcázar, el primer paso dado en el proceso colonizador del Nuevo Reino.
+Las instrucciones dadas por don Pedro Fernández de Lugo a Jiménez no incluían la autorización necesaria para fundar ciudades y mucho menos, para crear una división política completa, lo que inesperadamente fue el resultado final de la expedición. Como buen licenciado en leyes que era, Jiménez no se le escapaba la implicación legal de no tener tal autorización. Sin embargo, el estar sus hombres en un ambiente extraño, rodeados de los inescrutables muiscas, con quienes no se podían comunicar directamente y quienes les aventajaban en más de dos mil a uno, deseando vivir agrupados entre sí, como acostumbraban, en un sitio donde les fuera posible intercambiar ideas y experiencias, para así, gozando de mutua compañía sentirse un poco más seguros, todo esto movió a Jiménez a concentrarlos en una comunidad. Así que después de estar su gente recorriendo la tierra muisca y sus alrededores, en el valle de los Alcázares, Jiménez ordenó la construcción de un campamento más permanente para sus soldados, consistente en una iglesia y doce primitivos ranchos grandes al estilo indígena. Como no tenía autoridad, Jiménez no fundó ciudad alguna, pero ese 6 de agosto de 1538, día de la Transfiguración del Señor, estableció la ciudad de Santa Fe de Bogotá, la futura capital del Nuevo Reino de Granada.
+Unos siete meses después llegaron a los Alcázares Federmann y el experimentado Belalcázar. Hacía años que este último había recibido autorización de Francisco Pizarro para fundar ciudades y la había ejercido al establecer Quito, Cali, Popayán y luego Timaná. Él mismo, Belalcázar, también había estado presente cuando en 1519 Pedrarias Dávila fundó Panamá y quizás conocía las instrucciones reales que este había recibido para efectuar tal fundación, y hasta las cédulas regulando el establecimiento de ciudades que Carlos V firmó cuatro años después. De acuerdo con ambas órdenes reales, las ciudades se debían situar en lugares protegidos y de fértil tierra, dotados de aguas, leña, buenos pastos y materiales de construcción abundantes. Deberían quedar en lugar ventilado por vientos de norte a sur y cercano a buenas fuentes de trabajo indígena. Los lotes para las casas deberían ser rectangulares, la plaza bien delineada, la iglesia localizada claramente, y el buen orden se debía seguir desde el principio[35].
+Si bien Jiménez, Belalcázar o Federmann sabían espontáneamente que un diseño de cuadrilla era el más conveniente a seguir en el trazo de una ciudad, o ya que hubieran estudiado los planos de las antiguas ciudades chinas, romanas o las modernas establecidas durante el renacimiento italiano, o las que habían dejado los indígenas en México o Perú, lo cierto fue que Jiménez decidió seguir ese diseño después de que Belalcázar lo convenció para que fundara la ciudad con todas las legalidades y ceremonias[36]. No se sabe si mientras Jiménez practicaba la abogacía en Granada, España, al visitar la vecina Santa Fe recién fundada por los Reyes Católicos, quedó impresionado por su ordenado diseño rectangular; lo que sí parece cierto es que esta ciudad le inspiró el nombre de la que fundó en el valle de los Alcázares, como Granada le inspiró el nombre del Nuevo Reino.
+Bien basada estaba la insistencia de Belalcázar en que Jiménez debía fundar. Muy probablemente a estas alturas ya habían decidido, en unión con Federmann, someter a la Corte española sus disputas sobre la jurisdicción de la nueva tierra, y por consiguiente ya estaban convencidos de que debían dejar su gente y el territorio bajo una autoridad bien establecida, y a los indígenas organizados bajo el orden de la Corona española. Estos objetivos podrían satisfacerse con el establecimiento de municipalidades al estilo castellano, aunque aún quedara por resolver cómo hacerlo ante la falta de autoridad de Jiménez. Sin embargo, si veinte años atrás, en iguales circunstancias Hernán Cortés había encontrado un recurso legal para fundar Veracruz, también Jiménez podía hacer lo propio estimulado por Belalcázar, para dejar dividida la región en tres jurisdicciones encabezadas por tres ciudades donde residirían los europeos: Santa Fe, Vélez y Tunja.
+Santa Fe fue fundada sobre una fértil sabana, en un sitio bien irrigado por dos arroyos, protegido a su espalda por una cordillera que corre de sur a norte y bien provisto de leña, madera, arcilla, piedra, arena, cal y buenos pastos. El 27 de abril de 1539, en presencia de los campos de los tres generales, Jiménez montó su corcel y, blandiendo su desnuda espada, retó a quienes se le opusieran a establecer la ciudad en el nombre del rey español. En esta forma inició las ceremonias de fundación, seleccionando el sitio para la plaza —hoy llamada de Bolívar— en cuyo marco colocó la iglesia y el cabildo municipal, e irradiando de esta hacia afuera, distribuyó lotes entre sus futuros residentes siguiendo un orden jerárquico hoy poco conocido. Acto seguido procedió a establecer el gobierno municipal, compuesto por dos alcaldes y seis regidores, quienes al estar reunidos formaban el regimiento; un procurador, un alguacil mayor y el escribano, que anotaría lo tratado durante las reuniones de ese cabildo. Terminó la ceremonia creando la primera parroquia, llamando a su iglesia Nuestra Señora de la Concepción, y nombrando a su primer cura y al asistente de este[37].
+Grandes eran los poderes de la municipalidad castellana ahora trasladados a suelo indígena. Investida con poderes ejecutivos, legislativos y judiciales, podía gobernar la comunidad asentada sobre una extensa jurisdicción definida sobre límites territoriales próximos. Podía decidir casos legales, registrar a los vecinos que iban a vivir permanentemente en ella y proveerlos no sólo de lotes municipales para que edificaran sus casas, sino también de huertas cercanas a la ciudad y de estancias situadas más lejos. Podía reglamentar todo lo relacionado con la comunidad, tal como definir los precios de artículos y servicios, supervisar sus pesas y medidas, asignar hierros para marcar ganados, y distribuir mano de obra indígena entre los vecinos que la requiriesen y para la ejecución de trabajos públicos[38].
+A la fundación de Santa Fe siguieron las otras dos acordadas al tiempo, las de las ciudades de Vélez y Tunja. Vélez pudo haber sido fundada tan temprano como abril de 1539 por Martín Galeano, quien al notar que el sitio originalmente escogido no era el adecuado, en septiembre del mismo año la movió al que actualmente ocupa. Su jurisdicción era muy amplia, pues cubría tierras no sólo muiscas sino también guane, muzo, carare, opón y yaregüí. La fundación de Tunja está mucho mejor documentada que la de sus dos hermanas, como resultado del celo con que sus habitantes guardaron los documentos de su creación, empezando con el acta de su fundación efectuada el 6 de agosto de 1539 por Gonzalo Suárez. Aunque Suárez seguramente creyó que había escogido el mejor sitio, pues allí vivía el zaque muisca, desde los primeros años se quejaron sus vecinos del riguroso clima y de la falta de agua. Los límites de la ciudad fueron delineados en buena parte siguiendo las divisiones políticas previamente establecidas por los indígenas.
+A estas tres ciudades siguieron la fundación de El Cocuy, en enero de 1541 por Gonzalo García Zorro, la de Málaga, en marzo de 1542 por Jerónimo de Aguayo, la de Tocaima, el 20 de marzo de 1544 por Hernán Venegas, y la de Pamplona, en noviembre de 1549 por Pedro de Ursúa. A estas, siguieron las fundaciones efectuadas en la siguiente década, a saber, Ibagué del Valle de las Lanzas, Villeta de San Miguel, Tudela, León de Yaregüí, Mariquita, San Juan de los Llanos, Burgos, Victoria, Mérida, y Trinidad de los Muzos. A pesar de que El Cocuy, Málaga, Tudela, León y Burgos fueron posteriormente abandonadas e Ibagué trasladada a otro sitio, esas fundaciones constituyeron un grupo de centros cívicos lo suficientemente amplio como para permitir a los habitantes del Nuevo Reino residenciarse en ellos más equilibradamente que en otras colonias españolas, donde sólo había una o unas pocas ciudades.
+Concentrando la atención en los 600 hombres que salieron de Santa Marta con el licenciado Jiménez, cuentan las crónicas y las relaciones que cien de ellos perdieron la vida entre Santa Marta y Sompallón, otros cien desde allí a La Tora, doscientos más mientras en este sitio descansaban, y finalmente otros veinte más al llegar a las cumbres de las sierras del Opón, donde empezaban las tierras muiscas. De acuerdo con esos escritos, las principales causas de dichas muertes fueron mucho más las hambres y las enfermedades, que la conformación geográfica de los terrenos que atravesaron, el clima, los animales y los ataques de los indígenas, implicando que había una cierta interrelación, aunque no entendida, entre el hambre y la muerte.
+Parece que estos escritores percibieron un ciclo en el que los trabajos debilitaban a las gentes y las predisponían a las enfermedades y, cuando les faltaba el alimento, morían más rápidamente. Las primeras muertes de unos que ya iban enfermos se sucedieron después de que les faltó el alimento recorriendo la nación chimila y, cuando perdidos, no encontraron qué comer en la zona de Chiriguaná. Siguieron hasta llegar al oasis indígena que era Tamalameque, donde los alimentos no sólo eran abundantes sino delicados, y de allí continuaron por camino llano hasta Sompallón que también estaba bien provisto. A simple vista parece inexplicable que la tropa perdiera una sexta parte de sus efectivos recorriendo tierras llanas y lugares ya conocidos y que ofrecían pocos peligros y dificultades, y en donde habían sufrido pocas hambres pues las que experimentaron no duraron mucho.
+El siguiente trecho para llegar a La Tora fue mucho más duro. Hasta el río Lebrija el camino era conocido, pero la ausencia de aborígenes en esa región se tradujo en muchas más penalidades para los expedicionarios, quienes avanzaron abriendo trocha y sin encontrar cultivos indígenas. En este trayecto murieron otros cien cristianos. A simple vista esto parece más comprensible que durante el fácil tramo anterior. Disminuidos en una tercera parte llegaron al cómodo sitio de Sompallón, donde descansaron por más de dos meses. Sin embargo, a pesar de que los soldados no estaban soportando las incomodidades inherentes a estar avanzando en medio de una selva tropical y de tener comida más o menos a la mano, continuaron muriendo. Tantos se perdieron en La Tora —¡doscientos!— como en todo el trayecto de Santa Marta a ella. Entonces, si las muertes se sucedían cuando los soldados estaban haciendo tanto caminos fáciles como difíciles, o incluso ninguno, hay que descartar cualquier influencia sobre las enfermedades y las muertes derivada de los trabajos inherentes al estar viajando. La gente moría igualmente haciendo puentes, abriendo trochas, atravesando ríos y vadeando ciénagas, mientras las lluvias les acortaban el sueño, que descansando en un lugar permanente protegidos de los elementos.
+No es viable pensar en una rara enfermedad que igual atacaba a hombres en ejercicio o en reposo, pero no al general de la expedición ni a su hermano, ni tampoco a los tres oficiales reales, ni a los dos sacerdotes, ni a siete de los ocho capitanes, ni a la gran mayoría de los soldados de a caballo, a no ser que se considere otro aspecto: el alimento. Ya se señalaron algunos indicios que permiten pensar que el capitán, el soldado de a caballo y el clérigo tenían prelación en la distribución de la comida. Quizás estos, o sus indios de servicio, sabían que había necesidad de mantener una dieta balanceada, o estaban mejor acostumbrados que sus compañeros más rudos a consumir venado, aves, pescado y tortuga. Parece claro que el capitán murió menos que el soldado, posiblemente porque se alimentaba mejor.
+En este siglo ya no es necesario explicar la importancia de las vitaminas. La deficiencia de tiamina puede causar beriberi; la de niacina, pelagra; la de cobalamina, anemia; la de ácido ascórbico, escorbuto. Una dieta basada en maíz, como la usualmente seguida en el curso de estas expediciones, es alta en carbohidratos, baja en proteínas y muy baja en las vitaminas acabadas de mencionar. De esas enfermedades, el escorbuto ha sido señalado como la principal causa de la muerte de otros conquistadores[39]. Hay evidencias de que este afectó a los de Jiménez. Los cronistas escribieron cómo los enfermos de su expedición huían sigilosamente del real y se escondían en el monte en busca de una muerte pacífica. Este deseo de morir tranquilo es una manifestación típica del escorbuto, como también lo es la caída de los dientes —no mencionada por los cronistas— e hinchazón en las extremidades con posible ulceración, lo cual sí describieron aunque muy someramente.
+A los conquistadores los mató no tanto el hambre y las enfermedades, estrictamente hablando, como las enfermedades causadas por el hambre, o mejor, por el mal comer, lo cual, lamentablemente, también estaba relacionado con la falta de experiencia en las cosas de Indias que afectaba a la mayoría de los que acompañaban a Jiménez, aunque no tanto a los de Federmann o Belalcázar, quienes ya llevaban un tiempo en ellas. Esa falta de experiencia, o la terquedad, les resultó fatal, por no dar crédito a la posible cura: el conocimiento del indio que sabía alimentarse bien.
+La definición de las características de los conquistadores del Nuevo Reino está basado en el estudio de 658 sobrevivientes de las seis expediciones que crearon e iniciaron su colonización[40]. Además de las tres ya mencionadas, dirigidas por Jiménez, Federmann, y Belalcázar, se registraron las de Jerónimo Lebrón, Lope Montalvo de Lugo y Alonso Luis de Lugo. Lebrón subió al Reino a encabezar su gobierno formado bajo la jurisdicción de Santa Marta, pero tuvo que regresar cuando no fue admitido en esa dignidad, dejando a casi todos sus hombres. Desilusionado con su situación en Venezuela, donde era el segundo del gobernador, Lope Montalvo de Lugo se dirigió al Reino, a donde llegó en mayo de 1541. Dividida en dos grupos, entre 1542 y 1543, la expedición llegó al Reino con los acompañantes de Alonso Luis de Lugo, quien iba a hacerse cargo de su gobierno. Para visualizar esto mejor mírese el cuadro 1, donde se puede observar el número de los conquistadores que salieron, llegaron y el número de los sobrevivientes identificados. En el grupo de Jiménez se incluye a los que viajaron en los bergantines, a pesar de que unos cien regresaron a Santa Marta. De los doscientos originales de Belalcázar, unos cincuenta se quedaron en el camino fundando a Timaná y sólo ciento cincuenta continuaron al Nuevo Reino. También se incluye un grupo adicional de cuarenta y cuatro sobrevivientes identificados, de quienes no se conoce a cuál de las expediciones pertenecían.
+Cuadro 1. Número de conquistadores que fueron al Nuevo Reino, cuántos llegaron y cuántos han sido identificados.
EXPEDICIÓN |
SALIERON |
LLEGARON |
IDENTIFICADOS |
Jiménez |
800 |
173 |
173 |
Federmann |
300 |
160 |
116 |
Belalcázar |
150 |
150 |
64 |
Lebrón |
300 |
200 |
124 |
Montalvo |
80 |
80 |
34 |
Luis de L. |
300 |
170 |
103 |
Desconocida |
|
|
44 |
Total |
1.930 |
933 |
658 |
+Se hace énfasis en que este cuadro sólo incluye a los hombres conquistadores y excluye a las mujeres, mulatos, mestizos, indios y esclavos que han sido identificados como sobrevivientes de estas mismas expediciones y que serán tratados más adelante. La definición de estos conquistadores se ha hecho examinando dos características generales: aquellas definidas al nacer, tales como lugar y fecha de nacimiento, raza y género, y aquellas adquiridas después, tales como educación, religión, previa experiencia, y la clase social a que pertenecían al momento de llegar al Nuevo Reino.
+El 91 % de los sobrevivientes eran españoles, pero figuran once portugueses, cuatro franceses, tres alemanes, dos italianos y dos flamencos. El 27 % del total eran andaluces, otro 27 % eran castellanos, el 13 % extremeños, el 10 % leoneses y el resto lo formaban los nacidos en las otras provincias de España.
+El año de nacimiento resulta más significativo ya que sirve para calcular la edad que tenían los conquistadores a su llegada. El más joven de ellos tenía 16 años y el más viejo 62. El 13 % tenía entre 16 y 20 años y el 15 % estaba entre los 41 y los 62 años de edad. El mayor grupo lo formaban aquellos entre los 26 y los 30 años (el 29 %) y la edad promedio era 27 años.
+Todos los conquistadores pertenecían a la raza blanca, resultante de las muchas mezclas étnicas que tuvieron lugar principalmente en la península ibérica desde la expansión griega hasta la Reconquista, con una excepción: Pedro de Lerma. Este compañero de Lebrón fue el único conquistador negro libre que tomó parte en las expediciones aquí tratadas.
+Muchas más mujeres de las hasta ahora conocidas acompañaron a los conquistadores, pues de ellas se han identificado 18. Con Belalcázar vinieron la mexicana Beatriz de Bejarano —seguramente llevada por Pedro de Alvarado desde Centroamérica al Perú—, la mestiza Mencia de Collantes, más las peruanas Francisca Inga (india noble), la famosa Beatriz o Yunbo («señora de juegos») y Catalina. Las primeras tres mujeres españolas y una esclava negra llegaron con Lebrón: la recién nacida María de Céspedes con su madre Isabel Romera, más Catalina de Quintanilla, y la esclava Isabel. Las siguientes españolas llegaron con Luis de Lugo y fueron Mari Díaz, Leonor Gómez, Ana Domínguez, la mulata Juana García, las hermanas Ana, Isabel y Juana Ramírez, más Eloísa Gutiérrez. No se sabe si Catalina López vino con Lebrón o con Lugo.
+De los mestizos ya se han mencionado las mujeres, pero faltan los hombres, aunque de uno de ellos ya se ha hablado: Francisco de Belalcázar, hijo del general Sebastián. El otro fue Lucas Bejarano, niño recién nacido del primer matrimonio cristiano celebrado en el Nuevo Reino, el de Beatriz de México con Lucas Bejarano, compañero de Belalcázar.
+Muy pocos de los millares de indígenas que trajeron las expediciones han sido identificados. Además de las mujeres indígenas ya mencionadas, también vinieron con Belalcázar los peruanos Antón Coro y el noble Pedro Inga, y con Lebrón vinieron voluntariamente los distinguidos caciques Meló y Malebú, quienes volvieron a su lugar de origen.
+Igualmente significativo es el número de esclavos negros que sobrevivieron y que han sido identificados: con Lebrón llegaron siete en total, seis varones y la ya mencionada esclava Isabel; y con Luis de Lugo 17, todos hombres, incluyendo a Mangalonga de Etiopía y a Gasparillo. Con seguridad estos no son todos, pues hay evidencia de que por lo menos Jiménez venía acompañado de un esclavo, y Belalcázar de una esclava, y que había varios de ellos viviendo en el Nuevo Reino entre 1540 y 1543 y que tuvieron que llegar allí con estas expediciones. Además, se conoce la existencia de un esclavo morisco que murió en 1539, mientras su amo Gonzalo García Zorro buscaba la Casa del Sol y quien seguramente lo acompañó si no desde España, por lo menos desde Santa Marta.
+Es muy fácil juzgar el grado de educación de personas como Jiménez y Federmann, que escribieron libros sobre sus conquistas; o el de personas que dejaron crónicas sobre su participación en ellas; o de los escribanos, oficiales reales, tenedores de bienes de difuntos y clérigos que tenían necesidad de leer y escribir para hacer sus oficios. De los otros queda el testimonio de las cartas que escribieron, pero más comúnmente, de si pudieron o no estampar su firma en algún documento que la requería. Aquellos que podían firmar se consideran potencialmente literatos y aquellos que no lo pudieron hacer o «estamparon su señal», como analfabetas. De un detallado análisis que tiene en cuenta esos factores, se concluye que hasta un 79 % de los conquistadores del Nuevo Reino podía estar en condiciones de saber leer y escribir, y, por consiguiente, de tener un grado de educación relativamente alto en las condiciones del siglo XVI. Esta característica sugiere una vez más que los conquistadores no pertenecían a la clase menos favorecida de la sociedad española.
+Durante una época en que España, por medio del Patronato negociado con los papas, había asumido la defensa de la influyente Iglesia católica, y después de que los moros y judíos habían sido expulsados de España para mantener en ella una homogeneidad religiosa, no se podía esperar sino que todos los conquistadores fueran católicos, aunque aún hoy están por resolverse algunas dudas. Todavía se sospecha que el mismísimo licenciado Jiménez provenía de una familia de conversos. Federmann, reputado como católico, fue acompañado por dos flamencos y dos alemanes, estos últimos provenientes de donde recientemente se había iniciado la Reforma protestante. Alguno de estos podría ser «luterano», como los llamaban entonces, porque de otra forma no se explica para qué, en 1535, la Corona española expidió una cédula prohibiendo a los alemanes ir a Venezuela sin un permiso especial[41]. Queda por ver si el esclavo morisco que acompañó a García Zorro, en su intimidad veneraba más a Mahoma que a Cristo.
+Teniendo en cuenta el énfasis de todos los cronistas en la importancia de ser baquiano para el conquistador, o sea, experimentado en las cosas de Indias, aquí se considerará en primer lugar los años de experiencia en la América que estos hombres tenían al llegar al Nuevo Reino. Como es de esperar, los menos expertos debían ser los compañeros de Jiménez y Luis de Lugo, pues poco después de llegar de España siguieron hacia el Reino, llegando a este sólo con la experiencia obtenida durante el camino. Los más experimentados, los de Belalcázar, Federmann y Montalvo, quienes ya llevaban un tiempo en Indias antes de llegar al Reino. En resumen, se tiene que el 32 % del total no tenía más experiencia que la obtenida en el camino —aproximadamente un año—, el 31 % la tenía de cinco a nueve años, el 20 % de dos a cuatro años y el 17 % de 10 años o más.
+El análisis de la clase social se limitará a determinar si estos hombres pertenecían al común de las gentes —los plebeyos— o si eran miembros del primer escalón de la nobleza española, los hidalgos. La conquista de América fue una empresa relativamente popular en la que no tuvo participación activa la alta nobleza —salvo unos pocos altos gobernantes de México y Perú—. Los grandes riesgos del viaje y las incomodidades encontradas al otro lado del océano evitaron que los hombres ricos y los altos nobles abandonaran la comodidad de sus hogares para estar de cuerpo presente en las conquistas.
+Pertenecer a la nobleza tenía ciertas ventajas económicas además del prestigio que conllevaba. Por esa razón, muchos conquistadores del Nuevo Reino reclamaron ser hidalgos, y, como se sabe que sólo diez pudieron demostrarlo con la correspondiente ejecutoria, los otros reclamaron ser hidalgos notorios, en otras palabras que si se comportaban como hidalgos era porque lo eran, sin necesidad de tener que demostrarlo con documentos como se requería en España. Con esta salvedad, se sabe de 73 conquistadores —el 11 %— que manifestaron ser hidalgos: 27 eran compañeros de Jiménez, 15 de Federmann, 8 de Lebrón, 2 de Montalvo y 13 de Luis de Lugo. El resto de los 658 conquistadores identificados eran entonces plebeyos o pecheros, como también se les llamaba, porque pagaban un cierto impuesto municipal llamado pecho. Esta mentalidad hidalguesca, que entre otras cosas consideraba denigrantes los trabajos manuales, hasta mediados del siglo XVIII iba a ser parte integral de la ética laboral de alguna gente. Sin importar el número de hidalgos o pecheros, la conquista del Nuevo Reino ofreció a quienes tomaron parte en ella y que luego se convirtieron en sus colonizadores grandes oportunidades para mejorar sus condiciones económicas y sociales, que a la vez les permitieron ser políticamente influyentes. Lamentablemente, esa mejoría se basó inicialmente en el oro y las esmeraldas arrebatados a los muiscas y vecinos, y subsecuentemente en el trabajo y en el tributo que arbitrariamente impusieron al sufrido indígena y que en algunas partes duró hasta cuando se ganó la independencia de España. Ese fue el precio que pagó el indígena por el beneficio de conocer la civilización europea.
+[6] Sobre el contenido de este párrafo, véase Friede, Juan, 1955, Documentos inéditos para la historia de Colombia. Bogotá, II, págs. 232-238, 266-267 más 318 y 368; III, págs. 196-210; anónimo, 1960, Relación de la conquista de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada y fundación de Bogotá (1536-1539), Bogotá, págs. 201-252.
+[8] De la Rosa Olivera, Leopoldo, 1959, «Don Pedro Fernández de Lugo prepara la expedición a Santa Marta», Anuario de Estudios Atlánticos, n.º 5, págs. 399-444.
+[9] Aucke, Pieter Jacobs, 1991, «Legal and Illegal Emigration from Seville, 1550-1650», en Altman, Ida y Horn, James, editores, «To make America» European Emigration in the early Modern Period, Berkeley, págs. 58-84. En cuanto a las medidas monetarias: un ducado era igual a 375 maravedíes y un peso de oro fino igual a 450, o sea que 1,2 ducados eran iguales a un peso; además, el real era igual a ⅛ de peso. El maravedí era sólo una medida; no existían monedas de ese valor.
+[10] Avellaneda, José Ignacio, 1990, «The Conquerors of the New Kingdom of Granada», tesis de doctorado, University of Florida, Gainesville, págs. 114-120.
+[11] Los cronistas coloniales aquí considerados y sus obras son: fray Pedro Aguado, 1956, Recopilación historial, Bogotá; fray Juan de Castellanos, 1955, Elegías de varones ilustres de Indias, Bogotá; fray Pedro Simón, 1981, Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, Bogotá, y el obispo Lucas Hernández de Piedrahita, 1973, Noticia historial de las conquistas del Nuevo Reino de Granada, Bogotá. Sus obras son lo suficientemente conocidas como para que no requieran introducción. En esta lista también se pueden incluir a Pedro Cieza de León, Gonzalo Fernández de Oviedo, Antonio de Herrera, y fray Alonso de Zamora; adicionalmente se pueden considerar las obras de Juan Rodríguez Freyle y Juan Flórez de Ocariz, quienes a pesar de no ser cronistas, recogen valioso material histórico. Para esta nota véase Aguado Recopilación, I: 209; Castellanos, Elegías, II, pág. 414; Simón, Noticias, III, pág. 51.
+[13] Ramos, Demetrio, 1978, La fundación de Venezuela: Ampiés y Coro, una singularidad histórica, Valladolid, pág. 263.
+[14] Friede, Los Welser, pág. 342 y sobre lo que sigue en este párrafo véanse págs. 181-182. Sobre las acciones de Alfinger en Venezuela, véase este mismo autor y obra, págs. 166-234.
+[15] Archivo General de Indias (AGI) Justicia 1107, n.º I, folio 94 y ss., declaración de Andrés Ayala, compañero de Federmann.
+[17] Rumazo González, José, 1934, Libro Primero de cabildos de Quito. Quito, I, págs. 270-274. Sobre los velados planes de Belalcázar y el resto de lo contenido en este párrafo, véase esta misma fuente, págs. 302-303, 325, 362-363 y 400, y Friede, Documentos inéditos, V, pág. 206.
+[18] Aguado, Noticias, III, pág. 332; Castellanos, Elegías, III, pág. 375, IV, pág. 293; Simón, Noticias, III, págs. 332-336; Fernández, Noticia historial, I, págs. 139, 302.
+[19] Carta del 20 de marzo de 1540 transcrita por Juan Friede, 1960, Gonzalo Jiménez de Quesada a través de documentos históricos, tomo I, Bogotá, págs. 239-240.
+[20] El documento por excelencia para estudiar la operación, composición y relaciones internas de cualquier expedición de conquista española en las Indias es el Reparto del Botín, hecho por el licenciado Jiménez el 6 de junio de 1538 entre todos los soldados que sobrevivieron en su empresa. Este, que ahora se encuentra en Archivo General de Indias Justicia 536B, está transcrito en Friede, Gonzalo Jiménez, págs. 136-161.
+[21] Archivo General de Indias Justicia 56, resumido en Academia Nacional de la Historia, 1977, Juicios de residencia de la provincia de Venezuela, I, Los Welser. Caracas, págs. 192-196.
+[22] Archivo General de Indias 534B; Archivo General de Indias Contaduría 1292; Friede, Documentos, V, pág. 209.
+[23] Archivo General de Indias Justicia 545, folio 621r; Friede, Gonzalo Jiménez, pág. 152; Archivo General de Indias Patronato 160-169, declaración de Alonso de Olalla; Archivo Regional de Boyacá (ARB), Notaría Primera de Tunja, Libro I, folio 408.
+[24] Sobre los vestidos de los soldados al salir de Sevilla, véase la descripción de Hyeronimus Köler, en Hannah S. M. Amburger, 1930, Die Familiengeschichte der Koeler, Londres, págs. 158-289, o Friede, Los Welser, págs. 341-342; Simón, Noticias, III, pág. 49 (acá transcrito), y Aguado, Recopilación, I, pág. 195.
+[25] Para ejemplo véase la descripción de la región de Tamalameque fechada en enero de 1579 en Juan Friede, 1976, Fuentes documentales para la historia del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, VII, págs. 275-301.
+[26] En su orden: Probanza de Castellano en Archivo General de Indias Patronato 156-1-5; Simón, Noticias, IV, pág. 73; Probanza de Jorge Espira, Archivo General de Indias Justicia 990. Para lo de Maldonado (que sigue), véase su probanza en Archivo General de Indias Patronato 157-2-5.
+[27] Fray Alonso de Zamora, 1980, Historia de la Provincia de San Antonio del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1, págs. 197-198. Para una discusión más amplia sobre el tema, véase José Ignacio Avellaneda, La expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada al Mar del Sur y la Creación del Nuevo Reino de Granada, capítulo 2, próximo a aparecer.
+[28] Avellaneda Navas, José Ignacio, 1990, Los compañeros de Federmann, fundadores de Santa Fe de Bogotá, Bogotá, págs. 40, 81-82.
+[29] Ancízar, Manuel, 1956, Peregrinación de Alpha, Bogotá, pág. 430. Sobre la malaria y fiebre amarilla, véase McNeill, William H., 1963, Plagues and People, Garden City, NY, pág. 430.
+[31] Jiménez, Gonzalo, «Epítome de la Conquista del Nuevo Reino de Granada», Friede, Descubrimientos, pág. 262.
+[32] Véase Avellaneda Navas, José Ignacio, 1992, La expedición de Sebastián de Belalcázar al Mar del Norte y su llegada al Nuevo Reino de Granada, Bogotá, págs. 6-11.
+[33] Jaramillo Uribe, Jaime, 1968, Ensayos de historia social colombiana, Bogotá, pág. 93; Colmenares, Germán, 1978, Historia económica y social de Colombia, 1537-1719, Bogotá, pág. 101.
+[35] «Ynstrucción para el Gobernador de Tierra Firme, la qual se le entregó el 4 de agosto de DXIII» en Manuel Serrano y Sáenz, ed., 1981, Orígenes de la dominación española en América, Madrid, I, pág. CCLXXXI. Véase también Martínez, Carlos, 1987, Santa Fe, capital del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, págs. 14-71.
+[36] Friede, Juan, Fuentes documentales, III, págs. 130-131; Castellanos, Elegías, IV, págs. 291-294.
+[37] Simón, Noticias, III, págs. 303-307 y 343-346; véase también Broadbent, Sylvia M., «La Fundación de Santa Fe, Rectificaciones a Rectificaciones», Boletín de Historia y Antigüedades, 56, págs. 630-632 (abril-junio, 1967), págs. 189-207.
+[39] Ashburn, Percy M., 1947, The Ranks of Death: A Medical History of the Conquest of America, New York, págs. 57-79.
+[40] El análisis completo se encuentra en Avellaneda, 1990, «The Conquerors», tesis de doctorado. University of Florida. Con algunas modificaciones en los números de los conquistadores activos, este mismo análisis está siendo publicado en Avellaneda, José Ignacio, 1994, The Conquerors of the New Kingdom of Granada, Albuquerque: University of New Mexico Press, que será publicado en español con el título Los conquistadores del Nuevo Reino de Granada.
+El blanco vive en su casa
+de madera con balcón.
+El negro, en rancho de paja,
+en un solo paredón.
+Cuando vuelvo de la mina
+cansado del carretón,
+encuentro a mi negra triste,
+abandonada de Dios
+y a mis negritos con hambre.
+Por qué esto, pregunto yo.
+«A LA MINA». POEMA ANÓNIMO DEL SIGLO XVII
+LA INMENSA RIQUEZA AURÍFERA de la Nueva Granada, depositada en montañas, en vetas y en el lecho de los ríos, se convirtió desde los primeros años de la Conquista en el principal interés de los españoles. Para los hombres del siglo XVI el oro era sinónimo de riqueza sin fin, por su obtención no importaba padecer sacrificios ni penalidades. El oro tenía la virtud de encantar, de ensoñar. En su desesperada búsqueda, los aventureros veían ciudades rutilantes, «dorados» y lagunas encantadas. Su extraño e inequívoco poder llevó a que muchos españoles dejaran sus armaduras y se adentraran en su búsqueda en inhóspitas regiones acompañados de cuadrillas de indígenas o esclavos. Durante los tres siglos de vida colonial, las más variadas y distantes regiones neogranadinas vieron florecer rancherías de hombres enloquecidos por el oro, aunque en pocas ocasiones alcanzaron a convertirse en ciudades.
+En Antioquia, por ejemplo, a fines del siglo XVI, el descubrimiento de los ricos sedimentos del río Nechí provocó el rápido desplazamiento de casi todos los mineros que se encontraban en Buriticá. En muy pocos años fundaron Cáceres, Zaragoza y Guamocó. El rescate fue tan intenso, que hacia 1640 se empezó a manifestar el desencanto. Guamocó, que llegó a ser considerada la «Villa de Oro», fue totalmente abandonada y hoy sólo sobreviven sus minas en medio de la selva. Cáceres y Zaragoza se sumieron en una profunda depresión y pobreza, de las cuales aún no han salido.
+El oro de la Nueva Granada se encontraba principalmente en los aluviones de los ríos y quebradas. Las vetas, que fueron fuentes significativas de la riqueza mineral, debían contar para su explotación con la cercanía de un río que se pudiera canalizar. Los Reales de Minas, nombre con el que se conocían en la época los lugares de excavación y laboreo, eran rancherías o conjuntos de ranchos que se levantaban cerca de los ríos y servían de vivienda a la gente. Según su importancia y la cantidad de gente que concentraban, poseían una capilla con campana. En los ranchos vivía la «gente», sin separación de sexos ni de familias. Un rancho era dedicado a la cocina, otro para las herramientas y la herrería, otro para guardar la sal y los alimentos y, en no pocos casos, un cepo para los esclavos remisos. Que se sepa, muy pocas minas tuvieron rancho para los enfermos. En construcciones separadas vivían el capataz y los lugartenientes. El amo, que casi nunca visitaba estas posesiones, se alojaba en estas casas.
+Los asentamientos mineros con sus ranchos, capilla y despensa, prefiguraban la vida urbana en lugares selváticos y húmedos. La ranchería, como también se conocía, poseía en lugares cercanos sembradíos de maíz y yuca. Normalmente, eran puntos diseminados a lo largo de un río o en torno a un área rica en mineral. Sin embargo, la abundancia de minerales y el interés que lograban concitar en todo el Reino, hizo que muchos asentamientos surgieran como ciudades desde sus inicios. De Zaragoza y de Cáceres se decía que, en sus propias calles, se encontraba oro. Remedios, Marmato y Caloto, aunque inmediatas a los sitios de laboreo, fueron fundadas a cierta distancia entre sí en busca de terrenos más propicios. En estas ciudades las edificaciones en adobe y teja eran más consistentes; estaban alineadas en calles que concluían en una plaza adornada con iglesia, casa de cabildo y caja real. En estas fundaciones el Estado español se interesó por hacer presencia, especialmente con una oficina y un contador para recibir el pago del quinto real y perseguir el contrabando de oro.
+Desde el punto de vista administrativo, las regiones en las que estaban situados grupos de Reales de Minas eran denominadas Distritos Mineros. En la Nueva Granada surgieron, durante los tres siglos de vida colonial, distintos distritos que indican tanto los ejes de la colonización como las trayectorias de la expansión. En el oriente del país se situaban los distritos de Pamplona y Vélez, de muy temprana explotación. En el centro, Mariquita cubría lugares tan distintos como Victoria, Lajas e Ibagué. Antioquia, Buriticá, Cáceres, Zaragoza y Remedios casi constituían un arco continuo. En el occidente, Arma, Anserma y Cartago conformaban un eje a lo largo del río Cauca. Más al sur, Popayán vigilaba los Reales de Mondomo, Chisquío y Almaguer. Los yacimientos del Chocó tuvieron a Nóvita y Tadó como los núcleos principales de este inmenso territorio minero. Y, finalmente, desde Cali se controlaba Dagua, Raposo, Iscuandé y Barbacoas.
+En contraste con la riqueza que proveían las zonas mineras, la vida material de los Reales de Minas era muy precaria. En buena medida esto se debía a la dificultad de acceso de mercancías necesarias para la vida diaria a lugares tan aislados y de compleja geografía. De otro lado, en distintos casos la Corona tomó medidas para impedir el contrabando a estas regiones. En el caso del Chocó, hubo disposiciones que regulaban el comercio de ropa y oro por los ríos San Juan y Atrato. Las prohibiciones recayeron también sobre la introducción de «aguardiente y vino de Perú, nasca, sal, fierro, aceite y dulces», por lo que decían «casi siempre se vive con escasez en la Provincia del Chocó: todo cuesta sobre caro a los mineros y consiguientemente no es fácil que logren adelantamiento las minas sino notorio atraso, pues apenas hay minero alguno que no viva empeñado de deudas, trampeando para conservarse y mantenerse…»[44]. El Chocó dependía para su abastecimiento, de los pocos barcos que venían con autorización desde Guayaquil con las mercaderías permitidas, tales como esclavos, herramientas, lienzos para vestir a los esclavos y manufacturas. Antioquia, por su parte, dependía de Honda sobre el río Magdalena, lugar al que era heroico llegar por el Nare. Esto hacía que artículos como el hierro y el acero, indispensables para la fabricación de las herramientas, alcanzaran precios notablemente altos.
+Nadie discute que la actividad económica más atractiva y extendida durante la Colonia fue la minería. Los encomenderos de los siglos XVI y XVII no dudaron en emplear a los indígenas, legal o ilegalmente, en el rescate de minerales. Luego, con el exterminio de los naturales, aparecieron los señores de cuadrilla, empresarios que invirtieron sus capitales en la importación de numerosos esclavos. De esta manera, la minería neogranadina empezó a ser, desde la penúltima década del siglo XVI, una labor realizada básicamente por esclavos africanos.
+Un establecimiento minero era conformado por un capataz o administrador de minas, una cuadrilla de esclavos de distinto tamaño y un capitán de cuadrilla. Un religioso hacía presencia esporádica en los campamentos, ofrecía misa e impartía los sacramentos. También arribaban a estos apartados lugares comerciantes de víveres, lienzos y hierro. Un contacto más cotidiano e importante para las rancherías, era el que establecían los indígenas; conocedores de la región, ágiles canoeros y buenos cultivadores, los indígenas del Chocó y del Cauca fueron indispensables para el mantenimiento de muchos asentamientos mineros; además de hacer de transportadores por la maraña de ríos de las regiones mineras, eran quienes las abastecían de maíz.
+El capataz o administrador era un blanco pobre o un mulato que conocía las técnicas mineras. Normalmente, eran hombres que dedicaban su vida a este oficio, adquirían experiencia, sabían identificar los lugares donde se encontraban las vetas o los lavaderos ricos en oro y poseían la fuerza para mandar a la gente de la cuadrilla. Con frecuencia, los administradores de ranchos pequeños, de menos de veinte esclavos, eran sus mismos propietarios. Se trataba de blancos de condición modesta que apostaban a la suerte de estas empresas y cuya historia parecería enseñar más penalidades que triunfos. Por el contrario, los capataces de las grandes rancherías eran, casi siempre, familiares lejanos o deudos de los «señores» de cuadrilla. Los propietarios de estas empresas eran individuos que residían en las ciudades importantes del Reino, participaban en otras actividades económicas rentables y recibían los reconocimientos propios de las élites locales. En sus administradores depositaban una absoluta confianza, aunque se cuidaban de que llevaran libros de contabilidad, comunicaran con periodicidad los pormenores de la mina e hicieran llegar con prontitud las ganancias del laboreo.
+De los capitanes de cuadrilla sabemos, por el historiador Robert West, que eran negros que iban a la cabeza de cada grupo de esclavos. Sus obligaciones incluían el mantenimiento de la disciplina, la distribución de los alimentos y la recolección del producto semanal de oro para entregarlo al administrador. El capitán de cuadrilla era sumamente importante para el amo, y tenía en cierto modo el carácter de jefe, por lo que gozaba de respeto. Su estima puede ser advertida en el hecho de que recibía raciones especiales de alimento, vivía en bohío aparte, con el posible propósito de inducirlo a mantener a la gente trabajando. Algunos documentos señalan que en el Cauca ciertos capitanes llegaban a recibir jamones y quesos de parte de los administradores de las minas. En algunos casos, una especie de capitana era la encargada de las mujeres[45].
+En las cuadrillas también llegó a conocerse una cierta especialización de oficios; los esclavos que adquirían un conocimiento en el arte de la herrería recibían un tratamiento preferencial. Su trabajo era imprescindible para mantener bien conservadas las barras, almocafres y demás herramientas. Otros conocimientos especialmente valorados por los amos eran los de los carpinteros, las parteras y los curanderos de picaduras de víboras.
+Las cuadrillas mineras llegaron a estar conformadas hasta por varios cientos de esclavos, aunque lo normal era que el tamaño de una cuadrilla oscilara entre los 50 y los 200 esclavos. A toda esta gente los propietarios la distinguían simplemente como la gente «útil» y la «chusma». Con estas expresiones denominaban a los «útiles» los que, por un lado laboraban y la «chusma», los que siendo niños, enfermos o ancianos, no lo hacían. Una cuadrilla era más que un grupo de trabajadores. Las peculiaridades de la economía y del mismo comercio de esclavos hacía que la preponderancia de los varones en estos grupos fuera un hecho frecuente. Sin embargo, pronto los esclavistas comprendieron que la ausencia de mujeres era poco conveniente para la conservación de las cuadrillas y la estabilidad emocional de los esclavos.
+En las minas del Chocó, las mujeres, los ancianos y los niños, no sólo llegaron a constituir un grupo numeroso, sino que resultó ser indispensable para su funcionamiento. Las mujeres jóvenes, con el agua a las rodillas, también limpiaban las areniscas de los ríos durante largas jornadas. La minería de aluvión encontró en las mujeres su principal fuerza de trabajo: mientras los hombres construían canalones y realizaban cortes con barras en la tierra, numerosas esclavas se dedicaban a lavar los granitos de barro y metal. Las ancianas, por su lado, cocían los alimentos y asistían a los enfermos. Los ancianos y los niños cumplían una tarea central en toda ranchería: cultivaban eras de yuca y plátano.
+Los esclavos que llegaron a las minas colombianas no constituían un grupo cultural ni demográfico. Procedían de muy diversos pueblos africanos, hablaban distintas lenguas y, aunque se los contaba por familias al descender de los galeones en Cartagena de Indias, pronto perdían sus parentescos. El comercio de esclavos en los puertos y en las ciudades del interior terminó de dislocar los escasos vínculos familiares que hubieran sobrevivido al cautiverio interoceánico. Sus apellidos Guinea, Fon, Arará, Luango o Babará simplemente nos sugieren su lejano territorio aborigen perdido, y aún más perdido cuando rápidamente eran denominados «bozal», es decir, africano a secas.
+Los primeros establecimientos de las regiones mineras eran adelantados por pequeños grupos de hombres. Las épocas de cateo y búsqueda de los yacimientos podían tardar meses. Sólo cuando los mineros tenían certeza de sus hallazgos y obtenían la adjudicación de los lavaderos, comenzaba el desplazamiento de sus cuadrillas de esclavos. En sus inicios en las rancherías la presencia de mujeres era escasa. Una vez superados los días de incertidumbre, la relación entre los sexos se equilibraba.
+No obstante, en los asentamientos mineros poca atención se prestó a la unidad familiar esclava. Los esclavos dormían en un mismo rancho sin distinción de parentesco, sexo ni edad. Los clérigos, que se quejaron de esta situación, la denunciaron como propicia para la promiscuidad y las enfermedades. De otro lado, el rigor del trabajo minero, el trato inhumano a que estaba sometido el esclavo, su precaria alimentación y la facilidad con que los debilitaban distintas enfermedades, hacía que la muerte en los ranchos mineros fuera un hecho cotidiano. Las familias esclavas perdían sus miembros —especialmente impúberes— con tal rapidez, que hace dudar sobre su ánimo reproductivo.
+Las regiones mineras neogranadinas no desconocieron el azote de epidemias de viruela y sarampión. Bajo ellas sucumbieron numerosos esclavos de la provincia de Popayán. Sin embargo, el estudio detallado de las descripciones del cuerpo de los esclavos en el momento de su venta ha permitido conocer las enfermedades que más los afectaban y sus posibles causas[46]. Las afecciones más comunes eran las malformaciones óseas, las hernias discales, la pérdida de las extremidades, las enfermedades pulmonares y de la piel. Las venéreas o mal «gálico» eran corrientes. Las fiebres, más temidas, se aceptaban con resignación. En un caso, el capataz simplemente recomendó: «pónganle un negro racional que sepa ayudarlo a bien morir y que la gente en el real se junte en la enfermería a encomendar a Dios al agonizante».
+Las cuadrillas eran divididas por sus propietarios sin tener en cuenta la existencia de núcleos y relaciones familiares. Pocos esclavistas de las regiones mineras comprendieron que el favorecimiento de la unión familiar esclava podía mejorar el rendimiento de los mismos, reducir su rebeldía y disuadirlos de escapar.
+La prédica eclesiástica sobre el matrimonio católico no tuvo difusión en las rancherías mineras. Los amos mineros prestaron poco o ningún interés en oficializar las uniones de hecho que surgían en las cuadrillas. Por los inventarios de los esclavos de estas propiedades se sabe que el “madresolterismo” era frecuente. Tampoco era desconocido el hecho de que una esclava fuera madre de niños de distintos esclavos. En este contexto, el rol de esposo o padre debió de estar completamente ausente.
+La movilidad de las labores de la minería y las peculiaridades del régimen esclavista tendieron a situar a la mujer negra esclava en el centro de esta subsociedad. Su función social se constituyó en el eje de la vida en las rancherías. Este hecho desdibujó las nociones tradicionales de patrilinealidad y patrilocalidad de la familia católica. El cuidado de los ranchos, de los niños, de los enfermos y de los plantíos, convirtió a la mujer en el sujeto más estable de esta azarosa sociedad. Los reparos sobre el escaso celo de los hombres hacia sus mujeres probablemente indique más que su escasa permanencia en las viviendas.
+Otro hecho que contribuyó a la distorsión de las relaciones familiares en los poblados mineros fue la demanda sexual de los blancos, amos, capataces y mayordomos. El amancebamiento de los blancos con las esclavas, aunque oculto, era demasiado visible. En el Chocó, hacia 1779, el número de hombres blancos doblaba al de mujeres, y el de los hombres casados era muy superior al de las casadas[47]. En uno de estos casos, en 1784, se denunciaba «el amancebamiento público y escandaloso en que vive Don Claudio Martínez con una negra libre llamada Joachina Ynestrossa y como pecados tan públicos y escandalosos piden pronto remedio para evitarlos inmediatamente y no dar más ofensas a la magestad divina»[48]. Estos hombres tenían sus mujeres y familias en Popayán, Cali, Buga, Cartago y Medellín. Hechos circunstanciales, como el descubrimiento de un contrabando o de un robo por la justicia, hacían públicos los concubinatos de los amos y sus proles bastardas[49].
+Es claro que buena parte de la poca fuerza que tuvo el matrimonio católico y la familia monogámica en las regiones mineras, principalmente del Pacífico, se debió a la casi ausencia de la Iglesia. En 1720, un gobernador manifestaba que en Quibdó no había ni un clérigo. En todo el Chocó, en 1782, sólo había 18. Si se consideran la preocupación prioritaria del clero por salvar el alma de los indígenas, y las muy difíciles condiciones para desplazarse en este territorio, es fácil entender el escaso servicio que la Iglesia le prestaba a los esclavos —sin olvidar que distintas órdenes y clérigos se dedicaron a explotar minas en la región con el trabajo esclavo—. De otro lado, la lejanía de los centros de administración de justicia, la riqueza de estas regiones y la precaria presencia de la Iglesia, generaban otras situaciones conflictivas. Según decía del Chocó el visitador Moreno y Escandón, «estas regiones atraen a muchas gentes sin ocupación ni destino, vagantes y muy nocivas a la sociedad pública, como dispuestas a todo género de vicios, fomentando juegos, riñas y embriagueces»[50].
+Como es de suponer, los blancos no eran ajenos a estas contravenciones. Para ilustrarlo véanse las declaraciones en torno a un proceso en el que se vio envuelto un propietario de cuadrillas de Quibdó, don Joseph de los Santos. A sus acusadores les preguntaba: «Digan si me han conosido bibir escandalosamente con mugeres o en concurso de heyas o si e dado escándalo o en otra forma alguna o si me han visto en los burdeles que aqui se acostumbran o en juegos o en banquetes que aqui se han usado»[51]. Por su parte, los corregidores y los alcaldes de Remedios llamaban con frecuencia para que los amos, a pesar de sus vicios, controlaran «el escándalo que en este sitio ocasionan los negros, con juegos prohibidos y que Vuestras Mercedes son de los que concurren a ellos tolerando y permitiendo las perniciosas consecuencias que produce tan detestable vicio»[52].
+Estos clamores por la moralidad en las minas no alteraban los hechos cotidianos y el ritmo ordinario de los días. Entre los gastos de algunas minas hemos encontrado que se disponía de un presupuesto para tabaco y aguardiente, que si no se entregaba como ración a los esclavos, se vendía en la tienda de la mina.
+El ritmo de los días en los Reales de Minas estaba marcado por el trabajo. Apenas despuntaba el alba, «la gente» tomaba el camino del corte o del río. Casi siempre el sitio de labores estaba muy cerca de la ranchería. De tal forma, la jornada, que duraba hasta las cuatro de la tarde, se iniciaba temprano. Una pausa debía hacerse hacia las once del día para tomar el almuerzo.
+En algunos casos, los amos exigían a los mineros que antes de ir a los cortes, concentraran a su gente en la capilla y rezaran el rosario, rezo que debía repetirse antes de ir a dormir. Es imposible captar con certeza el alcance de estos consejos. Como vimos antes, los clérigos hacían poca presencia en los Reales de Minas y es difícil intuir, también, el espíritu religioso de los capataces. Tampoco conocemos el monto de la distribución de rosarios y catecismos en estas regiones.
+La alimentación de los esclavos varió en cada lugar. En algunas minas recibían una ración semanal de dos libras de carne y cuatro cabezas de plátano; en otras, sólo se les suministraba libra y media de carne. Sin embargo, en muchas minas y, sobre todo desde finales del siglo XVIII, los propietarios prefirieron darles un día libre a la semana y facilitarles tierra y herramientas. Seguramente en las minas cercanas a regiones agrícolas los esclavos recibieron una dieta mejor y más estable. En las regiones aisladas y de difícil acceso, la oferta de carne, sal y otros víveres era muy irregular y costosa. Allí los propietarios se vieron forzados a conceder tiempo libre a los esclavos para que encontraran su alimentación mediante la pesca, la cacería y los cultivos. Es claro que este camino fue el que finalmente condujo a la libertad de los esclavos y a la fundación de los pueblos negros. Así, en su tránsito, el esclavo dedicado a la minería se hizo también agricultor, cazador y pescador.
+A pesar del recelo por parte de algunos mineros en aquello de guardar el día domingo, este parece haber sido respetado como festividad religiosa. Este día se aprovechaba para limpiar cascajos y, con suerte, hacerse a unos tomines; también para completar la dieta semanal cazando manatíes, guaguas y venados. Del trabajo de los días libres muchos esclavos llegaron a ahorrar el capital necesario para su propia manumisión o la de sus familiares.
+Conviene indicar, aun a costa de trastocar el orden de la exposición, que muchos mineros instalaron en los campamentos tiendas de raya para captar los ahorros de los esclavos. Aunque hubo ordenanzas que obligaban a ofrecer los productos a precios razonables, comúnmente fueron utilizadas para endeudar al esclavo e impedir que se alejara, así comprara su libertad. Al respecto, unos esclavos del Chocó declaraban: «Es orden cerrada que ningún esclavo compre en esta ciudad cosa ninguna, porque precisamente han de comprar al amo sus reventas y ropas por el precio que quiere»[53].
+Otra tarea femenina era la composición de los sencillos trajes que vestían. Los amos adquirían de los comerciantes piezas de tela de algodón para sus esclavos. Los pantalones cortos de los hombres y los camisones de las mujeres eran confeccionados en los ranchos. Se sabe, igualmente, que en regiones más frías, como Remedios y Santa Rosa de Osos, los esclavos eran provistos con piezas de lana para componer una ruana que les cubriera el cuerpo.
+Los dados, el tabaco y el aguardiente, que eran celosamente prohibidos en los Reales de Minas, aparecían los días de fiesta. Los comerciantes que recorrían las rancherías no sólo las abastecían con sus mercancías, también portaban estos objetos vedados y a los que ellos eran igualmente aficionados. En los días sábados y domingos la disciplina de los capataces se relajaba y se permitían formas de expresión individual y colectivas más divertidas.
+Pero la vida cotidiana de los esclavos de las minas estaba señada también por el autoritarismo, la sevicia y la violencia física. En una mina chocoana, en 1798, el capataz Manuel Fermín tenía la orden de dar doce azotes al que no sudara en el trabajo. Esta misma sentencia existía para las mujeres, aun en estado de embarazo. El látigo y el cepo se convirtieron en castigos usuales en las regiones mineras. La desobediencia era castigada sin clemencia. La sanción de faltas menores como el hurto de alimentos o herramientas podía dejar paralizado a un esclavo. El espíritu huidizo y rebelde era tratado ejemplarmente. El temor de los capataces y su confianza en la falta de justicia creaban una «bruma» de inhumanidad en estas regiones. Los relatos que nos ofrecen los archivos de las torturas, los azotes y los apaleamientos nos hacen dudar de su racionalidad.
+La vida en las minas era sumamente frágil; no sólo por la falta de los medios mínimos de subsistencia, sino también porque el clima era malsano. Los temores se acentuaban con la frecuente sevicia de los amos, sus duros castigos, el cepo y hasta la hostilidad de los indígenas. Esto trajo como resultado un medio mágico propicio para el sentimiento religioso. Pero persistía la escasa presencia de sacerdotes. Las ordenanzas de minería de Juan de Borja del siglo XVI insistían en su necesidad. Otros administradores, como Joseph Palacios de la Vega, también observaban que la evangelización era importante porque desterraba «los vicios y las supersticiones». Mediante una recta doctrina, decía, se lograrían contener «las borracheras y los vicios que han de seguir estando solos»[54].
+Los esclavos eran superficialmente cristianizados en los puertos de embarque en África y de arribo en América. Cuando los trasladaban a las minas tenían una versión muy simple y popular del cristianismo. Un sacerdote, en el siglo XVIII, contaba que le fue llevada una negra moribunda y al preguntar quién quería que la confesara, el acompañante respondió: «Paire mío, con cualquiera: si su mercé no estuviera aquí como paire mío, entonces todos son buenos. Nosotros como no tenemos paire, cuando estamos para morir nos confesamos como cristianos con otro de nosotros»[55]. Esta circunstancia era propicia para que en el ambiente de las minas surgiera un cristianismo supersticioso o alimentado de tradiciones y prácticas populares de origen africano.
+No obstante, el esclavo terminaba aceptando la nueva religión, ya fuera como velo mimético o como práctica fundida con otras creencias. La nueva fe, como fachada exterior, les daba la posibilidad de mezclar los dioses y practicar los ritos de sus antepasados, como lo prueban las ceremonias fúnebres del velorio de angelitos y los cantos religiosos que aún hoy subsisten. La vida cotidiana de las minas fue regida por un cristianismo mágico que el occidente cristiano llamó «brujería».
+El baile al son de los tambores, los ritos con símbolos de la naturaleza, el uso de las yerbas y la repetición de sonidos, le recordaban a los amos, funcionarios, sacerdotes e inquisidores, los sabbats y aquelarres europeos. Por eso juzgaron de brujería a las «juntas» que realizaban los esclavos clandestinamente. Este temor de los blancos a los poderes sobrenaturales de los negros nunca tuvo en cuenta que muchas veces se trataba de ritos iniciáticos, propios de las naciones africanas. En estos se invocaban fuerzas mágico-sagradas portadoras de poderes que otorgaban determinados beneficios. Para estos trabajadores forzados, el mundo real tenía su paralelo con otro mundo, abstracto, infinito e ilimitado, habitado por seres divinos y ancestrales: por esto la realidad era mágica. Ritos, generalmente cristianizados, también formaban parte de una extensa red de resistencia negra esclava contra los amos.
+Los españoles, así mismo, entendían que los cultos religiosos africanos estaban dirigidos al diablo; veían pactos con el demonio en el uso de yerbas, en los poderes curativos e invocativos y en los ritos iniciáticos de las religiones originales de los esclavos. De esta forma, un cristianismo que servía de fachada y las prácticas mágicas africanas, dieron como resultado una estrecha convivencia e interpenetración de los sistemas religiosos, convivencia que daría verdadero sentido al mestizaje.
+Resultado del drama de la existencia cotidiana y de la escasa evangelización, los esclavos no dudaron en acercarse a una figura de consuelo y poder: el demonio. Lejos de contener el férreo maniqueísmo occidental, los esclavos veían al diablo como un bufón de Dios, una figura de consuelo. En las regiones mineras, las reiteradas acusaciones de los amos hacia los esclavos de practicar la brujería y la hechicería, en un pacto tácito con el demonio, condujo a que equívocamente apareciera y se extendiera una férrea demonolatría: el diablo se convirtió en un «aliado» que carecía de la malignidad cristiana pero que apoyaba la lucha cotidiana por la sobrevivencia. De esta manera, entre los esclavos apareció un cristianismo adaptado a sus propias condiciones y el factor que los inclinó hacia la Iglesia fue la ocasional defensa que realizaron obispos y sacerdotes contra el maltrato de los amos y su renuencia a procurar los domingos y días festivos para el descanso.
+El descanso en los Reales de Minas estaba mediatizado. El trabajo copaba casi toda la vida. Aun así, existían momentos de ocio. Una de las formas de ocio y resistencia a la descarnada situación cotidiana del esclavo fueron los cabildos negros. Las autoridades y los amos permitieron que los esclavos se reunieran a danzar, a cantar y a hacer música de acuerdo con sus tradiciones. Muchas veces colocaron estos cabildos bajo la protección de un santo cristiano, a la usanza de las cofradías españolas debidamente vigiladas por la Iglesia. Fue frecuente que estos cabildos utilizaran el cristianismo como la fachada detrás de la cual se podía ritualizar e invocar, gracias al sonido de sus tambores, a sus orishas —deidades africanas—.
+Motivados por un sentimiento religioso, los esclavos hacían bailes y música, casi se puede decir que practicaban secretamente sus religiones. Esta resistencia a la cultura colonial definió lentamente los elementos de identidad étnica y cultural que aún persisten en regiones mineras como el Chocó y el sur de Antioquia. Mitos y leyendas nacidos del misterioso y mágico ambiente de la selva o de la adaptación de los mitos africanos existieron y siguen existiendo en las zonas mineras. Los bailes negros de clara influencia europea, como el currulao, la jota, la contradanza, la mazurca y la polca, tuvieron su origen en estas regiones. Los esclavos se reunían a imitar, a manera de burla y resistencia, los galanteos y coqueteos de las danzas cortesanas españolas, pero alterando el contenido rítmico y reemplazando la vihuela, el laúd, la guitarra, el violín y la flauta, por los tambores, el redoblante, las maracas, los platillos y la chirimía. El resultado fue la copia de los movimientos corporales europeos pero con el ardor y el erotismo africano.
+La diversidad idiomática de los esclavos los llevó a aceptar el castellano, al cual le imprimieron su propia fonética y semántica. Lo aceptaron pero no sólo para obedecer las órdenes del amo, fue también un instrumento para expresar sus emociones, para imitar, recrear y adaptar su mundo. Desde esta perspectiva, el ocio dio lugar a la tradición oral, aspecto fundamental de las prácticas culturales africanas. Los esclavos de las minas les contaban a sus hijos leyendas, cuentos y mitos de sus lugares de origen. Estas narraciones fueron adaptadas a las nuevas circunstancias y se transmitieron por generaciones.
+Fue frecuente que, al ejercitar la memoria, los esclavos tomaran romances españoles, que tras su debida adaptación se transmitían oralmente. El lingüista Germán de Granda ha recogido entre las actuales comunidades mineras chocoanas romances franceses y españoles de los siglos XIII y XV, que se han perpetuado en la región desde el siglo XVII. También la poesía tuvo su lugar en los momentos de ocio, ya fuera con fines religiosos o para cantar sus desgracias, como aparece en el poema anónimo de mediados del siglo XVII en Iscuandé: «Aunque mi amo me mate / a la mina no voy / yo no quiero morirme en un socavón. / Don Pedro es tu amo: / él te compró. / —Se compran las cosas, / a los hombres, no! / (…) En la mina brilla el oro, / al fondo del socavón. / El amo se lleva todo; / al negro deja el dolor»[56].
+West, Robert, 1972, La minería de aluvión en Colombia durante el periodo colonial, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia.
+Colmenares, Germán, 1979, Popayán: una sociedad esclavista, 1680-1800, Medellín: La Carreta.
+Sharp, William Frederick, 1976, Slavery On The Spanish Frontier. The Colombian Chocó, 1680-1810, University of Oklahoma Press.
+Restrepo, Vicente, 1979, Estudio sobre las minas de oro y plata en Colombia, Medellín: FAES.
+[42] Pablo Rodríguez (1955). Historiador. Profesor del Departamento de Historia de la Universidad Nacional. Ha publicado Cabildo y vida urbana en el Medellín colonial, 1675-1730, Medellín: Universidad de Antioquia, 1992. Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia, Simón y Lola Guberek, Santafé de Bogotá, 1991. Ha coordinado la elaboración de la Las mujeres en la historia de Colombia, Editorial Norma, 1995. En distintas revistas y libros colectivos ha publicado ensayos sobre la historia de la familia y de la sociedad colonial.
+[43] Jaime Humberto Borja (1962). Historiador. Profesor-Investigador de la Universidad Javeriana. Coordinador del Seminario de Mentalidades. Ha publicado diversos artículos de investigación sobre historia de la cultura en libros colectivos y revistas.
+[44] Moreno y Escandón, Francisco Antonio, «Estado del Virreinato de Santa Fe. Nuevo Reino de Granada, 1772», Bogotá, Boletín de Historia y Antigüedades, vol. 23, n.° 264-265, sep.-oct. 1936, pág. 568.
+[45] West, Robert, 1972, La minería de aluvión en Colombia durante el periodo colonial, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, págs. 84-89.
+[46] Colmenares, Germán, 1979, Popayán: una sociedad esclavista: 1680-1800, Medellín: La Carreta, págs. 92-96. También, Rodríguez, Pablo, 1990, «Aspectos del comercio y de la vida de los esclavos, Popayán, 1780-1850». Boletín de Antropología, vol. 7, n.º 23, Medellín: Universidad de Antioquia.
+[47] Sharp, William F., 1976, Slavery on the Spanish Frontier, The Colombian Chocó, 1680-1810, University of Oklahoma Press.
+[49] Sharp, William F., op. cit., pág. 138. También Romero, Mario Diego, 1991, «Procesos de poblamiento y organización social en la costa pacífica colombiana», Anuario de Historia Social y de la Cultura, Bogotá, págs. 18-19.
+[52] Archivo General de la Nación, sección Colonia, Juicios Criminales, Remedios, tomo 207, folio 995v.
+[53] Archivo General de la Nación, sección Colonia, negros y esclavos del Cauca, tomo II, folio 771.
+PABLO RODRÍGUEZ
+BEATRIZ CASTRO CARVAJAL
+LOS VALLES, SABANAS Y LLANURAS colombianas vieron surgir desde comienzos del siglo XVII un nuevo elemento que cambió su paisaje: la hacienda colonial. Los nuevos cultivos, animales y construcciones retocaron los colores y texturas de esta geografía. Desde entonces, el paisaje agrario de las regiones más hispanizadas de Colombia ha mostrado edificaciones rústicas que sobresalen entre árboles frutales, palmeras, eucaliptos y extensos cultivos. Otro de los cambios, aunque tardío, introducido por la hacienda dando un nuevo trazo al horizonte agrario, fueron los canales de riego y las cercas. Con estos, el panorama de los campos fue retaceado en forma de colchas, sugiriendo los confines de una propiedad o las separaciones de los distintos cultivos.
+No cabe duda de que, de la hacienda colonial, la casa era el elemento más vistoso y llamativo. Su presencia en los vastos campos mostraba la consolidación de un dominio y su dimensión indicaba el vigor de sus dueños. La casa de la hacienda colonial fue apareciendo poco a poco; en la medida en que el hacendado iba adquiriendo control sobre un territorio, crecía la mano de obra disponible y los recursos económicos para construirla.
+Pero si bien podemos hablar de una hacienda colonial, esta variaba mucho en tamaño y características. Existía desde la elemental hilera de recintos no diferenciados en carácter o función, bordeados por un corredor, hasta la casa organizada en torno a los cuatro lados de un patio, al cual se le podían sumar eventualmente uno o dos recintos más, destinados a la servidumbre y el depósito. Las construcciones en forma de L o de U eran las más comunes ya que se trataba de obras intermedias, entre las casas más sencillas y las más acabadas, además de marcar así el espacio interior y por lo tanto delimitar de una forma u otra la casa. Generalmente las casas de las haciendas neogranadinas eran de un piso, sin embargo, existieron notables ejemplos de construcciones de dos pisos.
+La distribución interna de las casas era, desde luego, flexible. Podía consistir apenas en tres o cuatro recintos para albergar a sus dueños o los encargados del funcionamiento de la hacienda, para guardar las herramientas y aperos necesarios, para almacenar productos agrícolas y, en algunos casos, para encerrar a los esclavos huidizos. Las cocinas muchas veces no estaban incorporadas a las casas por temor a los incendios, y se instalaban por lo tanto en un lugar cercano en forma de bohíos de factura indígena. Toda casa de hacienda tenía un salón de recibo y reuniones. En las tierras cálidas el baño era al aire libre, próximo a la casa.
+Lugar principalísimo de la arquitectura y conformación de la casa de hacienda colonial lo constituyó la capilla u oratorio. Anexas a sus casas, los hacendados más prósperos construyeron capillas de tamaño modesto para oficiar misa los domingos, bautizar a los recién nacidos y bendecir a los novios. Las capillas, si bien podían ser austeras en su diseño, en su decorado revelaban la gratitud espiritual de sus propietarios; esculturas de santos y vírgenes, pinturas, copones, candelabros, floreros, estolas e incensarios no faltaban en las ceremonias. Cabe agregar que las haciendas de las órdenes religiosas situaban sus capillas en lugar separado de la casa principal, con el probable propósito de realzar su significado.
+La ubicación de las casas coloniales no sólo era un sitio privilegiado e integrado al paisaje rural, sino que además tenían cierta orientación que las hacía benignas para habitarlas. Las casas de tierra fría estaban ubicadas en dirección oriente-occidente buscando el sol; por el contrario, las de tierra caliente estaban situadas en dirección sur-norte buscando sombra y tenían techos más altos para que el aire circulara y diera más frescura.
+El mobiliario de las haciendas variaba según la calidad de sus dueños y del gusto que les diera visitarla en temporadas. Muchas casas tenían poco que envidiar a las residencias urbanas. Los hacendados buscaban tener el mismo confort de la ciudad y no ahorraban en camas con pabellón, sillas mecedoras, comedores, armarios, lámparas, vajillas y cubiertos. Elementos muchas veces importados de Holanda y China.
+La casa del «señor» estaba conectada con las otras construcciones de la hacienda. En los valles calientes y templados, cerca de la casa se encontraba el trapiche para producir azúcar, panela, miel y aguardiente. El trapiche consistía en un sistema de compresión construido en madera y accionado por bueyes o por caballos. La construcción en la que se levantaba el trapiche tenía techo de teja de barro, era espaciosa y no se amurallaba para permitir su aireación. Cada trapiche poseía sus fogones, pozuelos y recipientes para envasar el producto. La casa de trapiche debía contar también con un almacén para las herramientas y un espacio para resguardar los animales que cargaban la caña.
+Los fondos, pailas, canoas, hornillas y hormas eran objetos sumamente valiosos que exigían el cuidado y mantenimiento de los trabajadores. Los inventarios de las haciendas trapicheras no descuidan en registrar estos aperos aun estando rotos o desgastados. El alto precio del hierro y el cobre en la época colonial imponía que se celara su uso. Una libra de hierro podía alcanzar hasta dos patacones en el siglo XVIII, y un simple fondo pesaba varias arrobas[57].
+En las regiones paramunas del Cauca y en las sabanas de Cundinamarca y Boyacá, existía el molino triguero. Así mismo, toda hacienda buscaba hacerse de una fábrica de teja y ladrillo para proveer sus propias construcciones. Un recinto, a manera de taller, servía para los oficios de herrería y carpintería. No sabemos si el lugar en el que se sacrificaban las reses para alimento de la gente de la hacienda constituía un sitio especial, pero sí que había un cuarto donde se elaboraban las velas con el sebo de los animales sacrificados[58].
+Otras construcciones las constituían las cabañas de las familias esclavas y de los trabajadores libres. Estas eran ranchos de techo pajizo y bahareque, frágiles y poco duraderas. Estas cabañas fueron presa fácil del tiempo, tanto, que en la actualidad no existe vestigio de su existencia. No obstante, algunos viajeros del siglo XIX las encontraron cómodas y bien cuidadas por sus habitantes[59].
+El casco de la hacienda llegó a prefigurar algo más que la mera evocación del mundo hispánico en el campo; la casa del hacendado, la capilla con su campana, el trapiche y los ranchos de la «gente» fueron los espacios de una sociedad peculiar que acuñó sus propias normas y costumbres.
+Las haciendas coloniales neogranadinas llegaron a albergar grupos e individuos de los más variados sectores étnicos y sociales. Aunque las haciendas y las estancias no eran siempre residencia permanente de sus propietarios, estos pasaban temporadas en ellas junto a sus familias y amigos. Vale anotar que en no pocas ocasiones las haciendas eran refugio de la estrechez económica o de las contrariedades políticas. Los hacendados, blancos criollos por lo general, representaban una autoridad lejana, pocas veces visible. La administración y la autoridad en la hacienda eran depositadas en una persona de confianza, normalmente del mismo grupo social, y en un grupo de capataces. Al respecto, mucho se ha considerado la diferencia de trato y relaciones en las haciendas con propietarios ausentes. En estas, se ha indicado, el administrador, animado por los beneficios que podía obtener del sistema, imponía a los esclavos y a los trabajadores un régimen inhumano. Por el contrario, en las haciendas administradas directamente por sus propietarios podía surgir con más facilidad un trato indulgente y paternalista.
+Los administradores de las haciendas en muchos casos eran parientes próximos de los dueños. Primos, sobrinos o cuñados, en todo caso blancos de un rango inferior al de los propietarios. De esta proximidad nacía la confianza que se les tenía. No obstante, los propietarios de las grandes haciendas acostumbraban elaborar listados detallados de las tareas y obligaciones que debían cumplirse con rigor. Así mismo, era usual que entre propietario y administrador existiera una correspondencia semanal sobre las novedades en cada una de las labores de la hacienda. Finalmente, en un rudimentario libro de contabilidad debían consignarse los gastos y beneficios por todo concepto.
+Los capataces eran responsables de la disciplina y rendimiento en áreas específicas de la producción de las haciendas. Unos tenían a su cargo las labores del campo, otros las del trapiche, molino o destilería. El capataz era un mestizo o mulato de demostrada destreza en su oficio y con ascendente sobre los trabajadores.
+Un elemento común de las haciendas de las tierras calientes y templadas colombianas fue su dependencia de la fuerza de trabajo esclava. Hasta mediados del siglo XVII las propiedades rurales, debido a la ausencia de fuerza de trabajo y las limitaciones del mercado, se habían concentrado en la explotación ganadera que requería el empleo de poca gente. El auge de las economías mineras del occidente colombiano motivó la importación de decenas de miles de esclavos africanos al país, y la incentivación productiva en las haciendas. Las haciendas de los valles del Cauca, de Aburrá, del Tolima y del Magdalena llegaron a concentrar cientos de esclavos en sus distintas áreas productivas. Estos esclavos constituían el capital más preciado de las haciendas, amén de representar el valor más elevado de sus inventarios. Eran la fuerza de trabajo fija y más estable de estas haciendas. La adquisición de los esclavos y su traslado a las haciendas corrieron paralelos con la decisión de roturar extensivamente la tierra y edificar trapiches para la producción de panes de azúcar.
+Los esclavos de las haciendas no eran exclusivamente varones en su edad más vigorosa. Mujeres, ancianos y niños llegaban a representar hasta el 60 % de las llamadas cuadrillas de las haciendas[60]. Eran, en su mayoría, esclavos criollos nacidos en América. Y cuando había bozales, o sea africanos recién importados, casi siempre habían pasado algunos años en las minas. Como grupo, los esclavos eran muy distintos, así mismo su ubicación y oficio en la hacienda.
+En las haciendas de la Provincia de Cartagena un historiador encontró recientemente que en la segunda mitad del siglo XVII había una relación de tres hombres por cada mujer, hecho que propiciaba la rebeldía, el cimarronaje, la sodomía y el robo de indias de comunidades vecinas. Sólo en las últimas décadas del siglo XVII, cuando se interrumpió la importación de esclavos africanos, empezó a observarse un equilibrio entre los sexos[61].
+Junto a los esclavos, los negros y los mulatos libres adquirieron notoriedad en el mundo de las haciendas. Nacidos de relaciones de negros esclavos con mujeres indígenas o mestizas, y de negras esclavas con hombres libres, compartían su cotidianidad con los esclavos. Su existencia debió flexibilizar las relaciones y el trato en las haciendas, e incluso replantear la noción negro = esclavo.
+Los trabajadores libres de las haciendas constituían un universo variado en las distintas regiones neogranadinas. En los siglos XVI y XVII, las haciendas de la sabana cundiboyacense y de otras regiones del país se sirvieron de la fuerza de trabajo indígena a través del sistema de concierto. Los indígenas repartidos en concierto a los distintos hacendados de la localidad trabajaban periodos de entre tres y seis meses, a cambio de un salario. El creciente mestizaje y las presiones sobre los pueblos de indios, motivaron el surgimiento del peonaje en las haciendas. Los llamados gañanes o jornaleros eran mestizos, mulatos e indios contratados temporalmente por las haciendas, recibían un jornal, una ración de chicha y no se reparaba en su sexo o edad. Repartimiento y peonaje fueron dos instituciones que coexistieron en la Colonia; la hacienda combinó estos contratos según su conveniencia en términos de mercado y oferta de fuerza de trabajo.
+El peón era un labriego sin tierra que se contrataba para desempeñar tareas específicas de las haciendas. Su vínculo con la hacienda era individual y no comprometía a su familia. El salario, un real y medio, de un peón del siglo XVIII, era irrisorio, toda vez que no recibía pago por los días feriados ni por los días de ausencia. La condición del peón era muy incierta y su vida miserable. El concertado, por su parte, tenía un contrato más estable. Vinculado a la hacienda por seis meses o un año, se integraba a actividades más complejas y variadas. En ocasiones la esposa y los hijos colaboraban en las faenas y aumentaban los ingresos. Los concertados pertenecían a los pueblos vecinos a las haciendas y se desconoce que residieran en forma fija en la hacienda. No obstante, tal parece que los concertados no escapaban a las contingencias de los pobres del campo por lo que renunciaban con llamativa frecuencia a renovar sus contratos[62].
+En algunas regiones hispanoamericanas las haciendas retenían esta fuerza de trabajo a través de su endeudamiento. En el caso neogranadino la relativa abundancia de campesinos dispuestos a emplearse en las haciendas permitía la reposición de los que desertaban.
+En las últimas dos décadas del siglo XVIII surgió en las haciendas del Valle del Cauca un tipo de trabajador nuevo: el aparcero o agregado. Los negros libertos y los mestizos sin tierra recibían una parcela en predios de la hacienda para su sustento a cambio de sus servicios. En algunos casos se trataba también de indígenas que no querían retornar a sus resguardos y preferían quedarse adscritos a una hacienda. Cabe señalar, además, que estas haciendas recurrieron al arrendamiento de parcelas a campesinos de la región. Este hecho dio lugar a la aparición de un individuo conocido como arrendatario o terrazguero, persona que pagaba una renta en dinero a la hacienda o, en su defecto, en trabajo.
+Los aparceros, agregados, terrazgueros y arrendatarios llegaron a constituir, junto a los esclavos, la población trabajadora más estable de las haciendas colombianas. Su composición varió según el lugar y la dedicación de la hacienda. En las haciendas de la altiplanicie de Popayán había esclavos, pero su número dependía de si la hacienda poseía trapiche o no. Se pensaba que 50 esclavos eran suficientes para mover un trapiche. En estas haciendas no había trabajadores asalariados ni aparceros. En cambio, en las haciendas de cultivo, la población indígena concertada, agregada y arrendada era preponderante[63].
+Finalmente, el trabajo calificado de carpinteros, plateros, doradores, albañiles y pintores, más asociado con las ciudades, era igualmente requerido en las haciendas. Artesanos blancos, mestizos y mulatos fueron empleados para reparar las piezas de los trapiches, restaurar las casas y decorar las capillas. Las haciendas de las órdenes religiosas sobresalían en el empleo de este tipo de trabajador un tanto peculiar en el campo.
+Las labores cotidianas de las haciendas dependían de su producción. Si bien la mayoría de las haciendas explotaban conjuntamente cultivos y ganado, cada una de estas actividades era programada según los periodos de cosecha y las épocas de invierno y sequía. Las haciendas que tuvieron una mayor especialización fueron las trapicheras. En estas se sembraba caña de azúcar durante todo el año, en rotación permanente según fuera chica o grande. El trapiche, que trabajaba día y noche, debía alimentarse con leña y caña sin cesar. No obstante, también en las haciendas trapicheras se realizaba pastoreo de ganado y cultivo de distintos productos.
+La gente de las haciendas iniciaba sus actividades mucho antes de que el sol despertara. La mayoría iba a los campos a preparar la tierra, a desyerbar, a limpiar zanjas y a componer los arados. En épocas de cultivos y cosecha en los campos de las haciendas la actividad era febril. Eran semanas en las que se concentraban los trabajadores de la región, y los administradores y propietarios estaban más atentos. Así mismo, a los campos también se dirigían muy temprano los hombres de vaquería. Concentrar las reses, trasladarlas a los pastos y marcarlas, eran tareas que ocupaban en forma cotidiana a un grupo particular de trabajadores. En algunas regiones estos mismos hombres se ocupaban de la quesería de las haciendas y de la curtiembre de las pieles.
+Cabe agregar que las haciendas tenían su propio abasto de carnes. En las haciendas vallecaucanas se sacrificaban entre tres y cuatro reses semanales, unas doscientas al año. La carne se destinaba a las raciones que se ofrecían a la gente de la hacienda. El sebo del ganado era utilizado para engrasar los trapiches y para hacer velas. El cuero era empleado en la fábrica de monturas para los bueyes y para hacer camas y zurrones.
+Otra actividad importante de algunas haciendas era la cría de caballos. El caballo era un bien muy preciado en las ciudades, pero su escasez lo hacía sumamente costoso. Además de esta razón, ciertos prejuicios llevaban a considerar que montar caballo era exclusivo de la gente noble. Los caballos criados en las haciendas de Buga, Cartago y Neiva eran muy estimados. Hasta allí viajaban arrieros para adquirirlos y luego venderlos en los mercados de Santafé, Antioquia y Mompox. Los vaqueros normalmente eran mulatos o mestizos que se distinguían por su peculiar indumentaria de capa, sandalias, machete y sombrero de paja de anchas alas. En las haciendas dedicaban a la vaquería a los que desde niños demostraban agilidad y destreza con el lazo y en el trote de los caballos.
+Las semanas de rodeo y herranza de las haciendas ganaderas constituían un verdadero festín. En los meses de agosto y diciembre se concentraban en las haciendas numerosos trabajadores libres y gente del vecindario para emplearse en el recuento y marca del ganado. Los relatos existentes sobre Doyma, hacienda de tierra templada de Cundinamarca, señalan que hombres y mujeres acudían en tropel. Otro tanto ocurría en las épocas de sacas o de envíos de ganado a las ciudades y a los distritos mineros. Primero debían componerse los caminos por donde cruzaría la manada. Luego de realizado el registro de las reses, los peones empleados por la hacienda iniciaban su recorrido, a estos se unían particulares que aprovechaban para dirigirse a aquellos lugares. En los ríos debía contratarse gente experta que ayudara a vadear ganado. En muchos aspectos las sacas, origen de la arriería, eran una auténtica caravana.
+Sin embargo, era el trapiche el lugar que concitaba las mayores atenciones de las haciendas. De él dependían los principales ingresos de los propietarios. En algunas haciendas el trapiche funcionaba día y noche en épocas de molienda. En el día se ocupaban cuatro pozuelos y dos en la noche. La actividad del trapiche ocupaba un grupo numeroso de gente en las labores de campo, de manejo de mulas, de carga de caña y leña, de molienda y de horno. El envase de la miel en las botijas y los zurrones, y su distribución en pilones, era tarea dispendiosa. En ocasiones, el trabajo nocturno en estos trapiches era una forma de castigo a esclavos remisos.
+Según las instrucciones de distintas haciendas la jornada se iniciaba hacia las cuatro de la mañana. Un capitán debía llamar en voz alta a los esclavos, hombres y mujeres, de acuerdo a las tareas que previamente se les habían asignado. Se sabe que a excepción de los enfermos, todo el mundo tenía obligaciones diarias. Los niños recogían el bagazo en los trapiches, transportaban a lomo de mula la leña y las viandas.
+Las instrucciones dadas a los mayordomos de las haciendas revelan una especial atención en establecer una división del trabajo para obtener un mayor rendimiento. En una de estas instrucciones, se ordenaba que los molenderos «no maltraten las mulas, teniendo siempre buenos tiros y cojines… y que el trapiche esté siempre bien aseado», que los cargueros «tengan buenos aliños para que no lastimen las mulas, las que han de entregar bien lavadas en la noche, y si alguno no cumpliere con lo dicho deberá ser castigado» y los muleros deberán cuidar de «limpiar las mulas y darles sal en los menguantes, teniendo siempre las aguadas y salitres limpios…», todo lo cual deberá ser supervigilado por el administrador, quien además tendrá cuidado en «hacer limpiar, quemar y resembrar a su tiempo los potreros»[64].
+Las mujeres tenían sus obligaciones principales en la casa de los amos, sin embargo también se ocupaban del ordeño de las vacas, del cuidado de las aves de corral y del mantenimiento de las ricas huertas caseras de hortalizas, verduras y frutales.
+La vida rústica de la hacienda no despreciaba el goce de los frutos de la tierra. Los recuentos de los cultivos en la huerta de la casa principal y en los patiecitos de las casas de los esclavos y trabajadores cuentan cómo se sembraban flores, manzanos, naranjos, limones, nísperos, pitahayas, marañones, caimos, duraznos, chirimoyas, cocos, badeas, piñas, melones, papayas, guayabas, guanábanas, aguacates, mameyes y zapotes. Respecto a las chirimoyas, resulta llamativa la alusión que el coronel Hamilton hiciera de las palabras del barón de Humboldt: «Valdría la pena de hacer viaje a Popayán tan sólo para darse el placer de comer chirimoyas»[65]. Igualmente, las haciendas surtían de las más variadas hortalizas y verduras los mercados de las ciudades. En las cuentas de las haciendas aparecen nombrados los despachos de cebollas, arvejas, arracachas, fríjoles y habas.
+Más que un lugar de recreo, la casa de hacienda colonial llegó a constituir para los propietarios su segundo hogar, cuando no su residencia fija. En ocasiones se ha constatado que los hacendados preferían residir en sus casas de campo, prestando atención directa a sus trabajadores. Este hecho llegó a resentir a los Cabildos de Medellín y Buga, que veían cómo las familias beneméritas abandonaban las ciudades. La presencia, así fuera temporal, de los propietarios y sus familias en las haciendas, parecería haber marcado una pauta distinta a las actividades y relaciones cotidianas. Este tópico en particular fue advertido por los viajeros de comienzos del siglo XIX.
+La solidez, confort y dimensión de la casa de campo colonial era reflejo de la prosperidad de sus propietarios. En su auge, los hacendados se esmeraron por levantar segundos pisos en sus propiedades, poner teja en los techos, instalar puertas y ventanas con cerraduras, embaldosar los pisos, colocar baños de agua fría y ampliar el tamaño y calidad de la cocina. El confort se hizo notable en el mobiliario, decorado y servicios. Al respecto, una de las más notables descripciones sobre los refinamientos de una hacienda neogranadina la efectuó el viajero inglés J. P. Hamilton, quien a propósito de la hacienda Japio, de los Arboleda, escribió:
+Luego de tomar un baño y cambiarnos de ropa, nos sentamos a la mesa donde, en vajilla de plata maciza y porcelana francesa, se nos sirvió una comida exquisita, con la cual echamos en olvido las penalidades sufridas. Es más, se convirtieron éstas en tema de diversión al paladear los añejos vinos españoles del señor Arboleda. Pudimos apreciar la inteligencia e ilustración de los esposos Arboleda. Ya me habían mencionado al marido en Popayán como hombre de vastas capacidades que había consagrado enorme esfuerzo para enriquecer sus conocimientos por medio de los libros.
+En una sala que llamaba su estudio, tenía una rica biblioteca de autores franceses, ingleses, italianos y españoles, muchos de los cuales había adquirido recientemente en Lima…
+Al entrar en la alcoba que se me destinara, quedé pasmado ante el exquisito primor del decorado con que todo estaba, y el lujo de los artículos de tocador que sólo gastan las lamillas más ricas de Europa y que nunca esperé encontrar en el remoto aunque bellísimo Valle del Cauca. Servían de dosel al lecho cortinas de estilo francés, ornadas de flores artificiales, y en una consola se veían frascos de agua de colonia, jabón de Windsor, aceite de Macassar, crème d’amendes ameres, cepillos, etc. Dormí profundamente en mi lujosa cama que bien podía considerarse por todo aspecto como un lecho de rosas. Temprano a la mañana siguiente, un criado entró a anunciarme que el baño frío estaba listo, todo aquello me parecía cosa de ensueño mágico o encantamiento y me sentí como un héroe de las Mil y una noches transportado por los aires a un palacio; tan mezquinos habían sido los alojamientos y tan pobre la mesa de que había podido disfrutar durante mi viaje[66].
+Al parecer haciendas como Japio guardaban una diferencia considerable con las propiedades medianas del campo, en las cuales, la rusticidad de la vida cotidiana era el patrón común y por biblioteca no se poseía más que un misal o un libro de evangelios. Las observaciones sobre estas propiedades subrayan las precariedades básicas de la gente, al punto que sería fácil llegar a pensar que no había mucha diferencia entre los medianos y los pequeños propietarios del campo. Esta circunstancia la corroboran los escasos y simples objetos que unos y otros registraban en sus testamentos. Sin embargo, un elemento los diferenciaba: la solvencia de los medianos hacendados para contratar unos pocos trabajadores en épocas de siembra y cosecha.
+Los hacendados neogranadinos eran conscientes de la importancia que revestían para sus empresas los trabajadores indígenas, mestizos y esclavos. La caridad y el espíritu piadoso que con frecuencia demostraban era bien compatible con la racionalidad de sus empresas. Al respecto, Germán Colmenares encontró que los hacendados del altiplano payanés, en forma de dádiva, regresaban a los indígenas que poblaban las haciendas los pagos de sus tributos. En otras ocasiones, preferían conmutarles por servicios sus pagos de dinero. Este procedimiento, claro está, no se extendía a los pueblos indígenas de la vecindad que no habitaban en la hacienda. Así, la dádiva era un expediente de premio o castigo por los servicios recibidos o por los rechazos experimentados. La misma familiaridad con los indígenas adscritos a la hacienda llegaba a hacerlos ver como parte de ella, junto con el ganado y los aperos. En el extremo de estas manifestaciones se encontraban las donaciones de tierra a los indígenas. Decisión que se entendía como un rasgo más de la generosidad patriarcal, y que, no obstante, encubría el deseo de asegurar el servicio de las familias indígenas.
+Otros rasgos de benevolencia de los amos parecían surgir en sus relaciones con los esclavos mulatos y negros. Los hacendados por lo común se ocuparon de que los esclavos tuvieran una dieta regular de carne, maíz, plátano y sal. Insistían en que anualmente se adquirieran los cortes necesarios de bayeta para sus vestidos. En particular, en la hacienda Las Piedras de Timbío se explicaba que «el vestuario que se daba a los criados era lo menos para tenerlos vestidos y abrigados, una cobija de jerga, camisa y calzón de lienzo y dos capisayos a los hombres; cobija, bayeta para envolverse y cobijarse, y una camisa de lienzo para las mujeres»[67]. En igual sentido, la vivienda de los esclavos en las haciendas tuvo distintas ventajas. Animados por conservar la moralidad entre los esclavos, los hacendados aconsejaban que cada familia construyera su ranchito. Los solteros, hombres y mujeres, debían vivir en entables separados.
+No obstante, el espíritu paternalista de los hacendados se ha relacionado más con su disposición a conceder la libertad a sus esclavos. El contacto diario con los esclavos de servidumbre, los capitanes de campo, trapiche y vaquería, permitía el surgimiento de relaciones basadas en la confianza y la obligación. Las cartas de libertad que llegaban a adquirir los esclavos de las haciendas indican una manifestación afectiva de parte del amo, y también, la posibilidad que tenían los esclavos en las haciendas para ahorrar pequeños capitales. Estas libertades, obligado es decirlo, en muchos casos no beneficiaban al esclavo trabajador, sino a sus hijos, novias o padres ancianos. En los casos en que los hacendados otorgaban libertades a sus esclavos, las daban bajo el compromiso de continuar sirviendo a la hacienda. Más frecuente era la manumisión de los esclavos que desempeñaban oficios en la casa principal, especialmente esclavas ancianas que habían servido a sus amos durante toda su vida.
+La instrucción más importante dada a mayordomos de haciendas hispanoamericanas, la de la Compañía de Jesús, concluía con una máxima de suma crudeza: «Hagan buenos christianos a los esclavos y los harán buenos sirvientes»[68]. Es probable que muchas haciendas colombianas repararan poco en el cuidado de los trabajadores que enseñaban los jesuitas, sin embargo, se sabe que, por la importancia de sus propiedades rurales, por su presencia en varias gobernaciones y por su concepción de empresa, estas instrucciones incidieron en la administración de distintas haciendas en el siglo XVIII. Núcleo central de estas instrucciones lo constituía la seguridad de que la fe y la moral garantizaban el éxito de toda empresa.
+La primera y más importante consideración que hace la instrucción a los mayordomos es que «si quieren los Hermanos Administradores que Dios les eche la bendición sobre los campos y sementeras de la hacienda, han de poner mejor cuidado en el cultivo de las almas y buena educación de los sirvientes y domésticos de ella que en el cultivo y labranza de los campos, porque Dios ha prometido abundantes cosechas de frutos temporales a los que guardan su Santa Ley». Para lograr este propósito, las instrucciones señalan en forma sumamente detallada las medidas que debían tomarse con los esclavos y los trabajadores libres. Según estas, todo mayordomo debía tratar a sus esclavos como a sus propios hijos, sentimiento que no podía cuestionarse alegando que eso le correspondía a un cura.
+Entre las reglas para la conservación del orden cotidiano vale la pena comentar algunas. La misa dominical, y de días de fiesta, era una obligación para toda la gente de la hacienda. Media hora antes de iniciarse el oficio debían darse repiques de campana para que todos se alistaran. En una tabla se escribía el nombre de los que entraban y, al salir, al ser anunciado su nombre, podía retirarse respondiendo «Ave María Santísima». Los que faltaban sin una excusa admisible debían ser castigados con seis u ocho azotes. Así mismo, en los ranchos de los esclavos y sirvientes debía vigilarse que no hubiera borracheras, amancebamientos, pleitos, odios y escándalos. Para esto se recomendaba que no se admitieran trabajadores de malas costumbres, y que los que llegaban, debían demostrar que eran casados, no fuera que ocultaran sus amancebamientos y corrompieran a los demás.
+Todo trabajador de la hacienda debía tener una tarea diaria y responder por ella. Los hombres, las mujeres y aun los niños estaban obligados a cumplir con una labor de acuerdo a sus fuerzas. Los enfermos eran atendidos por una anciana inteligente en curaciones ordinarias. Sólo se les permitía salir del rancho de enfermería para ir a misa, pero por ningún motivo ir a los trojes, pues era señal de que disimulaban la enfermedad. Las mujeres embarazadas, próximas al parto, recibían la confesión y raciones de jojoba y azúcar para beber en agua caliente. Las raciones de alimentos y vestidos eran establecidos en días precisos. Así, la ropa se distribuía en el mes de noviembre y en las raciones semanales de alimentos se reservaba la carne para los jueves, y el maíz y la sal para el sábado.
+Pero la instrucción era también un manual de persuasión a través del castigo y la reconciliación. No duda en recomendar que cuando el castigo es necesario, debe aplicarse, pero sin cólera. Primero debe sosegarse el ánimo y en forma reposada buscar que los esclavos confiesen el delito. Advierte que si se procede con injurias, baldones y palabras pesadas, jamás se obtiene la enmienda. Por ningún motivo debía permitirse que un hombre distinto al administrador castigara a una mujer, como tampoco debía hacerse en lugar público, a la vista de todos. A manera de consejo experimentado, la instrucción recomendaba: «No sean amigos de que siempre resuene el estruendo de masas, y grillos, y cadenas y cepos. Y cuando por graves delitos fuere necesario que anden algunos aprisionados, procuren que esto no dure mucho tiempo. Y si fuere necesario, busquen secretamente padrinos que vengan a rogar por ellos para soltarlos. Y entonces, habiendo un poco resistido al ruego delante del culpado, ponderando la gravedad de su delito que no merece perdón: por fin denles libertad, haciendo de modo que ellos queden agradecidos por el perdón, y juntamente intimidados con la amenaza de mayor castigo si reinciden»[69].
+Una demostración más personal de este sistema, que semejaba a una familia, lo constituía el hábito de servir los hacendados de padrinos de los hijos de sus esclavos. Este hecho debía reforzar los vínculos en la hacienda e incrementar el sentido de lealtad y fidelidad al patrón. Así mismo, en las haciendas del occidente colombiano se difundió la costumbre de bautizar a los esclavos con el apellido de sus amos. Aun en la condición libre, se conservaba este apellido. No se trata, como ingenuamente se piensa, de que todos estos negros eran hijos bastardos de sus amos.
+Pero la hacienda no fue un sistema encerrado en sí mismo. Luego de las épocas de confinamiento y precariedad vividas por las estancias y las haciendas en el siglo XVII, hilos muy diversos unieron estas posesiones con las ciudades vecinas y con las capitales de provincia durante el siglo XVII. Las haciendas abastecían a las ciudades con sus productos. La sola hacienda Santa Bárbara colocaba anualmente 1.000 reses en el matadero de Mompox. Los productos agrícolas y de manufactura vendidos en los mercados procedían principalmente de las haciendas. Esta relación comprendía un flujo de acarreos, gentes que iban y venían por los caminos, préstamos de dineros eclesiásticos y juegos políticos.
+Los hacendados tenían una presencia visible en la ciudad. Como figuras de prestigio y precedencia, constituían el núcleo básico de muchos cabildos municipales. Con frecuencia poseían los cargos de más alta dignidad como los de alférez real, depositario general y alcalde mayor. El control de los cabildos no tenía fines simplemente simbólicos o figurativos. A través de ellos incidían en la fijación de los precios de la carne y el maíz.
+Claro está, eran también los hacendados los que financiaban las fiestas cívicas y religiosas de las villas y ciudades. Contribuían al jolgorio de las efemérides locales con algunos toros para las corridas, costeaban, así mismo, la cera para iluminar la iglesia y la pólvora para el convivio nocturno.
+De otro lado, la pobreza de los cabildos del siglo XVII encontró en la economía de las haciendas un potencial de financiación. En épocas de calamidad las haciendas eran obligadas a dar contribuciones con productos o en metálico. En otras ocasiones, cuando la ciudad requería de trabajadores para componer el cauce de un río, aderezar un puente, limpiar las calles o, incluso, reparar la iglesia o el cabildo, se solicitaba el concurso de las haciendas.
+Hacienda y ciudad mantenían un delicado vínculo social. En particular, durante las épocas de escasez y de altos precios de los víveres, se sentían con intensidad en las haciendas. El historiador Germán Colmenares encontró que en la provincia de Popayán, ocurrieron tres grandes periodos de crisis de abastecimientos: 1683-1689, 1741-1747 y 1783-1790. Crisis que eran motivadas por las epidemias, los veranos prolongados, las rivalidades entre varias ciudades por el abasto, el consumo excesivo y la lejanía de los hatos con respecto a las ciudades[70]. Los efectos del desabasto eran notables entre todos los vecinos, dando origen al desorden social. En estas épocas, el abigeato y la cuatreña hacían su aparición y no sólo en las propiedades cercanas a las ciudades. Se trataba, casi siempre, de una delincuencia para sobrevivir. Tres o cuatro mestizos o mulatos pobres se adentraban al anochecer en el campo, sacrificaban una res y retornaban al amanecer con las carnes.
+Otras manifestaciones de tensión social las vivió la hacienda con los grupos de gente pobre que se arraigaron en sus confines. Los casos de las haciendas de los valles del Cauca y del Magdalena revelan un cuadro de conflictos muy variado. En algunos casos se trató de comunidades con las que la hacienda coqueteó y trató de convertir en arrendatarios. En otros, fueron arrendatarios que se alcanzaron en sus pagos y se negaron a abandonar las tierras. Finalmente, en otros, se trató de palenques o comunidades de arrochelados que vivían de algunos cultivos, la caza, la pesca y de algún trato con la hacienda. El desafío de estos palenques a la pretensión de las autoridades de transformarlos en poblados era un reto tácito al influjo de los hacendados. Con frecuencia, un manto de violencia cubrió la relación de las haciendas con los palenques, en algunos pocos casos, como los de Amaime y El Bolo en el centro del valle del Cauca, se creó una relación armónica[71].
+Bell, Gustavo, «Deserciones, fugas, cimarronajes, rochelas y uniones libres: el problema del control social en la Provincia de Cartagena al final del dominio español 1816-1820», G. Bell, 1991, Cartagena de Indias: De la Colonia a la República, Bogotá: Simón y Lola Guberek, págs. 75-103.
+Colmenares, Germán, 1975, Cali: terratenientes, comerciantes y mineros. Siglo XVIII. Cali: Universidad del Valle.
+———, Popayán: una sociedad esclavista, 1680-1800, Medellín: La Carreta, 1979.
+———, «Castas, patrones de poblamiento y conflictos sociales en las provincias del Cauca 1810-1830», G. Colmenares et al., 1986, La Independencia, ensayos de historia social, Bogotá.
+Díaz, Zamira, 1983, Guerra y economía en las haciendas. Popayán, 1780-1830, Bogotá: Banco Popular.
+Hamilton, J. P., 1955, Viajes por el interior de las provincias de Colombia, Bogotá: Banco de la República, tomo 2.
+Llanos, Héctor, «Japio: modelo de hacienda colonial del Valle del Cauca, siglos XVI-XIX», 1979, Historia y espacio, n.° 1, vol. 2, Cali: Universidad del Valle, págs. 9-73.
+Meisel, Adolfo, «Esclavitud, mestizaje y haciendas en la Provincia de Cartagena, 1533-1851», 1988, El Caribe colombiano, Gustavo Bell (editor), Barranquilla: Ediciones Uninorte.
+Mejía, Eduardo, 1993, Origen del campesinado vallecaucano, siglos XVIII-XIX. Cali: Universidad del Valle.
+Mina, Mateo, 1975, Esclavitud y libertad en el valle del río Cauca, Bogotá: Publicaciones La Rosca.
+Rodríguez, Pablo, 1992, Cabildo y vida urbana en el Medellín Colonial, 1670-1730, Medellín: Universidad de Antioquia.
+———, «Aspectos del comercio y la vida de los esclavos. Popayán, 1780-1850», 1990, Boletín de Antropología, n.° 23, vol. 7, Medellín: Universidad de Antioquia, págs. 11-25.
+Varios, 1990, El trigo en la época colonial. Técnica agrícola, producción, molinos y comercio, Cali: Universidad San Buenaventura y Federación Nacional de Molineros de Trigo.
+Téllez, Germán, «La casa de hacienda», 1975, Historia del arte colombiano, tomo 4, Bogotá: Salvat Editores.
+Tovar, Hermes, 1980, Grandes empresas agrícolas y ganaderas. Su desarrollo en el siglo XVIII, Bogotá: Ediciones CIEC.
+Villamarín, Juan, 1972, Encomenderos and Indians in the Formation of Colonial Society in the Sabana de Bogotá, Colombia, 1537-1740, tesis de doctorado, Brandeis University.
+[57] Colmenares, Germán, 1975, Cali, mineros, terratenientes y comerciantes en el siglo XVIII, Cali: Universidad del Valle, pág. 103.
+[58] Hamilton comenta en su diario que el trabajo del desollado, descuartizada y despresada de los toros era muy rápido y se hacía a campo abierto.
+[59] Hamilton, J. P., 1955, Viajes por el interior de las provincias de Colombia, Bogotá: Banco de la República, tomo II, pág. 71.
+[60] Colmenares, Germán, 1979, Popayán, una sociedad esclavista, 1680-1800, Medellín: La Carreta, págs. 74-87.
+[61] Meisel, Adolfo, 1988, «Esclavitud, mestizaje y haciendas en la provincia de Cartagena 1533-1851», El Caribe colombiano, Barranquilla: Ediciones Uninorte, págs. 100-101.
+[62] Tovar, Hermes, 1980, Grandes empresas agrícolas y ganaderas. Su desarrollo en el siglo XVIII, Bogotá: Ediciones CIEC, págs. 79-81.
+[63] Díaz, Zamira, 1983, Guerra y economía en las haciendas, Popayán 1780-1830, Bogotá: Banco Popular, págs. 41-43.
+[67] Rodríguez, Pablo, 1990, «Aspectos del comercio y de la vida de los esclavos, Popayán 1780-1850». Boletín de Antropología, n.º 23, Medellín: Universidad de Antioquia, pág. 23.
+[68] Instrucciones a los Hermanos Jesuitas. Transcripción hecha por François Chevalier y reproducida en La Iglesia en la economía de América Latina, siglos XVI-XIX, A. Bauer (compilador), México: Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1986, págs. 347-360.
+[70] Colmenares, Germán, 1979, Popayán: Una sociedad esclavista, 1680-1800, Medellín: La Carreta, págs. 215-227.
+[71] Véase Colmenares, Germán, «Castas, patrones de poblamiento y conflictos sociales en las provincias del Cauca 1810-1830», G. Colmenares et. al., 1986, La Independencia, ensayos de historia social, Bogotá; Bell, Gustavo, «Deserciones, fugas, cimarronajes, rochelas y uniones libres: el problema del control social en la Provincia de Cartagena al final del dominio español 1816-1820», G. Bell, 1991, Cartagena de Indias, de la Colonia a la República, Santafé de Bogotá: Fundación Simón y Lola Guberek, págs. 75-103; y Mejía, Eduardo, 1993, Origen del campesinado vallecaucano, siglos XVIII-XIX, Cali: Universidad del Valle.
+PABLO RODRÍGUEZ JIMÉNEZ
+UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
+EN EL NUEVO REINO DE GRANADA ninguna otra construcción distinta a las visibles iglesias y a las sedes de los Cabildos llegó a ser tan notoria como la casa colonial. Criolla, mestiza o indígena, la casa era el lugar donde las familias aseguraban un hogar, daban calor a sus días y conservaban un honor. En la tradición castellana medieval todo individuo debía pertenecer a una «casa y solar conocido», entendiendo por tal, que todo hombre o mujer, en la condición de noble o siervo, debía pertenecer a un lugar. Pero esta pertenencia a un lugar equivalía a participar de una familia, de una comunidad. Así mismo, esta declaración distinguía a los castellanos de los judíos, de los gitanos y de los conversos. Esta tradición se extendió al Nuevo Reino de Granada. Así, no era extraño que españoles recién llegados a una ciudad y acogidos por una familia confesaran pertenecer a la «casa» de esta familia. Casa y familia tuvieron entonces similar significado entre los sectores más hispanizados de la sociedad.
+La casa de dos pisos fue excepcional en la Nueva Granada. Salvo en Cartagena de Indias, donde barrios como La Merced y San Sebastián casi constituían un conjunto de casas suntuosas de dos y tres niveles, la casa de una planta fue el patrón común de las ciudades y villas coloniales. Las pocas casas de dos pisos de cada lugar enmarcaban la plaza principal. A partir de la cual un variado paisaje de casas de un nivel se alineaba hasta los extramuros de la ciudad.
+La casa de alto y bajo, como se llamaba a la de dos pisos, era propia de las familias más ricas. Se requería gran capital para construir una edificación de esta complejidad. La teja y el adobe empezaron a ser utilizados en el siglo XVII, sin embargo no todas las poblaciones contaban con fábricas para su producción, ni se los conseguía a lo largo del año. El precio de la teja hacía de distintivo de las casas que lo enseñaban en sus techos. La construcción de una vivienda de dos pisos llevaba varios años. Hoy los restauradores de estas viviendas encuentran que muchas se construyeron en forma interrumpida.
+Las casonas de dos pisos que construyeron los encomenderos de los siglos XVI y XVII eran utilizadas como depósito y como vivienda. En los cuartos del primer nivel se amontonaban los productos que los indígenas pagaban como tributo y se alojaba a la servidumbre. En el piso superior se hallaban las alcobas de la familia. Esta distribución varió en el siglo XVIII. El primer piso fue ampliado, las familias trasladaron allí parte de sus alcobas, las áreas sociales se impusieron y, en ocasiones, abrieron una tienda con puerta o ventana a la calle. La cocina y la servidumbre continuaron en el primer piso, aunque alrededor de un nuevo patio. Estas casas tenían una puerta en un costado para el ingreso de las bestias, la leña y el agua. Las viviendas de una planta, según fuera su tamaño, calidad y ubicación, indicaban la condición social de sus propietarios. Muchas casas cercanas a las plazas mayores se entremezclaban con las de dos pisos, eran tan espaciosas como estas y tenían una distribución armoniosa. Las más opulentas se componían de dos y tres patios.
+Una forma más modesta de casa de una planta, difundida en todas las ciudades neogranadinas, fue la construida en forma de L alrededor de un patio central. Se adornaba con un contraportón que daba acceso a un espacioso corredor. En este se situaba el comedor y los muebles que servían de sala. Las dos habitaciones que poseían se comunicaban con el interior a través del corredor y, cuando daban a la calle, con una ventana. En estas casas vivía la gente de condición social media de las ciudades: blancos pobres y mestizos de algún patrimonio. Este tipo de vivienda era corriente en barrios como San Sebastián y Santo Toribio en Cartagena, La Catedral y El Príncipe en Santafé de Bogotá, San Benito, San Roque y San Lorenzo en Medellín, San Agustín en Popayán, y Santa Rosa y San Nicolás en Cali.
+El bohío, o rancho de paredes de bahareque y techo de paja, era la vivienda común de la gente pobre de todas las ciudades coloniales. Estaba conformada por una sola alcoba que servía de dormitorio y sala. En la parte posterior una hornaza bajo una enramada de techo pajizo sin paredes era toda la cocina. En cada lugar, estas indicaban que allí vivían indígenas, mulatos y negros. El aspecto rústico de estas viviendas fue el rasgo distintivo de los barrios Las Nieves y Santa Bárbara de Tunja y Santafé de Bogotá, de Santo Toribio y Getsemaní de Cartagena, de Guanteros y Quebrada Arriba en Medellín y de San Nicolás y San Agustín en Cali.
+Estas diferencias pueden apreciarse en los recuentos que las mismas autoridades coloniales efectuaron de las viviendas de algunas ciudades. Popayán, por ejemplo, en 1807 poseía 73 casas de dos plantas, 307 de un piso con techo de teja y 491 con techo de paja. Cartagena de Indias, en 1777, tenía 719 casas de una planta y 222 de dos pisos —en estado inhabitable se encontraban 38 casas de una planta y 8 de dos—. Y Medellín, en 1786, estaba conformado por 4 casas de dos plantas, 92 de un piso con techo de teja y 279 con techo de paja. Por supuesto, las casas en estas ciudades también se distinguían según tuvieran o no solar y cocina independiente.
+La cocina constituía uno de los espacios más importantes de las casas coloniales. Situada en la parte posterior de cada vivienda, en ocasiones aislada del conjunto residencial para prevenir los frecuentes incendios, en la cocina se preparaban los alimentos, y era el lugar donde se mantenía encendido el fuego. Tal vez no existía lugar más activo y social de cada casa que su cocina. En las viviendas pobres, la cocina estaba en el patio, cubierta por una enramada.
+Con excepción de las grandes casas coloniales, el común de las viviendas de la época poseía muy pocas alcobas. Las grandes casonas cartageneras y payanesas tenían numerosos cuartos para la familia, parientes, visitantes y sirvientes. En estas, la alcoba tendía a ser un espacio privado, individual. No obstante, la mayoría de las viviendas sólo poseía uno o dos cuartos en los que se dormía, comía y vivía. La casa de los pobres, mestizos, indígenas y mulatos se componía casi exclusivamente de una alcoba, en la que se encontraba un camastro y los pocos muebles que conformaban su menaje.
+Esta estrechez de la vivienda era advertida y denunciada como la causa de la promiscuidad en que vivían muchos sectores de la población. Al respecto, el capuchino Joaquín de Finestrad, que había recorrido distintas regiones del Nuevo Reino, se lamentaba en su notable escrito, El vasallo instruido, en los siguientes términos: «… aun aquellos que tienen la proporción en sus casas, de cuyo beneficio carecen los más, viviendo en unas pobres chozas, y viéndose por esta razón precisados a dormir en cama franca, o común a todos; hermanas con hermanos, y padres con hijas, o a ser estos testigos oculares del recato matrimonial tan recomendado»[72]. Unido a la restricción de espacio estaba el hecho de la casi total ausencia de puertas que aislaran los cuartos interiores. Aquí todo era visto, todo era escuchado. Lo íntimo-individual, lo que se entendía como privado, era el espacio de la familia. En Popayán, una mujer se extrañaba de que su esposo se molestara porque le había interrumpido la lectura. El archivo judicial de la época no cesa de decírnoslo, en esta sociedad con tantas ranuras y tabiques todo era visto, pero especialmente lo anormal y lo ilegal.
+Uno de los hechos más notables de la vida familiar colonial era que esta muchas veces se compartía con parientes lejanos, con esclavos y sirvientes. En los distintos sectores sociales, la familia no estaba conformada exclusivamente por los padres y los hijos, pues normalmente la formaban también abuelos, tíos, primos, suegros, yernos, cuñados y ahijados. En cada historia familiar distintas razones económicas, demográficas o circunstanciales conducían a que la vida familiar fuera compartida con otros. En algunos lugares esto llegó a ser tan común, que a los primos hermanos simplemente se les llamaba hermanos. La adopción de huérfanos y la hospitalidad a desvalidos era un hecho natural y desprejuiciado. Así mismo, la costumbre de la posesión de esclavos domésticos era algo más que una inversión económica. Con demasiada frecuencia los esclavos daban a sus amos, además de servicios durante toda su vida, compañía y afecto.
+La familia compuesta por tres generaciones, padres, hijos y nietos, parecería haber sido más frecuente entre quienes tenían un patrimonio. A pesar de haber existido un régimen igualitario de herencia y derechos de los hijos a reclamar las partes en el momento de su matrimonio, muchos padres exigían a los hijos continuar residiendo en casa. Establecer una nueva casa era algo sumamente oneroso. El hecho es que, en cada ciudad, entre los grupos solventes de la sociedad, encontramos casas donde los abuelos convivían con dos o tres hijos casados, sus respectivas esposas y sus nietos. En algunos casos, los padres condicionaban el permiso de matrimonio de sus hijos a que la nueva pareja continuara a su lado. Forma sutil de hacerse a una compañía y a unos brazos para el trabajo. Red que no ocultaba su influencia sobre el diario vivir y el destino de estas parejas.
+Un factor que limitaba la existencia de familias de tres generaciones era la temprana edad a la que se moría. Menos del 7 % de la población de las ciudades superaba los 55 años, y eran los hombres quienes primero sucumbían en esta fatal demografía. Así, aunque el común de la población de las ciudades contraía nupcias y concebía sus primeros hijos relativamente temprano, pocos nietos tenían la oportunidad de conocer y convivir con sus dos abuelos. El caso más frecuente era criarse con los padres y con una de las abuelas.
+La circunstancia de vivir distintos hermanos con sus hijos en casa de los padres, motivados por necesidades económicas y afectivas, no dejaba de presentar situaciones reveladoras. A la muerte de los padres, recibían en herencia fracciones de una casa que podían conservar durante muchos años. En el centro de Medellín, a fines del siglo XVIII, cuatro hermanos Álvarez compartían la casa que habían heredado. Cuando en una ocasión debieron declarar la porción que cada uno tenía, dos afirmaron poseer de a séptimas partes y dos de a parte y media. Hecho interesante en estos casos es descubrir que la tutoría de la casa recaía no siempre en un hombre. En el caso comentado se trataba de la hermana mayor, doña Gregoria Álvarez, casada con don Miguel Gómez[73].
+En ocasiones, también, el parentesco familiar determinaba la vecindad. En barrios de reciente conformación o que habían conservado lotes baldíos, hermanos y primos recibían en herencia fracciones de un predio donde levantaban sus casas, y se convertían en vecinos. Calles como la de El Rosario o El Carnero en el barrio Guanteros de Medellín eran reconocidas como de las familias Olarte y González. El parentesco aquí no se reducía a una casa, abarcaba la calle y el barrio. Lo público, es decir la calle, era alterado por lo doméstico que no se contenía en un espacio privado[74].
+La convivencia de distintas familias en una misma casa no es un hecho reciente. Ya en el siglo XVIII distintas ciudades colombianas observaban este fenómeno. En Cartagena de Indias, Tunja y Santafé se nombraba como «tiendas», «asesorías», «dichas» y «cuartos» a las partes de las casas en las que vivía una familia. Numerosos caserones de Cartagena de Indias eran habitados por seis, ocho y hasta once familias. Por supuesto, la mayoría eran familias pertenecientes a las castas de mulatos y pardos. Sin embargo, conviene tener en cuenta que en muchos de estos casos los miembros de la familia jefe eran blancos empobrecidos. Y, aunque esta modalidad de vida era más frecuente en los barrios populares de Getsemaní y Santo Toribio, en La Merced y San Sebastián no se desconocía. Un ejemplo notable de cómo vivían estas familias lo podemos encontrar en una de las casas de la calle Nuestra Señora de las Angustias del barrio La Merced. En la parte alta y principal de la casa vivía el presbítero don Joseph Mendoza en compañía de su hermana Eugenia, quienes eran asistidos por seis esclavos de distintos sexos y con edades que oscilaban entre los 18 y los 51 años. En esta misma área superior vivía su hermano, el recaudador del derecho de sisa de la ciudad, don Felipe de Mendoza, con su esposa, cuatro hijos y tres esclavos. En la parte inferior de la casa vivía el oficial de contaduría don Joseph de Paz con doña Teresa de Mendoza, hermana de aquellos, con sus siete hijos y dos esclavos. En un costado de este piso vivía doña Melchora de Paz, hermana del anterior, abandonada de su marido pero acompañada de cinco esclavos. En un rincón y hacia el patio, estaba la alcoba de una mulata ya anciana, sostenida por su hijo, José Olivo, oficial de sastrería, y acompañados de una mujer de treinta años y de un niño expósito que habían recogido tiempo atrás. Más al fondo, se encontraba un cuarto donde vivía el mulato Anastasio Galindo, dedicado a la carpintería, con su esposa y una hija de ocho años. Finalmente, una última alcoba estaba alquilada a unos comerciantes que guardaban allí sus mercaderías[75].
+Como puede observarse, en una casa más o menos excepcional de la época, convivían 41 personas de los grupos blanco, mulato, pardo y esclavo. Conformaban seis familias, varias con un origen muy próximo, otras simplemente anexadas a esta gran comunidad doméstica. Aquí, aunque puede suponerse que existían áreas reservadas para cada familia, las zonas comunes debían ser muy importantes. El zaguán, los corredores, la escalera, el patio, la cisterna de agua, el depositorio, la cocina y el comedor eran lugares de encuentro cotidiano en los que se daba la comunicación y se reforzaba la solidaridad. No obstante, en estas casas de tantas almas, niños y avatares, cada uno debía inventar su lugar y momento de privacidad.
+Un aspecto trascendental de la vida familiar colonial empezó a ser el surgimiento desde el mismo siglo XVIII de la familia «reducida», o mejor, conyugal. Algo más de la mitad de las familias de las principales ciudades colombianas estaban conformadas por los cónyuges y sus hijos. En ocasiones este núcleo se distorsionaba con la muerte de uno de los padres y se transformaba en el de las familias constituidas por una viuda o un viudo con su prole. También era muy frecuente que un rápido matrimonio de la viuda o el viudo recompusiera esta unidad. Esta estructura familiar estaba presente en todos los sectores sociales. Aunque parecería que era dominante entre los blancos pobres, los mestizos y los mulatos, cuando las circunstancias económicas los obligaban, expulsaban a los hijos mayores para que buscaran su sustento.
+Así, distintos factores sociales provocaban severos desgarramientos en el orden familiar, dando lugar a formas de convivencia bastante atípicas para nuestra imagen del mundo colonial. Al observar más en detalle las personas que vivían en cada una de las casas de estas ciudades se ha revelado un hecho sumamente interesante: el crecido número de personas solitarias que las habitaban. Se trataba de gente adulta que compartía una vivienda, en la que recibía compañía y servicios. Podía tratarse de una viuda que vivía con una esclava, o de dos mujeres de las castas que vivían solas; no faltaban hermanos que se habían conservados célibes y decidían no separarse, comerciantes acompañados de un sirviente y ancianos asistidos por una esclava. Los ancianos ricos o de condición modesta, viudos o solteros, podían asistirse de sirvientes. Entre los pobres, los infortunios de la existencia, parecerían acercarlos en busca de ayuda mutua.
+La casa y la vecindad eran lugares de solidaridad y de fraternidad pero también de competencia de intereses sexuales, económicos y personales. La proximidad con que se vivía exponía a las personas a roces que se expresaban en forma verbal o de hecho y que generalmente herían el honor. El comportamiento de una persona no era ajeno a los vecinos, pues se compartían callejones, patios y solares. En el momento de un altercado, lo íntimo se volvía materia de acusación. En la acusación personal, la casa era puesta en cuestión.
+Es probable que una de las diferencias más significativas de la sociedad colonial con la sociedad moderna consista en que los tres acontecimientos decisivos en la vida de todo individuo ocurrían en casa, rodeados de parientes y amigos: se nacía en el lecho de la madre, asistido por una partera y ante la expectativa de los familiares. La madre embarazada no tenía el recurso de un médico ni de una bibliografía que la instruyera. La comprensión de su estado y de los cuidados que debía tener le eran dados por las mujeres mayores. Las matronas transmitían consejos, recetas, y también prejuicios. A las embarazadas se les recomendaba principalmente prudencia en los movimientos, evitar las corrientes de aire y negarse a toda relación sexual con su marido. De otro lado, un consejo obligado, aun para las esclavas, era enriquecer la dieta en los últimos tres meses.
+Resultado de los insuficientes conocimientos médicos y de la falta de asepsia en el parto, la mortalidad infantil se presenta como uno de los hechos más dramáticos en el pasado. En estas circunstancias, el nacimiento era un triunfo de la vida, entendido como un regalo del Señor. La muerte de los infantes era tan habitual, que en muchos casos los padres no hacían presencia en sus entierros. La Iglesia, previendo complicaciones en la infancia, recomendaba a los padres apresurarse a bautizar al recién nacido, hecho que ocurría en los dos o tres días siguientes al nacimiento en la pila que para este efecto poseía cada parroquia.
+La fórmula «Yo te bautizo, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén», fue establecida y difundida por el Concilio de Trento. La ceremonia del bautizo era sencilla: se componía de la ablución con agua bendecida, la recitación de la fórmula y la asistencia de los padres y de dos padrinos. La sola presencia de los padrinos en la ceremonia les otorgaba parentesco espiritual con la criatura. Un aspecto importante del bautismo era la designación de un nombre. Los nombres de pila coloniales revelan los acentos religiosos y devocionales de la comunidad. Los nombres del siglo XVI estaban muy asociados al antiguo santoral cristiano. Durante los siglos XVII y XVIII, se hicieron familiares los nombres de algunos santos y jerarcas patrocinados por las comunidades religiosas. Entre los hombres los nombres más acostumbrados eran José, Ignacio, Francisco, Antonio, Mariano y Vicente. Entre las mujeres, el culto mariano determinó decididamente sus nombres. María se convirtió en el prefijo de los nombres más corrientes: Josefa, Gertrudis, Javiera, Ana, Ignacia, Catalina, Manuela, Juana y Antonia. Muchos de estos, puede observarse, eran feminizaciones de los nombres de santos varones. Los nombres de Jesús y Jesusa sólo se popularizaron en el siglo XIX[76].
+La mayoría de los niños venían al mundo en los meses de agosto, octubre y mayo. De acuerdo con las estadísticas, las parejas concebían sus hijos en los meses de noviembre, enero y septiembre. El mes de nacimiento estaba muy determinado por las recomendaciones eclesiásticas de hacer veda sexual en las épocas de Cuaresma y de Navidad. Justamente, los meses en que menos niños nacían eran diciembre y enero.
+Cada familia tenía en promedio cuatro hijos que llegaban a la edad adulta. En sus testamentos, los padres y las madres nombran a algunos de sus hijos fallecidos en la adolescencia y en la juventud. Con sentimientos de dolor y nostalgia hacen memoria de un afecto profundo. Los niños de menos de diez años apenas si son recordados. Este silencio sobre los niños muertos al nacer o en su infancia hace difícil conocer cuántos alumbramientos llegaban a tener las mujeres coloniales. No obstante, nunca fueron tantos como usualmente se piensa. Las familias de más de diez hijos en la época colonial fueron una excepción, incluso en Medellín. El tamaño sorprendente de las familias de distintas regiones del país fue un fenómeno que sólo empezó a darse a mediados del siglo pasado, cuando se amplió la frontera agrícola y se conformó la unidad doméstica campesina.
+De otro lado, el matrimonio, más que una necesidad era una ambición de todos los hombres y las mujeres. El matrimonio era tanto la celebración de un sacramento de la Iglesia como el más importante ritual du passage que marcaba la vida de todo individuo. El significado del matrimonio católico difundido por los clérigos llegó a calar hondo en la población neogranadina. A pesar de las licencias que la sociedad otorgaba a la sexualidad masculina y de la serie de factores sociales que llevaban a muchas personas a vivir en concubinato, el matrimonio era considerado como el estado ideal de hombres y mujeres.
+La selección de un pretendiente era un asunto que involucraba a toda la familia. Los arreglos matrimoniales los llevaban a cabo tíos o los mismos padres, que examinaban al pretendiente futuro ideal para sus sobrinas e hijas. En otros casos era el propio interesado, acompañado de un padrino o un benefactor quien visitaba al padre de la novia para manifestarle sus intenciones y considerar las nupcias. Conversaciones privadas en salitas amobladas con canapés y silletas, se trataban los términos formales y la fecha de las nupcias. Entre los estratos medio y alto de la sociedad, la decisión matrimonial era considerada demasiado importante como para dejarla en manos de los jóvenes. En este medio los jóvenes no elegían sus cónyuges. La alta estima en la que se tenía la dote entre los contrayentes envolvía de formalidad las nupcias y situaba a los padres en el centro del juego.
+El celo de los padres y de los familiares sobre los pretendientes de los jóvenes se orientaba principalmente a impedir los matrimonios con inferiores raciales. La sociedad criolla vivía con especial aflicción las uniones que intentaban sus integrantes con gente mestiza o mulata. Una actitud que tenía respaldo jurídico era oponerse al consentimiento de tales uniones, hecho con el cual se perdían los derechos hereditarios y los clérigos debían apartar su bendición. Una estrategia, probablemente inconsciente, fue aconsejar la conveniencia de los matrimonios entre familiares. Las uniones entre parientes se arreglaban para fortalecer los nexos familiares, robustecer las economías de tíos y primos, y para excluir a la gente de dudosa condición racial y social. En ocasiones, también, el prejuicio contra los extraños conducía a robustecer las alianzas familiares entre componentes de un mismo grupo socio profesional. De las últimas décadas del siglo XVI se conocen las uniones entre encomenderos; en los siglos XVII y XVIII se hicieron corrientes los matrimonios entre familias de mineros, comerciantes y hacendados.
+Carecemos de un estudio que nos indique cuál era la edad a la que hombres y mujeres contraían nupcias. Sin embargo, si restamos un año a la edad promedio en la que a fines del siglo XVIII las madres habían tenido su primer hijo, podemos establecer que las mujeres contraían matrimonio hacia los 22 años. Esta edad debía variar de acuerdo a la condición racial, social y regional de las mujeres. Es probable que la edad de las mujeres blancas y mestizas urbanas fuera mayor que la de las mestizas, mulatas e indígenas rurales. Sobre la edad de los hombres siempre se ha considerado que era mayor. Un hecho cierto es que la diferencia promedio de edad entre las parejas urbanas del Nuevo Reino de Granada oscilaba entre 6 y los 10 años. Pocas parejas tenían edades cercanas, en cambio muchas presentaban diferencias de entre 16 y 30 años.
+Desde el Concilio de Trento la celebración del matrimonio debía efectuarse dentro de una iglesia. Sin embargo, según hemos advertido, en el Nuevo Reino a mediados del siglo XVIII, continuaban realizándose ceremonias nupciales en casas de particulares notables. Para dar inicio formal a un matrimonio, las normas exigían la presentación de una información matrimonial confirmada por dos vecinos. También, los novios debían hacer confesión cristiana sobre su auténtica motivación matrimonial, sus posibles noviazgos y experiencias sexuales anteriores. Toda ceremonia era anunciada a la comunidad durante tres domingos consecutivos. Solo en casos en que las autoridades eclesiásticas consideraran conveniente obviar las proclamas dominicales para defender un matrimonio se realizaba la ceremonia en la misma semana del anuncio.
+Las nupcias coloniales se celebraban muy temprano en la mañana y de manera bastante sobria. No se hacía gasto en coros o misas especiales. Las parejas asistían acompañadas de sus familiares y de dos testigos. No existía una formalidad en cuanto al vestuario, simplemente se vestían las mejores prendas sin reparos de color. El momento más importante de la ceremonia lo constituía la respuesta de los novios a la pregunta del sacerdote: «¿Acepta usted, fulana, como esposo, a fulano?». El clérigo debía interrogarlos y asegurarse de que establecían el vínculo con absoluta libertad de consentimiento. Concluida la misa, los asistentes eran invitados por los padres de la novia para festejar el acontecimiento.
+Los meses preferidos para efectuar los matrimonios eran febrero, mayo y noviembre. Estas fechas podían ser el resultado de la negativa de los clérigos para efectuar velaciones en el Adviento y en la Cuaresma. Cabe señalar que las parejas no iban a vivir inmediatamente lejos de sus padres, los primeros años debían pasarlos junto a ellos mientras acumulaban el capital necesario para adquirir una vivienda independiente.
+Finalmente, toda persona esperaba morir en casa, acompañada de sus familiares y vecinos, y asistido espiritualmente por un representante de la Iglesia. Para todo feligrés la muerte era un trance sumamente difícil, por lo cual tomaba precauciones para evitar la condenación eterna. Se debía asegurar el auxilio de la Iglesia en el momento de la agonía y una adecuada inhumación bajo la protección de una advocación cristiana.
+Desde temprana edad la gente de algún recurso adquiría «asiento y lugar» en la Catedral o en una parroquia. El primero le garantizaba un puesto cómodo y acorde con su rango en las misas y fiestas religiosas. El segundo, le reservaba un sitio eterno bajo las baldosas de la iglesia y cercano al santo de su devoción. Reposar en el propio claustro de santidad católica debía calmar en alguna medida la ansiedad de la muerte.
+Los testamentos, tan propios de la época colonial, no sólo eran escritos por las personas ancianas o enfermas. El temor a una muerte intempestiva hacía que aun la gente joven y robusta legara lo que consideraba su «última voluntad». La redacción de este solemne documento era la ocasión de reconocer la elemental humanidad, de arrepentirse, de perdonar, de confesar lo inconfesable y de solicitar en forma detallada el sepelio y el entierro deseados.
+Las ceremonias más vistosas eran aquellas en las que el difunto era acompañado por un séquito de frailes y sacerdotes, la misa cantada, las campanas puestas al viento y el cortejo marchaba con cruz en alto. Cada testador asignaba una suma de dinero a lo que denominaban «las mandas forzosas», especie de limosna para el mantenimiento de las misas que la parroquia ofrecía por las benditas ánimas del purgatorio. Un monto distinto de dinero era utilizado en fundar capellanías para asegurar misas semanales, mensuales o anuales por el descanso del alma del testador. Otra cantidad podía ser dedicada a mantener encendida una o varias velas a la imagen de una santidad. Los capitales legados a la Iglesia por voluntad testamental llegaron a ser auténticas fortunas. Cabe señalar, también, que el momento de la muerte llamaba a realizar buenos actos y especialmente a dar muestras de espíritu piadoso. Un aspecto interesante de los testamentos coloniales era la decisión cristiana existente de libertar a los esclavos más fieles y la concesión de un rubro de dineros que se dejaban para socorrer a familiares y a criados desvalidos.
+El orden cotidiano del hogar era regulado por dos actividades: orar y comer. Alimento espiritual el uno, alimento corporal el otro. Antes del amanecer y hacia las seis de la mañana, la familia se reunía a rezar. Daba gracias por el nuevo día y encomendaba las tareas a realizar. Los alimentos del día, el almuerzo y la comida, se agradecían con una oración. En la noche, la familia se reunía de nuevo para rezar el rosario. Las horas de oración eran tan cumplidas, que constituían la referencia de horas de la comunidad. No se decía «al despuntar el alba» o «como a las siete de la mañana» sino «después de la primera oración».
+Cada hogar aspiraba a una imagen de santidad. Las paredes de los salones y las alcobas se decoraban con lienzos y retablos de imágenes cristianas. Normalmente eran representaciones de cuerpo de algún santo o de un pasaje bíblico. Otras imágenes apreciadas eran los populares exvotos, simbólicas narraciones de gratitud por un favor recibido. En un rincón de un zaguán o de una alcoba principal se situaba el altar doméstico, sitio en el que se efectuaban los rezos colectivos. Algunos de estos altares eran suntuosos, y alcanzaban a contener imágenes de bulto de santos traídas de Quito y Lima. Las promesas religiosas y las penitencias que imponían los clérigos eran rezos cotidianos del santo rosario en casa. Más allá de las iglesias y conventos, en los hogares, se vivió una intensa religiosidad doméstica. Hoy sabemos que esta manifestación estuvo asociada también a la escasez de conventos femeninos y a su definido carácter elitista. Una de las labores cotidianas más importantes de los hogares coloniales era encender y conservar el fuego. Labor esencialmente femenina, al prender las primeras brasas en la cocina empezaba el día. En la época se acostumbraban tres comidas principales y tres ligeras. Las primeras estaban compuestas por el desayuno, la comida y la cena. Las segundas, que variaban de denominación en cada región, eran los «tragos» del despertar, las onces o medias nueves y la merienda de las cinco de la tarde. Esta cadena de comidas obligaba a mantener el fuego encendido en la cocina y a una gran actividad de las mujeres en casa. En la noche siempre debía mantenerse a mano un tizón encendido para iluminar los cuartos o el camino por el corredor.
+Otro elemento doméstico asociado a la naturaleza femenina era el agua. El agua debía traerse a casa en pesados toneles desde los arroyos o las fuentes vecinas, transporte que constituía un oficio no exclusivamente masculino. Su uso debía mediarse y cuidarse. Se distribuía en las fuentes de las habitaciones para el lavado de las manos y el rostro. En la cocina se la requería para la cocción de los alimentos y la limpieza de los utensilios de plata, porcelana o simple madera. En el patio también se la almacenaba para dar de beber a los sirvientes, a las bestias y asear las bacinillas. Así mismo, eran las mujeres las que lavaban a los niños y a los enfermos.
+Disponer y asear la casa era tarea cotidiana. Después del desayuno, señoras y sirvientes se entregaban a la limpieza de alcobas y zaguanes. La ropa de vestir y de cama se lavaba en las quebradas. La leña era almacenada y dispuesta en la cocina. Las carnes se salaban y colgaban de cordeles. En el patio se contaban los huevos y se daba el alimento a las gallinas y los caballos.
+La comida o nuestro actual almuerzo se servía hacia las dos de la tarde. En ocasiones las muchachas debían llevar estas viandas hasta los extramuros de la ciudad, donde los hombres cultivaban una era o encerraban las reses. Después de la siesta mediterránea llegaba el momento propicio para las visitas. Visitar o ser visitado se tomaba con cierta formalidad. Entre las mujeres de las clases media y alta se tejía, bordaba y zurcía, animando conversaciones y cantos de estribillos. Entre familias, las visitas se recibían en el salón principal, se acompañaban de alguna bebida, vino o chocolate. Estas ocasiones se aprovechaban para comentar las novedades de la ciudad, presentar las habilidades musicales de alguna hija o anunciar noviazgos y matrimonios.
+Entre los sectores populares la vida cotidiana estaba definida por el trabajo. La variedad de oficios que realizaban tanto hombres como mujeres se ejecutaban muchas veces en casa. El exiguo espacio de la casa servía de vivienda y de lugar de trabajo. Los herreros, carpinteros, curtidores, zapateros, sastres, sombrereros, plateros y las cigarreras, tejedoras, costureras, hilanderas, encajeras y muchísimos otros artesanos tenían sus talleres en su propia vivienda. Este hecho, por el número de artesanos que había en cada ciudad, debería hacernos dudar de la tradicional idea según la cual el rol masculino era externo a la casa. En los sectores populares, especialmente en el de los artesanos, los hombres pasaban el día trabajando en casa, los movimientos de la gente de la casa no les eran extraños y recibían la ayuda de sus esposas e hijos.
+Las familias artesanas eran también escuelas de trabajo. Uno o varios de los hijos de un artesano seguían el oficio de su padre. En su ausencia, un sobrino o un joven del vecindario hacía las veces de aprendiz. A los adolescentes que trabajaban en un taller, con tan sólo nueve o diez años, ya se los nombraba por su oficio. A la muerte del padre, el hijo mayor heredaba las herramientas y el buen nombre del padre. Ya en la época colonial los oficios eran asunto de familia, como conformando un linaje.
+Tal vez el fenómeno más complejo de nuestra cultura hasta tiempos recientes era la manera como el honor familiar estaba anclado en la sexualidad. A diferencia de otras culturas, en las que el honor se fundamentaba en la riqueza, en la espiritualidad o en el vigor físico, en la nuestra estaba contenida en la pureza sexual de las mujeres. En la vida cotidiana este hecho se tradujo en una especial aprehensión de los padres y los maridos hacia sus hijas y esposas, reservando su virginidad para el matrimonio y cuidando que todo nacimiento fuera legítimo.
+En la época no existía capital más preciado que el del honor. El honor era asunto de hombres aunque encarnado en sus mujeres. Bien sabemos que los escritores del Siglo de Oro encontraron en el honor la fuente principal para sus dramas. Aun recientemente, y cerca de nosotros, Gabriel García Márquez insistía en el tema en su Crónica de una muerte anunciada. Se podía ser pobre pero con un honor limpio. Toda afrenta al honor familiar era vivida con especial dramatismo psicológico y social, por lo que las familias y la comunidad cuidaban celosamente de conservar su orden sexual y moral. No obstante, con relativa frecuencia el honor de las familias se veía menoscabado por hechos escandalosos. Muy lamentados eran la pérdida de virginidad y los embarazos prematrimoniales de las hijas. Seducidas con promesas de matrimonio y luego abandonadas, las muchachas, principalmente de los sectores populares, debían afrontar el reparo de la familia y el vecindario. Estos quebrantos al honor familiar eran más sensibles cuando provenían de un joven mulato y pobre. En este caso los padres se veían ante la disyuntiva de forzar un matrimonio que reparara el daño y aceptar una criatura de color.
+El honor familiar estaba comprometido también en la fidelidad de las esposas. Hecho azaroso y sumamente complejo, la infidelidad de las esposas era más una invención que un hecho rutinario. En muchos casos los maridos que alegaban infidelidad de sus esposas sólo buscaban ocultar el abandono a que las tenían sometidas o sus propios concubinatos. Un hecho real es que la comunidad actuaba como un control implacable sobre el orden conyugal. En las ausencias de sus maridos, todos los movimientos y conversaciones de las esposas de mineros y comerciantes eran observados por los vecinos. De regreso a casa, el marido recibía, como chisme o como escrito anónimo, la información de la conducta que un vecino receloso considerara impropia.
+La reacción de los hombres ante la pérdida del honor siempre fue dramática. En esta sociedad que exaltaba la limpieza del honor, los reveses sufridos provocaban en los hombres severos conflictos de conciencia. Probablemente, en este aspecto, la sociedad colonial demandó del hombre un tutelaje demasiado difícil de cumplir, a pesar de las prerrogativas de autoridad de que estaba investido ante su esposa y sus hijos. En un caso un padre que veía a su hija embarazada sin haber sido tomada en matrimonio, relataba así su dolor: «Quando hablo de la desonra de mi cassa me ruboro, el corazón se funesta, manda lagrimas a los ojos y sólo me permite dar una idea oscura de mi sitúación»[77]. En otra ocasión, un esposo sólo atinó a encontrar en el suicidio remedio a la desolación que le embargaba el adulterio de su mujer[78]. Las historias de honor familiar casi siempre narran escenas que representan una violencia sobre un espacio sagrado: el hogar. Un hombre que escala una pared para buscar a su amada, un familiar que abusa de la confianza o un alcalde que irrumpe en la casa derribando puertas tras supuestas ilicitudes. Es llamativo que el relato de estos hechos se construya con un lenguaje particular que oscila entre lo jurídico, lo religioso, lo moral y lo circunstancial.
+Cabe mencionar que el honor de la casa no era un bien privado sino público[79]. En el honor se fundaba el buen nombre y buena fama de una persona o una familia ante la comunidad. El ocultamiento de su pérdida o el desprecio de su valor eran delatados por la comunidad. A través de actos simbólicos, de rumores, de injurias verbales y de escritos satíricos, los vecinos ejercían un control y un castigo a quienes lo perdían. La materia de la que se servían los alcaldes y los jueces para inquirir en el mundo doméstico eran los rumores y palabras callejeras. El alcalde de barrio era un escucha del rumor popular. Sus acciones, además, daban fuego al cotilleo del vecindario. El chismorreo del vecindario, el inadecuado saludo o la negativa a reconocer el título de «don» a una persona concluían fácilmente en los estrados de la justicia. En teoría, la función del alcalde de barrio era la de restaurar el equilibrio y la convivencia entre esos vecinos. Así, un alcalde se negó a aceptar un pleito de honor entre dos primos, por considerar que estos hechos eran «odiosos y malsonantes»[80].
+El honor era un «don» de pertenencia y de responsabilidad, que puesto en labios ligeros podía causar destrozos. La palabra, forma casi única de comunicación en esta sociedad, irrumpía con violencia en el barrio, en el mercado o en la casa injuriando ese valor principalísimo del honor. Todo se veía y todo se comentaba. En una vida de tanta proximidad y tanta vecindad, la palabra no se medía y no se precisaba su dirección. A la palabra se la valoraba pero también se la temía. Su ambigüedad o su evasión podían ser tomadas como afrentas. Al vaivén de los aguardientes en la taberna, un marido podía ser acusado de «cornudo» o de «mezclado». Ante el alcalde o el juez los declarantes confesaban de manera irremediable días después que «todo lo sabían de oídas», o que «todo era público y notorio». Las injurias al honor se multiplicaron al finalizar el siglo XVIII, probablemente como resultado de la indefinición social en que vivían muchos grupos, como, también, por la abigarrada cotidianidad doméstica. La injuria era, casi siempre, un lance entre vecinos.
+Las reglas de comunidad imponían cierta disciplina, cuyo quebranto recibía una sanción de carácter ritual o, también, punitiva. Por ejemplo, el comportamiento blando de los maridos con sus esposas era censurado casi que teatralmente por la comunidad. A manera de las «cencerradas» europeas, los vecinos de Santafé de Bogotá y Tunja en los siglos XVI y XVII colgaban cuernos de novillo en la puerta de las casas de los maridos que mostraban debilidad para corregir a sus esposas[81]. Este gesto tan simbólico era una sorna, una ironía, pero también una sanción que reclamaba autoridad.
+Una forma de injuria, sutil pero tenaz, que hacía público el deshonor, eran las coplas y los versos cantados. En las fiestas familiares era habitual que improvisados copleros, acompañados del tañer de guitarras, hicieran versos satíricos sobre los asistentes o, incluso, sobre las autoridades. Las demandas judiciales por injuria al honor enseñan que los copleros cantaban justamente lo que todos sabían y podía causar risa. En Antioquia existía la tradición de formar comparsas que cantaban versos, su tono se hizo tan conflictivo que las autoridades tuvieron que publicar un bando, en 1794, en el que prohibían los «versos de injuria»[82].
+Los libelos o escritos satíricos, a pesar de que se convirtieron en un medio de crítica al régimen borbón, nunca perdieron su valor y eficacia para denunciar los amores ilegítimos, la alcahuetería y la homosexualidad en la vecindad. Escritos que se clavaban en una pared, que se hacían llegar a un marido o a un alcalde, podían esconder una vieja rivalidad pero, a su vez, eran un mecanismo de control que se apoyaba en el rumor de la comunidad y en la moral social.
+En los límites de estos mecanismos de control, otros expurgaban una violencia física que no dejaba de tener, paradójicamente, sus matices simbólicos. En los barrios de mestizos e indios, Santa Bárbara y Las Nieves de Tunja y Bogotá, ocurrieron casos con cierta frecuencia de jóvenes que actuaban en gavilla para cortar el cabello a muchachas que no les prestaban atención a sus coqueteos. Llama la atención que en sus respuestas a los alcaldes no creían haber cometido algún delito, pues sólo lo hacían para que «no se den ínfulas»[83].
+Es obvio que los difusos límites entre lo privado y lo público en esta sociedad intervenían en favor de un orden que colocaba en su centro la defensa del honor. Orden que, es necesario decirlo, se presentaba demasiado frágil. Hace ya muchos años el antropólogo Julian Pitt-Rivers advirtió en forma lúcida cómo la vida doméstica y la vida pública se reunían selladas por el honor. Pero en nuestro caso se trataba de un sentimiento expuesto permanentemente al acecho de los demás[84]. La intervención de la comunidad y de los alcaldes sobre la vida familiar constituía una permanente presión porque concebían que toda afrenta a su honra lastimaba el orden social. Pero no deberíamos olvidar en qué forma vecinos y alcaldes se consideraban sus reparadores. En la vida cotidiana de las gentes de los barrios de las ciudades neogranadinas el honor dejaba de ser una noción abstracta para decidir hechos cruciales: por defenderlo acudían a salvar a una mujer de la sevicia de su marido, como también, por defenderlo, la denunciaban exponiéndola a su violencia.
+El conocimiento que poseemos de la formación familiar y la vida doméstica colonial colombiana es muy precario. Hasta el presente son muy contadas las investigaciones que se han orientado en esta dirección. El autor ha hecho un esfuerzo por relacionar la información dispersa y fragmentaria que existe sobre el tema.
+Parte sustancial de la información que sirve de base a este ensayo procede de los Padrones de Población de fines del siglo XVIII, levantados en cada una de las ciudades colombianas, y del conjunto de testamentos de hombres y mujeres de Tunja, Medellín, Cali y Cartagena. Un estudio más amplio sobre las formas de vida familiar en la época es preparado actualmente por el autor. Otras referencias pueden encontrarse en:
+Avendaño, Rosa, 1991, Demografía histórica de Tunja. Tesis de Maestría, Tunja: UPTC.
+Benítez, José Antonio, 1988, El Carnero de Medellín. Edición de Roberto Luis Jaramillo. Medellín: Gobernación de Antioquia.
+Castrillón, Diego, 1986, Muros de papel. Popayán: Universidad del Cauca.
+Corradine, Alberto, 1990, La arquitectura de Tunja. Bogotá.
+Dueñas, Guiomar, «Sociedad, familia y género en Santafé a finales de la colonia», 1993, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 21, págs. 63-113.
+Londoño, Patricia. «La vida diaria: usos y costumbres». 1988, Historia de Antioquia, Medellín: Suramericana, págs. 307-342.
+Patiño, Beatriz, 1994, Criminalidad, ley penal y estructura social en la provincia de Antioquia, 1750-1820. Medellín: IDEA.
+Ramírez, María Himelda, «Las mujeres de Santafé de Bogotá a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, La procreación y las relaciones maternofiliales», 1993, Memorias del VIII Congreso Nacional de Historia de Colombia, Bucaramanga: UIS, tomo II, págs. 215-235.
+Rodríguez, Pablo, 1991, Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia, Bogotá: Fundación Simón y Lola Guberek.
+———, Cabildo y vida urbana en el Medellín colonial, 1675-1730, Medellín: Universidad de Antioquia, 1992.
+———, «Amor y matrimonio en la Nueva Granada, siglo XVIII», La familia en el mundo iberoamericano, México: UNAM, 1994.
+———, «Una manera difícil de vivir: las familias urbanas neogranadinas del siglo XVIII», Familia y vida privada en Iberoamérica. México: El Colegio de México, 1995.
+Téllez, Germán, 1982, Repertorio formal de arquitectura doméstica. Bogotá: Corporación Nacional de Turismo.
+Vargas, Julián, 1990, La sociedad de Santafé colonial. Bogotá: CINEP.
+[72] De Finestrad, Joaquín, 1789, El vasallo instruido en el Nuevo Reino de Granada, manuscrito, Biblioteca Nacional.
+[73] La casa de los Álvarez estaba situada en la manzana n.º 26. Archivo Histórico de Antioquia. Padrón de Medellín, 1787, vol. 340, documento 6503, folio 289.
+[74] Los Olarte ocupaban 4 de las 13 casas de la calle de El Rosario mientras que los González habitaban tres de las siete residencias de la calle El Carnero. Archivo Histórico de Antioquia. Padrón de Medellín, 1787, vol. 340, documento 6503, folios 245-260.
+[75] Se trata de la casa n.º 2, manzana n.o 1 de dicha calle. Archivo General de la Nación, Padrón del barrio de Nuestra Señora de la Merced de Cartagena de Indias. Milicias y Marina, 1777, tomo 141.
+[76] No sobra considerar que al momento del bautismo los niños y niñas recibían los apellidos de sus padres. Cuando carecían del apellido del padre, porque nacían de relaciones ilegítimas o porque eran expósitos, podían ser bautizados con el nombre de la población de origen: como María Rosalía Duitama o Tomasa de Ubaté. En algunos casos también se usaban referencias a la geografía o a un oficio: Juana Rita Montes, José Antonio Cogollos o Juan Francisco Pilador, Laureano Carbonero, Vicente Labrador.
+[79] Varios autores han tratado el tema del honor con brillantez: Julian Pitt-Rivers, 1979, Antropología del Honor, Barcelona: Editorial Crítica; J. G. Peristany (compilador), 1968, El concepto del Honor en la sociedad Mediterránea, Barcelona: Editorial Labor; José Antonio Maravall, 1989, Poder, Honor y Élites en el siglo XVII, Madrid: Siglo XXI; Patricia Seed, 1991, Amar, Honrar y Obedecer en el México colonial, México: Alianza Editorial; y Ramón Gutiérrez, 1993, Cuando Jesús llegó, las madres del maíz se fueron, México: Fondo de Cultura Económica.
+[80] Archivo Histórico de Antioquia, Medellín, Criminal B 65, leg. 1790-1800, d. 19, folios 1r, 2r y 7r, citado por Beatriz Patiño Millán en su libro Criminalidad, ley penal y estructura social en la Provincia de Antioquia, Medellín: IDEA, 1994, pág. 223.
+[81] Archivo General de la Nación, Santafé de Bogotá, Criminal, tomo 202, folios 1-132. Sobre las cencerradas europeas pueden verse los inteligentes estudios de Natalie Zemon Davis, «Cencerrada, honor y comunidad en Lyon y Ginebra en el siglo XVII», 1993, Sociedad y Cultura en la Francia Moderna, Barcelona: Editorial Crítica, págs. 113-132; y de E. Ph. Thompson, 1995, «La cencerrada», Costumbres en común, Barcelona: Editorial Crítica, págs. 520-594.
+MARGARITA GARRIDO
+LA FUNDACIÓN DE CIUDADES fue la forma predilecta de tomar posesión del territorio por parte de los españoles. Se fundaron ciudades-puerto, ciudades-centros administrativos, ciudades mineras, ciudades de frontera y ciudades de abrigo y sustento en los largos valles. El tipo de ciudad que dominó el primer siglo colonial fue la ciudad encomendera, no sólo porque los encomenderos impusieron un estilo señorial acorde con su recién adquirida hidalguía y fueran los dueños de las casas altas y de las tierras circundantes, sino también, y sobre todo, porque su mercado de víveres y de todo tipo de artículos era abastecido por los indios de las encomiendas, y la construcción y mantenimiento de obras y espacios públicos y privados se hacían con el «alquiler» de indios (o mita urbana).
+Las primeras construcciones que convocaron el interés de los vecinos y requirieron el trabajo de los indios fueron las iglesias y los conventos de franciscanos, dominicos, agustinos o mercedarios que tempranamente marcaron la fisonomía de Santa Fe, Tunja y Villa de Leiva; Popayán, Pasto, Cartagena, Santa Marta y de Santa Fe de Antioquia. Los indios, incluidos en una circunferencia de ocho leguas de radio en torno a Tunja, contribuyeron además a la adecuación de puentes, cercas, acequias, las primeras fuentes de agua y molinos y, en el caso de San Juan de Pasto, un hospital[85].
+Fue el tiempo en que los visitadores, los cronistas y los reales cosmógrafos describieron las ciudades por el número de indios que se repartían los encomenderos. En Neiva, catorce vecinos y alrededor de 2.500 indios tributarios, en Timaná, el mismo número de vecinos con 1.500 tributarios y para La Plata, veinticuatro vecinos y 4.000 tributarios[86]. Pasto, que había tenido 20.000 indios cuando la visita de Tomás López, tenía, en los setentas del siglo XVI, 8.000 tributarios encomendados a veintiocho vecinos, Popayán 4.500 a veinte vecinos y Cali, que había llegado a tener 600 españoles entre vecinos y comerciantes, contaba con 120, de los cuales diecinueve o veinte tenían encomendados unos 2.000 indios[87]. Los encomenderos de Santa Fe se opusieron rotundamente a las órdenes de no cargar ni maltratar los indios. Sobre esta materia hubo varios enfrentamientos entre las autoridades, entre autoridades eclesiásticas y civiles, entre oidores y visitadores. Cosa pública fueron también los rumores: algunos sonados crímenes y condenas, las querellas individuales, o algunos dramas pasionales[88]. Pero a mediados del siglo XVII, cuando la población indígena había llegado a su mínima expresión, la encomienda como institución no pudo superar su crisis y con ella cayó la ciudad encomendera.
+La ciudad hidalga del primer siglo colonial dejó un fuerte legado de valores que marcaron definidamente el sentido de la convivencia urbana. En particular, establecer la ciudad como centro del poder en un área dada; un cabildo donde se definía el abasto de la ciudad por el campo y se competía por el poder; los alcaldes ordinarios encargados de la justicia en primera instancia en sus jurisdicciones, el tiempo, medido por los repiques de campanas y la conducta, por los preceptos religiosos. Como en otras sociedades preindustriales, la diferenciación de lo público y lo privado no era tan clara como resulta hoy a nuestros ojos. Quizás la mejor referencia a ello es la expresión de «público y notorio», la cual se refería a lo sabido por todos e incluía los distintos aspectos de la vida en la calle, la plaza, la iglesia o el cabildo y en ocasiones la vida de las personas dentro de sus casas.
+La ciudad del siglo XVIII conservó su misión de establecer el orden espacial y escriturario para la vida en ella y en el área circundante, pero el modelo fue profundamente afectado por la condición colonial americana y se produjo una cultura urbana criolla y mestiza[89]. La distinción de ciudades españolas y pueblos de indios perduró sólo formalmente, pero no evitó que la ciudad fuera en cierta medida «tomada» por los mestizos. Los poderes y los notables, blancos españoles y americanos, estaban ubicados alrededor de la plaza, con sus sirvientes —sobre todo indias o esclavas negras—, en las cuadras aledañas se ubicaban los vecinos que les seguían un peldaño más abajo en nobleza y prominencia, alternando con mestizos en ascenso y en proceso de blanqueamiento, y luego la plebe, el bajo pueblo, constituido por hombres y mujeres libres de todos los colores —ya se hablaba menos de «castas»— y los indios que habían venido a quedarse por distintas razones en la ciudad. La convivencia de gentes libres de varios mestizajes dio lugar a formas culturales que en mayor o menor medida combinaban elementos diversos y alternativos. En las galleras, los sitios de juego y las chicherías, se produjeron vínculos entre miembros de diferentes estamentos de la sociedad, en contravía del orden que los separaba. Aunque los espacios y jerarquías definidas por el reparto de solares, al hacerse las fundaciones, no cambiaron, en muchos lugares y tiempos fue difícil mantener el patrón del damero, y la imagen de las calles embarradas, con los caños en medio, la cercanía de los animales y de las basuras no fue extraña. Por mucho tiempo la cuadrícula original no se completó y los servicios públicos fueron bastante precarios[90].
+En los espacios públicos como las plazas y los altozanos, las calles principales, las arcadas, las pilas, los manantiales y los mercados, se aprendía y se reproducía el comportamiento público. Los oficios de los artesanos calificados, hasta cierto punto jerarquizables, estaban ubicados en barrios a los que les imprimían su carácter. Plateros y sastres, ebanistas y carpinteros, loceros, tejedores, hilanderas, sombrereras y zapateros entre muchos otros, habitan dichos barrios. En las ciudades del siglo XVIII otros oficios como los de pequeños comerciantes —tratantes y pulperos—, arrieros y toda suerte de servicios, se concentraban en barrios como San Victorino en Santa Fe, el Ejido en Popayán y la Mano del Negro en Cali[91].
+La operación simbólica más importante de lo público cotidiano era la del reconocimiento que se daban unos vecinos a otros. El ser público de las personas se construía sobre una relación de intercambio con las otras. Los elementos que se intercambiaban eran principalmente simbólicos: la nobleza o limpieza de sangre —blasones, relaciones de méritos, credenciales de cristianos viejos—, el trato —forma de dirigirse, usar o no el don, el título tal, etcétera—, la procedencia —dar el lugar o el paso al más importante—, las maneras —de hablar, de vestirse, de comer, de conducirse, de celebrar, etcétera—, la honra y buen nombre. Estos elementos constituían el capital simbólico de las personas, de los grupos y de los estamentos, y era defendido como lo más preciado de su identidad. Los detalles de estructura y ornamentación de las casas principales tales como el pórtico, el tener una o dos plantas, techo de paja o de teja, ocupar un cuarto de manzana o menos, tanto como el número de sirvientes, aludían a la «distinción» de sus ocupantes. Todos estos elementos debían ser validados —reconocidos— por los otros individuos y por la comunidad. El reconocimiento ocurría en la vida diaria sobre todo en los espacios no privados como las calles, la plaza y las plazuelas, las iglesias, el comercio o el mercado e inclusive, las casas de otras personas.
+En el reconocimiento individual se ponía en juego una combinación de elementos étnicos, de linaje, de patrocinio y, muy especialmente, de honra. Siguiendo el sencillo principio de que lo que ocasiona las quejas es lo más sentido y lo que se condena lo más temido por una sociedad, podemos decir que el honor y la honra eran altamente valorados y su ultraje temido. Dirigirse a alguien de manera apropiada era una forma de honrarle, de reconocerle sus méritos. Son incontables los casos de reclamo por ultraje en la manera de dirigirse a alguien. Ellos suscitaban querellas que eran la manera de buscar una solución legal a los conflictos individuales entre vecinos, tanto como la vía de queja por abuso de autoridad, por mal trato e incumplimiento de compromisos adquiridos.
+El dictado de alguien eran los títulos que antecedían a su nombre. El del rey y el virrey, muy largos e impresionantes, los de los oidores un poco y con la excepción de los de algunos poquísimos marqueses, el título de la mayoría de los españoles peninsulares o americanos que había en Nueva Granada no era más que el de don. Este era, sin embargo, muy preciado.
+Fueron muy comunes las quejas sobre haber negado el don a alguien que lo había obtenido, tal el caso de Antonio Muñoz, un comerciante que había costeado la fiesta de la Candelaria en Medellín[92], o el de alguien que lo heredaba de generaciones, como don Manuel de Caicedo y Tenorio en Cali, retomado por Eustaquio Palacios en El alférez real.
+La clave de la identidad de los notables era su diferenciación de las castas. Los valores de linaje y blancura parecen haber sido los más importantes. Hay cientos de casos de solicitud de «Gracias al sacar» o blanqueamiento, llenando los estantes de archivos coloniales. La educación también era importante, sobre todo en lo relativo a maneras y costumbres, y para los hombres, la educación escolar formal. El acceso a los colegios mayores era cuestión de género y de linaje. Entre las mujeres muy pocas eran capaces de leer y escribir y se dice que el virrey Ezpeleta se aterró de ver señoras de distinción haciendo cuentas con granos de maíz. Las famosas «exposiciones de méritos» recogen los servicios a la Corona por generaciones y los títulos por ello obtenidos. La diferenciación entre criollos y españoles varió con las circunstancias, pero sólo fue puesta como antagonismo principal en tiempos de la Independencia.
+En el ámbito público el tratamiento de don era signo de civilidad, de «estilo político». En el caso abierto por la queja de don Gabriel López de Arellano, notario eclesiástico de Medellín, por no haber sido tratado como don en 1776, los testimonios decían: «… que en esta villa es estilo político de muchos tiempos a esta parte el tratar a las Personas de Calidad y honra con el tratamiento de don Fulano…»[93].
+Los pleitos por precedencia en la entrada o en asiento en reuniones de los cuerpos de gobierno ordinarios o presidiendo celebraciones, no sólo ocuparon a notarios y jueces, sino que fueron la comidilla pública. En Cartagena, en 1767, Francisco García del Fierro y Francisco Antonio de Aróstegui, regidor y procurador respectivamente, sostuvieron un pleito de precedencia pública; en Popayán, el regidor Matías Rojas y el fiel ejecutor Joaquín Ibarra se vieron envueltos en una disputa sobre lo mismo entre 1774 y 1777; en Honda, dos regidores de su cabildo, Joaquín Lascano y Tomás de los Santos, entre 1791 y 1795 dejan constancia de otra disputa[94].
+El orden de entrada y «de asiento» en la iglesia también era significativo y dio lugar a un cúmulo de pleitos. Los alcaldes de un pueblo se quejaron de que sus pares u homólogos en pueblos vecinos, les solicitaran cualquier gestión con las palabras, «ordeno y mando» y no con las adecuadas de «ruego y encargo». El «ordeno y mando» los disminuía. Hay mucho de cortesano en la representación que los individuos tienen del orden cuando se sienten motivados a entablar pleitos interminables sobre estos asuntos. Ello es esencial en una sociedad colonial, jerarquizada y estamental, en la que la elaborada etiqueta textual y gestual correspondía a las posiciones en la jerarquía y estas requerían el reconocimiento público. Cuando vemos los empadronamientos hechos «con distinción de la esfera de cada uno», entendemos cómo, sobre las diferencias estamentales, se construían las identidades. Pero no sólo las formas ritualizadas se exhiben en el escenario ciudadano. La gente común defiende su honra y exige reconocimiento de ella por parte de las autoridades con quienes, en caso contrario, se querellan. Dos vecinos de Titiribita, un pueblo de blancos e indios cerca de Chocontá, se quejan de que su alcalde los ha llamado ladrones y zánganos y solicitan «que nos devuelva nuestro crédito de uno y otro lo que públicamente nos ha dicho en nuestra deshonra y buena reputación que hasta el presente hemos vivido»[95].
+La buena reputación moral también tenía un alcance estamental y entraba en el intercambio político. Como lo señalara Germán Colmenares, la ofensa a un miembro del estamento noble era vista como ofensa a la honra del grupo, pues suponía un despojo de las calidades subjetivas que debían acompañar a sus miembros[96]. Es ello lo que explica la oposición de los vecinos notables de Cartago a la elección de don Nicolás de Perea como alcalde en 1776, por ser sospechoso de complicidad en un crimen cometido por su sobrino. La «difamación… originada en la voz común que ha rugido en aquellos países que aunque sea un leve y falso rumor del vulgo» había «manchado» a Perea. Al elegirlo se exponía «el honor del empleo a los menosprecios y vilipendios que nacen de un mal y sospechoso concepto»[97]. El grupo de notables defiende su autoridad política del deterioro que le produciría la mancha moral del electo. El orden político tenía pues una estrecha correspondencia no sólo con los estamentos étnicos sino también con una imaginada jerarquía moral. Esta correspondencia también la cuidaban celosamente, como parte de su patrimonio, los notables de poblaciones como Anapoima, donde encontramos una queja contra el alcalde Rojas por insultar a los «sujetos de distinción» para «ofenderlos y vilipendiarlos a la vista de la plebe»[98]. La notabilidad de los notables tenía que ser confirmada por el vulgo.
+También era precisamente la defensa de la honra, uno de los elementos que agrupaba a los artesanos en cofradías, en las que además de la devoción, compartían el socorro mutuo para la dote de sus hijas, la enfermedad y la muerte.
+De acuerdo con el modelo hispano colonial se debía vivir «en policía y a son de campana», es decir congregados, en orden y alrededor o cerca de una iglesia. Ello permitía el control de la moral pública y privada. La densidad física del espacio ocupado por grandes edificios religiosos, la recurrencia en el tiempo de las horas con campanas, los domingos y otras fiestas de guardar, la marcación y registro de los cambios de estado, nacimiento, matrimonio y muerte mediante los rituales religiosos, produjeron una llamativa centralidad de lo religioso y un ambiente tan permeado de ello, que lo público cotidiano parecía resolverse principalmente en sus espacios, sus horas, sus rituales y sus discursos. No en vano y semanalmente, los sermones fueron el discurso destinado al público, el que denotaba los límites del bien y del mal, ofrecía —e imponía— un sentido del orden y apelaba continuamente a las conciencias.
+Lo civil y lo religioso parecían unidos para siempre por las Dos Majestades, como se decía, Dios y el Rey. La parroquia era el núcleo para la administración tanto eclesiástica como civil y quienes vivían en una misma área urbana eran al mismo tiempo vecindario y feligresía. No se podía en aquella concepción del mundo ser buen ciudadano si no se era buen padre, buen hijo, buen esposo y buen parroquiano; no se podía faltar a la ley sin pecar; faltar al rey sin faltar a Dios. Así, se tenía un doble sentido, civil y religioso, del orden político, del jurídico y del espacial. Las fiestas y ceremonias, de regocijo o duelo, también tenían los dos sentidos. Podemos decir que se hacía uso civil de las religiosas y religiosos de las civiles, cuyas fronteras no siempre eran claras.
+Desde las primeras épocas del periodo colonial los sermones de los curas apoyaban a las autoridades en la imposición de tributos como la alcabala y otros impuestos[99]. Vecinos, oficiales y sacerdotes, acostumbraban justificar sus actos por amor a «las dos Majestades»: Dios y la Corona. Si por un lado la Iglesia y las misiones suplían al Estado en áreas alejadas o no integradas, por otro, la lucha contra los pecados públicos no era sólo asunto de la Iglesia sino también de los gobernantes.
+Las respuestas a la Cédula de Aranjuez entre 1801 y 1804 permiten observar que en ciudades y villas la asistencia a la misa y el control sobre la moral familiar eran mucho más efectivas que en las zonas rurales[100]. No obstante, no había uniformidad al respecto. En algunas de las parroquias multiétnicas se encuentra el caso de que los blancos no querían ir a la iglesia para distinguirse de los indios. Además de notar lo anterior, el obispo de Cartagena se horroriza de los bundes de negros que se daban «no solo en los sitios y lugares, sino también en las villas y ciudades»[101].
+Todos los discursos, civiles y religiosos, públicos y privados, están permeados por el lenguaje moral. Las autoridades tratan de controlar al vecindario con las disposiciones de orden y policía y el vecindario a su vez ejerce control no sólo sobre sus semejantes sino sobre las autoridades en defensa de la moral pública, la justicia y el bien común.
+Los cabildos de las ciudades tuvieron siempre a su cargo ordenar el abasto de carne y víveres, las obras públicas, el mantenimiento del hospital, de los caminos y los puentes y el control de pesos y medidas[102]. En la segunda mitad del siglo XVIII, los principios protoempresariales de orden, eficiencia y regularidad fueron rectores de las políticas sobre el orden público. Aunque se siguió girando en torno a la imposición del modelo de vida colonizador de «policía y buen gobierno», el discurso de los gobernantes se vio renovado por las ideas ilustradas. Las dos diferentes vertientes del discurso sobre el orden urbano, una más relacionada con la policía de lo material —las obras públicas, el acueducto, la limpieza, la cuadrícula, los cementerios— y la otra, más relacionada con el orden social —las diversiones, la integridad de las familias, la pobreza—, estaban estrechamente vinculadas.
+Mientras en algunas partes las iniciativas ilustradas chocaron con cabildos y curas tradicionales, en otras los cabildantes asumieron los ideales de mejoramiento. Además, los vecinos presionaban por el cuidado del empedrado y de las acequias y por derechos como el de llevar una «paja de agua» a su casa[103].
+Los documentos escritos de nuevo ordenaban las ciudades como lo habían hecho con las fundaciones del siglo XVI[104]. El traslado de Arma a Rionegro en 1770, dio lugar a que se expresara con precisión el orden que debía tener la nueva ciudad. El cabildo solicitó autorización del rey para recaudar ciertos impuestos con el fin de incrementar la renta pública y financiar los gastos de la ciudad y las obras públicas. Se fijaron impuestos sobre almacenes, casas de juego, puentes y ganadería. Con el fin de dotar la ciudad de vastos recursos naturales se propuso tomar parte de la tierra del resguardo de los indios de San Antonio de Peryra, a fin de convertirla en propia y formar ejidos —los indios serían trasladados a la localidad de Chuscas—. Se designó el lugar en el que se construiría la plaza central de donde partirían calles y manzanas de cien yardas, diseñadas de acuerdo con el patrón damero. Se designó el sábado para día de mercado, en el cual los habitantes que vivían dispersos en los campos debían acudir a la ciudad para tener contacto con las maneras civilizadas y adquirir hábitos de interrelación social. Los pequeños negocios ubicados en las afueras debían ser trasladados a su interior y sujetarse al pago de impuestos[105].
+Las medidas fueron sugeridas por el cabildo recién nombrado y por el gobernador de Antioquia, don Francisco Silvestre, y recibieron el apoyo del oidor Mon y Velarde. Los valores de racionalidad económica, de mercado, de vida en policía, convergían en la concepción de la ciudad como centro civilizador. En las ciudades se publicaban bandos sobre los días en que se debía barrer y sacar las basuras de distintas clases, la manera de hacer cercas a los lotes, de construir cañerías y conservar los andenes. Se daban disposiciones específicas para los domicilios y para los talleres de diferentes oficios según sus materiales y desperdicios. También se disponían los lugares donde se podían mantener animales, generalmente sólo en los ejidos y las condiciones para cerdos y gallinas. Los encargados de hacer cumplir estas normas eran los alcaldes de barrio. En los casos de disposiciones dirigidas a las comunidades indígenas, las Cédulas Reales llegaban a dar indicaciones sobre la forma de construir camas y distribuir los espacios interiores.
+El orden público era motivo central de preocupación de las autoridades y las disposiciones se proclamaban por «bando por las calles públicas y acostumbradas y a son de cajas y usanza de guerra», y correspondía a los alcaldes de barrio hacerlas cumplir e informar semanalmente al juez superior o al oidor donde lo hubiere. Las disposiciones tomadas después de la Revolución de los Comuneros, en 1781, para «afianzar la quietud… procurar la Paz, y Subordinación debida al Soberano», dejan ver, en lo que consideran desorden, el sentido del orden. El bando que se publicó en marzo de 1782 no sólo mandó a recoger volantes sediciosos, libelos infamatorios y pasquines de la pasada revolución, sino que también ordenó a los alcaldes de barrios a dar noticia de los vagos y ociosos, y a los caseros de sus inquilinos. Las mesas de truco debieron cerrarse a las diez de la noche y las pulperías y chicherías a las ocho, las carreras de caballos fueron prohibidas, el porte de armas también, con la única excepción de las espadas de los caballeros, las músicas sólo pudieron sonar con permiso y por motivo justo. Los casados separados fueron compelidos a reunirse y hacer vida con sus respectivas mujeres. Los mendigos y pordioseros que son «de mal exemplo al público por su ociosidad», debieron ser llevados a los hospicios según su sexo[106].
+Estos bandos reforzaban la capacidad de las autoridades para tener un amplio control de la vida cotidiana. En Popayán, en un atardecer de enero de 1782, un grupo de negros y mulatos celebraban el entierro de un niño en el barrio de San Camilo, según usanza. La «algasara y vulla» del «baile de angelito» llamó la atención del gobernador, don Pedro de Becaría, quien se hallaba «en cumplimiento de su obligación de ronda a fin de evitar todo desorden, escándalos y pecados públicos», ya que se había prohibido por bando «los bailes en casa alguna sin permiso y licencia de este juzgado». Al poco rato se suscitó un pleito que fue lo que causó que se abriera expediente y se registrara el caso. Uno de los caballeros enredados en el pleito había reprochado a los asistentes por bailar delante del cadáver y había explicado su presencia diciendo que andaba buscando un esclavo huido. Estos bailes que acompañaban a los entierros de niños eran tolerados con cierta reserva[107].
+Había pues un denso discurso civil-moral sobre lo público cotidiano que reglamentaba espacios, usos, actitudes y relaciones. Es difícil medir su incidencia y el grado de consenso que alcanzó. Se puede decir, sin embargo, que su eco llega a la era republicana para ser combinado con una pedagogía para la producción de ciudadanos.
+La prensa de fines del siglo XVIII también convergió en los discursos sobre la vida cotidiana de la ciudad, enmarcándolos en el género cultivado por Feijoo y Jovellanos, es decir, como crítica de las costumbres. El Papel Periódico de Santafé se ocupó de la pobreza, de los hospicios, de los hospitales y promovió las sociedades de amigos del país. Aludió a los granadinos como una comunidad y como una audiencia, informándoles del comercio, de los nombramientos y promociones coloniales, tanto como de las principales noticias de España y de Europa. Fue este asomo a la cotidianidad moderna, lo que introdujo, como lo hizo la prensa en todas partes, esa idea de tiempo, por una parte contiguo y discontinuo que une cotidianidades y, por otra, continuo que conecta historias intermitentes.
+Como la prensa, la Expedición Botánica, la Real Biblioteca, las sociedades de amigos del país y el cambio de currículum en los colegios contribuyeron de diversas formas a ampliar el espacio de lo público y a matizar los discursos tradicionales con aproximaciones modernas a viejos y nuevos temas.
+Los gobernados trataron de ejercer un control moral sobre sus gobernantes y de defender lo considerado justo o el bien común. Su discurso y sus actitudes sobre lo público se pueden ver en las «representaciones» elevadas por los vecinos de las ciudades y villas a la Real Audiencia sobre las elecciones, sobre los alcaldes y sobre la justicia. Estos eran temas principales de lo público cotidiano en las poblaciones de todos los tamaños. La participación de los vecinos en la vida política local fue mucho mayor de lo que comúnmente se piensa. Cada año se hacía elección de alcaldes con base en las ternas formadas por el cabildo y en un relativo consenso de los vecinos sobre quiénes eran merecedores de los cargos. El primero de enero, previa confirmación de uno de los nombres por el gobernador o el corregidor, se hacían públicos los nombramientos.
+Los elegidos debían ostentar los valores hidalgos: ser limpio de sangre —sin mezcla de castas—, moralmente correcto, libre de causas con la justicia y de parentesco con los electores, saber leer y escribir y tener con qué vivir con decencia —no tener oficio manual y vestir capa—.
+Los vecinos contaban con la posibilidad de protestar contra la elección de un alcalde, o contra una injusticia. Reunidos al efecto, escribían unos documentos llamados representaciones en los que explicaban las razones que tenían para oponerse a un candidato. Cualquier falla real o supuesta sobre alguno de estos atributos y condiciones podría ser expresada para oponerse a su elección o a su confirmación. Como los alcaldes eran al tiempo jueces locales, su capacidad de ser justo era también aquilatada. Los aspectos que más frecuentemente se denunciaban en las representaciones eran el monopolio de los cargos locales por una familia o un grupo —que incluía denuncias de testaferros, de elecciones amañadas, de intervención inapropiada de curas—, los abusos en la distribución de justicia —juicios venales, falsos testimonios, manipulación notarial, multas excesivas y aprovechamiento de la ignorancia de otros—. Los notarios eran piezas claves de esta cultura escrituraria.
+Si por una parte ser vecino daba derecho a participar en lo público, por otra implicaba la imposibilidad de estar aislado de lo mismo. Un mal gobernante contra quien la oposición era infructuosa causaba el abandono del pueblo. En muchas ocasiones los vecinos amenazaron con hacer esto si no se les cambiaban los alcaldes o regidores. Cuando «la vara queda siempre en la misma casa […] la pobre ciudad y nosotros sujetos a la servidumbre, persecución y venganza que se puede considerar, o precisados —como lo haremos en tal caso— a salir huyendo de nuestro vecindario a refugiarnos en otra jurisdicción». Otros hablan de «opresión» o «esclavitud» y se refieren a los que gobiernan como «familia otomana». En esos casos solicitan para la población que se «apliquen los medios de libertarla del pesado yugo que la aflige»[108].
+Los vecinos tendían a ejercer un cierto control de los gobernantes locales, cuidando de que los electos cumplieran con los requisitos étnicos, morales, económicos y de idoneidad considerada apropiada, de que los cargos rotaran y de que la administración de justicia fuera pública y acorde con las leyes. Este control se ejercía a través de una especie de tribunal moral colectivo, constituido por todos, sobre lo que se consideraba de conocimiento público. Por eso a las representaciones seguían los testimonios, que comenzaban preguntando por lo que era «público y notorio, pública voz y fama».
+No es difícil encontrar casos en los que los candidatos a alcalde pierden sus cargos por una acusación de adulterio o amancebamiento, de malversación de dineros reales o comisión de injusticias, y aun por no ir a misa o no confesarse o comulgar una vez al año. No obstante, también hay casos de protesta popular por la intransigencia de un alcalde con los amancebamientos y adulterios de los vecinos. En algunas de las ocasiones en que dos grupos familiares de notables se enfrentaron por los cargos del gobierno local, entre los argumentos expuestos a favor de uno y otro estaba su preocupación por el bien público, especialmente el de los pobres.
+El cura era tan importante personaje como el alcalde. Sus comportamientos eran asunto de público conocimiento, es decir, parte importante de lo «público y notorio», y sus actitudes y discursos incidían en la vida colectiva. En la mayoría de los casos los curas en los pueblos no se limitaban a proporcionar los servicios religiosos. Estaban comprometidos en diferentes grados con la lucha contra el concubinato y la embriaguez. A su vez, de él se esperaba un comportamiento apropiado, absteniéndose de mantener «relaciones sospechosas» con mujeres, de jugar cartas, de involucrarse en el comercio, de participar en los bailes y en corridas o riñas de gallos[109]. Sus fallas en esos aspectos, y su intervención en política, ocasionaron muchas quejas.
+En la segunda mitad del siglo XVIII, cuando las innovaciones de los Borbones rompieron con la tradición tolerante y laxa de la casa de Austria, y se hizo altamente efectivo el cobro de impuestos y el control de los estancos —monopolios reales—, la gente de ciudades, villas y sitios protestó. Las innovaciones borbónicas tocaron directamente la vida cotidiana de amplios grupos, algunos de los cuales pasaron de la queja a la revuelta, siendo la de mayor cobertura y trascendencia la de los Comuneros del Socorro. «Las Capitulaciones» pueden leerse como un manual de la vida cotidiana en lo que concierne a las condiciones de vida de distintos grupos: las de los indios que día a día debían defenderse de la avidez de sus vecinos, de sus curas y de sus corregidores; las de los vecinos libres, artesanos y campesinos que se sentían asfixiados por los impuestos y los estancos; las de los criollos, quienes, además, solicitaban preferencia en los cargos públicos[110]. El examen de las revueltas deja ver que la violencia personal no era típica en ellas, sino más bien la amenaza y la intimidación por parte de los reclamantes y la disuasión por parte de las autoridades.
+Ser vecino otorgaba derechos y exigía deberes. En la temprana colonia ser vecino significaba tener casa poblada en la ciudad por un buen tiempo, ser blanco o pasar por ello. Se distinguían de los moradores y de los estantes. En la dinámica del poblamiento y el mestizaje estos requisitos se desdibujaron; entonces, el residir por un tiempo en el asentamiento urbano le podía otorgar la calidad de vecino casi a cualquier persona libre. Pero eso no quiere decir que las diferencias étnicas y estamentales desaparecieran; su vigencia seguía siendo abrumadora. Muy pronto en Hispanoamérica no sólo la calidad sino el lugar de residencia empezó a acompañar comúnmente al nombre del individuo, de la misma forma que el lugar de origen había acompañado al nombre de los primeros pobladores hispanos, quienes hacían de ello un elemento importante de sus relaciones sociales y políticas[111].
+La pertenencia a un lugar se convirtió en un rasgo de identificación y aun de identidad. La población de diversos mestizajes, que constituía la mayoría al final del periodo colonial, se encontraba carente de los elementos de identidad étnica y comunitaria que sí tenían los criollos y los indios de las comunidades, de ahí que tendiera a hacer de su vecindad su principal pertenencia. Esa fue una de las principales razones por las que el localismo y la emulación entre poblaciones fue tan fecunda. La posición de la población en la jerarquía colonial —sitio, viceparroquia, parroquia, villa y ciudad— resultaba muy importante, puesto que a mayor título no sólo se obtenía mayor autonomía y jurisdicción, sino también mayor jerarquía entre sus vecinos. Las representaciones solicitando promoción, firmadas por grupos de vecinos, exponían los méritos del lugar expresados en sus construcciones religiosas y civiles, en la decencia y civilidad de los pobladores y en su capacidad económica para sostener, según fuera el caso, al cura de la parroquia, o el tren administrativo de una villa o ciudad[112].
+En la segunda mitad del siglo XVIII, los vecinos del Socorro expresaron que si ellos no ganaban la autonomía de San Gil por medio del reconocimiento del título de ciudad, se sentirían denigrados e infelices. Igual se sentían los vecinos de Mompox dependiendo de Cartagena. Los de Guaduas trataron de mantener a altos costos el título de villa. La competencia y rivalidad entre ciudades vecinas y pares reforzaba el sentido de pertenencia local y constituía un acicate para la emulación en recursos, en obras, en fiestas y en refinamiento de las costumbres. Los de la ciudad de Arma perdieron no sólo su título sino también su nombre y su Virgen patrona, los cuales fueron cedidos a la nueva Santiago de Arma de Rionegro. Los vecinos de Timaná, antigua fundación, sufrieron una grave crisis ante el crecimiento de Garzón.
+En ocasiones, los vecinos se vieron comprometidos a defender el nombre de su ciudad cuando esta era ofendida, sus recursos cuando estos eran disputados por las poblaciones vecinas o por individuos y a luchar por su mejoramiento y ascenso en la jerarquía de poblaciones. Estas inquietudes generales llevaban a acciones legales que involucraban a un significativo número de vecinos. La defensa de la ciudad que hace el cabildo de Santa Fe en 1794, asume que es ella, la ciudad, la que ha sido insultada con las sospechas de deslealtad y sublevación de que los oidores la han hecho objeto. Las representaciones dicen que se debe aclarar «la inocencia de la Ciudad» y «vindicar» su «honor»[113]. El lugar en la jerarquía era relativo primero a sus vecinos, luego a la Audiencia y al Virreinato y por último, pero quizás eventualmente más importante, a la Corona y al Imperio.
+La segunda mitad del siglo XVIII se caracterizó por un gran número de fundaciones. Hoy corresponden al 20 % de la red municipal[114]. Se trataba de reordenar, en el patrón urbano, muchos asentamientos de libres, que de diversas formas habían desbordado la demarcación inicial. Se hicieron de nuevo visitas a los pueblos de indios asediados por los mestizos, sobre todo en la región central y en el macizo colombiano y convirtieron a muchos en «parroquias de españoles»[115]; se enviaron capitanes como Mier y Guerra, y Torre y Miranda a juntar en fundaciones a los «arrochelados» de ambos lados del Bajo Magdalena[116], se contó aun con esfuerzos misioneros como el del padre Joseph Palacios de la Vega[117], y se hicieron «reducciones a villa», como la del curato de Sabanalarga, para que los vecinos dispersos recibieran «pasto espiritual», se administrara justicia y disminuyeran el robo de ganado de los hatos y de cosechas[118]. Uno de los mayores retos de los cabildos fue el control de los asentamientos espontáneos de libres de todos los colores en los alrededores de las ciudades. Hubo profusión de bandos y providencias como la del gobernador Nieto, del Cauca, sobre «congregar y mantener en los poblados las gentes díscolas y vagas» y «agregarlas» en las haciendas, en los alrededores de Buga[119]. Muchos de los asentamientos terminaron por convertirse primero en poblados y luego en villas republicanas. A veces, el miedo sentido por algunos notables de las ciudades, indujo a decisiones virreinales poco ilustradas, como la que en 1802 suspendía a la pujante Quilichao el título de villa ganado en 1755, por la exposición de temores hacia sus pobladores mulatos hecha por los señores de Caloto[120].
+Para muchas poblaciones no fue fácil lograr el reconocimiento de los otros. En muchos casos, cuando se hablaba de vecinos del tal sitio, parroquia, villa o ciudad, ello tenía connotaciones más o menos funcionales, que marcaban de diversas maneras las relaciones entre los pobladores. Los vecinos de un lugar pequeño, desconocido y sin signos de «progreso» o marcado por ser de negros, de mulatos, de mestizos, o de revoltosos, sufrían su identificación con el lugar. Los vecinos de San Juan de la Vega se quejaron, en 1785, de que los de Subachoque los «pordebajeaban» por ser calentanos y campesinos y no saber de tratos como los mercaderes de Subachoque[121]. Oficio manual o no manual y clima frío o caliente, connotaron en este caso relaciones de superior-inferior entre los dos pueblos aledaños.
+La jerarquía de los pueblos tuvo en Nueva Granada su explícita versión eclesiástica en la clasificación de las parroquias según sus «cualidades y riquezas» hechas por el cura Oviedo[122].
+Las procesiones han sido descritas como exhibiciones de la ciudad ante sí misma. En un orden celosamente determinado, los prelados, las autoridades, las corporaciones, los gremios y el común acompañaban la sucesión de imágenes de bulto de los santos. El desfile era visto como una representación del orden social y, por lo tanto, como reconocimiento de posiciones establecidas y/o esperadas. La procesión de Corpus Christi fue especialmente suntuosa en Santa Fe y Mompox, las de Semana Santa en algunas ciudades como Tunja y Popayán[123]. La fiesta de San Juan tuvo una tendencia ecuestre y la procesión era fluvial. Las procesiones también tenían elementos no religiosos como las comparsas, la tarasca, los gigantes y los matachines, que permitían la participación popular. La del Corpus fue la fiesta pública más importante y en la que se dio un sincretismo mayor, pues la celebración católica y española parecía coincidir en el calendario agrícola con el paso de tiempo de lluvias al seco[124]. A pesar de los reiterados intentos de la Iglesia para prohibir la chicha, los arcos, los gallos y los toros por la noche, la fiesta de chicha y toros se convirtió en la creación mestiza por excelencia[125]. El arreglo de los balcones y los pasacalles para las fiestas daba ocasión para mostrar objetos de prestigio y participar así en el intercambio simbólico. Se colgaban alfombras, vasijas, cuadros y esculturas. Las decoraciones subrayaban el carácter estamental de las distintas calles. Las fiestas ofrecían ocasiones propicias para lograr el reconocimiento de individuos y estamentos y otorgarlo. Las danzas que precedían al Santísimo y a la procesión también estaban organizadas por estamentos y sobre todo por gremios. Para las fiestas de Tunja del 11 de junio de 1590, el cabildo ordenó «… que los tratantes de la Calle Real saquen una danza buena que vaya danzando delante del Santísimo Sacramento y procesión y los zapateros otra danza y los sastres otra danza y los silleteros y zurradores otra danza y los herreros otra danza…»[126].
+Marzhal ha encontrado en la tolerancia de la casa de Austria con el despilfarro de los cabildos en fiestas la explicación de la lealtad de estos a la Corona. Los cabildos eran supremamente ineficientes y sus miembros en general poco comprometidos con las tareas de control, mantenimiento y mejora de la villa o ciudad. Las fiestas, sin embargo, sí les interesaban, probablemente por la donación de reciprocidad que propiciaban. Los del cabildo recibían la satisfacción de ser reconocidos como notables, como principales y distinguidos, y el público era regalado con diversión y eventualmente con una ocasión para subvertir momentáneamente el orden[127]. Fueron famosos los preparativos en uniformes, refrescos, música e iluminaciones. El cabildo asumía algunos gastos y el patrón de la fiesta otros. Los nacimientos en la casa real, las juras de nuevos soberanos y aun la llegada de un nuevo virrey, también eran motivos de fiesta[128]. En 1785, poco después de haber ocurrido en la zona un fuerte temblor de tierra, siempre entendido como castigo de Dios, las fiestas de Ubaté fueron prohibidas por el corregidor de Zipaquirá y por la Audiencia, por considerarse su celebración inapropiada para apaciguar la ira divina. No obstante, los alféreces, quienes patrocinaban las fiestas declararon que ya estaban muy entrados en gastos y era imposible suspenderlas[129].
+Para el visitador de Antioquia, Mon y Velarde, imbuido de una mentalidad ilustrada, las fiestas eran un derroche que sólo traía vanos honores y la ruina a quienes lo auspiciaban: «Por lo común todos los trofeos que quedan después de la fiesta a más del victor, es el popular aplauso de quien labró tantas arrobas de pólvora, tantas de cera, que subió tanto rancho, que gastó tantas botijas de aguardiente: estos son los laureles que texen la corona de un Alférez consumido y gastado»[130]. Su juicio no coincide con el tradicional en la valoración de lo que ganaba el alférez y lo que ganaba la población. Las fiestas locales eran parte de la representación que los vecinos se hacían de su lugar en el concierto de poblaciones coloniales, de su dignidad y de sus virtudes civiles y «políticas».
+Fuera de las fiestas, uno de los actos religiosos colectivos más significativos fueron las romerías o peregrinaciones a los santuarios especiales. En el centro del país a la Virgen de Chiquinquirá, a la Virgen de la Peña y a Nuestra Señora de Monguí; en el suroccidente, a la Virgen de Las Lajas en Ipiales y al Señor de los Milagros en Buga. Muchas otras advocaciones de la Virgen, como la de la Candelaria en Medellín, de la Merced en Cali, del Topo en Tunja, se celebraban como patronas de las ciudades o villas y aun de grupos de cofrades. Fiestas como la de la Niña María de Caloto, congregaban a todos los estamentos coloniales con roles asignados para cada uno y bailes en diferentes sitios. Las carnestolendas alrededor del Santuario de La Peña congregaban a los residentes en los barrios más pobres de la capital y preocupaban mucho a las autoridades.
+Aunque para el siglo XVIII la labor de hispanización había sido notablemente efectiva, debemos rechazar la representación de una homogeneidad cristiana y pensar más bien en una Iglesia colonial a la vez colonizadora y colonizada. Aunque llena de temores y prejuicios, la Iglesia se impregnaba de las formas nativas, y en la confrontación casi cotidiana, transigía y se producían sincretismos. Las danzas del Corpus Christi, los bailes de angelitos y los alabaos, fueron sólo aspectos visibles y más o menos tolerados de multitud de creencias y prácticas híbridas. En las danzas y el teatro del Corpus Christi en las fiestas de Chiriguaná y Mompox, personajes traídos de España como la tarasca o el papayero, tenían aquí atributos opuestos. Estas fiestas también daban la ocasión para representaciones legitimadores de la Conquista. En las de Tibacuy, aún en la época republicana se representa una pantomima del sometimiento de los indígenas a los conquistadores dueños del fuego[131].
+Al final del siglo Santafé contaba con un Coliseo construido con la licencia del virrey pero sin la del arzobispo, situado donde hoy está el Teatro Colón. Allí se hicieron representaciones con actores locales, y se llevó a la ciudad otra forma de diversión para alternar con los paseos y la gallera[132].
+[85] Colmenares, Germán, 1984, La Provincia de Tunja en el Nuevo Reino de Granada, Tunja: Biblioteca de la Academia Boyacense de la Historia; Díaz del Castillo, Emiliano, 1987, San Juan de Pasto, siglo XVI, Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, págs. 271-286.
+[86] Geografía de Juan López de Velasco citada por Joaquín García Borrero, 1983, Neiva en el siglo XVII, Neiva, págs. 66-72.
+[87] Informe de Fray Jerónimo de Escobar citado por Emiliano Díaz del Castillo, op. cit., 1987, Bogotá, págs. 311-319.
+[88] Véase la obra de Juan Rodríguez Freyle, El Carnero, Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada.
+[89] Véase Colmenares, Germán, 1975, Cali, terratenientes, mineros y comerciantes, siglo XVIII, Cali y Popayán, una sociedad esclavista, 1680-1800, Bogotá, 1979.
+[90] Romero, José Luis, 1976, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, México; Vargas, Julián, 1990, La sociedad de Santafé colonial, Bogotá: CINEP; Rodríguez, Pablo, 1992, Cabildo y vida urbana en Medellín colonial, 1675-1730, Medellín: Universidad de Antioquia.
+[91] Colmenares, Germán, 1989, «La economía y la sociedad coloniales, 1550-1800», Nueva Historia de Colombia, vol. I, Bogotá: Planeta, págs. 117-152.
+[93] Benítez, José Antonio, «el Cojo», 1988, Carnero de Medellín, editado por R. I. Jaramillo, Medellín, prólogo, pág. XXII.
+[94] Fondo Policía del Archivo General de la Nación, citados por mí en Reclamos y representaciones: variaciones de la política en el Nuevo Reino de Granada, 1770-1810, Bogotá: Banco de la República, 1993, pág. 221.
+[96] Colmenares, Germán, 1990, «El manejo ideológico de la ley en un periodo de transición», Historia Crítica, n.º 4, Bogotá: Universidad de los Andes, pág. 11.
+[101] Informe del obispo de Cartagena sobre el estado de la religión y la iglesia, 1781, Bell Lemus, Gustavo, 1991, Cartagena de Indias: de la colonia a la República. Bogotá: Fundación Guberek, págs. 152-161.
+[102] Véanse obras basadas en libros capitulares como Arboleda, Gustavo, 1956, Historia de Cali, Cali: Universidad del Valle.
+[103] Martínez, William, 1989, La vida cotidiana de Tunja en el siglo XVIII, Tunja, Tesis de grado de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, págs. 69-75.
+[109] «Constituciones sinodales hechas en la ciudad de Santa Fe por el señor Don Fray Juan de los Barrios, primer Arzobispo de este Nuevo Reino de Granada que las acaba de promulgar a 3 de junio de 1556 años». Groot, Juan Manuel, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, vol. II, págs. 498-499.
+[110] Véanse las Capitulaciones en Briceño, Manuel, 1980, Los Comuneros, historia de una insurrección, Bogotá. La más avanzada interpretación en Phelan, John, 1980, El pueblo y el rey, la revolución comunera en Colombia, 1781, Bogotá.
+[111] Lockhart, James, 1972, Los hombres de Cajamarca, Lima: Editorial Milla Batres, tomo I, págs. 41 y 121.
+[114] Zambrano Pantoja, Fabio, 1991, «El proceso de poblamiento 1510-1800» Gran Enciclopedia de Colombia, Bogotá: Círculo de Lectores, tomo I, págs. 115-130.
+[115] Visitas de Moreno y Escandón y Campuzano, editadas por Colmenares, Germán y Valencia, Alonso, 1985, Indios y mestizos en la Nueva Granada, 1779, Bogotá: Banco Popular.
+[116] De la Torre y Miranda, Antonio, «Noticia individual de las poblaciones nuevamente fundadas en la provincia de Cartagena», 1784, Biblioteca Nacional, Fondo Pineda, misc. 1960.
+[117] Palacios de la Vega, Fray Joseph, 1955, Diario del padre Joseph Palacios de la Vega entre los indios y negros de la provincia de Cartagena en el Nuevo Reino de Granada, 1787-1788, editado por Gerardo Reichel-Dolmatoff, Bogotá.
+[118] Blanco, José A., 1977, Sabanalarga, sus orígenes y su fundación definitiva, Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura.
+[119] Cabildo de Buga, libro 4, Popayán, agosto 1802, citado por Mejía, Eduardo, 1993, Origen del campesino vallecaucano, Cali: Universidad del Valle, págs. 67-68.
+[120] Colmenares, Germán, «Castas, patrones de poblamiento y conflictos sociales en las Provincias del Cauca, 1810-1830», G. Colmenares et al., 1986, La Independencia, ensayos de historia social. Bogotá.
+[122] De Oviedo, Basilio Vicente, 1930, Pensamientos y noticias para la utilidad de los curas del Nuevo Reino de Granada, sus riquezas y demás cualidades y de todas sus poblaciones y curatos con específica noticia de sus gentes y gobierno, año de 1771, Bogotá.
+[123] Friedmann, Susana, 1982, Las fiestas de junio en el Nuevo Reino, Bogotá: Kelly, págs. 40-41; Briceño, Manuel, 1909, Tunja desde su fundación hasta la época presente, Bogotá, pág. 298. Citado por William Martínez, tesis citada, págs. 266-272.
+[124] Zuidema, Tom, «El encuentro de los calendarios andino y español», en Heraclio Bonilla (comp.), Los conquistadores, Bogotá: Tercer Mundo, págs. 297-316.
+[125] En los tomos de la Colonia de Groot Juan Manuel, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, hay numerosas referencias a las prohibiciones.
+[126] Ocampo López, Javier, 1970, El folclor y su manifestación en las supervivencias musicales en Colombia, Tunja, pág. 27, citada por Susana Friedmann, op. cit., pág. 57.
+[127] Marzhal, Peter, 1974, «Creoles and Government: the Cabildo of Popayán», Hispanic American Historical Review, n.º 54 (4), págs. 637-656.
+[128] Fiestas del Socorro para el virrey Caballero, en Ortiz, Sergio E., Colección de documentos para la historia de Colombia (3.ª Serie), Bogotá, 1960, pág. 19 y para el virrey Amar en Caballero, José M., 1974, Diario de la Independencia, Bogotá, pág. 44.
+MICHAEL F. JIMÉNEZ
+Traducción de Elvira Maldonado de Martín
+EL ESCRITOR LIBERAL JOSÉ María Samper describió en 1861 la geografía y los habitantes de la Confederación Granadina. El siguiente boceto de los neivanos —pobladores del valle alto del Magdalena, mestizos en su gran mayoría— nos muestra la idealizada imagen que tenía Samper del habitante del campo colombiano en el siglo XIX:
+Mientras su mujer teje un sombrero en el hogar, o hila, u ordeña las vacas o cuida de las crías del corral, el activo neivano rodea o pastorea su hato o cría de ganados libres, lucha con el toro feroz en las herranzas, a pie o caballero en un fuerte trotón; o bien, descuaja los montes y cultiva con asiduidad su platanar, su maizal, su cacaotal o su plantación de arroz, de tabaco o de yucas; o en los ratos de ocio se entrega al provechoso placer de la pesca. El día que la cosecha semestral está lista en la troja (el granero), o que están gordos los corderos y cerdos, los pavos, las cabras y gallinas de las crías, el neivano construye una balsa, compuesta de troncos ligeros (balsos) y fuertes lianas o bejucos; embarca toda la provisión sin olvidar la bandola, su eterna compañera; toma su canalete o remo rudimentario, y acompañado de otros dos o tres paisanos, frecuentemente socios, se echa a bogar por el Magdalena abajo, o alguno de sus afluentes principales y va en su rancho flotante a vender en las ciudades importantes del gran río (Neiva, Purificación, Ambalema u Honda) el fruto de sus faenas de seis meses.
+Entonces se opera una nueva transformación. Una vez que ha vendido la balsa y todo su contenido, o reduce el dinero a herramientas, vinos, licores, ropas y otras mercancías extranjeras, que va a vender en detalles en el lugar de su domicilio, o que destina a su propio consumo; o, lo que es más frecuente, guarda su dinero y se contrata como peón en alguna hacienda de la parte inferior del valle, trabaja allí durante dos o tres meses en desmontes y otras operaciones agrícolas, y luego regresa al hogar a continuar sus faenas habituales, llevando buena provisión de patacones (piezas de cinco francos), herramientas y regalos para su familia.
+Así, el neivano es alternativamente pastor activo y esforzado, agricultor, hábil pescador, tratante y peón asalariado o a destajo; y es esa alternabilidad la que le imprime su sello particular y simpático[133].
+En este bosquejo se observa claramente el romanticismo folclórico tan extendido en Europa y las Américas durante esa época, y se refleja la visión proteica del trabajo y de la vida presente en La ideología alemana de Marx y Engels. Aun así, nos proporciona elementos muy interesantes de la vida diaria en esa zona del campo andino durante el siglo XIX, como también ciertos rasgos de la cultura y la sociedad agraria en esa región de América Latina durante esos años. En primer lugar, así como el neivano de Samper, muchísimos campesinos estaban en constante movimiento durante este periodo[134]. Muchos de ellos, pequeños propietarios y peones en su mayoría, recorrían diariamente el duro camino desde sus casas hasta su lugar de trabajo en terrenos de su propiedad o al interior de grandes haciendas, ubicadas con frecuencia en terrenos montañosos de la parte norte de la cordillera de los Andes y colindando con extensas planicies o zonas selváticas. Otros iban y venían varias veces al mes a los mercados en las ciudades más cercanas; para ello tenían que salir de casa antes del amanecer cargados con granos, frutas y vegetales, algunas veces los llevaban en sus hombros y otras en el lomo de animales de carga. Regresaban a casa, al anochecer, trayendo de vuelta los bienes adquiridos en las plazas o en las tiendas de las aldeas, el niño recién bautizado y los restos de una buena borrachera.
+Realizar jornadas mucho más largas también se convirtió en práctica común en el transcurso del siglo. Evidentemente, para muchos campesinos, como para el viajero neivano, la jornada río abajo buscando un puerto importante sobre el Magdalena era la oportunidad tanto para buscar aventuras como para obtener beneficios impensables en el mercado local. Con frecuencia cada vez mayor, los campesinos pobres empezaron también a vender su mano de obra en localidades distantes. Inicialmente, este desplazamiento lo realizaban pocos campesinos, pero el flujo se fue haciendo cada vez mayor y así, los habitantes del altiplano descendían desde la tierra fría para trabajar en las cosechas de tabaco, azúcar, cacao, algodón, añil y café en las florecientes propiedades situadas en las faldas de la Cordillera Oriental o para unirse a los grupos de caucheros y de descortezadores de quinina en las selvas del Sumapaz y del Magdalena Medio. En forma similar los mestizos y los indios, habitantes de las zonas altas del sur de Colombia, emigraban temporalmente para participar en la zafra del azúcar en el Valle del Cauca. Con frecuencia, hombres y mujeres se desplazaban individualmente hacia los climas cálidos, pero también se daban los casos de familias enteras viajando de un lugar a otro en busca de trabajo. En algunas ocasiones se veían obligados a movilizarse hacia los campos en los que se recogía la cosecha, pero la gran mayoría de los desplazamientos se realizaban voluntariamente o bajo contrato firmado con los enganchadores, quienes daban adelantos en dinero a los cada vez más empobrecidos habitantes de las zonas altas. Al final de la estación, regresaban a sus hogares con objetos, dinero, relatos increíbles y además con las enfermedades devastadoras típicas de las tierras bajas como la lepra, la malaria y los parásitos.
+Como habían empezado a hacerlo antes de la Independencia, los campesinos colombianos se desplazaron con mayor diligencia hacia las zonas que el geógrafo alemán, Alexander von Humboldt, había llamado a finales de siglo las «playas interiores» de las Américas, en donde «la barbarie y la civilización, las selvas impenetrables y la tierra cultivada se tocan y se entrelazan unas con otras»[135]. Miles de personas se desplazaron hacia las múltiples regiones de frontera situadas a lo largo y entre las cadenas montañosas de la parte norte de la cordillera de los Andes, dejando atrás poblaciones ubicadas en las montañas y las grandes haciendas con las cuales habían estado vinculados como arrendatarios, peones o esclavos. Estos últimos, que durante el periodo colonial habían huido hacia las selvas tropicales de las costas del Atlántico o del Pacífico y a lo largo de los ríos Cauca y Magdalena, vieron engrosar sus filas por nuevas oleadas de africanos o de mulatos residentes en las plantaciones y en las minas de zonas aledañas. En el Valle del Cauca, tanto la Guerra de la Independencia como el movimiento previo, lento pero inexorable hacia la emancipación, impulsó a los esclavos a formar nuevos poblados independientes en zonas vecinas, tal el caso de las poblaciones del Valle del Patía, en las que no regían ni las leyes de los señores ni las del gobierno[136]. En forma similar, durante la primera mitad del siglo, los esclavos habitantes del valle del Bajo Magdalena, cerca de Mompox, se movilizaron hacia las ciénagas y las zonas pantanosas buscando libertad y posibilidades de subsistencia[137].
+Para muchos otros, este éxodo a nuevas tierras los mantuvo en permanente movimiento hacia tierras cada vez más lejanas. Esto les ocurrió especialmente a los habitantes de los viejos núcleos coloniales. Algunos pobladores de las montañas alrededor de Pasto y Popayán, situadas en la parte sur de Colombia, se establecieron en las tierras más bajas del Valle del Cauca y en las faldas de las montañas. En el centro del país, los campesinos de Cundinamarca y Boyacá transformaron sus visitas a las zonas bajas adyacentes en domicilio permanente, puesto que se vieron obligados a huir de las presiones demográficas y de las crisis económicas surgidas en las zonas altas. Algunos se fueron hacia el oriente, a poblar los llanos impenetrables de Arauca, Casanare y San Martín y fueron absorbidos por la muy distante y diferente cultura llanera[138]. Pero la mayoría de los inmigrantes del altiplano trazaron su ruta hacia el occidente. En ocasiones, quienes invertían en agricultura para exportación en la ladera occidental, reubicaban a los habitantes campesinos de las montañas a fin de contar con trabajadores en sus nuevas inversiones en las zonas bajas. Aunque algunas familias se desplazaron hacia estas regiones de frontera, al parecer la mayoría de los inmigrantes eran individuos que llegaban para las cosechas y se quedaban como peones o como arrendatarios. Una vez allí, se veían obligados a viajar continuamente puesto que las haciendas se expandieron más allá de los valles, lo que los obligó a abrirse camino hacia las laderas de las montañas, limpiando tierras selváticas para prepararlas para el pastaje y para el cultivo de diferentes productos, esperanza de los agricultores durante varias décadas después de mediados de siglo, hasta que llega el cultivo del café[139]. Otros se internaron en regiones solitarias e inexploradas como colonos en forma individual o en grupos pequeños. Hacia 1900, campesinos cundiboyacenses habían llegado a la Cordillera Central, en donde se encontraron con las grandes migraciones rumbo al corredor antioqueño que ya llevaba en proceso más de cien años.
+La movilización de los antioqueños se había iniciado muchas décadas antes de la Independencia, huyendo de la hambruna, las sequías y la sobrepoblación de las zonas montañosas de los alrededores de Medellín[140]. Algunos se dirigieron al norte, hacia las costas del Caribe, del Bajo Cauca y del valle del Magdalena. Pero la mayoría se dirigió hacia la Cordillera Central, abriéndose camino con machetes, hachas y fuego a través de zonas selváticas. Lograron asentar sus viviendas, establecer haciendas y formar pequeñas poblaciones en los valles y en las laderas de las montañas menos pobladas, y en menor número, en las tierras calientes. Cuando las tierras dejaban de ser cultivables, o surgían nuevas oportunidades, iniciaban la marcha de nuevo. Como sucedía en todo el país en este siglo de movilizaciones, los individuos se desplazaban por su cuenta buscando huir del hambre, de la sofocante presión de la familia patriarcal, del patrón explotador y de la guerra civil. Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, la migración antioqueña tenía la tendencia a realizarse organizada y colectivamente. En algunos casos, clanes enteros se establecieron y organizaron comunidades fuertes; también algunos especuladores de la tierra como González, Salazar y Compañía, de la zona de Caldas, organizaron movimientos colonizadores por su cuenta, esto con el fin de lograr la legalización de sus reclamos sobre tierras baldías.
+Samper inicia su descripción mostrando las viviendas como unidades económicas en las cuales tanto el hombre como la mujer realizaban tareas definidas. Aunque considerables segmentos de la población campesina del norte de la cordillera de los Andes, no tenían facilidades de acceso a la tierra, pues no eran propietarios y por lo tanto aceptaban trabajos temporales o permanentes en haciendas de diferentes tamaños, la parcela pequeña se convirtió en el eje de la producción y el consumo en las zonas rurales en gran parte del territorio colombiano durante el siglo XIX. Ya sea como cultivadores autónomos o como aparceros en haciendas grandes, estos campesinos demostraron tener una gran habilidad para generar diversas fuentes de sustento. El cultivo de la tierra fue de gran importancia para los aparceros, quienes obtenían cosechas de granos o de tubérculos —yuca en la costa Atlántica, papas en las tierras altas del oriente y el sur, plátano en el Valle del Cauca y maíz en el corredor antioqueño— que se complementaban con otros cultivos de raíces, vegetales y frutas. Además de los granos y las legumbres más indispensables, el azúcar en forma de panela y miel y una gran variedad de bebidas alcohólicas, entre ellas el aguardiente y el guarapo, eran fuente de energía y placer para los campesinos, pues les ayudaban a sobrellevar las penalidades de la vida diaria. Otra fuente importante de la nutrición de los aparceros eran los animales de corral como pollos, ovejas, cabras y cerdos. El ganado vacuno proporcionaba carne, leche y cuero y los caballos y las mulas eran de gran importancia para el transporte de personas y de objetos. Por último, los núcleos familiares de los campesinos demostraron su versatilidad en la manufactura de la mayoría de sus vestimentas, calzado, herramientas y muebles, así como para la construcción de los trapiches y las chozas de guadua y bahareque que estaban esparcidas en el paisaje de la Colombia rural de estos años.
+Esta combinación de alimentos básicos, ganados y manufactura doméstica artesanal se complementaba con una producción abundante y en progreso continuo, por parte de los pequeños propietarios, representada en cosechas de productos como cacao, algodón y café, especialmente en las zonas recientemente pobladas. Con mucha frecuencia esto se daba bajo los auspicios de empresas mayores que orientaban el cultivo y el procesamiento de estos productos. Desde los aparceros que cultivaban el tabaco en Ambalema y Santander, en las décadas de mediados de siglo, hasta los arrendatarios del café en las haciendas del Tolima y el oriente de Cundinamarca un poco después, los aparceros dependientes jugaron un papel clave en la expansión de la agricultura comercializada y la vinculación de Colombia a la economía mundial después de la Independencia. Pero muchos campesinos también llegaron a ser productores autónomos de dichos bienes, estableciendo un balance complejo entre el cultivo de alimentos —el denominado pan coger— y la producción de artículos para mercados nacionales e incluso internacionales. En el caso del café, cultivo de haciendas grandes en Santander, Cundinamarca y Antioquia, parece que la cosecha se complementaba con la producción obtenida por minifundistas independientes quienes vendían sus granos para su procesamiento a las plantaciones. Hacia finales del siglo, los mazamorreros, numerosos productores de alimentos en el vasto corredor antioqueño, habían diversificado sus cultivos hacia el café, creando así un campesinado libre cuya producción estaba orientada hacia los mercados globales.
+Sin embargo, un buen número de campesinos colombianos no lograba subsistir dependiendo exclusivamente de sus parcelas. A lo largo de la Cordillera Central, los pobladores se dedicaban a la búsqueda del oro en las minas y en los ríos. Pequeños propietarios, en permanente movimiento, con frecuencia demostraban tanto interés en las excavaciones de cementerios indios para buscar guacas como en la siembra de una nueva parcela. En casi todas las regiones los campesinos descubrieron recursos adicionales en las extensas zonas selváticas y en las altiplanicies del norte de los Andes, ubicadas lejos de sus pequeñas parcelas. Había osos, venados y otros animales de caza en los aún densos territorios y los enormes bosques proporcionaban carbón y madera para cocinar y para construir las modestas chozas de los campesinos; las zonas selváticas también proporcionaban otros productos como el caucho silvestre y la corteza de cinchona. La abundante pesca en los arroyos y ríos de las zonas quebradas —en las faldas de las montañas del norte de la cordillera de los Andes así como en las riberas pantanosas en el piedemonte de los dos océanos, tanto en la costa Atlántica como en la Pacífica—, proporcionaba otros medios de subsistencia.
+Durante el siglo XIX la parcela individual era tanto el ideal como la realidad de la mayoría de los colombianos que habitaban en las zonas rurales. La propiedad comunal de grandes extensiones de tierra era la excepción; este tipo de propiedad existía principalmente en las regiones montañosas del sur, cerca de la frontera con Ecuador y de la cabecera del río Magdalena. En este complejo y a menudo tenso universo de hombres y mujeres de diferentes generaciones, los hombres mayores siempre intentaban controlar la asignación del trabajo y los recursos traídos a la propiedad por hombres más jóvenes, mujeres y niños. Como lo sugiere Samper, los patriarcas y otros hombres se inclinaban por el trabajo de limpieza de la tierra, la siembra de las cosechas y el cuidado del ganado; las responsabilidades de las mujeres estaban centradas en las labores del hogar, incluyendo la preparación de las cinco comidas diarias para la familia y los trabajadores contratados, el cuidado de los hijos, que solían ser muchos, y de algunas labores menores relacionadas con el ganado. Tanto las mujeres como los niños con frecuencia intervenían en ciertas etapas del proceso de comercialización de algunas cosechas, como realizar el corte del tabaco y la selección de los granos de café. La artesanía femenina ocupaba también un papel esencial en la economía familiar en muchos lugares, un ejemplo es la producción de sombreros de jipijapa en Santander. Sin embargo, tanto las mujeres como los niños también iban al campo en épocas de cosecha y con no poca frecuencia ayudaban en tareas tradicionalmente masculinas como la siembra, la poda y la escarda. Ciertamente en casi todas partes, pero especialmente en las regiones de frontera, donde la visión tradicional de la división del trabajo por género se veía debilitada por el proceso constante de reubicación que les exigía rehacer las vidas, las mujeres adquirieron nuevas cargas y oportunidades dentro y fuera del hogar. Las regiones en las que las mujeres y los jóvenes se atrevieron a desafiar el control patriarcal se vieron afectadas por una violencia fratricida y conflictos sexuales[141].
+Las relaciones entre las familias oscilaban entre la cooperación y el conflicto. Había con mucha frecuencia una competencia feroz entre los minifundistas, surgían desacuerdos sobre linderos, mejoras, contratos, y muchísimos asuntos más. Estas desavenencias llevaban a los campesinos a pelear unos contra otros utilizando machetes y viejos rifles de caza o a muy ruidosos enfrentamientos verbales ante los magistrados locales. Aun así, la cooperación en las zonas rurales se daba en formas muy variadas y numerosas, como lo sugiere Samper cuando hace referencia a los socios de los neivanos en sus jornadas río abajo. Las movilizaciones de los montañeros del sur estaban determinadas por la tradicional minga para limpiar parcelas. Formas similares de ayuda mutua eran frecuentes en la colonización antioqueña; las familias tradicionalmente trabajaban unidas en las cosechas, en la limpieza de áreas despobladas y en la fundación de poblaciones y villas. Incluso el campesinado cundiboyacense, aunque menos organizado en su movilización hacia las laderas de la Cordillera Oriental, dejó ver el deseo y la capacidad de los campesinos pobres para poner en común sus recursos y presentar reclamos en forma colectiva, como lo muestra Catherine LeGrand en su estudio de los conflictos sobre los baldíos[142].
+El neivano minifundista, pescador y comerciante descrito por Samper, también se emplea como peón en haciendas grandes antes de regresar a su parcela ubicada río arriba. La venta de su mano de obra por parte del pequeño propietario colombiano, supuestamente libre, demuestra la compleja relación que existía entre los campesinos pobres y las élites asentadas en el norte de la cordillera de los Andes después de la Independencia, ya que un número considerable de campesinos estaba a medio camino entre la venta de su mano de obra y la posesión de una parcela de terreno, ora como propietario libre ora como trabajador dependiente. Como lo muestra Hermes Tovar, durante el siglo XVIII el crecimiento de la población, especialmente la de los mestizos, la expansión de la agricultura comercial y el movimiento hacia las fronteras más allá de los centros montañosos, afectó seriamente el viejo latifundio colonial que descansaba sobre la mano de obra de los indios de los resguardos, o de los esclavos africanos; en su lugar, surgieron diversas formas de tenencia de la tierra, incluyendo a los terrazgueros, los agregados, los colonos, los concertados, los aparceros y los arrendatarios[143]. Durante el siglo XIX, en la mayor parte del territorio, la consolidación de los intercambios de mano de obra por el usufructo de la tierra fue el resultado de un largo proceso de conflicto y acuerdo social. Por una parte, los remanentes de las viejas élites coloniales y la clase oligárquica emergente intentaron, con mayor o menor éxito, ejercer un control monopolista sobre la tierra y la mano de obra en el campo colombiano; por otra parte, un campesinado poco numeroso, con una movilidad geográfica creciente y capaz de una resistencia bastante versátil, hizo que dicha dominación fuera irregular e incompleta durante el transcurso del siglo.
+En los centros neogranadinos el orden señorial sobrevivió muchos años después de la Independencia. Los peones y los minifundistas de las haciendas dedicadas al cultivo de granos o a la ganadería en las montañas del Cauca, en las zonas de plantaciones, así como en el altiplano cundiboyacense, estaban sometidos a condiciones de trabajo muy duras, recibían salarios muy bajos y tenían que pagar arrendamientos muy altos. Los administradores de las haciendas vigilaban muy de cerca a los trabajadores, como lo revelan las instrucciones impartidas por el terrateniente vallecaucano Sergio Arboleda al administrador de su hacienda Japio en la década de 1850.
+Los jornales deben pagarse por tareas, en el trapiche, por pozuelos a las molenderas, armador, arriero, hornero (cuando lo haga) y el melero. Al leñador, por tarea de cargas cortadas y a los tiraleñas por tarea de cargas entregadas. A las cortadoras por tareas cortadas y a los tiraleñas por tareas de viajes cumplidos. El melero responde de la miel que le falte, del perjuicio que resulte de los bueyes molenderos y en las mulas tiradoras de leña y caña cuando las maltraten, y por el daño que reciban las hornillas a su costa, siempre que venga el daño por descuido[144].
+Al mismo tiempo, los propietarios de las haciendas, en forma despiadada, impusieron toda clase de cargos, impuestos y licencias de funcionamiento sobre los parceleros. Los campesinos se vieron atados a las haciendas bajo la férrea disciplina de sus propietarios, quienes eran considerados los amos y bajo cuyo régimen los trabajadores tuvieron que sufrir desahucios, palizas, arrestos y humillaciones públicas, pues eran castigados en los cepos, además de vejaciones sexuales impuestas por los propietarios y sus administradores a los trabajadores y a los miembros de sus familias. Paradójicamente y en forma simultánea, la cultura paternalista se alimentaba por medio de parentescos ficticios, regalos y arreglos especiales ofrecidos para mantener el tipo de relaciones predominantes en las zonas altas y conservar intacta la dominación ejercida por las élites cuando esta se veía afectada en alguna forma por las dificultades económicas, la guerra y la inestabilidad política.
+Pero la estructura de propiedad ejercida por los terratenientes no estaba exenta de dificultades. Tanto los arrendatarios como los peones robaban ganado, quemaban cosechas, rompían las herramientas, vendían productos en forma ilegal, se comprometían en huelgas de trabajadores y ejercían diversas formas de resistencia cotidiana, debilitando en esta forma las pretensiones feudales de los terratenientes. Menos maleables aún eran los forasteros y los finqueros independientes, quienes eran contratados para las cosechas y la realización de tareas especiales que debían llevarse a cabo durante el año; por esta razón, los terratenientes los trataban con más respeto. Tanto la creciente población mestiza como los antiguos esclavos llegaron a ser aparceros dentro de los latifundios en proceso de transformación, pero ellos raramente se rebelaban en forma abierta contra de las élites de estas regiones; sin embargo, sus luchas cotidianas en contra de los patronos y sus desplazamientos hacia las diversas regiones de frontera en el interior, durante las décadas que siguieron a la Independencia, debilitaron el poder y la autoridad de las élites de terratenientes tradicionales.
+Ciertamente este abrazo fatal entre la familia campesina y la gran hacienda fue de gran importancia, ya que, durante el transcurso del siglo, una y otra se desplazaron simultáneamente hacia las regiones no pobladas sobre todo a partir del auge de las exportaciones que se inició a mediados del mismo. En casi todas las regiones del país, los empresarios agrícolas dependían de los propietarios para despejar las zonas selváticas y arreglar la tierra para pastaje, para el cultivo de productos alimenticios y eventualmente para la obtención de cosechas comerciales puesto que estas estaban destinadas a consumidores en otras zonas del país o del exterior. Cuando era posible, absorbían a los minifundistas en sus grandes haciendas al establecer derechos y títulos sobre tierras cultivadas por residentes tradicionales o por colonos recién llegados, captándolos de esta forma en calidad de peones o arrendatarios. Dichos esfuerzos con frecuencia resultaron muy costosos y fallidos. En consecuencia, los terratenientes intentaban atraer trabajadores de las zonas altas, cuya población era más densa y en donde, según el fundador de una hacienda cafetera en el distrito de Viotá, al suroccidente de Cundinamarca, «la población es grande, donde hay pobreza y los salarios son muy reducidos»[145]. El geógrafo F. J. Vergara y Velasco llegó más lejos, pues habló del montañero como «constante para el trabajo y la fatiga, sumiso, de un valor sin igual… es máquina»[146]. Se ofrecían terrenos a los inmigrantes, parcelas de dos a cinco fanegadas, en las cuales podían cultivar alimentos para ellos, para los peones de las haciendas y para venderlos en los mercados locales, todo esto a cambio de su mano de obra. Era además costumbre que pagaran una pequeña suma en calidad de renta, encima de la obligación de trabajar quince días al mes en la hacienda y prestar ocasionalmente servicios personales al terrateniente o a su administrador, trabajo por el cual recibían en algunos casos unas pocas monedas, comida y un trago de melaza.
+Empresas agrícolas funcionando a gran escala en las «playas interiores» de Colombia requerían una intensa explotación y represión de los aparceros dependientes, quienes, en la mayoría de los casos, constituían la mayor parte de la fuerza de trabajo[147]. Mientras algunos arrendatarios y finqueros llegaban a ser mayordomos y hombres de confianza en las grandes haciendas, la mayoría tenía que enfrentar la despiadada crueldad y arbitrariedad de los propietarios y de los administradores. Como trabajadores a destajo en los campos y centros de procesamiento, eran mal pagados y estaban sujetos a una vigilancia muy estrecha ejercida por los administradores y los capataces, quienes como los rayadores o líderes de escuadra, tenían bajo su responsabilidad el control de la disciplina para asegurar una elevada productividad. En algunos casos, los administradores de las haciendas ubicaban trabajadores de diferentes razas y origen regional mezclados unos con otros. En su calidad de arrendatarios estaban totalmente a merced de los terratenientes, quienes arbitrariamente alteraban los cánones de arrendamiento, controlaban el acceso a los pastos para ganados y a las zonas madereras, recaudaban los impuestos sobre los artículos que los arrendatarios sacaban o enviaban a los mercados, imponían exigencias sexuales sobre las mujeres y amenazaban con el desahucio a quienes se mostraban reacios a cumplir con sus exigencias. Los finqueros independientes temían ser desalojados de sus tierras por los terratenientes o por los especuladores, quienes fácilmente quemaban sus propiedades o los demandaban ante las cortes locales. Durante el auge cafetero antioqueño del fin de siglo, los minifundistas, aparentemente libres, evidenciaron su dependencia de los latifundistas a quienes debían enviar el grano para su procesamiento[148]. Estas duras cargas, impuestas sobre aparceros, peones y minifundistas independientes, fueron creciendo durante el siglo debido a la presión ejercida desde fuera, ya que cada día se pedía mejor calidad, se ofrecían bajos precios por los productos tropicales y empezaba a evidenciarse un decreciente interés de los empresarios agrícolas por cultivar los lazos paternalistas con sus trabajadores.
+A pesar de las apariencias, la reproducción del orden señorial de las zonas latifundistas tradicionales no fue fácil de perpetuar y por tanto no llegó a extenderse con iguales características en las diversas regiones de frontera. La baja densidad de la población y las facilidades que tenían los peones para escapar hacia las zonas selváticas, hizo que estos peones fueran menos maleables y permitió a los minifundistas, tanto dependientes como independientes, subvertir de diversas formas el orden impuesto en las grandes haciendas. Tanto los trabajadores asalariados como los arrendatarios, violaban los reglamentos, se resistían a obedecer las normas, amenazaban a los administradores y a los capataces, se escapaban llevando consigo no sólo madera y productos obtenidos en la cosecha sino también algunos animales; en otros casos, se unían a las cuadrillas de malhechores. Cuando el tabaco colombiano perdió su posición en los mercados alemanes, muchos observadores culparon a los aparceros del Tolima por su descuido en el cultivo de la hoja; Medardo Rivas se lamentaba porque el «perezoso calentano se levantó, movido por tantos halagos, y principió a sembrar tabaco y a llevar una vida de disipación y vicios»[149]. Los primeros cultivadores de café en el occidente de Cundinamarca expresaron inquietudes similares, como es el caso de la queja de Aurelio Plata, cultivador del grano en La Mesa, en relación con las grandes haciendas que necesitaban muchos trabajadores: «al fin de la cosecha, cuando ya es poco el café maduro que hay en las matas, se pierde mucho, porque no lo cogen sino con mayor costo, y también porque se escapa muchas veces a la vigilancia de los empresarios»[150]. Un poco después, Salvador Camacho Roldán informó que en los mismos distritos «el arrendatario y el propietario tienen intereses opuestos y casi siempre son enemigos»[151]. La hábil descripción que hace Malcolm Deas de la hacienda Santa Bárbara, en el occidente de Cundinamarca, durante el momento culminante del auge del café en las últimas décadas del siglo XIX, nos revela cómo las constantes evasiones y disputas de los arrendatarios pusieron a prueba la paciencia de su administrador, Cornelio Rubio, quien reveló su frustración en un informe enviado a Roberto Herrera Restrepo que decía: «Agustín Muñoz es el mismo que no ha querido servir en nada de la cosecha, so pretexto de la enfermedad de su mujer y hace tiempo que no viene a trabajar ni manda cafetera ni peón, no sirve de nada absolutamente»[152]. No nos debe asombrar que las «máquinas», es decir los campesinos pobres de Vergara y Velasco, llegaran a ser vistos por sus superiores como los borrachos brutos, la escoria, los criminales y la amenaza a la prosperidad de la agricultura. Con todo, no hubo muchos encuentros violentos entre los campesinos pobres y los propietarios y administradores de las haciendas en las fronteras colombianas, principalmente porque las clases altas campesinas contaban con la coerción para compensar su débil hegemonía en esas regiones.
+Por último, muchos campesinos sencillamente no se sometían en absoluto al dominio de los terratenientes. Los inmigrantes de las zonas altas estaban dispuestos a proporcionar mano de obra barata en las regiones de frontera porque allí tenían la posibilidad de huir hacia la selva en caso de necesidad. En 1871, a pesar de que se presentó una enérgica solicitud de inversión extranjera en las plantaciones de añil en el valle del Magdalena, Salvador Camacho Roldán, secretario del Tesoro, admitió sin embargo que puesto que, para los inmigrantes «ha llegado a ser más remunerador el trabajo de producción de víveres, el número de jornaleros disponibles para el añil ha disminuido y los jornales han subido fuera de tasa»[153]. En el transcurso del siglo, y especialmente en sus últimas décadas, los minifundistas ocuparon vastos terrenos baldíos despreciando con frecuencia a los terratenientes, a los especuladores de la tierra y a los funcionarios gubernamentales. En el corredor antioqueño, algunos colonizadores maniobraron en las cortes para proteger sus reclamos y además, no renunciaron al uso de la violencia. Otto Morales Benítez relata las emboscadas y las matanzas realizadas por los colonos de Elías González, el principal acaparador de tierra caldense, en abril de 1851. La tosca justicia agraria en dicha región decía «aplíquele la ley de Guacaica», refiriéndose a las riberas del río en las que el odiado González encontró su fin[154]. Por último, estos desacuerdos dieron origen a un acuerdo social de gran importancia en el campo colombiano, una tregua inestable entre quienes buscaban consolidar la agricultura comercial y monopolizar el control sobre la tierra y los trabajadores, y aquellos grupos de campesinos pobres que realmente constituían una economía minifundista tanto dentro como fuera de los complejos latifundistas.
+Camino a su destino río abajo, el neivano intercambiaba los productos de su finca por herramientas, vestidos y otros bienes. Samper, por lo tanto, reconoce la importancia de la presencia de relaciones comerciales en el siglo XIX en la Colombia rural. Por lo menos una vez por semana, generalmente con mayor frecuencia, las plazas de casi todos los caseríos, villas y pueblos, se veían invadidas por los llamados «tratantes» cuyo número y variedad dependía de la cantidad de habitantes en cada distrito o localidad. Los campesinos extendían en el suelo sus productos alimenticios, objetos artesanales, ganado y productos como cacao, tabaco y azúcar. Los negociantes locales abrían sus tiendas llenas de caramelos, fósforos, vestidos, herramientas y otros productos manufacturados, algunos de ellos traídos del extranjero —las sedas y los licores mencionados por Samper— y otros procedentes de diversos lugares del norte de los Andes como ruanas del altiplano oriental, sombreros de Santander y sillas de montar de Chocontá. Las banderas rojas ondeaban en las puertas de las carnicerías, en las cuales se vendía tanto carne fresca como cecina. Vendedores ambulantes con baúles llenos de novedades voceaban sus mercancías.
+Se realizaban numerosas y variadas transacciones durante el día, la mayoría de ellas a pequeña escala —unos pocos huevos, un puñado de arroz, algunos vegetales o frutas, una tajada de carne—, estas acompañadas por los regateos rituales que se daban mientras el dinero y los objetos pasaban de una mano a otra. En algunas ocasiones, sin embargo, estas transacciones eran mayores, puesto que comerciantes agrícolas, regionales o locales, adquirían cantidades considerables de algunas cosechas para venderlas en ciudades grandes o en el exterior; dichos intercambios se hicieron más frecuentes en lugares como La Mesa, en el occidente de Cundinamarca, donde los comerciantes del Valle del Cauca, de las tierras calientes y cálidas del alto Magdalena y de los Llanos se encontraban con los provenientes del altiplano oriental. Ocurría, también, otro tipo de comercio, cuando los hombres visitaban a las prostitutas ubicadas en los barrios de tolerancia. Además, a lo largo del día los campesinos sedientos abarrotaban las tabernas y los puestos al aire libre para beber totumas de aguardiente, guarapo o chicha, mezclando esto con relatos, música, baile, juegos de azar y discusiones bulliciosas.
+Mientras la mayoría de los campesinos iba a los mercados ubicados a pocas horas de sus viviendas y campos, otros tenían que recorrer distancias muy largas. Los campesinos viajaban muchos días para vender productos básicos en las ciudades florecientes del norte de los Andes. Minifundistas de las faldas de las montañas en el Valle del Cauca aprovisionaban a Buga y a Cali en esos años, así como algunos productores de artículos para el hogar vendían sus productos en centros urbanos ubicados en el norte de los Andes. A mediados de 1880, el geólogo alemán, Alfred Hettner, describió los encuentros en el mercado en la capital del altiplano de Bogotá:
+El movimiento de mercado viene concentrándose en Bogotá prácticamente los jueves y viernes de cada semana, días en que la gente de fuera viene hasta de lejos para vender sus productos del campo… Aparte de los sabaneros, allí observamos gente de los pueblos situados al este de Bogotá, por ejemplo de Choachí, Fómeque y otros. Así mismo, llegan de Fusagasugá y otras poblaciones de tierra templada. Hasta calentanos vimos, que desde luego no podrán sentirse confortables aquí en vista de la vestimenta para este clima[155].
+Criadores de ganado realizaban jornadas aun más largas para llegar a los mercados. Los criadores de cerdos del Quindío llevaban sus bestias en manada hacia el norte, hasta llegar a Medellín y a distritos mineros adyacentes, y hacia el sur, hasta el valle del Cauca; los llaneros guiaban el ganado desde el valle del río Magdalena y de las llanuras del oriente hasta la sabana de Bogotá.
+Tanto la variedad, como las cada vez más complejas redes comerciales de la parte norte de la cordillera de los Andes, dieron lugar al surgimiento de una gran cantidad de intermediarios que trabajaban a pequeña escala. Tabernas, tiendas y tambos aparecieron en muchos lugares del campo y sus propietarios se encargaban de vender, comprar y también alojar a los viajeros procedentes de zonas vecinas y lejanas. Muchos minifundistas prestaron ayuda proporcionando el transporte tan necesario en esos quebrados parajes del norte de la cordillera. Sus champanes y bogas negociaban la movilización en los ríos, rutas estas muy traicioneras, conectando así las economías más importantes y estableciendo lazos entre el populoso interior y el mundo exterior. Aun más importantes eran los arrieros, quienes alimentaban los animales de carga y transportaban artículos y viajeros a través de zonas muy quebradas, llanuras sin caminos demarcados y densas selvas tropicales en las zonas bajas. Aun cuando en ocasiones los transportadores eran contratados por las casas mercantiles y por los terratenientes, generalmente trabajaban por su cuenta. El arriero se convirtió en sujeto de leyendas y mitos evocados en la caracterización hecha en este siglo por Eduardo Santa, según la cual el «hombre es fuerte, estoico, tenaz y forma con la mula una maravillosa ecuación de progreso»[156]. Gracias a su independencia y energía, dichos campesinos abrieron caminos entre las ciudades y el campo y ayudaron a sentar los cimientos de un mercado nacional que llegaría a cristalizar después del cambio de siglo.
+Para José María Samper y muchos de sus copartidarios liberales, la ubicuidad e intensidad de relaciones comerciales en el campo del norte de la cordillera de los Andes, señalaron el amanecer de una nueva era. Su referencia a la llamada «nueva transformación», una vez que el neivano llegaba a puerto ribereño, complementó los comentarios de su hermano Miguel quien señaló por la misma época que la colonización de la tierra caliente convirtió sin lugar a dudas a los colombianos en «ciudadanos del mundo»[157]. Sin embargo, ni todos los observadores contemporáneos, ni los campesinos mismos, se mostraron tan optimistas en relación con el potencial que tenían los mercados existentes para asegurarles paz y prosperidad ni a ellos ni a la mayoría de sus conciudadanos. Quizás Eugenio Díaz Castro, uno de los escritores costumbristas más populares, fue quien mejor logró articular lo que pudo haber sido la ambivalencia de la naturaleza del intercambio económico para las clases bajas del campesinado. Manuela, su heroína, lo expresa en forma amarga cuando habla acerca de su día en el mercado:
+¡Ah cosa chinche es hacer mercado!… La sal a catorce, cada día más cara y en la Gaceta dijeron que la iban a dar barata para favorecer al pueblo: lo que defienden al pueblo… Ya no había lechugas ni coliflores, porque llegué tardísimo… Traje media arroba de arroz y por amas me lo derraman, porque se armó una pelea de lo más grande, por medio de chivera, que les querían meter a los calentanos… Los huevos a tres el cuartillo y las cucharas de palo para la tienda también a cuatro… ¿Qué les quedará a los indios de Guasca y Guatavita que las hacen y las traen y después de haber vendido sus tierras por chicha, o por plata para beber chicha?[158].
+Ciertamente el mercado era muy peligroso para muchos campesinos colombianos en el siglo XIX. Los precios eran muy altos y los artículos escaseaban con mucha frecuencia debido a la sequía y a las enfermedades que afectaban el campo. Los campesinos y muchos agricultores a gran escala se quejaban incesantemente no sólo de las dificultades de transporte y los altos costos de los créditos, sino de las presiones ejercidas por los propietarios de los almacenes y los prestamistas de las ciudades; Samper mismo hace mención a «la codicia artificiosa que suele distinguir al traficante en los países poco civilizados»[159]. Quienes producían para compradores extranjeros conocieron muy pronto los peligros de la economía global. Las crisis sucesivas del tabaco, la quinina y el añil desde la década de 1860, además del exiguo y desigual aumento en los precios del café durante el último cuarto de siglo afectaron muchísimo a los cultivadores de estos productos, tanto grandes como pequeños. Finalmente, el Estado colombiano, aunque dividido y débil durante la mayor parte del siglo, fue una molestia constante para los campesinos. Los monopolios oficiales, llamados estancos, favorecían a ciertos clanes de terratenientes excluyendo de esta forma a la mayoría de los campesinos y elevaban el costo de vida. Entre estos, el monopolio de la sal provocó amargas recriminaciones debido a su valor como preservativo y elemento necesario para el engorde del ganado. Los impuestos eran otro elemento de irritación puesto que los tributos sobre la matanza del ganado, el consumo de aguardiente y otros licores, además de aquellos que gravaban diferentes artículos de consumo, los cobros catastrales, los peajes y una cantidad de gravámenes existentes hacían del comercio una actividad muy costosa e incluso peligrosa, especialmente para quienes poseían escasos recursos. Las reyertas y peleas frecuentes, las huelgas que se presentaron en la Colombia provincial durante el siglo, sin importar si su origen inmediato era político, personal, regional, racial o religioso, podían atribuirse fácilmente a las confusiones, desigualdades o arbitrariedades de las relaciones de mercado.
+Con la expansión de la agricultura comercial, muchos campesinos colombianos concibieron ideales y prácticas alternativas en las transacciones comerciales[160]. Los pequeños propietarios del campo intentaban beneficiarse de las crecientes oportunidades económicas del norte de la cordillera de los Andes durante este periodo, sin tener que llegar a ser presas o víctimas de un mercado muy peligroso. Diversificaron la producción —como lo hicieron las haciendas grandes— en lugar de concentrarse exclusivamente en las cosechas más rentables; esta estrategia estaba enfocada a evitar el impacto de las fluctuaciones de precio y los costos de producción. Las relaciones recíprocas de trabajo existentes entre ellos, contaban con su complemento en el trueque y en los intercambios de dotes, junto con el uso de la moneda, protegiéndose de esta forma contra la inflación. Los aparceros de las grandes haciendas desarrollaron un complejo mercado interno para la realización de mejoras que dependían de dicha cooperación. Un poderoso sentido de honradez en las relaciones de intercambio penetró en las zonas rurales, así como la noción de «precio justo», presente en el comentario de Eugenio Díaz Castro en relación con la promesa del gobierno de sostener un bajo costo de la vida «en defensa del pueblo».
+Esta «economía moral» también se manifestó en una amplia participación de las clases bajas campesinas en redes de comercio ilegal, para hacerle frente al control exclusivo de la economía agraria que ejercían los clanes de terratenientes comerciantes en connivencia con las autoridades gubernamentales. Los peones y los aparceros recogían granos de café de los cafetales de los terratenientes, se robaban el azúcar y el ganado y todo esto era negociado en una amplia economía subterránea que abarcaba grandes zonas de la Colombia rural. Por otra parte, los pequeños propietarios campesinos, con frecuencia competían con algunos productores mayores en los mercados locales y regionales. En la década de 1840, los cultivadores de azúcar de la región occidental de Cundinamarca no pudieron imponer su monopolio sobre la panela y la miel debido a que hordas de trapicheros la vendían a precios más bajos en los mercados de la vecina Bogotá[161]. De forma similar, antes de la abolición del monopolio del tabaco a mediados de siglo, la producción obtenida en forma ilegal y el comercio de este producto eran endémicos. Guillermo Wills observó en 1831 que en la región de Ambalema «todos los años se pierden ingentes sumas en razón del escandaloso contrabando que se hace en todas direcciones, siendo la causa primordial de este mal, el ínfimo precio que se paga al cosechero por su tabaco»[162]. A mediados de siglo, los cultivadores independientes, que provenían de la población de antiguos esclavos, aprovisionaban ilegalmente una buena parte del mercado del Valle del Cauca[163]. Los campesinos también desarrollaron habilidades para evadir las exigencias tributarias del Estado, especialmente cuando algún artículo resultaba muy lucrativo. Los impuestos sobre el licor eran de muy difícil recaudo, puesto que los comerciantes campesinos y sus colaboradores en las pequeñas ciudades, con frecuencia se armaban para enfrentarse a la policía de los resguardos. En algunos casos, esta resistencia encontró expresión política, tal el caso de los campesinos del Tolima que se unieron a las guerrillas liberales a principios de la guerra de los Mil Días bajo la siguiente consigna: «Abajo los monopolios, viva el partido liberal, viva la revolución» [164].
+La esperanza de Samper, compartida por muchos de sus copartidarios liberales, según la cual la ampliación de las relaciones de mercado podría «conservar la paz y fraternidad y suprimir trabas dondequiera» [165], se mostró insostenible en la Colombia rural del siglo XIX. Es claro que los conflictos surgidos al interior mismo de las fincas, entre pequeños propietarios y entre ellos y los grandes terratenientes, tenían su paralelo en los mercados y, además, estaban estrechamente ligados con otras dos áreas de conflicto en la vida diaria y en la estructura amplia de las relaciones sociales en el campo colombiano durante este periodo: la religión y la política.
+Aparentemente la Iglesia católica ejercía un completo dominio cultural sobre la mayor parte del territorio, como legado del proceso relativamente rápido y completo de mestizaje y aculturación ocurrido durante la colonia. Una iglesia se erigía en la plaza principal de la mayoría de las poblaciones y ciudades en el campo, incluso pequeños villorrios tenían su capilla; en algunos casos se trataba de construcciones impresionantes y en otros eran apenas chozas grandes con piso de tierra, pero unas y otras, simbolizaban la capacidad del poder eclesiástico y la autoridad ejercida durante un siglo de acalorados y, con frecuencia, violentos conflictos acerca del lugar que ocupaba la religión en asuntos tanto públicos como privados. Los curas o párrocos con frecuencia jugaron un papel protagónico en las vidas de las poblaciones rurales: ofrecían bendiciones y oraciones durante todo el ciclo vital, es decir en los nacimientos, en los matrimonios y en las muertes, servicios que con frecuencia debían ser remunerados. En las misas dominicales y en el abarrotado calendario de celebraciones religiosas, los clérigos predicaban la doctrina y exhortaban la moral en sus feligreses transmitiendo la visión de una deidad intimidante y vengadora. Dicha imagen era mitigada por una intervención piadosa, especialmente la de la Virgen María. En tales ocasiones, también consolidaban su posición de pilares del orden social, al censurar abiertamente a los librepensadores, a los criminales, a los que protestaban desde abajo y, con no poca frecuencia, a los supuestos «descreídos liberales». La trinidad formada por el patriarcado, la jerarquía social y la armonía de este catecismo provinciano, se encuentra expresada en la descripción que hace el padre Antonio María Amézquita, en el año de 1882, de la respuesta a sus esfuerzos misioneros en la población de Cáqueza, Cundinamarca:
+De un modo sorprendente, desde la más distinguida matrona hasta la última pobre criada, y desde el primer jefe del distrito hasta el último menestral, y desde el inteligente Juez de Circuito hasta el último policía, en una palabra, comerciantes, hacendados, agricultores y empleados y aun transeúntes, poblaban la anchurosa iglesia a oír la palabra divina, con la atención de cenobitas y ermitaños. Lo que más admiraba era la afluencia de los campesinos de ambos sexos al tribunal de la penitencia, pudiendo asegurarse que durante la misión y Semana Santa se conciliaron con Dios más que 4.000 almas[166].
+Sin embargo, ni los halagos ni las disciplinas de la Iglesia católica lograron el dominio total de la moral y la imaginación espiritual de los campesinos colombianos durante el siglo XIX. Aunque con mucha frecuencia los curas eran respetados por su piedad y su defensa enérgica del campesino pobre, como es el caso de aquellos que se unieron a los colonos en su lucha contra los especuladores de la tierra en la Cordillera Central, muchos eran considerados seres malvados, corruptos y en connivencia con los opresores. Finalmente, el número reducido de seguidores, su aislamiento endémico, ponían en peligro la influencia de los curas, por consiguiente, el campesino pobre desarrolló su propia religión combinando el cristianismo con creencias y prácticas indias y africanas. Los campesinos encontraron en las cofradías, formadas por la Iglesia para canalizar y controlar la religiosidad popular, voces e instrumentos espirituales más autónomos para elevar sus protestas contra los poderosos. Por último, los teguas, chamanes, brujos y curanderos, tanto hombres como mujeres, eran los encargados de proporcionar la mejor defensa contra los males del mundo utilizando su magia, sus curas de hierbas, sus conjuros y una amplia gama de rituales y oraciones.
+En las festividades religiosas se manifestaba con frecuencia la expresión de la devoción popular, así, los frecuentes festivales, carnavales y peregrinaciones eran motivo de alarma para las clases altas. Sergio Arboleda, terrateniente del Valle del Cauca, expresó su desprecio hacia estas, puesto que los «negros las celebran por tener un pretexto plausible para entregarse a diversiones poco favorables a la moral»[167]. Ciertamente dichas fiestas, que generalmente coincidían con los días de mercado, les proporcionaban ocasión para beber, bailar, celebrar corridas de toros, riñas de gallos, carreras de caballos, fuegos artificiales, además de ser escenario de peleas en cantidad. En dichas ocasiones los campesinos se tomaban licencias picarescas para rehacer su mundo, aunque fuera tan solo momentáneamente, puesto que el pobre remedaba al rico, los hombres se vestían de mujeres y se disfrazaban de diablos para recorrer las calles y los caminos rurales[168]. En esta forma, así como lo hacían con los rituales y encantamientos privados, los campesinos colombianos demarcaron a su manera las fronteras entre su mundo de penas y sufrimientos y el otro de redención cristiana. Vale la pena anotar que a finales de siglo, los misioneros protestantes empezaron a realizar pequeñas pero significativas incursiones en diversas zonas rurales, como las de Santander, Cundinamarca, Tolima y el Valle del Cauca y mientras conseguían conversos entre los habitantes de los pueblos de provincia, su predicación y estudio de la Biblia atrajo también a peones y pequeños propietarios.
+La política constituyó un terreno igualmente debatido en el cual los campesinos pusieron su marca particular. Después de la Independencia, una frágil burocracia colonial que ejercía un poder político débil se fue descentralizando aceleradamente. La mayoría de la población rural se encontró bajo el dominio de redes clientelistas formadas por terratenientes, comerciantes, sacerdotes y personas de clase media como comerciantes locales, artesanos, burócratas, profesionales y propietarios de haciendas más pequeñas y fincas un poco más grandes. Evidentemente, los terratenientes ejercían un poder y una autoridad considerables en el campo. Aun así, en casi todas partes, la pequeña burguesía local asumió la función de agente del poder en las cortes rurales, en los cabildos y en las alcaldías y se comprometieron con la competencia existente entre los partidos Liberal y Conservador[169]. Con frecuencia estos gamonales y caciques recaudaban impuestos locales y multas, incluyendo los onerosos peajes. También molestaban a los peones, a los aparceros y a los propietarios independientes, imponiéndoles trabajo obligatorio como policías o destinándolos a la realización de obras públicas; y al poner en vigencia decretos contra la vagancia, asignaban trabajadores para hacer turnos en las construcciones de carreteras o a prestar sus servicios en las haciendas. Los magistrados aplicaban justicia en cortes con frecuencia desvencijadas, imponiendo multas y periodos de cárcel y azotando y poniendo a los campesinos en los cepos en las plazas públicas. Del mismo modo que los sacerdotes, estas camarillas estaban dispuestas a participar en las conmemoraciones de fiestas republicanas, especialmente la celebración del día de la Independencia (el 20 de Julio) —después de mediados de la década de 1870—. Dichas fiestas eran comparables a las religiosas en grandeza y esplendor, y las celebraban para instruir a los llamados la chusma, guaches, canallas y plebeyos, en los ideales y hábitos de un orden republicano indiscutiblemente al servicio de los gamonales y los patronos.
+Los jefes de las zonas rurales colombianas también exigían la lealtad de los campesinos en los comicios y en las campañas militares. En un siglo de continuas y frecuentes elecciones de funcionarios locales, regionales y nacionales, se congregaba un número considerable de campesinos colombianos, a menudo borrachos, en las plazas de las ciudades y pueblos, a dar su voto por mandato de sus jefes locales. En la, con frecuencia, intensa atmósfera política, los trabajadores y los pequeños propietarios eran animados por festividades tales como las organizadas en las afueras de Bogotá en 1849 por Ramón Espina, un agente político del general Tomás C. de Mosquera, con «mucho pán, chicha, terneras, servesas (sic) y varias cosas» y «discursos magníficos y muy templados»[170]. Cuando las ambiciones y las ideas de los patronos chocaban entre sí, los gamonales se desplazaban a las veredas para reclutar gente y llevarla a las plazas principales para escuchar discursos encendidos que anunciaban nuevas intervenciones en este largo siglo de guerras civiles. Muchos de estos reclutas nunca regresaban a sus hogares, pues morían con frecuencia debido a que contraían enfermedades o caían en batallas para las cuales no iban bien equipados ni estaban preparados, o, en ocasiones, eran ejecutados por desertar[171].
+Enfrentados a una política tan manifiestamente corrupta, excluyente y coercitiva, los campesinos, no obstante, lograban volverla a su favor de diversas formas. De manera enérgica y creativa, afirmaban sus derechos y presentaban reclamos a través del sistema legal. Las notarías y la registradurías de tierra fueron escenarios muy activos de sus esfuerzos por legitimar toda clase de negocios, transacciones con la tierra, acuerdos para realizar mejoras, transacciones comerciales, préstamos y otros negocios. Con la ayuda de tinterillos y rábulas pertenecientes a la pequeña burguesía provincial, llenaban los tribunales locales de demandas legales que presentaban unos contra otros, así como contra los poderosos de sus comunidades, incluyendo a los mercaderes, los terratenientes y los funcionarios oficiales. Los más audaces enviaban manifiestos a las autoridades superiores denunciando injusticias y reclamando asistencia, como fue el caso de los pequeños propietarios del Valle del Cauca, quienes declararon en 1840 que el señor Quintero (un hacendado)
+ha sido reconvenido varias veces por los propietarios y poseedores del tereno i de los caminos; i como en otras épocas ha despojado del modo más violento ha cuantos infelices ha querido, su contestación ahora ha sido regalarnos con una infinidad de insultas, amenazas, protestando, que al que tomara la palabra para hacer algún reclamo li iria mui mal… Como las leyes han proclamado una santa igualdad, como ellas nos castigan a todos del mismo modo, como ellas nos imponen el deber de respetar los derechos de otros, i nos garantizan los que las mismas nos han dado… como ellas nos aseguran lo que legítimamente nos pertenece, como ellos protegen tanto el infeliz como al poderoso, cuando cualquiera de ellas tenga razón y justificación como ellas, en fin, no tienen consideración a las personas sino a los derechos de ellas, es que hoi elevo, por mi i en nombre de mis compañeros, mis quejas ante el impasible y recto jusgado… [172].
+A lo largo del siglo, el Congreso Nacional recibió miles de declaraciones de los colonos de regiones de frontera en las cuales se denunciaba a los terratenientes y a los especuladores. Esto aceleró la aprobación de la Ley 84 de 1882 que favorecía a los pequeños propietarios[173]. De este modo, con acciones diarias y con gestos grandes y notorios, la gente de las provincias, incluyendo a muchos campesinos, ardorosamente defendían su libertad personal, su dignidad individual, su igualdad ante la ley así como la propiedad privada, cimientos todos de un republicanismo popular presente tanto en su versión liberal como conservadora.
+Además de estas constantes maniobras legales, tanto grandes como pequeñas, el campesinado del siglo XIX logró cierta influencia en los asuntos políticos[174]. Una cuarta parte de los municipios actuales ya habían sido fundados durante este periodo; los pequeños propietarios, mayoritarios en las regiones de frontera, formaban parte de las juntas y los cabildos de reparticiones de tierras, plantaban los árboles de libertad en las plazas de las ciudades, y tenían otras ciertas formas de participación en el gobierno de la comunidad. Los campesinos, hombres principalmente, se comprometían en la política electoral a pesar de las limitaciones impuestas durante la mayor parte del siglo al derecho al sufragio por razones de propiedad y analfabetismo. Estas limitaciones no existieron en la legislación durante las administraciones de los radicales en las décadas de los años 1850 a 1870. Los políticos locales no podían prescindir de ellos, como nos lo muestra la gran fiesta ofrecida por Ramón Espina a los seguidores de Mosquera en las afueras de Bogotá. A partir de la independencia, los políticos buscaban el apoyo de los pocos electores con voto autorizado, sin embargo, también se mostraban especialmente atentos a obtener el favoritismo de los numerosos ciudadanos y campesinos sin derecho a voto pero cuyas pasiones e intereses podían expresarse en las controversias acerca de las listas de candidatos y las alianzas realizadas en el nutrido calendario electoral. En efecto, aquellos campesinos en quienes los gamonales confiaban por su participación en las manifestaciones, algunas veces como electores, y con mayor frecuencia como fuerzas de choque en las disputas políticas, no carecían de cierta influencia en sus comunidades. A este respecto, las asociaciones políticas de las provincias colombianas durante el siglo XIX —desde las Sociedades Democráticas del Valle del Cauca hasta las culebras de pico de oro de Santander— aunque mayoritariamente conformadas y dirigidas por habitantes de las ciudades, atraían sin embargo a sus filas a algunos pequeños propietarios, tanto libres como dependientes, así como a otros residentes de las veredas vecinas. Por último, las lecturas públicas, realizadas en plazas y tabernas, de los numerosos periódicos y panfletos que inundaban el país durante décadas de competencia política, ampliaban los horizontes de un campesinado en su mayor parte analfabeto aún. Por tanto, con relativa frecuencia en muchos lugares de la Colombia del siglo XIX, los campesinos no eran sólo víctimas pasivas o estúpidas, ni borrachos embrutecidos, seguidores de algún cacique local, sino más bien personas que buscaban negociar como ciudadanos libres e iguales y que compartían y estimulaban el ideal fraternal del catecismo republicano[175].
+La diferencia entre el republicanismo oligárquico y el popular se hizo más evidente durante las guerras civiles colombianas. Estos conflictos, que reflejaban ciertas divergencias entre las clases altas en lo que atañía a lo económico, lo político y lo religioso, dieron también la oportunidad al campesinado para registrar sus protestas y presentar sus intereses más abiertamente y en ocasiones de manera provocadora. Los propietarios independientes, los aparceros y los peones descubrieron en más de una ocasión que las alianzas forjadas en la competencia por obtener votos y puestos repercutía también en los llamados a empuñar las armas realizados por los caciques. La dilatada abolición de la esclavitud en el Valle del Cauca, durante las décadas que siguieron a la Independencia, llevaron a muchos negros y mulatos a hacer causa común con el Partido Liberal en sus campañas contra los magnates de la tierra pertenecientes al Partido Conservador. A mediados de siglo, un notable de Buga se quejó ante el general José Hilario López porque «en Palmira se ha presentado a las sombras de la noche una pandilla de malhechores, victoriando el comunismo en las tierras, y la libertad de esclavos y han picado los cercos que lindan la propiedad de Pedro A. Martínez»[176]. Tres décadas después, el viajero alemán, Ferdinand von Schenck, afirmó que «esas gentes son tremendamente peligrosas, especialmente en bandas y entran a la lucha como valientes guerreros al servicio de cualquier héroe de la libertad que les prometa un botín»[177]. Desde las campañas militares realizadas por Juan José Nieto a mediados de siglo en el valle del bajo Magdalena hasta la breve insurgencia de Ricardo Gaitán Obeso en 1885, y particularmente durante la guerra de los Mil Días, los campesinos se ofrecían como voluntarios para apoyar a los dos bandos. En la guerra, los campesinos recreaban su mundo rural en los campamentos de la guerrilla, sembrando en pequeñas parcelas, cuidando el ganado y otros equipos que habían llevado de sus propiedades; los acompañaban niños y mujeres, quienes generalmente luchaban al lado de sus hombres. El convertir el machete, herramienta de trabajo, en arma para la pelea, es otra de las dimensiones de la lucha diaria por la subsistencia, la libertad y la dignidad, que aunque heroica en ocasiones, resultó con frecuencia cruel y trágica y muy pocas veces enteramente libre de los lazos creados por el clientelismo. Sin embargo, y como lo escribió posteriormente el historiador Joaquín Tamayo:
+El guerrillero fue la representación viva del sentimiento individualista y atrevido del colombiano. Hijo de la tierra, adquirió esa destreza peculiar del campesino para solucionar peripecias y contratiempos, que no es maliciosa picardía sino conocimiento de los recursos de la naturaleza… el guerrillero campesino o peón de vaquería, acostumbrado a soportar sin quejas las fatigas y sobresaltos de una existencia infeliz, buscó ocasión propicia para lucir sus habilidades de jinete, su fortaleza y sobre ella su rebeldía a toda ley, que no fuera hechura de su capricho y demostración de su poder[178].
+Roberto Herrera Restrepo, propietario de una hacienda cafetera de Cundinamarca, al hacer énfasis en cómo se debía tratar a los aparceros de sus tierras, ordenó a su administrador «apriételes todo lo que sea preciso pues hay perfecto derecho y justicia para ello, a fin de que presten sus servicios como debe ser en la seguridad de que yo les sostengo, así como en su idea de ayudarlos en lo que se pueda. No hay otro sistema y hay que seguir en este tire y afloje que usted sabe bien emplear»[179]. Este comentario resume claramente las relaciones de conflicto y acuerdo entre las élites terratenientes comerciantes y la gran mayoría del campesinado durante el siglo XIX. Este último, formado por grupos muy pequeños, afectado por una gran movilidad, ejercía formas cotidianas de resistencia y tenía una participación bastante particular en el sistema político; por tanto, la élite no podía ejercer dominio total sobre el campesinado de la zona norte de la cordillera de los Andes. La diversidad de las formas sociales, agrarias y culturales, existentes durante este periodo, no generó las rebeliones que caracterizaron a México, Perú y Bolivia ni tampoco evolucionó para formar un orden rural relativamente igualitario como fue el caso de Costa Rica. Aunque las élites colombianas no llegaron a ejercer un control total sobre la tierra ni sobre sus trabajadores, los campesinos pobres no llegaron a ser totalmente libres ni de las presiones del mercado, ni de la concentración del poder en unas pocas manos. Por último, el campesinado demostró, en formas variadas y múltiples, tener una enorme capacidad de resistencia frente a los ricos y poderosos y para organizar un mundo de acuerdo con sus intereses, mundo complejo y contradictorio, pero muy diferente al de los siervos de la gleba de los complejos formados por grandes haciendas, o al de los pequeños terratenientes independientes que poblaron el occidente colombiano descritos por el folclor local o la tradición histórica[180].
+Las tensiones presentes en el siglo XIX han tenido su eco en el presente siglo, en décadas de violencia interminable. La expansión dramática del capitalismo agrícola, junto con la introducción de los cambios tecnológicos necesarios para la producción, la revolución en las comunicaciones y en el transporte, han transformado drásticamente las condiciones materiales de vida de la mayoría del campesinado colombiano. Desde principios del siglo y con una mayor rapidez a partir las décadas de 1920 y 1930, las posibilidades para mantener pequeñas propiedades empezaron a disminuir en muchas zonas, tanto dentro como fuera de los latifundios con los cuales habían estado estrechamente relacionados por casi dos siglos. Como lo sugieren Charles Bergquist y otros, las amplias y frecuentes protestas agrarias, que vienen presentándose desde la formación de las ligas campesinas de finales de la década de 1920, pasando por la movilización campesina promovida por la ANUC en la década de 1970, hasta llegar al proceso de la llamada «colonización armada» en las regiones de frontera colombianas, se han visto estimuladas por los constantes esfuerzos de un campesinado dispuesto a defender y recrear en alguna forma los logros obtenidos en el siglo XIX [181]. Por otra parte, estos conflictos han sido moldeados en estilos muy particulares por la extraordinaria vitalidad de ciertas formas de movilización política provenientes del exterior y por la participación de las bases que surgió en las décadas posteriores a la Independencia. La tradición popular republicana persiste en nuestros días, moldeando un agrarismo que, según Jesús Antonio Bejarano, supone en forma constante «la convocatoria del campesinado como objeto político y su rápida conversión en sujeto político que provoca permanentemente la reunificación de las clases dominantes para conjurar el desborde»[182]. Por consiguiente, a pesar de los enormes cambios en su composición demográfica y en su estructura social, Colombia continúa luchando con una herencia de vida cotidiana y luchas de su campesinado presentes desde el siglo XIX.
+[133] Samper, José M., Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas (hispanoamericanas). Con un apéndice sobre la orografía y la población de la Confederación Granadina, Bogotá, 1861. El apéndice lo escribió en 1860 a solicitud de la Sociedad Etnográfica de París, de la cual Samper era miembro.
+[134] Para un estudio detallado del crecimiento demográfico y de las transformaciones ocurridas en el siglo XIX en Colombia, véase Zambrano, Fabio y Bernard Olivier, 1993, Ciudad y territorio. El proceso de poblamiento en Colombia, Bogotá.
+[135] Von Humboldt, Alexander, 1808, Personal Narrative of Travels in the Equinoctial Regiones of the New Continent During the Years 1799-1803, Londres, vol. III, págs. 420-421.
+[136] Mina, Mateo, 1975, Esclavitud y libertad en el valle del río Cauca, Bogotá; Escorcia, José, «Haciendas y estructura agraria en el Valle del Cauca, 1810-1850», Anuario Colombiano de historia y la cultura, 10 (1982), págs. 119-138, y Mejía Prado, Eduardo, 1993, Origen del campesino vallecaucano, Cali.
+[138] En relación con la historia de las planicies fronterizas, véase Rausch, Jane M., 1984, A tropical Plains Frontier. The Llanos of Colombia, 1531-1833, Albulquerque, Nuevo México, y The Llanos Frontier in Colombia History, 1830-1930, Alburquerque, Nuevo México, 1993.
+[139] El mejor estudio sobre este proceso es el de Marco Palacios, El café en Colombia, 1850-1970. Una historia económica y política, México, 1983, parte I. A fin de encontrar retratos vivos de la expansión de la propiedad en las laderas de la Cordillera Occidental, véanse los informes contemporáneos presentados por los propietarios de haciendas a Juan de Dios Carrasquilla, Comisario de Agricultura Nacional, 1880, Segundo Informe Anual que presenta el Comisario de Agricultura Nacional al Poder Ejecutivo para conocimiento del Congreso, año 1880, Bogotá, y Rivas, Medardo, 1972, Los trabajadores de tierra caliente, 1899, Bogotá.
+[140] La obra clásica sobre la migración antioqueña es La colonización antioqueña, de Parsons, J., Bogotá, 1981. Véanse también Palacios, Marco, 1983, El café en Colombia, 1850-1970. Una historia económica y política. México, parte II; López Toro, Álvaro, 1970, Migración y cambio social en Antioquia, Bogotá, y Jaramillo, Roberto Luis, «La colonización antioqueña», Melo, Jorge Orlando (editor), 1988, Historia de Antioquia, Medellín.
+[141] En relación con los modelos básicos y diversos tipos de familia rural en Colombia, véase Gutiérrez de Pineda, Virginia, 1975, Familia y cultura en Colombia, segunda edición, Bogotá. Para el debate contemporáneo sobre los aspectos de género en la familia campesina, véase León, Magdalena y Deere. Carmen Dianna, «La proletarización y el trabajo agrícola en la economía parcelaria: la división del trabajo por sexo», León, Magdalena, 1982, cd., vol. 1, La realidad colombiana. Debate sobre la mujer en América Latina y el Caribe, Bogotá, págs. 9-27; Salazar, María Cristina, 1987, Apareceros en Boyacá: los condenados del tabaco, Bogotá, y Reinhardt, Nola, 1988, Our Daily Bread: The Peasant Question and Family Farming in the Colombian Andes, Berkeley, California, particularmente el capítulo 2.
+[144] Correa G., Claudia María, 1987, «Integración socio-económica del manumiso caucano, 1850-1900», tesis de grado, departamento de Antropología, Universidad de los Andes, pág. 378.
+[145] Manuel Abondano a Juan de Dios Carrasquilla, Viotá, Cundinamarca, noviembre 12 de 1878, en el Segundo Informe Anual que presenta el Comisionado Nacional de Agricultura al Poder Ejecutivo para el conocimiento del Congreso: año 1880, Bogotá, 1880, pág. 42.
+[147] Para un análisis de los distintos tipos de mano de obra en el siglo XIX en Colombia, particularmente en las nuevas zonas de población, véase Kalmanovitz, Salomón, 1986, Economía y Nación. Una breve historia de Colombia, Bogotá, capítulo II.
+[148] Samper Kutschbach, Mario, «Labores agrícolas y fuerza de trabajo en el suroeste de Antioquia, 1850-1812», Estudios sociales 2, marzo de 1988, pág. 14.
+[149] Rivas, Medardo, 1971, «El Cosechero», Museo de cuadros de costumbres, vol. II. Bogotá, pág. 172.
+[150] Aurelio Plata a Juan de Dios Carrasquilla, La Mesa, Cundinamarca, noviembre 15 de 1978, en el Segundo Informe Anual que presenta el Comisario Nacional de Agricultura al Poder Ejecutivo para el conocimiento del Congreso: año 1880, Bogotá, pág. 51.
+[152] Deas, Malcolm, 1976, «Una hacienda cafetera en Cundinamarca: Santa Bárbara 1870-1912», Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 8, pág. 82.
+[153] Camacho Roldán, Salvador, 1871, «Proyecto para la fundación de un establecimiento de añil en gran escala y de banco hipotecario», septiembre 15, Escritos varios, vol. II, Bogotá, 1983, pág. 453.
+[155] Hettner, Alfred, Viajes por los Andes colombianos, 1882-1884, citado en Romero, Mario Germán (comp.), 1992, Bogotá en los viajeros extranjeros del siglo XIX, Bogotá, pág. 240.
+[156] Santa, Eduardo, 1961, Arrieros y fundadores. Aspectos de la colonización antioqueña, Bogotá, pág. 123.
+[159] Samper, José M., Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, pág 327.
+[160] Para el debate sobre las concepciones «alternativas» de la economía entre los campesinos colombianos y ciertos aspectos del siglo XIX, véase Gudeman, Stephen y Rivera, Alberto, 1990, Conversations in Colombia. The Domestic Economy in Life and Text, Cambridge.
+[161] Safford, Frank, 1965, «Commerce and Enterprise in Central Colombia, 1821-1870», tesis de PhD no publicada, Columbia University, New York, pág. 113.
+[162] Wills, Guillermo, 1962, Observaciones sobre el comercil de Nueva Granada, con un apéndice relativo al de Bogotá, Bogotá, pág. 17.
+[163] Taussig, Michael, «Religión de esclavos y la creación de un campesinado en el valle del río Cauca, Colombia», Estudios rurales latinoamericanos, II: 3 septiembre-diciembre 1979, pág. 371.
+[164] Jaramillo, Carlos Eduardo, 1992, La guerra del novecientos, Bogotá, pág 34. Para una comprensión más global de este asunto, véase Clavijo Ocampo, Hernán, «Monopolio fiscal y guerras civiles en el Tolima, 1865-1899», Fronteras, regiones y ciudades en la historia de Colombia, VIII Congreso Nacional de Historia de Colombia, Bucaramanga, 1993, págs. 127-150.
+[165] Samper, José, M., 1961, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, Bogotá, pág. 331.
+[166] Amézquita, Antonio María, 1882, Defensa del clero español y americano y Guía geográfico-religiosa del Estado Soberano de Cundinamarca, Bogotá, pág. 220.
+[167] Citado por Taussig, Michael en «Religión de esclavos y la creación de un campesinado libre en el valle del río Cauca, Colombia». Estudios rurales latinoamericanos, 113, septiembre-diciembre, 1979, pág. 377.
+[169] Para una descripción contemporánea de la política rural a finales del siglo, véase: Gutiérrez, Ramón. Monografías, vol. 1, Bogotá, 1920-1921, págs. 90-92. A fin de estudiar interpretaciones diferentes, véanse Guillén, Fernando, 1979, El poder, los modelos estructurales del poder político en Colombia, Bogotá, y Deas, Malcolm «Algunas notas sobre la historia del caciquismo en Colombia», Revista de Occidente, XLIII, segunda época, octubre 1973, págs. 118-140.
+[170] Carta del General Ramón Espina al General Tomás C. De Mosquera, Bogotá, noviembre 16 de 1849, Archivo epistolar del General Mosquera, correspondencia con el General Ramón Espina, 1825-1866, Bogotá, 1966, págs. 231-234.
+[171] Tirado Mejía, Álvaro, 1976, Aspectos sociales de las guerras civiles en Colombia, Bogotá, selección de documentos contemporáneos sobre los conflictos colombianos en el siglo XIX.
+[172] Archivo Judicial de Buga. Pedro Miguel Bahesa contra Luis Simón Quintero sobre despojo de caminos en Chambimbal, tomo 5C, Legajo n.º 5, Mayo de 1840, citado en Mejía Prado, Eduardo, 1993, Origen del campesino vallecaucano, Cali, págs. 132-133.
+[173] Zambrano Pantoja, Fabio, «Ocupación del territorio y conflictos sociales en Colombia», en «Un país en construcción. Poblamiento, problema agrario y conflicto social», Controversia 151-152, abril de 1989, págs. 81-196.
+[174] Según los comentarios sobre la política en las zonas rurales, de Malcolm Deas, «La presencia de la política nacional en la vida provinciana, pueblerina y rural de Colombia en el primer siglo de la república» en Palacios, Marco (comp.), 1983, La unidad en América Latina. Del regionalismo a la nacionalidad, México, págs. 149-173.
+[175] Aunque no existe un estudio de las formas específicas rurales de este republicanismo popular, el libro de Pacheco, Margarita, La fiesta liberal en Cali, Cali, 1992, sobre las protestas y la movilización política en Cali entre 1848 y 1854, es enormemente sugerente.
+[176] José Joaquín Carvajal al general Jose Hilario López, Buga, noviembre 9, 1849, citada por Zambrano Patoja, Fabio, «Documentos sobre sociabilidad de la vida a mediados del siglo XIX», Anuario de Historia Social y de la Cultura, 15, 1987, pág. 326.
+[179] Deas, Malcolm, 1976, «Una hacienda cafetera en Cundinamarca: Santa Bárbara, 1870-1912», Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 8, pág. 83.
+AL CARACTERIZAR EL SIGLO XIX, generalmente se ha resaltado la diversidad de regiones y el aislamiento geográfico entre ellas, debido a las difíciles condiciones para la comunicación; regiones heredadas del periodo colonial, cada una con sus particularidades económicas, sociales y culturales. Pese a esta visión general, hay aspectos de las regiones colombianas que, más que puntos de diferencia, se constituyen en semejanzas, pues, aunque con sus matices, existen aspectos comunes a casi todas ellas. Tal el caso de la vida cotidiana y las costumbres familiares que, con contadas excepciones, se generalizan en la mayoría de las ciudades colombianas durante el siglo XIX y XX.
+Es necesario destacar, sin embargo, que los patrones culturales del siglo XIX tenían diferencias de tipo étnico-social, cosa que afectaba el comportamiento familiar: las familias ricas tenían comportamientos distintos a las de recursos medios y a las pobres; lo mismo que las familias blancas vivían diferente a las negras, mulatas, mestizas o indias.
+Por otro lado, hay que recordar que los centros urbanos durante el siglo XIX no pasaban de ser «villorrios» poco poblados, pues Colombia era un país rural. Las principales ciudades a lo largo del siglo XIX fueron Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena, Barranquilla y El Socorro.
+Hacia 1850, Bogotá, la ciudad más importante por ser la capital, contaba sólo con 30.000 habitantes, mientras que la segunda, El Socorro, tenía unos 15.000. Hacia 1870, en la capital habitaban 40.000 personas mientras que en Medellín, ahora la segunda en importancia, había unas 30.000. Otros centros urbanos como Cali y Barranquilla apenas empezaban a constituirse como tales[185].
+A fines del siglo XIX, la vinculación estable del país con los mercados internacionales a través de la exportación de café le permitió avanzar hacia un desarrollo capitalista. Los procesos de industrialización, acompañados de la modernización y progreso que se vivió durante las primeras décadas de este siglo, tuvieron consecuencias sobre la vida privada y doméstica de las gentes que habitaban las ciudades.
+Las ciudades más importantes del país, Bogotá, Medellín, Barranquilla y Cali, vivieron procesos acelerados de urbanización y su población creció a un ritmo insospechado. Medellín y Bogotá para los años 20, lograron casi duplicar su población en relación con la de principios del siglo. Este crecimiento, obviamente, no se puede explicar como un incremento vegetativo de la población, ya que fue resultado de la gran migración campesina hacia los centros urbanos del país. Las ciudades con comercio activo, nuevas industrias, obras públicas en marcha, ferrocarriles, automóviles y tranvías, atraían como un imán a los pobladores rurales.
+En este ensayo abordaremos un tema de reciente exploración en nuestra historiografía: la vida doméstica privada en los centros urbanos entre 1850 y 1930, tratando de dar cuenta, con las restricciones obligadas de los primeros estudios, de las costumbres de la gente tras las puertas de sus casas, es decir, de la vida familiar. Sin embargo, hay que recordar que la vida familiar trascendía el ámbito doméstico y tenía manifestaciones en la esfera pública. Los bailes, paseos, visitas y toda clase de fiestas, tanto religiosas como profanas, hacían parte de la vida de las familias.
+Se hace también necesario aclarar que la idea «de lo privado» es un concepto que sólo se consolida en nuestro país hasta el siglo XX, acompañado de los procesos de urbanización, industrialización y fortalecimiento de una sociedad burguesa y capitalista. La emergencia del individuo como tal hace parte fundamental del ideario burgués. En una sociedad precapitalista, como lo fue la nuestra durante casi todo el siglo XIX, no existía una diferenciación clara entre lo público y lo privado.
+La falta de privacidad existente había llamado la atención a los viajeros extranjeros que visitaron a Colombia durante el siglo XIX. Según ellos, en las ciudades colombianas no se cerraban durante el día las puertas de las casas. Estas a disposición de quien quisiera visitarlas, aunque para ello debían respetarse ciertas formalidades: un caballero podía entrar en cualquier casa directamente sin anunciarse, y hacerlo una vez adentro; las personas de otras clases debían tocar e identificarse —siempre con un «yo»— para obtener la autorización de entrar, pero como el yo no respondía al «quién es», esta era sólo una formalidad que, sin embargo, siempre se guardaba. En cuanto a la costumbre de mantener la puerta abierta, el extranjero Alfred Hettner anotó que «la afición a la intimidad del hogar de por sí no está muy generalizada todavía».
+A la falta de interés por la intimidad, hay que agregar que la puerta abierta garantizaba una distracción para los habitantes de la casa, y le añadía algo de color a una vida que transcurría la mayoría de las veces monótonamente. La puerta abierta se constituía así en una especie de frontera flexible entre lo público y lo privado. El fisgoneo, la mirada sobre la calle y la casa vecina jugaban un papel importante en el control social. Esta observación de la vida de los demás alimentaba el chisme y las habladurías colocando en situación de riesgo a quien se atreviera a desviarse de las conductas convencionales.
+En los espacios interiores de las casas se desenvolvió una parte considerable de la vida privada doméstica. En términos generales, las casas colombianas de los pudientes, durante el siglo XIX, conservaron los rasgos de la arquitectura colonial. Eran grandes y espaciosas, construidas en su mayoría con un solo piso o máximo dos, de adobes y techo de teja. La gente más pobre vivía en ranchos pajizos ubicados en las afueras de las ciudades. Estos se construían en función de la temperatura y la brisa: en la tierra caliente se buscaba su circulación y en la fría se trataba de evitarla.
+La casa, en general, tenía una sola puerta hacia la calle y entre esta y la puerta interna había un zaguán, sitio donde el dueño de casa recibía a sus amigos, hacía sus negocios o lo convertía en fumadero. Las mujeres de la casa utilizaban el zaguán para atender proveedores de víveres, leña y a las lavanderas y aplanchadoras de ropa. Sólo la intimidad con los miembros de la familia permitía que el extraño pasara más allá del zaguán, y esto sólo se hacía los domingos. Estas reglas se exceptuaban con los extranjeros, pues el mayor signo de caballerosidad para con ellos era poner sin restricciones a su completa disposición tanto la casa como la familia.
+Junto al zaguán existía un corredor que daba al patio principal, enladrillado, en piedra o convertido en jardín según los gustos, pero casi siempre adornado en el medio por una fuente. Alrededor de este patio estaban los corredores, sobre los cuales se hallaban los cuartos principales que, de acuerdo a su posición, tenían ventanas a la calle o al mismo corredor. Sólo muy a finales del siglo XIX se impone el uso de puertas que separen las habitaciones entre sí. Durante mucho tiempo una simple cortina señalaba el límite entre una habitación y la otra.
+Las ventanas eran de madera, adornadas con encajes o calados, que permitían la aireación y la entrada de la luz, pues el uso del vidrio era excepcional. Las que daban hacia la calle, junto con los balcones, constituían el enlace entre la vida privada y la pública, pues era allí donde se desenvolvían los noviazgos, se fisgoneaba la vida de los demás y se disfrutaban las festividades populares con el tira y recibe de dulces y otros objetos.
+En la parte posterior de la casa se hallaban la cocina, la pesebrera, el solar y las habitaciones de la servidumbre. Veamos la descripción de una cocina bogotana, la cual era más o menos típica en todo el país:
+ En primer término había una gran piedra que se utilizaba exclusivamente para moler y aderezar el chocolate. Luego un trípode de piedras donde se hacía el fuego para colocar sobre él las ollas y calderos de hierro y arcilla […]; más adelante, una parrilla donde se colocaban las sartenes para freír y asar las carnes. Completaba esta dotación la tradicional paila de cobre en que se preparaban los dulces. Albergaba también la cocina la enorme tinaja en la que se almacenaba el agua potable[186].
+Las cocinas de los ranchos pajizos en que habitaban los más pobres, eran mucho más simples y en algunos casos estaban ubicadas en un sitio prácticamente separado de la casa.
+En la segunda mitad del siglo XIX, la tendencia de las casas más amplias, sobre todo las de dos pisos, fue a subdividirse. Generalmente estaban distribuidas así: los cuartos del primer piso se destinaban al arriendo y eran llamados tiendas; estos no tenían acceso al patio interior de la casa. Eran habitadas por personas pobres, generalmente venidas del campo, quienes debían hacer sus necesidades fisiológicas en la calle por el aislamiento de la tienda con respecto a la casa. Obviamente esta restricción contribuía al desaseo de las ciudades y aumentaba los problemas de higiene y salubridad. Los cuartos del segundo piso eran ocupados por los propietarios, que contrastaba la humildad de los primeros, con la abundancia relativa de estos.
+Es bueno anotar que hasta mediados del siglo XIX, sin excepción, el lujo de los hogares colombianos no pasaba de una sala, adornada con canapés forrados de zaraza, mesas de pino barnizadas, porcelanas, tocadores, repisas y cuadros de imágenes religiosas. La escasa decoración de los espacios interiores se hacía con artículos ordinarios, en lo general, manufacturas locales. Claro que esto se veía en las casas de la gente con ciertos niveles económicos, pues las familias pobres carecían casi por completo de este tipo de elementos accesorios e inclusive de otros de tanta importancia como las camas, que eran reemplazadas por esteras o hamacas.
+En las casas de las familias más acomodadas siempre se destinaba un lugar para el oratorio, el cual, junto con el costurero, era el espacio preferido por las mujeres, para quienes las prácticas religiosas eran parte fundamental de su vida diaria y el recurso para garantizar la estabilidad y prosperidad de la familia.
+Para la década de los 70, las élites con acceso a importaciones europeas mejoraron el aprovisionamiento de sus casas. El piano aparece como signo de riqueza y cultura y el comedor y la sala se refinan en ornamentación.
+Dentro de la casa, se destinaban también algunos espacios para el trabajo: los más ricos adecuaban parte de ella, en la planta baja, para locales comerciales o bodegas y los más pobres, realizaban allí los trabajos artesanales. Los barnizadores y ebanistas de Pasto, las tejedoras de sombreros en Santander y el Valle del Cauca, las mujeres dedicadas a envolver el tabaco, las tejedoras y las costureras, trabajan en sus casas.
+Para 1920, el fortalecimiento de las élites, su capacidad de consumo aumentada, su imitación de los hábitos burgueses, su ánimo de diferenciación de los inmigrantes campesinos recién llegados a las ciudades, hace que la vida privada adquiera mayor importancia y que sea necesario precisar aun más claramente los límites entre lo privado y lo público. Puertas y ventanas que antes permanecían abiertas se cierran sigilosamente. Las élites crearon sus propios sitios de reunión donde sólo asistían ellas sin necesidad de mezclarse con el pueblo. En las ciudades colombianas aparecen los clubes como centros de la nueva sociabilidad de las élites urbanas, en ellos se practicaban novedosos deportes y se celebran lujosas fiestas que antes se llevaban a cabo en los espacios domésticos.
+La arquitectura colonial se reemplaza en la construcción de viviendas por la influencia de la arquitectura francesa. Los decorados interiores se sofisticaron y la sala se convirtió en el sitio más importante de la casa. Es el signo de sociabilidad burguesa por excelencia y denota la capacidad para recibir gente. La biblioteca aparece como lugar especializado, que confirma, además del nivel económico de la familia, su bagaje cultural. Los antiguos candelabros se reemplazan por lujosas lámparas de cristal y la luz eléctrica se abrió paso dejando atrás los discretos alumbrados de velas y quinqués. La noche era conquistada para la diversión, el estudio, la lectura y la costura. El teléfono hizo innecesarias las antiguas tarjetas de visita, bastaba una llamada para reemplazar tarjetas, esquelas y cartas. Eso sí, hay que aclarar que este maravilloso aparato en un principio está vedado para los novios y obviamente para la servidumbre.
+La cocina, lugar oscuro, lleno de humo, de moscas y muchas veces de animales domésticos, se fue convirtiendo paulatinamente en un lugar antiséptico y caracterizado por la limpieza. La cocina fue el espacio doméstico que sufrió las transformaciones más decisivas. La implantación de la energía y el avance de la técnica, permite, para los años treinta, a las familias con ingresos, contar con artefactos tan modernos como el fogón eléctrico y una nevera. Este último aparato no sólo introdujo modificaciones en la culinaria y en los gustos alimenticios, sino en el uso del tiempo de las fámulas y señoras de casa que, anteriormente, debían salir de compras para proveerse a diario de ciertos productos perecederos.
+Los viejos solares de las casas, que eran al mismo tiempo arboleda, frutales y huerta, donde se sembraban hortalizas para el consumo familiar y plantas medicinales, los reemplazan primorosos jardines interiores cuyo cuidado está a cargo de la orgullosa dueña del hogar, que desplegaría en ellos todas sus habilidades en el arte de la conservación.
+En los hogares de clase media hizo parte del mobiliario la famosa máquina de coser Singer, ella no sólo le proporcionó el sustento como modistas y costureras a un sinnúmero de mujeres, sino que además contribuyó a mejorar las finanzas de las familias de reducidos ingresos, cuyas amas de casa se dedicaron juiciosamente a la confección de la ropa de sus hijos.
+La sofisticación de las viviendas de la élite y los intentos de imitación de estos lujos por los sectores medios contrasta con la pobreza y las duras condiciones de los sectores pobres de la ciudad. La vivienda para los obreros y otros sectores populares es el principal problema de los treinta primeros años del siglo. En un principio, estos nuevos inmigrantes ocuparon el antiguo casco urbano de las ciudades, abandonado por las élites que se querían alejar del populacho y del ruido de la actividad comercial que se había apoderado del centro. Antiguas y lujosas viviendas se convierten en casas de inquilinato, donde familias hasta de trece miembros se hacinan en una habitación. Muchos de estos cuartos se describieron como «cuartos ciegos», covachas sin ventilación alguna, oscuras y sin servicios sanitarios.
+Otros habitaron provisionalmente cuartos en pensiones para pobres, también en condiciones bastante precarias. Las casas de los pobres se describen como ranchos destartalados, de piso de tierra y una sola habitación, que hace las funciones de sala, cocina y dormitorio. Los más afortunados lograron, a través de grandes esfuerzos y el trabajo de varios miembros de la familia, incluidos muchas veces los niños, la compra de una casa en los nuevos barrios obreros que las urbanizadoras privadas se encargaron de promover en las distintas ciudades. Estas casas se construyen con más comodidades y con criterios de higiene.
+Numerosas publicaciones médicas, jurídicas y morales de la época pusieron en evidencia cómo la mortalidad y la proliferación de enfermedades y epidemias estaba relacionada con las difíciles condiciones de vida de las clases pobres. En particular, señalaron la precariedad de la vivienda como causa de la enfermedad y la muerte.
+La institución familiar se constituyó, a todo lo largo del periodo, en la base de la sociedad colombiana y en el espacio apropiado para inculcar los hábitos y valores morales de los cuales dependía, no sólo la estabilidad de la familia sino la de la nación. El espacio doméstico era el lugar indicado para establecer costumbres, comportamientos éticos y religiosos rígidos y austeros.
+De acuerdo con un autor costumbrista bogotano, «todo lo que sea adhesión e intimidad hacia [la familia], como cariño, gratitud, confianza y justas consideraciones», era considerado un «elemento social de la mayor importancia»[187].
+A su vez, la base fundamental de la familia era el matrimonio, que garantizaba, por medio del rito católico, la conservación del orden existente. En la costa Atlántica como en la Pacífica, así como en las zonas cálidas, con población negra, el matrimonio era excepcional y la mayoría de las parejas vivían en unión libre. Este hecho se explica por la escasa presencia de la Iglesia en estas regiones.
+A pesar de la importancia que tenía el matrimonio católico y la constitución de la pareja monogámica en la sociedad decimonónica, esto no era obstáculo para que, en regiones como el Valle del Cauca o en las costas, fueran comunes las familias extensas en las que convivían parientes de primer a tercer grado. En estas regiones el madresolterismo no era escaso, ni tenía sanciones sociales tan fuertes como en otras partes.
+Ciudades como Bogotá y Medellín, por ejemplo, rechazaban fuertemente al hijo bastardo y a la madre soltera, la cual era condenada por su familia y por la sociedad, especialmente si pertenecía a la clase media o alta; lo que no deja de ser paradójico, si se tiene en cuenta que durante todo el siglo XIX, en casi todo el país el número de hijos «naturales» era superior al de los legítimos. Así, por ejemplo, en Bogotá, entre agosto 1 y noviembre 30 de 1826, de 300 bautismos que hubo, 157 fueron de hijos «naturales» contra 143 de hijos legítimos; y entre septiembre y diciembre de 1845, de 361 niños nacidos, 209 fueron naturales y sólo 152, legítimos[188].
+Si bien a la mujer se le exigía la conservación de su virtud hasta el matrimonio y la infidelidad matrimonial femenina era sancionada duramente no sólo moral y socialmente sino aun jurídicamente, con el hombre se era mucho más permisivo en estos asuntos. Era frecuente no sólo entre los sectores populares, sino entre la élite y sectores medios, el que un hombre antes de casarse hubiera concebido hijos en relaciones ilícitas. Muchas costureras, empleadas domésticas, hijas de familias empobrecidas y jornaleras, eran generalmente quienes asumían esta condición de madres solteras.
+La vida en pareja era la meta común de hombres y mujeres desde temprana edad. Todos querían «casarse», por amor, por aburrimiento o para escapar del hogar paterno y poder adquirir así un poco de independencia. Los matrimonios se contraían en la juventud, aunque contraer matrimonio antes de los 18 años en las mujeres no era lo usual. La diferencia de edades entre los cónyuges no debía ser muy marcada. Esta tendencia se exceptuaba en las frecuentes segundas nupcias y no era raro ver un viudo aventajado en años contraer matrimonio con una jovencita. La alta mortalidad femenina, sobre todo en los alumbramientos, llevaba a que el elevado número de viudos que contraía segundas nupcias fuera corriente. Aunque el número de viudas como consecuencia de las guerras y otros eventos no era poco, las posibilidades de unas segundas nupcias femeninas eran más restringidas.
+Si bien pocas veces prima en los matrimonios el amor como sentimiento que justifique la unión, desde mediados del siglo XIX el amor romántico era constantemente evocado en la literatura y en la poesía. Con todo, es muy probable que sentimientos como la estabilidad, la seguridad y la protección fueran bastante más determinantes, por lo menos para las mujeres, a la hora de contraer nupcias o decidirse a vivir en pareja.
+El escritor antioqueño Emiro Kastos, al referirse a la importancia del matrimonio, hace el siguiente comentario: «En esta provincia todo el mundo se casa: unos por amor, otros por cálculo y la mayor parte por aburrimiento, pues no encontrando el hombre placeres ni vida social de ninguna clase, de grado o por fuerza tiene que refugiarse en la vida de familia…»[189].
+El matrimonio, sin embargo, distaba mucho del paraíso que los jóvenes, sobre todo las mujeres, imaginaban, pues algunos hechos se oponían a ello: en primer lugar, los noviazgos eran cortos y simples: muchas veces los novios se conocían poco, pues sus amoríos se hacían «de ojo», cruzándose sólo miradas furtivas al escondido de los padres, o mediante cartas transportadas generalmente por las sirvientas o las amigas. De ahí resultaba que cuando dos jóvenes se casaban, tras el encanto y las cortesías que suponía este tipo de relación, eran seres que apenas si se conocían y sólo la vida marital mostraba las realidades: a las mujeres empezaba a conocérseles menos elegantes de lo que se presentaban en público, mientras que los hombres perdían el encanto de la seducción y los buenos modales para con ellas. Esta situación llevaba rápidamente al hastío de la vida marital por parte de ambos miembros, pero más de la mujer, pues el hombre tenía sus quehaceres por fuera de la casa, y encontraba en estos, y en sus amigos, entretenciones vedadas para las mujeres. En 1855 una joven recién casada se lamentaba de la situación: «Con tal que una no se queje, viva en casa propia y tenga con qué hacer mercado todas las semanas, el público de por acá no necesita más para llamarla dichosa. Nadie se toma el trabajo de averiguar si el amor, la cordialidad y las consideraciones mutuas entre los esposos habitan en el hogar doméstico»[190]. Las quejas de esta joven debían ser muy similares a las de muchas otras mujeres.
+Otro elemento que influía en esta situación era el hecho de que los novios eran seleccionados en la mayoría de los casos por los padres, quienes tenían en cuenta principalmente motivaciones de índole social, política o económica: el matrimonio de una mujer era cosa de hombres, padre y pretendiente, y se arreglaba entre ellos. Entre las élites la endogamia era la tendencia general. Los matrimonios se realizaban entre personas pertenecientes al mismo círculo social, y muchas uniones tenían como propósito vincular fortunas o actividades comerciales. Los matrimonios «desiguales» eran duramente criticados y producían verdaderos escándalos. El amor casi nunca resultaba ser un elemento importante. Y aunque es poco probable que se obligara, literalmente, a una joven a contraer nupcias, sobre la decisión de con quién casarse pesaban una serie de presiones familiares. Pocas mujeres, no sólo de los sectores altos y medios sino de sectores pobres, se hubieran atrevido a desafiar una prohibición familiar y contraer matrimonio con un pretendiente no aceptado. Esto, en la práctica, era condenarse, ella y su descendencia, al destierro familiar, a la falta de afecto y de apoyo.
+Pese a esto, y a que la vida conyugal era más cortés que amorosa, a lo largo del matrimonio la comunidad de intereses económicos y sociales establecía relaciones de dependencia entre los esposos, las cuales crecían con el pasar de los años, a tal punto, que durante la vejez, ninguno de los dos sabía o podía vivir sin su pareja, con la que habían compartido todos los pormenores de la vida.
+Es importante señalar que aunque la familia era la gran portadora de valores, era la mujer, en su rol de madre, esposa, hermana y maestra de sus hijos, el elemento en torno al cual se cohesionaba aquella. El ámbito doméstico era impensable sin la mujer. Como la mujer no tenía educación y la vida claustral de nuestras ciudades no permitía otro tipo de actividades gratificantes, para ella el matrimonio lo era todo; asumía el rol doméstico y controlaba por completo todo lo interno de la casa: servidumbre, comidas, vestuario de los hijos pequeños, y los más mínimos detalles.
+Sin embargo, la vida, en lo que al núcleo familiar concierne, era, según se quejaban las mujeres, solitaria. Para estas su principal compañía era la servidumbre, pues el marido salía a trabajar y de los niños solían encargarse los sirvientes. Así, la mujer de clase alta, que no acostumbraba a hacer los oficios domésticos, consagraba la mayor parte de su día a perder el tiempo, y en actividades «propias» de su género. La pintura, la costura y la música eran formas un poco menos tediosas de pasar el día. Otra actividad femenina aceptada, y que le permitió trascender los muros del hogar, fue la realización de obras pías o colectas para beneficencia pública. No pocas promovieron y colaboraron en la fundación y funcionamiento de hospitales, orfanatos, casas de pobres y manicomios. Pero incluso para realizar estas actividades la mujer, ya fuera esposa o hija, debía contar con la autorización del padre o el esposo. A las mujeres de clase alta y sectores medios, les estaba vedado circular a solas por las ciudades y para ir a la iglesia debían hacerlo acompañadas por sus criadas.
+Las mujeres pobres, por el contrario, pocas veces podían permanecer en el hogar y se veían precisadas a emplearse como sirvientas en otras casas, ya sea como lavanderas, aguadoras y carboneras o para realizar otros oficios. Estas mujeres circulaban libremente por la ciudad y sus hábitos y costumbres eran menos rígidos que los de las mujeres de sectores medios y altos.
+En el siglo XX se refuerza la imagen de la mujer como reina y madre del hogar, cuya semejanza con la Virgen María le confiere una serie de virtudes y responsabilidades dentro del ámbito doméstico. Esta imagen se vio fortalecida internacionalmente por la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción, a fines del siglo XIX, y por el ingreso de numerosas comunidades religiosas europeas que llegaron al país, fundaron colegios y tuvieron bajo su responsabilidad la formación de las niñas y jóvenes.
+Para la consolidación de una sociedad capitalista, era muy útil el constreñimiento de la mujer al cuidado de los hijos y del hogar. La industrialización y el surgimiento de los establecimientos fabriles desplaza al hogar como lugar productivo de actividades artesanales para transformarlo fundamentalmente en un espacio de reproducción y consumo. La responsabilidad de la mujer se convierte entonces en garantizar la productividad y la salud física y moral de todos los miembros de la familia. Como justificación de su reclusión en la esfera doméstica, se genera una idealización de su función como madre y señora del hogar. Todos sus oficios recibirán de ahora en adelante el pomposo título de «ama del hogar». Pero el hogar no era el lugar que le proporcionara tranquilidad a la mujer, sino un lugar donde aprisionar al esposo:
+Procure ante todo dar a su casa un aspecto alegre, conservándola muy limpia y con mucho orden; si es posible cultive un jardincito donde a su marido le guste distraerse. Sobre todo haga lo posible para que las comidas se sirvan a tiempo, siempre a la misma hora; de tal manera que el marido sepa que todos lo aguardan en casa y no se le ocurra pasar por el estanco[191].
+A pesar del ensalzamiento de la mujer como reina y señora, semejante a la Virgen María reina de los cielos, el discurso religioso, médico y jurídico, con argumentos de distinta índole, le recordaban su inferioridad frente al hombre y su necesidad de sometimiento a él. La angelización de la mujer y su identificación con la Virgen María significa igualmente la negación de su sexualidad. La sexualidad femenina queda únicamente relegada a la actividad de reproducción. Su función fundamental en el ámbito doméstico es el control y la disciplina de los miembros de la familia. De ella depende no sólo su salvación sino la del esposo y los hijos. Por su parte los médicos eran insistentes en recalcar la importancia de la mujer para la preservación de la salud de los miembros del hogar. Su discurso apunta a convertirla en una especie de enfermera doméstica y la mejor aliada del médico en la implantación de normas de higiene doméstica.
+La casa se convierte en el espacio eminentemente femenino, la órbita del hombre es la política, los negocios, la esfera pública. Su función como un proveedor económico se ratifica y su mayor gratificación es mantener bien a su familia. A pesar de que se reconoce su superioridad sobre la mujer, constantemente en los escritos religiosos se le está exhortando para que se convierta en el apoyo de la mujer, en el compañero y el amigo. La relación entre los cónyuges, de lo que se puede apreciar en la correspondencia entre parejas de la élite, se puede definir como de amistad, compañerismo y dependencia mutua. El cariño y el afecto parecen reemplazar las grandes pasiones, no se hace alusión al deseo o la pasión sexual.
+La familia mononuclear, por lo menos entre los sectores altos, tiende a imponerse prácticamente en todas las ciudades del país. Sin embargo, esta estructura se ve matizada por algunas particularidades. Si bien la pareja se independiza del hogar paterno y gana autonomía, en su casa, además de los hijos, ahora viven sobrinos hijos de viudas empobrecidas, alguna hermana de los cónyuges viuda o solterona, la madre viuda de alguno de los cónyuges, numerosos criados y niños pobres «recogidos» que hacen parte de la vida familiar. La servidumbre generalmente era extensa, consistía en una cocinera, una dentrodera, una carguera, una nodriza, un paje, un jardinero y algunos otros miembros. Es así como la familia mononuclear guardaba todavía rezagos de las familias extensas de la época colonial.
+Las trabajadoras domésticas han tenido gran importancia en el espacio del hogar, en la crianza de los niños, en la sexualidad de los hombres, en los hábitos higiénicos y en la conservación de las tradiciones culinarias. El hombre, acostumbrado desde su más tierna edad al regazo del delantal, para su iniciación sexual busca este objeto de sus fantasías infantiles, y como marido, frustrado la mayoría de las veces con la fría y restringida sexualidad del lecho conyugal, volcó sobre la empleada doméstica sus insatisfacciones.
+Las relaciones con los criados se rigieron por la estructura patriarcal de las familias y muchas de estas relaciones estaban caracterizadas por un fuerte paternalismo, donde los lazos afectivos eran más importantes que las condiciones salariales. La literatura y la consulta de archivos de correspondencia privada de las élites, muchas veces nos pueden llevar a la imagen idealizada de unas relaciones marcadas por el afecto y el cuidado de los patronos para con la servidumbre. Es innegable que en muchas familias los criados, debido a los largos años que permanecían dentro de una familia, se convertían en miembros importantes de las mismas, objeto de cariño y atención de la señora, los jóvenes y los niños. Sin embargo, no es menos cierto que la condición de servidumbre y la falta de libertad personal presentan una cara menos ideal de estas vidas, que aparecen retratadas con pinceladas trágicas en los archivos judiciales.
+La mayoría de las trabajadoras domésticas eran jóvenes campesinas de las zonas más cercanas. En ciudades como Barranquilla y Cali procedían de la población negra y en Bogotá eran indias. La trabajadora doméstica a principios de siglo estaba sometida a una condición servil. Encargada generalmente por sus padres, la señora de la casa debía responder por su virtud. Su libertad personal era casi nula, sus salidas eran escasas, en la práctica, a la iglesia y al mercado en compañía de la señora. Su salario era más simbólico que real y los padres de estas muchachas generalmente se contentaban con deshacerse de una boca más para alimentar. La señora, al darle techo, alimentación y algo de ropa vieja, sentía que estaba más que compensando a esta trabajadora. Las empleadas domésticas trabajaban desde el alba hasta que terminaban sus numerosos oficios, tarde en la noche.
+La mayoría de estas trabajadoras, jóvenes e ingenuas, se convertían en víctimas de una sexualidad agresiva que en general padecieron las mujeres de los sectores pobres. Mientras para las clases medias y altas se imponían códigos de angelización femenina, para estas mujeres su destino era padecer la sexualidad masculina desbordada. Algunas trabajadoras domésticas eran víctimas de los abusos de los patronos o de los jóvenes de la casa. En muchas regiones se consideraba que la iniciación sexual de los jóvenes debía estar a cargo de la empleada doméstica. Esta ofrecía más garantías que las prostitutas, posiblemente afectadas por las enfermedades venéreas.
+Otras jóvenes, en medio de la soledad, se enamoraban de sus patronos o de tenderos, soldados, policías, músicos de las bandas municipales o de estudiantes, y se convertían, según consta en los archivos judiciales y en la literatura, en presas fáciles de la seducción. El resultado de estos encuentros furtivos era muchas veces un embarazo indeseado.
+La calidad de madres solteras era una situación dramática para muchas de estas jóvenes, sobre todo las de procedencia campesina de la región antioqueña. Esta situación les hacía perder el empleo, exponerse a la vergüenza pública y a los castigos paternos que la mayoría de las veces llegaban al maltrato físico. Muchas de ellas abandonaron sus hijos como expósitos en las puertas de los conventos e iglesias, otras, más arriesgadas, practicaron el aborto y tal vez las más ignorantes y acosadas llegaron a la realización del infanticidio, como consta en los archivos criminales y en la prensa de los primeros 30 años de este siglo.
+Para el periodo estudiado, los índices de mortalidad son altos y alcanzaban, en algunas ciudades, a representar un 30 % por cada mil habitantes. Más preocupante aún es que, de esta cifra, la mortalidad infantil llegó a representar hasta un 60 %. La convivencia con la muerte indudablemente influía en la vida doméstica urbana y originaba actitudes frente a la muerte y la enfermedad. Entre 1915 y 1926 Colombia perdió 375.698 de sus niños, cifra similar a la población actual de una ciudad intermedia[192].
+Los cuadros de costumbres y los relatos de viajeros son algunas de las principales fuentes para el estudio de la vida privada doméstica. Sin embargo, ellas dan cuenta de los asuntos, si se quiere, menos íntimos de la vida familiar, dejando grandes vacíos en aspectos como las relaciones conyugales y entre padres e hijos, la existencia de amantes y la presencia de muerte, entre otros.
+Sabemos, no obstante, que ante la enfermedad prolongada de algún miembro de la familia, la mujer «principal» de la casa, fuera madre, esposa o hermana, se convertía en fiel guardiana a la cabecera del lecho del enfermo, aun cuando la crisis de este se prolongara durante varios años.
+Por otro lado, después de la muerte de un hombre, su viuda solía quedarse encerrada en casa, para «coser su mortaja dentro de esas cuatro paredes…», especialmente las de la clase alta, y prácticamente se anulaba para las actividades sociales mundanas, como si la muerte del marido fuera la suya propia; lo cual no significaba un retraimiento en otros asuntos. Después de la muerte del marido no pocas viudas asumían el manejo de los negocios familiares. Era entonces cuando la mujer tomaba del todo las riendas de la casa como espacio físico, y del hogar, como entorno espiritual de la familia: se convertía, mucho más que en viuda del esposo, en el punto de cohesión familiar y en el centro de control de todo lo relacionado con sus hijos, nueras, yernos y nietos.
+Las normas del comportamiento religioso y social mandaban que, ante el fallecimiento de un ser querido, así fuera un pariente lejano, se guardara luto riguroso por lo menos durante dos años, pasados los cuales, podía empezar a cambiarse el negro total por el medio luto.
+La cercanía de la muerte infundía en las personas la profunda necesidad de la confesión de sus pecados, de comulgar, de arrepentirse ante sus víctimas si algo malo habían hecho, y de despedirse de sus seres queridos antes de la última hora. Igualmente eran comunes las disposiciones testamentarias donde se dejaban amplias, o incluso la totalidad de la fortuna, a algún santo u obra pía como mecanismo para garantizar la salvación del alma.
+Finalmente, el cadáver siempre se enterraba con el vestido habitual, menos el sombrero, y el luto se expresaba dentro de la casa mediante crespones negros en muebles, cuadros y adornos, y con ello la familia entraba en «el régimen de la muerte»: silencio, recogimiento y encierro. Parte del rito frente a la muerte era la conservación de los objetos personales del difunto para evocarlo y para mantener su presencia viva dentro del hogar. Hacia finales del siglo XIX se impone, en algunas regiones del país, la utilización de hábitos religiosos como traje mortuorio, tanto hombres como mujeres. Después de la implantación de la fotografía, se popularizó en algunas ciudades del país la foto del niño muerto en su ataúd, rodeado de flores y crespones.
+La enfermedad y muerte de un niño fueron experiencias corrientes en los hogares, no sólo de escasos recursos sino también de la élite. El niño enfermo generalmente era aislado en un cuarto al que sólo tenía acceso la madre. Su alimentación y cuidado en los sectores medios y altos se convertía en una pesada carga, pues además de las recomendaciones médicas, pesaban una serie de falsas creencias y supuestos cuidados que había que seguir cuidadosamente.
+La muerte frecuente de los seres queridos sumía a los familiares en la tristeza, y ante la indefensión frente a la enfermedad y la muerte, el consuelo en la religión y en las prácticas piadosas parecía ser el único remedio eficaz.
+El hecho de que la familia fuera, como ya se dijo, el epicentro de las buenas costumbres, aunado a la falta de espacios públicos de diversión y entretenimiento, lo mismo que de actividades sociales y culturales en las ciudades, hizo que la vida fuera monótona y tranquila, de una «conformidad» interrumpida sólo por las diversiones honestas de algunos días y por las frecuentes guerras ocurridas durante todo el siglo XIX.
+En efecto, fue característica en casi todas las ciudades colombianas, según el testimonio de muchos viajeros extranjeros, el llevar una vida claustral, quieta y casi triste, en la que las mayores diversiones las constituían los juegos de azar, de los que disfrutaban las mujeres tanto o más que los hombres, y algunos de salón, las corridas de toros, las peleas de gallos, los paseos alrededor de la ciudad, las tertulias literarias o políticas en las que no participaban mujeres y, principalmente, los bailes y visitas. A la lectura, la escritura, el estudio y la música sólo tenía acceso un porcentaje muy bajo de la población y estas actividades estaban lejos de ser consideradas entretenidas.
+Los cuadros de costumbres nos muestran la simplicidad de esta vida: mientras los hombres salían a la calle a resolver los asuntos públicos en actividades como los negocios, el ejercicio de sus profesiones y la política, la mujer permanecía en la esfera doméstica. Su día comenzaba temprano en la mañana, luego iba a misa y regresaba a casa para atender a la familia, realizar algunos oficios y estar al tanto de las tareas de las sirvientas; los ratos libres, que eran la mayor parte del día, los empleaban en coser, pintar, tocar el piano, cantar y fumar. Este último hábito, aunque ampliamente difundido, hasta los años 20 de este siglo se debía esconder, pues no era admitido que las mujeres fumaran.
+Las mujeres, sin distingo de clases, eran las responsables de hacer el mercado. «Las señoras, que por lo general escogen para ponerse ese día las sayas más sucias, los camisones más destruidos y los zapatos más siniestros, vagan, cada cual, seguida de su respectiva sirvienta que, cargada con un enorme canasto o ancho costal, va sufriendo instantáneamente el aumento de peso que ocasiona lo comprado» [193].
+Dentro y fuera de la casa, la vida transcurría bajo una rutina y unos horarios fijos, determinados en buena parte por el sonido de las campanas de la iglesia; práctica que sólo variaba los domingos y en Navidad: la mayor parte de la vida de los colombianos en el siglo anterior estaba regida por los ritos y horarios religiosos.
+Los hábitos diarios eran más o menos los mismos en todas las ciudades: levantarse a las cinco o seis de la mañana, asistir a misa y dedicarse al arreglo personal al regresar; tomar el desayuno, almorzar entre las 10:00 y 10:30 a. m. y comer entre las 3:00 y las 4:30 p. m.
+La vida entre las comidas era también muy similar: después del desayuno los hombres salían a sus trabajos, para regresar a la hora del almuerzo, cuando las ciudades quedaban como paralizadas, pues todo se cerraba entre la una y las tres de la tarde, tiempo necesario para el almuerzo y la sagrada costumbre de la siesta, después de la cual volvían a los trabajos, de donde salían para ir a casa a comer. Después de la comida, según las regiones, los hombres iban al atrio de la iglesia o a la alameda, como en Bogotá, o a jugar billar, tomarse unos aguardientes o cabalgar, como en Mompox y Medellín, y en todo el país, solían reunirse a «tertuliar» en las tiendas, boticas, almacenes o chicherías, según la clase social de los contertulios:
+Las cinco de la tarde habían dado. Yo me hallaba libre y desembarazado de las ocupaciones diarias de mi oficina. Pareme en una esquina pensando en el nimbo que daría en aquel momento a mi soberana individualidad, cuando se me ocurrió la tienda de don Antuco, albergue sempiterno de embozados tertuliadores. Mi espíritu deseaba expansión después de estar todo el día entre el cajón de la oficina; mi mente, variedad de objetos sobre qué distraerse, y toda mi alma, seres desocupados con quienes tener un buen rato de tertulia. Era todo lo que me pedía el cuerpo, y nada mejor para esto que la tienda de don Antuco[194].
+Aunque para los hombres la regla general de este ritual era asistir solos, en las chicherías, sitios de reunión de las clases populares, se marcaba una gran diferencia, pues allí la chicha «se servía en grandes totumas a hombres y mujeres sin ningún género de distinción»[195]. Este tipo de comentario nos recuerda que en general las mujeres de las clases populares gozaban de más libertad y menos controles sociales.
+Además, como en el siglo XIX no se vivía con las agitaciones de la ciudad moderna, el trabajo siempre dejaba tiempo para la charla y para tomarse algún trago, y era habitual que a la hora de la comida los hombres llegaran a casa, mínimo con una «copita encima», de brandy, mistela, aguardiente o chicha, de acuerdo a la capacidad económica del consumidor. En las noches se rezaba el rosario, se charlaba en familia, se leía en voz alta, o se hacía o recibía alguna visita.
+La rutina siempre se rompía el domingo, cuando las comidas se hacían más abundantes y especiales y la gente salía a caminar por la ciudad, luciendo sus mejores atuendos. Este día era también propicio para llevar a cabo otra de las más importantes costumbres familiares: los paseos a las cercanías de la ciudad. La familia se desplazaba para divertirse, comer en un sitio campestre y de paso, bañarse en los riachuelos.
+En esta actividad hay tres elementos que llaman particularmente la atención: en primer lugar, el transporte de «la mitad de las casas»: sillas, elementos de cocina, bebidas y alimentos, entre los que no faltaba el chocolate con bizcochos y queso; transporte que se hacía con mayor razón cuando el paseo duraba más de un día, como era frecuente entre los bogotanos cuando iban a Chapinero: «a este tiempo llegó el carro con todos los trastos. Iban allí todos los enseres de la cocina, dos taburetes pequeños, unas esteras, dos almofrejes, dos o tres catres y algunos baúles y cajones, uno de estos encerraba una docena de libros y tres mil cigarros de Ambalema, y otro iba repleto de bocadillos…»[196]. En segundo lugar, la presencia casi inevitable de acompañamiento musical: los músicos eran parte indispensable del paseo, para amenizar los infaltables juegos y bailes; y por último, la participación en ellos de las empleadas domésticas. Al respecto es importante señalar el papel que jugaban las niñeras: eran ellas quienes se encargaban todo el tiempo de los menores de edad, tanto en la casa como fuera de ella, en consecuencia, las madres no solían ocuparse casi nunca de sus pequeños, salvo en lo que atañe a las actividades escolares.
+Cuando las ciudades fueron adoptando un aire más moderno y burgués, el parque se convierte en centro de la actividad social de los domingos. A él salen a pasear las gentes luciendo sus mejores galas, es el lugar de encuentro de los jóvenes de ambos sexos que aprovechan la ocasión para lanzarse significativas miradas. La retreta musical completaría el programa dominical del parque.
+La vida diaria estaba marcada por la fuerte unión entre las familias. Los lazos entre las familias eran estrechos, particularmente los lazos de solidaridad y afecto entre los hermanos y hermanas, los cuales se conservaban aún después del matrimonio, y se extendían a sus respectivos cónyuges. La relación entre hermanos, hermanas, cuñados y cuñadas era manifiesta: se visitaban entre sí con frecuencia y en las noches solían reunirse para charlar o jugar. Tíos, primos y primas hacían parte de una tribu donde los noviazgos y amoríos proliferaban entre las generaciones más jóvenes.
+No eran extrañas tampoco las buenas relaciones entre vecinos. A veces familias enteras de vecinos se juntaban para ponerse al tanto de los últimos acontecimientos de la ciudad, pues a falta de mejores espectáculos, la conversación y no pocas veces los chismes, alegraban los días de nuestros antepasados.
+Este ritmo sosegado de la vida decimonónica era, sin embargo, alterado con frecuencia por la actividad preferida de los colombianos: el baile. No había celebración que no terminara con un baile. Aunque estos generalmente tenían motivaciones religiosas como bautismos, matrimonios o la bendición de una casa nueva, el baile seguía siendo el mejor medio de la gente para reunirse y compartir un rato en familia y con otras familias de vecinos y amigos. Si el baile se hacía de manera improvisada, varias personas se ponían de acuerdo para saber a quién se invitaría, en qué casa y quiénes serían los músicos; era relativamente corto, hasta las 8 o 9 de la noche; pero si era preparado, podía durar hasta las cuatro de la mañana. Un baile de estos implicaba la elaboración de alimentos y bebidas especiales, en torno a lo cual se tejía la fiesta en la que participaban todos los miembros de la familia.
+En Cartagena, los negros bailaban el bambuco, musicalizado con guitarras, la bandurria, un instrumento llamado guache y acompañamiento de palmas y voces. Sobre un baile entre esta clase social comenta Saffray:
+Aquí no se conoce más que un baile, que es el bambuco. […] El hombre ejecuta pasos muy complicados, que recuerdan un poco el jig irlandés; da saltos, patalea, y agita los brazos para dar más expresión a su mímica; la mujer permanece entretanto con los brazos cruzados y por un movimiento muy rápido del talón, y después del pie, deslizase hasta tocar el suelo, describiendo zigzags y círculos, acércase a su pareja con cierta coquetería, le vuelve la espalda, dirigiéndole una mirada expresiva, huye de él y se aproxima sucesivamente. Este es un baile a la vez gracioso e ingenuo cuya mímica me pareció muy apasionada[197].
+Los bailes entre los blancos se caracterizaban por tener un estilo más sobrio y elegante: «la hora tan deseada llegó: la música, compuesta de bandolas, tiples y guitarras, después de un buen rato de preludios, rompió el fuego con un delicioso vals…»[198].
+Entre las clases medias y bajas en casi todo el país, especialmente entre las negras y mulatas, un buen motivo para bailar era la muerte de un niño o «fiesta del angelito». Cuando un niño pequeño moría, la familia, más que con tristeza, veía esto como un motivo de fiesta: «… la muerte, al hacer un vacío, deja en pos una alegría; hay un niño de menos y un angelito de más».[199] Para la celebración de la fiesta, se vestía el cadáver del niño con sus mejores ropas, se le colocaban alhajas y se ponía en el centro de una capilla improvisada. A la fiesta, donde lo importante era reír y cantar, asistían los amigos y familiares, y la madre no lloraba porque la muerte del pequeño significaba una bendición de Dios.
+Es bueno señalar la influencia del clima y de la presencia de la Iglesia, al igual que el peso de elementos étnicos negros en los hábitos sociales de las gentes. En las zonas frías y templadas, con población indígena y blanca, se llevaba una vida más encerrada y menos dispuesta a actividades exteriores y colectivas que en la zona del valle del Cauca y las costas.
+La escasa vida social que se llevaba a cabo durante el año daba paso en Navidad a una gran alegría, compartida por todas las personas, sin distinción de clase, edad, ni etnia. Durante esta época las actividades principales que alegraban el ambiente eran los aguinaldos, los pesebres, los disfraces y la Nochebuena, todo esto complementado con la preparación de ricos manjares propios de cada región, entre los que eran infaltables la natilla, los buñuelos, el manjar blanco y las empanadas, preparadas especialmente con pollo o pavo, huevos cocidos, pescado, alcaparras, duraznos, aceitunas, jamón y varias clases de especies.
+Una de las mayores diversiones durante Navidad era el juego de los aguinaldos, que empezaba hacia el 16 de diciembre y se extendía hasta el 24. La manera más común de jugar era apostar los regalos, que por lo demás, no eran de gran significación material. El juego consistía en que quien viera primero al otro apostador le gritaba «mis aguinaldos» y el otro debía pagarlos. Para ganar, se ponía el mayor ingenio posible recurriendo a los disfraces y todo tipo de trampas para lograr ver a una persona sin ser vista por ella. Un ejemplo del ingenio puesto en este juego es la artimaña de unas jóvenes bogotanas de mediados del siglo pasado que, para esperar a los hombres con quienes estaban jugando, se metieron en una zanja, muy bien escondidas con la oscuridad de la noche y los matorrales, por donde debían cabalgar sus competidores. Cuando los jinetes se acercaron, ellas saltaron y gritaron «¡mis aguinaldos!, ¡mis aguinaldos!», con tal alboroto que los caballos se espantaron, mandando al suelo a caballeros y señoritas, quienes terminaron envueltos en bolas de lodo, lo cual finalmente no importó pues el premio de ganar los aguinaldos y la diversión que ello suponía era superior a cualquier percance[200].
+Otra costumbre navideña era la de los disfraces, que empezaba desde antes de la Nochebuena y duraba hasta el 6 de enero. Las familias más acomodadas se visitaban entre ellas, dando aviso con anticipación. En la casa donde se anunciaba la visita se reunían amigos y vecinos y como quienes llegaban disfrazados iban acompañados por los músicos, se bailaba un rato en cada casa.
+Los regalos mutuos entre parientes, vecinos y amigos en este mes, era también una costumbre generalizada. La familia solía reunirse en torno a la preparación de dulces, tortas, buñuelos, hojaldres y platillos especiales, los que repartían en Nochebuena las mujeres del servicio, a quienes siempre se veía llevando y trayendo entre las casas dulces, regalos y vinos, tanto en Navidad como en la Semana Santa. En estas dos temporadas, además, era frecuente estrenar ropa y estar lo más elegante posible. La diferencia era que, mientras en la Navidad reinaba un ambiente de alegría y fiesta, en los días de pasión de la semana mayor la gente se vestía de luto riguroso para visitar los monumentos, se oraba y no era permitido escuchar música profana.
+La primera comunión se convirtió en la fecha más importante de toda la infancia. Para este evento el niño debía ser preparado tanto en la escuela como en la familia. Se debía aprender las oraciones y la madre debía leerle vidas de santos y libros piadosos. Recomendaban los religiosos de los colegios crearle un ambiente de recogimiento y pocas diversiones y alentar al niño a realizar pequeños sacrificios que la madre debía vigilar. La confesión revistió gran importancia y el niño era animado a confesar todos los pecados a través de historias moralizantes. En un principio la celebración de la primera comunión era austera y consistía en la ceremonia religiosa y en un desayuno en familia. Al niño o niña se le obsequiaban imágenes de santos y libros piadosos. Sin embargo, para los años 20 de este siglo, esta celebración se había convertido en un acto social de gran importancia. Frecuentemente las revistas reseñaban lujosas fiestas hasta con 50 invitados y variados tipos de regalos. A finales de los años 30 muchos colegios religiosos daban severas instrucciones para «despaganizar» la primera comunión.
+Las primeras comuniones de los niños pobres generalmente eran organizadas por damas jóvenes de la alta sociedad que los preparaban durante el catecismo dominical y el día de la primera comunión los obsequiaban con un buen desayuno y algunos regalos.
+Los hábitos de higiene de la familia colombiana estuvieron determinados básicamente por la infraestructura de las ciudades. A todo lo largo del siglo XIX, nuestros principales centros urbanos carecían por completo de sistemas de alcantarillado y contaban con acueductos muy deficientes, carecían de energía eléctrica, recolección de basuras, servicios sanitarios, necesidades que sólo empezaron a ser satisfechas hacia finales del siglo.
+Por estos motivos la gente se acostumbró a hacer sus necesidades fisiológicas al aire libre, o en bacinillas, cuyos contenidos eran arrojados a las acequias que corrían por las calles de las ciudades y en los riachuelos que las proveían de agua, con lo cual esta llegaba muchas veces a las casas ya contaminada. Policía de higiene no existía, y de esta labor se encargaban los gallinazos, infaltables en el paisaje de nuestras ciudades.
+El aprovisionamiento de agua en la mayoría de las residencias se hacía por medio de las aguateras, «servidoras públicas» que la recogían de los chorros o pilas comunes y la transportaban de casa en casa. El agua así adquirida se empleaba principalmente en la preparación de los alimentos, la limpieza de los utensilios de cocina y en mínimas abluciones matinales, consistentes en el lavado de la cara y las manos, en el aguamanil de la alcoba[201].
+Sólo las familias más prestantes contaban con el beneficio de las «mercedes de agua», o concesiones mediante las cuales era posible instalar una especie de tubería que proveía directamente las residencias.
+El baño de cuerpo entero no era una costumbre generalizada, ni mucho menos algo que se hiciera a diario, salvo en las regiones de temperaturas muy altas o ciudades ribereñas. En las zonas frías, este sólo se hacía cada ocho o quince días, a condición de que hubiera buen tiempo, pues de lo contrario podía aplazarse aún más. El baño se convertía en un paseo, pues la carencia de agua en cantidad abundante implicaba el desplazamiento de la gente, normalmente en familia, a los ríos y quebradas cercanas, en las cuales estaba destinado un lugar para los hombres y otro para las mujeres. En Bogotá, era costumbre no comer desde tres horas antes del baño para no adquirir enfermedades, no comer en todo el día aguacate, ni plátano manzano y tomarse, después del baño, una copa de mistela para recuperar la temperatura corporal. El día del baño era también frecuente ver a las mujeres con el cabello suelto para permitir que se secara del todo y evitar así enfermedades posteriores como el coto. Era costumbre en toda Hispanoamérica, según el viajero francés Le Moyne, que lo humedecieran con orines para fortalecerlo y embellecerlo[202]. El lavado de la ropa se le encargaba a las lavanderas, mujeres pobres, que hacían su oficio en los ríos cercanos a la ciudad.
+A fines del siglo XIX, tanto a nivel internacional como nacional, se divulgaron los conceptos hipocráticos sobre el origen de las enfermedades para dar paso a los descubrimientos pasteurianos que pusieron de manifiesto la acción de los microorganismos en las enfermedades. Bacilos, virus, bacterias y gérmenes fueron localizados por la medicina. Estos nuevos descubrimientos influyeron notablemente en la vida cotidiana y costumbres de la gente, en particular en el ámbito doméstico. La higiene y la limpieza cobraron un lugar prioritario. Se hizo imperativo mantener libre de bacterias, microbios y malos olores no sólo el cuerpo, sino también los vestidos y la vivienda. Circularon numerosos manuales de higiene, salud, puericultura, urbanidad y buen tono, muchos de ellos escritos por médicos y dirigidos principalmente a las madres, donde se enseñan y se explican los hábitos de limpieza, higiene y salud que debían seguirse diariamente en el espacio doméstico.
+Sólo en la primera década del siglo XX, los manuales de higiene promulgan la necesidad del baño diario. Un manual de higiene en 1907 debía explicar la necesidad del baño en los siguientes términos: «médicamente el baño desprende el sudor solidificado en la piel que muchas veces contiene gérmenes de enfermedades… Si no está limpia (la piel) se convierte en la morada de infinidad de animalitos muy molestos, llamados parásitos…»[203].
+La generalización de las teorías microbianas hicieron del baño diario una necesidad entre las clases acomodadas. En las casas de la gente pudiente, que contaban con servicio de acueducto, y donde el clima lo permitía, se construyeron hermosas albercas, más popularmente conocidas como «baños de inmersión». Estos se construían al aire libre, en el patio, en medio de la tranquilidad y la belleza de enredaderas y rosales. El enriquecimiento y refinamiento de la élite fue convirtiendo estos baños en lugares lujosos:
+Cascadas artísticas de pedruscos abruptos, sembrados de helechos y parásitas, recipientes enormes de formas primorosas, mosaicos y lazos norteamericanos, grifos y perchones niquelados… revestimientos por suelos y paredes; tocadores de mármol auténtico, columnatas, máscaras y relieves[204].
+Los excusados, «el cuartico» o sanitarios, eran bien precarios hasta entrados los años 1930. Sin mayores nociones de higiene, eran construidos casi inmediatamente después de la cocina, y la bacinilla continuaba siendo un artículo de uso común en las habitaciones de las casas. La letrina o excusado generalmente consistía en una «franja profunda, forrada con adobe quemado y tapada con un cajón de madera que tiene uno o más huecos. Por la zanja corre una pequeña cantidad de agua, insuficiente para arrastrar los excrementos sólidos, y la atmósfera de ella está en ancha comunicación con las habitaciones». Este tipo de letrina no sólo se utilizaba en las casas, sino también en los edificios públicos y en los colegios… «todavía más: algunos caseros tienen la bárbara costumbre de construir excusados en seco, que no limpian casi nunca»[205]. La introducción de la plomería, de los aparatos sanitarios y el uso del papel higiénico en las casas de las élites en la década de los treinta, le darían una apariencia completamente distinta al sanitario.
+Otro de los cambios importantes que afectaría la vida doméstica y sus hábitos fue el reclamo insistente de la medicina por asignarle un lugar importante al cuerpo. La dicotomía entre cuerpo y alma, tan fuertemente inculcada por la religión católica, sometía el cuerpo al silencio y ostracismo, asociándolo siempre con bajos y pecaminosos instintos. La manera de resolver esta división entre cuerpo y alma fue convirtiendo la salud física en un asunto moral. El cuidado adecuado del cuerpo se concibió, entonces, como una contribución al robustecimiento del alma. La higiene, la urbanidad y la moral se convierten un una tríada necesaria para mejorar la vida.
+La reivindicación del cuerpo desde el discurso médico permitió que aquel, silenciado durante el siglo XIX, pudiera nombrarse de manera abierta, desde sus funciones médicas y científicas. Incluso la sexualidad sometida y acallada por la moral católica, pudo ser ahora invocada desde el lenguaje médico y científico como «instinto genésico».
+La importancia que adquirió el tema del cuerpo hizo que el mundo moral y psicológico del individuo estuviera sujeto a las funciones del mismo. Se mantenía una atención permanente al desenvolvimiento de las funciones orgánicas y de su repercusión sobre lo mental y lo moral. La digestión definía muchos comportamientos y actitudes, y su importancia sobre la vida del hombre fue resaltada constantemente. A partir de los años 30 las glándulas endocrinas, «esencia de la vida del hombre», se convertirán en la explicación de todos los desarreglos morales y emocionales.
+La vida doméstica también fue influida por este interés por el cuerpo y en particular por la digestión. Se tenía especial cuidado en la preparación y el consumo de los alimentos, a las temperaturas en que se tomaban y las horas de alimentación, tanto para niños como para los adultos, y convirtieron estos horarios en tiempos rígidos y sagrados. Se acostumbró caminar, no sólo para hacer ejercicio y conservarse sano, sino también para mejorar los procesos digestivos. La gimnasia o calistenia, como se le llamaba, se convirtió en una disciplina necesaria tanto en los hogares como en los planteles educativos. No sólo se recomendaban la gimnasia para el sexo masculino, sino que, aun con la prohibición de la Iglesia, la recomendaban especialmente para las mujeres. Se debía además tener especial cuidado con la lluvia, el sol, los cambios de temperatura, la altitud y las corrientes de aire; estas últimas llegaron a convertirse en objeto de una verdadera fobia. Prevalecerá un neohipocratismo vulgar que hará que la vida cotidiana de la gente se vea atravesada por todo este tipo de preocupaciones. Las caminadas, las «temporadas» en la montaña, los veraneos, los baños de mar y, sobre todo, el aire, aire puro, se convertirán en ritos necesarios para conservar una vida sana. La higiene y la limpieza se introdujeron en las casas y se volvió parte indispensable de la rutina diaria.
+[183] Catalina Reyes es historiadora, magíster en Historia, profesora del Departamento de Historia. Universidad Nacional, seccional Medellín.
+[184] Lina Marcela González es historiadora, Universidad Nacional. Investigadora Proyecto Colciencias: «Poder y cultura en el occidente colombiano».
+[185] Rueda, Jose Olinto, «Historia de la población en Colombia: 1880-2000», Nueva Historia de Colombia, tomo 5, Bogotá: Planeta Editores, 1989, pág 362.
+[186] Fundación Misión Colombia, 1988, Historia de Bogotá, tomo 2, Bogotá: Villegas Editores, pág 74.
+[187] Díaz Castro, Eugenio, 1985, Novelas y cuadros de costumbres, Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura, tomo 2, Bogotá: Procultura, pág. 115.
+[189] Kastos, Emiro, 1885, Artículos escogidos. Londres, nueva edición, aumentada y corregida por Juan M Fonnegra.
+[193] Barrera, Francisco O., 1973, «El mercado», en Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes, vol. 49, tomo 4, pág. 7, Biblioteca El Mosaico, Bogotá: Banco Popular.
+[194] Groot, José Manuel, «La tienda de Don Antuco», en Museo de cuadros y costumbres, variedades y viajes, vol. 46, tomo I, pág. 35.
+[195] Sánchez Cabra, Efraín, 1987, Ramón Torres Méndez, pintor de la Nueva Granada. 1809-1885, Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, pág. 140.
+[197] Saffray, Charles, 1948, Viaje a Nueva Granada, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, pág. 28.
+[198] Ortiz T., Juan B., «Una tertulia casera», Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes, vol. 47, tomo 2, pág. 349.
+BEATRIZ CASTRO CARVAJAL
+LAS CIUDADES DEL SIGLO XIX tenían un transcurrir pausado y tranquilo. Este transcurrir calmado se veía alterado durante la semana por el día de mercado y por la misa sagrada del domingo. Esporádicamente lo agitaban las celebraciones públicas. O las guerras civiles, los levantamientos y las protestas interrumpían violentamente la rutina cotidiana. Esta aparente placidez de los centros urbanos se vio progresivamente alterada por los diferentes y nuevos eventos que fueron cambiando lentamente el ritmo de la vida diaria. El desarrollo económico del país se reflejó más en el progreso físico de las ciudades, pero junto con la compleja dinámica social propiciaron una vida más activa y complicada como respuesta al proceso de modernización. Las formas de vida cambiaron pausadamente a principios del siglo XIX y más apresuradamente a sus finales y a principios del XX.
+De un modo general, en América Latina las ciudades mayores parecen haber sufrido una disminución relativa de población entre mediados del siglo XVIII y mediados del siglo XIX[206]. Después de 1850 se observan ejemplos de urbanización asosociados con el desarrollo de las actividades comerciales, bancarias, de exportación y de industria incipiente en las ciudades. Abiertas a las influencias extranjeras, las ciudades empezaron a transformarse cuando se estabilizaron en alguna medida los procesos sociales y políticos y comenzó a crecer la riqueza.
+Los cambios en las ciudades pequeñas fueron casi imperceptibles, ni físicos, ni demográficos, ni sociales, ya que no aparecen con fuerza las clases medias, ni las «ricas». En las más grandes, la tendencia fue la de intentar desvanecer el pasado colonial para instaurar las formas de vida modernas[207].
+Nuestro territorio para esta época era un país rural. En 1870 tenía 2.700.000 habitantes y 35 años después había 4.100.000, de los cuales solo el 10 % vivían en las capitales. No obstante, Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Bucaramanga empezaban a consolidarse como los mayores centros poblacionales. Fue allí donde se dibujaron claramente los cambios de vida.
+Las ciudades empezaban a dar pasos importantes en su dinámica; crecía con vigor la actividad económica, especialmente el comercio se consolidaba, las decisiones políticas influían en su vida y en el resto de la población.
+El crecimiento demográfico nos da una pauta del liderazgo que van adquiriendo ciertos centros urbanos en las regiones. La mayor dinámica se da durante la segunda mitad del siglo XIX y se acelera en el presente siglo. Las ciudades que tuvieron un mayor crecimiento fueron Bogotá, Medellín y Barranquilla. Seguidas por Cali, que tuvo un crecimiento más reposado y Bucaramanga, aun más pausado. La consolidación de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Bucaramanga desplazó a los centros urbanos coloniales tradicionales como Tunja, Santafé de Antioquia, Popayán, Cartagena, Santa Marta, Girón, Socorro y San Gil, que habían tenido alguna dinámica regional en épocas anteriores.
+Bogotá multiplicó por cinco su población entre 1801 y 1905[208]. Medellín tuvo el crecimiento más acelerado, multiplicó por ocho su población en sesenta años. La población de Barranquilla creció cuatro veces entre 1870 y 1912 y se triplicó entre 1912 y 1928[209]. Cali multiplicó por cuatro su población durante el siglo XIX[210]. Bucaramanga duplicó sus habitantes en la segunda mitad del siglo XIX. En 1918 Bogotá tenía 143.994 habitantes, Medellín 79.146, Barranquilla 64.543, Cali 45.525 y Bucaramanga 24.919[211].
+El crecimiento acelerado de la población en los centros urbanos trajo problemas en la estructura física y social.
+El mejoramiento del agua y la generación de la energía eléctrica se convirtieron en las necesidades para resolver en todas las ciudades. Luego seguirían obras como la plaza de mercado, el adoquinamiento de las calles y la búsqueda de alternativas de transporte.
+El consumo de agua implicaba obras de acueducto y alcantarillado. Tradicionalmente el agua se recogía en ánforas de las pilas ubicadas en distintas partes de la ciudad para el consumo y la cocina; y los ríos se utilizaban para el baño semanal y el lavado de la ropa. Las aguas negras circulaban por la parte central de las calles o iban a dar a los ríos. El problema se agravó cuando la demanda de agua aumentó, al darse el crecimiento demográfico; y el manejo de las aguas negras se complicó por la presencia frecuente de enfermedades y epidemias. Las ciudades fueron encontrando paulatinamente soluciones a este problema a finales del siglo XIX y comienzos del XX. El desorden administrativo municipal de la nueva república y la inestabilidad política dificultaron la tarea de llevar a cabo obras reales para el manejo del agua.
+El intento para darle solución al abastecimiento de agua de Bogotá se realizó a través de una empresa privada en 1886, que se responsabilizó de crear un acueducto que condujera el agua por tubos de hierro. En 1898, una minoría solvente disfrutaba del abastecimiento de agua por un sistema que garantizaba limpieza y economía en el consumo. Sin embargo, las modalidades tradicionales de recoger agua continuaban siendo dominantes. La compañía creció gradualmente con un relativo buen servicio, pero entró en conflicto con la administración municipal. Después de discusiones y acuerdos se creó la Compañía de Acueducto Municipal de Bogotá en 1914, que cubría al 25 % de la población. Para 1930 seis de cada cien habitantes tenían acceso al servicio de agua domiciliaria. En cuanto al alcantarillado, a finales de 1924 el municipio celebró un contrato con la empresa norteamericana Ulen Company para su construcción. Para 1927 el alcantarillado cubría el 40 % de la ciudad[212].
+Igualmente, en Medellín la construcción del acueducto y alcantarillado fue primero, en 1890, iniciativa privada y pasó en 1920 a la Empresa Pública Municipal. En esta ciudad la Sociedad de Mejoras Públicas, que fue creada en 1899, tuvo un liderazgo fundamental para guiar la infraestructura[213]. En las dos ciudades que tuvieron el crecimiento más acelerado, Bogotá y Medellín, fue el sector privado el que lideró esta responsabilidad. En Cali, por su parte, fue la administración municipal la que se hizo cargo, al construir un nuevo acueducto en 1870 y al legislar sobre la limpieza de la ciudad. Para 1930, en Barranquilla se inauguró el nuevo acueducto y se inició la pavimentación de las calles.
+En las noches las ciudades estaban acostumbradas a que la luna guiara los pasos de sus ciudadanos. El alumbrado público en las ciudades de nuestro territorio consistía en faroles con velas de cebo en sitios estratégicos. A mediados del siglo XIX se cambiaron por faroles de petróleo, y poco más tarde fueron reemplazados por gas. La comida se cocinaba con leña; para la segunda mitad del siglo XIX el consumo de carbón aumentó, debido al agotamiento de la leña cerca a las ciudades.
+A Bogotá llegó en 1890 la luz eléctrica, para alumbrar las principales calles de la ciudad. Barranquilla dispone de luz eléctrica desde 1891, Medellín desde 1898 y en Cali, en 1910, se inauguró la primera planta eléctrica. En todas las ciudades el inicio de la generación de energía fue iniciativa privada. El traslado de las innovaciones técnicas fue casi instantáneo de Europa a América Latina.
+En Bucaramanga, por ejemplo, en 1867 el señor Bretón estableció el alumbrado de petróleo en la calle del Comercio y en la iglesia. En 1887 constituyeron una sociedad con el propósito de establecer en la capital el alumbrado eléctrico. En efecto, «el 30 de agosto de 1891, a las siete y media de la noche, cuando todos los habitantes estaban a la expectativa, de repente y en un mismo instante, treinta focos de mil quinientas bujías, repartidos en las principales calles, arrojaron una espléndida luz que iluminó la ciudad. Las campanas de la iglesia se echaron a vuelo, un sinnúmero de cohetes resonaron en todos los barrios y las bandas de música salieron a recorrer las calles»[214]. En Cali la gran preocupación para la inauguración de la planta fue hacerla bendecir por el arzobispo, pues existía «la conseja de que la electricidad era obra del diablo»[215].
+Los adelantos técnicos traían consigo temores y regocijos. Pero lo cierto es que la modernización de los servicios de agua y luz cambió algunas actividades cotidianas. El mundo cotidiano femenino se volvió más privado, paulatinamente se empezaron a desarrollar las actividades dentro de la casa. Se cambió la costumbre diaria de recoger el agua en las pilas, para recibirla en su propia casa, el baño semanal en los ríos desaparece por el baño en casa, la compra o recogida de la leña para cocinar cambian por la energía en casa. En otras palabras, estos adelantos facilitaron las labores, dieron comodidad y ante todo limpieza. Así, el mundo cotidiano de la familia era cada vez más íntimo, las puertas fueron adquiriendo la función de separador entre lo privado y lo público.
+Paradójicamente, hubo actividades públicas que progresivamente fueron aumentando, sobre todo las diversiones nocturnas. La modernización se dio a finales del siglo XIX por iniciativa generalmente de la élite que empezaba a ascender económicamente. El aburguesamiento de las costumbres en las clases altas estuvo acompañado por la introducción de elementos modernos en la estructura física de la ciudad.
+El mejoramiento de los servicios, especialmente el del agua, iba a la par con las solicitudes de los habitantes que imploraban por unas ciudades más limpias para evitar las enfermedades y sobre todo las epidemias.
+Las descripciones existentes de las ciudades siempre recalcan la suciedad. La lluvia, los gallinazos y los cerdos no sólo eran una parte del paisaje urbano sino también los más efectivos agentes de limpieza.
+«Bogotá es una ciudad que conoce poco el empleo de la escoba, y donde, naturalmente, domina el polvo. La lluvia lo barre a veces o lo torna en lodo fino. Y si a la lluvia sucede el sol, el lodo fino vuelve a convertirse en polvo sutil y envenenado que los coches levantan y el viento arrastra y lo echa sobre las cosas y los seres. Tan malo es el polvo y lleva gérmenes de virulencia tan grande, que cuando soplan las ráfagas, la gente se lleva el pañuelo a la boca y camina con medio rostro cubierto», comentaba el canciller boliviano Arguedas[216]. Sobre Cali encontramos quejas frecuentes de la ciudadanía en los periódicos de la región: «En Cali es pésimo el estado actual de la salubridad pública, debido en su mayor parte al desaseo y al casi completo abandono en que se halla la ciudad»[217].
+Las enfermedades que más golpearon a la población fueron las epidemias de viruela, sarampión, tos ferina, disentería y gripe.
+Por ejemplo, en 1857 hubo una epidemia de disentería en Cali; inmediatamente el Concejo de la ciudad ordenó limpiar todas las calles, plazas y drenajes, prohibió matar marranos en las calles y vender pescado y distribuyó drogas gratis en los barrios más pobres de la ciudad. En Bucaramanga se recuerdan las epidemias de viruela de 1858 y 1881; en Medellín la de viruela de 1917. Pero uno de los más impresionantes episodios fue la epidemia de gripe en Bogotá en 1918, en la cual se enfermaron unos 40.000 habitantes y murieron más 1.100 personas en semana y media, copando todos los recursos hospitalarios.
+A principios de siglo en Bogotá se creó la Oficina de Higiene y Salubridad. En Medellín la Sociedad de Mejoras Públicas se creó con el mismo propósito y en Cali, en 1887, se estableció la Sociedad de Medicina del Cauca.
+Con motivo de las calamidades, como las epidemias, se hacían rogativas y se sacaban en procesión las imágenes de la patrona del lugar. En Bucaramanga la imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá se llevó en procesión por las principales calles de la ciudad para amparar a sus habitantes de la epidemia de viruela.
+En último término, era lo divino lo que protegía a la población de los desastres naturales, del desorden administrativo y de la escasez de recursos. Lo divino adquiría expresión concreta para todos los pobladores a través de las romerías y procesiones.
+El problema de la pobreza fue un asunto que todas las ciudades colombianas tuvieron que afrontar. La pobreza como fenómeno social se hizo presente con la aparición de las formaciones urbanas y el crecimiento acelerado de población que se generó en determinados momentos. De esta manera, la presencia de los pobres no era una espantosa realidad, ni la expresión de atraso, sino una expresión social de las ciudades. Para nuestras ciudades este problema se agravó en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la dinámica de crecimiento de la población se aceleró. Las descripciones sobre pobreza se encuentran para todas las ciudades, tanto de parte de viajeros extranjeros como de nuestros propios compatriotas.
+La impresión del boliviano Alcides Arguedas en 1929 de nuestro pueblo fue:
+El pueblo es pobre, sufre y tiene hambre. Basta darse un paseo por los barrios excéntricos para ver en ellos que la miseria hace estragos. Basta ver a la gente para saber que come mal y poco, que vive en tugurios infectos y entre harapos; que jamás se da el lujo del baño con agua limpia. Las gentes del pueblo, en su mayoría, no gastan calzado. Van o con alpargatas, o con los pies desnudos… los mendigos abundan[218].
+Sobre Bogotá las descripciones son numerosas, tal vez la más completa es la de Miguel Samper, porque presenta la complejidad del problema; los describe, muestra los distintos tipos de pobres y señala el desorden social que producen:
+Los mendigos llenan las calles y plazas, exhibiendo no sólo desamparo, sino insolencia que debe dar mucho en qué pensar, pues la limosna se exige y, quien la rehúse, queda expuesto a insultos que nadie piensa refrenar… Pero no todos los mendigos se exhiben en las calles. El mayor número de los pobres de la ciudad, que conocemos con el nombre de vergonzantes, ocultan su miseria, se encierran con sus hijos en sus habitaciones desmanteladas, y sufren en ellas los horrores del hambre y la desnudez… Las calles y plazas de la ciudad están infestas por rateros, ebrios, lazarillos, holgazanes y aun locos… La noche pone exclusivamente a la disposición del crimen o del vicio todo cuanto hay de sagrado [219].
+Se buscaron soluciones a este problema que afectó a todas las ciudades. La debilidad de las administraciones municipales, sumada al ir y venir de la política decimonónica, hizo difícil su manejo. Tradicionalmente la Iglesia había jugado un papel importante en atender a los desvalidos, huérfanos y viudas a través de diferentes instituciones, como por ejemplo las cofradías. Sin embargo, para mediados del siglo XIX, el problema se había agudizado y las reformas liberales habían destituido a la Iglesia de la mayoría de sus responsabilidades. Las administraciones municipales quedaron como responsables de las instituciones que atendían salud, educación y a la población desvalida. Fue una tarea difícil, pues no tenían experiencia en el manejo administrativo y aun más grave, no tenían los fondos para cubrir los gastos de funcionamiento. Intentaron transformar algunas instituciones, tradicionalmente de caridad, por institutos de beneficencia, para darle un sentido más laico. Sin embargo, los intentos fueron inútiles. Fueron las instituciones promovidas por ciudadanos en asocio con algunas instituciones religiosas las que tuvieron más éxito. Con la Constitución de 1886, promovida por el movimiento regenerador, se le volvió a dar la responsabilidad de la asistencia social a la Iglesia. Así, se retornó al concepto de caridad, que estaba acorde con la ayuda que la élite quería brindar y reforzó el orden social.
+La caridad, entonces, se estableció como instrumento de perfeccionamiento espiritual y se canalizó a través de instituciones como hospitales, hospicios, orfanatos y escuelas.
+Los ejemplos son numerosos para todas las ciudades. La Sociedad de San Vicente de Paúl fue la que más sobresalió y la de mayor cobertura a nivel nacional, junto con las Hermanas de la Caridad, que generalmente se encargaron de la atención del hospital de caridad de cada ciudad.
+La Sociedad de San Vicente de Paúl fue fundada en Bogotá en 1857 con el objetivo de atender la miseria física y moral. Se creó una comisión encargada de recolectar limosnas y designar comisiones para la enseñanza de la doctrina cristiana a los pobres del hospital y a los presos. Gradualmente fueron ampliando sus sedes y sus actividades, haciéndose presente, al menos, en los centros urbanos más importantes de nuestro país.
+El ejemplo de la Casa de Refugio de Bogotá, para 1830, nos da un cuadro de la forma en que guiaron la cotidianidad estas instituciones para lograr sus objetivos. Recibía niños expósitos por intermedio de la mayordoma de las mujeres, eran bautizados por el capellán y se les ponía un ama de cría hasta los tres años, y a los seis se pasaban al respectivo departamento.
+Sus días transcurrían levantándose a las cinco y media para estar listos a las seis y media para pasar a la Iglesia, donde el capellán les diría la misa y el mayordomo les encabezaría el rosario. Luego irían a desayunar con un pocillo de chocolate de harina o café de panela y tres onzas de pan. A las ocho y media pasarían a la escuela a laborar en una ocupación hasta las diez y media, cuando almorzarían con cuatro onzas de pan, cuatro de carne de vaca o cordero, dos de arroz o tres de maíz en mazamorra, seis de papa y una jícara de café o chocolate. Descansarían hasta las once y media, cuando pasarían nuevamente a laborar hasta las cuatro para comer cuatro onzas de pan, seis de carne, dos de arroz o tres de maíz, ocho de papa, y cuatro de panela, alfandoque o miel. A las cinco de la tarde sus trabajos serían revisados y corregidos, a las siete deberían asistir a la Iglesia para oír algunas palabras del capellán y a las ocho estarían en los dormitorios. Los domingos y días festivos tendrían permiso de diversiones que les contribuyeran a ejercitarse[220].
+Finalmente, el objetivo de las instituciones de caridad era formar niños para el trabajo, que se desempeñaran en alguna labor, bajo un sistema de disciplina férrea y rutinaria, y niñas «limpias» dignas de formar un hogar.
+Y aunque los años pasaban y supuestamente las costumbres cambiaban, la cotidianidad del Patronato de Obreras de Fabricato en Medellín, a cargo de las Hermanas de la Presentación, en la década de 1930, no muestra transformaciones significativas. «Misa en las mañanas, rezo del rosario en las tardes antes de apagar la luz a las ocho de la noche. Las obreras tenían que salir directamente de la fábrica al patronato. Los domingos era dedicados al rezo, al estudio o la costura y ocasionalmente a actividades recreativas»[221]. El Patronato ofrecía ventajas apreciables, sobre todo para las mujeres campesinas que migraban: les brindaba garantías ante «los peligros» de la ciudad, les permitía ahorrar en alojamiento y comida y finalmente tenían una educación católica y de trabajo.
+Parece ser que las instituciones guiadas por órdenes religiosas mantuvieron por mucho tiempo sus propósitos. Sin que los cambios que se estaban dando en la sociedad las afectaran mucho, se convirtieron en símbolo de estabilidad y orden.
+Mirado desde otro ángulo, las obras de caridad y beneficencia amplían paulatinamente la vida privada restringida de las mujeres. La religión compensaba su rigidez, facilitándoles actividades fuera de sus casas, como la rutina de ir misa. Al salir podían tener encuentros con la aprobación de la comunidad y de la familia. Posteriormente, el trabajo en alguna obra benéfica, les permitía ampliar sus labores en otros espacios diferentes a la casa. Además, les ofrecía la posibilidad de realizar un tipo de socialización diferente. Lograban conversar con otras mujeres, relacionarse con los miembros de las comunidades religiosas y servir a los necesitados. Era una forma de ser útil en el ámbito público, ya que, de lo contrario, su misión estaba limitada al privado. Esta cotidianidad se acomodaba más a las mujeres pudientes, a las otras, el trabajo y sus obligaciones eran lo que les daba la pauta diaria.
+Había un sector de los pobres al cual las instituciones de caridad y beneficencia no atendían: los vagos, los ladrones y las prostitutas. Fue necesario establecer un orden público para controlar esta población indigente que ponía en peligro la seguridad de los ciudadanos y la protección de las tradiciones familiares. La modernización era fundamental, y se realizó a través de la transformación de la institución de la policía.
+En Bogotá se renovó la institución en la década de 1890 bajo la dirección de una delegación francesa. Se diseñó como un establecimiento público para el control de los indigentes y como apoyo, más que en contraposición, de las instituciones de caridad y beneficencia ya existentes.
+Según el Código de la Policía, lo que había que vigilar era a los vagos, definidos así:
+Son vagos los que se encuentran en algunos de los casos siguientes: los que, aun teniendo rentas o emolumentos de que subsistir, se entreguen a la ociosidad y cultiven relaciones más o menos frecuentes con personas viciosas y de malas costumbres… Los hijos de familia o pupilos quienes sus padres o guardadores no pueden o no quieren sujetar y educar debidamente, y que, o se entregan a la ociosidad o aunque ocupen útilmente el tiempo, causen frecuentes escándalos por su insubordinación a la autoridad o al guardador, o por sus malas costumbres[222].
+Según el censo de 1870, por ejemplo, se reportan 550 vagos hombres en el Estado del Cauca.
+Para afrontar el problema de la prostitución en Bogotá la policía elaboró un censo en 1929, en el que se registran 4.000 prostitutas. El censo tenía por objetivo saber su número real y sus domicilios. El viajero Friedrich von Schenck compara y resalta el fenómeno de la prostitución de Bogotá y Medellín en 1880: «la prostitución que se efectúa en las calles de Bogotá, sin temor ni castigo de grandes orgías, que tiene víctimas no sólo entre las clases bajas, aquí en Medellín todavía rehúsa la luz del día, y se esconde en las cuevas apartadas de los barrios mal afamados de Guanteros y Chumbimbo»[223]. Sin embargo, hacia 1920, había por lo menos cuatro zonas de prostitución en Medellín. Las mujeres trabajaban por cuenta propia buscando clientes en los cafés o paradas en las puertas de los hoteles. La mayoría de las mujeres vivían juntas en casas con amplios cuartos bien amoblados. Los hombres entraban por la puerta delantera y encontraban un salón grande para conocerse y bailar, amoblado de sofás y un mostrador para la bebida. Los cuartos estaban en la parte de atrás. «La vida en estas casas era de goce y risa. Muchas de ellas hacían fiestas que parodiaban las de la sociedad de la clase alta»[224].
+El objetivo de la policía era amplio y consistía en garantizar una vida tranquila y segura en la ciudad. Esto implicaba velar por la limpieza, evitar disturbios de cualquier índole y controlar la población que pudiera cambiar el orden ciudadano.
+Se podría pensar que paulatinamente lo público, entendido como el conjunto de cosas relacionadas con el Estado o con el servicio del Estado, se fue convirtiendo en algo cada vez más claramente desprivatizado. La construcción de las formas modernas del Estado no sólo permitió delimitar, por diferencia, lo que en adelante ya no pertenecería al ámbito público, sino que, en mayor medida, supuso la garantía y la salvaguarda de lo privado.
+El día de mercado era tal vez el día más agitado de la semana durante el siglo XIX y principios del siglo XX. Era un evento similar al de épocas coloniales según lo describen los viajeros.
+Para el día de mercado los campesinos, especialmente mujeres, venían a pie cargados con las cosas que vendían. Lo que se vendía en el mercado, Isaac Holton, viajero norteamericano, logró sintetizarlo en un poema:
+Papas, tinajas, peces, alpargates,
+sal, cuentas, ocas, cueros, alfandoques,
+piscos, marranos, oro en polvo, fresas,
+loza y brevas.
+Huevos, cabuya, plátanos, zarazas,
+múcuras, patos, pifias, carne, esteras,
+tunas, naranjas, azafrán, fríjoles,
+Miguel Cané, viajero argentino, llegó a Bogotá el día de mercado, o sea, el día en que los indígenas agricultores de la sabana, de la tierra caliente y de los pequeños valles llegaban a la montaña, y lo describe como algo imborrable de su memoria:
+Acababa de cruzar la plazuela de San Victorino, en el centro, una fuente tosca, arrojando el agua por numerosos conductos colocados circularmente. Sobre su grada, una gran cantidad de mujeres de pueblo, armadas de una caña hueca, en cuya punta había un trozo de cuerno que ajustaba el pico del agua que corría por el caño así formado, siendo recogida en un ánfora tosca de tierra cocida. Todas esas mujeres tenían el tipo indio marcado en la fisonomía; su traje era una camisa, dejando libre el tostado seno y los brazos y una saya de un paño burdo y oscuro. En la cabeza un pequeño sombrero de paja; todas descalzas. Los indios que impedían el tránsito del carruaje, tal era su número, presentaban el mismo aspecto. Mirar a uno es mirar a todos. El eterno sombrero de paja, el poncho corto, hasta la cintura, pantalones anchos, a media pierna y descalzos. Una inmensa cantidad de pequeños burros cargados de frutas y legumbres, y una atmósfera pesada y de equívoco perfume[226].
+Después del día de mercado, señala Holton, en las chicherías se ven escenas tristes y a veces repugnantes. Las chicherías eran el sitio donde confluían los campesinos al final del día para comprar algunas cosas para llevarse, refrescarse con la ancestral bebida y algunos para quedarse a descansar.
+Lo que va a cambiar a finales del siglo XIX es el espacio donde se instalaba el mercado, que tradicionalmente había sido en la plaza. Las plazas en todas las ciudades grandes se remodelaron, se convirtieron en espacios convencionales y más distantes, con la construcción de verjas en hierro alrededor para demarcarlas. Era el signo del triunfo de la República. La plaza de mercado se levantó aparte, era un nuevo espacio; generalmente se ubicó en una de las salidas de las ciudades. Así, la plaza perdió su carácter monopolizador de centro vital. Las ciudades crecieron y otros centros de animación comenzaron a ser lugares de mayor concurrencia, parques, paseos o la calle comercial. Cambió la rutina cotidiana de encontrarse en la plaza, por la de frecuentar estos nuevos espacios[227].
+Una de las primeras impresiones que se grabaron en la memoria del boliviano Arguedas en su visita de 1929 fue: «Entretanto, yo voy encontrando en Colombia cosas que no pensaba ver. Por lo pronto, ebrios». E incluye en su libro una estadística de consumo de licor del primer trimestre de 1929 en Bogotá, publicada por el periódico El Fígaro: «Se han bebido 72.000 botellas de aguardiente, 500 botellas de misteles, 780 botellas de crema, 496 botellas de brandy nacional, cerca de 10.000 botellas de rones y whisky y más de 7 millones de litros de chicha». Más adelante aclara: «El pueblo bebe chicha y aguardiente; las gentes de la sociedad whisky, brandy y champaña»[228]. El licor era consumido por todos para la diversión en general y parece que se utilizaba en exceso según lo señala nuestro canciller boliviano.
+Sin embargo, para principios del siglo XX, las chicherías se volvieron un problema de higiene y salubridad según la administración municipal de Bogotá, y también uno de orden social. Las chicherías, además de ser un sitio de fabricación y expendio de la chicha, eran también el sitio de reunión de las clases populares, donde se reproducía una especie de submundo pagano de la ciudad.
+Los intentos para controlar la producción y consumo de la chicha se remontan a la época colonial. A principios de este siglo, según una visita realizada por la Dirección de Higiene y Salubridad en 1909, se encontraron 45 chicherías. Para 1913, mientras las cervecerías Bavaria y Germania producían cinco mil litros diarios de una bebida tonificante y saludable, las chicherías sumadas producían treinta y cinco mil[229]. De manera que el problema continuaba y se agudizaba. Por un lado, los problemas de higiene en la producción de la chicha y de suciedad de las chicherías y sus alrededores, ya que no tenían baños y los espacios eran tan reducidos que la gente se aglomeraba en las calles; por otro, eran sitios de reunión fuera del control de la sociedad, donde se daban partidas de juegos prohibidos, se organizaban conspiraciones políticas y se aventuraban relaciones no permitidas.
+El control de las chicherías se logró sólo en la década de los cuarenta, con progresivas resoluciones de la administración municipal, reemplazando esta bebida por la cerveza, cuya producción se podía controlar y con la creación de nuevos espacios para regular el submundo de las chicherías.
+Los nuevos espacios urbanos y las nuevas formas de esparcimiento iban a la par con nuevas rutinas de socialización que se estaban gestando. En la medida en que lo privado cada vez se restringía a la familia, paradójicamente fueron apareciendo otras formas de convivencia elegidas socialmente.
+En la segunda mitad del siglo XIX surgieron paulatinamente nuevos espacios de diversión en las ciudades, como los cafés y los bares, algunos de los cuales se convertirían en clubes posteriormente. El más excéntrico que se inauguró, fue la Casa de Tívoli, a finales de la década de 1850 en Bucaramanga, por iniciativa de los inmigrantes alemanes establecidos en la ciudad. Consistía en un gran salón con dos juegos de bolos, sala de billar, cantina, jardines y un patio de dos trapecios. Era concurrido por las tardes y en las noches por caballeros. Sin embargo, su vida fue corta, por considerarlo la ciudadanía demasiado extravagante[230].
+Para 1873, en la misma ciudad se fundó el Club de Soto. Tenía gabinete de lectura, billar, servicio de comedor y cantina. Su objetivo era reunir a los caballeros para estrechar relaciones sociales y comerciales. Después de la guerra de 1876 pasó a ser el Club del Comercio. En 1888 aparece el Club Barranquilla, en 1894 el Club Unión en Medellín y el Jockey Club en Bogotá y en 1920 el Club Colombia en Cali.
+La mayoría de las historias de las fundaciones definitivas de los clubes tiene como antecesores otros clubes y otros espacios que van desapareciendo o se van asociando. Por ejemplo, en Medellín, desde 1880 existían varios clubes pequeños, la mayoría formados por diez y veinte hombres que se reunían con regularidad y de vez en cuando hacían un baile. Otros, como el Club del Comercio, eran sitios para hombres de negocios. Algunos también fomentaban las actividades culturales, como exposiciones de pintores. A finales de la década de 1890, el Club Tándem, que tuvo vida hasta 1905, resultó de la unión de los clubes Brelán, Palito y Fígaro. Pero, más importante, fue la formación del Club Unión por miembros de los clubes Mata de Moras, Boston y Belchite. Para 1912 este brindaba servicios de baños, barbería, piscina y restaurante de lujo. Era frecuentado por hombres, las mujeres iban únicamente a bailes ocasionales o recepciones matrimoniales. En los años veinte empezó a convertirse más y más en un sitio de reunión para mujeres, que iban a tomar el té y a jugar al bridge. En las noches era escenario de los bailes y fiestas más elegantes. En 1924 se fundó el Club Campestre con una orientación diferente, este introdujo nuevos deportes como el golf, el tenis y el basquetbol[231].
+Para mediados del siglo XIX era común que los viajeros llegaran a posadas, o, simplemente, alquilaban una pieza y comían en la calle en una fonda. Eventualmente se podía contratar una cocinera, pero era necesario hacerle el mercado. Con posterioridad, los clubes brindaron alojamiento. Miguel Cané, viajero argentino, llega a una pieza en el Jockey Club en Bogotá en 1882. La misma función cumplía, en sus inicios, el Club Colombia en Cali.
+Es así como los hoteles son espacios de este siglo: en la década de 1920 se abre el Hotel Prado de Barranquilla, en 1929, en Bogotá, el Hotel Ritz y el Hotel del Pacífico y en Cali, en 1930, el Hotel Alférez Real.
+Los hoteles eran un sitio de socialización principalmente masculina, para relacionarse sobre todo con el foráneo y con el extranjero, que cada vez arribaban en mayor número a las ciudades para buscar, empezar o consolidar nuevos negocios.
+Los clubes se fundaron por la influencia europea. El club fue, en sus inicios, una asociación libre de toda imposición y sin otro objetivo que sí mismo; optaba por ignorar los vínculos con la familia y estableció un nuevo modelo de socialización. No había secreto, ni iniciación, ni programa. El único compromiso era la adhesión a un simple código de conducta, idéntico para todos los miembros, que no imponía ninguna relación preferente con ninguno de ellos. Sin embargo, llevaba una marca de origen: la exclusividad masculina[232]. A través de ellos se crearon nuevas formas de encuentro y de relaciones, de manera exclusiva, entre la élite en cada ciudad. Primero, los miembros fueron exclusivamente hombres, para afianzar la vida pública varonil que paulatinamente se venía ampliando con los desarrollos urbanos. Posteriormente, se abrió el mismo espacio a las mujeres, primero únicamente con la asistencia a las fiestas que los hombres determinaban; después se dio más libertad, y se establecieron algunas actividades sólo femeninas dentro del club; más tarde, las actividades se empezaron a mezclar entre hombres y mujeres, adultos y niños, con la introducción de los deportes. Fue y sigue siendo, un espacio para la socialización.
+De esta manera se dio paso a una sociabilidad más abierta, libre en la adhesión de individuos y al margen del control estatal. Antes había predominado una sociabilidad más cerrada y vinculada a la actividad política, como en las logias masónicas, seguidas por las sociedades democráticas o sociedades católicas, en las cuales el «secreto» era la premisa para ingresar a dicho ámbito.
+Las descripciones de las ciudades del siglo XIX son más bien nostálgicas y resaltan los pocos espectáculos que se ofrecían: patios de escuelas y casas particulares, salones y solares se acondicionaban cuando algún acróbata, prestidigitador, circo, teatro u ópera llegaba ocasionalmente a la ciudad.
+Las funciones de teatro se daban esporádicamente. En Bogotá, en 1885, se expropió el Teatro Ramírez o Coliseo, que había sido inaugurado en 1793, para construir el Teatro Nacional que se inaugura en 1892 con el nombre de Teatro Colón. La actividad teatral en la capital se inició a finales del siglo XVIII con épocas pródigas y épocas de silencio. El fin que tenía esta actividad era brindar diversión sana a las gentes y alejarlas del licor y otros vicios[233].
+En Medellín, la primera función teatral se presentó en 1831, en el colegio de Antioquia. En 1836 un distinguido grupo de ciudadanos terminó de construir el teatro municipal, conocido como el Teatro Gallera y que en 1917 se convertiría en el Teatro Bolívar[234]. En Cali el Teatro Municipal se inauguró en 1927, también por el impulso de distinguidos ciudadanos. Desde finales de la colonia existía el Teatro Borrero, que fue destruido por un incendio. Hasta 1840 Bucaramanga no había merecido el honor de ser visitada por ninguna compañía dramática; fue en ese año cuando llegó la primera, que era española, dirigida por don Tomás Berenguer.
+Sin embargo, era una actividad a la que sólo asistía un grupo de la élite. Paulatinamente, otras diversiones se fueron convirtiendo en los signos más típicos de la transformación de las ciudades, en cuanto revelaban la presencia de unas clases populares de fisonomía distinta a la tradicional.
+El cine fue de los que primero se hizo presente. Se inicia en Bogotá, en 1929, en el Salón Olimpia, ubicado en un barrio de gente modesta y en el Faenza, frecuentado por las clases sociales de distinción. Después, las salas de cine aparecieron en todas las ciudades: el teatro Junín en Medellín, el Garnica en Bucaramanga, el Olympia en Cali y el teatro Colombia en Barranquilla.
+Otros espectáculos tuvieron posteriormente un público más numeroso, como fueron y siguen siendo los deportes. Otros, más tradicionales, como las corridas de toros, mantuvieron y mantienen gran acogida.
+El culto religioso ordenaba las horas del día, los días de la semana y los meses. Lo divino regía los ritmos de la vida y cubría a todos los habitantes.
+La imagen del Sagrado Corazón de Jesús es el principal ornamento de un salón colombiano, y pocos y muy contados habrá en todo el país que no lo ostente en sitio de preferencia. La imagen del Sagrado Corazón en los salones, el escapulario y la medalla sobre el pecho de hombres y mujeres, el cirio en los altares, el cilicio y la penitencia en los claustros[235].
+El domingo, festivo, lo más importante era ir a la misa, después venía cualquier otra actividad. Las festividades religiosas eran las más importantes para celebrar e iban guiando el transcurrir del año: Cuaresma, el Corpus y la Navidad.
+Alrededor de las celebraciones religiosas había un submundo pagano, que en algunas ciudades llegó a legitimarse como celebración, por ejemplo el carnaval de Barranquilla. Paulatinamente el Estado fue introduciendo las conmemoraciones de los hechos significativos de la formación de la nueva República, haciendo una gran pompa, por ejemplo el Veinte de Julio. Sin embargo, las fiestas religiosas predominaban sobre las celebraciones cívicas, ya que finalmente conglomeraban el mayor número de habitantes de las ciudades, sin distinción de clase, género o etnia; aunque cada grupo sabía cuál lugar le correspondía en cada celebración.
+Como muestra, en 1930, para celebrar el Corpus Christi, en Bogotá se realizó una solemne procesión por las principales calles, bajo arcos de colores de flores y cadenas de papel multicolor. Los altares se alzaban en la plaza, y, en las calles de tránsito, se colgaron de balcón a balcón cadenas de papel y de flores, se adornaron con ramilletes las fachadas de las casas y aun de los edificios públicos, y la población se aglomeraba, densa y nutrida, en las bocacalles, las plazas y las veredas. El Corpus se celebraba con procesiones en la mayoría de los centros urbanos.
+Otro festejo importante eran los carnavales. Las carnestolendas eran las últimas fiestas antes de entrar a la Cuaresma, que se iniciaba el Miércoles de Ceniza. Era una ordenanza que el martes de carnestolendas se diera un baile de confianza, al que se invitaban muchas familias con el objeto de cantar, jugar y danzar alternativamente. La reunión debía iniciar a las ocho, a más tardar, y poco antes de la medianoche se llevaba a cabo «la quebrada de la olla», ceremonia que consistía en preparar un enorme tiesto con aguardiente y sal, que después se incendiaba y era llevado por los más humoristas a la mitad de la sala, para que los efectos de su luz ardiendo, se reflejara en las caras de los concurrentes y provocaran la risa general, mirándose unos a otros. Este baile era una especie de despedida que se daba a las diversiones. Estos carnavales se festejaban en todas las ciudades: «Desde Popayán hasta el cabo de Hornos»[236]. Cordovez Moure lo recuerda en Bogotá con gran precisión y lo que más resalta es la amplia participación de los habitantes, peregrinaciones «de gente del pueblo, especialmente de las sirvientas de la ciudad» y los considera «un tenebroso arrabal»[237]. Sin embargo, sólo el de Barranquilla ha trascendido hasta nuestros días.
+El carnaval de Barranquilla es una fiesta que surgió a mediados del siglo XIX. Se conjugaron en esta ciudad los carnavales rurales que ya desde finales del siglo XVIII se daban en Tamalameque, el Banco, Plato, Mompox, Magangué y Santa Marta. De allí llegaron las danzas del Torito y de los pájaros, entre otras. Lo único que logró temporalmente silenciar el carnaval fue la guerra de los Mil Días y desde 1903 se sigue celebrando «una fabulosa fauna carnavalesca, amén de las danzas, cumbiambas y comparsas nacidas de la febril fantasía de nuestros coreógrafos natos»[238]. Es una festividad que paraliza a toda la ciudad.
+Posteriormente sigue la Semana Santa, época de recogimiento. En la mayoría de los centros urbanos se celebraba con las procesiones en las que participaba toda la población de una u otra forma. Tal vez el rito más arraigado era la visita a los monumentos el Viernes Santo: la visita puntual de hombres y mujeres, con vestido de luto, a los diferentes santos en los distintos templos. El viajero inglés Hamilton lo describió con humor: «los santos de diferentes iglesias son muy sociables y se visitan entre sí»[239]. El Sábado Santo era un día de regocijo para cerrar con el Domingo de Pascua y su habitual misa ceremoniosa.
+Para anteceder a la Navidad se organizaban las novenas. En las nueve noches de la novena del Niño Dios había por las calles rosarios cantados, los muchachos preparaban faroles, se entonaban villancicos. El aguinaldo y la inocentada formaban parte del entretenimiento decembrino hasta llegar a la pascua navideña, que consiste en un momento de reunión familiar a excepción de la misa pascual.
+No obstante, las fiestas cívicas no se hicieron esperar. En 1880 Rafael Núñez celebró el grito de independencia con misa, discursos y coreando por primera vez el himno nacional[240]. La que se recuerda con un brillo excepcional fue el centenario del grito de la independencia: 20 de julio de 1910. Los festejos comenzaron desde el día 15, con diversidad de programas y certámenes.
+Es curioso anotar cómo los festejos tuvieron en realidad dos polos: uno distinguido y elegante que fue el mencionado Bosque de la Independencia, donde los cachacos concurrían de día a admirar las realizaciones del progreso; el otro era el sórdido barrio de Las Cruces, hacia donde se desplazaba más tarde en procura de diversión y regodeos menos confesables, que solían animarse con bebidas tan insalubres y explosivas como la chicha y la pita[241].
+En los años veinte los carnavales estudiantiles lograron un espacio propio para la expresión de la juventud. Las fotografías retratan la fogosidad de estos festines en Bogotá, Medellín y Cali. Se convirtió en un evento en que toda la ciudadanía se volcaba hacia las calles para ver las comparsas pasar y aplaudir a las reinas. Tal vez fue la semilla de los actuales reinados.
+Encontramos igualmente una concurrencia pródiga de los ciudadanos guardando las mismas estampas sociales. Las conmemoraciones lentamente cambian, pero más parsimoniosamente parecen cambiar las estructuras sociales.
+También las diversiones fueron cambiando paulatinamente en la medida en que fueron apareciendo nuevos espacios y nuevas formas de socialización. Las cantinas, bares y clubes permitieron entretenimientos como el billar, el juego de cartas, los salones de lectura y música y los bailes de gala. Los deportes ampliaron esta gama sustancialmente; el paseo en bicicleta, jugar tenis y polo. Ir a comer a los restaurantes de los hoteles y saborear una torta y un helado en los nuevos salones de té, pasear por los nuevos parques y por la calle comercial. Todos estos esparcimientos eran de la élite que trataba de introducir las costumbres de la burguesía europea.
+Algunas aficiones populares se afianzaron, como la pelea de gallos, en la misma medida que los gobiernos municipales tuvieron el control. En Cali, según el informe de la tesorería municipal de 1850, se puede constatar que, luego del impuesto por degüello de ganado, el más importante ingreso para la ciudad era la tributación de las galleras[242].
+Las nuevas formas de socialización, principalmente de la élite, fueron las que se establecieron y transformaron las formas de diversión. Los entretenimientos populares tendieron a mantenerse con mayor arraigo y cambiaron poco. De finales del siglo XIX a principios del XX es el periodo en el que se vislumbran las transformaciones de la vida cotidiana, especialmente para la élite.
+[206] Sin embargo, Bogotá, entre 1778 y 1880, sostuvo un crecimiento anual de 2,4 %. Vargas, Julián, 1990, La sociedad de Santafé colonial, Bogotá: CINEP.
+[207] Romero, José Luis, 1976, Latinoamérica, las ciudades y las ideas. México: Siglo XXI Editores.
+[208] Historia de Bogotá. Siglo XIX, tomo II, Fundación Misión Colombia, Bogotá: Villegas Editores, 1988.
+[209] Posada, Eduardo, 1987, Una invitación a la historia de Barranquilla, Cámara de Comercio de Barranquilla, Bogotá: CEREC.
+[211] Jaramillo, Samuel; Cuervo, Luis M., 1987, La configuración del espacio regional en Colombia, Bogotá: CEDE.
+[212] Vargas, Julián; Zambrano, Fabio, «Santa Fe y Bogotá: evolución histórica y servicios públicos. 1600-1957», Bogotá, 450 años. Retos y realidades. Bogotá: Ediciones Foro Nacional, Instituto Francés de Estudios Andinos, 1988.
+[213] Toro, Constanza, 1988, «Medellín: desarrollo urbano, 1880-1950», Historia de Antioquia, Suramericana.
+[214] García, Jose Joaquín, 1896, Crónicas de Bucaramanga por Arturo, Bogotá: Imprenta de Medardo Rivas.
+[220] Reglamento de la Casa de Refugio, instrucción y beneficencia de Bogotá, tomo 3795, Fondo Posada, Universidad Pedagógica de Tunja, 1830.
+[221] Arango, Luz Ángela, 1991, Mujer, religión e industria. Fabricato 1923-1982, Medellín: Editorial Universidad de Antioquia-Universidad Externado de Colombia.
+[224] Payne, Constantine Alexandre, 1986, «Crecimiento y cambio social en Medellín: 1900-1930», Estudios Sociales, vol. 1, n.º 1, Medellín: FAES.
+[225] Holton, Isaac F., 1981, La Nueva Granada: veinte meses en los Andes. 1857, Bogotá: Banco de la República.
+[226] Cané, Miguel, 1992, Notas de viaje sobre Venezuela y Colombia. 1881-1882, Biblioteca V Centenario, Bogotá: Colcultura.
+[229] Historia de Bogotá, Siglo XX, tomo III, Fundación Misión Colombia, Bogotá: Villegas Editores, 1988.
+[232] Aries, Philippe; Duby, Georges, 1991, La historia de la vida privada. La comunidad, el estado y la familia, tomo 6, Buenos Aires: Taurus.
+[234] Londoño, Patricia, 1988, «La vida diaria: usos y costumbres», Historia de Antioquia, Medellín: Suramericana.
+[236] Restrepo, Consuelo, 1989, «Costumbrismo y mentalidades colectivas», Estudios Sociales, n.º 5, Medellín: FAES.
+[238] Abadía, Guillermo, 1977, Compendio general de folklore colombiano, Biblioteca Básica Colombiana, Bogotá: Colcultura.
+[239] Hamilton, John, 1955, Viajes por el interior de tas provincias de Colombia. 1827, Bogotá: Banco de la República.
+MALCOLM DEAS
+EL ESTUDIO DE LA HISTORIA progresivamente invade nuevos campos. Nuestro siglo ha visto una gran proliferación de las historias. La «vieja historia» era política y eclesiástica —recordemos que José Manuel Groot, uno de los primeros que en Colombia escribió historia seria para lectores no eruditos, la tituló la eclesiástica de la manera más natural—. Tanto dominó esta tendencia a principios del siglo, que decir historia fue, casi sin dar lugar a dudas, referirse a esa, a la «narración con dignidad», en las palabras del gran lexicógrafo inglés del siglo XVIII, doctor Samuel Johnson, de los altos acontecimientos de la vida colonial y nacional. Este tipo de historia ha perdido su posición central. Todavía se escribe, se lee y se necesita, y en años recientes ha dado señales de recuperación: hay un nuevo reconocimiento de la importancia de la narración y de la cronología para la plena explicación y el análisis satisfactorio de muchos fenómenos. Pero hoy coexiste al lado de muchas historias nuevas, o relativamente nuevas: la historia económica, la historia obrera, la historia «de la gente sin historia» —frase del historiador cubano Juan Pérez de la Riva para los inmigrantes invisibles en la vieja historia cubana—, la historia del género, o de las mujeres, la etnohistoria, la historia de lo que los franceses llaman «lo imaginario», que, si lo entiendo bien, se trata de la historia de los símbolos y ceremonias en la vida común de una nación. Aquí se introduce a los colombianos en la historia de lo cotidiano, del tejido de la vida diaria, la vida de cada día, lo que los historiadores ingleses, que entraron temprano en este campo, llamaron «everyday life».
+Como se desprende de su denominación, casi se definió así para excluir la política, porque la política de los altos acontecimientos, como lo hemos señalado arriba, no se supone asunto de cada día, ni asunto de todos. Por eso, la reintroducción de esta esfera de la actividad humana en una obra dedicada a la historia cotidiana necesita cierta justificación.
+Siempre se crea tensión e indecisión entre los historiadores frente a la tendencia a dividir el ancho campo del pasado en distintas áreas del conocimiento. Lo que se gana en profundidad y precisión con la división corre el riesgo de perder la capacidad de dar una visión total del pasado. La vida, algunos críticos argumentan, no se divide así. Aun los franceses, pioneros en algunas de las especialidades más exóticas entre los historiadores, han reconocido esto, y han redescubierto, por ejemplo, los méritos de la biografía, género que une por el hilo de una vida tantos elementos diversos y dispersos. La vida humana, en la contemplación del pasado, igual que en la experiencia del presente, no se divide tan fácilmente.
+Una historia de la vida cotidiana no debe excluir la política. Sin embargo, debe tratarla de manera distinta. No debe tratar, este enfoque, sencillamente la historia de la participación popular, por ejemplo. Ni es lo mismo que una historia de cómo las estructuras políticas o los sucesivos sistemas políticos afectaron a la gente común, a los colombianos no tan politizados. Tiene que ver con todo eso, pero concibo la historia de la política en la vida diaria de los colombianos de manera distinta.
+Me parece que ningún colombiano pensante querrá excluir a la política de este nuevo enfoque. Colombia es un país demasiado político para pensar en tal omisión. Una historia cotidiana sin política, aunque rica en los detalles del folclor, de las sociabilidades, de los ritmos del trabajo, de las modas de vestir, de las diversiones y los deportes, de los ritos de pasaje y tantos otros temas indiscutiblemente legítimos para este tipo de historia, la historia de cada día, sería incompleta.
+Como sentenció el político y escritor santandereano Manuel Serrano Blanco, Colombia es un país donde «ningún ciudadano puede huir de las preocupaciones políticas». La violencia política, pasado y presente, no es sino el ejemplo más obvio de esa verdad: ha afectado y sigue afectando la vida diaria de muchísima gente. Eso se reconoce y se recuerda, pero otros aspectos de las prácticas políticas son menos reconocidos, olvidados.
+Quizás un intento de repensar cómo la política ha entrado en el tejido de las vidas colombianas en el último siglo y medio de vida republicana depare sorpresas.
+El intento tiene que ser arbitrario, provisional, intuitivo e incompleto. Ciento sesenta años de vida independiente abarcan mucha política, tiempos de paz y de guerra, etapas de entusiasmo y movilización, y otras de tranquilidad o de apatía. La variedad del país tiene también su reflejo en la variedad de las prácticas políticas, y no sería sorprendente que la política se sintiera en unas partes más que en otras. Tampoco hay una literatura muy extensa o muy confiable sobre el tema preciso de este ensayo que, parafraseando poéticamente a Juan Pérez de la Riva, se puede definir como la historia política de la gente no tan política. La historia política la escriben por lo general los políticos o gente interesada en la política, raras veces la gente común y corriente, y aunque hay algunos cuentos y novelas valiosos con temario político —uno de los primeros y de los mejores es Olivos y aceitunos todos son unos, escrito por José María Vergara y Vergara en 1868— la mayoría son denuncias y lamentaciones. Para un país con tantos políticos, y con tanta actividad política, al principio sorprende la pobreza de su tratamiento literario, hasta que uno recuerda que esa pobreza es más bien universal. El número de buenas novelas políticas en la literatura occidental es por lo menos muy escaso.
+La labor de formar la bibliografía de las autobiografías y diarios personales de los colombianos, y de darles lectura sistemática, apenas ha comenzado. La correspondencia personal, los archivos privados no son abundantes. En las historias locales el orgullo o la prudencia de los autores casi siempre les impide entrar en detalles de la vida política lugareña: el lector sí alcanza a ver que tal alcalde logró hacer la conexión eléctrica, pero no quién hizo el paro cívico que la siguió.
+Con todo, tengo ciertas impresiones.
+La primera es que la sociedad colombiana es una sociedad políticamente muy permeable. Cuando cambié la frase de Juan Pérez de la Riva, tuve el cuidado de no escribir «historia política de la gente sin política»; escribí «de la gente no tan política». Comparto así las conclusiones de ciertos observadores de la política del país en sus años formativos, del oficial de la marina sueca Carl Gosselman, del botánico norteamericano Isaac Holton, del diplomático chileno José María Soffia y del inspector regenerador Rufino Gutiérrez, para no nombrar más de cuatro, que apuntaron en sus observaciones, entre las décadas de 1820 y la 1880, de que sí hubo notable actividad política en los pueblos y aldeas, y entre la gente de baja extracción social.
+Gosselman escribió que la política de los pueblos estaba bajo el control de los mestizos, y muchos confirmaron su opinión aunque no siempre utilizando el mismo término. Lo cito acá porque me parece que señala un hecho importante: en la Nueva Granada las barreras raciales frente a la participación política fueron relativamente débiles. Además de ser un observador de excepcional sobriedad y precisión, Gosselman había viajado por toda la América del Sur, y sus escritos tienen un gran valor por las comparaciones que contienen. Hizo el contraste aquí con el Perú y con el Ecuador. Constata también que los neogranadinos son infatigables conversadores sobre política, y que se mantienen así sorprendentemente bien informados.
+El viajero Holton apuntó en su propio libro muestras de tales conversaciones. El diplomático Soffia, como representante de la ordenada y jerárquica república chilena, miró con cierto desprecio y alarma la baja calidad social de los políticos y militares colombianos, y la poca participación directa de la «gente» bien en los negocios públicos. Gutiérrez hizo una anatomía detallada de las estructuras de poder en los pueblos de Cundinamarca, y llegó a conclusiones muy similares a las de Gosselman cincuenta años antes. Observó cómo, de entre los rangos de los políticos mestizos de aldea, surgieron de vez en cuando políticos y militares notables.
+Todavía la importancia para la historia política de esta singularidad colombiana no ha sido suficientemente reconocida por los historiadores. Colombia es un país de temprana politización. No fue sobre una masa inerte, sin previa experiencia política, que actuó, por ejemplo, Jorge Eliécer Gaitán. El teatro político del siglo XX no se entiende divorciado de las experiencias del siglo XIX. Este es el primer punto de este ensayo: hay pocas partes del país a donde la política no llegó, y poca gente pasaba su vida sin ser tocada por ella.
+La extensión geográfica de este contacto puede comprobarse aun para lugares que sin duda fueron remotos. Después de la guerra civil de 1885, el político radical valluno, Modesto Garcés, tuvo que huir a Venezuela, por los llanos orientales. En el relato de su viaje, que publicara en 1890, Un viaje a Venezuela, sorprende la cantidad de actividad guerrera que hubo en ese entonces por todo el llano, y las dificultades que encontró en su fuga por la presencia de gente del gobierno y de conservadores. Entre las «adhesiones», los listados de apoyo publicados en los periódicos, y a veces como libros, durante las campañas políticas del siglo pasado y de las primeras décadas de este siglo, figuran cables mandados desde asentamientos lejanos, desde aldeas de frontera. Parece que en ninguna parte quieren ser olvidados. Algunos asentamientos tuvieron también un claro motivo político en sus propios orígenes. Tal es el caso de Gramalote, por ejemplo, una fundación clerical-conservadora de la época federal, hecha por gente que migró para escapar el dominio radical, entonces campante en Santander. Y no se debe olvidar lo obvio: el federalismo en sí era una llamada a la vitalidad y a la excitación de la política lugareña.
+Es un poco mas difícil establecer hasta dónde permeaba la política en términos de la escala social. De vez en cuando se anotan episodios de clarísima participación popular: movimientos de artesanos, actuaciones en medio de una guerra civil donde se ve que el campesinado de tal distrito, o aun tal o cual grupo indígena, tuvieron una importancia que por lo menos un observador pensaba que valía la pena destacar. Bastante se ha escrito sobre las agitaciones de medio siglo, en Bogotá y en Cali. Pero estos eventos no fueron tan típicos, no sirven de manera satisfactoria como indicios para medir, si se quiere, la temperatura política normal del pueblo.
+Tengo a la mano un documento de una naturaleza muy rara, que servirá para el experimento de indagar por el grado de conciencia política, y aun, de modo crudo, la cantidad de política que hubo en la vida de una persona que, no lo dudo, la mayoría de mis lectores de antemano hubieran juzgado como alguien sin conciencia política detectable.
+Se trata de una señora del pueblo de Suaita, municipio santandereano que linda con Boyacá. El documento es un diario personal manuscrito: se lee en la página titular «Apunte de lo que ha ocurrido desde el año de 1874. En Suaita. De Sofía Durán D. (Tengan la fineza de no quedarse con este libro porque es un robo)». Las notas son tan modestas que casi llegan a ser un diario. Las entradas más comunes tratan de matrimonios, nacimientos, bautismos y muertos. La autora tuvo buena letra, pero muy pocos recursos: vivió, en parte, de la venta de dulces —descendientes de su familia precisan que no fue de los Duranes notables de Suaita— y su diario relata cómo compró su máquina de coser Singer a plazos. Su círculo social parece que fue muy restringido. Nunca viajó a ninguna parte, nunca se casó, y siempre fue bastante beata.
+No obstante, el diario a veces tiene un fuerte sabor político: entretanto matrimonio, nacimiento y bautismo, las cosas públicas, a nivel de Suaita y a nivel nacional, no pasaron desapercibidas para su autora.
+Primero, queda bien claro que la autora es liberal. Liberal y beata, pero liberal. Anotó las llegadas y salidas de los curas, y las visitas de los sucesivos obispos, y las misiones que de vez en cuando montaron los regulares. De sus palabras sencillas se nota cómo quedó encantada con los jesuitas. Es interesante ver cómo la presencia —o por lo menos el impacto— de la autoridad de la iglesia fue mucho más constante, registrada en las visitas de sus prelados y misioneros, que las de la alta autoridad secular: obispos aparecen en Suaita con cierta frecuencia, pero en los cuarenta años del diario el gobernador no se asoma en sus páginas sino una sola vez.
+La señora Durán siguió siempre fiel a su liberalismo. Esto se ve en sus entradas en el diario en tiempos de guerra civil, aun en las dos o tres cortas líneas que le dedica a un evento. Los liberales son gente honrada, honesta, trabajadora. A veces llama a los conservadores conservadores, pero más frecuentemente son gobiernistas, y casi siempre se comportan mal. En su parca manera, registró las guerras civiles, y dentro de ellas los desastres liberales en otras partes, además de lo que pasó en Suaita. Por ejemplo:
+«7 de febrero de 1902: Hubo un combate en Guadalupe, donde la gente del gobierno se convirtió en bestias feroces para asesinar a los que se rendían».
+«En el mes de agosto hubo un fusilamiento en el Tolima de 500 patriotas liberales, entre ellos el señor Diego Uribe U.».
+De lo que pasa en Suaita durante la guerra, describió de manera muy directa las persecuciones y asesinatos:
+«10 de enero de 1903: Fueron asesinados los señores Ariolfo y Trino Luéngas, por Tulio Pinzón, para así hacerse dueño de todos los intereses de los señores Luéngas, hombres honorables, honrados y pacíficos. Quedó herido de gravedad el señor Rufino Luéngas, por el agresor Tulio, quien llevó a Manuel Díaz y otros del cuartel para ejecutar el crimen como lo deseaba».
+A veces anotó las manifestaciones más formales:
+«En diciembre 25 pascua de Nochebuena hicieron fiestas los gobiernistas celebrando unos tratados que hizo el gobierno con el Gral. Rafael Uribe Uribe jefe del partido liberal para acabar la guerra».
+Y no sólo en las guerras y en los crímenes políticos locales se ve el interés de la autora por la política. Hay entradas que registran la política nacional en tiempos de paz, a veces en combinación con lo local, como el paso por Suaita de los artesanos presos de Bogotá después del motín de 1893. Se conmovió por la prisión y exilio de los jefes liberales «Doctores Felipe y Santiago Pérez, el doctor N. Roblez, el macho Álvarez y otros muchos». Dio cuenta cuando murieron grandes figuras de la política nacional: Rafael Núñez, Carlos Holguín, Aquileo Parra —ese último «un patriota notable, fue Presidente de la República de Colombia»—. Quedó debidamente impresionada por la energía del general Reyes:
+«6 de marzo de 1906: Fusilaron en Bogotá a cuatros señores que habían ido a atacar al Gral. Rafael Reyes, Presidente».
+Y también por las ceremonias del Centenario:
+«20 de julio de 1910: Misa solemne y Te Deum Laudamos. Paseo cívico con los colegios y las escuelas cantando el Himno Nacional, música, discurso y versos. Colocación de coronas a los próceres de la Independencia. Por la noche Teatro, representada la pieza a la muerte del Sabio Caldas y la valerosa Pola».
+Con toda su sencillez, por toda su sencillez, me parece un documento muy valioso. La autora no era tal vez del «puro pueblo» —los meros hechos de vivir en las cabecera municipal, de saber leer y escribir, y de ser propietaria de una venta de dulces y una máquina de coser, le pone un poco más arriba en la escala—. Pero era una persona humilde, sin ninguna pretensión, por lo menos muy cerca del «puro pueblo» en su vida diaria, y muy poca gente tan humilde ha dejado testimonio de sus creencias y de sus experiencias políticas. Sabía lo que pasaba, a nivel nacional así como en su provincia, y tenía sus principios. Su diario es buena evidencia, por ejemplo, de las limitaciones del poder político de la Iglesia, aun sobre los creyentes y las beatas. Su pequeño cuaderno de notas contradice las aseveraciones de más de un olímpico historiador.
+Su lectura me ha sugerido otra pregunta: ¿hasta dónde influía la política, la filiación partidista, en esos matrimonios de Suaita y sus alrededores, que tanto ocupaban la atención de la autora? ¿Cuánta endogamia había entre los fieles de un partido, cuánta exogamia? No tenemos ningún estudio sobre este tema. Recuerdo evidencias fragmentarias de la influencia que tuvo la política en la vida social de las clases acomodadas: una de las hijas del inglés Guillermo Wills, gran simpatizante de la causa liberal a mediados del sigo pasado, se casó con un joven conservador, y Wills menciona en una carta que por eso poco trato tuvo con su yerno y su familia. Muchos lectores deben recordar las consecuencias en la vida social de la política en las décadas de 1940 y 1950.
+Volviendo sobre la autora del diario, en su sencillez también registró los largos meses y años en que no pasó absolutamente nada, excepto los pequeños y repetitivos asuntos de familiares y amigas que constituye la parte principal de su diario. De vez en cuando la política ocupó su atención con mucha intensidad —sin duda tuvo cierta motivación política al constatar los crímenes del enemigo— pero la intensidad vino muy de vez en cuando.
+De esa observación surge otra pregunta sobre la vida política cotidiana. Hemos argumentado que sí hubo manifestaciones de la vida política nacional en muchas partes —todavía nos falta especular sobre la política local en sus aspectos diarios— y que la sociedad colombiana en su estructura racial y social fue particularmente permeable a la política, sin que los resultados fueran siempre pacíficos o siempre agradables. No hemos especulado sobre la frecuencia de esa política.
+Es curioso que la señora Durán no diga nada sobre elecciones.
+Aunque sin duda las hubo, y muchas, en Suaita, en los cuarenta años que sus apuntes cubren, no las menciona ni una vez. No es ella un instrumento que las registre. No afectan su curiosidad o su sensibilidad política, tal vez por ser demasiado cotidianas: no le parecen eventos dignos de ser recordados.
+Se debe escribir una nueva historia electoral del país que las examine y las someta a escrutinio, no sólo como monto de votaciones o resultados, sino como acontecimientos, como procesos. Otra vez, la evidencia sobre cómo se hacían, quiénes participaban, qué significaban en la vida diaria, no es muy completa ni muy sistemática. No se ha establecido su complicado calendario en la historia del país, ni sus variantes a través del tiempo. No se trata de la historia de un sufragio que paulatinamente se extiende más y más: el proceso no es tan regular ni ininterrumpido. En ciertas etapas del siglo pasado hubo sufragio universal masculino; después de 1886 se restringió, aunque debe recordarse que siempre se mantuvo para elecciones de concejales y diputados de las asambleas departamentales, y que por esa última vía influyó en las elecciones indirectas para el Congreso Nacional. Bajo la Constitución de Rionegro hubo bastante variedad en las prácticas de los distintos «Estados soberanos».
+Es un lugar común llamar la atención sobre sus abusos y sus fraudes. Es también una tentación, porque muchos de estos eventos son pintorescos o folclóricos, y no falta, aunque tampoco abunda, la literatura costumbrista. Pero hay mucho más que debiera estar consignado en la historia electoral que un relato sencillo de abusos y fraudes.
+Hay que reconocer que en Colombia las elecciones fueron inevitables, que nunca se pudo gobernar al país largo tiempo sin ese expediente, y que nunca ningún partido o facción logró establecer una hegemonía duradera ni cerrada. Hay que reconocer también que para un gobierno, el ideal siempre fue que hubiera la presencia de una oposición: que ganara el Gobierno, sí, pero con la presencia legitimadora de una oposición. —Reconocemos, de una vez, que en estas observaciones estamos hablando de elecciones en su conjunto y no de lo que pasa en cada aldea del país—. Un sistema demasiado hermético, como el llamado sapismo del doctor Ramón Gómez en Cundinamarca en la era radical, que brindaba notorias garantías a los gobernantes en la factura de las elecciones, al mismo tiempo no producía la apetecida legitimidad, y el gobierno corría entonces el riesgo de una abstención o de una revuelta. Como los políticos colombianos todavía saben, a veces la abstención es un arma poderosa en contra de un gobierno. Sin embargo, una oposición que abusa de esa arma corre el riesgo de perder bríos y poder de negociación.
+Los argumentos se encuentran muy bien resumidos por el político caucano César Conto en el periódico de oposición El Día: se opuso a la abstención por muchas razones: si uno se abstiene hoy, ¿entonces cuándo es bueno luchar?; con el paso del tiempo, los gobiernos sin oposición se consolidan; existe el riesgo de que reclamen el consentimiento tácito; van a decir que la oposición se abstiene porque sabe que es minoría; van a decir que si hubieran tenido una votación limpia; la vida es lucha, y la vida de cualquier partido debe ser acción, acción y más acción; la protesta muda es ridícula; «algo se ha de ganar en las elecciones, si no para la Cámara de Representantes, sí para las asambleas departamentales, o para los concejos municipales. No es posible sofocar por completo la voz de un partido numeroso y fuerte… pero si tal sucede, a fuerza de combinaciones indebidas y tropiezas, es mejor poner a los adversarios en el caso de cometer esas tropiezas que dejarlos disponer a sus anchas de la suerte del país». Y más honroso sucumbir combatiendo que dejarse vencer sin lucha.
+La mayoría de los políticos colombianos de todos los partidos han seguido los consejos de Conto. Recordemos también que las combinaciones indebidas y «tropiezas» se cometieron muy especialmente en provincia. El general Daniel Aldana resumió la sabiduría común sobre eso en una entrevista un poco antes de la guerra de los Mil Días:
+Las sanciones que coadyuvan a lo legal no tienen suficiente eficacia en las aldeas; las altas autoridades y los centros directivos de los partidos no oyen las quejas de los perseguidos. Recuerdo, y esto hace ya bastante tiempo, que cierto hombre público, en una época eleccionaria, contestó a un agente suyo que se quejaba de la oposición que encontraba en los pueblos: «Apriete la cincha que aquí no se oye».
+Todas esas consideraciones, inclusive las múltiples oportunidades para fraude y coacción, hacían de Colombia tierra de elecciones, y hay muchos indicios de que la participación frecuentemente sobrepasó los límites del sufragio oficial. Existen muchos modos de participar en una elección: la participación no se restringe al voto.
+Esta es otra singularidad colombiana. Tengo la impresión de que su historia electoral es más continua, rica y complicada que la de sus vecinos. Rómulo Betancourt cuenta en sus memorias cómo los venezolanos, al terminar el largo periodo de elecciones poco frecuentes y hechas completamente a dedo de la dictadura de Juan Vicente Gómez, habían olvidado todas las artes necesarias para ganarlas de manera un poco más abierta, y cómo el gobierno del general López Contreras, su sobrio y cuidadoso sucesor, tuvo que acudir a Colombia, al departamento de Santander, en la frase de Betancourt «la universidad electorera de Colombia», para conseguir unos expertos en la materia. Prestaron buen servicio, y señalaron que siempre era aconsejable ganar con las dos terceras partes de la votación, para minimizar el chance de perder la próxima vez.
+Eduardo Rodríguez Piñeres en su Por tierras hermanas, agudo libro de impresiones de viaje que publicó en 1918 después de servir como miembro de la comisión de límites con el Ecuador, describe las elecciones presidenciales de ese año en Pasto: muchas cintas azules, ardides, coacciones, intentos frustrados de los frailes capuchinos por manipular los votos de los indios de las comunidades cercanas, votos del ejército y de las comunidades religiosas. En suma, una escena de mucho movimiento, de facciones en fuerte lucha, de retórica subida, ocurriendo todo en lo que el autor veía, a pesar de su gran simpatía con los pastusos, como una de las regiones política y socialmente más atrasadas del país. Participación, si quiere.
+Poco tiempo después —sigue su relato—, presencié en Tulcán las elecciones para diputados a la Cámara ecuatoriana. Nadie se acercó a las urnas a depositar un voto independiente. Las elecciones ecuatorianas las hace el Gobierno. En la pasada Cámara no había un solo conservador y para la actual se eligieron dos por el mismo Gobierno. Refiero esto para que se vea que, con todas sus deficiencias, Colombia marcha a la vanguardia de los países suramericanos en materia de progreso político y que, aunque pobre y con otros defectos, ha sabido organizar el gobierno civil y matar las aspiraciones dominadoras de la arbitrariedad y del machete, de que hoy se esfuerza en sustraerse el muy digno presidente ecuatoriano, aún aprisionado por sus redes.
+Cuando se hizo el escrutinio en Tulcán, jugábamos tresillo con el Gobernador de la Provincia y al acabar una partida dijo él que no había robado ningún triunfo. Inmediatamente don Gualberto Pérez le dijo: «¿Y el de las elecciones?».
+No es necesario compartir el optimismo del autor, ni su pequeña vanidad de ser colombiano de vanguardia, para reconocer el contraste.
+La figura del político desde los albores de la República ha sido harto conocida por los colombianos. Parte de la esencia del cacique o gamonal —términos ya un poco anticuados, por lo menos el primero no fue siempre despectivo—, clientelista, en el vocabulario actual, es estar presente, accesible. El oficio requiere constante vigilancia y aplicación, precisamente para resolver lo cotidiano. Aunque existen cacicazgos mantenidos desde lejos, a distancia, son pocos.
+La historia de la República también contiene ejemplos de políticos de más alto vuelo propensos a hacerse conocer. Mosquera se muestra en su correspondencia asiduo en el arreglo anticipado de recepciones populares, con piquetes y cohetes. Obando, de regreso de su exilio a fines de la década de 1840, hizo giras electorales por la costa Atlántica para promover su candidatura presidencial. En el siglo pasado todavía hubo casos de inmovilidad sabanera notoria —Caro, Marroquín— pero la gira política iba implantándose.
+El mismo Rodríguez Piñeres anotó el siguiente bello ejemplo de política peregrina en la persona del general Reyes, viejo, hace tiempos fuera del poder, viajando en el Ferrocarril del Cauca, pero con todos sus instintos políticos en plena acción:
+Otro de los dones con que dotó Dios al General y que ha sido otra de sus fuerzas, es su prodigiosa memoria, que le permite recordar en cualquier momento la fisonomía, el nombre y el apellido de cualquiera persona que haya conocido, aun cuando sea por corto tiempo, de manera de poder contestarle su saludo a un peón que en otro tiempo estuvo en alguno de los batallones de su mando diciéndole: «Adiós, cabo Meneses, cómo te peleaste de bien en Enciso». Cuando íbamos en el Ferrocarril se paró el tren frente a un caserío de negros, y como al salir de la plataforma el General viera a uno de ellos, entabló con él este diálogo:
+—Hola, ¿dónde está Pedro Lurido? (un negro que había hecho campaña con el General en 1885).
+—Vive todavía aquí, pero está de muerte.
+—Hombre, llévale esto de mi parte (cinco billetes de a $1). ¿Sabes quién soy yo?
+—Pues el General Reyes.
+—No, el cabo Reyes. (Reminiscencia del napoleónico petit caporal).
+Momentos después volvió el negro con la noticia de que Pedro Lurido acababa de expirar, y que los $5 del General habrían de servir para el entierro.
+¿Cuántos pájaros mató el General con esa pedrada tan a tiempo?
+Siempre hubo personas en campaña política perpetua, y Reyes sin duda fue una de ellas.
+Surgen entonces otras preguntas difíciles de responder, pero que deben plantearse. ¿Cuántos políticos hubo? ¿Hay algo singular en la propensión colombiana de hacer tanta política? ¿Existe en Colombia más afición, o más aficionados?
+Afición no faltaba nunca. La historia del país lo muestra bajo varias formas, muchas todavía sin estudiar.
+Siempre hubo las barras, en congresos, asambleas y aun en tribunales y en las mesas electorales. A ojos de un anglosajón, esos turbulentos y poco reprimidos espectadores aparecen como un flagrante abuso de la democracia, pero por muchos años hicieron parte indispensable de la escena política del país. Acortaron aun más la poca distancia entre el pueblo y sus gobernantes, una distancia que nunca ha sido grande.
+Colombia, a pesar de toda la desigualdad en las fortunas, nunca ha sido un país de grandes distancias sociales, en parte porque por tanto tiempo hubo tan pocas fortunas grandes. El lector debe pensar en el contraste con el Perú, Lima sí tenía su barrio de palacios, o con México, o de maneras distinta con Chile. En política, esta pequeña distancia social se expresa en la persistente sencillez de sus «costumbres republicanas». Dada su falta de protocolo complicado, debe ser uno de los países más republicanos del mundo.
+La afición a la política se ve en otro fenómeno, el político ocasional, o transitorio, o amateur. Me parece que pasar por una etapa de vida pública o burocrática es muy frecuente entre los colombianos que han alcanzado un nivel mínimo de educación y de bienestar. La ambición de figurar de manera permanente exige una dedicación completa, pero aún hoy las ambiciones permanentes no ejercen monopolio, no hay una profesionalización que haya establecido una clara división entre los políticos y los demás, y nunca la ha habido. Muchísimas vidas han tenido su episodio político.
+Tratándose de personajes tan comunes, tan familiares, es sorprendente que, con la excepción de las grandes figuras, los políticos se recuerden tan poco en la historia del país. Se escabullen, como se escabullen las elecciones de las anotaciones vitales de la señora Durán. Todos los han conocido, pero a casi nadie le ha parecido que valdría la pena dejar un testimonio de sus vidas para la posteridad. Escasas son las excepciones, entre literatos o entre políticos. Me vienen a la mente Vergara y Vergara, ya citado, vigoroso caricaturista; Pedro Juan Navarro, que se deja ver por lo menos a sí mismo en su Parlamento en pijama de la década de 1920. Recuerdo también a Darío Achury Valenzuela, autor en su juventud de un muy divertido opúsculo Caciques boyacenses, aunque de viejo me confesó que nunca había conocido ni a uno de sus personajes y que lo escribió sin ir ni una vez a Boyacá.
+La mayoría de los que escriben memorias de sus carreras públicas olvidan mencionar, mucho menos agradecer, a los manzanillos y a los caciques y los políticos comunes y corrientes, a quienes todos han conocido y a quienes muy pocos no les deben mucho: politiqueros.
+Manzanillos, caciques, tinterillos, politiqueros, si están afiliados al otro bando. Fieles trabajadores del partido, o fuerzas vivas de la localidad, si están del lado de uno.
+La literatura sobre el manzanillo, el «go-between» o «chino de los mandados» de los políticos, el tejedor esencial de la red de compromisos es particularmente escasa. Sospecho que tal oficio formaba parte del aprendizaje en la carrera de muchos políticos que después lograron llegar a mayores alturas. Había la tradición de que tocaba empezar «cargando leña», así. Algunos seguían cargando leña toda la vida.
+A veces, raras veces, encuentra uno en la literatura de memorias esbozos de estas personas de la política modesta; hasta tal punto que se pregunte uno hasta dónde conoce, hasta dónde puede ponderar la realidad de las bases, de los grass roots, de los sistemas políticos de antaño.
+Aquí va una muestra. Se encuentra en el librito del conservador valluno Manuel Sinisterra Recuerdos de la guerra de 1865 en Tuluá. El autor cuenta cómo buscaba un nuevo alcalde para Tuluá:
+Muchísimos amigos me indicaron que nombrara alcalde al negro Joaquín Sánchez, a quien no conocía. Todos me aseguraban que sería el mejor alcalde para tiempo de revolución, aun cuando no sabía leer ni escribir.
+Me parecía raro que un individuo analfabeto pudiera servir para alcalde, pero me hicieron saber que ya en otras ocasiones había desempeñado el puesto y que en tiempo de revolución todo se puede. Resolví, por tanto, mandar a llamarlo y le hice el nombramiento.
+El negro Joaquín era vivísimo. Usaba un sello de caucho para firmar y conocía el código de policía «al tacto». Cuando se presentaba algún asunto de policía, abría el código, buscaba la disposición que necesitaba aplicar y decía al secretario, señalándole la página:
+«Aquí está eso».
+Lo más curioso es que, aunque parezca imposible, jamás se equivocaba.
+Otro aficionado.
+Ya hemos citado una corta frase del ensayista Manuel Serrano Blanco, de su libro de hace ya casi medio siglo, Las viñas del odio. Fue un observador fino de su tierra santandereana, y no hallo mejor manera de concluir que cuatro párrafos de su texto:
+Para el colombiano es una necesidad primordial la política. Desde el primer ciudadano hasta el último mendigo, todos se ocupan y preocupan de la política. En el sentido activo o en el sentido pasivo, en la beligerancia o en el comentario, en la especulación o en la idealización. Es un arte que los unos llevan con diletantismo y los otros con intrepidez y estridencia pero todos caen en ese pozo sin fondo y todos se solazan en él.
+Y ello depende del atraso de nuestra cultura y del ambiente escueto y somero en que nos ha tocado vivir. Lo mismo en la capital de la república y en las ciudades de primera categoría que en el burgo lejano y perdido. Gentes que parecen seguir la escuela antigua de aquellos ociosos de la baja latinidad, que discutían en el ágora, parlaban en la academia, dialogaban bajo los pórticos sobre los temas inagotables de los sucesos públicos, como si fueran el motivo predilecto de toda otra ocupación lícita y elegante.
+Y es que entre nosotros el ciudadano, sin distinción de clases ni jerarquías, tiene que dedicarse a este ajetreo politiquero, porque de él depende en mucha parte su vida y su tranquilidad. Según sea el triunfo o el fracaso de sus viejos ideales y de sus viejos mitos, serán calificados sus tributos, orientada su educación, resguardado su hogar, preconizada su libertad, protegida su honra, fomentada su propiedad. El amplio o el pequeño círculo en que se mueve estará necesariamente influido por el triunfo o el fracaso de lo que cada cual cree que es el ideario político de sus inclinaciones, de sus convicciones o de sus opiniones…
+Entre nosotros… ningún ciudadano puede huir de las preocupaciones políticas, porque será víctima de su propio olvido. Ése es su principal problema, su primera preocupación y también su única diversión.
+CARLOS EDUARDO JARAMILLO CASTILLO
+TOCAR EL TEMA DE LA VIDA cotidiana en nuestros conflictos civiles es casi lo mismo que hablar de la vida diaria del siglo XIX, ya que las confrontaciones, grandes y pequeñas, entre colombianos, fueron tan frecuentes que, mal contadas y dejando de lado la guerra de Independencia, se suceden en un promedio de más de una por año.
+Así es que la pólvora y el ruido de sables y machetes fue la música de fondo que orquestó la vida colombiana del siglo XIX. De ella sólo lograron escaparse los inmensos y despoblados territorios de selva y llano que sirvieron de madriguera a los vencidos.
+Salvo muy escasas excepciones en los conflictos mayores[243], y por cortos periodos, las ciudades estuvieron en poder, no digamos de la legitimidad, sino de quienes poseían el poder institucional. Los insurrectos, o quienes se pronunciaban contra el Gobierno[244], por el hecho de hallarse casi siempre en desventaja militar, optaban por la guerra irregular, para lo cual organizaban partidas de guerrilleros que operaban en zonas rurales. Eso sí, pretendiendo siempre tomarse las ciudades.
+Los centros urbanos asumían entonces el carácter de un campamento, donde los aprestos bélicos, los toques de corneta y los desórdenes de una soldadesca indisciplinada imponían su carácter. Eran en últimas los lugares donde se decidían las confrontaciones, no sólo porque allí reposaban las cabezas estratégicas, sino porque nadie podía pretender una victoria definitiva dejando de lado las zonas urbanas.
+Allí, las amenazas de ataques de la guerrilla eran constantes y los rumores iban y venían con una reiteración tal, que a veces llegaban a adormilar a sus defensores.
+Los pobladores urbanos vivían en permanente desasosiego, que por otra parte no era gratuito, ya que cuando una población era tomada, los vencedores premiaban a sus hombres con un número de horas para el saqueo, periodo que se ampliaba o reducía a juicio del jefe victorioso y en relación con las vicisitudes vividas durante el combate. La mayoría de las veces estos actos se adornaban con violaciones, asesinatos en estado de indefensión y otras brutalidades derivadas del ingenio popular.
+El hecho de pertenecer al mismo bando de los vencedores no siempre era razón para evitar las tropelías ni para calmar las aprensiones de los pobladores, pues el abuso del alcohol entre las tropas imposibilitaba ver las distinciones.
+En todas las poblaciones había un número apreciable de civiles que durante los combates en ellas o en sus aledaños marchaba a la retaguardia de las tropas haciendo el papel de las aves carroñeras. Cayendo sobre heridos y muertos para despojarlos de sus pertenencias, los remataban con saña cuando alguno daba muestras de vida. La mayoría de estas personas eran gentes humildes que hacían de la contienda un motivo de fiesta, e impulsados por el alcohol se reunían en pandillas brutalizadas que recibían el nombre decoroso de los Cívicos. Sus jefes, casi todos con oficio conocido, eran personajes amargos y siniestros que vivían escarbando entre los desperdicios de la guerra, para darle curso a sus pasiones.
+Un ejemplo ilustrativo de la actuación de estos Cívicos aconteció en la ciudad de Ibagué durante un intento de toma por parte de las fuerzas que comandaba el general Tulio Varón.
+En esta ocasión, el general Varón, envalentonado por el efecto de unas tinajas de aguardiente de olla [245] que había encontrado en una finca en las afueras de la ciudad, terminó solo, recostado a una pared, agonizante, con los pulmones repletos de sangre. Un tiro de fúsil Gras, disparado desde la ventana de una casa vecina, había dado con el general a descubierto, tratando de impulsar a sus compañeros para que continuaran avanzando hacia el centro de la ciudad. Hasta allí, donde el general Varón se escurría sin fuerzas contra la pared hasta caer al empedrado de la calle, llegó un grupo de Cívicos al mando de un indígena de Coyaima que oficiaba como cantor de iglesia y en sus horas de ocio se dedicaba a las colmenas. Alpargatas y ruanas se arremolinaron en torno al general que agonizaba, haciendo débiles señas a sus victimarios para pedir clemencia, en tanto que sus ojos se dilataban ya para mirar la muerte. Nada valió, ni los gestos del moribundo ni los ruegos de una humilde lavandera que clamaba porque lo dejaran morir en paz. Los Cívicos ensayaron en el cuerpo del general todas las infamias. Luego, después de matarlo muchas veces y de mutilar su cuerpo, lo tiraron en el zaguán de su casa convertido en desperdicio, para que la viuda y sus hijos pudieran llorarlo de cuerpo presente.
+El reclutamiento o levas, como se denominaba el enrolamiento de gentes, era tal vez uno de los fenómenos que más rechazo y pánico despertaba entre las gentes. Los hogares se estremecían tanto con el aviso de una leva, como con la noticia de una epidemia de fiebre amarilla, viruela o tifo negro.
+Las urgencias de las guerras hicieron corriente el reclutamiento inmediato, sin que pudiera mediar muchas veces un aviso a sus familiares. La lista de los reclutados llegaba a los hogares pasando de boca en boca y basándose en testimonios de los lugareños. En este procedimiento fue común que quienes reclutaban no hicieran preguntas, razón por la cual niños, enfermos, incapacitados, viciosos y dementes llegaron a las trincheras. La gentes se iban con lo que tenían puesto, y sólo si contaban con suerte podían dar aviso a su familia. Cuando el reclutamiento sucedía en despoblado, la gente simplemente desaparecía, condenando a sus familiares a rezar el novenario y a buscarlos entre los muertos de todos los días.
+Por lo general las fuerzas en contienda fueron poco cuidadosas en la selección política y en el respeto a las normas vigentes[246] sobre reclutamiento y conscripción militar.
+En cuanto a lo primero, pasados los respetos con que se inauguraban las guerras, se terminaba arrastrando a los campamentos a todos los hombres que se tuviera a mano, sin importar su filiación política. En cuanto a lo segundo, no valían las edades ni la condición. Los niños no sólo eran reclutados sino que se les trataba con igual dureza que a los mayores; sólo por su estatura y fragilidad, había algunas concesiones particulares, como utilizarlos de estafetas, músicos o cornetas, o dedicarlos al servicio personal de los oficiales. Sin embargo, en momentos en que la necesidad lo imponía, los formaban en rangos y los ponían a combatir como cualquier adulto. En el combate de Palonegro[247], durante la llamada guerra de los Mil Días, fueron aniquilados varios batallones conformados por niños santandereanos.
+Sobra indicar que la mayoría de estos reclutamientos eran forzosos, siendo la modalidad más frecuente la del encierro, que no era cosa distinta a cerrar todas las salidas de las plazas en los días de mercado, y mandar a los cuarteles a todos los hombres que requiriera la fuerza. La frecuencia de esta práctica llevó, incluso, a que por épocas los mercados desaparecieran de algunos pueblos, o que a ellos solamente concurrieran mujeres y niños. La otra práctica de reclutamiento fue la del menudeo, consistente en ir reclutando a todos los hombres que la tropa encontraba en su camino. De ahí que, cuando sonaba el cuerno, un campesino que daba la alarma sobre la presencia de tropas en la zona, caminos y casas quedaban despoblados, y las gentes se agazapaban en el monte hasta que pasara el huracán.
+Tan común fue la utilización del reclutamiento forzoso y el rechazo que este suscitaba entre las gentes, que el propio Simón Bolívar debió expedir órdenes especiales para la conducción y manejo de estas personas, tal y como consta en la orden enviada a sus oficiales el 2 de enero de 1822:
+La recluta debe conducirse a este Cuartel General Libertador con una vigilancia, cuidado y seguridad sin ejemplar; porque la experiencia ha manifestado que los reclutas aprovechan el menor momento, la menor falta, el más pequeño descuido para fugarse; así es que debe ser conducida con buena escolta, bien atada y encargados los conductores de examinar, a cortas distancias, las ataduras, los bolsillos y el cuerpo del recluta, para saber si tienen cuchillos, navajas o cualquier otro instrumento con qué romper las ligaduras. (Boletín Militar; 1900: 104-107).
+En las ciudades y en los pueblos grandes el reclutamiento indiscriminado no era muy frecuente. Se limitaba en la mayoría de los casos a las gentes de fuera y de sectores populares que llegaban allí ya sea huyendo de la guerra, para celebrar fiestas patronales o en razón de negocios como ocurría los días de mercado.
+Las gentes pudientes del bando contrario pagaban tributos que las autoridades locales tasaban a su amaño, según el inventario que hicieran de sus riquezas o de acuerdo a las urgencias de la guerra. El resto de los hombres, aquellos que no tenían fortuna para pagar el delito de pertenecer al bando contrario, trataban de hacerse lo menos notorios, obligando a las mujeres a asumir funciones económicas y sociales poco tradicionales en la sociedad del siglo XIX.
+Las deserciones y la falta de entusiasmo entre los candidatos a marchar a los campos de batalla terminó haciendo común la práctica de meter en las filas del bando propio a los prisioneros del contrario. Por esta vía, no fueron pocas las calamidades que se ocasionaron, una de ellas fue el asesinato de todos los oficiales del vapor Venezuela, en las aguas del río Magdalena, por parte de los soldados liberales metidos a la fuerza en los batallones conservadores Marroquín y Sasaima.
+Para controlar el elevado volumen de deserciones, se hizo indispensable que las tropas de infantería fueran acompañadas, en todos sus desplazamientos, por hombres de a caballo, que con su altura y velocidad podían conjurar fácilmente los intentos de evasión. Pero ni los caballos ni los azotes con varas de rosa, casi siempre de efectos mortales, con los que se trataba de conjurar las deserciones, fueron suficientes para quitarle a este fenómeno el carácter de epidemia.
+Dada la multiplicidad de conflictos armados vividos en este siglo, podemos decir que la vida cotidiana de la nación transcurrió más de la mitad de su tiempo inmersa en una campaña militar. Todo giraba, pues, en torno a las culatas de los fusiles.
+Aunque ya desde 1848 se habían realizado intentos por dotar al país de un centro de formación militar permanente que permitiera constituir un ejército profesional, el siglo XIX concluyó sin que se hubiera logrado pasar de algunos intentos esporádicos.
+La falta de un ejército profesional y el carácter civil de las contiendas, hicieron que necesariamente toda la sociedad se viera involucrada en las campañas. La precariedad íntegra de los bandos no permitía mayor autonomía para el desarrollo de las operaciones, obligando a las comunidades que estaban detrás de sus banderas a suplir su aparato logístico. Sus oficiales y soldados salían todos de la sociedad civil, en la que sistemáticamente debían abandonar sus oficios para tomar las armas y así cubrirse de oropeles asesinando a sus congéneres. Ello, por fuerza, arrastraba la sociedad toda al corazón de la contienda.
+El Gobierno levantaba su ejército con reclutamientos forzosos y sus opositores movilizando clientelas políticas, posteriormente ambos enrolaban de forma indiscriminada. Como regla general, ninguno de los contendores contaba con un aparato logístico eficiente, obligando a las fuerzas en campaña a dar soluciones propias a todas sus necesidades. Así, un ejército en operación, no era simplemente una tropa en marcha sino una sociedad en campaña.
+La retaguardia de los ejércitos estaba constituida por abigarradas multitudes que practicaban desde el espionaje hasta el contrabando y la prostitución. En primer rango estaban las esposas, las amantes, las parientes y las prostitutas, todas ellas encargadas de preparar la comida, lavar la ropa, cuidar las heridas y satisfacer las pasiones de los soldados. Después venían los comerciantes, los reducidores, los prestamistas, los curanderos, los contrabandistas, los zapateros y los abigeos. Todos ellos, a más de ejercer sus oficios, eran gentes dispuestas al pillaje de muertos y heridos, cuando por razones de la contienda este privilegio les era cedido por los vencedores.
+En las poblaciones quedaban los jefes, los contratistas y los reducidores mayores, junto con una multitud de empleados que engrasaban la maquinaria administrativa y los privilegios que otorgaba la contienda. Junto a ellos convivían los miembros ricos del bando contrario, quienes con relaciones y plata mitigaban su condición, así como otra serie de gentes que sin mayores recursos vivían escondidos en el mundo de las trastiendas y los zarzos.
+En el campo, las gentes permanecían escabulléndose de la violencia, ocultándose en el monte, acechando los caminos, escondiendo las cosechas y convirtiendo el quehacer diario en la aventura cotidiana que cada noche debía celebrarse con oraciones.
+La cercanía de la muerte en que vivían los combatientes, ya fuera por el temor a las armas o a las pestes, los conducía a emprender todo como el último acto de sus vidas y por tanto a sacarle el mayor provecho a las circunstancias. Por esta razón, en los campamentos las pasiones eran desatadas y antes de los combates los desenfrenos manifiestos.
+Los hombres, cuando no tenían mujer en la retaguardia, andaban siempre buscando una, no sólo por placer sino porque quien no tuviera mujer, estaba condenado a contratar su manutención y a cargar a cuestas todas sus pertenencias.
+Las mujeres eran una parte esencial de las contiendas y en particular de las fuerzas en operación, al punto que en el siglo XIX es inconcebible un ejército en cuya retaguardia no aparezcan de manera orgánica las mujeres.
+La falta de una profesionalización en el ejercicio de las armas le dio un carácter muy particular a todas las contiendas del siglo XIX y en especial a las fuerzas que en ellas se enfrentaron.
+Los ascensos se realizaban mediante diversos mecanismos, y entre los más comunes estaba la escogencia a dedo entre los amigos; la autoproclamación o el autoascenso y el valor mostrado en los combates.
+La escogencia a dedo era la forma más fácil de lograr ascensos, para lo cual simplemente bastaba con tener algunos amigos y montar con ellos una cadena de favores.
+La autoproclamación era un privilegio de los poderosos. Fue el mecanismo utilizado por los políticos y en particular por los propietarios de hacienda, que se convertían en generales de sus propios arrendatarios, aparceros y servidores.
+El valor mostrado en los combates era de todas las fórmulas la más riesgosa, y para ella el recurso al licor parecía indispensable, como lo veremos más adelante.
+La reiteración de las confrontaciones condujo a que las campañas militares se convirtieran en un quehacer repetitivo de las gentes, con lo que el apasionamiento y la radicalidad necesarias para soportar las vicisitudes de una campaña, para encontrar el valor suficiente y así arriesgar la vida y matar a los congéneres, obligó a los bandos a apelar a la fe religiosa, al maniqueísmo partidista y a los licores mezclados con pólvora.
+De estos recursos, el ligado al apasionamiento religioso hizo que muchas contiendas fueran verdaderas cruzadas para algunos bandos, donde lo de menos eran las ideologías liberales, radicales o librepensadoras de los contrarios, sino que allí se mataba en defensa de la civilización cristiana ¿y por qué no?, de la salvación del mundo. En este proceso la Iglesia católica no tuvo dudas. Se metió de lleno en las contiendas y puso la fe al servicio del sectarismo. En esta toma de partido la Iglesia se alió con las fuerzas más oscuras y retardatarias de las contiendas, y para ello no sólo se valió de los púlpitos, las homilías y las pastorales, sino que no pocas veces marchó en contravía de los evangelios, como cuando desde las iglesias se incitaba al asesinato de liberales, señalando el hecho no sólo como carente de pecado, sino como una contribución a la existencia de la humanidad y de la civilización en su lucha contra las fuerzas demoníacas.
+No fueron extraños los casos en que los propios religiosos decidieron tomar las armas, como aconteció durante la guerra de 1895 con el padre Raimundo Ordóñez y Yáñez, quien organizó un tenebroso grupo de irregulares donde se hizo famoso gracias a su particular preocupación por evitar la condena eterna a la que estaban destinados los liberales, por pensar como tales. Para evitarles este suplicio infinito, lograba el padre Ordóñez, mediante torturas, que sus prisioneros se confesaran para luego pasar a ejecutarlos libres de pecado.
+Algunos religiosos murieron en este empeño de librar a la humanidad de una de sus plagas, como aconteció con el confesor del presidente Rafael Núñez, el padre guatemalteco Luis Javier España, muerto en cercanías de Viotá durante la guerra de 1899-1902, cuando, en un intento por infundirle valor a sus soldados, les gritaba que avanzaran que las balas de los rojos eran de algodón.
+Pero de todos los métodos utilizados para infundir valor y darles razones a los soldados para defender las banderas de su partido, el del abuso del licor fue el más socorrido. Antes que en la razón, o en el compromiso o, incluso en el apego irracional a una causa, el valor para luchar lo encontraron los soldados en las cantimploras repletas de aguardiente.
+El brandy y el cognac eran los tragos preferidos por la oficialidad, en tanto que el aguardiente, particularmente el llamado de olla, lo era por la soldadesca, sin que esto impidiera que a la hora de la escasez se apelara, sin ningún remilgo, a los alcoholes antisépticos y las aguas de colonia. No fue extraño que antes de iniciar un combate o en los momentos más difíciles los jefes dieran órdenes de repartir licor en las trincheras. Muchas veces los 40 o los 70 y más grados de alcohol de las bebidas no fueron suficientes para enardecer a las tropas, razón por la cual se hizo común la práctica de consumir los licores, y particularmente los aguardientes, revueltos con pólvora. Los testimonios de la época están divididos sobre los efectos reales de esta práctica, pues unos aseguran que producía una furia incontenible, en tanto que otros no pasan de otorgarle la virtud de producir un dolor de cabeza irresistible.
+El valor por efectos etílicos no sólo hizo muchos generales, sino que se convirtió en el único camino para que, quienes no tenían amigos en las altas esferas, pudieran ascender. Esta necesidad de demostrar valor para pisar el peldaño de más arriba o confirmar la propiedad de aquel en el que se estaba parado generó algunas prácticas especiales que revistieron el carácter de torneos de valor. En estos espectáculos, que no eran cosa diferente de actos suicidas, los concursantes iban midiendo con el termómetro del riesgo el desprecio de los participantes por la vida.
+El siguiente ejemplo, acontecido durante la toma de Chaparral por las fuerzas liberales durante la guerra de los Mil Días, es una buena muestra de cómo operaban los mecanismos de esta modalidad de ascenso. El 4 de julio de 1901, la población de Chaparral cayó en manos liberales, salvo la iglesia, donde lograron atrincherarse los conservadores. Así, mientras se saqueaban las propiedades y se pensaba cómo expulsar a los conservadores del templo sin profanar la iglesia[248], alguien decidió armar una contienda retadora entre liberales que consistía en tomar un caballo y atravesar al galope la plaza, por el frente de la iglesia, sirviendo de blanco a toda la fuerza conservadora que se apiñaba en las ventanas y el campanario para dispararle al jinete. Así lo hicieron en repetidas oportunidades el teniente Narciso Mora y el coronel Rafael Sarmiento, hasta que el sargento Dionisio Mosquera puso una talla mayor. Ahora no sólo el caballo debería ir al galope sino que el jinete tenía que pasar disparando un fusil hacia la iglesia. Esta talla duró poco, pues a las dos pasadas apareció el general Nicolás Buendía Carreño y aplicó una variante suicida, por si las otras no lo eran: montado, avanzó hasta el frente de la iglesia, donde detuvo su caballo, sacó el revólver, lo descargó contra las ventanas, enfundó, dio media vuelta y regresó al paso hasta lugar seguro. Sobra decir que este acto, por más aguardiente y pólvora que se mezcló, sólo lo imitó Joaquín Parga, que quedó muerto frente a la iglesia.
+Por este camino y el del dedo de los amigos, se hicieron muchos generales que se vinieron a sumar a los generales de las guerras pasadas; por eso, en cada nueva contienda la oficialidad crecía en proporción geométrica, mientras que la soldadesca y la guerrilla lo hacían en proporciones aritméticas. Es por esto que la última guerra del siglo fue la que llegó a acumular más generales, al punto que Avelino Rosas, cuando llegó de Cuba para tomar el mando de uno de los ejércitos liberales, tuvo que formar un batallón exclusivamente con oficiales, para poder conservar una cierta fluidez en los mandos de las otras fuerzas. Este fenómeno no escapó a la picaresca popular que caricaturizó el hecho de mil maneras: la copla fue una de las más frecuentes. Los historiadores han logrado conservar una de ellas, compuesta a raíz del ascenso a general otorgado al jefe conservador Nicolás Perdomo. Dice la copla:
+El Gobierno no hizo mal
+con Perdomo al ascenderlo
+Pues no sobra un General
+donde es general el serlo.
+La sucesión de conflictos armados con los que se tapizó el panorama social del siglo XIX incentivó una serie desastrosa de pasiones violentas, que llegó a los extremos de que familias enteras terminaran matándose entre sí, divididas por el color de una bandera, y a que matrimonios, cuyos esposos fueron trastornados por la guerra, se tornaran en ángeles exterminadores de su propia gente.
+Los breves espacios entre conflictos no fueron suficientes para conseguir el sosiego, por el contrario, fueron los momentos propicios para cobrar cuentas, saldar deudas y desatar los odios para los que no alcanzó la guerra.
+Vidal Acosta, un tenebroso guerrillero que asoló los llanos del Tolima y que nunca quiso aceptar la derrota y los términos impuestos por el gobierno para la entrega de los liberales, al concluir la guerra de los Mil Días, su amargura fue suficiente como para voltear sus armas contra sus antiguos compañeros.
+Primero «cuatrerió» por los aledaños de Doima y luego se convirtió en una sombra que salía por los caminos para intimidar y humillar a las gentes. Su fama de valiente, conseguida con el filo de su machete al menos en dos guerras, y sus habilidades para el baile, la música y el jolgorio, no le alcanzaron para evitar que sus antiguos compañeros decidieran hacer «minga» para matarlo. Cosa que ocurrió pocos años después de terminada la guerra, en un baile organizado especialmente para ello.
+Sobre él, dos cosas sabían quienes hicieron concilio para sacarlo del camino y de paso cobrar la recompensa que el estado del Tolima daba por su vida: que era un hombre bravo, difícil de matar; y que él podía resistirse a cualquier cosa, menos a un baile y a una mujer bonita.
+Allí, en Doima, en una casa prestada para la ocasión, el Cotudo Angelino Prada, después de verlo borracho y desarmado, le asestó por la espalda una puñalada que sólo logró quitarle la mitad de la vida, porque el resto se la quitaron sus compañeros a machete, después de corretearlo por tres cuadras.
+Sobre este episodio el poeta Darío Samper escribió el siguiente verso:
+Vidal Acosta murió en una venta
+Vidal Acosta, murió una noche.
+Vidal Acosta, estaba borracho de aguardiente
+y de vino de palma, vino de Gualanday.
+Bailaba con una mujer de trenzas negras
+y en las trenzas alumbraban los cocuyos.
+Vidal Acosta, era el que sabía más canciones.
+Vidal Acosta, tenía el mejor caballo.
+Vidal Acosta, besaba mujeres.
+¡Vidal Acosta, llevaba la bandera!
+(Samper, Darío, 1936, Los guerrilleros, Bogotá, pág. 20)
+De manera poco visionaria, casi que sin excepción, los vencedores buscaron hacer del fin de la guerra un espacio propicio para cobrar cuentas, y no era extraño que algunos generales y gobernantes decidieran aprovechar estas oportunidades para concluir lo que la contienda misma no les había permitido: exterminar físicamente a todos sus contrarios[249]. Con lo que los rescoldos de las guerras se convirtieron en brasas donde se hirvieron nuevas pasiones.
+Una forma frecuente de saltarse a la torera los acuerdos que amparaban la vida de los vencidos era condenarlos a muerte antes de firmar los acuerdos y dejar expreso en el texto de su condena que ningún acuerdo posterior podía invalidar esta decisión. Otra forma muy socorrida fue la de convertir la ley en una melcocha que se amasaba según las conveniencias, en la que los vencedores eran los encargados de trazar la línea que podía poner a los vencidos del lado de la vida o de la muerte. Con esta fórmula, fueron muchísimos los hombres que una vez terminadas las confrontaciones abonaron con su sangre la cadena de pasiones, que pocas veces permitió hacer distinciones claras entre las guerras y los periodos de paz.
+Uno de los más aberrantes ejemplos de esta práctica fue el proceso que, una vez concluida la guerra de los Mil Días, puso ante el pelotón de fusilamiento al general Victoriano Lorenzo, un indio cholo que en el estado de Panamá contribuyó como nadie a las victorias liberales. Terminada la guerra, los vencedores decidieron liquidar la altivez que los indígenas habían asumido participando en la guerra, ejecutando a su figura más representativa, mientras el liberalismo enmudecía y agachaba la vista frente al amasijo legal e inoperante en que convirtieron los abogados acusadores los códigos y los tratados que amparaban la vida de este general.
+La falta de comunicaciones y las distancias que a paso de mula se hacían inmensas entre las regiones del país permitieron que muchos verdugos alegaran no conocer lo que se había pactado y continuar asesinando con los códigos de la guerra entre sus manos.
+A todo lo anterior se sumó la locura a la que derivaron algunos, a quienes la acumulación de tantas guerras y tantos muertos les trastornó la mente. Un ejemplo brutal de esta demencia fue la de un hombre bueno, trabajador y esposo ejemplar, que después de haber recorrido el país destripando conservadores, finalizó desmembrando a su hija de meses con el macabro argumento de que no quería pereques, cuando un soldado se la entregó para que la conociera. Igual suerte corrió su esposa cuando quería besarlo después de tres años de no verlo, esta vez el argumento para usar el machete fue el de tacharla de prostituta por estar metida en el campamento.
+Alí Villanueva, abanderado de una guerrilla liberal, era conocido por la inmensa amistad que lo unía a su primo Marcelo Suárez. De ellos decía la gente que antes que primos parecían hermanos. Pero sólo bastó que durante la última guerra cada uno decidiera formar en bandos contrarios, para que a su conclusión, donde antes había fraternidad y cariño, sólo cupiera un odio inenarrable. Hasta la casa de Marcelo llegó Alí a caballo y desde la silla, con la destreza de un vaquero, enlazó a su primo y sin mediar palabra salió al galope, mientras en el extremo del rejo se despedazaba Marcelo contra las piedras del llano.
+Finalmente, podemos repetir que la vida cotidiana de las guerras fue casi la vida cotidiana del siglo XIX, ya que el rosario de las confrontaciones hizo de este siglo un periodo de constante desasosiego, donde la vida en campaña fue parte del quehacer diario de esas generaciones. La historia de la vida de cualquier hombre de ese siglo es, en la práctica, una hoja de servicios militares. Muchos iniciaron de soldados en la Independencia y terminaron de generales en la República, después de ganarse un grado en cada guerra.
+Arboleda, Enrique, 1953, Palonegro, Bucaramanga: Imprenta Departamental de Santander.
+Casabianca, Manuel, s. f., La revolución de 1899.
+Charles D., Rubén, 1950, Horror y paz en el istmo 1899-1902 Panamá, Panamá: Editorial Panamá América, Panamá.
+———, A los 150 años de la independencia de Panamá de España 1821-1917, Panamá: Imprenta Universidad de Panamá, 1972.
+Castro A., Santos, «Recuerdo del pasado, reseña histórica y monográfica de Ambalema 1776-1938», (inédito).
+Cock, Jesús, 1946, Memorias de un coronel reclutado, Medellín: Editorial Bedout.
+De la Rosa, Diógenes, 1938, A tres siglos del discurso–Victoriano Lorenzo, Imprenta Franco e Hijos.
+Jaramillo C., Carlos Eduardo, 1991, Los guerrilleros del novecientos, Bogotá: Editorial CEREC.
+Varón, Tulio, 1987, El guerrillero de «El paraíso», Ibagué, Imprenta Fondo Rotatorio de la Cultura.
+———, «Aspectos estructurales de la guerra irregular en Colombia», Estados y Naciones en los Andes, Lima: Instituto de Estudios Peruanos: Editorial Hipatia S. A., 1986.
+———, «Victoriano Lorenzo: el guerrillero invencible de Panamá», Revista Tolima, vol. 1, n.° 3, Ibagué: Imprenta Departamental del Tolima, 1985.
+Mazuera y Mazuera, Aurelio, 1938, Memorias de un revolucionario, Bogotá: Editorial Minerva.
+Martínez, Jorge, 1956, Historia militar de Colombia, Bogotá: Editorial Iqueima.
+Noriega, Manuel, 1927, Recuerdos históricos de mis campañas en Colombia y el Istmo 1876-1877; 1885-1886; 1899-1902, Panamá: Tipografía Moderna.
+París L., Gonzalo, 1937, La guerra en el Tolima, Manizales: Casa Editorial Arturo Zapata.
+Pérez, José Manuel (compilador), 1904, La guerra en el Tolima, Bogotá: Imprenta Eléctrica.
+———, Reminiscencias liberales 1879-1937, Bogotá: Imprenta de El Gráfico, 1938.
+Pinzón, Pedro M., 1897, Por la historia, relación de la campaña del norte en 1885, Bogotá: Editorial Carlos Tanco.
+Sicard B., Pedro, 1925, Páginas para la historia militar de Colombia, guerra civil de 1885, Bogotá: Imprenta del Estado Mayor General.
+Valderrama A., Carlos (compilador), 1983, Epistolario del beato Ezequiel Moreno Díaz y otros agustinos recoletos con Don Miguel Antonio Caro y su familia, Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.
+Vergara y Velasco, F. J., 1910, Nueva geografía de Colombia, Bogotá: Imprenta de Vapor.
+———, Capítulos de una historia civil y militar de Colombia, Bogotá: Imprenta Eléctrica, (s. f. e.).
+[243] Hay que entender que la magnitud de las confrontaciones de este siglo comprende, casi pudiéramos decir, toda la gama posible de este tipo de fenómenos. Los hay desde aquellos que no salen de los límites municipales y que pueden considerarse como escaramuzas, hasta aquellos que involucran a la república entera y la desangran hasta la anemia.
+[244] Fue corriente durante el siglo XIX, que quienes se alzaban contra el Gobierno lo hiciesen en acto público, casi siempre con un pronunciamiento que se efectuaba en la plaza principal.
+[245] El aguardiente de olla era el licor casero que, para su producción, no requería del proceso de destilación, y se denominaba así por el recipiente que normalmente servía para su elaboración.
+[246] Aunque las normas tuvieron variaciones a lo largo del siglo, podemos decir que lo dispuesto para los tiempos de guerra eran las edades comprendidas entre los 16 y los 62 años y los volúmenes se tasaban en una quinta parte del rango constituido por las edades establecidas.
+[248] A pesar de que la iglesia se esforzó por señalar al Partido Liberal como librepensador y ateo, la verdad es que esto no fue una regla común entre sus miembros, los cuales, si bien en algunos casos pusieron como tiro al blanco las imágenes religiosas de las iglesias, en otros respetaron con celo la vida de los clérigos y la preservación de los templos.
+[249] Aristides Fernández fue uno de estos altos funcionarios que entendió la guerra como el caimno más corto para extirpar de Colombia todo aquello que era considerado como contra natura, es decir, a los liberales y a todos aquellos que no profesaran con fervor la fe católica. Hasta último momento, hasta después de los armisticios, Fernández trató de concluir la obra para la cual la guerra le resultó insuficiente. Donde pudo, hizo erigir cadalsos y desconoció los acuerdos.
+EFRAÍN SÁNCHEZ
+«EL INTERÉS DE MOVERSE DE un lugar a otro para absorber siempre nuevas impresiones —escribió el geógrafo alemán Alfred Hettner a fines del siglo XIX— es algo extraño a los colombianos. La naturaleza no les inspira mayor entusiasmo, imponiéndoles los viajes, en cambio, molestias y sacrificios en medida tal que el aspecto de gozo se les va trocando en la sensación de un mal necesario». Las molestias y sacrificios de que habla Hettner se hallan dramáticamente ilustrados en el siguiente pasaje de una carta de Manuel Ancízar a Pedro Fernández Madrid fechada en Vélez el 30 de marzo de 1850:
+ocho días de fatigas excesivas, por medio de barriales sin fondo, por estos bosques vírgenes poblados de micos, váquiras, tigres y cuanto la naturaleza salvaje ostenta en sus soledades, y ocho días de mal comer y peor dormir, respirando una atmósfera opresora, llenos de garrapatas y barro y bebiendo aguas que Dios no crió para beber, dieron con nuestra salud al traste y con nuestros cuerpos en cama.
+Pero aun allí donde no había tigres ni vastas soledades, no eran menores las protestas de los viajeros: «¡Dios mío! ¡Qué mal camino! ¡Qué calor tan sofocante! ¡Qué posada tan terrible!», eran exclamaciones que por doquier llegaban a oídos de Hettner en sus viajes por Colombia entre 1882 y 1884.
+Los factores que históricamente han determinado el modo y la frecuencia de los desplazamientos humanos de un punto a otro son, desde luego, la configuración del terreno y la evolución de los medios de transporte. En Colombia, esta evolución presenta hitos claramente discernibles. El primero lo marca la llegada de los españoles, a principios del siglo XVI y que trajo consigo el caballo y la rueda, la cual, sin embargo, debió esperar otros cuatrocientos años para naturalizarse en el país. El segundo hito fue la introducción de la navegación a vapor por el río Magdalena, en 1825. Treinta años más tarde el gobierno adoptaría las primeras determinaciones tendientes al establecimiento del ferrocarril, que no se llevarían realmente a la práctica sino desde comienzos de la década de 1880. Los albores del presente siglo vieron la llegada de los primeros automóviles, cuyo principal inconveniente era la falta casi total de carreteras. Pero el verdadero salto en materia de transportes se verificó en la década de 1920, cuando tuvo lugar la que se ha denominado «revolución en las carreteras», que fue acompañada por una «revolución en los ferrocarriles», y a las cuales se unió la instauración de los primeros servicios aéreos regulares para pasajeros. Aun cuando los alcances de las mencionadas «revoluciones» fueron más bien modestos si se piensa en términos de su cubrimiento nacional y en su continuidad, puede afirmarse que la década de 1920 es la que parte en dos la historia de los modos de viajar en Colombia.
+Con anterioridad a 1920, la geografía de las comunicaciones en el país era sensiblemente menos compleja que la actual. A la carencia de sistemas modernos de transporte se sumaba la menor densidad de población y, en consecuencia, la mayor dispersión y lejanía de los centros urbanos entre sí. Los valles y mesetas de las cordilleras Oriental y Occidental daban asiento a las principales ciudades del interior, de las cuales las más importantes eran, en la Cordillera Oriental, Tunja y Bogotá, capital del país. En la Occidental, los mayores centros eran Medellín, Cali, Popayán y Pasto. Sobre el mar Caribe, Cartagena, Barranquilla y Santa Marta constituían los puntos focales de la comunicación de Colombia con el exterior.
+Las comunicaciones seguían los ejes impuestos por la geografía. El Río Grande de la Magdalena era la columna vertebral de la nación, y este papel lo conservó desde los primeros años de la conquista española hasta mediados del presente siglo. Ejes verticales menores eran la ruta de Bogotá al Magdalena por Vélez y las sierras del Opón, la ruta de Cali y Popayán hacia Quito, y los ríos Atrato y San Juan, por donde se ingresaba a la extensa y desierta provincia del Chocó. Los ejes horizontales y oblicuos, sin contar el camino de Cali a Buenaventura, se orientaban en dirección al Magdalena. Los principales eran las vías de Bogotá al gran río por Villeta y Honda y luego por Tocaima y Girardot, la ruta de Medellín al Magdalena por Puerto Nare, y las que, partiendo de las provincias del sur, llegaban al Magdalena y a Bogotá por el páramo de Guanacas y Neiva, y el páramo del Quindío e Ibagué.
+Muchas de las rutas y hábitos de viaje que prevalecieron hasta bien entrado el siglo XX se remontan a la época anterior a la Conquista. No se sabe de la existencia en territorio colombiano de caminos precolombinos de larga distancia como las monumentales sendas que construyó el imperio incaico y que se extendían a lo largo de la cordillera de los Andes desde Chile hasta el Ecuador. Presumiblemente, el intercambio de larga distancia se hacía indirectamente, siguiendo una cadena de trayectos breves demarcados por puntos estratégicos para el trueque de los productos. El adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada se percató de la existencia de uno de dichos puntos de trueque en la localidad de Tora, donde desaparecía la sal de grano procedente del mar y aparecía la sal en grandes panes explotada por los indígenas del altiplano. Por otra parte, sin embargo, existe amplia evidencia de rutas cortas e intermedias que formaban redes de comunicación de cierta complejidad. Las más sorprendentes por su refinamiento técnico son sin duda las de la Sierra Nevada de Santa Marta.
+Aparte de las rutas precolombinas posteriormente adoptadas por los colonizadores españoles y convertidas en caminos reales, quizás el legado más apreciable que los pueblos prehispánicos colombianos dejaron a sus descendientes criollos en el campo de las comunicaciones fue el principio de viajar en línea recta. Obviamente, se trataba de buscar la distancia más corta entre dos puntos con el propósito de aminorar el tiempo de viaje. El viajero blanco no se detenía a meditar sobre esta útil y harto elemental norma cuando se trataba de recorrer territorio plano. Pero, para su desazón, la norma regía también en territorio montañoso. Manuel Ancízar, en su recorrido por las provincias del norte entre 1850 y 1851, tomó nota de sus sentimientos:
+Poco a poco y en profundo silencio trepamos hasta arriba: el maldito camino, como es uso y costumbre en la mayor parte de los nuestros, sube a la cima misma del picacho aprovechando toda la altura para después proporcionar el placer de una bajada correspondiente: así las agradables emociones del tránsito se prolongan hasta que no hay dónde encaramarse como si se hubiese querido poner a prueba la serenidad del viandante y la fortaleza de las bestias.
+Las bestias eran un lujo del cual los indios estaban casi siempre privados, pero esto no quiere decir que no dispusieran de medios para transportarse adaptados a su singular sistema de caminos. Charles Saffray, en el relato de su viaje de 1870, escribe:
+Los indios de Boyacá son pesados de cuerpo y de espíritu e indolentes… No se les puede ocupar como criados, pero como correos no tienen rival. Ellos son los que han inventado el caballo de paja, excelente para viajar en sus montañas cónicas, cubiertas de césped casi por todas partes. Este caballo de paja consiste simplemente en un haz de largas yerbas; durante la subida, el indio se lo carga al hombro, pero en la bajada se pone sobre él en cuclillas; cógele por el cuello, mientras la cola arrastra por detrás, y por la sola fuerza de la gravedad, hombre y montura descienden rápidamente.
+La conquista española trajo consigo la necesidad de cubrir largas distancias. En su búsqueda de El Dorado, los españoles se adentraron en el territorio y en pocos años se había explorado la mayor parte del curso del Río Grande de la Magdalena. El descubrimiento y conquista del Nuevo Reino de Granada, como llamó inicialmente Quesada al altiplano de Cundinamarca y Boyacá, hizo vislumbrar la futura trascendencia geopolítica del río. El establecimiento en 1550 de la Real Audiencia en Santa Fe consolidó su papel de ruta inevitable hacia y desde el exterior y, en forma concordante, aumentó progresivamente la navegación. Pero, no obstante su importancia histórica y el creciente tráfico en ambas direcciones, durante el largo periodo transcurrido desde la fundación por los españoles de los principales puertos ribereños y la apertura del canal del Dique a fines del siglo XVII, hasta la construcción del ferrocarril de Honda a La Dorada a principios de la década de 1880, el paisaje humano del río cambió poco. Así lo describió José María Samper en la década de 1860:
+Desde el puerto de Honda hasta el de Calamar, en un trayecto de cerca de 130 leguas [una legua granadina equivalía a 5 km], no se encuentran, pues, sino 28 poblaciones sobre las márgenes del Magdalena (contando dos ciudades), de las cuales 12 pertenecen en la ribera derecha a los estados de Cundinamarca y Magdalena, y 13, en la ribera izquierda, corresponden a los estados de Antioquia y Bolívar. El total de habitantes de esos pueblos, excluyendo a Honda, que no pertenece al bajo Magdalena, no pasa de la cifra miserable de 16.000, de los cuales más de 7.000 pertenecen a la ciudad de Mompox… La naturaleza reina allí, teniendo por esclavo al hombre.
+No todos los hombres, claro está, compartían el mismo grado de esclavitud en el gran río de Colombia.
+Durante el siglo posterior a la entrada inicial de Quesada al Magdalena a bordo de «ciertos bergantines», en el año de 1536, el medio de navegación predominante en el río fue la ancestral canoa indígena, construida en una sola pieza del tronco de corpulentos árboles. En esta primera fase de navegación del Magdalena se empleaba en la boga a indígenas desarraigados del altiplano y trasladados a la fuerza a las ardientes regiones de los cursos medio y bajo del río. Los efectos del abuso sobre la población indígena fueron letales: irreconciliables con el pestífero clima y el extenuante trabajo de la boga, los indios morían «como moscas», según la socorrida expresión que usaban los conquistadores. Ya en 1579 el licenciado Juan Bautista Monzón informaba al rey Felipe II que
+en la costa de este Río Grande al tiempo que los españoles entraron a este Reino, que hará cuarenta años, pasaban de setenta mil los indios; con los excesivos trabajos de la boga y malos tratamientos que se les han hecho han muerto cincuenta y nueve mil y más, porque yo tengo por muy cierto que no hay ochocientos indios. La ofensa que a Dios se ha hecho la podrá Vuestra Majestad ver.
+La súbita mengua de la población indígena, por otra parte, dio pretexto a varios corresponsales del rey con intereses en localidades distintas al río, para sugerir la suspensión total de la navegación del Magdalena y la apertura de un camino de Pamplona al lago de Maracaibo, que debería convertirse en la ruta de salida y entrada a la Nueva Granada. Esta iniciativa no contó con el necesario apoyo, y, para despecho de sus proponentes, se inició la navegación del Magdalena, a comienzos del siglo XVII, con champanes tripulados por bogas nativos de las riberas del río. La canoa, sin embargo, nunca fue del todo abandonada en la Nueva Granada, particularmente en la navegación de los ríos menores.
+Navegar en canoa, o piragua, especialmente para el viajero europeo recién llegado, no era cosa de poca monta. El francés Gaspard Mollien relata vividamente su experiencia al bajar por el Dagua hacia el Pacífico:
+Al día siguiente de nuestra llegada a Las Juntas me dispuse a embarcarme en el Dagua, a pesar de que durante la noche estalló una tormenta que aumentó considerablemente su caudal, pero quería llegar cuanto antes a Buenaventura. Además, no conocía los peligros que me habían descrito, y pensé que con ello sólo querían asustarme con objeto de hacerme renunciar a mi proyecto y a prolongar mi estancia aquí… Me proporcionaron dos negros reputados como marineros excelentes y una piragua larga y estrecha. Mis bártulos, para no comprometer el equilibrio, se cargaron por pesos iguales en cada uno de los extremos de la embarcación; se me reservó un espacio de tres pies en el centro para que acomodase mi persona, que habría de ir casi doblada en dos; los negros, uno empuñando un remo y el otro una pértiga, se colocaron a proa y a popa de la piragua: cuando todo estuvo listo se soltó la amarra que nos retenía a la orilla, y en el acto nos arrastró la corriente con la velocidad de una flecha y nos llevó ante un verdadero muro de rocas que las aguas franqueaban con un ruido espantoso. ¿Por dónde se podría pasar?, esto fue lo que me pregunté a la vista de un escollo tan temible; más rápida aún que el pensamiento, la piragua, dirigida con pasmosa habilidad, se embocó por una abertura estrechísima y se deslizó en aguas ya más tranquilas… Estos peligros de tan nueva especie impresionan al viajero que, aprisionado en el centro de la piragua y sin atreverse ni siquiera a parpadear para no ocasionar un naufragio, maquinalmente suspira de satisfacción cada vez que se ha evitado un escollo o que se ha franqueado un raudal; esto me sucedía también a mí, y los negros, tomando mis suspiros de alegría por lamentos me preguntaban con irónica tranquilidad: ¿Se ha mojado el señor?
+El dominio del champán del Magdalena, que al igual que la canoa jamás se ha extinguido y aún hoy, literalmente, sigue en boga, duró más de doscientos cincuenta años. Sus ventajas sobre canoas y piraguas se reducían a su mayor capacidad de carga y pasajeros, así como a la mayor seguridad que en comparación ofrecían ante los raudales y corrientes perversas del río. Pero en verdad no las superaban apreciablemente en rapidez ni en comodidad para los viajeros. El coronel William Duane, experimentado viajero de champán trae en sus relatos de viaje una singular y minuciosa descripción de la embarcación:
+El champán deriva su nombre de un árbol muy corpulento de la América del Sur, denominado champacada. En las zonas bañadas por los grandes ríos interiores, se les construye en forma análoga y bastante primitiva, con madera maciza extraída principalmente de una especie de cedro, cuya fibra lo asemeja a la teca hindú… Posee la peculiaridad, similar a la de los otros árboles ya citados, de ser resistente a la desintegración o descomposición bajo la acción del agua, y como es invulnerable ante el ataque de insectos o gusanos, puede durar tiempos inmemoriales, si no es destruido por la violencia de los elementos o de cualquier otra índole. Se le da una longitud de cincuenta a ciento cincuenta pies, y un ancho de cuatro a veintiséis, con un remate corvo muy pronunciado en ambos extremos. La madera principal del fondo es siempre plana y de grosor proporcional, constituida generalmente por un solo árbol de proa a popa… Por lo común, el champán descargado flota con cuatro o cinco pies sobre el agua, y muy pocas veces cala más de tres o cuatro pies, aun con las cargas más pesadas… Las cargas de mercancías se estiban en el centro del barco, forradas con esteras y recubiertas adicionalmente. Cuando hay distintas cargas, se las divide con otras esteras de tosco tejido, a manera de tabiques. También quedan separados ciertos productos como cacao, café, algodón, tabaco, maíz, cueros, etc. El único sitio que pueden ocupar los pasajeros es en la parte delantera o trasera de las cargas, o sea en proa y popa, como dicen los marineros. En efecto, esas son las partes que quedan a la intemperie, pues el resto está cubierto por un techo de fuertes arbustos o zarzos, que se extiende hasta cada una de las bordas, constituyendo un arco; esa techumbre tiene que ser necesariamente sólida, ya que en su parte superior es donde se sitúan los bogas cuando impelen la embarcación —provistos de una pértiga— en sentido contrario al de la corriente. Cuando se trata de ir aguas abajo, allí también duermen o reposan, aunque carece de barandilla de hierro, o de cuerdas que los resguarden de caer al río.
+Ningún cronista viajero de cuantos navegaron el Magdalena dejó de apreciar la rudeza del trabajo de los bogas, y su vida miserable y esforzada recibió tributo en los versos de Candelario Obeso y Nicolás Guillén. El francés Auguste Le Moyne describió así la faena de los bogas:
+Los bateleros que teníamos a bordo eran trece, con el patrón que a la vez hacía de piloto. Pertenecían a esa clase de gente que en el país se llaman bogas y que se reclutan entre los negros, los mulatos y los indios de sangre mezclada. Antes de empezar el trabajo penosísimo a que se iban a entregar, nuestros hombres, como suelen hacerlo en casos semejantes en cuanto no están a la vista de las ciudades, se despojaron de todas las prendas de vestir, no conservando más que un calzoncillo corto, unos, y otros unos trapos alrededor de la cintura; lo único que conservaron todos para protegerse del sol fue un gran chambergo de paja de copa muy alta… Cuando el patrón dio la señal de emprender la marcha se alinearon seis a cada lado de la proa de la embarcación y, después de haber hundido sus pértigas en el agua y apoyado el otro extremo de las mismas contra el hombro, empujaron haciendo avanzar el barco con sus esfuerzos al andar con cadencia por el puente, acompañando esa especie de danza con gritos ensordecedores mezclados con tantas blasfemias como invocaciones a la virgen… No hay que pensar que después de hecho el primer esfuerzo el trabajo de esos desgraciados se aminora, ya que sólo por el esfuerzo continuado y el continuo avanzar de ellos sobre el puente es como se puede contener y hacer avanzar la embarcación contra la corriente; la única ventaja que tienen consiste en que a partir de ese momento, por la rotación que establecen, es sólo la mitad de la tripulación la que empuja con las pértigas, mientras la otra mitad vuelve sobre sus pasos para tomar su puesto en el movimiento de propulsión del barco. Estas maniobras, cuando la tripulación las realiza concienzudamente, duran desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde, sin más interrupción que la obligada durante los ratos dedicados al almuerzo y a la comida. Desde luego, un europeo por robusto que sea y por acostumbrado que esté a las más rudas faenas no podría bajo este sol de fuego de los trópicos soportar un solo día las fatigas de semejante oficio y por descontado las gentes del país que voluntariamente se dedican a él no alcanzan más que en casos contados una edad avanzada, pues estos trabajos, unidos a la vida desordenada que llevan, suelen tener por consecuencia inevitable una serie de dolorosas enfermedades y prematuras incapacidades para el trabajo.
+Cuando Nicolás Guillén suspiraba en sus versos «¡Ay, qué lejos Barranquilla!», ciertamente estaba lejos de interpretar lo que el boga debía sentir cuando el trayecto era hacia Honda.
+La travesía a bordo de un champán desde Barranquilla hasta las bodegas de Honda, donde los viajeros iniciaban el ascenso a la altiplanicie, tardaba un mínimo de cuatro semanas. Pero la estación, las crecientes del río, el grado de sometimiento de los bogas y los imprevistos, podían hacer que la navegación se prolongara hasta tres meses. La distancia entre los dos puertos es de poco más de 190 leguas, es decir, 950 km. Antes de emprender la larga travesía, el viajero debía aprovisionarse convenientemente. El capitán Charles Stuart Cochrane, dejó constancia de su previsivo carácter en sus notas de viaje:
+Para viajar en esta región se necesita llevar una pequeña cuja hecha de tal manera que sea fácilmente desarmable, con un toldo o cubierta medianamente gruesa, para aislarse de los mosquitos y los pequeños jejenes, pues los hilos de un mosquitero común, como los que se usan en Barbados, no son lo suficientemente tupidos como para impedir la entrada de los jejenes… el viajero debe así mismo procurarse de dos o tres vestidos de tela de algodón, con medias del mismo material en lugar de calcetines; la chaqueta suelta y abotonada hasta el cuello. El color blanco no atrae al sol, y se siente fresco y agradable; es fácil de lavar, y seca pronto, al dejarse sobre el toldo. Se necesitan dos sombreros de paja: uno para estar en la canoa, otro para diversas ocasiones. Ambos deben tener alas anchas. Los zapatos de tela gruesa, con suelas de cuero, son más cómodos y agradables para los pies, así como un par de zapatos ingleses para caminar en el fango. Es imprescindible una cincha con pistoleras; una espada, una daga, un par de pistolas de bolsillo, una hamaca para recostarse de día, dos buenas esteras, una para estar en la canoa, y la otra ajustada a la basta tela de la cama para impedir de noche la entrada de los mosquitos… En estos lugares debe tenerse todo cuanto sea posible de vino, té, café, chocolate, azúcar y sal, además de carne curada, jamón, lenguas, aves vivas, huevos y galletas, y mucho tocino o grasa de cerdo curada para freír huevos, junto con un surtido suficiente de plátanos y de carne seca salada para los bogas, cuya alimentación y pago corren por cuenta del viajero… Esos utensilios de cocina necesarios son una chocolatera grande de cobre, una vasija, también de cobre, para hacer sopa, otra para picadillo y guisados, una tercera, ancha, para freír huevos, dos platos de latón, dos copas de estaño para beber, y una medida pequeña de estaño para servir licor a los bogas, que no trabajan bien sin su porción de anís de la localidad… No deben olvidarse los cuchillos, tenedores, cucharas y pequeños manteles de dril, de una yarda cuadrada, más o menos… Aquí se necesita tener una reserva de moneda sencilla: dólares, cuartos de dólar, reales, medias y cuartillos.
+Raras veces los medios pecuniarios del viajero o la capacidad del champán permitían tantos refinamientos como los prescritos por Cochrane. Casi siempre el viajero sólo disponía de espacio suficiente para colocar a bordo un baúl con sus pertenencias, sobre el cual debía dormir. El toldo y el mosquitero eran lujos que la altura de la techumbre no permitían en la mayoría de los champanes, y para prevenir en cuanto era posible la picadura de los insectos, el viajero debía dormir con las botas puestas y vestido con las ropas más gruesas de que dispusiera, a riesgo de cocinarse vivo en el infernal calor del Magdalena.
+Las crónicas de los viajeros abundan en detalles sobre los numerosos peligros e incomodidades a que se veían sometidos, sin más consuelo que el lento avance de la embarcación, los gritos ensordecedores de los bogas, y la zozobra constante que producían las inevitables historias sobre la ferocidad de los caimanes que infestaban el río y el inminente riesgo de ser mordido por una serpiente.
+Un itinerario típico del ascenso por el Magdalena en champán fue el cumplido por el capitán Cochrane en 1823: partió de Soledad el 3 de abril, y ese día su embarcación pasó a la vista de Sitio Nuevo, pasando la noche en Remolino. El día 4, tras «una buena jornada» de 10 leguas, alcanzó El Piñón. El 5 estaba en Barranca Nueva, y el 7 a las 8 de la noche había llegado a Plato. El 14 el champán partió de Mompox y en medio de numerosas dificultades con los bogas llegó en la madrugada del 25 a Morales, en la Isla de Gamarra. El 29 de abril se encontraba en San Pablo, uno de los principales puntos de referencia en la navegación del Magdalena. El invierno había hecho crecer considerablemente las aguas, lo cual dificultaba aun más el avance. En los siguientes días pasó por San Bartolomé y Garrapata, alcanzando el 12 de mayo uno de los parajes más temibles para los navegantes del Magdalena: el paso de Angostura, donde la rápida corriente forma peligrosos remolinos y las altas riberas no permiten tocar tierra. Cochrane afirma, sin embargo, que su champán atravesó el paso en sólo diez minutos. El mismo día llegó a Nare, donde se desprende la ruta hacia Medellín. El 16 pasó la noche en Buenavista, cerca a la desembocadura del río La Miel. Por fin, el 20 de mayo, la embarcación llegó a las bodegas de Honda.
+La introducción de la navegación a vapor representó una indudable mejora en las condiciones y el tiempo de viaje. Los primeros vapores que subieron el Magdalena fueron el Fidelidad, el General Santander, fabricado en Nueva York, y el Gran Bolívar, traídos por Juan Bernardo Elbers en virtud del privilegio que le había concedido el Congreso de Colombia en 1823. Según los términos del privilegio, el terminal de los vapores se estableció en el Peñón de Conejo, un poco más abajo de Honda, a donde el General Santander llegó el 21 de octubre de 1825 en su viaje inicial. Los primeros vapores, no obstante, no satisfacían las exigencias de la difícil navegación del Magdalena, y debió esperarse hasta mediados de siglo para que aquella se regularizara. Pero ya en 1882 más de veinte vapores cubrían las rutas del Magdalena.
+Alfred Hettner, describiendo el vapor, señala que
+sus características más sobresalientes y determinantes de su llamativo aspecto exterior son la enorme rueda de paletas en la popa y su quilla extremadamente panda y ancha, que provee, a manera de primera cubierta, un espacio amplio para la máquina y las provisiones, tanto de leña como las alimenticias, dando al mismo tiempo cabida para la estada de la tripulación y los pasajeros de segunda clase. Encima de este lugar se eleva, con apoyo en pilares de madera, la segunda cubierta, diseñada en forma diferente en cada barco. El Montoya empieza con una extensión libre en la parte delantera, destinada a la comodidad de los pasajeros durante el día aprovechando que el viento contrario los alivia un poco del calor sofocante cuando la nave está en marcha. Sigue el corredor con pequeños camarotes a lado y lado; cada uno de estos tiene un recargo de $10 sobre el precio del pasaje, que es de $50. Para los demás pasajeros, lo mismo que para los mozos, las camas se tienden en la sala y en la parte delantera ya descrita. Al efecto se usan catres, muy acostumbrados en tierra caliente y sumamente prácticos… Dos cubiertas, de extensión reducida, que sobresalen de la segunda, abarcan la habitación del capitán y la rueda del timón.
+Otra impresión tuvo el boliviano Alcides Arguedas cuando le tocó abordar el vapor Jiménez López en 1929:
+Los camarotes son minúsculos y sus puertas se abren sobre el corredor, que ocupa el centro del barco. Cada camarote tiene dos camas, una encima de la otra. La de abajo parece más confortable porque lleva lona, la de encima tiene una plancha dura de madera y un delgado colchoncillo. Se ven pocos utensilios de uso indispensable; una especie de mesa de noche, lavabo de metal con su jarra de hierro enlozado, un bañador y su balde. Y eso es todo… En el camarote el termómetro marca 34 grados y es un horno.
+Hettner tuvo la suerte de ascender el Magdalena en uno de los vapores más veloces que habían surcado el río. Había salido de Barranquilla el 31 de julio de 1882, alcanzando la bodega de Conejo el 7 de agosto siguiente. Cuatro años más tarde, el Federico Montoya establecería una marca de velocidad, al hacer el recorrido en poco más de cinco días. Sin embargo, el viajero del Magdalena debía contar con una travesía que en promedio tardaba alrededor de quince días.
+Después de arrostrar como podía los padecimientos de la navegación, el viajero debía prepararse para las torturas del recorrido por tierra hasta llegar a su destino. Si su destino era Medellín, luego de dejar en Nare el champán o el vapor, debía viajar entre cuatro o cinco días, según la estación, para cubrir las treinta leguas de la ruta, subiendo inicialmente en canoa por el río Nare hasta la Bodega de San Cristóbal, para luego tomar el camino de montaña que lo conduciría a Medellín por Marinilla y Rionegro. Si su destino era Bogotá, y había tenido la suerte de navegar el Magdalena a bordo de un vapor hasta la bodega de Conejo o hasta la Vuelta de la Madre de Dios, debía abordar allí un champán que en cinco horas lo conduciría hasta Honda. Desde allí la ruta seguía a Guaduas, el Alto del Trigo y Villeta, a donde, contando con buena resistencia propia y de la cabalgadura, se podía llegar en una jornada. Al cabo de una nueva jornada, el viajero con sus bestias llegaba a Los Manzanos, después de haber pasado por Sasaima y Agualarga. Un día más y hacía su entrada a Bogotá por San Victorino.
+El tiempo que demoraban los viajes terrestres en la Nueva Granada dependía, obviamente, de la naturaleza y el estado de las vías y de los medios de locomoción. Podría suponerse que los mejores caminos se hallaban en los alrededores de las principales ciudades y especialmente en los terrenos planos, como la sabana de Bogotá. No obstante, los dos caminos principales de la sabana, a saber, el camino del Norte, que conducía al puente del Común, en la ruta hacia Tunja y el camino de occidente, que llevaba a Facatativá, en la vía al Magdalena, presentaban inconvenientes tales que muchos trechos quedaban vedados, especialmente en las temporadas lluviosas, al tráfico de vehículos de ruedas. El camino del norte inicialmente bordeaba los cerros orientales de la sabana hasta la fuente de Torca y desde allí hasta el Puente del Común, siguiendo la vía que después se denominó Alameda Vieja. Sin embargo, desde 1793, el gobierno colonial se había propuesto la apertura de un camino real que condujera en línea recta hasta Torca, obra cuyo diseño se confió a Domingo Esquiaqui, quien acababa de concluir el histórico puente. Las dificultades financieras, topográficas y de otros ordenes, hicieron que en la construcción de dicho camino se empleara poco más de 90 años. Sobre el camino de occidente, refiere José María Cordovez Moure que
+tocó a la Administración Ejecutiva del general José Hilario López la celebración del contrato con los señores De la Torre para construir la calzada de Bogotá a Facatativá, mediante el pago de cuatro pesos por cada metro lineal, con anchura de ocho metros. Los envidiosos de entonces lo llamaron camino de terciopelo, porque ese era en aquel tiempo el precio del metro de tan rica tela.
+Aun cuando para 1884 ya existía «un buen camino que conduce de la sabana a Tocaima y que, salvo en uno o dos trayectos, permite la conducción en ruedas hasta de los más grandes bultos, como pianos, trapiches, etcétera», según informó la prensa, pocos en verdad eran tan suaves como el «camino de terciopelo». Las crónicas de viajeros rebosan en observaciones como la siguiente, en la cual Manuel Ancízar describe la «vía» de Vélez al Magdalena:
+el camino cesa de ser una vía transitable y comienza en continua sucesión de subidas y bajadas por cerros abruptos, gredosos y constantemente empapados en lo alto por las lluvias, y en lo bajo por manantiales que aflojan el terreno formando pantanos pegajosos en que las bestias se hunden y fatigan, y pierden hasta el instinto de elegir lo menos peligroso.
+Las opciones del viajero en materia de medios de locomoción no podían, pues, ser muy amplias. Alfred Hettner las describe así:
+A pie acostumbra a moverse solamente la gente que forma la clase baja, o sea los peones y los arrendatarios de pocos recursos, constituyendo la cabalgadura el primer objeto de lujo que se regala a un colombiano, para seguir luego con el galápago y las guarniciones. Presumir tal actitud inspirada en mera pereza es un error que cometí al llegar al país, para corregirlo bien pronto, al experimentar en carne propia lo poco aconsejable que sería tratar de recorrer las regiones a pie, de acuerdo con nuestra costumbre… Realmente los sinsabores que esperan al viajero pedestre no son de poca monta, empezando por las incontables pendientes y las lamentables condiciones de los caminos, lo mismo que las numerosas quebradas que en su cruce obligan cada vez al baño de los pies con el calzado puesto. Agregando a esto el calor sofocante de los trópicos y la fuerza de los rayos del sol en su caída vertical, tenemos el cuadro más o menos completo de los factores que permiten juzgar la magnitud de los esfuerzos requeridos y los peligros implicados para la salud, especialmente del viajero extranjero no adaptado… La mula constituye la cabalgadura más apropiada para viajar en Colombia, aunque el caballo también goza de favorecedores en número mayor del que se presume, aventajando a la mula en rapidez y fogosidad y, al menos cuando no sean muy buenos ejemplares, también en paso muy suave… A la mula le ganan en recorrido en lo plano, provocando esta no obstante un cansancio mucho más intenso en su jinete y precisándolo a aplicar las espuelas a ratos. Pero, por otra parte, aun en los peores trayectos del camino, el viajero puede confiar tranquilamente en su paso seguro, mientras se cuide de no azuzarla en exceso, permitiéndole en cambio buscar ella misma su pisada. Al paso que no afecten su salud ni los cambios de clima ni las variaciones en la alimentación, su capacidad de soportar esfuerzos y privaciones excede en mucho a la del caballo.
+Pero pese a las bondades de la mula, en muchos de los caminos «fragorosos y abandonados» de que habla Manuel Ancízar, el único medio practicable al que recurrían los campesinos para trasladar la carga era el buey.
+El paciente animal, escribe Ancízar, enjalmado y con un largo cabestro, atado al agujero que le abren en la ternilla de la nariz, marcha delante del conductor con dos grandes mochilas encima y a veces una mujer o un muchacho por añadidura… De regreso del mercado, el buey sin carga se convierte en cabalgadura del amo, y contra todas sus costumbres trota o galopa de una manera grotesca que hace reír al que por primera vez presencia el inusitado andar de aquellos caballos con cuernos, obedientes y mansos sobre toda ponderación, compañeros inseparables del indio y del labriego, y auxiliares que ningún otro reemplazaría en las faenas del campo y del tráfico.
+En muchos caminos, como en el paso de la montaña del Quindío, sin embargo, no era posible el uso de cabalgaduras, y el viajero que no tenía la voluntad o la fortaleza suficientes para andar a pie debía confiarse a la resistencia y destreza de un carguero. Santiago Pérez describe así su apariencia y su faena:
+en aquél punto, en el cual debíamos subir sobre nuestros respectivos cargueros, éstos nos aguardaban con el largo bordón en las manos, unos calzones que los cubrían desde la cintura hasta los muslos, por único vestido, y sin más apero que la silla de guadua sobre los lomos robustos… La silla era una armazón a propósito para echárselo a uno a cuestas de cualquier modo. Se componía de dos tablillas como de una vara de largo y algo menos de ancho, formadas de fajas de guadua estrechamente unidas. Las dos se juntaban en un ángulo, uno de cuyos lados descansaba sobre la espalda del sustentante y el otro servía de base a la justa posición humana. Tres anchas cintas de un bejuco muy fuerte, una de las cuales ceñía las sienes y las otras dos se entrecruzaban en los hombros, servían para mantener la silla sujeta. En ésta, que salía del cuerpo inclinado del carguero a manera de espina, se instalaba cada cual, soltando las piernas cuan largas eran, hasta alcanzar el estribo apendizado de la silla… Pudiera creerse que desde el momento en que el hombre entraba a hacer el oficio de las bestias, abandonara virtualmente sus pretensiones a categorías diferenciadas. Nada de eso. Entre los cargueros los hay de silla y los hay de carga. En esas recuas humanas sucede, pues, lo que en las otras. Nuestros compatriotas de silla nos llevan a nosotros; nuestros conciudadanos de carga la llevan y la llaman líchigo. Y era el líchigo un cesto cónico hecho con lianas y por ambos lados cubierto con hojas anchas y dobles del vihao. Los lichigueros rompían la marcha, sacrificando en este caso la etiqueta a la seguridad; y en pos desfilábamos nosotros de dos en dos, o de uno en uno.
+A los sufrimientos de la jornada del viajero seguía la pesadilla de la noche. La primera dificultad, naturalmente, consistía en hallar un techo para no dormir en campo raso. En vastos trechos de los caminos no había pueblo o venta alguna, y el viajero se veía obligado a improvisar una «ranchería» si contaba con los implementos necesarios. Si corría con suerte, encontraba un «tambo», especie de cobertizo hecho con hojas de palma y sostenido por postes, sin paredes que protegieran del viento o impidieran el acceso de desconocidos. José María Cordovez Moure refiere que «siempre llevábamos con nosotros una escopeta de dos cañones y un puñal, por lo que pudiera suceder; pero nadie nos garantizaba que durante el día no los tentara el diablo e hicieran uso de dichas armas en medio del impenetrable bosque, que guardaría el secreto del crimen». De vez en cuando era posible dar con una posada o «venta» al lado del camino, que raras veces satisfacía las expectativas de descanso del viajero más pesimista. Una de las más célebres y antiguas de la Nueva Granada quedaba en los alrededores del puente del Común, a media jornada de la capital. Agustín Codazzi y Manuel Ancízar pasaron allí la noche de la primera jornada de las expediciones de la Comisión Corográfica de la Nueva Granada, a cuyo cargo corrió la ejecución del mapa de la nación y sus provincias.
+De la fuente de Torca a la venta ‘Cuatro Esquinas’, escribe Ancízar, hay un corto trecho de camino; o como si dijéramos, de lo más poético a lo más prosaico imaginable, no hay sino un paso. Cuatro ranchos de paja que no forman cuatro, ni dos, ni esquina alguna, constituyen la famosa e histórica venta, tan antigua como el Virreinato y tan estacionaria como los cerros adyacentes. Una pequeña sala en cuya testera hay una larga y tosca mesa arrimada a un banco fijo, y anexo a la sala un dormitorio, rara vez barrido, con dos camas de cuero, mondas y desamparadas conforme salieron de la rústica fábrica, he aquí el aspecto interior de la posada. En compensación las paredes presentaban la más copiosa colección de letreros que pudiera desearse, incluso muchos modelos de retórica de taberna que se hallan siempre en cercanía de las ciudades populosas… Hallé a mi compañero confortablemente acostado sobre el pellón de su silla con los zamarros por almohada, y como no fueran suficientes para este oficio, les había agregado el blando aditamento del freno, entre cuyas paletas de hierro colocó la cabeza y se puso a dormir deliberadamente. Imitelo en todo, a más no poder, salvo en lo del freno, que me pareció un refinamiento superfluo.
+Las dos últimas décadas del siglo vieron el despuntar de la era de las comunicaciones modernas en Colombia. El año de 1884 fue especialmente prolífico en avances. Se inauguró un puente colgante sobre el río Magdalena en Girardot, el primero de su género en la nación. Entonces llegaba ya a dicho puerto una línea de ferrocarril que comunicaba con Tocaima, primera etapa del proyectado ferrocarril entre Bogotá y Girardot. El trayecto, de 18 millas, era cubierto en 40 minutos por las locomotoras Girardot y Bogotá, que ya contaban con dos carros para pasajeros de primera clase, «tan lujosos y cómodos como los usados en Europa», tres para segunda clase, ocho vagones y quince carros de plataforma. A su vez, comenzó a prestar servicio la línea de ferrocarril de la Noria a La Dorada, donde se abordaban los grandes vapores del Bajo Magdalena. En el mismo año de 1884 se inauguró el servicio de «La Barca de Honda», planchón de hierro que atravesaba el Magdalena por medio de cuerdas. Así mismo, en la propia capital, se puso en servicio el tranvía de tracción animal de Chapinero, y en la ferrería de La Pradera se fabricaron los primeros rieles de ferrocarril producidos en el país. De allí en adelante y pese a los continuos reveses, demoras, suspensiones, desfalcos y otras desgracias que sufrían las obras, el progreso en las comunicaciones fue relativamente rápido.
+Uno de los aspectos más notorios de la difusión de los medios de transporte en Colombia ha sido su falta de uniformidad, particularmente en cuanto a su distribución regional. El geógrafo Ernesto Guhl dividió en 1970 el territorio nacional en siete «áreas culturales según los sistemas e intensidad de las comunicaciones». La primera está constituida por las regiones densamente pobladas, con sistema vial intenso a base de automotor, las cuales se hallan en los grandes valles interandinos, los altiplanos de la Cordillera Oriental y algunas regiones de la costa del Caribe. La segunda área abarca las regiones montañosas bien pobladas pero todavía con tráfico preponderante a base de caminos de herradura, y entre ellas se cuentan las zonas cafeteras y las vertientes montañosas fría y cálida. La tercera comprende las llanuras abiertas de fácil tráfico pero de escasa población, como la península de La Guajira, partes de la llanura del Caribe y los altos Llanos Orientales. La cuarta área está integrada por las zonas fluviales con densa población ribereña y servicios de transporte motorizado, es decir, el río Magdalena en su curso bajo y medio y los ríos Cauca en su curso inferior, San Jorge, Sinú, Meta, Putumayo y Amazonas. Las tres zonas restantes corresponden a regiones escasamente pobladas, con comunicación fluvial «de sistema indígena» o totalmente desprovistas de vías de comunicación. Estas tres zonas abarcan más de la mitad del territorio nacional.
+La difusión de los medios de transporte modernos generó cambios esenciales en el modo, la frecuencia, el cubrimiento y la participación social en los viajes en Colombia. En algún punto de ese proceso la sensación de viajar como «mal necesario» se trueca en la sensación de viajar «por placer», y aparece el turismo. Y con el turismo, el viajar adquiere connotaciones distintas dentro del cuadro general de la vida cotidiana. A decir verdad, sólo entonces puede afirmarse que el viajar se integra a la vida cotidiana de los colombianos.
+En un país donde los caminos no eran caminos y el viajero de los ríos debía disputar el espacio del champán con las cargas de tabaco de Ambalema y los géneros importados de Londres, viajar constituía no sólo un «mal necesario» sino un auténtico suplicio. Cuando por algún milagro inexplicable conseguía llegar a su destino, el viajero no podía menos que repetir la letanía de José Caicedo Rojas:
+En la cordillera de los Andes, mientras se establecen los ferrocarriles, lo cual tardará su poquito, debemos dar gracias a Dios si conseguimos un carguero robusto, de anchas espaldas y fornidas piernas, para que nos conduzca; gracias debemos darle también si hallamos un árbol caído sobre un río invadeable; gracias si encontramos un tambo donde pasar la noche; gracias si no nos muerde una culebra; gracias si no nos devora un tigre; gracias si no nos acometen los fríos y calenturas; gracias si el carguero sale de paso, en vez de salir de trote, y gracias, últimamente, si no nos riega por el suelo, como le sucedió al libertador Bolívar.
+Sin embargo, llegaban los pianos de Alemania a Popayán y Bogotá, los carros del tranvía a Chapinero y las pacas de tabaco de Ambalema a la plaza de Bremen; el correo llegaba sin falta a su destino, el empleado público llegaba en comisión a los poblados más remotos, las familias de Bogotá llegaban a veranear a Ubaque, y a Chiquinquirá llegaban cada año no menos de 30.000 peregrinos procedentes de los cuatro puntos cardinales de la nación.
+Viajar era un evento extraordinario, ajeno a la vida cotidiana del ciudadano común, y provisto de los visos de fantasía que hicieron que el relato de viajes fuera columna indefectible en los periódicos. No por nada El Mosaico, colección de muchas de las mejores producciones de la literatura nacional del siglo XIX, llevaba el subtítulo de «Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes».
+Con respecto a la apreciación del imponente paisaje del país, de cuya falta entre los colombianos se quejara, antes que Hettner, el barón Alexander von Humboldt, puede meditarse sobre las llanas palabras de José Joaquín Borda, compuestas en algún lugar del Río Grande:
+El calor del mediodía llega al último grado en las riberas del Magdalena; el aire era a la sazón un mar de fuego; las brisas, como toda la naturaleza, parecían adormecidas; nubes espesas de mosquitos… revoloteaban en torno mío, haciéndome arrepentir de mi visita a los dominios de tan agreste naturaleza.
+AÍDA MARTÍNEZ CARREÑO
+EL MODELO PARA LA VIDA material en los centros urbanos del nuevo continente fue el mismo de la nación conquistadora: vivienda, vestido y alimentación —para no citar sino los aspectos esenciales— se ciñeron al patrón español, sin que por ello hubieran obtenido iguales resultados. Al compararlos se destacan continuidades, paralelismos, rompimientos y cambios surgidos a partir de las propias experiencias, que condujeron a la formación de nuevos hábitos.
+Al revisar la evolución de la vida material en el transcurso de dos siglos, XVIII y XIX, inmediatos pero muy diferentes, existe el riesgo de perderse en los vericuetos de las infinitas modalidades que surgen en un país de zonas geográficas, etnias y culturas diferentes. En este caso la observación se hace en el núcleo urbano y dentro de él en el área doméstica, espacio propio de las sociedades gestadas a partir de la Conquista. Pese a la fuerte imposición cultural y al prestigio que la asimilación conllevaba, en nuestra práctica cotidiana se mezclaron y aún sobreviven infinidad de rasgos que, en constante contrapunto, relievan nuestra identidad mestiza.
+Ya enganchados por la Conquista en la civilización europea, las conmociones de los siglos XVIII y XIX, Revolución Francesa, Independencia de América e industrialización, trastocaron nuevamente nuestra vida material, que pasó, de un sólo golpe, de la etapa preindustrial al mundo de la máquina.
+Las Leyes de Indias trazaron sobre el papel ciudades ideales, utopía para la cual estaba abierto el vasto territorio de América. La cuadrícula que habían ensayado algunas ciudades griegas y romanas era extraña a quienes la aplicaban y a quienes la debían habitar; con ella se introdujo un esquema excéntrico a la naturaleza y se orientó al hombre dentro de una abstracción geométrica, según la cual el cuadrado rige el espacio vital: ortogonales son la plaza, la manzana y la casa y a esa angulosidad responden la calle, la esquina, la iglesia, la pieza.
+Durante el siglo XVIII, respondiendo a nuevas políticas monárquicas de posesión y dominio del espacio, se multiplicaron las poblaciones de blancos trazadas a cordel, con sus iglesias, centros educacionales, carnicerías y pilas de agua; son notables las sistemáticas fundaciones de pueblos en las provincias de Cartagena y de Tunja, en áreas que hoy ocupan los departamentos de Córdoba, Cesar y Santander. Junto con ese impulso poblador, nuevos conceptos urbanísticos propiciaron la construcción de puentes, avenidas, paseos y alamedas para embellecer algunas de las ciudades fundadas en los siglos anteriores, en donde se levantaron edificios para hospitales, centros de asistencia y educación. En la capital del virreinato, cuyo conjunto urbanístico era descrito en 1791 como «una desordenada multitud de ridículas y despreciables chozas»[250], a finales de la Colonia se autorizó la edificación de un teatro, se culminó la catedral, se trajeron ingenieros para remodelar la sede del Gobierno y se erigió un observatorio astronómico. Por Cédula Real de 1789 y con propósitos de salubridad pública, se ordenó erigir los cementerios fuera de las iglesias.
+La arquitectura doméstica continuó ceñida al patrón de la casa árabe-andaluza adaptada por los constructores españoles a los más diferentes climas, desde el nivel del mar hasta el de la nieve, y plegada a todos los materiales disponibles: caña, tabla, tierra, piedra, paja o teja. La planta de la casa española, modulada por cuadrados y rectángulos alrededor del patio, reproducía, en diferente escala, el espacio urbano. El modelo, con variantes ornamentales y técnicas acomodadas a cada época, tuvo larga supervivencia: excelentes edificaciones del siglo XVIII obedecieron al patrón establecido doscientos años antes en ciudades como Tunja, Mompox, Popayán y Santafé, y que en la próxima centuria los colonizadores antioqueños llevarían a la zona de su influencia.
+Aun en los mejores ejemplos, y pese a la introducción de detalles ornamentales como escudos, cornisas o balcones, nuestras casas del periodo virreinal resultan modestas en comparación con las de otras ciudades de América. Germán Téllez observa: «A falta de palacios que jamás llegaron a existir, las casas coloniales cartageneras difieren entre sí en que las más lujosas simplemente poseen mayor número de dependencias… las más importantes con una área construida no inferior a 1.500 m2…»; más funcionales en pequeña que en gran escala, su módulo básico, una serie variable de habitaciones alrededor de un patio, podía repetirse cuantas veces se quisiera para aumentar la capacidad y servicios: casas de uno, dos, tres y hasta cinco patios se levantaron desde el siglo XVI hasta el XIX. Perfectas para las ciudades de clima cálido, lo eran menos para las alturas andinas, en donde desde finales del siglo XVIII se buscaron recursos de diversa procedencia, como cristales para las ventanas o esteras en los pisos, para combatir el frío, «para el bogotano rico el vidrio es una necesidad, en cambio, no lo vi usar en ninguna otra parte de la Nueva Granada», dirá un viajero norteamericano a mitad de siglo XIX[251].
+Una vez liberada del patrón hispánico, la evolución de la arquitectura urbana fue lenta y difícil, como lo advertía en 1848 un articulista del periódico bogotano El Duende
+… ya que no tenemos arquitectos, deberían los señores edificantes consultar algún autor de arquitectura para no pifiarla… lástima es que se gasten tanto material y tanta plata en hacer monstruos del arte, que serán otros tantos monumentos de nuestra ignorancia, y más cuando las buenas obras antiguas están haciendo con ellos un contraste singular…
+En el viejo o en los nuevos estilos, las casas, casi sin excepción, se planeaban para albergar a la familia y al comercio, mundos que habían convivido durante varios siglos. En 1600 el contrato para la construcción de una casa de habitación en Santafé detallaba «… primeramente una tienda para mercadería con tres andanas de tablas alrededor del mostrador, … y con sus puertas a la calle que sean como las que tiene la tienda de Lázaro de la Cruz y más otra puerta que salga al zaguán…»[252], costumbre que sobrevivía a finales del siglo XIX, según observación de un viajero: «en las casas de dos pisos, las habitaciones de categoría están dispuestas en el segundo, sirviendo el bajo por una parte de sótano y depósitos… o para tiendas y talleres…».
+Los muebles coloniales fueron fuertes y pesados, como una extensión de los muros, puertas y ventanas de las casas; a través del lenguaje legal se percibe esa prolongación: «… Declaro por bienes míos la casa de mi morada guarnecida con sus alhajas de santos, mesas, sillas, escaños, cajas y bufetes, un escaparate, un escritorio de madera grande, otro pequeño de lo mismo y otro de cuero con sus chapas…»[253].
+Como «sillas de asentar» se relacionan taburetes de vaqueta, grandes sillas de brazos, escaños y bancas. Las sillas se adornaban grabando escudos de armas, emblemas o insignias en el cuero del espaldar. A los taburetes les pintaban motivos coloridos, trabajo llamado guadamesí, que perduró en algunas regiones de Nariño hasta el presente siglo. Los salones principales contaban con un estrado o tarima cubierta con alfombra en donde se instalaban las señoras más respetables.
+Muebles indispensables fueron las sillas de montar, diferentes si eran para hombres o mujeres, cuyas versiones más ricas llevaban adornos de plata. En 1787 para la confección y arreglo de una silla de lujo que formaba parte de la dote de una novia, además del sillón, se compraron paño grana para arroparlo, gaya ancha de plata falsa para su guarnición, dos vaquetas, tres varas de lienzo delgado, dos gamuzas, una vara de manta para la caballería, una libra de lana y seis onzas de plata; en su hechura intervinieron un platero y un talabartero y su valor total fue de 46 pesos[254].
+A finalizar el siglo XVIII, tiempo de opulencia y ostentación, los muebles se inclinaban hacia el estilo francés, de líneas curvas, con adornos tallados y algunas veces sobredorados; se difundió el uso de canapés, generalmente forrados en vaqueta y, a manera de innovación, en géneros textiles como la zaraza —de algodón—, el filipichín —de lana— y, en raras ocasiones, el damasco —mezcla de lana y seda—. Las mesas corrientes —una y media vara de largo por una de ancho y cajón con llave— también se forraban en vaqueta; los mobiliarios de mayor categoría incluyeron consolas y mesas adornadas con tallas y recortes caprichosos.
+Como alternativa a la hamaca indígena, de uso común sobre todo en climas cálidos, se adoptaron las tarimas forradas en cuero sin curtir; la mujer aportaba al matrimonio la «cama con barandillas» o «cama aderezada» cuyos «adherentes» incluían las colgaduras suspendidas de varillas metálicas, colchones y almohadas de lana o de crin —no se acostumbraron plumas—, sábanas de lienzo o de ruan. En 1787 una rica cama de matrimonio se construía según los siguientes detalles:
+—Pagado al maestro carpintero por la cuja con su barandilla. 6 pesos, 4 reales.
+—Dos y tres cuartas varas de ruan florete dados al maestro sastre para que hiciera la colgadura, a 6 y medio reales cada una.
+—Tres cuartos vara de Pontiby para las orejas de prenderlas.
+—Dos y tres cuartas vara de saraza de flores y ancha de Germania para la cenefa de dicha cama, a 12 reales cada una.
+—Media onza de hilo para coser las dichas costuras, 1 real.
+—Hechura pagada, 1 peso 4 reales.
+—Cinco varas de listón naranjado e hiladillos.
+—10 varas de ruan legítimo para dos sábanas cameras.
+—Otra media onza de hilo mariposa para coserlas.
+—Saraza de flores y ramazón para el rodapiés de la cama.
+—Cinco varas de saraza de troncos y ramazones para una colcha.
+—Diez varas de Pontiby para uno y otro forro.
+—Catorce varas de cinta nácar de agua para una y otra colcha.
+—Tres varas de tafetán doblete carmesí para dos fundas de almohadas.
+—Al maestro por su hechura, 1 peso 3 reales[255].
+Las cajas de madera de variados tamaños con cerradura y llave fueron imprescindibles: infaltables cofres y baúles cuya apertura daba inicio a los inventarios de bienes de difuntos, con frecuencia, a los juicios por robo. Cerraduras, que en número de tres se colocaban en las puertas de las tiendas y en las arcas de las cofradías —por ello denominadas triclaves— cada una de cuyas llaves se entregaba a una persona distinta para proteger el metálico que allí se depositara. Las llaves, signo de autoridad, de poder y de orden, permanecían suspendidas de la cintura de los administradores cuidadosos y fueron, en el siglo pasado, emblema de las buenas amas de casa.
+El bargueño o escribanía, concebido para guardar valores, dotado de espacios secretos y trampas de seguridad y de una tablilla para escribir, se construía y adornaba con materiales costosos: ébano, marfil, carey, corales. En el siglo XVIII se desarrollaron el escaparate y el escritorio, también dotados de sistemas de seguridad: en el cajón secreto de uno de estos, exhibido en la Casa de Juan de Vargas en Tunja, es aún perceptible el brillo del oro en polvo que allí se guardó. Los objetos de menor valor se guardaban o transportaban en petacas de paja aseguradas con cadenas.
+Guardabrisas y arañas de cristal, relojes, espejos de marco dorado con brazos para colocar velas —llamados cornucopias— adornaron el hogar dieciochesco, en cuyas paredes se colgaban —muy altos— láminas y cuadros de santos pintados al óleo siendo la imagen más frecuente la de Nuestra Señora de Chiquinquirá. Como un caso de excepción, lo que la convierte en temprana coleccionista de arte, doña Francisca Cano de Useche, muerta en 1708, tenía entre un centenar de pinturas, láminas y esculturas, quince «países» (paisajes) y hasta un retrato del Señor Arzobispo[256].
+El mobiliario de un comerciante instalado en la zona minera de Zaragoza (Antioquia) en 1777, además de doce cajas, cinco escaparates y tres baúles, lo componían dos camas grandes torneadas y dos medianas, dos «camas de viento», tres hamacas usadas, diez y ocho sillas viejas, dos mesas, cuatro taburetes chicos viejos, un tinajero ordinario viejo, una tarima y una mesita de altar; cuatro láminas de santos, cinco imágenes de bulto y «una capillita con puertas y en ellas cuatro pinturas doradas con una imagen de la Inmaculada Concepción de bulto con su coronita de plata…». Contrasta con esta rusticidad el esplendor de ciudades como Popayán, donde —dice un francés— todavía a comienzos del siglo XIX era posible encontrar en las casas de las principales familias «sillones que databan de la Conquista, magníficas tapicerías de cuero de Córdoba, vajillas espléndidas y en cantidades que provenían del siglo XVII…»[257].
+Hemos hablado de las casas de gente adinerada, daremos ahora un vistazo a las de los más pobres: una mujer que en 1804 decía sostenerse en Santafé con los «auxilios de personas caritativas», poseía los siguientes bienes:
+—Cuatro sillas viejas forradas en vaqueta.
+—Cuatro mesas, una grande y tres chicas.
+—Dos cajas desgoznadas, una grande y una chica con su chapa.
+—Cuatro cuadros de diferentes efigies con marco, cuatro cuadritos chicos con marco, trece estampas de papel, un espejo quebrado, una cortina de zagalejo, un cuadro viejo y grande, ocho cuadritos chicos, una imagen de Santa Bárbara, un cuadrito de San Francisco y un cuadrito de San Antonio, todo viejo.
+—Una cuja con sus barandillas y pabellón y una estera de junco, una sobrecama, una frazada, un colchón hecho pedazos, y una almohada de lienzo[258].
+El encargado de un saque de aguardiente en Girón, dueño de una casita de paja en tierra de su suegro, poseía en 1822 un par de petacas, un torno, un tinajero, dos taburetes, una cajita y tres cueros de res —a manera de cama—. Las propiedades de un conductor de correos eran semejantes: una casa de palos y teja, cinco bancos de madera, una banqueta, cinco cueros de res y cuatro retablos viejos.
+Durante el siglo XIX el tamaño de los muebles se redujo, se especializaron sus fondones y las piezas del mobiliario fueron más variadas, abundantes y delicadas. El pintor José María Espinosa, contemporáneo de esos cambios, recuerda:
+… en el año de 1809… como por encanto se transformó la casa, y a las imágenes de los santos las reemplazaron láminas mitológicas, y otras no menos profanas, con emblemas y alegorías diversas. Los muebles de la sala, de madera de nogal, forrados en filipichín colorado, se repararon convenientemente. Se pusieron fanales (vulgo guardabrisas) verdes y morados sobre las mesas; las urnas del Niño Dios se pasaron a la alcoba, y la alfombra quiteña que cubría el estrado se extendió en mitad de la sala, complementándola con esteras de chingalé y tapetes de los que comenzaban a venir entonces. Se pintaron por primera vez de colorado las barandas, puertas y ventanas…[259].
+Poco a poco se introdujeron los nuevos muebles franceses, más pequeños y variados, finamente trabajados y en estilos cambiantes que dan identidad a la casa del siglo XIX, atiborrada de objetos inútiles pero indispensables, cuya profusión hace reír al poeta Luis Vargas Tejada mientras los enumera
+… tocadores, cajitas de costura,
+briceros, canapés, sillas inglesas,
+muñecos de primor para las mesas,
+pianos, lámparas griegas y bufetes,
+láminas, cornucopias y tapetes…
+Esta acumulación alcanzará la cúspide cincuenta años después, cuando los ricos traen de Francia la totalidad de sus salones, pese a las visibles dificultades del empeño. En 1874, desde Bogotá, Roberto Herrera elegía su mobiliario en el Magasin de Meubles No 6, encargándolo al fabricante Leloutre en París, con las siguientes recomendaciones:
+Todos los muebles deberán ser de madera de caoba, lo menos pesados posible hasta donde lo permita la solidez, que las piezas en que vengan divididos presten facilidad para armarlos aquí y sean pequeñas, de manera que los bultos que se formen puedan venir en mulas, todas las piezas con sus números correspondientes, para que al armarlos aquí no haya el menor riesgo de que las piezas de unos se confundan con las de otros, ningún bulto debe pasar del peso bruto de 60 ks., deben remitirse en el primer vapor y en ningún caso en buque de vela….
+Su pedido incluía dos canapés, cuatro sillones y doce sillas «de medallón»; dos canapés Luis XV «simple», una silla de costurero para señora, una chaise confortable, dos consolas, una mesa de centro ovalada, una mesa de baño con tapa de mármol, una mesa de toilette, un costurero «elegante y cómodo»; además de los géneros para forrar las sillas, «… por el estilo de la moqueta que vino para los muebles de Arboleda…».
+Apuntaba ya el «hogar moderno» que Ricardo Silva ridiculiza, con sus «máquinas de hacer café, de rallar limones, de batir los huevos, de descorazonar las manzanas, de deshuesar los pavos y de limpiar las papas; alumbrado con gas inverosímil o con petróleo asfixiante, adornado con profusión, recargado de cuadros, de helechos, de parásitas y de fotografías…»[260]. Hogar que se transformaba por efectos de la abolición, la industrialización, la emulación y los viajes y se proveía gracias a la libertad de comercio.
+La vida material en las ciudades neogranadinas durante los siglos XVIII y XIX, bastante desprovista de elementos creados para el confort, no estuvo determinada por una inexistente industrialización, sino dirigida por la oferta comercial; al interior de las tiendas o en los registros comerciales, se encuentra la enumeración de casi todos los elementos que posibilitaban la vida «civilizada» en los centros urbanos, desde el abastecimiento de esclavos, cuya presencia retardó la introducción de tecnologías que facilitaran las tareas domésticas, hasta la indicación de este atraso como una de las características de la vida familiar neogranadina durante el siglo pasado. Baste recordar que la conducción de agua, el alumbrado, las comunicaciones, los servicios de higiene y transporte eran producto de la energía humana, combinada, cuando era preciso, con la fuerza animal.
+Abolida la esclavitud a mitad del siglo XIX, la organización doméstica dependía de criadas y criados a quienes se confiaban los oficios que dentro de la casa correspondían a una estricta jerarquización: las sirvientas de mayor categoría, después de las que habían envejecido al servicio de la casa, eran la cocinera y la planchadora, el ama de brazos y el ama de leche, seguidas por las de adentro y la niñera. El último escalón lo ocupaban las chinas y chinos encargados de los mandados[261]. En grupo aparte estaban las que desempeñaban tareas especializadas como las molenderas, planchadoras de almidón y lavanderas[262].
+Pese a un afectado ceremonial, las costumbres de los neogranadinos a comienzos del siglo XIX eran toscas y sus gustos poco refinados; sus diversiones, además de los bailes y representaciones teatrales eran los juegos de naipes, las apuestas, el bisbís, el pasadiez, las corridas de toros, las riñas de gallos y las quemas de pólvora.
+Con naturales excepciones, el servicio de mesa —vajillas, vasos, cubiertos— fue escaso y rudimentario, debido probablemente a su fragilidad tanto en el transporte como en el uso, pues los registros de aduana señalan importaciones significativas de «locería». Sólo en 1793, entraron por la Aduana de Cartagena 7.651 piezas y 26 cajones de loza fina además de dos servicios completos (vajillas) de loza de china; a las cifras oficiales sería necesario, pero imposible, añadir las cantidades introducidas de contrabando que surtían las regiones costeras, las riberas del Magdalena y hasta lejanas regiones mineras. A comienzos del siglo XIX una persona de cierta solvencia poseía dos o tres platos y tenedores de peltre, jarros y pozuelos de loza de Sevilla, algunas piezas de cerámica provenientes de Mompox además de jarros, vasos, cucharas y tachuelas de plata. Parte de esa platería se perdió durante la reconquista española en 1816, cuando fue exigida como precio del rescate de los sentenciados por rebeldía.
+En la década del veinte los ingleses monopolizaron el comercio en las antiguas colonias españolas a las cuales introdujeron cantidades importantes de enseres domésticos. No obstante, los observadores extranjeros seguían considerando el servicio de mesa tan burdo y desaliñado como los alimentos: recipientes de cerámica vidriada, ausencia de tenedores, inexistencia de servilletas y de jarros individuales en el común de las casas; en las más ricas podían encontrarse platos de china, jarros, copas y fuentes de plata y muy contadas piezas de vidrio.
+La Locería Bogotana de Nicolás Leiva, montada hacia 1833 con técnicos ingleses, produjo durante casi cincuenta años piezas de variable calidad que regularizaron la oferta gracias a la venta de sus productos en casi todas las provincias. En 1849, el catálogo incluía azucareras, bacinillas, bandejas, cacerolas, cafeteras, cajitas para pomadas, cucharones, escupideras, ensaladeras, embudos, fruteros, floreros, jarros con pico, jarros para baño, juguetes para niños, lecheras, mantequilleras, pocillos, pilas para agua bendita, platos, platos dulceros, pimenteros, paletas para pintores, soperas, tazas con orejas, saleros, tarros para botica, teteros, tazas para enfermo y tinteros. Contemporánea en sus comienzos a la fábrica de loza, la fábrica de cristales y vidrio resultó tan frágil como su pretendido producto y quebró a la vuelta de muy pocos años. Loza y vidrio fueron regularmente importados de Gran Bretaña, Francia y Alemania entre 1869 y 1900.
+Las instalaciones de cocina se reformaron con la introducción de estufas de hierro alimentadas con carbón mineral, pero en las casas más pobres y en las viviendas campesinas, subsistieron las viejas instalaciones de la cocina con su piso de tierra y los fogones dispuestos sobre una tarima de piedra o adobe, alimentados con carbón vegetal que mantenía el ambiente recargado de humo. Los inventarios de los patios y despensas de las casas de uno y otro siglo recuerdan la existencia de multitud de elementos necesarios en la vida doméstica: candeleras, palmatorias y despabiladeras, fondos, estribos, jeringas y embudos de cobre; la romana, los frenos de las bestias, hachas y barretones, el «fierro de herrar» y las planchas; el almirez para triturar especies —que podía ser de cobre fundido o de piedra—, botijas vidriadas, tinajas de barro, bateas de madera para lavar la ropa. Las petacas de cuero y el almofrej, que era una bolsa de cuero para guardar ropa, se encontraban en todo hogar. Un Tratado sobre economía doméstica, publicado en Bogotá en 1848 recomienda: «… El cuidado de una señora de casa que se emplea en hacer sacudir y cubrir los suntuosos muebles del salón debe extenderse hasta los más humildes trastos destinados para el servicio doméstico y la parrilla, los fuelles, el mortero y la escoba están encomendados a su cuidado de la misma manera que las cómodas, sofás y tocadores…», con cuya enumeración destaca la coexistencia de dos mundos inmediatos pero antagónicos: las ricas habitaciones de los primeros patios y los truculentos espacios que iban de la cocina hacia atrás, dominio de los sirvientes y del pequeño zoológico hogareño que, cuando menos, incluía perros, gatos, loros, pájaros enjaulados y gallinas.
+Los indígenas fueron tradicionales abastecedores de los mercados con una amplia variedad de productos agrícolas, entre los que, para el siglo XVIII, ya no se podía distinguir lo nativo de lo advenedizo. No obstante el asombroso repertorio vegetal, la preferencia fue, para la mesa española, las carnes: el «modo de poner un puchero», según un manuscrito fechado en Pasto en 1799, requería «carne de res o vaca fresca, cordero, un pedazo de cecina, lengua salada, jamón, tocino, salchichón, capón o gallina»; en la lista de compras para recibir al virrey Manuel Guiror en 1773 se enumeran gallinas, pollos capones, pavos, pichones, chorizos, lenguas, codornices, cabritos, lomos, jamones de España y del país, atún, salmón, bacalao, pez de río —doncella y capitán—, carneros, terneras y novillas.
+Desde España se traían cuñetes con alcaparras y aceitunas, botijuelas de aceite, granos, almendras, aguardientes y vinos. La conservación de las carnes en salazón era relativamente sencilla por la abundancia de sal ya explotada en la Cordillera Oriental desde antes de la Conquista; por el contrario, el azúcar, extraído de la caña e introducida por los españoles, fue un lujo y dado lo complejo de su elaboración, los trapiches campesinos preferían dedicarse a producir mieles o panela.
+Los dulces daban el toque refinado a la mesa y equilibraban el exceso de proteínas animales; en el siglo XVIII, según la costumbre española, una mesa rica debía ostentar un «ramillete» o plato de dulces muy adornado y vistoso —para confeccionar los ramilletes con que se adornó la mesa del recibimiento al virrey Gil y Lemos, en 1789, se contrataron dos pintores por 22 pesos y los dulces con que se «vistieron», costaron 75 pesos—. A continuación, las confituras y dulces en sus variedades regionales: cocadas de Cartagena, manjar blanco y plátanos pasos del Valle del Cauca, bocadillos de guayaba de Vélez y Moniquirá, caramelos cristalizados de Zipaquirá, túmez de Nariño, frutas cristalizadas del Socorro, dátiles de Soatá y muchos otros. Estas delicadezas representaron, aún en el siglo pasado, el punto más alto de la mesa nacional. Antes de tomar un vaso con agua, era ritual el dulce.
+El amasijo horneado, notable innovación culinaria, se difundió y, en muchas fórmulas, la harina de trigo se reemplazó con la de maíz o con almidones provenientes de tubérculos nativos como la yuca o la achira. En los últimos años del siglo XVIII, el economista Pedro Fermín de Vargas conceptuaba en defensa del maíz: «… Las arepas tienen su mérito… bien podría sacarse del maíz todo el partido que se saca del trigo… lo que ahorraría mucho dinero que se extrae a países extranjeros por razón de las harinas…». Aunque el trigo se cultivó intensivamente en las regiones frías y las harinas, tanto importadas como de contrabando, abastecían amplias zonas, el pan fue siempre un lujo e incluso dio origen a numerosos problemas: en 1875, cuando los panaderos bogotanos suprimieron el pan de a cuarto, el pueblo se amotinó y apedreó las ventanas de las casas de algunos molineros y panaderos.
+Maíz, papa, yuca, arracacha y plátano constituyeron la base de las cuatro comidas diarias, reiteración de sopas, cocidos y tazas de chocolate desde el desayuno hasta la cena. Grasa de cerdo, cebollas y ajos, cominos y el achiote indígena condimentaron y dieron color a una mesa abundante pero de escasa variación en lo que va de uno a otro siglo; durante el periodo colonial llegaban de España cantidades importantes de alimentos secos o en conserva que, pese a lo difícil del transporte, se enviaban hasta las ciudades del interior desde las cuales se abastecían lugares más distantes: a mitad del siglo XVIII Cali surtía a las provincias del Chocó con carne, raspadura, conserva —manjar blanco y dulce de guayaba—, arroz, queso, ajos, harina, fríjoles, tabaco, jabón y sebo[263].
+Para acompañar la comida corriente se tomaba «agüepanela» o, preferiblemente, chocolate. En el contrato para la alimentación de los superiores y alumnos de la Escuela Normal de Institutores de Bucaramanga en 1891[264], se describe el menú para cada día de la semana. El siguiente correspondía al día lunes:
+Desayuno: Una taza de caldo, un pocillo de chocolate de azúcar con medio pan aliñado.
+Almuerzo: Sopa de yuca, plátano y verduras. Cuatro onzas de carne asada, plátano maduro frito, una ojaldra y yuca cocida, un pocillo de agua de panela y una tortica de pan.
+Once: Melado con pan.
+Comida: Sopa de maíz. Arroz seco y torta de pan; puchero compuesto de cuatro onzas de carne asada, yuca, plátano y apio (arracacha), una taza de caldo y melado.
+Refresco: Chocolate de azúcar con una tajada de pan y un miriñaque y dulce (tres días de azúcar y tres de panela).
+Pese a que el cacao es una planta originaria de América, la costumbre de beber chocolate provino de España. Considerado «bueno para los enfermos y los sanos… panacea universal y consolador de afligidos», era desde comienzos del siglo XVIII la bebida predilecta y la primera atención que se ofrecía a un visitante. Su preparación, que inicialmente incluía pimienta roja y almizcle, fue variando sin dejar de ser compleja. En las casas neogranadinas lo hacían triturando con una piedra de forma alargada y cilíndrica las semillas del cacao, previamente tostadas, sobre otra piedra plana bajo la cual se mantenía vivo un fuego de carbón de palo; cuando la grasa del cacao se ablandaba por efecto del calor, le añadían azúcar y especies (clavo, canela, vainilla, nuez moscada) y se formaban las bolas o pastillas. A la versión más económica, llamada chucula o gamuza, le mezclaban panela y harina de maíz. Moler y preparar chocolate era uno de los oficios domésticos mejor remunerados, oficio que fue desapareciendo con su industrialización a partir de 1877, cuando surgió la fábrica de Chocolate Chaves.
+La afición al café fue lenta e innovadora. Uno de los primeros documentos que mencionan su servicio es el informe sobre la recepción del virrey Messia de la Zerda en 1761, cuando al finalizar la comida «pasó a otra pieza que estaba cubierta de damasco carmesí, espejos, cornucopias y su sitial, y en ella se sirvió el ramillete y café…». En 1823, dice un francés: «… el café se cultiva escasamente y es poco apreciado por los habitantes de la cordillera; se vende todavía en las boticas…»; cincuenta años más tarde todavía se cuestionaba su consumo cotidiano argumentando efectos perniciosos sobre el sistema nervioso —especialmente en las mujeres—.
+Según comentario de John Steuart, en 1836 «… quienes se pueden permitir este lujo, toman té o café a eso de las siete de la noche. El té está empezando ahora a ser muy empleado, pero es difícil procurárselo bueno, incluso a tres dólares la libra». Descrito por un cronista bogotano como «… insípida bebida, buena para el paladar de los ingleses», el té, en Medellín, a finales del diecinueve, era «… casi desconocido y se vendía en las boticas únicamente para remedio».
+En el «refresco», una de las tradiciones españolas olvidadas en el siglo XIX, se servía a los invitados dulces y golosinas de todas clases con aguas azucaradas, naranjadas, limonadas, alojas y horchatas que eran bebidas sin contenido alcohólico. Los santafereños acostumbraban refrescar dulce y chocolate.
+Las bebidas fermentadas tuvieron un rol importante en las costumbres nacionales y dentro de múltiples variedades, la principal fue la chicha de maíz. Los indios la tuvieron como base de su alimentación cotidiana y parte de sus grandes solemnidades. Pese a que el gobierno español intentó, sin ningún éxito, controlar y hasta suprimir su fabricación, en el siglo XVIII se consumía copiosamente. El «vino amarillo» era la bebida predilecta en las zonas más altas de las cordilleras: en Bogotá, según censo de 1891, había más de 200 chicherías. Las gentes de zonas más cálidas preferían el guarapo, llamado también aguadulce, que es una bebida clara y refrescante hecha a partir de las mieles de caña o con jugo de fruta fermentado.
+El aguardiente, en un comienzo traído de España, se comenzó a producir con base en la caña de azúcar desde finales del siglo XVII y en 1736 pasó a ser una renta controlada por la Real Hacienda, aunque siempre menoscabada por la producción clandestina, a nivel de industria casera. Con la ilusión de estimular la producción local, después de la Independencia se prohibió la importación de licores destilados, forzando el consumo del aguardiente. En Mompox, en 1823, dice un viajero francés: «… hay durante el día diversos ratos consagrados a beber: son las siete, las once, las dos, las cuatro, aunque antes de la noche cada uno ha desocupado su botella…».
+Las mistelas, licores dulces que se producían a nivel doméstico, tenían su base en el aguardiente que se endulzaba con almíbar dándole variados sabores y colores con la infusión de frutas, hojas o semillas. El gusto por las bebidas embriagantes, que los españoles señalaban como peculiaridad de nuestro pueblo, hacía corriente su producción a nivel doméstico y muchas casas tenían «alambique incorporado». Naturalmente, no faltaban los conocedores que preferían licores importados, como puede observarse en las listas de platos de los banquetes y en las ofertas de los comerciantes de «rancho y licores».
+La cerveza, un logro del espíritu empresarial europeo, empezó a popularizarse a finales del siglo XIX, cuando una decena de fabricantes nacionales competía con los extranjeros ofreciendo la nueva bebida calificada como más sana, alimenticia e higiénica.
+Una variedad de elementos indispensables, aun para la existencia más simple, se elaboraba al interior del hogar: velas, harinas, conservas, embutidos, chocolate, jabones, barnices, tinta, goma, alcoholes, vinagres, cosméticos, medicamentos y hasta pólvora. Ya bien entrado el siglo XIX, todos estos productos eran todavía el frecuente resultado de una primitiva alquimia doméstica para la cual se disponía de espacio, de tiempo y de mano de obra.
+En el transcurso del siglo XIX la cocina, la utilería y la comida evolucionaron notablemente gracias a múltiples influencias culturales, a un mayor intercambio comercial y a las nuevas tecnologías de conservación de alimentos. El cambio no fue fácil y requería una decidida voluntad: por ejemplo, en 1879, una cocina comprada en Francia por el señor Carlos Michelsen en 63,25 pesos oro pagó por derechos, transporte, bodegaje y otros gastos una suma superior a su costo y cuando llegó a Honda, un año más tarde, se liquidaba en 137,85 pesos oro. Para finales de la centuria, en los círculos elitistas, se evidenció una corriente gastronómica, se instalaron cafés y restaurantes, se dispuso de algunos cocineros expertos y las fondas dieron paso a los hoteles que introdujeron platos internacionales; estos cambios contribuyeron a aumentar los contrastes entre ricos y pobres, gentes de ciudad y de campo, personas instruidas o ignorantes.
+Con lentitud fue surgiendo la producción industrial y ya en las últimas décadas del siglo XIX aparecen unas pocas ofertas publicitarias de fábricas de alimentos, productos medicinales y de tocador. También se anuncia la importación de innovaciones para la vida hogareña como máquinas de coser, lámparas mágicas, máquinas de lavar «que no dañan la ropa y sí la desinfectan», estufas para carbón de piedra «que mantienen el horno caldeado constantemente y un caldero para el agua caliente», denotando una dinámica de progreso y cambio que es perceptible en todas las formas de la vida material.
+Muy limitado hubiera sido el rol y por consiguiente la utilidad de los comerciantes, si las ciudades americanas se hubiera mantenido al margen de la moda europea. Quizá por ello fueron acuciosos e infatigables en el suministro de sus novedades, prestando invaluable servicio a la mentalidad colonial obsesionada por clasificar a los individuos según su dignidad, procedencia, rol, oficio, etnia y sexo.
+Vestirse a la española, así fuera con paños tejidos en Quito, daba prestancia y era un anhelo de indígenas, mestizos y criollos; los esclavos, cuyo vestuario, controlado por las Leyes de Indias y por los amos se reducía a los géneros más baratos —listado, gante, crudo, coton y cholete— cuando podían escapar a la vigilancia oficial se convertían en grandes consumidores de géneros de lujo.
+Los contrabandistas, con sus bases de operación en las Antillas, libres de fianzas y trámites, fueron activos proveedores de harinas, negros y ropas de contrabando. A las bocas del Atrato llegaban las embarcaciones holandesas con géneros que se introducían en barcazas hasta los sectores mineros del Chocó; en una relación de ropas entradas en 1736 se cuentan «… encajes de toda calidad, puntillas de oro y plata de París, sombreros negros y blancos de París… cortes de vestido de seda y de paño… vestidos bordados de seda y oro, frisas de oro, brocados, tafetanes dobles y sencillos, tafetanes de Inglaterra… damascos de todos los colores, medias de seda de mujer con cuchillas de oro y plata, listonerías francesas…» en abundancia tal que «… hasta las mujeres compraban, vendiendo para ello sus joyas y sartales». En resumen, la ropa era oro para el vendedor y el oro era ropa para el minero, fuera cual fuera su color.
+A partir de 1778 los mercaderes españoles y criollos tuvieron libertad para introducir mercancías provenientes de España y de otras colonias; bajo el nombre de «mercaderías de Castilla» quedaban comprendidos los productos de las nuevas fábricas catalanas y valencianas y los géneros provenientes de Francia, Holanda e Inglaterra.
+En el traje primaba el deseo de ostentación y la idea de comodidad le era ajena; por ello los niños «sufrían» de vestidos tan suntuosos como los de sus padres: en 1777, el ropero de María Dolores Hernández, niña de diez años, incluía dos sayas negras, cinco polleras con adornos de plata y de oro, camisas bordadas en seda, pantuflas de terciopelo con punta de plata, medias de seda con cuchillejos de plata y costosos pañuelos.
+La saya, el vestido de mayor gala, era de raso o seda y, si muy rica, de terciopelo o brocato, y se consideraba «peculiar de las señoras» como consta en quejas presentadas en Valledupar en 1807, por doña Concepción Loperena de Castro contra dos pardas libres, de profesión costureras, que dieron en ir a la iglesia con saya, mantón y abanico[265].
+Una dote pequeña (308 pesos) de la hija de una familia criolla, incluía en 1804:
+—Una saya de paño de seda 16 pesos.
+—Una mantellina 3 pesos.
+—Un sombrero de pelo 5 pesos.
+—Una camisa de estopilla y mangas de olán 7 pesos 4 reales.
+—Unas naguas de bretaña 6 pesos.
+—Una camisa de muncelina 6 pesos.
+—Dos pares de medias 3 pesos.
+—Una camisa 2 pesos.
+—Dos pares de naguas de saraza 2 pesos[266].
+Comúnmente la ropa valía más que las joyas: una cruz de lazo de oro con «piedras francesas» y aritos del mismo material con ciento veinte esmeraldas se estimaba en 55 pesos, igual que una saya de terciopelo; una sortija de esmeraldas valía 5 pesos, en tanto que una mantellina con vueltas de raso alcanzaba los 12 pesos[267]. Quizá las joyas que comúnmente aparecen en las relaciones de dote fueron trabajos artesanales de regular calidad, algunas en tumbaga, lo cual podría explicar su abundancia y su poco valor comparativo; las perlas de La Guajira, trabajadas en Riohacha por oficiales plateros ayudados por mujeres, se usaban en cruces, collares, pulseras y otros «adornos mujeriles», que no alcanzaban mayor precio: una manilla con doce hilos de perlas costaba 3 pesos. Los guajiros, dice el jesuita Antonio Julián, cambiaban perlas por armas de fuego, comida o lienzos y preferiblemente por «hayo»: una mezcla de hojas de coca, cal y cenizas.
+A finales de la Colonia se impusieron uniformes para los distintos cuerpos militares, con calzón ajustado bajo la rodilla, media de punto y sombrero «de tres picos». Por Real Orden del 28 de diciembre de 1790, se dispuso que inclusive los administradores principales de rentas en la Nueva Granada, incluidos los de aguardientes, usaran uniforme. Al comienzo de la República los visitantes extranjeros registraron la pobre indumentaria de la oficialidad y la misérrima de la tropa, que ni siquiera llevaba calzado.
+También observaron con sorpresa el anticuado vestido de las neogranadinas y con sus críticas contribuyeron a presionar el cambio.
+Los hombres, que ya habían adoptado el pantalón largo, las botas y la levita, en la pobreza que siguió a las guerras de Independencia llevaban un redingote, o abrigo largo, para esconder una vestimenta desgastada; tan encubridora como este, la ruana, prenda mestiza por excelencia, se había expandido por toda América en el siglo XVIII y fue, durante este y el siguiente siglo, común a ricos y pobres, los primeros para montar a caballo y los segundos como única cobertura. Parte de la rutina doméstica se dedicó al cuidado de la ropa: «… hay siempre mucho que remendar y componer, porque los muchachos rompen que es un gusto. En casa se almidona los martes: de manera que los lunes hay que apuntar lo roto, registrando minuciosamente pieza por pieza la ropa limpia…»[268].
+Por razones económicas y de aislamiento, en las poblaciones pequeñas mantuvieron su vigencia algunos rasgos del vestido femenino contemporáneo de la Independencia que era, a su vez, una mezcla de caracteres del vestido español de los siglos anteriores:
+… anchísimas enaguas de bayeta de Castilla y mantellina de la misma tela; ropa interior de lienzo ordinario (llamado “de la tierra”); camisa de blanco lienzo con arandelas de Bretaña, bordadas de ojalillos o de hilos, lanillas y sedas de colores, de manga muy corta y grande escote, que las damas cubrían con el indispensable pañuelo “rabo de gallo”, de ancha cenefa floreada y vivos colorines, o de lanilla o seda; finas alpargatas de capellada labrada, sujetas a los pies con hiladillos de hilo de Castilla; sombreros de alta copa y medianas alas con cinta negra; zarcillos, gargantillas de meloncillos de oro, anillos de plata u oro, e indispensablemente, devoto rosario de coquito, con extremo, cruz, pasadoras y cucharilla para los oídos, de oro…[269].
+Cuando pasó de moda, este se consideró un traje típico y luego se convirtió en vestido nacional. Su proceso resume, en buena parte, el de nuestra vida material.
+Las libertades comerciales de mediados del siglo pasado propiciaron el cambio entre las clases altas, que ajustaron su indumentaria a la moda internacional —entre 1849 y 1851 las telas y pasamanería crecieron del 63,09 % al 73,60 % del total de las importaciones colombianas por la aduana de Santa Marta—. Si hasta entonces sobrevivió la antigua producción artesanal de lienzos de algodón, cuyo centro fue El Socorro, fue para vestir a los más pobres.
+Imposición cultural y aislamiento determinaron las costumbres propias de las ciudades neogranadinas y sus modificaciones surgieron con los cambios políticos, impulsadas por épocas de bonanza económica. Por encima de modas e influencias foráneas, algunos rasgos que provienen de nuestro pasado indígena perduraron, dando identidad y complejidad al ejercicio de lo cotidiano.
+[251] Holton, Isaac, 1981, La Nueva Granada: veinte meses en los Andes, Bogotá: Banco de la República.
+[259] Espinosa Prieto, José María, 1983, Memorias de un abanderado, Academia Colombiana de la Historia, Bogotá: Plaza & Janés.
+[260] Silva, Ricardo, 1883, «Las llavecitas», Artículos de costumbres, reimpresión Bogotá: Banco Popular, 1973.
+[262] Caicedo Rojas, José, 1973, «Las criadas de Bogotá», Museo de Cuadros de Costumbres, tomo IV, Bogotá: Banco Popular.
+ANTHONY MCFARLANE
+Traducción de Elvira Maldonado de Martín
+EL MUNDO COMERCIAL DE LA colonia neogranadina estaba conformado por una gran variedad de compradores y vendedores, entre los más importantes los comerciantes, que controlaban la importación y la distribución de la mercancía. Después de ellos y en orden decreciente en relación con su riqueza e importancia en la escala social, podemos distinguir diversos tipos de negociantes: los mercaderes inmediatos compradores de las importaciones a los comerciantes y encargados de la redistribución y venta al por menor; los tratantes, o detallistas a nivel local o regional; los tenderos de las ciudades, quienes conservaban pequeñas existencias de mercancías para realizar ventas permanentes al menudeo; y en la base de la pirámide comercial estaban los vendedores ambulantes y los buhoneros que vendían sus mercancías en las calles y en los mercados de pueblo. En este ensayo nos ocuparemos de los comerciantes, individuos que, debido a sus conexiones comerciales trasatlánticas, su experiencia profesional y la situación que les proporcionaba el ser miembros de asociaciones mercantiles, se consideraban los comerciantes propiamente dichos y sus funciones y posición eran comparables a las de quienes formaban parte de la clase comerciante española.
+De hecho, durante el periodo colonial, muchos de ellos eran españoles procedentes de los grupos de comerciantes andaluces que ejercieron el dominio sobre la carrera de Indias.
+Los primeros mercaderes que operaron en el territorio colombiano fueron los procedentes de Santo Domingo, quienes trajeron productos alimenticios, ganado y armamento para satisfacer las necesidades de los conquistadores y los encomenderos, fundadores de poblaciones en la costa Caribe durante la décadas de 1520 y 1530. Posteriormente, después de la fundación del Nuevo Reino de Granada por parte de Jiménez de Quesada y de la extensión de la colonización española hacia las regiones de Popayán y de Antioquia, los mercaderes peninsulares proveyeron a la creciente red de poblaciones coloniales con los géneros de Castilla, de gran importancia para quienes deseaban conservar un estilo de vida español. Por otra parte, estos primeros mercaderes, junto con los encomenderos y los mineros, desempeñaron también un papel muy importante en el establecimiento de poblaciones que fueron base fundacional de la sociedad hispánica colonial y a la vez abrieron las vías que comunicaban estos centros urbanos con el mundo exterior.
+La mayoría de comerciantes que trajeron mercancía europea a la Nueva Granada fueron españoles. Hacia la década de 1540 el Consulado de Sevilla se había apoderado del monopolio del comercio España-América y muchos de los mercaderes que llegaron a la Nueva Granada actuaban en representación de los negocios andaluces. El principal puerto de entrada era Cartagena de Indias que, una vez establecido como principal puerto de la Colonia, se convirtió en la residencia de algunos de los comerciantes más importantes. En 1579 los funcionarios y vecinos más importantes incluían 18 «vecinos mercaderes». Se trataba de mercaderes especializados, que sacaban beneficios de sus conexiones con los sistemas de flotas que traían mercancías europeas desde Sevilla hasta Cartagena. Todos ellos, con excepción de un genovés, eran españoles peninsulares, procedentes de Sevilla, Triana, Almodóvar del Campo, Toledo, Vitoria y Plasencia; además, todos ellos eran hombres relativamente acomodados, cuyas «rentas» excedían aquellas de la mayoría de los vecinos y en algunos casos eran mayores que las de los gobernadores y principales oficiales reales. La riqueza de los mercaderes reflejaba los altos precios de venta de los vinos, las aceitunas, el aceite de oliva, los tejidos y los productos manufacturados obtenidos en la pujante economía de la colonia; por otra parte su estilo de vida era comparable al de la élite emergente de los encomenderos y los funcionarios gubernamentales en Cartagena[270].
+Alrededor de este centro de importadores residentes en Cartagena había muchos otros que tenían cierta movilidad entre España y Cartagena y entre esta y el interior de la Nueva Granada. A partir del año 1580, un creciente número de esclavos era traído a Cartagena por mercaderes españoles y portugueses y debido a su creciente demanda para trabajar en las minas de oro del interior, este comercio se hizo muy rentable para los mercaderes, especialmente aquellos que podían llevar tanto esclavos como provisiones directamente a las regiones mineras. La distribución de las importaciones y otras mercancías a los colonizadores españoles llevó a los mercaderes a muchas poblaciones del interior y esto les permitió crear redes de clientes y socios entre los encomenderos, mineros y funcionarios que ocupaban posiciones de liderazgo en la sociedad colonial.
+El desarrollo de la minería del oro fue de gran atracción para los mercaderes y hacia finales del siglo XVI Santa Fe de Bogotá, Tunja y Popayán se habían convertido en los centros más importantes para los mercaderes que comerciaban en el interior. Nuestro conocimiento de sus actividades no es muy profundo, pero los negocios de Juan de Alavis nos permiten inferir la forma en que se realizaban los mismos. En 1568, Alavis trajo una gran cantidad de mercancías desde España, un tercio de esta importación fue pagado por el contador de la Real Caja de Cartagena, quien estaba utilizando ilegalmente las rentas reales para su beneficio personal. Alavis pensaba redistribuir estas importaciones en el interior, donde mantenía una amplia red de contactos en Tocaima, Mariquita, Ibagué, Vitoria, Remedios, Tunja, Vélez, Pamplona, Muzo y La Palma. Su vida no era nada fácil puesto que tenía que viajar mucho en el interior para cultivar sus contactos y supervisar sus negocios; para esto debía visitar con frecuencia a sus deudores y acreedores, en tiempos en los cuales viajar era empresa ardua y riesgosa. Claro está que esperaba obtener considerables beneficios económicos. Alavis le hizo saber a su socio en Cartagena que el margen de ganancia esperado era más del 100 por ciento, siempre y cuando hicieran importaciones a gran escala directamente desde Sevilla; la vinculación de Alavis con un funcionario gubernamental refleja el entusiasmo generalizado por el comercio entre quienes poseían un capital que les permitiera formar parte del mismo.
+Los encomenderos y los oficiales reales con frecuencia se vinculaban al comercio ya fuera comprando directamente a los barcos que llegaban de España o formando sociedades con los comerciantes. Los oficiales de Gobierno estaban autorizados para importar artículos de uso personal libres del impuesto de almojarifazgo y esto los situaba en una posición privilegiada que les permitía comprometerse con empresas comerciales especulativas. De hecho, muchos de los oficiales reales y de los clérigos que vinieron a las colonias realizaron operaciones comerciales. Las denuncias hechas a finales del siglo XVI y principios del XVII en relación con oficiales de gran importancia comprometidos en el tráfico ilegal incluían oidores de la audiencia de Santa Fe, gobernadores provinciales, obispos, y sugieren que la práctica de importar cantidades considerables de artículos para la reventa se había convertido en operación rutinaria entre los oficiales tanto eclesiásticos como estatales. Se dice que cuando el visitador Juan Bautista de Monzón viajó desde Cartagena a Santa Fe en 1579, importó cerca de quince toneladas de artículos, requiriendo para dicho fin siete canoas de 200 toneladas para transportar estos artículos por el río Magdalena y, además, 100 caballos para el transporte terrestre. Lo anterior es posiblemente una exageración, pero la importación ilegal realizada por oficiales que trabajaban con frecuencia en compañía con los mercaderes era operación común durante el periodo del gobierno español; imponer altas tasas de impuestos sobre las importaciones desde Europa era siempre un poderoso incentivo al comercio ilegal para quienes querían mejorar sus ganancias[271]. De hecho, el comercio de contrabando era una práctica extendida en todos los niveles sociales, de esta forma una buena parte del comercio de la Nueva Granada evadía los impuestos del estado colonial.
+Así, los oficiales estatales se comprometían con el comercio y los comerciantes podían ejercer sus habilidades en el Gobierno. Juan de Alavis de nuevo nos sirve como ejemplo: en 1577, llegó a ser secretario de la audiencia y parece que estableció residencia permanente en la capital; su hijo llegó a ser alcalde ordinario de la ciudad y en 1613 fue nombrado tesorero de la Casa de la Moneda. La incorporación de Alavis y su hijo en la sociedad colonial constituye uno de los ejemplos de un modelo que llegó a ser común durante el periodo colonial, puesto que muchos de los mercaderes inmigrantes establecieron residencia permanente en las ciudades coloniales, especialmente en aquellas en las cuales residían los encomenderos adinerados, los terratenientes, los mineros y los oficiales reales que poseían el dinero necesario para adquirir objetos de lujo.
+Ya en 1576, la audiencia informó a la Corona que había muchos «mercaderes» residiendo en Tunja y en Santa Fe e informaron que dichos mercaderes deberían ser autorizados a ocupar posiciones de alcaldes y regidores, así como otros «vecinos honrados», con el fin de equilibrar el poder de los encomenderos locales. Hacia 1610, un grupo pequeño de 14 o 15 comerciantes dedicados a las importaciones desde España y Cartagena se había establecido en el corazón de la sociedad de Tunja. Poseedores de propiedades que costaban entre 10.000 y 80.000 pesos, estos eran los encargados de aprovisionar la ciudad con mercancías europeas traídas en recuas de mulas desde Honda; así, su comercio de importación, junto con alimentos y material de lana y algodón producido en la región de Tunja, se expandió hacia el occidente del río Magdalena, las poblaciones mineras de Antioquia y por el sur, hasta Santa Fe y Popayán. Es indudable que su riqueza les llevó a ser vecinos distinguidos de Tunja, con posibilidades de vivir al nivel de las familias más importantes y de los funcionarios que ocupaban las casas más grandes situadas alrededor o en las cercanías de la plaza central. Los comerciantes de Popayán ocuparon posiciones de importancia similar en la sociedad de su ciudad, ellos eran peninsulares inmigrantes que se habían casado con miembros de familias distinguidas de la sociedad local. Alonso Hurtado del Águila, por ejemplo, era un comerciante procedente de Toledo, quien después de contraer nupcias con la sobrina de un encomendero y terrateniente de Popayán, siendo aún comerciante en Cartagena, se trasladó posteriormente a Popayán en donde estableció su residencia. Hacia 1616 llegó a ser uno de los mercaderes más importantes de Popayán, ya que era el dueño de ocho almacenes localizados en la plaza mayor, de una encomienda, de varias estancias, de ganado, de muchas casas, de una mina —herencia de su esposa— y de esclavos que eran utilizados para realizar trabajos en las minas que había adquirido en Alamaguer y en Caloto. Fue en distintas ocasiones alcalde y teniente de gobernador, sirvió con alguna frecuencia de fiador a funcionarios locales, fue ejecutor de testamentos para otros mercaderes y compadre de familias importantes. En resumen, Hurtado llegó a ser un miembro muy importante de la élite de Popayán, dueño de esclavos, tierras y casas, hombre influyente del gobierno y la política local[272].
+A pesar de su éxito personal, los comerciantes como Hurtado del Águila no llegaron a establecer dinastías mercantiles ni sentaron las bases para la formación de una clase comerciante que tuviera la coherencia y la continuidad de aquellas de las capitales de Perú y de México. La relativa debilidad de los comerciantes de la Nueva Granada se reveló en 1695, cuando un grupo de cerca de 20 mercaderes de Bogotá intentó establecer un consulado de comercio siguiendo el modelo de los de Lima y Ciudad de México[273]. Este consulado de Santafé no sobrevivió por mucho tiempo, sus miembros no fueron capaces de cumplir con sus obligaciones financieras con la Corona y el consulado fue cerrado en 1713. Este hecho refleja la incapacidad de los comerciantes neogranadinos para conservar una institución de este tipo[274]. Sólo después de ochenta años se formó una nueva asociación de comerciantes en la Nueva Granada; pero en esta ocasión se estableció en Cartagena de Indias, centro principal de los comerciantes en la Colonia. A pesar de lo anterior, no se debe subestimar la importancia de los comerciantes inmigrantes en la sociedad colonial, puesto que ellos proporcionaron nuevas riquezas a las familias criollas, de las cuales llegaron a ser miembros por sus matrimonios y puesto que gracias a su presencia mantuvieron contactos entre las sociedades cerradas establecidas localmente en las provincias de la Nueva Granada y el mundo más amplio de España y su imperio.
+Hacia el siglo XVIII los comerciantes más importantes de la Nueva Granada estaban establecidos en Cartagena de Indias, puerto y plaza fuerte, que se había convertido en el eje del comercio exterior de la Nueva Granada, puesto que era el primer puerto de llegada de las flotas trasatlánticas que aprovisionaban la Suramérica española, y el lugar de convergencia de los comerciantes provinciales en sus viajes para comprar mercancía europea a los mercaderes de la ciudad a fin de revenderla en el interior. Así, durante el transcurso del siglo XVIII, cuando el comercio de la Nueva Granada se extendió con el crecimiento de la producción de oro de la colonia, la comunidad mercantil de Cartagena hizo una contribución de gran importancia a la vida social de la ciudad y, a través de su comercio, a la vida económica de la Nueva Granada en general.
+Antes de la abolición de los Galeones de Tierra Firme, durante la guerra anglo-española de 1739 a 1748, los comerciantes de Cartagena no realizaron transacciones independientes con España, ya que dependían de los cargadores a Indias, comerciantes españoles que viajaban con las flotas a vender mercancías en las ferias de Cartagena y Portobelo, y regresaban posteriormente a España. Los comerciantes residentes en Cartagena compraban mercancía de las flotas, durante las ferias, para revenderla a mercaderes provincianos y a distribuidores locales. De acuerdo con la ley española, los comerciantes residentes en América no podían recibir cargamentos consignados directamente a su nombre, ni estaban autorizados para enviar cargamentos a las metrópolis; estas transacciones sólo las podían realizar por medio de los españoles miembros de la Universidad de Cargadores a Indias, por tanto los comerciantes en la Nueva Granada estaban limitados a comerciar dentro de la colonia, en donde actuaban como distribuidores de las importaciones traídas por las flotas. A pesar de esto, los comerciantes de Cartagena conformaban un grupo próspero de personas que tenían un estilo de vida muy especial en la ciudad. Cuando Jorge Juan y Antonio de Ulloa visitaron la ciudad en 1735, observaron que los comerciantes que «mantienen las Casas de Comercio… son los que disfrutan más floridos caudales»; hecho que los distinguía de «las familias de criollos blancos (que) son los que poseen los bienes de Tierras o Haciendas»[275].
+Durante la primera mitad del siglo XVIII los cargadores dominaron el comercio canalizado a través del sistema de flotas de Sevilla y Cádiz; desde mediados de siglo en adelante y, debido a que los galeones fueron suprimidos y reemplazados por los navíos de registro, se fortaleció la comunidad mercantil cartagenera. Como a partir de entonces el comercio se realizaba en navíos de propiedad individual y no en convoyes que realizaban viajes periódicos, los mercaderes peninsulares dejaron de viajar en grupo, para encontrarse con sus contrapartes coloniales en lugares y fechas predeterminadas para realizar intercambios cortos e intensivos. El comercio de ultramar empezó a ser controlado por residentes en la colonia, puesto que estaban en posición de proporcionar un flujo constante de información acerca de las condiciones del mercado local y podían además manejar el flujo, más lento pero más permanente, de los negocios transportados por los navíos de registro. Por otra parte, la Corona también alivió las reglamentaciones que regían la participación en el comercio trasatlántico al permitir a los ciudadanos americanos embarcar mercancías, hacia y desde la metrópoli, sin tener que utilizar los cargadores como intermediarios[276]. Estas modificaciones de las reglamentaciones sobre el comercio trasatlántico no desplazaron de inmediato a los cargadores, pero el hecho de aliviar las restricciones comerciales favoreció, sin duda alguna, el desarrollo de una élite mercantil en la Nueva Granada, especialmente en Cartagena. Al reemplazar las flotas suramericanas por barcos de registro, los comerciantes transeúntes, que habían dominado el comercio de la colonia en la era de los galeones, fueron reemplazados por individuos residentes en Cartagena durante años y que llegaron a identificarse con la colonia y su comercio.
+Se tratara de cargadores matriculados o comerciantes vecinos, los comerciantes que organizaron el comercio español a través de Cartagena eran españoles peninsulares todos ellos, que actuaban como intermediarios de las casas comerciales de Cádiz y como agentes del comercio organizado en Cádiz. Los registros de embarcaciones que viajaban entre Cartagena y España durante las décadas de 1760 y 1770 muestran que la mayoría del comercio se realizó de esta forma. La vieja forma comercial, mediante la cual los hombres de Cádiz cruzaban el Atlántico para vender sus mercancías en Cartagena y Portobelo, no fue suprimida del todo, pero a finales del siglo XVIII la mayoría de los negocios lo realizaban comerciantes peninsulares residentes en Cartagena, que organizaban el flujo de las importaciones provenientes de España y que, a su vez, se intercambiaban por oro y otros lujos[277].
+La mayoría de estos comerciantes eran emisarios de las casas comerciales de Cádiz enviados a Cartagena para recibir los embarcos y organizar los envíos desde allí, eran con frecuencia miembros de firmas de propiedad de familias españolas que necesitaban agentes que manejaran sus negocios en el puerto[278]. Los registros de las embarcaciones muestran que los mercaderes con frecuencia no trabajaban con exclusividad para una casa comercial; por lo general se encargaban del manejo de mercancías enviadas «por cuenta y riesgo» de varios mercaderes en la península. Los embarques que salían de la colonia, se enviaban de la misma forma. Si su primera función era actuar como representantes o agentes por comisión, los registros de embarque de la década de 1760 y los primeros años de la década de 1770, muestran muchos casos de mercaderes residentes en Cartagena que realizaban importaciones y exportaciones por su cuenta. Esta forma de comerciar parece ser, sin embargo, la forma minoritaria de realizar negocios. La mayoría del comercio se origina en España y la principal actividad del comerciante cartagenero era la venta de importaciones y el envío de las exportaciones bajo comisión.
+El tipo y la magnitud de dichos negocios están ilustrados por una disputa legal relacionada con los bienes de Antonio Paniza, un comerciante español que murió en Cartagena en 1778. Cuando los negocios de «Paniza, Guerra de Mier y Compañía» fueron afectados por la muerte de Paniza, sus libros reflejaban la magnitud de las actividades en las que un comerciante de Cartagena se podía comprometer. Muchas de las deudas más importantes de la compañía eran por sumas relativamente pequeñas, que representaban compromisos de distribuidores que habían recibido las mercancías a crédito de los almacenes de la compañía; otras, generalmente sumas mucho mayores, representaban deudas de mercaderes en Cartagena y en otras ciudades en el interior y en el exterior, como La Habana, Madrid y Portobelo. «Paniza, Guerra de Mier y Compañía» aparentemente actuaban como banco también, puesto que hacían préstamos en efectivo a clientes adinerados. El obispo de Santa Marta y otros clérigos se contaban entre sus deudores; también lo era un detallista de Cartagena que había hipotecado su casa a un interés del 5 por ciento anual. Los activos de la compañía comprendían también propiedades urbanas y rurales, incluyendo una hacienda y su pequeña fuerza de esclavos y cuatro casas en Cartagena. Las propiedades de Paniza fueron avaluadas en más de 150.000 pesos, de los cuales cerca de 44.000 estaban representados por efectivo y mercancías y los 74.000 restantes eran deudas comerciales contraídas con él[279]. Según los estándares del siglo XVII, en la Nueva Granada estos bienes eran considerados bastante grandes e indican que los importadores más importantes de Cartagena obtenían ganancias considerables.
+Los comerciantes de esta talla formaban la élite comercial de la ciudad y constituían un grupo relativamente pequeño —entre 30 y 50 hombres a finales del siglo XVIII— que superaba, tanto en riquezas como en posición social, a los mercaderes que vendían mercancías al menudeo dentro de la ciudad y en las provincias; además, podían disfrutar de un estilo de vida que se equiparaba al de los funcionarios más importantes y a quienes pertenecían a las familias criollas de más alto rango. La mayoría de ellos vivía en el mismo barrio en Cartagena, en donde tenían casas muy grandes en las que residían sus familias y sus empleados más importantes —familiares provenientes de España en su gran mayoría—; también tenían allí sus almacenes. Los comerciantes de Cartagena poseían además casas de campo en Turbaco, lugar en el cual podían disfrutar descansando del calor y la congestión de la ciudad en compañía de otras familias integrantes de la élite cartagenera.
+La posición privilegiada de los comerciantes de Cartagena en el comercio neogranadino fue reconocida oficialmente en 1795, año en el que la Corona autorizó el establecimiento de un Consulado de Comercio en Cartagena, asociación de comerciantes con jurisdicción comercial, que cubría el virreinato de la Nueva Granada y estaba encargada de presentar proyectos de mejoramiento económico. Fundado sobre un ola de retórica optimista y de buenas intenciones, el consulado no fue capaz de realizar una labor reconocible diferente a la de señalar el status de los comerciantes de la ciudad. Llegó a ser una institución con fines estrechos, cuyo fundamento estaba constituido por comerciantes españoles que se rotaban las posiciones en el consulado entre ellos mismos y le prestaban muy poca atención a las necesidades de la región, cuando estas salían de los límites de Cartagena. La red de relaciones familiares que existía entre los principales comerciantes de Cartagena era tan estrecha, que prestar los servicios al consulado llegó a ser casi asunto familiar y las relaciones de negocios eran reforzadas por relaciones de sangre y matrimonio.
+Esta «rosca» de comerciantes de Cartagena, a pesar de su notoria composición peninsular, no estaba fuera de la sociedad colonial, puesto que algunos de los comerciantes se casaron con miembros de la sociedad criolla estableciendo lazos con la élite local. Los comerciantes de Cartagena no tenían relaciones estrechas con la élite criolla del interior. Dada su clara dependencia e identificación con las fortunas provenientes del comercio trasatlántico español, la clase comerciante de Cartagena era una comunidad compuesta por peninsulares sin vínculo alguno con el país que se extendía más allá de los confines de Cartagena de Indias. Las distancias —en términos de desplazamientos— eran menos grandes con España, que con muchos lugares del interior de la Nueva Granada, por tanto, ellos estaban situados en los linderos de la sociedad colonial, disfrutando de su rol de intermediarios comerciales pero prestando muy poco aporte al desarrollo económico y político del territorio.
+En el interior de la Nueva Granada había un número considerable de centros mercantiles secundarios: unos, en los puertos fluviales de Mompox y de Honda, otros en Santa Fe de Antioquia y otros en Popayán; todos ellos manejaban el comercio regional cubriendo muy extensas zonas de territorios del interior. Los comerciantes del interior mantenían relaciones con Cartagena, similares a las que mantenía Cartagena con Cádiz, por tanto los mercaderes de Bogotá y de otras ciudades del interior generalmente dependían de los mayoristas de Cartagena para realizar sus importaciones de Europa. Al realizar negocios por su cuenta o como agentes de los comerciantes de Cartagena, recibían mercancías importadas desde el puerto, utilizando por lo general crédito otorgado por periodos que oscilaban entre los seis y los doce meses y encargándose del envío de lingotes de oro o de efectivo al puerto en las fechas de vencimiento. Realizaban las ventas de la mercancía al por mayor o al menudeo, ya desde sus almacenes en la capital o haciendo los envíos a mercaderes residentes en otras ciudades, extendiendo de esta forma la cadena de créditos que se originaba en Cádiz.
+Parece que la mayoría de los mercaderes del interior negociaban con Cartagena en lugar de hacerlo directamente con España. En 1796, el virrey Ezpeleta informó a la Corona que los únicos verdaderos comerciantes que recibían mercancía en su propio nombre estaban radicados en Cartagena; los comerciantes residentes en las otras ciudades eran generalmente sólo negociantes y distribuidores de segunda y tercera mano[280]. Ellos no desdeñaban los negocios pequeños: en Bogotá, aun los comerciantes de más alta posición vendían cantidades pequeñas de artículos en sus almacenes, cantidades que llegaban hasta el valor de un cuartillo, que era la denominación más pequeña de la moneda en el país[281].
+Los mercaderes provincianos no sólo se comprometían en el menudeo y el mayoreo, sino que tenían que trabajar muy duro para obtener ganancias. Los comerciantes de Medellín debieron enfrentar una tarea especialmente ardua, puesto que tenían que viajar distancias muy grandes en terrenos muy difíciles con el fin de cultivar los contactos comerciales y obtener mercancías. Incluso durante las mejores épocas del año, los desplazamientos con recuas de mulas a través de cadenas muy montañosas y sobre ríos caudalosos, eran muy lentos, costosos y en ocasiones peligrosos. Los viajes hasta Puerto Nare en el río Magdalena, a Medellín y Santa Fe de Antioquia, duraban cerca de 20 días, pero las lluvias o los problemas surgidos en la ruta podían hacer los viajes mucho más largos; los viajes hasta Cartagena, Bogotá o Popayán, duraban varias semanas, incluso varios meses. Un comerciante de Medellín que fuera a Cartagena necesitaba cerca de 50 días para llevar su mercancía hasta Medellín, y durante este tiempo se veía enfrentado a las dificultades que implicaba la contratación de botes y bogas en el Magdalena y la organización de sucesivas recuas de mulas para transportar sus mercancías de un lugar a otro. De regreso a Medellín, tenía que ir a los distritos mineros para venderlas y la mayoría de sus negocios se realizaban adelantando mercancías a crédito, generalmente a seis meses, contra promesas de pago en polvo de oro. Una vez recibía el polvo de oro, debía llevarlo a Santa Fe de Antioquia para fundirlo y pagar impuestos; inmediatamente después debía pagar el dinero que adeudaba a Cartagena, para lo cual debía hacer un viaje similar al anterior o enviarlo con otros mercaderes o por correo. Según expresó en 1787 el oidor Juan Antonio Mon y Velarde, este sistema de comercio determinaba «que todos son feudatarios de los Comerciantes y estos de sus correspondientes en Santafé, Cartagena, Mompox y Santa Marta»[282]. A pesar de todo lo anterior, para los comerciantes de Medellín una exitosa experiencia comercial les generaba ganancias del orden del 25 al 30 por ciento[283].
+Algunos comerciantes hicieron fortunas considerables. Manuel Díaz de Hoyos, un español relacionado con familias aristocráticas de Cartagena, llegó a ser miembro importante de la comunidad comercial de Bogotá durante la última mitad del siglo XVIII y es un buen ejemplo de la riqueza que podía ser acumulada por un comerciante trabajador y con buenas conexiones. Díaz de Hoyos realizó su comercio en la capital durante aproximadamente cincuenta años, hasta que en la década de 1790 llegó a ser un ciudadano muy respetado en su comunidad, además de capitán en la Caballería Militar de Bogotá. Recién llegado a la ciudad, trabajó como agente de la marquesa de Valdehoyos, residente en Cartagena, propietaria de enormes fincas y especuladora en el mercado de esclavos; parece que esta conexión le sirvió de base para constituir su fortuna. Del mismo modo que otros comerciantes, se comprometió en todo tipo de comercio: importaba mercancía europea, exportaba cacao y le daba crédito a los mineros del oro contra pago en oro. El mercado financiero también figuraba entre sus actividades, puesto que sus deudores eran tanto otros comerciantes como miembros de la administración del virreinato. Hacia 1790 ya invertía enormes sumas en el comercio directo con Cádiz y a pesar de haber atravesado por un periodo de dificultades en sus negocios, hacia el final de su carrera, otros mercaderes y comerciantes de Santa Fe le debían cerca de 300.000 pesos[284].
+En este nivel, los comerciantes podían llevar un estilo de vida opulento y ostentoso según los estándares de la Nueva Granada. Un estado de cuentas de las propiedades de Antonio García de Lemos hacia 1741, comerciante adinerado de Popayán, nos da una muestra de su riqueza y gusto. Habiendo obtenido la mayoría de su fortuna del tráfico de esclavos, García de Lemos poseía una casa en Popayán cuyo avalúo, contemplando el inmueble y su decoración, rivalizaba con el valor de la de don Cristóbal de Mosquera, uno de los principales terratenientes y mineros de la zona. La siguiente lista de sus muebles sugiere un interior bien amoblado y ricamente decorado pues poseía «84 cuadros grandes en que entran los de marcos dorados… 16 espejos, 24 sillas de madamas nuevas con clavazón dorada de Sevilla, 18 sillas de vaqueta de moscovia, 6 sillas ordinarias, 8 taburetes de vaqueta de moscovia, 6 taburetes santafereños, 24 asientos y espaldares de sillas…», etcéctera, etcétera. Incluyendo tapetes, cristales y vajillas, el amoblamiento solamente, tenía un valor de más de 6.000 patacones y las vestimentas de la familia más de 5.000 patacones; el servicio doméstico de la casa era prestado por 9 esclavos. No nos debe sorprender, por tanto, que en 1763 el procurador del cabildo de Popayán describiera la forma en la que los comerciantes se enriquecían «como sanguijuela cebada en la sangre y substancia de estas provincias, que es el oro»[285].
+Las ganancias obtenidas en sus negocios de importación de bienes, el sector más valioso del comercio colonial, aseguraba que los principales comerciantes de las principales ciudades de la Nueva Granada fueran figuras prominentes en la sociedad urbana. Su riqueza alcanzaba para mantener a los parientes pobres pertenecientes a las familias criollas de las cuales llegaron a formar parte por medio de sus alianzas matrimoniales; también generaba una clientela de dependientes entre los artesanos, sirvientes y otros, cuyas habilidades eran contratadas por ellos. Por otra parte, les dio gran importancia política dentro de sus comunidades, puesto que llegaron a ser regidores de cabildos y se conectaron con la sociedad criolla, lo que les permitió ser nombrados en los gobiernos locales. Al integrarse en las sociedades provincianas por medio del matrimonio, los comerciantes españoles llegaban a formar familias que se integraban en las redes de las élites criollas. Sus hijas, a su vez, se casaban con otros inmigrantes españoles o con miembros del patriciado criollo; parece que los hijos no solían seguir a sus padres en el comercio sino que eran educados para que entraran en la iglesia o en las profesiones más respetadas, especialmente el derecho. Irónicamente, parece ser que los hijos educados de inmigrantes de la península española manifestaban resentimientos contra la patria de sus padres. Hacia fines del siglo XVIII, la proliferación de criollos bien educados, hijos de inmigrantes de la península, formó una generación de jóvenes que se sentían alienados, privados de oportunidades profesionales debido a la presencia de funcionarios contratados en España[286].
+Bajo estos comerciantes de alto rango, estaban los mercaderes más pequeños y menos prósperos, los tratantes y los dueños de almacenes que vendían las diferentes mercancías que circulaban al interior de las ciudades, poblaciones y asentamientos mineros de la Nueva Granada. Un informe hecho en 1761 por un administrador de alcabala en Santafé, nos da una idea del flujo de comercio manejado por los negociantes de un centro urbano grande. La parte más valiosa del comercio en la ciudad estaba representada por «géneros nobles» y textiles, principalmente linos, paños, sedas, sombreros y una variedad de artículos que incluían diferentes tipos de lencería, cera, papel, pimienta de Castilla y tabasco, canela, comino y ferretería; las importaciones desde Europa incluían también más de 2.000 jarras de vino, pescado, aceitunas y aceite de oliva, además de 395 barras de hierro. Sin embargo, la mayor cantidad de objetos que llegaban a la ciudad eran los «géneros del Reino» o productos domésticos traídos de otras regiones de la colonia. Aproximadamente tres cuartos del volumen total estaba representado por melaza, el resto era azúcar, tabaco, cacao, anís, linos domésticos, camisas y mantas de Tunja, paños de Quito, artículos varios como jabón, sandalias de cuero, sebo, pabilos y alimentos varios como arroz, conservas, queso, tortas de queso y miel, garbanzos, ajo y sal marina. Por último, los terratenientes aprovisionaban a los carniceros de la ciudad con aproximadamente 1.600 reses y 4.500 cerdos para satisfacer el apetito santafereño por la carne[287].
+Este amplio mercado de productos domésticos era sin duda realizado por una cantidad de pequeños mercaderes que vendían sus artículos en los mercados de los pueblos, ya fuera a través de tiendas y puestos de venta en los mercados o simplemente voceándolos en las calles. La mayoría de estos hombres y mujeres eran nativos de la Nueva Granada, aunque en Cartagena la distribución al menudeo de aguardiente fue monopolizada por los comerciantes catalanes, quienes se especializaron en la importación de aguardiente de uva desde España a finales del siglo XVIII. Sabemos muy poco de las vidas y actividades de estos pequeños mercaderes. Podemos estar seguros, sin embargo, de que la gran mayoría obtenían pequeñas ganancias de este comercio; en la Nueva Granada, como en otras regiones de Hispanoamérica, la mayor participación en las ganancias comerciales estuvo en manos de los comerciantes peninsulares, quienes controlaban la importación de los productos europeos.
+Aunque la élite de comerciantes relacionados con España fue siempre pequeña, dichos comerciantes desempeñaron un papel importante en la vida económica y cultural de la Nueva Granada durante el periodo colonial. En primer lugar, organizaron el comercio trasatlántico, que comunicó la colonia con España y por tanto vinculó la colonia con el mundo amplio del capitalismo comercial europeo; al interior de la Nueva Granada se encargaban de la distribución de los productos importados de fuera y al intercambiar las mercancías producidas en la economía doméstica, integraron las regiones de la Nueva Granada con un todo comercial más amplio.
+Los comerciantes también desempeñaron un papel indirecto importante en la formación de la vida cultural de la colonia, puesto que al suministrar los objetos necesarios para mantener un estilo de vida similar al español, permitieron, a los pobladores españoles y a sus descendientes criollos, comportarse como españoles en lo relacionado con la vestimenta y la dieta alimenticia, contribuyendo de esta forma a preservar las normas y costumbres de la madre patria. Por otra parte, al viajar a la Nueva Granada y establecerse allí en forma temporal o permanente, los comerciantes de la península crearon nexos con la comunidad hispánica ampliada, ayudando de esta forma a los pobladores y a sus descendientes criollos a identificarse con el mundo español que quedaba más allá de las fronteras de sus aisladas comunidades provincianas. En este sentido, los comerciantes españoles que dominaron el comercio de ultramar de la Nueva Granada, durante el periodo colonial, no fueron solamente agentes del colonialismo económico, sino que, como los oficiales peninsulares, los soldados y los clérigos enviados a servir en el Gobierno y en la iglesia de la colonia, sirvieron también de lazo de unión entre la sociedad colonial de la Nueva Granada y la cultura amplia del mundo hispánico.
+La riqueza y la jerarquía social de los comerciantes más importantes al interior de la Nueva Granada implicaba, por supuesto, que eran hombres conservadores tanto política como socialmente, ya que tenían un fuerte vínculo con España y una profunda lealtad con su monarquía. No obstante, durante los últimos años del gobierno español, cuando la monarquía entró en crisis económica y política durante las guerras anglo-hispánicas de 1796 a 1808, los comerciantes criollos surgieron como los críticos de las políticas y el sistema de gobierno español. Las primeras señales de dicha actitud crítica, surgida al interior de ciertos rangos de la clase mercantil, se presentaron en 1804, cuando el comerciante neogranadino José Acevedo y Gómez, lanzó una campaña en contra del Consulado de Cartagena. Nativo de Charalá, llegó a ser pieza importante en el derrocamiento del gobierno real en Bogotá en 1810. Acevedo y Gómez movilizó peticiones de los comerciantes y los cabildos en Santa Fe, El Socorro, San Gil y Antioquia, con el fin de persuadir a la Corona para que estableciera un nuevo consulado de comercio en la capital del virreinato. Acevedo denunció vigorosamente al Consulado de Cartagena por no haber promovido el desarrollo económico y comercial de la colonia y sugirió que el dominio ejercido por Cartagena sobre el comercio externo de la Nueva Granada impedía en forma activa dicho desarrollo. Sus opiniones sobre el consulado indican la envidia y la enemistad que los comerciantes del interior sentían hacia los comerciantes de Cartagena. De acuerdo con Acevedo, casi todos los miembros del consulado eran representantes de las casas comerciales de Cádiz y se quedaban en la ciudad solamente el tiempo necesario para hacer dinero suficiente y luego escapar del clima desagradable de Cartagena. Por la misma razón, estaban totalmente divorciados de los intereses del país y no tenían vínculos con él y por lo tanto carecían tanto de los motivos físicos como morales necesarios para promover el desarrollo de los recursos de la Nueva Granada[288]. Para lograr este desarrollo, Acevedo insistía en que los comerciantes del interior debían tener su propio consulado en el interior del país, en donde una institución de este tipo se encargaría de los trabajos públicos y de otras políticas necesarias para explotar el potencial económico del país y beneficiar a los neogranadinos.
+Otro vocero de los intereses comerciales de los criollos fue Ignacio de Pombo, cuyos escritos, de principios de 1800, reflejan también la tendencia creciente dentro de la élite criolla a ver el crecimiento comercial como la clave del progreso social y económico del país. Hijo de un comerciante español, casado con una dama perteneciente a una de las familias importantes de Popayán, Pombo fue una figura poco común entre los comerciantes de la Nueva Granada. Educado en el Colegio Seminario de Popayán y en el Colegio del Rosario de Santa Fe, siguió, sin embargo, los pasos de su padre al hacerse comerciante en Cartagena, en donde llegó a formar parte de la élite cartagenera al contraer matrimonio con una de las hijas de la familia Amador. Como comerciante de Cartagena, con vínculos muy fuertes y lazos familiares con familias criollas distinguidas de la Nueva Granada, Pombo surgió a principios de la década de 1800 como crítico importante del sistema español de comercio y gobierno y, como Acevedo y Gómez, fue un abogado de la reforma de dicho sistema.
+El pensamiento de Pombo puede juzgarse a partir de un documento que escribió en 1804, por medio del cual denunciaba la desmoralización institucional y las distorsiones económicas causadas por la incapacidad del sistema de comercio español, bajo las presiones de la guerra internacional, y solicitó reformas que permitieran ampliar las oportunidades económicas de los comerciantes y productores de la Colonia. En primer lugar, Pombo denunció abiertamente el crecimiento del contrabando bajo un gobierno corrupto y planteó que las medidas para prevenir el contrabando eran prácticamente inútiles en una tierra donde «las leyes y derechos del ciudadano son tan poco respetados». A partir de esta premisa procedió a analizar el comercio de la Nueva Granada, presentando una gran cantidad de estadísticas y sugiriendo medidas que permitieran remover los obstáculos que «la naturaleza, el gobierno y la ignorancia» colocaban en el camino del desarrollo de la Nueva Granada, «la más rica en toda clase de productos, de todas las posesiones americanas de la Monarquía Española». Sus propuestas atacaron el corazón mismo del sistema tradicional de la colonia española. Para estimular la economía, solicitó a la Real Hacienda que invirtiera fondos para mejorar el transporte y la comunicación en la Nueva Granada, además abogó por la reducción de impuestos al comercio y a la producción. Para mejorar la agricultura, estaba a favor de la abolición del tributo a los indios, de la distribución de la tierra entre los indios, de entregar tierras baldías a los que no tenían nada y promover la inmigración de católicos extranjeros para establecer nuevas poblaciones rurales. Las sugerencias de Pombo para una reforma política fueron aún más radicales. Quería abolir el comercio de esclavos; es más, abogó por la abolición de la esclavitud y por promover medidas que favorecieran la unión y el mestizaje de todas las «castas» a fin de llegar a formar una sola clase de ciudadanos. El hecho de haberse comprometido con las doctrinas económicas de la Ilustración, puede verse claramente en su insistencia sobre la necesidad de reformar la Iglesia, limitando las propiedades que tenía bajo la figura de «manos muertas», reglamentando las actividades de los párrocos e incluso llegó a pedir la reforma y extinción de instituciones monacales. La reforma educativa era otra de sus prioridades, aprendida también de la Ilustración. Pombo pidió que se fundaran imprentas, periódicos públicos y sociedades patrióticas en la capital y en las provincias; recomendó el establecimiento de escuelas primarias y agrícolas, escuelas de dibujo, matemáticas, biología, medicina y otras, junto con la fundación de una universidad pública para enseñar las «ciencias divinas y humanas»[289].
+El extraordinario programa de reforma propuesto por Pombo nos muestra cómo, a principios de la década de 1800, los líderes criollos se mostraban profundamente decepcionados con el sistema colonial tradicional y evidentemente empezaban a imaginar una gran renovación de las estructuras económicas y políticas dentro de la monarquía. Para ellos, España ya no era fuente de ideas ni modelo de reinado imperial. Pombo nos muestra su amplia información a través de textos de economistas, tanto españoles como extranjeros, en su búsqueda de métodos para sacudir la agricultura neogranadina del «profundo letargo en que está enterrada»[290]. Llegó incluso a sugerir que los Estados Unidos constituían un ejemplo de desarrollo económico que podría seguir la Nueva Granada. En resumen, Pombo estaba trazando una agenda de reformas que proporcionaría más tarde las bases para la ideología económica de un nuevo orden político a partir de 1810. Entonces, la Nueva Granada sería liberada del monopolio comercial español y al abrir el comercio al mundo atlántico más amplio, el valor del comercio tanto como medio de enriquecimiento personal como de progreso social ocuparía un plano diferente.
+Junto con estos cambios llegaron nuevas oportunidades económicas que los miembros de las élites criollas de la Nueva Granada estaban ansiosos por explotar. Durante el periodo colonial el predominio peninsular en el comercio de ultramar había obligado a las élites criollas a ocupar puestos secundarios en el comercio de su país. Ahora, después de la caída del gobierno español, a ellos les era posible participar más ampliamente en el comercio y a combinar sus roles de terratenientes y políticos con empresas comerciales de muchos tipos. Después de la Independencia, los comerciantes tuvieron siempre buena representación en el Congreso Nacional y en los gobiernos provinciales, y el progreso político se identificaba fuertemente con el desarrollo del comercio nacional. En efecto, la clase alta criolla de la capital adoptó rápidamente los valores de la sociedad burguesa, en la que el dinero era medida importantísima de la posición social y una búsqueda individualista de progreso económico era admirada y emulada[291]. En este sentido, los valores de los comerciantes inmigrados de España, que lograron éxito económico y movilidad social por medio del comercio y del matrimonio en la sociedad colonial, fueron adoptados y ampliados en el nuevo orden republicano.
+[270] Borrego Plá, María del Carmen, 1983, Cartagena de Indias en el siglo XVI, Sevilla, págs. 373-387.
+[271] Colmenares, Germán, 1973, Historia económica y social de Colombia, 1537-1719, Bogotá, págs. 289-290.
+[272] Marzahl, Peter, 1978, Town in the Empire: Government, Politics and Society in Seventeenth-Century Popayán, Austin, TX, págs. 31-32.
+[273] Archivo General de Indias, Consulados 68, Pretensiones de los comerciantes del Nuevo Reino de Granada, Madrid, 23 de marzo, 1965.
+[274] Smith, Robert S., 1965, «The Consulado in Santa Fe de Bogotá», Hispanic American Historical Review, vol. 45, págs. 442-447: Lucena Salmoral, Manuel, «Los precedentes del Consulado de Cartagena: El Consulado de Santa Fe (1665-1713) y el Tribunal del Comercio cartagenero», Estudios de Historia Social y Económica de América, n.º 2, Universidad de Alcalá de Henares, 1986, págs. 179-198.
+[275] De Ulloa, Jorge Juan y Antonio, 1748, «Relación Histórica del Viage hecho de orden de su Magestad a la America Meridional», Madrid, pág. 40.
+[277] De la Pedraja Toman, René, 1976, «Aspectos del Comercio de Cartagena en el siglo XVIII», Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 8, págs. 107-125.
+[278] McFarlane, Anthony, 1983, «Comerciantes y Monopolio en la Nueva Granada: El Consulado de Cartagena de Indias», Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, II, págs. 49-52.
+[280] Archivo General de Indias, Santa Fe 957, virrey Ezpeleta a Diego de Gardoqui, Santa Fe, 19 julio 1796.
+[283] Twinam, Ann, 1982, Miners, Merchants, and Farmers in Colonial Colombia, Austin, TX, págs. 82-90.
+[284] McFarlane, Anthony, 1993, Colombia before Independence: Economy, Society and Politics under Bourbon Rule, Cambridge, págs. 174-175.
+[286] Colmenares, Germán, 1979, Historia económica y social de Colombia: Popayán, una sociedad esclavista, 1680-1800, Bogotá, págs. 239-254.
+[288] Archivo General de Indias, Santa Fe 960. El diputado consular de Santa Fe a Miguel Cayetano Soler, Santa Fe, 7 octubre 1805.
+Departamento de Ciencias Sociales. Universidad del Valle
+EN LAS PÁGINAS QUE SIGUEN presentaremos algunas descripciones de la vida cotidiana estudiantil universitaria en Santafé de Bogotá, durante el siglo XVIII. Esta restricción a Santafé, y en particular a los colegios-universidades Mayor de San Bartolomé y Mayor del Rosario, no significa que ignoremos que otras ciudades, por ejemplo Popayán, tuvieron colegios que funcionaron como verdaderos centros universitarios, desde principios del siglo XVII. Se trata simplemente de que los dos colegios santafereños fueron los que de manera más estable y continua mantuvieron estudios superiores, y los que, en todos los casos, funcionaron como modelos de los otros que existieron en el virreinato, particularmente en los años finales del siglo XVIII, por ejemplo en Cartagena, Mompox y Medellín.
+Una palabra sobre aquello que los historiadores llaman de manera corriente las fuentes, es decir el conjunto de testimonios que permiten construir las descripciones en que ellos apoyan sus análisis. No son muchos los materiales documentales que permiten reconstruir la vida cotidiana universitaria. No se encuentran diarios ni correspondencias que ayuden, como sí los hay para otros campos. Igualmente, no existen los famosos libros de viajeros que, por ejemplo, para el siglo XIX, permiten conocer formas de vida colectiva cotidiana de importantes grupos sociales. Con lo que contamos es principalmente con una documentación jurídica y administrativa: decretos, programas, reglamentos escolares que pueden confundirnos, porque ellos no permiten observar bien el cambio y las transformaciones, cuando estas se producen, y porque además, como todo el mundo sabe, la distancia entre la norma y el funcionamiento práctico y diario es enorme, lo que constituye un serio problema y un riesgo para una reconstrucción relativamente aproximada de la vida cotidiana escolar. Pero también es un desafío inmenso, pues muchos autores en otras partes han mostrado que la empresa es posible, aunque siempre resulte incompleta.
+Dicho lo anterior, podemos empezar a avanzar sobre nuestro objeto, previo un rodeo. Antes de que describamos aspectos centrales de la vida cotidiana de nuestros estudiantes santafereños del siglo XVIII, lo más justo es que el lector conozca algunos rasgos básicos de tal grupo estudiantil, como su origen social, su perfil demográfico y su formación cultural previa. Por breve que sea esta información, ella le permitirá entender mejor algunos aspectos del funcionamiento diario de la vida escolar.
+Debemos empezar señalando que los orígenes sociales de los universitarios santafereños siempre estuvieron, con relativas excepciones, en los medios blancos, pretendidamente sin mezcla alguna con la población nativa, y que la gran mayoría de ellos, se pensaba, con razón o sin ella, como herederos directos de los primeros descubridores y conquistadores. En una palabra, pertenecían y sentían pertenecer a lo que se llamó la república blanca, situación que sólo tuvo algunos cambios muy a finales del siglo XVIII. Ahora bien, los había blancos de origen rural —hijos de encomenderos pobres o arruinados, esto sobre todo en el siglo XVII— y blancos de origen urbano —llegados a Santafé de las principales ciudades del Reino: Cartagena y Popayán, pero también de villas y pueblos menores, sobre todo en el siglo XVIII—, sumándose a estos últimos el grupo de los directamente españoles —los hijos de los principales funcionarios de la administración colonial, los que por reglamento y algo más, tenían el derecho adquirido de acceder a los colegios-universidades, situación que sería siempre un principio más de rivalidad entre los universitarios—. Más adelante veremos que, aunque el perfil social dominante fuera este, el grupo estudiantil siempre fue más variado.
+Se trataba desde luego de un grupo exclusivamente constituido por hombres, pues las mujeres estaban excluidas de la educación superior, aunque ningún reglamento expresara de manera explícita esta exclusión, lo que indica que estaba dentro del orden de lo natural. Y, decía, un grupo masculino de relativa corta edad, aun en esa sociedad donde las expectativas de vida eran muy inferiores a las nuestras. La información conocida indica que, entre los 12 años, edad inicial en que se entraba al aula de gramática latina, y los 24 años, en la que se terminaba por lo regular la carrera escolar, al adquirir el título de doctor en teología, se encuentra el largo lapso en que este grupo se apartaba, en términos relativos desde luego, de sus medios sociales de origen para constituirse como un grupo específico, con formas compartidas de identidad social y cultural tal como lo prueba el hecho de que fuera un grupo al que se reconocía socialmente como tal: los estudiantes —incluso se les reconocía de manera institucional, pues los censos de finales del siglo XVIII los incluyen de manera diferenciada—, y un grupo que se autorreconocía a través de la producción de formas singulares de vida —vestimentas propias, casas que habitaban los «externos», lugar diferenciado en los ceremoniales, etcétera—, de la validez que otorgaba un fuero especial por su propia condición de escolares, y de la manifestación de su propia voz, pues se trataba de un grupo que se representaba y reclamaba a través del escrito.
+Era pues de un medio social específico de jóvenes solteros, regularmente pertenecientes a la «república blanca» y preparándose como una especie de aristocracia intelectual que terminaba coronando una carrera profesional a través de la adquisición de un título, con el cual competía en el estrecho mundo laboral y en el más amplio del honor y del prestigio.
+Antes de ingresar con estos jóvenes en la vida cotidiana universitaria, formémonos una idea breve de su «escolaridad» previa, de los lugares en los cuales aprendieron los saberes y formas culturales que la entrada al mundo universitario exigía. Sabemos que tal ingreso suponía, antes que todo, una calificación social —como en seguida lo veremos— y no cultural. En realidad la vida universitaria daba todo lo que se necesitaba para formar parte del estrecho mundo de la aristocracia cultural. Empezando por la lengua latina, pues la así llamada «república de las letras» no hablaba en castellano sino en latín, por lo menos cuando se trataba de actividades que comprometían su existencia como grupo social específico, es decir, cuando se presentaba como institución ante la sociedad. De ahí que el primer nivel de formación fuera el de la gramática latina, al cual entraba el escolar a partir de los 12 años, y sin cuyo dominio no se podía pensar en acceder a los otros niveles de la jerarquía universitaria. De ahí que el único requisito cultural real fuera el dominio de la lectura y la escritura, los dos pilares del método de estudios que dominó la vida universitaria colonial desde 1600 hasta los últimos años del siglo XVIII, aunque estas se transformaran casi que con exclusividad en lectura y escritura en latín, a lo largo de la vida universitaria. Pero ¿en dónde se adquirían estas habilidades elementales?
+El siglo XVIII, con la relativa excepción de su último tercio, no conoció el desarrollo de algo que pudiera compararse a lo que hoy llamamos instrucción primaria, es decir, el lugar en donde básicamente se aprenden algunas normas de civilidad, las cuatro operaciones y la lectura y la escritura. A cambio de una institución que supliera estas necesidades, en la sociedad colonial lo predominante fue la existencia de prácticas dispersas de aprendizaje, la mayor parte de ellas dependientes de la familia, en donde a un miembro, considerado como subalterno y de confianza, se le entregaba la responsabilidad de transmitir tales habilidades. Casi siempre las grandes haciendas incluían dentro de su nómina a un «preceptor», quien tenía, en medio de otros, el oficio de enseñar a los hijos de su patrón. En los medios de vida urbana en crecimiento, regularmente aparecía un viejo bachiller empobrecido quien, con permiso de la autoridad y en combinación con el oficio de escribano, abría una pequeña aula para enseñar a quien podía pagar por ello. Desde luego que los jesuitas mantuvieron en todo el Reino un sistema relativamente bien organizado de «aulas de latinidad» que cubría pueblos, villas y ciudades, y en donde se formaban muchos de los escolares que luego irían a su colegio-universidad en Santafé. Sin embargo, no toda la población escolar universitaria del siglo XVIII aprendió los rudimentos culturales iniciales con los jesuitas, ni todos quienes fueron en provincia sus alumnos serían luego universitarios. Un número grande de los escolares de los que aquí nos ocupamos aprendió bajo formas dispersas, no institucionalizadas, y su primer gran periodo de vida escolar en una institución formal sería el que tendría en su propio colegio-universidad en Santafé, resaltando este hecho aún más la experiencia formativa que tal proceso significaba.
+Pero ¿cómo se ingresaba a la vida universitaria? Se trataba de un privilegio institucional al que sólo se podía acceder después de haber demostrado por medio del llamado «procesillo» que no se tenía «sangre de la tierra» —es decir, que no se tenía ni sombra de mestizaje—, y que ni padres ni abuelos habían desempeñado jamás «oficios viles» —es decir, trabajos manuales—, todo lo cual significaba que se pertenecía de derecho a la sociedad dominante. Cumplidos esos requisitos, al poder mostrar testigos que acreditaran la buena conducta moral del pretendiente y al contar con que existiera el cupo —pues estos eran bastante limitados—, lo más seguro es que se iniciara la carrera de letrado bajo la forma de cura o abogado, que eran los dos destinos a que inexorablemente conducía la vida universitaria cuando llegaba a buen término. Este tipo de exigencia de «limpieza de sangre», de pertenencia a la élite social dominante como requisito para acceder a la élite cultural, fue una de las rutinas que se mantuvo inalterada por más tiempo, incluso hasta bien entrado el siglo XIX, más allá de las reformas constitucionales, y una de las que más encontraba diaria expresión en la vida universitaria, en donde cada una de sus prácticas era la manifestación del carácter privilegiado de sus miembros.
+Sin embargo, no podemos confundir ese carácter de privilegio que tenía el destino escolar con la presencia necesaria de riqueza material en sus miembros. Muy por el contrario, la élite intelectual en formación fue siempre un grupo pobre, proveniente principalmente de grupos sociales en proceso reciente de empobrecimiento, que, al no encontrar posibilidades en el mundo del gran comercio, en la minería exitosa o dentro de las haciendas en crecimiento y menos aún en las altas esferas de la administración colonial, tenía que intentar consolidar su decaído privilegio social a través del acceso al privilegio cultural que otorgaban los estudios. De esta manera pues, y en resumen, el grupo de escolares universitarios santafereños del siglo XVIII, pero también del siglo XVII, estuvo constituido por una minoría de jóvenes solteros, de alto origen social reconocido, pero de pobreza comprobada, con diferentes proveniencias regionales y por lo tanto con distintas experiencias sociales, que buscaba en la llamada universidad colonial una manera de no perder o de no continuar perdiendo los privilegios que inexorablemente implicaba su caída económica; o, en casos minoritarios, se trataba de un grupo blanco pobre, sin mayores calidades sociales y baja ocupación en la escala del prestigio y consideración social, que trataba de asegurar un mediano ascenso, terminados los estudios, colocándose como cura en un pueblo lejano, ejerciendo como abogado fuera de Santafé, o, en otras ocasiones, desempeñándose como maestro de niños para enseñarles a leer y contar, o como maestro formador de jóvenes en la lengua latina.
+Ahora bien, este medio social específico, los estudiantes, condicionado por su pertenencia institucional, mantenía particulares relaciones con la ciudad. No que Santafé fuera una «ciudad universitaria», en el sentido en que se podía decir de París en los comienzos de lo que luego será La Sorbonne, o en el que se puede decir hoy cuando hablamos de Tunja o de Popayán, ciudades en donde el grupo universitario es un importante grupo de residentes, de consumidores, de animadores culturales de la ciudad y de iniciadores de formas de vida novedosas, lo que muchas veces los enfrenta con los grupos más tradicionales de la ciudad.
+La población universitaria creció de manera continua a lo largo del siglo XVIII, en especial después de 1720, pero sin que, en términos cuantitativos, llegara nunca a representar una fracción importante del total de la ciudad, pues la población de Santafé también creció, en particular sus sectores populares —tan distintos de los universitarios—, y que dieron lugar a barrios nuevos: Las Cruces, San Victorino, por ejemplo, que serán en el siglo XIX y en parte del siglo XX el centro de una vida agitada y febril.
+Pero aun así, los universitarios fueron durante el siglo XVIII el grupo juvenil organizado más importante de la ciudad, y esto por varias razones. La primera y más obvia es su pertenencia a grupos sociales que eran identificados como nobles. Y, enseguida, por su pertenencia a un tipo de institución: la universidad, que precisamente era reconocida por todos como «casa y lugar de principales», con ventaja sobre los conventos que mantenían las comunidades de regulares y en donde las calidades sociales no estaban claramente certificadas. La universidad era un lugar que acogía a los nobles, pero que también ennoblecía, tarea esencial en una sociedad en la cual las noblezas eran todas objeto de duda. Haber adelantado el llamado «procesillo» de admisión, aunque efectivamente no se cursaran los estudios, era una forma de calificación social, una manera de mantener ante la opinión un mérito y una condición. El repudio universitario significaba serias sombras sobre la honra y los derechos al honor, y un principio de descalificación social.
+La pertenencia a la universidad otorgaba un lugar en la esfera pública a través de la participación en el ceremonial, es decir, en las ocasiones en las que, ante la presencia y la mirada colectiva, el poder social se hacía visible. Por ejemplo, la recepción de nuevas autoridades civiles o eclesiásticas, o también su regreso a España, o su paso a otro virreinato o sencillamente su muerte; la expresión pública de gozo por algún suceso en la vida de la familia real; las grandes celebraciones del calendario religioso: la Semana Santa, la Navidad, las fiestas de los patronos —y las había de todo—; también los dolorosos momentos de las grandes advocaciones cuando la adversidad caía sobre la ciudad o sobre el Reino y había que expulsar la culpa para que cesara la calamidad: en fin, cualquiera que fuera la ocasión que permitiera manifestarse al ceremonial y a la etiqueta, los escolares eran siempre elemento central, con lugar destacado en la plaza y en la iglesia, distinguidos por su uniforme de gala, expresión que perdurará hasta el día de hoy en nuestros colegios.
+Pero los escolares tenían también modalidades propias de organización. Aunque las había de varios tipos, hay dos de ellas que deben destacarse por su importancia. En primer lugar las cofradías y congregaciones. Se trataba de una organización cívico-religiosa, no exclusiva de los estudiantes, adscrita a un patrón —un santo— y a un patrocinador —un notable de la ciudad—, y que tenía como fin principal la práctica de formas colectivas de oración y alabanza, pero que, de manera esencial, terminó marcada, dominada, por su significado social. Las cofradías y congregaciones representaron en la sociedad colonial una forma central de ligazón, de participación en la vida cultural de todos los cuerpos que conformaban la sociedad; representaron, igualmente, una forma de jerarquía y de distinción, una manifestación de las diferencias, ya que ni la congregación ni sus miembros, ni el patrón ni el patrocinador, tenían la misma calidad social ni los mismos reconocimientos. Y las congregaciones escolares, por ejemplo la de Nuestra Señora de la Anunciación, que formaban los alumnos universitarios de los jesuitas —quienes además tenían como patrón general a san Francisco Xavier—, siempre tuvieron un lugar muy alto en la consideración y el respeto sociales.
+La otra gran forma de sociabilidad, pero ya muy a finales del siglo XVIII, fue la muy famosa de las tertulias, foco de difusión de un pensamiento relativamente moderno y centro de alguna actividad conspirativa, pero sobre todo forma de diletantismo social y literario, de introducción de nuevos gustos y refinamientos y, en una palabra, lugar de expresión de la nueva sensibilidad con que al final se despedía. Las tertulias fueron una forma de sociabilidad, moderna, sin ninguna duda, que funcionó como punto de encuentro entre fenómenos muy notables. En primer lugar y de importancia crucial, punto de encuentro con la mujer, bajo una forma nueva, pues por primera vez ella hace su aparición como sujeto de lectura, de escritura y de opinión, aunque aún en forma minoritaria y desdibujada. En segundo lugar, punto de encuentro con prácticas de vida relativamente igualitarias, que se manifiestan ante todo en formas nuevas de la cortesía y el ritual, en la pérdida de peso de la etiqueta y de la forma —así, por ejemplo, se toma asiento según como se va llegando, sin ningún privilegio de lugar por antigüedad o cosas de ese estilo—. Y, en tercer lugar, punto de encuentro entre generaciones antes separadas y en parte incomunicadas. Son las tertulias y «asambleas» las que reúnen a finales del siglo XVIII por primera vez a profesores y estudiantes que se identifican en torno a un tipo de saber. Punto de encuentro entre jóvenes provenientes de medios sociales menos uniformes y que encarnan experiencias sociales más diversas. Es, por ejemplo, la tertulia santafereña de don Antonio Nariño, quien no era un universitario, la que reúne a lo mejor de los escolares, a algunos de quienes eran sus maestros, a conspiradores ya perfectamente aclimatados en su papel, como Pedro Fermín de Vargas, a aventureros como el médico francés Luis de Rieux, a botánicos y zoólogos como Jorge Tadeo Lozano, etcétera, reunidos ahora como «sociedad de pensamiento», como empresa cultural de lectura y escritura, distanciada del ceremonial, de la etiqueta y de la forma. ¡Qué novedad y qué alteración de las formas rituales en que se encarnaba unos pocos años antes la vida cotidiana!
+Debemos señalar también que la comunicación del grupo escolar con la vida de la ciudad no ocurría simplemente a través de la esfera pública, del mundo de la actividad oficial. Si bien en términos reglamentarios la vida escolar debería estar cerrada hacia el exterior para la mayoría de sus miembros, la comunicación era constante —igual que en los conventos de monjas—, y ninguna de las formas de encierro intentadas tuvo éxito. En primer lugar, porque los escolares disponían de criados y pajes que eran verdaderos «correveidiles» de sus amos. En segundo lugar, porque durante muchos años la misma pobreza de las instituciones hizo que para encontrar el sustento diario los escolares debieran solicitar la caridad de la ciudad, comer en sus posadas y habitar en sus casas. Y en tercer lugar, porque se trataba de un grupo juvenil, piadoso y devoto, sí, pero también enamorado de la vida, capaz de engañar a rectores y cuidanderos y perderse en la noche para buscar la compañía de música y mestizas que les alegraran la vida. Si hay algo que se encuentre bien documentado en la crónica, es esa comunicación permanente entre los escolares y la ciudad popular, sin que a la oración tempranera con que necesariamente se iniciaba el día la alterara el fin de la noche anterior, ya que desde aquel entonces se sabía que el que reza… empata.
+Ahora bien: hemos hablado de un grupo con formas propias de identidad y reconocimiento: los estudiantes. De un grupo perteneciente a un medio social específico: el campo intelectual, y con una adscripción institucional precisa: los colegios-universidades. Un grupo social particular dotado con toda seguridad de una moral específica y de su propio código de valores, aunque sobre esto debemos ser prudentes, pues no abundan los análisis. Se trata de un grupo social atravesado por grandes diferencias y estructurado a través de un complejo sistema de jerarquías, presentes en cada una de las actividades cotidianas, empezando por la jerarquía que otorgaba la antigüedad, en un doble sentido. Antigüedad en tanto miembro de una de las familias de primeros pobladores, pero también antigüedad como miembro de la institución universitaria. Condiciones a las que se sumaba la proveniencia regional, motivo central en la formación de bandos y partidos. En una palabra, aunque los estudiantes conformaran un grupo diferenciado e identificable, se trataba de un medio todo menos homogéneo.
+Ocurre que la sociedad colonial estaba organizada, en todos sus planos, como un sistema de jerarquías, cada una con privilegios —o ausencia de privilegios— graduados según la posición social, familiar y la pertenencia a un cuerpo o corporación, lo que se expresaba en la vida diaria a través de la figura de la preeminencia. Cada acto de la vida social, cada ocasión en que se hacían públicas las conductas, era una oportunidad para mostrar el carácter de dominio o de subordinación de la posición social que se tenía. Y esto se puede observar en el funcionamiento de las diferentes categorías en que se dividía la población estudiantil.
+En la parte superior de la escala social universitaria se encontraban los colegiales. Se trataba del grupo que controlaba el mayor número de privilegios, y por lo tanto de poder, en la universidad colonial desde su fundación a principios del siglo XVII y esto sin alteraciones. Escogidos dentro de «lo más esclarecido de la nobleza criolla», participaban del gobierno de la universidad, por lo menos en el caso del Colegio del Rosario, y vivían dentro de la institución, sin pago alguno, en consideración a tratarse del sector más noble pero más empobrecido de la élite local. Regularmente mantenían de por vida su vínculo con la institución, tanto en el Colegio del Rosario como en el Colegio de San Bartolomé, pues se establecían casi que de por vida como catedráticos al concluir sus estudios, controlando siempre los cargos de dirección. Lo que ellos percibían como su posición social, rápidamente lo hacían valer como su posición cultural, de tal manera que su dominio sobre la vida escolar siempre fue completo, y no encontraba amenaza más que en su diferenciación regional, ya que los colegiales provenían de lugares diversos, pues las becas tenían distintas asignaciones geográficas, tratándose siempre de grupos rivales. Ese carácter de «colegial formal», como se decía, combinado con la antigüedad, tenía su expresión en cada una de las reglamentaciones de la vida diaria y en cada una de las demostraciones públicas en que la universidad hacía presencia. Ahora bien, esta jerarquía de los colegiales tendía a reproducirse casi que naturalmente, a través de la figura de la familiatura. Se trataba de un fenómeno de reproducción del privilegio escolar, pues cuando el escolar dejaba su «beca» en la universidad, esta era retomada por uno de sus hermanos o de sus parientes inmediatos, creando en los colegios un fenómeno de dominio por parte de familias y de grupos regionales, como tienden a comprobarlo todos los estudios de prosopografía. Y no sólo de dominio del campo escolar, sino también profesoral y administrativo, ya que el personal de control y el de los maestros, generalmente, se reclutaba entre los escolares más antiguos, lo cual hacía que los colegios-universidades fueran en verdad un instrumento de poder político y social que se expresaba a través de las distintas formas de intervención en la vida pública por parte de la institución. Todo lo cual comprueba que, con el acceso a la vida universitaria, especialmente como colegial, no sólo era una carrera de estudios la que se iniciaba, ni una simple vía hacia el mundo laboral la que se aseguraba.
+Seguían en la jerarquía los convictores. Se trataba de una categoría de condición social «limpia» y completamente comprobada, pero que no disponía de la «beca», que no era sólo una dispensa económica sino, ante todo, un reconocimiento social. Por tanto los convictores, también llamados capistas (de capa), no vivían dentro de la institución, no participaban en su gobierno, jamás podían ocupar el lugar primero en el sistema de precedencias, ni privadas ni públicas, y estaban condenados por siempre a la espera, no siempre recompensada, de que algún becario dejara el colegio, por abandono, finalización de estudios o muerte, para poder acceder a los lugares de privilegio. Con todo, los convictores, a quienes también se les llamó porcionistas, pues pagaban por sus estudios una pequeña porción —alrededor de setenta pesos anuales durante el siglo XVIII—, dieron un elemento permanente de recreación de la vida estudiantil, ya que su contacto con la ciudad, al ser estudiantes externos, era mayor, como mayor era su participación en formas de sociabilidad y de intercambio culturales que eran negadas a quienes padecían el relativo, pero tan sólo relativo, encierro institucional.
+Estas dos categorías eran las dominantes en la vida escolar, sobre la base de su preeminencia social, la que se transformaba, en tanto miembro de la institución universitaria, en preeminencia cultural. Pero a lo largo del siglo XVIII, la categoría socio-escolar que más creció, y que en últimas fue el elemento que más transformó una vida cotidiana institucional organizada sobre la base del exclusivo privilegio social y del criterio de antigüedad en la pertenencia escolar, fue la categoría de los manteos o manteistas (de manta), ya que cada una de las diferencias sociales se expresaba aún en el vestido rigurosamente obligatorio que debía llevarse en público o en privado. Se trataba de escolares con orígenes sociales no completamente «limpios», sobre los cuales pesaba alguna sombra de indignidad, o como se decía, de «tacha social», sea por sus antecedentes familiares —algún rastro de mestizaje en ellos, en sus padres o en sus abuelos—, sea por la actividad laboral de sus padres —un mercader, un platero, un escribano de mediana condición— o por su propia pobreza y origen regional.
+Los manteos, desde luego colocados por fuera de toda posibilidad de participar en el Gobierno y de aspirar a una beca, debían comenzar sus estudios de gramática en una aula externa, acondicionada para ellos de manera expresa, y sólo podían continuarlos viviendo por fuera de la institución, sometidos a una clara calificación social inferior, hasta el punto de que el vocablo «manteo» se convirtió en una especie de insulto. Fueron, sin embargo, y en acuerdo con lo que sucedía en el resto de la sociedad, a la que finalmente sacudió en sus cimientos el mestizaje, el gran principio de transformación del orden escolar asentado en privilegios corporativos. Ellos fueron quienes adelantaron los más sonados pleitos en búsqueda del reconocimiento de sus calidades sociales, los más avanzados exponentes de la indisciplina escolar y de la crítica de los reglamentos y quienes a través de su vocabulario, de sus atuendos y de sus actitudes, representaron el gran principio de transformación de la vida universitaria y la expresión de la nueva sensibilidad de la juventud, que es ya claramente posible rastrear en el último tercio del siglo XVIII.
+Pero las jerarquías escolares eran aun más complejas y variadas. Se encontraban también durante el siglo XVIII los así llamados familiares. Se trataba de especies de segundones, subalternos o protegidos de los colegiales, aceptados en la universidad por su carácter de parientes pobres y socialmente dudosos de los colegiales. Aunque se encargaban de cumplir los oficios «poco nobles» a que sus patronos se negaban —el arreglo del cuarto, los mandados y recados hacia el exterior del colegio-universidad, etcétera—, tales fámulos, como también se les llamó, cursaron estudios y, en muchas ocasiones, obtuvieron sus grados. De hecho, no constituían el último escalón de esta complicada jerarquía, pues ellos mismos podían disponer hasta de tres sirvientes o pajes, y sus tareas se volvieron imprescindibles para los colegiales, ya que tempranamente se prohibió a estos últimos mantener esclavos dentro de la institución. Por último, y por periodos, se encontraban, los huéspedes, una categoría curiosa y de difícil definición, compuesta por escolares un poco de paso, un poco en situación indefinida frente a su destino escolar, tal vez a la espera de una beca, de un lugar como porcionista o como familiar, y que obtenían asilo, comida e intercambio espiritual al permanecer en el «internado universitario».
+Una introducción productiva al conocimiento de los ritmos, los usos y las ceremonias de la vida diaria del medio escolar universitario en Santafé puede hacerse si se consideran los aspectos centrales de sus métodos de estudio, no sólo porque tales métodos son parte central de la vida de un grupo intelectual, sino porque ellos entrañaban la existencia de un preciso ceremonial cotidiano imposible de evitar.
+El método de estudios estaba compuesto por tres elementos inseparables, denominados por la tradición con tres precisas palabras latinas: lectio, dictatio y disputatio, elementos que permanecieron casi inalterados y como objeto de utilización diaria y general desde 1605, cuando los instituyeron los jesuitas, hasta los finales del siglo XVIII, cuando sufrieron fuertes ataques, aunque su desmoronamiento como forma dominante debió esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX. Es decir, se trata sin ninguna duda del método de enseñanza y de transmisión de conocimientos más antiguos y de mayor duración en la historia de la universidad colombiana.
+La lectio era un procedimiento de lectura y explicación cuya utilización estuvo condicionada en la universidad colonial por dos factores. En primer lugar, por la tradición, pues se trataba de la forma de enseñanza distintiva en la universidad medieval. Y en segundo lugar, por la relativa ausencia de libros para el uso de los universitarios —hecho sobre el cual volveremos—, lo que determinaba la presencia necesaria del catedrático a través de su voz, como prolongación de la voz del autor y de la autoridad.
+De hecho, al profesor se le denominaba lector —de filosofía, de teología, etcétera—. Esa lectura, práctica diaria en el salón de clase, era una lectura en alta voz, o, como se decía, lectura de viva vox. Un tipo de lectura muy cercana a la recitación y a la oratoria, pues precisamente se trataba de la preparación de juristas, curas y predicadores, e involucraba una profunda teatralización tanto de la voz, como de los gestos y de los movimientos del cuerpo.
+Este procedimiento de lectura significaba una especial jerarquía de los sentidos, en donde el ver no se pliega a la observación del mundo y de la naturaleza sino a la actuación misma del lector, y en donde el papel de los sentidos en el aprendizaje escolar está dominado por la función que cumple el oído, pues, en lo que al escolar respecta, la posición central es la de escucha. Por ello puede leerse en las reglamentaciones académicas formulaciones como «escucharán las lecciones», «oirán la explicación».
+Pero después de escuchada la lección el papel del aprendizaje estará confiado a la memoria, que no podrá lograr sus frutos sino a través de la repetición, concebida bajo una forma que la acerca a los distintos tipos religiosos de meditación. De ahí que la vida cotidiana en cuanto al aprendizaje esté dominada por una serie de reglamentaciones que imponen formas multiplicadas de estudio-repetición, a veces bajo modalidades colectivas, a veces individuales —las que se hacen en «la soledad de los aposentos estudiantiles»—, pero todas encaminadas a lograr el dominio exacto del texto, de la letra, de la lección escuchada.
+La lectio resultaba inseparable en la vida universitaria de la dictatio (dictado, dictamen). Se trataba de formas imposibles de separar: mientras los ojos del catedrático recorren el texto, y la voz de las páginas transmutada en su propia voz va recorriendo el espacio que la separa de sus oyentes, mientras ello ocurre, la mano del alumno con su pluma va inscribiendo sobre el papel cada una de las palabras que el lector pronuncia. Las va inscribiendo sobre la página en blanco de su cuaderno, de su mamotreto, como se decía en el lenguaje escolar de la época. Mamotreto que no desamparará desde el primer día de «aula», que está destinado a una larga utilización y que sería luego el libro de estudio en la soledad del curato o el instrumento de consulta del letrado urbano. Finamente forrado en cuero, su primera página ha sido cuidadosamente marcada el primer día de clase con el nombre de la cátedra y del lector por el padrino de estudios del colegial, quien necesariamente lo acompañaba en su primera jornada.
+Este par gemelo de la lectio y la dictatio se utilizó en el Nuevo Reino bajo dos formas distintas. Una primera caracterizada por la copia rítmica y simultánea de lo que pronunciaban los labios del catedrático, lo que determinó que la cultura escolar no fuera solamente, desde el punto de vista del cuerpo y de los sentidos, auditiva, sino audio-táctil, a través de un mecanismo muy complejo por el cual la vista se fija en el cuerpo y en los labios del lector, al oído llega su voz, que es la voz del texto sacro, y su mano registra, una a una, cada una de sus palabras. Es una manera de atar la práctica de la escritura a la memoria, a través de la repetición escrita de lo que se oye.
+Pero también se dio el procedimiento de separación en el tiempo y en el espacio de la lectio y la dictatio, en un esfuerzo por acelerar el ritmo de la lectura y la explicación, ritmo que estaba condicionado por la velocidad de la mano del copista. Así lo señalaban las constituciones del Colegio del Rosario, refiriéndose a la lectura de los comentarios que había escrito fray Juan de Santo Tomás: «Y esto queremos que se haga, aunque no hayan tantos libros suyos… leyéndoles tres veces la lección saldrán señores de ella y la podrán escribir en sus aposentos».
+Todo el proceso de transmisión de conocimientos tenía en el ámbito escolar universitario, como forma terminal y como elemento principal, la disputatio (disputa). Esta era ante todo una ceremonia cotidiana, un «combate entre dialécticos», un juego ejecutado ante la mirada del maestro, de un auxiliar del lector o de un estudiante avanzado. En la disputa todo estaba codificado: el lugar, el tiempo, los sistemas de precedencia, el orden y la jerarquía de los asistentes, pero sobre todo, la palabra, que uncida al carro de la retórica se encontraba presa de una marca, envuelta en un ritual, para que la discusión no se perdiera en caminos extraños al orden que el discurso tenía señalado y el «coloquio de oponentes» pudiera llegar a su feliz término.
+En los estudios universitarios coloniales la disputa —el intercambio reglamentado de silogismos— lo invadía todo. Como los reglamentos y las distribuciones horarias lo comprueban, el espacio escolar fue un gran teatro de luchas retóricas: arguyen, en ocasiones solemnes, los maestros unos contra otros; arguyen los estudiantes en sabatinas y dominicales; arguyen con ocasión de los exámenes; arguyen durante el día como ejercicio final de clase y como forma de repaso. ¿Y sobre qué se argumenta? ¿Sobre qué se arguye? ¿Cuál es la materia del juego? Según el ideal de Cicerón, obra siempre presente en las escasas bibliotecas escolares y que resultaba de aprendizaje obligatorio en el ciclo inicial de gramática latina, se arguye sobre todo, pues ya que el orador no puede saberlo todo debe, en cambio, «ponerse en disposición de hablar de todas las cosas y asuntos», o mejor aun, «disputar, tratar y ventilar cuanto ocurre en la vida humana», pues la retórica, de donde proviene la forma disputatio, tiene por materia «todo aquello que se puede hablar».
+Los actos de disputa, los grandes torneos retóricos de la vida universitaria, se extendían a lo largo de todo el año escolar, pero eran ante todo una práctica diaria, reglamentada con precisión en las distribuciones de trabajo para el escolar. Así, por ejemplo, los estudiantes del Colegio de Santo Tomás, según un documento de 1658, todas las mañanas, de once a doce, realizaban su «conclucioncilla», práctica de aula efectuada como entrenamiento en la disputa y sin mayor ceremonial; pero en la tarde, de cuatro a cinco, en la clase de filosofía, debían estar «replicando —argumentando unos contra otros— como se suele hacer», y de cinco a seis «tendrán obligación por turno de sustentar una conclusión que señalará el Padre vicerrector». Igual procedimiento se mantenía en el Colegio de San Bartolomé en 1770, tres años después de la expulsión de los jesuitas, pues, como actividad cotidiana, «se les tocará al repaso de sus lecciones y argumentos unos contra otros, con los compañeros que tuvieren señalados».
+Pero esta fiesta del «argüir», del disputar, iba creciendo. Los torneos de repetición diaria se hacían públicos los domingos, día en que los vecinos podían penetrar en el territorio cerrado de los colegios-universitarios, y alcanzaban su máximo esplendor con motivo de las fiestas patronales, de la conclusión del año escolar y de la ceremonia de grados. Para no multiplicar los ejemplos relativos a cada una de las ocasiones, contentémonos con describir el examen de grado, como manifestación de la disputa.
+Es claro que si el proceso de formación escolar era un movimiento continuo y creciente por mantenerse el mayor tiempo posible en la «cadena del discurso», un rudo combate entre oponentes que se lanzaban sin cesar proposiciones y silogismos, memorizados con cuidado y exactitud, el requisito supremo para graduarse no podía ser sino un ejercicio de disputa, un «acto de conclusiones», con la asistencia obligatoria de todos los miembros de la institución y con un ceremonial que debía respetarse de principio a fin. Riesgoso examen de cuyo éxito dependía el aprobamus o reprobamus y que, por su aparente rigor, era denominado en el vocabulario escolar con el nombre de «tremendas», y que fue práctica constante de todos los estudios superiores, lo que podemos ilustrar con los reglamentos del Colegio del Rosario: «… que ninguno se pueda graduar de doctor en Sagrada Teología sin haber tenido primero cuatro actos públicos en que se repartan todas las partes de (la obra de) Santo Tomás».
+Sin embargo, toda esta práctica cotidiana de ejercicios retóricos, que al lado de la imposición de una vida devota —en muchísimas ocasiones violada— era el centro del entrenamiento escolar, estaba dotada de un sentido. La cultura universitaria y en general la cultura intelectual en la sociedad colonial estaba caracterizada por la ostentación. De hecho, los torneos retóricos, los denominados «actos de conclusiones» —un silogismo siempre finaliza con una conclusión—, eran llamados en el lenguaje de la época «actos de ostentación».
+Las ceremonias públicas de ostentación constituían la verdadera fiesta pública del saber universitario. Con toda la capacidad retórica en juego, eran actos que convocaban a los notables de la ciudad: las autoridades, los nobles, los vecinos. Eran la ocasión del lucimiento de los filósofos, de los juristas, de los teólogos, del aumento de su prestigio como «atletas de la palabra», pues era posible que su actuación en esta pequeña feria de vanidades los condujera al podio como oradores que pronunciarían el panegírico con ocasión de la muerte de un notable o en el recibimiento de una cualquiera de las autoridades civiles o eclesiásticas, evento constante y que otorgaba tantos méritos en la sociedad colonial. Cuando se leen las informaciones que por cualquier motivo llenaba un miembro o antiguo miembro de la universidad, lector o escolar, se observa que nunca dejaba de anotar entre sus logros el haber pronunciado una de estas «oraciones».
+Pero las lecciones de ostentación eran también una oportunidad de emulación entre los dos colegios-universidades de la ciudad y una ocasión de enfrentamiento entre las distintas «escuelas de partido» en que se encontraban agrupados los escolares, sus maestros y las órdenes religiosas, y no sólo por las sutilezas que separaban a unas escuelas de otras —la de Suárez, la de Duns Scotus y la de Tomás de Aquino—, sino por la prioridad en el adelanto de las jornadas públicas de disputa escolar. Así, para citar el ejemplo más distintivo, el enfrentamiento que sostuvieron bartolinos y rosaristas durante más de medio siglo por el derecho a tener el primer lugar dentro del calendario escolar para celebrar los actos públicos académicos, con los cuales se presentaban ante la opinión letrada de la ciudad, litigio que hizo necesaria la propia intervención del Consejo Real desde Madrid para zanjar una disputa que había dividido a los propios vecinos, ya que ellos también se colocaban a uno u otro lado de los contendores.
+Quien no valora el papel del ritual, quien no ama el teatro y el mundo de la representación, podrá juzgar que se trata aquí de bagatelas. Pero en la sociedad colonial, por lo menos para los grupos dominantes, nada escapaba al ceremonial. Lo que ocurre es que hay que colocarlo en su contexto, separarlo de la anécdota y de lo aparentemente frívolo si se quiere precisar su significado y entender la diferencia de ese mundo con el nuestro.
+Parte muy importante de este ceremonial estaba constituido por el juramento. En la sociedad colonial la verdad tenía un carácter sacro y sobre el discurso pesaban grandes mecanismos de control. El grado escolar; como visado necesario para hacer uso en «propiedad» de un saber, suponía entonces el juramento, dentro de un amplio y fastuoso ceremonial que se celebraba en la capilla escolar, pero que tenía su conclusión en la plaza pública de Santafé. Y ese juramento era triple. Primero, el juramento de «obediencia y lealtad a nuestros virreyes y audiencias reales en nuestro nombre»; luego, «… la profesión de nuestra santa fe católica, que predica y enseña la Santa Madre Iglesia», y, después, —en el intermedio se había jurado la aceptación de la doctrina de Santo Tomás— el juramento final, que da la impresión de haber sido considerado como el más importante, en defensa contra la herejía y el inexistente peligro del protestantismo: «Mandamos que ninguno pueda graduarse en la universidad si no hiciere primero el juramento de que siempre creerá y enseñará haber sido siempre la Virgen María concebida sin pecado original…».
+La apoteosis de la coronación y lo más pintoresco del festín estaba constituido por la parte final de la ceremonia con música, entrega de guantes que el graduando debía donar a sus maestros y examinadores, y un paseíllo en caballo por la ciudad, adelante, las autoridades escolares, reales y municipales, seguidas de a pie por el cuerpo universitario de graduados, maestros en propiedad y suplentes, lectores asistentes, bedeles y porteros, y luego cada una de las categorías escolares, organizadas por antigüedad y llevando sus trajes e insignias distintivas y las banderas y pendones que indicaban las distintas escuelas filosóficas a que se pertenecía, acompañadas por grupos de vecinos y de curiosos que se sumaban al festejo y celebraban al nuevo doctor: «Para el grado de doctor se hará lo que se dijo, añadiendo en el acompañamiento una persona de a caballo que cargue un pendón de seda, que por una parte lleve a Santo Tomás y por la otra las armas del doctorando».
+Se trataba desde luego de una de las grandes fiestas urbanas de la «república de españoles-americanos». Costoso y lujoso episodio de poder en el que un grupo mostraba ante sí y comparaba frente a los otros su distinto lugar en la jerarquía social y realizaba el reconocimiento mundano de que todo saber encarna un poder, bajo los ojos seguramente atónitos de las gentes pobres de la ciudad, admiradas ante los símbolos externos que en esa sociedad distinguían los papeles y las funciones sociales. Pero también, episodio integrador de esa misma plebe en un orden social que hacía de cada una de estas ceremonias un nuevo refuerzo de su poder, a través de la consagración de los propios símbolos que la dominación proponía.
+Habíamos mencionado, sin avanzar más, que el método de estudios, en tanto lectio y dictatio, había estado determinado, en parte, por la relativa ausencia de libros y la inexistencia de la imprenta, y debemos profundizar un tanto en este problema, pues si hay algo distintivo de la vida intelectual, es su relación con el libro, no sólo a partir del descubrimiento de la imprenta, sino desde antes, desde la propia instalación de los talleres de copistas en los conventos medievales.
+Tal ausencia local fue un hecho relativo. A pesar de todas las prohibiciones que pesaron sobre el comercio del libro —prohibiciones que variaron según los géneros y las épocas—, estos estuvieron llegando continuamente en los equipajes de los frailes y de las autoridades que por nuestro territorio pasaban, las bibliotecas privadas no fueron de ninguna manera una rareza, aunque no dispongamos de estudios cuantitativos que permitan mostrar la magnitud del fenómeno, ni de estudios cualitativos que nos permitieran describir las formas más habituales de lectura.
+Sin embargo, nada parece negar la ausencia relativa del libro en los medios escolares y esto tuvo por lo menos una consecuencia importante. Se trata de la existencia de una riquísima cultura del manuscrito, pues la auténtica huella del pensamiento teológico y filosófico colonial y de sus formas de transmisión y de apropiación ha quedado consignada en ese gran número, aún muy fragmentariamente inventariado, de mamotretos en que día a día, en el transcurso del proceso escolar, se copiaban los textos leídos y los comentarios agregados por cada uno de los lectores. Manuscritos destinados a usos muy diversos: a veces objeto de prestigio en las bibliotecas coloniales, pero también prueba de realización de estudios. A veces objetos destinados a permanecer en la enseñanza cuando un estudiante se convertía en lector. En otras ocasiones forma reiterada de permanencia del ejercicio escolástico en lugares alejados, a través del uso que de ellos hacían clérigos y frailes, hombres de cultura en aquella época, en desarrollo de su función religiosa en remotos pueblos. Así se comprobó, por ejemplo, cuando se hizo, hacia 1664, el inventario de los bienes de un clérigo notable, quien después de mucho trasegar había llegado a ser canónigo en la catedral de Santafé, y en donde se consigna, al mencionar sus «libros de mano» (cuadernos de apuntes): «Materias que oyó el dicho señor doctor… Desde gramática hasta teología hay de mano cincuenta y ocho libros».
+Debe anotarse, sin embargo, que desde el inicio de los estudios en Santafé hubo intentos por superar el dictado y la escritura, a través del uso, por cada escolar, de un texto. En el caso del Colegio del Rosario se dispuso, a mediados del siglo XVII, el gasto de cien pesos para comprar ejemplares del «curso de artes», señalándose que los libros que se trajeran debían permanecer en los aposentos de los escolares, «de que resultará tener los sucesores libros competentes… y se podrá excusar el escribir, con que tendrán más breves y multiplicadas noticias de las materias».
+A pesar de estas disposiciones y recomendaciones, el dictado y la copia fueron métodos imposibles de abandonar en el medio escolar universitario. Mientras que en el universo cultural europeo habían sido desechados como parte de una tradición que se abandonaba en virtud de la emergencia del mundo de la certeza y la evidencia y, desde luego, de la invención de la imprenta, con su renovación del uso de los sentidos en el aprendizaje y el surgimiento de nuevos hábitos de lectura, en el Nuevo Reino, y en parte, en la América colonial, en una especie de juego trágico de relevo, tales métodos se perpetuaban, teniendo aún hoy efectos manifiestos en nuestras prácticas de enseñanza. Es decir, la relativa ausencia de libros, condicionada en altísimo grado por la introducción tan tardía de la imprenta —finales del siglo XVIII— facilitó, acentuó y perpetuó los criterios de autoridad en el saber, acercando las prácticas escolares, a través de la obediencia y la repetición, a una suerte de círculo cerrado sin posibilidad de salida. Año tras año la misma lección, el mismo dictado, unas veces a partir de un texto que el maestro-lector poseía, muchas otras a partir de un cuaderno manuscrito que un estudiante había copiado sin mayores variaciones, haciendo a un lado los lapsus posibles y otras erratas menores. Un poco la historia de Pierre Menard, en la fábula de Borges, copiando de nuevo El Quijote para crearlo otra vez.
+Podemos incluir aquí también una observación breve sobre los géneros a que correspondían los libros leídos y copiados por los escolares. En cuanto a estos últimos, los copiados, se trataba básicamente de los cursos de «artes» —filosofía— de fray Juan de Santo Tomás y de Antonius Goudin, los dos autores más leídos por los universitarios durante los siglos XVII y XVIII —hasta su último tercio—, a lo que se agregaba una serie de autores variados que se ocupaban de la teología y del muy prestigioso campo llamado «casos de consciencia». Pero los impresos más numerosos, desde el punto de vista de su circulación, eran los que correspondían a las prácticas de devoción y a la cultura literaria. En esto había una gran correspondencia entre lo que podemos llamar «la biblioteca del Reino», retomando la expresión de François Furet, y «la biblioteca universitaria», es decir, una gran correspondencia entre lo que leía la sociedad letrada y lo que leían los universitarios, en parte porque estos constituían la parte más destacada y reconocida de tal sociedad.
+En primer lugar, todos los libros que alimentaban las prácticas devotas: libros de rezo diario, libros de piedad, libros de horas, libros de confesión, novenarios, etcétera. Estos, en general, se guardaban en los aposentos, pero en muchas ocasiones se llevaban con uno, o por lo menos se tenían cerca. Casi siempre «iluminados», es decir decorados con imágenes, debieron haber constituido una gran fuente de educación artística, de formación de arquetipos y modelos estéticos, sin que nada podamos precisar, por ausencia de análisis concretos apoyados en corpus seriados, construidos con rigor, aunque sí sabemos que servían tanto para la oración individual, muy cerca de la meditación, como para rezo colectivo, en voz alta, público y cantado.
+En cuanto a la cultura literaria, bastante extendida en la sociedad letrada y en el mundo escolar, predominaron siempre, aún en el siglo XIX, los clásicos griegos, latinos y españoles, aunque no podamos precisar de manera estricta las predilecciones, más allá de saber, por ejemplo, que Cicerón fue un verdadero best-seller durante los siglos XVII y XVIII, y que los libros de aventuras e imaginación fueron un tanto perseguidos, aunque nunca dejaron de circular.
+Los inventarios de biblioteca, aún muy pocos, muestran desde luego la presencia de muchos más géneros. Por ejemplo las «vidas ejemplares», la Historia Sagrada y los textos de oratoria eran frecuentes, como lo eran, pero en grado mucho menor, los textos de medicina y las compilaciones jurídicas. En general se puede decir que el libro no era muy abundante y que no parece haber mayores sorpresas en cuanto a los autores y a los géneros que circulaban, todo conformando un panorama bastante tradicional, hasta casi concluido el siglo.
+Pero la ausencia de la imprenta y el control sobre el libro no significan su ausencia completa en una sociedad. La propia política ilustrada de los Borbón, el aumento innegable de los intercambios comerciales y del contrabando, y sobre todo, la puesta en circulación pública de una masa importante de libros luego de la expulsión de la Compañía de Jesús, en 1767, y de ahí la formación de la primera Biblioteca Pública, significaron una transformación del papel del libro en la enseñanza y en el sistema general de la cultura intelectual de Santafé y de las otras ciudades importantes. Hasta cierto punto, las modificaciones escolares e intelectuales de finales del siglo XVIII fueron el producto de una nueva relación con el libro, con la lectura, con la escritura y, por tanto, con la cultura intelectual. El examen de la correspondencia de los ilustrados locales de finales del siglo XVIII, esencialmente naturalistas y botánicos en rebelión contra la escolástica, comprueba la presencia de una nueva sensibilidad romántica frente al libro: nueva sensibilidad que se expresa en las lágrimas de nuestros naturalistas cada vez que reciben del propio Linneo, o del embajador sueco en Cádiz, un nuevo ejemplar de la obra que les permitió leer de otra manera el mundo que los rodeaba.
+El presente ensayo, de carácter descriptivo y escrito para un público no especializado —de ahí que hayamos evitado los nombres propios, las cronologías eruditas, la mención de fuentes documentales y los problemas de interpretación general—, se apoya por completo en algunos de mis trabajos anteriores y en un trabajo en curso de redacción. Para una caracterización general de las universidades coloniales como corporaciones del saber durante los siglos XVII y XVIII y para un conocimiento en detalle de su crecimiento y transformación demográfica, remitimos al lector a nuestra Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, 1992). Para un análisis amplio de los métodos de enseñanza en la universidad colonial y el problema de su modificación, los remitimos a uno de nuestros primeros trabajos en este terreno: Los estudios generales en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, 1981), de donde hemos extraído todas las descripciones que aquí consignamos. Los problemas de las transformaciones sociales, institucionales e intelectuales de la universidad colonial en la segunda mitad del siglo XVIII los he abordado con detalle en La reforma de estudios en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, 1983). Los problemas del libro, la lectura y los lectores en la sociedad colonial no cuentan con ningún trabajo notable. Lo aquí presentado depende de varios artículos dispersos que reúno, modifico y amplío en un capítulo de La formación del intelectual moderno en Colombia, 1770-1830, actualmente en redacción final, aunque le he ahorrado aquí al lector las ejemplificaciones cuantitativas, que en principio lo podrían desanimar frente a un campo de estudio que resulta apasionante, por decir lo menos. En el mismo trabajo recién mencionado, estudio los procesos de transformación de los sistemas de representación del mundo intelectual y el surgimiento de nuevas formas de sensibilidad, lo que en su conjunto constituye el proceso de formación del intelectual moderno en Colombia. Pero si el lector se decide a iniciar sus propias búsquedas, que es a lo que quiere invitarlo este breve ensayo, la mejor guía documental la encontrará en los siete tomos de los Documentos para la historia de la educación en Colombia de don Guillermo Hernández de Alba.
+[292] Renán Silva. Sociólogo e historiador, profesor titular y actual jefe del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad del Valle. Sus más recientes libros son Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá. Banco de la República, 1992) y Las epidemias de viruela de 1782 y 1802 en la Nueva Granada (Cali: Universidad del Valle, 1993).
+ PILAR DE ZULETA
+Directora del Museo de Santa Clara
+EN LA NUEVA GRANADA, DURANTE el periodo colonial, quince conventos de mujeres se fundaron entre los años de 1574 y 1791. De estos quince, seis corresponden a la segunda mitad del siglo XVI, seis al siglo XVII y tres al periodo final del virreinato. El cuadro siguiente suministra en orden cronológico las fechas de fundación de las instituciones con el objeto de facilitar una mayor comprensión de lo que fue el fenómeno global de la clausura femenina.
TIPO DE CIUDAD Y FUNDACIÓN |
FUNDACIÓN DEL PRIMER CONVENTO |
AÑOS DESPUÉS |
Tunja: Centro Admin. 1539 |
Santa Clara 1574 |
35 años |
Pamplona: Centro Admin. 1549 |
Santa Clara 1584 |
35 años |
Pasto. Frontera 1539 |
La Concepción 1588 |
49 años |
Popayán. Centro Admin. 1536 |
La Encarnación 1591 |
35 años |
Santa Fe. Centro Admin. 1538 |
La Concepción 1595 |
57 años |
Tunja |
La Concepción 1599 |
|
Cartagena. Puerto 1533 |
El Carmen 1606 |
73 años |
Santa Fe |
El Carmen 1606 |
|
Cartagena |
Santa Clara 1617 |
|
Santa Fe |
Santa Clara 1629 |
|
Santa Fe |
Santa Inés 1645 |
|
Villa de Leiva. Agrícola 1572 |
El Carmen 1645 |
125 años |
Popayán |
El Carmen 1729 |
|
Santa Fe |
La Enseñanza 1783 |
|
Medellín. Minera 1675 |
El Carmen 1791 |
116 años |
+Confrontando los datos anteriores, parece sorprender el lapso transcurrido entre el inicio de las ciudades y la fundación de los primeros conventos. A diferencia de los monasterios masculinos que se habían formado con la evangelización, los conventos de mujeres aparecen tardíamente. Para la fundación de los conventos se requería que las ciudades estuvieran establecidas y pobladas, además de la recaudación de los fondos, de un permiso de la Audiencia, de una Cédula Real, y de acuerdo a los cánones tridentinos, de una Bula Papal, todo lo cual representaba un largo periodo de varios años.
+En el caso de las Carmelitas Descalzas de la villa de Medellín, el padre Bernardo Restrepo O.C.D., refiere lo acontecido con la primera Cédula Real solicitada a España en 1724 para la fundación del convento:
+A pesar de mandato tan perentorio, porque el papel puede con todo, y de la solemne ceremonia de obedecimiento, con golillas, escribanos y notarios presentes, se obedece pero no se cumple. Esta providencia (la Cédula) conseguida a costa de tantos esfuerzos y largamente esperada, pudo descansar durante sesenta y ocho años en los anaqueles gubernamentales o conventuales, dando tiempo a que se perdiera su vigencia, a que las espléndidas promesas de bienes se destinaran a otros fines, o a que los protagonistas pasaran a mejor vida[293].
+El monasterio femenino cumplió un papel social y económico de primerísima importancia dentro de la sociedad colonial. Fundados por una exigencia de esa misma sociedad, la mayoría de las veces se consideraba el custodio por excelencia de la virtud femenina, y la solución ideal para remediar determinadas necesidades sociales; su función rebasó los límites de la vocación religiosa para llegar a convertirse en hospedaje, centro de instrucción femenina, y lugar forzado de depósito, como se decía entonces, de todas aquellas mujeres cuyas circunstancias de alguna manera contrariaban las leyes por las que se regía la mentalidad colonial.
+Efectivamente, el depósito o confinamiento temporal de las mujeres en lugares material y moralmente seguros se llevaba a cabo, por lo general, ya en casas de matronas de reconocida virtud y ejemplo, o en los llamados Recogimientos; hubo uno en Cali, otro en Cartagena, otro en Santa Fe, y al menos un proyecto para uno en la villa de Medellín o en los conventos. Los Recogimientos, entre cuyos objetivos estaba proteger a las mujeres contra la prostitución y la mendicidad, parecen haber tenido un carácter más popular, cumpliendo las veces de reformatorio y acogiendo entre sus pupilas tanto a mujeres divorciadas o a casadas «mal avenidas», así como a las «arrepentidas», algunas de las cuales habían delinquido, confundiéndose así, de alguna manera, con la misma cárcel, tal el caso de Santa Fe. No sorprende, por tanto, que ya en el siglo XIX, don Rufino Cuervo, en sus Apuntaciones críticas al lenguaje bogotano, haya ampliado el uso de la palabra divorcio, o cárcel del divorcio, para secuestro de mujeres en lugar honesto. De otra parte, el depósito facilitado por los conventos tenía por objeto colocar en lugar seguro y moral a la muchacha, con el ánimo de explorar su voluntad, generalmente por medio de un juez eclesiástico, cuando esta había dado palabra de casamiento. Creemos que debió practicarse de preferencia con mujeres de la élite blanca.
+El 6 de octubre de 1626, prosiguiendo la visita que había abierto en su obispado fray Francisco de Sotomayor, obispo de Quito, se presentó al Convento de la Concepción de la ciudad de Pasto, y antes de marcharse, dirigió a las monjas una extensa carta de congratulación por el buen resultado de la visita y para hacerles una prohibición absoluta tocante a recibir en el convento personas con el título de religiosas donadas, reclusas o recogidas, las cuales se introducen en la clausura por corto tiempo y sin obligación de votos[294].
+El ideal de la castidad estaba para entonces fuertemente arraigado, no solamente y como es lógico, entre los religiosos, cuyo estado lo exigía con carácter de voto solemne sustentado en los tratados de los Padres de la Iglesia, sino también entre los laicos y de manera especial en la mujer. El estado de dependencia respecto de la autoridad masculina representada en el padre o el esposo, el escaso reconocimiento legal de su capacidad civil, la desconfianza con la que se miraba y juzgaba su «debilidad» y su propensión a «caer», a través de la óptica del pensamiento religioso que consideraba la virginidad como afín a la naturaleza de los ángeles, el rigor de los tratados de moral, y el peso enorme de la responsabilidad con la que se le endilgaba la salvaguardia casi exclusiva del honor familiar, hacían que la custodia de su castidad fuese, para la mujer, asunto de primordial importancia en todas las decisiones de su vida. El convento era entonces el espacio perfecto en el que se garantizaban las condiciones de sujeción requeridas por un ser tan frágil y considerado para todo efecto, como una menor de edad.
+Al repasar las razones aducidas por los promotores de los monasterios femeninos para justificar su fundación, nos encontramos con argumentos como el de los vecinos de la ciudad de Pasto, al solicitar permiso de la Audiencia en 1585 para fundar el monasterio de la Concepción, los cuales expresaban que: «la necesidad de la obra no da espera sino antes bien urge darle principio, pues las doncellas principales por su falta de dote no pueden casarse como su calidad lo requiere y lo que la prudencia aconseja en tal emergencia es meterlas a un convento»[295]. O este otro a propósito de la Concepción de Santa Fe consignado por el cronista franciscano fray Pedro Simón en sus Noticias historiales: «En conformidad de una Real Cédula anterior en que el Rey había mandado se hiciese en ella (Santa Fe) un convento de monjas para hijas de conquistadores por no haberle en esta ciudad[296]. Y la Cédula Real fechada en Madrid en 1638, autorizando la fundación del monasterio de Santa Inés del Monte Policiano de Santa Fe, dejaba claro que:
+Por quanto por parte de vos Doña Antonia de Chavez, por hallaros con cantidad de hazienda que heredaste de Juan Clemente de Chavez vuestro hermano, y deseáis emplearla en servicio de Dios Nuestro Señor, y utilidad del dicho reino, fundando un convento de monjas de la orden de Santo Domingo, para entraros en él en religión, y que hagan lo mismo algunas mujeres principales descendientes de conquistadores que por hallarse con necesidad no tienen que tomar otro estado, para lo qual teneis dispuesto hasta setenta mil pesos[297].
+Sorprende, salvo excepciones —el caso de Antioquia parece ser una de ellas—, la poca frecuencia con que se hace mención al sentido profundo de la vida contemplativa o al objetivo real de una vocación religiosa cual es el de la entrega a Dios. Esto no quiere decir que esa intención no haya estado presente en muchas de las mujeres que habitaron nuestros conventos, pero no puede negarse que razones ajenas al verdadero sentido de la vida religiosa primaron, en la mayoría de los casos, en las fundaciones de los monasterios femeninos. En el siglo XVI, y sobre todo en el XVIII, la importancia de una ciudad, ya fuese de naturaleza administrativa, agrícola, minera o de frontera, traía necesariamente de la mano el establecimiento de un grupo de pobladores notables, acaudalados e influyentes, urgidos de dar estado a sus hijas. Es lícito pensar que ellos propiciaran para sus herederas la fundación de los conventos.
+Teniendo esto en cuenta, vale la pena analizar algunas de las razones que pudieron haber llevado a nuestras mujeres coloniales a tomar el hábito religioso.
+La dote fue sin lugar a dudas uno de los alicientes más significativos. En Santa Fe, desde la segunda mitad del siglo XVII hasta finalizado el XVIII, se mantuvo por lo general el monto de 1.000 a 2.000 pesos en todos los conventos para la dote de religiosas de velo negro, es decir de coro, y de 400 a 600 para las monjas conversas o de velo blanco, además de la facilidad de lograr exenciones —generalmente a la mitad— cuando se trataba de parientas de los patronos de la institución, o cuando entraban por nombramiento, es decir a ocupar el puesto de una religiosa difunta. También era frecuente que de la dote de una muchacha pobre se hiciera cargo una Obra Pía, como ocurrió en el caso de Petronila de Caycedo y Suárez, quien profesó en 8 de septiembre de 1760 en el convento de Santa Clara de Santa Fe: «con la dote de 600 patacones, los 500 de la Obra Pía de Doña Rosa La Mora, y los 100 que le dan sus padres»[298].
+El monto de la dote lo fijaban los conventos asesorados por los visitadores eclesiásticos y variaba según el estrato social de la profesa y la categoría en la que era recibida. Cuando María Arias de Ugarte y su esposo entran por monjas en Santa Clara de Santa Fe a Thomasa de San Juan, a Francisca de la Trinidad y a Josepha de Santa María —esta última niña huérfana— declaran: «Hemos pagado el dote según su estado de cada una»[299].
+En cambio, el monto de las dotes matrimoniales excedía con creces esa cifra, desde dotes excepcionalmente grandes de 34.000 pesos en el caso de los más poderosos de la élite —el caso de María Arias de Ugarte, encomendera de Santa Fe, en 1624, para su primer matrimonio con don Francisco de Noba Maldonado—, hasta otras más modestas, de 6.000, representadas en estancias de ganado menor, algunas joyas, muebles y vestuario, como el caso de María Cabral de Melo, para su desposorio con Bernabé Castañeda en 1681, o más tarde la aportada por doña Catalina Álvarez del Casal para su matrimonio con don Vicente Nariño en septiembre de 1758 y que sumaba, entre joyas, enseres y dinero, 7.553 pesos 7 reales y medio[300]. En la villa de Medellín, estudios actuales han revelado que entre 1675 y 1780, las dotes matrimoniales oscilaron en algo menos de 3.000 pesos, mientras que el ingreso al monasterio de las Carmelitas, único de la ciudad, requería de una dote de 1.000 pesos.
+La viudez o la soledad empujaban también a las mujeres a tomar el hábito religioso. Es el caso de doña María de Noba en la ciudad de Tunja, viuda de don Pedro Jove, quien tenía una hija, Juana de San Joseph, profesa en el monasterio de la Concepción y que «a causa de que otros hijos varones que tiene son frailes en el Convento de la Candelaria, y de estar como está desocupada de hijos en el siglo, ha muchos días que desea entrar por monja en ese convento, así por acompañar a su hija como por vivir y acabar en este hábito, empleándose en servicio de Dios»[301]. La madre, viuda y enferma, y la hermana de la monja tunjana Francisca Josefa del Castillo, habían llegado en parecidas circunstancias al convento de Santa Clara; la fundadora del Carmelo de Medellín, doña Ana María Álvarez del Pino, «vivió en el convento con hospedaje voluntario y guardando clausura, por espacio de diez años, según licencia que le concedió el Obispo, para morir luego allí mismo como monja profesa»[302]. Y Francisca Margarita de Másmela, natural de Santa Fe y viuda del capitán Juan de Poveda, decidió profesar en el convento de la Concepción en 1660, para acompañar a Juana Margarita, su última hija».[303]
+Además, para las mujeres viudas con medios de fortuna, la fundación de un convento parece haber sido atractiva empresa. La reflexión actual hace pensar que, en esa forma, daban a su vida una orientación noble, comprometiéndose en proyectos vitales que las mantenían activas y ocupadas, no perdían el control y manejo de sus bienes, y terminaban sus días acompañadas. Sorprende el elevado número de viudas que iniciaron conventos en el país, ofreciendo para las fundaciones «las casas de su morada». Para citar sólo algunas: doña Elvira de Padilla en el Carmelo de Santa Fe, 1606; doña Leonor de Orense en la Concepción de Pasto, 1585; doña Catalina de Cabrera en Santa Clara de Cartagena, 1607; doña María de Barros y Montalvo en Santa Teresa de Cartagena, 1609; doña Antonia de Chávez en Santa Inés de Santa Fe, 1645; doña Clemencia de Caicedo en la Enseñanza de Santa Fe, 1783; y doña Ana María Álvarez del Pino en el Carmelo de Medellín, 1791.
+De los quince conventos femeninos que funcionaron en la Colonia, en todo el país, cerca de la mitad fueron fundados por mujeres viudas.
+La orfandad era con muchísima frecuencia otro factor determinante;
+tengo dados a este convento de Nuestra Madre Santa Clara (decía doña María Arias de Ugarte en 1663) por scriptura para la dote de Josepha de Santa María niña huérfana que crie en mi casa y está aseptada por el dicho convento y mayordomo y estas tiendas di de muy buena gana porque la propiedad sea del dicho convento aunque a la dicha niña no le tengo obligación ninguna de sangre que me toque sino solamente por haberla puesto a mis puertas como huérfana sin padre ni madre y haverla recevido por el amor de Dios… Por lo cual se le de un hávito…[304].
+Las palabras de la rica encomendera en su testamento no dejan duda sobre la suerte que parecía corresponder a las muchachas huérfanas.
+Fuertemente arraigada en la mentalidad de la época estaba la idea de la protección y ayuda a las huérfanas, la cual se cristalizaba a través de organizaciones denominadas obras pías, encargadas de dotar a las mujeres pobres para «tomar estado». Carentes de dote, el convento era para estas mujeres el destino ideal.
+No deja de ser necesario recalcar el hecho incontrovertible de la sólida formación cristiana que recibían en sus hogares estas muchachas, formación que de alguna manera fomentaba la vocación religiosa. Era frecuentísimo que en una misma familia hubiese clérigos y monjas entre tíos, hermanos o demás parientes; inducían y aconsejaban a las jóvenes la idea de que el estado religioso era el más perfecto. Muchas de estas niñas habían recibido su educación en los conventos al lado de sus familiares. Estas y no otras parecen ser las razones que explican la frecuencia con que en un mismo monasterio profesaban a la vez varias hermanas, o madre e hija o tía y sobrinas, hasta el punto de haberse visto los conventos en la necesidad de reglamentar este fenómeno que debía tener «para la quietud de la vida religiosa» algunos inconvenientes. «Ordeno (decían las constituciones de la Concepción de Santa Fe), que para quietud de esta comunidad, no puedan entrar, ni profesar, ni recibir velo de monjas más que hasta tres hermanas, por ninguna vía que sea»[305].
+Tampoco puede descartarse la posibilidad de que, a semejanza de lo que sucedió en Europa, y dadas las muy peculiares circunstancias en que profesaban nuestras mujeres, diera el caso de muchachas que, carentes de vocación religiosa, hubieran escogido voluntariamente el refugio del claustro con el ánimo de escapar al tedio de la vida doméstica, o a un matrimonio impuesto por su familia, o buscando en el silencio y recogimiento de la vida conventual un espacio para desarrollar sus aptitudes intelectuales, ya fuese en la lectura, en el aprendizaje del latín, en la composición de poemas y pequeñas obras teatrales para esparcimiento de las religiosas, así como en el cultivo de la música.
+Fuesen cuales fuesen las razones para profesar, una vez en el monasterio, colocadas en una situación de alguna manera elegida por ellas, el ideal de perfección religiosa se instalaba en la mayoría de estas mujeres —no abundan los casos de rebeldía— y venían a morir allí en olor de santidad veneradas por la comunidad y tenidas como santas por la sociedad civil.
+En los conventos vivía una población abundante y heterogénea compuesta por las religiosas, las huéspedes, las educandas y las criadas. A las huéspedes que voluntariamente vivían en los conventos, se las llamaba en España señoras de piso y aunque por lo general no vestían hábito religioso eran tenidas en toda consideración por parte de la comunidad, viviendo en piezas «con suficiente capacidad para su decencia» y asistidas con frecuencia de criadas. En cuanto a las educandas, eran ellas la alegría del convento.
+Con anterioridad a la Ilustración no se consideró necesaria la educación para la mujer. Recogida en el hogar o en el claustro, una instrucción básica en la doctrina cristiana y algunos rudimentos de las «labores propias de su sexo», valen decir los oficios domésticos, y algo de lectura, eran tenidos como equipaje suficiente en la formación femenina. Estos principios los suministraba de preferencia la madre, entre cuyas obligaciones figuraba la guarda y protección de las hijas, deber inherente a su naturaleza y reforzado con insistencia en los tratados de los moralistas y en los manuales de confesores. Uno de estos tratados: La Familia Regulada con Doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Padres de la Iglesia, del franciscano fray Antonio Arbiol (Madrid, 1796) así lo especificaba.
+La otra opción la proporcionaba el espacio conventual, en el cual era fenómeno corriente que las niñas, aun desde muy pequeñas, se «criaran» con las religiosas, sus parientas, las cuales garantizaban la custodia de su virtud, les enseñaban los oficios propios del hogar, la doctrina cristiana, y si mostraban algún talento especial, el bordado, la poesía, la música, y aun algo de latín. De infantes al cuidado de las monjas, pasaban, con el tiempo, a la categoría de educandas pagando una pequeña pensión y engrosando la población seglar que vivía en los conventos. Muchas de estas niñas profesaban, al cumplir la edad reglamentada por el Concilio de Trento, para tomar el hábito… Cuando se establece el primer colegio de mujeres del país en el año de 1783, para cuyo propósito se funda la Compañía de María de La Enseñanza, de Santa Fe, las educandas tienen por primera vez una organización, lo que podríamos llamar un pensum y un horario y distribución específicos, además de un traje especial que las distingue y unas reglas claras de conducta. Antes de La Enseñanza, su formación no estaba reglamentada y dependía casi exclusivamente del cariño y el empeño particulares de la religiosa a cuyo cuidado se habían encomendado.
+A modo de ejemplo de lo que podía llegar a ser la relación de algunas monjas con las niñas, podemos traer a cuento el caso de la madre Porras en el convento de Santa Inés del Monte Policiano, de la ciudad de Santa Fe. Esta mujer, cuyo nombre religioso fue Josepha del Espíritu Santo, estuvo dotada de particular talento y habilidades para la música, dueña de una finísima voz, según reza la inscripción al pie de su retrato conservado en el monasterio. Dada a «criar» niñas en el convento, se destacó por una personalidad independiente, ambiciosa y poco sufrida, condiciones estas que le valieron no pocos problemas y acusaciones por parte de las directivas del convento así como de la gente del siglo. Unos y otros se refieren a ella como «la Porras» en las relaciones de cargos en su contra. Bastaría para retratarla, el tan conocido caso de la novicia Francisca Camero, en el año de 1806, en el que se acusa públicamente a la madre Josepha de violentar a la muchacha —a la que había criado— para hacerla tomar el hábito.
+La profusión de niñas que habitaba en los conventos fue asunto que trataron de controlar en múltiples oportunidades los visitadores eclesiásticos, según las disposiciones que figuran consignadas en los archivos que reproducen las Actas Canónicas, pero, a semejanza del fenómeno de las criadas, el problema se mantuvo al parecer durante todo el periodo colonial.
+Dentro de un contexto semejante, es difícil evaluar qué tan letradas o ignorantes fueron nuestras mujeres coloniales, ya que hasta el momento no disponemos de correspondencia ni de diarios de mujeres, preciosa costumbre que fue tan común a la mujer norteamericana. Las firmas de las monjas en los documentos notariales aparecen con frecuencia indecisas y torpes, indicio sospechoso de una cultura deficiente y sabemos, por ejemplo, que las fundadoras de la Concepción de Pasto no sabían leer, lo cual dificultaba además su aprendizaje del latín, obligatorio para todos los oficios del coro; pero, por otra parte, la figura excepcional de la escritora mística Josefa del Castillo, levantada entre los libros de su padre, y quien desde muy joven leía «libros de comedias», nos da la pauta para creer que hubo un nivel aceptable de instrucción, al menos en el grupo social más favorecido. Lo que sí parece seguro es que el convento proporcionó un espacio de esparcimiento intelectual femenino, ya que casi todas las creaciones místicas, literarias, artísticas, de crónica histórica y aun musicales, salieron del ámbito religioso.
+La existencia de criadas particulares para el servicio de las religiosas fue fenómeno común a la vida de los monasterios coloniales. Dentro de una sociedad fuertemente estratificada, las muchachas nobles que profesaban, así como las que optaban por el matrimonio, llevaban a su nuevo estado a su propia servidumbre, compuesta generalmente por muchachas pobres de «color quebrado», en calidad de criadas o de esclavas. Los documentos que registran el ingreso de las fundadoras del monasterio femenino del Carmelo de la Villa de Leiva dan cuenta de las criadas que desde un comienzo llegaron en compañía de las religiosas.
+La abundancia de criadas en los monasterios fue también motivo de queja permanente en las visitas practicadas cada cierto tiempo por los visitadores eclesiásticos, pero no parece haber variado la situación, pues a juzgar por las pocas estadísticas de que se dispone, el número de criadas siempre sobrepasó con creces el de religiosas profesas. La visita practicada al monasterio de la Concepción de Santa Fe en el año de 1683, por el arzobispo don Antonio Sanz Lozano, ordenaba, entre otras cosas, que: «Las criadas y demás sirvientes tengan a las dichas religiosas mucha atención y respeto y las miren con la reverencia que se debe a las tales religiosas». Y así mismo: «que todas las religiosas de dicho convento, declaren debajo de obediencia que se les impone, qué número de criadas seculares tienen»[306].
+Era pues costumbre arraigada e impuesta por las exigencias mismas de una sociedad estamental. Contra esto se reveló la voz dolida de la mística tunjana Josefa del Castillo en unas palabras que reflejan su hondo sentimiento cristiano: «He padecido desde que entré monja un trabajo penoso, por parecerme grande estorbo y tropiezo para la quietud: Este es el necesitar de criada, por no poderse otra cosa en el convento donde estoy. Dichosos los conventos y dichosos los religiosos que sirviéndose unos a otros, ejercitan la humildad, la paciencia y caridad»[307].
+Las criadas y esclavas asistían a sus señoras en sus celdas y habitaciones, hacían mandados y desempeñaban además con no poca frecuencia el curioso oficio de servir de verdugos en las crueles penitencias con las que muchas de estas mujeres, hijas dilectas de un espíritu barroco, castigaban sus débiles carnes. «Despedazaba mi carne con cadenas de hierro (decía la Madre Josefa) Hacíame azotar por manos de una criada, tenía por alivio las ortigas y cilicios, hería mi rostro con bofetadas»[308].
+En cuanto a las esclavas la costumbre imponía que pasaran al convento «después de sus días», como rezaban las disposiciones de las monjas, es decir, a la muerte de la religiosa.
+Las criadas podían entrar y salir del monasterio aparentemente sin restricción alguna, lo que facilitaba un eterno correo de chismes, dimes y diretes entre el claustro y las gentes del siglo. La misma visita practicada por el arzobispo Sanz Lozano pretendía corregir: «Que las criadas que asisten a las religiosas no salgan continuamente de la clausura, y nunca a pernoctar fuera de ella»[309]. Para la sensibilidad quebradiza y anhelante de paz interior de la tunjana Josefa del Castillo, las criadas, con sus chismes, su barullo y maledicencia, constituyeron un verdadero suplicio; una y otra vez a lo largo de su atormentada existencia, hace referencia en sus escritos a este desorden. Dos siglos y medio después, no puede menos que inspirar honda piedad la queja de esta alma contemplativa.
+Los conventos manejaban una economía importante y compleja. A falta de bancos, fueron ellos, a semejanza de los monasterios medievales, los grandes proveedores de préstamos a interés. Son innumerables los datos de operaciones crediticias celebradas entre los monasterios y la ciudadanía. Los solicitantes, en algunas ocasiones, alegaban en el registro notarial de las operaciones «haber tenido noticia» de que el convento tal o cual tenía dinero para «imponer a censo», razón por la cual solicitaba en préstamo determinada cantidad. Las abadesas, asesoradas por sus síndicos y mayordomos, facilitaban el dinero y pedían la ejecución de los bienes del prestatario en caso de incumplimiento. En la segunda mitad del siglo XVIII y de acuerdo con la última pragmática de su majestad, el rédito anual corriente era del 5 % sobre el principal, pagadero generalmente en dos contados, uno cada seis meses. Con igual facilidad se vendían o alquilaban propiedades del monasterio, casas, tiendas o solares, o se hacían transacciones ya no a nombre de la institución sino a título personal de las religiosas. El voto de pobreza no impidió que ellas manejaran sus bienes y algunas veces aun los de sus familiares, como el caso de María Josepha de la Concepción, religiosa en el convento del mismo nombre en Santa Fe y quien en 1797 impuso a censo en don José Thomás Muelle la suma de mil ochocientos pesos. Dicha suma se impuso «en confianza» por ser el dinero perteneciente a un menor»[310].
+En ocasiones el erario público se beneficiaba también del capital de los conventos. En julio 7 de 1750, se aprobaba por cédula real la obra del camellón de Santa Fe, y en diciembre de 1754, el convento de Santa Clara de la misma ciudad se obligaba a prestar la suma de dos mil cuatrocientos patacones, para efectos de la misma obra al rédito anual corriente del 5 %. De esos dos mil cuatrocientos patacones, ochocientos pertenecían a la Madre Josepha de San Ignacio, quien según reza la obligación, debía recibir los réditos correspondientes a esta su parte[311].
+Así mismo Dorotea del Sacramento, monja profesa de velo negro en el convento del Carmen de Santa Fe, declaró ante escribano público en el momento de testar, y en su propia celda del monasterio, «aver enajenado muchas porziones de los vienes de dichos sus padres, assi por scriptura y donaziones que tiene fechas a favor de Frai José Palomeque su sobrino, religioso del convento de Señor San Agustín, como una fundazion de una capellanía de cantidad de mil patacones que paran en la Real Caja de esta corthe, lo qual no ha podido ni devido hacer por ser en perjuicio de dicho convento»[312]. Todo esto lo declaraba la monja: «para descargo de su conciencia y por halarse como se halla con escrúpulo»; las donaciones a fray Palomeque ascendían a la suma de dos mil pesos.
+En la concepción de Santa Fe, Isabel de San Francisco, Ana de los Ángeles, Lucía del Espíritu Santo, Gertrudis de San José y Bernarda de Jesús, todas cinco monjas profesas de velo negro y además hermanas, ceden ante notario público el derecho sobre una esclava de nombre María, la cual junto con otra llamada Pascuala, habían recibido de su madre doña Beatriz de Cartagena, difunta. El derecho: «para que como suia la pueda vender» recae sobre el presbítero José Ortíz su hermano, el cual se hallaba: «con alguna necesidad».
+Los conventos se sostenían con los jugosos aportes de los patronos, con las dotes de las muchachas, con las continuas limosnas de la sociedad que aseguraba con donaciones la salvación eterna y con las operaciones de crédito a favor de particulares. En esta forma, iban haciéndose dueños de tierras, trapiches, esclavos, y propiedades urbanas, representadas en casas de teja altas y bajas, tiendas, locales y solares.
+Los fundadores y benefactores de los conventos estaban amparados por el derecho de patronato, arraigado en el derecho medieval de las Leyes de Partida y considerado por la Iglesia como una «gracia» que se otorgaba a los laicos. Mediante este privilegio, y a cambio del cuidado y de cuantiosos beneficios a la institución, los patronos gozaban de no pocas bondades, de las que no era la menor el derecho a ser enterrados en las iglesias de los monasterios, el de ostentar escudos y blasones en las fachadas de los mismos o el de reservar para sus familiares y herederos los lugares de preeminencia dentro de los templos para todas las ceremonias religiosas, además de asegurarse el rezo de misas, salmos y oraciones a perpetuidad, para sí mismos y sus herederos. Así, también, su poder era inmenso y, en algunos aspectos, como en el nombramiento de capellanes para sus iglesias, estaban por encima del obispo. El patronato era hereditario, pasando en línea recta a manos de hijos y de nietos; esto a la larga venía a convertirse en un arma de doble filo, pues así como los primeros dedicaban prácticamente su vida, como el caso de doña María Arias de Ugarte en Santa Clara de Santa Fe, a la protección y cuidado de su obra, no así los herederos, cuyas preocupaciones se centraban con más frecuencia en la percepción y demanda de los privilegios que en la salvaguardia de los intereses del convento.
+Entre las donaciones de los patronos existen algunas muy notables por su tamaño y valía, como las consignadas en el testamento de doña María Arias de Ugarte en 1663, para el convento de Santa Clara de Santa Fe. Esta señora amó realmente su convento; el extenso listado de sus inmensos bienes, además de la preocupación y esmero que demostró en los detalles y cuidados para con la institución, impresionan y conmueven. Dinero, hacienda, joyas, cuadros, retablos, platería y ornamentos ocupan varios folios del documento de archivo.
+La casi totalidad de los conventos se iniciaron en casas pertenecientes a los fundadores y promotores de las órdenes o cedidas por ellos. Con el tiempo, se fueron construyendo las distintas fábricas, las cuales parecen haber sido bastante sencillas, sin alcanzar jamás la complejidad ni la monumentalidad de los conjuntos conventuales de Arequipa o de Antigua Guatemala. Los más pudientes debieron constar por lo general de dos claustros, el alto y el bajo, distribuidos alrededor de un patio central.
+Lo corriente era que se iniciaran las fundaciones en casas particulares, en las que como primer requisito se acondicionaba una iglesia para alojar a «su Divina Magestad», acudiendo a los legados y donaciones de la sociedad para dotarla de vasos sagrados, custodias, imágenes y ornamentos. No se han encontrado datos de monasterio alguno cuya fábrica completa se haya terminado antes de la fundación. Por lo general, estos edificios requerían instalaciones para celdas de las religiosas, sala de labor, locutorios, enfermería, refectorio y cocina, huerto y cementerio. A estas dependencias se daba el nombre de oficinas. En los monasterios importantes, un ala completa del edificio se destinaba al noviciado. En los conventos con más de un claustro, es de presumir que el segundo tuvo ese propósito.
+Casi todas nuestras monjas llevaron un tipo de vida conocido como «vida particular», es decir, que se alojaron en celdas propias construidas especialmente para ellas y su servidumbre, y costeadas y decoradas con dinero de sus padres. Estas habitaciones llegaron a ser notablemente espaciosas, contando con cocinas individuales, recámaras, balconcitos, bibliotecas y oratorios, al modo de pequeños departamentos. Las monjas podían comprar, vender o donar sus celdas. Parece que esto sucedió en toda Hispanoamérica, y que la complicada apariencia de algunos conjuntos conventuales del Perú, que semejan pequeños barrios, con pasillos, calles, patios, fuentes, jardincillos y balcones, en los que al decir de fray Antonio Vásquez de Espinosa: «Si una criada se huye de su ama, pasan varios días sin hallarla», se debió a este fenómeno[313].
+Algunos de los conventos del siglo XVII se decoraron con abundante pintura mural. Tal fue el caso de Santa Clara de Santa Fe, cuyo templo y arcos del antiguo claustro, conservan rastros maravillosos de flora, fauna, ángeles, querubines y santos o el demolido monasterio de Santa Inés del Monte Policiano, también en la ciudad de Santa Fe, cuya decoración mural figura detallada en la biografía de la madre Gertrudis, su abadesa ejemplar. Era usual, además, que las galerías del monasterio tuviesen en sus muros pintada la semblanza y vida de sus santos fundadores, colocada allí con el propósito de servir de meditación a la comunidad. Investigaciones futuras con mayor acopio de documentación, llegarán a mostrar en más detalle la apariencia de estas ciudadelas del espíritu dispuestas para la contemplación y el crecimiento interior.
+Una vez transcurrido el año de noviciado, la voluntad de la candidata era consultada ante notario eclesiástico, si esta mantenía la decisión de hacerse religiosa. Allí a la novicia se le preguntaba qué edad tenía, hacía cuánto tiempo estaba en el monasterio, si había sido forzada a tomar el hábito y profesar, si era consciente de las cargas y obligaciones de la vida religiosa, a qué votos se comprometía, etcétera. Al interrogatorio seguía el ingreso formal al claustro, el cual estaba acompañado de una bella ceremonia plena de simbolismo.
+Vestida toda de blanco como una desposada, y adornada de joyas, galones, sedas, lazos y arracadas, la muchacha recorría entre cánticos y luces el espacio de la nave del templo para recibir de manos del oficiante el humilde hábito de estameña que había sido previamente aspergado y bendecido. Hincada de rodillas, se cortaba su cabellera y recibía la corona de lirios y el anillo que la convertían en esposa de Cristo. Luego, revestida con el sayal religioso, recorría una vez más la nave del templo para ingresar por la puerta del coro bajo, en donde era recibida por la abadesa en persona y por el concurso de religiosas portando cirios encendidos. Los himnos que acompañan la ceremonia, el Veni Sponsa Christi y el Te Deum Laudamus, resonaban en la tribuna del templo.
+John Potter Hamilton, coronel inglés que visitó el país en 1824, describe el refresco que enseguida de la profesión ofrecían las religiosas en el refectorio del convento a las dignidades, notables, sacerdotes y familiares de la nueva monja. Chocolate, dulces, amasijos, horchata, limonada, todo aquello que de más exquisito y cuidado podía brindar la regocijada comunidad en ocasión tan solemne. Después de la profesión, sólo la muerte se revestía de tanta pompa y recogía en el convento tanto concurso de notables. El desposorio místico y el tránsito final; dos momentos claves en la vida de la monja.
+Existe información de que todavía en 1806 se mantenía viva la costumbre de celebrar los llamados Requerimientos. El requerimiento consistía de una salida en vísperas de profesar, con el objeto de que la candidata explorara su voluntad, que la novicia hacía a casa de su familia. Dicha salida tenía una duración aproximada de tres días, durante los cuales y a manera de despedida del siglo, la futura monja era agasajada por parientes y conocidos con festejos múltiples. En ese lapso, su decisión se ponía a prueba por última vez, ya que los halagos de la vida civil se desplegaban ante sus ojos en todo su esplendor.
+Requisito indispensable para la admisión de la monja, era la información acerca de su limpieza de sangre, casi todos los conventos lo exigieron. Descendientes de conquistadores, las muchachas debían probar su ilustre calidad y notorio nacimiento, con el objeto de impedir que las futuras profesas tuviesen mancha de «color quebrado», de indias o mestizas y no fuesen herederas directas de españoles, cristianos viejos. En el Nuevo Reino no se dio lo que en la Nueva España: un convento exclusivamente para indias ilustres descendientes de caciques, como lo fue el convento franciscano de Corpus Christi, fundado en la ciudad de México en 1724.
+El requisito de la limpieza de sangre formaba parte de las constituciones de la mayoría de las órdenes y había sido incluido allí por los mismos fundadores.
+Las monjas de la colonia profesaron cuatro votos: los de pobreza, obediencia, castidad y clausura. Este último se impuso con la reglamentación del Concilio Tridentino celebrado entre 1545 y 1563, en su sesión 25. Aduciendo control al relajamiento existente en las órdenes religiosas masculinas y femeninas, la Bula Pericolosi del papa Pío V y otras disposiciones más, establecieron para las mujeres el rigor de las rejas, los muros que ocultan, las celosías, los clavos, tornos y cratículas. Una arquitectura a la que se incorporaron todos estos elementos, será la que distingue de allí en adelante el cenobio femenino.
+El trabajo hace parte medular de la organización de la vida monástica y conlleva siempre un significado profundo. Ora et labora rezaban las antiguas reglas de los austeros benedictinos. La oración y el trabajo conformaron la espina dorsal de las constituciones de las órdenes, razón por la cual cualquier obra salida de las manos diligentes de las monjas requiere de una doble consideración y lectura: por una parte, la de su posible valor artístico o de oficio, y por otra, la de respuesta a una exigencia de la vida religiosa.
+La monja no estaba nunca ociosa. El ocio, padre de todos los vicios, propicia la tentación, la dispersión de la fantasía, la pereza. Desde la hora de maitines, para rezar, cuando la religiosa abandonaba su lecho al amanecer, hasta la hora de completas, una cadena de pequeños trabajos acordes con su jerarquía y alternados con el rezo del Oficio Divino, ocupaban el tiempo de cada mujer. Es necesario barrer, cocinar, atender la portería, tañer las campanas que congregan a la comunidad y anuncian el paso de las horas, confeccionar los hábitos, ocuparse de la lavandería y despensa, aliviar a las enfermas, cuidar del huerto, y lo más importante, vigilar del «aseo y decencia» de la iglesia, sus manteles y ceras, sus vasos, su incienso, sus flores. A pesar del elevado número de criadas, a quienes desde luego se confiaban los oficios menores, de preferencia los que requerían salir a la calle, mandados y compras, el convento funcionó como una pequeña colmena en la que las religiosas atendían juiciosamente a sus obligaciones. Cada cargo conllevaba las suyas, desde el más importante, el de abadesa, o el de vicaria de coro, o maestra de novicias, hasta los más humildes de obrera, refitolera u hortelana.
+Al lado de los oficios comunales, existieron otros trabajos individuales, los que por su excelencia llegaron a distinguir a algunas comunidades: los bordados, la variada repostería, las aguas de olor, las ceras artísticas. Aquellas órdenes que llevaron suspenso al cuello y sobre el hábito de estameña un escapulario o un medallón, carmelitas y conceptas, nos hacen presumir que bordaron y pintaron sus distintivos «en casa», por manos de las mismas religiosas.
+Cabe mencionar, por último, la abundante producción literaria, la mayoría de la cual permanece inédita. La importante figura de la madre del Castillo, parece opacar a sus demás congéneres, pero no debe olvidarse que las visiones y vivencias de estas religiosas que no escribieron para publicar sus obras y que actuaban recibiendo órdenes de sus confesores, son una bella incursión en la sensibilidad femenina y en la mística barroca característica de la época.
+Después de toda una vida transcurrida en la clausura, 50 o 60 años para algunas, datos que sorprenden tratándose de una época con expectativas de vida más cortas, llegaba finalmente el momento de la muerte. El heroísmo acompañaba la enfermedad y la agonía en casi todos los casos; padecimientos indecibles soportados en silencio, con la oración como única protesta. Luego del tránsito supremo, la religiosa quedaba rígida, pero sonriente, y un sinnúmero de fenómenos inexpicables tenían lugar para asombro de las llorosas compañeras. Música como de ángeles, un perfume misterioso que emanando del cadáver impregnaba la celda, jaculatorias, rezos y el dolido arrepentimiento de todas aquellas que en vida de una u otra forma la habían mortificado.
+Acto seguido, se la arreglaba para colocarla en el féretro ciñendo de nuevo sobre sus sienes la hermosa corona de desposada, verdadera mitra de flores, símbolo de su triunfo final sobre los rigores y sacrificios de la vida religiosa. Enseguida, se llamaba al pintor de renombre para que plasmara en el lienzo la semblanza de la santa. De esta costumbre surgieron los espléndidos retratos que conservan los monasterios y que se destinaban a la Sala Capitular para servir de ejemplo a las demás religiosas, ya que siempre iban acompañados de una leyenda en la que se destacaban las virtudes que habían hecho ejemplar a la difunta: caritativa, humilde, limosnera, mansa, paciente, estricta en el cumplimiento del oficio, eran algunas de las virtudes señaladas.
+Entre aroma de flores y luces de cirios, el féretro se exponía luego en el coro bajo de la iglesia del monasterio; allí se volcaba la ciudadanía, desde los notables, el cabildo, las dignidades y los religiosos, hasta el pueblo llano, con el fin de rendir homenaje a la monja difunta.
+Del «Libro de profesiones de religiosas y razón de las difuntas, sus sufragios y exequias» existente en el monasterio de Santa Clara de Santa Fe, extractamos lo siguiente: «El dos de marzo de 1778, siendo abadesa la Madre Inés de la Santísima Trinidad, murió la Hermana Francisca de los Dolores; sacaron para su entierro y honras, 45 patacones y se le hicieron sus exequias que se acostumbran y son de constitución». Para ese momento, el precio de las honras corrientes, oscilaba entre los 40 patacones para las monjas de velo blanco y 150 para las de velo negro.
+[293] Restrepo, Bernardo O.C.D., 1989, Monasterio de San José de Carmelitas Descalzas de Medellin 1791-1991, Medellín, pág. 16.
+[294] Ortiz, Sergio Elías, 1930, El Monasterio de la Concepción de Pasto, Pasto, Boletín de Estudios Históricos, vol. 3, Imprenta Departamental, pág. 403.
+[296] Simón, Fray Pedro, citado por Mantilla, Luis Carlos, 1992, Las concepcionistas en Colombia 1588-1900, Bogotá: Editorial Kelly, pág. 177.
+[297] Flórez de Ocariz, Juan, 1990, Libro primero de las genealogías del Nuevo Reino de Granada, Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, pág. 177.