Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Röthlisberger, Ernst, 1858-1926, autor
El Dorado : estampas de viaje y cultura de la Colombia suramericana / Ernst Rothlisberger ; presentación, Gustavo Silva. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (15 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Viajes / Biblioteca Nacional de Colombia)
Incluye datos biográficos del autor.
ISBN 978-958-5419-30-8
1. Colombia - Descripciones y viajes - Siglo XIX 2. Colombia - Vida social y costumbres - Siglo XIX 3. Colombia – Historia - Siglo XIX 4. Libro digital I. Silva, Gustavo, autor de introducción II. Título III. Serie
CDD: 918.61 ed. 23 |
CO-BoBN– a1011890 |
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ISBN: 978-958-5419-30-8
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© 2016, Universidad Nacional de Colombia
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Gustavo Silva
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+RELATAR UN VIAJE ES POR SÍ misma toda una aventura intelectual, no sólo para el escritor que recuerda y crea, sino también para el lector viajero que descifra y al tiempo evoca sensaciones ajenas; pequeñas e interesantes paradojas permitidas gracias a la literatura. Los libros de viaje, mediante descripciones geográficas, itinerarios y promesas de seguir adelante, tienen tal capacidad de sugestión que hacen de sus lectores navegantes expertos, peregrinos sin pausa o temerarios exploradores. Cada lector construye su propio recorrido, porque cada paso —sugerido por el escritor— se convierte en una emoción, una sensación o una aspiración muy propia, surgida de nuestros viajes pasados como lectores de otros volúmenes o como visitantes de otras regiones. Así, un relato de viaje, como el que ahora usted arriesga emprender, más que información, datos o conocimientos, lo que muy probablemente le dejará son experiencias, vivencias que (aunque en un principio fueron construidas por otros), terminarán siendo suyas cuando cobren significación a través de sus propias emociones y sentimientos.
+Este libro es el relato de un periplo de cuatro años y medio. El viajero no fue un explorador avezado, ni un peregrino o experto itinerante. Fue un joven de veintitrés años, educado en teología, historia y filosofía en la Universidad de Berna, más acostumbrado a pasar largas jornadas entre libros y papeles que en trenes y vapores trasatlánticos. Su historia es una parte de nuestra historia como colombianos, aunque él haya emprendido y terminado este viaje en su natal Suiza. Ernst Röthlisberger Schneeberger, es el narrador de uno de los relatos que tal vez mejor describen la Colombia de finales del siglo XIX: El Dorado. Estampas de viaje y cultura de la Colombia suramericana.
+Alrededor de ese relato hay innumerables historias: la historia de su autor que lo lleva a escribirlo; la historia narrada paso a paso por el joven suizo en sus páginas; la historia del libro, de sus ediciones y de sus incontables lectores. Sólo quiero esbozar un par de ellas y dejar que el lector se acerque por su propia cuenta a la más rica y delirante, aquella que se plasma en las páginas de El Dorado.
+El profesor Ernst Röthlisberger nació en Burgdorf, Suiza, el 20 de noviembre de 1858, año en el que por nuestras tierras nació Tomás Carrasquilla, quien noveló la historia social de un pueblo antioqueño, Yolombó; un pueblo que pudo ser cualquier pueblo colombiano por esa época. Röthlisberger fue uno de los cuatro hijos de Johann Röthlisberger Bachmann, una especie de abogado que estaba habilitado para resolver conflictos privados en su ciudad. Ernst fue un inquieto joven que estudió lenguas y teología en París, para luego completar sus estudios en la Universidad de Berna, Suiza, tomando cursos de filosofía e historia.
+En 1881, uno de sus profesores en la Universidad, el doctor Basilius Hidber, le comentó que el Gobierno suizo estaba convocando a un académico para que viajara a un país suramericano con el fin de encargarse, por cuatro años, de tres cátedras en la universidad. La solicitud originalmente fue hecha por el ministro plenipotenciario de Colombia ante las cortes de España e Inglaterra, Carlos Holguín Mallarino, al Consejo Federal de Suiza. La recomendación de Hidber bastó para que el joven Röthlisberger fuera encargado de las cátedras de Filosofía, Historia e Historia del Derecho en la Universidad Nacional en Bogotá.
+No sabemos qué tan difícil fue tomar aquella decisión, la de embarcarse en un viaje hacia tierras lejanas, pero sobre todo muy desconocidas. Seguramente lo impulsaban más la curiosidad y un espíritu de aventura y conocimiento. A sus veintitrés años asumía una gran responsabilidad, la de representar a su Gobierno ante una república joven que aún buscaba su estabilidad social en medio de profundos cambios políticos. Emil Ryser, uno de los compañeros de estudio de Röthlisberger y de los pocos que asistieron a su despedida, narrada por el mismo Röthlisberger en las primeras líneas de El Dorado, describió el riesgo y la incertidumbre que asumió el joven profesor de filosofía e historia con su viaje a tierras equinocciales:
+Bogotá era lejos, el viaje aún más peligroso que hoy día, y las circunstancias en el país hacían que fuera como vivir sobre un volcán. Triste regresé a mi casa [después de despedirlo con lágrimas en los ojos], pensando en el amigo y pensando también en su querida madre.
+Ese viaje de Ernst, que inicia en la estación de tren cerca a Berna, el miércoles 23 de noviembre de 1881, y que concluye el 3 de abril de 1886 en el Valle de Travers con vista a los Alpes suizos, es principalmente el viaje de un académico, el viaje de alguien que estudia una cultura, analiza un país, reflexiona sobre sus fuerzas, sus dificultades y sus innumerables posibilidades. El Dorado, publicado diez años después de concluir el periplo, es un texto que se regocija de la exuberancia natural de nuestro país tropical, llama la atención sobre la pobreza e iniquidad de esa sociedad mayoritariamente rural y reconoce en la cultura de los centros de poder político como Bogotá un ambiente intelectualmente activo.
+El profesor Ernst Röthlisberger, durante toda su vida, recordó con orgullo su paso por Colombia, sobre todo el hecho de haber sido profesor de la Universidad Nacional. En su breve nota autobiográfica llama la atención que resalte este viaje y su trabajo académico en Bogotá, dejando por fuera logros de gran importancia mundial relacionados con sus aportes a la propiedad intelectual. Y es que efectivamente Röthlisberger llegó a ser una autoridad mundial en la protección de los derechos de propiedad intelectual, al dirigir por décadas la Oficina Internacional de Protección Industrial, Literaria y Artística de Berna, además de ser un reputado profesor de Derecho de Autor en la Universidad de Berna.
+La relación del profesor Röthlisberger con nuestro país no se limitó a su viaje, al trabajo académico que desempeñó entre 1882 y 1885, y por supuesto a la redacción de El Dorado, pues años después de su regreso a Suiza contrajo matrimonio con la colombiana Inés Ancízar Samper, hija de Agripina Samper Agudelo, una avanzada mujer y escritora de gran fuerza poética que firmó bajo el seudónimo de Pía Rigán, y de Manuel Ancízar, primer secretario de la Comisión Corográfica en 1851, autor de otro monumental relato de viaje por las regiones colombianas, Peregrinación de Alpha, y primer rector en propiedad de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia.
+Así que fue Colombia un poco más que su segunda patria, fue su patria en el hogar. En su casa era común recibir colombianos que viajaban a Europa por diversas cuestiones y que llevaban noticias frescas de nuestro país, noticias que le sirvieron para perfeccionar y concluir satisfactoriamente la redacción de sus viajes por las tierras de El Dorado.
+De su matrimonio con Inés Ancízar nacieron dos hombres y una mujer: Manuel, Walter y Blanca. Blanca Röthlisberger Ancízar fue una de las primeras mujeres en obtener un doctorado en literatura en Suiza y llegó a ser profesora de la universidad, algo extraordinario para la época. Walter y Manuel conocieron Colombia; Walter se radicó en Bogotá, su familia y sus negocios se erigieron en nuestro país; Manuel llegó a ser coronel del Ejército suizo y cónsul general de Colombia en ese país europeo.
+Hablar de los tres hijos de Ernst e Inés es también acercarse a la historia del libro que publicó su padre a finales del siglo XIX, El Dorado. Pues a la muerte de Ernst, acaecida en 1926, los tres hermanos se propusieron reeditar las vivencias y experiencias de su padre por nuestras tierras. Así, Manuel y Walter, más de cuarenta años después, retomaron en gran parte el itinerario de viaje del padre y, junto a Blanca, iniciaron la redacción de insertos al relato de viaje original. Así, la primera edición de El Dorado, a cargo de Ernst, salió a la luz en 1898 en idioma alemán, gracias a la editorial suiza Schmid & Francke, meses después de la triste muerte de Inés Ancízar Samper. La segunda edición, a cargo de Walter, se publicó en 1929, también en alemán y bajo la responsabilidad de la editorial Strecker und Schröder en Stuttgart, Alemania. Llama la atención que esta segunda edición no incluyó las fotografías e ilustraciones de finales del siglo XIX que enriquecían el relato de Ernst a cada paso. En lugar de ello, la edición de 1929 presenta fotografías de la década de los veinte, de una Colombia que poco había cambiado hasta entonces. Los nuevos relatos, escritos principalmente por Walter, son insertados cuidadosamente por el editor al final de cada capítulo original. Efectivamente este fue un libro pensado para lectores lejanos, para ojos más acostumbrados al orden y el frío, que vieron en el relato de viaje un país caótico, de naturaleza apabullante y de costumbres delirantes.
+Sólo hasta 1963, cerca de ochenta años después de la visita del profesor Ernst Röthlisberger a nuestro país, se pudo leer en español su visón de aquella Colombia recién formada, que intentaba construirse buscando su norte en influencias extranjeras y olvidando su centro y su identidad. Gracias al Banco de la República se publicó la traducción al español de la segunda edición en alemán de El Dorado. Traducción llevada a cabo por el profesor de literatura Antonio de Zubiaurre Martínez, exiliado español y cofundador de la revista Eco. Lamentablemente, esta edición, la primera en español, dejó por fuera todo el aporte gráfico que las anteriores europeas incluyeron de manera cuidadosa. En ella faltó también —por restringirse a la edición de 1929— aquel relato original de Ernst, en las primeras páginas del libro, que rememora el tramo inicial de su viaje, saliendo de la estación de tren cerca a Berna, pasando por Francia y embarcando en Burdeos hasta llegar a las Antillas. Incluso, la reimpresión publicada por el Banco de la República y Colcultura en 1993, bajo la Biblioteca V Centenario Colcultura. Viajeros por Colombia, salió a la luz con idénticas carencias.
+En 2016, la Universidad Nacional de Colombia publicó una nueva edición en dos tomos de El Dorado, esta vez bajo el cuidado de Alberto Gómez Gutiérrez. En ella se rescata aquel relato inicial de Ernst Röthlisberger que sólo se conocía de la primera edición a finales del siglo XIX y que gracias a sus descendientes en Colombia, Inés Röthlisberger de García-Reyes y Mónica Röthlisberger de Navas, pudo ser finalmente vertido al español. Además, la edición de 2016 organiza en un solo tomo el relato del padre junto con las imágenes originales de ese primer libro, y en otro tomo el relato del hijo, acompañado de las fotografías de la segunda edición en alemán.
+Gracias a la Biblioteca Nacional de Colombia y su ambicioso proyecto Biblioteca Básica de Cultura Colombiana podremos iniciar este viaje sin restricciones, con la única salvaguarda de desprendernos de nuestros prejuicios, para intentar reconocernos en una época que ya no es nuestra, en costumbres olvidadas y en paisajes perdidos. Ahora inicia nuestro propio viaje.
+GUSTAVO SILVA CARRERO
+EL PR[OFESOR] D[OCTO]R Ernst Röthlisberger, de Trüb, nacido en Burgdorf (Berthoud) en 1858, frecuentó las escuelas y el liceo de su ciudad natal; hizo sus estudios en Suiza y París, fue convocado por recomendación del Consejo Federal en 1881 como profesor de Filosofía, de Historia y de Historia del Derecho a la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá (América del Sur), funciones que ejerció hasta la revolución de 1885. Hizo viajes en América. En 1887, el Consejo Federal lo nombró secretario de la Oficina Internacional de la Unión para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, oficina recién fundada y unida a la Oficina Internacional para la Protección de la Propiedad Industrial. Fue su secretario por treinta años, hasta 1917, año de su promoción como vicedirector de estas oficinas.
+Hace quince años profesa en la Facultad de Derecho de la Universidad de Berna; la Universidad de Berlín le confirió el título de Doctor en Derecho honoris causa, con ocasión del centenario de 1910; el gobierno colombiano le confirió en 1911, por decreto, el título de Profesor Honorario de la Universidad [Nacional] de Bogotá.
+Monumento en Bogotá
+Conocido por sus numerosos trabajos jurídicos de especialista, se hizo una reputación como secretario intérprete de varias conferencias diplomáticas de las dos Uniones para la Protección de la Propiedad Intelectual, así como de Conferencias para la Protección Obrera, como secretario de la Conferencia de 1906 para la revisión de la Convención de Ginebra, y al inicio de la guerra, como director de la Oficina de la Repatriación de los presos civiles establecida por el Departamento Político Federal[1].
+[1] Véase: Colección Familia Röthlisberger, Archivo Central e Histórico, Universidad Nacional de Colombia.
+EN EL VERANO DE 1881, DON Carlos Holguín[2], ministro plenipotenciario acreditado ante las cortes española e inglesa, y luego vicepresidente de la República suramericana de Colombia, habló en Berna ante el Bundesrat (Consejo Federal) de Suiza, y en tal ocasión solicitó a dicho Consejo, en nombre del gobierno de su país, que designara a un joven suizo para hacerse cargo de la cátedra de Filosofía e Historia de la Universidad Nacional [de Colombia] en Bogotá, capital del Estado.
+En el Bundesrat estuvieron divididas las opiniones sobre la aceptación de ese cometido. Algunos de sus miembros no querían tomar sobre sí la responsabilidad de una misión semejante y del riesgo a que se exponía a quien hubiera de desempeñarla; otros, en cambio, creían se debería corresponder con amabilidad y en un sentido positivo a la confianza demostrada a nuestro país por un Estado extranjero, confianza que encerraba en sí una honrosa preferencia con respecto a Suiza. Los defensores de este último criterio fueron concretamente los señores consejeros doctor E. Welti y Bavier[3].
+Por recomendaciones del doctor Hidber[4], profesor de historia de la Universidad de Berna y del entonces rector de esta institución, profesor doctor Nippold[5], fui propuesto a las autoridades federales como persona indicada para aquella misión y, así, inesperadamente, comencé a ver en vías de realización mi cordial anhelo de conocer mundo.
+Tras largas negociaciones y «bajo los auspicios del alto Bundesrat suizo», llegó a redactarse un contrato, con la salvaguardia de todos los justos intereses, proyectado de su puño y letra por el señor consejero federal Welti, quien a todo proveyó con su asesoría y su ayuda. El contrato fue firmado por el ministro y por mí en París, en octubre del año mencionado. A principios del curso académico de 1882 debería tomar posesión de mi cargo en aquella lejana parte del mundo.
+Quiero expresar públicamente aquí mi más profunda gratitud a cuantos favorecieron el logro de aquella misión, tan decisiva para todo mi futuro.
+Las andanzas, experiencias y observaciones de mi actividad de varios años en Colombia aparecen expuestas en el presente libro. Hace mucho, en lo esencial se hallaba terminado. De su publicación me había abstenido hasta ahora por la acumulación de trabajo a mi regreso a la patria, así como por el temor de ofrecer a los lectores una visión no depurada todavía y demasiado influida, en parte, por amargas pruebas. Sin embargo, no puede decirse que este libro resulte ya anticuado en el momento de su publicación. El relato de los viajes, por ejemplo, lo he puesto en manos de más recientes viajeros a Bogotá, y me han participado que aquel conserva hoy la validez más plena. Además, un país como Colombia es menos rico en acontecimientos que un Estado de Europa. Por otra parte, el desarrollo de los hechos se ha estabilizado por algún tiempo desde la memorable transformación de 1885, cuyo escenario fue Colombia. Finalmente, las continuas relaciones mantenidas con mis parientes de allí, con estudiantes y amigos, así como el trato con colombianos en viaje por Europa, me han permitido mantenerme al día y trazar un cuadro que, para el presente futuro inmediato, pueda corresponder suficientemente a la realidad, tanto más cuanto que lo he considerado con calma y lo he proyectado sin apasionamiento.
+El Dorado reza el título principal del libro. Aquel fabuloso país del oro, que los conquistadores españoles, deseosos de botín, esperaban alcanzar en temerarias campañas, fue buscado primeramente en la altiplanicie de Bogotá. La leyenda recibió su primer aliento en la desarrollada civilización de los primitivos habitantes de la Sabana. El cacique cubierto de polvo de oro, «dorado» en cierta manera, «El Dorado», se ha bañado en uno de los pequeños lagos de la montaña de los Andes colombianos en homenaje a la divinidad. Sólo más tarde, en la fantasía febril de los aventureros, se iría desplazando paulatinamente hacia el este del continente suramericano el lugar del nunca alcanzado país.
+Colombia fue para mí, aunque no un El Dorado, sí un país al que, con sus bellezas naturales, su notable evolución histórica, sus contrastes, sus gentes, he cobrado mucho cariño y al que, con toda el alma, deseo un porvenir mejor. Allí se me descubrió una rica fuente de observaciones y experiencias, que invito a compartir conmigo a los propicios lectores.
+Exposiciones más vivas alternan aquí con descripciones reposadas. Los hechos y destinos del tiempo pasado sólo son presentados en estampas culturales cuando, mediante el conocimiento de la vida del pueblo en la actualidad, llega a despertarse el interés por el fluir histórico de los fenómenos.
+Al muchacho gustoso de correrías, al joven ávido de gloria, al hombre maduro, al maestro, al investigador, lo mismo que a aquellas que injustamente son llamadas «la mitad curiosona del género humano» [sic], confío en poder ofrecer aquí un pequeño obsequio que no es, ciertamente, un tratado erudito, sino un libro surgido de la vida misma.
+Berna, en la noche de San Silvestre de 1896
EL AUTOR
+[2] Carlos Holguín Mallarino (1832-1894), graduado en Bogotá en Derecho y Ciencias Políticas, fue el primer colombiano en ser nombrado ministro plenipotenciario frente a la Corte de España después de las batallas de la Independencia. Regresó al país en 1887. En 1888 sucedió a Rafael Núñez en la Presidencia de la República y este a su vez lo sucedió en 1892.
+[3] Se refiere a Friedrich Emil Welti (1825-1899) y Simeon Bavier (1825-1896), dos miembros del Bundesrat o Consejo Federal de la Confederación Helvética. Ambos llegaron a ocupar la Presidencia de la corporación en 1880 y 1882 (véase: Der Bundesrat. Das Portal der Schweizer Regierung, Geschichte des Bundespräsidiums. Recuperado de: https://www.admin.ch/br/dokumentation/mitglieder/bundespraesidenten/index.html?lang=de
+[4] Basilius Hidber (1817-1901), historiador, fue profesor en la escuela cantonal de Berna entre 1856 y 1872, ingresó en calidad de catedrático a la Universidad de Berna en 1860, en donde laboró hasta 1896 en las postrimerías de sus 80 años.
+[5] Friedrich Wilhelm Franz Nippold (1838-1918), teólogo alemán a cargo de la cátedra de Historia de la Iglesia en la Universidad de Berna entre 1871 y 1884, y autor, entre otras obras, de Die Theorie der Trennung von Kirche und Staat (La teoría de la separación de la Iglesia y el Estado) (1881).
+DESPEDIDA / EMBARQUE EN BURDEOS / EL SAINT-SIMON Y SUS PASAJEROS / TEMPESTAD / SANTANDER / BAILE EN LAS OLAS / LAS PEQUEÑAS ANTILLAS: POINTE-À-PITRE Y BASSE-TERRE, EN GUADALOUPE; ST. PIERRE Y FORT-DE-FRANCE, EN MARTINIQUE / COSTA DE VENEZUELA: LA GUAIRA, PUERTO CABELLO / EL DESEMBARCO EN COLOMBIA Y SUS SORPRESAS / BARRANQUILLA COMO PLAZA COMERCIAL
+«ADIÓS, ADIÓS, ADIÓS, ¡LAS despedidas siempre son dolorosas!»… Este refrán melancólico lo pronunció un pequeño grupo de amigos que me acompañó a tomar el tren en una estación cercana a Berna. Mientras el tren se ponía en marcha, por mi cabeza pasaban pensamientos sobre el futuro mundo desconocido que me esperaba.
+Sin parar recorrimos los paisajes ya medio invernales a lo largo del lago de Ginebra, continuando con un clima de neblina durante 23 horas hasta llegar a través de Francia meridional a Burdeos. Las palabras de mis compañeros de estudio me acompañaron en este recorrido, que hice casi todo el tiempo solo en el vagón. Ante mí tenía una hoja completamente incierta y vacía de mi vida. En Burdeos volví a la realidad, alistando los últimos detalles de mi travesía por mar, siendo un hecho ya el día de mi partida.
+La ciudad de los girondinos amaneció bajo un día fresco de noviembre. Una penumbra cubría esta ciudad progresista del oeste francés, con sus edificios majestuosos e imponentes, con sus torres elegantes, con sus amplios y hermosos parques, sus grandes avenidas y su pintoresco puerto donde flotaban decenas de barcos de todos los tamaños. En uno de sus espolones había mucho movimiento, ya que un pequeño barco a vapor, el Félix, recogía a los pasajeros para trasladarlos al barco de la compañía trasatlántica, un buque grande que tenía programada su salida hacia las costas de Suramérica y Colón —en Panamá—. En la cubierta del pequeño barco había varios grupos de viajeros, algunos conversando animadamente, riéndose y haciendo chistes, otros disimulando sus lágrimas y otros con miradas vacías mientras cargaban los baúles, las maletas y las tulas. A las 11 de la mañana el alboroto llegó al máximo con la llegada del correo de París, empacado en grandes talegos que subieron con rapidez al barco. El puente se retira, y la gritería de «buena suerte» y «hasta pronto» se confunde con los pañuelos blancos diciendo adiós. En el muelle, una persona con porte elegante era testigo de mi destino: el señor Rietmann de Burgdorf, un comerciante que se instaló en Burdeos hace muchos años[6] y quien fue mi apoyo en los últimos preparativos hasta que me embarqué.
+El barquito de vapor se alejó rápidamente llevándome sólo con mis inquietudes del viaje que tenía por delante. ¡Qué pensamientos confusos y momentos dramáticos pasan por la mente, el corazón y el alma de los viajeros que se despiden de su patria y se enfrentan con cierto miedo a un destino desconocido! En mi mente surgieron algunas melodías suizas que con frecuencia cantaba y que me recordaban a mi país. Ahora empezaban las nuevas impresiones que hacen que un viaje sea agradable para muchos y menos agradable para quienes son nerviosos.
+En la distancia se ve Burdeos con sus torres de iglesias, como la de Notre Dame, reflejadas contra el cielo azul, con su colosal puente de piedra de 484 metros de largo y 17 arcos sobre el río Garona, sus muelles y depósitos y sus casas blancas de aspecto sureño. Los ríos Dordoña y Garona se unen para formar un cauce grande que nos conduce hacia el mar y que atraviesa la planicie donde se produce el famoso vino Château Laffite[7]. Hacia la 1 p. m., en la rada de Pauillac, llegamos al Saint-Simon, nuestro buque trasatlántico, uno de los más pequeños, pero también más acogedores de la compañía. Mi atención cae inmediatamente sobre el capitán, un lobo de mar, quien, con su barba y su mal genio, imparte órdenes que contrastan con el porte amable de su Maître d'hôtel, jefe de cocina, camareros y cabinas. Vi como mis baúles desaparecían en el interior del barco, con todas mis pertenencias —incluso mi ropa de verano—, en donde permanecerían hasta tocar tierra suramericana. Comparto mi camarote con un francés un tanto egoísta, que regresa de su estadía en París donde anualmente se recupera del aburrimiento de su residencia en Martinique. En el comedor estoy entre este francés y un criollo de buena familia, quien no logró aprobar el examen del bachillerato francés, y sus padres lo obligaron a regresar al Trópico. Este simpático joven quiere aprovechar al máximo sus últimos días de libertad. Somos 95 pasajeros, 74 en primera clase y los demás en condiciones bastante estrechas en la proa y en las cubiertas.
+A eso de las 6 p. m. zarpa el Saint-Simon para salir a altamar, pero Neptuno nos envía un tal temporal que imposibilita nuestra salida al mar. De manera que la primera noche la pasamos cerca del puerto con la esperanza de dormir bien a pesar de la gritería de los pasajeros pidiendo servicio, de la incomodidad de los camarotes, del ruido de la lluvia y de los golpes de las olas contra las escotillas.
+El sábado 26 de noviembre de 1881 entramos en el golfo de Vizcaya y nuestra iniciación en la vida marítima, con sus peligros y zozobras, es total. ¡Qué tempestad! Aunque majestuoso, el océano Atlántico es mucho más oscuro, melancólico, tormentoso y violento que el mar Mediterráneo, con su azul profundo y armonioso. En este océano, con semejante tormenta, suena el viento, se sacuden y crujen las chimeneas, gime toda la embarcación como si pidiera ayuda. Enormes olas de 40 pies se abalanzan sobre la cubierta del barco como si quisieran aplastarnos. El poderoso barco de vapor baila sobre las olas, subiendo y bajando, defendiéndose como un toro bravo contra el mar, que se comporta como un león enorme sacudiendo su melena, como si quisiera tragarse al barco.
+El segundo día experimentamos una escena emocionante al tratar de ingresar en la bahía de Santander, ciudad al norte de España. El pequeño barco que transportaba al piloto que nos conduciría al interior de la bahía no podía acercarse a nosotros. Bailaba sobre las olas, se sumergía, subía y luego desaparecía, siempre tratando de acercarse para poder agarrar el lazo que se le botaba. Aterrados mirábamos a estos marineros valientes hasta que, finalmente, agarraron la soga y el ágil piloto logró subir por la escalera de lazo. Extenuado y silencioso se encaminó a su complicada tarea. Pero no pudimos entrar al puerto, y sólo el pequeño barco sirvió de enlace con la costa. Me quedé con las ganas de conocer esta ciudad de 40.000 habitantes, rica en comercio, construida en terrazas sobre lomas pintorescas.
+Al salir a altamar, volvimos a bailar sobre las olas. La tormenta duró siete largos días. Entre los pasajeros no hubo intercambios amistosos ni relaciones sociales pues la mayoría, sobre todo las señoras, estaban recluidos en sus camarotes por el mareo. El miedo se apoderó de todos nosotros, sobre todo durante las largas horas nocturnas. La tempestad fue espantosa; más de 50 barcos naufragaron en el Atlántico durante esa semana de noviembre. Debido a la fuerza del temporal, las corrientes desviaron nuestro barco en 200 millas náuticas, alejándonos de las islas Azores y retrasándonos en más de tres días, y solamente el 3 de diciembre logramos aumentar nuestra velocidad a 260 millas por día.
+Después de dos días logré vencer el mareo, gracias a que estuve en la cubierta gozando del aire fresco, amarrado a un banco para no caer al mar. Con toda mi energía me dediqué a comer bien, ya que en mi opinión era el único remedio contra el mareo. Logré volver a organizar mis pensamientos. El océano nos ofrece un espectáculo impresionante del infinito, y quisiera uno ser poeta para poder expresar la grandeza de ese mar salvaje y poderoso, de esos peligros y de esa persistencia del hombre para lograr dominar semejantes obstáculos.
+Poco a poco se fue calmando el mar, recuperando así su azul profundo coronado con esos copitos blancos que la brisa formaba en el agua y a los que los franceses habían bautizado moutons [ovejas]. El sol iluminó el cielo calentando nuestros cuerpos entumecidos, la temperatura empezó a subir, señal de nuestra aproximación al Trópico. Noches maravillosas de luna nos invitaban a quedarnos en la cubierta durante horas, observando la estela del barco iluminada por los rayos de la luna hasta que esta se deshacía en el agua.
+Entre los pasajeros surgió una nueva vida. Se paseaban en grupos en las cubiertas, originándose amistades que luego desaparecerían tan rápido como se formaban. Nuestro círculo de viajeros era bastante variado. Había los franceses, siempre alegres y vivarachos, joviales, de buen humor, ruidosos, dominando las situaciones y leyendo novelas y cuentos durante los momentos de tranquilidad. Los ingleses, tranquilos e introvertidos, de buen comer, positivos y prosaicos pero, entrados en confianza, volviéndose los mejores y más leales amigos de verdad. Luego los hispanoamericanos, regresando de sus estadías en París, independientes pero también confiados, un poco triviales, con conocimientos superficiales de la cultura europea, pero ávidos de aprender de política y literatura, en general bondadosos, apasionados y explosivos en las discusiones y conversaciones sobre política, así fuera de países hermanos como Colombia y Venezuela. También se encontraba a bordo un grupo de cantantes de ópera que iba a Caracas, la capital de Venezuela. El director cuidaba a sus prima donnas como un halcón, de tal manera que nunca pudimos escucharles ni una canción. Juzgando por la calidad de la orquesta que los acompañaba, la situación de los cantantes se presentaba bastante grave; los pobres siete músicos solamente tenían un repertorio de tres melodías bailables, que repetían y repetían cuando querían alegrarnos un rato. Lo bueno de una travesía marítima para una persona observadora es que en ningún otro momento se puede estudiar mejor a quienes lo rodean. Toda clase de intrigas se tejían alrededor de las damas; las cantantes, a quienes no se les permitía cantar, tuvieron que buscarse otros pasatiempos; la constante mirada altiva de una madura mujer aristocrática, que fue acompañada por un abad hasta su embarcación en Pauillac, era muy diciente de su categoría; una linda modista parisina que viajaba a Caracas buscaba relacionarse con los mundos tropicales; el atractivo médico joven, del cual no me dejaría tocar ni un dedo, dio mucho de qué hablar con sus conquistas. El círculo social en un barco se caracteriza por su egoísmo, su comedia, sus dudas, sus prejuicios, sus debilidades y fortalezas[8].
+El mar, cuando permanece tranquilo y bello, se hace pronto monótono. Pese a que el tiempo no se nos hacía largo, todos experimentamos una íntima alegría al descubrir tierra aquel domingo de diciembre, a las 8 de la mañana. Era la isla La Désirade, de costas amarillas, faltas de vegetación, precipitándose abruptas hacia el batiente mar. A la izquierda se extiende la faja alargada, envuelta en azul, de la isla Marie-Galante, del grupo de la Guadeloupe. En primer término, la isla Les Saintes, sobre la que se alza el Fort Napoleon, llamado por su reciedumbre «el Gibraltar de las Antillas». Navegando por delante del extremo de esta isla, que denominan Pointe des Châteaux, y ante los tres islotes fortificados que cierran la entrada, penetramos en el puerto. El fondeadero de Pointe-à-Pitre en Guadaloupe es uno de los más hermosos y pintorescos del mundo. En el centro del semicírculo, pegada a la orilla, está la ciudad, cercada por una vegetación de extrema exuberancia. Las palmas se delinean en el quieto horizonte. Nuestro buque es rodeado inmediatamente por pequeños botes. Llega un grupo de negros hasta la cubierta, y con una insistencia a la que a veces no cabe oponer más que gestos violentos, como alzar el bastón, declaran, en un griterío ensordecedor y en un francés horrible, que desean llevarnos a tierra. Hicimos dos visitas a la ciudad, porque esperábamos encontrar allí más frescor que en el buque, cosa en la que, ciertamente, nos equivocamos por entero.
+Pointe-à-Pitre, edificada sobre un volcán y expuesta siempre a sacudidas sísmicas más o menos fuertes, fue destruida en 1843 por un terremoto, y en 1871 por un incendio; luego volvieron a construirla. Sus feas casas están separadas por delgados muros de piedra, sostenidos a su vez por barras de hierro. También la iglesia de St. Julien se apoya en recios pilares de hierro, de un estilo semigótico, y tiene escaleras de caracol que llevan a una galería de aspecto románico, cuya pintura imita la madera. El empedrado de las calles brilla por su ausencia en casi todas partes, y allí donde existe sería mejor que no lo hubiera. Especialmente animada aparece la plaza del mercado, donde se ven negros y negras, lo mismo que mulatos en todas las gamas, y mujeres indias de cabellos lisos, ataviadas con los trajes más diversos, no faltando los de color rojo vivísimo. Las negras, engalanadas con pesados adornos de poco precio, llevan en su mayoría un vestido de tela indiana, sujeto con un cinturón por debajo del pecho. Otras se ufanan de su indumentaria europea. Se nos ofrece frecuentemente caña de azúcar cortada en pequeñas varas huecas, que están consideradas como bocado exquisito para el postre, lo que exigiría tener los dientes de los negros. El viajero haría bien visitando siempre en primer lugar la plaza de mercado de toda ciudad, y luego las librerías, al objeto de conocer por aquella la vida material y por estas la espiritual. La espiritual no debe ser gran cosa en Pointe-à-Pitre, pues, aparte de una infinidad de novelas espeluznantes, sólo estaban allí representados autores como Alexandre Dumas, Julio Verne, Musset y Lamartine. De libros extranjeros ni de obras históricas, que yo pedí, no existía nada.
+Después de veinticuatro horas que duró la escala, al mediodía del 12 de diciembre suena un cañonazo como aviso de la partida para los pasajeros que se encuentran en tierra. Nuestro buque pone proa a la mar abierta, que brilla plateada en la lejanía rizándose suavemente, y que, separada por una línea de nuestra lisa bahía, se asemeja casi a una cadena montañosa que se empinara bruscamente. El barco se desliza ahora junto a las fértiles orillas cubiertas de amarillas plantaciones de caña de azúcar, sobre las que se alza espesa selva virgen a lo largo de las elevadas crestas —la cumbre más alta alcanza 1.570 metros—. Pasamos junto al «río salado» que parte en dos la isla, y rodeando un picudo acantilado, nos acercamos a la ciudad de los funcionarios de Guadaloupe, Basse-Terre, a la que arribamos hacia las cinco de la tarde. Los mejores edificios están bastante arriba, ocultos entre palmeras. A la orilla no se han construido muelles; las casas descienden directamente hasta el mar con sus sombríos muros. El resto de la ciudad es exiguo y feo. A media hora de camino, por encima del poblado y a 800 metros de altura, está el campamento de la guarnición. La vida fluye reposada en esta ciudad de funcionarios, pues como nos dice el mayor de las tropas, raramente hay desórdenes de carácter político; los negros son buenos y respetuosos.
+Después de media hora, levamos anclas. Pronto se echa encima la oscuridad. Caen aguaceros, sin que eso llegue a enfriar la atmósfera. Pasamos ante la isla Dominique, que se levanta allí como una masa negra. Hacia las dos y media de la madrugada atracamos en el golfo de la ciudad comercial de St. Pierre en la isla Martinique. Resulta encantador el espectáculo del desembarco de los pasajeros bajo el brillo titilante de las estrellas y la luz soñadora de la luna en menguante, en medio de la incesante gritería de los negros y el deslizarse de las barcas por el agua tranquila, en la que se reflejan algunas luces de la ciudad, construida en anfiteatro[9].
+Navegamos hacia la parte oriental de la isla, y después de hora y media llegamos a la ciudad, residencia del gobernador de Martinique, Fort-de-France. La población está emplazada sobre una enorme bahía, distribuida en varios puertos menores y flanqueada a la derecha por varios fuertes, rodeados estos por una rica vegetación, como si la enconada guerra quisiera coquetear con la paz en medio de esta suave naturaleza, escondiendo su crudo aspecto bajo una túnica virginal. Todavía más a la derecha está nuestro puerto, una bahía que parece cerrarse por entero, circundada de palmas, semejantes a los lagos italianos, y de tal profundidad que los barcos llegan hasta la misma orilla, a la que se puede pasar por medio de un puente. Este hecho nos libera de la impertinencia de los negros, que en otras partes quieren hacernos desembarcar por la fuerza. En cambio, se nos muestran en un nuevo aspecto; apenas nuestros ojos se han adaptado un poco a la contemplación del espectáculo natural, una docena de negros, muchachotes de unos catorce a diecisiete años, fornidos, musculosos y de excelente contextura, se lanzan al agua, nadan en torno al buque y pordiosean algunos céntimos entre un repugnante croar, angvá, angvá, que trata de significar envoi[10]. Si se arrojan unas monedas desde la borda, aquella caterva se sumerge como posesa, con sorprendente flexibilidad y rapidez, y allí cabeza abajo, forman con sus piernas un revoltijo curiosísimo, dejando ver las blancas plantas de los pies. El siempre seguro buceador toma la moneda en la boca y la enseña entre muecas al salir a la superficie.
+Nos complació mucho una visita que hicimos a la ciudad. Llegamos primero a un lugar de la bahía que está a la derecha del fuerte, y allí, enmarcando el libre espacio cubierto de yerbas, había unos viejos árboles, ejemplares verdaderamente magníficos. En medio, la estatua en mármol de la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón Bonaparte, aquí nacida y aquí sacrificada a la ambición, miraba melancólica al mar, rodeada por seis esbeltas palmeras. Junto a este lugar pasa la vía más bella de la ciudad, con las casas del gobernador y del procurador, circundadas de lindos jardines. En todas sus partes la ciudad está bien construida, es amplia, limpia y posee una aceptable pavimentación. Pero al fondo del valle se ven las miserables barracas de madera de los negros. En el borde de la meseta que domina la ciudad están los cuarteles de la Artillería de Marina. Y, realmente, la protección militar es necesaria aquí para los europeos. Los negros, por sumisos que, ante mis ojos, se entreguen presos al servidor de la justicia, armado de un simple bastón de caña y siendo suficiente para ello un mínimo contacto, constituyen, sin embargo, una enorme mayoría frente a los blancos y los indios. En el fondo son de natural maliciosos y alimentan un odio mortal contra el blanco, que como a mercancía los trató y maltrató hasta el año 1848. Desde 1870 los negros envían principalmente mulatos como representantes a la Cámara francesa, pues los blancos ya no se atreven a acudir a las urnas.
+Del desamparo de los negros se nos ofreció un convincente cuadro. Nuestro buque tenía que tomar un nuevo cargamento de carbón, que en grandes montones se hallaba ya acumulado en la orilla. Se organizaron dos o tres cuadrillas de negros, en su mayor parte mujeres, y cada uno de ambos grupos constituía una columna, una que bajaba y otra que subía, una que se apresuraba hacia el barco y otra que corría por la carga, llevando esta desde diversos lados. ¡Qué visión de infierno! Se precipitan aquellas figuras negras, jadeando por el peso que sobre la cabeza traen. Un sudor fangoso cubre sus feas facciones. Las negras de más baja condición se envuelven en una mezquina camisa, que les llega a la rodilla, y en algunas prendas harapientas para cubrirse el busto. La prisa por volcar el mayor número posible de cestos en la negra panza del buque es de una ansiedad febril; y para que esta no se paralice, un negro viejo va golpeando incesantemente con sus dedos largos y extendidos un tambor del aspecto de un tronco de árbol, sobre el cual se halla montado a horcajadas. En una especie de éxtasis, producido acaso por ebriedad o alucinación, el negro acompaña su satánico redoble con un aullido inarticulado, con muecas del rostro y contorsiones del cuerpo. Su grito, en el que se distingue de cuando en cuando el canto, o, por mejor decir, el balido, de las sílabas be, be, es repetido por las negras que van y vienen, y las más exaltadas de ellas lo acompañan con estremecimientos y lascivo danzar. Así trabajan febrilmente durante unas tres horas; entonces, toda aquella turba se desploma unánimemente, como cegada por la embriaguez. A las tres horas se reanuda de igual manera el trabajo. El control se practica con sumo sentido práctico, recibiendo cada cargadora una ficha por carga llevada, además de lo cual debe pasar por una máquina contadora, o una báscula, que marca el número de viajes. Especialmente siniestra resultaba la alucinante escena al contemplarla durante la noche. Seis lámparas iluminaban vivamente el barco y la orilla, mientras lo encantadoramente mágico de la naturaleza se aplastaba bajo lo diabólico y fantasmal de los hombres. Como las ventanillas de los camarotes habían sido cerradas para evitar la entrada del polvo del carbón, a causa del insoportable calor no nos quedó otro remedio que pasar la noche sobre cubierta; pero el ruido que movían aquellos monstruos de carbón hacía imposible todo reposo.
+Al día siguiente, a las doce, salimos de Fort-de-France. Después de veinte horas de travesía, aparece la costa del continente suramericano, una línea azul que se parece a la de las montañas del Jura. Al navegar más cerca vemos que estas estribaciones de la Cordillera Oriental de los Andes descienden en abruptos promontorios cubiertos de bosque para dar directamente en el mar, sin transición, dejando de trecho en trecho algún espacio para angostas fajas de terreno y cortándose sólo por estrechas y secas torrenteras. No hay, pues, allí verdaderos valles longitudinales, y también falta la vivienda. Después de una arribada a Carúpano, en la costa de Venezuela, donde perdimos toda una tarde, salimos de nuevo a alta mar con el fin de evitar la multitud de islas y escollos próximos a aquella costa. Los delfines saltan desde hace algunos días en torno a nuestro barco, tan pronto elevándose hasta varios pies sobre el agua como sumergiéndose con pareja rapidez y nadando bajo la superficie cual si quisieran competir en celeridad con el buque. Al otro día, las plantaciones de caña de azúcar junto a la costa, fábricas de muros encalados con altos hornos, y luego los bellos balnearios de Macuto, magníficas villas y, por fin, un camposanto pintorescamente engarzado entre los cultivos de caña que le rodean; todo esto nos anuncia la cercanía de una población de mayor importancia. Hacia el atardecer anclamos ante la ciudad portuaria de La Guaira, en Venezuela.
+La Guaira, encajonada en un valle muy estrecho y apretada contra escarpadas peñas revestidas de verdor, debe su importancia a la proximidad de la capital venezolana, Caracas, que se oculta arriba en la planicie —912 metros de altura— en situación sana y protegida. El puerto de La Guaira es muy célebre por sus vientos poco favorables; la mar está allí casi siempre movida y azota con vehemencia contra los muelles, contra el dique de protección y contra los propios muros de la ciudad. Lo que hace aún más perentorias estas circunstancias es la gran cantidad de tiburones, que con las dificultades del desembarco encuentran propicia ocasión de botín. Por lo demás, no puede decirse que sea feo el aspecto de la población, con su iglesia —caracterizada por una torre visible bien de lejos, pero también por la informe fábrica del edificio— y con sus casas de tejados rojos y de muros enjalbegados de blanco y amarillo. En la altura hay un puesto de defensa, cuyos cañones dirigen hacia abajo sus bocas amenazadoras. El insufrible calor —¡alrededor de 36 ºC a la sombra!—, así como las fiebres, hacen de aquella escala una de las más tristes y duras. Afortunadamente, ahora funciona un ferrocarril que sube a Caracas, de modo que la capital resulta accesible en unas pocas horas, enorme ventaja de la cual no goza Colombia.
+Ahora navegamos a lo largo de la costa de Venezuela, y el 17 de diciembre, día en que deberíamos haber desembarcado ya en Colombia, llegamos a otro puerto venezolano, Puerto Cabello, así llamado porque el mar se considera aquí tan manso que los barcos pueden amarrarse con un pelo. También aquí, como en Fort-de-France, penetramos hasta el final de la bahía y pasamos a tierra por un puente de desembarco. Puerto Cabello es una población bastante agradable, bien situada y punto de partida del camino que conduce a la metrópoli mercantil, Valencia, en el interior del país. Un pequeño jardín botánico situado en la costa da ocasión para un paseo placentero y, por lo menos, testimonia hasta cierto punto el sentido artístico de las autoridades. A la izquierda de la boca del puerto, y sólo separada de la costa por un pequeño brazo de mar, hay una isla —que dista de nosotros un tiro de arco— sobre la que se alza una antiquísima y baja fortaleza medio en ruinas. Tiene unos muros amarillentos que miran sobre el mar a la altura de un primer piso y que, guarnecidos de bocas de fuego, suscitan más bien la impresión de desamparo que la de poderío. Esta fortaleza es un venerable monumento de la Guerra de la Independencia. Objeto de muchas luchas, primero sirvió de continuo a los españoles para sus operaciones navales y en el interior. Aquí ha vertido su sangre, o gemido bajo las oscuras bóvedas, más de algún republicano y patriota. Con la entrega de esta fortificación, desalojaron los españoles, el 1.º de diciembre de 1823, el territorio del ya libre Estado de Colombia.
+El martes, 20 de diciembre, nuestro vapor Saint-Simon, aunque con tres días de demora, navegó ya a lo largo de la costa colombiana. Hacia las diez nos detuvimos en alta mar. Para sorpresa nuestra, se nos comunicó que aquel era el final de la travesía marítima, que aquel era nuestro punto de destino. La mirada se tendió vagamente en busca de alguna referencia que pudiera servir de fundamento a tal enigma. Nada. En torno a nosotros se veían riberas cubiertas de boscaje. De viviendas humanas, ni rastro; salvo que se tuviera en cuenta un faro que se alza allí a la derecha. En lontananza, por el lado izquierdo, se extiende una llanura negra y pelada, que se nos señala como el delta del río Magdalena, que aquí desemboca. Este era, pues, el país en el que por algunos años debía yo enseñar ciencia… Y que comenzaba con semejante desierto. ¿Cómo podía imaginarme allí una cultura, una vida intelectual altamente desarrollada, tal como me la habían pintado?
+Por fin, saliendo de la oscuridad, fue avanzando hacia nosotros un pequeño vapor remolcador; de él salieron algunos funcionarios que comprobaron los papeles y volvieron a partir hacia tierra, serían las horas del mediodía, con los cuatro pasajeros que allí querían desembarcar. Esos funcionarios eran, los más, gente muy esbelta, bien parecida, de ojos brillantes y rasgos enérgicos, que tenían en sí algo simpático, de modo que me fui tranquilizando poco a poco. Pero entre ellos había también algunos individuos cuyas heridas, recibidas en las guerras civiles, no despertaban una especial confianza; así —por ejemplo— el cobrador del vaporcito, que se había sujetado con un pañuelo su mandíbula artificial.
+Bajo la opresión de una temperatura ciertamente aniquiladora, llegamos al puerto de Sabanilla. ¡Nueva sorpresa! Sólo que aquí se veían ya unos rieles que se prolongaban hacia el puente de desembarco; pero era en vano buscar una ciudad portuaria. Sobre el calvo suelo arenoso de la bahía había algunas cabañas de bambú con techo de paja; miserables barracas de pescadores. Y la estación de la vía férrea que aquí tenía su origen podía llamarse mejor un tinglado para mercancías, una especie de corral. Pero nos sentíamos felices de librarnos algo de los rayos del sol, si bien es verdad que nos ahogábamos de sed. La gentileza con que nos ofreció unos vasos de agua el comandante del puerto —el luego, en una de las últimas revoluciones, famoso general Fr. Palacios[11]—, la dignidad y firme espíritu con que se expresó fueron cosas que me impresionaron no poco. Al fin llegó el tren. Tiraba de él una locomotora del más extraño tipo, de ténder[12] panzudo y grandes ruedas. Los vagones tenían sólo dos filas de asientos continuos y gozaban de la máxima ventilación. Montamos y, en medio de un formidable traqueteo a causa del mal fundamento de la vía, al cabo de hora y media llegamos a Barranquilla. La región del trayecto era llana, y la relativa pobreza de la vegetación, los desmedrados árboles, los muchos arbustos y matojos espinosos no dejaban por eso de acrecentar la admiración ante aquella flora tropical.
+Al fin, sobre las dos de la tarde se nos hizo bajar en la estación de Barranquilla. Seguidamente nos mandaron a la aduana, donde hube de abrir todas mis maletas, pese a la carta de recomendación del señor ministro plenipotenciario Holguín, o tal vez a causa de la carta de recomendación, pues entre el severo señor funcionario administrativo y el señor ministro no debían estar las cosas del todo bien in politicis. Después de una hora de baño de sudor, consecuencia del abrir y cerrar mis demasiado llenas maletas, sin más molestia fui despachado. Los aduaneros no podían contener la risa de cuando en cuando ante los objetos que lleva consigo un viajero poco conocedor de aquellos países. Hacia el atardecer nos hallábamos en el Hotel Colombia, excelentemente atendidos; después de veintisiete días pude volver a dormir tranquilamente en una cama sobre tierra firme.
+En la actualidad el desembarco se realiza, ciertamente, en forma mucho más cómoda. La línea férrea se prolongó un trozo más hacia el noroeste desde la ahora ya un tanto abandonada Sabanilla, en la bahía del mismo nombre, y tienen su terminal en Puerto Colombia, donde hasta los vapores más grandes pueden atracar junto a un enorme puente de desembarco, siendo ya innecesarios los remolcadores. Por ello también, los viajeros pondrán pie en tierra con menos sorpresas que antaño. Barranquilla, fundada en 1669, es cabeza de un distrito; hoy día, del departamento del Atlántico. Se halla situada a la orilla izquierda del río Magdalena, en un brazo de este, que se asemeja a un lago, el llamado Caño. El auge experimentado por esta ciudad en los últimos años es un fenómeno típicamente americano, habiéndose debido concretamente al establecimiento de la navegación a vapor por el Magdalena y el traslado de la estación aduanera de Sabanilla. Pero la prosperidad de este emporio de Colombia será todavía mayor cuando las llamadas «Bocas de Ceniza», las desembocaduras del Magdalena obstaculizadas por arenas y lodo, puedan ser abiertas, mediante métodos artificiales, hasta a los barcos de máximo calado, cosa proyectada hace mucho, y cuando se mejoren las instalaciones ferroviarias. En efecto, son necesarias todavía grandes mejoras en las comunicaciones, si es que Barranquilla no quiere perder la supremacía, toda vez que su rival, Santa Marta, al este, tiene un puerto mucho más sosegado y está construyendo también un ferrocarril que debe llegar hasta el Magdalena. Igualmente Cartagena, al occidente, trata de aumentar su prosperidad. Pero hoy día la mayor parte del tráfico pasa por Barranquilla, y de sus aduanas proceden anualmente los principales ingresos del país.
+Bajo el influjo del comercio, la ciudad ha crecido considerablemente. En el año 1866 no se había establecido aquí ni una sola panadería, pues todo el mundo cocía patriarcalmente el pan en su propia casa. Un viajero de entonces, Hulls[13], no encontró en la oficina de correos pluma, tinta ni papel. Todas las casas tenían cubierta de paja; pero ahora, contemplada la ciudad desde la torre de la iglesia de San Nicolás, ofrece una excelente impresión. En los barrios principales, donde vive la aristocracia del comercio, están las grandes casas de mampostería de la más importante gente de negocios, edificios de dos plantas, por lo común, de recia arquitectura y al viejo estilo español: abajo, dando a la calle, el gran almacén lleno de mercancías, abierto a todo el mundo, aireado, sin ventanas; arriba, las habitaciones. Los techos de estas casas de gente notable son llanos y constituyen verdaderas terrazas de piedra, por las que, de mañanita, puede uno pasearse. A través de un gran portón se penetra en la casa; primero hay un vestíbulo y luego viene el patio, donde arbustos y flores dan gozo a los ojos. En torno al patio corre una galería, y arriba una balconada de madera, en la cual se toma el fresco y donde también se come. En los cuartos hay mecedoras y esteras de paja; la instalación es, en algunos casos, elegante y cómoda. Las afueras, por el contrario, no resultan muy seductoras; en su mayor parte, no hay allí sino casas de una sola planta, cuyas puertas se hallan siempre abiertas, de modo que se puede alcanzar a ver la primera pieza, una pequeña sala generalmente. Muchas de estas viviendas situadas fuera del casco de la población tienen cubierta de paja y sus materiales de construcción se reducen, por lo demás, a adobes y ladrillos, con su revoque blanco. El suelo es de tierra apisonada. Enteramente en la periferia se encuentran las cabañas de las clases más bajas, cuyo mobiliario lo forman, poco más o menos, una mesa, algunas sillas de madera con tapizado de piel, y esteras en lugar de colchones. Niños desnudos o semidesnudos son allí elemento propio del ambiente. Pero por todas partes encuentran los ojos benéfico sosiego, y compensación de mirar las calles de arena, con el verdor de los jardines, las muchas palmas y arbustos que abren en toda su extensión la llanura sobre que se asienta la ciudad. Por la tarde el cuadro es encantador: en la lejanía, desde la torre de la iglesia, se ve el mar; a la derecha, el ancho río plateado; hacia el sur, la llanura inmensa, y hacia el oriente, la gigantescas cumbres de la Sierra Nevada de Santa Marta, de 5.800 a 6.000 metros de altitud, que dora el crepúsculo y que arden en luz como si fueran nuestros Alpes.
+La vida en Barranquilla es monótona para aquel que busque diversiones exquisitas; pero la acogida que se encuentra en las mejores familias es por demás amable. Durante el día se trabaja muchísimo en los negocios. Por las anchas calles, a menudo cubiertas todavía de ardiente arena, pasan a gran velocidad los ligeros coches de caballos, que le ahorran a uno el caminar por aquellos arenales. Pero así que se da por concluida la jornada a las seis, y llega la noche con su agradable frescor, se empieza a hacer una vida muy diferente. Todo el mundo se sienta a la puerta de la casa. Las mujeres, ya compuestas, se mecen en sus sillas con auténtica nonchalance tropical. Por todas partes resuena alguna música, bien sea el tañido de los instrumentos nacionales —la guitarra o, los más pequeños, vihuela y tiple—, bien el canto de las alegres melodías y sentimentales canciones amorosas —en modo menor— que se escuchan de continuo en la sonora lengua española. Tienen lugar bailes y veladas, y el barranquillero castizo trata de divertirse, bromear y amar cuanto le es posible.
+En Barranquilla me encontré también con algunos suizos —comerciantes y relojeros— en cuya compañía vi con detalle las cosas notables de la ciudad. Estas eran, en primer lugar, el hospital, situado en las afueras de la población y regentado ejemplarmente por piadosas hermanas francesas, donde se atiende con carácter gratuito a enfermos de todos los países; vi también el cementerio y luego la instalación de distribución de aguas, mal llamada «acueducto». Antes, el agua para beber debía ser sacada del sucio caño, para filtrarla seguidamente; las enfermedades eran por ello endémicas. Pero ahora el agua ya sometida a depuración se sube por medio de bomba a un depósito situado sobre una pequeña altura que domina la ciudad, y desde allí se la conduce a las diversas fuentes; un progreso de incalculable trascendencia. No obstante, el agua sigue siendo no del todo clara, y por esa razón es necesario filtrarla en las casas por medio de gruesas piedras porosas. Cierto que con ello ha desaparecido de Barranquilla una figura bastante poética, la del aguador, o, mejor dicho, el arriero —y jinete— de los borriquillos que, en número de cinco mil, cargados con dos barrilitos de agua, hacían el servicio con notable presteza e inteligencia. Estos asnillos se ven hoy todavía transportando grandes cargas de yerba o caña de azúcar destinadas para pienso del ganado, y es curioso y enternecedor a un tiempo contemplar la agilidad y viveza con que se mueven por las calles bajo el sol tropical. Por la noche se les deja en libertad y vagan de un lado para otro; dada su sobriedad, se contentan con hallar un poco de alimento.
+Las visitas a nuestros compatriotas acabaron por ponernos en situación de conocer más en detalle sus respectivos negocios. En Barranquilla, lo mismo que en la mayor parte de las ciudades de Colombia, todo negociante debe tener, o debería tener, en sus almacenes la máxima diversidad de artículos. Sólo en los últimos años se ha impuesto algo más la división del trabajo, estructurándose de forma más unitaria el depósito de mercancías. Pero en aquel tiempo se aparecían unas al lado de las otras todas las cosas que se encontrarían en una de nuestras ciudades si juntaran las tiendas de una calle entera. Por supuesto, el comercio ha sufrido también mucho bajo las revoluciones, no haciendo todos los progresos que hubieran sido de desear porque todo partido, al producirse un levantamiento, quiere apoderarse de Barranquilla y, por tanto, de los ingresos de sus aduanas, y porque el gobierno ha impuesto contribuciones muy considerables. Pero, pese a todo, la ciudad tiene un gran futuro, y ello se lo debe no en último lugar al influjo de los acreditados comerciantes extranjeros. Barranquilla es la plaza donde los inmigrantes se han adaptado más rápidamente, contribuyendo mucho a su embellecimiento y mejoras. El clima no es precisamente insalubre, siempre que se haga una vida debidamente moderada; sin embargo, el fuerte calor produce efectos agotadores. El recién llegado debe ser muy precavido en comer frutas, pues, de lo contrario, enferma con facilidad. El tiempo de lluvias es, sin duda, peligroso para personas enfermas; y concretamente los meses de septiembre y octubre, la época de los vientos fuertes, son en extremo desagradables.
+[6] El señor Rietmann se habría instalado al menos desde los primeros años de la década de 1860 en Burdeos, tal y como se puede constatar en un telegrama firmado por «Rietmann et Cie. [de] Bordeaux», en 1865. También hemos encontrado la evidencia del matrimonio en Burdeos de Georges Rietmann —eventualmente hijo del «señor Rietmann» que alojó a Röthlisberger— con Alice Henriette Peters, el 23 de julio de 1890 (véanse: https://www.delcampe.net/page/item/id,228031679,var,Telegramme-Dax-Bordeaux-1865-Tauzin-etGardilanne-Rietmann-Bordeaux-resineux-ref-919,language,F.html y https://gw.geneanet.org/olivierherrmann?lang=es;pz=hugues;nz=herrmann;ocz=0;p=georges;n=rietmann). En el Journal Officiel de Madagascar (año 15, n.º 398), con fecha 17 de septiembre de 1898, aparece registrado un señor Rietmann, en calidad de «Agente general de la Compagnie Coloniale Bordelaise»: puede tratarse del padre o del hijo (véase: https://www.geneanet.org/archives/ouvrages/?action=search&book_type=livre&rech=rietmann&book_lang=fr&lang=fr&start=2).
+[7] El viñedo del castillo Lafitte se remonta, con este nombre, al siglo XVIII cuando, en febrero de 1763, el viticultor Raymond Laffite adquirió los predios que apreciaba el profesor Röthlisberger más de 100 años después.
+[8] Estos primeros párrafos sólo fueron publicados en la primera edición de El Dorado (Suiza, 1898), y no en las tres siguientes de 1929, 1963 y 1993. La presente traducción del alemán original es obra de Inés Röthlisberger de García-Reyes y de Mónica Röthlisberger de Navas, nietas de Ernst Röthlisberger. A partir de este punto, el resto de la obra fue traducida en 1963, para el Banco de la República, por Antonio de Zubiaurre Martínez.
+[9] Desgraciadamente, en 1902 St. Pierre quedó completamente destruida a causa de la erupción del Mont-Pelée, muriendo 25.000 de sus habitantes (nota de Walter Röthlisberger Ancízar, en adelante W. R. A.).
+[11] Se refiere, probablemente, al general Francisco Palacio Pertuz, quien llegaría a comandar el Regimiento Ricaurte en el departamento de Santander en 1912, y a representar al departamento del Atlántico —capital: Barranquilla— en el Segundo Congreso de Mejoras Nacionales de 1920.
+[12] Vagón que provee a las locomotoras a vapor.
+[13] No hemos encontrado más información sobre este viajero del siglo XIX en Barranquilla.
+EL VAPOR FLUVIAL / PARTIDA EN NOCHEBUENA / LOS COMPAÑEROS DE VIAJE / EL MAGDALENA, SUS BELLEZAS Y SUS GENTES RIBEREÑAS / LA SIERRA NEVADA / PUESTA DE SOL EN EL TRÓPICO / CAIMANES / SELVA VIRGEN Y ESTADO DE PRIMITIVISMO / ÚLTIMO DÍA DEL AÑO / PRESOS EN EL RÍO / EL PASO DE LOS CAÑOS / HONDA / EL ALTO Y EL BAJO MAGDALENA / VIAJE POR TIERRA / LA CORDILLERA CENTRAL / LAS PEQUEÑAS CIUDADES DE GUADUAS Y VILLETA / ÚLTIMA SUBIDA / PAISAJE DE MONTAÑA / LA SABANA DE BOGOTÁ / VIAJE EN COCHE POR LA SABANA / LLEGADA TRAS UN VIAJE DE CINCUENTA Y UN DÍAS
+ENTRETANTO, HABÍA LLEGADO el día de partir para el interior. La pequeña sociedad viajera para Bogotá debía embarcarse en el Magdalena el día 24 de diciembre, víspera de Navidad, de 1881. A causa del retraso de nuestro Saint-Simon, habíamos perdido el vapor correo del 20 de diciembre y aprovechábamos ahora la mejor ocasión que se presentaba de emprender el viaje río arriba, y ello después de escuchar muchas palabras de disuasión y muchos consejos, como luego se vería, bastante acertados. Yo, que a gusto hubiera querido celebrar con los suizos la noche del 24 con una fiesta del árbol de Navidad —de la palma más bien que del abeto—, hube de plegarme a la voluntad de los otros compañeros de viaje, ya que, todavía ignorante de la lengua española, deseaba agregarme a alguien para la travesía.
+Éramos sólo cuatro viajeros: un comerciante de Bogotá, Ed. París[14], algo impedido a consecuencia de un tiro que recibiera en la pierna durante una revolución, persona muy amable y de lo más servicial; el señor Miguel Cané[15], primer ministro argentino que desde Caracas viajaba en misión diplomática a Bogotá, de unos treinta y cinco años de edad, hombre de mundo, chistoso, deferente, educado según todas las reglas de los más refinados salones de París y conocedor en particular de la literatura francesa, cuyo sprit se había asimilado; el tercer compañero de viaje era el joven secretario del anterior, García Mérou[16], como él también de Buenos Aires, un muchacho esbelto y bien parecido, de nariz aguileña, negra barba recortada y ojos fogosos de mirar profundo, un camarada despreocupado y gozador de la vida en todos sus órdenes, además de un auténtico temperamento poético. Era autor de bellas poesías, si bien algo inmaduras, y un tanto superficialmente instruido, cosa que él a menudo deploraba, apenas leído en lo que no fuese literatura francesa —Balzac y Musset, sobre todo—.
+El 24 de diciembre por la tarde subimos a bordo del vapor Antioquia en el puerto de la ciudad. Este barco, ya afortunadamente destruido, era uno de los peores, si no el peor, de todos los vapores fluviales, que sumaban entonces unos veinticinco y estaban repartidos en cinco sociedades de navegación[17].
+Martín García Mérou
+Esas embarcaciones están construidas según un modelo muy peculiar, que jamás he visto en Europa. Su casco forma como un bote ancho, parecido a una balsa del estilo ferry-boat, y cuyo calado alcanza a lo sumo 5 pies —en los mejores barcos, sólo 2 o 3—. Sobre esta parte de la obra se levanta, sostenida por columnas, una cubierta en cuya mitad o en cuya porción de popa han sido dispuestos algunos camarotes para pasajeros. Otro piso más pequeño, en el que están los camarotes del capitán y los pilotos, se levanta sobre esta primera cubierta, techada sólo por delante y abierta a los costados. Finalmente, constituyendo el piso más alto, hay una caseta para el piloto de servicio, desde donde este domina el río, gobierna el barco e imparte órdenes a las máquinas. Estas se encuentran en la parte inferior del barco; en torno suyo están almacenadas grandes cantidades de leña para alimentar las calderas. Y al lado se ven los bultos de mercancías tirados en desorden y en parte apilados. Por delante y por detrás ascienden chimeneas atravesando los pisos del barco, y aumentando así el calor, ya de suyo suficientemente fuerte. La mayoría de los vapores tienen una sola rueda, de notables proporciones, dispuesta en la popa y protegida contra la posible introducción de troncos de árbol. Pero nuestro pobre Antioquia llevaba, según el viejo sistema, dos ruedas laterales, y era además de mucho calado, de suerte que avanzaba muy torpemente y usando de las máximas precauciones. El espacio disponible para moverse los pasajeros era muy limitado, pues si bien estaba permitido subir al segundo piso, los pasos que allí arriba se dieran tenían número muy contado, habida cuenta de que esa parte estaba descubierta y el suelo se hallaba revestido de lata.
+A las cuatro el Antioquia hizo resonar su sordo pitido, que anunciaba la marcha a todo Barranquilla, y empezó a moverse, primero por el brazo del río, hasta penetrar en el cauce principal. Era el anochecer. Barranquilla nos miraba seductora desde sus palmares, en tanto que nosotros navegábamos Magdalena arriba; y cuando llegó la noche, y el resplandor de las luces de la ciudad daba sobre nosotros, creí reconocer claramente la casa donde lucía el árbol de Navidad de los suizos. Pero a cambio de ello gocé de un espectáculo por entero diferente, aunque me hizo pensar en un sábado de aquelarre. Bajé a las máquinas y me dediqué a mirar cómo los fogoneros iban echando madera sin cesar, salpicando chispas en torno. La cruda luz iluminaba fantasmagóricamente a la tripulación del barco que había venido a tenderse por el suelo. Se veían allí todos los matices de piel: blancos, negros, indios y las muchas mezclas de estas tres razas, mestizos y zambos; todas las estaturas y todas la edades y todas las formas del cuerpo humano. Cuando aquella gente se ponía a comer, sentados todos en torno a un gran cubo que contenía un sucio caldo, introduciendo allí las escudillas o metiendo los dedos, era fácil de reconocer su estado de semibarbarie, pero había que estimar también su laboriosidad y su natural sobrio y sufrido.
+También nuestras comidas eran notables. En primer lugar, se servían sobre la cubierta superior, exactamente encima del abrasador local de las máquinas, de modo que uno comía su pan materialmente bañado en el sudor de su frente. Con ceremoniosa cortesía se sentaba a la mesa el capitán, una faz espantable de barba negra y en punta, que él, sin cesar, se acariciaba mefistofélicamente. Luego, los sudorosos y mugrientos servidores traían a un tiempo todas las viandas, ya medio frías, y cada cual se servía de lo que le venía más en gana, poniéndolo todo junto en un plato. Sólo el roast beef tan duro como una suela —o, según expresión del señor Cané, como piel de hipopótamo— era cortado por el propio capitán y repartido por él a los comensales. Salsas de colores indefinidos flotaban en los platos, y todo estaba aderezado con ají, la pimienta española, así que nos ardía la garganta. Puede decirse, en verdad, que si nos acercábamos a la mesa era siempre por hambre —cuando esta, pese al terrible calor, se dejaba sentir— y con el propósito de ir sobreviviendo. Sólo a una determinada señal del capitán estaba permitido levantarse de la mesa, y a menudo el tiempo de espera resultaba harto largo. Pero con todo se iba uno conformando, incluso con el agua sucia que para el lavatorio matutino se distribuía, directamente extraída del río.
+Pero había un arte que sólo con esfuerzo llegaba a aprenderse: el arte de dormir. A eso de las nueve comenzábamos a prepararnos el lecho. Como no era posible permanecer en el camarote de tanto calor como en él hacía, dormíamos fuera, sobre cubierta. Para tal fin se montaba un armazón, semejante a una cama de campaña, provisto de una lona grosera; era el lecho que el barco facilitaba. Por encima se extendía la estera, un tejido hecho de fibras apropiado para contrarrestar el calor, y luego las sábanas, que, al igual que la estera, traía consigo el pasajero. Se escogía un apoyo cualquiera que se tuviera a mano para hacer las veces de almohada, y luego se pasaba a lo más esencial, la colocación del mosquitero, un gran velo cuadrangular de ordinaria muselina. Con la máxima precaución se deslizaba uno, medio vestido, bajo aquella tienda de campaña y se trataba de cerrarla hacia afuera lo mejor posible. ¡Pobre de aquel que al introducirse en la cama dejara alguna pequeña abertura por la que pudiera penetrar un mosquito! Apenas había cerrado los ojos, oía un zumbido monótono y sentía también muy pronto el aguijón del despiadado huésped. Imposible cazarlo. Después de infructuosas luchas, el atormentado viajero solía caer muerto de cansancio para despertarse a la mañana siguiente con las manos y pies hinchados y con la cabeza febril; tan venenoso es el pinchazo de estos torturadores. Pero a las seis de la mañana, inapelablemente, había que levantarse, pues era la hora de limpiar la cubierta. Al dormilón se le arrojaba, sin más, de su pseudocama.
+Sin embargo, una compensación de todas estas molestias sería para nosotros en los primeros días la novedad del estilo de vida y la belleza del ambiente. En verdad, el viaje por el Magdalena es delicioso. Este río, tan modesto como resulta en el mapa en proporción con las tremendas extensiones del continente, es una formidable arteria de comunicación de sur a norte. Constituye por su magnitud la cuarta corriente fluvial de Suramérica. Su longitud es de 1.800 kilómetros, o de 1.700 si se descuentan las ondulaciones de su curso. En el último tramo alcanza a menudo los 1.500 metros de anchura, y a veces se dilata formando un pequeño lago. Las orillas no son tan monótonas como se ha dicho, sino, por el contrario, llenas de variedad, y sólo raramente presentan un aspecto desértico. Primero se suceden interminables trechos de marisma, de carácter tropical y muy fecunda; aquí se crían los numerosos ganados de los departamentos de Bolívar y Magdalena, que luego son llevados a Jamaica. A veces se ve a las vacas entre un pasto tan alto que las oculta hasta el cuello. En el río aparecen grandes islas. Otras se están formando ahora. Y hay algunas que, por el choque de las aguas que van abriéndose al paso del barco, se remueven y se derrumban parcialmente. Pero muchas de estas islas parecen verdaderas avenidas, pues a lo largo de sus riberas corren hileras de árboles —cauchos y ceibas— y entre ellas se ven verdes cintas de yerba. Por otra parte, los pastos, frecuentemente inundados, se interrumpen por pedazos de impenetrable espesura, siempre bajo formas diferentes, y sólo de vez en cuando surge una solitaria cabaña de paja en medio de una pequeña plantación de tabaco o de un grupo de palmas bananeras.
+Los indígenas navegan en canoas, desnudos o semidesnudos, a lo largo de las márgenes. A veces también encontramos bongos, o sea grandes botes cubiertos de hojas de palma secas, que los negros impulsan río arriba por medio de pértigas, para lo cual clavan estas en el fondo del río, las apoyan contra el pecho y en tal posición corren algo, con agilidad felina, sobre la borda de la embarcación. Estos bongos eran, antes de la navegación a vapor, el único medio de transporte para remontar el río, necesitando a veces, por supuesto, varios meses de viaje. Así es que estos barqueros del río, los llamados bogas, llevan una existencia de las más duras, pero caracterizada también por una cruda sensualidad, por bestiales costumbres, pues cuanto allegan con faena tan ruda lo despilfarran luego en báquicos excesos.
+Se ven pasar también barcos en cuyos flancos, como en los tiempos homéricos, van sujetos cueros inflados, que ayudan a transportar más fácilmente la carga. Y a veces se ve deslizarse río abajo alguna balsa de bambú, abandonada y sin timón, de las que se utilizan para transportar frutos.
+De vez en cuando aparece una misérrima aldea de simples chozas agrupadas en torno a una pequeña iglesia, que es más bien un cobertizo algo mayor que las viviendas y en el que cuelgan algunas campanitas bajo un techo de empajado. Pero también otros poblados más grandes ofrecen la deseada ocasión de mirar cosas y de descansar; así, por ejemplo, Calamar, que presenta por lo menos dos casas de piedra construidas por entero al estilo moruno[18], junto al resto del caserío, consistente en meras cabañas. Aquí desemboca el llamado Dique, o canal, que une al río con la ciudad de Cartagena. Esta, un tiempo «reina de las Antillas», sólo a duras penas se salva de la ruina, desbordada ya por Barranquilla. Cierto que recientemente la ha aliviado algo el ferrocarril que, a lo largo del canal, llega a Calamar. Pero la mayor parte de los viajeros de Europa prefieren, naturalmente, desembarcar en Puerto Colombia.
+Sigue el viaje río arriba. Las únicas interrupciones a que nos vemos obligados son las paradas, bastante frecuentes, para cargar madera, pues el vapor devora una enorme cantidad de combustible. La madera está puesta a secar, apilada, en las orillas, y la tripulación se encarga de traerla a cuestas hasta el barco. Varias veces vi salir reptando de los montones de madera serpientes venenosas que, o bien eran muertas inmediatamente por los negros, o bien estos las arrojaban al agua con sus propias manos; otras veces los reptiles se deslizaban rápidamente hacia la espesura. Las paradas del vapor nos daban siempre ocasión de admirar la magnífica vegetación de aquellas riberas y de visitar las cabañas de los leñadores. Estas cabañas están hechas de simples cañas de bambú, y ante la puerta cuelga una red, bastante agujereada, para defenderse de los mosquitos. En el interior de la cabaña suele haber un camastro cubierto de paja, algunos útiles de pesca —chinchorro o atarraya—, la lanza, y a veces hasta el lujo de un viejo fusil ya medio inútil. Son curiosas unas flechas de caña de casi dos metros y medio de longitud y provistas de dos puntas muy afiladas, las cuales se lanzan contra los peces por medio de un arco que llega casi a la altura del pecho, duro como el hierro y casi imposible de desplazar de su posición. Fuera de esto corresponden al sencillo ajuar la piedra para rallar el maíz, o bien una tremenda maza para triturarlo, y la olla —vasija de barro en la que se prepara la sobria comida, colocándola al fuego sobre algunas piedras—. Maíz, que aquí multiplica doscientas veces la cantidad sembrada, bananos, tal vez algo de yuca —tubérculo que llaman «el pan del pobre»—, pescado y arroz constituyen la alimentación de estos granjeros del Magdalena. Cuando necesitan sal, plomos para sus redes, y carabinas o cuchillos, llenan sus piraguas de bananos o de pescado seco y navegan río abajo hasta alguna aldea; allí venden sus productos, compran lo necesario y se vuelven a hundir en su nada. En la indolencia, sin religión, sin educación social, en total ignorancia, van viviendo estas gentes, no sujetas a autoridad y, sin embargo, felices a su manera. No sufren contratiempos, salvo que, por acaso, el jaguar se acerque hasta la casita y se les lleve su riqueza —un cerdo—, o que el caimán ande al acecho para hacer su botín, o que una serpiente se les meta en la cabaña. En medio de tales peligros, en un estado primitivo, verdaderamente rousseauniano, pasan su existencia estos hombres, sin formación, instrucción ni ilustración, cosas de las que nosotros tanto nos envanecemos, y no trabajan más de lo necesario.
+Más arriba de Calamar, el río recibe una corriente tributaria que duplica casi su caudal; es el Cauca, el cual corre separado del Magdalena por la Cordillera Central y que, partiendo del valle de su nombre, atraviesa Antioquia y, después de recorridos 1.350 kilómetros, afluye al Magdalena en dos brazos principales. La misma desembocadura parece un lago enorme. Por su parte el Magdalena se cambia aquí de la forma más caprichosa, de tal modo que la navegación necesita buscarse de continuo nuevos canales. Así, por ejemplo, la ciudad de Mompox —famosa por su heroísmo durante la guerra de Independencia— se halla completamente aislada del tráfico a vapor porque el brazo de río en que ella se encuentra se ha llenado de arena y no permite ya el paso.
+Después de admirar varias noches magníficas y de gozar la vista de las cimas de la Sierra Nevada, que refulgían a nuestra izquierda con el sol del crepúsculo, disfrutamos el espectáculo de otro ocaso tropical, el más bello y singular que pueda darse. Fue en Magangué, ciudad provinciana con algunos buenos almacenes y donde anualmente se celebra una gran feria a la que concurren especialmente Barranquilla y todo Bolívar. El río tiene allí 800 metros de anchura, y mirado hacia el sur parece no tener límite, lo que aumenta la magnificencia del fenómeno que presenciamos.
+Nubes rosadas, rojas y púrpuras se destacan sobre el fondo anaranjado del poniente. Este se va haciendo cada vez más amarillo, cada vez más dorado, mientras el zenit resplandece todavía con el más profundo azul. El agua, en otras ocasiones tan amarillenta, turbia y cenagosa, va pasando del color rosado al rojo vivo y de este al pardo, como jamás pintor alguno pudiera imitarlo con su pincel. Y al propio tiempo está todo tan nítidamente claro y tan en profundo reposo, que hasta las alas de los pájaros que revuelan sobre el río se destacan limpias y exactas. Poco a poco van palideciendo los colores: el rojizo se torna lila; el rosa, violeta, y las nubes purpúreas se hacen de un gris azulado con orlas de oro. Otras nubes son de un blanco deslumbrador, virginalmente, nupcialmente puras y luminosas. Al cabo de algunos minutos, todo ha quedado ya envuelto en oscuridad, después de que la solar bola de fuego parecía querer incendiar la Tierra y abrasarla. Pero por el otro lado del horizonte se levanta ahora un nuevo resplandor. Es el disco de la Luna, casi del mismo tamaño que el Sol, pero tenue y blanca. Se dibuja en la superficie del agua, primero angulosa, en líneas bruscas y trémulas, hasta que, alta ya en el cielo, queda enteramente reflejada en el río como deseosa de tomar en él un baño confortador. Las capas superiores del aire son todavía más claras; los verdes bosques del primer término se vuelven azulados; las densas sombras del horizonte, más oscuras y espantables. Nubecillas de plata, ligeras como la espuma, se deslizan cielo arriba y juegan con las estrellas, cuyo brillo en el aire diáfano es cuatro veces más intenso que en nuestro país. Por un breve tiempo todo permanece en calma, como si la naturaleza se dispusiera a entregarse al sueño; pero entonces comienzan una vida y un movimiento, una lucha y un amor que despiertan en el ánimo mil sentimientos distintos. El griterío de los pájaros y el ruido que mueven otros muchos animales llega sin cesar a nuestros oídos. El grillo hace resonar su estridente música; en la lejanía lanza el jaguar su áspero rugido, y grandes tropeles de monos aulladores llenan los bosques con sus quejas, cuya intensidad es comparable al rodar de los truenos en la tempestad. ¡Ah, las inolvidables noches del Trópico! ¡Qué diferentes de las nuestras! Aquí, quietud silenciosa, tiniebla y frío. Allí, el inagotable tejer, crear y agitarse de todas las criaturas. Soplan aires tibios y nos traen balsámicos aromas. Un inefable bienestar corre por nuestros cansados miembros, y soñadoramente se hunde el espíritu en la esencia primigenia de la naturaleza.
+Adelante, adelante sin cesar. Allí donde los retorcidos brazos del Magdalena vuelven a juntarse, para muy pronto separarse otra vez y formar las numerosas islas de la confluencia con el río Cesar, un poblado se alza sobre una colina, pequeña pero muy perceptible en medio de la total lisura de la región. El lugar se denomina El Banco. Se trata de una posición militar de primer orden, pues quien domina esta altura, domina también toda la navegación del Bajo Magdalena. Por tal motivo, en toda revolución se pelea tenazmente, por ambas partes, por la posesión de este punto. ¡Y la naturaleza es, sin embargo, tan pacífica! Muy de lejos, refulge ya El Banco, con su iglesia, sobre la superficie del río. Los habitantes, que acuden a la llegada del barco para ofrecernos toda clase de esteras y tejidos semejantes, parecen ser de un natural inofensivo y tranquilo. De cuando en cuando se tiende en señal de paz un arco iris que llega desde el horizonte hasta casi la quilla del vapor. ¡Qué contrastes tan grandes en este magnífico país!
+Por un rato, las orillas no presentan ningún encanto especial, a menos que consideremos como tal a los caimanes que a partir de nuestro tercer día de viaje contemplan el barco, con sus ojos saltones, desde las playas o los bancos de arena. A veces están formando un grupo de más de una docena. Perezosos, permanecen quietos allí con las fauces abiertas. De cuando en cuando, la alimaña junta los dientes con un sonoro crujido. Pero las más de las veces se adormece en prolongado sueño. Desde el barco le envían muchas balas, pero estas rebotan en sus duras escamas; sólo bajo los omoplatos es vulnerable. Cuando se siente molestado, va arrastrándose indolente y tardo hasta el agua. Incluso cuando está mortalmente herido —por ejemplo, cuando se le ha alcanzado en un ojo— ejecuta todavía el mismo movimiento, de modo mecánico, para fenecer dentro del agua. Aquí y allá, se ve flotar uno de estos cadáveres, panza arriba, descendiendo por el río. Hay caimanes que miden hasta 20 pies. Sobre la voracidad de este animal se cuentan las más curiosas historias; por ejemplo, la anécdota de que un caimán se tragó una vez una olla que, atascándosele en el estómago, recogía todo el alimento hasta acabar por hambre con la bestia. La autopsia había puesto en claro los hechos, aunque nadie dice, por supuesto, quién se encargó de la diligencia. Una cosa es cierta: que el que cae al agua y va río abajo es atrapado irremediablemente por estos monstruos. Los casos de salvación se dan sólo raramente. A este respecto se dice del caimán que prefiere la carne del blanco a la del negro. Peligroso es sobre todo el animal que ha comido ya carne humana —el «cebado», como los colombianos dicen—; ese está siempre en la playa al acecho de niños o mujeres. Por fortuna, la hembra se come la mitad, aproximadamente, de sus mismas crías recién salidas del huevo; una vez que ha derramado por ellas las consabidas lágrimas, es para los supervivientes la más tierna de las madres. A pesar de los estragos que hacen entre ellos los viajeros, por ser el único deporte que muchos conocen para que resulte más corta la travesía por el Magdalena, los caimanes siguen siendo los amos y señores de estas aguas.
+Pasamos por Bodega Central y Puerto Nacional, de donde sale el camino para Ocaña, en Santander. Luego damos vista a Puerto Wilches; partiendo de aquí se construyó un trayecto de vía férrea que debía llegar hasta el interior de Santander. Según los cálculos de los políticos, que despilfarraron millones de francos o los emplearon en beneficio propio, ese ferrocarril debería estar terminado hace ya mucho tiempo. Ahora, los pocos kilómetros de vía construidos están en el más completo y lamentable abandono. ¡Triste cuadro el de un ferrocarril político!
+Hacienda (quinta) en el interior de Colombia
+La naturaleza vuelve a desplegar toda su magnificencia. Los montes, sin que uno se dé cuenta, van acercándose progresivamente por ambos lados. El bosque virgen se hace cada vez más alto; grandes plantas trepadoras, de las formas más extrañas y con las flores más curiosas, cuelgan sobre el agua hasta sumergirse en ella, impidiendo mirar por entre la impenetrable espesura. Troncos de árbol van acumulándose en el río, que se convierte en un laberinto de innumerables ramificaciones y meandros. Las islas, verdaderas islas de Calipso, se multiplican. La navegación se hace más difícil.
+Entre tanto, ha llegado el día de San Silvestre. Por la tarde, a las seis y tres cuartos, el termómetro marca en el camarote 35 ºC; fuera, a la sombra, 37 ºC. Nos detenemos junto a un pueblecillo escondido entre la selva virgen, pues luego de los primeros días, el viaje no puede proseguirse durante la noche. Inmediatamente de sonar la pitada del vapor, salen del bosque los más variados tipos de gente, y corren a lo largo de la ribera, que ahora se ha hecho más alta, o se acercan en ligeras canoas. Llegan las negras, las mulatas e indias con un andar rápido, no exento de gracia y delicadeza, y echados hacia atrás la cabeza y el cuerpo. Las madres llevan a sus pequeños a horcajadas sobre las caderas. Estas gentes ofrecen a los del barco diferentes cosas de comer, y, acurrucados en el suelo, cambian con ellos algunas palabras, sin impertinencia ni descortesía alguna. Pero cuando algún forastero se les dirige en mala forma, saben replicar con doble crudeza; luego desaparecen detrás de uno de aquellos magníficos árboles, y tengo la sensación de que se retiraran a un mundo desconocido.
+Se encienden teas, y a su luz temblorosa se va acarreando leña al barco. Con García Mérou hago un recorrido por la ribera llevando por guía a un negro. Vamos armados de largas varas por si se nos cruza alguna serpiente en el camino; partiéndoles de un golpe el espinazo, ya no hay peligro. Nos metemos por una oscura senda entre plátanos, árboles que alcanzan una altura de más de seis metros y cuyas hojas son tan grandes que en una de ellas puede envolverse una persona. Llegamos al fin a un claro donde hombres, mujeres y niños se hallan reunidos en torno a una hoguera. Pronto, y ya que, después de algunas palabras, se despreocupan de nosotros, comienza el currulao, danza negra, expresiva de toda la brutal energía del boga y del zambo. El baile se ejecuta al son de la gaita, que repite melancólicamente las mismas notas, y con el acompañamiento del tamboril. Alrededor del fuego se mueven las parejas como fantasmas de delirio, en tanto los espectadores se alzan allí inmóviles, iguales a los troncos de una arboleda que devorasen las llamas. Pero el bosque en torno se aparece como una negra caverna. No entraré en la descripción de la danza, con sus salvajes movimientos, tan pronto sensuales como lánguidos o apasionados. Aquí no se baila con entusiasmo o con el corazón, sino con el instinto puramente mecánico que habita la carne. Existe una profunda diferencia entre nuestro trabajo social, apoyado en esfuerzos mentales, en comunes sacrificios, padecimientos y gozos, y este oscuro vegetar, este predominio de todas las fuerzas físicas en el hombre, que debe luchar contra la naturaleza y contra un siglo de viejo despotismo. Es un estado de barbarie, con el que sólo en un futuro lejano podrá acabarse. Consternados por aquella escena retornamos al barco. Por mucho tiempo, no conseguí tranquilizarme. La imagen de mi patria, de mi ciudad, surgía ante mí en aquella noche de San Silvestre, otras veces tan feliz. Escuchaba las campanas anunciando solemnes el Año Nuevo, las voces del vibrante coro, felicitaciones por doquier… un blando sueño cerró al fin mis ojos fatigados.
+El día de Año Nuevo de 1882 transcurre lentamente. El río está escaso de caudal y avanzamos poco; el barco tiene que ir tanteando el rumbo. Navega a poquísima velocidad por el canal practicable, y un marinero desde la popa va introduciendo continuamente una pértiga en el agua para medir la profundidad. «¡Siete pies!», grita, «¡cinco!, ¡cuatro!, ¡cinco!»… Hasta que, de pronto, se escucha: «¡tres!» —¡tres pies solamente!—. El barco se detiene, y debe empezar a retroceder para buscar una nueva vía. A las cinco de la tarde tenemos ya que interrumpir la travesía y amarrar nuestro barco a una isla cubierta de alta yerba, en medio del río. En torno, ni rastro de vida humana. No podemos saltar a tierra, pues las serpientes son muy peligrosas. En las primeras horas del 2 de enero tratamos de proseguir el viaje. Tras muchos esfuerzos inútiles, que nosotros observamos temerosamente, el capitán declara que es imposible el paso y comienza a buscar algún punto de la ribera junto al que podamos anclar. Estamos en el Magdalena, dentro de nuestra calurosa cárcel, abandonados en medio de la más absoluta desolación. No hay más remedio.
+Aquí aparece en mi diario un gran paréntesis. Cuatro días eternamente largos duró aquel martirio, a una temperatura sugeridora de ideas suicidas, ¡entre los 38 ºC y 39 ºC a la sombra! Ya no sé exactamente cómo pasé todo aquello; mis compañeros de viaje, en particular el señor ministro Cané, estaban del más negro humor. Sólo confusamente, recuerdo que dormí mucho, a pesar del consiguiente y fuerte dolor de cabeza, y que en las horas restantes me dedicaba a leer a Shakespeare, que afortunadamente había llevado conmigo.
+Por fin, el día 6 de enero, damos vista a un barco. Es el ligero Francisco Montoya, de escasísimo calado y de una sola rueda, que avanza con los pasajeros que partieron de Barranquilla el 31 de diciembre, o sea seis días más tarde que nosotros. Izamos la bandera de socorro y se detiene a nuestro lado. Después de algunas negociaciones, se nos hace pasar de nuestro viejo cajón, el Antioquia, al rápido vapor en que vamos a seguir la travesía. Jamás un barco me ha parecido tan magnífico como me pareció entonces el Montoya, ni nunca me resultó más grato y apetecible el trato humano, tras de aquellos días de sofoco y modorra mental en la soledad, en medio de la grandiosidad del Trópico.
+Pero el barco iba atestado de gente. Bajo una escalera hube de montar mi campamento como me fue posible, y el aseo matutino era cada día mayor problema, ya que sólo se disponía, para todos, de un gran balde y de dos toallas sucias. Pero, a pesar de tan mezquina toilette, me encontraba satisfecho. Los tres siguientes días de viaje pasaron muy rápidamente. Se hacían descargas contra los caimanes y los monos —estos últimos saltaban de un árbol a otro entre muecas y graciosos movimientos— y sobre las blancas garzas que orgullosamente se paseaban por la arena. Teníamos charlas de lo más agradables, y yo hacía todo lo posible por ir chapurreando el español.
+Llegamos a Puerto Berrío, de donde parte un ferrocarril hacia el interior de Antioquia. Allí tuvo que desembarcar un norteamericano al que por el río había acometido la fiebre. Dificultosamente, sostenido por dos hombres, pudo llegar hasta la casa en que quedó. Nos dolió en el alma.
+El río se hace ahora más estrecho: la ribera, más alta; la vegetación, menos exuberante; la corriente, más rápida. Hacia el atardecer estamos en Nare, donde existe un tinglado —bodega le llaman— para la descarga de mercancías con destino a Antioquia. Aquí descienden algunos de nuestros nuevos compañeros de viaje. Con espanto los veo desaparecer en la oscura noche; ¿a dónde se dirigirán ahora? La bodega no tiene sitio donde pernoctar, y el insalubre pueblo de Nare está a media hora de distancia. Ya empiezo a notar los encantos de viajar por estas regiones.
+El domingo, 8 de enero, fue el día en que, al fin, habríamos de superar las últimas dificultades: los tres saltos —chorros— formados por el estrechamiento del río hasta 150 y aun hasta 125 metros, y por los arrecifes. El agua corre aquí a unos 24 metros por segundo. Los dos primeros saltos, uno de ellos el peligroso Guarinó, fueron superados con relativa facilidad. En cambio el tercero, el Mesuno, costó indecible esfuerzo. El barco toma impulso por varias veces. No avanza lo más mínimo. Se inyecta más vapor. En vano. El capitán, de pie en la más alta cubierta, la que hace de puente, grita de continuo a los maquinistas que aumenten el vapor. Las válvulas de seguridad se abren y silban inquietantemente. El barco todo tiembla y oscila y amenaza desvencijarse. Los pasajeros van inquietos de un lado para otro. Muchos de ellos se han quedado muy pálidos, y con motivo, pues a no mucha distancia de nosotros emerge del río la destrozada caldera de vapor de un barco que voló en una maniobra semejante. Y ese barco tuvo luego varios imitadores de su salto mortal. Ahora ha fracasado la última arrancada. El capitán hace arrimar el barco a la orilla y envía gente a tierra con la misión de amarrar un recio cabo que ya desde nuestra embarcación hasta unos árboles situados más arriba del lugar peligroso.
+De nuevo se pone la máquina a todo vapor y al propio tiempo se va arrollando con una máquina la cuerda, que tres hombres mojan de continuo con baldes de agua. El chorro no resiste ya a tanta fuerza reunida. Después de cinco minutos, largos y difíciles, nos encontramos felizmente arriba. Resuena un potente hurra. Todavía una hora escasa de viaje, durante la cual pasamos ante los más hermosos palmares y bosques y ante los más lozanos pastos —potreros—, y hemos arribado a Bodega de Bogotá —en la ribera derecha del Magdalena, frente a Caracolí—, que constituye el puerto de la capital. Nuestro viaje fluvial ha llegado a su término, después de dieciséis días completos; ¡dieciséis días para cubrir 209 leguas de recorrido!
+Así que comenzó a refrescar algo la atmósfera, pasamos el río y empezamos a andar por un arenoso camino que conduce a la ciudad de Honda, situada a unos tres kilómetros aguas arriba, a la margen izquierda del Magdalena. Allí tuvimos cordial acogida por parte de algunos cónsules. Honda era punto de escala de los conquistadores españoles; modernamente sirve para el transbordo de numerosos productos del Tolima y de Caldas, y es lugar de partida para el viaje por tierra a Bogotá y de embarque para la travesía río abajo. Edificada en un valle de gran hermosura, Honda mira hacia el mundo románticamente, pero con altanería, en medio de sus palmas y cocoteros, con su aire de vieja ciudad española, yo diría casi oriental, casi árabe. La rodean altas cumbres cubiertas de verdor —no precisamente de bosque—. Por un puente de hierro sobre el Gualí, un espumeante tributario del Magdalena, penetramos en la pequeña ciudad, situada a 210 metros sobre el nivel del mar y con una temperatura media de 29 ºC. Honda, restablecida ya en parte de los estragos de los terremotos y de las guerras, es tan fea por dentro como poética se nos aparecía al contemplarla desde fuera. Muchos edificios con aspecto de fortaleza nos hacen recordar que Honda fue base de operaciones para las correrías contra los indios de la comarca.
+Otras casas se hallan medio en ruinas, muchos muros están ennegrecidos por el humo. Viejos conventos e irregulares plazas, torcidas calles y angostos callejones, sucios lugares de la parte del río engendradores de la fiebre… todo esto impide consolidar la buena impresión que hacen algunas casas españolas, grandes y ventiladas, y en especial la animada Calle del Comercio. En Honda aparece de nuevo el aguador, sentado con las piernas cruzadas sobre su burro cargado con dos barrilitos. Las hondeñas, en particular las de las clases populares, son altas y esbeltas y se distinguen por su elegante porte y gracioso andar. Los establecimientos comerciales, en los que hay bastante actividad, son aquí también verdaderos bazares turcos. Honda, en su pujante naturaleza, en su industrioso ajetreo, es una estampa de vida; en sus ruinas y en su casi entera soledad es una estampa de muerte; en toda ocasión es un contraste vivo. Cuidando de observar las reglas de la moderación y el aseo, tampoco aquí ha de temerse demasiado el contraer unas fiebres intermitentes.
+Como plaza comercial Honda tiene un buen porvenir. Casi frente a la ciudad, el Magdalena forma el llamado Salto, un impetuoso descenso en el que, al angostarse el río hasta los 150 metros, experimenta una caída de 9 metros y medio en un trayecto de 260 [metros]. La corriente se precipita entre peñascos, y en retumbante estruendo desciende en cascada, torciendo allí totalmente su curso hacia el norte. Si se suma a esta caída la que se produce un trecho más adelante, se alcanza un total de descenso de 14 metros y medio en una longitud de 1.400 metros. Este salto de Honda separa las dos regiones, por entero diferentes, del Alto y el Bajo Magdalena. Los 1.000 kilómetros, aproximadamente, que comprende el lento Bajo Magdalena, por el que nosotros hicimos el viaje, son de una gran riqueza tropical, si bien constituyen regiones inhóspitas. En cambio hacia el sur, se abren las maravillosas regiones del Alto Magdalena: llanuras, colinas, bosques, montañas, en la más abundante variedad de formas, colores y climas, con una población relativamente grande de gentes activas, bastante civilizadas, dedicadas al comercio, la agricultura y la ganadería, y con un vivaz desarrollo y una alegre vida social, semejantes en su ímpetu a los 182 ríos y 1.590 arroyos que en el Alto Magdalena desembocan. El Salto fue superado por un alemán, el señor Weckbecker[19], hombre enérgico que ya con la cabeza cana, remontó allí la corriente, con riesgo de su vida, en un pequeño vapor, el Moltke, en el año de 1875.
+Ya a muy avanzada hora del domingo, regresamos al barco, en el que íbamos a pasar la noche decimoséptima, pues los hoteles de Honda son malos y el recién llegado se expone a coger en ellos unas fiebres. Puesto que nuestro vapor se hallaba atracado a la orilla opuesta, hubimos de hacernos transportar en una canoa; pero sólo con esfuerzos pudimos hallar un barquero que estuviera dispuesto a hacer aquel recorrido en la oscuridad de la noche a través de la rápida corriente del río. Acurrucados en la concavidad de la canoa, sin hablar ni hacer ruido alguno, nos deslizamos por las aguas sobre las que danzaba el reflejo de millares de estrellas, y arribamos felizmente a la otra orilla prometiéndonos no cruzar jamás el río a tan altas horas. Al llegar a bordo, aquello era como un hospital de campaña, extendidas por la cubierta tantas camas, con sus mosquiteros, parecía un campamento volante o un fantasmal camposanto.
+El día 9 de enero, de mañana, comenzó el viaje por tierra para ascender hasta Bogotá. La línea directa entre Honda y la capital tiene 95 kilómetros de longitud, pero el camino a recorrer es de 135 kilómetros. Cabalgando necesitaríamos, pues, tres días. Mi compañero bogotano de viaje, el señor París, había pedido gentilmente para mí, mulas, sillas y aparejos. Después de envolver todas nuestras maletas en fuerte y grosero hule, a fin de protegerlas de los repentinos aguaceros del Trópico, se puso el equipaje sobre las bestias de carga. Ordinariamente se cuelga a cada flanco del animal una maleta, cuyo peso no debería rebasar los 70 kilos.
+También en Bodega de Bogotá se había construido un pequeño trecho de vía férrea, que un día debería alargarse hasta la capital. Entonces estaban trabajando precisamente allí donde las primeras alturas de la Cordillera Oriental se desploman abruptamente hacia el río. El estrecho camino transcurría entre cascote y rocas, entre piedra arenisca y tierras arcillosas. Era asombroso mirar la prudencia y agilidad con que nuestras cabalgaduras iban salvando los obstáculos, como cabras monteses, y facilitando así su quehacer al poco acostumbrado jinete, que, con admiración y algo de angustia, contemplaba esta modalidad de subir y bajar vericuetos.
+Hacia el mediodía almorzamos en uno de los albergues, o ventas, que tropezábamos con frecuencia por el camino. Son pequeñas cabañas, construidas de barro y revocadas de blanco, con cubierta de paja y amuebladas del modo más primitivo. El almuerzo consta por lo común, en «tierra caliente», de una sopa, casi siempre de arroz, con algo de carne salada —del tasajo, o sea carne que ponen a secar al sol en largas tiras, para cocerla después— y de un huevo; en el mejor caso, un bistec. Como postre hay una taza de chocolate con un pedazo de queso blanco que los colombianos, para sorpresa mía, van desmigando y echándolo a la taza para saborearlo todo junto, como extraño bocado agridulce. El mantel servía y sirve como servilleta para todos.
+La ruta se separa ahora del Magdalena hacia el interior. Por un llano camino arenoso, sombreado a menudo por árboles magníficos, nos vamos acercando cada vez más a la primera cadena de la Cordillera Oriental. Pasamos el río Seco, arroyuelo inofensivo en la época de sequía, y formidable corriente con el tiempo de las lluvias, que a menudo hace detenerse uno y más días a los viajeros porque aquí no existe puente alguno que lo cruce. Ahora el camino comienza a ascender en cerrado zigzag. Piedras redondas dificultan el andar de las mulas, la silla se desliza hacia atrás con la violenta subida. Frecuentemente el angosto camino queda cerrado por reatas de mulas que llevan pesadas cargas, de por lo menos 250 libras, atizadas por el fuerte y ronco griterío de los arrieros, indios casi siempre, descalzos y cubiertos de polvo. Las bestias se tambalean bajo los pesados cajones o barriles; fatigadas, se tienden aquí y allí, y sólo los despiadados golpes las hacen levantarse. El lomo de estos animales es a menudo una gran herida abierta, pero ellos cumplen con su obligación, pese a la suma escasez del alimento. Con harta frecuencia se halla el cadáver de uno de estos mártires de los malos caminos de Colombia, allí en medio de la carretera, pudriéndose, sin que nadie se haya tomado el trabajo de apartar a un lado la carroña, lo que sería tanto más prudente cuanto que las cabalgaduras se echan a galopar con sobresalto y al pasar luego por aquel sitio, si es que no les da por hacer una espantada y negarse a caminar. Los gallinazos son los que se encargan del oficio de enterradores.
+No sólo los animales, también los seres humanos llevan aquí terribles pesos; indios e indias marchan apoyándose en largos palos, curvadas las espaldas bajo su carga, sostenida sobre la frente por medio de una recia faja de tela. Pero el más extraño espectáculo para el extranjero es el encuentro con una cuadrilla, doce a dieciséis peones que transportan sobre sus hombros un pesado objeto no desmontable, como una gran máquina o un piano. Ciertamente, el transporte dura dos semanas enteras, pues los cargueros tienen que descansar cada pocos minutos, de modo que el transporte de un piano hasta Bogotá viene a costar unos 2.000 fuertes —otros tantos dólares—.
+Después de varias horas de viaje, alcanzamos la altura de la primera cresta de la cordillera, el Alto del Sargento —1.400 metros—, a lo largo del cual cabalgamos durante un rato. Uno de los más maravillosos panoramas que jamás he visto, y que se me quedó grabado imborrablemente, se extiende ante mis ojos atónitos y fascinados. Delante de nosotros, la llanura del Magdalena, que, de cierto, no se cruza en menos de quince horas, boscosa y aparentemente inhóspita, atravesada por el río, que [se] desenrolla como una cinta de plata. Enfrente, abrupta, surgiendo sin transición desde la llanura, está la Cordillera Central, y en medio el imponente macizo del Tolima, cuya cónica cima, cubierta de nieves perpetuas, se eleva en el aire azul hasta 5.616 metros. Junto a este macizo se ven las otras cúspides nevadas, del Ruiz —5.300 metros—, del Santa Isabel —5.100— y del Herveo —5.590—, en larga y variada sucesión. Hacia el norte, las azulencas y bajas montañas de Honda con sus cumbres en cono. Al sur, siguiendo aguas arriba, el valle del Magdalena, una lejanía azul, plateada, fulgente, en la que el ojo, como ocurre en las pampas, se pierde buscando en vano un punto de reposo… Ese punto no corresponde a la hermosura armónica, finamente estructurada, mesurada y justa de nuestros paisajes alpinos, a los que supera con su majestad abrumadora, con sus fabulosas proporciones, con su pujanza gigantesca.
+Por el otro lado —al oriente— miramos hacia un ameno valle, vestido de verdor, en el que se halla la ciudad de Guaduas, que debe su nombre a los muchos bambús que crecen a lo largo de sus ríos y demás corrientes. A eso de las seis de la tarde, fuimos a parar al Hotel del Valle, situado a la entrada de la pequeña ciudad. Antes de esto, mis bromistas compañeros de viaje arrearon mi mula hasta ponerla al galope, y así pasamos a toda carrera ante una magnífica plantación de café llamada Tusculum. El Hotel del Valle constituye para todo viajero un verdadero alivio, pues la comida es sabrosa, la mesa está limpia y adornada con flores, y las camas, si bien muy primitivas, se hallan, al menos, libres de bichos.
+Guaduas posee industria propia, como, por ejemplo, fabricación de sombreros de paja; tiene también casas muy limpias y una bien construida iglesia. Es, en fin, lugar simpático, con una temperatura muy agradable —24 ºC de media—, próxima a las de la zona templada. Todo elogio es poco para la delicia de bañarse en las claras y cristalinas aguas del pequeño río que por allí discurre o en la piscina de alguna casa. Un gozo insuperable después del viaje por el Magdalena.
+El segundo día, más penoso que el primero para el poco ejercitado jinete, un pedregoso, cálido y mal camino nos llevó hasta la segunda cadena de la cordillera, al Alto del Raizal —1.478 metros— desde el cual, más allá del valle de Guaduas, en cuyo centro se asienta tan plácidamente la pequeña población, miramos de nuevo la Cordillera Central. Luego, por un curiosísimo valle transversal, o mejor una depresión alargada, vamos hacia el Alto del Trigo —1.872 metros—. Algunos años más tarde, en este mismo lugar, vi agitarse vorazmente unos grandes enjambres de langostas, que allá habían llegado pese a la altura de la montaña, considerada como un obstáculo insalvable para esos insectos. Frente a nosotros surge de nuevo un cuadro encantador: entre amarillas plantaciones de caña, en medio de las cuales unas chimeneas lanzan su humo a la altura, y entre algunos ríos festoneados de boscaje, está la pequeña ciudad de Villeta. El llegar a ella, sin embargo, sólo se logra después de largo y trabajoso descenso. En las muchas ventas que se encuentran en el camino a Villeta probamos algunas bebidas del país, como el anisado, un aguardiente de almíbar destilado y perfumado con anís; se le llama también, de modo general, aguardiente. Degustamos además el guarapo, que se prepara de almíbar y azúcar de caña haciendo fermentar el líquido resultante. El guarapo ha de beberse en su punto. A pesar del sabor refrescante y ligeramente agrio, resulta un tanto soso y no llega a gustarme. Además, el guarapo sienta mal, frecuentemente, al estómago del viajero. Si está casi sin fermentar se le llama dulce, si se encuentra en el grado justo, regular, y si la fermentación es muy avanzada, bravo, guarapo que embriaga fácilmente. Por pocos centavos le dan a uno una totuma llena —la totuma es como una calabaza—, que va pasando de mano en mano entre los bebedores.
+A las dos de la tarde estábamos en Villeta —839 metros de altitud—. Fundada ya en 1558, esta ciudad era antes famosa como balneario, pues posee excelentes fuentes termales de aguas sulfurosas. Pero hoy día ofrece un aspecto de bastante abandono y tristeza, con sus pálidos habitantes, a los que sólo intrigas y procesos son capaces de sacudir. La única cosa notable es la gran ceiba de la plaza mayor.
+Después de cruzar un puente sobre el río Negro, se avanza un rato valle adentro, pasando junto a hermosas ventas. Los indios e indias que encontramos se distinguen por su tez morena menos oscura y por sus magníficos ojos negros, y las mujeres, en particular, por su pelo abundante y de un negror azulado, y por sus rostros verdaderamente bellos. Más tarde, el Domingo de Ramos de 1885, tuve ocasión de ver a estas mujeres cuando se dirigían a la iglesia, y pude apreciar toda su gracia y su atuendo relativamente rico.
+Ahora se inicia ya la última subida por un camino, en algunas porciones bien trazado, bien pavimentado y cuidado, que se parece a una de las carreteras de nuestros pasos alpinos —por ejemplo, el Gemmi—. Pero en la mayor parte de su recorrido este supuesto camino resulta harto deficiente, y en tiempo de lluvias es, a menudo, bastante peligroso a causa de la gran pendiente, y se encuentra lleno de piedras y barro y con muchas hendiduras. Naturalmente, en tales situaciones indaga uno si realmente sería necesario subir por los flancos de dos cordilleras a una tercera cadena montañosa para ir del Magdalena a Bogotá. Entonces se sabe que desde la primera cadena encima de Honda se podría abrir un camino que, pasando por crestas transversales que unen a estos montes, alcanzara casi hasta el mismo tercer tramo de la Cordillera Oriental. Y entonces se entera uno también, con sorpresa y hasta con cierta indignación, de que hace ya treinta años un ingeniero francés, un tal Poncet[20], trazó una carretera desde el Magdalena —bastante más abajo de Honda y de los saltos— hasta Villeta, vía que tampoco hubiera tenido grandes subidas, de manera que la pendiente habría comprendido sólo el trayecto de Villeta a Bogotá. Pero ¿de qué sirven los mejores planes cuando han de enfrentarse con la rutina, con las costumbres viejas y con la falta de dinero y tiempo a causa de tantas revoluciones? ¿Cuándo el Camino Poncet, en el cual trabaja de nuevo actualmente una empresa particular, podrá ser abierto realmente al tráfico? No obstante, en 1886 fue «inaugurado» el camino. Pero como entretanto se las habían arreglado con el nuevo ferrocarril de La Dorada, cerca de Honda, se continuó haciendo el recorrido por carretera desde Honda [hasta] Bogotá. El Camino Poncet está prácticamente abandonado y parece, por ahora, no tener porvenir alguno.
+Por fin, después de muy costoso ascenso, alcanzamos una importante estribación de la última cadena de la Cordillera Oriental. Detrás está Chimbe, en cuya sucia venta, plagada de bichos, se nos dio sencillísima cena y muy poco agradable cama. En este lugar hace ya fresco. Atraen la atención grandes plantaciones de café, con magníficas casas de campo —pertenecientes a bogotanos ricos— y ganados de raza hermosa y fuerte. Poco a poco va transformándose también la vegetación. Las cimas más altas se hallan envueltas en niebla. Llegamos a Agua Larga, donde han establecido una fábrica de zapatos. Numerosas carretas, grandes, pesadas, chirriantes, tiradas por bueyes encorvados bajo el yugo, se congregan aquí aguardando la mercancía que han de transportar a Bogotá por la carretera —parece ancha y bien trazada— que lleva a la capital. En la gran posada que hace las veces de hotel tomamos un copioso desayuno. Luego empezamos a encaramarnos hacia la última altura de las cordilleras. Es una mañana magnífica, fresca. Empiezan a verse desnudas rocas sobre las que aparecen robledos y pinares. Agua fría y clara discurre saltarina y en gran abundancia. Detrás de nosotros se ve el interminable laberinto de las cordilleras; delante, un angosto desfiladero entre rocas. Es el único paisaje que presenta un considerable parecido con nuestros paisajes de montaña suizos. Casi sin darme cuenta, de mi pecho, finalmente libertado del calor agobiante del Trópico, se escapó un entusiástico grito de júbilo que resonó en aquellos peñascos y produjo no poco asombro en mis compañeros de viaje.
+La subida ha sido coronada. Nos hallamos en el Alto del Roble —2.745 metros (según otros, 2.767) sobre el nivel del mar—. Un espectáculo inusitado aguarda al viajero. Ante él se extiende una llanura gris y verde, cuya anchura equivale casi a nueve horas de camino. Su límite oriental se halla bordeado por una cadena montañosa, de escasa altura en apariencia. Es la muy añorada Sabana, la altiplanicie de Bogotá, formada de un antiguo lago andino, cubierta hoy de pastos y de campos de cereales y otros frutos. Sólo el que ha contemplado esta llanura, allí arriba, tan alta, escondida entre los montes andinos, entiende la grandiosa impresión que hace cuando el cielo claro ríe sobre ella, cuando el sol la ilumina y hace aparecer las cosas tan nítidas, tan puramente delimitadas; sólo ese comprende la sensación de nueva vitalidad, de frescura mental y de ligereza, que se experimenta otra vez en nuestro pensamiento, casi adormecido por los calores.
+Al galope, llegamos pronto a Los Manzanos, donde nos espera un coche de caballos. Este nos conduce a la pequeña ciudad de Facatativá, situada a sólo media hora de distancia y que constituye la verdadera entrada a la Sabana. Es día de mercado, la plaza, ante la iglesia y el hotel, se halla atestada de grupos de gente blanca y de indios; los vestidos que todos llevan en esta región son ya más pesados, calientes y oscuros. En una esquina de la plaza está la iglesia, bastante pobre y sin campanario propiamente dicho, pues en su lugar figura un muro de fachada, y las campanas cuelgan en los huecos de sus ventanas. Hoy se construye al lado de este un nuevo templo de mampostería, pero que se parece más a un edificio escolar que a una iglesia católica. Detrás del hotel de la plaza estaba ya entonces la estación de la línea férrea de la Sabana, inaugurada muchos años más tarde. El tendido de vía, sin embargo, sólo se había realizado entonces en una extensión de uno o dos kilómetros. Se ha calculado que los gastos de transporte de estos pocos raíles desde Europa hasta las alturas de Facatativá, en parte por tan malos caminos, encarecieron de tal manera los costos de la vía, que por el mismo precio se podría haber hecho fundir en oro. Una jocosa pero significativa exageración, aunque, en todo caso, se incluirían también las sumas disipadas entre funcionarios y empresa.
+Afortunadamente, esta vez no tenemos que alquilar los pocos habitables y fríos dormitorios del hotel de Facatativá, ya que nuestro coche sigue rodando hacia la capital del país, de donde todavía nos separan cinco horas de viaje. Por suerte también, la ancha y poco lisa carretera se halla seca, si bien un tanto polvorienta, como corresponde a esta época del año. Después de dos horas de camino, brillan ya en la lejanía, con el sol de la tarde, las torres y edificios de Bogotá, como si dentro de muy poco rato hubiéramos de estar allí. La situación de la ciudad, recostada en la Cordillera Central, ofrece un encantador aspecto.
+Es ya noche cerrada cuando nuestro coche, el 11 de enero de 1882, hace su entrada en Bogotá. Mi compañero de viaje, el señor París, me lleva por mal pavimentadas calles hasta un hotel, me entrega allí, como se entrega un objeto, a la patrona, de habla española, se me conduce a un pequeño y frío cuarto, y me encuentro solo al cabo de un viaje que ha durado cincuenta y un días.
+¿Qué digo? ¿Solo? Los recuerdos de la familia y los amigos se agitaban en torno mío. Todo lo bueno que mi patria, Suiza, ha operado en mi espíritu y mi cuerpo, por la educación, la cultura, sus libertades y su belleza, se me reveló entonces, por vez primera con conciencia plena y clarísima. Y mi patria se me apareció en una luz de transfiguración, como un cuadro de Rafael o del Tiziano, con su armonía, la pureza de sus rasgos y sus magistrales y equilibradas proporciones.
+Estación del tren de Facatativá
+[14] Se refiere, eventualmente, a Ed[uardo] París, de quien sólo hemos encontrado un homónimo en Los París bogotanos de esos días, Eduardo J. París Forero (1843-1897), nacido efectivamente en Bogotá, quien figuró en 1886 como escribiente del cuerpo de ingenieros agrimensores y luego llegaría a ser comandante del Batallón Bogotá y a obtener el grado de general de la República. Sin embargo, la referencia de Miguel Cané a este mismo pasajero como «un joven de Bogotá» induce a pensar que puede tratarse de otro París, pues el citado Eduardo J. tendría ya al menos 37 años, mientras que Cané apenas llegaba a los 30.
+[15] Miguel Cané Casares (1851-1905), escritor, político y diplomático argentino nacido en Montevideo, autor, entre otras obras, de la crónica En viaje (1881-1882), publicada en 1884. En esta obra aparecen varias referencias a Röthlisberger, iniciando con su coincidencia en el trayecto La Guaira-Barranquilla: «[…] un joven suizo de 22 años, que se dirigía a Bogotá, contratado por el Gobierno de Colombia para dictar una cátedra de historia general y que, no hablando el español, se sonrojaba de alegría cuando supo que debíamos ser compañeros de viaje» (para el contexto de esta referencia, véase el capítulo IV de la obra de Cané).
+[16] Martín García Mérou (1862-1905), escritor y político argentino que acompañó a Miguel Cané en su misión diplomática en Colombia, en calidad de oficial de la legación, llegando a ser, años después, ministro de Agricultura de la República Argentina y sucesivamente embajador de esta nación en Perú, Brasil y Estados Unidos. Publicó, entre otras obras, Impresiones (1884), en la que relata su paso por Colombia, incluyendo la crónica de la navegación río arriba por el Magdalena y, más adelante, ya instalado en Bogotá y en paseo al Salto de Tequendama, una prueba del «temperamento poético» con el que lo describe Röthlisberger: «¡Ah! ¡cómo busca el corazón sin calma, / Tequendama! Este cuadro, esta grandeza, / Este terror que purifica el alma / Y en tanta majestad, tanta belleza!» (véase: García Mérou, Martín, 1884, Impresiones. Madrid: Librería de M. Murillo, pág. 270).
+[17] Para una descripción detallada de los vapores que hacían la ruta del Magdalena en esos días, véase: Montaña, Antonio, 1996, A todo vapor, Bogotá: Fondo Cultural Cafetero.
+[19] Alexander Weckbecker, empresario alemán, es conocido en la historia de la navegación del Magdalena por haber navegado en un vapor los «saltos» de Honda, y también por haber subido hasta Neiva en el vapor Moltke en 1873 y 1874. Salvador Camacho Roldán, en su obra Notas de viaje (Camacho Roldán y Tamayo, 1897, París-Bogotá: Garnier), comenta así el caso de Weckbecker: «El señor Alejandro Weckbecker ha sido uno de los más útiles, patrióticos y desinteresados empresarios de vapores en este río. Empezando por un pequeño vapor que llevó su mismo nombre, y que fue el primero en subir el salto de Honda y navegar en el alto Magdalena hasta Ambalema, siguió con los buques Alemania y América, y concluyó con el Werder y el Moltke; el último de los cuales empleó en 1873 y 1874 en la exploración del Alto Magdalena hasta Neiva, y del Saldaña hasta el Paso del Gusano, rompiendo a su paso los peñones que formaban chorros impetuosos y lugares llenos de peligro, aun para las balsas y canoas. En esta operación prestó el señor Weckbecker un servicio que no debiera ser olvidado, pues en ella fue víctima de su consagración, quedando inútil el Moltke para nuevo servicio. Tengo entendido que el señor Weckbecker, con el vapor de este nombre, fue el primero que en 1859 o 1860 navegó los caños de la Ciénaga, desde Santa Marta hasta Barranquilla, abriendo así la navegación del caño de Cuatro Bocas» (Ibidem, págs. 201-202).
+[20] Antoine Poncet, ingeniero francés contratado en 1848 por Tomás Cipriano de Mosquera para estudiar el trazado para la construcción de un ferrocarril que uniera la Sabana de Bogotá con el río Magdalena por la hoya del río Negro.
+RESUMEN DE COLOMBIA: LÍMITES, MONTAÑAS, RÍOS, CLIMA, PUEBLO, RAZAS / BOGOTÁ, SU SITUACIÓN, SU ASPECTO / PASEO POR LA CIUDAD / CASAS Y LUGARES, EDIFICIOS PÚBLICOS E IGLESIAS / LA VIDA CALLEJERA: TIPOS POPULARES / LAS BOGOTANAS / LA PLAZA DE MERCADO Y LA VIDA MATERIAL / ESTACIONES Y COSECHAS, FRUTOS Y PRODUCTOS, ARTÍCULOS ALIMENTICIOS Y ESTIMULANTES / CONDICIONES DE SALUBRIDAD
+EL EXTRANJERO QUE, DESPUÉS de un largo y costoso viaje, llega a la Sabana de Bogotá experimenta, antes que todo, una justificada sorpresa. Se ha dicho con acierto que la impresión que recibe una persona en tales circunstancias debe de parecerse a lo que se sentiría al pasar rapidísimamente de una selva del centro de África a una llanura de la Normandía. ¿Cómo es posible que tan penosos caminos conduzcan a una de las más importantes ciudades de Suramérica, donde habitan tantas personas ricas y cultas y donde se acumulan tantos capitales y tantos tesoros del espíritu? Ya en esto se muestra que Colombia es un país de violentos contrastes. Estos contrastes se hacen visibles en su misma configuración física, en las variedades climáticas, en las diferencias raciales, en su desarrollo etnográfico y político.
+Antes de entrar en la descripción de la capital, incluiremos aquí algunas referencias geográficas de carácter general que parecen convenientes para la comprensión de lo que ha de seguir. No se entienda por ello que este libro tiene el propósito de reunir toda clase de datos sacados de las obras científicas sobre el país para ofrecérselos al lector. Este, más bien, habrá de ampliar sus conocimientos acerca de Colombia sin más que seguir nuestras correrías, observar con nosotros y compartir nuestras propias experiencias. Valgan las indicaciones que siguen como mera preparación de estas excursiones.
+La República de Colombia se halla muy favorablemente situada, entre el Atlántico y el Pacífico, en el extremo noroeste de Suramérica —prolongándose por el istmo de Panamá hasta la frontera con Costa Rica en Centroamérica—; por el este, sudeste y sur limita con Venezuela, Brasil, Perú y Ecuador. Colombia comprende un territorio de 1.331.875 kilómetros cuadrados[21], con un perímetro de 9.915 kilómetros. Este territorio es, pues, unas dos veces y media mayor que Francia, veintitrés mayor que Suiza y cuarenta mayor que Bélgica. La longitud del litoral Atlántico, incluido el golfo del Darién, es de 2.252 kilómetros, y la del litoral pacífico alcanza los 2.595 kilómetros. Al país corresponden además una serie de islas con una superficie total de 6.525 kilómetros cuadrados.
+Toda la configuración de Colombia está condicionada por la peculiar estructura de sus montañas, especialmente por las cordilleras, o Andes, si prescindimos del macizo, completamente aislado, de la Sierra Nevada de Santa Marta, junto a la costa del Atlántico. Partiendo del sur, desde Ecuador, estos Andes avanzan hacia Colombia en dos cadenas, que en la meseta de Pasto se aproximan mucho entre sí, pero sin llegar a unirse, por lo que resulta inexacto haber hablado de Pasto, como de un único nudo montañoso, el San Gotardo andino. Y como además la Cordillera Oriental de las dos citadas vuelve a bifurcarse algo más al norte, en el Páramo de las Papas —4.400 metros de altitud, donde las papas crecen espontáneamente—, para Colombia se da una tripartición de los Andes en forma de abanico. La más occidental de estas tres cordilleras, separada del Pacífico por los valles de los ríos San Juan y Atrato, va a morir en el norte, al borde del golfo del Darién. Las montañas que rodean este golfo, al igual que las alturas del istmo de Panamá, no pertenecen ya a esa cadena, sino que se trata de sistemas aislados. La Cordillera Central es la más enorme y la más rica en metales; ella presenta las más altas cumbres, como son los volcanes de Puracé —4.900 metros— y Huila —5.700 metros— y la cima que ya admiramos cuando [relatamos] nuestra subida por Honda. Esta cordillera atraviesa el estado de Antioquia y se pierde en el estado litoral de Bolívar. Por último, la Cordillera Oriental es la única que presenta el sistema de las altiplanicies —entre ellas, las de Bogotá—, por partirse en el nudo de Sumapaz —4.560 metros— y ramificarse luego, en especial en el estado de Santander. Más al norte, una parte de esa cordillera separa al Magdalena del valle del Zulia y la zona de la bahía de Maracaibo, y se pierde en la península de La Guajira; otra parte avanza en dirección a Venezuela, en la que se introduce profundamente. La Cordillera Oriental es la más salubre y también la más poblada. En ella se levantan montes verdaderamente gigantescos. Así, según algunos, la Sierra Nevada del Cocuy o Chita sería la montaña más elevada de Colombia.
+Los Andes, casi por todas partes, atesoran metales diversos —hierro, cobre, plomo, etcétera—; especialmente grandes son las minas de oro y plata, en particular en el estado de Antioquia. Pero falta mucho aún hasta que esas minas sean explotadas por medio de la maquinaria más perfeccionada, que aplica la moderna técnica. Dignas de mención son todavía las minas de esmeraldas de Muzo (departamento de Boyacá), las más importantes del mundo.
+Las aguas cuyo curso determinan esas formaciones montañosas vierten en parte en el océano Pacífico —son unos pocos ríos, como el San Juan y el Patía— y en parte en el Atlántico. Cierto que algunos de los ríos que corren en dirección norte no van a desaguar en el mismo Atlántico, sino al golfo de México [sic] o al mar de las Antillas. Ejemplo de esto, aparte del caudaloso Atrato es el Magdalena, con su gran afluente, el Cauca —encajado este último entre las cordilleras Occidental y la Central, profundamente incrustado el primero entre la Central y la Oriental—. Esta Cordillera Oriental separa también el territorio andino de las inmensas extensiones de los Llanos o pampas, por donde se reparten la cuenca del Orinoco con sus afluentes principales, el Apure, el Arauca, el Meta y el Guaviare, y la [cuenca] del Amazonas con sus tributarios, río Negro, Caquetá o Yapura y Napo. Esta red fluvial es extraordinariamente rica; las cuencas del Orinoco y del Amazonas llegan a unirse, incluso, en la frontera de Colombia, por medio del Casiquiare. Condicionada por esta articulación orográfica e hidrográfica, la distribución del país se ha calculado como sigue: 805.640 kilómetros cuadrados, o sea casi dos tercios de la superficie total, corresponden a los Llanos; 408.875, o sea casi un tercio, constituyen terreno montañoso, con clima variable; 32.700 son las altiplanicies propiamente dichas; 24.600, las montañas frías e inhóspitas, o páramos[22]; 52.685, lagos, lagunas y pantanos.
+La situación ecuatorial del país, unida a la presencia de tan enormes cadenas montañosas cubiertas de nieves perpetuas, determina las más diversas gamas de posibilidades climáticas. Según las altitudes, predomina el paisaje tropical o el de montaña. Si bien las circunstancias locales de cada sitio dificultan realmente la división, se han distinguido tres grandes regiones: la región alta y fría —tierra fría—; la región media y de moderada temperatura —tierra templada—, y la región baja y cálida —tierra caliente—.
+Esta región tropical, que comprende las tierras de hasta 1.000 metros de altitud y cuya temperatura oscila entre los 23 ºC y 30 ºC, pero que a veces, especialmente en los Llanos, se eleva por encima de ese límite, la conocimos ya al realizar el viaje por el Magdalena. Aquí crecen las enormes palmeras, los grandes bananos, los mangos, la caña, el tabaco; aquí se cultiva el mejor maíz y el mejor arroz, el índigo, el algodón, el caucho, el marfil vegetal, la vainilla, las especies nobles y útiles de ceiba, higuerón, caracolí, guayacán, cumulá, los cedros…; todos estos árboles se presentan rodeados por monstruosas lianas, formando un conjunto abigarrado y revuelto. Aquí se encuentran también gran cantidad de plantas medicinales: la zarzaparrilla, el bálsamo de copaiba, el bálsamo de Tolú, la ipecacuana… Esta zona es el país de las selvas vírgenes, de las grandes plantaciones y pastos, de los bellos naranjos y limoneros.
+A la segunda región, la central, corresponden todas las comarcas que están, poco más o menos, a una altura entre 1.000 y 2.300 metros, o sea que se encuentran principalmente en las vertientes de las cordilleras. La temperatura media es de 17 ºC a 23 ºC. En esta tierra templada, parecida a Italia, el clima es suave y uniforme, sano y tonificante. Se asemeja algo al que reina entre nosotros hacia fines de mayo, cuando el año es cálido y hace bueno. En dicha zona media el cielo es radiante y el aire está saturado de los aromas de los frutales. Una rica flora, que incluye las orquídeas, nos llena de embeleso. Aquí encontramos los grandes helechos, la quinquina o árbol de la quina. En lugar de la papa o patata, se come la arracacha —algo entre nabo y zanahoria—, y en vez de los cereales, la yuca. Esta zona es la patria del café, de la caña de azúcar, de la batata, del maíz blanco, de la especie de banana llamada plátano guineo. Característicos de aquí son los grandes bambúes —guaduas—.
+Si avanzamos aún más hacia la altura, llegamos a la tercera zona, a tierra fría, que abarca en Colombia las partes del país comprendidas entre los 2.300 y los 4.300 metros. La temperatura media va aquí de los 5 ºC a los 15 ºC. La Sabana de Bogotá es un ejemplo típico de la llamada tierra fría. Aquí reina una eterna primavera; los días se parecen a los nuestros, tan magníficos, del tiempo fresco a principios de abril o de octubre. Aunque el cielo no resplandezca, está en todo caso, transparente y claro.
+Pero a veces ascienden de los valles vientos fríos y húmedos y las nieblas se deslizan a lo largo de las crestas montañosas. Esta zona es particularmente rica en plantas herbáceas y leguminosas, traídas aquí por los conquistadores españoles. Es el país clásico de la papa o patata, que en 1563 fue llevada a Europa por el inglés Hawkins. Aquí crecen el trigo, la cebada, la avena, la alfalfa, el trébol… Aquí florecen las rosas, los lirios, los claveles, las violetas, los geranios… Aquí se hallan también en su ambiente los sauces (Salix humboldtii)[23], los nogales, los cerezos, los manzanos y los melocotoneros.
+Pero ya a una altura de 3.000 metros resultan raras las plantas que hemos citado. En las comarcas despobladas de hombres, en las que sólo habitan las tempestades, surgen tan sólo pequeños helechos, líquenes, achicorias enanas, y esa planta de extraña forma, de la que se extrae trementina y que llaman frailejón. A los 4.300 metros de altitud se acaba toda clase de vegetación. Pero hasta los 4.700 o 4.800 metros, o sea por encima de nuestros altivos Alpes, no comienza el límite de las nieves, el cual dominan algunos majestuosos gigantes de las cordilleras Central y Oriental. Sobre el blanco sudario de estos paisajes tropicales de montaña, sólo el cóndor flota audaz en los aires.
+Por lo que toca a las excelencias o desventajas del clima de las diferentes regiones, y también en cuanto a las distintas enfermedades endémicas, queremos guardarnos de generalizar en demasía, y así traeremos sólo nuestras observaciones con referencia a las descripciones de los puntos y comarcas que visitamos. De un modo amplio puede decirse, sin embargo, que el país es sano allí donde el hombre lo ha hecho sano mediante su trabajo y civilización. Regiones propiamente insalubres, peligrosas en tal sentido, sólo las hay en Colombia en el Chocó, en la porción septentrional del valle del Magdalena, en el estado de Bolívar y en los Llanos.
+Como es natural, la mayor o menor protección del hombre contra las enfermedades depende también, en gran parte, de las estaciones del año. En los textos escolares se suele simplificar mucho este capítulo de la geografía cuando se escribe que en Colombia alternan, y ello dos veces al año, dos estaciones: el tiempo seco y el de lluvias. El verano reinaría en los meses de diciembre, enero y febrero, y luego otra vez en junio, julio y agosto; el invierno o estación lluviosa sería durante marzo, abril y mayo, y después en septiembre, octubre y noviembre. Ni siquiera ese relevo de verano e invierno es, en modo alguno, cosa de tanta regularidad. Según veremos, existen regiones, como los Llanos, donde llueve mucho más de seis meses al año; y por el contrario, hay comarcas que son relativamente secas durante el tiempo considerado como lluvioso. Hasta en un mismo y determinado lugar se producen grandes oscilaciones y desplazamientos de las estaciones del año.
+Parque del Centenario en Bogotá
+La población de este enorme territorio llega sólo a unos ocho millones. Pero hay que considerar que, de toda la extensión del país, sólo un tercio, aproximadamente, se halla más o menos habitado y cultivado; casi un millón de kilómetros cuadrados son tierra deshabitada y baldía. Así acontece que algunos lugares tienen tanta densidad de población como Francia, que la mayor parte de los habitantes se reparten entre los 800 y los 2.800 metros de altitud, en tanto que grandes superficies, en especial las depresiones, están cubiertas de selva.
+La población se compone de tres razas y sus diferentes mezclas. Las razas son: la americana o india, cuyo origen se busca en el propio continente o también en la raza chino-mongólica. Estos aborígenes constituyen del 30 al 35 por ciento de la población total y se encuentran principalmente en las altiplanicies y en las faldas de las cordilleras. La mayor parte de ellos están civilizados; sólo 200.000 indios viven en estado de primitivismo y son los salvajes de los Llanos, de las llanuras pantanosas del Chocó, al norte, en los valles del Atrato y en torno al golfo del Darién, y, por último, en la península de La Guajira.
+El segundo lugar corresponde a la raza negra. Los negros, traídos de África como esclavos a principios del siglo XVI para realizar en minas y plantaciones los trabajos que resultaban insanos para los indios, representan aproximadamente una décima parte de la población del país y se hallan en las depresiones y en las regiones más cálidas, en la costa y en las riberas de los ríos.
+La tercera raza, finalmente, son los blancos, o sea los europeos inmigrados desde la Conquista, especialmente españoles y sus descendientes. Como falta toda estadística sobre la cifra de los inmigrantes —y más aún de las mujeres europeas llegadas al continente, si bien el número será relativamente bajo—, y como también muchos españoles regresaron a su patria después de enriquecerse, no es posible determinar con certidumbre la proporción numérica de la raza blanca. En todo caso, existe mucha menos población blanca pura de lo que el orgullo de los colombianos quiere admitir. Algunos suponen tan sólo un 5 por ciento, aproximadamente, del total de los habitantes. De seguro que el cálculo es bastante alto cuando se estima en una décima parte de la población el número de los criollos, o sea la gente de pura ascendencia europea, pero nacida en América. Tampoco hay que pasar por alto a este respecto que los inmigrantes eran asimismo muy diversos en cuanto a su origen y carácter. Los mismos españoles no son en absoluto una raza unitaria. Sangre árabe y judía se mezcló a la base étnica, especialmente en el centro y sur de España, y, por lo demás, andaluces, castellanos, aragoneses, catalanes, vascos, navarros, gallegos… son tipos fundamentalmente distintos.
+El resto de los habitantes, del 45 al 50 por ciento, está integrado por la población de mestizaje: mulatos, mezcla de raza blanca y negra; mestizos, de raza blanca e india, y zambos, de raza negra e india. Los más numerosos, naturalmente, son los mestizos.
+Ya disponemos, pues, del marco de generalidades en el que puede aparecer con claridad la imagen de la situación, del aspecto exterior y de la vida de la capital, Bogotá.
+Fundada en 1538 por uno de los conquistadores españoles, Quesada —sobre esta admirable fundación volveremos más adelante—, la ciudad, ya en 1540, recibió de Carlos V su fuero urbano con el título de «muy noble, muy leal y más antigua», así como el nombre de Santafé de Bogotá, este último en recuerdo del lugar de recreo de los zipas, jefes de los chibchas, o sea los aborígenes, y que se llamó Bacatá —«límite extremo de los campos»—. Después de ciento treinta y cinco años, Bogotá tenía 3.000 habitantes, y sólo en 1797 alcanzaría la cifra de 17.000. Pero en 1881, una guía directorio calculaba la población en 84.000, repartida en 39.000 hombres y 45.000 mujeres. Según el último censo, 1929, los habitantes eran ya 224.000.
+Joven criollo
+Bogotá se halla a 4º36’6” de latitud norte y a 67º34’8” de longitud este del meridiano de París. La diferencia entre Bogotá y París es de cinco horas, seis minutos y diecisiete segundos. Bogotá es la capital de la República y, al propio tiempo, del Estado de Cundinamarca. Este último nombre, de origen indio, parece significar «región alta donde impera el cóndor o el águila». De este modo quisieron los habitantes primitivos designar a los conquistadores la Sabana de Bogotá y el imperio de los chibchas. Bogotá es además sede archiepiscopal. La ciudad se halla a una altura de 2.611 a 2.700 metros sobre el nivel del mar, o sea unos 300 metros más alta que el Niesen, en los Alpes Berneses. La temperatura media de 13 ºC. La máxima, 22 ºC; la mínima, 6 ºC. Sólo excepcionalmente desciende el termómetro a cero grados y el agua se condensa un poquito. Las chimeneas, por ello, no son necesarias en Bogotá.
+Hacia el oeste se extiende la ancha Sabana. Bogotá, pegada a la Cordillera Oriental de los Andes, que la separa de los Llanos, de la cuenca del Meta y Orinoco, se extiende principalmente hacia el norte y el sur. Sobre Bogotá la cordillera parece hacerse más compacta y más elevada; allí se forman cortos valles transversales y depresiones, de los que salen cuatro torrentes que atraviesan o bordean la ciudad: los ríos de Fucha, San Agustín, San Francisco y del Arzobispo. Sobre estos ríos o torrentes, que, según la estación del año, llevan un potente caudal o están casi secos, existen algunos puentes que unen los diferentes barrios de la ciudad. La principal de estas depresiones, la formada por el río San Francisco, deja abierta una brecha o boquerón. La elevación rocosa situada al norte de él, que se levanta en pendiente muy empinada, se llama Monserrate. Está a 521 metros sobre la ciudad, o sea a 3.165 metros sobre el nivel del mar, en tanto que el monte del sur se denomina Guadalupe, y tiene una altitud de 3.255 metros —610 metros sobre la ciudad—. En lo alto de cada una de ambas montañas, que descienden al valle con vegetación y formas semejantes a las de los Pirineos, existe una capilla, visible a mucha distancia. Pero de ambas, sólo la de Monserrate, que tiene un Cristo milagroso, convoca el domingo a los fieles y penitentes, o una vez al año a los que allí se reúnen en romería; las campanas se escuchan desde el valle. Inmediato a la salida del Boquerón se halla el barrio del norte, llamado Las Nieves.
+La ciudad propiamente dicha se ha extendido más hacia el sur, recostada en el Guadalupe, cuya pendiente desciende de modo mucho menos abrupto, formando además diversas colinas intermedias antes de entregarse definitivamente a su destino, la llanura, que todo lo iguala y nivela. Sobre esas colinas se alzan también algunas capillitas de blancos muros, que contempladas desde abajo hacen la impresión de pequeños castillos o palacetes y constituyen en el paisaje un aliciente muy poético y gracioso.
+De acuerdo con esta topografía, la división y demarcación de la urbe se configura de un modo sencillo y casi monótono en su regularidad. Las vías que se dirigen de sur a norte, y por las cuales se desenvuelve principalmente el tránsito, se llaman carreras; las que cortan a estas en ángulo recto y que van del oeste al este, ascendiendo hacia el monte en cuestas bastantes acentuadas, reciben el nombre de calles. Todas las vías son estrechas, para nuestros módulos habituales; tienen sólo cinco a ocho metros de anchura y sus aceras son angostísimas. Por el centro de casi todas las calles que bajan del monte corría entonces el llamado caño, una zanja de desagüe, descubierta, pequeña y de escasa profundidad. Estos caños, especialmente durante las sequías prolongadas, exhalan horribles olores y se desbordan frecuentemente con los formidables aguaceros, convirtiéndose en verdaderos torrentes y dificultando también el tránsito. Por la mitad de los años ochenta se comenzó poco a poco con la canalización de la ciudad, obra, por supuesto, muy costosa, al tiempo que se construía un sistema de cloacas. Hoy día han desaparecido en su mayor parte aquellos caños, si bien se escuchan continuamente quejas sobre lo reducido de la red de tuberías.
+Las casas, vistas por fuera, son en su mayor parte feas e insignificantes. Sus ventanas están provistas de rejas combadas hacia afuera en su parte inferior. Algunas pocas tienen miradores. Casi exclusivamente en las dos vías principales, la Calle Real y la Calle Florián, hay que destacar una serie de bonitos edificios, aunque, por lo angosto de esas calles, no lucen como debieran. La mayoría de las casas constan de una planta única, hay también bastantes de dos pisos, pero pocas de tres. Las casas de mayor altura son excepción en Bogotá, por miedo a los terremotos y temblores. Durante mi permanencia allí, se produjeron dos temblores de tierra de cierta intensidad y duración, y noté con bastante claridad esa sacudida del cerebelo que Bain[24] considera y diferencia como una especial sensación fisiológica.
+En los barrios extremos las casas no son sino cabañas, de modo que el que hace su entrada a Bogotá por cualquiera de sus cuatro costados no puede substraerse a la penosa impresión que provocó la exclamación del señor Cané: Mais c’est un faubourg indien![25]. De puerta de esas cabañas hace una pared, realmente muy española[26], de lienzo tensado en un marco, que permite tener una idea del triste interior. De ventanas encristaladas, no hay que hablar; los agujeros de ventilación se cierran con batientes de madera. La gente pobre construye sus viviendas con bloques de tierra desecada —adobes—; la mayor parte de las casas son de ladrillo, ya que la piedra, debido a los malos medios de transporte, ofrece grandes dificultades para ser traída a lomo de mula. Por esta misma razón, sólo las calles principales disfrutan el privilegio de un empedrado sólido. Las cubiertas son de tejas curvas superpuestas en dos hiladas.
+En el centro de la ciudad se halla la Plaza de Bolívar, o de la Constitución, un cuadrado de 80 metros de lado. En medio se alza la muy lograda estatua en bronce del gran Simón Bolívar[27], el Libertador —fallecido en 1830—. Tenerani[28] modeló en Europa esta escultura[29]. En torno al monumento se han dispuesto unos bellos jardines, donde crecen flores durante todo el año. La plaza ofrece un excelente aspecto. Por el este la limita la Catedral, de amplia fachada y con dos torres, coronada por una cúpula. El interior, para mi gusto, no puede llamarse magnífico ni bello. Las tres naves se hallan separadas por poco graciosas columnas de 13 metros de altura con capiteles dorados, lo que parece un escenario sobre la ornamentación corintia, lo único que por su belleza de formas produce algún efecto. Lateralmente se han dispuesto además seis diferentes capillas y muchos altares y cuadros. Separada sólo por una casa cural, se alza la Capilla del Sagrario, cuya cúpula se hundió a causa del terremoto de 1827, destruyendo desgraciadamente el altar mayor con sus columnas adornadas por conchas de tortuga y mármoles. Por supuesto, ha sido bastante restaurado. En la capilla cuelgan cuadros del pintor colombiano Vásquez[30].
+Ante la Catedral y a lo largo de todo el frente oriental de la Plaza de Bolívar, corre una especie de terraza a la que se asciende por escalones. Es el Altozano, lugar de encuentro y mentidero de todos los políticos y charlatanes de la ciudad.
+La parte norte está limitada por casas particulares. Frente a la Catedral, o sea al lado occidental de la Plaza, estaban los Portales, un vasto edificio de no mucha altura —tres plantas—, bastante imponente al contemplarlo a distancia, pero, de cerca, muy tosco y mal hecho[31].
+Al lado sur está el edificio del gobierno, el Capitolio, comenzado ya en 1849, pero no terminado todavía. Y tampoco es muy fácil que se lleve pronto a feliz término, pues la obra amenaza ya ruinas por algunas partes. La arquitectura es del más extraño gusto. Las dos alas del edificio estarían muy bien para alguna de nuestras construcciones escolares, pero el tejado —no sabemos si se trata de algo provisional— es plano y lleva un alto friso sobre cuyo extremo sur, solitaria y tediosa, se ve una estatua que anhela soñadamente la llegada de sus vecinas. Unida por medio del friso con las prosaicas alas laterales, se alza en el centro una serie de columnas, en forma de pórtico y tras ellas se ven otras hileras más. Se pensó en construir este vestíbulo de modo que penetrara en la plaza, pero la fealdad e imperfección de todo el edificio no hubiera desaparecido con ello. En el patio, al que se llega a través de las hileras de columnas, hay una buena estatua en bronce del general Mosquera[32], quien después de tres años de sangrienta guerra civil dio la victoria al Partido Liberal el año 1863. En las alas laterales se hallan instaladas diversas oficinas del gobierno. Se trata de salas de elevado techo, frecuentemente ornamentadas con muy bellos estucos y magníficas pinturas. En la planta baja, detrás del patio, estuvo durante bastante tiempo el salón de sesiones del Senado, y en el primer piso el Salón de la Cámara de Diputados, que esta hubo de abandonar en vista de sus malas condiciones acústicas. No se han regateado en esta construcción grandes sumas ni buena voluntad, pero sólo un mediano resultado logró alcanzarse. Esta es la plaza principal de la ciudad.
+De las restantes plazas, enumeramos las que siguen: la de San Victorino, que se distingue por una gran fuente; la de los Mártires, rodeada de casas muy humildes, pero que tiene un bello jardín. En el centro se alza un obelisco con las estatuas de la justicia, de la paz, de la libertad y de la fama y rodeado de urnas. En el obelisco figuran lápidas de mármol en recuerdo de los mártires de la guerra de Independencia. Al que modeló estas estatuas, más vale que no le pida cuentas la Diosa de las Artes. Sin embargo, aquella plaza me hizo siempre una impresión solemne. Se halla santificada por la sangre de los luchadores de la libertad. Después de que la ciudad, el 20 de julio de 1810, se alzara en abierta rebelión, expulsando al virrey y estableciendo un gobierno provisional, en 1816 fue conquistada de nuevo por los españoles, que pasaron aquí por las armas a ciento treinta y cinco ilustres ciudadanos, entre ellos también algunas mujeres. El 20 de julio es hasta hoy la principal fiesta nacional colombiana.
+Un agradable contraste con lo anterior es el que presenta la Plaza de Santander, un pequeño pero muy bien cuidado parque con bellas verjas, en el centro del cual se halla el monumento del general Santander[33], bizarro y enérgico organizador de la nueva República, y su presidente hasta 1837. Es asombroso ver con la rapidez que crecen los árboles de estos parques. Hay que anotar que en Bogotá y sus cercanías se planta en especial el eucalipto, por razón de su frondosidad y porque en pocos años alcanzan gran altura. Este árbol, con el que deberían repoblarse también las peladas alturas que dominan la ciudad, tiene el único inconveniente de echar raíces demasiado fuertes y extensas, las cuales minan materialmente los cimientos de las casas.
+Muy linda también es la Plaza del Centenario, o de San Diego, situada en el sector norte de la ciudad y que forma un bello jardín en cuyo centro se erigió un pequeño templete de la Victoria, destinado a cobijar una estatua del Libertador.
+Catedral de Bogotá
+Bogotá no tiene, pues, edificios especialmente notables, a no ser que se cuenten entre ellos, desde el punto de vista confesional, las iglesias, que son treinta y dos, además de doce capillas y oratorios, así como una pequeña capilla presbiteriana. Exteriormente son, en su mayor parte, construcciones feas, que no presentan, en absoluto, ningún estilo arquitectónico. Sólo San Carlos —hoy San Ignacio— se distingue por su magnífica nave, y la iglesia La Tercera, por sus tallas, que un bárbaro cabildo hizo cubrir de revoque. Merecen citarse, por lo demás, los grandes edificios conventuales. En el año 1861 había en Bogotá ocho conventos de frailes y seis de monjas; todos ellos fueron suprimidos. El general Mosquera los destinó a alojar organismos y dependencias oficiales.
+Eucaliptos
+De este modo se instalaron: la Biblioteca Nacional, en cuya planta baja se encuentran el Aula Máxima de la Universidad y el Museo; la Universidad misma, repartida entre el antiguo convento de jesuitas —San Bartolomé— y Santa Inés; la Escuela de Maestras, en Santa Clara; el Correo y el Banco Nacional, en Santo Domingo. San Agustín y San Francisco se convirtieron en cuarteles. Estos dos últimos edificios fueron utilizados también por la Gobernación del estado de Cundinamarca. Todos los conventos citados tienen igual carácter en cuanto a la construcción. Rodean uno o varios patios cuadrados, en torno a los cuales corren galerías semejantes a claustros. Algunos de estos patios, como por ejemplo el de Correos, están adornados por bellos jardines.
+Mencionaremos finalmente el Observatorio, una torre con aspecto de fortificación, situado según unos a 2.615 metros de altitud, según otros a 2.632, y fundado en 1802 por Mutis[34]. Toda vez que su situación es extraordinariamente favorable para la observación del firmamento, tanto al norte como al sur, este observatorio debió haber dado mucha fama a Bogotá; pero es sólo una estación meteorológica. Faltan los instrumentos necesarios, y la publicación Papel Periódico decía acertadamente en 1884: «Encontramos inadecuado y deshonroso vanagloriarnos de un observatorio donde falta casi todo lo que se precisa. Pudiera ocurrir que de pronto subiera una comisión astronómica a Bogotá y se encontrara con nuestra abandonada torre».
+Tan modesto como el Observatorio es el Palacio del Presidente, mansión que este debía habitar entonces con carácter oficial. Se halla en una calle lateral, y exteriormente no hace ningún especial honor a su denominación, pues se trata de una sencilla casa blanqueada de ventanas pequeñas e irregulares y una entrada de ciertas proporciones. En la planta baja hay un cuerpo de guardia. En la inmediación de este edificio se encuentra el teatro, en aquel entonces insignificante y hoy convertido en un lujoso coliseo, en el que se hicieron exageradas inversiones[35]. Debemos hacer mención todavía de una diminuta casa situada en la esquina de la Plaza de las Nieves, con un balcón muy característico de la época de Felipe II. Fue en tiempos el «Palacio» de los Virreyes[36].
+Cerramos esta descripción con el Panóptico, o presidio, a un cuarto de hora de la ciudad, y que presenta la traza de una construcción circular con rotonda y alas confluentes en forma de estrella, según el modelo de la prisión celular de Filadelfia.
+Quien contempla la ciudad desde un camino que discurre a unos cien metros de esta, no puede sustraerse a una sensación de melancolía ante la vista de aquella confusión de tejados, de aquel apiñamiento de calles, de plazas relativamente pequeñas. En verdad, la distancia entre esto y nuestras abiertas y claras ciudades europeas produce un efecto de opresión. Pero la situación de Bogotá tiene también sus bellezas. En particular la luz que da sobre la cadena montañosa que se desploma hacia el valle, es muy cambiante a cualquier hora del día y constituye un verdadero deleite para la mirada del suizo. A veces se ofrece el mismo espectáculo de luces que es propio del verano en nuestro país, cuando los montes parecen retirarse y se presentan menos fuertemente modelados. Otras veces, hacia la caída del Sol, las alturas se envuelven en un particular ambiente otoñal, y las formas de los peñascos destacan nítidas como los Alpes en los días septembrinos. Y otras veces, también, las montañas respiran frescura primaveral y apacible resplandor de mayo. Esta variedad de las luces, que en Bogotá puede gozarse en el espacio de un solo día, mientras que en nuestras tierras se halla repartida en las diferentes estaciones del año, desagravia en cierto modo a los montes por la pérdida del adorno de sus árboles, total y bárbaramente talados, y también por lo mezquino de la vegetación que los viste apenas de una delgada capa verde.
+Después de este recorrido, volvamos a las calles de Bogotá en busca de ambientes y tipos.
+¡Qué gran diversidad, sobre todo en los carruajes! Grandes bueyes, la cerviz uncida bajo recio yugo, tiran emparejados de las carretas usuales en la Sabana, esos pesados vehículos provistos de dos ruedas grandes y macizas. En especial la calle que conduce al mercado, se encuentra atestada de estos vehículos. Los demás medios de transporte son poco numerosos. De cuando en cuando se ve un enorme ómnibus que lleva al campo una familia o un grupo de amigos; son monstruos con capacidad hasta para doce personas y en los que existe el peligro de marearse. Hay también unos viejos cajones con aspecto de coches, en los cuales se hacinan cuatro personas.
+Coches modernos o calesas, eran muy escasos en Bogotá por aquella época. El presidente de la República salía en un vehículo de apariencia bastante noble, semejante a los coches de bodas. Recuerdo todavía muy bien el revuelo que provocó la aparición de un coche de verdadera calidad ante la casa del cónsul alemán, señor Koppel[37], el año 1882, y la gran admiración que despertó. ¿Qué hay en eso de extraño si se considera que en Bogotá se ve todavía hoy un artefacto, la litera o silla de manos, que fue honra singular de tiempos remotos? Estos cajones, sin más claridad interior que la mezquina luz que otorga una ventanita —encortinada, para colmo—, los transportan dos hombres fornidos y sirven para llevar a personas enfermas o delicadas, a damas y ancianos. En la revolución de 1885 —así me lo refirieron— los cabecillas del partido radical que dirigían el movimiento revolucionario contra el gobierno, y los cuales no se pudo capturar pese a todos las pesquisas, hacían visitas a sus partidarios sirviéndose de estas literas. El secreto, como es natural, estaba en poder de sólo unos pocos; de lo contrario, hubiera sido detenida el arca de los conjurados y apresados sus ocupantes.
+Como revancha de la curiosidad con que es observado, examinado y criticado todo forastero y recién venido, deberán ahora desfilar ante nosotros los diferentes personajes callejeros de la ciudad. La vida en las calles es muy animada, ya por el hecho de que los comercios se hallan abiertos a la vía pública por una o dos puertas muy anchas. Las tiendas y almacenes de pequeña o mediana categoría carecen de escaparates, de manera que una parte de su actividad se desarrolla en la calle misma.
+Es notable, ante todo, que en Bogotá raramente se ven negros. A ello hay que agregar —yo he observado efectivamente este fenómeno y podría citar nombres— que cuando un negro permanece largo tiempo en la Sabana, el color de ébano de su piel se substituye por un tono achocolatado o por un oscuro gris ceniciento. Semejante influjo empalidecedor de la tez lo ejerce, por lo demás, en todos los otros casos la considerable altitud de Bogotá. Como ya vimos, la raza blanca no se halla representada aquí en número muy grande. A menudo hube de sonreírme cuando alguna familia bogotana me detallaba su blanco árbol genealógico y entraba de repente un miembro de la familia que presentaba un color de la piel o un matiz del pelo acreditativos de raza india, deshaciendo así toda la teoría. En efecto, la gran mayoría de los habitantes de Bogotá que se ven por sus principales calles son mestizos de indio y blanco; mas el grado de mezcla no destaca demasiado marcadamente, pues la mitad de las personas tienen la faz bastante blanca o blanca del todo y no se diferencian por ese detalle de nuestros rostros europeos, que también presentan muchos y variados tintes.
+Criollo
+Estas gentes, cuya sangre española se halla mezclada con más o menos gotas de sangre india, tampoco en la indumentaria se distinguen en modo alguno de los europeos, y, por el contrario, tratan de superar a estos en el refinamiento de su aspecto exterior. En efecto, al extranjero le llama inmediatamente la atención el gran número de señores ataviados con elegancia y finamente compuestos. Allí se ve a los comerciantes, reunidos en grupos en la calle, ante los edificios del gobierno o a la entrada de los bancos. Y luego la caterva de los políticos, gentes desocupadas y sin profesión, la plaga de este hermoso y buen país, que acaso antes, bajo aquella o la otra administración, han ostentado un cargo oficial y que ahora están a la espera y urden intrigas hasta que un nuevo periodo, de los que ordinariamente cambian la provisión de todos los cargos, les vuelva a colocar en algún empleíllo. Se ve también a los estudiantes universitarios y alumnos de los diferentes centros de enseñanza media; todos ellos gustan de vestir bien y no les desagrada la vida callejera. Hay que agregar la gran legión de los poetas, los muchos maestros y catedráticos, los periodistas, abogados, médicos, agentes, etcétera, sin olvidar a aquellos privilegiados que no hacen nada absolutamente y cuya atildada y compuesta apariencia es el mayor misterio del mundo. Menos monótono resulta el atuendo de los que se envuelven en la capa española y saben llevarla bien, cosa no muy fácil. Entre los criollos abundan las figuras nobles y hermosas; hombres de complexión fuerte, pero fina, de tez transparente, ligeramente tostada, bella nariz, abundoso cabello negro y oscura barba; de cuando en cuando se ven también rubios —monos— de aspecto normando. Su paso es elegante, su voz agradable, su habla vivaz, teñida de cierta indolencia. En todo su aspecto hay algo sereno, abierto, cordial, simpático.
+De vez en cuando pasan jinetes, con su pintoresco traje de montar o con indumentaria de viaje, cabalgando sobre corceles, las más de las veces, de buena raza, pequeños, esbeltos y de soberbios cuellos.
+El traje de montar europeo empieza a introducirse poco a poco y sólo se lleva para cabalgadas por las cercanías de la ciudad. Otras personas montan sin ningún atavío especial, como hacen los médicos, que se sirven del caballo, incluso por las mismas calles de Bogotá, para realizar más prontamente su visita. Y también alguna vez se ven amazonas, elegantes y diestras en el dominio de sus cabalgaduras.
+Las jóvenes bogotanas de raza blanca que encontramos cuando van de compras o a la iglesia pueden calificarse, en su mayoría, de muy hermosas. Son pequeñas, pero de elegante figura, la que, sin embargo, no se manifiesta suficientemente, debido a que la bogotana viste por la calle de modo muy sencillo; y de negro. Sus atavíos más lujosos los reservan para el salón o el teatro. Del torso a la cabeza, a veces envolviendo a esta enteramente, cumple su cometido la inevitable mantilla, frecuentemente ornada de preciosos encajes, y cuyos delicados pliegues insinúan lo inaccesible, accesible al propio tiempo, de su condición. A través de esta negra veladura, mira el expresivo rostro. El cutis de las auténticas bogotanas, cuyas familias residen desde mucho tiempo en la capital, es pálido, transparente y mate. Las muchachitas cuyos padres se desplazaron del campo a la ciudad desde hace una o dos generaciones se distinguen por sus mejillas rojas y de suma delicadeza, que florecen como rosas sobre la tez blanca. Los ojos, siempre fascinadoramente bellos, amables y un algo burlones, son castaños o negros y muy brillantes. Las trigueñas y las rubias abundan menos.
+Las señoras mayores y las matronas, a las que desatentamente no he nombrado hasta aquí, van también de negro, color que, por supuesto, les sienta muy bien, y no tienen nada que envidiar a las europeas ni en dignidad ni en nobleza de talante.
+Mucha menos atención dedica el forastero a los pobres indios de raza pura, atraído principalmente por la contemplación de la gente blanca o mestiza. El forastero siente instintivamente que se encuentra, más que frente a seres individuales, frente a una masa que gusta de deslizarse lo más silenciosa y humildemente. El indio, «civilizado» y «convertido» al cristianismo, lleva toscos calzones de un tejido de fabricación casera. Su camisa está casi siempre sucia. Sobre ella viste la ruana, prenda cuadrada, fuerte y de color oscuro, con una abertura en medio, por donde se introduce la cabeza —el poncho mexicano—. El indio va descalzo o lleva una especie de sandalias —alpargates—. Predominan los hombres de constitución fuerte, de tez de tono cobrizo o aceitunado, cabello lacio y corto, escasa o ninguna barba y ojos vivos que expresan su carácter astuto, algo indolente y muy desconfiado. Las indias jóvenes raramente rebasan la estatura mediana, pero tienen bastante buena figura, si bien son algo toscas y torpes. Los rasgos y expresión del rostro presentan caracteres de gran regularidad y hasta de hermosura, y el pelo, aunque no muy cuidado, es bello y negrísimo. Su indumento es de lo más sencillo; el torso se cubre con una simple camisa, o a veces con una tosca mantilla negra.
+En la ciudad las indias trabajan como sirvientas y lavanderas, y entonces van mejor vestidas y más limpias. Pero las viejas presentan un aspecto de lamentable abandono y de suma fealdad.
+A los indios se les ve en los barrios extremos, agrupados a docenas en algunas de las muchas tabernas o tiendas, de pie junto al mostrador tomando la bebida popular, la chicha, un líquido amarillo y espeso, parecido al vino nuevo y hecho de maíz fermentado; es de fuertes efectos embriagantes. A veces los vemos conduciendo por la ciudad sus mulas, estas bajo el peso de grandes cargas. Otros llevan a cuestas jaulones con gallinas o cargamentos de leña, carbón u otras mercancías. El correspondiente fardo lo sujetan con una correa que se apoya sobre la frente. Curvados, con un paso ligero y corto como un trotecillo, caminan hacia la plaza del mercado, donde constituyen el elemento humano más numeroso y donde se muestran en su ambiente y algo más desenvueltos. El ruido que reina allí se parece al zumbido de una colmena.
+La plaza del mercado nos da ocasión de pasar a la pintura de la vida material en Bogotá. Esta se halla en dependencia, naturalmente, de las especiales condiciones climatológicas. Ya señalamos brevemente que en Colombia se suceden, en general, dos únicas estaciones: la seca y la lluviosa. En la altiplanicie bogotana, la primera época de lluvias comienza a mediados o finales de febrero. Pero sería erróneo suponer que durante ese tiempo esté cayendo agua continuamente. Lo que suele producirse son violentas precipitaciones en forma de aguaceros entre truenos y relámpagos. Durante una hora el cielo suelta todas sus esclusas; luego, por lo común, aclara completamente. Sólo una vez, en toda mi permanencia, llovió ininterrumpidamente en Bogotá durante unas treinta y seis horas. A veces cae también granizo de gran tamaño, así que algunos de los cerros que dominan la ciudad quedan revestidos de blancor, bajando mucho la temperatura. Un día vi en los patios de varias casas una capa de granizo de un pie de espesor. Es curioso anotar que la gente pobre recoge el producto de la granizada, y entonces hay helado en Bogotá, pero no procedente de ninguna de las fábricas de hielo.
+Pila (fuente) del padre Quevedo en Bogotá
+Este tiempo de las tempestades de lluvia se prolonga hasta entrado el mes de mayo. En junio, julio y agosto, por lo común, hace buen tiempo; pero en esa época caen sobre Bogotá, especialmente en junio y julio, los llamados páramos, lloviznas extremadamente frías. Las densas masas de humedad que se elevan de los Llanos son empujadas sobre las cordilleras por los vientos del este. Allí, con el frío reinante sobre las cumbres, esas masas adquieren la suficiente condensación y peso y se convierten en finas precipitaciones en forma de chubascos.
+Figurines de indígenas
+En septiembre debería iniciarse de nuevo el verdadero tiempo de lluvias; pero a menudo la época seca se continúa hasta el mismo mes de octubre, de modo que la Sabana aparece agostada y los ganados se debilitan y enflaquecen terriblemente a causa de la falta de agua. Mas en circunstancias normales el invierno, o estación lluviosa, llega en septiembre y dura los meses de octubre y noviembre hasta principios de diciembre. Este último, así como enero y febrero, son los meses más bellos y claros de todos, pero sus mañanas son también las más frías del año. En diciembre la temperatura media es de 14 ºC; en febrero, de 16 ºC. En estos meses el cielo brilla con un azul soberbio y de suma diafanidad. En el resto del año, la atmósfera experimenta las más variadas transformaciones, pues como Bogotá recibe además, traídos por el viento, los vapores que se levantan sobre las cálidas zonas del Magdalena, tan pronto densas nubes oscurecen una parte de la Sabana como vuelve a aclararse el cielo, radiante y limpio.
+De acuerdo con las dos estaciones del año, en la Sabana se dan también dos cosechas. Se siembra a fines de febrero para recoger en julio; se vuelve a sembrar en septiembre y se cosecha nuevamente en enero. Si a esta riqueza natural de la Sabana se agrega la circunstancia de que a la capital pueden ser traídos los productos, no sólo de la zona templada, sino también de la tórrida de las vertientes de la cordillera que descienden hacia el Magdalena, lo mismo que de los cálidos valles de los afluentes del Orinoco, y ello en tiempo relativamente breve mediante el transporte a lomo de mulas, se comprenderá que el mercado de Bogotá es uno de los más ricos que puede poseer ciudad alguna del mundo. Encontramos allí fresas silvestres y gruesos fresones, moras de zarza, una especie de cerezas salvajes, melocotones y ciruelas, manzanas, piñas, mangos, cocos, melones, sandías, pepinos, granadas, granadillas —fruto sabrosísimo, que es lástima no tengamos en Europa—, chirimoyas —con su rico perfume—… toda una larga serie de frutos de nombres enteramente exóticos; y además, higos, naranjas abundantísimas, limones, dátiles, el rico aguacate —o «manteca vegetal», que recibe su nombre del francés Avocat[38]—, curubas, tunas, nísperos, mameyes, zapotes, anones, uchuvas, papayas, guanábanas, mortiños, guamas, guayabas, caimitos, madroños, hicacos, etcétera. Tomates, tamarindos, calabazas, y toda suerte de flores y plantas medicinales. Y hay cebollas, ajo, col, coliflor, espárragos, nabos, zanahorias, remolachas, rábanos, chicorias, pimientos, lechuga, alcachofas, etcétera. Junto al trigo se vende maíz, estupendas papas y batatas, arracachas, yuca y maní o cacahue[te], además de arroz, guisantes, alubias o fríjoles, lentejas, avena, caña de azúcar, cacao, café, tabaco, anís, linaza, lo mismo que mantequilla, queso blanco y salado, huevos, grasa, cera, jabón. Está allí también a la venta la excelente carne de Zipaquirá, una enorme cantidad de aves, pescado seco del Magdalena y el pescado fresco llamado capitán, del río Funza, y que bien preparado resulta bastante sabroso. Se venden liebres y conejos; azúcar, panela, sal; y paños de fabricación campesina, y cintas de las clases más diversas, y pañuelos, sombreros de paja, velas de sebo en grandes cantidades, espejitos, juguetes para los niños indios… Y, en abigarrado desorden, vajilla, cordones, sacos, sandalias, correas… El trato y el regateo se desenvuelven con gran viveza. El lenguaje de las vendedoras es aquí, como en otras partes, un tanto subido de tono. Mucha importancia tiene también el aguardiente que se bebe en las tabernitas vecinas.
+El mercado se halla establecido bajo grandes cobertizos y está en bastante buen estado de limpieza, pero se echa en falta a los gallinazos, que se encargarían de acabar con todas las sobras y desperdicios. Esos dignos representantes de la policía sanitaria en Suramérica han sido casi eliminados en Bogotá por las pedradas de los traviesos muchachos, y la ciudad sufre de su ausencia. En general, faltan allí los pájaros; sólo el pequeño y pardo gorrión, tan confiado, puede verse por la ciudad.
+Con este abundante mercado resulta fácil preparar una mesa verdaderamente buena; en efecto, en las casas de las familias acomodadas se come excelentemente. Deliciosos son en especial los postres, por la variedad de los frutos conservados —dulces— y de los frutos frescos. Los muchos platos azucarados o golosinas que al principio resultan extraños al europeo, terminan sabiendo muy bien, particularmente si se toma a continuación un vaso de agua fría, que a su vez halaga como exquisito complemento al paladar.
+El desayuno lo toman los auténticos bogotanos entre las diez y las once. Consiste en la sopa habitual, bananos, arroz y un bistec, u otra clase de carne, acompañado de algún guiso de huevos. Para terminar, una taza de chocolate. La comida se sirve entre las cuatro y las cinco. A las ocho de la noche toman como refresco una taza de chocolate o también té, con pastas, bollos, etcétera, o con fruta. Ha desaparecido la vieja costumbre española de tomar todas las comidas temprano y echar la siesta después de la comida principal.
+Como bebida hay que considerar en primer término el agua, que, afortunadamente, brota de una clara fuente del Monserrate y que los extranjeros, después de un breve periodo de aclimatación, pueden saborear con deleite. Sigue luego en importancia la cerveza, que elaboran varias cervecerías pertenecientes a sociedades alemanas. El vino, en comparación, es carísimo. El vino español, el llamado catalán, es más barato, pero por su mucha agregación alcohólica resulta demasiado fuerte. Por lo demás, en Bogotá se toman muchos licores finos como aperitivos. Con motivo de cualquier solemnidad, se saca el champaña, antonomasia de las bebidas nobles, y cada cual lo ingiere, aunque sea de mala calidad. El hombre sensato debería practicar en Bogotá la virtud de la más estricta templanza, pues se bebe más de lo que la sed reclama, y el alcohol constituye un amigo seductor y peligroso en medio de aquella eterna primavera, con la consiguiente debilitación que en sus fuerzas experimenta aquí el europeo.
+La general carestía de la vida tiene por principal causa el mismo carácter de la ciudad. Bogotá no es propiamente un centro comercial, por muchos comerciantes que en ella haya. Hasta final [de] los años ochenta la mayor parte de las mercancías se subían a la Sabana para enviarlas luego a los estados del Norte y del Sur; hoy día, con muy buen acuerdo, las vías de transporte se han desplazado más hacia el valle del Magdalena, de donde reciben directamente sus productos los distintos estados. Bogotá, pues, es en realidad una ciudad consumidora, que sólo gasta y nada produce.
+Como es natural, las clases pobres y las paupérrimas son las que sufren en mayor medida los elevados precios de los productos alimenticios y estimulantes, así como los del vestuario. Por tal razón el estado sanitario de Bogotá no es precisamente óptimo. Hay que anotar que los indios viven muy sobriamente y que la naturaleza suministra plátanos baratos, así como papas, yuca, arroz y maíz. Con las muchas privaciones por las que esta gente pasa, con sus vestidos malos e insuficientes, pues falta la adecuada ropa de abrigo, y con la escasez de buenos alojamientos a semejante altitud, la alimentación resulta casi siempre incompleta —carencia casi absoluta de verduras, poquísima y mala carne, y en cambio mucho licor de maíz—, siendo además excesivo el desgaste físico por el trabajo. Por último, como el aseo corporal es deficiente, las enfermedades pueden fácilmente hacer de las suyas en estas masas humanas hacinadas en cabañas miserables.
+Muchas personas, precisamente de esa clase, padecen de tisis. Durante largo tiempo se puso en duda la existencia de la tuberculosis en la Sabana, y supuestas luminarias de la ciencia médica negaron abiertamente que se diera allí dicha enfermedad. Mediando ya los años ochenta, se produjo por primera vez un cambio radical en las opiniones al respecto. Por entonces llegó a Bogotá, llamado por el gobierno, el veterinario francés Véricel[39], quien pudo descubrir en el mercado de la ciudad una gran cantidad de carne atacada por el «mal perlado». Se trataba de entrañas y pulmones, partes que consumen los pobres, de reses en su mayoría traídas de tierra caliente y que no habían conseguido adaptarse a las nuevas condiciones de vida en la fría y rigurosa Sabana. El ganado, por otra parte, suele ser ordeñado en exceso, se encuentra día y noche al aire libre en casi todos los casos y además se le obliga a trabajar mucho. Después de lo dicho se hicieron detenidos exámenes microscópicos y el joven doctor Alberto Restrepo[40] publicó sus exactas observaciones en el mismo sentido. Según estos investigadores, la traidora dolencia está incluso muy extendida, pero sólo entre las clases más pobres; al parecer la mitad de las personas muertas en el hospital y pertenecientes a esas clases presentan lesiones y alteraciones tuberculosas más o menos graves. En cambio, gracias al clima de la altura, el curso de la enfermedad es más lento y latente, presentando síntomas poco acusados, y el doctor Restrepo cree poder asegurar que son pocas las personas cuya muerte tiene por causa directa la tisis.
+En general será bueno que el extranjero no insista mucho en persuadirse de que vive en un clima de primavera eterna. Efectivamente, al principio es necesario hacer un gran esfuerzo para pasar de la mullida cama al aire sensiblemente frío, tan distinto del que se ha respirado en las regiones tórridas del país. El sol nos quema, es cierto, pero ya no nos acalora y abrasa. La opresión respiratoria que se suele notar durante los ocho primeros días es cosa pasajera. Como el aire es de mayor ligereza que el que estamos acostumbrados a respirar, la presión atmosférica es menor, consecuentemente, y hay que realizar más inspiraciones para proveerse de la necesaria cantidad de oxígeno. Pero la calidad del aire, tan pronto muy seco como extremadamente húmedo, los fuertes vientos y los aguaceros, y muy especialmente la diferencia entre la temperatura a la sombra y al sol, diferencia que puede llegar a veces hasta los 15 ºC, todo ello aconseja prevenirse de enfriamientos. Los resfriados y catarros son frecuentes por las causas dichas, y las pulmonías se han llevado a la tumba a más de un vigoroso extranjero. El sobretodo es en Bogotá imprescindible. Una estricta higiene es cosa siempre conveniente, pues el cuerpo, de modo especial en los que realizan trabajos intelectuales, se ve fácilmente atacado de una ligera anemia, perdiendo parte de sus resistencias normales. Pero hay un mal que nunca sobreviene en Bogotá: las fiebres; ni la fiebre amarilla ni la intermitente. Cuando se da algún caso, es que el germen se ha contraído en alguna región más cálida.
+Por lo común, uno se adapta pronto a las condiciones de vida de Bogotá, como, por ejemplo, a la uniforme duración del día y de la noche, duración sujeta tan sólo a imperceptibles variaciones. A las seis de la mañana amanece, a las seis de la tarde cae la oscuridad. En ambos crepúsculos la penumbra no pasa de un cuarto de hora, gran beneficio para el miope, que sólo por la distribución de luz y sombra puede distinguir una serie de objetos y que en nuestros largos crepúsculos de las zonas templadas cree caminar entre borrosos espectros homéricos.
+Escudo de Bogotá
+[21] Esta cifra fue modificada a 1.283.400 kilómetros cuadrados en la edición alemana de 1929 —con base en el Atlas de Justus Perthes, publicado en 1926—, por cuanto Colombia ya había perdido el istmo de Panamá en 1903.
+[22] En español en la segunda edición alemana. En adelante se incluyen en cursivas los términos que el autor refirió en español en la edición alemana.
+[24] Alexander Bain (1818-1903), filósofo y psicólogo escocés.
+[25] «¡Pero es un caserío indígena!».
+[26] El autor se permite aquí un pequeño chiste jugando con la expresión «spanische Wand» (pared española), que designa en alemán al biombo (nota del traductor).
+[27] Simón Bolívar (1783-1830), caraqueño, prócer de la Independencia de varios países latinoamericanos, conocido, en consecuencia, como el Libertador. Murió camino al exilio de los países libertados.
+[28] José Ignacio París Ricaurte (1780-1848) encargó esta estatua en 1844 al escultor italiano Pietro Tenerani (1789-1869).
+[29] Cuando mi permanencia en Bogotá, cierto habitante de los Llanos se perdió un día por la ciudad, pero pudo orientarse en llegar a la plaza, tal cual él se expresó «donde está el negro aquel». Se refería a la estatua del Libertador.
+[30] Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638-1711).
+[31] En 1900 fue destruido por un incendio (nota de W. R. A.).
+[32] Tomás Cipriano de Mosquera y Arboleda (1798-1878), payanés, geógrafo e historiador autodidacta, militar y político que llegó a ser presidente de Colombia en cuatro oportunidades (1845-1849; 1861-1863; 1863-1864; 1866-1867).
+[33] Francisco de Paula Santander y Omaña (1792-1840), cucuteño, graduado en Derecho en Bogotá en 1810, participó en las batallas de la Independencia al lado de Simón Bolívar, de quien fue su primer vicepresidente de 1819 a 1827, llegando a la Presidencia, después de la muerte de Bolívar y de su retorno del destierro, en el periodo de 1832 a 1837.
+[34] José Celestino Mutis (1732-1808), médico y naturalista gaditano que llegó a la Nueva Granada en 1760 acompañando al virrey Pedro Messía de la Cerda. Promotor de la educación y de la medicina ilustrada y autor de una extensa flora neogranadina que se conserva hoy en el Real Jardín Botánico de Madrid.
+[35] También el Palacio se ha reconstruido desde entonces.
+[36] Hoy, por desgracia, derribado.
+[37] Salomón F. Koppel (1832-1910), inmigrante alemán, primer director del Banco de Bogotá.
+[38] En realidad su nombre común viene de ahuácatl, término náhuatl americano.
+[39] Claude Véricel (1856-1938), médico veterinario francés, contratado en 1884 por el gobierno colombiano para atender la fundación de una escuela veterinaria en Bogotá.
+[40] Alberto Restrepo Hernández, uno de los 12 hijos de Emiliano Restrepo Echavarría —a quien se referirá Röthlisberger más adelante—. Alberto Restrepo se casó con Rosaura Vargas y, después de terminar sus estudios de medicina, se radicó en Europa con descendencia.
+LOS DIVERSOS MEDIOS SOCIALES / LUJO E INSTALACIÓN DE LAS CASAS / FIESTAS, REUNIONES, EXPOSICIONES Y RECREOS / COLONIA EXTRANJERA Y ACOGIDA QUE SE DA A LOS FORASTEROS / CONVERSACIÓN Y POLÍTICA / LOS OBREROS, LOS INDIOS, LOS GAMINES / ORDEN PÚBLICO / CEMENTERIOS Y ENTIERROS / LA VIDA RELIGIOSA: BENEFICENCIA Y MENDICIDAD; FANATISMO Y TOLERANCIA / EL EJÉRCITO / LUCHAS ELECTORALES / RECLUTAMIENTO POR LA FUERZA / BOGOTÁ DE NOCHE: MÚSICA Y SERENATAS / SEGURIDAD / PAISAJE NOCTURNO
+LA VIDA SOCIAL ESTÁ DETERMINADA en Bogotá por las castas dominantes, que se fundan en parte en diferencias raciales, y en parte también en el disfrute de poderíos y patrimonios. Los blancos y los que quisieran serlo, así como los mestizos, ocupan las altas posiciones sociales y todos los altos cargos. Sólo excepcionalmente han conseguido llegar algunos indios hasta las superiores dignidades de la política; y ello por medio de una extremada astucia, gobernando así el territorio que se les confiara. Ejemplo de ello fue el antiguo presidente de Cundinamarca, conocido de todos por «el indio Aldana»[41], y un vicepresidente de la República, el general Payán[42], a quien, también con menguado respeto, se llamaba «el indio Payán». Por otra parte, el patrimonio sirve para dar prestigio a cualquiera. Aunque la respectiva fortuna no haya sido allegada de manera enteramente honesta, el feliz potentado no es evitado por la sociedad, sino que adquiere la fama de hombre hábil, de hombre vivo.
+La clase superior se compone de la aristocracia del dinero y de los latifundistas, que viven en la ciudad de sus rentas, dirigiendo el cultivo de sus campos por medio de administradores —mayordomos—. Sólo actualmente se ha remediado en parte esta deficiencia. A la mencionada clase pertenecen también los altos funcionarios, los muchos advenedizos de la política, y también algunos funcionarios de menor categoría que prefieren comer mal a perder algo de su posición. Viene luego la nobleza, constituida por quienes viven de las llamadas profesiones liberales, como médicos, abogados, profesores, etcétera. Y por último, los muchos que llegaron a adquirir un capital de importancia en los distintos estados de la República y han ido a establecerse a la capital por dar a sus hijos una mejor educación o con el fin de pasar allí el resto de sus días tranquila y felizmente. Bogotá es realmente para la mayor parte de los colombianos, a quienes faltan puntos de comparación, el verdadero El Dorado, la más atractiva de todas las ciudades de la Tierra.
+El tono predominante en la repetida clase es el lujo. Por insignificantes que muchas casas parezcan exteriormente, su interior se distingue por la comodidad y hasta por la pompa de la instalación. Construidas según el modelo de las villas romanas, las estancias principales de la mansión se agrupan en torno a un gran patio. En este se ha dispuesto, casi sin excepción, un magnífico jardín donde brotan flores durante todo el año y en el que se alzan estatuas y cantan por doquier plácidas y seductoras fontanas. A la derecha del amplio corredor por el que se llega al patio, está, por lo común, la sala de recibir, o el salón, que da a la calle. A dicha pieza siguen las demás habitaciones; estas tienen de ordinario puertas, en lugar de ventanas, hacia el patio, pero no dan directamente este, sino que desembocan primero en una especie de vestíbulo para pasearse. Al fondo del patio cuadrangular está el comedor, lindamente decorado. Como detrás hay todavía un segundo patio, el comedor suele recibir luz por ambos lados. En torno de este otro patio se agrupan las cocinas y construcciones anejas. En casas de profundidad aún mayor, existe un tercer patio con establos, corrales, o huerta, o bien un pedazo de terreno con yerba como lugar de juego para los niños.
+En el salón se ven los ya conocidos y pesados muebles tapizados de damasco y lo adornan altos espejos, no faltando nunca el piano. Quien calcule los gastos de traslado de esos enormes espejos subidos a cuestas desde Honda, considerando además la fragilidad de la carga, se asombrará necesariamente ante tal despliegue de suntuosidad.
+Preciosos cortinajes atenúan la luz de la estancia, y ricas alfombras amortiguan los pasos, una grandísima lámpara de vidrios pende del techo. No nos equivocamos, sin duda, al afirmar que la mayoría de estos salones bogotanos superan en riqueza a los nuestros. Sólo una cosa atestigua aquí el estado de retraso en relación con nuestra cultura: es raro ver en las paredes de estos salones cuadros o grabados realmente buenos, los que dan casi siempre la medida de la altura espiritual del dueño de casa. Con frecuencia las paredes aparecen desnudas, o adornadas con esas cromolitografías de tan escaso valor artístico. Mayor es también la abundancia de figurillas sin valor que la de verdaderos objetos de arte.
+En ocasiones festivas o solemnes se ostenta un lujo y magnificencia que en nada tiene que envidiar a las casas principales de París. Me acuerdo a este propósito de un baile de bodas en la mansión de la familia Santa María de Mier[43], donde hicieron acto de presencia, con toda la aristocracia de la ciudad, las encantadoras bogotanas, ataviadas con los más selectos y modernos trajes de baile, y los caballeros, todos de frac. El arreglo de la casa, embellecida por un sin fin de las más aromáticas flores, era verdaderamente magnífico, pese a las proporciones relativamente reducidas de las salas, si se tiene en cuenta que asistían más de doscientas personas; entre ellas se encontraba el presidente de la República[44]. El valor de los regalos de boda que se hallaban expuestos en tal ocasión era muy grande, pues ascendía, según cálculos de los expertos a unos 12.000 dólares —en especial brillantes y otras joyas—.
+Por lo común, también son muy suntuosas las reuniones en el Palacio Presidencial[45]. En contraste con la parte exterior de este edificio, de traza poco monumental, los interiores pueden calificarse de preciosos, con su Salón Azul y su Salón Amarillo, así como la galería de retratos de los héroes de la Independencia, si bien el conjunto aparece españolamente recargado.
+Tales fiestas son, en todo caso, pequeños acontecimientos y se comentan vivazmente en la prensa. El bogotano, tan amigo de fiestas y diversiones, no es de los que gustan de la ocultación, y prefiere para sus cosas todo el posible boato.
+En los círculos sociales de Bogotá hay dos tipos que atraen nuestra atención: el cachaco y el pepito. El primero de ellos, ya casi extinguido, representaba el elemento juvenil y soltero, libre, alegre y despreocupado, y lleno de gracia chispeante, pues el bogotano se caracteriza por sus buenas salidas y su pronto humor de verdadero esprit francés, emparejado a la sal andaluza. El cachaco encarnaba el risueño y espontáneo gozo de vivir, la constante disposición a la broma y a la chanza, pero todo ello unido a una fina discreción y lleno de dignidad. En cambio, el pepito es el pisaverde de capital, aburrido de todas las cosas, sentimental e infatuado, que sólo en la moda y en el lujo refinado es capaz de hallar alguna diversión, y que huele de continuo a perfumes. El pobre, el triste, «joven viejo».
+A causa de la falta de recreos públicos, la vida social se desarrolla tanto más en los salones particulares, y así tienen lugar muchas veladas y tertulias. Estas fiestas, en las que surgen de continuo nuevas estrellas sobre el poético cielo de la hermosura juvenil, señalan toda la extensa gama hasta la sencilla diversión a base de baile, donde enamoradizos estudiantes y amables muchachas se hacen la corte y donde, en lugar de rico vino, se beben innumerables copas de brandy o coñac a la salud y felicidad de todas las personas y por todos los acontecimientos imaginables. No hay que olvidar las amenas reuniones que se celebran en honor de los diputados —o sea, para granjearse a los diputados—, y en las que la comida y el vino desempeñan ya un papel de importancia, o las primeras recepciones que ofrece una familia de procedencia campesina, deseosa de lanzarse a la vida social. Por desgracia, en estas fiestas suelen bailarse casi exclusivamente danzas foráneas, relegándose cada vez más el tan gentil pasillo. Si las parejas supieran lo graciosamente que se mecen al compás de esa danza nacional…
+Otras reuniones sociales son escasas, y constituyó un acontecimiento cuando yo di mis conferencias públicas, sobre temas históricos y filosóficos, en el Aula de la Universidad[46], un enorme salón con tribunas, cuya decoración se distinguía por su buen gusto. A las conferencias asistían también damas, que de ese modo distraían algo su monótona existencia y que, también, al tiempo de retornar a casa y liberadas ya de la impresión de mis exposiciones científicas, podían permitirse algunos minutos de conversación con sus admiradores. Esto duró hasta que un eclesiástico del templo de San Carlos[47] se sintió inclinado a prevenir desde el púlpito, de la asistencia a tales disertaciones.
+Son también raros los conciertos públicos, excepción hecha de los que dan las dos bandas militares, pues se ha carecido de una buena orquesta. Cierto que no faltaban algunas pianistas notables, pero era cosa fuera de regla escuchar música clásica verdaderamente buena en alguna casa particular, y yo agradecí sinceramente cada vez que se me ofreció un placer de tal género por parte de ciertas familias. Mucho más frecuente era, en cambio, el martirio de escuchar el desconsiderado aporreo de piezas de ejecución realmente difícil. Hasta las interpretaciones que salían del abominable organillo de un italiano que vino a dar en las alturas de Bogotá, merecían allí arriba el honor de ser presentadas como música, y cuando un día apareció por Bogotá uno de esos tipos célebres que tocan a la vez diversos instrumentos, se veía siempre rodeado de un apretado auditorio, no sólo constituido por la propicia juventud, sino por toda clase de gentes, con lo que hacía pingüe negocio. Precisamente por esta causa, el pobre tuvo un funesto fin, pues su acompañante lo asesinó y se dio a la fuga con todo el dinero reunido.
+Por aquel entonces, no obstante, Bogotá contaba ya con un teatro. Por cierto, que su interior parecía horriblemente peligroso en caso de un incendio, por lo difícil de sus salidas. Hay que anotar que a aquellas alturas andinas contadas veces llegaban buenos conjuntos, y lo más frecuente era encontrarse con voces de ópera ya cascadas y con desechos de naufragio. Por tal motivo, y dadas las exigencias, verdaderamente elevadas, del público, la afluencia de este era siempre escasa, más aún cuando, en época de lluvia, los rebosantes arroyos de las calles hacían difícil e incómodo el retorno a casa por la noche. Pero cuando el teatro estaba bastante lleno, uno podía sentirse transportado a una gran ciudad. Los caballeros, de negro, vigilan desde el patio de butacas los palcos y galerías donde resplandece la hermosura de las damas, con sus mejores atavíos, realzados por la gracia que les es natural. En el aspecto teatral se ha mejorado ahora gracias al nuevo coliseo recientemente construido[48].
+Cada año por el mes de diciembre, se recreaba todo el mundo con la contemplación de un original espectáculo. En alguna gran sala de la ciudad se exponía el llamado pesebre. Este representa propiamente el lugar del nacimiento de Cristo como podría mostrarse en un teatrillo de feria. En primer término aparecían en la escena toda clase de figuras automáticas, o bien se ofrecía al fondo una pequeña embocadura de teatro de títeres. Los comediantes que allí intervenían eran en su mayor parte gentes del pueblo. Todo cuanto de chiste y humor palpita en las extensas capas populares de Bogotá se hacía patente en las representaciones. Todos los acaecimientos cotidianos salían allí a relucir en forma cómico-satírica, lo mismo el congreso que las altas personalidades, y también tipos extranjeros; el inglés, como es natural. Era como un gran espejo que ponían ante el rostro del pueblo sus propios y sencillos Aristófanes.
+Otro entretenimiento se ofrecía al público durante la revolución de 1885: la lidia de toros bravos en la plaza de San Victorino, convenientemente cerradas sus bocacalles. De treinta a cuarenta colombianos a caballo caracoleaban y corrían por aquella arena.
+Objeto de la corrida era un torete que los jinetes acosaban de un lado para otro. De lidia no podía hablarse. Cuando el animal estaba fatigado, se le sacaba de allí. Pero era divertido verle saltar, y a veces algún lidiador demasiado «valiente» recibía unas cuantas acometidas. En tal ocasión se veían, por cierto, caballos muy hermosos. La equitación es un deporte de las clases elevadas. Con motivo de una cabalgata que se hizo en el año 1883, tuve ocasión de admirar unos cientos de ejemplares magníficos, bien montados y bien presentados.
+En general el extranjero goza en Bogotá de una excelente acogida, y se le trata del modo más servicial si es que él sabe estimar la confianza otorgada y corresponder amablemente a las personas. Ello hay que atribuirlo en parte a la circunstancia de que los extranjeros no son numerosos en Bogotá. Por la mitad de los años ochenta, su cifra no pasaba, sin duda, de los doscientos. Alemania estaba representada por comerciantes e investigadores; Francia, por una muy unida y densa colonia de gente dedicada al comercio por mayor o menor, peluqueros, confiteros, hoteleros y… también algunos auténticos aventureros; Italia, por arquitectos, modelistas, comerciantes, estafadores y zapateros remendones; Suiza tenía sólo dos o tres súbditos en el país.
+A su llegada, el extranjero recibe la visita de las personas que desean tener trato con él. La mayor o menor rapidez con que devuelve la visita da la medida de la confianza concedida a la relación que se acaba de establecer. El forastero comienza por hacer sus visitas, y ello sólo los domingos por la tarde, entre la una y la tres. Esto constituye un tormento para la persona necesitada de descanso, y yo me substraje lo antes posible a tal compromiso, aun a riesgo de que se me atribuyeran tendencias de misántropo. Estas visitas, por otro lado, no aprovechan en nada al espíritu y son demasiado formulistas y rígidas. Se habla del tiempo y siempre hay que responder a las mismas preguntas: «¿Se encuentra a gusto en Bogotá?». «¿Tiene usted noticias de su familia?», etcétera.
+Si se ha establecido algo más de confianza, se inquiere: «¿Cuántos son ustedes en la familia?». Cuando se tiene la impresión de que las visitas no resultan desagradables en una casa, se las repite con mayor frecuencia, y entonces, como testimonio de confianza, se recibe la invitación para tomar por la tarde el refresco, al que sigue una horita de charla.
+La conversación no tiene desde el primer instante nada del carácter que corresponde a una gran ciudad, y se evidencia en seguida el descuido en la instrucción de la mujer cuando la hija de la casa se decide a intervenir en vez de dejar que lo haga su omnisciente mamá. Bogotá, por ello, resulta pronto aburrida a más de un extranjero, en particular si es que no quiere someterse a la tiranía de las ceremonias sociales o si no le divierte introducirse más de lleno en la vida de las clases elevadas.
+El capítulo más importante de las conversaciones lo constituyen, como en tantos otros sitios del mundo, las peticiones de mano y las bodas, y a menudo también los escándalos, intrigas y chismes, en lo que no se suele rendir excesivo tributo a la verdad. Por descontado, la afición a los escándalos tiene mucho donde cebarse en medio de una gran ciudad en la que, como en Bogotá, lo más culminante de la sociedad tiene frecuentemente algo de cínico. Tanto más supe yo apreciar la fortuna de ser introducido en algunas familias principales donde todo se hallaba rodeado de una noble atmósfera espiritual, familias que honrarían altamente a cualquier pueblo y a cualquier nación y que a mí personalmente me place tomar como dechado. A parte de esto, me resultó ameno y aleccionador el trato de los diferentes representantes diplomáticos, pues casi todos los grandes Estados europeos, al igual que las repúblicas hispanoamericanas, tienen sus respectivas misiones en Bogotá. Si bien esos señores, al igual que los profesores universitarios, se critican «amistosamente» unos a otros o se dedican improperios, con ellos puede hablarse con libertad del país y de la gente, y completar y elaborar las impresiones propias.
+Estos intercambios de opiniones tienen un valor tanto más benéfico por cuanto el colombiano, con razón, no tolera que el extraño se inmiscuya en sus asuntos internos, de modo especial en los políticos, y en ese particular precisamente encuentra uno un peligroso escollo. Toda reunión de hombres se mueve siempre, en más de sus tres cuartas partes, en el terreno de la política actual. El extranjero que día a día escucha el comentario continuo de este tema se siente fácilmente atraído por la «conversación» y empujado a participar apasionadamente en ella. Todas las precauciones son pocas a este respecto, y uno debería abstenerse de meter baza en el enjuiciamiento de los negocios del país.
+El hecho de que una parte principal de la vida pública se va aquí en política y polémica está ya atestiguado por la gran cantidad de carteles que tapizan todas las esquinas. Su lectura no era muy agradable, que digamos, para el extranjero, pues, con la absoluta libertad de prensa por entonces reinante, se insertaban en aquellos afiches hartas calumnias anónimas, y hasta se presentaban en gruesos caracteres cosas tocantes a determinados dictámenes médicos y cuyo secreto hubiera correspondido a la más elemental discreción. Un ciudadano propicio al enfado o un extranjero de malas pulgas tenía motivo suficiente para llenarse de indignación a la vista de semejantes carteles. Alguien que simplemente se había limitado a cumplir con su deber, era felicitado allí en medio de los más excesivos vocablos. Igualmente se presentaban telegramas exagerados de, por ejemplo, una empresa de ferrocarriles. «Antes de acabar el presente año, estará listo el ferrocarril de la Sabana», se escribía el 1.º de octubre de 1882, promesa que sólo un decenio más tarde llegaría a cumplirse[49]. Los curiosos no faltaban nunca, por cierto, ante dichos carteles en los tiempos de agitación. Después de cierta práctica, una sola ojeada nos bastaba para enterarnos de la trascendencia del caso.
+El sexo fuerte, atento siempre a la política y a todo lo nuevo, se congrega a la tarde, entre las cinco y las seis, después de la comida. El lugar de cita es alguna tienda o comercio, o bien el Altozano, la gran terraza que se extiende delante de la Catedral. Y se comentan todas las novedades del día de la manera más exaltada, pero también más despierta e ingeniosa. Cuando hay revolución, allí es donde se ponen a circular los más peregrinos rumores y bulos, y donde cualquier hecho de importancia mínima se configura como una verdadera acción de Estado. El político y el intrigante se encuentran allí en su elemento; en democrática libertad, pero sin respeto alguno para las más prestigiosas personalidades, se le endosa algo a cada cual. Aquello es una auténtica ágora. Por tal razón, el hombre de Bogotá no rinde precisamente mucho como ciudadano en medio de tan demoledora crítica, y las fuerzas dominantes, las fuerzas impulsoras proceden harto frecuentemente de las provincias. En tales negocios no consiguen alterar cosa alguna su susceptibilidad en cuestiones de honor, ni su acusado individualismo ni siquiera su vanidad. Sería mejor, acaso, que tomara algo más en serio, de cuando en cuando, sus propias incumbencias y deberes. Aquí es textualmente cierto que la política corrompe el carácter. Ella es quien implanta aquella vacuidad y aquel vicio de la fraseología que sientan tan desagradablemente al que llega de fuera. Así, por ejemplo, me decía una vez un partidario de la incineración de los cadáveres que esta era «su sueño dorado». Pero, en general, el bogotano de la buena sociedad es leal y altruista y, sobre todo, buen amigo.
+Una clase merecedora de toda simpatía constituyen en Bogotá los artesanos. Liberales en su mayoría y accesibles a las ideas nuevas, deseosos de ilustración y buscándola en todas partes, hasta en las cosas que les son muy lejanas, y creyentes como en un evangelio en principios aceptados resueltamente y de una vez, los artesanos se dan cuenta de su fuerza. Son inteligentes y diestros y están poseídos de un gran espíritu de emulación. Por desgracia, se ha empezado a querer levantar varias industrias mediante exagerados aranceles proteccionistas, pero de ese modo sólo se ha conseguido entorpecerlas, arrebatándoles su conciencia de clase, muy elevada en virtud de la competencia. Además, los artesanos fueron también muy mimados y estropeados, y ello con intención precisa, por los desalmados políticos de los años últimos, de modo que se aplicaron mucho más a la política que al estricto y concienzudo trabajo. En el punto más bajo de la escala social se halla la gente del pueblo, utilizada la palabra pueblo por los bogotanos en el sentido de plebe, o sea los indios «civilizados». Ellos son los que con el trabajo de sus manos cultivan la tierra; ellos son los mediadores del tráfico económico, pero también las bestias de carga de las clases superiores; ellos son quienes han de apechar con los desempeños más bajos. Las mujeres tienen igual parte en sus esfuerzos, y hasta en algunos lugares trabajan más duramente que los hombres. Estos, en cambio, sirven de carne de cañón en las guerras civiles. Es una masa obtusa y amodorrada, no falta de dotes naturales, pero que, mantenida por los españoles bajo total opresión, ha dormitado durante siglos enteros, y que, a causa de los modernos exploradores, de los latifundistas y los políticos, no ha llegado todavía, en modo alguno, al disfrute de un destino mejor. Pese al carácter relativamente bondadoso de estas gentes, que no conocen funcionario alguno del estado civil, las peleas son en Bogotá, si no frecuentes, por lo menos no raras, en particular si la chicha, ingerida en demasía, ha llegado a embrutecer las cabezas. A esta clase le dedicaremos todavía un estudio más detenido, después de describir nuestras correrías por el país y luego de haber analizado su historia.
+Especialmente simpático es, entre los tipos de la clase baja, el gamín o chino de Bogotá que se alimenta y se hace grande como los lirios del campo. El gamín bogotano trabaja primero de limpiabotas; luego, de vendedor de periódicos, de mandadero, y finalmente es soldado. Sumamente vivo y desenvuelto, de gran astucia e inteligencia, constituiría un magnifico material pedagógico si se cuidaran de educarlo, pues él conoce bien el valor de la instrucción. Es raro el muchacho de esos que no sepa leer y al que no se vea hacerlo cuando le queda un rato libre. Si así no fuera, los otros se reirían de él, y tiene que aprender por sí solo ese arte. Ordinariamente es «liberal», sin comprender, como es lógico, lo que esa denominación de partido encierra en sí, pero sintiendo que tal grupo ideológico cuida con mejor voluntad de su suerte y su educación. En las revoluciones el gamín pasa casi siempre a formar parte de la tropa.
+Yo vi una vez un batallón entero de estos pobres chicos y chicuelos, entre los once y los diecisiete años, desfilan- do bajo la carga de su pesado armamento. En el ataque despliegan la más extraordinaria bravura, y con un batallón semejante no es raro que se tomen al asalto importantes posiciones, en las que más de uno es alcanzado por el plomo en su aguerrido avance despreciador de la muerte.
+Artesanos
+Como ejemplo de la prontitud y gracia del ingenio de los gamines, van aquí algunas pequeñas muestras:
+Un señor de enorme estatura, con no menos enormes pies, se hace limpiar los zapatos y, después de servido, va a entregar el acostumbrado óbolo de un medio, o sea 25 rappen[50]. El gamín contempla largamente la moneda, y el señor pregunta impaciente: «¿No está bien?, ¿no cuesta un cuartillo (12 y ½ rappen) por pie?». El gamín responde: «Sí, por pie, pero el suyo hace un metro».
+Los voceadores de los diarios llenan las calles, al salir una edición, con fuerte griterío: «¡La Reforma! ¡Acaba de salir este periódico noticioso! ¡No vale sino cinco centavos el ejemplar! ¡Contiene!…», y sigue la enumeración de los artículos y noticias principales. Como mis conferencias públicas aparecían reseñadas en algunas de esas hojas, su título era gritado también por los pequeños vendedores. Pero mi nombre les creaba dificultades, que ellos, con rápida resolución, sabían salvar. Imitando con una mano el girar de una rueda, pregonaban: «¡Conferencias del profesor Rrrr…!».
+Durante una revolución, se dio en Bogotá la orden, que los militares hacían cumplir estrictamente, de disolver en la calle todo grupo de tres o más personas. Al aparecer de pronto el extraordinariamente obeso don Salomón X, gritaban los gamines: «¡Disuélvase el grupo!».
+A pesar de lo revuelto de la situación social, la policía estaba muy exiguamente representada en Bogotá; la guarnición era la que cubría el servicio de seguridad y vigilancia. En 1884, con motivo de unas elecciones, se formó un gran cuerpo de policía que se presentaba, de la manera más curiosa, con unos uniformes de dril en blanco y negro, cuerpo que dejó de existir muy pronto. Hoy día existe en Bogotá una gendarmería convenientemente organizada. Para el servicio de investigación se utilizaba, no obstante, a la policía. Los agentes de seguridad, en traje de paisano, iban armados de fusiles de avancarga, especie de trabucos, que ellos llevaban con el cañón hacia abajo. En las detenciones de importancia intervenían, con toda pompa, los miembros del Ejército, que colocaban en medio a la persona arrestada. Los penados o presidiarios, vestidos de gris, se empleaban en trabajos en las calles, arrancando malas yerbas en las plazas o como obreros de la construcción. Su custodia estaba encomendada a los soldados, pobres indios, que de buena gana confraternizaban con ellos. Y ¿cómo iba a ser de otra forma?; todos los presos, casi sin excepción, pertenecían a la más baja plebe, en tanto que la «mejor» sociedad apenas si llegaba alguna vez al contacto inmediato con la justicia penal. Sólo en las épocas más revueltas se han utilizado presos políticos para barrer las calles.
+De cuando en cuando, los presos ofrecían a los transeúntes pequeños objetos, como tallas en madera, trabajados por ellos mismos. A veces se les permitía entrar en una taberna y tomar a toda prisa un trago de chicha. Después de oscurecido, se les llevaba entre dos filas de soldados con bayoneta calada, y así pasaban lentamente, en desfile ruidosísimo y regocijado, camino del Panóptico a través de la ciudad. ¡Qué modo de charlar, de fumar, qué de gritos y denuestos! Si no fuera por la presencia de los soldados, apenas si habría podida saberse que se trataba de un grupo de presos. Posteriormente se controlaron ya más aquellos excesos. Pero entonces se hallaba todavía en sus comienzos la reforma penitenciaria. La prisión era más bien un lugar donde los indios pasaban la vida sin trabajar demasiado. Muchas gentes compasivas, fuera de esto, mejoraban la suerte de aquellos pobres diablos, que de ordinario recibían duros castigos mientras algún pícaro redomado se escapaba sin escarmiento. Ni enmendados, ni tampoco empeorados, eran puestos en libertad. Las evasiones se producían de cuando en cuando. Los delincuentes peligrosos eran vigilados severamente.
+¿Cuál era, en líneas generales, el estado de la delincuencia? El homicidio es cosa bastante frecuente entre las clases inferiores, pues la vida no tiene el mismo valor que entre nosotros; sólo que, es necesario anotarlo, el homicidio se comete sobre todo en situaciones de exaltación afectiva o en estado de ebriedad. Los delitos con propósito de lucro, los asesinatos por robo, eran raros por los años ochenta, tan raros que el caso de una señora joven residente en las afueras de la ciudad, en Los Alisos, y que fue muerta por su sobrino el año 1879, resultó algo verdaderamente sensacional y seguido por todos como un hecho de excepcional maldad, constituyendo por mucho tiempo objeto obligado de las conversaciones. La penalidad máxima que entonces podía imponer un tribunal de justicia eran diez años de presidio. La pena de muerte se hallaba abolida. De este extremo vino a darse en el contrario después de la revolución de 1885, al aumentar el número de delitos como consecuencia del estado de desmoralización. Entonces, como concesión al partido clerical, volvió a introducirse la pena máxima; el verdugo volvió a ejercer su cometido en Colombia. Pronto vino a demostrase nuevamente en este país, y de modo muy marcado, la falta de sentido de la teoría del escarmiento. Pese a la horca y al fusilamiento, la cifra de los delitos graves creció en notable proporción, lo que prueba que en la criminalidad deciden otras circunstancias, ante todo la pobreza y la miseria. Mucho más adecuada que la implantación de la pena capital sería una reforma radical de la justicia, pues la situación deja mucho que desear a este respecto. Los procedimientos son lentísimos y costosos, y la imparcialidad, sobre todo en las instancias inferiores, presenta notables deficiencias.
+La descripción de la vida social en Bogotá hemos de cerrarla, ¿cómo no?, con una referencia a los cementerios, donde todo lo terrenal halla su fin. Bogotá posee tres necrópolis: una protestante, en la cual los muertos reciben sepultura en tierra, y dos católicas. El cementerio principal está constituido por un edificio circular, de 340 metros de periferia y un diámetro de 113 metros, en cuya parte sur se alza una capilla. A esta va a parar una ancha calle bordeada de árboles, flores y magníficos monumentos funerarios. En el muro del edificio citado hay mil trescientos cincuenta nichos para adultos y cuatrocientos para niños, distribuidos por lo general en hileras de cuatro o cinco nichos uno sobre el otro. Estos tienen una forma parecida a la boca de un horno, pero son tan estrechos que corresponden sólo al tamaño del ataúd. A unos cincuenta pasos de ese edificio principal se eleva una curiosísima construcción de ladrillo, a la que lleva una ancha y alta escalinata, y donde hay trescientos cincuenta nichos más, destinados a los pobres. Los bogotanos de las clases educadas practican un culto, verdaderamente noble, a los muertos. Los nichos aparecen casi siempre adornados con flores y coronas. El Día de Todos los Santos, Bogotá entero acude a los cementerios a rogar por los difuntos y a oír las misas que se dicen en sus tumbas. Ocurría también a veces ver por la calle a un grupo de gente pobre que llevaba en hombros a su difunto, atado simplemente a una tabla, así que cualquier transeúnte podía ver el cadáver, envuelto en un vestido lo posiblemente bueno o a veces en una sencilla mortaja blanca. Los indios forman un cortejo que desfila generalmente con mucha rapidez y sin tristeza visible, pues consideran la muerte como una redención que abre las puertas del paraíso. Sobre todo cuando el muerto es un niño ya bautizado, más bien reina la alegría que el duelo, pues el dulce angelito goza ya de felicidad en la gloria sin haber gustado las penalidades de la Tierra.
+Los entierros de los ricos son muy pomposos. Después de la misa de difuntos en la iglesia, el magnífico féretro es transportado en el rico coche mortuorio, encristalado y tirado por un tronco de caballos. El costo de tales entierros se eleva hasta varios miles de francos, y el lamentable lujo que rodea la ceremonia es cosa aquí tan obligada, que las familias de pocos recursos pero que aspiran a conservar el llamado rango de clase, han de mirar con espanto los gastos del sepelio. En verdad, ¡qué fea deformación del verdadero dolor! Las solemnidades fúnebres de carácter público devoran sumas aún más grandes. Así, por ejemplo, las honras fúnebres de mi antecesor en el cargo, el librepensador Rojas Garrido[51], gran tribuno del pueblo, muerto un año después de mi nombramiento para la Universidad, costaron al Estado la cantidad de 6.600 pesos, o sea 33.000 francos[52]. Los restos mortales de esos hombres públicos inhumables por cuenta del erario se exponen primero en el salón de la Cámara de Representantes o en el paraninfo de la Universidad, donde se les vela y rinde honores durante uno o dos días. El público afluye en masa como para ver el cadáver de un soberano. En el entierro de hombres célebres, el cortejo hace alto ante la entrada del camposanto, y allí, desde una elevada tribuna, los amigos y oradores van declamando uno tras otro sus discursos en honra del finado. En tal sentido se ha creado aquí un tipo propio de elocuencia en el que los europeos quedamos muy a la zaga. Pero como algunos hablan allí no con otro fin que el de presumir a costa del muerto o para arrastrar a los fascinados oyentes a la personal admiración por el orador, resulta que no siempre pueden evitarse los testimonios entusiásticos en forma de ruidoso aplauso cuando así lo piden las retóricas finezas de la oración fúnebre. Las notas necrológicas que en todo periódico local aparecen para celebrar hasta a los más insignificantes difuntos están también llenas de frases de mal gusto y de imágenes impropias y sin contenido, de suerte que producen una impresión enteramente opuesta a la deseada. Ante la excelsa majestad de la muerte conviene modestia y recogimiento, y no pompa y charlatanería.
+Sumamente desagradable era para mí el último acto del entierro. Se levanta la tapa del ataúd, y un sucio embadurnado peón de albañil, ni siquiera vestido de negro, se acerca con una pequeña caja de cal, que vuelca sobre la faz del muerto. Gentes piadosas, empero, la han cubierto antes con un paño. Entonces vuelve a clavarse el féretro, y finalmente, en medio de toda clase de gritos, nada edificantes, de los pseudoenterradores, se le empuja hacia lo profundo del nicho. Este es tapiado seguidamente, mientras los deudos del finado aguardan a ver concluido el pequeño muro. Por lo común, en el hueco semicircular que forma la embocadura del nicho suele colocarse más tarde una lápida de mármol. En las defunciones no faltan nunca las damas plañideras, que revuelven toda la casa, ni tampoco amigos verdaderamente condolidos, los que se encargan de dar consuelo al que sufre directamente la pérdida y se quedan a acompañarle si así lo desea, pues el bogotano es grandemente sensible y compasivo ante las desgracias del prójimo.
+Los entierros civiles eran relativamente escasos en el tiempo de mi permanencia allí. Pero cuando el notable y por todos venerado, doctor Manuel Ancízar[53], varias veces ministro del Exterior y de Gobierno, profesor de filosofía y rector de la Universidad del Rosario, recibió en mayo de 1882 sepultura no eclesiástica —por disposición propia—, y ello sin que el clero pudiera atribuirle nada malo, por la gran honestidad y virtudes que le distinguieron en vida, su ejemplo empezó ya a ser imitado de cuando en cuando por sencillos artesanos y gentes del pueblo. Por lo demás, el acto del enterramiento, y hoy en particular, se halla bajo el entero dominio de la Iglesia.
+Es oportuno [que] dediquemos a la vida eclesiástica un aparte especial. La Iglesia católica, dotada del más amplio poderío por los españoles, es para las clases bajas la única representante de la sanción moral y de un idealismo, si bien tosco, del anhelo humano hacia algo más alto e inaprehensible. La Iglesia es al propio tiempo la más importante guardadora del arte, y casi la única guardadora, por habérsela dejado sola en sus esfuerzos en tal sentido. Con su solemne ritual infunde veneración y santo temor; con su música de órgano eleva el espíritu, y con sus cánticos es casi la única que cultiva la forma coral y la armónica unión del canto individual y el colectivo. Por último, en torno a la Iglesia se concentran los principales acontecimientos de la vida del hombre, como también los usos cotidianos. En ella se dan cita no sólo los espíritus anhelosos de religión, sino también los de todas las comadres, de los aburridos y de los enamorados. Ante el templo se planta la «esperanza de la Patria», la juventud masculina, con el fin de ver desfilar una a una a las hermosas bogotanas, observándolas de arriba abajo.
+Exteriormente, la Iglesia católica goza de gran poder. Junto con el Ejército, ella es la única fuerza de Colombia organizada con verdadero rigor, y por eso su importancia en el orden político es también decisiva. Bajo su arzobispo y el nuncio apostólico, ha configurado totalmente el edificio jerárquico y se mueve con asombrosa seguridad sobre terreno tan propicio.
+Ya en los detalles externos, se aprecia el enorme influjo de la Iglesia. Cuando por la mañana, algo después de las nueve, la Catedral anuncia con tres campanadas sordas y solemnes el santo acto de la transubstanciación, todos los hombres se descubren, permanecen en pie y hacen una pausa en sus conversaciones; el jinete, por lo común, detiene su caballo. En los primeros años de mi estancia en Bogotá, había todavía una gran cantidad de gente joven y de personas de edad que no ponían atención a aquella solemne señal. Pero, por la constante disminución del número de esas abstenciones, pude colegir que se preparaba una gran transformación en el sentido del dominio clerical, transformación que ha terminado por imponerse.
+Arzobispo Paúl, S. J.
+Por fin, ya no había quien a las nueve de la mañana fuera capaz de permanecer en plena calle con el sombrero puesto, a pesar del peligro de coger un buen resfriado. Lógicamente, también durante la misa de cualquiera de las otras treinta iglesias de la ciudad habría que descubrirse. Igual comportamiento se observaba con motivo de la extremaunción. Bajo su palio avanzaba solemnemente el sacerdote, seguido de ordinario por un número no pequeño de gentes con velas encendidas. Este acompañamiento era notablemente más numeroso cuando algún moribundo de rango principal había de recibir el viático. Todos debían descubrirse tan pronto como, a cientos de metros de distancia, se veía avanzar el palio. La mayor parte de las personas de las clases inferiores caían de hinojos, y en los últimos tiempos hacían lo propio, en medio de la calle, hasta los caballeros distinguidos, no sin antes extender precavidamente su pañuelo. Sólo cuando el sacerdote desaparecía por la próxima bocacalle podían ponerse en pie. Hasta la guardia militar estaba obligada a rendir armas, arrodillándose, juntamente con su oficial, a la correspondiente voz de mando; al propio tiempo se interpretaba sin cesar la marcha de banderas. Cuando los sacerdotes vieron que su poder crecía, preferían cruzar por la Plaza de Bolívar, donde estaba la guardia del Capitolio y donde había siempre mucha gente, al objeto de recibir el público homenaje; años antes hubieran elegido más bien calles recoletas y tranquilas. Las personas que no querían sujetarse al uso general, tenían el recurso de meterse en alguna tienda. Hubo estudiantes que al negarse a quitarse el sombrero fueron apedreados por el populacho. Por lo demás, no era raro que mujeres y hombres de la raza india se prosternaran en el polvo de la calle al paso del arzobispo sólo por recibir un signo de bendición de su mano.
+Verdaderamente solemne era siempre la gran procesión del Corpus Christi, así como las que salen en Semana Santa y por Navidad. En la primeramente citada eran notables los arcos triunfales y los monumentos, o sea altares de flores y plantas profusamente iluminados, que se erigían en las esquinas donde había de hacer alto la procesión. En los balcones colgaban los más hermosos tapices blancos. Ante los altos dignatarios eclesiásticos se extendían inmensas cantidades de rosas; estas eran arrojadas, incluso, desde las ventanas, cayendo sobre ellos como una verdadera lluvia. Toda la población, vestida de fiesta, se arrodillaba en las calles o en los balcones cuando pasaba el Sacramento. Iban luego los sacerdotes, con los más suntuosos ornamentos; detrás, entonando una salmodia, los seminaristas; a continuación, formados en largas filas, de a dos, los más distinguidos señores de Bogotá, que desfilaban con perfecto orden portando banderas y estandartes; seguidamente, todos los colegios confesionales y finalmente, marchando a paso de parada, un batallón de escolta. Así desfilaba la procesión. Las dos bandas militares tocaban solemnes músicas, tañían las campanas, subían cohetes por el aire, estallaban petardos como en nuestras fiestas de tiradores. Era una estampa colorista que no podía dejar de impresionar hasta a las personas no identificadas con aquel acto.
+Algo más peculiar era, sin duda, la procesión de Semana Santa, en la que las estatuas ordinariamente expuestas en las iglesias eran llevadas en andas por encapuchados. Se veían con frecuencia imágenes de María ornadas con vestiduras que costarían varios miles de francos, aparte de las joyas de perlas y piedras preciosas pertenecientes al tesoro de las iglesias y que adornaban en tales ocasiones a los santos. Especialmente el Jueves Santo, las iglesias se hallan maravillosamente decoradas con flores; merecía la pena recorrerlas, y tanto más porque allí se reunía todo Bogotá lo mismo que en el teatro. Era en efecto, un espectáculo que uno casi se atrevería a calificar de profano, o tal vez de ingenuo, pero que se gozaba también ingenuamente. En la Catedral la máxima fiesta era la del Corazón de Jesús, en cuya ocasión el altar mayor desaparecía prácticamente bajo un artístico mar de flores. La más selecta música sonaba en tales solemnidades; los coros, lo mismo que en las grandes ceremonias fúnebres, eran realmente soberbios y majestuosos.
+Este cuadro de la magnificencia religiosa tenía también sus aspectos sombríos que enturbian el recuerdo de aquellas solemnidades. Téngase en cuenta que las campanas no se voltean sino que se repican, y que están sonando día y noche, a cada minuto, desde el Viernes Santo hasta Pascuas; téngase en cuenta que en las pausas se celebran las llamadas cuarenta horas, o ejercicios de oración y penitencia, durante las cuales a cada momento se organizan con las campanas verdaderos conciertos de fragua… Así cabe formarse una idea de la conmoción del tímpano y del aturdimiento que se experimentaba con tan despiadado ruido, el cual bien poco tiene que ver con la práctica de un culto religioso. Con la aglomeración se produjeron en la Catedral algunos desórdenes, que tuvieron por consecuencia el que hombres y mujeres hubieran de estar separados en distintas naves del templo.
+Con la iglesia enlazan los diversos centros de beneficencia. Citamos en primer lugar la Sociedad de San Vicente de Paúl, que aunque en un sentido estrictamente confesional, hace mucho bien y organiza bazares o tómbolas en favor de los pobres. Luego, las Hermanas de la Caridad, que dirigen el hospital principal, así como un hospicio u orfelinato y otras varias instituciones, colegios para niñas, escuelas primarias, etcétera. Por desgracia, estas Hermanas de la Caridad son tan inclinadas al dinero —del que, por lo demás, envían grandes sumas a Europa—, que sus propiedades aumentan a una velocidad sorprendente y siempre están comprando, al contado, nuevas casas. A pesar de sus lamentaciones —yo casi diría limosneos— hay mucha gente, entre ellas personas caritativas, que ya no les dan nada. Como instituto independiente, auxiliado por particulares y en especial por personas sin confesión religiosa y por los masones, ahora prohibidos, existía entonces el Asilo de los niños desamparados. Este representaba una verdadera necesidad para Bogotá, pues allí se educaba, por lo menos, a los enteramente descuidados golfillos callejeros, instruyéndoseles para ganarse el pan como miembros útiles de la sociedad por medio de un oficio manual o cualquier otro género de trabajo. A la Dirección —religiosa pero, al mismo tiempo, práctica— de ese instituto era justo otorgarle la más calificada aprobación. Triste resultaba analizar la fisonomía de muchos de aquellos niños abandonados. Lo que no estaba bien, desde el punto de vista educativo, eran las muchas exhibiciones y desfiles públicos de aquellos muchachos, en formación y uniforme militar, si bien les venía bien como ejercicio físico.
+No deben dejar de citarse aquí los mendigos, que aparecen tendidos a las puertas de las iglesias y por las aceras de la ciudad y que muestran inexorables al transeúnte sus feas y purulentas heridas en brazos y piernas, suplicándole con lastimero quejido: «Mi amito, una limosnita por Dios». Es una vergüenza que a estos seres indolentes y enfermos, víctimas a menudo de la misma falta de limpieza, no se les ponga a trabajar en un oficio, o se les dé cobijo en algún lugar donde puedan dedicarse a una tarea o recibir la debida asistencia los más necesitados. La beneficencia tendría bastante en qué ocuparse con sólo vendar tantas heridas. Grande es la miseria en las clases bajas, pero especialmente entre las que tienen demasiadas aspiraciones sociales, y los pobres vergonzantes son legión. A ellos se suma el inconveniente de que en Bogotá hay varios miles más de mujeres que de hombres. Las consecuencias son fáciles de imaginar.
+No era cosa desusada presenciar en las calles de Bogotá desagradables escenas protagonizadas por enfermos mentales y que, desgraciadamente, no había policía que impidiera. En los últimos años, ciertamente, se han allegado con gran paciencia los medios necesarios para crear un asilo, insuficiente aún, pero seguro, para esa clase de enfermos —mujeres y hombres—, y funciona en Las Nieves.
+En general, el fanatismo de las clases inferiores se manifiesta aún en gran medida contra los que sustentan otras creencias, pero sólo cuando se les incita de algún modo. Por otra parte, el poder de un sacerdote fanático era entonces de tal magnitud que podía prohibir a las muchachas, y ser obedecido en ello, que asistieran los jueves y domingos a los conciertos de la banda militar en el Parque de Santander, donde se reunía toda la buena sociedad. Más tarde hubieron de ser suspendidos aquellos bonitos conciertos. Muy digno de estima era el hecho de que el arzobispo hiciese todo aquello para elevar la moralidad de los clérigos. Que entre ellos hubiera algunas ovejas negras, que hasta llegaban a entablar conocimiento con los órganos de justicia, es cosa que no admirará a nadie. De boca en boca iban algunos pequeños escándalos. Todo Bogotá tuvo que reír con la historia de un cura codicioso al que dos italianos dieron un perfecto timo vendiéndole, con toda clase de religiosos pretextos, barras de cobre que él creía de oro.
+Más adelante fue el nuncio quien se esforzó mucho por elevar la vida espiritual del clero, pues el pobre cura de aldea, que tiene que trabajar para ganarse el pan de cada día, se abandona y estropea con harta facilidad. El carácter bonachón de este clero rural se evidencia en la siguiente anécdota que católicos serios me relataran innumerables veces. El párroco del pueblecito de Subachoque refería con vivos colores la Pasión de Cristo. Y como los indios que le estaban escuchando comenzaran a sollozar ante todos los escarnios y dolores sufridos por el Salvador, hubo de exclamar el buen cura: «Pero no lloréis; si de Bogotá a Subachoque se miente tanto, ¿qué será desde Jerusalén a Bogotá?». Esto, por cierto, no quita para que a los tontos se les embaucara con el cuento de la prisión del Papa y que hasta se les vendiera paja de su celda a precios considerables.
+Pese a la prepotencia de la Iglesia, muchos bogotanos se hallaban apartados de ella —la mayoría íntimamente, sólo unos pocos de manera pública—. Esto tocaba en especial a la juventud universitaria, a algunos cientos de artesanos y a unos pocos hombres de ciencia. El número de los valerosos adversarios era muy exiguo. La mayor parte sigue con sus prácticas religiosas, aunque ya no crean en la eficacia de estas. Van a misa, confiesan y reciben los sacramentos en el lecho de muerte, sin que les inmute ese formalismo hipócrita. La Iglesia no pide más. Cuando se trataba de pecadores recalcitrantes, pero importantes por su cargo o posición, acudíase al experto y fino nuncio, quien ingeniaba alguna fórmula, y con ella se satisfacía al enfermo. Este, abjurando de sus errores, volvía al seno de la Iglesia. La tolerancia que realmente existe se debe menos a la reflexión que a una bonachona indolencia. Pero, al menos, y pese a la reacción del clero católico el año 1885 y a la presión ejercida sobre todas las conciencias, se logró tanto, que la nueva Constitución de 1886 —la cual declara como religión de la nación la católica, apostólica, romana— garantiza la libre práctica de los otros cultos y confirma solemnemente, por lo menos en el papel, el principio de la libertad de credo y de conciencia.
+De Bogotá se ha dicho, con alguna razón, que es un convento en armas, pues, junto a la Iglesia, mandan las fuerzas armadas, o más bien sus jefes. Colombia cuenta con un ejército regular de algunos miles de hombres, con efectivo variable, hallándose en la capital las mejores fuerzas. Estos soldados, la Guardia Nacional, en su mayor parte indios y mestizos, reclutados en cualquier parte y raramente en virtud de ley, constituyen un núcleo militar en torno al cual pueden agruparse en las revoluciones las tropas urgentemente alistadas. Naturalmente, al igual que en España, los oficiales, en especial los de alta graduación, están en proporción enorme respecto de la tropa. De generales hay también multitud, pese a que en cada revolución, y a cada cambio de gobierno, muchos de ellos quedan «amortizados», como decía una vez un paisano nuestro. El conocimiento personal de varios militares me hizo sentir estima, en diversas ocasiones, por el espíritu de la oficialidad colombiana.
+Tales fuerzas son el apoyo formal del gobierno, sobre el que este puede laborar con confianza; a menos que algún soborno o la perspectiva de una mejora de vida y sueldo más alto lleve a los pícaros mestizos a echarse en brazos de otro que ofrezca más. La instrucción es larga y penosa, y de cuando en cuando, en la Plaza de Bolívar, las tropas exhiben su arte en grandes paradas y desfiles. Sólo el arma de Artillería se hallaba entonces estancada en la minoría de edad, pero sería muy conveniente disponer allí de algo por el estilo de nuestra Artillería de montaña. Todas las mañanas, una numerosa unidad se dirige en uniforme de gala a hacer el relevo de la guardia en el Palacio Presidencial, desfilando con bandera y al compás de sus músicas.
+El efectivo de la tropa constituye el barómetro para determinar la situación política. Si se produce un incremento de varios miles de hombres, hay peligro a la vista: el presidente no se siente seguro, o cree estar procediendo mal. Como París para Francia, Bogotá es para Colombia el centro de la actividad política. Aquí coinciden todos los hilos de la organización de los partidos, y, en particular durante épocas agitadas, es febril el ajetreo de los comités. Los días de elecciones son, para las tropas y para la población, fechas duras y difíciles, en las que siempre se piensa con alguna preocupación. Mis observaciones se refieren especialmente a aquella fase política en [la] que se trataba de mantener a toda costa en su supremacía al llamado Partido Liberal. Los partidos, por lo demás, no pueden echarse nada en cara; lo que ahora se dice del partido adversario que acaba de llegar al poder es cosa que raya en lo increíble, y en la actualidad los liberales han tenido que anunciar varias veces la abstención electoral.
+Inspección de tropas en la plaza de Bolívar de Bogotá
+Por los años ochenta, el cuadro que se ofrecía era el siguiente:
+En diferentes puntos de la ciudad, y por entero al aire libre, se instalan pequeñas mesas y tras ellas toma asiento el respectivo jurado electoral. En torno, los soldados con bayoneta calada. El jurado tiene ante sí una lista impresa de las personas capacitadas para votar. Estas van desfilando una tras otra, sin hallarse provistas de papel de identificación alguno, y depositan su voto en la urna. Automáticamente se tacha en la lista el nombre del votante. Ahora bien, está al entero arbitrio del público y del jurado si un determinado individuo puede votar o no; pues muchos, estudiantes sobre todo, se atreven a dar su voto en diferentes urnas, y en cada sitio se llaman con distinto nombre. Si luego se presenta el verdadero votante, se encuentra tachado en la lista y, a pesar de todas las protestas, tiene que retirarse humillado y escarnecido. Estas escenas provocan siempre gran alboroto. Si se acerca a la mesa uno que se llama, por ejemplo, Suárez, y se sabe que ese Suárez es un anciano conservador, en tanto que aquel que vota con su nombre es un joven liberal, entonces estalla un espantoso griterío: «¡No, no, no, no es él!», exclaman unos. «Sí, sí, sí, él es!», chillan los otros. Se reparten golpes, salen a relucir revólveres, hay empujones y apreturas, se pita y se vocifera hasta dejarle a uno aturdido. Según la composición del jurado correspondiente, puede votar o no el pseudo-Suárez. Si se trata de elegir un candidato liberal y el pseudo-Suárez va a votar por él, se le permite llegar hasta la urna; de lo contrario, se ve obligado a retirarse.
+Es raro que en días de elecciones no se juegue con el revólver. Por fortuna, estos artefactos, la mayoría de las veces, no dan en el blanco, y las desgracias son de menor cuantía. Pero la inquietud de los ánimos es tanto mayor cuanto que las tropas están dispuestas a acudir a la primera señal de alarma y a hacer fuego sin consideración sobre la inobediente multitud, como ha acontecido en diversas ocasiones. Si hay que elegir un candidato liberal y se encuentran más votos conservadores que liberales, entonces se vuelca la urna y se disuelve el jurado, o este proclama después del recuento: «¡Quien escruta, elige!». Las elecciones son, pues, desgraciadamente, en Bogotá como en toda Colombia, un juego dirigido por la gente más gritadora, por aquellos que esperan alcanzar del nuevo presidente favores o cargos, por los más insidiosos elementos y los más astutos fabricantes de catilinarias. Este juego electoral es convenido previamente por los políticos profesionales de los clubes. Tal es la opinión arraigada de más antiguo entre los colombianos, y como sus votos carecen, pues, de valor, muchos hombres honorables, los mejores ciudadanos precisamente, no acuden ya a las urnas. Fue también significativo que nuestro rector[54] retuviera en esos días a los internos, acuartelados como tropas en el edificio de la Universidad. Cuando las elecciones no se desarrollan libre y honestamente, no hay democracia posible, y eso lo mismo en Colombia que en cualquiera otra parte. Así acontece que los derrotados en los comicios recurren, con aparente derecho, a la revolución como medio para derrotar al presidente en tal forma elegido.
+De forma sombría se advierte siempre la perspectiva de la cercana explosión de una guerra civil; al caer la tarde los soldados marchan en formación por las calles de la ciudad y detienen a todo pobre diablo que cae incautamente en sus manos, respetando al que lleva sombrero de copa o va bien trajeado. La persona así capturada es puesta entre dos filas de bayonetas; la marcha continúa hasta haber reunido veinte, a menudo cuarenta o cincuenta, de estos infelices. De ese modo, amarrados a veces como reses destinadas al matadero, se les conduce al cuartel, donde quedan presos y donde se les obliga a enrolarse para la guerra. Muy raramente logra librarse el individuo tan violentamente reclutado, y muchas personas influyentes no consiguen eximir del servicio militar a sus criados, a sus obreros, a sus cocheros… Ocurre con harta frecuencia que los soldados se introducen en las casitas de los pobres habitantes de las afueras y sacan al hombre de la cama, dejando a la mujer y a los hijos en total desamparo. El ciudadano de ideas nobles queda deprimido ante escenas semejantes y sufre en el alma con ellas. Pero el indio que se ve ya con su gorra militar, con su fusil al brazo, y acaso con su guerrera de colorines, termina por ceder ante el destino que le ha tocado; hasta se siente orgulloso como defensor de la patria, y no es raro que ese recluta se quede definitivamente en el cuartel aunque se le ofrezca la libertad. Contrasentidos de la vida humana…
+A las seis cae la noche sobre Bogotá. Se cierran los comercios y concluye la jornada[55]. Así que se regresa a casa después del habitual paseo vespertino, hacia las siete de la tarde, las calles están ya bastante vacías. A las ocho los tambores de la guardia redoblan el toque de retreta, desfilando desde el Palacio Presidencial a su cuartel, acompañados del agudo son de las trompetas. Después de este musical deleite se sumerge todo en el silencio de una pequeña ciudad. Ese silencio se rompe los jueves y domingos por la noche, en que las dos bandas de regimiento, más de treinta músicos cada una, tocan la retreta bajo grandes faroles, especiales para este viejo uso. La retreta, en este caso, es un concierto de selecto programa. Los músicos son expertos y con larga práctica en su arte, y existe entre ellos gran espíritu de emulación. A menudo se escuchan obras de los grandes maestros en excelentes interpretaciones, especialmente oberturas, tocadas con conocimiento y fidelidad. Como pieza final, cada banda ofrece una composición nacional, un vals, un bambuco o un pasillo.
+Esa música nacional me atrae muchísimo. Siempre me ha emocionado profundamente con su espíritu unas veces suave, otras ferozmente impetuoso, otras melancólico y triste. Me seducía escuchar las serenatas que los músicos del país ofrecían a una hermosa [joven] en alguna calle de la ciudad. La bandola, a la que, si la tocan manos diestras, pueden arrancarse sonidos de la pureza de campanillas y violines, el tiple, tan melodioso como acompañamiento, y la seria y grave guitarra, formaban un conjunto realmente artístico. En los últimos años, recuerdo, algunos de aquellos músicos habían llegado a perfeccionarse de tal modo, que eran capaces de interpretar de memoria y con auténtica expresión clásica las más difíciles oberturas. Inolvidable será para mí la última noche pasada en Bogotá y en la que, pese a las críticas circunstancias, los mejores de aquellos modestos músicos de la capital quisieron darme una prueba de pleno reconocimiento a la simpatía que yo siempre les había dedicado. Unos diez de ellos se reunieron en un conjunto integrado por dos bandolas, algunos tiples, dos guitarras, un violín y un violoncelo. A eso de las once llegaron ante mi hotel y me dieron una serenata que resonaba maravillosamente en el silencio nocturno. La elección de las piezas respondía a la vez a un gusto sentimental y clásico. Entre los músicos había un ciego, que tocaba la guitarra y cantaba, acompañado con voz de contralto por un muchachito hijo suyo; un dúo en verdad emocionante, enternecedor. Cantaban cosas de amor, de fidelidad, de pasión, de doncellas graciosas radiantes como joyas, puras como la azucena; cantaban la ausencia, y el encuentro, y todas las tempestades de la vida…
+La calma de la noche es interrumpida a cada cuarto de hora por la aguda pitada de los serenos, que, envueltos en un largo gabán, armados de sable y organizados militarmente, aparecen en todas las esquinas en cumplimiento de su servicio de vigilancia y se controlan unos a otros mediante señales de silbato. Los serenos desempeñan también oficio de bomberos, pero en esa calidad apenas si tienen que hacer alguno, pues en Bogotá son muy raros los incendios. Esto se deberá tal vez a que el fuego no se propaga rápidamente a tales alturas, o acaso al hecho de no existir compañías de seguros. Por tal razón las bombas de incendios de la capital se hallan en estado tan lamentable. En un pequeño incendio, largamente comentado por la prensa, no fue posible, durante casi una hora, encontrar una boca de riego. Otra vez se estuvo buscando en vano la bomba de extinción y resultó que el entonces ministro de Guerra se la había llevado a su finca para regar.
+La policía está encargada de la custodia, especialmente la de los comercios. Pero se puede afirmar que los hechos de violencia no son más frecuentes en Bogotá que en cualquier otro sitio. Una sola vez, que fue la noche de una tempestuosa jornada electoral, hube de salir armado a la calle. Por lo demás, aunque durante algún tiempo viví fuera de la ciudad a una media hora de camino —que era de lo más distante entonces—, teniendo que atravesar la calle caliente, o sea la calle de las pendencias y la gente de cuidado, no fui jamás objeto de la menor hostilidad. A pesar de que las noches son bastante frías, me encontraba con frecuencia pobres gentes acurrucadas o enroscadas como erizos, que dormían profundamente, a las puertas de las casas o sobre la misma acera. Desde las diez, como dice un escritor colombiano, Morfeo reina en casi todos los hogares. Apenas si se conoce la vida de restaurantes o casas de comidas, usual entre nosotros. Tan sólo un café, La Rosa Blanca, atraía entonces a la gente joven para jugar al billar, para la charla o para el alegre comer y beber. Ahora se han establecido ya varios restaurantes. Fuera de ello, había abiertas no más que unas cuantas tabernas, donde se bebe de pie, y también algunos lugares de juego, de los cuales, a falta de diversiones más apropiadas, hay muchísimos, por desgracia, en Bogotá, particularmente después de una guerra, sazón en la que tantos aventureros aspiran a mejorar su suerte. En dichos locales se juega lotería o un juego nacional, el tresillo. Cuando por la mañana, algo después de las cinco, me dirigía a dar mi primera lección del día, la de la seis, a veces veía todavía luz en las casas de juego de la Plaza de Bolívar, y reflexionaba sobre todas las pasiones y los dramas que en los corazones de los jugadores y de sus familias estarían sucediéndose.
+Maravillosas son las noches de Bogotá. Las estrellas según cálculo de Humboldt[56], lucen con intensidad cuatro veces mayor que en nuestros países. A mediados de octubre de 1882 pasó durante varias noches sobre el cerro de Guadalupe un cometa enorme y de magnífico brillo.
+Un océano de luces surge en la noche. De un lado, se dibuja en excelsa simplicidad la Cruz del Sur; del otro, fulge casi junto al horizonte la Estrella Polar. La Vía Láctea se desenrolla como una ancha cinta encendida, y destaca minuciosa sobre el cielo, un cielo, pese a la oscuridad, todavía espléndidamente azul. Un especial encanto tiene el blanco y delicado resplandor de la luna llena; tan clara y nítidamente ilumina la ciudad, que, sin otra luz, resulta posible leer cómodamente y reconocer todos los objetos. De vez en cuando rompe la quietud de la noche un cohete que sube silbando hacia el firmamento y que, con la escasa resistencia del aire, se remonta a mucha mayor altura que en nuestros países. Bogotá es un lugar a propósito para grandes quemas de fuegos artificiales. Pero ¿qué es aquí cualquier arte humana frente a la majestad de la misma naturaleza? Con profunda nostalgia pienso hoy en el excelso espectáculo de aquellas noches de luna, en aquel magnífico cielo estrellado.
+Calle Florián de Bogotá
+[41] Daniel Aldana (c. 1832-1911), militar y político tolimense, elegido por primera vez para la Presidencia del estado de Cundinamarca en el periodo 1866-1867, cargo que volvería a ocupar entre 1882 y 1885.
+[42] Eliseo Payán Hurtado (1825-1895), abogado, político y militar caucano, gobernador del Cauca entre 1871 y 1876, y luego vicepresidente y presidente de Colombia en 1881 y 1887, respectivamente.
+[43] Se refiere, eventualmente, a la casa de los descendientes de Joaquín José Blas de Mier Rovira (1823-1869) y Magdalena Santa María Rovira, su prima, terratenientes propietarios de la hacienda El Víncu- lo en Soacha.
+[44] Los presidentes de Colombia en el periodo de 1881 a 1885, los tiempos de Röthlisberger en Colombia, fueron, en orden cronológico: Rafael Núñez (1880-1882), Francisco Javier Zaldúa (1882), Clímaco Calderón (1882), José Eusebio Otálora (1882-1884), Ezequiel Hurtado (1884) y Rafael Núñez (1884-1886).
+[45] El Palacio Presidencial —Palacio de San Carlos— se hallaba establecido desde 1828 en la calle 10 entre carreras 5 y 6.
+[46] En los años 1881 a 1885, periodo en el que Röthlisberger habitó principalmente en la capital, la Universidad Nacional de Colombia tenía su sede distribuida en diferentes edificios en el centro de la ciudad (véase: Restrepo Zea, Estela (comp.), 2011, La Universidad Nacional en el siglo XIX. Documentos para su historia. Escuela de Literatura y Filosofía, Bogotá: Facultad de Ciencias Humanas Colección CES).
+[47] Se refiere a la iglesia de la Compañía de Jesús, hoy llamada iglesia de San Ignacio en la calle 10 entre carreras 6 y 7.
+[48] Se refiere al Teatro Nacional, el cual sucedió en 1885 al Teatro Maldonado y antecedió al actual Teatro Colón de Bogotá, fundado en 1892.
+[49] El tramo de Bogotá a Facatativá del ferrocarril de la Sabana se contrató en 1873, sus trabajos se iniciaron en 1882 y la obra se terminó e inauguró en 1889.
+[50] La equivalencia de 0,5:1 —o de 0,25:0,5— referida por Röthlisberger, relacionando la unidad monetaria colombiana con el rappen —centavo germánico—, revela la fortaleza de la moneda colombiana en los años 80 del siglo XIX.
+[51] José María Rojas Garrido (1824-1883), abogado, político y periodista huilense, que llegó a ocupar la Presidencia de Colombia en 1866.
+[52] La relación del peso con el franco era, entonces, de 5:1 —cinco pesos por un franco—.
+[53] Manuel Ancízar Basterra (1812-1882), abogado, diplomático, escritor y viajero nacido en Fontibón, autor de la Peregrinación de Alpha que escribiera con ocasión de su participación en la Comisión Corográfica de Agustín Codazzi entre 1850 y 1851. Ancízar fue el primer rector de la Universidad Nacional y una de las personas más respetadas de su tiempo en Colombia.
+[54] Probablemente se refiere a Antonio Vargas Vega, rector en esos días de la Escuela de Literatura y Filosofía de la Universidad Nacional.
+[55] Las calles principales brillan ahora con la luz eléctrica, que, después de varios intentos fallidos, alumbra ya debidamente. Una gran central eléctrica, construida por la fábrica de maquinaria Oerlikon, provee de energía y luz a la población e industrias de Bogotá. La energía se obtiene del torrencial río Bogotá, algo más arriba del Salto de Tequendama. La mayor parte de las calles se iluminaba antes con luz de gas; pero de vez en cuando se hizo necesario acudir a otros medios de alumbrado, pues fallaba el servicio de gas o resultaba deficiente (nota de W. R. A.), (sobre el rol de la familia de Ernst Röthlisberger en la instalación de la planta generadora de la casa suiza Oerlikon en el año 1900, véase: Gómez Gutiérrez, Alberto, 2011, La expedición helvética: Viaje de exploración científica por Colombia en 1910 de los profesores Otto Fuhrmann y Eugène Mayor, Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, págs. 204-205).
+[56] Alexander von Humboldt (1769-1859), naturalista y viajero prusiano que pasó por los territorios de Colombia entre 1800 y 1803, alojándose en Bogotá en los meses de julio a septiembre de 1801. Humboldt registró sus impresiones de viaje y cálculos científicos en una vasta obra publicada en gran formato —folio y cuarto de folio—, y también en algunos libros en octavo y artículos dispersos que incluyen el artículo en alemán «Über die Hochebene von Bogota» (Sobre la Sabana de Bogotá), que apareció impreso en (1839) Deutsche Vierteljahrsschrift vol. 1, Berlín, págs. 97-119 (para mayor información sobre el paso de Humboldt por los territorios colombianos que correspondían en los albores del siglo XIX al virreinato de la Nueva Granada, véase: Gómez Gutiérrez, Alberto, 2016, Humboldtiana neogranadina. En imprenta).
+LA LLEGADA DEL CORREO / DISPOSICIÓN NATURAL DEL COLOMBIANO PARA LA CULTURA: LA LENGUA, TENDENCIAS LITERARIAS Y PRENSA / ESCUELAS / LA FORMACIÓN DE LA MUJER / ACADEMIAS / LA UNIVERSIDAD NACIONAL; SU HISTORIA Y ORGANIZACIÓN / RECTORADO, PLAN DE ESTUDIOS Y DISCIPLINA / PROFESORES Y ESTUDIANTES / VIDA ESTUDIANTIL / BIBLIOTECAS Y SOCIEDADES CIENTÍFICAS / OJEADA A LA LITERATURA COLOMBIANA / LA CANCIÓN POPULAR
+SOLITARIO Y COMO AISLADO del mundo se siente uno al principio sobre la Sabana de Bogotá. El lector de estas páginas, a quien el cartero trae varias veces al día noticias, periódicos, revistas, libros, apenas si considerará el acontecimiento que supone en aquella capital la llegada del correo. Dos o tres veces por mes llegan a Bogotá los envíos postales europeos, estableciendo el enlace con la patria. Dichos envíos no se reparten a domicilio, sino que cada uno va a recogerlos a la única oficina de correos existente. El que desea más rápido servicio, alquila un apartado. La llegada del correo se anuncia mediante banderas de colores que se izan en el gran mástil de la esquina del edificio donde está la oficina, siendo distintos los colores según la dirección de los correos arribados. Cuando, después de inquieta espera, se mira subir la bandera roja, blanca y roja con nueve estrellas negras, signo del correo de ultramar, los presuntos destinatarios se apresuran a retirar sus mensajerías, y dejo a la imaginación de cada cual la expectativa, el afán con que, por lo común en el mismo patio de correos, se devoran las primeras nuevas y luego, ya en casa, vuelven a degustarse.
+Este sistema tenía también sus grandes ventajas. Uno se preparaba para la recepción y el despacho de la correspondencia y podía señalarse horas y días para la lectura. En tal sentido, los años que allí pasamos no fueron años perdidos; por el contrario, la materia de lectura se disfrutaba con más activa atención que en nuestro país, donde estamos saturados de ella. Los nuevos libros y revistas se recibían allí con ánimo muy diferente; eran los mejores amigos, y, toda vez que en Bogotá no sólo los extranjeros, sino también muchos colombianos, siguen exactamente las novedades literarias, resultaba siempre, si se sabía dar con las personas apropiadas, un vivo intercambio de ideas sobre lo leído.
+Esta vida cultural es tanto más notable por cuanto que hasta 1738 no se estableció en Bogotá la primera imprenta, llevada allí por los jesuitas, y hasta 1789 no apareció el primer periódico colombiano[57]. La actual cultura puede explicarse sólo por la coincidencia de varias circunstancias felices, como buena disposición, lengua, prensa y educación.
+Es cosa no discutida que los criollos poseen una gran inteligencia natural y afición a los estudios y a las artes. No obstante, se ejercitan preferentemente en las ciencias especulativas, donde hallan la posibilidad de desenvolver teorías y disentir sobre toda clase de temas filosóficos y religiosos. Los terrenos que reclaman gran esfuerzo, paciencia y benedictina asiduidad, como las matemáticas, las ciencias experimentales o la historia trabajada en sus fuentes, se ven demasiado preferidos. Lo que realmente place al bogotano, siempre deseoso de novedades, es el aprendizaje de idiomas y la lectura de novelas, poesía y periódicos, como también componer epigramas y muy lindamente torneadas estrofas; en fin, dedicarse como aficionado a los asuntos más diversos. Así ocurre que la lectura y traducción de los productos espirituales de pensadores europeos son harto más frecuentes que —aparte las bellas letras— la creación de cosas originales. En esta recepción de la producción europea, los bogotanos tienen el buen auxilio de excelente librerías, como la Librería Colombiana[58], que tiene existencias, con gran cantidad de títulos, de las principales obras del mundo, y cuenta, sin duda, con todas las novedades bibliográficas. Las librerías constituyen el punto de cita de la gente culta; por vanidad o por afición, se compran muchos libros, y la mayoría de ellos, a no dudarlo, se leen. Por mucha superficialidad que aún exista, por mucho que se dé la formación a medias, aunque sólo unos pocos hombres selectos posean un riguroso sentido científico, y aunque no se halle todavía introducida la llamada «exactitud germánica», es, sin embargo, muy cierto que entre una minoría, relativamente pequeña pero muy inquieta y vivaz, se advierte la capacidad de conocimiento y el interés por todas las novedades y creaciones del espíritu; del espíritu francés en primer término, luego del español y del inglés. Y ello, como apenas en lugar alguno de Suramérica. Hay que agregar que en este apartamiento, en la naturaleza montañosa y primaveral, el pensamiento saca a veces consecuencias de más inexorable lógica que en Europa, donde la inteligencia es mantenida a raya por tan fuertes ligaduras de toda índole.
+El trabajo intelectual es ayudado por la vigorosa, colorista, armónica lengua española, el mejor legado de los conquistadores. Cierto que el trato con otras culturas, especialmente la francesa, ha introducido poco a poco en el lenguaje toda clase de vocablos y giros extraños, como ocurre en Argentina. A esta adulteración del idioma opone el bogotano un dique al tener a gala hablar el español con pureza y lo más académicamente posible, escribiéndolo, si cabe, aún con mayor fineza y corrección. Como guardián de esta limpieza literaria actúa la Academia Colombiana, fundada el 10 de mayo de 1871, y correspondiente de la Real Academia de Madrid. Constituye una sociedad de doce literatos[59], la mayoría de los cuales gozan de fama, pero no todos de talento. En efecto, varios de los mejores escritores liberales se hallan excluidos de este rancio gremio.
+En la literatura se manifiestan dos distintas tendencias. La una es rigurosamente clásica y vive, no sólo en la lengua sino también en las ideas y [los] criterios, casi como en los tiempos de un Felipe II[60]. El estilo enfático y rebuscado, el prurito de alambicar imágenes lo más «ingeniosas» posibles, el modo de expresar en forma abstracta y retorcida hasta las cosas más comunes, y el comenzar toda disertación, todo estudio o artículo por lo menos, [con] los griegos y los romanos, si es que no les toca pagar el pato a los babilonios y a los egipcios… todo ello ha ganado a tal especie de escritos el sarcástico nombre de literatura fósil. La otra tendencia se debe a literatos jóvenes, fogosos y de talento, que aspiran sobre todo a dar expresión al pensamiento de su época, y que, por tanto, se fijan más en la agudeza del contenido intelectual que en las exterioridades verbales. Quien se cuenta entre los adscritos a esa última corriente es hostilizado, claro está, por los académicos, o, al menos, mal mirado por ellos, gente que cree tener en arriendo toda la gloria literaria.
+La prensa diaria es un medio formativo de primer orden en todo país nuevo. Por entonces aparecían en Bogotá nada menos que de veinte a treinta publicaciones periódicas, tanto políticas como de contenido científico, pero sólo una salía diariamente.
+Joven bogotano
+Muchos de los periódicos políticos tenían una brevísima existencia, desapareciendo ya al segundo o tercer número. Como los periódicos no podían vivir del mismo modo que los nuestros, o sea a base de noticias del día y telegramas, concentraban su energía en los artículos de fondo, en estudios literarios, traducciones, desahogos líricos y crónicas locales. Especial mención merece el Papel Periódico Ilustrado —tres años de publicación—, editado con gran constancia y sacrificios por el pintor Alberto Urdaneta[61], ya fallecido; pese a la cierta tosquedad de la parte gráfica, el periódico estaba lleno de valiosas aportaciones a la historia de la cultura y era entonces la única revista quincenal de Colombia. La prensa política experimentó una total transformación después de la revolución de 1885. Antes, había gozado de la más absoluta libertad, y de ella [se] hizo uso en forma tan descomedida, que sus excesos resultaban desvergüenzas hasta para cualquier europeo amplio y comprensivo. Más tarde, en lugar de hacer legalmente responsables de sus contravenciones a los redactores, el cambio ocurrido en dicho año determinó que las cosas fueran a dar en el extremo opuesto, obstaculizando la libertad de las actividades periodísticas. La prensa pasó a depender enteramente del arbitrio del gobierno, que suspendía periódicos y metía a los periodistas en la cárcel o los deportaba, de manera que hasta los conservadores moderados solicitaron la promulgación de una ley menos rígida. En un país que se halla todavía en su menor edad, la libertad de prensa es de lo más necesario, e imprescindible como válvula de seguridad del mecanismo estatal.
+El cumplimiento de la misión de la prensa depende del grado de cultura de los ciudadanos, y a su vez esa cultura es la que restituye a sus proporciones justas las exageraciones y las inexactitudes de la prensa. Pero en Colombia, donde muchos admiten todavía como verdad definitiva todo lo que va en letra de molde, falta mucho por hacer en materia de educación, en lo que atañe a la gran masa del pueblo. Sólo los presidentes liberales, en particular los que gobernaron durante los años 1870 a 1875, dedicaron a la escuela primaria toda su atención, alcanzando notables resultados. Desde que el partido independiente empezó a regir los destinos del país, disminuyó la preocupación por ese problema y vino a decaer, de manera extraordinaria, la enseñanza toda. Sáquense conclusiones de los siguientes datos: el año 1873, en el apogeo de la administración liberal, había, sólo en el estado de Cundinamarca, 218 escuelas, con 10.789 alumnos. El año 1883 había 163 escuelas, con 10.624 alumnos, y es necesario anotar que ese número de escolares se refería únicamente a los inscritos y no a los que realmente asistían a las clases. En dicho Estado de Cundinamarca se adeudaba a los maestros en 1884 casi año y medio de sueldo, de manera que la mayor parte de ellos, aunque por sentido del deber siguieron trabajando en sus escuelas, se veían obligados a buscarse otras ocupaciones. Las letras de cambio con que se les pagaron algunos meses sólo podían hacerse efectivas acudiendo a los usureros. No puede sorprender, pues, que resultara difícil sostener los centros de formación de maestros y maestras, cuanto más que la mala administración del Estado hacía imposible cubrir con regularidad todas las obligaciones al respecto. Pero, precisamente en cuanto a esos centros de formación, hubiera sido muy de lamentar la suspensión de actividades. En particular la escuela de maestras se distinguía por los magníficos logros alcanzados, y a ella ingresaban muchachas del pueblo y de la clase media, que así podían dar satisfacción a su anhelo de saber, pasando además a ocupar una mejor posición social. Los exámenes que presencié demostraban en casi todas las alumnas un grado verdaderamente admirable de seguridad, de claridad mental y dominio de la materia; sin embargo, su aplicación servía para la obtención de un diploma poco menos que, en la práctica, falto de todo valor. Esto me probó una vez más que, concretamente la juventud femenina de Colombia, posee espléndidas dotes y que sería un verdadero pecado regatearle el sustento espiritual que reclama. Las escuelas especiales para señoritas no rebasan el nivel medio de nuestra instrucción primaria ni facilitan un verdadero y sólido saber.
+En virtud de la libre competencia y de la posibilidad de abrir, sin más, un centro docente todo aquel que contara con la confianza de los padres, era también muy consi- derable el número de los colegios privados —diríamos mejor «pensiones privadas»—, donde los alumnos viven en régimen de internado y la materia de enseñanza viene a corresponder a la de nuestras «escuelas medias». El año 1883 existían en Bogotá, aparte de los establecimientos públicos y el seminario sacerdotal, doce colegios para muchachos y nueve para muchachas. Algunos de esos centros, como el antiguo Colegio de don Santiago Pérez[62], quien desde su cátedra fue ensalzado al sillón de presidente de la República, eran como pequeñas academias. Según las ideas del respectivo propietario, estas escuelas se hallaban tajantemente diferenciadas en el aspecto político. Las más aristocráticas y «pías» estaban dirigidas, en su mayoría, por eclesiásticos.
+La formación universitaria propiamente dicha se adquiría en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario, en la Universidad Nacional y en la Universidad Católica. La concesión de diplomas era enteramente libre; alguna escuela privada podía expedir, por ejemplo, el título de doctor en jurisprudencia. Pero los tres centros universitarios citados, por razón de su efectiva competencia y por su posición, tenían facultad para otorgar los grados generalmente reconocidos. La Universidad Católica era reciente creación del nuncio papal Agnozzi[63], expulsado de Suiza en tiempos de Kulturkampf[64]. Esta mantenía la rivalidad frente a las otras dos universidades, cosa de la que los profesores nos alegrábamos, pues de ahí surgía la emulación. El Colegio del Rosario, fundado en 1651 por el monje y arzobispo Cristóbal de Torres[65], se componía de una especie de liceo o gimnasio y de una Academia de Derecho, donde se estudiaba más rápidamente que en la Universidad. El Rosario tenía entonces una dirección sumamente progresista.
+La Universidad Nacional era, indiscutiblemente, la primera de Colombia. Nuestra Universidad había corrido ya suerte muy diversa. En 1610[66] fundó el arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero[67] una academia a la que llamó Colegio de San Bartolomé y que encomendó a los jesuitas[68]. Estos comenzaron la enseñanza con diez becarios[69]. Su actividad abarcaba principalmente el estudio del latín, la filosofía —en lengua latina—, el derecho civil romano, el canónico, la moral y la teología dogmática. Estos eran los estudios clásicos de entonces. La enseñanza del derecho público y político había sido prohibida por el gobierno. Sólo tras las borrascas de las luchas de independencia se llegó a producir un nuevo incremento de los estudios. La academia pasó al estado de Cundinamarca, que en 1867 la entregó a la nación con el propósito de fundar una Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia. Esta se estableció, en efecto, y a fines de 1884 se fusionaron con ella la Escuela de Agronomía, la Escuela Militar, en la cual se formaban unos doscientos cadetes y que hacía a la vez de Escuela de Ingenieros, y finalmente la Escuela de Bellas Artes, donde, bajo experta dirección, se enseñaba dibujo, pintura y grabado. La Universidad adquirió consistencia por la Ley del 23 de marzo de 1880, que creó ya un Ministerio Nacional de Instrucción.
+Profesor doctor Antonio Vargas Vega, rector de la Escuela de Literatura y Filosofía
+En el año 1882, cuando yo comencé allí mis actividades docentes, la Universidad constaba de cuatro facultades: la Escuela de Literatura y Filosofía, la Escuela de Derecho o de Jurisprudencia, la Escuela de Ciencias Naturales y la Escuela de Medicina. (No existía facultad teológica, pues los sacerdotes se formaban en seminarios). El rector era el ministro de Instrucción[70]. Bajo su autoridad había dos rectores propiamente dichos, de los cuales uno dirigía las facultades filosófica y jurídica —instalada en el viejo edificio del Colegio de San Bartolomé— y otro las facultades de Ciencias naturales y Medicina. El control de toda la administración y funcionamiento interno correspondía al Consejo Académico, que se elegía por el presidente de la República entre ciudadanos de mérito y constaba de nuevos miembros. De la Escuela de Derecho diré sólo que los poco numerosos estudiantes trabajaban con notable aprovechamiento y que luego, como abogados y políticos, hacían honra a su profesión. La Escuela de Ciencias Naturales era utilizada, principalmente, por médicos, para estudios preparatorios, pero faltaban en ella buenos laboratorios y colecciones. La Facultad de Medicina propiamente dicha, o sea la Escuela de Medicina, era sin duda la mejor instalada y al frente de ella trabajaban excelentes profesores; casi todos ellos habían hecho en Europa su examen de Estado; en París principalmente. Los estudiantes se destacaban por la aplicación, la buena conducta y el aprovechamiento en su trabajo. Desde 1882 contaban con una sala de disección, que se construyó en esa fecha en el patio del Hospital Municipal, y allí tenían material de sobra para sus estudios.
+Por último, la Escuela de Literatura y Filosofía, obligatoria para todos los estudiantes, se componía, como su nombre da a entender, de una facultad filosófica y de la parte literaria, equivalente esta a un gimnasio, liceo o, tal vez, pro-gimnasio. Esto explica la gran cifra total de alumnos matriculados en algunos cursos de la Universidad, nada menos que seiscientos quince el año 1884. Para toda la Universidad existía la disposición de que el estudiante no pudiera seguir más de cuatro materias anuales; cada una de estas comprendía seis horas a la semana. A los más jóvenes el rector sólo les permitía matricularse, comúnmente, en dos o tres materias anuales. Después de haber acabado con éxito los cursos correspondientes, podían tomar otras tres o cuatro asignaturas —dieciocho o veinticuatro horas semanales—, cuyo orden sucesivo se hallaba fijado exactamente. Así, de manera metódica, se iba avanzando a materias cada vez más difíciles. En estos cursos —español, francés, inglés (cada lengua dividida en tres años), aritmética, álgebra, geometría, geografía general y de Colombia, cosmografía, física, retórica, historia patria— se trabajaban a fondo los respectivos objetos del estudio. En el mejor de los casos, esto es, si el alumno aprobaba cuatro materias por curso, los estudios duraban seis años; pero lo usual era que se extendieran por mucho más tiempo, dado que se solía empezar con menos de cuatro asignaturas anuales, y debido también a que no siempre se llegaba a hacer el grado y a que se tomaban con carácter complementario diversas materias facultativas —latín, griego, alemán, taquigrafía, cálculo mercantil, religión—, a las cuales había que asistir y eran asimismo tomadas en cuenta a efectos del tiempo obligatorio. Hay que agregar que esos cursos de carácter voluntario tenían escasa asistencia de alumnado, lo que era de lamentar, sobre todo en el caso del latín, pues esta lengua facilita mucho, naturalmente, la penetración en el español, siendo además imprescindible para el estudio del derecho romano. El curso de religión no llegó a darse nunca, pues no hubo eclesiástico que quisiera venir a nuestra Universidad.
+Como culminación de la escala de materias, había un curso de biología, o sea principios generales de la historia natural, un curso de sociología, un curso de filosofía y dos cursos de historia universal. No existía, como se ha visto, una facultad de filosofía enteramente separada de la escuela de literatura, si bien esa facultad se hallaba representada por tres profesores —el de biología, el de sociología y yo—. Todos los futuros juristas y médicos debían pasar por nuestras clases. Habida cuenta [de] que la mayor parte de los alumnos ingresaban a la escuela de literatura a la edad de diez años, aproximadamente, mis escolares estaban entre los dieciséis y los veinte años, y los había de veintiséis, o sea más viejos que yo. A veces asistían a las lecciones señores ya de alguna edad. También en cuanto al color de la tez había gran variedad dentro del alumnado. Los más diferentes matices se ofrecían a mi vista, desde el blanco rosado de los tiernos jovencitos de Bogotá, hasta el negro más intenso; los negros mostraban, dicho sea de paso, un ardiente afán de aprender. Los ojos más distintos me miraban, y las dentaduras eran también de gran diversidad.
+Cuando un profesor franqueaba la puerta de la Universidad o penetraba en los claustros del antiguo edificio conventual, el bedel hacía sonar los timbres. Los estudiantes debían colocarse ordenadamente junto a la puerta del aula para entrar en ella tras el profesor. Se trataba, en su mayoría, de grandes salas con ventanas de escasa altura. Yo daba mis clases en el sitio que ocupó antaño la gran capilla del convento.
+Como imperaba el principio, conveniente para Bogotá, de no dejar en demasiada libertad a los estudiantes, estos se hallaban sometidos a una tutela bastante estricta. Regla general para todos era que el alumno no fuese admitido a examen ni pudiese pasar a las materias superiores, cuando pesara sobre su conciencia uno de estos hechos: tener cien faltas de asistencia injustificadas o el mismo número de ceros por insuficiencia en los estudios; o bien veinte malas notas de conducta; o bien cien faltas de asistencia por motivo de enfermedad. Todo ello debía tener constancia en el registro que llevaba el catedrático. De los correctivos que podían imponerse cuando, como significativamente se decía en los estatutos, «no bastare el estímulo del honor», citaremos dos tan sólo: primero, el arresto en el calabozo, donde los jóvenes holgazanes y tunantes podían dedicarse a reflexionar sobre sus insolencias entre las cuatro paredes del desnudo y tenebroso encierro, castigo que hacía siempre una fuerte impresión sobre todos; la otra pena era la expulsión. Esta última estaba reservada a los alumnos que hubieran hecho uso de armas para herir o amenazar a sus compañeros, o que intervinieran en alguna perturbación del orden público.
+Para los alumnos menores de dieciséis años, existía en el Colegio de San Bartolomé un internado bajo la inspección de un vicerrector. Entonces vivían allí unos ochenta alumnos, sobre todo muchachos de lugares distantes, cuyos padres no se decidían a dejarlos en entera libertad por las muchas tentaciones a que habrían de hallarse expuestos. La disciplina era allí verdaderamente militar y en extremo rígida. De nueve a diez de la mañana y de dos a tres de la tarde estaba cerrada la Universidad, pues a esas horas se servían las dos comidas principales. A partir de las seis de la tarde ya nadie podía salir; los domingos, siempre que se hubiera observado buena conducta. Se jugaba, se hacía gimnasia y se tomaban baños frecuentemente y con gran fruición, de manera que todos aquellos jóvenes tenían un aspecto vigoroso y saludable. Los muchachos de talento que hubieran cursado por lo menos tres años en una escuela primaria pública y que se hubieran distinguido por las calificaciones logradas recibían también ayuda por medio de becas, para lo cual, según el reglamento, nunca aplicado a ese propósito, se comprometían a trabajar más tarde durante tres años al servicio del gobierno. Pero como la vida, vestidos, etcétera, eran en Bogotá muy caros, muchos estudiantes menesterosos recibían además auxilios de sus respectivos estados o departamentos, que prometían bastar para la educación gratuita, si bien no siempre lo lograban. Precisamente estos estudiantes pobres eran nuestros mejores alumnos y nos daban gran satisfacción. Mas, a menudo, tenían que limitarse a estudiar lo imprescindible para terminar rápidamente y arribar pronto al buen puerto de una profesión segura.
+Doctor Bernal, vicerrector de la Universidad
+También los profesores de la Universidad, que se contaban entonces en número de cuarenta y tres, se hallaban sujetos a severas normas, toda vez que los rectores disponían su nombramiento y podían recomendar su destitución; en caso de ausencia injustificada, se les debía retirar el sueldo del día correspondiente. Pero en la realidad, las cosas eran menos minuciosas y formalistas. El rector procedía solamente contra los profesores que habían incurrido en manifiesta desidia o abandono de sus obligaciones, de lo cual se daban algunos casos; por lo demás, la autoridad rectoral actuaba benignamente, pues la retribución de los profesores era tal que, en la mayoría de los casos, había que darse por satisfecho con que acudiera a explicar sus lecciones. En efecto, sólo tres profesores, en toda la Universidad, estaban consagrados exclusivamente a la docencia. Los demás tenían que ganarse la vida mediante la acumulación de varios cargos y desempeñaban las más variadas ocupaciones; eran funcionarios, jueces, diputados, políticos, ingenieros, periodistas, escritores, médicos atareadísimos, y dedicaban al profesorado no otra cosa que sus ocios. Pero el poder dar clases en la Universidad era una distinción muy solicitada.
+Y ahora hablemos de las clases mismas. Si bien, según las razas, eran diferentes las capacidades intelectuales, los estudiantes tenían por término medio, una gran inteligencia y daban muestras de extraordinario y rápido poder de captación, si la exposición del docente era clara y, a ser posible, infundida de un cierto aliento poético. Era un verdadero placer darles clase. Las contradicciones, verdaderas o aparentes, eran descubiertas en seguida en las clases y utilizadas por ellos como consulta en las horas dedicadas a repaso o discusión. Casi todos tenían además una memoria fuera de lo común, ejercitada desde muy pronto y continuamente, una memoria que lo retenía todo, pues, al contrario que en Europa, no había recargo de tareas, ni, por consiguiente, fatiga. Exceso de materias o de trabajo, cosa que de cierta parte se reprochaba a la Universidad, no se notaba, en todo caso, entre los estudiantes. A muchos les faltaban los necesarios conocimientos básicos para la formación científica: otros se debatían esforzadamente contra una cantidad de prejuicios religiosos y políticos que consigo traían; otros, en fin, aprendían demasiadas cosas de memoria y pensaban poco, falta esta favorecida por el hecho de que la mayor parte de los profesores tomaban como base de sus lecciones algún texto, explicándolo durante una media hora y dando a aprender un determinado trozo. Esta materia de enseñanza era luego, por muchos, repetida de carrerilla en los exámenes, aunque, de cierto, no por todos comprendida.
+Especialmente aplicados eran nuestros estudiantes de los últimos cursos, en tanto que, según referencia de los maestros de la Escuela de Literatura, los alumnos de las primeras clases —muchachos todavía en edad de travesuras— dejaban muchísimo que desear. Cuanto mayor iba haciéndose el estudiante, tanto más crecía su alto pundonor, y bastaba con apelar a él para manejar adecuadamente a aquella juventud académica. Por ello no me resultaba tampoco necesario registrar como un dómine las faltas de asistencia de mis alumnos, ni mucho menos tenía que consignar malas notas de atención o conducta, pues de desobediencias, groserías, desórdenes no tuve jamás ocasión de quejarme. Alguna intervención abusiva, harto posible dada la condición estudiantil, astuta y gustosa de bien quitarse, podía ser rechazada con facilidad por medio de una respuesta mordazmente satírica. Cuando, a partir del segundo año, pude ya dar mis clases en español, el intercambio de ideas se hizo mucho más vivo, lo mismo que el ascendiente e influjo sobre mis oyentes. Si el profesor se tomaba trabajo en sus lecciones y no se mostraba como un charlatán o un ignorante, esto es, si enseñaba lo que realmente sabía, podía estar seguro del cariño y el respeto de los alumnos. Pero ¡ay de aquel que fuera pillado en un fallo o una incongruencia! Nuestro estudiante, crítico hasta el exceso, exigente, amigo de tener siempre la razón, aficionado a disputas y orgulloso, sabía descubrir el punto flaco y explotarlo con sumo rigor. Aparte de esto, casi todos los profesores tenían algún apodo; yo no podía estar quejoso al respecto, pues me llamaban simplemente «el suizo». Nuestros defectos salían a relucir especialmente en los llamados «epitafios», coplas burlescas en forma de inscripción sepulcral para cada uno.
+En el trato con los compañeros, los estudiantes eran demasiado engreídos como para que entre ellos pudiera crearse una auténtica y grata camaradería. Entre esos jóvenes no existen las asociaciones estudiantiles, que de modo tan duradero influyen sobre el carácter de sus miembros y donde se crean amistades indestructibles. Tampoco se distinguen por una indumentaria propia; únicamente en ocasiones solemnes, además del traje negro y el sombrero de copa, lucían sobre el pecho un pequeño escudo de colores con el emblema de la Universidad. Los estudiantes, en general, y ya como habitantes del Trópico, bebían menos que nosotros; pero en cambio el dios del Amor les martirizaba más con sus traviesos dardos, y, dada la poética disposición de aquellos jóvenes, se cometían infinidad de atentados en forma de canciones líricas. Existía también el espíritu de cuerpo, provocado precisamente por las diferencias de opinión política. A nuestra Universidad asistían, casi sin excepción, jóvenes liberales y de tendencia radical, y por ello era muy aborrecida por la gente retrógrada. Librepensadores en su mayoría en cuanto a las cuestiones religiosas, de extrema izquierda en lo político, nuestros estudiantes se daban abnegadamente a su partido al estallar las guerras civiles. Constituían siempre uno de los elementos más activos, fogosos y sacrificados durante las revoluciones, y más de uno hubo que selló con temprana muerte sus convicciones, pasando a ser exaltado como héroe. Respeto y admiración se tributaba a los que el año 1876 habían resultado heridos por las balas de los conservadores.
+Esta imagen adorna la tercera edición del interesante libro del doctor Camacho Roldán, titulado Notas de viaje, París, 1897, disponible en Garnier Fréres
+El año escolar duraba desde febrero hasta principios de diciembre, con una interrupción de algunos días en Semana Santa, luego catorce días a continuación de la fecha de la Independencia —20 de julio—, y algunas festividades religiosas, además de la onomástica de los respetables rectores. En noviembre tenían lugar los exámenes, que durante tres semanas proporcionaban a los profesores un agotador trabajo de varias horas al día. Todo estudiante era examinado de cada materia separadamente; la prueba, oral, duraba por lo menos veinte minutos y estaba a cargo de un jurado de tres examinadores. Yo examinaba ordinariamente de francés —los tres cursos—, así como de latín y alemán, en la Escuela de Literatura; y de filosofía e historia en la Escuela de Filosofía. Puedo decir que se exigía mucho y que las continuas irregularidades del curso se vengaban luego en los mismos estudiantes.
+A lo largo del curso tenían lugar de vez en vez «exámenes de grado», pruebas orales que presidía personalmente el ministro de Instrucción, con un jurado de profesores mayor que de ordinario y una duración de dos horas. Con especial solemnidad se entregaba el diploma al que había salido bien de la prueba, y con ello se le confería el título de doctor en derecho, en medicina, en ciencias naturales. Obtiene el doctorado, pues, todo el que aprueba un examen de esa índole, y como ello ocurría con casi todos los catedráticos, a todos, de ordinario, se les daba el tratamiento de «doctor».
+Los exámenes de fin de curso culminaban en una sesión solemne de la Universidad en el Aula Máxima. Hablaban en tal ocasión el presidente de la República, el ministro de Instrucción y algún profesor[71], y sus discursos, además del buen contenido, eran de la más fina perfección retórica. Se hallaba presente el Cuerpo Diplomático y lo más selecto de la sociedad bogotana, también señoras, pues merecía la pena oír a oradores tan distinguidos. A los mejores estudiantes se les entregaban recompensas consistentes en obras de gran valor.
+Profesor doctor Venancio Manrique
+Digna de mención es también la Biblioteca, vinculada a la Escuela de Literatura y Filosofía. Esta Biblioteca fue formada en algunos años por el rector —más tarde con mi modesta ayuda—, a base de los créditos del gobierno —algunos miles de francos al año— y de los ingresos habituales de la Universidad. Era una biblioteca curiosa por su concentración y selecto contenido. En unos mil quinientos volúmenes, reunían las mejores obras modernas en literatura, historia, filosofía, economía política, jurisprudencia, y ello en las lenguas principales, además de los diccionarios y enciclopedias de imprescindible utilización. Completaban el contingente una docena de revistas europeas, principalmente francesas e inglesas. Esta biblioteca, donde yo pasaba las tardes, servía excelentemente para nuestro trabajo.
+Así funcionaba la Universidad. Víctimas, más tarde, de la reacción que siguió a la revolución de 1885, fue «reorganizada» dentro de un espíritu muy diferente. Muy valiosa para el investigador de historia era la Biblioteca Nacional, con unos cincuenta a sesenta mil volúmenes; en ella se encuentran las fuentes de la historia colombiana. Pero los manuscritos se hallaban muy desordenados en el Archivo Nacional y sin duda harán falta todavía fatigoso esmero y trabajo hasta organizar ese fondo y publicar lo más importante de él, pasando luego a la formación de una Historia de Colombia rigurosamente científica. Por lo que atañe a los archivos y a todas las colecciones, se advertía en Colombia un abandono verdaderamente notable. Muchos documentos fueron hurtados, o simplemente algún aficionado se los llevó a su casa, mal empleando así muy importantes y valiosos materiales. De igual modo, el Museo Nacional, que antes contaba con una serie bastante rica de piezas antiguas, fue objeto de expolios durante varias guerras civiles.
+En Bogotá existían distintas sociedades científicas, como la de Medicina y la de Ciencias Naturales, pero hubieron de sufrir la inseguridad de la época. Para muchos hombres de saber —como Rafael Nieto París[72], sobresaliente matemático, mecánico y astrónomo— faltaba entonces el estímulo. Por eso no se llegó a constituir una sociedad arqueológica, pese a la importancia que su fundación hubiera tenido para el estudio de las antiguas culturas. Y, no obstante, había entre mis colegas personas de notabilísimas dotes y de amplia ilustración. Así, por ejemplo, los dos rectores —el doctor Vargas Vega[73], conocido fisiólogo y pedagogo y el doctor Liborio Zerda[74], químico e investigador de la antigüedad—; el doctor Camacho Roldán[75], sociólogo; el estadista doctor Santiago Pérez[76] y el doctor Roberto Ancízar[77], economistas; los doctores Álvarez[78], Manuel Ancízar[79], Rojas Garrido[80] y J. I. Escobar[81] maestros de filosofía y filósofos; don Alberto Urdaneta[82], maestro de arte, pintor, dibujante y promotor de la vida artística en Bogotá.
+Este sería realmente el momento de hacer honor a toda la literatura colombiana —científica y de creación— con unas anotaciones críticas. Pero, si bien debo declarar que he leído con apasionado interés la mayoría de las obras principales, el comentario correspondiente habría de ocupar demasiado espacio o, por su brevedad, no dejaría satisfecho al lector. De todos modos, al objeto de no dejar un vacío en estas notas, me limitaré a citar algunos nombres.
+Como eruditos en el campo de las ciencias naturales destacan el botánico y geólogo Mutis[83] —nacido el año 1732 en Cádiz, muerto en 1808 en Bogotá— y su discípulo Caldas[84] —nacido en 1770 [sic][85], fusilado en Bogotá por los españoles el año 1816—, un autodidacta instruido en sus viajes y que dejó asombrado a Alexander von Humboldt por los conocimientos y observaciones a que había llegado en materia de botánica, química, astronomía y etnología, así como por la invención de algunos instrumentos, como el hipsómetro. Entre los lingüistas y gramáticos, Cuervo[86] ha alcanzado gran celebridad con la publicación de un diccionario etimológico de la lengua española. Como historiadores hay que citar al obispo Piedrahita[87], con su Historia de la Conquista (1688), a José Manuel Restrepo[88], autor de la mejor historia de la Guerra de la Independencia, a Gutiérrez[89] —memorias—, Vergara y Vergara[90] —historia de la literatura—, Groot[91] —historia de la Iglesia—, y Quijano Otero[92]. La ciencia geográfica se halla representada por los nombres que siguen: Zea[93], al que se ha llamado «El Franklin de Suramérica», los coroneles Joaquín Acosta[94] y Codazzi[95], cuyos manuscritos puso en limpio Felipe Pérez[96], Ancízar (Peregrinación de Alpha) y Mosquera[97].
+En las bellas letras encontramos, ante todo, al impulsivo José María Samper[98], que puso su infatigable pluma y elocuencia al servicio de casi todos los géneros y también de sus diferentes evoluciones políticas y religiosas. Citaremos también a su muy culta esposa, doña Soledad Acosta de Samper[99], escritora de temas populares y femeninos, de marcada tendencia religiosa. La poética novela María de Jorge Isaacs[100] —de ascendencia israelita— tiene justa fama y se ha traducido a otras lenguas. Una novela costumbrista, Blas Gil, llena de fuerza y que por su intención recuerda al Martin Salander[101], es obra del satírico Marroquín[102].
+José María Samper
+Muy numerosos son los autores de pequeños relatos y descripciones, los llamados «artículos de costumbres», que, al estilo de las narraciones breves de Jeremías Gotthelf[103] o Joachim[104], presentan tierras y gentes con notable ingenio y humor. Anotamos tan sólo los nombres de Emiro Kastos —Juan de Dios Restrepo—[105], David Guarín[106], Ricardo Silva[107] y Ricardo Carrasquilla[108]. La literatura dramática es bastante extensa, pero Colombia no ha dado todavía ningún gran autor teatral.
+Los poetas hacen legión, como prueba ya la colección Parnaso colombiano. El pueblo de Colombia se distingue por sus dotes poéticas. Cané expresó muy bien, como razón de este fenómeno, que Colombia está «cerca del cielo». Si bien es cierto que se escriben muchas cosas medianas y banales, no puede ignorarse que en Colombia han nacido magníficos poetas. Nombraremos en primer lugar a Arrieta[109], del que copiamos las siguientes apasionadas estrofas:
+Dices que para olvidarme
+te ha bastado un solo instante,
+que mi recuerdo de amante
+te es indiferente ya.
+Pues olvídame, si puedes,
+porque el dardo del pasado
+en el corazón clavado
+para siempre llevarás.
+La dicha del amor ha sido tratada de tal modo por Arrieta en otro poema, que parece escucharse una purísima música:
+Sentados sobre la yerba
+a las orillas del río
+con amante desvarío
+me acariciabas ayer.
+De tus labios el murmullo
+al besar sobre mi frente
+se confundió dulcemente
+con el del agua al correr.
+Tu mano estaba en las mías,
+y mi cabeza en tu seno,
+el cielo estaba sereno
+cual la dicha de los dos.
+Te inclinabas en mi oído
+con amorosa dulzura
+y palabras de ternura
+Casa en Bogotá, habitada [en 1801] por Alexander von Humboldt
+Citaremos además al fogoso Arboleda[111], a J. E. Caro[112], Gregorio Gutiérrez[113] —comparable a Albrecht Haller[114]—, Rafael Pombo[115], Obeso[116] —que, él mismo de raza negra, da a sus obras sobre ese motivo una patética expresión—. Pero especialmente hay que mencionar a Rafael Núñez[117], cuya notable trayectoria política, como veremos, sólo resulta comprensible por haber vivido y escrito entre un pueblo de soñadores e ideólogos.
+El manantial lírico no se agota en Colombia en la letra de molde, sino que brota sin cesar en las canciones populares, inéditas en su mayoría. Son estas canciones estrofas de versos cortos con los que el pueblo expresa, en palabras ingenuas y directamente encaminadas al corazón, sus pensamientos y su sentir más íntimos, lo que nos permite mirar a través de ellas el fondo del alma popular. Con la reproducción de algunos de estos cantares, obra de desconocidos poetas, creo proporcionaré satisfacción a más de uno de mis lectores.
+En primer lugar, algunas reflexiones de carácter tragicómico:
+Ojos verdes son la mar,
+ojos azules el cielo,
+ojos garzos purgatorio
+y ojos negros el infierno.
+Por un tropezón que di
+todo el mundo murmuró;
+todos tropiezan y caen,
+¿cómo no murmuro yo?
+Cuando alguno quiere a alguna
+y esa alguna no lo quiere,
+es lo mismo que encontrarse
+un calvo en la calle un peine.
+Dicen que el águila real pasa
+volando los mares.
+Ay, quién pudiera volar
+como las águilas reales.
+Si yo fuera pajarito,
+a tus hombros diera
+el vuelo picara de tu boquita…
+La lástima es que no puedo.
+Lo que más se canta en Colombia es el amor, el siempre loado y siempre injuriado. La expresión de los ojos es su directa revelación:
+Tus ojos son dos luceros,
+tus labios son de coral,
+tus dientes son perlas finas
+sacadas del hondo mar.
+Como hay abismos profundos
+en el fondo de los mares,
+los hay también en tu ojos
+con calmas y tempestades.
+Son tus ojos noche y día,
+luz y sombra a un tiempo son,
+negros como las tinieblas
+y brillantes como el sol.
+Anteanoche me soñé
+que dos negros me mataban,
+y eran tus hermosos ojos
+que enojados me miraban.
+Los desengaños y las infidelidades han inspirado a la poesía popular las estrofas siguientes, ora juguetonamente satíricas, ora trágicas, ora resignadas o transidas de dolor:
+Esta calle está mojada
+como que hubiera llovido;
+son lágrimas de un amante
+que anda por aquí perdido.
+¡Qué alta que va la luna
+y un lucero la acompaña!
+¡Qué triste se pone un hombre
+cuando una mujer lo engaña!
+Me quisiste, me olvidaste
+y me volviste a querer,
+y me hallaste tan constante
+como la primera vez.
+El árbol de mis amores
+era coposo y lozano;
+la indiferencia lo heló,
+los celos lo deshojaron.
+Ayer pasé por tu puerta
+y me tiraste con limón,
+el agrio me dio en los ojos
+y el golpe en el corazón.
+Pero hay también enamorados que se consuelan pronto y no cesan en las aventuras; almas donjuanescas:
+El amor que te tenía
+era poco y se acabó,
+lo puse en una lomita
+y el aire se lo llevó.
+Por esta calle vive
+la huerfanita.
+¡Quién viviera con ella,
+la pobrecita!
+Un esposo ejemplar reacciona de este modo:
+Mi mujer y mi mulita
+se me murieron a un tiempo.
+¡Qué mujer ni qué demonios!
+Mi mulita es lo que siento.
+Toda la psicología del amor se descubre en estas coplas:
+Con todas me divierto,
+me río y hablo.
+Tan sólo a la que quiero
+la miro y callo.
+Ya mis ojos te han dicho
+que yo te quiero.
+Si ellos son atrevidos
+yo no me atrevo.
+Dame, niña bonita,
+lo que te pido:
+un abrazo y un beso,
+con un suspiro.
+Tu corazón partido
+yo no lo quiero;
+yo cuando doy el mío,
+lo doy entero.
+Si quieres que yo te quiera,
+ha de ser con condición
+que lo tuyo será mío
+y lo mío tuyo no.
+Un amante regocijado canta:
+Tiene la que yo quiero
+un diente menos,
+por ese portillito
+nos entendemos.
+Profunda y noble pasión respiran las dos últimas coplas que aquí anotamos:
+Si la piedra, con ser piedra,
+al toque del eslabón
+brota lágrimas de fuego,
+¿qué será mi corazón?
+Desde que te vi, te amé,
+y todo fue de improviso;
+no sé lo que fue primero,
+si amarte o haberte visto.
+Un pueblo que así canta y que sabe expresar su sentir y sus pensamientos en imágenes de tal naturalidad y espontáneo vigor es sin duda un pueblo capaz de cultura.
+[57] El Papel Periódico de Santafé, fundado y dirigido por Manuel del Socorro Rodríguez (1758-1819), circuló a partir del 9 de febrero de 1791, y su último número (n.º 265) se publicó el 6 de enero de 1797.
+[58] Los fundadores y propietarios de esta librería eran Joaquín Emilio Tamayo Restrepo (1853-1908) y el abogado, economista y escritor Salvador Camacho Roldán, citado. Se considera a Camacho Roldán como el fundador de la cátedra de Sociología en la Universidad Nacional de Colombia a partir de 1882.
+[59] Los 12 miembros de la Academia Colombiana de la Lengua en esos años, todos ellos fundadores, eran: José María Vergara y Vergara, Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Pedro Fernández Madrid, Felipe Zapata, José Joaquín Ortiz, Rufino José Cuervo, Santiago Pérez, Joaquín Pardo Vergara, Manuel María Mallarino, Venancio González Manrique y Sergio Arboleda.
+[60] Es decir, la segunda mitad del siglo XVI, trescientos años atrás.
+[61] Alberto Urdaneta (1845-1887), periodista, dibujante y grabador nacido en Bogotá y formado en París, fundador de varias obras periódicas e ilustradas.
+[62] Santiago Pérez de Manosalbas (1830-1900), educador, escritor y político nacido en Zipaquirá, presidente de la República entre 1874 y 1876.
+[63] Giovanni Battista Agnozzi (1821-1888), nuncio apostólico en Suiza y en Colombia.
+[64] Kulturkampf: debate cultural que opuso a algunos gobiernos germanos —incluido el suizo— y los representantes de la Iglesia católica. En Suiza, el Kulturkampf se agudizó a partir de la enmienda constitucional de 1874, en la que se decretó la expulsión de los jesuitas y hacía inelegibles a miembros de la Iglesia en cargos políticos.
+[65] Fray Cristóbal de Torres (1573-1654), sacerdote dominico español, arzobispo de Santafé entre 1635 y 1654, primer rector del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá.
+[66] La fecha de fundación del Colegio de San Bartolomé es 1604.
+[67] Bartolomé Lobo Guerrero (1546-1622), inquisidor y arzobispo de Indias, arzobispo de Santafé entre 1599 y 1607, y arzobispo de Lima entre 1609 y 1622.
+[68] Se considera que la fundación de la cátedra de los jesuitas en Bogotá coincidió con la fundación del Colegio de San Bartolomé, es decir enero de 1604 (véase: Gómez Gutiérrez, Alberto y Bernal Villegas, Jaime, 2008, Scientia Xaveriana. Los jesuitas y el desarrollo de la ciencia en Colombia: Siglos XVI-XX, Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, págs. 45-64).
+[69] El listado de los primeros once becarios del Colegio de San Bartolomé es el siguiente: 1605: Antonio González, José Gutiérrez, Francisco Jiménez, Tomás Merlo, Pedro Esteban Rangel, Melchor de Santiago, Francisco Vásquez; 1606: Francisco de Porras; 1607: Teas de Gálvez, Baltazar de Santa Cruz; 1608: Juan Luis Barraga (véase: Jaramillo Mejía, William (dir.), 1996, Nobleza e hidalguía. Real Colegio Mayor y Seminario de San Bartolomé. Colegiales de 1605 a 1820, Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, pág. 233).
+[70] Se refiere a Rufo Urueta, originario de Ayapel (Córdoba), presidente del estado soberano de Bolívar en el año 1880, rector de la Universidad Nacional en 1882 y ministro de Instrucción Pública en el último año de gobierno de Rafael Núñez.
+[71] Ernst Röthlisberger fue designado orador para el acto de grado de la Universidad Nacional el 5 de noviembre de 1884.
+[72] Rafael Nieto París (1839-1899), ingeniero y profesor de física en el Colegio de San Bartolomé y de astronomía y geodésica en la Escuela Militar.
+[73] Antonio Vargas Vega, citado, médico santandereano, profesor de fisiología y patología en la Escuela de Medicina, y profesor de biología en la Escuela de Literatura y Filosofía de la Universidad Nacional entre 1882 y 1885.
+[74] Liborio Zerda (1830-1919), médico, naturalista y escritor bogotano, miembro fundador de la Sociedad Caldas en 1855 y de la Sociedad de Naturalistas Neogranadinos en 1859. Profesor de ciencias naturales por espacio de 60 años en el Colegio del Rosario, y rector de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional. Autor de la obra El Dorado, presentación histórica y arqueológica de los habitantes prehispánicos de Colombia.
+[75] Salvador Camacho Roldán, citado.
+[76] Santiago Pérez de Manosalbas, citado.
+[77] Roberto Ancízar Samper (1858-1920), hijo de Manuel Ancízar Basterra y Agripina Samper Agudelo, economista y diplomático nacido en Bogotá y fallecido en Buenos Aires, se había casado con su prima Josefina Samper Uribe, hija de Manuel Samper Agudelo y Eloisa Uribe Maldonado. Con descendencia en Argentina.
+[78] Enrique Álvarez Bonilla (1848-1913), natural de Moniquirá (Boyacá), educador, escritor y poeta, traductor, entre otras obras, de El paraíso perdido de John Milton. Fue el sucesor de Rufino José Cuervo en la Academia Colombiana de la Lengua. Autor de varias obras incluyendo Horas de recogimiento (1882), Santafé redimida (1885), Cantos de mayo (1890) y Tratado de retórica y poética (1893).
+[79] Manuel Ancízar Basterra, citado.
+[80] José María Rojas Garrido, citado.
+[81] José Ignacio Escobar, quien había sido rector del Colegio Provincial de Medellín, institución precursora de la Universidad de Antioquia, establecida en 1871, y miembro del primer Consejo Académico de la Universidad Nacional en compañía de Santiago Pérez, Manuel Ancízar, Salvador Camacho Roldán, Manuel Plata Azuero, José Manuel Marroquín, Rufino José Cuervo, Eustorgio Salgar, Carlos Martín y Eustacio Santamaría.
+[82] Alberto Urdaneta, citado.
+[83] José Celestino Mutis, citado.
+[84] Francisco José de Caldas Tenorio (1768-1816), geógrafo, naturalista, escritor y abogado neogranadino, editor del Semanario del Nuevo Reyno de Granada en los primeros años del siglo XIX. Participó en las luchas de la Independencia y murió fusilado en 1816.
+[85] Francisco José de Caldas y Tenorio nació y fue bautizado en 1768.
+[86] Rufino José Cuervo Urisarri (1844-1911), filólogo e industrial colombiano, autor, entre otras obras, del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, obra iniciada en 1872 y concluida por el Instituto Caro y Cuervo en 1994.
+[87] Lucas Fernández de Piedrahita (1624-1688), sacerdote y obispo neogranadino, gobernador de Panamá entre 1681 y 1682, autor de la Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada (1688).
+[88] José Manuel Restrepo Vélez (1781-1863), geógrafo, historiador, escritor y hombre de Estado nacido en Antioquia, ocupó la Secretaría del Interior y Relaciones Internacionales entre 1821 y 1827 bajo la Presidencia de Simón Bolívar y luego la Vicepresidencia de Colombia en la Presidencia de Francisco de Paula Santander. Autor, entre otras obras, de la Historia de la revolución de la República de Colombia en la América meridional (1858).
+[89] Ignacio Gutiérrez Vergara (1806-1877), escritor y periodista bogotano, autor de la obra Memorias que publicó con base en su experiencia de varios años y gobiernos en la Secretaría de Hacienda Nacional. Ocupó la Presidencia de Colombia entre 1861 y 1862.
+[90] José María Vergara y Vergara (1831-1872), escritor y periodista bogotano, fundador de diferentes instituciones culturales, incluyendo la tertulia de El Mosaico y la Academia Colombiana de la Lengua. Autor costumbrista e historiador. Röthlisberger se refiere a su Historia de la literatura en Nueva Granada (1867).
+[91] José Manuel Groot Urquinaona (1800-1878), historiador, dibujante y periodista bogotano, autor, entre otras obras, de la Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada (1869).
+[92] José María Quijano Otero (1836-1883), médico, periodista, poeta, dramaturgo y diplomático bogotano.
+[93] Francisco Antonio Zea (1766-1822), naturalista y diplomático antioqueño, nacido en Medellín y fallecido en Bath (Inglaterra). Participó en la Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada y en su exilio en España llegó a dirigir el Real Jardín Botánico de Madrid. Primer vicepresidente de Simón Bolívar y luego, en calidad de ministro plenipotenciario de la naciente Nación Grancolombiana en Europa, tramitó la vinculación de la comisión científica que dirigiría Jean-Baptiste Boussingault en los territorios de Colombia.
+[94] Joaquín Acosta (1800-1852), geógrafo, historiador, naturalista y militar nacido en Guaduas. Se radicó en París en los años veinte del siglo XIX, en donde se vinculó a Alexander von Humboldt y su entorno científico del Institut de France. Al regresar a Colombia participó en el gobierno de Francisco de Paula Santander y regresó a Europa en los años 40 para estudiar las fuentes de la historia de la Nueva Granada en el Archivo de Indias en Sevilla y publicar algunas obras científicas en París, incluyendo la primera reedición del Semanario de la Nueva Granada de Francisco José de Caldas en 1849. Autor del Compendio histórico del descubrimiento y colonización de la Nueva Granada en el siglo XVI (1848).
+[95] Agustín Codazzi (1793-1859), ingeniero militar y geógrafo italiano, participó en las batallas napoleónicas y en las guerras de la independencia en Colombia y Venezuela. Autor, entre otras obras esencialmente cartográficas, del Atlas físico y político de la República de Venezuela (1840) y de la Jeografía física i política de las provincias de la Nueva Granada (1856).
+[96] Felipe Pérez de Manosalbas (1836-1891), escritor, historiador y geógrafo boyacense, hermano del presidente Santiago Pérez Manosalbas. Felipe Pérez fue presidente del Estado de Boyacá en 1869, y ocupó varios cargos en la administración nacional entre 1872 y 1879. Autor de la Historia de la revolución de 1860 y de varias novelas históricas, así como de la Geografía física y política de los Estados Unidos de Colombia. Editor, con Manuel María Paz, del Atlas geográfico e histórico de la República de Colombia (1890) que preparaba Agustín Codazzi hasta que lo sorprendió la muerte en un pequeño pueblo en las estribaciones de La Sierra Nevada de Santa Marta.
+[97] Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878), estadista, geógrafo y militar payanés, presidente de Colombia en los periodos de 1845-1849, de 1861-1864 y de 1866-1867. Contrató a la Comisión Corográfica dirigida por Agustín Codazzi y publicó algunas obras cartográficas propias.
+[98] José María Samper Agudelo (1828-1888), escritor y periodista nacido en Honda (Tolima) y fallecido en Anapoima (Cundinamarca). Miembro de varias sociedades y academias ilustradas de su tiempo, presentó en 1867 el proyecto que dio origen a la Universidad Nacional de Colombia, cuyo primer rector sería su cuñado Manuel Ancízar Basterra.
+[99] Soledad Acosta de Samper (1833-1913), hija única del matrimonio de Joaquín Acosta, mencionado, con Carolina Kemble, es reconocida como la mujer más destacada de la segunda mitad del siglo XIX en los campos de la historia y la literatura, y sus obras incluyen varias publicaciones periódicas, así como sus Novelas y cuadros de la vida suramericana (1869), sus Biografías de hombres ilustres o notables relativas a la época del descubrimiento, conquista y colonización de la parte de América denominada actualmente EE. UU. de Colombia (1883), la Biografía del general Joaquín Acosta (1905) y la Biografía del general Antonio Nariño (1910).
+[100] Jorge Isaacs (1837-1895), novelista, poeta, viajero, etnógrafo y naturalista vallecaucano. Publicó, entre otras obras, la novela romántica María (1867) y el Estudio sobre las tribus indígenas del estado del Magdalena (1884).
+[101] Novela costumbrista suiza de Gottfried Keller (1819-1890), publicada en 1886.
+[102] José Manuel Marroquín (1827-1908), político y escritor bogotano, presidente de Colombia entre 1900 y 1904. Autor de las novelas costumbristas El moro (1897), Entre primos (1897) y Blas Gil (1896), publicada un año antes de la publicación de El Dorado de Röthlisberger.
+[103] Jeremias Gotthelf, seudónimo de Albert Bitzius (1797-1854), teólogo y escritor suizo.
+[104] Joseph Joachim (1834-1904), escritor y periodista suizo nacido en el cantón de Solothurn.
+[105] Juan de Dios Restrepo Ramos (1825-1884), político, periodista y escritor costumbrista antioqueño, mejor conocido por el pseudónimo Emiro Kastos.
+[106] José David Guarín (1830-1890), político, diplomático y escritor costumbrista cundinamarqués.
+[107] Ricardo Silva Frade (1836-1887), comerciante y escritor costumbrista bogotano, padre del poeta José Asunción Silva Gómez (1865-1896), poeta y novelista, una de las figuras literarias más importantes de la historia colombiana.
+[108] Ricardo Carrasquilla (1827-1886), poeta y escritor costumbrista miembro del grupo de El Mosaico en Bogotá.
+[109] Diógenes Arrieta (1848-1897), poeta de origen humilde nacido en San Juan Nepomuceno, becario del estado de Bolívar, hizo estudios de derecho en Bogotá y llegó a ser diputado y presidente de la Asamblea de Cundinamarca entre otros cargos estatales, además de profesor de filosofía e historia, como Röthlisberger, en la Universidad Nacional de Colombia.
+[110] Todas las estrofas incluidas por Röthlisberger fueron traducidas por él mismo al alemán en la primera edición de El Dorado. Por ser de interés por su dimensión literaria, se presentan en este idioma en el Apéndice de la presente obra.
+[111] Se refiere a Julio Arboleda Pombo (1817-1862), abogado, orador, poeta y estadista caucano, presidente de la nación en 1861.
+[112] José Eusebio Caro Ibáñez (1817-1853), político conservador, periodista y poeta ocañero. De su matrimonio con Blasina Tobar Pinzón nacieron: Miguel Antonio Caro Tobar (1843-1909) —humanista, escritor y filólogo colombiano, vicepresidente y luego presidente de Colombia entre 1892 y 1898— y Margarita Caro Tobar, esposa del presidente Carlos Holguín Mallarino, mencionado, quien contrató a Ernst Röthlisberger en Suiza.
+[113] Gregorio Gutiérrez González (1826-1872), poeta y escritor costumbrista y romántico antioqueño. Autor, entre otras obras, del poema titulado Memoria científica sobre el cultivo del maíz en los climas cálidos del estado de Antioquia, por uno de los miembros de la Escuela de Ciencias i Artes i dedicada a la misma Escuela (1866).
+[114] Albrecht von Haller (1708-1777), médico fisiólogo, naturalista y escritor suizo, nacido y fallecido en Berna, autor de los Elementa physiologiae corporis humani en ocho tomos (1757-1766), de una flora alpina y otras obras científicas, además de varias obras literarias incluyendo Los Alpes (1729).
+[115] Rafael Pombo (1833-1912), poeta, fabulista y diplomático bogotano de origen payanés, coronado como Poeta Nacional de Colombia en 1905.
+[116] Candelario Obeso (1849-1884), poeta, novelista y catedrático momposino, autor de varias obras, incluyendo los Cantos populares de mi tierra (1877) y algunas traducciones de poetas europeos.
+[117] Rafael Núñez (1825-1894), político y escritor cartagenero, varias veces presidente de Colombia, líder del periodo llamado la Regeneración, promulgando la Constitución de 1886. Autor de la letra del himno de la República de Colombia.
+EQUIPO DE VIAJE / LAS MONTAÑAS Y BOGOTÁ: FIESTAS TÍPICAS, ROMERÍA EN MONSERRATE / LA ALTIPLANICIE O SABANA / CHAPINERO / ZIPAQUIRÁ Y SUS SALINAS / EL INGENTE SALTO DE TEQUENDAMA / ¡EN TIERRA CALIENTE! / LA MESA: LA VIDA EN UNA PLANTACIÓN DE CAÑA Y EN UN CAFETAL / VIAJE A TOCAIMA Y VISITA A LOS LEPROSOS DE AGUA DE DIOS / VIAJE A IBAGUÉ AL PIE DEL TOLIMA (CORDILLERA CENTRAL): EL PASO DEL ALTO MAGDALENA: DESCANSO EN UNA PEQUEÑA CIUDAD / EXCURSIÓN A LA PIEDRA DE LOS JEROGLÍFICOS DE PANDI Y AL PUENTE NATURAL DE ICONONZO / LA POESÍA DE LA SELVA
+ES ORGULLO DEL COLOMBIANO saltar sobre un ligero corcel de ondulante cola —hombre y cabalgadura finamente equipados— y salir galopando, o, bien pegado a la silla, dejarse mecer cómoda y gentilmente por el paso del bello animal. Los bogotanos no son excepción en este punto, y eligen por lo común el domingo para sus cabalgaduras. El sombrero de ancha ala y copa puntiaguda —el jipijapa, que entre nosotros llaman equivocadamente «de Panamá»— está impecablemente blanco; los zamarros, de piel de tigre o de oso, o bien de goma gris, son nuevos; limpia se halla la ruana. Como defensa de los posibles aguaceros, llévase un buen impermeable oscuro; para atravesar los fríos pasos de montaña, un sobretodo de lana —bayetón—. Tampoco deberá faltar un pañuelo de seda al cuello. Completan el equipo espuelas con ruedecillas del tamaño de una moneda de cinco francos, y estribos de cobre, a veces dorados, de forma parecida a la de unas babuchas y afilados en la punta.
+Como mis compañeros de la colonia extranjera no solían tener caballo a causa de lo caro que resultaba mantenerlo, nuestros esparcimientos dominicales eran de otra índole. Durante los dos primeros meses dispusimos de un fusil Vetterli[118] y nos dedicábamos a tirar al blanco; el último año de mi permanencia en el país, mis camaradas salían a menudo de caza, y traían, por lo regular, buen botín de becadas y patos salvajes, que a la noche siguiente eran servidos en sencillo banquete de confraternidad. En esas ocasiones reinaba siempre el mejor humor, y de labios de algún jocoso comensal se escuchaban de vez en cuando regocijadas historias de cazadores o bandidos. Había un abate francés que se hallaba de paso a la sazón, y que, pese a residir lejos de nuestro hotel, llegaba siempre a tiempo, conducido por un finísimo olfato, siempre que se había cobrado pieza. Su magnífico humor hacía nuestras delicias.
+El domingo lo dedicaba, siempre que me era posible, a realizar excursiones por los alrededores. Para bañarme en agua corriente había que ir hasta muy lejos, y el baño era además incómodo y frío. En cambio los montes que coronan la ciudad, y el Boquerón, que se abre paso entre ellos con su fresca naturaleza alpina y su tumultuoso torrente, constituían la meta de mis paseos favoritos. A cualquier hora del día estaba dispuesto a escalar aquellas alturas. Mi cima preferida era el Guadalupe —3.255 metros—, a donde llegaba, por lo general, después de hora y media de camino. La recompensa era siempre una magnífica vista de la Sabana. No me hartaba de mirar el panorama de Bogotá entre las cinco y las seis de la tarde cuando el sol, desde occidente, derramaba su luz sobre la llanura y la ciudad inundando todos los objetos y detalles. Como hormiguitas se veía a los bogotanos en su ir y venir por calles y callejas. Las lagunas reverberaban a lo lejos y las montañas se diluían en un azulado vaho invernal. A estas horas no eran ya visibles las siguientes cumbres nevadas de la Cordillera Central, que entre las seis y las siete de la mañana se alzaban majestuosas por encima de la planicie.
+En esos domingos me encontraba a veces con una familia bogotana comiendo al aire libre. En el cerro de La Peña, con motivo de la fecha del santo de aquella ermita, se montaban tiendas de campaña y resultaba una especie de fiesta de los tabernáculos. Toda la cortesía y amabilidad de los bogotanos hacíase patente en aquella ocasión; el extranjero era siempre invitado a participar del refrigerio, y pronto comenzaba a brotar aquel humor chispeante, como sólo lo he visto entre los buenos parisinos en los domingos del Bosque de Bolonia. El pueblo, especialmente, se mostraba en toda su naturalidad, se entregaba gozoso al festejo, bailaba y, a menudo, se embriagaba también, desgraciadamente, produciéndose disputas y escenas de celos. Yo asistía con frecuencia a fiestas semejantes, apropiadas en particular para observaciones psicológicas, y me deleitaba con el bambuco y las demás tonadas populares. Tampoco dejaba de subir a Monserrate el día de su fiesta, pues todo aquel movimiento resultaba de un gran pintoresquismo. Ya en la subida se encontraban casetas y toldos, verdaderos campamentos de gitanos, en los que se preparaban guisos con que restaurar las fuerzas de los romeros, pues el ascenso era para aquella gente más duro que para nosotros, acostumbrados ya a la subida y liberados del violento sacudir del corazón ante el rudo esfuerzo. Las campanas de Monserrate resonaban sin cesar, los cohetes surcaban la altura y por la noche había gran iluminación, que desde la ciudad ofrecía un aspecto magnífico. Me agradaba especialmente en estas fiestas el comportamiento, afectuoso sin insistencia, de los obreros, a cuyos brindis había que corresponder[119].
+En uno de esos días de festejo, un amigo mío y yo tuvimos la fortuna de presenciar un fenómeno natural que no olvidaremos nunca. Eran las siete y cuarto de la mañana. Nos encontrábamos un poco al costado de la cima del Monserrate. Bajo nuestra vista ondulaba un mar de neblina que ocultaba toda la ciudad; se hallaría de quince a veinte grados sobre el horizonte. De improviso, un majestuoso arco iris tendió su curva en la niebla abarcando todo el Boquerón. A unos diez pasos delante de nosotros veíamos la comba de un segundo arco iris de unos diez metros de diámetro. También sobre el mar de neblina y dentro del arco menor, estaban nuestras dos sombras, poco más o menos de tamaño natural, y tan nítidamente silueteadas, que podía percibirse cualquier movimiento. El fenómeno, al que los físicos llaman «anthelio», duró unos cinco minutos. Luego se dispersó la niebla, fue elevándose lentamente y descubrió a Bogotá a nuestros pies en todo el esplendor de la mañana.
+Durante mis años de Bogotá me corrí y recorrí la Sabana en todas las direcciones. La cosa, sin embargo, no es fácil, pues puede llegar a resultar monótona. Faltan los arroyos murmuradores, falta propiamente el adorno del arbolado, faltan, sobre todo, los pájaros, de los que sólo el gorrión se ve saltar de un lado para otro. El polvo y el crudo viento hostigan al viajero en sus andanzas, y las cabalgaduras se fatigan pronto por aquella planicie. También el hombre, a lomos del cansino caballo o mula, acaba por sentir agotamiento; deja de observar o se pone melancólico. En cambio, no hay nada más sano que recorrer los largos caminos de la Sabana, bien de mañanita y a lomos de un caballo impaciente y vigoroso. El encuentro más frecuente es el callado indio caminando bajo su carga o aguijoneando con largas pértigas guarnecidas de hierro a los bueyes que, curvados bajo el yugo, arrastran las altas carretas de dos ruedas. Se pasa por muchos pastizales y cercados y junto a portones que dan entrada hacia las casas de campo situadas fuera de la carretera.
+A unas dos horas de Bogotá, caminando en dirección a Honda, se encuentra Fontibón, la huerta que abastece a la capital. Luego, sobre un gran puente de piedra, se pasa el río Funza, o Bogotá, que atraviesa toda la Sabana y que aquí tiene unos 3 metros de profundidad y 60 de anchura. Se llega a Tres Esquinas y a Cuatro Esquinas, que son, como su nombre indica, encrucijadas, y en ellas hay grandes ventas donde los naturales beben su chicha, su mistela o su aguardiente. Gallardos mayordomos finqueros o pequeños terratenientes de la Sabana, gente curtida por el sol y el viento y como fundidos en una pieza con sus rápidos y fuertes caballos, se acercan y preguntan algo, tal vez de las nuevas que hay por la ciudad, mientras el viajero aguarda que le sirvan su desayuno, siempre frugal, casi siempre malo. Cerca de Tres Esquinas está Funza, un pueblecillo de famosa historia, que fue capital del Zipa, y modernamente, por algún tiempo, lugar principal del estado de Cundinamarca. En dos horas de caballo se llega a Subachoque, situado al noroeste, y tres cuartos de hora más allá, en medio de un verde y fértil valle, se encuentra la fundición llamada «La Pradera». Esta fundición, que yo visitaba con frecuencia, utiliza las inagotables riquezas de hierro y hulla existentes en aquella depresión. El hierro se extrae de la tierra mediante excavación y sin gran esfuerzo; la primera fundición da ya un 65 por ciento, o más, de hierro puro. Pero yo he visto en la misma mina trozos de mineral casi sin mezcla alguna, lo que indica que la naturaleza debió de anticipar aquí el proceso de obtención. Algunos trozos de hierro tenían la forma de una granada de artillería y en su interior hallábase agua. Los primeros explotadores de esta empresa, la familia Arango[120], que fueron de una extraordinaria laboriosidad, tuvieron que invertir un capital relativamente grande, pues su «sueño dorado» era fabricar, aquí en lo alto de los Andes, rieles para vía férrea. Imagínese lo que costó el transporte de las grandes calderas de vapor, cilindros y demás material desde Norteamérica a la altiplanicie, hasta dejar listas las instalaciones precisas para el laminado de los carriles. Estos, en efecto, se llegaron a fabricar, y el día en que ello aconteció fue de gran fiesta para los propietarios, los obreros, el ingeniero jefe —un norteamericano—[121] y los representantes en el Congreso, que por primera vez veían en marcha una empresa de primer orden, impulsada por la constancia y el esfuerzo de unos grandes capitalistas. Las alabanzas entusiastas no escasearon; pero los compradores… En 1885 estalló la revolución. Los empresarios habían hecho cuanto les fue posible; su fundición sólo en tiempos venideros llegaría a dar frutos. El trabajo del hombre ha de enfrentarse siempre con tremendas dificultades, aunque las riquezas naturales sean gigantescas y aunque el esfuerzo realizado se distinga por su energía, su atrevimiento y hasta su audacia.
+Algo al norte de Bogotá se encuentra el lugar de Chapinero, un pueblecito formado principalmente por pequeñas quintas o villas, que los bogotanos ricos alquilan para pasar en ellas temporadas de campo. Chapinero florece con rapidez, y hoy se halla ya unido a Bogotá. Quien lo puso de moda fue el difunto arzobispo Arbeláez[122], que poseía allí una hermosa casa de campo y que concibió el plan, realizándolo también en parte, de construir un gran templo en honor de la Virgen de Lourdes, por lo que a Chapinero se le llamaba por algunos «Chapilurdes». Hubo embaucadores que hablaron de apariciones de la Virgen María y quisieron presentar a una mujer con señales de estigmatización, que no tomaba alimento alguno; pero, cosa que honró mucho al entonces arzobispo, parece que este exigió un estricto examen de los hechos y desbarató el engaño.
+Desde Chapinero se rodaba entonces en horribles jaulas cerradas —llamadas coches— por la mala carretera que iba hacia el norte, muy fangosa en tiempo de lluvias. Esta vía llevaba a Zipaquirá, a unas siete horas y, a mitad de camino aproximadamente, se cruzaba el río Funza por el gran Puente del Común, obra de los colonizadores españoles digna de especial mención. El puente data de 1792 y se debe al virrey Ezpeleta[123]. Es una gran obra de piedra de 31 metros de longitud, con cinco arcos. En región tan virgen y tan escasa en construcciones de mampostería, produce enorme impresión hallarse de pronto con algo de semejante envergadura. Es interesante también contemplar, desde una pequeña eminencia cercana al río, el movido tránsito que se desarrolla sobre el puente; resulta casi estremecedor ver a aquellos indios, niños también entre ellos, llevando a cuestas haces de leña de no menos de dos metros de diámetro. Esta leña, varas de unos 20 pies, cubre casi por entero al que la transporta. Como la carga es negra y húmeda, el aspecto de los indios es aún más mugriento y sucio que de ordinario. Recuerdo que una vez un bogotano hizo pesar el haz de leña que transportaba una indiecita de catorce años. Eran 175 libras. Tales pesos soportan sobre sus espaldas durante horas enteras, sin dar señal de cansancio.
+Portadores de madera
+Zipaquirá, a donde [se llega] desde Bogotá en [cuatro] horas en un [carruaje], merece particular mención por sus grandes salinas, situadas en las verdes colinas que destacan sobre la ciudad. En ellas se han abierto grandes galerías. La sal que allí se obtiene es en algunos puntos de una claridad y transparencia como jamás he visto. La importancia de las salinas de Zipaquirá es notoria si se considera que la sal ha de ser transportada, como producto indispensable, a otros departamentos lejanos, por tratarse del único gran depósito de esta substancia que existe en Colombia. Por ello sería muy fácil para el gobierno monopolizar la venta de la sal. Zipaquirá, en otro orden distinto, constituye también una nueva y notable excepción, pues posee un hospital limpísimo y oculto entre hermoso arbolado. El cementerio, emplazado sobre la ciudad, es muy pintoresco. Toda la región circundante, cuando luce el Sol, resulta muy grata y apacible; los pastos presentan una yerba alta y jugosa, y con ellos contrastan los sembrados amarillos. Desde aquí pueden realizarse correrías a tierra caliente, a Pacho sobre todo, que se halla en un profundo valle, ya de cara al Magdalena, y que es famoso por sus confortadores baños y por una fundición de hierro.
+Desgraciadamente, no tuve ocasión de viajar más hacia el norte, a Boyacá, al lugar de peregrinaciones de Nuestra Señora de Chiquinquirá y al estado de Santander, cuyo pueblo, sanas gentes de montaña, enérgicas y de espíritu progresista, realiza un activo comercio y ha logrado abrirse caminos hacia el Magdalena, el Golfo de Maracaibo y Venezuela.
+En cambio, nos queda aún por describir la excursión clásica a la Sabana de Bogotá, o sea la visita al Salto de Tequendama, la cascada que debe considerarse como la mayor maravilla natural de Colombia. La Sabana de Bogotá fue en edades remotísimas un lago de 150 kilómetros cuadrados de extensión y una profundidad de unos 60 metros, como atestiguan todavía numerosas huellas. En Soacha, a tres horas de Bogotá, se han hallado huesos de mamut[124]. La vara mágica de Bochica, héroe benefactor de los chibchas, rompió, según la leyenda, las rocas que contenían al lago en dirección suroeste respecto de Bogotá. Las aguas se precipitaron entonces en formidable cascada, se vació el lago, y su fértil suelo dio lugar a aquella civilización que habría de asombrar a los conquistadores españoles.
+Lento y fangoso discurre de norte a sur el río Funza o Bogotá a través de la Sabana. Después de describir un arco a la altura de Canoas y luego de regar los predios de ricas haciendas, al llegar a la casa de campo llamada Tequendama, a unas cinco horas de Bogotá, vira de súbito hacia occidente. Las montañas se acercan entre sí. Al curso del río opónense ahora bloques de roca como arrancados a los montes por un terremoto. Pero las aguas parecen no reparar en nada y avanzan presurosas; bullen en espumas, se agitan en espirales, se retuercen formando miles de pequeñas cascadas, cauces y torbellinos. A una hora escasa de la catarata, el río llega a ensancharse en un pequeño lago de montaña, dentro del espacio redondo que el batiente furor de la corriente fue formando con los años[125]. Ya reunido, el caudal discurre ahora con nuevo ímpetu, estrechado hasta 16 metros y cruzando cada vez más veloz entre los peñascos. Un sonoro tronar anuncia ya de lejos el desplome. Después de correr otros 4 kilómetros, hallándose ya a 400 metros por debajo de la altura de Bogotá, alcanza repentinamente el borde de las rocas, pierde pie y, con toda su líquida masa, se arroja en un ancho de más de 20 metros, primero a un pequeño escalón de 9 metros, luego, en un arco de inmensa grandiosidad, hasta la pavorosa hondura, una hondura que se esconde al ojo humano. Abajo, en efecto, las aguas, que ya llegaban en espumosas gotas, se pulverizan por entero y hacen alzarse de continuo blanquecinos velos de niebla.
+Esta singular cascada tiene unos 146 metros, o sea casi tres veces más que la mayor de las cataratas del Niágara. Cierto que estas son superiores por la cantidad de agua. Pero el paisaje que rodea al Salto de Tequendama es mucho más grandioso y peculiar. Esta cascada cae sobre una piscina de rocas cuyas nítidas líneas no parecen si no trazadas por mano de hombre; tal es la exactitud de los dos magníficos semicírculos tallados en las verticales roqueras murallas, resplandecientes de tonos multicolores. En esas murallas crece a intervalos el verdor o brotan árboles extrañamente enraizados. A una media hora del Salto, llegan casi a cerrarse en una sola las dos líneas curvas, y, por un angosto paso, el río todavía encrespado y vehemente penetra al paisaje del valle desde la cautividad de la cordillera. Y por el valle seguirá aún rugiendo y agitándose durante largo trayecto. Me parece imposible que esta hondonada en forma de anfiteatro se excavara de una vez al abrirse paso el salto; imagino, más bien, que las aguas retenidas por el último reborde de la cordillera, se acumularon aquí por mucho tiempo y, formando profundos remolinos, cavaron poco a poco la hondonada, como vemos en la acción de los glaciares. Finalmente se desprendió el último y débil dique y salieron las aguas, quedando como lugar de salto aquel banco de rocas por sobre el cual se precipita la corriente al fondo del cráter.
+No hemos agotado todavía las bellezas del Tequendama. Arriba, en el arranque de la cascada, la vegetación responde a las circunstancias climáticas, es sobria y casi adusta. A la izquierda, un magnífico robledal se extiende por una ladera que sube hasta unos cien metros. Pero allá en el fondo, bajo la acción continua del vapor y de las gotas pulverizadas, ha surgido una espléndida vegetación tropical, que se ve lucir con fascinantes matices. Enormes lianas rojas y bambúes mécense allí bajo un perpetuo rocío; pájaros de colores bañan en la niebla su brillante plumaje. Un vaho cálido sube bienhechor hasta nuestra tierra fría. Como si el cielo quisiera acrecentar la belleza del paisaje, en las primeras horas de la mañana —las mejores para contemplar el Salto— se refracta de continuo en la cascada y en los velos de finísimo polvo líquido, y miles de lucientes arco iris embelesan la mirada.
+Al Salto puede llegarse por ambas orillas. Desde la margen derecha, la que da frente a Bogotá y que se alcanza en cuatro horas y media de camino, la catarata se mira de costado.
+Salto de Tequendama
+Tendiéndose en el suelo en un determinado punto de la muralla de roca, y alargando la cabeza, contémplase el espectáculo en toda su grandiosidad. Pero los sentidos se trastornan, se siente la atracción del rugiente caudal, y, en un estremecimiento de pavor, querríase acompañar a la corriente en su caída. Es como si un espíritu nos gritara: ¡Abajo!… Desde la orilla izquierda se ve mejor la cascada. El mes de febrero de 1884, un amigo y yo fuimos de los primeros, o los primeros, que entre las personas no militares pisaron el camino abierto sobre el banco roquero a la altura del Salto. Esta empresa fue obra de un batallón de Bogotá bajo la dirección del coronel Atuesta[126], competente ingeniero. En parte se trataba de un sendero apenas todavía transitable; pero las dificultades nos importaban poco, por el placer, esperado aunque no bien imaginado, que nos aguardaba al fin de nuestra marcha. Partimos del extremo de la línea curva del lado izquierdo, desde donde disfrutamos un hermoso panorama de las tierras tropicales. De pronto llegamos a una saliente, y la cascada se nos ofreció de frente en toda su majestad. ¡Qué inagotable desenfreno, qué incesante bramar y desparramarse de las aguas, qué juegos de irisados colores! Blancos copos, alargadas vetas, se soltaban y desprendían en vapores y brillos de tonos diversos. Ora la niebla ocultaba el Salto, ora un mágico poder parecía ir a disipar todos los velos. Estos, por fin, se desgarraban; aparecía de nuevo la tempestuosa corriente. Allá abajo, veíasela huir clara y purificada.
+Nunca podré olvidar aquella mañana del 3 de febrero de 1884, tanto más por cuanto durante la noche anterior nos habían ya conmovido otras vivas impresiones. El batallón a que hemos hecho referencia había establecido un campamento arriba del Salto, y a él se retiró después de los trabajos del día. Mi amigo y yo, tras siete horas y media de caminata, habíamos llegado, fatigados y silenciosos, hasta el campamento militar. Eran como las nueve de la noche, y los centinelas nos echaron el alto. Reconocidos inmediatamente como gente de paz, recibiéronnos muy cariñosamente los oficiales, a los que hizo no poca gracia nuestra original idea de peregrinar hasta aquellos lugares. Hacia las diez, y después de haber tomado alguna colación de la cocina del campamento, se nos condujo a una de las tiendas y nos fueron adjudicados dos camastros. Un frío aterrador reinaba en aquellos montes. Más abajo retumbaba el Tequendama. Apenas habíamos entornado los párpados, tratando de dormir algo en medio de aquel frío y propicios ya al apacible descanso, despertónos un ronquido descomunal. En nuestra tienda se había introducido un soldado y, en su capote de campaña, dormía tranquilamente sobre unos cajones. Como gente forastera en el campamento, no íbamos a arrojarle de allí. El soldado siguió en sus formidables ronquidos, y no nos quedó más remedio que contar las horas y minutos que restaban. Fuera hacía guardia un cordón de seis centinelas, quienes, para mantenerse vigilantes, se iban gritando cada dos o tres minutos, y según la ordenanza, sus números respectivos: ¡Uno!, ¡dos!, ¡tres!, ¡cuatro!, ¡cinco!, ¡seis!; y lo hacían en todos los tonos posibles, el primero desganado, el segundo alegre, el tercero melancólico, el cuarto casi soñoliento, el quinto tratando de darse ánimo, el sexto con un grito prolongado y sordo. Nos alegramos mucho cuando a las cinco la trompeta dio la señal para saltar del lecho y, entumecidos todavía, tuvimos ocasión de sorber una taza de café. Regocijadamente se nos aclaró la historia del roncador del batallón. El terrible instrumento sonoro pertenecía a un joven recluta que a causa de aquella su mala costumbre no era ya soportado en ninguna tienda de campaña, por lo que, amparado en la noche, habíase deslizado en el sitio de la impedimenta, donde a nosotros se nos aposentara. Reímos, naturalmente, con los demás, y nos gozamos mucho de poder ya calentarnos el cuerpo con un paseo matinal por el recién abierto camino y de elevar también algo la temperatura del espíritu ante la vista del Salto.
+El Tequendama resulta siempre una impresionante maravilla. Algunos temerarios han intentado ya descender por las peñascosas paredes hasta el pie mismo de la cascada. Pero uno de los que osaron tamaña empresa, llegando bastante cerca del Salto, me aseguró que por nada del mundo se atrevería jamás a repetir el descenso.
+Solamente Bolívar, el Libertador, se mantuvo grande y majestuoso frente a la grandeza y majestad del Salto. Y de modo, en verdad, inexplicable. Muy cerca de la caída, existe en medio del río un peñasco como de 2 metros cuadrados de superficie y que, cuando el nivel es bajo, emerge del agua, quedando, en otro caso, completamente cubierto. El Libertador llegó al Salto en compañía de un numeroso grupo de personas. Uno le preguntó: «¿Hacia dónde se dirigiría, mi general, si llegaran los españoles?». «Hacia allá», exclamó Bolívar saltando con botas y espuelas a la piedra que surgía en medio del agua. Difícil me parece llegar de nuevo a la orilla sin tomar carrera, y no temblar ante aquella fragorosa corriente. ¡Qué gran fortaleza de ánimo hace falta para semejante acción! Nuestra generación, de nervios tan flojos, no sería capaz de ello. La anécdota es de tal magnitud que se siente la tentación de confinarla a los dominios de la fábula. Pero testigos presenciales la sostienen, y la consignan respetables historiadores.
+El Salto de Tequendama ha sido cantado por cada uno de los innumerables poetas colombianos, y también por extranjeros. El lírico éxtasis que su vista produce ha engendrado una inmensa cantidad de imágenes y comparaciones, de retóricos giros y frases estupefacientes. Feliz aquel que no visita el Salto con la idea de hacer un poema y con el propósito de entusiasmarse a toda costa, si no que sencilla y llanamente, pero conmovido en lo hondo, mira este portento de la naturaleza y lo guarda dentro de sí como inolvidable estampa de la grandeza de la creación.
+El Tequendama salta, como dicen los colombianos, «de la tierra fría a la tierra caliente». ¡La tierra caliente!: he aquí la meta de todos los que, cansados de la eterna primavera de la altiplanicie bogotana, añoran, por la ley de los contrastes, otra nueva vegetación, otro nuevo clima. Tierra caliente es el lugar adecuado para cuantos desean fortalecer con un verano artificial sus energías decaídas por la anemia; o recobrar por medio de baños y caminatas, por el descanso o el adecuado movimiento, el vigor de sus nervios fatigados; o, en fin, hacer una vida puramente vegetativa y reponerse de anteriores esfuerzos. Llegadas las vacaciones nos sentíamos atraídos por aquellas tierras, deseosos de olvidar las penalidades de las diarias tareas y trajines. Eran en especial reconfortantes y hermosas aquellas noches de tierra caliente, en las que uno, a la puerta de casa, se balanceaba en su mecedora mirando el cielo estrellado.
+En mis primeras vacaciones, que fueron en diciembre de 1882, bajé hacia el sur con algunos amigos colombianos, dirigiéndonos desde Bogotá al valle del Magdalena. ¡Qué de preparativos hasta reunir el equipo de montar y tener listas todas las guarniciones y detalles, hasta alquilar una buena cabalgadura, hasta hallarse adecuadamente empaquetado y repartido el poco equipaje para la expedición! Ciertamente, si una sola persona invierte días enteros en los preparativos de un viaje, ¿qué tal les irá a los padres de familia que en diciembre salen de Bogotá con todos los suyos para establecerse en una casa alquilada al efecto a unas cuantas horas de la capital? No en vano se ha descrito tantas veces el martirio de ese Santo Job de la vida familiar hasta que chicos y grandes, hijos, hijas y mamá, y luego todas las sirvientas, se hallan sentados en sus respectivas mulas o caballos, hasta que los víveres y los necesarios enseres domésticos han sido embalados y cargados sobre las bestias y hasta que al fin la caravana se pone en marcha despaciosamente, yendo a la cabeza de ella el solícito patriarca. Así cruzan las calles de Bogotá, seguidos por mil curiosas miradas de gentes dispuestas a sacar faltas a este o el otro detalle del equipo o de los animales, y nada parcas en las críticas y murmuraciones. Pero ¡qué delicia cuando ya todo ha pasado y Bogotá es no más que una cinta de brillos en el horizonte de la Sabana!…
+El camino hacia el Magdalena, o sea la carretera general hacia los estados del Tolima y Cauca, abandona la altiplanicie en el lugar denominado «Boca de Monte», a unos 25 kilómetros al suroeste de Bogotá. Sólo muy de mañanita aparece despejada la vista de las tierras bajas; las más de las veces avanzan nieblas grises y frías que ascienden desde el desfiladero. Hay que cabalgar en zigzag entre la densidad de la niebla; cada jinete, envuelto en su ruana va pegado inmediatamente al anterior, y a cada curva parece haber desaparecido el de adelante. Todo el ambiente es de gran romanticismo. Pero algunos cientos de metros más abajo nos envuelve ya un aire más tibio, los oídos ensordecen un tanto por la mayor afluencia de sangre; el pecho, de momento, se siente algo oprimido, para ir ensanchándose luego poco a poco. Vuelve a lucir el sol y con él hácese visible un panorama que ensancha también el espíritu. Abajo, ante el albergue de Tambo, se mira el valle del río Bogotá, el que se ha precipitado en el Salto de Tequendama y que ahora discurre entre fértiles tierras. A nuestro frente, ya dividido el Bogotá, se extiende la Mesa de Juan Díaz[127], planicie verde y de marcadas aristas, que se eleva unos 500 metros sobre el fondo del valle. En la lejanía, la ingente masa cónica del Tolima levántase más allá del curso del Magdalena. Una gran cantidad de azuladas cadenas montañosas, un sinnúmero de bosques. Después de pasar por Tena, sitio de clima agradable y que fue lugar de esparcimiento del Zipa[128], acumulándose allí antaño muchos tesoros, se asciende a La Mesa. De camino, se encuentran numerosos ganados que van a los pastos de tierra caliente o son llevados a la capital. Pronto se llega a la pequeña ciudad llamada así mismo La Mesa, a una altitud de 1.281 metros y con una temperatura media de 23 grados. En ella se siente algo de ese calor húmedo propio de muchos lugares del Trópico. La Mesa comercia muy activamente en miel —la melaza o jugo condensado de la caña de azúcar—, que se obtiene en las haciendas de la región circunvecina. Todos los martes hay aquí un gran mercado, que se celebra en medio de gran animación en las rectas calles de la localidad, las cuales llaman la atención por el bello arbolado, naranjos sobre todo, que las adorna. El número de mulas de carga que anualmente entran y salen de La Mesa se calcula en muchos millares. Ello, unido a la circunstancia de existir aquí un banco, da idea de la importancia de esta pequeña población, a la que sólo una falta puede señalarse: el no tener baños. Esto obliga a descender de La Mesa hasta uno de los dos ríos que por ambos lados discurren; y en la cabalgada, que no es corta, se sufre el consiguiente calor. En este punto suele pasarse la primera noche cuando se viene de Bogotá.
+Varias veces volví a pasar a caballo por La Mesa con motivo de una estancia de varios días en una hacienda cercana, perteneciente a la familia Arango[129], en la finca denominada Junca. Esta propiedad se extendía desde la divisoria de aguas de la cordillera hasta el río Bogotá, y daba excelente ocasión, que con gratitud aproveché, de conocer los diferentes productos de aquella región y sus circunstancias sociales. El valle es ya notablemente cálido; la caña de azúcar presenta magníficos ejemplares y se cultiva de forma metódica. En Junca vi una fábrica de azúcar, verdaderamente modelo. El trapiche, o molino de caña, no era trabajosamente movido por el procedimiento tradicional de lentos bueyes, de continuo aguijados y girando en círculo sin cesar, ni tampoco era un molino de madera. Se habían suprimido igualmente las ruedas dentadas, que desperdician harta fuerza, y se utilizaba la impulsión por vapor. El material empleado era el hierro, y los largos y pulimentados rodillos funcionaban así: uno arriba y dos abajo, girando a un tiempo todos ellos. La caña era introducida por indígenas en la maquinaria, se la recibía, ya trabajada, por el lado opuesto y se la volvía a hacer pasar a la inversa por el molino, de modo que el prensado era muy perfecto. Los residuos se aprovechaban como combustible. Es claro que los indios han de tener cuidado de no acercar demasiado la mano o el brazo a los traidores rodillos; mientras se hace detener la máquina, ya esta ha magullado un brazo. Sin más, con un machete que se halla preparado al efecto, le cortan al infeliz el miembro malherido.
+Durante el trabajo se cantan coplas muy bellas y graciosas. Es una especie de canto alternado entre las mujeres que trabajan en los rodillos, las molineras, y los que cortan la caña, así como los que alimentan las calderas, y demás operarios.
+Trapiche
+Las molineras comienzan así:
+Molé, trapiche, molé,
+molé, pues, si sos tan guapo,
+que la hornilla tiene leña
+y el fondo quiere guarapo[130].
+A esto responden los obreros, sobre tema por entero diferente, como sabiendo que el vehemente acucio al molino encierra, en el fondo, otros pensamientos:
+¡El tiempo que yo perdí
+cuando me puse a querer!
+Hubiera sembrado caña,
+ya estaría para moler.
+Pero las mujeres no reparan en el nuevo motivo, sino que continúan animando a la máquina:
+Molé, trapiche, molé,
+molé la caña morada,
+moléla a la media noche,
+moléla a la madrugada.
+Los hombres se avienen ahora a cantar algo del infatigable molino, pero no se desprenden de su melancólico tema, antes bien le dan un trágico carácter:
+La caña con ser que es caña,
+también siente su dolor.
+Si la meten al trapiche
+le muelen el corazón.
+El jugo de la caña es conducido, a unos veinte pasos del molino, a grandes calderas de cobre calentadas por debajo con fuego, de modo que el agua va evaporándose. De la primera caldera, el caldo es conducido a otra situada a menor altura, y así sucesivamente hasta llegar a la quinta y última caldera, bajo la que arde el fuego más fuerte y donde se obtiene la deseada condensación: es ya la miel. Esta melaza se va vertiendo luego en moldes de forma rectangular, cuyo contenido corresponde a una libra de peso. Convertido en una masa sólida, el azúcar recibe el nombre de panela y se toma como alimento, sin más que masticarla; calma la sed y tiene buen sabor. Utilízase también para la elaboración de guarapo o chicha.
+Muy interesante fue para mí presenciar, la noche de un sábado, el pago de los jornales. Los obreros se habían congregado en grupos ante el gran depósito de melaza. Ardían allí bujías de sebo, que con mezquina y temblorosa luz alumbraban los más diversos colores, figuras, cuerpos y vestidos. Uno tras otro iban surgiendo de la oscuridad los trabajadores, recibían su dinero del jefe, al que daban gracias, y acercábanse luego a los grifos del citado depósito, del cual se les ponían uno o dos cazos del espeso jarabe en una vasija que cada cual a ese efecto llevaba. Seguidamente desaparecían silenciosos en la noche. De esta melaza hacen luego sus bebidas embriagantes o sus dulces. El jornal se lo gastan casi siempre en borracheras. Las estancias de esta gente, es decir las casitas donde viven y que pertenecen a la hacienda, son los mismos miserables ranchos que se encuentran por todas partes. No puedo decir que se tratara mal a los jornaleros; al menos los propietarios de Junca se comportaban de modo muy justo.
+Pero toda esta población está integrada por servidores. Los campos pertenecen a terratenientes o a señores feudales. El año 1850, una ley suprimió, con mal entendido liberalismo, el antiguo sistema español de los resguardos de indígenas, según el cual los indios habían conservado una parte del país como propiedad inalienable. En pocos años, del pequeño propietario se hizo un arrendatario, y pastos las tierras de labor. A ello se agrega la acción del clero, que, aunque con gran dificultad, extrae a cada cual el diezmo correspondiente. Por tal razón estas gentes trabajan tan sólo para obtener lo más necesario; son laboriosas por condición, pero muy disipadas. Sus enemigos son la viruela y las serpientes; todos los años sucumbe alguien a la mortal picadura de las víboras. Ciertos de estos reptiles son tan venenosos que producen la muerte en pocos minutos.
+Característica me pareció la conducta de mis amigos de la hacienda en relación con las serpientes. El propietario, un hombre que rebasaba la cincuentena, encanecido en el trabajo, confesaba sentir un miedo horrible a esos animales. Una vez, delante de su casa, escuchó que un pájaro piaba temerosamente. Lo sacó de entre la yerba y se dio cuenta horrorizado que el ave llevaba enganchada una serpiente que en ella había hecho presa. Todo lo contrario le pasaba al hijo de uno de mis estudiantes. Yendo en mula por una plantación de azúcar, la primera vez que fui a la hacienda, espantamos una serpiente de más de un metro de larga. Era un animal de magníficos colores y, según supe, de especie muy venenosa. Yo puse espuelas a mi mula; mi joven amigo, en cambio, saltó del caballo como atraído por un imán y se lanzó tras la serpiente metiéndose entre la maleza. Pero el ofidio había escapado vivo. El muchacho se sentía siempre impelido —así me lo declaró el insensato de él— a abalanzarse sobre toda serpiente que veía; y no experimentaba miedo alguno. «Tenía» que ir hacia el reptil.
+Al mediodía íbamos, por lo común, a tomar el reconfortante y plácido baño en uno de los pozos en que espumoso se precipitaba —una caída de algunos metros— un arroyo de montaña; otras veces íbamos al río, en cuyas orillas, sobre extenso pradería, se practicaba la cría de caballos y mulas. Cabalgando una hora y media en sentido opuesto, es decir, desde el río hacia los montes, llegábase a una de las mejores plantaciones de café, Antioquia era su nombre, en clima relativamente fresco. La calidad del producto es allí exquisita. En ese sitio vi también las diferentes máquinas para el tratamiento del fruto —secado, descerezado, mondado—, máquinas que, si bien eran de género muy primitivo, me sirvieron para comprender el gran cuidado que requiere la obtención de un grano limpio y bueno.
+Desde La Mesa, continuamos ahora hacia el río Magdalena. Por un camino bastante pedregoso que corre casi todo el tiempo a lo largo de la cresta de una montaña, en dos horas de recorrido a lomo llégase al lugar de Anapoima. En el trayecto nos sorprendió una tempestad acompañada de fuerte aguacero, con lo que tuvimos ocasión de probar la utilidad de los impermeables y zamarros. Pero había algo no especialmente tranquilizador: los rayos caían cerca, muchas veces debajo de nosotros, pues ya se ha dicho que íbamos por la altura.
+Tan fresca y como recién hecha que se despierta la naturaleza después de una tempestad semejante, siempre anunciando la paz con su arco iris, ¡y qué desagradables son las consecuencias para el viajero! Los caminos vuélvense muy difíciles; con el fango, es casi inevitable que las bestias resbalen, cosa bastante peligrosa.
+Anapoima —678 metros— tiene ya una temperatura media de 27 grados. Por sus manantiales sulfurosos, acuden a ella muchos procedentes de Bogotá. No hay duda de que pudiera existir un camino llano desde las cordilleras; bastara para ello seguir uno de los ríos que rodean a La Mesa. Pero quien busque caminos llanos en este país, se equivoca de medio a medio. Ya los españoles comenzaron a preferir las alturas, al objeto de tener buenas vistas y poder tomar las medidas oportunas como defensa contra los asaltos de los aborígenes. Los colombianos se han limitado a conservar los senderos utilizados por los españoles. Son vías que, en lugar de hacer rodeos para dirigirse a su término con la menor pendiente posible, llevan al caminante por lo alto de todas las cumbres, cosa que no deja de tener sus ventajas para el amante de la naturaleza. Pero las bestias se cansan y el viaje resulta muy lento.
+Pasado Anapoima, desciéndese a un profundo valle, Supatá, y desde aquí, sudando a mares y bajo un sol abrasador, se vuelve a subir a una nueva cresta, para bajar nuevamente hacia las Juntas. Aquí vi por primera vez, cruzando en largas filas el camino, aquella clase de hormigas que transportan grandes cargas. Cada insecto lleva entre las mandíbulas una hoja fresca. Pero esta es varias veces mayor que el cuerpo del animalejo: y como la carga va en posición vertical, parece un ala verde.
+Las Juntas es el lugar donde se unen los ríos Apulo y Bogotá. El primero de ellos trae unas aguas muy oscuras. Árboles gigantescos dan sombra a la orilla y enmarcan la humildísima venta, en la que, acostados sobre una gran mesa, pasamos la noche, con la consiguiente protesta de nuestros maltratados huesos. Un baño en el Bogotá nos refrescó un tanto. No lejos del sitio en que nos bañábamos, una negra estaba lavando algunos vestidos. Tras ella ardía en la orilla una pequeña hoguera, y sobre esta pendía una olla donde se cocían unas sopas. Con el motivo que fuera, la negra fue a remover una vasija de barro medio rota que había allí cerca al pie de un árbol, y debajo apareció enrollada una pequeña sierpe venenosa, a manchas negras y amarillas. La mujer se dirigió velozmente al fuego, tomó un leño ardiente y con él, entre chasquidos y humo, deshizo con fiero gesto la cabeza del reptil. Del modo más plástico y violento se representaron allí las palabras de la Biblia: «Pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu semilla y su semilla; una mujer aplastará tu cabeza…», etcétera. La negra, fuerte y hermosa, tornó a su ocupación.
+El camino va ahora hasta el pie de las peladas estribaciones de la cordillera. Por primera vez vi allí la tarabita, que sirve para cruzar el río. Como en ese trayecto no hay puente alguno sobre el Bogotá, y existen a su margen izquierda grandes potreros, o praderas, se ha hecho necesario el paso, el cual se practica por medio de un cable tendido entre ambas orillas. De este cable cuelga, por medio de una polea, un cesto redondo enlazado a su vez con ambas márgenes por una cuerda. El pasajero se instala en el cesto y, mediante un impulso, suele llegar hasta la mitad del río; desde la otra orilla tiran luego del vehículo colgante, y así cumple su cometido tan primitiva instalación. Hay que advertir que durante las luchas de la independencia cruzaron ríos en tales tarabitas unidades enteras del Ejército. Sólo un soldado español negóse en tiempos a entrar en el cesto, pues, según declaró, había prometido servir a su señor en mar y tierra, pero no en el aire.
+Al tercer día por la mañana, después de pasar por el animado lugar donde están la barca de trasbordo y la venta de Portillo, llegamos a Tocaima —508 metros—. Esta pequeña ciudad, fundada ya en 1544 a orillas del Bogotá, más tarde, y debido a una inundación (1673), hubo de ser reconstruida sobre un pedregoso cerro que allí se eleva dominando el río, así que ahora se halla en clima muy cálido, con una temperatura media de 27 grados y medio. El agua potable se trae del río, por lo que siempre está caliente y turbia. Luego se la conserva en jarras o botellones, enormes vasijas de barro cocido donde se mantiene relativamente fresca, y de allí se la extrae con cazos.
+Tocaima era entonces un lugar de descanso y de baño muy preferido por las familias bogotanas. Además hay fuentes curativas con mucho contenido sulfuroso, las que, al parecer, obran maravillas en las enfermedades de la piel.
+Por lo demás, la vida en este lugar, no muy simpático y donde dicen que hay reyertas, resulta un tanto monótona. Para desgracia de Tocaima, el año de 1884 se declaró allí una fuerte epidemia de fiebres, a causa, según se dice, del imperfecto enterramiento de algunos cadáveres, pues el cementerio está asentado sobre roca. Murieron entonces muchas personas conocidas, entre ellas, víctima de la asistencia a los enfermos, el bondadoso cura de Tocaima, doctor Rojas; que me inspiraba un gran respeto por su celo verdaderamente cristiano y por su caridad.
+Cuando por las tardes íbamos a la iglesia, porque esta visita servía para ahuyentar el aburrimiento y no dejaba de despertar interés, veíamos allá atrás, bajo el arco sombrío, al rollizo párroco que rezaba el rosario con sus fieles. Estaba de espaldas a nosotros, de pie ante un gran atril. Dos pilluelos de Tocaima, descalzos y sin otra prenda de vestir que unos pequeños calzones, le alumbran con velas. Otros dos muchachitos agitaban incensarios; pero de cuando en cuando se sentaban en el suelo y soplaban sobre el incienso hinchando mucho los mofletes. Los de las velas no atendían a la ceremonia y se volvían a mirar a los otros dos. Y en su distracción, caíaseles el brazo y bajaban de altura las velas. El cura, que seguía leyendo, extendía entonces las manos, palpando en la oscuridad, hasta atrapar a los mozalbetes y atraerlos de nuevo hacia el atril… Este iluminado grupo, de tan lindo aspecto en medio de la iglesia sombría y llena de fieles en atropellado rezo, aquella mezcla de cómica inocencia y de gravedad, componían una estampa cuya gracia no olvidaré nunca.
+Tales momentos de grato abandono nos venían muy bien, por lo demás, para poder apurar luego el fuerte trago que nos esperaba. Mi amigo y colega[131] era administrador, por nombramiento del Estado, del Lazareto de Agua de Dios, o sea el hospital de los leprosos, que se hallaba a unas dos horas de Tocaima en dirección al Magdalena. Él iba en visita oficial y yo me agregué como acompañante. A los leprosos los tenían antes, en gran número, en Tocaima; pero un día la población, en airado tumulto, los obligó a abandonar la pequeña ciudad sin hacer excepción con ninguno de ellos. Hallaron refugio en Agua de Dios, donde el gobierno había mandado construir, en calidad de «hospital», algunas barracas de paja. Con el médico del lazareto[132] recorrimos, pues, la estación sanitaria, en la que permanecimos dos días. Los alimentos los llevamos con nosotros y comíamos por el camino para no tener que hacerlo a la mesa de los enfermos. Pasamos primero el río Bogotá por un puente colgante no muy bueno, y luego seguimos hacia el pueblo por terreno principalmente de pastos y sin árboles, donde el sol caía de modo abrasador. Una parte de los leprosos vivía en casitas en medio de la población; otros estaban alojados en largas barracas, en las que recibían la asistencia, bastante mezquina, que les dispensaba el gobierno. Sensible era, sobre todo, la falta de agua y de baños suficientes. Hágaseme gracia de la descripción de los leprosos y de los diferentes estados de la enfermedad. Mientras mi amigo resolvía asuntos técnicos y dirimía discordias de las que suelen producirse entre tales pacientes, yo me dedicaba a leer poemas de Lamartine a un joven y culto bogotano —joven, sí, y, en tiempos, de belleza muy notable, pero ahora envejecido y afeado por la enfermedad y su progresiva destrucción—. La lectura duraba horas enteras, y aquellas poesías, en su sublime religiosidad, parecían infundir gran consuelo al pobre leproso.
+Ya de regreso, aconteció que en el camino, en una venta muy abandonada, nos encontramos con un joven estudiante de la Universidad, que se hallaba en el más lastimoso estado. Bajo aquel sol de fuego había sufrido una fuerte insolación y yacía allí con el rostro horriblemente enrojecido. Nuestra sola presencia y una fricción de la cabeza con aguardiente le tranquilizaron mucho, y al día siguiente pudo ya continuar el viaje, atribuyendo a nosotros su salvación, cuando lo único que hicimos fue darle ánimos y disponer lo más necesario. Igualmente agradecidos se mostraron los leprosos a quienes, aparte del médico y el sacerdote doctor Rojas, nadie diera prueba de afecto y cariño. A los ojos de otros aprensivos colombianos pareceríamos poco menos que héroes por haber osado llegar a aquel espantoso recinto de la enfermedad, y los periódicos comentaron nuestra «hazaña» en forma que nos desagradó por lo excesiva.
+Diez días más tarde llegaban a Tocaima, por el mismo camino y en sendas cabalgaduras, cuatro viajeros. Eran los que siguen: en primer lugar, el doctor Salvador Camacho Roldán, colega mío en la Universidad y librero, uno de los más cultos colombianos, un verdadero Catón de la República, exigente consigo mismo, pero tolerante con los demás, carácter íntegro y rectilíneo, y persona que había ostentado con mérito sobresaliente las más altas dignidades, como ministro de Hacienda y de Agricultura, y a la sazón la de senador de la República[133]. Era el otro viajero el doctor Manuel Pombo[134], conocido como representante del tradicional genio bogotano y de la alegre sabiduría de la vida. Los otros dos que a Tocaima llegaban éramos el hijo[135] del doctor Pombo y yo. Queríamos hacer una visita en Ibagué a otro representante, modesto, pero no menos original, de la literatura colombiana, el señor Juan de Dios Restrepo[136]. Partiendo de Tocaima, y por camino llano, pero con un calor de fuego, en ocho horas se alcanza el Magdalena en Girardot. Atravesamos la hacienda del doctor Camacho, llamada Útica. La casa de campo está a un cuarto de hora del camino, arrimada a las últimas estribaciones de la cordillera. Su dueño pasó aquí muchos años dedicado a la agricultura, pero ocupándose también en serios estudios, hasta adquirir aquella ilustración y aquella elaborada asimilación de lo leído que a menudo me llenaban de asombro. ¡Y cuánto trabajo y esfuerzo gastó también en vano aquel amigo, aquel hombre infatigable en la labor!; en torno a su casa de campo se ven las diferentes cubas y tinas de cemento que, con grandes desembolsos, habían sido instaladas para la obtención de la anilina. Grandes extensiones de terreno fueron plantadas de añil, el vegetal origen de esa substancia y que tan especial esmero exige. Un día se inventó el azul de Prusia; los colores artificiales de anilina desplazaron a los naturales, y los productos colombianos, encarecidos a causa de los costos de transporte por el Magdalena, no pudieron ya competir. Las pérdidas fueron de millones.
+En Girardot, que era en tiempos una pobre aldea a orillas del Magdalena, un gran puente tiéndese ahora sobre el río; nosotros tuvimos que cruzarlo todavía en canoas. El caudal presenta allí unos 200 metros de anchura, pero la corriente no es impetuosa. A un tiro de carabina más arriba del punto de la opuesta orilla que debe ser alcanzado, se desensillan ya las mulas. Las monturas se cargan en unas canoas estrechas y de unos 30 pies de largo, construidas de un tronco hueco. Los pasajeros embarcan y se acurrucan entre las monturas o sobre ellas; cada uno, desde la embarcación, sostiene del ramal a dos o tres bestias. Ahora la canoa se separa de la orilla, y las mulas son arreadas hacia el agua con fuertes gritos, de modo que tienen que ponerse a nadar. Tranquila deslízase la canoa sobre la turbia superficie. Las bestias resoplan y jadean, luchando aguerridamente contra la corriente. A veces se adelanta una de ellas, se enredan las cuerdas entre sí y es necesario desenmarañarlas rápidamente desde la misma canoa para impedir que alguna mula haga hundirse a otra. Al llegar a la orilla, los animales suelen comenzar a revolcarse en la arena, y en tales condiciones es necesario ensillarlos de nuevo. En los cálculos del viaje, esta travesía a nado les es contada a las mulas como media jornada de marcha. Toda la operación del cruce del río parecióme la primera vez extraordinariamente poética. Pero cuando más tarde me tocó tener yo mismo del ronzal a los animales y pasar miedo por ellos, desapareció la aureola literaria, y la travesía pasó a resultarme enojosa.
+Al otro lado del río, en Flandes, tenía un gran almacén el amigo a quien veníamos a visitar, el señor Restrepo. En algo más de un día cubrimos la etapa hasta Ibagué después de cruzar las anchas llanuras del valle del Magdalena, sabanas estériles en las que sólo mezquina yerba crecía y donde de vez en cuando surgía un ranchito con una plantación de tabaco.
+Puente de madera con locomotora
+Magníficas ceibas y cauchos daban sombra a las haciendas solitarias, en las que a la noche no podíamos, como en otras comarcas de Colombia, ufanarnos de una hospitalaria acogida, pues sólo de mala gana se nos daba un sitio donde dormir y, esto aún más difícilmente, alguna sopa como refrigerio. El dinero no resuelve nada con estas gentes. En descargo suyo hay que decir que las muchas revoluciones les han hecho desconfiados a todo hospedaje, voluntario o por necesidad. Junto a los árboles vense aquí y allá curiosas construcciones que dan la impresión de troncos huecos, quemados y agujereados en algunas partes, de los que sólo quedara la corteza. Al aproximarse se advierte que son grandes hormigueros, ahora vacíos, construidos sobre una base de tierra. Tales ruinas dan testimonio de la asombrosa laboriosidad de esos animales y de su ingenioso instinto.
+El panorama nos compensa del horrible calor. Al este, en lontananza, ondulan las líneas azules de la cordillera; hacia el sur la llanura parece no acabarse; al lado de occidente se alza, sin transición alguna, el macizo de la Cordillera Central, dominada por el ingente Tolima. En el primer término el río Coello ha excavado profundamente su cauce en la desértica llanura, y por el valle asoman gallardas palmas, cocoteros y pastos ubérrimos. El paisaje de rocas que acompaña el curso del río podría corresponder más bien al sur de Francia que a Colombia. Es una estampa de Provenza, ancha, abierta, soleada. Ahora ha salido la luna y proyecta su delicado resplandor sobre los glaciares y cumbres nevadas del Tolima, que brillan con una luz mágica. Rendidos al final de la jornada, dormimos magníficamente sobre el suelo de barro apisonado, o sobre una mesa; de colchón hacen nuestros zamarros, de almohada la silla de montar.
+Al mediodía siguiente hacemos la entrada en Ibagué, cuya torre miramos ya desde hace tres horas. La pequeña ciudad, capital del departamento, tiene pocas casas notables, pero sí, en cambio, algunas buenas escuelas; entre ellas dos para maestros, pertenecientes al estado del Tolima. Ibagué se halla encajada en un entrante de la cordillera, determinado por la depresión de los ríos Combeima y Chipalo. El verdor de los campos y praderas penetra hasta las mismas calles de la ciudad. El clima es excelente y benigno —20 grados—.
+Cordial acogida, vida en familia, excursiones a los alrededores —que son tierras fértiles y ricas en minerales—, paisajes de plácido halago para los sentidos, baños en el cristalino Combeima, que trae agua helada de las alturas del Tolima, gratas conversaciones aliñadas con el humor y el ingenio de los tres literatos amigos, los cuales, tiempo atrás habían convivido ya en Bogotá durante algunos años…, todo esto llenó los días felices de la permanencia en Ibagué. En el jardín de nuestro amigo, detrás de la casa, había muchos árboles: naranjos, mangos, tamarindos, nísperos, donde anidaba gran cantidad de pájaros, mirlos sobre todo. Una noche nos dieron una serenata. Eran músicos que dominaban la guitarra, el tiple y la bandola como verdaderos virtuosos y tocaban acertadamente incluso algunas obras clásicas. Al escuchar los primeros compases, nos levantamos de la cama, y, envueltos en las largas mantas y con el sombrero puesto, hicimos pasar a los músicos para ofrecerles el consabido trago de brandy. Los brindis improvisados que se dijeron en aquella nocturna y extraña reunión fueron tan graciosos como atrevidos.
+No pudimos asistir a un baile que en honor nues- tro habían organizado en la Sala de la Casa Municipal los estudiantes que se hallaban de vacaciones en Ibagué. Causa de esta imposibilidad fue que el doctor Camacho Roldán debía salir a toda prisa para Bogotá, pues había fallecido el presidente de la República, doctor Zaldúa[137] —22 de diciembre de 1882—, y en la capital se temían desórdenes. De mala gana nos despedimos de nuestro hospitalario amigo y de la querida y linda ciudad. Pese a que el viaje de regreso lo realizamos por igual camino que a la ida, de ninguna manera nos resultó aburrido o monótono; la gran riqueza de detalles y de posibilidades nuevas es tan grande en Colombia, que nunca habrá de lamentarse allí el hacer dos veces el mismo itinerario.
+Un triste episodio cerró nuestro viaje. Al pasar de regreso por Tocaima, me encontré con un suizo y un belga[138], y me dejé convencer para pasar con ellos algunos días en aquel horno incandescente. Nuestra resistencia a las enfermedades contagiosas fue sometida a dura prueba. Al lado de nuestra habitación del hotel yacía un hijo del propietario, atacado de fiebre amarilla. La cosa nos fue ocultada, pero la presumimos. El enfermo, un hombre de treinta años, sucumbió al mal, entre grandes sufrimientos, unos días más tarde. Aun hubimos de ayudar a llevarlo al cementerio. Pero al día siguiente nos pusimos ya en camino. Allí se siente uno más indiferente a los peligros, se es mucho más fatalista que en nuestra tierra…
+En mi programa quedaba todavía una excursión, la visita de una de las cosas más notables de Colombia. Lo realicé, en compañía de un estudiante, el año 1883, pues quería evadirme de las solemnidades oficiales que habían de celebrarse en Bogotá con motivo del primer centenario del nacimiento de Bolívar, el Libertador[139].
+A una jornada de Bogotá, hacia el sur, se encuentra la pequeña ciudad de Fusagasugá, en un ameno valle que invita al veraneo, un remanso de delicia en medio de las cordilleras. Descendiendo a un barranco por el cual se vació en tiempos un lago situado en lo alto de los Andes, se llega a dar frente a la ciudad. Aquella vez nos sorprendió la noche en el camino. Mitad medrosos, mitad embelesados, cabalgábamos en la oscuridad del bosque. Seguíamos desconocidos senderos, mientras danzaban en torno las luciérnagas y retumbaba en nuestros oídos toda la sonora vida animal. Al siguiente día, después de un baño en las frescas aguas del río Cuja, por las alturas que dominan el valle de Fusagasugá nos encaminamos al Pandi, situado a seis horas más al sur. Allí encontramos alojamiento en una casita, lo cual fue posible porque no hicimos uso de especiales miramientos. Yo pedí un tiple y me puse a entonar algunas canciones, a pesar de que el hambre nos devoraba, y eso despertó tal confianza que, por fin, al cabo de dos horas, humeaba ya sobre la mesa una pequeña y modestísima colación. Y ya que con paciencia había sido ganada, la aceptamos también con suma paciencia.
+Puente de Icononzo sobre el Pandi
+A la mañana siguiente visitamos en primer lugar una de las maravillas de esa región, la Piedra de Pandi, un gran bloque de forma prismática cuadrangular —20 metros de lado y 15 de alto—. En la parte superior de esta piedra los aborígenes del país inscribieron en color rojo una serie de jeroglíficos, los cuales han resistido por varios siglos el influjo de la intemperie. Estos signos —por desgracia, todavía no descifrados— representan las más extrañas figuras, entre ellas el sol y las interpretaciones primitivas del escorpión, del lagarto y de la rana. Esta última era para los indígenas una deidad de suma importancia, pues anunciaba las fecundantes lluvias y también las inundaciones. Toda vez que la lluvia se presentaba en determinadas épocas del año, la rana significaba también las fases lunares, en tanto que el águila, como mensajera del buen tiempo, era el símbolo del verano, de la estación en que brilla el sol.
+A unos veinticinco minutos del pueblo, el camino tuerce bordeando una peña, e, inesperadamente, llégase a un puente como otro cualquiera, con el cual parece habremos de haber llegado a algún zanjón seco. ¡Nada de eso! Desde las barandillas y entre el exuberante verdor que las flanquea se contempla un rocoso barranco de 84 metros de hondura y de 10 o 15 metros de ancho. Por el espantable fondo de esta grieta empuja su espumoso y blanco oleaje el río Sumapaz, que tiene aquí una profundidad de 18 metros.
+El río, como se nota en las paredes de pizarra y piedra del barranco, se incrustó aquí mediante violentísima erosión al desplomarse las aguas del gran lago de Sumapaz. Descendiendo junto a la pared de pizarra que queda a la derecha del puente, contémplase un curioso espectáculo. A unos 13 metros por debajo del puente se descubren los restos de la primitiva continuidad geológica: dos enormes bloques de pizarra que, avanzando el uno frente al otro, llegan a unirse sólidamente por medio de un tercero, el cual encaja como la clave de un arco. Es el puente natural de Icononzo. Sobre este, y penetrando en los flancos de la grieta, se alza de lado y lado un bloque de roca de 2,60 metros de espesor, el cual forma como un arco gótico, de 1,40, así que entre su ojiva y la base de pizarra queda una abertura. Este último bloque, cuyo volumen fue calculado en 200 metros cúbicos por el investigador André[140], se halla todo recubierto de verdor, destacando bella y extrañamente sobre el negro hueco del barranco. La peña que constituye arco tan peculiar es la famosa Cabeza del Diablo, la cual rodó desde arriba, librándola de la destrucción el puente de pizarra que ahora constituye su sostén. Sólo a seis metros del bloque pasa el puente artificial de madera. Allí abajo revolotean bandadas de pájaros, guapacos, que con sus agudos picos se encargan de atacar a quienes, como hizo nuestro paisano Nötzli[141] el año 1875, osan descender a la profundidad sostenidos por cuerdas. Tirando piedras al fondo, se consigue espantar a los guapacos. La garganta viene a tener la longitud de una hora de camino. Desde el puente se prolonga aún como un cuarto de hora.
+Alegremente nos despedimos de aquel formidable espectáculo de la naturaleza para dirigirnos de nuevo hacia el sol cabalgando por la altura que enfrente se alza. A una hora de ascenso, se ve bajar un torrente que da la impresión de ser el último resto de un antiguo glaciar, y que ha arrastrado la tierra, dejando al descubierto las lisas rocas; sobre estas, a su vez, ha practicado huecos de profundidad equivalente a la altura de un hombre, que constituyen auténticas bañeras naturales. Se hallan dispuestas unas sobre otras, de modo que el agua se vierte sucesivamente en graciosos y bullidores saltos. En estos originales baños, con un agua que baja a temperatura de hielo y se caldea bastante en las rocas, nos solazamos a nuestras anchas en la espléndida libertad de la naturaleza. El día había de traernos todavía nuevas sorpresas. Cabalgando por un pedregoso y angosto sendero, llegamos finalmente a la cima de la montaña, desde donde presenciamos un gran panorama de lo que fuera dominio de los belicosos y aguerridos indios panches. Estas gentes dieron mucho que hacer a los aborígenes de la altiplanicie bogotana y también a los españoles. La cresta en que nos hallábamos y la situada frente a ella rodean el valle de Fusagasugá, para, más abajo, unirse estrechamente entre sí. De ese encierro tuvo que escaparse el río, ya antes bastante incrementado, y lo hizo por la barranca o boquerón del Desaguadero, que bordea los flancos del llamado Cerro del Muerto. Nuestro viaje no sigue esa ruta, sino que, al estilo español, tenemos que ir por lo alto de la montaña, cosa de la que no nos arrepentimos, pues al descender por la opuesta ladera llegamos a la más espléndida selva virgen, toda de gigantescas encinas y llena de profundísima sombra. El sendero avanza sobre altas plataformas de piedra que parecen haber sido dispuestas artificialmente en forma de escalera. Las más raras mariposas, pero en especial unas de color azul y del tamaño de la palma de la mano, revuelan en torno nuestro, aleteando, nos acarician tan confiadamente cercanas, con una inocencia tan ajena a la humana maldad, que nos sería imposible robar a una sola de estas criaturas su divino gozo de vivir. Para hacer aún más completa la estampa, tras nosotros venían dos indias, la una mejor arreglada, a lomos de una mula, y la otra, sin duda su criada, arremangada y a pie. Eran dos figuras ingenuas y de hermosas formas, de rostro expresivo y ojos radiantes. La que parecía ser sirvienta tañía con infantil gracia un caramillo construido rústicamente de cuatro o cinco casas ensambladas. Los sonidos estaban faltos de toda melodía, eran cualquier cosa menos música, y, sin embargo, me llegaron al corazón. ¿Quién fuera insensible a aquella poesía, a aquel primitivo encanto? Fascinados, nos detuvimos. Ellas saludaron sonrientes, siguieron cuesta abajo y desaparecieron en la selva.
+El bosque iba haciéndose poco a poco menos espeso. Al borde del camino crecía café, cacao, maíz, de modo, al parecer, espontáneo y sin cultivo alguno.
+¿Por qué no se ven muchas más plantaciones en estas fértiles laderas de las cordilleras colombianas? Esto se nos explicó, dejando aparte la pereza de la gente, por la omnipotencia de los latifundistas, que se enriquecen a costa de los pobres indios y que, sobre todo mediante anticipos, saben aprovecharse de sus cosechas de maíz y de arroz. Feudalismo, pues, y miseria, junto a la formidable fuerza creadora de la naturaleza. Por último, llegamos a la llanura arenosa por donde el río Fusagasugá corre a juntarse al Magdalena. A la orilla hay un pueblo, especialmente pobre, llamado Melgar, donde por única colación diósenos una tacita de chocolate; y así, bastante hambrientos, hubimos de tendernos en la dura cama. Al día siguiente atravesamos el río, el cual riega mejor la orilla derecha y ha formado allí uno de los más hermosos palmares que vi en toda mi vida. Luego subimos por la llanura de Los Limones, cuyo recorrido lleva varias horas y donde, sobre pastos un tanto pobres, se apacientan centenares de cabezas de ganado. Avanzando ora por el valle de algún río, ora por frío y aromoso bosque, después de muchas revueltas del camino fuimos a parar otra vez a Agua de Dios, el pueblo de los leprosos. Allí, mi compañero de viaje se declaró dispuesto a dejarme y seguir él solo la ruta si yo persistía en el propósito de hacer una pequeña visita a aquellas pobres criaturas. Nos dirigimos nuevamente a Tocaima.
+El último día de nuestro viaje de regreso —25 de agosto de 1883—, viaje que aceleramos a causa de los rumores de una próxima revolución, al llegar a la Sabana de Bogotá viniendo de La Mesa se nos preguntó dónde había tenido lugar la batalla. Nosotros no sabíamos de batalla alguna, y no menos asombro nos produjo el saber que en Bogotá se había escuchado durante el día un retumbar como de fuego artillero, y que, dada la reinante inquietud política, creyóse hubiera habido ya luchas en la región de La Mesa.
+Pero nuestra extrañeza fue aún mayor cuando un mes más tarde se nos dio la posible explicación de aquel incomprensible fenómeno. El día citado se había producido en Java, o sea en nuestros antípodas, la terrible erupción de los volcanes, que costara la vida a tantos miles de personas. Algunos colombianos pretendían haber incluso calculado que el tiempo que el sonido debió necesitar para transmitirse a través de la masa de la tierra, correspondía exactamente a la diferencia entre la hora de la catástrofe[142] y la de la supuesta batalla.
+Todas estas excursiones las realicé en compañía de colombianos, con lo cual, como suele ocurrir en tal clase de correrías, los llegué a conocer a fondo, y también, las más de las veces, a estimarlos mucho. Dicho sea también, en su alabanza, que tuvieron suma paciencia conmigo hasta que en cierta medida llegué a alcanzarles en el arte de viajar rápida, segura y agradablemente.
+[118] El fusil Vetterli de repetición, diseñado por el ingeniero suizo Johann-Friedrich Vetterli (1822-1882), fue adoptado por el Ejército de Suiza a mediados del siglo XIX.
+[119] Actualmente se está construyendo en este monte, por una casa suiza, el primer funicular de Colombia (nota de W. R. A.).
+[120] Se refiere a Alejandro Arango Barrientos, socio de la ferrería de La Pradera con su cuñado, el general Julio Barriga Villa, y un hermano de este, Pablo Barriga Villa, en las instalaciones que Pedro Carlos Manrique Convers había fundado con el norteamericano Thomas Agnew, aprovechando la explotación de hierro que los ingleses John James, Wright Forrest y Samuel Sayer habían iniciado a mediados del siglo XIX en estas tierras (véase: Dávila Ladrón de Guevara, Carlos (comp.), 2003, Empresas y empresarios en la historia de Colombia: Siglos XIX-XX. Una colección de estudios recientes, tomo II, Bogotá: Norma / Uniandes, págs. 607-609).
+[121] Se refiere, probablemente, a Thomas Agnew.
+[122] El arzobispo de Bogotá en aquellos días era Vicente Arbeláez Gómez (1822-1884), y fundó en 1875 la iglesia de Lourdes en el poblado —hoy barrio— de Chapinero.
+[123] José Manuel de Ezpeleta y Galdeano (1739-1823), virrey de la Nueva Granada entre 1789 y 1797.
+[124] En realidad se han clasificado como huesos de mastodonte (Mastodon humboldtii) en el trabajo de George Cuvier sobre las muestras que le envió Alexander von Humboldt en su paso por la Sabana de Bogotá.
+[125] Se hallan señales del nivel del agua hasta 126 metros por encima del actual lecho, de modo que esa debió ser la altura de la caída.
+[126] El coronel Dimas Atuesta dirigió igualmente un batallón que participó en los trabajos de la construcción de la línea férrea a Girardot.
+[127] La toponimia de esta meseta en las estribaciones de la Cordillera Oriental se deriva de un personaje legendario del siglo XVI, el rico terrateniente Juan Díaz Jaramillo (véase: Ocampo López, Javier, 2006, Mitos, leyendas y relatos colombianos, Bogotá: Plaza & Janés, págs. 81-88).
+[128] Gobernante de la confederación muisca.
+[129] Se trata de la misma familia propietaria de la ferrería de La Pradera puesto que, a mediados del siglo XIX, la hacienda Junca era propiedad de la familia Barriga Villa, una de cuyas hijas casó con Alejandro Arango.
+[130] Ver en el Apéndice del presente volumen la traducción original al alemán que publicó Ernst Röthlisberger de estas estrofas.
+[131] Puede referirse a José María Rosales, sucesor del primer administrador del lazareto, Camilo Tavera, quien había ejercido su cargo por espacio de 10 años, entre 1870 y 1880 (para mayores detalles sobre la historia del lazareto Agua de Dios, véase: Obregón Torres, Diana, 2002, Batallas contra la lepra: Estado, medicina y ciencia en Colombia, Medellín: Eafit).
+[132] Puede referirse al médico Marcelino Vargas, médico oficial del lazareto entre 1881 y 1882, cuando falleció (véase: Ibidem, pág. 112).
+[133] Emiro Kastos, en otras ocasiones muy parco en el elogio, describe de él: «Inteligencia elevada, carácter lleno de entereza, corazón, apasionado y entusiasta, en el cual el uso del mundo no ha marchitado las creencias generosas de la juventud, trato sencillo pero lleno de distinción, todas estas cualidades y otras muchas hacen de Salvador Camacho Roldán uno de los hombres más notables, queridos y respetados del país». Nota del traductor: la cita corresponde a la primera carta que Emiro Kastos dirigió al doctor Manuel Pombo y que apareció publicada en El Tiempo, número 196, del 28 de septiembre de 1858. Figura en Artículos escogidos, nueva ed., Londres, 1885, publicados por Juan M. Fonnegra (Escritos colombianos).
+[134] Manuel Pombo Rebolledo (1827-1898), escritor y abogado payanés, hermano del poeta Rafael Pombo, radicados ambos en Bogotá. Manuel Pombo fue autor del libro de viajes De Medellín a Bogotá (1852). En cuanto a su «tradicional genio bogotano y alegre sabiduría de la vida», Manuel Pombo fue precisamente el padre de Jorge Pombo Ayerbe (1857-1912), uno de los más destacados miembros de la tertulia bohemia de la Gruta Simbólica en Bogotá.
+[135] Puede tratarse de su hijo mayor, Jorge Pombo Ayerbe, o de uno de sus dos hermanos menores, Pablo o Lino Pombo Ayerbe.
+[136] Juan de Dios Restrepo Ramos, citado, más conocido como Emiro Kastos, su seudónimo literario.
+[137] Francisco Javier Zaldúa y Racines (1811-1882), abogado liberal colombiano, elegido presidente de Colombia para el periodo de 1882 a 1884, falleció en 1882, ocho meses después de su elección.
+[138] Más adelante se verá la referencia a un amigo belga de Röthlisberger, Eugène Hambursin, pero no es claro a qué belga, ni a qué suizo, se refiere en esta oportunidad. En el curso de la obra El Dorado sólo hemos encontrado la mención del ingeniero suizo A. Beyeler y de (N) Baur en Panamá, del naturalista Jean Nötzli que viajó con el francés Edouard André por Colombia y Ecuador, y del grupo anónimo de «comerciantes y relojeros» suizos de Barranquilla citado en su primera llegada a esta ciudad, incluyendo al hotelero suizo (N) Meyerhans. En cuanto a otros compatriotas de Röthlisberger radicados en Colombia en esos días, hemos podido identificar los siguientes en diferentes fuentes: Louis Gaibrois, padre, entre otros, de José Trinidad Gaibrois Nieto, periodista y diplomático cofundador del periódico Colombia Ilustrada (1889), publicación que buscó continuar la obra de Alberto Urdaneta en el Papel Periódico Ilustrado (1881-1886); Gustavo Glauser, fundador de la joyería y relojería del mismo nombre en Bogotá; Johann Heiniger y Georg Bachmann, cuñados, que se establecieron en la relojería y joyería La Perla fundada en Medellín por Constant-Philippe Etienne (autor este último de la obra titulada Nouvelle-Grenade. Aperçu général sur la Colombie et récits de voyage en Amérique. Genève: Maurice Richter, 1887). Bachmann y Heiniger fundarían a su vez en Antioquia una finca cafetera llamada La Suiza, que sería visitada y descrita en 1910 por los viajeros naturalistas Otto Fuhrmann y Eugène Mayor (véase: Gómez Gutiérrez, Alberto, 2011, Ibidem).
+[139] La fecha de esta celebración fue el 24 de julio de 1883, y, a partir de esa celebración, se ratificó en el Concejo el acuerdo municipal del 20 de julio de 1847, que había propuesto que la Plaza Mayor de Bogotá pasara a llamarse Plaza de Bolívar.
+[140] Edouard-François André (1840-1911), paisajista hortícola, viajero y dibujante francés, diseñador de varios parques urbanos en Europa y América. Viajó a Colombia entre 1875 y 1876 (para un recorrido virtual de la obra gráfica de André en Colombia, véase: Banco de la República, Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, Listado de viajeros. www.banrepcultural.org/blaavirtual/imagenes-viajeros/list-artistas/all).
+[141] Jean Nötzli, viajero suizo, figura como preparador botánico de Edouard André en la descripción de su viaje publicada por Carlos E. Chardon bajo el título «Edouard André (1840-1911), jardinero-naturalista y sus viajes por Colombia y el Ecuador», en Caldasia, IV (19): 283-292, 1947.
+[142] Se refiere a la última de las explosiones que tuvieron lugar en la isla de Krakatoa, situada entra Java y Sumatra. Se ha calculado que esta explosión, registrada el 27 de agosto de 1883 —es decir el 26 de agosto de Colombia—, habría tenido una energía de 200 megatones —cerca de 10.000 veces más potente que la bomba atómica de Hiroshima— matando más de 36.000 habitantes de esas regiones, y cuyo estruendo habría sido el más fuerte de la historia con 180 decibeles, pudiendo ser eventualmente percibido en el 10 % del globo terráqueo (véase: Wikipedia, Volcán Krakatoa. https://es.wikipedia.org/wiki/Volc%C3%A1n_ Krakatoa).
+LA CONQUISTA / HÉROES Y AVENTUREROS / EXPEDICIÓN AL INTERIOR DEL PAÍS / FUNDACIÓN DE SANTAFÉ DE BOGOTÁ / EL ADMIRABLE ENCUENTRO DE LAS EXPEDICIONES DE JIMÉNEZ DE QUESADA, BELALCÁZAR Y FEDERMANN / DESTINO DE ESTOS TRES / EXTERMINIO DE LOS INDÍGENAS / EL REINO DE LOS CHIBCHAS EN LA ALTIPLANICIE / ASPECTOS DEL PAÍS: SU CULTURA, FORMA DE VIDA, CREENCIAS RELIGIOSAS Y LEYENDAS / LA FORMACIÓN DEL MITO DE EL DORADO / GOBIERNO Y LEGISLACIÓN DE LOS CHIBCHAS / EJÉRCITO / LENGUA / LOS INDIOS DE LA ALTIPLANICIE, DE LAS ALTITUDES MEDIAS Y DE TIERRA CALIENTE: SU ASPECTO, SUS COSTUMBRES Y SU SITUACIÓN SOCIAL / LAS RAZAS MIXTAS: MESTIZOS, MULATOS Y ZAMBOS. LA RAZA COLOMBIANA DEL FUTURO
+LA HISTORIA DE COLOMBIA es rica en acaecimientos interesantes y asombrosos. La conquista del país, en primer lugar, nos muestra gigantescas expediciones llenas de extraordinarios y heroicos hechos.
+Cuando el papa Alejandro VI[143] otorgó en 1493 a los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, el dominio sobre las tierras recién descubiertas, los españoles no aguardaron a escucharlo dos veces, y, en efecto se quedaron con todas las posesiones de América.
+Pero mientras que el imperio de los aztecas, México, quedó conquistado en 1521 por Hernán Cortés[144] y el de los incas, Perú, en 1524, por Pizarro[145] —en tiempo, pues, relativamente breve— hubieron de transcurrir casi cuarenta años, repletos de empresas extraordinariamente difíciles, de batallas y escaramuzas sin cuento, hasta que Colombia cayera enteramente en manos de aquellos conquistadores y aventureros, gentes ambiciosas de dominio y botín, a cuyo tesón y bravura no podemos regatear nuestra admiración.
+Alonso de Ojeda[146], procedente de Venezuela, y acompañado de Américo Vespucio[147], llegó el año 1499 al Cabo de la Vela, en la gran península de La Guajira. Bastidas[148] penetró hasta la desembocadura del río Magdalena, que fue descubierto el año 1501, en la festividad de la santa que le dio nombre. Cristóbal Colón[149] exploró luego en su cuarto viaje la mayor parte de la costa occidental hasta Costa Rica, pero buscó en vano el istmo desde el cual, según su creencia, habría de tocar en el mar de las Indias orientales. El mirar por primera vez el océano Pacífico estaba reservado al audaz Vasco Núñez[150], que el 25 de noviembre de 1513, cerca de Panamá, dejando atrás a los que le acompañaban, subió a una altura para saludar jubilosamente la quieta superficie. Después de que sus compañeros hubieron competido en rápida carrera hasta la costa, el descubridor penetró en las aguas armado de espada y lanza y tomó posesión del nuevo océano en nombre de la reina, retando a personal desafío, según el uso español, a todo aquel que lo pusiera en tela de juicio. Sólo en 1522 llegó a hacerse una expedición a lo largo del Litoral Pacífico, abriéndose camino a los conquistadores del Perú, Pizarro y Almagro[151]. La conquista del istmo y las costas de ambos mares que bañan a Colombia duró en total veintitrés años. El interior fue explorado primero por el alemán Alfinger[152], gobernador de Maracaibo, que pasando por Ocaña llegó a lo alto de los Andes, pero murió cuando estaba de regreso. Heredia[153] fundó en 1522 la ciudad de Cartagena, emprendiendo desde allí grandes expediciones al valle del Cauca. Este valle fue recorrido luego en todas direcciones y conquistado por César[154], por Vadillo[155] y por el luego mariscal Robledo[156], que llegó de Quito por el sur. Entretanto, se preparaba uno de los más curiosos e interesantes acaecimientos que presenta la historia. Como los pormenores de la fundación de Bogotá son poco conocidos, vamos a referirla con mayor detenimiento.
+Gonzalo Jiménez de Quesada
+La expedición principal hacia el interior la emprendió desde Santa Marta, en el mes de agosto de 1536, el licenciado y justicia mayor don Gonzalo Jiménez de Quesada[157], con 820 hombres de a pie y 85 caballos, en tanto que sus oficiales, con 5 naves y 200 hombres, deberían seguir aguas arriba el Magdalena. Esta expedición por el río resultó casi completamente aniquilada. Quesada, en tanto, avanzó, en medio de continuas luchas con los indios, a través de la impenetrable selva tropical, llena de plantas espinosas y apretados troncos, llena de arañas venenosas, de gusanos, escorpiones y serpientes, de murciélagos y de mosquitos. Los soldados, con los cuerpos heridos y los vestidos desgarrados, se alimentaban de frutos y raíces; parece que la expedición hubo de comer hasta el cuero de sus equipos. Unos se habían quedado ciegos, otros caminaban cojos, otros eran arrebatados, hasta de las hamacas donde dormían, por los tigres, que menudeaban cada vez más en su ataque a los expedicionarios. Con frecuencia amenazaban amotinarse las tropas; pero el tesón inconmovible del jefe empujaba sin descanso el avance por las altas cumbres que hoy día se tienen por inaccesibles para personas a pie, cuanto más para jinetes, y que, por tanto, quedan lejos y abandonadas de toda comunicación. Un día los expedicionarios divisaron desde una alta montaña campos extensos, grandes sembrados de maíz y papa, árboles frutales y huertos de flores. Y en aquella grata región, fresca y abundante en agua, se veían también alegres pueblos. Los indios, aterrorizados por el estampido de las armas y fuera de sí ante la vista de los caballos, que creían formar un solo ser con el jinete, teniéndolos por criaturas superiores, se sometieron casi sin ofrecer resistencia y se humillaron como ante dioses al poder de los conquistadores. Les trajeron de comer y beber, les trajeron caza, palomas y liebres y toda clase de raíces, les presentaron incluso algunos viejos y niños para que los mataran, pues tuvieron a los españoles por antropófagos. Extendían paños a su paso, quemaban incienso y derramaban por el suelo a manos llenas oro y esmeraldas. En el reparto recibió mil pesos cada uno de los soldados. Los conquistadores habían llegado al país de los chibchas o muiscas, a las altiplanicies de Tunja y Bogotá, un imperio que, como veremos después, poseía una cultura relativamente desarrollada.
+Luego de que los pacíficos habitantes de la Sabana quedaron sometidos, no sin que dejaran de cometerse algunas innecesarias crueldades y asesinatos en la persona de sus jefes, dispuso Quesada construir una ciudad en algún punto favorable y adecuado. Eligió para ello el lugar de esparcimiento del Zipa —Teusaquillo, probablemente—. A este sitio llamólo Quesada Santa Fe, por su semejanza con la villa del mismo nombre que en las cercanías de Granada fundaron sus católicas majestades Isabel y Femando en las guerras contra los moros. Quesada mandó levantar en Santa Fe doce cabañas de paja en torno a una iglesia, con techo también de paja. El día 6 de agosto de 1538, dos años después de ponerse en marcha desde la costa, se dirigió Jiménez de Quesada al sitio de la fundación. Todos descendieron de los caballos y él, arrancando algunas yerbas, tomó posesión de aquellos lugares en nombre del emperador Carlos V[158]. Un notario levantó acta de la posesión, donde se establecía también que todas las tierras descubiertas llamaríanse en adelante Nuevo Reino de Granada, por su parecido con el reino español de igual nombre. En la pobre iglezuela que era templo de la ciudad y donde se alza hoy la Catedral Primada, dijo la primera misa el padre Las Casas, primo del famoso defensor de los negros [sic][159].
+Ya contaba Quesada con retornar a España y anunciar allí solemnemente sus descubrimientos y conquistas, cuando algunos indios trajeron la curiosa noticia de que por el sur se acercaba una gran tropa, magníficamente armada, de gente blanca con mucho séquito de indios y numerosos caballos. La noticia se confirmó. Era Sebastián de Belalcázar[160], un teniente de Pizarro, que había tomado parte en la conquista del Perú y que desde allí venía avanzando hacia el norte en busca de un país de fabulosa riqueza. En Quito, la actual capital del Ecuador, habíasele presentado un indio, quien le dijo que su amo y señor el rey de Cundinamarca, o Cundirumarca —altura donde habita el cóndor—[161], poseía las más grandes riquezas, tales que recubría su cuerpo con polvo de oro y luego se bañaba en un lago sagrado para ofrecer así a los dioses un sacrificio grato a sus ojos. Esta noticia, basada en hechos reales, se considera como el origen de la leyenda de El Dorado, corriente entre los hombres de la Conquista, de donde formamos el proverbial Eldorado y que tantas desgracias trajo a los pobres aborígenes de Colombia por la búsqueda que de aquellos tesoros escondidos efectuaron los españoles con insaciable codicia. Belalcázar tomó para su expedición doscientos soldados españoles, pero llevaba además grandísimo número de cargueros y servidores indios. Tras terribles penalidades llegó con ellos hasta el valle del Magdalena, después de haber cruzado la Cordillera Central, y a la Sabana de Bogotá se encaminaba cuando lo detuvieron los mensajeros de su más afortunado predecesor en aquellas tierras. Pero, casi al mismo tiempo, llegó a Santa Fe otra nueva, todavía más extraña: también por el sureste, de los Llanos, y procedente de Venezuela, hallábase en marcha una expedición de españoles al mando de un capitán no español, Nicolás de Federmann[162]. Este, alemán de nacimiento, había salido del Cabo de la Vela, en la costa Atlántica, para hacer diversas correrías por los Llanos (1536), y, abandonando con una expedición auxiliar, a su jefe Espira o Spira[163], se desvió de la ruta y se dedicó por cuenta propia a empresas conquistadoras. Poco faltó al aventurero para sucumbir, pues no sólo tuvo que luchar con los animales salvajes y con las fiebres propias de aquel clima, sino también con los aguaceros y con los ríos torrenciales henchidos por la lluvia. Su tropa quedó diezmada.
+Primer escudo de armas de Bogotá
+Cansado ya de tener que avanzar siempre a lo largo de la cordillera, resolvióse Federmann a ascender hacia el país de los chibchas, del que tenía referencia, así que hubo de subir por los caminos más escamados. Del clima abrasador de los Llanos llegó hasta la altura de tierra fría, estando a punto de helarse con toda su gente al cruzar los páramos, o pasos de montaña. Jiménez de Quesada, buen diplomático, se los tuvo a bien con la maltrecha expedición de Federmann, a quien pagó 10.000 pesos en oro. Cuando ya no existía riesgo de que las otras dos expediciones se unieran contra él y le disputaran el territorio conquistado, con lo cual hubiera habido gran derramamiento de sangre entre los españoles, o hubiesen muerto acaso todos ellos a mano de los indios, Jiménez de Quesada invitó a ambas tropas para que vinieran a reunirse a Santa Fe.
+El encuentro tuvo lugar. La nueva ciudad vio, pues, en febrero de 1539 el más raro espectáculo que historiador alguno pudiera soñar. Los soldados de Jiménez de Quesada, que ya se habían repuesto algo de sus fatigas, se hallaban ataviados con mantas —vestidos de cáñamo y algodón, también a veces de lino— y tocados con gorra, todo ello recibido de los chibchas. Las gentes de Federmann ofrecían el más deplorable aspecto; parecían haberse escapado de la isla de Robinson [Crusoe]. Durante tres años habían caminado por la selva; semidesnudos y debilitados por el hambre, fustigados de las fiebres, se cubrían mezquinamente de pieles de leopardo, de jaguar, de oso o de venado. La tropa de Belalcázar, bien alimentada y bien vestida, avanzaba, con boato de magnates del Perú, luciendo túnicas de púrpura y seda orladas de oro y con ligeros sombreros puntiagudos en los que, a los rayos del sol, brillaban penachos de los más variados colores. Iban cargados de oro y joyas y seguíales rica impedimenta, con tiendas, vituallas y vasijas de oro y plata. Sus armas tenían incrustadas las más raras piedras preciosas, y en todo mostraban un aire altivo y de victoria. Según una crónica, las tres expediciones que, llegadas de puntos tan distantes, celebraban aquel maravilloso encuentro, constaban cada una de ciento sesenta hombres, más un monje y un clérigo. Había multitud de caballos, que eran vendidos por Belalcázar a precios fabulosos. Pero otras cosas importantes venían también con las tropas recién llegadas; las de Belalcázar traían cerdos, que desde entonces quedaron en la Sabana; y el capellán de Federmann, Juan Verdejo[164], había conseguido salvar del hambre y mucha necesidad de sus compañeros algunas gallinas que mostraba allí triunfalmente.
+Sobre la curiosa parada destacaban los tres caudillos. Belalcázar, radiante de adornos y riqueza como un sátrapa asiático, sólo que mucho más bravo y audaz. Con sólo un puñado de hombres, se había batido hasta aquí entre indios antropófagos que le atacaban encarnizadamente y en número muchísimo mayor. Y él era sólo el hijo de un pobre leñador de Andalucía, y un obrerito cuando abandonó su casa. Era Belalcázar hermoso y de fuerte complexión, de talante guerrero, alegre y lleno de andaluza sal, fino en sus maneras y hombre de gran tacto político y agudeza de observación, el de más talento de aquellos tres conquistadores.
+Federmann, cuyo lugar de nacimiento no es conocido, era también de aventajada estatura y rostro blanco y bello, orlado de rojiza barba, muy diestro en toda clase de ejercicios, tan cortés y suave que jamás se le oyera decir mala palabra, tan piadoso y compasivo que nunca fue acusado por sus enemigos de codicia, crueldad o cualquier acción sangrienta. Era además locuaz y comunicativo, y sus soldados lo adoraban.
+Jiménez de Quesada, por último, era un hombre de cuarenta y tantos años, de pequeña estatura, y un apóstol de la ciencia, que afortunadamente nos hizo legado de sus crónicas. Aunque no fue guerrero de profesión, acreditó talento militar y se comportó como antiguo veterano, y era así mismo de gran coraje personal, pero tenaz y paciente, venerado y popular entre sus soldados, pues mostraba siempre la mejor intención, usando, de otra parte, el rigor máximo. Siempre prudente y avisado, parece que alguna vez se mostró injusto y cruel, pero, sin duda, más bien obligado por la dureza de las circunstancias que a causa de natural ferocidad.
+Tan pronto como por orden de Jiménez de Quesada estuvieron construidas en el Magdalena las naves [de que había] menester, los tres rivales partieron río abajo hacia España. ¿Alguno de los tres imaginaba su trágico destino? Jiménez de Quesada, ya de regreso en Colombia, murió pobre y enfermo de lepra, después de varios intentos de dar con El Dorado. Sus restos yacen en la Catedral de Bogotá. Belalcázar fue acusado y preso más tarde, falleciendo en Cartagena, humillado, triste y agobiado por los sufrimientos, cuando se hallaba en camino hacia España. Federmann se ahogó en alta mar.
+Estos hechos de guerra han de despertar en nosotros, en gran medida, el interés por los adversarios, por los verdaderos hijos del país. Por desgracia, es imposible reconstruir exactamente la historia de la cultura de los aborígenes suramericanos y en particular la de Colombia. Los españoles, en lugar de reunir para la ciencia los diferentes legados, recuerdos, etcétera, coleccionando los documentos respectivos y conservando los monumentos, destruyeron con ciego fanatismo todas las reliquias de aquella primitiva edad como «restos idólatras, anticristianos, inspirados por el demonio», y trajeron al país por única dote la horca y el arcabuz. Unos cincuenta millones de indígenas, según cálculos de algunos investigadores, sucumbieron, en las Antillas y en el continente, a los perros amaestrados traídos de fuera —los cuales se lanzaban sobre los pobres indios—, a las armas de fuego de los españoles y a manos de los encomenderos, funcionarios y señores feudales. La población de Colombia era, antes de la llegada de los españoles, de ocho a diez millones de habitantes. Las guerras y los malos tratos, así como las enfermedades traídas de Europa, disminuyeron pronto esta cifra hasta un millón. Aquel que quede confuso y sorprendido ante semejante descenso, sin llegar a comprender que así fuera, bastará ponerle de presente que en la isla de Santo Domingo vivían por las fechas del descubrimiento un millón de habitantes, los cuales en dieciséis años quedaron reducidos a 60.000. Estos fueron repartidos; al cabo de otros seis años, restaban sólo 14.000 habitantes. Se cuenta también que, en Colombia, familias enteras de los indios tunebos se suicidaron despeñándose, y que otras muchas gentes de las tribus de los agateos y cocomes se ahorcaron en masa para escapar a la opresión de los españoles. Tampoco, pues, debe admirarnos que el número de las tribus indias habitantes en territorio colombiano se fije en unas mil; pero estas, al tener lugar el descubrimiento, poseían los más diversos grados de civilización. Los más civilizados eran los chibchas, sometidos por Jiménez de Quesada, cuya cultura no era muy inferior a la de los aztecas y los incas y que bien merece más detallada referencia[165]. Su reino abarcaba una extensión que Acosta[166] señala aproximadamente en seiscientas leguas cuadradas; tenía cuarenta y cinco leguas de longitud y de doce a quince[167] [leguas] de anchura. A cada legua cuadrada correspondían unos 2.000 habitantes, así que la población total, bastante densa, sería de 1.200.000 almas. El nombre de chibchas[168] no se ha explicado con seguridad, y por ello me eximo de dar aquí las distintas opiniones. Pero se los llama también muiscas, o sea gente, personas, de donde los españoles, por corrupción de esa palabra, dijeron moscas, pues como tales se aparecieron, en apretado enjambre, a la llegada del intruso europeo. Los chibchas vivían en limpias cabañas con cubierta de paja (tygttua) de forma circular, configuración que habían elegido por su adoración a la luna llena. Las diferentes piezas eran amplias, ventiladas y bien repartidas en habitaciones y cámaras para almacenar frutas. Tenían puertas de cañizo, con una especie de cerrojo de madera. En las casas eran usuales las esteras, y en cuanto a muebles, bancos tallados y el camastro llamado barbacoa. En torno a la cabaña iba una cerca de madera o de tierra. La vista de conjunto de los poblados, de los que se destacaban por su altura las casas de los caciques, era algo tan suave y grato, que Jiménez de Quezada dio a esta región el nombre de Valle de los Alcázares. Servíanse los chibchas de primitivos utensilios de piedra y madera, con la consiguiente fatiga, pues, según prueban muchos hallazgos de objetos, estos aborígenes no habían salido todavía de la edad de piedra, hallándose los más en el Neolítico. Es cierto que ya explotaban las minas de oro y plata, que fundían los metales y utilizaban el cobre, pero no conocían la aleación del bronce, por no existir estaño en Colombia. Tampoco el hierro les era conocido; pero hacían cerámicas de tierra cocida, modeladas con buen gusto y adornadas con motivos a base de líneas rectas y curvas, e incluso con figuras en relieve. Especialmente hábiles eran en combinar el oro con la plata y el cobre, en soldarlos y trabajarlos —moldeándolos entre finas piedras—, en forma de placas de oro y en delgados hilos. Sus engarces de caracoles y conchas, sus brazaletes y collares, sus diademas y vasos eran célebres, al igual que sus representaciones del sol, de la luna y del hombre —actitud e interpretación artística parecidas a las de Egipto— y lo mismo que las figuras de animales y de toda clase de objetos. Cosa, por lo menos, insegura es si las láminas de oro, que han sido halladas en pequeño número, fueron realmente una de las monedas de los chibchas, lo que les situaría por encima del estadio cultural de los aztecas e incas. Como medidas conocieron, por de pronto, el paso y el palmo.
+Los chibchas practicaban predominantemente la agricultura. Plantaban mucho maíz, papa y batata; la parte azucarada de los alimentos la tomaban del maíz y la miel. Toda esta raza era, por necesidad, extraordinariamente sobria y laboriosa, pues no poseían ganado que les pudiera auxiliar en las labores o servirles de alimento, y también porque sus sembrados dependían mucho de los cambios climáticos y podían fácilmente malograrse, por lo cual construían graneros públicos. Prueba de la diligencia y sobriedad dichas era que no sólo tenían abundancia de productos, sino que además acudían con ellos a los mercados de tribus vecinas, donde les daban a cambio oro, pescados y frutos. El comercio, por tal causa, era entre ellos muy floreciente y por entero libre, de modo que podía realizarse un intercambio natural de todos los productos de la zona alta y de la baja. A pesar de ello, los chibchas no cayeron en la molicie, sino que se mantuvieron valerosos y arrojados, a lo que contribuyeron mucho las continuas guerras con sus vecinos, los temidos muzos, calimas y panches.
+Cuando iban de camino mascaban la hoy de nuevo reivindicada hoja de coca —llamada haya—, que calmaba su sed y su hambre y que les permitía superar todos los esfuerzos. Los cronistas españoles, empero, les reprochan su ebriedad; pero las orgías y bacanales de los chibchas eran en ellos una expresión de alborozo y sólo tenían lugar en ocasiones especialmente solemnes, sobre todo en las fiestas religiosas. El vestido de los chibchas eran unas camisas de algodón que les llegaban a la rodilla; las mujeres se rodeaban el cuello con un pañuelo —liquira—, que no llegaba a ocultar el pecho, y de las caderas a la rodilla cubríanse con un paño —chircate—, también de algodón.
+Los chibchas, como todos los pueblos primitivos, rendían culto a objetos inanimados, pero sus concepciones de los dioses, depuradas ya de un extremoso fetichismo, tenían un sello de poesía y noble elevación, como lo prueba el que escogieran para lugares del culto las grutas, cascadas, lagos y montañas, y en especial las lagunas escondidas entre las alturas andinas. Tenían ritos públicos, una medición constante del tiempo y una casta sacerdotal hereditaria y netamente definida. Los futuros sacerdotes eran encerrados desde la juventud en casas al efecto y sometidos a riguroso ayuno y silencio, de modo que el padre de los historiadores de Colombia, el arzobispo Piedrahita[169] [nacido en Santafé de Bogotá en 1624 y] muerto en 1688 en Panamá, dice de ellos lo que sigue: «Viven tan castos y célibes, que a nosotros, indignos servidores de Dios, pudieran avergonzamos». Los sumos sacerdotes o jeques habitaban en el apartado valle de Iraca —cerca del actual Sogamoso—, la Roma de los chibchas, donde se hallaba el más rico de todos los templos, construido de madera y recubierto de refulgentes láminas de oro, y donde los conquistadores creyeron haber descubierto El Dorado. Por desgracia, este templo parece fue incendiado por los soldados españoles; según otra tradición, los mismos sacerdotes chibchas habrían arrojado antorchas encendidas al penetrar los españoles en el templo.
+Sus ideas sobre la formación del mundo y del hombre eran muy notables. Creador del Universo fue Chiminigagua, en cuyo regazo reposaba la luz; le seguían en jerarquía divina el Sol y la Luna, con la legión de las estrellas. El mundo fue poblado por una primera pareja humana. Ella era una mujer de extraordinaria belleza, surgida de una laguna que está al norte de Tunja, y su nombre fue Bachué o Banche. Esta llevaba de la mano un niño de tres años, el que luego sería su esposo, y engendrador de cinco hijos, los antepasados de los chibchas. El bienhechor de estos, el dios que intervino directamente en su vida, fue Bochica, un hombre blanco de luengas barbas y de cabellos anudados, el cual subió de los Llanos a la cordillera para enseñar a los desnudos habitantes la civilización, cultivos, vestimenta y las distintas artes, pero que luego se retiró en soledad a hacer penitencia durante dos mil años, al cabo de los cuales desapareció sin dejar huella. Con Bochica enlazan también varias leyendas locales de diluvios, así como la separación de las rocas para abrir paso al Salto de Tequendama.
+Ídolo chibcha
+Según otra fábula, una deidad menor, Chibchacum, dios de los agricultores y mercaderes, inundó por maldad o descuido la altiplanicie de Bogotá, de manera que los habitantes hubieron de huir a los montes y contemplar tristemente allí el gran estrago. Acudieron entonces a Bochica, y este aparecióse una tarde a la caída del sol, en un arco iris y llevando en la mano una vara de oro; con ella, nuevo Moisés, golpeó las rocas, de modo que estas se abrieron, precipitáronse las aguas del valle formando el Salto de Tequendama, y la Sabana quedó seca. Airado Bochica por el comportamiento de Chibchacum, le condenó a llevar a cuestas la Tierra; pero de tiempo en tiempo este Atlas de los chibchas se cambia la carga de un hombro a otro, resultando así los terremotos y temblores, explicación verdaderamente ingenua y poética. De acuerdo con otra leyenda, fue la primera mujer quien causara la inundación, y una tercera versión se la atribuye a la bella pero malvada esposa de Bochica, llamada Huitaca. Bochica entonces la arrojó lejos de sí, y ella pasó a ser la luna, que ahora alumbra a la Tierra.
+Algunos obispos españoles quisieron ver en este Bochica una imagen del apóstol San Bartolomé, otros la de Santo Tomás, que allí habría predicado el Evangelio, y esto es cosa que aceptan hasta algunas personas «instruidas».
+Los chibchas creían en la inmortalidad de la carne. Por tal motivo enterraban a los muertos junto con sus objetos preciosos y con los que prefirieron en vida, y a los personajes principales los sepultaban incluso con sus mujeres favoritas y les proveían de abundantes bebidas y viandas para el camino. Las almas de los difuntos iban en primer lugar, por un tenebroso barranco, a un lugar de prueba situado en las entrañas de la Tierra, cruzaban luego un río sobre balsas de tela de araña —por lo cual la araña era animal sagrado— y arribaban por fin a un país de campos sembrados, donde volvían a encontrarse con sus deudos. Se han hallado muchas tumbas —guacas— con toda clase de objetos artísticos, y las momias, algunas en buen estado de conservación, en posición acurrucada, con vestiduras de colores y ricos adornos. Son notables también los lugares de devoción donde se exponían las vasijas sagradas, en las cuales, después de varios días de riguroso ayuno, depositaban los fieles sus presentes en oro y esmeraldas. No más que al Sol, y muy raramente, ofrecíanse sacrificios humanos. La sangre de las víctimas teñía las piedras del altar a los primeros reflejos del astro del día.
+Como en la religión, también en la forma de gobierno se hacía notoria la transición a ideas más elevadas. Sin embargo, el gobierno, de modo semejante al del Japón en la antigüedad, era despótico. El jefe supremo, el Zipa de Bacatá (Funza) tenía poder sobre vidas y haciendas. Hay que advertir sólo que junto al Zipa ejercían magistraturas los caciques, el más poderoso de los cuales, el Zaque de Tunja, sostenía con él frecuentes guerras. El Zipa dictaba leyes y ejercía la suma función de justicia. Nadie podía mirarle al rostro. Además de la esposa que solemnemente le era entregada, tenía otras muchas mujeres, ofrecidas por las familias principales. Por lo demás, lo imperante casi de modo general entre los chibchas era la monogamia, y el amor paterno y el filial constituían para ellos virtud santificada.
+El gobierno era hereditario, pasando el poder al sobrino, y, a falta de este, al hermano del Zipa. El respectivo heredero era encerrado por diez años en uno de los templos dedicados al sol, donde vivía en absoluta continencia, no pudiendo salir de allí más que bajo la luz de la luna. Muerto el Zipa, al sucesor se le hacía jurar, sentado en un trono de oro y con una mitra sobre la cabeza, que gobernaría bien a su pueblo.
+Según relato del ameno cronista Fresle[170] (1636), el jefe de Bacatá, un vasallo, debía cumplir como condición, después del ordinario ayuno, viajar en un día de fiesta hasta la magnífica laguna de Guatavita —situada a 3.199 metros de altitud, con una periferia de 5 kilómetros y una profundidad de 40 metros—. Esta laguna trataron en vano de desecarla muchos españoles, gastando en ello todo su patrimonio. (Según otros investigadores, el sitio de esta ceremonia era la solitaria laguna de Siecha, que también, y con idéntico fracaso, se intentó desecar).
+El mencionado jefe iba rodeado de los sacerdotes; todos se hallaban desnudos y con el cuerpo espolvoreado de oro. En medio del religioso silencio del pueblo que rodeaba la laguna, avanzaba hasta el centro de ella la balsa de los dignatarios, en la que se habían colocado vasijas con humeantes inciensos. Ofrendábanse entonces a la divinidad los ricos presentes que se traían, y comenzaban las abluciones. A una señal determinada, se levantaba un formidable clamor; sonaban flautas, caramillos, tamboriles; se sucedía un general regocijo y entonábanse canciones en alabanza de dioses y héroes, de batallas y pueblos. En medio de aquella alegría, dos ancianos con redes de pescar en las manos y situados a la entrada del recinto donde tenía lugar el gran festejo ofrecían a los chibchas el símbolo admonitorio de la muerte. Estas tradiciones sobre la ablución de los hombres cubiertos de oro dieron firme asidero a la creencia de El Dorado. Pero, en nuestro tiempo, existía ya la tendencia a desplazar todo ello, de acuerdo con Humboldt, a los plenos dominios de la fábula y del mito, cuando fue hallada en Siecha una lámina de oro de 9 centímetros y medio de diámetro en la cual aparece representada una balsa con diez figuras humanas, destacando como principal la de un cacique. El hallazgo reproduce fielmente la solemnidad aquí descrita y confirma la tradición de «El Dorado».
+A especial desarrollo y perfección había llegado la legislación de los chibchas. Propiedad y sucesión eran conceptos sometidos a ley. Se castigaba con la muerte a los asesinos, corruptores y adúlteros. A estos últimos se les aplicó además la pena de ser enterrados vivos, junto con reptiles venenosos, colocando luego en aquel lugar una gran piedra para que aplastara la memoria del culpable. El ladronzuelo era azotado, al ladrón de mayor cuantía o al reincidente se le daba el castigo de la ceguera. El deudor moroso tenía que poner a su puerta un hombre con un tigrillo o un gato montés, y era obligación suya sustentarlos hasta haber pagado la deuda. El cobarde debía vestir por algún tiempo ropas de mujer y dedicarse a ocupaciones domésticas. Los bienes de los que morían sin dejar sucesión iban a parar al fisco. Una ley especial sobre el lujo determinaba quién podía ostentar adornos.
+Poseían los chibchas un ejército rigurosamente organizado, así como fortificaciones. Hay relatos de batallas en las que intervinieron de setenta a cien mil hombres. Su armamento lo constituían mazas, dardos, hondas y arcos para flechas; por eso fueron pronto vencidos por los españoles.
+La lengua de los chibchas, que los conquistadores no trataron de conservar, se distinguía por su claridad y riqueza. (Una gramática de dicha lengua fue publicada en Madrid en 1619 por el P. Bernardo de Lugo)[171]. También algunos jeroglíficos han quedado, como el de la piedra de Pandi. La mayor parte, empero, de los muchos testimonios de aquella civilización resultaron destruidos. Luego, y durante largo tiempo, muchas riquezas consistentes en trabajos en oro y figuras de ídolos fueron vendidas al extranjero por colombianos ignorantes y acabaron bárbaramente fundidas. Sólo hoy día existe el cuidado de salvar los últimos restos de aquel tesoro; preocupa también el esclarecimiento del problema de la procedencia de los aborígenes, y va ganando en verosimilitud la sospecha de que fue la raza amarilla la que tuvo un nexo de relación con la cultura de los chibchas.
+Pero hay un antaño y un hogaño. Es natural que el estudio de la civilización primitiva incite a parangones con la actualidad, y pronto se advierte que sería inexacto querer ver en todos los indios de hoy descendientes invariables de los chibchas, pues en la colonización ocurrió con frecuencia que grupos más avanzados desaparecieran también más rápidamente por razón de su mayor debilidad. Como nuestras correrías ofrecieron buena y grata ocasión para observar los diversos tipos raciales, agreguemos aquí algunas referencias sobre tales cuestiones, con especial atención a los indios propiamente dichos, pues del habitante de los Llanos, del antioqueño y del negro nos ocuparemos más adelante con diferentes motivos. En este capítulo nos auxiliamos de las estimables anotaciones aportadas por José María Samper[172].
+Los habitantes primitivos de Colombia no constituyeron un todo etnográficamente unitario. Su carácter, sus costumbres y su grado de cultura varían según el origen y la historia respectivos, y también según el lugar de afincamiento. Entre los tipos raciales los había rojizos, bronceados, cobrizos, casi negros —estos en las tierras bajas—, así como amarillos en las altitudes medias, y otros de tez considerablemente blanca —blanquecinos—. Sólo en virtud de la conquista se entremezclaron y confundieron algo estos grupos étnicos. Por lo común, los menos civilizados, tribus a veces muy salvajes, viven en los valles de poca altitud, y los más avanzados, en las montañas y mesetas. El clima más suave de estos últimos lugares, su cielo más alegre, calma las pasiones y deja tiempo libre a la cultura, pues el cuidado del cuerpo no acucia a toda hora ni la vida se reparte sólo entre el comer y el dormir. Muy valientes eran los indios de la zona templada, cuya pretensión era siempre apoderarse de las regiones más altas y agradables; tenían poca industria y su agricultura era rudimentaria, viviendo principalmente de la caza y del botín de guerra.
+Comencemos por describir el indio actual de la fría altiplanicie, al que llaman hoy muisca y es, en mayor o menor medida, el descendiente de los chibchas. Es de pequeña o mediana estatura, grueso, ancho de hombros y achaparrado; su tórax es, por lo regular, de gran amplitud, y fuerte musculatura; su fuerza reside en la nuca, en los hombros y las piernas, por lo cual no suele ser buen jinete ni buen corredor. En cambio, resiste caminatas de muchos días y puede transportar las más pesadas cargas. Su piel es cobriza oscura, como requemada del sol, y apergaminada, de modo que las reacciones emotivas no resultan perceptibles. El cráneo es mesocéfalo, la cara redonda, más ancha que larga, la frente estrecha, baja y plana. Los pómulos son salientes, la nariz más bien pequeña y ancha, los ojos, también pequeños, miran tímidos y astutos, los labios son gruesos y pálidos, hermosa la dentadura, el cabello negro, liso y apretado, con la particularidad de no encanecer jamás. Al viejo se le distingue del joven por otros detalles, como las arrugas. El indio auténtico es imberbe. En conjunto, no es propiamente una raza hermosa.
+Muisca [sic] viejo (Pascasio Martínez)
+El muisca es un caso típico de insensibilidad y apatía a causa de una opresión de siglos. De su situación no se da clara cuenta, y es paciente y laborioso; tiene amor al dinero y lo ahorra, pero no hace buen uso de él. Apenas ha logrado una modesta holgura, la primera guerra se encarga de aniquilarle la cosecha; le quitan las vacas y las mulas y ya no las vuelve a ver. Lo mismo acontece con las gallinas. Y otra vez torna el muisca a su anterior miseria. De ello viene su fatalismo sin límites; a ello se debe también, por otro lado, su no menos grande desconfianza. En el fondo no es todavía cristiano, sino un idólatra y un adorador de santos, y se halla dominado por la más enorme superstición; acepta todo lo maravilloso con suma credulidad, y venera al cura como a un semidiós. Trata siempre de eludir toda pregunta directa, y la respuesta que da al hombre blanco, no se concreta en un «sí» o un «no», sino que utiliza el significativo y pícaro «¿quién sabe?». El humilde tratamiento que dedica a los superiores es el de «mi amo», lo cual califica la diferencia social mejor que muchas largas explicaciones. El muisca gusta de una vida tranquila y apartada y es fiel a su hogar y a su mujer. Esta es más amable y agradecida que el hombre, más accesible a ruegos, más benigna, menos hipócrita y algo menos fría que él; es, sobre todo, buena madre. El muisca no se lanza a ninguna acción audaz, entusiasta o apasionada en la que él haya de dar el primer impulso. No ofrece tampoco una resistencia directa, sino que se entrega a su destino y obedece… como un muerto. Reclutado a la fuerza, déjase llevar al combate, atacando de mala gana; pero una vez que se le ha adjudicado un puesto, no cede en forma alguna en su defensa y permanece allí como clavado. La sociedad no es precisamente su bienhechora, y por eso no la entiende como tal. El muisca no quiere vincularse a nada ni comprometerse a obligaciones de ninguna clase. El alcalde le parece innecesario; el maestro le resulta un enigma; el recaudador de contribuciones, un enviado del infierno; el encargado de la censura, un corruptor; el médico que le vacuna a la fuerza, un monstruo. Los servidores pertenecientes a esta raza sustraen fácilmente objetos sin valor y dinero suelto, pero, en cambio, se les pueden confiar sumas grandes, o dejarlas a su alcance tranquilamente sin temor a que vayan a cometer un hurto. Ni pendenciero ni vengativo, ni comunicativo ni servicial, ni cobarde ni emprendedor, ni depravado ni vicioso —a lo sumo, un tanto propicio a entregarse al quitapesares de la embrutecedora chicha—, el muisca es todavía un incompleto elemento de civilización, una roca a la que queda aún por arrancar el agua mediante la varita mágica de la inteligencia.
+El indio de las altitudes medias en las vertientes de las cordilleras andinas —por ejemplo, el del grupo racial de los panches— tiene ya piel más clara, si bien algo broncínea. Comparado con el muisca, es de cabello menos negro, tiene mirada vivaz, frente alta y abombada, nariz ya un poco aguda, figura de cierta elevación y esbeltez; las formas están mejor acusadas, la voz es más resuelta. Los vestidos usuales son de indiana o de algodón, preferentemente de tejidos ligeros y colores claros. El panche, algo más orgulloso que el muisca, se porta mejor en el ejército, aunque al principio no es muy valeroso y suele rehuir el peligro en las revoluciones. Es amigo del jolgorio del baile y de las fiestas; su bebida favorita, el guarapo. Mucho más inteligente y con más aprecio de la libertad, a su superior no le dice «amo», sino «patrón», toma parte en las elecciones y vota, si puede, por los liberales. Le gusta moverse por el país haciendo oficio de arriero o vendedor. No le disgusta la artesanía, y así se dedica a fabricar sombreros de paja, cigarros, esteras…; elabora azúcar, planta frutales y flores. Su sentimiento religioso, abierto e ingenuo, raramente degenera en fanatismo; tampoco teme demasiado al cura, y a veces hasta se atreve a hacer burla de él. Conocen esas gentes una gran cantidad de cuentos, muy tiernos y sentimentales, que sólo después de repetidos requerimientos llegan a relatar, cosa que hacen tímidamente y con una ingenuidad encantadora. Este indio es un tipo pacífico y afectuoso, simpático, hospitalario, fuerte y viril. Las mujeres son lindas, suaves y atractivas.
+El indio de tierra caliente no puede ser diferenciado exactamente en cuanto al color, pues tan pronto es bronceado como de un magnífico tinte moreno, de un tono amarillo de cera o de otros matices distintos como consecuencia de los cruces. Por lo común, los cabellos son ya algo crespos, los ojos reflejan pasión, el andar es rápido y garboso, un tanto sensual en las mujeres. Más que la religión se hacen presentes aquí la libertad, la independencia y la política. Las pasiones se levantan en altas llamaradas y se repliegan luego sobre sí mismas. Las peleas son frecuentes, sobre todo en cuestiones amorosas. Estas gentes son más moderadas y más limpias que en la altiplanicie, pero más libres en sus hábitos. Pasan la vida en medio de una desembarazada alegría y contentos, también con un cierto lujo. El trabajar se justifica casi únicamente por lograr los medios para gozar y divertirse. Se pesca, se caza, se monta a caballo, se nada, se baila, se fuma, se toca la guitarra y la bandola, se canta, se juega a los naipes… La bebida habitual es aquí el aguardiente o el ron de caña, o sea el licor que se extrae de la caña de azúcar, más una parte de anís. En suma, les gusta lo que en forma rápida anima y satisface. Al extranjero se le acoge bien y con cordial sinceridad.
+Cargueros
+Hablemos algo ahora de las razas mixtas. Del mestizo, o sea la mezcla de indio y blanco, y al que ya hemos encontrado repetidamente, podemos prescindir aquí, aunque sintamos la tentación de presentar, en especial, al mestizo del Alto Magdalena, al habitante de Neiva y su comarca. Son gentes vigorosas y de esbelta figura, que se dedican con gusto y afición a las faenas agrícolas o a la ganadería, y a menudo emprenden viajes de negocios. Se distinguen por su modestia, sencillez y amabilidad, están abiertos a todo lo nuevo y bueno. Son además tranquilos, casi rayando en la falta de vivacidad, y bastante sentimentales. Un tipo interesante es el mulato colombiano, en lo exterior más próximo al negro, pero que por otras cualidades delata mayormente la ascendencia blanca. Del negro ha heredado la resistencia y la fuerza para soportar trabajos duros; de los españoles, un natural hasta cierto punto heroico, pero también arrogante y parlanchín, el espíritu de la galantería —que hace aparecer menos brutal la sensualidad del negro—, y además el sentido poético, y la terrible soberbia del «caballero», que no permite menoscabo a la dignidad o al honor. El mulato es tan bondadoso y dócil, cuando se le trata adecuadamente, como descarado, colérico e ingobernable cuando se cree despreciado u ofendido. El excitable y revoltoso mulato, tan inquieto, inconstante, y tan libre además en cosas de religión, en Colombia ha aprendido a amar la movilidad. Por tal motivo, se halla presente en todas las revoluciones y constituye en ellas un factor humano difícil de dominar, distinguiéndose por su bravura. A los superiores les dice «señor», lo que indica que se halla ya en un escalón más elevado, o al menos, que lo cree así. El afán de progreso, la emulación, el deseo de refinarse, de llegar a ser persona conocida y figurar socialmente, han llevado ya a puestos directivos de la vida pública a muchos hombres de esta inteligente raza. Educación e intereses materiales habrán de facilitar al mulato los necesarios medios para dirigir su avance; tiene tan buenas dotes para ilustrarse y medrar, que no puede dudarse del futuro que le aguarda.
+Estatuilla de indígena de las tierras centrales
+Menos satisfactorias son las posibilidades del zambo, que llama «blanco» a su jefe o dueño y con ello expresa ya instintivamente la gran diferencia que existe entre, de un lado, las razas inferiores de los negros y los indios —de las que él procede— y, de otro lado, los blancos. El zambo se siente todavía en estado se semibarbarie, y así es en efecto. Casi todos los de esta raza habitan en el valle del Bajo Magdalena, donde ya los encontramos como bogas —o barqueros—, en medio de la miseria y en un clima donde, según expresión de un poeta, el Sol y la Tierra se abrazan con inmensa lascivia. Decidido y valiente frente a los peligros de la naturaleza, el zambo tiembla ante la vista de un fusil o un revólver; capaz de soportar todas las fatigas, más que cosa alguna le importan la bebida y las mujeres; canta en medio de los peligros y muere en medio de loco frenesí. Su lengua es un revoltijo difícilmente comprensible y lleno de groserías e improperios. Sólo el avance de la civilización lo sacará poco a poco del aislamiento, y con ello de su atrofia y su indiferencia, haciendo el debido uso de la gran energía corporal que lo distingue.
+Ninguna raza puede en Colombia prescindir enteramente de las otras. Las mezclas y cruces son necesarios en un país de tan enormes diferencias. En realidad, las razas fundamentales encuentran grandes dificultades para dominar con carácter exclusivo. Al blanco le falta capacidad de resistencia al clima; el indio está aquejado de indolencia, fruto de su larga explotación; al negro le perjudican sus malos instintos todavía no domeñados.
+Aguadora
+Poco a poco, por la fuerza de las circunstancias, ha de irse formando un tipo común de colombiano. Si el blanco contribuye de forma predominante con su inteligencia, su enérgica voluntad, sus muchas buenas prendas congénitas y la multitud de valores de la tradición, si el negro añade algunas gotas, no muchas, de su capacidad de adaptación a la naturaleza tropical, junto con su fecundidad y su sentido poético, y si a ello se suma la resistencia y la tenacidad de los aborígenes, entonces llegaría a cristalizar una raza bastante homogénea, la cual, identificada con el país, habría de dar a este honra y provecho.
+Tal fusión podría consumarse, tal vez, para dentro de un siglo. Mayor capacidad vital, más iniciativa, un más enérgico espíritu de independencia y de empresa, un menor grado de fanatismo y superstición, un sentido más maduro de la democracia, serían el resultado natural de esa mutua penetración de razas. Y con ello se crearían las bases imprescindibles de un desarrollo político más tranquilo y sosegado.
+Balsa de El Dorado
+[143] Rodrigo de Borja (1431-1503), papa español con el nombre de Alejandro VI, ejerció entre 1492 y 1503, en los tiempos del descubrimiento de América y el reinado de Isabel I de Castilla (1451-1504), y Fernando II de Aragón (1542-1516), los «Reyes Católicos» de la España unificada.
+[144] Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano (1485-1547), conquistador extremeño y capitán general de México que se llamó en esos años la Nueva España.
+[145] Francisco Pizarro González (1478-1541), el conquistador extremeño y gobernador del Perú —denominado en la época Nueva Castilla—, era primo segundo por vía materna de Hernán Cortés.
+[146] Alonso de Ojeda (c. 1468-1515), navegante y conquistador español, reconoció parte del litoral Caribe y Atlántico, desde la Guyana hasta Colombia, territorio que se considera descubierto por él para los europeos.
+[147] Amerigo Vespucci (1454-1512), cosmógrafo y comerciante florentino, autor de epístolas a los Medicis que circularon por Europa y dieron origen epónimo a «América» en el mapamundi de 1507 de Martin Waldseemüller (c. 1470-1520).
+[148] Rodrigo de Bastidas (c. 1460-1527), conquistador sevillano, participó en el segundo viaje de Colón a las Antillas en 1493 y recorrió en 1501 las costas del Caribe que hoy corresponden a Colombia. Fundador de la ciudad de Santa Marta en 1525.
+[149] Cristóbal Colón (c. 1440-1506), explorador europeo de origen controvertido, comandó las carabelas que descubrieron América para el reino de España en 1492.
+[150] Vasco Núñez de Balboa (c. 1475-1519), explorador y conquistador español que reportó el hallazgo de lo que él llamó «Mar del Sur» desde el istmo de Panamá. Fundador en 1510 —con el cartógrafo y navegante sevillano Martín Fernández de Enciso (1470-1528)— de la que se considera como la primera ciudad americana, Santa María la antigua del Darién.
+[151] Diego de Almagro (1475-1538), hijo de Juan de Montenegro y Elvira Gutiérrez en Almagro, sin haber consumado su matrimonio. Conquistador español en las huestes de Francisco Pizarro, fundador de San Pedro de Riobamba, primera ciudad ecuatoriana, y considerado como el descubridor de los territorios que hoy corresponden a Chile y a Bolivia.
+[152] Ambrosio Ehinger (1500-1533), explorador y conquistador germano nacido en Thalfingen sobre el río Ulm, murió luchando con los indígenas chitareros en el nororiente de lo que hoy es Colombia.
+[153] Pedro de Heredia (c. 1510-1554), conquistador madrileño, pasó de Santo Domingo a Santa Marta como teniente del gobernador Pedro Badillo, y luego se estableció a partir de 1533 como primer poblador de la bahía de Cartagena a cuyos habitantes dominó con el recurso de una indígena calamarí —cristianizada como Catalina—, su intérprete y compañera.
+[154] Francisco Cesar (n: c. 1500), explorador español que pasó a América en 1528 en el viaje de Sebastián Cabot (c. 1484-1557) al río de la Plata, y llegó a la bahía de Cartagena con Pedro de Heredia. Se considera como el primer poblador de la región de Valledupar y descubridor del norte del actual departamento de Antioquia en Colombia.
+[155] Juan de Vadillo o Badillo (n: c. 1490), licenciado de la Corte de España, gobernador de la isla de Cuba entre 1531 y 1532, y oidor de la Audiencia de Santo Domingo. Fue enviado como visitador real a Cartagena, y pasó luego a explorar los territorios de Urabá, el Darién y el Chocó en el occidente de la actual Colombia, así como el actual departamento de Cesar en el nororiente del país.
+[156] Jorge Robledo (c. 1500-1546), conquistador andaluz, que llegó a ser mariscal del Nuevo Reino de Granada. Entró en conflicto con Pedro de Heredia al norte y con Sebastián de Belalcázar al sur, al reclamar cada uno control de las tierras descubiertas por Robledo en Antioquia. Fundador, en 1541, de la villa de Santafé de Antioquia sobre el río Cauca.
+[157] Gonzalo Jiménez de Quesada (1509-1579), andaluz, estudió una licenciatura en leyes en la Universidad de Salamanca y pasó a ser explorador y conquistador en el eje del río Magdalena entre 1536 y 1538. Se considera el fundador de Bogotá en la Nueva Granada por haber llegado primero a la Sabana de Bogotá, región central de la actual Colombia, en 1538. Autor del Antijovio, crónica de sus años preamericanos en Europa, y de diferentes crónicas americanas del siglo XVI, incluyendo una Relación de la Conquista del Nuevo Reino de Granada y los Ratos de Suesca, ambas utilizadas como fuentes primarias por otros cronistas, pero hoy refundidas. Se le ha atribuido, con controversia, la autoría del Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada.
+[158] Carlos V del Sacro Imperio Romano en territorios germanos y Carlos I de España (1500-1558), hijo de Juana I de Castilla y de Felipe I de Habsburgo, nieto por línea materna de los Reyes Católicos.
+[159] El [sic] es original del traductor, Antonio de Zubiaurre. Se refiere, probablemente, a Bartolomé de las Casas (1484-1566), reconocido defensor de los indios —más que de los negros— en los tiempos de la Conquista española en América. El parentesco de este sacerdote de la orden de los dominicos con el padre Domingo de las Casas, oficiante de la misa de fundación de Bogotá, ha sido citado por varias fuentes (véase, por ejemplo: Banco de la República, Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, Casas (Fray Domingo de las). www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/ilustre/ilus68.htm).
+[160] Sebastián Moyano (c. 1480-1551), originario de Belalcázar en Córdoba. Explorador y conquistador de los litorales Caribe y Pacífico, participó en la expedición al Perú de Francisco Pizarro y pasó al norte de Suramérica conquistando las regiones que hoy corresponden al Ecuador y al suroccidente de Colombia, llegando hasta la Sabana de Bogotá, en donde coincidió con Nicolás Federmann y Gonzalo Jiménez en la fundación de Bogotá.
+[161] Concur: ‘cóndor’; ma: ‘altura’; marca: ‘estar encima’; ca: ‘aquella’ (nota original de Ernst Röthlisberger).
+[162] Nikolaus Federmann (c. 1505-1542), explorador alemán a órdenes de la casa Welser en territorios de la actual Venezuela y del nororiente de Colombia. Autor de la Historia indiana (1557).
+[163] Georg Hohermut von Speyer (1500-1540), llamado Jorge de Espira o Spira en castellano, nació en Speyer (Espira), Alemania, y murió en Coro, Venezuela. Gobernador de la concesión Welser en el nororiente de Suramérica entre 1535 y 1540, exploró, en compañía de Federmann, la región limítrofe de Colombia y Venezuela.
+[164] Juan Verdejo (n: c. 1500), presbítero y capellán de la tropa de Federmann, sucedió a fray Domingo de Las Casas en los primeros días de la fundación de Santafé de Bogotá.
+[165] Véanse más datos en el básico trabajo del doctor Liborio Zerda: 1883, El Dorado. Estudio histórico, etnográfico y arqueológico de los chibchas, Bogotá: Silvestre, al que aquí nos atenemos (nota original de Ernst Röthlisberger).
+[166] Joaquín Acosta, citado, probablemente en su obra Compendio histórico del descubrimiento y colonización de la Nueva Granada en el siglo décimo sexto (1848).
+[167] La legua equivale aquí a 4,83 kms (nota de Ernst Röthlisberger).
+[168] Se considera hoy que el término «chibcha» se refiere a la lengua que las comunidades muiscas comparten con otras comunidades en el norte de Suramérica y en Centroamérica.
+[169] Lucas Fernández de Piedrahita, citado.
+[170] Se refiere a Juan Rodríguez Freyle (1566-1640), autor de la crónica titulada Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano, y Fundación de la ciudad de Santafé de Bogotá, primera de este reino donde se fundó la Real Audiencia y Cancillería, siendo la cabeza se hizo su arzobispado. Esta obra es más conocida por el título corto de El carnero, y habría sido concluida alrededor de 1636.
+[171] Fray Bernardo de Lugo (n: c. 1580), O. P., sacerdote dominico santafereño, magister linguae indorum, catedrático de lengua mosca en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá, autor de la Gramática en la lengua general del Nuevo Reyno, llamada mosca (1619).
+[172] José María Samper Agudelo, citado, autor de los Apuntamientos para la historia política y social de la Nueva Granada (1853) y del Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las Repúblicas colombianas (Hispanoamericanas), con un apéndice sobre la orografía y la población de la Confederación Granadina (1861).
+COMPAÑEROS DE VIAJE / POR LOS ANDES ORIENTALES A TRAVÉS DEL LABERINTO MONTAÑOSO DE RIONEGRO / EL ALTO DE BUENA VISTA Y EL PANORAMA DE LOS LLANOS / VILLAVICENCIO Y SUS HABITANTES / GENERALIDADES SOBRE LOS LLANOS: COLONIZACIÓN, SELVA VIRGEN, PASTOS / LOS HATOS DEL SEÑOR RESTREPO / NOCHE Y MAÑANA EN UNA HACIENDA / CULTIVOS / RIQUEZAS MINERALES / LAS SALINAS DE UPÍN / FRUTOS Y PLANTAS / AL INTERIOR DE LOS LLANOS: CAMINOS DE BOSQUE; SABANAS / LA HACIENDA LOS PAVITOS / VIDA NÓMADA: REUNIÓN, MARCA Y CUIDADO DE LAS RESES / GANADERÍA / NAVIDADES EN LA CAPITAL / EL LLANERO: RASGOS Y ANÉCDOTAS DE SU VIDA / HACIA EL RÍO META / UN VADO PELIGROSO / LA HACIENDA YACUANA / EL META Y SU IMPORTANCIA / ASALTO DE UN REBAÑO DE JABALÍES / LA LAGUNA DUMASITA / INDIOS SALVAJES: MAESTRE / UNA CACERÍA / IMPRESIÓN GENERAL DE LOS LLANOS
+A LAS CINCO DE LA MADRUGADA del día 7 de diciembre de 1883, cuatro jinetes sobre rápidos corceles galopaban por las calles de Bogotá, envueltas todavía en la oscuridad nocturna. Del irregular empedrado saltaban chispas bajo los cascos de las cabalgaduras. Misterioso y oscuro como la noche, esperaba el futuro ante nosotros. La idea de ir a recorrer una región desconocida, cuyos riesgos se duplicaban en la imaginación, llenaba nuestro pecho de un espanto casi placentero, de un miedo que atraía, pues nos sentíamos tan valientes y animosos como amenazados y en apuro. Se levantaban en la fantasía las viejas historias leídas en la niñez con afán devorador, aventuras de caza, con leones y tigres, con indios salvajes, con manadas de reses y rebaños de búfalos… El fantasma de la fiebre amarilla nos hacía muecas horribles y nos llenaba de mortales presentimientos. Era como si viéramos a Bogotá por última vez, como si diéramos el último adiós a la civilización… Silenciosos, casi sombríos, seguíamos cabalgando, arrepintiéndonos por algún momento de la expedición que íbamos a emprender. Pero nadie miraba atrás. Cuando a eso de las seis rompió súbitamente el día, estábamos ya sobre el camino que desde Bogotá sube, en dirección sur, por las laderas de la Cordillera Oriental. Los espíritus comenzaron a tranquilizarse y despertó el puro gozo de vivir. Bromeando y cantando, dejamos la ciudad.
+Era, en verdad, un buen grupo, gente joven y de excelente humor, constituido por dos estudiantes de medicina, ya de los últimos cursos, por un estudiante de bachillerato, de diecisiete años, y por mí. Uno de los futuros médicos, Alberto, y el muchacho más joven, Simón, eran hijos del mayor propietario de tierras y ganados en la parte de los Llanos que nos proponíamos recorrer. Una familia que se había distinguido por su laboriosidad. Cabeza de ella era el doctor Emiliano Restrepo[173], quien por su incansable celo, gran saber y hábil desempeño en sus funciones de abogado, había llegado a ocupar una sobresaliente posición, especialmente entre los juristas y en la política liberal. El otro estudiante era natural del estado de Cauca y le llamaban «el negro Abadía»[174]. Este mulato, aplicado y listo en los estudios, y tan servicial como oportuno y chistoso, resultaba un excelente compañero de viaje. Se reunía allí lo que es tan difícil de hallar junto en estas ocasiones: conocimientos previos sobre la comarca que se va a visitar, don de observación, personalidad agradable, afectuosa y sana, así como la conveniente seriedad, para no dar la razón al proverbio mentitur qui multum vidit[175].
+Después de tres horas y media de dura cabalgada, alcanzamos la altura del paso de la Cordillera Oriental, esto es, el descenso del terreno que como una rampa se endereza hacia la Sabana de Bogotá. Nos encontrábamos en el Boquerón de Chipaque —3.223 metros sobre el nivel del mar—. Soplaba un viento helador. Tiritando nos arropamos con nuestras ruanas y tratamos de avanzar lo más rápidamente posible, pasando ante la pobre cruz de madera que a nuestra izquierda se alzaba en aquella altura. Por pedregosas cañadas se descendía hasta el valle, oculto bajo densa niebla. Pronto nos separamos del camino y avanzamos a la izquierda hacia una casa de campo que distaba como un cuarto de hora y pertenecía a una hacienda, todavía en clima bastante frío, administrada por el hijo mayor de la familia Restrepo, Félix[176].
+Jinetes en atuendo de viaje
+Los peones, tanto indios como indias, se habían agrupado igual que gitanos, en torno a grandes calderos, para tomar el desayuno. Este consistía en una sopa de papas, arroz, maíz y yuca. Cada cual se iba sirviendo con su cuchara. Los indios de esta región son parecidos a los de la Sabana de Bogotá. En tiempos fueron súbditos del Zipa de Bacatá, hallándose, pues, bajo iguales leyes políticas y religiosas que los chibchas. Y, como estos, siguen siendo hoy día pacíficos y dóciles. Curiosos son los apellidos que llevan, pues los españoles no tenían a mano patronímicos para todos; muchos se llaman según lugares —Bogotá, Chipaque, Boyacá— o también con apellidos como Piernagorda, Chizo, Ladino.
+Después de tomar un sencillo desayuno, seguimos bajando hasta llegar al pueblo de Chipaque. Su cuadrada plaza se encuentra en un declive y la rodean una capillita, una iglesia más grande y un edificio oficial. El pueblo se halla en medio de muy verdes y crecidos pastos y de campos de cereales. En torno a las casas, se ve gran número de gallinas y cerdos, a los que se alimenta con el mucho maíz que allí se cosecha. De algunos años a esta parte, Chipaque ha progresado mucho en la agricultura; hoy es un ejemplo de fertilidad y de trabajo.
+Seguimos bajando, y luego de una hora, aproximadamente, cambiamos nuestros caballos por mulas, pues el camino empieza allí a ser más difícil. En rápida pendiente llegamos hasta el valle del Cáqueza, que corre ya por región cálida, entre tierras que exhalan los más gratos aromas. Pero el pueblecillo de Cáqueza, cosa curiosa, no fue construido a la orilla misma del río, sino a unos 300 metros sobre él, así que están en cuesta todas las calles y hasta la plaza, en la que se levanta una enorme higuera. Desde aquí se disfruta una hermosa vista de los macizos peñascos que llaman los Órganos.
+Nos damos cuenta de que el río se va incrustando cada vez más profundamente pero sólo arrastra tierra de la margen que no se halla cultivada. A la izquierda, donde las orillas caen abruptamente, y que sólo más arriba forman escalones, asoma de vez en cuando, bañado por el sol entre las plantaciones, el alegre ranchito de algún indio. A la orilla derecha amarillean hermosos campos de caña y grandes maizales. Ahora no seguimos el río para, a lo largo de él, salir del valle —si bien el sentido práctico del señor Restrepo ha visto ya la posibilidad de ese camino natural y hasta lo ha trazado—, sino que, al estilo de los itinerarios españoles, cabalgamos con gran derroche de fuerzas por los collados que van paralelos al Cáqueza, especialmente por el alto de Guatoque.
+Van descubriéndose innumerables pliegues y arrugas de la cordillera, y todo ello parece querer inclinarse hacia el oriente. Es un verdadero laberinto de cimas, una delicia o un susto para el geógrafo de profesión.
+Ante nosotros vemos abrirse un gran valle, del que sale el río Negro; junto a la erizada montaña de Santa Ana se encuentra con el Cáqueza, y ya unidos discurren por entre amarillentas, empinadas y calvas laderas, en las que ni siquiera pudieron sembrarse pastos, sin duda a causa de los bárbaros desmontes practicados en esos tiempos.
+Cantando y disparando sobre las becadas que saltan de entre las matas y arbustos del camino, va transcurriendo el tiempo, y así salvamos por fin la última loma que encajona el valle. Hacia las cinco de la tarde bajamos por un inclinado camino a cuyos lados crecen bellos cactus. Cuando el sol desaparece tras los montes, llegamos a una posada, donde, después de algunos tratos con la patrona, se nos sirve una modesta colación y se nos adjudica un lugar para pernoctar, todavía más modesto. Dos de nosotros duermen fuera, en hamacas, en la parte cubierta del patio; y los otros dos han de acostarse en el suelo en un cuartucho maloliente y sin ventilación y tramar la correspondiente amistad con las sabandijas. Nos tenemos que ir acostumbrando a dormir en hamacas, cosa que fatiga mucho hasta haber aprendido a adoptar la posición conveniente. Se trata de no tenderse a lo largo sino oblicuamente, de modo que la hamaca esté lo más tensa posible en la parte central y la cabeza no quede demasiado alta. Nos reímos del alojamiento procurando convencernos, como Don Quijote, de estar aposentados en un «fermoso castillo». También nuestras cabalgaduras estuvieron mal en cuanto a comida, y al día siguiente trotaban con la cabeza baja.
+A las siete y media de la mañana nos ponemos en marcha nuevamente y pasamos por una primera prueba. No lejos de la posada había antes un puente de hierro sobre el río, estrechado allí entre dos bloques peñascosos. Al lugar le llamaban sencillamente «el Puente de Hierro». La obra se había encargado, a muy alto costo, en los Estados Unidos, pero, lean y asómbrense ustedes, la longitud del puente se calculó demasiado por lo bajo, de modo que sus extremos se apoyaban sobre los machones de una extensión de sólo algunos centímetros. En lugar de cuidar esmeradamente la obra, se la dejó arruinar, y los vecinos del pueblecito de enfrente, Quetame, llegaron en su tontería y maldad a desear la destrucción definitiva de aquel paso. Y ello aconteció al fin. Un día el puente se dobló por la mitad y se precipitó en el cauce. Ahora hay un cable que va de un pilar a otro, y del cable pende una canastilla para el transporte. Pero nosotros hubimos de pasar el río con los caballos. Afortunadamente, el caudal no era muy grande y nos evitamos esperar dos o tres días enteros, cosa que les toca a quienes se encuentran con una crecida. Recibimos algunas instrucciones y nos echamos al río. El agua les llegaba a los animales hasta la mitad de la montura, de modo que nosotros, en lugar de cabalgar, íbamos tendidos sobre el lomo del caballo. El jinete debe imponerse el no mirar al agua sino a su cabalgadura. En caso contrario, puede marearse y entonces está perdido. Todos los años hay algún inexperto que resulta arrastrado por la corriente. Parece que el agua no se mueve, sino que constituye una superficie quieta; el jinete, en cambio, por esa ilusión de los sentidos, cree ser el que se desplaza con la misma velocidad de la corriente.
+Con una sensación extraña, alcanzamos la otra ribera. Por lo menos, se nos iba algo la cabeza. Sólo después de adquirida una cierta práctica, podíamos cruzar ríos en tales condiciones sin experimentar trastorno alguno.
+El resto del camino, excepcionalmente, ha sido trazado bien, por los ingenieros del gobierno, a lo largo de la ladera de la margen del río, y la ruta discurre sin grandes subidas y bajadas, pero la anchura es sólo de un metro; por lo demás, el camino se va ciñendo a los entrantes determinados por los pequeños arroyos que allí pasan. No existe pretil, así que cuando a alguno de los animales le da de pronto por cocear, tenemos que desmontarnos como precaución para no ir a parar a las negras aguas que corren allá abajo a varios cientos de metros de nuestro camino.
+Hoy es 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, cuya devoción se ha introducido en Colombia con notable rapidez. En todas las casas, hasta en las más míseras, se ven paños que como banderas penden de palos o mástiles. Son en su mayoría colgaduras de muselina blanca adornadas con cintas azules. Y los pobres, los que no pueden adquirir esas cosas, se sirven de pañuelos blancos o de colores, de colchas de cama o de cortinas; sobre estas prendas se sujetan en todo caso una o dos letras de papel dorado. Y las gentes de pobreza aún más extrema cuelgan sólo manojos de frutillas de colores encendidos o ramilletes de flores, el ornamento de la naturaleza.
+Hacia Monte Redondo, en cuya ladera ha puesto Indalecio Liévano[177] un trapiche con maquinaria de hierro, el camino se hace muy interesante. En el río Negro desemboca ahora el río Blanco, que baja del páramo de Sumapaz. A lo largo de las pedregosas márgenes de este río debió subir en 1538 el alemán Federmann, con sus ciento cinco hombres[178] y algunos caballos, desde los Llanos hasta la Sabana de Bogotá.
+Penetramos por el amplio valle transversal de Chirajara, en cuyo fondo resuena un impetuoso torrente que ha arrastrado hasta bloques de roca. El camino discurre ahora por las pendientes del valle describiendo un arco como de media legua. Algunas partes en las que se produjeron desprendimientos de tierras han quedado reducidas a la anchura de una veredita, de modo que uno no puede tropezarse con alguien que venga en sentido opuesto, pues no habría manera de cederle el paso, y por eso la mirada se dirige al abismo no sin cierta preocupación. Desde el otro lado del semicírculo vemos animales cuyas grandes cargas pasan rozando la ladera, y ellos siguen adelante, sin el menor susto, y superan aquellos peligrosos lugares, demostrando una vez más la incomparable seguridad de una buena mula.
+El siguiente trayecto del camino fue construido en la roca, sobre abismos y en una anchura de dos a tres metros. El autor de la obra es un ingeniero del gobierno, Dussán[179]. No puede negarse el mérito de esta realización —poco imitada, desgraciadamente, en Colombia—, sobre todo si se tiene en cuenta que durante los trabajos los obreros tenían que descolgarse con cuerdas desde la selva virgen que cubre aquellas alturas, al objeto de hacer en la roca las perforaciones precisas para las voladuras con pólvora.
+La pared rocosa retrocede, la ladera del valle se hace más accesible, algunas de las aguas que bajan de la montaña tienen tan maravilloso marco de matorral y selva, que constituyen verdaderas joyas del paisaje. Junto a la hermosura, el peligro. Anotemos que los puentes de madera que cruzan las torrenteras —y que constan de una, o a lo más dos vigas, y encima tablas y tierra, sin protección de pretil alguno— no se hallan siquiera en buen estado, y a menudo han de soportar la carga de los desprendimientos de tierras. Un puente en tales circunstancias, por el cual pasamos, se hundió a los dos días al cruzar sobre él un ganado.
+Al atardecer llegamos a Susumuco, una hacienda del señor Restrepo. Abajo, en el valle, hay una casita con un trapiche. Y después de un cuarto de hora de subida, en medio de una región de pastos que parece un paisaje suizo, se encuentra la casa de campo de esa familia, que en clima tan tonificante suele pasar de cuando en cuando algunos meses. El valle es angosto; enfrente hay bosque muy denso, un amplio paraje de caza en el que campa el jaguar. En las cercanías de Susumuco, donde vi los primeros árboles de la quina, hay una magnífica cascada que se desprende por una hendedura de las rocas.
+El domingo, 9 de diciembre, encontramos muchos rebaños de ganado vacuno que en grupos de veinte o treinta reses eran llevados a Bogotá. Avanzaban lentamente, entre el constante griterío de los mayorales, deteniendo a menudo la marcha de nuestras cabalgaduras. El traslado de los pobres animales dura por lo menos siete días, y son grandes las privaciones que pasan por la falta de piensos y abrevaderos, pese a que de propósito se han cultivado algunos pastos junto al camino. Es tan dura la fatiga, tan fuertes las lesiones de las pezuñas, que a veces, hasta los animales más rollizos llegan flacos y débiles a la Sabana, ocurriendo que, con los cambios de temperatura, contraen enfermedades pulmonares, y no es raro que sucumban a la tuberculosis.
+Los pájaros nos dan particular gozo, sobre todo los mochileros, de amarillo y brillante plumaje, que van y vienen a sus nidos, parecidos a bolsas colgadas en lo alto de las palmeras, y los diminutos colibríes, que volando, dejan tras sí como una estela de colores.
+Hoy día, terminado ya el camino, bastante ancho, que de Susumuco a los Llanos trazara el señor Restrepo, debe de disfrutarse a placer la hermosura de aquellos parajes. La nueva vía sortea los lechos de los torrentes, a los que antes había que bajar casi verticalmente en una profundidad de hasta cien pies. El camino actual, excelentemente proyectado y cuyas ventajas pudimos apreciar por haber experimentado todavía una parte del casi impracticable camino viejo, lleva hasta la última eminencia de la cordillera, el alto de Buena Vista. La pendiente máxima es del doce por ciento, pero en general no suele pasar del cinco por ciento.
+En la altura dicha se habían colocado en el camino, y cayendo oblicuamente sobre este, algunos troncos de enorme tamaño, de manera que el jinete tenía que echar pie a tierra, desensillar la cabalgadura y pasar agachándose por debajo de aquella barrera. Al otro lado, junto a sus caballos, había unos cuantos bizarros personajes, propietarios llaneros, que habían salido a nuestro encuentro para darnos la bienvenida. Después de cambiar cordiales saludos, nos volvimos a contemplar el paisaje.
+¿Cómo describir nuestro asombro y nuestra delicia al ver extendida súbitamente ante nosotros la inmensidad de los Llanos? Es difícil imaginarse la grandiosidad y magnificencia de este panorama, que queda indeleblemente grabado en el recuerdo de quien lo contempla. Nos hallamos en las últimas estribaciones de la cordillera, sólo 700 metros sobre el nivel del mar y en una región de formidable selva virgen. A la derecha vense ríos que por abruptos barrancos irrumpen en la llanura. Y a la izquierda, la cordillera, que se va perdiendo hacia el norte y que todavía lanza algunos ramales sobre los Llanos, como bastiones avanzados por la azulada lejanía. Son las montañas de Medina, separadas de la cadena principal por un desfiladero. Y ante nosotros, en un perfecto semicírculo cuyo radio mide treinta leguas, ¡los Llanos! No se podría imaginar contraste más impresionante y fuerte que el que forman las macizas, inextricables cordilleras, que ascienden hasta la región de las nieves perpetuas, y esta uniforme llanura tropical. Grande y mayestático es el océano en su soledad y en su totalidad armónica. Más grande y conmovedor es el espectáculo de los Llanos. Rígidas y muertas son las olas, como una imagen del horror y de la fuerza ciega. Los Llanos tienen movimientos de color y diversidad sin fin; son una imagen de la vida, que no predica al hombre su total impotencia, sino que, al menos, despierta en él esperanzas como las que se alzaron entre los compañeros de Colón al escuchar el mágico «¡Tierra!, ¡Tierra!». A los Llanos se los considera uniformes. Vistos desde aquí, no lo son. En efecto, innumerables ríos cruzan lentamente la llanura como cintas de plata que parecen enrollarse sobre sí mismas en la lontananza. Todos esos ríos están orlados de espesa selva, de suerte que luchan entre sí tres diferentes colores: primero, el gris espejeante de los ríos; luego, el jugoso verdegrís de los pastos, más intenso en la fecunda época lluviosa; por último, las sombras oscuras de los bosques, manchas que rompen la continuidad del verdor. Y por sobre todo ello está la conmovedora virginidad de la naturaleza, que sublimemente nos pone ante la mirada algo unitario y como creado de una sola pieza, algo que en su misteriosa inmensidad e inagotabilidad parece recordarnos la propia insignificancia y simbolizar el sumo poder.
+Después de un descenso de hora y media llegamos a Villavicencio, lugar principal del territorio de San Martín. Este pueblo, recostado en la cordillera y no fundado hasta 1842, consta de una calle bastante larga, que está trazada en dirección a los montes y recibe los vientos que desde ellos soplan, de una gran plaza cuadrangular cubierta de yerba, y de algunas callejas afluentes. Unos cuantos centenares de personas habitan las poco notables casas del lugar, con cubierta de paja —ranchos—, con suelo de simple tierra apisonada y muy primitivas en todos los demás detalles. Sumamente sencilla es también la iglesia, asimismo con techo de paja y piso de tierra; parece un granero grande, al fondo del cual se hubiera levantado un modesto altar rodeado de algunos malos cuadros. El correo y la sede del gobernador y del juzgado se alojan en ranchos parecidos. Pero está muy lejos de nosotros dar una intención de burla a esta descripción, pues para ello tenemos sobrado cariño y estima por los vecinos de Villavicencio. Aquellas buenas y fieles gentes nos acogieron y atendieron, en medio de su sencillez, con una obsequiosidad y gentileza nada comunes. El mismo trato recibirá allí todo viajero que les sea simpático. Recuerdo que la excelente ama de casa que nos prodigó sus cuidados como huéspedes de don Ricardo Rojas[180], a la sazón socio principal del señor Restrepo, y la cual hizo gala de sus variadas artes de cocina, nos dijo adiós con lágrimas en los ojos, dando una prueba de la afectuosa fidelidad de aquellas personas, que siempre tuvimos ocasión de comprobar.
+Villavicencio está a algo más de veintiuna leguas de Bogotá, distancia que cubrimos en dos días y medio. Pero los hijos del señor Restrepo y otros llaneros han llegado a hacer este recorrido, en algunos casos, en sólo unas diecisiete horas y sin detenerse, pero cambiando varias veces los caballos. La población está a 455 metros sobre el nivel del mar y tiene una temperatura media de 28 grados centígrados. Parece ser que Federmann mandó hacer en estos lugares una fragua, al objeto de herrar sus caballos para la subida de la cordillera. Los alrededores han sido antes selva virgen, que se extendía en una ancha franja a lo largo de la cordillera. Las talas han hecho más ameno el actual paisaje. Es frecuente la sensitiva (Mimosa pudica), que cierra sus pétalos al más ligero roce.
+Antes de recorrer los alrededores, vamos a dar alguna noticia general sobre los Llanos. En territorio colombiano se dividen en tres partes: las inmensas llanuras del Caquetá, los Llanos de San Martín —donde nos encontramos— y los de Casanare, al norte. Por estas llanuras, que comprenden casi dos tercios del territorio total de Colombia y son veinte veces mayores que Suiza, extienden sus afluentes el Orinoco, al norte, y el Amazonas, al sur. Aquí viven aún en estado salvaje unos cien mil indios, y la cifra quizá se quede corta. El territorio de San Martín, el del centro, perteneció antes al estado de Cundinamarca; en 1867 se separó de este, pasando al gobierno de La Unión, y desde 1868 es administrado por un gobernador, nombrado directamente por el presidente de la República. En 1886 volvió al departamento de Cundinamarca. Su extensión es, según unos, de 117.000 kilómetros cuadrados, y según otros de 105.000. El Orinoco, a cincuenta leguas, marca al este la frontera con Venezuela. Su afluente principal es el Meta, con doscientas veinte leguas de longitud. Una maravillosa red de ríos grandes y pequeños riega la fértil región; es raro caminar más de cuatro horas sin encontrarse con alguna corriente de agua. Los jesuitas fueron los primeros en fundar colonias en estas regiones, y los beneficios fueron muy considerables. Al ser expulsada de Colombia la Compañía de Jesús en 1773[181], se perdieron los resultados de la colonización. Hasta hace veinte años no se dio nueva vida a este territorio, gracias, especialmente, a las gestiones y trabajo del doctor Restrepo, que en todo momento ha representado con entusiasmo los intereses del país, haciéndolo también en el Congreso en su calidad de comisario… Los habitantes civilizados se han establecido a lo largo de la cordillera y sólo lentamente van penetrando en los Llanos propiamente dichos, por el oeste desde Colombia, y por el este desde Venezuela. También junto al Meta han afincado ya gentes blancas, de modo que este río constituye una vía natural de comunicación con otras tierras y países.
+Las correrías realizables podían dirigirse, bien hasta las últimas avanzadillas de los habitantes civilizados, o sea metiéndose en los Llanos a unas veinte o treinta leguas de Villavicencio, o bien a lo largo de la cordillera, por donde se extiende, como hemos dicho, una franja de la exuberante selva tropical con predominio de muchas clases de palmas, del árbol de la quina y del caucho. Pero en años anteriores se ha esquilmado, entre los árboles de la quina, la buena especie de la [Cinchona] lancifolia. Para obtener la corteza de este, se abatía, sin más, el árbol, abriendo así la gallina para arrebatar el huevo de oro que todos los días estaba poniendo. También los árboles del caucho eran cortados, en lugar de hacerles las incisiones y recoger en vasijas la leche que fluye para luego concentrarla mediante la evaporación del agua y la eliminación de las impurezas.
+Después de abandonar Villavicencio y de dejar atrás el arroyo Parado, cuyas transparentes aguas invitan a bañarse en él, y luego de atravesar la primera gran hacienda El Triunfo, de los señores Restrepo y Rojas, se llega, algo al norte del pueblo, al río Guatiquía, que, descendiendo de los montes, corre a unirse al Meta. Por aquí tendrá de 60 a 80 metros de anchura, su agua es muy clara y la corriente bastante torrencial, y hay gran abundancia de pesca. La ribera derecha es escarpada. El doctor Restrepo había hecho tender sobre el río un cable por el que, mediante una polea, se deslizaba un cesto colgante, y así se efectuaba el transbordo de pasajeros. La máquina estaba entonces en reparación, así que hubimos de vadear el río, a unos cinco minutos más abajo de donde está el cable, por el llamado «Paso»; la profundidad no es allí mucha, pero la corriente sigue siendo bastante impetuosa. Al llegar a la otra orilla se penetra por una grandiosa selva.
+Troncos de ochenta a cien pies de altura y de varios metros de diámetro elévanse allí majestuosos, envueltos en una maraña de plantas trepadoras, fantástica ornamentación que contemplan admirados los ojos. Se ve el bíblico cedro, el ébano, el sándalo, la caoba, el dividivi, el indestructible guayacán, el diomate, el aromoso aloe y distintas variedades de palmas. Atrae enseguida la atención el corneto, cuyo esbelto y pulido mástil se levanta hasta una altura de 28 metros. Las raíces suben unos doce metros por el tronco y lo rodean abajo formando como un embudo, como una pirámide de fusiles. El fruto de este árbol tiene el aspecto de un gran racimo de uva de la altura de un hombre, y pesa, según André[182], de 50 a 80 kilos. Se alzan también allí la palma corozo, de cuyas fibras se tejen vestidos, y la denominada cumare, de la que se hacen cuerdas muy resistentes. Pero la palma más útil es la Mauritia flexuosa, llamada comúnmente moriche, que alcanza de 15 a 20 metros de altura y es de hojas abundantes en forma de abanico, cuyo conjunto se extiende como una sombrilla. Estas hojas son las que se utilizan preferentemente para techos. La médula del árbol da una especie de pan; también los frutos son comestibles. Del tronco se extrae el vino de palma, y de las hojas se hacen cordeles, redes, hamacas. La madera es de fácil corte y se emplea en la construcción; de ella se fabrican también arcos para lanzar flechas. El indio del Orinoco tiene, pues, en esta palma un recurso de universal utilidad.
+La selva se va aclarando poco a poco. En torno yacen gran cantidad de troncos medio carbonizados; otros se alzan todavía como altas columnas, testigos de una desaparecida magnificencia. Para conservar las plantaciones ha habido que quemar la selva, operación que se llama desmonte. Ahora llegamos a una pradera bien cuidada y con agua abundante, cuya yerba, denominada pará, crece sobre un suelo húmedo y rico en humus y llega hasta la altura de los hombros.
+Más allá de los potreros o pastos está la casa de la familia Restrepo. Esta morada, muy amplia, cómoda y bonita, domina la hacienda llamada La Vanguardia. En torno a la construcción va un corredor desde cuya parte oriental se disfruta de una magnífica vista de los Llanos, especialmente de la misma finca, que es muy hermosa. En 1871 creó el señor Restrepo esta hacienda en medio de densísima selva virgen. Su espíritu emprendedor, su constancia y su indomable energía son merecedores de alta estima y admiración.
+Gracias a las gentilezas de mi hospitalario huésped y de sus hijos, y gracias a las frecuentes cabalgadas por las haciendas, me fue posible tener una idea bastante exacta de la vida en los Llanos. Por las noches teníamos entretenidas y útiles conversaciones con referencia especial a ese tema. La temperatura a tales horas era sumamente grata, el cielo aparecía lleno de estrellas. Los cocuyos brillaban por la oscuridad, y miles de gusanitos de luz mantenían encendidas sus pequeñas linternas. El lejano horizonte se alumbraba de relámpagos. De vez en cuando se veía en lontananza el desencadenarse de una tempestad en medio de las densas nubes. Y los rayos hacían incesantes guiños de luz. Lo que más admiración me producía era que las centellas no cayeran en vertical u oblicuo zigzag sobre la tierra, sino que se movieran horizontalmente, de suerte que todo el semicírculo de la lejanía era como una línea de fuego. Hasta se dio el caso de que los rayos se escindieran en extraños trazos curvos y que algunos de ellos describieran magníficas serpentinas lanzadas en inclinado giro hacia la altura.
+Nos íbamos a dormir bastante pronto, y lo hacíamos en hamacas y con las ventanas abiertas. Nos arrullaba el aleteo de las palmas de abanico, y con ellas se armonizaba también el susurro de algunos cocoteros traídos del estado del Tolima. A eso de las seis me despertaba y salía en seguida al aire libre. Rojo como fuego, se alzaba el disco del sol sobre la lejana línea del horizonte, en la que se apreciaba con toda claridad la curvatura de la Tierra. El sol era de un tamaño inusitado y su brillo no hería los ojos.
+Alberto Restrepo, doctor en medicina
+El giro del astro se iniciaba velocísimo. Hacia las siete de la mañana tenía ya a nuestra vista su tamaño normal y había alcanzado su cálida radiación. También a primera hora salíamos a caballo. Los hacendados tenían que ocuparse del ganado, echar un vistazo a los pastos y plantaciones, había que sembrar y recolectar.
+Al principio, para proporcionarse uno de los principales productos alimenticios, y pensando también en la cría del ganado de cerda, se sembraron extensísimos maizales. El cultivo es de suma facilidad: la estación seca, el verano, comienza en los Llanos con el mes de diciembre y dura hasta mediados de marzo, o sea no más de tres meses y medio. Los ríos han reducido su caudal; el aire es claro y transparente; las noches, estrelladas y magníficas. Este buen tiempo se aprovecha para la tala de bosques o para iniciar el cultivo de tierras. El grano de maíz es introducido sencillamente en el suelo fertilizado por la misma ceniza. A partir de mediados de marzo empiezan a caer constantes aguaceros, los cuales imposibilitan todo trabajo al aire libre. Esta otra estación, el invierno, se interrumpe por sólo unas dos semanas en el mes de agosto, en las cuales se recolecta el maíz sin que haya sido necesario extirpar la cizaña. ¡La cosecha multiplica por ciento cincuenta hasta trescientos la cantidad sembrada! Sobre este suelo se da luego una buena clase de yerba, o puede hacerse una nueva siembra de maíz, cuyo resultado es tan excelente como el de la primera. De agosto a fines de noviembre vuelve a llover, de modo que en los llanos —salvo los pocos días secos del mes de agosto— el tiempo lluvioso reina, por lo menos, durante ocho meses al año; pero se pueden obtener dos cosechas.
+El arroz se cultiva de forma todavía más simple. Si no se le quiere introducir de modo directo en la tierra, se procede del siguiente modo: cércase un trozo de terreno y, en vez de ararlo, se meten en el cercado unas cincuenta o sesenta reses vacunas al objeto de que remuevan lo más posible la tierra. Cuando esta da la sensación de hallarse convenientemente suelta en una profundidad de dos a tres pulgadas, el arroz se siembra a voleo al caer la primera lluvia. Entonces vuelve a meterse el ganado, y algunos hombres a caballo lo hostigan y lo hacen correr de un lado para otro dentro de la cerca, de modo que las pezuñas vayan comprimiendo la simiente entre la tierra. Al cabo de cuatro meses se cosecha un arroz de excelente calidad y en proporción de ochenta a ciento cincuenta por uno respecto de la siembra.
+El mayor asombro ante la inaudita fertilidad de esta comarca al pie de la cordillera fue el que me produjo la visita a la hacienda denominada El Tigre, a la que desde La Vanguardia se llega en media hora de caballo. El camino va entre selva de poca altura, donde revuelan las más bellas mariposas azules, del tamaño de la palma de la mano. Cuando, a través del espeso follaje que bordea el sendero, cae súbitamente sobre sus alas un rayo de sol, el efecto es de verdad fascinante. Al llegar al próximo claro de selva penetramos a un cañaduzal; las cañas, del grosor de un brazo, alcanzan alturas de 2 a 4 metros. Y se plantaron ¡hace sólo diez meses! El trapiche allí construido, con buena y alta chimenea y rodillos de hierro, compensa sus esfuerzos al señor Restrepo con pingües beneficios, pues hasta hace poco la panela tenía que bajar a este El Dorado desde el mercado de Bogotá. Menos afortunada me pareció una plantación de cacao que allí vi, si bien esta planta se cría en los Llanos en forma silvestre en pequeñas mazorcas de hasta treinta granos.
+Pero no acaba aquí la relación de las riquezas de estas comarcas. La cordillera encierra otros nuevos tesoros. En La Vanguardia se encuentra mucho mineral de hierro. Bloques de esta substancia que en nuestros países tendrían gran valor se utilizan allí para construir tapias. Hay además enormes yacimientos de hulla que se encuentran todavía sin explotar. En la cordillera hay también petróleo y oro, como el que aparece en las arenas de los ríos.
+Mas como si la naturaleza hubiera no querido omitir obsequios, ha dado al hombre hasta un banco de sal. Por un difícil camino de bosque nos dirigimos a esa salina, situada al norte de Villavicencio y a cuatro horas de él. La Salina de Upín, que en cualquier otro lugar tendría un valor incalculable, se encuentra en una angosta garganta, entre bosque y a la izquierda de un arroyo de montaña. El banco de sal, cuya altura es de 9 metros, se halla cubierto por una capa de tierra, la cual ha ido cayendo de los empinados flancos de esta depresión. Con el agua, que a su vez escurre desde arriba, se ha formado una verdadera cloaca, de tal modo que la sal, realmente de transparencia cristalina, se aparece aquí muy negra. Al empezar en diciembre el verano, es necesario, ante todo, quitar la capa de barro, lo cual se practica con pico y pala por obreros que, a causa de este insano trabajo, caen a menudo enfermos de fiebres. Arrojando el lodo al río, puede empezarse ya la extracción de la sal. Los sucios fragmentos de esta substancia van a parar a un mísero tinglado, al que llaman almacén, donde se le acumula. El precio de la sal resulta, de todos modos, bajo, y así conviene que sea, pues los llaneros necesitan abundante sal para sus ganados. Una comprobación de la gran insuficiencia práctica de esta industria es que el ingreso anual de la Salina de Upín y el de la cercana Salina de Cumaral es solamente de algo más de 10.000 pesos, pero advirtiendo que los gastos se elevan a 4.000 pesos. Ello hace posible que desde Venezuela sea importada sal, que traen por el río Meta aguas arriba. Si los Llanos, que sería lo natural, cubrieran sus propias necesidades con la suficiente sal que poseen, los precios resultarían más bajos, se favorecería el desarrollo ganadero y hasta se podría exportar parte de ese producto.
+No hemos terminado de apreciar el contenido del cuerno de la abundancia, que la naturaleza ha volcado en forma de tantos dones sobre esta región. Es natural que aquí crezca muy bien el plátano o banano, el fruto más útil de toda la comarca. Constituye el alimento principal del pobre y determina que ningún hombre pueda morir de hambre en América. Extraordinariamente rica es aquí la cosecha, variadísimas las especies, desde el gran plátano hartón, hasta el dulce manzano, llamado así por su sabor y que es de un suave color carne. El plátano puede prepararse de maneras muy diferentes: frito, cocido, tostado, asado. Al igual que la yuca y la tavena, plantas aquí muy frecuentes, el plátano es un alimento saludable.
+Frutas hay allí relativamente pocas, pues en los Llanos se ha descuidado un tanto la plantación de frutales. Pero no faltan la naranja, el limón, el aguacate, ni tampoco el mango, el caimito y el caimarón. La aromática, aunque muy pegajosa crema de esta última, apenas si la podría imitar un buen confitero. En otra clase de plantas, citamos la vainilla, que se podría cultivar en gran escala, la zarzaparrilla, la ipecacuana, la tagua —o marfil vegetal—, la copaiba, de la que se extrae un valioso aceite, el cumare, el palo brasil y diferentes bálsamos y resinas. No puede omitirse el tabaco, que se da bastante bien.
+Producto principalísimo es, empero, el café, de excelente sabor. Se produce y exporta en grandes cantidades. Visité dos cafetales, el de Ocoa y el que llaman El Buque, plantado y cultivado por el inteligente y culto médico doctor Convers[183]. El número de plantas de cafeto asciende a unas ochenta mil. Generalmente, por el centro del cafetal atraviesa una avenida flanqueada de árboles frutales. Paralelas a esta van las filas de los cafetos, los cuales se hallan distribuidos en intervalos regulares de dos metros y medio; las plantas más pequeñas están a la sombra de palmas bananeras. Se cuenta con máquinas para el descerezado y con una maquinaria desecadora muy práctica. Así, pues, tiene hoy justa recompensa la diligencia y el cuidado del propietario, que durante años hubo de luchar aquí contra los rigores del clima y poner en peligro su salud en aquel terreno esquilmado. El señor Convers manda actualmente café a Bogotá y lo exporta a Europa, enviándolo por el río Meta.
+Pero ¡cuántas cosas podrían lograrse aún en esta privilegiada tierra! En los bosques hay todavía ocultas, o muy poco conocidas, multitud de plantas medicinales, como el cordoncillo, que es un gran cicatrizante. Existen también muchas plantas que podrían dar un superior rendimiento. Un día me preguntó un llanero sobre la clase y modalidad de cultivo que requiere el árbol de la canela, a lo cual, por desgracia, no pude responderle. La muestra que me trajo era deliciosa, pero todavía susceptible de mejora y selección. ¡A la obra, generaciones venideras! El mundo no es todavía estrecho, y la naturaleza está muy lejos de ser para vosotros una madrastra.
+A mediados de diciembre hubimos de hacer una correría para adentramos en los Llanos. Se trataba de pasar unos días en el hato denominado Los Pavitos. El camino, en principio, viene a representar unas dos horas de caballo a través de selva y en dirección este. Pero invertimos bastante más tiempo en el recorrido. Como acaba de cesar la época lluviosa, el canal natural que constituía el malísimo camino se hallaba lleno de agua y barro y este, que se desplazaba por la hendidura, traía cantidad de miasmas y vapores mefíticos, producto de las muchas substancias vegetales en descomposición. Más que cabalgar, lo que hacíamos era ir tendidos sobre las mulas para no meternos en el agua, que llegaba hasta la mitad de la montura. Pero el suelo, además de ser resbaladizo, estaba repleto de raíces, de suerte que las bestias andaban tropezando de continuo y enredándose a veces entre la retorcida maraña. Teníamos que hacer uso de toda la habilidad posible para mantenernos sobre las mulas y ayudar a estas a no caer. Cuando el camino era sumamente malo y lleno de almohadas —elevaciones llamadas así por su forma y que, atravesadas en el camino, sólo dejaban sitio para profundos charcos intermedios—, había que desviarse y meterse por la maleza, la cual nos azotaba rostro y manos, al tiempo que nos calaba la humedad.
+El único alivio de amenidad en esta lucha contra el camino fue el encuentro con una gran tropa de monos aulladores, que saltaban alegres de rama en rama. Estos simios van generalmente en grupos de veinte o treinta, grandes y chicos, y es famosa su inteligencia y el amor maternal de las hembras. Dos de mis compañeros de viaje abrieron fuego sobre los monos. Una cría cayó a tierra y a ello siguió un estremecedor aullido de la madre, que seguía en el árbol, encima de nosotros, mientras todos los demás animales huían despavoridos. Alcanzada por más disparos, la mona se mantuvo por unos segundos asida al árbol y luego cayó pesadamente junto a nosotros. Era un animal de color gris negruzco, como de tres pies de largo y dos de alzada. Lo dejamos allí, pues la carne no es comestible por tener, según dicen, un cierto sabor desagradable. Ya entonces me repugnó semejante inútil matanza y me dolió la muerte de aquellos seres.
+Apenas habíamos salido de la selva y llegado a la que llaman Boca del Monte, cuando hicimos un alto en el camino. Después de calentarme bien los pies friccionándolos con aguardiente, cambié mi calzado y mis medias por otros que para tales casos traía, lo que constituye un medio preventivo contra las fiebres. Seguimos cabalgando y llegamos a las grandes llanadas de Apiay, que se dilatan entre el río Negro y el Guatiquía en una extensión de unas dieciocho leguas a lo largo y unas diez a lo ancho, y donde, según Restrepo, pueden pastar cuarenta mil reses vacunas y cuatro mil caballos. Pero estas llanuras no constituyen una superficie enteramente homogénea, pues tan pronto atravesábamos una extensión de pastos —sabanas— cuyo recorrido llevaba su buena media hora y cuya vegetación, en tierra bastante seca, era una yerba grisácea de unos dos a cinco pies de altura, como llegábamos a un trozo de bosque, crecido sólo allí donde corría agua, por lo común a lo largo de un arroyo. Las distintas sabanas, divididas entre sí por estos pedazos de bosque, eran, pues, porciones de pradera más o menos grandes, pero tan semejantes las unas a las otras, que una persona inexperta no podía distinguirlas, estando en gran riesgo de extraviarse si no se contaba con un guía. En todo el camino, que duró cinco horas, no encontramos más que un mísero y solitario hato. Al caer de la tarde, cuando el sol doraba con sus rayos las sabanas, llegamos a nuestro lugar de destino.
+Los Pavitos era un rancho con cubierta de hoja de palma y tenían dos compartimientos: la «sala», en la que había una mesa y algunas sillas con asientos y respaldos de cuero crudo, y un cuartito contiguo con dos catres de madera. Detrás del amplio patio, donde triscaban y bullían diversos animales de corral, había otra cabaña, que albergaba la cocina. Y más allá, junto a un arroyo como de diez pies de ancho, claro y de lenta corriente, se alzaba un bosque, o mejor, un soto. A la derecha del rancho, varias cercas —talanqueras— de madera de palma o de bambúes limitaban espacios de diferente extensión destinados a encerrar el ganado.
+Al día siguiente me llamó especialmente la atención la piel de una boa constrictor de veinte pies de larga y de uno y medio o dos de ancho. La habían matado por allí cerca cuando pusieron el hato. Gran asombro me causaron algunos detalles cuando el grupo viajero fue a bañarse en el vecino arroyo. El jefe de la expedición, mi compadre Fernández[184] —así llamaba yo a aquel excelente amigo, hombre como de cuarenta años—, se desnudó y empezó a echar piedras en el arroyo. A la pregunta de por qué hacía aquello respondió sonriente que era para ahuyentar a las serpientes que de ordinario había por allí. Acto seguido tendióse a la larga en el cauce del arroyo, que no pasaría de un pie de profundidad. Confieso que al principio me atemorizó aquel baño, sobre todo porque el arroyo se hallaba cubierto de vegetación, y las muchas raíces de los árboles se antojaban otros tantos reptiles a la exacerbada fantasía. Pero acabé por meterme también en la fresca corriente. Nunca con tanta claridad como entonces comprendí que el hombre es un esclavo de la costumbre. A la tercera vez me había habituado ya de tal modo a bañarme en aquel lugar y al requisito de tirar las piedras, que ni siquiera pensaba en las serpientes. Más aun, el último día antes de emprender la partida de allí, nos bañamos tranquilamente a las tres de la madrugada, en plena oscuridad, antes de poner pie al estribo. Entonces lo encontré enteramente natural; hoy día al recordarlo, experimento una cierta sensación de extrañeza.
+Por lo demás, en los Llanos suele perderse el miedo a los peligros, pongo por caso el de las arañas venenosas, del tamaño de un puño, y de las mismas serpientes. Estas últimas sólo en rarísimos casos atacan al hombre; por ejemplo, si se llega a pisarlas. Por lo común huyen de él. No son excepción en esto la serpiente de cascabel ni la venenosa equis, en cuya piel parece estar grabada esa letra. Para curar las picaduras de estos animales, los supersticiosos llaneros tienen oraciones exprofeso. El doctor Convers, persona digna de todo crédito, refería el mucho quehacer que en sus cafetales le daban las serpientes. A veces le había apetecido imitarlas y ponerlas furiosas, lo que la gente de allí dice torearlas. La serpiente silba y se retuerce, y con ojos iracundos, parece irse a lanzar sobre el hombre, que le muestra un pañuelo o un trapo cualquiera y que, al arrojárselo luego violentamente al reptil, es mordido con rabia por este; sus dientes quedan tan fuertemente clavados que, incapaz ya de soltarse, perece allí mismo a manos del llanero. Por lo común, un golpe con una varita bien flexible es lo mejor para hacer inofensiva a la serpiente. En los Llanos encontré, en verdad, muchas huellas de estos animales, pero pocas veces los vi a ellos mismos.
+Uno de los próximos días iba a tener lugar el acontecimiento principal de nuestra permanencia en los Llanos, o sea la herranza, marcado de hierro del ganado vacuno. Ya a las tres de la madrugada marchábamos a lomos de rápidos y resistentes caballos, y nos dispersamos en amplio círculo, a algunas horas de distancia, con el fin de reunir los rebaños. Al amanecer descubrimos ya las reses, que en grupos de doce a veinte pastaban separadas en las diferentes sabanas. Dos o tres jinetes rodeaban a galope tendido a cada pequeña manada y espantándola la obligaban a sumarse a las reses ya reunidas. A veces se escapaba un animal, y uno de los llaneros había de galopar tras él media hora, y a veces más, hasta darle alcance. Poco a poco iba creciendo el número de las reses, de suerte que hacia las diez de la mañana habíamos juntado ya un rebaño de más de mil cabezas. Y ahora el gran tropel mugía sonora e incesantemente. Acto seguido, la larga y tumultuosa columna comenzó a correr hacia el hato para su encierro en los cercados correspondientes. A la cabeza marchaban dos jinetes, cuatro a los flancos y otros dos a retaguardia. Después de acabado el encierro nos pusimos a desayunar, y se entenderá fácilmente con qué magnífico apetito lo hicimos luego de aquella fatigosa y veloz cabalgada de varias horas.
+A continuación se pasó a clasificar las reses. Las de más años quedaron en el primer corral, que era el mayor. Después seguían los animales más jóvenes y de menor tamaño, y finalmente, en la última corraliza, se encerró a los terneros nacidos durante el año y que estaban aún por marcar. En medio de cada cercado había un gran pedazo de sal, y fuera de esto no se daba a las reses alimento alguno, el mugir era incesante por ello, sumándose además las quejas de los ternerillos separados por primera vez de las madres.
+Había que proceder a marcar con el hierro a estas reses jóvenes, pasando luego a adjudicarlas a sus dueños, contarlas y calcular así el aumento del hato. A tal efecto, mozos semidesnudos se lanzaban en pos de los terneros y los agarraban por el rabo. De un tirón, realizado con rara habilidad, el animal era arrojado al suelo, quedando precisamente de costado, momento en que con toda rapidez le ataban las patas. Luego venían a él con el gran hierro candente cuya forma dibujaba, por ejemplo, una R, y se le aplicaba al flanco. El atemorizado animal podía ya salir corriendo. La pericia que hacía falta para atrapar a las reses y derribarlas la comprendimos bien cuando alguno de nosotros pretendió hacer lo mismo. Los terneros, todavía tan pequeños, tenían una fuerza tan grande, que el torpe domador se veía arrastrado con toda facilidad por el apisonado suelo del corral, de suerte que más de uno de mis compañeros de viaje ofrecía un lamentable aspecto. Como los señores Restrepo y Fernández tenían el hato en común, los animales se iban adjudicando alternativamente a cada uno de los dueños, señalándolos con letras distintas.
+A pesar del constante trabajo de la gente, de cuyas frentes corría a chorros el sudor, la faena no pudo darse aquel día por terminada. El ganado quedó, pues, encerrado durante toda la noche, en un inacabable mugido de hambre, de sed y de anhelos de libertad. A la mañana siguiente quedó listo el trabajo, y hacia las once abrióse por fin la entrada de la talanquera principal. Yo me había subido a un poste de veinte pies de altura junto a la abertura, de tres metros de ancho, de la cerca, con el fin de contemplar la salida del rebaño. Todavía al recordar aquel espectáculo experimento una sensación de mareo. Apenas retirados los palos de la entrada los animales se apiñaron para escapar. Un bosque de cornamentas se apareció a mis pies y el suelo empezó a retemblar como en un terremoto. Con toda fuerza hube de agarrarme al movedizo poste para no ser víctima del vértigo y caer al suelo, lo que hubiera tenido la muerte por consecuencia. Poco a poco fue aplacándose el estruendo de la presurosa manada. Con extraña rapidez volvieron a reunirse los grupos sueltos que habían sido juntados el día anterior, y, guiados por su jefe natural, saltaban hacia los pastos respectivos después de haber calmado la ardorosa sed en una gran laguna próxima. Al cabo de media hora no se veía una res en torno al rancho.
+Igual acontecimiento repitióse al siguiente día, pero las reses que hubimos de reunir fueron sólo unas setecientas, cosa que hicimos en otra parte del hato y a eso de las nueve de la mañana. Todo el hato sumaba algo más de dos mil cabezas. Al mediodía matamos un magnífico y gordo ternero. Según las reglas, se le preparó convenientemente, se le espetó entero en un enorme asador y se le colgó sobre un crepitante fuego. Al cabo de algunas horas estaba el asado a punto y la grasa escurría ya de la rica carne. No creo haber probado nunca cosa más sabrosa que aquellos trozos de carne separados sencillamente a tiras con un cuchillo y llevados con los dedos a la boca mientras el jugo corría por la barbilla… Un espectáculo de primitiva naturalidad, una estampa auténtica de la vida del llanero.
+Al otro día volvió a dejarse en libertad a la segunda parte de la vacada. Pero quedaron encerrados algunos becerrillos, pues varios de ellos tenían heridas, en las que insectos dañinos habían puesto sus huevos y otros se hallaban atormentados por las garrapatas. Se limpió, pues, a los animales, ya que las oraciones y conjuros no habían dado resultado. Era enternecedor ver cómo las madres de los ternerillos rondaban celosas por las cercanías mugiendo lastimeramente. Por las noches venían a amamantar a sus crías. Pocas vacas son estabuladas con el fin de ordeñarlas y utilizar su leche para beberla o fabricar queso; la mayor parte de ellas están en completa libertad y dan de mamar a sus hijos. La vacada se reproduce con gran rapidez. En cuatro años, así calcula el llanero, se duplica una cantidad de ganado vacuno por el estilo de lo que hemos visto, descontando anualmente una décima parte constituida, poco más o menos, por los animales viejos sacrificados, los que mueren, los que se venden por separado o los que devora el jaguar.
+El trabajo del llanero consiste, precisamente, en acostumbrar al ganado a vivir en el hato y en amansarlo en forma adecuada. Para ello, no sólo hay que dar sal a los animales, vendarles las heridas que se hacen luchando unos contra otros, sino que además es necesario observarlos cuidadosamente durante cuatro meses y recogerlos todas las noches hasta que se hayan habituado a quedarse en las sabanas vecinas y a recibir cualquier clase de auxilio en el hato, o bien buscar allí algún miembro extraviado del rebaño.
+Por razón de los muchos peligros a que se halla expuesta, la raza se ha hecho inteligente. Al ocurrir inundaciones de la parte baja de los Llanos durante el «invierno», el ganado huye a zonas más altas. Para protegerse del jaguar se colocan a veces en apretados grupos y dispuestos en círculo con las cabezas hacia afuera, de modo que los cuernos forman una valla. A los animales jóvenes se les pone en el interior del círculo y no es frecuente que el jaguar se atreva a sacarlos de un salto de aquella astada fortaleza. Es también interesante la confianza del ganado en el pequeño halcón que llaman garrapatero y que posándose sobre las reses les extrae las garrapatas para comérselas.
+En general, la raza vacuna introducida por los españoles es grande y fuerte. La cabeza es pequeña, los ojos miran con cierta vivacidad, el cuello es extraordinariamente esbelto, la piel limpia y brillante. Los cuernos son más bien cortos y de bella curvatura. Por naturaleza este ganado es además bastante manso. ¿Será que el clima, lo mismo que el hombre, ha llegado a infundirle una cierta indiferencia? Nunca oí que un toro furioso acometiera a nadie. Por supuesto, con un caballo ligero sería posible escapar a la embestida. Últimamente, mediante la importación de sementales de Hereford, se ha tratado de mejorar la raza. Gracias a la rápida multiplicación de los rebaños, la riqueza principal de los Llanos está en la ganadería.
+También merecería la pena explotar la cría caballar y mular, pues las razas allí existentes son bonitas, ágiles y de una resistencia poco común. Si se considera que durante quince años de guerra de Independencia —1810 a 1825—, tanto los españoles como los republicanos se llevaron casi todos los animales de la región llanera, habrá que reconocer que esas comarcas son excepcionalmente adecuadas para dicha rama de la ganadería. También la oveja y la cabra darían buen rendimiento.
+Casi todas las tardes, entre las cuatro y las cinco, salíamos de caza. Hacia la puesta del sol salen del monte los muchos corzos y ciervos que allí se crían, para apacentarse en grupos en los crecidos pastizales. Se avanzaba a caballo hacia alguno de esos montes, o sea pedazos de bosque, se hacía alto a unos cientos de metros, y luego había que deslizarse a pie en dirección a la pieza. El ojo de azor de mi compadre Fernández descubría los animales a mucha distancia. Para la vista normal del hombre de ciudad, era imposible distinguir su color entre la yerba. El cazador experto se iba derecho hacia el venado; y no tardaba en alcanzarlo el disparo mortal, lo cual nos deparaba un magnífico banquete. Cuando uno fallaba la puntería, los animales se dirigían hacia el monte en frenéticos, formidables saltos. A mí, falto de verdadera rabies venatoria, aquello me parecía lo más hermoso y juzgaba que los brincadores fugitivos habían merecido sobradamente su libertad.
+También becadas, patos y pavos encontrábamos a menudo por las grandes lagunas de agua fangosa y rodeadas de árboles. Por allí resonaban nuestras ambiciosas descargas. Un tiro de mi revólver suizo me ocasionó una vez sincera pena. En uno de aquellos estanques nadaba una garza blanca, una «gentil garza». Uno sugirió la idea de matar al ave y como la cosa era difícil, el juego nos resultaba divertido. Ya la garza estaba herida, cuando una bala de mi revólver la alcanzó en el cuello. El animal se alzó convulsivamente, extendió las alas, abatió el cuello y murió. Se me alabó el disparó, pero me quedé triste. Habíamos cobrado caza bastante y dejamos allí la garza, la gentil garza.
+Después de ocho días de vida nómada y venatoria, íbamos a regresar a Villavicencio para pasar allá la fiesta de Navidad. A las tres de la madrugada pusímonos en marcha después de habernos bañado. Las cabalgaduras, que conocían bien el sendero, avanzaban vigorosamente con el aire fresco de la noche. Cada jinete seguía en silencio al de delante sin ver al que encabezaba la hilera. En la lejanía el cielo aparecía rojizo en algunos puntos como iluminado por resplandor de incendios. En efecto, eran algunas sabanas a las que se habían prendido fuego para que al arder su seca y alta yerba dejara espacio al pasto fresco y reciente que el ganado buscaba con ansiedad. Un cómodo y nada dispendioso cultivo…
+Entre las cuatro y las cinco fueron apagándose las estrellas y el cielo comenzó a clarear ya por oriente. Pero a las cinco, curioso fenómeno que muchas veces he observado, durante unos diez minutos parece que la noche combatiera una vez más con el día y que ahora pretendiese juntar todas sus fuerzas para la lucha. De nuevo vuelve a reinar la oscuridad. Pero súbitamente cesa la resistencia. La ancha franja de claridad que luce por el oriente va haciéndose mayor, las nubes se perfilan más nítidamente, primero en blanco, luego en gris bronce, después en rojo claro y rojo carmesí. A las seis, precedido de haces de fuego, surge el sol. Los pájaros, loros y pericos, y los grandes y relucientes guacamayos, gritan y parlotean frenéticamente. Los pequeños colibríes, las tominejas, pasan y repasan veloces con su plumaje de colorines. Todo ha cobrado nueva vida, y el jinete, sobre su cabalgadura que relincha alegre, se siente invadido de un indecible bienestar. ¡Oh gozo de la mañana, oh dorada libertad!
+Han llegado las navidades y con ellas la máxima fiesta del año para los colombianos y para los llaneros. La Nochebuena es la meta de todos los deseos, el tiempo en que van al pueblo principal a presenciar el, en su opinión, incomparable culto y a efectuar sus compras para todo el año. Durante varias noches se habían celebrado procesiones en la plaza de Villavicencio, delante de la iglesia; la gente las había acompañado llena de devoción y se había llevado en andas las viejas y sagradas imágenes. Se lanzaban cohetes, viejos fusiles y mosqueteros repletos de carga eran disparados junto a nuestras orejas. Había en todas las cosas una gozosa vibración.
+En esta ocasión conocí, en calidad de pastor de su grey, al padre Vela[185], al que como persona privada había estimado ya mucho. «El Pater», como familiarmente se le llamaba, era un fraile dominico, alto, fornido y que andaría por los cuarenta años. Tenía un rostro expresivo y cariñoso, de rojas mejillas, llevaba, con permiso de la superioridad, una hermosa barba cerrada. El padre Vela, en su hábito blanco y negro, era una espléndida y varonil figura. Pero casi nunca, por razón de los rigurosos calores de aquella región, llevaba el hábito de la orden; con indumentaria civil parecía más bien un recio molinero. Gustaba mucho de montar a caballo y compartir la vida de los llaneros; él era un llanero en el mejor sentido de la palabra. Tenía también un modesto hato, criaba ganado y lo vendía. Tenía que hacerlo ya por el motivo de que el gobierno no pagaba puntualmente la ayuda correspondiente a su mezquino sueldo y porque los habitantes de los Llanos no eran de especial largueza para con su clérigo. La cura de almas era allí cosa de cada cual, pues hecho ya el pueblo a pasar la mayor parte del año sin el consuelo de la iglesia y acostumbrado hasta a efectuar los entierros sin auxilios del clero cuando el padre se encontraba ausente, su sumisión y respeto ante lo eclesiástico no era cosa muy señalada. Por esta causa, cualquier clase de fanático y cualquier cura de los que siempre llevan la religión en la boca, pronto hubiera quedado fuera de lugar en los Llanos. El padre Vela, en cambio, con su natural rectitud, se había conquistado la plena confianza de la gente. También en sus viajes por el río Meta supo inspirar respeto y veneración a los indios salvajes de aquellas riberas, de modo que siempre había algunos que se hacían bautizar por él. Servicial y tolerante en toda ocasión, «el Pater» podía ser considerado como un consejero y educador de Villavicencio y sus contornos.
+Como el templo, junto con la espiritual edificación y piedad, ofrece en aquellas regiones la única oportunidad de distracción, era siempre muy visitado y más en Nochebuena. Las mujeres se hallaban acurrucadas sobre el suelo de tierra. Un armonio, en el que no era inconveniente interpretar hasta música bailable, elevaba con sus sones el ambiente de la fiesta. Hasta algunos tocadores de guitarra y tiple, muy buenos en su arte, hacían sonar en la iglesia tonadas populares para exaltación y gloria de la Noche Santa. Era en su conjunto una bella fiesta popular, llena de naturalidad y de cordial alegría, en la que todos participaban.
+A las navidades siguió una mayor calma. Para pasar el tiempo se organizaban, de cuando en cuando y en plena calle, bárbaras riñas de gallos, espectáculo que nos infunde horror, que nos inspira repugnancia. Los gallos de los Llanos son de buena raza y valientes, de afiladas espuelas y de gran fiereza y saña. Sólo cuando se halla ya muy maltrecho cede el más débil el campo de batalla.
+Esta extraña conducta, mitad en son de regocijo, mitad con tintes de barbarie, nos da pie para presentar de una manera más conexa y ordenada el tipo del llanero. El habitante de los Llanos, si bien tostado por el sol tropical, es generalmente de tez blanca; hay que anotar, sin embargo, que su raza constituye un mestizaje de blanco y de indio. Por lo regular, es muy musculoso y de buena complexión. No es raro encontrar hombres de mejillas encarnadas, mientras que las mujeres, en aquel clima, tienden a empalidecer. El hijo de los Llanos es en grado sumo un amante de la libertad. En la guerra de la independencia esta región dio los mejores soldados, gentes de heroico valor en el combate. Pocas veces los españoles resistieron el ímpetu de los tropeles de caballería de los llaneros, sucumbiendo en gran número frente a sus lanzas y sus sables. El llanero es tan feroz en la lucha que se le ha llamado «artista de la muerte». Después de la victoria, sin esperar recompensa ni paga, desea volver en seguida a sus tierras, pues ama los llanos con verdadera pasión y encuentra el mayor gozo en la existencia nómada, pese a los muchos peligros que esta ofrece y que él bravamente supera. Nada con excepcional destreza, le place sobremanera dedicarse a todas las habilidades y faenas de la doma de caballos. Es abierto y franco y ello se expresa en la nobleza de su mirada. Su honradez y probidad son proverbiales. Con los buenos es humilde y altanero con los orgullosos. Es sensible y no olvida fácilmente las ofensas, sin llegar a ser vengativo. Es amigo de bromas y de dar chascos; de la especie de estos da idea el suceso siguiente: el año de 1876 llegó a los Llanos de San Martín el viajero francés André.
+Injustamente, sin duda y tal vez a causa de la diferencia de idioma, los llaneros lo tomaron por hombre arrogante, descontento con todas las cosas y siempre propicio a opinar desfavorablemente. Y pensaron: «Aguarda, y ya verás cómo te quitamos esa aspereza para con nosotros». Dicho y hecho: en las cercanías de Villavicencio, lo llevaron hasta un lugar donde había gran cantidad de avispas salvajes, que pican horriblemente. Acto seguido huyeron con sus cabalgaduras, escondiéndose tras de la vegetación. El viajero, en tanto, llegó enteramente desprevenido, junto con su compañero, hasta el sitio peligroso, donde fue atacado por los enfurecidos insectos. «¡Hormiguill, hormiguill!», dicen que gritaba. Los llaneros se morían de risa. André, en su crónica de viajes [publicada en Le] Tour du Monde[186], escribe que en los Llanos hay una especie de avispas que atacan al hombre sin necesidad de sentirse hostilizadas. En realidad, no es así. Lo que he contado es la verdad de los hechos referidos por los mismos que en ellos participaron.
+Todos los movimientos y ademanes del llanero son vivos y se hallan llenos de una cierta gracia natural. Es hombre cortés y apasionado, a su manera peculiar, generoso con su querida o su mujer, pero siempre Don Juan y aficionado a conquistas. Al juego y a las diversiones se entrega con predilección en las raras ocasiones que para ello se le brindan. En el hato Los Pavitos conocí a un muchacho de unos dieciséis años, chico despierto, que trabajó allí por medio año y se había ganado así algunos dólares. Este mozo, casi un niño todavía, llegó a Villavicencio para aquellas navidades y en una taberna que había frente a nuestra casa se puso a beber anisado y a entonar cancioncillas acompañándose con una pequeña guitarra. Tocó toda la noche, sin cesar; cantó y bebió de lo lindo; de mañana, entre las seis y las ocho, seguía cantando… A las tres de la tarde nos lo encontramos por allí cerca, cabalgando tan tranquilo y ya de vuelta para el hato. De todo el dinero de los jornales trabajosamente ahorrado, sólo le había quedado para comprarse un sombrero pardo de fieltro que nos mostró sonriente. De arrepentimiento por el dinero mal gastado y por la noche pasada en claro, no daba la muestra más leve; por el contrario, iba tan ufano como contento.
+Especial talento tiene el llanero para hablar y para comprender con rapidez. Gusta mucho del humor sarcástico y de la mofa. Tiene predilección por el canto, la poesía y la música, pero exagera sus pensamientos y sólo muestra sencillez en las comparaciones con la naturaleza; en otros casos, se le va la mano en la expresión. Sus heroicas estrofas —galerones— tratan bombásticamente del toro, del caballo, de la lanza, la mujer, el desafío. Tan pronto se habla de coger caimanes bonitamente con la mano, como de matar tigres de un sopapo o enviar a un toro, con sólo un puntapié a unas cuantas millas de distancia. Todas estas imágenes, en las más originales coplas de dos o cuatro versos, las improvisa el llanero con asombrosa facilidad y acierto. Su canto lo acompaña con matracas —tubos con piedras o semillas dentro, con los que se lleva el compás—, con el tiple o la bandola. Su voz es fuerte, para que se escuche de bien lejos y habla en un tono cadencioso y alargado.
+En el llanero se hace manifiesto el estado de transición entre nuestra cultura y la barbarie del indio sin civilizar, entre ley y libertad absoluta, entre sociedad y soledad, entre la total independencia y todas nuestras restricciones, en parte condicionadas por la misma civilización, como moda, disposiciones de policía, etcétera. Sobre la actitud del llanero en cuanto a cultura da graciosa referencia la anécdota que sigue y que fue publicada por el periódico La Nación de Bogotá, de probado catolicismo:
+Un día llegan a un pueblo del interior dos llaneros muy ignorantes y ven por primera vez un templo. El primero que se atreve a entrar, contempla admirado las preciosidades que encierra la iglesia y en ella se encuentra con el cura. Este le pregunta de dónde viene y hace otras indagaciones por el estilo, deseando saber también cómo anda el hombre en materia de religión. «¿Crees», interroga el sacerdote, «que Nuestro Señor Jesucristo fue escarnecido y crucificado y que al tercer día resucitó?». El llanero responde con evasivas y busca la primera ocasión de ausentarse de allí. Fuera se encuentra con su compañero y le dice: «Tú, anda con cuidado si es que vas a entrar a la iglesia. ¡No digas nada!, porque parece que andan haciendo pesquisas por un asesinato que hubo…».
+Así es el llanero, un tipo humano en íntima vinculación con la naturaleza, una mezcla de civilización y primitivismo. Sus ojos, tan pronto chispean de fieras pasiones como reflejan la máxima mansedumbre e ingenuidad. Si se le trata cariñosamente, es el más tranquilo, desinteresado y fiel de los hombres y el mejor de los amigos. Si se le agravia, se convierte en un tigre. En él, casi todo es instintivo; no conoce la larga reflexión, la conducta ponderada y armonizante del hombre de superior cultura.
+Pero todavía nos quedaba por conocer a los llaneros de verdad… Al día siguiente del Año Nuevo de 1884, fecha que había transcurrido muy en calma y que tampoco es festejada en demasía por tratarse de un tiempo que cae en verano, nos pusimos de nuevo en marcha hacia Los Pavitos. La cabalgada fue de dieciséis horas, casi sin hacer alto y en dirección al Meta. De comer, apenas conseguimos nada. Pero sabían exquisitamente los trozos de panela que habíamos conservado en los bolsillos de los zamarros y que, al parecer, son manjar que calma la sed y el hambre. Pasamos por delante de La Loma, una altura de unos 20 metros, situada en la mitad de la llanada y casi enteramente cubierta de selva. Por ser la única colina de esta clase, se la ve a muchas leguas de distancia. De vez en cuando, a lo largo de las corrientes de agua, veíamos hileras de palmas que formaban como columnatas de templos, como altas naves de alguna catedral. Y en torno a las lagunas surgían verdaderos anfiteatros y rotondas de la palma moriche.
+A la segunda jornada, a eso de la diez de la mañana, penetramos en una zona de espesa yerba que llegaba al pecho del jinete. El avanzar resultaba sumamente trabajoso a las bestias. Por un rato creímos habernos extraviado de la senda y nos acometió una cierta inquietud al no ver más que cielo y yerba en torno nuestro. Al final, por unas palmas que asomaban en la lejanía, pudimos orientarnos. Mientras nos esforzábamos por seguir adelante entre la alta yerba, vimos muy cerca de nosotros un tapir o danta que escapó en seguida. En la situación en que estábamos no se nos ocurrió perseguirlo. Su carne, además, según dijeron, no es particularmente sabrosa.
+Por aquel tiempo los vientos alisios comenzaban a soplar del este, o sea desde el lado del litoral y nos proporcionaban un aire relativamente fresco. Estos vientos de verano, que se mantienen durante seis horas diarias, son gratísimos en medio del calor del Trópico. Después de atravesar hacia el mediodía una región desértica, bastante seca y arenosa, además llena de serpientes, nos acercamos a uno de los brazos del río Negro, que ahora en la llanura discurre lento y perezoso. Como hace allí una vuelta larga pero muy cerrada y como la península que resulta se halla totalmente cubierta de selva, resultaba una delicia cabalgar en la fresca sombra y con el río a ambos lados, el cual, de vez en vez, lanzaba vivos destellos a través del follaje.
+Alrededor de las dos de la tarde llegamos al vértice del meandro. El río tendría allí una anchura de treinta metros. Gritamos muy fuerte hacia la opuesta orilla para anunciar nuestra llegada, pero nadie apareció. Después de media hora de espera nuestro amigo Abadía, el caucano, decidióse a buscar un vado por donde cruzar con nuestros animales o bien tratar de proporcionarse alguna barca que pudiera haber en la otra ribera, lo cual parecía bastante probable. Se arrojó, pues, al agua, cruzó a nado el río y encontró una canoa que era hecha de un tronco hueco, en la cual pusimos las monturas; así pasamos al otro lado, obligando a nadar a las bestias. Ascendimos por la pequeña altura que se lanza en aquella margen y después de cabalgar por espacio de veinte minutos llegamos al hato llamado Yacuana, situado en medio de los Llanos y que consta de un rancho con su correspondiente techo de paja de palma, de una cocina y de muchos cercados. Esto formaba el centro de una gran propiedad, en la que, calculando aproximadamente, pastarían unas diez mil cabezas de ganado. Antonio Rojas[187], prototipo del auténtico llanero, nos recibió y nos dio la bienvenida.
+Con sorpresa grande supimos que acabábamos de correr un grave riesgo: a unos veinte metros arriba del lugar donde Abadía soltó la canoa había un vado muy fácil y por desgracia desconocido. Entre este y el lugar de la canoa habitaba un enorme caimán que el día anterior había atrapado un perro del hato y se lo había comido tranquilamente. A pesar de haberle puesto muchas trampas con carne envenenada, no obstante de muchos ardides y persecuciones, no se había podido acabar con el malvado huésped. Abadía, por tanto, al pasar a nado el río había corrido no sólo el peligro de que le alcanzara la descarga de un pez eléctrico, de los que hay muchos allí, y de que al quedar paralizado le arrastrara la corriente, sino que además pudo ser pasto del acechante caimán. Nos congratulamos mucho de que no hubiera ocurrido a nuestro amigo tamaño percance y tomamos nota de aquella seria admonición.
+Ezequiel Abadía, estudiante de medicina
+Cuando esa misma noche nos hallábamos alrededor del rancho charlando y tendidos unos en el suelo y otros en chinchorros —hamacas tejidas de red—, exclamó súbitamente Antonio Rojas: «¡Ya están allí, al otro lado del río!». Nos esforzamos en vano aguzando el oído para percibir algo hacia aquella parte. Antonio seguía escuchando, luego afirmó con aplomo: «Es el negro Brizuela, que viene para marcar el ganado». Nos tendimos pegados a la tierra y espiamos con la máxima atención cualquier movimiento o ruido. Nada se oía. Antonio dio una gran voz, luego afirmó que los tardíos visitantes traían consigo algunos perros y que al cabo de un buen rato llegarían a nuestro rancho. Sólo cuando los dos hombres se hallaban ya muy próximos nos dimos cuenta de su presencia. Si yo no hubiera presenciado y comprobado personalmente tan asombrosa demostración de agudeza de oído, hubiese tenido por cosa inverosímil que Antonio pudiera distinguir unas voces a media legua de distancia, así fuera de noche y en medio del mayor silencio. Mis amigos y yo no tuvimos, pues, otro remedio que admirar sin reservas la excelencia del órgano auditivo de los llaneros.
+Nuestro rancho era sencillísimo, pero extrañamente amoblado. Yo dormía en un camastro que tenía una doble capa de pieles. Las había de jaguar, de puma —el león americano—, de oso negro y también de oso hormiguero, cuyos pelos son largos y erizados como de paja. Nos dormimos con la fantasía llena de soñadoras imágenes y gozamos de un magnífico descanso nocturno. Este, empero, se vería turbado violentamente durante la segunda noche. De repente sonó un grito de alarma, «¡fuego!». Nos despertamos en medio de una espantosa humareda. Cogí mis anteojos, que tenía allí al lado y en el mismo instante sentí en la mano una penetrante punzada. Nos plantamos fuera de un salto, medio adormilados todavía y sin darnos cuenta de nada. Entre tanto, el fuego estaba y que apagado. La vela que teníamos para alumbrarnos y que estaba puesta en el cuello de una garrafa de mimbre se había quedado encendida en el improvisado candelabro cuando nos retiramos a dormir. El contenido de la vasija, que era melaza de caña, comenzó a arder y a causa del humo que desprendía salieron espantadas de su refugio unas grandes avispas que anidaban en el techo, bajo la cubierta de paja y se arrojaron contra sus supuestos agresores. Otra vez, un «¡hormiguill!»… Abadía fue el primero que sintió la picadura y el primero, por tanto, en despertarse. Y él dio la voz de alarma, afortunadamente a tiempo de librarnos de males mayores, pues el ranchito hubiera ardido como una casa de naipes. Las picaduras se inflamaban de forma asustante y eran muy dolorosas. A Abadía las avispas le habían picado en la cara y sin pretenderlo hacía unas muecas que provocaban gran hilaridad.
+Entre las cinco y seis de la mañana se presentó Antonio Rojas ante nuestro lecho con una totuma de café que bebimos con fruición. Es el mejor café que he tomado y todos los que se hallen en el mismo caso habrán de confirmar este juicio, personal, no obstante, e influido por el tiempo, las circunstancias y el carácter de la vida en aquellas tierras.
+Hacia las seis nos levantábamos y tomábamos un vasito de aguardiente de una botella dentro de la cual habían puesto unas hierbas que decían eran buenas contra el ataque de las fiebres. Luego montábamos un buen rato. Sólo más tarde se tomaba el desayuno. Durante este, los asientos no eran de lo mejor: unos se acomodaban en el suelo, otros en caparazones de tortuga terrestre, animal que se captura y se ceba para comerlo luego como selecto manjar. Por último, la concha sirve de taburete. Vi tortugas de 60 centímetros de largo y 45 de ancho, cuyos caparazones eran magníficos como recipientes para usos diversos, aunque su presentación no tenía nada de bello y eran de un color gris terroso.
+La principal excursión que íbamos a realizar desde Yacuana tenía por objetivo el río Meta, el mayor de los afluentes del Orinoco, al cual se llegaba a caballo en unas dos horas y media de recorrido en dirección norte. Ya en camino, desayunamos bajo un pequeño cobertizo —cuatro palos y un techo de paja—, donde había varias calaveras de tigre, y yo, no sin gran esfuerzo, logré arrancar de ellas algunos dientes auxiliándome de unos guijarros. Con tal motivo, contáronse historias diversas de la caza del tigre, las cuales ahorro al lector, pues en Europa se las recibiría con sonrisas de incredulidad o sarcástica suficiencia, aunque ostentan el sello de la verdad para quien las escuchó de labios de los llaneros en relatos de suma naturalidad y sencillez.
+Charlando alegremente, a eso de las dos de la tarde tocamos en el río Meta por el lugar llamado La Bandera. Estábamos a unas cuarenta y cinco leguas de Bogotá y a ochocientas sesenta y dos de la desembocadura del Orinoco en el océano. Saliendo del bosque que acompaña al río y que se hunde siguiendo la depresión de la orilla, llegamos a un banco de arena que se levanta como unos ocho pies sobre el agua. El Meta tiene aquí unos doscientos metros de anchura y es romántico y salvaje como el Bajo Magdalena. Al igual que este, trae aguas turbias y cenagosas. Aquí campa también el caimán y tuvimos ocasión de ver a un talludo representante de estos feos malhechores del río que nadaba tranquilo allí abajo. Atamos a unos árboles nuestros caballos y mulas, nos despojamos de los zamarros y sentándonos sobre ellos contemplamos el gran espectáculo natural que se ofrecía, charlamos plácidamente acerca del futuro del río.
+El Meta es hasta aquí generalmente navegable, si bien los muchos meandros y bancos de arena sólo permiten el paso de pequeños vapores. Grande es la importancia de esta vía de comunicación. Ahora para llegar aguas abajo hasta Ciudad Bolívar o Angostura, en el Orinoco —punto que alcanzan aún desde el mar los vapores grandes— se gasta un mes entero a bordo de incómodas lanchas a remo o a vela y sufriendo el fuerte calor y la tortura de los mosquitos. Al navegar aguas arriba y con viento desfavorable, el viaje resulta todavía más largo. En vapor se abreviaría muchísimo. Desde el embarcadero donde ahora nos hallamos, un buen jinete podría llegar a Bogotá en tres o cuatro jornadas. El transporte de cargas llevaría ocho días. El interior de Colombia tendría, pues, dos grandes vías de acceso: la del Magdalena y la del Orinoco-Meta. Por ello un comerciante francés, el señor Bonnet[188], introdujo por el Meta gran cantidad de mercancías, atraído por la prometida exención de aduanas que debía de compensar en cierto modo el gran riesgo de las operaciones. Con esta perspectiva de ventajas comerciales era ya sólo cuestión de unos meses la llegada de un vapor que el señor Bonnet había pedido. Pero el gobierno suspendió la libertad aduanera de aquel «puerto», afectando del modo más sensible a todo espíritu de empresa o iniciativa en tal sentido.
+Hablamos además de toda suerte de cazas y cacerías, entre ellas la del jabalí o cafuche, animal que, con su típico andar y el hocico bajo atraviesa aquellos bosques en grandes manadas. Detenidos por un tiro o por cualquier otro ataque, levantan la vista y, ¡ay de aquel que no acierte en seguida con uno de los paquidermos que guían la enorme piara! Se lanzan todos contra él, rodean el árbol a que haya logrado encaramarse, deshacen con los colmillos el tronco, caen sobre el infeliz y lo despedazan. Pero el que en la cercanía de los cafuches se sube a un árbol, así no sea a mayor altura de un metro y permanece allí sin hacer movimiento alguno, pasa inadvertido a la manada y la ve seguir su camino.
+Luego de esta charla nos pusimos a disparar sobre unas zanquilargas cigüeñas que estaban en la otra margen del río y a enviar algunas balas al caimán visto al principio. Entre tanto, se empezó a escuchar un ruido semejante al golpeteo de las pezuñas de un rebaño que fuera acercándose. A un tiempo, los dos llaneros se pusieron en pie como movidos por un resorte y con rostro inquieto gritaron: «¡Los cafuches, los cafuches!». Acto seguido: «¡Los caballos, los caballos!». Los cuatro bogotanos nos precipitamos sobre las seis cabalgaduras mientras ambos llaneros tomaban los fusiles y corrían hacia el boscaje. A toda prisa y con harto apuro logramos embutirnos en los zamarros, soltar los animales, saltar sobre ellos y lanzarnos a todo galope ladera arriba, por entre los árboles, hacia campo abierto. Como yo llevaba mi revólver, tomé a poco para unirme a los dos llaneros y librar junto con ellos la lucha. Llegué en el preciso instante en que los animaluchos daban media vuelta y salían huyendo en desaforada carrera. Los disparos de nuestras armas lograron herir todavía a algunos; nos encontrábamos en una zanja de unos dos metros de ancho y sólo uno de profundidad. Los dos llaneros estaban al lado por el cual venía la manada y uno de los paquidermos había cruzado ya el obstáculo. Mi compadre Fernández, en el nerviosismo, se olvidó de un detalle mecánico de su fusil, que consistía en tocar un determinado muelle antes de apretar el gatillo. Un cafuche llegó a clavar sus dientes en la pierna de Antonio Rojas, que sangraba con bastante abundancia, pero con unos cuantos buenos tiros se logró hacer retroceder a la temible tropa. La retirada nos resultó enigmática, pues estos animales no desandan su ruta. Sólo podíamos explicarnos aquella suerte por el hecho de que uno de los más pequeños, el que iba a la cabeza, sería el jefe de la banda, pese a que no tenía una mancha blanca en la frente, como al parecer es lo más común. Si muere el guía escapan todos, cosa que entonces debió de ocurrir. Los fugitivos se hallarían en número de trescientos a cuatrocientos y sus saltos eran tales que hacían retemblar la tierra. También nosotros temblábamos; matamos un ejemplar de buen tamaño y al pequeño «cabecilla» de la manada, dejando malherido a otro. En nuestras filas se registraron como bajas la herida de Antonio, la muerte de un perro y las lesiones graves de otro can menor, un precioso animalito negro que estaba lleno de desgarraduras. El resto de la jauría, esto es unos treinta perros pequeños y feos, pero muy fieles y bien enseñados a cazar, salieron ilesos de la aventura.
+Con algún esfuerzo arrastramos hasta la orilla los cadáveres de los dos jabalíes. El mayor pesaría, sin duda, varios quintales. Era más pequeño que los que he visto en Europa, pero tan feo como ellos y con los mismos afilados colmillos. Llamamos a los compañeros que se habían quedado con los caballos. Se descuartizaron los cafuches, separamos los dos jamones de cada uno de ellos y convenientemente atados los colocamos sobre las cabalgaduras, detrás de la silla. El resto de la carne se quedó allí y emprendimos el regreso. Yo tomé sobre la montura al perrito herido, que se quejaba lastimero. Al día siguiente murió.
+En el hato probamos la carne de los cafuches, que, contra la opinión general, nos pareció buena y jugosa. Pero no comimos mucho, pues nadie tenía demasiado apetito al pensar en el pasado accidente que tan mal pudo haber terminado. Si llegamos a trepar a los árboles nuestras cabalgaduras, asustadas, hubieran comenzado a cocear contra el tropel de los cafuches. Estos hubieran mirado entonces hacia arriba, lo que representaba cercarnos inmediatamente. Al río no podíamos lanzarnos por temor al caimán, además, una simple broma jocosa de uno de los nuestros estuvo a punto de traernos graves males. El joven estudiante Simón Restrepo había venido preparando a todos durante el viaje diferentes chascos y jugarretas propias de su edad. Una de sus víctimas concibió el propósito, cuando estábamos a la orilla del Meta, de tomar represalia haciéndole por su cuenta otra broma parecida. Y así, le soltó la cincha de su caballo; cuando a toda prisa salimos luego galopando por la espesura, la montura del joven Restrepo se deslizó junto con el jinete. Ni este, por suerte, sufrió daño alguno, ni el caballo salió huyendo. Pero el travieso muchacho tuvo que arreglárselas para ensillar rápidamente en medio del peligro y proseguir la galopada.
+En los dos días siguientes hicimos todavía algunas excursiones con distinto rumbo. Una de ellas tuvo por objeto visitar la laguna Dumasita, que tiene como cinco leguas de longitud y es un verdadero lago. ¡Y qué lago tan singular! Los palmares lo enmarcan graciosamente; en sus pantanosas orillas habitan grandes serpientes boas. Disparamos sobre muchos patos salvajes que por allí revolaban y no dieron la menor señal de querer huir. Yo vi que uno de ellos estaba como a treinta pasos de distancia, sobre terreno aparentemente seco. Por fortuna me previnieron de acercarme a cogerlo, pues de repente se alzó un bulto desde el pantano y el pato desapareció en el acto. Deseamos a la boa una buena digestión.
+Por último, al tercer día fuimos a Caño Pachaquiaro, en el camino que conduce a la finca de la Compañía de Colombia —la mayor propietaria de esa parte de los Llanos— y al pueblecito de San Martín. A eso del mediodía nos encontrábamos ya ante el citado caño, o sea un riachuelo que con buen tiempo fluye con la misma claridad cristalina que uno de nuestros arroyos de montaña. Si no nos hubiéramos hallado en extremo acalorados habríamos tomado un baño en aquellas aguas tan tentadoras. Afortunadamente no lo hicimos. Media hora poco más o menos llevábamos sentados en la cálida ribera del caño, ya habíamos comenzado a preparar la comida cuando vimos algo que se movía entre la corriente; hicimos fuego y pronto distinguimos un cuerpo que flotaba hacia la orilla. Era un pequeño caimán de la especie que llaman cachirro, la cual pasa los saltos de agua y puede remontar los ríos hasta su curso superior. Hicimos todavía varios disparos sobre el animalucho herido. Cuando estaba ya cerca de la orilla yo me adelanté y le dirigí verticalmente un balazo al cráneo, que pareció quedar atravesado. Sacamos a tierra el supuesto cadáver. Era un animal de cuerpo estrecho, como de un metro de largo, pero de terribles y amenazadoras fauces. Imagínese nuestro susto cuando el caimán empezó a sacudir la cola contra la arena. Uno le ató una cuerda a esa parte del cuerpo y removió de un lado para otro al animal, el cual se debatió todavía unos diez minutos y con tanta fuerza que una vez derribó a uno de los nuestros. Por fin murió. Esto sirvió para darnos una idea de la vitalidad de los grandes caimanes.
+En estas excursiones nos acompañó también un muchacho, al que quiero dedicar algunas palabras. Se llamaba Maestre. ¿De dónde vendría este nombre? Maestre pertenecía a una tribu de indios salvajes, de la cual nos hallábamos a no más de una jornada de camino. Aquellos indios se acercaban de continuo al hato a robar ganado. A causa de la soledad en que se encontraba Antonio Rojas, quien contaba sólo con un pequeño número de gentes, trataba de estar a bien con los salvajes, dejando para más tarde la aplicación del castigo, pues otra cosa hubiera conducido únicamente a que un día le quemaran la casa. Yo podría referir muchas cosas de esas tribus sin civilizar, los guahibos, sálibas, cabres, achaguas, chucumas…, según relatos fidedignos que escuché. No lo hago porque es mi propósito relatar sólo lo visto personalmente y no imitar a ciertos viajeros de los que sé con toda seguridad que no estuvieron entre aquellos salvajes, y no obstante llenan páginas enteras acerca de ellos, presentando incluso documentos gráficos. El único indio salvaje visto por mí fue Maestre. Antonio Rojas iba una vez a caballo por el campo y hallándose en las cercanías del poblado indígena vio salir de entre la fronda a un muchachito que llorando le pidió protección. El padre había sido muerto por alguna venganza y el niño quedaba en situación de expósito. Antonio lo tomó consigo y le enseñó algo de español. El muchacho ayudaba a trabajar en el hato y lo hacía lentamente pero con mucha voluntad. Un año antes, el padre Vela lo había instruido rápidamente en la doctrina de Cristo y lo había bautizado. Ahora era ya un mocito de buen ver y contextura vigorosa, como de dieciséis años, muy moreno, de cabeza grande y casi cuadrada, cabellos negros y lacios, anchos hombros y magnífica musculatura, un hijo de la naturaleza en el verdadero sentido de la palabra. Pero Maestre era muy silencioso, como que casi no hablaba y en su rostro flotaba de continuo una sombra de melancolía, que ni una sola sonrisa disipaba. A muchas preguntas, siempre amables, respondía con brevedad y en tono de evasiva. Seguía a Antonio como un perrillo. Cuando el amo iba a Villavicencio, distante dieciocho horas a caballo, y le ordenaba que le esperase al pie de una palma del camino, estaba seguro de que a la vuelta se encontraría a Maestre tendido junto al árbol que le señaló, así tuviera que aguardarle durante horas. Tenía la extrema paciencia que caracteriza a todos los de su raza. Más tarde nos contaron que un día, lleno de nostalgia de su tribu, hubo de declarar a Antonio que deseaba regresar a ella para casarse.
+Muy pronto se nos echó encima el día de la marcha, pues nos habíamos acostumbrado ya perfectamente a aquel género de vida y nos encontrábamos como el pez en el agua. Emprendimos el regreso pasando por Los Pavitos y allí pasamos el día de Reyes. Cuando nos hallábamos en el patio desayunando y en el momento de acabar con una gallina asada, del más apetitoso color dorado, se presentó un mensajero con la noticia de que el tigre, o sea el jaguar, había destrozado en la última noche un ternero del hato vecino. Dar un salto, tomar las armas, ensillar las cabalgaduras, juntar los perros, todo esto fue obra de unos pocos minutos. En compañía del mensajero salimos para el hato mencionado que se hallaba a una hora de camino. El sol abrasaba. Hacia la una de la tarde estábamos en el lugar del asalto. La manada pastaba tranquilamente. Los perros, con fuertes aullidos, nos condujeron hasta un lugar donde la yerba aparecía pisoteada y con manchas de sangre. Se veía que en aquel sitio se había lanzado el tigre sobre la presa y luchando contra su resistencia desesperada, había conseguido llevarla hacia el bosque. Seguimos el rastro sobre la yerba hasta encontrar a unos ochenta pasos el cadáver del ternero. Tenía el pecho abierto, porque el tigre desgarra siempre en primer lugar esta parte de la res, ya que para él es la más apetecible. Colgaban fuera las entrañas y los gallinazos se congregaban para devorar el suculento manjar. Cuatro hombres se vieron en apuros para levantar algunas pulgadas del suelo el cuerpo del animal; así era de pesado. También el tigre se había fatigado en la faena de arrastrar la carga hasta la espesura y a unos sesenta metros de esta tuvo que abandonar el botín. Puede ser también que se saciara en el banquete o que alguna cosa le hubiera ahuyentado, contando seguramente con regresar la noche próxima.
+Nos adentramos en el bosque. «Pero ¿dónde está el perro tigre?», gritaron a un tiempo de todos lados. Por un descuido imperdonable, habíamos dejado en Los Pavitos al más necesario de los treinta o cuarenta perros, el que tenía que rastrear las huellas del jaguar. Hubo que mandar por él al hato. Hasta las tres no llegó. Husmeó por largo rato y aullaba desesperadamente. Luego se lanzó hacia el bosque, toda la jauría tras él y a continuación los cazadores. Dos horas enteras anduvimos de un lado para otro, los unos con el gatillo del fusil presto, yo con el revólver montado. Por el bosque no había camino alguno; el que no seguía a toda prisa a los de adelante, los perdía en seguida de vista y se quedaba desamparado en la espesura sin más medio de orientación que los ladridos de los perros. Cualquier roce de unos matojos podía hacer disparar el arma. Cierto que no había que temer que el jaguar, harto como estaría, fuera a atacarnos; eso lo hace tan sólo cuando se halla hambriento. Tampoco había que contar con que saltara sobre nosotros desde las ramas de algún árbol. Estaría agazapado, sin duda, en algún escondrijo. Pese a todo, fueron dos horas de bastante inquietud. La búsqueda, por desgracia, resultó infructuosa. El perro tigre cogió el rastro a hora demasiado avanzada de la tarde. El sol, en toda su fuerza, había disipado el olor de las huellas y hubimos de emprender el regreso sin éxito alguno. Pero a los pocos días, después de haber matado otro becerro, cayó por fin el jaguar y nos regalaron la piel.
+La caza del jaguar no es tan peligrosa como de ordinario se cree. Los perros rastrean el camino de la fiera y la acorralan contra alguna peña o árbol, donde ella se hace fuerte. Entonces la sitian en semicírculo y empiezan a ladrar furiosamente para que no escape. Ocurre a veces que algún perro se aventura demasiado, alza el jaguar sus zarpas, atrapa al atrevido can y lo destroza. En toda cacería de esta clase sucumben algunos perros. Los cazadores, siempre en cierto número, se acercan hasta la jauría y disparan por encima de ella hasta acabar con el felino, que raramente se decide a saltar. Sólo es necesario conservar la sangre fría. Otra cosa es cuando el jaguar ataca en campo descubierto. Aquel a quien esto acaece debe, con presencia de ánimo, mantenerse en la convicción de que justo cuando el tigre ejecuta el largo y bien medido salto sobre la presa, hay que lanzar un grito bien fuerte, con lo cual el animal se sobrecoge, pierde la seguridad del ataque y va a caer junto a la persona atacada. Este es el instante de hacer un rápido movimiento y clavar a la fiera en el costado el machete o la lanza. Esto se cuenta de una mujer de los Llanos que en el decisivo instante arrebató a su marido la lanza de la mano y mató así al jaguar. El compadre Fernández, digno de todo crédito, refería que una vez, yendo con otros dos, se encontraron en los llanos de Apiay con un tigre a una distancia como de cien metros y que, acercándose a él, lograron echarle el lazo, muy recio y reforzado con cuero de res, de manera que el animal quedó prendido por el cuello. Seguidamente Fernández puso espuelas a su mula para que el tigre no pudiera alcanzarlo. Entre tanto, uno de sus compañeros consiguió atrapar de una pierna al animal, también por medio de lazo y se puso a tirar en sentido opuesto. Entonces, el tercero del grupo se fabricó rápidamente una lanza clavando en un palo su cuchillo y con ella atravesó el corazón del animal, cuyo cuerpo se hallaba distendido entre los dos lazos.
+Indígenas de los Llanos en «instrucción infantil»
+Repletos de todas estas aventuras y relatos llegamos a Villavicencio, donde la familia Rojas se quedó muy admirada al verme regresar tan sano y contento, pues al partir había tenido un ataque de fiebre; ahora comprobaban que había superado todas las correrías. Como prevención, todos tomamos quinina y puede ser que no fuera en vano porque, con gran pesar, hubimos de saber que unos días más tarde, en la misma finca Yacuana, cerca del Meta, habían sido acometidos por unas fuertes fiebres algunos de los peones que contrataron para marcar las reses. La enfermedad les atacó, tal vez, por haberse mojado mucho o por el esfuerzo excesivo. Y en el mismo ranchito donde nosotros vivimos tan sanos y felices, habían muerto unos días después dos hombres y un muchacho. Otro de los peones, al cabo de año y medio seguía aquejado de fiebres. Las víctimas eran habitantes de la región, no recién llegados como nosotros. Estas desgracias pusieron una amarga sombra sobre todo lo acontecido y vivido.
+Mis impresiones de los Llanos puedo resumirlas del modo siguiente: es cierto que a los Llanos no puede calificárselos precisamente de insalubres. Son más sanos de lo que se dice, al menos durante los meses secos. Basta con abstenerse de toda clase de excesos, observar la mayor mesura, sobre todo en cuanto a bebidas espirituosas y evitar estar demasiado al sol, como también las mojaduras, especialmente las de los pies. Es suficiente, según el método usado allí, tomar a tiempo vomitivos para la limpieza del estómago y administrarse luego quinina, friccionarse con aguardiente, llevar sólo ropa de lana, acostarse pronto, madrugar y bañarse de la manera más adecuada posible. Y así puede salirse bastante bien de la experiencia de los Llanos. Mas para aquel que deba vivir siempre en aquella región, no cabe decir que las condiciones de vida sean de entera salubridad. Ello se comprueba especialmente en las mujeres, todas de semblante pálido y anémicas, que envejecen rápidamente. Es exacto que los Llanos tienen una temperatura bastante uniforme y que el calor que allí se soporta no es demasiado agobiante —como ocurre en otros lugares del valle del Magdalena, por ejemplo en Honda—, pues las lluvias, los vientos que soplan por los ríos, así como los alisios, contribuyen a refrescar la atmósfera. La temperatura media es de 27 ºC junto a la cordillera. Los mosquitos molestan poco, las garrapatas, en cambio, que trepan por los pantalones y se incrustan en la carne, son huéspedes muy ingratos. Es cierto también que, en puridad, son pocas las partes de los Llanos que se inundan por entero, si bien el agua se mantiene por mucho tiempo en los charcos, particularmente en los llamados «caminos» a través de la selva. Tampoco se puede negar que las tierras son en extremo baratas y que allí basta trabajar unas pocas horas al día para poder vivir, no sólo con un pasar suficiente sino con gran holgura. Es verdad, por último, que todavía incontable número de hectáreas son terreno baldío, o sea campo sin cultivo ni dueño y que los inmigrantes que gocen de salud pueden enriquecerse mediante la agricultura.
+Mas todo esto no impide que destaquemos los aspectos desventajosos de los Llanos. La tierra es fértil, pero solamente a lo largo de la cordillera, donde está la gruesa capa de humus. En las verdaderas llanuras las plantas herbáceas son todavía de valor bastante escaso y, de todos modos, tienen que irse mejorando adecuadamente con el tiempo, además de remover la tierra mediante las oportunas operaciones de arado. Para ello falta aún mano de obra; la gente no quiere trasladarse allí porque a la larga no conseguiría soportar el clima y porque poco a poco se produce un debilitamiento del organismo a causa de las fiebres. Faltan además las vías de comunicación necesarias y por ello los productos no tienen la buena salida que en otro caso podrían alcanzar. Se planta solamente lo imprescindible y el campo sigue siendo pobre. Añádase que la propiedad no está siempre bien delimitada, lo cual da lugar a procesos que, dentro del primitivismo de la justicia en estas regiones, se convierten en verdadero tormento de quien los sufre. La propiedad del suelo, por otra parte, debería estar mucho más repartida, pues los latifundios no satisfacen nunca las condiciones de un cultivo adecuado. Es excesivamente esperanzado creer que hoy día podrían vivir en el territorio de San Martín seiscientas mil reses —cuanto menos los tres millones que señala André—, pues para su cuidado sería necesario también un determinado número de hombres. Para el alimento de ese ganado harían falta además distintas plantaciones de las que hoy existen.
+«Sólo el trabajo transformará los Llanos», dice la consigna del admirador de esa región. Es cierto. Pero en la naturaleza, todo lo que el hombre alcanza es a costa de duros sacrificios. Habrá que contar también con holocaustos de vidas humanas hasta que los Llanos vayan haciéndose lentamente accesibles a la civilización, hasta que se hallen ocupados y colonizados por las gentes más capaces, ya se trate de colombianos llegados de la cordillera, o ya de venezolanos o brasileños que desde la costa avancen hacia los Andes subiendo por las cuencas de los ríos. Sólo donde el hombre haya perdido ya a muchos de sus semejantes, tan sólo allí, por raro que esto pueda sonar, resultará un clima sano y habitable, en virtud de las necesarias experiencias. Los poquísimos habitantes que hoy día pueblan los Llanos son merecedores, pues, a toda gratitud como pioneros de la humanidad. En efecto, tenemos por seguro que en los siglos venideros los Llanos serán asiento de centros de civilización que, auxiliados por una peculiar red de comunicaciones fluviales, podrán proporcionar sustento y felicidad a millones de seres.
+La tarde del domingo 23 de enero de 1884 echamos una última mirada a las innumerables cumbres de la cordillera que con sin par grandiosidad se alzaban en torno nuestro y contemplamos de nuevo allí abajo la Sabana de Bogotá.
+¡Qué seria y austera nos parecía ahora aquella región, la altiplanicie sin árboles, de color verde oscuro, con sus tranquilos ríos y lagunas! Y, sin embargo, aquel paisaje nos llenaba de delicia el corazón, pues al cabo de mes y medio de correrías iba a acogernos un núcleo de cultura, íbamos a penetrar en una ciudad. Cuando avistamos Bogotá con sus torres y el extenso mar de su caserío nos recorrió una sensación de deleite como ante la contemplación de un espejismo. Con frío, pero conservando una cierta actitud de audacia, entramos a galope y en bandolera nuestras carabinas de caza, a través de las calles repletas de paseantes domingueros. Con una indecible sonrisa miramos al primer señor de sombrero de copa que surgió en nuestro camino. Alegremente íbamos saludando a los amigos y camaradas.
+Pero nuestros ojos se negaban a adaptarse a las proporciones de la ciudad. La Plaza de Bolívar, o sea la Plaza Mayor, nos pareció pequeña; las calles, angostos callejones. En efecto, durante tanto tiempo no habíamos medido con los ojos más que largas rutas y anchas planicies. ¡Qué pequeño, limitado y comprimido nos resultaba todo cuanto veíamos! Con razón. Nuestra mirada se había ensanchado con la contemplación de tanto prodigio de la naturaleza, de tanta experiencia y aventura, y volvíamos a la vida civilizada con un campo visual más amplio, con el corazón más libre y abierto, con un sentido más viril y una más práctica concepción de la vida.
+[173] Emiliano Restrepo Echavarría (1832-1918), abogado del Colegio del Rosario en 1845, catedrático y magistrado de la Corte Suprema de Justicia, secretario de gobierno de Cundinamarca y diputado en la Asamblea de este mismo Estado, además de representante a la Cámara y senador de la República. Emblemático colonizador de los Llanos orientales a quien se le adjudicaron al menos 77.000 hectáreas de baldíos de la nación en estos territorios. En su honor se cambió el nombre del pueblo La Colonia por el de Restrepo, en el actual departamento del Meta. Autor de la crónica titulada Excursión al territorio de San Martín (1870). Emiliano Restrepo había casado con Nicolasa Hernández Uribe, y era el padre de Alberto y Simón Restrepo Hernández, y de diez hijos más, incluyendo a Félix, el hijo mayor que cita Röthlisberger (véase: Grupo de Investigaciones Genealógicas José María Restrepo Sáenz, 2011, Genealogías de Santafé de Bogotá, tomo VIII, Bogotá: Autor, págs. 72-79).
+[174] Se trata de Ezequiel Abadía (c. 1865-c. 1940) quien, después de recibir el grado de doctor en medicina de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, volvería a Cartago para luego trasladarse a Panamá en donde sería nombrado en 1928, después de varios años de ejercicio médico, como primer director del Hospital de la ciudad panameña de Soná, en la provincia de Veraguas. Este hospital, uno de los más grandes e importantes de Panamá, recibe hoy el nombre de Hospital Regional Dr. Ezequiel Abadía, que forma parte de la red hospitalaria del Seguro Social de ese país y que ha sido catalogado como monumento histórico nacional. Una reseña histórica local publicada en el 2003 con motivo del centenario de la independencia panameña refirió en los siguientes términos el impacto de este médico colombiano en un Estado que se convirtió en país vecino al iniciar el siglo XX: «El doctor Ezequiel Abadía fue una de las personalidades que ha dejado huellas de su labor como galeno consagrado, además en la vida política como miembro activo del partido liberal en la guerra de los mil días y prócer de la independencia de 1903. Dos monumentos reflejan su carácter y personalidad: […] su residencia frente al parque San Isidro, junto a la Casa Municipal, la cual semeja un tanto el estilo victoriano [y] conserva los efectos y toque personal del doctor Abadía, [y] su residencia de campo o finca California, que lo mismo que la anterior, destaca por su arquitectura y diseño elegante, y resulta de gran atractivo para propios y extraños» (véase: De Gracia Conte, Alexis, 2003, Sitios de interés histórico y turístico en el distrito de Soná, provincia de Veraguas, Panamá: Comité Centenario del Distrito de Soná). El entonces estudiante de medicina y compañero de viajes de Ernst Röthlisberger, era hijo de Félix de la Abadía (c. 1820-1890), empresario pionero de Cartago, concesionario del camino que unía a esta villa con Santa Rosa, municipio vecino de Pereira. Félix de la Abadía, a quien Röthlisberger cita más adelante en este mismo capítulo, estaba emparentado con las familias principales de Cartago a partir de Felipe Joaquín de la Abadía Salamando y Margarita Bueno Fontal, y de su hijo José Joaquín de la Abadía Bueno, bautizado en Cartago en 1789, quien había casado en 1811 con María Venancia Cañarte y Figueroa (véase: Quintero Guzmán, Miguel Wenceslao, 2006, Linajes del Cauca Grande: Fuentes para la historia, tomo II, Bogotá: Universidad de los Andes, pág. 585).
+[175] Miente quien mucho ha visto.
+[176] Félix Restrepo Hernández (n: 1861), citado, quien presentaría en la Exposición Nacional del Centenario de la Independencia, en 1910, los abonos que producía para el mejoramiento de la agricultura. Félix Restrepo se casó en segundas nupcias con María Gutiérrez de Piñeres Herrera, y su primera hija, Anita Restrepo Piñeres, se casó a su vez con el profesor Luis Patiño Camargo (1891-1978), y fue la madre del profesor José Félix Patiño Restrepo (n: 1927), destacado médico de la Universidad de Yale, ministro de Salud, presidente de la Academia Nacional de Medicina, autor de numerosas obras disciplinares y transdisciplinares, y rector de la Universidad Nacional de Colombia entre 1964 y 1966, cuando promovió la «Reforma Patiño» que reestructuró el funcionamiento y la infraestructura de esta universidad.
+[177] Indalecio Liévano Reyes (1834-1913), ingeniero, astrónomo y matemático de la Universidad Nacional de Colombia, director del Observatorio Astronómico Nacional. Autor, entre otras obras de matemáticas e ingeniería especialmente férrea, de las Investigaciones científicas (1871) y de la Instrucción popular sobre meteorología agrícola, i especialmente sobre el añil i el café (1868). Propietario de las Galerías Arrubla sobre la plaza de Bolívar, en cuyo lugar, al incendiarse estas en 1900, construiría el edificio que hoy aloja a la Alcaldía de Bogotá bajo el nombre de Palacio Liévano.
+[178] Para una revisión de los compañeros de Federmann, véase: Avellaneda Navas, José Ignacio, 1990, Los compañeros de Federmann: Cofundadores de Santafé de Bogotá, Bogotá: Academia de Historia de Bogotá, Tercer Mundo.
+[179] Se refiere al coronel Antonio Dussán, ingeniero militar comisionado por la administración de 1868 a 1870 del presidente Santos Gutiérrez Prieto (1820-1872) para trazar el nuevo camino de Quetame a Villavicencio.
+[180] Ricardo Rojas recibió una porción de los privilegios de tierras de Emiliano Restrepo Echavarría y, en 1877, transfirió parte de ellos al municipio de Villavicencio en calidad de donación perpetua (véase: Salamanca Uribe, Juana, 2009, «Villavicencio: la ciudad de las dos caras», Revista Credencial Historia, 231, 171-177).
+[181] La expulsión de los jesuitas se formalizó en 1767.
+[182] Edouard André, viajero francés citado.
+[183] Se refiere a Sergio Convers Sánchez (1836-1903), hijo del inmigrante francés François Convers y de Francisca Sánchez del Guijo, nacido en la hacienda familiar de El Tintal en Fontibón, casado con Araceli Codazzi y Fernández de la Hoz —hija de Agustín Codazzi—, y padre, entre otros, de Sergio Sánchez Codazzi (n: 1868).
+[184] Puede referirse a uno de los descendientes de Gregorio Fernández, comisario en Villavicencio en 1840. En 1918, el hato Los Pavitos, con 200 reses, aparecería a cargo de Mercedes de Fernández, probablemente la esposa del «compadre» anónimo de Röthlisberger. En 1936, uno de los socios del hato Los Pavitos sería José Manuel Fernández, eventual descendiente de doña Mercedes (véase: García Bustamante, Miguel, 2003, Persistencia y cambio en la frontera oriental de Colombia: El piedemonte del Meta, 1840-1950, Medellín: Eafit, págs. 128-129 y pág. 329).
+[185] El padre José de Calasanz Vela (1840-1895) —autor de varios escritos incluyendo el que fue reeditado por Alfredo Molano bajo el título de Dos viajes por la Orinoquia colombiana, 1889-1988, Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1988— administraba en esos días los curatos de Villavicencio, San Juan de los Llanos, Jiramena, Uribe, San Martín, Cabuyaro y Sebastopol —en donde formó el padrón de indios achaguas— y había fundado a San Pedro de Arimena (véase: Banco de la República, Biblioteca Virtual Luis Ángel Arango, Rufino Gutiérrez, https://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/uno/uno9b.htm#1).
+[186] Véase: André, Edouard, 2013, «La América Equinoxial (Colombia-Ecuador-Perú)», 1875-1876. En: Navas Sanz de Santamaría, Pablo (ed. académico y compilador), Colombia en Le Tour du Monde, tomo II, Bogotá: Villegas Editores, Universidad de los Andes, Thomas Gregg & Sons, págs. 46-49.
+[187] La única referencia que hemos encontrado sobre este personaje es que, en 1889, Emiliano Restrepo vendería a Antonio Rojas las haciendas La Estanzuela y San Lorenzo (véase: García Bustamante, Ibidem, pág. 128).
+[188] El comerciante Joseph Bonnet (1847-1917), nacido en Aiguilles, Francia, emigró a Colombia en 1865, en donde inició actividades comerciales con su hermano Jean Bonnet. En 1880 abrió sucursales en Villavicencio y Orocué, inició cultivos de café y promovió la ruta comercial de oriente. Autor del folleto titulado Comercio oriental por el río Meta (1894) (para mayor información sobre este inmigrante y sus actividades en los llanos orientales, véase: Junguito Bonnet, Roberto, 2011, Transportes fluviales y desarrollo empresarial en Colombia: la empresa El Libertador de navegación a vapor por el río Meta, 1892 [18]99, Anuario CEEED, 3(3), 45-83).
+ANOMALÍAS POLÍTICAS, CULTURALES, SOCIALES Y ECONÓMICAS EN LOS PAÍSES HISPANOAMERICANOS / INTERVENCIÓN DE NAPOLEÓN EN LOS DESTINOS DE ESPAÑA Y SEPARACIÓN DE LAS COLONIAS / ÍNDOLE Y ERRORES DE LA REVOLUCIÓN SURAMERICANA / SIMÓN BOLÍVAR: SU VIDA Y SUS PRIMERAS HAZAÑAS / LA CONTRAPARTIDA: ÉXITOS ESPAÑOLES / REANUDACIÓN DE LA LUCHA: HEROICA MARCHA POR LOS LLANOS HASTA LA ALTIPLANICIE. BATALLA DE BOYACÁ / AVANCE VICTORIOSO HACIA EL ECUADOR, PERÚ Y ALTO PERÚ (BOLIVIA) / DESCONCIERTO INTERNO EN LA GRAN COLOMBIA / DICTADURA DE BOLÍVAR Y CONSPIRACIÓN CONTRA ÉL / PLANES DE RESTAURACIÓN MONÁRQUICA / PROSCRIPCIÓN Y MUERTE DEL LIBERTADOR / SEMBLANZA DE BOLÍVAR
+DESPUÉS DE PASAR LA CONQUISTA como un huracán sobre la civilización aborigen, las colonias fueron consideradas durante tres siglos por la metrópoli española como tierra conquistada; la población, con su suelo, se repartió entre los conquistadores y se la aniquiló, en todo el sentido de la palabra, por medio de un cruel sistema de explotación. Con los indígenas americanos se manifestó el mismo desdén por las otras razas y el mismo intolerante fanatismo contra las gentes de otra creencia demostrados por los españoles con la expulsión de treinta y ocho mil familias judías y con la eliminación de tal vez una cuarta parte de la población española, constituida por los colonos moriscos. Las colonias hispanoamericanas, por ello, albergaban en su seno bastantes más gérmenes de descontento, odio, descomposición e injusticia que las colonias inglesas de Norteamérica, donde tenían vigor las mismas leyes que en la metrópoli y que se consideraba en todo lo posible, con política prudencia, la necesidad de una libre regulación de las circunstancias. Por ese motivo el choque fue en el sur más intenso que en el norte y más duraderas las consecuencias. Era inevitable una ruptura violenta de los lazos. Esto es lo que se desprende de una ojeada general a las circunstancias de la época.
+En orden a lo político, en las colonias dominaban casi exclusivamente los españoles europeos. Los cargos públicos no eran accesibles a los indígenas ni a los criollos. La cerrada centralización en presidencias y virreinatos[189] que abarcaban comarcas inmensas y apenas o escasamente relacionadas entre sí, así como la total dependencia, en cuanto a legislación y jurisdicción, de la Corte Española y del Consejo de Indias —que no conocía las necesidades de cada región y que sólo con lentitud resolvía los negocios—, ahogaban toda capacidad política de resolución. Hay que añadir que las autoridades civiles entre sí, y estas con respecto a las eclesiásticas, se hallaban en disensión constante. La libertad personal y los fueros, tan desarrollados en España, lo mismo que la opinión pública, no eran allí tolerados. El acceso a las posesiones de América se hacía casi imposible a los otros europeos no españoles; las colonias se hallaban rigurosamente separadas del resto del mundo, de modo que tenían de este un concepto enteramente erróneo. Una gran irreflexión y egoísmo por parte de los funcionarios ponían su sello a la administración. La imposición de muy altas cargas tributarias, en especial los impuestos sobre las ventas, oro y siempre oro, era la consigna de los españoles. Por eso no existía amor patrio, ni fidelidad en las funciones públicas, ni afecto de los gobernados hacia los gobernantes; en una palabra, entre la autocracia de una parte y la sumisión de la otra, no había progreso.
+En el aspecto cultural y social las cosas no estaban mejor. La enseñanza pública se encontraba enteramente desatendida y se daba en forma fragmentaria e incompleta, obstaculizada además por la Inquisición, establecida en 1571 y por la prohibición de introducir y leer los escritos calificados de heréticos.
+Los bienes de las personas sospechosas eran embargados y sus familias expuestas al general desprecio. Con las abjuraciones a la fuerza se fomentaba la hipocresía. Eran grandes el fanatismo y la superstición de las masas, sólo aparentemente convertidas al cristianismo, que en el fondo continuaban siendo idólatras y que de la religión no conocían mucho más que al cura o monje que las explotaba. Agreguemos que la población estaba corrompida por el mal ejemplo de tanto aventurero inmigrante, de tanto noble arruinado y falto de escrúpulos, de tanto soldado brutal; corrompida estaba la gente por la mendicidad, por la usura y el juego, por las loterías, por la dilapidación de las fortunas rápidamente logradas, por los torcidos procesos y la justicia venal y turbia, por un sistema de espionaje y delación, por la aplicación de torturas, por las lidias de toros y las luchas de gallos y no en último lugar por el desprecio de la honra y virtud de las mujeres del país. Con la palabra y la pluma el padre Aguilar[190] señaló durante mi permanencia en Bogotá esos ejemplos de corrupción de los tiempos pasados. Los esclavos, tanto los traídos de África como los indios, hacían la mayor parte del trabajo. Las mejores tierras se hallaban reunidas en poder de unos pocos o se convertían en bienes de la mano muerta. Al comenzar la revolución el clero tenía casi la mitad de las propiedades raíces. La servidumbre de los aborígenes dificultaba también la necesaria y deseable mezcla de razas. No había libros útiles que divulgaran la instrucción, pues, por ejemplo, la lectura de la Historia de América de Robertson[191] estuvo castigada con pena de muerte. Algunos libros entraban de contrabando. El alimento espiritual estaba constituido por la teología, el derecho canónico y todo el confuso cúmulo del derecho civil en el que ya no se orientaban ni los mismos legisladores.
+En el terreno económico y político dominaba el monopolio bajo todas las formas imaginables; hasta la extracción del platino y la obtención de la corteza de quina se hallaban monopolizadas. La plantación de olivos y vides estaba prohibida bajo pena de muerte. Diferentes fábricas de paños, vajillas y sombreros fueron destruidas por mandato real. Los productos del comercio no podían ser intercambiados libremente y según las leyes de la demanda, pues sólo cabía su importación desde la metrópoli o su exportación a esta. Sevilla era a estos fines el único puerto de embarque y desembarque de mercancías. Todos los años zarpaban para Portobelo dos flotas mercantes escoltadas por navíos de guerra. Los artículos importados debían recorrer las regiones en una dirección estrictamente señalada; en cada lugar se dejaba una determinada cantidad, hiciera falta o no allí. Así se crearon núcleos de tráfico enteramente artificiales. Como único principio económico se tenía la explotación de las minas de oro y plata. Por malos caminos, que siguieron siendo malos, se llevaban a lomo de mula los sacos de oro —riqueza de unas pocas familias— para ya no volverlos a ver.
+Se objetará tal vez que el cuadro aquí pintado tiene tonos demasiado sombríos. Muy a gusto, precisamente en calidad de europeo, desearía poner colores más alegres y señalar, por ejemplo, el hecho de que Alexander von Humboldt, al emprender en 1801 sus famosos viajes a las regiones equinocciales, encontrara en Bogotá un círculo de eruditos en el que figuraban el botánico Mutis y el astrónomo Caldas. Pero estos rayos de luz aislados no bastan para suavizar la impresión de conjunto de que las colonias españolas vivieron tres siglos en la miseria y la ignorancia, de que eran bastiones clericales cuyos macizos muros no podrían allanarse mediante reformas, sino que habrían de ser volados por las revoluciones. En la propia metrópoli, por lo demás, tampoco había imperado siempre la paz durante el tiempo de la dominación española, pues la revolución la llevaban y llevan los españoles en la propia sangre. Con esta exposición de lo que fue un sistema feudal teocrático-absolutista culpamos menos a un determinado pueblo civilizador que a la totalidad de una época.
+Diversos levantamientos de mayor o menor magnitud, como el de los Comuneros del año 1781 en Colombia, demostraron a los dominadores españoles que habían pasado los tiempos de la callada obediencia. En la escena universal reinaba la agitación. No es que la guerra norteamericana de liberación hiciera una impresión grande sobre los emotivos suramericanos. De un lado, las noticias sobre esos acontecimientos se reservaban bastante y eran poco conocidas, de otro lado, se trataba de una revolución un tanto prosaica. Cosa muy distinta ocurrió con el gran drama de la cosmopolita Revolución francesa, proclamadora de la igualdad y la libertad de todos los hombres.
+El año 1799 Nariño[192] hizo imprimir y repartir secretamente en Bogotá la proclamación de los derechos del hombre, tal como había salido de la Asamblea Constituyente francesa. El espíritu que emanaba de aquel texto entusiasmó los ánimos y los dispuso a la acción.
+El impulso para la revolución suramericana lo dio el conflicto de España con Napoleón Bonaparte[193] [quien] exigió del Rey Carlos IV[194] —o más bien de su favorito Godoy[195], el Príncipe de la Paz, aborrecido por el pueblo— el libre paso de las tropas francesas hacia Portugal. Los ejércitos franceses al mando de Junot[196] atravesaron la frontera. Para salvar a su favorito de la irritación de las fieles masas populares, Carlos abdicó el 19 de marzo de 1808 en favor de su hijo Fernando VII[197]. Napoleón invitó a padre e hijo a Bayona para tratar de remediar sus desavenencias; allí logró el francés el éxito de su intriga en el sentido de inclinar a Carlos IV a retirar su abdicación, pero llevándole luego a una nueva renuncia al trono de España, esta vez en favor de los napoleónidas. El débil Fernando reconoció este diplomático golpe de fuerza y fue internado en Francia.
+Pero Napoleón no había contado con el heroísmo del pueblo español. Varias juntas organizaron la guerra popular y de guerrillas contra la invasión. La Junta de Sevilla envió también mensajeros a las colonias para pedir a estas ayuda y, en particular, el envío de dinero. Al mismo tiempo se les concedía que cada sección del imperio colonial mandara a España un representante en las cortes; unos dieciocho millones de americanos tendrían en total nueve diputados, ni siquiera libremente elegidos. No obstante, de manera magnánima, los americanos entregaron a los españoles veintiocho millones de dólares; al propio tiempo pidieron en casi todas partes el establecimiento de parecidas juntas en América y la equiparación del número de representantes. Mas como en España se negó la igualdad de derechos de las colonias respecto de la metrópoli, ello por temor a que los americanos aspirasen a la preponderancia política, en Hispanoamérica fue haciéndose cada vez mayor el afán de llegar a un orden propio.
+Los criollos más ricos y prestigiosos, así como muchos nobles —no, por cierto, pobres aventureros ambiciosos de botín— y además muchos elementos del bajo clero, destacados intelectuales y artesanos, son elegidos ahora por las masas populares para formar parte de las juntas. Estas se hacen cargo del gobierno, si bien en nombre del legítimo y «muy amado» monarca Fernando VII, cautivo a la sazón. Esta fórmula se adopta para no asustar a las masas con la palabra de la franca sublevación contra España. En realidad, entre las gentes de más decisivo influjo impera ya el propósito de lograr la independencia. Casi sin excepción, los magistrados españoles pierden la cabeza, ceden aparentemente al principio, pero de manera inhábil tratan de derrotar con sus tropas el movimiento. Casi en todas partes la acción de resistencia acaba, ya en los primeros días o meses, con la expulsión de las autoridades españolas. El movimiento se consuma primero en Buenos Aires el año 1809, luego en Quito, más tarde en la Nueva Granada, o sea Colombia —y en particular el 20 de julio de 1810 en Bogotá—[198], en Venezuela, en el Alto Perú y Chile, en el Perú y por último en México y América Central. A pesar de las enormes distancias y en la imposibilidad de concluir acuerdos, la revolución se produce como por propio impulso, tiene en casi todos los sitios igual carácter y acontece, con diferencias escasas, al mismo tiempo, el año 1810, cuando la monarquía española se hallaba acéfala y la mayor parte de la metrópoli ocupada a causa de la directa intervención napoleónica.
+Mapa de la Nueva Granada (c. 1680)
+Pero, inmediatamente, la anterior falta de vida política se hace sentir en el hecho de que entre los patriotas —como se llamaban los partidarios de la revolución— empiezan a surgir rivalidades y odios y no consigue constituirse un poder central fuerte, capaz de salvar al país en aquella agitada situación. Cartagena, la fortaleza del Atlántico, no quiere someterse a Bogotá y levanta la bandera del federalismo, de la casi total independencia de los estados y provincias del país. Consecuencia de ello es la anarquía. La irreflexiva abolición de los tributos deja al gobierno falto de medios para la resistencia y le obliga a la funesta solución de emitir papel moneda. En el interior de Colombia el estado de Cundinamarca es el primero en darse una Constitución —primavera de 1811—, donde se reconoce todavía como rey a Fernando VII, pero bajo la sofística condición de que ejerza el gobierno desde Bogotá. Este ejemplo es imitado en casi todas las provincias. El 27 de noviembre de 1811 se suscribe el primer tratado federal, según el modelo de la Constitución de los Estados Unidos y lo firman cinco provincias, las «Provincias Unidas de la Nueva Granada», entre las que Cundinamarca no figura. Hacia el final de 1811 se proclama en Cartagena —11 de noviembre— y en Quito la total independencia de España.
+La regencia española había ordenado entre tanto —31 de agosto de 1810— el bloqueo de la costa de Venezuela y dado ya la señal de ataque. La propia naturaleza pareció querer oponerse a la insensata agitación de los patriotas. El día Jueves Santo de 1812 un espantoso terremoto destruyó muchas ciudades y pueblos de Suramérica. Cientos de personas que se encontraban en los templos quedaron enterradas entre las ruinas. Fácil resultó a los españoles interpretar este golpe del destino, para la masa fanática e ignorante, como una voz del cielo ante el ataque inferido al trono y a la metrópoli. Venezuela y poco después Ecuador, volvieron a perderse.
+En tanto que los jefes de las tropas españolas no juzgaban necesario cumplir la palabra dada a todos los patriotas que se entregaban, deportando y fusilando sin tregua para, como decía el general Monteverde[199], no tener que vigilar a los rebeldes ni cuidarse de su sustento, desatóse en Colombia una feroz guerra civil entre centralistas y federalistas, guerra que vino a desviar aún más de la causa de la libertad al quebrantado pueblo. Pero entre tanto llegaron de Venezuela a Colombia algunos patriotas exilados, entre los que se encontraba Simón Bolívar, que cambiaron algo la fortuna de las armas. A fines de 1812 Bolívar tomó las ciudades y pueblos del Bajo Magdalena, venció al enemigo cerca de Cúcuta con sólo cuatrocientos hombres y después de haberse elevado hasta mil los efectivos de su división, pidió permiso el 15 de mayo de 1815 ante el Congreso de Cartagena para emprender una campaña de liberación del país venezolano. Empezó, pues, aquella homérica expedición de la que ha dicho con justicia el historiador César Cantú[200]: «Con quinientos reclutas mal armados y peor vestidos extendió Bolívar por América la revolución, mientras que Bonaparte, al propio tiempo, apoyado en quinientas mil bayonetas dejó sucumbir la revolución en Europa».
+Simón Bolívar
+Ha llegado el momento de iluminar más de cerca la figura de Bolívar y de relatar los azares de su existencia. Simón Bolívar nació en Caracas, capital de la actual Venezuela, el 24 de julio de 1783. Venía de una noble familia y sus antepasados habían sido concejales de la ciudad. Siendo él de dos años de edad, murió su padre. Su madre le hizo recibir una instrucción relativamente buena consistente en lengua española, latín, matemáticas e historia, pero sin que el muchacho demostrara aplicación. A la muerte de la madre, su tutor, en 1799, lo envió a España con el fin de que completara su educación. Conoció allí bastante de cerca las intrigas de la Corte y empezó a estudiar con vivo interés, haciendo grandes progresos en la formación de su espíritu. En 1801 Bolívar marchó a Francia, donde se saturó de ideas republicanas y, muy en especial, de admiración por Napoleón Bonaparte, gran caudillo de una fuerte República. Después de algunos meses regresó de nuevo a Madrid, donde casó con Teresa Toro y Alayza[201]; acompañado de su excelente esposa se embarcó para la patria, lleno de felicidad y pletórico también de la esperanza de disfrutar de una idílica paz hogareña. En 1803 unas fiebres malignas le arrebataron a su esposa; con el fin de hallar distracción viajó nuevamente a Madrid y luego a París, donde fue testigo de la exaltación de Napoleón al trono imperial, cosa que le llenó de tristeza y de aversión al hombre por quien tan idólatra admiración había sentido. De continuo, durante aquellos viajes por Europa, pensaba en la liberación de su patria. En el Monte Aventino, en Roma, jura ante Simón Rodríguez[202], su acompañante y maestro, «libertar la patria o morir por ella». Después de haber visitado las principales ciudades de los Estados Unidos, [Bolívar] regresó, en 1806, a Caracas y se ocupó en la administración y mejor cuidado de sus numerosas y buenas fincas.
+En abril de 1810 fue uno de los decisivos paladines de la revolución y el gobierno provisional lo envió a Europa en misión diplomática, en especial con el fin de inclinar a Inglaterra en favor de la liberación de las colonias españolas. Allí recibió, sin duda, buen consejo y palabras de adhesión, pero ninguna clase de apoyo efectivo. Vuelto a Venezuela con el barco lleno de armas, Bolívar obtuvo los primeros laureles militares, como coronel de los patriotas, en la represión del alzamiento de la ciudad de Valencia. Por entonces tuvo lugar el funesto terremoto que hemos mencionado. Díaz[203], historiador leal a la Corona, relata que pocos minutos después de la catástrofe pasó por la iglesia de la Trinidad, de Caracas y vio por allí a un hombre que en mangas de camisa y con sangre en el rostro salía de entre las minas. Díaz le gritó: «¡Mira, rebelde, cómo hasta la naturaleza se pone en contra de vuestros malos propósitos!». A lo que Bolívar, pues él era el que se había salvado entre los escombros, repuso de esta manera: «Si la naturaleza misma se nos opone, pelearemos contra la naturaleza; si los hombres se nos enfrentan, pelearemos contra los hombres y si…». La horrible blasfemia que siguió —añade Díaz— no quiero repetirla aquí.
+La nana de Bolívar
+A consecuencia del terremoto [inició su declinación política en] Venezuela el noble caudillo de los patriotas, Miranda[204]. La historia acusa a Bolívar de, por rivalidad, no haber hecho todo lo posible para la salvación de la patria y hasta de haber tomado parte personalmente en el apresamiento de Miranda por oficiales republicanos, con lo que el patriota fue a caer en poder de los españoles, muriendo en Cádiz después de cuatro años de prisión.
+Bolívar, gracias a la recomendación de un amigo español, pudo escapar de Venezuela y llegar hasta Cartagena, donde emprendió su campaña del Bajo Magdalena y hacia tierras venezolanas contra seis mil veteranos españoles. Ya no era posible volverse atrás, pese a que la Constitución Española de 1812 concedía a la población blanca de las colonias iguales derechos que a la peninsular. En fogosas palabras se dirige Bolívar a los venezolanos ansiosos de libertad:
+Soy uno de vosotros; arrancado prodigiosamente por el Dios de las misericordias de manos de los tiranos que nos agobian, vengo a redimiros del duro cautiverio en que yacéis… Prosternaos delante de Dios omnipotente y elevad vuestros cánticos de alabanza hasta su trono, porque os ha restituido el augusto carácter de hombres.
+El 15 de junio de 1815 dio en Trujillo aquel terrible decreto en que declara guerra a muerte a los españoles. Irritado por sus actos crueles y sus infidelidades, les manifiesta que no habrá perdón para español ninguno y que todos los que caigan en sus manos serán degollados sin piedad: «Americanos —dice al final de su proclama—, contad con la vida, aun cuando seáis culpables. Españoles y canarios, contad con la muerte, aun cuando seáis inocentes».
+Y estas amenazas se cumplieron. No se hicieron cautivos. En la batalla de Mosquitera fueron matados en revancha los dos mil quinientos españoles que allí habían peleado, sin excluir a los heridos. En tres meses el pequeño ejército de Bolívar había recorrido doscientas cincuenta leguas y librado quince batallas. El 6 de agosto de 1813 Bolívar hizo su entrada a Caracas sobre un carro tirado por doce doncellas. El tigre de las batallas se acreditó de magnánimo vencedor. El 14 de octubre fue nombrado capitán general y se le otorgó el título perpetuo de Libertador con inherentes poderes dictatoriales.
+Pero entonces se tomó el destino. Fernando VII había regresado a su país. Napoleón se hallaba derrocado, España era ya libre. El falso y suspicaz monarca que, llenó de ideas despóticas anuló por un golpe de Estado la liberal Constitución de 1812, exigía la incondicional sumisión de las colonias bajo su real autoridad. Le apoyaron los gobiernos reaccionarios de Europa, que prohibieron los envíos de armas a Suramérica. Los españoles llamaron en su auxilio a los aguerridos llaneros de Venezuela y Colombia, prometiéndoles la entrega de los bienes pertenecientes a los patriotas. Se desencadenó una lucha feroz y llena de alternativas. Corrieron raudales de sangre. Al ocupar los españoles en San Mateo el edificio donde se hallaban los depósitos de pólvora del Ejército republicano, el heroico Ricaurte[205] hizo volar la casa, quedando allí enterrado junto con sus enemigos. Bolívar triunfó en Carabobo, pero fue vencido en Puerta y Aragua de Barcelona por el general español Boves[206] y allí se inmolaron tres mil setecientas personas de ambos sexos y de todas las edades, además de setecientos treinta patriotas que se hallaban heridos. A estos golpes se sumó la rivalidad de los jefes militares, que inutilizó victorias como la de Maturín, donde los patriotas se impusieron contra fuerzas seis veces superiores.
+Venezuela perdióse nuevamente. El Libertador se embarcó decepcionado para Cartagena. Allí le esperaba una triste noticia. Bogotá no había querido reconocer la nueva Constitución; se hacía inevitable una guerra civil. Bolívar debió someter la ciudad [de Cartagena]. Con dos mil hombres se dirigió otra vez a la costa para atacar nuevamente a los españoles. Pero sus fusiles no pasaban de quinientos, mientras que Cartagena contaba con abundantes pertrechos. Por rivalidad frente al gobierno federal y frente a Bolívar, que tenía en aquella ciudad enemigos mortales, Cartagena negó al Libertador los necesarios auxilios. Indignado por tal proceder, Bolívar acometió imprudentemente la ciudad con la fuerza de las armas y la sitió durante un mes con sus tropas, desmoralizadas por la fiebre, el hambre y la falta de equipo y vestuario. Esta guerra civil costó más víctimas que lo que valían los auxilios solicitados por Bolívar. Tal aturdimiento y obcecación tomaría venganza con el tiempo.
+El general español Morillo[207] había llegado a América con 56 navíos, trayendo 10.800 hombres, buena tropa de refresco, además de 4.200 soldados de infantería de marina, y comenzó a cercar a Cartagena después de que Bolívar, a quien no se quiso dejar ir contra los españoles, había entregado sus tropas al gobierno republicano y se había embarcado para Jamaica. Durante ciento ocho días resistió Cartagena. Todos los objetos de cuero, todo el calzado habían sido comidos por la sitiada guarnición; la ciudad era un montón de ruinas; de 18.000 habitantes, 6.000 habían muerto. El 6 de diciembre de 1815 hubo de rendirse la Ciudad Heroica. Algunos cientos de patriotas fueron atraídos a la ciudad con la promesa de una amnistía y, una vez allí, los mataron.
+En el interior de la República miraron cruzados de brazos esa destrucción de la ciudad de Cartagena. Hundióse el ánimo de los patriotas, las ideas de la reacción fueron ganando terreno y se dejó a la opción del presidente entrar en negociaciones con los españoles. Sin particulares dificultades, Morillo, el Pacificador, sometió al país.
+Si Morillo hubiera mantenido su promesa de perdonar a los patriotas, entonces las colonias, cansadas de anarquía y de los malos resultados prácticos de la independencia, se habrían mantenido unidas a la metrópoli. Pero Morillo quería ser el duque de Alba de Suramérica. Suya era esta declaración: «Para subyugar a las provincias rebeldes sólo existe un medio: hay que arrasarlas, lo mismo que en la Conquista». Así empezó una serie de crueldades sin igual en la historia. En Colombia fueron muertos entonces, por lo menos, unos siete mil patriotas. Después de caer Bogotá en manos de los españoles —16 de mayo de 1816—, fueron fusiladas allí ciento treinta y cinco personas, la mayor parte gentes de alta estima por su ilustración, contándose también entre ellas algunas mujeres. Al sacrificio de estos mártires hay que agregar un gran número de exilados y deportados, entre ellos noventa y cinco sacerdotes; muchos fueron enviados a la selva o tuvieron que trabajar en la construcción de caminos, sucumbiendo a las privaciones. Confiscáronse los bienes de los republicanos y a las mujeres de estos se las hizo objeto de toda clase de ignominias. Fue cierta la frase de Zea[208]: «El océano que separa ambos mundos no es tan grande como el odio que dividió a los dos pueblos». Al colmarse aquella dura prueba de infortunio se comenzó a elevar de nuevo el sentido patriótico.
+Bolívar no había permanecido inactivo en Jamaica[209]. Entre otras cosas, pudo escapar al puñal de un asesino pagado. El 30 de marzo de 1816 emprendió desde allí, con siete barcos, una nueva expedición sobre la costa venezolana. La formaban sólo doscientos cincuenta hombres, los más de ellos oficiales colombianos. Al principio le fue adverso el dios de la guerra, pues faltaba armonía entre los jefes, de modo que en 1817 tuvo que hacer ejecutar a uno de ellos, Piar[210], para evitar que cundiera la indisciplina. Mientras la fortuna en la lucha se presentaba todavía indecisa, Bolívar, lleno de inquebrantable fe en el triunfo de su causa, comunicó a los granadinos el 15 de agosto de 1818 que pronto correría a liberarlos. El 20 de noviembre declaró la independencia de la República de Venezuela, organizó el gobierno civil y convocó a los patriotas a elecciones para un congreso que había de deliberar en Angostura. Este congreso se reunió a principio del año 1819. Allí depuso Bolívar su poderes, mas, a ruego especial de los diputados, se le invistió de nuevas e ilimitadas facultades. Ya llegaban los primeros mil doscientos hombres de las tropas reclutadas en Inglaterra, especialmente en Irlanda y que formaban la llamada «Legión Británica», la «Legión Irlandesa» y el «Batallón Albión», que luego, con un efectivo total de cinco mil hombres habrían de combatir valientemente en favor de la independencia.
+Unánimemente fue aceptado el plan del Libertador de atacar al enemigo en la propia Colombia. Dos mil colombianos a las órdenes de Santander[211] —entre ellos mil llaneros— y mil venezolanos fueron reunidos con los contingentes británicos. Tratábase, nada menos, que de avanzar a través de los Llanos completamente inundados y ascender, pasando por las cordilleras coronadas de nieve, a las altiplanicies, de casi 9.000 pies de altura, de Tunja y Bogotá, donde aguardaba a los atacantes un bien pertrechado y disciplinado Ejército español compuesto por tres mil infantes y cuatrocientos jinetes. No hay pluma capaz de describir las penalidades sufridas por los patriotas en esta marcha a través de las regiones tropicales cruzadas por corrientes de agua, donde ya los caballos resultaban inservibles, para subir luego por los heladores pasos andinos. La hazaña de Aníbal[212] en los Alpes sería aventajada por esta. No ha surgido todavía un Tito Livio[213] capaz de ensalzar dignamente la expedición. Nunca aparecióse el Libertador más activo y grande que cuando se trataba de reunir a los rezagados y de allegar nuevos auxilios.
+Una vez en la altiplanicie, el Libertador, mediante audaces y geniales movimientos militares y una marcha de flanco llena de peligros, supo introducirse entre el ejército español y la ciudad de Bogotá, para, el 7 de agosto de 1819, ofrecer batalla en el puente de Boyacá, terreno desfavorable al general Barreiro[214] al mando de los realistas. Terrible fue el encuentro de los tres mil quinientos veteranos españoles y los dos mil patriotas. Mas a las pocas horas hubieron de rendirse los mil seiscientos españoles que quedaban. Un oficial llevó a Bogotá la noticia de la derrota, y las autoridades españolas entregaron a toda prisa la ciudad, dejando incluso una suma de 700.000 dólares en la Casa de la Moneda. Ya el 10 de agosto de 1819 entró Bolívar en Bogotá, a la cabeza de sesenta llaneros, bajo una verdadera lluvia de flores. Había terminado la «Campaña de los setenta y cinco días».
+Después de asegurar Bolívar la continuidad de su victoria, dirigióse a Caracas con el fin de aplacar allí las contiendas entre los republicanos, cosa que esta vez le fue posible. Ante el Congreso de Angostura relató personalmente su campaña y, como única recompensa, solicitó el permiso de retirarse a la vida privada hasta el día en que la patria volviera a necesitarlo de nuevo. Pidió al propio tiempo la creación de una gran República consistente en la Nueva Granada y Venezuela. El 17 de diciembre de 1819 se promulgó la ley fundamental para esta república, denominada la Gran Colombia, eligiéndose a Bolívar como su primer presidente.
+Pero faltaba todavía mucho para la liberación del país. Había que traer armas del extranjero, satisfacer a los numerosos acreedores de la recién creada República y obtener nuevos recursos monetarios. Sólo unos siete mil quinientos republicanos se oponían a las tropas escogidas de los españoles, compuestas por unos diecinueve mil hombres. Pese a las protestas de los ciudadanos libres, Bolívar hizo alistar cinco mil esclavos en las filas del Ejército. Siendo iguales ante la ley y el derecho, debían serlo también ante el peligro y dar su sangre como compensación por el recién logrado honor de la ciudadanía. Sumamente favorable a las colonias fue la circunstancia de que el día de Año Nuevo de 1820 se alzaron en Cádiz, con Riego y Quiroga[215], las tropas destinadas a embarcar para América, exigiendo la vigencia de la Constitución de 1812.
+Quinta de Bolívar en Bogotá
+Tras nuevas luchas, el 26 de noviembre de 1820 se inició una tregua de seis meses entre Bolívar y Morillo, así como un tratado para que la guerra se hiciera dentro de una mayor humanidad. Morillo manifestó el deseo de conocer personalmente a su valeroso adversario, y, en efecto, tuvo lugar una entrevista entre el «Libertador» y el «Pacificador», en la que ambos se abrazaron según el caballaresco uso español. Un año después de la proclamación de la República de Colombia, Morillo abandonó desalentado el continente americano, donde tanto duelo y desolación extendiera.
+Bolívar no dejó expirar el plazo de la tregua y anunció al general español la reanudación de las hostilidades. El 24 de junio de 1821 dio con seis mil hombres la segunda batalla de Carabobo, cuya victoria se alcanzó principalmente por los ataques de la caballería efectuados por el invencible general Páez[216]. En tanto que este último sometía enteramente a Venezuela, de manera que el 15 de noviembre de 1823 dejaban los últimos españoles el suelo entonces colombiano, Bolívar ponía por obra su grandioso plan para la liberación del Perú. El héroe de la lucha argentina de independencia, el «Protector» San Martín[217], atacó a los españoles en el sur del Perú, de manera que estos no pudieron hacer frente al propio tiempo a las tropas de Bolívar que se acercaban por el norte. Avanzando por el Valle del Cauca, libró Bolívar el 7 de abril de 1822 la victoriosa, pero extraordinariamente sangrienta batalla de Bomboná, en la que el número de muertos y heridos superó al de los vencedores. El mariscal Sucre[218] triunfó, por su parte, en la falda del volcán Pichincha, de modo que en virtud de estas dos batallas quedó liberado todo el sur de Colombia. El actual Ecuador se incorporó como tercer miembro a la República de Colombia; esta fue reconocida oficialmente poco después por los Estados Unidos.
+El primero de septiembre de 1823 entró Bolívar en Lima, capital del Perú y allí le fueron conferidos los máximos poderes, cosa tanto más necesaria por cuanto dos presidentes republicanos se estaban hostilizando violentamente sin reparar en los veintidós mil hombres de las tropas españolas que se les enfrentaban. La irritación ante la traición flagrante de aquellos hombres, que negociaban secretamente con los españoles, la necesidad de acabar con ellos, aparte de algunas malas noticias, postraron en el lecho a Bolívar. Pero, en medio de su gravedad, hubo de contestar a uno de sus amigos, que le preguntó qué pensaba hacer en tal situación: «¡Triunfar! Dentro de tres meses estaré en Potosí». En Potosí, o sea muy lejos, junto a la frontera meridional del Perú. Como ya antes le ocurriera, el Libertador fue tenido por loco en vista de tales aspiraciones. Pero él era el hombre capaz de llevar a término el plan concebido.
+General Páez, 1790-1873
+Con su Ejército emprendió una marcha de doscientas leguas hasta el llamado Alto Perú, sobre los Andes, con el propósito de enfrentarse allí al enemigo. El 6 de agosto de 1824 tuvo lugar la batalla de Junín, en la que novecientos jinetes republicanos se batieron contra mil doscientos jinetes realistas. No se disparó un tiro. Sólo se escuchaba el golpe de las lanzas y el blandir y chocar de los sables. Esta victoria fue sellada por la que en Ayacucho obtuviera el noble Sucre, mano derecha de Bolívar. En ella fue donde el joven general Córdova[219] dio la famosa voz de mando: «¡Adelante la División, armas a discreción y paso de vencedores!». Todos los mariscales y generales realistas, dos mil hombres y mucho botín cayeron en manos de los vencedores; mil ochocientos españoles quedaron en el campo de batalla. Ya en abril de 1825 se cumplió la visión del Libertador de que un día habría de clavar la bandera de la libertad en la cima nevada del Potosí.
+A principios de agosto de 1825, las antiguas tierras del Alto Perú declararon su independencia y el 11 de agosto tomaron el nombre de Bolivia en señal de agradecimiento al Libertador. A este Estado, creación suya, dio Bolívar una constitución, el llamado «Codex Bolivianus», que contiene su credo político. Según él, el país debería ser gobernado por un presidente elegido con carácter vitalicio y que gozaría de inmunidad, debiendo él mismo designar a su substituto y sucesor. Tres cámaras, elegidas por sólo una décima parte de los ciudadanos, constituirían el poder legislativo.
+A causa de esta obra se distanciaron de Bolívar muchos republicanos que se preguntaban si para llegar a tal resultado merecían haberse hecho tan grandes sacrificios. En vano acarició Bolívar planes encumbrados y en vano convocó a Panamá el 22 de junio de 1825 un congreso diplomático para crear una unión de todos los Estados americanos del Centro y el Sur, o sea los Estados Unidos de Suramérica. El fracaso de estos proyectos, así como las sospechas que suscitaron, fueron haciendo palidecer poco a poco el alto prestigio del Libertador. No hay duda tampoco de que fue funesta para él la permanencia en Lima, donde se le nombró protector vitalicio del Perú, así como las muchas lisonjas y testimonios de aplauso, y el ilimitado poder que ejerció durante cinco años. Sólo tras largos titubeos logró evadirse de aquella seducción. Partió entonces a Bogotá, donde se hicieron magníficos preparativos para tributarle un digno recibimiento. Cuando uno de los altos magistrados que a caballo salieron a su encuentro le hablaba de Constitución y de Ley en el discurso de salutación, Bolívar puso espuelas a su caballo y se alejó de allí. Esto, según me contaron, dejó una muy mala impresión.
+En el interior de Colombia los partidos se hacían guerra del modo más violento. Unos deseaban un fuerte poder central y militarista ejercido por Bolívar, así como el mantenimiento de la unidad de toda Colombia frente a las ya incipientes veleidades de escisión; otros veían como única solución una federación de estados con relativa independencia de los distintos miembros; otros, en fin, deseaban instaurar una monarquía. La cuestión religiosa, además, constituía una manzana de discordia, pues, mientras los unos querían declarar oficial la religión católica, los otros aspiraban a proclamar la libertad de confesión. El Ejército se hallaba corrompido, agotado el tesoro, perdido el crédito.
+José María Espinosa, abanderado en las guerras de Independencia (1796-1883)
+Bolívar se había hecho atribuir poderes extraordinarios, que le fueron retirados por el Congreso Federal en su sesión del 8 de abril de 1826. Bolívar fue abiertamente acusado de abrigar planes ambiciosos. Estas encontradas posiciones vinieron a estallar en la Convención de Ocaña —9 de abril de 1827—, donde los federalistas tenían mayoría. Cuando, después de acordada la revisión de la ley fundamental, fue adoptado el sistema federativo, la minoría, que estaba integrada por partidarios de Bolívar, abandonó el Congreso y determinó así la incapacidad de este para resolver. Por todas partes actuaban los agentes de Bolívar y exigían se anularan las resoluciones de la Convención y la entrega del poder dictatorial al Libertador. Manifestaciones públicas en tal sentido celebráronse en Bogotá y en más de la mitad de los lugares y pueblos de la República. Infelizmente, Bolívar cedió a estos estímulos y publicó en agosto de 1828 una proclama en la que instituía la dictadura del «Libertador Presidente», al que secundarían seis ministros. Aconteció esto en un momento en que los bolivianos rechazaban ya el «Codex» del Libertador, le retiraban el título de presidente vitalicio y se sustraían a su influjo.
+Despertó en Bogotá aquel espíritu que veía en Bolívar un César. Y empezó a tramarse una conspiración en la que figuraban especialmente elementos extranjeros, revolucionarios franceses y probablemente también algunos españoles. Por miedo a ser descubiertos, los conjurados se decidieron ya el 25 de septiembre de 1828 a llevar a efecto su siniestro plan, el asesinato de Bolívar. Un grupo de artilleros, doce civiles y los conjurados asaltaron el palacio a las once de la noche, mataron a los guardias y se precipitaron al dormitorio de Bolívar. Pero este se deslizó por la ventana a la calle y fue a esconderse bajo el arco del pequeño Puente del Carmen. (A menudo, no sin una cierta emoción, he pasado de noche sobre ese puente, evocando aquel hecho, no ciertamente heroico, del Libertador). Los conjurados salieron corriendo y gritando por todas las callejas: «¡El tirano ha muerto!». Pero los regimientos leales se habían adueñado ya de la ciudad, apresando a los amotinados. Bolívar salió de debajo del puente y fue aclamado con entusiasmo por el pueblo. Su venganza fue sangrienta. Trece conjurados, entre ellos varios altos oficiales, fueron pasados por las armas; a los otros acusados se les encarceló o deportó. Hasta el general Santander, vicepresidente de Colombia durante largos años, que había administrado muy bien el país durante la ausencia de Bolívar y le había enviado ayudas al Perú, fue condenado a muerte y luego [su pena le fue conmutada por el destierro], pese a que en la opinión de casi todos los colombianos era por completo inocente.
+Bolívar, a consecuencia de la conjuración de septiembre, se hallaba moralmente aniquilado; el abismo entre sus partidarios y sus enemigos parecía ya insalvable; el poder militar se reforzaba a costa del civil; la desconfianza en su política era cada vez mayor. Los peruanos declararon la guerra a los colombianos, atacando a su Libertador; si bien fueron rechazados y recibieron en Tarqui —27 de febrero de 1829— el adecuado castigo.
+Cansado ya de tanta decepción, Bolívar pensó en la necesidad de buscar el apoyo de alguna potencia extranjera. Pero sus ministros fueron todavía algo más lejos y concibieron el plan de instaurar en Colombia una monarquía, pensando en primer lugar en un príncipe de la Casa de Borbón (!). Consultaron confidencialmente a los representantes diplomáticos de las distintas naciones y la respuesta fue aprobatoria. El propio Bolívar se declaró abiertamente en contra del plan. ¿Quién iba a ser el monarca, dado que los ingleses no se hallaban dispuestos a transigir con un Borbón? Aristocracia, no la había; los toscos generales, que en su mayor parte procedían de las clases de tropa, hubieran resultado ridículos en el papel de cortesanos. La opinión del pueblo estaba dividida; la mayoría entendía que la independencia no se había conquistado para cambiar una dinastía por otra, mientras los demás veían en la monarquía la única forma de gobierno con garantías de solidez. Bolívar escribió a sus ministros: «A los representantes del pueblo les compete regir los destinos de Colombia y determinar los medios y caminos para lograr su grandeza. A mí me compete someterme a su voluntad, cualquiera que ella fuere. Esta es mi invariable resolución». La respuesta no es clara ni suficientemente concreta. Puede entendérsela como una ambigüedad o como una franca repulsa. ¿Estaba Bolívar mezclado en aquel plan o lo había inspirado él mismo? Sólo después hablará en tono más enérgico a sus ministros, que querían dimitir a causa del fracaso de sus planes: «Si algún día un trono se levantase en Colombia o en cualquiera parte de América, la primera espada que saltaría de la vaina para combatirlo, sería la de Simón Bolívar». Acerca de estas transformaciones de Bolívar sigue imperando todavía una cierta oscuridad, que yo no conseguí esclarecer después de realizar en Bogotá diferentes pesquisas. Según una fuente propicia a Bolívar, el sueño de este hubiera sido un régimen centralista, unitario y fuerte, pues tanto la monarquía como la libre federación de Estados le parecían soluciones imposibles.
+Llegamos ya al último acto de la dramática, trágica trayectoria del Libertador. La gran República de Colombia se había convertido en un insostenible ente estatal. No ofrecía suficiente margen de acción al ambicioso afán de tantos generales. Ya hacía mucho tiempo que Páez había mostrado en Venezuela antojos de separación. Ahora blasonaba con el anuncio de que iba a liberar a Colombia de sus opresores y hasta amenazaba con la guerra. De Venezuela llegaban numerosos requerimientos en el sentido de separarse de Colombia ese Estado, no reconociendo ya la autoridad de Bolívar. Como este no salía adelante con el propósito de llegar, todavía en vida suya, a una disolución de Colombia dentro de un espíritu conciliatorio, decidió retirarse de la actividad pública. Mas para demostrar que eran falsas las intenciones monárquicas que se le habían imputado, le importaba mucho ser reelegido presidente bajo la nueva Constitución, que había sido concluida el 3 de mayo de 1830, pues sólo de mala gana estaba dispuesto a abandonar aquella magistratura. Para gran dolor suyo, empero, se eligió otro presidente[220] y al Libertador se le hizo saber que haría mejor en salir de Colombia. Por unanimidad acordó el Congreso asignarle una pensión anual de 30.000 dólares, de la que Bolívar, por desgracia, había menester, porque él, millonario antes de la guerra, no disponía ahora de dinero ni siquiera para dirigirse al exilio. El 8 de mayo partió el Libertador para la costa.
+Desesperado de la salvación de la patria, se lamenta de este modo: «Yo creo todo perdido y la patria y los amigos sumergidos en un piélago de calamidades… Los tiranos de mi país me lo han quitado y yo estoy proscrito».
+En la costa fue mudo y triste testigo de la descomposición de su obra. El 22 de septiembre de 1830 Venezuela se declaró República independiente. Poco después siguió el Ecuador[221], pero este, por lo menos, ofreció asilo al Libertador y le honró públicamente. En contra de su promesa, Bolívar no abandonó el territorio colombiano, lo que dio a sus difamadores ocasión para nuevas sospechas. Pero por mucho que todo pareciera desafiarle a un último combate, por mucho que le hostigara su misma patria, Venezuela, declarándole fuera de la ley y pidiendo su expulsión de Colombia, por mucho, también, que se le instaba desde Bogotá para que regresase, Bolívar supo resistir a la tentación. Enfermó y su enfermedad tomó caracteres alarmantes. De Santa Marta se retiró a la Quinta de San Pedro Alejandrino, donde le brindó albergue el hospitalario caballero don Joaquín de Mier[222].
+En la lucha de los partidos se produjo súbitamente una religiosa calma al circular por todo el país, con rapidez increíble, la noticia de la muerte del Libertador. El 17 de diciembre de 1830, el mismo día en que once años antes había visto coronado su sueño con la fundación de Colombia, el mismo día en que hacía diez años dejara el país Morillo, su más feroz adversario, exhalaba Bolívar su último suspiro en la cálida costa colombiana. Las postreras palabras de su testamento rezan así: «Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro».
+El deseo del Libertador no se ha cumplido. Su muerte no desarmó las pasiones. Sólo en un sentimiento se hallan hoy unidos los suramericanos, el sentimiento de la gratitud hacia su gran héroe, Bolívar. Ya en 1832 sus cenizas fueron llevadas con gran pompa a Caracas y en muchas ciudades de Suramérica y hasta en el Parque Central de Nueva York, se levanta su estatua. Su nombre figura en París en el Arco del Triunfo[223]. La exaltación, más, la divinización del héroe de la guerra de Independencia se manifestó especialmente hace poco con ocasión de celebrarse el centenario de su nacimiento el 24 de julio de 1883. La hondura de los sentimientos expresados, particularmente en Colombia y Venezuela, sorprendía a cualquier observador. Esa divinización tiene también, por descontado, su aspecto negativo. La figura histórica de Bolívar va cediendo sitio a un personaje romántico; la realidad no puede ya luchar contra la leyenda. Si bien los documentos relacionados con Bolívar se han reunido en veintidós volúmenes y en dos volúmenes una parte de su correspondencia, si bien han aparecido ya diferentes biografías del Libertador, todavía queda mucho que aclarar acerca de su vida, y la historia no ha llegado a emitir un juicio definitivo sobre él.
+Bolívar era de mediana estatura, seco y nervudo, las campañas le habían tostado la tez y disipado el color de las mejillas. Su rostro era ovalado; sus ojos, extraordinariamente vivos y penetrantes, destellaban fuego; una recia nariz aguileña, una ancha frente, una boca ligeramente contraída, daban atractivo e interés a su semblante; en el trato común era alegre y franco; amigo de fiestas y regocijos, no perdía, sin embargo, la mesura.
+Poseía Bolívar una fogosa fantasía y al escribir lo hacía con magníficas imágenes, que todavía hoy nos fascinan. Mayor aún que su imaginación era su voluntad; él fue la voluntad personificada de la guerra de Independencia. Sólo a su férreo tesón resultaba posible vencer a más de cuarenta mil soldados españoles, tropa excelente y con buenos mandos, cosa que realizó por todos los medios, unas veces humanamente, otras con ferocidad. Sus acciones bélicas nos sobrecogen frecuentemente y en aquella proclama en que declara a los españoles la guerra a cuchillo, vemos, desgraciadamente, un extravío de la humana razón, que sólo las circunstancias hacen disculpable.
+Bolívar, al igual que todos sus conciudadanos, era orgulloso y de suma altivez. Especialmente en su juventud aquel orgullo, junto con la envidia, le llevó a cometer errores que afectaron algo su vida, intachable y limpia en todo lo demás. También sabía dominarse, su rivalidad y celos frente a los compañeros de lucha se equilibraban por una gran fidelidad de amigo, por su generosidad y abnegación.
+Como ciudadano es Bolívar incomparable. «Prefiero el título de Ciudadano al de Libertador, porque este emana de la guerra, y aquel emana de la leyes. Cambiadme, Señor, todos mis títulos por el de buen ciudadano». Sus virtudes de ciudadanía resplandecen en el hecho de que en la administración de dineros públicos, no sólo fuese económico y parco sino que además procediese con gran rigor y que al cabo de catorce años de mando en Colombia y Perú hubiera de morir pobre, después de haber ofrendado a la patria en momentos críticos todo cuanto poseía, riqueza y gloria.
+En su pensamiento religioso era Bolívar muy libre y rendía un cierto culto a la divinidad; respetaba la religión católica y como fiel católico murió.
+Bolívar está considerado como uno de los hombres más dotados para la organización. Como soldado acreditó una asombrosa tenacidad y constancia y como jefe le distinguía una rara paciencia, hallándose al propio tiempo devorado de aquel sagrado fuego que todo lo arrebata. Era singular su prudencia para elegir a los subordinados y colocarlos en el cargo conveniente. Sus soldados lo idolatraban.
+La plaza de Bolívar con la estatua del Libertador, 24 de julio de 1883
+Más discutido que en ningún otro aspecto lo es Bolívar en su calidad de estadista. Odia los pequeños negocios administrativos, aborrece el escritorio y no llega a comprender los mezquinos celos, intrigas y enredos de los políticos de profesión. Particularmente en la primera época de su carrera política, Bolívar habla el severo lenguaje de la democracia: «Tan sólo el pueblo conoce su bien y es dueño de su suerte, pero no un poderoso, ni un partido, ni una fracción. Nadie, sino la mayoría, es soberana [y dueña de su destino]. Es un tirano el que se pone en lugar del pueblo y su potestad usurpa». Dos grandes prototipos trataba Bolívar de juntar en sí: el de Washington[224] y el de Napoleón. Admirando a ambos, al segundo de estos lo imitó más que al primero. En toda su concepción política se ve demasiado al militar. Aspira sobre todo a un gobierno fuerte, por lo cual descuida el elemento civil y se halla más que dispuesto a poner mano al sable. De vencido pasó a vencedor, y vencedor quiso quedar en la política. Él, que tan a menudo disfrutó de poderes extraordinarios, desea, sin embargo, servir a su patria; pero al propio tiempo desea mandarla siempre, dominarla siempre, sin dejar sitio a otros. Las decepciones que como hombre de Estado hubo de sufrir provenían del desprecio de una ley: que el dominio de una sola persona, por bien inspirada que esta se halle, actúa al fin de forma opresiva y se siente como una carga. Las decepciones mencionadas no tienen, pues, su origen en acontecimientos externos, ni tampoco en el difícil carácter de sus compatriotas, sino, sobre todo, en sus propias faltas. Él mismo, al reaccionar contra la libertad, fue quien más perjudicó su obra. Bolívar, personificación de una ambición noble y magnánima, pero insaciable, puso demasiadas veces a prueba su popularidad. Fatigó a la suerte y hubo de hundirse en la pesadumbre.
+Simón Bolívar
+Mas Bolívar, que con su genio rompió el letargo de tres siglos, se alza dignamente junto a los grandes caudillos de la antigüedad y de los tiempos modernos, pues él devolvió el derecho de la libre determinación a países que, con una extensión de cinco millones y medio de kilómetros cuadrados, albergan hoy a más de diez millones de seres. Vendrán nuevos siglos y se convertirán en una apoteosis del gran Libertador de pueblos.
+[189] La Nueva Granada se segregó en 1563 del Virreinato del Perú [como una Presidencia], y en 1719 se la elevó a Virreinato independiente, reduciéndola otra vez a Presidencia el año 1724. Hasta 1740 no fue el Virreinato su definitiva forma de gobierno [en los tiempos de la Colonia].
+[190] El presbítero Federico Cornelio Aguilar (1834-1887), viajero y cronista de la orden, dedicó su vida a la docencia y al periodismo. Vivió fuera de Colombia durante más de 20 años y en sus crónicas, reunidas en su obra Colombia en presencia de las repúblicas hispanoamericanas (1884), comparó al país con aquellos por los que viajaba, incorporando, a la manera de Salvador Camacho Roldán, el análisis comparado con diferentes estadísticas y observaciones en el contexto latinoamericano (véase: Rodríguez Gómez, Juan Camilo, 1999, «La literatura de viajes como fuente histórica: aproximación a las observaciones políticas de los viajeros colombianos en Venezuela», Historia crítica, 16, 61-80).
+[191] Se refiere a la obra The History of America (1777) del historiador escocés William Robertson (1721-1793).
+[192] Antonio Nariño y Álvarez del Casal (1765-1823), ilustrado neogranadino que ocupó varios cargos oficiales antes y después de ser condenado y encarcelado varios años por la traducción del francés de la Declaración de los derechos del Hombre en 1793. Promotor de tertulias políticas y literarias, publicó en Bogotá el periódico La Bagatela. Lideró la facción centralista de los movimientos independentistas.
+[193] Napoleón Bonaparte (1769-1821) político y militar corso, autoproclamado emperador de los franceses y rey de los italianos.
+[194] Carlos IV (1748-1819) reinó en España entre 1788 y 1808.
+[195] Manuel Godoy y Álvarez de Faria (1767-1851), primer ministro de Carlos IV en dos periodos entre 1792 y 1808.
+[196] Jean-Andoche Junot (1771-1813), duque de Abrantes, comandante del Ejército napoleónico que invadió Portugal, en donde fue nombrado gobernador y recibió en ducado.
+[197] Fernando VII (1784-1833) reinó en España entre marzo y mayo de 1808, al ser derrocado por José I de Bonaparte (1768-1844) entre junio de 1808 y diciembre de 1813, y luego de 1813 hasta su muerte en 1833.
+[198] El virrey Amar es nombrado al principio presidente de la Junta de Gobierno que se nombra en Bogotá la noche del 20 al 21 de julio, pero ya el día 25 es apresado por el pueblo y expulsado del país el 15 de agosto.
+[199] Juan Domingo de Monteverde y Ribas (1773-1832), militar y administrador colonial español que reconquistó el gobierno de Venezuela en 1812, para ser derrotado por Simón Bolívar y su ejército a finales de 1813.
+[200] Cesare Cantù (1804-1895), historiador y escritor italiano, autor de una Historia universal en 35 tomos (1838-1846).
+[201] María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza (1781-1803), primera y única esposa de Simón Bolívar, que murió de fiebre amarilla en Caracas a sus 22 años, apenas 8 meses después de su matrimonio.
+[202] Simón Narciso de Jesús Carreño Rodríguez (1769-1864), educador venezolano que se exilió con el seudónimo de Samuel Robinson.
+[203] José Domingo Díaz (1772-1834), cronista y político venezolano, licenciado en filosofía y doctorado en medicina, inspector general de los hospitales de Caracas y opositor al movimiento patriota. Autor de la obra Recuerdos de la rebelión de Caracas (1829).
+[204] Francisco de Miranda y Rodríguez (1750-1816), militar, político y viajero humanista venezolano, formado en los ejércitos español y francés, se integró a la élite europea y norteamericana en batallas y salones. Comandó el Ejército venezolano y es considerado el precursor de la emancipación americana y de la idea de la Gran Colombia, término que Miranda acuñó en honor a Cristóbal Colón.
+[205] Antonio Ricaurte Lozano (1786-1814), militar neogranadino, nieto por línea materna de Jorge Miguel Lozano de Peralta y Caicedo (1731-1793), marqués de San Jorge. Ricaurte se unió al ejército libertador de Venezuela y, dice la leyenda que, en 1814, en la hacienda San Mateo —de propiedad de Bolívar—, al ver que los españoles tomarían el depósito de municiones patriotas, el neogranadino tomó la decisión de prender fuego a la pólvora inmolándose en el acto, volando por los aires. En un gesto nacionalista paradójico, la Fuerza Aérea Colombiana adoptó a Ricaurte como símbolo de la aviación militar y condecora a sus miembros destacados con la Orden del Mérito Aeronáutico Antonio Ricaurte.
+[206] José Tomás Boves de la Iglesia (1782-1814), militar y caudillo popular español en Venezuela.
+[207] Pablo Morillo y Morillo (1775-1837), marino y militar español, comandante de las batallas de la reconquista de la Nueva Granada a partir de 1814 en la llamada «Expedición pacificadora». Fue nombrado gobernador y capitán general de Venezuela entre 1814 y 1816.
+[208] Francisco Antonio Zea, naturalista, político y diplomático neogranadino, citado.
+[209] Para una síntesis del pensamiento y los propósitos bolivarianos de los días de Jamaica en el año 1815, véase: Bolívar, Simón, 2015, «Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla», Revista de Santander, 10, 86-135.
+[210] Manuel Carlos Piar Gómez (1774-1817), prócer venezolano, partidario y luego opositor de Simón Bolívar (sobre los motivos de esta conversión, véase: Wikipedia. Manuel Piar. https://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Piar).
+[211] Francisco de Paula Santander y Omaña, prócer neogranadino, citado.
+[212] Aníbal (247 a. C.-183 a. C.), emblemático general y estratega cartaginés que, en medio de la segunda guerra púnica (218 a. C.-201 a. C.), logró derrotar a Roma partiendo de Hispania y atravesando los Pirineos y los Alpes con un ejército que incluía elefantes de guerra.
+[213] Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), historiador romano, autor de la Historia de Roma y de las Décadas que incluye, justamente, la crónica de la hazaña de Aníbal.
+[214] José María Barreiro Manjón (1793-1819). Militar español, hombre de confianza de Pablo Morillo y comandante de la tercera división que defendía a Bogotá en 1819. Esta división fue derrotada en la batalla de Boyacá, con lo cual se selló el triunfo de los ejércitos patriotas en la Nueva Granada. Dos meses después, el 11 de octubre de 1819, Barreiro fue fusilado en Bogotá por órdenes de Francisco de Paula Santander.
+[215] Rafael del Riego y Flórez (1784-1823) y Antonio Quiroga y Hermida (1784-1841), militares españoles liberales, opositores en su propio país al absolutismo monárquico de Fernando VII.
+[216] José Antonio Páez Herrera (1790-1873), prócer de la independencia venezolana, llegó a la Presidencia de ese país en tres ocasiones: 1830-1835, 1839-1843 y 1861-1863. Páez fue uno de los principales secesionistas que determinaron la escisión de la Gran Colombia.
+[217] José de San Martín y Matorras (1778-1850), prócer argentino, libertador de Argentina y Chile, y precursor de la independencia del Perú.
+[218] Antonio José de Sucre y Alcalá (1795-1830), destacado militar y estadista venezolano, presidente de Bolivia, gobernador del Perú, general en jefe del Ejército de la Gran Colombia, comandante del Ejército del Sur y mariscal de Ayacucho. Caído en desgracia, como Bolívar, frente a la nueva élite gobernante por razones que están por decorticar, Sucre fue asesinado el 4 de junio de 1830 en un paso solitario en el extremo sur de Colombia, en el mismo año en que murió Bolívar en la costa norte de este país.
+[219] José María Córdova Muñoz (1799-1829), prócer antioqueño, participó con Sucre en la batalla de Ayacucho que selló la independencia peruana. Córdova se rebeló contra la tendencia absolutista de Bolívar y murió en Santuario (Antioquia) en medio de la batalla que buscaba terminar con su rebelión. La muerte de este patriota ha sido considerada por la historiografía como un ejemplo emblemático de traición y transgresión de las leyes éticas de la guerra, puesto que Córdova habría sido ultimado en la enfermería de campaña a manos de Rupert Hand, un mercenario británico al mando de Daniel Florencio O’Leary (1801-1854), edecán de Bolívar.
+[220] El 4 de mayo de 1830 el Congreso eligió como presidente de la República al payanés Joaquín Mosquera y Arboleda (1787-1878), y vicepresidente al santafereño Domingo Caicedo y Sanz de Santamaría (1783-1843).
+[221] El primer presidente de Ecuador, equivalente secesionista de José Antonio Páez en Venezuela, fue el también venezolano Juan José Flores Aramburu (1800-1864), y el nacimiento de la República ecuatoriana data del 13 de mayo de 1830, aunque su primera Constitución fue promulgada el 22 de septiembre de ese mismo año.
+[222] Joaquín de Mier y Benítez (1787-1861), inmigrante español a Santa Marta en 1791 con sus padres Manuel Faustino de Mier (1766-1813) y María Teresa Benítez Terán (1766-1824), se convirtió en rico comerciante, empresario y hacendado samario, fiel a la causa patriota bolivariana.
+[223] En realidad el nombre del precursor venezolano que figura en el Arco del Triunfo en París es el de Francisco de Miranda, quien batalló en los ejércitos napoleónicos. En París, en cambio, se levanta hoy una estatua ecuestre de Simón Bolívar (en la ribera del Sena, en uno de los extremos del puente Alexandre III) y una de sus avenidas (de más de 1,3 km y 20 m de amplitud) recibió el nombre de Avenue Simon-Bolivar.
+[224] George Washington (1732-1799), agrimensor virginiano, comandante de la guerra de Independencia de los Estados Unidos y su primer presidente entre 1789 y 1797.
+DIVISIÓN DE COLOMBIA POR LA SEPARACIÓN DE VENEZUELA Y ECUADOR / LA REPÚBLICA DE LA NUEVA GRANADA / PRESIDENCIAS DE SANTANDER, MÁRQUEZ, HERRÁN Y MOSQUERA / EL GOBIERNO LIBERAL DE LÓPEZ; LA CONFEDERACIÓN GRANADINA / LA GUERRA DE LOS TRES AÑOS DE LOS FEDERALISTAS / LA CONSTITUCIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS DE COLOMBIA / BREVE DICTADURA DE MOSQUERA / LOS PRESIDENTES RADICALES DESDE 1863 / AUGE Y CRISIS / LA SANGRIENTA REVOLUCIÓN CONSERVADORA DE 1876 Y LAS CONSECUENCIAS DE SU REPRESIÓN / LA SUBIDA DE RAFAEL NÚÑEZ AL PODER / NÚÑEZ COMO HOMBRE, POETA Y ESTADISTA; SU SEGUNDA PRESIDENCIA DE 1884 / SE APROXIMA LA REVOLUCIÓN DE 1885
+EL LIBERTADOR BAJÓ TEMPRANAMENTE al sepulcro. La Gran Colombia se había deshecho, se habían separado Venezuela y Ecuador. ¿En qué ha empleado Colombia el siglo que lleva de independencia nacional? Fundamental, interesante pregunta.
+Después de larga y lamentable confusión y después de derrocar el dominio militar de los llamados intrusos, el 21 de noviembre de 1831 se discutió y elaboró una Constitución para el maltrecho país, y el 29 de febrero de 1832 fue expedida la Carta Fundamental de la Nueva Granada. El poder ejecutivo correspondía a un presidente, elegido por cuatro años y no reelegible, así como de un Consejo de Estado que integraban siete miembros designados por el Congreso.
+La Nueva Granada invitó a Venezuela y Ecuador a fundar juntamente con ella una liga de las tres repúblicas hermanas, sobre la siguiente base: solución pacífica de todas las diferencias por medio de un tribunal de arbitraje —esta idea, pues, había llegado ya hasta allí—; estricta prohibición del comercio de esclavos; prohibición de negociar separadamente con España o efectuar modificaciones territoriales sin el conocimiento de las otras repúblicas coaligadas; por último, garantía de los respectivos gobiernos en el sentido de asegurar una forma republicana, popular, colectiva, responsable y alternativa. Esta propuesta, por desgracia, no fue escuchada; Venezuela la rechazó orgullosamente. Sólo se llegó a un acuerdo en cuanto a la distribución entre las tres repúblicas de la deuda producida por la guerra de la Independencia —más de cien millones de dólares—.
+Para el nuevo periodo de 1833 a 1837 fue elegido presidente el jefe de los patriotas constitucionalistas y opuestos al dominio militar, el que, envuelto en la conspiración contra Bolívar, fuera desterrado luego del país; hablamos del general Santander. Este, cuya enorme estatua de bronce se alza hoy en una de las más bellas plazas de la ciudad, ha dejado a la posteridad muchas obras, aunque acaso procedió algo rígidamente contra los partidarios de Bolívar y contra el clero y a pesar de tener sobre sí la culpa de imperdonables actos de fuerza, como el asesinato del general Sardá[225]. Santander es el fundador de la escuela primaria en la República, logrando la creación de escuelas para veinte mil niños, sin dejar de tener presente la educación de las muchachas. Puso en manos de los profesores universitarios de su tiempo el texto de Bentham[226] sobre legislación y el de filosofía de Tracy[227], de la antigua escuela sensualista de Condillac[228]; con estos dos libros de combate fue robustecido el movimiento liberal.
+Estatua del general Santander en un parque de Bogotá
+La opinión conservadora, sin embargo, obtuvo en 1837 una decisiva victoria con la elección del conservador liberal Márquez[229] como presidente. En vano acudieron los liberales al recurso de la revolución (1840). Aunque los partidos se hallaban casi a la par, triunfó finalmente, después de sangrienta lucha, el bando del gobierno, que, robustecido, hizo elegir de nuevo para el siguiente periodo presidencial (1841-1845) a uno de los suyos, el general Pedro Herrán[230], amigo que fue de Bolívar. Bajo la pacífica administración de Herrán, que fomentó la industria y la educación, se llevó a cabo el 20 de abril de 1843 una revisión de la ley fundamental, a que, al objeto de aumentar el poder central, admitía también al Congreso a los funcionarios y les daba derecho a ser elegidos. El presidente electo para el nuevo mandato, el general Tomás C. de Mosquera[231], primeramente conservador, pero inspirado por la ideología liberal, jefe después de los liberales y hombre de los más diversos destinos, supo conseguir uno de los mejores periodos que en la administración ha conocido el país (1845-1849). Implantó en serio la navegación de vapores por el Magdalena, hizo acondicionar las tierras del istmo de Panamá para la construcción de la línea férrea, redujo el Ejército al efectivo mínimo y lo dedicó a abrir caminos, mejoró los servicios de correos, introdujo el sistema métrico decimal en las medidas y la moneda, hizo formar en el Colegio Militar los primeros ingenieros bajo la dirección de personal extranjero de gran competencia, y dispuso una amnistía general que permitió a los desterrados el regreso a la patria.
+El Partido Liberal, que se había recuperado entre tanto, alcanzó mayoría en la elección para presidente (1849-1853) celebrada por el Congreso y que recayó en el general López[232]. Este debilitó en favor de los departamentos el influjo del poder central, robustecido antes por los conservadores, descentralizó la administración e implantó la plena libertad de prensa, de modo que llegaron a difundirse entonces como cincuenta publicaciones políticas. Se abolió la pena de muerte para los delitos políticos, se suprimió la aduana de Panamá y se comenzó allí la construcción del ferrocarril, se declararon libres el comercio de tabaco y la exportación de oro, dando un gran auge a estas ramas de la economía. Los jesuitas que, arrojados de España por Carlos III en 1767, habían regresado al país en 1844, fueron ahora expulsados de Colombia; se declararon suspendidas las rentas eclesiásticas, lo mismo que el derecho de asilo y el fuero sacerdotal, y a los cabildos se les dio facultad para nombrar a los curas párrocos. A López corresponde la gloria de haber efectuado la total liberación de los esclavos, hasta entonces no lograda en todos los sitios —el número de los esclavos oscilaba entre diez mil y veinte mil—, y de ese modo no sólo quitó a los espíritus las cadenas de la censura, sino que libró a los cuerpos de los pobres negros de las ligaduras de sus amos. Con ello quedó consumada la obra a la que con energía y elocuencia se consagró el venerable sabio Félix Restrepo[233] (1760-1832) desde el principio de la guerra de Independencia.
+José Félix Restrepo, 1760-1832
+López introdujo además el sistema de jurados en los tribunales de justicia y redujo en un quinto las tarifas aduaneras. Colombia fue el primer Estado que, bajo la administración de dicho presidente, permitió el tráfico de buques de naciones extranjeras, por sus ríos y demás aguas, hasta el interior del país. Insistió en la confiscación de los bienes eclesiásticos y en la soberanía estatal. Si se hubiera continuado la política introducida por el antecesor, Mosquera, el comercio libre hubiera proporcionado ferrocarriles y carreteras, mientras que ahora, para la construcción de las vías férreas, es necesario hacer llegar capitales del extranjero si es que realmente se desea que las líneas queden terminadas.
+A pesar de que López superó una conspiración conservadora promovida por Ospina[234], imponiéndose además a la hostilidad del clero, y aunque inauguró la época más importante en el desarrollo político de la República, así como las reformas más audaces y de mayor transcendencia, no fue capaz de impedir la escisión dentro del propio campo. Todavía bajo el dominio conservador, se pretendió convertir por la fuerza a las ideas de ese partido a los estudiantes de la Universidad, muy avasallados a la sazón y cuyo rector, además, era un eclesiástico estrecho de miras. Los estudiantes fundaron entonces una asociación democrática empapada especialmente en el ideario de la revolución de julio. Uno de sus principales dirigentes, primero agitador furioso y luego ultramontano, presentaba como un hecho la coincidencia de los principios democráticos con el más puro cristianismo, y en su entusiasmo predicaba que ya Cristo había padecido en el Gólgota por esas ideas, a causa de lo cual se bautizó al partido con el nombre de «los Gólgotas»[235]. El general López asistía a las sesiones de estos ardorosos estudiantes y así los fue ganando para sus fines.
+En tanto que los viejos liberales se oponían a reformas enteramente razonables, tenían miedo de la inmediata liberación de los esclavos, medida que a su entender debía implantarse paulatinamente. Los de este grupo querían conservar un ejército muy numeroso, para la correspondiente represión de los conservadores; eran partidarios de la pena de muerte, y en esto llegaban tan lejos que pensaban extenderla a toda una gran serie de infracciones. La joven escuela, en cambio, pedía las máximas libertades que, con su ayuda, fueron en efecto implantadas por el general López.
+Después del mencionado e infeliz alzamiento de los conservadores acaudillados por Ospina, los viejos liberales o progresistas —que ahora se habían vuelto reaccionarios— opinaban que a los revoltosos y agitadores se les debía tratar con todo rigor mediante destierro, confiscación de bienes, etcétera, con el fin de exterminarlos por entero, para lo cual sería necesario un ejército permanente de, por lo menos, dos mil quinientos hombres. Solicitaban además el mantenimiento de la pena de muerte y hasta la prisión por deudas. Los jóvenes «gólgotas», empero, pedían libertad para todos y que se aprovecharan con tolerancia y mesura las ventajas de la victoria; se resistían obstinadamente contra los medios preconizados por los viejos liberales, ahora llamados «los draconianos»[236], no sentían temor alguno ante la separación de la Iglesia y el Estado ni ante ninguna de las reformas grandes y de amplias miras. Gracias a su proceder, resultado de una gran firmeza de convicciones —y pese a la desconfianza con que los miraba el nuevo presidente, Obando[237], quien aspiraba a gobernar con el apoyo de los draconianos y del Ejército— llevaron a término la ley fundamental de más profundo sentido liberal que conocen las repúblicas hispanoamericanas, la Constitución del 21 de mayo de 1853. En virtud de esta la Iglesia quedó enteramente separada del Estado; se despojó de fórmulas y requisitos eclesiásticos a todo acto civil; se sancionó el sufragio universal, directo y secreto; se suprimió la prisión por deudas; se separaron del ejecutivo los poderes legislativo y judicial y se dispuso la total descentralización —concretamente, se retiró a las autoridades federales la facultad de nombrar los gobernadores de las provincias—. El matrimonio civil quedó autorizado por la Ley del 20 junio de 1853, se traspasó a los municipios la propiedad de los cementerios, se redujo el Ejército en activo y se disminuyeron las tarifas aduaneras.
+En balde se opuso a estas reformas el presidente, general Obando (1853-1854), llevado al poder por los antiguos progresistas. Las reformas fueron acogidas, y aún más por cuanto los escasos representantes conservadores no adoptaron frente a ellas una actitud verdaderamente hostil, pues los gólgotas dispusieron al propio tiempo la elaboración de una ley de amnistía, según la cual los obispos desterrados podrían regresar de nuevo a la patria. Esto constituía para los conservadores motivo suficiente para confiar en que el retorno de aquellos prelados, junto con la mayor libertad de movimiento creada por la separación de la Iglesia y el Estado, traería consigo el comienzo de una restauración del antiguo predominio conservador.
+Al estallar luego una revolución militar acaudillada por Melo, y habiéndose declarado abolida la Constitución el 17 de abril de 1854, se culpó a Obando de haber favorecido el golpe, formóle causa el Senado y se acabó por destituirlo, después de una guerra civil de seis meses, en que la ciudad de Bogotá fue tomada por los liberales en lucha contra el bando militarista. (No me atrevo a decidir si la acusación hecha a Obando era o no justificada, pues las opiniones sobre el particular siguen estando muy divididas). Los dos restantes años del periodo presidencial fueron completados por Manuel María Mallarino[238], vicepresidente conservador, muy moderado, que formó un gabinete mixto (1855-1857), redujo a 300 hombres el Ejército activo y mantuvo una gran austeridad económica. En 1855 el Congreso aprobó por unanimidad un proyecto según el cual Panamá pasaría a constituir un Estado autónomo, tan sólo en ciertos aspectos dependiente de la Nueva Granada. Este hecho, que se consumó de manera pacífica y tranquila, sirvió de precedente a otras decisiones. El 11 de junio de 1856 se creó el estado de Santander, y en 1857 se discutió en el Congreso una nueva Constitución, adoptada al año siguiente, según la cual, junto con los dos estados dichos, se delimitaba el territorio de otros seis, existentes luego como departamentos y que eran los de Antioquia, Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca y Magdalena. Al propio tiempo la República, en lugar del nombre de Nueva Granada, pasaba a ostentar el de Confederación Granadina —28 de mayo de 1858—.
+La división del Partido Liberal llevó a la Presidencia, en momentos tan decisivos para la organización nacional, al conservador doctor Mariano Ospina, de formación sofística y escolástica y antiguo conjurado contra el gobierno López. Si bien en la nueva Constitución, imitada de la norteamericana, se reconocían a los estados todos los derechos no expresamente adjudicados al poder nacional, y pese a que la decisión sobre cuestiones de competencia entre el poder de la Confederación y el de los estados se reservó exclusivamente al supremo órgano jurídico de la nación, Ospina promulgó, contra todo derecho, una ley —8 de abril de 1859— inspirada por su unitarismo y en interés del gobierno central conservador. Esta ley transfería a los poderes nacionales, retirándosela a los estados la intervención en los escrutinios de las elecciones para miembros del Congreso y para la Presidencia de la República. Contra esta y parecidas medidas elevó violenta protesta el Partido Liberal, amenazado en su propia existencia. Y cuando Ospina auxilió dos revoluciones, si bien sofocadas luego, contra los gobiernos de los estados de Santander y Cauca, cuando se reunió el Congreso ultraconservador formado bajo el influjo de la nueva ley electoral y cuando esta Cámara dio una ley de orden público que confería al poder central facultades para imponerse a los gobiernos de los presidentes de los estados y hasta para suspenderlos en sus funciones, entonces resultó ya inevitable la borrasca. Los estados liberales de Santander, Bolívar, Magdalena y Cauca dieron en suponer que sólo el poder de las armas podía salvarlas del peligro intencionadamente provocado. Así se desencadenó la más prolongada e inútil de las revoluciones que ha visto Colombia, la de los años 1860 a 1863.
+El 3 de septiembre de 1859, Ospina declaró el estado de guerra en toda la nación. El 8 de mayo de 1860, el general Tomás C. de Mosquera, gobernador del estado del Cauca, expidió, a raíz de un ultimátum dirigido a la Presidencia el 18 de abril, el famoso decreto en que declaraba haber recibido de la autoridad legislativa de su propio estado facultades para separarlo temporalmente del gobierno de Bogotá hasta que este volviera a la normalidad constitucional. Se había producido el caso de guerra, y con ello un peligroso ejemplo para el futuro. Ospina atacó personalmente al estado de Santander y salió vencedor en la sangrienta batalla del Oratorio. Después de numerosas contiendas, Mosquera pasó la Cordillera Central y se unió con López y Obando, predecesores de Ospina en la Presidencia. A una batalla seguía otra batalla. Los liberales triunfaron, al mando del general Gutiérrez[239], en una lucha de siete días librada en Boyacá; el Ejército vencedor, después de la dura batalla de Subachoque, ganada por Mosquera, unióse a este y el 18 de julio de 1860, de 1861 fue tomada por los federalistas la ciudad de Bogotá. En aquella ocasión Mosquera hizo fusilar a tres altos magistrados, sin juicio alguno.
+Mosquera, que durante la guerra fue reconocido como su caudillo, constituyó un gobierno provisional, en el que se le dio el título de «Presidente provisorio de los Estados Unidos de Nueva Granada, supremo director de la guerra». Los hechos más importantes de ese gobierno, cuyas consecuencias todavía hoy se hacen sentir, son los que siguen: la constitución de Bogotá en territorio federal; la separación de Cundinamarca de un nuevo estado, el del Tolima; la expulsión de los jesuitas; la expropiación y subasta, o la venta a cualquier precio, de todos los bienes de manos muertas[240]; la supresión de las casas conventuales y, por último, la designación del país con el nombre de Colombia. Tras continuada guerra, el 4 de febrero de 1863 se reunió por fin la Convención Nacional de Rionegro, estrictamente liberal y convocada por Mosquera, que promulgó el 8 de mayo de 1863 la trascendental Constitución de los Estados Unidos de Colombia. El primer presidente de estos fue el general Mosquera, y el segundo el doctor Manuel Murillo[241], uno de los mejores diplomáticos y estadistas del grupo radical (1864-1866). Hubo numerosas revoluciones en los diferentes estados, en las que unas veces los liberales y otras los conservadores trataban de derrocar, o derrocaban, a los respectivos gobernantes; el presidente iba reconociendo como hijos de la voluntad popular a todos los gobiernos surgidos de esas conmociones —hasta el nuevo gobierno conservador de Antioquia—, todo ello por la teoría de los hechos consumados. A pesar de lo dicho, la enseñanza fue mejorada notablemente bajo el mandato de Murillo y los bienes de manos muertas todavía no subastados se adjudicaron a los cabildos municipales.
+General Mosquera
+En el año de 1866 ocupó la Presidencia por cuarta vez el general Mosquera. Movido de su carácter despótico y de sus antojos autoritarios, pronto mostró el poco respeto que sentía por las leyes. Durante su ausencia de dos años había contratado en Europa empréstitos y adquirido barcos de guerra por sumas fabulosas, sin contar para ello con el consentimiento de la nación. (El producto de la posterior venta de dichos barcos ascendió apenas a la décima parte del dinero que se malempleó en ellos). Mosquera quería proseguir aún con la subasta de los bienes de manos muertas, a objeto de hacer de nuevo candente la «cuestión religiosa». Como el grupo liberal-radical le hacía abierta y dura oposición, como la opinión pública estaba en contra suya y el Congreso tampoco coincidía con él en los decretos —particularmente en el criterio acerca del papel del poder central al producirse revoluciones en los estados—, Mosquera declaró suspendidas sus relaciones con la Cámara y se proclamó dictador el 29 de abril de 1867. Pero ya a los veintiséis días de este hecho, un grupo de ciudadanos eminentes lo tomó preso durante la noche en su palacio —conjuración del 23 de mayo de 1867— y lo encerró en el Observatorio Astronómico. Acusado luego ante el Congreso, se le enjuició, destituyó y, por último, fue condenado al destierro.
+Antes de concluir el periodo presidencial de Mosquera fue abolida por el vicepresidente general Acosta[242] la ley sobre inspección de cultos y todo desacato por parte de los eclesiásticos quedaba bajo la competencia de los tribunales ordinarios para su oportuno castigo. En ese tiempo se creó la Universidad Nacional. Los gobiernos siguientes fueron presididos por ilustres ciudadanos del grupo radical. Bajo su mandato, y eso se lo debe conceder la misma envidia de los enemigos, tomó la enseñanza un auge no visto hasta entonces. El general Santos Gutiérrez, triunfador de Boyacá en la revolución de 1860, el general Eustorgio Salgar[243], personaje muy simpático, el doctor Murillo en su segundo mandato presidencial (1872-1874) y el doctor Santiago Pérez (1874-1876)[244] fomentaron la escuela primaria, los bancos, las exposiciones nacionales, la redacción de los principales códigos…, y trataron de poner orden en la desastrosa situación de las finanzas, particularmente en la normalización de la deuda exterior. Esta se elevaba a la ingente suma de 33 millones de dólares, la cual —bajo Murillo— se redujo, empero, a 10 millones mediante acuerdos con los acreedores respectivos.
+Durante el periodo presidencial de Santiago Pérez, la Universidad siguió en continuo desarrollo y en 2.000 escuelas públicas recibían instrucción 48.000 niños y 21.000 niñas. Por medio de una economía arreglada y ahorrativa se hubiera logrado establecer el equilibrio entre los ingresos y los gastos, obteniéndose incluso algunos remanentes regulares, a no ser por la división de los liberales y por las nuevas revoluciones que pusieron al país casi al borde de la ruina. En el mandato de Santiago Pérez produjéronse también insurrecciones contra el gobierno central, que se prolongaron durante cuatro meses, en Panamá, Magdalena y Bolívar.
+Pero la revolución más sangrienta que ha conmovido al país fue, sin duda, la que se desarrolló bajo el siguiente mandatario presidencial, Aquileo Parra (1876-1877)[245]. Este fue elegido por el Congreso, no sin alguna violencia, por no haber obtenido mayoría ninguno de los candidatos liberales. El estado de Antioquia, cuyo gobierno conservador se había armado desde tiempo atrás mediante la constante adquisición de material bélico, y el estado del Tolima, declararon la guerra al gobierno nacional, tomando como pretexto la ley por la cual el Ejército activo se había aumentado hasta 3.000 hombres y se eliminaban de la enseñanza las lecciones de religión. La revolución —agosto de 1876— produjo un nuevo estancamiento en los esfuerzos del comercio colombiano, en el pago puntual de los créditos de la deuda exterior y en la reducción del tipo de interés de los bancos. La escuela primaria sufrió también en esta revolución profundas heridas, todavía no curadas por entero. Frente a las guerrillas conservadoras surgidas en casi todos los estados, el Gobierno de la Unión juntó un ejército de 25.000 hombres. Las huestes conservadoras de Antioquia fueron vencidas en la terrible batalla de Garrapata al pretender penetrar en el liberal territorio del Cauca, por la región de Los Chancos y cuando se disponían a pasar la Cordillera Central para marchar sobre Bogotá con una tropa de 14.000 hombres. En el lugar de la lucha se hallan enterrados valerosos estudiantes liberales de la Universidad. Los revolucionarios sufrieron finalmente otra derrota en el centro de la República, en La Donjuana [cerca de Pamplona, Santander].
+La revolución de 1876 fue breve, pero funesta. Costó al país por lo menos 10 millones de dólares. Los dos partidos se enfrentaron en la forma más violenta, el clerical luchó apoyado por la religión y bajo la dirección de eclesiásticos, contra las escuelas ateas del gobierno. La derrota de los revolucionarios pareció definir la situación para largo tiempo. Pero nueve años más tarde —1885— vuelve a cambiar la escena política: estalla otra guerra civil, los vencidos de 1876 pasan a ser ahora los vencedores y recogen implacablemente los frutos de la situación modificada en provecho suyo.
+¿Cómo pudo consumarse semejante transformación? El proceso es tan típico y característico que merece ser considerado con algún detalle.
+Los pueblos, como los hombres, pasan por épocas de crecimiento y de decadencia, de viril energía y desarrollo y de enfermiza descomposición e impotencia. Grato debió de ser el cuadro que ofreciera Colombia por el comienzo de los años setenta y que le ganó en la América Hispana la honrosa conceptuación de ser una escuela, un país en que la instrucción en general se hallaba por encima de la de todos esos pueblos. A Bogotá llegó a dársele el nombre de «la Atenas de Suramérica». Entonces, como ya vimos, se elevaron considerablemente el crédito financiero y el moral de la República; la exportación superaba en millones a la importación; el país era rico y floreciente. Los presidentes eran sencillos servidores del Estado y la administración se regía del modo más honorable. Pronto, empero, se hizo notar la misma crisis económica que en Europa. Se acabó casi enteramente la exportación del añil, del tabaco y de la quina, en tanto que no era ya posible acallar las nacientes necesidades, ni el incremento del lujo. Ahora se ponía de presente toda la deficiencia de las instituciones políticas, mucho menos visible en los tiempos de prosperidad. Ya desde 1863 se hallaba en candelero el Partido Liberal, aunque bien le hubiera venido algún cambio de aires, sobre todo hallándose en clima tropical donde tan fácil es encenagarse y corromperse. Aquel año, triunfantes los liberales después de la guerra de tres años liberada a las órdenes de Mosquera, hicieron una Constitución ideal, abolieron la pena de muerte y dieron a cada uno de los nueve Estados la casi absoluta autonomía, con derecho a importar armas por su cuenta, a sostener un ejército y a administrarse independientemente, aunque en el interior estallaran revoluciones y fueran derrocados gobiernos.
+Al poder central le correspondía tan sólo la acuñación de la moneda, las disposiciones sobre pesas y medidas, la dirección de los asuntos exteriores y el cobro de los derechos de aduana. Si los estados hubieran tenido tiempo de progresar en su independencia, de reunir y administrar bien sus ingresos y de sacar adelante a hombres políticamente bien preparados, la ley fundamental de la Confederación habría resultado provechosa todavía por algún tiempo. En contra de lo dicho, los estados dilapidaron sus recursos y se dedicaban a reclamar todas las posibles aportaciones de la administración central para cualquier obra de importancia. Despertáronse de este modo las codiciosas ambiciones de una mala especie de políticos que comenzaron a entregarse a la holgazanería y deseosos sólo de vivir bien, no tomaban muy en serio los preceptos de la moral. Los estados se separaban además unos de otros a causa del cobro de peajes y pontazgos, en lugar de dejar entera libertad al tránsito por todo el país. Cada estado se hacía sede de exclusivismo y la distribución del presupuesto respondía a criterios partidistas; allí nacían las frecuentes revoluciones, instauradoras de gobiernos ilegales y apoyados en la fuerza. En una palabra, la agitada vida política que imperaba en la nación estaba llena de intrigas, manejos y tendencias anárquicas.
+Cuando en el año 1875 se dividió en dos el Partido Liberal a causa de las elecciones para la Presidencia, surgió el hombre que había de dirigir durante dos decenios, con sin igual y funesto poder, los destinos de Colombia: Rafael Núñez[246]. Los medios influyentes de la política del país le habían hecho venir de Liverpool, donde en su cargo de cónsul vivía contento, feliz y disfrutando de un alto sueldo, para presentarlo como candidato a la Presidencia de la República. Por sus excelentes crónicas publicadas en periódicos de Colombia y de otros países de Suramérica, Núñez se había hecho un gran prestigio como hombre de Estado, político y sociólogo. Pero al llegar este a Bogotá, resultó que la camarilla del gobierno decidió elevar a la Presidencia al entonces ministro de Hacienda, [Aquileo] Parra, y dejó plantado al candidato viajero. Núñez, sin embargo, no se asustó y desde ese momento empezó a efectuar negociaciones secretas con el partido ultramontano. Una gran parte de los liberales se puso del lado de Núñez; eran los que se hallaban descontentos con el gobierno, al que llamaban «el Olimpo radical» y deseaban un dominio más moderado de todo el partido. La elección popular entre Parra y Núñez, al que apoyaban los conservadores, quedó indecisa y el Congreso votó la mayoría para el primero de ellos. Los conservadores consideraron que la ocasión era propicia para un cambio de sistema y se lanzaron al movimiento antes citado, la para ellos infortunada revolución de 1876. Núñez dejó colgados a los conservadores y ayudó en la región de la costa a los liberales con la socarrona observación de que no se iba a embarcar en una nave destinada con seguridad al hundimiento.
+Acabada la revolución, fue ensalzado a la Presidencia en 1878 el vencedor de Los Chancos, general Trujillo[247], hombre débil al que Núñez gobernaba enteramente. La división de los liberales se hizo más marcada que nunca y se formó contra los radicales un partido de «independientes», que pedían ante todo tolerancia frente a los vencidos conservadores, amnistía, eliminación del exclusivismo y elecciones más limpias. A los independientes se afiliaron en principio los liberales más desinteresados y valiosos. Pronto, sin embargo, vino a mostrarse que el grupo de los independientes aspiraba también al mando exclusivo y que lo pretendía lograr por todos los medios, más malos que buenos, a causa de lo cual volvieron a separarse los liberales de mayor pureza y rectitud. Había motivo para tal separación, pues Trujillo, durante los años de 1878 y 1879, hizo mayores estragos que nadie anteriormente en los dineros del Estado, gastó nueve millones de pesos más de los que ingresaron, dejó de pagar, por primera vez al cabo de muchos años, los intereses de la deuda exterior y consintió que el populacho apedreara en Bogotá el congreso radical y que los gobiernos radicales de dos estados fueran derrocados y sustituidos sin más por elementos del partido. Rafael Núñez, que entretanto había sido presidente del estado de Bolívar, había allanado, pues, el terreno para llegar a la Presidencia de la República. Siete de los nueve gobiernos estaban en manos de los independientes. Los radicales opusieron una candidatura nada afortunada[248] y resultaron vencidos en las elecciones.
+Doctor Rafael Núñez
+El primero de abril de 1880 ocupó Núñez el sillón presidencial. Digno de alabanza es que durante los dos años de su primer mandato reinara la tranquilidad en el país, si bien con el apoyo de cinco mil bayonetas —una cifra hasta entonces no alcanzada por el Ejército en tiempo de paz—, que hizo entrar a Colombia en la Unión Postal Universal, que estableció relaciones diplomáticas con España[249] y que —si bien en interés político de su partido— procuró elevar la Universidad. Hay que advertir que la paz lograda lo fue a costa de enviar al extranjero como «diplomáticos» a muchos personajes de la política o encadenándolas a su poder por medio de dádivas; el balance de dos años arrojó el espantoso contraste de 11.700.000 pesos de ingresos frente a 30.300.000 de gastos. Guardamos silencio sobre el modo y la manera en que fue allegado y empleado durante ese periodo un empréstito de 3 millones de pesos, sobre cómo fueron importadas monedas de níquel sin realizar el ajuste correspondiente y cómo se especuló con valores del Ferrocarril de Buenaventura. Pese a todo ello, el Congreso, integrado por partidarios de Núñez, acordó presentar a este un voto de gracias por su excelente gestión al frente del gobierno —febrero de 1882—; a esto, no obstante, se llegó sólo tras una semana de durísima polémica oratoria.
+Como sucesor de Núñez fue elegido unánimemente por el pueblo el jurista doctor Zaldúa[250], hombre de 71 años a la sazón, probo e irreprochable aunque algo falto de flexibilidad. El ya achacoso anciano fue objeto de dura resistencia por parte del Congreso. En el Tesoro no quedaba un solo centavo, aunque debía haber todavía dinero para seis meses. Contra su promesa, Núñez se había hecho elegir como vicepresidente y como seguro sucesor en la Presidencia. Pero Zaldúa no quería ceder ni morirse. Se rodeó de buenos consejeros, como el eminente estadista Miguel Samper[251], a quien nombró ministro de Hacienda y que se ganó la especial confianza del sector comercial a causa de la libre suscripción de un empréstito. En mayo de 1882, Núñez, escarnecido e injuriado por la prensa y en multitud de coplas satíricas, hubo de salir de Bogotá de noche y con sigilo como un fugitivo cualquiera.
+Núñez parecía estar juzgado definitivamente y descartado ya como político. Yo lo vi en su dignidad suprema como presidente, pero también en los momentos de su humillación. Y tuve la seguridad de que le estaban reservadas todavía «grandes cosas»; tan profunda impresión me había hecho.
+Rafael Núñez tenía entonces 57 años, era pequeño y ya algo inclinado hacia adelante, pero bastante ágil aún. Cuando me presentaron a él en Palacio me quedé asustado de su delgadez y de lo pálido de su semblante y tuve la convicción de hallarme ante un tísico de gravedad. No sabía que, según expresión de uno de sus biógrafos, algunos de los años de Núñez debían contarse dobles. Su cabeza era grande y huesuda; una barba cerrada, ya muy gris, le ensombrecía el rostro. La nariz aguileña se adelantaba hacia una boca de feas líneas. Los azules ojos miraban profundos, penetrantes e inquisitivos. Era una figura inquietante, y esa sensación se acrecentaba con la presión de su fría y húmeda mano, a cuyo contacto se estremecían, según propio relato, los más de sus visitantes. Rafael Núñez era bastante reconcentrado y sombrío, pero sus preguntas eran tales que descubrían inmediatamente la potencia intelectual de aquel hombre extraordinario. Núñez decía de cuando en cuando frases cargadas de sentido y de una gran fuerza de convicción. En los demás casos, su voz era débil y lenta y sin especial brillantez su estilo oratorio. Todo delataba en él al hombre de anhelos insaciados, al hombre convencido de su propio valer, ambicioso y dominador. A los radicales, que habían jugado con él y que eran sus más encarnizados enemigos, los aborrecía con toda el alma.
+¿Qué cosa había conferido a este hombre tanto poder e influjo sobre la nación? Su espléndido talento de escritor y de poeta y su conocimiento del hombre y de la vida. Núñez había escrito profundos ensayos de política, jugando en ellos de tal modo con las palabras, que no podía negársele la admiración. El dúctil político había sabido acuñar auténticas consignas y frases de efecto para dejar boquiabierto al gran público irreflexivo. Para cada nueva situación política hallaba la palabra justa, y por ello escribía mucho y siempre en el momento decisivo. Con sus poemas, obras que atestiguan un alto vuelo espiritual, lograba arrebatar a las masas. Algunas de sus composiciones tienen una filosófica hondura y ejercen peculiar encanto, pues el poeta se ofrece en ellas en toda su imperfección. Unas veces, como en Que sais-je, uno de sus poemas más célebres, lamenta su escepticismo y su duda. La ciencia es sólo una vacilante escala en que pasamos de un error a otro. Todo es niebla y caos, nadie puede encender el sol de la verdad, nadie consigue fijar los límites entre el bien y el mal, entre lo cierto y lo incierto. En otra ocasión canta en conmovedoras estrofas su amor a la madre. Añora los tiempos de la niñez, querría ser todavía un muchacho, y entona un himno a la «dulce ignorancia» con que, estremecido de piedad, entraba en una catedral, sin presentir las feroces dudas del supuesto saber de más tarde. En este poema va a parar a la afirmación materialista de que «el cerebro segrega el pensamiento, como la caña miel…». Canciones eróticas llenas de ardorosa pasión alternan en este agitado espíritu con estrofas a la virtud y a la inocencia, que arrancan lágrimas a nuestros ojos. Cuando ese torturado corazón de poeta declara sus secretos en una inmensa riqueza de imágenes, se siente uno conmovido y se hunde en profunda meditación o en estremecido ensueño. Lo que nos seduce del poeta es acaso lo incompleto de su personalidad, su alusión al arrepentimiento, a su existencia desordenada, a su alma semejante al mar Muerto, ya ni capaz de lo bueno o lo malo, capaz sólo de morir; ante esas quejas olvidamos sus circunstancias familiares, en parte tan ingratas; ante sus profundas ideas olvidamos también la aplicación a la política de aquel escepticismo suyo que todo lo invade, la pérdida de la fe en la justa recompensa o castigo y la falta de toda clase de escrúpulos.
+Núñez fue una personalidad muy peculiar, plena de asombrosa frescura de espíritu en medio de un gigantesco desgaste nervioso. Personalmente tímido, mas con el vigor suficiente para dominar a toda una nación, era de un natural mefistofélico al que se rendía fatalmente quien tuviera que tratarlo a menudo; sabía persuadir a sus partidarios de que procedía con entero altruismo y desinterés, sólo por el bien común y por puro patriotismo y amor a la paz. A estos partidarios no les inspiraba, en el fondo, ni cariño ni veneración, pero sí, indudablemente, un respeto sin límites por su sabiduría y por su manifiesta fuerza de voluntad. Los enemigos le reprocharon su doblez, su traición a la causa liberal y sus deserciones, además de su egoísmo, pero temían la agilidad de serpiente que le era propia, su claridad mental y sus éxitos. Quien de tal modo puede atraer sobre sí el odio y la admiración de los partidos es, sin duda, un hombre extraordinario.
+Apenas habían transcurrido algunos meses desde aquella partida nocturna, cuando el anciano presidente Zaldúa enfermó y agotado en su continua lucha con el mal aconsejado Congreso, inclinó definitivamente la cabeza el 22 de diciembre de 1882. Como el primer vicepresidente, Núñez, se hallaba en la costa, hubo de hacerse cargo del gobierno el segundo vicepresidente, Otálora[252], débil instrumento de los políticos profesionales; su gestión de quince meses fue tal que acabó por tener enfrente a toda la opinión pública. Murió de pesadumbre al ser presentada en el Congreso, en abril de 1884, una moción en el sentido de formarle causa por mala administración y malversación de fondos.
+Entre tanto, el primer domingo de septiembre de 1883 habían tenido lugar las nuevas elecciones a la Presidencia. En Bogotá fueron especialmente tumultuosas. Núñez, que contaba con la mayor parte de los estados, triunfó fácilmente sobre el candidato ocasional de los radicales, Wilches[253]. Hasta el 7 de agosto de 1884 no tomó Núñez posesión de su cargo[254]. Todo el mundo ponía en él grandes esperanzas; recibiósele nuevamente con los brazos abiertos. Es cierto que no pudo obtener empréstito alguno, cosa que intentó con Lesseps[255], y llegó, pues, con las manos vacías. Pero llegaba también como amo de la situación, mimado o temido por todos los grupos. Para el observador sagaz era cosa indudable que Núñez pensaba en afirmar totalmente su dominio sobre aquel flaco y arruinado cuerpo estatal y que trataba, sobre todo, de modificar la Constitución federal de 1863 en el sentido de una mayor centralización, de una organización más rigurosa y de la prolongación del periodo presidencial. Núñez tuvo que preparar la revisión con una tónica de limitación de las libertades, pues se hallaba necesitado del apoyo de todo el Partido Conservador.
+Por todas partes se hacía patente un movimiento —sólo invisible para quien se empeñara en estar ciego a la realidad de las cosas— en pro de una restauración de signo clerical. Los eclesiásticos habían robustecido notablemente su poder durante los años últimos, sabiendo aprovechar adecuadamente la libertad de movimientos que les proporcionaba la total separación de la Iglesia y el Estado. Los templos se veían siempre llenos, muchos liberales volvían a encomendar de nuevo a los religiosos la enseñanza de sus hijos; la Universidad Católica, fundada por el Nuncio Agnozzi[256], halló buena acogida; los publicistas de la escuela ultramontana utilizaban un lenguaje mucho más insolente y hostilizaban con mayor violencia a nuestra Universidad Nacional. En el estado del Cauca hasta se habían suprimido algunas clases de física y química, por hallarlas en contradicción con la doctrina de la Iglesia. Al fin se permitió a algunos jesuitas el regreso al país, y en seguida comenzaron con su trabajo de zapa.
+La crisis económica, la presión que se operaba sobre el comercio y el tráfico, el turbio panorama del tiempo venidero, las continuas disensiones dentro del Partido Liberal, las desavenencias entre los políticos, la degradación de los independientes, la humillación de los radicales por la desafortunada candidatura presidencial de Wilches, todo esto había de dar lugar a una conmoción por el estilo de la que en Bélgica, en circunstancias bastante parecidas, se había producido ya. Núñez tenía sobradas condiciones de estadista como para no darse cuenta de ello, acomodándose a ese movimiento retrógrado. Pero ¿cómo iniciar y llevar a cabo la revisión constitucional, con la que, en el fondo, todo el mundo se hallaba de acuerdo? La mencionada Constitución de 1863 había establecido la norma de que para efectuarle una modificación era necesaria en el Senado la conformidad de todas las delegaciones de los nueve estados, integrada cada una por tres miembros; había que ganarse, pues, a, por lo menos, dos senadores de cada estado, cosa imposible dada la actitud federalista, hostil a toda reforma, que observaban algunos radicales. En vez de publicar un programa sobre la revisión, obligando a Núñez a definirse, los radicales se comportaron más bien como impugnadores del propósito, lo que contrarió todavía más a la opinión pública. Podía pensarse sólo en dos salidas: o había que confiarse a la eficacia del dinero, y dinero no lo había, o era necesario llegar a una solución de fuerza —derrocar gobiernos radicales en los estados, o apresar senadores de ese mismo grupo—.
+Doctor Carlos Vélez, diputado, 1884
+Resultaba curioso que fuera tan exiguo el número de personas que veían acercarse el oleaje de la revolución; más curioso todavía —en medio de aquella conmoción, de suma ejemplaridad histórica—, que no fuera Núñez quien comenzara el conflicto bélico, acaso deseado en silencio por él, sino que los radicales, en el colmo de la obcecación, se adelantaran a tomar las armas. En caso de que estos hubieran sido los atacados, no habrían salido en verdad vencedores, pues el Partido Liberal se hallaba harto dividido, débil e impotente, y el vuelco era además inevitable, pero al menos habrían perdido honrosamente. Mas, de este modo, los radicales violaron la ley antes de esperar a que la violara Núñez y se lanzara abiertamente al golpe de Estado. Tronaban contra el «traidor» Núñez, que había hecho dejación de las ideas liberales, en tanto que él no había demostrado todavía con ningún acto ser el reaccionario que decían; le dejaron, pues, el bonito papel de representante de la legalidad, del orden agredido y del derecho vulnerado.
+Cuando Daniel Hernández[257], jefe de los radicales del estado de Santander y persona de toda honorabilidad, declaró la revolución contra el «dictador» —lo cual hizo desoyendo toda clase de consejos y bajo el disgusto producido por la intromisión de Núñez en los negocios de aquel estado autónomo—, este último pudo lanzar el día 26 de diciembre de 1884 esta significativa proclama a la nación:
+[…] sólo una intransigente fracción, para hacer, sin quererlo más apremiante la anhelada obra, ha alzado bandera sediciosa contra un gobierno culpable únicamente de haber buscado, con excesivo candor, el concurso de todos para la pacificación de los espíritus, dando repetidos ejemplos de moderación y benevolencia […]. El Gobierno no se limita a defender el depósito que en sus manos se ha puesto; porque este conflicto que comienza, lógico en su fondo, es el fruto inmediato de la insensatez de unos colocada al servicio de la perversidad de otros […]. En este penoso trabajo de pacificación, las bendiciones de Dios estarán con nosotros […].
+Monumento a los Mártires en Bogotá
+[225] Además de fusilar al general Barreiro después de su derrota en la batalla de Boyacá, Santander habría ordenado, cuando ya estaba establecida la República de Colombia, y de acuerdo con una leyenda, asesinar a José Sardá, militar de origen catalán, acusado de conspirar —de palabra— contra su gobierno.
+[226] Jeremy Bentham (1748-1832), filósofo, economista y escritor inglés, autor de la Introducción a los principios de moral y legislación (1789), obra fundamental de la doctrina utilitarista. Bentham fue también el promotor de las construcciones panópticas, aplicadas a cárceles y fábricas, en las que se pudiera vigilar todo su funcionamiento desde un punto central.
+[227] Antoine-Louis Destutt, marqués de Tracy (1754-1836), filósofo y escritor francés, autor de la obra titulada Élements d’idéologie (1801-1805) en cuatro volúmenes, en la que se describen los fundamentos de la ciencia de las ideas.
+[228] Étienne Bonnot de Condillac (1714-1780), abad de Mureau, filósofo y economista nacido en Grenoble al Sur de Francia, cercano contertulio de los enciclopedistas, difundió la doctrina del empirismo liberal de John Locke (1632-1704), con una nueva aproximación no racionalista, denominada sensualista. Autor del Tratado sobre el origen de los conocimientos humanos (1746), del Tratado de los sistemas (1749) y del Tratado de las sensaciones (1754).
+[229] José Ignacio de Márquez Barreto (1793-1880), político boyacense, tercer Presidente de la República de la Nueva Granada —después de Francisco de Paula Santander y de José María Obando— entre 1837 y 1841, habiendo sido ya designado para este cargo en 1832, 1835 y 1836.
+[230] Pedro Alcántara Herrán y Martínez de Zaldúa (1800-1872), general de las guerras de la independencia y luego delegado ante la Santa Sede antes de ser nombrado gobernador de Cundinamarca y finalmente presidente para el periodo que cita Röthlisberger.
+[231] Tomás Cipriano de Mosquera y Arboleda, militar y político ilustrado payanés, citado.
+[232] José Hilario López Valdés (1798-1869), militar y político huilense formado en Popayán.
+[233] José Félix Restrepo, educador antioqueño formado en Bogotá y radicado en Popayán. Tutor, entre otros estudiantes que brillaron en la sociedad neogranadina, de Francisco Antonio Zea, Camilo Torres, Francisco José de Caldas y, más tarde, de la generación de José Hilario López.
+[234] Mariano Ospina Rodríguez (1805-1885), abogado y político cundinamarqués, se considera uno de los fundadores del Partido Conservador, y llegó a ocupar el cargo de presidente de la República de la Nueva Granada entre 1857 y 1858, y luego de la Confederación Granadina entre 1858 y 1861. Había sucedido y precedido a Fernando Caicedo Sanz de Santamaría (1796-1864), en la gobernación de Cundinamarca en 1847.
+[235] Se ha asociado a este movimiento a los siguientes protagonistas jóvenes: Francisco Javier Zaldúa, Antonio María Pradilla, Januario Salgar, Justo Arosemena, Ricardo Vanegas, José María Vergara Tenorio y Victoriano de Diego Paredes (véase: Colmenares, Germán, 1997, «Gólgotas y Draconianos». En: Torres Duque, Óscar (ed.), El Mausoleo iluminado: Antología del ensayo en Colombia, Bogotá: Presidencia de la República, pág. 464).
+[236] Germán Colmenares, Ibidem, refiere el caso de dos draconianos emblemáticos: Pedro Neira Acevedo y Lorenzo María Lleras.
+[237] José María Obando (1795-1861), militar y político caucano, hijo adoptivo del comerciante pastuso Juan Luis Obando y su señora Agustina del Campo, Obando era hijo natural de José Iragorri y Larrea y de Ana María [Crespo] Mosquera, a su vez hija natural de Dionisia Mosquera Bonilla y Pedro García de Lemos y Ante de Mendoza. Ocupó la Presidencia de la República de la Nueva Granada en el periodo de 1831 y 1832 y luego entre 1853 y 1854, cuando fue derrocado por el golpe militar del tolimense de origen indígena pijao, José María Melo Ortiz (1800-1860).
+[238] Manuel María Mallarino Ibargüen (1808-1872), abogado conservador caleño que sucedió en la Presidencia a José de Obaldía y Orejuela (1806-1889), quien había ejercido entre diciembre de 1854 y abril de 1855.
+[239] Se refiere al Santos Gutiérrez Prieto, mencionado, triunfador en las batallas de Hormezaque, el 14 de febrero de 1861, y Tunja, en abril de 1861.
+[240] Es decir, de bienes pertenecientes a la Iglesia, típicamente por donación testamentaria.
+[241] Manuel Murillo Toro (1816-1880), político y escritor tolimense, dos veces presidente de Colombia de 1864 a 1866 y de 1872 a 1874.
+[242] El vicepresidente que sucedió a Mosquera fue el general Santos Acosta Castillo (1827-1901), médico, abogado, militar y político de origen boyacense, en cuya administración se creó la Universidad Nacional de Colombia, el 22 de septiembre de 1867, y se organizó el Archivo Nacional y la Biblioteca Nacional de Colombia.
+[243] Eustorgio Salgar Moreno (1831-1885), abogado de la Universidad Central, fue nombrado presidente de Colombia a sus 39 años, para el periodo de 1870 a 1872, y luego gobernador de Cundinamarca entre 1874 y 1875.
+[244] Santiago Pérez Manosalbas, citado.
+[245] Aquileo Parra Gómez (1825-1900), comerciante, escritor y político liberal nacido en Barichara, Santander, sustituido en su cargo en dos ocasiones, en razón a su condición de salud, por el general Sergio Camargo Pinzón (1832-1907) y por Salvador Camacho Roldán, citado.
+[246] Rafael Núñez Moledo, citado.
+[247] Julián Trujillo Largacha (1828-1883), abogado, militar y político liberal payanés, presidente de la nación entre 1878 y 1880.
+[248] Se refiere al general Tomás Rengifo Ortiz (n: c. 1830), político liberal que venía de ocupar la Gobernación de Antioquia entre 1878 y 1880, y que era considerado un militar intransigente, lo cual podría fundamentar la opinión de Röthlisberger en cuanto a su «nada afortunada» candidatura a la Presidencia para enfrentar a Rafael Núñez en 1880.
+[249] El restablecimiento de las relaciones diplomáticas con España, casi 60 años después del movimiento independentista, se debió en gran parte a la labor del comisionado y viajero naturalista José María Gutiérrez de Alba (1822-1897), quien fue enviado por el gobierno español a América justamente con ese propósito (para más detalles de la comisión y observaciones de Gutiérrez de Alba en Colombia, véase: Sánchez, Efraín, 2012, José María Gutiérrez de Alba. Impresiones de un viaje a América: Diario ilustrado de viajes por Colombia, 1871-1873. Bogotá: Villegas Editores).
+[250] Francisco Javier Zaldúa y Racines, mencionado.
+[251] Miguel Samper Agudelo (1825-1899), hermano mayor de José María Samper Agudelo, mencionado. Miguel Samper fue un exitoso empresario, escritor y político colombiano, apodado «el gran ciudadano». Secretario de Hacienda en las presidencias de Santos Gutiérrez (en 1868) y Francisco Javier Zaldúa (en 1882).
+[252] José Eusebio Otálora Martínez (1826-1884), abogado y político liberal cundinamarqués, ocupó la Presidencia de Colombia entre el 22 de diciembre de 1882 y el 1 de abril de 1884, sucediendo al procurador Clímaco Calderón Reyes (1852-1913), quien había asumido la Presidencia entre el 21 y el 22 de diciembre de 1882, en el trance del fallecimiento del presidente Zaldúa.
+[253] Solón Wilches Calderón (1835-1893), político y militar santandereano, electo presidente de su estado natal en 1872, promotor de la vía férrea al río Magdalena. En su honor se bautizó Puerto Wilches el terminal de esta vía.
+[254] El presidente saliente, Otálora, fue sucedido por Ezequiel Hurtado Hurtado (1825-1890), designado para ocupar la Presidencia mientras el nuevamente electo Rafael Núñez regresaba a la capital desde su residencia en Cartagena.
+[255] Ferdinand de Lesseps (1805-1894), empresario y diplomático francés, gestor de los canales de Suez y de Panamá, cuando este último territorio era aún un Estado de la República de Colombia.
+[256] Giovanni Battista Agnozzi, citado.
+[257] El general santandereano Daniel Hernández promovió el movimiento contestatario liberal en el Estado de Santander, y fue derrotado en la batalla de La Humareda en el mes de junio de 1885. Así se abrió el camino a la Regeneración, que promovió Rafael Núñez, con una nueva Constitución anticipada en su anuncio desde el balcón presidencial en Bogotá con la frase: «La Constitución de 1863 ha dejado de existir».
+UNAS VACACIONES AGITADAS / CAMARADAS TRAVIESOS / PRIMER RECORRIDO, HASTA IBAGUÉ / SEIS DÍAS POR EL PASO DEL QUINDÍO / LA COLONIZACIÓN DE LOS ANTIOQUEÑOS / CARÁCTER E IMPORTANCIA DE ESTE PUEBLO / CARTAGO Y LA HOSPITALIDAD CAUCANA / EL VALLE DEL CAUCA, PARAÍSO E INFIERNO / VALLE ARRIBA / ESTALLA LA REVOLUCIÓN / LOS PRISIONEROS DE GUERRA Y SU DESTINO / ENCANTOS DE LA REGIÓN; LA SOMBRÍA BUGA / CALI, CENTRO COMERCIAL DEL CAUCA / REGRESO A CARTAGO / LUCHA EN TULUÁ / PERMANENCIA OBLIGADA EN BUGA / ENCUENTROS CON TROPAS / FALSA ALARMA EN CARTAGO / BATALLA EN PEREIRA / OCUPACIÓN DE CARTAGO POR LOS REBELDES / CONTINUACIÓN DEL VIAJE HACIA EL ESTADO DE ANTIOQUIA / LA CIUDAD DE MANIZALES / POR EL PASO DEL RUIZ HACIA FRESNO, ENTRE TROPAS ENEMIGAS / MES Y MEDIO EN CUIDADOS SAMARITANOS A UN ESTUDIANTE HERIDO / RETORNO A LA CAPITAL / TRES TRIMESTRES SIN COMUNICACIÓN CON EUROPA / BOGOTÁ DURANTE LA REVOLUCIÓN / TRANSCURSO DE LA REVOLUCIÓN Y CONSECUENCIAS DE ESTA
+HABÍA LLEGADO EL MES DE diciembre del año 1884. Y con él, los viajes de vacaciones. Aquel año quería yo partir para los estados del Cauca y Antioquia con el fin de pasar allí algunas semanas. En particular al Valle del Cauca me lo habían ponderado como extraordinariamente fértil y rico, y como algo digno de verse. ¡Ojalá no hubiera emprendido aquel viaje! Pero en Bogotá todo el mundo creía que la crisis política suscitada durante el otoño en el estado de Santander era ya cosa resuelta y que los radicales, poco preparados y mal armados, no iban a cometer la insensatez de lanzarse contra el fuerte poder central y contra un presidente como Rafael Núñez. Mas en los movimientos cuyo destino es estallar de pronto con una fuerza elemental, todo cálculo humano resulta falto de sentido; en tales casos no son ya los hombres los que definen los acontecimientos.
+A mediados de diciembre me encontraba en La Mesa en casa de mis compañeros de viaje. El grupo expedicionario lo componían: el joven estudiante de medicina Abadía[258], que ya me había acompañado por los Llanos; otro estudiante de igual facultad, Tomás Uribe[259]; un caucano, Inocencio Cucalón[260], que era poeta y político, y, por último, mi amigo Eugène Hambursin[261], un muchacho belga que enseñaba en la Escuela de Agronomía de Bogotá. Eugène era, en el fondo, persona de carácter noble y muy bondadoso, pero, buen radical en su país, reaccionaba como furioso «comecuras» y, a menudo, desconsiderado crítico de los asuntos internos de Colombia.
+Eugène Hambursin
+Nuestro camino discurrió en primer lugar valle abajo, a la derecha de La Mesa, atravesando los más hermosos prados y palmares. Formábamos un grupo muy divertido. Los estudiantes y Cucalón convinieron en jugar a la guerra, y como todos iban armados, se dirigían a los indios que caminaban por la poco transitada comarca diciéndoles que avanzaban con el plan de insurreccionar el estado del Cauca. Ponían unas caras feroces, ocupaban de cuando en cuando alguna cabaña, se llamaban entre sí con pomposos títulos de general y coronel y metían miedo a la pobre gente, divirtiéndose de modo maravilloso.
+Aquel mismo día pasamos al Alto del Copó, una eminencia rocosa en la última estribación de la cordillera, desde donde se nos ofreció un admirable panorama de la Cordillera Central, que en frente se extendía, sobre el valle de Magdalena, cuyo paisaje recordaba el de los Llanos. Ya al oscurecer descendimos hasta el pueblecillo de Casas Viejas, donde hubimos de repartirnos en diferentes alojamientos para pernoctar. ¡Cuál no sería nuestro asombro al saber que se nos había ya denunciado como revolucionarios y que trataban de reducimos y tomarnos presos durante la noche! Por fortuna, pronto se vio que todo aquello procedía de una broma, broma de la que yo, por cierto, me había abstenido decididamente cuando vi las trazas que tomaba de convenirse en cosa seria. Más tarde nos enteramos de que ya se había telegrafiado al Cauca avisando que llegaban de Bogotá seis oficiales con el propósito de levantar en armas a aquel estado. A esto había conducido el imprudente juego de mis compañeros de viaje.
+Al día siguiente continuamos bajando, a través de una comarca bastante triste, por el ancho y pedregoso lecho del río Seco hasta llegar a la aldea de Guataquí, a orillas del Magdalena, donde siglos atrás se habían embarcado los caudillos de España, Quesada, Belalcázar y Federmann. La aldea, azotada por las fiebres y de clima sumamente cálido, ofrece una amarga estampa de desolación. La única ocupación de sus habitantes consiste en transportar al otro lado del río a los escasos viajeros que por allí pasan. Allende el Magdalena, junto a los ranchos de Guataquicito, descansamos un poco a la sombra de unos sombríos árboles y entre tanto dejamos tomar algún aliento a nuestras caballerías. Eugène, que presumía de buen conocedor de ganado, hacia mofa de mi mula, «la Mirla», un animal pequeño y debilucho. A causa del esfuerzo del paso del río, tenía un aspecto en verdad lamentable, parecía flaquísima y poco menos que inservible como cabalgadura, cosa en la que el crítico, sin embargo, se equivocaba de medio a medio. Después de atravesar a la tarde, en dirección de Ibagué, la llanura que forma el abierto valle, siendo las cuatro llegamos al pueblecillo de Piedras, cuyas viviendas parecían más limpias y cuidadas que las de otros lugares y cuyos habitantes nos gustaron también. Como el nombre del pueblo indica, este se halla rodeado de piedras, que son cascote lanzado, sin duda, hasta allí por alguna erupción del volcán Tolima, ahora ya apagado. El año de 1595, otro volcán, el Herveo, cubrió de una masa de fango toda la llanura que va a lo largo de la cordillera. En dicha masa han excavado fácilmente los ríos los profundos cauces que hoy presentan.
+Hacienda colombiana
+La noche la pasamos en un mísero rancho en medio de los pastos y acostados sobre mesas o en el suelo. A la mañana siguiente seguimos por la llanura, bajo un calor terrible, sin encontrar más que algunas pocas ventas y los ranchos de Cuatro Esquinas. Los animales, que durante la noche habían carecido de buen pienso, se sostenían ahora malamente. En cuanto a los viajeros, anotemos que nos vimos precisados a ayunar durante dieciocho horas. Hambursin y otro compañero tuvieron que desmontarse y marchar a pie por aquel abrasador terreno arenoso y tan mortificados por la sed que, tumbados boca abajo, llegaron a beber agua de un charco cenagoso. Entre tanto yo cabalgaba tranquilamente a lomos de mi despreciada «Mirla» y adelantándome entré a Ibagué en las primeras horas de la tarde. Envié dos caballos al encuentro de mis compañeros de correría, que llegaron por fin a eso del anochecer. Los estudiantes que se encontraban allí pasando las vacaciones, habiendo tenido noticia del viaje, salieron a caballo a nuestro encuentro, en número de unos veinte, hasta una venta situada como a dos leguas de la pequeña ciudad. En la venta habían dado buena cuenta de todas las provisiones allí existentes, de modo que no encontramos ni un sólo huevo para el desayuno. Esta vez tuvo lugar el baile en nuestro honor, organizado por los estudiantes y que se celebró en una de las casas principales de la localidad. Allí tuvimos ocasión de admirar a las bellezas de Ibagué, muchachas de fina esbeltez y ataviadas con el mejor gusto. La ciudad no desmintió tampoco esta vez su gran atractivo. ¡Se vive tan gratamente allí!… La vida transcurre en medio de una paz idílica. Las gentes son tolerantes y amables, casi incapaces de malas pasiones.
+A pesar de los consejos que nos dieron y a pesar también de la situación política —que se había vuelto amenazadora—, a los tres días nos despedimos de Ibagué para proseguir nuestro viaje. La estación estaba lluviosa e intempestiva y se nos anunció que los caminos se encontraban en horrible estado por el paso del Quindío, el que por la Cordillera Central conduce hacia el Cauca. Semejantes profecías habían de cumplirse con creces, pues gastamos cinco días y medio en cubrir una distancia de aproximadamente veinte leguas en línea recta. Pero ya habíamos hecho nuestros preparativos: el equipaje se hallaba dispuesto en petacas, especie de cofres de piel y de forma cuadrada, cuyas dos mitades encajan entre sí; y habíamos alquilado un buey que, conducido por su correspondiente peón, serviría para el transporte de los víveres, consistentes estos en arroz, patatas, tasajo, o sea carne seca y cortada en largas tiras —que se cuece, o bien se tritura entre dos piedras para comerla sin otra preparación—, además, huevos, grasa y cacao. El 23 de diciembre se puso en marcha la caravana, acompañada de numerosos estudiantes de Ibagué, los cuales nos dieron escolta una hora de camino. Sólo después de muchas despedidas y abrazos y luego de brindar con las talladas cáscaras de coco llenas del inevitable brandy, nos separamos a la vista de la ciudad iluminada por el sol del crepúsculo y ya muy profunda allí abajo entre el verdor del valle. Todavía está viva en mí la escena de cuando alegremente ascendimos por el monte y desde una eminencia contemplamos una vez más el valle del Magdalena y la azul Cordillera Oriental, que ya por mucho tiempo no volveríamos a ver…
+Hacia las seis hicimos alto en El Moral, colonia de una familia antioqueña que hospitalariamente nos preparó una sopa y nos hizo en su casita sitio donde dormir, aunque sólo en el suelo fue posible ofrecérnoslo. Hacía ya fresco, pues nos encontrábamos a 2.052 metros sobre el nivel del mar.
+Y esta es la ocasión de describir con algún detalle las granjas de los antioqueños. El estado de Antioquia posee la raza más vigorosa, resistente y bella de Colombia, la cual, según leyes sociológicas, es también la que por ser la más fuerte de todas, corporal, intelectual y moralmente, podría ejercer una especie de predominio sobre los demás grupos étnicos del país. Los antioqueños son casi enteramente blancos o blancos por completo, en particular las mujeres, sólo el trabajo al aire libre les ha bronceado la piel. A este estado vinieron muchos españoles a causa de la gran riqueza de minas de oro. Parece que inmigraron además doscientas familias judías que, pese a haberse convertido al catolicismo, fueron expulsadas de España, lo cual, sin embargo, no ha podido ser probado históricamente. Españoles y criollos se mezclaron, pues, con los indios, que en esta región se habían distinguido por su gran valentía y dieron lugar a un tipo diferenciado, en el cual se acusan con más o menos fuerza cada uno de los elementos integrantes.
+El antioqueño es musculoso, esbelto y de talla aventajada; sus facciones son regulares y en general hermosas, particularmente los ojos y la recta nariz. Le caracteriza su aversión a la pobreza y su marcada afición al lucro y la adquisición de bienes. Por tal razón no es belicoso y se inclina a la neutralidad en los conflictos políticos. Mas no es cobarde, como le atribuyen, por el contrario, sabe batirse bien. Toda vez que entiende lo útil que el saber resulta para progresar y tener éxito, acude de buena gana a la escuela. Y, como es inteligente, es también, por lo común, más instruido que la mayor parte de los habitantes de los otros estados. En la Universidad Nacional, los mejores talentos eran en su mayoría gentes de esa raza. El antioqueño es muy trabajador y nada exigente ni pretencioso. Aunque católico ferviente, tiene —dice Emiro Kastos, antioqueño él mismo— la energía y el amor al trabajo propio de los pueblos protestantes. Sus profesiones principales son la minería y las faenas del campo. En cuanto a este último trabajo, el antioqueño es el perfecto granjero que no omite esfuerzo alguno en la tala de selva virgen y que gusta, incluso, de esa tarea, pues ella le brinda la posibilidad de una nueva plantación. Y sigue incesantemente en busca de nuevas tierras. Es el yankee de este país. Casi siempre se desplaza de un lado a otro; se ven familias enteras que, a pie, tratan de dar con un lugar propicio donde establecerse. Al antioqueño se le encuentra en todos los estados de la República y también muy a menudo en el extranjero. Canta y toca la guitarra, tiene en alta estima a sus poetas, cuyas más bellas canciones suele saber de memoria. Como minero, y en general como hombre codicioso de ganancias, siente pasión por el juego. También, con ocasión de algún festejo o solemnidad, rinde culto al licor y en estado de obcecación cae en el delito. No son raras las contiendas a golpes ni las riñas con afiladas navajas barberas, en las que se trata de marcar la cara al adversario.
+El antioqueño es un verdadero positivista; ubi bene, ibi patria[262] es su divisa. Pero siempre sigue siendo antioqueño y en lo posible conserva el estilo patriarcal. Su vida familiar es ejemplo de perfección y las mujeres son muy virtuosas; viven retiradas como monjas y trabajan incesantemente. En el campo las muchachas van descalzas, por lo cual sus pies son algo grandes; por lo demás, todo su cuerpo presenta, en general, una bella armonía de proporciones. La familia antioqueña tiene muchos hijos, casi siempre unos doce, pero hay casos en que la prole asciende a treinta y aún más, de tal manera que a veces es difícil distinguir entre sí la madre y la hija mayor. En las sierras del Paso del Quindío viven más de seis mil antioqueños. Después de haber talado el bosque y luego de plantar maíz o sembrar trébol, levantan pequeñas casetas de bambú, que cubren con placas de madera de cedro o nogal. Crían vacas y de manera especial cerdos; hacen queso y melaza, y llevan sus productos a los mercados de los lugares vecinos pertenecientes a otros estados, que no podrían pasar sin ellos. En las casitas a que nos hemos referido, todo se halla muy limpio, pero su característica es también la suma sencillez.
+Nuestra segunda jornada amaneció lluviosa y turbia. No habíamos avanzado todavía mucho cuando en una depresión del terreno nos hallamos con tan mal camino que el cabalgar resultaba cosa verdaderamente arriesgada. Profundos surcos —barreales— cruzaban el camino unos junto a otros con desesperante regularidad; las elevaciones intermedias formaban una especie de almohadas paralelas. El animal lograba salir de una zanja, subía un escalón y se chapuzaba en un charco. Yo me apeé y preferí llevar a mi mula «Mirla» por delante. Hice bien, porque poco rato después la mula que montaba mi colega Eugène se hundió en un pozo de barro de tal profundidad que sólo asomaba la cabeza de la pobre bestia. El jinete pudo saltar sobre dos ribazos laterales. Nos costó mucho tiempo, en aquel terreno tan empinado, sacar del atasco al animal y al terminar la operación parecíamos auténticos poceros. Así se apeó, pues, mi colega y luego un tercero; seguimos caminando, pero ¡qué desfile…! Los pantalones nos los arremangamos por encima de la rodilla y nos calzamos una especie de sandalias con las que el pie desnudo pisaba más ligeramente. Como la lluvia caía de modo torrencial, nos pusimos nuestros grandes abrigos de viaje, cuyos bordes llegaban casi al suelo. Ahora podíamos considerar si tuvo razón Emiro Kastos al escribir: «El Quindío como camino, como carretera nacional, es algo que no tiene nombre». Por lo demás, nos consolamos con el famoso ejemplo de A[lexander] von Humboldt, que en el año 1801 anduvo a pie por estas tierras haciéndose llevar a espaldas de indios en algunos trechos de la ruta[263]. En el año 1827, Boussingault pasó también por aquí. Las observaciones de estos dos sabios son todavía fundamentales.
+Doctor Emiliano Restrepo
+Alegres y risueños, pese a todos los infortunios, avanzábamos chapoteando en el fango, fumando y charlando. Uno contó la historia de aquel viajero que pasando a caballo junto a un charco, vio flotar en este un sombrero. Ordenó a su criado que lo recogiese y cuando el servidor fue a tomarlo del agua, detrás del sombrero salió además una cabeza. Este pertenecía a otro viajero que allí se hallaba hundido. Luego de expresar su reconocimiento por la amable atención que le habían dispensado, dijo: «Ayúdenme, por favor, a sacar también a mi mula, que está aquí abajo». Y, en efecto, sacaron también a la mula.
+¡Qué fácil sería, sobre suelo tan firme, hacer aquí un buen camino! Bastaría con cortar, desde una distancia de algunos pasos de la actual vía de tránsito, la frondosidad que impide el paso del sol y la ruta resultaría practicable. Esto es lo que, con éxito, han hecho a unas leguas de Ibagué, pero la tropa que allí se empleó fue pronto retirada. Se le había encontrado una aplicación «más útil». La vegetación penetra tanto en el camino, que sólo el buey, con su andar poderoso y constante, puede avanzar por debajo, acreditándose de nuevo como magnífica bestia de carga. Pero ¡ay del que ose acercarse demasiado a la linde del camino! Eugène, al tercer día de viaje, fue atrapado por una liana que se le enroscó al cuello y del tal modo que no podía seguir adelante. Por fortuna, consiguió detener a su mula, hasta que el peón, sirviéndose del machete, le libró de la ahogadora planta.
+Por Mediación y por las quebradas de Buenavista y Aguacaliente, atravesamos un abrupto y hueco desfiladero de rocas hasta llegar a Machín y al valle del río San Juan, uno de los afluentes del Coello. No vimos nada de las fuentes sulfurosas y termales, que tienen su origen en el macizo del Tolima y poco o nada de las palmas productoras de cera (Ceroxilon), substancia que se aprovecha en la fabricación de cerillas. La lluvia nos impedía contemplar la naturaleza. Sólo un interesante encuentro tuvimos: el del correo. Algunas mulas, con pesadas cargas sobre sus lomos, avanzaban en dirección contraria a la nuestra y sólo como una media hora más tarde apareció la escolta de los arrieros, algunos de los cuales traían trabucos y carabinas de las que se disparan con yesca; tan grande es la seguridad por estos caminos. Podrían transportarse miles de dólares sin que se produjera asalto ni robo alguno. A mi pregunta de si aquellas armas irían cargadas, me contestaron los hombres del correo: «No, ¿y para qué?». Más de un país europeo podría envidiar aquel paso en cuanto a seguridad y confianza.
+En Machín pensábamos pasar la Nochebuena. Ante nuestra insistencia, el patrón se decidió a organizar allí un «baile». Hizo avisar, pues, a algunos de los músicos de los contornos para que vinieran con una guitarra, un tiple y una especie de pandero, comunicando también a los granjeros vecinos, que vivían muy diseminados por la comarca, la buena noticia de la fiesta. Después de tomar una modesta cena, a eso de las nueve, inicióse la danza en un angosto cuartito. Cuatro muchachas se hallaban acurrucadas en el suelo. Los músicos estaban arrogantemente sentados sobre unos cajones. A la luz de algunas bujías de sebo se empezó a bailar un bambuco. Sólo danzaba una pareja, pero lo hacía con toda el alma. No bailaban agarrados, sino girando en forma parecida a la de una contradanza, acercándose, retirándose, unas veces con pasión, otras con graciosos dengues. La mujer tiene una mano apoyada en la cintura y sus pasos describen la figura de un ocho sin dar la espalda al hombre en ningún momento. Su elegante cuerpo se delinea marcadamente dentro del sencillo vestido. Alternativamente se cantaban cancioncillas populares y al propio tiempo se hacían frecuentes honores al anisado. Yo hube de bailar una vez con la mujer del patrón, según las reglas de la hospitalidad. Hacia las diez de la noche me retiré de la fiesta y dormí magníficamente. Mis compañeros, que se habían retirado antes, no pudieron dormir, y ya después de la medianoche decidieron seguir bailando. Al amanecer, según costumbre, la fiesta acabó con una buena paliza que algunos de los asistentes se propinaron en el patio, hasta que el frío de la mañana fue devolviendo a los borrachos el buen sentido.
+El día de Navidad fue, si cabe, más lluvioso que el anterior. Cruzamos el río San Juan, que iba bastante crecido y pasamos por Toche —2.010 metros de altitud— y por Las Cruces, y luego, siempre por terreno pedregoso y difícil, subimos hasta Gallegos —2.659 metros—, a donde llegamos a las tres de la tarde. Habíamos caminado casi nueve horas a pie, y sólo habíamos cubierto una distancia de unas cuatro leguas. En Gallegos tuvimos que prepararnos la comida nosotros mismos y secarnos de la mojadura. La consabida sopa de arroz con algo de patata, el trozo de carne seca y luego cocida y unos huevos fritos constituyeron el ya invariable menú. Lo mejor era siempre la taza de chocolate, que, por medio del llamado molinillo, una varilla de madera tallada que se gira entre ambas manos, forma sobre el líquido una capa de espuma grisácea. Pero esta bebida solía estar tan azucarada y diluida con panela, que muchas veces disentíamos si se trataba de agua de azúcar o de cacao. Exquisito sabía a continuación un trago de agua fresca de algún manantial. Como extraordinario, nos permitíamos tomar alguna vez un sabroso bocadillo, o sea compota dura de frutas[264] cortada en trocitos cuadrangulares.
+El día siguiente avanzamos entre magníficos, aunque ya no muy tupidos palmares, pasamos por Las Cejas y llegamos a lo más alto del paso del Quindío, el llamado Boquerón, a 3.485 metros sobre el nivel del mar, a cuyo flanco izquierdo se levanta la misma cumbre nevada del Quindío —5.150 metros—. Soberbia, casi tanto como el panorama de los Llanos, se abre aquí la perspectiva del Valle del Cauca. Aparece como una extensión inmensa cubierta de negros y sombríos bosques, donde sólo algunos pocos ríos han excavado sus lechos. En la lejanía, formando la rampa del valle, álzase la Cordillera Occidental, uniforme y de un color negro azulenco. Este agreste cuadro podría calificarse ciertamente de adusto y grave, a no tenderse sobre él aquel cielo único, que parece superar en mucho al de Italia por su rutilante azul y su limpia claridad.
+En rápida subida, por un resbaladizo suelo de arcilla roja, llegamos a la pequeña ciudad de Salento. La superior categoría de la población se hacía ya notar por la existencia del telégrafo y de [una] farmacia. Bajamos luego hacia el río Boquía, en cuya proximidad encontramos buen asilo nocturno en casa de un antioqueño. De este encantador y verde valle debimos salir a la mañana siguiente por el alto del Roble —2.080 metros—. Durante varias horas habían luchado hasta allí con el terrible camino nuestras pobres cabalgaduras, sucias ya hasta los ollares. Era un terreno de bosque, arcilloso e inundado. Por el mediodía llegamos a Filandia, una aldea recién fundada[265] y en la que sólo antioqueños se habían establecido. Era día de mercado y de misa. La plaza se veía enteramente llena de gente de la nueva colonia, que charlaban sin tregua, interrumpiéndose tan sólo para arrodillarse en el momento de alzar. La música eclesiástica era horrible. Un quejumbroso clarinete y una trompeta suspiraban de continuo los mismos compases.
+Sopa de maíz, pan de maíz —arepas— y hasta un trozo de pan, amén de los fríjoles y la carne de cerdo, platos habituales de la gente de Antioquia, nos compensaron debidamente de las pasadas fatigas. Y a la tarde seguimos el viaje, ahora ya sobre terreno seco, a través de unos bosques magníficos de enormes bambúes[266] y ante los limpios y graciosos ranchitos de los antioqueños. En todas partes obteníamos, por poco precio, leche o pan de maíz.
+El Quindío propiamente dicho quedaba a nuestra espalda[267]. El Paso es tan sano, tan puro el aire, que raramente acontece que enferme algún viajero; muchos llegan a afirmar haberse curado allí de dolencias y malestares, lo que en todo caso es atribuible al mayor ejercicio.
+El 28 de diciembre llegamos por fin, después de tres horas de cabalgada, al río La Vieja, que tiene allí 100 metros de anchura. Lo alcanzamos en el lugar llamado Piedra de Moler —994 metros de altitud—. En la orilla opuesta se veía una casita para el barquero. Del Valle del Cauca propiamente dicho nos separaba todavía una cadena montañosa de bastante elevación. Justamente de aquellas alturas vimos bajar un grupo de unos veinte jinetes y amazonas que ya de lejos nos hacían señales de saludo. Eran los amigos y parientes de Abadía que salían a nuestro encuentro con el propósito de ofrecernos digno recibimiento y acogida. A nosotros, sucios y mal vestidos expedicionarios, con las claras señales de casi seis días de azarosa marcha, la comitiva que se acercaba nos pareció un cortejo de hadas y de príncipes salidos de Las mil y una noches. Cuando llegamos a la otra ribera nos impresionó hallarnos en tan espléndido ambiente, rodeados de tanta civilización y casi no tuvimos palabras para corresponder a la cordial salutación que se nos dispensaba. Sentados sobre la yerba tomamos el desayuno traído por nuestros amigos, que tuvo su buen acompañamiento de vino y hasta algo de champaña. Luego se nos invitó a montar aquellos fogosos y rápidos corceles del Cauca, tan elegantes en el paso de andadura; en seguida, casi sin saber cómo, nos encontramos en la altura de Santa Bárbara, célebre por una victoriosa batalla librada allí por el general liberal Santos Gutiérrez[268] contra los conservadores el año de 1861. Desde aquella cresta se tiene una bellísima vista de la pequeña ciudad de Cartago —989 metros de altitud—, situada en medio de prados verdes como la esmeralda entre plátanos y palmeras y reclinada junto al ondulante río La Vieja, que aquí se ha liberado totalmente de la cordillera y corre a reunirse al Cauca, del que todavía le separa una legua.
+Cartago, fundada en 1540 a orillas de otro río, hasta fines del siglo XIX no se estableció en el lugar que hoy ocupa. Esta pequeña ciudad no tiene nada extraordinario. Sus calles están trazadas a cordel y empedradas de guijarro puntiagudo, impresión esta última que conservo vivamente en el recuerdo, pues a consecuencia de las niguas tenía los pies muy sensibles. La plaza mayor es amplia y cuadrada; sus dos iglesias, insignificantes. En un viejo convento, San Francisco, se hallaba establecido un colegio para muchachos. El clima es ya bastante cálido —con una temperatura media de 24 ºC—, pero el lenitivo lo ofrece el baño en el río La Vieja. De este caudal se saca también el agua para la ciudad y ello no se hace con tinas o cubos, sino con largas cañas de bambú[269] a las que se han cortado dos o tres segmentos.
+En Cartago la familia[270] Abadía nos acogió con hospitalidad verdaderamente árabe, o sea en la forma que es proverbial en el Cauca. Particular gusto encontrábamos en los cigarros puros que con finos dedos liaban especialmente para nosotros las hijas de la casa. Era un excelente tabaco, que se cría allí cerca. Durante la operación que he dicho charlábamos con las muchachas. Ellas nos entregaban con una graciosa sonrisa el cigarro recién fabricado.
+Ingrato había de ser el despertar de aquellas horas idílicas. El día de Año Viejo por la tarde desfiló por las calles algo que llamaban «música» y un hombre leía con sonora voz un pregón en el que declaraba el estado de guerra en el municipio del Quindío, cuya cabeza era Cartago. Parece que del norte de la República y de Bogotá habían llegado noticias inquietantes y que el presidente Núñez había implantado en todo el país el estado de excepción. No podíamos creer en una verdadera revolución y decidimos proseguir nuestro viaje valle arriba hasta Cali y luego, si era posible, a Popayán, para bajar luego hasta el océano Pacífico, a Buenaventura. Solicitamos pasaportes y el joven Abadía, Eugène y yo partimos alegremente el 3 de enero de 1885 por una región de colinas frondosas y tupidos bosques de bambú.
+El Valle del Cauca está enmarcado por las cordilleras Occidental y Central. El Cauca, principal afluente del Magdalena, con un curso de doscientas setenta leguas de longitud, algo más arriba no pasa de ser un torrente de montaña; pero de Cali a Cartago, en un trecho de unas veinte leguas, el valle se abre hasta alcanzar una anchura de ocho leguas aproximadamente. En este trayecto el río es navegable para pequeños vapores, que se transportan desarmados desde el océano Pacífico. Pero luego las cordilleras van comprimiendo más y más el río y este, al llegar al estado de Antioquia, se ve obligado a descender desde un nivel de unos 1.000 metros hasta las bajas sabanas de la región litoral, de modo que su corriente se vuelve impetuosísima, forma saltos y hace con ello imposible la navegación. El Valle del Cauca no es por igual fértil en todas sus partes. Algunas regiones, a causa de la deforestación y también por su estructura geológica, son secas y arenosas; otras se inundan y forman lagunas de hasta dos metros de profundidad, lo que las hace enteramente insalubres por razón de las fiebres. Pero otras regiones, en particular las que distan de media a una legua del río, ya algo hacia la altura y que tienen una gruesa capa de humus, proporcionan al hombre todo cuanto puede crecer en la Zona Tórrida, ello en gran abundancia. Allí se encuentran la mayor parte de las colonias, en tanto que las tierras de las salientes montañas están casi sin cultivar. Existe, pues, un gran parecido entre el Valle del Cauca y los Llanos. Aquí, como allí, se queman las resecas sabanas, se cría mucho ganado y se practica con provecho la pesquería. Se halla igual clase de ranchos y granjas o hatos, rodeados de frutales y de grandes guaduas que mecen sus largas hojas en el viento. Se ven también las mismas casas de campo en medio de álamos y de yerba que alcanza la altura de nuestros cereales europeos y es tan espesa y uniforme que parece hubieran recortado por arriba. Un cielo hermosísimo se tiende sobre este valle de bendición. A la llegada de los conquistadores, vivía aquí un millón de aborígenes; la actual población apenas llega a la mitad, pues la viruela y el sarampión y de otro lado las incesantes guerras civiles, han costado muchas vidas. La población se halla mezcladísima, pues aquí habitan las tres razas; pero hay regiones donde los negros son mayoría, mientras que los indios propiamente dichos se han retirado ya hace mucho tiempo de las partes muy densamente pobladas del valle principal, de manera que son mucho más frecuentes las distintas matizaciones de procedencia blanca y negra.
+Francisco Javier Zaldúa, presidente (falleció en 1882)
+En general, el caucano es inteligente y no le faltan dotes creadoras. En circunstancias normales es pacífico y tolerante, además de comedido y bondadoso, pero cae con facilidad en un apasionamiento que no se iguala en ninguna otra región de la República. En cuanto a su religión y sus convicciones políticas es del más ardiente fervor y lo sacrifica todo, familia, vida, hacienda, para lograr la victoria. Por ello, en toda acción de resistencia interviene el caucano de forma cruel y destructiva, sin detenerse ante nada. Aquí está el foco de las revoluciones; aquí, de ordinario, su último reducto. El Cauca da el principal contingente de luchadores en todos los choques sangrientos y los más de los combates se libran con tenacidad y heroísmo dignos de mejor causa. Casi todas las gentes son aquí del temple de su paisano J. H. López[271], quien, tomado preso por los españoles y llevado al cadalso, lio un cigarrillo con toda tranquilidad ante su sentencia de muerte. (En el último momento se salvó[272] y llegó a ser con el tiempo un famoso presidente liberal). Si a las luchas políticas se agrega aún la lucha de razas en la que los negros, liberados sólo desde hace cuatro décadas, desahogan su odio contra el blanco, resulta que el Cauca es el escenario de la más fiera crueldad; y lo será de la desolación.
+Cabe, pues, resumir así el juicio sobre esta región: el Cauca es una tierra donde fluyen la leche y la miel; mayor todavía sería su bendición si los negros trabajaran más, si las gentes todas se entregaran menos al dolce far niente[273] y cultivaran sus campos con más esmero, si la naturaleza no fuera tan generosa con el hombre facilitándole casi por sí misma todo lo necesario, si hubiera, en fin, vías de comunicación por medio de las cuales se pudieran intercambiar más rápidamente los productos y llevarlos a otros países. El Cauca sería entonces un paraíso y acaso no dejarían de tener razón los sociólogos que han calculado en veinte millones —André[274] dice cincuenta millones— la futura población de este valle. Pero en la guerra, en la revolución este paraíso se convierte en infierno, en palestra de todas las pasiones y asiento de toda barbarie. Las gentes amables y bondadosas se vuelven tigres. Su furia es tan grande, que llega al ridículo. En una alocución a los liberales tronaba un orador de este modo: era necesario dar tan duro a los conservadores, que de sus dientes se pudiera hacer una columna conmemorativa. Casi por todas partes se encuentran huellas de ruda devastación y las heridas de las guerras civiles no han cicatrizado todavía. De esto nos damos cuenta ya la noche de nuestra primera escala, alojados por el señor Rentería[275], un conservador cuya magnífica hacienda fue incendiada el año 1877. Le mataron el ganado, sin utilizar para nada la carne y le arrasaron de tal modo los pastos, que al cabo de ocho años no había conseguido alcanzar el nivel anterior de sus bienes y desarrollo. ¿No se malogra de esa manera todo espíritu emprendedor? No es por libre convicción por lo que la mayoría militan en este o en el otro partido, sino porque en uno de ellos tienen que vengar algún hecho de atrocidad. A este le han matado el padre, al de más allá se le llevaron un hermano, a un tercero le ultrajaron madre y hermanas; en la próxima revolución han de vengar las afrentas. Así ocurre que entre los conservadores encontramos gente librepensadora, y entre los liberales, católicos fanáticos. Cada cual se rige por la ley de la venganza de sangre.
+La primera prueba de que había estallado una revolución se nos ofreció en el pueblecillo de Victoria, cuya población masculina se agrupa íntegramente en las guerras en una temida tropa conservadora de caballería. Pasando por una deliciosa sabana, vimos cabalgar hacia nosotros un grupo de aquellos lanceros. Como yo iba en cabeza de nuestra expedición, me hallé, no sé cómo, en medio de los revolucionarios. Un señor de entre ellos se dirigió a mí afablemente. Al reunírsenos los de mi grupo, reconocieron en él a un exsenador y general de Antioquia. Este se había propuesto pasarse a pie desde el Cauca a territorio antioqueño para hacerse cargo de un alto mando en su estado. Aquellos jinetes lo habían atrapado en la cordillera y ahora lo conducían a Cartago en condición de prisionero. Ya la circunstancia de que este radical nos hubiese saludado nos hizo sospechosos de Cartago en adelante.
+La suerte de tales prisioneros no era, en modo alguno, envidiable. Según como se iban produciendo los movimientos de tropas, a la primera alarma se los llevaba de uno a otro lugar, a veces humanamente tratados, a veces con pocas consideraciones. Cuando más tarde, en Cartago, llevamos a ese general cigarros puros y algunos alimentos, tuvimos oportunidad de ver por dentro su prisión. En un angosto cuarto se hacinaban como quince hombres; no hubieran podido estar tendidos todos a un tiempo en el suelo de aquel calabozo. Esto, en tierra caliente, con un tiempo abrasador. Olía allí horriblemente. No es de extrañar que tales presos políticos se dedicaran a madurar planes siniestros. No obstante, el trato que se les daba era incomparablemente mejor que el de antes, pues del jefe ultramontano Julio Arboleda[276] se oye contar a menudo que había mandado fusilar prisioneros para no verse en la necesidad de darles «el pienso» diario. Por hombres de entera veracidad se me relató también con frecuencia que a ciertos prisioneros ricos a los que se trata de forzar al pago de multas en metálico se les da de comer en la prisión, pero se les niega la bebida, con lo cual al cabo de dos o tres días no tienen más remedio que ceder. En la revolución de 1860, según referencia del abate francés Saffray[277] en [Le] Tour du Monde[278] —Saffray acompañó personalmente a Arboleda—, se dejó morir de inanición a algunos prisioneros y luego se tenía a los cadáveres durante algunos días, encadenados junto a los presos que quedaban vivos[279].
+No atreviéndonos a cruzar con las caballerías el movedizo puente de bambú sobre el río La Paila —paso previsto, por lo demás, sólo para peatones— cruzamos por un vado y seguimos luego a través del bosque de Morillo, que en tiempos se consideraba lleno de ladrones. Hoy día existe completa seguridad en todo el Cauca. La familia Uribe, a la que pertenecía uno de los estudiantes de medicina[280], nuestro camarada de viaje, posee en un bosque una granja a la que de mañana y a la noche acudía el ganado. Allá disfrutamos durante un día aquel estilo de vida campestre. Las casitas eran también extremadamente pulcras y en su bello arreglo se advertía delicadeza de manos femeninas. El viejo señor Uribe[281], a pesar de sus setenta años, era un denodado e incansable trabajador.
+Después de este intervalo y con un calor pavoroso, procedimos valle arriba, atravesando ora regiones secas, ora tierras de gran fertilidad. Dejábamos atrás miserables, tristes y sucias cabañas; y así, por Bugalagrande, San Vicente y Tuluá, avanzábamos hacia Buga. Entre los dos últimos lugares y sobre verdes y pintorescas colinas, se ve a la izquierda del camino el campo de batalla de Los Chancos, donde el general Trujillo[282] venció en el año de 1876 al Ejército de antioqueños —fuerza cansada, pero que numéricamente doblaba a la suya propia— que había irrumpido en el estado del Cauca. Nos llamó la atención lo abandonados que se hallaban todos los caminos y las pocas mulas que encontrábamos. Por lo demás, el camino principal debe de ser muy malo en época de lluvias; puentes no se ve por aquí ni uno. Una plaga está asolando el Cauca desde hace algunos años: la plaga de la langosta. Esta devora enteramente campos y setos, y se amontona en enjambres por los caminos. Aunque uno se lance a caballo sobre estas saltadoras masas no se llega a aplastar más que unos pocos insectos.
+Buga —1.001 metros de altitud, 24 ºC de temperatura media— se fundó en 1575. Fue y es un lugar con muchos conventos e iglesias, auténtica ciudad española bronca y antipática. El hotel era malísimo…, pero caro; las camas, cuyas ropas habían servido a otros muchos antes que a nosotros, estaban llenas de bichos.
+No lejos de la pequeña localidad nos alcanzó un jinete a galope y quiso examinar nuestros pasaportes, que ya habíamos hecho visar convenientemente. Nos miró con suma desconfianza. No pudimos siquiera preguntar quién era aquel que se arrogaba el derecho de hacernos detener en el camino, pues ello hubiera sido todavía más sospechoso. Tocamos en el lugar de Sonso y por su vasta llanura cabalgamos hasta la bella aldea de Cerrito. Por el camino disfrutamos de la delicia de los bosques, su poesía, sus aromas. Corrían por ellos cristalinos arroyos, como el Zabaleta, sombreado por árboles gigantescos, arbustos y maleza. Ya teníamos ante nosotros aquellos soberbios paisajes caucanos que tan admirablemente describe Jorge Isaacs[283] en su conmovedora novela María; nos encontrábamos en el verdadero escenario de su narración, cuyas idealizadas figuras parecían tomar aquí forma tangible.
+Jorge Isaacs
+Desde Cerrito el camino tuerce a la derecha hacia el río Cauca, a cuyo encuentro galopamos durante más de una hora para llegar antes de la puesta del sol a la barca que cruza el río por La Torre, cosa que, en efecto, logramos. Una gran balsa, en la que se podía entrar cómodamente a caballo, atraviesa aquí la ancha corriente, de un amarillento sucio, encajada entre tupidos bosques. En la otra ribera dormimos aquella noche en un ranchito, sobre un suelo hecho de caña de bambú triturada.
+El día 9 de enero, después de ocho horas de caballo, llegamos a Cali, capital del Cauca y su máxima plaza comercial. De lejos Cali ofrece el aspecto de una ciudad mora o judía. Un corto puente de piedra lleva, sobre el río del mismo nombre, hasta las enjalbegadas casas de la ciudad, sobre las que se yerguen las cúpulas de dos iglesias. Álzase a la derecha, de modo bastante abrupto, la Cordillera Occidental, que forma una serie de desnudas sierras parecidas a las pirenaicas; pero en el propio valle, las palmas circundan el caserío. Todo esto, bajo un cielo maravilloso, crea la pintoresca hermosura de la estampa de Cali. La ciudad fue fundada en 1536. Su temperatura media es de 22 ºC y se halla expuesta a los vientos de la cordillera. Cali posee diversos centros de enseñanza secundaria, testimonio de la actividad cultural de la población que ha dado ya al país varias personalidades ilustres. La principal importancia de Cali como gran centro comercial está en su facilidad de acceso desde el cercano litoral Pacífico.
+En Cali visité a diferentes personas para las que llevaba recomendaciones, gentes unas conservadoras y otras liberales. Como ciudad se hallaba en manos de los independientes, algunos liberales estaban ya escondidos. Nuestra visita a los señores Gaviria[284], los comerciantes más fuertes del Valle y radicales acérrimos, despertó el recelo de la gente, de lo cual no tuve entonces la menor idea. Aparte de frases consabidas y lugares comunes, no despegábamos los labios para hablar de política, ni siquiera había ocasión de hacerlo, pues yo evitaba sistemáticamente ese objeto de conversación. Tanto el Comandante de la plaza —un médico—, como los señores Gaviria, me trataban con la máxima gentileza y atención, pero con la desconfianza que es habitual en el país. En las calles gritaban a mi espalda: «¡Ahí va el enviado de Bogotá!». Los conservadores no me devolvieron la visita, de modo que empecé a barruntar algo malo e insistí a mis despreocupados compañeros de viaje para abreviar la estancia en Cali y renunciar al resto de la planeada expedición valle arriba o hasta el Pacífico.
+Al tercer día, antes de las seis de la mañana y bajo los naranjos del patio del hotel, montamos en nuestras caballerías y nos encaminamos al río Cauca, que corre por la llanura como a media legua de allí. Mis compañeros parecían querer poner a prueba mi paciencia y ya en un último extremo; tan lenta y cansinamente cabalgaban tras de mí. Respiré por fin cuando una balsa nos transportó al otro lado del Cauca y eso que en la opuesta orilla había soldados. Me sentí salvado de un desconocido riesgo… Y en verdad que el riesgo había existido. Tres horas después de nuestra marcha, a las nueve de la mañana, fueron detenidos los señores Gaviria y encerrados por varios días como radicales sospechosos, en una estrecha celda de la prisión. Más tarde supe que, telegráficamente, se había dado también una orden de detención contra mí; la orden venía de Popayán, capital del estado del Cauca, se fundaba en la creencia de que yo había llevado de Bogotá a los radicales de Cali importantes despachos del comité de su partido. Nada habría aprovechado encarecer por todos los medios mi inocencia y Dios sabe por cuánto tiempo las autoridades locales me habrían encarcelado. Anótese sin embargo, en disculpa de aquella gente, que nuestro viaje valle arriba era una imprudencia, dada la situación reinante, pues resultaba fácil suponer cualquier fin oculto y no creer que se tratara de un simple viaje de vacaciones. Precisamente en el Cauca hubo extranjeros que tomaron parte en las guerras civiles. Hay que tener presente además que la Universidad Nacional era muy odiada entre los clericales y que las doctrinas extendidas por ese centro habían sido objeto de muy rudos ataques durante los últimos meses.
+Sin ser molestados seguimos nuestro viaje. La gente tenía quehaceres más importantes que andar en mi persecución; debían, sobre todo, pertrecharse para el temporal que se avecinaba. Cuando al mediodía llegamos a la pequeña ciudad de Palmira, antes célebre por su «tabaco oloroso», dos batallones de soldados, casi todos negros de feroces ojos, se dirigían hacia Buga con banderas desplegadas. Algunos gritaban: «¡Viva el gobierno legítimo!», mas, en general, el entusiasmo de la tropa no parecía ser muy grande. Iban mal armados, pero marchaban con orgullo. Por lo común estos batallones de negros, con su soldadesca sensual, desconfiada, indolente, pero al propio tiempo fanática y tenaz, son el horror de las gentes de bien. Mas no debo ocultar que precisamente en la revolución hice conocimiento con algunos oficiales negros que me inspiraron verdadera estimación por su comportamiento sereno y su actitud de viril y digno orgullo.
+Pasamos la noche en una grande y solitaria hacienda, propiedad de un conservador, al que íbamos recomendados; recuerdo una discusión en la cual nuestro patrón defendió el criterio de que el deber de la hospitalidad debía cumplirse como cosa sagrada, aun tratándose de un asesino. Al día siguiente por la tarde entramos a Buga, al tiempo que lo hacía también un escuadrón de lanceros. Estos lanceros eran hacendados de la comarca y su único distintivo consistía en una cinta verde rodeando el sombrero de paja. Llevaban carabinas en bandolera; algunos traían sable. Todos, sujeta al estribo derecho, portaban además la lanza, que los guerreros de allí saben manejar con terrible destreza. Eran tipos de un aspecto osado y feroz que no hacía esperar nada bueno.
+Apenas habíamos llegado a Buga cuando —según noticia que nos llegó el 12 de enero— los radicales se habían insurreccionado en la vecina localidad de Tuluá, a tres leguas de camino; habían asaltado de noche los cuarteles de los conservadores, matando a más de cincuenta personas y cometiendo en las mujeres indecibles infamias. Con ello se nos retrasó la continuación del viaje y tuvimos que pasar dos días en el malhadado hotel de Buga.
+A la mañana siguiente, era un domingo, casi toda la guarnición de la plaza partió a luchar con los rebeldes. El día transcurrió en medio de medrosa espera. A la tarde llegó por fin la noticia de que Tuluá había sido tomada al mediodía, dispersándose a los insurrectos. Dijeron que dos jóvenes de Buga habían sido muertos cuando, arrogantes y quizá un poco bebidos, se precipitaron a galope en la plaza de Tuluá sin esperar al resto del «ejército». Libre de nuevo el camino, me encargué de hacer a la mañana siguiente, en nombre de mis compañeros, la diligencia precisa para el visado de nuestros pases, formalidad que había que cumplir en cada localidad donde nos deteníamos. Casi una hora me hicieron esperar sin motivo alguno, hasta que el gobernador, un político veterano, puso su firma, titubeando, en el documento. Hacia el mediodía continuamos la marcha. Mis dos compañeros de viaje cometieron la imprudencia de salir a galope. Se nos detuvo en una de las primeras esquinas y se nos cerró el paso. En un instante nos vimos rodeados de fuerza. Yo presenté los pasaportes y nos dejaron marchar. Nos regocijábamos, ya fuera de la ciudad, de haber podido escapar a aquella gente, cuando un jinete nos alcanzó al galope con la orden de que le siguiéramos para presentarnos al alcalde. Fue inútil toda resistencia, aunque el alcalde no tenía nada que ver con nuestros pasaportes. En extraña disposición de ánimo volvimos grupas hacia la ciudad. En una de sus calles nos rodeó una muchedumbre hostil. Nunca olvidaré aquellos rostros patibularios de negros y seminegros que nos hacían corro y nos insultaban a media voz. Uno de los más resolutos, en cuya frente estaba grabada la falsa delación como un estigma de Caín, gritó entonces: «Conozco bien a estos tres señores; estaban ayer en Tuluá, ¡y han peleado con los radicales contra nosotros!». Abadía respondió al hombre aquel y se desesperó tratando de demostrar nuestra inocencia. El patrón en cuya casa habíamos estado el día anterior no se atrevió a declarar que no habíamos puesto el pie fuera de Buga; tan intimidado se hallaba. Yo me harté, al fin, de todo aquello y salí a caballo preguntando por el gobernador. En una calle me encontré con él. La chusma me seguía. «¿Este es el respeto que inspira su firma —dije al anciano—, que se nos detiene aquí y se nos prohíbe seguir libremente nuestro camino? ¿Qué tiene que ver el alcalde con nuestro pasaporte?». Yo me referí a varios señores de Buga que nos conocían bien y sabían que éramos extranjeros, profesores contratados por el gobierno y ajenos a la política. Los mismos señores a los que yo había ofrecido y prestado servicio llevando a Bogotá para sus hijos pesadas remesas de dinero en plata, se desentendieron ahora tímidamente; ninguno quería responder como testigo. ¡Maldita gentuza! Tras de largas dudas y mucho palabreo declaró finalmente el gobernador que podíamos seguir viajando, pero con la obligación de volvernos a presentar en Tuluá para que nos firmaran de nuevo los pasaportes. Con toda seguridad, abrigaba el plan de hacernos apresar allí, para no sentar el precedente de anular su propia firma. Preocupados, nos pusimos en marcha.
+Como a una legua de Buga nos encontramos a los «victoriosos» guerreros que habían puesto en fuga a los rebeldes de Tuluá y que se reintegraban ya a su guarnición. Venían en cabeza los lanceros, gente insolente que lo primero que hicieron fue… pedirnos dinero. Les dimos todo lo que llevábamos suelto y nos indignó mucho aquella clase de soldados capaces de dirigirse con tamaña desvergüenza a los viajeros y que, naturalmente, no recibirían lo necesario. A los lanceros seguían unos cien hombres de a pie, armados con viejos y malos fusiles —también entre ellos, de los antiguos de chispa—. Caminaban descalzos; uniformes, por supuesto, no tenían ninguno. Sólo los oficiales llevaban kepis y traían espadines abrochados sobre sus ropas de paisano. Los soldados iban en columna de a uno, sombríos y extenuados; es probable que tuvieran hambre. La mayor parte de ellos, sin duda, habían sido reclutados a la fuerza. El grupo más triste venía a continuación. Lo componían unos doscientos hombres sin fusiles de ninguna clase, a falta de ello llevaban garrotes o machetes muy pesados. Eran los más terribles.
+Examinados nuestros pasaportes, se los encontró conformes y seguimos adelante. A una media hora de Tuluá vimos algo que hizo estremecer de alegría nuestros corazones. Estaban cortados los hilos del teléfono y ello quería decir que no había llegado orden alguna de detención contra nosotros. El gobernador no me puso obstáculos y me reuní nuevamente a mis compañeros, que me estaban esperando fuera de la ciudad con el propósito de, si yo no volvía, hacer todo lo necesario para librarme.
+A pesar del cansancio, ahora ya total agotamiento, de cabalgaduras y jinetes, tratamos de alcanzar aquella misma noche la hospitalaria y segura granja del señor Uribe, que se ampara en la paz del oscuro bosque Morillo.
+A no haber contado con un caballo de memoria verdaderamente notable, de cierto nos hubiéramos extraviado en medio de aquella noche tenebrosa. Pero el animal, a pesar de que nuestro viaje de ida fue la primera ocasión en que hizo aquel camino, se desvió oportunamente del sendero sin que nosotros llegáramos a percatamos y nos condujo derecho hasta la granja. Allí supimos por un conservador, cuya casa estaba junto al cuartel atacado, que durante la rebelión no habían sido muertos por los radicales los cincuenta hombres que se dijo, ni tampoco se habían cometido crueldades con las mujeres; por el contrario, los hechos habían transcurrido de modo relativamente incruento. Nos contó que los radicales habían tratado muy cortésmente a su esposa al hacer el registro domiciliario. Si el deseo de conocer más de cerca aquellos acontecimientos no me hubiera llevado a hacer averiguaciones, habría permanecido en la creencia de que realmente fueron un hecho aquellas monstruosidades atribuidas en un principio por los buganos a los insurrectos de Tuluá. La historia se escribe las más de las veces según las exageraciones de los hombres.
+Después de un día de descanso nos dirigimos nuevamente hacia Cartago. Cuando llevábamos caminadas como dos leguas por el valle, nos salió al encuentro el padre de Abadía[285].
+Tomás Uribe, estudiante de medicina
+Iba fugitivo, pues Cartago sería ocupada probablemente aquel mismo día por los liberales. Espoleamos nuestras cabalgaduras. Encontramos a otros fugitivos; iban gritando que el enemigo se hallaba ya cerca de la ciudad y que pronto entraría a saco en ella. Tan velozmente galopamos durante casi una hora, que nuestros animales llegaron medio muertos. En Cartago nos hallamos con las puertas de las casas cerradas a piedra y lodo. Las mujeres alzaban y crispaban las manos, lloraban y rezaban. Todo el mundo se dedicaba a cargar y embalar enseres. Era un cuadro de suma confusión. De modo maquinal imaginé las escenas del sitio de la antigua Cartago. La población masculina salió rápidamente de la ciudad para hacer frente al enemigo. Luego viose que todo era una falsa alarma, pues tan sólo una guerrilla se había adelantado hasta el río y hecho desde allí unos disparos en dirección a la ciudad con el propósito de sembrar en ella la inquietud; luego se retiraron a toda prisa. Durante varios días se produjeron en diversas ocasiones alarmas de la misma especie. Se vivía en continua zozobra.
+En tanto, el partido del gobierno juntaba afanosamente tropas, pobres reclutas movilizados de cualquier modo, a los que se entregaban viejísimos fusiles. Lo único que constituía una variación eran las noticias llegadas del escenario de la lucha. ¡Qué de bulla y disparos, qué de músicas, redobles y vocerío cuando se recibían nuevas de alguna victoria! Una de esas nuevas fue mortal para los radicales. El 19 de enero un batallón de la Guardia Colombiana, la más escogida tropa del gobierno, llegó a Cali, procedente de Panamá, con objeto de auxiliar al partido gubernamental. Mas en la noche del 19 al 20 su jefe, el coronel Márquez[286], se pasó a los radicales, quienes, según se afirmaba, lo habían sobornado. Cali cayó de este modo en manos de los radicales que ahora, por su parte, movilizaban todos los recursos con el fin de ocupar el Valle del Cauca. Con ochocientos hombres —según otros, con mil cien— bajaron contra Buga para atacar a las tropas del gobierno, o sea a las mismas con las que nosotros nos habíamos cruzado en el camino de Tuluá. Estas últimas, al mando de Juan E. Ulloa[287] se hicieron fuertes en unas colinas sobre la llanura de Sonso; su número, según el propio jefe, fue de sólo quinientos hombres, de los cuales doscientos iban armados de trabucos. Durante cuatro horas se combatió allí desde las ocho de la mañana del día 23 de enero. Las tropas regulares no pudieron lograr nada en su ataque a las cotas ocupadas por los rebeldes; se dice que los cartuchos de las balas se encasquillaban en los fusiles. El resto de las fuerzas de los radicales terminaron por emprender la huida, dejando en el campo de la acción ochenta muertos, ciento cincuenta heridos y prisioneros, y treinta y cinco caballos. La victoria de Sonso tuvo, sobre todo, una importancia moral, pues los caucanos se gloriaron inmensamente de haber derrotado al traidor batallón de la Guardia Colombiana, considerado como invencible. Además, en poder de las tropas del gobierno cayó gran cantidad de armas y munición, lo que les permitió equiparse. Pronto llegaron de Buga a Cartago como doscientos o trescientos hombres. Entraron a las tres y media de la madrugada. Aún resuena en mis oídos la lenta marcha militar que una pequeña banda de unos cinco músicos —trompetas y clarinetes— iba tocando al frente de aquella tropa. En la simplísima melodía había algo de lastimero y pavoroso, cuya impresión me llegó a la misma médula de los huesos.
+Ahora, la mal armada «División» cuyo efectivo sería como de setecientos hombres, juzgábase ya lo bastante fuerte como para lanzar una ofensiva contra los radicales del estado de Antioquia. Con gran sigilo cruzaron el río La Vieja el día 25 de enero. Mi colega Eugène Hambursin, desoyendo todos los consejos en contra, quería regresar a Bogotá. Por más que le quisimos hacer ver que la Escuela de Agronomía no podía estar abierta en tiempo de revolución, nada fue capaz de disuadirle. Yo, por no dejarle marchar sólo terminé por agregarme, a regañadientes, llevando también a mi «Mirla», ya descansada y lustrosa. El 26 de enero llegamos al pueblo de Pereira que dista de Cartago como cuatro horas a caballo y que en 1863 fuera fundado por colonos antioqueños en medio de extensos bosques de bambú. Allí se encontraba en avanzadilla la División de Caucanos y no pudimos seguir el camino, pues esperaban al enemigo de un momento a otro. Durante la noche resultó robado del prado donde pastaba, o bien requisado por las tropas, el bonito caballo caucano comprado por Eugène para el viaje de regreso. Todas las pesquisas que hicimos a la mañana siguiente fueron totalmente inútiles. Entonces acordamos que yo regresara en mi mula a Cartago para notificar de la pérdida al vendedor del caballo y encargarle de su búsqueda. A las dos y media de la tarde, hallándome ya a lomos de la «Mirla» y cuando iba a pedir mi salvoconducto, las cornetas comenzaron de pronto a tocar generala. Por los cerros del Alto del Oso, que rodean a Pereira, se veían bajar apretadas masas de infantería y a la entrada del pueblo zumbaban ya de recio los disparos. Presencié los preparativos para la lucha y cuando las balas empezaban ya a caer en la plaza puse espuelas a mi mula y me dirigí a Cartago. No sabía nada de cómo habría terminado el combate de Pereira. Hacia las ocho de la noche estaba yo relatando al padre de Abadía los sucesos de que fui testigo, cuando de pronto lo llamaron aparte. Volvió muy conturbado y me dijo: «Doctor, tengo que huir. Le entrego mi casa para que cuide de ella. ¿No podría prestarme su mula para salir de aquí? De lo contrario voy a caer en manos del enemigo». El señor Abadía, si bien hombre todavía vigoroso, debía estar ya bastante por encima de los sesenta años. Me había hecho objeto de la máxima hospitalidad y por lo tanto no vacilé. Fui a buscar mi mula del pasto y el fugitivo desapareció poco después en la oscuridad de la noche. Lo mismo que Eugène, me quedé, pues, convertido en peatón.
+Toda la noche duró la alarma. Se escuchaba la huida de las tropas del gobierno, que a paso ligero cruzaban la ciudad sin tratar siquiera de defenderla, a pesar de que hubiera sido posible mantener la posición en la línea del río. No pegamos un ojo. Después de las diez de la mañana la ciudad parecía muerta. No quedaba ya ni un sólo combatiente. Se recogieron únicamente algunos heridos, a los que el joven Abadía prestó los primeros auxilios ayudado por mí. Un coronel de caballería que llegó con la tibia deshecha demostró especial firmeza y estoicismo, y no dejó de divertirnos su excelente humor.
+Un día angustioso, en el curso del cual se esperaban saqueos. Y una larga noche, durante la cual no nos desvestimos. Al tercer día, siendo las nueve de la mañana, entraron por fin en la ciudad las tropas invasoras. Eran algunos batallones de soldados bien uniformados y en buen orden, a los que había equipado el gobierno radical de Antioquia, abundantemente provisto de los medios necesarios. Esa fuerza había sido enviada contra el Cauca, leal al gobierno nacional, con el objeto de dar tiempo de agruparse a los radicales dispersos de aquella región, si bien estos no supieron hacer mejor cosa que proclamar tres distintos presidentes provisionales.
+En virtud de las circunstancias yo había pasado a ser el custodia de la casa de don Félix Abadía, ilustre personalidad entre los «independientes» de Cartago y adicto al partido de gobierno. En aquella casa, que era rica y principal, se refugiaron además varias señoras, de modo que, contando con el servicio, negras en su mayor parte, se habían juntado bajo mi protección unas veinte mujeres.
+Hacia las diez llegó la noticia de que debíamos desalojar inmediatamente la casa, pues las tropas la necesitaban para instalarse en ella. Nos quedamos de piedra. En seguida me dirigí al recién nombrado alcalde, lo mejor del cual consistía en apellidarse Bueno[288], pues, por desgracia, con cada súbita conmoción de esta especie, son los elementos más violentos los que van a ocupar puestos elevados. Le dije que no podía ser que su decisión definitiva consistiera en arrojar de la casa a tantas mujeres y ello en el espacio de una hora; él disponía, sin duda, de suficientes locales públicos para alojar a los militares. Me puso de vuelta y media y comenzó a lanzar denuestos contra el viejo Abadía, su adversario político. No sirvieron de nada mis ruegos a la mejor gente del Partido Liberal, pues se hallaban muy ocupados o tenían miedo del alcalde, que ejercía sus funciones como un poseso, no les fueran a acusar de excesiva benevolencia con los «godos». En fin, parecía no descubrirse salida alguna, cuando de repente se nos ocurrió ofrecer al energúmeno otra casa del mismo propietario, lo que finalmente aceptó. De este modo quedó felizmente conjurado el peligro de ser arrojados de la residencia. Pero como corrieron rumores de que el señor Abadía tenía tesoros escondidos, se nos hizo un registro, el cual, por lo demás, se produjo muy ordenadamente, pues yo acompañé todo el tiempo al funcionario que lo practicó. Sólo se llevó algunas sillas de montar.
+Los días siguientes los pasé como un verdadero esclavo. En cuanto se me ocurría poner el pie fuera de la casa, corría hacia mí todo un tropel de mujeres y con lágrimas me conminaban a que no las abandonase. ¿Qué iba a hacer? Ante tales lágrimas queda uno desarmado. Así, pues, renuncié a salir. Leía, fumaba y dormía casi todo el tiempo en la hamaca. Al cabo de ocho días, por fin regresó Eugène de Pereira y entre ambos nos repartimos la custodia.
+Las tropas antioqueñas, que sumarían como dos mil hombres, y que durante un mes permanecieron inactivas en Cartago, observaban muy buena disciplina. Los soldados no dejaban de pagar nada y se comportaban con cortesía, pero hay que advertir que cualquier falta se castigaba rigurosamente, por lo común, a palos, que se suministraban al infractor en presencia de toda la compañía. Entre esas tropas me encontré con algunos conocidos, antiguos diputados o senadores, que habían estado en Bogotá y también algunos de mis estudiantes. No me costó trabajo, por lo tanto, obtener de aquellos atentos oficiales algunas especiales salvaguardias para la casa que se me había confiado, cosa que les agradecí mucho. Así que [cuando] la familia Abadía pareció quedar asegurada contra la maldad de los adversarios políticos, se apoderó de nosotros la impaciencia; toda vez que el camino hacia Antioquia se hallaba libre y confiando nosotros en que desde allí podríamos llegar a la capital, el 8 de febrero nos pusimos en marcha, pese a todos los ruegos y súplicas. Pasado Pereira, cruzamos el interesante puente sobre el río Otún, tocamos en los pueblos de Santa Rosa y San Francisco, muy limpios y situados en las altas pendientes de la Cordillera Central y llegamos al Chinchiná, río fronterizo entre Antioquia y el Cauca. Su cauce se halla tan profundamente excavado que parece querer acentuar de modo especial la separación y diferencia entre ambas razas. Un buen camino, si bien muy empinado, lleva de aquí a Manizales, la pujante ciudad, segunda de Antioquia.
+Manizales —2.140 metros de altitud, temperatura media sólo 17 ºC— domina, como un bastión, la comarca. La meseta en que se alza la población queda protegida por los cortes que forman los ríos Chinchiná, Cauca y Guacaica. El paisaje es sublime. Al sur se ve en la ladera opuesta el pueblo María, «tan poético como su nombre». En frente está la Cordillera Occidental y hacia el noroeste se distingue claramente el valle del Atrato por dos líneas azules que corren paralelas. Al sur y sudoeste, empero, se miran las cimas nevadas del Herveo y del Ruiz y las plateadas cumbres del Santa Isabel. Por desgracia, Manizales está sobre suelo volcánico, hallándose expuesta a terremotos. Estos destruyeron casi por entero la ciudad hace pocos años, así que hubo que levantarla provisionalmente a base de sencillas construcciones de madera.
+En esta posición militar de primer orden, los cabecillas revolucionarios aguardaban impacientes las noticias sobre los dos cuerpos expedicionarios enviados al valle del Cauca y al del Magdalena. El día siguiente al de nuestra llegada se produjo a eso de las cuatro de la tarde una gran agitación. Llegaban algunos elementos del Ejército disperso, ¡el primero de ellos el general en jefe! La verdad no se hizo esperar mucho. Uno de los cuerpos expedicionarios había sufrido el 5 de febrero un decisivo descalabro durante una desordenada ofensiva para reconquistar la ciudad de Honda, antes entregada por esa misma fuerza. La derrota se debió a la falta de unidad entre los jefes y de disciplina entre la tropa. Abandonando armas y municiones se habían retirado en plena desbandada hacia la cordillera. Sólo alrededor de mil quinientos hombres habían permanecido disciplinadamente bajo el mando de algunos severos jefes. Parecía que la retirada hacia Manizales había sido muy dura a causa de la súbita aparición de las guerrillas liberales. En una retirada semejante resultó gravemente herido a bala el joven estudiante Arango[289]. El hecho ocurrió en un pueblecito de la cordillera y Arango había quedado abandonado sin ayuda ninguna, sin médico. Consideré obligación mía acudir en auxilio del joven amigo, cuya madre tenía un gran parecido a la mía. Me dirigí, pues, a la jefatura militar solicitando me prestaran una mula. Los altos jefes me hicieron notar, con toda suerte de bellas palabras, los muchos peligros a que me exponía con tal empresa. Yendo hacia el enemigo, podía quedar entre ambos ejércitos y ello era grave riesgo de muerte. Declaré que tomaba sobre mí toda la responsabilidad. Al día siguiente dije adiós a Eugène; la despedida fue muy seria, pues no sabíamos si nos íbamos a volver a ver.
+Bien provisto de toda clase de medicamentos me puse en marcha; pero en la prisa me olvidé de llevar víveres. Armas, prudentemente, no tomé ninguna para el viaje; ni siquiera mi revólver. La subida hasta el paso de montaña tuve que hacerla a pie, pues mi mula casi no podía ya andar. Esta mula me la dieron por el camino a cambio del jamelgo medio lisiado que recibí de la jefatura y el cual me quitó un soldado por orden de un oficial. Entre tanto, me crucé con grandes cantidades de fugitivos. Sólo arriba, por la montaña, encontré dos batallones que parecían todavía bastante disciplinados y que marchaban en un cierto orden. El equipaje y la munición iban detrás, a lomos de mulas o bueyes; los animales se hallaban enteramente agotados. A las ocho de la noche llegué a una cabaña. Un batallón de Ibagué estaba acampado allí en torno a algunas hogueras. Hacía un frío espantoso; por ello hube de alegrarme cuando uno de mis estudiantes ibaguereños me condujo hasta un pequeño y angosto cuarto de aquella cabaña, donde se hallaban sentados o acostados, nueve oficiales del batallón junto con su comandante. Por orden de este, un oficial se escurrió debajo del sitio que servía de lecho y a mí se me señaló dónde dormir, al lado de un hombre arrebujado. Yo también, sin desnudarme, me envolví en mi manta de viaje y me dormí profundamente, pues estaba muy cansado. Me di por contento al haber encontrado refugio a cubierto. A la mañana, la escasa vegetación del paso se hallaba enteramente cubierta de hielo y escarcha. Los soldados tiritaban de frío. Mi mula, que estaba atada a los postes de la única tienda de campaña que allí había, consiguió soltarse; al cabo de dos horas de búsqueda la encontramos entre la espesura comiendo las hojas y ramitas heladas. A eso de las ocho me despedí del batallón y me puse en camino al lento andar de mi extenuada cabalgadura.
+El paso de montaña del páramo del Ruiz va a 3.675 metros de altitud, entre las gigantescas moles nevadas y viejos volcanes del Ruiz —5.300 metros— y del Herveo —5.590 metros—. Los glaciares cubrieron probablemente en tiempos todo aquel paso, pues se ve mucha masa arenosa y morrenas, así como gruesos bloques de roca desprendidos. De cuando en cuando, las nieblas ceden por un instante a la fuerza del sol y se hacen visibles las más altas cumbres, sobre todo a la derecha la gruesa capa helada del Ruiz.
+Hacia las diez me encontré con algunas compañías de infantería enviadas desde Manizales para la protección del paso. Eran gentes, por lo menos, bien armadas y con disciplina. Mataron en pleno campo una vaca, que seguidamente fue asada sobre un fuego. Pese a mi hambre canina y a que estuve mirando durante una hora, no pude limosnear algo de carne, pues si bien el coronel me había invitado amablemente a participar en el banquete, el hecho no acompañó a sus palabras. En la miserable cabaña en que se cobijaban los soldados, ni dinero ni buenas palabras sirvieron de nada al hambriento. Si yo hubiera sabido sacar muelas, los dueños de la cabaña me habrían traído, sin duda, algo de comer, pues no dejarían de tener alimentos escondidos. Pero no pude hacer nada ante los inflamados carrillos de la hija de la casa, a pesar de que así me lo solicitaron creyéndome médico.
+Hacia el mediodía llegué a la altura de las centinelas avanzadas en el lugar de Yolumbal. La posición era del todo inexpugnable, pues el camino, tallado en zigzag, desciende hasta tierra caliente por desfiladeros rocosos y en un trecho de, por lo menos, 1.500 metros de longitud. Apenas alcanzadas las últimas alambradas allí tendidas y donde se había acumulado gran cantidad de munición, comencé ya mis preparativos para el descenso. Iba hacia el enemigo, sin saber realmente dónde se encontraba, teniendo que contar, pues, con la posibilidad de que cualquier centinela de una avanzadilla hiciera fuego sobre mí al ver que venía del lado de los radicales. Primero abrí y rompí todas las cartas de personas particulares y en las que se contenía alguna noticia de carácter político. Luego, a fin de que se me viera desde lejos, me envolví en el paño de lino blanco que llevaba siempre en la silla para cuando había ocasión de bañarse. Lentamente, pero con resolución, cabalgué durante algunas horas y en completa soledad en medio de aquella mortal quietud. Sorprendido de no encontrar obstáculo alguno, llegué hasta el pueblecito de Soledad, que hacía todo honor a su nombre, pues parecía abandonado.
+Durante casi un día, los habitantes de Soledad, conservadores, habían detenido en su retirada a las tropas radicales, mediante combates aislados. Se veían los efectos del violento asalto a las casas perpetrado por las hambrientas y derrotadas tropas liberales para conseguir víveres y mantas con qué abrigarse en la marcha por el frío paso de montaña. Era una desoladora estampa de guerra. Naturalmente, los ánimos estaban allí muy excitados y me miraron de forma poco grata. Como una docena de individuos mal encarados, combatientes conservadores, me rodearon preguntándome de dónde venía y a dónde iba. Yo respondí concretamente pero sin revelar nada acerca de las posiciones del adversario. Preguntáronme también cómo me había «atrevido» a pasar por allí. Yo contesté: «Porque así me gusta»[290]. Cuando noté que se enojaban con mi descaro, les tranquilicé con la declaración de que había de llevar auxilios a un amigo herido y que, sabedor de que los colombianos eran personas humanitarias y que, en todo caso, no causaban mal alguno a un hombre desarmado, me había confiado tranquilamente a cruzar aquellos lugares. Eso sí dio resultado y me dejaron libre bajo la condición, pues me tuvieron por médico, de atender a los heridos que había en el pueblo. Acepté y traté de ayudar en ello lo mejor que pude. Toda la noche tuve que pasármela en vela, y por medio de una cuerda larga, até la mula a mi brazo para que no me la robaran del patio en que estaba. Cuando, al amanecer, me dedicaba a echar de cuando en cuando un sueñecillo, el animal, ya fresco y despabilado, daba de pronto un tirón y me hacía despertar [sobresaltado]. Al siguiente día no pude partir antes de las ocho, pues me llamaron para que atendiera a dos soldados radicales heridos que una caritativa mujer había asilado por amor de Dios en su cabaña. Uno de ellos tenía la pierna toda gangrenada y terriblemente deshecha. No había salvación. La herida del otro era en el muslo y no interesaba el hueso.
+Dos caminos bajan desde Soledad al Magdalena: el uno pasa por Santana[291], donde hay ricas minas de plata, y va hasta Ambalema, ciudad en tiempos famosa por sus cultivos de tabaco, pero cuyas factorías se encuentran hoy casi devastadas a causa de una enfermedad de la planta, como también por los estragos de las fiebres entre los hombres. El segundo camino va por el pueblecillo de Fresno hasta Honda. Por este último hube de decidirme. Durante toda la mañana me encontré con individuos armados que se dirigían separadamente al punto de concentración de las guerrillas conservadoras. Apenas había atravesado el hondo valle de Aguacatal, cuya anchura es de unos 400 metros y su profundidad de unos 1.000, cuando tropecé con las primeras tropas regulares y organizadas del partido de gobierno. Eran fuerzas de la Guardia Colombiana de Bogotá. Los soldados avanzaban por el camino en columna de a uno; los oficiales iban a caballo. Muchos de los soldados llevaban el kepis encajado sobre la copa del sombrero de paja. Tras la columna seguía una caterva de mujeres, pobres indias que seguían a su marido, verdadero o supuesto, a donde el destino lo condujera. Llevan consigo la pequeña caldera de cobre, la olla, que pueden usar al aire libre y en cualquier parte sobre unas cuantas piedras; en ella preparan la diaria comida: plátanos, papas, algo de carne seca. La abnegación de estas mujeres, a menudo mal tratadas, se ha exaltado con sobrada razón; sin ellas no podría vivir la tropa, pues no existen unidades de aprovisionamiento de víveres. Hasta las tres de la tarde hube de cruzarme de continuo con todas las fuerzas de los conservadores e independientes que se dirigían a atacar a los liberales. En la totalidad de los casos, me examinaban con sumo interés, pero no se metían conmigo; sólo algunos jóvenes que cabalgaban en compañía de dos frailes gordos me gritaron algunos cumplidos referentes a mi enseñanza en la Universidad.
+Por fin, hacia las cuatro de la tarde, encontré en Fresno a mi estudiante Arango, recogido en la casita de unos antioqueños. Se hallaba tendido en un largo y ancho banco. Habían transcurrido ya cinco días desde que fuera herido y todavía continuaba sin hacerse nada por su curación. La pierna derecha, donde tenía la herida, estaba terriblemente inflamada y de un color azul grisáceo. Yendo en cabeza de su compañía en el ataque a una altura situada sobre el pueblo y ocupada por una guerrilla conservadora, le entró una bala por la parte superior del muslo y dio con él en tierra. Al siguiente día llegaron médicos de las tropas del gobierno; uno de ellos le hizo un reconocimiento y declaró que se trataba de una fractura sin gravedad, pero no le extrajo el proyectil, sino que se limitó a abrir un canal para la limpieza de la herida.
+Cuarenta y un días permanecí en aquel pueblecito cuidando al muchacho. Eran tiempos difíciles y me acuerdo con gratitud de las cariñosas gentes de Fresno, que, aunque pobres y azotadas por la guerra, hicieron mucho bien al herido. Los adversarios políticos del muchacho, varios de los cuales le visitaban, comportábanse con extraordinario tacto, nos apoyaban en todo lo que podían, con dinero, y demás auxilios, por lo que me inspiraban una gran estima. Cuando se vio que los dolores del herido eran cada vez más torturantes se le quitó el vendaje, al cabo de treinta y un días de espera y entonces pudo apreciarse que no había traza de curación. Siguieron días de angustia, en los que la muerte parecía estar segura de su presa. El muchacho era sereno y resignado, pero se apenaba por su madre. Por fin, cuando las cosas estuvieron más seguras, llegó de Bogotá un buen médico enviado por la familia y después de ponerle un vendaje de urgencia, dispuso el traslado del herido a la capital.
+La triste caravana se puso, pues, en marcha. Nueve hombres debían hacer la dificultosa ruta llevando la camilla del doliente viajero. Cabalgábamos lentamente al lado de él o a continuación. Así llegamos a la ciudad de Mariquita —547 metros sobre el nivel del mar; temperatura media 27 ºC—. Fundada en 1550, Mariquita fue pronto famosa por sus grandes edificios, sus bellos conventos y hospitales y por su casa de la moneda. Pero desde 1761, fecha en que se dejaron de explotar las minas de oro que había en las cercanías, la ciudad decayó rápidamente.
+La casa en [la] que el año 1597 murió leproso Jiménez de Quesada es una triste ruina, al igual que tantas otras mansiones que fueron magníficas. Todo daba la impresión de la destrucción y el abandono. Por los llamados «llanos», o estepas, de Mariquita, seguimos a lo largo de río Gualí hacia Honda. Por miedo a la fiebre amarrilla cruzamos la ciudad a toda prisa, con nuestro herido, entre las nueve y las diez de la mañana; pasamos el Magdalena en un gran champán o lancha, y nos encontramos ya en el camino de Bodegas a Bogotá, seguido por mí cuando llegué a Colombia. La marcha desde Fresno hasta Bogotá nos llevó nueve días enteros, mucho si se tiene en cuenta que uno de los hermanos Arango había hecho el mismo recorrido en dos días y dos noches, si bien utilizando una mula excepcionalmente ligera.
+Por fin, el primero de abril de 1885, después de una ausencia de casi cuatro meses, pisé ya de noche las calles de Bogotá para anunciar en la casa de Arango la llegada, al día siguiente, de la triste comitiva. La guardia que había a la entrada de la ciudad me dejó pasar sin obstáculos. Todo parecía desolado y muerto. Nada más que patrullas y «tímido paso de esclavo». Después de cincuenta días dormí por primera vez en una cama.
+Mi amigo fue operado varias veces y se salvó por fin al cabo de muchísimo tiempo.
+Los acontecimientos se sucedieron con bastante rapidez, pero, para nuestra mentalidad, con una lentitud desesperante. Durante nueve meses enteros estuvimos privados de toda comunicación con el mundo exterior y no nos llegaba carta alguna de Europa. Calcúlese lo que esto representa.
+En modo alguno se nos molestó en Bogotá a los extranjeros durante la revolución. De noche nos paraban de cuando en cuando, pero siempre se nos dejaba en libertad, en tanto que los bogotanos a quienes las patrullas encontraban en la calle después de las ocho de la noche sin que pudieran aducir ningún motivo suficientemente fundado eran encarcelados sin más diligencia. Alguna noche se veía subir por el cielo algún cohete que partía de cualquier escondida casita de las afueras. Esta señal tenía por fin avisar a los correligionarios del bando antigubernamental la llegada de alguna noticia favorable a ellos, noticia que luego se divulgaba verbalmente o en escritos a mano, y a veces incluso por medio de su imprenta clandestina. Mas cuando el gobierno se apuntaba algún triunfo se lanzaban cientos de cohetes; si los acontecimientos eran de importancia mayor, se llegaban a poner cañones en la plaza, hasta en las altas horas de la noche y sus estampidos gritaban el vae victis[292] al adversario. Vibraban las charangas, resonaban las bandas de música, estallaban petardos, se vociferaban mueras y vivas, la plaza se llenaba de gentes curiosas, regocijadas o tristes. Era una bulla infernal y un bullir del mismo infierno, pues la sangrienta victoria que se celebraba tan ferozmente y de modo tan ajeno al corazón de las madres era una victoria sobre hermanos.
+Lugar de Honda
+Una detenida descripción de las operaciones militares de aquella guerra civil sería muy instructiva para la persona familiarizada con la situación y circunstancias locales; nosotros hemos de ser breves. En general, hízose más en largos avances que en audaces hechos de armas, pues del aturdimiento y confusión de los jefes liberales se dieron en realidad muy pocas batallas de grandes proporciones. Era tan malo el armamento, se desperdiciaba tanto la munición, la seguridad de tiro resultaba tan escasa, tan deficiente la artillería que, afortunadamente, las bajas no estuvieron en relación con el valor personal y la frialdad de temple demostrados también en esta ocasión. Los vencidos fueron tratados relativamente bien por los vencedores. Las proclamas eran en extremo rimbombantes y se llegó a exageraciones enormes: «La Providencia está indignada con los perturbadores de la paz», decían los radicales. «El Partido Liberal, noblemente apoyado por el Conservador y llevado a la desesperación por el desorden y la corrupción moral, se hace cargo de la defensa de la legalidad contra la perversión del radicalismo…». Así se exclamaba por boca del partido gubernamental, que identificaba a los radicales con la intolerancia, el egoísmo, el engaño y la explotación de la República.
+El curso de los acontecimientos fue como sigue: las tropas del gobierno se apoderaron, casi sin lucha, del estado de Antioquia, al cual se impuso una contribución de un millón de dólares, cobrada con rigor sin precedentes. Entre tanto, fue también atacado el Ejército invasor de los antioqueños —formado por tres mil ochocientos hombres—. El ataque lo efectuó el 23 de febrero el general Payán[293], presidente del Cauca, al mando de dos mil doscientos soldados, agotados y hambrientos, en el lugar de Santa Bárbara, más arriba de Cartago. Después de un combate de ocho horas, los antioqueños fueron puestos en terrible fuga. Más de seiscientos muertos quedaron en el campo de la refriega; hubo trescientos heridos y doscientos noventa prisioneros. El 24 de febrero se firmó la Capitulación de Manizales. A los soldados del bando radical se les incorporó a las filas del Ejército del gobierno o se les dejó en libertad; los oficiales que pudieron conservar sus sables fueron enviados a Bogotá. Cuando esta noticia llegó al norte, donde hasta entonces se había evitado la batalla, los rebeldes de allí embarcaron sus tropas en el Magdalena para tratar de decidir la situación en la costa. El general Gaitán[294], radical, había estado sitiando inútilmente durante setenta días, por tierra y mar, a la ciudad de Cartagena; pero el 8 de mayo fue rechazado en un asalto nocturno, con la pérdida de más de trescientos [hombres] muertos y heridos. Mil quinientos hombres del Ejército sitiador pudieron salvarse en cinco barcos, que los condujeron a Barranquilla. Las tropas del gobierno marcharon entonces hacia la costa desde diversos puntos. Un cuerpo de ejército se hizo a la mar en Buenaventura, en malos barcos y llegó hasta Panamá, pero, desgraciadamente, no pudo impedir la quema de Colón, incendiado por los revolucionarios, negros en su mayoría. A fines de mayo fueron llevadas esas tropas a la ya liberada plaza de Cartagena.
+General Gaitán
+Aparte de esto, a finales de marzo partieron de Antioquia tres mil hombres que, a través de las selvas y sabanas de Ayapel y Chinú, y después de un mes de heroica lucha con los animales salvajes y el mal clima, penetraron en las llanuras del valle del Magdalena; allí, parte de ellos se unieron a las tropas de Cartagena y parte entraron en posición en la línea del río citado. Los radicales se retiraron a los vapores. Casi un mes estuvieron inactivos los adversarios en Calamar, unos frente a otros, sucumbiendo mucho a las fiebres. Otros dos mil hombres, en seis vapores, pretendieron abrirse paso hacia Santander, punto de partida de la revolución. El embarque lo lograron por la fuerza en Tamalameque —17 de junio—, pero perdieron allí a seis de sus mejores jefes, así como la parte principal de la munición y las armas, a causa de la explosión de un barco. Barranquilla fue tomada nuevamente el 23 de julio por las tropas del gobierno. Al surgir la discordia entre los caudillos de la revolución y después de darse diarias escaramuzas con las tropas del gobierno que se hicieron fuertes en Calamar y luego también de querer concertar la paz con ellas, el movimiento todo comenzó a desmoronarse. La terminación no se señaló por ningún hecho de armas. El 7 de agosto entregó su espada el general Camargo[295], que antes había emprendido una admirable expedición, en la cual, acompañado de su ayudante, siguió aguas abajo en una canoa el curso del Meta y luego el del Orinoco hasta llegar al mar, para después de unos tres meses de azares y penalidades, unirse a los revolucionarios de Barranquilla. El general Gaitán llevó sus tropas por tierra a lo largo del río, trató de refugiarse en Venezuela y fue apresado y condenado en Bogotá por un tribunal de guerra a diez años de reclusión en una fortaleza de Cartagena. En Panamá, a donde luego se le llevó, murió[296] a consecuencia de unas fiebres. El resto de los revolucionarios se entregó en El Salado el día 26 de agosto.
+El primero de septiembre había quedado definitivamente libre el curso del Magdalena. A mediados del mismo mes las fuerzas unidas del gobierno entraron a Bogotá, donde se les hizo un espléndido recibimiento. La alianza independiente-conservadora había triunfado. Núñez era dueño de la situación y desde el balcón de Palacio gritó al pueblo allí congregado estas palabras memorables: «¡La Constitución de 1863 ha dejado de existir!».
+Y ahora, el resultado último de la revolución: absoluta destrucción del Partido Liberal, que tan insensatamente se lanzó a la guerra, echando sobre sí tamaña responsabilidad; ruina por todas partes, las prisiones llenas de liberales, deportaciones a islas del Pacífico —Gorgona—, los destierros a la orden del día[297]. Miles de personas sucumbieron, cientos arrastraron durante meses su maltrecha humanidad y quedaron convertidas en verdaderos espectros. Casi todos los bancos se hallaban cerrados, el crédito estaba en baja, el dinero se prestaba hasta al 3 por ciento de interés mensual. Para cubrir las necesidades de mayor apremio, el gobierno se vio obligado a acuñar una mala moneda de plata de 500/1.000, que perturbó el mercado monetario; el tráfico sufrió más todavía por haberse puesto en circulación papel moneda, muy devaluado y utilizado además abusivamente para fines de especulación. En el transcurso de los años y con el consentimiento de las autoridades, se pusieron en circulación, por lo menos, 31 millones de dólares en esa clase de billetes; ello se efectuó mediante las llamadas «emisiones clandestinas» y por la difusión de grandes sumas de falso papel moneda. Hubieron de crearse nuevos ingresos y al comercio le tocó sufrirlos. Las tarifas aduaneras se volvieron draconianas, de modo que, según nos consta, la población pobre apenas si podía adquirir las más necesarias prendas de vestir, acaso una camisa por año, pues los salarios no crecían proporcionalmente a la desvalorización del dinero. Después de afirmar que el nuevo sistema de gobierno iba a determinar un gran abaratamiento de la vida, la decepción fue muy dura.
+La revolución tuvo todavía otras consecuencias, pues hizo vacilar los sentimientos de fidelidad y fe. Se cometían crímenes antes no conocidos, como el asesinato por móviles de lucro, la falsificación de moneda, el hurto en gran cuantía, aparte del ilegal y escandaloso enriquecimiento de los políticos de profesión, a los que la justicia no puede hacer responsables. Como los fondos existentes hubo que aplicarlos a los gastos del Ejército, resultó que el presupuesto para la enseñanza pública se redujo el año de 1886 a sólo algo más de 5.000 dólares. Se hizo regresar a los jesuitas y se les entregó el Colegio de San Bartolomé; la vieja Universidad cayó en ruinas, para, sólo más tarde, resurgir sobre base distinta y con diferente espíritu. Otros colegios fueron también renovados con un sentido clerical. Diversos conventos fueron edificados o vinieron a habitar comunidades los que estaban destinados a otros fines; llegaron igualmente al país comunidades nuevas; el patrimonio de la Iglesia creció mediante «voluntarias donaciones». La libertad de prensa, más que sujeta a restricciones, fue abolida, y las publicaciones quedaron a merced del superior arbitrio.
+El solemne tedeum que en la Catedral de Bogotá se cantó a fines de 1885 en honor de la victoria [sic] del bando gubernamental, y en el cual Rafael Núñez se hincó de rodillas, tuvo una peculiar significación en virtud de todas las circunstancias dichas. El presidente convocó en noviembre de 1885 una especie de asamblea de delegados, que integraban dieciocho adictos suyos —dos por cada estado— para deliberar previamente sobre la nueva Constitución. Era la séptima Carta Fundamental desde la declaración de la independencia. El carro del estado experimentó un viraje. Se fue a caer en el extremo opuesto. En vez de restringir beneficiosamente las facultades del estado que existía y en lugar de introducir una dirección central fuerte, pero no omnipotente, se promulgó una Constitución por entero unitaria —el ideal de los ultramontanos—, se degradó a los estados a la categoría de departamentos y se los entregó a la administración de gobernadores nombrados en forma directa por el presidente. El Senado y la Cámara de Diputados continuaron existiendo; el Senado, constituido en virtud de elecciones en segundo grado, lo forman veintisiete miembros —tres por cada uno de los nueve departamentos—; la Cámara consta de sesenta y ocho representantes designados por cuatro años mediante sufragio directo —uno por cada 50.000 habitantes—. El Congreso, reglamentariamente, sólo puede reunirse cada dos años. Los ministros son libremente nombrados y sustituidos por el presidente; este nombra también los jueces de la Corte Suprema de Justicia y de los juzgados distritales. La duración del mandato presidencial se prolongó a seis años y como la nueva Constitución entró en vigor el 5 de agosto de 1886, el 7 de agosto del mismo año fue reelegido presidente Rafael Núñez. Al cabo de los seis años (1892), fue renovado su periodo presidencial y comenzó, pues, su cuarta presidencia; pero murió el 17 de septiembre de 1894 en la ciudad de Cartagena, a donde se había retirado como «presidente titular» con una elevada pensión; los negocios de gobierno se los había encargado a dos representantes del partido clerical, los vicepresidentes Holguín y Caro[298], pero hasta la muerte retuvo en su experta y hábil mano la rectoría espiritual del país.
+¿Cuánto tiempo durará la obra de Núñez? Desde entonces dos desafortunadas e imprudentes revoluciones, las de los años 1893 y 1895, fueron promovidas de parte radical y ambas resultaron sofocadas rápidamente y sin gloria para los rebeldes. El cuerpo nacional, a causa de esas repetidas sangrías, ha venido a quedar tan anémico, que la servidumbre se acepta entre las masas con abúlica indiferencia —aguantando—. Se soporta, se calla de continuo, para de repente volver a vociferar. Más característica es la resistencia que los principios de gobierno de Núñez han encontrado entre los conservadores, buenos católicos y partidarios también de una justa medida de libertad y, en especial, de una administración honesta.
+Deformadas por el favor o el odio de los partidos, las figuras de los gobernantes resultan imposibles de delinear con exactitud. Miguel Samper, varias veces ministro, hombre prestigioso y extraordinariamente mesurado y sereno, no puede por menos de juzgar así la situación de su obra Libertad y orden[299]: «En el aspecto político, la forma de gobierno es republicana, pero en el fondo consiste en la reunión del poder en las manos de un estadista, que se convierte en una especie de sumo sacerdote».
+[258] Ezequiel Abadía, citado.
+[259] Tomás Uribe Uribe (1865-1934), nacido en Medellín, recibiría su grado en la Escuela de Medicina de Bogotá, y luego viajaría a Europa a especializarse en su profesión, fijando a su regreso su residencia en Tuluá. El doctor Uribe Uribe aparece descrito con las siguientes palabras en el portafolio de servicios del Hospital Departamental Tomás Uribe Uribe de Tuluá: «Poseía don de gente, bondadoso de corazón, su caridad no conoció límites y atendió gustosamente a todos los desvalidos, asoció todos los actos de su vida a la práctica del bien y fue un desvelado propulsor del progreso moral e intelectual de la ciudad de Tuluá, por estas razones el hospital tomó el nombre en homenaje a este ilustre hombre». Este hospital tiene hoy un «área de influencia [que] comprende al municipio de Tuluá, donde se ubica, y a los municipios vecinos que lo tienen como referente para los servicios de mediana y alta complejidad: Andalucía, Bugalagrande, Riofrío, Trujillo y San Pedro; también complementa la atención ofrecida por las [instituciones] de mediana complejidad ubicadas en los Municipios de Roldanillo, Zarzal y Sevilla, a los habitantes de dichos centros urbanos y de sus jurisdicciones inmediatas, incluyendo al municipio del Dovio —atendido por Roldanillo— y Caicedonia» (véase: Hospital Departamental E. S. E. Tomás Uribe Uribe. https://www.hospitaltomasuribe.gov.co/archivos/portafolio_2014.pdf). Tomás Uribe se casaría con su prima María Luisa White Uribe, dejando importante descendencia que incluye al ingeniero, astrónomo, humanista, navegante y literato, Enrique Uribe White (1898-1983).
+[260] Inocencio Cucalón Ángel (1848-1932), abogado, político y periodista nacido en Quibdó, de padre cartagenero —Inocencio Cucalón— y madre antioqueña —Felisa Ángel—.
+[261] Eugène Hambursin (n: c. 1860), agrónomo belga contratado en 1881 por el Instituto Nacional de Agricultura —fundado en 1879—, quien inició labores en 1882 en Bogotá. El profesor Hambursin trabajó principalmente en docencia y en investigaciones sobre el cultivo de la papa, hasta que el Instituto fue clausurado por el gobierno en 1886, debido a la agitación política nacional, y un año después del regreso de Eugène Hambursin a su patria (para mayor información sobre los antecedentes de la inmigración belga en Colombia, véase: Van Broeck, Anne-Marie y Molina Londoño, Luis Fernando, 1997, «Presencia belga en Colombia: ciencia, cultura, tecnología y educación», Boletín Cultural y Bibliográfico, 34(44), 46-71).
+[262] Donde está el bien, allí está la patria.
+[263] En realidad, Humboldt se opuso a la costumbre de los cargueros, y no aceptó ser llevado en sus hombros como era costumbre en estas y otras regiones de Colombia. Una frase en sus diarios es explícita sobre este punto: «En un país donde hay tantos animales de carga —bueyes y mulas— y donde el trabajo humano es tan escaso, el gobierno debería intentar reducir este oficio de cargueros, para darle un enfoque más provechoso para la sociedad a la energía humana» (véase: Lüfling, Gisela et al., 1982, Alexander von Humboldt in Kolumbien. Auswhal aus seinen Tagebüchern, herausgegeben von der Akademie der Wissenchaften der Deutschen Demokratischen Republik und der Kolumbianischen Akademie der Wissenschaften [Alexander von Humboldt en Colombia. Extractos de sus diarios preparados y presentados por la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y la Academia de Ciencias de la República Democrática Alemana], Alba Paulsen y Myriam de Aragón (trads.), Bogotá: Publicismo y Ediciones, pág. 83a).
+[264] Generalmente de guayaba (Psidium guajava), una mirtácea tropical frecuente en América pero descrita inicialmente por Carl N. Linné (1707-1778) en 1753 (Species plantarum 1: 470) a partir de un espécimen colectado en la India (véase: Biodiversity Heritage Library (BHL). https://www.biodiversitylibrary.org/item/13829#page/482/mode/1up).
+[265] La fecha de fundación formal que se registró para esta población en el sitio del caserío previamente llamado Nudilleros, corregimiento de Cartago, fue el 20 de agosto de 1878. Algunos de sus fundadores, colonos antioqueños entre quienes sólo se incluyó una mujer —Dolores, la mujer de José María García—, pudieron interactuar con Röthlisberger y sus compañeros. Ellos fueron: Felipe Meléndez, Eliseo Buitrago, José León, Carlos Franco, José María y Dolores García, Ignacio Londoño, Pedro Londoño, Andrés Cardona, José Ramón López Sanz, Severo Gallego, Gabriel Montaño, José María Osorio, Laureano Sánchez, Eleuterio Aguirre, y Lolo Morales (véase: Wikipedia. Filandia. https://es.wikipedia.org/wiki/Filandia).
+[267] Se refiere al paso montañoso del Quindío.
+[268] Santos Gutiérrez Prieto, citado.
+[269] Su nombre común en el país es «guadua».
+[270] Se refiere a la familia de Félix de la Abadía, el citado empresario que abrió el tramo central del camino entre Santa Rosa y Cartago —llamado «camino del privilegio»—, que comunicó Antioquia con el valle del río Cauca a partir de 1855, con privilegio de peaje por cincuenta años.
+[271] José Hilario López, citado.
+[272] Para una descripción más detallada de este suceso, véase: Londoño Vega, Patricia, 1993, «El quintamiento de José María Espinosa: estuvieron a punto de ser fusilados; testimonio gráfico de la guerra de independencia», Revista Credencial Historia, 40, 13-15. Este texto concluye así: «[…] el 18 de agosto, un jefe realista notificó a los 21 oficiales presos que iban a ser quintados. Un niño de ocho años sacó las boletas de una vasija; las papeletas rotuladas “muerte” les correspondieron a José Hilario López, Rafael Cuervo, Mariano Posse y Alejo Sabaraín, el amante de Policarpa Salavarrieta. Cuenta Joaquín París en el álbum que “López, luego que sacó su boleta a muerte, en vez de inmutarse hizo con ella un cigarrillo y luego entró a la capilla diciendo: me fumaré mi suerte…”. Los condenados estuvieron preparándose para morir hasta el día siguiente. Cuando los condujeron al patíbulo, en la plazuela de San Camilo, encontraron los cadáveres de otros patriotas fusilados poco antes. Ya estaban al pie de los banquillos, asistidos por sacerdotes, cuando llegó el indulto del presidente de Quito, y fueron llevados de nuevo a prisión. Así, por un segundo, se salvaron de ser ejecutados».
+[275] Se refiere, probablemente, a Elías Rentería Cañarte (n: c. 1830), casado en Cartago en 1853 con María Josefa Zorrilla Bermúdez, e hijo de Nicolás Rentería Gil del Valle, cuyos hermanos varones Jorge y Joaquín Rentería Gil del Valle se habían radicado en Buga y Santafé, respectivamente. Los Rentería de Cartago provenían de Francisco Rentería, natural de Vizcaya, tronco caucano de esta familia en la Nueva Granada a comienzos del siglo XVIII. Uno de los hijos de este inmigrante español fue Ignacio de Rentería y Caicedo (c. 1710-1774), alcalde ordinario y notario del Santo Oficio en Cartago, contribuyente principal de la construcción de la iglesia parroquial de esta villa, padre a su vez, entre otros, de José Ignacio de Rentería y Martínez Valderruten (1738-1808), abogado cartagüeño, asesor de los virreinatos de Santafé y Lima, oidor honorario de la Audiencia de Charcas, y de Nicolás de Rentería y Martínez Valderruten (1750-c. 1820), el abuelo paterno del citado Elías, propietario de las haciendas Las Lajas y La Honda en Cartago. Ignacio de Rentería y Caicedo, hijo del inmigrante, fue, con su pariente Salvador Gómez de la Asprilla y Gil del Valle (1709-1761), uno de los principales propietarios de esclavos en la región. Se estima que este último poseía más de 600 esclavos en sus haciendas, en donde «era conocido su caudal y que manejaba cuadrilla dilatada de negros y minas» (véase: Quintero Guzmán, Ibidem, tomo I, págs. 22-32 y 448-452).
+[276] Julio Arboleda Pombo (1817-1862), en contraste con esta anécdota liberal, aparece registrado en una enciclopedia virtual como «abogado, orador, poeta, militar, periodista, político [conservador], diplomático, parlamentario, académico, dramaturgo y estadista colombiano, elegido Presidente de la Confederación Granadina —actuales Repúblicas de Colombia y Panamá— en[tre junio y julio de] 1861» (véase: Wikipedia. Julio Arboleda Pombo. https://es.wikipedia.org/wiki/Julio_Arboleda_Pombo).
+[277] Charles Saffray (1833-1890), médico y botánico francés que circuló por Colombia entre 1861 y 1862. Autor del Voyage à la Nouvelle Grenade, publicado en París por entregas en los años 1869-1870.
+[278] Véase: André, 2013, Ibidem, tomo I, pág. 143.
+[279] Arboleda, por su parte, moriría asesinado dos años después, en oscuras circunstancias.
+[280] El padre de Tomás Uribe Uribe, el citado estudiante que acompañó a Röthlisberger, era Tomás Uribe Toro, quien había casado a mediados del siglo XIX con su pariente María Luisa Uribe Uribe. Entre los ocho hijos de este matrimonio, además del estudiante viajero, se destacó el general Rafael Uribe Uribe (1859-1914), caudillo liberal de la Guerra de los Mil Días, asesinado en Bogotá, de cuyo matrimonio en 1886 con Sixta Tulia Gaviria nacería, entre otros, el capitán Julián Uribe Gaviria que llegaría a ser gobernador del departamento de Antioquia (véase: Arango Mejía, Gabriel, 1993, Genealogías de Antioquia y Caldas, tomo II, Medellín: Litoarte, págs. 427-428).
+[281] Tomás Uribe Toro había nacido el 21 de diciembre de 1820, y en consecuencia en 1884 tendría 64 años de edad.
+[282] Julián Trujillo Largacha, citado.
+[283] Jorge Isaacs Ferrer, citado, era hijo del inmigrante súbdito inglés George Henry Isaacs, proveniente de Jamaica y casado con Manuela Ferrer Scarpetta, un acaudalado propietario de las haciendas La Manuelita, Santa Rita y El Paraíso —esta última, efectivamente, escenario de la famosa novela de Isaacs y situada en la vecindad de «la bella aldea de Cerrito»—.
+[284] Se refiere, eventualmente, a la familia de Juan de la Cruz Gaviria de Castro (1832-1918), nacido en Medellín y radicado en Bogotá, en donde fundó, entre otras empresas, la casa «Gaviria Hermanos». Dos de sus hijos mayores, Ricardo Gaviria Cobaleda (1856-1892) y Emiliano Gaviria Cobaleda (c.1858-1901), nacieron y vivieron en Cali, el primero dedicado a «la explotación de minas de oro, con las cuales se arruinó», y el segundo forjando su familia de seis hijos, con apreciable descendencia en Bogotá (véase: Grupo de Investigaciones Genealógicas José María Restrepo Sáenz, 2011, Ibidem, tomo III, págs. 407-414). En relación con esta familia, uno de los estudios publicados sobre la evolución empresarial del Valle del Cauca los menciona en los siguientes términos: «Las casas comerciales no sólo recibían mercancías para el mercado local y regional sino que también compraban la producción regional para exportarla o venderla a casas exportadoras localizadas en Buenaventura. Por ejemplo, en la prensa la casa comercial Gaviria e Hijos anunciaba compra de cueros de res y de chivo, la casa Payán Hermanos compraba cacao y cueros. Más aún algunas de estas casas comerciales entraban en el proceso de preparación de algunos productos; por ejemplo, la casa de R. Gaviria —rico comerciante— compraba todo el café que se le ofreciera y había establecido máquinas para limpiarlo, en cuya operación ocupaba diariamente varios hombres y cerca de 20 niños» (véase: Valdivia Rojas, Luis, «El desarrollo económico en el Valle del Cauca en el siglo XIX», en: https://bibliotecadigital.univalle.edu.co/).
+[285] Félix de la Abadía, citado.
+[286] Se refiere al coronel Guillermo Márquez, quien sería derrotado meses después en un enfrentamiento con Rafael Reyes Prieto, citado, y el empresario caleño José María Domínguez Escobar (véase: Dávila Ladrón de Guevara, Ibidem, pág. 135).
+[287] General Juan Evangelista Ulloa, comandante de las fuerzas gobiernistas del Valle del Cauca.
+[288] Probablemente se refiere a Célimo Bueno Betancur (1836-1912), jurisconsulto conservador nacido en Cartago y graduado en Bogotá, quien viajó a radicarse dos veces en Costa Rica entre 1862 y 1880, cuando retornó a Colombia en donde ejerció varias funciones públicas en su región natal. Su hermano, Vicente Bueno Betancur (1838-1865), había sido nombrado por su parte oficial mayor de la Secretaría de Gobierno y Hacienda, representante al Congreso entre otros cargos públicos de importancia, incluyendo la Jefatura Municipal del Quindío en 1865, año de su fallecimiento (véase: Arboleda, Gustavo, 1962, Diccionario biográfico y genealógico del antiguo departamento del Cauca, Bogotá: Horizontes, págs. 59-61).
+[289] No se registra ningún estudiante con este apellido en el listado de 96 alumnos matriculados o asistentes a la Escuela de Medicina, que fue presentado por Liborio Zerda al Consejo Académico de la Universidad Nacional con fecha 22 de febrero de 1883. En este, por el contrario, sí aparecen registrados Tomás Uribe, Alberto Restrepo y Ezequiel Abadía, mencionados también por Röthlisberger en su crónica. En el listado de estudiantes «asistentes» presentado en 1884 aparece ya Tomás Arango, a quien probablemente se refiere Röthlisberger (véase: Anales de Instrucción Pública en los Estados Unidos de Colombia. Bogotá: Echavarría Hermanos, 1883, tomo V, n.º 27, págs. 185-187; Ibidem, 1884, tomo VII, n.º 40, págs. 314-316).
+[290] En español en el texto original (nota del traductor).
+[291] Se refiere a la población minera de Santa Ana, hoy llamada Falán, en honor al poeta Diego Fallon Carrión (1834-1905) que nació allí. Este poeta era hijo de padre irlandés, el mineralogista Thomas Fallon O’Neill (n: 1800), y de madre colombiana, Marcela Carrión Armero.
+[292] ¡Ay de los vencidos! (no habrá piedad).
+[293] Eliseo Payán Hurtado, mencionado.
+[294] Ricardo Gaitán Obeso (1850-1886), combatiente liberal natural de Ambalema que había sido promovido al cargo de general en 1878, a sus 28 años de edad, por su destacada participación en la batalla de La Garrapata en su provincia natal del Tolima.
+[295] Sergio Camargo Pinzón, abogado, político y militar boyacense, presidente del Estado por tres meses en 1877, mencionado.
+[296] El 13 de abril de 1886.
+[297] La familia Ancízar, de liberales emblemáticos de aquellos días, se había exiliado a Manchester y París en 1884, dos años después de la muerte de Manuel Ancízar Basterra, gracias a sus vínculos familiares con la familia Samper que ya había establecido casas comerciales en Europa. Entre ellos iba Inés Ancízar Samper (1860-1897), autora de un diario de viaje inédito, quien se convertiría a finales de los años 80 en la esposa del profesor Röthlisberger y dejaría en Suiza tres hijos: Manuel, Walter y Blanca Röthlisberger Ancízar (véase: Gómez Gutiérrez, Alberto, 2011, «El pasajero de un diario (Apuntes para una relación del viaje de José Asunción Silva a París entre 1884 y 1885)», Revista Casa de Poesía Silva 25, 102-125).
+[298] Carlos Holguín Mallarino, citado, y Miguel Antonio Caro Tobar (1843-1909), hijo del también conservador José Eusebio Caro Ibáñez, citado. Miguel Antonio Caro —filólogo y latinista epónimo del Instituto Caro y Cuervo en su honor y en honor de Rufino José Cuervo Urisarri, mencionado—, fue elegido presidente de la República de Colombia para suceder a Rafael Núñez en el periodo de 1892 a 1898.
+[299] Para el contexto de esta frase, véase: Samper Agudelo, Miguel, 1925, «Libertad y orden 1896», en: Samper Brush, José María y Samper Sordo, Luis (eds.), Escritos político-económicos de Miguel Samper, Bogotá: Cromos, págs. 291-400.
+CESE EN EL PROFESORADO Y DESPEDIDA / PERCEPCIÓN DE CONJUNTO SOBRE COLOMBIA Y SU PORVENIR / POR EL MAGDALENA ABAJO / EL ISTMO DE PANAMÁ / COLÓN, INCENDIADA Y RECONSTRUIDA / EL FERROCARRIL A TRAVÉS DEL ISTMO / VIAJE POR LAS OBRAS DEL CANAL / LA CIUDAD DE PANAMÁ / LA SOCIEDAD FRANCESA DEL CANAL Y SU QUIEBRA / VIAJE A NUEVA YORK / REGRESO A LA PATRIA
+LA GUERRA CIVIL, DE LA QUE fui testigo presencial, ejerció por largo tiempo sobre mí una impresión desalentadora, casi paralizante. No es que hubiera tomado a pecho las considerables pérdidas materiales ocasionadas por la voluntaria rescisión de mi contrato de empleo; más importante era para mí la disensión surgida con el nuevo Ministerio de Instrucción, provisto con criterio ultramontano y bajo el cual yo no podía ni quería seguir ejerciendo la docencia. La separación fue pacífica, de modo que las relaciones continuaron siendo de lo más corteses y se me despidió con brillantes certificados de mi actividad[300]. La perspectiva del regreso a la patria me resultó luego muy agradable, pues sentía ya nostalgia y desde antes me hallaba decidido a permanecer en Colombia sólo dos años más, hasta terminar diversos trabajos que para la Universidad estaba escribiendo. Había tomado esa decisión a pesar de que el ministro liberal de Instrucción, Borrero, me anticipó en 1885 la oferta de renovar mi contrato por otros cuatro años. Pero lo que sí me afectó fue el cambio profundo en la actitud toda de la Universidad, el destino de los estudiantes, la repentina pérdida de un círculo de actividades lleno de responsabilidad y expuesto a muchos y duros ataques —si bien no de puro carácter personal, y tanto más honroso por ello—.
+No obstante, a fines de diciembre de 1885 dejé sin amargura o resquemor el país al que con entusiasmo había dedicado mis energías. ¿No llevaba Suiza casi seiscientos años de autonomía nacional, en tanto que Colombia, sólo sesenta años después de su separación de España, se disponía a una vida nacional propia en medio de muchas más difíciles circunstancias etnográficas y culturales? Pese a todos los signos contrarios, pese a las guerras civiles, pronunciamientos, dictaduras y situaciones de anarquía, la obra del Libertador me parecía algo de carácter duradero; a su quejoso interrogante de si no habría estado arando en el mar, respondo yo en forma negativa.
+Las repúblicas suramericanas, cuya primera historia es tan triste y cuya existencia se encuentra tan llena de angustiosos afanes, entrarán en un más tranquilo estado de desarrollo. El incremento de la población, la más adecuada mezcla de las tres razas, la construcción de caminos y vías férreas, la educación de las masas populares, la razonable división del trabajo, la creación de un espíritu de empresa que no lo aguarde todo «de la Providencia y del Gobierno», determinarán poco a poco estados de vida más soportables, tanto más si se considera que el amor a la libertad ha echado ya potentes raíces y que no son raros los ejemplos de virtud cívica. Notablemente adaptable a las circunstancias aparece el comercio, que en general se caracteriza por su sana contextura; apenas ha terminado una guerra civil, y cuando los extranjeros nos hallamos todavía conmocionados por ella, se ponen en seguida en nueva actividad el comercio y el tráfico y, a no ser por la dichosa política, alcanzarían muy pronto un estado de florecimiento. También las fuerzas propiamente productivas del país despliegan una redoblada vivacidad. Así —un punto de luz en el cuadro de conjunto— la creación de nuevas plantaciones de café y cacao, como la explotación de las minas de oro y plata, han hecho innegables progresos después de la última gran revolución. Contratiempos son sólo de temer en el caso de que se quiera proceder con demasiada rapidez o con excesivas pretensiones. En ningún lugar como en Suramérica, lo mejor es enemigo de lo bueno.
+En el Magdalena
+En los estados en que no se pueden hacer valer privilegios de sangre, donde la naturaleza los excluye, sólo una forma de gobierno es posible a la larga, la forma democrática; pero esta es más difícil de manejar que ninguna otra. En Colombia, las instituciones democráticas siguen estando sólo en el papel. Las más perfectas constituciones quedan sin efecto a causa de las malas leyes; la opinión pública no es todavía un poder. Pero las dictaduras empiezan a ser ya menos frecuentes. También la mejora de la situación de las clases inferiores es más fácil de llevar a cabo que en otros lugares. Pese a que el desarrollo se produce con intermitencias, pasando, al parecer, repentinamente de lo oscuro a lo claro, yo no he perdido la fe en el futuro de estos países. Es más, en el cíclico caminar de la historia, podrían venir otra vez tiempos en los que la hermandad espiritual de estas repúblicas, a menudo desestimadas, pero nobles y capaces de sacrificio, esté llamada a prestar valiosos servicios a Suiza. Colombia es todavía joven, sin experiencia. Colombia se encuentra en camino; pero el pueblo en conjunto, el que luchó por su independencia y la conquistó, es un pueblo caballeroso, noble y hospitalario. En lugar de la divisa «Libertad y Orden» que figura en el escudo nacional, y que hoy por hoy no es todavía norma vigente de su vida, Colombia debería poner estas palabras: «¡Caminos y Escuelas!». Y eso aseguraría su porvenir.
+El viaje de regreso lo hice por Honda, Barranquilla, Colón y Nueva York. En Honda tomé el pequeño tren que lleva hasta el puerto de Caracolí, situado más abajo de los saltos, desde donde zarpaba un vaporcito, el Stephenson Clarke, apodado «Quiquiriquí» por su estridente pitada. Uno de mis estudiantes me había acompañado hasta allí. En cuatro días hicimos el recorrido por el Magdalena abajo. Las dos primeras noches el vapor hizo alto a causa de los bancos de arena y de los troncos que bajan arrastrados por la corriente, y después el viaje continuó sin interrupción, día y noche; el dormir sobre cubierta, con la brisa reinante y sin mosquitos, era muy reconfortante. El grupo de pasajeros era, si cabe, más abigarrado y heterogéneo que en mi primer viaje por el río. A medida que avanzábamos, nos iban mostrando los distintos lugares donde los revolucionarios se habían aprestado a su última desesperada lucha, así como las tumbas de los caídos. Esta travesía, por lo demás, fue para mí muy grata en contraste con el viaje aguas arriba, pues ahora pude contemplar de nuevo las excelsas bellezas de la naturaleza virgen del Magdalena.
+En Barranquilla fui acogido cordialísimamente la noche de año viejo en casa de mi compatriota Meyerhans[301], y allí pasé, hasta la partida del vapor para Colón, algunos días dedicados especialmente al plácido y confiado reposo, doblemente estimable después de tantas borrascas. En el mismo tren en que fui desde Barranquilla hasta la costa viajaban varios revolucionarios, escoltados por oficiales del Ejército, que iban a salir del país para dirigirse al exilio. Después de una travesía marítima de veintitrés horas a bordo de un magnífico vapor de la Royal Mail, llegamos a Colón el 12 de enero de 1886, y el vapor atracó en uno de los enormes muelles en la misma ciudad.
+Colón, fundada el año 1851, e insistentemente llamada Aspinwall[302] por los norteamericanos, del nombre de un rico accionista del ferrocarril del istmo, se encuentra en la bahía de Limón, en el ángulo noroeste de la isla Manzanillo, formada por un banco de corales. La primera impresión que tuve al desembarcar en este estupendo puerto, entonces muy movido de tráfico, fue realmente buena, y esta se confirmó con el estricto control que de los cargadores se hacía. Otro era el aspecto que ofrecía la vecina parte colombiana de la ciudad, que nueve meses antes, el 31 de marzo de 1885, había sido incendiada durante la guerra civil. Las tropas del gobierno, bajo el mando de Ulloa y Brun[303], atacaron en esa fecha la pequeña ciudad defendida por los revolucionarios, negros en su mayoría, comandados por Prestán[304]. Este puso frente a las balas de los atacantes al cónsul norteamericano y a los oficiales de igual nacionalidad de los barcos, a quienes había hecho apresar por negarse a descargar el armamento enviado desde Nueva York. Las tropas del gobierno cercaron por ello la ciudad. Esta fue incendiada entonces por los revolucionarios, originándose un saqueo general en el que intervino toda la chusma internacional que se encontraba en Colón, cosa que atestiguaban bien claramente las muchas cajas de caudales forzadas que por allí se veían. Sólo cuando la ciudad estaba ya ardiendo, desembarcaron tropas de los buques de guerra norteamericanos, ingleses y franceses. Esas tropas fusilaban sin más a los delincuentes que sorprendían dedicados al robo. Seguidamente, ocuparon los norteamericanos toda la línea férrea a Panamá y no se retiraron hasta la llegada de las tropas auxiliares del gobierno llegadas del Cauca a Panamá el primero de mayo. Antes, los norteamericanos rindieron homenaje a la enseña de Colombia.
+Durante ese primer mes después del incendio, se enseñoreó de Colón la más espantosa miseria, de tal modo que las gentes que se quedaron sin techo hubieron de ser acogidas en los barcos, donde se abasteció de víveres incluso a las tropas colombianas. Mas en la reconstrucción de la ciudad se procedió con rapidez norteamericana; un comerciante que conocí había telegrafiado a los Estados Unidos, todavía durante el incendio, y antes de que quedara reducida a ceniza la oficina de telégrafos, para encargar el inmediato envío de madera; otro, aún más astuto, pidió telegráficamente grandes cantidades de clavos de hierro. Ambos hicieron un negocio que recompensó espléndidamente su ocurrencia. La parte quemada de la ciudad se reconstruyó, pues, a toda prisa y de modo provisional, con sus almacenes y hoteles, para lo cual en los primitivos emplazamientos de las casas —hasta el punto en que estos se podían reconocer— alzaron los propietarios más pudientes barracas de madera sostenidas sobre postes, formando calles discontinuas.
+Colón es mezcla de civilización y barbarie, de limpieza y suciedad, de laboriosidad y holgazanería, y las pasiones alcanzan suma exaltación; hay enorme cantidad de garitos de juegos de azar y para la venta de bebidas espirituosas. Por la noche hay una bulla feroz; resuenan detestables y chillonas músicas de baile; en los numerosos charcos croan las ranas, y se escucha sin cesar el canto de los grillos.
+Una vez en Colón, quise conocer más de cerca toda la anchura del istmo, atravesarlo y visitar tanto el ferrocarril como los trabajos del canal. Así que un día me dije: ¡A Panamá!
+¡Qué fácilmente se desliza hoy el tráfico en comparación con otros tiempos! Antaño era necesario meterse hasta Cruces por el río Chagres, lo que se hacía en angostas canoas, y luego, por horribles caminos a través de tristes comarcas pantanosas se continuaba en mula hasta Panamá. El año 1848 fueron descubiertas por nuestro compatriota Sutter[305] las minas de oro de California, y toda la caterva de gentes deseosas de aventuras y sedientas de oro comenzó a afluir a aquel país; entre veinticinco y cuarenta mil hombres cruzaban año por año el istmo. La inseguridad aumentó de tal manera que el número de personas asesinadas por criminales asaltantes se elevó entre 1848 y 1852 a dos o tres mil. Además de esto, la fiebre amarrilla, el cólera y la disentería hicieron terribles estragos. Tales circunstancias sugirieron a algunos norteamericanos emprendedores la idea de construir una línea férrea que cruzara el istmo, y este se inauguró ya el año 1855. La obra costó un número descomunal de víctimas, y no hubiera llegado a coronarse nunca a no ser por haber traído obreros chinos para la ejecución de los trabajos. Hoy día se dice que debajo de cada traviesa del ferrocarril está enterrando un chino.
+Con otro compatriota, Baur[306], que me recibió muy bien, tomamos en Colón el tren de viajeros, cosa que hicimos en plena calle, pues no había estación alguna, y nos acomodamos en uno de los bien ventilados vagones. El tren atravesó el istmo en tres o cuatro horas. No despachaban billetes de ninguna clase. El empleado iba, con su cartera de cuero colgada, cobrando a los viajeros de uno en uno; el precio lo fijaba a su arbitrio en cada caso. Como nosotros nos apeamos en el trayecto, se nos consideró como habitantes del istmo, y por ello pagamos una tarifa relativamente baja. Del dinero recaudado, una parte desaparece en la cartera de cuero, otra parte en el bolsillo del pantalón del cobrador. Al expresar yo mi asombro sobre semejante sistema de pago se me explicó que la empresa, después de larga consideración, lo había estimado como el mejor método; sabía bien que los empleados se enriquecían de ese modo, pero si fuera a poner una taquilla en cada estación, tendría que pagar también más empleados, y se robaría aún más dinero. Esos cobradores son tipos sin escrúpulos. Por aquellos días ocurrió que uno de ellos se enfrentó a un pobre hombre que no quería pagar la cantidad exigida y, tras breve discusión, le pegó sencillamente un tiro y echó el cadáver debajo de un banco. Tal cosa, incluso en el istmo, resultó un tanto fuerte y se detuvo al asesino; pero el día de la vista de la causa encontraron vacío el calabozo.
+A la salida de Colón y al marchar sobre el continente propiamente dicho, vimos de lejos la desembocadura, unos 100 metros de ancho, del canal. Enormes excavadoras, lanzando grandes nubes de humo, trabajan en aquel fácil primer trecho, ya bastante adentrado en la tierra. Grandes barcos, cargados con el material extraído, salían para vaciarlo en el mar. Pasamos por el Cerro del Mono, «Monkey Hill», el cementerio de esta región, donde se hallan sepultados miles de obreros del canal. Cruzamos por Mindi, con sus colinas de notable interés geológico, y luego, en Gatún, encontramos al espíritu maléfico del istmo, el río Chagres, que, alimentado por veintiún afluentes y describiendo los más enrevesados meandros, lleva al mar las enormes cantidades de agua de esta parte del istmo. En la estación lluviosa, pero en especial con los frecuentes aguaceros crece hasta formar uno de los caudales de mayor ímpetu. Entonces había el gigantesco proyecto de cerrar mediante un dique la salida del Chagres de la región montuosa, y luego, por medio de desagües y canales laterales, dar suelta poco a poco hacia el mar el agua allí estancada.
+Bahía y murallas de Panamá
+Veíamos por todas partes máquinas, locomotoras, carretones, rieles, traviesas, herramientas apiladas, numerosos locomóviles y extractoras en funcionamiento. Se habían tendido líneas férreas —ramales y trechos auxiliares— en una extensión de red de 350 kilómetros de vía ancha y 200 kilómetros de vía estrecha. Hasta unos cien metros a ambos lados del ferrocarril se había talado la selva. A lo largo de toda la línea se veían muchas cabañas y plantaciones. Las tropas de administración del ejército de obreros estaban constituidas en su mayor parte por chinos. Los pueblos de trabajadores, campamentos, se habían construido preferentemente en los sitios más altos y sanos. Así llegamos a las tres alturas de San Pablo, a Mamei, a lugares con extraños nombres como Gorgona, Matachín («Muerte del chino») [sic] hasta la región del río Obispo, y después a Emperador y al macizo rocoso junto a Culebra, que la vía atraviesa en un boquete de 80 metros y donde se hallaba previsto otro corte de 87 metros para el canal. Probablemente se había desmontado ya mucho en aquella altura. Desde allí, pasando por Paraíso y Pedro Miguel, se descendía a un hermoso valle, para llegar por fin a Panamá.
+Panamá —temperatura media 27 ºC— contaba entonces unas 25.000 almas y se hallaba en etapa de crecimiento. Fue la primera ciudad del continente y la fundó en 1519 Pedro Arias Dávila[307]. Como en ella se suponían almacenados los tesoros traídos del Perú por los españoles, fue frecuentemente atacada por piratas. El célebre Morgan[308] la redujo a cenizas el año 1671; trasladado su emplazamiento al sitio que hoy ocupa, se la convirtió en una plaza fuerte de singular potencia defensiva. La navegación por el estrecho de Magallanes[309] perturbó su prosperidad y sufrió profunda decadencia hasta el descubrimiento de California. Repetidas veces fue asolada nuevamente por incendios. La vieja ciudad, con sus numerosas iglesias y conventos y con sus angostas calles da, en efecto, una sensación de ruina. Los restos de mayor importancia corresponden al nunca concluido colegio de los jesuitas. Digna de mención es la Plaza Mayor con la Catedral de estilo jesuítico; sus dos torres son las más altas de Centro y Suramérica. Hay que citar también el excelente hospital establecido por los franceses; tiene quinientas camas, y en él cuarenta hermanas prestan su abnegado auxilio a los muchos enfermos de fiebres. Anotemos también las «Bóvedas» o casamatas, que se hallan bajo la enorme muralla continua de varios metros de espesor, y por las que se puede hacer un bello paseo matinal. Aquí cabe observar en forma óptima el juego del flujo y reflujo. Durante este último, el mar se retira a tres millas de distancia, con los que se producen emanaciones peligrosas; luego vuelven a subir las aguas en una altura de 6 metros, y las olas salpican contra los muros. Por ello los vapores de altura no pueden llegar a la ciudad, y el verdadero puerto, Perico, se halla a cuarenta minutos de Panamá. El principal lugar de excursiones de los panameños es la preciosa isla Taboga, a 16 kilómetros, donde entonces había también un sanatorio.
+Estando en Panamá, me sorprendió una mañana, a hora tempranísima, la visita del ingeniero suizo Beyeler[310], que acababa de salir de unas fiebres y había sido dado de alta en el hospital. Por medio de él tuve ocasión de conocer el verdadero estado de la obra francesa del canal; Beyeler ha sido también el primero en presentar en publicaciones técnicas exactos informes sobre dicha empresa, contribuyendo a aclarar entre nosotros esa cuestión.
+Ya en Colón, y lleno yo de las más ilusionadas esperanzas sobre el logro de aquella gigantesca obra, experimenté la primera decepción cuando diferentes empleados del canal respondieron con indulgentes sonrisas o con miradas irónicas a mis preguntas acerca de la fecha en que se podría terminar la construcción.
+¡Qué ingenuidad hablar de la próxima conclusión del canal! El señor Beyeler, que regresaba a su puesto como ingeniero de una división, diome a conocer la verdadera realidad de los hechos, proporcionándome con ello un gran chasco. En Europa la gente se dejaba halagar por las más doradas ilusiones; el que daba una justa referencia del verídico estado de aquella desatinada empresa, tenía que aguantarse incluso las groserías de los ofuscados accionistas o de aquellos que se habían limitado a leer los informes de la propia sociedad. Entre nosotros se sabía todo mucho mejor que entre los mismos testigos directos, hasta que a la historia del corte del istmo vino a agregarse finalmente una nueva página negra. Ya Carlos V había propuesto esta obra. Leibniz[311], Goethe[312], Pitt[313], Humboldt y Bolívar[314] habían alentado el mismo proyecto. Pero sólo cuando Lucien Napoléon-Bonaparte Wyse[315] exploró el istmo en los años 1876 a 1878 al frente de una expedición científica, y luego de haber obtenido este, por Ley de 18 de marzo de 1878, un derecho preferencial de parte de Colombia para emprender la obra en cuestión, se llegó a dar el paso de crear la «Société Civile du Canal Interocéanique». Un congreso decidió en París el 15 de mayo de 1879 que, entre diferentes proyectos, el mejor sería el de la construcción de un canal a nivel; fue entonces cuando la citada sociedad, mediante pago de una suma de 10 millones de francos, entregó el 31 de marzo de 1881 a una sociedad del canal legalmente constituida la concesión recibida de Colombia. Sus gastos de fundación ascendieron sólo a 25 millones de francos, a los que se agregaban dos millones para el edificio de la administración en París. La sociedad mandó entre tanto a América de 1.200 a 1.500 funcionarios, a los que se prometieron altas retribuciones, y grandes indemnizaciones en favor de los familiares, para caso de muerte. La sociedad adquirió 68.500 de las 70.000 acciones del ferrocarril del istmo. Mientras que esas acciones valían poco antes no más que 80 dólares se compraron ahora a 250, lo que supuso una ganancia de 60 millones de francos para los especuladores. Seguidamente se adquirieron y almacenaron enormes cantidades de herramientas y máquinas. Para proporcionar comodidades al personal directivo se hicieron grandes despilfarros. El constante cambio en la dirección y administración superiores contribuyó también no poco al incremento de los costos y a la lentitud de todas las actividades. Si ya las instalaciones habían devorado ingentes sumas, más aún consumían los trabajos propiamente dichos, en los cuales surgían a menudo dificultades con los diversos contratistas; el descuido de la administración era tan grande que, en un país asolado por los temblores de tierra, ni siquiera se había practicado una medición exacta ni una correcta fijación del trazado.
+La amarga verdad fue que el año 1886, de 150 millones de metros cúbicos quedaban por extraer todavía 130 millones, en tanto que la sociedad se veía obligada a conseguir dinero en condiciones cada vez más gravosas. No sirvió de nada la visita de Ferd[inand de] Lesseps, realizada con gran ostentación el 17 de febrero de 1886, si bien el viejo señor hubo de galopar por el istmo y prender fuego a una carga explosiva, espectáculo en el que se dieron la mano el bluff y la astucia, el inconsciente proceder y el cálculo, de parte de los directivos realmente responsables. Ya en noviembre de 1887, el proyecto se reducía a la parcial ejecución del canal y al trazado de esclusas, cosa que estaría a cargo de Eiffel, constructor de la torre de su nombre. Finalmente se produjo la máxima desgracia económica hasta ahora conocida que haya afectado, en particular, a las clases pobres de Francia. La pérdida fue de mil quinientos millones. El 9 de marzo de 1888, en virtud de sentencia judicial, la sociedad fue declarada insolvente, originándose un epílogo jurídico que se alargó aún durante años.
+A fines de enero me embarqué en Colón en un vapor norteamericano para llegar al cabo de ocho días a Nueva York. Pasamos por delante de Jamaica, hicimos el bello recorrido entre Cuba y Haití, y luego por el complicado grupo de las Bahamas hacia la Watling’s Island, o la isla de San Salvador, de tanto interés histórico por ser en ella donde Colón miró por primera vez la anhelada tierra. La temperatura fue al principio muy cálida; luego agradable, y sólo en la penúltima noche empezó a hacer frío. En el maravilloso puerto de Nueva York apenas si pudimos salir a cubierta; tan formidable frío nos recibió allí. Con gozo volví a contemplar en la tarde del desembarco los copos de nieve que descendían arremolinándose desde el cielo.
+Durante la época del equinoccio, y después de una permanencia en los Estados Unidos, regresé a Europa en un vapor de la Transatlantique. Nos acompañaron fuertes tempestades. El 3 de abril de 1886, penetrando ya en Suiza por la hermosísima e incomparable entrada del valle del Travers, volví a ver por vez primera la mayestática guirnalda de cumbres nevadas de los Alpes y la azul superficie del lago de Neuchâtel. Un vaporcito se deslizaba por él; llevaba izada la bandera suiza, que ondulaba alegre y orgullosa en el viento de la mañana. ¡La cruz blanca en campo rojo! Una indecible sensación se apoderó de mí; con un movimiento espontáneo, descubrí mi cabeza y saludé a la Patria con silencioso respeto.
+[300] Años después de la partida de Röthlisberger, la Universidad Nacional de Colombia lo nombraría «Profesor Honorario» con el Decreto n.º 940 del gobierno nacional, firmado por el presidente Carlos Eugenio Restrepo (1867-1937) y por su ministro del Interior, José María González Valencia (1860-1934), con fecha 13 de octubre de 1911.
+[301] (N) Meyerhans, es referido por varias crónicas como propietario del Hotel Suizo de Barranquilla (véase: Gómez Gutiérrez, 2011, Ibidem, págs. 71-72, 94 y pág. 241).
+[302] Se refiere al comerciante y promotor William Henry Aspinwall (1807-1875), uno de los fundadores del Metropolitan Museum of Modern Art en Nueva York en 1870.
+[303] Se refiere al coronel Ramón Ulloa y al comandante Santiago Brun.
+[304] Pedro Prestán García (1852-1885), liberal cartagenero, hijo de un inmigrante inglés y promotor de la revuelta e incendio de Colón, por lo cual fue sentenciado y ejecutado el 18 de agosto de 1885, cinco meses antes de la llegada de Röthlisberger a esta ciudad.
+[305] Johann Augustus Sutter (1803-1880), suizo alemán propietario de un aserradero en la colonia Nueva Helvetia en California, precursora de la actual ciudad de Sacramento en ese estado norteamericano. Un carpintero de su aserradero, James W. Marshall, halló pepitas de oro en el río Columbia, en el que Sutter construía un molino, lo cual desencadenó la fiebre del oro referida por Röthlisberger (véase: The Virtual Museum of the City of San Francisco, Johann Augustus Sutter 1803-1880. Recuperado de: https://www.sf-museum.org/bio/sutter.html).
+[306] No hemos encontrado información adicional relativa a este compatriota de Röthlisberger establecido en Panamá.
+[307] Pedro Arias (Pedrarias) Dávila (1468-1531), explorador español, gobernador y capitán general de Castilla del Oro —actuales Panamá y Costa Rica— y Nicaragua, entre 1528 y 1531.
+[308] Sir Henry Morgan (c. 1635-1688), pirata galés al servicio de la Corona británica en el Caribe. Fue nombrado caballero por Carlos II de Inglaterra, y teniente gobernador de Jamaica en tres oportunidades —entre 1674 y 1682—.
+[309] Fernando de Magallanes (1480-1521) navegante portugués, reconocido como el primer europeo en comandar, en 1520, el paso por vía marítima del océano Atlántico al océano Pacífico por el estrecho sur de Suramérica que hoy lleva su nombre.
+[310] Se refiere al ingeniero suizo A. Beyeler, autor del artículo «Notas sobre los trabajos del canal de Panamá [Die Wahrheit über den Panama-Canal]», publicado en el número 7/8 del Schweizerische Bauzeitung, justamente en el mes de agosto de 1886 (véase: eth Bibliothek. https://retro.seals.ch/digbib/view?pid=sbz-002:1886:7:8::351).
+[311] Gottfried W. Leibniz (1646-1716), filósofo y matemático alemán, sugirió la construcción del canal de Suez, inspirando también la idea del canal de Panamá, al monarca francés Louis XV.
+[312] Johann W. von Goethe (1749-1832) sugirió el paso entre el golfo de México y el océano Pacífico a través de un canal en el istmo de Panamá, probablemente inspirado por Alexander von Humboldt, citado.
+[313] William Pitt (1759-1806), estadista británico, aparece como destinatario más que como proponente de esta obra, en con-versaciones con el precursor de la independencia americana, Francisco Miranda, citado, quien le escribió una carta el 5 de marzo de 1790 en la que decía así: «By discovering a passage thru’ the North West to the Pacific Ocean, we (England) might establish a commerce with China, Japan &, all the South Sea Islands of immense benefit to Britain, in case this passage is found, as it will give us a more immediate passage & course to them than to any other nation in Europe, except the Spaniards who might have a trade cross the Isthmus of America […]» (véase: Miranda, Franciasco de, Aventurero de la libertad. Recuperado de: https://www.franciscodemiranda.info/es/documentos/propuestapitt.htm).
+[314] Sobre las propuestas de Alexander von Humboldt y Simón Bolívar relativas a un canal transoceánico, véase: Gómez Gutiérrez, 2015, Ibidem.
+[315] Lucien Napoléon Bonaparte Wyse (1845-1909), ingeniero y oficial de Marina francés, hijo de una sobrina del emperador Bonaparte. Este viajero y empresario firmó un contrato con el presidente de Colombia Aquileo Parra, citado, para la explotación del paso transoceánico en Panamá. Este contrato se conoció como la Concesión Wyse, y fue operado por Ferdinand de Lesseps, citado, hasta la quiebra de la compañía francesa en 1888.
+Dorado es el río Magdalena cuando amanece en Cerro Burgos. La filigrana de historias que se tejen en su orilla es recuerdo infinito de un presente que no se detiene ahí, donde el agua se convierte en camino.
+RECUERDO MI PRIMERA LECTURA de El Dorado como un recorrido de cinco horas, sentada en un vapor sobre el Río Grande de la Magdalena, descubriendo a Colombia en sus orillas. Ernst Röthlisberger trascendía estos bordes, y viajaba describiendo el presente que se desarrollaba más allá de las riberas. Su libro, «surgido de la vida misma», no manifiesta ninguna pretensión historiográfica, aunque expresa una preocupación explícita por la correspondencia con la realidad y por la legitimidad de sus relatos. Lleva al lector por un país nuevo a sus ojos, con precisión retórica, no sensacionalista, cimentada en su experiencia.
+Röthlisberger y su obra se inscriben en las tendencias discursivas del siglo XIX, caracterizadas por la preocupación de definir al hombre y explicar la diversidad de las culturas humanas con base en las diferencias somáticas. El racismo, el spencerismo, el evolucionismo y el colonialismo, entre otras formas hegemónicas, contribuían a cimentar una ideología que estratificaba a la población y glorificaba a la sociedad occidental o ilustrada como cima de un necesario progreso lineal. Por otro lado, enfoques como el particularismo histórico, fuertemente atado al relativismo cultural, tomaron fuerza y reclamaron el desarrollo de las culturas como algo relativo a sus procesos históricos, alejándose de la idea de la raza como determinante del comportamiento del individuo, y del necesario vínculo entre lo biológico y lo conductual en el ser humano. Estos últimos se oponían explícitamente al evolucionismo y lo juzgaban como el principal causante de la discriminación, debatiendo de manera reiterada el bagaje ideológico de la Ilustración, conformada por nociones de progreso, técnica y razón. Sin embargo, estos contrapunteos tomaron tiempo en verse reflejados en la práctica, y las ideologías de la Ilustración continuaron permeando las mentes de la mayoría de los viajeros del siglo XIX, influenciando las posturas y las reflexiones de sus relatos.
+Uno de los grandes referentes de los análisis socioculturales en la Ilustración fue la teoría de George-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), sobre la historia de las variedades de la especie humana. Para el conde de Buffon las particularidades del hombre se definían en los diferentes climas y se expresaban fundamentalmente en tres elementos: el color de la piel, la forma y el tamaño de los individuos, y la manera de ser de cada pueblo. Según estos planteamientos, la condición de las sociedades americanas se debía a la naturaleza misma de su región que, para el caso de los trópicos, era salvaje, inculta, cubierta de bosques, donde los individuos no tenían ningún medio para degenerar ni para perfeccionarse.
+La obra de Ernst Röthlisberger se enmarca, consciente o inconscientemente, en estas líneas teóricas e ideológicas. Su recorrido por Colombia, que inicia en el puerto de Barranquilla y continúa con el ascenso por el río Magdalena hacia la Sabana de Bogotá, significa una experiencia riquísima en visiones y reflexiones que surgen del contacto con un mundo nuevo para él y con los entramados de un escenario cultural diverso y disperso. Su llegada a Suramérica suscita una construcción dicotómica de nociones paradójicas como civilización/primitivismo, orden/desorden, razón/instinto, entre otras, influenciadas indudablemente por los postulados progresistas de la Ilustración, y los ya mencionados planteamientos del conde de Buffon. Pero este tipo de contraposiciones en el relato de sus percepciones no se dio únicamente por el enfrentamiento de los dos mundos. La condición misma de Colombia, rotulada por Röthlisberger como «un país de violentos contrastes»[316], fue también origen de analogías e interpretaciones inspiradas por las abruptas variaciones y la diversidad de sus escenarios.
+El viaje de este académico suizo por el territorio colombiano se inició el 20 de diciembre de 1881, luego de navegar a través del océano Atlántico visitando varias islas y bordeando las costas de Venezuela. Cabe anotar que su carácter de viajero poco tuvo que ver con una afición de trotamundos, o de expedicionario científico. El territorio colombiano no representó para Röthlisberger una extensión por descubrir, es decir, un fin en sí mismo. Su recorrido por el río Magdalena y sus travesías por las cordilleras de los Andes significaron el medio necesario para alcanzar su fin: la Sabana de Bogotá. Había sido designado para hacerse cargo de las cátedras de Filosofía e Historia en la Universidad Nacional en Bogotá y cumplir con la «hermosa tarea de iluminar los espíritus y de orientar las conciencias»[317]. No obstante, el suizo trascendió el cometido de sus labores y, como lo anotó Luis Eduardo Nieto Caballero en su artículo de la revista El Gráfico de Bogotá,
+no sólo conoció el doctor Röthlisberger a nuestros hombres […]. Cuenta perfecta se dio de nuestras costumbres, con sus virtudes y vicios y sus modalidades, según los climas y poblaciones. Viajó extensamente por el país y conoció, por desgracia, los horrores de una de nuestras guerras civiles[318].
+La primera impresión que tuvo Röthlisberger de su futuro destino es relatada de manera elocuente y cargada de incertidumbre:
+En lontananza, por el lado izquierdo, se extiende una llanura negra y pelada, que se nos señala como el delta del río Magdalena, que aquí desemboca. Este era, pues, el país en el que por algunos años debía yo enseñar ciencia… Y que comenzaba con semejante desierto. ¿Cómo podía imaginarme allí una cultura, una vida intelectual altamente desarrollada, tal como me la habían pintado?[319].
+Las correspondencias directas entre lo visible y evidente —el medio, la naturaleza, las características físicas, los atuendos— y la idea de progreso constituyen un elemento predominante en el discurso de Röthlisberger, quien se embarca en un viaje tanto fáctico como discursivo, explorando nuevos lugares y nuevos sentidos de sus pensamientos; viendo y pensando contrastes. Razas, climas, paisajes y construcciones se vieron envueltos en este juego de oposiciones y analogías. Entre estas, es preciso rescatar aquellas que tienen que ver con la imagen de los indígenas, negros, mulatos, zambos y mestizos. Röthlisberger atribuye a estos individuos características tales como «estado de semibarbarie», «bestiales costumbres», «báquicos excesos», «estado primitivo», que pasan su existencia como «hombres sin formación, instrucción ni ilustración»[320].
+Entramos aquí en el campo de las dos dicotomías planteadas al comienzo del presente texto: civilización/barbarie y razón/instinto. Röthlisberger describe, por ejemplo, la manera en que «en la indolencia, sin religión, sin educación social, en total ignorancia, van viviendo estas gentes»[321]. Esto se presenta por oposición a su patria, y a lo que más tarde sentiría como lo más cercano a la misma en términos de civilización: Bogotá. Y así se expresa en su llegada a Honda:
+Los 1.000 kilómetros, aproximadamente, que comprende el lento Bajo Magdalena, por el que nosotros hicimos el viaje, son de una gran riqueza tropical, si bien constituyen regiones inhóspitas. En cambio hacia el sur, se abren las maravillosas regiones del Alto Magdalena: llanuras, colinas, bosques, montañas, en la más abundante variedad de formas, colores y climas, con una población relativamente grande de gentes activas, bastante civilizadas, dedicadas al comercio, la agricultura y la ganadería, y con un vivaz desarrollo y una alegre vida social, semejantes en su ímpetu a los 182 ríos y 1590 arroyos que en el Alto Magdalena desembocan[322].
+En este y otros apartados el viajero suizo retoma consciente o inconscientemente el discurso del conde de Buffon y expone concretamente los planteamientos que Caldas había condensado en su escrito titulado «Del influjo del clima sobre los seres organizados»:
+En todas partes, en todos los seres, se halla profundamente grabado el sello del calor y el frío; no hay especie, no hay individuo en toda la extensión de la Tierra que pueda sustraerse al imperio ilimitado de estos elementos: ellos los alteran, los modifican, los circunscriben; ellos varían sus gustos, sus inclinaciones, sus virtudes y sus vicios. Se puede pues decir que «se observa» y «se toca» el influjo del clima sobre la constitución y sobre la moral del hombre[323].
+En las palabras de Röthlisberger, los violentos contrastes de Colombia se hacen visibles en su misma configuración física, en las variedades climáticas, en las diferencias raciales, en su desarrollo etnográfico y político[324]. Hay incluso episodios en los cuales, recién llegado de Suiza, se refiere al clima como la causa de la imposibilidad de pensar, hablando de «aquellos días de sofoco y modorra mental» y del contraste de estos con los de su llegada a Bogotá en una «sensación de nueva vitalidad, de frescura mental, y de ligereza, que se experimenta otra vez en nuestro pensamiento, casi adormecido por los calores»[325]. El viajero considera a priori que «el país es sano allí donde el hombre lo ha hecho sano mediante su trabajo y civilización» y que regiones «propiamente insalubres, peligrosas en tal sentido, sólo las hay en Colombia en el Chocó, en la porción septentrional del valle del Magdalena, en el estado de Bolívar y en los Llanos»[326], es decir, en las regiones de bajos gradientes de altitud y de clima cálido.
+Dejando de lado esta influencia explícita de la Ilustración en términos de la referencia constante a los grados de la civilización y un determinismo climático imperante, es conveniente analizar brevemente la notable disyuntiva que se presenta en la concepción de los indígenas y de los negros por parte del autor. En sus descripciones, el joven suizo entremezcla una noción de primitivismo y barbarie con la noción del buen salvaje. Cuenta de su encuentro con individuos de «salvajes movimientos [aunque de un aparente] natural inofensivo y tranquilo»[327]. Las dicotomías razón/instinto y mente/cuerpo se evidencian en el pasaje en el cual Röthlisberger describe el baile de currulao en el día de San Silvestre «junto a un pueblecillo escondido entre la selva virgen»[328] en las riberas del Magdalena:
+Alrededor del fuego se mueven las parejas como fantasmas de delirio, en tanto los espectadores se alzan allí inmóviles, iguales a los troncos de una arboleda que devorasen las llamas. Pero el bosque en torno se aparece como una negra caverna. No entraré en la descripción de la danza, con sus salvajes movimientos, tan pronto sensuales como lánguidos o apasionados. Aquí no se baila con entusiasmo o con el corazón, sino con el instinto puramente mecánico que habita la carne. Existe una profunda diferencia entre nuestro trabajo social, apoyado en esfuerzos mentales, en comunes sacrificios, padecimientos y gozos, y este oscuro vegetar, este predominio de todas las fuerzas físicas en el hombre, que debe luchar contra la naturaleza y contra un siglo de viejo despotismo. Es un estado de barbarie, con el que sólo en un futuro lejano podrá acabarse[329].
+A lo largo de párrafos como este se perciben los «ideocentrismos» a partir de los cuales se despliegan las páginas de El Dorado, que en un principio invitan a un recorrido experimental y circunstancial, libre de pretensiones eruditas, pero que están en realidad cargadas del bagaje ilustrado del joven Röthlisberger, tanto como lo está su mente crítica y estructurada. Este sentido de complicidad aséptica y de veracidad que se crea en un inicio desaparece entre las frases que manifiestan, además de lo inmediato, un contexto de influencias definitivas en su criterio de viajero decimonónico.
+Más allá de admirar las travesías de Röthlisberger y su impecable síntesis plasmada en una obra sociohistórica de referencia en Colombia, es preciso, como lo dice Rolena Adorno, «reflexionar sobre la relación entre texto y contexto, y las nociones que subyacen al concepto de cada uno»[330]. El texto no es una entidad fuera del tiempo; está inserto en este y, por lo tanto, se entreteje con un contexto que tiene lugar simultáneamente a su producción.
+Si bien es claro que resulta difícil dilucidar elementos interpretables que estén fuera de aquellos que ya se saben prototípicos de una época, es decir aquellos que están imbuidos en el texto mismo y se nos hacen opacos en la lectura, es necesario encontrar la manera de contemplar cómo se integran en la producción escrita en su forma tácita, así para nosotros no resulten hoy tan evidentes[331]. Esto no quiere decir que debamos sumergirnos en una pesquisa intensiva detrás de unos elementos teóricos que se acomoden a nuestro discurso, dejando de lado el goce de un texto literario de alto nivel estético y muy significativo para la reconstrucción de la historia de la sociedad colombiana. La clave está en lograr un equilibrio entre una lectura amable pero crítica al texto al que nos hemos enfrentado, entendiendo que este lleva una carga subjetiva importante que resulta eventualmente más diciente del autor mismo que de aquello a lo que este se refiere en su crónica. Así, en las descripciones se revelan y entretejen elementos de la sociedad de la que Röthlisberger provenía y de las configuraciones que navegaban en su mente.
+Es recomendable, en consecuencia, alejar el lente de un nivel individual y acercarse a una composición de la unidad simbiótica texto/contexto, entendiendo que los enfoques y muchos de los sesgos que se presentan en los primeros son ideologías que resultan del condicionamiento del autor, es decir, son efectos del segundo —el contexto—, sobre el primero —el texto—. Surge entonces la invitación a pensar la sociedad como la fuente y condición que genera el pensar de sus integrantes. Libros como El Dorado no sólo retratan al autor y a lo visto por este en su periplo, sino que, una vez integrados a la sociedad, inciden en sus integrantes como han incidido, naturalmente, en sus propios descendientes. Hoy me encuentro subiendo por el mismo río, reviviendo en el sur de Bolívar ese relato preciso, y repasando la validez de los planteamientos de uno de mis ancestros. El Dorado de Ernst Röthlisberger es un texto definitivamente colmado de certezas que aún se desplazan por Colombia y sus habitantes con sombras de vigencia.
+CRISTINA GÓMEZ GARCÍA-REYES
Serranía de San Lucas,
Magdalena Medio,
noviembre 12 de 2015.
+[316] Véase el capítulo «Colombia y su capital».
+[317] Nieto Caballero, Luis Eduardo, 1911, «Ernesto Röthlisberger», El Gráfico, Bogotá.
+[319] Véase el capítulo «Por las Antillas francesas a Colombia».
+[320] Véase el capítulo «Por el Magdalena. Ascenso a los Andes».
+[323] Caldas Francisco José, de. Del influjo del clima sobre los seres organizados. Semanario del Nuevo Reyno de Granada. Bogotá: Editorial Minerva, 1942[1809], pág. 174.
+[324] Véase el capítulo «Colombia y su capital».
+[325] Véase el capítulo «Por el Magdalena. Ascenso a los Andes».
+[326] Véase el capítulo «Colombia y su capital».
+[327] Véase el capítulo «Por el Magdalena. Ascenso a los Andes».
+[330] Adorno, Rolena, 1995, «Textos imborrables: posiciones simultáneas y sucesivas del sujeto colonial», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (41): 33-49.
+CAPÍTULO V: «LA VIDA CULTURAL»
+Dices que para olvidarme…
+Du sagst, ein einz’ger Augenblick
+Genügte dir, mich zu vergessen
+Und mit mir all das Liebensglück,
+Das froh zusammen wir besessen.
+Vergiss mich doch, versuch es nur!
+Dem Pfeil mit Wilderhaken gleicht
+Die Liebe, des Vergang’nen Spur
+Die nimmer aus dem Herzen weicht.
+Sentados sobre la hierba…
+Am Ufer des Flusses,
+Im duftigen Grase
+Liebkostest du mich
+In Liebesekstase.
+Deiner Lippen Lispeln
+Meine Stirne küsst,
+Mit des Baches Murmeln
+Mild zusammenfliesst.
+Deine Hand in der meinen,
+Mein Haupt an deiner Brust,
+Das Glück zu vereinen,
+Lacht der Himmel mit Lust.
+An meine Schulter gelehnt
+In lieblicher Sanftheit,
+Bestricktest du mich
+Mit Worten voll Zartheit.
+Ojos verdes son la mar…
+Grüne Augen sind das Meer,
+Blaue Augen der Himmel
+Graue des Fegefeuers Glut,
+Schwarze der Hölle Getümmel.
+Ich stolpert einmal,
+Da schalt alle Welt.
+Jeder stolpert und fällt.
+Warum ist mir’s egal?
+Ein Kahlkopf findet einen kamm,
+Den jemand draussen verloren.
+So ist’s, hat jemand ein Mägdlein lieb
+Und sie einen andern erkoren!
+Der Königsadler im kühnen Flug
+Weithin streich über die Meere,
+Ach wenn ich, um zu fleiegen fort,
+Auch so ein Adler wäre!
+Wär’ich ein Vöglein,
+Auf deine Schulter flog ich hin.
+Wie schelmisch dein Mündlein!
+Nur schade, dass ich’snicht bin.
+Tus ojos son dos luceros…
+Deine Augen sind zwei Sterne,
+Deine Lippen ein Korallenband,
+Deine Zähne sind feine Perlen,
+Geholt am tiefen Strand.
+Wie in Meerestiefen
+Gähnet mancher Schlund,
+Weschselnd in deinen Augen,
+Tut Stille und Sturm sich kund.
+Deine Augen sind wie Tag und Nacht
+Licht und Schatten ganz,
+Rebenschwarzwie der Hölle Macht
+Und spielend wie Sonnenglanz.
+Vorgestern im nächltichen Traum ich sah
+Zwei Neger das Schwert auf mich zücken…
+Dein schönes Augenpaar schaute mich an
+Unheimlich, mit zornigen Blicken.
+Esta calle está mojada…
+Nass ist diese Straße,
+Wie von Regen schwer;
+Tränen sind’s eines Verliebten,
+Der irrt hier umher.
+Hoch am Himmel zieht der Mond
+Und die Sternlein prangen!
+Drunten weinend sitzt ein Mann,
+Den ein Weib hintergangen!
+Du liebtest mich und vergassest mich
+Und liebtest mich aufs neu
+Und fandest mich ein andermal
+Ergeben in gleicher Treu.
+Frisch erhob sich meine Liebe
+Wie ein üppiger Baum belaubt;
+Gleichgültigkeit und Kälte haben
+Ihn seines Blätterschmucks beraubt.
+Gestern an deinem Tore
+Warfast eine Zitrone auf mich;
+Der Saft traf mich in die Augen,
+Ins Herz traf mich der Stich.
+El amor que te tenía…
+Die Liebe, die ich dir geweiht,
+War winzig und verschwand.
+Ich trug sie auf ein Hügelchen;
+Der Wind trug sie ins Land.
+In dieser Gasse
+Wohnt die Waise Allein.
+Wer doch mit ihr wohnte,
+Das arme Mägdlein!
+Mi mujer y mi mulita…
+Des Weibes und des Maultiers Tod
+Gleichzeitig ich betraure.
+Mein Weib is thin! In’s Teufels Nam!
+Das Maultier ich bedaure.
+Con todas me divierto…
+Mit allen ich scherzte
+Und sprach und lachte.
+Die einzig ich liebe,
+Ich schweigend betrachte.
+Meine Augen dir sagten,
+Ich liebe dich;
+Sind sie auch furchtlos,
+Ich fürchte mich.
+Gib, schönes Kind, mir,
+Worum ich dich bitten muss:
+Ein zartes Umarmen,
+Einen Seufzer, einen Kuss.
+ Dein halbes Herz
+Verlang ich nicht;
+Geb’ ich das meine,
+Geb’ ich´s ganz.
+Willst du, dass ich dir zugetan,
+Eine Bedingung knüpf’ ich daran:
+Was dein, das soll mein sein.
+Was mein ist, sei nicht dein!
+Tiene la que yo quiero…
+Der, welche ich gern hab’,
+Der fehlt ein Zahn;
+Durch dieses Pförtchen
+Da binden wir an.
+Si la piedra con ser piedra…
+Wenn aus rohem Stein
+Helle Feuertränen sprühnen,
+So der Stahl ihn schlägt,
+Wie muss erst mein Herz erglühen!
+Seit ich dich sah, liebte ich dich.
+Es kam über mich wie ein Traum.
+Ich weiß nicht, was zuerst mir geschah,
+Ob ich dich liebte oder dich sah.
+CAPÍTULO VI: «CORRERÍAS»
+Molé, trapiche, molé…
+Vorwärts, Mühle, mahle!
+Bei all deiner Kraft,
+Steckt viel Holz im Ofen,
+Und der Kessel will Saft.
+Wie viel Zeit ich verlor
+In Liebesqualen!
+Hätt’ich Zucker gepflanzt,
+Schon wär’ er zum Mahlen!
+Vorwärts, Mühle, mahle!
+Bläuliches Zuckerrohr!
+Mahle es um Mitternacht,
+Und bricht der Tag hervor.
+Der Zuckerrohr, ein bloßes Rohr,
+Fühlt gleichwohl seinen Schmerz;
+Zermalmet es die Mühle,
+Zermalmt sie ihm das Herz.
+Adorno, Rolena, 1995, «Textos imborrables: posiciones simultáneas y sucesivas del sujeto colonial», Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, XX (41), 33-49.
+André, Edouard, 2013, «La América Equinoxial (Colombia-Ecuador-Perú), 1875-1876». En: Navas Sanz de Santamaría, Pablo (ed. académico y compilador), Colombia en Le Tour du Monde, tomo I, pág. 143, tomo II, págs. 46-49, Bogotá: Villegas Universidad de los Andes-Thomas Gregg & Sons.
+Arango Mejía, Gabriel, 1993, Genealogías de Antioquia y Caldas, tomo II, págs. 427-428, Medellín: Litoarte.
+Arboleda, Gustavo, 1962, Diccionario biográfico y genealógico del antiguo departamento del Cauca, págs. 59-61, Bogotá: Horizontes.
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+Abadía, Ezequiel
+Abadía Bueno, José Joaquín de la
+Abadía Salamando, Felipe Joaquín de la
+Acosta Castillo, Santos
+Acosta de Samper, Soledad
+Acosta, Joaquín
+Agnew, Thomas
+Aguilar, Federico Cornelio
+Aguirre, Eleuterio
+Alcántara Herrán y Martínez de Zaldúa, Pedro
+Aldana, Daniel
+Alexandre III
+Almagro, Diego de
+Álvarez, Enrique
+Amar y Borbón, Antonio José
+Ancízar Basterra, Manuel
+Ancízar Samper, Inés
+Ancízar Samper, Roberto
+André, Edouard-François
+Ángel, Felisa
+Aníbal
+Arango Barrientos, Alejandro
+Arbeláez Gómez, Vicente
+Arboleda Pombo, Julio
+Arboleda, Sergio
+Arias Dávila, Pedro (Pedrarias)
+Aristófanes
+Arosemena, Justo
+Arrieta, Diógenes
+Aspinwall, William Henry
+Atuesta, Dimas
+Bachmann, Georg
+Badillo, Pedro
+Bain, Alexander
+Balzac, Honoré
+Barraga, Juan Luis
+Barreiro Manjón, José María
+Barriga Villa, Julio
+Barriga Villa, Pablo
+Bastidas, Rodrigo de
+Battista Agnozzi, Giovanni
+Baur, (N)
+Bavier, Simeon
+Belalcázar, Sebastián de
+Benítez Terán, María Teresa
+Bentham, Jeremy
+Beyeler, A.
+Bitzius, Albert (Jeremias Gotthelf)
+Bochica
+Bolívar, Simón
+Bonaparte, José I de (José Napoleón I)
+Bonaparte, Josefina (emperatriz)
+Bonaparte, Napoleón
+Bonaparte Wyse, Lucien Napoleón
+Bonnet, Jean
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+Borja, Rodrigo de (Alejandro VI)
+Borrero, Napoleón
+Boussingault, Jean-Baptiste
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+Brizuela (el negro)
+Brun, Santiago
+Bueno Betancur, Célimo
+Bueno Betancur, Vicente
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+Caicedo Sanz de Santamaría, Fernando
+Caicedo y Sanz de Santamaría, Domingo
+Caín
+Calasanz Vela, José de, «El Pater»
+Caldas Tenorio, Francisco José de
+Calderón Reyes, Clímaco
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+Campo, Agustina del
+Cané Casares, Miguel
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+Cañarte y Figueroa, María Venancia
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+Caro Ibáñez, José Eusebio
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+Carreño Rodríguez, Simón Narciso de Jesús (Samuel Robinson)
+Carrión Armero, Marcela
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+Cesar, Francisco
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+Cipriano de Mosquera y Arboleda, Tomás
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+Pombo, Rafael (José Rafael de Pombo y Rebolledo)
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+Quiroga y Hermida, Antonio
+Rangel, Pedro Esteban
+Rengifo Ortiz, Tomás
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+Rentería Gil del Valle, Joaquín
+Rentería Gil del Valle, Jorge
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+Rentería y Martínez Balderruten, Nicolás de
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+Restrepo, José Félix de
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+Restrepo Vélez, José Manuel
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+Riego y Flórez, Rafael del
+Ricaurte Lozano, Antonio
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+Rojas, Antonio
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+Röthlisberger, Ernst
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+Röthlisberger de García-Reyes, Inés
+Röthlisberger, Manuel
+Röthlisberger de Navas, Mónica
+Röthlisberger, Walter
+Rovira, Magdalena Santa María
+Sabaraín, Alejo
+Saffray, Charles
+Salavarrieta Ríos, Policarpa
+Salgar Moreno, Eustorgio
+Salgar, Januario
+Salomón X
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+Samper Agudelo, José María
+Samper Agudelo, Manuel
+Samper Agudelo, Miguel
+Samper Uribe, Josefina
+Samper, José María
+San Agustín
+San Bartolomé
+San Francisco
+San Martín y Matorras, José de
+San Vicente de Paúl
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+Sánchez del Guijo, Francisca
+Sánchez, Laureano
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+Santa María Rovira, Magdalena
+Santander y Omaña, Francisco de Paula
+Santiago, Melchor de
+Sardá, José
+Sayer, Samuel
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+Sucre y Alcalá, Antonio José de
+Sutter, Johann Augustus
+Tamayo Restrepo, Joaquín Emilio
+Tavera, Camilo
+Tenerani, Pietro
+Tiziano
+Tobar Pinzón, Blasina
+Toro y Alayza, Teresa
+Torres, Fray Cristóbal de
+Torres, Camilo
+Trujillo Largacha, Julián
+Ulloa, Juan Evangelista
+Ulloa, Ramón
+Urdaneta, Alberto
+Uribe Gaviria, Julián
+Uribe Maldonado, Eloísa
+Uribe Toro, Tomás
+Uribe Uribe, María Luisa
+Uribe Uribe, Rafael
+Uribe Uribe, Tomás
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+Vásquez, Francisco
+Verdejo, Juan
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+Vergara y Vergara, José María
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