Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Davis, Wade, 1953-, autor
El río : exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica / Wade Davis ; traducción de Nicolás Suescún ; presentación, Claudia Steiner. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2018.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (18,7 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Antropología / Biblioteca Nacional de Colombia)
Incluye índice alfabético.
ISBN 978-958-5419-78-0
1. Schultes, Richard Evans, 1915-2001 - Viaje - Amazonas (Región) - Relatos personales 2. Plowman, Timothy – Viaje - Amazonas (Región) - Relatos personales 3. Etnobotánica - Amazonas (Región) 4. Indígenas del Amazonas - Vida social y costumbres 5. Amazonas (Región) - Descubrimiento y exploraciones 6. Libro digital I. Suescún, Nicolás, 1937-2017, traductor II. Steiner, Claudia, autor de introducción III. Título IV. Serie
CDD: 581.63098616 ed. 23 |
CO-BoBN– a1018208 |
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ISBN: 978-958-5419-78-0
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© Wade Davis
© 2017, Editorial Planeta Colombiana, S. A.
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Claudia Steiner
Material digital de acceso y descarga gratuitos con fines didácticos y culturales, principalmente dirigido a los usuarios de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de Colombia. Esta publicación no puede ser reproducida, total o parcialmente con ánimo de lucro, en ninguna forma ni por ningún medio, sin la autorización expresa para ello.
+EL RÍO RECORRE LOS PASOS del famoso etnobotánico Richard Evans Schultes, cuando, como un explorador solitario, y siguiendo el camino del botánico del siglo XIX, Richard Spruce, emprendió la búsqueda de la sabiduría ancestral de los indígenas del Amazonas y de sus plantas psicotrópicas. Gracias en parte a sus viajes y a sus investigaciones, la etnobotánica se convirtió en una disciplina fundamental para el estudio de las plantas y su relación con las culturas. Schultes llegó a Colombia en 1941 y durante doce años investigó acerca del significado y el simbolismo que para las poblaciones indígenas del Amazonas y de la Sierra Nevada de Santa Marta tienen ciertas plantas, en especial la coca y el yagé.
+Wade Davis le rinde en este libro un homenaje a quien fue su maestro y mentor en Harvard. ¿Qué mejor reconocimiento que hacer el mismo recorrido del maestro con uno de sus alumnos más brillantes, Tim Plowman, y años más tarde escribir este libro imaginando lo que Schultes pensó y sintió durante su aventura etnobotánica? El libro comienza en una finca en las afueras de Medellín, desde donde Davis, aun joven estudiante, emprendió un viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta, y termina con su experiencia en el Vaupés con el yagé. En la Sierra Nevada se encontró, por recomendación del maestro, con Plowman. Durante quince meses, entre 1974 y 1975, viajaron «inspirados por el espíritu de Schultes» por varias regiones del país aprendiendo sobre una de sus grandes pasiones: las plantas alucinógenas. Al igual que el de casi todos los viajeros de “lo exótico” o que el de personajes de novela, el recorrido de Davis es también un encuentro con él mismo. Quizás por su interés en ese tipo de plantas y por la época en que emprenden el viaje, el libro logra su mayor riqueza por la empatía que genera entre una generación que recorrió el país en busca de identidad y de aventuras antes de que la guerra lo hiciera imposible. Esos recuerdos sin duda producen nostalgia, la misma que les transmitimos a nuestros hijos y estudiantes, quienes hoy en día, afortunadamente, vuelven a recorrer el país. Así como Schultes siguió a Spruce, y Davis y Plowman siguieron a Schultes, hoy los nuevos viajeros siguen los pasos y las historias llenas de color y de exotismo que narra Davis. Esta vez con cámaras de cine que muestran el Amazonas, no sólo a los nostálgicos de los años setenta, sino a un mundo globalizado que se encanta con las historias de películas como Apaporis o El Abrazo de la serpiente, inspiradas por El río.
+Es quizá el tono generacional del libro lo que convierte a la narración en un viaje acelerado en el que la adrenalina aumenta en cada página. Es como ver una película, una road movie, pero navegando por el Amazonas, en la que las descripciones de Davis nos llevan, como en una montaña rusa, a un viaje fantástico al reino vegetal a través de imágenes que pasan a mil y que de pronto se detienen, ya sea para mirar una flor o para escribirle un poema de amor a una planta. Pero también a veces es capaz de desacelerar su paso para hablar de la historia de los grupos indígenas, de sus culturas, y de la vida en el río. El manejo que hace de tan diversos temas y de los tiempos del río, que convierten a la del Amazonas (y de paso a la de Schultes) en una historia mítica para una novela de la naturaleza y de la cultura, resalta la gran capacidad de Davis como investigador. El es antropólogo, etnobotánico, explorador y periodista, credenciales que quizás son las que le permiten darse el lujo de publicar un libro en el que a través de una narrativa a ratos sensacionalista, sin ningún temor a los adjetivos ni a los superlativos, llena de «momentos cruciales», «epifanías» y de «misterios» logra llevar a los lectores a un recorrido lleno de sorpresas. Sin duda hizo juiciosamente las lecturas y las entrevistas que le ayudaron a entender el pasado de las regiones y de las comunidades del Amazonas: leyó a los cronistas, a los viajeros, a algunos antropólogos y botánicos, así como a los historiadores. Pero, sobre todo, tuvo la suerte de tener acceso a los archivos de Schultes, tanto a los personales como a los documentos del Museo de Harvard.
+Davis es un buen escritor, con una capacidad enorme de manejar en un solo libro varios géneros literarios. Por momentos no es claro si es una novela, un libro académico, una biografía, una narración periodística o una historia de aventuras de viajeros. Esto seguramente es lo que ha hecho que el libro sea un best seller, ya que logra satisfacer el gusto de la mayoría de lectores. Con su prosa poderosa construye una aventura en la que hay un héroe, Schultes, un paraíso que podría perderse, el Amazonas, y dos jóvenes viajeros con un amor sincero por la botánica, Davis y Plowman. Por si fuera poco, hay también una historia de amor. Pero no una cualquiera: es una historia de amor por las plantas. Con declaraciones que, si bien son bastante floridas, logran también ser sinceramente conmovedoras.
+Mucha agua ha corrido desde que el libro de Wade Davis fue traducido (de manera excelente) al español en 2001. En poco tiempo su legión de admiradores creció como la corriente del río Amazonas que él describe. Ambientalistas, documentalistas, cineastas, viajeros y hasta el presidente de la República, quien le otorgó la nacionalidad colombiana en 2018, se han dejado seducir por un libro que sin duda lo merece. De la misma manera en que Davis se merece el reconocimiento de haberles mostrado su percepción del Amazonas y de Schultes a lectores nostálgicos y a una nueva generación en busca de paraísos por salvar.
+CLAUDIA STEINER
+Esta presentación toma algunas partes de la amplia reseña escrita en 2002. Ver:
+Steiner, Claudia. «Un thriller etnobotánico». Artículo reseña del libro El río de Wade Davis. En: El Malpensante, n.º 40. Agosto, 2002
+EL RÍO ES LA HISTORIA DE un hombre maravilloso, Richard Evans Schultes, y de un país que le permitió ser grande, Colombia. Siendo un joven estudiante, sucumbí al encanto de ambos y siempre he pensado en este libro como una carta, una carta muy larga sin duda, de gratitud y afecto hacia un profesor y consejero inspirado, y las montañas, ríos, selvas y gentes de una tierra que no tiene igual en su belleza y diversidad, pasiones y potencial.
+Cuando concebí por primera vez El río, hace unos treinta años, no imaginé que el proyecto consumiría seis años de lo que entonces era una vida joven. El profesor Schultes no llevaba un diario de campo y era necesario reconstruir sus experiencias de más de trece años en el Amazonas colombiano a partir de una miríada de fuentes de archivo y otras más oscuras. El esfuerzo de investigación era prodigioso. Pero solamente con una total comprensión del material histórico, fundida como piedra en mi mente, sentí la confianza para comenzar el lento proceso de ponerlo en sílabas, palabras, oraciones, párrafos y páginas.
+Siendo su alumno, sentía curiosidad y a la vez algo de preocupación por la forma en que Schultes —el erudito y científico— recibiría el libro cuando finalmente fuese publicado. Había decidido, por ejemplo, alivianar una narrativa larga e intensa agregando diálogos en ciertos pasajes, sin descartar los capítulos estrictamente biográficos sobre sus primeros años. Aunque obviamente no fui testigo de tales conversaciones, fui extremadamente cuidadoso en darles autenticidad. Me cercioré, por ejemplo, de que cada reunión se hubiera dado. Conocía la agenda, las personalidades, el resultado e incluso la hora en la cual cada una se había llevado a cabo, de manera que podía describir con cierta exactitud el tono de la luz dentro de la habitación. No obstante, me preocupaba su opinión sobre el uso de recursos evidentemente ficticios.
+Resultó ser que, para el profesor Schultes, estos diálogos, y de hecho el libro mismo, adquirieron una especie de realidad mágica. Según su esposa Dorothy, en sus últimos años mantuvo el libro en su mesa de noche y, cuando se desvelaba en la noche, lo abría en una página al azar y leía sobre su vida. Poco antes de morir, me preguntó señalando un cierto diálogo en el texto: «¿Alguna vez te conté lo que me dijo la señora Bedard cuando la conocí en 1943? ¡Mira, aquí está!».
+Eso me divertía y resultaba muy conmovedor. Al fin y al cabo, estaba frente al hombre que había hecho posible mi vida. Ahora el libro se había convertido en su vida. Su vida se había convertido en mi imaginación y mi imaginación en un respiro que le brindaba nuevo contenido y mayor significado a la vida de un anciano que se desvanecía con lentitud, como inevitablemente sucede a las personas mayores.
+Hoy, dieciséis años después de su muerte a los 86 años en una mañana de primavera, el 10 de abril de 2001, Richard Evans Schultes es justamente reconocido como el más importante explorador de la flora amazónica en el siglo xx. En una carrera que abarcó siete décadas y llevó a la publicación de diez libros y 496 artículos científicos, viajó a los lugares más remotos de un continente desconocido e hizo unas 30.000 recolecciones, en conjunto más de 250.000 especímenes botánicos que distribuyó como regalos a herbarios en todo el mundo. Describió el uso medicinal de más de 2000 plantas hasta entonces desconocidas para la ciencia. Unas 120 especies llevan su nombre, incluyendo una planta para tratar úlceras y otra para curar la conjuntivitis. Hay una cucaracha nombrada en su honor; también una montaña y 2.2 millones de acres de selva protegida. Mucho antes de que fuera políticamente aceptado, habló en favor del derecho de los indígenas a utilizar sus medicinas en el contexto sagrado, a vivir libremente en sus tierras, a tener sus creencias religiosas y buscar su propio camino hacia el futuro. Antes de que la mayoría de la gente supiera el significado de la palabra ‘selva’ o los estadounidenses conocieran la localización del Amazonas, Schultes advirtió que estaba en peligro y, más grave aún, que los pueblos indígenas y su conocimiento transcendental estaban desapareciendo más rápidamente que las plantas y los bosques que tan bien entendían.
+En diciembre de 1983, el entonces presidente colombiano Belisario Betancur concedió a Schultes la Cruz de Boyacá, la mayor condecoración civil en Colombia. La mención elogió a Schultes por su contribución a revitalizar la investigación en ciencias naturales en el país. Lo describió como un erudito cuyo «conocimiento y buena voluntad han estado siempre al servicio del espíritu de la ciencia en este período de crudo materialismo. Los hombres como usted han exaltado los humildes productos de la mente humana y de la obra de Dios. Usted ha magnificado el valor de la humanidad». Schultes apreció profundamente este gesto y se sintió muy honrado como científico extranjero seleccionado por Colombia para tal reconocimiento.
+Pero un premio posiblemente mayor fue el que recibió de manera indirecta durante la subsecuente administración de Virgilio Barco. Porque fue el presidente Barco quien, siguiendo la recomendación de su director de Asuntos Indígenas, el antropólogo Martin von Hildebrand, a lo largo de cuatro años entregó a sus dueños legítimos, los pueblos indígenas de la Amazonía colombiana, título de propiedad sobre más de 246.000 kilómetros cuadrados de selva, un área casi el doble de grande que Inglaterra. Esos derechos, registrados en la Constitución de 1991, reconocían las contribuciones de los pueblos indígenas al patrimonio nacional y liberaban a los habitantes de la selva para buscar su propio camino en todo lo relacionado con la salud, educación y la vida ceremonial. Nunca antes se había propuesto nada como eso y aún menos implementado por parte de un Estado. Colombia, para su gran crédito, fijó un precedente para el mundo entero con estas políticas liberales y progresistas que ya han dado lugar a una revitalización y renacimiento de culturas que habrían asombrado y encantado a Schultes.
+Cuando viajé por primera vez en Colombia —las aventuras y desventuras narradas en este libro—, en lugares como el Vaupés, por ejemplo, la sensación de que alguna vez había ocurrido algo notable seguía intacta, pero a la vez era evidente que el mundo de la vida indígena que Schultes había conocido ya no existía y que incluso lo que quedaba de las ricas culturas de la región estaba destinado a desaparecer en el curso de nuestra vida. Cuando le dije a la familia que me acogió en Bogotá en 1974 que planeaba un viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta, la matriarca me preguntó por qué querría rebajarme viviendo en ese lugar y con esa gente. Hoy, los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta se han convertido en un símbolo de continuidad y paz para el país e incluso para el mundo entero. Tras posesionarse, los seis últimos presidentes colombianos han viajado a la Sierra a rendir homenaje a los Mamos.
+En enero de 2009, regresé al Vaupés con Martin von Hildebrand y volamos durante cuatro horas sobre la Amazonía colombiana. Vi por primera vez lugares que tan solo había imaginado al escribir El río, todos esos increíblemente hermosos ríos y montañas que habían acogido e inspirado a Schultes: el Apaporis y el Papuri, las cataratas de Jirijirimo, la cumbre de cerro Campana, las inolvidables altiplanicies de Chiribiquete y la meseta que lleva su nombre, Mesa Schultesiana.
+Pasamos casi un mes en el río Piraparaná y, con autorización de los Barasana, Makuna, Tatuyos y otros pueblos ribereños, visitamos lugares sagrados y asistimos a celebraciones y bailes rituales que fueron, sin duda, tan impactantes en su rigor espiritual y tan potentes y significativos en su elaboración como cualquiera en la historia, en tiempos de Schultes o antes. Eran un gran complejo de culturas indígenas, cada una excepcionalmente inspirada, que se habían rehusado a desaparecer. Lo que sí había dejado de existir en los treinta y cinco años transcurridos desde mi primera visita eran los misionarios y los comerciantes de caucho. Los pueblos indígenas no se habían detenido en el tiempo. Después de todo, el cambio es la única constante en la cultura. Pero gracias al poder que les otorgaban las leyes nacionales que reconocían la propiedad de sus tierras ancestrales y honrados por el Estado, habían tenido la libertad de elegir los componentes de sus propias vidas. Al recorrer el sendero de sus ancestros, al convertirse en sus antepasados durante las transformaciones rituales, establecieron su legítimo derecho a lo que siempre han sido: los verdaderos custodios de la selva. Que un Estado —en este caso Colombia— fomentara ese proceso representa una reorientación de prioridades no sólo histórica en su significado, sino también profundamente esperanzadora en su promesa.
+Para terminar, quisiera cerrar con unas palabras de agradecimiento. Siempre es una alegría para un autor el que su libro encuentre una nueva vida. Pero me enorgullece de manera especial esta nueva edición en español porque en realidad este libro ya no es mío. Pertenece a un extraordinario escritor y poeta colombiano, el difunto Nicolás Suescún, que dejó de lado su propio trabajo para traducir el texto y hacerlo de forma tan elegante que transformó el lenguaje en algo del todo nuevo, sin dejar de ser absolutamente leal a la narrativa original. Lamentablemente, después de una larga enfermedad, Nicolás murió en 2017 dejando El río como una pequeña porción de su extraordinaria herencia intelectual y literaria. Lo recuerdo con inmensa gratitud, al igual que agradezco a mi amigo Felipe Escobar, sin cuya ayuda y apoyo El río tal vez nunca se habría publicado en Colombia.
+También siento que El río pertenece, de manera inesperada y misteriosa, a los jóvenes de Colombia, toda una generación, quizás dos ahora, que, como la nación misma, no ha merecido los estragos de estos últimos años. Cuando era un estudiante joven, tenía la libertad de viajar a cualquier lugar. Y en todas partes en Colombia, desde Chocó al Putumayo, desde el Cauca hasta la costa del Magdalena, desde los Llanos al Amazonas, siempre me encontré en situaciones donde el calor humano y la gentileza irradiaban de gente particularmente intensa, con una pasión por la vida y una tranquila aceptación de la fragilidad del espíritu humano. Algunos viajeros con los que me topé en el camino extrañaban su hogar. Yo sentía, en cambio, que finalmente lo había encontrado.
+Durante los últimos cuarenta años, Colombia —un país que defino como una tierra de colores y cariño— ha sufrido un conflicto brutal que ha dejado 250.000 muertos y siete millones de desplazados. Todas las familias han sufrido pero en una nación de 48 millones de habitantes, el número de combatientes reales —incluyendo militares, guerrilleros y paramilitares— nunca superó los 200.000. La gran mayoría de los colombianos han sido víctimas inocentes de una guerra alimentada casi exclusivamente por los beneficios del comercio de cocaína. Sin cocaína, la lucha revolucionaria de las guerrillas izquierdistas se habría apagado hace generaciones, y las sangrientas fuerzas paramilitares tal vez nunca habrían existido. La responsabilidad de las agonías de Colombia recae en buena medida en cada persona que ha comprado cocaína en la calle y en cada nación extranjera que ha hecho posible el mercado ilícito al prohibir la droga sin hacer nada serio por controlar su uso. Un claro testimonio de la fortaleza y resiliencia del pueblo colombiano es que, durante todos estos años tan difíciles, la nación ha mantenido la sociedad civil y la democracia, fortalecido su economía, reverdecido sus ciudades, creado millones de acres de parques nacionales y buscado una restitución significativa para numerosas culturas indígenas.
+Cuando salió la tercera edición de El río en 2009, Colombia seguía siendo una nación en guerra y extensas zonas del país continuaban vedadas para los ciudadanos normales. En el prefacio a esa edición expresé «mi esperanza ferviente de que un día todos los jóvenes colombianos tengan la libertad de viajar sin miedo, como lo hice yo, por todos los senderos y quebradas del bosque, todas las montañas y páramos, las empinadas pendientes de la Macarena y hasta el mismo corazón de la selva del Amazonas. Ese momento llegará. Mientras tanto, espero que este libro logre inspirar algunos planes de viaje, que se convierta en un mapa de sueños».
+Afortunadamente ese momento al fin ha llegado. La firma de los acuerdos de paz en Cartagena el 26 de septiembre de 2016 envió el poderoso mensaje a todas las naciones de que, mientras el mundo está desintegrándose, Colombia se está reencontrando. Será un lento y largo proceso de reconciliación y redención. Para que la nación cure, los colombianos tendrán que encontrar una vía al perdón, sin dejar de honrar la memoria de los seres queridos que han sido tan cruel e injustamente privados de la vida. La guerra es fácil. La paz será difícil. Pero trae con ella posibilidades ilimitadas. Hoy, dos generaciones de jóvenes colombianos forzados a huir del conflicto están regresando de Nueva York, Londres, París y Madrid, con habilidades altamente desarrolladas en todos los campos, poniendo a su país al borde de un renacimiento económico, cultural e intelectual nunca antes visto en América Latina. Dentro del país mismo también hay millones de personas en movimiento; algunos desplazados por la violencia están regresando a sus casas, mientras que otros andan como peregrinos, buscando familiares y nuevos empleos para rehacer sus vidas. Sólo en 2016, veinte millones de colombianos, o sea casi la mitad de la población, viajaron dentro del país.
+Mientras cantidades de hombres y mujeres, de Valledupar a Pasto, de Manizales a Mocoa, de Bucaramanga y Buenaventura a Barrancabermeja, Cali, Medellín y Bogotá, se sienten hoy en plena libertad para descubrir su propia tierra, Colombia entera está despertando al darse cuenta de que muchas regiones del país, aisladas por años de guerra, se salvaron milagrosamente de los estragos del desarrollo industrial. Este quizás sea el verdadero fruto de la paz: la oportunidad para que la nación decida consciente y deliberadamente el destino de su mayor activo, la tierra misma, como también el de sus bosques, ríos, lagos, montañas y arroyos. Mientras que las selvas de Ecuador, por citar sólo un ejemplo, han sido completamente transformadas desde 1975 debido a la exploración de petróleo y gas, la colonización y la deforestación, la Amazonía colombiana sigue siendo un territorio de bosques vírgenes, libre de carreteras, tan grande como Francia. Las decisiones que tome hoy Colombia sobre el destino de sus tierras salvajes contarán con la sabiduría ancestral de los indígenas y décadas de conocimiento científico; en la actualidad hay una conciencia colectiva sobre la importancia de la diversidad biológica y cultural que hace años, cuando se selló el destino de las selvas del Ecuador, simplemente no existía. Pocas veces tiene un país la oportunidad histórica de imaginar y replantear su futuro, y de protegerse de los efectos negativos de las fuerzas industriales que han devastado gran parte del mundo en el último medio siglo.
+Invito a todos mis amigos, a la gente buena y maravillosa de Colombia, a que tengan presente lo que me compartió hace poco a orillas del río Don Diego el mamo Camilo, un viejo amigo, líder espiritual del pueblo Arhuaco: «La paz no tiene sentido si es solo una excusa para que las partes del conflicto se unan para seguir en guerra contra la naturaleza. Ha llegado el momento de hacer las paces con el mundo natural».
+WADE DAVIS Noviembre de 2017
+LA IDEA DE ESTE LIBRO SURGIÓ en un momento de gran tristeza. A Timothy Plowman lo adornaban la generosidad, la bondad, la modestia y el honor, y su prematura muerte de sida, el 7 de enero de 1989, truncó una carrera inmensamente prometedora. Excelente etnobiólogo con una asombrosa habilidad para ganarse la aceptación y la confianza de los indígenas, era un estudioso de extraordinaria profundidad y uno de los mejores exploradores botánicos amazónicos de su generación. De ello no cabía la menor duda, pues era el protegido de Richard Evans Schultes, el mayor de todos los etnobiólogos, un hombre cuyas propias expediciones, una generación antes, habían hecho que se ganara un sitio en la pléyade de Charles Darwin, Alfred Rusell Wallace, Henry Bates y su propio héroe, el infatigable botánico y explorador inglés Richard Spruce.
+Semana y media después de la muerte de Tim se llevó a cabo una ceremonia conmemorativa en el Museo Field de Historia Natural de Chicago. También Schultes estaba en esos días gravemente enfermo, y aunque Tim había sido como un hijo para él, el viejo profesor no pudo asistir a la ceremonia. En su lugar envió una grabación y a mí me correspondió pronunciar el panegírico. Yo también había sido estudiante de Schultes, y Tim, aunque diez años mayor que yo, era mi amigo íntimo. Durante más de un año habíamos viajado juntos, vivido con una docena de tribus, recogido plantas medicinales y estudiado la coca, la fuente de la cocaína. En expediciones a lo largo y ancho de América del Sur, Tim me introdujo a la maravilla de la etnobiología y a una vida de exploración y aventuras que colmó mis sueños juveniles.
+La muerte de Tim fue especialmente difícil para Schultes, quien, en su sabiduría, entendió que el estudiante era tan importante como el maestro en el linaje del conocimiento. Las personas en la capilla, botánicos y amigos, se sentaron silenciosas a medida que los altavoces emitían su voz fatigada. Terminó con los famosos versos de Hamlet: «Ahora se rompe un noble corazón. Buenas noches, dulce príncipe, y que coros de ángeles te lleven cantando a tu reposo». Fue entonces cuando, de pie en el podio, decidí escribir un libro que contara la historia de estos dos hombres notables.
+Desde el principio supe que era incapaz de escribir una biografía rigurosa. Un biógrafo propiamente dicho, según dicen, debe ser un concienzudo enemigo del sujeto, y yo era demasiado cercano a ambos como para llenar esa condición. El caso de Schultes era especialmente complejo. No era un hombre que hubiera caracterizado a una época; era un individuo que había escapado de las restricciones de su propio tiempo para vivir de lleno la maravilla de una tierra exótica en un momento crucial de cambio. Su vida como explorador botánico, la selva que lo acogió, los pueblos indígenas y su extraordinario conocimiento de las plantas eran todos temas obligatorios. Me interesaban menos sus años de formación o sus experiencias posteriores como profesor de Harvard cuando, siendo la mayor autoridad sobre plantas alucinógenas, desencadenó con sus descubrimientos la era psicodélica. Deseaba concentrarme no sólo en el hombre sino en la gente y lugares que lo habían hecho grande, y en los enormes cambios que tuvieron lugar en el Amazonas durante décadas desde que él cayera por primera vez bajo su embrujo.
+Decidí contar dos historias. La narración sigue los viajes que Tim y yo hicimos en un periodo de quince meses, entre 1974 y 1975, viajes no sólo inspirados y hechos posibles por Schultes, si no llenos todo el tiempo de su espíritu. En torno a este relato se hallan capítulos biográficos, identificados por los años, que describen el periodo más extraordinario de la vida de Schultes, un lapso de casi constante trabajo de campo entre 1936 y 1953, que lo llevó del culto del peyote de los kiowas y la búsqueda del teonanacatl y el ololiuqui, las plantas sagradas de los aztecas, perdidas desde remotos tiempos, hasta la Amazonía noroccidental de Colombia. Allí, mientras rastreaba la identidad del curare, se embarcó en una de las más importantes investigaciones botánicas del siglo XX: la búsqueda de nuevas fuentes de caucho silvestre, pesquisa que adquirió mayor urgencia con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial.
+Al final, los mayores logros tanto de Plowman como de Schultes fueron negados e incluso traicionados por el mismo Gobierno que había patrocinado su trabajo. Las elegantes descripciones que hizo Tim de la coca como un estimulante benigno fundamental para la cultura y la religión amerindias, y su descubrimiento de que sus hojas desempeñan un papel esencial en la dieta de los campesinos andinos, no pudieron detener a quienes estaban empeñados en la erradicación de la planta por medio de venenos que contaminan los numerosos ríos que van a dar al Amazonas. En el caso de la obra de Schultes, las consecuencias de la insensatez burocrática pueden llegar a ser incluso más graves. Al destruir su obra de una década, junto con la de muchos otros exploradores vinculados al programa del caucho, funcionarios hace mucho olvidados del Departamento de Estado de los Estados Unidos nos dejaron una inquietante herencia. En palabras de uno de los colegas de Schultes: «Una espada de Damocles pende sobre el mundo industrializado. Hemos abierto un panorama en el que mediante un acto deliberado de terrorismo biológico, tan sencillo que lo puede perpetrar una abuelita, se podría precipitar una crisis económica de inéditas dimensiones. Y nadie ni siquiera sabe de lo que se trata. Peor aún, todo ello se hubiera podido evitar».
+Aunque el fracaso del programa del caucho fue para Schultes una gran decepción, que confirmó su antigua convicción de que los burócratas son unos tontos, el hecho no lo amargó. Simplemente siguió adelante y regresó a Harvard, donde con el paso de los años dedicó más y más tiempo a los que continuarían su trabajo. Mi experiencia como estudiante no fue atípica. A principios de 1974 fui a su oficina y le expliqué que había ahorrado algún dinero y que quería irme al Amazonas para recolectar plantas. En ese momento era poco lo que sabía sobre el Amazonas y menos aún sobre las plantas. Apartó la vista de una pila de especímenes y me preguntó:
+—¿Cuándo quiere irse?
+Diez días después, provisto de dos recomendaciones, aterricé en Bogotá. Al cabo de una semana fui invitado a unirme a una expedición botánica que se proponía cruzar el Golfo de Urabá para llegar a los bosques pluviales del Darién. El pequeño bote de pesca se mantuvo estable y la travesía fue tranquila hasta llegar a mar abierto. Durante toda la noche sopló un helado viento del norte, y las olas arremetieron con violencia el bote. Luego, poco antes del amanecer, pasó la tormenta. El tiempo se despejó y al abrigo de un extraño cielo meridional, entrecruzado por estrellas fugaces, la noche cedió gradualmente ante el día. Las formas surgieron de la oscuridad: anchas y ondulantes olas verdes e islas de cocoteros. Fue como despertar de un sueño y llegar a la playa impoluta de un continente que se extendía hacia el horizonte en el sur.
+LA PRIMERA VEZ QUE VIVÍ EN Colombia, solía pasar de vez en cuando alguna temporada en una finca que quedaba justo en las afueras de Medellín. La tierra era propiedad de un campesino, Juan Evangelista Rojas, muchísimo más rico de lo que jamás hubiera podido imaginar, aunque no lo sabía. Juan y su hermana melliza, Rosa, ninguno de los cuales se había casado, habían vivido en la finca la mayor parte de sus vidas, y durante ese tiempo —sesenta o setenta años, nadie lo sabía realmente—, la ciudad se había extendido hacia el norte siguiendo la nueva carretera a Bogotá, y muchos barrios se agolpaban ahora al pie de su predio. Este valía millones de pesos, pero, por razones personales, tanto Rosa como Juan seguían trabajando como siempre: ella recogiendo hierbas y tratando de obtener los esporádicos huevos de unas pocas, desmirriadas gallinas; él haciendo el carbón de palo que les vendía en costales a los campesinos que pasaban por la carretera de Guarne. No creo que Juan o Rosa hubieran pensado alguna vez en vender siquiera parte de la tierra. Nunca se hubieran puesto de acuerdo acerca de qué pedazo desprenderse, y además, desde la casa principal hasta el borde del bosque de pinos en la cima de la finca, era fácil pasar por alto la ciudad invasora.
+La tierra era una estrecha banda que ascendía y bajaba a lado y lado de una precipitosa quebrada, y el declive era tan empinado que la nueva carretera, aunque a sólo dos kilómetros de distancia, quedaba cerca de trescientos metros más abajo. Juan se la pasaba trepando y deslizándose para coger leña o cuidar de una asombrosa variedad de cultivos: papas y cebollas bajo la neblina, junto a los pinos; café trescientos metros más abajo, cerca de la cascada, donde el águila se había tornado paloma, y bananos, plátanos y cacao puro abajo, donde el sol tropical hacía reverberar el pavimento de la carretera. La imaginación de Juan infundía vida y misterio a cada roca y a cada árbol. A menudo se le aparecían ángeles, y sostenía que las cruces puestas para señalar la ruta del funeral de su madre a veces brillaban rojizas de día y verdes de noche. En una vuelta de la trocha principal, donde habían tropezado los hombres que llevaban el ataúd dejando que cayera el cadáver que aplastó unas gigantescas colas de caballo, nunca dejaba de detenerse para decir una oración o por lo menos santiguarse. A veces llevaba estiércol al sitio para fertilizar la tierra y así hacer que las delicadas plantas nunca volvieran a sentir el peso de la muerte.
+Reinaba un bello orden en el mundo de Juan. Todo tenía su lugar, y la tierra, aunque lo bastante amplia como para abarcar todos sus sueños, tenía una escala humana. Se podía conocer toda íntimamente. En una región turbulenta y escabrosa, la granja estaba segura. A veces, al final de la tarde, acabado el trabajo, Juan y yo íbamos a pie por la carretera a un estadero cercano para beber en la terraza con vista a sus campos. Animado por unos pocos aguardientes, hablaba del mundo que quedaba más allá de su finca, de los tiempos de su juventud, cuando todo el mundo en la Colombia rural tuvo que desplazarse para conservar la vida. Contaba cómo había tumbado monte a orillas del río Magdalena, cuando todavía había bosque que tumbar, y hablaba de hombres devorados por caimanes negros en la manigua del Chocó. Los cuentos más aterradores eran los de la violencia, la guerra civil entre liberales y conservadores que desgarró al país en las décadas de 1940 y 1950, una época en que pueblos enteros fueron devastados y exterminados sus habitantes. Juan había peleado con los liberales, o por lo menos se las había arreglado para que lo hirieran los conservadores, que lo abandonaron en una pila de niños muertos en la plaza de un pueblito del Cauca. Sostenía que desde entonces sentía dolor cuando pensaba demasiado. Así que sólo trataba de ver las cosas sin pensar en nada.
+Con su errante pasado, no le era difícil comprender lo que yo estaba haciendo en Colombia. «Buscando trabajo», les explicaba a los incrédulos vecinos. «El gringo está buscando trabajo». En realidad, con sólo veinte años, lo que estaba haciendo en Suramérica era estudiar las plantas. Gracias a una carta de presentación del profesor Richard Evans Schultes, entonces director del Museo Botánico de Harvard, había conseguido un cuarto en el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe de Medellín. Pero allí nunca me sentí cómodo. El Jardín, ubicado en el norte de la ciudad, es un ostentoso conjunto de edificios neocoloniales apartados del barrio que los rodea por enormes muros blancos coronados con alambre de púas y pedazos de vidrio. Más allá de las paredes se extienden cuadras de viviendas más modestas de bloques de hormigón ligero y de adobe, y techos de lata adornados con los cables de electricidad que iluminan los centenares de burdeles en torno al Jardín. Dentro de sus muros este da la ilusión de un paraíso, pero la tierra era antes de los pobres y, según Juan, los serenos estanques con sus lirios y papiros eran antes rojos con la sangre de las víctimas de la violencia.
+De modo que aunque conservaba el cuarto del Jardín, prefería vivir con Juan, y fue en su finca donde se originaron mis primeras correrías botánicas. Colombia, con sus tres grandes cordilleras que se ramifican hacia el norte hasta la gran planicie costera del Caribe, sus ricos valles del Cauca y del Magdalena, sus vastas praderas de los llanos Orientales y sus interminables selvas del Chocó y del Amazonas, es ecológica y geográficamente el país más variado de la Tierra. Un naturalista sólo tiene que hacer girar su brújula para descubrir plantas y animales desconocidos para la ciencia. En los meses anteriores había incursionado varias veces en los bosques pluviales del norte de Antioquia, cruzando el golfo de Urabá, y en las montañas del Huila. Juan se acostumbró a mis idas y venidas, y esperaba mi retorno con cierta agitación. Era como si yo me hubiera convertido en sus propios ojos y oídos para entender el mundo de su propio pasado, una vida de incertidumbre y de aventuras, de magia y de descubrimientos.
+Entretanto, la vida en la finca seguía tranquila como siempre. Fue una época inocente en Medellín, a principios de 1974. El cartel estaba surgiendo, nadie sabía muy bien cómo, y nadie se daba cuenta de lo sórdido y criminal que llegaría a ser. La mayor parte de los americanos nunca había oído hablar de la cocaína. Para los que sí, era una dulce hermana, incapaz de hacer daño. Justo más allá del pinar pasaba una carretera destapada que en pocas horas llevaba a Rionegro y a la hacienda donde Carlos Lehder formaría con el tiempo su imperio, con todo y la extravagante estatua de John Lennon, colocado como el adorno de una capucha en una de sus colinas. Nadie podía imaginarse lo rico que se volvería o que terminaría en una cárcel de Miami, encerrado de por vida. El tráfico de cocaína, tal como era en ese entonces, estaba en manos de personas errantes e independientes, gente como nuestra vecina Nancy, una escurridiza surfeadora de California que vivía sola y deslumbraba a los vecinos con su belleza y los arcoíris que se pintaba en los párpados todas las mañanas. A veces los domingos, en el momento en que Juan y yo nos estábamos acomodando para pasar un día en el jardín, aparecían músicos con maletines llenos de cocaína y sencillos ofrecimientos de tocar guitarra hasta entrada la noche. Juan casi siempre los recibía bien y luego se escabullía por el bosque que llevaba a la cascada, un lugar lleno de helechos arbóreos y neblina, donde las plantas establecían el estado de ánimo y donde se sentía libre.
+Juan tenía un hermano, Roberto, que era carpintero, el único que he conocido que tomaba en cuenta el viento antes de clavar una puntilla. Me estaba explicando esto una tarde cuando llegó Juan con el telegrama que yo había estado esperando. Nos encontró martillando en el techo del nuevo chiquero. El telegrama era de Tim Plowman, uno de los últimos estudiantes graduados del profesor Schultes. Tim llevaba un mes desgastándose en Barranquilla, una ciudad industrial en la costa norte, espantosamente caliente y deprimente, en un conflicto con unos funcionarios de la aduana que mediante una curiosa treta habían decidido que la camioneta que él había enviado en barco desde Miami era, en realidad, propiedad de ellos. Resultaba evidente que Tim los había convencido de lo contrario y que estaba listo, por fin, para comenzar sus exploraciones botánicas. En tres días debía encontrarme con él en la Residencia Medellín, en Santa Marta, un puerto blanqueado por el sol del Caribe, a unos cien kilómetros al este de Barranquilla.
+Como un rayo, Juan aprovechó la oportunidad. Para llegar a la costa tenía que pasar por un pueblo del río Magdalena que conocía, donde yo podía comprar o capturar un ocelote que él iba a amaestrar como atracción principal de un circo. No había habido ocelotes en esa parte del valle del Magdalena en cuarenta años. Juan seguramente lo sabía, pero se aferraba a su sueño como una lapa. Al igual que todos los campesinos, tenía docenas de planes para hacerse rico, tramas increíblemente complicadas que nada tenían que ver con la realidad cotidiana de su vida.
+Mientras me alistaba para irme a la costa, él hacía sus propios preparativos. Para los colombianos no existen las despedidas informales, y Juan no podía concebir que yo me fuera sin antes haber pasado una larga tarde en el estadero. Cada uno de sus hermanos y hermanas —en momentos como ese descubría uno con sorprendente claridad cuántos eran de verdad—, desplegó su elocuencia en torno a las expectativas, promesas y azares de mi viaje, y todos los pronósticos fueron rematados enseguida con un trago fuerte que al mediodía daba vida a suaves tonos crepusculares. A medida que pasaba la tarde se llenaban sus profecías de amenazadores terremotos, raudales impasables, choques de trenes, brujería, volcanes, lluvias torrenciales, horribles enfermedades desconocidas, y marrulleros y taimados soldados que se comportaban como perros salvajes. Había ladrones acechando en todos los cruces, salvo en la costa norte. Allá todos eran ladrones.
+—La vida es un vaso vacío, y depende de uno lo rápido que se llene —decía Juan mientras Rosa, invariablemente, empezaba a llorar. Esa era la señal. Había que irse rápido, o hacer nuevos planes para la noche. Esa vez me las arreglé contra todas las probabilidades para irme con Juan del estadero y coger el autobús que rugía y daba saltos en la carretera destapada camino a la ciudad, dejando a Rosa y a un par de sus hermanas con los ojos rojos y gimiendo en el polvo.
+En Colombia no hay horarios de trenes: sólo rumores. Las guías turísticas sostienen que no hay servicio de tren entre Medellín y la costa Caribe. Yo estaba seguro de que lo había y nos esforzamos para llegar a la estación a una hora que le pareció sensata a Juan. Su cálculo apenas me dejaba tiempo para pasar por el Jardín Botánico, recoger la correspondencia y algo de equipo extra, y después abrirnos paso entre el tráfico y la multitud. Al despedirnos en la estación le prometí, no sin cierta falsedad, que haría todo lo posible por conseguirle su ocelote. Le dije que esperaba volver en una o dos semanas. Estaba encantado y dijo algo sobre construir una jaula. Yo le dije que era muy buena idea. Ni él ni yo podíamos saber que yo no volvería en muchos meses y que ese viaje a la costa sería el primer tramo de una correría intermitente que duraría ocho años y que me llevaría hasta algunos de los lugares más inaccesibles y remotos del continente.
+*
+El tren avanzó hacia el norte atravesando las afueras dispersas de Medellín para internarse en las ricas tierras de labranza de Antioquia. Bajo la luz a través de la ventana quebrada y cubierta de polvo y de huellas, apenas pude distinguir la falda de la finca de Juan sobre Copacabana, y más allá las montañas de la Cordillera Central surgiendo negras en el horizonte. Los pasajeros del tren —entre ellos una docena de reclutas del Ejército, campesinos que todavía olían a tierra y humo— se acomodaron para un viaje de treinta horas. Arrullados por el tableteo rítmico de las ruedas y el constante golpe de la lluvia en el techo de metal, muchos se quedaron dormidos apenas salió el tren de la estación. Alguien prendió un radio y una fantasiosa canción que celebraba la construcción de un puente en una carretera ahogó las voces suaves de mis compañeros de vagón. Caí en la cuenta de un letrero pegado al respaldo del puesto de enfrente. Pedía cortésmente que los pasajeros fueran cultos y tiraran la basura por la ventana.
+Alcancé mi viejo morral de lona y saqué un fajo de papeles que repasé rápidamente hasta encontrar la carta de Schultes que me esperaba en el Jardín Botánico. Como todo lo de él, destilaba sepia, y la escogencia de las palabras, la escritura elegante, el tono a la vez íntimo y formal, eran como las cartas de un caballero victoriano. Schultes esperaba que Tim Plowman lo reemplazaría un día como director del Museo Botánico, así como él había heredado el puesto de su mentor, el famoso especialista en orquídeas Oakes Ames. Y así, al graduarse Tim, Schultes lo nombró investigador asociado, y entre los dos consiguieron doscientos cincuenta mil dólares —una suma enorme en ese tiempo— del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos para estudiar la coca, la hoja sagrada de los Andes con la mala fama de ser la fuente de la cocaína. Se trataba de una misión que, para un etnobiólogo, era como un sueño. Schultes esbozaba en tres páginas los detalles de la planeada expedición. Decía que aunque desde hacía mucho resultaba tema de ansiedad e histeria públicas, era sorprendentemente poco lo que se sabía sobre la coca. Los orígenes botánicos de las especies cultivadas, la química de la hoja, la farmacología de la masticación, el papel de la planta en la nutrición, la extensión geográfica de las especies, la relación entre las especies silvestres y cultivadas, seguían siendo un misterio. Añadía que no había habido un esfuerzo conjunto para documentar el papel de la coca en la religión y la cultura de los indios de los Andes y del Amazonas desde la clásica History of Coca, publicada en 1901, de W. Golden Mortimer. La carta, en el inimitable estilo de Schultes, seguía con divagaciones sobre políticos y políticas idiotas, una anécdota sobre una mezcla de plantas usadas con la coca que había descubierto en 1943, reflexiones sobre lo mucho que le había gustado masticar coca durante los años que pasó en el Amazonas, pero ya había establecido la base esencial de su mensaje. El encargo que el Gobierno de los Estados Unidos le había confiado a Plowman, expresado en forma deliberadamente vaga por Schultes, consistía en viajar a lo largo de la Cordillera de los Andes, pasando las montañas donde fuera posible, con el fin de localizar en sus vertientes la fuente de una planta conocida por los indios como la hoja divina de la inmortalidad.
+La expedición debía partir de Santa Marta. Flanqueada al oeste por las fétidas ciénagas del delta del Magdalena y al este por el desolado desierto de la península de La Guajira, la ciudad es y siempre ha sido paraíso de contrabandistas; por allí pasaba tal vez un tercio del tráfico de drogas colombiano. Tiene fama de ser lugar de mala muerte, ruidosa de noche, adormilada de día, saturada en todo momento por un tufo de corrupción. Justo más allá de la ciudad, hacia el sudeste, se extiende sin embargo, un mundo aparte: la Sierra Nevada de Santa Marta, el sistema montañoso costero más alto de la Tierra. Separado de la extensión más septentrional de la cordillera de los Andes que constituye la frontera con Venezuela hacia el este, la Sierra Nevada es un macizo volcánico aislado, más o menos de forma triangular, con laderas de unos ciento sesenta kilómetros de largo y la base paralela a la costa Caribe. La cara norte surge directamente del mar hasta una altitud de más de cinco mil setecientos metros en sólo menos de cincuenta kilómetros, una pendiente que sólo supera el Himalaya.
+La gente de la Sierra son kogis e ikas, descendientes de la antigua civilización tairona que floreció en los llanos costeros de Colombia durante quinientos años antes de la llegada de los europeos. Desde la época de Colón, quien los conoció en su tercer viaje, estos indios hicieron resistencia a los invasores, retirándose de la fértil llanura costera y aislándose a cada vez más altura en parajes inaccesibles de la Sierra Nevada. En un continente ensangrentado, sólo ellos nunca han sido conquistados.
+Pueblos profundamente religiosos, los kogis y los ikas sacan su fuerza de la Mama Grande, una diosa de la fertilidad cuyos hijos forman el panteón de los dioses menores que fundaron el antiguo linaje de los indios. Hasta hoy, la Mama Grande habita en el corazón del mundo en los campos nevados y glaciares de la Sierra alta, destino de los muertos y fuente de los ríos y arroyos que llevan vida a los campos de los vivos. El agua es la sangre de la Mama Grande, así como las piedras son las lágrimas de los antepasados. En una tierra sagrada, donde cada planta es una manifestación de lo divino, mambear «hayo», una variedad de coca que sólo se encuentra en las montañas de Colombia, representa la expresión más profunda de la cultura. La distancia en las montañas no se mide por kilómetros sino por mascadas de coca. Cuando se encuentran dos hombres, no se dan la mano sino que intercambian hojas. Su ideal social es abstenerse de sexo, comida y sueño para quedarse despiertos toda la noche mambeando y entonando los nombres de los antepasados. Cada semana los hombres mascan cerca de una libra de hojas secas, absorbiendo así cada día de su vida adulta hasta un tercio de gramo de cocaína. Al internarse en la Sierra para estudiar la coca, Tim buscaba una ruta hacia el corazón mismo de la vida indígena.
+La carta del profesor Schultes, que leí a la luz de pálidas lámparas mientras el tren chirriaba y se hundía y emergía de túneles a través de los Andes, era como un mapa de sus sueños, un esbozo de los viajes que haría él mismo si fuera todavía joven y apto. Pero ya de casi sesenta años, su cuerpo, desgastado después de largas temporadas en las selvas pluviales, llevaba un buen tiempo sin poder hacer trabajo de campo activo. Había cierta tensión en el estilo, una sensación de urgencia surgida de la conciencia que tenía tanto de sus propias limitaciones como de la rapidez con la que se estaba perdiendo el conocimiento de los indios y avanzaba la destrucción de las selvas. En este sentido, sus cartas eran a la vez dones y desafíos. Era imposible leerlas sin oír su voz sonora, sin experimentar una sensación de confianza y de ánimo, a menudo extrañamente reñida con el carácter esotérico de las tareas inmediatas. Tal vez esta era la clave de su dominio de los estudiantes. Tenía el poder de dar forma y sustancia a las más insólitas faenas etnobotánicas. En todo momento les servía de guía a muchos estudiantes que se aventuraban a lo largo y ancho de Suramérica en busca de nuevas frutas en la selva, de desconocidas palmeras de aceite en las ciénagas del Orinoco o de raros tubérculos en las alturas de los Andes. Bajo su dirección, de alguna manera parecía perfectamente lógico perderse en los cañones del occidente de México descubriendo nuevas variedades del peyote, horriblemente empapado y con frío en el sur de los Andes buscando mutaciones del árbol del Águila Mala, o enclaustrado en el sótano del Museo Botánico tratando de ingeniarse la mejor manera de ingerir el veneno de una rana de la que se dice que fue usada por los antiguos olmecas como bebida embriagante y ritual.
+Sus propias hazañas botánicas eran legendarias. En 1941, después de haber identificado el ololiuqui, el alucinógeno azteca perdido siglos antes, y tras haber recogido los primeros especímenes del teonanacatl, el hongo sagrado mexicano, pidió un semestre de licencia de Harvard y desapareció en la Amazonía noroccidental de Colombia. Doce años después volvió a Suramérica, fue a sitios donde ningún extraño había ido nunca, puso en el mapa ríos desconocidos, vivió con dos docenas de tribus y recolectó cerca de veinte mil especímenes botánicos, trescientos de ellos de especies nuevas para la ciencia. La principal autoridad del mundo en plantas alucinógenas y medicinales del Amazonas, era para sus estudiantes un eslabón vivo con los grandes naturalistas del siglo XIX y con una remota época en la que los grandes bosques pluviales del trópico permanecían inmensos, inviolables, un manto de verde extendido sobre continentes enteros.
+En una época en que existía escaso interés del público en el Amazonas y en que prácticamente no se reconocía la importancia de la exploración etnobotánica, Schultes atrajo hacia Harvard a un grupo de estudiantes extraordinariamente ecléctico. Dictaba sus cursos en el cuarto piso del Museo Botánico, en el salón de conferencias Nash, un laboratorio de madera cubierto con tela de corteza y atestado de cerbatanas, lanzas, máscaras rituales y docenas de frascos en los que relumbraban frutas y flores que ya no existían en su hábitat natural. En armarios de roble estaban expuestas todas las plantas narcóticas y alucinógenas conocidas, al lado de objetos exóticos como pipas de opio de Tailandia, un collar sagrado de granos de mezcal de los kiowas y una barra de un kilo de hachís que exhibió después de una de sus expediciones en Afganistán. En medio de suficientes drogas psicoactivas como para mantener a la DEA ocupada durante un año, Schultes se presentaba, alto y corpulento, con pantalones de franela y gruesas chaquetas de tweed, y con una corbata roja de Harvard que acostumbraba lucir bajo su bata blanca de laboratorio. Su cara era redonda y comprensiva, el pelo al rape, las gafas bifocales muy fijas. Daba sus conferencias consultando hojas rasgadas, amarillentas de lo viejas, y a veces cayendo en divertidos errores que los estudiantes consideraban en broma como consecuencias indirectas de haber ingerido tantas plantas extrañas. Precisamente el otoño anterior había discutido en clase una droga que había sido aislada por primera vez en 1943. «Eso fue hace catorce años», añadió, «y es mucho lo que hemos recorrido desde entonces». Se le perdonaban fácilmente descuidos como ese, proviniendo de un paternal profesor que disparaba cerbatanas en clase y que una vez había tenido en su oficina un balde lleno de botones de peyote al que tenían acceso los estudiantes como tarea opcional de laboratorio.
+Durante la década de 1960, cuando en los Estados Unidos descubrieron las drogas que le habían fascinado a Schultes desde treinta años antes, su fama creció. De pronto hubo una feroz demanda por sus trabajos académicos, que reposaban bajo el polvo de la biblioteca. Su libro sobre el dondiego psicoactivo, A Contribution to our Knowledge of Rivea Corymbosa, the Narcotic Ololiuqui of the Aztecs, había sido publicado en una imprenta manual en el sótano del Museo Botánico. En la primavera y el verano de 1967 llegó una avalancha de ejemplares, y los floristas de todo el país registraron una fuerte demanda de paquetes de semillas de dondiego, sobre todo de las variedades llamadas «puertas nacaradas» y «azul celestial». Personas extrañas empezaron a ir al museo. Un antiguo estudiante de posgrado cuenta que cuando fue a ver a Schultes por primera vez, encontró a otros dos visitantes esperando en la puerta de su oficina; uno de ellos aprovechaba el tiempo parándose en la cabeza como un yogui.
+Schultes era un curioso candidato para convertirse en ídolo de los sesentas. Ni demócrata ni republicano, se proclamaba realista, no creía en la revolución norteamericana y era excesivamente conservador en política. Cuando se publican los resultados de las elecciones en su periódico local, The Melrose Gazette, siempre hay un voto por la reina Isabel II. Bostoniano orgulloso, no quiere tener nada que ver con las viejas familias de Nueva Inglaterra. No usa estampillas de Kennedy, insiste en llamar por su nombre original, Idlewild, el aeropuerto Kennedy de Nueva York, y no camina por la avenida Boylston de Cambridge, ahora que se llama oficialmente el bulevar John F. Kennedy. Cuando Jackie Kennedy visitó el Museo Botánico, Schultes desapareció. Dicen que se escondió en el armario de su oficina para evitar tener que guiarla por los salones.
+Heredó sus ideas políticas tanto de su familia conservadora como de Oakes Ames, el director del museo cuando Schultes estudiaba. Bostoniano aristócrata cuya familia se había ganado una fortuna vendiendo palas de hierro en el Oeste, Ames era un erudito de la vieja guardia, con una segura posición de clase, elitista por instinto, intrínsecamente desdeñoso de los vientos democráticos que recorrieron los Estados Unidos en los primeros años del siglo XX. Schultes, cuyo padre tenía un pequeño negocio familiar de plomería, idolatraba a Ames y absorbió sus ideas y opiniones. La mayor parte de esas convicciones políticas ya eran arcaicas cuando el mismo Ames las formuló hace casi un siglo. Aunque sin duda Schultes cree sinceramente en ellas, de hecho no se parecen en nada a los instintos profundamente democráticos que rigen realmente su vida. Como un niño que se tropieza al ponerse el abrigo de su padre, tontamente a veces, siempre en forma divertida, Schultes repite como loro los valores reaccionarios de una clase dirigente desaparecida hace mucho tiempo.
+Estas tercas convicciones, por rígidas que sean, no dejan traslucir la decencia y bondad del hombre. El desdén de Schultes hacia los demócratas liberales y su desprecio del Gobierno —todavía dice que Franklin Delano Roosevelt era un socialista— nacen de una intensa dedicación a la libertad individual. En temas que atañen directamente la escogencia individual —la orientación sexual, el aborto, el uso de drogas, la libertad religiosa— es un absoluto libertario. Su lealtad a la revuelta estudiantil fue legendaria. Durante años viajó por todo el país esgrimiendo un oscuro argumento taxonómico para lograr la liberación de docenas de jóvenes acusados de posesión de marihuana.
+Su razonamiento era más o menos por este estilo: según la ley, la marihuana es ilegal, pero hace muy poco, cuando la ley se modificó con el propósito de derrotar la cruzada de Schultes, la que quedó prohibida legalmente fue la variedad conocida con el nombre de Cannabis sativa. Schultes sostenía que había tres especies de marihuana, entre ellas la Cannabis indica y la Cannabis ruderalis, y en cuanto testigo experto declaraba que no existía forma de distinguir entre las especies por medios forenses exclusivamente. Esto hacía que el peso de la prueba recayera en la acusación, que debía demostrar más allá de toda duda razonable que una bolsa de capullos molidos era Cannabis sativa y no cualquiera de las otras dos plantas afines. Puesto que ni los botánicos podían ponerse de acuerdo en cuántas especies había, se trataba por definición de un cometido imposible. Pero esto, por supuesto, hacía todo más dramático, con Schultes y su séquito de un lado, enfrentados del otro por un grupo de botánicos indignados, a menudo envidiosos de su fama, enfurecidos por su posición sobre las drogas y abiertamente desdeñosos de sus puntos de vista taxonómicos.
+En realidad, las evidencias a favor de la posición de Schultes eran bastante dudosas. La marihuana es una planta de muchos usos que durante más de cinco mil años ha sido empleada como aceite, alimento, droga, medicina y fuente de fibra. La variación morfológica que lo llevó a distinguir tres diferentes especies puede muy bien haber sido el resultado de una selección artificial. Sin embargo, dadas las candentes pasiones de la época, cuando los estudiantes eran arrestados por fumar una hierba inocua no importaba ninguno de esos detalles académicos. Importaba sí la asombrosa habilidad de Schultes para forzar a los tribunales a dejarlos libres. Fue esto, más que cualquier otra cosa, lo que contribuyó a su mítica reputación en el campus de Harvard.
+Entre los extremos de su personalidad, en el espacio creado por lo que superficialmente parecían ser inmensas contradicciones de su propio carácter, había sitio para que cualquiera floreciera. Sus alumnos fluctuaban entre estudiosos serios, discretamente conservadores, y un grupo algo más inusual atraído por sus trabajos sobre los alucinógenos. Tim Plowman tenía fama de ser el mejor de sus discípulos y su indudable protegido. Yo lo había visto sólo una vez, muy brevemente, cuando fui a su oficina en el sótano del Museo Botánico y lo encontré oculto tras un bosque de plantas vivas. Era alto y delgado, impresionantemente bien parecido, de pelo castaño oscuro, abundante bigote y cálida sonrisa. Trabajaba en un ambiente de salón de té gitano, con tapetes orientales en el piso, pañuelos de seda de colores en las lámparas y el mohoso aroma de incienso y de aceite de pachulí. No recuerdo por qué fui a verlo. De lo que sí me acuerdo es de que en un rincón del cuarto había una bella mujer desnuda hasta la cintura escribiendo a máquina. Se llamaba Teza; era una artista que vivía con Tim, quien después publicó sus ilustraciones botánicas de una nueva especie que había descubierto. Son los únicos dibujos que he visto que captan en el papel la sensación de viento.
+Tim llegó al museo como estudiante de posgrado en 1966, e incluso antes de que se matriculara oficialmente, Schultes lo envió al Amazonas. Dos años después en Iquitos, una ciudad de la llanura en el alto Amazonas peruano, se encontró con Dick Martin, otro estudiante de Schultes, y los dos hicieron un arreglo con una empresa sospechosa, llamada la Amazon Natural Drug Company, que les dio un bote y libertad para buscar plantas medicinales a lo largo del río Napo. Recogieron plantas durante varios meses hasta que llegó el director de investigaciones de la compañía y demostró menos interés en las plantas que en el paradero del Che Guevara. Cuando se hizo evidente que no distinguía entre una margarita y una palma, Martin y Plowman renunciaron y se fueron de Iquitos.
+Martin era el único botánico del que yo haya oído que llevaba al campo su saxofón. De día recogía plantas febrilmente, y por la noche se perdía en los bares y burdeles de las poblaciones de la selva, donde tocaba el saxofón hasta el amanecer. A veces, cuando estaban río arriba, se alejaba durante buena parte de la noche, y Tim escuchaba una música suave y melancólica que se mezclaba con los inquietantes ruidos de la selva. Schultes decía que Martin era un genio, y a menudo contaba sobre una llamada indignada de un colega que se quejó de que uno de sus estudiantes de posgrado se la pasaba haciendo monos en todas sus clases de taxonomía avanzada. Schultes investigó el asunto y descubrió que Martin estaba tomando notas en japonés.
+La historia favorita de Schultes sobre Tim tenía que ver con un envenenamiento casi fatal de este, que tuvo lugar poco después de que se separara de Martin en Iquitos. Tim se hallaba en busca del chiric sanango, Brunfelsia grandiflora, una importante planta medicinal de la familia de las papas que se usa en todo el noroeste del Amazonas para tratar la fiebre. Había ido a Colombia y en el valle de Sibundoy se había puesto en contacto con Pedro Juajibioy, un curandero indio kamsá que de niño había guiado a Schultes por el alto Putumayo. Tim y Pedro repitieron el viaje hasta dar con un grupo de indios cofanes en el río Guamués, visitado por Schultes en 1942. Los cofanes llamaban la planta tsontinba’k’á. Otro de los estudiantes de Schultes, Homer Pinkley, que estuvo con la tribu en 1965, había escrito que el chamán la ingería ocasionalmente para diagnosticar las enfermedades. Esta observación apoyaba otros informes que se remontaban al siglo XIX y que sugerían que la planta podía ser alucinógena. Plowman quería saber. En Santa Rosa, sobre el río Guamués, encontró que la chiric sanango se cultivaba comúnmente al lado de las casas, pero también conoció a un chamán viejo que le trajo de la selva una planta rara, pero afín, y con el nombre del tapir por su excesivo poder como droga. Plowman reconoció de inmediato que la planta era una nueva especie, a la que después le puso del nombre de Brunfelsia chiricaspi, por la palabra quechua que significa ‘árbol frío’. Le pidió al chamán que se la preparara. El chamán se negó. Describió la planta como un peligroso mensajero de la selva y negó saber si se usaba para tener visiones. Tim insistió. A la larga el chamán estuvo de acuerdo, aunque de mala gana y con la condición de que Pedro también tomara el bebedizo.
+La droga, un extracto de la corteza, era ocre oscura y amarga al tragarla. Tim sintió los efectos en menos de diez minutos, un cosquilleo como el que se siente cuando a uno le vuelve la sangre a un miembro dormido. Sólo que en este caso la sensación aumentó con una intensidad enloquecedora, extendiéndose de los labios hasta las yemas de los dedos, y avanzando hacia la base del cráneo en ondas de frío que inundaron su conciencia. Le falló la respiración. Aturdido por el vértigo, perdió el control de los músculos y cayó al piso de la choza del chamán. Horrorizado, se dio cuenta de que echaba espuma por la boca. Pasó una hora. Paralizado y atormentado por un dolor insoportable en el estómago, todo el tiempo vagamente consciente de dónde estaba: tirado en el suelo, frente a tres perros que gruñían y peleaban por los vómitos que habían formado un charco alrededor de su cabeza.
+El chamán, al notar su difícil situación, hizo lo que los chamanes hacen normalmente en tales circunstancias: se fue a dormir. Desesperados por escapar de sus sensaciones, medio enceguecidos por la droga e incapaces de caminar, Tim y Pedro dieron tumbos y se arrastraron en la selva durante dos horas hasta que finalmente, hacia el amanecer, llegaron a la aldea de San Antonio, donde se estaban quedando en una cárcel abandonada. Ya salido el sol en la selva, se treparon en las hamacas, donde quedaron inmóviles dos días. Pedro Juajibioy, cuya experiencia como chamán tradicional lo había llevado a mil elevaciones del espíritu, resumió la experiencia con brevedad: «El mundo giraba en torno a mí como una gran rueda azul, y sentí que me iba a morir».
+*
+El tren siguió traqueteando, parando de vez en cuando en lo que parecían campos desiertos. Pero siempre había voces en la oscuridad y a veces la débil luz de un santuario. En cada estación los vendedores se metían en el tren y se abrían paso a empujones por los vagones llenos de gente, causando un murmullo de quejidos y protestas de las personas agazapadas en los pasillos. Durante un día y una noche viví de arepas de maíz, cuajada envuelta en hojas de plátano y vasitos de tinto, un café espeso y muy dulce que deberían dar con jeringa. Parecía una tierra rica, esa vertiente norte de la cordillera. Las casas blanqueadas con cal que surgían de la oscuridad tenían techos de teja cubiertos de buganvillas y pequeños patios donde a todas horas campesinos semejantes a Juan se reunían para beber y jugar cartas. A su lado siempre parecía haber uno, inmóvil como un cadáver, los ojos perdidos en el vacío, protegidos de la noche por un gastado sombrero de fieltro y una ruana blanca.
+En Barrancabermeja, un pequeño puerto del Magdalena, hubo cambio de trenes. Era medianoche y el aire estaba caliente y húmedo. Sentí el primer olor de las tierras bajas y el lento fluir del río, abriéndose paso en torno a los caballetes del tren y arrastrando hacia el mar pedazos de bosque. En el andén los pasajeros caminaban de aquí para allá en medio de un desorden de atados y de cajas. Caía una lluvia tibia y debajo del techo que sobresalía estaban dormidos tres niños pequeños, descalzos, tapados con cartones. Los vigilaba un cuarto niño, también descalzo, sólo que tenía los pies metidos en unos zapatos de cuero demasiado grandes. Parecía que los zapatos les pertenecían a todos. Diez horas para llegar a la costa, y ya las silenciosas explosiones de los relámpagos revelaban las enormes copas de las ceibas.
+JUAN TENÍA RAZÓN. A LOS pocos minutos de llegar a Santa Marta, un carterista me desplumó. Debo de haber sonreído, porque unos momentos después, en el taxi colectivo que había tomado, hubo un escándalo en el asiento de atrás. Me di vuelta y encontré mi cartera en el piso. Sólo faltaban unos pocos pesos. Colombia no es un país de ladrones, pero los pocos que hay tienen una elegancia difícil de tomar de mala gana. Una noche en la finca de Juan, en medio de una de esas tremendas tormentas que periódicamente hacen retumbar la montaña, la luz se fue justo al caer un rayo en un pino alto del jardín. Sólo al día siguiente descubrimos que un ladrón, trepado en el poste de la electricidad a la espera del momento preciso, había cortado la línea y se había llevado cuatrocientos metros de cable de cobre. Incluso Juan demostró un torvo respeto ante el hecho.
+El taxi avanzó a través de un barrio populoso de casas modestas que llegaba hasta el mercado y luego giró de vuelta al mar, recogiendo pasajeros en el camino. A primera vista, Santa Marta parecía un balneario agradable aunque algo pobre: una cuadrícula de edificios blancos y pastel en torno a una bahía tranquila, y al fondo unas montañas altas y envolventes. Hay faros que dominan la bahía y en toda la costa palmeras que protegen un paseo que separa los cafés y los hoteles de las playas de arena negra, que centellean en la noche y se extienden hacia el este unos ciento sesenta kilómetros hasta llegar a Guajira. Un barrio polvoriento se expande a un lado de la ciudad, sobre los muelles, y en el centro, a sólo cuatro cuadras del mar, hay una bella catedral con fama de ser una de las iglesias más antiguas de Colombia. Bajo la mezcolanza desordenada característica de la generalidad de las urbes latinoamericanas, Santa Marta tiene un encanto desenvuelto que hace difícil creer que una vida humana pueda costar apenas cien dólares.
+Se trata de una ciudad, como un político colombiano lo expresó discretamente, favorecida por la geografía. A mitad de camino entre las plantaciones de coca del Perú y Bolivia y el mercado de la droga en los Estados Unidos, y con la cercanía de docenas de pistas clandestinas de aterrizaje en La Guajira, Santa Marta exporta grandes cantidades de cocaína. Esta, sin embargo, no corrompió la ciudad; sólo aumentó las entradas. Desde la llegada de los españoles, los samarios han dedicado su vida al comercio legal e ilegal. El lugar existe para ganar plata. Además de las drogas están las esmeraldas robadas en las minas de Boyacá, las toneladas de café sustraídas de los muelles, las muchachas traídas del interior para explotarlas en los lupanares de la calle 10. Desde el vendedor ambulante más pobre hasta el comerciante más rico, los nativos reverencian por igual el becerro de oro.
+A principios de la década de 1970, cuando nadie se podía imaginar que el continente produciría un millón de libras de cocaína al año, la marihuana era el mejor negocio de la ciudad. Las fértiles faldas bajas de la Sierra Nevada, cubiertas de bosques, bien irrigadas y divididas por kilómetros de hondonadas y valles ocultos a los que se llega sólo en mula, producían la mejor cosecha de Colombia. Antes de que el desarrollo de las variedades domésticas de los Estados Unidos mermara la demanda de la hierba importada, y justo después de que el gobierno de Nixon regara paraquat en las plantaciones mexicanas, arruinando así el mercado y enviando a los traficantes emprendedores a Colombia, Santa Marta era la capital marihuanera del mundo. En la playa se podían comprar «varillos» de rubia de cielo azul y de santa marta golden por cinco centavos de dólar, y los suaves ritmos de la ciudad se filtraban en el soporífico ofuscamiento de la cannabis.
+*
+La Residencia Medellín cobraba cuatro dólares por noche, el doble del costo en los lugares más baratos de la calle 12, y aunque quedaba cerca de la playa, la mayor parte de las habitaciones estaban vacías. Había una especie de recepción detrás de la cual pereceaba en la hamaca un muchacho llamado Lucho, cuyo comportamiento proclamaba más allá de cualquier duda que su trabajo era temporal. Le pregunté por un norteamericano llamado Plowman. Se puso un dedo al lado de la nariz. Yo sacudí la cabeza. Me indicó una puerta que se abrió a un patio deslumbrante sobre el mar. En una mesa un extranjero de edad madura hojeaba nerviosamente una revista, y más allá dos mujeres bebían cerveza. Tim Plowman estaba solo, dándoles la espalda a los demás, mirando hacia el mar. Tenía unos mapas extendidos en la mesa.
+—¿Doctor Plowman?
+—Sí —dijo levantando la vista.
+—Me llamo Willy. En realidad Wade, pero aquí nadie puede pronunciarlo bien, de modo que me dicen Willy. Acabo de llegar de Medellín. Schultes me dijo que usted…
+—Wade Davis —dijo interrumpiéndome y levantándose para saludarme efusivamente. Vestía jeans y una camiseta roja y lucía en el cuello un collar de pepas blancas de una vuelta. Supuse que tenía unos treinta años, lo que para mí era entonces un señor ya viejo.
+—Creo que no nos conocemos. Yo soy Tim Plowman. Olvídese de eso de «doctor».
+—En realidad nos conocimos una vez, en su oficina —le dije, recordándole la vez que lo visité, y a Teza, en el sótano del Museo. La mención de su nombre bastó para que distensionara la cara.
+—Teza —murmuró en una forma que no me dejaba otra alternativa que preguntar qué había sido de ella.
+—Encontró al hombre de su vida —se rio—, y se perdió en las islas del Caribe. Él la llama su «gran espina tejana». Están por allá en alguna parte. La última vez que oí hablar de ellos navegaban frente a la costa de Jamaica.
+—Entonces, ¿se separaron?
+—Oh, no —dijo con algo de amargura en la voz—. Uno nunca se libra de una mujer como esa, aunque quiera. Uno espera simplemente a que vuelva a aparecer.
+—¿Y siempre vuelve?
+—Con la seguridad de las olas —sonrió—, pero óyeme: me alegra mucho que pudieras venir. Schultes ha estado llamando.
+—Me llevó un buen tiempo ver su telegrama.
+—No hay afán, porque apenas nos vamos a las montañas mañana por la mañana. Ven y miras.
+Puse mi morral en el piso y me senté a su lado. Llamó a un mesero.
+—¿Qué tal una cerveza? Lucho, por favor, dos «águilas».
+El muchacho de la hamaca se asomó por las puertas giratorias y luego se volvió a perder en la sombra.
+—Hablé con Reichel-Dolmatoff en Bogotá. ¿Lo conoces? —me preguntó.
+—Sólo de nombre.
+Reichel-Dolmatoff era el mayor antropólogo colombiano y la principal autoridad sobre los pueblos indígenas de la Sierra Nevada. Coetáneo y buen amigo de Schultes, él y su esposa habían vivido por primera vez con los kogis a principios de la década de 1940.
+—Es un hombre increíble, que me advirtió sobre la vertiente norte. Ayer traté de ir más allá de Masinga y de Bonda. Más o menos aquí. Las patrullas militares no me dejaron seguir. Anteayer ensayé otra carretera y había un tiroteo. Podía ser cualquiera: guaqueros, el Ejército, la guerrilla. El bosque es asombroso, pero también es peligroso. Será una suerte que logremos encontrar a los indios.
+Alcanzó un paquete de cigarrillos.
+—¿Fumas?
+—No, gracias.
+Eran Pielroja, una marca local. Había poca brisa y el olor del tabaco, embriagador y picante, se quedaba en la mesa.
+—Los kogis viven al norte —dijo apuntando en el mapa hacia unos cuantos ríos que desembocan directamente en el Caribe—, pero Reichel me sugirió que entráramos por aquí, por el sudeste.
+Señaló una ruta en torno al sur de la Sierra, pasando por Valledupar y hasta un pequeño pueblo, Atánquez, donde terminaba la carretera.
+—En Atánquez podemos conseguir mulas y llegar en un día a los asentamientos ikas en el río Donachuí. Los ikas y los kogis están relacionados y hay muchos rasgos similares entre ellos. Se describen a sí mismos como hermanos, descendientes de los taironas. Ambas tribus se dicen «hermanos mayores», los encargados de la protección de la tierra, pero los ikas están más dispuestos a tratar con los «hermanos menores».
+—¿Los hermanos menores? —pregunté.
+—Tú y yo y todos nuestros semejantes que nos tiramos todo. Según Reichel, los ikas y los kogis creen que sus oraciones mantienen el equilibrio de la vida, y que al excavar la tierra desgarramos el corazón de la Mama Grande. Dice que creen literalmente en ello, no sé si por puro romanticismo. ¿Tú estudiaste antropología, no es cierto?
+—Dos años. Luego me tomé un tiempo libre y me vine para acá.
+—¿Cómo interpretas lo que dice Reichel?
+—¿Lo de las oraciones?
+—Sí.
+—No sé —le respondí—. Supongo que por eso los kogis están allá arriba en las montañas y el resto estamos aquí abajo, en Santa Marta.
+Lucho llegó y puso dos botellas grandes de cerveza en la mesa. Se quitó un cigarrillo de la boca y lo tiró al mar.
+—Señor Timoteo, los gamines están aquí.
+—Bueno. Gracias, Lucho.
+—¿Qué pasa? —pregunté.
+—Vas a verlo en segundos. Es un pequeño asunto que tengo.
+—¿Y qué pasa con las lluvias?
+—Ya empezaron, pero las peores caen en el norte y el oeste. En el sur llueve muy poco, y las faldas son mucho más secas. Allá seguirá lloviendo y los ríos crecidos. Tendremos suerte de llegar a los mil metros. Los indios no suben mucho más en esta época del año.
+—¿Dónde encontraremos coca?
+—A menos de tres mil metros —dijo sonriendo, y de pronto hubo un ruidoso escándalo detrás de nosotros. Me di vuelta y vi a Lucho viniendo hacia la mesa y escoltando a cuatro gamines. Se parecían a los niños que había visto en el andén del tren en Barrancabermeja, sólo que apropiadamente —para la Costa— desprovistos de ropa. Estaban descalzos, cubiertos de polvo, en harapos y sonrientes. Todos arrastraban sacos de harina. Uno de ellos tenía el pelo grueso, ondulado y negro, y los otros tres muy al rape.
+—En la cárcel los rapan —me dijo Tim, volviéndose hacia el más alto—. Oye, flaco, ¿qué pasa?
+El niño se encogió de hombros y puso varios sacos en la mesa. Estaban llenos de conchas. Tim sopesó cada saco, le pagó a cada niño y luego le pasó algo a Lucho.
+—¿Conchas? —le pregunté.
+—Veinte kilos —respondió.
+No insistí. Necesitaba una ducha. La cerveza, el calor del mediodía, el tren y ahora la perspectiva de un viaje me anonadaron. Quería dormir.
+—Se hace tarde —dijo Tim—. Por ahora tienes que instalarte en un cuarto. Después salimos a dar un paseo por la ciudad y tal vez logremos que te corten el pelo. Tenemos que vernos muy serios. Conozco a un peluquero que despacha en un local muy cerca de la catedral. Es manco, pero trabaja bien.
+*
+A las cinco golpearon a la puerta. Me encontré con Tim en la recepción y nos dirigimos varias cuadras hacia el mar, atravesando luego el Parque Bolívar bajo la sombra de los guayacanes. Todavía hacía calor, pero se veía mucha más actividad que al mediodía. Muchachos emboladores iban y venían por todas partes, mujeres viejas chismoseaban en corro, y los fotógrafos tenían sus bártulos, cámaras de placa hechas de cartón y latas, sostenidas por trípodes de madera tambaleantes, a la sombra de una estatua enorme de Simón Bolívar. Cada fotógrafo exponía muestras de su trabajo, pequeñas fotos en blanco y negro, la mayor parte de campesinos, muchachas y novios, todos en pose rígida, como aterrorizados por el proceso.
+El peluquero manco trabajaba en un pequeño local con una silla de cuero rojo y un espejo grande, quebrado en varias partes. De maneras amigables, cortaba el pelo con la mano derecha y tenía la peinilla bajo el muñón de lo que había sido su brazo izquierdo, y turnaba peinilla y tijeras con una habilidad tan deslumbrante que hacía que uno casi olvidara el hecho de que le estaba engrasando el pelo con el sudor. Duró diez minutos tijereteando y luego sacó una navaja y afeitó el resto. Quedé como un recluta. Le pregunté por qué no había buscado otro trabajo al perder el brazo.
+—Eso fue lo que hice, y por eso soy peluquero —respondió.
+Tim se había ido a hacer unas diligencias y después de la peluqueada decidí ver la catedral antes de ir a la playa para encontrarme con él y comer. Al entrar me llevó unos momentos acostumbrar los ojos a la oscuridad. En el interior había una extraña mezcla de estilos, opulentos elementos barrocos integrados a desnudos rasgos de tiempos anteriores. A un lado de la puerta me encontré con las cenizas de Rodrigo de Bastidas, el español que fundó Santa Marta en 1526. Eso fue seis años antes del saqueo del Perú por Francisco Pizarro, y siete años después de que Hernán Cortés y sus hombres se quedaron atónitos ante la belleza y majestad de Tenochtitlán, la capital del imperio azteca, que entonces doblaba en tamaño a la mayor ciudad de España. Bajo órdenes de su rey, Bastidas llegó a la costa de Suramérica en 1501. Avanzando hacia el oeste desde La Guajira y atraído por las montañas cubiertas de nieve que formaban la Sierra Nevada de Santa Marta, encontró a los taironas, con la civilización más compleja que hasta ese momento habían encontrado los españoles. Un pueblo descendiente de gente que llegó a América del Sur en el siglo X desde la vertiente atlántica de lo que hoy es Costa Rica, transformó la vertiente este de la Sierra Nevada, construyeron caminos, terrazas agrícolas y un sistema de irrigación extraordinariamente complejo. Deslumbrados por su orfebrería en oro, tal vez la más sutil y bella jamás producida en América, los españoles establecieron una serie de puntos de comercio entre los cuales estaba Santa Marta, que con el tiempo surgió como centro dominante.
+Durante cien años, a medida que la conquista arrasaba el interior del país, en la costa norte se produjo una tregua inestable. Hubo enfrentamientos y rebeliones, muertes en la esclavitud y enfermedades, pero los españoles no intentaron destruir sistemáticamente a los taironas. Como eran pocos, se contentaron con el control de la costa, donde trocaban por oro pescado y sal, hachas y herramientas de metal. Los taironas apreciaron la paz al tiempo que se alejaban cada vez más tierra adentro, hacia las encumbradas montañas.
+No fue sino hacia fines del siglo XVI cuando los españoles emprendieron una campaña de aniquilación. Su excusa —y con su obsesión jurídica siempre tuvieron una excusa— era del todo grotesca. Aunque sedientos de oro, se mostraron escandalizados por los motivos fálicos y sexuales que ostentaban la cerámica y la orfebrería taironas. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo describió una pieza de oro que «pesaba veinte pesos» y representaba «un hombre montado en otro en ese diabólico acto de Sodoma», «una joya del diablo» que virtuosamente «destrozó en una fundición del Darién». Tales representaciones gráficas de la sodomía confirmaban sus más profundas sospechas. Se sabía que los taironas se reunían regularmente en grandes templos ceremoniales para rituales nocturnos que a menudo duraban hasta el amanecer y de los que estaban excluidas las mujeres. Por experiencia, los españoles reconocían que cuando sus marinos y soldados pasaban muchas horas juntos, únicamente el freno de las virtudes cristianas los hacía abstenerse de esos «actos contranaturales», y como los taironas no eran cristianos resultaba obvio, al menos para los españoles, lo que hacían en esas reuniones nocturnas. Cuando en 1599 el nuevo gobernador de Santa Marta, Juan Guiral Velón, emprendió la destrucción total de los taironas, lo hizo poseído de la certeza de que todos sus enemigos eran homosexuales.
+La lucha que siguió fue tan violenta y brutal como cualquiera registrada en América. Los sacerdotes fueron abatidos y descuartizados, y sus cabezas cortadas exhibidas en jaulas de hierro. A los prisioneros los crucificaban o los colgaban de ganchos atravesados en las costillas. A los que escapaban y eran capturados les cortaban el talón de Aquiles o una pierna. En Santa Marta los indios acusados de sodomía eran destripados por perros en un repulsivo espectáculo público. Cuando los españoles tomaron el poblado de Masinga, Velón le ordenó a la tropa cortar las narices, orejas y labios de todos los adultos.
+Avanzando hacia el interior, Velón intentó subyugar toda una civilización. En medio de la carnicería, los españoles nunca olvidaron su misión fundamental. Para asegurar la legalidad de sus actos, antes de cada acción militar los capitanes leían en voz alta y en presencia de un notario público los famosos Requerimientos, un documento legal reglamentario que exhortaba a los paganos a reconocer la fe verdadera. Recitado en español sin traducción, era apenas un preludio de la matanza.
+«Si no aceptáis la fe», decía el texto, «o si maliciosamente os demoráis en hacerlo, yo certifico que con la ayuda de Dios avanzaré poderosamente contra vosotros y os haré la guerra cuandoquiera y dondequiera esté en mi poder, y os sujetaré al yugo y la obediencia de la Iglesia y de vuestras majestades y tomaré como esclavas a vuestras mujeres, y en cuanto tales las venderé y dispondré de vosotros como a bien tengan ordenar vuestras majestades, y tomaré vuestras posesiones y os haré todos los daños y perjuicios de que sea capaz».
+Los españoles cumplieron su palabra. Al final, toda la población tairona había muerto o había sido entregada a los soldados en pago de sus servicios. De los que sobrevivieron se esperaba que pagaran el costo de su propia pacificación. Bajo pena de muerte se les prohibió portar armas o retirarse a la Sierra Nevada. Pero de hecho huyeron, una diáspora trágica que llevó a miles a la alta montaña, dejando atrás un llano desolado y vacío, de poblaciones y templos en ruinas, de campos cubiertos de hierbas espinosas, a la larga rescatados por la selva.
+Conociendo esta historia, es casi demasiado fácil odiar a esos hombres venidos de España y olvidar el mundo en que vivían. Rodrigo de Bastidas y todos los demás conquistadores ibéricos crecieron en una tierra convulsionada por triunfos y terrores. Después de ochocientos años de guerra habían recuperado Andalucía, expulsando a los moros y luego, por edicto, a los judíos. El Papa era español e Isabel, la reina de España, era patrona de la Sagrada Inquisición. El cristianismo había avasallado a Europa, para después volverse contra sí mismo en sangrientas guerras sectarias. Murieron millones, en plagas y guerras, y en las hogueras de la Inquisición, que reducía a cenizas a quienes no abrazaran la fe o se negaran a aceptar el poder de los sacerdotes.
+Eran hombres de ideas violentas. Ninguno de ellos dudaba de que no fuera inminente el fin del mundo, que todos alguna vez tendrían que soportar las llamas purificadoras del juicio final. Uno de sus santos, Tomás de Aquino, declaró que después de contemplar a Dios, el mayor placer en la otra vida sería mirar las torturas de los condenados eternamente. Esos hombres que se negaban de día los placeres que buscaban ávidamente en las noches caían fácilmente en la perversión. Desde los púlpitos, sacerdotes célibes aconsejaban a los fieles golpear a sus esposas regularmente, no presas de la ira sino por caridad para con sus almas. A las parteras las quemaban por mitigar el dolor de los partos, que según la Iglesia era el castigo por el pecado original de Eva. A las jóvenes las vestían de negro en penitencia por pecados que no habían cometido, gozos de la carne que nunca conocerían. Cualquier mujer que curara era una bruja, e inquisidores de ropajes negros, tras haber transformado al demonio en el vengador de su Dios, lo descubrían en todas partes en cama con las mujeres. Retorcidas por las torturas, madres y esposas de todos los rincones de Europa confesaron que de verdad habían copulado con el diablo, y revelaban cuánta razón tenían los sacerdotes. El miembro del diablo era frío como el hielo.
+Los hombres que surcaron el océano para conquistar a América eran aquellos que Europa, con toda su depravación, no pudo matar. Curtido por la intemperie y castigado por los vientos, Colón llegó a la costa de Santa Marta en 1494, llevando todavía consigo una copia de los Viajes de Marco Polo cuidadosamente anotada, todavía convencido de que había llegado a las tierras de Kublai Khan, aún ansioso por presentar sus credenciales al Gran Khan, en un pergamino escrito en un latín que no podía leer. Los que lo siguieron sabían que no era así. Esta tierra de demonios, de pájaros con dientes y de peces que volaban, era un vasto reino del demonio. Destruir era servir a Dios, gloriosa misión dulcificada por la existencia del oro. La Iglesia condenaba todos sus actos. La aureola de la fe absolvía la violación de niños, el despojo de la tierra, la destrucción de todo lo bello. Hombres que hacían el amor como si evacuaran afirmaban que todas las nativas eran prostitutas y estigmatizaban a los niños en las mejillas mientras el Papa se preguntaba si eran o no seres humanos. Sacerdotes que difundían enfermedades declaraban que las pestes eran la voluntad de Dios. Tras ellos dejaban la muerte. Tres millones de arawacs murieron entre 1494 y 1508. En ciento cincuenta años después de Colón, la población aborigen de setenta millones quedó reducida a tres y medio millones. En el sur de los Andes bolivianos, en una montaña de plata sagrada para los incas, murieron en promedio setenta y cinco indios cada día durante trescientos años.
+*
+Bajo el toldo azul del bar Panamericano se podía ver toda la costa de Santa Marta. Se estaba poniendo el sol. Había un barco de la marina en el muelle, y en la bahía, muy cerca de la playa, un tanquero con bandera liberiana estaba descargando. Encontré a Tim leyendo un periódico en una mesa al lado de una pequeña tarima de orquesta. Ya se había tomado una cerveza.
+—Mira esto —dijo mientras me pasaba el periódico—. Es de hace como dos años. Lo vi cuando fui a la bodega a conseguir papel impreso para las plantas.
+Además de una noticia acerca de una próxima función de «El maestro de la oscuridad», un mago de Bogotá que sostenía ser capaz de predecir el futuro, había una nota sobre los guaqueros. Habían formado una asociación y querían que el Ministerio de Trabajo autorizara el sindicato, que sólo en Santa Marta contaba con diez mil miembros registrados. Aunque contradecía todas las leyes que protegían los yacimientos arqueológicos, algunos funcionarios del ministerio ya se habían declarado de acuerdo, provocando un escándalo.
+—¿Un sindicato de ladrones de tumbas?
+—El Gobierno lo rechazó finalmente —comentó Tim—. Es algo loco, pero así son las cosas en esta costa. Encontrar un objeto de cierto valor permite vivir de él un año. Por eso todo el mundo termina aquí. Hay un ambiente de dinero fácil. En el resto del país, media docena de personas son dueñas de casi toda la tierra. Así que si uno es joven y pobre, no trabaja en un cañaduzal y no tiene un primo que le consiga un puesto de ayudante o de chofer en un camión, pues improvisa un negocito, comprar y vender frutas, vender pescado o pan puerta a puerta, y cuando se cansa de regatear con las amas de casa se viene por el Magdalena a Santa Marta.
+—Como el tipo que me cortó el pelo.
+—Se voló el brazo con un taco de dinamita —me explicó—. Era pescador. Es primo de Lucho, el de la residencia.
+En la mesa de al lado dos marineros ingleses comían a toda velocidad. Con una noche en Santa Marta, ninguno de los dos quería perder el tiempo comiendo.
+—Aquí vienen muchos tipos raros cuando caen en la cuenta de que pueden volar a Colombia por el precio de un par de gramos de coca en los Estados Unidos. Algunos entienden cómo funcionan las cosas. Para ellos es una vida fácil. Para otros se convierte en una especie de infierno. Si tienen suerte, simplemente los atracan en la calle 10. Si se atrasan en un negocio, pueden terminar muertos.
+Echó una mirada, sobre los hombros de los marineros, hacia la entrada del bar, donde un exaltado turista alemán estaba discutiendo con un mesero.
+—Uno los distingue apenas se bajan del avión —dijo volviendo la mirada hacia la mesa—. Caminan por la playa tratando de ahuyentar a los gamines. Pelean por cualquier billete y con el primer pase de cocaína decente adquieren una especie de ansiedad sudorosa.
+Un mesero nos llevó la comida: cerveza y dos platos de pescado y arroz. Por unos pocos minutos comimos sin hablar. La orquesta empezó a tocar, acompañando a una mujer de vestido de raso que cantaba con dejadez. Miré a Tim.
+—Es difícil creer que los taironas estuvieron aquí alguna vez —le dije.
+—Lo sé —respondió—. Uno piensa en esta ciudad y trata de imaginarse a los sacerdotes con mantos tejidos con oro, piedras preciosas y tocados de plumas. Me gustaría saber más sobre ellos. ¿Cómo vivían, qué pensaban? ¿Le has puesto atención a su lengua?
+—¿De qué manera? —le pregunté.
+—La escogencia de las palabras. Lo que quieren decir. Hay una tribu en el Uruguay, del grupo guaraní, cuya palabra para alma era «el sol que está adentro». Al amigo le decían «mi otro corazón». Perdonar era la misma palabra que olvidar. No tenían escritura, y cuando vieron por primera vez el papel lo llamaron la piel de Dios, sólo porque uno podía enviar mensajes con él.
+—Como la magia.
+—Era magia —dijo—. ¿Schultes te contó alguna vez sobre los indios del Amazonas que no distinguían entre el azul y el verde? No me acuerdo qué tribu era. Le pregunté si veían el mismo color o si sólo pensaban que los dos colores eran uno mismo.
+—¿Qué dijo?
+—No sabía. No creo que en realidad pensara en ello realmente.
+—Pero tú sí.
+—Reichel habla de todo esto. En uno de sus libros dice que los taironas creían que el oro era la sangre de la Mama Grande. Afirma que la palabra kogi para vagina es la misma que para el alba. ¿Te puedes imaginar lo que significa que un pueblo haya pensado en esta forma?
+—No —le dije.
+—Yo tampoco —respondió sonriendo—. Oye, pidamos la cuenta y vámonos de aquí. Mañana tenemos que salir temprano.
+*
+La camioneta de Tim era magnífica, una Dodge 4x4 roja con un pequeño remolque atrás. Tal vez por la luz temprana de la mañana o por salir de la ciudad sin tener que soportar los destartalados aparatos que pasan por buses en América Latina —el chasís oxidado, los asientos de atrás que se doblan como orinales, las llantas lisas como piedras pulidas por un río—, al alejarnos de Santa Marta por la carretera junto a la playa me sentí muy a gusto. No deseaba estar en ninguna otra parte. Era una tierra rica, con las montañas aterciopeladas en el horizonte. Al doblar hacia el sur, pasando por las aguas poco profundas de la Ciénaga Grande, una laguna inmensa que parece tan extensa como el cielo, la luz seguía siendo suave, asalmonada, y el aire estaba lleno de garzas y palomas.
+Fuimos hacia el sur rápidamente, sin detenernos, pasando por paupérrimas plantaciones de plátano, algodón y palma africana. Allí había bosque hace un siglo, y los pueblos a lo largo de la carretera —Tucurinca, Aracataca, Fundación— eran aldeas perdidas que tomaban sus nombres de los ríos que riegan el costado occidental de la Sierra Nevada. Hoy todos son más o menos lo mismo: casas pintadas con cal, plazas polvorientas, puentes grises sobre ríos de agua sucia. Pero justo bajo la superficie hay una historia de traición y de muerte. A principios de la década de 1920, la United Fruit Company trajo el banano, y con el tren y el telégrafo, los caminos, los correos, las estaciones de policía, los burdeles y los bares llegaron miles de trabajadores itinerantes para tumbar monte y sudar en las plantaciones. Vivían en cobertizos, bebían agua llena de microbios y ganaban menos de un dólar por día, dinero que pronto se esfumaba en las tiendas de la compañía, donde los dependientes los robaban desvergonzadamente con pesas desniveladas.
+En 1928, los trabajadores bananeros se declararon en huelga. La fruta se moría en la mata, los trenes dejaron de pasar, y en el puerto de Santa Marta los cargueros que debían ir rumbo a Boston siguieron anclados y vacíos. Los trabajadores y sus familias acamparon en Ciénaga, esperando la firma del acuerdo final que pusiera fin a la huelga. Entretanto, la compañía y el Ejército hicieron un arreglo en Aracataca. La mañana siguiente, en lugar del acuerdo, un general dirigió un ultimátum a los huelguistas. Antes de que pudieran sacar a los niños, incluso antes de que despertaran las ancianas, las ametralladoras retumbaron. Cadáveres y carteles se amontonaron en la plaza. El Ejército y los matones de la compañía trabajaron toda la noche, limpiando la sangre, lanzando los cadáveres al mar. Al amanecer no había señales de vida, ni de muerte.
+Los que sobrevivieron huyeron al sur, a Aracataca, donde los acorralaron, incluso a los heridos y a los niños. Ciento veinticinco fueron fusilados en el cementerio ante la mirada de un sacerdote. A sólo unas cuadras dormía un bebé. Cincuenta años después, Gabriel García Márquez convertiría a Aracataca en Macondo, el marco de Cien años de soledad, su novela de desesperación y esperanza, donde el viento dispersa la vida y las gentes se transforman en ángeles. Hoy no hay nada en Aracataca que recuerde su pasado y muy poco que sugiera lo que inspirara semejante novela. Palmeras y mangos cocinados por el sol, trochas que van a las plantaciones, niños de escuela en uniformes brillantes correteando aquí y allá. Al salir del pueblo, un muchacho miró la reluciente camioneta como si fuera una aparición.
+La tierra se tornó más seca a medida que la carretera serpenteaba hacia el este en torno al lado sur de las montañas. Las plantaciones dieron paso a chaparrales, acacias y cactos altos e imponentes; las bandadas de loros verdes parecían extrañamente fuera de lugar en medio de las cercas de alambre de púa, la calima del desierto y los senderos de caballos polvorientos. Diversos tipos de árboles les daban sombra a las casas y en las desnudas colinas relumbraban las copas amarillas y sin hojas de las tabebuias florecidas. Los mangos estaban en temporada y nos deteníamos de vez en cuando en los puestos al borde de la carretera, donde los niños vendían guanábanas, huevos de iguana y pan. Las piñas valían diez centavos de dólar, los bananos uno. Una o dos veces nos detuvimos para mirar plantas, pero recolectamos muy poco. Eran matorrales y la vegetación estaba diezmada por el ganado y las mulas. Nunca faltaban los gallinazos que volaban sobre nosotros y hacia el norte, en las faldas de la Sierra Nevada, rasgando el violento azul del cielo.
+Durante todo ese largo día, Tim y yo nos contamos historias de nuestras vidas. Yo le conté que me había criado en la Columbia Británica y que después había trabajado en campos madereros y en equipos contra incendios forestales para pagarme la universidad. Él me contó sobre su niñez en los bosques de Pensilvania y sobre el amor de sus padres por la jardinería y los especímenes de herbario con los que de niño decoraba las paredes de su cuarto. Su padre era médico, y Tim hubiera estudiado medicina de no haber sido por su pasión por las plantas. Sólo tenía un hermano, pero no estaban muy unidos. Como los hijos de tantas familias de la época, se encontraron en lados opuestos de la línea divisoria social que se formó en ese entonces. Su hermano mayor, John, se casó con su novia de la escuela, empezó a tener hijos y encontró un trabajo vendiendo seguros en su ciudad natal, Harrisburg. Tim se matriculó en Cornell, en 1964 se tomó una enorme dosis de ácido cuando todavía lo vendían en cubos de azúcar, se enamoró de una muchacha en la biblioteca de la universidad y en 1966, al inscribirse directamente en el posgrado de Harvard, evitó ir a Vietnam. En el camino abordó la música, la pintura, el yoga y, por supuesto, a Teza. Durante años había vivido con un grupo de amigos en una vieja mansión de Roxbury, el gueto del centro de Boston. Por treinta dólares al mes todos tenían su propio apartamento, pero Teza reinaba sobre el lugar como la propia Afrodita. Estaba enamorada tanto de Tim como de su amigo Craig, y en medio de su relación se había casado con un tercer amigo, Aharon, un físico israelí. Todos los implicados asistieron al matrimonio, celebrado en la estación del metro de la calle Dudley.
+A medida que pasaba la tarde, cambiamos de tema y hablamos de botánica, y en particular de un libro nuevo muy comentado que afirmaba que las plantas reaccionaban a la música y la voz humana. A Tim la idea le parecía ridícula.
+—¿Por qué diablos le importaría a una planta Mozart? —recuerdo que preguntó—. Y aun si fuera así, ¿por qué debe eso impactarnos? ¿Con que las plantas coman luz no es suficiente?
+Prosiguió hablando de la fotosíntesis en la forma en que un artista describiría los colores. Dijo que al atardecer el proceso se invierte y que a esa hora las plantas emiten pequeñas cantidades de luz. Se refirió a la savia como la sangre verde de las plantas, y explicó que la clorofila es estructuralmente casi igual a la sangre humana, sólo que las plantas reemplazan el hierro en la hemoglobina por el magnesio. Habló de la manera como crecen las plantas y de una semilla de hierba que produce noventa y seis kilómetros diarios de pelos radicales, o sea, nueve mil seiscientos kilómetros en el curso de una estación; de cómo un campo de centeno exhala quinientas toneladas de agua diarias; de una flor que para alcanzar su plenitud penetra a través de un centímetro de pavimento; de cómo el amento del abedul produce cinco millones de granos de polen; de árboles que viven cuatro mil años. Al contrario de todos los botánicos que había conocido, no estaba obsesionado por la clasificación. Para él los nombres en latín eran como poemas japoneses o versos. Los recordaba sin hacer esfuerzo, encantado particularmente por su origen.
+—Cuando uno pronuncia los nombres de las plantas —dijo en cierto momento—, pronuncia los nombres de los dioses.
+*
+Valledupar era una ciudad caliente y polvorienta de vaqueros y camionetas y bares donde tocaban a todo volumen vallenatos, la misma música estridente de acordeones que me mantuvo despierto en una docena de viajes nocturnos en buses colombianos. Los vallenatos tuvieron su origen en Valledupar, lo que puede ser una de las razones de que la ciudad parezca tan deprimente. Llegamos al atardecer y tomamos un cuarto en la residencia Yavi, uno de los pocos hoteles baratos que no era un burdel. Las habitaciones costaban un dólar, y con ventilador uno y medio.
+Desde Valledupar hay dos caminos para ir a la Sierra. En ambos casos hay que penetrar en tierras que, en cuanto hace a los indios, no pertenecen a Colombia; es necesario obtener una montaña de documentos, una carta de la Casa Indígena, un permiso del Inderena, el instituto que en aquel entonces protegía el medio ambiente, y una autorización del DAS, o Departamento Administrativo de Seguridad. Hasta el alcalde de Valledupar intervenía administrativamente en el asunto. Tim y yo gastamos la mayor parte del día siguiente consiguiendo los papeles, y fue sólo hacia el atardecer cuando llegamos por fin a Atánquez, en las estribaciones de la Sierra, a unos cuarenta kilómetros de Valledupar.
+Era un pueblo pequeño, de casas blanqueadas y con techo de paja, una plaza desnuda y la iglesia cubierta con tejas de lata. Una única carretera ascendía a partir de la plaza para subdividirse unas cuadras después en una serie de trochas de herradura que llevaban a la montaña. Aldea indígena sólo una generación antes, Atánquez se había convertido en una población mestiza, con funcionarios oficiales y curas de sotana negra, campesinos y comerciantes de café y de fique, la fibra que se extrae de las hojas del maguey.
+Antes de que se pusiera el sol ya teníamos un lugar donde quedarnos y habíamos conocido a Aurelio Arias, un arriero y comerciante que por cuatro dólares al día estaba dispuesto a guiarnos montaña arriba. Cobraba aparte por las mulas, cinco dólares por cada una. Alquilamos dos y le dijimos que esperábamos quedarnos en la Sierra unos quince días. Para evitar el calor intenso y asegurarnos de llegar a Donachuí, la población ika, antes de las lluvias de la tarde, nos propusimos caminar regularmente de noche y partir de Atánquez antes la madrugada.
+*
+Entrada la noche empezó a llover. Pasadas las tres de la mañana oí los cascos de las mulas de Aurelio y sus suaves maldiciones mientras montaba nuestro equipo en las enjalmas de madera. Para entonces ya se había aclarado el cielo y, al alejarnos caminando de la aldea, el aire tenía un gusto fresco y saludable. La trocha iba hacia el norte y el oeste, subiendo gradualmente a través de matorrales y atravesando numerosos arroyos crecidos por la lluvia. Al principio todavía estaba muy oscuro, y subir era lo único que podíamos hacer siguiendo las mulas. Empecé a darme cuenta de los sonidos y los remolinos de olores que pasaban flotando rápidamente, el olor de la hierba quemada, de piedras secas lavadas por la lluvia, el súbito y sofocante hedor de un animal muerto en la maleza. Después de que salió la luna detrás de la cresta de una montaña lejana, se hizo mucho más fácil caminar. La tierra estaba pálida y los imponentes cactos proyectaban largas sombras plateadas bajo la luna. Las puntas de las ramas de las acacias todavía mojadas por la lluvia, centelleaban como el rocío de las olas.
+Una hora después de Atánquez la trocha descendió hasta el río Guatapurí y cogió hacia el sur atravesando un caserío conocido como Chemesquemena. Al llegar, unos perros feroces arremetieron contra las mulas. Una maldición de Aurelio bastó para ahuyentarlos, las colas tristemente metidas entre las patas. En una casa hubo signos de vida y vimos las siluetas de unas personas que empezaron a moverse, tras la lámpara de petróleo y el mosquitero que las protegía de la noche.
+Después de Chemesquemena pasamos el río Guatapurí por un puente colgante y trepamos por un camino que se abría en medio de cultivos de café y de maguey. Más adelante, las ranas y las cigarras y los restos de bosque del fondo del valle dieron paso a un paisaje candente de colinas de laderas áridas, cuestas sin árboles cubiertas de yerbajos y de piedras grandes y ennegrecidas. Tomamos por una nueva trocha, una senda dura y trillada que ascendía hasta una saliente y daba luego a una loma. En una hora o dos más de continuo ascenso se llegaba a una gran depresión. Las nubes adquirieron un aspecto luminoso y se hizo imposible distinguirlas del cielo.
+El sol saliente tocaba los costados de las montañas, proyectando largas sombras en las casi imperceptibles ondulaciones de la tierra. Al rayar el sol las sombras se recogieron y vibraron en el último momento, cediendo ante un río de luz que se derramó por igual sobre todas las lomas. Un sol blanco y los mismos colores del atardecer volvieron en tonos más suaves. Había neblina en los valles y las nubes cubrían las crestas nevadas. Hacia el nordeste las montañas caían en declive hasta el mar, y el relumbre en el horizonte era un amplio pedazo del Caribe. En las colinas más próximas, motas de polvo iban y venían empujadas por el viento y levantadas por zorros o tal vez venados. Había halcones por todas partes, y en cierto momento un cóndor enorme flotó en el aire frente a nosotros, su cruel cabeza con gola de plumas blancas, las alas extendidas más de dos metros con sus extremos como dedos. Más allá, frente a nosotros, se encontraban el río Donachuí y las tierras de los ikas y los kogis.
+—Mira —dijo Tim.
+En un cerro distante se veían dos siluetas contra el cielo. Parecían mujeres, con el pelo largo y túnicas, y tenían algo en las manos. Pero eran hombres.
+—Se los lleva el sol —dijo Aurelio, y se dio vuelta hacia las mulas—. ¡Mula! ¡Mula! ¡Macho, carajo! —gritó, golpeando las ancas de las bestias con un rejo y arreándolas por la trocha que bajaba hasta el valle.
+*
+Cuando Gerardo Reichel-Dolmatoff fue por primera vez a las montañas de la Sierra, los kogis le contaron una historia sobre el nacimiento del mundo. Al principio, le explicaron, todo era agua y oscuridad. No había tierra, ni sol o luna, ni nada vivo. El agua era la Mama Grande. Era la mente dentro de la naturaleza, la fuente de todas las posibilidades. Era la vida naciendo, el vacío, el pensamiento puro. Tomó muchas formas. Como virgen se sentó en una piedra negra en el fondo del mar. Como serpiente rodeó a la tierra. Era la hija del Señor del Trueno, la Mujer Araña cuya tela envolvió los cielos. Como Madre del Hielo moraba en una laguna negra en las alturas de la Sierra; como Madre del Fuego habitaba en todo fogón.
+En el principio, la Mama Grande comenzó a hilar sus pensamientos. En su forma de serpiente colocó un huevo en el vacío, y el huevo se convirtió en el universo. El universo tenía nueve capas, cuatro del mundo inferior y cuatro del superior, con un plano de contacto, el mundo central de los seres humanos, que era el quinto. Los cuatro mundos inferiores fueron creados primero, luego los cuatro superiores, cada uno resplandeciente con la luz de su propio sol. La quinta capa, el nivel que une las mitades superior e inferior del universo, es el sol-tierra/noche-tierra, la tierra de los seres humanos, la conexión entre los reinos cósmicos.
+Cuando la Mama Grande concibió el universo de nueve capas, se fertilizó a sí misma ungiendo uno de sus pelos púbicos con su sangre menstrual y luego se fecundó a sí misma con un palito de poporo. Parió a Sintana, un jaguar de cara negra, el prototipo del ser humano. Luego Sintana colocó en uno de los pelos púbicos de su madre, un pequeño trozo de una de sus uñas y un collar de piedras rojas en el ombligo de su madre. Con el palito de poporo los hizo penetrar en su cuerpo, quedando así preñada con los Señores del Universo, los cuatro puntos cardinales, el cenit, el nadir y el centro. El señor del cenit es el sol. El señor del nadir es el sol negro, el hermano mayor de nuestro sol. Tan pronto como el sol se pone en el horizonte, aparece este señor de la oscuridad, un sol negro que se estremece como una luna oscura.
+En el principio el universo todavía era blando. La Mama Grande lo estabilizó al insertar su enorme huso en el centro, penetrando las nueve capas en el eje del mundo. Los Señores del Universo, nacidos de la Mama Grande, hicieron replegar el mar y levantaron la Sierra Nevada en torno al eje del mundo, enterrando sus pelos púbicos en la tierra. Luego la Mama Grande colocó tiestos en la superficie y de su huso desenrolló una tira de hilo de algodón con la que trazó un círculo en torno a las montañas, circunscribiendo así la Sierra Nevada, que declaró ser la tierra de sus hijos. De esta manera el huso se convirtió en un modelo del cosmos. El disco es la tierra, la voluta de hebra es el territorio de las gentes, las hebras individuales del algodón hilado son los pensamientos del sol. El cono blanco de hilaza representa las cuatro capas del mundo de arriba, pero debajo del disco el algodón es negro e invisible. El sol, al moverse en torno a la Tierra, hila la hilaza de la vida y la recoge en torno al eje del cosmos, las montañas de la Sierra Nevada, la tierra natal de la Mama Grande.
+*
+La trocha llegaba hasta el río bajo una arboleda de frutales. El agua estaba dulce y fría, el lecho agitado y lleno de enormes piedras blancas que la corriente había moldeado dándoles bellas formas. Algunas eran más grandes que las casas abandonadas por las que habíamos pasado, de paredes de adobe y caña, techos de paja y pequeños atrios entre cercas de piedra. Desde lo alto el valle parecía turbulento y salvaje, pero de cerca tenía un aspecto más plácido. Había rastros de la vegetación original, aunque la tierra venía siendo cultivada siglo tras siglo. Habían plantado la mayor parte de los árboles por la fruta que daban. Había mangos y aguacates, caimitos, guanábanos y bellos guamos con sus delicadas ramas extendidas. El valle tenía todo el caótico esplendor de una huerta indígena, pero no era un bosque.
+La senda, subiendo por el río Donachuí, atravesaba plantíos de maíz, caña de azúcar, plátanos, algodón, fríjoles, calabazas, ají. Se cultivaba la yuca, así como la arracacha y la batata. Era temprano. Salía humo de los techos de las casas pero sus frentes seguían vacíos, fuera de grupitos de niños que soltaban risitas y carcajadas y se desparramaban como pollos al pasar nosotros. En medio de una especie de solar varios hombres y mujeres accionaban un trapiche de madera, con tres muelas verticales unidas al lomo de una mula con una vara horizontal. Al ir la bestia lentamente en torno al trapiche, las muelas giraban y molían la caña. El jugo chorreaba en baldes, que las mujeres cargaban hasta un par de grandes calderas de hierro que colgaban sobre una hoguera. Debajo de un cobertizo dos hombres vertían el jarabe de una tercera caldera en moldes de madera y a su lado, puestas como ladrillos, había docenas de panelas. Los hombres nos echaron una mirada al pasar y luego volvieron al trabajo. No parecían abiertamente hostiles, sólo temerosos y suspicaces. Pocos minutos después tropezamos con una mujer vieja que bajaba por la trocha. Llevaba alrededor de la cintura una larga túnica de algodón tejido a mano. Tenía en torno al cuello docenas de vueltas de un collar de pepas rojas como el vino, el cabello negro y la frente ceñida por una correa con la que sostenía en la espalda una enorme carga de leña en un canasto. Farfulló un saludo y pasó rápido.
+Había un portal a la entrada de la aldea de Donachuí. No estaba cerrado con candado, pero un joven ika bloqueaba el camino. Era asombrosamente bello, de finas facciones bronceadas y largo pelo negro que ondeaba hasta más abajo de los hombros. Vestía una manta de algodón blanco con abertura en la cabeza, de modo que colgaba como una túnica hasta las rodillas, ceñida en la cintura con un cinturón de fibra. Sus calzones eran del mismo basto algodón, sus sandalias tenían la suela de llanta cortada y llevaba en la cabeza una especie de fez de fique tejido. De cada hombro le colgaba una mochila decorada con brillantes diseños geométricos de color carmesí, el mismo de la franja vertical de su manta, y se encontraba mascando una gruesa bola de coca.
+—Buenos días, compadre —le dijo Aurelio. El hombre le devolvió el saludo. Todos le dimos la mano. Para el ika era un acto exótico. Nos tocó las manos ligeramente, casi reacio, y luego se presentó como Adalberto Villafañe. Hablaba español escogiendo las palabras, como alguien que habla un idioma extranjero.
+—Estas puertas son para separarnos —nos dijo.
+—Ellos tienen sus papeles —le contestó Aurelio, señalándonos a Tim y a mí.
+—Sólo venimos por unos pocos días —añadió Tim—. Hemos venido desde muy lejos para conocer sus plantas.
+El ika sacó de una doble calabaza una generosa porción de una sustancia espesa como un jarabe, con la que se frotó los dientes.
+—Para subir más tienen que sacar permiso —nos dijo.
+—Claro —respondió Tim.
+—Entonces, por favor, vengan —concluyó, y empezó a caminar hacia el pueblo.
+Nos llevó por una trocha que atravesaba un pequeño campo de algodón y luego desaparecía al llegar a un espeso plantío de coca. Los arbustos tenían unos tres metros de alto, pequeñas flores blancas, frutos rojos, como los del agraz, y hojas de un verde amarillento que los distinguía de otras plantas en el sembrado.
+—Esto es «hayo» —dijo Adalberto mientras abría la mochila y recogía un puñado de hojas secas, que dejó pasar suavemente entre los dedos, como por un tamiz.
+La mayor parte de la gente se había reunido en un pequeño patio frente a la kankurua, el pabellón ceremonial que dominaba la aldea. Tim tomó un paquete de una de las mulas y le dijo a Aurelio que las llevara hasta unos eucaliptos más allá del poblado. Adalberto nos hizo entrar a la kankurua por una puerta baja. Estaba oscuro adentro. Se veían los rescoldos de un fogón que había dejado una espesa capa de humo flotando sobre el piso. Me llevó un momento ajustar los ojos a la luz. Había varios ikas sentados en estrecho círculo en torno a las cenizas. Detrás de ellos había otros hombres sentados en unos bancos bajos y gruesos, de cuatro patas, labrados de un mismo bloque de madera. A sus pies tenían bastones. Entre la hoguera central y la puerta había otros cuatro fogones. De las vigas colgaban plumas y cráneos de animales impregnados de humo. El techo era alto y abovedado, pero no se podía ver más allá de los maderos, que parecían estructuras de hollín.
+Adalberto caminó con lentitud alrededor del recinto y sin hablar intercambió con todos los presentes puñados pequeños de hojas de coca. Después de saludarlos se dio vuelta hacia los rescoldos y arrojó una pequeña ofrenda. Nos presentó al comisario, uno de los ancianos, y luego se hizo a un lado y se sentó en un banco junto al fuego, metiéndose con cuidado entre las rodillas la cola de la túnica. El comisario pidió ver nuestros papeles. Tim sacó del paquete unos cuantos de ellos, incluido uno adornado con cintas y un sello de cera. El anciano leyó la carta en voz alta, hizo una pausa y luego inició un largo monólogo. Todos hablaron a su turno, y durante treinta minutos los extraños y susurrantes sonidos de la lengua ika llenaron la kankurua.
+Vi cómo Adalberto tiraba al fuego una mascada agotada y tomaba más hojas de la mochila. Sacó de su poporo el palito cubierto de cal, que se metió en la boca. Masticó suavemente y sacó de la boca el palo humedecido por el jugo de la coca. Reflexivo, empezó a frotar la boca del poporo con el palito.
+El comisario comenzó a pronunciar en español una letanía de los abusos recientes de que habían sido víctimas los ikas: turistas que habían entrado en sus tierras ilegalmente y que habían usado sus casas como letrinas, alpinistas japoneses que habían roto una puerta para hacer una hoguera. Tim le aseguró que respetaríamos a la comunidad y sus deseos. El viejo mencionó unos derechos administrativos y varios impuestos, que acordamos pagar, y finalmente sacó un cuaderno rayado de una vasija de barro y con aire resignado escribió una carta de letra menuda que fue firmada por varios de sus asociados, dándonos permiso para pasar tres semanas en las montañas. Tim le agradeció y, al voltearse para salir, sacó del paquete una madeja de lana roja y una pequeña bolsa de conchas de mar, que colocó frente al fuego. Un sordo murmullo de aprobación dio vuelta al círculo.
+*
+—Para ellos, ustedes son los que siembran las enfermedades y la pobreza —nos explicó Aurelio—. Por eso tienen que entrar en su tierra con paciencia.
+Era difícil ser paciente. Al salir de Donachuí habíamos subido hasta Sogrome, un segundo poblado ika a más de tres kilómetros río arriba. Esperamos dos mañanas en una casucha de piedra abandonada a un mensajero autorizado. Las casas al otro lado del río estaban ocupadas —podíamos ver el humo saliendo de los techos de paja—, pero nuestro único contacto después de salir de Donachuí había sido unos niños curiosos y una mujer de edad, con collares en torno al cuello, que se había metido en nuestro campamento buscando un pollo extraviado. Pasamos las mañanas recolectando plantas y esperando que la lluvia refrescara el aire, y las tardes y noches preparando los especímenes, pendientes de que terminaran las tormentas.
+La coca crecía en abundancia entre Donachuí y Sogrome, pero Tim, deliberadamente, no mostró mayor interés en los cultivos. Quería esperar la oportunidad sin dar la impresión de que sólo habíamos ido para estudiar la muy reverenciada planta. Me explicó, eso sí, el propósito de las conchas. Para mascar coca y absorber eficazmente la cocaína de las hojas, hay que modificar la saliva añadiendo un alcaloide. Cualquier compuesto básico —bicarbonato de sodio, cenizas, cal— sirve, pero los ikas y los kogis prefieren las conchas quemadas, que adquieren por trueque o recogen como parte de peregrinaciones a la costa preparadas con todo detalle. Su cal la llaman impusi. Es en extremo cáustica y debe aplicarse a la mascada humedecida con un palito, o chukuna, teniendo cuidado de evitar que se queme la boca. Para controlar la cantidad de cal, la punta de la chukuna debe frotarse vigorosamente en la boca del poporo. Al evaporarse la saliva, una capa de cal amarilla y brillante se va depositando en torno a la boca del poporo, aumentando la circunferencia de la cabeza cada vez más grande. El tamaño, la forma y el color del yoburu, la calabaza de cal de un hombre, es objeto de inmenso prestigio y categoría. Simbólicamente, el yoburu es una vagina, una «pequeña mama». El palito o chukuna que penetra en la calabaza y con el que se aplica la cal a la mascada de coca es análogo al pene. Así como el hombre fecunda a la mujer, así la cal da poder a la hoja sagrada.
+Para los ikas y los kogis mascar la coca, o mambear, es la actividad más pura de sus vidas. A las mujeres, en contraste, aunque deben recolectar la cosecha y preparar las hojas, se les prohíbe el uso del estimulante. El resultado es un eje de tensión en torno al cual gira la mayor parte de la vida social de los ikas y los kogis. Los hombres pierden la virginidad copulando con las viudas viejas de la tribu. Su iniciación simbólica a la edad adulta no ocurre, sin embargo, hasta que hayan sido iniciados y estén listos para casarse, pues sólo entonces se les permite probar las agridulces hojas de la coca. En ese momento el mama, el alto sacerdote, le obsequia a la novia un huso tallado en madera con el cual hilar los hilos para tejer la primera mochila, o zijew, de su esposo. El sacerdote selecciona luego un yoburu para el novio, y en la ceremonia de la boda lo perfora y llena con cal la bulbosa base. En compañía del novio copula luego con la novia, iniciándola así al estado de mujer. En la misma forma en que el matrimonio une al hombre y la mujer, dedica al hombre a una vida de mascar las hojas sagradas.
+*
+Avanzada la tarde de nuestro tercer día en Sogrome, al volver de recoger agua me encontré a Adalberto parado bajo la puerta de la cabaña. Al principio no dijo nada y no se movió. Aurelio, el mulero, estaba a su lado mordisqueando un trozo de caña de azúcar. Tim, que había preparado nuestras muestras de la mañana, se hallaba ante una media docena de paquetes de plantas prensadas envueltas en papel periódico y remojadas en una mezcla de alcohol y formol. El patio estaba cubierto de papeles arrugados y hojas descartadas. Adalberto se acercó a Tim, repasando con la vista y cierta sorna nuestros especímenes. Con la mano derecha sostenía la chukuna, que frotaba continuamente en torno a la cabeza del poporo. Se inclinó sobre los paquetes de plantas preservadas, se encogió y echó hacia atrás. Miró a Tim y le dijo con suavidad:
+—Estas ramitas nunca van a crecer. Están borrachas, y además se necesitan las semillas.
+La mañana siguiente y durante dos días más, Adalberto nos acompañó en nuestra búsqueda de plantas. No hubo dinero de por medio y no hicimos ningún arreglo oficial, pero cada día llegaba hasta el fogón, compartía el desayuno y nos llevaba a los parches de bosque que quedaban en empinadas faldas y hondonadas húmedas en torno a Sogrome. Dentro de un paisaje completamente dominado por los seres humanos, estos pequeños pedazos de bosque eran de una belleza agreste tan poderosa que parecía aniquilar la memoria. Por la mañana temprano, las hojas todavía brillaban por la lluvia, y los troncos húmedos parecían casi negros bajo el follaje verde. Luego, al salir el sol sobre las montañas, la luz se convertía en un dosel verde luminoso, una luz temblorosa, ígnea, que se extendía sobre las copas de los árboles y que apenas llegaba al suelo. Matizada por la vegetación —las aráceas de hojas amplias y las colchas de orquídeas, helechos, las bromeliáceas epifitas, los licopodios colgantes—, la luz adquiría al caer un matiz dorado, que llenaba las partes bajas del bosque de una medialuz de débiles sombras grises.
+El suelo del bosque era un intrincado laberinto de raíces blancas, plantas rezanderas y profusas y brillantes heliconias herbáceas. En los salientes rocosos crecían begonias silvestres y delicadas peperonias. Había anturios y una docena de especies de enredaderas y bejucos, dondiegos, mandevillas y filodendros. Muchos de los árboles eran retorcidos, con sus ramas cubiertas de musgo blanco. Otros eran de troncos pálidos moteados de liquen; los más altos se levantaban ahogados y, al llegar al tope del bosque, estallaban en una densa profusión de ramas. Tenían extraños nombres, que Adalberto compartía, asomándose sobre los hombros de Tim a medida que este escribía en su cuaderno la transcripción fonética: karaguara kaktil, ma müpusana, sarmósiya. Nosotros los llamábamos Buddleja, Chrysophyllum, Saurauia, Cassia, nombres que en ese momento parecían tan arbitrarios como las palabras ikas que, al ser pronunciadas en el suave tono susurrante de la lengua, sonaban como el viento recorriendo el bosque.
+Las lluvias estacionales habían llenado las plantas de capullos y frutas. En un silencio que sólo rompían los puros y expresivos gritos de lejanos caracaras, nos desplazábamos de árbol en árbol aumentando nuestro herbario. Una leve brisa templaba la atmósfera, haciéndola fresca y agradable. Las plantas eran magníficas y raras. Una orquídea del tamaño de una semilla, helechos tan altos como arbustos. En una hondonada húmeda y con exuberancia de musgos y de helechos encontramos una nueva especie de Myrcia, un gran género de árboles de la familia de los arrayanes, nativa del trópico americano. En la orilla del río, entre Donachuí y Sogrome, topé con una nueva especie del Protium, un árbol precioso que, como sus cercanos parientes, que producen incienso y mirra, tiene una resina aromática agridulce. Ese mismo día encontramos una tercera planta aún desconocida para la ciencia, un arbusto grande del género Psammisia, de la familia de los brezos.
+Aunque algo confundido por nuestro entusiasmo hacia cosas tan obviamente inútiles, a Adalberto le fascinaba nuestro interés en las plantas silvestres. Paso a paso, sin embargo, como un padre cansado de consentir a un hijo, comenzó a impacientarse con nuestra ignorancia y empezó a mostrarnos las plantas que sí valían la pena, entre ellas un Picarmmnia spruceana, un árbol que los ikas llaman urú, cuyas hojas producen un tinte púrpura profundo. Los rizomas y el tallo de una especie silvestre de Puya eran comestibles. La exposición a la savia de queraka, el Toxicodendron striatum, un árbol de la familia del zumaque venenoso, es causa de una grave dermatitis, pero Adalberto nos reveló que las hojas hervidas y aplicadas constituían un tratamiento eficaz. Había otras plantas que podían matar, y muchas que podían curar. Todas ellas, dijo Adalberto, eran dones del bosque.
+*
+Con la compañía de Adalberto y las plantas como centro de nuestra atención, quedó claro el propósito de la visita para los demás ikas y, en unos pocos días, nuestras actividades se redujeron a un ritmo fácil y predecible. Temprano en las mañanas todo era tranquilo, el aire todavía calmo y frío, el cielo de un claro azul suave. Para cuando el sol calentaba, el bosque nos rodeaba. Luego, hacia mediodía, el cielo se toldaba, el bosque se oscurecía y las tormentas lavaban las montañas. La lluvia caía toda la tarde y a menudo continuaba hasta bien entrada la noche. Por lo general, amainaba hacia el atardecer y los ikas aprovechaban la oportunidad para entrar o salir de nuestra casa. Sus visitas, que empezaron esporádicamente, aumentaron hasta convertirse en constante desfile. Ya para el final de la semana, nunca estuvimos solos. La tensión y las sospechas de nuestro encuentro inicial habían cedido ante la curiosidad.
+Adalberto siguió fiel. Después de tres días empezó a dormir junto al fogón nuestro, en el piso de tierra de la cabaña, sobre pieles de oveja y de vaca. Después trajo su telar, que colocó contra la pared de adobe. Era un sencillo aparato rectangular con cinco barras gruesas en cada lado. Las dos barras paralelas que mantenían tensa la urdimbre se impulsaban horizontalmente respecto de las verticales, y dos barras que se cruzaban reforzaban toda la estructura. A menudo, terminando la tarde, después de haber acabado con las plantas, o por la noche, después de la comida, Adalberto se dedicaba a tejer. Varias veces, al irse apagando el fuego, me quedé dormido con el ruido del lizo que separaba las hebras de la urdimbre de la lanzadera cubierta con algodón. En una ocasión, a media noche, me desperté y desde la hamaca vi a Adalberto tejiendo y, bajo la luz ámbar de la lámpara de petróleo, a Tim sentado en un banco de madera, inmóvil como una estatua de piedra.
+Las costumbres de la aldea se aclararon poco a poco. Las casas que habíamos creído abandonadas estaban de hecho desocupadas sólo temporalmente. La nuestra pertenecía a Celso, el hermano mayor de Adalberto, que hacía varios años se había ido de las montañas para estudiar dentistería. Había regresado con el diploma en la mano para poner consultorio en Nabusímake, el centro ceremonial de los ikas, a dos días a pie hacia el oeste. La mayor parte del tiempo, Celso viajaba de población en población, con su instrumental y la fresa de pie atados al lomo de una mula. Adalberto vivía cerca de su madre, Juanita, en una casa que quedaba un poco más abajo de la nuestra, a la sombra de un mango. Faustino, otro hermano, era el comisario de Sogrome y uno de los personajes silenciosos que conocimos en Donachuí la primera mañana. Un cuarto hermano, Atilio, era dueño de varias mulas y estaba trabajando en el cañaduzal de la familia, dos días más allá de Nabusímake. El tío de Adalberto, Juan Bautista, era un mama, como lo había sido su padre, José de Jesús. Los dos vivían en lo alto de las montañas en Mamancanaca, donde la familia criaba ovejas y recogía plantas medicinales que crecían en la periferia de los lagos sagrados. Era, según Adalberto, un lugar mucho más allá de los árboles, donde las plantas tenían piel y las piedras se cubrían de hielo en las mañanas.
+Como toda la gente de la Sierra, la familia Villafañe se desplazaba constantemente, incluso en la temporada de lluvias. El limitado transporte por las trochas de montaña llevaba leña a las tierras de pastoreo y paja para los techos de las alturas templadas. Las tierras bajas producían plátanos y bananos, yuca, maíz y cultivos comerciales como café, azúcar y piñas. En tierras ubicadas trescientos y más metros arriba de Sogrome se daban las papas y las cebollas, maní y calabazas, brócoli y tomates. La coca se cultivaba a mitad de camino entre Donachuí y Sogrome y era llevada a todos los rincones de la tierra de los ikas, una actividad que parecía fascinar a Tim, quien nunca dejaba de hacer comentarios sobre el incesante desfile que todos los días pasaba frente a la puerta: mulas cargadas de azúcar, racimos de bananos y costales repletos de lana. Hombres y mujeres cargados de productos que se apresuraban antes de que las lluvias de la tarde hicieran crecer los ríos e inundaran las trochas.
+—¿Sabes, Willy? —me dijo una mañana—. Siempre van a alguna parte. Con comida o alguna cosa para comerciar. O a visitar a sus familias, o a ceremonias y reuniones. Pero siempre hay algo más sucediendo.
+Salí detrás de él a la terraza de tierra que dominaba el valle. Un sendero gredoso bajaba por la colina de al lado y atravesaba plantíos de algodón, coca y maíz antes de llegar al puente de madera sobre el río, justo abajo de la casa de Adalberto. Del otro lado había plátanos y caña, entremezclados con campos en barbecho, algunos de los cuales iban hasta bien alto en la montaña, fundiéndose con espesos parches de vegetación nueva.
+—Reichel fue el primero que se dio cuenta —me dijo Tim—. Él sabía que los ikas y los kogis no eran de nuestro mundo. Él lo sabía, pero también lo conmovía, y al final cambió su vida. De ahí que sus intuiciones sean tan profundas.
+Caminó hasta el borde de la terraza. El punto clave, me dijo, era que los indios no tenían que desplazarse. La tierra era abundante, la irrigación buena; tenían todos los medios para sobrevivir y prosperar sin verse obligados a trepar y bajar por las montañas constantemente. Esto, ciertamente, les permitía acceder a una gama de comida y recursos más amplia y, desde un punto de vista material, podía ser todo lo que les importara. Pero Reichel comprendió que los desplazamientos eran en parte una metáfora, que al recorrer la tierra tejían una gran manta sobre la Mama Grande, siendo cada jornada como un hilo, y convirtiéndose así cada migración estacional en una oración por el bienestar del pueblo y de toda la tierra. Los kogis mismos se refieren a sus ires y venires como tejidos.
+Una súbita ráfaga de viento recorrió el valle. Eché una mirada a la loma y vi que un hombre doblado por la edad estaba subiendo.
+—Mira esos campos. ¿Qué ves? —me preguntó.
+—¿Qué quieres decir?
+—¿Notas algo en ellos?
+—No, nada especial.
+—Reichel vio los mismos campos, los mismos jardines. Pero se quedó el tiempo suficiente para ver cómo los plantaban y recogían las cosechas. Así es como plantaban un campo.
+Tomó un lápiz y un pedazo de papel del bolsillo y dibujó una figura rectangular que dividió en dos. La parte norte del campo, me explicó, era el territorio del hombre, la parte sur el de la mujer. Los hombres cultivaban el algodón y el maíz, las mujeres la coca y la yuca. Las mujeres siembran en el campo empezando por la esquina sudeste y avanzando hacia el norte hasta que, al llegar a la línea intermedia, vuelven al sur, sembrando las plantas en líneas horizontales hasta que, después de haber recorrido así todo el campo, acaban el trabajo en la esquina nordeste.
+—Ahora mira el dibujo, ¿y qué tienes?
+—No comprendo.
+—No puedes verlo, pero ensaya esto —y dobló el papel en dos, por la línea del centro, levantándolo hacia el sol.
+—¿Qué es?
+—Una reja —le respondí.
+—No —dijo—, la trama de una tela. El campo es un trozo de tela. Tengo que mostrarte algo.
+Tim se dio vuelta y regresó a la choza. Buscó entre sus cosas y sacó el diario.
+—Todo acaba y empieza con el telar —me dijo. Se acercó al fuego, tomó una brasa para prender el cigarrillo y fue hacia la puerta—. Para el kogi, los pensamientos de una persona son como hebras. El acto de tejer es el acto de pensar. La tela que tejen y la ropa que llevan se convierten en sus pensamientos. Escucha esto —abrió el cuaderno y empezó a leer:
+Voy a tejer la tela de mi vida,
+voy a tejerla blanca como una nube,
+voy a tejer algo de negro en ella,
+voy a tejer oscuros tallos de maíz,
+voy a tejer tallos de maíz en la tela blanca,
+voy a obedecer la ley divina.
+—Es una oración kogi —añadió—. La encontré en uno de los papeles de Reichel. ¿Ves? Para nosotros el telar es unos cuantos palos, una muestra tecnológica sencilla. Para estos indios es algo sagrado, y no tanto el objeto como el acto mismo de tejer. O por lo menos los símbolos que invoca. En la sencilla acción de hacer la tela, el tejedor se alinea con todas las fuerzas del universo.
+Según Reichel-Dolmatoff, explicó, el tejido es una representación de las cuatro esquinas del mundo, y el punto de intersección de las varas cruzadas simboliza los picos sagrados de la Sierra Nevada. El telar también es el cuerpo humano, donde las cuatro esquinas representan los hombros y las caderas, y el cruce el corazón. De esta manera, cuando un hombre cruza los brazos, tocándose con las manos los hombros opuestos, se abraza a sí mismo y se convierte en el telar de la vida. La tierra misma, la superficie, también es un telar, una inmensa trama en la que el sol teje la tela de la vida. En las cuatro esquinas están los cuatro puntos de los solsticios y los equinoccios, los lugares geométricos entre los cuales el divino tejedor hace mover cada día y cada noche, creando así los mundos de la luz y de la oscuridad, de la vida y de la muerte.
+Esta idea de que lo sagrado impregna el mundo material anima cada aspecto de la vida en la Sierra. Cuando la Mama Grande dio a luz el universo de nueve capas, también imaginó y dio vida al primer templo, aovado como el cosmos. El piso del templo es el mundo de los vivos y el techo de paja es el modelo de los mundos de arriba. Hasta hoy en día, los kogis construyen sus templos basándose en este modelo cósmico. Son construcciones sencillas, de altos techos cónicos apoyados sobre cuatro postes en las esquinas. En el piso de tierra, situado entre el eje central y cada uno de los postes, hay un fogón ceremonial que representa uno de los cuatro linajes creados al principio de los tiempos por los Señores del Universo. En el centro queda el fogón del señor Mulkuëxe, el representante del sol.
+Al construir sus templos, el alineamiento de estos fogones es preciso y decisivo. En la cúspide del techo hay un pequeño agujero cubierto la mayor parte del año por una vasija de barro. La orientación del templo es tal que en el solsticio de verano, al salir el sol detrás de las montañas, un delgado haz de luz cae en el fogón situado en la esquina sudoeste. Durante el día, al atravesar el sol el cielo, el rayo de luz se mueve en el piso hasta que, justo antes del atardecer, cae sobre la esquina sudeste. Seis meses después, en el solsticio de invierno, habiéndose desplazado el sol hacia el sur, el haz de luz toca el fogón del noroeste en la mañana y en forma parecida se va moviendo por el piso durante el día, cayendo finalmente al atardecer sobre el fogón del nordeste. Tanto en los equinoccios de otoño como de primavera, el haz de luz atraviesa el techo y traza un rumbo equidistante entre el norte y el sur, de modo que en el punto del meridiano, estando el sol alto en el cielo, una delgada columna vertical de luz baña el fogón central, el más sagrado de los cinco. Un mama ha estado esperando ese momento. Levanta entonces un espejo hacia el sol, y así como el Padre fertiliza el vientre de los vivos, el sacerdote crea con su espejo un eje cósmico por el cual pueden ascender al cielo las oraciones de la gente.
+Es así como en el curso de un año entero, el sol pasa sobre la tierra y teje las vidas de los vivos en el telar del piso del templo. Teje día y noche, durante el día en este mundo y durante la noche en el mundo que yace abajo, el reino invertido del sol negro. Arriba y abajo, el sol teje dos retazos de tela cada año, uno para sí mismo y otro para su esposa. Urde las primeras hebras de la urdimbre en el solsticio y el primer retazo lo termina en equinoccio. En ese momento, según Reichel-Dolmatoff, el sacerdote kogi empieza a danzar en la puerta oriental del templo, atravesándolo lentamente hasta la puerta occidental, todo el tiempo actuando con gestos y canciones como si llevara tras de sí una vara. Finalmente, al llegar a la puerta occidental, lleva hacia adelante la vara imaginaria y la tela del sol se despliega hacia el norte y el sur. Sólo un momento después un nuevo retazo es concebido, el tejedor divino se remonta sobre el telar y la vida continúa.
+*
+Adalberto estaba impasible al lado de Tim cuando este alcanzó la punta de una rama. Tocó las hojas, examinó los frutos rojos y levantó una pequeña flor blanca para examinarla con su lupa. Luego, apartando la vista de la planta, le echó una mirada a Adalberto, que asintió con la cabeza en respuesta. Arrancó tres hojas y las estrujó entre los dedos.
+—Huele esto —me dijo.
+Me incliné y percibí un olor parecido al de la galutheria.
+—Metilsalicilato —explicó Tim—. Con las hojas secas se nota incluso más. Eso la identifica con certeza como novogranatense. La coca boliviana tiene un olor a hierba, casi como el heno o el té japonés.
+Después de más de una semana en Sogrome, Tim pidió finalmente permiso para recoger coca y se enfrentó a la tarea con una intensidad que a Adalberto le pareció apropiada. Puso flores y frutos en pequeñas redomas con alcohol, muestras del suelo en docenas de bolsas plásticas, y dejó más de una planta con un aspecto débil y casi desnudo después de recoger decenas de muestras para herbario. Recogió materiales vivos de varias plantas, semillas y cortes, que envolvió en musgo húmedo y colocó en bolsas de tela, rotuladas y con cuidadosas referencias recíprocas a muestras certificadas numeradas. Antes de fijar las certificaciones en la prensa de plantas, registró toda la información relevante que no sería evidente por sí misma en especímenes de herbario secos y montados. El tamaño y hábito de la planta, el color de las hojas, flores, frutos y corteza, así como notas ecológicas que incluían el tipo de suelo, la exposición, evidencias de insectos dañinos, y las formas en que se cosechaba.
+La coca cultivada por los ikas era, tal como esperaba, la especie colombiana que en 1895 bautizó el botánico alemán Hieronymus con el nombre de Erythroxylum novogranatense, en honor al viejo nombre colonial del país, Nueva Granada. Esta era la coca que en el siglo XIII utilizaban los orfebres muiscas y quimbayas; el estimulante del pueblo desconocido que talló las monolíticas estatuas de jaguar y las grandes tumbas de San Agustín en el sur de Colombia, mil quinientos años antes de Colón; la planta que Américo Vespucio encontró en la península de Paria, en Venezuela, en 1499, al consignar la primera descripción europea de la costumbre de mascar coca. En otros tiempos cultivada extensamente a lo largo de la costa Caribe de Suramérica, en partes adyacentes de Centroamérica y en el interior de Colombia, se encuentra ahora en su contexto tradicional únicamente en las montañas del Cauca y del Huila y en la Sierra Nevada de Santa Marta. En esas partes se le dice «hayo», el nombre usado hoy por los ikas y los kogis.
+La idea de que diferentes variedades de coca existían más allá de las montañas de su tierra le fascinaba a Adalberto. ¿Sería posible conseguir semillas? ¿Cómo cosechaban la hoja? ¿Quién respondía por el mantenimiento de los campos? Tim le respondía estas y una docena más de preguntas. Parte de su información era más o menos directa y Adalberto la aceptaba sin dificultad: por ejemplo, la observación acerca de que la coca boliviana se podía plantar con estacas mientras que el «hayo» siempre requiere la semilla. Otros hechos demostraron serle más difíciles de aceptar. Quedó consternado al saber que en otras regiones, hombres y mujeres mascaban la hoja y participaban abiertamente en su propagación y cosecha. Tim describió la coca como una comida sagrada, anotando que compararla con el alcaloide puro, la cocaína, era tan inapropiado como comparar una taza de café con los efectos de la ingestión de cafeína pura. Habló de interminables tierras montañosas donde los campos eran bendecidos con ofrendas de la planta, y donde ciertos hombres adivinaban el futuro consultando las hojas, don de clarividencia reservado para quienes han sobrevivido a la caída de un rayo.
+—Creen —explicó Tim— que al ir de un valle al siguiente, hay que agradecer a los guardianes de las montañas su protección. Cada vez que pasan una línea divisoria, colocan una mascada de coca en el hito de piedra que indica los pasos altos y soplan oraciones al viento.
+—Cada cosa debe pagarse —dijo Adalberto, llegando así a una segura simetría entre sus pensamientos y los de Tim. Tomó el chukuna de su poporo, lo llevó a los labios y mordió la punta cubierta con cal. Dejó escapar un hilo de saliva verde por una comisura de la boca.
+—Ustedes no son cristianos —dijo.
+—No —dijo Tim, mostrándose de acuerdo.
+*
+Tanto para los ikas como para los kogis, la tierra está viva. Cada sonido en la montaña es elemento de un lenguaje del espíritu, cada objeto, un símbolo de otras posibilidades. Un templo, por ejemplo, se convierte en una montaña; una cueva, en un vientre; una totuma con agua, en reflejo del mar. El mar es la memoria de la Mama Grande.
+El tejido de la vida creado en el principio de los tiempos es un frágil equilibrio que depende por completo, como el de todo el universo, de la integridad moral, espiritual y ecológica de los Hermanos Mayores. El fin de la vida es el conocimiento. Todo lo demás es secundario. Sin el conocimiento no se pueden comprender ni el bien ni el mal, ni apreciar las obligaciones sagradas de los seres humanos con la tierra y la Mama Grande. Mediante el conocimiento vienen la sabiduría y la tolerancia. Sin embargo, la sabiduría es una meta esquiva, y en un mundo vivificado por la energía solar, el pueblo invariablemente acude a los consejos de los sacerdotes del sol, los iluminados mamas, únicos capaces de controlar las fuerzas cósmicas por medio de oraciones y ritos, de canciones y conjuros. Aunque gobiernan a los vivos, los mamas no gozan de privilegios manifiestos, o de signos exteriores de prestigio. Comparten la misma comida sencilla, viven en idénticas casas de piedra y visten la misma ropa tejida por sus propias manos. Pero su búsqueda de la sabiduría implica una enorme carga, porque los kogis y los ikas creen que la sobrevivencia del pueblo y de toda la tierra depende de su trabajo.
+Se accede al sacerdocio por la adivinación. Tan pronto nace el niño, un mama consulta a la Mama Grande interpretando las figuras hechas por piedras y cuentas al echarlas en el agua de vasijas ceremoniales. A los escogidos los separan de sus familias en la infancia y los llevan a lo alto de las montañas para ser criados por un mama y su esposa. Allí el niño vive una vida nocturna, completamente apartada del sol, vedada incluso a la vivencia de la luz de la luna llena. Hasta los dieciocho años no se le permite conocer a una mujer en edad de ser fecundada o recibir la luz del día. Pasa su vida en una casa ceremonial, durmiendo de día y despertando después del atardecer para ir en la oscuridad a la casa del mama, donde lo alimentan dos veces: a medianoche y luego poco antes del amanecer. La esposa del mama prepara su comida, pero incluso ella sólo puede verlo a oscuras. Su dieta es sencilla: pescado hervido y caracoles, hongos, grillos, yuca, calabazas y fríjoles blancos. Nunca debe comer sal o alimentos desconocidos para sus antepasados. Sólo desde la pubertad se le permite comer carne.
+Su aprendizaje se divide en dos fases diferentes y precisas, cada una de nueve años, en semejanza de los nueve meses que ha pasado en el vientre de la madre. Al principio es criado como hijo del mama y se le inculcan los misterios del mundo. Aprende canciones y danzas, relatos mitológicos, los secretos de la creación y el lenguaje ritual de los antiguos, conocido sólo por los sacerdotes. Los otros nueve años están dedicados a ocupaciones más altas y a más conocimientos esotéricos: el arte de la adivinación, técnicas de respiración y de meditación que inducen al trance y oraciones que dan voz a los espíritus internos. Nada aprende el novicio de las tareas mundanas, habilidades más apropiadas para otros. Pero aprende todo lo que hay que saber sobre la Mama Grande, los secretos del cielo y de la tierra, la maravilla de la vida misma en todas sus manifestaciones. Como los iniciados sólo conocen la oscuridad, adquieren el don de las visiones. Se vuelven clarividentes, capaces de ver no sólo el futuro y el pasado, sino mediante todas las ilusiones materiales del universo. Pueden viajar, en trance, por la tierra de los muertos y penetrar en el corazón de los vivos. Finalmente llega el gran momento de la revelación. Después de haber atesorado enseñanzas sobre la belleza de la Mama Grande, sobre el delicado equilibrio de la vida, sobre la importancia de la armonía ecológica y cósmica, el iniciado está listo para llevar sobre sus hombros la carga divina. Una mañana clara, al asomarse el sol sobre las montañas, es llevado hacia la luz del alba. Hasta ese momento el mundo sólo ha existido para él como pensamiento. Ahora, por primera vez, ve el mundo como es, la trascendente belleza de la tierra. En un instante se confirma todo lo que ha aprendido. De pie a su lado, el mama extiende el brazo recorriendo todo el horizonte como si dijera:
+—Mira. Todo es como te dije.
+*
+Adalberto colocó con sumo cuidado varios trozos pequeños de caña en una estrecha hendidura entre dos piedras. No eran unas piedras cualesquiera; eran las que habíamos estado buscando desde que dejamos Sogrome, grandes y blancas de río, para mí iguales a las demás. Pero para Adalberto eran diferentes. Eran las piedras que protegerían el fuego con el que reduciría a cal las conchas marinas para su yoburu. Llamaba a su poporo su mujercita.
+Sobre las cañas colocó nueve conchas y nueve trozos cortos de hilaza, que cubrió con esparto y más cañas. A lado y lado de las cañas había dos palos hundidos verticalmente en la tierra. Los llamaba guardias.
+—¿Cómo consiguió estas conchas? —preguntó.
+Tim le contó cómo había contratado a los niños en Santa Marta. Adalberto no se mostró impresionado. Recordó uno de sus viajes al mar, un peregrinaje de cinco días que lo había llevado a la tierra de las ranas y de los espíritus, pasando por cavernas y lagos de hielo y otras aberturas en el cuerpo de la Mama Grande. Al descender al borde del mar, había esperado el amanecer e ido hasta la playa a espaldas de las olas, acercándose más y más al agua y al origen del Divino Tejedor.
+—Su cal viene de estas conchas —le dijo Tim—, pero hay otros que queman piedra caliza de la tierra o huesos de animales. Algunos usan las cenizas de ciertas hojas y tallos mezclados con orina y rocío. Hay plantas que endulzan la mascada.
+Adalberto miró hacia arriba. Había oído un crujido en los arbustos y, al darnos vuelta, vimos una iguana inmóvil echada en una rama, su piel dura y arrugada, de aspecto milenario. Adalberto le arrojó una piedra y erró el tiro.
+—Nosotros sólo usamos estas conchas —dijo al volver a su labor.
+Encendió un fósforo y prendió la hierba seca, que pronto extendió llamas calientes sobre las cañas. Luego avivó el fuego. En un cuarto de hora las cañas y el esparto quedaron reducidos a cenizas, dejando nueve blanquísimas conchas limpias de toda materia orgánica, en un lecho de cenizas casi negras. Las retiró del rescoldo con las manos y dejó que se enfriaran unos momentos antes de ponerlas en una jarra de barro. Con cierto cuidado vertió sobre ellas una infusión de tallos florecidos de moroche que había preparado. Se produjo una reacción, y un débil vapor químico se escapó por la boca de la vasija. Al absorber el líquido, las conchas quedaron reducidas a un polvo muy fino.
+*
+Después de dos semanas en Sogrome nuestra breve temporada en la Sierra se acercaba a su fin. Aurelio había vuelto con las mulas y Tim se mostraba cada vez más ansioso ante la condición de nuestros especímenes. El alcohol y el formol que habíamos comprado en Santa Marta habían resultado rendidos con agua; había moho en algunos de los paquetes, y varios de los primeros especímenes daban muestras de estarse ya pudriendo. Habíamos aprendido todo lo que habíamos podido sobre el uso de la coca. Descubrir más habría implicado un compromiso temporal que no estaba dentro del alcance del estudio de Tim. En cualquier lugar del interior de América del Sur se podía uno pasar la vida sin haber agotado la reserva de conocimientos indígenas. Pero la misión de Tim era estudiar la coca a todo lo largo de su difusión, y una docena de tribus repartidas a lo largo y ancho del continente lo esperaban.
+En la noche de nuestro último día en Sogrome, Adalberto se acercó a la lumbre de nuestro fogón. Lo acompañaba un anciano. Tenía bigotes negros y vestía una capa de algodón blanco que empequeñecía su frágil cuerpo. Era el padre de Adalberto, que nos presentó como el mama José de Jesús. Había caminado desde la tierra de la familia, muy alto en las montañas, en Mamancanaca, sólo para conocer a Tim.
+Durante varios minutos, Tim y Adalberto hablaron sobre una cosa y la otra, pero sus palabras parecían volar con el viento, como si fueran puro adorno. El padre de Adalberto retiró del cuello su bolsa de coca y se la entregó al hijo. Adalberto metió la mano, sacó un yoburu y se lo dio a Tim. José de Jesús empezó a hablar suave y deliberadamente.
+—El yoburu es muy importante. Es la cuna de la civilización. Por la noche, antes de dormir, usted masca las hojas tres, cuatro veces tal vez. Piensa en el día de hoy. Luego piensa en la mañana y en la noche que sigue cuando esté de nuevo en su hamaca. Las hojas lo harán pensar en esta tierra.
+Tim aceptó el regalo, alcanzó su bolsa y probó por primera vez el agridulce hayo.
+Una hora después quedamos de nuevo solos. El fuego se había apagado. Me eché en la hamaca y repasé lo que habíamos hecho en los últimos días. Oí que Tim se levantaba e iba hacia la puerta. No me interesaba dormir, así que lo acompañé. La noche estaba clara y el cielo estrellado. Hacía un frío sorprendente. Tim tenía en la mano el poporo que Adalberto le había dado.
+—¿Cómo estás? —me preguntó.
+—No podía dormir.
+—Yo tampoco.
+—Estaba pensando en esta gente —le dije—, y en este trabajo. En cómo puede uno pasarse la vida recogiendo plantas, sólo yendo de lugar en lugar, viviendo con diferentes tribus, acomodándose y luego yéndose.
+—Y haciendo que le paguen por ello —comentó sonriendo en la oscuridad—. Se lo tienes que agradecer a Schultes.
+—¿Cómo empezó él?
+—Es una larga historia. Su mundo era diferente.
+Tim prendió un cigarrillo y fue hasta el borde de la terraza. La luna estaba saliendo y el viento soplaba entre las ramas del árbol junto a la casa de Adalberto. Salía humo del techo. Nos quedamos unos minutos callados; luego volví a oír su voz.
+—Los kogis tienen la palabra munse, ¿te acuerdas?
+—No.
+—Quiere decir amanecer y quiere decir vagina. También es una luz blanca. Los sacerdotes van a los picos más altos y se sientan de espaldas a las montañas, mirando hacia el mar. Hacen ofrendas y se quedan allí hasta que sienten que el poder recorre sus cuerpos. Es en ese momento cuando ven la luz del munse. Sobreviene como una visión y luego adquiere forma. Lo que ven es la vagina de la Mama Grande, una cruz con forma de telar.
+EN LOS ARCHIVOS ANTROPOLÓGICOS de la Smithsonian Institution hay un pequeño álbum de fotografías que muestra cómo fue el verano en que Richard Evans Schultes, un joven estudiante de Harvard, viajó hacia el oeste, a Oklahoma, para vivir con los kiowas y participar en los solemnes ritos del culto del peyote. En una de las fotos la tierra parece un borrón de arena, el cielo diluido en gris, la atmósfera oscurecida por el polvo levantado por el viento, las casas en el horizonte, en ruinas y abandonadas. Otra imagen expone la silueta de una loma distante de las montañas Wichita, el lugar donde el anciano kiowa Bert Crow Lance buscó el poder medicinal. La leyenda, unos garabatos casi ilegibles, explica que durante su visionaria búsqueda de cuatro días, se hizo un cubil con cueros y ramas de sauce, ayunó, se purificó a sí mismo con salvia y cedro, y soportó el calor del fuego hasta que su espíritu se liberó, elevándose sobre un campo lleno de serpientes. Su severa prueba terminó cuando tuvo una visión de su madre, quien le dijo que volviera a casa porque había olvidado su pipa.
+Otra fotografía es un retrato de una anciana identificada como Mary Buffalo, principal informante y esposa del Guardián de las Diez Medicinas, aquellos atados sagrados que según los kiowas se remontan al principio del mundo. Era la nieta de Onaskyaptak, propietario del Tai-Me, la Imagen de la Danza del Sol, el objeto más venerado por la tribu. Su atado medicinal incluía doce cueros cabelludos, siete tomados de blancos, incluso el de una mujer de pelo blanco muerta en Texas en el siglo XIX. La foto muestra una cara modelada por la llanura, por ventiscas invernales y por el calor del verano. Es oscura, curtida y dura. Un gorro de malla esconde su pelo delgado pegado al cráneo. Un vestido largo y una manta cubren todo su cuerpo, menos las manos, que tiene asidas a las puntas de la manta contra el pecho. Es dueña de unas manos fuertes, demasiado grandes, de mujer que ha pasado la juventud raspando la carne y la grasa de los cueros. Parece orgullosa, pero hay en sus ojos la profunda tristeza que sugiere que la indiferencia estoica que hemos llegado a asociar con los indios de las llanuras es menos una característica de unos pueblos que el resultado de un siglo de insoportable tristeza. Sus ochenta y ocho años de vida abarcaron toda la historia moderna de los kiowas. De niña fue criada en la creencia de la divinidad del sol. De joven presenció el retorno de las incursiones guerreras e hizo ofrendas al Tai-Me durante la Danza del Sol. Mujer ya, descubrió la aflicción de la derrota y soportó la hambruna y las enfermedades. Se hizo vieja escuchando los tristes cantos de los guerreros quebrantados y el silencio de la llanura sin búfalos.
+Una fotografía más muestra a un grupo de comedores de peyote con los ojos irritados que posan junto a un tipi al amanecer. Visten camisas sueltas de algodón, calzones bolsudos y pañuelos. Belo Kozad, el caminante o conductor de la ceremonia, está parado al frente y luce ropas tradicionales: camisa de piel de ante, mocasines y una vieja cobija ordinaria envuelta en la cintura. Tiene el pelo largo, trenzado y enrollado en tiras de piel de nutria que caen hasta bastante más abajo de las rodillas. Lleva puesto un sombrero de piel que luce adelante, justo arriba de los ojos, un arco de cuentas. La cruz roja en el centro es la estrella matutina. En torno al borde hay ocho triángulos que representan el vómito depositado junto al tipi por el círculo de adoradores. Las orlas de cuentas amarillas simbolizan los rayos del sol. Una pluma de halcón de las praderas pende sobre su ojo izquierdo. Del hombro izquierdo le cuelga una sarta de las tóxicas semillas de mezcal carmesí que se usaban como alucinógenos y en pruebas rituales antes de la llegada del culto del peyote a la zona de las praderas. A su derecha está Charlie Charcoal, sobrino de Kicking Bear. El caminante tiene en las manos el abanico de plumas de águila que Charlie vio esa noche convertirse en agua, un río, el ala de un pájaro, y finalmente una escalera que había sacado del tipi sus oraciones y las había llevado a los cielos.
+La imagen más intrigante de todas es la más sencilla. Muestra al caminante, Belo Kozad, y a lado y lado suyo a dos jóvenes blancos en el campo. A la izquierda del kiowa está Weston La Barre, un estudiante del posgrado de antropología de Yale que escribiría después el original y muy influyente libro The Peyote Cult. Su compañero es Schultes, entonces de veintiún años. Es obvio al yuxtaponer las fotos del álbum que los tres acaban de salir de una ceremonia alrededor del peyote que duró toda la noche. La Barre tiene todo el aspecto de haber estado. Su mirada rehúye la luz y tiene el pelo desordenado, al igual que la ropa. Schultes, al contrario, tiene cada pelo en su sitio. Es alto, digno y aplomado. Con el calor de la mañana y durante toda la larga noche de cantos, oraciones y vómitos rituales, es evidente que ni siquiera se ha aflojado el nudo de su corbata roja de Harvard. Nunca se sospecharía que por sus venas corre el residuo de las plantas sagradas que un momento antes ha enviado a una docena de kiowas en un viaje místico hacia sus dioses.
+*
+El perfil de la vida de Richard Evans Schultes en el otoño de 1933 parecía seguro y predecible al traspasar por primera vez la Johnson Gate como alumno de primer año de Harvard. Había nacido en el seno de una familia estricta y devota de East Boston en un momento en que la pequeña y cerrada comunidad de italianos y de algunos inmigrantes ingleses, irlandeses y escandinavos vivía todavía en una isla, apartada de tierra firme por el flujo y reflujo de las mareas en la ensenada Chelsea. La gente era industriosa, religiosa y conservadora. Sostenían once iglesias y en la escuela dominical a la que asistió la madre de Schultes había más de mil trescientos niños, tantos, que las clases debían darse por turnos. Aunque los residentes más antiguos todavía podían recordar vagamente los vertiginosos días en que los astilleros de Donald McKay enviaban clíperes a todo el ancho mundo, hacía mucho tiempo que la comunidad había caído en un periodo de decadencia económica. Quedaban unas pocas fábricas, pero la mayor parte de los hombres encontraba trabajo fuera de la isla, en Boston, en los astilleros de Charlestown y en las plantas industriales que habían surgido en la desembocadura del Mystic.
+En sus últimos años como profesor de Harvard, Schultes a menudo se describía a sí mismo como un bostoniano de cuarta generación. La familia materna había emigrado de las Midlands de Inglaterra en 1860 y llegado a Boston en un barco de la línea Cunard. En el muelle los esperaba Susan Damon, una trabajadora social de la Iglesia Unitaria que ofreció alojar a los tres hijos mientras los padres encontraban un lugar donde vivir. Este gesto nunca fue olvidado por los Bagley, que se hicieron unitarios y firmes seguidores de esa Iglesia. El abuelo de Schultes, experto mecánico, consiguió trabajo al otro lado del puerto; tenía que ir a pie, caminando sobre el puente de caballete del tren, único medio de llegar a tierra firme en ese entonces. Era un paso peligroso y expuesto en el que, trágicamente, un día de invierno tremendamente frío tropezó con una traviesa de la vía, cayó más de treinta metros al vacío y encontró la muerte. Su viuda, obligada a educar a sus cinco hijos, lavó ropa y vendió lana de unas ovejas que apacentaba en las colinas en las afueras de la ciudad.
+La familia paterna de Schultes era alemana, y había emigrado tras la toma del poder por parte de Bismarck. El abuelo, antiguo oficial del Ejército, se estableció en Hoboken, Nueva Jersey, donde trabajó como carretero repartiendo barriles de cerveza. Otto, el padre, creció muy cerca de la industria cervecera y poco después de la guerra de los Boers viajó a Suráfrica, donde fue capataz durante dieciocho meses en la instalación de los tanques de la primera fábrica de cerveza del país. Era, según el decir general, un hombre deplorablemente tímido, y tal fue la única vez que viajó fuera de los Estados Unidos. Queda sólo una fotografía de esa época. Nos muestra a un hombre vestido con el traje corriente de lino de los dueños de plantación coloniales, sentado en una calesa oriental tirada por un fornido joven bantú.
+Aunque algunos miembros de la familia prosperaron, entre ellos dos tíos que presentaron con éxito su nombre para sendos puestos de elección popular por el partido republicano en un East Boston completamente demócrata, la familia cercana de Schultes pasó épocas muy difíciles. Con la prohibición se cerraron las cervecerías y su padre se vio obligado a buscar trabajo como plomero. Después, la depresión afectó su pequeño negocio de plomería. Para sobrevivir tuvo que despedir a unos trabajadores, pero se enfrentó al Gobierno, esta vez con la Agencia de Recuperación Nacional de Roosevelt, que intervino a favor de los obreros para evitar los despidos. De manera que en dos ocasiones de la misma década, lo que la familia consideraba una intromisión arbitraria de la burocracia federal puso en peligro la subsistencia de su padre. Estos acontecimientos, enriquecidos por el paso del tiempo y vistos con los ojos de unas gentes que creían que Woodrow Wilson era un socialista radical, moldearon las opiniones políticas de Schultes. Su antipatía de toda la vida contra la familia Kennedy, sin embargo, no se basaba sólo en diferencias políticas. Maude, su madre, había ido a la escuela de East Boston con Joe Kennedy, el patriarca de la familia. Durante la prohibición vio cómo se esfumaban los negocios de su marido mientras Joe Kennedy hacía una fortuna fabulosa contrabandeando whisky. Después, durante la depresión, cuando tantos pasaron necesidades, Kennedy se hizo más rico ejecutando las hipotecas de muchos de sus amigos.
+Maude Schultes era una mujer fuerte cuya vida había sido templada por la muerte de seres cercanos. Su padre se ahogó cuando tenía dos años, y su primogénito murió un mes después de nacido. Tal vez como resultado de ello, tendió a ser demasiado solícita con sus dos hijos siguientes, Richard y su hermana menor, Clara. La familia, el hogar y la iglesia eran toda su vida, los hijos los seres más cercanos. Había vivido desde los siete años en la casa amarilla de la calle Lexington donde se crió Richard, y allí viviría durante cincuenta y dos años. Su esposo era distante, frugal, austero y serio. Trabajaba seis días a la semana y pasaba gran parte de su tiempo libre tramitando demandas para que le pagaran las cuentas de plomería. Nunca sacaba a su esposa y, fuera de ser miembro de la Orden Independiente de los Excéntricos, un club privado que su hijo prefería llamar los «tipos peculiares», no tenía vida social. Aunque criado como estricto luterano alemán, Otto Schultes rechazaba por completo su educación religiosa y no quería tener nada que ver con ninguna iglesia, incluida la que era el centro de la vida de su esposa.
+Aunque alto y desgarbado de joven, Richard Evans había sido un niño enfermizo, y cuando llegó el momento de entrar a la secundaria, el médico de la familia recomendó que no fuera a la escuela en el trolebús que pasaba por el congestionado y húmedo túnel que unía a East Boston con tierra firme. Por eso, en lugar de ir a la Boston Latin, la escuela pública de más prestigio de la ciudad, estudió en la East Boston High School, donde descolló sobre todo en griego, latín, química y lenguas extranjeras. En su tiempo libre leía mucho, criaba conejos, trabajaba en el jardín y hacía mandados por cinco centavos al día, que ahorraba para los gastos de la universidad. Durante la adolescencia vivió en un mundo propio de estudiante brillante que se las arreglaba para ser excéntrico sin que lo ridiculizaran. En realidad, aunque tenía pocos amigos, se sabe que todos sus coetáneos lo respetaban. Era orgulloso, seguro de sí mismo, sereno y motivado por una ardiente ambición. Sus puntos de referencia no eran del todo de este mundo. Era, recuerda su hermana Clara, «diferente».
+Cuando llegó el momento de la universidad, sólo hizo solicitud para Harvard. Le fue muy bien en los exámenes de admisión y se convirtió en el primer universitario de la familia. Fue un acto de fe en muchas maneras. Sus padres se las habían arreglado para ahorrar cuatrocientos dólares destinados a pagar la matrícula del primer año, pero después de este todo quedó por su cuenta. Durante el primer semestre estudió duro, como siempre; tomó química, biología y alemán intensivo. Para ahorrar vivía en la casa, y mientras sus compañeros almorzaban en comedores suntuosos, atendidos por mujeres que llamaban «viejitas», él almorzaba siempre lo mismo en un comedero de la esquina de la Plaza Harvard: sopa y tres tajadas de pan de centeno por quince centavos.
+La seguridad económica le llegó al final del primer año, al recibir la beca Cudworth, una asignación que daba la Iglesia Unitaria de East Boston, nombrada en honor de un antiguo ministro que estuvo con Lincoln en Gettysburg. La beca había sido provista de fondos para estudiantes de Harvard que tuvieran prestancia moral y que vivieran en East Boston o en el vecino Lowell. Quienes lo recomendaron lo habían visto crecer. Pensaban que era una persona seria y no dudaban de que algún día volvería al barrio para practicar la medicina. Pero nadie sospechó lo que le esperaba en Cambridge, en el cuarto piso del Museo Botánico.
+*
+El Museo Botánico de Harvard se remonta a una carta de 1858 de Asa Gray, el naturalista más influyente y famoso de los Estados Unidos en ese entonces, a Sir William Hooker, el director de los Jardines Botánicos Reales de Kew. En su carta Gray, quien pronto se convertiría en uno de los más elocuentes y distinguidos opositores de Darwin, anunciaba el proyecto de establecer en Harvard, «en humilde imitación de Kew… un museo de productos vegetales». Hooker respondió de inmediato enviando a Cambridge los especímenes duplicados —tagua del Ecuador, troncos de palma del Sudeste Asiático, caucho del Amazonas, narcóticos de Turquía— que constituirían el núcleo de las colecciones de botánica económica del museo. Desafortunadamente, a tiempo que se establecía el museo, el esfuerzo de toda la vida de Gray por evitar la aceptación de la teoría evolutiva de Darwin desvió y consumió toda su energía, retrasando así la biología en Harvard por toda una generación. No fue sino en 1888, al ser nombrado George Goodale su primer director, cuando el museo creció y se convirtió, como dijo él, «en un lugar donde se pueden identificar drogas raras y comparar fibras poco comunes».
+Para 1933, el año en que Schultes entró a Harvard, el Museo Botánico era en gran medida creación personal de su segundo director, Oakes Ames. El mayor especialista en orquídeas del mundo y el hombre que hasta ese momento había tenido el mayor número de nombramientos académicos de Harvard en la historia de la universidad, Ames era un caballero erudito para quien la ciencia era un pasatiempo, un refugio de los prosaicos asuntos de la gente común.
+Dedicó su vida a Harvard y al Museo Botánico. Multimillonario, subvencionó casi todos los aspectos del funcionamiento del museo. Sacando provecho de sus contactos en Europa y en el continente americano, y gastando su propio dinero cuando era necesario, formó un herbario de más de catorce mil especímenes de plantas económicas, una biblioteca de treinta mil volúmenes, y una colección sin rival en el país de objetos de ámbar laqueados y de productos de diversas plantas. Su herbario de orquídeas, cerca de sesenta y cuatro mil especímenes secados y montados, incluidas más de mil nuevas especies que había descrito, enriquecieron el Museo Botánico. Ames pagaba de su bolsillo todos los salarios de bibliotecólogos, ayudantes de investigación y secretarias. Cuando decidió que «la investigación de un botánico era una joya digna de un montaje apropiado», compró una imprenta y empleó a un impresor joven que trabajó en el museo más de sesenta años, y cuando Harvard se propuso construir un enorme conjunto de edificios con el fin de albergar los laboratorios biológicos, acudió a Ames para reunir los fondos.
+Personalmente, Ames era distante, tímido y retraído, un hombre que, según recordaba su propio hijo, se encontraba más a gusto con las plantas que con las personas. No le interesaba la política de la ciencia. Detestaba las reuniones de las facultades y no asistió a ningún congreso botánico nacional en toda su carrera. Cuando la muy influyente y respetada Asociación Americana para el Avance de la Ciencia celebró una reunión anual en Cambridge, eludió a una multitud de admiradores que deseaban presentarle sus respetos refugiándose en la Plaza Harvard, donde pasó el día viendo películas mudas en el viejo teatro University.
+Él mismo reconocía que era un mal profesor, incapaz de pronunciar conferencias formales. En clase prefería sentarse tranquilamente en el borde de una mesa y charlar con los estudiantes, que rara vez eran más de media docena. Siempre usaba una chaqueta y chaleco de color de piel de ante, y tenía la hipnótica costumbre de juguetear con los anteojos que pendían de un delgado cordón negro fijado al chaleco. Mientras sus alumnos apostaban en voz baja cuánto tiempo permanecerían las gafas en su sitio, su cerebro recorría todo el campo de la botánica económica, escogiendo y concentrándose en los temas en forma completamente idiosincrática. En un curso al parecer sobre «Las plantas y la situación humana», el aristocrático Ames a duras penas mencionó el trigo, no dijo nada de la madera, habló de dientes para afuera sobre el arroz, pero dedicó todo un mes a los venenos de las flechas, examinó durante varias semanas las toxinas de los peces y los narcóticos, y dedicó toda una clase al estudio del ámbar.
+Había perfecta lógica en su escogencia de los temas. A Ames no le interesaban los productos vegetales prosaicos ya establecidos en la economía mundial. Le daba importancia a lo desconocido, a los misterios etnobotánicos que se podrían hallar en los vestigios de las civilizaciones antiguas. En este sentido su instinto rayaba en la clarividencia. Su énfasis en los venenos usados para las flechas se dio años antes de la identificación de la d-tubocurarina, el relajante muscular que revolucionaría la cirugía moderna. Dirigió a sus estudiantes hacia el estudio de los venenos de peces una década o más antes de que la raíz de Derris se reconociera como fuente de la rotenona, el insecticida vegetal más importante. Su concentración en las plantas medicinales se estableció medio siglo antes de que los científicos extrajeran los componentes de la Vinca rosea, la «viudita» colombiana, que alcanzaron un promedio de remisión del noventa y nueve por ciento en el tratamiento de la leucemia linfocitótica, salvando así las vidas de miles de niños.
+Como ser humano, Ames tenía firmes raíces en el pasado, pero como botánico estaba, extrañamente, a la vanguardia de su tiempo. Pensador profundo y original, era uno de los pocos estudiosos en el país que se preocupaban por los orígenes de las plantas cultivadas. En una época en que los antropólogos sostenían que el hombre era relativamente un recién llegado al Nuevo Mundo, publicó un libro que, basado únicamente en evidencias botánicas, hizo añicos ese dogma. Ames anotó que en cinco mil años de historia registrados, ni un solo cultivo principal había sido añadido a la lista de plantas de cultivo. Perdidos los orígenes del maíz y los fríjoles, el maní y el tabaco en las sombras de la prehistoria, no era realista presumir que la agricultura del Nuevo Mundo había surgido en menos de diez mil años. Sólo la antigüedad de la agricultura sugería que los humanos habían llegado aquí mucho antes de lo que creían los antropólogos. Tenía razón, pero pasarían veinte o más años para que fueran aceptadas sus ideas.
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+Schultes cayó bajo la influencia de Ames durante su segundo año en Harvard, cuando para ganar un poco de dinero —treinta y cinco centavos por hora— consiguió un trabajo en el Museo Botánico llenando tarjetas y poniendo los libros en su sitio en la biblioteca de botánica económica. Joven y curioso, se encontró en medio de una de las bibliotecas más eclécticas del país. Entre los infolios de Linneo y los tratados de Fuchs y de Brunfels había volúmenes sobre los venenos africanos usados en pruebas rituales, monografías sobre lejanas tribus, libros de viajes escritos por exploradores botánicos y estantes enteros dedicados completamente a los narcóticos y a los estimulantes, los venenos para flechas, las frutas tropicales, las fibras, los azúcares, los aceites esenciales y las especies de lugares en el mundo de los que nunca había oído hablar. Intrigado por este material, en la primavera de su tercer año se inscribió en el curso de Ames: Biología 16: Las plantas y los asuntos humanos.
+Había seis estudiantes en la clase y, en la conferencia de introducción, Ames esbozó los requisitos del curso. Fuera de las lecturas básicas, los exámenes y las tareas escritas, habría una práctica de laboratorio durante la cual los estudiantes harían experimentos con diferentes productos de las plantas. Fabricarían papel y tinta, mezclarían aceites esenciales para crear perfumes, extraerían azúcar para producir melazas, convertirían aceites grasosos en jabón, teñirían telas con hojas y raíces, probarían especies raras y exóticas y practicarían el arte de la medicina a base de hierbas.
+Después de unas semanas del semestre, Ames anunció un ligero cambio de rutina. En el laboratorio dedicado a las plantas estimulantes y narcóticas se podrían degustar el bourbon, el brandy, la ginebra, el ron, el tequila, la crema de cacao, el sake y el vodka. Estarían disponibles las dos especies de tabaco, la Nicotiana tabacum y su vieja y considerablemente más potente pariente, la Nicotiana rustica. Los estudiantes se debían familiarizar con cinco plantas que eran fuente de cafeína, entre ellas la yerba mate de Argentina y el yaupon, un potente purgante nativo de las Carolinas. Habría, naturalmente, nueces de betel, nueces de cola y otros masticatorios, así como la raíz fresca del kava-kava, soporífico suave y bebida ritual del Pacífico Sur. Por desgracia, el tiempo y la prudencia no permitían la degustación de ciertos productos más exóticos: el opio de Turquía, el hachís de Marruecos y la coca del Perú. También estaban del todo excluidas unas plantas más curiosas clasificadas en el manual del laboratorio como Phantastica, aquellas capaces de causar una «excitación bajo la forma de visiones y alucinaciones, a menudo en color». Había, sin embargo, especímenes que se podían examinar y literatura de consulta. En una mesa, en la parte de atrás del laboratorio, dijo Ames, había seis libros; cada uno de los estudiantes debía preparar y escribir un informe sobre el que escogiera. Apremiado por otras tareas, Schultes se lanzó en cuanto pudo a la mesa y escogió el libro más delgado. Se llamaba Mescal: the Divine Plant and its Psychological Effects. Publicado en 1928 y escrito por el psiquiatra alemán Heinrich Klüver, era la única monografía sobre los sorprendentes efectos farmacológicos del peyote que existía en ese entonces en inglés.
+Esa noche, en su cuarto de East Boston, Schultes abrió el libro y leyó el primer capítulo, que resumía lo poco que se conocía hasta ese momento sobre la planta. Era, anotaba Klüver, un pequeño cacto sin espinas, nativo del norte de México y encontrado comúnmente en ambas riberas del río Grande. Verde azuloso y de forma algo parecida a la de una zanahoria gruesa, sin ramas ni hojas, el peyote se daba solo o en densos macizos, directamente bajo el sol o con más frecuencia a la sombra de los altos árboles de yuca que crecen con fuerza entre arbustos y agaves del desierto de Chihuahua. La parte de arriba de la planta, la única sobre el suelo, está dividida radialmente por varias nervaduras que portan pequeños haces de pelillos. Por estos la planta se conoce científicamente como Lophophora, que quiere decir «portacrestas». Según Klüver, la palabra «peyote» también se refiere a estos pelillos y se deriva de peyotl, que significa «capullo» en náhuatl, el lenguaje de los aztecas. Schultes se mostró después en desacuerdo con este origen y sugirió en su lugar las palabras náhuatl pi yautli, que quieren decir «hierba con poderes narcóticos». Según él, la fuente de su poder es la mezcalina, uno de los treinta alcaloides de la planta aislados después. Para los indios, lo descubriría luego, la potencia del peyote residía en un dominio completamente distinto. Dice la leyenda que la planta había nacido de las huellas de los cascos del Ciervo Sagrado, y que las canciones que anunciaban sus visiones las componían los chamanes al oír por primera vez el sonido del sol naciente.
+En 1928 la botánica y la química del peyote eran, en palabras de Klüver, «materia en disputa». Todo lo que se sabía con certeza de la planta era que podía inducir a experiencias visionarias tan asombrosas como indescriptibles. Durante el resto de esa memorable noche, en lectura lenta y cuidadosa del libro, Schultes quedó encantado, página tras página, con los relatos de personas que habían probado la droga. Una vio «estrellas, delicadas películas de color flotantes…, luego una súbita catarata de innumerables puntos de luz se desplazaba cubriendo cuanto abarcaba mi vista, como si invisibles millones de astros de la vía láctea fueran un río relumbrante corriendo ante mis ojos… la maravillosa belleza de dilatadas nubes de color. Todos los colores que yo haya contemplado eran apagados comparados con estos. Aquí había miles de ondulados violetas, medio transparentes y de inefable belleza». Otra se vio a sí misma bajo «una cúpula con los más hermosos mosaicos, una visión de todos los más espléndidos y armoniosos colores. Primaba el tono azul, pero la multitud de matices, cada uno de una individualidad tan maravillosa que me hizo pensar en que, hasta entonces, ignoraba por completo lo que significa la palabra ‘color’. Aquí los colores son intensamente bellos, ricos, profundos, maravillosos, azules… [como] los azules de la mezquita de Omar en Jerusalén… La cúpula no tiene en absoluto un patrón discernible. Pero los círculos se vuelven más agudos y alargados… figuras que se persiguen locamente a través del domo».
+Para muchos, los sentidos se confunden, los sonidos se convierten en visiones, los colores en gusto, el tacto en ritmo. «Cada golpe audible del péndulo producía una explosión de color. El toque de un tambor aumentaba la belleza de las visiones, las notas bajas del piano suscitaban una alucinación en violeta, mientras que las altas hacían brotar el rosa y el blanco». Otro músico informó que «el efecto del sonido del piano era curiosísimo y encantador… Todo el ambiente se llenaba de una música en que cada nota parecía arreglarse en torno a una mezcla de otras notas que me parecían rodeadas por un halo de color que pulsaba con la música». Un tercero fue más conciso: «Oigo lo que estoy viendo. Pienso que estoy oliendo, soy música, asciendo al interior de la música». Finalmente, un consumidor de mezcalina dijo en lenguaje llano lo que todos los demás, a pesar de sus líricas descripciones, sabían que era verdad: «El despliegue que siguió durante las dos siguientes encantadas horas, fue tal que me parece imposible describirlo en un lenguaje que diga a otros la belleza y el esplendor de lo que vi».
+Estas descripciones de las visiones del peyote asombraron a Schultes, quien sesenta años después todavía recordaría su sorpresa. «¡Que una planta pudiera hacer tales cosas! Tenía que saber sobre ella». El día siguiente de leer el pequeño libro de Klüver, Schultes fue a ver al profesor Ames y le preguntó si podía escribir su tesis de pregrado sobre el peyote. Ames estuvo de acuerdo, con la condición de que no sería suficiente estudiar el tema en los libros. Schultes tendría que viajar al oeste, a la región indígena de Oklahoma, y presenciar el uso de la planta. El peyote, le explicó, tuvo su origen en México, pero a mediados del siglo XIX se extendió hacia el norte y llegó a las grandes praderas cerca de 1870. Los apaches lo llevaron donde los kiowas y estos donde los comanches, convirtiéndose el cacto en la base de una religión visionaria, organizada bajo el nombre de «Iglesia Nativa Americana». De los kiowas, el culto del peyote había pasado a los arapahos y cheyennes, los shawnees, wichitas y pawnees, y no sólo hasta los pueblos de las praderas del norte, los crows, sioux y blackfoots, sino yendo más allá hasta los senecas y los creeks, los cheroquíes, los bloods, los chippewas, y alcanzando incluso a llegar al norte del Canadá, donde fue adoptado por los creeks. A pesar de la violenta oposición y de las leyes contra el peyote aprobadas en nueve estados, en setenta años había llegado hasta casi ochenta tribus, un fenomenal promedio de difusión de algo así como una tribu por año.
+Las personas que en el Gobierno se oponían al consumo del peyote por los indios, le sugirió Ames a Schultes, no sabían nada sobre su historia e ignoraban por completo su importancia tanto como planta medicinal como en cuanto sacramento ritual. Hacía mucho tiempo que se había debido hacer un adecuado estudio etnobotánico. «Con ese fin», le dijo Ames, «es posible que se pueda conseguir una pequeña subvención». Al mes siguiente, Schultes recibió su beca, que según supo años después salió directamente del bolsillo de Ames.
+Durante las semanas que siguieron, Schultes leyó todo lo que se conseguía sobre el peyote, desde las crónicas de los conquistadores españoles hasta los experimentos de fines del siglo XIX hechos por el psiquiatra de Filadelfia S. Weir Mitchell, quien comió de la planta en su casa y tuvo visiones de joyas luminosas que flotaban en un océano de luz límpida. Por los diarios del explorador danés Carl Lumholtz, supo que los tarahumaras, unos indios de la Sierra Madre Occidental de México, eran los mejores corredores del mundo. En carreras sin descanso y llevando un botón de peyote y la cabeza disecada de un águila bajo el cinto para protegerse de la brujería, los hombres tarahumaras podían trotar más de doscientos cincuenta kilómetros. Un empleado tarahumara del servicio postal mexicano, en cinco días, había entregado una carta a novecientos sesenta kilómetros de distancia.
+Para los tarahumaras el peyote era el hikuli, el ser espiritual sentado al lado del Padre Sol. Era una planta tan potente que portaba cuatro caras, percibía la vida en siete dimensiones, y a la que nunca se le podía permitir reposar en los hogares de los vivos. Para recoger el hikuli los tarahumaras viajaban lejos, hacia el sudeste, más allá de las estribaciones de la sierra, en el desierto. Allí encontraban la planta al escuchar su canción. El hikuli nunca deja de cantar, incluso después de ser recolectado. Un hombre le contó a Lumholtz que al volver al desierto había tratado de usar como almohada su bolsa de hikuli. Su canto era tan alto que no pudo dormir.
+Ya seguros en casa, los tarahumaras extendían el hikuli en mantas, que luego pringaban por encima con sangre, para luego guardar con cuidado las plantas secas hasta que las mujeres estuvieran prontas a molerlas en un metate hasta convertirlas en un espeso líquido ocre. Se hacía una gran hoguera, con los leños orientados hacia el este y el oeste. Sentado al oeste del fuego, un chamán trazaba un círculo en la tierra dentro del cual dibujaba el símbolo del mundo. Colocaba en la cruz un botón de peyote y lo tapaba con una calabaza invertida que amplificaba la música y placía al espíritu de la planta. El chamán lucía un tocado de plumas, que le infundía la sabiduría de los pájaros y evitaba que los vientos malignos entraran en el círculo de fuego. Después de las oraciones, el peyote pasaba de mano en mano y hombres y mujeres envueltos en telas blancas y descalzos empezaban una danza que duraba hasta el amanecer. Luego, a la primera señal del sol, el chamán y las gentes se paraban hacia el este y se despedían con los brazos del hikuli, el espíritu que había descendido llevado por las alas de palomas verdes, para partir luego en compañía de una lechuza.
+Sobra decir que cuando Schultes acudió a las primeras crónicas españolas, encontró una visión muy diferente de esa notable planta. Para los españoles, el peyote era la «raíz diabólica», un signo más del «satánico embuste» del Nuevo Mundo. El fraile franciscano Bernardino de Sahagún, quien primero escribió sobre la planta en 1560, anotó que el peyotl era «alimento común de los chichimecas, pues los sostiene y les inspira el coraje para luchar sin sentir miedo, hambre o sed. Dicen que los protege de todo peligro… Pierden el sentido y ven visiones de endemoniados y aterradores espectáculos». Francisco Hernández, médico personal de Felipe II y el primero en describir la planta botánicamente, escribió sobre «las maravillosas propiedades atribuidas a esta raíz», que permitían «a quienes comían de ella la capacidad de prever y predecir cosas». Un tal padre Arlegui, que vivió con los zacatecas, explicó en 1737 este don de la clarividencia: «Los intoxica e infunde en ellos un frenesí de locura, y emplean todas las fantásticas alucinaciones que se apoderan de ellos como augurios del futuro». Este sacerdote también registró que al nacer su primogénito, un padre zacateca se negó a comer por veinticuatro horas y luego bebió un «bebedizo de una raíz llamada peyot». Al sobrevenirle las visiones, el hombre se puso al lado de un cuerno de venado ceremonial y, una por una, la gente armada de huesos y dientes de animales se acercó y cortó sus carnes, hiriéndolo sin piedad. De tal modo se ponía a prueba al padre para que su hijo demostrara en su propia vida una valentía similar. Era, le dijeron los zacatecas al sacerdote, lo menos que un padre podía hacer por un hijo.
+Prácticas rituales como esta horrorizaban a los españoles. Poco después de la Conquista, y en un gesto característico de la época, Juan de Zumárraga, el primer arzobispo de México, hizo registrar todo el país en busca de cualquier manuscrito o artefacto que contuviera información sobre las civilizaciones sometidas, o de cualquier hereje que todavía practicara las antiguas creencias. Luego, en una orgía final de destrucción, en una hoguera alimentada tanto por seres humanos como por miles de textos religiosos, trató de eliminar la memoria de todo lo antes transcurrido. Tales actos de violencia fueron comunes en México después de la introducción de la Inquisición en 1571, y los indios que consumían peyote se contaron entre las víctimas. Para 1620 la planta había sido declarada oficialmente obra del demonio, y en 1760 un sacerdote que vivía cerca de San Antonio, Texas, publicó un manual religioso con preguntas para posibles conversos: «¿Ha comido carne humana? ¿Ha bebido peyote?» Otro sacerdote, Nicolás de León, preguntó: «¿Eres un adivino? ¿Predices hechos por augurios o interpretando sueños y figuras en el agua? ¿Adornas con flores los lugares donde reposan los ídolos? ¿Conoces ciertas palabras con las que convocar el éxito en la cacería o traer la lluvia? ¿Chupas la sangre de los demás, o vagas en la noche pidiendo al demonio que te ayude? ¿Sabes las palabras para hacer que las víboras te obedezcan?».
+La planta que tanto preocupaba a los españoles crecía en un área relativamente pequeña de la colonia. Nativa del desierto de Chihuahua, el peyote se daba desde el valle del río Grande en Texas hasta el sur, por todas las faldas de la Sierra Madre Oriental y en la alta planicie central del norte de México. Tierras de zarzas y mezquites, Larrea mexicana, yuca y docenas de especies de cactos, el desierto era en la época de la Conquista elemento natural de los teochichimecas y los guachichiles, cazadores y recolectores nómadas, pueblos que según Sahagún habían usado el peyote durante cerca de dos mil años. De hecho, lo sabemos ahora por recientes descubrimientos arqueológicos, los pueblos nativos de México han comido peyote al menos desde hace siete mil años. La Conquista llevó las enfermedades y la muerte a los altos desiertos del norte, y como secuela los nativos se dispersaron; muchos huyeron al sur y al oeste, a los valles aislados y a las barrancas de la Sierra Madre Occidental. Un grupo se estableció en una región particularmente inaccesible y remota, a unos seiscientos cuarenta kilómetros al sur de la tierra de los tarahumaras. Muy posiblemente, sus descendientes fueron el origen de los huicholes, el pueblo del Ciervo Sagrado, una extraordinaria tribu que en su aislamiento logró conservar su modo de vida tradicional hasta muy entrado el siglo XX.
+Schultes leyó por primera vez sobre los huicholes en el segundo volumen de los diarios de Lumholtz, y de inmediato se dio cuenta de que su reverencia del peyote superaba incluso la de los tarahumaras. Lo que es más, al leer la descripción que hacía Lumholtz de sus ceremonias del peyote, los giros de los danzantes, los llantos de los suplicantes, las oraciones y la exaltación pura de la prodigiosa planta, reconoció los actos rituales de los teochichimecas, que Sahagún describió por primera vez en 1561. Aunque los españoles habían alcanzado el control nominal de las tierras de los huicholes en 1722 y establecido allí cinco misiones, su presencia e influencia fueron tan efímeras que la ceremonia del peyote sobrevivió casi sin ningún cambio por cuatrocientos años. Lo que era imposible que Schultes hubiera comprendido, dada su edad, falta de experiencia y la información disponible en la época, era el hecho sorprendente de que la cacería huichol del peyote constituía, esencialmente, una profunda evocación del antiguo impulso que dio origen a la religión.
+Se podría decir que el chamanismo es uno de los empeños espirituales más antiguos, nacido en los albores de la conciencia humana. Para nuestros antepasados paleolíticos, la muerte fue el primer maestro, el primer dolor, el borde más allá del cual terminaba la vida tal como se conocía y empezaba el asombro. La religión fue fomentada por el misterio, pero este nació de la cacería, de la necesidad de los seres humanos de racionalizar el hecho de que para vivir tenían que matar lo que más reverenciaban, los animales que les daban la vida. Ricos y complejos rituales y mitos nacieron como expresión del pacto entre los animales y los humanos, un medio de contener dentro de límites manejables el miedo y la violencia de la caza y de mantener un equilibrio esencial entre la conciencia del hombre y los irracionales impulsos del mundo natural. Es precisamente este equilibrio lo que buscan los huicholes cuando emprenden el peregrinaje sagrado a Wirikuta, la cuna mítica de sus antepasados, aquellos que probaron primero la carne amarga del hikuri o peyote.
+Para los huicholes, el peyote, el ciervo y el maíz son uno y lo mismo. Al principio del tiempo, el agua que hacía posible la vida en el desierto brotó de la frente de un ciervo. En las huellas de ese primer ciervo creció el peyote, que a su turno se convirtió en el primer tallo de maíz, así como en el cuenco del mayor y más antiguo de los dioses huicholes, Tatewari, el Abuelo Fuego. Fue Tatewari quien primero llevó a los huicholes a Wirikuta y los introdujo al peyote. Si su memoria no es honrada por los vivos, Tatewari detendrá la lluvia, no habrá maíz y el ciervo morirá de sed. Es así como cada año los huicholes dejan su hogar en las montañas para viajar por una geografía sagrada a un punto a trescientos veinte kilómetros de distancia en el nordeste. Guiados por los chamanes, los peregrinos asumen la identidad de sus dioses ancestrales. Al completar la cacería del peyote y comer la carne amarga del Ciervo Hermano Mayor, encuentran el camino hacia el centro del mundo y así se completan a sí mismos.
+Cada momento de la romería está preñado de significados rituales. El chamán, o mara’akame, luce un ancho sombrero de paja con plumas de águila y de halcón que le permite ver y oír todo, transformar a los muertos, sanar a los vivos, llamar al sol. Las plumas son el peyote, el maíz, el ciervo y las llamas del Abuelo Fuego. El peregrinaje empieza con una confesión ritual, la identificación de las parejas sexuales, una purificación libre de culpa y catártica encaminada a llevar a los peregrinos a un estado de inocencia pura. Por cada transgresión el chamán hace un nudo en una cuerda, que luego quema. Después toma una nueva hilaza, hace un nudo por cada peregrino y la enrolla en espiral en su arco. La espiral es el viaje, la cuerda el símbolo del ombligo y el nudo la memoria del momento del nacimiento, cuando uno es separado de la madre y se convierte en un hijo de la tierra.
+Purificados así, los caminantes asumen la identidad de los espíritus, pues es sólo convirtiéndose en dios como se puede pasar por el Portal de las Nubes en Discordia que separa el dominio de los vivos del mundo de sus antepasados. Este peligroso paso ocurre poco después de llegar los peregrinos a las montañas y desiertos de Wirikuta. Una vez en la tierra de los antepasados, franqueada ya la apertura de las nubes, los huicholes caminan en fila india y el chamán, transformado a imagen del Tatewari, empieza a cantar. Prenden una hoguera y, a medida que los peregrinos la alimentan con ramitas como ofrendas al Tatewari, forman un círculo y empiezan a llorar por el hikuri, el Ciervo Hermano Mayor. «No te pongas furioso», le rezan, «porque hemos venido de lejos para saludarte».
+Algo después, los peregrinos empiezan el acecho silencioso. Prestos los arcos y las flechas, los hombres se mueven cautos en medio del chaparral hasta que uno de los cazadores encuentra las primeras huellas. El chamán apunta y dispara una flecha en la tierra, justo a un lado del peyote. Vuelan una segunda, una tercera y una cuarta flecha hasta que la planta está rodeada por los cuatro lados. Después de colocar potentes objetos rituales y ofrendas de comida frente al cacto, el chamán llora y ruega cantando al Ciervo Hermano Mayor que no esté airado y que sepa que este espíritu se levantará de nuevo. Luego, después de levantar hacia el cielo y en las cuatro direcciones su flecha de oración, el chamán la hunde hasta que las plumas de halcón tocan la superficie de la planta. A tiempo que dice en su canto que los hermanos ciervos han brotado a la vida, corta con cuidado la corona del cacto, dejando que la raíz se desarrolle. Después le ofrece un pequeño trozo a cada peregrino. «Mastiquen bien», les advierte, «para que puedan encontrar su vida».
+Durante una semana los huicholes comen peyote día y noche, hasta que finalmente, y extinguiendo el fuego del Tatewari, recogen sus canastas llenas y emprenden el largo camino de vuelta a casa. Al acercarse a su aldea y empezar su proceso de metamorfosis de espíritus en seres humanos, se detienen tres días para cazar ciervos. Afilados sus sentidos por el hambre y la fatiga, matan varios animales, los suficientes para asegurarse de que lloverá y de que la gente en la aldea compartirá no sólo los dones del hikuri, las huellas del Ciervo Sagrado, sino la verdadera carne de los animales. Para el huichol, son una y la misma cosa.
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+El 24 de junio de 1936, el Anadarko Daily News anunció la llegada a Oklahoma de la Expedición India del Harvard-Yale-American Museum. La formaban, informó el diario local, dos hombres: Weston La Barre, cuyo particular interés era «conversar con indios individuales para obtener de ellos información de primera mano sobre una historia en la que muchos de ellos tomaron parte activa», y Richard Evans Schultes, un etnobotánico «interesado en las plantas nativas de diversas especies». El corto artículo mencionaba que La Barre, «etnógrafo es su título técnico», había pasado el verano anterior trabajando con los indios como parte de un equipo dirigido por el profesor Alexander Lesser de la Universidad de Columbia, y que había regresado a Oklahoma para «escoger el tema de su tesis de grado» en la Universidad de Yale. Nada decía de su viaje hacia el oeste desde Pensilvania en el vetusto Studebaker de 1928 que La Barre había cambiado por un pasaje de tren; nada sobre las ocho llantas pinchadas o sobre el día que recorrieron ciento cuarenta y cinco kilómetros en doce horas por las carreteras secundarias de Tennessee, levantando tras ellos remolineantes nubes de polvo, con las ventanas bien cerradas a causa del insoportable viento cálido. También omitió el periódico mencionar que Schultes jamás había estado al oeste del río Hudson y que durante el resto del verano él y su amigo comerían peyote dos y, en ocasiones, tres veces por semana.
+El principal contacto de Weston La Barre en Anadarko era Charlie Apekaum, o Charlie Charcoal, uno de los pocos kiowas puros que quedaban. Era sobrino de Kicking Bear y de Mary Buffalo. Su padre había sido uno de los primeros en llevar el peyote a los kiowas. Charlie mismo había comido peyote como remedio a los dos años, y a los doce había asistido a una ceremonia. De niño había celebrado su primera presa de caza con una fiesta familiar y una búsqueda de visiones. Había conocido el fuerte Sill cuando todavía tenía dotación de la caballería y las diligencias llegaban con dinero para los jefes indígenas. Había conocido a Quanah Parker quien, al asegurarles a los curanderos que las balas no hacían daño, había acaudillado el desastroso ataque contra los cazadores de búfalos en la batalla de Adobe Walls. Durante los últimos años de los kiowas, había asistido a una Danza de los Espectros con Kicking Bear, que le dijo que una nueva tierra se iba a deslizar sobre el mundo desde el oeste, trayendo búfalos y alces, y que los blancos morirían mientras las plumas de danza sagradas de los kiowas elevarían a los fieles hacia el nuevo mundo.
+Sin embargo, al crecer, Charlie sólo vio más evidencias de los blancos: carromatos que llegaban en caravanas de hasta treinta, rancheros y campesinos que se dividían la tierra, misioneros que establecían iglesias y escuelas. En 1901, a los trece años, fue expulsado de la escuela cuando un maestro bautista descubrió que durante el himno, «Aleluya, tu Gloria», Charlie había cantado en kiowa un verso que decía más o menos: «Hola, ¿qué tal? Que te jodas». El resto de su juventud la pasó domando caballos, visitando amigos arapahos y cheyennes y cazando osos y pavos salvajes en las montañas Wichita. Conocía las ceremonias del peyote; su familia le había dado alojamiento al gran etnógrafo de la Smithsonian, James Mooney, quien creó la Iglesia Nativa Americana, pero no fue sino hasta después de la Primera Guerra Mundial, al volver luego de prestar servicio en la marina, cuando se convirtió en miembro activo del culto del peyote.
+Con Charlie Charcoal como compañero y guía, La Barre y Schultes visitaron quince tribus en el curso de ese verano y asistieron a reuniones de peyote cuando les fue posible. Viajaban en el viejo Studebaker y dormían donde encontraran la noche, bajo frescos sauzales, en hoteluchos o en casas sencillas que los indios, quienes aún preferían vivir en tipis, construían específicamente para los blancos. En las ferias de pueblo evitaban a los ministros bautistas y hablaban en voz baja con ancianos de grandes sombreros negros y largas trenzas engrasadas y atadas con telas de vivos colores. Sus informantes tenían nombres como James Sun Eagle, Heap O’Bears, Old Man Horse, White Fox y Little Henry.
+Schultes pasó buena parte de su tiempo con Mary Buffalo, quien lo introdujo en las plantas medicinales y en los rituales de los kiowas. En su presencia mezcló hierba mora con sesos de animales para teñir cueros de ante, fumó hojas de zumaque con el fin de preparar el cuerpo y la mente para la ingestión del peyote, mascó corteza de sauce contra el dolor de muelas y acederilla para obtener sal. De joven esposa y madre había lavado la ropa de sus hijos con raíces de yuca y perfumado sus cuerpos con el humo de ácoro. Recogía los frutos de una enredadera para obtener tintes y pinturas de guerra, y semillas de consuelda para la matraca de peyote de su marido. La madera de la raíz del «osage» (Maclura pomífera) era la mejor para los arcos y los bastones ceremoniales de los camineros del peyote. Incluso le mostró las hojas de hierba lucidas en las batallas por los guerreros que habían matado a un enemigo con la lanza.
+Mary Buffalo profesaba un cariño especial tanto por Schultes como por La Barre. La mayor parte de los blancos, les explicó Charlie Charcoal, sonaban como una manada de coyotes. Schultes y La Barre eran diferentes, y Mary Buffalo sentía aprecio por su capacidad de escucharla. Schultes, por cierto, era tan cauto y callado que la nieta de Mary, Lily Jean, se enamoró de él, porque la etiqueta del noviazgo kiowa exige que los novios pasen días enteros sin hablarse. Con la magnanimidad que a menudo adquieren los que han vivido mucho y sobrevivido incontables vicisitudes, Mary Buffalo compartió con ellos todos los aspectos de su vida pasada, no sólo los secretos de las plantas y las historias sobre las guerras y las cacerías de búfalos, sino también detalles íntimos de la manera como las kiowas dan a luz, el carácter del amor y la religión, y hasta el contenido de los sacrosantos Diez Atados Medicinales que su familia se había confiado de generación en generación. A menudo, en la noche, terminada la entrevista y vueltos los kiowas a sus tipis, Mary hacía un refugio de calor con ramas de sauce y cueros, lecho de salvia y un hueco en la tierra con un contorno donde colocaba las piedras calientes. De pie, con los brazos cruzados sobre una vieja cobija barata, se quedaba afuera en tanto Schultes y La Barre, acompañados por Bert Crow Lance o Charlie, soportaban el calor mientras unos ancianos oraban y vertían agua sobre las piedras. Fue en esos momentos cuando ambos estudiantes establecieron, de jóvenes, la confianza que se convirtió en la base de su trabajo. Eran de la última generación de estudiosos que en realidad conocieron a hombres y mujeres kiowas que vivieron la cultura de las praderas, un modo de vida que decayó y murió a menos de un siglo de su nacimiento.
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+Al contrario de los cheyennes y los arapahos, cuyas leyendas aún hablan de la época en que vivían en el este y cultivaban el maíz, los kiowas no tenían memoria tribal de haber sido otra cosa que cazadores. Al principio, dicen sus ancianos, surgieron de una cavidad en un tronco de álamo que se encontraba en un bosque oscuro que quedaba mucho más allá de la cabecera del río Missouri, en las montañas. Lanzaron sus hijos a los cielos y sus hijas se convirtieron en la Osa Mayor, mientras sus hijos se fundieron con el cielo nocturno. Su lengua no tenía relación con ninguna otra. La hablaba solamente el espíritu de la tormenta, un animal moldeado en arcilla por los kiowas desde tiempo inmemorial, una terrible criatura con el aliento de los rayos y una cola que, a grandes golpes, daba vida a los vientos calientes de los tornados.
+Lentamente, desde principios del siglo XVIII, los kiowas se desplazaron hacia el sur y el este, abandonando las montañas e instalándose en los vastos territorios planos de las Dakotas. Allí, bajo un inmenso cielo, adquirieron la religión y la cultura de las praderas, aprendieron a cazar búfalos y se convirtieron en una sociedad de guerreros. Hacia finales del siglo XVIII, sin embargo, poco después de la revolución norteamericana, la fuerza combinada de los sioux y de los cheyennes los obligó a emigrar al sur, y en la cabecera del Arkansas se toparon con los comanches. Las tribus se enfrentaron, hicieron la paz y hacia 1790 forjaron una alianza que les dio completo control sobre las praderas del sur. Aunque nunca fueron más de mil quinientos, los kiowas se hicieron famosos como la tribu más rapaz de las praderas. Sus guerreros traían de sus incursiones esclavos y mujeres para engrosar sus filas, cueros cabelludos para asegurar su futuro y tal cantidad de caballos que los kiowas tenían más por cabeza que cualquier otra tribu. Serían también los que, con el tiempo, matarían más blancos que cualquier otra, proporcionalmente a su población. Su ocupación era la guerra. Pintados y adornados con plumones de águilas, sus guerreros iban al combate como el viento. Entre los mejores jinetes que haya habido en el mundo, se abalanzaban contra los enemigos a galope tendido, se echaban a un costado del caballo y disparaban las flechas por debajo de los cuellos de las bestias. En toda la tribu sólo había diez hombres miembros de la Kaitsenko, la sociedad guerrera de los «Perros verdaderos». Cada uno de ellos llevaba a las batallas una larga faja y una flecha sagrada. Al ser atacado, el guerrero clavaba la faja en la tierra con la flecha, para resistir así hasta la victoria o la muerte.
+Una vez al año, en el punto culminante del verano, cuando crujía la hierba bajo las pisadas y aparecía el vello en los álamos, los kiowas se reunían para la Danza del Sol, de lejos el acto religioso más significativo de sus vidas. Se trataba de una celebración de la guerra, de un momento de renovación espiritual en el que toda la tribu compartía la divinidad del sol. Empezaba con una cacería de búfalos y la construcción ceremonial de una cabaña medicinal. Levantaban los tipis en un círculo amplio, con las entradas hacia adentro y el campo mismo orientado de manera que estuviera frente al sol naciente. La cabaña medicinal era el foco, porque dentro de ella, de un palo hundido en el lecho hacia el lado oeste, colgaba el Tai-Me, la imagen sagrada del sol. Era un fetiche sencillo, una pequeña figura humana con el rostro de piedra verde, túnica de plumas blancas y tocado de piel de armiño con una sola pluma que sobresalía. En torno al cuello tenía collares de cuentas azules y pintados en la cara, el cuello y la espalda los símbolos del sol y de la luna. Para los kiowas, el Tai-Me era la fuente misma de la vida. Lo guardaban en una caja de cuero sin curtir bajo la protección de un guardián hereditario, y jamás lo ponían a la luz salvo en los cuatro días de la Danza del Sol. Durante esas horas su poder se difundía sobre todo y en todos a su alrededor: los niños y los guerreros danzantes, el cráneo de búfalo que reposaba en su base, en cuanto representante animal del sol, los diez atados medicinales exhibidos frente a él, los hombres que durante cuatro días y cuatro noches volteaban lentamente sus escudos para seguir el paso del sol, y el joven danzante que desde el amanecer hasta el ocaso de todos los días miraba fijamente el sol, sacrificando su vista para que las gentes pudieran ver.
+En la noche del 3 de noviembre de 1833, una lluvia de meteoros que despertó a toda la tribu recorrió velozmente el cielo de las praderas. El primer contacto con los soldados estadounidenses tuvo lugar en el siguiente verano. En 1837 se firmó un tratado de amistad. En el invierno de 1839, lo que se conoció después como la medicina maligna de las túnicas negras se propagó por todas las praderas, matando a miles de indios y casi exterminando tribus como la de los mandanes. La viruela atacó de nuevo en 1841. Ocho años después, emigrantes de California llevaron el cólera, que mató a centenares de kiowas y dejó tan desmoralizada a la tribu que docenas de ellos se suicidaron. Para 1850, la presión de los nuevos poblados había empujado a varias de las tribus orientales hacia el oeste, en territorio de los kiowas. Estalló la guerra, y en 1854 un bando de más de mil kiowas, comanches, apaches y cheyennes fue derrotado por un puñado de indios sauk y fox, que los blancos habían armado con rifles de largo alcance. En 1861, la viruela atacó una vez más. Para el otoño de 1863, los kiowas estaban hartos. Con la unión de los dakotas, los cheyennes, los arapahos, los comanches y los apaches, llamaron a un levantamiento general. En respuesta, el Ejército de los Estados Unidos declaró la guerra y dio órdenes de «matar a todos los indios del país». Un agente del Gobierno escribió: «Plomo y más plomo es lo que los kiowas quieren y lo que deben recibir antes de que aprendan a portarse bien».
+Incluso, cuando terminó la guerra civil, y con miles de veteranas tropas de la caballería disponibles para prestar servicio en el oeste, la derrota de la insurrección indígena demostró ser tarea bien difícil. Las tribus se desplazaban con gran celeridad, conocían palmo a palmo el terreno y estaban cada vez mejor armadas. Ante la presión de los colonizadores de frontera que exigían paso seguro y de los magnates que pedían la pacificación de las tribus, el Ejército inició una campaña de guerra biológica que por su carácter intencional y su destructividad no tiene paralelo en la historia de América.
+Aun en 1871, los búfalos superaban en número a las personas en los Estados Unidos. En ese año se podía ver, desde una escarpadura de las Dakotas, casi cincuenta kilómetros cubiertos de búfalos en todas las direcciones. Las manadas eran tan grandes que les llevaba días pasar frente a una persona. Wyatt Earp describió una de un millón de animales que cubrían pastos del tamaño de Rhode Island. En menos de nueve años de ese testimonio, el búfalo de las praderas había desaparecido. La política del Gobierno fue explícita. Héroe de la guerra civil, el general Sheridan escribió en ese tiempo: «Los cazadores de búfalos han hecho más en los dos últimos años para resolver el molesto problema indio de lo que el ejército regular ha logrado en treinta años. Están destruyendo la economía de los indios. Envíeles pólvora y balas, para que maten hasta exterminar el búfalo». Entre 1850 y 1880 los tratantes vendieron más de setenta y cinco millones de pieles. Nadie sabe cuántas bestias murieron en la pradera, o cuántas quedaron. Una década después del derrumbe de la resistencia indígena, Sheridan aconsejó al congreso acuñar una medalla conmemorativa con un búfalo muerto en una cara y un indio, también muerto, en la otra.
+Los kiowas resistieron hasta que sus jefes fueron muertos o encarcelados y el búfalo eliminado de las praderas. Desaparecidas las manadas, se vieron obligados a establecerse en resguardos. La última Danza del Sol se celebró en el río Washita, justo más arriba del Rainy Mountain Creek. Para consumar el sacrificio y conseguir el cráneo de búfalo que tenían que poner al pie del Tai-Me, tuvieron que enviar una delegación a Texas, rogando por un animal. Tres años después no pudieron encontrar un búfalo en ninguna parte y se las arreglaron con una vieja piel curtida por la intemperie. Y antes de que pudieran empezar a danzar, llegó un destacamento de tropas que los dispersó. El 20 de julio de 1890, la Danza del Sol fue oficialmente prohibida, so pena de prisión.
+Como la Danza de los Espectros, con su esperanza mesiánica de que el mundo podía liberarse de nuevo de los blancos y revivir con el espíritu de las antiguas costumbres, el culto del peyote floreció como secuela del derrumbe de la cultura indígena. La planta apareció por primera vez entre los kiowas alrededor de 1850, adquirida sin duda por alguno de esos grupos de guerreros que, por lo común, se adentraban bastante en México en sus incursiones, pues llegaron tan al sur como Durango y hasta el golfo de California en el sudoeste. Lejos de su tierra durante meses enteros, se reponían en las montañas de la Sierra Madre con los apaches y otras tribus que, a su turno, habían conocido el peyote por los tarahumaras. En un momento en que todo el orden establecido de los kiowas y de los comanches se desplomaba, cuando el Tai-Me ya no protegía a los débiles y la Danza del Sol se había desvanecido de la memoria colectiva, el peyote les ofreció una asombrosa afirmación de sus ideas religiosas fundamentales. Al contrario de las religiones formales del sudoeste, donde el culto de la semilla había desbancado la cacería y un sacerdocio jerárquico había convertido en prosa la poesía del chamán, los kiowas siguieron valorando en grado inmenso la experiencia visionaria individual. El peyote era un atajo farmacológico para llegar a reinos místicos distantes que alcanzaban en el dolor de la ordalía, el ritmo de los tambores ceremoniales, el hambre y la sed abrasadora de la búsqueda de la visión. El primer kiowa que probó el peyote fue Big Horse, que comió de la planta solo, se convirtió en águila y se remontó sobre la tierra para localizar los bandos guerreros de los enemigos. Half Moon, un indio caddo conocido por los blancos como John Wilson, comió peyote todos los días y noches de un mes hasta que su espíritu se fundió con el cielo y vio en una visión un bosquejo de los ritos de la ceremonia de la iglesia del peyote.
+*
+Charlie Charcoal estaba sentado en un banquillo de madera al borde de un sauzal mecido por la fresca brisa de la tarde. Corpulento, de cara redonda y cálida, el pelo oscuro, corto y partido a un lado, vestía como siempre una camisa blanca y corbata ancha que, como era la moda en esos días, le caía hasta la cintura. Schultes estaba sentado en el suelo junto a La Barre, que tomaba notas de la descripción de Charlie de su visión.
+—Una vez vi una joven en el fuego —contó—, la cintura alta, el pelo largo en la espalda, con pequeñas trenzas que partían de las sienes y estaban atadas con una cinta. El viento ondulaba el pelo, y bailaba levando el ritmo perfecto de la canción. Miraba hacia el peyote. Tenía puesto un vestido de ante. Y sonreía, también. Cuando se detuvo la música, la imagen desapareció. ¿Me quieren explicar esto?
+Schultes miró a La Barre.
+—Hay una mujer —prosiguió Charlie— que viene a las reuniones. Uno no la puede ver, pero a veces, cuando cantan dos hombres, se les une una voz más alta, la muy bella de una mujer que acompaña a los hombres en el canto. Algunos la llaman la Mujer del Peyote. Dicen que es la hija de la Mujer Búfalo.
+—Y ambos son hijos del sol —dijo La Barre, a lo que Charlie asintió.
+Schultes no comprendía.
+—El peyote es la encarnación del sol —le explicó La Barre—, como también lo son los búfalos. El uno es planta, el otro animal. Las visiones son como sueños. Vienen y se van, y para los viejos los sueños y las visiones son lo mismo: revelaciones que deben ser obedecidas.
+—Yo nunca he soñado —dijo Schultes. La Barre le echó una mirada de incredulidad.
+—Has tenido que soñar.
+—No, de verdad. Nada que pueda recordar.
+—Pero si no has tenido la experiencia de un sueño, ¿cómo puedes estar seguro de que no has soñado? —le preguntó La Barre—. ¿Cómo sabes lo que es un sueño? ¿Cómo puedes conocer lo que nunca has tenido?
+—Nunca, simplemente, he tenido un sueño.
+—Entonces jamás podrás tener una visión —le respondió La Barre.
+—Nunca he tenido una visión tampoco. Sólo he visto colores.
+—¿Saben? —les dijo Charlie sonriendo—, parece que esto es diferente para ustedes y para mí. Miren: es como una vez que yo bajaba por un cañón con grandes pinos. Al mirar hacia atrás había una barranca empinada. Tuve que seguir bajando hasta que me perdí. Después me habló una voz y me guio fuera del cañón. Luego la voz se volvió una ardilla. Y yo pensé que eso era interesante. ¿Usted qué piensa, Wes?
+Miró a La Barre, que sonrió sin decir nada. Charlie continuó.
+—Todos estos hombres blancos vienen a estudiar el peyote, y no ven los animales. Los animales no quieren decir nada para ellos. Sólo ven gente tocando música. Pero los indios no ven ningún piano tocando, ellos agarran las canciones del viento que sopla y hacen música con los cantos de los pájaros. Una vez vi a un hombre —continuó— que tenía puesta una túnica con flores y cintas de oro, y las flores eran como las del roble, y una tela blanca le colgaba del pecho. Un hombre de edad, no viejo. Tenía los brazos cruzados y le sonreía al peyote, moviendo la cabeza muy despacio como si… yo no lo oí hablar, pero cada vez que inclinaba la cabeza parecía decir en mi mente: «Es bueno, es bueno».
+Hubo un crujido en la oscuridad, y Mary Buffalo se deslizó bajo los árboles. Llevaba en la mano tres cobijas dobladas y un manojo de salvia. Le hizo una señal con la cabeza a Charlie, que se levantó lentamente, indicándoles a Schultes y La Barre que lo siguieran.
+—El caminante nos espera —dijo Charlie, tomando las cobijas.
+Caminaron lentamente sobre la hierba seca hasta una pequeña arboleda de robles de corteza negra y nogales en la parte de atrás de la tierra de Mary. Una docena o más de hombres de pie rodeaban una hoguera y detrás de ellos brillaba bajo la luna la lona blanca de un tipi grande. Al acercarse Schultes, un saltamontes surgió de la hierba y le saltó a la cara. Impulsivamente, lo aplastó con la mano y causó un murmullo de risas en torno a la hoguera.
+Los hombres saludaron a Charlie y a sus jóvenes compañeros. Schultes se abrió camino entre el grupo, dándole la mano a cada perplejo asistente. En la oscuridad era imposible saber si los había conocido antes o no. Todos tenían puestas ropas de vaquero, pantalones oscuros y camisas abiertas en el cuello. Varios tenían en los hombros cobijas dobladas. La mayor parte eran jóvenes. El único viejo tenía la cara pintada y largas trenzas. Al salir del tipi hacia el fuego, Schultes pudo verle en la frente una banda amarilla y las delgadas líneas rojas verticales que le cubrían las mejillas. Lucía un collar de semillas de mezcal, y de los hombros le colgaba un bolso de cuero. Tenía una cobija enrollada en la cintura y sostenía un bastón con cuentas en la mano, y en la otra un abanico de plumas de águila, una matraca y un silbato hecho con un hueso del ala de un gran pájaro.
+—Voy a mi lugar de culto —dijo en voz baja—. Les pido que me acompañen esta noche.
+El caminante se dio vuelta y empezó a caminar. Schultes le echó una mirada a Charlie, que asintió con la cabeza. Los demás dejaron de hablar y uno tras otro siguieron al caminante hasta que todos terminaron en fila india y arrastrando los pies, lentamente, en torno al tipi. Al llegar a la entrada de nuevo, el caminante se detuvo un momento para rezar y luego se deslizó dentro del tipi, levantando la piel de ciervo que cubría la entrada. Todos lo siguieron, y una vez adentro continuaron moviéndose en círculo, en el sentido de las manecillas del reloj, hasta que cada uno ocupó su lugar sobre el lecho de salvia en torno al altar y una pequeña hoguera. El caminante se sentó solo, al oeste.
+Mientras Schultes se acomodaba con cierta torpeza, Charlie Charcoal le señaló en susurros los oficiantes y los objetos rituales que reposaban justo a espaldas del caminante: una calabaza, un ramito de salvia, un bastón ceremonial y un bolso grande de cuero lleno de peyote. A la izquierda de Schultes estaba sentado el tambor, seguido por el caminante. A la izquierda de este estaba el hombre del cedro, y la fila de adoradores terminaba en el hombre del fuego, sentado hacia el este, junto a la entrada del tipi y a la fuente del sol naciente. El portador del agua estaba sentado frente al hombre del fuego. A su lado estaban en hilera las ofrendas de maíz y de agua, alineadas con el fuego y perpendiculares al altar en forma de creciente que protegía las llamas. El efecto simbólico era el de una flecha, cuya asta partía del este y cuya punta atravesaba el corazón del caminante.
+—El altar es la luna —dijo Charlie en voz baja—. Es la montaña donde la Mujer del Peyote encontró las primeras plantas. ¿Ves las huellas que lo atraviesan? —preguntó, indicando un surco estrecho que recorría todo el altar—. Ese es el camino que se debe seguir para obtener el conocimiento del peyote.
+Las llamas se arrebataron por un instante, proyectando sombras brillantes sobre el lado opuesto del tipi.
+—El espíritu del peyote es como un pequeño colibrí —dijo Charlie—. Cuando uno guarda silencio y nada lo disturba, viene a la flor y liba su dulce sabor. Pero si uno lo inquieta, se va rápido.
+El hombre del fuego se acercó y avivó las llamas. Añadió unos pocos trocitos de madera y luego retiró las cenizas de la base del fuego e hizo una pila con ellas entre el fogón y el altar. Las extendió con las manos en un arco paralelo al altar y después, lentamente, les dio la forma de un ala.
+Schultes le echó una mirada a La Barre, que estaba sentado junto a la entrada, justo frente al puesto vacío que había dejado el hombre del fuego. Era el sitio en el que Weston siempre se las arreglaba para sentarse, de modo que en la mañana, cuando pasaban de mano en mano las ofrendas rituales de comida, fuera el primero en probarla sin tener que compartir los cuencos con todos los presentes. Schultes sonrió. Desde que había dejado Boston se había encontrado en un mundo nuevo, un lugar donde las reglas que le habían inculcado de niño no tenían ninguna importancia, donde sus propias excentricidades pasaban inadvertidas en medio de unas personas satisfechas de que estuviera dispuesto a dormir con ellas en el piso, a comer de sus alimentos y a respetar sus costumbres.
+—El tambor —dijo Charlie. Schultes giró a un lado y observó a un hombre que a su izquierda vertía agua en una marmita de hierro y luego añadía brasas y un puñado de hojas frescas. Tomó un trozo húmedo de piel de ciervo y lo ató firmemente a la marmita. A medida que la piel se apretaba con el calor, el tambor ensayó el sonido, afinándolo, apretando las piedritas redondas que mantenían en su sitio la cuerda de cuero sin curtir en el costado. Sopló sobre la superficie, la frotó con el pulgar y la golpeó dos veces con un palillo adornado con cuentas y una cresta de crin de caballo roja.
+—El tambor es el trueno —susurró Charlie—; las brasas, rayos; el agua, lluvia. Sigue ahora al caminante.
+En el piso de tierra rojiza el caminante había extendido un pedazo de terciopelo sobre el que colocó una envoltura de hojas de tabaco, un bolso de cuero, un pito, una matraca y una pila de cáscaras y hojas de maíz. Se acercó al fuego y puso en el centro del altar un pequeño moño de salvia. Luego, con un gesto que silenció cualquier charla, colocó una planta seca de peyote grande sobre la salvia.
+—Padre Peyote —susurró.
+Una bolsita de tabaco y hojas de roble pasó de mano en mano en torno al círculo de devotos. Cada uno se lió un cigarrillo y luego el hombre del fuego tomó del fuego un palo ceremonial, sopló la punta para avivar la llama y se lo dio al caminante, que encendió su cigarrillo y pasó la brasa a su izquierda. Mientras recorría lentamente el círculo, el caminante hizo una ofrenda de tabaco al altar.
+—Baja tu mirada a nosotros, Padre Peyote —oró—, y guíanos, pues somos ignorantes. Schultes fue el penúltimo en recibir la brasa. Encendió su cigarrillo y aspiró profundo. Clavó una uña en la madera. Era blanda y blanca, tal vez de álamo. Tenía grabada en el mango la figura de un ave acuática, la misma que se formaba lentamente con las cenizas frente al fuego. Durante varios minutos él y los demás fumaron y oraron en silencio. Cuando acabaron, cada uno se puso de pie y colocó la colilla en el extremo del altar. El caminante tiró unas hojas de enebro en las llamas, y el fuego ascendió como incienso. Algunos hombres tenían abanicos de plumas de águila. Otros atrajeron hacia sí el humo con las manos. El caminante levantó su bolso de peyote y trazó con él cuatro círculos en el aire. Charlie le dio un codazo suave a Schultes.
+—Los de las plumas de águila —le susurró— son los que han visto al águila en sus visiones.
+El caminante tomó cuatro botones de peyote del bolso de cuero y los colocó frente al altar. El hombre del cedro repitió el gesto y luego hizo pasar el bolso de izquierda a derecha. El caminante tomó un manojo de salvia, se arrodilló frente al fuego y se frotó todo el cuerpo con las hojas. Algunos hicieron lo mismo, y el olor de la salvia estrujada y del enebro se mezcló con el velo azul del tabaco que flotaba cerca de las cabezas de los devotos. Al alcanzar el fuego con sus abanicos, el caminante le añadía más enebro. Tomó su bastón con una mano, la matraca con la otra y, lentamente, trazó cuatro círculos sobre el humo.
+—Come y recuerda que son dulces —dijo Charlie Charcoal al pasarle a Schultes el bolso.
+Este sacó cuatro botones de peyote y colocó el bolso en el piso frente al tambor. La planta seca tenía la misma textura del cuero quebradizo. Después de ingerirlos pasaron varios minutos antes de que se le aflojaran las carnes y de que las primeras oleadas de amargor nauseabundo recorrieran todos sus sentidos. Tragó saliva.
+Charlie escupió en su mano un bocado de peyote, le dio vuelta con un dedo y le quitó los pequeños copetes de pelillo.
+—Estos lo vuelven ciego —le dijo.
+—Maravilloso —susurró Schultes.
+El caminante sostuvo en alto, frente al altar, un ramito de salvia y su bastón. Cerró los ojos, sacudió la matraca y en un tono alto y gangoso empezó a cantar la hayätinayo, la canción de iniciación que anuncia al Padre Peyote:
+Que los dioses me bendigan,
+me ayuden y me den poder y entendimiento.
+El tambor señaló el altar con el palillo y atrajo humo hacia el instrumento. Luego empezó el sonido que seguiría, intermitente, hasta el amanecer, un seco golpe del palillo sobre el cuero húmedo. Los golpes se producían tan rápido que se fundían en un constante zumbido, casi electrónico, con exactamente el mismo tono de las alucinaciones auditivas que pronto inundarían el cerebro de Schultes.
+Pasaron cuarenta o más minutos antes de que sintiera los efectos de la planta. Una fantasiosa sensación en la periferia de su campo visual, un sentido intuitivo del espacio, algo amortiguante como un colchón entre él y todo lo demás en el tipi, pronto avasallaron las desagradables náuseas. Siguió un fugaz momento de claridad pura, una conciencia casi cristalina de lo apropiado que era él mismo y todo lo que estaba haciendo. Miró a Charlie, sus ojos ahora como brillantes cuentas, la cara ruborizada en lentas ondulaciones cada vez más intensas. Schultes parpadeó. La música había cesado. El caminante le estaba entregando su bastón al hombre a su izquierda; el tambor le pasaba al caminante el tambor. Cada hombre lo tocaba a su turno, acompañando frases de canciones que sonaban al mismo tiempo. Schultes se halló de pronto poniendo el máximo de atención a cada sonido, y cada sonido irrumpía en otro pensamiento que recorría todo su cuerpo, dándole una sensación de inmenso bienestar. Estaba rodeado de ancianos que oraban con lágrimas en las mejillas, sus voces temblorosas de la emoción, los cuerpos balanceándose en plena adoración, las manos extendidas en busca del Padre Peyote. Trató de moverse. Charlie lo detuvo.
+—Nunca te interpongas entre el fuego y un hombre que reza —le advirtió.
+Schultes empezó a reír sosegadamente. Las sombras en la tela del tipi eran mucho más grandes que los hombres bajo ellas. Parecían un palco de espíritus danzantes.
+Una bolsita de tabaco le llegó a las manos. Sus dedos palparon con torpeza la húmeda picadura. Su aroma era tan rico como la memoria. Estrujó las hojas de roble con los dedos. Tomó un botón de peyote. Cerró los ojos y percibió cálidas, rebosantes sensaciones, y un sonido que parecía unir su cuerpo a la tierra. Sintió en la carne el tacto de la tierra, el suelo seco del desierto corriendo entre sus dedos, las estrellas al mediodía, el aroma de los cactos y de la salvia, el tacto de hojas secas. Cuando abrió los ojos una vez más, los hombres se estaban fundiendo lentamente unos con otros, y cada movimiento arrojaba relámpagos de color en globos brillantes: diamantes que se convertían en túneles, ventanas que se tornaban olas, océanos que caían en lluvia. Alzó una mano hasta los ojos y quedó asombrado de ver un río de luz entre sus muslos y los dedos. Todo quedó reducido a sensaciones. El corazón. El pelo como paja. La quijada en movimiento al masticar más peyote. Los hombres en torno a él comían seguido. Observó sus caras, y el gusto cambió. Ya no era amargo y agrio. Si el desierto tenía un sabor, este lo era.
+El tiempo se tornó color. Cada pensamiento desencadenaba un sonido, cada gesto un arcoíris de luz. Schultes trató de concentrarse, de seguir un mismo hilo de ideas, pero encontró que era imposible hacerlo. Resistirse al flujo delirante de sus pensamientos le causaba dolor físico. El caminante puso más enebro en las llamas y se formó otra nube de humo. Parecía muy calmado, no mostraba signo externo de que el peyote lo hubiera afectado. El hombre del fuego se puso a trabajar, barrió el piso del tipi, tiró a las llamas las colillas, cuidó del fuego y sacó cenizas para perfeccionar la forma del pájaro acuático. Un poco antes de la medianoche, colocó un balde de agua cerca de las llamas mientras el caminante cantaba la Yáhiyano, la primera de las canciones acuáticas de medianoche. Un segundo después el caminante salió del tipi y tras unos momentos Schultes oyó cuatro altos silbatos penetrantes. Cuando el caminante volvió, oró sobre el agua y reunió al hombre del cedro, al tambor y al hombre del fuego en torno al balde, para que formaran juntos una cruz, una imagen de los cuatro puntos cardinales. El hombre del fuego sopló cuatro bocanadas de humo sobre el agua y agradeció a todos los presentes el honor de haber cuidado del fuego, que llevaba sus oraciones a los cielos. El balde pasó de mano en mano y lo sacaron del tipi. Por invitación del caminante, varios hombres salieron también. Schultes, dudando de que sus piernas lo sostuvieran, se quedó. Pasó el tiempo, los cantos y el tamboreo siguieron casi constantes, pues había veinte o más devotos y cada uno debía cantar cuatro canciones. La cantidad de peyote que ingerían no era la misma, llegando algunos a comer hasta cuarenta botones. Schultes se había comido diez o doce; sintió ira por no saber cuántos. Después del rito del Agua de Medianoche, hubo una curación. La paciente era una mujer vieja, prima de Mary Buffalo, por lo que le correspondió a Charlie Charcoal mascar el peyote para ella. El caminante colocó en la boca de la mujer los botones medio masticados y con lentitud le frotó la quijada con las manos. Descubrió la parte superior del pecho y, tomando una brasa entre los dientes, le sopló chispas en la piel cuatro veces. Después, aceptó el balde que le ofreció el hombre del agua y le roció agua sobre la cara y el pecho, mientras trazaba en el aire la forma de una cruz y en susurros invocaba a los espíritus.
+Una súbita oleada de náuseas se apoderó de Schultes al salir del tipi. Después de pasar junto a un grupo de mujeres apiñadas en torno a una hoguera, se apoyó tambaleando en un árbol y vomitó como nunca lo había hecho. Aunque ya estaba comenzando a pasar el efecto del peyote y las delirantes imágenes empezaban a diluirse en su memoria, su mente y su cuerpo seguían aparte. Miraba cómo vomitaba su cuerpo. El alba rayaba en el cielo gris perla. Las ramas de los robles se extendían como venas. Los pájaros empezaban a despertar. A sus espaldas, dentro del tipi, oyó la voz del caminante cantando las primeras palabras de la Wakahó, la canción de la luz del día para el agua de la mañana. La voz parecía terriblemente lejana.
+—¿Estás bien?
+Se dio vuelta. Charlie Charcoal caminaba hacia él. Tenía una cobija sobre los hombros y sus palabras parecían salir de una perfecta quietud, como si el aire mismo estuviera detenido en el tiempo, suspendido entre el pasado y la nueva mañana. Crujió una rama, y el sonido fue como el de un témpano de hielo cayendo de un alero en la nieve. Trató de responder, pero se dio cuenta de que las palabras se disipaban tras sus pensamientos. Su boca parecía de caucho, y las palabras que finalmente formó se le antojaron de otra persona. Pudo escuchar su tono profundo y resonante.
+—Estoy muy bien —le dijo.
+El aire estaba frío. El canto de un pájaro, agudo y distante, le llamó la atención un segundo y luego desapareció. Las canciones de la mañana sonaron más agudas. Schultes las escuchó y descubrió en ellas una melancolía débil que no había notado en la noche. Y en medio de los sonidos, oyó el inconfundible aullido del coyote.
+—El caminante está curando —le dijo Charlie—, alejando con soplos la enfermedad.
+—Oigo a los coyotes —le dijo Schultes.
+—Así fue como pasó. Un curandero comanche obtuvo sus poderes curativos de un coyote. Así que hizo la canción y ahora está dedicada al coyote. Por eso canta. Porque es la mañana y porque tiene el poder. Ha curado a todo el mundo —y sacó un cigarrillo del bolsillo—. Parece que el viejo Wes tuvo una noche muy buena.
+—¿Qué?
+—Estuvo ahí todo el tiempo. Luego empezaron a crecerle los ojos, y muy pronto la cabeza del caminante se convirtió en una especie de pato y el tambor también. Algo así como un monstruo de Gila.
+—¿Le contó eso? —preguntó Schultes. Charlie asintió. Detrás de él, Schultes alcanzó a ver que Mary Buffalo y su nieta llevaban al tipi pequeños cuencos de comida. Se dio cuenta una vez más de que la noche había terminado. La barrida del piso del tipi, las cenizas que acababan de formar al pájaro acuático, las ofrendas rituales de carne endulzada, el maíz, las frutas resecas y el agua habían marcado el principio de sus días durante el último mes. Era algo muy extraño el haber dormido tan poco, el haber experimentado tales alucinaciones, el no haber visto nada que fuera normal y haber sentido, sin embargo, tan poca fatiga.
+—Las cosas se van a acabar muy pronto —le dijo Charlie y lo guió de vuelta al tipi. Una vez adentro le llevó un momento ajustar sus ojos a la penumbra. Los cantos habían cesado. Los devotos estaban sentados en el mismo sitio de toda la noche, cruzadas las piernas y derechos, los ojos perdidos en oración. La Barre también había permanecido en su sitio. Los hombres se movieron para que Schultes y Charlie Charcoal se sentaran a su lado junto a la entrada. Schultes notó que los ojos de Weston estaban tremendamente dilatados y que había hilos de sudor y de polvo en su cara. Tenía en el canto una pilita de comida, pero la sonrisa en sus labios sugería que comer era lo último que quería hacer.
+Pasaron de mano en mano comida y agua, y durante media hora el grupo permaneció en silencio. Luego, en un último acto ceremonial, el caminante cantó la Gayatina, la ronda de cuatro canciones de la marcha que indicaba el fin del rito.
+Ki da bw da ya-na bai yoi no
+He ne yo wab
+Dok’i ki-da bw-da ya-na bai yoi no
+De k ä on ki-da bw-da ya-na hai yoi no
+He ne yo wab.
+Como en la mayor parte de las canciones del peyote, los versos estaban formados por palabras dispersas en medio de sonidos sin un significado literal. Eran los efectos de una voz humana única, rodeados y devueltos por las sílabas de la naturaleza.
+—Llega el día —cantaba el caminante—. El Creador es bueno. El Creador es bueno.
+Cuando el último ciclo de canciones culminó, el tambor quitó el cuero de la superficie del tambor y la marmita pasó lentamente por todo el círculo. Cada hombre metió los dedos en el agua aromatizada para después mojarse los labios.
+—El carbón de palo y el agua son sagrados. Son los pensamientos de nuestros abuelos. Deben actuar como dice el anciano. Él ha vivido. Él es bueno.
+Tras este mensaje y bendición finales, el caminante retiró al Padre Peyote del altar, guardó sus objetos sagrados y le ordenó al hombre del fuego guiar a los demás fuera del tipi. Al salir a la luz del sol, Schultes y La Barre hablaron por primera vez desde el comienzo de la noche.
+—¿Y bien? —preguntó La Barre.
+—Charlie piensa que se consumieron más de cuatrocientos botones de peyote. No es de extrañar que compren lotes de mil en Laredo.
+La Barre se rio. Mil botones de peyote por dos dólares con cincuenta. Era increíble. Todo eso por el precio de unos jeans. Se dio vuelta hacia Schultes.
+—Yo vi algo bellísimo: el caminante de pie ante el altar de la media luna perforando el cielo nocturno con flechas de luz. El cielo se desplomó sobre mi cabeza, trayendo un polvo celestial que se mezcló con el humo del fuego, y quedé solo en el piso, flotando entre un trozo de terciopelo y el calor del vientre de mi madre.
+—Yo sólo vi colores —contó Schultes—. Pero ahora tenemos que hablar con el caminante.
+Detrás de ellos, los hombres estaban retirando la lona del tipi. Los altos postes proyectaban sombras crudas en el suelo, y el viento de la mañana había empezado a dispersar las cenizas. El caminante aceptó sus agradecimientos con cortesía, los animó en su trabajo y hasta sugirió que le tomaran una foto como recuerdo. La Barre le pasó su cámara a Charlie, que hizo posar al caminante y a los dos estudiantes.
+—Un momento —lo interrumpió Schultes. Sacó del bolsillo una peinilla, con la que se peinó rápidamente. Arregló el nudo de la corbata, se sacudió el polvo de los pantalones y se ajustó el cinturón.
+—Ya está bien —dijo, y miró ceñudo la cámara. Una semana después viajaba desde Tulsa en un autobús Greyhound rumbo a Boston.
+*
+Hoy en día, Weston La Barre todavía no puede entender por qué fue él y no Schultes quien sintió el pleno impacto de las visiones del peyote. Al principio le pareció, como dijo, que Schultes era un prisionero de la realidad. «Es claro», explicaría sesenta años después, «que no había posibilidad alguna de que Schultes se volviera nativo. Había nacido adulto. La única manera de que fuera nativo, sería que se fuera a vivir a Inglaterra». Pero La Barre recuerda esos días con Schultes con cariño y orgullo. Esas seis semanas fueron, después de todo, las que forjaron la carrera de Schultes en la etnobotánica. Schultes tampoco entendió nunca por qué no experimentaba verdaderas alucinaciones.
+«Veo colores», escribiría después, «ráfagas como rayos de luz, pequeñas estrellas como cuando se rompe un vaso, a veces humo coloreado que sube como nubes. Me gustaría tener visiones. La Barre ha tratado de explicarme, pero yo no entiendo de qué es lo que habla». No fue sino hasta ver la película Fantasía, en 1941, cuando encontró un punto de referencia para lo que había visto.
+—La Tocata y Fuga de Bach —le explicaba desde entonces a quien lo escuchara—. ¡Eso fue lo que vi!
+Aunque sus propias experiencias con el peyote nunca tuvieron mayor sentido para él, sí entendió y respetó, a una edad muy temprana, el papel que el cacto tenía en la vida de los kiowas. Desde 1916 se habían producido no menos de nueve intentos de presentar leyes en el Congreso que prohibieran el empleo tradicional de la planta. Schultes aborrecía todas esas iniciativas. En febrero de 1937, seis meses después de volver de Oklahoma a Harvard, prestó testimonio contra el proyecto del Senado distinguido con el número 1399, el último intento hasta entonces de obstruir las prácticas religiosas de los kiowas. Era una cruel y violenta obstrucción de la libertad religiosa.
+El proyecto legislativo fracasó, en gran medida por el testimonio de Schultes y de otros quienes, al contrario de los proponentes de la ley, tenían experiencia de primera mano con el peyote. Fue un asunto bastante temerario para un estudiante joven que nunca había desafiado a las autoridades. En su tesis de licenciatura escribió que el empleo del peyote por parte de los indios era «capaz de absorber el espíritu de Dios en la misma forma en que los blancos cristianos absorben el espíritu por medio del pan y del vino sacramentales». Esta también era una idea atrevida en la primavera de 1937. De lo que no se daba todavía bien cuenta, sin embargo, era de que sus estudios sobre el peyote estaban a punto de revelarle la pista perdida que le permitiría resolver uno de los misterios más enigmáticos en toda la historia de la etnobotánica: la identidad, desde hacía tanto perdida, del teonanacatl y del ololiuqui, las plantas más sagradas del imperio azteca.
+EN EL CODEX VINDOBONENSIS, uno entre el puñado de documentos precolombinos que se salvaron de las llamas de la Inquisición, hay una imagen de Quetzalcóatl, el dios serpiente emplumada de los aztecas, resplandeciente de joyas y luciendo una máscara con la cara de un pájaro. Lleva una mujer en la espalda, de la misma forma en que los novios llevaban a las novias en el antiguo México. La mujer también tiene una máscara, y de su tocado sobresalen tres hongos. La siguiente imagen de la secuencia muestra a Quetzalcóatl cantando, llevando el ritmo en un tambor hecho con un cráneo humano, ante uno de sus príncipes divinos, que mantiene en alto dos hongos diferentes. El príncipe, encantado por la canción, derrama una lágrima de deleite y temor reverente. En la parte de arriba, a la izquierda de esta escena, hay siete diferentes dioses y diosas, cada uno con un par de hongos. Hay pocas dudas sobre lo que esta reunión de dioses representaba para la imaginación del sacerdote mixteca que ilustró el texto. Era una memoria del fuego, un reflejo del primer encuentro entre las divinidades humanas y el poder del teonanacatl, el hongo conocido en el lenguaje de los aztecas como «la carne de los dioses».
+De joven estudiante, Schultes vio por primera vez referencias a este hongo en las tempranas crónicas españolas. Francisco Hernández, médico de Felipe II, describió las milagrosas propiedades del peyote y también de cuatro hongos, entre ellos el llamado teyhuintli, «el embriagador». En su monumental Historia de las cosas de la Nueva España, el franciscano Bernardino de Sahagún describió «un pequeño hongo negro que llamaban nanacatl. Lo comían antes del alba y cuando empezaba a excitarlos, danzaban, cantaban, lloraban… Algunos se sentaban meditativos. Otros se veían morir, y otros se veían devorados por animales salvajes; unos imaginaban que capturaban enemigos en el campo de batalla, otros creían que habían cometido adulterio y que les iban a triturar las cabezas por la ofensa».
+En el Florentine Codex de la obra de Sahagún hay una ilustración que muestra una figura danzando en un campo sobre unos hongos identificados como teonanacatl. Esta imagen del diablo envuelto en pieles y con un gran rostro picudo, manos como garras y patas hendidas, conectaba los hongos con todos los instintos salvajes que, según presumían los españoles, yacían en el corazón del Nuevo Mundo. En 1524 Cortés, cuyos soldados curaban sus heridas con la grasa de los indios muertos que luego daban de comer a los perros, invitó a doce franciscanos para que llevaran el cristianismo a México. Motolinía, miembro del primer contingente, escribió que los hongos eran la carne del «demonio que adoraban, y… con ese amargo alimento recibían en comunión a su cruel dios». Hernando Ruiz de Alarcón torturaba a los indios para sacarles los secretos de su fe, información que después figuró en una guía de las idolatrías nativas escrita para los misioneros por el padre Jacinto de la Serna en 1656.
+Por más de que lo intentaran, sin embargo, los españoles no pudieron ocultar el carácter sublime del teonanacatl. En el extraño libro de Serna leyó Schultes que «los sacerdotes y todos los hombres se iban a las colinas y permanecían rezando toda la noche. Al alba, cuando empezaba a soplar una cierta brisa que ellos conocen, reunían a los hombres y les atribuían la divinidad». Según el padre dominico Diego Durán, se sirvieron hongos embriagantes en la coronación del emperador azteca Ahuitzotl en 1486. Tezozómoc, escribiendo en español en 1598, describió el mismo ritual ocurrido en la coronación en 1502 de su abuelo Moctezuma, quien gobernó hasta ser derrocado y asesinado por los españoles en 1520. El verdadero carácter del teonanacatl y su profundo papel en la vida religiosa del México precolombino quizá los revele mejor una ilustración del Codex Magliabechiano, otra fuente española de principios del siglo XVI. Al contrario del Florentine Codex, redactado por un español, el anterior es obra de un indio desconocido, persona evidentemente inmersa en el espíritu del pasado. La ilustración, rotulada simplemente teonanacatl, muestra a un hombre sentado comiendo hongos. Sobre sus hombros flota la imagen de un dios. A sus pies, tres hongos brotan de la tierra. Están pintados con verde, el color del jade, el símbolo azteca de lo sagrado.
+El joven Schultes se dio plena cuenta de la importancia del teonanacatl, pero tan pronto supo de los hongos leyó que ya no existían. En una serie de artículos académicos iniciada en 1915, William E. Safford, un botánico económico muy respetado en el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, escribió que los primeros españoles se habían engañado. Sostenía que en tres siglos de investigación de campo no se había logrado descubrir evidencia alguna de un «hongo narcótico mexicano». Su propio estudio de la literatura y de los herbarios había sido igualmente decepcionante. Sostenía además que «a los aztecas se les había atribuido un conocimiento de la botánica que estaban lejos de poseer… Los conocimientos botánicos de los tempranos escritores españoles, Sahagún, Hernández, Ortega y Jacinto de la Serna tal vez eran más extensos. Sin embargo, todos habían sido engañados, según Safford, por la intención indígena de esconder la verdadera identidad de su planta sagrada». El teonanacatl no era un hongo sino más bien el nombre azteca para las coronas secas del peyote, que parecían hongos secos «en forma tal que, a primera vista, pueden engañar a un micólogo».
+Schultes sabía que los argumentos de Safford no tenían sentido. Era cierto que el peyote y los hongos, al secarse, adquieren por lo general un color verde oliva pardusco, pero esta característica la comparten con medio millón de especies, más o menos tantas plantas como se hallan en la naturaleza. Ahí, sin embargo, terminan las similitudes. Incluso una mirada superficial al peyote seco revela pelillos sedosos compactos y los restos de una estructura vascular que no tienen los hongos. El teonanacatl y el peyote se dan en hábitats completamente distintos: el primero en pastos húmedos en las montañas y el segundo en desiertos secos y cálidos. Los españoles reconocieron estas obvias diferencias ecológicas, así como distinguieron explícitamente entre «la raíz que llaman peiotl y los nanacatl, que son hongos inocuos». Al contrario de Safford, Schultes no cuestionó el conocimiento botánico de los aztecas o de los primeros españoles. Conocía los clásicos y leía el latín y el griego. Sabía que en el siglo XVI ser médico y botánico era lo mismo, y que su entrenamiento con las plantas era preciso y sus apreciaciones consecuentes. Su trabajo con Mary Buffalo y los kiowas le había revelado la profundidad del saber botánico indígena. Ya se había comprometido de por vida, por cierto, con la revelación de sus misterios. Para Schultes, los argumentos de Safford eran un caso clásico de arrogancia científica. Safford decía, en pocas palabras, que por no haber podido hallar evidencias contemporáneas del teonanacatl, el hongo no existía, y ello a pesar del hecho de que ningún científico estadounidense, y menos Safford, había ido a México para echar un vistazo.
+Si alguien que no hubiera sido Safford hubiera propuesto tal teoría, nunca habría sido venerada en los textos, como lo fue en efecto durante veinte años. El problema consistió en que Safford era un buen botánico con un considerable prestigio profesional. Reconocido experto en los narcóticos del Nuevo Mundo, había publicado una importante monografía sobre la datura, conocida como la «flor sagrada de la estrella polar». En 1916 había demostrado con éxito que la fuente botánica del rapé psicoactivo cohoba no era tabaco sino la semilla de un árbol leguminoso identificado ahora como la Anadenanthera peregrina. Fue un importante descubrimiento que se les había escapado a los botánicos durante cuatrocientos años, desde que se observó por primera vez la droga entre los indios taínos de la isla de Santo Domingo en 1496.
+Descubrimientos como este dieron crédito a las ideas de Safford sobre el teonanacatl, y para 1936, cuando Schultes apareció, no se había publicado ninguna objeción a su teoría. Los pocos a quienes les importaba el asunto habían llegado desde hacía mucho tiempo a la conclusión de que nunca existieron hongos intoxicantes en América, y la única excepción eran esos dos jóvenes estudiantes que habían pasado el verano de Oklahoma comiendo peyote. Tanto La Barre como Schultes tuvieron la audacia de hacer constar que Safford estaba equivocado. Su interpretación de las tempranas fuentes españolas les dieron la certeza de que el teonanacatl era en verdad un hongo, y de que en determinada parte de alguna remota montaña de México podía todavía haber un culto contemporáneo que empleara o consumiera la planta sacramentalmente.
+Un adelanto inesperado se dio unos meses después de que Schultes regresara del oeste. En el curso de la redacción de su tesis de licenciatura, viajó a Washington para estudiar los especímenes de peyote conservados en la Smithsonian, en las colecciones del Herbario Nacional de los Estados Unidos, y en la hoja número 1745713 encontró una carta fechada el 18 de julio de 1923, dirigida al director del herbario, J. N. Rose, y escrita por un tal Blas Pablo Reko de Guadalajara, México. Safford, que había muerto unos años antes, había tenido la previsión y la generosidad de espíritu de pegar la carta a la hoja de un espécimen de peyote. A Schultes lo asombró un comentario espontáneo al final de la carta. Reko decía: «De paso veo en su descripción de la Lophophora que el doctor Safford piensa que esta planta es el teonanacatl de Sahagún, en lo cual ciertamente está equivocado. En realidad es, como declara Sahagún, un hongo que se da en el estiércol, y que todavía lo usan bajo el mismo nombre los indios de la Sierra Juárez, en Oaxaca, durante sus fiestas religiosas».
+Schultes le escribió de inmediato a Reko y recibió a vuelta de correo varios hongos recogidos entre los indios otomi de Puebla. Los especímenes estaban mal conservados y era imposible identificarlos. Parecían, sin embargo, ser del género Panaeolus. Este era todo el estímulo que Schultes necesitaba. Siempre había querido hacer sus estudios etnobotánicos en los bosques pluviales de América Latina y ya había discutido con Oakes Ames la posibilidad de estudiar la botánica económica de Oaxaca para su tesis. La oportunidad de develar el misterio del teonanacatl era un dividendo adicional, y a principios del verano de 1938, provisto de nuevo con una subvención salida del bolsillo de Ames, estaba a bordo de un autobús Greyhound rumbo al sur, hacia Ciudad de México.
+*
+Lo primero que Schultes descubrió sobre el arte de viajar en México en la década de 1930 tuvo que ver con la planeación del tiempo. La mejor manera de ir a Oaxaca desde la capital era en tren; no había carretera. Si la salida del tren estaba fijada a las siete de la mañana, había que llamar a las diez para saber si el tren de las siete iba a salir en efecto. «A la una», podía ser la respuesta. Eso quería decir que uno empezaba a empacar a las tres para ir a la estación por ahí a las cuatro y media. A las seis, con tremendo bombo y ni la menor seña de preocupación o vergüenza, el despachador tocaba un timbre, señal para que el conductor hiciera sonar a todo volumen el pito alto y penetrante que armaba en el andén un tremendo alboroto. Y a las siete de la noche, o un poco antes, el tren partía lentamente.
+La segunda cosa que descubrió fue que la vía, que iba hacia el sur pasando por Puebla para internarse en el seco valle de Oaxaca, entre las montañas, había sido reparada —con mucha frecuencia, según lo comprobó— reemplazando las traviesas de madera por tallos de cacto. En previsión de cualquier problema, los maquinistas llevaban consigo un gato hidráulico. Durante los descarrilamientos —hubo dos en su primer viaje al sur, a doscientos kilómetros el uno del otro— practicaba español con los indios y alemán con su compañero de viaje, Blas Pablo Reko, quien resultó ser austríaco de nacimiento y chapurraba el inglés. Al hablarle a una mujer zapoteca algo mayor, quiso indagar por su edad.
+—¿Cuántos anos tiene? —le preguntó sin darse cuenta de que no había pronunciado bien la «ñ» y de que ella se ponía pálida.
+—Solamente uno, señor —le dijo, recobrando la compostura.
+Se desenvolvía mucho mejor en alemán, al menos hasta que la conversación tomó un giro inesperado. El doctor Reko era un sesentón agradable, aunque algo extraño y excéntrico, apasionado por la antropología y la botánica. De médico joven había trabajado en los campos mineros y en los ferrocarriles que habían comunicado el sur de Oaxaca y el estado vecino de Chiapas. Trabajador de campo infatigable, exploró después a pie o a caballo buena parte del sur de México, para regresar a la capital con teorías extravagantes sobre la astronomía, la lingüística, la religión y la raza indígenas cumplidamente publicadas en El México antiguo, un pequeño diario de la comunidad alemana de Ciudad de México. Llenas como lo estaban de su peculiar ideología, eran pocas sus ideas tomadas en serio por los etnólogos mesoamericanos. Sin embargo, su etnobotánica era notablemente sólida.
+Ya en 1919, cuatro años antes de que escribiera a la Smithsonian, Reko había dicho en un artículo sobre los nombres aztecas de las plantas que el «nanacate era un hongo negro que tiene un efecto narcótico». No fue sino en 1936 cuando obtuvo pruebas reales del hongo, pero las muestras que envió a Harvard estaban en tan mal estado que eran irreconocibles. Procedían, le confió a Schultes a medida que el tren avanzaba a trancos hacia el sur, de Robert J. Weitlaner, un antropólogo que había trabajado con los mazatecas en el pueblo de Huautla de Jiménez. En la semana de pascua de 1936, mientras se dedicaba al estudio del calendario mazateca, Weitlaner se había convertido en el primer extraño en cuatrocientos años en ver el teonanacatl. Su informante había sido un tendero llamado José Dorantes, un comerciante mazateca que vivía en Huautla y sostenía haber visto los hongos empleados en ritos adivinatorios.
+Esta información fue una asombrosa revelación para Schultes, que casi compensó la larga diatriba que tuvo que soportar durante el viaje. Corría el mes de julio de 1938, sólo tres meses antes de la invasión nazi a Austria y algo más de un año antes del estallido de la guerra en Polonia. México estaba lleno de simpatizantes de Alemania y Reko, descubrió Schultes consternado, era uno de ellos. En el tren que brincaba y traqueteaba por el lecho seco del río Salado, este ciudadano mexicano de sangre eslava y austríaco de nacimiento se ufanó de su pureza racial y habló con confianza sobre la inminente conquista del mundo por los alemanes. Cuando Schultes se permitió no estar de acuerdo y sugirió que tan pronto Alemania atacara a la Gran Bretaña, Hitler sería destruido, Reko quedó horrorizado.
+—Schultes es un buen apellido alemán —le dijo—. Usted debe de ser judío.
+—Unitario.
+—Con sangre judía —decretó Reko. Schultes sugirió que limitaran la conversación a asuntos botánicos, y fue así como en un mundo al borde del precipicio, con la locura como telón de fondo de la época, Schultes se halló internándose en las montañas de Oaxaca en busca del perdido teonanacatl acompañado de un fervoroso nazi.
+*
+En 1938, mucho antes de que las carreteras hendieran los bosques pluviales de Chinantla al este y de que las represas inundaran enormes valles al norte, cuando aún no habían llegado los miles de viajeros itinerantes que inundaron los mercados de Huautla y de Ixtlán, existía una mística que se apoderaba de todos los estudiosos que acudían a los remotos e inaccesibles valles del nordeste de Oaxaca. En el mapa el territorio no era muy grande, unos ciento sesenta kilómetros o algo más de longitud y la mitad de anchura. Pero en ese denso espacio, recorrer treinta kilómetros podía llevarle a uno cuatro días. Había naciones indígenas enteras comprimidas en territorios asombrosamente pequeños. La tierra de los mazatecas comprendía tal vez mil doscientos ochenta kilómetros cuadrados; los chinantecos y los mixes, los cuicatecas y los popolocas poseían aún menos. Se trataba de una región bastante desconocida. De los cincuenta y cinco mil mazatecas, el ochenta por ciento no hablaba el español. Más del setenta por ciento de los chinantecas seguía hablando sólo su lengua. La proporción era mayor entre los mixes, un pueblo que nunca fue conquistado por los aztecas ni por los españoles. Había tribus como los misteriosos guatinicamames, mencionados en documentos de la Colonia pero no vistos desde entonces, y que seguían viviendo, según algunos, en los bosques pluviales de Chinantla. Sólo unos pocos años antes, un antropólogo había descubierto de nuevo a los ocuiltecos, un grupo indígena que desde hacía siglos se tenía por extinguido, viviendo a menos de noventa kilómetros de Ciudad de México. En la remota Oaxaca todo parecía posible.
+La topografía propiciaba una extraordinaria diversidad de paisajes y hábitats. Al este, los bosques de tierra baja del llano costero se extendían como una inmensa ola que llegaba hasta las faldas de la Sierra Madre. Allí, el tórrido aire del Caribe se condensa en abultadas y muelles nubes que empapan las montañas. Las lluvias de invierno duran hasta que empiezan las del verano, pasan meses sin que se muestre el sol, y no hay estación seca. Unos dieciséis kilómetros al oeste, los bosques pluviales con su mágica vegetación, sus colgantes epifitos y cascadas de orquídeas, sus bromeliáceas y aráceas ceden abruptamente ante zonas secas y bosques de sauces y por lo menos una docena de especies de roble. Las cumbres de las montañas más altas son eminencias rocosas, desnudas salvo por los pinos grises y una que otra ave de rapiña en lo alto. Las transiciones son abruptas y dramáticas. Las montañas se elevan hasta más de tres mil metros, los valles caen casi hasta el nivel del mar, y el interior se quiebra en profundas barrancas que terminan por fundirse con el desierto del valle de Oaxaca.
+Antes de la llegada de los españoles, a estas montañas las llamaban la Tierra del Ciervo. Los mazatecas adoraban a los animales como a dioses; la caza estaba prohibida, así que miles de mansos ciervos vagaban por doquier. Después de que llegaron los españoles, los chamanes robaban sus almas y las escondían dentro de los ciervos, garantizando así que al ser muertos los animales, se condenaran las almas de sus cazadores. Como secuela inmediata de la Conquista se propagaron las misiones, ante todo las de dominicos, que no tardaron en abandonarlas, y para principios del siglo XX las creencias indígenas y cristianas habían encontrado un cierto equilibrio. Aunque todas las aldeas tenían sus iglesias, de techos de paja puntiagudos, paredes de adobe y bellas fachadas barrocas encaladas, amarillentas por el tiempo y la lluvia, y campanas de hierro colgando también de cobertizos de paja, los sacerdotes eran pocos y dispersos. Las ideas antiguas sobrevivían intactas en forma notable. Los cantores indígenas entonaban la liturgia de los santos, pero también pronunciaban en voz baja los nombres de enanos malignos con caras infantiles y enjutos cuerpos que se robaban las almas de los vivos. Ofrecían inmolaciones a los guardianes de las rocas y los ríos, las montañas, las estrellas, el sol y la luna. En los mercados las viejas vendían atados curativos hechos con huevos para la fuerza, el cacao para la salud y la resina de copal para el espíritu. Con plumas brillantes y en cortezas del llamado árbol del papel registraban los mensajes de los dioses, como desde tiempos de los aztecas.
+El lenguaje es el filtro mediante el cual el alma de un pueblo llega al mundo material, y para los mazatecas, en particular, la comunicación no se limitaba a la palabra hablada. Su lengua tenía cuatro tonos diferentes. Cada conversación tenía su propia clave, determinada por quien la empezara. En momentos solemnes las palabras se rompían en sílabas sin sentido, las canciones se volvían salmodias, los sonidos resonaban en oraciones bajas y canturreantes que podían seguir horas enteras. En ocasiones menos propicias, los mazatecas hablaban con silbidos. Estos no eran sólo sonidos con significados por lo general reconocidos; comprendían todo un léxico, algo así como un vocabulario basado en los vientos.
+Cualquier mazateca podía dar interpretaciones precisas y literales del habla silbada. Mensajes detallados, conversaciones prolongadas y pedidos urgentes y concretos podían expresarse simplemente silbando. Era posible, por ejemplo, que dos hombres se encontraran en una trocha, hablaran sobre el tiempo, discutieran sobre el valor de un objeto, arreglaran el precio y siguieran su camino sin haber intercambiado una sola palabra. Viajeros separados por medio kilómetro o cultivadores en lados opuestos de un valle se podían comunicar a distancias que apagaban cualquier voz normal. El secreto estaba en duplicar las características tonales y rítmicas del lenguaje hablado, pero en una forma que pocos extraños, por bien que hablaran el mazateca, podían comprender.
+*
+Schultes y Reko se bajaron del tren en un pueblito llamado Teotitlán del Camino, donde se quedaron el tiempo que les llevó comprar cuatro mulas y encontrar un herrero que las herrara, para luego iniciar el largo ascenso hasta las tierras de los mazatecas. La pedregosa trocha subía por un terreno quebrado y desértico poblado por débiles acacias y cactos, que cedía lentamente a medida que el aire se enfriaba y aparecían tenues nubes. En la aldea azteca de San Bernardino una bella mujer de pelo muy negro y brillado con aceite les dio tortillas y una bebida espumosa hecha con raíces y cacao. Pasando la aldea, el camino se hacía más angosto y ascendía gradualmente hasta una cumbre alta que separa dos valles profundos. Siguió un largo descenso, el paso de un río y otra pesada subida hasta que, finalmente, la trocha fue a dar a un paisaje sinuoso y elevado, dominado cada vez más por exuberantes campos de maíz verde. De la niebla emergían pequeños grupos de casas de adobe con largos alares de paja en cada vertiente del tejado.
+—Estas son de los mazatecas —dijo Reko al ver una hilera de hombres que cavaban con palos en un campo—. Siembran un poco, incluso ahora en medio de la estación lluviosa, pero la mayor parte de lo que se puede ver fue sembrado en abril. Lo llaman hno-htsee, maíz de la lluvia. Pero prefieren el maíz sembrado en octubre, al comienzo de la estación seca. Es el maíz del sol, el hno-ndwa. Encontrará que esta planta es mucho lo que enseña sobre los mazatecas.
+Schultes tiró de las riendas de su mula y dejó que Reko se adelantara. Ya sin moverse, se dio cuenta de que había actividad y color en torno suyo. El rojo brillante y el blanco de los huipiles de las mujeres, con sus bordados y cintas, la tela blanca y los sombreros de paja de los hombres, las flores que adornaban todas las fachadas y hasta la misma tierra roja se combinaban para darle al paisaje una riqueza y una profundidad que jamás había visto. Luego, al tapar una nube el sol, cambió el tono de los campos; el maíz se tornó azul verdoso y el cielo adquirió un color de estampa japonesa. En la extrañeza de la luz, tuvo la sensación de estar en una nueva tierra.
+Schultes y Reko llegaron a Huautla de Jiménez, la capital de los mazatecas, diez horas después de partir. Era un pequeño pueblo desparramado en la falda de una montaña, solitario y aislado del mundo. Las calles de tierra parecían más lechos secos de quebradas que calles, y caían entre los techos de paja y las paredes de adobe hasta dar a una plaza empedrada, que dominaba en un costado el campanario de una iglesia grande con techo de lata. Llegaron en el momento en que el sol se ponía y la atmósfera estaba húmeda y fría. La gente los saludaba en tonos ahogados casi inaudibles, haciéndose a un lado para dar paso a las mulas. Los mazatecas eran de baja estatura, sobre todo las mujeres, que caminaban descalzas con rápidos pasitos y asiendo firmemente las puntas de los pañolones en los que llevaban los hijos a la espalda.
+En una pequeña cantina en una esquina de la plaza, Reko le preguntó a una mujer vieja dónde quedaba la tienda de José Dorantes, el comerciante que habían ido a buscar. Ella hizo un ademán con la mano que podía querer decir cualquier cosa y dijo: «Por allá». Reko, al darse vuelta, chocó con un mazateca regordete, todo sonrisas y apestando a mezcal.
+—Un poco de fiebre, señor —le explicó el indio.
+—Borracho y sucio —exclamó Reko disgustado, sacudiéndose con las manos las solapas de la chaqueta.
+—No, no, señor. Solamente una fiebre de Dios.
+Schultes observó al hombre alejarse dando tumbos; a través de sus harapos podía ver su espalda morena y lisa y los músculos de sus piernas.
+*
+El señor Dorantes era dueño de una tienda grande donde vendía artículos de primera necesidad para los mazatecas. Quedaba en una parte del pueblo que tenía luz eléctrica, una hilera de tiendas de madera con techo de lata que daban a la calle principal. Cavada en la falda de la montaña, era la única calle empedrada y plana del pueblo. Cada noche, entre las seis y las diez, cuando tenía luz, se reunía un grupo de niños que perseguían al señor Dorantes al ir y venir frente a su estimada propiedad en una bicicleta roja, que le habían llevado por la trocha desde Teotitlán. Era la única bicicleta en Huautla y fuente de inagotable fascinación y misterio para los pobladores. El resto de la vida de Dorantes no era nada fuera de lo común. Durante tres días de la semana revisaba sus existencias de hilo y cintas, cigarrillos, sulfato de magnesia, aspirina, aceite de ricino, pescado en lata, fósforos y macarrones; y luego preparaba sus pedidos, que se iban por la noche con la recua de mulas a Teotitlán. Los martes, jueves y sábados, cuando volvían las mulas y los asnos y se agolpaban frente a su tienda, pasaba el tiempo verificando los pedidos, asegurándose de que nada faltara. El tema favorito de los parroquianos de su tienda eran los ladrones y bandidos de las montañas que quedaban más allá de la tierra de los mazatecas.
+Como a la mayor parte de la gente importante del pueblo, la «gente de razón» o «los civilizados», a Dorantes le complacía la compañía de los extranjeros. Hablaba español y había sido educado en la escuela local. Cuando en uno de sus paseos nocturnos en bicicleta se encontró con dos cansados botánicos y una inesperada recua de mulas cargadas con extraño equipo, les dio una cálida bienvenida a los visitantes y los invitó a quedarse en el cuarto del segundo piso de su tienda. Después de cerrarla y de que todo el mundo se había ido, esa misma noche, Dorantes escuchó a Reko y a Schultes resumiendo su plan de trabajo.
+Tal vez animado por el previo contacto de Reko con Robert Weitlaner, el antropólogo que anteriormente había trabajado con los mazatecas, Dorantes se mostró desde el principio muy abierto respecto al empleo que los mazatecas le daban al teonanacatl. Confirmó, por ejemplo, que había presenciado la adoración de los hongos. Había asistido a ceremonias nocturnas, visto cómo los curanderos los limpiaban con incienso de copal y de humo y escuchado a esos notables terapeutas invocando con oraciones el poder de los hongos. Al parecer, él no los había probado, pero sabía exactamente por qué los usaban los mazatecas.
+—Somos un pueblo pobre —explicó—, y no tenemos médicos o medicina. Por eso Jesús nos dio los hongos. Porque no podía quedarse aquí para siempre.
+—¿Y nosotros podemos encontrar esos hongos? —le preguntó Schultes.
+—¡Cómo no! Pues, claro. Crecen donde esté viva la tierra. En todos los campos, en los mejores campos. Yo los he visto muchas veces —y contó que cuando Jesús caminaba, los hongos nacían en sus huellas y dondequiera su sangre o su saliva tocaban la tierra.
+—Así que Jesús y los hongos…
+—No soy yo quien lo dice —lo interrumpió Dorantes.
+—¿Podemos conocer a esos curanderos?
+—Podemos tratar.
+—¿Y asistir a una ceremonia?
+—Tal vez.
+—¿Cuándo?
+Dorantes hizo caso omiso de la pregunta de Reko y guio a Schultes a una casa a tres puertas de la tienda.
+—Ahí hay una mujer —le dijo—, una americana. Tal vez ella sabe.
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+Al contrario de tantos misioneros con su inquietante celo, Eunice Pike parecía en paz consigo misma y con el sitio que ocupaba en las vidas de sus vecinos mazatecas. De modales sencillos, vivía en una casa de adobe y techo de paja, con el piso de tierra y una sola ventana. Comía maíz y fríjoles, tomaba agua del único tubo que surtía el pueblo y, cuando era necesario, lavaba ella misma la ropa con el rocío recogido de las hojas. Vestía sencillamente, pero era alta y de impresionante belleza, de pelo largo y oscuro que recogía en un moño en la nuca. Hija de un médico rural de Connecticut, tenía veinticuatro años y llevaba dos viviendo en Huautla, con la intención de quedarse lo que fuera necesario para aprender la lengua de los mazatecas. Se proponía traducir el Nuevo Testamento, tarea a la que dedicaba todo su tiempo y energía. No le interesaba comprar conversos con ollas de aluminio y chucherías modernas. Era lo bastante honesta para comprender que la mayor parte de las conversiones resultaban superficiales y efímeras, no tanto transformaciones espirituales como triunfos de la conveniencia.
+—Una vez traté de explicarle el cielo a una joven —dijo mientras le servía una taza de té a Schultes—. Le conté que era un lugar bello, donde no había lágrimas ni sufrimientos. Me preguntó si yo había estado allá. Le expliqué que sólo los muertos conocen el cielo. Luego me miró con una cara de lo más triste. Dijo que sentía pena por mí, y se fue casi llorando.
+—Qué extraño —dijo Schultes.
+—Sólo después me di cuenta de que la mayor parte de los mazatecas sostienen que han estado en realidad en el cielo.
+—¿Con los hongos?
+—Sí. Creen que Jesús les habla por medio de los hongos, que sus visiones son mensajes de Dios. ¿Cómo los llamó?
+—Teonanacatl —dijo Schultes—. Algunos creen que quiere decir «carne de los dioses».
+—En mazateca los hongos tienen varios nombres. Uno significa más o menos «el pequeño sagrado».
+—¿Los ha visto usted?
+—No.
+—Y sobre los efectos, ¿qué dice la gente?
+Lo miró fijo y, por un momento, no dijo nada. Luego, con un suspiro de resignación, contestó:
+—Hay cosas que sabemos y que no podemos comprender. El cristianismo es un tenue barniz en la vida de esta gente. Los he oído cantando en la noche. Siempre empiezan con el padre nuestro. La conductora dice que tiene el corazón de Cristo y es hija de la Virgen María. Pero al momento siguiente dice que es hija de la luna y las estrellas, o mujer serpiente, o mujer pájaro, cualquier cosa.
+—¿No la molesta eso?
+—Sí, claro —respondió—. Pero también no. Cuando acababa de llegar aquí me quejé a un viejo del empleo de los hongos. ¿Sabe lo que me dijo?
+—No —sonrió Schultes.
+—Me dijo: «¿Pero qué más puedo hacer? Tengo que conocer la voluntad de Dios y no sé leer».
+Ambos rieron.
+—¿Así que cómo le lleva uno el mensaje de Dios a un pueblo que parece tener algo mucho más espectacular e inmediato que cualquier cosa que podamos ofrecerle?
+—Difícilmente, sospecho. ¿Y qué dicen los curas?
+—Para los católicos es incluso peor. Bastante difícil es traducir el significado de la Última Cena, ¡pero es peor el de la eucaristía! Comparados con los hongos, el pan y el vino deben de parecer más bien insípidos.
+Schultes rió una vez más. Qué mujer tan extraordinaria, pensó: una misionera que podía reírse, que podía amar a Dios sin odiar a la gente.
+—Una vez estaba esperando un avión y empecé a cantar un himno. Uno que ningún mazateca se sabía. Lo acababa de traducir. Dos de las mujeres dijeron: «¿No es bellísimo? ¡Qué hermoso! Es justo como el hongo». Yo les dije, en una forma más bien piadosa, que no era como el hongo, que Dios y Jesús eran diferentes. Pero no me escucharon. ¿A que no se imagina qué dijeron?
+—No —dijo Schultes, dispuesto a oír cualquier cosa.
+—Dijeron: «Lo que queremos decir es que fue muy amable del hongo haberle enseñado esa canción».
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+Durante el resto de julio y principios de agosto, Schultes y Reko prosiguieron sus estudios en Huautla y sus alrededores y en el vecino pueblo de San Antonio Eloxochitlán. Dondequiera iban oían vagos rumores sobre el culto del hongo, pero en ningún momento vieron el teonanacatl o encontraron un curandero dispuesto a describirles el rito. Parte del problema era la lengua. Schultes todavía tenía dificultades con el español, y ni él ni Reko hablaban el mazateca pasablemente. Los mazatecas mismos eran reticentes. Fue así como se encontró llenando sus cuadernos en inglés, con información obtenida de informantes más bien reacios, y filtrada por medio no de una lengua sino de dos, que ni él ni sus informantes dominaban. Para empeorar las cosas, dependía completamente de Reko para la parte de la cadena que pasaba por el mazateca, el español y el alemán.
+No hubiera sido honesto de su parte recurrir a Eunice Pike. Los asuntos mismos que le interesaban implicaban posibilidades que ella no podía reconocer, privada o públicamente. Tenía la sensación de que la misionera había llegado a un cierto equilibrio en relación con los mazatecas, basado en parte en su discreto respeto hacia esas mismas prácticas religiosas que ella había aprendido a aborrecer. No aprobaba lo que hacían, pero su reverencia hacia todas las cosas sagradas evitaba que los condenara. Ella misma no podía participar en el culto del hongo, pero tampoco estaba dispuesta o era capaz de revelar la tradición al mundo exterior. De modo que Schultes se sintió satisfecho por el momento siguiendo sus exploraciones botánicas en las colinas en torno a Huautla, y concentrándose más en las plantas que en la gente.
+Mientras Schultes herborizaba en las colinas y buscaba especímenes del hongo, un grupo diferente de exploradores se enfrentaba al misterio desde un ángulo diferente. El mismo mes en que Schultes y Reko viajaron a Huautla, había llegado un equipo de antropólogos dirigido por un inglés alto y corpulento llamado Bernard Bevan, de quien se decía, según supo Schultes después, que era miembro del servicio secreto británico. Acompañaban a Bevan, Louise Lacaud, Jean Bassett Johnson, un joven estudiante de antropología de Berkeley, e Irmgard Weitlaner, la novia de Johnson e hija de Robert Weitlaner, el hombre que dos años antes había obtenido las primeras muestras del hongo, los especímenes que Reko le había enviado a Schultes a Harvard.
+En la noche del sábado 16 de julio de 1938, gracias a contactos dados nada menos que por José Dorantes, los integrantes de ese pequeño grupo fueron los primeros extranjeros en asistir a una vigilia durante la que se ingirió el teonanacatl. Fue una ceremonia de curación celebrada en la casa de un viejo curandero que hablaba español. Johnson describió después la experiencia en un trabajo sobre la brujería de los mazatecas publicado en una revista de antropología sueca. El curandero empezó por ocupar su sitio frente a una mesa baja en la que había una gran pluma azul y roja, una vela, un paquete envuelto en papel rojo, un trozo cuadrado de corteza negra, un fardo de copal, cuarenta y ocho granos de maíz y una canasta mixteca con seis huevos. En un pequeño estante, contiguo a la mesa, había otra vela y, a su lado, los hongos envueltos en hojas frescas de plátano.
+El curandero se comió tres, masticándolos lentamente e invocando entretanto a los santos y a la Santísima Trinidad. Luego ordenó a los parientes del paciente que pusieran copal en un pebetero de incienso. Añadió polvo de copal, que se consumió al instante despidiendo una tenue columna de humo que flotó a nivel de los ojos y se desvaneció lentamente en el cuarto. Haciendo la señal de la cruz e invocando al espíritu del paciente, pidió que le informaran sobre las circunstancias de su nacimiento, la posición de las estrellas y el sitio donde habían enterrado el cordón umbilical. Luego pronunció una intrincada liturgia que invocaba tanto a los santos como a los dueños de las rocas y los ríos, las montañas, el trueno, la tierra, las estrellas, las plantas, el sol y la luna. Siguió una oración de súplica, una comunicación directa con Dios que daba poderes al curandero para el decisivo acto de adivinación. Con una invocación final a la Santísima Trinidad, tomó los granos de maíz y los regó en la mesa. En su configuración estaba el futuro, y cada vez que los echaba le sobrevenían nuevas visiones que, juntas, formaban la prognosis. El destino del paciente ascendía y se desplomaba con cada nuevo lanzamiento, hasta que al echarlos por séptima y última vez anunció que el paciente viviría. En un postrer acto de curación les dijo a los parientes que iba a hacer seis pequeños paquetes con los poderosos objetos en la mesa —copal, cacao, huevos, plumas, papel de corteza—, que debían enterrar en dirección este oeste en el patio de la casa del paciente. La ceremonia terminó a las dos de la mañana. Sólo el curandero había comido hongos.
+Una semana después, cuando Schultes se encontró con el grupo de Bevan en Huautla, Johnson le confió el descubrimiento. Los hongos, explicó, eran a las claras el medio de transformación que daba legitimidad al rito de adivinación. Todas las oraciones, los cantos y cada gesto ritual eran la voz de los hongos que hablaban por medio del cuerpo del curandero. Pero había sido difícil determinar qué efecto habían tenido en el anciano. No parecía ebrio. Sus movimientos habían sido lentos y metódicos, tan deliberados como los de un sacerdote al dar la comunión. Además, no se había comido sino tres hongos. Comerse tantos como seis era, según el curandero, correr el riesgo de enloquecer y de causar sin duda el fallecimiento del paciente. Finalmente, Johnson le dijo a Schultes que se podían usar por lo menos tres clases diferentes de hongos. A unos les decían en español «los honguitos de san Isidro». Los otros dos eran mucho más pequeños. Uno se llamaba tsamikindi; el otro tsamikishu, el hongo del derrumbe.
+*
+Diez días después de que Johnson y sus compañeros asistieran a la ceremonia, una tremenda tempestad azotó a Huautla. El pueblo amaneció lavado. Soplaba una brisa fría del este, llevando los ruidos del mercado hasta la pequeña ventana de Schultes en el desván de la tienda de Dorantes. Al despertar en la hamaca alcanzó a oír voces bajas, un sonido no muy diferente al frote de las hojas de una palmera con el viento. Las nubes giraban en el cielo y más allá del campanario de la iglesia, muy alto contra la falda de la montaña, alcanzó a ver una especie de halcón que se elevaba con las alas ladeadas contra el viento. Al otro lado de la calle, en el patio de una casita, la hermana de un niño, de rodillas, vertía un baldado de agua sobre su pelo negro reluciente. Qué extraño, pensó: lo mucho que los indios nos han enseñado, y lo poco que les hemos dado en pago. No pensaba en el maíz, las papas, los tomates, el chocolate, las piñas, la tapioca, la papaya y una cantidad innumerable de alimentos, o en las drogas que habían cambiado su mundo: la cocaína, la quinina, la aspirina. Pensaba en su visión misma de la vida, algo que sólo estaba empezando a captar en ese entonces.
+Bajó a la tienda por las escaleras de madera, pasó al lado de los machetes y ollas colgados y de los mostradores llenos de rollos de tela, y por una puerta estrecha llegó al pequeño patio donde había instalado su secador de plantas. La atmósfera tenía el aroma de las mañanas de Oaxaca, de rosas y claveles, del humo resinoso de los fogones de las cocinas, del café recién hecho, y el leve olor de hojas mezcladas con polvo y excrementos de animales, de orines y sudor, y de la tierra misma, todavía húmeda por la lluvia de la noche. Se lavó en un pequeño platón, hizo sus necesidades en un rincón del patio y se dedicó a sus especímenes.
+El secador era un sencillo aparato portátil, de cuatro patas separables que sostenían una superficie de metal que tenía a un lado, horizontalmente, la prensa de plantas. Unas faldas de lona en torno a la base dirigían el calor de la pequeña lámpara de petróleo hacia los especímenes, separados en la prensa por láminas de aluminio acanalado. Dependiendo de la especie, el secado de una planta llevaba entre doce y veinticuatro horas. En las noches de lluvia cubría el secador con un pedazo de lona impermeable, que retiró en ese momento. Palpó la lámina divisoria superior, apretó las correas que mantenían unida la prensa y se agachó para prender la lámpara. Había querido mantenerla prendida por las noches, pero había un gran riesgo de incendio a causa de los cerdos y los pollos.
+Tal vez sólo un botánico podía percibir el tranquilo placer que sentía al trabajar con sus muestras. Entre las hojas de papel periódico había un lirio silvestre cuyo bulbo se asaba y comía desde tiempos de los aztecas; una orquídea que los mazatecas secaban y molían para restañar la sangre de las heridas; un árbol que daba papel de corteza, usado por los curanderos para envolver los objetos de poder de sus ritos. Había por lo menos dos especies nuevas para la ciencia: una orquídea pequeña del tamaño de un dólar de plata, y la inflorescencia de un árbol cuyos parientes se extienden hacia el sur, por los bosques pluviales de la baja América Central, hasta más allá del Amazonas. Tenía en las manos los especímenes secos de una enredadera y de un arbusto pequeño, ambos usados por los mazatecas para curar las mordeduras de serpiente. Sobre una de las especies no había información hasta ese momento. Las otras estaban en uso desde hacía por lo menos seiscientos años y figuraban entre las plantas medicinales que anunció Hernández en su informe al rey de España. Esta sencilla colección etnobotánica lo unió de inmediato al pasado, a lo desconocido, y a una cultura viviente que había sobrevivido en no poca medida gracias a su habilidad para comprender precisamente esas plantas que había ido a buscar.
+—¡Doctor, doctor!
+Volvió a la tienda y vio que Dorantes iba hacia él. Lo acompañaba un mazateca flaco de edad madura, con la ropa raída y una cara con las órbitas hundidas que era puros huesos. Dorantes estaba vestido como siempre: pantalones caqui bien planchados y camisa blanca de algodón.
+—¡Doctor, por fin, por fin! —repitió Dorantes. Arrastraba los pies en forma extraña y se frotaba las manos todo el tiempo.
+—Buenos días —saludó Schultes.
+—Buenos días, buenos días.
+—¿Qué pasa?
+—¿El doctor Reko dónde está?
+—No sé. Tal vez esté en el mercado. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
+—Nada, nada. Da lo mismo. Se va a sorprender.
+Dorantes se dio vuelta y le dijo algo al mazateca. Este metió la mano en un canastico que llevaba y con mucho cuidado sacó un paquete envuelto en papel periódico. Schultes notó que el papel procedía de sus existencias. Arrugó la frente mirando a Dorantes, que alzó las manos y se encogió de hombros. El mazateca desenvolvió lentamente el paquete. Había una docena de hongos frescos.
+—Los santos niños —dijo Dorantes—, los pequeños que brotan.
+Schultes tomó el paquete con las dos manos. Bastó un momento para que quedara abstraído en las muestras. Con un dedo separó los hongos cuidadosamente. Había dos, no, tres clases diferentes. Reconoció de inmediato al más fresco, por lo menos el género. Era de la especie Panaeolus, un hongo pequeño de tallo delgado y sombrero piloso. Se parecía a los hongos Panaeolus en el prado de su mamá, en la casa de Nueva Inglaterra. Los otros dos no estaban en tan buenas condiciones. Uno era bastante grande, de tono cobrizo y banda circular oscura en el tallo; tenía manchas púrpura oscuras donde había sido estropeado. La tercera especie tenía un tallo blancuzco, el sombrero ocre y la membrana morada. Levantó la vista.
+—Gracias —dijo—. Ha sido usted muy amable.
+El mazateca asintió. Schultes se dirigió a Dorantes.
+—¿Le puede hacer una pregunta?
+—Naturalmente.
+—Pregúntele si estos son los hongos que emplean.
+Dorantes habló con el mazateca y luego miró a Schultes.
+—Dice que no sabe.
+—¿Cuántos se ha comido él?
+Dorantes acudió de nuevo al mazateca, que no dijo nada.
+—Se comen doce o quince —dijo—. Algunos se comen hasta sesenta, pero se vuelven locos.
+—¿Qué ven? —preguntó Schultes. Dorantes dijo algo y el mazateca respondió.
+—Colores, dice.
+Schultes se metió la mano al bolsillo y sacó un pequeño fajo de billetes, que le dio al mazateca.
+—Que Dios se lo pague —dijo el indio, en perfecto español.
+Schultes cogió los hongos, los colocó sobre la prensa y separó las especies con cuidado. En su cuaderno anotó la fecha, descripción y número de colección de los especímenes. Era el 27 de julio de 1938 y el número Schultes y Reko 231, la primera colección botánica del teonanacatl, la «carne de los dioses». Luego, en la tarde, quince días antes de su proyectado regreso a Boston, vagó por los campos húmedos en las afueras de Huautla. Para su asombro descubrió por todas partes un hongo que no había visto en un mes. Recogió más de una docena de especímenes, preservados hasta hoy en el Herbario Farlow de Harvard.
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+El 21 de febrero de 1939, Schultes dio a conocer su descubrimiento en los Bocanical Museum Leaflets, una publicación iniciada siete años antes por Oakes Ames e impresa privadamente en la imprenta manual del sótano del museo, situado en la calle Oxford de Cambridge. Sobra decir que en un mundo donde estaba a punto de estallar la guerra, un ensayo titulado Plantae Mexicanae II: The Identification of Teonanacatl, a Narcotic Basidiomycete of the Aztecs no tuvo mayor circulación. Sin embargo, fue un adelanto científico importante. Con la ayuda del micólogo de Harvard David Linder, Schultes había identificado positivamente al teonanacatl como el Panaeolus campanulatus var. sphinctrinus. Al haber obtenido una muestra apropiada para ser clasificada con exactitud botánica, Schultes había destilado los informes etnográficos y los rumores y los había convertido en un hecho científico. Había ofrecido las primeras evidencias irrefutables de un hongo psicoactivo empleado por los indios. No sólo había resuelto la controversia iniciada por Safford, y en cierto sentido reivindicado a los primeros botánicos españoles, sino que había sentado las bases para investigaciones adicionales. Con la adecuada identificación botánica, podía empezar el trabajo fitoquímico y dar pasos hacia el aislamiento de los elementos activos causantes de los extraños efectos de los hongos. Pero quizá fue más importante el hecho de que, al sugerir el término genérico teonanacatl, cubría un grupo de diferentes especies de hongos psicoactivos y abría la puerta para futuras exploraciones. Pasarían muchos años, mas otros, finalmente, lo seguirían.
+Aunque todo eso vendría después. Por el momento, animado por su éxito con el teonanacatl y gracias al apoyo de Oakes Ames, decidió dedicarse al ololiuqui, la enredadera de la serpiente, el segundo de los misteriosos y desaparecidos alucinógenos de los aztecas. En el otoño de 1938 empezó una vez más a rebuscar en las crónicas españolas, y para su asombro descubrió que los aztecas tenían mayor respeto por esta planta que por el teonanacatl. «Es hecho notable», escribió Hernando Ruiz de Alarcón en 1629, «la mucha fe que ponen los nativos en esta semilla… La consultan como a un oráculo para saber… cosas que no están al alcance de la mente humana… Es tal su veneración por el ololiuqui que hacen cuanto hay en su poder para que la planta no llame la atención de las autoridades eclesiásticas». En el infame libro de Jacinto de la Serna sobre las idolatrías mexicanas, leyó Schultes que los indios «adoraban esas plantas como si fueran divinas… Colocan ofrendas de ellas al pie de los ídolos de sus antepasados». Cuando los arrestaban o los interrogaban, anotaba el autor, los aztecas negaban saber del ololiuqui, no por temor a las leyes españolas sino por reverencia hacia la planta misma.
+Una extraordinaria descripción del empleo de esta planta sagrada procede de los ires y venires de fray Francisco Clavijero. «Los sacerdotes aztecas», cuenta, «iban a las cimas de las montañas o a oscuras cavernas para hacer sus sacrificios. Tomaban buena cantidad de insectos ponzoñosos, los quemaban en un hornillo en el templo y trituraban las cenizas en un mortero, junto con pies del ocotl, tabaco, la hierba ololiuqui y algunos insectos vivos… Ofrecen a sus dioses esta diabólica mixtura en pequeñas vasijas, y después se frotan los cuerpos con ella. Así preparados, se tornan intrépidos ante cualquier peligro… Lo llaman teopatli, el divino medicamento». El lugar que ocupaba el ololiuqui en las vidas de los aztecas, tal vez se encuentre mejor compendiado en una frase reticente que Schultes encontró en un documento publicado por el sacerdote español Bartolomeo de Alua en 1634. Al responder a las preguntas hechas a él en una confesión, un anónimo penitente indígena se expresó con mucha sencillez: «He creído en los sueños, en las hierbas mágicas, en el peyote, en el ololiuqui, y en la lechuza».
+Al recorrer con minucia las tempranas crónicas, Schultes no se mostró sorprendido al encontrar descripciones botánicas precisas y detalladas de la planta. Era algo que ya esperaba, por cierto, de Sahagún y de Hernández, sus fuentes más confiables. Una edición de Hernández de 1651 incluía una lámina cuidadosamente dibujada y una inscripción latina que en su redacción parece perfectamente moderna: «El ololiuqui, que algunos llaman coaxihuitl o planta de la serpiente, es una enredadera de hojas acorazonadas finas y verdes, tallos fuertes, delgados y verdes y largas flores blancas. La semilla es redonda y muy parecida a la del cilantro». La recibían oralmente, «cuando los sacerdotes deseaban comunicarse con sus dioses. Se les aparecían mil visiones y alucinaciones satánicas». En una edición de Sahagún de 1905, Schultes encontró una ilustración aún más notable que mostraba muy claramente que el ololiuqui tenía, en efecto, las hojas acorazonadas, una raíz bulbosa y una disposición trepadora. Que este desconocido alucinógeno azteca tenía que ser enredadera lo confirmaban los escritos de Alarcón, que la describió como «una clase de semilla parecida a la lenteja producida por una especie de hiedra de estas tierras».
+Ya en 1854 los botánicos, basados en las descripciones y en las ilustraciones españolas, habían sugerido que el ololiuqui era una planta de la familia de los dondiegos. En 1897 el botánico mexicano Manuel Urbina la identificó como Ipomonea sidaefolia, planta conocida hoy como Turbina corymbosa. Así hubieran quedado las cosas de no haber sido de nuevo por William Safford, del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, quien sugirió esta vez no sólo que los cronistas españoles eran pésimos botánicos sino también los mexicanos contemporáneos, entre ellos Urbina. El ololiuqui, según él, no podía ser un dondiego porque hasta esa fecha no había indicios de que alguna planta de esa familia tuviera efectos narcóticos o tóxicos. Los indios, con la intención de esconder la verdadera identidad de su planta sagrada, habían engañado tanto a Urbina como a los primeros españoles. La planta era, dictaminó Safford, la Datura meteloides, un alucinógeno muy tóxico y bastante conocido perteneciente a un grupo botánico sobre el cual —tal vez no del todo por coincidencia— existían monografías. Al sostener su argumento, Safford recalcó similitudes superficiales en el tamaño y color de las flores, ambas tubulares y blancas, pasando por alto lo obvio: todas las daturas son arbustos o hierbas erectas, pero todas las descripciones del ololiuqui coincidían en que era una enredadera. Aunque su tesis no tenía mérito alguno, su importancia profesional garantizó que sembrara una inmensa confusión. Como en el caso del teonanacatl, su interpretación triunfó, y la mayor parte de los botánicos y antropólogos aceptó su opinión ciegamente.
+No así Schultes. Tampoco Reko. En la misma carta que Schultes encontró con el espécimen de peyote en la Smithsonian y que lo había puesto sobre aviso respecto a la verdadera identidad del teonanacatl, Reko había escrito que los zapotecas de la Sierra Juárez de Oaxaca empleaban el ololiuqui, que era sin duda una Ipomoea sidaefolia. El ololiuqui tenía que ser entonces un dondiego. En la primavera de 1939, Schultes decidió volver a Oaxaca para comprobarlo, y en la primera semana de abril empezó su segunda expedición, partiendo esta vez desde el este por Tuxtepec, sobre el río Papaloapan, en el estado de Veracruz. Viajó primero a la ciudad de Chiltepec, donde estableció su base, compró mulas y provisiones y contrató un asistente de campo, Guadalupe Martínez-Calderón, un joven chinanteca que permanecería a su lado durante toda la expedición. Con la ayuda y guía de Guadalupe se internó en las montañas siguiendo las rutas comerciales tradicionales que atravesaban los bosques pluviosos de Chinantla y unían la tierra de los chinantecas con la de los zapotecas y mixes en el sur, y con los mazatecas hacia el norte.
+En algunos tramos las trochas eran amplias y bien señaladas y los vados de los ríos fáciles, pero casi siempre eran poco más que vagas sendas que pasaban por espesos matorrales o apenas rasguños en las faldas pendientes de montañas. Las aldeas por las que pasó parecían suspendidas de las nubes y sin ningún contacto con el exterior. En algunas la gente ni siquiera había visto una mula. En otras, cuando se acercaban los niños, los espiaban escondidos tras paredes de guadua o se escabullían en busca de refugio. A veces los acogía un silencio espectral, roto solamente por susurros desde las casas en penumbra, o por manos palmoteando tortillas de maíz o golpeando ropa sobre las piedras de los ríos. Al avanzar encontraron sembrados de café, tabaco, algodón y platanales, pero en ninguna parte el bosque había sido transformado. Cubría toda la tierra, como un suave manto de verdura.
+Era imposible viajar más de unos pocos kilómetros sin encontrar un río o las empinadas orillas de alguna quebrada. En muchos vados los chinantecas habían construido ingeniosos puentes colgantes, algunos de más de treinta metros de largo. Los llamaban «hamacas» y estaban hechos con bejucos cortados de los árboles, dispuestos a lo largo y trenzados para aumentar su resistencia precisamente en la misma forma de los cables de metal de un puente moderno. La superficie para el paso estaba formada por una docena o más de fardos unidos de tal manera que formaban una soga de un grosor de entre nueve y quince centímetros, suspendida de fuertes postes enterrados a lado y lado del río. Dos cuerdas más delgadas servían de barandilla, y a todo el puente lo estabilizaba una intrincada red de bejucos más delgados.
+Para Schultes y Guadalupe estos estrechos puentes eran una maldición. Los chinantecas no tenían mulas. Schultes tenía dos, y en cada paso era necesario bajar por las pendientes orillas hasta el borde del agua, con la esperanza de que las bestias pudieran vencer los torrentes. Lo mejor que podían esperar era una demora de varias horas mientras descargaban las mulas, pasaban los pertrechos por el puente y lograban con paciencia que los animales atravesaran el río. Si el paso era particularmente peligroso, Schultes tenía que esperar a que Guadalupe buscara ayuda. Por lo general se necesitaban tres hombres para arrastar a las bestias a través: dos en la orilla opuesta tirando de un lazo atado al cuello de la mula y otro maldiciendo y tirándole piedras al lado. Casi en todos los casos las mulas desaparecían bajo el agua, y por un momento nadie sabía si lo lograrían.
+En gran medida, la expedición dependía de la logística. Un año o dos después, cuando trabajaba en el húmedo trópico de América del Sur, Schultes fue pionero en un método para preservar los especímenes de plantas sumergiéndolos en alcohol, o formol, antes de colocarlos entre hojas de papel periódico. Se podían luego sellar dos o tres muestras en bolsas plásticas y empacarlas en costales. Las ventajas eran enormes. Las colecciones así preparadas podían depositarse durante un mes o más, y como los especímenes seguían siendo flexibles, se podían transportar sin riesgo de que se estropearan. Mediante la revisión periódica y añadiendo más preservativos si se hacía necesario, era posible prolongar una expedición varios meses y luego secar toda la colección al volver del trabajo de campo. Esta sencilla técnica significó una revolución metodológica y fue adoptada por casi todos los botánicos tropicales.
+En Oaxaca, desafortunadamente, Schultes todavía secaba las plantas como lo habían hecho los botánicos desde Alejandro de Humboldt y Aimé Bonpland. Para lograrlo, una expedición debía llevar consigo engorrosos materiales —prensas de plantas, marcos de secadora, lonas, lámparas o reverberos, petróleo, láminas corrugadas— y encontrar un sitio donde instalarlos por dos o tres días. Esto era particularmente importante en el trópico, donde las muestras secas se pudren en cuarenta y ocho horas. Mientras se secaban las plantas había que esperar, tal vez recogiendo otras en las inmediaciones, sin perder conciencia del peligro de incendio, que en la historia de la etnobotánica había consumido no pocas colecciones y, sin duda, igual número de casas de indios. Una vez secas las plantas, los especímenes quedaban quebradizos, en extremo frágiles, y era una verdadera pesadilla transportarlos.
+Por tanto, a medida que Schultes y Guadalupe exploraban en Chinantla, era la conveniencia la que dictaba en gran medida sus movimientos. En el curso de la expedición de catorce semanas hicieron una serie de circuitos, cada uno de más o menos diez días y que terminaba en una base, uno de los dos o tres poblados donde podían reabastecerse y enviar especímenes por correo. La primera correría los llevó al sur y luego al oeste, pasando por una cadena de montañas, para volver a las tierras bajas de Chiltepec, donde se habían conocido. La segunda fase fue de nuevo hacia el sur y luego hacia el sudeste, en el corazón del bosque pluvial de Chinantla. Pasaron luego por varias aldeas chinantecas y llegaron finalmente a Yaveo, donde se alojaron con una vieja pareja austríaca, Wilhem Barth y su esposa, que eran propietarios de una plantación de café.
+Se quedaron varios días en Yaveo, mientras Schultes consolidaba sus especímenes y cuidaba de varias llagas en la cabeza que estaban empezando a enconarse. Tres días antes, al llegar tarde en la noche a San Juan Lalana, le sorprendió notar que las hamacas de los indios donde se hospedó tenían mosquitero. Era una región fría y montañosa, no asociada con la malaria. Demasiado agotado para molestarse en tender el mosquitero, se desplomó en la hamaca para despertar a la mañana siguiente con sangre encostrada en el pelo. Cinco murciélagos lo habían mordido. No realmente mordido, como les explicó a los chinantecas. Los murciélagos se alimentan de noche y, para asegurarse de que sus víctimas no se despierten, flotan cuando están a punto de atacar, batiendo las alas con vigor para crear una corriente de aire que adormece la superficie de la piel. Cada murciélago hace entonces una incisión con un diente tan cortante como una cuchilla de afeitar. Su saliva contiene un anticoagulante. No chupan exactamente la sangre, sino que la lamen al brotar de las heridas. Los chinantecas no se mostraron muy complacidos con su explicación. ¿Cómo —le preguntaron a Guadalupe— podía un ser humano saber tanto sobre los murciélagos?
+De Yaveo, Schultes partió para explorar durante una semana el territorio de los mixes y ascendió al cerro Sempoaltepetl, la montaña más alta en el sur de México, para pasar de nuevo por Yaveo y Yahuivé hasta Choapan. Allí se demoró para enviar unos especímenes antes de seguir a tierras de los zapotecas, donde una semana después envió más especímenes desde Villa Alta. De allí siguió hacia el norte, a Ixtlán, se desvió a Ciudad de Oaxaca para una semana de descanso y reaprovisionamiento y luego se dirigió hacia el norte, ascendiendo a dos picos elevados, el cerro Cuasimulco y el cerro Zacate, antes de pasar por una serie de aldeas zapotecas y volver a territorio mazateca. A mediados de julio, tres meses después de partir, llegó a Huautla, donde se quedó diez días antes de cruzar el cerro de Los Frailes, un paso montañoso alto y difícil que daba al desierto y a Teotitlán del Camino, término de la vía desde donde había empezado su investigación con Reko un año antes.
+En el curso de todos estos viajes, Schultes buscó tanto el teonanacatl como el ololiuqui, y cualquier evidencia de ritos asociados con las plantas. En algunos afloramientos rocosos encontró restos de sacrificios animales. En Usila pasó un día en las colinas con un curandero que le habló sobre el empleo de ambas plantas en ceremonias adivinatorias. En San Juan Lalana, donde lo hirieron los murciélagos, un anciano curandero lo acompañó al bosque donde recogió una valiosa colección de plantas medicinales. Cerca de San Pedro Sochiapan observó a viejos que recogían hongos en pastizales abiertos. En el pueblito de Santa Cruz Tepetotuta hizo un canje de pastillas contra la malaria por cinco hongos que los chinantecas llamaban nañ-tauga. Unos informantes en San Juan Zautla le contaron cómo se empleaban los hongos, y se dio cuenta por primera vez de que la mayor parte de los curanderos tradicionales eran mujeres. El hombre que había oficiado en la vigilia de hongos a la que asistió Jean Johnson en Huautla había sido la excepción y no la regla.
+De lejos el descubrimiento más importante tuvo lugar en el pueblo chinanteca-zapoteca de Santo Domingo Latani, en el distrito de Choapan. Allí, con la ayuda de Guadalupe, que conocía bien la planta, encontró una enorme enredadera que cubría toda la casa de un viejo curandero. Cargada de mucho fruto, era la única planta de esa clase en el pueblo, y el curandero no tenía otra fuente de ingresos que la venta de sus semillas. Guadalupe la llamaba a-muk-ia, medicina para la adivinación. Los zapotecas decían que era kwan-la-si. Schultes reconoció el ololiuqui. Sin duda era la Turbina corymbosa, el dondiego identificado cuarenta años antes por Urbina. Schultes había probado de nuevo que Safford se había equivocado. Y con esta identificación de campo, junto con la colección subsiguiente hecha entre los zapotecas, los mixtecas y los chinantecas, resolvió de una vez por todas el fastidioso misterio del ololiuqui.
+*
+Fue en este punto donde la historia intervino en el relato tanto del teonanacatl como del ololiuqui. En agosto de 1939, un mes antes de que los alemanes invadieran Polonia, Schultes regresó a Harvard donde, después de un caso casi fatal de envenamiento de la sangre, terminó su tesis doctoral. Inseguro sobre el futuro y ansioso por cumplir el sueño de viajar a las selvas de América del Sur antes de que los Estados Unidos se involucraran en la guerra, aceptó una beca Guggenheim para estudiar los venenos de las flechas del noroeste amazónico. Antes de partir publicó dos libros y veintisiete trabajos académicos basados en su trabajo con los kiowas y con los indígenas de Oaxaca, pero ninguno de ellos sería muy leído. Sólo tenía veintiséis años, y su carrera como explorador botánico apenas empezaba.
+Los demás participantes en la aventura de Oaxaca desaparecieron uno tras otro. José Dorantes, el comerciante de Huautla, fue muerto a disparos en las calles de Ciudad de México. Un químico sueco, el profesor C. G. Santesson, que había empezado a hacer el análisis del teonanacatl, murió súbitamente en 1939. Jean Johnson, el antropólogo que había publicado el primer relato de la ceremonia de los hongos, fue muerto durante el desembarco aliado en África del Norte en 1942. En cuanto a Reko, el estallido de la guerra y la final derrota de los nazis lo silenciaron en Ciudad de México, donde moriría catorce años después de haberse despedido de Schultes en Oaxaca.
+A pesar de todo lo logrado, era mucho lo que aún se ignoraba, incluidas las características de la intoxicación y la identidad de los elementos activos de las plantas sagradas. El hilo del misterio no fue recogido sino hasta que empezó a ocurrir una serie en extremo inusual de acontecimientos a principios de la década de 1950. Durante más de veinticinco años Gordon Wasson, banquero y vicepresidente de J. P. Morgan and Co., de Nueva York, y su esposa Valentina Pavlovna, rusa de nacimiento, habían estudiado el papel de los hongos en las culturas europeas y asiáticas. Una de las cosas que habían notado era que las sociedades humanas podían muy fácilmente dividirse entre las que adoraban a los hongos y las que los despreciaban. En una de sus primeras publicaciones crearon los términos «micófilos» y «micófobos» para describir las dos alternativas. Los Wasson eran estudiosos serios y esa intrigante observación, junto con su análisis de los datos científicos, los llevaron a insistir en que nuestros primitivos antepasados habían adorado ciertos hongos. No sabían qué clase o por qué cualquier ser humano podía tener una actitud tan reverente ante esas plantas. Simplemente tenían la certeza de que así había sido.
+En septiembre de 1952, justo cuando los Wasson luchaban por probar sus afirmaciones, recibieron una carta del poeta Robert Graves, que vivía en Mallorca y que había visto accidentalmente el trabajo de Schultes en el que identificaba el teonanacatl. El 27 de octubre, Wasson envió una carta al Museo Botánico de Harvard pidiendo una reimpresión. No recibió la respuesta de Schultes sino hasta el 31 de diciembre, una semana después de que llegara de una expedición a la Amazonía colombiana. En su carta le decía a Wasson que el artículo estaba agotado pero que se podía obtener escribiendo directamente al editor de la publicación. Schultes agradeció al banquero su interés, lo invitó a visitar el Museo Botánico y terminó por anotar que estaba a punto de volver al Amazonas para «completar doce años de exploraciones botánicas». Ese fue el principio de una de las más importantes amistades en la historia de la etnobotánica. Wasson obtuvo una copia del trabajo sobre el teonanacatl y después de leerlo de inmediato hizo planes para ir a Oaxaca. En el verano de 1953 viajó con su esposa a México por primera vez, donde fue calurosamente recibido por el antropólogo Robert Weitlaner, quien le indicó cómo ir a Huautla. Aunque encantados por la experiencia, no pudieron penetrar en el hermético mundo de los curanderos mazatecas. Sin embargo, Wasson insistió y volvió a Huautla, solo o con su esposa y otros acompañantes, en los dos veranos siguientes. Finalmente, dos años después de su primera visita, conoció a una curandera que lo invitó a una vigilia de medianoche. Se llamaba María Sabina. Fue así como, el 29 de junio de 1955, Wasson y su fotógrafo, Allen Richardson, se convirtieron en los primeros extraños que de verdad consumieron los hongos en un contexto sagrado.
+En su extraordinario relato de la experiencia escribió Wasson sobre hongos recogidos antes del amanecer en lugares donde misteriosos vientos acarician las montañas. Bajo la influencia de las oraciones de María Sabina, Wasson escuchó dulces voces que flotaban en la oscuridad, vio músicas que adquirían forma y sintió que su alma se elevaba de su cuerpo. Con la imaginación anegada en colores, Wasson escuchó tendido bajo una cobija en el piso de tierra de la casa de María Sabina el canto de esta en el bellísimo lenguaje tonal de los mazatecas:
+Mujer que truena soy, mujer que hace ruidos soy.
+Mujer araña soy, mujer colibrí soy…
+Mujer águila soy, mujer águila importante soy.
+Mujer que gira como el torbellino soy,
+mujer de un lugar encantado soy.
+Mujer de las estrellas fugaces soy.
+En el silencio de la noche, bajo el suave caer de la lluvia sobre el techo de paja, el ahora humilde banquero de Nueva York trató de encontrar las palabras para describir esa «experiencia que desgarraba el alma»: no existían. Meses después escribiría que «todos estamos confinados dentro de las paredes de la prisión de nuestro diario vocabulario. Mediante la habilidad para escoger nuestras palabras, podemos dilatar los significados de uso general para cubrir sensaciones ligeramente nuevas, pero cuando un estado mental es absolutamente distinto, las palabras fallan. ¿Cómo se le puede explicar a un hombre que nace ciego qué es ver?». A los mazatecas también les era imposible describir la experiencia. Llamaban a los hongos «los pequeños que brotan» porque, como le explicó a Wasson su arriero, «los pequeños hongos brotan de sí mismos, como el viento que sopla sin que sepamos de dónde o por qué».
+Cuando Wasson publicó una relación de su expedición en el número del 13 de mayo de 1957 de la revista Life, un joven editor intentó captar la naturaleza inenarrable de la experiencia y dio con un título impactante: «En busca de los hongos mágicos». Ni su autor ni Wasson podían prever que el nombre iba a pegar y que el artículo marcaría una línea divisoria en la historia social de los Estados Unidos, el principio, de hecho, de la época psicodélica. Antes de su publicación, el gran público no tenía ni la menor idea de la existencia de los hongos alucinógenos. Entre quienes lo leyeron, y cuya curiosidad fue picada hasta el punto de que acudió a los artículos académicos más serios de Richard Evans Schultes, estaba un joven profesor de Harvard llamado Timothy Leary.
+En el verano de 1960, Leary viajó a México y probó los hongos mágicos en Cuernavaca. «Como todos para los que se ha descorrido el tupido velo que los cegaba», escribiría después, «regresé convertido en otro hombre». Poco después de que volviera a Harvard inició los polémicos experimentos que a la larga le valdrían la expulsión de la universidad. Naturalmente consultó a Schultes. Una de sus conversaciones versó sobre el empleo de la palabra psychedelic, término creado poco antes por el psiquiatra Humphrey Osmund. Schultes le advirtió a Leary que la palabra, que quería decir «expositor de la mente», era justa, pero que su grafía era incorrecta. El griego correcto era psychodelic, y Schultes se mostró preocupado por el hecho de que se pudiera asociar a un catedrático de Harvard con la corrupción de una lengua clásica. Leary sugirió que psychedelic sonaba mejor. Un relato no confirmado de la reunión muestra que mucho antes de que Harvard despidiera a Leary, Schultes lo había repudiado por su griego incorrecto.
+*
+Sólo faltaba un eslabón en la crónica del teonanacatl y el ololiuqui: el aislamiento de las sustancias químicas causantes de sus efectos alucinógenos. Para fines de la década de 1950, Wasson y sus colaboradores, sobre todo el micólogo francés Roger Heim, habían encontrado en México no menos de veinticuatro clases diferentes de hongos psicoactivos, con lo que comprobaron la afirmación de Schultes de que la palabra teonanacatl era genérica. Heim identificó en París las especies y logró cultivar varias en grandes cantidades. Pero todos los intentos tanto en Francia como en los Estados Unidos por identificar los ingredientes activos fracasaron. Finalmente, ya presa de cierta desesperación, Heim le envió una muestra del Psilocybe mexicana a Albert Hofman, entonces director del departamento de productos naturales de los laboratorios de investigación de Sandoz en Basilea, Suiza.
+Hofman empezó sus investigaciones dando de comer el hongo a ratones y perros. Al parecer no sucedió nada, así que el mismo Hofman consumió treinta y dos hongos y algo pasó. El paisaje desde la ventana del laboratorio empezó a parecerse a México, la cara del colega que supervisaba el experimento se tornó en la de un sacerdote azteca, el lápiz que tenía en la mano se convirtió en un cuchillo de obsidiana. Después de noventa minutos, «el torrente de motivos abstractos… alcanzó un grado tal que temí ser desgarrado por un remolino de formas y colores en el que me disolvería».
+Una experiencia así habría acobardado a un científico normal, pero Hofman era excepcional. Había pasado buena parte de su carrera investigando los agentes químicos que habían causado los envenenamientos masivos que convulsionaban a las ciudades europeas en la Edad Media. Estas erupciones de epidemias, llamadas «el fuego de San Antonio», mataron a miles y dejaron a centenares marcados de por vida. A muchas víctimas se les pudrían las narices o perdían los dedos de las manos y de los pies. Otros sufrían horrorosas alucinaciones y enloquecían. La fuente del mal es un hongo que ataca los campos de centeno, llamado cornezuelo, que contiene una serie de compuestos que, entre otras características, son causantes de la contracción de los vasos sanguíneos, lo que explica la gangrena en las extremidades. Sandoz y Hofman tenían la esperanza de que precisamente esta propiedad pudiera ser de utilidad para la medicina moderna, sobre todo como medio para restañar las hemorragias después del parto. El desafío era encontrar cuál de las muchas sustancias químicas del hongo era la responsable de esa propiedad en particular.
+En una serie de experimentos a principios de la década de 1930, los químicos de Sandoz aislaron la droga, que llamaron ergobasine. La tarea de Hofman era descubrir cómo sintetizarla. Empezó por manipular su núcleo básico, un compuesto llamado ácido lisérgico, el integrante fundamental de todos los alcaloides del cornezuelo del centeno. En 1938 produjo en su laboratorio la sustancia número veinticinco de una serie de derivados del ácido lisérgico. Se probaron sus efectos en el útero, se registraron los resultados y pronto fue archivada y olvidada. Cinco años después, en la primavera de 1943, la intuición creativa de Hofman lo llevó a elaborar el mismo compuesto una vez más. Era un viernes, y durante los últimos pasos de la síntesis ocurrió algo muy extraño. Se sintió inquieto y mareado, y tuvo que abandonar el laboratorio e irse a casa. Debido a la escasez de gasolina durante la guerra, no tenía auto, así que inició uno de los viajes en bicicleta más memorables de la historia. El compuesto que estaba fabricando, del cual había absorbido una pizca a través de la piel, resultó ser el agente alucinógeno más potente jamás descubierto: la dietilamida-25 del ácido lisérgico, el LSD en suma. El doctor Hofman vivió en su bicicleta, yendo a casa, el primer viaje de ácido de la historia.
+De manera que estaba bastante preparado para el alud visual que causó su ingestión de hongos, y fue así como, tan pronto acabó la intoxicación, se entregó a identificar los ingredientes activos. La rapidez con la que lo logró fue extraordinaria. En marzo de 1958 anunció el descubrimiento de la psilocibina y la psilocina, dos sustancias nuevas que resultaron tener una estructura muy parecida a la de la serotonina, compuesto que desempeña un papel importante en la química del cerebro. Para noviembre, Hofman había alcanzado la síntesis de ambas drogas y estaba listo para pasar al ololiuqui. Le avisó a Wasson quien, con la ayuda de Irmgard Weitlaner y una cantidad de recolectores zapotecas y mazatecas, logró enviarle veintiséis kilos de semillas de dondiego. Una vez más el análisis avanzó sin contratiempos. Sin embargo, el hallazgo de Hofman era más que difícil de creer. Los compuestos activos del ololiuqui eran dos clases de alcaloides, la amida y la hidroxietilamida del ácido lisérgico, compuestos que ya tenía en los estantes del laboratorio. Sólo se diferenciaban del LSD por el cambio de dos átomos de hidrógeno por dos grupos de etilos. Cuatro años antes de que Hofman descubriera el LSD, Richard Evans Schultes había encontrado su paralelo en la naturaleza, en las semillas de un humilde dondiego que había sido adorado como un dios encarnado por los antiguos pueblos del centro de México.
+POR LA NOCHE EL VIENTO SE aleja de las costas de Panamá. Una o dos horas después del atardecer, cuando los relucientes cruceros que esperan en la boca del canal encienden sus toldas de fiesta, los pescadores del poblado de Veracruz arrastran sus pequeños botes a la playa y se hacen a la mar. Los que tienen pequeños motores desaparecen rápido en la oscuridad. Los otros tienen que remar, luchando contra la marea y evitándose unos a otros con largas y parejas paladas de los remos. Buscan el borde de una plataforma costera donde cae el fondo bajo del mar y suben las frías aguas del Pacífico llevando bancos de peces a la superficie. Los pescadores saben que están allí cuando ya no les llega el olor a tierra o no pueden distinguir entre las luces en el horizonte y las estrellas en el cielo.
+Durante el poco tiempo que me quedé en Veracruz, salí con frecuencia con un joven pescador llamado Ohilio. Era un hombre amable, mezcla de una docena de razas, flaco y de baja estatura, y con las manos ásperas de los que han trabajado por años con las redes. Sin la facultad de oír y de hablar desde nacido, había encontrado en la pesca el trabajo perfecto. En tierra tenía el aspecto de alguien que se ha pasado la vida huyendo de la gente. En el mar, de noche, en medio de un perfecto silencio y con la oscuridad rota apenas por la fosforescencia de las aguas, se sentía completamente tranquilo.
+Ohilio remaba por decisión propia, no por necesidad, porque siempre cogía peces. Creía que iban a su encuentro y que esa era la forma en que Dios lo compensaba por su desgracia. Y parecía que así era. Porque mientras los demás se esforzaban con las redes, recogiéndolas y echándolas muchas veces cada noche, cambiando de sitio y persiguiendo a los peces, Ohilio echaba una sola, dejaba el bote a la deriva, se hacía un ovillo en la proa y se quedaba dormido. Por lo general se despertaba sólo una vez para inspeccionar la red. En ocasiones, en las frías horas antes del alba, se levantaba para evacuar y orinar desde la popa mientras el bote cabeceaba y se bamboleaba, frágil sobre las olas. No le tenía miedo a nada. Una vez, al amanecer, al recoger la red, mientras mataba los peces que se podían vender con un golpe rápido en la cabeza y echaba los otros al mar, surgió de pronto muy cerca del bote un enorme tiburón. En un momento, sin saber muy bien lo que hacía, tiré un pescado grande hacia las hileras de dientes entre las enormes mandíbulas abiertas. El tiburón atrapó el pescado de medio lado y se hundió de nuevo en el agua con tal fuerza que casi nos hace zozobrar. La cola golpeó uno de los costados del bote, que empezó a girar enloquecido. Aturdido, miré a Ohilio. Le relumbraban los ojos y una risa de mudo agitaba sus labios.
+La mayor parte de nuestras salidas no eran tan memorables, naturalmente, y las tranquilas noches eran raros momentos de paz y olvido. Libres del habla, sin las fricciones de nuestros pensamientos, compartíamos una extraña soledad, una vida momentáneamente privada de la voluntad, tan elemental como el mar. En esa época tenía yo menos energía para encarar nuevas sensaciones. Había estado en la selva del Darién algo más de un mes, una travesía difícil que había empezado, como era de esperarse, gracias a un contacto del profesor Schultes. Ocho semanas antes, poco después de que dejáramos la Sierra Nevada y de que Tim Plowman volviera por un mes a Harvard, un viejo compinche de Schultes, experto geógrafo y explorador vinculado al Jardín Botánico de Medellín, me invitó a formar parte de una expedición que se proponía atravesar el tapón del Darién, el vasto espacio pantanoso y cubierto de selva pluvial que separa a Colombia de Panamá. La tal expedición resultó consistir en un único hombre, Sebastian Snow, un aventurero inglés que después de haber caminado desde Tierra del Fuego, en la punta sur de Suramérica, se proponía seguir hasta Alaska. Era junio, el punto culminante del periodo de lluvias, y decían que el Darién era infranqueable.
+Nuestra ruta en Colombia nos llevó a pie desde Barranquillita, un destartalado poblado al lado de la carretera de Medellín a Turbo, y luego, tras unos cien kilómetros atravesando la ciénaga de Tumaradó hasta Puerto Libre, llegamos a una hilera de ranchos a orillas del río Atrato. Este tiene un curso de seiscientos cuarenta kilómetros de sur a norte y riega el Chocó, una de las regiones más húmedas de América del Sur, cuarenta y ocho mil kilómetros cuadrados de olvidado bosque pluvial separado del Amazonas hace millones de años por la elevación de la cordillera de los Andes. Aguas abajo de Puerto Libre quedan el golfo de Urabá y luego el Caribe. Aguas arriba hay más ciénagas y bosque, una tierra que para los colombianos es sinónimo de enfermedad y desilusión.
+Como tantos otros poblados de tierras bajas, Puerto Libre era un lugar sumido en el sopor y extrañamente en desacuerdo con la intensidad de la vida que lo rodeaba en la espesura. Estaba formado por diez ranchos descoloridos por el sol y tres casas lacustres, cada una con tres huecos en el piso: uno para hacer las necesidades, otro para lavarse y el tercero para sacar agua. La vida de las mujeres del lugar giraba en torno a estas letrinas al borde del río. Al amanecer llegaban con los niños y se quedaban buena parte del día lavando ropa y chismoseando. Por la noche, cuando el calor daba por fin algún respiro, los mosquitos se levantaban en nubes como una emanación nociva, obligando a todo el mundo a refugiarse tras las puertas y aislarse en las hamacas con mosquitero. Justo al ponerse el sol salían a la playa montones de caimanes y se repantigaban sobre la hierba de las laderas que daban a los ranchos o en las plataformas de madera donde sólo unas pocas horas antes se habían bañado los niños.
+Después de tres días atroces, en una de cuyas mañanas desperté para darme cuenta de que una perra había parido una camada bajo mi hamaca, un vendedor de pieles del lugar nos llevó río arriba hasta un sitio llamado La Loma. Allí alquilamos unas mulas para llevar nuestras cosas pasando el Atrato y, por una estrecha trocha que cruzaba y volvía a cruzar el río Cacarica, subimos luego hasta el Darién. Tres días después dejamos las mulas, contratamos a tres indios emberas para que nos sirvieran de guías y seguimos hasta el punto más elevado de la región, Palo de Letras, límite entre Colombia y Panamá que, como sugiere el nombre, está demarcado sólo por un par de letras talladas en un árbol. Pasada la frontera entramos en una región de plantas, agua y silencio. Durante los días siguientes fuimos de una aldea embera o cuna a la siguiente, encontrando nuevos guías y aprovisionándonos en el camino. En ninguna parte nos detuvimos lo suficiente para comprender el modo de vida por el cual nos deslizábamos, pero cada día se convertía en parte del velo que gradualmente nos envolvía a medida que el bosque nos tragaba, como a un buceador el océano.
+En esos días viví por primera vez la grandeza sobrecogedora de la selva pluvial tropical. Es algo sutil. No había manadas de ungulados, como en la llanura de Serengeti, ni tampoco había cascadas de orquídeas: sólo mil matices de verde y esa infinidad de contornos, formas y texturas que desdeña tan a las claras la terminología de la botánica de las zonas templadas. Es casi como si uno tuviera que cerrar los ojos para contemplar el constante murmullo de la actividad biológica —la evolución, si se quiere— trabajando a toda marcha. Desde el mismo borde de las trochas las enredaderas se aferran a la base de los árboles, y las heliconias y calatheas herbáceas ceden ante los aroideos de hojas anchas que trepan en las sombras. En lo alto, los bejucos cubren los inmensos árboles uniendo el dosel del bosque en una única y entretejida tela viviente. No hay flores, o por lo menos pocas que se puedan ver a primera vista, y bajo el deslumbrante sol del mediodía, inmóvil en el cielo, hay pocos sonidos. La atmósfera se carga de una pesadez fluida, del peso abrumador de siglos, de años sin estaciones, de la vida sin renacimiento. Uno puede caminar horas enteras y seguir convencido de que no ha avanzado.
+Luego, hacia el atardecer, todo cambia. La atmósfera se enfría, la luz se torna ambarina y el cielo abierto sobre los ríos y las ciénagas se llena de raudas golondrinas, vencejos y papamoscas. Los halcones, las garzas, las jacanas y los martín-pescadores de las orillas de los ríos ceden ante bandadas de cotorras cacareantes y espectaculares despliegues de tucanes y guacamayas escarlata. Surgen de pronto micos tití, y cerca de las orillas de los ríos brillan los ojos de los caimanes, sus cuerpos y colas tan quietos y opacos como maderos flotantes. A la luz del atardecer se pueden finalmente distinguir formas en la selva, perezosos pegados de los yarumos, víboras enroscadas en las ramas, tapires revolcándose en lejanos lodazales. Por un momento, en el crepúsculo, el bosque parece tener escala humana y ser en cierta forma manejable. Pero llega entonces la lluvia de la noche y después el ruido de los insectos desenfrenados entre los árboles, hasta que al salir el sol regresa el silencio, la atmósfera se aquieta y se levanta la niebla de la tierra enfriada. Una neblina blanca inunda todo, como algo sólido y devastador.
+Después de un par de semanas, nuestra jornada empezó a tomar un tono de sueño. Esto era en parte porque rara vez dormíamos. No era posible dormir con la lluvia. Al final de los largos días simplemente nos echábamos en las hamacas en un descanso anormal, una especie de trance, embotados por el agotamiento y aislados de la noche por los mosquiteros y el humo del rescoldo. Pero sobre todo nos contagiaba la esencia del lugar. El Darién resultó ser menos un terreno que un estado de ánimo, una frontera salvaje completamente divorciada de las inhibiciones morales de la sociedad humana corriente.
+En cada una de las pequeñas aldeas —Paya, Capeti, Yape, El Común— que marcaban la ruta desde la frontera hasta el poblado principal, Yaviza, había historias frescas de asesinatos y muertes. En el río Cacarica cinco hombres se habían herido a machetazos en una pelea. En Capeti, un ladrón colombiano apodado el «mentiroso serio» estranguló a una mujer y luego fue perseguido y colgado de un árbol en la selva cerca de Paya, a poca distancia de la frontera con Colombia. Siete indios habían sido asesinados en el río Chico; a un colombiano lo habían matado para robarle sus ollas en la llamada Trocha del Tigre; un hombre y una mujer habían sido torturados hasta morir cerca de Yaviza. La institución responsable de investigar los crímenes, o por lo menos de anotarlos en sus mohosos registros, era la Guardia Civil, una torpe y corrupta fuerza militar entonces bajo el mando de un joven oficial, Manuel Antonio Noriega.
+A mitad de camino tuvimos problemas con la Guardia Civil de Yaviza y nos vimos obligados a cambiar de ruta. Despojados de la mayor parte de nuestro equipo y expulsados del pueblo, seguimos a tres guías cunas por una serie de avalanchas de piedras y cascadas, una sinuosa ruta que nos facilitó el escape, aunque los mismos cunas se desorientaron y durante la semana que siguió vagamos perdidos, o por lo menos sin saber dónde estábamos. Sin distracciones, uno se adaptaba a la perfección a la vida de la selva: los monos aulladores en lo alto, los incesantes ríos de hormigas, los encuentros casuales con serpientes y jaguares, los inquietantes gritos de águilas reales; las mariposas iridiscentes, con su belleza incitante, y las ranas bronceadas y púrpuras, venenosas al tacto. En mi diario anoté los sencillos lujos de la vida en la selva: «El humo de una hoguera que espanta a los insectos, una noche sin lluvia, un rancho de paja en medio del bosque, un banano casi podrido encontrado en una hondonada, sembrados de yuca abandonados, un animal recién cazado y lo que sea: agua lo bastante profunda para bañarse, la insinuación de una cagada sólida, una noche de sueño continuo, un limonero encontrado en el bosque».
+Para el momento en que llegamos al principio de una carretera, a unos treinta y dos kilómetros de Santa Fe, el efecto acumulado de dos años caminando había destruido físicamente a nuestro compañero inglés. Había perdido un total de veinticinco kilos. Tuvimos que dejarlo con uno de los cunas y seguimos adelante en busca de ayuda. A pocos kilómetros encontramos el acceso a la carretera Panamericana, un corredor despejado y aplanado que se perdía en el horizonte. Dudamos, confundidos un momento por tanto espacio. Luego empezamos a caminar, pasando las siluetas carbonizadas de los árboles, y después por una trocha que serpenteaba dentro del terreno talado. Pasaron horas antes de que oyéramos un ruido de máquinas, al principio de sierras de cadena y después el sordo rugido de camiones diésel. Caminamos unos tres kilómetros antes de ver un «D-9 cat», el mayor bulldozer fabricado, enterrado en el lodo hasta la cabina. Un segundo monstruo, resoplando y arrojando humo, hendía la tierra con su cuchilla mientras otros dos, atados al bulldozer hundido con gruesos cables, trataban de sacarlo del barro. Ninguno de los trabajadores se dio cuenta de nuestra presencia. El ruido era ensordecedor: los silbos y quejidos hidráulicos, los chasquidos de los cables de acero que se rompían como cuerdas y el olor a grasa y gasolina.
+Los cunas nunca habían visto máquinas de tales dimensiones. Aferrando sus rifles, abriéndose paso en el fastidioso barro, dejaron atrás los bulldozers y se encaminaron hacia un pequeño grupo de trabajadores reunidos en el sitio de construcción de un puente, a casi un kilómetro. Atardecía y la cuadrilla había dejado de trabajar para comer. El capataz nos preguntó de dónde veníamos. Cuando dije que de Colombia, los trabajadores se adelantaron al mismo tiempo y nos ofrecieron su comida. Miré a mi alrededor, invitando a mis compañeros a comer, y luego hacia el norte, por la carretera que se extendía a espaldas del capataz, un paisaje desolado en el que se perdía la vista. Él siguió mis ojos y dijo: «La civilización de la naturaleza nunca es bonita».
+Cuatro días después, habiendo cruzado el tapón del Darién con éxito, dejé a Sebastian ya caminando y en Santa Fe tomé un avión pequeño para el salto a Ciudad de Panamá. Puesto a última hora en la lista de pasajeros, tuve que acomodarme en el asiento de atrás, las rodillas contra el pecho y sin poder moverme y casi respirar. El piloto nos internó de inmediato en el corazón de una tormenta tropical. La visibilidad bajó a cero. La mujer a mi lado vomitó en mi regazo. Su madre, una corpulenta comerciante negra, se dio vuelta para consolarme, pero no tardó en vomitar a su turno. Por unos pocos ansiosos momentos, vapuleado el avión por el viento, tuve el temor de que habiendo sobrevivido al tapón del Darién, iba a encontrar una muerte ignominiosa. Cuando por fin aterrizamos en Ciudad de Panamá, bajé del avión empapado en vómito y con sólo dos dólares en el bolsillo. Lo último que supe de Sebastian es que había logrado llegar hasta Costa Rica, donde tuvo que ser hospitalizado. Se despertó a medianoche, se fue del hospital en piyama y empezó a caminar hacia el norte. Lo arrestaron y pasó una semana delirando en la cárcel antes de que lo rescatara un funcionario de la embajada británica, quien lo empacó de vuelta a Inglaterra.
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+Cuando volví de Panamá a Medellín, cruzando en avión una franja de tierra que me había llevado semanas atravesar a pie, me sentí aliviado al encontrar un telegrama de Tim en el Jardín Botánico. Lo había puesto en Boston diez días antes y sólo me quedaban veinticuatro horas para estar en Bogotá. Tomé el tren de la noche y al amanecer me bamboleaba en las afueras de la capital en medio de una sabana verde pálido y bajo un intenso y frágil cielo azul. Como cosa rara, no estaba lloviendo en Bogotá y la luz cruda de las alturas de los Andes destrozaba los jirones de nubes dispersas sobre los montes que sirven de fondo a la ciudad hacia el oriente. Desde sus faldas se extiende interminable la ciudad en tres direcciones, devorando las fértiles tierras de la sabana, borrando ríos y bosques que hace sólo una generación eran lejanos puntos de atracción del paisaje. Bogotá tenía en ese entonces seis millones de habitantes, y miles de nuevos inmigrantes llegaban cada día de todos los rincones del país. Después de pasar extramuros, el tren recorrió durante una hora docenas de barrios de concreto y bloques de hormigón ligero en los que hasta los edificios nuevos parecían ruinas.
+No era esta la misma ciudad que conoció Schultes cuando llegó por primera vez a Colombia en el otoño de 1941. Su población apenas sobrepasaba los trescientos mil habitantes y la ciudad pertenecía a un puñado de familias cuyos apellidos se remontaban a la Conquista. Vivían en el norte, en los barrios El Chicó y La Cabrera, en un mundo más inglés que español. Tenían casas modernas con jardines llenos de flores y cuidadas gramas protegidas por perros guardianes más parecidos a los finos ejemplares que se ven en los retratos de familia británicos que a los sarnosos gozques de provincia. Los ricos se hacían la ropa a la medida en Londres y sus zapatos brillaban como espejos. Con vastas haciendas en los Llanos, enormes fincas en el Tolima y en Cundinamarca y mansiones en la Calle Real, la minoría privilegiada gobernaba una pequeña ciudad provinciana donde el talento, los cargos e incluso el dinero nada significaban para el ascenso social. El linaje y los modales eran lo único que importaba. En el hipódromo o frente a las calientes chimeneas del Jockey Club, hombres de rostros rosados y saludables bebían whisky al tiempo que se repartían el poder y chismoseaban con sus primos.
+En el sur vivían los pobres, las criadas y los obreros, los limpiabotas y los vendedores de periódicos y de flores, los taxistas, los loteros y todos los dueños de pequeños negocios con los que mantenían el hambre a raya. Parecían en general humildes y obedientes —un campesinado urbano despersonalizado—, pintorescos bajo sus ruanas de lana y sus sombreros de paja, y se refugiaban de noche en barrios con nombres de santos o en suburbios ilegales que colgaban de los montes. La pequeña clase media —los dueños de tiendas recién llegados de provincia, los abogados y funcionarios del Estado que copaban los ministerios— vivía entre los ricos y los pobres, en Chapinero, un oscuro y melancólico barrio del centro donde las mujeres se vestían de negro a los cuarenta años y donde parecía que nunca dejaba de llover. También los hombres usaban ropa oscura: trajes de paño, sombreros de fieltro y paraguas. Iban al trabajo en tranvías abiertos, los obsesionaban los resfriados y los males del hígado, acudían encantados a los entierros y vivían en constante temor de perder sus trabajos. Como los campesinos que arreaban mulas por las calles empedradas, los vendedores de aguacates del Capitolio, los trabajadores de las fábricas y las prostitutas aceptaban tal cual la estructura social, apoyada en el Ejército y dominada por una minoría poderosa.
+Schultes llegó a Bogotá desde México, donde había pasado el verano de 1941 trabajando como traductor para un equipo de científicos de la Fundación Rockefeller que analizaba el potencial agrícola del país. La comisión recorrió por carretera nueve mil seiscientos kilómetros, y visitó todos los estados agrícolas. Al terminar, Schultes tenía dos ofertas de trabajo: la primera era enseñar biología en una escuela secundaria privada de Boston, y la segunda era viajar por la Amazonía noroccidental con el objeto de estudiar los venenos de las flechas indígenas para el Consejo Nacional de Investigaciones. Escogió esta última.
+Un domingo temprano aterrizó en Bogotá bajo una luz suave y traslúcida. Asentado el polvo de la calle desde el viejo aeropuerto por la lluvia de la noche, la ciudad estaba ociosa y apacible en previsión de la misa de las doce. Se registró en el Hotel Andino, en la avenida Jiménez, y trató de ponerse en contacto con el Instituto de Ciencias Naturales, donde lo esperaban. Naturalmente, estaba cerrado, así que salió del hotel para explorar la ciudad que sería su hogar durante los doce años siguientes. Caminó sin rumbo por las anchas avenidas, pasó por las fuentes que adornaban en ese entonces la plaza de Bolívar, bajo la austera fachada del hotel Granada sobre el parque Santander y los balcones y puertas ornamentadas de la Calle Real, y recorrió las callejuelas desiertas que llegaban hasta las faldas de Monserrate, con su iglesia en la cumbre, que entonces como ahora era el símbolo de la ciudad. Escuchó el concierto de una banda, vio un desfile de cadetes militares y en los puestos callejeros probó jugos frescos de multicolores chirimoyas, guayabas, zapotes, lulos y maracuyás. Tuvo la impresión de que Bogotá era una ciudad de curas y organilleros, vendedores de pájaros, gitanos y locos inofensivos que vivían y medraban felices, y en donde todo el mundo se vestía de negro.
+En la tarde de su primer día entre los bogotanos se subió a un tranvía abierto, pagó un centavo de dólar y se sentó a ver adonde lo llevaba. Iba hacia el sur, serpenteando a través de las afueras hasta una fábrica de municiones donde terminaba la línea, al pie de una colina cubierta de frondosa vegetación. Se bajó y siguió a un grupo de niños que, guiados por una monja, subieron por una escalera de piedra que daba a un hermoso bosque. Caminando entre los árboles vio una pequeña orquídea parcialmente escondida bajo unos helechos. No tenía más de dos centímetros y medio de longitud y no se parecía a ninguna que hubiera visto. La recogió con cuidado y la puso entre las páginas de su pasaporte. Después se la envió por correo a Oakes Ames, quien la describió como una nueva especie, la Pachiphyllum schultesii. Fue así como en su primer día en Colombia, en las estribaciones de la capital, descubrió una orquídea desconocida para la ciencia. Fue también su primera recolección en Colombia, la primera entre más de veinticinco mil que haría allí con el tiempo.
+*
+Tomé un cuarto en el Hotel Paloma, una modesta residencia de la calle Catorce, en La Candelaria, el barrio colonial que va desde la catedral hasta el pie de los montes. Tim estaba retrasado. Me quedé dormido y, cuando desperté, todavía no había señales de que hubiera llegado. Salí a la calle bajo una leve llovizna, a pesar de la cual decidí tomar un teleférico para ir a Monserrate. Situado en la cumbre del monte, a poco más de trescientos metros sobre la sabana, es un refugio tranquilo y el único punto desde donde se puede ver toda la ciudad. En mañanas claras, antes de que el humo y los gases de escape nublen el cielo, es posible divisar hacia el oeste, a unos doscientos kilómetros, el nevado del Tolima, un bello cono volcánico que se destaca entre los picos cubiertos de nieve de la Cordillera Central.
+Al caminar por las calles estrechas del barrio hacia la base de la montaña, pasé por la casa de un hombre de edad con el que después solía quedarme cuando iba a la capital. Había sido político, era miembro del Partido Liberal y algunos pensaban que era comunista. Lo conocí poco después de llegar a Colombia, e insistió en que para que yo comprendiera el país tenía que leer La vorágine, una novela sobre la época de los caucheros escrita por José Eustasio Rivera. Me la regaló y lo recuerdo leyéndola en voz alta al lado de un sietecueros en el patio de su casa, mientras se deslizaba la lluvia por el entejado rojo. «Yo he sido cauchero, yo soy cauchero», dice uno de sus personajes. «Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses… ¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puedo hacerlo ahora contra los hombres!». Antes de que muriera, salíamos a caminar por las calles y me señalaba los lugares donde su vida y sus ideas se habían forjado. Estaba presente en el momento mismo en que murió la Bogotá que Schultes había conocido.
+Todo empezó en 1928, cuando el Ejército colombiano masacró a varios centenares de huelguistas de las bananeras, con sus familias, en la costa norte. El presidente había acusado a los trabajadores de traición, y luego promovió a los oficiales responsables de la matanza y acusó a las víctimas de haber «traspasado el corazón amante de la patria». Sólo una voz en el Congreso se mostró en desacuerdo. Jorge Eliécer Gaitán, un joven legislador liberal, señaló que la United Fruit Company, que no pagaba impuestos y explotaba terrenos cedidos por el Estado, había reducido radicalmente los salarios de los trabajadores. Luego dijo algo obvio: que Colombia era un país donde los ricos se volvían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Se trataba de una idea sencilla, evidente para quien se detuviera a pensar en el asunto. Y así, al dar voz a la miseria de los pobres, Gaitán hizo temblar los frágiles cimientos del viejo orden y en los años siguientes, a medida que su oratoria se inflamaba y crecía su fama, la estructura empezó a resquebrajarse. En los barrios del norte, las dueñas de casa empezaron a quejarse de la altanería de las sirvientas. Los hombres de negocios del centro tuvieron que soportar el desdén de los muchachos emboladores. Los mendigos escupían en las huellas de los curas. En torno a las mesas del café La Cigarra, uno de los focos de intriga política, los parroquianos decían que los pobres lloraban por boca de Gaitán y que sus palabras podían silenciar el viento.
+El 9 de abril de 1948, el secretario de Estado de los Estados Unidos, George Marshall, estaba en Bogotá para asistir a la IX Conferencia Panamericana. A la una de la tarde Gaitán, director del Partido Liberal y gran favorito para ganar las siguientes elecciones presidenciales, salió de su oficina para almorzar y luego hablar ante un grupo de estudiantes en otra parte de la ciudad. Un hombre que merodeaba frente al café Gato Negro sacó un revólver del bolsillo y le disparó tres veces, matándolo casi de inmediato. En cosa de minutos un torbellino de dolor y de ira desgarró a Bogotá. Las vendedoras del mercado abandonaron sus puestos, los trabajadores de las fábricas se lanzaron a la calle, los barrios se desocuparon y los estudiantes huyeron de los salones de clase. En menos de una hora, miles habían inundado el corazón de la ciudad: hombres con banderas rojas y machetes, mujeres con niños y gasolina. Saquearon y destruyeron todo lo que pudieron. Los tranvías en llamas recorrían vacíos las avenidas, ardieron las iglesias y los monasterios, los machetes cortaron las mangueras para incendios y el cielo se tornó rojo con las llamas que consumieron el centro de la ciudad.
+La atmósfera se llenó del olor de piedras y metales quemados, de licores derramados, y al cabo del tiempo se contaron seis mil muertos. Bogotá ardió durante tres días.
+En el momento más álgido del «bogotazo», una multitud invadió la plaza de Bolívar y colgó el cadáver del asesino frente a las puertas del palacio presidencial. El mandatario, Mariano Ospina Pérez, dijo que era preferible un presidente muerto que fugitivo, y su esposa hizo arreglos para que su familia fuera llevada a la embajada norteamericana. Tres tanques con banderas rojas y rodeados de estudiantes que gritaban vivas a Gaitán llegaron a la plaza. Histérico y pleno de esperanza, el pueblo creyó que el Ejército se había puesto de parte del levantamiento. Los tanques avanzaron, llegaron frente al palacio y allí hicieron girar lentamente las torretas, apuntando hacia la multitud, y abrieron fuego con los cañones. En ese instante desapareció para siempre la tranquila capital provinciana donde los presidentes, de cubilete y frac, se codeaban sin temor con el pueblo.
+*
+Tarde en la noche, bastante después de que llegara de Monserrate, salí del hotel y casi choco con la camioneta de Tim, que había parqueado junto a la acera. En la estrecha calle de La Candelaria, la potente camioneta y su remolque, muy limpios y brillantes después de un mes en un garaje local, parecían absurdamente grandes. El tráfico se atascó inmediatamente y una fila de busetas empezó a pitar para que Tim se moviera. Me metí en la cabina y me apresuré a saludarlo, pero antes un perro me lamió la cara.
+—Willy, te presento a Pogo —dijo Tim.
+Prendió la luz interior. Sentado entre nosotros, observando la escena por el vidrio delantero y sin duda pensando en su territorio, había un hermoso perro de cara blanca, mandíbulas largas y pelo corto café. Parecía una mezcla de zorro rojo y Rin Tin Tin.
+—Está un poco nervioso —agregó Tim.
+Avanzó hasta la carrera Cuarta y se dirigió hacia el norte. Prendí la radio y la sintonicé hasta que encontré una emisora que pasaba algo que no era salsa. Se llamaba Radio Folclórica, o algo así, y una mujer cantaba repitiendo una y otra vez: «Te quiero matar enterrándote en mi pecho».
+—Creo que tiene soroche —dijo Tim.
+—¿Un perro con soroche?
+—Podríamos hacerle un poco de tintura de coca y ponérsela en la comida.
+Miré a Tim. Vi que no hablaba en broma. Un autobús pistoneó. Pogo se puso a ladrar como loco y trató de treparse al timón para salirse por la ventana. Tim lo rechazó. Después ensayó mi ventana, pero aterrizó con sus patas delanteras entre mis piernas. Solté un resuello. Luego se bajó del asiento y se echó sobre mis pies. No hizo sino mirarme hasta que los moví.
+—¿Y qué has estado haciendo, compañero? —me preguntó Tim.
+—Bueno, caminé hasta Panamá.
+—¿Qué?
+Le conté la historia, y cuando terminé ya habíamos salido del centro y nos acercábamos a Chapinero.
+—¿Así que Pogo…?
+—No lo podía abandonar —dijo Tim—. Va a estar bien. Siempre ha querido conocer Bolivia.
+—¿Bolivia?
+—Tal vez —sonrió—. Entretanto, ¿qué te parecería cruzar los Andes?
+—¿Por dónde?
+—Tú dirás.
+Paramos en un restaurante donde podíamos comer afuera y vigilar la camioneta. Antes de que el mesero nos llevara una bebida, Tim extendió un mapa de Suramérica sobre la mesa. Su plan era llegar hasta Bolivia, cruzando los Andes por una docena o más de puntos, explorando las estribaciones orientales en busca de especies de coca cultivadas y silvestres. El desafío que tenía entre manos era identificar la herencia de las plantas cultivadas. Sabía que el género Erythoxylum comprendía más de doscientas cincuenta especies, la mayor parte diseminadas por los trópicos de América del Sur. Aunque diminutas cantidades de cocaína han sido detectadas en varias especies silvestres —diecisiete, para ser exactos—, los indios sólo explotan dos especies. Ya habíamos visto una en la Sierra Nevada de Santa Marta: la Erythroxylum novogranatense, la coca colombiana. Adaptada a hábitats calientes y estacionalmente secos y muy resistente a la sequía, produce hojas pequeñas y angostas de un color verde amarillento y brillante. La coca boliviana, al contrario, se da mejor en el clima húmedo de la «montaña». Allí la encontraríamos en inmensas plantaciones en medio de los bosques de tierra baja. En el camino buscaríamos parientes silvestres. Situando geográficamente el alcance y distribución de las plantas, y mediante un estudio de campo, Tim esperaba reconstruir sus relaciones evolutivas y así comprender la historia de las especies cultivadas. Era una cacería para encontrar el punto de origen de la planta más sagrada de los Andes, una búsqueda que prometía llevarnos a algunos lugares extraordinarios.
+—En el bajo Amazonas ha habido tráfico de coca desde hace cien años —dijo Tim—. A la gente siempre se le olvida eso. Las áreas más salvajes quedan aquí, cerca de las montañas, en la parte alta de los ríos —y con la mano abierta trazó un arco desde el sur de Venezuela, pasando por Colombia, hasta Bolivia y el norte de la Argentina. Señaló el sudeste de Colombia.
+—El Putumayo es navegable, pero los raudales impiden la navegación en la mayor parte de los demás ríos principales, sobre todo en Colombia y en Ecuador. Desde Colombia hasta Bolivia no hay más que una carretera decente que cruza las montañas. Cuando abrieron las carreteras en el Ecuador, descubrieron tribus desconocidas que vivían a menos de ciento sesenta kilómetros de Quito.
+Tim me explicó otros importantes aspectos de las montañas orientales. Durante la época del pleistoceno, a medida que el clima global cambiaba gradualmente, gran parte del Amazonas se convirtió en una inmensa pradera, y la vegetación original se fue trasladando hacia las vertientes, más húmedas, de los Andes. Allí, en remotas áreas aisladas en las partes más altas de los valles de los ríos, parches residuales de bosques tropicales de la llanura quedaron disgregados. La selección natural modificó muchas de las especies, y cuando el clima cambió una vez más y volvió la lluvia a la hoya del Amazonas, estos refugios biológicos sirvieron como depósitos desde los cuales se difundieron plantas, animales, pájaros e insectos por todas partes del Amazonas. Es en esta forma como hasta hoy en día muchos de los valles de los ríos de la «montaña» cuentan con gran cantidad de especies endémicas y siguen siendo importantes centros de biodiversidad. No es raro encontrar en ellos géneros de plantas o de mariposas de diez o más especies distintas, cada una localizada en un valle particular a lo largo de la vertiente oriental de los Andes, precisamente en áreas atravesadas ahora por carreteras y oleoductos o destruidas por la deforestación.
+—Es algo en lo que debemos pensar —dijo Tim—. Somos tanto la primera como tal vez la última generación de botánicos que tiene la oportunidad de explorar estos bosques.
+*
+Empezamos a viajar hacia el este desde Bogotá, cruzando la Cordillera Oriental, hasta Villavicencio, la desparramada ciudad ganadera que era el principal centro comercial de los Llanos, la vasta llanura de tierra baja que cubre un área de Colombia mayor que la Gran Bretaña. Desde Villavicencio viajamos hacia el sur bajo la lluvia, a través de sabanas, hasta la Serranía de la Macarena, un antiguo y aislado macizo montañoso que antecede en un millón de años la formación de los Andes. De ciento sesenta kilómetros de longitud y con elevaciones de hasta dos mil doscientos cincuenta metros sobre el nivel del llano, la Macarena es una isla de asombrosa diversidad, una de las reservas biológicas más ricas del mundo, un brumoso y lluvioso mundo perdido que hasta hoy no ha sido casi explorado. Schultes estuvo allí en 1951, en las faldas orientales, en la cima del cerro Rengifo, y en la mesa del río Zanza. Acompañado por Jesús Idrobo, un colega de Bogotá, recolectó plantas durante un mes, antes de que el comandante local lo instara a dejar la región. Poco después de su partida hubo una batalla entre el Ejército y una cuadrilla de guerrilleros que había huido a la Macarena después de la muerte de Gaitán.
+Tim y yo acampamos durante una semana en un sitio cercano al lugar donde había estado Schultes el 23 de junio de 1951, el día que descubrió una nueva especie de un género de árboles extremadamente raro que sólo se encuentra en Colombia. Agarrado al costado de un risco alto, tenía una espesa copa de hojas compuestas, la inflorescencia extendida y un aspecto notable. Lo bautizó Rhytidanthera regalis. Intermedio entre especies afines que se hallan en el norte de los Andes y una que se sabe procede de las colinas de arenisca del Vaupés y del Caquetá, a ochocientos kilómetros al oriente, era el eslabón perdido que probaba su teoría de que había habido una gran migración de plantas de los Andes al este, hacia el antiguo Macizo Guayanense. Con poco característico orgullo, Schultes dijo que su hallazgo era «uno de los descubrimientos fitogeográficos más importantes de las últimas dos décadas».
+La lluvia y la amenaza de las guerrillas, que después de casi treinta años todavía estaban activas en las montañas, limitaron nuestros desplazamientos en la Macarena. Sin embargo, Tim encontró cuatro especies de coca silvestre en menos de una semana. Nos quedamos en una finca en la base de las montañas y herborizamos a lo largo del costado de una gran plancha de piedra elevada de varios kilómetros de longitud. Surgía misteriosamente del llano para terminar en un impresionante acantilado que se precipitaba hacia el río Güéjar, en el más bello valle que jamás había visto. Nuestro anfitrión era un hombre sencillo y generoso con dos hijos y una joven hija, muy bella, que conocía las montañas mucho mejor que sus hermanos. Acompañaba a su padre cuando este nos guiaba por el bosque y demostraba una sensibilidad asombrosa hacia la naturaleza. Una vez que estábamos descansando sobre una alta barranca de arenisca, con el sinuoso río a nuestros pies y una brisa fría que recorría el valle, dijo que cuando se muriera quería convertirse en viento. Su padre suspiró.
+—Pero tu alma puede tomar muchas formas —le dijo Tim.
+—Tal vez —respondió ella—, pero nadie puede matar el viento.
+Unos pocos días después me encontré a su padre temblando en el jardín, tratando de matar una culebra grande que se estaba comiendo las gallinas. No funcionaba su escopeta y la serpiente colgaba amenazadora de un cafeto. Impulsivamente le di un machetazo que le abrió en dos la cabeza. La joven soltó un grito. Se acercó al animal antes de que se aflojara y se mojó los dedos con la sangre. Al darse vuelta, había lágrimas en sus ojos. Estaba llorando por una culebra.
+*
+Cuando volvimos a Villavicencio, pasando por la misma llanura interminable con sus manadas de ganado cebú y aislados morichales, supimos que un deslizamiento de tierra había taponado la carretera a Bogotá dos días después de que llegáramos. El derrumbe ocurrió en Quebrada Blanca, el cañón muy inestable de un arroyo donde el monte se había venido abajo una docena de veces, la más reciente tres meses antes, cuando perecieron doscientas personas, entre ellas dos buses llenos de niños. Estas estrechas carreteras destapadas, sobre las que se inclina la vegetación y abiertas en las faldas de las montañas, son peligrosas incluso con buen clima. En la estación lluviosa, cuando la precipitación llega a los 4.000 milímetros en los Llanos y es mayor incluso en las montañas, el peligro aumenta por la constante amenaza de deslizamientos. Prácticamente no hay manera de construir una carretera segura a través de los Andes. Cuando se altera el bosque y las excavaciones desnudan la tierra, esta puede ceder en casi cualquier punto. Si no fuera por los bosques húmedos, los Andes se habrían caído al Amazonas desde hace muchísimo tiempo.
+Como la carretera se completó a finales de la década de 1930, Villavicencio se convirtió en el mayor centro urbano de la mitad oriental de Colombia. Su único atractivo es la agitación del tráfico mismo, la constante salida de camiones que llevan los productos del Llano a través de las montañas. Pero como el derrumbe había bloqueado el transporte de gasolina desde la capital y las reservas locales estaban a punto de agotarse, los camiones estaban varados. Los que tenían suficiente gasolina para llegar a Bogotá hacían larga cola del lado occidental de la ciudad, a la espera de noticias de Quebrada Blanca. Los demás estaban aparcados por toda la ciudad, pudriéndose bajo el sol ardiente sus cargas de carne, frutas y verduras. Sin gasolina, también nosotros estábamos varados. Tim se las arregló para sacarle unos pocos galones al alcalde, pero no nos alcanzaba sino para volver a Bogotá. Sin poder herborizar, matamos el tiempo en los bares locales, bebiendo cerveza y escuchando los originales ritmos flamencos de la música llanera.
+A los tres días corrió el rumor de que la tarde siguiente se abriría la carretera. Salimos de inmediato de la ciudad y nos unimos a la romería de camiones que se internaba lentamente en los Andes. Al acercarnos a Quebrada Blanca, la carretera que viene del Llano se topa con una empinada montaña que se precipita en una profunda garganta. En la curva cerrada donde cruza el río y trepa abruptamente en la falda opuesta del valle, sucesivos derrumbes habían excavado los barrancos de los dos costados, depositando toneladas de piedras y detritos y dejando expuesto un corte peligrosamente inestable que se elevaba unos trescientos metros sobre la carretera. Era un escenario devastador; todavía se podían ver en el fondo del desfiladero los esqueletos ya oxidados de los buses escolares, pero reinaba un ambiente festivo. Los derrumbes eran tan previsibles allí que los campesinos habían levantado una fila de expendios de comida en ambos lados del río. Niños que iban y venían, corriendo por la fila de camiones, ofrecían a gritos empanadas, bollos de maíz, tinto y gaseosas. Un primitivo teleférico en lo alto de la garganta transportaba provisiones y uno que otro pasajero temerario. Los choferes de los camiones tomaban aguardiente y cerveza y brindaban por la pronta apertura de la carretera.
+A las cuatro de la tarde, por fin, con mucho escándalo aumentado por un coro de pitazos que hacía eco por todo el valle, los funcionarios del Gobierno llegados de Bogotá cortaron la cinta para inaugurar un puente nuevo. Era un puente Bailey de una sola vía que los ingleses inventaron durante la Primera Guerra Mundial y que los ingenieros colombianos habían logrado ensamblar en menos de una semana. Enseguida pasaron lentos y rugientes algo más de cien tanqueros que venían de la capital con gasolina. Cuando finalmente empezamos a movernos, ya estaba casi oscuro y además llovía, por lo que trepamos con cautela hacia Bogotá, orillándonos con frecuencia para dar paso a los camiones que iban rumbo a los Llanos. Creyendo que los pitazos equivalen a frenar y que las luces delanteras son demasiado caras para desperdiciarlas, los choferes parecían inusualmente resueltos.
+—¿Hay paso? —preguntaban secamente al pasar.
+Nos detuvimos para comer en el primer pueblo, a una hora o más de carretera, y antes de acabar llegó la noticia de que el puente se había caído. Algún chofer recordó que había visto pasar nuestra camioneta justo unos momentos antes del accidente, y un policía del sitio nos pidió información. No sabíamos nada. No hubo forma de confirmar el rumor hasta que a la mañana siguiente, en Bogotá, vimos la noticia en la primera página de El Espectador. Sobre una foto muy borrosa de la ceremonia de inauguración había un titular que decía: «¡Se cayó el puente!» Una segunda foto mostraba el puente retorcido en el fondo de la garganta, al lado de un enorme camión al parecer intacto. El chofer, que había tratado de pasar con una carga de arroz de siete toneladas, superior a la capacidad del puente, resultó sin un rasguño. Nadie había podido identificarlo en medio de la confusión. Sin duda, anotó Tim, ya se había escondido en el monte y en menos de una semana estaría al timón de otro camión, manejando a toda velocidad en alguna lejana carretera, tomando aguardiente y cantando en la noche. Una cosa era cierta: en un buen tiempo no iba a ser posible viajar a Villavicencio. No había otro puente Bailey disponible en todo el país. Por diez minutos, nos habíamos salvado de quedar atrapados en los Llanos un mes entero.
+*
+Los diez monótonos días en Bogotá, a la espera de que se secaran nuestras plantas en el Instituto de Ciencias Naturales, nos dieron ansias de volver a emprender camino. Nuestro siguiente destino era el sur de Colombia, y a la larga el valle de Sibundoy, hogar de varias tribus indígenas, cabecera del río Putumayo y el sitio con la mayor concentración de plantas alucinógenas del mundo. Para los estudiantes de Schultes, la recolección en Sibundoy es un rito virtual de iniciación y la oportunidad de seguir sus pasos por las mismas colinas que exploró en 1941 en el curso de su primera expedición botánica en Colombia. «Uno no puede realmente decir que es botánico», nos dijo un viejo amigo suyo del Instituto, «hasta que no haya trabajado en Sibundoy».
+El valle queda en una depresión alta, el antiguo lecho de un lago rodeado de montañas que se elevan hasta casi setecientos metros sobre la planicie. La carretera que va al oeste cruza el río Atriz, a sesenta y cinco kilómetros de Pasto, el centro comercial del extremo sur de Colombia, una vieja ciudad colonial al pie del inmenso volcán Galeras. Otra carretera hacia el este atraviesa la Cordillera Portachuelo, últimas crestas de los Andes, donde un poco más adelante desciende abruptamente la altitud y las montañas se funden con las selvas pluviales del Putumayo. La situación geográfica de Sibundoy es importante. A menos de sesenta kilómetros al norte, los Andes se dividen en tres ramales precisos que se despliegan sobre la faz occidental de Colombia. Hacia el sur, en el Ecuador, las montañas se funden en una sola cadena de doscientos cuarenta kilómetros de anchura, tachonada de volcanes que alcanzan una altitud de hasta seis mil metros. En la latitud de Sibundoy los Andes miden sólo ciento doce kilómetros de ancho y la mayor elevación es de dos mil cuatrocientos metros. No hay en toda América del Sur un sitio donde sea más corto el paso al Amazonas desde las tierras bajas del Pacífico. Por eso, a pesar de su relativo aislamiento, Sibundoy ha sido por miles de años senda de ideas y bienes a través del corazón del continente.
+Desde Bogotá viajamos velozmente hacia el sur y llegamos a Cali en un día, para seguir a la mañana siguiente a Popayán, una pintoresca e intacta ciudad universitaria de calles adoquinadas y viejas casas coloniales, blancas y deslumbrantes contra el suave verdor de los cerros del alto valle del Cauca. En avión, Popayán sólo queda a ciento sesenta kilómetros al norte de Sibundoy, pero por tierra hay que atravesar el Macizo Colombiano, un quebrado nudo de montañas donde nacen, en un área de sólo treinta y dos kiómetros cuadrados, el Cauca, el Magdalena, el mayor río de Colombia, así como el Patía, que desemboca en el Pacífico, y el Caquetá, uno de los mayores afluentes del Amazonas. Al norte y al oriente, la colcha de campos de cebada y de trigo da paso en pocos kilómetros a bosques semihúmedos, más allá de los cuales se elevan hasta más de cinco mil metros los picos volcánicos de la Cordillera Central. Es una tierra agreste y solitaria, inhóspita y remota, uno de los pocos rincones aislados del altiplano colombiano donde florecen las tradiciones indígenas. También es el único lugar de los Andes, al norte del Perú y al sur de la Sierra Nevada de Santa Marta, donde todavía es reverenciada la coca.
+Sobreviven allí dos principales sociedades indígenas. Los guambianos, quizá más de ocho mil, que viven en los alrededores de Silvia, un bello pueblo acunado en un valle apacible a una hora por carretera desde Popayán. Más arriba en las montañas y llegando al norte hasta el Nevado del Huila, una de las cumbres más altas del sur de Colombia, viven los paeces, bastante más numerosos y desafiantes, pues al contrario de los guambianos al sur y de los fieros pijaos al norte, opusieron notable resistencia a la dominación española. Durante los siglos XVII y XVIII, mientras la ira de los españoles caía sobre los guambianos y los pijaos eran prácticamente eliminados en una campaña de despiadada crueldad, los paeces sólo tuvieron que sufrir las incursiones de los misioneros, que al decir de todos tuvieron poco éxito. El terreno era difícil, el clima amenazante y las tradiciones chamánicas profundamente enraizadas en su cultura. Un sacerdote jesuita quedó mudo y catatónico porque los paeces se reían en forma incontenible de cada intento suyo por convertirlos.
+Camino a Sibundoy, Tim y yo pasamos dos semanas en esas montañas, viajando de mercado en mercado, comprando hojas de coca y averiguando cuanto podíamos sobre el uso local de la planta. La mayor parte de los indios eran reticentes por buena razón. Aunque cultivada en los jardines de las casas y usada como remedio y tónico tanto por los indios como por los campesinos, la coca es oficialmente ilegal en Colombia. Su cultivo y distribución es delito desde 1947. Sobra decir que la ley se hace cumplir selectivamente. Recogimos algunas de las más sólidas muestras de la planta en los mejores barrios de Cali, donde es popular en los jardines. En las aldeas del Cauca, donde la policía la vende por unos pocos cientos de pesos y donde la mayor parte de los agentes ya está en la nómina de los narcotrafiantes, la prohibición es sólo un pretexto para acosar a la gente, como nosotros mismos lo descubrimos una mañana en Silvia.
+El martes es allí día de mercado, y desde antes del amanecer se escucha en las calles el martilleo de los comerciantes levantando sus puestos. Pogo y yo salimos temprano para explorar el pueblo y, en su caso, para reconocer su territorio. Al salir el sol estábamos al lado de una pequeña iglesia blanca en la punta de una colina, observando los carros de caballos y los camiones que serpenteaban por las carreteras del valle hacia el desorden ruidoso y polvoriento en torno a la plaza. A eso de las siete nos fuimos al mercado pensando en desayunar. Pedí café y sancocho en un puestico entre el de un yerbatero y el de un comerciante de Otavalo, en el Ecuador. Como era de esperar, me sirvieron la sopa con un trozo de carne de cerdo pardusco, que discretamente le pasé a Pogo. Mientras se lo comía, empecé a hablar con el yerbatero, un hombre de edad y con la cara muy arrugada. Los guambianos que viven cerca de Silvia abandonaron el empleo ritual de la coca hace casi un siglo. Aun así, con los paeces que bajan de sus montañas en el norte y los campesinos locales que usan la planta como remedio para el estómago y la fatiga, era cosa casi segura que tuviera un atado de coca debajo de la mesa.
+Hablamos sobre las enfermedades del hígado quince minutos, pasamos a las dolencias mágicas, incluyendo el «susto» y los «malaires», y volvimos al hígado antes de que por fin intentara hacerle la pregunta. Le pedí una libra de hojas. Me vendió tres paqueticos, cada uno con una onza o más, a siete pesos cada uno. Las hojas eran de un verdoso ocre oscuro por el tostado, más bien húmedas y bastante más grandes que las que recogimos entre los ikas de la Sierra Nevada. Le hice saber que estaba interesado en comprarle más. Su respuesta fue un evasivo gruñido.
+Pogo y yo dejamos la coca donde nos estábamos quedando, salimos de nuevo para buscar a Tim y volvimos en el momento justo para ver nuestros colchones volando hacia el patio de la residencia. Era una requisa normal de la policía: un oficial gritaba órdenes a unos indios obsecuentes en uniformes demasiado grandes; aterrorizados viajeros tratando de recordar lo que les habían dicho sobre los sobornos a la policía; unos pocos hippies locales sin un centavo y arrestados, mientras el dueño pretendía estar histérico y andaba por todas partes agitando los brazos, como si nunca le hubieran hecho una requisa. Los carabineros parecían mucho más interesados en nuestro cuarto. Entré y encontré a Tim en un rincón, de pie y con los brazos cruzados, mientras tres miembros de la fuerza pública colombiana registraban nuestras pertenencias. Con pilas de especímenes, botellas de aceite de gingseng y de remedios de hierbas, un armario lleno de machetes, químicos y prensas de plantas, la bañera rebosante de cortes y raíces, una balanza de metal que usábamos para pesar los envíos al herbario de Bogotá, docenas de semillas, redomas con flores en conserva, bolsas de tela y cajas de bolsitas de plástico, estaban haciendo su agosto. Hice un rápido inventario mental. Acababa de terminar creyendo que todas las cosas incriminatorias estaban guardadas seguras en la camioneta y había empezado a relajarme, cuando mi vista cayó sobre un frasquito con un polvo blanco que estaba en el escritorio al lado de la cama.
+—¡Ajá! —resolló el teniente. Cogió el frasco con una mirada triunfal, desatornilló la tapa y lo acercó a la nariz. Olfateó. Hizo cara de decepción.
+—¿Qué es esto? —le preguntó a Tim.
+—Polvo de yohimbina —respondió.
+Se acercó al policía y le habló en voz baja unos segundos. No pude oír lo que le decía, pero fuera lo que fuera, el oficial había empezado a ablandarse cuando uno de sus subalternos encontró los tres paquetes de coca. De inmediato recuperó su profesionalismo. Ahora, dijo carraspeando, estaba obligado a arrestarnos. Justo en ese momento dos mujercitas indias con paquetes grandes de coca entraron al cuarto, se dieron vuelta y salieron corriendo.
+Los seguimos obedientes hasta la estación de policía cercana. No era nada grave. Tim tenía un permiso para recolectar coca. El asunto sólo significó una o dos horas, durante las cuales tres superiores del teniente examinaron los papeles, admiraron a Pogo e hicieron trueque de chistes con Tim. Nos tuvieron allá hasta el mediodía, cuando todos nos fuimos a almorzar. En el momento de irnos, el tipo que tenía a su cargo todo el lugar, al que Tim y los demás le habían dicho todo el tiempo «mi jefe», sacó el frasco con polvo de yohimbina del cajón en su escritorio.
+—Es suyo —le dijo, generoso, Tim.
+—Muchísimas gracias y que tengan un buen viaje —dijo el jefe. Era de baja estatura, casi gordinflón, y lucía una gran sonrisa de oreja a oreja.
+—¿Qué es eso de la yohimbina? —le pregunté tan pronto estuvimos algo alejados de la policía.
+—Es de una corteza de un árbol africano.
+—¿Y qué es lo que hace?
+—Se puede decir que es un afrodisíaco —me dijo Tim sonriendo.
+*
+Sin ganas de arriesgarnos en vano, nos fuimos de Silvia tan rápido como pudimos. Tomamos rumbo al sur, hasta un pueblo donde podíamos coger la carretera que asciende hacia el interior del territorio páez. A tres o cuatro kilómetros de Silvia se nos pinchó una llanta, y la camioneta aterrizó al lado de un talud coronado por unos arbustos en hilera. Mientras yo luchaba por ponerla de nuevo en la carretera, Tim se fue a recoger plantas. Volvió con un manojo de unas brillantes flores tubulares de un color rojo exactamente igual al de la banda de tela ceñida a sus sienes.
+—Flores de quimbe —dijo radiante—. La flor del colibrí, Iochroma fuchsiodes. Es un arbusto, a veces un árbol pequeño, de la familia de la papa. Schultes lo recogió por primera vez en Sibundoy en 1942. Desde hace años ha escrito diciendo que es un alucinógeno, pero nadie ha tenido el valor de probarlo.
+—Tim —le dije.
+—No te preocupes. No vamos a comérnoslas. Ni en broma quiero tener que ver con las Solanaceae.
+—¿Y qué hay de esa vez que tú comiste brunfelsia con Pedro Juajibioy?
+—¿Cómo supiste eso?
+—Todo el mundo lo sabe.
+—Bueno —dijo Tim sonriendo—, esa era una planta medicinal. Además, no lo volvería a hacer —y se arrodilló en la tierra, separando los especímenes con cuidado, mientras yo lograba sacar una prensa de la camioneta.
+—Aun así —dijo Tim—, esta debe de ser toda una planta. Raspan la corteza y la hierven con las hojas. Un viejo curandero kamsá, Chindoy —lo vas a conocer si todavía está vivo—, le contó a Schultes que se tomaba como último recurso, cuando no podía descubrir qué le pasaba a alguien. Parece que hace vomitar.
+Había un tal toque de tentación en su voz que quedé preocupado, y no habían pasado veinte minutos de carretera cuando nos volvimos a hacer a un lado, esta vez por decisión propia.
+—¿Qué pasa? —pregunté, pero Tim ya se había bajado de la camioneta. Pogo y yo lo alcanzamos en la punta de un empinado talud de la carretera; estaba en medio de un matorral de arbustos, el más alto de los cuales le rozaba la cara. Las flores eran de un rojo profundo asalmonado, con los lóbulos de un cremoso amarillo y con claras estrías amarillentas paralelas a lo largo de toda la corola. Tim parecía más interesado en los frutos leñosos, más o menos del tamaño de un mango pequeño, que colgaban delicadamente de las delgadas ramas de la planta. Examinó sus fuertes tallos leñosos y luego sacó una navaja y cortó los tejidos de la base del arbusto. Tenía los ojos vidriosos de los botánicos cuando están a punto de descubrir algo importante. Supe en un instante que había identificado la planta. Incluso él estaba impresionado.
+—Es sólo la tercera vez que se ha recolectado —dijo—. Es un borrachero, la planta que para los guambianos simboliza el árbol del Águila Mala. La Burgmansia sanguinea, subespecie vulcanicola. Schultes la encontró en la falda norte del Puracé. Tres días después el volcán hizo erupción. Por eso la llamó vulcanicola.
+—¿Y a él qué le pasó?
+—Nada —respondió Tim—. Pero en Popayán encontró un libro con una increíble relación de la planta. Tiene un grabado donde una mujer está sentada al pie de un árbol florecido con un águila que cae en picada del cielo. Yo tengo una fotocopia. Recuérdame que te la busque.
+Había diez arbustos y nos llevó una hora hacer una colección completa. Para entonces había empezado a llover a chuzos, y cuando volvimos a la camioneta estábamos empapados y con frío. Me encargué de los especímenes y me metí a la cabina con Pogo, mientras Tim seguía reburujando la parte de atrás. El remolque, que yo había bautizado «el hotel rojo», no era más alto que el techo de la camioneta, pero en Boston un carpintero amigo de Tim lo había equipado en forma ingeniosa. Tenía espacio para que durmieran tres personas y debajo de las literas había cubos de almacenamiento especiales para muestras de plantas, un pequeño escritorio empotrado y unos estantes en los que Tim había puesto unos cincuenta libros, entre ellos los clásicos de la historia natural en América del Sur: obras de Charles Waterton, Richard Spruce, Henry Bates, Alfred Russell Wallace y los diarios de Hipólito Ruiz y de José Antonio Pavón. En la parte de adelante del archivo tenía recortes y copias de artículos de botánica y etnobotánica, muchos de ellos de Schultes y todos relacionados con alguna planta o idea con las que Tim tenía la intención de toparse. En la parte de atrás siempre había una botella de escocés Black and White, que me alegró ver en manos de Tim cuando volvió al timón.
+—Mira esto —me dijo mientras yo me servía un trago.
+Era una ilustración primitiva realizada por un artista guambiano, y aunque muy estilizada, era imposible no ver el parecido con la planta que acabábamos de recoger. El título la identificaba como «borrachero, el intoxicador». El texto, traducido del guambiano, decía:
+Qué agradable es el perfume de las flores largas y como campanas del yas… Pero el árbol tiene el espíritu de la forma del águila que se ha visto venir volando del cielo, y luego desaparecer; se desvanece por completo en las hojas, entre las ramas, entre las flores. Es tan maligno el espíritu que si una persona mala se queda al pie del árbol, olvidará todo y viajará por los aires como en alas del yas.
+El documento continuaba diciendo que si una joven guambiana se sentaba debajo de un borrachero, soñaría sólo con los paeces, «esos hombres que nunca dejan de mambear coca», y que seis meses después daría a luz no un niño sino las semillas intoxicantes del árbol. Este mismo espíritu, que tan cruelmente preña a las vírgenes, también castiga a quienes, al desbrozar un terreno, sacan de raíz las plantas silvestres sin dejar una semilla para que se reproduzcan.
+—Así que es blanco y negro —le dije.
+—Ni una cosa ni la otra —respondió—. Es un reino en sí mismo. Como todas las solanáceas. Piensa sólo en los nombres: la mandrágora, el beleño, la belladona, la flor sagrada de la estrella polar. Extraño, ¿no es cierto? Sin embargo, la misma familia nos da las papas y los tomates. Mi abuela nunca comía tomate. Decía que era la fruta del diablo, que sólo nosotros pensábamos que se podía comer, y que a la larga todo el que la comiera sería maldito.
+—Los borracheros son verdaderos misterios —continuó mientras volvíamos a la carretera—. Siempre se encuentran cerca de donde vive la gente, en los campos, al lado de las casas, a menudo en los cementerios, pero nunca silvestres. Las semillas son infértiles. Los indios las siembran sólo metiendo una estaca en la tierra. Son nativas de los Andes, pero nadie sabe en realidad de dónde provienen. Es uno de los pocos alucinógenos que Schultes no ha probado.
+—¿Tú sí?
+—Una vez.
+—¿Y cómo te sentiste?
+—Tal vez tú ya sabes. Tal vez lo conoces desde que respiras… —y dejó de hablar un momento—. Su principal droga es la escopolamina, el alcaloide atropina, el mismo que posee la belladona. Si se consume una porción grande produce un estado turbulento y alocado, una desorientación total, delirios y espumarajos en la boca, un hambre feroz y aterradoras visiones que se funden en un sueño sin sueños y luego en una total amnesia. No se acuerda uno de nada. Antes existía la costumbre de inyectarla a las mujeres en el parto. La llamaban entonces «el sueño crepuscular». Se suponía que hacía que las mujeres olvidaran los dolores. Pero lo que hacía era enloquecerlas. Y por supuesto, no olvidaban la experiencia. Quedaban estigmatizadas para siempre en su subconsciente… y en el tuyo. Probablemente, estaba en tu sangre cuando naciste.
+Traté de imaginarme a mi madre intoxicada con belladona, pero no pude.
+—¿Y tú comiste?
+—No, fumé un poco y luego me tomé otro poco en infusión.
+—¿Qué pasó?
+—Los indios siempre asocian la planta con la muerte. Los chibchas acostumbraban darla a los esclavos y esposas de los reyes fallecidos para luego enterrarlos vivos en sus tumbas. Siempre la han considerado la planta más aterradora, a la que se recurre cuando todo lo demás falla. Exactamente lo mismo que le dijo Chindoy a Schultes.
+—¿Pero qué te pasó a ti cuando la probaste?
+—No sé. La única manera de saber es tomando la infusión. Después uno no se acuerda. Así que no habrá nada que contar. Sólo la cruda experiencia. Pura, como la locura —y suspiró como siempre hacía antes de elevarse en un viaje introspectivo. Manejó un rato sin que ninguno de nosotros dijera nada.
+Su atracción hacia este potente grupo de plantas era reveladora. Había en él una cierta insensatez, una voluntad de desafiar el destino, una fascinación por todo lo que superaba las fronteras de la normalidad. Para quienes saben de plantas y conocían a Tim, su amor por las solanáceas era perfectamente comprensible. Yo a menudo le tomaba el pelo porque fumaba, sabiendo muy bien que nunca dejaría el cigarrillo, simplemente por la seducción del tabaco y de las plantas afines. Para un hombre que por años había estado obsesionado por la brunfelsia, una dosis de la cual casi le había causado la muerte en el Putumayo, el tabaco era inocuo.
+—Willy, ¿has oído hablar de los jíbaros? —preguntó de pronto.
+—Sí, en realidad estuve con ellos una vez —contesté, hablándole de un pueblo de la selva pluvial del sudeste del Ecuador, bien conocido por la práctica ritual de reducir cabezas. Los había visto en la cima de la Cordillera Cutucú durante una expedición botánica anterior—. Se llaman a sí mismos «Shuar» —añadí.
+—Así es. Creen que la vida normal es una ilusión: todo lo que uno ve, esa montaña, la camioneta, el propio cuerpo. Las verdaderas causas determinantes de la vida y la muerte son fuerzas invisibles que sólo se pueden percibir con la ayuda de las plantas alucinógenas. Cuando el niño cumple los seis años debe obtener un alma externa que lo proteja y le permita comunicarse con sus antepasados. Va con su padre a una cascada sagrada. El niño se baña, ayuna y bebe infusiones de tabaco y otras drogas. Si después de todo eso el alma no aparece, padre e hijo beberán borrachero, la planta de la desesperación.
+La carretera ascendía en forma abrupta bajo una densa niebla y pasando por cultivos en despejes desnaturalizados del bosque semihúmedo. Había casas regadas a gran distancia unas de otras, muy bajas y de adobe, con los techos de paja ennegrecidos por el humo de los fogones. Gradualmente fueron desapareciendo esas pocas señales de presencia humana y la tierra se abrió en una vasta planicie de vegetación sin árboles que, según Tim, era un páramo, una exótica y misteriosa formación ecológica que sólo existe en el norte de los Andes. Más al sur, en Perú y en Bolivia, las altiplanicies y valles por encima de los tres mil seiscientos metros son áridos yermos, barridos por el viento, desiertos de tierra alta llamados punas, útiles sólo para el pastoreo de la alpaca y la vicuña. Más cerca del Ecuador las alturas similares son igualmente inhóspitas, sólo que permanentemente húmedas. El resultado es un paisaje de ensueño que a primera vista da la impresión espectral de ser un brezal inglés injertado en el espinazo de los Andes. Bajo la neblina y la lluvia sólo hay Speletiae, altas y excéntricas plantas afines a la margarita arbustiva, que se extienden en oleadas para recordarle a uno que todavía está en Suramérica. De brillantes flores amarillas que brotan de una corona en roseta de hojas largas, felpudas y plateadas, parecen plantas de un libro infantil. Los colombianos las llaman frailejones, porque de lejos se pueden confundir con la silueta de un hombre, un monje errante perdido entre las nubes turbulentas y la niebla.
+La carretera siguió ascendiendo hasta llegar, después de casi cincuenta kilómetros, a los tres mil trescientos metros, el punto más alto del páramo, y luego empezó a descender hacia oriente. Durante todo el trayecto Tim se subía y se bajaba de la camioneta, veloz como una liebre, para recolectar especímenes y deleitarme con esas mil y una historias sobre las plantas gracias a las cuales conservaba la cordura: cómo los indios se ciñen la frente con las suaves hojas del frailejón para aliviar el dolor de cabeza, la forma como los campesinos usan las hojas para rellenar almohadas y colchones, o se las colocan bajo la ropa para protegerse del frío. Recogió un musgo con un antibiótico natural que se usó para vendar heridas de batalla durante la Primera Guerra Mundial; un alga gelatinosa considerada un manjar culinario por los incas; y una planta insectívora del tamaño de una arveja. Hicimos cinco colecciones de Gunnerae, un notable género de plantas del que algunas especies tienen hojas de dos centímetros y medio de ancho, pero otras, incluidas las de los Andes, miden hasta dos metros. Entre sus raíces, protegida de la intemperie, vive otra planta, un alga verde azulosa que retribuye a su gigantesca anfitriona absorbiendo oxígeno para alimentarla. Muchas de las plantas del páramo, las lobelias y fucsias, las bomareas y las gesnerias, tienen largas flores tubulares que polinizan los colibríes, razón por la cual, como comprobamos, Tim llevaba el pañuelo rojo en la cabeza. Era del mismo color de las flores y, al caminar por el páramo, acudían colibríes de todas partes para polinizar su cabeza.
+Nos quedamos en el páramo mientras hubo luz y luego iniciamos el largo descenso hacia el río Ullucos y el pueblito de Inzá, en un valle templado casi mil quinientos metros más abajo. Llegamos bastante después del atardecer y descubrimos que no existían los hoteles que figuraban en la guía turística. Sin las menores ganas de pasar la noche en el hotel rojo con un perro mojado y docenas de bolsas de especímenes, nos fuimos de casa en casa buscando un sitio donde quedarnos. En nuestro cuarto intento, un muchacho retardado y sin dientes nos abrió la puerta de lo que resultó ser una tienda y, de inmediato, trató de vendernos una libra de marihuana. Intervino una vieja sirvienta india que nos guió, pasando por un cuarto donde una pareja estaba haciendo el amor, a una sala desierta donde el tendero nos invitó a dormir en el suelo por un precio escandaloso. Aceptamos, tendimos cobijas sobre el piso sucio y sólo entonces descubrimos que compartíamos la habitación con un estruendoso gallo que la familia guardaba en una maleta colgada de una viga justo encima de nosotros.
+*
+La mañana era lluviosa y fría, y el pueblo parecía abandonado. Nos fuimos temprano, no sin que antes Tim tuviera la oportunidad de curiosear y hacer unas pocas preguntas. Por el maestro del lugar supimos que los paeces llaman esh a la coca, y que chupan y mastican las hojas enteras mezclándolas, como alcaloide, con un fino polvo blanco que sacan de la piedra caliza pura. Los campesinos se refieren a esta cal como el mambe y lo compran en bolas pequeñas, que entierran varias semanas para que cojan sabor, envueltas en hojas de plátano. Los paeces piensan que el mambe producido en gran escala por los blancos es crudo y cáustico. El carácter de la cal y el cuidado con que es producida son señal de cultura para ellos. La piedra caliza negra produce el kuétan ch’ijmé, un polvo perfectamente blanco, pero el polvo más dulce y eficaz lo obtienen de una piedra rojiza que llaman kuétan kútchi. Sea cual fuere la fuente de la cal, su preparación es la misma. Calientan la piedra al rojo vivo y luego la sumergen en agua, lo que produce una reacción química. Al despedir calor y consumirse el carbonato de calcio, transformándose en hidróxido de cal, la piedra caliza queda reducida a un polvo fino. Para los paeces, hacer la cal es en sí mismo un acto de disciplina ritual: la reunión de las piedras, prender el fuego y el ritmo de las flautas de caña que, al soplarlas, elevan las llamas como fuelles. Como en reconocimiento de la importancia de la cal catalizadora, llaman kuétan yáha, bolsas no de coca sino de cal, a las bolsas de lana en las que llevan las hojas sagradas.
+Siguiendo el consejo del maestro, nos fuimos de Inzá hasta una bifurcación de la carretera donde se desviaba la ruta de San Andrés de Pisimbalá, un pequeño pueblo indígena cercano al emplazamiento arqueológico de Tierradentro. En Pisimbalá compramos unas muestras de cal y hablamos un rato con un grupo de paeces reunidos frente a una bella iglesia de techo de paja. Estaban descalzos, eran de baja estatura y todos llevaban sombreros de fieltro, bolas de coca y ruana. Tim compró una de las bolsas y nos fuimos a ver las ruinas de Tierradentro. El emplazamiento incluía más de cien antiguas cámaras funerarias talladas en la roca y decoradas con unos asombrosos motivos geométricos. Pero Tim estaba mucho más interesado en una serie de esculturas de piedra, sin ninguna relación con las tumbas y hechas mil años antes. Aunque nadie sabe qué relación, si la hay, existe entre estos monolitos y los actuales paeces, fue sin embargo muy sorprendente nuestro hallazgo de una de esas estatuas en el emplazamiento de El Tablón. Le faltaban la cabeza y las extremidades, pero del costado colgaba una bolsa de coca, esculpida en forma realista con claros diseños geométricos exactos a los de los que se ven en los kuétan yáha de los paeces de hoy en día. Del otro lado de la estatua, también a la altura de la cintura, había una calabaza de cal, tan fielmente reproducida que pudimos detectar su especie.
+*
+Después, en el pequeño museo cercano al emplazamiento, descubrimos que la estatua se llamaba El coquero. Según el guardián, los paeces creen que en el principio de los tiempos una joven fue violada por el jaguar, y que de este terrible hecho nació el Trueno-Jaguar. Hoy en día, es el espíritu Trueno el que llama al aprendiz hacia la senda chamánica. La iniciación se lleva a cabo en un lago sagrado, pero el proceso de alcanzar el poder sobrenatural y la autoridad para curar es constante. Implica, más que nada, el acoplamiento gradual del cuerpo físico, que en el chamanismo páez es el medio real del espíritu.
+Los paeces creen que en un cuerpo sano la energía fluye continuamente de la tierra por el pie derecho, se eleva por la pierna y el lado derecho del pecho hasta la cabeza y luego baja por el lado izquierdo del cuerpo y regresa a la tierra. Cualquier interrupción de este flujo es causa de desequilibrio y, por tanto, de desgracias. El diagnóstico es una forma de adivinación. El chamán permanece solo durante la noche, a la intemperie y mascando copiosas cantidades de coca. Las hojas estimulan el cuerpo inmóvil produciendo espasmos musculares que los paeces llaman senas. De la interpretación del sitio y dirección de los senas, el chamán deduce y predice el destino del paciente. Un impulso en la mejilla le sugiere las lágrimas y, por tanto, la tristeza; un espasmo que sigue el paso del flujo vital indica mejoría; uno que corra con dirección opuesta, la desgracia. Para escoger el remedio de hierbas para cada caso, el chamán se frota la piel con varias plantas medicinales hasta que un sena le revela cuál es la indicada. En esta forma el cuerpo del chamán, imbuido de coca, se convierte en la plantilla sobre la que trabaja su propio espíritu para lograr la curación de sus pacientes.
+*
+Inspirado por las ruinas de Tierradentro, Tim decidió seguir al oriente, hacia el río Magdalena, al Valle de las Angustias, al sur de Pitalito, y luego, internándose en las montañas, llegar hasta San Agustín, donde pasamos varios días recorriendo las colinas que dominan la hondonada del alto Magdalena. Allí, colocadas en una serie de emplazamientos arqueológicos sobre tumbas y sarcófagos, hay unas quinientas estatuas antropomorfas. En aspecto y tamaño rivalizan con las de la Isla de Pascua, pero su simbolismo se origina en las selvas amazónicas. Talladas durante el primer milenio de nuestra era, aunque tal vez mucho antes, por un pueblo sobre el que se sabe muy poco, representan animales y demonios: águilas con colmillos, felinos copulando con hombres, rostros que surgen de colas de serpiente. En muchos casos las figuras tienen las mejillas abultadas por estilizadas mascadas de coca. Son algunas de las representaciones más antiguas de la planta y la primera evidencia de su papel sagrado en las civilizaciones perdidas del norte de los Andes.
+San Agustín es una entre un puñado de poblaciones de América del Sur —Santa Marta y Cuzco son otras dos— donde van a dar invariablemente los viajeros errantes, sobre todo los interesados en las drogas. El territorio es asombrosamente bello, las ruinas misteriosas y la vida barata. Una atracción adicional es el hongo de San Isidro, el Psilocybe cubensis, una potente especie alucinógena que se da en toda la América del Sur subtropical, pero sobre todo en los pastos de las montañas de Colombia y, especialmente, en los alrededores de San Agustín. Se halla siempre en el estiércol del ganado y tiene un sombrero ocre claro que puede medir varios centímetros de ancho, membranas oscuras y un velo negro característico en torno al tallo. Cuando se estropea adquiere invariablemente un color morado azuloso en cosa de minutos. El mayor de los hongos psicoactivos y de lejos el más fácil de identificar, es el favorito de todos los hippies que han llevado a cuestas sus morrales a lo largo y ancho del continente. Schultes fue el primero en encontrarlo, en Oaxaca en 1938. Crecía entre el estiércol del ganado en las montañas arriba de Huautla.
+En la tarde de la primera noche que pasamos en San Agustín, terminamos comiendo en un restaurante vegetariano de un hostal para viajeros con poco dinero en el bolsillo. Tim se sentó frente a mí en una mesa larga compartida con cuatro o cinco personas. Pogo se coló entre mis piernas y se hizo un ovillo en el piso. A mi lado había una muchacha llamada Cielo, y junto a ella un par de alemanes. Del lado de Tim estaban sentados un hippie colombiano llamado Alejandro y su novia sueca, y más allá un extraño personaje que vestía una bata azafrán. Tenía un collar de cuentas de madera, una larga barba roja y esa clase de ojos enloquecidos que normalmente tienen los ciervos al verlos por la mirilla de un rifle. Al presentarse dijo llamarse Prem Das, pero su acento revelaba que era australiano. Hablamos sobre temas que iban desde los cheques de viajero hasta los hoteles baratos, pero siempre volvíamos a cuánto llevaba cada uno en el camino y a las maravillas del hongo de San Isidro.
+Era claro que Prem Das llevaba un buen tiempo viajando: Bali, Katmandú, Kabul, Benarés, Goa, Marruecos, y ahora San Agustín.
+—Hace tiempo que dejé los zapatos —dijo—. Nunca viajo a ninguna parte donde tenga que usar zapatos.
+—Tan sollado —dijo Cielo con un suspiro. Yo por mi parte miré debajo de la mesa. Era cierto. Tenía un aro en un dedo grande del pie. Le eché una mirada a Pogo, que estaba comiéndose un plato de soya, no muy de su gusto. Un mesero llevó un par de cervezas y Tim pidió para todos.
+Prem Das empezó a describir sus más exóticas experiencias con las drogas. Divagó más que todo sobre los platillos voladores y los hongos, pero se puso interesante cuando habló del borrachero. Incluso Tim, que nunca participaba en esa clase de conversaciones, se mantuvo atento. Al parecer, cuando estaba de paso por Barranquilla, se había comido varios puñados de hojas que había arrancado de un borrachero en el patio del hotel. Sin saber lo que le esperaba, decidió dar un paseo para ver la ciudad, y eso fue lo último que pudo recordar. Por lo que después logró reconstruir, había terminado dando vueltas, completamente desnudo, en torno al mercado principal de Barranquilla durante tres días. Se había comportado en una forma tan loca que ni la policía lo molestó.
+—Increíble, hombre —dijo Cielo, dilatando su vocabulario.
+—Yo conozco ese mercado —anotó Alejandro—. No me compraría ni un mango allá.
+—¿Qué le pasó después? —le pregunté yo, y Prem Das contó que al final lo habían arrestado. Alguien le había dado su ropa a la policía, y había un varillo en un bolsillo de los pantalones.
+—Les dio miedo hasta de robarse la ropa —dijo uno de los alemanes, pasmado.
+—¿Cómo era la cárcel? —le preguntó el otro.
+—Mala onda —le contestó Prem Das, a quien en ese momento todos estaban adulando, menos Tim, que no le quitaba los ojos de encima.
+—Howard, Howard Ziegler. ¡Eso es! —dijo Tim de pronto. El hombre que se llamaba a sí mismo Prem Das pareció anonadado.
+—Howard Ziegler —repitió Tim—. Bogotá, 1966, allá arriba, en el bosque de eucaliptos.
+Prem Das mostró entonces una gran sonrisa.
+—Sí, sí, hombre —asintió—. Tim Plowman, ahora recuerdo. Metimos ácido juntos.
+Todos miramos a Tim, que sonrió bondadoso. Resultó que casi una década antes, en las faldas de Monserrate, había iniciado a un flacuchento turista australiano llamado Howard Ziegler en el mundo maravilloso del LSD.
+Tim y Howard hicieron memoria durante unos momentos, pero pronto se les acabó el tema. El ambiente se puso incómodo, así que le pregunté a Howard qué planes tenía.
+—Pues hay ese lugar sollado, una especie de mundo perdido sobre el que nadie sabe nada —anotó, como si quisiera compartir un secreto de Estado con nosotros.
+—¿Y qué sitio es ese? —le pregunté.
+—Se llama Sibundoy —me respondió. Fue mi turno de quedar súpito. Miré a Tim, quien no mostró señal alguna de emoción.
+—Allá vas a necesitar zapatos, Howard —le dijo Tim.
+—¿De verdad?
+Obviamente decepcionado, Prem Das dijo que antes que someterse a ese fastidio, volvería a la costa, a Santa Marta. Me alegró que hubiera cambiado de planes. Sin embargo, las cosas no pintaban bien.
+*
+—¿Qué te dijo Schultes antes de que vinieras? —me preguntó Tim más tarde, esa misma noche, en nuestro cuarto de la residencia Luis Tello. Era un sitio decente, con agua caliente y camas limpias por un dólar la noche.
+—¿Qué quieres decir?
+—¿Te dio consejos?
+Me puse a pensar un momento. Justo antes de dejar Cambridge, pasé por la oficina que el profesor tenía en Harvard con la idea de que tal vez pudiera hacerme unas sugerencias antes de irme a América del Sur por un año o más.
+—Me dijo que no me molestara en conseguir unas botas gruesas porque todas las culebras muerden en el cuello, y me contó que en doce años no se le habían perdido ni una vez las gafas.
+—¿Algo más?
+—Que no debía volver de Colombia sin haber probado la ayahuasca.
+Tim se rio. La ayahuasca, conocida también como yagé o caapi, es el bejuco de las visiones, el bejuco del alma, la planta alucinógena más curiosa y celebrada del Amazonas. La droga se prepara machacando primero la liana y preparando una bebida con otras hierbas. Para los indios es un intoxicante mágico que puede liberar el alma, permitiendo que tenga encuentros místicos con antepasados y espíritus animales. Algunos de sus consumidores sostienen que ocurren visiones colectivas y que bajo su influencia es posible comunicarse a grandes distancias en la selva. Cuando su ingrediente activo, la harmalina, fue aislado por primera vez, algunos científicos colombianos la llamaron «telepatina».
+—Durante cuarenta años le ha dado los mismos consejos a mucha gente. Por eso Howard iba para Sibundoy. Es el lugar más cercano a la carretera panamericana donde se puede conseguir yagé. Los indios lo llevan de Mocoa y la llanura amazónica —comentó Tim, quien sacó un librito de su mochila y me lo tiró. Cayó al borde de la cama, rebotó y fue a dar contra la cabeza de Pogo, que gruñó y se volvió a dormir. El libro era Las cartas del yagé, una corta correspondencia entre William Burroughs y Allen Ginsberg.
+—Es más que todo cartas de Burroughs escritas a principios de los cincuentas, cuando andaba por Suramérica en busca del viaje más alucinado —me explicó Tim sonriendo.
+Lo abrí en la primera página y encontré a Burroughs en Ciudad de Panamá, un lugar de «putas, chulos y estafadores», decía, «habitado por la peor gente del hemisferio. Me encontré con mi viejo amigo Jones el taxista, y le compré un poco de C con más vainas adentro que un infierno. Casi me ahogo tratando de aspirar esa basura para elevarme un poco. Así es Panamá. No me sorprendería que adulteraran a las putas con icopor».
+—Sigue leyendo —me dijo Tim camino al baño para asearse. Yo me quedé en la cama hojeando el libro.
+La última semana de enero de 1953 encontró a Burroughs en Bogotá, yendo a la universidad en un trole y dándole gracias a Dios de no haber llegado a la fría y melancólica capital intoxicado con drogas. Quiere información sobre el yagé y espera encontrarla en el Instituto de Ciencias Naturales. Así le describe el lugar a Ginsberg:
+«Es un edificio de ladrillo rojo, corredores polvorientos, oficinas sin indicaciones cerradas con llave la mayor parte del tiempo. Tuve que saltar sobre huacales, animales disecados y prensas botánicas. Estas cosas las están pasando continuamente de un cuarto a otro sin razón aparente. Los porteros se la pasan fumando sentados en los huacales y saludan diciéndole “doctor” a todo el mundo.
+«En un cuarto inmenso y polvoriento lleno de especímenes de plantas y del olor del formol, vi a un hombre con un aspecto de refinada irritación. Me miró a los ojos.
+«¿Y qué hicieron con mis especímenes de cocoa (sic)?” Era una nueva especie de cocoa silvestre. “¿Y qué hace este cóndor disecado en mi mesa?”.
+«Tenía una cara delgada y refinada, gafas metálicas, chaqueta de tweed y pantalones oscuros de paño. Boston y Harvard sin posibilidad de equivocarse. Dijo llamarse el doctor Schindler (sic) al presentarse.
+«Le pregunté sobre el yagé. “Ah, sí”, dijo, “aquí tenemos muestras. Venga y se las muestro”, dijo, echándole una nueva mirada a su cocoa. Me mostró un espécimen seco del bejuco del yagé con el aspecto de ser una planta muy poco distinguida. Sí, la había probado.
+«Me dijo exactamente lo que necesitaría para el viaje, dónde ir y a quién contactar. Sugirió que el Putumayo era el sitio más accesible donde podía encontrar yagé».
+—¿El doctor Schindler? —pregunté levantando la vista del libro.
+—Estuvieron en la misma clase en Harvard —dijo Tim al volver del baño y tirarse en la cama—. No, espera. Creo que Schultes estuvo un año después. Burroughs se graduó en el 36.
+Seguí leyendo. A fines de enero, Burroughs se fue al Putumayo siguiendo el consejo de Schultes. Un mes después, sin haber logrado nada, estaba de vuelta en Bogotá. Luego de que lo estafara un curandero, lo encerrara la policía, lo desplumara un chulo local y cayera postrado con malaria, había decidido no separarse del «Doc Schindler» en su próxima incursión en la selva. El 3 de marzo le escribe a Ginsberg: «Me he unido a una expedición, por supuesto que con nada claras funciones, formada por el Doc Schindler, dos botánicos colombianos y dos especialistas en basura ingleses de la Comisión de la Cocoa».
+Seis semanas después, Burroughs vuelve a escribir desde Bogotá. Esta vez, gracias a Schultes, ha tenido más suerte. El mismo día de su llegada a tierra caliente, Schultes le había presentado a un viejo amigo, un agricultor alemán y antiguo buscador de oro que en media hora le proporcionó veinte libras de yagé y le concertó una cita con un brujo del lugar. Esa noche lo encontramos sentado en el piso de tierra de una choza ante un tosco altar frente al cual le canta el brujo a una vasija de plástico roja con un líquido ocre, aceitoso y fosforescente. Burroughs se lo bebió «de un trago». Anota, irónico, que tenía «el amargo sabor anticipado de las náuseas».
+Un momento después se sintió totalmente mareado y la choza empezó a dar vueltas. Presa de un súbito y violento impulso por vomitar, salió dando tumbos, se lanzó contra un árbol, vomitó seis veces y cayó al suelo, «hecho nada». Su cuerpo entumecido se envolvió en motas de algodón imaginario, sus pies se transformaron en maderos, su vista se perdió en una niebla de seres larvales y aquel veterano de mil extrañas experiencias tenía un único pensamiento: «Todo lo que quiero», se decía una y otra vez, «es salir de aquí». Abrió torpemente un frasco de calmantes, y se las arregló para tomarse seis nembutales. Pasó el resto de la noche en el piso de la choza, luchando contra unos escalofríos palúdicos y el loco, obsesivo pensamiento de que ese brujo, entre todos los brujos, se especializaba en envenenar gringos. La mañana siguiente trató de comparar notas con Schultes, quien para ese momento de su carrera había tomado yagé veinte o más veces.
+—Yo nunca me enfermo —le contó Schultes. Burroughs mencionó que en un momento dado sintió que se volvía una negra, luego un negro, después un hombre y una mujer al mismo tiempo, y que todo serpenteaba como en los cuadros de Van Gogh. Había alcanzado una bisexualidad pura, convirtiéndose a voluntad en hombre y mujer, a merced de desenfrenadas convulsiones de lujuria.
+—Yo no veo visiones, sólo colores —le dijo Schultes.
+Un mes después encontramos a Burroughs y a Schultes varados en Puerto Ospina, un puesto militar en el alto Putumayo. Burroughs cuenta:
+«El empleado no tiene un radio o manera de saber si el avión llega allá, si es que llega… así que le digo al Doc Schindler: “Podemos volvernos viejos y zonzos sentados aquí jugando dominó… con el río subiendo cada día y todos los motores de Puerto Espina (sic) dañados. Doc, yo voy a flotar hasta el Atlántico antes de que vuelva a subir por ese maldito río”. Y él me dice: “Bill, no he pasado quince años en este país y perdido todos los dientes sin haber averiguado unas pocas cositas. Ahora bien, allá más lejos, en Puerto Leguísomo (sic), tienen aviones militares y sucede que yo conozco al comandante…”.
+«Así que Schindler se fue a Puerto Leguísomo (sic) y yo me quedé en Puerto Espina. Veía al empleado de los aviones todos los días y siempre me echaba la misma paja. Una vez me mostró una cicatriz horrible que tenía en la nuca. “Un machetazo”, me dijo. Sin duda de un desesperado ciudadano que enloqueció esperando uno de sus aviones».
+A los pocos días Burroughs fue a dar a Puerto Leguízamo después de todo. El comandante le permitió que se quedara en el camarote de Schultes en la Santa Marta, una lancha cañonera anclada en el Putumayo. Lo compartieron una semana, sin duda ansiosos ambos por irse de allí, aunque por diferentes razones. El pueblo, escribe Burroughs,
+«… parece acabado de salir de una inundación. Aquí y allá hay maquinarias oxidadas y abandonadas. Pantanos en mitad del pueblo. Calles sin luz en las que uno se hunde hasta las rodillas.
+«Hay cinco putas que se sientan frente a unas cantinas con las paredes azules. Los muchachos de Puerto Leguísomo (sic) se agolpan en torno a las putas con la concentración inmóvil de los gatos. En las noches sofocantes, las putas se sientan ahí bajo un bombillo desnudo y el estruendo de las rocolas».
+Acabé el libro y apagué la luz sin poder sacarme de la cabeza el pensamiento de esos dos inverosímiles personajes de Harvard varados en un lugar de esos.
+—Ahora, por lo menos, ya sabes por qué iba Howard a Sibundoy —me dijo Tim en voz baja.
+—Pensé que estabas dormido.
+—Buenas noches, Willy.
+—Buenas noches.
+*
+Temprano por la mañana, antes de irnos de San Agustín, paseamos una vez más por las ruinas del emplazamiento conocido como Las Mesitas. Queda cerca del pueblo y consiste en una serie de montículos de tierra abombados, más o menos de dos metros de ancho y tres de alto, regados en un plano artificial entre dos afluentes de un pequeño tributario del Magdalena. En el centro de todos los túmulos hay una cámara subterránea construida con enormes losas, y dentro de cada tumba se encuentran las grandes, imponentes estatuas que hacían de guardianes de los muertos. Hay otros monolitos que parecen centinelas en torno al sitio. Algunos se han caído, otros parecen desechados por los buscadores de tesoros que hace mucho saquearon las tumbas.
+Las imágenes que representan las estatuas, talladas por un pueblo que no tenía herramientas de metal, son espeluznantes, monstruosas, incluso aterradoras. Aunque detenidas en el tiempo y extraídas del contexto cultural que alguna vez les dio significado, conservan una ferocidad amarga, un poder tenso y agresivo que en todo momento parece a punto de desatarse de su prisión de piedra. Algunos de los monolitos son de un naturalismo sorprendente: un águila sólida que aprieta la cabeza de una serpiente con el pico, ranas que salen de enormes rocas. Pero la mayor parte son fantasmagóricas visiones de transformaciones, con el jaguar como símbolo iconográfico dominante. Hay felinos subyugando mujeres, hombres convirtiéndose en gatos, y roedores con dientes de jaguar dominando a hombres con los genitales atados con cuerdas a la cintura.
+Las estatuas que Tim y yo habíamos ido a fotografiar eran relativamente mansas. Estaban una al lado de la otra en el montículo noroeste de Mesitas B, nombre de uno de los dos grupos de tumbas del emplazamiento de Mesitas. Una era una especie de rostro feliz sanagustiniano, una enorme cabeza de más de dos metros de alto, de ojos gigantescos y brillantes, una amplia sonrisa acentuada por sendos colmillos y dos estilizadas protuberancias en las mejillas. El otro monolito notable era un guardián rígido de un metro ochenta de alto, un guerrero que sostiene sobre el pecho un garrote con una mano y con la otra blande una piedra. Sobre su cabeza se asoma un demonio, protector y vigilante. También hay una protuberancia en cada una de sus mejillas. Aunque más realista que el «rostro feliz», la escultura, sin embargo, comparte la esencia del jaguar. Tiene las ventanas de la nariz ensanchadas y sus ojos relumbran.
+—Tiene que ser coca —dije a tiempo que palpaba la estatua con la mano. Era imposible no reconocer el parecido de las mejillas de la estatua con las de un coquero moderno. Buscamos un poco más y no tardamos en encontrar una clara representación del mambeo, esta vez en un guerrero guardián con una sola protuberancia en la mejilla izquierda.
+—Lo que estás viendo es la selva que vino a las montañas —dijo Tim—, el lugar del miedo y el lugar de la curación levantados hasta el altiplano por la imaginación de ese pueblo.
+—Parece que todo este lugar está en un viaje —dije yo como un tonto.
+—Reichel-Dolmatoff piensa más o menos que sí —dijo Tim, refiriéndose al antropólogo colombiano—. El jaguar fue enviado al mundo como prueba de la voluntad y de la integridad de los primeros humanos. Como el pueblo, es malo y es bueno. Puede crear y puede destruir. El jaguar es la fuerza a la que el chamán debe enfrentarse. Para hacerlo toma yagé. En ese momento es cuando las cosas se ponen interesantes.
+—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
+—Si el chamán puede domar al jaguar, puede dirigir su energía hacia el bien. Pero si la oscura faz de lo oscuro prevalece, el jaguar se transforma en un monstruo devorador, la imagen de nuestro más negro ser. De cualquier manera, el chamán y el jaguar se vuelven uno y el mismo. Reichel-Dolmatoff diría que el espíritu del jaguar debe ser dominado por todos para que sea preservado el orden moral y social. Los impulsos más salvajes, como los del mundo de la naturaleza, deben ser frenados para que sobreviva cualquier sociedad. Eso puede ser lo que todas estas estatuas significan.
+—¿Quieres decir que al servir de guardián de los muertos, cada estatua revela lo que significa estar vivo?
+—Así es. También nos muestran las consecuencias del fracaso.
+Seguimos dando vueltas por el emplazamiento y encontramos un gran sarcófago tallado en piedra en forma de artesa. A su lado había una pequeña pero dramática estatua. Tenía un cráneo en las manos, que sostenía como si fuera un trofeo, y una expresión feroz que denotaba que había sentido placer al arrancar la cabeza del torso de su enemigo.
+—Quienes vivieron aquí no tenían mucho tiempo ni paciencia para hacer concesiones —dijo Tim—. Sabían qué creían y sabían que era cierto porque la planta se lo revelaba. Esa es la clave. Y creo que eso fue lo que vino a buscar Burroughs, lo que quería encontrar. La convicción. Sin embargo, él pensaba que, de alguna manera, sería algo agradable, otra emoción fuerte.
+—¿Te refieres al yagé?
+—Sí. El yagé es muchas cosas, pero agradable no es una de ellas.
+TIM ERA DE LOS QUE NUNCA aceleran una situación agradable, y por eso estábamos a finales de la tarde de un domingo en el páramo de San Antonio, masticando coca y mirando cómo deshacía el viento las nubes sobre el valle de Sibundoy. Habíamos llegado a Pasto, la capital del departamento de Nariño y el centro comercial del extremo sur de Colombia, a eso del mediodía. La ciudad estaba anormalmente tranquila. La decisión del Gobierno de doblar el precio de la gasolina había causado una huelga general, y una manifestación el día anterior había terminado en forma violenta. Todavía humeaban las carrocerías consumidas por el fuego de automóviles y camiones a lo largo de la principal vía de acceso al centro de la ciudad, y de las ramas de los árboles en la plaza colgaban restos de pancartas. Había un tanque estacionado al pie de las escaleras de la vieja iglesia y patrullas militares en todos los cruces principales. Hacía un tiempo frío y húmedo. Las pocas personas que se habían arriesgado a salir a la calle arrastraban los pies, la cabeza metida entre los hombros contra el viento, las caras ocultas bajo las ruanas y los sombreros anchos de fieltro. Todo era gris: la gente, las casas de piedra, las calles oscuras y relucientes, las nubes que se deslizaban por las faldas del volcán Galeras y sofocaban la ciudad. El mercado estaba desierto, y fue por pura suerte como encontramos una tienda bien surtida en la salida a Sibundoy. Mientras Pogo vigilaba la camioneta compramos provisiones, periódicos viejos y alcohol, pan y fruta fresca, cigarrillos para el viejo amigo de Tim, Pedro Juajibioy, y una docena de botellas de aguardiente para los curanderos de Sibundoy y del alto Putumayo. Al alejarnos de la ciudad pasamos por un campo pequeño donde una joven india, echada sobre la hierba húmeda, chupaba la ubre de una vaca.
+La carretera a Sibundoy trepaba entre ricas tierras de cultivo hasta una altura cubierta de niebla y luego descendía a un valle donde centelleaba la Laguna de la Cocha, fuente del río Guamués, un afluente del Putumayo. La carretera volvía a ascender, después de bordear el lado norte del lago, hasta el Páramo de San Antonio. Nos detuvimos allí. Aunque la llovizna que nos había acompañado desde Pasto se había convertido en un aguacero, Tim insistió en que era un momento ideal para una exploración botánica.
+—A veces hay una precipitación hasta de 7.500 milímetros —dijo al salir ambos de la camioneta y empezar a caminar pesadamente—. Es uno de los sitios más húmedos del mundo.
+—¿Así que tengo que acostumbrarme a esto?
+—¡Willy, tú eres de Vancouver!
+En realidad, estaba encantado de caminar. La coca me había entumecido la garganta y la boca, produciendo un calor agradable, una placentera mezcla de bienestar físico y de agudeza mental que por momentos parecía la más agradable de todas las sensaciones. La lluvia caía en grandes ráfagas, doblando los altos y delgados frailejones. Los campesinos del lugar habían quemado el páramo, matando docenas de plantas y ennegreciendo los tallos de las que habían sobrevivido. Bajo la niebla parecían sombras desplazándose al vaivén del viento. Envuelto en una ruana oscura sobre la chaqueta de pana, de jeans desteñidos y botas altas de cuero, Tim se movía entre las plantas cortando una o dos muestras de cada una.
+—Esta es la que toma el apellido de Schultes —dijo entregándome una de sus hojas plateadas—. La Speletia schultesiana. La encontró en diciembre de 1941, durante su primer viaje.
+—¿Y eso qué es? —le pregunté.
+—Cien ejemplares de una nueva especie. Es lo mejor que se puede hacer: cien muestras de una planta desconocida enviadas a herbarios de todo el mundo. No has oído hablar de esto porque ya nadie lo hace. Es algo demasiado complicado.
+—¿Cómo supo que era una especie nueva?
+—No sabía. Era sólo la segunda vez que había visto frailejones. Pero había estado en los páramos cercanos a Bogotá con José Cuatrecasas, un español que había huido de la España de Franco y que se había establecido en Colombia. Era el mayor experto en la flora de los Andes y uno de los pocos botánicos que estaban en el mismo nivel de Schultes. Se extraviaron un tiempo y se quedaron dormidos en una caverna, o lo que Schultes pensó que era una caverna. Sin embargo, resultó ser una mina de carbón abandonada, y se levantaron negros como la noche, cubiertos de polvo, de carbón y de barro. Había un americano con ellos, que se puso furioso. Schultes, simplemente, se rio del asunto.
+—¿Pero que pasó con la Speletia?
+—El experto era Cuatrecasas, que nunca había venido a Sibundoy. Schultes conjeturó con razón que ningún botánico la había visto. Nadie, por lo menos, la había recogido. Por eso Cuatrecasas le dio el nombre de Schultes.
+—Fácil.
+—El país estaba abierto de par en par.
+Sonreí asombrado. En Norteamérica y en Europa las plantas se conocen tan bien, que el descubrimiento de una nueva especie marca el punto culminante de la carrera de un botánico. Schultes encontró trescientas. Docenas de plantas llevan su nombre. También algunos géneros. Los sombreros «panamá», que en realidad se hacen en Ecuador, se tejen con fibras de la Schultesiophytum palmata. El Schultesianthus es un género de belladonas. El Marasmius schultesii es un hongo que los indios taiwanos usan para curar las infecciones del oído. Los makunas emplean la Justicia schultesii para las llagas, la Hiraea schultesii para la conjuntivitis y la Pourouma schultesii para las úlceras y las heridas. Los karijonas alivian la tos y las infecciones de los pulmones con una infusión de tallos y hojas de la Piper schultesii. La lista sigue. Hubo tantos botánicos que quisieron nombrar plantas por él que se les acabaron las formas de usar su nombre y tuvieron que usar sus iniciales. En un peñasco del Vaupés encontró una planta muy rara y bella, un nuevo género de la violeta africana. Ya habían usado Schultesia, así que el especialista la bautizó Resia, por Richard Evans Schultes, quien tomaba todo esto con cierta indiferencia.
+La única criatura con su nombre que mencionaba con frecuencia era un modesto insecto que le daba pie para contar una de sus historias favoritas. No le gustaba viajar con grandes expediciones científicas, pero en 1967 remontó el río Negro en Brasil con una docena de entomólogos entre los que había un experto de fama mundial en cucarachas, un tipo que trabajaba para el Ejército de los Estados Unidos. El río estaba crecido como no lo había estado en veinticinco años. Caminar en las riberas era imposible. La expedición se hallaba equipada con cinco motores fuera de borda, aunque sólo uno funcionaba. Los entomólogos se enfrentaban como perros y gatos. El hombre de las cucarachas, un neoyorquino que nunca había estado fuera de la ciudad, había remontado todo el Amazonas sin ver un solo ejemplar. Se estaba volviendo loco en el barco, así que Schultes consiguió una piragua y contrató un indio para que los llevara por el bosque inundado. Schultes no distingue entre un escarabajo y un murciélago, pero conoce la selva y no le costó mayor trabajo identificar unos nidos de oropéndolas que colgaban de las ramas de un árbol. Se dio vuelta y preguntó: «¿Será que a sus malditas cucarachas no les encanta toda esta mierda de pájaro en esos nidos?». Los nidos, resultó, estaban llenos de algunas de las cucarachas más grandes jamás vistas. Cada especie de oropéndola tenía una especie distinta de cucaracha viviendo en sus nidos. Había tres géneros nuevos, y el especialista estaba tan feliz que bautizó uno Schultesia. Era un bicho horrible, pero durante años Schultes tuvo su foto en la cartera.
+Para el momento en que Tim y yo llenamos nuestras bolsas de muestras de frailejones, había dejado de llover y el viento soplaba más duro, levantando la niebla del páramo. A cientos de metros a nuestros pies surgió Sibundoy de entre las nubes, un bello y extraño mundo escondido en medio de las montañas. El fondo del valle era verde esmeralda, frondoso y fértil, y, vistos desde lejos, los pueblos y caseríos en las faldas de las montañas parecían frágiles y de juguete. Todo el valle tiene una extensión de unos ciento sesenta kilómetros cuadrados y se podía ver en un instante que, de no haber sido por un azar de la geografía, el sitio todavía sería un lago. El lecho es casi perfectamente plano, la superficie disturbada apenas por el brillo de invisibles arroyos y de los muchos riachuelos que riegan la cuenca. Al norte y al este, los ríos San Pedro y San Francisco hacen cortes profundos en las montañas, extendiendo las tierras del fondo. Otros ríos corren desde el oeste y el sur, para unirse en un lago poco profundo rodeado de un terreno cenagoso y de una maraña de vegetación, restos del bosque que alguna vez cubrió el valle. Del cenagal sale un río pequeño, ni siquiera un riachuelo, que atraviesa la planicie y luego se precipita por un abrupto paso en la esquina sudeste del valle. Es la cabecera del río Putumayo. La humedad que nos mojó los pies en el páramo, las nubes que se deshicieron sobre el valle hacia el sur, el velo de lluvia que ocultó las altas cumbres de las montañas en torno, se unirían a la larga con decenas de miles de estrechos arroyos que caerían de los Andes, corriendo hacia el Amazonas.
+La carretera llegaba al valle por el pueblo de Santiago y luego cogía hacia el norte por Colón y San Pedro antes de seguir hasta Sibundoy, la mayor de las cuatro poblaciones. Santiago era centro de los ingas, una tribu de habla quechua que según algunos desciende de los incas. De ser esto cierto, tanto ellos como sus cercanos parientes, los inganos de las tierras bajas adyacentes, habrían llegado al valle en tiempos relativamente recientes. Hipótesis más probable, dado que los incas nunca controlaron por completo el sur de Colombia, sería que el pueblo que se convirtió en los ingas e inganos fue obligado a hablar el quechua por los misioneros españoles, quienes lo usaron como lengua franca. Los kamsás, con una cultura aislada y una lengua sin relación con ninguna otra, comparten el valle con los ingas y viven en la mitad norte, en torno a Sibundoy. Los kamsás sostienen que sus antepasados nacieron en el valle y que esa tierra siempre ha sido suya.
+—Es curioso —anotó Tim al entrar en las calles empedradas de Santiago—. Los kamsás hablan el inga, pero ninguno de los ingas habla kamsá. Y todos los nombres de las plantas aquí y en las tierras bajas son en inga.
+—¿No hace eso pensar que los españoles les impusieron la lengua?
+—Probablemente, aunque no creo que los ingas estuvieran aquí. Mira esos campos.
+Contemplé el valle. Era increíblemente rico, de tierra volcánica, oscura y húmeda. Había maizales por todas partes, más altos que los caballos y mulas que pastaban cerca de la carretera. Un poco más allá de una casita con techo de paja, una hilera de hombres y mujeres estaba sembrando en un campo despejado con unos primitivos palos para cavar. Las mujeres vestían blusas rojas y faldas negras, fajas en la cintura de vivos colores y brillantes pañolones de lana. Se ataban el pelo negro y largo con cintas en la nuca. Varias portaban niños envueltos en los pañolones. Los hombres vestían unos ponchos blancos decorados con rayas negras verticales. Tanto los hombres como las mujeres trabajaban descalzos y del cuello les colgaban pesados collares de cuentas verdes y blancas.
+—¿Qué notas en ellos?
+—Están sembrando maíz.
+—Exacto —dijo Tim—. Esta tierra y el clima son perfectos para las papas, pero ellos viven del maíz y los fríjoles. Si los incas hubieran estado aquí, estarían sembrando papas y mascando coca.
+—¿No hay coca?
+—Al menos no por ahora. Puede haber en las tierras bajas, pero eso es lo que vamos a averiguar.
+—¿Y se llevan bien las tribus?
+—Tienen que llevarse bien, ya que su forma de vida es igual. Pequeños terrenos, y todo el mundo tratando de salir adelante. Hace cien años sólo había cien colonos en el valle. Ahora hay más mestizos que indios. Los kamsás y los ingas sólo poseen el veinte por ciento del valle; del resto de la tierra los despojaron.
+—¿Y Pedro?
+—Él es kamsá. Schultes conoció a su familia en 1941. Para entonces el valle era de los capuchinos. Pedro estudió en su escuela, y se convirtió en católico devoto. Lo nombraron monaguillo. Iba a la iglesia dos veces al día y tal vez se hubiera hecho sacerdote si los indios hubieran sido bien acogidos. Luego se presentó Schultes. Al padre de Pedro le preocupaba la malaria, pero dejó que Schultes se llevara a su hijo a tierras bajas hasta Mocoa. Allí empezaron a interesarle las plantas. Ahora es botánico. Ha trabajado con todo el mundo, con los estudiantes de Schultes, con todos los que han venido a Colombia. Tiene los pies bien plantados en ambos mundos. Su sueño es construir un herbario en Sibundoy. Ya tiene un jardín con plantas medicinales, todas identificadas con sus nombres científicos. Entre los kamsás tiene fama de ser un curandero casero, un experto en el tratamiento de las enfermedades comunes. Hasta ha estudiado con los chamanes de las tierras bajas.
+—¿Puede hacer yagé?
+—Puede, pero no quiere. Esa es la esfera de los hechiceros, de los que han dominado las visiones. Sólo ellos pueden ejercer la brujería. Pedro no se atrevería.
+—¿Pero usa el yagé?
+—Sí, claro.
+*
+Pedro Juajibioy vivía con su familia en una casita de una calle secundaria de Sibundoy, no lejos de la enorme iglesia y del seminario que dominan el pueblo. Era tarde, bastante después del atardecer, cuando golpeamos en su puerta.
+—¿Quién es?
+—¡Don Pedro! Timoteo, a sus órdenes.
+—¿Timoteo Plowman? —preguntó con voz recelosa.
+—Sí, sí, estamos aquí.
+Se oyó otra voz dentro de la casa, la de una niña que chillaba, y al abrirse la puerta apareció un hombre de baja estatura con sendas velas en las manos. Dos niñas adolescentes saltaban a sus espaldas. De las sombras surgió una mujer madura, que supuse era la esposa de Pedro. Cuando vio a Tim, levantó los brazos en ademán de sorpresa. Las jóvenes corrieron pasando a su lado y abrazaron a Tim. Tenían puestas unas blusas de algodón con cuellos bordados. Ambas eran muy bonitas, y en la boca de la menor había un brillo dorado. Todos repetían «Dios mío» una y otra vez; no así Pedro, que sonriente examinaba a Tim de arriba abajo con sus velas. Finalmente una sonrisa abierta:
+—Pues —dijo caluroso—, por fin el botánico loco vuelve.
+Tim y Pedro se abrazaron y se dieron palmadas en la espalda durante cinco minutos. Yo saludé dos veces con la mano a todo el mundo, y antes de que terminara la bienvenida habíamos despertado a la mitad de los vecinos. Para entonces la esposa de Pedro ya había puesto comida en la mesa: canastillas con mazorcas asadas, una humeante olla grande con sopa y varios frascos con chicha, una bebida efervescente que se hace masticando maíz o yuca, escupiéndolos luego en una cuba con agua y esperando hasta que el proceso de fermentación la convierta en una deliciosa y espumosa bebida. Las enzimas de la saliva convierten la fécula en azúcar, y levaduras en el aire transforman en alcohol el azúcar. Generalmente hacen la chicha en la mañana, a sabiendas de que la fermentación continuará durante todo el día y de que hacia el atardecer ya tendrá la potencia deseada. La fórmula de Pedro era muy fuerte, y después de que nos tomamos cada uno dos totumadas grandes, Tim insistió en que destapáramos una botella de aguardiente.
+—No hay para qué arriesgarnos a un guayabo —explicó mientras nos servía generosos tragos de un licor barato con sabor a anís—. Pedro, tómese un traguito.
+—Por don Guillermo —dijo Pedro, brindando conmigo—. Salud, paz, amor y amistad.
+Terminada la ceremonia me preguntó cómo había hecho para conectarme con un lunático. Tim dijo algo parecido en respuesta y por un tiempo siguieron tomándose el pelo: hablaban de su viaje por el río Guamués, de quién había tenido la culpa del error en las dosis, de por qué no habían vuelto para matar al chamán, de qué plantas habían producido nuevas drogas. Tim le preguntó a Pedro por la familia, Pedro le preguntó por Schultes. Y mientras Tim lo ponía al día, el otro puntuaba cada nuevo trozo de información exclamando en voz baja:
+—¡Ese sí era un hombre!
+Era difícil adivinar la edad de Pedro. La humedad y el frío habían moldeado su cuerpo, el humo había perfumado su cara. La piel sin marcas, la luz y el calor de los ojos y el matiz gris del pelo le daban aspecto de ser un joven prematuramente viejo o un viejo notablemente bien conservado. Olía a lluvia, humo y sudor.
+—Bueno, mis amigos —dijo mientras Tim se acababa la botella—. ¿A dónde vamos a ir?
+—A Mocoa —le respondió Tim.
+—El camino a la muerte —contestó Pedro—. No va a ser nada bueno. Ha llovido mucho.
+—¿El camino a la muerte? —pregunté mirando a Tim.
+—Así es como le dicen al camino por la cordillera hacia el llano.
+Es uno de los caminos más peligrosos del país.
+—Magnífico.
+—No va a ser como te lo imaginas.
+—¿Qué quieres decir?
+—Ya verás.
+*
+Las campanas de la iglesia me despertaron antes del amanecer. Le ordené a Pogo que se retirara de mi almohada. No se mosqueó. Me salí como pude del saco de dormir, fui a la cocina dando tumbos, y me las arreglé para beber una espumosa infusión de hierbas que la esposa de Pedro tenía lista para mí junto al fogón. Había otros dos vasos en la mesa, ambos llenos.
+—What is it? —le pregunté en inglés, asombrado de que hubiera podido decir algo en algún idioma. Fue sólo con un tremendo poder de voluntad que repetí la pregunta en español.
+—Don Guillermo tiene un ratón —dijo ella riéndose, sin ni siquiera un tris de simpatía en su voz—. Y usted sufre de guayabo, así que tómesela.
+La infusión no tenía nada que ver con los jaguares. Era repollo machacado y mezclado con vitaminas, chile y un poco de ron. Me tomé los tres vasos y, con una cobija sobre los hombros, me senté junto al fuego y me volví a quedar dormido. Una o dos horas después Pogo me mordió los pies. No había nadie por ahí. Salí al patio, me eché un baldado de agua sobre la cabeza, me vestí y me fui en busca de un café.
+Tal vez tontamente había pensado que Sibundoy era una tierra perdida en el tiempo y de alguna manera milagrosamente preservada; tan fuerte era la imagen que tenía del lugar. Más que ningún otro sitio en América del Sur, Sibundoy me hacía pensar en Schultes. El pueblo mismo no era decepcionante. Seguía siendo una aldea y, con la excepción de la luz eléctrica en las calles, probablemente muy parecida a lo que había sido en sus días. El poco comercio local —tienditas y unas pocas «residencias», una estación de gasolina, varios talleres de mecánica y una cooperativa indígena que vendía artesanías— se extendía a lo largo de la carretera a Mocoa. La plaza estaba a pocas cuadras de donde terminaba la reja de calles enlodadas. La gente aún vivía en casas de adobe o de tablas, algunas con techos de lata, otras entejadas. Cada casa tenía un solar donde pastaban vacas en medio de pequeños cultivos de maíz. Como en la mayor parte de las poblaciones andinas, no había separación alguna entre el pueblo y los campos y las montañas en torno.
+Pero al caminar por las calles sentí la decepción que invariablemente se presenta cuando se enfrenta uno a un lugar que no puede llenar nuestras expectativas. Como todos los estudiantes de Schultes, tenía mi propia memoria de Sibundoy, sacada de sus historias y, sobre todo, de las fotos en blanco y negro que adornaban las paredes de su oficina en Harvard. Schultes era un fotógrafo ingenioso. La belleza era para él la imagen de algo bello. Sin embargo, usaba su Rolleiflex con pericia y abordaba la fotografía con la misma atención que prestaba a los detalles en su trabajo con las plantas. Sus fotos tienen una virtud etérea y eterna, sobre todo las que tomó en su primera expedición a Sibundoy y al Putumayo. Su favorita era el retrato de un muchacho kamsá que sostiene en las manos un capullo entre las hojas de un árbol conocido como el intoxicante del jaguar. Viste un poncho blanco de lana con anchas rayas. Tiene la piel suave, sin manchas, y el pelo negro y grueso cortado como con una totuma. Su único adorno es un abultado montón de collares de cuentas de vidrio blancas y oscuras. Su expresión es completamente natural. No le tiene miedo a la cámara ni le concierne su desaprobación. Tiene la frescura y la calma del modelo que nunca se ha visto en una fotografía. Aunque no es ni sentimental ni condescendiente, hay emoción en la foto. Es como si al tomarla, al congelar ese momento en la vida del muchacho, Schultes hubiera dado testimonio de la vulnerabilidad y mortalidad del muchacho, y también rendido cuenta del implacable desgaste del tiempo.
+Al llegar a la plaza me di cuenta de que en cierto sentido estaba buscando a ese muchacho, así como sus otras fotos del sitio: las niñas kamsás bailando en un carnaval, hechiceros con coronas de flores y collares de dientes de jaguar, niños de escuela descalzos que escriben sus primeras letras bajo la mirada de un sacerdote diligente. Naturalmente, no encontré ninguna. Las casas permanecían y los sacerdotes todavía llevaban sotanas negras, pero las caras en la plaza habían cambiado. Las mujeres mayores que salían de la iglesia, los trabajadores que reparaban las paredes del monasterio, las niñas de escuela con delantales negros, todos eran mestizos. Sibundoy era ahora un pueblo indígena sin indios.
+—¡Don Guillermo! —oí que alguien decía. Me di vuelta y vi a Pedro, que cruzaba la plaza. Tenía puesto un poncho y en la mano traía un ramito de azucenas.
+—Buenos días, Pedro.
+—¿Cómo está, don Guillermo? ¿Qué hace?
+—Paseando no más.
+Un cura pasó a nuestro lado. Pedro lo saludó. El sacerdote asintió con la cabeza.
+—Cuando yo era niño —dijo Pedro sonriendo—, se reían de nosotros por nuestras cusmas. Decían que eran vestidos de mujer. Ellos, con esas sotanas, nos decían mujeres, por lo que nos poníamos. Decían que nuestra lengua era coche, lengua de cerdos.
+Me tomó del brazo y me llevó más allá de la iglesia, al cementerio. Las tumbas cercanas a la iglesia tenían lápidas ornamentadas de ladrillo y pañete con flores de plástico de adorno y fotos en colores de los difuntos. Los apellidos eran españoles. Al otro lado del cementerio había tumbas sin marcar, túmulos de tierra recién removida y unas pocas cruces de madera casi podrida con apellidos como Chindoy y Juajibioy débilmente grabados en ellas.
+—Los cementerios siempre dicen la verdad —anotó Pedro—. Por cada niño suyo que muere, mueren cuatro de los nuestros. La Iglesia es propietaria de la tierra y del ganado. El queso y la mantequilla los mandan a Pasto, mientras nuestros niños sufren de hambre. El Gobierno paga las escuelas, pero los obispos deciden cómo gastar el dinero. Todo el mundo debe ir a la escuela, pero ellos ponen las reglas. Los niños deben tener zapatos, libros y uniformes. ¿Quién puede comprar esas cosas?
+Se detuvo frente a una tumba pequeña. Se arrodilló, colocó las azucenas en la tierra, dijo en susurros una oración y se persignó. Cuando terminó le pregunté si alguna vez había querido ser sacerdote.
+—Sí, yo era creyente —respondió. Al salir del cementerio, se detuvo por un momento en la puerta—. De lo que los curas no se dan cuenta —me dijo—, es de que tenemos muchas vidas, y de que sólo una de ellas nos la puede quitar la muerte.
+*
+Esa tarde, Pedro supo que uno de sus parientes que vivían en Pasto había sido herido en un accidente. La ciudad quedaba a tres horas, así que Tim y Pedro se fueron inmediatamente en el camión. Yo me quedé con Pogo y pasé el resto del día y todo el siguiente en los archivos de la iglesia, revisando viejos libros y fotos para tratar de entender la historia que sin duda había hecho de Pedro un hombre cansado y cauteloso. Al principio, los sacerdotes se mostraron desconfiados, pero al comprender que yo era estudiante de Schultes y que este había sido huésped de Gaspar de Pinell, un personaje importantísimo en los primeros días de la misión, se volvieron amables y comunicativos. Me invitaron a sentarme en un escritorio grande que había en un cuarto bien iluminado en una esquina del monasterio. Era de gruesas paredes de adobe blanqueadas con cal, y el piso de tablas aserradas de diferente anchura, pulidas y enceradas a mano. Los dinteles de piedra de las puertas, las barandas torneadas del patio y las gruesas paredes que acumulaban frío y humedad le daban un aire medieval a un edificio que no tenía un siglo de existencia. Para comprender a Sibundoy y el impacto de la Iglesia en los indios, hay que empezar con la Conquista y con una leyenda que indujo y llevó a la muerte a centenares de españoles.
+A principios de 1541 llegó noticia a Bogotá de que Gonzalo Pizarro había partido de Quito en una desafortunada expedición que resultaría en el épico viaje de Francisco de Orellana por el Amazonas. Pizarro se había propuesto encontrar la mítica tierra de El Dorado. Para llevarse el premio antes que Pizarro, Hernán Pérez de Quesada, hermano del fundador de Bogotá, reclutó a doscientos sesenta españoles y en septiembre partió hacia oriente con doscientos caballos y seis mil hombres, mujeres y niños muiscas. La expedición cruzó las montañas heladas que dominan Bogotá, llegó a los Llanos y prosiguió luego hacia el sur siguiendo las estribaciones de los Andes. Para encontrar el camino, Pérez de Quesada dependía de las confesiones de los indios torturados.
+Era hombre de notoria crueldad. Cuando no le daban oro saqueaba las aldeas, mataba a los hombres, les hacía cortar los senos a las mujeres y las narices y las orejas a los niños. Su tropa violaba y pervertía por doquier. Al notar que los indios no temían que los colgaran, dio instrucciones a sus hombres para que los empalaran, insertando una estaca entre las piernas y haciendo que penetrara hasta la cabeza. Entre otras de sus atrocidades probadas estaban el colgar a los cautivos sobre hogueras, el quemarlos vivos en aceite hirviendo, el asesinato de recién nacidos para que sus madres pudieran llevar cargas más pesadas y el hacer que perros de caza destriparan a los niños. Y así, de esta manera, se internó más y más en lo desconocido.
+Al llegar al río Guaviare, los españoles encontraron por primera vez las selvas amazónicas. Vacilaron, pero se lanzaron adelante. Tuvieron que comer raíces y los indios del altiplano murieron por decenas. Tras enviar destacamentos en todas las direcciones, la expedición se desvió hacia el oeste cruzando el alto Caquetá, y llegó al valle de Mocoa. La resistencia de los nativos aumentó. En una ocasión cinco españoles fueron capturados y descuartizados en presencia del resto. Pérez de Quesada pensó que ello era una buena señal, prueba de que los indios estaban defendiendo el acceso a El Dorado. Se regó el rumor de la existencia de una tierra riquísima llamada Achibichi, perdida más allá de las nubes y el horizonte. Seguros de que ese era su destino, los españoles continuaron adelante y treparon por las faldas de las montañas, abriéndose camino a cuchillazos por el bosque húmedo. Finalmente llegaron a su meta. Era Sibundoy, donde no había oro y, para empeorar las cosas, ya había españoles en el valle, dos soldados que había dejado atrás Sebastián de Benalcázar, fundador de Pasto y mayor rival de Pérez de Quesada. La mitad de los caballos y la tercera parte de los españoles habían muerto. Llevar la abigarrada banda hasta Sibundoy les había costado la vida de los seis mil muiscas.
+Menos de cuatro años después de aquel desastre, los franciscanos con sede en Quito establecieron una misión en Sibundoy. Su labor produjo variados resultados. Los indios convertidos demostraron ser útiles para esclavizar a las tribus de las tierras bajas y para llevarlas a las minas. Los intentos por librar el valle de las antiguas creencias, sin embargo, no fueron tan exitosos. Más de un siglo después de la llegada de los misioneros, el obispo franciscano Peña Montenegro, frustrado por la persistencia de las creencias tradicionales, anotó que «esa mala semilla ha echado raíces tan profundas en los indios que parece haberse convertido en su misma carne y sangre, hasta el punto de que los descendientes la adquirieron de sus padres, heredada en su sangre y grabada en sus almas». Aunque los sacerdotes proscribieron las danzas y las ceremonias e hicieron todo lo posible por descubrir y destruir sus elementos rituales, los tambores y las cabezas de venado, las plumas y otros «instrumentos del diablo», el poder de los chamanes siguió siendo el principal obstáculo para la difusión del Evangelio. Estos «brujos», escribió el obispo, «se resisten con fervor diabólico de manera que la luz de la verdad no desacredite sus artes ficticias. La experiencia nos enseña que tratar de subyugarlos es como tratar de subyugar al jaguar».
+Los chamanes prevalecieron. Los franciscanos fueron expulsados de Colombia en 1767, y durante más de un siglo los indios de Sibundoy y del Putumayo tuvieron un contacto muy limitado con el mundo exterior. En las tierras bajas, el modesto comercio de Mocoa en productos de la selva —cueros y marfil vegetal, gomas y resinas, plantas medicinales, gutapercha de balata, corteza de cinchona, miel de abejas, tintes y laca—, se trasladó a Pasto. Pero el impacto de la Iglesia fue mínimo. Entre 1848 y 1899 no residió ningún sacerdote en el valle de Sibundoy.
+El interés por la región creció considerablemente en las décadas de 1860 y 1870, cuando la demanda inglesa de corteza de quina para tratar a los soldados enfermos de malaria en la India desencadenó un auge económico de la quina que fue sólo el anticipo de lo que vendría al final del siglo con la comercialización del caucho. Por primera vez, las selvas del Putumayo y las fronteras inexploradas de Colombia, Ecuador, Perú y Brasil se volvieron tema de preocupación nacional. En 1893, por invitación del obispo de Pasto, los capuchinos hicieron una visita de un año a Mocoa. Volvieron para quedarse en 1896. En 1900 el Gobierno de Colombia les concedió completo y total control de la Amazonía colombiana. Su encargo era evangelizar a los nativos; su propósito, afirmar su presencia y asegurar los intereses económicos y políticos de la nación. Los capuchinos escogieron a Sibundoy como sede administrativa y espiritual, y durante los siguientes cuarenta años dirigieron una teocracia colonial como no la había visto América desde el apogeo de los jesuitas. Su poder era absoluto. Hacia 1900 la mayor parte de los bienes transportados por la Cordillera Portechuelo desde la llanura amazónica y hacia ella fue llevada a espaldas de los indios, que también cargaban a los misioneros. A los portadores indígenas especializados en el transporte de personas les decían «silleros». Llevaban cargas de hasta doscientas cincuenta libras, vivían máximo cuarenta años y debían someterse a ser espoleados en las costillas durante los penosos viajes por las montañas. En un sermón pronunciado en Bogotá, el padre capuchino Carrasquilla describió la indignidad de someterse a la muerte y a la naturaleza sobre las espaldas de un indio: «Recorrer la trocha entre la capital de Nariño y la residencia de los capuchinos en el Putumayo me llevó toda una semana, portado en las espaldas de un indio que se arrastraba en manos y pies sobre aterradores riscos en los bordes de vertiginosos abismos, y descendiendo por precipicios como los pintados por Dante en su descenso al infierno».
+La construcción de la carretera empezó en 1909. Los indios hicieron el trabajo sin paga y fueron forzados por la ley a someterse a los sacerdotes. Los que desafiaban los edictos de la misión eran puestos en la picota o azotados. En tres años abrieron difícilmente una estrecha trocha, poco más que un camino de herradura, hasta Mocoa. Durante los veinte años siguientes, a los tropezones, hicieron penetrar el camino en el Putumayo. La promesa de tierra gratis, junto con la atracción de un modesto hallazgo de oro en Umbría, el centro de la navegación en canoa del Putumayo, fueron causa de una considerable colonización. En 1906 sólo había dos mil colonos blancos en toda la Amazonía colombiana. En 1938 había treinta mil sólo en Putumayo. A la vanguardia de la afluencia estaban los misioneros capuchinos. Para 1927 habían construido veintinueve iglesias, sesenta y dos escuelas y veintinueve cementerios. Su estrategia para convertir a los nativos iba desde una fría lógica hasta lo más ridículo. Primero se aliaron con los traficantes de caucho colombianos. A cambio del permiso de «conquistar» a los indios y emplearlos como caucheros, los explotadores del caucho se comprometieron a enseñarles a los padres cómo perseguir y atrapar a los indios. Dondequiera iban, los capuchinos reunían a los indios en pequeños poblados dominados por una iglesia y una escuela misionera. Arrancaban a los niños de los brazos de sus padres, los separaban por sexo, los vestían con ropa blanca y les prohibían hablar en su propia lengua. En la excursión evangélica más famosa, Gaspar de Pinell viajó por más de un año en la década de 1920 entre las «tribus salvajes». Con su hábito de paño oscuro, atado a la cintura con un cordón, y portando una gran pintura de la Pastora Divina, la bienamada madre y santa patrona de los capuchinos, el padre Gaspar recorrió una a una las aldeas usando exorcismos, provistos por el papa León XIII para desalojar a los demonios que se suponía habitaban en los indios desde el principio de los tiempos.
+Fue resultado de estos esfuerzos como la civilización llegó al Putumayo. Como lo expresaba un artículo de un periódico de Pasto de la época, «de que el Caquetá ya no sea asilo de las bestias salvajes y de pueblos medio animales… de que la luz haya penetrado en esos cerebros sin cultura, no son responsables los indios… Todo esto se debe a la fecunda labor de los misioneros, con su asidua y constante abnegación». El Ejército colombiano tomó nota de las valerosas hazañas de los sacerdotes españoles. «En tanto que antes solían huir a la selva como animales salvajes cuando veían a un civilizado, hay ahora allí elementos de la ciencia. Escuchar a los indiecitos de la selva entonando los himnos del Creador y el himno nacional es muy emocionante. Los misioneros elevan su alma a la inmortalidad. Les enseñan cómo conocer y adorar a Dios, así como a la patria».
+La fusión entre la Iglesia y el Estado tuvo rápidos dividendos. En 1928, por un tratado internacional, Colombia obtuvo soberanía sobre el Caquetá y la ribera norte del Putumayo. Cuatro años después tropas peruanas, enardecidas por las estipulaciones del tratado, atacaron Leticia, único puerto colombiano sobre el Amazonas. Estalló la guerra, y las tropas colombianas avanzaron por el camino que los capuchinos habían construido en el Putumayo, con el barro hasta la cintura. En Puerto Asís fueron alojadas por los padres antes de embarcarse en las lanchas cañoneras que los llevaron río Putumayo abajo.
+La guerra duró poco más de un año, con pocas bajas; muchos más soldados sucumbieron por las enfermedades que bajo el fuego enemigo. Para cuando acabó, los puestos misioneros se habían convertido en guarniciones y la presencia colombiana se estableció firmemente. Había lanchas cañoneras en Puerto Ospina, en la desembocadura del San Miguel, una base naval en el bajo Putumayo, en Puerto Leguízamo, en la boca del Caucayá, y una guarnición militar en Tarapacá, justo en la frontera con Brasil. Bien protegido su flanco sur, los capuchinos quedaron libres para consolidar su dominio sobre un territorio ocho veces mayor que el de Suiza.
+*
+Después de que Tim y Pedro volvieron de Pasto y antes de que los tres partiéramos para Mocoa, pasamos varios días vagando por el valle. No teníamos ningún propósito en particular. La flora había sido bien estudiada por Schultes y por su amigo Hernando García Barriga, un botánico colombiano que en la década de 1930 había recorrido a caballo todo el camino desde Popayán hasta Sibundoy. Mel Bristol, un estudiante de posgrado de Schultes que vivió un año en el valle en 1962, estudió la etnobotánica de los kamsás. Tommie Lockwood, otro estudiante de Schultes que murió después en México en una exploración botánica, trabajó en la compleja biología de los borracheros, la Datura arborea. Tim sabía que las plantas, las orquídeas y bromeliáceas, los pastos y las mentas, los bosques de montaña, de pinos hayuelos, weinmanias, clusiáceas y yarumos, eran nuevos y raros. Lo que quería hacer, sospecho, pues no lo dijo directamente, era tomarle el pulso al valle, medir los cambios que habían ocurrido y tratar de comprenderlos, por lo menos para sí mismo.
+Pedro nos guió por los sitios donde Schultes había hecho historia botánica. Fue en Sibundoy durante 1941, en el curso de su primera expedición en Colombia, donde halló la mayor concentración de plantas alucinógenas jamás descubierta. En un valle que se puede cruzar a pie en una mañana, había más de mil seiscientos árboles alucinógenos individuales, y eso sólo del género de las solanáceas. En el acceso al valle, cerca de la Laguna de La Cocha, Schultes hizo su segunda colección del árbol del Águila Mala. En las faldas algo más allá del pueblo de San Pedro encontró por primera vez la flor del colibrí, la lochroma fuchsiodes. En los solares de los curanderos registró doce diferentes especies del borrachero cultivado, incluida una forma anormal que luego calificó como un nuevo género, el Methysticodendron amesianum, en honor de Oakes Ames, su mentor. En el Páramo de Tambillo, a seiscientos metros sobre el lecho del valle, encontró una planta mágica más, un bello arbusto de hojas oscuras y lisas como las del acebo, flores rojas tubulares con toques amarillos en los pétalos y bayas blancas brillantes y lustrosas. Era la Desfontainia spinosa, el llamado «intoxicador» de los kamsás, fuente de sueños y visiones empleada por los chamanes desde el sur de Colombia hasta Chile. En su primer mes de trabajo de campo, antes incluso de que hubiera explorado la llanura amazónica, Schultes descubrió no menos de cuatro plantas psicoactivas nuevas para la ciencia.
+No fueron sólo los alucinógenos los que llamaron su atención. Encontró en los campos alimentos no muy conocidos: tomates de árbol, malanga, raíces de arracacha y nuevas variedades de fríjoles y de maíz. Trabajando con los curanderos encontró flores usadas para tratar la fiebre, raíces empleadas para matar los parásitos, plantas para las infecciones, tónicos para los nervios e infusiones para calmar los dolores del parto. Para curar las heridas, los kamsás mascaban licopodio y tabaco, mezclados con orines, y ponían el emplasto sobre la zona afectada. Con cataplasmas de cordoncillo aliviaban las mordeduras de las hormigas; y las úlceras con cataplasmas de la resina de una planta de tierra caliente llamada sangre de drago, la sangre del dragón.
+El principal informante de Schultes en Sibundoy fue Salvador Chindoy, un famoso chamán. En las fotos que había visto de Chindoy estaba casi siempre cantando o inclinado sobre un paciente, alejando la enfermedad con un abanico de hojas selváticas. Vestía un cusma negro atado a la cintura, un collar de dientes de jaguar, libras enteras de cuentas de vidrio en torno al cuello, una espléndida corona de plumas de guacamayo y una capa de plumas de cotorra que le caía por la espalda hasta la cintura. Perforando sus orejas lucía dos plumas de la cola de una guacamaya carmesí; y las muñecas estaban adornadas con hojas. Todo el atuendo, me dijo una vez Schultes, era una visión andante. Las cuentas y las plumas, las hojas dulces en los brazos y los delicados diseños pintados en la cara eran un consciente y deliberado esfuerzo por imitar los elegantes atuendos de los espíritus que veía al tomar yagé. Cuando Tim y yo supimos por Pedro que Salvador todavía vivía, pospusimos un día la partida para poder visitarlo.
+Hay momentos en la vida en que el alma se abre por completo. La reunión con Salvador Chindoy resultó no ser uno de ellos. Vivía en una casita con techo de paja, en medio de una huerta de borracheros, no lejos del pueblo de Sibundoy. Llegamos al principio de la tarde y supimos por su esposa que estaba dormido, recuperándose al parecer de una larga noche de trabajo, una ceremonia, explicó ella, en beneficio de tres gringos. Pedro le dijo algo a ella en kamsá, y entró en la casa.
+—Un momento —dijo. Por una rendija entre las tablas de la pared pude distinguir vagamente una figura recostada contra un poste que empezaba a desperezarse. Unos momentos después se abrió la puerta. Vimos un rostro débil y sufrido que le susurró algo a Pedro y volvió a perderse en la oscuridad. Cuando el anciano salió finalmente, lucía todas sus galas, con todo y collares, corona y una capa de plumas que había visto mejores días. No era claro si se estaba muriendo del guayabo o si, simplemente, se estaba muriendo.
+Salvador conocía a Pedro, por supuesto; recordaba a Tim, y sostuvo que me recordaba a mí. Ofreció vendernos yagé. Dijo que era un gran médico, importunó a Tim para que le llevara un certificado en que constara el hecho, y luego nos preguntó si teníamos aguardiente. Por desgracia, así era. Tim le entregó una bolsa con alimentos a la esposa, quien de inmediato buscó la botella, la destapó y empezó a servir. Bebimos por turnos, Salvador arreglándoselas para tomar el doble. Impasible describir lo deprimente que fue esa escena. Finalmente escapamos, después de haber soportado varias totumadas de una chicha bastante agria.
+Ya estaba entrada la noche y la luna había salido, tocando las montañas con una luz plateada que relucía bajo un cielo negro azuloso. Era la primera noche clara desde que estábamos en Sibundoy. El sendero entre los campos, blanco como tiza y moteado por las sombras de los tallos del maíz, se podía seguir con facilidad. Cuando nos encontrábamos a punto de atravesar un arroyo por un tronco resbaloso, Pedro se detuvo y se volvió hacia Tim.
+—En los primeros días de nuestra vida —dijo—, uno vive bajo la sombra del pasado, y es demasiado joven para saber qué hacer. En nuestros últimos años uno encuentra que es demasiado viejo para comprender el mundo que llega hasta nosotros por detrás. En la mitad hay un pequeño y delgado rayo de luz que ilumina nuestra vida. Ahí fue donde Salvador se volvió ciego.
+La mañana siguiente nos llevó a su huerta. En una pequeña parcela había construido una casa modesta, sobre un terraplén hecho por él, a la que se entraba por una escalera de madera. En torno a ella había sembrado cientos de plantas medicinales, incluso todas las variedades de borrachero conocidas por los kamsás. La mayor parte eran variedades cultivadas de la Brugmansia aurea. La más común era el buyé, conocido como el intoxicante del agua. Otras tenían nombres inspirados en la boa, el colibrí, el venado y la serpiente. Aquella asociada con el tapir se les da de comer a los perros de caza en noches en que brille la luna, para aumentar el poder de su espíritu. Otras tienen usos medicinales. Los botánicos creen que muchas de las formas grotescas de muchos borracheros se deben a infecciones virales. Los indios comentan que las variedades se dan como debe ser y que cada una tiene propiedades farmacológicas específicas que pueden ser manipuladas por el chamán.
+—Esta es la que le gustaba al doctor Schultes —dijo Pedro, señalando una variedad de hojas angostas y una corola profundamente dividida—. Le decimos el mitskway, el intoxicante del jaguar.
+—¿Qué quieres decir con que le gustaba?
+—Es el Methysticodendron, el que describió como un nuevo género —dijo Tim.
+—¿Pero él lo probó? —le pregunté a Pedro.
+—No, no, nunca. Lo sembró. En el jardín de la iglesia y en torno al seminario.
+—El viaje dura cuatro días —dijo Tim—. No es algo que se pueda tomar sin pensar.
+—Yo he probado esta planta —dijo Pedro—. La primera vez, cuando era joven, me tomé una infusión hecha con seis hojas. Vi bosques llenos de gente y de animales, pastos repletos de culebras verdes. Se enroscaban para morderme. Después, cuando aumentó la intoxicación, la casa donde estaba empezó a dar vueltas, pero no las serpientes, que se erguían tensas para el golpe final.
+A través de dos hileras se acercó para arrancar una flor de la rama delgada de otro de sus borracheros. La flor, con forma de trompeta, medía unos treinta centímetros.
+—Huelan —dijo, y nos puso en contacto con un olor dulce y cargado que salía de una corola tan amplia como la cara de un niño—. El aroma aumenta todo el día hasta que al atardecer llena el ambiente. Las viejas las ponen bajo la almohada para soñar. Que algo tan bello pueda… —dudó un poco y luego continuó diciendo—: Yo me comí una vez seis hojas de este árbol. Me emborraché y vi todo borroso. Vi gente desconocida que se partía por la mitad y se volvía dos. Me sentí loco. Empecé a correr. Me quité la ropa y corrí desnudo por el solar, echándome encima tierra y hierbas que habían dejado unos trabajadores. Los insulté. Después empecé a besar los árboles, pensando que eran mi novia.
+—¿Pero puedes recordar?
+—Sí, aunque sólo algunas cosas. Los demás me dijeron lo que había hecho —explicó—. Después salí al campo con un lazo para coger un caballo y montarlo, pero resultó que era un perro.
+Tim se rió. También Pedro, que siguió caminando por el borde del jardín y nos llevó a un rincón protegido donde el suelo estaba cubierto por el denso follaje de una enredadera trepadora.
+—Miren esto —dijo arrodillándose junto a la planta. Tim miró el follaje y se puso en cuclillas a su lado. Se agachó y examinó el dorso de una hoja, pasando el dedo por la nervadura central hasta llegar a la base—. Ayahuasca —dijo Tim en voz baja—. Yagé —y miró a Pedro, que estaba sonriendo.
+—Pero yo pensaba que sólo había en tierras bajas —dije yo.
+—Yo también —dijo Tim.
+—Banisteriopsis caapi —dijo Pedro ufanándose—. Me cansé de comprársela a esa gente.
+—¿Pero cómo se dio la planta aquí? —le preguntó Tim.
+—No fue fácil. Los inganos dicen que hay siete clases diferentes. Yo creo que hay una sola especie.
+—¿Cómo las distinguen ellos? —pregunté a Pedro.
+—Dicen que hay que preparar la planta en el momento correcto del mes. Luego, cuando uno está bajo su influencia, puede distinguir las variedades basándose en el tono de las canciones que cada una de ellas canta en las noches de luna llena.
+—¿Crees que eso es posible? —y miré a Tim.
+—No sé.
+—Yo las planté todas para ver si puedo saber.
+—Debe de ser mucho más interesante que contar estambres —dijo Tim. Pedro sonrió y asintió con la cabeza.
+*
+La distancia por carretera de Sibundoy hasta Mocoa, al pie de la Cordillera Oriental, es de menos de cien kilómetros, y si uno tiene suerte el viaje puede durar tres horas. Es decir, si se supone que no hay accidentes o varadas; que a los bulldozers, para despejar los inevitables derrumbes a lo largo del camino, no se les va a acabar la gasolina, y que los encargados de controlar el tráfico por una carretera de una sola vía no se van a equivocar. Todo esto es suponer demasiado, sobre todo en el periodo de lluvias. Salimos de Sibundoy al mediodía y llegamos a Mocoa empezando la noche, cuatro días después.
+Al principio nos fue bien. La carretera cruzó el valle de San Francisco y empezó a trepar por la falda occidental de la Cordillera Portachuelo, la última cadena de montañas antes del Amazonas. En el primer puesto de control, un indio joven con un casco protector nos advirtió que posiblemente había un derrumbe, pero nos dio la orden de seguir. No fue entonces poca la sorpresa cuando al pasar una curva cerrada nos encontramos frente a frente con un enorme camión Mercedes Benz que, al parecer sin control, se abalanzaba contra nosotros por la mitad de la carretera. Tim hizo un viraje forzado hacia la derecha y el Hotel Rojo rozó el borde de la carretera, a centímetros de un precipicio con el fondo invisible bajo las nubes. Una ráfaga de aire nos zarandeó cuando el camión pasó como una exhalación.
+—¡Carajo! —exclamó Tim al volver a la carretera—. ¿Por qué no nos avisaron?
+Pedro, que estaba con nosotros, no tenía ni idea. Tampoco tenía carro y, como todo el mundo, viajaba por la carretera sólo de noche. Así, dijo, no tenía uno que pasar todo el día expuesto a los precipicios. Uno podía dormirse, consolado por el muro protector de oscuridad más allá del alcance de las luces delanteras.
+Después del episodio del camión continuamos a paso de tortuga por más de una hora sin encontrar más tráfico. En las partes donde la carretera era algo más ancha, nos hacíamos a un lado y recolectábamos muestras en el bosque húmedo: orquídeas, begonias, redículos, bomareas, cuatro diferentes especies de fucsias y docenas de delicados helechos y licopodios. Después de varios viajes por los Andes, se aclaraba para mí la configuración de la flora. Fue toda una revelación botánica. Cuando no sabía nada sobre las plantas, vivía el bosque como una maraña de formas, figuras y colores sin significado o profundidad, bello cuando era visto en su totalidad pero en última instancia incomprensible y exótico. Ahora los elementos del mosaico tenían nombres, los nombres implicaban relaciones y las relaciones estaban preñadas de significados.
+Tim metió a fondo primera y seguimos trepando por la montaña. Hacia el final de la tarde, las nubes cruzaban la carretera y la neblina fría se volvió tan espesa que se podía distinguir la columna de luz de los focos delanteros en la penumbra. No estaba lloviendo. El agua simplemente estaba suspendida en el aire. Pasando una curva Tim se apoyó en la bocina, pero el ruido se apagó, absorbido por la niebla. Si nos hubiéramos encontrado con un camión conducido tan locamente como el Mercedes, no hubiéramos tenido chance. La ausencia de tráfico sugería, sin embargo, que debía de haber un derrumbe que bloqueaba el flujo de vehículos desde Mocoa. Fue en ese momento cuando nos falló el Hotel Rojo.
+Al rugir subiendo una pendiente, a saltos zigzagueantes por los huecos, hubo un súbito ruido metálico seguido por la raspadura con el suelo de alguna parte del chasís. Tim se orilló y yo me metí bajo la camioneta para ver cuál era el problema. Es asombroso lo rápido que una camioneta nueva puede quedar reducida a chatarra. Unos pocos miles de kilómetros por carreteras destapadas habían aflojado los pernos que mantenían unida al chasís la caja de transmisión trasera, que se había caído, presionando el eje de transmisión. El empate universal que unía el eje a la transmisión estaba retorcido como si fuera de alambre, y la grapa había sido arrancada. Nuestra única esperanza era sacar la grapa del eje delantero y reemplazar el empate universal con el repuesto que Tim había traído de los Estados Unidos, fijar la caja de transmisión con grapas o alambre y seguir hasta Mocoa a trancos, usando la transmisión de las ruedas traseras. Era un trabajo engorroso que debía esperar hasta la mañana. A punto de ponerse el sol, lo único que podíamos hacer era sentarnos en el asiento de atrás y escuchar el azote del viento en la montaña.
+El amanecer nos reveló que nuestro lugar para acampar tenía una vista fabulosa. De un lado la montaña se precipitaba más de trescientos metros por la garganta de un río impetuoso; del otro, el talud se elevaba en un abrupto corte a partir de la carretera, de declive tan empinado que la densa vegetación parecía a punto de desprenderse. La carretera misma se prolongaba en una curva sobre la cual, por un saliente, caía un velo de agua hasta el otro lado. Había agua por todas partes. Se escurría de todas las hojas y las ramas, llenando cada depresión del suelo y convirtiendo las huellas de las llantas en corrientes. Desde la camioneta veíamos siete cascadas que se precipitaban de la montaña y desaparecían bajo el manto del bosque húmedo.
+Aunque trabajamos toda la mañana, no hubo manera de reparar la camioneta. Después de un desayuno caliente y de dos tragos puros de whisky, Pedro y yo nos fuimos a Mocoa, bajo la lluvia, en busca de un mecánico. Caminamos unas dos horas hasta que oímos el rugido distante de un motor que subía a nuestra espalda. Era un autobús de la Flota Cootransmayo que iba de Pasto a Puerto Asís. Resultaba evidente que había terminado la huelga de los transportadores. Pedro lo hizo parar con el brazo y nos subimos. Al parecer había habido más manifestaciones en Pasto y más violencia. Hubo varios muertos y el Gobierno terminó por ceder en su propuesta de aumentar el precio de la gasolina.
+—No pasa nada hasta que no haya muertos —dijo Pedro.
+Diez minutos después, la carretera llegó a la cima de la montaña y el autobús entró a la cola de uno de los últimos retenes, en un famoso sitio llamado El Mirador. Un derrumbe había cerrado el paso. El chofer nos comunicó la noticia como si nada, como si fuera otra parada más. Predijo una demora de una hora. Hubo un gruñido colectivo, y luego los pasajeros se bajaron y se encaminaron hacia un puesto al lado de la carretera donde una vieja vendía sopa y café. Pedro y yo tomamos tinto y luego subimos por una trocha hasta una cruz grande que marcaba la cima. Más allá de la cruz la cordillera descendía hacia el este, y entre las nubes se podía distinguir la carretera que, como una delgada cinta, bajaba cientos de metros en zigzag por una ruta tallada en la abrupta pendiente. Desde la base de la montaña se extendían las selvas de la cuenca del Amazonas hasta perderse en el horizonte.
+—¡Aquí mismo! —exclamó Pedro al detenernos junto a la cruz—. Aquí fue donde traje a Schultes. Aquí nos paramos, al lado de esa mata. Estaba lloviendo. Él estaba empapado, pero se quedó mucho tiempo, hasta después de que yo bajé a la carretera. Miraba fijo hacia el este.
+—¿Dijo algo?
+—No, no. Claro que no. Estaba fluyendo en sus pensamientos la ceja de la montaña.
+Dejé a Pedro con sus recuerdos y seguí por la trocha que cruzaba la cima. Las plantas eran algo diferentes de las que habíamos estado viendo: gran abundancia de brezos y tenues helechos, orquídeas y jengibres poco usuales, sietecueros de flores carmesí y hojas afelpadas. Tomé nota mental de decirle a Tim para volver y recolectar. Luego, bajo el viento frío que soplaba hacia arriba por la cuesta, dejé de pensar en las plantas y volví al profesor Schultes en el momento en que estuvo aquí, sobre las nubes, y vio por primera vez la selva que se convertiría muy pronto en su laboratorio.
+Es difícil saber cómo le fue durante sus primeros meses en el Amazonas. Durante doce años rara vez anotó cosas en su diario. No tenía tiempo. Sus notas de recolección dicen a dónde iba y cuándo, pero no nos revelan nada sobre sus pensamientos y sus emociones. Por lo general viajaba solo o con un compañero nativo, habiendo aprendido pronto a desechar el engorroso equipo que retrasó a tantas expediciones de su época. No eran cosa suya las botas altas, las tiendas complicadas, los bancos y las cocinas portátiles. Usaba un salacot, pantalones caqui y camisa, un pañuelo y, en la selva, mocasines saturados en un aceite que pedía por correo a L. L. Bean en Inglaterra. Rara vez llevaba escopeta. Fuera de un machete, una hamaca y su equipo de recolección de plantas, tenía una cámara, una muda de ropa y un pequeño botiquín con una jeringa y suero antiofídico. Se alimentaba con la comida del lugar donde estuviera, y como raciones de emergencia sólo llevaba unas pocas latas de sus predilectos fríjoles en salsa de tomate de Boston, menos como alimento que como medio para levantar el ánimo cuando las cosas estaban difíciles. Para leer llevaba a Virgilio, Ovidio, Homero y un diccionario latino, así como los diarios del siglo XVIII de los exploradores españoles Ruiz y Pavón, que pensaba traducir en su tiempo libre.
+La región a la que vino, la Amazonía noroccidental de Colombia, era y sigue siendo el área más agreste de América del Sur. La cuenca amazónica tiene ochenta mil kilómetros de ríos navegables y mil afluentes principales, veinte de los cuales son mayores que el Rin. Once de ellos corren sin rápidos más de mil seiscientos kilómetros. Las tierras bajas de Colombia, por el contrario, incluyen sólo un río principal navegable, el Putumayo; raudales y cascadas interrumpen a todos los demás. Los vapores que hace ciento cincuenta años convirtieron el Amazonas brasileño y peruano en una vía pública, nunca han podido penetrar en el corazón de Colombia.
+Las tierras exploradas por Schultes cubren ochocientos mil kilómetros cuadrados. En un mapa forman casi un triángulo irregular, con la base trazada desde Sibundoy hasta Iquitos, en el Perú, y luego a lo largo del Amazonas hasta la ciudad brasileña de Manaos, y el vértice en Puerto Carreño, el punto donde Colombia se proyecta hacia Venezuela y toca el río Orinoco. Cinco ríos principales que corren de oriente a occidente en dirección más o menos paralela para luego unirse a una caudalosa corriente en Manaos, el centro de la cuenca del Amazonas, riegan la región en Colombia. En el extremo sudeste hay un corto trayecto del Amazonas que, procedente de los Andes peruanos, toca a Colombia por sólo ciento diez kilómetros hasta el puerto de Leticia. El único río importante en esa zona de la ribera norte es el Loretoyacu, donde viven los indios ticunas.
+Al norte del Amazonas está el río Putumayo, con sus dos principales afluentes de la ribera norte, el Caraparaná y el Igaraparaná, hogar de las etnias huitoto y bora. Le sigue el río Caquetá, formado por varios afluentes importantes, entre ellos el Miritiparaná, hogar de los yucunas y de los tanimucas; el río Yarí, con su ramal inexplorado, el Mesaí, y el mal conocido Cahuinarí, tierra de varias poblaciones dispersas de boras y huitotos. Al norte del Caquetá está el Apaporis, un río de aguas negras de más de dos mil kilómetros de longitud cortado por espectaculares rápidos y gargantas que por largo tiempo han aislado a varios grupos indígenas: los taiwanos del río Cananarí y, aguas abajo, sobre el río Piraparaná, los macunas, los barasanas y los curiosos macús, un pueblo nómada esclavizado alguna vez por vecinos sedentarios y más poderosos. Al norte del Apaporis hay otro río de aguas negras, el Vaupés. En las riberas de sus principales afluentes, el Papurí y el Cuduyarí, viven los desanas y los cubeos. Finalmente, al nordeste del Vaupés hay un río más de aguas negras, el Guainía, hogar de los curripacos de habla arawac. El Guainía es la cabecera del principal afluente norte del Amazonas, el río Negro, una caudalosa corriente mayor que el Congo o que el Mississippi.
+Este, pues, fue el mundo en el que Schultes desapareció: cientos de miles de kilómetros cuadrados de bosque húmedo virgen, atravesado por miles de kilómetros de ríos inexplorados, hogar de unas veinte etnias indígenas no integradas y en ocasiones ni siquiera contactadas, —acá va mapa de «Las exploraciones de Richard Evans schultes 1941-1953»— representantes de seis distintos grupos de lenguas y que compartían un profundo conocimiento de plantas selváticas que nunca habían sido estudiadas por la ciencia moderna. Oklahoma y México habían sido sólo un preludio. En Colombia Schultes abarcó todo un continente, pueblos desconocidos y una selva que se extendía hasta el Atlántico. Era, como escribiría cincuenta años después, una tierra donde los dioses reinaban.
+—¡Don Guillermo!
+Me di vuelta y vi a Pedro, que me hacía señas desesperadas al lado del autobús. Corrí monte abajo y de un salto me subí al vehículo, que ya dejaba el retén para empezar la larga carrera cuesta abajo hacia la llanura.
+*
+Mocoa resultó ser una de esas ciudades selváticas fácilmente olvidables, ni siquiera lo suficientemente sórdidas para recibir una nota de advertencia en las guías turísticas. Un libro que teníamos a la mano le dedicaba trescientas sesenta páginas a Colombia y sólo dos líneas a la capital de Putumayo, una de las cuales decía: «No tiene sentido detenerse aquí». Pedro y yo lo hicimos, pero sólo el tiempo suficiente para convencer a un mecánico de que abandonara lo que estaba haciendo y subiera al día siguiente por el camino de la muerte para reparar el Hotel Rojo. Ya acabándose la tarde conseguimos el viaje de vuelta en la parte de atrás de una camioneta. Llegamos bastante después del atardecer, con frío y mojados, y nos refugiamos de inmediato en la cama.
+La mañana siguiente Armando Saa, del Taller Central, llegó temprano, se deslizó de espaldas bajo nuestra camioneta y a los diez minutos salió con las partes averiadas. Pedro se quedó con Pogo, y Tim y yo nos fuimos con Armando y nuestro eje. Los mecánicos colombianos son notablemente ineptos para hacer el mantenimiento de los vehículos, pero cuando algo se daña su genio sale a flote. Armando Saa era un mago. Flaco, con el pelo negro y largo, un espeso bigote y ojos castaños muy hundidos, su delantal de cuero, oscuro por la grasa, le daba más aspecto de herrero que de mecánico. Con sólo un yunque, un martillo de hierro, una fragua primitiva y unas pocas llaves de tuerca, enderezó a martillazos el eje torcido, reemplazó el empate universal y después hizo uno nuevo con un pedazo de hierro descartado que encontró en el piso del taller.
+A media tarde ya estábamos listos para volver al Hotel Rojo. Esta vez enviamos a Armando adelante en un jeep y lo seguimos una hora después en un camión de carga, lleno de bananos verdes, que iba para Pasto. Diez minutos después, cuál no sería nuestra sorpresa al cruzarnos con el jeep de nuestro mecánico, que bajaba a toda velocidad de vuelta a Mocoa. No tardamos en descubrir la razón. Otro derrumbe había bloqueado la carretera justo después del retén de El Mirador.
+Veinte o treinta hombres y mujeres se afanaban entre el barro y las piedras abriendo un camino con palas, piquetas, barras, varas y a mano limpia. Los ripios eran por lo menos de tres metros de alto, pero con todo el mundo colaborando, sólo se demoró una hora el despeje. El primer vehículo en pasar fue un jeep privado. Siguió un autobús desocupado, bajo la mirada de sus pasajeros a prudente distancia. Cuando por fin un tanquero de gasolina grande se abrió paso, los demás conductores abandonaron toda precaución. Desde ese momento pasaron rugiendo por el derrumbe como si fuera parte de la carretera desde que la construyeron. Nuestro camión fue uno de los últimos en franquearlo. Escupiendo humo y estremeciéndose de un lado a otro, salió al otro lado sin que el chofer se mosqueara ante el abismo andino de varios centenares de metros bajo su codo.
+Menos de dos kilómetros adelante, el tráfico se detuvo de nuevo. Esta vez el obstáculo era un camión con cemento de Pasto atravesado en la vía y con sus ruedas delanteras suspendidas en el aire al borde de la carretera. Pasaron dos horas más antes de que descargaran ocho toneladas de sacos de cemento y pusieran al camión fuera de peligro, halándolo con un cable de acero fijado al eje trasero. Finalmente llegamos al Hotel Rojo a medianoche, justo a tiempo para pasar otra noche colgados sobre el precipicio bajo la lluvia, escuchando estremecerse el lecho de la vía bajo el peso de cada camión de carga y viendo cómo sus indiferentes luces delanteras pasaban frente a nosotros y se perdían tras la curva bajo la niebla. No fue sino al mediodía del día siguiente cuando Armando pudo volver a poner nuestra camioneta sobre la carretera y seguimos hacia Mocoa.
+*
+Schultes recuerda a Mocoa como un «curioso pueblito» habitado por indios de varias tribus: los inganos y los menos integrados sionas y coreguajes del Caquetá, los cofanes y uno que otro bora y huitoto de la cuenca baja del Putumayo. La Mocoa que vimos era toda calles sin asfaltar y adormilados gallinazos, paredes de adobe salpicadas de orines e indios melancólicos atrapados en tristes procesiones entre los golpes y lamentos del ritual católico.
+Era el Día de los Difuntos, el primero de noviembre, y en el barrio de San Agustín, donde nos alojábamos, en la casa de Filomena, la cuñada de Pedro, el día de fiesta amaneció de luto. Filomena, su marido Mauricio y sus siete hijos fueron al cementerio, prendieron velas y rezaron frente a un hoyo en la tierra, vacío y oscuro. Para el mediodía se habían apagado las reverberaciones de la procesión, y hubo un último suspiro de lucidez antes de que el licor inundara la tarde. Durante el resto del día casi todo el mundo con quien nos encontramos estaba borracho. Buscamos a un curandero que Pedro conocía en la ribera del río Mocoa, y lo encontramos arrellanado sobre el lomo de una mula, demacrado y con la boca abierta de par en par. Había un enjambre de moscas en sus ojos, como animales en un lamedero. Pedro le dio una palmada en una pierna. Recobró el sentido por un momento, soltó un aullido incoherente, y cayó al suelo con un golpe seco. Nos fuimos entonces a buscar a otro venerable curandero, don Santiago Mutumbajoy, con quien Pedro y Tim habían tomado yagé ocho años antes, sólo para descubrir que también él estaba en el pueblo «haciéndose borracho», como lo expresó su esposa. Cuando por fin volvimos por la noche a Mocoa, fue a una casa deprimente que apestaba a aguardiente y a chicha fermentada.
+—Es costumbre —dijo Mauricio, acosándonos para que nos tomáramos unas totumas enormes del menjurje. Apareció entonces la cuñada de Pedro. Tenía un ojo negro y un morado feo en la mejilla.
+—Se cayó junto al río —mintió Mauricio. Pedro no dijo nada. Más tarde, mucho después de que nos acostamos, oí a Pedro discutir con él. Me levanté y salí a orinar. La luna estaba llena y reinaba un extraño silencio. De pronto, en una vibración del viento, llegaron ruidos de la selva. Se apagaron y luego volvieron para desvanecerse de nuevo. Pedro salió y, por un momento, orinamos hombro a hombro bajo la luz de la luna.
+—Mañana —dijo— vamos a ver a don Jorge Fuerbringer.
+—¿El alemán?
+—El mismo.
+Yo no tenía ni idea de que el viejo contacto de Schultes, el hombre que había ayudado a William Burroughs a conseguir yagé, vivía todavía en Mocoa.
+—Mientras estemos aquí tengo que tomar yagé —dijo Pedro en voz baja—. Tal vez don Jorge nos puede encontrar un brujo que no esté borracho.
+*
+—Eran dos hermanos —me explicó Tim al salir del pueblo la mañana siguiente en busca de Fuerbringer—. Ambos dejaron Alemania poco después de la Primera Guerra Mundial. Uno se fue a Nueva York y llegó a ser redactor de la revista Time. Jorge fue a dar a Mocoa.
+—¿Y eso?
+—Quién sabe, pero lavando oro hizo el suficiente dinero para levantar una granja lechera en medio de la selva, donde Schultes lo conoció en 1941. Ya vivía con una ingana. No sé si se casaron alguna vez. Tuvieron un hijo y dos hijas. Una de las muchachas obtuvo una beca para estudiar medicina en Moscú, y se graduó. El hijo fue policía.
+—¿Eran Schultes y él buenos amigos?
+—Supongo que sí, aunque no estoy seguro de que la palabra sea amistad. Se portaron bien el uno con el otro. Fuerbringer ayudó a Schultes a comprender a los indios, y Schultes le trajo a Fuerbringer algo del mundo que había dejado atrás. Sólo piensa en dónde estaba viviendo, a tres días a caballo de Sibundoy. Y hacia oriente, nada fuera de la selva y los ríos. Sólo podía hablar con curas y con indios. Con Schultes pudo hablar en su propia lengua. Después de veinte años en la selva, eso tal vez fue más importante que la amistad.
+En el poblado de Pepino, no lejos de Mocoa, Tim se detuvo frente a una casa.
+—¿La de Fuerbringer?
+—No. Esperen un segundo. Tengo que conseguirle algo a Schultes.
+Golpeó a la puerta hasta que una mujer vieja salió a la ventana. Tim dijo algo y ambos le echaron una mirada a un arbusto bajo y tupido plantado en el jardín. Pedro se rio. Tim le dio un dinero a la mujer y luego cortó unas ramas de la planta.
+—¿Cuánto le pagaste? —le preguntó Pedro al tiempo que recibía los especímenes y los ponía sobre el asiento.
+—Diez pesos
+—¡Qué engaño!
+—Pero es guayusa —dijo Tim al arrancar en reversa—. Las hojas están llenas de cafeína. Por mucho tiempo, este fue el único hábitat de la planta que se conocía en Colombia —y explicó que tres especies de acebo producen cafeína. La más conocida es la yerba mate, el Ilex paraguariensis, la bebida nacional de Argentina. Otra es el potente emético conocido en las Carolinas como yaupon, o bebida negra, el Ilex vomitoria, la única planta con cafeína de Norteamérica. La tercera y de lejos la más misteriosa es el Ilex guayusa, un árbol nativo de las montañas orientales de Ecuador y del Perú. Según Tim, nunca había sido encontrado en flor.
+De la antigüedad de su empleo como tónico y estimulante no había duda. Schultes había analizado un atado de hojas de guayusa de hace mil quinientos años hallado en la tumba de un curandero en los Andes bolivianos, a una altitud mucho mayor que la del hábitat de la planta. En las tierras bajas de Ecuador, los jíbaros usaban tradicionalmente infusiones de la planta para purificarse a sí mismos y a sus familias antes de reducir las cabezas de sus enemigos muertos. Incluso hoy la emplean como enjuague bucal ritual antes de hacer el curare o de beber yagé. Cuando los jesuitas contactaron por primera vez la tribu, declararon que la planta era la «quintaesencia del mal». Medio siglo después la cultivaban en plantaciones, tras haber persuadido a toda Europa de que era remedio probado para las enfermedades venéreas, lo cual no era cierto. Tras la expulsión de los jesuitas en 1766, la vegetación invadió las plantaciones y cesó la producción de las hojas. Su comercio continuó, pero en mucha menor escala.
+—Schultes buscó la guayusa cuando vino a Colombia en la década de 1940, pero no la encontró —dijo Tim—. Los capuchinos no habían oído hablar de ella, aunque sabían mucho de plantas. Veinte años después sucedió que uno de sus estudiantes de posgrado, Mel Bristol, compró por casualidad unas hojas secas a un yerbatero de Sibundoy. Resultaron ser de guayusa, y con el tiempo Schultes las rastreó hasta este preciso arbusto. La anciana, como la mayor parte de los curanderos de tierra baja, les vendía hierbas y preparados a los ingas, que a su vez los llevaban por todo el país. Para entonces, Schultes supo por antiguos documentos de la Iglesia que había habido una plantación jesuita cerca de Mocoa en algún momento del siglo XVIII. Así que le preguntó a la curandera dónde había obtenido el embrión del arbusto. Ella le contó que de unos viejos árboles que estaban cerca de un pequeño poblado llamado Pueblo Viejo. De inmediato se fue a pie, en una jornada de cuatro horas por una trocha fangosa, y así fue como encontró la plantación, doscientos años después de que fuera abandonada.
+—Ya tenía casi sesenta años cuando sucedió eso —comentó Pedro, muy al corriente.
+A cinco minutos por la carretera, Tim se orilló frente a una modesta casa de dos pisos con techo de lata y un patio delantero cuidadosamente cubierto con piedras de río. Había tres inganos tomando cerveza al pie de la escalera que llevaba a una galería baja de madera que rodeaba la casa. Dormido en el balcón, en una silla de bambú, estaba un hombre de edad vestido de algodón blanco y con botas de caucho. Un sombrero de paja le cubría casi toda la cara, y saltaban a la vista sus gruesas y enormes manos, que parecían raíces retorcidas sobre la barriga. Junto a la silla, en una mesita, había un vaso de leche y un aparato de radio pequeño que dejaba oír los interrumpidos acordes de una lejana sinfonía.
+—Don Jorge —gritó Pedro. El viejo se despertó sobresaltado y se dio una palmada en la cara para espantar a una mosca—. ¡Carajo! —gruñó. Se hizo de medio lado, cogió la radio y trató de sintonizarla. Se oía peor. Colocó la leche en el piso con cuidado, alzó la radio con las dos manos, la agitó con fuerza y la puso en la mesa con un golpazo deliberado. Pero la recepción no mejoró. Sólo entonces se dio por enterado del saludo de Pedro.
+—Pedrito —dijo, y se paró lentamente. Era un hombre de baja estatura, de cara cuadrada y abultada barriga. Le bastó vernos con la camioneta para saber el propósito de nuestra visita.
+—¿Así que mi viejo amigo Ricardo todavía está cogiendo flores? —preguntó después de que Pedro nos presentó. Por la forma en que lo expresó en español («cogiendo flores»), era obvio que no entendía muy bien lo que Schultes había estado haciendo.
+—Cuando puede —le respondió Tim.
+—¡Cómo trabajaba! —exclamó Fuerbringer—. El hombre vivía loco por trabajar. Era un demonio para el trabajo. ¡Qué agricultor hubiera sido! Pero me alegra. Nadie nunca ha hecho un dólar fácil en el Putumayo.
+Nos invitó a entrar a la sala, donde una india joven nos sirvió leche, queso, pan fresco y mangos de un árbol que rozaba la casa. Don Jorge la trataba amablemente. Parecía un hombre sencillo y decente. Tenía un aire despreocupado, sobre todo cuando hablaba del pasado, y nada de la impaciencia que uno espera normalmente de un alemán.
+Mocoa, nos explicó, siguió siendo un pueblo soñoliento incluso después de la guerra contra el Perú y de la construcción del camino de los capuchinos. Los cambios empezaron a finales de la década de 1940, bastante después de la primera visita de Schultes, cuando la violencia en el altiplano dispersó a los campesinos hacia la selva como las hojas de un árbol. Después, en la década de 1950, la Texaco descubrió petróleo y los habitantes de Puerto Asís se triplicaron en tres años. Antes de que uno se diera cuenta, añadió, hubo más comerciantes, ingenieros, soldados y mujeres de tacón alto que indios.
+—No se veían sino sus caras y sus coños, y no se oía sino esa música hueca de los burdeles.
+—Don Jorge —dijo Pedro después de un silencio respetuoso—. Estamos aquí porque pensamos que usted nos podía ayudar a encontrar el remedio.
+—Sí, sí, ya sé. Claro que los puedo ayudar, claro. ¡Lucho!
+Un niño de seis o siete años entró corriendo. Tenía un lápiz en una mano y un cuaderno en la otra.
+—¡Qué bueno! —dijo Fuerbringer—. Trabajando. Estudiando. Así sí vas a progresar. Muéstrales a los doctores lo que sabes hacer.
+El niño puso el cuaderno en la mesa y se concentró en hacer su firma, apoyando el lápiz lentamente sobre el papel rayado y ordinario. Cuando acabó, Fuerbringer le dio unas palmaditas afectuosas en la cabeza.
+—Qué bueno, Luchito. Ahora préstame tu cuadernito —y arrancó una página, encima de la cual garabateó una nota.
+—Llévale esto a don José —ordenó, y luego se dio vuelta hacia Pedro, a quien le dijo dónde y cuándo debíamos presentarnos en la casa de José María Jamioy, un curandero que vivía al lado de la carretera entre Mocoa y el río Rumiyacu. Sin el menor esfuerzo, como un médico que escribe una receta, Jorge Fuerbringer había hecho los arreglos necesarios para que tomáramos yagé.
+*
+El curandero presidía sus sesiones en una casa de bloques de hormigón ligero que parecía una clínica rural espartana: techo de lata y piso de cemento, bancos bajos a lo largo de las paredes en un amplio cuarto de consultas, y una mesa con asiento puesta de frente bajo un bombillo desnudo que colgaba del cielo raso. Llegamos a eso de las nueve, bastante después del atardecer, y Pedro nos llevó hasta la débil luz, donde una mujer indiferente nos indicó que nos sentáramos en los bancos. Había otra persona en el cuarto, un mestizo alto y delgado llamado Mario, que conocía a Pedro de Sibundoy. Vivía en Mercaderes, en el sur del Cauca, pero iba periódicamente a Mocoa para purgarse con yagé. Esa vez llevaba en casa del curandero más de medio mes. Pedro explicó que andaba en busca de la magia.
+—Los blancos son más inteligentes —dijo—. Por eso vienen a donde los indios a curarse.
+—Don José comprende —asintió Mario—. Lo hace a uno fuerte para que nada lo toque.
+—Buenas noches, caballeros —interrumpió el curandero, entrando en la habitación.
+Era un hombre grande, de cara lisa y ademanes pausados. Saludó a cada uno ceremoniosamente y se sentó tras la mesa, arreglando y volviendo a arreglar sus objetos rituales: un abanico de hojas, un trozo de cuarzo pulido, plumas rojas y azules de guacamaya y varios collares de semillas y dientes de jaguar. Vestía pantalones, sandalias de caucho y una camisa de algodón que caía sobre su amplia barriga. Sudaba copiosamente, y cuando se inclinó sobre la mesa cayeron gotitas de sudor sobre las plumas.
+—¿Trajeron el aguardiente? —preguntó. Pedro le dio dos botellas, que colocó junto a una jarra de vidrio que contenía dos cuartos de galón de un líquido oscuro.
+—Yagé —susurró Pedro—. El collar es el sonido de la selva. Las plumas pintan las visiones. Las piedras de vidrio son las frutas de la selva que vienen del cielo. El abanico es el espíritu, waira sacha, la brocha del viento. Con ella lo limpia a uno.
+Don José destapó una botella de aguardiente, se tomó un buen trago y nos la ofreció. A gritos le dio una orden a su esposa, que apagó la luz. Él prendió un fósforo y su resplandor le iluminó la cara mientras encendía una lámpara de petróleo. Una luz melancólica inundó el cuarto.
+—Ahora debe arreglar los espíritus —dijo Pedro en voz baja.
+El curandero vertió yagé en una vasija de madera que colocó sobre un pequeño trípode de palos al lado de la mesa. Luego se sentó en un banquito de manera que sus piernas abiertas abarcaran la vasija, y durante cinco minutos permaneció sentado, en completo silencio. Nadie habló. Poco a poco empezó a surgir de su cuerpo inclinado un canto bajo, gutural, que iba y venía y después se apagaba como un eco. El frufrú del abanico de hojas que surcaba el aire, el ruido del agua en el bosque lejano y el canto que subía de tono formaban un lenguaje melódico y suave. Tosió, rompiendo el embrujo al carraspear. Siguieron algunas palabras de oración, católicas en el tono, y de pronto cayó una vez más esa otra zona afelpada de sonidos. Pedro me tocó el brazo.
+—Las canciones liberan lo salvaje, rebullendo todas las cosas para que pueda alejar el mal con el abanico. Ahora está pidiendo que las pinturas, las visiones, sean fuertes.
+El curandero sacó el yagé de la vasija con una totuma pequeña, del tamaño de una taza, y lo volvió a verter, dejando escapar un rico aroma que luego primó sobre el olor dulzón de la resina que ardía en un brasero de hierro junto a la puerta. Llenó la totuma una vez más y bebió el contenido. Se atoró, escupió, se quejó y tosió.
+—Oye cómo gruñe —dijo Pedro—. Como el jaguar. Nace del jaguar, y cuando muera, será un jaguar de nuevo. Todos los jaguares vivos y muertos vienen a nosotros desde sus hogares en el cielo.
+Tim se estremeció a mi lado.
+—¿Estás bien? —le pregunté.
+—Me acuerdo a qué sabe —dijo sonriendo.
+Don José levantó la vista. Tenía un montón de cuentas de colores en torno al cuello y largos collares de hojas de palma y dientes de jaguar que se entramaban sobre el pecho y caían hasta la cintura.
+—¿Cuándo se los puso? —pregunté.
+—No me di cuenta —respondió Tim.
+El canto se había convertido en un silbido suave. El batir y crujir del abanico acompañaba el lenguaje de las oraciones, palabras que se rompían en sílabas y sonidos que se apilaban uno sobre otro en una armónica melodía que daba al curandero completo control de la situación. Siguió cantando y cantando, olvidando el paso del tiempo. Cuando por fin terminó, se inclinó sobre el yagé y sopló una sola vez sobre la superficie. Hizo la señal de la cruz y dijo una oración más, dirigiéndose repetidamente a la planta con su nombre quechua, ayahuasca, la enredadera del alma. Luego le hizo una señal con la cabeza a Mario, quien se colocó a su lado y aceptó un trago de aguardiente. Don José le pasó la totuma con yagé, que tomó con las dos manos. Se la bebió lentamente, arrugando la cara a cada sorbo.
+—¡Aaaah, qué fuerte! —exclamó mientras su cuerpo temblaba, tratando de librarse del sabor. Don José le dio otro trago de aguardiente.
+—Para endulzarle la boca —dijo Pedro, como si fuera un serio secreto, y entonces me tocó el turno. El curandero limpió el yagé con el abanico y me dio la totuma, que me tomé de un sorbo. El olor y el sabor acre eran el de toda la selva molida y mezclada con bilis. Acepté el aguardiente con gusto.
+Tim y Pedro bebieron a continuación y luego todos caímos en una extraña quietud, a la espera de que la droga nos hiciera efecto. Exteriormente, por supuesto, nada cambió. Don José se mantenía ocupado en la mesa y Tim fumaba y tomaba notas recostado contra la pared. Yo me senté aparte, en una estera en el piso. Pogo se echó a mi lado con esa curiosa expresión que siempre tenía cuando Tim y yo hacíamos cosas como esa. Era tarde, pero a nadie parecía interesarle dormir.
+Pasaron treinta minutos antes de que experimentara la primera sensación: un entumecimiento de los labios y un calor en el estómago que se extendió por el pecho y los hombros, al tiempo que un escalofrío opuesto bajaba desde la cintura hasta los pies. Era una oleada de energía, en parte expectativa, en parte fascinación. Oí un zumbido lejano, que asocié con cigarras o ranas arbóreas, hasta que me di cuenta de que el sonido vibraba bajo mi piel. Le eché una mirada a Tim, que se cogía la cabeza con las dos manos. Pedro estaba de bruces en un banco. Cerré los ojos y el mundo dentro de mi cabeza empezó a dar vueltas y a palpitar con un ardor sensual que se derramaba sobre una serie de pensamientos eufóricos, palabras que se estiraban como sombras por mi mente, se detenían y luego adquirían forma de diamantes y de estrellas, colores que surgían de la periferia de la conciencia y que caían como demonios y ángeles en una mezcla caótica de sueño y paranoia. Abrí los ojos ante una ráfaga de luz, las luces delanteras de un vehículo que pasaba por la carretera, crueles y molestas. Me retiré de nuevo y sentí que me deshacía en un cuerpo físico incómodo, postrado en la estera y atormentado por el vértigo y por náuseas crecientes.
+Oí un susurro que me invitaba a moverme, pero hacerlo era extraordinariamente difícil. Pedro me tenía del brazo, guiándome hacia fuera de la casa. Vomité de pronto, un corto espasmo como el del estómago rebelde de un bebé, seguido de inmediato por unas arcadas violentas y convulsivas. Una gran corriente se convirtió en un río que serpenteaba impetuoso sobre plantas negras y que corría bajo estrellas, vientos helados y ráfagas de colores que se trocaban uno en otro. Sentía el suelo frío y húmedo en la cara. Miré hacia arriba y vi el cielo nocturno, bello y claro. De pronto, recuperé la perspectiva, un claro bienestar en medio de todo el caos visual. Era como si mi estómago, actuando como una entidad consciente, hubiera localizado y purgado cada pensamiento y temor negativo en el laberinto de mi mente. Libre para dejarme llevar o pasar por alto la marea de estímulos que se abatía sobre mis sentidos, mis ojos recorrieron a voluntad un paisaje completamente nuevo y asombroso.
+—Don Guillermo.
+La voz parecía terriblemente lejana. Era Pedro. Su aliento se disolvía en una docena de texturas; raíces y resinas machacadas, humo y cenizas, y el sabor del musgo en un rincón de la selva donde la luz juega con las orquídeas y lleva a los pájaros cada vez más alto hacia las copas de los árboles. Arañas y mariposas, murciélagos que salen volando de huecos en los troncos, hojas que caen sobre el lomo de hormigas que desaparecen en los huecos de la tierra, donde crecen los hongos que brillan en la oscuridad.
+—Don Guillermo. Ponga atención. Concéntrese en una imagen. Olvide todo lo demás.
+Era una exigencia absurda. Las imágenes cambiaban a la velocidad del pensamiento. Abrí los ojos y vi una iguana que reposaba impasible sobre una rama. Una nube de insectos se regodeaba en una herida que tenía a lo largo del dorso. Entorné los ojos y vi a Tim, que salía de la casa dando tumbos. Pedro había desaparecido. Oí un deprimente coro de arcadas y bocanadas. Me arrastré hasta el ruido y vi que la luna iluminaba un tremendo vacío que subía y bajaba con el viento. Tim estaba boca abajo en el suelo; Pedro a gatas. Lo cogí del pelo y le sostuve la cabeza mientras vomitaba. Su espalda temblaba bajo mi otra mano. Cuando terminó, lo llevé como pude a la casa. Tim entró después, tambaleándose, y se hizo un ovillo en el piso.
+La noche pasaba lentamente, como si cada minuto fuera algo pesado y tangible que había que sacar a empujones para abrirle campo al siguiente. Poco a poco cambió el tono, las visiones se suavizaron, y caí en un delirio no del todo desagradable. Pasaron los minutos y las horas. El aire se enfrió y se humedeció a medida que se acercaba el amanecer. Recuperaba y perdía la conciencia, dándome cuenta sólo en forma vaga de todo lo que pasaba a mi alrededor fuera de mis necesidades físicas inmediatas. Tenía frío y me sentía sucio y hastiado del olor a vómitos. En algún momento volví en mí como un espectador en trance, para ver a una mujer que lloraba sentada en un asiento, mientras el curandero creaba un halo de luz y sonido en torno a su cuerpo y a un niño enfermo que tenía en el regazo. Cuando volví a despertar, ya no estaba. Los demás seguían dormidos, y por un instante sentí un tremendo vacío, todo el temor y la incertidumbre que nos ronda en las primeras horas de la mañana.
+El curandero me dijo que me sentara a su lado, y cuando le obedecí empezó una oración que desembocó en un canto hipnótico. Tomó el abanico y me rozó todo el cuerpo en una serie de movimientos cuidadosos y pensados. El abanico era de hierba seca, y cuando recorrió mi espalda sentí por un momento la posibilidad de transformarme, como si el tacto de la hierba pudiera hacer que me salieran plumas de la piel. Al completar cada lento desplazamiento del abanico, doblaba la muñeca con un chasquido como para descargar energía. Luego tomó mi cabeza entre sus manos, colocó sus labios sobre mis ojos, jadeó y retuvo tres veces el aliento. Durante la última se abalanzó hacia la ventana y lo dejó salir hacia la selva.
+Desde ese momento el orden de los hechos se hizo borroso. Hubo más cantos. Recuerdo su boca casi tocándome una oreja, pronunciando el gutural sonido de la palabra «yagé», repetida una y otra vez hasta producirme sensaciones que subían y bajaban por la espalda. Entre gemidos y cantos, y llevando el ritmo con los susurros del abanico, escupió chorros de vaho ritual, de saliva y aguardiente sobre mi cara, el pecho, los brazos y la región lumbar. Me chupó el pecho sobre el corazón, en la base del cuello y en la coronilla. Finalmente, con los trozos lisos de cristal de cuarzo me frotó la espalda y el estómago, antes de ponerlos en las palmas de las manos. Los sostuve y sentí una oleada de calor mientras él pronunciaba una última oración y me escupía en el pelo una postrera llovizna de saliva. Cuando dijo que mi cabeza era la cabeza de un jaguar, me di cuenta de que también él estaba sumido en las visiones.
+Terminada la limpieza, salí a dar vueltas afuera. Estaba a punto de amanecer. Sentí que el agotamiento se mezclaba con una sensación más profunda, una intuición de que lo que había experimentado, esa confusión de fortuitas alucinaciones visuales y auditivas sin forma ni sustancia, era sólo una cruda aproximación a algo indescriptiblemente rico y misterioso. Sin duda, como lo ha expresado Schultes, la planta tenía poder. Comprender y tal vez experimentar incluso un pálpito de su verdadero potencial exigiría un viaje mucho más allá de esa casa en Mocoa al borde de la carretera. El pensar dónde podría llevarme esa jornada me llevó de nuevo a la casa del curandero, donde encontré un sitio en el piso al lado de Tim, Pogo y Pedro, y me sumí en un sueño intermitente.
+Don José nos despertó a eso de las nueve para una fase final del tratamiento. Nos pusimos en círculo e hizo que nos pasáramos un plato con una resina ardiendo cuyo humo nos ordenó aspirar. En ese momento me sentía ya menos deseoso de más purificación que de un baño urgente. Un roce final con el abanico, una corta oración y luego cada uno le pagamos cincuenta pesos y nos fuimos. Demasiado cansados y aturdidos como para comparar notas, viajamos de vuelta a Mocoa sin decir palabra y deteniéndonos sólo para quitarnos la noche de encima en las frías aguas del río Rumiyacu.
+*
+No fue sólo el yagé lo que nos llevó a los bosques bajos del Putumayo. El 6 de diciembre de 1941, trabajando en las cercanías de Mocoa, Schultes recolectó un espécimen de coca del cual no pudo identificar la especie. Sus notas de campo registran sólo que los ingas la usaban, mascando las hojas para adquirir «fuerza». Como los paeces, los ingas las consumían enteras, añadiendo a la mascada cal en polvo sacado de una piedra blanca quemada. Cinco meses después y casi trescientos veinte kilómetros más allá, en la confluencia de los ríos Orteguaza y Caquetá, halló un empleo completamente diferente de la planta. Allí, los coreguajes tostaban las hojas en un fogón dentro de enormes vasijas de barro, y luego las machacaban en un gran mortero de madera. La fuente del alcaloide era la ceniza de ciertas hojas de la región, que añadían directamente a la coca en el mortero. La mezcla ya pulverizada la cernían en tejidos de fibras de palma para obtener un polvo gris verdoso con la consistencia del talco. Luego se lo metían en la boca con cuidado, y formaban una pasta que gradualmente ingerían en su totalidad.
+Esto planteaba un problema. Se había registrado el método de los coreguajes en todo el Amazonas noroccidental, y Tim sospechaba que la especie empleada era la Erythroxylum coca, la coca del Perú. Si era así, ¿cómo y cuándo había llegado desde el sur de los Andes hasta el norte, en la Amazonía colombiana? ¿Y cuál era la planta que Schultes había recolectado en Mocoa? ¿Era la coca peruana de tierras bajas, que había venido río arriba y se usaba con una técnica tomada del altiplano? ¿O era acaso que la coca colombiana, la Erythroxylum novogranatense, había sido llevada a la llanura junto con la tradición de usar la cal en polvo para potenciar la cocaína? ¿Y dónde quedaba el límite entre los métodos para prepararla?
+Nos llevó varios días aceptar que estos interrogantes tal vez nunca podrían ser resueltos. Habíamos llegado una generación demasiado tarde. No sólo los inganos habían abandonado el empleo de la coca, sino que ya no existían los bosques del alto Putumayo. En las estribaciones que descienden hasta la vasta llanura en Villagarzón, y luego hacia el sur a lo largo de los diminutos poblados esparcidos por la carretera a Puerto Asís, no vimos sino haciendas de ganado y cultivos de yuca y de arroz, pueblos miserables, iglesias de cemento, comerciantes gordos y filas de almacenes con televisores, casetes y ungüentos inútiles importados de Francia.
+Una noche ya tarde, después de un día sofocante en busca de los restos de bosque virgen a lo largo de las polvorientas carreteras al sur de Mocoa, nos encontramos de nuevo en Pepino con Jorge Fuerbringer, sentado en el balcón y escuchando las melancólicas canciones que crepitaban en su radio. Habíamos vuelto a casa de don Jorge porque después de una semana en el alto Putumayo tuvimos muy en claro que lo que habíamos ido a buscar estaba sólo en la memoria de hombres y mujeres como él. Pedro, dormido en la hamaca y nosotros tratando de mantenernos despiertos, hablamos de esto y aquello.
+—Había un comercio de visiones —nos dijo en cierto momento don Jorge—, y los sionas eran los maestros. Llevaron su conocimiento a las montañas —añadió, echándole una mirada a Pedro—. ¿Les habló él del tixa?
+—No —dije yo, y Tim negó con la cabeza.
+—Es su lenguaje ritual. Ya casi no se oye. Pedro lo conoce, y también Chindoy, cuando está sobrio. Es muy afín al de los sionas, que llaman del mismo modo a su lengua ritual.
+—¿Y el hombre con quien estuvimos la semana pasada?
+—Él es bueno, pero es ingano.
+—¿Qué quiere decir eso?
+—Los inganos no eran nada. No cumplían con los tabúes que protegían la planta. Usaban un licor barato, que los otros despreciaban. Fue su debilidad y su miedo lo que los llevó a beber. En la antigüedad, un siona nunca pensaba en casarse con una ingana. ¿Cómo podía un pueblo que sabía cómo viajar por los cielos tener fe en el poder visionario de gentes que bebían el licor del hombre blanco? Era algo imposible.
+—Pero los inganos son los que proveen todo el yagé en el altiplano —dijo Tim.
+—Sólo porque los otros murieron. No el pueblo, sino los chamanes —concluyó don Jorge, inclinándose sobre la mesa y apagando la radio—. En los viejos tiempos, los sionas gobernaron el alto Putumayo. Ahora tal vez sólo viven en esta región unos doscientos cincuenta, sobre todo más abajo de Puerto Asís. Pero sin sus chamanes están perdidos. Su mundo tenía muchos niveles, todos habitados por gente, animales, espíritus. Sólo el chamán mediaba entre estos dominios. El yagé permitía que lo hiciera. Le daba las vestiduras del jaguar y, ya volando, él y el jaguar eran uno mismo… o se ponía la piel de la anaconda, o las cerdas del tapir.
+—¿Conoció a chamanes de esos? —pregunté.
+—Claro. También su profesor. Él tomó yagé muchas veces con ellos.
+—¿Cómo se hacía uno chamán? —le preguntó Tim.
+—Llevaba meses, años, de trabajo duro. Primero había que dominar las visiones básicas. Era necesario poder hacer surgir visiones específicas al tomar la droga. Había que aprender a dirigir las visiones con las canciones. Eso era lo aterrador. El maestro chamán conjuraba serpientes envueltas en llamas, miles de garras airadas que arañaban el cielo. El aprendiz tenía que enfrentárseles, de pie, sin vacilación, con fuerza. Sólo entonces podía chupar los pechos de la mujer jaguar. Y cuando estaba empezando a sentirse cómodo, ella lo lanzaba a un nido de víboras. Una de ellas lo llevaba al cielo, donde la gente del yagé le presentaba los espíritus de los muertos. Sólo después de muchos viajes terribles, encontraba el iniciado a Dios. Estaba de pie ante un árbol solitario, delante de una puerta que se abría a la nada. El iniciado se internaba entonces en el vacío. Sólo cuando se daba cuenta de lo que había más allá de la puerta podía recibir su bastón y el encargo divino de proteger a su pueblo.
+—¿Y los inganos no practican los mismos rituales?
+—Ellos los vuelven negocio. Tienen, por supuesto, su propio poder. Es bueno tener de amigo a un hombre como don José, pero la mayor parte de ellos sólo vende apariencias.
+—Pedro dijo que los inganos todavía reconocen siete clases de yagé.
+—¿Y qué dijo que hacían con ellas? —preguntó Fuerbringer.
+—No sé.
+—¡Nada! —respondió con sorna.
+—Dijo que cada uno canta en una clave diferente.
+—Eso es verdad. Las visiones determinan la clasificación. Pero hay algo más. Los sionas tienen por lo menos quince clases. Cuando una planta se da en canje, pasa con sus visiones específicas. Un siona no puede clasificar una planta sin conocer la historia de su comercio. Cada planta tiene un linaje que la une para siempre con todas las demás. Es como la genealogía de un príncipe inglés.
+—¿Dónde se puede encontrar gente como esa hoy en día? —le pregunté. Fuerbringer vaciló por un momento.
+—Los sionas gobernaban los espíritus hace tiempos. Cuando el profesor Schultes estuvo aquí, el chamán era la autoridad central. Mediante la planta influía en todos los aspectos de la vida. Pero desde 1950 sólo un puñado de sionas ha tratado de convertirse en chamanes, y no todos han llegado al dominio completo. En las décadas de 1930 y de 1940, todavía había muchos. Los sionas achacan su desaparición a la brujería que se hicieron unos a otros. Yo culpo a la Texaco.
+—¿Así que la brujería ha muerto por completo?
+—No del todo. ¿Qué quiere decir con que ha muerto? El pueblo vive. Sus hijos se enfrentan a un nuevo destino, eso es todo.
+—Pero seguramente todavía hay un pueblo, o un hombre, que sabe de tales cosas.
+—Yo no estaría tan seguro —dijo Fuerbringer—. Sin embargo, los sionas siempre recurrieron a los cofanes para saber sobre las plantas medicinales. Los cofanes vinieron aquí para aprender sobre el yagé y sus poderes. Tal vez los papeles se han invertido. Tal vez viva algún cofán que todavía sabe. Pero no sería en Colombia. Si quieren averiguar esas cosas, deberían ensayar en el Ecuador. El río Aguarico. Tal vez allá. No les puedo decir más.
+—Tal vez lo hagamos —dijo Tim, y tocó a Pedro en la hamaca para despertarlo—. Por ahora, sin embargo, creo que lo mejor es irnos a dormir. Don Jorge, con su permiso.
+—Cómo no. Buenas noches y que les vaya bien.
+Nos dimos la mano en despedida.
+*
+Aquella fue la última vez que vimos al viejo amigo de Schultes, quien murió unos pocos años después de nuestra visita. Tim ya estaba harto del Putumayo y en la mañana, justo cuando los sirvientes estaban empezando a desperezarse, nos fuimos para el altiplano. Sólo otro contratiempo nos esperaba en el trayecto. La carretera de Sibundoy estaba abierta y llegamos al valle sin problemas, pero al salir en dirección a Pasto, una orquídea extraordinaria que vio en un talud distrajo a Tim. Al mirarla por la ventana y mientras le contaba a Pedro un cuento picante sobre la polinización, la camioneta cayó en un hueco que había del lado abierto de la carretera, saltó sobre otro y se detuvo. Miré por la ventana y no vi sino espacio. Colgábamos al borde de un precipicio, con las ruedas derechas en el aire. Les dije a Pedro y a Tim que se bajaran lentamente. Eso hicieron.
+Nos llevó una hora de ansiedad, antes de que yo pudiera poner un gato grande en la parte delantera. Pedro les hizo señas de que pararan a un jeep y a una volqueta. Enganchamos cables en los ejes, hicimos que el jeep y la volqueta halaran al mismo tiempo y pudimos así poner al Hotel Rojo sobre la carretera. Para entonces no se veía a Tim por ningún lado. Pasaron veinte minutos antes de que por fin lo distinguiera, en el cerro, a varios cientos de metros sobre nosotros, sentado en una roca saliente y mirando fijo el sol. Pedro meneó la cabeza.
+—El botánico loco.
+—¿Qué diablos está haciendo, Pedro?
+—Cogiendo flores —respondió sonriendo—. Recolectando flores y haciendo planes para su viaje a la tierra de los cofanes.
+—Ecuador.
+—Sí, claro.
+EN LA MAÑANA DEL LUNES 8 DE diciembre de 1941, Richard Evans Schultes se despertó con un ruido terrible que salía de la nave de la iglesia vecina al convento de los capuchinos, donde se estaba quedando en Mocoa. En medio de la misa, una banda indígena de tres instrumentos de viento, tubas y trombones tocaba desafinada Roll out the Barrel. Allí, en una aldea, un campesino había visto en una visión a la Virgen en un charco, y desde entonces los vecinos del pueblo conmemoraban el acontecimiento llevando en alto la pintura en procesión hasta la plaza, mientras la banda tocaba Yes Sir, that’s my Baby.
+—¿De dónde diablos sacan esa música? —se preguntó Schultes, riéndose, a tiempo que se salía de la hamaca y alcanzaba una totuma ocre, balanceándose sobre el baúl de metal que hacía las veces de mesa de noche. Su contenido era un líquido marrón claro. Schultes se llevó la totuma a los labios y luego vaciló.
+—¡Pedro! —dijo con suavidad.
+El joven Pedro Juajibioy se presentó en la puerta que daba a la plaza.
+—Buenos días, doctor.
+—Buenos días, Pedro. Una pregunta.
+—¿Señor?
+—Ayer era blanco. Hoy es oscuro.
+—Porque era yoco blanco. Este es yoco colorado.
+—¡Ah! —exclamó Schultes. Sorbió un poquito. Tenía el mismo sabor y, como los preparados que había tomado en las cuatro últimas mañanas, era una infusión de la corteza de un bejuco. Se la bebió toda y alcanzó otra. Sabía que en menos de diez minutos las yemas de sus dedos empezarían a hormiguear.
+La identidad botánica de la planta seguía siendo un misterio. Schultes había leído por primera vez sobre el yoco, o yocoó, en Northwest Amazon, el diario del capitán Thomas Whiffen, un militar inglés que pasó el año 1908 en el bajo Putumayo. Diecisiete años después, un botánico belga, Florent Claes, acompañó al capuchino Gaspar de Pinell en uno de sus recorridos evangélicos por la selva amazónica, e informó que el estimulante era una gruesa liana del género Paullinia, observación que confirmó en recolecciones posteriores, en 1931, Guillermo Klug, un explorador botánico que tenía su base en Iquitos, Perú. En 1940 José Cuatrecasas, el nuevo amigo y colega de Schultes que trabajaba en el Instituto de Ciencias Naturales de Bogotá, encontró yoco en Puerto Piñuna Negra, sobre el río Putumayo. Desafortunadamente, la planta no tenía frutos ni flores, y no pudo describirla.
+Cuando Schultes había pasado por Sibundoy la semana anterior, uno de los sacerdotes, Marcelino de Castellví, lo había animado para que buscara las flores y así pudiera completar la descripción botánica. Un día después de llegar a Mocoa, Schultes conoció a Jorge Fuerbringer, que sabía del yoco y empleaba indios que podían indicarle un espécimen viviente. Pero tuvo la mala suerte de que la planta que le mostraron era estéril. Por los indios supo que en casi todas las casas mantenían una reserva de tallos de yoco. Recogidos y luego cortados en trozos de unos ocho centímetros, y conservados en la sombra, guardaban sus propiedades estimulantes al menos por un mes. La bebida se preparaba raspando la corteza exterior y luego exprimiendo en agua fría la savia lechosa. Bebida al amanecer, evita la presión del hambre al menos por cinco horas, permitiendo que hombres y mujeres caminen sin fatigarse treinta o cuarenta kilómetros en plena selva.
+Por el análisis químico que llevó a cabo Claes, Schultes sabía que la corteza contenía cafeína, más o menos tres veces más por peso que un gramo de café. Para hacer una sola porción, los indios del Putumayo usaban cerca de cien gramos de la corteza, comparados con los once gramos de café molido de cada taza promedio de café fuerte. En otras palabras, aun admitiendo la relativa ineficiencia del agua fría en la extracción de la cafeína, al beber por la mañana su totuma de yoco los indios se empacaban el equivalente de veinte tazas de café. No eran gente, como dijo Schultes después, que hiciera las cosas a medias.
+Suspendido entre la primera exaltación de bienestar y las consecuencias hipercinéticas de la intoxicación con cafeína, Schultes hizo planes para la mañana. Al otro lado del cuarto su compañero, un joven botánico norteamericano, C. Earle Smith, dormía todavía. Smith, que cursaba segundo año de universidad, se había reunido con Schultes a finales de septiembre en Bogotá y había acompañado a José Cuatrecasas en un viaje al Páramo de Tamá, un remoto macizo montañoso barrido por los vientos a ambos lados de la frontera colombo-venezolana. Volvieron a Bogotá después de un mes, y llegaron a Sibundoy a fines de noviembre. Tres días después, guiados por Pedro Juajibioy, viajaron en mula a la selva amazónica, donde Schultes tenía pensado permanecer varios meses.
+Mocoa no era sino un grupo de chozas y pequeñas casas apiñadas en torno a la iglesia y al convento. El extremo de la plaza estaba a pocos pasos de la selva, y aunque había campos para ganado y caña de azúcar, el aroma y los sonidos de la selva todavía predominaban en el pueblo. Fuera de los capuchinos y de las monjas que enseñaban en la escuela, los únicos forasteros eran los pocos comerciantes cuyas tiendas dominaban la plaza, un par de frustrados misioneros norteamericanos y un funcionario corpulento que representaba simultáneamente todas las ramas del Gobierno colombiano.
+Los primeros rayos del sol calentaron la cara de Schultes, de pie junto a la puerta del convento. A sus espaldas, Smith se quejaba en su hamaca.
+—¿Smithy, estás despierto? —le preguntó Schultes.
+—Creo que sí —contestó. Bajo la cobija asomaba la cara redonda de Smith con su incipiente barba, que además de la baja estatura le daba un aspecto más joven.
+—Bien. En el piso hay una totuma. Bébetela toda y empecemos a darle a las plantas.
+—¿Y el desayuno?
+—¡Dios mío! Se me olvidó —Schultes le echó una mirada al cuarto en busca de una solución—. Tal vez Pedro te puede conseguir algo mientras yo caliento el secador.
+—Está bien.
+Mientras Smithy encontraba a Pedro y este enviaba a una muchacha india para que les sonsacara huevos, leche y pan a los capuchinos, Schultes se puso a ordenar las pilas de especímenes regadas por todo el piso. En total había cien plantas diferentes, la mayor parte recolectadas en series de seis. Se las había arreglado para recolectar algunas en la trocha que bajaba a Sibundoy, pero la mayor parte procedía de los alrededores de Mocoa.
+Contemplando la colección, Schultes se mostró maravillado ante su buena suerte. En su primer día completo de recolección en el Amazonas había encontrado una nueva especie de cacao de monte, llamada después Herrania breviligulata, y además otra, un veneno para peces, la Serjania piscetorum. Conocida por los inganos como la sacha barbasco, era uno de los cuatro venenos para peces que había recolectado en la primera mañana. Los otros tres, todos miembros de la familia del tártago, no han sido identificados hasta la fecha. Colocados en aguas mansas interfieren con las agallas y dificultan la respiración de los peces, que tienen que ascender para flotar en la superficie, facilitando así su pesca. Muchos de estos venenos contienen altas concentraciones de rotenona, y fue así como Schultes encontró la fuente del insecticida biodegradable más usado en el mundo moderno.
+Tal fue sólo el principio de una notable recolección. Naturalmente, le había llamado la atención el achiote, el pigmento anaranjado usado en todo el Amazonas para teñirse el rostro y empleado como colorante de la mantequilla y la margarina en Europa y los Estados Unidos. Había otras dos plantas colorantes, tres frutas raras y desconocidas, y un alucinógeno, un espécimen estéril del borrachero con todo y una receta: «Dos hojas para una borrachera de una mañana, y cuatro o cinco para todo el día». Más importante fue su recolección de un árbol sin características definidas del género Croton, una de las veinticinco plantas medicinales que recogió en un día. Schultes anotó que «los ingas usan el látex rojo para calmar el dolor de los molares», y lo reconoció como sangre de dragón, una planta que había encontrado en Sibundoy una semana antes, pero de la que después tuvo noticia de sus extraordinarias propiedades curativas. Colocada la resina en una herida abierta, la seca y se convierte en sello antiséptico, conocido por los indios como la «venda líquida». En una forma aún no comprendida por la ciencia moderna, los compuestos de la resina aceleran la curación de manera notable. Las heridas y laceraciones que en el trópico normalmente supuran, se curan en pocos días sin infección y sin dejar cicatrices. Finalmente, sus notas de campo del 6 de diciembre de 1941 indican que hizo su primera recolección de coca. Los ingas mascaban las hojas para «tener fuerza», y le añadían a la mascada una cal en polvo extraída de las cenizas de una piedra blanca quemada.
+Schultes instaló el secador en un cuarto vecino y llevó allí todas las plantas. Sin señal aún de Smithy, se sentó a esperar en el piso de cemento. Le echó un vistazo al techo de paja y sonrió de pronto. Todos los botánicos, al secar las plantas en el curso del trabajo de campo, temen incendiar la casa de algún pobre campesino. Hasta ese momento Schultes sólo había conocido a uno que realmente lo había hecho. José Cuatrecasas era un español alocado, veterano republicano de la Guerra Civil, que tenía en la vida dos pasiones acendradas fuera de la botánica: odiaba a los curas y detestaba gastar dinero, en ese orden. Cierta vez que recolectaba en Mitú, un pequeño pueblo a ochocientos kilómetros al sudeste de Bogotá, sobre el río Vaupés, había rechazado la invitación de los capuchinos para quedarse con ellos y se había instalado en una bella casita con techo de paja que acababan de construir como regalo de bodas para la hija de un jefe indígena local. Demasiado avaro para contratar a un indio que vigilara, dejó el secador funcionando y se fue a herborizar. Regresó un día antes del matrimonio y encontró la casa quemada por completo. Sobre las cenizas estaba el jefe cubeo.
+—¡Mi casa! ¡Mi casa!
+—¿Su casa? —aulló Cuatrecasas a su lado—. ¡Mis plantas! ¡Mis plantas! El recuerdo de este incidente hizo que Schultes alejara más el secador de la pared. Inspeccionó las faldas y se aseguró de que la lona no estuviera demasiado caliente. Había decidido empezar solo y estaba a punto de montar las plantas en la prensa cuando Pedro llegó corriendo.
+—¡Doctor!
+—¿Qué pasa?
+A Pedro lo seguían Smithy y el padre Idelfonso de Tulcán, el superior de la misión capuchina, quien vestía el hábito oscuro ceñido en la cintura con un cordón. Tenía profundas arrugas en la cara, de rasgos duros y solemnes. Había en sus larguísimas barbas boronas de pan y otras huellas del desayuno. Puso una mano en el hombro de Schultes.
+—Me temo que no estará con nosotros tanto como esperábamos.
+—¿Qué quiere decir?
+—Hubo un ataque…
+—Los japoneses atacaron a Hawai —dijo Smithy.
+—¿Cuándo?
+—Ayer en algún momento. Acaban de decirlo en la radio. Parece que es una invasión.
+—Para ustedes es la guerra —dijo el padre Idelfonso—, pero no durará mucho.
+—No estoy tan seguro de eso —dijo Schultes. Se quedó callado un momento, mirando el cuarto a su alrededor. Desde hacía cuatro años sabía que iba a haber guerra. Había hecho su tesis a la carrera y había viajado de México a Colombia sin volver a casa, con la esperanza de realizar su sueño de vivir en la selva amazónica antes de que estallaran las hostilidades. Y en ese momento, apenas a poco más de una semana de haber llegado, se veía obligado a abandonar la expedición. Supo de inmediato qué se debía hacer.
+—Secaremos estas plantas —dijo—, y luego completaremos la colección en Sibundoy. En diez días podemos llegar a Bogotá.
+*
+Para cuando Schultes y Smith llegaron al altiplano, Alemania y los Estados Unidos estaban en guerra y los japoneses habían hecho sus ataques anfibios a las Filipinas y a Malaya, primeros pasos de una ofensiva estratégica para apoderarse de las riquezas de las Indias Orientales holandesas a fines de febrero de 1942. Menos de una semana después de Pearl Harbor, el mismo día en que Schultes tropezó con una nueva especie de Speletia en el páramo que domina a Sibundoy, cayeron las defensas británicas del norte de Malaya y los japoneses les arrebataron a los aliados el control de las plantaciones de caucho de las que dependía el futuro de la guerra. Fue este un acontecimiento histórico que cambiaría la vida de Schultes en una forma que nunca se habría podido imaginar.
+Él y Smith partieron de Sibundoy el 17 de diciembre y, después de viajar por tierra pasando por Popayán, Cali e Ibagué, llegaron a Bogotá cinco días antes de la Navidad. El joven Smith partió de inmediato para enrolarse en los Estados Unidos, pero Schultes, que pronto iba a cumplir los veintisiete años, tenía más edad que la estipulada por el primer llamamiento a las filas. En la mañana del 21 de diciembre se presentó en la embajada norteamericana, donde no había nadie que no estuviera confundido. Los que conocían bien su trabajo le insinuaron vagamente que debía permanecer en la ciudad y que el Gobierno tenía un proyecto para él. Nadie sabía lo que iba a pasar con la guerra, y mucho menos los diplomáticos aislados en la capital colombiana, encerrada entre montañas y a dieciséis mil kilómetros del frente más cercano.
+Salió de la embajada en la mañana, cerca de las once, a tiempo para encontrarse con su colega y amigo del Instituto de Ciencias Naturales, Hernando García Barriga, en un pequeño café de La Candelaria. Mientras una docena de parroquianos de traje oscuro y sombreros de fieltro discutía los problemas del mundo, los dos botánicos compararon notas. García Barriga, que escribiría un día la obra definitiva sobre las plantas medicinales de Colombia, era un magnífico investigador de campo y el único botánico fuera de Schultes que había trabajado en Sibundoy. Si Schultes se comunicaba con los indios gracias a su decencia y buena fe, García Barriga lo hacía gracias a su humor. Fuera de su elegante aspecto, con el pelo bien peinado hacia atrás, los ojos oscuros, el clásico bigote latino y la nariz aguileña, tenía un aire de consumado tramposo. En la vejez, las arrugas de su rostro revelaban toda una vida de carcajadas. Al salir del café Schultes invitó a Hernando a almorzar. Se dirigieron a su pensión, que quedaba en la carrera Séptima, entre calles Dieciocho y Diecinueve. Cruzaron la avenida Jiménez y, camino al parque Santander, Schultes oyó un grito a sus espaldas. En la puerta de una iglesia colonial estaba plantada una vieja mujer enjuta y vestida de rojo. Sacudiendo un puño vociferaba:
+—¡Que viva el gran Partido Liberal, carajo!
+—¿Quién diablos es esa mujer? —preguntó Schultes.
+—La loca Margarita. Su misión es salvar al Partido Liberal. Hace años que hace eso por aquí. No te preocupes. No está del todo en sus cabales.
+—No me digas —respondió Schultes. Siguieron caminando y se detuvieron en la Librería Mundial, donde Schultes compró algunos útiles, y se disponían a cruzar la Séptima cuando García Barriga puso una mano en el brazo del norteamericano, que ya estaba fuera de la acera.
+—¡Cuidado! —le dijo. Un reluciente tranvía rojo avanzaba por la carrera. Frente a él y gesticulando frenéticamente, corría un joven vestido con trozos de uniformes sacados de todas las ramas del Ejército colombiano: un abrigo de cadete, pantalones azules y una cachucha de la marina bajo un casco prusiano de la guardia presidencial. Al acercársele, Schultes pudo distinguir la peluca rubia, la pintura blanca en la cara y el lápiz labial al rojo vivo. Dirigiéndoles una feroz mirada, el personaje obligó a Schultes y a García Barriga a volver a la acera.
+—El bobo del tranvía —explicó Hernando, tratando de hacerse entender en medio del estrépito del vehículo—. Piensa que no pueden funcionar si él no les abre camino. Es su deber cívico.
+Hernando volvió a llevar a Schultes al parque, donde se detuvieron antes de seguir a la pensión para hacerse brillar los zapatos por un viejo embolador instalado a la sombra de un enorme caucho. Justo a sus espaldas se levantaba la torre de la iglesia de San Francisco, sobre los techos de teja roja de la ciudad. De cuatro pisos, era tan alta como cualquier edificio.
+—¿Les echo naranja? —le preguntó el embolador a Schultes al poner su zapato estilo Oxford en la caja.
+—¿Perdón?
+—¿Quiere que les ponga naranja, doctor?
+—Para el cuero —le explicó Hernando.
+—Claro, ¿por qué no? —contestó Schultes—. ¿Pero cómo supo que yo era doctor?
+—En este país —dijo el hombre de manera informal, mientras frotaba el zapato con media naranja—, cualquier hijueputa con corbata y anteojos es doctor.
+—Ya veo —Schultes miró a Hernando—. Diez años de estudios, y todo lo que necesitaba era un vestido y unas gafas.
+—¿El periódico? —le preguntó el hombre.
+—Gracias.
+Schultes aceptó un ejemplar bastante manoseado de El Tiempo, el principal diario de la ciudad. Ojeó la primera página. La principal noticia en la columna izquierda, anunciaba la invasión alemana a Rusia: nueve ejércitos avanzaban separadamente, habían tomado doce ciudades, destruido miles de aviones y hecho centenares de miles de prisioneros. La principal noticia a la derecha relataba un gran combate más cercano: los peruanos habían avanzado hasta Puerto Mosquito, capturando una casa ecuatoriana, un sable y una bandera. De la florida prosa se colegía que sólo había habido una víctima, un cocinero peruano que se había cortado un dedo preparando un plato.
+—¡Que país! —exclamó Schultes en voz baja.
+—¿Qué dices? —le preguntó Hernando.
+—Nada, a veces me pregunto… ¿qué diablos es esto? —Schultes vio a una extraña figura vestida como un caballero francés: zapatos de charol con polainas, levita, chaleco de terciopelo y crespos bajo un sombrero de tres picos.
+—¿Ah, él? —dijo Hernando—. Es el conde de Cuchicute, un conde de verdad. Fue a España y compró el título. Vale su peso en oro, tiene haciendas y mayordomos. Pero nunca sale de Bogotá. Sus admiradores le rinden homenaje en ese café, en una mesa junto a la ventana por la que paga para sentarse todos los días —García Barriga miró el reloj—. Supongo que acaban de levantar la sesión de todos los días. Paga las bebidas y todo el mundo lo quiere. Eso parecía. Con el aire despreocupado de un caballero dieciochesco, el conde de Cuchicute avanzaba por la acera saludando a cada transeúnte: un quite del ridículo sombrero para las secretarias, una ostentosa venia para los señores, un pase con el bastón de puño de plata para los sacerdotes. El efecto era sutil pero innegable. El contoneo de las damas de sociedad se suavizaba, los afanados comerciantes con sus sombreros y chaquetas de tweed se relajaban, aunque sólo un poco.
+—Los bogotanos lo necesitan —dijo Hernando—. Les recuerda que también ellos son romanos.
+—Oye —le dijo Schultes riéndose—, mejor nos vamos. La vieja dama detesta que uno se retrase para el almuerzo.
+Para entonces Schultes empezaba a entender que bajo las comodidades indulgentes de Bogotá, cualquier cosa era posible. Al caminar hacia la Pensión Inglesa con García Barriga, pasaron frente a la embajada alemana, un edificio austero con lisa fachada de granito y una gran bandera con una enorme esvástica que ondeaba en un asta en el techo. El comité antinazi colombiano tenía su sede en la modesta casa colonial adyacente. La guerra parecía allí increíblemente lejana.
+La dueña de la Pensión Inglesa era la señora Katherine Gaul, una mujer de edad oriunda de Devon, quien con sus altos cuellos de encaje y redondos sombreros sin alas, decorados con plumas, parecía una reina María algo perpleja y abandonada más allá de las fronteras del imperio. Había llegado a Colombia en 1911 para casarse con un inglés que tenía una finca en el valle del Magdalena. Dos años después, al morir su esposo de malaria, se mudó a Bogotá y abrió la pensión, que atendía a los solteros ingleses que vivían en Bogotá. Sus «muchachos» —en más de cincuenta años nunca había admitido a ninguna mujer— trabajaban en su mayor parte en los sectores de la banca y los seguros, que por ese entonces dominaban el comercio en Colombia.
+Schultes había encontrado la pensión por puro azar en el mes de septiembre anterior, cuatro días después de llegar. Necesitaba una base permanente en la capital, y cuando hizo averiguaciones en la embajada, un funcionario recordó haber recibido poco antes una carta de la señora Gaul. A Schultes le encantó la alternativa, pues había pasado dos noches espantosas en una pensión francesa, donde había tenido que soportar la comida grasienta y la «interminable cháchara» de los comensales. Acudió el sábado a la Pensión Inglesa, donde le abrió la puerta una mujer pequeña de delantal blanco.
+—No puedo darle la mano —le dijo—. Estoy horneando pan.
+La comida inglesa y el pan fresco, la vieja dama quisquillosa y el mohoso ambiente de la vieja pensión, parecían cosas sacadas directamente de Boston. La casa era más bien modesta, una estructura de tres pisos de estilo español con ventanas de madera que se proyectaban sobre la calle, donde un local estaba ocupado por una zapatería. La señora Gaul disponía de los dos pisos superiores, donde una docena de cuartos daban a un patio algo sucio. Las habitaciones eran pequeñas, limpias y sencillas, con sólidas camas de roble, gruesas cobijas escocesas y un armario para guardar la ropa. Schultes aceptó tranquilamente un cuarto en el tercer piso, sin tener la menor idea de que la Pensión Inglesa sería su hogar durante los doce años siguientes.
+Schultes y García Barriga no almorzaron ese día. Subieron por las crujientes escaleras al segundo piso, donde estaba el comedor, para descubrir que habían arrestado a la señora Gaul. Al parecer, un policía la había abordado en la calle, en un control muy de rutina durante la guerra. No tenía ningún documento de identidad y había vivido en Colombia desde antes de que se expidieran pasaportes. Al preguntarle si era extranjera, respondió: «No, soy inglesa». El pobre policía no entendió ni una palabra de lo que dijo. Después de treinta años en el país, sólo dos personas entendían su español: la cocinera y la criada.
+Por lo que Schultes pudo deducir, a la señora la habían llevado a una estación de policía en el centro.
+—Será mejor que llame al embajador —le dijo a García Barriga.
+El embajador británico, Sir James Joint, no pudo encargarse del asunto personalmente y envió en representación suya al agregado cultural, Julio Tobón de Páramo —«Julio, la gran bañera del páramo»—, que hacía honor a su nombre. Después de dos horas en la estación, aquella fuerza de la naturaleza finalmente logró que liberaran a la señora Gaul bajo la condición de que Schultes y García Barriga garantizaran que ella obtuviera los documentos necesarios. Varios apretones de manos sellaron el acuerdo. Para entonces, Schultes y García Barriga apenas tuvieron tiempo de tomar un tranvía para asistir a la ceremonia de inauguración de la nueva sede del Instituto de Ciencias Naturales.
+Pero otro problema les esperaba. El orador principal e invitado de honor a la inauguración era el presidente de la República, Eduardo Santos, a la vez propietario del periódico El Tiempo. Apenas franqueó la puerta Schultes, Armando Dugand, el director del Instituto, lo abordó y le presentó al presidente. Schultes, por supuesto, no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus negocios.
+—Y bien, doctor Schultes, ¿qué piensa usted de la prensa en Colombia?
+—En realidad —respondió Schultes—, me queda muy poco tiempo para leer los diarios. Claro que El Tiempo —añadió después de un silencio embarazoso— lo veo con frecuencia.
+Santos dio muestras de satisfacción. También Dugand, porque al fin y al cabo había sido el presidente quien había autorizado los fondos para la nueva sede.
+—¿Y por qué escogió El Tiempo? —prosiguió Santos.
+—Porque es el más absorbente.
+—¿Absorbente? Me alegra mucho eso. Tengo que contarles a mis redactores.
+—Sí, me sirve para prensar mis plantas. Lo compro por kilos.
+*
+Pasó la Navidad, y Schultes se cansó de no tener noticias de la embajada de los Estados Unidos. Para mediados de enero ya había culminado el procesamiento de su colección del Putumayo. Una corta excursión al Páramo de Guasca con Roberto Jaramillo, reconocido experto en la flora andina, le había brindado un breve descanso de la capital pero también aumentado sus deseos de volver al trabajo de campo. Al regresar a Bogotá el 23 de enero y encontrar que todavía no tenía instrucciones de la embajada, decidió irse por su cuenta al Putumayo. Partió en la primera semana de febrero y el 11 llegó de nuevo a Sibundoy. Por lo que le habían dicho sus contactos en la embajada, le quedaban tres meses para continuar sus pesquisas en el terreno de la botánica tropical. Implicaron que después de ese lapso, la guerra lo absorbería.
+Su beca del Consejo Nacional de Investigaciones le exigía un estudio general de las plantas medicinales y tóxicas empleadas por las tribus indígenas del alto Putumayo, y en el curso de su trabajo esperaba identificar de una vez por todas el yoco. Su misión precisa, sin embargo, era unirse a la búsqueda de las fuentes botánicas del veneno para flechas y dardos conocido en el Amazonas como el curare. Encontrar e identificar esas plantas era una prioridad máxima de la medicina.
+En 1935 un químico inglés, Harold King, había aislado por primera vez uno de sus principios activos, la d-tubocurarina. Desde tiempo atrás, los experimentos habían demostrado que este veneno paralizante era un relajante muscular en extremo eficaz. Según los investigadores, se podría usar en la cirugía en combinación con los anestésicos, salvando así miles de vidas. Pero sólo hasta tanto se descubriera su identidad botánica y se obtuviera una fuente constante del veneno no podrían avanzar las investigaciones.
+La ruta de Schultes lo llevaría de Sibundoy a Mocoa, y Putumayo abajo hasta la confluencia del río Sucumbíos, y luego río arriba hasta la tierra de los cofanes, quienes tenían la reputación de ser los mejores fabricantes de veneno del Amazonas. De allí se abriría camino mil seiscientos kilómetros hasta la frontera colombo-brasileña donde, si todo iba bien, esperaba conseguir un vuelo de regreso a Bogotá en el puesto militar de Tarapacá.
+*
+De todos los misterios del Nuevo Mundo, eran pocos los que inspiraban mayor temor en los primeros exploradores que la leyenda y realidad de la muerte voladora. En una época en la que las armas de fuego estaban en su infancia y en que todavía se peleaba en las batallas con lanzas y espadas, la existencia de venenos vegetales que podían matar en silencio y con discreción planteaba una formidable amenaza psicológica y física. Cristóbal Colón en las costas de Trinidad en 1498, Vicente Pinzón en las bocas del Amazonas en 1500, Sir Walter Raleigh en su búsqueda de El Dorado en las riberas del Orinoco, y casi todos los exploradores europeos habían contado relatos de plantas cargadas de «frutos malignos» y de un veneno negro que hacía que las heridas se enconaran y supuraran. Según le escribió Gonzalo Fernández de Oviedo a Carlos V, incluso si un hombre dormía debajo de un árbol venenoso, «al despertar tiene la cabeza y los ojos tan hinchados que los párpados se pegan a las mejillas. Y si por acaso cae una gota de rocío en sus ojos, queda su vista por completo destruida».
+Durante sus cinco expediciones Orinoco arriba, Sir Walter Raleigh vio de primera mano los efectos de la planta. Era una temible poción que los indios llamaban ourari, o matadora de pájaros. En la crónica de sus viajes, Raleigh informó que quienes se exponían al veneno sufrían «una muerte repulsiva y lamentable, expirando a veces en estado de completa locura, y otras expulsando las entrañas de sus vientres: poniéndose de inmediato negros como el carbón y en forma tan ofensiva que nadie puede curarlos». Existía un antídoto, afirmó, pero añadió que, por más que se les torturara, era imposible arrancarles el secreto a los «agoreros y sacerdotes… que lo esconden y sólo lo revelan… a sus hijos».
+El conocimiento del curare no aumentó en forma apreciable hasta el siglo XVIII, cuando el matemático francés Charles-Marie de la Condamine, enviado a América para determinar el tamaño y la forma de la Tierra, se convirtió en el primer científico que recorrió todo el Amazonas desde su nacimiento hasta su desembocadura. La primera tarea de la expedición, iniciada en el altiplano ecuatoriano en 1736, era medir el ecuador para calcular con precisión la longitud de un grado de latitud, dato esencial no sólo para el progreso de la navegación sino para comprobar si la Tierra era plana en los polos o en el ecuador. El trabajo le llevó casi una década entera y fue sólo en marzo de 1743 cuando La Condamine hizo su observación astronómica final. Para volver por fin a Francia, el intrépido explorador decidió dirigirse hacia el este por el Amazonas. Aunque su misión en el altiplano había sido coronada con éxito, hoy se le recuerda más por su posterior viaje de cuatro meses por el río, que por los siete años de arduas mediciones.
+Después de cruzar los Andes y llegar a la misión jesuita de Borja, sobre el alto río Marañón, en lo que hoy es parte del Perú, continuó por el Huallaga y luego por el Ucayali, cada vez más encantado por «este mar de agua dulce, que penetra por todas partes en la penumbra de la inmensa selva». Fuera de importantes descubrimientos geográficos, incluida la sugerencia profética de que los ríos Amazonas y Orinoco estaban unidos por una vía fluvial, La Condamine observó y recolectó plantas medicinales, entre ellas la quina, y fue el primer europeo que apreció el valor del caucho, al que dio forma de bolsas para proteger sus instrumentos científicos. También describió el empleo del curare, según él «un veneno tan activo… que cuando está fresco mata en menos de un minuto a cualquier animal en cuya sangre haya penetrado». Anotó que algunas tribus elaboraban venenos para flechas con las raíces y hojas de treinta plantas diversas, y que otras empleaban sólo tres o cuatro. Muchas poseían una diversidad de venenos, cada uno de diferente composición, y sus posteriores experimentos en Europa revelaron que las diferentes clases de curare variaban en potencia. Dio pues las primeras indicaciones sobre la complejidad de los preparados, una variación que confundiría a los etnobotánicos durante casi dos siglos.
+La identidad botánica de las plantas originarias se convirtió en tema de intensa especulación. Durante su exploración de las Guayanas en 1769, el médico Edward Bancroft se convirtió en el primer científico en observar la elaboración del veneno. Describió una receta compleja, que incluía numerosas plantas, muchas de las cuales La Condamine no había mencionado. Treinta años después, al regresar de sus exploraciones en el Perú con Antonio Pavón, identificó un bejuco usado para hacer el curare como la Chondrodendron tomentosum. Alexander von Humboldt tuvo noticia de esta definición, pues consultó a Ruiz en España en 1799, en vísperas de su épico viaje a América. Un año después, sin embargo, en la ribera del Orinoco, cerca del puesto de avanzada venezolano de Esmeraldas, Humboldt y Aimé Bonpland presenciaron la preparación del curare e informaron que la fuente no era la Chondrodendron sino un bejuco del género Strychnos, una planta relacionada con la nux vomica, la fuente de la estricnina en las Indias Orientales.
+En un intento por resolver el problema de una vez por todas, el excéntrico plantador inglés Charles Waterton partió solo en un viaje a través del corazón de las Guayanas. Recorrió el río Demerara, pasó por tierra al Esequibo y luego cruzó las montañas Kanuku para ir al río Branco que, al unirse al río Negro, llega hasta el Amazonas. En el camino, este intrépido y algo cómico amante de los animales capturó una boa de tres metros con un puñetazo en el hocico y luego dominó a un caimán al saltarle sobre el lomo, darle la vuelta y embotar sus sentidos masajeándole el vientre. Su trabajo con el curare fue más serio. Con los indios macusis anotó las prohibiciones rituales que limitaban la preparación del veneno e hizo relación detallada de los ingredientes: pimienta roja y diferentes raíces, hormigas venenosas, los colmillos molidos de las mortales laquesidas y mapanares y la corteza raspada del wourali, un bejuco selvático «tan grueso como el cuerpo de un hombre». El producto final, informó, era una brea pegajosa, resultado de una lenta concentración a fuego lento.
+Estando aún en la selva, Waterton hizo varias observaciones decisivas. Anotó que las cantidades de veneno requeridas para matar eran proporcionales al tamaño de la presa. Un jabalí herido en la cara moría después de dar ciento setenta pasos. Un perro herido en un muslo sobrevivía quince minutos. Un buey herido tres veces fallecía en menos de media hora. En cuanto a los antídotos vegetales, Waterton dedujo correctamente que no existía ninguno. Indicó, sin embargo, que «el viento introducido en los pulmones de la víctima por medio de un fuelle reviviría al paciente envenenado, siempre y cuando la operación continuara durante el tiempo necesario». Nadie sabe cómo se le ocurrió a Waterton tan clarividente idea. En el mismo momento en que la registraba en su diario en las selvas de Guayana, los experimentos de Benjamin Brodie y Edward Bancroft en Inglaterra demostraban de hecho que el único antídoto eficaz era la respiración artificial, sostenida hasta que pasara el efecto del veneno. Era imposible que Waterton tuviera conocimiento de tales experimentos, y debemos presumir que supo de esta técnica por sus anfitriones indígenas.
+Meses después, al volver a Inglaterra, el mismo Waterton inició una serie de extraordinarios estudios del curare, al administrar el veneno a docenas de animales de diferentes tamaños, desde las gallinas hasta los bueyes y las mulas. En todos los casos el veneno llevado de Guayana demostró ser mortal, ocasionando la muerte en menos de veinticinco minutos. Para ese momento Waterton ya conocía los trabajos de Brodie y Bancroft, y una mañana decidió ensayar su técnica. Empezó por inyectar el veneno en el hombro de una burra. En diez minutos el animal parecía muerto. Siendo bastante hábil con el bisturí, hizo una pequeña incisión en el gaznate de la bestia y comenzó a inflar sus pulmones con un fuelle. La burra revivió. Al detener la corriente de aire, sucumbió de nuevo. Reanudó entonces la respiración artificial y la mantuvo hasta que desapareció el efecto del veneno. Después de dos horas, la burra se incorporó y se marchó. Este tratamiento fue un momento crucial en la historia de la medicina. Al demostrar que el curare causaba la muerte por asfixia y que se podía mantener con vida a la víctima mediante la respiración artificial, Waterton, como antes Brodie y Bancroft, demostraron los posibles empleos terapéuticos de ese relajante muscular en la medicina moderna.
+Desde ese momento la investigación tomó dos cursos distintos. Por un lado, la comprensión de los efectos físicos del veneno crudo avanzó a ritmo regular. Para la década de 1850, el fisiólogo francés Claude Bernard había revelado con precisión cómo mataba el veneno. Los impulsos del cerebro en el cuerpo activan las puntas de los nervios y producen una sustancia química llamada acetilcolina, que a su turno estimula los músculos. En una serie de experimentos clásicos, Bernard demostró que el curare bloquea la transmisión de los impulsos nerviosos a los músculos, precipitando así la parálisis. Este descubrimiento tuvo aplicaciones clínicas inmediatas. Durante el resto del siglo XIX, el curare se usó para tratar enfermedades que causaban severos dolores y contracciones musculares. Los resultados variaron, en gran parte porque los preparados no eran consistentes. Mientras los médicos victorianos administraban venenos amazónicos en rama a víctimas de rabia y de tétanos, ningún botánico había logrado identificar los componentes silvestres. A diferencia de los avances médicos, el ritmo de los descubrimientos botánicos fue lento.
+Desde la época de Karl Friedrich Philipp von Martius, quien viajó al noroeste del Amazonas en 1820, los exploradores de plantas habían reconocido que el curare tenía dos fuentes botánicas principales. En las Guayanas y hacia el sur, pasando la frontera brasileña hasta el bajo Amazonas, las principales plantas parecían ser especies del Strychnos, exactamente como Humboldt había informado en 1800. Veinte años después de que Waterton recorriera las Guayanas, el botánico Robert Schomburgk confirmó que el curare de los indios macusis procedía de la Strychnos toxifera. En el Amazonas occidental, sin embargo, prácticamente todos los informes sugerían que los venenos de flecha se elaboraban con especies del Chodrodendron y con plantas afines del género Menispermum.
+Para las últimas décadas del siglo XIX, la situación había alcanzado el absurdo. Los médicos pedían cada vez más el relajante muscular para usos clínicos, y exigían un suministro uniforme. En el vacío creado por la ignorancia botánica irrumpió el alemán Rudolph Boehm, quien clasificó el curare no sobre la base de las fuentes botánicas, en gran parte aún desconocidas, sino de acuerdo con las clases de envases en que llegaba el veneno. Para ser ecuánimes, existía cierta justificación de esto. El curare de tubo, como se le llamaba, llegaba envasado en cañas y por lo general estaba hecho con el Chodrodendron tomentosum. El curare de totuma generalmente se elaboraba con el Strychnos toxifera como ingrediente principal. El curare de olla, que llegaba en vasijas de barro, a menudo era el Strychnos castelneana, base de los venenos estudiados por La Condamine. En general, sin embargo, este método de clasificación era tan razonable como determinar la calidad de un vino no por la cosecha sino por el tamaño y forma de la botella.
+Para el momento en que apareció Schultes, los efectos biológicos del curare se comprendían desde un siglo antes. Los conocimientos botánicos eran, al contrario, todavía embriónicos, y la calidad y variabilidad de los suministros seguían siendo un gran obstáculo para la investigación. En 1935, cuando Harold King aisló por primera vez la d-tubocurarina, el principal alcaloide paralizante, lo hizo empleando una muestra de curare en rama de tubo que llevaba veinte años en el sótano del Museo Británico. No tenía ni la menor idea de la identidad de la fuente botánica. Los estudios taxonómicos que determinarían finalmente las especies básicas del curare empezaron en 1939 en el Jardín Botánico de Nueva York, pero no fueron publicados sino en 1942, y sólo en 1943 producirían los investigadores de Harvard la d-tubocurarina de muestras botánicas apropiadamente definidas.
+En este vacío entró Schultes, acompañado por un lejano camarada que tenía un pasado pintoresco. Richard Gill, hijo de un médico de Washington, se dio cuenta, a principios de la década de 1920, de que la medicina no le interesaba. Se embarcó en un carguero de servicio irregular, trabajó en un puesto ballenero en las Georgias y terminó por conseguir un trabajo con una compañía cauchera en América del Sur. Encantado por la belleza exótica de las montañas y los bosques del Ecuador, dejó el trabajo y emprendió con su esposa Ruth una jornada de ocho meses en busca del sitio perfecto para establecer una hacienda.
+La fundaron en 1929 en la vertiente oriental de los Andes, en el alto Pastaza, no muy lejos del pueblo de Baños. Vivieron en la selva durante tres años, se hicieron amigos de los indios canelos quechuas y estudiaron la extraordinaria farmacopea indígena. Y fue así como, por su sensibilidad e interés, se convirtió Gill en un etnobotánico.
+En 1932, poco antes de que regresara a los Estados Unidos de vacaciones, Gill se cayó de un caballo, accidente que culpó después de la aparición de los síntomas neurológicos que en 1934 lo dejaron casi completamente paralizado. El diagnóstico médico fue de esclerosis múltiple, dictamen que nunca aceptó. Durante la lenta recuperación, uno de sus médicos le sugirió que suministros regulares de curare podían aliviar los dolorosos espasmos musculares que lo afligían, y desde ese momento, en un acto supremo de firmeza y voluntad, prometió solemnemente regresar a la selva y obtener la droga que los científicos habían buscado durante tanto tiempo.
+Después de meses de la fisioterapia que se impuso a sí mismo, empezó a sentir sus dedos. Al cabo de dos años pudo caminar. Después de cuatro, con la ayuda de un sólido bastón, se internó en la selva ecuatoriana a la cabeza de una enorme expedición etnobotánica. A veinte días a pie de su hacienda, estableció un campamento central, donde permaneció cuatro meses, y para fines de 1938, justo cuando Schultes terminaba su trabajo en Oaxaca, Richard Gill volvió a los Estados Unidos con muestras auténticas, así como con veinticinco libras de curare en rama. Las colecciones incluían tres especies de Menispermum, la Chondrodendron iquitanum, la C. tomentosum y la Sciadotenia toxifera, así como la Strychnos toxifera, que los indios quechuas consideraban ingrediente menor. Había por fin materiales aceptables. En la Universidad de Nebraska se uniformaron extractos de las colecciones de Gill en 1939, poniéndolos así al servicio para el tratamiento de una cantidad de aflicciones musculares y neurológicas, y en enero de 1942, en Montreal, Harold Griffith usó extracto de curare para inducir la relajación muscular de pacientes bajo anestesia general. Seis meses después, él y Enid Johnson publicaron un trabajo que revolucionaría la cirugía moderna. Revelaron que mediante la administración de la d-tubocurarina a los pacientes, era posible rebajar el nivel de anestesia, reduciendo así los riesgos de la anestesia general y la náusea y vómitos postoperatorios. En los siguientes cincuenta años, la d-tubocurarina salvó más vidas que las que el curare jamás había quitado.
+Todo esto permanecía desconocido para Schultes, quien empezó su propia búsqueda de los venenos del Putumayo en 1942. Al iniciar su exploración, una jornada que revelaría no menos de catorce fuentes del curare, lo hizo lleno de toda la excitación y expectación del científico que está al borde de un descubrimiento.
+*
+En menos de dos semanas de su partida de Bogotá, Schultes realizó uno de los hallazgos más importantes de su carrera, aunque en ese momento sólo tuviera un vago e intuitivo sentido de su importancia. Y lo que es más, tenía muy poco que ver con el curare. Al dejar Sibundoy el 18 de febrero, él y el joven Pedro Juajibioy cruzaron la Cordillera Portachuelo acompañados de un minero de carbón, sueco, de apellido Hansen que tenía un campamento al sur de Mocoa sobre el río Uchupayaco. Schultes estableció su base allí y, dejando la mayor parte de sus provisiones al cuidado de Hansen, caminó dos días hasta Puerto Limón, una aldea ingano sobre el río Caquetá. Allí estuvo una semana describiendo los árboles usados para hacer armas y canoas, y las variedades de palmas usadas como alimento y techumbre. Hizo una segunda recolección estéril de yoco, observó las aráceas trituradas para tratar las picaduras de las rayas, las raíces cocidas para calmar la histeria y el látex del higuerón que los niños beben en lugar de la leche. Encontró por primera vez el árbol de los escalofríos, el chiricaspi, la planta que cerca de treinta años después casi mata a Tim Plowman y a Pedro en el río Guamués. Era, según anotó Schultes con su característico eufemismo, un «severo intoxicante».
+También recolectó yagé, y en la noche del 28 de febrero de 1942, escribió estas notas:
+Algunos beben el yagé con frecuencia, otros rara vez. Produce una violenta purga y a menudo actúa como vomitivo. Muy amargo. Algunos dicen que los efectos posteriores son de regocijo, serenidad y bienestar; otros, que produce un largo malestar y dolor de cabeza. Raspan la corteza del yagé y calientan en agua pequeños trozos. Luego lo beben. Lo consumen solos o en pequeños grupos y en las casas, donde a menudo hay un enfermo que debe ser curado. El curandero lo bebe para ver la hierba o hierbas indicadas para el enfermo. Por lo general lo toman solo, pero en Puerto Limón a menudo lo consumen junto con la corteza de otro bejuco, la chagropanga. Se dice que tienen hojas casi iguales, pero que la liana es más dura y fuerte.
+Schultes no estaba seguro de cómo interpretar esto, pero dos temas lo intrigaron. Primero se dio cuenta de que los curanderos adoptaban el yagé como medio visionario y como fuente de enseñanzas. Era la planta la que hacía el diagnóstico. Se trataba de un ser viviente, y el ingano reconocía su resonancia mágica tan reflexivamente como aceptaba él los axiomas de su propia ciencia. En segundo lugar, había en ello muestras de una experimentación empírica pura que no había visto nunca antes. En Oklahoma y en México, y más recientemente entre los kamsás de Sibundoy, había visto que las plantas psicoactivas se bebían solas, sin ninguna combinación con otros elementos. Pero allí, sus informantes inganos, incluso un anciano llamado Zacarías Zambrano, insistían en que al manipular los ingredientes de los preparados —en este caso añadiendo una planta llamada chagropanga— era posible modificar la naturaleza de la experiencia.
+Schultes no puso en tela de juicio los informes; en lugar de ello, pidió probar él mismo el preparado. Bebió primero una infusión hecha únicamente con la corteza del bejuco Banisteriopsis caapi. Las visiones que le produjo eran azules y púrpura, pequeñas y lentas olas ondulantes. Unos días después, también en Puerto Limón, probó el yagé mezclado con la chagropanga. Tuvo un efecto eléctrico; rojos y oros deslumbrantes en diamantes que giraban como bailarines en la punta de distantes carreteras. Si el yagé solo daba la sensación de un lento girar del cielo, al añadirle la chagropanga causaba explosiones de pasión y sueños que se hundían uno en otro hasta que finalmente, en la mañana vacía, sólo permanecían los pájaros, escarlata y carmesí, contra el sol naciente.
+Dio la casualidad de que Schultes había tropezado con un hecho de alquimia chamánica sin paralelo en el Amazonas. Los ingredientes psicoactivos de la corteza del yagé son los beta-carbolíneos harmine y harmaline. Hace mucho tiempo, sin embargo, los chamanes del noroeste amazónico descubrieron que se podían ampliar dramáticamente sus efectos añadiendo unas cuantas plantas secundarias. Este es un importante rasgo de muchos preparados tradicionales, y se debe en parte al hecho de que diferentes compuestos químicos en cantidades relativamente pequeñas pueden hacerse mutuamente más potentes.
+En el caso del yagé, se han identificado hasta la fecha cerca de veintiún añadidos. Dos de estos son de particular interés. La Psychotria viridis es un arbusto de la familia del café. La Chagropanga es la Diplopterys cabrerana, un bejuco selvático con relación cercana al yagé. Al contrario de este, ambas plantas contienen triptaminas, potentes compuestos psicoactivos que al ser fumados o aspirados producen una intoxicación intensa y muy rápida, caracterizada por asombrosas imágenes visuales. La sensación es como la de ser disparado por el largo cañón de un rifle adornado con pinturas barrocas, para aterrizar luego en un mar de electricidad. Ingeridos oralmente, sin embargo, estos potentes compuestos no producen ningún efecto, pues una enzima propia del intestino humano, la monoamina oxidasa —MAO—, los neutraliza. Las triptaminas se pueden ingerir por via oral sólo si se combinan con un inhibidor del MAO, y, para asombro de muchos, los beta-carbolinos del yagé son precisamente inhibidores de esa clase. En esta forma, cuando el yagé se combina con alguna de las dos plantas agregadas, el resultado es un potente efecto sinérgico, una versión bioquímica de una totalidad mayor que la suma de sus partes. Las visiones, tal como los indios le prometieron a Schultes, se hicieron más brillantes, y los tonos azules y púrpura se expandieron hasta cubrir todo el espectro del arcoíris.
+Lo que asombró más a Schultes fue menos el efecto puro de las drogas —para ese entonces, después de todo, se estaba acostumbrando a la inmersión de su conciencia en el color— que el implícito problema intelectual planteado por esos complejos preparados. La flora amazónica contiene, literalmente, decenas de miles de especies. ¿Cómo aprendieron los indios a identificar y combinar en forma tan refinada estas plantas morfológicamente distintas, que poseían propiedades químicas tan peculiares y complementarias? La explicación científica tradicional es el tanteo —término razonable que puede muy bien dar razón de ciertas innovaciones—, pero en otro nivel, como comprobó Schultes después de pasar más tiempo en la selva, es un eufemismo que esconde el hecho de que los etnobotánicos tienen una idea muy vaga de cómo los indios hicieron sus descubrimientos en primer lugar.
+El problema del tanteo, de la prueba por eliminación, es que la elaboración de los preparados a menudo implica procedimientos muy complejos o rinde resultados de escaso o ningún valor. El yagé es un bejuco incomible y sin caracterísicas definidas que rara vez florece. Es cierto que su corteza es amarga, lo cual a menudo es indicio de sus propiedades medicinales, pero no lo es más que cientos de otras lianas de la selva. La infusión de la corteza causa severos vómitos y diarrea, condiciones que desalentarían cualquier experimentación adicional. Pero los indios no sólo persistieron sino que se hicieron tan hábiles en la manipulación de los diferentes ingredientes que los chamanes desarrollaron individualmente docenas de recetas, cada una de las cuales producía diversas potencias y matices que se usaban con propósitos ceremoniales y rituales específicos. En el caso del curare, Schultes descubrió que la corteza raspada se coloca dentro de una hoja en forma de embudo, colgada entre dos lanzas. Se le echa agua fría y el jugo resultante se recoge en una vasija de barro. El oscuro líquido se calienta a fuego lento hasta que al hervir se vuelva espumoso, y se enfría para luego ser recalentado hasta que gradualmente se forme en la superficie una gruesa nata viscosa. Esta se retira y se unta en las puntas de los dardos o las lanzas, que después se secan al fuego. El procedimiento es en sí mismo poco refinado. Lo que no es normal es que se pueda beber el veneno sin que cause daño alguno. Para que sea eficaz debe entrar en la corriente sanguínea. La comprensión de parte de los indios de que esta sustancia oralmente inofensiva, derivada de una pequeña cantidad de plantas selváticas, podía matar al penetrar en los músculos era de gran profundidad y, como tantos otros descubrimientos suyos, difícil de explicar por el método del tanteo.
+Los indios tenían, como es natural, sus propias explicaciones, ricos relatos cosmológicos que desde su punto de vista eran perfectamente lógicos: plantas sagradas que habían llegado aguas arriba por el Río de la Leche en el vientre de la anaconda, pociones preparadas por jaguares, las flotantes almas de los chamanes muertos desde el principio de los tiempos. Como científico, Schultes no tomaba estos mitos de manera literal, pero sí le sugerían un cierto delicado equilibrio. «Eran ideas», escribiría medio siglo después, «de un pueblo que no distinguía entre lo sobrenatural y lo pragmático». Los indios, se dio cuenta, creían en el poder de las plantas, aceptaban la existencia de la magia y reconocían la potencia del espíritu. Las ideas mágicas y místicas eran parte de la estructura misma de su pensamiento. Sus conocimientos botánicos no podían separarse de su metafísica. Incluso la forma en que ordenaban y clasificaban su mundo era fundamentalmente diferente.
+Fue en Sibundoy, camino al Putumayo, donde Schultes descubrió que los indios no diferenciaban el verde del azul. «Para ellos», le había explicado el padre Marcelino, «el cielo es verde y la selva es azul. La bóveda protege sus vidas, y el cielo que está más allá, rara vez visto, protege a los vivos contra la oscuridad exterior». Este extraño concepto persistió latente en su imaginación al penetrar en la selva, y salió a luz cuando se enfrentó a un nuevo enigma botánico: la manera como los indios clasificaban las plantas. Los inganos de Puerto Limón, por ejemplo, reconocían siete clases de yagé. Los sionas tenían dieciocho, que distinguían basándose en la fuerza y color de las visiones, la historia comercial de la planta y la autoridad y linaje del chamán. Ninguno de estos criterios tenía una explicación botánica, y en la medida en que Schultes pudo percibir, todas las plantas estaban relacionadas con una especie, la Banisteriopsis caapi. Pero los indios podían determinar fácilmente las diferentes variedades, incluso a considerable distancia en la selva. Más aún, individuos de diferentes tribus, separadas por vastas extensiones, identificaban esas mismas variedades con asombrosa regularidad. La historia del yoco, el estimulante con contenido de cafeína, era parecida. Fuera del yoco blanco y del colorado, Schultes recolectó el yoco negro, el yoco del jaguar, el yagé-yoco, el yoco de las brujas, catorce diferentes categorías, ninguna de las cuales podía determinarse según las reglas de su propia ciencia.
+Aunque entrenado en la mejor institución botánica de los Estados Unidos, después de un mes en el Amazonas se sintió cada vez más como un principiante. Los indios sabían mucho más. Había ido a América del Sur porque quería encontrar los dones del bosque pluvial: las hojas que curan, las frutas y semillas que nos proporcionan los alimentos que consumimos, las plantas que podían transportar a una persona a reinos más allá de la imaginación. Pero también había descubierto que al develar los conocimientos indígenas, su tarea no era sólo identificar nuevas fuentes de riqueza, sino comprender una nueva visión de la vida misma, una manera profundamente diferente de vivir en la selva.
+*
+En la primera semana de marzo, Schultes se llevó estos pensamientos del Caquetá y, en mula, se dirigió hacia el sur por el camino de los capuchinos, llegando a Puerto Asís, donde empieza la navegación en el Putumayo, el 8 de marzo. Aunque proclamado en la prensa bogotana como «emporio de riqueza y baluarte de la integridad territorial colombiana», el pueblo era una adormilada misión capuchina animada de vez en cuando por el movimiento de las provisiones militares que se filtraban por la frontera para sostener a las tropas ecuatorianas en su guerra fronteriza contra el Perú.
+Schultes se quedó dos semanas con los padres en Puerto Asís, y luego bajó ciento sesenta kilómetros por el Putumayo hasta Puerto Ospina, un puesto militar localizado en la desembocadura del río Sucumbíos. Allí tuvo la suerte de encontrar al coronel Gómez Pereira, el oficial colombiano responsable de la seguridad en las tierras fronterizas. Al mencionarle su deseo de ir hasta el alto Sucumbíos, el militar ofreció montar una expedición. El Sucumbíos —o el San Miguel, como los capuchinos insistían en llamarlo— nace en la vertiente oriental de los Andes y durante la mayor parte de su curso constituye el límite entre Ecuador y Colombia. Según el coronel, hacía mucho tiempo que se debía haber hecho un patrullaje de la frontera. Fue así como el 27 de marzo de 1942, escoltado por el Ejército colombiano, se dirigió Schultes río arriba hacia el territorio de los cofanes.
+La lancha militar era el Mercedes, un viejo barco del Amazonas, estrecho de manga, con un techo plano de lata y un casco apenas podrido lo suficiente como para mantener atenta a la tripulación. Había seis personas a bordo fuera de Schultes y del coronel, incluido un muchacho de doce años que se había fugado de Pasto. De noche dormían en hamacas colgadas una sobre otra; de día los soldados se apiñaban en torno al timón o se mantenían activos lavando la sentina o reparando el motor, que carraspeaba y chisporroteaba y, de vez en cuando, arrojaba aceite en la cocina. Pescaban, comían arroz y plátanos cocinados con agua del río, y cazaban lo que podían, cortando la carne en la cubierta trasera y tirando las vísceras en la estela del barco.
+Schultes pasó la mayor parte del viaje en el techo, bajo el ardiente sol, trabajando con sus plantas y, con la ayuda del coronel, aprendiendo los rudimentos de la lengua cofán. Gómez Pereira era un hombre educado, diestro lingüista, conocedor de la historia local y muy favorablemente dispuesto hacia los indios. Por él supo Schultes lo poco que se sabía sobre los cofanes. Aislados al pie de las montañas, hablaban un lenguaje que con su extraña estructura de oclusiones glóticas, no estaba emparentado con ninguna otra lengua viva. En ella la palabra «cofán» no quería decir nada; era simplemente el término que los mercaderes y primeros misioneros españoles usaron para describir a la tribu. Algunos pensaban que se derivaba de ofanda, palabra que en el dialecto de los sucumbíos designa la madera de las cerbatanas, referencia quizás a su reputación como fabricantes de venenos. La palabra para sí mismos era simplemente a’i, que quiere decir, sencillamente, «el pueblo».
+Antes de la llegada de los españoles, los cofanes habían sido una tribu poderosa, de hecho una nación pequeña, lo suficientemente fuerte como para provocar la ira del inca Huayna Cápac, quien les hizo la guerra en su intento por extender su imperio hacia el norte. Para la época en que llegaron los jesuitas, en 1602, los conquistadores habían acabado con el oro en las arenas del alto Aguarico y del alto Sucumbíos, y la esclavitud y las enfermedades habían reducido la población a veinte mil. Para mediados del siglo XIX, cuando Colombia y Ecuador trazaron mapas de sus llanuras orientales, los geógrafos describieron a los cofanes como una tribu belicosa, de unas dos mil personas, cantidad que permaneció más o menos constante hasta 1899 cuando, después de una ausencia de más de dos siglos, volvieron los misioneros. El último golpe había tenido lugar en 1923, cuando una epidemia de sarampión, introducida por los capuchinos, se llevó a la mitad de la tribu. Ahora, le dijo el coronel a Schultes, eran menos de quinientos.
+Los sobrevivientes eran ribereños que vivían en casas dispersas y pequeñas comunidades, y que sólo se internaban en la selva para cazar y buscar plantas medicinales. Se orientaban en el espacio por el flujo de los ríos, en el tiempo por los ciclos de maduración de los frutos de ciertos árboles, por los que elaboraban su año calendario. Había cuatro aldeas en el Ecuador, sobre el río Aguarico, igual número en las riberas del Sucumbíos y dos en el río Guamués, el siguiente afluente en Colombia. Su territorio se extendía por ciento veinte kilómetros a lo largo de los ríos y tenía una anchura que no alcanzaba los sesenta y cinco kilómetros. Era como si toda una tradición se hubiera reducido a una fila de pequeñas poblaciones aferradas a las márgenes de tres ríos olvidados. La idea del coronel de formar una patrulla fronteriza era algo improvisada. Con su bandera de Colombia colgando flácida del asta, el Mercedes avanzaba poco a poco río arriba, deteniéndose en cada claro lo suficiente para que el coronel les diera la mano a los ancianos del lugar, les entregara unos pocos machetes y ollas de aluminio y, en ocasiones, distinguiera a la esposa de un jefe con un corte de tela. En las paradas Schultes recolectaba lo que podía, y entre una y otra trabajaba en su lista de nombres locales de las plantas. Durante la primera mitad de la jornada los nombres que figuran en sus cuadernos son en su mayor parte ingano y siona, muy pocos están en cofán. Luego, después del 29 de marzo, todos están en esta última lengua. Ese día llegó a Quebrada Conejo, a más de doscientos kilómetros de Puerto Ospina.
+El Mercedes atracó en una playa un poco aguas abajo de un desembarcadero donde había varias piraguas atadas al pie de un banco lodoso cubierto de campanillas. El coronel ordenó a la tripulación permanecer a bordo, mientras él y Schultes trepaban por la resbalosa trocha y atravesaban sembrados de yuca y maní hasta un claro que se abría a noventa metros del río. Chontaduros y otros árboles frutales matizaban el borde de la selva, y por todos lados había muestras del prodigioso desorden de los huertos indígenas: grupos de caña y plátanos, marañones, achiotes y papayos, batatas y calabazas enredadas en torno al pie de altos borracheros. Las casas en mitad del claro estaban levantadas sobre plataformas de guadua con techos de paja y paredes de guadua partida. Algunas eran abiertas y Schultes pudo ver las siluetas borrosas de mujeres acurrucadas junto a los fogones.
+Pasaron varios minutos antes de que alguien saliera a saludarlos. El hombre que lo hizo se presentó solo. En un instante Schultes se dio cuenta de que los curanderos inganos y kamsás habían aprendido a vestirse. El chamán cofán era un anciano, y llevaba un cushma de tela azul brillante ordinaria que caía como un manto bastante más abajo de las rodillas. Lucía en el cuello montones de collares de cuentas de colores, semillas y conchas, dientes de jaguar y colmillos de jabalí, que caían en círculos concéntricos hasta la mitad del pecho. De cara ancha, tenía las cejas depiladas y pintadas, los labios teñidos de azul añil, las chatas y planas narices decoradas con una pluma azul de guacamaya incrustada en el tabique. En toda la frente y en ambas mejillas exhibía complicados diseños de líneas y puntos naranjas y azules, motivos que parecían sacados de visiones.
+Tenía también cañas y plumas en los lóbulos de las orejas. Se había cortado el pelo muy corto, para que creciera uniforme, de tal manera que de cada lado cosquilleaba la punta de sus orejas. En la cabeza lucía un espléndido tocado de plumas, con una banda iridiscente de plumas de colibrí turquesa, un círculo de pechos rojos y blancos de tucán, y una corona de plumas verdes de cotorra que, al moverse, daba la impresión de ser un extraño halo. De ella surgía un abanico de cinco plumas escarlata de tucán. Dos largas bandoleras de semillas selváticas se le entrecruzaban sobre el pecho, pieles de iguana y hojas ceñían sus muñecas, y grandes melenas de fibra de palma colgaban de la parte superior de ambos brazos. Cuando se dio vuelta para guiar al coronel hacia el centro de la aldea, Schultes pudo ver la larga cola de plumas de cotorra que le cubría la espalda.
+—Imagínese su aspecto cuando se visten de gala —le dijo el coronel al ascender por la escalera de troncos de la casa del anciano.
+El chamán, cuyo nombre español era Miguel, los invitó a sentarse a su lado. Apareció una mujer con una totuma de chicha. Se arrodilló frente al coronel, metió los dedos en el líquido para quitarle unas fibras gruesas y le ofreció amablemente la totuma. El coronel aceptó con la cabeza y bebió la chicha de un solo trago, separando las fibras con los dientes. Cuando terminó, se agachó y escupió por una rendija en el piso.
+—Anduche kiiki —dijo. La mujer sonrió. Era bella, como los hombres. Lucía collares y plumas y diseños de color en la cara.
+—Esta es una bebida de banano —le dijo a Schultes el coronel—. Bébala.
+Schultes y el chamán bebieron por turnos. Después de varios tragos de sabor dulce y ligeramente alcohólico, se suavizó la postura algo tiesa del chamán y pronunció unas pocas palabras en español. Intercambió regalos con el coronel, y después de un intervalo prudente, Schultes mencionó el propósito de su viaje. El chamán no sólo no se mostró receloso, sino que actuó como si la visita de un estudioso de las plantas fuera la idea más razonable que jamás le había oído decir a un blanco. Luego, al acercarse la noche, uno de los jóvenes llevó una totuma más pequeña, que el chamán aceptó indiferente. Bebió y devolvió la totuma vacía. Cuando esta llegó, llena, a manos de Schultes, observó los adornos rituales en torno al borde y el aguado líquido de un ocre verdoso que contenía. Estaba a punto de beber cuando sintió la mano del coronel en la muñeca.
+—Creo que es va’u —dijo en voz baja. Se inclinó luego y susurró algo al oído de Schultes. El chamán se esforzó por entender. Schultes se apartó del coronel y, con la mayor cortesía que pudo demostrar, le devolvió la totuma al joven. Al recobrar la calma, se dio cuenta de que había estado a punto de beber una infusión de borrachero, la más peligrosa de todas las plantas alucinógenas, y de que ahora estaba viviendo con una gente que tomaba la droga con la tranquilidad de un inglés que toma té.
+*
+La mañana siguiente el Mercedes partió temprano, como estaba previsto, dejando a Schultes libre para completar su recolección y regresar por su cuenta a Puerto Ospina. Schultes se despidió del coronel en la ribera y se internó de inmediato en la selva con el chamán Miguel.
+Para comprender lo que sucedió entonces, hay que tener un cierto sentido del momento histórico. Los cofanes, que vivían aislados en el alto Sucumbíos, habían tenido muy poco contacto con el mundo exterior. Los pocos blancos que habían conocido, la mayor parte misioneros, soldados, caucheros y uno que otro explorador, habían visto su sociedad y la selva, por lo general, con temor y desprecio. Sólo una década antes, el padre capuchino Gaspar de Pinell había descrito con perfecta santurronería su viaje a una tierra donde «los altos árboles cubiertos de lúgubres excrecencias y musgos forman una cripta tan triste que al viajero le parece estar caminando por un túnel de fantasmas y hechiceras. Allí, lejos de la civilización y rodeados de indios que de un momento a otro podían matarnos para servirnos como tiernos bocados en una de sus macabras fiestas, pasamos días de dichosa espiritualidad».
+El oficial y explorador inglés Thomas Whiffen, cuyo libro había leído Schultes, escribió que la selva era «un enemigo horrible, de muy maligna disposición y malevolencia innata. La vegetación caída que se pudre lentamente llena y espesa el ambiente con sus tufos vaporosos. El indio suave, pacífico y amoroso, es sólo una ficción de muy férvidas imaginaciones. Son de una crueldad innata». Después de haber vivido un año con ellos, recalcó «el asco ante sus instintos bestiales». Entre sus consejos para futuros viajeros, sugirió que las expediciones no pasaran de veinticinco personas. «Al seguir este principio», dijo, «se comprobará que cuanto menos equipaje se lleve, mayor será la cantidad de rifles disponibles para la seguridad de los exploradores».
+Whiffen, quien viajó por el Putumayo sólo una generación antes que Schultes, sostuvo haber presenciado fiestas caníbales, «prisioneros comidos hasta el último trozo… miradas que fulguraban, narices temblorosas… un delirio generalizado». Otros exploradores académicos de la época, aunque algo más moderados, estaban sin embargo, afiliados a lo que Michael Taussig ha descrito con tolerancia como la «escuela fálica de la antropología física». El antropólogo francés Eugène Robuchon, que fue al Putumayo durante el auge del caucho, reveló que «en general los huitotos tienen miembros delgados y nervudos». Otro capítulo de su libro empieza así: «Los huitotos tienen la piel gris cobriza, cuyos tonos corresponden a los números 29 y 30 de la escala cromática de la Sociedad Antropológica de París». Una nota de pie de página del libro de Whiffen reza así: «Robuchon declara que la forma de los senos de las mujeres es piriforme, y las fotografías muestran pechos claramente piriformes con las tetillas digitiformes. Yo encontré que parecían más bien segmentos de una esfera, de aréola no prominente y de tetillas hemisféricas».
+Sobra decir que Schultes no tenía el menor interés en medir los falos, los pechos y el tamaño de los cráneos de los cofanes. Tampoco quería arrebatarles su tierra, sacar provecho de su trabajo o transformar sus almas. Había ido solo y sin armas. Era un botánico que respetaba su conocimiento de las plantas y reverenciaba la selva. Según él, los jefes cofanes eran «amigables, serviciales, inteligentes, confiables y dedicados». En una prosa de tono arcaico para nuestra época pero de sensibilidad completamente moderna, anotó que «el naturalista, interesado en las plantas y los animales, cosas ambas que preocupan de cerca a los indios, generalmente es aceptado con exceso de atención a sus deseos. Estos líderes son caballeros, y todo lo que se requiere para hacer evidente su suave virilidad es una virilidad de recíproca cortesía. Hasta que el desagradable barniz de la cultura occidental introduce la codicia, la impostura y la explotación, que tan a menudo van a la par de costumbres extrañas para estos hombres de la selva, conservan esas características que las sociedades civilizadas modernas sólo pueden envidiar».
+Estas convicciones, una vez traducidas en ademanes y respuestas, de inmediato distinguieron a Schultes de cualquier otro extraño que los cofanes hubieran visto. Comprendieron su pasión por las plantas, apreciaron su paciencia y reaccionaron con entusiasmo a su curiosidad. Poseía él, en la etnobotánica, el conducto perfecto hacia la cultura.
+Durante sus primeros tres días en Conejo, siguió con Miguel el mismo ritmo tranquilo: mañanas lentas recolectando plantas, tardes en las riberas mezclando preparados, noches en el refugio del chamán preparando los especímenes y registrando en el papel los conocimientos que los cofanes se habían pasado oralmente de generación en generación. En una semana habían cubierto los bosques de los terrenos aluviales, vadeando pantanos de palmas y explorando las corrientes en piragua. En dos días fueron a pie hasta el río Tetuye, siguiendo la ruta tradicional del río Aguarico en el Ecuador. Nunca antes había hecho Schultes colecciones tan importantes.
+En el curso de doscientos años de investigación, los buscadores de plantas en América del Sur, empezando por Humboldt y Bonpland, habían identificado sólo veinticinco especies del género Strychnos, usado como veneno de flechas. En una semana en el Sucumbíos, Schultes encontró ocho, cada una de ellas, según los cofanes, con propiedades químicas y mágicas únicas. También recolectó la Chondrodendron iquitanum, una de las plantas de curare que Richard Gill obtuvo de los canelos quechuas, así como dos especies de Abuta, género afín a la familia de las menispermáceas. También describió por primera vez el uso de la Schoenobiblus peruvianis, una planta llamada por los cofanes shira’chu sehe’pa, veneno exclusivo para cazar pájaros.
+No fue sólo el curare lo que llamó su atención. Recolectó docenas de remedios tradicionales, estimulantes, alucinógenos, venenos de peces y frutas silvestres. Más que las colecciones, fue la oportunidad de vivir con un pueblo que manipulaba las plantas con extrema habilidad, lo que cambió para siempre su visión de la etnobotánica. Viviendo con los cofanes se introdujo en un mundo de magia fitoquímica diferente de cuanto había conocido. Las plantas psicoactivas y tóxicas afectaban todos los aspectos de sus vidas. Al amanecer, hombres y mujeres iban al río a bañarse y juagarse la boca, preparando el paladar para la ración mañanera de yoco. Seguía una hora de acicalamiento ritual, durante la cual cada adulto se alistaba para el día: la depilación del vello facial, la pintura de complejos diseños en la piel, el vestir complicados atuendos que imitaban los de los espíritus vistos en las intoxicaciones con yagé. Al ir a los campos o a la selva, los hombres llevaban una pasta de banano fermentado que, al ser mezclada con agua y batida, se convertía en espumosa bebida alcohólica. Maceraban hojas de arbustos, cortezas de bejucos, raíces de árboles pequeños, y colocaban la pulpa en arroyos para después recoger a los peces atontados en grandes canastas tejidas con fibra de palma. Para hacer el curare manejaban una docena de recetas, que producían venenos de variada potencia. Cada hombre adulto poseía su propio repertorio, y había venenos específicos para cada animal o ave de la selva. Al volver al poblado hacia el final de la tarde, los hombres se unían a las mujeres y los niños para la cena y comentaban los acontecimientos del día tomando más chicha y fumando cigarros tan gruesos como el brazo de un niño.
+La palabra cofán para medicamento y veneno es la misma, pues así como los dardos con curare en la punta mataban a un animal, las plantas medicinales daban muerte a los espíritus malignos que causan las desgracias y las enfermedades. Fue así, en forma perfectamente razonable para el chamán, como Schultes pasó del estudio del curare a un análisis del arte de curar, lo que inevitablemente lo llevó al yagé. Supo que para los cofanes la enfermedad proviene de flechas mágicas disparadas a los dolientes por las almas vengativas de brujos malévolos. El deber del chamán es liberar su propia alma para errar libremente, de modo que pueda encontrar y expulsar esas fuerzas oscuras. Los colores de la corona y la cola de plumas, como alas, en la espalda del chamán invocan la imagen del vuelo. Ellos son los amos, los señores de la intoxicación extática.
+Pero Schultes advirtió que para los cofanes, el yagé es mucho más que un instrumento chamánico; es la fuente misma de la sabiduría, el máximo medio de conocimiento de toda la sociedad. Beber yagé es aprender. Es el vehículo por medio del cual cada persona adquiere poder y experiencia directa de lo divino. Los maestros son las gentes del yagé, los seres elegantes del reino espiritual, morada de los abuelos chamanes. Expresándose sólo por medio de canciones, la gente del yagé les inspira a todos y cada uno de los cofanes una imagen, una canción y una visión que se convierten en la inspiración de los diseños que se pintan en la piel. Ningún cofán comparte el mismo motivo o la misma canción. Hay tantas melodías sagradas como personas, y al morir una persona su canción desaparece.
+Cuando Schultes le preguntó al chamán con qué frecuencia bebía la gente yagé, su respuesta le sugirió que la pregunta no tenía sentido: en la enfermedad, después de una muerte, en tiempos de adversidad o penurias, en ciertos momentos de la vida, cuando a un niño de seis años se le cortaba el pelo o mataba por primera vez. Y naturalmente, sugirió el chamán, un muchacho beberá el yagé en la pubertad, cuando le perforan la nariz y las orejas y obtiene el derecho de ponerse las plumas de la cola del guacamayo. De joven podrá beberlo a sus anchas para mejorar su técnica de caza o simplemente para alardear de su destreza física. El mensaje que recibió Schultes era que los cofanes bebían yagé cuando les venía en gana, por lo menos una vez a la semana y sin duda en cada ocasión que se justificaba, como en vísperas de su propia partida de Conejo. Con la gente danzando, los hombres frente a las mujeres en largas filas que avanzaban, retrocedían y giraban a un lado y otro, golpeando todos suavemente el suelo con los pies, al ritmo de los tambores, tomó yagé este solitario estudioso de las plantas, como dijo medio siglo después, «con toda la maldita aldea».
+La mañana siguiente, pintada la cara y con la cabeza dando vueltas con el ritmo del canto —ya-gé, ya-gé, ya-ya-ya, ya-gé, ya-gé, ya-ya-ya—, empezó a remar Sucumbíos arriba en una piragua. La cabeza le palpitaba. Sin que lo hubiera sabido, la bebida contenía corteza de tsontinb’k’o, el árbol de los escalofríos, junto con su-tim-ba-che, raíz que según los cofanes causaba «una borrachera peor que la del yagé». Cosa, no lo dudaba, muy cierta. A pesar de su malestar, Schultes tomó nota de que había que investigar la mezcla más a fondo. Lo hizo treinta años después, al enviar al Putumayo a su mejor estudiante de grado. Después de quince meses en el campo, Tim Plowman elaboró un estudio definitivo, que incluía la descripción de varias especies y variedades nuevas. La planta que bebió Schultes en Conejo y que le dio tamaño dolor de cabeza es conocida ahora, botánicamente, como la Brunfelsia grandiflora spp. schultesii.
+Schultes se quedó dos semanas en el Sucumbíos. Recolectó en la cabecera, en Santa Rosa, volvió a Conejo, avanzó con pértiga por la quebrada Hormiga y llegó a un lugar alto que cruzó a pie hasta la desembocadura del Guamués, al que llegó el 13 de abril. Regresó unos pocos días a Conejo, la emprendió río abajo y llegó a Puerto Ospina una semana después. Allí sólo permaneció veinticuatro horas y de nuevo se dirigió al Putumayo en el Mercedes para explorar el bajo Guamués.
+Al cabo de diez días estaba de vuelta en Puerto Ospina, preparándose para su próximo destino, el bajo Putumayo, cuando la llegada imprevista de un avión hizo que cambiara sus planes. Era un trimotor Fokker que iba a Tres Esquinas, un puesto militar y aldea indígena en la confluencia de los ríos Orteguaza y Caquetá. Desde allí había vuelos regulares a Bogotá. Se apresuró a aprovechar la oportunidad para enviar a la capital sus especímenes de curare y de yoco, sobre todo los materiales frescos, antes de iniciar el largo viaje Putumayo abajo. Y así, muy de improviso, pasó los primeros días de mayo en la ribera del Caquetá, viviendo en las malocas de los coreguajes de Nuevo Mundo, a la espera de que el avión saliera para Bogotá, y disfrutando por primera vez el sabor ahumado de la coca amazónica.
+A mediados de mayo, después de pasar sólo ocho días en la capital, regresó al Putumayo, en vuelo directo a la base naval de Puerto Leguízamo, en la boca del río Caucayá, ciento sesenta kilómetros río abajo de Puerto Ospina. Allí se encontró con un italiano joven, Nazzareno Postarini, uno de los hombres de Fuerbringer que Schultes había contratado como asistente de campo para la expedición. Nativo de los Alpes italianos, rubio y de ojos azules, Nazzareno era un explorador competente que trabajaba duro, comía lo que le ponían enfrente y no le importaba dónde le pidieran que durmiera. Schultes y Nazzareno no tenían planes; sólo un vago sentido del itinerario. En los mil y pico de kilómetros del río entre Caucayá y la frontera con el Brasil, sólo hay dos afluentes importantes, el Caraparaná y el Igaraparaná. Vienen del noroeste y corren más o menos paralelos entre sí, alcanzando la ribera norte del Putumayo a más o menos setecientos y quinientos kilómetros arriba de la confluencia con el Amazonas mismo. El Caraparaná es navegable en la mayor parte de su curso. Una docena de importantes rápidos interrumpen, al contrario, el curso del Igaraparaná. Hogar tradicional de los huitotos, boras y andaquíes, los dos ríos no habían sido casi explorados y hasta 1886, cuando llegaron por primera vez los caucheros a la región, las tribus eran desconocidas.
+El objetivo de Schultes era viajar en barco por el Caraparaná y luego dirigirse a pie hacia el nordeste, a la misión de La Chorrera, situada a mitad de camino en el Igaraparaná. Desde allí, con la ayuda de Nazzareno y de guías huitotos, descendería por el Igaraparaná, evitando los raudales, hasta su confluencia con el Putumayo. Su primer destino, situado a un día en piragua Caraparaná arriba, era un viejo depósito cauchero con el seductor nombre de El Encanto. El 19 de mayo, después de cuatro días de recolección en Caucayá, Schultes y Nazzareno abordaron el Ciudad de Neiva, un vapor de ruedas de tres cubiertas cuyo motor funcionaba con leña.
+*
+Schultes no notó los huecos en la pasarela de embarque de El Encanto. Tampoco vio las sombras en la madera, todo lo que quedaba de las manchas oscuras que alguna vez dieran color al potro. Los pernos de hierro que sujetaban las cadenas estaban oxidados. Schultes no conocía la historia de la casa de dos pisos y techo galvanizado situada en lo alto de la colina con vista a las turbias aguas del Caraparaná. No podía saber que desde el balcón abierto con piso de cedro y bañadera de hierro, el capataz, Miguel Loayza, inmerso en agua perfumada, contemplaba la utilidad del castigo. En la base de piedra por la que pasó camino al barco se había levantado una casa repleta de indios a la que los hombres de Loayza prendieron fuego para que el amo pudiera practicar su puntería en los cuerpos ardidos que huían de las llamas.
+Tampoco podía Schultes imaginarse a los agonizantes y enfermos que yacían en torno a la casa y en los campos adyacentes, hombres y mujeres hambreados y débiles a la espera de que el sol los liberara de sus sufrimientos. En el solar, entre las casas para el lavado y los depósitos, la tierra cubría para ese entonces los hoyos donde en jaulas encerraban durante meses a hombres encadenados que allí, enloquecidos y hambrientos, esperaban ansiosos que las larvas de sus heridas maduraran. Los instrumentos de tortura habían sido retirados del patio. Ya no estaban los látigos de seis puntas que laceraban a los hombres hasta el hueso, los potros donde violaban a las mujeres, los postes donde ataban a hombres desnudos bajo el sol, los lazos con los que suspendían a los niños, a pocos centímetros del suelo, para azotarlos.
+El contorno del «convento» había sido borrado mucho tiempo atrás. Estaba situado cerca de la casa, una choza de listones de caña con techo plano de madera que encerraba a quince niñas de los nueve hasta los trece años. Eran las concubinas de Loayza, pequeñas indígenas que alcanzaban la adolescencia deformes, débiles y descoyuntadas para siempre sus caderas por la cópula. De día permanecían encerradas en la choza. De noche llevaban a una o dos a su cuarto. Sólo cuatro veces al año veían todas la luz del sol al mismo tiempo, cuando llegaba el vapor de Iquitos y Loayza las compartía con la tripulación.
+Poco sabía Schultes de aquella historia. Al subir entre las ruinas, él y Nazzareno pasaron frente a una hilera de casas indígenas donde los acogió el capitán de los huitotos sobrevivientes. Hombre taciturno de unos treinta años de edad, vestía pantalones caqui, camisa de lienzo y un cinturón lleno de armas. Tenía una cicatriz lívida sobre uno de sus ojos. Titubeó al invitar a Schultes a entrar a una pequeña choza. El piso estaba cubierto de espinas de pescado, caparazones de armadillo y latas oxidadas. Reinaba un fétido hedor fermentado. En una hamaca sucia junto al fogón reposaba un anciano. Se levantó lentamente para saludarlos. Le faltaban tres dedos en una mano y, cuando lo pudo ver bajo la luz, Schultes notó que le habían cortado una oreja de raíz.
+La mañana siguiente, cuando desde un alto vio llegar por el río a una docena de huitotos con ropa limpia blanca para que los curas les tomaran muestras de sangre, y en la noche, cuando bebió el yagé que le ofreció un anciano, quien se negó a beber con él, Schultes vislumbró un mundo sombrío que le hizo añorar la selva. Se fue de El Encanto con Nazzareno sólo unos días después y, guiados por el capitán, a quien ahora llamaban Rafael, caminaron hasta La Chorrera, una jornada de tres días por una trocha cubierta de maleza bajo una bóveda de árboles inmensos. Hubo momentos de belleza: orquídeas epífitas traslúcidas bajo un rayo de sol, el vuelo de una mariposa azul, cantos de pájaros que iniciaban los días. Pero a todo lo largo de la senda, a variada distancia entre ellos, había esos árboles que eran causa de tanto sufrimiento. Cuando Schultes se detuvo para preguntarle a Rafael sobre los toscos cortes en la corteza, las profundas incisiones que dejaban ver las capas del tejido, el huitoto le respondió en voz baja y con pocas palabras.
+Llegaron a la ribera del Igaraparaná al terminar la tarde, cuando empezaban a formarse las sombras y el sol matizaba la suave pradera que se extendía al otro lado del río, hasta más allá de la misión. Río arriba, guaduas y arbustos se mecían bajo el viento que soplaba sobre un ancho banco de piedra. Al cruzar en canoa, asordinados todos los ruidos por la caída del agua, Schultes concentró la vista en los edificios al frente, grandes estructuras de piedra de dos pisos, bastante más sólidas que las ruinas de El Encanto, con balcones recién pintados bajo salientes techos de lata y jardines de palmas cultivadas y pasto diestramente cortado. Al acercarse a la orilla opuesta aparecieron docenas de niños pequeños, todos en uniformes blancos, parloteando y correteando entre las piernas de un sacerdote en lo alto de las escaleras que bajaban al río. Yendo de aquí para allá y reuniendo a los niños había dos monjas con largos hábitos de tela blanca. Al acercarse la canoa, el cura levantó los brazos y los dejó sobre el vientre. Schultes alcanzó a oír su risa cuando se acercó a la orilla.
+—¡Gracias a Dios! —exclamó el padre Xavier al saludar a Schultes y Nazzareno—. Por un momento pensé que había regresado.
+—¿Perdón? —dijo Schultes.
+—El obispo. Ese hijo de puta. Pensé que nunca se iría.
+El padre Xavier sonrió y Schultes pudo ver que tenía los dientes teñidos de verde. Mientras las hermanas guiaban a los visitantes por la vereda que llevaba a la misión, el parlanchín sacerdote los sorprendió con los detalles. Una cosa era que el obispo de Sibundoy fuera una vez al año y le diera órdenes a diestra y siniestra. Otra muy diferente era tener que pasar una semana sin mascar coca. Y el colmo había sido que el obispo insistiera en que los sermones se pronunciaran en español, y no en huitoto.
+—El muy tonto. ¿Qué sentido tiene si no los pueden entender?
+Se dio vuelta para echar una mirada a las hermanas, que arrastraban los pies con la cabeza gacha y pretendiendo no oír lo que estaban escuchando. El padre se sacó un potecito de la sotana, lo abrió y metió las yemas de los dedos en un jarabe viscoso y negro.
+—La gente de la ciudad no sabe nada —dijo con un suspiro y metiéndose un dedo en la boca—. Eso sí, no se atrevió a prohibirme el tabaco. Aquí tienen, pruébenlo. El de los huitotos es el mejor.
+Schultes aceptó el pote y se untó el jarabe en las encías. Después de caminar los noventa metros hasta el patio de la misión y de que el padre Xavier encontrara las llaves de la cabaña donde se iban a alojar, la frente de Schultes estaba cubierta de sudor, la cabeza le daba vueltas y le parecía que se le iba a soltar el estómago.
+Al recuperarse de su primera dosis de tabaco amazónico, Schultes disfrutó su estadía en La Chorrera. Viajando solo por el alto Putumayo, nunca había podido examinar los huertos indígenas, porque están a cargo de las mujeres y porque es el lugar donde las parejas hacen el amor. Entre los cofanes y los inganos, sus preguntas sobre el cultivo de la yuca despertaban de inmediato grandes risas. Ahora, con el apoyo entusiasta del padre Xavier y vigilado por las monjas, pudo estar en el campo con las huitotas. Recolectó aguacates, batatas, marañones, maíz, fríjoles, cacao, extrañas calabazas y una docena de variedades de piña, planta maravillosa nativa del Amazonas.
+En las casas observó la preparación de la comida, la fermentación de la chicha del fruto de los chontaduros y la condensación de una pasta picante de chiles. Estudió en especial la mandioca amarga, el tubérculo venenoso y principal elemento de la dieta. Para extraerle el veneno, las mujeres pelan las raíces y las dejan por la noche en agua tibia. Por la mañana las raspan con rítmicos movimientos sobre bellas tablas en cuya superficie fijan, sobre una gruesa capa de resina, pequeñas tiras de cuarzo. Después de amasar la masa amarilla en cedazos de apretado tejido, la colocan en una estera de fibra tosca. Enrollan la estera en torno a la masa y la cuelgan de un madero de la casa, donde le dan una y otra vez vueltas con una larga vara hasta exprimir todo el líquido ponzoñoso. Secada al sol, la mandioca se cierne una vez más en el cedazo resultando así una fina harina blanca. Cuando Schultes preguntó por el origen de la planta, le dijeron que era un regalo del dios de los Cielos.
+De noche se unía al círculo de los hombres en la maloca y mascaba coca y tabaco, observando y escuchando a medida que se animaban las voces. La charla era más un discurso ritual que una conversación. Al repasar los hechos importantes del día o prever problemas futuros, el capitán empezaba un largo y vago monólogo al que pronto se unían, repitiéndolo, tres o cuatro personas que elaboraban una y otra vez las mismas ideas hasta que los sonidos se fundían unos con otros. Finalmente, al lograr los pensamientos y las opiniones una cierta armonía, los hombres asentían con la cabeza y metían los dedos en una gran vasija con tabaco colocada en lugar destacado en el centro del círculo.
+Con frecuencia los hombres se quedaban despiertos toda la noche, preparando coca o haciendo pasta de tabaco. Tomaban las dos plantas juntas, el penetrante y fuerte sabor del tabaco quemándoles la lengua y estimulando la saliva, e invocando el sinuoso mundo de las sombras nocturnas. La coca, mucho más suave, tenía un sabor ahumado, a hojas y ceniza, y daba una ligera sensación de bienestar. El único truco con la coca, descubrió Schultes, era aprender a formar una pasta húmeda con el fino polvo sin estornudar. El tabaco era otro cuento. Ni comprado o habido a trueque, el preparado se elaboraba únicamente con las grandes hojas verdes de la Nicotiana tabacum que los huitotos cultivaban con gran cuidado. Las hojas se hervían en ollas de barro durante diez horas, y el concentrado se mezclaba con cenizas de ciertas palmas y sal sacada de las raíces de los árboles. Los huitotos endulzaban el jarabe guardándolo en las vainas del cacao silvestre. Llamaban a la droga yerrás, o miel, y la reconocían como la mediadora que por primera vez había unido al pueblo con el jaguar.
+A veces, al amanecer, los huitotos tocaban manguarés, dos enormes tambores de troncos suspendidos de las vigas de la maloca y fijos a tierra por medio de cuerdas. Tan grandes como un hombre y vaciados con piedras ardientes, cada uno tenía una abertura estrecha que iba de un lado a otro. Al golpear el tambor de un lado u otro se producían sonidos diferentes. El tambor de madera más gruesa y densa tenía tonos más bajos, mientras que los del más pequeño eran más altos. El que tocaba el tambor, colocado entre los manguarés, podía entonces escoger cuatro tonos. Al combinarlos en forma ingeniosa y usarlos según códigos previstos, los huitotos podían enviar complicados mensajes a varios kilómetros de distancia en la selva.
+Lo extraño de los tambores, notó Schultes una mañana, al salir el sol al otro lado del río y encontrar una vez más que no tenía sueño, era que dentro de la maloca el sonido era muy tolerable. Pero unos pocos metros afuera resultaba tan fuerte que le daban a uno ganas de protegerse. Se alejó del círculo de hombres y puso las manos sobre la lisa superficie. Examinó las baquetas. Eran de madera, las cabezas envueltas en gruesas tiras de caucho silvestre. Cuán extraño parecía tan razonable empleo del látex.
+Pensó en el padre Xavier. Durante los días que él y Nazzareno habían sido sus huéspedes en la misión, les había contado con algún detalle su historia. Schultes simpatizaba con él y le gustaban su aguda sonrisa, su afecto por la coca y su inesperada irreverencia en esa isla de redención que los capuchinos habían construido sobre el pasado. Era, por cierto, el pasado lo que hacía que la presencia de la misión, con su iglesia y su escuela sencillas, los florecientes campos y limpias cocinas, pareciera razonable, quizás incluso necesaria. Los niños y niñas huitotos, separados por sexo, vestidos con batas blancas y uniformes, que desfilaban hasta la iglesia dos y hasta tres veces cada día, no conocerían el mundo selvático de sus abuelos, pero tampoco vivirían los horrores que marcaron las vidas de sus padres.
+Las paredes de la misión estaban hechas con bloques de piedra de medio metro de espesor. Un arco, también de piedra, frente al patio adoquinado al pie de la escalera que llevaba al segundo piso, contenía una gran puerta de madera cerrada con un candado. Alguna vez había estado pintada de blanco, como las paredes, pero después de años de uso se había borrado la pintura y descubierto la madera. Una noche, el padre Xavier decidió mostrar a Schultes y a Nazzareno lo que había en el cuarto.
+—Siempre vamos a dejar esto como era —dijo el padre al abrir el candado. Los huéspedes entraron, ajustando su vista a la oscuridad. El padre Xavier abrió un pequeño postigo y una luz débil inundó la estancia, iluminando una hilera de potros. Había cadenas y barras de hierro incrustadas en las paredes; una fila de ganchos colgaba de una viga.
+—A algunos hombres los encandenaban durante un año. El color de su piel cambiaba. Los huitotos decían que se volvía amarilla, como la muerte del sol.
+Schultes y Nazzareno se mantuvieron aparte, asombrados por los instrumentos de tortura.
+—La crueldad invadía sus almas —dijo el padre—. En esos años lo mejor que se podía decir de los blancos en el Putumayo era que no mataban de lo aburridos que vivían.
+*
+Los indios lo llamaban caoutchouc, el árbol que llora, y durante generaciones enteras hicieron cortes en la corteza, dejando que la leche blanca goteara sobre hojas en las que se podía moldear a mano para hacer vasijas y láminas impermeables. Colón vio a los arauacos jugando con extrañas bolas que rebotaban y volaban. La Condamine envolvió sus preciosos instrumentos con telas untadas con el látex y endurecidas por el humo de las hogueras y el calor del sol. Joseph Priestley, el clérigo inglés que descubrió el oxígeno, descubrió que pequeños cubos de caoutchouc eran el objeto ideal para borrar sus notas a lápiz. Les contó a sus amigos Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, y como ellos creían que la planta era originaria de las Indias Orientales, se llamó a la sustancia «caucho de la India». De hecho provenía del Amazonas, donde el rey de Portugal había fundado una floreciente industria de zapatos, capas y bolsas de caucho. En 1823 un escocés, Charles Mackintosh, disolvió un poco de caucho en nafta y elaboró una capa plegable para telas, lo que llevó a la invención del «mackintosh», la primera gabardina del mundo.
+Todos estos productos tenían, sin embargo, un defecto fundamental. Con el frío el caucho se volvía tan quebradizo como la porcelana. En el calor del verano, una capa de caucho se convertía en un sudario pegajoso. Luego, en 1839, por accidente, un inventor de Boston, Charles Goodyear, dejó caer una mezcla de caucho y de azufre sobre una estufa caliente. Fue el principio de la vulcanización, el proceso que hizo el caucho inmune a los elementos, transformándolo de rareza en producto esencial de la era industrial. En los siguientes treinta años, la producción anual de caucho del Brasil aumentó de treinta y una toneladas a dos mil seiscientas.
+En 1888, el hijo de un veterinario irlandés, John Dunlop, ganó una carrera de triciclos en Belfast con las llantas infladas que su padre había inventado para retar las ruedas sólidas de metal de los competidores. Siete años después, en Francia, los hermanos Michelin asombraron a los críticos al introducir con éxito llantas neumáticas en la carrera de autos París-Burdeos. Para 1898 había en los Estados Unidos más de cincuenta compañías de automóviles. Oldsmobile, la primera en tener éxito comercial, vendió cuatrocientos veinticinco autos en 1901. Menos de una década después salieron de la línea de ensamblaje los primeros quince millones del modelo-T de Henry Ford. Cada modelo necesitaba caucho, y la única fuente era el Amazonas. En sólo un mes, tres barcos extranjeros partieron de Belém do Pará, con destinos distintos y todos transportaban caucho por valor de más de cinco millones de dólares. Para 1910, el caucho representaba el cuarenta por ciento de todas las exportaciones brasileñas. Un año después, la producción alcanzó un tope de 44.296 toneladas. Según cálculos conservadores, esa producción valía más de doscientos millones de dólares.
+El resplandor de la riqueza era fascinante. En Pittsburgh, Andrew Carnegie, el magnate del acero, se lamentó así: «¡He debido escoger el caucho!» En Londres y Nueva York, hombres y mujeres echaban a cara y sello la decisión de ir a buscar oro a Klondike o el oro blanco al Brasil. En el momento más álgido de la estampida, hasta cinco mil personas partieron en una semana hacia el Amazonas. Casi de la noche a la mañana, una tierra olvidada de selvas y ríos se convirtió en el destino de un ejército de soñadores y ladrones, de comerciantes y sus bárbaros lacayos, que con el tiempo llamarían los indios, simplemente, «devoradores de hombres».
+Manaos, situada en el corazón del comercio del caucho en el Brasil, en pocos años pasó de ser aldea miserable y se convirtió en pujante ciudad, donde la opulencia alcanzó extravagantes extremos. El gobernador, Eduardo Ribeiro, hombre de desmedida ambición, trazó bulevares con adoquines importados de Portugal y sembró en las aceras árboles ornamentales de Australia y de China. Instaló el primer sistema telefónico del Brasil, construyó un hipódromo, una plaza de toros y docenas de escuelas, así como hospitales, iglesias, bancos y un Palacio de Justicia que por sí sólo costó dos y medio millones de dólares. El sistema de acueducto podía ofrecer dos millones de galones de agua pura por día. En un momento en que Nueva York y Boston todavía tenían tranvías tirados por caballos, había en Manaos quince kilómetros de carrileras y una red eléctrica para un millón de habitantes, aunque la ciudad sólo tenía cuarenta mil.
+Tal extravagancia pública, hecha posible por el impuesto del veinte por ciento a la exportación del caucho y por el desenfrenado optimismo que seducía a banqueros y comerciantes por igual, era pálida en comparación con los excesos individuales. En una ciudad separada del mundo por una enorme extensión de selva, la ostentación se convirtió en un deporte. Los magnates del caucho prendían sus habanos con billetes de cien dólares y aplacaban la sed de sus caballos con champaña helada en cubetas de plata. Sus esposas, que desdeñaban las aguas fangosas del Amazonas, enviaban la ropa sucia a Portugal para que la lavaran allá. Los banquetes se servían en mesas de mármol de Carrara, y los huéspedes se sentaban en asientos de cedro importados de Inglaterra. La comida llegaba de Europa: caviar ruso, mantequilla danesa, carnes inglesas, papas alemanas y encurtidos belgas. Después de cenas que costaban a veces hasta cien mil dólares, los hombres se retiraban a elegantes burdeles. Las prostitutas acudían en tropel desde Moscú y Tánger, El Cairo, París, Budapest, Bagdad y Nueva York. Existían tarifas fijas. Cuatrocientos dólares por vírgenes polacas de trece años. Hasta ocho mil dólares por las mujeres más codiciadas, las que se bañaban en champaña fría para que sus clientes, arrodillados, las lamieran desde los pies hasta la coronilla. Los hombres a menudo les pagaban con joyas, tiaras y collares que en 1907 convirtieron a los ciudadanos de Manaos en los mayores consumidores de diamantes por cabeza del mundo.
+En una ciudad cuyo lema era Vale Quem Tem, «vales lo que tienes», el gran símbolo del despilfarro era la Ópera, un fastuoso edificio de estilo francés diseñado por un arquitecto portugués, cuya construcción duró diecisiete años y culminó en 1896. Los arquitectos rechazaron cualquier material de origen local e importaron los trabajos en hierro de Glasgow, el mármol y las hojas doradas de Florencia, las arañas de cristal de Venecia, y dieciséis mil azulejos de Alsacia Lorena. Hasta los gigantescos murales de la selva amazónica fueron pintados en Europa y enviados a Manaos. Para la noche de estreno, el 6 de enero de 1897, cuando se reunieron mil seiscientas personas para escuchar La Gioconda de Ponchielli, interpretada por la Gran Compañía de Ópera Italiana, el proyecto había costado más de dos millones de dólares de la época. Los gastos de funcionamiento incluían subsidios de más de cien mil dólares por función y el costo de atraer a cantantes conocidos que tenían que cruzar el océano y atravesar mil seiscientos kilómetros de selva para cantar en el espléndido escenario construido en medio de una pestilente manigua.
+Toda esa riqueza procedía del látex de tres especies muy cercanas de la Hevea silvestre, que crecían en un área de más de tres millones de kilómetros cuadrados de bosque pluvial tropical. En tan vasta región, del tamaño de los Estados Unidos continentales, había tal vez trescientos millones de árboles explotables. El desafío era encontrarlos. En la naturaleza, los cauchos crecen dispersos en la selva, aislamiento que los protege de su mayor enemigo, el hongo Dothidella ulei, que ataca sus raíces y follaje. Esta plaga, que se encuentra sólo en los trópicos americanos, es siempre mortal cuando se concentran los árboles en plantaciones, y fue este accidente biológico el que forjó la estructura de la industria del caucho silvestre.
+Para obtener ganancias aceptables, los comerciantes tenían que hacerse al control de territorios enormes, tierras que en el Amazonas, por lo general, correspondían a las hoyas de los ríos. Lo lograban mediante ejércitos privados, botes artillados pedidos de Liverpool y suficiente capital para sobornar a cualquier funcionario que se atravesara en su camino. Aseguradas las tierras, necesitaban trabajadores, miles de ellos, para beneficiar los árboles. En el río Madre de Dios, un magnate del caucho creó un acaballadero donde seis mil mujeres esclavizadas eran criadas como ganado. Otros enviaban agentes al empobrecido nordeste, para contratar a famélicos campesinos desesperados y hambrientos. Con el tiempo, al extenderse la industria, esta absorbió tribus enteras y las sometió a una infame red de peonaje por deudas de la que no había escape.
+El sistema era sencillo. Los trabajadores bajo contrato estaban legalmente sujetos a sus empleadores por un periodo de dos años, al cabo de los cuales podían cambiar libremente de trabajo o volver a casa, siempre y cuando no tuvieran deudas. Este era el truco. Al llegar río arriba desde algún remoto lugar, el siringuero ya debía ciento cincuenta dólares por el pasaje. El capataz le adelantaba entonces tres meses de provisiones, comida y ropa, tigelinas y cuchillos para sangrar los árboles, y tal vez un Wínchester y municiones. Estos artículos, comprados por el comerciante por una fracción de lo que le cobraba al trabajador, creaban una deuda que sólo se podía cubrir mediante la entrega del caucho.
+Todo, incluido el caucho, estaba avaluado de tal manera que antes de que el trabajador pudiera pagar su deuda, se viera obligado a endeudarse más por la comida y las provisiones apenas necesarias para seguir con vida. Tras cada ciclo aumentaba la deuda. Los rifles se vendían por el equivalente de dos años de trabajo. Las cobijas raídas costaban cinco dólares. El látex se compraba a cinco centavos de dólar el kilo. Las deudas acumuladas sólo se podían pagar en un siglo. Ni siquiera la muerte liberaba al cauchero, pues sus obligaciones pasaban por ley a sus hijos, que heredaban las deudas de sus padres; las madres desesperadas arrojaban a las hijas a la prostitución. Era, de hecho, una forma de servidumbre bajo la cual el capataz esclavizaba no sólo al hombre, sino a todos sus hijos nacidos y por nacer.
+Bajo tal servidumbre, los siringueros soportaban el tedio y los interminables ciclos de sangrado, que los llevaban a la selva al amanecer. Vivían la mayor parte del año en campamentos temporales, a menudo en medio de malsanos pantanos. Sus trochas se internaban dos o tres kilómetros en la selva, serpenteando entre doscientos y a veces trescientos cauchos, cuyas copas se confundían con las de los árboles circundantes. Iban a cada uno de ellos todas las mañanas y hacían cortes progresivos observando cómo empezaban a sangrar en una pequeña taza de latón. Terminaban el circuito a mediodía, almorzaban con un poco de mañoco y carne seca, y en las primeras horas de la tarde regresaban con baldes para recoger el látex. Al llegar una vez más a la base, empezaban el largo proceso de curación del látex, vertiéndolo sobre una bola que rotaban gradualmente al humo de un fuego bajo. El proceso para la cosecha de un día llevaba tres horas, y la bola, que al crecer llegaba a pesar hasta doscientas libras, tenía que ser rotada más de mil quinientas veces. Al final del día, el mejor siringuero, tras doce horas de trabajo, podía producir veinticinco libras. Para algunos de los magnates del caucho aquello no era suficiente.
+Julio César Arana vio la luz en la vertiente oriental de los Andes peruanos, en el pueblo de Rioja. Hijo de un sombrerero, dejó de estudiar a los catorce años, entró en el negocio de la familia y se hizo vendedor ambulante de sombreros de paja en las adormiladas aldeas andinas. Inquieto y ambicioso, se cansó pronto de aquel monótono y poco productivo comercio. Antes de los dieciocho años, ya había recorrido todo el Amazonas. A los veinticuatro, en el mismo año en que Dunlop inventó el neumático, abrió una tienda en el río Huallaga, rico en caucho. Vendía de todo, desde enlatados y cuentas hasta perfumes baratos y balas, e ideó un sistema de trueque comercialmente insuperable. Adquiría caucho a crédito, látex aún no cosechado y siempre al precio de la operación inicial. Básicamente, lo que hacía era comerciar con futuros que sólo podían aumentar de valor. Su promedio de ganancias era del cuatrocientos por ciento.
+En 1890 compró un área cauchera en la selva, cerca de Yurimaguas, también sobre el río Huallaga, y por primera vez se enfrentó en cuanto productor a los problemas inherentes a la industria. Cada uno de sus trabajadores, llevado de Ceará y de Piauí y con su equipo básico, le costaba más o menos cuatrocientos dólares, lo cual aumentaba constantemente sus propias deudas con los comerciantes de Manaos. Los hombres en la selva tenían que ser alimentados sin importar cuán productivos fueran, incluso durante los seis meses de lluvias, durante los cuales el látex no se solidificaba. La solución eran hombres a los que no les debiera nada, y cuya desaparición no interesara o afectara a nadie.
+Arana encontró el lugar ideal en 1899, cuando su lancha llegó por primera vez a la desembocadura del Putumayo, a novecientos sesenta kilómetros al oeste de Manaos. Navegable en la mayor parte de su curso y densamente poblado por los indios, el Putumayo era reclamado tanto por Colombia como por Perú, pero ninguno de los dos países lo ocupaba. Los únicos colonos eran un puñado de colombianos que mantenían un muy limitado comercio de caucho con Sibundoy y Pasto: Benjamín Larrañaga y su hermano Rafael en La Chorrera, los hermanos Calderón en El Encanto y Gabriel Martínez en Remolino acogieron al principio la oferta de Arana de establecer el comercio río abajo hasta Iquitos y Manaos. Nada sabían de su carácter ni de sus intenciones, ni se dieron cuenta de que al depender de los vapores del Amazonas perderían inevitablemente el control.
+Casi de inmediato, Arana empezó a comprar propiedades caucheras. Para 1905 había adquirido los campamentos de El Encanto y La Chorrera, y poseía casi veinte mil kilómetros cuadrados en el Putumayo. Sólo quedaban cuatro comerciantes colombianos independientes, a quienes eliminó con un estilo por el que se volvería famoso. En diciembre de 1907 envió a Miguel Loayza, su capataz, a El Encanto, con la misión de persuadir a David Serrano, uno de los colombianos, de que abandonara su campo en La Reserva. Los peruanos atacaron en forma avasalladora, ataron a un árbol a Serrano, violaron a su esposa en su presencia y lo abandonaron a su suerte descendiendo por el río con su hijo, quien luego fue obligado a trabajar como sirviente en El Encanto. La esposa, también secuestrada, se convirtió a la fuerza en concubina de Loayza. Aunque los hombres que enviaba Arana para controlar un imperio cada vez mayor caían fácilmente en la crueldad y el sadismo, el horror que desató fue, por lo menos al principio, calculado con frialdad. A pesar de sus ventajas, la explotación del caucho en el Putumayo tenía tres inconvenientes: la distancia entre los puntos de depósito y despacho, a veces de más de mil seiscientos kilómetros, aumentaba el costo del suministro y el riesgo de pérdida. El segundo problema era la calidad del caucho. En Manaos, los precios más altos se pagaban por el látex derivado de la Hevea brasiliensis, especie que se da sobre todo al sur del Amazonas. La fuente del caucho en el Putumayo era la Hevea guianensis, y su variedad lutea, árboles que crecen en toda el área cauchera, desde el occidente del Brasil hasta las estribaciones de los Andes, pero que producen una clase de caucho inferior.
+Arana resolvió el primer obstáculo con una flota de veintitrés lanchas de transporte artilladas, alcanzando así el control total del río. El segundo problema se resolvió por sí mismo. Con el frenesí de la época, al elevarse los precios diariamente y al exportar Manaos cada año setenta millones de dólares en caucho, cualquier látex procesado encontraba mercado. El tercer desafío, sin embargo, era más difícil. Había que idear un medio para asegurar el trabajo de miles de hombres y mujeres indígenas, quienes ante cualquier conflicto común podían huir a la selva, que conocían tan bien. Y Arana optó por el terror.
+Empezó por importar capataces: criminales y anormales que llegaban endeudados con él. En 1904 contrató a doscientos guardianes de Barbados y les encomendó la tarea de acorralar a cualquiera que intentara escapar. Entre los indios se apoderó de doscientos niños que educó en la crueldad y los premió por sus bárbaros hechos, de los que nunca podían retraerse. Tras un velo de aislamiento prescindió de todo freno ético y moral, obtuvo sus ganancias gracias a su régimen de comisiones y soltó a sus jaurías para que asolaran la tierra.
+Los caucheros, a quienes se les permitía «civilizar» a los indios, atacaban al alba, atrapando a sus víctimas en las malocas y ofreciéndoles regalos como excusa de su esclavitud. Una vez en garras de deudas que no podían comprender y a riesgo de la vida de sus familias, los huitotos trabajaban para producir una sustancia que no podían usar. Los que no cumplían con su cuota, los que veían que la aguja de la balanza no pasaba de la marca de los diez kilos, caían de bruces a la espera del castigo. A unos los golpeaban y azotaban, a otros les cortaban las manos o los dedos. Se sometían, porque si oponían resistencia sus esposas y sus hijos pagarían por ello.
+Con cada incidente aumentaba el terror. Los matones despachados a la selva volvían con cabezas degolladas envueltas en hojas de plátano. Para divertirse ataban a los indios a los árboles, abrían sus piernas y prendían hogueras debajo. A los niños los torturaban para que revelaran dónde se escondían sus padres; a las niñas las vendían como prostitutas; a los bebés los descuartizaban y sus pedazos los daban de alimento a los perros guardianes; a los jóvenes los ataban y les tapaban los ojos para apostar entre los caucheros quién acertaba primero a disparar sobre sus genitales. Un capataz colgó a un indio de un árbol, jugueteó con él mientras se mecía agónico y después, para divertir a un colega, le arrancó de un mordisco el dedo gordo de un pie y lo escupió en el suelo. El agente cauchero Aquileo Torres colocó el cañón de un rifle en la boca de un indio y le dijo, como broma, que soplara; luego, le voló la cabeza. En cierta ocasión este sádico le cortó las orejas a un hombre, lo ató a un árbol y lo obligó a ver cómo quemaba viva a su esposa. José Fonseca, el agente principal en Último Retiro, celebró la Pascua de 1906 matando a tiros a ciento cincuenta indios desde su cabaña. A los heridos los amontonaron en una pila grotesca, les regaron gasolina y los quemaron.
+Con las mujeres siempre había temporada de caza. Rafael Calderón, un bandido de veintidós años que probaba su puntería con los indios y que una vez le dio cincuenta latigazos a un niño huitoto por robarse un pan, tenía un lema: «Matar a los padres primero, y después gozar de las vírgenes». Cuando una mujer se negaba a acostarse con uno de sus hombres, Armando Norman la envolvía en una bandera peruana impregnada en gasolina y le prendía fuego. A otras mujeres las empotraban, disponibles para cualquiera. Cuando el supervisor de Atenas descubrió que una joven india que él había violado tenía una enfermedad venérea, la ató en el suelo y la azotó mientras le insertaba un palo ardiendo en la vagina.
+A medida que morían los indios, la producción de caucho aumentaba. En 1903 el Putumayo produjo quinientas mil libras, y dos años después sobrepasó el millón. En 1906, cuando hasta los restos en las tazas de latón usadas para recoger el látex tenían un precio, la producción llegó a un millón cuatrocientas mil libras. En los doce años durante los cuales operó Arana en el Putumayo, exportó cuatro mil toneladas de caucho y se ganó más de siete y medio millones de dólares en el mercado londinense. Durante el mismo periodo, la población nativa del Putumayo cayó de más de cincuenta mil a menos de ocho mil. Por cada tonelada de caucho producida, asesinaban a diez indios y centenares quedaban marcados de por vida con los latigazos, heridas y amputaciones que se hicieron famosos en el noroeste amazónico con el nombre de la «marca Arana».
+*
+«No he dormido en dos noches y tengo principios de disentería», escribió Schultes en vísperas de su descenso por el Igaraparaná, desde La Chorrera hasta el Putumayo. De hecho, la malaria lo había postrado, y cuando partieron de la misión, Nazzareno lo animó a descansar bajo el cobertizo de lona que habían levantando en la mitad de la canoa. Schultes rechazó la idea. Se quitó el salacot de la cabeza, con el sombrero se despidió de los indios en la ribera y miró hacia delante el ancho río por el que avanzaban.
+Se hallaba sentado tras el cobertizo, frente a su prensa de plantas envuelta en un encerado de caucho. Nazzareno se había sentado adelante y un joven huitoto se agachaba en la proa para «leer» la corriente. Su hermano remaba en la popa. Ambos eran fuertes y estaban contentos de navegar por el río. Schultes los admiraba por la soltura con la que se desenvolvían en la región. Se encontraban a más de trescientos kilómetros del Putumayo. En los márgenes de su cuaderno de recolecciones, Schultes había garabateado unas pocas notas sobre el viaje, la localización de las aldeas boras y andaquíes, las distancias entre los rápidos principales, la extensión prevista de la jornada: «canoa grande de 8 metros, cuatro bogas, 11 días… canoa pequeña, 8 días». Aunque la canoa que había comprado tenía más de diez metros de largo, llegaría al Putumayo en menos de una semana.
+Al dejar atrás la misión, un acceso de fiebre y de náuseas obligó a Schultes a buscar refugio del sol bajo el cobertizo, donde se acostó de medio lado, apoyando la cabeza en unas mantas dobladas. No tenía planes para herborizar en este trayecto del viaje. Con provisiones escasas y una gran distancia por recorrer, había pocas oportunidades de instalar los secadores. Además, la canoa estaba repleta de equipo y valiosos especímenes. En cualquier expedición llega un momento en que el impulso inicial se debilita, y el único desafío es llegar seguro a casa con la colección intacta. Había llegado ese momento, lo sabía Schultes avanzando por el río y escuchando el sedimento que pulía el casco de la canoa.
+Sólo un recuerdo lo irritaba. Después de haber preguntado en todos los sitios, aún no había logrado encontrar un yoco en flor, el estimulante que tanto lo había impresionado al llegar seis meses antes a Mocoa. Por sus numerosas recolecciones sabía que el hábitat de la planta era extenso. Pero, curiosamente, no todos los indios la explotaban. El empleo del yoco parecía limitarse a unas pocas tribus que vivían en las estribaciones de los Andes, los ingas y sionas, los cofanes de los ríos Sucumbíos y Guamués, y los coreguajes del Caquetá. Aunque el yoco se daba en territorio huitoto, la gente de La Chorrera y El Encanto desconocía su valor. Incluso los huitotos que se habían mudado a territorios de otras tribus no se mostraban interesados en la planta. Preferían la coca, que consumían en prodigiosa cantidad. Los coreguajes gustaban de ambas, pero en general el empleo de ambos estimulantes era exclusivo. Esta observación reforzó en Schultes el convencimiento de que el uso de cualquier droga tiene firmes raíces en la cultura.
+Había en el río cuatro raudales principales y docenas de parches de aguas tormentosas, cosas ambas que podían en cualquier momento voltear la canoa. Schultes se dedicó por completo al viaje, concentrándose en el río, previendo las corrientes, vigilando las espumosas olas que se rompían contra los costados, trepando por rocas resbalosas para guiar la canoa por bancos de piedra, y transportando por tierra el equipo en las cataratas más altas. Era sólo en las noches, con el retorno de la fiebre, cuando volvían a su memoria los recuerdos de La Chorrera.
+Sobre todo dos imágenes persistían en su mente. Volvió a ver la sombra de una cadena que crecía bajo el sol poniente en la pared de la misión. Y recordó la procesión de niños, todos vestidos de blanco al salir de la iglesia, celebrando el Corpus. Era algo loco. Pensó en los libros que había leído antes de ir al Putumayo, de Whiffen y Robuchon, del antropólogo alemán Konrad Preuss. Aunque los tres habían viajado a la región en la cumbre de la bonanza del caucho, ninguno mencionaba las atrocidades.
+En cambio, escribieron sobre el canibalismo de los huitotos, y relatos sensacionalistas sobre orgías indígenas, guerreros despedazando los cadáveres de los enemigos, comiéndose los corazones, los riñones, los hígados, y chupando la médula espinal. En los doce días que había estado en La Chorrera no había oído hablar de canibalismo, ni visto cráneos colgando de las vigas. Whiffen describió los rituales indígenas como «locos festivales de salvajismo». Frase, se daba cuenta Schultes ahora, digna no de los huitotos sino de los caucheros blancos que, entre otras cosas, habían cooperado con Whiffen y facilitado su viaje. Y entonces, una generación después, los niños hacían una procesión de Corpus, la celebración católica de la transformación mística del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, acto de magia espiritual que por definición convierte la comunión en otro rito caníbal.
+El 18 de julio, seis días después de partir de La Chorrera, Schultes y Nazzareno llegaron al Putumayo. Acosados en la noche por nubes de mosquitos y habiéndose despedido de sus guías huitotos, salieron de inmediato, a la mañana siguiente, rumbo a Tarapacá. Flotando río abajo, contemplando las islas de vegetación que se desprendían de las riberas y las grandes nubes de tormenta que se apretaban en el cielo vespertino, Schultes vio pasar los días. Lo asombró el tamaño del Putumayo. De más de quinientos metros de ancho y sólo uno de los mil afluentes conocidos del Amazonas, era sin embargo el río más grande que había visto.
+Una semana después de la partida reconocieron la Isla Amelia y se dieron cuenta de que estaban a uno o dos días de la frontera con el Brasil. Ninguno sabía qué les esperaba en Tarapacá. Schultes presumió que era una aldea pequeña; por tanto, fue grande su sorpresa cuando, al anochecer del 27 de junio, al pasar una vuelta del río, vieron un centinela solitario en la desembocadura del Cotuhé. Sin embargo, sólo cuando vieron la bandera colombiana flotando en el viento en un asta en lo alto de la ribera remaron hasta la orilla. Si no hubieran visto la bandera, habrían continuado río abajo, quedando Manaos, la principal población siguiente, a casi mil kilómetros de distancia.
+El soldado era un hombre enorme de ascendencia africana cuyo acento revelaba su origen en la costa del Pacífico. Resultó que todos los hombres de la guarnición eran de Tumaco, salvo los dos oficiales, un teniente y un mayor, ambos bogotanos. El mayor esperaba a Schultes en lo alto de la escalera.
+—Buenas tardes —le dijo Schultes—. Soy…
+—Ya sé. Ya sé quién es usted. Mi deber es saberlo.
+Hablaba con tal autoridad que se podía pensar que había seguido por radio los movimientos de Schultes. Sin presentarse, se dio vuelta y se marchó hacia las barracas, unas pocas cabañas regadas en un claro arrebatado a la selva y conectadas con senderos de madera.
+—Mi capitán —dijo Schultes—. Estaba pensando si podíamos tomar un avión a Bogotá.
+—Yo soy el mayor Gustavo Rojas Pinilla.
+—Perdón, mayor —dijo Schultes—. En cuanto al avión, tengo entendido que…
+—Hay vuelos dos veces al mes. El próximo debe venir dentro de una semana.
+Con la mayor discreción que pudo, Schultes le preguntó si se podían quedar en algún sitio. El mayor se acercó, mirándolo de arriba abajo, como a un recluta. Schultes se miró los pies y se dio cuenta de que estaba descalzo, de que las botas de los pantalones estaban deshilachadas, y de que la camisa caqui se le deshacía en la espalda. Pidió disculpas por su aspecto.
+—¿Sabe jugar ajedrez? —le preguntó el mayor.
+—Por supuesto —dijo Schultes, recordando lo mucho que odiaba el juego.
+—¿Por qué no dijo antes? ¡Me mandan a este hueco en la selva con este montón de bestias y el único otro blanco es un hijueputa que no sabe jugar ajedrez! ¡Evangelista!
+Un soldado salió de una cabina trastrabillando.
+—Mi mayor.
+—Lleve a estos hombres a la bodega y haga que se pongan uniformes. Venga usted después, doctor Schultes. Tenemos tiempo para jugar una partida antes de la comida.
+Fue la primera de muchas. Durante los siete días que siguieron, Schultes jugó ajedrez día y noche, vistiendo un uniforme demasiado grande de soldado raso del Ejército colombiano. No ganó ni una sola partida.
+*
+El Catalina voló bajo sobre Tarapacá, se inclinó hacia el oeste y cayó con el viento. Schultes observó su vacilante vuelo y luego se apresuró a reunir sus especímenes y equipo. Ahora, con el avión a la vista, tuvo la sensación súbita de que un día más de ajedrez con el mayor habría sido su perdición. Pero no sería esa la espera más larga que tendría que soportar; esa llegaría unos pocos años después, cuando varado en el Apaporis tuvo que esperar un avión sesenta y dos días. Sin embargo, ya no podía más con el ajedrez; la copa se rebosaba.
+El mayor había esperado aprovechar unos días más debido a un frente frío que avanzaba desde el norte. Sin embargo, tomó con buen humor la llegada del Catalina. Se despidieron en la oficina. Unos minutos después, al acuatizar el avión y cuadrarse, Schultes miró por una de las ventanillas redondas y vio al mayor de pie en lo alto de la ribera. Cuando empezó a avanzar la nave contra la corriente, se cuadró en un perfecto saludo militar. Pasarían once años antes de que se encontraran de nuevo en Bogotá en la esquina de la carrera Séptima con la avenida Jiménez. Schultes había ido a comprar un periódico. El mayor tenía entonces el mando de un tanque Sherman, a la cabeza de cuatro más, e iba a dar el golpe de Estado que obligaría a Laureano Gómez a exiliarse en España e instalaría al mismo Gustavo Rojas Pinilla en el palacio presidencial.
+El Catalina llevó a Schultes hasta Puerto Ospina. Allí, a la espera de otro avión, se encontró una vez más como huésped del coronel Gómez Pereira, quien se valió de su influencia para conseguirle un camarote en el cañonero Cartagena, un barco artillado que estaba anclado allí. Después de seis meses de ininterrumpido trabajo de campo, Schultes acogió contento la comodidad del barco. Estaba flaco y exhausto, y las úlceras de las piernas que habían empezado a molestarlo desde el Igaraparaná, habían comenzado a supurar. Al bañarse se había sacado una docena de garrapatas ocultas hasta entonces bajo la mugre. Lo único que quería era descansar, pero resultó que, bien afeitado y en uniforme de faena, salió del camarote y se reunió con el coronel y sus hombres en una ruidosa celebración en su honor, bañada con varias botellas de whisky: era el día de la Independencia de los Estados Unidos, el 4 de julio.
+La mañana siguiente golpearon a su puerta justo antes del amanecer. Un marino le dijo que alguien quería hablar con él. Schultes salió a la estrecha cubierta, miró a ambos lados y estaba a punto de volver a acostarse cuando oyó una voz suave desde un costado del barco. Se inclinó sobre la barandilla y vio una piragua pequeña; en la popa estaba uno de los cofanes que había conocido en el Sucumbíos. Sostenía una rama en la mano. Era yoco, y al parecer estaba en flor.
+—¿Dónde la encontraste?
+—Aquicita no más —le respondió el cofán señalando río arriba.
+Schultes sonrió. «Aquicita» podía significar cualquier cosa. Pensó en sus piernas infectadas y en lo mucho que le gustaría volver a internarse en la selva. ¿Qué pasaría si el cofán había visto las flores de alguna otra planta enredada en el yoco? Y si era de verdad yoco en flor, ¿tendría la planta todavía las flores cuando la encontraron? Vaciló por un momento. Luego, habiendo repasado mentalmente todas las razones para no ir, se fue a la cabina, cogió el maletín y se metió en la piragua.
+Después de veinticuatro horas remando duro y de atravesar un pantano llegaron a un lugar, a poco más de kilómetro y medio del río, donde el suelo estaba cubierto de miles de flores diminutas. Entre los dos talaron cuatro árboles grandes hasta que finalmente la enorme liana cayó al suelo. Era la planta que había estado buscando desde sus primeros días en el Putumayo. Se trataba de una nueva especie, que llamó Paullinia yoco, usando el nombre común en honor al pueblo que primero descubrió sus notables propiedades.
+Tres días después, entusiasmado aún por el descubrimiento, voló de Puerto Ospina a Villavicencio, primer tramo en el viaje a Bogotá. Llegó a la capital temprano en la tarde, vestido todavía con uniforme de faena, se dirigió a la pensión de la señora Gaul para cambiarse de ropa y luego fue a la embajada de los Estados Unidos. No encontró esta vez confusión o indecisión. La mayor parte de las personas eran nuevas; a su manera, aquella avanzada diplomática revelaba la voluntad con la que los Estados Unidos, después de Pearl Harbor, se habían unido a la guerra. La recepcionista recibió a Schultes como si lo esperara. En pocos minutos lo llevó a la oficina del agregado militar, donde le asignaron su misión. El Ejército estadounidense necesitaba caucho, y con Malasia y las Indias Orientales ocupadas por el enemigo, sólo había una fuente. La tarea de Schultes era volver al Amazonas, organizar a los indios y recoger todo el caucho silvestre que pudiera.
+LOS CAMPOS DE TRIGO Y CEBADA se extienden en una tierra inquieta, atravesada por ríos y arroyos de nieve derretida que cortan profundas gargantas en las faldas de las montañas. A tres mil trescientos metros, la atmósfera ecuatorial es clara y el cielo de un azul puro, tenue y transparente. Las casas hundidas en la tierra de las granjas dispersas son de barro y paja. Reina un gran silencio, una calma que sólo rompen las recuas de caballos salvajes y los vientos que caen de los glaciares que cubren las cimas de los inmensos volcanes: el Cayambe, el Cotopaxi, el Chimborazo. En ningún lugar de la tierra se acerca más el sol al planeta.
+Durante varios días habíamos vagado Tim y yo por la antigua región, cruzando las faldas del Cotacachi y al borde del lago volcánico llamado Cuicocha, donde se dan juntas cinco especies de calceolarias amarillas en los florecientes suelos del cráter. Las mañanas siempre eran luminosas y claras. Se podía ver hasta bien abajo en la montaña, más allá de los campos de margaritas, que recogían mujeres con sombreros de fieltro; hasta las afueras de Otavalo, ciudad india de casas de techos rojos amontonadas en torno a una pequeña iglesia. En la montaña los pastores, con sus ponchos manchados de barro, se esforzaron por advertirnos sobre la neblina, la bruma que al mediodía bajaba de las cimas, condensándose en espesa niebla que hacia el atardecer suavizaba todos los ruidos y oscurecía todos los accidentes del terreno. Más de una vez nos perdimos y seguimos tontamente las huellas de animales que iban aquí y allá, a cualquier parte, y se perdían en cuevas y tras salientes de piedra, o entre grupos de espesos matorrales de helechos de horqueta y belchos.
+Empapados y sintiéndonos pésimo, esperábamos en la oscuridad que pasara un camión por la carretera de Apuela y perseguíamos su sombra al petardear y pistonear descendiendo la pendiente. Era en momentos como esos cuando Pogo parecía decidido a coger su propio camino. Pero siempre había otra mañana y un nuevo sol que despejaba las montañas.
+Nos estábamos quedando en una ligera hondonada al lado de un arroyo, y tarde una noche, al convertirse la niebla en escarcha, volví al campamento con un haz de ramas secas para avivar el fuego. Tim estaba sentado sobre una piedra plana, tajando un palito de la rama retorcida de un árbol. Tenía puesto un poncho rojo de cuello alto, y el resplandor de la hoguera iluminaba la niebla que se arremolinaba en torno a su cabeza. Pogo estaba hecho un ovillo a sus pies, con el hocico apuntando hacia las llamas.
+—¿Sentiste algo?
+—Nada —le dije.
+—Yo tampoco. Tal vez hay que machacarlas.
+—Yo me las comí enteras.
+Tim asintió con la cabeza. Esa tarde habíamos recolectado la Coriaria thymifolia, un arbusto alpino de hojas como helechos y largos racimos de frutos morados, casi negros. Los campesinos de Colombia creen que la planta es venenosa, pero según Schultes sus semillas dan la ilusión de volar, de elevarse sobre la tierra. Ambos nos habíamos comido una manotada sin resultado alguno.
+—¿Cómo las tomaría él? —le pregunté a Tim.
+—No creo que las haya probado.
+—¿Lo dices en broma?
+—Oyó decir eso en alguna parte. Ya sabes cómo es.
+—Has debido decirme.
+—¿Pero entonces cómo habríamos sabido? —dijo riéndose.
+—Pero has podido decirme algo.
+—Yo sabía que no nos haría daño —concluyó, y se agachó para avivar el fuego.
+—¿Y a dónde vamos ahora?
+—No estoy seguro —dijo—. Ecuador es un misterio. Debe de haber coca, pero nunca la han encontrado. Es seguro que la había en tiempos de los incas. Esta era una de sus provincias más ricas. Había caminos por todas partes. Desde donde estamos, podíamos mandar mensajes a Cuzco que tardaban ocho días.
+Levanté la olleta del té, junto a las brasas, y serví dos tazas.
+—¿Qué pasó entonces?
+—Un cataclismo. Todo fue destruido —anotó mientras tomaba un madero encendido y prendía un cigarrillo—. El primer gran conquistador inca fue Pachacuti. Su hijo, Topa Inca Yupanqui, conquistó el Ecuador y dejó aquí a su heredero, en Tumibamba. El niño fue coronado inca en 1493, un año después de que Colón arribara a América.
+—Mira, toma un poco.
+Tim alcanzó la taza. El hijo de Yupanqui, explicó, era Huayna Cápac, de quien dependió la extensión del imperio hasta lo que hoy es el sur de Colombia. Como antes su padre, se retiró a Tumibamba, ahora la ciudad ecuatoriana de Cuenca, donde construyó palacios de fina cantería, incrustada de jaspe, y templos cubiertos de láminas de oro. El clima era ideal y la tierra ubérrima. Huayna Cápac vivió una década en Tumibamba y fue allí donde primero tuvo noticia del extraño barco que se acercaba a la costa desde el oeste. Era Pizarro en su segundo viaje, en 1527. Sólo unos meses después, una epidemia de viruela arrasó el país montañoso viniendo no de la costa sino del norte, desde Colombia y el Caribe, bastante a la vanguardia de los españoles. Asoló tribu tras tribu hasta el punto de que cuando llegaron los conquistadores, habían muerto doscientas mil personas, entre ellas el Inca, cuyo cadáver amortajado fue llevado a Cuzco, al templo del sol.
+La batalla por la sucesión sacudió al imperio. El heredero legítimo era Huáscar; el usurpador, su medio hermano Atahualpa. La guerra civil duró seis años, culminando con la muerte de Huáscar en una batalla cerca de lo que hoy es la ciudad ecuatoriana de Ambato. Tuvo lugar el mismo año en que volvió Pizarro con la banda de hombres curtidos que capturara a Atahualpa en Cajamarca, sitiara a Cuzco y destruyera el imperio. Con la muerte de Atahualpa desapareció la presencia de los incas en el Ecuador. El camino real que había atravesado el altiplano, pasando al pie de los majestuosos volcanes y deslumbrante para quienes lo alcanzaron a ver, fue desmantelado para hacer adoquines. Desaparecieron los depósitos y residencias, las casas de descanso y los palacios, las decenas de majestuosos templos que todavía adornan el paisaje de Perú y Bolivia.
+—Sólo sobreviven unas ruinas —dijo Tim— en el sur, cerca de Cuenca.
+Con un palo retiró cenizas, las extendió al lado de la hoguera y dibujó un mapa del país. Estábamos en el norte, a una hora más o menos de Quito. Los Andes formaban la espina dorsal. Al oeste estaba el llano costero de Guayaquil, al este la llanura amazónica. Un pájaro podía cruzar los cuatrocientos ochenta kilómetros del país, siempre y cuando pudiera remontarse a siete mil metros sobre el nivel del mar.
+—El sitio se llama Ingapirca. Hay varias ruinas, pero la principal tiene esta forma —y dibujó una silueta de costados rectos, redondeada y dividida arriba—. Para los españoles era sólo un montón de piedras. No notaron que el diámetro de cada bóveda era exactamente un tercio del largo del edificio. La circunferencia de este contiene tres círculos de igual tamaño, alineados con precisión en un eje este-oeste.
+Ingapirca, explicó, pudo haber sido un observatorio solar donde cada uno de los círculos representaba posiciones del sol: Anti, el alba y el este; Inti, el sol en su punto más alto al mediodía, y Cunti, el ocaso y el oeste. El ciclo ritual de los incas giraba en torno a estos fenómenos astronómicos, que a su turno afectaban profundamente la vida diaria, al fijar el principio de las estaciones agrícolas, el tiempo apropiado para casarse o dar a luz, y hasta el día propicio para morir.
+La reverencia hacia el sol y la luna, junto con una compleja interpretación del significado esotérico de los puntos cardinales, constituían la base del mundo inca. Llamaban al imperio Tawantinsuyu. Tawa quería decir «cuatro», y suyu era la región correspondiente a cada dirección. Los dos conceptos se fundían en el ntnin, el principio de unidad encarnado en el inca mismo, mediador entre los vivos y los muertos, los seres humanos y los dioses, la sociedad y la tierra. La coca era parte integral de la cosmogonía. Era la hoja sagrada, la planta más reverenciada del imperio.
+—La más antigua evidencia de coca en toda América del Sur se halló aquí, en el Ecuador, en la costa de Valdivia: vasijas para la cal y figuras de mascadores que datan de por lo menos dos mil años antes de Cristo. Y cerámicas iguales, o muy parecidas, se encontraron en el altiplano en las afueras de Otavalo, en San Pedro, lo que indica que evidentemente existía su comercio. La coca medraba en la costa, y es casi seguro que fue traída a las montañas en fecha muy remota.
+Tim se puso de pie y fue hasta el remolque. Regresó con unos papeles en la mano.
+—Escucha esto —y se puso en cuclillas cerca de la hoguera, para poder leer: «Las hojas de la coca son en extremo tonificantes y constituyen un alimento de increíbles virtudes, pues los indios, sin más provisión que estas hojas, hacen jornadas que duran semanas, y parecen fortalecerse y ser más vigorosos cada día. Se comercia con la hoja en casi todas partes del país». Lo anterior fue escrito por un jesuita en Quito, en 1789. Pero el hecho curioso es que sabemos que había coca en todas partes en la época de la Conquista, y que la situación siguió igual durante doscientos años. Luego, en alguna forma y por alguna razón, la coca desapareció, aunque solamente en Ecuador. En toda la bibliografía sólo hay un puñado de informes sobre el uso actual de la planta entre los indios colorados de Santo Domingo y entre los cofanes.
+—Entonces, ¿a dónde vamos a ir primero?
+—Donde los cofanes —dijo. Sonreí y eché al fuego un madero. Pogo se despertó y observó las chispas esparciéndose en la oscuridad.
+*
+Salimos de Quito por carretera y viajamos hacia el este, trepando contra lluvias torrenciales y vientos violentos, pasando por bellos grupos de árboles enormes, hasta un lugar alto, a más de cuatro mil metros, desde donde se divisaban campos dispersos y espolvoreados de nieve. A partir de ahí la carretera hacía un largo descenso en medio del bosque húmedo de las cabeceras del río Papallacta, siguiendo hasta Baeza, una pequeña y apartada misión en una colina del paso de Quijos, la ruta acostumbrada hacia la llanura amazónica.
+En una década no había llovido tanto sobre las montañas, y la carretera, construida sólo cuatro años antes para comunicar a los campos petroleros del oriente, se había hundido en una docena de sitios. Naturalmente, Tim aprovechó cada demora para treparse al oleoducto que seguía paralelo a la carretera y se internaba en el bosque pluvial.
+En medio de una vegetación tan densa que a veces era imposible encontrar el suelo, recolectamos begonias y salvias silvestres, delicados helechos y acederas, ramios y por lo menos tres plantas desconocidas, una nueva especie de Dalbergia, un nuevo Centropogon de flores con una brillante corola roja y un delicado aroideo llamado después por Tim Caladium plowmanii.
+Carreteras que cruzaran los Andes en el Ecuador no hubo sino en la década de 1930. Cuando los prospectores de la Shell encontraron una formación de peñascos de la que brotaba asfalto y descubrieron charcos de petróleo a sólo doscientos metros bajo la superficie de las estribaciones orientales. Un Gobierno corrupto le concedió a la compañía derechos de explotación para todo el Oriente, y en 1938 la Shell abrió una ruta entre los riscos del cañón del Pastaza hasta una escala en la montaña que se vino a conocer como Shell-Mera. Desde allí avanzó personal para hacer perforaciones de ensayo en la selva y despejar pistas de aterrizaje.
+Entretanto, más al sur, ingenieros de la Standard Oil de Nueva Jersey estaban explorando las regiones fronterizas del Perú. Cuando en 1941 estalló la guerra entre Perú y Ecuador, las compañías petroleras apoyaron a sus respectivos países, y un año después los Estados Unidos impusieron un tratado de paz que obligó a Ecuador a ceder casi la mitad del territorio nacional, donde hoy se encuentra la mayor parte de las reservas de petróleo del Perú, incluido un campo que en la actualidad produce cien mil barriles diarios. La concesión de la Shell resultó menos productiva.
+Menos de veinte años después, la Texaco encontró grava aceitosa en las riberas del río Aguarico, a sólo ciento sesenta kilómetros de Shell-Mera. Desde 1970, a partir de una base construida en Santa Cecilia, las torres petroleras se regaron por la selva y empezó la construcción del oleoducto de casi quinientos kilómetros que hoy cruza los Andes y llega hasta Esmeraldas, en el Pacífico. Con el tiempo, el campo de Napo llegó a bombear 275.000 barriles por día, lo que llevó a Ecuador a la OPEP y llegó a representar más del sesenta por ciento de las exportaciones del país. El centro del campo era Lago Agrio, pueblo fundado en 1970 y bautizado en honor a Sour Lake, en Texas, sede del primer pozo de la Texaco en 1902.
+Tim y yo llegamos a Lago Agrio a fines de la tarde, cuando el sol empezaba a fundirse con la luz naranja de las llamas de gas natural. Aunque se ha convertido en la población más pujante de Oriente, entonces era poco más que una fila de cantinas de tablas y de burdeles vecinos al Hotel Oro Negro, recién pintado. Tomamos una pieza al otro lado de la calle, en el Hotel Utopía. Clavado en la pared detrás de la recepción había un aviso del Ministerio de Salud ecuatoriano que anunciaba las horas de la inspección semanal de las mujeres. Al lado había una lista de nombres —María, Suzi, Beatriz— y otra paralela de precios en dólares: cinco por veinte minutos, quince por toda la noche.
+El muchacho que nos llevó a la pieza, en el segundo piso, abrió la ventana de par en par y el ruido de la calle inundó el cuarto.
+—¿Qué piensas? —me preguntó Tim.
+—Tiene buena vista.
+Miré a los dueños de las tiendas dormitando al lado de albañales, mujeres con pantaloncitos calientes y zapatos de plataforma, e indios del altiplano envueltos en lanas bajo el sol asfixiante. El paso de grandes camiones diésel era constante. Se oía salsa en las tiendas, y había varias camionetas rojas parqueadas frente a un bar de música country de Texas. Calle abajo se podían ver las instalaciones cercadas de la Texaco y una fila de remolques limpios y relucientes. Al otro lado, más allá del Hotel Oro Negro, rielaba la silueta del lejano bosque pluvial.
+—Creo que no es lo que esperaba —dijo Tim.
+—¿Qué quieres decir?
+—¡La utopía! Mira allá abajo —y señaló hacia un par de cambistas y un indio descalzo doblado bajo una carga de carbón de palo—. Es cofán.
+—Tiene pantalones de campana.
+—Hace diez años esto era todo selva. La Texaco vino a explotar aquí, en medio de su tierra.
+*
+Salimos de Lago Agrio en la mañana, hacía el río Aguarico, y encontramos el puente que las recientes inundaciones habían arrancado y retorcido. Con algo de afán pasamos nuestro equipo a una barcaza que atravesaba el río. Al alejarnos de la ribera, me di vuelta hacia Tim.
+—¿Dónde está Pogo?
+Tim quedó estupefacto. En la ribera de la cual nos alejábamos divisamos a un perro desesperado que no tenía el menor deseo de que lo abandonaran en Lago Agrio. Sin poder hacer nada, vimos a Pogo saltar al río y cómo de inmediato lo arrastró la corriente. Yo estaba seguro de que se iba a ahogar. Tan pronto como el lanchón tocó la orilla, Tim corrió por un banco de arena llamándolo. Después de unos momentos angustiosos, notamos unas orejas ocres que sobresalían en el agua. Pogo nadó con dificultad hasta la ribera y salió antes de unos rápidos donde con seguridad habría muerto.
+Resuelta la crisis, volvimos al desembarcadero y alquilamos una piragua para ir río abajo hasta la aldea cofán de Dureno, a unas dos horas. Allí descargamos el equipo, trepamos por la ribera hasta lo alto y nos encontramos con Basilio, el recomendado de Homer Pinkley, un estudiante de Schultes que conocía Tim y que había vivido con los cofanes en 1965. Hombre apacible y reservado, nos consiguió un lugar donde quedarnos y se ofreció a guiarnos en la selva. Durante los tres días siguientes jugamos mucho fútbol, hicimos recolecciones esporádicas y, en general, esperamos el momento diplomático para dejar la comunidad.
+El problema no era la selva, ni la gente, sino más bien las perspectivas abrumadoramente deprimentes de su situación. Visitar Dureno era tropezar con la historia de América del Sur condensada en una sola generación. Hasta 1953, los cofanes del Aguarico, aunque sólo vivían a doscientos kilómetros de Quito, seguían en completo aislamiento. El primer contacto continuo no ocurrió sino en el año siguiente, cuando dos misioneros protestantes llegaron por el río y despejaron una pista de aterrizaje. Se llamaban Bub y Bobbie Borman y se proponían traducir el Nuevo Testamento al cofán. Llegaron en la estación de las lluvias, encontraron a toda la tribu embriagada y se escandalizaron al descubrir que el único momento en que dejaban de tomar chicha era en las bastante frecuentes ocasiones en que bebían datura o ayahuasca, como le dicen al yagé en Ecuador y Perú. Los Borman hicieron lo que pudieron para disuadirlos de tales prácticas. Sin embargo, una década después, cuando Homer Pinkley visitó la aldea, los ancianos se reunían en una pequeña choza al otro lado del río donde, vestidos como visiones, tomaban sus plantas sagradas y conversaban con los espíritus, que llamaban la «gente del cielo».
+En su tesis de grado, Pinkley describía un día notable en la vida de los cofanes tal como los conoció. Había muerto uno de sus jefes, estrangulado, en un campo de exploración petrolera. Durante varias semanas habían bebido ayahuasca, tratando de decidir si debían trasladar su aldea a un sitio que no estuviera al alcance de los extranjeros. En la mañana del 28 de mayo de 1966, vieron a un jaguar al margen de la selva. Durante todo el día, bajo fuerte lluvia, rastrearon al animal y lo mataron finalmente hacia el atardecer, hecho que provocó tanto admiración como temor entre la tribu. Esa noche veinte hombres jóvenes, adornados con plumas y hojas de palma, se reunieron en la casa ceremonial para beber ayahuasca. Cada momento de la caza, cada movimiento del jaguar, fue analizado y discutido. El incienso relumbraba en la oscuridad. Las conversaciones se apagaban y resurgían, hasta que por fin, antes del alba, la canción del chamán se elevó sobre las llamas. Habían escogido quedarse donde estaban, donde habían nacido.
+En la mañana, Pinkley examinó la vasija de la ayahuasca y encontró tres semillas de oprito, añadido que luego identificó como la Psychotria viridis, una planta de la familia del cafeto que contiene pequeñas cantidades de triptaminas. Aunque un espécimen de la planta había sido recolectado una década antes nada menos que por William Burroughs, este fue el primer relato documentado de su empleo en un rito sagrado y, al mismo tiempo, uno de los más importantes descubrimientos etnofarmacológicos desde que Schultes mismo, viviendo con los inganos del Caquetá en la primavera de 1942, había tropezado con la Chagropanga, la liana que contiene triptamina y que usaban los chamanes para aumentar la brillantez de las visiones del yagé.
+Homer Pinkley fue el primer botánico en ir al río Aguarico. Anota en su tesis, como algo normal, que mientras estaba viviendo con los cofanes, unos antropólogos habían descubierto una tribu completamente desconocida que vivía cerca. Para el momento de nuestra visita, una década después, el chamán con el que había trabajado Pinkley había muerto y su hijo trabajaba en la Texaco. Había carreteras en lugar de trochas de caza. La mención de la ayahuasca provocaba risitas y la advertencia de que era una planta del demonio. Los cofanes sabían de la coca y la llamaban itidasi sehe, pero no había evidencia alguna de que la hubieran usado en años.
+La noche antes de irnos de Dureno, Tim y yo estábamos acostados en la ribera del río, en medio de un campo cubierto de campanillas tropicales de flores blancas que se abren después del atardecer, con una rapidez fácil de percibir a la vista. Polinizadas por polillas, las flores tienen una larga corola tubular y despiden un aroma dulce que flota cerca del suelo durante toda la noche. Justo antes del amanecer las flores se marchitan. Hacia el mediodía se vuelven ocres y empiezan a pudrirse. En ese momento, la belleza efímera de la planta parecía simbolizar muchas de las cosas que habíamos visto en Suramérica. En cierto momento había miles de culturas en todo el mundo y probablemente se hablaban hasta quince mil lenguas, cada una de ellas como un destello del espíritu humano. Hoy tal vez sólo se hablan seis mil. Le mencioné esto a Tim.
+—Más de la mitad ha desaparecido —dije—. En un siglo sólo quedarán unos pocos centenares, unos cuantos centenares entre miles.
+Hacía fresco, y del norte soplaba el viento frío de la noche. Estábamos quietos y callados. Se podía oír el murmullo del río, los cantos lejanos de las aves nocturnas mezclados con el croar de las ranas y el monótono ruido de las cigarras, una canoa raspando la orilla y los ladridos de los perros. Tim se puso de pie y fue hasta el borde del prado.
+—El cofán —me dijo— no será uno de ellos.
+*
+Desde la cima del Chimborazo, el punto más alto del Ecuador, hasta las plantaciones tropicales que cubren la llanura oriental, sólo hay una distancia de cuarenta kilómetros. La inclinación vertical es de más de seis mil metros. El puñado de carreteras que se precipitan hasta la costa tienen los declives más agudos de cualquier carretera en América del Sur. Escogimos una ruta que empezaba entre las nubes, en un páramo acunado entre las faldas de dos volcanes extinguidos y que luego caía en pendiente por la estrecha garganta del río Pilaton, llevándonos por fin a Santo Domingo, un bullicioso centro comercial y cruce de caminos en el territorio de los indios colorados. La única evidencia de vida indígena la encontramos en la plaza. Allí, al lado de una cámara de cajón y un aviso con los precios de las fotos, estaba un anciano con líneas negras pintadas en la cara y el pelo encostrado con un tinte de achiote rojo brillante. Tim pasó el pueblo sin detenerse. Al dirigirnos a Quevedo, en el sur, vimos avisos de madera que anunciaban los servicios de curanderos colorados, también con lista de precios, e interminables plantaciones de banano, palma africana y papaya. En ciento sesenta kilómetros, ni siquiera Tim pudo encontrar una planta que valiera la pena recolectar.
+De Quevedo giramos hacia oriente, trepando en una mañana desde la llanura costera hasta un paso alto que desemboca en un valle espectacular, entre picos nevados y escarpados riscos. Era una región fría y la gente vivía en casas bajas redondas, con techo de paja. Nos detuvimos con frecuencia y, con cada kilómetro y cultivo que pasábamos, la gente parecía más pobre, se suavizaba el lenguaje y por primera vez se dirigieron a nosotros hombres y mujeres que todavía les decían a los dueños de la tierra «mi patroncito», y que a nosotros nos trataban de «Su Merced».
+Después de una noche de mucho viento en el páramo viajamos al cráter del Quilotoa, un volcán inactivo con un lago de color esmeralda y vista al Cotopaxi, la segunda montaña en altura del Ecuador. Al acabarse la tarde, y después de acampar en el filo del cráter, Tim y yo seguimos a Pogo por una trocha que bajaba en pendiente zigzag hasta el lago. Ya hacía frío y ambos teníamos puestos nuestros ponchos de lana. Tim lucía unas cintas de color brillante atadas a la cintura y una banda roja le ceñía el pelo. Con su collar bamboleante de cuentas, hasta Pogo tenía un aspecto extravagante.
+La tierra dentro del cráter era seca y rocosa; parecía imposible ararla. Sin embargo, cada centímetro estaba cubierto de cultivos y donde no los había, cabras y ovejas pacían raíces y rastrojo. Cuidaba de ellas la gente del cráter. Al acercarnos, una docena de hombres salió a nuestro encuentro. Todos eran casi enanos, y atrofiados por la endogamia. Varios tenían piedras en las manos. Después de una charla confusa, les dimos un poco de dinero y nos retiramos torpemente. Al darnos vuelta para trepar por la falda del cráter, oí que uno decía: «El perro también es gordo».
+La mañana siguiente estábamos de nuevo en la carretera. Cruzamos las ciudades de Latacunga y Ambato y paramos en Baños, el acceso a la garganta del Pastaza y a la carretera que cruza los Andes hacia el Amazonas. Siguiendo la ruta abierta en la década de 1930 por los ingenieros de la Shell, llegamos a Shell-Mera, el centro de reparto abandonado mucho antes por la compañía.
+Sin embargo, después de un infructuoso mes cruzando el país en todas las direcciones, Tim ya no esperaba encontrar coca en el Ecuador. Nuestro viaje donde los cofanes sólo había probado que el mundo que había inspirado a Schultes y que había llevado a Jorge Fuerbringer a encaminarnos al río Aguarico ya no existía. Ante la decepción, Tim se refugió en las plantas. Durante una semana nos quedamos en las chozas de una finca abandonada y exploramos un bosque de tierra baja asombrosamente rico. Pocas plantas estaban en flor, pero esto no lo desanimó. Estaba entusiasmado, y recolectamos varias especies fascinantes, sobre todo Renealmias y Costus, así como una nueva especie de Calathea y unas cuantas bellas Heliconiae. También encontramos una nueva especie de árbol, una melastomatácea del género Blakea con un hermoso y pálido cáliz verde. Sólo una vez vi a Tim desorientado. Me lo encontré al pie de un árbol, mirando para todos lados y cogiendo un espécimen con la mano, una liana de la familia de las papas, una planta tan rara que al principio la tuvo no sólo por una nueva especie sino por un nuevo género. Todavía maravillado por su descubrimiento, pero cansado y con hambre, decidimos volver a nuestro refugio e ir al pueblo, donde en un restaurante nos encontramos con el desocupado que primero nos mencionó el destino de los cinco misioneros.
+Nuestro nuevo amigo era un canadiense llamado Alberto, que vivía con su familia más arriba, al lado de la carretera, en el dormitorio de niñas de una escuela abandonada en Tena. Alto y desgarbado, tenía el pelo negro y una boca llena de dientes de oro, lo que hacía posible que en realidad fuera dentista, como decía. Al parecer aún sacaba uno que otro diente, sobre todo a las familias de los funcionarios locales, pero en general sobrevivía gracias a la renta ínfima de dos pequeñas minas de oro. También trabajaba en el proyecto de un puente. Cuando le preguntamos en qué consistía su trabajo, nos dijo: «Joder, sobornar, convencer con trucos y halagar a todas las personas involucradas. Es la única manera de construir algo. El alcalde se embolsilló diez millones de sucres antes de que lo metieran a la cárcel».
+A las claras un hombre educado y con un fino sentido del humor, Alberto había pensado mucho en la situación de los misioneros. De hecho, cuando había llegado al valle seis años antes, había querido volverse uno de ellos.
+—Fuera del petróleo es la única industria pujante de Oriente, y eso no va a durar para siempre.
+Sobra decir que los misioneros rechazaron su solicitud.
+—Era una posibilidad muy remota —dijo alzando los hombros—, pero hay que comprender que su mundo es bueno. Y si tienen razón, si Dios es cristiano y Jesús la única ruta para llegar al cielo, entonces todo lo que hacen es bastante increíble. Es decir, ¡qué generosidad, qué sacrificio!
+Alberto alargó el brazo sobre nuestra mesa y tomó un poco de cerveza.
+—Pero si están equivocados, si la religión es una metáfora y la naturaleza de Dios es inconocible, si todos los fieles sinceros merecen la revelación y si todas las religiones son por definición legítimas, entonces lo que hicieron esos cinco misioneros fue una locura.
+Le eché una mirada a Tim, quien lo escuchaba atento.
+—Lo que yo quisiera saber —añadió— es lo que pensaban los demás cuando vieron morir al primero.
+Alberto procedió a contarnos lo que sabía de la tragedia. Era un relato bastante incompleto, pero quedó en mi memoria hasta que pude completarlo.
+*
+A principios del decenio de 1950, el aislamiento de los cofanes también cubría al resto de los pueblos indígenas del oriente ecuatoriano. Al norte del río Napo vivían los sionas-secoyas. Al sur, más allá de Pastaza y en ambos costados de la Cordillera de la Cutucú, estaban los shuares y los atshuares, dos tribus jíbaras cercanas pero enfrentadas y famosas por reducir las cabezas de sus enemigos. En la vertiente de los Andes había dos etnias que hablaban quechua, los quijos quechuas y, más al sur, los canelos quechuas. Se llamaban a sí mismos runa, «el pueblo», y se dirigían entre ellos como alaj, que quería decir «hermano mítico». Por vivir al pie de las montañas y tener una larga historia de contacto con los españoles, los quechuas habían sido el conducto histórico para el flujo de bienes y de información desde el altiplano hacia las tribus remotas que vivían más hacia el oriente en la selva. El intercambio había sido por lo general pacífico, con una notable excepción.
+A sólo unos cien kilómetros al nordeste de Shell-Mera vivía un pueblo desconocido al que los quechuas llamaban Auca, palabra peyorativa que significa «salvaje» o «bárbaro». Nadie sabía cuántos eran o dónde vivían exactamente, pero los aucas controlaban más de quince mil kilómetros cuadrados de selva, cerca del siete por ciento del territorio nacional, y eran la tribu más temida del Ecuador. Los comerciantes y aventureros que iban a dar a sus tierras a menudo no volvían. En 1947, el desastroso intento de contacto del explorador sueco Rolf Blomberg terminó en una emboscada sangrienta. Cinco años antes, los aucas habían matado con lanzas a tres trabajadores de Arajuno, uno de los campos de la Shell. Un año después habían matado a ocho empleados más. La muerte de otros tres trabajadores un año después, también a lanzadas, provocó pánico entre los mestizos locales y los quechuas, y fue sin duda uno de los motivos para que la compañía se fuera del Ecuador en 1949. Ocho años más tarde aún no había habido un contacto pacífico entre los aucas y el mundo exterior.
+Incluso antes de que la Shell abandonara Oriente, los misioneros norteamericanos, muchos de ellos veteranos del Ejército en busca de nuevas aventuras, se habían establecido en los campos de la compañía. En 1954 había veinticinco evangelistas que trabajaban en nueve puestos, estaban conectados entre sí por onda corta y los aprovisionaban pilotos de la Sociedad Misionera de Aviación. Fundada por Nate Saint, un exmecánico del Cuerpo Aéreo del Ejército, y con base en la vieja pista de aterrizaje de la compañía al lado del río Pastaza en Shell-Mera, la SMA había alcanzado cierta notoriedad en Ecuador al negarle el uso de sus aviones y servicios al clero católico. La rivalidad entre los misioneros italianos y los estadounidenses hizo que un funcionario se preguntara si se habrían dado cuenta de que la guerra había terminado.
+Luminoso guía para los misioneros norteamericanos era un viejo inglés llamado Wilfred Tidmarsh, que llevaba con su esposa doce años en «los campos del Señor» ecuatorianos. En septiembre de 1951, estando ella seriamente enferma, Tidmarsh recibió una carta de Pete Fleming, un ambicioso evangelista de veintitrés años y miembro de los Hermanos de Plymouth. Fleming y su amigo Jim Elliot, recién graduado del Wheaton College, una universidad bíblica en las afueras de Chicago, le proponían reabrir la misión entre los quechuas, que el inglés se había visto obligado a abandonar por el estado de salud de su esposa. Los motivos de los jóvenes misioneros eran sencillos: «No me atrevo», les confió a sus padres Elliot en una carta, «a quedarme en casa mientras los quechuas perecen». Se sentía decepcionado del circuito evangélico de los Estados Unidos, con sus días «estériles», y no comprendía «por qué nunca he visto en los Estados Unidos esas cosas de las que hablan los misioneros: la sensación de que se blanden las espadas, del olor de la guerra contra poderes demoníacos». Tidmarsh aceptó su oferta y, a fines del verano de 1952, después de varios meses de entrenamiento lingüístico en Quito, Elliot y Fleming empezaron a vivir entre los quechuas de Shandia, en la ribera del río Napo, cerca de cincuenta kilómetros al norte de Shell-Mera.
+La decisión de Elliot y de Fleming de dedicarse a los quechuas era sólo una pequeña parte de una ola de fervor evangélico que inundó Oriente. Nate Saint y su esposa Marj habían llegado a Shell-Mera en 1948 para fundar la Sociedad Misionera de Aviación. El Instituto Lingüístico de Verano, la fuerza combatiente de los Traductores Wycliffe de la Biblia, llegó en 1952. En 1953, la Unión Misionera del Evangelio penetró en territorio de los shuares. Un año después uno de sus miembros, Roger Youderian, exparacaidista de veintinueve años, contactó con éxito a los ashuares y estableció un puesto misionero en el abandonado campo petrolero de Wambini. En Dos Ríos había un grupo llamado la Alianza Cristiana Misionera. Otros evangelistas representaban al Instituto Bíblico Moody, a la Sociedad Bíblica Americana, a las Misiones Cristianas en Muchas Tierras y a la HCJB, una estación de radio cristiana de Quito. En 1954, el contingente de los Hermanos de Plymouth recibió un refuerzo con la llegada a Shandia de Ed McCully, un viejo amigo de Jim Elliot en el Wheaton College.
+La más poderosa de las fuerzas evangélicas era el Instituto Lingüístico de Verano. Fundado en 1936 por un antiguo vendedor de biblias, William Cameron Townsend, con el objetivo de traducir la Biblia a todos los idiomas, el ILV iba camino de convertirse en la organización lingüística más amplia del mundo. Para 1970, tenía más de cuatro mil trescientos misioneros que trabajaban con setecientas culturas, y acogía una nueva lengua cada ocho días.
+En 1952 llegó a Oriente la primera representante del Instituto, Rachel Saint, quien era hermana del piloto Nate Saint y sin lugar a dudas la misionera más agresiva que se viera jamás en la selva oriental del Ecuador. De joven tuvo la visión de que viviría con una tribu en una selva verde. Pasó doce años desintoxicando borrachos en una misión en Nueva Jersey antes de unirse a los Traductores Wycliffe en 1939, quienes la enviaron al Perú, donde vivió dos años y medio con los indios piros y luego con los shapras. Periódicamente viajaba a Ecuador para visitar a su hermano, y fue en una de esas visitas cuando oyó hablar de los aucas. La idea misma de un pueblo sin contacto y tan feroz que su hermano admitía que volaba en torno y nunca sobre su territorio, encendió en ella no sólo el fervor evangélico sino también una soterrada rivalidad fraterna que a la larga le costó la vida a uno de ellos. Incluso antes de que los Traductores Wycliffe se establecieran en el Ecuador, Rachel Saint ya había decidido que los aucas serían su tribu.
+Los demás no estaban tan seguros. Después de muchos meses en el campo, hasta los más ardientes misioneros se declaraban desilusionados por la resistencia de los indios a la palabra del Señor. Luego de dos años y medio con los shuares y los atshuares, Roger Youderian había hecho tan pocos progresos que cayó en una crisis espiritual y estaba listo para volver a casa. En Shandia y en la otra misión quechua en Puyupunga, Jim Elliot y sus discípulos habían llegado a ver a los quechuas como niños que jugaban todo el tiempo a enemistar a los protestantes contra los católicos, y viceversa. Tras dos años de esfuerzos evangélicos combinados, los quechuas todavía tenían sus sueños como fuente de inspiración y aún sostenían que el aprendizaje incluía el conocimiento del mundo exterior y la comprensión de los reinos internos revelados en visiones producidas por las plantas sagradas. Sus chamanes todavía eran fuertes, e incluso los que se convertían y se prestaban para trabajos con la Iglesia, se vestían con ropas blancas, recitaban oraciones cristianas y cantaban himnos los domingos, volvían a sus antiguas costumbres tan pronto regresaban a la selva.
+Cada vez más frustrados por sus esfuerzos fallidos entre los quechuas, los misioneros se mostraban atraídos por el desafío puro que representaban los aucas, «un pueblo inabordable», como lo expresó Pete Fleming en su diario, «que asesina y mata con odio extremo». El ansia de sacar de las tinieblas a un grupo tan salvaje reavivó su fe en la simplicidad del mundo, y para septiembre de 1955 Ed McCully y su esposa Marilou se habían mudado a Arajuno, un campo petrolero abandonado situado en el borde del territorio auca, a veinte minutos en avión de Shell-Mera. Jim y Betty Elliot estaban en Shandia, Pete y Olive Fleming en Puyupunga. Nate y Marj Saint manejaban la base de comunicaciones en Shell-Mera.
+La vida resultó particularmente tensa para los McCully. Había sido en Arajuno donde los aucas habían matado a lanzadas a tres trabajadores de la Shell en 1942. Los misioneros estaban tan temerosos de otro ataque que nunca pasaban la noche en la pista de aterrizaje, al otro lado del río, en territorio auca. Cuando Nate Saint llegaba con provisiones, Ed McCully y los indios se reunían para descargar el avión con las armas enfundadas. Para aliviar la presión, las familias misioneras a menudo se reunían en casa de Nate y Marj Saint en Shell-Mera. Allí charlaban y rezaban, y una noche en que el viento traía nubes de las montañas vieron asombrados cómo brotaban chorros rojos que explotaban como juegos de artificio del cráter del Sangay, un volcán activo a poco más de cincuenta kilómetros de distancia. En una noche como esas, en que bebían chocolate caliente y estudiaban mapas extendidos en el piso de la sala, Nate Saint, Ed McCully y Jim Elliot decidieron iniciar lo que llamaron la Operación Auca, el primer intento pacífico de hacer contacto con la tribu desconocida.
+La idea les rondaba la mente desde hacía algún tiempo. El 19 de septiembre, Nate Saint y Ed McCully habían volado sobre el río Nushiño y habían localizado un claro de los aucas a setenta y cinco kilómetros al este de Arajuno. Diez días después Saint, al volar con Elliot y Fleming, había avistado varias casas grandes de los aucas a quince minutos en avión de la casa de los McCully. Se juraron guardar el secreto y le pusieron al sitio el nombre en clave de «Terminal City».
+Su plan era iniciar un intercambio de regalos usando una ingeniosa técnica ideada por Nate Saint, quien había descubierto que si dejaba caer un contenedor pequeño de lona atado a una cuerda de quinientos metros y se hacía luego un giro agudo, el arrastre de la cuerda vencía la fuerza centrífuga y tendía a lanzar el contenedor hacia afuera. Al hacer el Piper Cruiser un círculo lento, el contenedor se desplazaba hacia el centro, llegando a colgar inmóvil en el fondo del vórtice. Haciendo giros de trescientos sesenta grados sobre las copas de los árboles, Saint podía dejar caer un contenedor a los pies de un hombre situado a más de trescientos metros debajo de él. Al sustituir la cuerda por un alambre telefónico y esconder un parlante en el contenedor, podía conversar con los aucas. El 6 de octubre de 1955, Saint colocó en el suelo de Terminal City una ollita de aluminio, una bolsa de sal y veinte botones brillantes de colores vivos.
+Entre octubre y diciembre hizo quince lanzamientos adicionales en el claro, y el 14 de octubre los misioneros vieron por primera vez a los aucas: media docena de hombres desnudos y exaltados en torno a un machete de regalo. En el cuarto vuelo instaló un altavoz de pilas en el contenedor y voló bajo mientras Jim Elliot decía a gritos las pocas palabras aucas que les había sacado a los quechuas: «¡Ustedes me gustan! ¡Yo soy su amigo! ¡Ustedes me gustan!». En el sexto lanzamiento, los aucas respondieron atando a la cuerda una canasta con un tocado de plumas. Después hubo intercambios en cada vuelo, llevando los misioneros ropa, machetes, ollas, hachas, y dando a cambio los aucas pescado hervido, cotorras vivas y carne de mono. En cada intercambio, los aucas actuaban, lo expresó así Elliot, como «mujeres en una venta de saldos».
+Para ese momento todo sucedía muy rápido. En Terminal City los aucas habían despejado la tierra, construido plataformas para el avión y puesto sobre una de las casas un modelo del aeroplano de casi un metro. Jim Elliot volvió de un vuelo convencido de que los aucas lo habían saludado con los brazos, como invitándolo a aterrizar. Estaba listo para ir a pie. «Dios, ¡envíame pronto a donde los aucas!», exclamó esa noche en su diario. La presión aumentaba cada día. Los quechuas de Arajuno no eran tontos. El 26 de noviembre se enfrentaron a los misioneros, exigiendo saber por qué les daban a los aucas las cosas por las que ellos tenían que trabajar. Del vuelo siguiente dijo Nate Saint que había visto a unos quechuas despojarse de la ropa y comenzar a saltar en círculo con unos palos largos en la mano, con la esperanza de que los misioneros dejaran caer regalos para ellos. Era claro que no pasaría mucho tiempo antes de que se regara por Oriente la noticia del intento de contacto. Pero no era sólo la intervención de los militares ecuatorianos lo que temían los misioneros. Su mayor preocupación era Rachel Saint.
+Convencida de que su destino era entrar en contacto con los aucas, Rachel Saint había estado viviendo desde febrero de 1955 en la hacienda Ila, una finca abierta en la selva a pocos días a pie de la misión de Shandia. La tierra pertenecía a don Carlos Sevilla, personaje legendario de Oriente y el hombre que tenía más experiencia personal con los aucas que cualquier otro ciudadano ecuatoriano. En veintiséis años lo habían atacado a lanzadas seis veces. En 1914 los aucas mataron a ocho trabajadores suyos en el río Curaray. Cinco años después, cinco siringueros murieron a lanzadas en el Tzapino. En 1925 el mismo Sevilla fue atacado dos veces en cuatro meses. El peor encuentro tuvo lugar en una emboscada en el río Nushiño. Cinco quechuas murieron inmediatamente. Sevilla y otro lograron contener una lluvia de flechas y mataron a dos enemigos antes de ser heridos. Ocho días después llegó arrastrándose a su hacienda en el río Ansuc. Un ataque más, en 1934, lo obligó a abandonar el territorio de los aucas.
+Lo que llevó a Rachel Saint a la hacienda Ila era la oportunidad de aprender la lengua auca con una joven cautiva llamada Dayuma, que había huido de su tierra en el verano de 1947. Bautizada Catalina por un misionero católico, trabajó doce años en los cultivos a cambio de la comida. Un hijo de Sevilla la embarazó, se la dieron de concubina a un quechua llamado Padilla y la enviaron a otra finca. Cuando murió su compañero volvió a la hacienda Ila, donde siguió trabajando como esclava para el patrón, el abuelo de su hijo. El nombre del niño era Ignacio Padilla, pero no lo fue por mucho tiempo. Ignacio era un nombre demasiado católico para un niño que Rachel Saint pensaba convertir. Insistió en que lo cambiaran por Sam, lo que a la larga sucedió.
+Rachel Saint no sabía nada sobre la Operación Auca. De haberlo sabido, dice Betty Elliot en sus memorias, «habría puesto tantos obstáculos que hubiera sido imposible llevarla a cabo». Era, prosigue Betty, «demasiado posesiva». En el otoño de 1955, mientras Rachel estaba de licencia, Jim Elliot fue a la hacienda Ila y obtuvo de Dayuma una copia de la lista de palabras auca de Rachel. Entretanto, los vuelos continuaron, y el 10 de diciembre Nate Saint bautizó Palm Beach a una extensión de arena donde podía aterrizar a poco más de siete kilómetros de Terminal City. Ese mismo día los misioneros dejaron caer sendas fotografías grandes suyas, cada una con la insignia de la operación y un dibujo de un pequeño avión amarillo. Sus expresiones y sonrisas parecían, según nuestra norma, amigables e inofensivas. En su diario Nate Saint escribió: «Cuánto no hubiéramos dado por ver a esos muchachos estudiar nuestras fotos para ver cómo reaccionaban». De haber podido hacerlo, tal vez no hubiera estado tan entusiasmado. Viviendo en la selva, los aucas nunca habían visto nada en dos dimensiones. Sostuvieron las fotos en la mano y miraron detrás, tratando de ver la forma de la imagen. Al no ver nada, decidieron que los retratos eran cartas de presentación del demonio.
+Para mediados de diciembre, los misioneros sabían que era entonces o nunca. Los quechuas los acosaban. Los aucas, explorando un poco por su cuenta, fueron a husmear cerca de la misión de Arajuno. Un solo incidente violento podía echar a pique toda la operación, ya que en un mes las inundaciones de la estación de las lluvias borrarían a Palm Beach, eliminando así el acceso en avión. El momento ideal para «establecer nuestra cabeza de playa en territorio auca» sería a principios de enero, bajo la luna llena. Nate Saint pasó una Navidad melancólica, entristecido por «esas doscientas generaciones que se han ido a sus tumbas paganas sin conocer a Nuestro Señor Jesucristo… ¡Ellos no tienen Navidad!… Ojalá nosotros, que conocemos a Cristo, oigamos el lamento de los condenados al precipitarse de cabeza en las tinieblas sin Cristo y sin la menor oportunidad de salvación». Les escribió una carta a sus padres en la que hacía una descripción de su deseo de «atacar al enemigo con todas nuestras energías en nombre de Cristo».
+Concibieron cada aspecto de la operación, incluso la retórica, en términos militares. Al recomendar a Roger Youderian al grupo, Nate Saint lo describió como un auténtico soldado de Cristo. «Sabe la importancia de su inflexible conformidad a la voluntad de su capitán. La obediencia no es una alternativa momentánea; es una decisión inamovible tomada de antemano. Era un paracaidista disciplinado. Le dio al Tío Sam lo mejor de sí, y ahora ha decidido que no dará menos al Señor Jesucristo. Todo lo que lo hizo un buen soldado lo ha consagrado ahora a Cristo, ¡su nuevo capitán!». Ya reclutado organizó el equipo con precisión militar, asignando responsabilidades específicas a cada miembro, descomponiendo la operación en objetivos por horas y días y escogiendo palabras cifradas para cada fase del proceso.
+El 3 de enero —el «día-D», como lo llamaron—, todos revisaron su equipo en la pista de aterrizaje de Arajuno. Sacaron pajas para determinar quién se quedaría solo en Palm Beach tras el vuelo inicial. Las familias desayunaron y oraron. A las ocho de la mañana despegaron Nate Saint y Ed McCully, y quince minutos después aterrizaron en la ribera del Curaray. No había señas de los aucas. Después de cinco vuelos quedó todo el equipo en el lugar, y ya estaban trabajando para armar la casa arbórea prefabricada en la que dormirían. En el último vuelo, Nate Saint sobrevoló Terminal City y con el altavoz invitó a los aucas a «ir mañana al Curaray».
+El día siguiente fue una especie de desengaño. Solos en la arena, los misioneros pescaron e hicieron el almuerzo, talaron unos pocos árboles en el extremo de la pista, tomaron limonada y comieron hamburguesas. De shorts y salacot, Nate Saint pasó buena parte de la tarde en el río leyendo la revista Time. Jim Elliot recorrió la ribera de arriba abajo sermoneando a la selva. El jueves informaron por radio: «Todo está tranquilo en Palm Beach». No fue sino el jueves 6 de enero cuando oyeron una poderosa voz que venía de la selva. Jim Elliot vadeó el río y se encontró con un hombre, una joven y una mujer de edad aucas, y de inmediato apodó al hombre George y a la joven Dalila.
+George estaba desnudo, salvo por un taparrabo que le comprimía el pene contra el vientre. El pelo, cortado en flequillos sobre la frente, caía hasta sus hombros. No tenía cejas y en los lóbulos de las orejas lucía grandes discos de balsa muy blancos. El corte de pelo de la mujer era del mismo estilo. Los tres parloteaban sin cesar en auca, sin darse cuenta de que ninguno de los misioneros conocía la lengua. Les dieron regalos y les tomaron fotos. Los indios vieron su primer globo y su primer yoyó. Dalila miró las fotos de Time. George comió hamburguesas y permitió que le rociaran la espalda con repelente de insectos. Le dieron una camisa y por la tarde, después de que Dalila frotara el cuerpo contra el avión e imitara sus movimientos en el aire, lo invitaron a volar. Mientras Nate Saint inclinaba el avión dando vueltas en torno a Terminal City, George se asomaba por la portezuela imitando los ademanes de los misioneros que había estudiado con tanto cuidado al verlos volando bajo.
+De regreso a Palm Beach, los misioneros se arrodillaron para rezar, con los brazos levantados hacia el cielo. George no se mostró impresionado. Quería volar de nuevo. Jim Elliot llevó a Dalila a la casa en el árbol, pero regresó decepcionada. Se mostró en cierto modo petulante y caminó majestuosa hacia la ribera. Jim Elliot la siguió por la selva. La mujer mayor se quedó ante el fogón, sin dejar de hablarle a Youderian. Cuando finalmente él se fue a la casa, ella siguió hablándoles a las estrellas.
+Esa noche, Nate Saint y Pete Fleming volvieron a Arajuno para una tranquila celebración. Por aquel entonces Rachel Saint había vuelto a Shandia, sin saber nada aún de la operación. El día siguiente no hubo aucas de visita a Palm Beach, pero en un vuelo por la tarde alcanzaron a ver a George en Terminal City. Desde el aire parecía inquieto. En la mañana del domingo 8 de enero, Nate y Pete partieron de Arajuno con unas delicias especiales para los hombres: panecillos de arándano y helado. Al pasar por Terminal City no vieron señas de los aucas. Seguro de que los indios iban camino a Palm Beach, Saint miró su reloj y habló por radio con Shell-Mera. Eran las doce y media del día. «Parece que van a llegar para el primer servicio de la tarde. Recen por nosotros. Volveré a llamar a las cuatro y media». Pasadas las tres, sin embargo, una piedra destrozó el reloj y las manecillas dejaron de moverse mientras su cuerpo se deslizaba bajo las aguas lodosas del río Curaray.
+El primer cadáver fue visto desde el aire tres días después, a trescientos cincuenta metros río abajo del playón. El segundo fue avistado en la arena, a unos setenta metros del campamento. Cuando el equipo de búsqueda llegó el jueves, fue encontrada otra víctima engarzada de un árbol caído en el río y de la que sólo se veía un pie que sobreaguaba. Identificaron los cuerpos de cuatro de los misioneros. Todos habían muerto a lanzadas. En la víspera, un quechua había encontrado el cadáver del quinto, Ed McCully.
+La noticia de la matanza recorrió el mundo. La revista Life había enviado al sitio a Cornell Capa, quien llegó el viernes justo a tiempo para fotografiar el hallazgo de los cadáveres. Envuelto en una de las lanzas que le sacaron a Nate Saint había un folleto bíblico que él había dejado caer en Terminal City. Su cámara estaba en el fondo del río, y al desarrollar la película resultó que la última foto que tomó era un retrato de Dalila. En una mano sostenía unos regalos, y en la otra un vaso grande de cartón, sin duda con limonada.
+Cuando Rachel Saint supo de la muerte de su hermano, su primera reacción, al decir de todos, no fue de dolor sino de rabia, de pensar que se había atrevido a contactar a los aucas sin decirle nada. En forma muy diferente recibió la noticia su sobrino Stevie, de ocho años. En una entrevista por radio explicó: «Yo sé por qué mi padre se fue al cielo antes que nosotros… porque amaba más al Señor».
+*
+Siete años después de que Tim y yo conociéramos a Alberto en Mera, viajé solo a tierra de los aucas para ver lo que había pasado después de dos décadas de contacto. Para entonces, Tim se había ido de Harvard para trabajar con el Field Museum de Chicago, yo estudiaba con Schultes para mi doctorado y Oriente se había transformado de una manera que ni Tim ni yo hubiéramos podido prever en 1974. Lago Agrio se había convertido en un importante centro comercial, con tres vuelos diarios a la capital y buses que salían cada tres horas a Conejo, la aldea cofán que tanto había impresionado a Schultes en 1942. En toda la llanura amazónica, la tierra que pertenecía a los indios se la estaban dando a colonos por el precio de la agrimensura.
+No había pasado una hora en la desparramada base misionera de Limoncocha, y ya había metido mi equipo en un pequeño Cessna que volaba esta vez hacia el sudeste, cruzando el río Napo, manchado de petróleo, hacia el territorio tradicional de los aucas, tribu ya conocida entonces por su nombre apropiado, los waorani, que significa «el pueblo». Al elevarse el avión sobre el calor y descender entre montones de nubes, inclinándose de repente y arrojándose como una libélula, el piloto, un locuaz tipo de Kansas, iba diciendo los nombres de los ríos: Indillana, Tiputini, Tivacuno, Cononaco. Al norte del Napo la selva era relativamente plana. Al sur, los pantanos de palmas daban paso a una serie de crestas y lomas que se encontraban con los Andes para elevarse unos doscientos metros sobre los terrenos aluviales de los ríos. Desde el aire, la selva era sobrecogedora.
+—¡Nushiño! —gritó el piloto sobre el estruendo del motor—. Sigue el Tzapino. Quiere decir río de peces.
+Ya me estaba familiarizando con los nombres. Le eché un vistazo al mapa en mis rodillas. Seguía el Curaray. Miré hacia el oeste y vi las faldas de los Andes.
+—No distingo nada ahora —dijo el piloto—. Estamos muy alto. Pero ahí es donde los mataron. En ese recodo.
+La vuelta del río era igual a tantas otras, un serpenteo ocre casi cubierto por la vegetación.
+—¿Dónde está Tiwaeno? —le pregunté, y el piloto señaló sobre el hombro hacia el este. Tiwaeno era un río, pero también la población waorani donde se hizo el primer contacto pacífico en 1958. Lo hicieron Betty Elliot, viuda de uno de los mártires, y Rachel Saint, dos mujeres cuyo carácter y temperamento no podían ser más distintos.
+Después de la matanza, Rachel Saint nunca perdonó a su hermano Nate o a sus compañeros, pero llegó a pensar que sus muertes eran parte de los designios de Dios. Las tumbas sin lápida, escribió a sus padres, «son cinco semillas de trigo sembradas allá lejos en el río Curaray, en tierra de los aucas». La cosecha sería la Biblia traducida a su lengua, tarea a la que se dedicó con toda su no poca energía y ambición.
+La clave era Dayuma, «la única auca auténtica en cautividad». Cuando Carlos Sevilla se dio cuenta de que tenía en casa a una celebridad internacional, la sacó de los cultivos y la ascendió a sirvienta. La llevaron a Quito, vestida de percal, y allí los misioneros trabajaron con ella en la lengua y la gramática waorani. Luego, en la primavera de 1957, Cameron Townsend le ordenó a Rachel Saint llevar a Dayuma a los Estados Unidos para continuar el trabajo en la facultad de lenguas del Instituto Lingüístico de Verano en la Universidad de Oklahoma. Sin embargo, el verdadero propósito de Townsend era someter a las dos mujeres a una serie de extrañas presentaciones públicas para promocionar la imagen nacional de los Traductores Wycliffe de la Biblia. El 5 de junio de 1957, Dayuma se presentó en el programa This is your life, ante treinta millones de televidentes. A fines del verano, Billy Graham la presentó en el Madison Square Garden de Nueva York. Antes de que subiera al estrado, Rachel le aconsejó a la nerviosa Dayuma «pensar que toda esa gente es como los pavos que viste hace poco; así te sentirás mejor».
+En el verano de 1958, en un bautismo rodeado de mucha propaganda, Dayuma fue proclamada la primera auca cristiana en la Iglesia Libre Evangélica de Wheaton. Nadie notó que su profesión de fe había tenido lugar en medio de un ataque casi mortal de gripe asiática. Tampoco sabía nadie que en momentos tranquilos todavía hablaba de jaguares que recorrían sus sueños. Y sobre todo, los asistentes a la ceremonia tuvieron la fortuna de ignorar el hecho de que Dayuma ya había sido bautizada años antes en el Ecuador por el padre César Ricci, un sacerdote católico acérrimo enemigo de los evangelistas.
+Mientras Rachel Saint y Dayuma promovían la causa misionera en los Estados Unidos, los acontecimientos en el Ecuador se sucedían sin ellas. Después de la muerte de su esposo Jim, Betty Elliot se quedó en Shandia, predicando a los quechuas y a la espera de llevarles la palabra divina a los aucas. La oportunidad se presentó en 1957 cuando dos mujeres waoranis, inesperadamente, salieron de la selva. Se llamaban Mankamu y Mintaka, y buscaban a su sobrina Dayuma. Betty se apresuró para verlas en Arajuno y pronto descubrió que una de ellas, Mintaka, era la mujer de edad que, con George y Dalila, había conocido a su esposo en Palm Beach.
+Después de varias semanas de estudio de la lengua, ella y las dos mujeres entraron con cautela en territorio de los waoranis con la esperanza de construir una misión en la ribera del Curaray. La expedición fracasó la primera noche al encontrar a uno de los cargadores quechuas con dieciocho lanzas waoranis clavadas en el cuerpo. En una de ellas había envueltas algunas páginas del Nuevo Testamento. Sin desanimarse, Betty y sus pupilas volvieron a Arajuno y siguieron estudiando la lengua. Para mayo de 1958, cuando el Instituto Lingüístico por fin llevó a Dayuma al Ecuador, Betty había aprendido en seis meses tanto waorani como Rachel Saint en tres años y medio.
+Tan pronto Dayuma se encontró con Mankamu y Mintaka, decidió volver a casa. El 8 de septiembre las tres mujeres se internaron en la selva y se perdieron, pero lograron llegar al Curaray y luego a Tiwaeno. Andando, Dayuma comenzó a sentir miedo. Nunca había olvidado el ataque con lanzas, hacía ya once años, en el que había muerto su familia y que la había obligado a huir de la selva. De su juventud recordaba niños enterrados vivos para hacerles compañía a sus padres muertos. De sus tías había sabido de otro incidente más reciente. Un solitario explorador blanco enloqueció bajo el acoso de los waoranis y se puso a dispararles a los árboles hasta que finalmente, al quinto día, se suicidó. Los waoranis lo alancearon, por si acaso, y le arrancaron los dientes.
+Dayuma calmó sus temores compartiendo su nueva fe con las tías. Para entonces sabía que no había una serpiente vigilando el acceso al cielo, que los espíritus no surcaban el firmamento llevados por el viento, que los que no entraban al cielo no caían en el olvido, ni se convertían en hormigas y morían. No. Caen en las grandes hogueras que rugen bajo la tierra, y viven, ardiendo en las llamas, pero no muriendo nunca, en eterna agonía.
+El 28 de septiembre, justo a las dos semanas de estar en la selva, Dayuma volvió a Arajuno con siete mujeres waoranis, todas cantando «Jesús me ama» en inglés. Invitaron a Rachel Saint y a Betty Elliot a visitar a sus parientes. Rachel quería ir sola. El Instituto Lingüístico insistió en que cooperaran. Partieron el 6 de octubre, con diez waoranis, docenas de quechuas y Valerie, la hija de Betty de tres años. Hicieron una jornada por tierra hasta el río Oglán, luego el Curaray abajo y el Añangua arriba, para seguir por tierra de nuevo y cruzar un cerro alto hasta el río Tiwaeno. Betty Elliot llevaba quince libras de equipo para ella y su niña. No tenía idea de cuánto tiempo permanecerían en la selva, o del destino que las esperaba, y en la tarde del 8 de octubre de 1958 llegó a un campamento de unos sesenta y cinco waoranis, entre ellos muchos de los que habían alanceado a su esposo.
+*
+—Ya vamos a llegar —dijo el piloto— al río Quiwa.
+El avión descendió después de pasar una loma y se acercó volando al río ancho, espantando a un par de guacamayas de la copa de un árbol enorme. El piloto señaló hacia la izquierda, y de pronto cruzamos un pequeño claro.
+—¡Quiwado! —gritó mientras iniciaba un brusco ascenso.
+Desde el aire vimos a una docena de niños que corrían por la ribera, entre un grupo de casas con techos de paja, hasta la pista de pasto despejada en la selva poco después de la población. Para el momento en que dimos la vuelta contra el viento, la mayor parte de la aldea parecía estar esperándonos. Entre los indios estaba un joven antropólogo norteamericano del Instituto Lingüístico, Jim Yost, que llevaba siete años viviendo con su familia entre los waoranis. Uno entre el puñado de extranjeros que hablaba la lengua con fluidez, Jim estaba ansioso por aprender más sobre su empleo de las plantas, así como yo deseaba saber más sobre su vida en la selva. Nos habíamos carteado desde hacía unos meses y nos vimos en Quito una vez. Allí decidimos cooperar. Al aterrizar el avión y avanzar hacia la aldea, me pasó por la cabeza la idea de que nunca más tendría la oportunidad de estudiar la etnobotánica de un pueblo que sólo una generación antes había vivido en completo aislamiento.
+Al bajarme del avión me asedió de inmediato un viejo waorani. Al contrario de los demás, vestidos de extraña y diversa manera, con trajes, camisas y shorts de gimnasia, estaba desnudo salvo por el taparrabo. Tenía el corte de pelo tradicional, flequillos en la frente, largo a los lados y afeitado sobre las orejas. Una pluma escarlata le horadaba la nariz y en los lóbulos de las orejas tenía grandes discos de balsa. De una cuerda amarrada en torno al cuello, colgaba la quijada de una piraña. En un brazo sostenía una cerbatana y en el otro una aljaba de dardos. Parecía disfrutar de un increíble estado físico para un hombre que al hablar sólo mostraba dos dientes. No entendía ni una palabra de lo que me decía.
+—Sólo le dijo el nombre de su hermano muerto.
+Me di vuelta y le di la mano a Jim. Era delgado, de piel clara y con una rala barba roja; tenía puestos unos shorts recortados, sandalias y un ancho sombrero de paja.
+—Ahora quiere un hacha —me dijo sonriendo—. Tendrás que darle una. Está un poco preocupado. No puede creer que te invité a quedarte en mi casa con mis hijos sin ser pariente mío. Cree que puedes tratar de matarnos.
+Le eché una mirada al viejo, intentando una sonrisa, lo que al parecer sólo contribuyó a confirmar sus sospechas. Jim habló un momento con el piloto mientras varios jóvenes waoranis reunían mi equipo y provisiones para llevarlos a la misión. Luego observamos al avión despegar. Los waoranis lo miraban como si fuera un espectáculo que presenciaran por primera vez. Había visto la misma mirada en otras caras indígenas. Pedro Juajibioy me contó una vez que cuando en alguna ocasión voló un avión sobre Sibundoy, los kamsás pensaron que era un gran crucifijo con un cura que flotaba en el cielo. Cuando los waoranis vieron el avión de Nate Saint sobrevolando Terminal City, pasaron horas discutiendo qué podía ser. Al principio, pensaron que era una abeja gigante, por el rugido del motor, pero como las abejas no llevan gente adentro, decidieron que era un demonio con demonios chiquitos en su interior, conclusión que pudo ser en parte la razón de la matanza.
+Después de que el avión desapareció sobre la selva, caminamos en fila hacia la aldea. El viejo waorani, de quien después supe que se llamaba Kowe, no se despegó de mi lado.
+—Salió de la selva hace sólo un año —me explicó Jim—. Todavía piensa que todo el mundo habla wao. Es la única lengua que ha oído. Su palabra para oír es la misma que para comprender. Llama a los extranjeros «los que no tienen oídos». Cuando yo lo conocí le sorprendió que, tal como dijo, yo tenía «huecos en mis oídos» y, sin embargo, comprendía lo que me decía.
+Jim habló directamente con Kowe y lo calmó. Sentí curiosidad por lo que le había dicho.
+—Le dije que le ibas a dar un hacha y que habías tomado el nombre de su hermano mayor. Le pregunté qué más podía querer.
+—¿Y cuál es el nombre del hermano mayor?
+Jim esperó hasta que los demás se alejaron unos pasos.
+—Eweme —me dijo en voz baja—, aunque no es una buena idea preguntarle el nombre a nadie. Para ellos es un acto de agresión. Aquí lo conocen a uno o no lo conocen. Si la persona es un extraño, lo mejor es saber su nombre antes de que sepa el de uno. El nombre revela los lazos de parentela. Si resulta que no es pariente, a lo mejor hay que matarlo a lanzadas.
+—Por eso es que el viejo…
+—Correcto. Por eso te dio un nombre. De lo contrario serías su enemigo. Además, como ahora son parientes y como eres blanco y tienes más cosas, tendrás que darle más regalos.
+—¿El hacha?
+—Tal vez más.
+—¿Qué le pasó al hermano?
+—Era mucho más viejo. No sé cuántos años más. Ellos no cuentan la edad como nosotros, pero me imagino que tenía un poco más de ochenta cuando murió.
+—¿A lanzadas?
+—Eso ya no se ve casi, por lo menos aquí. No, estaba recogiendo frutas. Se cayó de la copa de una palmera.
+La aldea no era muy diferente de otros poblados indígenas: un grupo de casas de paja, la mayor parte sobre pilotes y rodeadas de huertos irregulares y hasta caóticos. Incluso antes del contacto, los waoranis habían empezado a hacer sus casas como las de los quechuas. Sus viviendas tradicionales, de las que sólo quedaba una muestra en la aldea, eran grandes construcciones en ángulo agudo de más o menos dieciséis metros de largo y seis y medio de ancho, y que doblaban la estatura de un hombre. Con paredes de guadua, vigas de caña brava atadas con lianas y techos de hojas de palma atadas a una estructura de madera y divididos en la mitad, podían ser construidas por un hombre en un día. Como el humo de los fogones formaba una espesa capa de hollín y brea en el interior del techo, protegiéndolo de los insectos, las casas podían durar hasta un año en pie, más o menos el máximo de lo que los waoranis permanecían en un sitio.
+La pequeña choza de Jim estaba al borde de la aldea, cerca del río. Para cuando llegamos, el gentío de la pista se había esfumado. No hubo la agitación normal que le espera a uno al llegar a una aldea aislada. Después del trajín en la pista, reinó una calma completa. Todo estaba como si yo hubiera vivido siempre allí. Kathy, la esposa de Jim, a la que había conocido antes en Quito, se encontraba en lo alto de la escalera. Era una hermosa mujer de Iowa, flaca y, como sus tres hijitos, rubia y blanca.
+—Tan poco sentido del espacio personal —me dijo— solía desconcertarme. La gente siempre por ahí, pero invisible en una forma extraña. Todos llegan y se van sin saludar o despedirse. Ni siquiera tienen palabras para eso. Luego comprendí por fin.
+—Simplemente lo que tú viviste al llegar —añadió Jim—. Una persona es parte del grupo social o una amenaza, uno del pueblo o un cowode, un caníbal. Al darte Kowe un nombre y darle tú un regalo, te convertiste en parte del lugar.
+Le lancé una mirada a Kathe, que sonrió.
+—Jim —le dijo a su esposo—, muéstrale dónde puede colgar la hamaca.
+De izquierda a derecha: Loren Polhamus, E. W. Brandes y Robert Rands, los científicos que dirigieron el Programa de Investigación del Caucho de los Estados Unidos (1943).
+Schultes con Miguel Dumit, a su derecha, el capitán Levermann y un desconocido en Bogotá, marzo de 1951, cuando comenzaba el llamado Plan Soratama, la estación cauchera sobre el río Apaporis.
+Cerca de la cabecera del río Miritiparaná, Schultes con dos indígenas de la región durante la celebración del Kai-ya-ree (1952).
+Un cazador ingano preparando yoco en Mocoa, diciembre de 1941. Esta liana, que era usada por los ingano cotidianamente como un estimulante, resultó ser una nueva especie para la ciencia, descubierta y catalogada por Schultes como Paullinia yoco.
+Vellozia phantasmagoria, una nueva especie descubierta el 14 de mayo de 1943 y que fue posteriormente catalogada por Schultes en el Chiribiquete, río Apaporis.
+El vapor Ciudad de Neiva en Caucaya, río Putumayo. El 19 de mayo de 1942 Schultes abordó esta embarcación para bajar por el río Putumayo hasta la desembocadura del río Karaparaná. Desde ahí remó en una canoa río arriba hasta El Encanto y luego caminó hasta La Chorrera y al río Igaraparaná. Este viaje lo llevó a través de un mundo lleno de sombras y oscuridad donde encontró diásporas de indígenas bora y uitoto que habían sido torturados o incapacitados para siempre durante el auge cauchero del siglo XX.
+Wade Davis, a los veinte años, Sierra Nevada de Santa Marta, marzo de 1974. Fotografía de Timothy Plowman.
+DURANTE EL RESTO DE LA TARDE, mientras arreglábamos el equipo y hacíamos planes para herborizar, seguí tratando de entender los símbolos de una cultura tan incomprendida por el mundo exterior. Al caminar por Quiwado al atardecer, mientras se agrupaban las nubes y un viento frío anunciaba una próxima tormenta, vi a una mujer dar teta a un mico recién nacido, niños con dientes de jaguar colgando del cuello, y otros disparándole dardos a un pájaro cautivo. Junto al río encontré a Natasha, la hija mayor de Jim, jugueteando con amiguitas waoranis en partes poco profundas que escondían sin duda varias especies de pirañas. Al vagar por la aldea gozando de un extraño y desconocido anonimato, traté de reconciliar la tranquilidad de la escena con el conocimiento seguro de que no había allí una sola mujer de más de veinticinco años que no hubiera perdido un padre, una madre o un pariente en ataque con lanzas, o un hombre que no hubiera sido responsable de un hecho así.
+No fue sino por la noche, después de la tormenta y de que se hubiera ido a su casa el último de los visitantes, cuando supe por Jim algo de la historia de los waoranis. Sentado junto al fuego, masticando la carne fibrosa de un mico muerto ese mismo día, me sentía transportado ante un espejo que por fin me reveló el mundo visto desde el otro lado.
+Nadie, ni siquiera los waoranis mismos, saben cuánto tiempo han vivido en la selva. Para ellos, la experiencia y el tiempo no pueden dividirse en segmentos. No hay transición abrupta entre el día y la noche, o entre el sueño y la vigilia. Cuando sale el sol, la niebla cubre la mañana y los niños se acercan al calor de los fogones. Canciones que comienzan y terminan con expulsiones de aliento explosivas, de dos o tres notas por melodía y con las mismas palabras repetidas cientos de veces, los sacan de la oscuridad hacia el día. Por la noche siempre hay movimiento, pies que remueven los leños de los fogones, voces que comentan sueños o los recuerdos de un ataque, parejas haciendo el amor en una hamaca.
+Hay un sentido de la luna, de su posición en el cielo, del flujo y reflujo de su sombra. Pero el año no está asociado con un concepto matemático. Todos los puntos de referencia están en la naturaleza, y las estaciones son en sí mismas la medida de la productividad de la selva. El año comienza en nuestro mes de abril, cuando termina el ciclo de fructificación de la chonta, o chontaduro. Mayo y junio corresponden más o menos a la estación del engorde, la época en que los monos aulladores se hartan de frutas, comienzan a engordar, engordan y empiezan luego a enflaquecer. El verano se inicia con la estación de las hormigas atta, un periodo de una semana durante el cual salen a establecer nuevas colonias y la gente se reúne para asarlas y comerlas como delicioso bocado. Sigue un largo intervalo sin nombre en el año waorani, que se prolonga hasta la estación de la chonta, que dura seis meses y vuelve en noviembre.
+Para ellos el universo es un disco, una superficie ondulante rodeada de grandes aguas y cubierta por un domo situado más allá de las nubes. Debajo de la tierra está el mundo subterráneo, una réplica de esta vida, con árboles, ríos y colinas, pero habitada por los babitade, criaturas sin boca que no pueden hablar o comer. Encima están los cielos, el destino de los muertos. Al morir, la carne se pudre o se transforma en animales de la selva. El alma que vive en el corazón se convierte en jaguar y la que habita en el cerebro asciende al cielo, donde se encuentra con una boa sagrada en la base de las nubes. Sólo si su nariz ha sido perforada y adornada con la más fina de las plumas, puede el alma ingresar al cielo. Una vez aceptada allí, el waorani vive como siempre ha vivido, cazando, pescando y alanceando. Los animales del cielo son las almas de los animales que vivieron en la tierra, y por ello, al matar en esta vida, el waorani tiene asegurada la comida en la otra. Para acompañar a los mayores en esta peligrosa jornada, a menudo entierran vivos a los niños.
+Tanto en esta vida como en la otra, se perciben a sí mismos como la gente de la selva. En el cielo y en la tierra, los ríos son dominio de los cowodes, los extraños, todos caníbales. Tradicionalmente, los waoranis vivían sobre las colinas entre los ríos, evitando deliberadamente los terrenos aluviales de los valles. Pescaban sólo en los pequeños afluentes de las tierras altas, y declaraban tabú el bagre, la mayor parte de las aves acuáticas, los huevos de tortuga y muchas otras fuentes alimenticias que comen los pueblos del Amazonas. No nadaban, no usaban remos o piraguas. Tan rudimentarios eran sus conocimientos sobre la construcción de canoas que Jim había conocido a un anciano que había talado un árbol hueco, con la esperanza de no tener que quemar la madera. No se le ocurrió nunca que tendría un problema al sellar ambos extremos del tronco.
+Las evidencias lingüísticas sugieren que los waoranis han vivido en la selva desde muchas generaciones antes de la época del contacto. Cuando se comprendió por fin su lengua, se descubrió que sólo dos palabras eran préstamos de tribus vecinas. No tenían comercio alguno con los cowodes, e incluso en 1957 no habían adoptado aún las herramientas de metal.
+Si estaban inseguros acerca del mundo que había más allá de sus fronteras, la gente de afuera los consideraban salvajes, símbolos del corazón demoníaco de la naturaleza. Aunque antes del contacto la tribu nunca contó con más de quinientos individuos, los funcionarios ecuatorianos acostumbraban calcular una población de varios miles, en parte a causa de su vasto territorio y en parte por pura histeria. Las incursiones guerreras de los waoranis cubrían en un día casi sesenta kilómetros de selva. Además, cada uno portaba varias lanzas y alanceaba a la víctima más de una vez. No se halló ningún cadáver con menos de ocho. En 1972 se encontraron precisamente ocho, clavadas en el cuerpo de un cocinero de la Shell; las autoridades sugirieron que unos veinte indios lo habían atacado pero, de hecho, sólo habían sido tres.
+La dilatada extensión del territorio —casi veinte kilómetros cuadrados por cada hombre, mujer y niño— resultó ser una maldición para ellos en muchas formas. En cualquier momento dado sólo podían ocupar una pequeña parte de la tierra. Lo característico eran poblados de dos o tres casas en un claro despejado en la selva. A treinta minutos había otras casas, habitadas por parientes cercanos. Series de estas minialdeas formaban comunidades de parentela extendida, con mutuas relaciones durante toda la vida. En la época del contacto existían cuatro agrupaciones de esta clase —los guiquetaidis, los baiwaidis, los ñiwaidis y los wepeidas—, todas hostiles entre sí y ninguna segura de dónde vivían las demás. Separados del mundo exterior por muchas generaciones de conflicto y con enormes extensiones de selva entre ellos, los waoranis vivían en constante temor y estaban convencidos de que en cualquier momento un enemigo podía lanzarse contra ellos.
+Las razones para matar eran muchas: la muerte de un niño por un chamán lejano, el nacimiento de un bebé deforme, la frustración ante la pérdida de una mujer, la simple necesidad de vengar un asesinato previo. En la víspera de la incursión, los hombres preparaban las lanzas decorándolas con diseños específicos para asegurarse de que las víctimas supieran la identidad de sus atacantes. Luego, en la mañana de una noche sin luna, después de una tormenta con rayos para que estos se llevaran al cielo las almas de las futuras víctimas, partían los guerreros. Viajaban durante días y hasta semanas por la selva, y al llegar al poblado enemigo trataban de detectar a sus parientes y conocidos. Si no los había se quedaban escondidos hasta que estuviera oscuro, y cuando ya no podían distinguir sus siluetas contra el cielo se arrojaban con sigilo al ataque, se deslizaban en las viviendas y mataban indiscriminadamente. Destruida la aldea volvían a casa, donde de inmediato golpeaban a sus hijos para que estos, ya grandes, fueran poderosos guerreros.
+Este ciclo de guerra y venganza determinaba la localización de los poblados. Después de una incursión contra sus enemigos, los atacantes vivían en temor de la represalia. Abandonaban su morada y se mudaban a otro claro en la selva rodeados de empalizadas y protegidos por águilas reales y caracaraes atadas como animales guardianes en las afueras del poblado. Por ello cada familia extendida requería varios sitios de vivienda, y la estructura de las unidades familiares cambiaba constantemente al mudarse las parejas con sus hijos. Esta fluidez dejaba poco espacio para las jerarquías. No había jefes. Un waorani podía ser líder en un acto específico, pero cada hombre permanecía independiente y la sociedad como un todo era perfectamente igualitaria.
+La autoridad de cada individuo se equilibraba por sus obligaciones de parentesco. El matrimonio era un asunto bastante sencillo, un acuerdo entre los padres formalizado en una celebración pública. Muchas veces, los últimos en saberlo eran el novio y la novia. Sin avisarle nada, la madre o una tía llevaban a la joven a una hamaca. Al joven lo iban poniendo al frente de una fila de danzantes y luego hacían que se sentara junto a la muchacha. Una canción de bodas sellaba el compromiso.
+Sin embargo, las reglas de parentesco eran mucho más complejas. El niño waorani se dirigía a su padre y a los hermanos de este con la misma palabra. En forma parecida, la madre y las hermanas de esta pertenecían a la misma categoría de parentesco. Por tanto, los hermanos del padre se convertían todos en maridos de la madre, y después de una larga jornada era común que un hombre compartiera a su esposa con un hermano. Los hijos de los hermanos del padre y de las hermanas de la madre —los que nosotros llamamos primos hermanos— eran considerados hermanos por los waoranis. Pero los hijos de los hermanos de la madre o de las hermanas del padre —también para nosotros primos hermanos— no eran para ellos hermanos sino primos, o qui. Casarse con un hermano era incesto, pero casarse con alguien que no fuera qui era una unión «loca». Se esperaba que todos los matrimonios fueran entre los que llaman los antropólogos primos cruzados.
+El resultado era una red de relaciones de parentesco asombrosamente estrecha. Entre una población de seiscientos treinta individuos, Jim sólo había encontrado veinte que no podían trazar su linaje a una fuente común. De ahí la importancia de los nombres. Conocer el linaje de una persona determinaba las relaciones que se entrababan. Por eso, lo primero que discutían los waoranis al reunirse era la genealogía, siendo el desafío descubrir los lazos de sangre del otro antes de que este supiera los de uno. Fue al desentrañar el parentesco que Jim descubrió hasta qué punto la guerra había dominado la vida. Y quedó estupefacto cuando se enteró de que no menos del cincuenta y cuatro por ciento de los hombres y del cuarenta por ciento de las mujeres, en las últimas cinco generaciones, habían muerto a lanzadas. Extraños habían matado o secuestrado a uno de cada cinco. Más del cinco por ciento de la mortalidad se debía a personas que por su propia voluntad se habían marchado a tierras de los cowodes. Presumiblemente, pensaban que la vida entre caníbales era preferible al mundo que conocían. En sus siete años con la tribu, Jim sólo oyó hablar de tres muertes por causas naturales. Durante meses, los waoranis le dieron a entender que las personas en cuestión habían envejecido y muerto, pero un día un joven le contó desprevenidamente que uno de aquellos hombres había envejecido tanto que la gente había decidido matarlo a lanzadas de todas maneras y habían tirado al río su cuerpo. El hombre, le explicó el joven, había «muerto volviéndose viejo».
+*
+Había media luna, y los ruidos de la selva me despertaron: las cigarras y las ranas arbóreas, las notas agudas de la lechuza blanca, la especie de graznido de las llamadas ratas del bambú. En cierto momento pensé oír a un jaguar, aunque no estaba seguro. Miré a mi alrededor y vi humo filtrándose por el techo de la casa de Kowe, desde donde escuchábamos voces bajas y el silbido de un abanico de plumas atizando el fuego. Alguien modulaba al otro lado de la aldea un canto nasal lejano, difícil de distinguir entre los demás ruidos.
+Era una buena cosa despertarse en una casa sin paredes. Les eché una mirada a los niños de Jim y Kathy, apelotonados en sus hamacas y durmiendo apaciblemente, y vi a lo lejos a una mujer con vestido de percal que iba camino a la selva, con una brasa viva en una mano, una olla en la otra y un canasto vacío a la espalda. La selva al otro lado del claro todavía estaba bajo la sombra, pero había una delgada cinta violeta sobre las ceibas y los colores se desplazaban lentamente en el este. La lluvia había doblegado las hierbas y juncias al borde del río, la arcilla roja brillaba y las canoas en el embarcadero se bamboleaban con cada oleada de las aguas. Un cazador con una cerbatana pasó bajo mi hamaca.
+Otro waorani estaba al pie de la escalera. Me imaginé que era Wepe, quien nos iba a guiar en la selva. Nuestros planes eran muy claros. Durante los siete años que Jim había vivido con los waoranis había registrado todos los nombres de las plantas que vio usar. Empezaríamos eliminando de la lista nombres en orden, sabiendo que ese método nos daría información adicional, otras plantas y sus usos. Mi tarea —recolectar especímenes auténticos y encargarme de que fueran identificados correctamente— tenía visos de ser muy fácil. El único problema era el cruce de referencias a los nombres y recolecciones con cada uno de los principales dialectos. Para esto, Quiwado era el lugar ideal, porque en el claro vivían representantes de todas las regiones del territorio.
+Wepe, lo sabría después, había matado a por lo menos quince enemigos. Su gente, que se recordara, siempre había vivido al norte del poblado de Tiwaeno, cerca de donde tuvo lugar la matanza de Palm Beach. Mucho antes de la tragedia, su grupo había sido expulsado de la región por un ataque del norte. En su huida río abajo hacia los ríos Tiputini y Yasuní, se había encontrado con la gente de Kowe. Habían vivido juntos y en paz hasta principios de la década de 1960, cuando el grupo de Wepe atacó uno de los poblados de los parientes de Kowe. Wepe y los suyos se internaron más en la selva. Se les vino a conocer como los waoranis de la loma, y vivieron sin ser molestados hasta principios de la década de 1970, cuando la Texaco llevó sus exploraciones hasta más allá del río Napo, en el corazón mismo de su tierra. Hubo una matanza y el Gobierno presionó al Instituto Lingüístico para que los pacificara y trasladara a Tiwaeno.
+En ese momento el medio hermano de Wepe, Toño, a quien no había conocido, estaba viviendo en Tiwaeno. Para sacar de la selva a la familia de Wepe, el Instituto le dio a Toño un radio y lo envió para hacer contacto. Después de un año de incomprensibles mensajes de radio, llegó la noticia de que Toño había muerto. Su error había sido presentarse vestido en el claro de Wepe. Sus orejas, además, no estaban perforadas, una prueba más de que era un cowode, un extraño. Que hablara bien la lengua no cambió para nada las cosas. En lo que a Wepe respectaba, todos los seres humanos hablaban waorani. Pocas horas después de llegar, a Toño lo mataron con un hacha. La voz que se oía en el radio era la de Kiwa, un sobrino, imitando la de Toño. Cuando el Instituto envió representantes en un helicóptero militar, Wepe dijo que su sobrino era Toño, afirmación que la viuda no tardó en desmentir. Luego le mostraron a Wepe un mapa de su territorio con todas las carreteras que pensaban construir allí. Al comprender todas las consecuencias, Wepe se desmayó, y al recobrar el sentido estuvo de acuerdo en irse.
+No había ni sombra de esta historia en su cara la mañana en que lo seguimos a la selva. De vez en cuando las estrechas trochas se perdían en playones, pero por lo general seguían el contorno de las lomas y se internaban en la selva. A pesar del sigiloso paso de la mayor parte de los cazadores de la llanura amazónica, Wepe avanzaba rápido por la senda, cada vez más animado. Cada huella de una presa —una ramita quebrada, el penetrante olor de un venado, los rasguños de un jabalí en el barro— despertaba en él recuerdos que surgían en monólogos sonoros y frenéticos y que sin duda alejaban a cualquier animal. El comportamiento de Wepe, anotó Jim, era típico. La abundacia de caza era tal que los waoranis cazaban menos con sigilo que desplazándose, y encontraban a la presa sólo por los ruidos y los olores. En medio de la selva podía detectar el olor de la orina de un animal a cuarenta pasos e identificar sin equivocarse la especie.
+Wepe, como todos los waoranis que conocí, resultó ser no sólo un agudo observador sino un naturalista de excepcional habilidad. Reconocía fenómenos tan conceptualmente complejos como la polinización y la dispersión de los frutos, y entendía y predecía con exactitud el comportamiento animal. Podía predecir los ciclos de florecimiento y frutación de todas las plantas comestibles de la selva, enumerar los alimentos preferidos por la mayor parte de los animales y localizar con precisión los sitios donde dormían. No fue tanto la complejidad de sus interpretaciones de las relaciones biológicas lo que me impresionó, sino la forma en que clasificaba la naturaleza. A menudo no podía decirle a uno el nombre de una planta, porque todas las partes —las raíces, los frutos, las hojas, la corteza— tenían su propio nombre. Tampoco podía nombrar un árbol frutal sin enumerar todos los animales y aves que dependían de él. Su comprensión de la selva excluía los estrechos límites de la nomenclatura. Cada planta útil no sólo tenía una identidad, sino una historia: una planta acre era buena contra la fiebre, un veneno podía matar a un pez a ochocientos metros en un río, una solanácea se empleaba para curar las picaduras de escorpión.
+Tarde un día, después de un festín con frutos de cacao silvestre, vimos un perezoso trepando lento por las ramas superiores de un yarumo. Estas dos criaturas, el animal y la planta, son de muchas maneras un símbolo perfecto del Amazonas. Cada especie de cecropia está poblada por una especie distinta de las llamadas hormigas de fuego, que viven en los nudos, se alimentan con los nódulos de proteína que secreta el árbol y a cambio protegen la planta de su mayor depredador, las hormigas atta, que se comen las hojas.
+El perezoso de tres uñas es un tierno herbívoro. Sus lentos movimientos, así como la coloración críptica de su pelambre, lo protegen de su mayor enemigo, el águila real. Visto de cerca, parece una alucinación, un ecosistema en sí mismo que vibra suavemente con centenares de exoparásitos. Su aspecto moteado se debe en parte a las algas verdeazulosas que viven simbióticamente dentro de sus pelos huecos. Una docena de variedades de artrópodos excavan bajo la pelambre; un solo perezoso que apenas pesa diez libras puede ser lar de miles de escarabajos. Los ciclos de vida de estos insectos se ciñen por completo a la rutina diaria del perezoso. Por su extremadamente lento metabolismo, defeca sólo una vez por semana. Desciende de las copas, cava un huequito al pie del árbol, desocupa y reinicia el penoso ascenso. Garrapatas, escarabajos, y hasta una especie de polilla saltan de su anfitrión, depositan un huevo en el estiércol y luego vuelven a casa, camino a las ramas de la copa. Los huevos germinan y, en una forma u otra, los insectos recién nacidos encuentran otro perezoso.
+¿Por qué tiene que bajar hasta las raíces del árbol, exponiéndose a toda clase de depredadores terrestres, cuando podría defecar desde la copa? La respuesta nos da una importante clave para comprender la inmensa complejidad y sutileza del ecosistema amazónico. Algunos biólogos han sugerido que al depositar las heces en la base, el perezoso enriquece el régimen de nutrientes del árbol. Que tan pequeña cantidad de material con nitrógeno pueda significar una diferencia indicaría en realidad que este emporio de vida es de verdad mucho más frágil de lo que parece. El bosque húmedo tropical, aunque alberga decenas de miles de especies, es en cierto sentido un falso paraíso, un castillo de inmensa complejidad biológica con cimientos de arena.
+Ante la maravilla de estas criaturas, observé cómo reaccionaba Wepe. Sin vacilar, le disparó un dardo al perezoso. Tan pronto hizo efecto el veneno y el animal cayó al suelo, nos pidió prestado un machete y taló el árbol. Luego arrancó su fruto, conocido como mangimeowe, y señaló que los tucanes y los pavos silbadores comían de él y lo esparcían.
+*
+Al atardecer nos bañamos con los niños y nos tendimos en la arena a mirar el vuelo moroso de las garzas contra la suave luz de la selva. Al otro lado del río, más abajo, vimos a Kowe —el viejo waorani que conocí la tarde de mi primer día en la aldea— y a una mujer de edad, caminando cerca de la orilla con los pies en el agua y removiéndola con una vara.
+—Rayas —dijo Jim—. Es casi la única cosa a la que le tienen miedo. No se pueden ver ni en el agua más clara.
+Algo chapoteó junto a la ribera: tal vez una tortuga o un caimán, o sólo una rama que cayó. Kowe miró de reojo en dirección al ruido y luego siguió caminando, sin dejar de meter el palo en el agua.
+—Pero la corriente es muy rápida —comenté—. ¿Pican con frecuencia?
+—Sólo mírales las piernas —contestó—. Es una herida seria, en extremo dolorosa. Ni la morfina alivia el dolor. La cola tiene una púa cortante, una especie de sierra que penetra profundo en la carne. La herida siempre se infecta. Hasta con antibióticos, la cura puede llevar semanas. Sin drogas, se encona y supura meses enteros, y deja un hueco de unos cinco centímetros. Es casi la única infección seria que ataca a los waoranis.
+—¿Cómo la tratan?
+—Tienen unas pocas plantas. Una es un árbol de hojas enormes. Le dicen boyomo. Quiere decir «hoja de la raya».
+—¿Ponen emplastos?
+—No, chupan el fruto.
+La mañana siguiente, cuando salimos a buscar el árbol, descubrí que lo que les importaba a los waoranis era la forma y el tamaño de la hoja y no las propiedades del fruto. Su lógica era parecida a la que estaba implícita en la famosa «doctrina de la firma». La gente creía que Dios dejaba marcas en la creación y en las plantas claves para saber sus propiedades. Por ello los monjes europeos trataban las afecciones del hígado con la hepática, cuyas hojas se parecen vagamente al hígado. Aunque desacreditada por la medicina occidental, esta intuición se da en muchas medicinas tradicionales de todo el mundo.
+Al avanzar por la selva se fueron aclarando otras ideas waoranis sobre la salud y la curación. Nos acompañaba Geke, un joven al que sólo tres semanas antes había lesionado un jabalí. Lo evacuaron en avión al hospital de Limoncocha, donde se apagó su espíritu y los médicos temieron por su vida. De vuelta con la familia, sin embargo, recobró el ánimo. Más joven y entusiasta que Wepe, nos guiaba por la selva mostrándonos docenas de plantas y trepando a los árboles con una agilidad y elegancia felinas. En cierto momento, al asirse de un manojo de bejucos, casi lo muerde una víbora. Saltó a mi lado, riéndose y mostrándome una pequeña herida en el dorso de la mano.
+—Ya lo han mordido —dijo Jim—, como a todos los demás.
+Había, descubrí, no menos de nueve serpientes venenosas nativas de la región. La más tóxica, aunque la menos peligrosa, era la coral. Sus colmillos se encuentran dentro del gaznate y para inyectar el veneno tiene que asirse firmemente de la presa y roer lentamente la carne. Cuando atacan, siempre hay tiempo de deshacerse de ella.
+—Hay que ser ciego para dejarse morder —dijo Jim—. Tiene más de tres metros de largo y es tan gruesa como una manguera de bombero.
+La mapanare es cosa muy distinta. Mide poco más de medio metro y, veloz y agresiva, había mordido a por lo menos el noventa por ciento de los waoranis adultos. A casi la mitad de los hombres los había mordido dos veces, lo que representa el promedio más alto de mordeduras de serpiente en población humana alguna. Es causa de una de cada veinticinco muertes en tierra de los waoranis.
+La charla sobre los venenos nos volvió a llevar a las plantas y a los diversos antídotos. Geke nos señaló cuatro diferentes especies para tratar las mordeduras de serpiente. Dos eran renealmias, plantas altas, frondosas y aromáticas de la familia del jengibre. Se machacaban las raíces, se mezclaban con agua y la poción debía beberse a diario. Las raíces y tallo de una filodendroidea, machacados en agua caliente y administrados tres veces por día, se usaban para curar las heridas de una serpiente llamada cayatamo. El cuarto antídoto era una ortiga. Los orígenes botánicos de estas plantas, así como las formas en que se usaban, sugerían que su valor no se basaba en la farmacología, sino en su resonancia mágica. Tal como Geke explicó, el fuerte aroma de las plantas y su poder espiritual inherente repelían los síntomas, forzándolos a abandonar el cuerpo.
+No tuve claro lo que dijo, sino más tarde ese mismo día. Para entonces habíamos recolectado unas cuantas plantas medicinales más. Usaban la savia de un helecho arbóreo como anestésico para aliviar el dolor de muelas. Atacaban el moscardón, un parásito dañino que se incrusta bajo la piel, ahogando las larvas mediante la aplicación tópica de la leche de un árbol. La corteza de otro, de la familia de los fríjoles, servía como veneno de peces y también como medicina para tratar los hongos infecciosos. También encontramos oonta, la Curarea tecunarum, el veneno para dardos que constituía la base de su tecnología cinegética. Estas recolecciones revelaron otro aspecto de la sabiduría waorani: la habilidad para identificar farmacológicamente las plantas activas y tratar ciertas enfermedades de acuerdo con los síntomas, en una forma más o menos compatible con la medicina científica moderna.
+La medicina waorani, en otras palabras, opera en dos niveles muy diferentes: el material y el inmaterial. En la raíz del sistema hay una idea no occidental sobre el origen y la naturaleza de la enfermedad. Para los waoranis, como para muchos pueblos indígenas, la buena o mala salud no dependen sólo de agentes patógenos sino del equilibrio apropiado o inapropiado de cada individuo. La salud es la armonía, un estado equilibrado y coherente de los componentes físicos y espirituales de la persona. La enfermedad es un trastorno, una desproporción, y la materialización de fuerzas malévolas.
+En general, los males físicos que se pueden tratar con hierbas medicinales se consideran menos graves que los problemas resultantes de la alteración de la armonía de la persona. En tal caso, el reto se debe encontrar en la fuente del mal y no en su manifestación particular. Para los waoranis el origen de tales males y desgracias son los idos, los chamanes siniestros que desde los cielos invocan a los wenae, sus malignos mensajeros espirituales que arrojan los dardos mágicos de la enfermedad y la muerte. Su solución, y en cierto sentido su principal acto médico, es buscar a esos chamanes rivales y matarlos a lanzadas.
+El medio por el cual el ido eleva su espíritu y entra en el reino de la muerte, es una planta llamada mii. No sin cierta renuencia y ansiedad, Geke nos llevó a un lugar al borde del bosque donde había. Para mi sorpresa, se trataba de la Banisteriopsis muricata, de la familia de la ayahuasca, nunca antes relacionada como alucinógeno en el Amazonas. Geke contó que cuando era niño su abuelo le había extraído el gaznate a un tucán y lo había usado para soplar en sus pulmones un pequeño rollo de mii, para asegurar que al crecer se convirtiera en un gran cazador. Añadió que su abuelo había sido un chamán de serpientes, un curandero capaz de hacer salir una víbora de la espesura para descubrir si había dejado veneno en una herida.
+*
+Tomo era uno de esos cazadores waoranis que podían rastrear una presa por el olor y que sabía por el frote de una hoja si el animal valía la pena. De niño había empalado arañas con diminutas pajas de escoba. Había atrapado avispas para atarlas con delgadísimas fibras y correr por la aldea haciéndolas volar como modelos de avión. A los cinco años ya podía dispararle un dardo a una fruta en un árbol y acertar a treinta pasos. A los diez podía matar a un pájaro en vuelo. Antes de la pubertad ya sabía imitar el reclamo de casi todos los seres de la selva. Comprendía los hábitos para anidar y el comportamiento procreativo, preveía los ciclos de alimentación y podía enumerar los árboles donde cada ave prefería morar. Antes de casarse ya había matado un jabalí con una lanza de palma de seis metros, atravesándolo y sujetándolo con una mano mientras le clavaba con la otra otras dos lanzas en el costado. Con una cerbatana podía dispararle a una ardilla un dardo mortal desde los quince metros; podía acertarle a un chupaflor volando y a un mico trepado en la copa de un árbol a cuarenta metros del suelo.
+El día antes de la cacería habíamos visto en casa de Kowe la forma como preparaba Tomo el curare. Raspaba la corteza, colocaba las virutas en un embudo de hojas de palma que colgaba de dos lanzas, vertía agua y recogía el zumo en una pequeña vasija de barro. Calentaba después al fuego el líquido oscuro, hasta que hervía espumoso, dejaba que se enfriara y luego lo volvía a calentar hasta que se formaba una telilla viscosa sobre la superficie.
+Durante todo el tiempo, Kowe permanecía sentado y sin hablar en un banco de madera, los pies descansando sobre un hacha, mientras retorcía los bejucos y los metía en un canasto grande. El piso en torno estaba cubierto de espinas de pescado, motas de algodón, hojas secas y pedacitos de papel. Las lanzas, adornadas con plumas brillantes, colgaban de las vigas negras y ahumadas.
+Hasta ese momento, Kowe no le había prestado atención a Tomo. Sin embargo, cuajado ya el curare y dispuestos los dardos en el piso, se acercó a él, tomó su lugar junto a las llamas, alcanzó un dardo y lo hizo girar en el líquido venenoso. Era, me explicó Jim, un chamán jaguar, el más preparado para dar eficacia a los dardos. Podía con su canto dar vida a la selva, pasando de un tono alto a uno bajo, para caer en un canturreo que sólo la madre del jaguar tenía el poder de traducir para el mundo. Colocó uno por uno los dardos en el piso, cerca del fuego, y lentamente la brea se endureció hasta convertirse en una laca negra azabache, lista para usarse.
+Esos eran los dardos que Tomo tenía en su aljaba de bambú el día siguiente. Del cuello le colgaba una quijada de piraña que usaba para hacerles muescas en la punta, con lo que aseguraba que ella quedaría incrustada en la carne de la presa, incluso si se libraba del resto del dardo. Acurrucado junto al fogón, bebió una totuma de tepae, la espesa y algo fermentada bebida que preparan las mujeres con las raíces masticadas de la yuca brava. Como la mayor parte de los adultos, Tomo se tomaba casi dos galones cada día. Aunque el tepae es la mayor fuente de carbohidratos de su dieta, ningún waorani lo considera un alimento. Sin importar cómo las consuman, «beben» todas las frutas, raíces y semillas. De igual manera, un huerto no se cosecha: se bebe. Sólo se come la carne, el único alimento verdadero de la selva.
+Tomo escogió una cerbatana corta, de un poco más de dos metros. Sin una palabra o un gesto para su familia, salió y nos guió por una trocha estrecha que llegaba hasta la pista y se internaba en la selva. El sol ya estaba alto, pero hacía frío y reinaba el silencio en las copas de los árboles. Caminamos más o menos una hora y recogimos plantas útiles sin mayor dificultad. Había cualquier cantidad de frutos y semillas comestibles, varias plantas de tinte, una hierba silvestre que se usaba como brocha de pintar y hojas que hacían las veces de platos y bandejas. Unas cuantas palmas producían alimentos y servían para entechar y preparar la madera de cerbatanas y lanzas. Dos especies diferentes de pimienta se usaban para ennegrecer los dientes y evitar las caries. Finalmente, a lo largo de la trocha había una hierba cuyo brote interior sirve para hacer cuchillos tan afilados como una hoja de afeitar. Esta es la planta que buscan las mujeres cuando están a punto de dar a luz.
+Cuando la mujer sentía las primeras contracciones, me explicó Jim, llevaba su hamaca nupcial a la selva y la colgaba entre dos árboles. Hacía luego un hueco en sus fuertes fibras, se ponía a horcajadas sobre él y esperaba a que cayera el bebé sobre un blando colchón de hojas de heliconia dispuestas bajo la hamaca. Nacido ya, cortaba el cordón umbilical con el brote de la hierba y luego examinaba cuidadosamente al recién nacido. Si era indeseado, o deforme, o si eran mellizos los enterraba vivos en un hueco poco profundo en la tierra. Si lo conservaba, lo sostenía sobre el pecho, lo llevaba al río para bañarlo y lo colocaba sobre una suave lámina de corteza que le servía de pañal y de cobija. Aceptado el niño, nunca era abandonado. Recibía todo el afecto de la madre, que lo amaba y lo cuidaba.
+La trocha fue a dar a un claro de luz hiriente. Los cultivos cubrían una ondulada colina hasta una loma con tocones y chontaduros contra la cual se veía la pared de la selva. Tomo vaciló y luego caminó por el borde, evitando el sol. Después volveríamos aquí con Nange, el maestro de escuela, y su esposa Oncaye, para encontrar entre los ajíes, el maní, los plátanos y no menos de veinte variedades de yuca con nombres de animales de la selva. El cultivo, nos explicó Tomo mientras nos abríamos paso entre un espeso matorral, estaba casi agotado. La familia de la que era propiedad ya había empezado a cultivar en otro sitio, donde los hombres trabajaban bajo la sombra de los árboles, arrancando la maleza, sembrando pies, talando los troncos más grandes y dejando las hojas caídas en la tierra para protegerla de la lluvia y del sol. Era un proceso de corte y pudrimiento, y no de corte y quema. Rara vez hacían quemas. La yuca sembrada maduraba en nueve meses, y las raíces podían permanecer bajo tierra un año sin pudrirse. Ya recogidas, abandonaban el cultivo y nunca volvían a usar la tierra de nuevo.
+Acabábamos de volver a internarnos en la selva cuando Tomo se detuvo en seco, asumió una posición inclinada de ataque y se apartó de nosotros escurriéndose, avanzando sin hacer el menor ruido entre un matorral de heliconias hasta detenerse en la raíz de un enorme árbol a veinte metros de la trocha. En un movimiento único ya había retirado un dardo, le había hecho una muesca, había envuelto hábilmente la base con una fibra de ceiba y lo había colocado en la boca de la cerbatana, suspendida e inmóvil a mayor altura que la cabeza. Hinchó entonces las mejillas con tremenda presión, expulsada en un instante. Se lanzó luego entre la vegetación, gritando y riéndose, y cuando lo alcanzamos tenía en la mano un ave bermeja. Había logrado cogerla antes de que el veneno surtiera efecto. Dejó caer al atemorizado pájaro en su canasto y colocó el dardo en forma visible en el nudo de un árbol, para que cuantos pasaran supieran que allí se había cazado un ave.
+Al seguir por la trocha, asombrados todavía por la precisión del dardo, Tomo arrancó una ramita, la abrió por la mitad y se frotó la boca por dentro. Era Duroia hirsuta, una planta común de la familia del café. Viven hormigas en sus raíces, y descubrimos que los waoranis se untan sus hormonas concentradas para calmar el dolor que causa el uso excesivo de la cerbatana.
+—Es cosa de machismo —sonrió Jim—. A menudo no tienen que soplar tan duro como lo hacen —y explicó que el volumen de aire que puede contener la cerbatana es un diez por ciento del que cabe en los pulmones. Por ello no es la fuerza, sino el control lo que cuenta, dependiendo de la distancia de la presa, el ángulo de ascenso del dardo y la trayectoria apropiada—. Cuanto más larga la cerbatana, mayor es la velocidad del dardo. Hasta cierto punto, porque después prima la resistencia. Para encontrar el equilibrio perfecto, siempre están en búsqueda del largo apropiado.
+Aunque talentoso cazador con los dardos, Tomo nos confesó que prefería, como la mayor parte de los waoranis, las escopetas. Esto era algo que al principio había confundido y preocupado a Jim. Cuando llegó, en toda la tribu sólo existían tres escopetas. La mayor parte eran armas deplorables: retrocargables de un solo tiro afectadas por resortes débiles que rara vez duraban más de un año. Una caja pequeña de cartuchos costaba lo que tres cerbatanas, tanto dinero como ganaba un waorani en una semana de trabajo. Para comprarlos tenían que hacer un viaje de cuatro días. A corto alcance eran eficaces con grandes animales terrestres, siempre y cuando, por supuesto, funcionaran; pero para pájaros y monos o cualquier animal que viviera en las copas de los árboles, la cerbatana era un arma muy superior. Un día se le ocurrió que el afecto de los waoranis por las escopetas tenía poco que ver con su eficiencia. Lo que les llamaba la atención era el objeto mismo, el mecanismo que chasqueaba, la caja reluciente, la potencia de la explosión. «Hace un ruido tan bello», le explicó un cazador.
+La trocha se topó con un arroyo. Mientras nos explicaba la forma correcta de envenenar a los peces, golpeando con violencia un leño con el bejuco y luego poniendo el leño en un pequeño remanso, le llamó la atención una huella en la otra orilla. Se acercó para verla de cerca y nos dijo qué persona la había dejado. Y, efectivamente, a dos o tres kilómetros nos encontramos con el hombre en cuestión y su esposa, parados al lado de un pecarí que habían acorralado y lanceado. Él nos refirió un relato completo de la caza, sin excluir el menor detalle, pues pasaron quince minutos antes de que pudiéramos seguir. Pero ya Tomo estaba excitado. La trocha ascendía hasta lo alto de unas grandes piedras cubiertas de musgo y lianas retorcidas. De pronto empezó a gritar.
+—Aquí fue. Aquí fue. ¡Aquí lo maté a lanzadas!
+Luego le explicó a Jim que él y dos amigos habían rastreado alguna vez a un jabalí hasta ese sitio y que, en su agitación, habían saltado esperando caer detrás del jabalí para matarlo. Sin embargo, se encontraron cara a cara con un inmenso jaguar. Cada uno de ellos tenía tres lanzas de madera. No tuvieron otra alternativa que tratar de matarlo, y lo lograron.
+—Los jaguares tienen los dientes hundidos dentro de una quijada increíble, perfectamente diseñada para desgarrar carne —comentó Jim.
+Sólo después, ese mismo día, me di cuenta de que Tomo estaba tan interesado en mi mundo como yo lo estaba en el suyo. Acabábamos de recolectar una Jessenia bataua, bella palma que los waoranis llaman petowe. Cada parte de la planta tenía un nombre y un empleo particular. Uno de los estudiantes de Schultes, Mike Balick, la había estudiado y había descubierto que el aceite de la semilla era indistinguible del aceite de oliva, tanto por su sabor como por su composición química. Él solo, por su cuenta, le había ofrecido al gobierno brasileño la oportunidad de reducir su déficit comercial anual en cientos de millones de dólares.
+Hacía calor y estábamos descansando, cuando de pronto me di cuenta de que Tomo me dirigía la palabra.
+—¿Qué dijo? —le pregunté a Jim.
+—Quiere saber cuántos hermanos y hermanas tienes.
+—Dos.
+—¿Tan pocos?
+Tomo se rio de nuevo y le dijo algo a Jim.
+—Quiere saber si tienes que comprar muchas esposas.
+—No, no que yo sepa.
+—Es porque los quechuas sí lo hacen. Cada novia tiene un precio, y les dicen a los waoranis que esa es la forma civilizada de hacer las cosas —me dijo Jim, mirándome—. Tienes que comprender que todos los contactos que ha tenido con el exterior lo han dejado perplejo.
+El primero, me contó Jim, había ocurrido en 1957, durante una guerra entre los chamanes de dos grupos rivales de los quechuas de la llanura. Al saber que los waoranis estaban ansiosos por entablar relaciones comerciales, un grupo les pidió a tres waoranis, entre ellos Tomo, que mataran al chamán rival. La única condición era que el asesinato se llevara a cabo con lanzas. Tomo estuvo de acuerdo y le prometieron un aparato de radio, unas botas, una escopeta y la posibilidad de vender y comprar toda clase de artículos. Tan pronto mataron al chamán, quienes lo habían contratado lo delataron ante la policía. Fueron en helicóptero a la aldea quechua donde se estaba quedando Tomo y empezaron a disparar indiscriminadamente contra las copas de los árboles. Tomo, que los estaba mirando desde abajo, no tardó en huir y vivió fugitivo más de un año.
+La experiencia no lo amilanó, y conservó un ansia genuina por el mundo exterior. Sus encuentros con él fueron invariablemente amargos, sobre todo cuando empezó, como tantos waoranis, a trabajar para las compañías petroleras. Lo contrató un agente de la Texaco para abrir trochas, trabajó tres meses a dieta de pan blanco y al final no le pagaron. Sólo fue entonces cuando denunció a los cowodes y volvió a la selva.
+El padre de Tomo había muerto a manos de su propio hermano, Dabo, pero ahora este era el padre de Tomo, quien le decía padre al asesino de su progenitor. La hermana de la madre de Tomo era Meñemo. Los ataques con lanzas la habían forzado a huir a la selva cuatro veces, y la última vez había sobrevivido sola durante tres meses. Los insectos la acosaban tanto que se sumergía en los pantanos para dormir. Comía arcilla para alimentarse. Perdió todo el pelo, pero sobrevivió. Después de casarse tuvo que huir de nuevo, esta vez con sus dos hijos. Uno no hacía sino llorar y se vio obligada a ahogarlo para que el otro pudiera vivir. Era un mundo muy duro, pero un mundo que Tomo sabía comprender.
+El mismo Tomo era ahora padre. Tenía seis hijos, entre ellos un hijastro cuyo verdadero padre, Nengkiwi, había sido uno de los waoranis que mataron a los misioneros en 1956. Era un personaje jactancioso que vivía amenazando a la gente con sus lanzas. Finalmente Gilketa, un anciano respetado, preguntó: «¿Quién se va a encargar de este tipo?». Un hombre llamado Dyowe mató a Nengkiwi a lanzadas, y Tomo se casó con la viuda. De manera que sus palabras pesaban cuando nos habló esa tarde sobre la matanza de los misioneros. Fue un error terrible, explicó. George, cuyo nombre real era Gimari, estaba celoso y furioso porque pensaba que Dalila, o Naenkiwi, coqueteaba con los blancos. Les dijo a los waoranis de Terminal City que los misioneros eran malvados. Las mujeres no estuvieron de acuerdo, pero la opinión de Gimari fue aceptada. De manera que durante todo el tiempo que los cinco norteamericanos esperaban en Palm Beach, nunca hubo la menor duda entre los indios de que los matarían.
+*
+El domingo de Pascua me despertaron unas voces bajas cantando himnos religiosos en una forma suave, inocente y pura. Me di vuelta y vi a Kathy con sus hijos en torno al fogón. Hacía frío esa mañana. Una niebla espesa y baja cubría la aldea. Al dormitar un poco, volvieron otras voces de la noche, el lento ritmo que iba y venía y los sutiles cambios de tono de los cantos waoranis, canciones tan viejas que la gente no comprendía ya lo que querían decir, como si nosotros cantáramos himnos en inglés antiguo. Durante varias horas habíamos bailado en casa de un hombre llamado Kento, avanzando y retrocediendo, las manos sudorosas de todos en los hombros de los vecinos, sin levantar los pies del piso y respirando el polvo que se mezclaba con las plantas aromáticas que los waoranis se untaban sobre la piel. Luego, las canciones parecían brotar de un trance. Entonces, en la incertidumbre del amanecer, los himnos no parecían fuera de lugar.
+El desayuno me llevó de nuevo a la selva: carne ahumada, una totuma de la espesa bebida de banano y larvas de escarabajos asadas. En la víspera, Tomo había cazado cuatro micos y Kento había cobrado dos. Habrían podido matar más, pero habían roto un tabú al beber chicha por la mañana mientras preparaban el veneno.
+—Es como comerse a un primo —dijo Jim sonriendo, mientras yo mordisqueaba el antebrazo de un mono aullador. Para ese entonces había comido toda clase de monos —capuchinos, aulladores, peludos, arañas—, y todavía no era capaz de distinguir entre sus carnes.
+—Hay una ardilla que vive en una especie de cocotero —dijo Kathy—. Es el verdadero manjar de los waoranis. Asan el vientre en las cenizas y se lo comen todo.
+—Es muy buena —añadió Natasha.
+Me reí. Era una niña agradable, fuerte y muy valiente. Hacía dos noches la había picado un escorpión, y no había llorado ni siquiera cuando la rodearon los waoranis y una anciana le frotó la herida con el fruto de una solanácea.
+Después del desayuno caminamos hasta la pequeña iglesia que los waoranis habían construido al lado de la pista. Muchos ya estaban allí, sentados en las bancas de madera, hablando tranquilamente, al parecer sin darse por enterados de la joven mandona que iba de un lado a otro dando órdenes a gritos y tratándolos como salvajes. Era desconcertante ver sus caras indiferentes recibiendo las burlas de esa mujer, con su tiesa bata de algodón crudo. Ella también era waorani, pero sus modales la delataban. Hija de Wepe, llevaba dos años trabajando como criada para una familia mestiza de Puyo. Tener una waorani a su disposición era en todo Oriente una especie de símbolo de prestigio. No hablaban español, las podían violar y las despedían después de varios meses, tal vez pagándoles con un vestido. La hija de Wepe tenía puesto el suyo.
+Jim, Kathy y los niños estaban sentados sin hablar en una banca de atrás. Me senté junto a Natasha. Todo parecía muy extraño. Recordé las historias de Betty Elliot sobre los primeros servicios religiosos con los waoranis, con Dayuma muy en el papel de hija de Wepe. Antes del alba, empezaba a gritar por todo el poblado: «¡Salgan todos! ¡Les voy a hablar sobre Dios!» La gente se reunía, aunque la idea de sentarse a escuchar era ridícula. Ellos sólo hablan cuando tienen algo que decir. Así que Dayuma tenía que repetirles y repetirles que se callaran. Luego, como no había palabra para «oración» en su lengua, anunciaba que había llegado el momento de dormir. «¡Cierren los ojos y duerman!», les decía a gritos. Para los waoranis, los servicios religiosos querían decir que esa mujer extraña los despertaba antes del alba sólo para ordenarles que se volvieran a dormir.
+Betty Elliot, la viuda de Jim Elliot, no dejó de ver el humor de todo aquello. En las páginas de sus Memorias se nota que era una mujer sorprendente, dominada por una fe sencilla y moderada por la tragedia. Rachel Saint, por el contrario, era una fanática que se inspiraba en el temor. Bien recibidas por los waoranis de Tiwaeno, en parte porque eran mujeres y no representaban ninguna amenaza, Rachel y Betty, la una solterona y la otra joven madre, vivieron experiencias completamente diferentes. Rodeada de hombres que cantaban canciones de amor, por muchachas que se metían en las hamacas y por una inocente fornicación general, Rachel Saint no tardó en escribir a casa sobre «la escoria de los paganos» y la necesidad del matrimonio cristiano. Betty vio lo positivo. Los hombres no se emborrachaban ni les pegaban a sus esposas, se criticaban públicamente y las relaciones entre esposos eran equitativas. «Era notoria la ausencia de muchos de nuestros pecados civilizados», escribió. «No hay chismes, ni vanidad, ni orgullo personal, ni avaricia. Me tuve que enfrentar al hecho de que socialmente no tenía nada que ofrecerles a los aucas».
+Era inevitable que Saint y Eliot se enfrentaran, y no había duda de cuál saldría ganando. «Rachel», escribiría después Betty, «es ciento por ciento dogmática. Con ella no podía discutir nada racionalmente. Era sencillo: no podía ceder en nada». Un asunto banal, si los aucas debían comulgar, fue la causa de la separación definitiva. Betty sostenía que se podía usar jugo de uvas, aunque la Biblia especificara el vino. La idea misma de introducir una ceremonia católica ofendía a Rachel. Para Betty fue la última gota, y se fue de Tiwaeno en 1961. Tal vez comprendió a la tribu más que nadie. «Los aucas», diría después, «no tienen ninguna forma de religión. Ignoran lo que es la oración, el sacrificio, el culto, aplacar a los espíritus del mal o adorar el bien».
+Librada de Betty, Saint, secundada por Dayuma, se erigió en dispensadora del poder, y no sólo para inculcar en los aucas nuevas ideas religiosas sino, lo que era más importante, para controlar el flujo de bienes desde afuera. Durante la siguiente década, a medida que más grupos de aucas fluían hacia Tiwaeno, llegando a tener trescientos habitantes en 1969, casi todo el contacto con ellos se hacía obligadamente por conducto de Rachel Saint. En 1964, cuando el Gobierno ecuatoriano estableció una reserva para los aucas, un área equivalente a menos del uno por ciento de su antiguo territorio, le dieron oficialmente el nombre de «Protectorado Auca de Dayuma». Los periodistas empezaron a hablar sobre las reinas aucas, y así nació el mito del matriarcado auca. Para principios de la década de 1970, Rachel había desarrollado lazos casi psicóticos con la etnia. Formó en la selva un pequeño imperio, controlado por un grupo selecto de mujeres cuyo poder se basaba estrictamente en la curiosidad y el ansia de los aucas por información y bienes del mundo exterior.
+La caída de Saint empezó cuando Jim Yost, un joven antropólogo, publicó un informe criticando el monopolio de Dayuma y abogando por un mayor control del comercio. También se refirió al peligro de concentrar la población auca en un mismo lugar, y citó la epidemia de poliomielitis que se propagó en Tiwaeno, matando a dieciséis personas y dejando paralíticas a seis. Ella misma fue una de sus víctimas, lo que atribuyó con certeza al juicio de Dios. Sostenía que, sin su presencia, los aucas se matarían unos a otros. Sin su protección, matarían a Jim Yost y a su familia. Jim le dijo que era una farsante. El Instituto Lingüístico de Verano lo apoyó a él, y Rachel Saint fue retirada de una forma discreta.
+*
+La hija de Wepe finalmente se sentó, y Nange, la maestra, tomó su lugar. Traté de imaginarme lo que estaba diciendo. Jim me había comentado lo difícil que había sido el trabajo de traducción. ¿Cómo se obtenían las palabras inglesas para verter una lengua de tanta riqueza onomatopéyica y puntuada por los sonidos de la selva? ¿Cómo se podía traducir la Biblia cuando nada, ni los lugares, ni los nombres, ni los objetos y mucho menos los temas tenían sentido para ellos? Los aucas no tienen palabras o puntos de referencia sobre los pobres y los ricos, el trabajo especializado, la jerarquía, la oración, la compra y la venta, las ciudades, los reinos o las naciones. Las monedas se tornan «escamas de pescado». El papel y el pan se convierten en «el nido de las avispas». Pero incluso si se pueden comprender los sonidos del auca y se forjan palabras que los representen, ¿cómo se hacen frases con ellas que tengan un significado? Veamos esta frase básica auca: Bitö maomomi hemo. Literalmente quiere decir: «Usted cargando en mano venga dar a mí usted toma yo sigo». Lo que significa, simplemente, «tráigamelo». A esto se suma el desafío de una lengua tonal, y así tenemos, como dijo Jim, a «Fellini en la selva».
+Miré en torno a mí a la grey, sentada tiesa y canturreando un himno melancólico. Era claro, pensé, que no era la promesa de la otra vida lo que había atraído a los aucas al cristianismo. Ya creían que al morir irían al paraíso, y que había allí animales. Tal como había escrito Jim, la magia del cristianismo les había permitido romper el ciclo violento de la venganza. Y lo habían logrado. Había amplias pruebas de ello en la pequeña reunión. Una generación antes, Tomo hubiera tenido que vengar la muerte de Toño matando a Wepe. El grupo de Wepe habría sido atacado por el padre de Kento, Ñiiwa. Wepe, a su turno, habría atacado a Kowe. Ninguno de ellos se hubiera podido sentar con los otros. Sin importar qué más les hubiera llevado el cristianismo, ciertamente acabó con los ataques a lanzadas, la muerte de mujeres inocentes, el infanticidio y el entierro de niños vivos.
+El cristianismo también les proporcionó un modelo para interactuar con el mundo. Rachel Saint pudo pensar que el control era suyo, pero en muchos sentidos estaba en manos de los aucas. Aun antes del contacto, les fascinaban las posesiones de los cowodes. Cuando descubrieron que podían comerciar en paz, lo que impulsaba la dinámica de la sociedad era su ansia de bienes y su insaciable curiosidad. Sólo el verano anterior, estando Jim en Quito, había recibido una llamada de la Guardia Presidencial de Palacio. Tres aucas, a los que nadie les entendía nada, dormían en la acera a la espera de algo. Resultó que querían averiguar dónde podían encontrar a un funcionario público menor que habían conocido en la selva.
+Cuando Jim trató de animar a los aucas para que se dispersaran, con el fin de afirmar sus derechos naturales a la tierra y también de detener el flujo de bienes que pensaba amenazaba su modo de vida, se pusieron furiosos. En 1975, cuando el Instituto Lingüístico intentó detener la llegada de radios, camisetas, gafas de sol y cachuchas de béisbol, la reacción de los aucas fue buscar otros contactos comerciales en los campos petroleros al sur del río Napo o con los turistas que Dayuma atraía cada año para ver a los «bravios salvajes aucas». Despejaron su propia pista de aterrizaje en Tzapino. Inventaron ritos imitando la actividad de los campos petroleros, y les cantaban canciones a los helicópteros esperando que les arrojaran lluvias de regalos.
+Finalmente, Jim se dio cuenta de que, así como no podía detener el flujo de bienes, mucho menos podía dar marcha atrás al proceso que había empezado mucho antes en Palm Beach. «Como somos unos románticos», me dijo, «idealizamos un pasado que nunca vivimos y les negamos a quienes lo vivieron que cambien. Tal vez olvidamos la lección más inquietante de la antropología. Como dijo Lévi-Strauss, “Los pueblos para quienes se inventó el término relativismo cultural, lo han rechazado”».
+*
+Fue hacia el final de mi tercera semana en la aldea cuando tanto Jim como yo notamos una pauta curiosa en nuestro trabajo. Habíamos logrado recolectar por lo menos el ochenta por ciento de las plantas que él había registrado, y muchas otras. Algunas de Estas, incluyendo una nueva especie de basideolíquen con fama de ser un alucinógeno usado por los chamanes cuatro generaciones antes, eran muy raras y Jim nunca las había visto. Pero fue una planta muy común la que nos dio la clave, además de la valiosa visita de una anciana. La planta era la Brunfelsia grandiflora ssp. schultesii, el añadido que le había dado a Schultes el tremendo dolor de cabeza cuando tomó ayahuasca con los cofanes y que Tim bautizó luego en honor suyo. Usada por docenas de tribus para tratar la fiebre, es una de las plantas medicinales más valiosas del Amazonas. Los aucas sostenían que sólo servía su madera. A mí me pareció increíble que un pueblo con un conocimiento tan profundo de la selva no reconociera las propiedades medicinales de la planta. Cuando después repasé mis notas, descubrí con sorpresa que sólo figuraban treinta y cinco plantas medicinales.
+Era temprano en la noche y Jim había puesto en la grabadora la cinta de un grupo de aucas que hablaban sobre un ataque con lanzas. Varias personas del poblado se habían agrupado en torno y estaban discutiendo con la máquina. Una era una mujer delgada y de edad, quien de pronto montó en cólera, levantó los brazos y se descubrió el pecho. Tenía dos nítidas cicatrices donde una lanza con su punta triangular afiladísima había penetrado por el vientre y salido por la espalda. Había pasado muchos años antes, me contó Jim, cuando era joven. Los atacantes la habían dado por muerta, pero sus parientes volvieron y la curaron. Por las muescas invertidas de la lanza no podían correr el riesgo de sacarla. En vez de eso, la cortaron adelante y atrás, y dejaron el resto adentro, poniendo en las heridas la usual cataplasma: barro del aguadero de un pecarí. Luego la acostaron en una hamaca, donde se quedó un par de semanas. Un día, recogiendo yuca, el largo palo de la lanza cayó al suelo al agacharse.
+—¿Y la infección? —le pregunté.
+—No hubo —me dijo Jim—. Tuvo suerte. La lanzada no afectó ninguno de sus órganos internos, pero yo he oído muchas historias parecidas.
+—¿Y no se infectan?
+—No. Son gente sana.
+—¿Qué tan bien de salud?
+—Muy sana. Es una de las pocas sociedades sobre las que realmente sabemos algo al respecto.
+Explicó que los aucas no sólo disfrutaban ahora de acceso a la medicina occidental, desde que primero tuvieron contacto seguido con nuestras enfermedades, sino que un experto equipo de médicos había hecho un completo perfil de su salud en la época del primer contacto.
+—Aquí tengo copias de esos papeles —añadió—. Los puedo desenterrar y mostrártelos.
+Más tarde en la noche, examiné varios de los informes. El más importante había sido escrito en colaboración por James Larrick, del Centro Médico de Duke, Jon Kaplan, de la Universidad de Nuevo México, y Jim. Los resultados eran asombrosos. El equipo médico no había encontrado evidencias entre los aucas de hipertensión, enfermedades cardíacas o cáncer. No existía la anemia. La tasa de hemoglobina igualaba o superaba los promedios de los Estados Unidos. No les daba la gripa común. Era una de las pocas poblaciones del mundo en la que la tensión arterial no aumentaba con la edad. No tenían parásitos intestinales y prácticamente ninguna infección bacterial secundaria. Nunca habían sido expuestos a la poliomielitis o a la neumonía, ni había en ellos evidencias de haber tenido viruela, varicela, tifus o fiebre tifoidea.
+Aunque en general los aucas eran notablemente sanos, los investigadores encontraron unas cuantas enfermedades crónicas. La fiebre amarilla era endémica, así como la hepatitis A y el herpes simplex. También sufrían de infecciones con hongos y de parásitos externos como los piojos y la sarna. Tenían pésima dentadura. Naturalmente, estaban expuestos a quemaduras, heridas y diferentes picaduras, desde la de la hormiga congoa, que podía paralizar un brazo durante un día, hasta la mordedura de las serpientes que podían matar.
+Con esta información a mano, Jim y yo miramos más de cerca nuestras recolecciones botánicas. De las treinta y cinco plantas medicinales, treinta las usaban para tratar seis afecciones: las infecciones con hongos, las mordeduras de serpiente, las fiebres, las picadas de insectos y las lesiones y dolores traumáticos causados por mordeduras de animales, heridas con lanza y huesos rotos. Valoraban el resto para tratar diversos males idiosincráticos. Para cada una de las seis condiciones, utilizaban conjuntos de plantas de muchas y diversas familias botánicas. En otras palabras, habían sacado con cuidado de la selva los elementos para tratar las enfermedades de las que sufrían antes del contacto. A la larga habían necesitado —y descubierto— muy pocas recetas.
+Este empleo limitado y muy selectivo de las plantas medicinales era muy diferente al de tribus circundantes como los canelos quechuas, etnia que había estado expuesta y había sido diezmada por las enfermedades occidentales desde siglos atrás. Los quechuas tienen centenares de plantas que usan para docenas de males, entre ellos los conceptos vagos y tal vez europeos de «mal aire», «riñones» e «hígado». La diferencia entre las dos etnias nos obligó a considerar una cuestión básica: ¿era el empleo auca de las plantas anómalo, o podía representar más bien el estado de cosas anterior al contacto en todo el Amazonas? Yo sabía, y le conté a Jim, que los etnobotánicos habían encontrado un escaso número de plantas medicinales entre los yanomamis, otro grupo de contacto muy reciente. Si los aucas y otras etnias aisladas representan, de hecho, la situación anterior al contacto en cuanto al uso de las plantas medicinales, parecería que las enormes farmacopeas encontradas en grupos más aculturados reflejarían, por lo menos en parte, el caos que produjo el contacto y la acelerada experimentación que se dio ante la llegada de las enfermedades occidentales. Aunque esta idea impugnaba hasta cierto punto la visión del conocimiento indígena de las plantas medicinales desarrollada necesariamente con lentitud a lo largo de siglos, de ninguna manera denigraba de las prácticas curativas indígenas. Revelaba, al contrario, el hecho de que los curanderos nativos, incluidos los aucas, son pragmáticos científicos activos cuyo trabajo refleja las necesidades sociales y cuyo laboratorio resulta ser la selva.
+*
+El día que me fui de Quiwado, Jim y yo subimos por el río con el joven Feke y con Kento para recolectar tela de corteza, un espécimen de ñame y unas cuantas otras plantas que me faltaban. Kento señaló los lugares en el río donde los animales habían bebido en la mañana, y un claro donde un viejo había muerto y sido enterrado con su hijo vivo de tres años. Vimos a un joven que pescaba en la ribera, cómo metía con fuerza en el agua la lanza y luego la sacaba con un pez que se debatía atravesado por la aguda punta. En el siguiente recodo vimos un caracará posado en la rama de un árbol. Kento lo mató con un dardo.
+—Pensé que tú habías dicho que eran tabú —le dije a Jim.
+—No está permitido comérselos. Pero eso no quiere decir que no los puedan matar.
+Pasamos por un remolino tranquilo, y Geke quería pescar. Buscó algo en su mochila y sacó un taco de dinamita. Jim le dijo que lo volviera a guardar. Discutieron. Jim ganó, y Geke refunfuñó todo el resto de la mañana.
+—La obtienen de los funcionarios locales —me contó Jim—. Una mecha unida a una cápsula explosiva. La meten en un taco de dinamita, lo atan a una roca, y lo dejan hasta que explote. Los ríos cercanos a Tena ya no tienen peces. No tanto por la dinamita como por el DDT.
+—¿Qué quieres decir?
+—Fumigan todas las aldeas. La Organización Mundial de la Salud se lo dona al Gobierno ecuatoriano. Los funcionarios lo fumigan contra la malaria, pero les venden sacos de cien libras a los aucas, que lo usan como veneno para peces.
+—¿No saben los indios?
+—¿No saben qué?
+—¿No ven lo que les hace a los ríos?
+—Claro. Yo les he preguntado. Yo le pregunté una vez a Kowe si no había notado nada sobre la abundancia de peces. «Sí», me dijo, «cuando empezamos a usarlo sacábamos muchos pescados. Ahora no tantos». «¿Y qué ha pasado con los niños?», le pregunté. Y sin la menor seña de remordimiento, me dijo tranquilamente: «Ah, ellos no van a tener pescado, pero nosotros sí».
+—¿Qué te dice eso?
+—¿Recuerdas cuando sacamos la miel?
+—Claro.
+Todavía podía ver la cara excitada de Tomo, el cuerpo sudoroso cubierto de miles de abejas sin aguijón y destapando con la mano el cono rojo de semillas de yarumo que, solidificadas con saliva y cera, formaban la cubierta exterior de la colmena, la cera espesa y negra que los aucas apreciaban como resina y adherente. Y luego la colmena misma, con grandes cavidades de espesa miel, que dejó gotear en hojas de maranta para llevárselas a los niños.
+—El mismo Tomo se ha debido de tomar un galón —dije yo.
+—Cuando estaba en la mitad de la tala del árbol, ¿recuerdas lo que dijo?
+—Recuerdo que tú dijiste algo.
+—De pronto, en medio de toda su excitación, se dio vuelta hacia nosotros y dijo: «Una vez maté a un mono aullador, y no estaba más cerca que ustedes de mí». Luego siguió cortando el árbol. Había esa loca asociación entre la caza y la tala de un árbol.
+—¿No era sólo por la miel?
+—No creo. Nada emociona tanto a los aucas como cazar o talar un árbol grande. Es lo que tanta gente que no ha vivido en la selva no comprende. Uno no tiene qué conservar cuando no tiene el poder de destruir. Hacerle daño a la selva es un concepto imposible para ellos. El hecho de que usan cada parte del animal no tiene nada que ver con una ética de preservación de la naturaleza, pero sí con el hambre.
+—No saben lo que es destruir.
+—No tienen la capacidad para comprenderlo. En un mundo de tal abundancia, la palabra «escasez» no significa nada. Es lo que los hace más vulnerables. Lo mismo sucede con la cultura. Cuando se ha vivido en completo aislamiento, ¿cómo se puede entender lo que significa perder una cultura? No es sino hasta que ha desaparecido casi por completo y la gente se educa cuando se dan cuenta de lo que están perdiendo. Para entonces, los atractivos de las nuevas formas de vida son tan irresistibles, que los únicos que quieren volver a las antiguas costumbres son los que nunca vivieron bajo ellas.
+*
+Tarde ya, cuando regresamos a Quiwado, encontramos un visitante auca que nos esperaba. Había venido desde río abajo, a unas cinco horas, no lejos del puesto militar del Curaray. Tenía gafas de sol atadas a la cabeza, pantalones amarillo canario, camisa blanca de poliéster, tenis y un sombrero adornado con el logo de una compañía alemana. Sus ropas inmaculadas indicaban que se había cambiado al borde del claro, justo antes de entrar a Quiwado. También tenía un enorme reloj plateado sin manecillas y una instamatic que no funcionaba. Se llamaba Nénwiki. No sabía leer, y no tenía manera de saber que tenía escrito en el pecho: AMOR-ECUADOR PUESTO MILITAR #5.
+Había venido porque nos quería vender algo: un hacha de piedra que Jim identificó como de la fase Napo tardía, entre ochocientos y mil doscientos años después de Cristo.
+—Mejor la compras —me dijo Jim—. Si no, la compra otra persona.
+La compré por unos pocos dólares, y Nénwiki quedó encantado.
+*
+Esa noche, solo en la hamaca, sostuve el hacha en las manos. Me pareció increíble que sólo una generación antes, en la época en que Schultes vivió y viajó por el Amazonas, estos indios todavía estaban usando esa herramienta para despejar su tierra. Me imaginé a un auca pulverizando la pulpa de un árbol. Pero no sabían cómo tallar la piedra. Encontraban las hachas en la selva, regalos de su creador, Waengongi.
+Pensé en que Jim me había dicho recordar que más allá de los pantanos de los lirios, todavía había aucas no contactados, un pequeño grupo de atemorizados parientes de la gente de Yasuni que se había fugado y se ocultaba en la selva. Sólo tres años antes habían matado a seis trabajadores petroleros, no sin muchas advertencias previas de que se fueran de su tierra. Desde entonces habían atacado a lanzadas —y habían sido atacados— por los demás aucas. Nadie sabía cuántos eran, tal vez ocho o diez hermanos y hermanas, probablemente sin hijos. En ese momento, al escuchar el viento rozando los árboles, esperé sólo que de alguna manera siguieran alejados.
+EL 20 DE NOVIEMBRE DE 1942, un hombre alto, delgado y notablemente bien parecido entró a la sede en Washington de la División de Investigaciones sobre el Caucho de la Oficina de Plantas Industriales del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos. Con su traje oscuro, tenía un aspecto imponente, no muy distinto de los rudos y temerarios buscadores de caucho a los que ya estaban acostumbradas las secretarias. Al darle su tarjeta a la señorita Price, la recepcionista, pidió ver a Robert Rands, primer patólogo y director del proyecto Hevea del caucho. La tarjeta decía simplemente: «Richard Evans Schultes, botánico, Universidad de Harvard». La señorita Price hizo pasar al visitante a donde la señora Bedard, la secretaria personal de Rands, quien invitó a Schultes a sentarse en una pequeña sala de espera.
+Al volver a su escritorio, la señora Bedard llamó a Rands.
+—Señor —le dijo—, aquí hay un joven botánico que desea verlo.
+—¿Se llama Schultes?
+—Sí.
+—Hágalo entrar enseguida.
+La oficina quedaba al final de un largo y estrecho corredor de cuyas paredes colgaban viejas fotos de plantaciones y culíes y funcionarios coloniales vestidos con trajes de lino blanco. Rands, que lo esperaba en la puerta, lo saludó amablemente y lo hizo entrar a la oficina. Estaba amoblada con equipo expedido por el Gobierno, escritorios y asientos de madera, archivadores de metal, un ventilador grande y oscuro y ventanas con polvorientas persianas venecianas. Un mapamundi cubría la mayor parte de una pared. De otro colgaba un títere de sombras javanés, el único recuerdo de Rands de sus muchos años de trabajo en la industria cauchera de las Indias Orientales holandesas.
+—Siéntese, por favor—le dijo Rands. Era un hombre maduro, de buena salud y de estatura promedio, la calva orlada de flecos de cabello gris ralo que le daba un aspecto de más edad. Usaba unas gafas sin montura que se ajustó varias veces al hojear un archivo en el escritorio.
+—Nuestra gente en Bogotá me ha informado que usted trabaja bien en el campo. Eso es lo que necesitamos.
+—Señor, yo preferiría no trabajar para el Gobierno. Al menos no como funcionario público.
+Rands levantó la vista de sus notas.
+—Hijo, ya estás contratado. Sucedió incluso antes de que salieras de la selva colombiana. Y ahora que estás aquí, te voy a decir unas cuantas cosas sobre las cuales los muchachos de Harvard no tienen ni la menor idea. El hecho es que nadie allá afuera sabe nada de esto; si lo supieran tendríamos un grave problema.
+Rands se puso de pie, se quitó la chaqueta y la colgó de un perchero en el rincón. Luego, al volver a sentarse, sacó unas fotos de un cajón y las extendió sobre el escritorio.
+—Mira —le dijo.
+Schultes las miró una por una: artillería móvil, camiones del Ejército, un batallón de tanques en acción, globos de protección en el cielo de Londres, un par de soldados maniobrando un puesto de vigía bajo la tormenta.
+—¿Qué ves en ellas?
+—El caucho —dijo Schultes.
+—Así es. Todo en la guerra depende del caucho. Esos tanques Sherman tienen veinte toneladas de acero y media de caucho. Quinientas libras el camión Dodge. Casi una tonelada un bombardero grande. Cada uno de los acorazados hundidos en Pearl Harbor tenía más de veinte mil elementos de caucho, más de ciento sesenta mil libras en total. Cada manguera en todos los barcos, cada válvula y sello, cada llanta en todos los camiones y aviones que enviamos a Rusia es de caucho, y este envuelve todos los alambres eléctricos de todas las fábricas, hogares y oficinas del país. Las correas transportadoras, elementos de hidráulica, botes inflables, máscaras de gas, gabardinas, todo eso es de caucho.
+Rands se volvió a parar, tomó un indicador y atravesó el cuarto.
+—El año antes de que Hitler empezara todo este lío, importamos más de seiscientas mil toneladas que costaron más de trescientos millones de dólares. Estábamos fabricando el setenta por ciento de los automóviles del mundo, algo así como ochenta millones en los últimos cuarenta años, cada uno con cuatro llantas y una de repuesto, y cada llanta de trece libras de caucho. El total representaba cerca del ocho por ciento de las importaciones.
+Rands se detuvo ante el mapa y señaló el Lejano Oriente.
+—Aquí es donde está el sórdido secreto. En el último año de paz, el noventa y nueve por ciento del caucho del mundo provenía del Sudeste Asiático, en especial de la Malaya Británica y de las Indias Orientales holandesas, todo concentrado dentro de los quince grados de longitud y latitud de Singapur.
+—El primer lugar que atacaron los japoneses.
+—Correcto. Toda nuestra economía depende de un producto que tiene que recorrer medio mundo durante siete semanas en lentos cargueros, desde tierras y por rutas marítimas ahora bajo el control japonés. Nos las arreglamos durante los primeros meses de la guerra con nuestras reservas. Técnicamente teníamos reservas para medio año, pero algunas estaban en tránsito. Muchas sólo bajo contrato, y una buena cantidad en bodegas de puertos a más de veinte mil kilómetros de distancia. En ningún momento tuvimos más de la mitad en territorio norteamericano.
+—Pero estamos en guerra desde hace un año.
+—Por una vez el Gobierno vio lo que se venía encima, o por lo menos alguien lo hizo.
+ Para fines de 1939, explicó Rands, los inventarios de caucho habían descendido a 125.800 toneladas. El primero de mayo de 1940, en vísperas del ataque de Hitler a Francia y con los Estados Unidos bajo la amenaza japonesa en el Pacífico, se le informó al presidente Franklin D. Roosevelt que en el mejor de los casos la nación tenía sólo reservas de tres meses de una materia prima primordial sin la cual no podrían funcionar las industrias militares y civiles. Lo primero que hizo el presidente fue instituir la Compañía de Reservas de Caucho. El Congreso le autorizó gastos de ciento cuarenta millones de dólares, y con la ayuda de las grandes firmas —Goodyear, Firestone, Goodrich, U. S. Rubber—, compramos trescientas mil trescientas treinta y tres toneladas en el mercado internacional.
+—¿Y los sintéticos?
+—Estamos viendo qué se puede hacer al respecto. Por el momento no son de la calidad, o cantidad, requeridas. En 1939 toda la industria de los plásticos sólo produjo dos mil quinientas toneladas.
+—Así que yo ¿qué puedo hacer?
+—Necesitamos obtener todo el caucho que podamos, encontrándolo en la selva y exprimiendo árboles de los que ni siquiera se ha oído hablar. Estamos estudiando todas las plantas productoras de látex del continente americano. Queremos que usted y jóvenes como usted vayan a las fuentes. Queremos saber cuál es el mejor caucho, cuánto y qué tan pronto se puede obtener. Deje que nosotros nos preocupemos por el costo. Usted encárguese de encontrarlo.
+—¿Cuándo me voy?
+—En una semana. Se le nombrará técnico de campo de la Compañía de Reserva de Caucho. Eso es algo comercial, pero usted trabajará estrechamente con nosotros. Y una cosa más: esta vez haremos nuestras propias plantaciones.
+—¿Y las plagas?
+—Ahí es donde intervenimos nosotros. En menos de una década tendremos plantaciones sanas de caucho en este hemisferio. Nunca más vamos a ser presas pasivas que dependan de los barcos holandeses o ingleses para traernos un producto indispensable de tierras que ellos no han sido capaces de controlar.
+Golpearon a la puerta, y la señora Bedard se asomó.
+—Perdón, doctor Rands, su próxima cita…
+—Ya la atiendo.
+—Sí, señor.
+—Y señora Bedard, ¿sería tan amable de llevar al doctor Schultes al piso de arriba para que llene los formularios del caso? Ahora trabaja para el Gobierno.
+Rands miró a Schultes, quien sonrió al pensar en ello. Se pusieron de pie, se dieron la mano y Rands lo llevó hasta la puerta.
+—Doctor Schultes… Dick, si me permite decirle. Haga lo que haga, no hable mucho sobre ello. Los periódicos ya están tras el escándalo, y no saben ni la mitad de las cosas. No sería de mucha ayuda que la gente supiera lo cerca que estuvimos.
+—Comprendo.
+*
+Como sólo le quedaba una semana para preparar su expedición, Schultes regresó de inmediato a Boston. En mente tenía, sin embargo, algo más que la logística. Dos meses antes, el 25 de septiembre de 1942, había conocido a una joven cantante, una soprano escocesa llamada Dorothy Crawford McNeil, en el matrimonio de su hermana. Para Dorothy, que ya tenía su propio programa de radio y era tan liberal como conservador Schultes, fue amor a primera vista. Sin embargo, desde el principio se dio cuenta de que las cosas se iban a mover con alguna lentitud, sobre todo cuando Dick hizo que su hermana Clara los acompañara en su primera cita. Pero nunca se imaginó que pasarían diecisiete años antes de que la corte llevara al matrimonio.
+Durante buena parte de ese tiempo, él estaría en la selva amazónica. Ella pasaría la guerra en las Islas Aleutianas; volaba de Attu a Point Barrow, cantando hasta quedar afónica en más de doscientos cincuenta conciertos en menos de ocho meses. Había en la división de conciertos cinco jóvenes, todas felices de que las protegieran con ametralladoras mientras bailaban toda la noche con centenares de solitarios soldados. Al final de la guerra se hallaba en Italia, viviendo en las afueras de Nápoles en el palacio real. Zarpó a casa en el Victory el primero de enero de 1946, una de las cinco mujeres en el barco, rodeadas de cinco mil soldados felices y agradablemente ebrios. A finales de la década siguió cantando en Italia, Austria, el Festival de Edimburgo, y con más frecuencia con la New York City Opera. Estando allí, siempre tomaba otro empleo cantando con la orquesta femenina de Phil Spitalny. Eso la ayudó a pagar las cuentas mientras Dick regresaba. Nunca pensó en otro hombre, y se casaron por fin el 26 de marzo de 1959.
+*
+La cadena de hechos que llevó a Richard Evans Schultes al centro de la emergencia del caucho durante la guerra empezó casi un siglo antes, en las oficinas que ocupaba en Whitehall Clements Robert Markham, un ambicioso funcionario de la Britain’s India Office. Markham no era botánico, pero tenía una visión clarividente del potencial económico de algunas plantas tropicales. En 1854 colaboró activamente en la consecución de las semillas de cinchona del Perú y Ecuador, que fueron la base de las plantaciones de quina de Ceilán y de la India, una industria tan exitosa que el precio de la quinina para la malaria bajó dieciséis veces en menos de una década. A partir de 1870, Markham se concentró en el caucho.
+Ya era un hecho bastante conocido que el caucho se podía extraer de cerca de cien especies de plantas diferentes. Durante sesenta años los ingleses habían dependido de la Ficus elastica, planta nativa del Asia que se daba en las llanuras aluviales del río Brahmaputra. La despiadada explotación de estas plantas silvestres y el fracaso al tratar de sembrarlas en plantaciones, los obligó a buscar alternativas. Los belgas estaban recogiendo el látex de la Landolphia, un bejuco selvático, en el Congo Belga. Los nativos de México y de las Antillas inglesas extraían buen caucho de la Castilla elastica, un árbol de la familia del higo. En el nordeste brasileño se encontraba el caucho de Ceará, planta silvestre de la familia de la tapioca. El primer desafío de Clements Markham en la India Office fue la escogencia de la especie que se debía buscar, decisión importante que delegó en uno de sus asesores, James Collins. La tarea no resultó ser difícil. De lejos, el mejor caucho y el más caro que se conseguía en el mercado era el Pará Duro Fino. Derivado de una especie de Hevea de origen incierto y nombrado en honor al estado brasileño situado en las bocas del Amazonas, ya se llevaba a la Gran Bretaña en un promedio de tres mil toneladas anuales, a un costo para los fabricantes ingleses de unas setecientas veinte mil libras esterlinas.
+Al decidir entonces romper el monopolio brasileño, Markham recurrió a Sir Joseph Hooker, el director del Jardín Botánico Real de Kew. Desde hacía unos meses Hooker se había comunicado con un excéntrico plantador inglés, Henry Wickham, que estaba viviendo en Santarém, un pueblito amazónico situado a seiscientos cuarenta kilómetros río arriba de Belém. Hijo de un sombrerero de Londres y artista en ciernes, había huido de Inglaterra siendo aún muy joven y vagado durante varios años en las selvas de Nicaragua y de Venezuela, y finalmente por el Orinoco y el Amazonas hasta llegar a Santarém, donde estableció una pequeña granja. Una relación de sus viajes se publicó en Londres en 1872. Era un libro más bien mediocre, pero repleto de muchas atractivas, aunque imprecisas, referencias al caucho Hevea, que interesaron a los botánicos de Kew. En 1874, Hooker y Markham acordaron pagarle a Wickham diez libras por cada mil semillas del caucho que pudiera enviar desde el Amazonas.
+El primer intento fracasó. Las semillas, ricas en aceite y en látex, que se fermenta rápidamente y se pone rancio, no pudieron sobrevivir la larga travesía del Atlántico en velero. De las diez mil semillas recogidas en 1875, ni una sola germinó en los invernaderos del Jardín Botánico. La suerte de Wickham no cambió hasta febrero de 1876, cuando recibió una invitación de último minuto para cenar en el S.S. Amazonas, un transatlántico de mil toneladas que hacía el viaje de inauguración de la línea Liverpool-Manaos. Era el primer vapor que navegaba en el Amazonas. Wickham pasó una noche agradable con el capitán Murray, pero no pensó más en el barco hasta que un mes después le llegó la noticia de que unos socios deshonestos de Murray en Manaos lo habían dejado sin una onza de carga para su viaje de vuelta.
+Wickham actuó con rapidez. Aunque sin un centavo, envió un mensaje a Manaos ofreciendo fletar el navío en nombre del Gobierno de la India. Luego partió de Santarém antes del alba y recorrió cien kilómetros en canoa hasta Tapajós, un puesto comercial donde contrató a unos indios tapuyos para que recogieran cuanta semilla madura encontraran en la selva. Por casualidad el barco había llegado en el momento perfecto del año, y los ruidos de los frutos de la Hevea explotando y lanzando semillas hasta treinta metros a la redonda de los altos y plateados árboles rompían el silencio de la selva al mediodía. En menos de dos semanas había reunido más de setenta mil semillas y las había hecho empacar cuidadosamente en aserrín húmedo y hojas de banano, puestas en canastas tejidas por mujeres tapuyos allí mismo.
+La forma como él y el capitán Murray se las arreglaron para sacar las semillas del Brasil y transportarlas a Inglaterra sigue siendo objeto de polémicas. Los brasileños, olvidando por conveniencia que toda su economía agraria se basa en seis plantas importadas —la palma africana, el café de Etiopía, el arroz de la India, el cacao de Colombia y el Ecuador, la soya de China, y la caña de azúcar del Sudeste Asiático—, todavía hablan del «robo del caucho» y lo califican como un hecho infame. El mismo Wickham, en sus Memorias, le da al asunto un toque de misterio, sin duda para ganar prestigio entre sus camaradas. De hecho, todas las evidencias sugieren que la exportación fue un negocio común y corriente realizado en forma abierta y con activa ayuda de las autoridades brasileñas de Belém.
+No había en esa época ninguna ley que prohibiera la exportación de semillas del caucho hevea. En el manifiesto aduanero, Wickham describió la carga como «especímenes botánicos extraordinariamente delicados con destino al Jardín Botánico Real de Kew, de la propia Majestad Británica». Perfectamente consciente de la fragilidad del envío, el funcionario brasileño a cargo hizo cuanto estuvo en sus manos para apresurar el papeleo. No hay tampoco evidencia de que los brasileños se mostraran preocupados, incluso cuando se hizo pública la naturaleza de la carga. Por cierto que sólo ocho años después empezó el país a cobrar un pequeño impuesto por la exportación de las semillas, y pasarían cuatro décadas antes de que prohibiera su comercio. En esa época los brasileños desdeñaban como una fantasía la idea misma de establecer plantaciones de caucho productivas. Un miembro de la Cámara de Comercio de Manaos declaró que «si no fuera nuestro deber estar al tanto de los desarrollos científicos, podríamos perfectamente pasar por alto esas plantaciones extranjeras».
+Todos los primeros indicios sugirieron que los brasileños tenían poco de qué preocuparse. Después de una rápida travesía, el Amazonas atracó en Le Havre el 9 de junio de 1876. Wickham se apresuró a cruzar el Canal de la Mancha, despertó a Hooker en mitad de la noche y le pidió con insistencia que despachara de inmediato un tren real a Liverpool, donde el barco llegaría en la mañana. Durante la siguiente semana los jardineros de Kew trabajaron las veinticuatro horas, desocupando los invernaderos, preparando los arriates y sembrando las semillas. Para el 15 de junio las habían sembrado todas. Los primeros brotes surgieron el 19. Para el 7 de julio, centenares habían germinado. En total crecieron dos mil ochocientas plantas, notable promedio de sobrevivencia del cuatro por ciento. El primer envío de plantas de semillero con destino al Jardín Botánico Peradeniya de Colombo, Ceilán, partió de Inglaterra el 12 de agosto, protegido por invernaderos portátiles y escoltado por la Marina Real. El costo total de toda la operación, incluido el pago a Wickham, fue de poco más de mil quinientas libras.
+Aunque toda la industria del caucho del Lejano Oriente se basaría en la progenie de las semillas originales de Wickham, su introducción inicial en Ceilán fue una desilusión. Convencidos por la Oficina de Colonias de que el Amazonas era un vasto pantano, los cingaleses plantaron las primeras plantas de semillero asiáticas a lo largo del río Kaluganga, región que recibe cuatro mil milímetros de lluvia anuales. Las inundaciones se llevaron más de treinta mil plantas jóvenes. Aun en áreas apropiadas para el caucho, no les fue fácil a los ingleses convencer a los campesinos de que ensayaran el nuevo cultivo. El té de Ceilán y el café de Malaya eran productos establecidos y productivos, y nadie sabía bien qué hacer con el caucho. Un plantador en el norte de Borneo tuvo cien árboles que crecieron plenamente y luego les ordenó a sus trabajadores treparse. Como no aparecieron bolas de caucho colgando de las ramas, ordenó talarlos. Otros insistían en que no tenía sentido cultivar caucho en el Oriente, puesto que en América se podía sacar de la tierra. Pasarían veinte años antes de que se dieran cuenta del potencial de la planta.
+Los acontecimientos cruciales tuvieron lugar durante la última década del siglo. En 1888 Henry N. Ridley, un joven protegido de Sir Joseph Hooker, se hizo cargo del Jardín Botánico de Singapur. En el inventario había nueve cauchos maduros y mil plantas jóvenes, todas descendientes de las veintidós semillas llevadas al Estrecho de Malaya en 1877. Con un presupuesto anual de poco más de cien libras, Ridley se dio a la tarea de crear una industria. Importó semillas de Ceilán y de inmediato cultivó ocho mil plantas adicionales. Luego se dedicó al problema de la producción.
+En ese tiempo los hacendados sostenían que sólo se podían beneficiar los árboles de veinte años, y además sólo cada dos años. Para hacerlo cortaban segmentos del tronco o usaban un hacha para hacer incisiones profundas a lo largo. Ambos métodos formaban grandes protuberancias que a la larga hacían imposible sangrarlos. Ridley demostró que al cortar láminas muy delgadas del tronco era posible cortar al través los vasos con látex sin dañar el cámbium, la capa de células que es base del crecimiento de la corteza. Con cuidado, los árboles se podían sangrar diariamente desde los cuatro años, y en forma casi indefinida. Probó que el rendimiento era mayor si la incisión se reabría en la mañana, en espiral y cortando de derecha a izquierda y al sesgo el canal portador del látex. Para 1897, todo el sangrado del caucho en el Asia se basaba en el método de Ridley. Otra innovación suya fue el empleo de ácidos para espesar el caucho, permitiendo así que el látex se pudiera procesar a escala industrial.
+Fue en esta época, mientras Ridley abogaba por el establecimiento de plantaciones, cuando convergieron tres factores importantes: el precio del té se desplomó, un hongo devastador atacó la cosecha de café de Malasia y los norteamericanos adoptaron el automóvil. En noviembre de 1895, Ridley finalmente convenció a dos jóvenes cultivadores de café de que sembraran dos acres de cauchos, y en 1907, apenas doce años después de este experimento inicial, las plantaciones de Ceilán y Malaya tenían diez millones de cauchos heveas en trescientos mil acres. En ese mismo año, una oleada de inmigrantes tamiles y chinos se volcó sobre Singapur para trabajar en las plantaciones. Para 1909 Malaya había sembrado más de cuarenta millones de cauchos, a una distancia de tres metros y en hileras rectas, lo que permitía que un trabajador sólo pudiera sangrar cuatrocientos árboles cada día; cada uno producía dieciocho libras de látex al año, más o menos cinco veces el producido de incluso las más fértiles Heveas silvestres del Amazonas. En 1910 el fino caucho ámbar de las plantaciones de cuatro años de Malaya se vendía en la bolsa de Londres por doce chelines y diez peniques la libra. Y el costo de producirla era más o menos de nueve peniques, una quinta parte de lo que estaban gastando en ese momento los magnates del caucho del Brasil. En una decisión simbólica de las cambiantes fortunas de la época, la United States Rubber Company, que había financiado y construido el célebre sistema de tranvías de Manaos, abandonó el Brasil en 1910 y estableció una plantación de caucho de noventa mil acres en Sumatra.
+Fue en Sumatra y en las colonias holandesas más al oriente, donde se llevaron a cabo los experimentos que hicieron inevitable la desaparición de la industria del caucho brasileña. Trabajando de nuevo con material derivado de la cepa original de Wickham, Pieter Cramer, un botánico holandés, reveló por primera vez la notable variabilidad característica de la principal especie, la Hevea brasiliensis. En las plantaciones de semilla no había forma de predecir la producción del látex individual de cada árbol. La clave, concluyó Cramer, era seleccionar clones muy productivos y propagarlos vegetativamente. En lugar de distribuir semillas, los holandeses patentaron un método de mercadeo de cortes de los mejores árboles. Los resultados fueron asombrosos. Un acre de heveas germinadas de semilla rendía trescientas cincuenta libras de caucho al año. La cosecha de los clones seleccionados primero dobló esa cantidad, y en cada generación siguiente la producción se dobló de nuevo. En menos de un siglo, algunas plantaciones aumentarían siete veces la cosecha, y las más eficientes producirían hasta tres mil libras de caucho por acre.
+Con el éxito de las plantaciones del Lejano Oriente, el auge del caucho amazónico se vino abajo. En 1910, el Brasil todavía producía la mitad de la oferta mundial. De las noventa y cuatro mil toneladas que se vendían en el mercado internacional, las plantaciones de Oriente sólo despacharon cerca de once mil toneladas. Dos años después, sin embargo, la producción asiática igualó la de toda América del Sur, y al final de la Primera Guerra Mundial, las plantaciones asiáticas ya producían el ochenta por ciento de la oferta. En 1934, ante todo para satisfacer la creciente demanda de llantas, la producción mundial superó por primera vez el millón de toneladas. En ese año las plantaciones del Lejano Oriente cubrían doce millones de acres y produjeron más de un millón de toneladas. Para 1940, cuando los japoneses completaban sus planes de conquista, el Brasil sólo producía el 1,3% de la oferta mundial y se había convertido en importador neto del producto que le había dado al mundo.
+*
+Siete días después de la entrevista con Rands en Washington, Schultes pasaba por Barranquilla camino a Bogotá, donde de inmediato se dedicó a la búsqueda del caucho silvestre. Su primera tarea lo llevó a Cali y Palmira, para comprobar el rumor de que la Cryptostegia, un bejuco cauchero originario de Madagascar, se daba en todo el valle del río Cauca. Recorrió la región de norte a sur con su amigo José Cuatrecasas, y en cuatro días sólo encontró unos pocos ejemplares de la Cryptostegia grandiflora en jardines. Su informe, despachado en Bogotá el 10 de diciembre de 1942, sugería que la única manera de extraer caucho de la especie sería propagándola con semillas obtenidas de plantas cultivadas. Anotó que en cuanto a la producción del látex, ni él ni nadie más tenía la menor idea de cómo hacerlo en forma eficiente y económica.
+Si su primera excursión fue en cierto modo decepcionante, la siguiente sería quijotesca y peligrosa. En el otoño de 1942 Alfredo Londoño, un abogado colombiano que representaba a tres adinerados hacendados, le hizo una propuesta a la Rubber Reserve Company. Los clientes de Londoño eran propietarios de tres extensas concesiones que cubrían ciento treinta mil acres a lo largo de tres pequeños afluentes del alto Caquetá. Los títulos de propiedad de las tierras habían sido concedidos en 1891, y se decía que eran ricas en caucho. Según Londoño, también había oro y estaño, grandes depósitos de sal, bosques de quina y valles enteros donde el olor a petróleo avinagraba la atmósfera. Los colombianos estaban dispuestos a financiar un peritazgo, siempre y cuando la embajada de los Estados Unidos proporcionara el personal técnico.
+El 19 de diciembre Jules de Wael Mayer, un holandés encargado de la producción de caucho colombiana, le envió a Schultes un memo que decía simplemente: «El objeto de su viaje será la investigación de las variedades de cauchos que existen dentro de los linderos de las tres propiedades y la recolección de muestras en diferentes áreas con el fin de establecer un cálculo de la cantidad de árboles que puede haber en ellas». Sobre el papel, la tarea parecía sencilla. El problema, lo descubriría pronto Schultes, era la localización exacta de las tres concesiones. Quedaban al sur y al oriente de las últimas estribaciones de los Andes, en una región agreste y montañosa aún no poblada. Según los mapas disponibles en la embajada, la propiedad más hacia occidente, de unos veinte mil acres, era un terreno rectangular en ambas riberas del alto Villalobos, un afluente que desemboca en el Caquetá, a cuarenta y ocho kilómetros río arriba de Puerto Limón. La más oriental era un terreno en forma de diamante que quedaba en alguna parte a lo largo de la cabecera del Pescado, un pequeño afluente del Orteguaza. La mayor de las tres quedaba en la mitad y comprendía noventa mil acres en la cuenca del Fragua, un afluente del Caquetá a setenta y cinco kilómetros río abajo de Puerto Limón.
+Con la excepción de una que otra cacería de indios, nadie había ido a la región en treinta años. Trató de hacerlo Alfredo Perry, un topógrafo contratado por los colombianos el año anterior, pero se dio por vencido al cabo de una semana. Los mismos propietarios nunca habían ido a la selva y sólo tenían una vaga idea de los límites de sus tierras. Esto no impidió, sin embargo, que insistieran en que la mejor vía de acceso era por el norte, desde el pueblito del altiplano de Pitalito y cruzando la cordillera por el declive de las cabeceras del Villalobos. Schultes, que había estado en el alto Caquetá durante su expedición al Putumayo, quería entrar al área desde el sur, navegando río arriba. Se arrepentiría después de haber confiado en el criterio de sus patrocinadores, pues tuvo que abrir a machete una trocha de ciento sesenta kilómetros en una de las regiones más húmedas e inhóspitas de América del Sur.
+La expedición empezó el día después de Navidad. Schultes viajó en tren a Neiva, donde se detuvo el tiempo necesario para conseguir un permiso de porte de armas, y luego se dirigió al sur, hacia Pitalito, en autobús. Este, como todos los de la flota Transportes Huila y Caquetá, tenía cuatro llantas en lugar de las seis normales, y los repuestos estaban rellenos de aserrín. La escasez del caucho había llegado al interior, concluyó Schultes. En Pitalito encontró malas noticias. A los trabajadores contratados por el agente local de los propietarios para abrir una trocha hasta el Caquetá, se les había acabado la comida y habían tenido que regresar. Uno había muerto de malaria, otro había tenido un grave accidente.
+Después de cinco días de reuniones con los funcionarios locales, de contratar nueva gente y de organizar las provisiones, Schultes partió de Pitalito el domingo 3 de enero, acompañado de dos representantes de los propietarios, un ayudante botánico de la Universidad Nacional de Bogotá, de apellido Villarreal, y un equipo de quince campesinos encargados del transporte del equipaje y de abrir trocha. Durante las dos primeras semanas, Schultes guió al grupo hacia el sur, en un terreno demasiado quebrado para las mulas, en medio de altos riscos y del espeso bosque de las cabeceras de varios afluentes pequeños del Villalobos. Fue en esos bosques húmedos altos donde Schultes encontró el «caucho blanco», una especie del género Sapium que rinde un caucho de calidad igual al mejor del Amazonas.
+Por desgracia, los árboles no eran lo suficientemente abundantes y tampoco lo bastante grandes para que se pudieran explotar comercialmente. Aun en los sitios donde había más, a lo largo de las pendientes cuestas en las cabeceras estrechas de las quebradas, o en el bosque húmedo moteado por el follaje plateado de los yarumos blancos, nunca encontraron más de dos o tres cauchos por acre, y escasos eran los que medían más de quince centímetros transversalmente. El Sapium se puede beneficiar, pero en los primeros días de la bonanza del caucho, lo usual era talar los árboles y recoger el látex en hojas envueltas al tronco. Después de sólo una semana en la selva, Schultes se dio cuenta de que los caucheros que recorrieron la llanura amazónica a finales del siglo XIX habían arrasado los Sapium. Los pocos árboles que no habían sido talados tenían las huellas típicas de los cortes, bandas horizontales a cada veinte centímetros a lo largo del tronco.
+Schultes ansiaba todavía llegar al Caquetá, y para ello ordenó a unos de sus hombres abrir una trocha a lo largo del Villalobos hasta el poblado indígena de Yunguillo. En ese momento ya sabía que la única manera de llegar a cualquiera de las dos concesiones en el Pescado o el Fragua era por río, tal como lo había sugerido inicialmente. Por tierra era una jornada de mes y medio, a través de áreas como las que habían desanimado a su gente en dos semanas. En lugar de esperar a que abrieran la trocha por el Villalobos, Schultes giró hacia el norte y extendió su reconocimiento en una serie de amplios movimientos por las montañas, regresando finalmente a Pitalito en la tercera semana de enero. Allí conoció a varios viejos caucheros, entre ellos a un hombre curtido llamado Daniel Sánchez, que había trabajado para Arana en El Encanto. Sánchez confirmó su comprobación de que en ninguna parte del Villalobos había caucho blanco en cantidades explotables. Después de un mes en la selva, Schultes dejó a Villarreal para que concluyera las cosas mientras él viajaba a Bogotá. Los hombres que había dejado a cargo de la trocha hasta el Caquetá, nunca llegaron a su destino. Las lluvias inundaron la selva, los ríos se convirtieron en torrentes y finalmente, después de diecisiete días, volvieron agotados y enfermos a Pitalito. Al regresar a Bogotá el 27 de enero, fue poco lo que Schultes pudo informar, salvo el hecho de que el alto Caquetá no tenía valor alguno para el sostenimiento de la guerra. En su errancia allí había hecho un importante descubrimiento, una nueva fuente del caucho conocida como el caucho colorado, árbol que resultó pertenecer a una nueva especie del género llamado entonces Piratinera.
+*
+Sobra decir que los funcionarios encerrados y del todo a salvo en Washington, no se daban plena cuenta de las dificultades logísticas de los buscadores de caucho en el campo. Los funcionarios de la Rubber Reserve Company, absorbidos por mapas de vivos colores que en nada se parecían a la realidad, calculaban cuotas de producción perfectamente quiméricas y producían toneladas de documentos, interminables memorandos que movían a los hombres como piezas de ajedrez. La mayor parte de esas comunicaciones se podía pasar por alto. Los ríos del Amazonas, sostendría Schultes años después, estaban atascados por todos los documentos oficiales que había tirado al agua desde su canoa.
+Atrapado entre los burócratas de Washington y la pequeña banda de exploradores se encontraba un viejo holandés a quien los empleados siempre le decían Mister Mayer. Hombre corpulento que hacía mucho tiempo había superado la edad para jubilarse, Mayer había trabajado en las plantaciones del Lejano Oriente. Nombrado en Bogotá como principal técnico de campo, había emprendido la tarea no sólo de optimizar la producción y la exploración cauchera de Colombia, sino de aislar a su gente de los caprichos e idioteces de sus superiores en Washington. Por eso se ganó el afecto de todos cuantos trabajaban para él.
+En enero de 1943, mientras Schultes estaba en la selva más allá de Pitalito, tuvo lugar un intercambio de cartas entre Mayer y la oficina principal de Washington, que cambió el destino del joven botánico durante todo ese año. Desde hacía un buen tiempo, Mayer había estado bajo presión para que iniciara la producción en el Vaupés, una vasta área sin caminos de la Amazonía colombiana que llega hasta la frontera oriental con el Brasil. En una carta fechada el 16 de enero de 1943, Mayer le recordaba a su jefe, Earle Blair, que no se había completado un estudio básico de la región. De hecho, el técnico encargado del trabajo se hallaba hospitalizado en Panamá y no estaría en forma por algún tiempo. Con su característica difidencia decía Mayer: «Es muy de lamentar que el trabajo del señor Vinton haya sido interrumpido por una combinación de dengue y malaria, más aún cuando el doctor Schultes se encuentra haciendo una inspección del alto Caquetá. Esto nos ha dejado sin un hombre de campo para continuar la labor del señor Vinton».
+La respuesta de Blair, del 26 de enero, era típica de la oficina principal. Ya que Schultes está trabajando en el área, sugirió, tal vez pueda echarle una mirada a una explotación de caucho cercana al puesto militar y misión católica de La Pedrera. Blair no tenía ni idea de lo que implicaba su impensada sugerencia. Para llegar a La Pedrera desde donde estaba, Schultes no sólo tenía que abrirse camino por tierra hasta el Caquetá, sino que allí tenía que conseguir una canoa para navegar novecientos sesenta kilómetros río abajo en un área habitada sólo por indios.
+Parecida jornada era la que Mayer había pensado para Schultes, sólo que en otro río, el Apaporis, y la distancia que debía recorrer era de dos mil doscientos kilómetros por un río de aguas negras cuyas riberas estaban despobladas. Y al contrario de Blair, Mayer se encontraba plenamente consciente de los peligros que implicaba la expedición. Le había escrito a Blair el 16 de enero: «Comparto su ansiedad respecto a la penetración en la hoya del Apaporis; de acuerdo con las leyendas locales, es la veta madre real de la siringa blanca colombiana… Espero que en el curso de este año podamos hacer una exploración completa de esta área fluvial, de manera que su desarrollo se pueda emprender con mayor seguridad que en el caso del Vaupés, donde todavía estamos haciendo conjeturas». Tras descartar las exploraciones aéreas por ser poco confiables, Mayer continuaba: «La única manera de hacer cálculos seguros es en la forma difícil y, por falta de tiempo y de mano de obra, bajo las actuales circunstancias, es tan necesario asumir riesgos con la esperanza del éxito, como lo es en las operaciones militares. Creo firmemente en esto, siempre y cuando los riesgos hayan sido estudiados cuidadosamente antes de emprender la tarea».
+El río en cuestión era la menos conocida y más aislada de todas las principales vías fluviales de Colombia. Formado por la confluencia de los ríos Ajajú y Macaya, nacidos no en las faldas de los Andes sino más al este, en las sabanas sin caminos del Caquetá y del Meta, el Apaporis corre entre mesas de arenisca, restos del gran macizo que alguna vez se extendió sobre las selvas de las Guayanas, Venezuela y Colombia. Erosionados por el tiempo y transformados por la lluvia, estos cerros aislados se levantan como centinelas solitarios, serenos y como de otro mundo, sobre un río que se tuerce como una serpiente.
+Hay rápidos traicioneros en el Macaya y en los primeros cincuenta kilómetros del Apaporis, cuando pasa por el pie de un cerro largo llamado Chiribiquete. Luego, por casi quinientos kilómetros, el río fluye plácido entre bosque virgen hasta que las grandes cataratas de Jirijirimo rompen de pronto su somnolencia. Aquí se estrecha de unos ochocientos a treinta metros, y se precipita veintiún metros en una garganta de diecisiete kilómetros de largo y un poco más de quince metros de ancho, flanqueda por altísimas rocas. Desaparece entonces bajo un túnel de piedra y corre, profundo y silencioso, a través de una misteriosa falla, para emerger en un bello llano de bosque bajo y sabana sobre deslumbrantes arenas blancas. A partir de Jirijirimo siguen seiscientos cuarenta kilómetros de raudales hasta que el Apaporis, finalmente, desemboca en el Caquetá. Los raudales más espectaculares son los de Yayacopi, donde el río cae de una pared de roca de más de doce metros.
+Según los indios macunas que viven en las riberas altas de varios afluentes del bajo Apaporis, a la cascada de Yayacopi, así como a todos los raudales del río, les dio vida con un soplo un chamán que hizo un trato con los dioses. Desde hacía muchas generaciones, los macunas habían vivido bajo la amenaza de una tribu caníbal que vivía en la cabecera del río. Tratando de acabar con el terror, el chamán bebió yagé durante siete días, y en el curso de sus visiones los dioses acordaron transformar la tierra, creando montañas y cataratas infranqueables, apartando así a los macunas de sus despiadados enemigos. Desde esa época, los macunas no viajaban más arriba de Yayacopi, y las riberas del alto Apaporis permanecieron deshabitadas.
+Schultes estaba algo preocupado por la ubicación de la legendaria tribu de caníbales al llegar en avión el 3 de marzo a Miraflores, el puesto cauchero poco antes despejado en la selva de la ribera norte del alto Vaupés. Su tarea era inspeccionar el alto Apaporis, identificar lugares potenciales de explotación y luego seguir aguas abajo, trazando un mapa del río y calculando la concentración de heveas a todo lo largo. Para cada cosa necesitaba hombres, y Schultes siempre había preferido trabajar con los indios. Por la información que pudo reunir supuso que la tribu del caso era la de los carijonas, un pueblo de habla caribe que había emigrado originalmente a las cabeceras del Vaupés y del Apaporis desde el alto Orinoco. Este pueblo feroz y nómada tal vez llegaba a los veinticinco mil miembros a fines del siglo XIX, pero la población se desplomó debido a sangrientas guerras tribales y a epidemias de viruela. En Bogotá nadie tenía la menor idea de si quedaban algunos en las cabeceras del Apaporis, en el Ajajú y el Macaya.
+—¡Doctor!
+Schultes se dio vuelta y vio nada menos que a Nazzareno Postarini, el italiano rubio que había viajado con él en el Putumayo, solo y saludando con los brazos al borde de la pista de hierba. Era una buena señal. Postarini trabajaba duro, y Schultes necesitaba hombres como él; después del Putumayo, lo había recomendado a la embajada.
+—¿Qué tal estuvo su vuelo?
+—Maravilloso —dijo Schultes—, salvo por él —y miró de reojo el avión al lado del cual descargaban a una mula muy descontenta.
+—Dios mío —dijo de pronto Nazzareno—. El avión tiene un hueco en el costado.
+La aeronave era un trimotor Fokker alemán, un esqueleto de acero cubierto con hojas de aluminio corrugado. Parecía que poco después de despegar de Villavicencio, la mula se había soltado y había desprendido a coces un panel.
+—El capitán tiene una forma maravillosa de tratar a los animales. Simplemente fue a insultarla y, no sé cómo, pero la tranquilizó.
+—¿Y quién tomó su lugar al timón?
+—Yo, naturalmente.
+—No sabía que usted…
+—Alguien tenía que hacerlo —dijo Schultes mientras se dirigían hacia la hilera de chozas que conformaban el poblado—. Ahora dime, ¿qué se sabe de los indios?
+—Puede preguntar usted mismo. Están en Puerto Nare, sólo unos kilómetros río abajo. Son como veinte familias. No hay más. Se fueron al Vaupés hace cinco años. Su jefe se llama Mora. Es ciego, pero me contó que no hay ni un carijona en el Apaporis.
+—Ya veo.
+—Dice que está despoblado, y que usted debe tener cuidado con los rápidos.
+Schultes vaciló un momento. A la espalda, alcanzaban a oír el estrépito de los martillos de la tripulación arreglando las latas del avión.
+—Nazzareno, te quitaste esa barba horrible que tenías.
+—Sí, todo el mundo pensaba que era cura.
+—¿Todo el mundo?
+—Sí. Sobre todo las niñas.
+*
+Después de dos días en Miraflores, Schultes se dio cuenta de que estaba en apuros. Las provisiones de la expedición no habían llegado, como le habían prometido. Entre los trabajadores contratados por los colombianos había esperado encontrar unos pocos conocedores de la región, tal vez los hijos o nietos de los hombres que durante la bonanza habían explorado minuciosamente el Apaporis en busca de árboles de balata, que producen un caucho no elástico de gran demanda antes de la llegada de los plásticos y usado ante todo para recubrir los cables submarinos. Su comercio se extinguió en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, pero no antes de que los balateros descubrieran por azar vastas concentraciones de Hevea en el Alto Apaporis. Se decía que todavía había balateros en el área, y esos eran los hombres que Schultes había esperado encontrar en Miraflores. No obstante, todos eran llaneros de las sabanas, que poco sabían sobre la selva.
+Schultes visitó a Mora, el viejo jefe carijona de Puerto Nare, que le habló de los terribles raudales y de cómo no había manera de localizarlos con precisión. Los mapas no les decían nada a los indios, y los que él había llevado de Bogotá eran inservibles; cada uno situaba el río y sus afluentes en diferentes latitudes y longitudes. Uno de ellos, descubriría después, hacía pasar el Apaporis sobre la cima de una montaña. El único mapa en el que podía confiar era el de la American Geographical Society. Por lo menos era honesto. Mostraba las tres cuartas partes del río desde su nacimiento y el resto lo representaba con una línea de puntos, indicando que no se conocía.
+Schultes regresó a Bogotá en el primer avión disponible y allí habló con el agregado militar de la embajada, el coronel Manuel Ascencio, para solicitarle un vuelo de reconocimiento sobre el Apaporis y el Macaya. El martes 9 de marzo estaba de vuelta en Miraflores a bordo de un pequeño avión, al mando del coronel Greenbank, que iba rumbo al Apaporis. Ya sobrevolando el río viraron hacia el este y siguieron por el valle hasta divisar la frontera con el Brasil, donde el Caquetá y el Apaporis corren lado a lado, separados por una estrecha faja de tierra. Allí, a lo lejos, se levantaba una montaña grande y llamativa que Schultes identificó correctamente como el monte Kupatí, el cerro de arenisca que exploró por primera vez en 1828 el botánico alemán Von Martius. En su base, justo abajo de una serie de violentos rápidos del Caquetá, se encontraba el puesto militar de La Pedrera.
+Volviendo río arriba, el coronel Greenbank disminuyó la velocidad y voló muy bajo para que Schultes pudiera calibrar el río. Había docenas de raudales y por lo menos catorce que eran infranqueables. La garganta de Jirijirimo tenía varios kilómetros de largo, y los poblados indios que se decía existían arriba de la cascada eran dos chozas en un claro elevado. El sol había blanqueado los techos de paja, los huertos estaban cubiertos de maleza y el sitio parecía abandonado. No había allí señal de vida, como tampoco en el alto Cananarí, un río de aguas negras obstaculizado por rápidos. Más allá de Jirijirimo, el Apaporis se ensanchaba, convirtiéndose en un río fangoso que serpenteaba formando grandes meandros, lo cual aumentaba considerablemente el recorrido de una canoa. La distancia por agua que se debía cubrir, le advirtió Greenbank a Schultes, era de más de dos mil ochocientos kilómetros, o sea, un tercio más de lo que sus superiores en Bogotá le habían indicado.
+Schultes hizo un rápido plan de acción y el 15 de marzo le envió a Mayer un memo con los detalles. Como la logística sería el mayor problema, la sencillez sería esencial. En lugar de dos botes con sus respectivas tripulaciones, Schultes se las arreglaría con uno solo, una piragua de diez metros con un motor fuera de borda, un mecánico y una pequeña reserva de gasolina. Para pasar por los rápidos pandos fijaría dos troncos de balsa a lado y lado de la canoa. Su equipo estaría formado por Nazzareno, dos indios carijonas y tal vez un trabajador blanco. Los pertrechos serían llevados desde Miraflores río arriba por el Vaupés y el Itilla, y luego transportados hasta el Macaya por una trocha en la selva que los balateros habían abierto. La canoa se construiría en el Macaya, pero la mayor parte de los elementos serían llevados por una segunda ruta de dos días desde Miraflores hasta el Apaporis. Allí se levantaría un campamento y se establecería un sistema de reaprovisionamiento mediante corredores que irían constantemente de cuenca en cuenca. Era esencial, enfatizó Schultes para concluir, que pudiera depender sin problemas de los colombianos de Miraflores, cuando ya estuviera en camino la expedición. Una vez en el río, él y su gente estarían completamente aislados del mundo.
+*
+El 3 de abril, después de dos semanas en Bogotá, Schultes partió de Miraflores por el río, iniciando la jornada de casi trescientos kilómetros por el Vaupés hasta la confluencia de los ríos Unilla e Itilla, y siguiendo hasta un desembarcadero en la ribera sur del Itilla que los balateros llamaban Puerto Trinidad. Allí dejó a Nazzareno y a uno de los trabajadores para que construyeran un cobertizo de paja, mientras él y el resto seguían adelante. Al no encontrar huellas de la trocha, siguió la brújula en dirección sursudeste, a través de una selva espesa y de la explanada alta y seca que separaba al Itilla del Macaya. Su objetivo era explorar una posible ruta hacia el río, establecer una base y averiguar si era posible, como le había sugerido un colombiano de Miraflores, conseguir allí canoas. Por lo que había visto desde el avión, le pareció improbable que alguien viviera en el Macaya. Aun así, conservó la esperanza de ahorrarse el arduo trabajo de ahuecar troncos para hacer botes en medio de la selva.
+Tres hombres lo acompañaban: un guía carijona llamado Barrera y dos cargadores llaneros, Julio y Franco, ambos jóvenes y fuertes. Se esperaba que el recorrido les llevara seis horas, pero después de ocho Julio insistió en que siguieran adelante.
+—¿Vas a encontrar el camino?
+—Claro —respondió—. El río debe estar un poco más adelante.
+—¿Barrera? —Schultes miró al carijona.
+—Es más allá —dijo este.
+—Lo que es más allá, es más allá —dijo Franco.
+—¿Y qué le van a decir a su jefe si se pierden? —preguntó Schultes sonriendo.
+—Dígale que me cogieron los carijonas y que lo veré en el llano
+—Seguro.
+Tres horas después, Julio se encontró con el resto, pero no en la ribera del Macaya. Schultes había caminado lentamente, recogiendo muestras raras de heveas y registrando informalmente los árboles con látex. Hasta ese momento había encontrado por lo menos cinco especies de heveas que Barrera distinguió como «siringas blancas» y «siringas amarillas», de acuerdo con el color del látex. También había «caucho negro», llamado así por la corteza negra de dos especies de castilla, considerables cantidades de balatas y varios árboles de juansoco, con cuyo látex se fabrican los chicles. Schultes se había detenido al pie de un arroyo pando y estaba preparando un espécimen de la Hevea guianensis cuando de pronto apareció Julio, mirando el suelo y dando grandes pasos confiados en dirección opuesta. Estaba casi a su lado cuando levantó la vista.
+—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó Julio.
+—Recolectando plantas —le dijo Schultes—. ¿Y usted qué hace aquí?
+Por no conocer la selva y llevar una carga pesada, Julio había dado un gran círculo.
+—Tal vez de ahora en adelante —le dijo Schultes—, será mejor seguir la brújula.
+Julio, por lo visto, estuvo de acuerdo. Al seguir adelante se mantuvo detrás de Schultes, cuya firme fe en la brújula era para él, llanero, cosa de misterio y de intriga. Finalmente, después de más de catorce horas, llegaron al río, saliendo de la selva sólo unos cientos de metros más arriba de una impetuosa catarata que llamarían después la Cachivera del Diablo. Esa noche, el joven Julio se extravió de nuevo. Intentó nadar en el río y la corriente se lo llevó, lanzándolo en medio de las aguas espumosas. Nunca encontraron su cadáver. La mañana siguiente, Schultes volvió a Miraflores para informar sobre su muerte.
+*
+El mismo día en que murió Julio, el señor Mayer le escribió a la Rubber Development Corporation, la oficina en Bogotá de la Rubber Reserve Company, comunicando que la escala de la expedición del Apaporis iba a aumentar en forma importante: «En vista del hecho de que este río está completamente despoblado y absolutamente aislado del resto de Colombia… me pareció aconsejable enviar dos hombres en vez de correr los riesgos posibles si le damos la misión a uno solo». Iría con Schultes, Everett Vinton, un experimentado explorador que se había repuesto de las enfermedades de dos meses antes. Cada uno, añadió Mayer, tendría su propio equipo, de manera que «se puede cortar en dos el tiempo requerido para completar esta exploración». Mayer dejó de mencionar el deseo de estimar el potencial del Apaporis tan rápido como fuera posible para concentrar allí los recursos, o desviarlos al Vaupés, región más accesible pero menos prometedora. Con esto en mente, el 10 de abril llamó de nuevo a Schultes a Bogotá para una serie de reuniones con Vinton. No fue sino el 18 de abril cuando Schultes volvió a Miraflores para hacer los preparativos locales de la expedición.
+En la semana anterior a la anunciada llegada de Vinton, el 24 de abril, Schultes navegó río abajo hasta el poblado carijona de Puerto Nare, recorrió un buen trecho de la segunda ruta por tierra al Apaporis y comenzó a reunir provisiones y equipo. Cuando la expedición partió finalmente río arriba, de nuevo con destino al Macaya, estaba compuesta por seis carpinteros, dos serradores, dos cocineros, dos capataces, dos remeros y una docena de trabajadores misceláneos, en total veintiocho hombres que tenían que ser alimentados y aprovisionados por una trocha superficial de treinta y dos kilómetros en la selva: iba, como dijo Vinton, «de ninguna parte a ninguna parte».
+Durante el mes siguiente, Schultes se entregó por completo a la logística de la expedición. Había que levantar campamentos en Trinidad, sobre el río Itilla; en Cachivera del Diablo, sobre el Macaya, y en un punto en la selva a mitad de camino entre los dos sitios. La trocha entre los ríos, no muy bien despejada, había que ensancharla para que pudiera pasar una recua de mulas. Había que supervisar el transporte por el Itilla y la construcción de los botes en el Macaya. Tenía que proteger sus vidas. Mantener la línea de aprovisionamiento hasta Miraflores y más allá sería una lucha constante. Un pedido de tornillos y clavos a Villavicencio de mediados de abril tardó dos meses. Era lo usual. Sólo el 11 de julio se pudo acumular la suficiente comida en el campamento del Macaya para empezar la exploración del Apaporis.
+Mientras esperaban, Schultes y Vinton pusieron a los hombres a trabajar en el despeje de una tierra y la construcción de un campamento en la eminencia desde la que se veía la confluencia del Macaya y el Ajajú, formando así el Apaporis. Impresionados por la concentración de cauchos, le dieron al sitio el nombre de Puerto Hevea y decidieron convertirlo en el centro administrativo de toda la explotación cauchera del Apaporis. Sólo con hachas y machetes y los materiales a mano, construyeron una casa grande con todo y cocina, comedor, depósitos y dormitorio para treinta personas. Justo enfrente del campamento, en la ribera norte del Macaya, Schultes descubrió una larga faja de tierra plana, precisa para una pista de aterrizaje.
+Mientras Vinton y sus hombres despejaban el denso bosque secundario, Schultes tuvo la oportunidad de herborizar. Durante los cuatro meses anteriores había estado en la selva la mayor parte del tiempo, pero sólo había recolectado treinta plantas. Tal vacío era para él no sólo fuera de lo común, sino perturbador. Era el primer botánico que había viajado a esa parte del Amazonas. Todos los días, caminando, veía plantas desconocidas para la ciencia. Hubo momentos en la trocha en que se tapaba la cara con las manos sólo para no ver otra nueva especie que no podía recolectar.
+Sus deseos se cumplieron en la mañana del 14 de mayo, cuando inició un lento ascenso del Cerro Comején, ahora conocido como el Chiribiquete, una de las mesas de arenisca que lo había intrigado desde hacía varias semanas. Se trata de formaciones que se extienden en un gran arco, que separa el Macaya del Ajajú, y que siguen hacia el sur por ciento sesenta kilómetros hasta Araracuara, en el Caquetá. Llamadas colectivamente la Sierra de Chiribiquete, son, de hecho, reliquias aisladas que parecen surgir caprichosamente de la selva. Algunas son cerros planos con una falda que se inclina con suavidad hacia el suelo de la selva y la otra un muro de más de trescientos metros, coronado por salientes cubiertas de vegetación. Otras tienen forma de domo, con pendientes perpendiculares que caen en series de bancos de arenisca anchos y planos. Imponentes y remotos, bajo un velo de neblina y a veces erosionados en formas grotescas, aquellos cerros le parecían a Schultes ecos del principio de los tiempos, levantándose como gigantescas esculturas abandonadas en el primer taller de Dios. Fue —pensó— a partir de estos experimentos tentativos cuando Dios se dio a la tarea de construir el mundo.
+Mientras avanzaba lentamente por los rebordes de arenisca, abriéndose paso entre estrechas hondonadas, Schultes percibió en la flora una transición gradual a medida que se hacían más escasas las plantas de la llanura y las reemplazaban otras raras y novedosas, muchas de ellas endémicas y adaptadas específicamente a las peculiares condiciones de la altiplanicie. Había, por supuesto, reductos aislados, donde la tierra y la arena se habían depositado, cubiertos de maleza. En la estación seca, cuando puede no llover durante un mes entero, el calor del sol cocina la arenisca. Al llegar las lluvias, el agua se precipita por la superficie en grandes caídas y torrentes que rugen algunas horas y se desvanecen. En las noches, durante la mayor parte del año, una cortina de neblina cae sobre los cerros, pero se dispersa al amanecer y las plantas quedan de nuevo expuestas al intenso calor y a la radiación del sol ecuatorial.
+En la cumbre encontró un herbazal en el que se esparcían matorrales espesos de arbustos bajos y retorcidos, una isla de sabana a más de trescientos metros de altura sobre el bosque pluvial amazónico. Adaptadas a esas condiciones secas, las plantas reducían su tamaño y muchas tenían hojas satinadas y correosas, a menudo revestidas de espesas capas de cera o de densos pelillos. Su corteza era gruesa o suberosa, o también delgada y revestida de cera. Los epifitos tenían exagerados seudobulbos para almacenar agua, y muchas plantas crecían muy bajas y lucían densas rosetas de hojas. Tenían raíces muy desarrolladas que penetraban en las hendiduras y grietas de la roca, extendiéndose como venas sobre la superficie. Su crecimiento llevaba a formas en extremo extrañas, siendo el aspecto general de la flora enanoide y raro. Algo de la magia del lugar se halla en los nombres que Schultes les puso meses después a dos nuevas especies de árboles y arbustos enanos descubiertos ese día: la Graffenrieda fantastica y la Vellozia phantasmagoria.
+Muchas plantas producían resinas o látex. De hecho, al abrirse paso a machete por las salientes, quedó completamente cubierto por un látex lechoso que hizo muy penoso el ascenso… hasta que se dio cuenta de que estaba abriéndose paso entre un matorral con una densidad de cinco mil arbustos individuales por acre, pero de sólo dos especies de plantas, ambas nuevas para la ciencia. A una especie, muy cercana a la balata, le dio después el nombre del cerro, la Senefelderopsis chiribiquetensis. La otra era un nueva variedad del caucho, la Hevea nitida var. toxicondendroides. Así terminó Schultes su primera incursión en los cerros, de pie en la punta de un peñasco libre, escuchando al viento que acariciaba las hojas de dos cauchos que nunca había visto ningún botánico.
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+Terminaron el primero de los botes a principios de junio. Era una sencilla piragua de madera aserrada, con una capacidad de dos toneladas y media, y que habría navegado fácilmente de haber llegado de Miraflores el motor fuera de borda. Por ello, Schultes y su reducido equipo no tuvieron otra alternativa que la forma complicada: remar contra la corriente del Ajajú doscientos veinticinco kilómetros. Por lo general, el río era ancho y sinuoso, siendo el único tramo peligroso el de los raudales de Macuje, una serie de olas constantes y de remolinos situados cincuenta kilómetros aguas arriba. Precisamente ese era el punto, se dio cuenta Schultes, que separaba las tierras ricas en caucho de las pobres. Abajo del raudal, las márgenes eran altas y había hasta veinte cauchos por acre. Aguas arriba, la tierra era plana y baja y se inundaba la mayor parte del año. Era la única región de la cuenca del Apaporis donde no se daba el caucho.
+Schultes siguió por el Ajajú hasta estar seguro de que no había áreas con potencial económico, y luego se dejó llevar aguas abajo, contando las heveas al pasar. En el camino, exploró el Yaya, otro notable afluente que halló lleno de raudales, y descubrió que los demás afluentes, aunque claramente trazados, sólo existían en el mapa oficial de Colombia. Encontró sí el Cerro de la Campana, la elevación más occidental de la Serranía de Chiribiquete y de lejos la más bella. Un día que empezó maravillado por las imágenes pictográficas de animales y de relatos en la roca de ocultas cuevas, hechas por los antepasados de los carijonas, se encontró de pronto escudriñando como un ave de presa la interminable selva que se rompía en olas contra el flanco de la montaña. En la cima encontró una losa ya muy erosionada que, al ser raspada con una piedra, desencadenaba tremendas tempestades y torrentes. Un chamán la golpeaba y producía un sonido como de campana, que corría sobre las afelpadas copas de los árboles inspirando en todos los animales el soplo de la vida. Esta fue, por lo menos, la historia que le contó Barrera, quien lo guiaba ese día.
+El desafío siguiente era el propio Apaporis. Al volver a Puerto Hevea, se fue río abajo entre las paredes de los cerros y a lo largo de una serie de raudales conocida como la Cachivera de Chiribiquete. El primer obstáculo era sólo un remolino, y por más de treinta kilómetros el río fluía ancho y profundo, empequeñecido por el paisaje. Luego, de pronto, entraron en un raudal. La potencia del agua, la inutilidad de los remos y el peso de la embarcación los atontaron por un momento. Al chocar con una piedra, la canoa fue a dar junto a un banco de roca cercano a la ribera. Barrera se tiró al agua, se hundió bajo la corriente y salió a la orilla agarrado a un bejuco. Le tiraron un lazo. Lo ató a un árbol, y entre todos lograron llegar a tierra.
+Ese era sólo el principio de un raudal de dieciséis kilómetros. Por allí era imposible el transporte fluvial. El 16 de junio, Schultes y dos de sus hombres volvieron a pie a Puerto Hevea, trayendo a un herido y en busca de más trabajadores. Seis días después siguieron adelante, arrastrando el bote. Esa noche los chubascos empaparon y dañaron la mayor parte de la comida y del equipo. Otro hombre resultó herido. Los raudales eran más temibles de lo que Schultes se había imaginado. Cuando finalmente el resto de la partida emergió a salvo ochenta kilómetros más adelante, resolvió abandonar la canoa y volver a pie a Puerto Hevea por la ribera norte. Aparentemente fue para permitirle hacer un cálculo más preciso de la distribución del caucho hevea; la verdad fue que sus hombres se abrieron paso por la selva porque no había otra manera de volver. Aun así, fue esta jornada la que le dio una verdadera idea del enorme potencial de la región. Al avanzar se dio cuenta de que el conteo que había hecho desde el río había sido consistentemente bajo. Cuando corrigió el error y completó los resultados de la observación, descubrió que el alto Apaporis, junto con el Ajajú y el corto tramo del Macaya abajo de la Catarata del Diablo, albergaba más de un cuarto de millón de heveas. Explotados adecuadamente, podían rendir casi un millón de libras de caucho por año. Y ese era sólo el principio, el primer tramo de un río que corría casi mil seiscientos kilómetros.
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+Schultes notó por primera vez la débil coloración de su brazo izquierdo al ir a pie de Puerto Hevea a Trinidad, en el camino de regreso a Miraflores, el último día de julio. La mañana siguiente amaneció con fiebre. Sabía que no era malaria, porque en todo el Apaporis no había visto un solo mosquito anofeles. Si hubiera sido fiebre amarilla, le habrían dado náuseas y vómitos con sangre. Algo grave tenía, pero no sabía qué era. Para el momento en que estaba llegando a Miraflores, unas tiras rojas le adornaban el brazo y sentía un dolor intenso. Su plan era tomar el primer avión a Villavicencio y de allí irse en autobús a Bogotá. Escogió un itinerario afortunado. Un derrumbe había bloqueado la carretera de Villavicencio a Bogotá, y tuvo que buscar atención médica en Villavicencio. Si hubiera hecho todo el viaje en avión a Bogotá o hubiera ido por tierra, la infección de la sangre hubiera podido matarlo.
+Pero tal como sucedieron las cosas, un médico de Villavicencio casi lo logra. Sentado al borde de una camilla en una clínica perfectamente respetable, Schultes observó con calma que se desocupaba en su cuerpo la enorme jeringa con un líquido azul. No tardó en perder el sentido. Volvió en sí en una cama, bajo varios bombillos y un mosquitero; el brazo lo tenía envuelto en toallas calientes. Al lado de la cama estaba Marston Bates, un biólogo que, como Schultes, se había doctorado en Harvard. Experto epidemiólogo, llevaba viviendo un tiempo en Villavicencio, completando un proyecto de la Fundación Rockefeller. Como él y su esposa Nancy eran los únicos norteamericanos en la ciudad, el médico colombiano había acudido a su casa al salir mal las cosas en la clínica.
+Al reconocer la gravedad de la infección, Bates le dio sulfa y permaneció con su esposa día y noche al lado del paciente, conservando caliente el brazo. La recuperación de Schultes se debió en gran parte a su pronta atención, y hasta el día de hoy le da a Bates el crédito de haber salvado su vida. Schultes descubrió después que el médico colombiano era un veterinario.
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+Luego de una corta convalecencia en Bogotá, volvió a Miraflores el 25 de agosto. Esta vez se propuso explorar el tramo medio del Apaporis, la parte del río entre la Cachivera de Chiribiquete —el raudal que lo había frustrado en junio—, y la gran catarata de Jirijirimo, situada trescientos ochenta kilómetros aguas abajo. Además de trazar el mapa del río y de verificar su navegabilidad, observaría el caucho que se daba en el área y buscaría un sitio apropiado para una pista de aterrizaje. Con Vinton y Nazzareno dedicados a la construcción de la pista en Puerto Hevea, Schultes iría ahora solo, con un equipo pequeño. Debía llegar hasta Jirijirimo. Bajo ninguna circunstancia se enfrentaría a los raudales aguas abajo. Para acercarse al Apaporis más allá de la Cachivera de Chiribiquete, tenía que viajar por tierra siguiendo una segunda ruta, la trocha de Nare, que recorría casi sesenta kilómetros entre la aldea carijona de Puerto Nare en el Vaupés y un punto en el Apaporis que Schultes llamaría Puerto Victoria. El estado de esta trocha era motivo de gran preocupación para Mayer, porque se trataba del único camino para sacar el caucho de la hoya una vez entrara el programa en su fase de desarrollo.
+Resultó que Schultes llegó a conocerla muy bien. En lugar de hacer construir la canoa del lado del Apaporis, la Compañía decidió que el bote de una y media toneladas y dieciséis metros fuera transportado por tierra atravesando la selva. Bajo las mejores circunstancias, una mula con carga tardaba tres días y medio. Un hombre podía hacer el viaje en dos días. Schultes pensaba completar la travesía en diez días.
+Fue una jornada espantosa. Hasta el primer campamento en Tacunema, a cerca de trece kilómetros, la trocha era amplia y recta, pero de una arcilla espesa que las lluvias, en las tardes y las noches, convertían en un lodazal. Los pocos puentes que había no resistían el peso de la carga. Había que hacer deslizar el bote por cada orilla y luego arrastrarlo en la tierra con rodillos de madera cortados en la selva. Entre Nare y Victoria había ciento veinte arroyos que tuvieron que pasar de la misma manera. Tenían la ropa empapada en sudor. Muchos estaban descalzos, y todos muy sucios, incluso Schultes, que trabajaba a la par con ellos y sólo se distinguía por su espesa barba, el salacot y el cigarro prendido, que parecía pegado a su boca.
+Afortunadamente, el terreno mejoró una vez pasaron de la hoya del Vaupés a la del Apaporis. Ya no se anegaba el agua en la arcilla impermeable, y los suelos porosos eran de arenisca y ripios ferruginosos. La primera mesa quedaba algo más allá del campamento provisional en Guaduales, a treinta kilómetros tierra adentro de Nare. De allí en adelante, los arroyos eran claros, las aguas desembocaban en el Apaporis y el eco de los raudales a menudo apagaba los ruidos de la selva.
+De noche acampaban en el bosque, y dormían bajo miritisabas de paja, cobertizos tejidos en el sitio con hojas de palma y de heliconias. Sin tiempo para cazar, comían harina de yuca, la farinha, aumentada con raciones del Ejército norteamericano que los hombres desechaban. Bebían agua hervida y café con azúcar hecho en hogueras. En las tardes, durante los efímeros momentos del atardecer tropical, Schultes vagaba solo por la selva buscando la corteza blanca y lisa de la hevea. La cantidad de cauchos era impresionante, sobre todo cuanto más se acercaban al río. En tierras bien drenadas no era raro que encontrara veinte árboles maduros por acre.
+Después de catorce días, Schultes, su equipo y el bote llegaron por fin al río, el 17 de septiembre. Se sentía algo deprimido. La condición de sus hombres lo abrumaba. Estaban cansados y agotados, y tenían poca de la vitalidad de quienes emprenden un largo viaje. No era la forma de empezar una expedición. Schultes había abogado en contra de llevar el bote por tierra. Su plan había sido caminar rápidamente por la trocha y enviar algunos hombres para recuperar el bote que él y Vinton habían abandonado en junio. Con un equipo de doce personas podría, le había dicho a Mayer, superar los raudales de Chiribiquete. Mayer permaneció inflexible e insistió en que el bote fuera llevado en avión de Villavicencio a Miraflores y después por tierra. Ahora, pensó Schultes, él tendría que sufrir las consecuencias. Se sintió frustrado y con rabia, por lo menos hasta la mañana siguiente, cuando al navegar lentamente por el Apaporis vio maderos astillados como restos de un naufragio que bailaban en un remolino cerca de la ribera. Eran los restos del bote que había abandonado. Se había desprendido de la ribera y el río lo había destrozado. Soltó una carcajada.
+No sabía exactamente dónde se encontraba, y tampoco su gente. Su misión no le dejaba otra alternativa que ir aguas arriba a Victoria, con la esperanza de llegar al punto donde él y Vinton habían abandonado la exploración en junio. Allí podría empezar. Para el transporte por el río dependía de un motor fuera de borda, de veintidós caballos de fuerza, que una mula había cargado por la trocha. Pero la suerte quiso que el motor llegara roto. Dejó entonces la mayor parte del equipo en Victoria para construir un campamento y reparar el motor, y se lanzó con cinco de sus hombres al río. El único punto que reconocía en el paisaje era un cerro distante, una extensión de la Sierra de Chiribiquete que se levantaba al sur, cerca del horizonte.
+Después de cinco días de remar contra la corriente, Schultes llegó a la base de la catarata. Un poco más allá, a cuatro kilómetros y medio por la ribera, estaban los restos de El Morichal, el campamento que Barrera y sus hombres habían levantado en la selva dos meses antes. Este era el punto de enlace de la exploración, el sitio más aguas abajo que habían alcanzado durante el trabajo anterior. De aquí en adelante se podía trazar el mapa del resto del río. Llegaron en la tarde, y al no encontrar huellas del bote, salvo un lazo gastado que flotaba en el agua, Schultes se internó en la selva en busca de heveas. Al atardecer había contado setenta árboles maduros en cercanías del campamento. Era la concentración más alta de cauchos en todo el Apaporis.
+Llegada la noche un hombre mató un tapir. No había sal, ni por la lluvia manera de secar la carne. Comieron todo lo que pudieron, cortaron un cuarto trasero y empacaron el resto en el bote. Dos días después les dieron lo que quedaba a los hombres que los esperaban en Victoria. Para entonces ya habían reparado el motor. Llevando toda la gasolina que pudieron, Schultes y cinco hombres partieron de inmediato río abajo. No esperaban ausentarse más de diez días.
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+A partir del último raudal —el de Grulles— de Chiribiquete, el Apaporis corre sin obstáculos por casi cuatrocientos cincuenta kilómetros. Profundo y ancho, con pocos bancos de arena y limpio el cauce, fluye entre márgenes altas que a veces se funden en altos riscos que se encumbran sobre el río. Aunque estos desaparecen a medida que se avanza aguas abajo, hay pocos parajes donde las riberas sean lo bastante bajas para ser inundadas, incluso durante las épocas de lluvia. Más allá de las riberas la tierra desciende, y a unos noventa metros del río hay una faja casi continua de tierra baja y pantanosa. Los rebalses caen al río y por ello las riberas se interrumpen cada cuanto por numerosos arroyos y riachuelos, lo cual quiebra las orillas. Esto complicó bastante la tarea de Schultes de encontrar un área plana lo bastante grande para hacer una pista de aterrizaje.
+Su otro trabajo continuaba sin mayor esfuerzo, más que rota la monotonía de la observación por la maravilla de navegar por ríos desconocidos. No podía recolectar y por primera vez en su carrera no tenía consigo un equipo de recolección de plantas. No había tiempo ni espacio en el bote. Su principal responsabilidad era el conteo exacto, kilómetro tras kilómetro, de todos los cauchos maduros y explotables cuyas copas se elevaban en la selva o emergían al borde de las orillas. El terreno era ideal para el caucho y, al seguir aguas abajo, no le era difícil distinguir el follaje de las diferentes especies. El dato anotado lo doblaba después para incluir ambas márgenes. Como en el alto Apaporis, los árboles explotables que predominaban eran las Heveas guianensis en su variedad lutea. Abundaban en la selva, pero sin valor como fuentes de caucho, la Hevea nitida y la Hevea pauciflora var. coriacea.
+Trazar el mapa del río era asunto relativamente sencillo. Varias veces cada día, Schultes caminaba un kilómetro por la ribera y marcaba cada extremo con una bandera blanca. Al medir cuánto le llevaba al bote esa distancia, podía calcular la velocidad de las aguas. Se orientaba con una brújula de mano, y conociendo ya la corriente, podía calcular la distancia entre dos puntos a medida que el río cambiaba de dirección. Era una técnica tosca y tediosa, pero el resultado fue sorprendentemente aproximado. Su mapa sería el más exacto durante cinco años hasta que, con el advenimiento de la fotografía aérea, se le hicieron varias pequeñas modificaciones.
+Por lo general Schultes permanecía en el Apaporis mismo, registrando la localización y el tamaño de los distintos afluentes, pero sin intentar ascender por ellos. En la tarde del 29 de septiembre, sin embargo, notó un cerro distante que se extendía a partir del río casi en ángulo recto. Al acercarse el bote, los riscos de arenisca del cerro Isibukuri surgían de la selva, y el sol iluminaba por lo menos cien caídas de agua que se precipitaban en la espesura. Schultes desembarcó en la ribera norte, justo arriba de la boca de un afluente grande de aguas negras conocido con el nombre de Cananarí, un río importante que recibía las aguas de la vertiente occidental del Isibukuri. De pie en la boca había un pescador solitario, el primer indio que Schultes encontró después de seis meses en el Apaporis.
+Era taiwano, una de las dos etnias del río, y la mañana siguiente guió a Schultes y su gente en el ascenso del Cananarí, a lo largo de riberas planas y bajas, pasando por un puesto cauchero abandonado mucho antes y cubierto por la maleza, y entre el primero de tres raudales que bloqueaban el río a treinta kilómetros de la boca. Pasaron la noche en un pequeño poblado de los indios kabuyarí en el caño Paca, en una maloca decorada con complicados motivos abstractos pintados con amarillos, rojos, ocres y negros hechos con pigmentos de hojas, tierra y raíces. Las imágenes recordaban los petrogliflos grabados por sus antepasados en piedras y en el lecho del Cananarí, dibujos que se decía representaban visiones del yagé vividas por los dioses.
+Al amanecer, los hombres dormían en las hamacas bajo las vigas de la maloca. Schultes salió temprano, como siempre, para disfrutar de la tranquilidad y del fresco de la mañana. «Se tiene la sensación», escribiría cincuenta años después sobre el Apaporis, «de vivir bajo un domo blando, un firmamento irreal que se desvanece lentamente al hacerse el sol más fuerte». Se bañó en el río y luego observó cómo se iba levantando la neblina, revelando la silueta de la selva y los troncos esbeltos de las palmas caranaí que tanto había admirado al subir por el río. De una nueva especie, que poco después sería conocida como la Mauritiella cataractarum, las elegantes palmas parecían darse sólo al lado de los raudales donde su delicado follaje podía dar sombra al borde del río. El jefe le había confirmado que esas plantas no se encontraban en ninguna otra parte de la selva. Habían sido sembradas en las riberas rocosas antes de que el hombre viniera a la tierra desde la Vía Láctea, cuando, en las batallas de los dioses, los contendientes formaron cataratas como bastiones en su lucha por conquistar el mundo.
+El jefe indígena también le advirtió sobre los raudales de Jirijirimo. Sólo había seis hombres y un muchacho en el poblado, y Schultes le preguntó si había más para trabajar en el caucho. En total, supo, no había sino treinta hombres adultos. Corría el rumor de que había muchos más aguas abajo de la gran catarata, pero el jefe nunca había estado allá y no tenía la intención de ir. Jirijirimo era un lugar lleno de peligros. Había almas de chamanes muertos entre las grandes piedras, los riscos tenían cara de espíritus y demonios, los remolinos se tragaban montañas y llevaban al oscuro centro del mundo. Schultes le aseguró que no tenía la intención de seguir río abajo. De hecho, habiendo llegado y observado el Cananarí, se proponía remontar el Apaporis hasta Puerto Victoria.
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+No es claro por los archivos en qué momento preciso declaró Mayer que Schultes había desaparecido. La noticia de que su grupo aún no había arribado a Miraflores llegó a Bogotá en la primera semana de octubre. El último contacto con él había sido el 2 de septiembre. Mayer esperó una semana y luego envió un avión militar a Villavicencio, ordenándole que sobrevolara todo el Apaporis. Volvió sin haber visto la expedición. Mayer informó al embajador y estaba a punto de comunicarse con los padres de Schultes, cuando llegó un enigmático mensaje del Ministerio de Guerra colombiano. Un norteamericano, que decía trabajar para el programa del caucho, se había presentado en La Pedrera, el puesto militar del bajo Caquetá, y había pedido por radio que le enviaran un avión para recogerlo. Aparentemente no tenía prisa. Estaba muy contento al cuidado de los padres capuchinos, que le habían dado trabajo de pintar el interior de la iglesia. Mayer le echó una ojeada al mapa. La Pedrera quedaba a seiscientos cuarenta kilómetros en avión del sitio donde se suponía que estaba Schultes. Sólo quería decir una cosa: en lugar de volver a Puerto Victoria, siguiendo sus instrucciones, había recorrido todo el Apaporis, pasando por las cataratas de Jirijirimo y los raudales de Yayacopi.
+Schultes no había tenido otra alternativa. Al volver a la boca del Cananarí, el motor se dañó. Estaban cortos de gasolina. Si tenían suerte y podían arreglarlo, les alcanzaría para cubrir la corta distancia desde la confluencia del Apaporis y el Caquetá hasta La Pedrera. Nunca hubieran podido llegar a Puerto Victoria. La comida casi se les había agotado y no tenían seguridad de poder cazar algo, así que Schultes decidió seguir aguas abajo, aunque significara una jornada de varios centenares de kilómetros.
+El más peligroso de los raudales era el de Jirijirimo, localizado abajo de la boca del Cananarí. Schultes llegó allí al amanecer. En el silencio de la mañana, con el lento y constante fluir del río bajo el bote y las oscuras masas de vegetación en las riberas lejanas, vio por primera vez la gran pluma de niebla que brota del agua y flota portentosa sobre las cataratas como queriendo ocultar al sol la agreste belleza del río. Al estrecharse la corriente, encauzando ochocientos metros de sus aguas por una garganta de veinte metros, oyó el estruendo sordo de su caída, una líquida pared de casi cuarenta metros.
+Maniobraron el bote hacia la ribera derecha y empezaron la difícil labor de arrastrarlo por el primero de los raudales. En la trocha de Nare habían sido doce personas que apenas empezaban; ahora eran seis hombres, todos cansados y agotados después de un mes en el río a dieta de farinha, azúcar y café. Por fortuna, el suelo era plano y estaba seco, el río bajo, y la distancia por cubrir era la mitad de lo que hubiera sido en época de lluvia. Schultes trabajó a la par con su gente y ordenaba frecuentes descansos, que le servían para explorar los riscos de casi ochenta metros en la margen del río.
+Al regresar al primer raudal, se trepó a una piedra gigantesca y vio asombrado la más resistente de la plantas, un brote parecido a las algas que se aferran a la piedra en medio de verdaderas calderas de hirvientes aguas. ¿Qué clase de planta podía darse bajo tal presión? Era una adaptación pasmosa. Tiempo después descubriría que esta hierba de río alcanza su mayor crecimiento en la época de lluvia, cuando los ríos corren más tempestuosos. De la familia estrictamente acuática de las Podostemaceae. florece en un ciclo anual ingeniado por la naturaleza para sacar ventaja del mayor arrastre de las aguas. Casi una década después, Schultes volvió y recolectó la planta con la ayuda de los macunas, que le dicen moo-á y la reducen a cenizas para obtener sal. Entretanto, sin embargo, sólo pudo admirar su belleza e imaginarse qué otras maravillas lo esperaban aguas abajo.
+A partir de Jirijirimo, el río se ensanchaba y corría entre altos bancos por casi cincuenta kilómetros hasta llegar a un traicionero paraje llamado con propiedad El Engaño. Un corto rodeo por tierra los llevó de nuevo al río, en el que sólo pudieron navegar unos ochocientos metros antes de la caída de Yayacopi, una pared de piedra en forma de herradura que va de una ribera a otra. Hicieron otro rodeo, navegaron un trecho y luego se toparon con otros raudales de casi diez kilómetros de largo, conocidos como la Cachivera Carao.
+Durante el trayecto, Schultes prosiguió su observación. Pero sin gasolina era imposible explorar incluso los principales afluentes, el Popeyacá en la ribera sur o, después, el Taraira, que forma parte de la frontera con el Brasil. Pudo sí recorrer parte de un tributario de la ribera norte, el río Piraparaná, remando hasta la roca de Nyi, un petroglifo en una gran piedra de granito situada, precisamente, en el ecuador. Ancestralmente sagrada para los macunas, los barasanas, los tatuyos y los taiwanos, la imagen conmemora la visita del Padre Sol cuando por primera vez les dio el yagé a los hombres. Le habían dicho a Schultes que estos indios del alto Piraparaná eran salvajes e incapaces de trabajar. Tal vez en el caucho, pensó al regresar por el río. Sabía que volvería un día y que llegaría a las cabeceras no sólo de este río sino de todos los afluentes del Apaporis, donde todavía había tribus que no habían tocado el mundo moderno.
+El carácter del Apaporis cambió algo después de la boca del Piraparaná. Hasta allí toda la piedra era arenisca. Ahora, al pasar por más raudales y piedras dispersas, se dio cuenta de que las formaciones eran graníticas, y de que las plantas en las riberas revelaban el cambio. Era un hecho raro y curioso, pero no había tiempo para reflexionar. Encontraron otras tres cataratas peligrosas, todas dentro de los últimos ciento sesenta kilómetros hasta el límite con el Brasil y la confluencia del Caquetá. Una vez en este, tomaron hacia el norte, usando las últimas reservas de gasolina para ir a La Pedrera. Cuando por fin, en la mañana del 15 de octubre, Schultes y su gente divisaron la estatua blanca de la Virgen que domina el río y las cabañas grises del puesto militar, el bote estaba casi hecho añicos, no les quedaba comida y sólo un galón de gasolina. En el desembarcadero, el motor chisporroteó y se murió.
+*
+Dos semanas después un avión, de nuevo un Fokker pero esta vez con flotadores, recogió a Schultes. En Bogotá trabajó frenéticamente dos meses, completando el mapa y cuadrando los datos recogidos en la exploración. Los resultados fueron tan extraordinarios como la hazaña misma. Con la excepción de los doce kilómetros del raudal de Jirijirimo, donde otras cosas lo preocupaban, había contado todos los cauchos visibles a lo largo de mil seiscientos kilómetros en el Apaporis y algunos de sus afluentes. Con Vinton había construido la infraestructura básica —campamentos, bodegas, trochas, pistas de aterrizaje, botes— necesaria para la explotación comercial. Había encontrado que las mayores concentraciones de heveas coincidían con los tramos navegables más largos del río. En siete meses había contado 16.713 árboles individuales, lo que quería decir que en un espacio de casi mil metros en las márgenes había millón y medio de cauchos. Basándose en su conocimiento de la ecología y flora de la cuenca, así como en informaciones que obtuvo de viejos balateros, concluyó con cierta confianza que en la cuenca del Apaporis había 16,7 millones de árboles. La extracción del látex de los cauchos próximos al río daría empleo a diez mil personas y rendiría 6.582.160 libras de caucho anualmente. El 6 de diciembre de 1943, el señor Mayer envió una carta a Washington declarando inequívocamente que «… no hay duda de que desde un punto de vista a largo plazo, la región del Apaporis ofrece con mayor probabilidad el mayor potencial para la explotación del caucho en Colombia».
+Una semana antes de Navidad, Schultes regresó a Boston para un bien merecido descanso y algunos momentos de tranquilidad con su familia y amigos de Nueva Inglaterra. Antes de partir de Bogotá, sin embargo, pasó por el Ministerio de Agricultura y tuvo una larga conversación con varios funcionarios, encareciéndoles que procuraran proteger los cerros de Chiribiquete, tierras que ninguno de ellos había visitado. La mayor parte, por cierto, no tenía ni idea de la existencia del lugar. Pasarían cincuenta años antes de que el ruego de Schultes fuera finalmente oído, mediante la creación en 1990 del Parque Nacional de Chiribiquete, un área enorme de tierras protegidas donde se encuentran los cerros que despertaron su imaginación al navegar por el río entre la selva. Uno de ellos, la bella mesa al sur de la cabecera, tendría su nombre: la Mesa Schultes.
+HACIA FINES DE 1943, EL SEÑOR Mayer se debatía entre la lealtad a sus hombres y sus crecientes dudas respecto del programa por el que estaban arriesgando sus vidas. Sobre la calidad de su trabajo no había discusión. Los datos de Vinton sobre el Vaupés y la exploración cauchera de Schultes en el Apaporis, además de sus mapas, habían sido insuperables. Mayer se enorgullecía justificadamente de sus informes a la oficina principal en Washington, y rara vez perdía la oportunidad de recordarles a sus superiores las vicisitudes de su gente. En la carta de presentación del informe de Schultes, documento que Washington consideró varios meses retrasado, Mayer dijo: «Como sin duda se darán cuenta… el trabajo realizado en la consecución del material fue sustancialmente diferente del de un inspector que camina miles de kilómetros por senderos rectos y limpios en una plantación oriental».
+Si la gente de Washington hubiera tenido la costumbre de leer de verdad los documentos, esta advertencia no habría sido necesaria. El siguiente informe de dos páginas que describe el itinerario de uno de sus agentes, enviado desde Bogotá en julio de 1943, es típico de lo que pasaba por su escritorio. El autor era Paul Allen, identificado como un técnico de campo asociado, y era por tanto otro explorador del caucho como Schultes. El primero de junio, Allen estaba en Villavicencio «esperando a un guía que había desaparecido». Dos días después, en la ribera del río Negro, había «contratado a alguien para reemplazar al que había perdido en Villavicencio». Diez días después había «despedido al hombre contratado en el río Negro, por ser en general un inútil». Durante las tres primeras semanas había estado «postrado por la disentería y por una malaria contraída en el río Guayuriba en el curso del cumplimiento del deber». Tal era la vida cotidiana de los jóvenes que Mayer había enviado en busca del caucho.
+Lo que preocupaba a Mayer era no disponer ni del tiempo ni de la mano de obra para aprovechar la información que habían suministrado los exploradores. Schultes, por ejemplo, había concluido que el remoto Apaporis podría producir tres mil toneladas de caucho, para lo cual se necesitarían diez mil trabajadores. (Se trata de toneladas largas, medida inglesa equivalente a dos mil doscientas cuarenta libras). Pero ¿dónde encontraría a esos trabajadores? Y aun si tuviera éxito en ello, ¿qué tan importante sería su contribución total? Las cifras, sencillamente, no resultaban. Se calculaba que en el Amazonas había unos trescientos millones de heveas, en teoría suficientes para producir ochocientas mil toneladas anuales, pero esos árboles estaban esparcidos en millones de kilómetros cuadrados de selva, con una probable densidad de un ejemplar por acre. Incluso en el momento culminante de la bonanza, cuando los precios se elevaron a tres dólares la libra y había decenas de miles de caucheros por todo el Amazonas, la producción total de América del Sur nunca pasó de las cincuenta mil toneladas. Sólo la industria norteamericana consumía catorce veces esa cantidad cada año.
+Después de vivir tres décadas trabajando en las Indias Orientales holandesas, Mayer sabía exactamente en qué consistía la verdadera producción de caucho: árboles a poco más de seis metros de distancia en hileras perfectas que cubrían miles de hectáreas; plantaciones en las que trabajaban verdaderos ejércitos por casi nada, y una producción medida no en docenas sino en miles de libras por acre. En comparación, no eran muy buenas las perspectivas del trabajo en Colombia.
+Mayer había viajado a Bogotá como representante de la Rubber Reserve Company. En enero de 1943, su puesto pasó a depender de la Rubber Development Corporation, una nueva subsidiaria establecida para supervisar la adquisición de caucho silvestre en el extranjero. Aunque Mayer nunca le habló a su gente de sus preocupaciones, se dio cuenta de que la nueva agencia era ante todo un símbolo de la desesperación propia de la época. Según los términos de los acuerdos firmados con quince naciones latinoamericanas —México, la mayor parte de los países centroamericanos, Brasil, Colombia, Ecuador, Venezuela, Perú y Bolivia—, los Estados Unidos se comprometieron a comprar a precios fijos toda su producción de caucho hasta 1946. Por su parte, los países se comprometían a restringir su propio consumo si los Estados Unidos les proporcionaban artículos manufacturados de caucho durante la vigencia de los acuerdos. La proyección más optimista previó una producción de treinta mil toneladas en 1942, de cuarenta mil en 1943, de sesenta mil en el ‘44 y de cien mil en el ‘45 y el ‘46. Incluso si estos objetivos se hubieran cumplido —lo que no sucedió ni por asomo—, la producción total de los quince países no hubiera ni siquiera igualado la mitad del consumo anual de los Estados Unidos. No cabía duda de que el caucho de América sería de ayuda, pero también de que no resolvería en ningún caso la emergencia bélica.
+La situación era de verdad terrible. Aunque en 1940 las importaciones llegaron a las 811.564 toneladas, la creciente producción militar absorbió dos terceras partes, y para fines de año dejó una reserva estratégica de sólo 288.864 toneladas, menos de lo que se requería para un semestre. En 1941 el caucho se convirtió en el primer producto bajo control directo del Gobierno. La Rubber Reserve Company, para entonces el único importador legal, adquirió casi medio millón de toneladas en los últimos meses de ese año, y para 1942 contrató futuros por un millón doscientas mil toneladas. Hacia fines del otoño de 1941, las reservas de caucho habían aumentado ligeramente, y las perspectivas parecían más prometedoras. Pero luego llegó el ataque a Pearl Harbor, y tres meses después cayeron Singapur y las Indias Orientales holandesas.
+Prácticamente de un día para otro se acabó el comercio mundial del caucho. Tomando en cuenta todas las fuentes imaginables —la reserva estratégica, las existencias de las principales empresas, los cargueros en tránsito, la producción de la recién creada industria plástica—, el país contaba, con un promedio normal de consumo, con reservas para más o menos un año. De esa reserva decreciente dependían el consumo doméstico y el de la mayor parte de los países de América. También debía satisfacer la demanda de los países aliados en la guerra, entre ellos Canadá, que necesitaba cincuenta mil toneladas, y Gran Bretaña, que tenía reservas de cien mil toneladas, cerca de la demanda de un año. Pero sobre todo, los Estados Unidos tenían la obligación de satisfacer las necesidades de la expansión industrial más importante de la historia: la causa aliada.
+Dos días después de Pearl Harbor, se prohibió la manufactura y venta de llantas nuevas y se declaró ilegal el empleo del caucho en cualquier producto que no fuera considerado esencial para la industria bélica. En cosa de tres semanas se paralizó la producción de autos y camiones para el consumo doméstico. El límite de velocidad se redujo a cincuenta kilómetros por hora, la inspección de llantas se hizo obligatoria y se introdujo el racionamiento de gasolina, no tanto para conservarla sino para reducir el desgaste de la limitada oferta de llantas del país. En 1942 se inició un gigantesco esfuerzo de reciclamiento. El 27 de junio el presidente Roosevelt se dirigió a la nación por radio, apremiando a todos los ciudadanos para que buscaran cualquier llanta vieja o trozo de caucho que estuviera a su alcance, por los que se pagaría un centavo por libra en cuatrocientas mil estaciones de gasolina designadas para el efecto. En un gesto simbólico, los empleados de la Casa Blanca reunieron cuatrocientas libras, entre las que estaban los huesos de caucho de Fala, el perro del presidente. En total, el país reunió 454.000 toneladas, que una vez procesadas representaron casi el sesenta y cinco por ciento del consumo durante 1942.
+Aun así, al reloj se le estaba acabando la cuerda. A pesar de todos los esfuerzos de la Rubber Reserve Company y luego de la Rubber Development Corporation, en 1943 la importación de caucho silvestre bajó de un millón de toneladas en 1941 a sólo 53.329. Los planificadores estratégicos de los Estados Unidos se enfrentaban a un dilema típico. Teniendo en cuenta los restos de la reserva doméstica, las magras importaciones de Ceilán, Liberia, México y América del Sur, y el caucho viejo obtenido en la campaña de recuperación, el país podría funcionar hasta finales de 1943, pero después el esfuerzo aliado se desplomaría de no encontrar una fuente alterna.
+Era un estado de cosas asombroso. Existían diferentes sustitutos químicos, pero ninguno había sido perfeccionado. En 1941 la producción total de toda la industria sintética fue de ocho mil toneladas, consistente la mayor parte en cauchos sintéticos especiales que no servían para hacer llantas. La supervivencia del país dependía entonces de su capacidad de producir ochocientas mil toneladas de un producto que sólo estaba en su etapa de desarrollo. Ni siquiera había planos para plantas que pudieran manufacturar tal cantidad. Tampoco se habían construido fábricas que pudieran elaborar el volumen requerido de precursores capaces de fabricar el caucho artificial. Nunca se le había pedido a la industria norteamericana enfrentarse a parecida misión, o lograr tanto en tan poco tiempo. Los ingenieros tenían dos años. Si fracasaba el programa del caucho sintético, se desplomaría la capacidad bélica de los Estados Unidos.
+Mayer sabía esto desde hacía algún tiempo, así como había sabido que ninguna cantidad de caucho que su programa pudiera producir significaría a la larga alguna diferencia. Entre abril de 1942 y junio de 1946 la producción total de toda América Latina sería de sólo 127. 662 toneladas, el ochenta por ciento procedentes de Brasil, México y Bolivia. Colombia, a la larga, sólo contribuyó con 2.403 toneladas. El costo promedio en todo el continente era de 63,9 centavos de dólar la libra, comparado con los veintiocho centavos la libra en Ceilán. Como la Rubber Reserve Company repartía el caucho entre los fabricantes a un precio fijo de 22,5 la libra, el caucho silvestre de América Latina significó una pérdida de más de cincuenta millones de dólares. Mayer no dejaba de reconocer, sin embargo, que el caucho silvestre seguía teniendo vital importancia. En cuanto a calidad era insuperable, y mezclado en una proporción de uno a diez con el caucho desechado aumentaba considerablemente la utilidad del caucho reciclado. Pero Mayer ni soñaba que el caucho de la Amazonía fuera a ser decisivo en el resultado de la guerra. Por tanto, en el verano y el otoño de 1943 fue cambiando su atención hacia una parte de la iniciativa del caucho que prometía, sin importar el destino de los esfuerzos sintéticos, independizar completamente a los Estados Unidos de las plantaciones del Lejano Oriente.
+El momento no podía ser más oportuno para Schultes. A principios de agosto de 1943, mientras estaba en el Apaporis, la oficina de Bogotá recibió copia de un memorándum confidencial que, de no intervenir Mayer, habría podido terminar con su carrera como botánico. Schultes, anotaba la comunicación, era un joven de veintiocho años, soltero, con experiencia muy especializada en la botánica y sin ningún entrenamiento comercial en la producción del caucho. Por tanto, la oficina de Washington no veía razón para pedir que se prolongara su posición como técnico del caucho. Tan pronto como terminara su trabajo en el Apaporis, Mayer debía «comunicárselo a esta oficina con el fin de que esta se lo haga saber al servicio de reclutamiento local para que sea llamado a prestar el servicio militar».
+Mayer, por supuesto, no tenía ni la menor intención de dejar que el Ejército le arrebatara a su mejor explorador y al único botánico económico con experiencia de su equipo. En una carta a Rands, a quien Mayer había conocido en el Lejano Oriente, informó al Gobierno que el destino de Schultes estaba en otra parte, tal como descubrió en una reunión a mediados del año en Bogotá. Los demás presentes eran Mayer y dos representantes del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, Carl Grassl y Hans Sorensen. Grassl era un neófito, un botánico de herbario con poca experiencia de campo y que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre al arte de recolectar para evadir la jubilación. Hans Sorensen era mayor, de baja estatura y fornido, con marcado acento danés y la cara curtida de los que se han pasado la vida en los bosques. Agrónomo de largos y distinguidos servicios en el Lejano Oriente, había llegado a Colombia en el diciembre anterior para supervisar el establecimiento de tres plantaciones experimentales, todas localizadas en el noroeste del país, en cercanías del Golfo de Urabá.
+Durante los meses anteriores Sorensen y Grassl habían viajado por Colombia, examinando existencias de cauchos silvestres y buscando un tipo apropiado para crear una industria. De particular interés eran las variedades raras del árbol hevea resistentes a la llamada plaga suramericana de las hojas, que había frustrado todos los intentos previos de hacer plantaciones. Al hablarle Mayer del trabajo de Schultes en el Apaporis, Sorensen demostró particular curiosidad por la variedad enana de hevea hallada en las cimas de Chiribiquete. Por solicitud suya, Schultes llevó a la reunión unos cuantos especímenes de herbario de la planta, que extendió sobre la larga mesa de madera que ocupaba toda una pared de la oficina de Mayer.
+—¿Dice que es nueva? —preguntó Grassl. Era un hombre alto, delgado y vestido de los pies a la cabeza de caqui bien planchado. Sus botas de cuero eran de la clase que Schultes había llegado a despreciar, buenas para nada salvo para los callos y los sabañones. Sorensen, al contrario, tenía puesto un vestido marrón muy arrugado y los zapatos gastados.
+—Me imagino que es una nueva variedad —respondió Schultes.
+—Las hojas parecen limpias. Todas las demás especies, presumo, tienen el bicho.
+—Así es.
+—Pero no estas.
+—No, como lo puede ver usted mismo. Es algo extraño, que crece en esos cerros…
+—¿Así que es posible que sean resistentes? —preguntó Grassl.
+—Allá existen las plagas. Pero no parecen hacer mayor daño.
+Sorensen, en una silla en el rincón, se paró y se acercó a la mesa. Tomó un espécimen del papel periódico, pasó un dedo por las hojas y luego examinó la superficie con cuidado.
+—Todo depende de su resistencia —dijo.
+Schultes miró a Mayer, que se dio vuelta y fue hasta la ventana. Afuera, la luz invernal daba sobre la cuesta de Monserrate. Mayer miró los eucaliptos en hileras, las chozas de los pobres y el humo de fogones extramuros.
+—¿Qué opina usted? —le preguntó a Schultes.
+—Bueno —respondió este—: yo soy botánico, no cultivador.
+—Siga —le dijo Mayer.
+—Se trata de una especie notablemente elástica. Piensen sólo en los aumentos de su rendimiento. Se cultiva desde hace sólo cincuenta años, y hemos visto que la producción se ha multiplicado por diez. Asi que un programa de germinación apropiado puede darles lo que ustedes buscan.
+—Alta producción y resistencia.
+—Sí.
+—¿Y esta nueva variedad?
+—No se puede sangrar, naturalmente, debido a su tamaño. Pero produce buen caucho. Podría serles útil.
+—Bien —dijo Mayer—. Cuando vuelva a ir, voy a enviar a Grassl con usted. Quiero que lo lleve a la cima de ese cerro y que consigan algo de material vivo, brotes, semillas, si es posible. ¿Entiende?
+Schultes le echó una mirada a Grassl, procurando no mirar las botas.
+—Sí, señor —le respondió, y empezó a ir hacia la puerta. Mayer le hizo señas para que se quedara donde estaba. Sorensen se inclinó sobre la mesa y con la mano empujó los especímenes hacia un lado. Luego desenrolló un mapa de América del Sur y lo mantuvo extendido, poniendo en los bordes libros que tomó del estante de Mayer.
+—¿Ha visto alguna vez un brote de la plaga?
+—No, no en una plantación.
+—Es algo increíble. Los árboles están perfectamente sanos. Dejan caer las hojas en la forma normal. De pronto se presenta un bello brote de renuevos, y se riega como fuego por todas las hileras de árboles hasta que no queda ni una hoja en las ramas.
+—¿Se pueden fumigar?
+—Se pueden usar fungicidas —respondió Grassl—, pero cuesta una fortuna. No se puede financiar a escala de una plantación.
+—Aquí estamos ante un problema más profundo —dijo Sorensen, llevando la mano sobre el mapa hasta detenerse en el bajo Tapajós, cerca de donde desemboca en el Amazonas—. Wichkam obtuvo sus semillas aquí. Sólo una docena de árboles de una variedad local de la Hevea brasiliensis. Como saben, esas pocas semillas fueron la base de toda la industria de plantaciones del Lejano Oriente. A propósito, doctor Schultes, ¿tiene usted idea de lo que sucedería si hubiera un brote del hongo en el Sudeste Asiático?
+—No, supongo que…
+—Significaría el fin de la industria. Son doce millones de acres, y cuento que quedarían destruidos muy rápido. Schultes miró a Mayer.
+—Nunca podrían controlar la plaga —dijo este.
+—No tenía ni idea —admitió Schultes.
+—Hasta ahora nos ha salvado el grosor de la pared de esporas del hongo. A los barcos más veloces les lleva varias semanas la travesía, y las esporas no pueden sobrevivir al viaje. Por eso la plaga nunca ha llegado allá.
+—Pero a la larga —dijo Grassl—, todas las plagas llegan a todas partes.
+—Así que no estamos hablando sólo de la guerra. Estamos hablando del destino de la industria. Lo fundamental es que no sabemos ni una maldita cosa sobre este género Hevea. Ni siquiera cuántas especies existen, y mucho menos sus tolerancias y variaciones locales. Sabemos que el mejor caucho es el de la Hevea brasiliensis. Se da en general en la región sur del Amazonas y se extiende cruzando el río sólo en tres áreas: en el delta abajo de Belém; en Manaos, en el centro de la cuenca, y aquí en Leticia, donde se riega hacia el norte en Colombia. También está la Hevea benthamiana. Produce un caucho bueno, pero de segunda. Sólo se encuentra al norte del Amazonas, a lo largo de las riberas del Río Negro y llega hasta el Orinoco en Venezuela. La única especie aprovechable que se da en todo el hábitat del género, desde el occidente del Brasil hasta las vertientes de los Andes, es la Hevea guianensis y su variedad lutea. Este, dicho sea de paso, es el caucho del Putumayo.
+—Y el que usted ha estado viendo en el Apaporis —dijo Grassl.
+Schultes asintió con la cabeza y volvió a mirar a Sorensen.
+—Sin embargo, hay completa confusión respecto a la relación entre estas especies y la identidad de las demás. Ya sabemos que algunas poseen resistencia, pero hasta que no comprendamos todo el género, ni siquiera sabremos qué estamos buscando.
+—Y ese es su papel —le dijo Mayer a Schultes—. Necesitamos un joven botánico que abarque todo el género, que vaya dondequiera crece, que estudie su resistencia y que entienda a la larga todo lo relacionado con la planta.
+—Tendrá mucha ayuda, pero usted tiene que diseñar su propio programa —añadió Sorensen.
+—Es un gran trabajo —dijo Schultes.
+—Sí, lo es.
+—Dick —dijo Mayer—. No sé cuánto caucho lleguemos a producir en este país. ¿Cinco mil toneladas? Tal vez más. Y tampoco sé cuánto va a durar la guerra. Lo que sí sé es que podríamos cultivarlo aquí, y se puede dar cuenta de lo que esto —darle este producto al país— significaría.
+—Entiendo.
+—Plantaciones —prosiguió Mayer—. No hay razón alguna por la que no podamos tener plantaciones aquí en 1947 o 1948 a más tardar. Puede ser demasiado tarde para la guerra —sólo Dios lo sabe, y esperemos que sea demasiado tarde—, pero puede y va a suceder, y cuando suceda cambiará la historia de América Latina. ¿Qué piensa usted?
+—Voy a hacer, naturalmente, lo que pueda —dijo Schultes.
+—Muy bien.
+*
+Al tomar esta decisión, el papel de Schultes cambió dramáticamente. Hasta ese momento todas sus exploraciones se habían encaminado a obtener caucho silvestre para el sostenimiento de la guerra. Esta labor continuó, pero, empezando por su exitoso viaje al Apaporis con Grassl en las dos últimas semanas de julio de 1943, entró a formar parte de un equipo comprometido con el establecimiento de plantaciones de caucho en el continente. Era una obsesión, descubriría después, que compartían todos los que habían trabajado en el Lejano Oriente.
+Aunque no lo pareciera, estaban conscientes de los riesgos y peligros de esos años. Todas las compañías principales de caucho habían intentado romper el monopolio asiático. En 1926 Firestone había establecido en Liberia una plantación de treinta mil acres. Goodyear hizo intentos en América Central, y adquirió tierras en las riberas del lago Gatún en Panamá y más al norte, en Costa Rica. Durante los últimos años de su vida, Thomas Edison gastó una fortuna buscando fuentes de caucho en América del Norte. En sus laboratorios se probaron y analizaron más de diecisiete mil plantas productoras de látex. Encontró caucho en el algodoncillo, la lechuga silvestre, la Maclura pomifera, el cáñamo de la India y el nardo común. De ellas, la más prometedora resultó ser esta última, y para vísperas de la guerra había sembrado miles de acres de la planta en el sudeste de los Estados Unidos. En el sudoeste, la Intercontinental Rubber Company sembró guayule, la Parthenium argentatum, planta que rinde el veinte por ciento de todo su peso en látex blanco y puro.
+Los más poderosos industriales del caucho —Henry Ford, Harvey Firestone, Paul Litchfield, de Goodyear— se concentraron en las especies Hevea. Ford, quien para 1926 fabricaba la mitad de los autos del mundo, se mostró particularmente enfurecido por la iniciativa británica conocida como el Plan Stevenson, que en 1922 redujo la producción en sus colonias y cuadruplicó el precio del caucho. Ante la presión de Ford, Herbert Hoover, entonces Secretario de Comercio, autorizó al Gobierno para buscar fuentes alternas. En 1923 y de nuevo el año siguiente, científicos del Departamento de Agricultura viajaron al Amazonas, identificaron áreas ricas en cauchos y obtuvieron semillas para establecer plantaciones en Panamá y las Filipinas, ambas colonias norteamericanas. Basado en parte en los resultados de esas observaciones, Henry Ford decidió probar suerte en Brasil.
+En 1927, el Gobierno brasileño le concedió un área casi cuatro veces mayor que el estado de Rhode Island, que cubría cerca de ciento veinte kilómetros de la ribera oriental del río Tapajós. El sitio fue deliberadamente escogido por ser muy próximo al lugar donde Wickham había obtenido las semillas en 1876. En pocos meses surgió una aldea, con alcantarillado y acueducto, más de cincuenta kilómetros de caminos y trenes, un puerto de aguas profundas, tres escuelas, un hospital bien equipado, varias iglesias, doscientas casas y barracas para cerca de mil hombres solteros. Más allá de una limpia y ordenada hilera de cabañas de ladrillo estucadas, al lado de una calle adornada de mangos, había canchas de tenis y una de golf de dieciocho hoyos. El club y las piscinas —una para los norteamericanos y otra para los brasileños— estaban en lo alto de una colina con vista a una tercera calle. Los planes de embellecimiento contemplaban prados en torno a todas las casas y luces ornamentales para realzar las palmas y eucaliptos de los parques. La ciudad se llamó Fordlandia.
+Era una enorme inversión, sumamente arriesgada. Al principio se sembraron sobre todo árboles locales con semillas recogidas a lo largo del Tapajós y propagadas en los semilleros de la compañía. Un pequeño porcentaje del cultivo se hizo con semillas de otras áreas del Brasil, del río Negro, del Acre y del bajo Amazonas. En 1933, representantes de la compañía recorrieron Sumatra y Malaya y obtuvieron más de dos mil muestras vivas de cincuenta y tres de los mejores clones del Lejano Oriente. Empacadas cuidadosamente en aserrín esterilizado y tras un viaje por medio mundo, llegaron a la boca del Amazonas a principios de febrero de 1933, sólo meses antes de que los ingleses, holandeses y franceses prohibieran la exportación de materiales vivos. Dos semanas después se sembraron en Fordlandia. Más de la mitad sobrevivió y los resultados iniciales eran prometedores. Para 1934 se habían despejado cerca de ocho mil cuatrocientos acres, en los que se habían sembrado cerca de millón y medio de árboles.
+Entonces se produjo la catástrofe. Cuando ya las ramas superiores de los árboles jóvenes empezaron a acercarse, cerrando el follaje sobre los campos, la plaga suramericana, nunca ausente en la selva, atacó con virulencia las plantaciones. En menos de un año arrasó la mayor parte de Fordlandia. Los árboles derivados de las semillas del Tapajós quedaron competamente defoliados, pero los primeros en morir fueron los hijos de las cepas del Lejano Oriente. Cada uno de esos clones procedía de alguna de las semillas originales de Wickham, de sólo veintiséis árboles, un fondo genético asombrosamente reducido. Al seleccionar en vista del mayor rendimiento, los cultivadores del Asia, sin darse cuenta, habían producido cepas altamente susceptibles a la plaga.
+Sin desanimarse, Ford ordenó a sus ejecutivos encontrar un sitio diferente y empezar de nuevo. En 1934 el Gobierno brasileño acordó cambiar el área de Fordlandia por una nueva concesión, situada cerca de la boca del Tapajós, a sólo cincuenta kilómetros al sur de la ciudad de Santarém. De nuevo se despejaron miles de acres, se sembraron cinco millones de semillas y se creó la infraestructura de una ciudad pequeña. Esta vez la escala era incluso mayor. Además del hospital, las iglesias, las escuelas, los cines, los aserraderos, los talleres, las barracas, las calles, la planta de energía y el acueducto, había ochocientas casas, salas de fiesta, cancha de golf y cinco campos de fútbol.
+Al principio, los administradores de Belterra conservaron el optimismo. Sabían, por supuesto, que el hongo no sólo había destruido Fordlandia sino anteriores intentos de establecer plantaciones en Trinidad y las Guayanas. En las plantaciones de Goodyear en Panamá, menos del uno por ciento de los árboles había mostrado alguna resistencia. A pesar de esos precedentes, los agrónomos predijeron confiados que el caucho cultivado en la planicie bien desaguada de Belterra estaría a salvo de la plaga. Tal vez los encegueció el tamaño mismo de la empresa. Para 1941 ya Belterra tenía siete mil habitantes y se habían sembrado tres millones seiscientos mil árboles.
+Les fue bien en todo al principio, y durante los primeros cinco años la plaga no afectó la plantación. No obstante, el milagro se debió a que los árboles no habían llegado al momento en que pierden las hojas. Cuando esto empezó a suceder, y las lluvias hicieron brotar más que todo hojas nuevas muy susceptibles, se desató la plaga en forma terrible. Tanto en Belterra como antes en Fordlandia, los agrónomos habían notado que ciertos árboles, sobre todo los de partes lejanas de la Amazonía, y ante todo los cultivos de la Hevea guianensis y de la Hevea spruceana, mostraban gran resistencia ante la plaga. Esta variabilidad en la resistencia había sido percibida por primera vez en las poblaciones silvestres por el jefe de Mayer, Robert Rands, uno de los líderes de la exploración del caucho de 1942 y el científico que después supervisó el proyecto hevea del Departamento de Agricultura. Tanto en Belterra como en Fordlandia, el contraste entre las especies afectadas y las resistentes era dramático.
+Sin nada que perder, en 1936 uno de los biólogos especializados en el caucho de Fordlandia, James Weir, decidió ensayar el injerto con follaje sano de árboles resistentes en los troncos de los clones productivos pero susceptibles. Se trataba de un procedimiento dispendioso, aunque técnicamente no muy difícil. Los árboles se talaban a una altura de dos metros con diez centímetros y los nuevos brotes se fumigaban cuidadosamente hasta poder recibir un injerto. Siempre y cuando los nuevos brotes se podaran y cuidaran, el resultado era una nueva copa de hojas sanas y verdes. Fue tan exitoso el efecto de la operación que a principios de 1941 los administradores de Belterra emprendieron la enorme tarea de repetirla en dos millones de árboles, trabajo en el que se ocuparían seiscientos trabajadores durante cuatro años. Era una labor costosa, pero sólo una parte de los veinte millones de dólares que Ford había invertido. Por otro lado, se trataba de una técnica que se podía usar pronto para contrarrestar el mayor impedimento que tenían las plantaciones en el continente americano.
+Este avance hortícola les dio confianza a los investigadores del caucho del Departamento de Agricultura. Seguros de que ya era posible una industria cauchera autosostenible, apelaron al Congreso y buscaron la aprobación de un amplio plan cooperativo que involucraba a quince países latinoamericanos. Durante tres años de crisis, no sucedió nada. Finalmente, el 22 de junio de 1940, Henry Wallace, entonces director del Departamento de Agricultura y después vicepresidente, logró que se autorizara un proyecto de gastos anuales de quinientos mil dólares. Asignados ya estos fondos, se establecieron agencias de investigación y propagación en todo el continente. Hubo importantes proyectos en Haití, nación isleña libre de la plaga, y en remotos lugares de México, Guatemala, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. En la boca del Amazonas, en Belém, el Instituto Agronómico do Norte se convirtió en centro de estudios ecológicos y botánicos del género, así como de análisis de las variedades resistentes del Brasil y otras regiones. La base más importante era la Estación de Campo del Caucho del Departamento de Agricultura en Turrialba, Costa Rica. Allí, en un bello valle de condiciones ideales para la plaga —noches frías, prolongada neblina matinal y rocío persistente—, los clones nuevos tendrían su más severa prueba. A ochenta kilómetros de distancia y trescientos treinta metros más abajo, en un amplio llano costero, los norteamericanos establecieron Los Diamantes, una granja experimental donde se podían cultivar y conservar vivientes los híbridos y especímenes raros desarrollados en Turrialba.
+La primera carga de germen plasma fue enviada desde las Filipinas: noventa y seis mil semillas empacadas en el compartimiento de bombas de bombarderos B-18, entregadas en Turrialba en noviembre de 1940. Tres meses después llegaron doscientas mil semillas de África Occidental. En septiembre de 1941 la filial de Firestone en Liberia envió dos millones de semillas adicionales. Seis millones más llegaron en octubre, la mitad al Brasil y la otra a Costa Rica. En los últimos meses de paz, Goodyear despachó desde su plantación de Mindanao material viviente de ciento veinte de los clones orientales más importantes. El último envío, de cinco mil quinientas plantas, llegó a los Estados Unidos sólo once días antes de que los japoneses invadieran las Filipinas.
+Hacia fines de 1941 se habían sembrado un millón de semillas en el continente. En dos años los trabajadores del caucho, en el proceso de sentar las bases de una industria cauchera de plantaciones, habían plantado veinticinco millones de árboles. Para 1947, predijeron los agrónomos, las Américas no sólo se librarían de su dependencia del Lejano Oriente, sino que tendrían mucho mejores cultivos. Las plantaciones asiáticas, tan productivas como eran, se habían formado exclusivamente con las recolecciones de Wickham en el Tapajós, que según todo el mundo pertenecían a un ecotipo claramente inferior. Las plantaciones americanas no sólo serían inmunes a la plaga, sino que su fuente genética procedería de los especímenes más sanos y productivos de todo el Amazonas. Encontrar esos árboles y comprender su biología fue la misión que a principios de la primavera de 1944 llevó a Schultes de vuelta a América del Sur, después de unas breves vacaciones de descanso en Nueva Inglaterra.
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+Hans Sorensen fue el primero en señalar públicamente los extraños cauchos de Leticia. Poco después de llegar a Colombia, en diciembre de 1942, el agrónomo danés había ido en avión a ese pequeño pueblo selvático, aislado en el extremo sudoeste del país. Puesto militar fronterizo de tal vez seiscientos habitantes, Leticia aseguraba la soberanía colombiana sobre el trapecio amazónico, una estrecha faja de tierra que parte del sur del río Putumayo y que es el único acceso de la nación al río Amazonas propiamente. Aguas arriba de la frontera con el Brasil, a lo largo de los ciento veinticinco kilómetros de ribera controlados por Colombia, se encuentra una de las pocas regiones del continente donde se da la Hevea brasiliensis al norte del gran río. Fue en esos bosques de los terrenos aluviales, en las islas de los pantanos y a lo largo de las riberas del Loretoyacu, el Amacayacu y otros afluentes del Amazonas, donde Sorensen hizo su descubrimiento.
+En la primera semana de marzo de 1943, en plena frutificación de los árboles, Sorensen notó que los brotes de la hevea en el suelo de la selva eran notablemente sanos. El hongo estaba presente, y todas las condiciones de Leticia —ocho meses de tiempo cálido y húmedo— le eran propicias. Sin embargo, observó que rara vez atacaba las semillas. En muchas partes de la selva parecían completamente libres de él. Además, eran más grandes que lo normal en la especie. Esta no demostró ser resistente, pero no dejaba de ser posible que los cauchos de esa pequeña área de Colombia representaran un ecotipo poco usual y diferente, digno de ser más estudiado.
+Aunque estorbado por las lluvias de la época, que inundaban la selva y hacían imposible viajar a pie, Sorensen logró recoger en dos semanas cien mil semillas de la hevea. Partió de Leticia con su preciada carga a finales de marzo. Diecisiete días después, tras pasar por Bogotá y Medellín, llegó a Villarteaga, uno de los centros caucheros que el Gobierno colombiano había establecido en Antioquia, justo al sur del Golfo de Urabá, en una región donde se pensaba que no existía el hongo.
+La mayor parte de las semillas se sembró en Villarteaga. Una pequeña muestra tomada de árboles individuales de particular interés se sembró en Apartadó, a unos cincuenta kilómetros al norte. El promedio de germinación fue excepcional —en Villarteaga un asombroso ochenta por ciento—, y para abril ya estaban listas para los semilleros abiertos. Trasplantadas a nueva tierra despejada y quemada, se dieron bien. Un mes después, del todo inesperadamente, un severo ataque de la plaga arrasó la plantación. En el curso de los dos años siguientes todos los brotes de fuentes asiáticas sufrieron enormemente, así como los procedentes de Belém. Las jóvenes plantas de Leticia, sin embargo, no fueron afectadas. En una carta fechada el 20 de marzo de 1944 en la selva de Urabá, Sorensen comunicó su notable hallazgo al doctor T. J. Grant, director del centro de investigaciones del Departamento de Agricultura de Turrialba, en Costa Rica. Las plantas de semilla, decía Sorensen, «han sufrido un bombardeo de esporas durante casi diez meses y sólo una docena o algo así han sido atacadas, pero en forma tan leve que casi no se nota. Ninguna de las hojas atacadas de estas diez o doce plantas han producido esporas. Por tanto, como comprenderá, su resistencia es muy poco común». Hecho aún más importante, informaba Sorensen, era que las plantas resistentes de Leticia también tenían el potencial de dar altos rendimientos de látex. De gran interés eran los caracteres hereditarios de un árbol completamente libre de la plaga que Sorensen había encontrado a poco más de treinta kilómetros de Leticia. En una prueba normal diseñada para prever la producción, más de la mitad de sus plantas de semilla había alcanzado la categoría más alta. «Ese árbol madre de verdad tiene algo», le dijo a Grant. «Sólo espero que todavía esté allí».
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+De todos los lugares de la Amazonía donde vivió Schultes, Leticia era el que recordaba con más afecto. Era un extraño y pequeño pueblo, aislado del mundo, con muy poca historia y sin pretensiones. Originalmente fundado por los peruanos, había pasado a manos colombianas en 1922. Desde lo alto de la escalera de la iglesia en la plaza de Santander se podía ver el sol poniéndose al otro lado del Amazonas, en tierras que pertenecían al Perú. La frontera con el Brasil quedaba al sur, a quince minutos a pie, pasando por el hospital militar colombiano, a través de unos potreros y a lo largo de la pendiente ribera del fangoso río. No había automóviles, y las calles sin pavimentar pasaban entre casas sencillas pintadas con cal, de tablas y techo de paja. Mangos y aguacates, plantados entre las casas y en los pasajes estrechos, daban sombra y hacían soportable el calor, hasta que empezaba a soplar desde el río la brisa suave y fría de la tarde. Si estaba funcionando la planta de energía, como a veces sucedía, había luz todas las noches entre las seis y las diez, justo la suficiente para encender los bombillos del asta de la bandera frente a la modesta oficina de madera del comisario. No había teléfonos, y sólo unos pocos radios. La noche, en general, todavía pertenecía a la selva.
+El río era el centro de la comunidad, su recurso vital y la razón de su vida. A los tres mil doscientos kilómetros de su desembocadura ya tiene un ancho de mil seiscientos metros. Profundo y arrollador, llevado al mar por las lluvias que caen en los lejanos Andes, crece y baja con las estaciones. En junio, las canoas repletas de pescado, yuca, frutas silvestres y plátanos formaban un mercado flotante que en cualquier momento podía pasar de la orilla a tierra firme. Un mes después, los niños que enviaban a recoger agua o las mujeres que se reunían para lavar la ropa tenían que deslizarse más de treinta metros por la resbalosa ribera para llegar al borde del río. A veces las aguas arrastraban bloques enteros de tierra formando islas que flotaban río abajo. En la época de más lluvias, los animales de la selva vivían en las copas de los árboles, las mulas pastaban metidas en el agua hasta las ancas, y los peces mordisqueaban las ubres de las vacas.
+Aviones Catalina hacían vuelos semanales, dependiendo del tiempo. El tráfico en el río era intermitente. Los barcos de la Booth Line que navegaban entre Manaos e Iquitos, a veces se detenían, pero no había manera de saber cuándo, y a veces sólo se sabía de su llegada al oír la sirena desde la ribera opuesta, en el poblado peruano de Ramón Castilla. Los únicos barcos colombianos, viejos vapores de rueda movidos con leña, como el Ciudad de Neiva, eran incluso menos cumplidos. Después de bajar por el Putumayo y subir por el Amazonas, llegaban a Leticia cada mes, con posibles demoras —o adelantos— de hasta noventa días.
+A los habitantes de Leticia no les quedaba otra alternativa que adaptarse al ritmo perezoso del río. Los mensajes llegaban en canoa o de boca en boca. A los indios, que formaban la mayor parte de la población —huitotos y boras que habían huido de las atrocidades del Putumayo, mirañas que fueron a dar allí cuando se acabó el auge de la balata, y ticunas que habían vivido desde siempre en la región—, poco les importaban las provisiones, si llegaban. Las vasijas esmaltadas de seis dólares que colgaban de las paredes de las tiendas de la plaza parecían ser parte de la decoración. Los pocos que podían pagar esos precios, funcionarios del Gobierno por lo general, no tenían mucho de dónde escoger. Había madera y puntillas, pero no pintura. Del Brasil llegaban por el río mantequilla y leche en lata, jabón y aspirina. El azúcar y la sal llegaban con mugre, la harina llena de gorgojo, y los bultos de maíz agusanados. No había casi ropa. Las telas se vendían por libras, la gente se hacía los pantalones, y un zapatero peruano hacía y arreglaba las botas y los zapatos. Mujeres indígenas lavaban la ropa por tres dólares al mes, siempre y cuando el cliente les diera el jabón, el almidón y el carbón de palo para la plancha. Comerciantes como Arturo Villarreal, dueño de una ferretería, y como Federico Oldenburg, un alemán que hacía gaseosas mezclando azúcar, agua y anilina, se movían libremente en los tres países, leales sólo al río.
+Los indios vivían como sus padres, pescando y labrando la tierra, o trabajando como remeros, cargadores, siringueros o sirvientes. Los colonos procuraban no trabajar y en su aislamiento se distraían chismoseando y en ceremoniales patrióticos. Todas las mañanas, una guardia de honor izaba la bandera colombiana en la plaza, y durante un minuto reinaba un completo silencio. Los soldados y los marinos se ponían firmes, los niños se callaban, los pescadores procuraban que no hicieran ruido las canoas. Los funcionarios apartaban el café, se levantaban con dificultad de los asientos, se ponían la mano derecha en el corazón y susurraban «Dios y patria». Hasta los sacerdotes participaban, interrumpiendo la misa en las raras ocasiones en que ambos eventos coincidían.
+Este exagerado despliegue de patriotismo, iniciado una década antes, después del frustrado intento del Perú de recuperar el pueblo a la fuerza, ya no era necesario en 1944. Para entonces los habitantes, colombianos, brasileños y peruanos en casi igual proporción, se habían acostumbrado a vivir con sus diferencias y habían encontrado inesperados beneficios en sus lealtades divididas. En lugar de pelearse entre sí, el municipio decidió celebrar las fiestas nacionales de los tres países. Sumadas estas y las numerosas fiestas religiosas, se garantizó un mínimo de trabajo.
+Cuando Schultes llegó a Leticia, ya tenía una cierta reputación local. Las autoridades brasileñas de Manaos lo habían invitado a unirse a una visita oficial a la famosa Ópera, orgullo de la ciudad. Schultes se negó a ir, aduciendo ante los funcionarios que el edificio había sido construido con la sangre de los indios. Cuando llegó noticia del desaire a Leticia, los colombianos quedaron encantados. Nunca habían sentido aprecio por el Brasil y desde hacía unos meses se mostraban particularmente irritados por las payasadas del cónsul, un ridículo hombrecito que a la menor provocación o rumor de conflictos políticos corría por todo el pueblo ofreciéndole protección a todo el que lo escuchara.
+Schultes hizo lo que pudo para evitar al cónsul, al menos en las primeras semanas. Prefirió la compañía del coronel Pedro Monroy, el comandante del puesto militar, y del padre Luis de Garzón, un capuchino que se ofreció a alojarlo en la misión. Su trabajo, naturalmente, lo llevó a la selva, y antes de que se diera cuenta estaba viviendo río arriba, en la boca del río Loretoyacu, en la finca de Rafael Uandurraga, quien se convertiría en uno de sus mejores amigos. Colombiano de origen vasco, se había ido de joven del Huila al Amazonas para probar fortuna. Vivió primero en La Pedrera, el centro del comercio de la balata, y luego se había instalado al sur de Leticia, donde se dedicó a explotar el caucho en los afluentes que riegan el trapecio.
+Uandurraga era comerciante, pero cuidaba del bienestar de los indios y de la protección de la selva. Hombre honesto y decente, compraba el caucho con un margen de ganancia fijo del diez por ciento, no hacía trueques con licor y mantenía a los hijos y esposas de todos los caucheros que trabajaban para él. A cambio, los huitotos y los boras, los mirañas y los ticunas, hacían lo que habían prometido jamás volver a hacer: sangrar los árboles razón de la desgracia, miseria y tortura de sus padres. Cuando Uandurraga tuvo un accidente al caer del bote de cara en la hélice, unos trabajadores indígenas le salvaron la vida, cargando por tierra hasta Leticia su cuerpo lacerado. Y se quedaron esperando toda la noche en silencio, mientras el médico del Ejército le cosía la nariz, que colgaba de la cara, una enorme cortada en la quijada y un pedazo de lengua.
+Su finca en la boca del Loretoyacu era una base ideal para Schultes. Situada al borde de la selva —precisamente donde Hans Sorensen había hecho sus observaciones— y surcada por trochas caucheras que se entrecruzaban en todas las direcciones, le permitía trabajar de cerca con los siringueros que sangraban día a día aquellos árboles tan prometedores. La tarea principal de Schultes era identificar y seleccionar los cauchos individuales con el mayor potencial tanto de resistencia como de producción de látex. Tenía que enviar semillas y pies de sus recolecciones a semilleros y plantaciones en Costa Rica y en Colombia, donde se sometería a una prueba definitiva la hipótesis de Sorensen en una serie de experimentos prácticos y de laboratorio. Para un botánico, la misión implicaba la oportunidad única de vivir íntimamente con un complejo grupo de plantas que, a pesar de su importancia económica, todavía no era bien comprendido. Sorensen, de hecho, le había dicho en Bogotá que algunos aspectos fundamentales de su biología y clasificación les eran todavía esquivos a los botánicos. Aunque la hevea era la base de algunas de las industrias más importantes del mundo, con ventas de caucho crudo por valor de más de mil millones de dólares en 1940, ninguno sabía exactamente cuántas especies incluía el género.
+Para estas dudas, o ignorancia, había dos razones principales. Al definir una especie, el taxónomo trata de identificar un conjunto único de rasgos morfológicos, genéticos y químicos característicos de una entidad separada y que se reproduce sin desviaciones. Dentro de cada especie habrá variaciones, y uno de los elementos clave del arte y práctica de la taxonomía es la capacidad de distinguir tales diferencias de las características suficientemente nítidas que permiten la descripción de una nueva especie. Para familiarizarse con una forma de vida y comprender su particular espectro de características, el taxónomo prefiere examinar el mayor número posible de especímenes. Puesto que las variaciones a menudo están relacionadas con la adaptación ecológica de la planta, el procedimiento implica el estudio de colecciones representativas de todo el hábitat geográfico de la especie. Se presentan problemas cuando la documentación botánica es escasa. A veces no se sabe si los rasgos divergentes de dos colecciones similares representan especies separadas, o solamente extremos de un mismo medio biológico. Como muchos grupos de plantas tropicales, el género Hevea se da en una vasta área, sólo una pequeña parte de la cual había sido explorada por los botánicos.
+Al meditar primero en torno a este problema, Schultes recurrió a Adolpho Ducke, a quien había conocido en Manaos. Uno de los grandes recolectores de plantas del Amazonas, Ducke era un personaje extraño, con un misterioso pasado de inmigrante europeo que a lo largo de su extensa e ilustre carrera no había revelado ningún detalle sobre su niñez o su educación. Nacido en Trieste en 1876, había ido al Amazonas como entomólogo y sólo más tarde, después de muchos meses de trabajo de campo, se había interesado en la botánica. Según Schultes, era hombre «muy irascible y mordaz, que parecía ser víctima constante de una especie de delirio de persecución. Sus publicaciones científicas estaban siempre condimentadas con críticas acerbas dirigidas principalmente contra los botánicos que laboran… sin el beneficioso trabajo de campo».
+Aunque áspero, era, sin embargo, un espléndido botánico. Durante más de cincuenta años había recolectado plantas por toda la Amazonía. Conocía los árboles individuales como si fueran —de haberlos tenido— sus amigos. Iba y volvía a los sitios, así como la gente normal viaja tales distancias para ver a la familia. Los botánicos piensan que la Amazonía alberga cerca de veinticinco mil especies de árboles. En el curso de sus solitarias exploraciones, Ducke encontró y descubrió la asombrosa cantidad de 762 nuevas especies arbóreas, así como de cuarenta y cinco nuevos géneros de plantas florescentes. Para ver estos datos en proporción, pensemos en que un botánico de aquellos que trabajan en los bosques de la zona templada de América del Norte puede muy bien entrar en éxtasis al encontrar una nueva especie. Un nuevo género sería un milagro.
+Pero el Hevea también a Ducke lo tenía perplejo, aunque hubiera publicado casi la mitad de los noventa y seis nombres de sus diversas especies identificadas en el curso de la larga historia de los estudios taxonómicos del género. Aunque el maestro de la botánica amazónica y el científico que más había pasado tiempo en la selva, aún tenía dudas sobre aquel conjunto de plantas tremendamente complicado. A Schultes le aconsejó vivir con los árboles, sin distraerse en nada más y sin pasar por alto la menor evidencia de variaciones. Schultes aceptó el consejo, y añadió un elemento que naturalmente se le había escapado al misantrópico Ducke. Decidió escuchar los consejos de los indios, cuyas vidas y destinos habían sido tan profundamente afectados por la planta que llaman «el árbol que llora».
+Durante el otoño de 1944, Schultes vivió en la finca de Uandurraga y siguió los circuitos de beneficio. Cada siringuero se levantaba antes del amanecer, se internaba en la selva y hacía incisiones en la corteza de por lo menos cien cauchos dispersos, y luego volvía para desayunar. Durante las siguientes una o dos horas, mientras el sol calentaba el bosque, el látex goteaba en las tigelinas, las pequeñas tazas de lata clavadas en la base de los cortes. Schultes empezaba su propia ronda a eso de las ocho, y examinaba el contenido de cada tigelina antes de que los indios volvieran a las nueve a recoger el látex. Marcaba cualquier árbol que mostrara un rendimiento inusual. Luego, por la tarde, volvía con un asistente para recolectar especímenes válidos y examinar las ramas para detectar huellas del hongo: lesiones negras en la superficie de las hojas. Su objetivo era encontrar los árboles más prometedores y seguir su estado y producción durante tres ciclos estacionales completos, de octubre a diciembre, y desde 1944 hasta 1946. En toda la cuenca del Loretoyacu había quizás unos ciento veinte mil árboles hevea. Schultes identificó y siguió el desempeño de los seis mil mejores. Entre ellos selecccionó ciento veinte clones que despachó a Costa Rica, donde en el centro de Turrialba se injertaban en rizomas sanos.
+Durante sus largos días en la selva, aprendió a ver los árboles con los ojos de los siringueros. Para ellos, por supuesto, el término Hevea brasiliensis no quería decir nada. Distinguían los cauchos por el hábitat y por el color de la corteza, dividiendo en tres tipos la que Schultes consideraba una especie única: la seringueira branca, o caucho blanco, de corteza pardusca, lisa y delgada y látex blanco lechoso, que se da en áreas inundadas durante el periodo de más lluvia; la seringueira preta, el caucho negro, se encuentra en áreas más bajas, húmedas e inundadas durante la mayor parte del año, y su corteza es gruesa, blanda y purpúrea; y finalmente la seringueira vermelha, el caucho rojo, que es el menos abundante y crece disperso en medio del blanco y del negro, de corteza lisa terracota y un látex cremoso, casi amarillento. En general, el caucho negro se da en el alto Amazonas, y las otras dos clases se encuentran por lo común aguas abajo. Todo el material recolectado en Tapajós, y por tanto el caucho del Sudeste Asiático, era blanco o rojo. Los siringueros estaban de acuerdo en que el caucho negro produce el látex de mejor calidad. Sólo un tonto, le dijo uno cierta vez a Schultes, trataría de hacer una plantación con árboles del Tapajós.
+Schultes hizo otras observaciones. Ya sabía que el periodo de florescencia de todas las especies del caucho duraba sólo unas pocas semanas. Era uno de los aspectos biológicos que hacía difícil el trabajo. Pero en Leticia se dio cuenta de que la florescencia de los árboles individuales era aún más efímera, pues duraba a veces sólo uno o dos días, adaptación que sin duda dificultaba la hibridación. Al estudiar las flores, descubrió que su polinización la lleva a cabo un diminuto jején. En la mayor parte de los árboles Hevea brasiliensis, las hojas son decididamente discoloras, de muy diferentes tonos en ambas caras. Las hojuelas de los árboles del área de Leticia eran igualmente verdes en las dos caras, la inferior lustrosa. Tan marcados eran estos rasgos que tanto Schultes como Ducke jugaron con la idea de describir el árbol como una nueva variedad.
+Durante el tiempo que vivió Schultes en el Loretoyacu, su principal guía y compañero era un joven de diecisiete años llamado Francisco, Pacho López. Hijo de madre miraña y de un balatero blanco, se había ido a Leticia para trabajar con Uandurraga, que había conocido a su familia en La Pedrera. Se llevaba a la perfección con Schultes. Joven brillante y apasionado por las plantas, podía treparse a cualquier árbol, andar en la selva sin perderse y encontrar comida en medio de un pantano. Trabajaba duro, era fuerte y honesto, actuaba por intuición y nunca se quejaba. A Schultes le salvó la vida más de una vez. La primera fue poco después de conocerse, cuando siguió el consejo de Pacho de no subirse a un avión en Araracuara, una colonia penal colombiana aislada en el Caquetá. Llevaban algunas semanas trabajando en la base del extremo sur de la Sierra de Chiribiquete, en mesas donde nadie había herborizado desde que Von Martius explorara la región en 1823. Pacho estaba inquieto todo el tiempo. Colombia no contempla en su legislación la pena de muerte. Araracuara, aunque nombrada por la guacamaya escarlata, albergaba a centenares de los peores criminales y asesinos del país. Rodeada de raudales y de una selva sin fin, el escape era imposible, razón por la cual los prisioneros eran libres para vagar donde quisieran. Schultes y Pacho, armados de pistolas y escopetas y guiados por dos indios, herborizaron evitando en lo posible los arroyos y claros donde se reunían los prisioneros.
+En el último día de la expedición, mientras Schultes organizaba los especímenes y Pacho se preparaba para volver por el río a La Pedrera y visitar a su madre, el director de la cárcel, un mayor retirado del Ejército, les dijo que había un problema con el avión. El trimotor Fokker con flotadores que volaba a Tres Esquinas sólo podía llevar cuatro pasajeros. En La Pedrera, el piloto había recogido a una monja enferma que necesitaba urgente atención médica, por lo que había espacio para Schultes o los especímenes. Él, o las plantas, tendrían que esperar en Araracuara un mes entero hasta el próximo vuelo. Schultes decidió enviar las plantas, para gran alivio de Pacho. Sucedió que el avión con la monja pasó la cabecera del Caquetá y, al llegar a Tres Esquinas, cayó en la selva. Todos los pasajeros murieron.
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+En noviembre de 1944, al terminar con las lluvias el periodo de la zafra, volvió a Leticia desde la finca de Uandurraga para planificar la siguiente fase de sus investigaciones. El material que Sorensen había recogido dos años antes seguía siendo muy prometedor. Los investigadores de Villarteaga y de Turrialba querían más, mucho más. Le pidieron a Schultes que recogiera tres toneladas de semillas y encontrara la manera de enviarlas a las plantaciones experimentales. Lo cual era una verdadera pesadilla logística. Las semillas del caucho, tal como habían descubierto los ingleses, son notablemente efímeras. Bajo el calor de la llanura amazónica sobreviven apenas tres semanas. No se podía contemplar su envío por tierra ni por río. De haber un barco disponible en Leticia, el viaje aguas abajo y luego remontando el Putumayo hasta donde empezaba la parte navegable del Orteguaza duraría veinticinco días. Después la carga tendría que ser llevada por tierra, siguiendo estrechas trochas que serpenteaban en la selva y luego ascendían a la helada cordillera. El único avión que hacía un vuelo mensual era el Catalina, del que sin embargo dependía todo el pueblo. Además, tenía una capacidad de carga de sólo dos mil quinientas libras. Tampoco, no obstante, le hubiera servido contratar tres vuelos seguidos. Los árboles daban fruto durante apenas dos meses. Schultes tenía que recoger y almacenar las semillas, evitar su germinación, esterilizarlas todas contra el hongo y de alguna manera hacer un solo envío.
+En enero de 1945 viajó a Bogotá, se reunió con los funcionarios de la oficina colombiana encargada de la compra de semillas y obtuvo permiso para contratar un avión más grande. Volvió brevemente a Washington y allí obtuvo la cooperación de Earl Blair y Carl Utz, los más altos funcionarios de la Rubber Development Corporation. Acordaron darle para un vuelo el viejo avión de transporte que la compañía había usado para enviar provisiones a los remotos campos caucheros de Miraflores y Mitú. De vuelta en Bogotá, logró que el Ministerio de Defensa colombiano transportara las semillas de Bogotá a Medellín, de donde serían llevadas en camiones a las plantaciones de Urabá. Cuando regresó a Leticia, en los últimos días de enero, los frutos estaban maduros y las cápsulas a punto de romperse y lanzar las semillas.
+Sin tiempo que perder, se puso manos a la obra con un despliegue de actividad tal vez nunca visto en Leticia. Con la ayuda de Uandurraga y de Pacho regó la noticia de que un gringo pagaría buena plata por unas semillas que cualquiera podía recoger sin mayor esfuerzo. A los pocos días se internaron en la selva mujeres y niños, soldados inactivos y docenas de siringueros sin otra cosa que hacer. Schultes, entretanto, buscó un centro de operaciones. El padre Luis de Garzón se ofreció a prestarle la vieja iglesia, recién convertida en teatro. Era el local ideal, grande y bien ventilado, con un piso de cemento limpio, de paredes de madera y un buen techo de paja.
+El siguiente problema era el almacenamiento. Había que conservar durante casi un mes las primeras semillas recolectadas en un medio estéril pero húmedo. El aserrín era lo indicado, y por fortuna la guarnición militar tenía un pequeño aserradero en la granja Caldas, un poco más arriba por el río. El coronel Monroy tuvo la amabilidad de proporcionarle ciento veinticinco bultos enormes que Schultes llevó a Leticia en canoa. Pero ¿cómo esterilizar varias toneladas de aserrín? De nuevo acudió en su ayuda el coronel Monroy y le prestó una olla gigantesca que usaban para alimentar a los soldados cuando hacían maniobras. En los días siguientes, Schultes perfeccionó una ingeniosa técnica. Hizo llenar parcialmente un saco de cáñamo que se sumergía diez minutos en agua hirviendo y luego se secaba al sol sobre plástico hasta que estaba apenas húmedo para conservar las semillas sin estimular su germinación. Todo el pueblo, por supuesto, se preguntaba qué se proponía el gringo cocinando aserrín.
+Y las semillas empezaron a llegar. Sucedió que los primeros meses de 1945 fueron una época ideal para el trabajo. Lo normal es que en Leticia empiecen las inundaciones a mediados de enero y que para febrero esté inundada la selva. Cuando los frutos maduran a principios de marzo, las semillas caen al agua. Algunas se hunden, a muchas se las comen los peces y la mayor parte se pudre. Sólo unas pocas llegan a los islotes de tierra seca. Esta es una de las razones de que sólo sobrevivan y germinen unas cuantas. Pero en 1945, por suerte, las inundaciones se demoraron un mes, la mayor parte de la tierra estaba seca y las semillas se pudieron recoger fácilmente.
+La mayor preocupación de Schultes no era la cantidad sino, la calidad. Resultaba esencial que todas las semillas estuvieran perfectamente maduras; si habían caído naturalmente de los árboles, eran duras y muy brillantes. Las que habían sido recogidas prematuramente eran opacas y se ponían negras rápidamente. Muchas ya llegaban comidas por los hongos. A otras las habían dañado de intento. Desde el puro principio descubrió que unos recolectores brasileños se habían propuesto evitar otro «robo del caucho» de un extranjero, y estaban hirviendo las semillas antes de la entrega. Estas eran blandas y opacas, fáciles de rechazar. Aun así, Schultes tenía que inspeccionar semilla por semilla. Ciento cincuenta de cauchos rojos y otro tanto de blancos hacían un kilo; las del negro, algo más pequeñas, eran doscientas por kilo. Como tenía que reunir tres toneladas, hubo de revisar seiscientas mil.
+Cuando llegó el avión, ya era un hombre famoso en Leticia. Mientras Uandurraga y su gente trabajaban toda la noche, entresacando aserrín para empacar las semillas en costales de fique, él se iba con Pacho por las calles plantando por todas partes las semillas que habían germinado. Al viajar el día siguiente a Bogotá, los niños se pusieron felices. Dependiendo del genio del padre, iban a seguir viendo películas en el teatro. Sus padres, entretanto, no llegaron a imaginarse que Schultes había transformado su ciudad. Cuarenta años después, las semillas serían frondosos cauchos, y en lugar de caminar bajo frutales importados del Asia, sus nietos vivirían a la sombra de los árboles con los que se había labrado su historia.
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+Era abril, y hora de viajar. Schultes tenía cinco meses para volver a Leticia. Inmediatamente después de entregar las semillas en la plantación de Villarteaga voló al Perú, donde cruzó los Andes por carretera para visitar el recién creado centro cauchero de Tingo María, en el alto Huallaga. Situado en el piedemonte, este era el foco de todas las operaciones relacionadas con el caucho del Departamento de Agricultura en los Andes centrales y las partes cercanas de la Amazonía. Después de consultar a uno de los principales agrónomos del caucho del Perú, Manuel Sánchez del Águila, que acababa de estar en Turrialba, se unió a una expedición por el río Tulumayo para visitar aguas abajo la plantación de Víctor Langemek. Nunca llegaron. Arrastrada por la corriente, la canoa se volcó en un raudal y quedó atascada bajo un tronco. La mayor parte de las provisiones se perdió, pero su verdadero propósito era visitar el sur de Cuzco, la llanura tropical del sudoeste de la Amazonía. Allí, en esa vasta región de ondulante selva donde se tocan las fronteras del Brasil, Perú y Bolivia, se encontraba otro joven botánico que acababa de identificar la más importante y prometedora población de Hevea brasiliensis de todo el continente suramericano.
+Nacido en Chicago y entrenado en el Jardín Botánico de Missouri, Russel Seibert había llegado al Perú con la misión, como la de Schultes, de encontrar y recolectar cepas de caucho particularmente interesantes. Había pasado seis meses en Iquitos en el Ucayali, husmeando en los bares y casuchas de las riberas y viendo pequeñas fincas donde siringueros retirados se ganaban la vida sangrando viejos árboles llenos de cortes en tierras agotadas. Cada cauchero tenía diferentes recuerdos de la bonanza, de la época en que Iquitos era casi rival de Manaos, y en que Julio Arana y sus matones mandaban en la ciudad. Sólo sobre una cosa, se dio cuenta Seibert, estaban todos de acuerdo. Para encontrar los mejores árboles —los lecheros, o verdaderos sangradores, como decían—, había que ir aguas arriba y más allá de la selva de Madre de Dios.
+Seibert lo hizo, y viajó en un Catalina de Lima a Puerto Maldonado, un poblado selvático a novecientos sesenta kilómetros cruzando los Andes, en la confluencia del Tambopata y el Madre de Dios. De allí siguió por la selva a pie, con bueyes que cargaban el equipo. Recorrió más de trescientos kilómetros en diez días, pasando por una docena de hoyas fluviales hasta llegar a una bodega de caucho llamada Iberia. Al seguir los circuitos de sangrado tal como había hecho Schultes en el Loretoyacu, Seibert también encontró que los árboles locales tenían un gran rendimiento. Además, aunque el hongo estaba presente, muchos mostraban claras señales de resistencia. Los árboles eran enormes, de hojas más anchas y semillas más alargadas que lo normal en la especie.
+Los botánicos, incluido Schultes, sabían de la existencia de este caucho desde hacía un tiempo. El «acre fino», como lo llamaban, era el caucho de la Amazonía, de muy superior calidad al de cualquiera producido en el Lejano Oriente. Liviano y muy flexible, era de gran pedido para la fabricación de artículos especiales, como los guantes de cirugía y los condones, que debían ser fuertes y muy elásticos. Incluso después de la bonanza, cuando desapareció la explotación del caucho en la Amazonía, el acre fino siguió teniendo buena salida. En 1988 asesinarían a Chico Mendes a ciento veinticuatro kilómetros de distancia, en Xapuri, Brasil, por defender los derechos de los caucheros de acre fino. Esa población única de Hevea brasiliensis seguía siendo su fuente de vida.
+Con su alta productividad, la superioridad de su látex y la posibilidad de que fueran resistentes, aquellos árboles de acre se convirtieron en la máxima prioridad del programa del caucho. Ansioso por ver ese trozo de tierra por sí mismo, Schultes se encontró con Seibert en Lima a fines de mayo de 1945 y viajaron en avión al oriente, sobre las montañas y el piedemonte de los Andes. Al llegar a la llanura, el aeroplano descendió bajo las nubes y voló bajo sobre la selva. Aun desde el aire, Schultes pudo ver que se trataba de unos cauchos muy raros. Las hojas de la mayor parte de los Hevea brasiliensis son de un verde profundo y muy lustrosas. Las hojas de aquellos tenían una coloración azulada, casi aluminio, hecho que Seibert no había notado. Después de aterrizar en Iñapari, una aldea situada al norte de Iberia sobre el río Acre, los dos jóvenes botánicos pasaron cinco semanas en la selva, preguntándose la mayor parte del tiempo cuál sería la clasificación apropiada de los árboles. Seibert pensaba que eran una variación geográfica del Hevea brasiliensis y que sus rasgos inusuales se debían en parte a su hibridización con otra especie, la Hevea guianensis var. lutea. Sostenía que los árboles eran únicos, aunque sus características propias no fueran lo bastante constantes como para permitir la descripción taxonómica de una variedad o especie aparte. Podemos imaginarnos a esos dos exploradores de plantas abriéndose paso en el barro o acurrucados junto a una hoguera, discutiendo aquellos puntos arcanos de la clasificación y la nomenclatura botánicas.
+En cuanto a los asuntos prácticos del caso, estaban en total acuerdo. Los árboles de Acre eran los más finos y de mayor tamaño que jamás habían visto. Consideraron lo que habría podido pasar en las plantaciones del Lejano Oriente si Wickham hubiera recolectado sus semillas allí y no en el Tapajós. Las plantaciones que ellos estaban en el proceso de formar se basarían en cepas superiores, y su potencial parecía ilimitado. Para cuando partió a finales de junio, Schultes había renovado su confianza en el programa del caucho. Seibert también estaba seguro de que sería exitoso, siempre y cuando se consiguiera el mejor material. Su plan —que llevó a cabo— era permanecer tres años en la selva del Madre de Dios. Durante ese tiempo, estando ya Schultes de vuelta en Leticia, Seibert hizo más de trescientas recolecciones de variedades escogidas muy productivas y resistentes, todas las cuales llegaron finalmente al centro de investigaciones de Turrialba.
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+A dos meses del principio de la temporada de sangrado en Leticia, Schultes sacó tiempo para otra expedición. De Lima viajó por carretera a Cuzco y luego en tren hasta las riberas del Lago Titicaca, desde donde cruzó el altiplano boliviano hasta La Paz. Allí pasó un fin de semana con un maestro norteamericano, Wayne White, antes de viajar en avión hasta Guajará-Mirim, un pequeño poblado de la Amazonía en el río Mamoré, justo al otro lado de la frontera con Brasil. Como el agente de la aduana estaba borracho, salió de Bolivia ilegalmente, pasando el río plagado de caimanes en una canoa con muchachos indios de remeros. Ya en Brasil compró un tiquete para el viejo tren de Mamoré a Madeira, que recorría trescientos veinte kilómetros entre la selva hasta Porto Velho, entonces un modesto centro comercial en el alto Madeira. Construido entre 1907 y 1912, el curioso ferrocarril, aislado en medio de la llanura amazónica, eludía diecinueve grandes raudales en el Mamoré y el Madeira y le daba salida al Atlántico a Bolivia. Financiado por los brasileños como compesación por la anexión en 1903 del territorio del Acre boliviano, su construcción cobró seis mil vidas, una muerte por casi cada cuarenta metros de carrilera.
+Al llegar a Porto Velho el 26 de julio, Schultes se encontró con Édgar Cordeiro, un agrónomo brasileño del Instituto Agronómico do Norte, de Belém, y de inmediato hicieron planes para viajar por el río. El 28, en una lancha con motor fuera de borda, navegaron siete días aguas abajo, deteniéndose brevemente para recolectar muestras de cauchos silvestres en Calama, Humaitá, Boca Tres Casas y varios puntos intermedios. Su objetivo inmediato era la boca del río Marmelos, uno de los muchos afluentes que hacen del Madeira, aunque tributario del Amazonas, un río mayor que el Mississippi. Schultes se proponía llegar a las sabanas que se extienden entre la cabecera del Marmelos y la cuenca vecina del río Manicoré.
+Veinte años antes, un solitario cauchero había obtenido muestras de una rara especie de hevea, nativa de los parches de bosque poco denso de aquellas praderas. Basándose en una hoja, la valva de una fruta y una única semilla, Adolpho Ducke la había descrito como una nueva especie, la Hevea camporum. Schultes esperaba recolectar muestras completas de la planta, que sospechaba podía ser sólo una variedad enana de la Hevea pauciflora var. coriacea, así como su descubrimiento del pequeño y extraño arbusto de los cerros de Chiribiquete había resultado ser una variedad del árbol Hevea nitida. Para resolver el problema navegó seiscientos cuarenta kilómetros, arrastrando la canoa por una docena de raudales y luchando contra la malaria.
+Durante un mes, él y Cordeiro trataron de remontar el río. Desafortunadamente las lluvias se retrasaron, y el nivel de las aguas estaba tan bajo que encallaron poco antes de llegar a su objetivo. Continuar a pie significaba abandonar el trabajo en Leticia. De mala gana dieron vuelta y empezaron a navegar el largo trecho río abajo. Eso sí, recolectaron muestras de la Hevea nitida, una especie extraña y muy variable. En hábitats pantanosos producía un látex amarillo y llegaba a tener treinta metros de alto. En alturas rocosas y secas el látex era lechoso, y el árbol nunca sobrepasaba la altura de una palma mediana. Era una planta sin valor, aunque los caucheros deshonestos añadían su látex al de las especies comerciables. Al hacer esto se dañaba toda la mezcla, porque el látex de la Hevea nitida evitaba la coagulación del caucho. Esta adulteración era un problema grave, que no se podía detectar hasta que al látex se le mezclara un ácido o se ahumara.
+Camino a Marmelos, Schultes y Cordeiro también observaron la inusual abundancia de una segunda especie silvestre, la Hevea spruceana. Aunque su látex aguado y muy resinoso no servía para hacer caucho y sólo era utilizable como fuente de madera para fósforos, en Fordlandia las hojas habían demostrado ser resistentes al hongo. Los expedicionarios también hicieron unas cuantas recolecciones importantes de brotes para propagación, aunque no fuera mayor consuelo por haber fracasado en su intento de llegar a las praderas. Tres años después Schultes intentaría de nuevo remontar el río, pero vio frustrado su empeño por un ataque de beriberi que le entumeció las piernas hasta el punto de no poder caminar. Finalmente, en 1961, dos botánicos brasileños volaron a las praderas en un helicóptero del Ejército y confirmaron allí la identificación de Ducke. La Hevea camporum era de verdad una planta nueva para la ciencia.
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+Cuando Schultes volvió a Colombia en septiembre, encontró que su posición en Leticia había cambiado. Antes la gente lo había visto como un científico extranjero, de prestigio aunque excéntrico. Al volver, fue absorbido de inmediato como miembro legítimo de la comunidad, con todas las implicaciones sociales que aquello implicaba. Le correspondió, por ejemplo, mediar en la creciente batalla entre los dos brazos de la fe cristiana presentes ahora en el pueblo.
+Durante casi un año, desde que llegaron en noviembre de 1944, la pareja de misioneros protestantes conformada por Orville y Helen Floden había estado desafiando el monopolio del que desde hacía mucho tiempo disfrutaba el padre Luis. Los rivales, aunque obedientes al mismo Dios, no podían ser más diferentes. Como la mayor parte de los curas que trabajaban en la Amazonía, el padre Luis veía con silenciosa paciencia la debilidad del espíritu humano y la facilidad con la que caían en el pecado los hombres del trópico. Los Floden, aunque buenos y decentes, interpretaban las Sagradas Escrituras en forma algo más dogmática. Desaprobaban, sobre todo, la cantidad de tiempo que pasaba el padre Luis en el bar. Ellos preferían las largas noches tropicales en su sencilla casa, decorada con muebles del catálogo de Sears llevados desde los Estados Unidos. Dedicaban todo su tiempo a la oración o a diversas mejoras de la casa, como la chimenea de ladrillo que Orville construyó para sentarse junto al fuego con Helen una vez al año, en la noche de Navidad.
+En esa época en Colombia, naturalmente, un capuchino no podía hablar directamente con un evangélico, y por eso Schultes intervino. Floden era un excelente carpintero y tenía el mejor juego de herramientas del pueblo. El padre Luis, capaz de romper un martillo clavando una puntilla, vivía molestando a Schultes para que Floden le prestara una u otra por su conducto. Floden vivía contento de hacerle favores, pero a la larga insistió en que Schultes mismo le enseñara al padre algo de construcción. Fue así como, en medio de sus muchas tareas, tuvo también que dar clases de carpintería.
+Nunca sospechó que tal sería sólo el principio. Cuando los disturbios políticos en el altiplano dejaron a Leticia expuesta a la amenaza de un nuevo ataque peruano, el coronel Monroy aceitó el cañón y puso a la tropa en alerta. Su intención era desplegar a sus hombres en una línea de defensa desde Leticia hasta un punto río arriba, pero sus soldados eran de la costa Caribe, la selva los aterrorizaba y era seguro que se perderían. De modo que el coronel recurrió a Schultes, le colocó un uniforme y les pidió a los soldados que siguieran al doctor hasta la muerte. Schultes, naturalmente, aprovechó la semana con la tropa en la selva para herborizar. Al volver a Leticia le sorprendió que todo el mundo le dijera «señor ministro». Durante su ausencia había estado de visita un botánico de Bogotá que se había emborrachado, se había parado en la mesa del bar y lo había candidatizado a gritos para el cargo de ministro de Agricultura. Los leticianos supusieron que su eminente botánico era ahora miembro del gabinete del presidente Alfonso López Pumarejo, algo perfectamente lógico para ellos.
+Schultes evadió su reciente notabilidad escapándose a la finca de Uandurraga, donde los indios ya habían acabado su casa. Quedaba en una colina en medio de un campo abierto con vista al río, y era una sencilla estructura de paja, sobre pilotes, con piso de madera de palma y tres cuartos divididos por tabiques de guadua. Seguía comiendo en casa de Uandurraga, pero en la suya podía trabajar tranquilamente y disfrutar de cierta intimidad. Le había costado sólo treinta dólares, una verdadera ganga, pero rara vez se pudo refugiar en ella. En menos de una semana ya estaba de nuevo explorando por tierra, desde el Amazonas hasta el Putumayo. Se proponía encontrar el límite norte del hábitat de la Hevea brasiliensis y averiguar si le convendría a Uandurraga extender sus operaciones más allá de la cabecera del Loretoyacu, en la cuenca del Putumayo.
+Para lo que Schultes acostumbraba, fue una jornada sin novedades: cincuenta kilómetros en canoa remontando el Amacayacu, ochenta entre la selva hasta la cabecera del Cotuhé, y luego ciento sesenta aguas abajo en una plataforma improvisada hecha con palma y balsa. No había trochas y, lo que era peor para Schultes, tampoco coca. Los ticunas no acostumbran usarla, y más allá de la cabecera del Cotuhé ni siquiera había indios. Durante dos semanas, el grupo sobrevivió con pan, tres latas de atún, dos de salchichas, dos kilos de arroz y de azúcar, uno de mantequilla, una libra de cebolla, una piña, dos papayas y un kilo de pirarucú seco. El padre Luis, que se unió a la expedición, chapoteaba con dificultad en el barro, negándose a despojarse de su largo hábito de lana que llegaba, empapado por la lluvia, a pesar cuarenta libras.
+Schultes escapó por un tris a un gran peligro. Se había quedado atrás, absorto en su observación del caucho silvestre. Resultó que no había Hevea brasiliensis más allá del Amacayacu, pero que varias de las demás especies se daban en abundancia. Había llovido y tenía las gafas nubladas por el vapor. Dio un paso, tropezó y puso el pie en lo que le pareció un gran tubo de caucho. Enroscada en el suelo había una enorme anaconda. Por fortuna acababa de comer. Su guía indígena, que creía en el carácter sagrado de la serpiente, seguía hablando sobre su escape por un pelo una semana después, cuando llegaron al puesto militar de Tarapacá. Allí supo Schultes dos noticias buenas. En pocos días llegaría el avión que los debía llevar de vuelta a Leticia, y el mayor Gustavo Rojas Pinilla, el comandante del puesto donde estuvieron Schultes y Nazzareno cuando exploraron el Putumayo en 1942, había sido ascendido y estaba de servicio en Bogotá. No tendría que jugar ajedrez mientras esperaban.
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+El año siguiente sería para Schultes muy parecido al anterior. Pasó los últimos meses de 1945 con los caucheros del Loretoyacu, y volvió a Leticia en enero de 1946 para organizar la recogida y despacho de una enorme cantidad de semillas. El 6 de marzo salió una tonelada para Villarteaga. Envió quinientas libras a un nuevo centro experimental en el río Calima, justo al norte de Buenaventura, en la costa del Pacifico. Despachó cuatro envíos, en total media tonelada, hacia Brasil. El último lote de más de tres toneladas para las plantaciones peruanas en Yurimaguas y Tingo María salió el primero de abril, y tras haber revisado y procesado setecientas mil semillas quedó libre.
+A mediados de mayo se hallaba en la costa oeste de Colombia, inspeccionando la plantación del río Calima, donde examinó las diez mil plantas de las semillas que había recogido en Leticia. Luego, ansioso por tener un descanso de la llanura amazónica, volvió por dos semanas a Sibundoy. A principios de junio estaba en Pasto herborizando en las faldas del volcán Galeras, pero el 5 de junio un mensaje urgente de la embajada en Bogotá interrumpió su estadía en el altiplano. El presidente de Bolivia, el mayor Gualberto Villarroel, que había dado un golpe militar en diciembre de 1943, estaba interesado en el establecimiento de plantaciones de caucho en la llanura oriental. La embajada deseaba que Schultes viajara a La Paz para discutir el asunto con él.
+Partió de inmediato y pasó una semana luchando contra la malaria a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, hasta que finalmente se sintió lo bastante bien para la entrevista. Le indicó al chofer que lo llevara al palacio presidencial. Erguido y resplandeciente en su nuevo uniforme, Villarroel lo recibió en una cavernosa oficina. Fue una entrevista interesante; Villarroel parecía genuinamente interesado en el potencial de las plantaciones. Sin embargo, el proyecto no condujo a nada.Un mes después, una marcha de protesta degeneró en revolución y el pueblo irrumpió en el palacio, arrastró a Villarroel a la calle y lo colgó de un poste de luz en la plaza. Magullado, cortado y desnudo, su cuerpo sin vida quedó suspendido toda la noche.
+Para entonces, a más de mil kilómetros de distancia, Schultes se preparaba para otra —la final— temporada en Leticia. Esta vez lo acompañaba un californiano llamado George Black. Schultes lo había conocido en Belém, donde trabajaba con el Instituto Agronómico do Norte preparando especímenes para el herbario. Personaje impetuoso, hablaba muy bien el portugués y era alto y tan delgado que parecía transparente, pero resultó ser uno de los más resistentes hombres de campo que Schultes conociera. Además, sabía de plantas. Lo primero que hicieron juntos fue atravesar de nuevo el trapecio, a pie y ayudados por una brújula. A mitad de camino, a Black se le perdió un zapato al cruzar un río fangoso. Sin la menor queja, se quitó el otro zapato y caminó descalzo hasta Tarapacá. No dispuestos a esperar el avión un mes en el puesto militar, resolvieron volver a Leticia por río, dando un largo rodeo. Primero remaron Putumayo —o el Icá, como le dicen en Brasil— abajo, trescientos veinte kilómetros en una piragua. Al llegar a su confluencia con el Solimões, la arteria principal del Amazonas, les faltaban mil seiscientos kilómetros más para llegar a Manaos. Con aventones en los vapores que pasaban, arribaron allí sin problemas y para fines de septiembre de 1946 estaban de vuelta en Leticia, brindando por su buena suerte en el bar de Oldenburg. Black no siempre tendría la misma suerte en los ríos. Varios años después, herborizando en el río Madeira, él y dos indios perdieron la vida al tratar de pasar un raudal. No se encontraron nunca sus cuerpos.
+Para fines de 1946, Schultes llevaba cuatro años seguidos en América del Sur. Su trabajo en Leticia, junto con lo que Seibert había logrado en el Perú, hizo más por el avance de los conocimientos sobre el caucho silvestre y por el futuro de las plantaciones americanas que el de cualquier otro explorador. En diciembre, cuando finalmente volvió a Boston, y durante su viaje por Europa, visitando herbarios en Inglaterra, en la primavera de 1947, el programa del caucho estaba al borde del éxito. Para entonces, sin embargo, la guerra había terminado dos años antes y los acontecimientos tomarían un giro que al final harían vanos todos los esfuerzos suyos y los de sus colegas.
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+En 1935, durante el Séptimo Congreso del Partido Nazi en Nuremberg, Adolfo Hitler anunció que «el problema de la producción del caucho sintético puede ser considerado ahora definitivamente resuelto. Para este fin, comenzará de inmediato la construcción de una fábrica en Alemania». Por fortuna para el mundo libre, la declaración constituía una mentira. Era cierto que, desde hacía algún tiempo, Alemania había estado a la vanguardia de los esfuerzos científicos por encontrar un sustituto sintético del caucho. Durante la Primera Guerra Mundial, al asfixiar los ingleses el país y andar los camiones alemanes con llantas de madera y de soga, la compañía Bayer produjo dos mil quinientas toneladas de una sustancia llamada caucho metílico. En 1929, los científicos de la I. G. Farben inventaron la buna S, un copolímero del butadieno y el estireno que a la larga demostraría ser más útil para hacer llantas que cualquier otro plástico. Aun así, y a pesar de las afirmaciones de Hitler, quedaban enormes problemas técnicos por resolver, muchos de los cuales los alemanes no pudieron solucionar. Incluso a pesar de la alta prioridad que tuvo durante la guerra, su programa del caucho sinténtico nunca alcanzó su plena capacidad de desarrollo. En 1943 la producción llegó a un tope de ciento nueve mil toneladas. En términos tanto de kilometraje como de desgaste, las mejores llantas que pudieron hacer apenas duraban una décima parte de lo que duraban las de los aliados. En una guerra que cubría miles de kilómetros cuadrados, esta debilidad adquirió gran importancia estratégica.
+En los Estados Unidos, en 1932, la DuPont produjo por primera vez un caucho sinténtico verdaderamente comercial llamado neoprene. Tuvo un mercado limitado, y en general los esfuerzos por formar una industria plástica en gran escala no alcanzaron éxito en la década anterior a la guerra. Los incentivos económicos eran pocos, pues el precio del caucho silvestre cayó a tres centavos de dólar la libra. La primera fábrica capaz de producir la buna-S, que por todos era sabido representaba el futuro de la industria, sólo entró en operaciones en abril de 1941. En ese año, el caucho sinténtico fue menos del 1,4 % del consumo doméstico. Con una complacencia difícil de entender retrospectivamente, el país escogió estar al borde del abismo. Incluso en 1940 exportó 125 mil toneladas de caucho reciclado al Japón, y la Standard Oil de Nueva Jersey siguió asociada con la I. G. Farben hasta bastante después del comienzo de la guerra en Europa.
+La caída de Francia causó enorme impacto en los Estados Unidos, y el Gobierno por fin se decidió a proyectar cuatro fábricas con la capacidad de producir cuarenta mil toneladas del caucho sintético buna S. En septiembre el comité asesor de defensa nacional recomendó que la capacidad fuera aumentada a cien mil toneladas, pero increíblemente, los pedidos de los dos precursores esenciales, el butadieno y el estireno, sólo se expidieron en septiembre de 1941. Se necesitó del trauma de Pearl Harbor para que la nación tomara impulso. En enero de 1942, Jesse Jones, el director de la Reconstruction Finance Corporation, la división que controlaba a la Rubber Reserve Company, ordenó que la producción de las cuatro fábricas aumentara de inmediato a 120 mil toneladas. En abril, después de una serie de victorias japonesas, la elevó a ochocientas mil, y en un gesto simbólico hizo cambiar el nombre del plástico de buna S a GR S —el caucho-estireno del Gobierno—.
+Una cosa era, por supuesto, que un funcionario previera las necesidades, y otra muy distinta que una industria en pañales multiplicara por cien la producción en dos años. Y lo que era peor, el caucho no era el único desafío al que se enfrentaba la nación. En 1940 el producto nacional bruto era de 99,7 mil millones de dólares. Durante la primera mitad de 1942, las diferentes divisiones del Gobierno hicieron pedidos por más de cien mil millones, más de lo que la industria manufacturera podía fabricar en dos años. La competencia por materiales de construcción, equipo y mano de obra se intensificó a todo lo largo y ancho del país.
+En medio de esta crisis, la industria del caucho corría contra el tiempo para establecer su infraestructura. Reinaban la utilidad del momento y las innovaciones. Cuando se necesitó butadieno para el combustible de la aviación, los ingenieros químicos tuvieron que arreglárselas para hacerlo con alcohol de grano. No había la oportunidad de preocuparse por la perfección o por el proceso de manufactura del artículo. Usar las refinerías de petróleo era costoso e ineficiente, pero existían y había que emplearlas. Puesto que el transporte del butadieno requería carrostanques presurizados, que eran escasos, las fábricas de caucho sintético se construyeron cerca de las refinerías, en lugar de hacerlas accesibles al mercado o a las fábricas de llantas en Akron, Ohio. Más de la mitad de la producción terminó en Texas y en Louisiana. Significativo fue el hecho de que, aunque los principales fabricantes de llantas controlaban la producción del GR-S, las fábricas que hicieron los precursores —575.482 toneladas de butadieno y 180.106 toneladas de estireno en 1945— quedaron integradas a la naciente industria petroquímica. En total se construyeron cincuenta y una plantas importantes. La capacidad plena se alcanzó en 1944. Hecho increíble, la producción de GR-S alcanzó las 830.780 toneladas en 1945. A un costo de casi 663 mil millones de dólares, los Estados Unidos habían llevado a cabo una de las hazañas de la ingeniería y la ciencia más notables de todos los tiempos. De no haber sido por el Proyecto Manhattan, los dos mil millones de dólares que se invirtieron para hacer la bomba atómica, el programa del caucho sintético sería recordado como el mayor avance tecnológico de la guerra.
+Con la derrota de los japoneses en agosto de 1945, el Gobierno inició el largo proceso que implicaba desprenderse de la industria del caucho. Según los términos de los acuerdos con la Defense Plant Corporation, las compañías que habían administrado las fábricas tenían un plazo de seis meses para decidirse a comprarlas o no. Previendo enormes ganancias con el fin del racionamiento y la apertura de nuevos mercados para la industria automotriz, las principales compañías —Goodyear, Firestone, U. S. Rubber y B. F. Goodrich, cada una de las cuales había manejado tres fábricas importantes durante la guerra— compraron encantadas. Después de todo, el caucho sintético había transformado la industria. En 1941, el caucho vegetal había representado el noventa y nueve por ciento del consumo de los Estados Unidos; para 1945 la proporción se había invertido, y las plantas petroquímicas produjeron más de ochenta y cinco por ciento del consumo doméstico.
+La industria del caucho del Lejano Oriente, sin embargo, no estaba a punto de desaparecer. Los temores de que los japoneses sabotearan las plantaciones, introduciendo deliberadamente la plaga, resultaron infundados. El caucho natural seguía teniendo importantes ventajas, era mejor y más barato. Ninguno de los sustitutos sintéticos podía igualar su flexibilidad, su durabilidad y su resistencia. Como decían los fabricantes de llantas: «El caucho sintético es un material magnífico. Se puede mezclar en cualquier proporción, y es mejor cuanto más tenga caucho natural».
+Las llantas norteamericanas de caucho sintético eran las mejores del mundo, pero seguían siendo irremediablemente inferiores. Durante los primeros meses después de la guerra, la Junta de Racionamiento tuvo que situar provisiones extras en los estados de las Montañas Rocosas. Al volver al este desde los puertos del Pacífico, a los veteranos se les pinchaban las llantas invariablemente antes de llegar a Denver. Para 1947, el caucho natural había reconquistado el cincuenta por ciento del mercado americano. Entre 1946 y 1950, la producción de las plantaciones del Lejano Oriente se duplicó cada año. En 1948, el caucho natural dominaba de nuevo el mercado mundial, la producción de caucho sintético de los Estados Unidos se redujo a 540 mil toneladas y se habría reducido aún más de no haber sido por las reglas oficiales que exigían un mínimo de elementos sinténticos en todos los artículos de caucho.
+Los esfuerzos de hombres como Schultes y de los agrónomos del Departamento de Agricultura se encontraron entre la espada del renacimiento de las plantaciones orientales y la pared de los avances técnicos de la industria sintética. Además, por allá en 1943, en una reorganización administrativa que tendría a la larga enorme importancia, el financiamiento del programa del caucho latinoamericano pasó al control del Departamento de Estado, que asignó los fondos al Bureau of Plant Industry, aún parte del Departamento de Agricultura. Inicialmente fue un arreglo útil, puesto que protegía el programa de ciertos miembros del Congreso, sobre todo de los de los estados agrícolas, que muy bien podían dudar de la sensatez de gastar dinero en un cultivo que nunca podría hacerse en ellos. A largo plazo, sin embargo, la decisión resultó ser desastrosa, tanto para el programa como para el país.
+Casi desde el momento en que terminó la guerra, Robert Rands, jefe inmediato de Mayer y director de las investigaciones del caucho en el Bureau of Plant Industry, se vio involucrado en un forcejeo burocrático con los funcionarios del Departamento de Estado que ponían en duda la utilidad del programa. Según ellos, una reserva nacional de caucho podía satisfacer la demanda de caucho natural. La producción real de América Latina seguía siendo baja, y pasaría algún tiempo antes de que la región tuviera algún peso. La verdadera independencia del Lejano Oriente no se lograría allí, sino en Louisiana y Texas. Tal era el meollo de sus críticas. De todas maneras, el caucho sintético representaba el futuro. La infraestructura estaba en pie, la inversión había sido gigantesca y si las fábricas no se usaban, podrían convertirse en ruinas. Los Estados Unidos controlarían todo el proceso, desde la extracción del petróleo hasta el prensado final de las llantas. Más aún, el país seguía conservando un absoluto monopolio. Incluso en 1954, el noventa y dos por ciento de la producción de caucho sintético se hacía en los Estados Unidos, la mayor parte del resto, en Canadá.
+La invención del «proceso de caucho frío» en 1946, una innovación que aumentó en forma importante la flexibilidad y la resistencia de las llantas sintéticas, pareció anunciar una serie de avances técnicos que presagiaba la caída en desuso del caucho natural. En un memo confidencial fechado el 13 de diciembre de 1951, un funcionario medio del Departamento de Estado desechó la importancia del programa del caucho latinoamericano. «Incluso si suponemos que en quince o veinte años pueda producir suficiente caucho para cubrir una porción importante de la demanda para la defensa del país, es muy posible que para esa época el desarrollo técnico del caucho sintético haya progresado tanto que ya sea completamente intercambiable con el natural». La fe en el caucho sintético era a la vez absoluta y conveniente políticamente. Había muchos más votos en Texas que en Costa Rica.
+Rands, contra la corriente, hizo lo que pudo para convencer a los funcionarios de cuáles eran los verdaderos problemas en juego: la vulnerabilidad de las plantaciones del Lejano Oriente ante el hongo, la superior calidad del caucho natural, el potencial no comprobado del sintético y el tremendo costo que implicaba el mantenimiento de una reserva nacional. Esta reserva estratégica significaba una inversión anual de quinientos mil millones de dólares. La mayor parte tenía que ser rotada cada tres años. El costo del sostenimiento anual superaba los veinticinco millones. Si se podían establecer las plantaciones, sostenía Rands, serían una especie de reserva viviente. Entre 1942 y 1952, el Gobierno invirtió más de cuarenta millones en las investigaciones sobre el caucho sintético. En catorce años, el proyecto de las plantaciones sólo había costado dos millones ochocientos mil dólares. En una época en que compañías como la United Fruit Company gastaban hasta veinte millones de dólares al año para aumentar la producción del banano, aquella era una suma insignificante.
+Sin embargo, mostraba resultados notables. Los exploradores botánicos habían localizado y recogido increíbles colecciones de plasma, variedades resistentes y productivas que serían la base del programa. En el centro de investigaciones de Turrialba en Costa Rica había ya todo un bosque de los mejores árboles seleccionados en las selvas. En plantaciones experimentales de todo el continente se habían desarrollado controles del hongo, y su efectividad había sido ampliamente estudiada. El nuevo director de Turrialba, un joven patólogo de Illinois llamado Ernest Imle, había perfeccionado prácticas de semillero y procedimientos para injertos que en dos años podrían producir árboles jóvenes de fuertes raíces, troncos muy productivos y hojas resistentes al hongo. Un procedimiento más sencillo —un simple injerto de tallos de follaje resistente en árboles productivos— se podría realizar en dos o tres años a un costo de sólo tres centavos de dólar por árbol. Pasaría mucho tiempo antes de que un programa genético pudiera desarrollar el clon ideal, de semillas que invariablemente dieran ejemplares productivos y resistentes, pero todo el material para este trabajo se había reunido, los procedimientos científicos básicos habían avanzado y el equipo estaba listo para entrar en acción.
+El primero de febrero de 1952, el financiamiento de este trabajo pasó a manos de una oficina del Departamento de Estado llamada Instituto de Asuntos Interamericanos —IIAA—. El 31 de marzo, Rands resumió el programa en una nota que envió al funcionario responsable, Rey M. Hill, el director de la División de Recursos Agrícolas y Naturales. «Nuestro programa de investigaciones», le decía, «se encuentra en una etapa crucial. Nos ha provisto de métodos y de material botánico que hacen económicamente viable la producción de caucho en áreas afectadas por el hongo». Dos meses después, Rands añadió una advertencia: «Nuestra demanda estratégica y crítica del caucho sólo puede ser parcialmente satisfecha mediante el desarrollo de sustitutos sintéticos, puesto que para que estos llenen nuestros requisitos requieren una mezcla importante del producto natural. Desde un punto de vista estratégico, es urgente el desarrollo de las fuentes de caucho del hemisferio occidental, de manera que no corramos el riesgo de que una guerra, las plagas o los desarrollos ideológicos nos arrebaten definitivamente las fuentes asiáticas».
+Rands no era el único que reconocía la importancia del programa del caucho natural. Un memo del 10 de junio de 1952, del subalterno inmediato de Hill, Lyall Peterson, declaraba sin ambages que «las evidencias de que disponemos apuntan hacia la conclusión de que América Latina puede tener éxito en la competencia con el Lejano Oriente». Y el 17 de julio, en una reunión para discutir el futuro del trabajo del caucho del Rubber Advisory Panel en el Departamento de Estado, Paul Lichtfield, el presidente de Goodyear, que había vivido la crisis de 1941, pidió la ampliación del programa.
+Pero no era eso lo que Rey Hill quería oír. El hombre equivocado en el lugar equivocado y por razones equivocadas, había decidido por motivos ante todo políticos que el caucho no era cosa de América Latina. Fue eso exactamente lo que le había dicho a Ernie Imle en el curso de una visita de rutina a Turrialba. Imle, después de doce años de su vida dedicados al proyecto —y de diez como director del centro de investigaciones—, no estuvo de acuerdo. Discutieron, y Hill lo amenazó con usar sus influencias en San José para cancelar definitivamente toda la operación. Hill no sabía nada sobre el caucho, y mostró escaso interés en los cultivos experimentales que preservaban cuatro especímenes de todos los clones interesantes del continente. Le preocupaba más la afiliación política de los trabajadores contratados por Imle. Quería saber por qué todos sus empleados apoyaban al Frente Popular, un partido político que según el Departamento de Estado era comunista. Imle le explicó que toda la gente que vivía en el campo cerca de Turrialba votaba por el Frente Popular. Su tarea era contratar jardineros, no hacer una cacería política de brujas. Sólo unos años después, descubrió Imle que su archivo en el Departamento de Estado tenía un punto rojo: había manchado su reputación y puesto en duda su patriotismo.
+Documentos del Archivo Nacional hechos públicos revelan algunos detalles del proceso mediante el cual Hill y sus aliados remataron el programa del caucho. En marzo de 1953 Robert Rands, que llevaba más de veinte años trabajando en el proyecto, fue desbancado como director de la División of Rubber Plant Investigations por Marion W. Parker, quien sin embargo se convirtió en ardiente partidario del programa. El 19 de marzo le envió a Hill una carta recordándole que «el apoyo unánime del Rubber Advisory Panel debe cancelar cualquier discusión adicional sobre la necesidad de continuar las investigaciones». Ya era el momento, en otras palabras, de dejar el forcejeo burocrático y seguir trabajando. Pero Hill no quiso oírlo. El 3 de abril le escribió a un colega, Richard Cook, presidente del comité de proyectos del IIAA, buscando fondos para una evaluación externa del proyecto. El 20 de mayo, Cook planteó el tema en una reunión de la junta directiva del IIAA. Allí se decidió postergar la discusión sobre la solicitud de Hill hasta que se supiera el resultado de un intercambio de cartas entre Harold Stassen, el director de la Foreign Operations Administration, y Arthur Fleming, director de la Office of Defense Mobilization. La junta del IIAA no estaba dispuesta a tomar decisiones contra el programa del caucho, hasta no haber recibido asesoría externa sobre las consecuencias.
+El 23 de junio Stassen, cuya oficina estaba a punto de hacerse cargo del programa del caucho, envió una carta a la oficina de Fleming, situada unos pisos más abajo en el mismo Executive Office Building. Confesaba «no saber qué hacer respecto a la evaluación del programa desde el punto de vista de los intereses domésticos de los Estados Unidos… Apreciaría mucho sus consejos y sugerencias». Diez días después añadió en una carta complementaria: «Apreciaría mucho me comunicara sus opiniones… sobre la importancia para las necesidades estratégicas de seguridad de los Estados Unidos de un aumento de la producción de caucho en América Latina». Como no hubo respuesta, Stassen ordenó a su asistente enviar una tercera carta el 21 de julio.
+Finalmente, el 13 de agosto, Fleming respondió apoyando incondicionalmente el programa. «Pensamos», dijo, «que este programa de investigación y desarrollo debe continuar, puesto que su conclusión exitosa ampliaría considerablemente nuestro interés en el caucho natural». Enseguida le recordó a Stassen la vulnerabilidad de las plantaciones asiáticas. «La introducción deliberada o accidental de la plaga arrasaría en menos de dos años las áreas densamente plantadas del Lejano Oriente. Puesto que lleva siete años para que un árbol tenga plena producción, cualquier brote de la plaga allí podría precipitar en cualquier momento una escasez crítica de caucho natural, puesto que la oferta del Lejano Oriente cubre el setenta por ciento de las necesidades de caucho del mundo». Fleming terminaba recordándole a Stassen que el costo del programa era modesto, pero inmenso su potencial benéfico. El apoyo de los industriales del caucho había sido constante y absoluto. ¿Cuántas veces —parecía preguntar— tenemos que discutir el mismo tema?
+No cabía duda de que la industria apoyaba el programa. En mayo de 1953, Paul Litchfield, de la Goodyear, le había enviado a Rey Hill proyecciones económicas que demostraban que el país seguiría dependiendo del caucho natural durante muchos años. El 24 de julio W. E. Klippert, director del programa de plantaciones de la Goodyear, le escribió a Stassen recordándole que «había habido notables progresos en el desarrollo de nuevas variedades del caucho Hevea muy productivas y resistentes al hongo, de utilidad para este hemisferio… Dentro de unos pocos años empezará a dar fruto el largo periodo de investigaciones básicas». La carta se refiere luego a la jerarquía administrativa que había puesto el programa del caucho bajo el control del Departamento de Estado. «Esta inusual disposición administrativa ha sido origen de algunos conflictos operacionales«. La industria, en otras palabras, estaba al corriente de los esfuerzos por socavar el programa y deseaba que el Departamento de Estado los conociera. La respuesta de Stassen, del 11 de agosto, sólo menciona que «los problemas que usted plantea merecen la más cuidadosa consideración antes de tomar cualquier decisión respecto al recorte del programa».
+Para ese momento, ya todo el mundo involucrado sabía que todas las revisiones y reuniones habían sido pura pantalla. La Foreign Operations Administration no tenía ni la menor intención de continuar el programa del caucho. Sólo esperaba el momento preciso para cancelarlo. El 2 de septiembre, el secretario de agricultura, Ezra Benson, le envió una airada carta a Stassen: «Paso a paso, el proyecto ha pasado a manos de su programa de asistencia técnica… Este trabajo de inusitado carácter técnico está tan empantanado ahora, en medio del forcejeo administrativo con su Instituto de Asuntos Interamencanos, que el desarrollo del programa encuentra serios obstáculos… La industria de los Estados Unidos ha apoyado repetida y fervorosamente la continuación del trabajo con el caucho Hevea… Le encarezco constituir este trabajo en una actividad de campo peculiar y darle al Departamento de Agricultura la responsabilidad y latitud necesarias para manejarlo dentro de su jurisdicción… Este programa del caucho es de máxima urgencia».
+El 25 de septiembre, el Rubber Advisory Panel reunió de nuevo a representantes de los departamentos de Agricultura, Comercio, Estado y del Tesoro, y de las principales compañías de caucho. G. M. Tisdale, presidente de la U. S. Rubber Company, después Uniroyal, presentó la evaluación más espeluznante. «Esta compañía», decía en su informe, «maneja plantaciones de buen tamaño en el Lejano Oriente, y el desarrollo de variedades de caucho Hevea resistentes al hongo suramericano podría algún día evitar su destrucción… Todos sabemos lo que significaría el brote de una plaga para las economías dependientes del cultivo de caucho natural, y esta compañía insiste en la continuación del programa de investigación y desarrollo». Al leer el informe de Paul Litchfield, de la Goodyear, se tiene la impresión de su incredulidad ante el hecho de que le hagan la misma pregunta de nuevo. «Este programa», dice, «ha sido invaluable para el desarrollo de nuevas variedades productivas, los métodos de control de las plagas y técnicas locales de producción en este hemisferio… El propósito de esta carta es el de reafirmar nuestro profundo interés en la continuación de este trabajo, de gran importancia».
+Pero para entonces ya era demasiado tarde. El 12 de octubre de 1953, Rey Hill propuso eliminar del todo el programa en una comunicación a D. W. Figgis, presidente del IIAA. Diez días después, Harold Stassen le escribió a cada uno de los ejecutivos del caucho que habían asistido a la reunión del Rubber Advisory Panel: «Una minuciosa revisión de la fase de investigaciones regionales del programa ha tenido como resultado mi recomendación al Departamento del caso que esta actividad termine en cuanto tiene que ver con la administración del FOA, a partir del 30 de junio de 1954». Era la sentencia de muerte del programa. Stassen procedió luego a crear una maraña de documentos para justificar su decisión. El 2 de diciembre de 1953, un grupo llamado Research and Evaluation División, Office of Research, Statistics and Reports, había presentado un informe secreto de seis páginas pidiendo la cancelación del programa. En todo el documento sólo hay una referencia a la plaga: «Sólo existe una remota posibilidad de que el desarrollo de una variedad inmune al hongo suramericano pueda tener a largo plazo importantes resultados benéficos para la protección de las plantaciones del Sudeste Asiático en caso de que se presente un brote de la plaga allí». Dicho de otro modo, puesto que el desarrollo de variedades resistentes no podía evitar la eventual destrucción de las plantaciones del Oriente, no había razón alguna para desarrollar plantaciones resistentes en el continente americano. El 9 de diciembre de 1953, Harold Stassen envió un memo secreto a los secretarios de Estado, Defensa, Agicultura y del Tesoro anunciando la cancelación del programa, por ser, como dijo, de marginal importancia para la seguridad militar de los Estados Unidos.
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+En el verano de 1953, seis meses antes de que el programa fuera eliminado, la Rubber División recomendó que Schultes fuera transferido a los Estados Unidos durante dos años con el fin de elaborar una monografía botánica sobre el género Hevea. Ni siquiera Rey Hill pudo negar el valor de la propuesta. Dijo en una carta a su superior que, «como resultado de sus doce años de exploración, Schultes sabe más sobre el caucho silvestre, sus diferentes especies y su relación con el resto del mundo vegetal, que cualquier otro ser humano. La información que ha acumulado en el curso de esos doce años, sólo está en su cerebro». Fue un apoyo irónico. La monografía sería muy importante, pero el verdadero legado de Schultes crecía en los campos de Turrialba y Los Diamantes.
+En varias ocasiones, primero en 1946 y luego en primavera de 1951, Schultes había viajado a Costa Rica para ver sus árboles. Ernie Imles, entonces director del centro de investigaciones, recordaba dos incidentes durante sus visitas. El primero fue un accidente menor; su jeep rodó a una zanja cuando iban camino a la granja en Los Diamantes. Esa vez Schultes había asombrado a los trabajadores al ver estos que podía decir groserías con fluidez en cuatro lenguas, hasta en huitoto. Y luego, el almuerzo el día que llegó en 1951. Sabiendo que se trataba de una leyenda viviente que venía directo del corazón de la selva y que estaría ansioso por algo de vida social, Portia, la esposa de Imle, invitó a varias amigas y preparó un complicado almuerzo. Schultes, en efecto, llegaba del río Guaviare, y entró a la casa, flaco y hasta macilento, con una expresión, según recuerda Imle, distante, incluso perturbada. Cuando cayó su mirada sobre el viejo tocadiscos en un rincón de la sala, le preguntó cortésmente a Portia si tenía algún fragmento de La creación, de Haydn. Ella nunca había oído hablar de él. Sacó entonces un disco de su morral y preguntó si lo podía poner. Cuando no estaba oyendo los sonidos de la selva, le explicó, esa obra era su única fuente de tranquilidad y reposo. Y mientras los demás charlaban, se sentó solo en una silla, escuchando la música con los ojos cerrados. La mañana siguiente ascendió a la cima del volcán Irazú y pasó el día herborizando en los robledales, a tres mil trescientos metros sobre el nivel del mar.
+El 17 de julio de 1953, Rey Hill envió este telegrama a la embajada de los Estados Unidos en Bogotá: «Schultes debe prepararse partir definitivamente de Colombia y venir por no tener más servicio extranjero… Elaboración monografía asegurada». No era así, nunca le llegó la autorización para el proyecto de dos años. En el otoño de 1953, volvió a su amada Harvard y aceptó el trabajo de curador del Herbario de Orquídeas Oakes Ames del Museo Botánico. La donación que había establecido el cargo estipulaba que el curador se dedicara exclusivamente a las orquídeas. Con su habitual fervor se lanzó a la tarea, y publicó dos libros sobre esa familia de plantas, uno de ellos sobre una orquídea de Trinidad Tobago. Su monografía sobre el caucho quedó en suspenso definitivamente, y hasta la fecha no ha sido completada.
+Durante los cinco años en los cuales trabajó con las orquídeas en el Museo Botánico, la selva recuperó gradualmente las plantaciones de Villarteaga y los demás cultivos de investigación del programa del caucho. Poco después de que este fuera eliminado, funcionarios enviados por el Departamento de Estado cerraron el centro de Turrialba y se llevaron todos los archivos. En menos de un año talaron casi todos los cauchos de Turrialba y de Los Diamantes. El semillero de clones que había sido depósito genético de todo el continente fue reemplazado por un sembrado de caña de azúcar. Los restos de las colecciones de Schultes y de Seibert, un bosque pequeño de cauchos muy raros, fueron destruidos por un botánico escocés, cuyo nombre mejor no se recuerda, que quería acortar el camino hacia sus cultivos experimentales de yuca.
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+La destrucción del programa del caucho, idiota como fue, puede haber pasado a la historia como otro ejemplo de la estupidez burocrática, de no haber sido por un desarrollo que ninguno de los involucrados hubiera podido prever. En los años que siguieron a la guerra, la demanda de artículos de caucho aumentó en forma dramática. Entre 1948 y 1978, el consumo mundial aumentó a un promedio anual del 6,3 %. En treinta años la producción se multiplicó por seis. Aunque las mejoras en las plantaciones más que cuadruplicaron la producción, la oferta de caucho natural no pudo, sin embargo, guardar el mismo ritmo de la demanda. Durante los diez años posteriores a la eliminación del programa del caucho, el sintético cubrió porcentajes cada vez más altos del mercado, y para 1975 representaba el setenta y cinco por ciento de toda la producción. Los economistas creían que esta tendencia iba a persistir, y la mayor parte de ellos anunció que con el tiempo el caucho natural sería un detalle minúsculo de la historia.
+Estaban equivocados. El primer golpe contra el caucho sintético provino del embargo petrolero de la OPEP, que en 1973 más que duplicó el precio de la materia prima para la industria plástica. Las plantaciones consumen más o menos media tonelada de petróleo para producir una tonelada de caucho, mientras que una planta petroquímica necesita tres y media toneladas para fabricar la misma tonelada de caucho sintético. El aumento en los precios de la gasolina también afectó a los consumidores, que redujeron el empleo de sus autos. Este ahorro voluntario ocasionó un segundo y mucho más serio desafío a la industria plástica: la rápida y general adopción de la llanta radial. Hasta 1968, más del noventa por ciento de los automóviles americanos tenía sencillas llantas sesgadas, hechas con la misma tecnología básica que había imperado desde 1900. La llanta radial fue un cambio radical. Al colocar cordones dentro del material de la llanta a noventa grados respecto a la dirección en que gira, añadiendo una tira de acero para darle más resistencia, los ingenieros de la fábrica francesa Michelin crearon una llanta que ahorraba combustible, se manipulaba mejor y duraba dos veces más. Una vez se hicieron populares en los Estados Unidos, las radiales pronto acapararon el mercado, y para 1987 representaban prácticamente el ciento por ciento de las ventas. Lo cual, a su turno, les dio enorme impulso a las plantaciones, porque sólo el caucho natural tiene la resistencia suficiente para los flancos de las llantas radiales. Era este un avance tecnológico que nadie había predicho.
+Para 1993, el caucho natural había reconquistado el treinta y ocho por ciento del mercado doméstico, y los Estados Unidos dependían más de él que en los anteriores cuarenta años. Las esperanzas en el caucho sinténtito sólo se habían cumplido en parte. No existe todavía un sustituto que pueda igualar la elasticidad y la resistencia a la tracción, el desgaste y el impacto, o la capacidad de absorber golpes sin generar calor, del caucho natural. Hoy en día, las llantas de todos los aviones comerciales y militares, desde el 747 hasta el bombardero B-2 y el transbordador espacial, son hechas en un ciento por ciento con caucho natural. La mitad del caucho de todas las llantas de las camionetas sigue siendo producto de los árboles. Las llantas enormes de las maquinarias industriales son naturales en un noventa por ciento. La mitad del caucho de todas las llantas de los autómiles proviene de plantaciones situadas a casi doce mil kilómetros de distancia.
+Cada año, los Estados Unidos gastan mil millones de dólares importando caucho natural. En 1993, el consumo mundial superó las cinco y media toneladas. El ochenta y cinco por ciento se produjo en el Sudeste Asiático. Hace décadas, los científicos advirtieron sobre el peligro de que la plaga fuera introducida deliberadamente en las plantaciones. «Ninguna de las especies empleadas para la formación de las plantaciones orientales posee un grado de resistencia apreciable a la plaga», escribió Loren Polhamus, uno de los principales expertos del Departamento de Agricultura. En lo esencial, la situación no ha cambiado. Hoy en día, un indetectable y único acto de terrorismo biológico, la introducción sistemática de esporas del hongo tan pequeñas que se pueden esconder fácilmente en un zapato, podría arrasar las plantaciones, suspendiendo la producción de caucho al menos durante una década. Es difícil pensar en otra materia prima tan vital y vulnerable como esta.
+La decisión de eliminar el programa del caucho se tomó en medio de esa atmósfera de ignorancia, irresponsabilidad y arrogancia por la que ya es conocida la burocracia moderna. En cuanto acto de locura, tiene pocos antecedentes en la historia de la botánica. Desde hace un siglo la amenaza del hongo suramericano y la vulnerabilidad de las plantaciones del Lejano Oriente siguen pendiendo como una espada de Damocles sobre el mundo industrializado. Si el programa del caucho hubiera continuado, podríamos estar casi seguros de que en la actualidad habría en el continente plantaciones sanas, productivas y resistentes a la plaga. De haber sucedido esto, muchos de los árboles serían descendientes de las semillas silvestres recogidas hace varios años por un solitario explorador de la Amazonía. En lugar de ello, su sueño fue borrado de un plumazo.
+EL PRIMER DOLOR DE LA malaria lo sintió en la tarde del 23 de mayo de 1942, remando aguas arriba hacia El Encanto, en el río Caraparaná, con su compañero Nazzareno Postarini. Era la época de lluvia y ambas riberas estaban inundadas, por lo que no tuvieron otra alternativa que acampar y descansar hasta que pasara la fiebre. Después de colgar las hamacas sobre el suelo cenagoso y de hacer una hoguera con musgo y cortezas, se quedaron tres días bajo la lluvia, convulsionando Schultes por los accesos de escalofríos y sudores nocturnos. En la mañana del 27 la fiebre cedió, y al despertar estaba el cielo azul, la luz se filtraba en la selva y desde el río soplaba una fresca brisa. Aún débil en la hamaca, se incorporó lentamente y caminó con cautela hacia el río para bañarse. Tropezó y cayó en la fangosa ribera. Al levantar la vista vio una solitaria orquídea casi hundida en el espeso musgo de un tronco medio sumergido en el agua. Se acercó hasta alcanzarla. Los pétalos y sépalos eran de un azul pálido, el labelo algo más oscuro, con manchas rojas en el cartucho. Nunca había visto un tono azul tan perfectamente puro. Al rozarla ligeramente con un dedo, supo que tenía en la mano la legendaria orquídea azul. «Nunca», escribiría después, «podría un médico haberme prescrito un tónico más eficaz… Me sentía feliz, creyendo casi que el destino me había llevado en ese día de tanto abatimiento hasta esa reluciente joya de la selva».
+Era en realidad una extraordinaria recompensa. En tres siglos, sólo cuatro exploradores habían hallado en la selva esta delicada planta, la Aganisia cyanea, llamada así por la amada de Apolo, la ninfa griega Acacálide. En 1801, Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland la encontraron en las faldas del cerro Duida, la montaña del Mundo Perdido, que se levanta arriba del nacimiento del caño Casiquiare, el canal natural que une la cabecera del río Negro en el Brasil con el Orinoco en Venezuela. Cincuenta años después, el botánico inglés Richard Spruce recogió un ejemplar mil seiscientos kilómetros al sur, en el tronco de un árbol junto a un arroyo cerca de Manaos, justo arriba de la confluencia del río Negro y del Solimões. En enero de 1853 la encontró de nuevo en el alto Vaupés, abajo de la gran catarata de Ipanuré. Pasó casi un siglo hasta que José Cuatrecasas, el amigo de Schultes, fuera el siguiente en hallarla, en 1939, en la cabecera del Vaupés. Este era uno de los especímenes que Schultes había podido ver cuando llegó a Bogotá en 1941.
+Schultes supo por primera vez de la orquídea cuando, siendo estudiante en Harvard, vio por azar una ilustración en color en un número del Botanical Magazine de 1916. Lo que más lo intrigó no fue tanto la novedad de la planta, sino uno de los hombres que la habían hallado. Para comprender su afecto por Richard Spruce, un modesto botánico decimonónico de Yorkshire, hay que aceptar la posibilidad de que la semilla de una generación puede germinar en las siguientes y que el espíritu de alguien muerto hace mucho tiempo puede avanzar en el tiempo, y no sólo para inspirar a alguien sino para forjar sus sueños. No fueron tutor y pupilo, puesto que Spruce murió veinte años antes de que Schultes naciera. El amor que Schultes sentía por Spruce, una pura asociación atavística, a veces casi una obsesión, se convirtió en su fuerza, en lo que le permitía lograr más y en lo que le infundía una especie de certeza espiritual. Al preguntarle una vez si no había modelado, inconsciente o subconscientemente, su vida y su carrera en las de Spruce, respondió: «Ni una ni otra cosa. Fue algo consciente».
+Se conocieron en 1922, cuando Schultes, de siete años, yacía en una cama de un hospital de Boston, víctima de una enfermedad infantil. Durante varias semanas, su padre le leía cada noche páginas de un libro llamado Notes of a Botanist on the Amazon and Andes: Being Records of Travel on the Amazon and its Tributaries, the Trombetas, Río Negro, Uaupués, Casiquiare, Pacimoni, Huallaga and Pastasa; as Also to the Cataracts of the Orinoco, Along de Eastern Side of the Andes of Peru and Ecuador, and the Shores of the Pacific, During the Years 1849-1864. Los dos manoseados volúmenes contenían las cartas y extractos de los diarios de Spruce, editados después de su muerte por su buen amigo, el naturalista Alfred Russell Wallace. El subtítulo da cierta idea de la amplitud de sus viajes, una odisea de quince años que sigue siendo hoy una de las cumbres de la exploración botánica en América del Sur.
+Richard Spruce nació en Ganthorpe, una aldea de Yorkshire cerca de Malton, el 10 de septiembre de 1817. Único hombre entre ocho hermanas, se crió en los brezales, y antes de cumplir los dieciséis años ya había elaborado una lista de cuatrocientas plantas locales. Su mejor amigo era Sam Gibson, un hojalatero mayor que él y aficionado a la botánica, que en lugar de la Biblia tenía en su taller un ejemplar de la British Flora de Hooker, tan impregnado de polvo y hollín que apenas se podía leer. Cuando salió la primera edición del Diario de Charles Darwin en 1839, Gibson le regaló un ejemplar a Spruce y despertó en su imaginación la idea de que podría lograr en la botánica lo que el gran naturalista había alcanzado en la zoología. Fue un sueño ardiente que le dio fuerza durante los monótonos años en que tuvo que enseñar matemáticas en la cercana ciudad de York.
+Su liberación se produjo a fines de 1844, cuando una enfermedad y el inesperado cierre de la escuela donde enseñaba hicieron que se fuera a Londres, donde se hizo amigo de algunos botánicos como George Bentham y hasta del gran William Hooker, a la sazón director del Real Jardín Botánico de Kew. Varios trabajos técnicos de Spruce publicados en The Phytologist, una revista botánica fundada en 1841, habían causado buena impresión en ambos científicos. Bentham, quien acababa de regresar de España, le sugirió que viajara a los Pirineos y vendiera sus colecciones para financiar la expedición. Así que, en mayo de 1845, partió Spruce de Inglaterra por primera vez. Se quedó en las montañas un año, aprendió español y recolecto cerca de quinientas especies de musgos, nuevas diecisiete. Tan importantes fueron sus colecciones que Bentham se entusiasmó y le sugirió emprender una expedición mucho más ambiciosa a América del Sur. A cambio de que le enviara conjuntos de muestras completas para Kew, Bentham le prometió ser su agente, montando sus colecciones para venderlas por suscripción a los principales herbarios europeos. Con apenas este débil compromiso y nada de dinero propio, Spruce partió hacia el Amazonas a principios del verano de 1849, sin tener la menor idea de dónde iba a ir o de cuándo volvería.
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+La jornada de exploración de Spruce sería única, pero un notable grupo de historiadores naturales, una nueva clase de estudiosos inspirados por Darwin y libres de las restricciones de clase y propiedad que desde hacía mucho tiempo constreñían las ciencias naturales inglesas, compartía los sentimientos que lo impulsaron a la odisea. Los viajes harían florecer la imaginación de aquellos aventureros e inspirarían en ellos nuevos pensamientos y la materia prima para forjar nuevas teorías de la vida. Y lo que resultó de esas jornadas fue un verdadero hito en la historia de los descubrimientos científicos. La sociedad estaba en un estado de constante cambio, y también la biología, que a su vez influyó en aquella. Una nueva planta americana, la estatigrafía de una capa de fósiles, el ciclo de vida del percebe, un escarabajo hallado en los páramos de Escocia, esos y otros centenares de momentos de iluminación inspiraron la lenta gestación de un conjunto de ideas que haría temblar los cimientos intelectuales y sociales del mundo.
+La teoría evolucionista de Darwin, la idea de que la vida cambiaba constantemente y de que las especies eran mutables a causa de la selección natural del más apto, fue el fruto de muchas influencias, aunque la inspiración la tuvo a bordo del Beagle en el curso de ese largo y a veces solitario viaje que lo llevaría a veinte mil kilómetros de su hogar. Sin embargo, lo que realmente lo motivó para hacer pública su teoría veinte años después, en El origen de las especies, fue la carta que le envió un conocido desde las lejanas Molucas y que recibió el 18 de junio de 1858. La carta, fechada en febrero de ese año, parecía un resumen de sus propios trabajos inéditos. Extraviado cuando iba camino a Nueva Guinea, y en un acceso de malaria, Alfred Russell Wallace había concebido independientemente una teoría de la evolución tan similar a la de Darwin que sus conclusiones se publicaron con precipitud dos semanas después, un texto escrito por ambos que leyeron el primero de julio de 1858, ante un público escogido, los treinta miembros de la Linnean Society de Londres. Wallace pudo hacer su famosa contribución a la ciencia en parte porque seis años antes, en otro continente y otra vez con las fiebres, un amigo, Richard Spruce, le había salvado la vida.
+Al igual que Spruce, Wallace había empezado como humilde maestro de escuela y luego, adorador de Darwin, se dejó llevar por el ansia de explorar el trópico. En 1848, a los veinticinco años, le escribió a su amigo Henry Bates proponiéndole el audaz plan de organizar una expedición para resolver «el problema del origen de las especies». Bates, de veintitrés años y carácter afín, era un apasionado coleccionista de insectos y trabajaba entonces para un fabricante de medias de Leeds. La sordidez industrial de las Midlands le era poco atractiva, y acogió la idea con entusiasmo. Después de asegurar la adecuada retribución por sus colecciones, los dos naturalistas autodidactas partieron de Inglaterra rumbo al Amazonas a fines de abril de 1848. Llegaron a Belém el 28 de mayo, poco más de un año antes que Spruce.
+Durante cuatro meses permanecieron juntos, navegando aguas arriba por el Tocantins y explorando la selva en torno a Belém. Luego, por razones que se desconocen, tomaron caminos separados: Wallace a la isla de Mexiana, en el norte del delta del Amazonas, y Bates a la hacienda de un plantador escocés en Caripí, treinta y dos kilómetros río arriba de Belém. Siguieron varias exploraciones y durante siete meses continuaron aparte, intoxicados por el aroma del trópico, sobrecogidos por un río tan ancho como el mar y con un estuario formado por islas selváticas del tamaño de algunos países europeos. Se reunieron de nuevo en el verano de 1859, al volver Bates a Belém desde Cametá y el río Moju, en la tarde del 19 de julio. Wallace estaba allí desde junio, esperando la llegada de su hermano Herbert, que había zarpado de Inglaterra en el bergantín Britannia. El barco atracó el 12 de julio. Con Herbert Wallace viajaba también Richard Spruce.
+No se sabe si Spruce, Wallace y Bates exploraron juntos la selva. Para cualquier naturalista, pensar en esa posible excursión es algo sublime. Si la hicieron, sólo habría podido suceder durante los once días entre el retorno de Bates a Belém y la posterior partida de Wallace río arriba a principios de agosto. Muchos escritores han sugerido de manera incorrecta que después, en noviembre, los tres estuvieron juntos cuatro meses en el pueblo de Santarém, en la boca del Tapajós, donde vivía Wallace. En realidad, Bates llegó a Santarém el 9 de noviembre y se fue la mañana siguiente a Óbidos, una aldea cercana. Spruce llegó a Santarém el 19 de noviembre, el mismo día en que Bates se embarcó en Óbidos, rumbo a Manaos. Esta sería la norma de sus viajes, siguiendo cada cual su propio camino, vagamente conscientes del paradero de los demás y cruzándose de vez en cuando, como les sucedió a Spruce y a Wallace en Manaos en 1851, y después ese mismo año en São Joaquim, en el Uaupés. Lo que pensaba cada uno de cada cual permanece oculto bajo el formalismo Victoriano, pero una cosa es segura: juntas, sus exploraciones transformaron nuestro conocimiento del Amazonas. Bates se quedó once años e identificó y recolectó más de catorce mil especies de insectos, cerca de ocho mil nuevos para la ciencia. Wallace sólo permaneció cuatro años, antes de que una enfermedad y la muerte de su hermano lo hicieran volver a Inglaterra. En la travesía le ocurrió otra desgracia; a más de mil kilómetros de las Bermudas, el barco se incendió. Desde una chalupa, rodeado de gente que rezaba por su rescate, contempló las llamas que devoraban toda su colección.
+Mucho después de que Wallace se repusiera de la tragedia y viajara al Asia Sudoriental y de que Bates retornara a salvo a Europa, Spruce seguía en las selvas suramericanas: un año en Santarém, otro en Manaos y luego cuatro en el río Negro. En una jornada sin par en los anales de la historia natural, recorrió a remo más de seis mil cuatrocientos kilómetros, recolectó veinte mil especímenes, y anotó el vocabulario de veintiuna tribus hasta entonces desconocidas. En esa expedición, que lo llevó a todo lo largo del río Negro y más allá de su nacimiento, describió la elaboración del polvo de coca, identificó la fuente botánica del yagé y recolectó por primera vez semillas de yopo, un potente polvo alucinógeno extraído del árbol Anadenanthera peregrina.
+En marzo de 1855, reservó pasaje en un vapor que lo llevó Amazonas arriba hasta Iquitos, en el Perú. De allí se dirigió por tierra hasta los Andes, donde ya en la vertiente, en el pequeño pueblo de Tarapoto, se quedó dos años y reunió una vasta colección que incluía más de doscientas cincuenta especies de musgos. Allí, a fines de 1857, el día en que cumplía treinta y nueve años, recibió una comunicación oficial. Miles de soldados ingleses estaban muriéndose de malaria en Crimea, y el secretario de su Majestad en la India deseaba que Spruce fuera de inmediato al Ecuador para recoger semillas y corteza de quina, único tratamiento conocido de la enfermedad. En un itinerario sensato, habría vuelto por el Amazonas, rodeando el continente por el Cabo de Buena Esperanza hasta Guayaquil, en la costa del Ecuador, y luego cruzando a pie los Andes hasta la región de la quina, en la vertiente oriental. Pero como lo que se le había dicho era que fuera directamente a los campos, eligió tomar hacia el oeste a pie, en una jornada de ochocientos kilómetros tan peligrosa que casi hace enloquecer a su perro. Comiendo sólo bayas y carne salada, y con accesos de tos tan violentos que le salía sangre por la boca y las narices, de alguna manera logró abrirse paso por la densa jungla y salir casi arrastrándose del bosque húmedo andino. Quebrantado su cuerpo, pero no su ánimo, pasó dos años en la región de la quina y recogió las semillas que serían una de las bases de las exitosas plantanciones de Oriente.
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+Schultes estuvo en Inglaterra durante los primeros meses de 1947, la mayor parte del tiempo en el herbario de Kew, examinando las colecciones que Spruce había hecho casi un siglo antes. Muchos de los especímenes eran del género Hevea, pues Spruce tenía gran interés en él. Testigo de los primeros días de la bonanza, había visto cómo subía su precio: de tres centavos de dólar la libra a un dólar con cincuenta centavos sólo durante los cuatro años que estuvo en el río Negro. Ya en 1850, veinticinco años antes del famoso envío de Wickham, Sir William Hooker le había pedido que obtuviera semillas viables. Dadas las condiciones del transporte en la época, se trataba de una tarea imposible, pero Spruce concentró su atención en la planta y en el curso de sus viajes nunca perdió la oportunidad de recolectarla. Su contribución fue inmensa. Hoy se reconocen diez especies del género; cuando Spruce empezó, sólo se conocían dos. Encontró otras seis, de las cuales cuatro se sostienen hoy en día y una fue reducida a la categoría de variedad. Nadie, con la posible excepción de Schultes, hizo más por enriquecer el conocimiento botánico del género.
+La distribución de las colecciones de Spruce le dio a Schultes la idea de que el origen del árbol Hevea estaba en sitios remotos de la cuenca alta del río Negro. Naturalmente, tendría que ir allí. Al volver a los Estados Unidos obtuvo autorización para la más ambiciosa expedición que había hecho hasta ese entonces, una jornada de un año que debía empezar en los últimos meses de 1947. El propósito era examinar in situ los ejemplares silvestres de la familia del caucho, determinando su hábitat y estudiando sus relaciones, todo con el objeto de estimar el papel que podrían tener en el programa de cruces genéticos de Turrialba. En particular, Schultes quería encontrar la Hevea rigidifolia, una especie muy rara, endémica del Uaupés y recolectada sólo dos veces desde que Spruce la descubriera en 1852. Esta era la justificación científica. La sentimental, la que lo impulsaba personalmente, era seguir los pasos de Spruce después de un siglo en el que ningún otro botánico se había internado tanto en el corazón de la Amazonía.
+En Oxford, en febrero, finalmente consiguió su propio ejemplar de los diarios de Spruce. Al hojearlos, no encontró nada que le recordara su propia niñez y que le hiciera revivir las horas que su padre había pasado a la cabecera de su cama. Aun así, había pasajes que despertaban en él ecos extraños. Tal vez porque había compartido parecidas emociones, le pareció al leerlos que eran unas memorias. En los primeros días en el Amazonas, Spruce se esforzaba por expresar su veneración: «El mayor río del mundo», escribió al llegar a Belém, «atraviesa el mayor bosque. Imagínese, si puede, tres millones doscientos mil kilómetros cuadrados de selva, interrumpida sólo por los ríos que la surcan. Para los nativos, destruir el árbol más majestuoso es como arrancar la más humilde hierba; un árbol talado no crea mayor vacío, ni hace más falta, que cuando uno toma una hoja de hierba o un ababol de un trigal en Inglaterra… Donde hay hierbas de veinte metros… Donde en lugar de nuestra hierba doncella hay hermosos árboles que rezuman venenos mortales… Violetas del tamaño de un manzano. Margaritas que se dan en los árboles como el arraclán».
+Leyendo el primer tomo de los diarios nos parece que Spruce se dirige directamente a Schultes, cuando traza el curso de su próximo viaje. «En el punto más alto al cual llegué en el Uaupés, el Jaguaraté Caxoeira, pasé dos semanas bajo caudalosas lluvias… A partir de ese punto, se puede presumir con certeza que todo lo que se encuentra allí es nuevo, y no tengo dudas de que la extensión de tierra que se extiende hacia oriente desde Pasto y Popayán, donde están las cabeceras del Japurá, el Uaupés y el Guaviare… ofrecen un campo tan rico para el botánico como cualquier otro en América del Sur. Pero he hecho averiguaciones en cuanto a la posibilidad de llegar hasta allí, y he encontrado que se deben cruzar páramos del más escabroso e inhóspito carácter, y después arriesgarse en medio de indios feroces y salvajes, así que pienso que esta exploración debe quedar para alguien más joven y vigoroso que yo». Schultes ya había cruzado los Andes desde Pasto y Popayán. Entonces, en la primavera de 1947, se proponía ir a tierras desconocidas al sur y al oriente, y viajar por los ríos que desembocan en el alto río Negro.
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+Cuando América del Sur era joven y el continente todavía estaba unido a la masa de tierra que se convirtió en África, el río predecesor del Amazonas corría de oriente a occidente, recibiendo las aguas de la vertiente sur de un gran macizo cuyos restos se conocen ahora como la Sierra de Pacaraíma. El río llegaba al Pacífico en algún punto de la costa de lo que hoy es el Ecuador. Luego, hace cien millones de años, los dos continentes del sur se separaron. Hace sólo unos quince millones de años el surgimiento de la cordillera de los Andes bloqueó el río, creando un vasto cuerpo de agua que cubría buena parte de lo que hoy es la cuenca del Amazonas. Se convirtió, en efecto, en la ciénaga más grande que el mundo ha conocido. Con el tiempo, estas aguas se abrieron paso entre las viejas formaciones de arenisca del este y formaron lo que es hoy el río Amazonas. Sólo entonces se formó la selva.
+El río Negro y el Solimões, las dos grandes ramas del Amazonas que confluyen en Manaos, son legados de esos asombrosos acontecimientos geológicos. Al Solimões y sus afluentes los alimentan las aguas que se precipitan de diez mil valles en las alturas de los Andes. Ricos en sedimentos, son los ríos legendarios de las mitologías indígenas, la fuente de las tierras y nutrientes que cada año reabastecen las áreas de inundación del río más bajo. El río Negro, al contrario, recibe las aguas de la mitad norte de la hoya amazónica, y nace en las arenas blancas y en antiguas tierras erosionadas de la Sierra de Pacaraíma. Es de agua pura, casi estéril, y su color oscuro indica su más notable característica: una alta concentración de materia húmica, muy pocos sedimentos y un contenido de tanino igual al de una taza de té bien cocida. Los bosques a lo largo de sus riberas son espléndidos, pero las plantas crecen en suelos muy ácidos y los animales son sólo aquellos que pueden sobrevivir en lo que los indios llaman el Río del Hambre.
+No lejos de Manaos, el río Negro y el Solimões se unen, y por unos kilómetros corren parejas las aguas negras y las blancas, encrespándose y retorciéndose hasta que se funden. Sólo el río Negro tiene ocho kilómetros de ancho en la boca. Por sí mismo, y en cualquier otro continente, sería considerado el segundo río del mundo. Las aguas del Solimões son del color del café claro y arrastran islas flotantes, esmeraldas y azules, de hierba y jacintos. Allí medran los delfines a mil seiscientos kilómetros del mar. Uno es el tucuxi, oscuro y de aspecto muy parecido al de su pariente marino. El otro es el boto, que pertenece a un grupo único de primitivos cetáceos de agua dulce. Prácticamente ciegos, estos peces pa san la mayor parte de la vida al revés, orientándose por los ecos y emitiendo unos débiles chasquidos que rondan en las aguas turbias. De dos a dos y medio metros de largo, y de color rosado, diminutos ojos y una giba protuberante, nadan en el fondo del río y emplean las cerdas táctiles de su trompa para localizar el alimento. Cuando ascienden para respirar, irrumpen en la superficie lentamente, como si le temieran al sol. Los indios creen que son de otro mundo y, por tanto, sagrados.
+Para Spruce, los delfines de agua dulce eran una maravilla más de aquel mundo de agua, selva y cielo: la trenzada corriente del río Negro, tachonada por mil islas, y el Solimões perdiéndose en el horizonte. Aguas más calientes que los vientos. Un viaje a través de la confluencia durante el cual no vio tierra durante una semana. «Es imposible», escribió poco después de llegar a Manaos, «contemplar masas tan inmensas de agua en el centro de un vasto continente, fluyendo hacia el océano, sin sentir la mayor admiración, y al verlas bajo el sol poniente… me fue difícil abandonar el lugar». Unos meses después, Spruce había mitigado sus impresiones. Al año escribiría: «Al río Negro se le puede decir el Río Muerto… nunca vi una región tan desértica».
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+El 4 de septiembre de 1947, en Manaos, Schultes no tenía tiempo para contemplar la belleza del río o para pensar en los peligros de la jornada que iba a emprender. Su embarcación, un barco de la Higson & Company llamado João, debía partir hacia el río Negro a las seis de la tarde. Parecía que nada funcionaba. Su asistente de campo, Pacho López, había llegado a salvo de Leticia, pero su canoa de aluminio y el equipo botánico enviados desde Belém no estarían en Manaos sino tres días después. Los mecánicos no habían reparado una segunda lancha más pequeña del Instituto Agronómico do Norte, y esto quería decir que su compañero, João Murça Pires, un joven botánico brasileño, tendría que quedarse esperando a que la arreglaran. Al mediodía le anunciaron peores noticias. Un sacerdote norteamericano, el padre McCormack, lo llamó para confirmarle que la embajada de los Estados Unidos en Río le había girado el dinero para la expedición a su agente consular en Manaos, un cargo que, desafortunadamente, no existía. Como era hora de almuerzo y todo estaba cerrado en la ciudad, Schultes tuvo que buscar un abogado para que le hiciera un poder a Murça Pires autorizándolo para cobrar el dinero en el caso de que llegara a un banco local. Apenas tuvo tiempo para un brindis de despedida con el cónsul colombiano, Herrán Medina, quien lo acompañó al muelle, al que llegaron con Pacho poco antes de las ocho, dos horas después de la partida oficial del João, pero una hora antes de que zarpara lentamente.
+Les siguió yendo mal. A mitad de la noche, cuando el barco acababa de pasar, en Santo Antonio, la última de las islas grandes, se desató una tremenda tempestad. En un instante, casi se podía tocar el bajonazo de presión. Vientos violentos azotaron la cubierta y amenazaron con hundir las dos lanchas atadas al casco. Estaban amarradas con fuertes y gruesos lazos de fibra de chiquichique, pero uno se rompió y una ráfaga de viento hizo chocar el bote contra el casco. El capitán luchó una hora contra la tormenta antes de darse por vencido y llevar el barco al abrigo de un recodo, donde la selva lo protegía del viento. Hubo una súbita calma, pero no sirvió de nada. Los pasajeros, despiertos de golpe en sus hamacas, no podían dejar de comentar la aventura. Con el tiempo pasaron a otros temas, aunque con la agitación, el ruido de las reparaciones y los mosquitos que surgían de la ciénaga, no podían dormir.
+Durante los días siguientes no pasó nada. Al igual que Spruce antes que él, Schultes no tenía un itinerario preciso. El río corre en una suave curva de cerca de novecientos kilómetros a partir de Manaos hacia el poblado de São Gabriel, localizado justo abajo de la confluencia del Uaupés, que llega del oeste, y donde el río Negro sigue hacia el norte. Entre Manaos y São Gabriel había un puñado de aldeas, pequeñas y aisladas, como en la época de Spruce. A cuatrocientos cincuenta kilómetros aguas arriba de Manaos estaba la misión salesiana de Barcelos, y más allá, a mitad de camino hacia São Gabriel, Santa Isabel, otra pequeña misión católica. En el medio había unos cuantos desembarcaderos donde los barcos se detenían y los pescadores acudían para hacer trueques. Schultes esperaba herborizar río abajo, pero su objetivo final eran las selvas aisladas de la cabecera.
+Al navegar lentamente río arriba, tomaba notas sobre la vegeta ción y trabajaba hasta bien entrada la tarde traduciendo varios de los trabajos técnicos sobre el caucho de Adolpho Ducke. En las noches leía a Spruce o charlaba con el padre Colombo, el locuaz sacerdote italiano que dirigía la escuela salesiana en Barcelos. El padre le indicó los grabados en piedra de la desembocadura del río Branco, las famosas Ilahas de Pedras que habían atraído a Spruce, y alardeaba de los cocoteros que la misión había plantado a lo largo de las riberas. En la Yurupari-roka, una enorme piedra de granito que surgía en medio del río, le habló sobre el demonio y cuestionó la fuerza que arrastraba a la gente hacia el borde de una ciénaga interminable. A los ribereños los llamó caboclos y los describió como los campesinos de la selva inundable. La poca sangre indígena que quedaba en las cabeceras había sido absorbida por esos hombres y mujeres mestizos, cuyas vidas dependían del ciclo del río. Durante el periodo seco les iba bien, comían pescado y lo que lograban cultivar en las riberas. La época de las lluvias los ponía a prueba. El río crecía casi dieciocho metros, inundaba las casas y los cultivos, dispersaba los peces y el ganado, y ellos tenían que refugiarse en balsas o más allá de los terrenos aluviales.
+El barco llegó a la misión de Barcelos cuatro días después de zarpar. Era el Día de la Independencia, hacía un calor aplastante y la tripulación y los pasajeros habían estado bebiendo cachaça, el licor de caña sin depurar, desde el mediodía. En la misión, así mismo, todo el mundo parecía borracho. Nadie quería trabajar, de modo que Schultes hubo de descargar lo que llevaba, incluida la comida de tres meses para los doscientos niños de la escuela del padre Colombo. Al día siguiente la tripulación se recuperó, el João siguió su lento rumbo aguas arriba y atracó en la pequeña aldea de Santa Isabel poco antes de la medianoche del 9 de septiembre. Schultes y Pacho durmieron a bordo, y durante toda la mañana se dedicaron a transportar el equipo hasta una casita de adobe de dos cuartos que les prestó el agente de J. G. Araújo y Compañía, una empresa comercial de Manaos. En la tarde visitaron al cura de Santa Isabel, el padre Schneider, un alemán de los Sudetes.
+El plan inicial de Schultes era pedir prestada una canoa para seguir río arriba antes de encontrarse con su amigo Murça en Barcelos, pero esa tarde supo que la lancha del padre Schneider partiría la mañana siguiente hacia São Gabriel, doscientos veinticinco kilómetros río arriba. Era una decisión difícil. Ya casi no tenían dinero y había que recurrir a sus raciones. La cena de esa noche fue una lata de sardinas y un trozo de pan. Si São Gabriel resultaba ser tan pobre como Santa Isabel, no tendrían dónde comer. Aun así, Schultes se encontraba ansioso por seguir. La selva en torno a Santa Isabel estaba inundada, y los caucheros tardarían un mes en empezar sus rondas. Además, São Gabriel era el corazón de las tierras de Spruce, su residencia durante la mayor parte de 1852 y la base desde la cual exploró las cabeceras del río Negro y las del Orinoco. De modo que escogió seguir adelante. Le envió una nota a Murça avisándole el cambio de planes, y en la tarde del 11 de septiembre partió en el bote del sacerdote.
+De nuevo fue una travesía incómoda. Amarrado a un costado de la embarcación de techo de paja había un viejo batelão cubierto, una vetusta barca de diez metros de largo y cuatro de ancho repleta de carga. Apiñados sobre el equipo descansaban catorce personas y un perro. Entre los pasajeros se hallaba una muchacha leprosa cuyas manos y cara estaban horriblemente ulceradas. Pacho viajaba entre ella y un hombre de más edad, el jefe de la policía de São Gabriel, y Schultes vio cómo compartían un racimo de las uvas que el padre Schneider había logrado producir en su huerto.
+El atardecer fue muy bello, y el sol bañó de violeta los tres picos de la Sierra de Jacamín, conocidos como las Montañas del Tapir. Schultes trató inútilmente de dormir en su hamaca, pero el constante raspar de una vasija de lata contra la madera se lo impidió. La embarcación hacía agua en forma alarmante y un muchacho indio no hizo sino achicarla durante todo el viaje. De día el ruido no se notaba, aunque de noche, amainados los de la selva, lo mantenía despierto hasta las primeras horas de la madrugada. Sin embargo, debió de terminar por dormirse porque despertó hacia las cinco, cuando la barca se acercó demasiado a la orilla y el tronco de un árbol inclinado destruyó la techumbre. Schultes saltó de la hamaca y encendió una linterna. Sorprendentemente, no había ningún herido. La luz de la linterna cayó sobre la rama rota del árbol. Tenía unos frutos verdes y los ovarios de algunas flores recién fertilizados. En rnedio de su ofuscación, descubrió que era una Micandra minor, importante miembro del género Hevea que había estado ansioso por recolectar.
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+«Hasta ahora he avanzado sin obstáculos hasta las entrañas de estas tierras», escribió Spruce el 28 de diciembre de 1851, en el claro de Uanauacá, en la base de las cataratas de São Gabriel. En poco más de un mes desde su partida de Manaos, había recolectado más de tres mil especímenes, muchos de especies nuevas. Arriba de Barcelos, casi todas las plantas eran desconocidas. «Y tantas cosas estaban en flor», escribió Spruce, «que me vi obligado a limitarme a las que ofrecían mayor novedad en su estructura. Nada igual me había sucedido antes. Me vi obligado, por ejemplo, a cerrar los ojos ante los mirtos, los laureles y las ingas. Conté no menos de catorce especies de Lecythis en flor, todas menos una nuevas para mí».
+Su suerte cambió la mañana siguiente. Aumentaron los raudales y, aunque el viento llenaba las velas del barco, era imposible seguir navegando. Metro a metro, los indios halaban el batalão contra la corriente. Los lazos se rompían, los indios caían al agua y, ansioso por sus vidas y por lo que le pasara al bote, Spruce no tuvo ojos para las maravillas de la selva. Después de un día terrible, exhausto, le confesó a un amigo en una carta: «Puede ser cierto, como dice Humboldt, que “los peligros elevan la poesía de la vida”, pero yo sólo puedo atestiguar que tienen una espantosa tendencia a deprimir su prosa».
+Cien años después, Schultes tuvo sus propios problemas al acercarse a las cataratas de São Gabriel. Bien en la tarde del 13 de septiembre llegó su barco a Jucabí, una misión bautista en la boca del río Curicuriarí. Allí los misioneros, una afable pareja norteamericana de apellido Ross y sus colegas, los Babcocks, lo recibieron amablemente, llenaron su morral de comida, le dieron ejemplares viejos del Saturday Evening Post y lo invitaron a volver, tanto para esperar a Murça como para subir a los bellos cerros de la Sierra Curicuriarí, al sur, en medio de la selva y a varios días de camino de la misión. Schultes se mostro encantado y aceptó la invitación, pero antes quería sentar cabeza en São Gabriel.
+La mañana siguiente partió con otros veintitrés pasajeros que tuvieron que dejar atrás en un contraflujo, por ser la barca demasiado inmanejable para halarla a lo largo de los dieciséis kilómetros de raudales arriba de la misión. Así que Schultes y Pacho llegaron a São Gabriel sin comida y sin nada con qué cocinarla. Acudieron al principal comerciante del pueblo, el señor Gonçalves, cuyo hijo tenía disponible una casa de un espacio con techo de lata al otro lado de la aldea. El padre salesiano no se mostró tan servicial en materia de alimentación, de modo que hasta que el barco llegó, cinco días después, comieron sardinas con pan y bebieron cocoa fría. Ambos se debilitaron, sintieron náuseas y dolor de cabeza, y como siempre cuando se enfermaba, a Schultes le dio nostalgia de su tierra. «Realmente deseo», confesó en su diario, «que algo me resulte en Nueva Inglaterra».
+Todas estas molestias no impidieron, sin embargo, que herborizara. Había pocas plantas en flor, porque la época apenas empezaba, pero se las arregló para encontrar cosas nuevas, incluso una nueva especie de Herrania, un cacao cimarrón que se daba en la cima de la Sierra do São Gabriel, una colina de cien metros de altura que se alzaba junto a la aldea. Vagando por la selva se emocionó al redescubrir unas cuantas plantas que Spruce había hallado primero: una rara especie del Sapium, y otra del género Micrandra, la bella Pouteria elegans. En sus notas parece como si Schultes sintiera la presencia del botánico de Yorkshire, como si estuviera allí para presentárselas personalmente. «Vi en la selva algunos ejemplos maravillosos de la Cunuria spruceana», escribe, «y conocí por primera vez la Monopteryx uauçu, que trataré de recolectar mañana».
+A Schultes le gustó São Gabriel —sobre todo desde que pudo comer algo caliente el 17 de septiembre—, y lo describió como «el Pueblito amazónico más bonito que he visto». Estaba construido sobre varias lomas que se alzaban hacia la sierra, y la iglesia y la escuela de la misión quedaban en medio de un ondulante campo de hierbas altas. Era de una limpieza inmaculada, y había unas cuantas casas de cemento decoradas con madera y pintadas de vivos colores pastel. Incluso había dos camiones, un viejo modelo T y un Chevrolet que había traído durante la guerra la Rubber Development Corporation. La única carretera, si es que se podía llamar así, era una pista plana de ochocientos metros que iba a una ribera donde los barcos atracaban en verano. Allí se podía ver el otro lado del río y contemplar el atardecer sobre los distantes cerros de la Sierra de Curicuriarí.
+No obstante, ya pasada una semana, Schultes estaba cada vez más preocupado por la suerte de su amigo Murça y del grueso del equipo. El 20 de septiembre decidió volver a bajar el río para averiguar qué había pasado. Su lancha zarpó a las tres de la tarde y vino a llegar a Jucabí ya entrada la noche. Él y Pacho se quedaron allí cinco días, durmiendo en la escuela, gozando de la buena cocina de la señora Ross y explorando la selva cercana, que resultó muy rica en árboles Hevea y plantas afines. El 26, aún sin noticias de Murça, Schultes le pidió prestada una canoa de más de seis metros a la señora Ross, improvisó un cobertizo de tela en la popa y navegó río abajo con Pacho y uno de los muchachos de la misión. Se dejaron llevar por la corriente toda la noche y despertaron bajo un hermoso cielo. Se detuvieron para comer y bañarse en un banco de arena blanca antes de continuar hasta Santa Isabel.
+La tarde siguiente, a eso de las tres, le dio a Schultes una fiebre alta. Hacia el atardecer estaba vomitando sangre y tuvieron que pedirle posada a una familia en la aldea de Bom Jardim, al pie de la Sierra Jacamín. Durante tres días estuvo en una hamaca al cuidado de un hombre con el increíble nombre de William do So Amazonas Beleza. El paciente pensaba que tenía gripa. Su enfermero no pensaba lo mismo y le puso inyecciones de quinina. Cualquiera que fuera, la enfermedad pasó, y Schultes se repuso poco a poco. El primero del mes ya estaba dispuesto a seguir rumbo a Santa Isabel.
+Atracaron a fines de la tarde y no encontraron señas de Murça Pires. Tampoco estaba a bordo del barco que había llegado de Manaos esa noche. Ninguno de los pasajeros sabía sobre el botánico brasileño, pero corría el rumor de que todavía estaba en Barcelos, varado por un problema en el motor. Para entonces Schultes ya no tenía ni un centavo y estaba desesperado por comunicarse con Murça. Fletó a crédito una lancha con tripulación y partió río abajo de inmediato. No habían avanzado mucho cuando el motor se dañó, y tuvo que esperar siete horas en un banco de arena mientras el motorista lo arreglaba. Después viajaron toda la noche y llegaron a Barcelos el 4 de octubre.
+Allí, por fin, estaba Murça, aunque con malas noticias. El mecánico que en Manaos había trabajado en la lancha del Instituto había instalado el motor descentrado, y el estiramiento resultante había roto el eje propulsor. Por fortuna, un viejo herrero portugués en Barcelos había logrado soldar las dos piezas y estaba a punto de acabar el proceso arduo y lento de fabricar un nuevo eje en un torno manual. Mientras esperaban, Schultes consultó a un salesiano que había sido médico y quien le aseguró que no había tenido malaria, sino una gripa muy fuerte. A Schultes le encantó el diagnóstico; Pacho se mostró bastante escéptico.
+En la tarde del día siguiente navegaron de regreso en la lancha que Schultes había fletado en Santa Isabel y a la que le habían atado el bote del Instituto. Además, ahora tenía la canoa de aluminio con motor fuera de borda, que le permitía internarse en las tierras inundadas, herborizando mientras los dos botes remontaban lentamente el río. En la mañana del 7 de octubre llegaron a la isla de Xibarú, donde pasó varias horas examinando el tipo local de la Hevea microphylla, la más rara de todas las especies del caucho. Descubierto en 1902 por el botánico alemán Ernst Ule, es un árbol esbelto de copa poco poblada que a menudo crece en densas colonias en las orillas de los arroyos o cerca de las riberas de islotes en tierras muy inundables. No es raro encontrarlo en el río Negro. Schultes lo hallaría en una docena de lugares. Lo que nunca pudo comprender, y lo que lo dejaba asombrado mientras examinaba la larga y puntuda cápsula del fruto verde, era cómo había hecho Spruce para pasarlo por alto. Aunque el botánico inglés le había puesto particular atención al Hevea y encontrado muchas especies nuevas del género, nunca recolectó la más peculiar de todas. Era, pensaba, uno de los grandes enigmas de la botánica amazónica.
+El curioso hecho dejó sin cuidado a la tripulación, que tenía sus propias y más inmediatas preocupaciones. El caudal del río estaba bajando, y para que fuera posible pasar la lancha del Instituto por los raudales de São Gabriel tendrían que apresurarse. Después de cuatro días en Santa Isabel, finalmente les instalaron bien el motor y la lancha estuvo lista para seguir por sí misma. Partieron en la noche del 9 de octubre, esperando llegar a la misión bautista de Jucabí en uno o dos días. Pero a las dos horas de viaje, el motor falló. «Este viaje», escribió Schultes esa noche, «ha sido una decepción tras otra, y me pregunto si alguna vez podré ver una Hevea rigidifolia en flor».
+Tendrían muchos más problemas. Murça luchó durante todo un día con el motor, pero al final tuvieron que pedirle a una lancha que pasaba que los llevara hasta Jucabí, donde desembarcaron el 12 por la tarde. Para entonces Murça había logrado que el motor funcionara a trancos, pero ni él ni Schultes confiaban en que pudiera llevarlos a lo largo de los raudales. Resolvieron, por tanto, que en dos días volviera la lancha que los había remolcado, para acompañarlos en la peor parte. Fue una sabia decisión: la mañana siguiente, haciendo una corta excursión no lejos de Jucabí, el motor se dañó de nuevo, dejándolos varados en un banco de arena bajo el sol todo un día y una noche. Cuando por fin llegaron a São Gabriel el 14, el río había descendido y corría impetuoso. Treinta y dos hombres trabajando todo un día lograron izar la lancha para salvar sólo el primero de los grandes raudales. «Fue difícil y peligroso», escribió Schultes, «y pensé que nunca lo lograríamos».
+Peores reveses los esperaban. El día siguiente, Schultes descubrió horrorizado que el formol que había comprado en Iquitos para conservar los especímenes estaba adulterado, tal vez aguado. Sus muestras, prensadas en papel periódico húmedo y selladas en bolsas de plástico, debían durar dos meses por lo menos. Pero al examinar las plantas que había dejado en São Gabriel, descubrió que estaban todas dañadas. «Nunca me había sentido tan deprimido», escribió, «¡todas mis colecciones del último mes y medio, podridas!». Después se dieron cuenta de que les habían robado toda la comida y, lo que era más importante, muchos de sus secantes y cartones para el secado. Al quedar varado Murça en Barcelos, había enviado el equipo río arriba a Santa Isabel en el barco de la Araújo. Cuando lo buscaron allí y no lo encontraron, presumieron que había seguido en la lancha hasta São Gabriel. Pero no era así. Sin las raciones enlatadas, llegar a los remotos confines de la región sería mucho más difícil, y la pérdida de los materiales para el secado quería decir que tendrían que herborizar mucho menos. Como si todo eso fuera poco, los hornillos de gasolina del Instituto estaban funcionando mal, y a Schultes le fue endemoniadamente difícil secar los pocos especímenes que no se habían podrido.
+Murça, entretanto, cuidaba de la lancha. Un mecánico local desbarató el motor, encontró unas cuantas partes rotas, soldó otras, rompió una bujía de encendido irreemplazable y luego proclamó que estaba arreglado. La mañana siguiente, la del 17 de octubre, la expedición siguió por el río Negro, impulsada por un motor fuera de borda de tres y medio caballos de fuerza y por un motor hacia adentro de cinco caballos. La corriente bajaba más impetuosa que de costumbre, y cuando la lancha se balanceó demasiado en un raudal, inundando el interior, tuvieron que halarla con lazos. Avanzaban muy lentamente.
+No muy arriba de São Gabriel hay en el río una bifurcación que define toda la hoya superior del río Negro. Llega del oeste el río Uaupés, que nace en Colombia, donde se le conoce como el Vaupés, y cruza la frontera con el Brasil para unirse con el río Negro tras una serie de extraordinarias cataratas. El río Negro propiamente dicho se forma en la confluencia del Casiquiare y del Guainía, un río cuyo curso desde Colombia traza un gran arco que en buena parte constituye la frontera con Venezuela. Desembocan en el alto río Negro, al norte de la confluencia con el Uaupés y al sur del Casiquiare, varios fascinantes afluentes que nunca habían sido explorados por botánicos. Entre ellos se cuentan el Xié, el Dimití y el Içana. Schultes esperaba con el tiempo explorar todos estos tributarios, además del Guainía, el río Negro mismo y, naturalmente, toda la hoya superior del Uaupés, por lo menos hasta la frontera con Colombia. Su primer objetivo era el Içana y un cerro desconocido llamado Tunuhí, cerca de su cabecera.
+En la mañana del 18 de octubre, la lancha llegó a la Ilha das Flores, cerca de la desembocadura del Uaupés. Schultes se detuvo para herborizar, pero se sintió mal, regresó de inmediato al bote y se acostó en la hamaca. Para la tarde estaba de nuevo muy afiebrado y convulsionado por violentos vómitos. Hacia el atardecer le dolía todo el cuerpo y sentía como si sus huesos fueran a explotar. Pacho estuvo a su lado toda la noche, y también la señora Ross, que viajaba con ellos esperando fundar una misión en el alto Içana. Por la mañana ya era obvio que el salesiano de Barcelos se había equivocado. Era malaria, no gripa, lo que había tenido Schultes tres semanas antes.
+Ahora volvía la enfermedad con una intensidad que nunca había tenido. El 19, durante todo el día, mientras la lancha avanzaba lentamente contra la corriente del Içana, con fiebre altísima, Schultes se crispaba con accesos de náusea. Durante cinco días permaneció en ese descanso poco natural, con Pacho siempre a su lado tratando de que volviera a São Gabriel. Schultes se negó a hacerlo, diciendo que estaría bien para cuando llegaran al cerro Tunuhí. El cerro, en efecto, lo sacó de la hamaca el 23, y durante el día se sintió algo mejor. El 24 recolectó varias plantas, pero el esfuerzo resultó ser excesivo. En la noche del 25 deliraba, y la sangre había reemplazado la bilis de los vómitos. El día siguiente estaba tan débil que Murça, Pacho y la señora Ross tuvieron que cargarlo hasta la lancha. Todo se venía abajo. Al descender por el río esa misma mañana, Pacho y Murça intentaron pasar un trecho de raudales en la canoa de aluminio. Zozobraron, se volcaron, perdieron valiosos especímenes de Hevea rigidofolia y un remo, unas tijeras, zapatos y, como Schultes escribió después, «casi la vida».
+La noche del 26 de octubre desistieron por fin de la expedición y partieron hacia São Gabriel. Salieron a las ocho y media y navegaron toda la noche, y el día y la noche siguientes, sin detenerse. Llegaron a São Gabriel al amanecer del 28, y de inmediato llevaron a Schultes al hospital de la misión, donde durante una semana le salvaron la vida con providenciales inyecciones de quinina y de atropina, dos drogas derivadas de esas plantas suramericanas que él conocía tan bien.
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+El 15 de enero de 1852, al acercarse a São Gabriel, Richard Spruce estaba deprimido y ansioso. Varias semanas de navegación en el río habían culminado en catorce días de denodada lucha por salvar temibles raudales, su gente uncida a los lazos y su lancha girando a veces como madero llevado por la corriente. La tensión era casi insoportable. «Me levanté esta mañana con una sensación de cansancio y de hastío difícilmente concebible», confesó en su diario. «La idea de pasar un día más como los dos pasados era de lo más deprimente». Una preocupación adicional lo aquejaba: la reciente noticia de que su amigo Alfred Russell Wallace estaba muy enfermo y con fiebres muy altas en São Joaquim, un poblado en el río Uaupés, algo más arriba de su confluencia con el río Negro.
+Los dos naturalistas se habían visto por última vez en Manaos tres meses antes. Wallace acababa de llegar de un viaje de un año por el río Negro, en una jornada que lo llevó por tierra, más allá de la cabecera, hasta el Orinoco. Allí sus indios lo abandonaron y tuvo que abrirse camino por mil novecientos kilómetros para terminar en Manaos, donde se encontró con Spruce el 15 de septiembre de 1851. Wallace se proponía quedarse allí apenas lo suficiente para preparar otra expedición, esta vez al río Uaupés. Spruce, que llevaba casi un año en Manaos, también estaba ansioso de emprender camino. Hablaron de viajar juntos, pero les fue imposible encontrar una embarcación en que cupiera su gente, además de su equipo y enseres personales. De mala gana, se separaron a principios de octubre. Wallace partió de inmediato a navegar por el río y Spruce quedó de seguirlo el 14 de noviembre de 1851.
+Para entonces el destino de Herbert, el hermano de Wallace, ya había sido confirmado. Al volver a Manaos en septiembre, Alfred supo que su hermano había caído gravemente enfermo de fiebre amarilla en Belém cuando estaba a punto de embarcarse para volver a Inglaterra. Pero la carta por la que supo la triste noticia estaba fechada tres meses antes, de modo que Wallace partió por el río Negro ignorando si su hermano se hallaba aún con vida. De hecho, había muerto en mayo, y Spruce tenía la difícil tarea de darle la noticia a alguien que estaba él mismo al borde de la muerte. «Supe la triste nueva sobre mi amigo Wallace», escribió el 28 de diciembre de 1851. «Está en São Joaquim… y me escribe, no de propia mano, que está a punto de morir de una fiebre maligna, que lo ha reducido a un tal estado de debilidad que no puede levantarse de la hamaca o alimentarse por sí mismo. La persona que me trajo la carta me contó que hacía varios días no comía nada, salvo jugo de naranja y marañones».
+Pocos en São Joaquim esperaban que Wallace sobreviviera. Deliró durante dos meses, atormentado por la fiebre y el sudor, desanimado por esas profundas depresiones propias de los casos serios de paludismo. «No podía hablar con claridad», diría después en su diario, «y no tenía fuerzas ni para escribir o darme vuelta en la hamaca… Permanecí en este estado hasta principios de febrero, sin que mermara la fiebre palúdica, aunque cada vez menos fuerte; y a pesar de que aumentó mi apetito y comí en abundancia, recuperé tan poca fuerza que solamente ponerme de pie me era difícil y tenía que caminar por el cuarto ayudándome con dos palos. La fiebre, por fin, me dejó, y como podía caminar hasta la ribera, apoyándome en un palo, fui a São Gabriel a visitar a Spruce, quien estaba allí y había tenido la bondad de ir a verme poco antes».
+Ni Wallace ni Spruce registran en sus diarios más detalles sobre esos dos encuentros. Increíblemente, Wallace emprendió otra expedición en menos de quince días, volviendo al Uaupés, donde entre otros hallazgos, presenció por primera vez la fiesta tucano de yuruparí y la exhibición de las flautas y trompetas sagradas que las mujeres no pueden tocar ni siquiera con sus ojos, so pena de muerte. Admiró el sonido de los instrumentos, pero dijo que hacían una música diabólica, convirtiéndose así en el primer europeo en comprender mal ese extraodinario rito de iniciación y remembranza.
+Abatido y ansioso por volver a casa, Wallace siguió no obstante remontando el Uaupés. Cruzó la frontera con Colombia y a remo llegó hasta la desembocadura del Cuduyarí, abajo de Mitú. Allí, a una semana de su objetivo, la gran catarata de Yuruparí, volvió atrás. Después de pasar, dijo, «más de cincuenta caxoeiras, grandes y pequeñas, algunas meros raudales, otras furiosas cataratas y algunas caídas casi perpendiculares», Wallace estaba harto. Regresó río abajo con su colección de objetos etnográficos, esqueletos, pieles de centenares de criaturas y cincuenta y dos animales vivos, y llegó a São Gabriel el 28 de abril de 1852. Allí se quedó sólo un día antes de seguir rumbo a Manaos. En su diario anotó simplemente que había «disfrutado de una pequeña conversación con mi amigo Spruce». Nada más dijo de esta su última entrevista en América del Sur con el hombre que le había salvado la vida.
+Seis meses después de su despedida, Spruce viajó al Uaupés, el río del desencanto de Wallace, y se estableció en Ipanoré, una pequeña aldea situada al pie de más de seis kilómetros de raudales. Más allá de los raudales había una maloca tucana llamada Urubú-coará, «el nido de los gallinazos». Fue allí donde, en noviembre de 1852, presenció la ceremonia del culto yuruparí. «Llegamos a la mallóca [sic] al atardecer», recordó, «justo en el momento en que los botutos, o trompetas sagradas, empezaron a resonar, profundas y lúgubres, en el ancho espacio, libre de hierba, que dejaba la selva y rodeaba toda la mallóca. Con el primer sonido, las mujeres que estaban afuera corrían bajo techo, antes de que salieran los hombres con los botutos; pues el hecho de sólo ver una de las trompetas significa su sentencia de muerte». Al contrario de Wallace, que apreciaba la vida indígena, pero pensaba que los indios eran animales, Spruce no hizo ningún juicio. «Los antiguos misioneros portugueses les decían a estas trompetas yuraparís, o demonios», anotó; «sólo algo de celos de su parte».
+Ante la enorme maloca, hecha de palma y pintada con figuras fruto de visiones, se habían reunido trescientos hombres para la danza, adornados los tobillos por ajorcas de cuentas rojas, rayados los cuerpos con tintes rojos y azul oscuros, y con largos collares de cuentas de vidrio y dientes de jaguar. La mayor parte llevaba tocados hechos con plumas de garza y papagayo, y muchos tenían plumones de águila pegados al pecho. En su diario, Spruce cuenta muy poco sobre el ritual en sí. En cuanto botánico, parece haber estado más interesado en las plantas empleadas en la ceremonia, sobre todo en una planta extraña y amarga, de color ocre verdoso, con la que los tucanos preparaban una bebida alucinógena que llamaban caapi. Durante toda la noche, en las pausas entre las danzas, Spruce vio que un anciano tucano corría cantando y canturreando en torno a la maloca, en cada mano una vasija con la bebida. Al acercarse a los bailarines, el chamán se hincaba con el mentón sobre las rodillas, levantando primero una vasija y luego la otra, dependiendo de cuál joven debía recibirla. La poción tenía efecto en dos minutos. «El indio palidece cadavérico» describe Spruce, y «tiemblan sus brazos y sus piernas, y hay horror en su semblante».
+Spruce se mostró fascinado por la extraña poción, y aunque no había probado la droga, ciertamente había oído hablar de sus efectos por boca de comerciantes y de indios del río Negro. «Los blancos que han tomado caapi en la forma apropiada», escribió, «coinciden en sus relatos sobre las sensaciones bajo su influencia. La vista se altera y ante los ojos pasan rápidamente visiones donde parece combinarse todo lo que han visto o leído sobre lo espléndido y lo magnífico. Un amigo brasileño me contó que cierta vez, cuando había bebido una dosis abundante de caapi, vio pasar velozmente ante sus ojos, como en un panorama, todas las maravillas leídas en Las mil y una noches. Los indios dicen que ven bellos lagos, bosques cargados de fruta, aves de brillante plumaje… Pronto la escena cambia; ven bestias salvajes a punto de lanzarse sobre ellos, no pueden tenerse en pie y caen al suelo».
+La fiesta en Urubú-coará iba a ser la última oportunidad de Spruce de probar la droga. Desafortunadamente, no lo hizo. «Había ido», recordó años después, «con la plena intención de probar el caapi yo mismo, pero apenas acababa de despacharme una taza de la nauseabunda bebida cuando el director de la fiesta —deseoso, al parecer, de que yo probara todas sus deliciosas bebidas de una vez— vino hacia mí acompañado de una mujer que portaba una gran totuma de caxirí —cerveza de yuca—, de la que tuve que tomar un trago copioso, con algo de secreto asco por haber visto la manera de prepararla. Acabada apenas de consumar tal hazaña, me pusieron en la mano un gran cigarro de cincuenta centímetros, tan grueso como un puño, del que según la etiqueta debía echar algunas bocanadas. Después de todo aquello tuve que beber una gran taza de vino de palma, y se entenderá fácilmente que el efecto de tan compleja dosis fue una fuerte inclinación a vomitar, que sólo pude vencer recostándome en la hamaca después de beber una taza de café».
+Sobra decir que Spruce se perdió el resto de la fiesta. La mañana siguiente, vuelto en sí, se dedicó a investigar la identidad botánica del caapi, y para asombro suyo descubrió que era una especie desconocida, un bejuco de una familia de plantas que se ignoraba tuviera propiedades narcóticas o incluso medicinales. La llamó Banisteria caapi, nombre posteriormente cambiado a Banisteriopsis caapi, conocida más comúnmente en otras partes de la Amazonía como yagé o ayahuasca. Aquel sería el único espécimen botánico completo de la planta en casi un siglo. Ansioso por determinar los componentes químicos de la droga, secó una buena cantidad de tallos y envió la colección a Inglaterra en marzo de 1853. Por desgracia, el envío se demoró, y cuando Bentham abrió por fin las cajas en Kew, el moho y la descomposición habían echado a perder los especímenes. «El manojo de caapi», escribiría después Spruce, «es de presumir ha perdido su efecto por la misma causa, y no sé si fue alguna vez analizado químicamente; pero debe quedar alguna porción en el Museo de Kew… Esto es todo lo que vi o supe sobre el caapi o ayahuasca. Lamento no poder decir cuál es el peculiar principio narcótico que produce tan extraordinarios efectos. Algún viajero que quizá siga mis pasos, con más recursos a su haber, es de esperar, podrá traer materiales adecuados para un completo análisis de tan curiosa planta».
+Cien años después aquel viajero seguiría, en efecto, los pasos de Spruce. Pero Schultes no sólo encontró de nuevo el yagé en la selva, sino que lo tomó con los indios en más de veinte ocasiones y, además, encontró finalmente el manojo que Spruce había recolectado en Urubú-coará, el día siguiente de la fiesta de yuruparí. En 1969 hizo analizar el material y encontró que después de un siglo los trozos de bejuco todavía conservaban su potencia. Para entonces, por supuesto, ya se conocían bien los componentes químicos del más familiar de los alucinógenos amazónicos. Schultes ordenó el análisis por razones científicas, pero sobre todo en nombre de Spruce.
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+Las monjas que cuidaron de Schultes mientras deliraba enfermo en São Gabriel esperaban que al recuperarse y poder viajar volvería a Manaos para que le hicieran un tratamiento médico apropiado. Como era de esperar, nunca contempló esa alternativa. Después de seis días de descanso, sólo pensaba en la selva. Principiaba noviembre, y pronto todos los árboles estarían en flor. A su compañero Murça Pires sólo le quedaba un mes para volver a Belém. A pesar de todas las vicisitudes de las semanas anteriores, quedaba tiempo para salvar la expedición. Aunque débil y tomando muchas drogas, salió del hospital el 2 de noviembre y empezó a preparar una jornada de trescientos veinte kilómetros remontando el Uaupés. Puso en su estuche dos jeringas y varias ampollas de quinina, atropina y atabrina, así como extractos de hígado, regalos todos de la misión. Su objetivo era un trecho de arena blanca más allá de Ipanoré, el pequeño poblado donde se estaba quedando Spruce el día que descubrió el yagé. Aunque Ipanoré no figuraba en el mapa, Schultes sabía que era el lugar donde se había descubierto la Hevea rigidifolia, y esperaba tomar muestras de los mismos árboles que Spruce había encontrado allí más de un siglo antes.
+Al navegar por el río Negro hacia su confluencia con el Uaupés, sintió como sí se quitara de encima un gran peso. Una semana encerrado en la misión, inmovilizado por la fiebre, lejos de sus plantas, había sido para él una especie de purgatorio. Vivía para el trabajo. Cada momento lejos de la selva era un sueño perdido, una especie negada a la ciencia, un misterio botánico sin resolver. Para entender su frustración, de hecho la fuente de su empuje y de su ambición, hay que comprender en qué clase de botánico se había convertido.
+A la mayor parte de los viajeros, el aspecto de un bosque pluvial tropical les parece sorprendentemente monótono, sobre todo bajo la luz pareja del mediodía. Un botánico con experiencia distingue de inmediato las formas básicas de desarrollo de las plantas, el follaje de una liana de las hojas del árbol por el que trepa, las flores de un epífito de los capullos de su huésped. También distinguen los botánicos otro nivel de complejidad y reconocen familias y géneros, categorías taxonómicas cuya estructura revela relaciones evolutivas significativas y verdaderas. Pero hasta los botánicos más avezados se sienten humillados ante la pasmosa diversidad de la selva amazónica. Enfrentados a lo desconocido, recogen especímenes y hacen lo que pueden por identificar las plantas y afiliarlas a familias o géneros. Sin embargo, sólo después, en la comodidad de los herbarios y siempre con la ayuda de un colega especializado en el particular grupo de plantas, pueden deducir la especie y lograr una completa identificación.
+En otras palabras, el botánico que trabaja en el Amazonas debe estar consciente de su propia ignorancia. Cuando mira la selva, su mirada se posa primero en lo conocido y después busca lo que no conoce. No así Schultes, que poseía lo que los científicos llaman el ojo taxonómico, una capacidad innata para detectar las variaciones de una ojeada. Cuando miraba la selva, sus ojos veían, sabios, lo nuevo y lo inusual. Y como conocía tan bien la flora, podía estar seguro de que, si una planta era nueva para él, lo era también para la ciencia. Para Schultes, esos descubrimientos de un instante eran transcendentales. Cierta vez estaba en un pequeño avión que despegó de una pista de tierra, rozó las copas de los árboles y por poco se estrella. Un colega suyo recuerda que, durante todo el episodio, Schultes estuvo tranquilo mirando por la ventanilla, sin pensar en los aullidos de terror de los demás pasajeros. Resultó que había visto un árbol de una especie de yarumo y no había notado el escándalo. Y era porque podía resolver complejos problemas botánicos en un instante, escribir descripciones durante el mismo trabajo de campo, detectar especies y géneros con el simple examen de una flor a la luz. En toda la historia de la botánica amazónica, sólo unos pocos científicos han poseído este talento.
+De modo que, para Schultes, cada exploración era una nueva mañana, un día preñado de maravilla o decepción. Al alejarse de la misión, otra vez navegando, internándose en una región explorada primero por Spruce, se sentía atraído hacia tierras que creía habían sido el origen no sólo del Hevea sino de todo un conjunto de plantas relacionadas, derivadas todas de algún lejano y común ascendiente. El Hevea es parte de una gran familia, las euforbiáceas, pero tiene más estrecha relación con tres géneros conocidos por los nombres latinos de Joannesia, Micrandra y Cunuria. Sólo un botánico puede distinguir entre ellos, pero para Schultes cada uno tenía una historia que podía comprender, tal vez en el mismo sentido en que un antropólogo, al examinar unos huesos en sus manos, puede visualizar nuestra ascendencia. Unos años después, de nuevo en las riberas del Apaporis, encontró por casualidad un árbol al borde de un raudal y supo de inmediato que se trataba de nuevo género intermedio entre el Joannesia y el Micrandra, sólo un árbol, pero que representaba una nueva rama de la familia, una planta que se llamaría para siempre la Vaupesia catactum.
+En la tarde del primer día en el río, la expedición se detuvo al pie de la Sierra Carangrenjá para recolectar cien especímenes de la Cunuria spruceana. La mañana siguiente en la Ilha das Flores, encontraría al muy cercano Cunuria crassipes en plena florescencia. Las cosas pintaban mejor. El motor por una vez estaba funcionando bien, y al entrar la lancha por la desembocadura del Uaupés, avanzando con virajes repentinos entre las islas dispersas y las riberas rocosas, Schultes se sentía fuerte y seguro. Se detuvieron para pasar la noche en São Joaquim, la aldea donde Wallace había estado postrado por las fiebres, y encontraron que era un extraño lugar: una docena de casas con techo de paja y una capilla, todas en buenas condiciones pero completamente deshabitadas. De pronto se desató una tormenta, y bajo la fuerte lluvia se alegraron de haber encontrado refugio.
+Los días siguientes fueron iguales. El avance constante río arriba, herborizando él en las riberas, terminaba al atardecer, cuando se detenían en algún claro, como la vieja misión de Cunurí o la medio abandonada aldea de Bela Vista. Había algo espectral en aquellas poblaciones venidas a menos, construidas sobre estériles arenas blancas, vacías y silenciosas, salvo por el esporádico llanto de un niño con hambre. Todo ello hacía que se sintieran ansiosos, sobre todo Pacho, por volver al río.
+Partieron de Bela Vista en la mañana del 7 de noviembre. Les llamó la atención la inesperada aparición de un pequeño cerro de granito que alguien de la tripulación dijo que se llamaba la Sierra Tucano. Schultes decidió explorar la cima. Atracaron en un remanso, y con Pacho, Murça y un joven tucano que habían encontrado en la ribera, se abrieron paso a machete. Después de varias horas encontraron una bella caatinga, una extensión de arena blanca en medio de la selva. Estaba cubierta de unas hojas gruesas y secas, todas de la misma clase. Al mirar a su alrededor, Schultes se dio cuenta de que se encontraba entre un grupo compuesto sólo por unos árboles del género Cunuria. No habían florecido, pero sólo por los frutos y las hojas supo que eran una nueva especie, a la que en ese momento dio el nombre de Cunuria tukanorum, en honor al cerro y a los indios de la región.
+Era una planta muy curiosa. Sosteniendo una rama en la mano, cruzó lentamente la caatinga, haciendo crujir las hojas secas bajo los pies. Abstraído, chocó de golpe con un enorme nido de avispas que lo picaron veinticinco veces en el cuello, la cara y las manos. Ya no podían trepar al cerro. Dolorido y con fiebre, volvió lentamente a la lancha, llegando ya caída la noche, cansado pero feliz de poseer un nuevo tesoro botánico.
+El día siguiente fue más encantador aún. Navegaron toda la noche y llegaron a primeras horas de la mañana a la boca del río Tiquié, donde quedaba la misión salesiana de Taracuá, una bella y vital comunidad, muy diferente de todo lo que habían visto en el río. En un terreno algo elevado había grandes casas de ladrillo y madera en medio de ricos y extensos maizales y cultivos de yuca. Las casas de los indios daban a una plaza, al otro lado de la cual se levantaban los andamios en torno a las paredes incompletas de una enorme iglesia en construcción. El sacerdote era un alemán bávaro, el padre Lorenzo, hombre amable y amistoso que trabajaba duro, trataba bien a los indios y, de alguna manera, se las arreglaba para tener cebada, azúcar y lúpulo suficientes para preparar una excelente cerveza. Tenía un ligero sabor amargo y era, según descubrió Schultes durante la cena, «indescriptiblemente buena».
+El padre Lorenzo los alojó una semana. La mañana del segundo día, Schultes encontró por primera vez la Hevea rigidifolia, y aunque no estaba en flor, observó la corteza lisa y amarillenta y obtuvo un litro de látex para hacerlo examinar. También recolectó un conjunto de cien muestras de especímenes de la Cunaría crassipes, un hallazgo maravilloso que compensó con creces el tajo que se hizo en la pierna con un machete. El día siguiente se presentó un problema más serio. Por la mañana, él y Murça habían puesto a funcionar el secador en una pequeña bodega con techo de paja de la misión. Schultes había colocado una de las prensas sobre un pequeño hornillo de aceite. La mayor parte de sus colecciones, incluso tres de las prensas de Murça, estaban en un trípode sobre otro hornillo. Al atardecer, después de pasar todo el día explorando la selva, volvieron a tiempo para ver que una columna de humo se colaba por el techo de la bodega. Las llamas habían consumido las cuatro prensas. Las colecciones quedaron reducidas a cenizas, como también los irreemplazables secantes y cartones.
+Perder el poco equipo que les quedaba era un golpe terrible, pero nada podían hacer. La mañana siguiente, el padre Lorenzo y unos cuantos indios se apeñuscaron en la lancha y partieron por el Igarapé da Chuva, un pequeño afluente que drena la vertiente de un cerro lejano. Al estrecharse el curso del río, siguieron en canoa y hacia el mediodía llegaron al final de una trocha que trepaba al monte. Al pie de este se detuvo Schultes, al notar una gran cantidad de hojas regadas en el suelo. Eran de un árbol de tamaño medio, de tronco recto y sin apoyo, corteza lisa y amarillenta. Cortó una rama y por las hojas y los frutos vio que era del género Micrandra. Al examinarla más de cerca notó que tenía una única inflorescencia, de sólo dos flores abiertas. Eran capullos de Cunuria. No sólo se trataba de una nueva especie, intermedia entre los géneros, un árbol tan original que en un instante desapareció de los anales botánicos el género Cunuria, absorbido por el muy cercano Micrandra. Maravillado y pensativo, subió al cerro sin darse cuenta de la lluvia fría que empapaba a sus acompañantes y los hacía sentirse pésimo. Años después le daría a la planta el nombre de Micrandra rossiana, por el padre Ross, el misionero americano que tanto lo había ayudado en Jucubí. En cuanto a la Cunaría tukanorum, el árbol que lo había enfrentado a las avispas, se convertiría, una vez pudo verlo en flor, en la Micrandra lopezii, por Pacho López, quien fue el primero en verlo en la caatinga cerca de la Sierra Tucano.
+El descubrimiento resultó ser el hecho más notable durante esta fase de la expedición. Ipanoré, el lugar donde tanto herborizó Spruce, para Schultes fue una decepción. Llegaron al sórdido poblado al atardecer del 13 de noviembre, medio día después de partir de la misión de Taracuá. Bajo la luz desfalleciente, pudo ver Schultes que la única razón de que hubieran poblado el sitio era por estar al pie de las cataratas que bloqueaban el río. La aldea misma era un grupo miserable de chozas de palma trenzada, vetustas y abandonadas. No había ni un gramo de comida, y por la mañana pudieron ver la razón: Ipanoré había sido construida en una extensión de arena blanca completamente estéril, donde no se daba ni una hoja de hierba. Y, lo que empeoraba las cosas, ninguna planta estaba en flor. Los pocos indios que rondaban por el lugar eran un grupo de aspecto lamentable, con fama de ser los ladrones más hábiles del río. Aunque recolectó unas cuantas plantas interesantes y examinó cincuenta ejemplares de la Hevea rigidifolia. Schultes se fue después de un día, casi sin poder creer que Spruce hubiera vivido ahí cuatro meses.
+Para entonces el grupo había decidido volver río abajo. Murça, en particular, se sentía muy desanimado por la pérdida del equipo en el incendio, que le impedía preparar sus especímenes. Estar en medio de una expedición sin poder herborizar era un destino triste para un botánico que a lo largo de toda su carrera había tratado de evitar tal circunstancia. De cualquier manera, su licencia del Instituto ya iba a terminar, y debía llegar a tiempo. Schultes, por supuesto, lo acompañaría hasta São Gabriel pero se quedaría para herborizar cuando la selva estuviera en flor. Librado entonces de la lancha del Instituto con sus problemas mecánicos, seguiría explorando con Pacho en canoa. Todavía había cosas que hacer bajando el río, un cerro al que había que trepar en Bela Vista, unos pocos sitios por visitar de nuevo, cuentas por saldar, de manera que la expedición con Murça terminó en las riberas del Uaupés, al pie de las cataratas que un siglo antes habían retenido a Spruce durante varios solitarios meses. En dos semanas, Murça Pires estaría a bordo de un vapor rumbo a Manaos. Schultes seguiría en São Gabriel decidido a continuar las exploraciones al norte de la desembocadura del caño Casiquiare. El útimo día que pasaron juntos en la selva, exploraron una quebrada al pie de la Serra Wabeesee. Entre sus colecciones había un epifito solitario, una delicadísima planta que encontraron en un tronco caído. Murça no la había visto nunca, pero Schultes sí. Se trataba, le dijo a su amigo, de la orquídea azul, la misma que Spruce había hallado en Ipanoré.
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+Era el 27 de junio de 1853, el cuarto día de la fiesta de San Juan, y Richard Spruce tenía varias cosas en mente al escribirle una carta a Sir William Hooker, el director del Real Jardín Botánico de Kew. «La satisfacción que por supuesto siento», le dijo, «de estar en térra humboldtiana se halla considerablemente disminuida por varias circunstancias adversas». Había descendido por el Uaupés a finales de marzo y llegado a San Carlos, el pueblo venezolano en la boca del Casiquiare, el 11 de abril. Desde entonces había dedicado todos sus esfuerzos a la búsqueda de comida, y por suerte había podido comer cada tercer día. Cuando Humboldt recorrió la región en 1800, San Carlos era una pujante misión, una de las muchas que había en el canal natural que une el Amazonas con el Orinoco. Para 1853 no había ni siquiera un solo sacerdote en el área. Los únicos extranjeros eran dos comerciantes portugueses, y fue uno de ellos quien advirtió a Spruce que la fiesta de San Juan sería la señal para los nativos, la mayor parte curripacos y mestizos descontentos, de levantarse y masacrar a todos los blancos. Al escribirle la carta a Hooker, el mismo Spruce estaba sitiado, atrincherado en una casa de paja con provisiones y armas a mano.
+Durante tres días los sitiados se mantuvieron vigilantes, montando guardia, sin decir palabra y en un estado de perpetua ansiedad. Los portugueses, que llevaban un tiempo viviendo en San Carlos, estaban seguros de que el ataque era inminente. Spruce tenía sus dudas al respecto y permaneció optimista durante toda la penosa experiencia, aprovechando el descanso entre las guardias para trabajar en sus plantas. Pero la amenaza era seria. «De su triunfo final contra nosotros no cabe la menor duda», confesó en ese momento, «pues son ciento cincuenta contra tres. Mi firme resolución en caso de ser atacados, era la de no permitir que me capturaran vivo y así soportar cien muertes en una».
+Afortunadamente los nativos, disuadidos por las escopetas de Spruce y agotados tras una semana de bailar y de beber, nunca atacaron. Pasaron los días y los ruidos de su reunión se desplazaron al otro lado del río. Acabada ya casi su existencia de ron, y habiendo los indios gastado toda su pólvora disparándole a la luna, terminó la crisis y Spruce pudo volver a trabajar. Sin pizca de miedo siguió en San Carlos casi cinco meses, haciendo exploraciones y comprando cuantas provisiones pudo para su próxima gran expedición, una travesía del Casiquiare hasta el Orinoco y la vertiente del Cerro Duida, la montaña del Mundo Perdido, un macizo aislado que se eleva hasta los seiscientos sesenta metros sobre el nivel de la selva. En los últimos días de noviembre de 1853 remontó el río Negro hasta llegar a la desembocadura amarilla del Casiquiare. De guía llevaba un manoseado ejemplar de la Narración personal de Humboldt.
+Las semanas y los meses que siguieron pasaron como en un sueño. El Casiquiare sigue un curso tortuoso de unos doscientos cuarenta kilómetros entre una espesa vegetación que cuelga sobre sus aguas y serpenteantes riberas, dando paso a largos tramos que parecen cavados en la tierra por un ingeniero. Originalmente, el canal es un brazo del Orinoco que se separó en algún momento del curso principal y se perdió en la llanura baja que se extiende hacia el oeste y el sur, hacia la hoya amazónica. Las aguas de las dos cuencas se unieron sólo por el azar y por un accidente topográfico. A lo largo del curso del Casiquiare se encuentran montes aislados de piedra, como la Roca de Guanari, donde Humboldt calculó la longitud y latitud del canal natural, probando así su existencia, pero todos son pequeños al lado del Cerro Duida. Al acercarse al Orinoco por el canal, durante los últimos siete días, el cerro parece dominar el cielo. Para Spruce era el paisaje más imponente que había visto en América del Sur. «En el ocaso», escribió, «el cerro era muy impresionante, los riscos adquirieron un tono púrpura, y las grietas se ocultaron bajo una impenetrable penumbra, a tiempo que una nube blanca y tenue flotaba bajo la cima».
+Humboldt había escrito que no se podía ascender al Duida. Spruce, resuelto a probar que estaba equivocado y a «saquear sus tesoros botánicos», también se vio abatido al enfrentarse por fin a sus riscos y hondonadas impenetrables, donde los «filos salientes brillan como si fueran de plata». Se quedó al pie del cerro, en la sabana que se extiende en torno, en el poblado La Esmeralda, y en la Navidad de 1853 se apoderó de él una extraña melancolía que lo dejó vacío. «Ha de creerme usted», le escribió a un amigo, «cuando le digo que para la vista La Esmeralda es un paraíso, pero en realidad un infierno apenas habitable por el hombre». Ráfagas de viento tibio levantaban la arena de la plaza desierta sin traer señal de vida. No se veía ni un pájaro, ni una mariposa, ni siquiera un perro. Las pocas chozas de la antigua misión tenían los techos podridos y sus puertas de paja encerraban a unos habitantes que, «como murciélagos, dormitaban durante el día y sólo se escurrían afuera bajo la grisalla del alba en busca de apenas lo justo para poder subsistir». Presa de un torbellino de aislamiento, Spruce llegó a odiar el lugar. «Si me pasaba la mano por la cara», escribió, «la retiraba llena de sangre y de mosquitos ahítos aplastados… Si trepaba a los cerros, o me refugiaba en la selva, o buscaba el centro del llano, era lo mismo… Las heridas de las picadas me hacían sangrar profusamente».
+Spruce no intentó escalar el Duida. Habría obtenido una rica recompensa. Cuando en 1928 ascendieron finalmente dos norteamericanos que lo exploraron, encontraron no menos de setecientas plantas diferentes, más de doscientas desconocidas para la ciencia. Spruce decidió en cambio avanzar hasta la cabecera del Orinoco, hacia tierras nunca vistas por un europeo. Durante tres meses vivió con los indios mariquitares y exploró muchos de los afluentes que descienden de la Sierra Parima, la fuente del Orinoco, antes de volver sobre sus pasos por el Casiquiare hasta San Carlos.
+Permaneció en el río Negro sólo hasta finales de mayo, cuando decidió volver al Orinoco, esta vez por el río Guainía y la ruta por tierra que antes habían seguido Humboldt y Wallace. No era una jornada difícil. Desde la cabecera de un pequeño afluente del Guainía, tras dos días a pie llegó al río Atabapo, que desemboca en el Orinoco. Continuó hacia el norte, pasó por la boca del Guaviare, el mayor afluente del Orinoco, y llegó hasta las grandes cataratas de Maipures. Allí, acampado en la sabana, encontró una «errante horda de indios guahíbos del río Meta».
+Entre ellos había un anciano, sentado frente a una fogata. Del cuello le colgaba el tallo seco de una planta, así como una especie de caja de rapé: un hueso de la pata de un jaguar, sellado en un extremo con resina y taponado en el otro con un tarugo de corteza de majagua. Sostenía en una rodilla una fuente de madera, y en la otra un pequeño mortero, también de madera, que usaba para moler una pila reducida de semillas tostadas. De vez en cuando tomaba el tallo y arrancaba una tira delgada, que masticaba con evidente satisfacción. Cuando Spruce lo interrogó, el viejo guahíbo respondió en un español chapurreado: «¡Mascar caapi y un poquito de niopo uno sentirse bien! ¡No hambre, no sed, no cansancio!» Spruce sabía lo que era el caapi. El niopo resultó ser un polvillo de la Anadenthera peregrina, un árbol de la llanura abierta que Humboldt describió primero como alucinógeno. También le decían paricá o yopo. Spruce recogió unas semillas para analizarlas y compró varios implementos, entre ellos un tubo bifurcado, hecho de huesos de pájaro y brea, con el cual el chamán aspiraba el polvo ritual.
+Sin embargo, no tuvo la oportunidad de probar él mismo la droga. Ya podía sentir en el espinazo los primeros dolores de la malaria. Se alejó apresuradamente de la sabana de Maipures, esperando llegar al río Negro antes de que el mal atacara de lleno, pero los cinco días en canoa fueron fatales. Cuando llegó a San Fernando en el Atabapo, quedó postrado y desvalido y supo que si seguía adelante moriría. De hecho, casi muere. Al cuidado de una codiciosa mujer llamada Carmen Reja, estuvo treinta y ocho días presa de un estupor insomne. De noche, violentos ataques de fiebre desgarraban su cuerpo; de día tenía escalofríos y vomitaba. Sólo podía comer galletas de maranta disueltas en agua. Sentía una sed inextinguible. Apenas podía respirar. Anticipando su muerte, arregló con un funcionario local para que se hiciera cargo de sus plantas, y completamente apático se puso a esperar el fin.
+Sus indios no lo abandonaron. Canjearon, en cambio, todo su equipo por ron, y se mantuvieron tan borrachos que no pudieron asistirlo. Estaba por completo a merced de su enfermera, cuya sonrisa después describió como un «ceño demoniaco». Yaciendo él agónico, ella reunía a sus amigos en el cuarto vecino, contaba su botín y lo insultaba en forma soez. Su frase favorita, dijo Spruce después, era: «¡Muérete, perro inglés, para que podamos tener una buena juerga con tus dólares!» Cuando después de diecinueve días, seguía terco con vida, uno de los vecinos de la mujer sugirió que tal vez era necesario probar un poco de veneno.
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+En el alto río Negro sopla a menudo sobre la selva un viento frío en los últimos días de junio, durante la fiesta de San Juan. La temperatura desciende a veintiún grados por la noche, y la lluvia y la neblina hacen que parezca más fría. En 1948 el cambio de temperatura se presentó estando Schultes y Pacho a finales de mayo en una canoa abierta navegando aguas arriba hacia San Carlos. No habían comido en tres días. Empapado y con frío hasta en los huesos, Schultes abrió, no sin cierta mala gana, una caja de madera que estaba a sus pies. Había en ella dos docenas de botellas del coñac brasileño más barato, un encargo de la misión de São Gabriel para el padre Antonio en San Carlos. Presumiendo que algo en el estómago era mejor que nada, destapó una botella, se tomó un trago y se la pasó a Pacho. El licor sabía a gasolina. Pero los calentó, y durante unos breves momentos tuvieron una sensación de gran bienestar. Con el sol en la cara, Schultes se puso a pensar.
+Llevaban diez meses en el río, no tanto como Spruce, pero lo suficiente. En la Navidad de 1947 se hallaban en la cima de la Piedra del Cocuy, a cuatrocientos metros sobre el nivel de la selva. A su espalda se extendía Venezuela, a sus pies estaba la frontera entre Colombia y el Brasil, límite que ya no significaba nada para él. Había remontado y descendido el río a sus anchas. En enero había explorado el Xié, y había encontrado en su desembocadura los primeros especímenes en flor del ucuquí o caimito, cuyo fruto delicioso había desafiado la descripción científica desde que Wallace lo descubriera más de un siglo antes. Los indios conocían su secreto. Un enorme árbol de tronco blanquecino y conchudo florece un solo día. Cientos de miles, literalmente, de diminutos capullos efímeros se abren al amanecer y fenecen hacia el ocaso. Schultes y Pacho lo encontraron por casualidad a las seis de la mañana, fija su atención en el susurro de las flores que caían como lluvia sobre la selva. Recolectaron cien muestras y llamaron la especie Pouteria ucuquí.
+A finales de enero se hallaban en la cabecera del río Curiacurí, al pie de la Sierra Cujubí, donde Schultes encontró una nueva variedad de la Micrandra lopezii. Luego volvieron al Uaupés, al cerro Tucano, Ipanoré y el valle del Tiquié, para obtener flores de la nueva especie que habían encontrado a finales del año anterior con Murça Pires. En marzo de 1948 volvieron a Manaos brevemente, y allí Schultes envió sus especímenes y reaprovisionó la expedición antes de dirigirse a São Gabriel. En abril estuvieron en el río Içana, en Jucabí, y en la cima de la Sierra Curiacurí, donde encontró la Abuta rufescens, un veneno para flechas recolectado primero por Von Martius ciento treinta años antes. La exploración de tres semanas del río Dimití, una incógnita botánica, les llevó todo mayo y los dejó a ambos más agotados físicamente de lo que imaginaron en ese momento.
+En junio, medio exhaustos, regresaron a San Carlos y a la boca del Casiquiare, en la última fase de su jornada a través de la hoya del Río Negro. Al contrario de Spruce y de Wallace, su objetivo no era el Casiquiare mismo, sino la cabecera del Guainía, el río que corre desde el noroeste y que se une al Casiquiare para formar el río Negro arriba de San Carlos. Allí estaba el cerro Monachí y a lo largo del Guainía vivían los curripacos, un pueblo cuyo conocimiento de las plantas medicinales se creía extenso y compartido por todos los miembros de la tribu, no exclusivo del chamán. En São Gabriel, Schultes había visto algunos de sus objetos de comercio, grandes ralladores de yuca de madera con astillas de cuarzo fijadas con resina y exquisitas cerámicas con dibujos pintados con un pigmento rojo extraído de un bejuco y lacados con la savia de un árbol desconocido.
+A eso de las cinco de la tarde, el coñac los tumbó. En un momento estaba Schultes sumido en sus pensamientos, acariciando con fruición las expectativas de la expedición. Al siguiente, o así le pareció, despertó a una horrible mañana, la cabeza pulsándole fuertemente y en la boca un sabor como si hubiera tenido en ella durante toda la noche a los perros asquerosos que dormitaban a sus pies en el piso de la choza. Abrió un ojo. Se encontraba en una vivienda indígena y Pacho estaba echado sobre el equipo, profundamente dormido. Se puso de pie y salió dando tumbos a la luz hiriente. Se hizo sombra en los ojos con la mano y por una estrecha trocha llegó hasta la ribera, donde comprobó con inmenso alivio que habían atado a un árbol la canoa antes de caer fundidos. Al dar vueltas por la orilla se encontró con tres muchachos que con los brazos entrelazados se reían amables. Schultes sonrió débilmente y les preguntó dónde estaba. Cuando le dijeron, lo único que pensó fue en advertirle al padre sobre el coñac.
+San Carlos le pareció tan sórdido como a Spruce. Las largas hileras de chozas de barro estaban todas juntas, de modo que si había un incendio en una cocina se regaba por los techos de paja destruyendo todo el pueblo, como en efecto había sucedido dos veces hacía no tanto. No había cultivos, ni mercado, y las calles eran como llagas abiertas, llenas de suciedad y desechos humanos. Había tan poca comida que no pudo entender cómo sobrevivía la gente. A las siete de la mañana los hombres ya vagaban por la plaza mientras las mujeres gorreaban jabón y tabaco. Sólo con la ayuda del padre Antonio, y por un precio exorbitante, pudo comprar una lata de mañoco para el camino. Cuando Schultes vio la miserable choza de madera que servía de escuela, dormitorio e iglesia de la aldea, comprendió para qué necesitaba el coñac el sacerdote. En realidad, el cura no probaba gota, lo usaba para obtener favores del alcalde. Después de una noche en la misión, los exploradores siguieron aguas arriba y llegaron a la desembocadura del Guainía al mediodía del 28 de mayo.
+La hoya del Guainía es una tierra de escasez, de magra caza y pocos peces. En Tomo, un poblado pequeño donde Schultes estuvo cuatro días secando sus plantas, se alimentaron con la carne de dos tucanes. Cuando llegaron al Raudal del Sapo ya habían agotado todas sus raciones de emergencia y pensaron en recurrir a sus últimos tesoros, cuatro latas de fríjoles en salsa de tomate de las que Schultes llevaba consigo a todas partes, más de fetiche que de comida. Después de cuatro días se encontraron con lo que les pareció una aparición: una mujer blanca y solitaria con sombrero de paja, remando en una pequeña piragua. Era una norteamericana, Sophia Müller, misionera evangelista de la New Tribes Mission, que llevaba años con los curripacos en un remoto poblado llamado Sejal. Los sacerdotes católicos, nada contentos con la competencia, llevaban a su turno una década tratando de sacarla de Colombia. En las raras ocasiones en que una patrulla militar subía por el río, se refugiaba en la selva con los curripacos. Schultes la conocía por su reputación, y ella a él.
+Esa noche, durante la cena —tres tazones del mañoco—, Sophia Müller hizo lo que pudo por reclutarlo, sosteniendo que cualquiera que conociera la selva como él debía estar salvando almas y no plantas. Sostenía además que cuando sonaran las trompetas del juicio final todo sería revelado, incluso el conocimiento de las plantas. ¿Por qué no esperar hasta entonces? Él le respondió que para entonces seguramente estaría sordo y no oiría las trompetas. Ella, sin embargo, durante tres días siguió acosándolo, y los diálogos se volvieron cada vez más surrealistas. Finalmente, en la mañana del 2 de junio, se separaron. Schultes partió aguas arriba hacia las estribaciones de la Serranía de Naquén. Al despedirse en la ribera, le pareció tan flaca y enfermiza que hizo un sacrificio final: le regaló dos de sus latas de fríjoles.
+Fue una decisión apresurada, porque en los días que siguieron iba a necesitarlas. La primera noche notó un cosquilleo en las yemas de los dedos. Al principio pensó que lo causaba el formol que usaba para conservar los especímenes, pero a los pocos días lo sintió también en los dedos de los pies. Al acercarse a la cabecera del Guainía se dio cuenta de que, a mil seiscientos kilómetros de la ciudad más cercana, en medio de un bosque estéril donde no había ningún árbol en flor, le había dado beriberi. Causada por una deficiencia de vitamina B1 o de tiamina, se trataba de una enfermedad progresiva. Los primeros síntomas de fatiga y rigidez en los miembros llevan a una completa degeneración de los nervios, que resulta en pérdida de los reflejos, atrofia muscular, completa incapacidad de movimiento y, en últimas, la muerte. El único tratamiento es la tiamina, grandes dosis inyectadas durante un tiempo, pero Schultes estaba muy lejos de una farmacia.
+*
+El padre Miguel, el sacerdote salesiano de São Gabriel, ya le había salvado la vida una vez. En esa ocasión tuvo una idea que lo podía salvar de nuevo. Para cuando Schultes llegó allí el 21 de junio, los síntomas ya eran pronunciados y se hacía absolutamente necesario que se le diera atención médica lo más pronto posible. Una alternativa consistía en navegar río abajo, ochocientos cuarenta kilómetros, hasta Manaos. El padre Miguel sugirió otra ruta. Remontando el Uaupés podría llegar a la misión de Taracuá y a la confluencia del río Tiquié en veinticuatro horas. De allí eran sólo cuatro horas por el Tiquié hasta el Ira-Igarapé, un estrecho afluente en cuya cabecera quedaba un pequeño campamento donde ocasionalmente vivían indios nómadas. Los blancos conocían el sitio como Puerto Macú, nombrado así por la tribu. De Puerto Macú partía una trocha que, atravesando una altura, llegaba a la cabecera de otro río pequeño, el Abiú, que desembocaba en el Taraira, un río mayor que en buena parte de su curso constituía la frontera entre Colombia y Brasil. El Taraira, sabía Schultes, desembocaba en el Apaporis sólo treinta y dos kilómetros arriba de la confluencia con el Caquetá. Si podía llegar hasta este río y seguía con gasolina, llegaría en tres horas, remontándolo, al puesto militar colombiano de La Pedrera. De allí podía ir en avión directamente a Bogotá. La distancia total por tierra y agua sería, más o menos, la mitad de lo que llevaba el viaje hasta Manaos.
+A Schultes le daba lo mismo, además, escoger entre Brasil y Colombia. La mañana siguiente, al alba, partió con Pacho en una lancha alquilada que viajó todo el día y toda la noche y llegó a Taracuá al mediodía del 23 de junio. De allí partieron hacia el Ira-Igarapé a la tarde siguiente. El padre Miguel les había dicho que llegarían a Puerto Macó en un día. De hecho, les llevó cinco, quedándose casi sin gasolina, hasta que finalmente se acercaron al desembarcadero al borde de la selva.
+Dio la casualidad de que los macúes estaban allí, una docena de hombres y mujeres huidizos y sin saber qué pensar de los extraños. Generaciones enteras habían vagado por la selva a voluntad, viviendo de frutas silvestres, hierbas y animales que mataban con dardos impregnados en el curare más potente de toda la Amazonía. Los otros habitantes, los tucanos, que cultivaban la tierra y vivían en malocas rodeadas de palmas plantadas por ellos mismos, pensaban que los macúes no eran gente. No habían nacido de la anaconda, sino de la primera mujer, Yeba, hija de la Mujer Jaguar y del Padre Sol, que los había creado de un soplo de polvo y tierra. Eran considerados subhumanos, mediadores entre el reino de los vivos y los espíritus del bosque, representantes del principio femenino, objetos de deseo y asco sexual, criaturas útiles sólo como esclavos y sirvientes. Sin embargo, los macúes vivían entre los pueblos sedentarios, y eran quienes cuidaban de los fuegos rituales y preparaban el tabaco sagrado, fumado en enormes cigarros de sesenta centímetros, balanceados en horquetas enterradas en el suelo. En la raíz de todo aquel odio y desprecio había una singular distinción entre las tribus; los macúes, aunque tecnológicamente primitivos, eran los amos de la selva. Su conocimiento de las plantas, su habilidad para conseguir pieles, dientes y plumas, y su destreza con los venenos, eran insuperables. Pocos, temerosos y tímidos, prácticamente desconocidos, habían eludido a Schultes desde hacía varios años. Ahora, aunque sólo fuera por un día, tenía la oportunidad de estar con ellos.
+Al avanzar los indios lentamente hacia la ribera, Schultes se bajó vacilante de la canoa, cuidando de no tropezar. Tenía los pies dormidos y sólo podía caminar apoyándose en dos palos, pero trató con todas sus fuerzas de parecer seguro, normal y sano. Saludó a la mujer de edad que se le acercó y sonrió al ver que recorría con la mano el costado de aluminio de la canoa. Masculló unas palabras que Pacho entendió.
+—Quiere saber cuántas ollas se pueden hacer con eso.
+—Pacho —le dijo Schultes—, lo mejor será que saques las cosas para hacer trueque.
+El trueque es un arte en el que son duchos los macúes, y antes de que se dieran cuenta, Schultes y Pacho habían sacado un rollo de tela, dos machetes, unas tijeras y una olla grande de aluminio que llevaban tiempo guardando para cuando se ofreciera. Era el momento perfecto. Los macúes tenían algo pensado para esa noche, una especie de fiesta, aunque no una ceremonia sino una reunión de los hombres para tomar caapi. Schultes y Pacho habían llegado justo a tiempo.
+La poción resultó ser una simple infusión en agua fría de la corteza de un bejuco. No le añadían nada, y cuando estaba lista tenía un color amarillento, muy diferente del café oscuro del yagé típico. Los efectos, sin embargo, eran inconfundibles. «Supe por experiencia propia», informó Schultes después, «que tenía propiedades alucinógenas». De hecho, la intoxicación fue tan intensa como cualquier otra. Duró toda la noche hasta el amanecer. Los ojos aún inundados de colores, su mente girando con el rocío frío y los olores de la selva, el cuerpo torpe y avergonzado, se abrió paso lento por una trocha hasta un claro donde un anciano que había bailado toda la noche lo llevó hasta la fuente de la droga. Era un bejuco de la misma familia del yagé, pero al levantar una hoja con la mano temblorosa reconoció de inmediato que se trataba de una nueva especie de un género de plantas cuyas propiedades psicoactivas se desconocían. La llamó Tetrapterys methystica, y con ayuda del chamán recogió especímenes y material para su análisis químico. El grueso de la colección, desafortunadamente, se perdió unos días después, cuando la canoa se volcó en un raudal, pero los especímenes de herbario sobrevivieron y con ellos se pudo confirmar que, en uno de sus días más aciagos, atormentado por el beriberi, Schultes había en realidad descubierto un nuevo alucinógeno. Era muy cercano al Banisteriopsis caapi hallado por Spruce más de un siglo antes, en medio de sus propias vicisitudes y en las riberas de otro de los impetuosos afluentes del río Negro.
+El corto trayecto por tierra desde la cabecera del Ira-Igarapé hasta la desembocadura del Taraira resultó un fatigoso camino de tres días con pies que parecían muñones. Guiados por los macúes, llegaron por fin a la cabecera del Abiú en la mañana del 6 de julio. Los indios hicieron con prisa un cobertizo para Schultes y, después de una sencilla comida, volvieron por la trocha al Ira-Igarapé para traer la canoa y el resto del equipo y provisiones. Durante tres días seguidos, bajo las más aterradoras tempestades que tanto Schultes como Pacho habían visto en la Amazonía, se quedaron solos, esperando. En ningún momento pensó él en lo que hubiera pasado si los indios no hubieran cumplido su promesa. Aunque había estado con ellos menos de una semana, les tenía plena confianza.
+Los indios no lo defraudaron, volvieron al mediodía del 10 de julio y hacia el atardecer habían remado dos horas por el Abiú. Ya no tenían gasolina y les quedaba muy poca comida. En esas condiciones, remontar el Caquetá hasta La Pedrera hubiera sido casi imposible. Cómo se las iban a arreglar o qué harían si no podían eran preguntas que estaban de acuerdo en dejar para después. Por el momento el río corría a su favor, y estaban contentos. Tras otro día en el Abiú llegaron a su desembocadura en el Taraira. La mañana siguiente, casi agotada la comida, salieron al amanecer y al mediodía llegaron a una primera serie de raudales grandes. Les fue difícil transportar sus cosas, tuvieron que repetir la operación y luego flotaron dos días bajo un sol abrasador hasta que, por fin, en la tarde del 14 de julio, la corriente del Apaporis los arrastró hasta el Caquetá. Allí, en un pequeño remanso en la ribera izquierda, se encontraron con un grupo de soldados brasileños nadando perezosos en el río. Habían llegado por casualidad esa mañana y, por fortuna, tenían gasolina y comida de sobra.
+Sin perder tiempo, Schultes y Pacho se dirigieron a La Pedrera. Los aviones llegaban sólo una vez por semana y él no se iba a arriesgar a perder un vuelo y tener que quedarse esperando en el puesto militar o en la misión. La última vez que le había sucedido, al término de la expedición del Apaporis en 1943, había tenido que pintar todo el interior de la iglesia. Después de cinco años tal vez necesitaba ya otra capa de pintura, y no estaba interesado. Al avanzar río arriba en la oscuridad, no podía pensar sino en el aire frío de Bogotá, en los puestos de fruta del Parque Santander y en la cocina inglesa en la pensión de la señora Gaul. La canoa se detuvo hacia las diez de la noche, medio durmieron en la ribera y a las siete de la mañana ya estaban navegando de nuevo. Una hora después divisaron la colina de arenisca de La Pedrera y alcanzaron a ver la estatua blanca de la Virgen, brillante bajo la luz de la mañana.
+En el desembarcadero, antes incluso de bajarse de la canoa, Schultes le preguntó al guardia cuándo llegaba el próximo avión. El soldado empezó a reírse. Schultes repitió la pregunta. El soldado todavía no podía creer.
+—¿No ha oído decir? —dijo en español.
+—¿Qué? —respondió Schultes.
+—La violencia —sentenció, como si esa palabra pudiera explicarlo todo.
+Sólo después supo Schultes que desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, la guerra civil había paralizado al país. Buena parte de Bogotá había sido devorada por las llamas. Desde principios de mayo no había habido vuelos militares a La Pedrera ni, dado el estado de emergencia en el altiplano, se esperaban nuevos vuelos. Schultes y Pacho habían viajado cuatrocientos ochenta kilómetros para llegar a un remoto punto donde, cortada la comunicación por aire, estaban más aislados aún que en el lugar donde habían empezado la jornada.
+Con la enfermedad inutilizando cada día más su cuerpo, tenían ante sí un viaje de más de mil kilómetros por río. El día siguiente, abandonaron la canoa de aluminio por una lancha más grande que iba rumbo a Manaos por los ríos Japurá y Solimões. La travesía duró nueve días, sin hacer parada alguna. Cuando por fin llegaron a Manaos, en la noche del 24 de julio, Schultes ya no podía caminar y tuvo que apoyarse en Pacho para ir al hospital. Allí consiguió una jeringa, aprendió a usarla y compró suficiente tiamina para unas pocas semanas.
+Naturalmente, no tenía la menor intención de quedarse en Manaos. Al llegar había visto en los muelles un magnífico vapor de la American Chicle Company. Esa misma noche envió a Pacho para hacer averiguaciones, y la mañana siguiente todo estaba arreglado. Tres días después de haber llegado a Manaos, y ya estaba Schultes de nuevo navegando rumbo al río Madeira. Su objetivo era la sabana de la cabecera del Marmelos. Tres años antes, cuando había descendido por el Madeira desde Bolivia, el bajo nivel de las aguas había hecho imposible que llegara hasta el hábitat de la rara y endémica Hevea camporum. No iba a dejar ahora que el beriberi le quitara la oportunidad de hacerse a unos especímenes en flor. El 23 de julio, en su primer día en el río, él y Pacho recolectaron muestras de veinticuatro árboles Hevea spruceana.
+Después de un mes en el Madeira y el Marmelos, sin embargo, Schultes tuvo que darse por vencido. Apenas llegaron a la cabecera y tuvieron que arrastrar una lancha pequeña por unos bajíos, sus piernas cedieron. Llevó a Pacho de vuelta a Manaos y luego, en recompensa por sus servicios, lo invitó a asistir a un congreso botánico en Tucumán, Argentina. De allí volaron a Lima y luego a Bogotá, en un circuito relámpago que superaba los más atrevidos sueños del joven miraña de las selvas de La Pedrera. Antes de que Schultes volviera a Boston en diciembre de 1948, se aseguró de que a Pacho lo esperara un trabajo al volver a Leticia, desde donde, siete meses después, recibió la terrible noticia de que Pacho había muerto de tuberculosis el 6 de julio de 1949. Schultes estaba seguro de que había contraído la enfermedad durante el tiempo que estuvieron en el río Negro. Pacho sólo tenía veintidós años; durante cinco, habían sido inseparables, y perderlo fue para Schultes como perder a un hijo.
+*
+A principios de la primavera de 1950, Schultes, de pie en el pequeño cementerio de la iglesia de Terrington en Inglaterra, recordaba a Pacho. Llevaba varios meses en Europa, visitando herbarios y trabajando en sus colecciones de Kew. Esa misma mañana había ido en tren al norte a Yorkshire. En tierras del Castillo Howard, en una aldea llamada Coneysthorpe, había encontrado la pequeña cabaña de piedra en la que Richard Spruce vivió los últimos veinte años de su vida. La habitaba una vieja mujer cuya madre había sido la ama de llaves de Spruce. De pequeña le había alcanzado el violín por la noche, y había embutido cobijas de lana en los alféizares de las ventanas para que no le diera frío. Schultes tomó té con ella, escuchando sus recuerdos mientras sus pensamientos recorrían cada rincón de la cabaña.
+Bajo la suave luz de la primavera inglesa, había ido a rendirle homenaje a Spruce en su tumba. Sentía aún gran pesadumbre por la pérdida del joven Pacho, pero sabía al mismo tiempo que con seguridad se le recordaría. Había ya más de una docena de plantas que llevaban el nombre lopezii. Se arrodilló frente a la tumba y leyó la sencilla inscripción en la lápida:
+RICHARD SPRUCE, VIAJERO Y AUTOR DE MUCHAS OBRAS DE BOTÁNICA. NACIDO EN GANTHORPE EL 10 DE SEPTIEMBRE DE 1817. MUERTO EN CONEYSTHORPE EL 28 DE DICIEMBRE DE 1893
+Miró en torno a la tumba y vio dientes de león y digitales, líquenes en la piedra y grandes manojos de hierba en la base de las paredes de la iglesia. Tan sencillo origen tuvo, pensó, aquel hombre tan modesto. Recordó un verso de Juvenal: Scire volunt omnes, mercedem solvere nemo. Todos quieren saber, nadie pagar el precio. Unos meses después, de nuevo en una canoa en el remoto Apaporis, recordaría Schultes aquel momento y escribiría su propio epitafio para Spruce:
+Lo sentí bajo las sombras profundas de las selvas y la luz enceguecedora de las aguas amazónicas; lo sentí en los herbarios; lo sentí de pie frente a su humilde cabaña en la aldea de Coneysthorpe; lo sentí de nuevo en actitud reverente, ante su tumba en el cementerio de Terrington; pero allí, bajo la luz desfalleciente de un día de abril en Yorkshire, supe que era cierto: Richard Spruce vive todavía, y vivirá para inflamar la pasión y moldear los pensamientos de muchos exploradores de plantas aún no nacidos, que seguirán sus huellas para proseguir su gran trabajo inconcluso.
+NOS DESPERTAMOS TIM Y YO por la mañana, bajo el aroma fragante del bosque pluvial y el rumor de las hojas de los plátanos mecidas por la brisa. Hacia el atardecer estábamos acampados en playas de arena desoladas observando a los pescadores que descargaban corvina de los barcos de balsa con velas de algodón henchidas por el viento. En ciento sesenta kilómetros, las laderas húmedas de las tierras bajas del Ecuador habían dado paso al desnudo llano costero del Perú, tierra donde de día nada respira ni se mueve, fuera de los disolutos guardias que vigilan los retenes y los camiones que ronronean por la estrecha cinta de la carretera panamericana. La corriente de Humboldt pasa por las costas del Perú como un gran río oceánico que enfría los húmedos vientos que soplan desde el mar y hace que llueva sobre las aguas y que se cubran de neblina las playas. Sobre la tierra reseca casi nunca llueve. Desde Punta Pariñas en el norte hasta más allá de la frontera con Chile en el sur, entre el mar azul y las estribaciones de los Andes barridas por el viento a ochenta kilómetros tierra adentro, se extiende uno de los desiertos más secos del mundo.
+Aun en las mejores épocas, la ruta por tierra en el norte del Perú es deprimente: pueblos miserables rodeados de casuchas de techos planos y tejidas con paja, guadua partida y cañas; paraderos de camiones negros de grasa y polución; restaurantes donde la sopa es más cara si el pollo ha sido desplumado; cementerios donde, a falta de madera, los nombres de los muertos están inscritos en piedras oscuras. En la guarnición de Tumbes, cerca de la frontera con Ecuador, un corpulento oficial nos retuvo una hora hasta que Tim le dio «una cosita» para «el fondo de retiros» de la guardia. Más al sur nos detuvieron de nuevo. Al lado del retén había una valla grande que amenazaba con multas y cárcel a quienes orinaran en público. Frente al aviso, bajo la luz incadescente de la estación de policía, orinaban tranquilos seis pasajeros de un autobús.
+Al viajar nosotros hacia Lima, a principios de diciembre de 1974, una tragedia real acentuaba el melancólico ambiente. La industria de la pesca, en una época de las más grandes del mundo, estaba en la ruina. Aunque el olor de la harina de pescado todavía flotaba en el aire, soplaba un viento frío del sur y en la sal de las olas se agitaban restos de peces y pájaros muertos. Casi todos los años esta mortandad, un fenómeno natural, se lleva a cabo lejos de la costa, en un cementerio donde la corriente de Humboldt, que surge de lo profundo del Pacífico, se encuentra con las aguas cálidas del trópico. Al fundirse las aguas se extingue casi cualquier forma de vida, desde el microscópico plancton hasta el albatros en lo alto.
+En algunos años, como aquel, la corriente cálida ecuatorial se introduce a lo largo de la costa y desplaza mar adentro las aguas frías. Como esto generalmente ocurre hacia la Navidad, el fenómeno se conoce como El Niño, sin duda un nombre irónico para un fenómeno que invariablemente trae consigo cientos de desastres. Durante ese periodo todo sucede al revés. Caen lluvias sobre el desierto y se inundan las ciudades de la costa. Mil seiscientos kilómetros de playa se llenan de peces, focas, leones marinos podridos y los restos de animales desconocidos y fantásticos. Las ráfagas de viento traen olores putrefactos y, al cubrir la niebla las playas áridas, donde no se ve ninguna planta, salvo las hojas plateadas del quiche, que se alimenta de rocío, la tierra parece condenada y como perseguida por el pasado. Después de seis meses en Colombia y de dos en el Ecuador, donde sólo habíamos hecho una recolección de coca, Tim y yo esperábamos mucho del Perú. Y después de una semana en la costa, añorábamos la sierra.
+*
+Cuentan que Lima fue alguna vez una bella ciudad y, según reza el dicho, lo han estado diciendo desde hace quinientos años. Los austeros españoles, con su manía de hacer ciudades desafiando la geografía, fundaron la capital en el desierto, a la vera de un río que era un hilo de agua y lo bastante tierra adentro para asegurarse de que sus descendientes no pudieran disfrutar del alivio y placer de la brisa del mar. La mayor parte de la ciudad está cubierta de una neblina costera que empaña constantemente el sol. En diciembre y en enero, cuando el calor del verano disipa la neblina, la atmósfera se llena del tufo de los motores diésel, humo y polución. Pilas de basura ensucian las playas y el aire marino se llena de emanaciones.
+Tal vez Lima fue bella hace una o dos generaciones, por ejemplo, en 1919, cuando sólo tenía 170.000 habitantes, o en la década de 1940, cuando estuvo Schultes de paso y sólo había 600.000 limeños. Hoy en día su población asciende a más de siete millones y un peruano de cada tres vive en la capital. La mayor parte son refugiados urbanos que han huido de la pobreza y del caos político del interior, y que se han establecido en los «pueblos jóvenes», un eufemismo conveniente pero cruel para las sórdidas barriadas que prevalecen en la ciudad. Para los pobres, regados en casuchas de techo plano hechas con hierba y cañas, el río Rímac es un recurso vital y una alcantarilla. Beben de su agua, lo usan para lavar la ropa y bañar a los niños, y recurren a él para que se lleve la basura y desechos de una ciudad donde rara vez llueve. En el curso de un día, el color de sus aguas cambia de ocre a negro, y de nuevo a café.
+Tim y yo evitamos el centro de Lima y nos quedamos en Miraflores, un suburbio en la playa que hasta la década de 1940 estaba separado de la capital por haciendas y mucho campo raso. La ciudad llega ahora hasta el mar, pero las calles poco transitadas de Miraflores, bordeadas de moreras, siguen siendo silenciosas y hasta tranquilas. Encontramos una pequeña pensión manejada por su dueña, una amable mujer de edad que trataba a sus huéspedes como si fueran de la familia. A pocas cuadras del mar, era un refugio ideal, sobre todo porque tuvimos que quedarnos en Lima casi un mes, reparando el Hotel Rojo, haciendo contactos en diferentes ministerios y estudiando las colecciones de coca de la Universidad de San Marcos y las plantas vivas del Jardín Botánico de La Molina, una universidad agrícola situada en el sur de la ciudad.
+Estuvimos en una época curiosa e instructiva. Aunque las guerras de la cocaína todavía no convulsionaban al país, y aunque el terrorismo de Sendero Luminoso tendría lugar años después, todo el mundo vivía pendiente de la coca y de la cocaína. Sin embargo, con unas pocas y notables excepciones, como el eminente neurocirujano Fernando Cabieses y el botánico Edgardo Machado, de La Molina, era asombroso lo poco que sabía la gente sobre la planta. Casi todas las personas con las que hablamos —biólogos en las universidades, agentes antinarcóticos de la embajada norteamericana, viciosos de ojos vidriosos en las playas de Punta Hermosa— pensaban que las hojas de coca y su extracto químico puro eran una y la misma cosa. Cuando le mencioné la coca a un californiano que se alojaba en la pensión, el mismo que durante la mitad de esa noche no nos había dejado dormir metiendo cocaína como si fuera una aspiradora, pensó que yo le estaba hablando de la cocoa.
+La cocaína era desconocida hasta 1860, cuando la aisló en Göttingen el químico alemán Albert Niemann. En 1846 el arqueólogo Johann Jakob von Tsudi, que había observado el empleo tradicional de las hojas en el altiplano, anotó lo siguiente: «Tengo la firme opinión que el consumo moderado de la coca no sólo es inocuo, sino que puede ser de mucho beneficio para la salud». El elogio de un influyente neurólogo italiano, Paolo Mantegazza, cuya obra inspiró en particular a Sigmund Freud, fue incluso más caluroso. «Prefiero una vida de diez años con coca», escribió en 1859, poco antes del descubrimiento de Niemann, «a una de cien mil años sin ella».
+El químico corso Angelo Mariani estaba de acuerdo. En 1863 patentó el Vin Tonique Mariani, una mezcla de extracto de coca y vino tinto de Burdeos que, de inmediato, causó sensación. Mariani, por cierto, tiene la curiosa distinción de ser la única persona responsable de que dos presidentes de los Estados Unidos, un papa y por lo menos dos monarcas europeos se aficionaran a la coca. El papa León XIII tenía el hábito de llevar siempre consigo un frasco de bolsillo con el vino tónico, y era tan adicto a la bebida que condecoró a Mariani por sus méritos. El achacoso ex presidente norteamericano Ulysses S. Grant se tomó una cucharadita diaria en leche durante los últimos cinco meses de su vida. Entre otros entusiastas que le enviaron a Mariani cartas en homenaje se contaron el presidente William McKinley, el zar de Rusia, el príncipe de Gales, Thomas Edison, H. G. Wells, Julio Verne, Augusto Rodin, Henrik Ibsen, Emile Zola y Sarah Bernhardt.
+Mariani, serio estudioso de la planta, así como genio de la publicidad, creó toda una línea de productos. Fuera del vino Mariani estaba el elíxir Mariani, una versión más fuerte; el té Mariani, un extracto de coca sin vino; unas pastillas para el pecho llamadas pastas Mariani, y las mismas con un atractivo añadido de cocaína pura. Para vender todos sus productos, el emprendedor químico consiguió el respaldo de la Academia Francesa de Medicina y de una lista de más de tres mil médicos que daban fe absoluta de su efectividad. Uno de ellos, J. Leonard Coroning, describió el vino como «el remedio por excelencia para las preocupaciones». Al poco tiempo, aquel «vino para los atletas» fue la bebida favorita de todos los que buscaban la longevidad y la eterna juventud, desde el Ejército bávaro hasta las cantantes profesionales y las muchachas Gibson de la década de 1890. Los avisos en los Estados Unidos lo pintaban como la panacea moderna y la cura perfecta para aquellos «jóvenes que sufren de timidez en sociedad». Con el tiempo, el vino Mariani se convirtió en la medicina más recetada del mundo.
+La ola de popularidad llegó al tope en 1884, el año en que Freud publicó su equivocado trabajo «Sobre la coca», y en que Carl Koller descubrió las propiedades anestésicas de la cocaína, que llevó a usar por primera vez la anestesia local en la cirugía. Este avance médico transformó en particular la práctica de la oftalmología, permitiendo por primera vez la extracción indolora de las cataratas. Un panfleto publicado por la Parke-Davis sugería que la cocaína podía ser «el más importante descubrimiento terapéutico de la época, cuyos beneficios para la humanidad serán incalculables». Esta compañía fabricante de drogas, que controlaba entonces el mercado norteamericano de la cocaína, pensaba en algo más que la oftalmología. Para la década de 1880 tenía en el mercado cocaína en dulces, cigarrillos, atomizadores, jarabes para gárgaras, ungüentos, pastillas, inyecciones de venta libre y un coctel llamado «coca cordial». Artículos en las revistas científicas recomendaban la coca y la cocaína para todo, desde el mareo hasta los dolores de estómago, la fiebre del heno, la depresión y, lo que era más nefasto, para el tratamiento de la adicción al alcohol y al opio. Para ese azote del siglo XIX que fue la masturbación femenina, un médico recomendaba su «aplicación tópica en el clítoris para prevenirla».
+El British Medical Journal declaró con entusiasmo que la coca representaba «un nuevo estimulante y un nuevo narcótico; dos formas de excitación noveles que probablemente serán de gran aceptación en nuestra moderna civilización». El público de los Estados Unidos, ciertamente, las aceptó. En 1885 un fabricante de medicamentos patentados de Atlanta llamado John Pemberton registró la marca de una bebida llamada French Wine of Coca: Ideal Nerve and Tonic Stimulant (Vino francés de coca: estimulante nervioso y tónico ideal). Un año después eliminó el vino y le añadió la nuez de coca africana, rica en cafeína, así como aceites cítricos para darle sabor, y dos años después reemplazó el agua con soda, por su relación con las aguas termales y la salud en general, y empezó a vender el producto como «una bebida intelectual y un licor temperante». En 1891 Pemberton le vendió la patente a Asa Griggs Candler, otro farmacéutico de Atlanta, quien un año después fundó la Coca-Cola Company. Publicitada como tratamiento para el dolor de cabeza y anunciada por Candler como «un remedio soberano», la Coca-Cola pronto estuvo en todas las farmacias del país. La fuente de soda, una especie de balneario para los pobres, se convirtió en una institución, y por todo el país hombres y mujeres se iban de paseo a la farmacia local y pedían una bebida que sólo años después sería conocida como «la pausa que refresca». En esos primeros días se pedía una botella diciendo que uno quería «una inyección en el brazo».
+Para fines del siglo ya había cerca de setenta imitaciones de la Coca-Cola, todas ellas con cocaína. En 1906, consciente de la creciente preocupación del público y anticipándose a la aprobación de la Pure Food and Drug Act (Decreto de alimentos y drogas puras), que prohibía el transporte interestatal de alimentos o bebidas con contenido de la droga, la Coca-Cola eliminó la cocaína de su fórmula. Sin embargo, siguió dependiendo de la planta como condimento. Incluso hoy en día, la Stepan Chemical Company de Maywood, New Jersey, el único importador legal del país, sigue recibiendo hojas de coca. Una vez retira la cocaína, que es vendida a la industria farmacéutica, el residuo que contiene los aceites esenciales y sabores es enviado a la Coca-Cola. La compañía no se siente particularmente orgullosa de esto, pero debería sentirse, porque es la esencia de las hojas lo que hace de la Coca-Cola «el producto auténtico».
+Al mismo tiempo que el público en general se deleitaba con la cocaína, la opinión médica se tornaba lentamente en contra de la droga. Fue inevitable que los exagerados elogios de su valor terapéutico causaran una fuerte reacción de decepción. A Sigmund Freud sin duda le encantaba la cocaína, que consideraba una droga milagrosa. En una carta a su esposa, Martha, le decía medio en broma: «Y verás quién es más fuerte, si una dulce niñita que no come lo suficiente o un viejo alborotado con cocaína en el cuerpo». Tal vez enceguecido por la euforia, Freud recomendó la cocaína para tratar una gran cantidad de enfermedades, incluidas la adicción a la morfina y el alcoholismo. Entre 1880 y 1884, la de Detroit publicó dieciséis informes distintos sobre curaciones de adictos al opio con cocaína.
+No tardó en hacerse evidente, sin embargo, que la cura podía ser tan nociva como la enfermedad. En 1886, varios casos de psicosis cocainómana con alucinaciones táctiles —la famosa ilusión de tener insectos garrapateando bajo la piel— empezaron a darse a conocer, y en 1890 la literatura médica ya incluía cuatrocientos casos de toxicidad aguda causados por la droga. Albrecht Erlenmeyer, al reconocer los peligros inherentes al consumo crónico de cocaína, la declaró «el tercer azote de la humanidad» después del alcohol y la morfina. En sólo unos pocos años, pasó de ser descrita como el estimulante más beneficioso para el hombre, la droga escogida por presidentes y pontífices, a ser percibida como una maldición moderna, la encarnación y causa de todos los males sociales. En los Estados Unidos, sucesivas leyes limitaron cada vez su uso y disponibilidad. En 1922 fue condenada como un narcótico, que no lo es, y en menos de una década el público quedo convencido de que era una peligrosa droga adictiva, que sólo consumían los músicos, los artistas y degenerados de toda laya.
+En el Perú, entretanto, la élite médica observaba este cambio de fortuna con cierto interés. Durante la corta historia de la fascinación europea y norteamericana con la droga, prácticamente nadie distinguía entre la cocaína y la coca. En los textos médicos, en la prensa y hasta en los folletos de la publicidad de Mariani, los términos se intercambiaban. Cuando a fines del siglo XIX empezaron a circular relatos sensacionalistas y la profesión médica empezó a tener por igualmente peligrosas la morfina y la cocaína, la coca se llegó a relacionar con el opio y se le hizo creer al público que los efectos deletéreos del consumo habitual del opio serían inevitablemente los mismos para quien masticara de manera regular hojas de coca. En esta forma, un estimulante suave que sin evidencia alguna de toxicidad había sido usado desde por lo menos dos mil años antes de que los europeos descubrieran la cocaína, llegó a ser considerado una droga adictiva.
+Esta fue la señal que unos cuantos médicos peruanos estaban esperando. Se trataba, en su mayor parte, de liberales progresistas, como diríamos hoy, con una preocupación por la situación de los indios del altiplano de tal intensidad que sólo era igualada por su desconocimiento de la vida indígena. Cuando desde Lima miraban hacia las montañas veían sólo su abyecta pobreza, la mala salud y la desnutrición, el analfabetismo y las altas tasas de mortalidad infantil. Con la ceguera de las buenas intenciones buscaron una causa, y como los problemas políticos de la tenencia de tierras, del poder, la opresión y la explotación inmisericorde los afectaban de cerca, forzándolos a examinar la estructura de su propio mundo, se decidieron por la coca. De todos los males posibles, de cada fuente de turbación de sus sensibilidades burguesas, de todos los obstáculos para el progreso del país, le echaron la culpa a la planta. El doctor Carlos A. Ricketts, primero en presentar en 1929 un plan de erradicación de la coca, describió a sus consumidores como débiles, mentalmente deficientes, perezosos, sumisos y deprimidos. Otro conocido comentarista, Mario A. Puga, la acusó de ser «una forma complicada y monstruosa de genocidio que se comete contra el pueblo». Al referirse en 1936 a «las legiones de drogadictos» del Perú, Carlos Enrique Paz Soldán dio el grito de batalla: «Si esperamos con los brazos cruzados a que un milagro divino libere a nuestra población indígena de los efectos degenerativos de la coca, renunciaremos a nuestra posición de hombres amantes de la civilización».
+En la década de 1940, el doctor Carlos Gutiérrez Noriega, jefe de farmacología del Instituto de Higiene de Lima, lideró el movimiento en pro de la erradicación. Al considerar la coca como «el mayor obstáculo para el mejoramiento de las condiciones sociales y de salud de los indios», Gutiérrez Noriega estableció su reputación con una serie de estudios dudosamente científicos, llevados a cabo en prisiones y asilos, que llegaban a la conclusión de que los consumidores de coca tendían a ser alienados, antisociales, de inferior inteligencia e iniciativa y propensos a «alteraciones mentales agudas y crónicas», así como a otros trastornos del comportamiento, tales como «la ausencia de ambición». El enfoque ideológico de su supuesta ciencia era evidente. En un informe publicado en 1947 por el Ministerio de Educación Pública del Perú, se dice que «el uso de la coca, el analfabetismo y una actitud negativa hacia la cultura superior están estrechamente relacionados».
+Fue en gran parte gracias al cabildeo de Gutiérrez Noriega como las Naciones Unidas enviaron a fines de 1949 un equipo de expertos para estudiar el problema de la coca. No fue nada sorprendente que en sus conclusiones, publicadas en 1950 en un Informe de la Comisión de Estudio de la Hoja de Coca, condenaran la planta y recomendaran una gradual eliminación de su cultivo, en un periodo de quince años. Nunca hubo duda sobre este hallazgo. En la conferencia de prensa que sostuvo en el aeropuerto de Lima cuando la comisión llegó para empezar la investigación, el director, Howard B. Fonda, vicepresidente entonces de la compañía farmacéutica Burroughs Wellcome, declaró que la coca era sin duda alguna «absolutamente dañina», «causa de la degeneración racial… y de la decadencia claramente visible en numerosos indios», y prometió a los periodistas que sus conclusiones confirmarían su convicción. Once años después, tanto Perú como Bolivia firmaron la Convención Única sobre Drogas Narcóticas, un tratado internacional que buscaba la abolición completa de la masticación de la coca y la eliminación de los cultivos en un plazo de veinticinco años.
+Increíblemente, en medio de todo este esfuerzo histérico por erradicar la coca del país, ningún funcionario de salud pública peruano hizo lo obvio: analizar las hojas para encontrar, exactamente, qué contenían. En junio de 1974, de regreso en Harvard, Tim y su jefe inmediato en el Departamento de Agricultura, Jim Duke, habían obtenido un kilo de hojas de coca secadas al sol de la región de Chapare en Bolivia, y habían hecho arreglos para una primera evaluación nutricional. Poco antes de la Navidad llegó de la embajada de los Estados Unidos en Lima una carta de Duke confirmando los resultados, que eran asombrosos. Desde el principio, Tim había sostenido que la coca era inofensiva, que la cantidad de cocaína en las hojas era reducida y que absorbida en combinación con unos cuantos componentes más, se mitigaba sin duda el efecto del alcaloide. Era, sugería, análoga al café o al té. La cafeína pura, extraída de las plantas e inyectada, no era comparable a la de una taza de té tomada en la mañana. Citaba a menudo al médico William Golden Mortimer, quien ya en el remoto año de 1901 le recordaba a la profesión que el efecto de la cocaína representa el efecto de las hojas como el ácido prúsico en el hueso representa el efecto de los melocotones.
+Pero aun así, Tim quedó asombrado ante la carta de Duke. Se había encontrado que la coca contenía tan impresionante cantidad de vitaminas y minerales que Duke la comparaba con el contenido nutricional promedio de cincuenta alimentos consumidos regularmente en América del Sur. La hoja de coca superaba el promedio en calorías, proteínas, carbohidratos y fibra. Tenía más calcio, fósforo, hierro, vitamina A y riboflavina, hasta el punto de que cien gramos de las hojas, el consumo diario promedio de un coquero en los Andes, más que satisfacía el complemento dietético diario de esos nutrientes, así como de vitamina E. La cantidad de calcio en las hojas era extraordinaria, más de la que se sabía de cualquier otra planta comestible, algo de suma importancia porque hasta la llegada de los españoles no había productos lácteos en los Andes, y aún hoy se consume muy poca leche. El alto nivel de calcio sugería que la coca podía haber sido un elemento esencial de la dieta tradicional, sobre todo de las mujeres lactantes.
+Había, sin embargo, noticias aún más importantes. Los andinos a menudo toman la coca después de las comidas y explican que las hojas, que consideran una sustancia «caliente», equilibra la esencia «fría» de las papas, que son la base de su dieta. A Rod Burchard, un antropólogo de la Universidad de Indiana, le interesó esta asociación y decidió investigarla. Su estudio, acabado de completar, sugería que la coca ayuda a regularizar el metabolismo de la glucosa y que posiblemente aumenta la capacidad del cuerpo de ingerir carbohidratos a grandes alturas. Esto confirmaba el punto esencial de la carta de Duke: las hojas de la coca no son una droga sino un alimento y un estimulante suave, esencial en la adaptación de los pueblos de los Andes.
+Estas evidencias pusieron en su sitio los desvarios de personajes como Gutiérrez Noriega y las recomendaciones draconianas de los cuerpos internacionales como la Comisión de Estudio de la ONU de 1950. El plazo para la eliminación de la coca establecido en 1961 por la misma ONU expiró en 1986. La campaña peruana no llegó a ninguna parte. Hoy en día la lidera el Gobierno norteamericano, que tiene una nueva serie de buenas intenciones y aún mayor ignorancia de la vida indígena. El meollo del debate, entonces como ahora, no ha sido la farmacología de la coca, y tampoco los efectos nocivos de la cocaína. Los esfuerzos por erradicar los cultivos empezaron cincuenta años antes de que existiera incluso el tráfico ilegal de la cocaína. El verdadero problema es la identidad cultural y la supervivencia de quienes tradicionalmente han reverenciado la planta. Quien consume coca en los Andes es runakuna, del pueblo, y la masticación de las hojas sagradas es la más pura expresión de la vida indígena. Sin la coca se destruye el espíritu del pueblo.
+*
+Poco después de la Navidad, Tim y yo decidimos separarnos por unos pocos días. Yo quería hacer un poco de alpinismo en Ancash, una provincia montañosa a ocho horas por carretera al nordeste de Lima. Él iría en el Hotel Rojo a Ayacucho y descendería al valle del Apurímac y a los cultivos de coca de San Francisco. El plan era encontrarnos en Cuzco en quince días y bajar por el valle sagrado de Quillabamba hasta el río Santa María, un afluente del Urubamba que riega una de las regiones de mayor producción de coca del mundo. El mío iba a ser un viaje apresurado a una de las regiones más bellas del Perú, el Callejón de Huaylas, un estrecho valle de ricos campos verdes de maíz y alfalfa encerrado entre dos cadenas de montañas: la Cordillera Negra, al oeste, y la luminosa Cordillera Blanca, al este, con sus altos picos cubiertos de nieve. En aquel espectacular macizo montañoso, de ciento sesenta kilómetros de largo y casi veinte de ancho, se encuentra Huascarán, que con sus seis mil seiscientos metros es la montaña más alta del Perú y de los trópicos.
+La lluvia y la neblina me impidieron subir hasta la nieve y acampé al pie de la montaña. Después de una semana, todavía cubierta de nubes la cima, abandoné el lugar y me dirigí a la costa para reunirme con Tim en el sur. El tren hacia el este de Lima, que va al Huancayo y a los Andes Centrales, recorre las riberas del Rímac hasta Chosica, un decaído lugar de recreo al que no cubren las nieblas del invierno. Se encuentra a una altitud de setecientos veinte metros y a una distancia de Lima de sólo diecinueve kilómetros. Al fondo tiene una pared de montañas, rota apenas por un cañón de rocas rosadas. La vía del tren se agarra al desfiladero y asciende al borde de precipicios de granito. Gradualmente, en el curso de un largo día, va dando un paso dramático, en una hazaña de ingeniería de tan asombrosa magnitud que casi hace olvidar que la construcción del Ferrocarril Central les costó la vida a más de siete mil trabajadores, la mayor parte culíes chinos traídos al país para el proyecto. En ciento veinte kilómetros, el tren pasa por sesenta y seis túneles, cruza cincuenta y nueve puentes, y zigzaguea veintidós veces en su ascenso a los cinco mil metros del Paso Ticlio y las vertiginosas alturas de la divisoria continental. El ingeniero estadounidense Henry Meiggs hizo los estudios topográficos, y un peruano, Ernesto Malinowski, dirigió entre 1870 y 1893 la construcción de la ruta de pasajeros más alta del mundo, con un declive tan pronunciado que en los vagones de primera clase hay oxígeno disponible. Los que viajan en los vagones de atrás tienen que luchar contra los dolores de cabeza y las náuseas del soroche masticando coca, el remedio habitual para el mal de altura en los Andes.
+El viejo que estaba sentado a mi lado no había dicho una palabra desde que habíamos salido de la Estación de los Desamparados en Lima. Bajo el calor del desierto, en un vagón lleno de humo y del fuerte olor de cuerpos sin bañar, tenía puestos unos calzones cortos de lana virgen, un gorro tejido, un poncho y sandalias de caucho. Toda su ropa estaba raída, y la cara curtida y surcada de arrugas. Durmió casi todo el día, y lo observé a medida que el tren trepaba las montañas, pasando por el quebrado paisaje más allá de Matucana y por la profunda garganta de Casapalca, donde los desechos de las minas manchan las aguas del Rímac y envenenan la cuenca alta, de donde fluye el agua que se bebe en Lima.
+En el puesto vacío que había entre nosotros puse varias bolsitas de coca, y durante la larga tarde, mientras el tren subía lento, en increíble declive, probé las hojas de cada una, usando diferentes álcalis que había conseguido en el mercado de Lima. En Colombia, los indios de la costa usaban conchas de mar, mientras que los del interior empleaban piedras calizas pulverizadas al fuego en diferentes formas. En el Perú usaban una pasta dura, llamada llipta o tocra, hecha con las cenizas de diferentes plantas a las que añadían rocío, agua del cocimiento de las papas y unas gotas de orina. En los Andes, entre las fuentes de la ceniza se encuentran las habas y las frutas de varios cactos en forma de columna. Más al oriente, en la «montaña», la vertiente de los Andes que da a la llanura amazónica, emplean tusas, la vaina del cacao y las raíces del banano.
+La llipta, dura como piedra, blanca y cáustica, me quemó la lengua. La probé primero con unas hojas excelentes, que en el mercado de Lima llamaban «Cuzco verde». Eran de un color verde claro y estaban frescas. Una segunda clase se producía en el valle del Huallaga, más allá de la cordillera hacia el este, y la llamaban «gringuita» por su delicado sabor y el color muy claro de las hojas. Las recogían manualmente, las secaban al sol, permitiendo que exudaran hasta estar flexibles, y las enviaban a la capital en fardos de sesenta kilos de un tejido especial de lana llamado jerga. Cada paso del proceso se hacía con gran cuidado. La coca siempre debe poder respirar, y sí en cualquier momento del proceso de secado se humedecen las hojas, se fermentan, se tornan ocres, y pierden todo su valor. Una tercera variedad comercial era el «Cuzco negro», también llamada «coca pisada». Esta se seca al sol y se pisa deliberadamente. Una vez secas bajo el sol adquieren un color café oscuro, que resulta de una leve fermentación, y es muy diferente del hediondo sabor de las hojas dañadas por la humedad.
+En una cuarta bolsa estaban las más finas de todas, las hojas de Trujillo, pequeñas y delicadas, verdes claras y algo quebradizas. Se dan únicamente en los valles de los ríos de la costa norte y en las áridas cuestas de la hoya alta del río Marañón, y son una variedad resistente a la sequía que se cultiva en campos irrigados a la sombra de las ramas extendidas de los árboles inga. Al contrario de otros tipos comerciales, que son todas de la familia Erythroxylum coca, la de Trujillo es única en su clase y más cercana a la colombiana, tanto en su hábitat como en su morfología. Después de haber examinado algunas plantas en el jardín botánico, Tim estaba seguro de que se trataba en efecto de la Erythroxylum novogranatense, aunque de una variedad posiblemente endémica. Se cosecha tres veces al año y se seca en grandes planchas de cemento, y las hojas huelen y saben a aceite de gualteria, gusto que no tiene ninguna otra coca. Aunque sólo representa el seis por ciento de la producción total del Perú, la coca de Trujillo es la que persigue más de cerca la Enaco, la Compañía Nacional de Coca del Perú, la agencia gubernamental que tiene el monopolio de toda la producción destinada a la exportación. Toda la coca que se exporta legalmente se envía a las bodegas de la Enaco en Trujillo. Allí se mezclan las hojas de las diferentes áreas y se empacan en bultos de ochenta kilos para ser enviados a los Estados Unidos. A principios de la década de 1970 se exportaron cada año más de quinientas toneladas métricas de la hoja de coca de Trujillo, la mayor parte destinadas a la Coca-Cola.
+El tren se detuvo traqueteando. Poco más adelante quedaba la estación de Ticlio y la boca del túnel de La Galera, que tiene más de kilómetro y medio de largo y atraviesa la cima de la montaña. El anciano se despertó sobresaltado, echó un vistazo por la ventana al lago oscuro en el centro del cráter que rodeaba la estación y luego, al volverse para el otro lado, su mirada cayó sobre las bolsas de coca entre nosotros. Al sonreír reveló unos dientes gastados por una vida entera de comer maíz seco y cal. De un atado a sus pies sacó luego una olla de aluminio llena de avena espesa, y una docena o más de papas hervidas envueltas en un trozo de tela. Las compartimos, pelándolas con cuidado, y después de una pausa conveniente saqué una manotada de hojas de una de las bolsas de plástico.
+—Hallpakusunchis, Taytáy —le dije en un quechua chapuceado: Masquemos coca juntos, padre. Asintió con la cabeza, algo sorprendido por la invitación, y de manera muy ceremoniosa alcanzó una bolsa de coca finamente tejida que estaba entre sus cosas. Con un leve suspiro se echó hacia atrás y con lentitud sacó de la chuspa una hoja, luego otra, y después una tercera. Habiéndose cerciorado de que las tres no tenían manchas y de que estaban en perfecto estado, las puso una sobre otra para hacer un k’intu, una pequeña ofrenda para mí. Noté sus manos deterioradas por el tiempo, muy sucios el índice y el pulgar, y toda la piel con el lustre del cobre. Acepté su k’intu y le hice uno. Después del intercambio de costumbre sostuvo sus hojas a unos centímetros de la boca y sopló suave y largo sobre ellas, susurrando unas palabras que no pude comprender. Era el phukuy, la invocación ritual que devuelve la esencia de las hojas a la tierra, a la comunidad, a los lugares sagrados, a las almas de los viejos abuelos. El intercambio de hojas es un gesto social, un acto de cortesía y una manera de reconocer el contacto entre los hombres, por tenue o transitorio que sea. El soplo sobre el phukuy es un acto de reciprocidad espiritual, pues al ofrecer las hojas a la tierra, el individuo asegura que con el tiempo la energía de las hojas cerrará un círculo completo, con la misma certeza con que la lluvia que cae sobre un campo renace inevitablemente en forma de nube.
+El viejo retiró una a una varias hojas de su bolsa, quitándoles la vena con los dientes y añadiéndolas a la mascada que crecía poco a poco en su boca. De vez en cuando sacaba también un trozo de llipta al que le quitaba de un mordisco un pedacito, y cuando le empezaba a salir un hilo de saliva verde por las comisuras de los labios, se lo limpiaba discretamente con el dorso de la mano. Dos onzas al día, pensé, más de una tonelada de hojas mascadas en la vida, no mascadas realmente sino formadas en una bola pulida que, al agotarse, se retira con reverencia de la boca —nunca se escupe— y se coloca en la tierra, sobre una piedra, en un campo, otra ofrenda a Pachamama y los antepasados buenos.
+Durante cuarenta minutos o más estuvimos sentados sin decir palabra, disfrutando de las hojas mientras el tren zigzagueaba bajando por una empinada falda a Yauli, otra pequeña ciudad minera afeada por grandes pilas de escoria, pero aislada en una vasta y soberbia meseta donde pastaban llamas entre pequeños montones de piedras que se destacaban como vigías contra el horizonte. Después de otro lento descenso el tren llegó a La Oroya, un centro minero frío y desolado: colinas negras bajo un cielo pizarra y sobre una tierra envenenada desde hace mucho por el arsénico y el plomo. Mi viejo compañero se puso de pie y se bajó del tren. Al salir de la estación lo vi alejarse bajo la luz mortecina hacia unas barracas de madera de una escualidez digna de Dickens.
+*
+Después de los sombríos poblados mineros tallados y dinamitados en las rocas de los Andes, la hoya del río Mantaro parecía un oasis: un valle plano, fértil, tibio, verde, rodeado de colinas redondeadas que formaban un suave y ondulante horizonte. Me bajé del tren en Huancayo, que a tres mil trescientos metros es el principal centro comercial del valle, y pasé la tarde y la mañana siguiente explorando sus famosos mercados. La coca se conseguía fácilmente, vendida sobre todo en pequeñas tiendas llamadas estancas, que a veces no tenían nada más. Compré de varias clases, incluida una gringuita aromática de Huanaco, que degusté en la mañana dando vueltas entre los puestos del mercado con sus deslumbrantes despliegues de frutas y verduras, totumas grabadas con delicadeza, pieles y grandes pilas de lana de llama y de alpaca, a veces teñida en suaves ocres y rojos de raíces de palo de rosa, nogal y rubia. Toda una sección del mercado estaba dedicada a las artes curativas y, como en una farmacia medieval, de los puestos colgaban raíces y hojas secas, lagartijas, sapos, culebras, vísceras de animales, insectos y grandes bolsas con polvos mágicos. Una mujer vendía la Cantua buxifolia, la flor nacional del Perú, que a menudo se ve en setos en las alturas de los Andes. Sorprendido, me detuve a preguntarle para qué se usaba y sólo entonces recordé que mucho antes de que los españoles la convirtieran en un símbolo, las grandes flores rojas acampanadas, llamadas en quechua qantus, los incas las consagraban como las flores de los muertos.
+Por la tarde cogí un autobús local que iba hasta el cruce de carreteras en Huanacachi, a dieciséis kilómetros de la ciudad. Allí se detenían los camiones grandes de carga y con algo de suerte conseguiría un aventón hasta Cuzco. Sentado a mi lado en el autobús iba un joven apuesto, estudiante universitario que volvía a las clases en la Universidad Huarmanga en Ayacucho. Con el despreocupado tono que uno usa para hablar con un extraño, le pregunté sobre la familia y antecedentes, lo que estudiaba, sus esperanzas y proyectos. Me contestó con el suave acento del español del altiplano, diciendo muy poco, pero con un estilo muy fino. Sus palabras parecían quedarse flotando en el aire a medida que el destartalado autobús daba saltos y rugía por la carretera destapada.
+En el primer retén al sur de Huancayo, dos policías subieron al autobús para revisar los documentos de identidad. Ambos, sudorosos, eran de familia indígena, pero promovidos al rango de mestizos por los uniformes y las raciones, que los habían vuelto rollizos. Insultaron a las indias, maltrataron a un viejo que no podía leer y pasaron por alto a los extranjeros. Le di al primero que pasó a mi lado el pasaporte, confirmé su gesto rutinario, y al darme vuelta vi cómo arrancaban a mi compañero del asiento y uno de ellos le pegaba en la cara con la culata del revólver. Lo sacaron del autobús en un instante y lo hicieron pararse con las piernas abiertas contra un muro de adobe. Lo golpearon salvajemente y se rieron cuando se desplomó. Nadie más en el autobús cayó en la cuenta. Nadie vio cómo se levantó y corrió por la callejuela. Nadie oyó los disparos, ni los gritos de furia de los policías. Todo pasó en un momento. El joven había desaparecido. Los policías parecían de nuevo controlar las cosas. Había vuelto el plácido ritmo de los Andes, tan inocente como en una guía turística.
+Asombrado por la violencia y molesto por la pasividad reflexiva de los demás pasajeros, me bajé en el cruce, donde tuve que esperar cinco horas antes de hacerle señas a un camión que iba rumbo a Cuzco. Al salir subiendo del valle, la carretera pasa horas y horas a través de una tierra desnuda, árida y fría. Para cuando llegamos a Huancavelica y aparcamos frente a la catedral para pasar la noche, ya era bastante tarde y la plaza estaba desierta. Dormí en la parte de atrás del camión y me desperté en la madrugada, cuando el camionero pasaba lentamente por las calles estrechas buscando la salida hacia Ayacucho.
+En la mañana pasamos por Huancavelica, una pequeña ciudad colonial rodeada de colinas peladas y rocosas. Además de la catedral, muy bella bajo la suave luz, había siete iglesias ornamentadas, que revelaban todas una historia dolorosa. Fue aquí donde los españoles encontraron plata y, lo que fue más importante, el mercurio que necesitaban para fundir la montaña de plata que habían descubierto en Potosí. En 1564 hicieron ir a las minas de Huancavelica a miles de esclavos indios de todos los rincones del Perú. Golpeados con barras de hierro, desgarrados por los azotes, tenían que quedarse bajo tierra una semana entera, encadenados con collares de hierro, cavando la roca para extraer la cuota diaria de veinticinco cargas de cien libras por hombre. Los capataces no los consideraban gente, sino «caballitos», y cuando después de unos pocos meses salían dando tumbos de la mina, los pulmones quemados por los vapores y el polvo tóxicos, temblorosos y con los músculos retorcidos, sin poder caminar y mucho menos sostener su producción, los mataban para que otros tomaran su sitio. Después de un tiempo, las madres empezaron a enterrar a sus hijos recién nacidos para salvarlos del horror de las minas.
+En una forma perversa, las minas desempeñaban un papel en la historia de la coca. Los primeros españoles hicieron grandes elogios de la planta. En sus Comentarios reales, el Inca Garcilaso de la Vega escribió que la hoja mágica «sacia el hambre, infunde nuevas fuerzas a los fatigados y agotados, y hace que los infelices olviden sus pesares». Pedro Cieza de León, quien viajó por toda América entre 1532 y 1550, anotó que «cuando les pregunté a algunos indios por qué llevaban esas hojas en la boca… me respondieron que evitaban que sintieran hambre, y les daba gran fuerza y vigor. Yo creo que tiene tal efecto». La primera descripción botánica de la coca, hecha por el médico español Nicolás Monardes, se encuentra en un libro titulado Gozosas noticias del mundo nuevamente encontrado, donde se declaran las virtudes de las hierbas, árboles, aceites, plantas y piedras, que fue traducido al inglés por John Frampton en 1582.
+Como era de esperarse, la Iglesia Católica intentó proscribir la planta. En los concilios eclesiásticos celebrados en Lima en 1551 y 1567, los obispos condenaron su empleo como una forma de idolatría y obtuvieron un edicto real declarando que los efectos de la hoja eran un espejismo del demonio. Para entonces ya era tarde, incluso para la Iglesia. Había demasiados españoles que cultivaban y comerciaban con la planta, y los que manejaban las minas se dieron cuenta de que sin las hojas los indios no podían trabajar. La Iglesia tuvo que hacer un compromiso para salvar las apariencias. Aceptó el cultivo y la venta de la coca, pero prohibió bajo pena de muerte su uso en ceremonias religiosas. En 1573 el virrey Francisco de Toledo eliminó todos los controles del comercio secular, y durante los siguientos doscientos años, al tiempo que miles morían en las minas y en las plantaciones, la coca se convirtió en un puntal de la economía colonial. La producción aumentó cincuenta veces, y hacia fines del siglo XVI los impuestos a la coca ya le proporcionaban a la Iglesia buena parte de sus ingresos.
+El dramático aumento del cultivo en los años que siguieron a la Conquista ha hecho que perdure uno de los más persistentes errores sobre la coca: la idea de que durante el siglo de dominio de los incas, sólo la élite gobernante tenía acceso a la hoja. El primero en sostenerla fue tal vez el Inca Garcilaso, y desde entonces casi todas las historias populares del Perú precolombino la han repetido sin dudar de ella. Aunque la idea es claramente atractiva, sobre todo para los críticos de su consumo actual, las evidencias de que fuera un monopolio aristocrático son bastante dudosas. El inca sí controlaba la producción y distribución de varios productos agrícolas, incluida la coca, como constataron muchos de los primeros cronistas que estuvieron en la capital imperial. Pero lo que no es tan claro es que las observaciones de Garcilaso sobre la vida de la corte de Cuzco, basadas en los testimonios de los nobles incas, reflejaran lo que sucedía o había sucedido en las áreas periféricas del imperio. La historia de la coca, en todo caso, sugiere un estado de cosas muy diferente.
+Es cierto, por supuesto, que los incas reverenciaban la coca por sobre todas las demás plantas. Para ellos era una manifestación viviente de lo divino; sus lugares de cultivo eran santuarios naturales a los que los mortales sólo se acercaban hincados de rodillas. Como la planta no se daba a la altitud de Cuzco, sucesivos gobernantes ordenaron hacer réplicas de los cultivos en oro y plata, delicados jardines cercados por las paredes de los templos. La coca desempeñaba un papel importante en todos los aspectos de los ritos y el ceremonial. Antes de un viaje, los sacerdotes arrojaban hojas al viento para propiciar a los dioses. En el Coricancha, la Corte de Oro, el Templo del Sol, se hacían sacrificios a la planta, y los suplicantes sólo podían acercarse al altar si tenían coca en la boca. Los augures y adivinos, que habían adquirido su don al sobrevivir a un rayo, leían el futuro en las venas de la hoja y en la forma en que caía en los dedos la saliva verde. En su rito de iniciación, los jóvenes de la nobleza inca competían en duras carreras a pie, durante las cuales las vírgenes les ofrecían coca y chicha. Al final de la prueba, cada corredor recibía una chuspa llena de las hojas más finas, como símbolo de su recién adquirida virilidad.
+Largas caravanas que transportaban hasta tres mil canastas grandes de hojas llegaban a Cuzco periódicamente desde los cultivos en las tierras bajas y en los valles. Sin la coca no se podía sostener al ejército o hacerlo marchar por la vasta extensión del imperio. La coca hacía posible que los mensajeros imperiales, los chasquis, se relevaran a lo largo de casi diez mil kilómetros en una semana. Cuando los narradores de la corte eran convocados para rememorar la historia de los incas en las ceremonias, contaban sólo con la ayuda de una cuerda con nudos llamada quipu y con la coca para estimular la memoria. En el campo los sacerdotes y los labradores ofrecían hojas para bendecir las cosechas. Los pretendientes le regalaban coca a la familia de la novia. Los viajeros en misiones oficiales colocaban sus mascadas de coca en los montones de piedras dedicados a Pachamama y puestos de trecho en trecho a la vera de los caminos del imperio. Los enfermos y los moribundos apretaban hojas en las manos porque, si la coca era el último bocado en sus bocas, tenían el camino al paraíso asegurado.
+Así como los incas veneraban la planta, también lo hacían los demás pueblos de los Andes. Las evidencias arqueológicas más tempranas indican que la coca ya se consumía en la costa del Perú en el año 2000 antes de Cristo. Se han encontrado vasijas, cazos de cal y figuras de cerámica que representan hombres mascando la hoja en yacimientos arqueológicos nazcas, paracas, moches y chimúes de todas las épocas de la civilización precolombina. La palabra «coca» no se deriva del quechua sino del aimara, la lengua hablada por los descendientes de la cultura tihuanaco, el imperio del altiplano y del lago Titicaca que antecedió al inca en quinientos años. La raíz es khoka, una palabra general para cualquier arbusto o árbol, implicando en esta forma que la fuente de las hojas sagradas es la planta entre todas las plantas. Las evidencias sugieren que existía un activo comercio de la coca en el altiplano boliviano ya en el año 400 antes de Cristo, mil años antes de la dramática expansión del imperio inca.
+El genio único de los incas, y la clave de su poder, fue su capacidad para incorporar bajo su gobierno una notable diversidad de pueblos, al asimilar a los gobernantes locales, absorber las ideas religiosas, manipular las rivalidades regionales y establecer nuevas relaciones de autoridad basadas en las tradicionales nociones de intercambio, sin dejar al mismo tiempo de trabajar con las instituciones locales para promover la expansión del imperio. Si lo consideraban necesario, sin embargo, podían ser implacables: aniquilaban a las tribus rebeldes, desplazaban pueblos enteros a tierras lejanas e imponían la paz en sus nuevas conquistas llevando allí colonias enteras de súbditos reales. Rara vez, no obstante, violaban las antiguas tradiciones, o instituciones, que no constituían una amenaza para la integridad de su imperio. Dado este sistema, parece muy improbable que hubieran prohibido o podido suprimir una práctica cultural tan vital y fundamental como el consumo de la coca. Sin duda, asumieron el control de la producción y distribución de la planta, y su papel sagrado pudo estar circunscrito a áreas cercanas a la capital. En los campos y laderas de los Andes, sin embargo, es casi seguro que la coca se siguió usando como siempre, como un suave y esencial estimulante en una tierra áspera e implacable.
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+Subimos a montañas y bajamos a valles sucesivos durante cinco días. En las tierras bajas y secas los dondiegos crecían como árboles, y el ricino se regaba silvestre como maleza sobre sendas polvorientas a través de tierras desgastadas por la erosión. En las laderas más húmedas, los cultivos se extendían como tableros de damas, bordeados de eucaliptos y fiques, y los que estaban en barbecho se hallaban cubiertos de dalias y cinias, girasoles y verbascos amarillos, dorados y rojos.
+Campos como estos embellecían la tierra de los incas, bajo los cuales no se conocía la hambruna. En el año en que Pizarra llegó al Perú había en los Andes más tierra bajo cultivo que hoy en día, y la cantidad de comida producida era mucho mayor. Aunque la escarcha, el granizo y la sequía dañaban uno de cada tres cultivos, los extremos del clima andino —días calientes y soleados y noches muy frías— permitían técnicas de conservación mediante las cuales se podían almacenar casi indefinidamente los alimentos básicos. Jerky, la palabra inglesa para carne seca, se deriva de la palabra quechua ch’arki. El ch’uñu, la papa seca repetidamente congelada por la noche, y pisada y blanqueada al sol del día, era un alimento esencial y el primer ejemplo en la historia de un deshidratado por congelación. Con unas cuantas libras se podía alimentar un soldado inca durante un mes, o mantener viva una familia durante los meses lluviosos de escasez.
+Para conservar o distribuir los excedentes del imperio, los incas establecieron una extraordinaria red de bodegas, o qollqas. Construidas en las afueras de las áreas pobladas, contenían grandes reservas de comida, armas, telas finas, coca, artículos costosos y de uso diario en tal cantidad que con ellos se podía mantener ejércitos en marcha y evitar el hambre en cualquier rincón del reino. En el antiguo centro de Huánuco, los arqueólogos descubrieron las ruinas de quinientas bodegas con una capacidad total de más de un millón de metros cúbicos. En Vilcashuamán, el Halcón Sagrado, el cruce de caminos donde la ruta de Cuzco a la costa se cruzaba con el camino imperial que seguía el espinazo de los Andes, había más de setecientas qollqas. Dieciséis años después de la Conquista, un ejército español acampó más de siete meses al lado de una bodega en el valle de Jauja, en el centro del Perú, y se alimentó con cerca de ochocientos mil bultos de comida que descubrieran en un conjunto de qollqas.
+Este sistema de bodegaje, con tan enormes reservas de alimentos y bienes, era sólo una de las características de una dinastía que se distinguió más por la brillantez y eficiencia de su estructura administrativa que por su arte o su cultura. Los incas ejercían el poder absoluto, pero comprendían que un pueblo bien alimentado y tratado con justicia producía más y trabajaba más duro que aquel que padece la injusticia y la privación. El sistema entero se basaba en el interés ilustrado de una nobleza que derivaba su autoridad de los dioses y su poder del control de uno de los ejércitos más formidables de la historia. Las exigencias al individuo eran severas, aunque predecibles y coherentes. El Estado garantizaba la libertad de cualquier forma de escasez, y a cambio exigía duros tributos en forma de trabajo. Esta reciprocidad fundamental le permitía a la élite gobernante reclutar legiones enteras de trabajadores para construir las grandes obras públicas del imperio. Evidencias de su incansable labor se encuentran por todas partes en el Perú de hoy: ríos canalizados y enderezados para liberar ricas tierras agrícolas, gigantescas piedras labradas para estanques ceremoniales o decoradas con profusas iconografías, ruinas de caminos imperiales, puentes, palacios y posadas. Al viajar por los Andes, a lo largo de laderas escalonadas con terrazas para los cultivos y donde aún se pueden ver los restos de ductos de piedra que llevaban el agua a centenares de kilómetros, es difícil entender cómo pudieron los incas lograr tanto en sólo un siglo de gobierno.
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+Cuando los españoles preguntaron por el origen del imperio, les contaron sobre una época de tinieblas y grandes inundaciones enviada al mundo por su creador, Viracocha. Pero este se apiadó de la tierra, y de pie en una isla del lago Titicaca lanzó a los cielos el sol, la luna y todas las estrellas. Luego ordenó que todos estos cuerpos celestes poblaran el mundo. El Sol, señor del universo, puso en la tierra a su hijo Manco Cápac, y la Luna le dio por esposa a una hija suya, Mama Occlo. Juntos surgieron de las aguas del Titicaca, de las islas del Sol y de la Luna, y portando una vara de oro iniciaron una gran odisea. Tenían instrucciones de recorrer el mundo, tanteando la tierra con la vara, hasta encontrar un sitio que los aceptara. Allí debían establecer su reino.
+Durante años vagaron por el mundo, escoltados de día por gansos salvajes y de noche por cóndores. Finalmente, al pie de una montaña llamada Wanakauri, la tierra devoró la vara y en el cielo se formó un arco iris. Manco Cápac pidió a la gente del lugar abandonar su desnudez, su dieta de semillas silvestres y su vida miserable, y seguirlo a un valle donde construirían Cuzco, la capital del imperio. Manco Cápac, el hijo del Sol, se convirtió en el primer inca y tomó por esposa a su coya, o reina, su hermana, la hija de la Luna. De modo que, desde su creación mitológica, el imperio había sido inspirado por los dioses y se sabía que el inca, su familia y todos sus hijos y nietos eran divinos. Al crecer la familia imperial, se dividió en linajes, cada uno formado por los descendientes de un antiguo gobernante. Cada uno tenía su propio palacio en Cuzco, y después de su muerte, sus restos divinizados eran preservados allí al cuidado de un enorme séquito de servidores y seres amados, todos miembros de su propio ayllu, o clan. La historia inca, tal como les fue contada a los españoles, giraba en torno a las heroicas hazañas de los doce soberanos que heredaron por turno el manto sagrado de Manco Cápac. Su linaje nació en el principio de los tiempos y terminó con la traición y asesinato de Atahualpa en 1533.
+En realidad, aún en la década de 1430, el pueblo de los incas seguía siendo una pequeña tribu montañesa que sólo controlaba la tierra entre el cañón del Apurímac y el profundo valle del Vilcanota-Urubamba. En 1438 fueron atacados por los chancas, un clan enemigo que vivía más allá del Apurímac, y Cuzco por poco cae en sus manos. El inca en el poder huyó, pero el pueblo apoyó a su hijo, quien inspirado por una visión del dios de los cielos y con la ayuda de piedras que cobraron vida y lucharon a su lado, cambió la batalla a su favor y derrotó a los chancas. El príncipe victorioso se apoderó del reino y cambió su nombre a Pachacuti, reformador del mundo. Este fue en la historia el momento del nacimiento del imperio, su verdadero origen. Los ocho gobernantes que lo antecedieron y que fueron debidamente celebrados en la mitología inca, muy probablemente no fueron ni siquiera líderes que se sucedieron sino más bien jefes de los diferentes clanes que lucharon al lado de Pachacuti en las colinas que rodean a Cuzco.
+Después de su triunfo Pachacuti transformó la capital, desecó los pantanos, desvió el curso de los ríos Saphi-Huatanay y Tullumayo, que la atravesaban, y trazó los planos de una nueva ciudad con la forma felina de un puma, la encarnación nocturna del sol. Construyó un palacio para su linaje y restauró el esplendor del Coricancha, el templo del Sol. Luego hizo construir el Acllahuasi, la casa de las mujeres escogidas, erigió templos a los dioses del cielo e instituyó leyes en adoración del sol, la luna, las estrellas, el trueno y el arco iris. Se declaró Hijo del Sol y se lanzó a la conquista del mundo.
+Con Cuzco, el ombligo del universo, como eje, Pachacuti concibió el Tawantinsuyu, los Cuatro Cuartos del Mundo. Al nordeste quedaba Antisuyo y más allá la formidable selva del Amazonas. Al sudeste estaba Collasuyo, la tierra del origen, el altiplano y la fértil hoya del Titicaca, el área más rica del imperio. Al noroeste estaba Chinchay-suyo, los Andes centrales, los reinos desiertos de la costa norte y las montañas del Ecuador. El último cuadrante, Condesuyo, se extendía al sudoeste y comprendía los desolados yermos del Desierto de Atacama, cruzando los Andes.
+En 1438, Pachacuti comenzó su avance constante hacia el norte y el sur, asentando su poder dondequiera iba, victorioso su ejército, consolidadas sus conquistas al imponer la religión y la lengua, crear infraestructura, incorporar las élites locales y destruir salvajemente a quien se resistiera. Para 1463 los incas controlaban los Andes centrales, desde la actual Ayacucho en el norte hasta el Titicaca en el sur. Posteriores conquistas de Pachacuti y de su hijo, Topa Inca Yupanqui, extendieron el imperio hacia el norte hasta Ecuador. En 1465 Topa Inca marchó hacia el sur desde Quito, invadió el norte del Perú y derrotó a los chimúes, dinastía que desde hacía dos siglos tenía un dominio de casi mil kilómetros cuadrados en la desértica costa. Seis años después Topa Yupanqui sucedió a su padre como Inca y continuó sus conquistas, invadió todo el altiplano boliviano, tomó el Chile moderno hasta Atacama y al sur llegó hasta el río Maule, a tres mil doscientos kilómetros de Cuzco.
+En 1493, el mismo año en que la Iglesia Católica dividió el mundo entre España y Portugal, murió Topa Inca, y tomó su lugar su hijo, Huayna Cápac. Para 1520, menos de un siglo después de la victoria de Pachacuti sobre los chancas, su nieto guerreaba en el sur de Colombia, y piedras de las canteras de Cuzco se usaban para construir sus palacios en Quito. El imperio se extendía sobre más de cuatro mil ochocientos kilómetros, el mayor jamás forjado en el continente americano. Dentro de sus límites vivían casi todos los pueblos del mundo conocidos para ellos. Había en él trescientos veinticuatro mil kilómetros de caminos empedrados, ricos y fértiles cultivos e inmensos templos dedicados al Sol. No había hambre. Toda la materia era considerada divina, la tierra misma era el vientre de la creación. Después vino la viruela, la muerte de Huayna Cápac y el principio del cataclismo.
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+Todavía no había señas de Tim cuando desperté poco antes del amanecer, con frío y tieso, en la Pensión San Jorge de Cuzco. Mi ventana daba a un pequeño parque más allá del cual se apilaban uno sobre otro los techos terracota de la ciudad, del mismo color de la tierra que había visto en la tarde, al llegar el camión a la cima de la colina sobre el valle del Anta y dar paso los exuberantes campos a las casas de adobe y las calles lodosas que llevaban al centro de la antigua capital. En la noche la ciudad tenía un aire de carnaval, sobre todo en la plaza de Armas, donde había más extranjeros que cusqueños. Los únicos indios que se veían estaban sentados en una galería de columnas, vendiendo chucherías y tejidos. Al otro lado, la fachada barroca de La Compañía, la iglesia de los jesuítas, estaba iluminada como un ponqué de cumpleaños. Se oía música por todas partes, más que todo rock and roll, saliendo de parlantes ruidosos puestos en la calle por los cafés y los bares para atraer la clientela. En las puertas de los restaurantes se apiñaban niños andrajosos esperando el momento de entrar a la carrera para robarse algo de comer. En una esquina de la plaza VI una pareja alemana regateando con una vieja por el precio de un cinturón tejido con intrincadas figuras en vuelo. Los alemanes no querían pagar los sesenta soles, el precio entonces de una taza de café en Munich, que pedía la señora.
+El cielo estaba entoldado por la mañana, pero aclaró al salir el sol. Había un olor a humo de eucalipto y a lluvia sobre la cal de los muros y la piedra. Bajo mi ventana vi una niña que se apuraba llevando de cabestro una llama negra. Levantó la mirada y pude verle la cara, redonda y llena. Apenas una década antes, no era raro ver recuas de llamas bebiendo en las fuentes de la ciudad. Ahora sólo aparecía una que otra, sobre todo como atracción para los turistas, pero en el campo todavía les tenían reverencia. Una vez al año, en un día especial de agosto, se meten a los corrales para beber y mascar coca con ellas. Las adornan con hileras de brillantes borlas y les dan de beber un bebedizo especial de malta, chicha, hierbas medicinales y aguardiente de caña. Los hombres hacen la ofrenda y mantienen quietas a las bestias mientras les ponen los picos de las botellas en la boca. Al acabarse el día, tanto los hombres como las llamas están completamente borrachos y salen tambaleándose de los corrales para ponerse a reír, cantar y bailar con los vecinos.
+A las siete tañeron las campanas de la catedral, llamando a misa. Era un bello sonido y lo seguí por la calle detrás de una docena o más de mujeres, vestidas todas de negro, hacia la Plaza de Armas. Vacilé al pie de las escaleras de piedra, pero luego entré sigiloso a la iglesia, quedándome sólo lo suficiente para ver la opulencia, las bóvedas oscuras, una fila de sacerdotes con sotanas rojas y viejas mujeres indias encendiendo veladoras, las llamitas temblando bajo los haces de luz que se filtraban por las ventanas. La nave está construida sobre los cimientos del Quishuarcancha, el palacio de Viracocha, el padre de Pachacuti. Se cuenta que hay un príncipe inca emparedado en una de las torres, a la espera de que las paredes se derruyan para salir a reclamar sus tierras. En 1950, cuando un potente terremoto destruyó buena parte de la ciudad, miles de pobladores se reunieron en la plaza para ver cómo se desplomaba el campanario, que tuvo muchos daños, pero quedó en pie.
+De nuevo afuera, donde soplaba un viento frío, sentí el sol en la cara y miré en torno a la plaza tratando de imaginar la época en que los sacerdotes incas se reunían para recibir el día, extendiendo las manos y lavándose con la luz del sol. En la Coricancha, la Corte de Oro, vivían más de cuatro mil sacerdotes, cada uno con deberes rituales. El templo en sí estaba cubierto con láminas de oro, y las paredes de las cámaras dedicadas a la luna, al trueno y a las estrellas estaban enchapadas en plata. Había en él un maizal de oro, al cuidado de las Mamaconas, las esposas del sol, y la efigie de un muchacho en oro sólido. Una cornisa de oro de más de treinta centímetros bordeaba todo el edificio, y en la cámara principal estaban el altar y la fuente ritual de oro, que pesaban más de trescientas libras. Pero el elemento principal del Coricancha era un inmenso disco de oro colocado de tal forma que reflejaba los rayos del sol por la mañana e iluminaba el interior. Este objeto sagrado, el tesoro más famoso de los Andes, no fue visto por ningún español después del tercer día, cuando se venció el plazo para el rescate de Atahualpa y los soldados de Pizarro saquearon el Coricancha. Se llevaron, además, setecientas láminas de oro, de varias libras cada una, docenas de figuras de animales y plantas y fuentes sagradas. Para los sacerdotes incas, que no daban al oro un valor monetario, aquella profanación fue un sacrilegio inimaginable.
+Salí de la plaza y caminé lentamente por las calles empinadas que se alejan del centro hacia la colina que se levanta sobre la ciudad y hacia las ruinas de Sacsahuamán, el Halcón Real. Cuando Pachacuti trazó la ciudad en la forma del puma, vio en la quebrada de Tullumayo el espinazo del animal, un río de hueso, y su confluencia con el Saphi- Huatanay como la cola. La cabeza del felino era la colina que divide los dos ríos en el noroeste. Los riscos que rodeaban la ciudad por tres lados eran una fortaleza natural. Sólo faltaba una serie de baluartes en el lado norte, un zigzag de bastiones que para el Inca debían ser dientes agudos, poderosos, invencibles. Para construir aquella fortaleza, Pachacuti y después su hijo y su nieto mantuvieron durante sesenta años un enorme destacamento de veinte mil trabajadores que, por ser rotados a lo largo del tiempo, fueron en realidad miles de miles de súbditos imperiales que dieron todo su trabajo al Inca.
+Aunque la fortaleza ha servido de cantera durante cuatro siglos y hoy es una sombra de lo que fue, sigue siendo la obra pública más impresionante de los incas. Las gigantescas murallas, de veinte metros de altura y que corren en tres hileras por más de quinientos metros, dan a una ancha explanada al otro lado de la cual hay otra fortificación, la Colina Rodadero. El muro de la terraza baja es una magnífica muestra del sistema de construcción inca, de perfección parecida en su finura a la del Coricancha. Sin embargo, las piedras gigantes son de un tamaño estremecedor. La más alta tiene siete metros y medio de alto, tres metros treinta de ancho y se cree que pesa un poco más de 360 toneladas. Otras pesan cincuenta y doscientas toneladas. Muchas fueron pulidas en el lugar y otras fueron traídas desde una cantera al sudeste de Cuzco, en Rumicola, a unos dieciocho kilómetros de distancia.
+Los españoles que vieron el Sacsahuamán en toda su gloria, cuando albergaba cinco mil soldados del emperador, cuando aún estaban en pie sus depósitos de agua y no habían sido saqueados los santuarios religiosos de los incas, no pudieron creer que fuera obra de los hombres. Nada construido en toda la historia del Viejo Mundo podía comparársele. La Iglesia declaró que esta gigantesca construcción en piedra era obra del demonio, aserción no menos fantástica que muchas hipótesis actuales sobre el enigma de la ingeniería inca. El coronel P. H. Fawcett, un desafortunado explorador, fue el primero en formular la idea, desde entonces repetida por todos los guías turísticos, de que los incas conocían una planta secreta capaz de disolver la piedra. Una legión de escritores ha sugerido que la construcción es obra de extraterrestres, sugerencia no sólo tonta sino que degrada a los indios del altiplano al implicar que sus antepasados fueron incapaces de hacer lo que de hecho es su mayor hazaña tecnológica.
+La explicación real es mucho más sencilla y bastante más elegante. Para sacar la piedra los picapedreros buscaban grietas que se podían dilatar metiendo cuñas de madera empapadas en agua. Al lograr que un bloque se soltara, lo pulían con piedras más duras mediante repetidos golpes abrasivos. Se han hecho experimentos que demuestran que sin herramientas de hierro en dos horas se le puede dar la forma de un perfecto cubo liso de treinta centímetros a un trozo informe de andesita. Se presume que para trabajar bloques más grandes habría que marcar los bordes con tiza o polvos de colores, colocar la piedra en su sitio y retirarla de nuevo a medida que se va puliendo. Las excavaciones han demostrado que, de hecho, esto era lo que hacían los canteros incas. Las superficies que tienen que soportar peso casan en forma exquisita en toda su extensión. Las caras verticales en cambio, aunque se unen estrechamente, tienen muescas que llenaban con argamasa. Es claro que no había nada de magia en el proceso. Sólo requirieron tiempo, grandes cantidades de trabajadores y una actitud hacia la piedra que la mayor parte de los occidentales no puede comprender.
+Para los runakunas, las gentes de los Andes, la materia es fluida. Los huesos no son muerte sino vida cristalizada, y por ello una potente fuente de energía, como la piedra con la carga eléctrica de un rayo o la planta a la que da vida el sol. El agua es vapor, un efluvio de muerte y de misterio, pero en su estado más puro es hielo: la forma de la nieve sobre las faldas de las montañas, los glaciares, que eran el más alto y sagrado destino de los peregrinos. Cuando el cantero inca ponía las manos en la piedra, no sentía la fría materia; sentía la vida, el poder y resonancia de la tierra en su interior. Su transformación en un perfecto sillar o cubo poligonal era un servicio que se prestaba al Inca y, por tanto, homenaje a los dioses, para lo cual el tiempo que se invertía en ello no importaba. Esta actitud, una vez controlada por un sistema imperial capaz de reclutar miles de trabajadores, hacía posible casi cualquier cosa.
+Si las piedras eran dinámicas, era sólo porque formaban parte de la tierra, de Pachamama. Para la gente de los Andes la tierra está viva, y cada rugosidad del paisaje, cada afloración y colina, cada montaña y todo río tienen un nombre y están imbuidos de significados rituales. A los altos picos les dicen apu, que quiere decir «señor». A las montañas en conjunto las llaman tayakuna, los «padres», y algunas son tan poderosas que incluso mirarlas puede ser peligroso. A otros lugares sagrados, una cueva o un paso en las alturas, una catarata cuyo torrente habla como un oráculo, se les honra con el nombre de tirakuna, no un espíritu que vive dentro de ellos, sino ellos mismos.
+Una montaña es un antepasado, un ser protector, y cuantos viven a la sombra de un alto pico comparten su benevolencia o su ira. Los ríos son venas abiertas de la tierra; la Vía Láctea, su contraparte en el firmamento. Los arcos iris son serpientes de dos cabezas que surgen de fuentes hundidas en la tierra y que luego se ocultan en ella. Las estrellas fugaces son centellas de plata. Tras ellas están los cielos, incluso los parches oscuros de polvo cósmico, tan significativos para los indios del altiplano como los racimos de estrellas que forman animales en el cielo. El rayo es luz concentrada en su forma más pura. Los sitios donde caen reciben ofrendas de coca y siempre son recordados. A las personas que matan los rayos las entierran allí mismo y de inmediato son tirakuna. Quien les sobrevive recibe el don de la adivinación, la capacidad de leer el futuro en la forma como caen al suelo unas hojas de coca.
+La idea de la santidad de la tierra era antigua en los Andes, aunque bajo los Incas recibió una notable concreción. Desde las ruinas de Sacsahuamán se puede apreciar la dirección de los caminos hacia los cuadrantes del imperio. En el horizonte, a ciento sesenta kilómetros al sudeste se eleva el Apu Ausangate hasta los seis mil metros, vigilando el acceso al Collasuyo. Desde la ciudad, al pie, es difícil distinguir el contorno del puma, pero al mirar hacia el este, más allá de los brazos abiertos de la estatua de Cristo sobre las ruinas, la tierra se eleva hacia el Pachatusan, el punto de apoyo del universo. Visto desde el templo de Coricancha, en el solsticio de invierno el sol se levanta directamente sobre el Pachatusan. En tiempos de los incas había grandes monolitos en la montaña, parte de un esquema que convertía a la tierra misma en un observatorio para los astrónomos imperiales.
+Si Cuzco era el ombligo del mundo, Coricancha era su eje. La Corte de Oro, el Templo del Sol, era el eje de una rueda conceptual de cuarenta y un radios que iban hasta más allá del horizonte, determinada su alineación por la salida y puesta de las estrellas y constelaciones, del sol y la luna. A lo largo de estas miras, o ceques, había trescientos veintisiete lugares sagrados, cada uno con su propio día de celebración, y reverenciado y protegido por una comunidad, o ayullu, específica. De esta manera, cada persona y cada clan, aunque asentado en un lugar particular, estaba ligado a la estructura cosmológica del imperio.
+Estos santuarios, o huacas, eran estaciones en las sendas sagradas que existían tanto literal como metafísicamente. Uno de los más sacrosantos lugares de los incas lo constituía el sitio al pie del Wanakauri donde la tierra aceptó por fin la vara dorada de Manco Cápac. En el solsticio de verano, durante el festival de Inti Raymi, los sacerdotes iban al Wanakauri para rendir homenaje al sol poniente. Un segundo grupo de peregrinos celebraba el nacimiento del sol siguiendo el sendero del ceque que iba hacia el sudeste, al santuario de Willkanuta, la Casa del Sol, a ciento sesenta kilómetros de Cuzco, en la divisoria continental. Esta línea imaginaria continuaba hacia el sur hasta el Titicaca y las antiguas ruinas de Tiahuanaco. Al seguir la misma línea hacia el noroeste, el ceque llegaba hasta el Ecuador y la frontera norte del imperio. Fue esta la trayectoria que siguió Manco Cápac en su mítica jornada hacia el norte desde las islas del Sol y de la Luna. Así, al hacer la peregrinación, los sacerdotes reafirmaban la unión primordial entre Cuzco y el Titicaca, lugar de nacimiento del mundo y de origen del primer Inca.
+Durante todo el año, actos rituales como este atestiguaban la mitología y confirmaban el orden cósmico del imperio, a menudo en formas asombrosas. Durante las celebraciones de los solsticios, por ejemplo, o en momentos cruciales como la muerte de un soberano o una derrota militar, los sacerdotes anunciaban el sacrificio de Qhapaq Hucha. Las víctimas, animales o niños bendecidos por el sol, eran llamados a Cuzco de todas partes del imperio. A algunos los sacrificaban en la capital; otros eran escogidos para llevar sangre de los sacrificios a sus comunidades, donde también serían muertos a su debido tiempo. Los séquitos iban a Cuzco por el camino imperial, pero al partir seguían las rutas sagradas de los ceques, caminando derecho sobre montañas y atravesando ríos, a veces en jornadas de centenares de kilómetros, y visitando los santuarios que encontraban en el camino, para rendir homenaje a la perfección de su destino. Estos peregrinajes, al igual que el sacrificio de los niños, renovaban la unión del pueblo con el Inca y representaban simbólicamente el triunfo del imperio sobre el imponente paisaje de los Andes.
+Los españoles hicieron lo que pudieron para extinguir el espíritu religioso de los incas. Una guía para los misioneros publicada a principios del siglo XVII por Pablo José de Arriaga les ofrecía sencillos consejos para enfrentarse a la idolatría. «Todo lo inflamable se ha de quemar enseguida», decía el sacerdote, «y el resto se ha de romper en pedazos». Arriaga pasó año y medio en el Perú, tiempo en que se hizo cargo él solo de la destrucción de seiscientas tres huacas, tres mil ciento cuarenta y ocho altares en las casas, seiscientas diecisiete momias de antepasados y ciento ochenta y nueve santuarios en el campo. Sin embargo, a pesar de su celo, el mismo Arriaga se dio cuenta de la imposibilidad de su tarea. Pues no eran los santuarios en sí lo que los incas adoraban, sino la tierra misma, los ríos y las cascadas, los riscos y los picos de las montañas, el arco iris y las estrellas. Cada vez que él u otros sacerdotes colocaban una cruz en un antiguo santuario, a ojos del pueblo simplemente estaban confirmando la inherente santidad del lugar.
+En los años que siguieron a la Conquista, cuando el último de los templos yacía en ruinas, la tierra perduraba, el único icono que ni los españoles podían destruir. A lo largo de los siglos ha cambiado la relación del pueblo con la Pachamama, pero su fundamental importancia ha perdurado. Unos años después de que fui a Cuzco, pasé un mes herborizando con unos colegas en la pequeña aldea de Chinchero, a veinticuatro kilómetros de la antigua capital y donde quedaba el palacio de verano de Topa Inca Yupanqui. Aunque la flora era espectacular y casi genial la habilidad agrícola de aquellos campesinos del altiplano, lo que más me causó impresión fueron sus diarias rutinas, la acumulación de gestos y actitudes que expresaban en su conjunto la profunda e íntima reverencia de la gente por el suelo mismo sobre el que estaba construida la aldea. Esta no era, por supuesto, sólo un grupo de casas de adobe y techos de paja en torno a una iglesia pequeña. Era la totalidad de su vida: las antiguas ruinas que había en las afueras y que colgaban como recuerdos de los riscos que daban al río, las terrazas para cultivos hechas en las empinadas faldas de la Antakillqa, la montaña sagrada, los lagos con juncias en el llano y la caída de agua adonde nadie va por temor a encontrarse con Sirena, el espíritu malevolente del bosque.
+Cada actividad era para los aldeanos una afirmación de continuidad. El primero de cada familia que salía al amanecer de la casa saludaba formalmente al sol. De noche, cuando el padre atravesaba la puerta y entraba a la oscuridad de su pequeña choza, susurraba una oración en acción de gracias y encendía una vela antes de saludar a la familia. Por la mañana, antes de que empezara el trabajo en los campos, había siempre oraciones y ofrendas de coca a Pachamama. Los hombres trabajaban en grupos compactos forjados no sólo por la sangre sino por lazos recíprocos de obligación y lealtad, por deudas sociales y rituales acumulados a lo largo de sus vidas y de generaciones, sobre los que nunca hablan pero que jamás olvidan. Hacia el mediodía las mujeres y los niños iban con grandes ollas humeantes de sopa y botellas de chicha. Las familias comían alegres juntas todos los días, después el trabajo se tornaba juego y los niños y niñas sembraban, cavaban con los azadones, deshierbaban o cosechaban al lado de sus padres. Al final del día las mujeres esparcían capullos en los campos y el más anciano oraba a la cabeza del grupo, bendiciendo las herramientas, las semillas, la tierra y los niños.
+Cada febrero, en el punto culminante de la época de lluvias, el joven más veloz de la aldea se vestía de mujer y, perseguido por casi toda la población, corría por los linderos de la tierra comunal. Era una asombrosa hazaña física. La distancia era de sólo treinta y dos kilómetros, pero debía pasar por dos cerros muy altos. Tenía que descender primero trescientos treinta metros hasta el pie del Antakillqa, y luego ascender mil trescientos hasta la cima de la montaña, descender por el otro costado y luego trepar de nuevo para llegar a la alta meseta y alcanzar el sendero hasta la aldea. Es una carrera, pero también un peregrinaje cuya ruta se define por los sitios sagrados, los cruces de caminos y pilas de piedras, las cascadas y los árboles donde los participantes deben detenerse para hacer ofrendas rituales. Con el calor del alcohol y la energía de las hojas de coca, entran en trance, resultando al final del día menos seres humanos que espíritus victoriosos sobre sus adversarios, y que han sentado por un año más los límites de su tierra. Es su manera de definir el lugar, y de proclamar su sentido de pertenencia a él.
+*
+El sol estaba alto sobre el valle y el primer autobús de turismo ya había llegado. Jóvenes guías daban vueltas sobre las grandes piedras o les hablaban a los turistas sobre los túneles que salían de Cuzco hacia todas partes del mundo. Los clics de las cámaras reemplazaron el silencio del amanecer. En el camino a Cuzco me crucé con dos jóvenes turistas franceses. Ambos mascaban coca y se atarugaban hojas en la boca como caballos comiendo heno. Al volver a la ciudad desayuné en el Restaurante Azul, donde las paredes estaban decoradas con afiches desteñidos de Los Beatles. Después, al pasar por la pensión para ir a las ruinas de Coricancha, encontré una nota de Tim, que acababa de llegar a Cuzco:
+Willi, estoy en el Hotel Montecarlo. Todo va muy bien. Pogo te envía un lambetazo, p. s. Vi valles llenos de coca y la vi silvestre en el bosque. Creo que puedo dar con su fuente. Timoteo.
+La plena importancia de lo que Tim había encontrado no se hizo evidente sino el día siguiente cuando, después de una noche en los bares de Cuzco, salimos de la ciudad, de nuevo rumbo a la llanura. Hay dos rutas de Cuzco hacia el valle sagrado del Vilcanota. Una baja en una hora seiscientos sesenta metros y cruza el río en la aldea de Pisac. La otra carretera asciende por el noroeste y cruza unas montañas altas antes de bajar hasta el pueblo de Urubamba. Habíamos decidido ir por esta y cruzamos el llano de Yanocona bajo la lluvia, pasando por Chinchero y los lagos de Piuray y Huaypo.
+—Eran dos amantes —me contaba Tim—. Una virgen del Sol y un joven campesino pobre. Cuando el Inca descubrió que la joven había roto sus votos, ordenó que los dos fueran enterrados vivos, boca arriba. Sin embargo, cuando cayó la noche, pasaron toda clase de cosas extrañas. Las estrellas cambiaron de sitio, los ríos se secaron y los campos se envenenaron. Sólo la tierra en torno a los amantes siguió siendo fértil. Por lo que los sacerdotes pidieron que fueran desenterrados y quemados. Pero sólo encontraron un par de tubérculos.
+—Esas fueron las primeras papas.
+—Así reza el mito. Pero lo que es interesante es que nunca dicen que nacieron de semillas. Casi todas las plantas cultivadas son así: una imagen de la carne que se desgarra y se siembra, y el alimento procede del cuerpo de la planta.
+El Hotel Rojo pasó por una cuesta y por un instante parecía que flotábamos, suspendidos entre el momento y un panorama de inesperada vastedad y belleza. En una enorme meseta se extendía el llano de Maras, campos dorados y bermejos en barbecho, separados por hileras de fiques y parches de tierra ocre surcados de yuntas de bueyes. A lo lejos, donde el borde del acantilado daba al río Vilcanota, la neblina sobre el valle ribeteaba las montañas que se elevaban al otro lado hasta las nieves y se ocultaban bajo las nubes.
+—¿Y cómo nació la coca? —le pregunté.
+—Eso es lo extraño. Los indios dicen que la planta fue descubierta cuando la primera madre perdió a su hijo. Se refieren, por supuesto, a la madre primigenia, la esencia de la Pachamama. Es la Virgen, pero también es Mamacoca. En cierto sentido es tanto mujer como la planta misma. La leyenda es muy sencilla. Triste, solitaria, afligida, vaga por el bosque. Prueba una hoja por casualidad, y encuentra que le calma el hambre y le alivia el dolor. Y eso es probablemente lo que sucedió en realidad. Unos cazadores al acecho, con hambre, tal vez perdidos, se encuentran la planta. Las hojas estaban bastante tiernas, sobre todo las nuevas. Ciertamente son comestibles, obvio alimento en la hambruna.
+—¿Cómo sabes qué aspecto tenían?
+—¿Qué quieres decir?
+—Las plantas. ¿Cómo sabes cómo eran las hojas, el tronco? Las encontraron hace cinco mil años.
+—Por lo menos —dijo Tim—. Eso es lo increíble. La que vi en la selva podía ser silvestre. Todavía no sé si lo era, o si los pájaros llevaron allí la semilla. Pero eso no importa. La planta se dio en mitad de la selva. ¿Entiendes de qué estoy hablando?
+—Una planta cultivada que puede sobrevivir por su cuenta.
+—Más que eso. Se trata de una planta cultivada que prácticamente no ha cambiado en miles de años. En su mayor parte han sido modificadas y vueltas a modificar por los hombres desde hace tanto tiempo que no se parecen en nada a las plantas originales. Mira estos campos. Aquí nacieron las papas. Muchos campesinos cultivan hasta cien variedades en el mismo campo, cada una diferente, cada una con un nombre. Todas dependientes del hombre.
+—Al contrario de la coca.
+—Sí, al contrario de la coca.
+Las implicaciones eran extraordinarias. En esas montañas del sur de los Andes por donde pasábamos se encontraba uno de los grandes centros del mundo de domesticación de las plantas, de igual importancia al Medio Este o a la China. El desarrollo de las papas empezó aquí, hace unos seis mil años, cuando cazadores y recolectores descubrieron que al comer de ciertos suelos arcillosos podían eliminar el veneno de unos pequeños tubérculos frutos de una solanácea rastrera anual. A lo largo de los siglos se empezaron a cultivar ocho especies distintas de esta solanácea, una hazaña de la ingeniosidad agrícola que resultó en casi tres mil diferentes clones de papas, que tienen en los Andes más de mil diferentes nombres nativos. Los labradores, valiéndose de la observación, se convirtieron en maestros del cultivo de las papas. Aprendieron, por ejemplo, a rotar los cultivos cada siete años, práctica que confundió a los primeros españoles, quienes no pudieron entender por qué los campesinos insistían en cultivar un solo campo, dejando seis en barbecho. Este ciclo era de verdad esencial para evitar que destruyera las papas una plaga común, un nemátodo, parásito que podía sobrevivir hasta seis años en la tierra.
+La experimentación de vieja data continuó bajo los incas. Justo al oeste de la carretera por la que íbamos hacia el valle sagrado estaban las ruinas de Moray, tres grandes depresiones circulares cuidadosamente excavadas a manera de sumideros de arenisca y alineadas con perfectas terrazas agrícolas. Parecen tres ruedos perfectos esculpidos en la tierra. El mayor tiene treinta metros de profundidad, con un diámetro en la base de casi treinta metros. Resulta que todo el conjunto era un centro agrícola de investigación, donde cada terraza reproducía las condiciones para el cultivo de las diferentes regiones ecológicas del imperio. Unas piedras verticales marcaban el alcance del sol al atardecer en los equinoccios y solsticios. Es posible que hubiera láminas de oro o de plata a lo largo de las terrazas para concentrar la luz del sol. Protegida contra los elementos, la base de la enorme excavación disfruta siempre de una temperatura de quince grados centígrados por encima de la del nivel del suelo, una diferencia igual al promedio anual de la que existe entre Londres y Bombay. Cada terraza corresponde entonces a mil metros de altitud, lo que permite una réplica en miniatura de veinte zonas ecológicas distintas. Aunque Moray estaba a tres mil trescientos metros de altitud sobre el nivel del mar, el imperio estaba allí en una cápsula, permitiéndoles a los funcionarios incas prever tanto las cosechas de las diferentes regiones como experimentar con nuevos cultivos.
+Ciertamente se cultivaban las papas en Moray, y es muy posible que la coca. Pero, aunque la experimentación allí y por todos los Andes había, a lo largo de los siglos, transformado la papa, ¿qué había pasado con la planta más reverenciada por los incas? Si Tim tenía razón, si la coca hoy en día existía silvestre o incluso si las plantas silvestres podían sobrevivir y reproducirse en la selva, esto implicaría que la planta apenas había sido afectada por la selección artificial, a pesar de su larga asociación con el hombre. Lo cual, a su turno, podía revelar una clave vital para encontrar su origen geográfico.
+Sabíamos que existían por lo menos tres variedades de Erythroxylum. Una era la coca de Colombia, de la sierra Nevada y la zona montañosa de los indios paeces. La segunda se hallaba en los valles desérticos del norte del Perú, más tierra adentro que la ciudad de Trujillo. Esta la habíamos visto en La Molina, en Lima. La tercera era conocida como la boliviana, pero el nombre se refería a la que se daba en la vertiente oriental de los Andes, tanto en Bolivia como en el Perú. Esta era la variedad que Tim acababa de examinar en su reciente viaje al Apurímac, y la que esperábamos encontrar más abajo de Machu Picchu y más allá de Quillabamba, en los valles de los afluentes del Urubamba-Vilcanota.
+Tim supo al ver la planta que las de Colombia y Trujillo estaban más relacionadas entre sí que con la boliviana, observación que después se comprobó experimentalmente en los Estados Unidos y en Canadá. Esta parte del enigma se resolvió mediante dos distintas investigaciones. El análisis químico reveló que la colombiana y la de Trujillo compartían ciertos componentes, incluido un raro flavonol que no existe en la coca de Bolivia. Los experimentos de cruce mostraron, por otro lado, que las de Colombia y Trujillo producían híbridos fértiles, mientras que la boliviana no generaba híbridos con la colombiana, y al cruzarla con la de Trujillo producía plantas anormales que no podían sobrevivir en la naturaleza. Esto eliminó la posibilidad de que la coca de Trujillo, situada geográficamente en la mitad de los hábitats de las otras dos variedades, fuera un simple híbrido.
+Basándose en la evidencia química y en los experimentos de cruce, se hizo palpable que la de Trujillo era intermedia. Una hipótesis evolucionista sería que esta última fuera el origen de las otras, pero esto era improbable. Se trata de una auténtica planta cultivada, que se da en el desierto caliente con irrigación, y que para sobrevivir depende totalmente del hombre. En las mejores condiciones sus semillas, como las de todas las plantas de coca, sólo son viables quince días. Bajo el calor del sol no lo son ni un solo día. Sólo esta característica implica que la coca había tenido su origen en los bosques húmedos de la vertiente oriental. Al asociar este hecho con el descubrimiento de Tim de la coca silvestre en el Apurímac, las evidencias eran abrumadoras. Resultaba muy improbable que una planta cultivada y dependiente fuera el origen de una especie todavía capaz de sobrevivir bajo condiciones naturales. Según Tim, la coca de Trujillo era una etapa intermedia en una secuencia evolutiva que iba de la boliviana a la colombiana.
+Una observación botánica adicional confirmaba esta sugerencia. Las plantas, como los seres humanos, deben cuidarse de la endogamia, y tienen varios mecanismos para asegurar que no se polinicen a sí mismas. Un medio para promover el entrecruce es hacer que varíe la longitud del estilo —la parte alargada del órgano femenino— en relación con el largo del estambre, la estructura masculina portadora del polen, en las flores de una misma colonia. Técnicamente, esta adaptación se llama la heteroestilización. Las plantas de Trujillo y la boliviana son heteroestilizadas y no se autopolinizan. La coca colombiana, en cambio, es autocompatible. En otras palabras, una sola planta es capaz de producir por sí misma semillas viables, una característica útil para la planta individual pero no tanto en el sentido evolucionista de la especie. La interrupción o pérdida del mecanismo que evita que las plantas se fertilicen a sí mismas se reconoce universalmente en la botánica como un rasgo derivado o más reciente. Por esta razón se deduce que la coca colombiana, ciertamente, evolucionó después de las de Trujillo y Bolivia.
+Esto fue una revelación para Tim. La coca boliviana era, sin duda, la Erythroxylum coca. La coca de Colombia era distinta, lo que justificaba su definición como una especie diferente, la Erythroxylum novogranatense. Para reconocer las estrechas afinidades entre la de Trujillo y la colombiana, decidió describirlas como variedades de la misma especie: la E. novogranatense var. novogranatense, y la E. novogranatense var. truxillense. Puede que esto no parezca nada importante, pero para Tim fue un momento de definición, la culminación de varios meses de especulación y de investigación. No era sólo la oportunidad de colocar estas notables especies dentro de un árbol evolucionista. Era la oportunidad de codificar el pasado, de brindarles a los antropólogos y a los historiadores un marco estructural para comprender la domesticación y difusión de la planta sagrada que inspiró a todas las culturas de los Andes.
+*
+Diluviaba cuando descendimos al valle del Vilcanota, y en el pueblo de Urubamba las mujeres del mercado se habían refugiado bajo las ramas extendidas de un inmenso pisonay. Nos detuvimos para comer —trucha picante, tamales y chicha espumosa servida en grandes jarros de barro—, y luego seguimos entre melocotoneros y ricos maizales hasta Ollantaytambo, el templo fortificado que solía proteger el extremo norte del Valle Sagrado de las incursiones de los pueblos de la llanura. En las afueras, cerca, nos hicimos a un lado para dormir, bajo el rugido del río que apagaba todo lo demás.
+Por la mañana ya hacía buen tiempo y el sol brillaba sobre los riscos que encierran el estrecho valle. Hacía frío y el viento traía el olor de eucaliptos y sauces. Muy cerca de nosotros, una vieja mujer había hecho una fogata con ramitas y nos esperaba para vendernos ponche caliente, una deliciosa bebida de habas tostadas y molidas, canela, clavos y azúcar en agua. A su lado había tres niñitas con uniformes de escuela grises muy limpios y un muchacho pastor de poncho bermejo y pantalones de lana virgen. Las niñas se alejaron al ver a Pogo, pero volvieron soltando risitas nerviosas y se pusieron a observar a Tim mientras preparaba nuestra colección del día anterior.
+Las niñas parecían saberlo todo sobre las plantas y se desconcertaron algo ante nuestra ignorancia. Con timidez al principio y luego con arranques de entusiasmo, nos explicaron que las plantas son como la gente, cada cual con su propio genio y su propia historia. Los cactos duermen de noche. Los hongos crecen cuando oyen los trenes, los líquenes sólo en presencia de la voz humana. Las flores solitarias en los campos abiertos no simpatizan con las demás. Las delicadas gencianas pliegan sus pétalos de vergüenza. Las plantas de los setos que se demoran en florecer simplemente son perezosas, maldispuestas a trabajar por la comunidad. Todas las plantas tienen nombres y son útiles, nos dijo el joven pastor, pero sus favoritas se encontraban a la orilla del río: la limonaria, la menta y las moras.
+Casi todo el día exploramos las ruinas, subimos a las terrazas monumentales que miran hacia el templo del sol y luego cruzamos el Patacancha para ascender al empinado cerro de Pinkuylluna, que se alza al lado de la aldea. A pesar de la lluvia reciente, la tierra estaba seca y floja, y hacia el mediodía se levantaba el polvo. La falda de la montaña parecía un jardin del desierto, con grandes cascadas de barbas de español, puyas y sábilas florecidas, y muchas especies de cactos entre manojos de hierba, licopodios y orquídeas resistentes. Subimos hasta las ruinas más altas, una antigua barraca o prisión, según decían en el lugar, que daba a un precipicio. Allí descansamos a la sombra de sus inmensos muros. Desde esa atalaya el fondo, el valle, parecía un oasis, serpenteando entre las faldas áridas de las montañas. La importancia estratégica del valle era obvia. Al este, hacia Pisac y el camino a Cuzco, se ensancha. Al oeste, el Vilcanota corre entre una serie de gargantas cada vez más profundas y estrechas, para finalmente seguir abajo de Machu Picchu y llegar a la llanura selvática de Quillabamba. Cualquier ejército que se desplazara a lo largo del valle tenía que tomar Ollantaytambo, hecho que supo aprovechar Manco Inca, el príncipe que en 1536 dio el grito de rebelión y casi logra derrotar a los españoles en Cuzco y expulsarlos del Perú.
+Al principio el alzamiento tuvo éxito. El Ejército inca tomó Sacsahuamán, sitió a Cuzco y prendió fuego a buena parte de la ciudad. En un desesperado ataque, la caballería española se abrió paso para abatir las fortificaciones desde arriba. En la feroz batalla que siguió murieron miles, entre estos mil quinientos indios cautivos masacrados por los españoles. Al tomar sus enemigos la fortaleza, Manco Cápac liberó a sus tropas para la cosecha anual y se retiró a Ollantaytambo con el núcleo de su ejército. Ansiosos por aplastar la rebelión antes de que sus huestes se reagruparan, Hernando Pizarro atacó la fortaleza, pero fue rechazado con fuertes bajas. El año siguiente, sin embargo, la llegada de refuerzos le permitió recuperar el control del altiplano y forzar a Manco Cápac a retirarse más allá del valle, a las agrestes y remotas montañas de Vilcabamba. Allí, en la ciudad fortificada de Vitcos, estableció un nuevo Estado inca, base desde la cual pensó hacer una guerra de guerrillas lo bastante fuerte para reconquistar su tierra. Empezó así la asombrosa saga de resistencia y traición que marcó el fin de la dinastía inca.
+El primer golpe ocurrió en 1537, cuando un cuerpo de soldados españoles lo sorprendió en Vitcos. Manco Cápac escapó en brazos de cinco de sus más veloces corredores. Los españoles capturaron a veinte mil seguidores suyos, incluidos sus esposas e hijos, las momias sagradas de sus antepasados, las reliquias santas del templo y grandes manadas de llamas y de alpacas. Cuando el Inca se negó a rendirse, Francisco Pizarro hizo desnudar y azotar en Ollantaytambo a su esposa principal y reina hermana. Su cuerpo desnudo y flechado fue atado a una balsa para que flotara aguas abajo por el Vilcanota ante los ojos de los rebeldes en Vilcabamba.
+Manco siguió la lucha, y aprovechando la guerra civil que estalló entre los españoles fortaleció sus fuerzas y extendió su influencia mucho más allá de Vilcabamba. En 1542, tras la victoria de los hermanos Pizarro sobre la facción de Almagro, cometió el error fatal de dar refugio a seis fugitivos españoles derrotados. Vivieron en su asilo de Vitcos durante tres años, hasta que en 1545 le pagaron al Inca su bondad asesinándolo mientras jugaban a los bolos. Lo sucedieron tres hijos. El primero gobernó hasta 1560, pero fue un títere de los españoles. Al segundo, Titu Cusi, se le conoce por las memorias que dictó, única relación de la Conquista hecha por un inca. El tercer hijo, Túpac Amaru, heredó el espíritu rebelde del padre y continuó la guerra en el valle del Vilcabamba. En 1572 también él fue traicionado y capturado, solo y sin ayuda, en la ribera de un río de la llanura amazónica, no lejos de la tierra de sus antepasados. Llevado a Cuzco, fue decapitado en la plaza pública y con su muerte terminó la resistencia en el Vilcabamba.
+Con el tiempo, las hazañas de Manco Inca y de Túpac Amaru se hicieron leyenda y las remotas tierras donde se refugiaron se llenaron de misterio. La gente contaba historias sobre una capital perdida, que los españoles nunca habían encontrado, con bodegas llenas de oro y de tesoros incas. La ubicación de aquella ciudad fabulosa cautivó la imaginación de muchos exploradores y aventureros, entre ellos nadie menos que Hiram Bingham, el historiador de Yale, que en el notable periodo de dos semanas, en julio de 1911, descubrió no sólo Machu Picchu, sino también las ruinas de Vitcos y la roca blanca de Yuracrumi, donde estaba situada Chuquipalta, el santuario principal del Vilcabamba. Al internarse más adentro en las montañas y bajar a la llanura, Bingham hizo un cuarto descubrimiento importante: las ruinas cubiertas por la maleza de Espíritu Pampa. Desafortunadamente, a la expedición se le estaba agotando la comida, y Bingham nunca pudo apreciar la importancia de lo que había hallado. Hasta su muerte creyó que Machu Picchu, encaramada en lo alto de una montaña a tres mil metros de altitud, era la capital perdida de Manco Inca. Estaba equivocado. Quedaba realmente en Espíritu Pampa, hecho que fue confirmado finalmente en una serie de expediciones a mediados de la década de 1960.
+*
+Fue una planta la que me llevó al Vilcabamba, aunque en una forma indirecta y mucho después de que Tim y yo contempláramos las montañas desde el cerro tutelar de Ollantaytambo. En 1976 un recolector nativo le mencionó a Tim un curioso bejuco que, según había visto, usaban los indios campas en el valle del Chanchamayo, al oriente del Perú. Lo llamaban chamairo, y se decía que añadían la corteza a la coca para endulzar la mascada. Por desgracia, no se había recolectado y Tim no pudo encontrar referencias en los textos de botánica. Después, mientras examinaba ese mismo año las muestras de coca del Ethnografiska Museum de Göteborg en Suecia, vio por casualidad un trozo de corteza no identificado recolectado en Campa en 1922 por el gran etnógrafo Erland Nordenskjöld. Aunque descrito como un añadido de la coca, bajo el nombre de yarnayru, era casi con seguridad chamairo.
+Al volver al Perú en 1978, Tim lo buscó en los mercados de Lima y encontró un yerbatero que lo vendía. Era una corteza fibrosa, de textura fuerte, rojiza, astringente y muy amarga, que no parecía para nada una sustancia dulcificante. En el curso de una búsqueda posterior en el Field Museum de Chicago, que entonces poseía la mayor colección de plantas del Perú, encontró un solo espécimen, recolectado por un antropólogo más de una década antes e identificado como una bignoniácea llamada Mussatia hyacinthina. Ansioso por conseguir más ejemplares y una colección suficiente para su análisis químico, Tim me pidió que estuviera atento al bejuco durante mis viajes por la llanura amazónica.
+En la primavera de 1981 me encontraba viviendo con los chimanes, un pueblo que habita en los bosques de galería y los bancos de arena del río Maniqui, en las remotas estribaciones orientales de los Andes bolivianos. Los chimanes consumían la coca, que llamaban sa’si, mezclando las hojas enteras exclusivamente con las cenizas de la espata de una palma común y trozos pequeños de una corteza fibrosa que resultó ser chamairo. Era de sabor amargo, tal como había dicho Tim, pero al mezclarla con la ceniza tenía un efecto completamente opuesto, como si a la mascada se le hubiera añadido una cucharadita de azúcar.
+El chamairo no se daba en la tierra de los chimanes. Lo compraban a comerciantes que iban de paso, y para conseguir especímenes probatorios tuve que seguir sus rutas hasta la fuente. Después de un mes en la selva, viajé en canoa aguas abajo por el Maniqui hasta el caserío de San Borja, donde contraté un pequeño avión para ir a Rurrenabaque, un poblado sobre el río Beni. Allí encontré a un comerciante que trataba con los chimanes y obtuve muestras suficientes de la corteza y buena cantidad de información sobre su hábitat y sus características. Durante una semana seguí varias señas hasta que finalmente, un domingo, encontré la planta en las afueras de una aldea tacana a unos setenta y cinco kilómetros por la selva de Rurrenabaque. Era, en efecto, Mussatia byacinthina.
+Un mes después, habiendo remontado el río Beni en lancha, subido a La Paz y regresado a Cuzco, conocí allí a un extraordinario estadounidense llamado John Tichenor. Entusiasta botánico e insuperable guía fluvial, había sido pionero en la navegación de la mayor parte de los ríos de los Andes, incluido el impetuoso Apurímac, cabecera del Amazonas. Su truco favorito era cargar en mulas balsas plegables para atravesar las montañas y luego ponerlas en las aguas de ríos innavegables para todo el mundo. Las posibilidades que se abrían así a la herborización eran obvias. Yo siempre había querido ir a la hoya alta, montañosa y seca del río Apurímac para volver a bajar con la corriente entre el bosque pluvial a la llanura. A John le agradó el desafío y estuvo de acuerdo en guiarme, atravesando el Vilcabamba con un pequeño grupo.
+Después de cruzar el Vilcanota en Chaullay, seguimos la ruta de Bingham, que remontaba el río y pasaba por tramos pequeños del camino inca que iba hasta Vitcos, y por la piedra sagrada de Yuracrumi. De allí, Bingham había girado hacia el noroeste, hasta Espíritu Pampa; nosotros seguimos hacia el sur, y después de cruzar dos altos pasos montañosos llegamos a la cabecera del río Choquetira, que desemboca en el Mapillo, un afluente del Apurímac. Después de seguir cinco días por estas hoyas llegamos a una hacienda en ruinas en lo alto del cañón polvoriento de la cabecera del Amazonas. La mañana siguiente empezamos a navegar y, durante una semana, John nos guió por raudales tan impetuosos que a veces las balsas se doblaban y los remeros de la proa se daban en la cabeza con los de la popa por encima de los sombreros de los de la mitad.
+Una mañana junto al río, en el mismo momento en que me preparaba para mascar un poco de coca, llegaron tres indios al campamento. Al notar mi pequeña bolsa, uno de ellos me sugirió que para endulzar la mascada debía ensayar un pedacito de chamairo. Quedé asombrado porque no esperaba encontrar la planta en esa parte del Perú, y cuando pregunté de dónde era, el mayor de ellos señaló una alta montaña que se perdía a lo lejos. Era imposible seguirlo hasta allí, de modo que le pregunté si él podía recoger la planta y encontrarse con nosotros río abajo. Eso es fácil, me dijo, y acordamos encontrarnos en dos días en una hacienda algo arriba del claro en la selva de Osambre, cuatro días en balsa arriba de nuestro destino, que era San Francisco. Para gran asombro mío, al llegar a Osambre el viejo estaba esperándonos con un gran atado de hojas y ramas bajo el brazo. Era en efecto chamairo, pero un rápido examen no dejó duda de que se trataba de una especie diferente, que resultó ser nueva para la ciencia.
+Animados por este descubrimiento, John y yo volvimos al Perú dos años después y seguimos por el río Vilcanota hasta la llanura selvática de los machiguengas. Allí también encontramos la curiosa planta, y al hacerlo pasamos por Pongo de Mainique, la garganta rocosa donde terminan las estribaciones de los Andes.
+*
+Yo quería quedarme unos días en Ollantaytambo, pero Tim estaba ansioso por regresar a la llanura, lo que era comprensible. En 1963, un botánico había calculado que en los valles del bajo Vilcanota había unos ochenta millones de arbustos de coca. La producción de ese año llegó a los siete millones de libras, en una época en que no existía el comercio ilegal de la cocaína. Para 1975 la demanda estaba por los cielos, y las tierras alrededor de Quillabamba tenían la mala fama de ser una de las regiones que más producían coca en el mundo. No fue mucho después de partir de Ollantaytambo cuando vimos los primeros cultivos.
+La carretera ascendía entre glaciares al salir del valle y, después de un elevado paso, caía al bosque pluvial y a la cabecera del río Santa María, un afluente del Vilcanota, o Urubamba, como le dicen abajo de Ollantaytambo. Las laderas estaban cubiertas de plantaciones de té, pero a partir de los dos mil metros empezamos a ver pequeños sembrados de coca y arbustos solitarios en los huertos. Los primeros campos extensos empezaban mil metros más abajo y se extendían en el lecho del valle hasta Chaullay, donde el Santa María desemboca en el Urubamba. Allí se estrecha la hoya y no se ven más sembrados hasta Quillabamba, donde los estimulantes cubren toda la hoya: el té en lo alto, el café y la coca mezclados en las tierras más cálidas del lecho, y los extensos sembrados de coca, de un tono verde claro, en hileras ordenadas sobre las laderas.
+Durante varios días exploramos los fértiles valles que convergen en Quillabamba. En parches remanentes de bosque, en las riberas de los ríos y en los setos buscamos colonias de coca silvestre y, tal como esperábamos, encontramos que las plantas cultivadas se dispersaban fácilmente alrededor de los sembrados, diseminada la semilla por pájaros atraídos por los frutos rojos y brillantes. También encontramos varias especies de Erythroxylum silvestre, dentro o a la vera de las plantaciones. Llamada «monte coca» o «coca coca», la usaban para adulterar los envíos de coca a Cuzco. Una de las especies, la Erythroxylum raimundii, era un árbol impresionante que llegaba a casi siete metros de alto, de gruesas hojas verde oscuras y bellos frutos rojos. La encontramos primero en una empinada ladera donde nos habíamos detenido para mascar coca. Al principio no notamos nada. Luego me reí de pronto, al darme cuenta de que estábamos sentados al borde de un grupo de estas plantas, que habíamos estado buscando desde hacía bastante tiempo.
+Visitamos plantaciones, naturalmente, examinamos viveros y plantíos, recolectamos material para la propagación, estudiamos la maleza y las plagas de los sembrados abiertos, y probamos las mejores cocas del Perú. A los campesinos les encantaba sentarse con nosotros en el suelo rocoso para compartir hojas y hablarnos sobre los problemas de su trabajo. La propagaban siempre con semilla, recogiendo los frutos justo antes de que maduraran y sembrándolos bajo muy poca tierra en lechos fértiles, protegidos y a la sombra. Aumentan gradualmente la exposición a la luz de los brotes, y a los cuatro meses los trasplantan a los campos. A los tres años el sembrado produce una pequeña y selecta cosecha de delicadas hojas que comparten ritualmente la familia y los amigos. La segunda cosecha es algo mayor, pero la producción plena no se da sino en el sexto año. Aunque el rendimiento tiende a caer después de una década, una plantación bien iniciada puede llegar a producir durante cuarenta años.
+Después de pasar una semana escuchando a los campesinos, nos dimos cuenta de que el programa de sustitución de cultivos, elemento clave de la campaña norteamericana de erradicación de la coca, era una ilusión. Cosechada a mano cada cuatro meses, o seis si se fertiliza y se fumiga, la coca supera a todos los demás cultivos del valle, con rendimientos por acre ocho veces superiores al del café, y veinticinco veces mayores que los del cacao. Se adapta perfectamente a las laderas pobres, bien desecadas y muy erosionadas de las montañas, y con pocos enemigos y plagas naturales, medra donde otras plantas ni siquiera se dan. En una hacienda del valle alto del Santa Ana le preguntamos a un grupo de campesinos si era posible sustituir otros cultivos por la coca. Se rieron y nos preguntaron a quién se le ocurriría hacer tal cosa. Uno de ellos se inclinó y tomó un puñado de tierra reseca. Dejó que se filtrara entre los dedos y nos preguntó: «Es imposible. ¿Qué es lo que podemos sembrar en este suelo cansado?».
+*
+Tim había averiguado lo que quería saber, y el llamado de la selva, con la promesa de nuevas plantas, nos hizo dejar Quillabamba y descender por el Urubamba hasta Sahuayaco y el valle del río Chalpimayo. Allí nos quedamos una semana, a la sombra de unos mangos, explorando la selva en busca de plantas medicinales y ornamentales, y después volvimos a las montañas, trepando en unas pocas horas desde la espesura hasta un paso con parches de hielo hacia el sur de Bolivia.
+HAY UN MOMENTO EN CUALQUIER jornada cuando se desvanece la atracción de lo desconocido y los recuerdos de casa empiezan a parecer exóticos. Tanto Tim como yo pisamos este umbral en el altiplano boliviano. Después de una excursión por los cultivos de coca del Yungas de La Paz y más allá de la garganta de Coroico, en la llanura amazónica del Alto Beni, había estado en camino quince meses. Y Tim, con la excepción de un viaje a Boston para hablar con Schultes, había estado más de un año. El Hotel Rojo había recorrido miles de kilómetros a lo largo y ancho de los Andes, y habíamos recolectado más de tres mil plantas —un total de cerca de diez mil especímenes, además de centenares de colecciones vivas de rizomas, pies, tubérculos y semillas. Ambos teníamos planes para quedarnos en América del Sur uno o dos meses más. Yo pensaba ir a la Amazonía para hacer una lenta travesía hacia Colombia. Pero al salir de La Paz hacia el Perú, sentimos una cierta nostalgia.
+Desde el lago Titicaca cruzamos las montañas hacia el mar, pasando llanos salados pintados por flamencos salvajes y bajo la sombra de El Misti, un enorme volcán cubierto de nieve. Al amanecer pasamos por Arequipa, una vieja ciudad inca transformada por los españoles, construida con piedra blanca nacarada, y seguimos hacia occidente, hasta Camaná y la costa. De allí tomamos hacia el norte rápidamente. Terminaba el verano y sobre el desierto flotaba una neblina leve que oscurecía el cielo y los riscos a lo largo de la playa. Para el atardecer estábamos bebiendo cerveza en Chala, una pequeña aldea de pescadores de la que antes salían corredores hacia Cuzco con pescado para el Inca. Dormimos al lado de la carretera, sobre la arena endurecida, y nos despertamos antes de que amaneciera. Hacia la media mañana ya estábamos a trescientos veinte kilómetros al norte, habiendo ya pasado por las figuras de Nazca y descansado unos minutos en los naranjales de Palpas. Justo antes de llegar a Lima, nos salimos una vez más de la carretera, atraídos a la costa por una bandada de pájaros que volaba en torno a un risco bordeando una cala solitaria, un semicírculo de arena muy blanca que rodeaba a una islita manchada de guano.
+Era mediodía y el sol había dispersado la neblina. Esperamos un par de horas hasta que bajara un poco la luz, y nos comimos a manotadas la corteza seca de un cacto que habíamos encontrado en las montañas de Bolivia. Era muy cercano al huachuma, o San Pedro, el cacto de los cuatro vientos, una planta mágica rica en mescalina que usan los curanderos de la costa norte del Perú. La especie que habíamos recolectado, Trichocereus bridgesii, nunca había sido descrita como alucinógena, pero una vieja con la que habíamos hablado en el altiplano nos había dicho que emborrachaba con visiones y que era achuma.
+Sentados tranquilamente en la arena, mirando las olas lamer la playa, ambos tuvimos pronto una fastidiosa pero ligera sensación de náusea que hubiera podido ser un primer síntoma de envenenamiento. Esta incertidumbre pronto cedió ante un inconfundible calor en el vientre, una débil premonición de algo por venir. El viento soplaba y un pájaro volaba en silencio y sosiego. Las olas se sucedían en la playa con su orla de espuma blanca. De pronto, la ola estaba dentro de uno y el flujo y el reflujo, la pulsación, ocurrían dentro del cuerpo.
+Nos paramos y caminamos por la playa hacia un pequeño cabo donde las olas rompían sobre pozos llenos de estrellas de mar, erizos y cangrejos. Una onda de energía nos llevó hasta lo alto de un risco, los pies descalzos sobre la roca y sobre piedras negras que se convertían en flores. El viento que soplaba del mar nos empujó hasta un promontorio desde donde se divisaba todo el desierto. Cada movimiento nuestro parecía producir una reacción en el ambiente seco, olas de color que se perdían en el horizonte. El aire asumía forma, se podía palpar. Era como nadar en un estanque de suave luz pastel. Arriba se extendía un cielo deslumbrante. En torno al sol danzaban figuras que volaban en círculo, criaturas de pecho rojo, serpientes azules con ojos como platillos de luz que giraban cada vez más estrecho. Un vórtice de memoria. Una canción, una espiral luminosa. La voz de Tim, una visión de luz enceguecedora, un tapiz de perlas tejido con hilos de oro y plata, una manta para reposar.
+El cielo se abrió. Una bóveda del azul más profundo se tornó negra y con pequeños cristales de luz encendiéndose en todas partes. Miré hacia abajo, y vi que la tierra ocre se retiraba. Volábamos atados a las alas de los pájaros, atravesamos el espacio en el vacío, sobrevolando tierras de arena púrpura y ríos de cristales que fluían hacia el mar. Del desierto surgían formas, castillos y templos, lagartijas enormes sobre dunas, figuras totémicas dibujadas en la arena, semejanzas apenas de cosas conocidas. Volando ante la agreste faz de las montañas, sentíamos el toque de las nubes en las plumas, plumas que nos habían salido de la piel. Ojos de halcón. El viento nos llevaba lejos hacia el cielo nocturno y más allá de las estrellas dispersas. Nada que temer.
+De pronto llegó una voz desde abajo. Un pozo de oscuridad. La cara pálida de un niño sonriente. Me di vuelta y vi un ave de rapiña que planeaba en el cielo matinal, apuntando su pico hacia el centro del sol. No se oía nada, sólo la imagen de un ave que se remontaba hacia el olvido. Y de nuevo el suelo. Me levanté lentamente hacia un punto que dominaba el mar. El sol se había puesto. Habían pasado horas. Miré hacia atrás y vi a Tim sentado en una piedra en medio de un pozo de luz suave. Pogo salía veloz de la sombra para volver a sumergirse. No teníamos ni idea de dónde estábamos y por un momento Tim pareció vacilar.
+—¿Estás bien? —le pregunté con torpeza. Ambos nos reímos.
+—¿Viste el sol? —dijo Tim.
+—Sí.
+En ese momento todo parecía posible. Una visión colectiva, el movimiento a través del tiempo y el espacio, la metamorfosis, nada de eso era menos ilusorio o maravilloso que la belleza de una hoja de hierba que brotaba bajo una piedra en aquel desierto desnudo. Tim me siguió hasta el borde del promontorio. Caminando a ciegas encontramos la forma de bajar por las rocas. No había salido la luna, y más allá del otro extremo de la cala veíamos luces que se perdían en la oscuridad. Eran barcos que atracaban allí con pequeñas cargas de contrabando. Descansamos en la arena y luego seguimos por la playa hasta que nos topamos algo extraño, la enorme lámina córnea de una ballena. Miré hacia atrás y vi olas de color que salían de la frente de Tim. Seguí caminando, subiendo lentamente por una colina empinada que daba hasta el mar. Pogo dio un salto adelante, persiguiendo a un zorro. Me detuve en la cumbre de la colina y esperé. Hacia oriente se alzaban las montañas, oscuras contra el horizonte nocturno. En el cielo se extendía la Vía Láctea. Y allá abajo, en el lecho del desierto, estaba el Hotel Rojo.
+La luna se había elevado lentamente y el desierto cobraba vida. Los colores se suavizaron. La luz cambió y el viento huracanado parecía arrastrar hilos de plata. El empuje de las olas en la playa, el aliento profundo del agotamiento. Caímos rendidos en la arena, Pogo dando vueltas en torno. Pasaban las nubes, el tiempo estaba suspendido. Los contrabandistas trabajaron toda la noche. Los zorros aullaban, chillaba algún pájaro de vez en cuando. Gradualmente se iluminó el cielo oriental, y el primer asomo del amanecer nos tomó de sorpresa.
+—Escucha —dijo Tim.
+Había un zumbido bajo en la tierra, profundo, inconfundible. Un impulso, resonante y completo.
+—Es el sonido de la vida —dijo—. No hablo en metáforas. Me refiero al sonido real de la vida. Al tono de la energía dentro de nuestras células.
+Nos inundó el amanecer, y las nubes hacia oriente adquirieron un tono luminoso en el cielo vacío. Cada color del atardecer volvía con un tono infinitamente más suave. Una enorme oleada de neblina pasó sobre la playa y, para cuando se disipó, ya había pescadores escarbando en la resaca en busca de carnadas.
+*
+Dos días después nos despedimos en Lima. Yo fui en avión a Pucallpa, un pueblo selvático en el alto Ucayali, lugar tan deprimente que después de una horas reservé pasaje para Iquitos, setecientos cincuenta kilómetros aguas abajo. En Iquitos terminé quedándome tres semanas. Me encontré primero con Adriana de Vaughn, una vieja amiga de Tim que todavía trabajaba para lo que quedaba de la Amazon Natural Drug Company, la empresa que había patrocinado a Tim y a Dick Martin a fines de la década de 1960. Adriana me dio las señas de Fernando Tina, un indio yagua que, según me había contado Tim, era el mejor botánico que había conocido. Lo encontré vendiendo empanadas frente al Cine Atlántico. Durante diez días me mantuvo asombrado con su conocimiento de la selva. Basándose únicamente en el olor de las cortezas, Fernando había elaborado un sistema de clasificación de las plantas tan complejo en cada detalle como cualquier otro que me hubieran enseñado en Harvard. En las riberas de los ríos Nanay e Itaya identificó helechos para tratar la tos ferina, orquídeas eficaces para quitar los forúnculos y una rara calatea jaspeada llamada tigrepanga, que se mezclaba con la ayahuasca. En la selva nos alimentamos con los frutos de una melastomatácea, agua aromática de sacha ajo, el ajo enredadera, y fruta hecha con los frutos del mirití y otras palmas. De noche bebíamos chuchuasi y ron mientras Fernando me deleitaba con sus cuentos de anacondas tan anchas como ríos y de anguilas eléctricas que habían iluminado el cielo nocturno primigenio.
+Desde el mercado flotante de Belém navegamos aguas arriba por el Amazonas y durante una semana exploramos los meandros en busca de frutos de palma y de semillas maduras de la gigantesca ninfácea Victoria amazónica. Esta bellísima planta de enormes hojas que pueden mantener a flote a un niño pequeño, crece en las lagunas quietas que bordean los grandes ríos de la hoya amazónica. Una noche dormimos a la vera de una laguna sólo para ver abrirse sus flores, parecidas a los lotos. Al atardecer, por toda la laguna se levantaron lentamente del agua los gigantescos botones. Estimuladas por la luz desfalleciente, las flores, tan grandes como una cara, se abrieron con una velocidad que se podía apreciar a la vista. Los pétalos blancos y brillantes se mantuvieron erectos y su aroma, que había ido aumentando desde el principio de la tarde, llegó a un máximo de intensidad.
+Al estarlas observando Fernando, su mirada cayó sobre dos jacanas que se deslizaban sobre la superficie de una hoja. Le expliqué que el mismo proceso que produce el aroma también aumenta la temperatura de la parte central de la flor, exactamente once grados centígrados sobre la temperatura ambiente. La combinación del color, el olor y el calor atrae multitudes de escarabajos. Hacia las dos de la mañana, la temperatura de las flores baja y empiezan a volverse rosadas. Para el amanecer están completamente cerradas y permanecen así el resto del día. A principios de la tarde sólo se abren los sépalos y pétalos externos. Para ese entonces adquieren un tono rojizo profundo que aleja a los escarabajos. Pero los de la noche anterior siguen atrapados dentro de la flor. Luego, justo antes del atardecer, las anteras de los estambres arrojan el polen, y los escarabajos, cubiertos con el pegajoso jugo de la flor y de nuevo con hambre, son liberados por fin. En su afán de encontrar otra flor abierta con su generosa oferta de comida, se precipitan entre las anteras y quedan cubiertos de polen, que luego llevan hasta el estigma de otra flor, polinizando de esta forma los ovarios.
+Fernando escuchó mi explicación sin hacer comentarios, aceptándola sin dificultad, como si se tratara de otro cuento más. Todo lo olvidamos en la mañana al dedicarnos a la prosaica tarea de chapotear entre los espinosos pecíolos de las flores en busca de las frutas maduras que sólo se encontraban en el fondo de la laguna. Era un trabajo espantoso que la risa de Fernando volvía agradable. A cada paso cauteloso hacía un chiste sobre algún peligro de las aguas turbias: rayas con púas, pirañas, serpientes y una clase de bagre que a dentelladas abría huecos en el costado de sus víctimas. Durante el resto del día, al volver en la lancha a Iquitos me estuvo hablando de otro pez con forma de aguja, el candirú, un bagre parásito al que atraía el olor de la orina y que se incrustaba en la uretra con sus dolorosas espinas.
+Después de veinte días en los ríos en torno a Iquitos, la idea de un viaje lento a Leticia perdió todo atractivo, y cuando llegó el momento de irme, decidí hacerlo en avión. Fernando y su familia me despidieron en el aeropuerto. Por la ventanilla me despedí con la mano, de sus hijas, que con sus vestidos blancos de algodón y cintas azules en el pelo negro revoloteaban en torno a él. El aporreado DC-3 se elevó sobre la selva y se acercó a la cinta serpenteante del Amazonas, pensando yo todo el tiempo en que Fernando tendría que volver a su venta de empanadas. Unos años después murió de lepra y se perdió para siempre su conocimiento de las plantas.
+El río se extendía bajo el avión y desde el aire se podía percibir su pulsación. Sus aguas no corrían, sino que fluían serenas entre la selva, como en respuesta a una lejana trepidación. En la confluencia del río Napo, a sólo unos minutos de Iquitos en avión, el Amazonas absorbía los ríos del Ecuador. Era un espectáculo intimidante. Cuando Francisco de Orellana navegó por el Napo y llegó al Amazonas en 1541, enloqueció temporalmente. Viniendo de las tierras resecas de España, no pudo concebir que un río en esta tierra del Señor pudiera ser tan enorme. Y no tenía idea de que lo esperaban tres mil doscientos kilómetros de descenso por el río hasta donde se convierte en un mar y sus riberas, si es que lo son, se separan ciento sesenta kilómetros.
+El lado derecho del avión se estremeció de golpe y al mirar hacia arriba vi el borde oscuro de una tormenta tropical que flotaba como una sábana sobre la hoya del río. Salía humo de uno de los motores y la hélice se había detenido. Vapuleado por el viento y la lluvia, siguió volando pesadamente. Cada ráfaga sacudía el fuselaje. Los pasajeros gritaban. Las maletas se cayeron. Un pollo corrió por el pasillo. Cuando por fin divisamos Leticia, el piloto dio un giro brusco a toda velocidad. Pasamos la pista dos veces. A la tercera aproximación, con el ala izquierda a no más de unos sesenta metros sobre las copas de los árboles y a un ángulo de cuarenta y cinco grados, el avión aterrizó en la mitad de la resbalosa pista empapada por la lluvia. Un carro de bomberos acudió veloz, haciendo sonar su sirena. Afortunadamente, el piloto había apagado el motor a tiempo. Sólo después supimos que en la primera aproximación nos habíamos salvado de chocar con la torre de observación por sólo treinta metros.
+No tuve tentaciones en Leticia. Después de pagarle a Fernando por sus servicios, estaba casi sin un centavo. Cuando supe que un vuelo de carga salía el día siguiente y que por unos pocos dólares podía viajar en el puesto del copiloto, decidí irme a Bogotá. Esa noche dormí en el piso de una choza y al amanecer estaba en otro DC 3 sobre la selva y los llanos que llegan hasta las estribaciones de los Andes. Viajaban conmigo un sacerdote y dos monjas sentados sobre una carga de pescado seco en la parte de atrás. Estaba seguro de que iba a llegar a Bogotá y partir hacia Boston unos días después. Lo que no sabía era que Boston estaba en Bogotá, pues en la embajada del Canadá había una carta de Schultes anunciándome que estaría en la ciudad cuando yo llegara.
+*
+Lo vi esa noche en el Halifax, la encarnación más reciente de la Pensión Inglesa de la señora Gaul, el hogar de Schultes en Bogotá durante doce años. La señora Gaul había muerto hacía mucho, y la propietaria de entonces, otra mujer de Yorkshire, Joan Hodson, se había mudado al norte, a la calle 93, aunque la esencia del lugar era la misma. Sencilla, cómoda, tradicional, era una isla de reticencia inglesa en medio de una ciudad perpetuamente al borde del desastre. Me sentí algo cohibido al timbrar, porque me estaba quedando en un hotel de mala muerte de La Candelaria, el Káiser, y porque no había llamado antes. Sabía que Schultes odiaba el teléfono. Al volver la primera vez de América del Sur, un periodista le preguntó qué le había costado más trabajo para acostumbrarse de nuevo a Boston. «Los parquímetros, las citas, las reuniones y los teléfonos», le respondió. «En el Amazonas, el tiempo no significa nada».
+Una camarera me abrió la puerta y la seguí hasta el comedor, pasando por una escalera de caracol. Allí estaba Schultes, a la cabeza de una mesa con tres extranjeros. Sonreí al ver su corbata roja, el blazer y las mismas gafas sin montura que tenía en Boston cuando me había recibido por primera vez.
+—¿Qué tal, profesor? —dijo levantando la mirada—. Qué bueno verlo de nuevo. Déjeme presentarle a estos amigos.
+Me acerqué a la mesa y les di la mano a una pareja sueca y a un joven botánico escocés llamado Brinsley Burbidge.
+—Debe estar muerto de hambre —me dijo Schultes—. Siéntese y coma. ¿Ha visto alguna vez algo parecido? Rosbif y budín de Yorkshire. Shepherd’s pie. Nada menos que en Bogotá. Es algo maravilloso.
+Llené el plato. Después de meses de yuca y plátano, la comida me pareció deliciosa.
+—¿Qué lo trae a Bogotá? —me preguntó la joven mujer.
+—Voy camino de Boston solamente.
+—Él es un leñador de British Columbia que atravesó el tapón del Darién —le explicó Schultes. La mujer quedó perpleja.
+—¿Y ustedes? —pregunté.
+—Estamos adoptando un niño.
+—El papeleo es horrible —añadió el marido—. Llevamos aquí más de un mes.
+Schultes me tocó el brazo con la mano. Los demás se dieron cuenta y se pusieron a hablar de otra cosa.
+—¿Has tenido noticias de Tim últimamente? —me preguntó.
+—No, no nos hemos comunicado.
+—Va a estar bien, pero ahora está muy enfermo.
+—¿Qué tiene?
+—Hepatitis. Hepatitis B. Por lo general se adquiere por agujas hipodérmicas sucias. ¿A Tim no le han…?
+—No, claro que no —lo interrumpí.
+—Eso pensé. La buena noticia es que va a dejar de fumar. La hepatitis hace que se pierda el gusto por el tabaco.
+—¿Pero cómo está? ¿Cómo le pudo dar?
+—Usted es el que debe saber. El periodo de incubación es de unos tres meses. Trate de recordar. Estuve con él todo el tiempo salvo el último mes en Lima. Estuvimos seis semanas en Cuzco, Quillabamba y el bajo Vilcanota. Luego fuimos a Bolivia, al Titicaca y a Yungas de La Paz. Por lo menos un mes.
+—¿Probaron la coca?
+—Sí, claro.
+—Excelente, ¿no es cierto?
+—Sí, es excelente.
+—Tal vez es mi favorita. Bueno, siga.
+—En Coroico y Coripata estuvimos una o dos semanas. Y después… ¡ah, Dios mío, el retén! Recordé que al ir de Cuzco a Bolivia habíamos bajado a la llanura amazónica para buscar coca silvestre en Madre de Dios. Había allí una epidemia seria de fiebre amarilla y el Ministerio de Salud del Perú había establecido una barrera cerca de Shintuyo. Sólo podían pasar los que tenían pruebas de haber sido vacunados. Yo tenía mi certificado, pero a Tim se le había quedado en Cuzco. Tuvo que aceptar que lo vacunaran con una aguja que tenía un aspecto de que la habían usado para arar la tierra.
+—Un error tonto —dijo Schultes tranquilo—. Yo siempre llevaba una conmigo.
+—¿Sí?
+—Mi propia jeringa. Siempre llevaba mis propias cosas. Así se podía estar seguro. ¿Ya le conté de esa vez en Miami?
+—¿Con el agente de aduana?
+—Sí. ¿Ya sabe el cuento?
+—Creo que me acuerdo, pero siga.
+—Ese hijo de puta —concluyó riéndose, lo que llamó la atención de los demás.
+Era una de sus historias favoritas, y disfruté viendo cómo la contaba.
+Al pasar por Miami, con malaria y beriberi y casi sin poder dar un paso, no estuvo de humor para complacer a un aduanero meticuloso. El aeropuerto de Miami era pequeño en esa época, y Schultes conocía a todos los funcionarios, incluso al señor O’Brien, un irlandés del este de Boston que era el jefe. Pero durante el año que había explorado el río Negro, O’Brien se retiró y había unos cuantos agentes nuevos, entre ellos uno que tuvo la mala suerte de empezar a registrar las maletas de Schultes. Dentro de un zapato encontró una cajita de aluminio que le pareció sospechosa y que abrió.
+—¿Qué es esto? —le preguntó, ante lo cual Schultes adelantó sus bastones y se inclinó.
+—Parece una jeringa.
+—Claro que es una jeringa.
+—Entonces, ¿para qué pregunta?
+—¿Para qué la usa?
+—Para ponerme inyecciones.
+—¿Qué clase de…
+Antes de que el aduanero terminara su interrogatorio, Schultes lo cortó, le ordenó que cerrara la maleta y pidió hablar con su superior. En unos minutos se presentó el señor Lomes, el reemplazo de O’Brien a la cabeza del aeropuerto.
+—¡Qué tal, doc! Tenía muchas ganas de conocerlo. O’Brien me contó todo sobre su trabajo. ¿En qué puedo ayudarlo?
+—Sólo explicándome —le dijo Schultes— ¿por qué el dinero que pago en impuestos se usa para mantener a un empleado que no sabe cómo es una aguja hipodérmica? Si quiere saber si soy un drogadicto, ¿por qué no me pregunta simplemente?
+—Yo no intentaría hacer eso ahora —le dije cuando acabó su historia.
+—No —se rio—. Eran otros tiempos.
+Después de la cena nos sentamos en el salón al pie de la chimenea para tomarnos una copa. El profesor se sirvió de su propia botella, un excelente ron colombiano que tomaba con hielo. Durante un rato siguió haciendo memoria, refiriendo anécdotas divertidas, la mayor parte de las cuales ya le había oído contar. No era por naturaleza un hombre modesto, pero nunca hablaba de sus logros y, en cuanto a aventuras, sostenía que no había tenido ninguna. Si había algo que Schultes realmente despreciara, eran esos exploradores de los últimos tiempos que se arriesgan por el peligro mismo. Nunca se propuso tomar riesgos, y lo que otros veían como momentos de peligro o de osadía, él los tenía por meros obstáculos para su trabajo, inconvenientes pero inevitables. Vivía en un mundo de plantas. Para los que lo rodeaban, sobre todo sus estudiantes, su indiferencia hacia todo lo demás era fascinante.
+—Comprendo muy bien sus ganas de volver a Boston —me dijo de pronto—. A mí siempre me daban ganas de volver después de un año, sobre todo en el invierno. Siempre me hacía falta el invierno. Pero hay una cosa que le quiero pedir antes de que se vaya.
+—¿De qué se trata?
+—Bueno, a Tim parece que le ha ido muy bien con la coca.
+—Creo que ya descubrió el asunto.
+—Sí, estoy seguro de que sí, pero queda un problema por resolver. La coca amazónica. Tim va a necesitar algo de material viviente, y no va a poder hacerlo él mismo. Así que quiero que usted vaya a Mitú. Es un pueblo encantador. Puede darle mis saludes a monseñor y encontrar un muchacho cubeo que lo guíe por el Vaupés arriba. Puede volver aquí en un mes.
+—Está bien —le dije, olvidando que casi no me quedaba dinero ni para volver al hotel. Me acordé entonces.
+—Profesor, tengo un pequeño problema. Estoy un poco corto de…
+—No se preocupe —me interrumpió—. Creo que yo puedo sacarlo del apuro.
+—Sería magnífico.
+—Bien. Ahora un par de cosas. Los tanimucas le dan sabor a la coca soplando un incienso balsámico sobre las cenizas calientes. Es muy bueno. Esté atento.
+—¿De qué planta lo sacan?
+—Los colombianos la llaman pergamín o brea. Es la resina de la Protium heptaphyllum. El nombre en tanimuca es hee-ta-ma-ká.
+—¿Y qué más?
+—¿Perdón?
+—Usted dijo que un par de cosas.
+—Sí, claro. ¿Qué más era? —hizo una pausa y se tomó un sorbo de ron. Le brillaron los ojos—. Ahora recuerdo. ¿Ha probado el yagé?
+—Sí.
+—¿Cómo le pareció?
+—Bastante feo.
+—Yo sólo vi colores.
+—Yo sólo vomité.
+—Eso pasa a menudo. Tal vez deba probarlo otra vez. De hecho, tal vez deba pasar un poco más de tiempo en el Vaupés. Hay un río que me gustaría que viera, el Piraparaná, el río de los barasanas y de los macunas. Ya encontrará la forma de ir.
+*
+Tres días después de haber hablado con Schultes y de ir a Villavicencio por carretera, volaba hacia Mitú en un avión de carga vacío, otro DC-3, sólo que esta vez sin puerta. Afortunadamente hacía buen tiempo, no hubo turbulencias y pude pasar la mayor parte del vuelo sentado junto a la puerta, viendo la tierra ondulante. Era como ir por el cielo en la parte de atrás de una camioneta. Había unas nubes grandes en el horizonte y las carreteras y haciendas de los llanos pronto dieron paso a una pradera sin seña alguna de que fuera habitada, una vasta extensión de sabana surcada por ríos que corren todos hacia oriente. Para cuando el avión pasó sobre el río Guaviare, los bosques de galería de los ríos ya se habían fundido y la tierra había desaparecido bajo el amparo ininterrumpido de la selva. Sólo quedaban los ríos para recordarle a alguien en el suelo que había un mundo más allá del follaje.
+Sobre los pueblos que vivían allí, sólo sabía lo que había aprendido de Schultes y lo que había logrado averiguar en Villavicencio. Antes de despedirnos en Bogotá, Schultes me había dado una carta de presentación para un viejo amigo suyo, el doctor Frederico Medem, un noble letón que había huido de su país por la revolución rusa y se había establecido en Colombia, donde se había convertido en uno de los mayores expertos del mundo en serpientes y cocodrilos amazónicos. Me recibió muy amablemente en Villavicencio, y durante dos días compartió conmigo sus recuerdos de Schultes y su profundo conocimiento del nordeste del Amazonas.
+Era un hombre enorme, de gracia y dignidad impecables, con una fina barbita de chivo y las manos fuertes de los que han vivido en la selva. Su casa parecía la barraca de un viejo cauchero. De pisos de madera y techo de lata, tenía una galería abierta donde colgaban hamacas y las paredes estaban decoradas con pieles de jaguar y de laquesis. En todos los cuartos había colecciones de objetos raros expuestas informalmente: varas curativas de Bahía Solano, con delicados grabados; pecheras de los cunas; tubos para aspirar del Orinoco; el cráneo de un caimán de seis metros que mató en una expedición en 1956. En la oficina se apeñuscaban estantes de libros y manuscritos raros, mapas enrollados en cilindros de madera. Del techo colgaba un ventilador que proyectaba débiles sombras sobre el escritorio, donde acariciaba algún objeto o pasaba el dedo por un mapa amarillento dibujado un siglo antes.
+Su tesoro más preciado era el collar de un viejo chamán, una vuelta única de fibra de palma que atravesaba un cristal de cuarzo de más de quince centímetros, muy similar al que les había visto a los inganos la noche que Tim y yo tomamos yagé con Pedro Juajibioy. Le mencioné esto a Medem, y le conté nuestra reacción.
+—¿Así que ya conoce el asunto? —me preguntó sonriendo.
+—Es una especie de lente —le dije—. El chamán la usa para examinar el cuerpo del paciente.
+—Sí —respondió con suavidad—, pero es mucho más. Mire, antes de que vaya a la selva, tiene que leer esto.
+Se dio vuelta y sacó del estante un libro de bolsillo blanco que me entregó. Se llamaba Desana: el simbolismo de los indios tucanos del Vaupés. Lo había escrito en español el antropólogo Gerardo Reichel-Dolmatoff.
+—Mi viejo amigo le enseñará que este cuarzo es energía solar comprimida. Los indios lo consideran el pene del Padre Sol, semen cristalizado. Hay treinta tonos en sus colores, todos energías distintas que deben equilibrarse. Y hay más cosas. Se convierte también en la casa del chamán. Allí va cuando toma yagé. Se mete en el cristal. Y desde adentro mira el mundo, el territorio de su pueblo —la selva, las colinas rocosas y los ríos—, y observa las costumbres de los animales. Esa es su visión. Pero su enemigo también está allí, haciendo lo mismo. De modo que se enfrentan en el mundo de los espíritus, cada cual con una armadura de cristal, de pie sobre un escudo hexagonal, cada cual luchando por tumbar al enemigo. Es una batalla cuerpo a cuerpo.
+Me quedé leyendo en la oficina hasta mucho después de que Medem se fuera a dormir, y fue leyendo a Reichel-Dolmatoff como primero supe de la importancia simbólica de los ríos. Para los indios del Vaupés no son sólo vías de comunicación. Son las venas de la tierra, el vínculo entre los vivos y los muertos, los senderos por los que viajaron sus antepasados en el principio de los tiempos. Sus mitos de creación varían, pero todos hablan de una odisea desde el este, de piraguas sagradas traídas por enormes anacondas por un río de leche. En las canoas venían los primeros seres humanos, trayendo consigo las tres plantas más importantes, la coca, la yuca y el yagé, los dones del Padre Sol. Las anacondas lucían en la testa luces enceguecedoras, y en las piraguas venían los seres míticos en orden jerárquico: los jefes, guardianes de la sabiduría que eran bailarines y cantores, guerreros y chamanes, y finalmente, en la popa, los sirvientes. Todos eran hermanos, hijos del sol. Cuando las serpientes llegaron al centro del mundo, se tendieron sobre la tierra, extendidas como ríos, formando sus poderosas cabezas las bocas, sus colas serpenteando en las remotas cabeceras, y las arrugas de sus cuerpos formando los raudales y las cataratas.
+Cada río acogió una canoa diferente, y en cada hoya desembarcaron y se establecieron en la boca los cinco héroes arquetípicos, siguiendo los sirvientes hacia las cabeceras. De modo que los ríos del Vaupés fueron creados y poblados por los desanas, que surgieron en el río Papurí, los barasanas del alto Piraparaná, los tucanos en el Vaupés, los macunas en el Popeyacá y en el bajo Piraparaná. Con el tiempo la jerarquía de los tiempos míticos se disgregó y en cada uno de los ríos vivieron juntos los que habían llegado en diferentes canoas sagradas. Pero siguieron distinguiéndose como familias que hablaban cada cual una lengua y, para asegurar que no se casara el hermano con la hermana, crearon reglas estrictas. Para evitar el incesto, el hombre tenía que escoger una novia que hablara otra lengua.
+Cuando los comerciantes y los misioneros llegaron por primera vez al Vaupés, a principios del siglo XX, intentaron diferenciar entre los pueblos asignando a las tribus nombres que correspondían a su lengua. En esta forma, en un área del tamaño de Nueva Inglaterra, con unos diez mil habitantes, identificaron veinticinco tribus. En gran medida estos nombres no significaban nada. En casi todo el mundo, sobre todo entre las pequeñas sociedades nativas, los límites de la lengua y la cultura son los mismos. Hablar waorani es ser waorani. En el Vaupés hay sociedades organizadas en esta forma. Los macúes nómadas viven aparte, se casan entre ellos y son monolingües. Los cubeos del Cuduyarí y del Cubiyú tienen tres linajes paternos y todos hablan la misma lengua, aunque hay excepciones. En el Vaupés, para la mayor parte de los pueblos compartir la cultura y el modo de vida no implica hablar una lengua común.
+Cuando una joven se casa, se muda a la maloca de su esposo, pero por una ancestral ley debe hablar una lengua distinta. Los hijos se crían en la lengua del padre aunque, naturalmente, aprenden la de la madre. Esta, entretanto, trabajará con sus tías, las esposas de los hermanos del padre, pero cada una de esas mujeres puede proceder de un grupo lingüístico diferente. En una misma población se puede hablar hasta una docena de lenguas, y es bastante común que una persona pueda hablar bien hasta cinco. A lo largo del tiempo, no ha habido prácticamente corrupción de las lenguas. Nunca mezclan o modifican las palabras. Tampoco las corrompen quienes tratan de aprenderlas. Para ello, escuchan sin hablar hasta que las dominan.
+Resultado inevitable de esta inusual regla matrimonial —llamada por los antropólogos exogamia lingüística— es una cierta tensión en la vida de la gente. A causa de la búsqueda constante de esposas y de la considerable distancia entre los grupos lingüísticos vecinos, se requieren mecanismos culturales para que los hombres y mujeres en edad de casarse se reúnan con regularidad. De ahí la importancia de los grandes festivales que marcan las épocas del año. Valiéndose de las danzas sagradas, la narración de los mitos y el compartir de la coca y el yagé, aquellas celebraciones promueven el espíritu de reciprocidad e intercambio en que se basa todo el sistema social, y por medio del ritual unen a los vivos con los antepasados míticos y el principio de los tiempos.
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+Durante más de tres horas el avión avanzó sobre la selva. No había poblaciones, ni caminos, ni accidentes geográficos que rompieran el ritmo de la tierra. A veces parecía que la nave flotaba en el aire como un barco inmóvil en un mar infinito. Sólo por el tiempo del vuelo se podría esperar que el pasajero iba a llegar a una ciudad mediana, pero por Schultes y Medem sabía yo que Mitú era poco más que un nombre en el mapa, un grupo de casas con techo de paja, uno que otro de lata y una pista de arena blanca.
+A finales de la década de 1940 y principios de la de 1950, cuando Schultes estuvo allí, el Vaupés era prácticamente desconocido para el mundo exterior. La primera misión estable sólo se estableció en 1914 en La Pedrera, en el Caquetá. Mitú, más al norte sobre el río Vaupés, era una aldea donde se comerciaba algo y había una pequeña misión cuando se convirtió, en 1936, en centro administrativo y capital de la recién creada comisaría del Vaupés. En 1950, toda la región de las tierras del Brasil y de Colombia, separadas al norte por el río Guaviare y al sur por el Caquetá, era tan remota y virgen como pocos lugares en el mundo. Pero Schultes llegó a conocerla, literalmente, como la palma de su mano. Cierta vez, en 1958, iba en un vuelo directo de Bogotá a Mitú. Al cruzar la cordillera el Catalina se topó con un manto de nubes que se extendía hasta donde alcanzaba la vista hacia el sur. Siguió volando con la esperanza de encontrar cielo despejado. Después de dos horas, ya sin contacto por radio, se perdió sin suficiente gasolina para regresar a Bogotá o medio alguno de averiguar su posición. Desesperado el piloto, le pidió a Schultes que se sentara en el puesto del copiloto, y con la gasolina a punto de acabarse le indicó que volara hacia el sur. De pronto el avión giró, encontró un claro y avanzó casi rozando la selva. Podía estar en cualquier parte. Schultes miró a su alrededor, reconoció una curva del río y les indicó a los asombrados pilotos dónde quedaba Mitú.
+Había estado primero en 1943, explorando el Apaporis por encargo de la Rubber Development Corporation. La expedición, aunque exitosa, había sido sumamente frustrante para él. En casi un año sólo recolectó unas trescientas cincuenta plantas, pero sólo veinte resultaron nuevas para la ciencia. «Lamento profundamente», escribió en 1945, «que fuera imposible hacer una colección mayor y más representativa. Llevada a cabo al costo de una vida y ante las innumerables dificultades que presentaron las distancias, la inaccesibilidad del área, la despoblación, los traicioneros raudales y cataratas, la jornada tuvo como principales objetivos tareas tan exigentes que no quedó prácticamente tiempo para la herborización. Sin embargo, un examen muy somero de esta pequeña colección ha revelado tantas plantas nuevas o raras que se puede afirmar sin caer en exageraciones la necesidad absoluta de llevar a cabo una completa exploración botánica de la cuenca del Apaporis. Sólo comprendiendo su flora podemos esperar una visión exacta de la composición, distribución e historia de la flora de la Amazonía occidental».
+La oportunidad se le presentó en 1950, cuando regresó a América del Sur después de pasar un año en Europa y los Estados Unidos. Era una época excepcional. Continuaba en la nómina del Departamento de Agricultura y su trabajo con el caucho no había terminado. Los fondos seguían siendo abundantes, y hasta los hombres en el campo no habían llegado los efectos de las maniobras políticas de Washington, que acabarían finalmente con el programa. Sin embargo, después de la guerra había cedido el ambiente de crisis, y la supervisión de su trabajo se hizo más laxa. Durante tres años, él y un puñado de exploradores tuvieron en cierto modo la libertad de ir a donde los llevara su intuición científica.
+En general volvieron a sus lugares favoritos, en busca de claves que les permitieran comprender la diversidad botánica que los había avasallado en sus anteriores viajes. De particular interés eran las sabanas, los cerros y macizos montañosos dispersos en la región. Algunos botánicos ya habían descubierto ciertas normas de su vegetación. Paul Allen, su amigo y colega, había explorado las sabanas del Cuduyarí y descubierto allí palmas que no existían más al sur. En Cerro Circasia, en el Vaupés, Schultes había hallado plantas muy cercanas a las de la sabana. En una alta mesa de arenisca de Araracuara, en el Caquetá, había visto una flora más similar a la de Circasia que a la que había encontrado en los cerros de Chiribiquete, aunque única en su clase y con un alto nivel de endemismo local. El objetivo final de estas expediciones era comprender la relación entre la flora de los Andes y el antiguo macizo del Escudo Guayanense, para reconstruir así la historia geológica y evolutiva de toda la Amazonía occidental. La clave era la herborización, al obtener colecciones suficientes, y en suficientes lugares, con el fin de completar el mapa botánico.
+Desde diciembre de 1950 hasta el mes de abril de 1951, Schultes organizó una serie de expediciones colombianas que cruzaron el río Guaviare y estudiaron la Mesa la Lindosa para girar hacia el oeste hasta la Serranía de la Macarena, el antiguo macizo montañoso próximo a la Cordillera Oriental. Desafortunadamente, la violencia estaba en su punto más alto y la carnicería de la guerra civil llegaba hasta los más remotos rincones del país. En vísperas de una batalla importante, Schultes tuvo que irse de la Macarena y regresar a Villavicencio.
+En las semanas que siguieron, el encuentro con dos personas definiría el resto de sus años en la Amazonía. Le habían hablado de un joven naturalista llanero llamado Isidoro Cabrera, que había perdido a su padre y su casa cuando la violencia azotó a San Martín. Schultes había estado en busca de un asistente de campo desde la muerte de Pacho López, pero le preocupaba contratar a un joven de los Llanos para trabajar en el bosque pluvial. Cabrera le ofreció trabajar sin paga hasta que estuviera satisfecho con él. Sin embargo, le pagó desde el principio, y durante los tres años siguientes recogerían juntos más de diez mil especímenes, y su colaboración llegaría a ser una de las más importantes de toda la historia de la botánica de América del Sur.
+La segunda persona importante la conoció tomando tinto en un pequeño café de Bogotá. Don Miguel Dumit era un hombre de negocios antioqueño que había comprado un Catalina con el que había inaugurado los vuelos comerciales al Vaupés. Lo acompañaba su piloto alemán, el capitán Levermann. Dumit estaba interesado en el caucho y quería establecer un remoto centro comercial que se pudiera aprovisionar por aire. Para ello buscó la ayuda de Schultes y dejó en sus manos la localización del sitio. Lo importante era la existencia próxima de caucho silvestre para garantizar su explotación. De no haber trabajadores indígenas cerca, se podían llevar de otras partes. Dumit le garantizó que serían bien tratados y remunerados con justicia.
+Schultes sabía exactamente cuál era el lugar, un trecho del Apaporis a tres horas de remo de Jirijirimo, la cascada sagrada de los macunas. El río desaparece allí dieciséis kilómetros bajo la tierra, y los chamanes descienden a lo hondo para tratar con los amos de los peces. Allí, le dijo a Dumit, había visto la mayor concentración de caucho de todo el Apaporis. Dumit aprobó la idea, y dos semanas después Schultes y Cabrera estaban de vuelta en la selva para establecer Soratama. Bautizada con el nombre del pueblo natal de Dumit, sería la base selvática de Schultes durante los tres años siguientes. Era una oportunidad extraordinaria. El señuelo del trabajo atraería a indios de todo el Vaupés. Garantizado el apoyo logístico y asegurado el transporte, volvió a su amado Apaporis e inició la fase más productiva de toda su carrera como etnobotánico. En dos años recolectó más de dos mil plantas medicinales, y en el primer mes realizó una de sus más importantes contribuciones al estudio de las plantas alucinógenas: el descubrimiento de la identidad del yá-kee, el polvo alucinógeno que los indios llaman el semen del sol.
+*
+No se había asentado aún el polvo en la pista de aterrizaje, cuando me di cuenta de que Mitú era distinta a cualquier otra población que hubiera visto en la Amazonía. Aunque pasaba por ser la capital de una región tan grande como Irlanda, el adormilado pueblito estaba compuesto de una calle única que iba desde la pista de aterrizaje hasta la ribera del Vaupés. A lo largo había callejuelas limpias de gravilla, cabañas recién pintadas y docenas de niños en uniformes claros, que reían y jugaban junto a la iglesia. Era lo más cercano a lo idílico que había visto en todo el Amazonas.
+El único hotel era una pequeña residencia cerca de la ribera, propiedad de un amable comerciante y su esposa, doña Leja. Quedaba a la vuelta de la esquina de la casa del comisario, de madera y dos pisos con un amplio balcón que daba por un lado al río y por el otro a la plaza. Sólo echando una mirada caía uno en la cuenta de que los negocios más importantes del lugar se hacían tomando al atardecer limonada endulzada con ron. Había un banco, pero nunca tenía dinero, y el efectivo era tan escaso que la mayor parte de las transacciones se hacía a crédito, como en tiempos de Schultes. De hecho, lo único que había cambiado desde entonces era la vista del río. Según doña Leja, era más bonita antes de que crecieran los árboles jóvenes que él había plantado.
+El río, de aguas lechosas y flujo lento y constante, tenía más de trescientos metros de ancho. Era irresistible por la mañana, tibio y sedante, lleno de limo. Podía caminar por la ribera cubierta de hierba hasta el desembarcadero arriba del pueblo y luego nadar lentamente aguas abajo, escuchando las suaves voces de los indios que se reunían a la orilla, cubeos y tucanos más que todo, pero también tatuyos y desanas. Había empezado el periodo de lluvias, y aunque el cielo se despejaba a veces, el río estaba crecido. Los indios lo escudriñaban, sintiendo sus modulaciones y examinando los trozos de hojas y los pétalos que pasaban flotando.
+Unos días después de llegar, me uní a un pequeño grupo que se dirigía hacia el río Cubiyú, a un poblado cubeo dos horas arriba de su desembocadura y cerca de la trocha que iba a la sabana de Guranjudá. El motorista, un joven cubeo llamado Ernesto, me aseguró que en casa de su hermana había coca suficiente y que podría recolectar especímenes y observar su preparación. Ernesto era elegante. Con el pelo corto peinado hacia un lado, sus pantalones caqui y su camisa de manga corta abierta en el cuello, me hizo recordar las fotos que Schultes les había tomado a los cubeos a principios de la década de 1950. Ya en ese entonces los indígenas que vivían cerca de Mitú habían adoptado el estilo mestizo. Los hombres habían desechado el tradicional guayuco, y a las mujeres les encantaron los trajes de algodón.
+El Vaupés tiene fama de ser un río traicionero, y hay en efecto, entre Mitú y la frontera con el Brasil en Yavaraté, más de sesenta raudales. Hay diez más aguas arriba, entre ellos la gran catarata de Yuruparí. Pero en el corto trecho entre Mitú y la boca del Cubiyú era lento y plácido, al igual que el afluente. Después de siete horas navegando, interrumpidas sólo por una corta tormenta después del mediodía, llegamos a un desembarcadero al pie de un pequeño claro. Había una trocha para subir por la pendiente orilla, que pasaba por un sembrado de yuca y llegaba hasta una sencilla casa de paja al borde de la selva. Como las demás viviendas que habíamos visto en el camino, tenía dos niveles: una plataforma sobre pilotes para dormir, y un fogón y área de cocina en el suelo, donde las mujeres y los niños se refugiaban del sol.
+El cuñado de Ernesto, Noel, estaba recogiendo coca no muy lejos, aunque lo esperaban pronto. La dueña de casa, Magdalena, nos recibió con calidez, y antes de que pudiéramos desempacar las cosas nos llevo grandes totumas de chicha y tortas de mañoco, el pan sin levadura hecho con la yuca brava después de eliminar el veneno. Acabando de irse de nuevo al fogón, se presentó su hija, una bonita niña de diez años, con salsa de chiles picantes, pescado y un plato con mojojoyes asados, las deliciosas y suculentas larvas que sólo se encuentran en el cogollo en descomposición de cierta especie de palma. Al ver esta delicia local, los hijos, tres niños y una niñita que no podían contener sus risitas, se reunieron en tomo. Le ofrecí una larva al mayor y vi cómo la cogía ansioso, le quitaba la cabeza con un mordisco y sorbía el aceitoso contenido.
+Mientras esperábamos a Noel, bajé a la cocina y me puse a ver a Magdalena y a las niñas preparando el mañoco. La comida básica del Amazonas, equivalente a las papas o el arroz, es de tan complicada y larga preparación que la vida de las mujeres prácticamente gira en torno a ella. La planta es una euforbiácea de la familia del adelfillo, con las raíces llenas de glucósidos cianogénicos tóxicos. En la yuca dulce el veneno se concentra en la corteza de la raíz, que se puede quitar fácilmente. Pero en la yuca brava, planta mucho más adaptable a la selva del trópico, el veneno se presenta en la pulpa. En toda la Amazonía noroeste, las mujeres usan el mismo método básico para prepararla después de retirar el veneno.
+La clave de todo es el tipitipí, un cilindro elástico de ingenioso diseño. Las mujeres primero pelan las raíces y las pulverizan en superficies de madera sobre las cuales afirman guijarros para rallarlas. La pulpa la colocan luego en un tamiz tejido plano y circular sostenido en un triángulo de varas. Le echan agua y la amasan una y otra vez. El líquido que recogen en una vasija de barro es tan venenoso que una copa puede matar a un hombre. Durante la noche la masa se separa completamente, quedando pura harina de yuca en el fondo, bajo el líquido venenoso. Calentado al sol, se transforma en una tisana calmante. El residuo es harina pura. La pulpa que queda en la superficie del tamiz se pone en el tipitipí.
+En un nivel, el tipitipí es simplemente un tamiz de tejido complicado que mide dos metros de largo. Al halar el tejido, la boca se expande hasta cuatro veces su diámetro normal. Lleno de pulpa de yuca se cuelga de una viga y se coloca una vara de madera a través de un aro tejido en el otro extremo. Este se convierte en el punto de apoyo de una palanca que ejerce una increíble presión, oprimiendo hacia abajo una de las puntas de la vara. Así se va eliminando toda la humedad y, por tanto, el veneno. Lo que queda en el tipitipí es una materia fibrosa con la que se puede preparar el cazabe o que se pone en una vasija de barro plana para fabricar la fariña. Es así como las mujeres hacen del veneno un alimento.
+Al tipitipí también lo ven como una serpiente. Si no se usa en forma apropiada, se convierte en una anaconda que puede devorar a sus víctimas. Este artefacto que crea un alimento básico es parecido al enroscamiento opresor de la serpiente. A veces los chamanes asumen su forma y flotan en el río. Al desenrollar su espacio metafísico, rinden homenaje al alimento de las madres, pues saben que la yuca es un niño, hijo de las madres que dan a luz en el huerto, y al atardecer vuelven con sus hijos atados estrechamente al pecho.
+Lo que la yuca es para las mujeres, la coca lo es para los hombres. Noel, el cuñado de Ernesto, regresó acabando la tarde con dos grandes canastos llenos de hojas frescas. Era de baja estatura y con una personalidad efusiva, de carácter mucho más campesino que indígena. Como la mayor parte de los comerciantes y caucheros mestizos del Vaupés, había adoptado costumbres nativas, tales como el consumo de la coca, que llamaba patu, en cubeo. Mientras su esposa preparaba el mañoco junto al fogón, Noel avivó una segunda fogata y empezó el lento proceso de tostar las hojas en una vasija plana y grande de barro de más de un metro de diámetro, apoyada en cinco piedras bastante grandes. Con un abanico tejido de hojas de palma, revolvía con un ritmo constante las hojas, a tiempo que cantaba y las lanzaba al aire periódicamente y las escuchaba caer sobre la caliente superficie de barro.
+Ernesto, entretanto, barrió con cuidado una parte del piso de tierra y prendió fuego a un montón de hojas secas de yarumo de dos variedades que los cubeos llaman juakubu y opodokabú. Las llamas se elevaron hasta más arriba de su cabeza, chamuscaron la paja del techo y murieron pronto dejando una pila de ceniza blanca. Cogí una pizca de ceniza y me arrodillé junto a Noel para examinar las hojas. No tenían nada de la delicadeza de la coca colombiana y casi seguramente eran, tal como Schultes había sugerido, afines a la Erythroxylum coca del oriente de Perú y Bolivia. Pero las hojas eran más grandes que las de esta, de punta redondeada y textura más fuerte. Las líneas, por lo general paralelas a cada lado de la vena central, eran débiles o faltaban por completo. Aunque claramente relacionadas, la coca de Noel era diferente de la que habíamos visto en el sur de los Andes.
+Al mirar hacia arriba vi a Ernesto colocando un grueso mortero de madera, de unos veintitrés centímetros de espesor y noventa centímetros de alto, tallado en un trozo del tronco de una palma pupunha. Cuando la coca estuvo lista, ocres y quebradizas las hojas, Noel colocó un puñado en la boca del mortero y Ernesto empezó a machacarlas con un largo majadero de madera. Era un trabajo duro y constante que no tardó en hacerlo sudar a chorros. De vez en cuando se detenía para ladear el mortero y examinar su contenido. Reducidas las hojas a un polvo verde brillante, las vertió en una totuma grande y les mezcló ceniza, más o menos un puñado por dos puñados de coca, produciendo un rico verde grisáceo.
+El siguiente paso consistía en envolver el polvo en un trozo de tela, atar a un palo el envoltorio y agitarlo con fuerza dentro de una vasija tapada. Mientras el ambiente se llenaba de nubecillas de polvo verde, Noel me preguntó si había probado el patu. Yo le hablé de la coca que había mascado en el Perú y en Colombia. Ernesto se aterró de sólo pensar en mascar las hojas enteras.
+—¡Qué bárbaro! —dijo.
+Luego me dio una lata abierta con el producto final, un polvillo con la consistencia del talco, y una cuchara.
+—Cuidado —me advirtió Noel—. Tenga cuidado.
+Seguí sus instrucciones, y con cuidado puse en la lengua una cucharada grande. Tosí de inmediato y una gran nube verde me salió por la boca y las narices. Ernesto soltó una carcajada.
+—Nunca, nunca trate de hablar —me explicó—. Sólo espere y deje que el patu se compacte.
+Traté de nuevo, controlando la respiración hasta que la saliva mojó el polvo y pude hacer una bola pastosa con la lengua. No dominaba todavía la técnica, pero ya sentía los hilos de coca en la garganta. Tenía un sabor ahumado y delicioso. La parte interior de la mejilla se me durmió en unos pocos minutos, y tuve en todo el cuerpo una sensación de bienestar que me duró toda la tarde de largas conversaciones, hasta bien entrada la noche.
+La mañana siguiente nos fuimos a la selva temprano, por una trocha que se alejaba del río hacia los cocales que Noel había plantado en tierra seca, fuera del alcance de las inundaciones periódicas. Fortalecido por un enorme atado de patu, avancé ágilmente por la espesura y olvidé el calor por primera vez en todo el tiempo que había pasado en la llanura amazónica. No era cosa de maravillarse, pensé, que Schultes hubiera mascado coca todos los días durante sus largos años en la Amazonía. Según Reichel-Dolmatoff, una vez había sacado de un bolsillo una lata llena del polvo en un coctel en Bogotá. En tono mesurado les había explicado a cuantos quisieron escucharlo que prefería la ceniza de las hojas grandes y palmeadas de la Cecropia sciadophila, y no las muy inferiores de la Cecropia peltata. Naturalmente, tenía las de buena calidad.
+Me sorprendió lo pequeño que era el sembrado de coca de Noel, un pedazo de tierra apenas, despejado en medio de la selva. En la trocha había estado atento en busca de evidencias de colonias silvestres, plantas capaces de sobrevivir solas al escapar del cultivo. Las de Noel eran altas y con ramas débiles cubiertas de líquenes. Abundaban los insectos. Le pregunté por las semillas y me dijo que no servían para nada; la coca sólo se podía propagar con estacas, trozos de tallo enterrados. El enigma se resolvía por sí mismo. La misma fragilidad de las plantas revelaba su origen.
+Tim tenía razón. Me di cuenta cuando, al caminar entre las matas, recolectando aquí y allá, escuché a Noel describir las categorías que reconocían los cubeos. La más común era la kárika patu, la coca dulce, la deseable. Las otras eran la hoki patu, la coca de palo, y la wehki patu, la del tapir. Pero las flores contaban la verdadera historia. A mí todas me parecían de la misma especie, afiliables claramente a la Erythroxylum coca. Al mirar con una lupa pude ver que todos los estilos, la parte femenina de la flor, eran cortos y del mismo largo. Es decir, faltaba el mecanismo inscrito en la especie para asegurar la fecundación cruzada. Aunque varias de las plantas tenían fruto, estuve seguro de que las semillas no eran viables. Si esta colonia era típica del Vaupés, quería decir que la coca amazónica era una auténtica planta de cultivo. Siglos antes, alguien habría llevado allí la planta desde las montañas del sur, habría aprendido a propagarla vegetativamente e iniciado así la metáfora sagrada, la imagen de la hoja divina llevada por el Río de Leche al vientre de la anaconda. El medio local habría producido con el tiempo una nueva forma de la planta, una variedad única que Tim describiría finalmente como la Erythroxylum coca var. ipadu.
+Por lo que Noel me contó sobre el cultivo, estaba completamente seguro de que las estacas echarían raíz rápidamente y de que, si se conservaban húmedas, serían viables durante varias semanas. Sin embargo, cuanto más rápido enviara la colección a Bogotá, sería mejor. En dos días Ernesto iba a viajar a Mitú, lo cual era ideal porque me daba tiempo para visitar la sabana de Guranjudá, donde en abril de 1953 descubrió Schultes la Philodendron dyscarpium, un anticonceptivo oral que los cubeos llaman he-pe-koo-ta-ta.
+Como los cerros de Chiribiquete, las sabanas de la Amazonía noroeste son restos del antiguo macizo que hace mucho tiempo se extendía a lo largo de la parte norte del continente. Los erosionados restos de montañas de arenisca son como islas desérticas en medio de la selva. No tienen casi tierra vegetal y el suelo es tan poroso que ni las lluvias torrenciales dejan mayor huella. Sólo pueden sobrevivir allí las plantas adaptadas a condiciones de sequía extrema, y aquellas sabanas se han convertido así con el tiempo en depósitos de especies que no se encuentran en el resto de la naturaleza. El día que vagué entre los túneles y retorcidas cuevas recogiendo muestras de una coca silvestre y varias otras novedades, fue la flora al borde de la sabana la que me llamó la atención, sobre todo unos árboles medianos de la familia de la nuez moscada. Me parecieron virolas por su resina roja, del color de la sangre. Para los tucanos son fuente de un potente alucinógeno obtenido en el principio de los tiempos, cuando la hija del sol arañó el pene de su padre y molió el semen seco, convirtiéndolo en polvo para aspirar. Los chamanes de hoy toman la droga para viajar más allá de la Vía Láctea y ver al Viho-mahse, el amo de los espíritus. Schultes fue el primero en aspirar el polvo para intoxicarse y describir la planta botánicamente.
+*
+En junio de 1951, Schultes tenía varias cosas en mente cuando regresó al Apaporis para fundar Soratama. Seguía su trabajo con el caucho y había emprendido la ambiciosa tarea de traducir al inglés los diarios andinos de Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón, botánicos españoles del siglo XVIII cuyos manuscritos, perdidos durante dos siglos, habían sido hallados recientemente en el ala bombardeada del British Museum of Natural History. También estaba el desafío de establecer en la selva un puesto comercial, manteniendo el flujo de provisiones y supervisando la labor y el estado de ánimo de los trabajadores. En esto último lo ayudaron mucho Isidoro Cabrera y José Restrepo, un emprendedor comerciante antioqueño que Dumit había contratado para que manejara la estación.
+Restrepo, alto y flaco, con la frente grande y larga nariz aguileña, trabajaba duro de día y se entregaba de noche a arranques de fantasía. Era un personaje raro y de gustos extraños. Su casa en Medellín estaba pintada toda de negro por dentro y por fuera. En Soratama pasaba la mayor parte del tiempo hablando de política colombiana o fraguando planes imposibles para ganar fortunas. Schultes, indiferente al dinero y pensando que discutir sobre la actualidad era ridículo en un rincón adonde las últimas noticias llegaban meses después, encontró su camaradería sólo en el trabajo.
+Desde hacía años sabía de contradictorios informes sobre los polvos alucinógenos de la llanura amazónica. En junio de 1854, Richard Spruce había encontrado yopo en Maipures, en el Orinoco, e identificado la fuente como el árbol Anadenanthera peregrina. El famoso etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg, quien viajó por la Amazonía entre 1903 y 1905, habló de un «polvo mágico… preparado con la corteza de cierto árbol. El brujo sopla un poco al aire con una caña y luego lo aspira, absorbiéndolo por ambas fosas nasales… El hechicero de inmediato empieza a cantar y bailar frenéticamente, echando el torso hacia atrás y luego hacia adelante».
+En 1945, cuando la Smithsonian Institution publicó el muy influyente Handbook of South American Indians, un mapa incluido atribuía el yopo a todos las tribus de la Amazonía nordeste. Este mapa dejó perplejo a Schultes. En sus años de campo había consumido enormes cantidades de rapé y había tomado yagé más veces de las que podía recordar. Nunca había encontrado yopo, y sabía que su fuente crecía sólo en las llanuras abiertas del Guaviare y del Orinoco, y que había algunas colonias aisladas en el Brasil, en la desembocadura del río Branco y en las sabanas del Madeira. Nunca se había encontrado en el bosque pluvial. Lo que es más, Koch-Grünberg, quien escribió exclusivamente sobre el trópico húmedo, había dicho que para hacer la droga se empleaba una corteza, mientras que Richard Spruce había identificado unas semillas como fuente del yopo.
+El misterio seguía siendo más o menos el mismo para él en esa mañana del 26 de junio de 1951. Durante una semana había estado explorando con un grupo de caucheros la selva de la ribera izquierda del Apaporis, entre la boca del río Pacoa y el Cananarí. Entre los trabajadores había un joven puinave, hijo de un chamán, a quien habían llevado en avión desde el río Inírida, el afluente colombiano más septentrional del Orinoco. Al avanzar por la selva, recolectando una y otra cosa, se toparon con un árbol pequeño y florecido que Schultes reconoció como el Virola calophylla. El muchacho examinó la corteza y se volvió tranquilo hacia Schultes.
+—Este es el árbol que da el yá-kee. Mi papá lo usa cuando quiere hablar con la gente chiquita.
+Schultes paró en seco, asombrado por un momento. Sabía que la tierra de los puinaves era una de las regiones donde se daba el árbol del yopo, y sin duda el padre del muchacho lo usaba en sus ritos chamánicos. Pero, ¿qué diablos era el yá-kee?
+—¿Él usa las semillas? —le preguntó Schultes, pensando que era otro nombre del yopo.
+—No —respondió el muchacho—, él usa sólo la corteza.
+Schultes lo alejó de los demás y lo llevó hasta un claro en la ribera, donde podían estar solos.
+—¿Sabes cómo hacerlo?
+—Claro.
+La mañana siguiente salieron temprano del campamento y se fueron a donde estaba el árbol. El muchacho había insistido en que había que retirar la corteza con la primera luz, antes de que el sol penetrara en el follaje y lo calentara. Al hacer un rápido corte con el machete, descubrió Schultes que la corteza salía fácilmente en largas tiras, y en pocos minutos empezó a manar un espeso líquido rojo del tronco desnudo.
+El muchacho puinave sumergió en agua los trozos de corteza durante media hora, y luego los desbastó y puso las virutas en una olla de barro. Vertió un poco de agua, los prensó y, con un trozo de tela, filtró el líquido en una vasija más pequeña. Al ver que ya había reunido suficiente, puso a un lado las virutas y dejó que el líquido hirviera varias horas a fuego bajo. Cuando la poción quedó reducida a un espeso jarabe oscuro, sacó la vasija de las llamas y la puso al sol, para que el residuo se solidificara lentamente hasta convertirse en una costra seca. Con una piedra pulida a manera de majadero, redujo la sustancia a un fino polvo, mezclándole una cantidad igual de cenizas de corteza de cacao silvestre. Por último, tamizó el polvo sobre una concha grande de caracol, y se lo entregó a Schultes. A la concha estaba atado un tubo hecho con dos huesos de pájaro, y tapado en cada orificio con plumas brillantes. Ya era por la tarde, y Schultes llevaba todo el día esperando para probarlo. Siguiendo las instrucciones del joven, se puso uno de los tubos en la nariz, el otro en los labios y sopló fuerte.
+«Puede ser de interés», escribió el día siguiente, «agregar algunas observaciones que pude hacer personalmente al aspirar el yá-kee. En dos inhalaciones tomé más o menos la tercera parte de una cucharadita rasa, usando el característico aparato de huesos de pájaro en forma de v, con el cual los nativos se soplan el polvo en la nariz. La cantidad es más o menos la cuarta parte de lo que absorben normalmente… En quince minutos tuve la sensación de que la frente se hinchaba, seguida en poco tiempo por un fuerte hormigueo en los dedos de las manos y los pies. La sensación de hinchazón se convirtió rápidamente en un fuerte y constante dolor de cabeza. En menos de media hora, hubo entumecimiento de pies y manos y la desaparición casi completa de la sensibilidad en las yemas de los dedos; se podía caminar con mucha dificultad, como bajo los efectos del beriberi. Hubo náuseas acompañadas de una sensación de sopor y malestar, hasta las ocho de la noche. Poco después me acosté en la hamaca, presa de una fuerte somnolencia acompañada, sin embargo, por excitación general de los músculos, salvo en los dedos. Probablemente hacia las 9:30 caí en un sueño intranquilo, despertando con frecuencia hasta la mañana. El fuerte dolor de cabeza sobre los ojos duró hasta el mediodía. El abundante e incómodo sudor, sobre todo en las axilas, acompañado de lo que tal vez fue una leve fiebre, duró toda la noche hasta más o menos las seis de la mañana. Hubo fuerte dilatación de las pupilas durante las primeras horas del experimento. Desde que empezó, no consumí alimentos o fumé hasta la una de la tarde, es decir, durante las veinte horas que duró.
+«El experimento se llevó a cabo en condiciones primitivas en la selva, y todas las observaciones tuvieron que ser hechas por mí mismo. A pesar de los muchos y serios inconvenientes, mi experiencia indica la potencia narcótica del polvo. Los hechiceros ven visiones en color, pero yo no tuve alucinaciones visuales o percepción alguna de colores. La dosis grande que consume el curandero basta para sumirlo en un sueño profundo pero inquieto, durante el cual ve visiones en sueños, delirios durante los que da grandes gritos, que interpreta un asistente».
+Este inocente descubrimiento fue para Schultes tanto una culminación como un principio. En realidad había encontrado el yá-kee el 31 de mayo de 1942 en el Putumayo, mientras iba a pie de El Encanto a La Chorrera. En una nota de campo registró la recolección de un pequeño árbol no identificado que los huitotos llamaban oo-koo’-na, con «una resina roja en el tronco. Intoxicante». Pero en ese momento no cayó en la cuenta de la importancia de la recolección y pronto olvidó el espécimen. Nueve años después, ya con una identificación positiva y cierto conocimiento de la eficacia del polvo, se le presentaron una cantidad de curiosas pistas.
+En menos de una semana halló una segunda especie psicoactiva, la Virola calophylloidea. Un mes después, trabajando con los taiwanos en el río Cananarí, una tercera, la Virola elongata. Durante los meses siguientes pudo describir la preparación del polvo entre los cubeos y tucanos del Vaupés, los barasanas y los macunas del Piraparaná y los curripacos del Guainía. Luego, en 1953, recibió un informe de un misionero norteamericano que trabajaba en Venezuela con los waikás o yanomamis, en la cabecera del Orinoco.
+Según el documento, los yanomamis usaban un polvo que llamaban ebéna para comunicarse con los hekulas, los espíritus de las rocas y las cascadas. Durante la siguiente década recibió fascinantes pero vagos informes que sugerían que, la fuente del ebéna era el yopo, pero seguía dudando. Finalmente, a mediados de 1967, viajó a dos aldeas yanomamis, muy separadas, en la remota hoya alta del río Negro en Brasil. En la misión salesiana de Maturacá vio algo que nunca había visto en treinta años de estudio de las drogas alucinógenas: el empleo despreocupado, esencialmente recreacional, de la droga. Los indios la aspiraban durante los ritos y festivales, pero cualquiera podía tomar un poco cuando quisiera. No era raro ver a una persona intoxicada por la ebéna, bailando y cantando sola mientras el resto de la gente seguía su rutina diaria. Schultes confirmó, como siempre había sospechado, que la fuente era afín a la virola, en este caso la Virola theiodora.
+A la segunda aldea llegó por causalidad durante el festival anual de los muertos. Sentado en el suelo, vio cómo levantaba el chamán un aspirador de hierba de más de un metro de largo y se colocaba un orificio en la boca y el otro en la nariz. Soportó la carga de polvo que penetró en la mucosa y transformó el mundo ante sus ojos. Pero no estaba preparado para lo siguiente. En mitad de la fiesta, se acabó el polvo. Schultes esperó ansioso, a la expectativa, mientras sacaban de varias aljabas docenas de flechas envenenadas. Rasparon el veneno, lo molieron hasta volverlo polvo, y lo colocaron en el tubo. Antes de que Schultes pudiera decir algo, el chamán lo hizo aspirar. Quedó asombrado, ya que nada cambió. Sintió el mismo impulso, la misma magnética liberación del mundo. El veneno y el alucinógeno eran uno y el mismo. Fue algo que nunca pudo comprender y que nunca olvidó.
+Ese no fue el fin de la historia. Al volver de la selva, Schultes hizo que examinaran varias muestras de ebéna. Un asombroso once por ciento del peso neto del polvo estaba compuesto de una serie de triptaminas potentes, incluidos el metoxi 5-N y el N-dimetiltriptamina, posiblemente el alucinógeno natural más potente de que se sepa. Más curioso que la potencia del polvo era el hecho de que sus componentes químicos eran casi los mismos y con la misma concentración que los del yopo. Sin embargo, sus fuentes no eran afines botánicamente. Una droga se hacía con raíces, la otra con la parte interna de una corteza, pero de alguna manera los indios habían reconocido ambas plantas y descubierto la forma de aprovechar sus notables propiedades químicas. En junio de 1854, Richard Spruce había determinado la identidad botánica del yopo: la Anadenanthera peregrina. Era apenas justo que las fuentes del yá-kee y del ebéna, diferentes especies de Virola, fueran descubiertas por Schultes un siglo después.
+A los dos años de la expedición venezolana, el trabajo de Schultes con estas plantas tuvo otro giro afortunado, de nuevo gracias a un encuentro en la selva. Las extraordinarias propiedades químicas de la resina habían demostrado ser bastante prometedoras para la fabricación de una droga antiinflamatoria. Con el encargo de una de las principales compañías farmacéuticas de reunir cien kilogramos de la corteza, en febrero de 1969 se encontró Schultes en las riberas del río Loretoyacu, cerca de Leticia. Su asistente era Rafael Huitoto, un nativo de El Encanto, en el Caraparaná.
+Mientras le quitaban la corteza a un árbol, el joven se volvió hacia Schultes y le dijo:
+—Con esta mi padre hace unas bolitas que se come para hablar con la gente chiquita.
+El comentario asombró a Schultes, que ya había oído algo parecido.
+—¿Dijiste que se las comía?
+—Sí.
+Era algo imposible. Schultes conocía la farmacología de la droga. Sabía que las triptaminas tenían que ser absorbidas por la nariz, o inyectadas. Al ser ingeridas, las desactiva la monoamina oxidasa, una enzima que se presenta naturalmente en el estómago. Sin embargo, por experiencia sabía que no se podía desechar de plano ninguna información.
+—¿Cómo le dicen?
+—Oo-koo’na —le respondió Rafael. El huitoto era una de las dos lenguas indígenas que Schultes hablaba bien, pero no entendió la palabra. No tenía presente que lo había registrado en su cuaderno de notas veinticinco años antes.
+—¿Puedes prepararlo?
+El muchacho podía, y empezó a trabajar la mañana siguiente. Ya conocía el proceso. Se raspa el interior de la corteza y el líquido se hierve hasta que sólo queda un espeso jarabe ocre oscuro. No obstante, en vez de permitir que se secara, Rafael hacía unas bolitas y las amasaba sobre sal extraída de un árbol alto de la selva. No tenía otros componentes. Schultes se comió cuatro bolitas. El efecto era inconfundible. El misterio era cómo se daba. Schultes presumió que en la pasta había otro componente que neutralizaba la monoamina oxidasa. Ningún químico le creyó, hasta que uno que trabajaba en Suecia encontró huellas de beta-carbolinos, compuestos que se sabe bloquean la acción de la enzima. De nuevo reivindicó a Schultes su fe en la palabra de sus informantes.
+*
+Me quedé vagando en Mitú más de una semana después de volver de donde los cubiyus. Pasé la mayor parte del tiempo en la oficina del comisario, mirando con atención mapas del Vaupés, y visitando al cura que había conocido bien a Schultes. Al oír sus remembranzas, sentía más que nunca la soledad del trabajo con el caucho, y vi a Schultes y a Cabrera viviendo en la selva, dejándose llevar por esos ríos inmensos y desconocidos, y sólo pudiendo volver después de semanas o meses a Soratama, que no era sino un puñado de chozas a la orilla del río Apaporis.
+—Los sueños brotan del horizonte —me dijo el padre—, pero las paredes de la selva se los roban. Es algo increíble que no se volviera loco.
+Durante el tiempo que estuvieron juntos, Isidoro Cabrera llevó un diario, compuesto en general por notas sobre sus colecciones, condimentadas con arranques de poesía, apasionados alegatos a favor de la protección de la naturaleza y frases de amargo desprecio por los que destruyeron su familia y su hogar. “¡Cómo me conmueve la gente buena”, escribió en cierto momento, “todas esas ancianas y esos niños, todos los indefensos que sufren más como consecuencia de ese grupo de brutos que envenenan nuestra tierra. Pobres compatriotas, ¿hasta cuándo permitiremos que nos exploten y nos asesinen?”. Tenía veintinueve años, siete menos que Schultes. Sobre su primer encuentro, Cabrera anotó simplemente que «me saludó como si yo fuera alguien».
+Sus viajes, comprimidos en las breves anotaciones del diario, tienen algo de estoico que expresa con fuerza el estilo escueto de Cabrera. «Problemas en los raudales de Yuruparí», reza una anotación, «una canoa perdida. El joven Miguel se hundió y desapareció. Llegamos al campamento a mediodía». A finales de julio de 1951 se encontraban en Soratama enfrentados a Alejandro Betancourt, un cauchero con mala fama que había ido con un policía para embargar a varios indios endeudados. Schultes trató en vano de detenerlos. Se llevaron a las mujeres, pero la gente no olvidó la fechoría. Unos meses después, un macuna joven mató a Betancourt. «El hijo de puta se lo merecía», escribió Schultes, y de inmediato le ofreció un puesto al macuna.
+El éxito de Soratama le inspiró a Dumit la creación de un segundo poblado cauchero en el Apaporis, aguas abajo, en el corazón mismo de las tierras indígenas. El 16 de febrero, Schultes y Cabrera iniciaron el largo descenso del río, pasaron por las cataratas de Yayacopi y llegaron hasta donde había un grupo aislado de tanimucas, que habían huido de las atrocidades de los caucheros y se habían establecido en su tierra tradicional en el río Popeyacá. Cabrera quedó maravillado por la forma de la maloca: redonda, inmensa, con su techo abovedado. A Schultes lo impresionó el sabor de la coca; el jefe, Tuemejí, no hablaba español, pero se comunicaba con él gracias a Alirio Mejira, un intérprete. Por la noche, al unirse al círculo de hombres que revolvían coca, pudo ver la forma de prepararla. Llenaban hasta la mitad hojas enrolladas con pequeños grumos de resina blanca, extraída de árboles y curada durante cinco meses. Les prendían fuego por un lado y luego insertaban la resina ardiendo en las pilas de ceniza de yarumo y soplaban con fuerza para que el aroma, parecido al de la mirra, se impregnara en la ceniza, lo cual le daba el peculiar sabor a la coca. A Schultes le pareció agradable, aunque irritaba la garganta. Sin embargo, tres días después, al llegar con Isidoro a la boca del Popeyacá y encontrar allí otra aldea tanimuca, ya se había acostumbrado al sabor.
+En la mañana del 23 de febrero se fueron a la selva en busca de yagé. Esa noche tomaron la poción y bailaron con todos los hombres y mujeres adultos, los brazos adornados con plumas, canturreando los hombres en un círculo interno, y rodeados de las mujeres. Era una danza sencilla: tres pasos adelante, un golpe en la tierra con el pie derecho, cuatro pasos suaves, seguidos por ocho de tremendo vigor. En la mañana, un chamán le regaló a Schultes un hacha de piedra, utensilio mágico capaz de matar a los hijos de los enemigos.
+El día siguiente continuó el viaje aguas abajo hasta la maloca del capitán Pajarito, otro jefe, que vivía justo arriba de la desembocadura del Piraparaná. El 26 de febrero escogieron un sitio cercano para el nuevo centro cauchero, en tierra alta aledaña a un tramo plano del río, utilizable para el Catalina. Schultes bautizó el campamento Jinogojé, en macuna «Cueva de la anaconda». Allí de nuevo hizo historia botánica. Durante los dieciocho meses siguientes, salvo breves excursiones al alto río Negro y el Putumayo, todas sus exploraciones no abarcaron más de ciento sesenta kilómetros a la redonda. No pasaría mucho tiempo en ninguna de las aldeas, pero sus pasos dejarían huella en toda la región.
+Días después de fundar Jinogojé, Schultes empezó a proyectar una expedición a tierra de los yucunas, un pueblo arawak que vive en el Miritiparaná, un remoto afluente del Caquetá que nace en las mesas de poca vegetación al sur del Apaporis. De cuatrocientos ochenta kilómetros de largo, el Miritiparaná es pando y transparente aguas arriba y su lecho es de pura arena blanca, pero después alberga siete grandes raudales. Se dobla con la confluencia del Guacayá, su principal afluente, y corre hacia el sur para desembocar en el Caquetá, treinta y ocho kilómetros arriba de La Pedrera.
+A fines de febrero de 1952, Schultes y Cabrera fueron a pie hasta el Apaporis y luego soportaron nueve duras horas de transporte por tierra para llegar a la cabecera del Guacayá. Allí pasaron una semana con los indios tanimucas, aliados cercanos de los yucunas, y encontraron a los últimos sobrevivientes de los matapiés, un pueblo cuya lengua había desaparecido una generación antes. Sobre los yucunas supo Schultes que tenían dos clanes: el pueblo del Águila, unos doscientos cincuenta, y el pueblo del Jabalí, del cual sólo quedaban cuarenta. Era la época de la floración, de las grandes celebraciones anuales, y Schultes y Cabrera quedaron asombrados por la fuerza de los luchadores, hombres que consumían libras enteras de coca a diario, mientras se cuadraban y combatían con maderos nudosos.
+Como no estaban preparados para quedarse mucho tiempo, Schultes y Cabrera volvieron al Apaporis y a Soratama. Schultes viajó a Bogotá y regresó el 4 de marzo, ansioso por volver al Miritiparaná. Cabrera enfermó de malaria y tuvieron que posponer su partida hasta el 21 de abril. Llegaron donde los tanimucas en vísperas del Kai-ya-ree, el festival anual que celebra la maduración de la palma pupunha. Los tanimucas habían acumulado vastas cantidades de carne seca, coca, polvos sagrados, y bebidas fermentadas para los danzantes. Mensajeros del capitán de la maloca habían ido por toda la selva invitando a todas las familias de yucunas, matapiés y tanimucas a empezar la jornada hasta la maloca. Los invitados se reunieron en grupos en una docena de lugares, todos a menos de un día a pie, para esperar el eco de los tambores que anunciaban que todo estaba dispuesto. El sonido se oía a un día de camino de la maloca. Cuando entraron Schultes y Cabrera los saludó ritualmente el capitán con una canción que repasaba los hechos del año, y les ofreció coca y tabaco.
+La danza empezó a medianoche, hora en la que a Schultes lo habían disfrazado de animal, con una camisa de tela burda hecha con la corteza del llanchama, ajorcas de semillas huecas y una larga falda de tiras de corteza que susurraba como hojas de hierba al moverse. La máscara también era de corteza, pintada con una brea negra y con decorados amarillos y blancos. La danza inicial, para aplacar al espíritu del mal, era la cha-vee-nai-yo. Dieciséis hombres, divididos en cuatro grupos, se entrecruzaban sinuosos hasta llegar a un clima de intensa agitación antes de terminar bailando en fila a un ritmo suave y repetitivo.
+La máscara para la cha-vee-nai-yo —recordaría Schultes después— es extraña: un rostro humano hecho con brea negra, con huecos en los ojos para que los danzantes puedan ver, la nariz una cuña de madera y una boca desdentada que luce una sonrisa lasciva. La visión espectral de tantas máscaras de demonio horriblemente irreales y el espectral, monótono y suave cántico, con su sonido hueco y lejano a través de la máscara y la capucha, tuvieron un efecto casi hipnótico en mí. Y al bailar con ellos y unirme a su canto, no me fue difícil imaginar que tan fantástico ritual estaba en efecto aplacando a una fuerza sobrenatural.
+Con sus bailes saludan los tanimucas, uno tras otro, a todos los animales de la creación. Los niños primero, vestidos de mono y con ramas de muchas hojas en las manos, imitan los ágiles movimientos de los primates saltando de rama en rama. La danza del tapir era lenta y pesada; la del oso hormiguero, asombrosa por el realismo del disfraz. Los movimientos de la danza del venado eran elegantes y rápidos, con pasos veloces que expresaban a la perfección la índole nerviosa y asustadiza del animal. Un zumbido bajo y monótono acompañaba la de la abeja. El canto de la del murciélago era de una belleza insólita, alto, chillón y agudo como los gritos que se oyen en sus cuevas. La más impresionante de todas, que Schultes vio acabando de aspirar un poco de yá-kee, era la del jaguar. Al ver a los ágiles danzantes abalanzándose, gimoteando y gruñendo como felinos, sintió que cobraban vida las máscaras de dientes de madera, ojos de vidrio y bigotes de brea negra, y que se movían hacia él, para desaparecer luego en un pozo de luces de colores.
+El festival duró cuatro días, durante los cuales Schultes bailó todo el tiempo. Sólo años después comprendería lo que había vivido y experimentado en sus movimientos. Para los yucunas, las danzas del Kai-ya-ree son un relato de la historia de la vida que expresa todo lo que creen sobre sus orígenes y la evolución del mundo natural. Al asumir la forma de seres sobrenaturales y de animales salvajes, al equilibrar las fuerzas del bien y del mal, los danzantes aseguran la salud y fertilidad no sólo de su pueblo, sino de la tierra misma.
+*
+Después de un mes en el Miritiparaná, Schultes decidió volver al campamento de Jinogojé. La ruta más sencilla era recorrer sus pasos desde el Guacayá hasta el bajo Apaporis, pero escogió la dirección opuesta, subiendo por el Miritiparaná y después muchos kilómetros por tierra hasta la cabecera de otro río importante, el Popeyacá. Llegó a un poblado macuna el 4 de junio. Algunos comerciantes le habían advertido que tuviera cuidado con los macunas, según ellos un pueblo traicionero y peligroso. Schultes se burló de la advertencia. «Los macunas no son traicioneros», escribió después, «pero cuando se ven obligados a responder a la traición y los engaños de indeseables intrusos, no vacilan en defender, con traición si es necesario, sus hogares y sus familias». Su forma de ganar su confianza fue compartir el yagé con ellos, lo cual hizo en su primera noche en la maloca, sentado pacientemente mientras el chamán le pintaba puntos rojos en la cara —para facilitar su transformación en jaguar— con sus manos manchadas con el tinte. Le pusieron sonajeros en los codos y los tobillos, le dieron una vara de chamán y le enseñaron a tocar una flauta para acompañar el canto del chamán contando la historia del mundo. Las claras notas se difundían por la selva, recordó después, y se dio cuenta por primera vez de que el aliento del chamán tenía en sí mismo un poder creativo. Las pinturas en el exterior de la maloca eran las mismas imágenes de los petroglifos grabados por sus antepasados, y estos eran los mismos que vio una hora después de que el chamán limpiara la vasija ritual con plumas escarlata y le brindara una dosis de la droga.
+Una semana después siguieron aguas abajo, llegaron al Apaporis algo arriba de la desembocadura del Piraparaná y para el 13 de junio estaban en Jinogojé. Se quedaron un mes. El 10 de julio el Catalina apareció inesperadamente, con una delegación de cinco miembros del Ministerio de Educación. Incluía esta a Enrique Gómez, hijo del entonces presidente de Colombia, Laureano Gómez, así como a un joven periodista llamado Belisario Betancur, quien ocuparía a su vez la presidencia treinta años después. Sería, por cierto, Betancur quien en 1983 concediera a Schultes la Cruz de Boyacá, la más alta condecoración del país, que nunca había sido concedida a un naturalista extranjero. Pero el miembro más interesante del grupo era un joven antropólogo que viajaba a la Amazonía por primera vez. En una carta escrita poco antes de su muerte en 1994, Gerardo Reichel-Dolmatoff recordó así su primer encuentro:
+Llovía seguido y se respiraba el aire húmedo de la selva. La mayor parte de la gente que nos rodeaba tenía caras desgastadas por la malaria; pequeños mestizos enjutos en harapos que nos dieron la mano; atrás había algunos indios, la mayor parte desnudos, algunos con pantalones. Un extranjero alto, flaco y barbado, vestido de caqui arrugado, pero inconfundiblemente americano, se acercó y me dijo: «Yo soy Richard Schultes».
+Esa noche, después de comer, el antropólogo y el botánico se quedaron hasta tarde hablando de todo, desde las plantas y la historia natural hasta la terminología botánica, las etimologías griegas y los clásicos latinos. En cierto momento Reichel-Dolmatoff mencionó a Richard Spruce. Schultes movió la cabeza bruscamente y le dijo con voz apagada: «¡Es mi héroe!» El comentario sorprendió al antropólogo. No se trataba de una opinión ociosa; era la clara invocación de un linaje.
+«Había algo en su expresión, en la mirada, que me llamó la atención», recordaría Reichel-Dolmatoff. El día siguiente vi en su cara la misma expresión. Habíamos ido unos pocos kilómetros río arriba y estábamos parados en la orilla; en la opuesta se levantaba la selva como una pared. Guardamos silencio y luego Schultes dijo, como si hablara solo: «Conozco todos los árboles, cada uno de esos árboles que vemos desde aquí». Estaba muy tranquilo, los ojos muy abiertos, las cejas enarcadas. «Este tipo es un fanático», pensé, pero me corregí de inmediato. No se refería a los árboles, no era sobre los árboles que hablaba. La selva significaba algo más para él; era un intercesor. A veces me pregunto qué llegó a significar la selva para esos naturalistas Victorianos, para Wallace, para Spruce y Bates. Y para el Victoriano que llevaba Schultes muy adentro».
+Según Reichel-Dolmatoff, quien se convertiría en el mayor experto del mundo sobre la etnología del Vaupés, aquel encuentro casual en Jinogojé fue un momento crucial. Los indios hablaban del Piraparaná, un río «donde la gente vivía en malocas pintadas con figuras y en el que casi ningún extranjero había estado». Schultes también había mencionado el río, y «aunque su voz baja y sus desapasionadas descripciones no eran románticas, hubo algo en ellas que me cautivó… A su manera, tanto los indios como Richard Schultes me mostraron una nueva dimensión. Dejé Jinogojé con el convencimiento de que en aquel sitio mi vida tomó otro rumbo».
+Naturalmente, Schultes tenía sus propios planes en el Piraparaná. No se sentía nada bien, y cuando la delegación partió hacia Bogotá vía Mitú, viajó también, sentado junto a Reichel-Dolmatoff, detrás del piloto. El caucho que llevaba el Catalina pesaba demasiado, y no podía levantarse. La selva amenazaba enfrente. Hubo un momento de pánico. El hidroavión rebotaba sobre la superficie, y los indios empezaron a botar fardos de caucho por la escotilla hasta que por fin se elevó casi verticalmente, rozando las copas de los árboles. Reichel-Dolmatoff se puso cómodo para recobrar el aliento. «Schultes», contó, «no perdió el control en ningún momento, aferrado eso sí a sus notas de campo y sus prensas». En realidad, Schultes casi no notó la alarma. Le palpitaba la cabeza, y estaba empezando a sentir las convulsiones de otra crisis palúdica, tan severa esta vez que tuvo que guardar cama casi un mes en Bogotá.
+*
+De la residencia de doña Leja en Mitú me había mudado a la ribera, donde había colgado mi hamaca en un cobertizo para indios y comerciantes de paso. Allí fue donde me dijeron que había llegado el misionero piloto. Fue por los sacerdotes como supe de San Miguel, una misión católica situada en la mitad del curso del Piraparaná, más o menos a ciento sesenta kilómetros en avión al sur de Mitú. Establecida sólo siete años antes, ya no había un sacerdote residente, pero permanecía la maloca y la vegetación no había recobrado todavía la pista de aterrizaje. Allí vivían barasanas y tatuyos; otros indios del área eran taiwanos, un poco más aguas arriba; macunas, casi cuarenta kilómetros abajo, en el caño Comeyacá, y barasanas y baráes en Caño Colorado, un pequeño afluente que desemboca en el Piraparaná. Como empezaban las lluvias fuertes y estaba corto de tiempo y de recursos, lo mejor que podía hacer era ir en avión.
+El piloto resultó ser un bautista sureño, alto y taciturno, que no gustaba mucho de los católicos y tampoco estaba interesado en ayudar a recolectar coca a un joven botánico. Conocía San Miguel y había volado allí varias veces, la última para recoger a un indio mordido por una serpiente venenosa. Estaba dispuesto a llevarme con la condición de que él determinara la vuelta. Nos iríamos por la mañana y él trataría de volver en diez días. Estuve de acuerdo y pasé el resto de la tarde organizando mi equipo y comprando algunas cosas, cartuchos para la escopeta, sobre todo, pero también machetes, anzuelos, ollas de aluminio, pilas de linterna y varios cortes de telas de colores vivos. Despegamos poco antes del amanecer. El pequeño avión se elevó hasta las nubes y luego voló sobre el follaje como una avispa, insignificante y minúscula.
+La selva se extendía hasta el horizonte, sin signo alguno de que alguien hubiera estado allí. Schultes escribió una vez sobre el tiempo que pasó en el Miritiparaná, de cómo se había dejado llevar por la corriente y cómo había leído la historia del río en las pautas de la vegetación, de sitios espectrales donde había habido malocas, revelada su antigua presencia por el persistente crecimiento de palmas y frutales cultivados que no se encontraban en ninguna otra parte. Desde el aire sólo veía yo selva y ríos, y de vez en cuando débiles parches de follaje verde que pudieron haber sido cultivos alguna vez. Luego, a una hora de vuelo, divisé un claro pequeño. Al acercarnos a la misión de San Miguel, su aislamiento parecía absoluto. La maloca, de paja, era tan grande como una bodega, y la rodeaba un espacio desnudo y limpio; había cultivos alrededor, y más allá la selva.
+El avión sobrevoló la maloca e hizo un giro agudo sobre el río antes de retornar, esta vez en un descenso agudo, hacia la pista corta y polvorienta. Ya había allí una docena de indios que esperaban parados en la hierba, mujeres, niños y dos hombres. Tan pronto se detuvo el avión, el piloto se bajó, saludó fríamente, descargó sus cosas con prisa y se alejó. Pronto se perdió de vista, y yo seguí a mi equipo y a los muchachos que lo llevaban por una estrecha trocha hasta la maloca. Sólo me presenté cuando ya estábamos adentro, explicándoles a los hombres el motivo de mi visita. El más joven de los dos, que vestía pantalones y una camisa andrajosa, hablaba un español chapurreado. Era Rufino Vendaño, el capitán. El mayor era su padre, que después supe se llamaba Pedro. De guayuco, tenía unos espirales negros pintados en las piernas y la cara enrojecida con achiote.
+Apilaron mi equipo y provisiones cerca de la puerta de los hombres, en la parte abierta reservada para los visitantes, y me invitaron a ir a la parte de atrás, donde un animado grupo de mujeres y niños estaba reunido en torno a una gran olla de barro, donde había en el fondo un hormiguero y bullían decenas de hormigas blancas. Los niños y las niñas las cogían encantados antes de que escaparan, les quitaban las alas con los dientes y se tragaba el resto. Todos se reían, y las carcajadas aumentaron cuando me invitaron a unirme a ellos. El padre de Rufino se acuclilló a mi lado, asegurándose de que me dieran las mejores. Cuando se acabaron, Rufino se mostró intrigado.
+—Parece que usted y el piloto no son del mismo país.
+—No, no somos del mismo país —le contesté.
+Compartir con ellos era un sencillo acto de cortesía, que hizo que me cogieran confianza. Unos años antes dos antropólogos ingleses, Christine y Stephen Hugh-Jones, vivieron veintidós meses en una maloca cercana en el Caño Colorado. Yo no los conocía entonces, pero pude admirar su trabajo y sin duda beneficiarme por toda la buena voluntad que habían despertado entre los barasanas. Esa primera noche, cuando volvimos de los sembrados y nos bañamos en la quebrada que corría junto al claro, me sentí perfectamente en casa.
+Al oscurecer, Rufino prendió una antorcha empapada en resina, y su resplandor iluminó el pequeño círculo de hombres. Las mujeres y los niños se habían retirado a sus compartimentos familiares, que estaban en la parte posterior de la maloca, separados por tabiques de paja. Se oía un murmullo de palabras, y de vez en cuando el regaño de una madre a su hijo. Era claro que los hombres eran los dueños de las noches. Cerca de donde había colgado mi hamaca, Rufino hizo un fogón para tostar la coca mientras su padre reducía a cenizas hojas de yarumo y preparaba el mortero y el majadero. Schultes siempre hablaba del hipnótico rumor nocturno en la maloca: el ruido sordo y pulsante de la molienda de la coca, las voces bajas en torno al fuego, la música de cráneos de venado y conchas. Se tenía la sensación de comodidad, de estar en un refugio, de dormir bajo una cubierta protectora mientras afuera retumbaba la vida nocturna de la selva.
+Esa primera noche masqué mucha coca, tal vez demasiada, porque cuando se apagaron las últimas brasas, permanecí despierto en la hamaca sin poder dormir. Ya sin gente, la maloca parecía vivir en una forma extraña. El espacio era enorme, tal vez de unos treinta y tres metros de largo y unos veinte de ancho, con una bóveda de diez metros sobre el nivel del piso de tierra en la parte más alta. La simetría de la construcción era exquisita: ocho postes verticales a igual distancia y en dos filas paralelas, dos más pequeños cerca de las puertas, vigas transversales e hileras entretejidas de paja doblada en pliegues sobre una redecilla de maderos. Reichel-Dolmatoff dice que la maloca es un modelo del cosmos, en el que cada elemento arquitectónico está lleno de significados simbólicos. El techo es el cielo, los postes los pilares de piedra y montañas en que se apoya. Las montañas, a su turno, son los restos petrificados de los seres ancestrales, los héroes míticos que crearon el mundo. Las vigas más pequeñas representan a los descendientes de la anaconda original. El piso es la tierra. El largo poste de apoyo en lo alto es la senda del sol, que separa a los vivos de los límites del universo.
+Bajo la tierra corre el Río del Otro Mundo, el destino de los muertos. Los barasanas entierran a sus muertos en el piso de la maloca, en ataúdes hechos con piraguas rotas. En su vida diaria, moviéndose en un espacio que visualizan como el vientre de su linaje, caminan sobre los restos físicos de sus antepasados. Pero los espíritus de los muertos se alejan flotando, y para facilitar su partida siempre construyen su maloca cerca de los ríos. Y como creen que todos los ríos, incluido el del Otro Mundo, corren hacia el este, cada maloca debe construirse sobre un eje oeste-este, con una puerta a cada lado, una para los hombres y otra para las mujeres. Por tanto, la situación ribereña de las malocas no es sólo cosa de comodidad; es una manera de reconocer simbólicamente el ciclo de la vida y de la muerte. Las aguas recuerdan el acto primigenio de la creación, la navegación fluvial de la anaconda y de los héroes míticos, y también prefiguran el inevitable momento de la descomposición y el renacer.
+El exterior de la maloca es un mundo aparte, el lugar de la naturaleza y de la confusión. El amo de la selva es el jaguar, y los espíritus de los demonios han sido transformados en animales que comen sin pensar y copulan sin freno. Los blancos son como los animales, viven al margen del mundo y se reproducen con tal abandono que proliferan, hasta invadir las tierras reservadas desde el principio de los tiempos para los barasanas, los macunas y los demás pueblos de la anaconda. El mundo de la naturaleza es un lugar peligroso, origen de las enfermedades y de la brujería, el reino a donde van los chamanes en sueños y en el que se aventuran los cazadores cada vez que abandonan el recinto protector de la maloca y los huertos que la rodean.
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+Había coca silvestre cerca del raudal, y los barasanas sostenían que era la coca de sus padres. Rufino la llamaba «coca de pescado», decía que era mucho más fuerte que la planta cultivada y que por eso la gente la desechaba, aunque fuera la que habían usado los antepasados. Para recolectarla salimos de San Miguel temprano, cubierta aún la selva por la neblina.
+El río corría hacia el este por una región de aguas estancadas y luego se precipitaba por el primero de una serie de raudales. Rufino iba en la popa, y un hombre que supe se llamaba Pacho nos guiaba en la proa. Era tatuyo, nacido en el alto Piraparaná, y ahora vivía en una maloca al sur de San Miguel. Nos llevó varios kilómetros río abajo hasta la desembocadura de un afluente con el incongruente nombre español de Caño El Lobo, pero que en realidad se llamaba Caño Timiña. Sabía que era el punto más alto al que había llegado Schultes en el Piraparaná. Había sido una de las pocas veces en su vida de explorador que no había alcanzado su meta.
+Al recuperarse de la crisis palúdica a mediados de 1952, volvió con Isidoro a Jinogojé el 14 de agosto Había pensado llegar hasta la cabecera del Piraparaná, encontrar un camino por tierra hasta la del río Tiquié y luego bajar hasta el Brasil por el Vaupés y el río Negro. Era una jornada modesta para su norma, cuatrocientos ochenta kilómetros a vuelo de pájaro, pero le hubiera permitido volver a visitar áreas que no había visto desde 1948, cuando el beriberi había interrumpido su trabajo. Si tenía suerte, podría volver a encontrarse con los nómadas macúes.
+Desafortunadamente, había empezado el periodo seco, y cuando llegaron al Caño Timiña, el 5 de septiembre, sus aguas estaban tan bajas que les fue imposible intentar la jornada a pie hasta el Tiquié. Schultes decidió quedarse un mes en el Piraparaná y luego ir en avión al río Negro. Una tempestad terrible, el 14 de octubre, los obligó a desviarse a Mitú. Una semana después, el capitán Levermann los dejó en el río Negro, algo arriba de la boca del Caño Casiquiare. Después de sólo dos semanas en el área, incluido un breve viaje Guainía arriba, volvieron a Mitú, donde a Schultes de nuevo lo postró la malaria.
+Durante ese tiempo en el Piraparaná, Schultes recolectó quinientas plantas, incluida la coca silvestre que Rufino, Pacho y yo encontramos en abundancia río abajo. Resultó ser el Erythroxylum cataractarum, un árbol pequeño descrito por Richard Spruce. Rufino insistió de nuevo en que se podían mascar las hojas, pero con riesgo de que dieran mal de estómago. Esto nos llevó a hablar de otras plantas, incluso del yagé y sus diferentes añadidos. Uno de estos era la Sabicea amazonensis, la kana de los barasanas. Schultes la había recolectado dos veces. Generalmente se encuentra en torno a las malocas y es una enredadera trepadora de hojas opuestas y pequeñas bayas rosadas que, según dicen, endulzan la infusión. El antropólogo Stephen Hugh-Jones observó su empleo durante el yuruparí, el rito sagrado de la iniciación masculina. Comparó los frutos a corazones en una cuerda, cada uno símbolo de una generación, unidos todos por la enredadera, como un cordón umbilical que se escapa de la maloca hacia los ríos y fluye de estos hasta la fuente de toda la humanidad, el lugar en el este donde sale el sol. Al beber yagé por primera vez, y comer de este fruto, los muchachos recuerdan los orígenes ancestrales de la vida. El sonajero del chamán, en sí mismo un corazón, contiene semillas de la fruta y, al soplar sobre él, el chamán transforma el corazón y las almas de los iniciados.
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+Cuando volvimos a San Miguel, le dije a Pacho que me gustaría tomar yagé alguna vez. No volvimos a hablar de ello, y durante varios días seguimos nuestro trabajo en la selva, herborizando sobre todo en la densa vegetación que colgaba sobre las aguas del bello Caño Colorado. Luego, una noche, no mucho después del atardecer, Rufino me preguntó si no me gustaría tomar yagé. Evidentemente, su padre lo había preparado la víspera, cuando estábamos en la selva. Acepté feliz y sin preocuparme por la invitación. En el Vaupés es una sencilla infusión que se hace machacando el bejuco y metiendo en agua fría los tallos triturados. Usan añadidos, pero el compuesto no se hierve ni se concentra. El resultado es una poción más suave, o al menos esa es la fama que tiene.
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+Estábamos sentados en cuatro banquillos de madera en torno al círculo de hombres en la maloca. Rufino, como su padre Pedro, tenía puesto el guayuco, y Pacho también. Los tres se habían decorado cuidadosamente los cuerpos, pintándose líneas rojas y negras en las caras, y en las piernas dibujos geométricos hechos con pequeños rodillos de madera. Cada cual tenía una ajorca de semillas en el tobillo y un sencillo tocado: una corona de plumas verdes y amarillas de cotorra, borla de plumón de águila y una larga pluma de la cola de un guacamayo escarlata. En el centro del círculo había una gran vasija roja de barro con sinuosos dibujos en torno al borde. Contenía un líquido espumoso. Al pie de la olla había sonajeros, flautas y otros instrumentos musicales hechos con conchas de tortuga y cráneos de venado. Los hombres ya habían bailado en línea hombro a hombro, en torno a los postes de la maloca. Ahora esperaban tranquilos. Las mujeres y los niños se habían retirado bastante antes, y la única luz era una antorcha de resina que ardía al pie de uno de los postes.
+El padre de Rufino se puso de pie y entonó un cántico solemne. Cuando terminó, metió una totuma negra en el yagé y se la pasó llena a su hijo. Rufino hizo una mueca al tomarlo, como todos los demás después. Tenía un sabor amargo asqueroso. Hubo más cantos y baile, voces altas y trémulas y el castañeteo de las sonajeras y las ajorcas; luego un silencio expectante, mientras Pedro sacaba otra totuma llena de la poción. Sólo después del cuarto trago, me di cuenta de que los barasanas compensaban en cantidad lo que a su yagé le faltaba de potencia. No había visto cómo lo preparaban, pero supe por Rufino que incluía, fuera del bejuco, las hojas de una planta llamada oco-yajé, o yagé de agua. Este era casi seguramente el bejuco Diplopterys cabrerana, un añadido que contiene triptamina y que se usa en todo el noroeste de la Amazonía para aumentar el brillo de las visiones. Schultes lo había recolectado dos veces en 1952, en una ocasión en el Popeyacá y luego con los barasanas del Caño Timiña. Las triptaminas son solubles en agua fría, y por la cantidad de hojas en la receta de su padre, supe por Rufino que íbamos a tener todo un viaje.
+Me senté callado con ellos, sin poder participar pero consciente del poder y autoridad de su ritual. La planta los afectó primero a ellos. En un suave murmullo Rufino empezó a hablar de un sol rojo que caía sobre la selva. No tardó en sentir náuseas y vomitar. De inmediato su padre le ofreció otra dosis de yagé, que bebió jadeando y escupiendo. Hasta ese momento yo no había sentido nada, pero al oír sus náuseas tuve que darme vuelta y vomitar en la tierra. Pacho se rio y yo lo imité. Todos tomamos más yagé, varias veces. Pasó una hora o más. Miré hacia arriba y vi que los bordes del mundo se suavizaban al mismo tiempo que sentía una resonancia que llegaba de más allá del cielo, como la sugerencia de un viento flotante de pulsante energía.
+Al principio fue agradable, un sentido maravilloso de vida y de calor que envolvía todas las cosas. Luego las sensaciones se intensificaron, se cargaron de una extraña corriente y el aire mismo adquirió una densidad metálica. Pronto dejó de existir el mundo tal como lo conocía. No era una distorsión de la realidad: era como si se disolviera al tiempo que el terror de otra dimensión avasallaba los sentidos. La belleza de los colores, los interminables diseños de esférica luminosidad, eran como lluvia que brotaba de mi piel. Me contuve, miré hacia arriba y vi a Rufino y a Pacho bamboleándose y quejándose suavemente. Había arco iris atrapados en sus plumas. En el pelo había flores que lloraban y árboles que intentaban remontarse hasta las nubes, y de sus ramas caían hojas con grandes aullidos. Entonces se abrió el cielo. Una lívida cicatriz cruzaba el firmamento, las estrellas palpitaban y un gran viento dispersaba todo a su paso. Se abrió la tierra. Serpientes se enroscaban en los postes de la maloca y se metían reptando a sus techos. No había escape. Los ríos se abrían como las bocas de los capullos. El movimiento se volvía penetración, y el terror se hizo más fuerte. La muerte flotaba por todas partes. Niños famélicos y animales de todas las formas enfermaban y morían de sed, enterrando las narices en la tierra seca. Sus costados yacían desnudos a la intemperie, y por todas partes se levantaba un palio de inmenso dolor.
+Traté de librar las formas de las sensaciones luminosas. En vez de ello, mis pensamientos mismos se volvieron visiones, no de cosas o lugares sino de toda una dimensión que en ese momento no sólo parecía real sino absoluta. Era ese el mundo real, y lo que había conocido hasta entonces resultaba ser una falsificación cruda y opaca. Miré hacia arriba y vi a mis compañeros. Rufino y Pacho estaban sentados tranquilamente, agachados en torno a un fogón que no había estado antes allí. El padre de Rufino se encontraba de pie, aparte y cantando con los brazos abiertos. Miraba hacia lo alto y su tocado de plumas iluminaba como el sol. Los ojos le brillaban, radiantes, febriles, como si estuvieran concentrados en la naturaleza misma de las cosas.
+Lentamente, al avanzar la noche, los colores se suavizaron y el terror cedió. Sentí mis manos palpando el piso de tierra de la maloca, vi nubes de polvo teñidas de luz verde, oí voces que se reían. Estaba a punto de amanecer: lo supe al oír la selva. Mis compañeros todavía estaban junto al fogón, pero las llamas se habían apagado y hacía frío. Cansado, aunque ya sin miedo, me metí en la hamaca. Permanecí despierto mucho tiempo, envuelto en una manta de algodón, como un niño agotado después de la fiebre. Lo último que vi al irme durmiendo fue una plácida nube de luz violeta que se posaba sobre la maloca.
+Unas horas después me despertó el rugido de un avión. Miré hacia arriba y vi haces de luz que se filtraban por el techo de paja. Me dolía la cabeza y tenía sed, pero aparte de eso me sentía bien, limpio, como si mi cuerpo hubiera sido lavado por dentro y por fuera. Al incorporarme, me rodeaban unos niños que me siguieron afuera, bajo el sol y por la trocha que iba al río. El agua estaba fría y refrescante, deliciosa al beberla. Oí un grito, y uno de los niños apuntó hacia la ribera. Era el piloto misionero. A su lado estaban Rufino y su padre. Habían guardado sus atuendos, pero en sus piernas tenían todavía los dibujos geométricos y las caras negras con el tinte. El piloto tenía las manos en las caderas.
+—Conque volviéndose nativo, ¿no? —me dijo a gritos—. Si yo fuera usted, no tomaría agua de esa.
+—Llega antes de tiempo.
+—No, en realidad tengo un retraso de dos días.
+—Ah.
+—Bueno, nos vamos. Tengo que estar en Miraflores al mediodía.
+Así que no pude despedirme a gusto. Reuní mi equipo y especímenes, dejé el resto de las cosas para trueque con Rufino, y en veinte minutos estaba ya en el aire, volando sobre la maloca rumbo a Mitú. El cambio súbito de perspectiva fue asombroso. Los arroyos quedaron atrás y se convirtieron en ríos, y los ríos se extendían como serpientes entre la selva silenciosa e inmutable. Rufino había comparado el yagé con un río, con una jornada que lo lleva a uno sobre la tierra y bajo el agua, hasta los confines del mundo, donde viven los amos de los animales y los rayos esperan su nacimiento. Beber yagé, escribió Reichel-Dolmatoff, es volver al útero y renacer. Es romper la placenta de la percepción normal y entrar en reinos donde se puede conocer la muerte y es posible rastrear la vida, mediante la sensación, hasta la fuente primigenia de la existencia. Cuando los chamanes hablan de enfrentarse al jaguar, es porque realmente lo hacen.
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+En la primavera de 1953, el último año que pasó en la Amazonía, Schultes regresó a Colombia, visitó a Isidoro en Medellín y volvió al sur, para regresar al valle donde encontró por primera vez el encanto del continente. De Sibundoy viajó al este, cruzando la cordillera hasta Mocoa, y bajó por el Putumayo hasta el Sucumbíos, el río de los cofanes, la tribu que lo había acogido más de una década antes. Era como si se estuviera despidiendo de las tierras y de los pueblos que lo habían formado.
+En abril volvió al Vaupés para hacer una expedición final. Pasó por los sesenta raudales que interrumpen su curso hacia el Brasil. Luego, en lugar de seguir aguas abajo, subió por el río Papurí, abriéndose camino por sus impetuosos rápidos hasta la tierra de los desanas, otro de los pueblos de la anaconda. En junio estaba de nuevo en Mitú, esperando un avión. Siguió una última visita a Sibundoy, para ver a Pedro Juajibioy y tocar de nuevo el reino misterioso desencadenado por el yagé. El domingo 19 de julio de 1953 estaba en Bogotá, de paso para los Estados Unidos. Su última recolección tuvo lugar ese mismo día, en el páramo de Chisacá, casi al atardecer y cuando ya la niebla ocultaba las montañas. Fue la recolección n.º 20210. Era una simple planta compuesta, sin ninguna utilidad o importancia aparentes. Pasarían más de cuatro años antes de que recolectara otra planta, y nunca tuvo de nuevo la libertad para pasar unos meses seguidos en la selva.
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+Tim dijo una vez que la ciencia y el mito era una y la misma cosa, que el mundo natural era sólo una manifestación de los pensamientos e impulsos que acontecen en innumerables planos metafísicos, todos cubiertos por la mente del curandero. Schultes dijo que no comprendía, pero yo sé que sí. Pienso a menudo en lo que debe de haber sido la vida para él hace tantos años. Y lo que me viene a la mente es la imagen de Tim en la selva alcanzando una planta curiosa. Cuando veo las fotografías de Schultes en Oklahoma con Weston La Barre, a lomo de una mula en Oaxaca o con Pacho López en el río Negro, veo a Tim: su postura, sus ojos, su sentido de la maravilla y del deleite. Schultes es ahora un anciano y, como todo anciano, ha olvidado mucho de lo que sabía y de lo que hizo. Pero nunca ha olvidado a Tim, y en su memoria se han unido el estudiante y el maestro, el padre y el hijo, como dos brazos de aguas que se funden en un río[1].
+[1] El profesor Richard Evans Schultes murió el 10 de abril de 2001 en Boston (Nota del traductor).
+EMPECÉ ESTE PROYECTO CON una serie de treinta horas de entrevistas con el profesor Schultes en la primavera de 1990. Fueron más que todo reminiscencias y algunos relatos de muchas de las mismas historias y anécdotas que le había escuchado en mis años en Harvard, pero las transcripciones me dieron un marco dentro del cual podía seguir adelante. Más importante, tal vez, fue el hecho de que me revelaron la solidez, pero también las debilidades de Schultes como fuente de información sobre su propia vida y época. Vagos eran sus recuerdos y su sentido de la cronología, y algo limitada su capacidad de introspección. Aunque orgulloso de sus logros, nunca se le había ocurrido colocar su obra dentro de un contexto histórico. Sin embargo, al hablar sobre las plantas, su memoria era casi infalible en una forma casi sobrecogedora. No tardé en darme cuenta de que cuando le hacía una pregunta relacionada con una colección botánica, surgían personas, sitios, fechas y acontecimientos como por arte de magia.
+Con la excepción de tres meses durante los últimos meses de 1947, Schultes nunca hizo un diario en sus muchos años de trabajo de campo. Como todos los botánicos, registraba la fecha y el lugar de todas sus colecciones y les asignaba una numeración personal. La mayor parte de estos datos figuran en una serie de cuadernos. Entre 1951 y 1953, cuando estuvo de vuelta en el Apaporis, usó unas pequeñas libretas de notas de papel amarillo, de dos centímetros y medio por cinco, que numeraba arriba y abajo para poder escribir en una parte y arrancar la otra para la numeración de los especímenes. Esto le ahorraba tiempo en el campo, pero frustraría inevitablemente al biógrafo, obligado a trabajar con ocho mil hojitas. El esfuerzo valió la pena, pues estas notas botánicas, a pesar de algunas contradicciones, fueron una mina de información que resultó ser ayuda esencial para reconstruir cronologías e itinerarios. Incluían, claro, las clases de plantas halladas, los números de colección que les asignaba y datos sobre los lugares, los recolectores y los nombres vulgares, así como un retrato de sus días en la selva. En cinco años de investigaciones, me familiaricé con la mayor parte de los lugares y con muchas de las veintisiete mil o más plantas que había recolectado.
+Después de su pasión por la botánica, venía su interés por la fotografía. Tomó miles de fotos, la mayor parte de plantas, pero también de escenas y de momentos que despertaron su interés. Las archivó colocando cada negativo en un pequeño sobre al que pegaba una copia de cinco por cinco centímetros, y donde escribía una corta leyenda y la fecha en que la había tomado. La mayor parte, incluso algunas de las mejores, no han sido publicadas. Sin ellas, tal vez, nunca hubiera podido escribir este libro. Fue con base en las fotos, en particular, como reuní todos los pequeños detalles relacionados con los atuendos y el comportamiento, el aspecto y los ademanes de la gente; y con paisajes, selvas, aviones, barcos de río, puestos misioneros y poblaciones y tribus que se han transformado o han sido destruidos a lo largo de medio siglo de cambios violentos.
+Aunque a Schultes no le gustaba trabajar con el Gobierno, el hecho fue que lo hizo durante la mayor parte del tiempo que estuvo en la Amazonía, y esta fue otra invaluable fuente de información. Aunque muchos documentos se han perdido o han sido descartados, varios de sus informes de campo más importantes se conservan en los Archivos Nacionales de los Estados Unidos. Estos incluían mapas y diarios, así como listas de personal y de equipo. Resultaron ser particularmente útiles para reconstruir los primeros años del proyecto del caucho, su exploración en el Apaporis y el subsiguiente trabajo en Leticia. Fue al examinar estos documentos cuando hallé los papeles dados al público, donde se esbozaba el curso de los acontecimientos que en 1954 llevaron a la clausura del programa del caucho.
+Un elemento adicional, y que iba más allá de los cuadernos, fotografías y documentos disponibles, fue el conjunto de personas con las que trabajó Schultes entre 1936 y 1953. En Colombia entrevisté a Hernando García Barriga, Alvaro Fernández-Pérez, Isidoro Cabrera, Roberto Jaramillo y Pedro Juajibioy. En mis primeros viajes llegué a conocer a Jorge Fuerbringer, a Frederico Medem y a Gerardo Reichel-Dolmatoff. En Harvard hablé con Gordon Wasson, y en Texas encontré en perfecta salud a Eunice Pike. Helen Floden, la misionera de Leticia, me escribió desde La Florida, Irmgard Weitlaner desde las afueras de Ciudad de México, y William Burroughs desde Kansas. En Carolina del Norte estuve tres días en el ancianato donde vivía Weston La Barre. Hablé con Wayne White, que vivía en Arkansas. Russell Seibert y Ernie Imle, ambos del programa del caucho, están jubilados en La Florida y Maryland, respectivamente. Albert Hofmann tiene 89 años y vive en Suiza.
+Fuerbringer, Medem, Reichel-Dolmatoff, Wasson y, naturalmente, Tim Plowman, han muerto desde entonces. Todos los demás son de edad avanzada. Tuve la fortuna, como escritor y como estudiante, de conocer a todas estas notables personas.
+Las fuentes siguientes no son exhaustivas. Son simplemente una guía, y representan unas pocas de las obras que consulté para escribir este libro.
+El proyecto de la coca del Museo Botánico empezó con Dick Martin, quien publicó un inmejorable resumen, considerado un clásico en este campo. Véase Martin, R. T., «The Role of Coca in the History, Religion and Medicine of South American Indians», Economic Botany 24(4): 422-438, 1970. Al salir Martin del posgrado, Tim Plowman fue encargado del proyecto. De los ochenta trabajos publicados por Tim, cuarenta y seis tratan del Erythroxylum. Los más importantes son: «Botanical Perspectives on Coca», Journal of Psychedelic Drugs II (I-2):103-117, 1979; «The Identity of Amazonían and Trujillo Coca», Botanical Museum Leaflets 27: 45-68, 1979; «Amazonían Coca», Journal of Ethnopharmacology 3: 195-225, 1981; «The identification of Coca (Erythroxylum Species): 1860-1910», Botanical Journal of the Linnean Society 84 (4): 329-353, 1982; «The Ethnobotany of Coca», Advances in Economic Botany 1: 62-111, 1984; «The Origin, Evolution and Diffusion of Coca. Erythroxylum spp, in South and Central America», en Stone, D. (ed), Pre-Columbian Plant Migration, publicación del Peabody Museum of Archaelogy and Ethnology, vol. 76: 125-163, 1984.
+Richard Evans Schultes es autor de diez libros y de cuatrocientos noventa y seis trabajos científicos. Sus obras más importantes son The Healing Forest; Medicinal and Toxic Plants of the North-west Amazon (en colaboración con R. Raffauf), Dioscoroides Press, Portland, Oregon, 1990; The Botany and Chemistry of Hallucinogens (en colaboración con A. Hoffmann), McGraw-Hill, Nueva York, 1979; y Plants of the Gods (en colaboración con A. Hoffmann), McGraw-Hill, Nueva York, 1979. También ha publicado dos libros de fotos: Where the Gods Reign, Synegertic Press, Oracle, Arizona, 1988, y Vine of the Soul (en colaboración con R. Raffauf), Synegertic Press, Oracle, Arizona, 1992.
+La polémica en torno a las especies de la cannabis está comentada en Anderson L. C., «A Study of Systematic Wood Anatomy in Cannabis», Botanical Museum leaflets 24 (2): 29-36, 1974; Emboden, W. A., «Cannabis-a Polytypic Genus», Economic Botany 28 (3): 304-310, 1974; Fullerton, D. S., and M. C. Kurzman, «The Identification and Misidentification of Marijuana», Contemporary Drug Problems, 1974, págs. 291-344; Schultes, R. E., «Random Thoughts and Queries on the Botany of Cannabis», en Joyce, R. R. B., and S. H. Curry (eds.), 1970, 11-38; The Botany and Chemistry of Cannabis, J. & A. Churchill, Londres, 1970; Schultes, R. E., et al., «Cannabis: An Example of Taxonomic Neglect», Botanical Museum Leaflets 23 (9): 337-367, 1974. El principal antagonista de Schultes en el debate era Ernest Small. Para consultar sus opiniones puede verse Small, E., The Species Problem in Cannabis: Science and Semantics, 2 vols., Canada Corpus, Toronto, 1979.
+El envenenamiento casi fatal de Tim con la Brunfelsia chiricaspi tuvo lugar en Santa Rosa, el 3 de diciembre de 1968, y él lo narra en «Brunfelsia in Ethnomedicine», Botanical Museum Leaflets 25: 289-320, 1977 para más detalles sobre su tesis de grado, véase The South American Species of Brunfelsia (Solanaceae), Harvard University. Cambridge, Massachusetts. 1974. Para reconstruir los hechos de mis viajes con Tim, recurrí a sus notas y diario de campo, así como a las entradas más extensas de mis propios diarios de la época.
+Las obras de Gerardo Reichel-Dolmatoff son esenciales para comprender el mundo de la Sierra Nevada. Su monografía, publicada en dos volúmenes en 1950 y 1951, fue reimpresa en 1985. Véase Reichel-Dolmatoff, G., Los kogi: Una tribu de la Sierra Nevada de Santa Marta. Colombia. 2 vols. Procultura, Nueva Biblioteca Colombiana, Editorial Presencia, Bogotá, 1985. Otras publicaciones suyas son:
+— — —. «Contactos y cambios culturales en la Sierra Nevada de Santa Marta». Revista Colombiana de Antropología, 1: 15-122, 1953.
+— — —. «Training for the Priesthood Among the Kogi of Colombia», en J. Wilbert (ed.). Enculturation in Latin America: An Anthology, Latin American Center, University of California, Los Angeles, 1976.
+— — —. «Templos Kogi: Introducción al simbolismo y la astronomía del espacio sagrado», Revista Colombiana de Antropología, 19: 199-246, 1977.
+— — —. «The Loom of Life; A Kogi Principle of Integration», Journal of Latin American Lore, 4(i): 5-27, 1978.
+— — —. «Some Kogi Models of the Beyond», Journal of Latin American Lore, 10(i): 63-85, 1982.
+— — —. «The Great Mother and the Kogi Universe: A Concise Overview», Journal of Latin American Lore, 13(I): 73-113, 1987.
+— — —. «Análisis de un templo de los indios Ika, Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia», Antropológica, 68: 3-22, 1987.
+— — —. Notas etnográficas sobre los indios Ika de la Sierra Nevada de Santa Marta, 1946-1966, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1991.
+— — —. Indians of Colombia: Experience and Cognition, Villegas Editores, Bogotá, 1991.
+Para un buen libro de viajes con maravillosos trozos sobre los kogis, véase Moser, B., y D. Tayler, The Cocaine Eaters, Longmans Green and Co., Londres, 1965. Un inquietante y perturbador libro sobre la Conquista es la asombrosa trilogía de Eduardo Galeano, Memory of Fire, Pantheon Books, New York, 1985, 1987, 1988. Véase también Galeano, E., Open Veins of Latin America, Monthly Review Press, Nueva York, 1973. Para una exposición sobre el impacto demográfico de las enfermedades, véase Bethell, L. (ed.), Cambridge History of Latin America, vol. 3, Cambridge University Press, Cambridge, Inglaterra, 1984; Cook N. D., y Lovell, W. G. (eds.) Secret Judgements of God, University of Oklahoma Press, Norman, 1992; Hemmings, J., The Conquest of the Incas, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1970; Crosby, A., Ecological Imperialism: The Biological Expansion of Europe, 900-1900, Cambridge University Press, Cambridge, Inglaterra, 1986; Crosby, A., The Columbian Exchange: Biological and Cultural Consequences of 1492, Greenwood Press, Westport, Connecticut, 1972.
+El álbum de fotos pertenecía a Weston La Barre y se encuentra entre sus papeles en los Archivos Antropológicos Nacionales del Museo Nacional de Historia Natural en la Institución Smithsonian, Washington D. C. También hay entre ellos un manuscrito inédito, The Autobiography of a Kiowa Indian, 184 págs. Esta historia oral de Charlie Charcoal copiada por La Barre en 1936, contiene vívidas descripciones de los rituales y visiones del peyote. Este documento, así como las fotos, las entradas en el diario y las primeras publicaciones de La Barre, y los detallados relatos de Schultes de sus experiencias con el peyote en su tesis de pregrado, me permitieron reconstruir su intoxicación ritual con cierta precisión.
+Para la niñez de Schultes y su familia recurrí a las entrevistas con él, su esposa Dorothy, y varios parientes. Su hermana, Clara Loring, tuvo la amabilidad de mostrarme algunas cartas y el manuscrito inédito de su autobiografía. En varias ocasiones el mismo Schultes me guió por las calles de su antiguo barrio. Para una breve historia de East Boston, véase East Boston: Boston 200 Neighborhood History Series, Boston, 200 Corporation, Boston, Massachusetts, 1976.
+Para datos biográficos sobre Oakes Ames, incluso alguna correspondencia entre él y Schultes, véase Plimpton, P. A. (ed.), Oakes Ames: Jottings of a Harvard Botanist, 1874-1950, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1979. Sobre Ames y las plantas cultivadas, véanse los Economic Annuals and Human Cultures, Botanical Museum of Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1939.
+La primera lectura de Schultes sobre el peyote fue la obra de Heinrich Klüver, Mescal: The Divine Plant and Its Psychological Effects, Kegan Paul, Trenc, Trubner & Co., Londres, 1928. En 1966 fue publicado bajo el título Mescal and Mechanisms of Hallucinations, University of Chicago Press, Chicago. De joven estudiante, Schultes supo sobre el empleo del peyote entre los tarahumaras y los huicholes en Lumholtz, C., Unknown Mexico, 2 vols., Charles Scribner’s Sons, New York, 1902. También pudo ver Mooney, J., Calendar History of the Kiowa, Seventeenth Annual Report of the Bureau of American Ethnology, Smithsonian Institution, Washington, D.C. 1898. La primera edición de The Peyote Cult de Weston La Barre es de 1938; una edición aumentada que incluye varios trabajos posteriores suyos sobre el peyote fue publicada en 1975 por Archon Books, Hamden, Connecticut.
+Para otras fuentes sobre el peyote, véanse Anderson, E., Peyote: The Divine Cactus, University of Arizona Press, Tucson, 1980; Furst, P., Hallucinogens and Culture, Chandler & Sharp, San Francisco, 1976; Myerhoff, B., Peyote Hunt: The Sacred Journey of the Huichol Indians, Cornell University Press, Ithaca, Nueva York, 1974; Stewart, O. C., Peyote Religion, University of Oklahoma Press, Norman, 1987. Para tener idea del sentido de maravilla en la vida de los kiowas, véase Momaday, N. S., The Way to Rainy Mountain, University of New Mexico Press, Alburquerque, 1969.
+La tesis inédita de pregrado de Schultes, de 1936, Peyotl Intoxication: A Review of the Literature on the Chemistry, Physiological and Psychological Effects of Peyotl, se encuentra en la Economic Botany Library de la Universidad de Harvard, Cambridge, Massachusetts. Entre sus trabajos publicados sobre el peyote y los kiowas se hallan los siguientes:
+— — —. «Peyote and Plants Used in the Peyote Ceremony», Botanical Museum Leaflets, 4(8):129-152, 1937.
+— — —. «Peyote and Plants Confused with It», Botanical Museum Leaflets, 5(5):61-88, 1937.
+— — —. «Peyote and the American Indian», Nature Magazine, 30: 155-157, 1937.
+— — —. «The Appeal of Peyote as a Medicine», American Anthropologist, 40(4): 698-715, 1938.
+— — —. «Peyote, an American Indian Heritage from Mexico», El México Antiguo, 4:199-208, 1938.
+— — —. The Economic Botany of the Kiowa Indians (en colaboración con Paul Vestal), Botanical Museum of Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1939.
+Tanto Schultes como La Barre rindieron testimonio contra el proyecto de ley 1399, y también Franz Boas, A. L. Kroeber, y otros importantes antropólogos. Para sus exposiciones, véanse los Documents on Peyote, Document no. 137817, pt. I, february 8, Mimeographed Bureau Report on S.1399, 75th Congress, 1st Session, U. S. Bureau of Indian Affairs, Washington, D. C., 1937.
+Schultes reseña los primeros escritos españoles sobre el teonanacatl en «Plantae Mexicanae II: The Identification of Teonanacatl, a Narcotic Basidiomycete of the Aztecs», Botanical Museum Leaflets 7(3): 37-55, 1939; y en «Teonanacatl, the Narcotic Mushroom of the Aztecs», American Anthropologist 42(3): 429-443, 1940. Para Schultes sobre el ololiuqui, véase A Contribution to Our Knowledge of Rivea Corymbosa: The Narcotic Ololiuqui of the Aztecs, Botanical Museum of Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1941; y «The Devil’s Morning Glory», Nature Magazine 49(9): 463- 464, 1964.
+Para las teorías de William E. Safford sobre el ololiuqui y el teonanacatl, véanse Safford, W. E., «An Aztec Narcotic», Journal of Heredity 6(7): 291-311, 1915; y «Narcotic Plants and Stimulants of the Ancient Americas», Annual Report of the Smithsonian Institution for 1916, págs. 387-441, 1917.
+Copia de la carta de Blas Pablo Reko a J. N. Rose del 18 de julio de 1923 está adjunta a la copia de herbario n.º 1745713 del United States National Herbarium, Smithsonian Institution, Washington, D. C. Reko identificó primero al nanacate como un hongo y al ololiuqui como un dondiego en Reko, B. P., «De los Nombres Botánicos Aztecas», El México Antiguo 1:113-157, 1919.
+Los itinerarios de campo de Schultes en 1938 y 1939 se encuentran resumidos en su tesis de doctorado inédita, Economic Aspects of the Flora of Northeastern Oaxaca. Mexico, 2 vols., Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1941. El original se encuentra en la Economic Botany Library de Harvard y está ilustrado con cuarenta y seis fotografías de Schultes y de Eunice Pike. Una entrevista con esta, así como la correspondencia adicional con ella, fueron de gran utilidad. Ella y otra misionera, Florence Hansen Cowan, exponen los obstáculos para enseñarles la fe cristiana a los mazatecas en Pike, E., y F. Cowan, «Mushroom Rituals Versus Christianity», Practical Anthropology 6(4): 145-150, 1959. Para un relato sobre sus experiencias en Huautla y el ambiente del pueblo en los años en que estuvo Schultes allí, véase Pike, E., Not Alone, Summer Institute of Linguistics, Académica Publications, Dallas, Texas, 1964.
+Para la etnografía y el aspecto físico de la tierra de los mazatecas, véanse Bevan, B., «Report on the Central and Southern Chinantec Region», vol. I, The Chinantec and Their Habitat, Publicación 24, Instituto Panamericano Geográfico y de Historia, 1938; Cowan, G. M., «Mazateco Whistle Speech», Language 24(30): 280-286, 1948; «Mazateco Town Building», Southwestern Journal of Anthropology (2):375-390, 1946; Cowan, F. H., «A Mazateco President Speaks», América Indígena 12(4): 323-341, 1952; «Notas Etnográficas sobre los mazatecos de Oaxaca, México», América Indígena 6(1): 27-39, 1946; «Linguistic and Ethnological Aspects of Mazateco Kinship», Southwestern Journal of Anthropology, vol. 3: 247-256, 1947; Weitlaner, R. J., y Weitlaner, L., «The Mazatec Calendar», American Antiquity 11(30): 194-197, 1945.
+Antes de su prematura muerte, Jean Bassett Johnson publicó varios importantes trabajos. Para un relato sobre sus descubrimientos, véanse «The Elements of Mazatec Witchcraft», Ethnological Studies n.º 9, págs. 128-150, Museo Botánico de Goteburgo, 1939; «Some Notes on the Mazatecs», Revista Mexicana de Estudios Antropológicos 1(2): 142-156, 1939; y «Note on the Discovery of Teonanacatl», American Anthropologist 42: 549-550, 1940. En este breve informe, Johnson identifica correctamente a R. J. Weitlaner como el primer científico que obtuvo los hongos de José Dorantes. Weitlaner los hubo durante la semana de Pascua de 1936, y se los entregó después a B. P. Reko. Cuando este se los envió a Schultes, no mencionó a Weitlaner. Fue por ello que en su primer trabajo sobre el tema («Plantae Mexicanae II: The Identification of Teonanacatl, a Narcotic Basidiomycete of the Aztecs», Botanical Museum Leaflets 7(3): 37-55, 1939), Schultes omitió el reconocimiento de la contribución de Weitlaner. Esto llevó a un malentendido que se aclaró en una serie de cartas entre Johnson y Schultes de finales de 1939. Para ciertos detalles, véanse las cartas de Schultes a La Barre del 30 de enero y el 3 de febrero de 1939, que se encuentran entre los documentos de La Barre en los National Anthropological Archives, Washington D. C.
+Irmgard Weitlaner, hija de Robert Weitlaner y viuda de Jean Johnson, fue de gran utilidad para hacernos comprender los acontecimientos dramáticos que llevaron a la identificación del teonanacatl. Ella acompañó a su padre en la exploración de Oaxaca y participó luego en la expedición de Bevan. En 1935, pasó un mes con los chinantecas, atravesó su región en 1936, y estuvo con Bevan, Johnson y Louise Lacaud cuando presenciaron por primera vez la ceremonia del hongo en Huautla, en 1938.
+La correspondencia de Wasson con Schultes, La Barre, Robert Weitlaner y Robert Graves se encuentra entre los papeles de las Tina and Gordon Wason Ethnomycological Collections de la Universidad de Harvard. Para información biográfica sobre Wasson, véase Riedlinger, T. J. (ed.), The Sacred Mushroom Seekers: Essays for R. Gordon Wasson, Dioscorides Press, Portland, Oregon, 1990. El relato de Wasson de su consumo del teonanacatl, «Seeking the Magic Mushrooms», salió en el número de Life del 13 de mayo de 1957. Véanse también Wasson, R. G., et al., María Sabina and her Mazatec Mushroom Velada (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1974); Wasson, R. G., et al., Persephone’s Quest: Entheogens and the Origins of Religion, Yale University Press, New Haven, Connecticut, 1986. También es interesante el trabajo de Wasson, «Notes on the Present Status of ololiuqui and Other Hallucinogens of Mexico», Botanical Museum Leaflets 20(6): 161-193, 1963. Para el impacto de la obra de Wasson en la vida de María Sabina, véase Estrada A., María Sabina: Her Life and Chants, Ross-Erikson, Santa Barbara, California, 1981.
+A principios de la década de 1960, los escritos de Timothy Leary y de Richard Alpert, así como la presencia de Schultes y la vinculación de Gordon Wasson con el Museo Botánico, convirtieron a Harvard en uno de los principales centros de estudio de los alucinógenos. En el verano de 1963, Andrew Weil, entonces estudiante de pregrado de Schultes, editó «Drugs and the Mind», un número monográfico de The Harvard Review (vol. 1, n.º 4, 1963). Entre los artículos había relatos personales de experiencias sicodélicas, divagaciones visionarias de Alpert y Leary («The Politics of Consciousness Expansion», pág. 33-38), y colaboraciones más asentadas de Schultes («Hallucinogenic Plants of the New World», págs. 18-33), y de Wasson («The Mushroom Rites of Mexico», págs. 7-18). Véase también Schultes R. E., «Botanical Sources of the New World Narcoticas», The Psychedelic Review 1(2): 145-167, 1963.
+Albert Hoffmann describe sus hallazgos en LSD: My Problem Child, MacGraw Hill, Nueva York, 1980. Véanse también Hoffmann, A., «How LSD originated», Journal of Psychedelic Drugs 11(1-2) 53-68, 1979; «The Discovery of LSD and Subsequent Investigations on Naturally Occurring Hallucinogens», incluido en Ayd, F. J., and B. Blackwell (eds.), Discoveries in Biological Psychiatry, Lippincott, Philadelphia, 1970. Para el trabajo de Hoffmann con los dondiegos, véase «The Active Principle of the Seeds of Rivea Corymbosa and Ipomoea Violacea», Botanical Museum Leaflets 20(6): 194-212, 1963. Véase también Hoffmann, A., «History of the Basic Chemical Investigations on the Sacred Mushrooms of Mexico», incluido en Ott, J., and J. Bigwood (eds.), Teonanacatl: Hallucinogenic Mushrooms of North America, Madrona Publishers, Seattle, Washington.
+Sebastian Snow, en The Rucksack Man, Hodder & Stoughton, Londres, 1976. Para una historia de Colombia, véase Bushnell, D., The Making of Modern Colombia, University of California Press, Los Angeles, 1993. Para tener idea de Bogotá antes de la caída, véase Mendoza de Riaño, C., Así es Bogotá, Ediciones Gamma, Bogotá, 1988. Para una historia oral del Bogotazo, véase Alape, A., El Bogotazo: Memorias del Olvido, Planeta Colombiana Editorial, Bogotá, 1983. Para un estudio sobre la Violencia, véase Orden y Violencia: Colombia 1930-1954, 2 vols, Cerec, Bogotá, 1987. La traducción de La Vorágine al inglés es de E. K. James: Rivera, J. E., The Vortex, Putnam’s Sons, Nueva York, 1935. Para la obra de Schultes como traductor en México, en el verano de 1941, véase Stakman, E. C., et al., Campaigns Against Hunger, Belknap Press, Cambridge, Massachusetts, 1967.
+Una descripción de la Rhytidanthera regalis está incluida en Schultes, R. E., «Plantae Colombianae XIV: Rhytidantherae Montis Macarenae Nova Species», Botanical Museum Leaflets 16(5): 106-111, 1953.
+Para la etnografía y el empleo de la coca de los paeces, véase Antonil, Mama Coca, Hassle Free Press, Londres, 1978. La yohimbina, estimulante que se dice prolonga la erección en el hombre, se extrae de un árbol africano, el Pausinystalia johimbe. En cuanto a su empleo terapéutico, consúltese Weil, A., Natural Health. Natural Medicine, Houghton Mifflin, Boston, 1990. Dos libros maravillosos sobre el comercio de la cocaína y el espíritu de aventuras por Colombia son: Nicholl, C., The Fruit Palace, William Heinemann, Londres, 1985, y Sabbag, R., Snowblind, Bobbs-Merrill, Indianapolis, Indiana, 1976.
+Schultes publicó más de cien trabajos sobre los alucinógenos y los estimulantes. Para los mejores ensayos de resumen, véanse «Antiquity of the Use of New World Hallucinogens», Archeomaterials 2(1): 59-72, 1987; «The Place of Ethnobotany in the Ethnopharmacological Search for Psychocotomimetic Drugs», en Effron, D., et al. (eds.), Ethnopharmacological Search for Psychoactive Drugs, págs. 33-57, Government Printing Office, Washington D. C., 1967; «The Plant Kingdom and Hallucinogens», Bulletin on Narcotics (Naciones Unidas), 21(2): 3-16, 1969; 21(3): 15-27, 1969; 22(1): 25-53, 1970.
+Para un comentario sobre la Iochroma fuchsiodes, véase Schultes, R. E., «A New Hallucinogen from Andean Colombia: Iochroma fuchsiodes. Journal of Psychedelic Drugs». 9(1): 45-49, 1977. Para referencias sobre el empleo guambiano de la Brugmansia, véase Schultes, R. E., y A. Bright, «A Native Drawing of an Hallucinogenic Plant from Colombia», Botanical Museum Leaflets 25(6): 151-159, 1977. Para información adicional sobre el árbol del Águila Mala, véanse Lockwood, T. E., «The Ethnobotany of Brugmansia», Journal of Ethnopharmacology 1: 147-164, 1979: Bristol, M. L., «Notes on the Species of Tree Datura», Botanical Museum leaflets 21(8): 229-248, 1966; Bristol, M. L., «Tree Datura Drugs of the Colombian Sibundoy», Botanical Museum Leaflets 22(5): 165-227, 1969. Para las hierbas para hechizos en la brujería europea, véanse Hansen, H. A., The Witch’s Garden, Unity Press, Santa Cruz, California, 1978; Heiser, C. B., Nightshades: The Paradoxical Plants, W. H. Freeman & Co., San Francisco, 1969. Para su empleo entre los jíbaros, véase Harner, M. J., Hallucinogens and Shamanism, Oxford University Press, Londres, 1973.
+Para la arqueología de San Agustín, véase Reichel-Dolmatoff, G., San Agustín: A Culture of Colombia, Praeger Publishers, Nueva York, 1972. Para un comentario sobre el empleo precolombino de los hongos psicoactivos en Colombia, véase Schultes, R. E., y A. Bright, «Ancient Gold Pectorals from Colombia: Mushroom Effigies?», Botanical Museum Leaflets 27(5-6): 113-165, 1979.
+Para Schultes y Burroughs, véanse Burroughs, W. S., y A. Ginsberg, The Yage letters. City Light Books, San Francisco, 1953; Harris, O. (ed.), The letters of William Burroughs 1945-1959, Viking, Nueva York, 1993; Morgan T. Literary Outlaw: The Life and Times of William Burroughs, Henry Holt, Nueva York, 1988.
+Melvin Bristol, un estudiante de posgrado de Schultes, pasó trece meses en el valle de Sibundoy de 1962 a 1963. Véase Bristol, M. E., «Sibundoy Ethnobotany», tesis de doctorado, Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1965. Para las prácticas curativas, véase Seijas, H., «The Medical System of the Sibundoy Indians of Colombia», tesis de doctorado, Tulane University, Nueva Orleans, Louisiana, 1969. Para el uso del yagé entre los kamsás y los ingas, véase Bristol, M. E., «The Psychotropic Banisteriosis Among the Sibundoy of Colombia», Botanical Museum Leaflets 21(5): 113-140, 1966. Para Schultes en torno a las plantas alucinógenas de Sibundoy, véase «Desfontainia: A New Andean Hallucinogen», Botanical Museum Leaflets 25(3): 99-104, 1977; «A New Narcotic Genus from the Amazon Slope of the Colombian Andes», Botanical Museum Leaflets 17(1): 1-11, 1955; «A New Plant Source of Narcotic Drugs: Methysticodendron Amesianum», Bulletin on Narcotics, págs. 1-4, octubre-diciembre, 1956; «A Powerful New Narcotic», The Chemist and Druggist, pág. 200, agosto 25, 1956.
+Para la expedición de Pérez de Quesada, véase Hemming, J., The Search for El Dorado, Michael Joseph, Londres, 1978. Un extraordinario análisis de la historia de Sibundoy y del alto Putumayo se encuentra en Taussig, M., Shamanism, Colonialism, and the Wild Man: A Study in Terror and Healing, University of Chicago Press, Chicago, 1987. Hay un examen crítico del poder e influencia de los capuchinos en Bonilla, V. D., Servants of God or Masters of Men? The Story of a Capuchin Mission in Amazonía, Penguin, Harmondsworth, Inglaterra, 1972.
+Para Schultes sobre la guayusa, véanse «Ilex guayusa from 500 A. D. to the Present», Etnologiska Studier 32: 115-138, Goteburgo, Suecia, 1972; «Discovery of an Ancient Guayusa Plantation in Colombia», Botanical Museum Leaflets 27(5- 6): 143-160, 1979. Consúltense también Patiño, V. M., «Guayusa, a Neglected Stimulant from the Eastern Andean Foothills», Economic Botany 22: 310-316, 1968; Shemluck, M. J., «The Flowers of Ilex guayusa», Botanical Museum Leaflets 27(5): 155-160, 1990.
+Existe una vasta bibliografía en torno al yagé y la ayahuasca (Banisteriopsis caapi). Entre las fuentes básicas botánicas y etnobotánicas se cuentan Gates B., Banisteriopsis, Diplopterys (Malpighiaceaea), Flora Neotrópica (Monografía n.º 30), The New York Botanical Garden, Bronx, Nueva York, 1982; Rivier, L., y J. E. Lindgren, «Ayahuasca, the South American Hallucinogenic Drink: An Ethnobotanical and Chemical Investigation», Economic Botany 26: 101-129, 1972; Schultes, R. E., «The Identity of the Malpighiaceous Narcotics of South America», Botanical Museum Leaflets 18(1): 1-56, 1957; Schultes, R. E., «The Beta-carboline Hallucinogens of South America», Journal of Psychoactive Drugs 14(3): 205-220, 1982.
+Respecto a los estudios etnológicos, véase Reichel-Dolmatoff, G., The Shaman and the Jaguar: A Study of narcotic Drugs Among the Indians of Colombia, Temple University Press, Philadelphia, 1975. América indígena 46(1): 5-256, 1986, serie de excelentes trabajos, que incluye colaboraciones de Schultes, Jean Langdon, Denis McKenna, Bronwen Gates, Luis Luna, Anthony Henman, y otros. Para más información sobre el uso del yagé entre los sionas, véanse los siguientes trabajos de Jean Langdon:
+— — —. «Yagé Among the Siona: Cultural Patterns in Visions», en Browman, D. L., y R. A. Schwartz (eds.), Spirits, Shaman and Stars, Mouton Publishers, La Haya, Holanda, 1979.
+— — —. «The Siona Hallucinogenic Ritual: Its Meaning and Power» en Morgan, J. (ed.), Understanding Religion and Culture: Anthropological and Theoretical Perspectives, University Press of America, Washington, D. C., 1979.
+— — —. «Cultural Bases for Trading of Visions and Spiritual Knowledge in the Colombian and Ecuatorian Montaña», en Networks of the Past: Regional Interaction in Archeology, Actas de la Duodécima Conferencia Anual de la Archeological Association of the University of Calgary, Alberta, Canadá, 1981.
+Schultes describe al yoco como Paullinia yaco en Schultes, R. E., «Plantae Colombianae II —Yoco: A Stimulant of Southern Colombia», Botanical Museum Leaflets 10(10): 301-324, 1942. Su descubrimiento de la Herrania breviligulata estimuló su interés en las especies silvestres de esta especie muy afín al cacao. Diecisiete años después, en una de sus más importantes contribuciones taxonómicas, publicó una revisión del género. Véase Schultes, R. E., «A Synopsis of the Genus Herranía». Journal of the Arnold Arboretum 39: 216-278, 1958.
+Entre 1967 y 1986, Schultes publicó una serie de treinta y ocho artículos numerados sobre las plantas biodinámicas y tóxicas, especialmente del nordeste de la Amazonía. Reunidos bajo el serio título, De Plantis Toxicariis E Mundo Novo Tropicale Comentationes y publicados sobre todo en los Botanical Museum Leaflets, la mayor parte de estos trabajos son descripciones botánicas y notas etnofarmacológicas sacadas de sus colecciones. Las plantas están numeradas alfabéticamente por género y en todos los casos incluye Schultes información sobre la fecha, sitio, altitud y nombres de los recolectores. Estos escritos fueron de gran valor para mi trabajo. Al remitirlos a sus cuadernos de campo pude rastrear sus descubrimientos en sus desplazamientos por la Amazonía nordeste. Schultes se sirvió en gran medida de estos oscuros artículos para escribir, The Healing Forest: Medicinal and Toxic Plants of the Northwest Amazon, Dioscorides Press, Portland, Oregon, 1990.
+En la década de 1960 y a principios de la de 1970, en un momento en que las principales compañías farmacéuticas habían abandonado la investigación de productos naturales, Schultes se opuso a esta tendencia y escribió una serie de críticas en las que pedía mayor atención al potencial medicinal de las plantas. Véase Schultes, R. E., «The Widening Panorama in Medicinal Botany», Rhodora 65(762): 97-120, 1963. En este artículo, texto editado de una conferencia dictada en la universidad de West Virginia, el 29 de octubre de 1962, advierte sobre la amenazante crisis que pocos en esa época supieron prever:
+La civilización avanza en muchas, si no en la mayor parte, de las áreas primitivas. Hace mucho tiempo que se extiende, pero como resultado de las dos guerras mundiales se ha acelerado su paso con la difusión de los intereses comerciales, y el aumento de las actividades misioneras y del turismo. El rápido abandono de los pueblos primitivos de su dependencia en su hábitat inmediato para las necesidades y comodidades de la vida es un proceso en marcha, y nada lo detendrá. Uno de los primeros aspectos de la cultura primitiva que se derrumba ante la avalancha civilizadora es el conocimiento y empleo de las plantas como medicinas. La rapidez de esta desintegración es alarmante. Nuestro desafío consiste en recuperar parte de esos conocimientos médico-botánicos antes de que queden sepultados para siempre con las culturas que los originaron.
+Para Schultes sobre el potencial de las plantas medicinales, véanse también:
+— — —. «The Plant Kingdom and Modern Medicine», The Herbalist, págs. 18-26, 1968.
+— — —. «From Witch Doctor to Modern Medicine: Searching the American Tropics for Potentially New Medicinal Plants», Arnoldia 32(5): 198-219, 1972.
+— — —. «The Future of Plants as Sources of New Biodynamic Compounds», en Swain, T. (ed.), The Recent Chemistry of Natural Products. Including Tobacco: Proceedings of the Second Philip Morris Science Symposium, Richmond, Virginia, 1976, págs. 134-171.
+Para la historia del curare, véanse McIntyre, A. R., Curare: Its History and Usage, J. B. Lippincott, Philadelphia, 1963. Para los viajes de Raleigh, La Condamine, Humboldt, Waterton, Martius, Schomburg, Wallace, Bates, y Spruce, véanse Goodman, E. J., The Explorers of South America, University of Oklahoma Press, Norman, 1972; Smith, A., Explorers of the Amazon, Viking, Nueva York, 1990; Von Hagen, V. W., South America Called Them, Knopf, Nueva York, 1945. Para las aventuras de Waterton, véase Waterton, C., Wanderings in South America, Dutton, Nueva York, 1895. Para la saga de Richard Gill, véanse Gill, R. C., White Water and Black Magic, Henry Holt, Nueva York, 1940; Humble, R. M., «The Gill-Merrill Expedition: Penultimate Chapter in the Curare Story», Anesthesiology 57: 519-526, 1982.
+Para los principales avances médicos, véanse Griffith, H. R. y G. E, Johnson, «The Use of Curare in General Anesthesia», Anesthesiology 3: 418-420, 1942; King, H., «Curare Alkaloids I. Tubocurarine» Journal of the Chemical Society (Londres) 2: 13-81, 1935; Wintersteiner, C., and J. D. Dutcher, «Curare Alkaloids from Chondodendron tomentosum, Science 97: 467, 1943. Para estudios taxonómicos de las fuentes botánicas del curare, véanse Krukoff, B. A., y H. N. Moldenke, «Studies of American Menispermaceae, with Special Reference to Species Used in Preparations of Arrow Poisons», Brittonia 3(1):1-74, 1938; Krukoff, B. A., y A. C. Smith, «Notes on the Botanical Components of Curare», Bulletin of the Torrey Botanical Club 64: 401-409, 1937; 66: 305-314, 1939; Krukoff, B. A., y J. Monachino, «The American Species of Strychnos», Brittonia 4(2): 248-322, 1942.
+Para los ingredientes agregados a la ayahuasca, véanse Ott, J. Ayahuasca Analogues, Natural Products Co., Keenewick, Washington, 1994; Pinkley, H., «Plant Admixtures to Ayahuasca, the South American Hallucinogenic Drink», Lloydia 32(3): 305-314, 1969; Schultes, R. E., «Ethnotoxicological Significance of Additives to New World Hallucinogens», Plant Science Bulletin 18: 34-41, 1972. Para unos de los más perspicaces trabajos recientes, véanse: McKenna, D., y G. H. N. Towers, «Biochemistry and Pharmacology of Trytamines and Beta-carbolines: A Minireview», Journal of Psychoactive Drugs 16(4): 347-358, 1984; McKenna, D. J., et al., «Monoamine Oxidase Inhibitors in South American Hallucinogenic Plants: Trytamine and Beta-carboline Constituents of Ayahuasca» Journal of Ethnopharmacology 10: 195-223, 1984; McKenna, D. J., y G. H. N. Towers, «On the Comparative Ethnopharmacology of Malpighiaceous and Myristicaceous Hallucinogens» Journal of Psychoactive Drugs 17(1): 35-39, 1985. Para Schultes en torno a la clasificación tradicional del yoco, véase Schultes, R. E., «Recognition of Variability in Wild Plants by Indians of the Northwest Amazon: An Enigma», Journal of Ethnobiology 6(2): 229-238, 1986.
+Homer Pinkley, estudiante de posgrado de Schultes, vivió un año con los cofanes en 1965. Véase Pinkley, H. V. «The Ethnoecology of the Kofán», tesis de doctorado, Harvard University, Cambridge, Massachusetts, 1973. Para su etnohistoria y el chamanismo, véase también Robinson S., Toward an Understanding of Kofán Shamanism, Latin American Studies Program Dissertation Series, Cornell University, Ithaca, Nueva York, 1979.
+Schultes conoció a Sebastián de Pinell en Sibundoy, y estudió su famoso informe cuando estuvo en La Chorrera. Véase Pinell, P. Gaspar de, Excursión Apostólica por los ríos Putumayo, San Miguel de Sucumbíos, Cuyabeno, Caquetá y Caguán, Imprenta Nacional, Bogotá, 1929. Véanse también Robuchon, E., En el Putumayo y sus Afluentes, Lima, 1907; Whiffen, T., The North-West Amazons: Notes on Some Months Spent Among Cannibal Tribes, Constable, Londres, 1915.
+Para la historia básica del caucho, véanse Baum V., The Weeping Wood, Doubleday, Nueva York, 1943; Polhamus, L. G., Rubber: Botany. Production and Utilization, Leonard Hill Books, Londres, 1962; Wilson C. M. Trees and Test Tubes: The Story of Rubber, Henry Holt, Nueva York, 1943. En torno a los horrores de la época del caucho en el Putumayo, véanse Anon., The Putumayo Red Book, N. Thomson & Co., Londres, 1913; Collier R., The River that God Forgot, Coliins, Londres, 1968; Hardenburg, W. E., The Putumayo: The Devil’s Paradise, T. Fisher Unwin, Londres, 1912; Taussig, M., Shamanism, Colonialism and the Wild Man, University of Chicago Press, Chicago, 1987. Véase también Weinstein, B., The Amazon Rubber Boom, 1850-1920, Stanford University Press, Stanford. California, 1983. Para el examen de Schultes de los cauchos del Putumayo, véase Schultes, R. E., «Lacticiferous Plants of the Karaparaná-Igaraparaná Region of Colombia», Acta Botánica Neerlandica 15: 178-189, 1966.
+Para algunas anotaciones sobre el potencial psicoactivo de la Coriaria thymifolia, véase Schultes, R. E. y A. Hoffmann, Plants of the Gods, McGraw-Hill, Nueva York, 1979. Para la mejor fuente moderna sobre la Conquista, véase Hemming, J., The Conquest of the Inca, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1970. Véase también Hemming, J., y E. Ranney, Monuments of the Incas, University of New Mexico Press, Alburquerque, 1982. Creo que este bello libro de fotografías y textos capta el espíritu de los incas mejor que cualquier otra publicación.
+En torno a la desaparición de la coca en Ecuador, véanse León, L. A., «The Disappearance of Cocaísmo in Ecuador», Bulletin on Narcotics 4(2): 21-25, 1952; León, L. A., «Historia y Extinción del Cocaísmo en el Ecuador: Sus Resultados», América Indígena 12(1): 7-32, 1952; Myers, T. P., «Formative Period Occupation in the Highlands of Northern Ecuador», American Anquity 41(3): 353-360, 1976; Naranjo, P., «El Cocaísmo entre los Aborígenes de Sud América: Su Difusión y Extinción en el Ecuador», América Indígena 34(3): 605-628, 1974; Patiño, V. M., Plantas Cultivadas y Animales Domésticos en América Equinoccial, Imprenta Departamental, Cali, Colombia, 1967.
+Para la etnografía de los quechuas de la llanura, véase Whitten, N. E., Sacha Runa: Ethnicity and Adaptation of Ecuadorian Jungle Quichua, University of Illinois Press, Urbana, 1976. Para los sionas-secoyas, véase Vickers, W.T., «Cultural Adaptation to Amazonían Habitats; The Siona-Secoya of Eastern Ecuador», tesis de doctorado, University of Florida, Gainesville, 1976. En torno a los jíbaros, consúltese Harner, M., The Jívaro: People of the Sacred Waterfalls, Doubleday/Natural History Press, Nueva York, 1973. Para las desventuras de Blomberg, véase Blomberg, R., The Naked Aucas: An Account of the Indians of Ecuador, George Allen Unwin, Londres, 1957.
+Para una mirada crítica al Instituto Lingüístico de Verano, véase Stoll, D., Fishers of Men or Founders of Empire?, Zed Press, Londres, 1982. Para un crónica sin reservas sobre Rachel Saint y Dayuma, véase Kingsland, R. A., A Saint Among Savages, Collins, Londres, 1980. Para la interpretación de los acontecimientos según los Wycliffe /S. I. L., véanse R. T. Hitt, Jungle Pilot: The Life and Witness of Nate Saint, Hodder and Stoughton, Londres, 1959; Wallis, E. E., The Dayuma Story, Harper and Bros., Nueva York, 1960; Wallis, E. E., Aucas Downriver, Harper and Row, Nueva York, 1973. El libro más revelador de los escritos por los directamente afectados por la masacre es Elliot, B., Through the Gates of Splendour, Hodder & Stoughton, Londres, 1957. Betty Elliot también escribió Shadow of the Almighty, una biografía de su esposo muerto, publicada en Londres por Hodder & Stoughton en 1958. Véase también Elliot E., The Savage. My Kinsman, Harper and Row, Nueva York, 1961.
+Los trabajos de Jim Yost son fuente básica para la etnografía de los waoranis. Véanse Yost, J. A., «People of the Forest: The Waorani», en Ligabue, G. (ed.), Ecuador in the Shadow of the Volcanoes, págs. 95-115, Ediciones Libri Mundi, Venecia, Italia, 1981; «Twenty Years of Contact: The Mecanism of Change in Wao (‘Auca’) Culture», en Whitten, N. E. (ed.), Cultural Transformations and Ethnicity in Modern Ecuador, págs. 677-704, University of Illinois Press, Urbana, 1981; Yost, J. A., y P. M. Kelley, «Shotguns, Blowguns and Spears: The Analysis of Technological Efficiency», en Hames, R. B., y W. T. Vickers (eds.), Adaptive Responses of Native Amazoníans, págs. 189-224, Academic Press, Nueva York, 1983.
+En cuanto a los estudios médicos sobre los aucas, véanse Kaplan, J. E., et al., «Infectious Disease Patterns in the Waorani, an Isolated Amerindian Population», American Journal of Tropical Medicine and Hygiene 29(2): 298-312, 1980; Larrick, J. W., et al., «Snake Bite Among the Waorani Indians of Eastern Ecuador», Transactions of the Royal Society of Tropical Medicine and Hygiene 72: 542-543, 1978; Larrick, J. W., et al., «Patterns of Health and Disease Among the Waorani Indians of Eastern Ecuador», Medical Anthropology 3: 147-191, 1979; Theakston, R. D. G., et al., «Snake Venom Antibodies in Ecuadorian Indians», Journal of Tropical Medicine and Hygiene 84: 199-202, 1981.
+Jim Yost y yo publicamos tres artículos basados en nuestro trabajo. Véanse Davis, E. W., y J. A. Yost, «The Ethnobotany of the Waorani Indians of Eastern Ecuador», Botanical Museum Leaflets 29(3): 159-217, 1983; «The Ethnomedicine of the Waorani of Amazonían Ecuador», Journal of Ethnopharmacology 9(2-3): 273-298; «Novel Hallucinogens from Eastern Ecuador», Botanical Museum Leaflets, 29(3):291- 298, 1983.
+Un excelente resumen del programa del caucho es el de Rands, R. D., y L. G. Polhamus, Progress Report on the Cooperative Hevea Rubber Development in Latin America, Circular n.º 976, U. S. Department of Agriculture, Washington D. C., junio 1955. En cuanto a datos sobre la producción mundial de caucho natural entre 1910 y 1940, véanse los compilados por la Rubber Staff of the Bureau of Foreign and Domestic Commerce, U.S. Department of Commerce, julio 24, 1942, U. S. National Archives, Washington, D. C.
+El ímpetu debido a la emergencia bélica llevó a la publicación de una serie de trabajos sobre el caucho, muchos escritos por los superiores y colegas de Schultes en el USDA. Estos artículos son fascinantes tanto por su contenido como por el tono en que están escritos. Serios y sombríos, cautos aunque en esencia esperanzadores, se enfrentan a la gravedad de la crisis y, sin embargo, como toda buena propaganda, le dan al lector la impresión de que la inventiva científica americana prevalecerá en fin de cuentas.
+Para el valor estratégico del caucho dentro del esfuerzo bélico, véanse Blandin, J. J., «Why Rubber is Coming Home», Agriculture in the Americas 1: 1-17, 1941 Burkland, E. R., «Speaking of Rubber», Agriculture in the Americas 1(1): 7-12, 1941. En torno a las fuentes alternas de látex, véanse Brandes, E. W., «Go Ahead, Guayule!», Agriculture in the Americas 2(5): 83-86, 1942; Brandes, E. W. «Rubber from the Russian Dandelion», Agriculture in the Americas 2(7): 127-131, 1942; Loomis, H. F., «Castilla Rubber’s Comeback», Agriculture in the Americas 2(9): 171-176, 1942. Véase también Schultes, R. E., Report on Common Names, Lactiferous Plants, Colombia, informe presentado a W. Mayer, el 20 de marzo de 1943, U. S. National Archives, Washington, D. C.
+Algunos artículos generales sobre el cultivo y la historia del caucho son: Imle, E. P., «Hevea Rubber: Past and Future», Economic Botany 32: 264-277, 1978; Schultes, R. E., «The Odyssey of the Cultivated Rubber Tree», Endeavor 1(3-4): 133-138, 1977; Schultes, R. E., «The Tree that Changed the World in One Century», Arnoldia 44(2):2-16, 1984.
+Para la exploración de Schultes de la Cryptostegia, véase su Informe n.º 2, del 10 de diciembre de 1942, presentado a C. B. Manifold, Rubber Reserve Company, diciembre 11, 1942, U. S. National Archives, Washington D. C. Para su trabajo con el Sapium y la exploración de las concesiones Villalobos, véase Schultes, Informe n.º 3, presentado a J. de W. Mayer, Rubber Reserve Company, Bogotá, febrero 6 de 1943, U. S. National Archives, Washington, D. C.
+Para la expedición del Apaporis, véase Survey of the Apaporis River Basin, presentado a la Rubber Development Corporation por E. L. Vinton y R. E. Schultes, diciembre 6 de 1943, Bogotá. Este documento que se halla en los U. S. National Archives, Washington, D. C., incluye un breve resumen de Mayer y cuatro informes separados. El Informe n.º 4 de Schultes, Air Survey of the Apaporis River Basin, presentado el 12 de marzo de 1943; el Informe de Vinton y Schultes n.º 1, Survey of the Upper Apaporis, presentado el 10 de agosto de 1943; el Informe de Vinton, Report on the Airport at Puerto Hevea, presentado el 28 de septiembre de 1943; el Informe n.º 5 de Schultes, Survey of the Middle and Lower Apaporis, presentado el 3 de noviembre de 1943. Véanse también los informes de itinerario de Schultes entre abril y junio de 1943, presentados el 13 de julio de 1943 a E. M. Blair, Rubber Development Corporation, Washington, D. C.
+Para Mayer sobre la enfermedad de Vinton y la importancia de explorar el Apaporis, véase la carta de Mayer a E. M. Blair del 16 de enero de 1943. Para la respuesta de Blair a Mayer, véase la carta de aquel del 26 de enero de 1943. Para la decisión de Mayer de enviar al Apaporis tanto a Schultes como a Vinton, véase la carta de Mayer a Blair del 7 de abril de 1943.
+Para Schultes sobre el Apaporis, con un repaso de los resultados de rendimiento de los cauchos y del descubrimiento de nuevas especies, véanse «Terrain and Rubber Plants in the Upper Apaporis of Colombia», Suelos Ecuator 1: 121-137, 1958; y «Glimpses of the Little-Known Apaporis River in Colombia», Chronica Botánico 9: 123-127, 1945. Para las descripciones de Schultes de las nuevas especies halladas en la cima del cerro Chiribiquete, véanse Schultes, R. E., «Plantae Colombianae IX», Caldasia 3: 121-130, 1944; Schultes, R. E., «Plantae Austro-americanae III: De Plantis Principaliter Colombiae Orientalis Observationes», Botanical Museum Leaflets 12: 117-148, 1946; Schultes, R. E., «Plantae Colombianae VIII», Caldasia 11-23-32, 1944. Para un estudio contemporáneo sobre Chiribiquete, con un mapa que muestra la localización del cerro con el nombre de Schultes, véase Estrada, J., y Fuertes J., «Estudios Botánicos en la Guayana Colombiana, IV: Notas Sobre la Vegetación y la Flora de la Sierra de Chiribiquete», Revista Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales 18(7): 483- 487, 1993.
+En cuanto a la defensa de Mayer de Schultes y de Vinton, véase su carta del 30 de noviembre de 1943, Rubber Development Corporation, U. S. National Archives, Washington, D. C. Para el informe de Allen, véanse sus informes de itinerario en mayo y junio de 1943, presentados el 13 de julio de 1943 a E. M. Blair, Rubber Development Corporation, U. S. National Archives, Washington, D. C. Para el riesgo de que Schultes fuera reclutado, véase la carta de W. L. Clayton a Henry Linam del 17 de julio de 1943, U. S. National Archives, Washington, D. C.
+Para el intento de formar plantaciones en el continente americano durante la guerra, véanse Brandes, E. W., «Rubber on the Rebound —East to West», Agriculture in the Americas 1(3): 1-11, 1941 (un resumen de este artículo se publicó en Indian Rubber World con el título «A Plantation Industry for America», Chronica Botánica 7(7): 320-323, 1943); Brandes, E. W., «Progress in Hemisphere Rubber Plantation Development», Indian Rubber World 108: 143-145, 1943; Crane, B. V., «The Production of Rubber in South and Central America», India Rubber World 107(3): 259- 264, 1942; Klippert, W. E., «The Cultivation of Hevea Rubber in Tropical America», Chronica Botánica 6(9): 199-200, 1941; Klippert, W. E., «Small Farm Rubber Production», Agriculture in the Americas 2(3): 48-53, 1942; Polhamus, L. G., «War Speeds the Rubber Project», Agriculture in the Americas 2(2): 29-31, 1942; Rands, R. D., «Hevea Culture in Latin America: Problems and Procedures», India Rubber World 106(3): 239-243, 350-356, 461-465, 1942.
+Para la historia de las plantaciones de Ford en Fordlandia y Belterra, véanse Edit, R. C., «Plantaciones de Caucho en el Brasil Fordlandia y Belterra», Agricultura Tropical 9(1): 17-28, 1953; Johnston, A., «The Ford Rubber Plantations», India Rubber World, mayo 1, 1941, págs. 35-38; junio 1, 1941, págs. 199-202. Para comentarios sobre el hongo suramericano. Véanse Rands, R. D., «South American Leaf Disease of Pará Rubber», USDA Department Bulletin n.º 1286, pág. 18, 1924; Rands, R. D., «Progress on Tropical America Rubber Planting Through Disease Control», Phytopathology 36: 688, 1946: Langford, M. H., South American Leaf Blight of Hevea Rubber Trees, U. S. Department of Agriculture Technical Bulletin 882, 31 págs, 1945.
+La carta del 20 de marzo de 1944 de Hans Sorensen a T. J. Grant se halla en los U. S. National Archives, Washington D. C. Para las contribuciones científicas de Sorensen, véanse Sorensen, H. G., «Crown Budding for Healthy Hevea», Agriculture in the Americas 2: 191-193, 192; «Colombia’s Plantation Rubber Program», Agriculture in the Americas 5: 106-108, 114-115, 1945.
+Para mi visión de Leticia entre 1943 y 1946, estoy profundamente endeudado con Helen Floden, quien compartió conmigo tanto sus impresiones como sus papeles y fotos privadas. De particular interés fue una carta a los Floden de W. G. Scherer del 6 de noviembre de 1943. En la larga misiva, este misionero, que trabajaba en Iquitos, Perú, resumió lo que les esperaba en Leticia. La lista detallada de bienes y servicios disponibles, el tamaño y el carácter de la población, los medios de transporte y el ritmo de las estaciones constituyen un vívido retrato de la ciudad.
+Schultes describió su trabajo en Leticia en una serie de artículos escritos en el campo y publicados en Colombia. Véanse Schultes, R. E., «Aprovechamiento Científico de una Riqueza Natural Colombiana», Agricultura Tropical n.º 12, págs. 31-42, 1946; Schultes, R. E., «Esperanza Agronómica para la Amazonía Colombiana», Agricultura Tropical n.º 2, Suplemento n.º 2, págs. 3-22,1946; Schultes, R. E., «El Cauchero Abanderado del Vaupés», Revista Nacional de Agricultura n.º 564, págs. 1-8, 1952.
+Para el estudio del caucho del USDA de 1923 a 1924, véase La Rue, C. D., «The Hevea Rubber Tree in the Amazon Valley», USDA Department Bulletin n.º 1422, 1926. En torno a los esfuerzos para comprender la compleja taxonomía del caucho, véanse Schultes, R. E., «The History of Taxonomic Studies in Hevea», Botanical Review 36: 197-276, 1970; Schultes, R. E., A Brief Taxonomic View of the Genus Hevea, Malaysian Rubber Research and Development Board, Monografía n.º 14, Kuala Lumpur, 1990. Schultes escribió desde el principio una serie de trabajos sobre el Hevea, basados en sus trabajos iniciales en la Amazonía colombiana. Véanse «The Genus Hevea in Colombia», Botanical Museum Leaflets 12(1): 1-17, 1945; «Estudio Preliminar del Género Hevea en Colombia», Revista de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales 6(22-23): 331-338, 1945; «Studies in the Genus Hevea I», Botanical Museum Leaflets 13(1): 1-11, 1947. Hay referencias a los envíos de semillas de caucho de Schultes desde Leticia en numerosos documentos existentes en los U. S. National Archives, Washington, D.C. Véase la carta de Schultes a R. D. Rands del 10 de abril de 1946.
+Para el trabajo de Seibert, véanse Seibert, R. J., «A Study of Hevea in the Republic of Peru», Annals of the Missouri Botanical Garden 34: 261-353, 1947, y «Searching the Jungles to Improve Rubber Trees», Foreign Agriculture 14: 153-155, 1950. Para la inspección de Schultes de la plantación de Calima en el occidente de Colombia, véase su informe a C. Molina del 31 de mayo de 1946, U. S. National Archives, Washington, D. C.
+Para la historia del caucho sintético y reseñas sobre la emergencia en tiempos de la guerra, véanse Brenner, M. A., The Outlook for Synthetic Rubber, Planning Pamphlet n.º 32, National Planning Association, Washington, D. C. 1944; Herbert, V., y A. Bisio, «Synthetic Rubber: A Project That Had to Succeed», Contributions in Economics and Economic History n.º 63, Greenwood Press, Westport, Connecticut, 1985. En cuanto al papel del caucho en la economía moderna, véanse Barlow, C., The Natural Rubber Industry, Oxford University Press, Oxford, Inglaterra, 1978; French, M. J., The U. S. Tire Industry: A History, Twayne Publishers, Boston, 1991: Grilli, E. R., B. B. Agostini, y M. J. Hooft-Welvaars, The World Rubber Economy, John Hopkins University Press, Baltimore, Maryland, 1980.
+En cuanto a los esfuerzos de posguerra por establecer plantaciones, véanse Bangham, W. N., «Plantation Rubber in the New World», Economic Botany 1: 210-229, 1947; Brandes, E. W., «Progress Toward an Assured Natural Rubber Supply», India Rubber World 116: 491-497, 507, 1947; Rubber’s Return to the Western Hemisphere, Goodyear Tire and Rubber Company, Akron, Ohio, 1952, 24 págs.; Lichtfield, P. W., «A Living Stockpile for National Security», Notes on America’s Rubber Industry, n. s. 16, Goodyear Tire and Rubber Co., Akron, Ohio, 1951; Schultes, R. E., y A. Uribe, «The Future of Rubber Growing in Colombia», Agriculture in the Americas 7(10-11): 127-130, octubre-noviembre, 1947.
+El forcejeo burocrático que culminó en la cancelación del programa del caucho está ampliamente documentado en documentos recientemente dados al público por los U. S. National Archives. Para el memorándum de Lester Edmond, véanse los Comentarios adjuntos al Informe de la TCA sobre los Proyectos Caucheros en Latinoamérica, diciembre 13 de 1951. Para los argumentos de R. D. Rands favorables al esfuerzo del caucho, véanse las cartas de Rands a Rey Hill, del 31 de marzo de 1952; de Rands a Mills, del 21 de mayo de 1952; de Rands a L. E. Peterson, del 4 de junio de 1952. Para otros documentos de apoyo, véase L. E. Peterson, Reference Document on the Point IV Rubber Development Program in Latin America, noviembre 1.º, 1950. Véase también carta de M. W. Parker a Hill, marzo 19, 1953.
+El apoyo de la industria al programa fue consistente y unánime. Véanse testimonios de Paul Lichtfield (Goodyear) y de John Collyer (B. F. Goodrich), en el Report of the Department of State Rubber Advisory Panel Meeting de julio de 1952. Véanse también las cartas de Lichtfield a Harold Stassen, del 24 de julio de 1953; y del 29 de septiembre de 1953; de G. M. Tisdale (U. S. Rubber) a Harold Stassen del 29 de septiembre de 1953; de A. L. Viles (Rubber Trade Association) a Harold Stassen y Arthur Flemming del 10 de octubre de 1953; y de W. E. Klippert (Goodyear) a Harold Stassen del 24 de julio de 1953.
+Para las cartas cruzadas entre Harold Stassen y Arthur Flemming, véanse las de Stassen a Flemming del 23 de junio y el 6 de julio de 1953; y la de William Rand a Flemming, del 21 de julio de 1953. Para la respuesta de Flemming y su firme apoyo a la importancia estratégica del programa, véase la carta de Flemming a Rand del 13 de agosto de 1953. Para el apoyo de Ezra Benson, véase su carta a Stassen del 2 de septiembre de 1953. Para la continuación del respaldo de la industria, véanse los testimonios y documentos anexos de G M. Tisdale, Paul Lichtfield, Collyer, y otros miembros del Rubber Industry Advisory Panel, de septiembre 25, 1953. La respuesta de Stassen fue una carta anunciando la cancelación a partir de junio 30. Véanse los anexos a D. W. Figgis y a D. A. Fitzgerald del 22 de octubre de 1953. Véase también la carta de R. M. Hill a D. W. Figgis del 12 de octubre de 1953. Para el informe secreto que condenó el programa, véase The Rubber Research Development Program in Latin America: An Evaluation Survey and Report, diciembre 2, 1953. El memorándum de Harold Stassen del 9 de diciembre de 1953, que marcó la terminación oficial del programa de catorce años, también se puede ver ahora en los U. S. National Archives, Washington, D. C.
+Para la sugerencia de Rey Hill de que a Schultes se le asignara la tarea de elaborar una monografía sobre el Hevea, véase la carta de R. M. Hill a R. F. Cook del 10 de julio de 1953. El telegrama de Hill a Schultes anunciándole el trabajo fue recibido en Bogotá el 17 de julio de 1953, y se halla en los U. S. National Archives.
+Para Schultes en torno a la amenaza de la plaga en las plantaciones de Oriente, véase R. E. Schultes, «Wild Hevea —An Untapped Source of Germ Plasm», Journal of the Rubber Research Institute of Sri lanka 54, pt.1, N.º 1, 1977, págs. 227-257.
+Schultes descubrió su hallazgo de la orquídea azul en «Aganisia cyanea —Joya de la Selva», American Orchid Bulletin 30: 558-562, 1961. Véase también Schultes, R. E., «Orchidaceae Neotropicales V. Generis Aganisiae Synopsis», Lloydia 21(2): 88-99, 1958. El diario de Schultes, que cubre su estadía en el Río Negro entre el 4 de septiembre y el 16 de diciembre de 1947, se halla entre sus papeles personales.
+Cuando estuvo en el Apaporis entre octubre y diciembre de 1951, Schultes escribió un largo y elocuente artículo sobre Richard Spruce. Véase Schultes, R. E., «Richard Spruce Still Lives», The Northern Gardener 7(1-4): 20-27, 55-61, 87-93, 121-125, 1953. Para otros escritos de Schultes sobre Spruce, véanse «Some Impacts of Spruce’s Amazon Explorations on Modern Phytochemical Research» Rhodora, 70: 313-339, 1968; «Richard Spruce and the Ethnobotany of the Northwest Amazon», Rhodora, 78: 65-72, 1976; «Richard Spruce: An Early Ethnobotanist and Explorer of the Northwest Amazon and Northern Andes», Journal of Ethnobiology 3(2): 139-147, 1983.
+Para las exploraciones de Spruce, véase Spruce, R. (A. R. Wallace ed.), Notes of a Botanist on the Amazon and the Andes, 2 vols., Macmillan & Co., Londres, 1908. Para los diarios de Wallace y de Bates, véanse Bates, H. W., The Naturalist on the River Amazons, John Murray, Londres, 1863; Wallace, A. R., A Narrative of Travels on the Amazon and Río Negro, Ward, Lock & Co., Londres, 1889. Para un fascinante vistazo de la rivalidad entre Spruce y Wallace, véase Balick, M. J., «Wallace, Spruce, and Palm Trees of the Amazon: A Historical Perspective», Botanical Museum Leaflets 28(3): 263-270, 1980.
+Schultes publicó unos cuantos artículos sobre el Hevea y plantas afines basados en su trabajo de campo en el Río Negro. De particular interés son «Studies in the Genus Hevea II: The Rediscovery of Hevea rigidifolia», Botanical Museum Leaflets 13(5): 97-132; «Studies in the Genus Hevea IV: Notes on the Range and Variability of Hevea microphylla», Botanical Museum Leaflets 15(4): 111-138, 1952.Véanse también «Studies in the Genus Hevea V», Botanical Museum Leaflets 15(10): 247-254, 1952; «Studies in the Genus Hevea VI», Botanical Museum Leaflets, 15(10): 255-272, 1952; «Studies in Hevea VII», Botanical Museum Leaflets 16(2): 21-44, 1953; «A New Infrageneric Classification of Hevea». Botanical Museum Leaflets 25(9): 243-257, 1977; «Studies in the Genus Hevea VIII: Notes on Infraspecific Variants of Hevea Brasiliensis», Economic Botany 41(2): 125-147, 1987. Para los estudios de Schultes sobre el Micrandra y el Cunuria, y descripciones de la Micrandra lopezii y la Micrandra rossiana, véase Schultes, R. E., «Studies in the Genus Micrandra I: The Relationship of the Genus Cunuria to Micrandra», Botanical Museum Leaflets 15(8): 201-222, 1952. Para su descripción de la Vaupesia cataractarum, véase «A New Generic Concept in the Euphorbiaceae», Botanical Museum Leaflets 17(1): 27-36, 1955.
+Para el análisis de Schultes de la colección de yagé de Spruce, véase Schultes, R. E., et al., «De Plantis Toxicariis e Mundo Novo Tropicale Commentationes III: Phytochemical Examination of Spruce’s Original Collection of Banisteriopsis Caapi», Botanical Museum Leaflets 22(4): 121-131, 1969. Schultes también analizó las colecciones de yopo de Spruce. Véase Schultes, R. E., et al., «De Plantis Toxicariis e Mundo Novo Tropicale Commentationes XVIII: Phytochemical Examination of Spruces Ethnobotanical Collection of Anadenanthera peregrina», Botanical Museum Leaflets 25(10): 273-288, 1977.
+Para su descubrimiento y descripción de la Pouteria Ucuqui, véase Murça Pires, J., y R. E. Schultes, «The Identity of Ucuquí», Botanical Museum Leaflets 14(4): 87-96. Para su descripción y relación del bejuco psicoactivo Tetrapterys methystica, véase Schultes, R. E., «Plantae Austro-americanae IX: Plantarum Novarum vel Notabilium Notae Diversae», Botanical Museum Leaflets 16(8): 179-228, 1954.
+Para la botánica y etnobotánica de la coca, véanse los artículos de Tim Plowman arriba citados. La fuente clásica es Mortimer, W. G., History of Coca: The Divine Plant of the Incas, reimpresión de la edición de 1901, And/Or Press, San Francisco, 1974. Tres excelentes selecciones de ensayos y artículos sobre la historia, etnobotánica, potencial médico, farmacología y la política de la coca, véanse Pacini, D., y C. Franquemont (eds.). Coca and Cocaine: Effects on People and Policy in Latin America, Cultural Survival Report 23, Cambridge, 1986; Rivier, L. (ed ), «Coca and Cocaine, 1981», Journal of Ethnopharmacology 3(2-3): 106-379. Para trabajos sobre la coca y la cocaína, véase Andrews, G., and Oloman, D. (eds.), The Coca Leaf and Cocaine Papers, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1975. Para un excelente repaso de la historia temprana de la cocaína, véase Grinspoon, L., y Bakalar, J.B., Cocaine: A Drug and Its Social Evolution, Basic Books, 1985. Para dos insuperables libros sobre la importancia cultural de la coca, véanse Allen, C. J., The Hold Life Has: Coca and Cultural Identity in an Andean Community, Smithsonian Institution Press, Washington, D. C., 1988; Antonil (A. R. Henman), Mama Coca, Hassle Free Press, Washington, D. C., 1978. Véase también Gagliano, J., Coca Prohibition in Peru, University of Arizona Press, Tucson, 1994.
+Para los resultados de la evaluación nutricional, véase Duke, J. A., D. Aulik, y T. Plowman, «Nutritional Value of Coca», Botanical Museum Leaflets 24(6): 113-119, 1975. Véase también Burchard, R. E., «Coca Chewing: A New Perspective», en Rubin, V. (ed.). Cannabis and Culture, Mouton, La Haya, págs. 463-484, 1975. Para el valor medicinal de la coca, véase Weil, A. T., «The Therapeutic Value of Coca in Contemporary Medicine», Journal of Ethnopharmacology, 3: 367-376, 1981. Para la solución de Tim del enigma de la coca cultivada, véase Bohm, B., F. Ganders, y T. Plowman, «Biosystematics and Evolution of Cultivated Coca (Erytbroxylacacea)», Systematic Botany 7(2): 121-133, 1982.
+Para la historia de los incas, véanse Baudin, L., Daily Life in Peru Under the Last Incas, Macmillan, Nueva York, 1968; Brundage, B. C., Lords of Cuzco y Empire of the Inca, University of Oklahoma, Norman, 1985 (ambos); Conrad, G. W., y A. Demarest, Religion and Empire, Cambridge University Press, Cambridge, Inglaterra, 1984; Hemming, J., The Conquest of the Incas, Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1970; Métraux, A., The History of the Incas, Schocken Books, Nueva York, 1976; Rowe, J. H., «Inca Culture at the Time of the Spanish Conquest», Handbook of South American Indians, Smithsonian Institution, Bureau of American Ethnology, Boletín 143, vol. 2, págs. 183-330, 1946; Von Hagen, V. W., The Incas of Pedro Cieza de León, University of Oklahoma Press, Norman, 1976; Zuidema, R. T., Inca Civilization in Cuzco, University of Texas Press, Austin, 1990.
+Para los caminos de los incas, véanse Hyslop, J., The Inka Road System, Academic Press, 1984; Von Hagen, V. W., Highway of the Sun, Little, Brown & Co., Boston, 1955. Véase también Hyslop, J., Inka Settlement Planning, University of Texas Press, Austin, 1990. Para las ideas de los incas sobre la tierra y el espacio sagrado, véase Sallnow, M. J., Pilgrims of the Andes, Smithsonian Institution Press, Washington, D. C., 1987. Ronald Wright ha escrito dos espléndidos libros: Stolen Continents, Viking, Nueva York, 1991, y Cut Stones and Crossroads, Penguin Books, Nueva York, 1994.
+Para la botánica y etnobotánica de los Andes, véanse Franquemont, C., et al., The Ethnobotany of Chinchero, an Andean Community in Southern Peru, Fieldiana New Series, n.º 24, 1990; Gade, D. W., «Plant Use and Folk Agriculture in the Vilcanota Valley of Peru», tesis de doctorado. University of Wisconsin, Madison, 1967; Goodspeed, T. H., Plant Hunters in the Andes, University of California Press, Berkeley, 1961.
+Tanto Tim como yo publicamos trabajos sobre el chamairo, el curioso endulzante. Véanse Plowman, T., «Chamairo: Mussatia byacintbina —an Admixture to Coca from Amazonían Peru and Bolivia», Botanical Museum Leaflets 28(3): 253-261, 1980; Davis, E. W., «The Ethnobotany of Chamairo: Mussatia hyacinthina, Journal of Ethnopharmacology» 9(2-3): 225-236, 1983. Para una dramática descripción de los hongos de Mainique, véase Matthiessen, P., The Cloud Forest, Ballantine Books, Nueva York, 1961.
+En torno a las plantas medicinales, sobre todo las del área de Iquitos, véase Maxwell, N., Witch Doctor’s Apprentice, Citadel Press, Nueva York, 1990. Para el uso tradicional del yagé en esa región, véase Luna, L. E., Vegetalismo: Shamanism Among Mestizo Population of the Peruvian Amazon, Almqvist & Wiksell, Estocolmo, Suecia, 1986. Para Schultes sobre la coca amazónica, véase Schultes, R. E., «Coca in the Northwest Amazon», Botanical Museum Leaflets 28(1): 47-59, 1980. Para su descubrimiento de una nueva manera de perfumar con resinas el polvo, véase Schultes, R. E., «A New Method of Coca Preparation in the Colombian Amazon», Botanical Museum Leaflets 17(90): 241-246, 1957.
+Entre mayo de 1951 y su partida de América del Sur a fines de 1953, Schultes contó con la compañía de Isidoro Cabrera, quien llevó un diario que garrapateaba a lápiz en libretas por la noche. Sus largas anotaciones fueron de inmensa ayuda para reconstruir sus rutinas de campo, así como para verificar su itinerario.
+Para la etnografía del Vaupés, el punto de partida es de nuevo la notable obra de Gerardo Reichel-Dolmatoff. Su libro, Desana: Simbolismo de los Indios Tukano del Vaupés, fue publicado en Bogotá por la Universidad de los Andes en 1968 (Amazonían Cosmos: The Sexual and Religious Symbolism of the Tukano Indians, University of Chicago Press, Chicago, 1971). Entre sus muchas publicaciones, todas brillantes, estas me parecieron particularmente estimulantes: «The Cultural Context of an Aboriginal Hallucinogen: Banisteriopsis Caapi», en Furst, P. T. (ed.), Flesh of the Gods, págs. 84-113, Praeger Publishers, Nueva York, 1972; Beyond the Milky Way, UCLA Latin American Center Publications, Los Angeles, 1978; «Desana Shamans’ Rock Crystals and the Hexagonal Universe», Journal of Latin American Lore 7(1):73-98, 1981.
+Reichel-Dolmatoff le inspiró a Brian Moser y a Donald Tayler la idea de descender por el Piraparaná en 1960. Para su estadía con los tucanos, véase Moser, B., y D. Tayler, The Cocaine Eaters, Longmans, Green & Co., Londres, 1965. El gran antropólogo colombiano también animó y prestó ayuda al matrimonio de Stephen y Christine Hugh-Jones. Para sus magníficas publicaciones, basadas en su trabajo de campo en el Piraparaná, véanse Hugh-Jones, C., From the Milk River: Spatial and Temporal Processes in Northwest Amazonía, Cambridge University Press, Cambridge, Inglaterra, 1979; Hugh-Jones, S., The Palm and the Pleiades: Initiation and Cosmology in Northwest Amazonía, Cambridge University Press, Cambridge, Inglaterra, 1979; Hugh-Jones, S., «Like Leaves on the Forest Floor: Space and Time in Barasana Ritual», Proceedings of the 42nd International Congress of Americanists, vol. 2, págs. 205-215, París, 1977.
+Para la etnografía de los macunas y los cúbeos, véase Arhem, K., Makuna Social Organization, Almqvist & Wiksell, Estocolmo, Suecia, 1981; Goldman, I., The Cubeo, University of Illinois Press, Urbana, 1979. Para un comentario sobre el lenguaje, las reglas matrimoniales y las normas de asentamiento, véase Sorensen, A. P., «Multilingualism in the Northwest Amazon», American Anthropologist 69: 670-684, 1967. Cuando Schultes vivió con los yukunas en el Miritiparaná, describió la danza del cunuri en dos manuscritos inéditos que se hallan entre sus papeles personales. Véanse «The Evolution Dance of the Yukunas» y «A Folk Tale of the Cunuri Dance of the Yukunas of Colombia». También hay referencias a la fiesta del cunuri en Schultes, R. E., «The Amazon Indian and Evolution in Hevea and Related Genera», Journal of the Arnol Arboretum 37(2): 123-148, 1956.
+Schultes publicó numerosos artículos sobre los polvos alucinógenos para aspirar. Para el primer descubrimiento, que incluye una descripción de su experimento personal con el yá-kee, véase Schultes, R. E., «A New Narcotic Snuff from the Northwest Amazon», Botanical Museum Leaflets 16(9): 241-260, 1954. Para su trabajo con los waikas, véase Schultes, R. E., y B. Holmstedt, «De Plantis Toxicariis e Mundo Novo Tropicale Commentationes II: The Vegetal Ingredients of Myristicaceous Snuffs of the Northwest Amazon», Rhodora 70(781): 113-160, 1968. Entre las reseñas cabe destacar Schultes, R. E., «The Botanical Origin of South American Snuffs», en Efron, D. H. (ed.), Ethnopharmacological Search for Psychoactive Drugs, Public Health Service Publication n.º 1645, Government Printing Office, Washington, D. C., 1967: Schultes, R. E., «Evolution of the Identification of the Myristicaceous Hallucinogens of South America», Journal of Ethnopharmacology 1: 211-239, 1979.
+Para el primer informe sobre la preparación oral de la virola, véase Schultes, R. E., «De Plantis Toxicariis e Mundo Novo Tropicale Commentationes V: Virola as an Orally Administered Hallucinogen», Botanical Museum Leaflets 22(6): 229-240, 1969. Los estudios de seguimiento fueron reseñados en Schultes, R. E., y T. Swain, «De Plantis Toxicariis e Mundo Novo Tropicale Commentationes XIII: Further Notes on Virola as an Orally Administered Hallucinogen», Journal of Psychedelic Drugs 8(4): 317-324, 1976; Schultes. R. E., T. Swain, y T. Plowman, «De Plantis Toxicariis e Mundo Novo Tropicale Commentationes XVII: Virola as an Oral Hallucinogen among the Boras of Peru», Botanical Museum Leaflets 25(9): 259-272, 1977.
+Schultes se enfrentó al problema de los añadidos en «De Plantis Toxicariis e Mundo Novo Tropicale Commentationes XI: The Ethnotoxicological Significance of Additives to New World Hallucinogens», Plant Science Bulletin 18: 34-40, 1972. Para un trabajo más reciente sobre los preparados de Virola administrados oralmente, véase McKenna, D. J., D. J., G. H., N. Towers y F. S. Abbott, «Monoamine Oxidase Inhibitors in South American Hallucinogenic Plants; Part 2: Constituents of Orally —Active Myristicaceous Hallucinogens», Journal of Ethnopharmacology 12:179-211, 1984.
+Reichel-Dolmatoff recordó su primer encuentro con Schultes en una carta a Tom Riedlinger del 10 de mayo de 1993. En las honras fúnebres de Tim, celebradas en el Field Museum of Natural History de Chicago el 19 de enero de 1989, se me pidió que pronunciara unas palabras. Este panegírico fue reproducido en varias publicaciones, entre ellas Economic Botany 43(3): 416-419, 1989.
+ME FUE POSIBLE ESCRIBIR ESTE libro gracias a una beca del Canada Council. Para las investigaciones recibí abundante ayuda de archivistas, bibliotecarios de referencia y curadores de numerosas instituciones, entre ellas los Archivos Nacionales de los Estados Unidos, los Archivos Antropológicos Nacionales de la Smithsonian Institution, la Biblioteca Nacional de Agricultura, la Biblioteca Nacional de Medicina, la Biblioteca del Congreso, la Biblioteca Lauinger de la Universidad de Georgetown, las bibliotecas Tozzer y de Botánica Económica y las colecciones etnomicológicas Tina and Gordon Brown, de la Universidad de Harvard. El Consejo de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades de Canadá apoyó en parte mi trabajo de campo. Las investigaciones de Tim Plowman sobre la coca se llevaron a cabo en el Museo Botánico de la Universidad de Harvard, bajo contrato con el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, y el estudio estuvo bajo la dirección de Richard Evans Schultes. El proyecto del Departamento de Agricultura fue dirigido por Jim Duke, cuya previsión y liderazgo lo hicieron posible.
+En cuanto a la correspondencia, las entrevistas y la ayuda en la localización de materiales específicos de investigación, estoy en deuda con Edgard Asebey, Henrik Bloom, William Burroughs, Isidoro Cabrera, Álvaro Fernández-Pérez, Helen Floden, Peter Furst, Hernando García Barriga, Allen Ginsberg, Albert Hoffmann, Paul Hurley, Jesús Hidrobo, Ernest Imle, Roberto Jaramillo, Weston La Barre, Clara Loring, Mimi Marshall, Frederico Medem, Eunice Pike, Gerardo Reichel-Dolmatoff, Tom Riedlinger, Dave Russ, Rusty Russell, Russ Seibert, Calvin Sperling, Hans Ungar, Fernando Urrea, Bill Vickers, Gordon Wasson, Irmgard Weitlaner, Richard Wheaton, Wayne White y Johannes Wilbert.
+En América del Sur recibí ayuda de muchas personas, sólo algunas de las cuales mencioné en el libro. Enrique Forero me acogió al llegar a Colombia, y en menos de una semana me llevó al bosque pluvial del Darién. En Medellín, Mariano Ospina me ofreció una habitación en el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe. Muchas correrías botánicas fueron posibles gracias a Doel Sojarto. Entre otros científicos que me guiaron en varias ocasiones, están Ramón Ferreyra, Edgardo Machado, César Vargas, Lucía Atehortúa, Stephan Beck y Fernando Cabieses. Michael Hill me presentó a Sebastian Snow. Noel Prince me guió en las calles y en la historia de Bogotá, y su familia me recibió con la generosidad y amabilidad características de los colombianos. Jorge Fuerbringer y Frederico Medem me recibieron en Mocoa y en Villavicencio. Jim y Kathy Yost hicieron posible mi estadía con los waoranis. Deve Scoble me ayudó a salir de un apuro difícil en el Darién. Ñilda Callañaupa y las gentes de Chinchero me iniciaron en el conocimiento de las plantas andinas. Gracias a Pedro Juajibioy, Tim y yo pudimos compartir la vida de los kamsás y los inganos; Adalberto Villafañe y el Ika de Sogrome nos revelaron el mundo visionario de la Sierra Nevada de Santa Marta. Los waoranis de Quiwado compartieron conmigo su extraordinario conocimiento de la selva. Juan Evangelista Rojas nos alojó en su finca.
+Tengo que hacer mención especial de Lee Jacobs. Lee fue quien me presentó a Juan en su finca, y en muchas ocasiones nos acompañó a Tim y a mí en el campo. Viajó con nosotros del sur de Ecuador a Lima, acompañó a Tim al Apurímac y se nos unió una vez más en Cuzco para el viaje a Bolivia. Amaba las plantas como un jardinero, y gracias a su humor y a su ánimo alborotado era de los mejores compañeros y amigos. No figura en el libro sólo porque dio la casualidad de que no estuvo con nosotros en las expediciones que mejor cuentan la historia de la coca.
+Por su buena compañía en algunos de mis viajes les estoy agradecido a Christine y Ed Franquemont, Steve King, Mike Madison, Nina Marshall, Denis McKenna, Terence McKenna, Chuck Sheviak, Sebastian Snow, Arthur Sorensen, Calvin Sperling, John Tichenor, Etta Vendetta, y Jim Zaruchi. Por su amistad y apoyo moral también le debo dar las gracias a mi hermana Karen Davis, y también a Paul Burke, George y Kathy Cragg, Anna Gustafson, Shane Kennedy, Ian MacKenzie, Chuck y Loraine Percy, Tom Rafael y David y Tara Suzuki.
+Durante mi aprendizaje académico y en la redacción de este libro recibí inspiración de muchas fuentes. Fui uno de los últimos estudiantes de grado de Schultes, y en el Museo Botánico me precedió un notable grupo de etnobiólogos que incluía a Mel Bristol, Bob Bye, Tommie Lockwood, Mike Balick, Homer Pinkley, Andrew Weil y, por supuesto, Tim Plowman. En el Museo Peabody, David Maybury-Lewis, mi tutor de pregrado, me introdujo a la antropología y a la obra de muchos de los eruditos citados en este libro. Entre aquellos con quienes estoy especialmente en deuda, están Johannes Wilbert, Christine y Stephen Hugh-Jones, John Hemming, Peter Furst, Michael Taussig y, sobre todo, Gerardo Reichel-Dolmatoff, cuya influencia se apreciará fácilmente en esta obra.
+Varios amigos y colegas revisaron el manuscrito entera o parcialmente. Por ello debo dar gracias a Michael Carlisle, Lavinia Currier, Simon Davies, Karen Davis, Luz Fandiño, Joel McCleary, Corky y Scott McIntyre, Gail Percy, Travis Price, Tom Riedlinger, Dorothy y Dick Schultes, Calvin Sperling y Andrew Weil. A Howard Boyer y Caroline Alexander les debo agradecer especialmente su constante interés y sus valiosas críticas. Mi agente, Mike Carlisle, apoyó el libro desde el principio, como también Bob Bender, quien resultó ser un perspicaz y concienzudo editor, fuera de ser una persona estupenda en todo sentido. A medida que se ampliaba el proyecto, el cual me llevó casi cinco años, la fe y el apoyo de Bob en el libro nunca decayeron.
+En Simon & Schuster les estoy agradecido a Rose Ann Ferrick, Theresa Czajkowska, Karolina Harris, Michael Accordino y Johanna Li.
+Naturalmente, tengo profundos motivos de agradecimiento con Dick Schultes y su esposa Dorothy, quienes con tanta frecuencia me acogieron en su hogar y compartieron mi entusiasmo por el libro. Nunca podré pagarles todo lo que han hecho por mí en los veinte o más años desde que entré por primera vez a la oficina del profesor Schultes.
+Sabiamente, mis padres me enviaron a Colombia a la edad de catorce años, un viaje que infundió en mí un amor por América Latina que nunca me ha abandonado. A mi madre, Gwendolyn, y a Edmund, mi difunto padre, les debo la gratitud de un hijo cuya vida ha sido forjada por las oportunidades que su generosidad hizo posibles. A mis hijos y a mi esposa Gail les debo casi todo lo demás. Gail trabajó conmigo en cada etapa del libro, desde la propuesta hasta el manuscrito final, para lo cual leyó, editó, me ofreció consejos y compartió conmigo su discernimiento como antropóloga y artista. Su paciencia, comprensión y amor fueron el refugio donde me retiré para escribirlo.
+Al final queda Tim, a quien este libro está dedicado, el más querido amigo que cualquier persona podría desear tener y cuya trágica muerte dejó un inmenso vacío en las vidas de tantos que lo conocieron y amaron.
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