Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Samper, José María, 1828-1888, autor
Historia de una alma : memorias íntimas y de historia contemporánea / José María Samper [Presentación: Franz Hensel]. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2016.
1 recurso en línea : archivo de texto Epub (2,7 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Autobiografía / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-8959-37-5
1. Samper, José María, 1828-1888 - Biografías XIX 2. Colombia – Historia - Siglo XIX 3. Colombia - Vida social y costumbres - Siglo XIX 4. Libro digital I. Hensel, Franz II. Título III. Serie
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ISBN: 978-958-8959-37-5
Bogotá D. C., diciembre de 2016
© 1881, Imprenta de Zalamea Hermanos
© 2016, De esta edición: Ministerio de Cultura
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Franz Hensel
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+EL SIGLO XIX HISPANOAMERICANO implicó la consolidación de un espacio público moderno con nuevos actores, humanos y no humanos: imprentas cada vez más activas, autores, editores y suscriptores crecientes, formas impresas diversas como periódicos, panfletos, proclamas, cartas célebres, epítomes y manuales. En este contexto, una serie de relatos autobiográficos de distinta naturaleza hizo su aparición. Domingo Faustino Sarmiento (Argentina), Manuel Delgado (Salvador), José Zapiola (Chile), Soledad Acosta de Samper (Colombia), Clorinda Matto de Turner (Perú), entre otros, contribuyeron a convertir la escritura autobiográfica en un género particularmente activo. El siglo XIX, con sus apuestas de construcción de órdenes políticos independientes, y sus oscilaciones entre la obsesión por el orden y la libertad, presenció entonces la aparición de actores de diferente cuño que encontraron en la autobiografía un escenario privilegiado de narración.
+El texto que el lector tiene en sus manos es uno de los ejemplares más interesantes de un particular género que hizo su aparición hace ya varios siglos. Algunos tomando el modelo de las confesiones de Agustín o Rousseau, varios hombres públicos —sí, la mayoría hombres, aunque afortunadamente no todos— del siglo XIX se dieron a la tarea de escribir sus memorias, de recrearlas, de crear la ficción de una vida capaz de ser contada. En el caso del continente americano, y en cierta sintonía con sus pares de otras latitudes, las autobiografías decimonónicas cumplieron múltiples propósitos: resarcir, excusar o justificar los hechos presentados como verídicos por sus autores; volver sobre actuaciones públicas para presentarlas ante sus lectores; compartir con el lector aquellos fragmentos considerados verídicos y lanzarlos a la posteridad. Y aquí una clave de lectura de las autobiografías: producen un efecto de intimidad, de cercanía. Hay un tono en sus líneas que recuerda a la católica confesión, de ahí que al menos dos modelos autobiográficos fundantes de este tipo de escritura lleven este nombre. Pero tampoco puede olvidarse que son públicas e interesadas. Persiguen un propósito específico y, aunque muchas de ellas pueden ser dedicadas a la posteridad, también, como los Apuntamientos de Obando, por ejemplo, persiguen una agenda política más o menos explícita. Buena parte de las autobiografías decimonónicas son íntimamente construidas, públicamente recibidas y políticamente interesadas.
+Historia de una alma es hija de este siglo XIX hispanoamericano. Como la mayoría de sus contemporáneos, José María Samper (1828-1888) escribió varios miles de páginas. Su producción escrita es variopinta y de dispareja calidad: desde su famoso Ensayo sobre las revoluciones políticas, pasando por relatos de viajes, cuadros de costumbres, poesía, novela, piezas de teatro, libelos y panfletos, hasta los cientos de artículos en periódicos de Honda, Bogotá, París, Londres, Madrid, Bruselas, Lima y Panamá. Desde el inicio de estas páginas, Samper revela al lector su propósito central: plasmar su itinerario de transformación moral e intelectual, retratar «impresiones y peripecias de cuarenta y seis años de este siglo moral» (23). Sin embargo, su autobiografía termina en 1863, y no en 1881, año de publicación de la Historia. El periodo que va de 1864 a 1880, explica Samper, es fundamental para comprender la fusión entre catolicismo y República, y por ello implicaba un volumen por separado —un manuscrito que finalmente no vio la luz pública, aunque su autor nos dice que avanzó en la escritura de un primer borrador hasta 1876—. Finalmente, en 1881, y pocos años antes de su muerte, Samper publicó la historia de su alma, o al menos de buena parte de ella.
+En algo más de ochocientas páginas, Samper presenta una combinación de impresiones de infancia, itinerarios de viaje, reflexiones morales, políticas y educativas, estados «psicológicos» y episodios «graves y curiosos» como forma de retratar el «torbellino social» del siglo XIX. Dedicada a sus hijas, su Historia respira cierta pedagogía moral, compila los eventos que forjaron su «alma» y modelaron la educación de su «espíritu». En un frágil ejercicio que implicaba narrarse por fuera de sí y recrear la fantasía de un relato neutral, José Manuel Restrepo creó una biografía «contada por él mismo», usando hábilmente la tercera persona del singular para narrarse. Las notas de Samper, en cambio, lo acercan más a la literatura de viajes. Son notas e incluso podríamos decir que son historias de viaje: su interés es retratar un itinerario moral, la excursión de un alma. La intimidad pública, expuesta e interesada de Samper —como la de todo otro ejercicio autobiográfico— tiene como fin mostrar los momentos que le permiten explicar una transformación fundamental, una «revolución que había comenzado a generarse en [su] espíritu»: del liberalismo radical de mediados de siglo al moderado conservatismo de finales de siglo. Es por ello, indica al inicio de sus páginas, que «esta historia íntima es también la de muchos hombres y acontecimientos; es, en no pequeña parte, la historia de la Patria».
+Una alma. Un singular título, sin lugar a dudas, que incluso la editorial Bedout intentó modificar en 1971 cuando publicó el texto como la historia de «un» alma[1]. Un título y un propósito algo afectados, podría decirse, más cuando Samper recuerda a su lector que fue necesario haber «sentido y amado» para escribir sus líneas. Y aquí un primer rasgo clave de las autobiografías decimonónicas: parecen compartir un tono de afectación, de sentimiento; una intimidad pública imposible de evadir. Lejos de las imágenes cómodas de desbordada masculinidad —contemporánea—, los hombres públicos y políticos decimonónicos eran decididamente sentimentales. Y aquí también una primera razón para volver a las autobiografías del siglo XIX: nos permiten vislumbrar formas de comprensión de lo humano que son cercanas y extrañas a la vez. Los hombres del siglo XIX parecen primos cercanos, sus letras son las nuestras, algunos de sus artefactos aún habitan el mundo del siglo XXI. Y quizá esta apariencia de cercanía puede dejar de lado lo extraño que también este mundo puede llegar a ser ante nuestros ojos. Lo humano, para Samper y sus contemporáneos, pasaba también por las pasiones y los vicios, por el fomento de las virtudes y, en especial, por la especial insistencia en la «educación del espíritu», fantástica expresión que encapsula una combinación de experiencias sensibles, lecturas, educación formal, viajes, transformaciones religiosas, luchas políticas y, claro, varios miles de hojas impresas.
+El texto de Samper también permite leer un itinerario de viajes un tanto menos metafísico y más terrenal: Honda, Ambalema, Bogotá, Barranquilla, Lima, Caracas, Francia, Inglaterra, Italia, Perú, Alemania y España son algunas de las más de doscientas locaciones que aparecen en el recorrido biográfico de Samper. Un itinerario de viajes que, lejos de ser excepcional, parece ser un rasgo persistente de los hombres públicos del siglo XIX. Así, la Historia de Samper es también una lectura juiciosa y detallada de la Europa de mediados de siglo. Es una entrada privilegiada para comprender los espacios de socialización de esa época, como las tertulias y las sociedades, la construcción de redes científicas sobre lo americano y la agenda política y diplomática de los países hispanoamericanos en París, aquel «inmenso conjunto de maravillas de todo linaje» (721). No obstante, sus líneas sobre Francia no son solamente de celebración. Samper no sólo reconoce las «tentaciones infinitas que en Europa seducen los sentidos» (624); también critica la «transformación artificial de las grandes capitales francesas bajo Napoleón III» y la fracasada aventura del Imperio mexicano, entre otras del Segundo Imperio, que califica de «quijotismo internacional».
+Así, parte de esta Historia es el retrato de un itinerario que va de Honda y Ambalema a París y Londres; y de regreso a Bogotá y Anapoima por Lima, en donde los esposos Samper trabajaron cerca de nueve meses en la redacción del diario El Comercio. Y por ello, esta historia no es sólo la mirada de un colombiano —entendiendo por este término, como lo hace Samper en su Ensayo, a los hispanoamericanos— sobre la sociedad europea de mediados de siglo. Es también la lectura aguda de aquello que hemos dado en llamar Colombia a mediados del siglo XIX. Y lo hace como escenario de la forja moral de quien escribe. Los recuerdos de infancia de Samper lo llevan al río Gualí y, particularmente a Honda, aquella «población híbrida de negociantes y transeúntes» en donde «la prosa y la poesía se disputan el campo» (60). Al inicio de sus páginas, retrata apartes de su «formación moral» en su paso por el Colegio Mayor de San Bartolomé, y en sus agudas competencias con los estudiantes del Colegio del Rosario. Más interesante aún, Samper ofrece descripciones detalladas del «patán», el «cachifo», el «cachaco elegante», el «abogado filósofo», el «radical doctrinario» y la «figura almibarada del pepito, especie de petit monsieur de la tierra» (192), tipos de estudiantes producto de los diferentes planes de educación de 1826, 1842 y 1852. Para Samper, el aspecto «casi clerical» que adoptó el plan de 1842 provocó una reacción contraproducente en la «juventud» que «comprendió que la querían hacer conservadora o amoldarla de cierto modo, y por espíritu de contradicción se volvió toda liberal e incrédula». Por eso «casi todos al salir de la Universidad», concluye, «fuimos radicales hasta la extravagancia» (186). Aunque la radicalización de la segunda mitad del siglo XIX no puede adscribirse exclusivamente a esta idea, Samper brinda pistas sugerentes para comprender los planes mismos y los efectos inesperados de su implementación. Más allá de lo anecdótico de las figuras y las hipótesis en espera de demostración, la lectura que hace Samper de estos planes de estudio invita a pensar la relación entre instrucción pública y construcción del orden político de forma más detenida.
+¿Por qué volver, entonces, a los relatos autobiográficos del XIX y, en particular, a esta Historia? Las lecturas de Samper sobre su «siglo moral» están lejos de ser la última palabra, la lectura final, o la fuente histórica definitiva. La escritura biográfica tampoco promete serlo. Es, sin embargo, una vista, una mirada fascinante y facetada a ese siglo, cercano y extraño a la vez, y es una entrada para comprender algunos de los vericuetos de la construcción de los órdenes nacionales que hoy ya comienzan a tener aire de inmortalidad. Leer autobiografías no es sólo mirar el mundo desde los ojos del personaje que las escribe, intentar luchar sus luchas, adherir a sus principios, comprender sus razones; es también saber que toda historia posible necesita leerse desde múltiples ángulos.
+Las autobiografías son documentos peculiares para estudiantes e investigadores. De un lado, parecen revelar una intimidad reservada, un ejercicio privado de escritura pública, una forja subjetiva casi imposible de asir de otra forma. De otro lado, no puede olvidarse que los autores de los relatos autobiográficos tienen la pretensión de dotar de sentido una vida. Y es que la autobiografía es un género muy particular: a medio camino entre la literatura y la “legítima” fuente histórica, ni literatos ni historiadores han parecido encontrarle un lugar certero. Son textos incómodos y ambiguos: recrean la fantasía de una vida con sentido prístino, se quieren dar a la tarea de dotar de sentido historias quizá inconexas, fragmentadas, quizá sin sentido. Y es por esto mismo que las autobiografías son fascinantes, por su carácter poroso, ambiguo, por resistirse a una sola mirada y dejar la puerta abierta para múltiples indagaciones. Es por eso, estimado lector, que lo invito a darle múltiples lecturas a la historia de esta alma.
+FRANZ D. HENSEL RIVEROS
+Universidad del Rosario
+Bourdieu, Pierre. «La ilusión biográfica». En: Razones prácticas. Barcelona: Anagrama, 1997.
+Castilla del Pino, Carlos. «Autobiografía». En: Temas. Hombre, cultura, sociedad. Barcelona: Península, 1989.
+Dosse, François. El arte de la biografía: entre historia y ficción. México: Universidad Iberoamericana, 2007.
+Earle, Rebecca (ed.). Epistolary Selves: Letters and Letter-writers, 1600-1945. Aldershot: Ashgate, 1999.
+Hensel R., Franz. «Las peregrinaciones del yo. Samper y Obando». En: Alejandro Sánchez et. al. (eds.). Actualidad del sujeto. Genealogías, prácticas, conceptualizaciones. Bogotá: Universidad Central, Universidad de los Andes, Universidad del Rosario, 2010.
+Lejeune, Philipe. On Autobiography. Minneapolis: The University of Minnesota Press, 1989.
+Loureiro, Ángel (ed.). La autobiografía y sus problemas teóricos. Barcelona: Anthropos, 1991.
+Seoane, Julio. Del sentido moral a la moral sentimental. El origen sentimental de la identidad y ciudadanía democrática. Madrid: Siglo XXI, 2004.
+ESTE LIBRO QUE OS DEDICO, amadas hijas mías, no es fruto de una inspiración momentánea, sino de un prolijo examen de conciencia. He nacido para el sacrificio, y el mayor que puedo hacer a mi Patria es el contenido en esta confesión general, que puede ser útil para otros hombres, o tentados a pecar, o pecadores como yo. Estoy seguro de haber vivido solicitando siempre la verdad y la luz y, sin embargo… ¡cuántas veces no he profesado el error y no me he agitado entre tinieblas!
+Ninguna pasión me ha movido a componer, con el candor de las confidencias sinceras, este libro. No la vanidad, porque aquí hallaréis, hijas mías, ingenuas confesiones, muchas de ellas, por cierto, de faltas, errores y debilidades. No la ambición, porque ya ha pasado la época de aquella, la única, pero profunda, que agitó mi alma desde la primera juventud: la de alcanzar una alta gloria, fundada principalmente en la virtud del patriotismo, engrandecido hasta el sacrificio, que es la suprema filantropía del cristiano. Tampoco el odio ni el resentimiento, porque he recogido mis recuerdos en la soledad y en días de calma y apaciguamiento, he interrogado severamente mi conciencia, y siento ya cicatrizadas las heridas que muchos agravios y dolores dejaron por largo tiempo en el fondo de mi corazón, manando hiel y sangre…
+Es muy posible que este libro, sin pretensión alguna de mi parte, sea para algunos de sus lectores enseñanza; de seguro es para mí mismo expiación y consuelo. Expiación, porque en estas páginas me juzgo, y muchas veces me condeno; consuelo, porque al recorrer con la memoria la crónica de las vicisitudes de mi vida —mar de sentimientos y pasiones, esperanzas y dudas que ha sido borrascoso—, siento que estoy pisando en firme sobre la inconmovible roca del puerto adonde he logrado arribar, y pensando en lo pasado, con tristeza, pero sin amargura ni zozobra, bendigo con inefable gratitud la obra de misericordia que Dios ha realizado en mi agitada existencia.
+En rigor de verdad, hay en mi vida tres edades distintas. Si cuento los años corridos desde el día de mi nacimiento hasta la fecha, y las cenizas que ya me blanquean el rostro, tengo rendida una jornada de poco más de medio siglo. Si pongo la mano sobre mi corazón, y cuento sus palpitaciones de esperanza y amor, y me gozo con mis indestructibles ilusiones y mi inquebrantable fe en el bien, y siento que me sostiene el resorte de mi vigorosa voluntad y mi confianza en la Humanidad, razón me sobra para afirmar que estoy en plena juventud o «primavera de la vida», por mucho que salpiquen su verdura las derrumbadas nieves del invierno. Pero si hago la cuenta de mis desengaños y dolores, de la ingratitud de los hombres, de mis numerosas faltas y flaquezas, y del tiempo perdido en dudar y errar; si considero lo mucho que he sentido y amado, que he emprendido y pensado, que he gozado con el bien y sufrido con el mal, que he perseguido quimeras y esperado, que he reído y llorado, también podré decir que he vivido —vida del alma— por lo menos un siglo.
+Voy a narrar en este libro las impresiones y peripecias de cuarenta y seis años de ese siglo moral. Esta es la historia de mi alma. Ella, servida con fidelidad por el poder de la memoria, se ha seguido a sí misma, desde el principio de su florescencia hasta el comienzo de su otoño; ha estudiado su propio desarrollo, sus titubeos y sus contradicciones, sus desfallecimientos momentáneos y sus esfuerzos de reacción, sus grandes luchas, sostenidas en persecución de la verdad así como sus dudas y caídas, sus ímpetus de soberbia y sus desahogos de melancolía.
+Pero esta alma de niño, de adolescente, de joven y de hombre maduro, que luego, si la Divina Providencia lo permite, será de anciano; esta alma de hijo, de hermano, de amigo, de ciudadano, de pensador, de trabajador incansable, de esposo y de padre, nunca ha vivido sola, sino agitándose bajo la mirada de Dios y en medio del torbellino social: ha vivido de la atmósfera humana, en estrecha relación con muchas otras almas, grandes o pequeñas, buenas o malas. Así la historia íntima de esta alma es también la de muchos hombres y acontecimientos; es, en no pequeña parte, la historia de la Patria: historia anecdótica, escrita puramente de memoria, familiar en sus formas y su tono, lealmente recordada y narrada con ingenuidad.
+Si de esta verídica narración resultaren merecidas censuras para mí, que ella os sirva de severa lección, hijas mías, no obstante vuestra pureza de alma y lo apacible de vuestra vida. Si resultare alguna honra para mí, que esta os sirva de herencia, la mejor, acaso la única que os podré dejar.
+JOSÉ MARÍA SAMPER
+Bogotá, julio 19 de 1881
+MIS RECUERDOS DE LA INFANCIA, enteramente claros, alcanzan hasta 1834, época en que empezaron algunos sucesos que me impresionaron por extremo. Jamás su memoria se ha borrado de mi mente, y en el momento actual, a la distancia de nueve lustros, me parece estar sintiendo lo que en aquel tiempo sentí. Yo tenía entonces seis años, y era feliz, con toda la felicidad de la inocencia, en el seno de una honrada familia, no rica ni brillante, pero sí acomodada y notable. Yo no conocía sino la risa y el gozo retozón de la vida, y el amor de los míos; ignoraba aún las amarguras de la lucha humana, las locuras de la esperanza, las tristezas del dolor, y el enorme peso que tiene de suyo esta carga de la existencia que se llama responsabilidad.
+Eran cerca de las seis de la tarde, y el cielo, como de ordinario en mi ciudad natal, tenía todo el apacible esplendor de su belleza en las tardes de verano. De los tres barrios que componen la ciudad, uno es alto —remate de una dilatada planicie que domina como a cien pies el nivel profundo de los ríos— y los otros dos se extienden abajo sobre la margen occidental del Magdalena y las orillas de su risueño y bullicioso afluente. Si estos dos barrios eran algo ruidosos por estar concentrado en su recinto el tráfico de la ciudad, el del Alto o del Rosario —en su mayor parte compuesto de casas de techo pajizo— era silencioso y tranquilo durante todas las horas del día y todos los días de la semana, excepto los domingos.
+Pero si este barrio era solitario, y aun triste, por falta de mercaderes y negocios, en compensación era pintoresco, ameno y relativamente delicioso, por sus abundosas arboledas, sus graciosos jardines y sus frescas y perfumadas auras. Cada casa tenía su huerto o su jardín, sino entrambas cosas, y sus umbríos grupos de árboles se mecían por la tarde al soplo de las brisas de los ríos, que subían a sacudir, sobre los emparrados de los patios, las copas de innumerables cocoteros. No obstante, el silencio que reinaba en las calles, se oía dondequiera el sordo y fragoroso rumor producido por el Salto, prolongada sucesión de poderosos pedriscos de granito, sobre cuyo lecho tormentoso precipita sus ondas el Magdalena en tumultuoso movimiento y con estruendo.
+Los últimos rayos del sol, casi horizontales, arrojaban franjas de oro sobre las cumbres de mi casa paterna, o pasaban, como hilos de topacio líquido cernido, al través del follaje espeso de los árboles más empinados que daban sombra al patio y al solar. Se acercaba la hora, llena de melancólica solemnidad, en que el toque del Angelus marca la misteriosa separación que hay entre el bullicio del día y el silencio de la noche, y en casa todo estaba en la mayor tranquilidad. Mi padre no había regresado aún de su cercana hacienda del Caimital —adonde iba casi todos los días—, ni de la escuela mis hermanos mayores. Los tres menores que hasta entonces habían nacido —Antonio, Agripina, y Rodulfo— eran chiquillos que poco o nada daban qué hacer.
+La casa de mis padres se componía en su totalidad, con el solar o huerto, de dos grandes cuadriláteros. El cuerpo que daba frente a la calle tenía, a más de un corredor interior o galería abierta en dos ángulos, uno exterior, de planta bastante más alta que el piso de la calle, cerrado por barandas rojas en toda su extensión y accesible en el centro por una gradería situada enfrente a la entrada principal. El cuerpo del costado derecho, casi independiente del central, estaba destinado al alojamiento de los numerosos amigos que mi padre solía recibir en calidad de huéspedes[2], y el del costado izquierdo, que contenía las habitaciones de la familia, tenía al lado un jardín con árboles frutales y una tupida enramada compuesta por el follaje de un espléndido badeo[3], enredado sobre una vasta armazón de estacas y guaduas. Cerraba el primer cuadrilátero un cuerpo separado, al frente del principal, donde se hallaban la cocina, la despensa, los cuartos de los criados y la caballeriza, edificio muy sencillo y flanqueado por dos hermosos ciruelos indígenas y un corpulento chirimoyo.
+El segundo cuadrilátero lo formaba el huerto, comprendido entre el cuerpo de la cocina y servidumbre y tres altos cercados que lo encerraban, en ángulos rectos. Si en el centro había un vasto espacio limpio, que me servía de plaza para jugar al toro y a las carreras, con mis hermanos y dos negritos hijos de esclavos pertenecientes a mi padre, sobre las tres zonas de los cercados todo estaba sombreado por una espesa y hermosa vegetación. Abundaban allí los naranjos y limoneros, los anoneros y guanábanos, los guayabos, cafetos y otros árboles frutales, amén de algunos tiernos cocoteros, y bajo la sombra de aquella riquísima verdura se sentía constantemente, con la ambrosía de cien aromas deliciosos, el aleteo, el canto o el arrullo de multitud de azulejos y cardenales, tortolillas y cucaracheros[4] que anidaban tranquilamente en el ramaje de los árboles. Aún no estaba yo en edad de trepar sin miedo a esos ramajes, a caza de los pajarillos que estaban en sus nidos, por lo cual gozaban de entera inmunidad.
+El patio principal era en su mayor extensión un vasto jardín, ornado en su centro de un magnífico emparrado. Allí abundaban todas las flores de las tierras calientes que se cultivan con aprecio, y particularmente los jazmines, y las mosquetas —rositas blancas y de pétalos sencillos— de aroma delicioso, que se producen con profusión en ramilletes. De un lado se alzaba, como a tres pies de altura, una especie de terrado —vulgarmente llamado arriata—, formado por un vasto pretil oblongo y cerrado, lleno de tierra abonada, donde florecían con algunas rosas muchas siemprevivas, amapolas, curdos y narcisos. En el opuesto lado del patio se extendía en cien arcos casi concéntricos, sobre horcones y varas, un opulento jazmín de flores blancas y estrelladas, cuyo aroma embalsamaba el ambiente, sobre todo después de la puesta del sol.
+El emparrado del centro ocupaba un espacio como de ochenta varas cuadradas. Cuatro robustas vides, diestramente podadas cada seis meses, trepaban sobre las varas, y los horcones que sostenían el emparrado lo cubrían todo con sus sarmientos y follaje sin igual, produciendo espesísima sombra sobre un suelo limpio y terso, y descolgaban después, por enero y julio de cada año, sus apetitosos racimos de gruesas uvas moradas, deliciosa provocación de pajarillos y chicuelos.
+Tal era el sitio predilecto de mi familia para su solaz y sus conversaciones de la tarde: allí era donde, bajo la sombra nocturna, que contrastaba con la iluminación producida por los apacibles rayos de la luna, me contaban las criadas para entretenerme, ya sus cuentos de brujas y mohanes, duendes y aparecidos, ya las alarmantes historias de la Candileja[5], ya, en fin, las curiosas anécdotas, que no carecen de enseñanza, relativas a la vida de Pedro Urdemalas y de Juan Paranada, tipos ideales de casi las dos mitades de la especie humana. Allí, bajo aquel emparrado, era donde mi madre solía sentarse a prima noche a rezar silenciosamente su rosario, cuando no a enseñarme algunas oraciones y darme sus más dulces caricias… ¡Oh santa y buena madre mía!, ¡qué bien tu ternura me hizo adivinar y comprender el amor en todas sus manifestaciones fecundas y benéficas!
+En la bella tarde a que he aludido al comenzar mi relato, mi madre estaba, a la sombra del emparrado, sentada en una gran silla de brazos de vaqueta rosada, adornada con hileras de tachuelas de cobre; se entretenía cosiendo silenciosamente, y para hacerlo con más comodidad se mantenía recostada contra el pretil del terrado, muy cerca de un lozano rosal cubierto de mosquetes. Junto a mi madre estaba yo, y si bien por momentos me sentaba sobre una estera de chingalé extendida en el suelo, a jugar con unos muñecos de palo, de cuando en cuando me deleitaba haciendo hoyos al pie de los horcones del emparrado, o produciendo un ruido deliciosamente infernal con un tamborcillo que por aquel tiempo era mi juguete favorito.
+De cuando en cuando me miraba mi madre, se sonreía, gozando en sus adentros con mis travesuras, y me decía: «Quieto, Pepe; no hagas más hoyos»; o bien «Niño, no hagas tanto ruido».
+Al cabo, viendo que ya el sol se ponía, me dijo, sin suspender su grata costura: «Anda a ver si ya llega tu papá o vienen de la escuela tus hermanos».
+Corrí hacia la puerta de la calle, atravesando la vasta sala, miré en la dirección que debía, y sólo vi una pobre mujer que se acercaba a la gradería exterior. Volví corriendo y dije:
+—Mamá, no parecen; la que viene es la cieguecita.
+—¿Cuál?, ¡hay tantas aquí!
+—La cieguecita negra.
+—¡Ah!, y ¿qué pide?
+—Nada ha dicho, pero querrá su limosnita.
+—Pues hay que dársela.
+—Bueno, ¿me das un cuartillo para ella?
+—Sí, hijo mío; te daré dos: uno para la ciega y otro para ti.
+Mi madre me puso en la mano los dos cuartillos y al punto fui a dar la limosna[6]. Pero al salir a la galería exterior encontré que tras de la cieguecita había llegado otra pordiosera. Sin pensar en lo que hacía, apenado al ver que no llevaba limosna para la segunda, la di el cuartillo que mi madre acababa de regalarme, dejando igualmente agradecidas a las dos pobres mujeres.
+Cuando torné al sitio donde estaba mi madre, esta me preguntó:
+—¿Y qué piensas comprar mañana con tu cuartillo?
+—Nada, mamá.
+—¡Qué!, ¿vas, pues, a guardarlo?
+—¡Si se lo di a la coja!
+—¿Cuál coja?
+—La de las muletas. Llegó detrás de la cieguecita y me dio lástima…
+—¡Ah ven acá, hijo mío! Has hecho muy bien, y ahora te daré un beso y medio real de premio en lugar de tu cuartillo.
+Me sentí doblemente gozoso en los brazos de mi madre, que siempre me daba ejemplos de dulzura de corazón y de caridad, y feliz con el beso y el medio real, me senté a jugar con mis muñecos con mucha formalidad.
+Algunos momentos después sonaron lentamente las campanas de la cercana iglesia parroquial, y mi madre se puso en pie para rezar. La miré con una mezcla de curiosidad y veneración instintiva, y cuando vi que se persignaba le dije:
+—¿Por qué te has levantado, mamá?
+—Porque están tocando a oraciones.
+—¿Qué son oraciones?
+—Son los ruegos que dirigimos a Dios.
+—¿Y qué le ruegas a Dios?
+—Que nos haga a todos buenos y nos favorezca con su misericordia.
+—¿Y Dios qué es?
+—Es el padre de todos que está en el cielo.
+—¿Luego tenemos otro padre a más de papá?
+—Sí, hijo mío. Dios nos ha hecho nacer a todos: lo mismo a los de casa que a los de fuera.
+—¿Entonces Dios es padre de papá, y tuyo, y mío y de mis hermanos?
+—De todos.
+—¿Y también de la cieguecita y de la coja?
+—También.
+—¿Y de Damiana, Simona y todas las criadas?
+—Igualmente.
+—¿Y Dios nos quiere a todos lo mismo?
+—A todos con igual amor.
+—¿Y él también da cuartillos y medios?
+—Sí, hijo, pero no en dinero, sino de otros modos.
+—¿Y dónde está Dios?
+—En el cielo y en todas partes.
+—Pero ¿cómo es Dios, mamá?
+—Es un espíritu divino, infinitamente grande, bueno, justo y poderoso.
+Nada de cuanto me dijo mi madre comprendí, pero me quedé silencioso y pensativo, prestando solamente atención al ruido de las campanas de la iglesia, como si ese ruido pudiera explicar algo a mi alma infantil… ¿En qué podía pensar? No lo sé, y probablemente no concebí ni un solo pensamiento determinado. La vaga idea de Dios sorprendía y desfloraba por primera vez algo de mi mente, mejor dicho, asaltaba la inocencia de mi espíritu y me hacía empezar una especie de confusa cavilación, pero si me impresionaba tal idea, de seguro no era por la fuerza que ella misma contenía, sino por la seducción amorosa de la persona que me la insinuaba. A mis ojos, instintivamente, mi madre era en aquellos momentos la providencia y la forma de Dios… Comencé a amarle por amor a mi madre.
+¡Ay!, quién me hubiera predicho entonces el drama que habría de agitar mi alma el día que, al hundirse aquella adorable mujer entre las sombras del sepulcro, su espíritu me dijera desde lejos: «¡Hasta luego!».
+POR LOS AÑOS DE 1788 A 1790 llegaron a la costa del Nuevo Reino de Granada, en el Atlántico, tres hermanos, hijos de Zaragoza y miembros de una antigua familia española, de origen francés, que había ocupado alta posición en la extinguida corte de los Alfonsos de Aragón. Llamábanse don Joaquín, don Antonio y don Manuel Sanz de Samper[7]. El primero, que era capitán de fragata de la Marina Real, tornó a España, donde tuvo familia y falleció; el segundo venía con el carácter de gobernador de Santa Marta, y allí dejó descendencia, y el tercero, que traía nombramiento de recaudador de las rentas reales, vivió sucesivamente en Mompox y Neiva y en la villa de Guaduas, donde acabó sus días. Este último fue mi abuelo paterno.
+De primeras nupcias, contraídas en Mompox con una señora Mudarra —de quien era pariente el después general Rafael Mendoza— tuvo dos hijos: don Joaquín, que hacia 1812 sentó plaza de soldado cadete, en servicio de la Independencia, y llegó hasta obtener el grado de teniente coronel, peleando en Venezuela y Nueva Granada, y don Manuel Francisco, que, como diputado por Guaduas, fue uno de los miembros del Serenísimo Colegio Constituyente y Electoral que dio a nuestro país su primera constitución de Estado independiente el 30 de marzo de 1811.
+Casó mi abuelo en segundas nupcias en Guaduas, con doña Josefa Blanco y Millán, de origen castellano, y tuvo de este matrimonio ocho hijos, varones los cinco, siendo el segundo de estos mi padre, don José María, y el tercero don Juan Antonio. Bien que hijos de español realista —godo o chapetón, como llamaban en Colombia a los peninsulares—, todos fueron patriotas en sus sentimientos y republicanos decididos, y mi tío Juan Antonio, que en enero de 1814, a la edad de quince años, sentó también plaza de soldado cadete, llegó hasta ser teniente coronel efectivo, con grado de coronel, combatiendo con mucho valor en las campañas de Venezuela, hasta 1826, y prestando sus servicios hasta 1829.
+Mi abuelo, que era hombre incontrastable en sus ideas, a fuer de español y empleado real, creía estar obligado personalmente a una indeclinable fidelidad a la causa del rey, contra la Independencia, y siempre consideró la revolución de 1810 como desacordada y perniciosa. Pero también reconocía que sus hijos, nacidos en este país, tenían el deber de ser patriotas, y nunca llevó a mal que sirvieran a la República. Mi padre, nacido en septiembre de 1797, no alcanzó el honor de combatir por la Patria, pero fue al menos miliciano, y como tal prestó sus servicios, y en todo el curso de su vida nunca escaseó los que, en su modesta condición de hombre poco ilustrado, pero buen ciudadano, tuvo ocasión de prestar a la ciudad y provincia de su domicilio y a la Nación entera.
+Al morir mi abuelo paterno, reunió a todos sus hijos en torno de su lecho y les dijo: «Aquí tenéis todos los papeles que establecen mi procedencia y prueban que sois bien nacidos; leedlos para que estiméis a vuestros mayores. Pero os aconsejo que no hagáis ningún uso de ellos. Esta tierra es y ha de ser una República, y cada día será más democrática. Tratad de crearos nuevas ejecutorias con la honradez, el trabajo y el patriotismo, que han de valeros más que estos papeles».
+Mis tíos y mi padre, siguiendo tan discreto consejo, continuaron siendo patriotas y republicanos, y mantuvieron la costumbre que ya tenían de firmar con sólo su segundo apellido, suprimiendo la partícula y el primero. Por mí sé decir que, si me ha causado siempre gran satisfacción íntima la idea de ser «bien nacido», según las antiguas tradiciones, mucho más me ha enorgullecido la ejecutoria que me dejaron, con su patriotismo republicano, mi padre y mis tíos. Esta nobleza generosa, a cuya clase pueden elevarse todos los ciudadanos por la virtud, es tan compatible con la igualdad democrática, que en verdad contiene el mejor estímulo para las almas intrépidas dispuestas a servir con desinterés y abnegación a la Patria.
+Mi abuelo fue muy pobre, y así murió, como acontece a todos los hombres honrados que sirven empleos públicos por largo tiempo. Así fue que, al morir, ningunos bienes de fortuna dejó a su familia. A mi padre, que no tenía arriba de veinte años, le tocó en herencia, por junto, un catre y un par de baúles vacíos. Vendió los baúles y la armazón del catre, reservando la lona para mandarse hacer un vestido de viaje, y con tan exiguo producto y unos dieciséis pesos que tenía guardados en alcancía, de los reales y medios que le regalaban, formó un capital de cerca de veinticinco pesos y se puso a trabajar en el comercio.
+Sus negocios fueron muy sencillos en un principio: se reducían a comprar en Guaduas, en los mercados de los sábados por la tarde, sombreros de paja, de unos muy baratos y modestos que allí tejían para la gente pobre, y llevarlos a vender en Honda, donde en cambio compraba ramos secos, de Mompox, para tejer de aquellos mismos sombreros, y llevarlos a Guaduas. Ya en 1819 había logrado elevar su capitalito a trescientos pesos libres, cuando le ocurrió una aventura por extremo desagradable.
+Regresaba de Honda, trayendo una carga de mercancías y cosa de doscientos cincuenta pesos en dinero en los cojinetes o bolsones delanteros de la silla, cuando en una mala estrechura del camino se encontró con un cabo o sargento español que iba a pie y armado hasta los dientes.
+—¡Alto ahí! —exclamó el cabo o sargento, echando mano a las riendas de mi padre.
+—¿Qué se le ofrece a usted? —preguntó este, asustado, pero procurando disimular su azoramiento.
+—Necesito esa mula en que usted va montado.
+—¿Para qué?
+—¡Toma!, ¡pues para montarla yo! Estoy cansado y he de llegar a Honda.
+—Pero si usted se lleva mi mula, ¿cómo seguiré yo mi camino?
+—A pie, como he venido yo.
+—¡Hombre!, eso no puede ser…
+—¡Vamos!, despache usted, que no estoy para bromas.
+—¡No puedo consentir en tal tropelía!
+—¿No?, ¡pues hablará mi bayoneta, insurgente!
+Y el chapetón hizo el ademan más amenazante.
+—¡No me mate usted! —¡exclamó mi padre!—. Todo se puede arreglar.
+—¿Cómo?
+—Le prestaré a usted mi mula de carga, enjalmada, dejando la carga en la próxima venta…
+—¡No tal!, quiero la de silla, y con montura y todo.
+—¡Oh, señor!, esa es una iniquidad…
+El chapetón amagó otra vez a usar de su bayoneta con suma indiscreción, y mi padre tuvo que apearse prontamente y ceder. El chapetón se montó en la mula de silla, y se marchó a todo trote; mi padre descargó apriesa la otra mula, dejando la carga en un rancho del camino, y se fue en seguimiento del español, con la esperanza de recuperar su mula, su dinero y su montura; pero el sargento no pareció por ninguna parte y todo se perdió.
+Mi padre se revistió de entereza, cogió a dos manos su valor moral, y suspirando se dijo: «¡Malditos chapetones!, ¡vamos! y ¿qué haré?, pues volver comenzar el trabajo…».
+La educación de mi padre, como la de todos mis tíos, fue muy limitada, a causa de la pobreza de mi abuelo, con tan numerosa familia. Mi padre sólo aprendió a leer, a escribir, en gruesos rasgos de letra española, las principales operaciones de la aritmética y las obligadas nociones de doctrina cristiana e historia sagrada. Pero tenía grande inteligencia, carácter resuelto y varonil, facilidad de elocución, muy buena presencia y soltura de maneras, lo que le sirvió para abrirse camino en la sociedad y procurarse ventajosas relaciones. Tenía el humor jovial, franco y festivo; gustábanle mucho la danza y los entretenimientos de la buena sociedad; se complacía en contar chascarrillos y anécdotas chistosas; detestaba del juego y de la intemperancia en la bebida; comía siempre con frugalidad; amaba el trabajo con pasión; era incrédulo en religión, con cierto espíritu volteriano, pero rara vez hablaba de asuntos religiosos; se interesaba mucho por las cosas públicas, y era antiboliviano y muy liberal, bien que no tenía estimación por el general Santander. Sus ideas políticas le inclinaban más al liberalismo avanzado del doctor Vicente Azuero, y nombraba frecuentemente como tipos de probidad y patriotismo a don Félix Restrepo, al doctor Castillo Rada y al doctor Francisco Soto.
+En uno de sus frecuentes viajes a Honda conoció mi padre a mi madre, hija de don Miguel Agudelo, oriundo de Andalucía, y doña Brígida Tafur, natural de aquella ciudad; familia muy respetable por ambas líneas y que fue muy considerada en la provincia. Mi madre, hermosa y modesta joven de diecisiete años, había sido educada conforme al rigor de las antiguas costumbres españolas. La habían enseñado a leer en libro para que pudiese aprender todo linaje de oraciones y conocer vidas de santos, pero no a escribir, por cuanto la escritura podía ser pecaminosa, ni a leer manuscritos, porque esto facilitaba la lectura de cartas o billeticos de amores.
+Los dos jóvenes se conocieron, y ocurrió lo que acontece siempre. Cuando a una corriente de agua le cierran un camino, ella se busca otro. Mi padre se relacionó en una casa que casi daba frente a la de mi madre, y allí cantaba algunas coplitas amorosas acompañándose con un tiple. Mi madre entendió las indirectillas del cantor, y el tiple, sirviendo mejor que las vedadas declaraciones epistolares, comenzó lo que el cura y el sacristán hubieron de completar. Así en 1823 contrajeron matrimonio el rubio y gallardo guaduero y la piadosa y bella hondana.
+Mi tío Juan Antonio se estableció también en Honda años después, cuando hubo puesto fin a sus campañas y renunciado a la carrera militar, y aun organizó compañía con mi padre para algunos negocios comerciales. De aquí provino la grande intimidad de mi tío en casa, donde vivió por largo tiempo, siendo a la sazón soltero, y como era muy generoso y desprendido, y muy tierno y retozón con los muchachos, todos le adorábamos.
+El trato familiar con que aquel valeroso tío, veterano de nuestras guerras de la Independencia y hombre de mucha energía y carácter muy independiente, influyó bastante en mi primera educación. Yo le oía con embeleso, desde la edad de seis años, referir anécdotas muy interesantes sobre las guerras venezolanas, y sus relaciones me infundían un entusiasmo que con el tiempo se volvió ardiente patriotismo. Mi tío tenía ideas muy avanzadas, y en 1833 escribió y dirigió al Congreso una petición, que publicó enseguida, en la cual reclamaba para la República tres reformas: la abolición del fuero militar, la abolición del monopolio del tabaco y la abolición de la pena de muerte, reformas que fueron adoptadas muchos años después.
+Por lo visto, mi tío Juan Antonio era un abolicionista muy resuelto. El general Santander se irritó mucho con la «escandalosa» petición de mi tío, y más aún con su publicación en hoja suelta —hoja que tuve entre mis papeles hasta 1851—, y le reconvino muy seriamente, a título de jefe del Partido Liberal y presidente de la República. La respuesta de mi tío a tan altiva reconvención fue pedir su licencia absoluta, la que obtuvo, perdiendo así el fruto de trece años de campañas y algunos más de servicios.
+De todas las anécdotas históricas que mi tío contaba frecuentemente, sólo recuerdo una que me impresionó por extremo. Tenía yo cosa de nueve años cuando mi padre y mi tío me llevaron, con dos o tres de mis hermanos, a conocer en Santa Ana las afamadas minas de plata. El director de ellas, que era un inglés muy estimable y amigo de bromas y chuscadas, y en cuya casa nos hospedamos, nos hizo servir un exquisito plato que tomamos en la inteligencia de que era anguilla, y cuando lo estábamos digiriendo nos descubrió y probó que habíamos comido culebra cazadora. Como todos reíamos, haciéndonos burla recíprocamente, mi tío exclamó:
+—¡Bah!, ¿y qué tiene de particular que comamos culebra guisada? ¡Con buena hambre puede uno comer también hasta indio asado!
+—¿Indio asado? —preguntó el director, con asombro.
+—Sí, señor.
+—¿Y usted sería capaz de comerlo?
+—¡Toma!, ¡pues si lo he comido!
+—¿Es usted antropófago, coronel?
+—¡Dios me libre de serlo!, pero lo he sido una vez sin saberlo, así como ahora he comido serpiente muy bien guisada.
+—Cuéntenos usted cómo sucedió eso.
+Mi tío refirió entonces, en sustancia, lo siguiente:
+«En 1817, los patriotas fuimos derrotados por los chapetones en un combate que nos dieron por sorpresa. Quedamos cortados, y tuvimos que internarnos a pie en una inmensa selva, en la cual a poco nos desorientamos y perdimos por completo. Nadie llevaba provisiones, y como habíamos perdido nuestro parque y agotado casi todas las municiones en el combate, no teníamos ni modo de matar uno que otro animal que hallábamos en los bosques. Éramos cosa de veinticinco los de la partida, y el tercer día ya nos moríamos literalmente de hambre. Llegamos a un sitio donde nos sentamos a deliberar sobre si echábamos suertes para que uno de nosotros sirviera de alimento a los demás, y ya se había hecho el primer sorteo, cuando un sargento que era muy perspicaz dijo:
+«—Creo haber sentido un ruido como de pasos.
+«—¿Por dónde? —preguntamos varios.
+«—Por allí cerca. Tal vez sea un oso u otra fiera. Déjenme ustedes ir a observar lo que sea, y si fuere un animal grande, podremos salvarnos todos teniendo qué comer, sin llevar a efecto el sorteo.
+«—¡Pues vaya usted volando! —se le dijo.
+«El sargento se alejó de nosotros, internándose en el bosque, y a los diez o doce minutos oímos una detonación de fusil. Aquel conservaba en reserva dos o tres cartuchos, y aprovechó uno para matar el animal que solicitaba. Casi todos estábamos exánimes y no pudimos movernos del sitio donde nos habíamos detenido. Sólo unos tres soldados tuvieron fuerzas para internarse en el bosque en solicitud del sargento, que tardaba en volver.
+«Pasó como media hora más, durante la cual estuvimos en la más cruel ansiedad, horriblemente atormentados por el hambre y la incertidumbre. Al cabo regresó uno de los soldados y me dijo:
+«—¡Buenas noticias, mi capitán!
+«—¿Qué hay? —le pregunté con dolorosa vehemencia.
+«—El sargento hizo caza, a algunas cuadras de distancia de aquí; se ha prendido fuego y se está asando el oso.
+«—¿Era un oso?
+«—Sí, mi capitán; un oso hembra.
+«—¿Y comeremos pronto?
+«—Tan luego como se acabe de asar la carne se traerá a este sitio.
+«Con efecto, a poco rato llegaron el sargento y los demás soldados, llevándonos muchos trozos de carne asada, todavía tibia. Tal era el hambre que teníamos que no repartimos siquiera en la forma y color de las presas que nos dieron. Cuando hube satisfecho el apetito, el sargento me dijo, mirándome con cierto aire entre azorado y picaresco:
+«—¿Qué tal le ha parecido la carne, mi capitán?
+«—Muy tierna, pero de un sabor extraño —le contesté—. No es el sabor de res, ni de ningún animal de monte de los que he comido.
+«—Sin duda. Mi capitán no debe de haber comido antes carne de…
+«—¿De qué?
+«—De india.
+«—¿India?, ¿qué cuadrúpedo llaman por aquí con ese nombre?
+«—No es cuadrúpedo.
+«—¿Pues qué es?
+«—Hembra de indio.
+«—¡De indio!
+«—Sí, mi capitán; de indio salvaje.
+«—¡Oh!, ¡oh!, ¡qué horror! —exclamé.
+«He aquí lo que me refirieron para explicarme el misterio, relación que escuché con horror:
+«El sargento anduvo un trecho como de trescientas varas de bosque, buscando primero y siguiendo después las huellas del ser cuyos lejanos pasos había sentido, y súbitamente salió a una especie de plazoleta limpia, abierta en medio de la selva. Entonces se presentó a su vista un miserable rancho de indios salvajes, y un instante después vio asomar uno de estos momentáneamente por un lado de la plazoleta, y volverse a ocultar lanzando un silbido o especie de grito muy significativo. Al punto salió a la puerta del rancho una hermosa india, robusta y bien tallada y miró hacia diversos lados como muy asustada. Comprendió el sargento que los indios huirían amedrentados y no nos quedaría esperanza de salvación. Sintió un vértigo de hambre, y sin pensar en lo que hacía, tendió su fusil, apuntó hacia el rancho, cerró los ojos y soltó el tiro… Cuando los abrió como aturdido, vio el cadáver de la india tendido en el suelo a la entrada del rancho… Aguardó un rato para ver en qué paraba este suceso que le había sido aconsejado por la horrible necesidad en que estábamos, y en eso sintió los pasos de los soldados que le andaban buscando. Juntos se acercaron con precaución al rancho, y lo hallaron enteramente escueto y solo: no había más criatura humana que la india muerta. Se trajeron el cadáver, volviendo sobre sus pasos, y metidos en el bosque prendieron fuego con hojas y ramas secas y pusieron a asar las mejores y más carnudas piezas del cuerpo de la salvaje…».
+Mi tío, que era muy valiente, se estremecía horrorizado al referir este dramático suceso. El homicidio ejecutado por el sargento había salvado a cosa de veinticinco soldados de la Independencia, pero el acto era monstruoso, y mi tío sentía náuseas y profundo horror cuando recordaba que había sido antropófago, bien que sin saberlo de antemano, pues el sargento había tenido la delicadeza de tomar precauciones para que todos los que ignoraban el caso comiesen la carne asada, sin conocer primero lo que se les servía para matar el hambre y salvarse.
+Otro de mis tíos, don Rafael, que siempre fue agricultor en Guaduas, tenía un carácter singular. Apacible en apariencia y muy modesto, tenía un valor tranquilo para desafiar todo peligro, que rayaba en la temeridad, y era sumamente ágil y esforzado. Poseyó una pequeña hacienda, llamada la Picota, y a fuer de campesino era insigne sangrador y curandero de bestias, por lo cual muchos campesinos, acaso por un instinto de asimilación involuntaria, le habilitaron de médico y cirujano para ellos. Los cinco grandes remedios, casi panaceas, que empleaba mi tío Rafael eran el agua, el zumo de limón, la sal, el aguardiente y la lanceta. Cuando él se hería de cualquier modo, en sus faenas campestres, se restregaba sin pestañear las heridas con sal, o limón o aguardiente, y no hacía más caso de ellas, dejándolas sanar con tales cauterios.
+Una tarde se sintió muy malo de la garganta, pero no prestó atención al mal y después se acostó a dormir. Cuando despertó, en altas horas de la noche, la angina le asfixiaba. Comprendiendo el peligro, ni buscó el yesquero, la pajuela y la vela para encender lumbre: en la oscuridad alargó el brazo, echó mano a su chaqueta, colgada junto a la cabecera, sacó y abrió su lanceta de sangrar caballos y se picó la vena principal de la garganta, salvándose con una copiosa sangría.
+En cierta ocasión un tigre cebado le mató y comió su mejor mula de silla. Mi tío, furioso, resolvió al punto irse a buscar al tigre, a pie y lanza en mano y cuchillo al cinto. Se internó en el monte, dio con el tigre, que estaba en el fondo de un barranco y se abalanzó encima a matarlo. Huyó la fiera espantada, pero al caer mi tío en la hondura se halló al lado de una enorme serpiente cascabel que iba a morderle. Anduvo listo y agarró la serpiente por el cuello, apretándola con furor convulsivo. El terrible reptil se le enroscó en el brazo y en el pescuezo, sacudiendo con furia los cascabeles, cuyo lúgubre ruido era al propio tiempo causa de terror y estímulo para triplicar las fuerzas y luchar hasta salvarse.
+Daba mi tío lamentables gritos pidiendo socorro, pero nadie le oía, y, entretanto, el reptil no sólo se retorcía y casi le ahogaba con sus frías roscas, sino que llegó hasta herirle, metiéndole entre las narices la extremidad de la cola, con lo que le hizo arrojar mucha sangre…
+Mi tío, sintiéndose casi vencido, hizo un supremo esfuerzo y, dando con su brazo un terrible golpe contra un árbol, logró reducir a la inercia al horrible crótalo. Seguramente con el golpe le rompió la espina dorsal y esto le salvó. Cuando llegó gente en su auxilio, mi tío estaba exánime, tendido en el suelo, con el monstruoso reptil enroscado en el brazo, y tal había sido la crispatura nerviosa de la mano con que agarró el cuello del animal, y la del cuerpo de este, que fue menester arrancárselo cortado a pedazos, porque no tenía movimiento en la mano ni en el brazo.
+De este linaje eran las proezas de mi tío Rafael, hombre sencillo y honradote que jamás conoció el miedo. Los ejemplos de mis tíos, y algunos de mi padre, me infundieron desde mi primera adolescencia bastante ánimo para desafiar todo peligro.
+YO NO COMPRENDÍA LA MUERTE sino como la comprenden los niños: la pérdida del movimiento, sin angustias, ni dolor, ni agonía, ni significación moral alguna, ni renacimiento, ni inmortalidad; tal como aquellos la ven en el insecto o inofensivo reptil que destrozan sin conciencia del mal, o en el pajarillo que hacen perecer con violentas caricias para jugar después enterrándolo. La idea de la muerte no se apodera del alma sino después de haber asaltado a esta dos ideas preliminares: la del peligro, como cosa que puede tener consecuencias, y la del dolor, como hecho moral.
+Yo ignoraba igualmente el peligro y el dolor moral, cuando vi alzarse delante de mí el primer sepulcro. Llegó ocasionalmente a mi ciudad natal el menor de mis numerosos tíos —don Silvestre—; se alojó en casa, enfermó gravemente y a poco falleció. No tengo recuerdo alguno de su fisonomía, ni de su voz ni su estatura, y mi memoria de su corta existencia casi se reduce a la memoria de su muerte.
+Recuerdo que a eso de las siete de una noche muy oscura la casa se llenó de gente, y que lloraban mi padre, mi madre, dos de mis hermanos y los sirvientes. Muchísimas personas llegaron con cirios encendidos, y entre ellas figuraban el cura párroco, el sacristán y los acólitos, vestidos de negro y blanco y con cruz alta y ciriales. Sacaron de un aposento, donde había estado mi tío enfermo, un largo cajón forrado en género negro y lo levantaron entre muchos para llevárselo en procesión. Alcancé a ver dentro del cajón el cuerpo inmóvil de mi tío Silvestre, y me pareció que estaba dormido, pero amarillento y desfigurado; tanto, que al verle así tuve miedo… Yo no lloraba porque no sabía que hubiera motivo para ello y si me afligía era sólo por el gran disgusto de que se llevaran de casa a mi tío, a quien había cobrado cariño, y porque veía que mis padres lloraban.
+Al salir el séquito a la calle comenzaron a cantar de un modo muy triste, diferente del canto que yo había oído en la iglesia cuando mi madre me llevaba a alguna fiesta solemne, como las de Corpus o Navidad. La música no era menos patética, y el silencio de los muchos que no cantaban era imponente… Yo contemplaba con una mezcla de cándida curiosidad y asombro la larga procesión que desfilaba lentamente… La calle quedó toda iluminada por las luces de más de doscientos cirios, y tal iluminación, lúgubre para cualquier hombre formado, sólo me pareció extraordinaria… Sus reflejos tenían no sé qué de verde blanquecino que turbaba mis reducidas ideas sobre la luz. Jamás se ha borrado de mi mente el recuerdo de aquella extraña iluminación nocturna, medrosa por demás y cuyo objeto no podía yo comprender.
+Entramos todos en la iglesia —una negra esclava me llevaba de la mano— y me pareció sentir algo como un calor que enfriaba… La nave central y las dos laterales del templo, así como los bastiones y las paredes en que se apoyan, tomaron a mis ojos un aspecto tristísimo… Se me apretó el corazón, sin explicarme ni sospechar por qué, e instintivamente me arrimé lo más que pude a la criada que me acompañaba, cual si buscase un refugio. Al cabo la gente fue saliendo de la iglesia y esta quedó desierta, con el ataúd cubierto, en el centro, y rodeado de hachones o grandes cirios encendidos.
+—¿Y mi tío Silvestre? —pregunté a la criada sorprendido—; ¿no le vuelven a llevar a casa?
+—No, mi amito: aquí le dejan —respondió ella.
+—¿Así dormido?
+—Si no está dormido, ¡sino muerto!
+—¿Y cómo es muerto?
+—¡Ah!, ¡pues sin resuello ni vida!
+La pobre negra era poco menos que yo incapaz para explicar la muerte.
+Se apoderó de mí un miedo terrible, un verdadero terror, al ver que dejaban encerrado en la iglesia a mi pobre tío, enteramente solo y metido entre un cajón negro y tapado… ¡Ay!, cuántas veces no he tenido que pronunciar después en el curso de mi vida los nombres lúgubres que en 1834 ignoraba: ¡muerte, cadáver, ataúd o féretro y sepulcro!, ¡y cuántas no he llorado sobre reliquias adoradas o preciosas!
+Solamente recuerdo que torné a casa impresionado por extremo, queriendo llorar, aunque sin saber por qué, lleno de un vago espanto e impaciente por refugiarme en el regazo de mi madre.
+—Mamá —díjele al llegar a casa—, ¿por qué han dejado a mi tío Silvestre encerrado en la iglesia? Él no ha hecho nada malo.
+—No, hijo mío. Dios se le ha llevado.
+—¿Adónde?
+—Al cielo.
+—Pero ¿cómo puede subir al cielo, que es tan alto?
+—Es el alma la que se va y sube; el cuerpo queda aquí.
+—¿Vivo?
+—No, muerto.
+—¿Y qué hacen con él?
+—Lo entierran en el cementerio en un sepulcro.
+—¿Y el alma qué hará?
+—Se estará con Dios.
+—¿Pero qué es el alma?
+—Hijo, creo que es la luz de Dios que ilumina al hombre y le da vida…
+—¿Pero la vida no se acaba, pues, como la de mi tío Silvestre?
+—La del cuerpo sí; la del alma no.
+Quedéme perplejo sin comprender aquellas razones de mi madre y ella me mandó luego que me acostara. Pero me fue imposible entrar siquiera en el dormitorio común mientras que no entrara y se acostara mi madre, y aun estando mi cama cerca de la suya no pude dormir en toda la noche. Veía en medio de las sombras —no obstante la lamparilla cuya luz titilaba dentro de un opaco velador—, todas las cosas que me habían impresionado, y me parecía que mi tío, tan afectuoso hasta pocos días antes, alargaba una mano para asirme y acostarme junto con él en su ataúd…
+No puedo dar idea de lo que luego sucedió en mi espíritu, ni cómo se fueron desarrollando mis ideas. Ello fue que, viendo a mis padres serios, tristes y vestidos de negro, y notando que mi tío no volvía del cementerio —adonde mi madre no me permitió ir—, comencé a cavilar en lo que sería la muerte, que no comprendía. Al cabo, por entonces, imaginé que era simplemente un viaje muy largo y extraordinario que afligía mucho a los parientes que se quedaban, pero no pude comprender lo del alma que se desprendía del cuerpo y se volvía a buscar a Dios en el cielo… Cuando, mucho tiempo después, leí la biografía del sabio Francisco José de Caldas, la O larga y negra, partida que dejó pintada como un adiós al mundo en la pared de su calabozo, me explicó, cual clave admirable, digna de un genio inmortal, lo que era en realidad la muerte… Una larga partida… ¡pero de regreso a la patria nativa del alma![8].
+Es lo cierto que algún tiempo después del fallecimiento de mi tío tuve miedo a la muerte; mas no aquel temor saludable que indica la conciencia de los altos fines de la vida, y la luz de una fe religiosa bien formada, sino aquel terror momentáneo y cobarde que se llama espanto y se alimenta con preocupaciones, como los cuentos de ánimas errantes y de aparecidos. Al cabo la experiencia me ha hecho saber que el temor cerval de la muerte, el miedo, sólo se apodera de las conciencias perturbadas por el delito o de las almas descreídas que temen perderlo todo al fallecer para el mundo, y he podido observar que los hombres de estas categorías se parecen mucho, cuando piensan en la muerte, a los muchachos de ocho a diez años. Se llenan de miedo, porque no tienen idea clara de la esperanza, o de lo que habrá para el alma después de la existencia en la tierra.
+Comoquiera, la impresión que causó en mi alma la vista del primer cadáver y el primer entierro fue profunda, si bien indefinible para los pocos alcances de mi inteligencia infantil. Desde el fallecimiento de mi tío tuve horror a la muerte de todo ser humano, y cada día cavilaba más y más sobre lo que era en realidad este hecho. Andando el tiempo, hube de familiarizarme con la final tragedia de la vida, contemplada en muchas personas, algunas ¡ay! pedazos de mi corazón… y siempre he hallado en todo cadáver la más solemne enseñanza. Aquella inmovilidad, después de tanta agitación; aquella fealdad sublime, después de tanta vanidad por la hermosura del cuerpo; aquella putrefacción que comienza en la materia junto con la ausencia silenciosa del alma; aquel silencio eterno de lo que ha hecho tanto ruido; en fin, aquella nada física y social que sucede a la orgullosa confianza en lo mucho de la vida, ¿no son pruebas patentes de la impotencia del hombre para resolver los problemas relativos al eterno pasado y al eterno futuro?
+Por mí sé decir que, desde la infancia, ¡nada ha educado tanto mi alma, mi vida moral e intelectual, como el espectáculo de la muerte!
+LA EDUCACIÓN DEL ALMA es muy análoga a la del cuerpo: si la segunda es asunto de ejercicio, la primera lo es de impresiones. Si para el cuerpo hay una gimnástica de los músculos y de todos los sentidos, para el alma hay otra de todas las facultades de la sensibilidad moral y del pensamiento. Así todo aquello que nos impresiona y sirve de ejemplo, que nos induce a formar ideas y adquirir nociones de la vida y de las cosas que nos rodean, nos va educando el alma. Ella viene de Dios completa en su esencia y perfecta en sus elementos o facultades de acción, y estas facultades se desarrollan más o menos, se perfeccionan, pervierten o deprimen, según la dirección que se les imprime con la educación y el influjo de la herencia.
+Todo lo que se ve y oye, lo que se siente y palpa educa, bien o mal. Pero acaso lo que más contribuye a educar el cuerpo, así como el alma, es el medio físico, el domicilio en que uno vive, principalmente durante la infancia. Esta verdad la he comprendido al recordar y analizar, después de ser adulto, el influjo que sobre mí ejercieron ciertas circunstancias del hogar paterno y de los primeros años de mi niñez, y las localidades donde los pasé.
+Todo hombre es más o menos un reflejo de la tierra en que ha nacido y vivido. La infancia ha subsistido en mí en gran parte, y ella recibió fuertemente el sello de las impresiones que la acompañaron. Honda es una ciudad extraña, asiento de curiosos contrastes; su suelo es profundo y fértil, y las montañas que lo encierran son elevadas y estériles. Desde la gran catástrofe de 1805 aquella ciudad, esencialmente mercantil, quedó siendo mitad bodega o almacén y mitad cementerio. Cada ruina, cada muralla destrozada, es una tumba sobre la cual crecen con frondosidad numerosos árboles y arbustos. La parte baja de la ciudad, casi toda compuesta de edificios de sólida mampostería y techos de teja, contrasta con la parte alta, formada en general por humildes ranchos de bahareque y palma. Abajo, el pequeño movimiento de los negocios; arriba, el silencio y la inanición. La prosa y la poesía se disputan el campo en aquella ciudad, donde centenares de cocoteros y miles de otros árboles frutales, cultivados entre escombros, mecen su follaje sobre una población híbrida de negociantes y transeúntes.
+El río Magdalena, haciendo allí un codo repentino, se precipita turbulento a la vera de la ciudad, por una sucesión de raudales estruendosos. El lindo río Gualí, que divide la ciudad en dos partes, como una línea perpendicular tirada sobre el Magdalena, encanta con el rumor de sus ondas, antes diáfanas, que se estrellan contra grandes pedriscos y escombros hacinados sobre una y otra margen y sombreados por árboles corpulentos. Aquel estruendo de los ríos; aquella magnificencia de la vegetación; aquel silencio de tantas ruinas solitarias; lo escampado de las vecinas montañas y de la hermosa llanura que se extiende entre Honda y su rival en ruinas, Mariquita; el contraste permanente de bullicio y silencio, de actividad y soledad, de cosas poéticas y cosas prosaicas, de goces y tristezas: todo eso que componía el medio físico y moral en que yo había nacido y debía pasar mi infancia imprimió en mi mente un sinnúmero de ideas y reminiscencias perdurables. Por tanto, mi vida hubo de ser un reflejo de la turbulencia de los ríos que arrullaron mi cuna con su ruido, y de la tristeza grabada en los solitarios escombros de la ciudad; mezcla de aspiraciones poéticas e inquietudes y preocupaciones sociales; permanente antítesis de pensamientos tumultuarios que sólo el tiempo y la experiencia del mundo podían sosegar.
+Así desde muy temprano mostré toda la inquietud de un genio activo, audaz, borrascoso y pronto a la lucha, al propio tiempo que una inclinación marcada hacia la poesía y cuanto da pábulo al sentimiento y la imaginación. Todo me divertía y lloraba por cualquier cosa: me rebelaba contra la injusticia, y una palabra cariñosa me enternecía; era comunicativo y fácilmente afectuoso con todos, pero también pronto a reñir con todos; tenía el diablo en el cuerpo y no descansaba ni dejaba descansar a nadie, y manifestaba la exquisita sensibilidad de una niña ingenua y la travesura dañina de un muchacho al parecer incorregible; había en mí, al propio tiempo, algo de las turbias ondas del Magdalena y de las linfas puras y transparentes del Gualí. En una palabra, por mis disposiciones, podía llegar a ser un hombre de provecho, al recibir buena educación, así como al ser abandonado a mis impulsos entusiásticos, habría podido ser un insigne calavera. Mi padre, mi madre y algunos de mis hermanos me libraron de caer en el despeñadero.
+Cuando yo era niño, la esclavitud subsistía en Colombia, bien que la ley redentora de 1821 había puesto remedio al mal, en lo posible. Los esclavos eran los mejores obreros en las fincas rurales y los mejores sirvientes en las casas. Servían a sus amos con fidelidad y aun con afectuosa adhesión, y eran muy bien tratados en mi vieja provincia, así como en casi toda la República. La domesticidad esclava hacia parte de la familia, y las mujeres, sobre todo, envejecían en los hogares, sirviendo como de madres o nodrizas a los niños. Así estos las querían con ternura, creciendo al lado de ellas de tal modo, que miraban poco menos que como amigos y parientes a los negritos o mulaticos libertos.
+Mi padre era no sólo patriota sino filántropo. Le gustaba hacer un negocio poco lucrativo pero de buenos resultados morales: cuando le ofrecían buenos esclavos les compraba para el servicio de su casa o de su hacienda, les trataba muy bien, y les daba su carta de libertad gratuitamente, al cabo de tres, cuatro o cinco años, si le habían servido con cariño, fidelidad y esmero. Una vez libres, los esclavos, ya habituados a la casa o la hacienda, habían cobrado amor a la familia y al relativo bienestar de que gozaban, y en vez de irse a otra parte preferían quedarse con mi padre, trabajando como asalariados. Aquellos sirvientes o trabajadores eran por lo común preferidos por mi padre a los primitivamente libres, porque eran menos perezosos, tenían costumbres más morales y servían con una fidelidad a toda prueba.
+Dos de las esclavas que tuvo mi padre en casa fueron mis predilectas: llamábase la una Nicolasa, enteramente negra, y la otra —una gallarda mulata— Josefa. La primera tenía un hijo con los pies torcidos y valetudinario, y la segunda apenas estaba recién casada cuando nací. Hacía poco que mi madre me había dado a luz cuando enfermó, no pudiendo alimentarme durante dos o tres meses. Nicolasa, que tenía abundante y rica leche, fue mi nodriza mientras que mi madre estuvo enferma, y le cobré un tierno cariño que jamás se entibió.
+A la sazón estaban construyendo un puente sobre el torrentoso y pintoresco río Gualí, y no había modo de pasar de un lado al otro sino en canoa. Como la familia solariega de mi madre vivía en el barrio de San José o del Remolino —que de ambos modos llaman al más bajo—, con alguna frecuencia tenían las dos familias que ocurrir, para comunicarse, al paso en canoa. Una tarde… —tenía yo cosa de cinco meses de edad— pasaba mi madre el río, llevándome consigo en brazos de Josefa, la hermosa mulata, que a la sazón servía de niñera. Entróse en la canoa un hombre ebrio, y la agitó de tal manera que la hizo volcar, por fortuna a corta distancia de la orilla. Cayó mi madre de cabeza al agua, quedando toda envuelta en su ropa, y cuando logró desembarazarse, hacer fondo y descubrirse el rostro… vio que su hijo iba ya lejos llevado por las ondas. Con la violencia del vuelco, Josefa me había soltado de los brazos, quedando yo en peligro inminente, y ella también toda embrollada con su paño de muselina y sus enaguas… Mi madre, al ver que yo me ahogaba, dio los más lamentables gritos y, sin saber nadar, quiso arrojarse a la corriente, pero Josefa no le dio tiempo, y diciendo: «¡No tenga sumerced cuidado!», se arrojó a las ondas. Nadaba muy bien, a brazo tendido, y a las pocas braceadas logró darme alcance y sacarme sano y salvo. Los pañales que me envolvían y todo el ajuar me habían mantenido a flote en la rápida corriente.
+Al día siguiente por la mañana mi padre hizo llamar a Josefa a su presencia, y dándole un papel y cincuenta pesos en dinero le dijo: «Me has salvado mi hijo y mereces mi gratitud y una recompensa. Toma tu carta de libertad y esta gratificación para que trabajes».
+Josefa aceptó lo uno y lo otro, llorando de gratitud, pero se quedó en la casa en clase de sirvienta libre, y destinó los cincuenta pesos para contribuir al rescate de su marido. Este fue elevado en la hacienda a la categoría de mayordomo.
+Cuando tenía ya cosa de seis a siete años, oí a mi madre referir estos sucesos a un compadre suyo. Así vine a saber que una negra esclava había sido mi nodriza durante cerca de tres meses, y que yo debía la vida, después de Dios y mis padres, a una mulata esclava también… No sé en qué grado la rica leche de la buena negra influiría en mi organización y mi vida física y moral, pero sí recuerdo bien que desde mi infancia sentí tierna conmiseración por los esclavos, gratitud por Nicolasa y Josefa, y una simpatía por su raza que se puso después de manifiesto en muchos de mis escritos, discursos y actos y me indujo a ser ardiente filántropo y demócrata decidido.
+Otra circunstancia influyó mucho en mi ánimo desde la infancia. Estaba yo en la escuela primaria y tenía cosa de ocho años, cuando tuve la desgracia, por travesura, de treparme a un enorme ciruelo a coger las amarillas y rojas frutas que tanto incitaban a mis condiscípulos, como a mí mismo. Un chicuelo, hijo de pobres gentes y alumno de la escuela, llamado Dionisio Varela, me recogía las ciruelas que yo arrojaba a manotadas desde lo más alto del frágil ramaje. De súbito se quebró la rama en que me apoyaba, y descendí como una bola, cayendo sobre los hombros del pobre muchacho… Quedé sin sentido, y durante un mes me tuvieron entablillado de la cabeza a los pies, todo dislocado, pero el chico Varela quedó peor, casi desbaratado, y tuvo para seis meses de cama. Bien que no había culpa de mi parte, mi padre costeó la curación del muchacho, y durante mucho tiempo estuvo socorriendo a su pobre familia.
+Este ejemplo de caridad y de justicia moral produjo en mi alma una impresión tan saludable, que por muchos años me hizo ver en Dionisio Varela una especie de hermano para quien yo me sentía obligado.
+Las iglesias, las ruinas, los huertos y las arboledas de la ciudad, y los ríos Magdalena y Gualí, fueron, con mi familia, la hacienda de mi padre y ciertas costumbres populares, los elementos decisivos de mi primera educación. Que el lector me permita, por ahora, describirle mi ciudad y las costumbres religiosas que en ella privaban, a contentamiento de todas las clases sociales.
+La ciudad, como he dicho antes, se compone de tres barrios diferentes. Cuatro formaciones de serranías, que aparecen en completa solución de continuidad e independencia recíprocas, bien que se acercan unas a otras, arrojan sus ásperos contrafuertes o estribos sobre la honda cuenca de la ciudad, formándole un cerco roto por cuatro aberturas. De estas, dos corresponden al Magdalena, hacia arriba y hacia abajo, otra a la llanura —antiguo valle o lecho del río Gualí, hoy día de cauce profundo— y otra al estrecho valle de un riachuelo llamado la Quebrada Seca. Así la ciudad suele ser batida por brisas que soplan en todas direcciones y temperan, en las mañanas y las noches, el ardor del clima, tan cálido que su temperatura media es como de 30 a 32 grados del centígrado.
+Es curioso notar, como rasgo tal vez único en la orografía de Colombia, que si dos de los grupos de cerros —los del sur y el sudoeste— son formaciones aisladas del norte del Tolima, las serranías que giran por el oriente y el noroeste pertenecen a las cordilleras Oriental y Central de los Andes, y después de encerrar la vieja ciudad, corren paralelas hacia el norte, encajonando, por decirlo así, el Magdalena. De esta suerte, dos serranías que son como prolongaciones indirectas de tan distantes y poderosas formaciones —la Oriental, donde predominan las heladas cumbres de Sumapaz, y la Central, donde ostentan sus nevadas cimas el Tolima, el Santa Isabel y el Ruiz—, vienen casi a juntarse, a darse los brazos sobre las dos orillas del bajo Magdalena, cual si dieran la muestra con una especie de fraternidad de las montañas, de la fraternidad que Dios ha querido hacer reinar entre los pueblos colombianos, ¡hijos de esas montañas y de los valles intermedios!
+El tremendo terremoto de 1805 —época en que había nacido mi madre— arruinó la ciudad casi por completo. Pocas casas resistieron a la violencia de la catástrofe, sobre todo las de pisos altos; tal vez ninguna había sido reedificada hasta 1834, y la mayor parte de las nuevas eran de bahareque y techo pajizo. Si en la parte baja central, residencia del tráfico, subsistía el aspecto hispano-morisco de las construcciones, y casi todas las casas tenían un no sé qué de árido, severo y desapacible, en el barrio del Alto todo era risueño y pintoresco, y en el de San José los huertos y los escombros se confundían formando una extraña armonía de lo melancólico y lo ameno, lo fúnebre y lo florido. Dondequiera, hermosos grupos de cocoteros alzaban sus empinados penachos, y los patios estaban sembrados de nísperos y mangos, naranjos y limoneros, guanábanos, guayabos y multitud de otros árboles frutales, amén de mil graciosos arbustos y plantas de jardín. Por en medio de aquellos barrios repletos de ruinas de templos y conventos y de grandes casas, salpicados de verdes arboledas y cubiertos de arenas reverberantes, corría o saltaba el Gualí, río encantador de ondas azules y orillas pedregosas, y a la vera de la ciudad se precipitaba turbio y magnífico el Magdalena, ensordeciendo a los hondanos con el eterno rumor de sus tumultuosas ondas…
+Raro día dejaba yo de bañarme en el Gualí, deliciosa escuela de natación, donde todos los muchachos, sin otro maestro que el arrojo, aprendíamos a nadar como peces. Recuerdo que en mi afición a la natación era tan incansable, que una vez aposté doce reales con un camarada de la escuela al que pasara el río mayor número de veces, de seguida y sin detenerse después de hacer pie en cada orilla. Gané la apuesta, alcanzando a pasar siete veces, en un trayecto como de trescientos metros, a través de grandes piedras graníticas, pero en la última vez, al llegar a la orilla me quedé exánime y sin sentido. Tan escasa idea tenía yo del peligro, que a la edad de nueve años, por travesura, me arrojé varias veces, montado en un trozo de balso, a los formidables chorros del Salto, bajando el Magdalena desde el sitio del Estanquillo hasta la confluencia del Gualí.
+Probablemente estos ejercicios de natación, y los que hice en la hacienda de mi padre, ya toreando becerros bravos, ya corriendo a caballo por los pastales, ya dándome a la caza en montañas espesas donde había culebras y tigres; ora invigilando a los peones en las rocerías o en los cortes de cañas, y quitándoles a ratos los machetes para ponerme a tumbar yo mismo árboles delgados o cortar las matas del cañaveral, me inspiraron insensiblemente afición a la lucha, y me prepararon para desafiar después con resolución todos los peligros de la vida política, que en nuestro país se agravan mucho con la violencia de las pasiones. Tengo para mí que todo aquello que familiariza con el peligro, siquiera sean impensados los actos de valor, constituye una excelente escuela para las almas que han de sufrir grandes dolores y pasar por muy amargas pruebas.
+No omitiré decir que desde mi infancia me gustó el pugilato, como que era inquieto, belicoso y nada paciente y que muchas veces ejercité los puños con mis condiscípulos en la escuela, en los colegios y en la Universidad. Agréguese a esto que yo tenía suma agilidad y cabeza naturalmente fuerte para trepar a los árboles y cercados, a los altos murallones arruinados y los campanarios, sin desvanecerme nunca; así como me perecía por hacer maroma en columpio y en cuerda tensa. Recuerdo que una vez, a la edad de trece años, por juego, me tiré de un alto balcón a la calle, y muchas veces me arrojé de cabeza en profundos pozos del Gualí, desde los estribos de sus puentes. Todavía ahora, ya casi viejo y achacoso, cuando estoy de humor en algún campo o algún huerto, trepo con agilidad a muy altos árboles, sin que para ello me estorben los vestidos ni las botas.
+Dos objetos me llamaban particularmente la atención: los jardines y los ríos. No obstante la inquietud borrascosa de mi genio, gozábame todos los días durante horas enteras contemplando en casa los arbustos y las flores de los jardines. Casi estoy seguro de recordar que la primera redondilla o cuarteta que compuse, cuando me dio por hacer versos de memoria, fue inspirada por el florido jazmín que había en el patio principal de la casa paterna.
+Cuando me iba a bañar, trabajo costaba hacerme salir de entre las ondas del Gualí, pero siempre, al vestirme, me ponía involuntariamente a contemplar los árboles de las orillas, los grandes escombros hacinados en ellas o entre el agua, el cielo, de un azul brillante y purísimo, y las ondas que se atropellaban en tumbos azulosos y de ópalo admirable… Todo aquello me impresionaba por extremo y me hacía cavilar vagamente… Un día que, sentado sobre una piedra, contemplaba yo todo aquello, don Mariano Escobar —padrino de uno de mis hermanos— que cerca de mí salía del baño, me dijo súbitamente:
+—¿En qué piensas, Pepillo?
+—¿Adónde va a morir este río? —le repuse a modo de respuesta, siguiendo en mi cavilación.
+—¿Pues no ves que muere allí cerca en el Magdalena? —me contestó.
+—¿Y el Magdalena adónde va?
+—Al mar.
+—¿Y el mar?
+—El mar… a todas partes, y a ninguna.
+No pude comprender esta expresión y seguí cavilando por explicarme de algún modo el problema, que me parecía ser un misterio… Sólo el estudio de las matemáticas, la física, la cosmografía y la geografía había de darme, con el tiempo, la explicación que mi débil inteligencia de niño era incapaz de hallar por sí sola.
+No dudo que, si llegué a ser poeta, no fue por herencia, pues mi padre, si bien era muy entusiasta y patriota, tenía mucho de positivista, y mi madre no tenía más ideal que Dios, la familia y el cumplimiento del deber. Lo que hizo brotar en mi alma la poesía, como una flor cuyo germen está en todo corazón humano, fue la educación; educación determinada por el conjunto de admirables objetos que me rodeaban: el Magdalena, que contenía lo formidable; el Gualí, que era una risa líquida y azul de la Naturaleza; las arboledas y los huertos y jardines de la ciudad, que eran lo ameno y encantador prodigado bajo un sol de fuego; los cerros circunvecinos, que contenían la majestad y aspereza de lo fuerte y eterno; los innumerables escombros de la ciudad, en cuyo seno se abrigaba toda la elocuente melancolía de lo pasado; la hacienda de mi padre, donde yo encontraba la rudeza del trabajo y el peligro y la lucha, y aquel cielo incomparable, ya de un azul y una limpieza prodigiosamente bellos, ya repleto de terribles tempestades.
+No he sido ingrato para con aquellas admirables bellezas que educaron mi alma, pues mi lira ha cantado de diversos modos y en distintas ocasiones las bellezas del Magdalena y del Gualí; las ruinas y memorias de Honda y Mariquita, y todas las magnificencias de la poética Marquetá de nuestros extinguidos panches y gualíes, nuestros yaporajes y pantágoros.
+EN LA ÉPOCA DE MI INFANCIA y mi adolescencia, y todavía muchos años después, las gentes de mi ciudad natal se distinguían por tres buenas cualidades: un serio sentimiento de religiosidad, un espíritu general muy hospitalario y una notable moralidad en las costumbres. Casi toda la población se componía de gentes oriundas de la ciudad misma o sus contornos, y raros eran los forasteros que allí se establecían, porque ni había industria que atrajese inmigrantes, ni el comercio, de mero tránsito y detal, ofrecía alicientes para muchos brazos.
+Tan religiosos eran los vecinos, que las fiestas de iglesia eran muy frecuentes y suntuosas, en gran parte costeadas voluntariamente por las personas acomodadas y las limosnas de los pobres. Nadie quería pasar por irreligioso, y recuerdo que aun mi padre, que era librepensador y verdaderamente incrédulo —y así lo fue hasta el último instante de su vida con indomable energía—, contribuía gustosamente para las fiestas de iglesia, bien que jamás concurría a ellas, ni a la misa siquiera. Después explicaré de qué provino la incredulidad de mi padre, tan opuesta a su carácter generoso y su espíritu de caridad y benevolencia.
+Las grandes fiestas religiosas de Honda eran las de los Reyes y la Semana Santa, la Cruz, el Corpus y el Octavario, San Juan y San Pedro, San Bartolomé —patrono de la ciudad— y la pascua de Navidad, con su largo prólogo del Aguinaldo y la Nochebuena. Pero si algunas de estas festividades despertaban realmente el celo y fervor religiosos, otras servían de pretexto para grandes diversiones populares. De este linaje eran principalmente el Corpus y las fiestas de los tres apóstoles citados, así como la Cruz, la Nochebuena y pascua de Navidad.
+Un recuerdo tengo muy vivo de cierto incidente, y lo aduciré como prueba del espíritu de partido que se apodera de todo en todas partes y principalmente entre nosotros. Tenía yo como trece años y me hallaba en vacaciones del colegio, cuando fue nombrado cura de la ciudad un doctor Aguillón, hombre locuaz, innovador, inquieto de espíritu y no poco inteligente e instruido, pero indiscreto. Había sido fraile y logrado, merced a un viaje hecho a Roma, pasar del estado regular al seglar. Al instalarse en su nuevo curato, el doctor Aguillón cogió cierta ojeriza a la estatua de plomo, muy pequeña pero pesadísima, que en la iglesia parroquial representaba al santo patrono, y le declaró la guerra.
+Dio por razón para esto el señor cura que el Santo no inspiraba respeto ni reverencia, y se propuso remplazarlo con otro de madera y cuerpo entero, casi gigantesco, pero que no había ganado en la ciudad méritos ningunos. A poco hizo la sustitución, con aplauso de la gente reformadora y gran descontento de los viejos y viejas que en la ciudad conservaban las tradiciones de los antiguos tiempos.
+Es fama que aquel San Bartolomé chiquito hizo grandes milagros, y yo oía contar a los viejos que en lejanos tiempos, cuando ocurrían grandes avenidas del Magdalena y se inundaban algunas calles de la parte baja de la ciudad, sacaban al Santo en procesión solemne, lo embarcaban en una canoa para recorrer las calles inundadas, le ungían los pies con algodones mojados en el agua del río, y a poco de arrojarlos a las ondas, estas comenzaban a retroceder rápidamente hasta dejar las calles enjutas y todos los edificios sanos. San Bartolomé era, pues, muy venerado en Honda y muy querido, mayormente cuando su festividad acarreaba cada año fiestas populares con corridas de toros, juegos públicos, bailes, etcétera.
+Pero en realidad no era precisamente la persona moral del apóstol horriblemente martirizado la que había ganado tanta veneración, sino que esta se fijaba en la imagen o estatua. Así fue que al emprender su indiscreta reforma el cura, se formaron en la ciudad dos partidos: uno por el San Bartolomé chiquito, y otro por el grande. Fuerte agitación hubo con tal motivo, los ánimos se agriaron y poco faltó para que entre los dos partidos hubiera hostilidades muy serias. El cura triunfó por el momento, arrinconando el santito de plomo; mas después hubo de transigir, relegando en el año siguiente el de madera a la sacristía. Por mí sé decir que fui, por instintos innovadores e imitación, partidario del grande. Acaso en castigo de mi infidelidad al antiguo y acreditado, he sido tan desollado en este mundo, y de mil modos, ¡a semejanza del patrono de mi ciudad natal!
+Si el día primero de cada año todos estrenaban algo nuevo en su vestido, y daban o pedían, según sus circunstancias, regalos de Año Nuevo, y si el día de los Reyes era celebrado en todas las casas con suculentas cenas, en las que solían reunirse todos los parientes o miembros de cada familia, en realidad aquellas festividades, más que regocijos que iniciaban cada año nuevo, eran como apéndices de la gran fiesta religiosa y popular de diciembre, compuesta del Aguinaldo —nueve días de rosarios y diversiones—, la Nochebuena y la pascua de Navidad; todo lo cual, hasta el día de Reyes, formaba una sucesión de veintiuno o veintidós días de gratos entretenimientos, con los que se ponían muy de manifiesto las viejas costumbres de la ciudad.
+La fiesta de la Cruz, que la iglesia celebra el 3 de mayo, tenía de particular, a más de las escenas religiosas y populares, un hecho natural infalible. A causa de las lluvias generales que caían sobre las cordilleras Oriental y Central y sobre las vastas llanuras y selvas del valle del Alto Magdalena, este gran río experimentaba indefectiblemente enormes avenidas, que jamás fallaban para el 2 de febrero, el 3 de mayo y el 2 de noviembre. Así, eran inseparables en el espíritu de la población las grandes crecientes del Magdalena y las fiestas religiosas y populares de la Candelaria, la Cruz y Todos los Santos. En estas épocas el río tomaba proporciones formidables y de ordinario amenazantes, suspendíanse casi por completo los baños, la navegación y la pesca, y con frecuencia había que deplorar los gravísimos estragos que causaban las avenidas.
+La fiesta de la Cruz era particularmente interesante en Honda. No solamente se renovaba el vestido de ramos tiernos o cogollos de palmeras y arrayanes con que la poética piedad de las gentes cubría las seis u ocho grandes cruces de madera sobre peana de calicanto que existían desde antiguo en varias plazuelas y puntos importantes de la ciudad, y se adornaban las de las iglesias y capillas, sino que en toda casa de campo se celebraba la fiesta de la Cruz, ya erigiendo una nueva en algún sitio conveniente para poner la casa bajo su protección, ya adornando y embelleciendo la que existía. Desde el amanecer estaba la cruz cubierta de ramos, flores y guirnaldas, adornada con cintas de seda, espejitos y otras baratijas, y durante el día se quemaban miles de cohetes. Por la tarde se hacía la adoración, agrupándose las gentes alegremente, a son de música y con gran acompañamiento de gritos, aclamaciones y cohetes, y luego se bailaba al pie de la cruz y al aire libre, al compás de vihuelas, panderos y otros instrumentos populares.
+Desde entonces tomé grande afición a la danza, y tanto, que cuando tenía apenas de doce a trece años bailaba el vals nacional llamado capuchinada, las danzas populares denominadas bambuco, torbellino, caña y gallinazo, y las españolas conocidas por los nombres del ondú, la cachucha, la jota aragonesa y la contradanza, que me enseñó el célebre don Pepe González, insigne bailarín e ingenioso violinista de antaño. Don Pepe tocaba guitarra por detrás de las espaldas y bailando, y violín metiendo el arco por entre las piernas, lo que me parecía el colmo de la habilidad y de la gracia. Si desde la adolescencia fui tan entusiasta por el baile, no es de extrañar que luego aprendiese fácilmente en Bogotá el vals de Strauss, la polka, la cuadrilla, la mazurca, los lanceros y otros bailes elegantes. Hoy todavía, cuando estoy en alegre tertulia y de buen humor, y faltan caballeros para que no coman pavo las señoras, a pesar de mis cincuenta y tres años y mis achaques, sacudo las piernas con la agilidad de un muchacho, sin haber perdido la afición, el entusiasmo ni el compás.
+Pero el gran acto de la fiesta era la ascensión al cerro de la Cruz, vulgarmente llamado de Cacao-en-pelota. En la cumbre de este erecto y escarpadísimo cerro, que se alza como un inmenso fuerte de piedra entre el Magdalena y la Quebrada Seca, ha sido costumbre mantener desde tiempo inmemorial una gran cruz de madera, que el pueblo en masa iba cada año, el 3 de mayo, a reverenciar y cubrir de adornos, a la vista y con gran placer de toda la ciudad. La ascensión es difícil y penosa, se hace forzosamente a pie y dura cosa de dos horas. Yo la hice con los sirvientes de casa, en 1836 y 1837, y sobrado compensado quedé de mis fatigas, ya con las alegres escenas de la cumbre, donde todos tomábamos refrescos, al compás de alegres músicas y cantos populares, desplegando banderas de diversos colores y quemando innumerables cohetes, ya con el admirable espectáculo que desde aquella riscosa cima se contempla.
+No tenía yo a la edad de nueve años la claridad de espíritu ni el sentimiento estético necesarios para formarme verdadera idea de lo bello, pero sí era ya capaz de impresionarme, y recuerdo que el espectáculo me llenó de asombro… Abajo, como en el fondo de un abismo de seiscientos pies de profundidad, se veía la ciudad, mezcla curiosa de escombros y verdura, de edificios tristes y discordantes y amenos paisajes; todo cortado por los dos ríos y la Quebrada Seca, y en derredor, levantando la mirada, se divisaban las altas cordilleras a lo lejos, y más o menos cerca un maravilloso laberinto de serranías, valles y llanuras que, surcado de sur a norte por el río Magdalena, y en opuestas direcciones por multitud de pequeños ríos afluentes, componen en lo principal la parte baja o ardiente de la antigua provincia de Mariquita.
+Sea que yo tuviese natural o irresistible inclinación a la poesía, sea que aquel espectáculo inconscientemente contemplado desde la cumbre del cerro de la Cruz me hubiese producido inspiración, revelándome por primera vez mi sentimiento innato de admiración por la belleza, es lo cierto que no insistí en componer mis chabacanos versos de aquel tiempo, sino pocos días después de mi segunda ascensión.
+La Semana Santa, el Corpus y la Nochebuena contribuyeron poderosamente, así como las fiestas de San Juan y San Pedro, a impresionarme y educar al propio tiempo mi alma y mis fuerzas corporales. En la época de mi infancia y mi primera adolescencia, era notable el fervor religioso de los vecinos de Honda, y todos desplegaban durante la Semana Santa, no sólo gran celo en la piedad, sino también suntuosidad y magnificencia en todas las ceremonias. Largas y espléndidas procesiones de todos los días, con gran número de alumbrantes y penitentes; ejercicios espirituales y tinieblas, con todas las viejas prácticas de nuestros pueblos, formaban para todos, y particularmente para los niños y la masa popular, una grande escuela de enseñanza objetiva, tanto más interesante y eficaz cuanto mayor era el esmero con que se preparaban en las iglesias los monumentos, el lavatorio de los pobres que representaban a los Apóstoles, y la adoración de la Cruz, el Calvario y el Descendimiento, el Santo Sepulcro y la Resurrección. Si en los días de fiesta me escabullía yo en ocasiones para subir a lo alto del campanario y ponerme a repicar con furor, en los de la Semana Santa en que no se hacían sonar las campanas me andaba por las calles disputando a los demás chicuelos la posesión de la matraca, que todos sacudíamos con entusiasmo, sirviendo así como de campanarios ambulantes.
+SERÍA INACABABLE MI RELACIÓN si yo intentara dar razón minuciosa de todas las festividades y diversiones populares que eran el encanto de todos en los tiempos a que me refiero. En una de mis novelas de costumbres colombianas he descrito por extenso la antigua fiesta del Corpus, interesante sobre todo por la animación y el color local que imprimía a la ciudad, y por el entusiasmo y la espontaneidad con que todos los vecinos contribuían a darle magnificencia, esplendor y originalidad. Las enramadas, los altares, los bosques y paraísos y las colgaduras que cubrían las calles; la profusión de incienso y flores, música y canto que ilustraban las procesiones; los acompañamientos de ninfas, ángeles y demás grupos alegóricos, y las danzas que imitaban tribus humanas y animales: todo daba a la fiesta un carácter que dejaba en el alma inolvidables impresiones.
+Recuerdo que en 1837 un señor Zuleta, muy piadoso y entusiasta, tuvo la idea de organizar una danza de los siete sacramentos, y para formarla ocurrió al auxilio de las principales familias. Los siete adolescentes debían ser ataviados con gran lujo de joyas y vestidos de seda, y mi madre tuvo la condescendencia de contribuir con dos de sus hijos. Mi hermano Rafael —quince meses mayor que yo—, que era un hermoso muchacho, sumamente rubio y blanco, muy juicioso y de bellísimas prendas de carácter, fue escogido para el papel de Bautismo y capitán de la danza. Yo, que tenía mucho desparpajo y decía —seguramente más por atender a la rima que por conciencia del asunto— que deseaba ejercer las profesiones de abogado y casado, fui escogido para representar el Matrimonio. Todos teníamos que cantar sucesivamente una décima en solo y enseguida una cuarteta de estribillo en coro, y después bailar una especie de contradanza de muy graciosas figuras. Salimos del paso con lucimiento, así en la procesión del Corpus como danzando y cantando en muchas casas, y nuestra donosa danza fue el acontecimiento y lujo de la fiesta, de tal modo que las gentes hicieron muy poco caso de los matachines y leones, los negritos y los indios, las cucambas y aun la monumental tarasca, terror de los muchachos.
+Llegó la fiesta de San Juan, San Eloy, San Pedro y San Pablo —que era asunto para diversión y locura popular del 24 al 30 de junio— y los hijos de Honda sacaron a lucir —si no a deslucir algunos— todos sus caballos. Hubo gran paseo del Santo, que llegó de viaje a la ciudad por la llanura del poniente, con gran equipaje de almofrejes y petacas viejas y todo linaje de trastos portátiles y utensilios extravagantes; amén de todo lo obligado: los anuncios de la Magdalena y la loa de San Juan, las carreras de caballos a todas horas del día, las horcas y los entierros de gallos, las grandes cabalgatas para ir a tomar baños y refrescos, y luego, innumerables bailes más o menos borrascosos, unos aristocráticos, al son de violines y trompas, flautas y clarinetes, con el inevitable bombo, y los más, de vihuelas y bandolas, tiples y panderos.
+Un grave accidente pudo haber costado la vida a mi padre el día de San Pedro. Como la principal diversión consistía en correr por todas las calles en animadísimos grupos, gritando todos: «¡San Juan!, ¡San Juan!» —sin perjuicio de tomar muchos tragos que alegraban demasiado a los jinetes— o en salir al llano a echar carreras con apuestas, hasta dejar los caballos casi exánimes, no pocas veces ocurrían encuentros terribles y lances muy peligrosos que acarreaban accidentes de consideración. Cosa de trescientas personas andábamos corriendo a caballo por toda la ciudad, y hacia el fin de la tarde nos precipitábamos todos por una de las empinadas cuestas —empedradas por lo general con grandes guijarros graníticos muy lisos— que conducen del barrio del Rosario a los de abajo. En medio del inmenso grupo de jinetes enloquecidos resbaló en la mitad de la cuesta el caballo que montaba mi padre, yéndose de bruces. Cayó este muy violentamente, y como todo el tropel se le fue encima, sin que nadie pudiera evitarlo por el pronto, fue pisoteado y horriblemente estropeado. Lleváronle al punto a casa sin sentido y con muy graves dislocaciones, principalmente en los hombros y brazos, que hicieron temer por su vida.
+En los momentos en que acostaban a mi padre en una hamaca, llegó a la puerta de casa, caballero en una hermosa mula, el doctor Ricardo N. Cheyne, que años después fue célebre en Colombia como médico y cirujano eminente. Era a la sazón médico de la compañía inglesa que explotaba las minas de plata de Santa Ana, y como tenía amistad con mi padre, cuando iba a Honda se hospedaba en casa, así como lo hacían el director, el señor Fallon y otros empleados de las minas. Mientras que todos clamaban en confusión porque sangrasen a mi padre inmediatamente, el doctor Cheyne le examinó y dijo: «Vamos a curarle con una pequeña operación, y entretanto, que le den un vaso de vino generoso».
+Bebió mi padre el vino, o se lo hicieron tragar, y a poco recobró el conocimiento. Entonces el doctor le hizo liar de cierta manera, con fuertes fajas, las piernas, los brazos, el cuerpo y el cuello; le ató a la faja de la nuca una fuerte soga que hizo echar por encima de una viga y la templó, haciendo poner al enfermo de pie sobre una banqueta, sostenido por dos personas. A una señal del doctor, zafaron la banqueta, en tanto que templaron la soga, y durante unos dos segundos estuvo mi padre suspendido en el aire como un ajusticiado en la horca. Dio un tremendo grito y agitó todos los miembros con violencia, y cuando al punto le bajaron y acostaron toda dislocación había desaparecido. Diéronle enseguida, por orden del doctor, un baño completo de agua fría y vinagre, y varias pócimas a beber. A poco se durmió y no despertó en muchas horas. No tardó en estar enteramente repuesto, sin haberle quedado lesión alguna, caso que fue la admiración de todos. Era chistoso oír luego a mi padre cuando decía, burlándose de su accidente: «El doctor Cheyne ha descubierto el modo de devolver la vida ahorcando al moribundo, y yo puedo decir que he sido ahorcado sin haber cometido crimen alguno, y que debo mi perfecta salud a la horca».
+Ya he dicho que la fiesta de San Bartolomé —salvo la gran misa cantada, la procesión, que era suntuosa, y el sermón, en el que el párroco echaba el resto de su erudición teológica— sólo servía de pretexto para las fiestas populares de cada año. Yo me deleitaba entonces con los encierros y las corridas de toros; las rifas nocturnas en la plaza —a veces retardadas para jugar el toro encandelillado o la vaca loca, de siete a ocho de la noche—; las suculentas cenas de empanadas, ensaladas, buñuelos, etcétera, y los bailes de disfraces que iba a ver con singular curiosidad. Desde entonces tuve aquella grande afición al baile, a que antes he aludido. Tengo para mí que los hombres más hoscos, fríos, intolerantes y de áspero carácter son los que nunca han bailado, porque la danza es, sin duda, una de las más graciosas formas de la fraternidad. Nada civiliza tanto como aquel ejercicio, puesto que educa el cuerpo y el alma, desarrolla el sentimiento artístico, el entusiasmo por la belleza, la cultura en los modales, la delicadeza del gusto y el más fino respeto por la gracia y el pudor de la mujer. Con las danzas nacen los amores nobles y delicados, las amistades desinteresadas y los más exquisitos hábitos de sociabilidad, y el que sabe bailar con elegancia y distinción siempre hace notable papel en los salones de la sociedad culta y amable.
+Ya tendré ocasión de hacer notar cuánto ha influido sobre mi carácter, mis costumbres y mi vida política y literaria mi grande afición a la caza y la natación, al baile, la poesía, el dibujo, la música, el teatro, el juego del volante, de la pelota y del ajedrez, y otros entretenimientos amenos, que me han preservado de muchas faltas y locuras. Pluguiera a Dios que aun les hubiera prestado mayor atención, así como a las lecturas serias y la escritura, ¡y no pocas faltas habría evitado cometer!
+Fáltame hacer algunos recuerdos de la Nochebuena. ¿Quién no los tiene gratísimos de esa fiesta de las fiestas? No sin razón los pueblos cristianos, mientras mayor es su piedad, muestran mayor entusiasmo al celebrar el nacimiento de Jesús. No sin motivo ponen de manifiesto en la segunda mitad de diciembre su más espontáneo gozo, sus más dulces alegrías del hogar, sus más risueñas esperanzas respecto del año que en breve ha de comenzar, y los más gratos recuerdos de los tiempos pasados… ¡Hay tanta belleza y ternura en la historia del nacimiento de Jesús!, ¡mostró Dios tan inefable bondad y sabiduría al encarnar en el Hijo del Hombre para que este apareciese en los tiempos verificando su propia redención! Por mí sé decir que, sin comprender en manera alguna este misterio, me causaba el más dulce embeleso y sumo enternecimiento la enseñanza objetiva de los Nacimientos, a tal punto, que yo sentía con su espectáculo encantador acrecentarse el candoroso amor con que amaba a mi madre. Parecíame que en esta había algo o mucho de María, así como, sin la menor idea de sacrilegio, yo mismo me sentía algo Jesús, por ser hijo, y por aquello de que todos éramos hijos de un padre común que estaba en el cielo…
+Pero si la parte religiosa de aquella prolongada fiesta me impresionaba mucho, siquiera careciese de claras nociones de religión, me encantaba por extremo todo aquello que componía la fiesta popular. Me enloquecían de gozo los rosarios de aguinaldo, en procesión nocturna con centenares de luces, girando por calles de arbolillos espinosos cargados de frutas y flores, de velas encendidas y farolillos blancos y de colores, y saltaba como un loco por encima de las numerosas fogatas que, en forma de jaulas de leña, encendían en todo el ámbito de la plaza para aumentar la rústica iluminación y la alegría de todos; gozábame con los alegres repiques de campanas, la música y los fuegos artificiales; anhelaba por concurrir a la misa de gallo, sufriendo estrujones en medio de la muchedumbre; alborotaba la casa y las calles con clarinetes de hoja de palma y zambombas de estridente ruido, y reclamaba con delicia mis aguinaldos, mi nochebuena y mis pascuas, amén de las obligadas cenas de pavos rellenos, empanadas de horno, ensalada de calabazas y buñuelos de arroz combinados con exquisito dulce de limón; cenas domésticas, presididas por los buenos padres, que en todas las casas mantenían y perpetuaban al propio tiempo las tradiciones de familia y las enseñanzas o nociones religiosas que a ellas se aliaban.
+Crecí bajo tales impresiones y enseñanzas, y hoy día, al ver que todas aquellas costumbres van desapareciendo, o perdiendo su originalidad, su espontaneidad y su poesía, no sólo siento, por los muchos años corridos, que estoy a larguísima distancia de lo que componía mi dulce vida infantil, sino que me parece vivir en tierra extraña, extranjero en mi patria, ¡habitar otro mundo distinto y estar rodeado de una sociedad que en poco se parece a la que conocí cuando empecé a sentir las primeras alegrías y concebir las primeras esperanzas!, ¿ha adelantado mucho nuestra sociedad por haber dejado atrás muchas cosas de nuestros mayores?… Lo que sé es que hoy día, para gozar de ciertas cosas buenas, hay que retroceder mucho con la imaginación y la memoria, y buscarlas entre las profundidades de un pasado cubierto de tinieblas…
+FALTÁBANME DOS O TRES MESES para cumplir siete años —pues nací del 31 de marzo al 1 de abril de 1828—, cuando mi padre me hizo matricular en la escuela primaria, a la cual fue reunida un año después la normal, sirviéndolas un solo preceptor. Había un número tan considerable de alumnos que el director-maestro no alcanzaba materialmente, no obstante su capacidad y aplicación, a enseñarnos cosa mayor. Me encomendaban para los certámenes públicos la recitación de la resunta —discurso de orden compuesto por el director— únicamente a mérito de mi desparpajo y falta de miedo delante del público, y de ciertas disposiciones que tenía —por mi fuerte voz y facilidad de acción— para la oratoria. Jamás imaginé entonces, no obstante mi locuacidad —con frecuencia empalagosa, por excesiva y sobrado ruidosa—, que con el tiempo sería tribuno popular y orador parlamentario, académico y… lo peor de todo, ¡de honras fúnebres!
+En la escuela aprendí, desde luego, a pelear con muchos camaradas y ejercitar mis fuerzas en el pugilato, y sólo saqué de ella en limpio, en tres años de tareas muy poco metódicas, el saber leer, el conocimiento de la doctrina cristiana, algo de historia sagrada y de aritmética, un medio barniz de urbanidad teórica, nociones muy elementales de gramática, no pocos verdugones causados por los puños de mis condiscípulos y una mala forma de letra entre española y francesa. Con el tiempo, las lecciones de maestros que tenían letra inglesa y el mucho escribir, reformé mi escritura y quedé con una letra parecida a mí: sumamente clara, franca y abierta, sin ambages ni falta de perfiles, de formas inequívocas, pero sin regularidad ni sistema, gruesa y en cierto modo anárquica.
+También saqué de la escuela una importante enseñanza. Un día provoqué con mis impertinencias a un condiscípulo más fuerte que yo: peleamos, recibí numerosos puñetazos y llegué a casa con los ojos acardenalados, llorando y quejándome. Averiguando el caso y sabiendo que la culpa era mía, mi padre —que estaba montado a la antigua en materia de castigos, según la educación que había recibido— me administró por añadidura cosa de cuatro o cinco azotes, «por atrevido y buscapleitos». Aleccionado con esto y temeroso de ser castigado, algunas semanas después toleré la provocación de un condiscípulo brutal y de mal genio, me dejé pegar y torné de la escuela a casa con las narices reventadas. Me interrogó mi padre —que irritado era muy severo— y le conté la verdad. Entonces me administró cosa de ocho o diez azotes, dándome ración doble, «por la cobardía de haberme dejado ultrajar sin motivo y teniendo la razón de mi parte».
+No eché la lección en saco roto, por lo que en el curso de mi vida, si nunca he sido rencoroso ni vengativo, jamás, después de recibir una bofetada moral o material, he puesto la otra mejilla para recibir la siguiente, sino que he dado las vueltas, sin quedarme debiendo un saldo. No juzgo la moralidad o filosofía de este modo de proceder, pero digo ingenuamente cuál ha sido mi regla, porque así me enseñaron a proceder. Durante mi vida pública me ha salvado de muchos ataques y ultrajes la energía y resolución con que, sin temor al peligro, he rechazado siempre las ofensas y las tentativas hostiles. A falta de cultura y moderación en todos y de seguridad social, sólo se hace respetar el hombre que tiene valor para desafiar el peligro y exponerse a todo por defender su dignidad.
+Cuando muchacho tuve mucho miedo a los espantos y cosas que llamaban «del otro mundo», pero una vez que supe, con la experiencia de la vida, que los verdaderos espantos no son los muertos sino los vivos, perdí el único miedo que había tenido.
+Después no he sentido otro linaje de miedo —en el alma, pues en el cuerpo sí lo he experimentado en varias ocasiones— sino este: el de comprometer o perder con algún acto mi reputación. Las vicisitudes de la vida me han probado que el secreto para contar con las tres cuartas partes del buen éxito en todas las cosas está en dos fuerzas: la seguridad de que uno tiene de su parte la razón, o por lo menos la buena intención, y el valor para desafiar todo peligro, valor que consiste en someter la instintiva flojedad de los nervios a la energía de la voluntad.
+Desde que yo estaba en la escuela hasta que concluí mis estudios universitarios, oí frecuentemente a mi padre ciertas máximas, de cuya práctica me dio muchos ejemplos, ya como padre de familia o como simple particular, ya con otro carácter en Bogotá, ejerciendo el empleo de senador de la República. Sus principales máximas eran estas:
+No se debe dejar nunca para después lo que se puede hacer bien al instante mismo.
+Jamás se debe tener vergüenza de ningún trabajo o faena, para servicio propio o ajeno, que no sea vil, infame o pernicioso.
+Conviene siempre aprender y saber algo de todo, porque toda la vida es un aprendizaje.
+El mejor sirviente de uno es uno mismo. Este es el criado más fiel que se puede tener, y de balde muchas veces.
+A falta de buena ocupación, vale más hacer algo para desbaratarlo enseguida que estarse ocioso.
+Todo padre debe procurar a sus hijos lo necesario, jamás lo superfluo. Esto, que se lo procuren ellos con su trabajo.
+Valerse a sí mismo en todo caso que ocurra, sin aguardar ayuda de sirvientes o extraños, es un gran recurso y una verdadera riqueza.
+Si alguien merece seis azotes por atacar a otro injustamente, merece doce cuando, por cobardía, se deja ultrajar, teniendo el derecho y los medios de defensa.
+Por regla general, las compañías de negocios con extraños son funestas para los hombres generosos y honrados.
+No se debe dejar de hacer bien a quien lo ha menester, pero nunca es prudente contar con la gratitud de ningún beneficiado, sino más bien con el interés del que espera un beneficio.
+No se debe reparar en nada con parientes, amigos o menesterosos, cuando se trata de servicios de familia, de amistad o de caridad, pero en los negocios, en lo que es comprado, o prestado, o alquilado, o manejado por cuenta ajena, se debe cobrar y pagar hasta el último centavo.
+Yo podría referir muchas anécdotas que fueron la prueba de las máximas de mi padre, pero sólo reuniré aquí unas pocas bien significativas.
+Un día que mis hermanos y yo habíamos hecho mucha basura con papeles en la sala de la casa, empeñados en fabricar cometas —arte en que llegué a ser maestro—, llegó de visita a casa una familia, compuesta de una señora y dos o tres señoritas. Mi madre, azorada, me hizo ir corriendo a llamar a uno de los criados para que recogiera la basura; mas dio la casualidad que en aquel momento no había en la casa más sirviente que la cocinera, demasiado ocupada, por lo que la sala continuó hecha un basurero de palitroques, papeles, cuerdas. En eso llegó de la calle mi padre, e indignado al ver aquel desaseo me preguntó por qué estaba así la sala. Díjele que no había por el momento ningún criado que barriese, y al punto me replicó, entre aconsejando y reprendiendo: «Pues coge tú mismo la escoba y ponte a barrer».
+Hube de hacerlo, avergonzado y todo, y después comprendí que era muy bueno saber barrer. Sucesivamente, andando el tiempo, yo mismo he barrido, con gran satisfacción, primero, mi cuarto de estudiante; después, los de algunas sucias posadas en los caminos; en 1875, mi calabozo en el cuartel donde por muchas semanas me tuvieron encerrado el miedo, la pequeñez y la saña de un presidente-dictador a quien hice oposición por la prensa; en 1854 y 1876, durante mis campañas, y en el 77 y el 78, proscrito de mi Patria, en los alojamientos que ocupaba en Venezuela.
+Un día que yo había pedido un caballo de la hacienda de mi padre para salir de paseo, el muchacho quiso ensillarlo antes de irse también a pasear. Mi padre le detuvo, dictándole: «Vete, que Pepe mismo ensillará». Volví a mirarle con cierta extrañeza, y él añadió: «Aprende, hijo, a ensillar tu caballo, sin necesidad de criados, así montarás siempre más pronto y con mayor seguridad». En efecto, los criados siempre me han ensillado mal mis cabalgaduras, por lo que he tenido la costumbre de hacerlo yo mismo, con ventaja y a mi gusto.
+En cierta ocasión iba mi padre por la calle con mi tío Juan Antonio, quien, como he dicho, era muy generoso y desprendido: pidióle limosna un pordiosero, y como buscase en sus bolsillos y no hallase dinero menudo, dijo a mi tío: «Préstame medio real para dárselo a este pobre», y lo recibió. Olvidóse mi padre de esta bagatela, y al día siguiente, en casa, mi tío le dijo:
+—José María, me debes medio real; págamelo.
+—¿De qué te debo tal bicoca?
+—El medio que te presté ayer para dar una limosna. Como fue prestado, te lo cobro.
+—Tienes razón; así debe ser.
+Al día siguiente, mi tío Juan Antonio, que así reclamaba de mi padre medio real, le envió un hermoso y finísimo caballo guajiro que acababa de comprar para regalárselo a mi madre.
+Nuestro vasto solar y uno más extenso con pasto artificial, situado al frente de la casa, estaban cercados con latas de guadua picada que se sujetaban con bejucos o numerosas y sólidas estacas. Renováronse los cercados en cierta ocasión, quedaron por el suelo enormes montones de lata vieja, al parecer inútil, y mi padre, al tiempo de montar una mañana para irse a dar vuelta a su hacienda, le dijo a un criado: «Búscate unos peones para que recojan toda esa lata vieja y la boten al Magdalena». Cuando se iba a ejecutar la orden, tuve una idea y le dije al criado: «Aguarda un poco, antes de llamar los peones».
+Yo tenía trece años y estaba en casa por causa de vacaciones del colegio. Había oído decir que la vieja lata de guaduas era el mejor combustible para cocer pan, y me ocurrió hacer un negocio. Fuime a tomar informes con muchas panaderas y logré contratar a dos reales cada tercio o brazada de aquella excelente leña, siendo de cargo de las panaderas el recogerla y llevársela. De este modo ahorré a mi padre el gasto de más de cinco pesos en peones para botar aquel combustible, y obtuvo en dinero más de veinte que entregué a mi madre.
+Cuando hacia la noche tornó mi padre a casa y supo lo ocurrido, encomió con gran satisfacción mi conducta, y aun dijo: «Nada hay enteramente inútil; Pepe me ha dado, sin pensarlo, una buena lección». Al día siguiente, al levantarnos de almorzar, no sólo me elogió mucho delante de toda la familia y me obligó, a pesar de mi primera negativa, a guardar para mí el dinero obtenido con la leña, sino que, sacando de su cigarrera unos cuantos cigarros —que usaba muy largos y delgaditos— me dijo: «Toma para que fumes. Ha tiempo que fumas a escondidas y yo lo sé. Ahora puedes procurarte esta superfluidad, puesto que ya has ganado dinero con tu industria y diligencia».
+Había un punto, sin embargo, en que mi padre no andaba en conformidad con la razón, y era el sistema penal. Sabía recompensar con acierto los buenos actos de sus hijos y sus sirvientes, pero no sabía castigar. Sus castigos eran por lo común excesivos, y no daba suficiente importancia a las penas morales, por lo que menudeaba la de azotes considerándola como la de mayor eficacia. Así le habían criado y educado desde los primeros días de este siglo hasta 1816 o 1817, y si bien había sido muy patriota y fue siempre muy liberal, pudieron más en él, para educar sus hijos, los hábitos que había heredado en lo tocante a penas y recompensas. Por lo demás, mi padre era hombre de gran talento natural, muy confiado y muy perspicaz, generoso, hospitalario y benévolo, y en sociedad estaba siempre de buen humor y era muy franco, jovial y comunicativo. Su educación había sido muy imperfecta, por causa de la pobreza de mi abuelo, y tenía muy limitada instrucción teórica, lo que no le estorbó para servir con acierto varios empleos, como los de jefe político del cantón de Honda, gobernador de la provincia, diputado a la Cámara provincial y senador.
+Era mi padre —y perdónenseme algunas repeticiones que me dictan el amor y la veneración—; era mi padre, a fuer de hijo de aragonés y de una señora de origen castellano, muy blanco y rubio, de buena talla, ancho de pechos y de espalda, y caminaba siempre apriesa y con la cabeza agachada. Tenía la frente muy espaciosa, las cejas espesas, los ojos muy azules, vivos, pequeños y penetrantes, la nariz aguileña y fina, los pómulos salientes y el rostro bien perfilado. Picábase de ser despreocupado y tenía carácter muy varonil; amaba a todos sus hijos con ardor, y nunca excusó sacrificio alguno para procurarnos la mejor educación posible; el trabajo era su mayor encanto, y en todas sus cosas era positivista, leal, sincero y cumplido. No sé hasta qué punto me haya parecido yo a mi padre, pero es lo cierto que de él heredé muchas cosas, y que procuré imitar sus ejemplos respecto de muchos rasgos que le eran propios.
+DESDE MI INFANCIA DEJÉ conocer evidentemente algunas cualidades naturales, pero también me distinguía por no pocos defectos. Era inclinado al bien, querendón con las buenas gentes, nada miedoso y sumamente franco y sincero, pero al propio tiempo era un muchacho terriblemente inquieto y travieso, gritón y llorón, camorrista por majaderías, indiscreto en palabras, más locuaz de lo necesario, demasiado independiente en mis inclinaciones y muy poco aplicado al estudio. Si con el tiempo fui corrigiéndome de algunos de estos defectos, otros me quedaron para siempre como irremediables. Era sobre todo notable una circunstancia de mi carácter: sumamente dócil y sensible al trato bondadoso y afable, era indomable por las malas, por lo que siempre las correcciones de mi madre fueron más eficaces que las de mi padre. Cuando no me forzaban al trabajo, espontáneamente me aplicaba, tal vez por inquietud y travesura, a muchas cosas. Así es que con mi madre y las criadas aprendí a coser, aplanchar y algo de cocina y repostería —lo que me ha servido en muchas ocasiones—, y con frecuencia emprendía ardorosamente, a manera de juegos, trabajos de albañilería y carpintería, formalidad momentánea que no obstaba para que yo fuese un insigne jugador de trompos, bolas y chócolo, y que fabricase zambombas y clarines, tambores y caramillos con cuya música ensordecía la casa.
+No recuerdo con fijeza qué facciones tenía yo cuando muchacho, salvo los ojos azules y el cabello sumamente ensortijado, abundantísimo y de un rubio ceniciento. Con el tiempo fui cambiando hasta que, cuando tenía unos veintidós años, mis facciones quedaron definitivamente determinadas. Cuerpo más bien alto que mediano, ancho de pecho y espalda y de muy vigorosa constitución; ágil para todo y esforzado, pero torpe para mover los dedos con finura; el cabello me quedó rubio oscuro; el andar, como el de mi padre; la frente alta y despejada y bastante deprimida en las sienes; la nariz recta y perfilada, la boca algo grande y gruesa; la piel blanca y la barba rizada, algo tupida y de color castaño tirando a rubio; la voz muy fuerte, fácil y estentórea; la mirada franca y cordial, la risa estrepitosa, y en toda la fisonomía cierto aire de resolución para la lucha y de confianza en la vida.
+De un atento estudio que hice de mi individuo, cuando tenía dieciséis años, mirándome mucho en mi espejo, deduje estas conclusiones: «No soy hermoso ni feo, ni seductivo ni antipático, ni grande ni chico, ni gordo ni flaco, ni brillante ni ridículo. Por tanto, ni tengo el riesgo de engreírme con mi persona y volverme fatuo, ni tengo el de que se rían de mí, sólo por mi figura. A nadie causaré envidia, ni nadie me despreciará; ninguna mujer se morirá por mí, ni me tratará como a un pobre mascarón. Soy, pues, regular y pasadero». Esta convicción que adquirí respecto de mí mismo, y fue profunda e indestructible, me ha sido sumamente provechosa en el curso de mi vida, pues me ha preservado de no pocas ridiculeces, y me ha inspirado siempre el propósito de lucir más por lo que pueda valer en lo moral e intelectual, que por las condiciones físicas.
+No obstante mi poca aplicación al estudio en la escuela, falta proveniente de la inquietud de mi genio, la curiosidad me hacía buscar, de cuando en cuando, entre los pocos libros de mi padre, algunos cuya lectura me parecía entretenida: como él no era hombre de papeles sino de negocios, su biblioteca se reducía a cinco obras, fuera de una multitud de opúsculos nacionales y colecciones de leyes del país, a saber: el Eusebio, obra anecdótica de educación; los Viajes de Antenor, el Quijote, el Gil Blas de Santillana y el Plutarco. El primer libro de que eché mano fue el Eusebio, que me encantó por la narración de las aventuras del héroe infantil, pero no saqué provecho alguno de la moraleja. Con tal motivo me hicieron leer la historia de Pepillo el de las peras, que me divirtió mucho, pero sin saludable efecto, pues yo de ordinario tomaba la miel del medicamento y la gustaba, sin digerir el ruibarbo que contenía.
+Los Viajes de Antenor, bien que no los entendía, me hicieron soñar mucho. Deliraba con la idea de viajar, y cuando mi padre me llevaba a su hacienda, cuya casa distaba de Honda apenas como una legua, o a Mariquita, que dista cuatro leguas escasas, me parecía que era otro Antenor comenzando sus peregrinaciones. La extrema curiosidad e inquietud de mi genio debían predisponerme a solicitar las emociones diversas de los viajes. Años después, en mis primeras vacaciones, leí con gusto el Gil Blas, bien que no pude penetrar su ingeniosa combinación de sátiras y observaciones sociales. Mucho menos comprendí el Quijote, aunque me enloquecía de risa al leerlo, y confieso que sólo a la cuarta lectura, hecha después de mis veinticinco años, pude formar idea completa del gran pensamiento social y moralizador que guio a Cervantes al escribir su inmortal historia del inquieto hijo de Argamacillas, que bien pudo haber nacido en cualquier otro pueblo donde se hablase la lengua de Castilla.
+Hasta la edad de catorce años no había sentido moverse en mi alma ningún resorte poderoso, ninguna tendencia verdaderamente fecunda, ni había mostrado sino la movilidad turbulenta de una índole traviesa. Durante largas vacaciones de que disfruté en 1842, mientras se reorganizaban las universidades del país, mi hermano Manuel, que ya era comerciante, me tuvo a su lado, en Ambalema, ocupándome en sus negocios. Entonces, en mis ratos de ocio, leí muchos volúmenes del Plutarco, lectura que me impresionó profundamente. Sin ser capaz de apreciar en su verdadero valor, por ignorancia y falta de perspicacia y buen criterio, la grandeza inmortal de unos hombres como Solón, Arístides, Foción, Milcíades, los Catones y tantos otros héroes o genios de la Antigüedad, sus luchas me sobrecogían de admiración, sus doctrinas y virtudes me inspiraban un respeto casi religioso, sus ejemplos me entusiasmaban, y muchas veces me complacía en componer en mi mente la imagen de aquellos hombres de talla colosal, procurando idearla en armonía con sus pensamientos y sus hechos. Aquellas lecturas y emociones, combinándose en extraño contraste con las impresiones de la vida mercantil que se me había procurado transitoriamente, influyeron mucho en el giro de mis ideas y el desarrollo de mi carácter.
+Quizás debo a tan estimulante lectura mucho de la filantropía y de la ambición de gloria que han sido los principales resortes de mi vida, así como mi constante y marcada inclinación a escribir biografías, obras de historia y de viajes, y novelas descriptivas y de costumbres.
+Había entre las ideas de mi madre y mi padre una contradicción que influyó mucho sobre las mías, bien que ella, por prudencia, se callaba de ordinario cuando él emitía sus opiniones. Mi madre nada tenía de beata, ni fanática, ni supersticiosa, no obstante la educación que en su tiempo se daba de ordinario a las mujeres, pero era profundamente creyente y muy piadosa. Jamás faltó al cumplimiento de sus deberes religiosos: rezaba todas las oraciones del día, y de noche, y a solas el rosario silenciosamente; nos enseñó a todos en casa a rezar, y cuidaba mucho de que todos observásemos lo prescrito por la Iglesia. Pero mi padre no era así: era librepensador, incrédulo, o simplemente deísta; desde que se casó no volvió a confesarse, y murió en su ley con una firmeza de convicción negativa que deploro en el alma. Se burlaba de casi todos los sacerdotes, detestaba de los frailes y sostenía que todas las comunidades religiosas eran funestas. Provenía esta prevención de la injusta enemiga con que su padre había sido incomodado y perseguido por un clérigo —muy malo y disoluto, por cierto—, y de un lance público y muy desagradable que él mismo había tenido con un rudo fraile capellán, asunto que había parado en proceso eclesiástico y excomunión temporal.
+Seguramente andaba desacordado en esto mi honrado padre, puesto que de dos malos casos conocidos sacaba una regla general; mas la verdad es que él era incrédulo por convicción también, y que si hacía todo el bien posible y obraba como hombre honrado y justo, las palabras antirreligiosas que frecuentemente se le escapaban y su alejamiento de la Iglesia, me daban ejemplos que me inducían a dudar de lo que piadosamente me enseñaba mi madre. Con todo, hice mi primera confesión con mucha formalidad y devoción, a la edad de nueve años, y puedo decir que salí después del lado de mi madre llevando en el alma el fecundo germen de la fe. Mis creencias eran entonces, por supuesto, las de un niño: por entero candorosas y sin la menor mezcla de razonamiento de mi parte. Puede decirse que Dios estaba en mi corazón junto con mi madre, y por estar allí ella, y que mi fe era la crédula simpatía y la inocente gratitud de la criatura respecto del Ser no comprendido, a quien, según las enseñanzas recibidas, respetaba y amaba como a su Criador.
+Con todo, llevaba también yo en el alma el germen de la duda, más aún, del volterianismo y de la incredulidad, tanto más temible cuanto fuese desinteresada y sincera. ¿Cómo podía yo resolver, siendo un niño, quién tenía razón entre mi madre, que era creyente y me enseñaba la piedad, y mi padre, que era librepensador e indirectamente me inducía, sin quererlo, a la incredulidad? Si a mis ojos eran y debían ser, en mi simple calidad de hijo, tan respetables y fundadas las creencias religiosas de mi tierna y virtuosa madre, como las opiniones contrarias de mi generoso y honrado padre, ¿qué debía yo pensar, creer y practicar? ¡Dios mío, qué problema! Sólo sé decir que en todo el curso de mi vida aquellas ideas contradictorias se han librado lucha tenaz en mi conciencia, y que si en unas épocas ha predominado el deísmo paterno, en otras ha tenido la ventaja el piadoso catolicismo de mi madre. ¿A quién cupo la victoria definitiva? Ya lo sabrá el lector en tiempo y lugar convenientes.
+Mi padre comprendía toda la importancia de una buena educación, y tenía grande admiración por los hombres ilustrados. Así fue que, después de tener a todos sus hijos en la escuela por dos o tres años, nos fue enviando sucesivamente a estudiar en los colegios y la Universidad de Bogotá. Hubo época en que tuvo a cinco de sus ocho hijos en los colegios, y entretanto él trabajaba con tesón y economizaba cuanto podía. Frecuentemente decía a sus amigos: «Tengo ocho hijos y vivo casi solo con mi esposa, pero vivo contento, porque con la educación les preparo el mejor capital posible».
+Faltábanme tres meses pura cumplir diez años cuando, el 2 de enero de 1838, emprendí viaje para Bogotá, con mi excelente hermano Rafael, a comenzar estudios secundarios. Un primo nuestro, hombre inmejorable por su bondad y dulzura, nos acompañaba. La despedida fue triste y dolorosa y mi buena madre se quedó llorando. «Pobres hijitos míos, ¡cómo les irá!», decía cuando nos arrancábamos de sus amantes brazos, y nosotros llorábamos como ella, bien que nos aguijoneaba lo desconocido que veníamos a ver en la capital…
+Sencillos provinciales como éramos, y «calentanos», como aquí llaman a los de tierras cálidas, grande fue la impresión que nos causaron los caminos y paisajes de la cordillera y el espectáculo de las tierras frías. En lugar de andar por tersas llanuras a caballo, veníamos, montados en socarronas y molondras mulas, por unos despeñaderos que llamaban el camino real, capaces de aterrar a una cabra. En 1838 las posadas eran pésimas y escasas —algún progreso se ha alcanzado, puesto que ahora son tan numerosas como malas—, y casi todos los terrenos estaban sin desmontar, por lo que el camino giraba en general por en medio de espesos bosques. —En esta parte algo se ha progresado en cuarenta y un años—. Si el frío del Aserradero y Botella nos pareció terrible, el espectáculo de la sabana del Funza nos desagradó. Hallamos un horizonte vasto, pero triste y monótono, porque a más de ser horribles las casas de techo pajizo de los pueblos, las ventas y haciendas, era muy triste a nuestros ojos una inmensa campiña sin árboles y cercada de cerros desnudos y de suma aspereza, cuando en nuestra provincia nos habíamos habituado a ver amenas llanuras, salpicadas de huertos y arboledas y orilladas por serranías montuosas y llenas de gracia y variedad.
+Al cabo entramos en Bogotá llenos de asombro. La capital, con sus basureros, su gente envuelta en capas y mantillas, sus malos empedrados, sus innumerables pordioseros, su riguroso frío, sus hediondas chicherías, y todo nos pareció una maravilla. En breve quedamos encerrados en el colegio, en calidad de internos, como pollos en corral ajeno, y comenzó para nosotros, después de la vida de la infancia y la escuela, la vida estudiantil, tan fecunda en variadas e inolvidables impresiones.
+EL DIRECTOR DEL COLEGIO[9] era un hombre excelente, piadoso, muy ilustrado en asuntos de historia y teología, amante de las letras, escritor agudo y ameno, de carácter recto y bondadoso, y severo en el cumplimiento de sus deberes. He tenido, no ha mucho, ocasión de hacer justicia a su memoria, escribiendo y dando a la estampa su «boceto biográfico», y siempre conservaré de él un gratísimo recuerdo. No era idéntico a él un hermano suyo, compañero o auxiliar en la dirección del colegio, pues si bien era inteligente y muy honrado, llevaba la severidad de disciplina hasta la aspereza, y era algo errado su método de enseñar. Tenía, eso sí, una excelente letra inglesa, de la que, por el gran temor que él me inspiraba, apenas logré imitar algunos rasgos y algo del estilo. En cuanto a la señora del director, no he conocido mujer más angélica por su bondad y su trato, y su figura era tan hermosa y espléndida como su alma. Nos trataba a todos los alumnos como a hijos, y su bondad nos estimulaba más que todo a comportarnos bien.
+Aunque desde mi entrada en el colegio me hicieron repasar lo que de aritmética e historia sagrada había aprendido en la escuela, y me sometieron a constantes ejercicios de escritura, los cursos a que de rigor hube de aplicarme fueron los de gramática castellana y latina, geometría elemental y álgebra. Además, todos los alumnos que pagábamos la enseñanza especial del dibujo, la recibíamos, y hube de comenzar delineando orejas, bocas y narices para ascender hasta sombrear y pintar luego a la aguada.
+Pero ¡cosa curiosa que pone de manifiesto lo atrasados y aun empíricos que eran entonces los métodos de enseñanza! En realidad no nos enseñaban a dibujar. Ninguna noción de perspectiva ni dibujo geométrico o lineal recibíamos, y al cabo de dos años yo había copiado a la aguada un Napoleón, un Cambronne y otros generales franceses, y pintado unos cuantos ramilletes de flores, canastillas con frutas y aun paisajes, sin saber regla alguna sobre la forma, la altura, la proporción y la distancia de los objetos, y era incapaz de dibujar nada con acierto al natural. Cuando, muchos años después, me dio por dibujar paisajes campestres, hacía mil filigranas con el lápiz, trabajando con exceso, pero mis pobres paisajes carecían casi enteramente de naturalidad y perspectiva. El dibujo del colegio jamás me sirvió para maldita la cosa.
+Lo propio me aconteció con el latín, en cuyo estudio no pasé de menores, porque le cogí horror al método de enseñanza. Era este el de Nebrija, el más estúpido, aplicado en Bogotá, que jamás se haya imaginado. Consistía en meterle a uno en la cabeza, de memoria, unas cuantas reglas de declinación y conjugación, escritas en latín —que los alumnos repetíamos sin conocer en manera alguna su sentido—, y el musa-musæ, y el bonus-bona-bonum, y amo-amas-amare-amavi-amatum, eran inoculados en nuestros cerebros por el conducto indirecto de las palmas de las manos, es decir, a fuerza de ages que aparejaban ferulazos terribles. Con aquel método, sin comenzar por enseñarle a uno a pronunciar el alfabeto latino ni suministrarle reglas y nociones elementales que fuesen inteligibles, ¡había que saber latín para aprender latín! No sin razón todos detestábamos de esta hermosa lengua madre, sin cuyo conocimiento no hay verdadera ni segura instrucción literaria, y, o no la aprendimos, o la aprendimos muy a medias.
+Años después, cuando yo estudiaba Jurisprudencia, la necesidad de leer los códigos romanos y los antiguos expositores de derecho español me obligó a esforzarme por entender el bello latín de Justiniano y el macarrónico de las Glosas de Gregorio López, y deploré en el alma la ignorancia en que me dejaron en el primer colegio, no obstante el mascula sunt maribus que dantur nomina solum y demás amenidades del Nebrija. Es curioso que me sucediera lo mismo que a Benjamin Franklin. En 1859, época en que tuve un conocimiento algo avanzado de mi propia lengua, y hablaba y escribía corrientemente el francés y aprendí el italiano, fue cuando se me vino a facilitar, por estas tres lenguas latinas, una mediana inteligencia de la lengua madre. Prueba concluyente, a mi ver, de lo absurdo que es el tratar de conocer lo muerto, sin empezar por un buen estudio de lo vivo derivado de aquello.
+El capítulo de la religión era sostenido con particular esmero en el colegio. Había oratorio consagrado en él, y todas las noches los alumnos internos rezábamos allí el rosario, presididos por el director. Los domingos oíamos allí mismo la misa, y si alguien faltaba era privado de salir de paseo o ir a su casa, si tenía familia en Bogotá. Hacia el fin de la Cuaresma tuvimos ejercicios espirituales, muy severos y sostenidos con suma devoción, y todos nos confesamos para comulgar el Jueves Santo o el Domingo de Pascua. Yo comenzaba ya a comprender la religión católica, y confieso que si sus dogmas me parecían severos y combinados con asombroso espíritu de unidad, en cuanto podía medio comprenderlos, hallaba sus ceremonias muy poéticas, sublimes unas y otras tiernamente conmovedoras. Así puedo decir que siempre hice con seriedad y conciencia lo que la Iglesia católica mandaba, a pesar de ser un adolescente, y que hasta mi edad de dieciséis a diecisiete años el influjo de mi madre estuvo predominando en mi alma.
+A propósito de mi madre, no debo omitir aquí un tierno episodio que la retrata, dando clara idea de su carácter. En los viejos tiempos de nuestra tierra, las niñas eran criadas únicamente en el temor de Dios y casi nada les enseñaban, aparte de la doctrina cristiana y los oficios domésticos. Según este sistema fue educada mi buena madre, bien que pertenecía a una de las primeras familias de Honda y que era una hermosa joven nacida para ser amada. Apenas, como en otro lugar lo he dicho, sabía leer en libro y trabajosamente en carta cuando se casó, pero no sabía escribir. Así su mayor dolor, cuando sus hijos nos despedíamos de ella para venir al colegio a Bogotá, era el no saber escribir para corresponderse con nosotros. Pero ¡ah, el amor y la voluntad pueden mucho!
+A los pocos meses de mi separación del hogar paterno, llegó a Honda un francés que, mediante el pago de una suma relativamente considerable, enseñaba a escribir a personas que no supieran hacer ni un palote, y esto, en sólo seis semanas. Mi madre, entusiasmada, hizo llamar al francés. Dejó de mano la costura y demás quehaceres, relegándolos a la noche, y de día se atareaba a escribir. Ello fue que el día menos pensado mis hermanos y yo recibimos en el colegio —éramos cuatro allí— una sencilla y ternísima carta de puño y letra de nuestra madre, más dichosa que nunca porque ya podía corresponderse con sus hijos… ¡A fuerza de voluntad y aplicación había aprendido a escribir en treinta y siete días! ¡Bendita seas mil veces en el cielo, madre mía, como lo fuiste en la tierra! ¡Bendito sea también, doquier que se halle, si por acaso vive, el francés que te enseñó el modo de enviarme en tus cartas tus dulces besos y caricias y tus santos consejos!
+Bogotá fue para mí, a pesar de la falta de mi familia y de las penas del colegio, una fuente de variadas y gratas impresiones; lo amé desde 1838 con verdadero entusiasmo, bien que en su seno me faltaban mi delicioso Gualí, los caballos, el Caimital, mi huerta y mil cosas queridas, y desde entonces me he considerado, por el interés público, el afecto y los recuerdos, como un verdadero bogotano.
+Los numerosos templos de la ciudad, sus malos paseos, sus tiendas y confiterías, su abundante y bullicioso mercado, sus fiestas populares y religiosas: todo me llamó la atención, pareciéndome entonces el non plus ultra de lo civilizado. Pero mis mayores preferencias fueron para los baños del Fucha, los cerezos y curubos de algunos huertos y las uvas camaronas que cosechaba en ocasiones por las ásperas alturas de la Peña.
+Cada cual, en el colegio, se forma sus amistades y tiene sus amigos predilectos. Si en la universidad trabé después amistad, nunca desmentida y siempre leal y fina, con Manuel Pombo, Salvador Camacho Roldán y Nicolás Pereira Gamba, en el primer colegio fue casi mi único amigo un jovencito esquivo y quisquilloso, Emilio Levy, hijo de un inglés muy liberal casado con una señora del país. Él era alumno externo, congenió conmigo, y jugábamos y nos queríamos mucho, sin perjuicio de pelear de cuando en cuando. A los trece años de aquel tiempo vino a ser mi cuñado, siendo él ya doctor en Medicina y Cirugía y yo en jurisprudencia. La Providencia, al hacernos amigos casi desde el primer día que nos vimos, quiso, sin duda, prepararnos para ser después hermanos… Tal vez no sea impertinente el referir aquí algunas circunstancias de mi vida de colegial, durante los primeros años.
+En lo tocante a juegos, el predilecto de todos era el de la pelota, que requiere agilidad y fuerza. Yo, que jamás he conocido la pereza, era por mi agilidad particularmente apto para el juego de pelota, y lo practiqué con destreza, debiéndole en gran parte la robustez que me distinguía. El segundo juego preferido era el de la golosa, ya suprimido entre nuestros estudiantes del día, sobrado petimetres y políticos. Consistía en una serie de arcadas simétricamente superpuestas, que trazábamos con tiza en el pavimento de un claustro, sobre el cual había que arrojar desde cierta distancia un tacón de bota, para entrar después en las arcadas, saltando en un pie, y sacar enseguida el tacón, impulsándolo mañosa y sucesivamente de espacio en espacio, de manera que jamás quedara sobre línea, ni pisara ninguna el jugador. Estas evoluciones acababan con nuestros botines, pero nos eran higiénicamente muy provechosas, a más de hacernos ejercitar la constancia, la destreza y la paciencia.
+Si yo era eximio en los juegos de pelota y golosa, estaba muy lejos de serlo en geometría y álgebra. Mi espíritu inquieto y desde temprano imaginativo y dado a la discusión en todo, no se acomodaba a la precisión rigurosa, la atención fría y el dogmatismo axiomático que son inherentes a las matemáticas. La matemática es la lógica de la cantidad y la extensión, y al propio tiempo es para el espíritu que calcula, lo que un principio de autoridad indiscutible para las almas creyentes, y yo tenía el carácter sobrado independiente para someterme con gusto a unos estudios en que el absolutismo del axioma se me imponía con inflexible fuerza. Reconozco, desde mucho tiempo ha, que sin la posesión de las matemáticas no es posible aprender a pensar y discurrir bien, pero no lo comprendí así cuando las estudiaba, y nunca adelanté cosa mayor en la materia. Lo deploro en el alma.
+En lo tocante a lecturas, lenguaje y maneras, había mucho rigor en el colegio, así como en lo relativo a moralidad. No ocurrían entre los alumnos actos indecentes, ni riñas o disputas de mala ley, ni se oían expresiones indecorosas, ni se toleraban rasgos de patanería, ni era permitido llevar al colegio más libros que los adoptados como textos de enseñanza. Pero sí era general un vicio que todos reputábamos como acto digno de aplauso, cuando era ejecutado con gracia y habilidad: el hurto de comestibles o cosas análogas. En esto seguíamos, sin saberlo, las ideas de Licurgo, pero modificadas. Era deshonroso hurtar dinero, libros, prendas de vestido u otros objetos llamados impropiamente de valor, pero todo lo comible y potable era materia de piratería recíproca, siquiera hubiese que ocurrir a la efracción y hacer funcionar las ganzúas, fabricadas fácilmente con varillas de paraguas. ¡Cuánto no se modifican las ideas desde que uno viene a ser hombre y está obligado a tener vergüenza y honor! La sustracción de lo ajeno, que nos había parecido lícita y plausible, en siendo chistosa y de travesura, nos viene a parecer indigna y deshonrosa en toda forma y sea cual fuere el objeto sustraído. Así lo requieren la dignidad y la clara unción del deber.
+Entre los profesores del colegio había dos que nos llamaban mucho la atención: el doctor Mariano Becerra, tipo del profesor antiguo, y el doctor Isidro Arroyo, hombre original y muy notable. Ambos han fallecido, y me es muy grato dedicarles aquí un afectuoso recuerdo.
+En el doctor Becerra se realizaba el ideal de los profesores de la vieja escuela: tieso, severo, horriblemente puntual, amante de las letras por pasión y hábito y amigo de la enseñanza por amor a la juventud. No podía vivir sino en compañía de los jóvenes, pero ¡tenía un modo de querer tan contundente!… Jamás hubo entre nosotros maestro latino más consumado, pero ¡Dios mío!, ¡con qué magistral energía administraba ferulazos! Puede decirse que nos hacía entrar por las manos los efluvios de los clásicos latinos. Sabía mucho y sacudía mucho la férula, circunstancias que para un cachifo o aprendiz de latín eran terribles: de mí sé decir que me hizo comprender a Júpiter tonante hablando en latín con los dioses inferiores, y que tuve ímpetus de ser desde mi adolescencia enemigo personal de Cicerón, Virgilio, Horacio y compañeros martirizantes.
+Liberal decidido, por convicción, austero en sus costumbres, estirado en su porte, pero sencillo en sus hábitos, severo en la disciplina y honrado en sus principios, formaba un curioso contraste al ejercer sus dos profesiones favoritas: como médico, era suave, caritativo y modesto; como profesor de latinidad, era la personificación de Mario y Sila. Vivió después arrinconado este venerable anciano, benemérito de la Patria en el profesorado, lo que no bastaba para que no tuviese ni un centavo de pensión —sin duda porque en el escalafón del profesorado no había generales ni coroneles— ni ocupase la posición que merecía.
+El doctor Arroyo fue siempre un hombre raro, encarnación de la puntualidad, pero de una puntualidad desoladora, implacable para el estudiante. Fue maestro de todo el mundo en Bogotá, tanto en colegios de hombres como de señoritas, desde 1835. En él se habían incrustado ciertas ciencias como la amonita en la materia plástica, en términos que, al hacerse su disección, se habría encontrado que su lengua era una gramática, su cerebro una aritmética, su corazón un tratado de geografía, sus pulmones un juego de libros en partida doble. La enseñanza era su segunda vida, su temperamento moral, y el día que dejara de ser catedrático se habría muerto de tedio. Jamás le detuvo ningún obstáculo para concurrir puntualmente a las clases que regentaba: pasaba a través de un tumulto o de una procesión, indiferente a todo, abriéndose camino con los hombros, por no dejar sus cátedras vacantes ni un minuto; era un profesor-reloj, infalible en sus horas. Todas las revoluciones le respetaron. Mientras en la plaza pública se estaba decidiendo de la suerte de la Patria, él penetraba por los huecos de los batallones, armado de su viejo bastón y firme en su cojera, hasta llegar a las puertas de los colegios. Nunca el viento, la lluvia ni el granizo le detuvieron ni obligaron a tomar precaución alguna, ni aun de usar paraguas, pues de ello le servían más cómodamente el sombrero y la levita. Si los caños de la ciudad se desbordaban con las lluvias, y no podía saltarlos de un sólo paso, metía guapamente los pies en el arroyo, lo mismo que al llover metía el cuerpo debajo de las nubes, desdeñando ponerse a cubierto de los chorros de los tejados. Lejos de arredrarse, parecía como que gozaba en desafiar cuanto los elementos húmedos tenían de prosaico y desagradable. Así los estudiantes no nos alucinábamos con librarnos del aula cuando llovía a la hora en que debía llegar el doctor Arroyo; llegaba como los arroyos de la calle, en lo más recio del aguacero, y sin sacudirse siquiera ocupaba su silla de catedrático.
+Su sistema era opuesto al del doctor Becerra: ni exigía que sus discípulos aprendiesen de memoria sus lecciones, ni aplicaba jamás castigos corporales; se dirigía siempre a la inteligencia y al pundonor del discípulo, y en vez de ferulazos administraba zumbas y epigramas que avergonzaban mucho a los desaplicados. Su lenguaje era preciso, conciso y en ocasiones cáustico: sus enseñanzas claras y sin fraseología; iba siempre derecho a la sustancia de las cosas, y como ordinariamente estaba mascando algún palito o esparto, alguna hojita o cosa semejante, parecía estar rumiando una palabra punzante o una explicación ingeniosa[10].
+YA A MEDIADOS DE 1839 había salido yo del internado, dejando el colegio menor de los señores Groot para pasar, en calidad de externo, al Colegio Mayor de San Bartolomé, centro de la Universidad de Bogotá. Las enseñanzas de aquel colegio eran muy secundarias, mientras que en San Bartolomé iba yo a estudiar materias más adelantadas, tales como la trigonometría, la agrimensura, las ciencias intelectuales, la alta geometría y algo de francés, literatura y bellas artes.
+Mi vida fue entonces muy diferente de la anterior, pues si bien estaba sujeto a mi acudiente —el doctor Cayetano Franco Pinzón, sujeto estimable por todos conceptos, que había sido mi maestro en Honda, después del doctor Nicolás Rocha— y vivía con mis hermanos en casa común con dicho acudiente y otros señores, andaba con entera libertad en mis idas y venidas al colegio, y allí me hombreaba en cierto modo con muchos estudiantes de facultad mayor. Sentía cierta satisfacción de amor propio al hallarme estudiando en la universidad, cual si fuera estudiante de mayor rango, y el recuerdo que tengo de esta circunstancia me prueba que la vanidad es de todas las edades, sin que deje de ser general esta mala inclinación por sólo cambiar de forma o modo de manifestarse.
+Era también motivo de vanidad, y no solamente para mí, sino para todos los estudiantes, la calidad de bartolinos, como nos llamábamos los de San Bartolomé. Había desaparecido ya la antigua República bartolina, de borrascosa memoria, mas no la tradicional rivalidad entre los colegios de Nuestra Señora del Rosario, llamado también de Santo Tomás y San Bartolomé. Los primeros nos denominaban por mofa bartolos, y nosotros les devolvíamos la zumba llamándoles tomados, en vez de tomistas, y dondequiera que nos encontrábamos, andando de paseo o en asistencia en comunidad, nos disputábamos el paso y nos lanzábamos mutuamente mil chuflas y chocarrerías. Esta rivalidad apasionada, aparentemente estéril, no dejaba de ser un estimulante de la aplicación en los estudios y de lucha en el lucimiento y renombre de las dos corporaciones.
+Lo más notable que hallé en la universidad fue el tipo del viejo colegial «patán», en contraste con el del «cachifo» bien calificado. De todos los rasgos característicos del primero, el más notable era el hábito de echar culebrilla. Llamábase culebrilla la especie de escala de gruesas cuerdas con grandes nudos, pero sin peldaños, por la cual se descolgaban de noche y subían luego con suma agilidad los estudiantes internos, fijándola a los balcones o ventanas exteriores del colegio. Por ampliación se llamó después «echar culebrilla» a toda escapatoria clandestina. Poca era la vigilancia que había respecto de los externos, y casi ninguna la disciplina que sujetase a los internos, pero de todos modos, eran tan diestros los culebrilleros en sus maniobras, y les jugaban tan proverbiales partidas a los superiores, que nadie podía impedirles el salir a la busca de aventuras y vagabunderías. El patán, más diestro en la culebrilla y en hacer pilatunas, gozaba siempre del mayor renombre y de la más envidiable popularidad en los claustros, mayormente si se acreditaba de jaque por su valor y audacia y su fuerza y habilidad para el pugilato.
+Más adelante daré completa idea de los tipos memorables del «cachifo» y el «patán» de mi tiempo, hoy día suplantados por el «pepito» de colegio y el petimetre político universitario, amoldado por el utilitarismo teórico y el charlatanismo filosófico. Si el cachifo, con la edad, la educación y el estudio, podía llegar a ser un alumno estimable y después un hombre de provecho, para el patán nato, que lo era por carácter, no había más porvenir que el de la perpetua patanería.
+Se comprende que a la categoría de los intermedios llegábamos sucesivamente los cachifos, a medida que pasábamos de los estudios inferiores a los de literatura y filosofía, y después a facultades mayores, salvo los casos en que el cachifo, por su mala índole, había de convertirse, al crecer y cobrar años, en patán auténtico. Me es grato reconocer que si en la época universitaria, que finalizó a mediados de 1843, abundaban mucho los patanes en San Bartolomé, vinieron a ser rarísimos de 1843 en adelante, época en que la juventud de la universidad se distinguió por su cultura, aplicación, espíritu de progreso y buena conducta, mostrándose siempre desinteresada y patriota, y sin asomo de ambición, ni menos de impiedad ni petulancia.
+El más curioso personaje que había en el cuerpo de profesores era el doctor Pedro Herrera Espada, hombre que pasaba por literato de la vieja escuela y entendido filólogo. Dictaba lecciones de una jerga que llamaba literatura, así como de lengua inglesa y francesa, pero su elocuencia era bombástica y huera, y maldito lo que se parecían su pronunciación y acentuación a las verdaderas de aquellos idiomas. En la cátedra se calzaba el coturno y tomaba actitudes de melodrama anticuado, y como sus discípulos reíamos para nuestro capote, poco provecho sacábamos de las lecciones de retórica y lenguas. Por lo demás, el doctor Herrera Espada, si no era famosa espada que digamos para enseñar, a pesar de su segundo apellido, era un sujeto muy estimable, bastante instruido en antiguas humanidades, siquiera trasnochadas, y correcto caballero. Debo reconocer que ni una palabra de lo poco que sé de lenguas, literatura y bellas artes fue recogida de aquellas enseñanzas, pues todo ha sido fruto de estudios posteriores. Los de aquel tiempo que se hacían en la universidad eran muy poco metódicos y de escaso provecho. Faltaban en muchas enseñanzas la verdadera ciencia, y en todas, la vigilancia, la disciplina y estímulos poderosos. Se había pensado más en facilitar a la juventud el acceso a los claustros que en dar solidez a la instrucción, y en cuanto a la educación, el descuido era completo. El peligro de la corrupción era permanente, y su contagio casi inevitable.
+Tan marcada era mi afición a la política, desde mi adolescencia, que yo no perdía ocasión, cuando el estudio y la asistencia a las clases me dejaban algún vagar para ello, de ir a las barras del Congreso Nacional. Allí conocí, desde 1839 a 1840, a muchos hombres públicos, senadores o representantes, que ya eran o vinieron luego a ser ilustres. Principalmente recuerdo entre ellos —y tengo muy presentes sus fisonomías y modo de hablar— a Santander, el doctor Vicente Azuero, los generales Mantilla y Porrero, don Clímaco Ordóñez, el coronel Joaquín Acosta —después general—, el doctor Ezequiel Rojas, don Rafael Mosquera, Florentino González y el doctor Mallarino. Justamente fui testigo de aquellas dos gravísimas sesiones del mes de abril de 1840, en las que Borrero y Santander estuvieron en lucha, y de las cuales se originó indirectamente la muerte del segundo.
+El fallecimiento del general Santander, ocurrido el día 6 de mayo, fue un gran suceso nacional que me impresionó mucho. Yo sabía que aquel personaje era un grande hombre, por sus talentos políticos y el papel que había hecho desde la época de la Independencia, y que era el jefe, ostensiblemente civil y pacífico, del Partido Liberal. Como yo había ido creciendo al influjo de una atmósfera de liberalismo, consideré el fallecimiento de aquel ilustre general, lo mismo que lo consideraron todos los liberales: como una calamidad pública.
+Con el tiempo, cuando conocí por lecturas y conversaciones la vida de Santander y comprendí la verdadera índole y las tendencias de los dos grandes partidos que existían en aquel tiempo, me convencí de que si aquel personaje, como hombre de gobierno, había sido, en su calidad de émulo y antagonista del Libertador, jefe del Partido Liberal, en realidad tenía el temperamento mucho más conservador que liberal y había modificado mucho sus ideas desde 1828 a 1840. Creo firmemente que si hubiera vivido diez a quince años más, habría acabado por ser el jefe del verdadero conservatismo neogranadino.
+Nada es más curioso que el estudio de las transformaciones morales y de doctrina que han experimentado nuestros hombres públicos y partidos políticos, durante el medio siglo transcurrido de 1830 a 1880. Ya tendré ocasión de poner de manifiesto aquellas transformaciones, que han dado a nuestros partidos y a su política la más heterogénea combinación de ideas y de personas.
+El Gobierno conservador que existía en 1840 hizo pomposas exequias a Santander, tratándole con sin igual miramiento, no obstante la guerra civil que destrozaba mi país, guerra que los ministeriales imputaban a sugestiones o influencias del ilustre difunto. Pero casi todos los hombres importantes del Partido Conservador de entonces habían sido copartidarios de Santander y le respetaban mucho y, además, en aquel tiempo ambos partidos, aunque se odiaban y hacían mutua guerra, se respetaban lo bastante para no faltar a las consideraciones debidas a los ciudadanos eminentes, siquiera fuesen sus adversarios.
+Durante tres días tuvieron expuesto el cuerpo de Santander, embalsamado y con gran suntuosidad fúnebre, en varios lugares, y recuerdo que le visité con infantil veneración en la iglesia de la Veracruz, en la sala rectoral de San Bartolomé y en la Catedral.
+Parecióme ver la imagen de un grande hombre de los tiempos antiguos, y su fisonomía, grave y tranquila en el reposo de la muerte, me causaba una emoción casi religiosa que no acertaré a definir, acrecentada después por el espectáculo de los grandes honores fúnebres que se le tributaron, no obstante la situación desventajosa en que se hallaba el Partido Liberal por causa de la guerra civil. Comprendí que la gloria era una cosa imponente y sublime, que el patriotismo tenía su aureola superior a la muerte, y que en los grandes hombres se personificaba mucha parte de la grandeza de la Patria. La idea de la gloria me asaltó desde entonces, y el patriotismo apareció a mis ojos no sólo como un deber que ya comprendía, sino también como un resultado necesario del destino inmortal del hombre. Otro tanto me sucedió, tiempo adelante, con ocasión de haber fallecido sucesivamente el doctor Vicente Azuero y otros hombres importantes. Es cosa notable en mi vida que las impresiones más decisivas de mi vocación y mi modo de ser me hayan venido de la contemplación de algunos cadáveres.
+El entierro de Santander fue hecho con extraordinaria pompa, y lo acompañaron todas las autoridades, el Congreso y un concurso inmenso. En el cementerio pronunciaron numerosos discursos, y me electrizó el más elocuente, que fue el del doctor José Duque Gómez, antioqueño ilustrado, de muy claro talento, y muy donoso, apuesto y distinguido. Desde entonces sentí la tentación de cultivar algún día la oratoria, y no tardé muchos años en aficionarme a ella con entusiasmo, haciendo mi primer ensayo en el cementerio católico de Bogotá.
+EL AÑO DE 1840 FUE PARA mí de doloroso aprendizaje práctico de la vida. Descompuesto el antiguo Partido Liberal, ya por causa de muchos desaciertos de su jefe, el general Santander, ya por necesidades sociales que hacían inevitable la existencia de dos grandes partidos para mantener el equilibrio de la libertad y el orden, del progreso y la conservación, el elemento moderado o de mayores afinidades con el conservatismo universal triunfó en las elecciones de 1836, y con el advenimiento del doctor José Ignacio de Márquez a la presidencia de la República, la política tomó nuevo giro y los dos grandes partidos históricos quedaron deslindados. No pudieron los viejos liberales resignarse a la pérdida parcial del poder —parcial digo, porque el doctor Márquez empleó a muchos de sus adversarios o les mantuvo en sus puestos, y se mostró muy tolerante y conciliador hasta fines de 1840—, y, sobre todo, el espíritu militar quiso hacer su último esfuerzo por recuperar la dirección de la República. De esto provino la larga y desastrosa revolución llamada de 1840, que comenzó en el 39 y finalizó sofocada en el 41, revolución que exacerbó por extremo las pasiones e hizo derramar en todo el país torrentes de sangre. Tocóme en suerte sentir sus efectos desde la temprana edad de doce años, y no poco las impresiones que me causó contribuyeron a impulsar mi espíritu en el sentido de la política, y a engendrar en mi alma aquellas fuertes pasiones, buenas y malas, que agitan a los hombres y los pueblos dondequiera que las guerras civiles ponen en conflicto el principio de libertad con el de autoridad.
+No he conocido en mi Patria revolución más popular, ni que contara con mayores elementos de triunfo, ni que fuera menos motivada o justificable, y sin embargo, fue vencida. Provino esto de que no se apoyaba en ningún principio salvador, ni era inspirada por el patriotismo, ni tuvo plan ni verdadera dirección. Y el haber sido tan popular patentiza lo avezados que estaban nuestros pueblos a dejarse arrastrar y conducir por caudillos militares, puesto que ella sólo tuvo por jefes a unos cuantos hombres de espada: Carmona, Buitrago, Hernández y Herrera, en las provincias del Atlántico; Obando, en las del Sur; González, Vanegas, Reyes Patria y Farfán, en el Norte, y Córdoba y Vezga en el Centro. En rigor el Partido Liberal hizo aquella revolución solamente por el interés de recuperar el poder; por despecho y rabia de la derrota electoral sufrida; por hacer causa con Obando, personalmente acusado de un crimen que no era sólo suyo, y sin ningún motivo verdaderamente patriótico, ni invocar un principio regenerador de la República.
+En Bogotá reinaba una exaltación extraordinaria. El Gobierno se creía perdido, y él y sus defensores tenían miedo y rabia, sentimientos que eran consejeros de errores, extravagancias e iniquidades. Así, los liberales eran generalmente perseguidos, y bastaba tener el apellido de un faccioso para estar sujeto a la vigilancia de las autoridades y aun a sufrir muchos vejámenes. Todos pensaban, hablaban y escribían con exaltación, bien que en esto, y especialmente usando de la imprenta, los ministeriales tenían carta blanca.
+Aunque yo era un niño, simpaticé con la revolución y procuré servir a su causa en lo que podía. ¿Por qué? Por la sola razón de haberse lanzado en ella mi tío Juan Antonio, a quien yo quería con predilección entre mis tíos. Franco, generoso, desinteresado e intrépido, conservaba las buenas cualidades del soldado patriota, sencillo, de ideas enteramente civiles, y no tenía ni asomo de ambición alguna. Había dejado ocasionalmente su domicilio de Honda, por mayo o junio de 1840, y ocupaba una casa en la calle que antes llamaban de los Carneros, hoy día denominada 5.ª al norte.
+Con él vivían, ocultos, dos escritores públicos, polemistas ardientes: Manuel Azuero, el menor de la ilustre familia de este nombre, y Fernando Nájera, joven modesto, natural de Mompox, de sangre mestiza, espíritu audaz y grande inteligencia. Publicaban entonces El Latigazo, periódico político, semanal, anónimo, terriblemente oposicionista y revolucionario, que gozaba de gran popularidad entre los liberales y tenía exasperados a los gobernantes. Varias veces lo habían hecho acusar, pero aparecían como responsables gentes oscuras a quienes habría sido absurdo castigar, y los verdaderos redactores permanecían invisibles.
+Azuero infundía la pasión en El Latigazo, convirtiéndolo en un verdadero látigo, implacable en sus censuras de los actos del Gobierno y de las ideas de sus partidarios. En Nájera se personificaba la idea, el pensamiento audaz y elevado: aquel, ardiente y activo, más hombre de partido y de acción que de ideal o doctrina; este, al contrario, hombre de imaginación, casi un poeta político, impresionable como todo mestizo, abundante en grandes pero vagas concepciones, y de espíritu soñador, semejante al que en nuestros últimos tiempos manifestó con pintoresca verbosidad el doctor Ricardo de la Parra.
+Como la libertad de imprenta estaba limitada por la ley, y aún más restringida por los gobernantes, Azuero y Nájera guardaban el anónimo y cubrían su responsabilidad con firmas de hombres insignificantes. Así los redactores de El Latigazo eran muy solicitados, pero tenían la modestia de esconderse, porque sabían que quien les solicitaba era la arbitrariedad y que la cárcel les aguardaba si salían a luz. Vivían, pues, muy ocultos, y escribían su periódico en un cuarto interior de la casa del coronel Samper.
+Mi hermano Rafael y yo recibíamos los manuscritos y los llevábamos sigilosamente a la imprenta, donde con igual sigilo nos entregaban las pruebas. Mi hermano se complacía en esta complicidad por inclinación patriótica y fidelidad a nuestro tío; yo era cómplice por algo más: por una parte, la fruta prohibida tenía para mí un sabor exquisito; por otra, tenía en el alma, sin sentirlo aún, el demonio que debía dominar y atormentar toda mi vida: la pasión por la publicidad.
+A fines de agosto, el coronel Samper, entristecido por amarguras que desde luego se habrían disipado, perdió un día la esperanza en la felicidad, abandonó familia y bienes, partió de Bogotá hacia el norte y se lanzó a los azares de la revolución. Poco después Azuero fue aprehendido, y al cabo de algunos meses murió martirizado en una de las cárceles de Bogotá. Nájera, aprehendido también, fue juzgado y condenado a presidio como conspirador, es decir, como reo político de pluma, y sus amigos tuvimos el dolor de verle en las calles de Bogotá ¡limpiando acequias y cargando basura!… Poco después logró fugarse, escapó con vida y no volví a verle. Se asiló en los llanos de Casanare, y vivió allí desconocido hasta hace unos trece años, terminando oscuramente una existencia que en mejores tiempos no habría sido estéril para la Patria, como tampoco lo hubiera sido la de Azuero.
+Hacia fines de octubre de 1840 se aproximaba a Bogotá el ejército revolucionario del norte, comandado por el general Reyes Patria. Su segundo era el coronel González, a la cabeza de la reserva: el coronel Samper mandaba la vanguardia, y el coronel José María Gaitán, después general, tenía bajo sus órdenes inmediatas la caballería. Aquel ejército era relativamente numeroso, bien que poco disciplinado y aguerrido, pero había obtenido ventajas que le envalentonaban: se componía de hombres de las provincias del norte, que han dado siempre a nuestras guerras civiles excelentes soldados de infantería y caballería.
+En Bogotá reinaba la mayor consternación. Aquí toda la tropa del Gobierno se reducía a la sazón a dos compañías veteranas de infantería y un escuadrón de lanceros; lo demás eran unos pocos milicianos reclutas. El doctor Márquez, presidente de la República, se creyó perdido, y tanto, que dejó el Gobierno en manos del general Caicedo, vicepresidente, y en siete días hizo el prodigioso viaje de Bogotá a Popayán, buscando seguridad en medio de las tropas de Herrán y Mosquera. Mientras que los liberales, en secreto, estaban de fiesta, los ministeriales vivían llenos de terror. La derrota de estos estaba como en la atmósfera o, mejor dicho, en el miedo que se había apoderado de casi todos los partidarios del Gobierno.
+Ese miedo hizo inventar una monstruosa calumnia: se dijo en Bogotá que al entrar triunfantes los liberales del norte, la ciudad sería entregada a saco, sin respeto por cosa alguna; gran calamidad que no podría evitarse, sino mediante dos milagros: la improvisación de un ejército capaz de detener y resistir al del norte, y el hallazgo de un jefe de valor y prestigio que dirigiera la defensa. Díjose que estos dos milagros los hizo la venerada efigie de Jesús Nazareno, la cual, condecorada con el título de General y con arreos de tal —gravísima profanación— fue sacada de la capilla de San Agustín y paseada en procesión solemne por las calles, pidiéndole que asumiera las funciones de «Dios de los ejércitos» y se afiliara en el partido de los ministeriales, a quienes procuraría la victoria. Yo concurrí a esa procesión.
+Mientras que los devotos creían poner a Jesús Nazareno de su parte, el doctor Andrés Aguilar, a la sazón jefe político de Bogotá, hacía un llamamiento desesperado a todos los habitantes de la capital, recordándoles la aciaga época de 1813. Si los cartelones impresos, fijados en las esquinas de las calles, llamaban a las armas a los ciudadanos, con todo el apremio de los decretos gobernativos, el toque de generala no cesaba de dar la voz de alarma, ejerciendo el prestigio de la autoridad militar. En breve, miles de ciudadanos —jóvenes artesanos y aun empleados y hombres proyectos, padres de familia— se alistaron en la milicia; al mismo tiempo que se hacían otros preparativos de defensa, ya levantando trincheras en la plaza principal y en las entradas del poniente y norte de la ciudad, ya acopiando armas y municiones en los parques. Pero todo aquel movimiento parecía infructuoso, porque nadie tenía confianza en el buen éxito de la defensa: faltaba un jefe de resolución y prestigio que reuniera los elementos de resistencia, prometiese la victoria y comunicase a los gobiernistas la fuerza moral de su entusiasmo y su fe.
+El coronel Juan José Neira llegó entonces súbitamente a Bogotá, causando gran sorpresa su llegada. Había estado en campaña en el norte, y acababa de escapar milagrosamente en Paipa, donde los liberales le habían dado una sorpresa y tenídole casi prisionero. Neira venía poseído de tres furores: el de su valentía, el de su patriotismo y el de su derrota. Con estos tres furores reunidos había de sobra para componer un héroe.
+Recorrió las calles con un piquete de húsares, concitando al combate y fulminando miradas ardientes como el rayo. Aún me parece que le veo pasar, en su caballo moro azul, por el pie del atrio de la Catedral, mirando de hito en hito a cuantos se hallaban cerca, como si quisiese aterrar a unos y apostrofar a otros por su cobardía o su egoísmo. Llegó al extremo de la calle del Comercio, junto al puente de San Francisco, y en un rapto de furor hizo arrojar a la calle y pisotear todos los papeles impresos de una tienda donde se vendía El Latigazo, y pocos momentos después hizo despedazar la imprenta que lo publicaba. Verdad es que a los pocos días el dueño de la tienda y el impresor fueron indemnizados por Neira, de su peculio, pero el hecho había sido escandaloso. El sable proclamaba resueltamente su soberanía en medio del conflicto: Neira era su sacerdote. En aquel tiempo se veían actos de nobleza, como el de Neira, que reparaba los arrebatos de la pasión política. Después las costumbres han progresado: muchos expropiadores se han guardado con llaneza y tranquilidad de conciencia, para su uso personal, el fruto de sus patrióticas expropiaciones.
+Aquel hombre hermoso, pero de una hermosura semisalvaje, como la del montañés siciliano; aquel hombre irascible, audaz, violento, caballeresco y de apostura singularmente marcial, tuvo el don de electrizar a todos sus copartidarios. Entusiasmó a los atemorizados, intimidó a los esperanzados, y en pocos días formó una columna de seiscientos hombres, con la que salió en busca del enemigo, encontrándolo el 28 de octubre, en el campo de la Culebrera o Buenavista, entre Funza y Chía.
+En Buenavista sólo acampaba la vanguardia de los revolucionarios, habiéndose detenido el grueso de sus tropas entre Zipaquirá y Chía. El general Reyes Patria quedaba muy atrás, el coronel González no alcanzó a pasar de aquel último pueblo, y hubo algún otro jefe que no pareció por ninguna parte. El coronel Samper había tenido el presentimiento de su muerte, o acaso estaba resuelto a buscarla, puesto que, contra su costumbre, antes del combate se confesó y comulgó; peleó solo y batió a Neira en reñido y rápido combate, tomándole prisionera casi toda su infantería, de manera que vio en sus manos la victoria, bien que desde el principio de la acción fue herido en un cuadril, y que para decidirla no faltaba sino una carga de caballería, pero el jefe de esta no pudo acudir adonde le llamaban, no se sabe por qué.
+Entretanto el heroico Neira, que mortalmente herido ocultaba su agonía, hizo nuevos esfuerzos, apoyado por su caballería, y restableció el combate con alguna ventaja. El coronel Samper se adelantó a sus filas, pretendiendo contener a trabucazos la caballería de sus contrarios, y cuando más enardecido avanzaba, un soldado de los prisioneros de la Polonia, incorporado en su tropa, le dio por detrás a manosalva una fiera lanzada, con que le atravesó de parte a parte, dejándole metida el asta. Exangüe y vacilante, se dirigió a la puerta de una próxima casuca solitaria, se tiró del caballo al suelo, se sacó del cuerpo la lanza, y un momento después expiró en brazos de su fiel asistente u ordenanza.
+Sus tropas, al verse sin jefe, cejaron y en breve se pusieron en plena derrota, y Neira, que seguía disimulando heroicamente su agonía, se tornó de vencido en vencedor. Su palma triunfadora fue una corona de ciprés: el heroísmo fue su gaje, como el sacrificio, y otros ganaron la victoria. Neira y Samper eran dignos de medir sus espadas, y lo eran también de morir en mejor campo de batalla.
+Otros, incapaces de saber morir, pero muy hábiles en especular con la victoria, se apresuraron, pasado el peligro, a cosechar los despojos del campo. Cinco jefes y oficiales, cuyos nombres callo por respeto al sepulcro que ya les cubre —murieron todos de muerte natural, excepto uno— llegaron a la casucha donde nadaba en su sangre el cadáver de Samper: uno de ellos se llevó el caballo y la montura, otro las pistolas y el reloj; tal tuvo por botín el dolmán y las charreteras; cual, un rico anillo de brillantes. Sólo la espada se salvó porque acertó a esconderla el ordenanza, oculto en un vallado y en expectativa. El mayor de mis hermanos conserva esta fúnebre prenda.
+Aquellos beduinos anduvieron apriesa y dejaron el cadáver casi desnudo. Y al punto echaron a correr, como tuvieran miedo al cadáver saqueado, y entraron luego en Bogotá, a guisa de vencedores, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Viva el Gobierno!, ¡viva la religión!, ¡mueran los ladrones!».
+Otros se mostraron entonces muy entusiastas ministeriales, llegando hasta pedir con empeño el fusilamiento, o cuando menos la más rigurosa proscripción de todos los liberales prisioneros, y algunos de aquellos héroes de parada, pero uniformados con ruana y zamarros, que no alcanzaron a oler la pólvora ni de lejos, untaron de sangre sus virgíneas lanzas para mostrarlas, al entrar en Bogotá, como testimonio de la carnicería que habían hecho… con la imaginación. Conocí muchísimos conservadores o ministeriales de entonces, que desde 1849 o 1850 se fueron volviendo, por entusiasmo… para el negocio, liberales hasta el rojismo. Y algunos de estos se han desgañitado después llamando tránsfugas y apóstatas a los liberales que, por desengaños políticos y convicción, ¡han venido a las filas del conservatismo derrotado y caído!
+Por lo que hace a Neira, el caso fue curioso y único en su especie: algunos meses después de su muerte, el Congreso de la República le reconoció el grado de general, y a su familia la pensión consiguiente. En aquel tiempo el escalafón militar necesitaba sacar un héroe del sepulcro para condecorarle, porque había nombres gloriosos: hoy día… ¡pocos son los vivos que merecen la gloria y ciertos grados obtenidos!
+EN EL MES DE AGOSTO O de septiembre ocurrió un curiosísimo episodio que en un periódico narré, muchos años ha, en forma distinta de la presente. Vale la pena relatarlo nuevamente, así por ser característico de la época, y pintura de mi carácter, como porque se refiere a un hombre que muchos años después hizo gran papel en la República, hasta 1872.
+Un día, cinco estudiantes de Jurisprudencia, de San Bartolomé, entre ellos mi hermano Manuel, iban riendo de cualquier cosa, con el buen humor de los estudiantes de aquel tiempo, y pasaban por la tercera cuadra de la calle de Florián —hoy día carrera Primera al occidente—, sin caer en la cuenta de que iban por el frente de la puerta del cuartel o parque de Artillería, localidad que ahora ocupan la capilla presbiteriana y las casas de mi amigo Lázaro María Pérez y otros sujetos.
+Estaba recostado a un lado de la puerta del cuartel, sentado en una gran silla de vaqueta, el mayor del batallón de Artillería, llamado «el comandante S», que era cojo, viejo y feo, cualidades propias, cuando están reunidas, para que quien las posee se sienta, con sobra de susceptibilidad, dispuesto a suponer que de él se han de reír todos los que ríen en su presencia. El comandante, al ver que los cinco estudiantes que pasaban por delante del cuartel iban riendo, pensó que él podía ser el objeto risible, y sin más averiguación, ni formalidad alguna, hizo al punto salir un piquete de la guardia, mandó aprehender a los supuestos culpables del delito de carcajadas y les alojó en un calabozo.
+Mi hermano Rafael y yo, que vivíamos en una casa particular al cuidado de nuestro hermano Manuel, nos llenamos de consternación al saber que este estaba preso. Al primero, que era muy juicioso, no le ocurrió que pudiéramos hacer otra cosa, sino correr a valernos de amigos de nuestro padre —tales como el doctor Rufino Cuervo y don Lino de Pombo—, para obtener la libertad de Manuel. Yo, que era travieso y amigo de chuscadas hasta dar en la truhanería, dije:
+—Me ocurre algo mejor y más expeditivo.
+—¿Qué cosa? —preguntó Rafael.
+—Que vamos a vernos con el mismo comandante que nos ha hecho el mal.
+—¿Y qué adelantaremos con eso?
+—Mucho. Ya lo verás.
+—¿Qué haremos, pues?
+—Déjame, yo tengo mi idea. Tú, vete a traer tres mozos de cordel, y suficiente provisión de pan, dulces, queso y bizcochos.
+—¿Y tú qué harás?
+—Yo, entretanto, prepararé las cosas aquí.
+Un rato después, cuando Rafael estuvo de regreso con las provisiones y los mozos, yo tenía arreglados tres grandes líos compuestos de nuestros colchones y almohadas, ropa de cama y otros objetos. Al punto emprendimos marcha para el cuartel de Artillería.
+Al llegar al frente de la puerta y de su inseparable comandante cojo, puse en formación a los tres mozos y tomando un aire marcial les grité:
+—¡Colchoneros, firmes!, ¡descansen los colchones! ¡Aus!
+—¿Qué significa esto? —preguntó el comandante algo azorado.
+—Significa, señor comandante —le contesté—, que nosotros estamos al cuidado de nuestro hermano Manuel, a quien usted ha hecho aprisionar, y como es menester que no quedemos abandonados, venimos a pedir a usted o que ponga en libertad a nuestro hermano para que él cuide de nosotros en casa, o que nos deje entrar para que nos invigile en el calabozo.
+—¡¿Cómo es eso?! —exclamó el comandante—, ¿un muchacho viene a burlarse de mí?
+—No, señor; no me burlo. Lo que pedimos es justo.
+—¡Vamos!, ¡lárguense de aquí!
+—No nos iremos. Aquí están los colchones y todo lo necesario para hacer las camas adentro.
+—¡Pues no entrarán!
+—¡Pues tenemos que entrar, o el hermano ha de salir! —repuse entre resuelto y burlón.
+Entretanto se había aglomerado mucha gente en la calle, y la escena era tan grotesca que el comandante empezó a comprender que todos se reían de él. Ya algo exasperado, gritó:
+—¡Vamos!, ¡despejen el campo!
+Yo grité entonces también:
+—¡Baterías de colchones!, ¡firmes!
+—¡Insolente! —exclamó el comandante.
+—¿En qué quedamos? —le pregunté—. ¿Entramos por fin?
+—¡Sí, sí, sí! —dijo el comandante lleno de ira. Ahora mismo encierro a estos cachifos insolentes.
+—¡Bueno! —repuse—, así nos cuidará adentro nuestro hermano.
+Y añadí con voz estentórea:
+—¡Colchones al hombro! ¡Aus!
+—¡Pues no entrarán! —gritó el comandante ya furioso.
+—Entonces… que salga el preso.
+La escena había llegado hasta ser una rechifla, y los pilluelos de la calle y los cachacos que pasaban hacían su gasto de zumbas a expensas del comandante. Este quiso salir del paso y exclamó:
+—¡Cabo de guardia!, ¡haga usted que salga ese estudiante!
+—¿Cuál de los cinco, mi comandante?
+—¡El Samper!, ¡el hermano de este demonio que está ahí fastidiándome!
+—¡Bueno!, ¡bueno!, ¡eso era lo que yo quería! —exclamé alborozado.
+Y todos en la calle aplaudieron desternillándose de risa. Un instante después echaron fuera a mi hermano Manuel, y yo, implacable en la zumba, di la voz de mando:
+—¡Colchoneros!, ¡colchones al hombro!, ¡aus!, ¡de frente en retirada!, ¡a discreción!, ¡marchen!
+Nos alejamos del cuartel en triunfo, y en tanto que mi hermano Manuel reía mucho de mi ocurrencia, Rafael se hacía cruces admirado de tanta audacia de estudiante travieso.
+De los cuatro presos que quedaban en el cuartel, un Orbegozo y dos Azueros fueron puestos en libertad el mismo día, merced a los empeños de sus familias. El otro, que era muy pobre, sin familia en Bogotá y desconocido, no halló quién se empeñara por él con buen éxito y permaneció preso. A los pocos días fue filiado como recluta y le hicieron salir de la ciudad incorporado en un batallón que salió a campaña, hacia el norte, en persecución de la famosa Guerrilla de los Rodríguez de Chocontá.
+En la primera escaramuza que hubo, el estudiante recluta, que era liberal y estaba furioso, se pasó al enemigo, y luego, durante algunos meses, anduvo entre los facciosos, en campaña activa, combatiendo contra el Gobierno. Un día cayó prisionero, trajéronle a Bogotá, donde, por ser desconocido, no pensaron en fusilarle, y dejaron como perdido entre los muchos presos de un cuartel.
+Al cabo de algún tiempo, el honrado doctor Quevedo, juez de hacienda, hubo de hacer una visita de cárcel en la principal de Bogotá. Después de contar los presos y leer la lista que de estos le presentó el alcaide, reconoció que, o sobraba un preso, o faltaba un nombre en la lista.
+Hecha la confrontación, hizo poner a un lado al individuo sobrante, y hubo entre el juez y el alcaide el siguiente curioso diálogo:
+—¿Cómo se llama ese individuo cuyo nombre no está en lista?
+—No lo sé.
+—¿Por orden de quién está preso?
+—Lo ignoro.
+—¿Desde cuándo está en la cárcel?
+—No sabré decirlo.
+—¿Por qué le mantiene usted preso?
+—Porque me le entregaron en bulto, y no por lista, cuando entré a ser alcaide.
+—¿Le ha dado usted raciones?
+—Nunca. Como no estaba en la lista, no habían raciones para él.
+—¿Y cómo se ha mantenido?
+—Con las sobras que le daban los demás presos.
+—Póngale usted en libertad inmediatamente.
+Así salió de la cárcel aquel pobre preso, andrajoso y en el más miserable estado, pues el vestido que tenía lo llevaba en el cuerpo hacía algunos meses y nadie le había conocido ni amparado.
+¿Quién era aquel preso devuelto a la libertad? Era el quinto de los estudiantes apresados por el comandante S en agosto o septiembre de 1840, y por tanto, víctima de unas inocentes carcajadas. Muchos años después fue representante del pueblo, general de división, senador, presidente de un estado y presidente de la República. ¡Se llamaba SANTOS GUTIÉRREZ!
+La muerte de mi tío me llenó de resentimiento y de indignación, y tan muchacho como era mostraba en el colegio mis sentimientos sin reserva. Aun en la calle apostrofé terriblemente a un jefe que se jactaba de haber sido el matador, probándole yo de un modo irrecusable que su proeza había consistido en robarle algunas prendas al cadáver de mi tío. Ello fue que mis hermanos y yo, muy exaltados, tuvimos varios lances desagradables con la policía y algunos militares, y éramos muy invigilados, por lo que mi padre, aprovechando la suspensión de los estudios universitarios, hubo de venir a sacarnos de Bogotá, foco de las más exacerbadas pasiones, y llevarnos a Honda.
+Mas no hacía más de un mes que allí nos holgábamos en vacaciones, cuando estalló la revolución de la provincia, encabezada por su gobernador, el coronel José M. Vezga, quien asumió el título de jefe supremo, civil y militar del estado de Mariquita. La moda entonces era titular estados federales las provincias insurrectas. Un sentimiento de excesiva generosidad —el deseo de impedir violencias y proteger a muchos amigos personales que eran partidarios decididos del Gobierno—, y algo también el profundo dolor y la irritación que sentía por la pérdida de mi tío, movieron a mi padre a exponerlo todo —familia, fortuna y su propia persona— aceptando el puesto oneroso de consejero de Estado, al lado del coronel Vezga, con lo que sufrió amargamente los percances de la guerra civil, sin tener vocación alguna para ingerirse en tales cosas.
+Referiré un curioso episodio de aquellos días de revolución en Honda.
+Tenía mi padre asilados bajo su fianza, en la hacienda, a dos o tres amigos, y otros dos en la casa, todos ministeriales notables, y uno de los últimos era don Rudecindo Galvis, hombre inofensivo, benéfico y de raras ideas y considerable fortuna, domiciliado en Piedras. Al pasar por allí el teniente coronel Tadeo Galindo, pronunciado en Ibagué, exigió a Galvis un fuerte empréstito forzoso, y como este no quisiera o no pudiera darlo por el momento, le llevó preso a Honda como a enemigo de la causa. Al punto mi padre, bien que no tenía mayores relaciones con el preso, le sacó libre con fianza; llevándole a casa, y así el respetable y original don Rudecindo fue nuestro huésped durante cosa de dos meses.
+Un día que él hacía por la calle su cotidiano ejercicio, se encontró con el comandante Galindo, y este, sin más preámbulo, disgustado de verlo libre, lo mandó aprehender, disponiendo que una escolta le llevase a la playa de la Bodega para ser desterrado y embarcado con destino a las provincias del Atlántico. Debo advertir que si el comandante era precipitado y muy impresionable, en el fondo tenía un carácter generoso, incapaz de aborrecer a nadie, y era hombre de humor festivo, y muy franco y locuaz. Al saber yo lo ocurrido, sin consultar a nadie me fui corriendo a casa del coronel Vezga, que me quería mucho, y me hice introducir por el oficial de guardia, diciéndole que el caso era urgente. Salió al salón el coronel y, al verme, me dijo con su amable jovialidad de siempre:
+—¿Qué hay, Pepito?, ¿qué ocurre?
+Bien que el diminutivo no se compadecía con el aire solemne que yo llevaba, contesté sin turbarme y en tono de melodrama.
+—Vengo a pedir al señor Jefe Supremo justicia contra un atentado.
+—¿Qué ha sucedido, pues?
+Referí el suceso de don Rudecindo.
+—¡Cosas de Tadeo! —exclamó el coronel cuando oyó mi relato—. Ah, ¡Tadeo!
+Y luego añadió:
+—Ahora mismo remediaremos el atropello.
+—Señor Jefe Supremo…
+—¿Eh?
+—Le suplico a Usía que dé orden para que inmediatamente me entreguen bajo mi fianza la persona del señor Galvis.
+—¡Cómo!, ¿bajo tu fianza, Pepito?
+—Sí, señor.
+Soltó el coronel una ruidosa carcajada que humilló la importancia de hombre que yo me daba con mucha seriedad, y repuso:
+—Vamos, ¡la ocurrencia me hace mucha gracia, y en un chico de doce años es doblemente meritoria!
+Al punto hizo escribir y firmó la orden, y yo salí corriendo para ir a casa a ensillar dos caballos. Volé a la Bodega o la Playa, llevando del diestro uno de los caballos, y fue grande mi gozo al rescatar a don Rudecindo, a quien además llevé provisiones de boca muy oportunas.
+Mientras que todo esto sucedía, mi padre se había encontrado en la calle con Galindo y le había reconvenido fuertemente, llegando en el calor de la disputa hasta llamarle arbitrario y amigo desleal. Galindo desafió a mi padre, este aceptó, bien que nada entendía de armas, y aquel eligió la lanza como arma de combate, fuese por broma o por intimidar a su adversario. Ello fue que concurrieron al lugar de la cita, pero Galindo llevaba, en vez de lanza, unas botellas de champaña, y abrazando a mi padre y dándole excusas lo volvió todo broma. Él quería mucho a mi padre; este lo quería también, y ambos, dándose mutuas excusas, reconocieron que un duelo entre los dos era absurdo en supremo grado. ¡Infeliz comandante Galindo! Al año siguiente engrandeció en el cadalso, en Medellín, con el martirio político, un carácter que hasta entonces había sido ruidosamente jovial, comunicativo y entusiasta.
+La revolución de la provincia de Mariquita tuvo un fin proporcionado a su principio. Había comenzado a la diabla, y acabó lo mismo. Ya para el 8 de enero de 1841 las tropas del Gobierno se acercaban a Honda, y un combate muy desigual era inevitable. El 9, desde muy temprano, apareció por el cerro de la Cruz y la orilla izquierda del Magdalena la infantería de una división que comandaban el general Joaquín París y el coronel Ramón Espina, en tanto que la caballería, a órdenes de un coronel Forero, también con alguna infantería, atacaba por la llanura del poniente.
+Allí se libró el primer combate, y luego se hizo general y fue sostenido en las calles de la ciudad, y particularmente sobre el río Gualí, durante todo el día. Vezga no tenía bajo sus órdenes arriba de trecientos hombres mal armados, mientras que París llevaba mil doscientos. El combate fue muy sostenido, merced a la artillería con que contaba Vezga, y a la segura defensa que le procuraba la línea del Gualí, con los puentes cortados. Por lo demás, el general París, deseando evitar lo más posible la efusión de sangre, condujo las cosas con firmeza y benevolencia al propio tiempo, procurando llegar a un avenimiento, si Vezga capitulaba.
+Durante la batalla, mi casa sirvió de cuartel y fortaleza a nuestros adversarios, y todos estuvimos en la mayor consternación, corriendo mi madre y toda la familia serios peligros, principalmente a causa de las muchas balas y los proyectiles de artillería que de las filas y posiciones de Vezga llovían sobre nuestra casa, por el empeño de desalojar de allí al enemigo. Merced a la nobleza del general París[11] se minoraron mucho nuestras desgracias, pero fueron considerables por todos respectos. Mi padre quedó casi arruinado, perdiendo mucho en sus intereses, y hubo de someterse a juicio por rebelión, saliendo después absuelto, a mérito de las buenas pruebas que adujo.
+Al llegar la noche los fuegos habían cesado por completo, y dos parlamentarios entraron en negociaciones para tratar de capitulación. Pero no hubo tal cosa. En el silencio y la oscuridad de la noche, Vezga y todos sus compañeros abandonaron el barrio que habían defendido, se fueron hacia la Playa, y allí se embarcaron en champanes, yéndose río abajo unos para Antioquia y otros para las provincias del Atlántico. Vezga, después de sostener la guerra en apoyo del coronel Córdoba, fue vencido en Salamina, juzgado por el Tribunal de Antioquia, y fusilado en Medellín junto con Galindo. Así acabó su carrera aquel valeroso y noble soldado de la Independencia, hombre de muy bellas prendas y que había ganado con sus servicios anteriores muy merecidas glorias.
+Mi padre no quiso huir, sino que aceptó en Honda las consecuencias de su conducta, corriendo la suerte de los vencidos. Presentóse al general París, y este, que era nuestro huésped, le ofreció indulto y le dio por cárcel su propia casa. No quiso mi padre aceptar el indulto y prefirió someterse a juicio.
+CORRÍA EL AÑO DE 1841, ÉPOCA luctuosa en que la revolución liberal, por una parte, y la represión gobernativa, por otra, habían cubierto de luto la República, ensangrentándola, así en numerosos campos de batalla como en las plazas y los sitios donde la mano de Mosquera había hecho levantar, sin fórmula de juicio, tantos patíbulos…
+¡Cosa terrible para la hoja de servicios de aquel caudillo! Él solo, en 1840 y 1841, como comandante en jefe de los ejércitos del Gobierno, había hecho fusilar, a despecho de toda resistencia y toda súplica de sus subalternos, de generosas damas y de muchos empleados, nada menos que ochenta y ocho ciudadanos —otros dicen 112—, casi todos prisioneros de guerra, y de esas ochenta y ocho víctimas, solamente dos habían sido objeto de juicio formal y sentencia condenatoria…
+Y aquel general, ebrio de sangre, que tenía el privilegio de monopolizar la matanza y hacer del cadalso un principio personal, ¿ganaba siquiera las batallas o los combates que le servían de pretexto para sus fusilamientos?… No. Se practicaba el principio económico de la división del trabajo. Barriga se encargaba, con otros jefes, de vencer en la Chanca; Henao triunfaba en Salamina, y Diago y otros más ganaban la gloria combatiendo, y Mosquera cosechaba los laureles y se encargaba de la parte lúgubre de la guerra —de levantar cadalsos— para deshonrar las victorias que usurpaba a sus segundos y subalternos… ¡Tal era la partija de la guerra!
+Con pasaporte del general París y acompañado simplemente de un oficial, mi padre fue dejado en libertad, para venir a presentarse al jefe del Gobierno en Bogotá. En el tránsito enfermó gravemente, y hubo de quedarse en Guaduas, bajo la garantía de su palabra. La enfermedad fue grave y de más de cuatro meses. Yo rayaba entonces en los trece años, estaba en vacaciones forzadas y acompañaba a la sazón a mi padre, que casi siempre se hallaba postrado en la cama.
+Un día le entregaron misteriosamente a mi madre una carta, enviada de Honda por posta. En ella le avisaban a mi padre que el coronel Thomas Murray, su amigo, había sido apresado en las montañas de Sonsón y trasladado a Honda, y que inmediatamente una escolta le conduciría a Bogotá, donde, sin duda, sería juzgado y fusilado. Al punto mi padre me hizo llamar a su alcoba y me dijo: «Vete volando, hijo, a llamarme al doctor Garnica y al alcalde; diles que necesito urgentemente hablar con ellos y les suplico vengan a verme».
+Antes de quince minutos estuvieron los dos sujetos junto a la cama de mi padre.
+El doctor Garnica era el médico y la providencia curativa de Guaduas: hombre admirablemente benéfico y caritativo, que prodigaba el bien, así a pobres como a ricos, y sobre todo a los primeros. Curaba al estilo antiguo —con fomentos, cataplasmas, purgantes y colirios— pero curaba. Por lo mismo, había estado tratando con esmero la disentería que tenía a mi padre postrado.
+El alcalde era un sencillo servidor del Gobierno, por temperamento pacífico y adhesión a la legalidad, pero simpatizaba con los «progresistas» o liberales de entonces, y era grande amigo de mi padre.
+Cuando los dos personajes del distrito estuvieron sentados junto al lecho de mi padre, este les dijo:
+—Mis amigos, tengo para con ustedes un empeño.
+—¿Cuál? —preguntó el alcalde.
+—¿Algún antojo de convaleciente? —preguntó el doctor Garnica.
+—No. Les llamo a ustedes para que hagan una obra de caridad.
+—Pues diga usted lo que sea —repuso el alcalde.
+—La cosa es delicada, mis amigos.
+—No importa —observó el doctor.
+—Se trata —añadió mi padre— de salvar del patíbulo a un extranjero, valiente servidor de la Patria, que es mi amigo.
+—¿Y quién es? —dijo el alcalde.
+—El coronel Murray.
+—Justamente —observó aquel— acabo de recibir de Honda un pliego en que me avisan que llegará mañana una fuerte escolta, la cual conduce al coronel, y se me ordena que prepare cuartel para el alojamiento y bestias para el preso y los oficiales de la escolta.
+—Pues, mi amigo —repuso mi padre dirigiéndose al alcalde—, todo lo que pido a usted es que procure no hallar pronto las bestias; que escoja para cuartel una casa ventajosamente situada, y que si el coronel resulta enfermo, no le obligue usted a continuar el viaje.
+El alcalde comprendió al punto lo que mi padre deseaba, y dijo:
+—La humanidad no se opone al deber; será usted servido, señor don José María.
+Lo demás fue concertado con el doctor Garnica, y yo, siquiera fuese un chico travieso, o acaso por lo mismo, fui puesto al corriente de todo para ser el instrumento de lo que mi padre se proponía hacer desde su cama.
+Al día siguiente, a eso de las cinco de la tarde, llegó la escolta con el coronel Murray, y se acuarteló en una casa de paja y bahareque, situada en la esquina meridional de la plazuela que después fue donada por el general Joaquín Acosta, dándole el nombre de plazuela de Herrán, y que hoy día llaman de La Pola, en memoria de la inmortal heroína Policarpa Salavarrieta.
+La casa tenía al frente la plazuela, a la izquierda el camino del Hato, que sale hacia el sur, y por detrás, como límite del solar, la barranca que da sobre el riachuelo llamado el Limonal. Por todo el costado izquierdo, sobre el camino, corría una cerca de guadua picada, sustentada en parte por algunos naranjos y un guanábano, y detrás se extendía la campiña casi solitaria.
+Hacía poco más de una hora que el coronel y su escolta habían llegado cuando me presenté a la puerta del improvisado cuartel y, saludando al teniente 1.º que comandaba la pequeña tropa, le dije:
+—¿Podrá usted permitirme ver al preso?
+—¿De parte de quién? —me preguntó.
+—De parte de don José María Samper, mi papá.
+—¡Ah!, ¿don José María está aquí? Lo celebro mucho, pues le debo un servicio y tendré mucho gusto en ir a visitarle.
+—Mi papá —añadí— es amigo del señor coronel, y aunque está enfermo, en cama, desea servir en lo que pueda al preso.
+—Pues entre usted.
+Un sargento me introdujo hasta un rincón de la sala, donde el coronel estaba acostado, en el suelo, sobre una estera y unas mantas. Le saludé, le di el recado de mi padre y conversamos. El coronel Murray era un irlandés jovial, franco y de buen carácter, muy blanco de cutis, pequeño de cuerpo y regordete, y hombre entusiasta y valeroso.
+A poco de estar conversando le ofrecí un cigarro, y le di otro al sargento. Sacó este su yesquero y eslabón para encender lumbre, y yo, acercándome más al coronel, le dije en voz baja: «No se fume usted el cigarro; dentro hay un papel». Y poco después me retiré.
+En efecto, dentro de la tripa del cigarro iba un billetito de mi letra, dictado por mi padre, que decía:
+«A todo trance enférmese usted; el médico irá a reconocerle. Hay que ganar tiempo mientras se concierta la fuga de usted».
+A las ocho de la noche el coronel estaba tiritando de frío —frío de fiebre— y se quejaba mucho y con gran desasosiego. Como el accidente continuaba, el jefe de la escolta dio parte al alcalde, y este le dijo:
+«El médico del lugar irá a ver al enfermo. En todo caso, juzgo que usted debe suspender la marcha, mayormente cuando no es posible conseguir bestias para mañana».
+Al día siguiente, muy temprano, el doctor Garnica visitó al coronel, y después de examinarle declaró que tenía el principio de una fiebre peligrosa y que se expondría la vida del enfermo si se le hacía continuar el viaje.
+Una hora después estuve en la puerta del cuartel, llevando en la mano una botella de excelente oporto con un rótulo que decía: «Las copitas». Este era el remedio para el enfermo.
+Pero la botella contenía una cosa mejor: del corcho pendía, entre el vino, una bolita de migajón de pan, envuelta en cera negra, dentro de la cual iba un papel con estas palabras:
+«Logre usted esta noche que le permitan acostarse en el corredorcito que da sobre el patio, y esté listo para saltar por encima del poyo que encierra ese corredor; cuando usted oiga maullar un gato, sálgase por el pie del segundo árbol, donde le aguardarán. Todo estará listo para la fuga: tenga usted confianza y déjese conducir».
+Aquella noche hubo «baile de contribución», según se dijo, en una casa situada a cuatro o cinco cuadras del cuartel improvisado en que se hallaba el coronel Murray. El coronel había suplicado que le permitiesen —por estar muy acalorado con la fiebre— hacer sacar su cama, compuesta solamente de una estera y unas mantas, al corredorcito que daba sobre el patio. Una forma de pequeño tabique o poyo de un metro de altura, levantado enfrente a la pared, encerraba el corredorcito, haciendo de este una especie de cajón. El teniente que comandaba la escolta permitió que el coronel se acostase allí, pero hizo colocar un cabo y dos soldados en el centro de la salita, dejando abierta la puerta que daba salida al corredor, de manera que el preso estuviese invigilado, no obstante la postración en que parecía estar.
+A eso de las nueve de la noche, los oficiales, invitados al baile, se fueron a sacudir las piernas con las muchachas guadueras, entre las cuales, por cierto, han abundado las buenas mozas; algunos de los soldados se acostaron a dormir en la sala, y unos cinco o seis, sentados en el suelo sobre un cuero de res, se pusieron a jugar con naipes el juego de primera y flux.
+Yo observaba todo esto desde la plazuela protegido por la profunda oscuridad de la noche, y cuando me cercioré así de que todo iba bien, fui a dar, según las instrucciones de mi padre, el aviso necesario a mi tío Rafael, encargado de hacer preparar el peón y las bestias para la fuga del coronel.
+Mi padre quedó encantado cuando le informé de todo, y volvió a recomendarme suma discreción, pero yo estaba tan orondo con ser el instrumento de una aventura tan grave, que, no obstante mi genial travesura, tomaba la cosa muy en serio y estaba seguro de proceder con tino.
+Después de aguardar con anhelosa impaciencia, durante dos horas mortales, salí de casa solo, poco después de las once y media de la noche, vestido de ruana negra y calzado con alpargates, llevando en la mano un buen cuchillo y al cinto un excelente par de pistolas de caballería.
+Al acercarme —habiendo seguido un tortuoso camino por calles excusadas— a la casa donde se hallaba el coronel, me palpitaba el corazón terriblemente, inquietado por el temor de que se frustrara la empresa, pero cobré ánimo al reconocer que todo estaba solitario y en silencio en torno mío, y que, al propio tiempo que habían cerrado la puerta exterior del cuartel, estaba abierta la interior.
+En efecto, al arrimar los ojos a la cerca del solar, a la sombra de un naranjo, vi que los soldados seguían jugando a los naipes, y noté que en la casa reinaba el mayor silencio. Inmediatamente me puse a trabajar con mi cuchillo, cortando arriba y abajo los bejucos que sujetaban las guaduas en medio de las cintas o listones de la cerca, y cuando esta operación quedó hecha, alcé las guaduas, en un espacio como de medio metro, de modo que abrí un portillo suficiente para que el coronel, agachándose algo, pudiera salir.
+Yo he tenido, desde muchacho, una habilidad notable para imitar muy diversas voces de hombres y las de muchos animales, y particularmente podía fingir perfectamente, cosa de engañar a cualquiera, los ladridos de los perros, el canto de los gallos y los maullidos de los gatos. Hice con perfección el último de estos ruidos, y aguardé, lleno de angustia…
+Tres minutos después de mis maullidos sentí pasos muy quedos del lado de adentro de la cerca, y un instante después la voz del coronel me decía muy suavemente:
+—Amiguito…, ¿está usted ahí?
+—Sí, ¡todo está listo!, ¡vámonos pronto!
+—¡Cómo no!
+Y el coronel salió por el portillo y me abrazó. Pero al punto exclamó:
+—¡Diantre!, ¡he olvidado mi ruana!
+—¿Y qué importa una ruana? —le dije—, usted hallará las necesarias en su montura.
+Pero el coronel no me escuchó, y sin darme tiempo para detenerle, se entró por el portillo, se alejó de la cerca, y volvió a saltar, en busca de su manta, por encima del tabiquillo que encerraba su cama.
+Pasaron dos o tres minutos que fueron de suprema ansiedad para mí… Al cabo el coronel volvió, salió otra vez del solar, y me siguió a toda priesa hacia la orilla del riachuelo cercano. En breve pasamos silenciosamente por encima de dos cercas, dejando el camino del Hato a la izquierda, y nos dirigimos, a través de unos potreros de la señora Ana María Acosta, en derechura hacia el río Guadual.
+Yo era un muchacho animoso y andariego, que conocía a palmos todos los campos circunvecinos, particularmente del lado de la hacienda del Paramillo, por lo que, sin vacilar, no obstante la profunda oscuridad de la noche, marchaba delante del coronel. Cuando ya íbamos a buena distancia del camino, no pude menos que romper el silencio, que para mí ha sido siempre penoso, y decir:
+—Me hizo usted temblar de angustia, señor coronel.
+—¿Por qué, amiguito? —preguntó él tranquilamente.
+—Porque usted, después de la primera salida, se entró en el solar, exponiendo su vida.
+—Lo hice por esta ruana pastusa —replicó, mostrándome una que llevaba doblada sobre el hombro izquierdo.
+—¡Por una ruana! —exclamé asombrado.
+—Ah, sí —respondió el coronel con una sencillez heroica—: es un regalo que me hizo el general Obando, y yo no podía dejarla olvidada.
+Aquella ocurrencia me pareció entonces apenas curiosa, bien que ya yo había leído, sin comprenderlas en gran parte, es verdad, las Vidas de hombres ilustres de Plutarco. Años después, cuando recapacité en lo de la ruana y traté de cerca al general Obando —José María—, comprendí los sentimientos de adhesión que él podía inspirar, y el acto del coronel Murray me pareció sublime.
+Al llegar a cierto sitio de la vega del Guadual, silbé tres veces, dejando espacios, y otras tantas contestó a mi silbido un mozo fiel que nos aguardaba. Al punto pasó el riachuelo a caballo, trayendo otro del diestro, y entonces le dije al coronel:
+—Ahora puede usted montar y nos separaremos…
+—¡Ah!, ¡mi amiguito! Creo que debo la vida a usted y a su papá…
+Y la emoción que sentía le cortó la voz por un momento.
+—Mi papá —repuse— me encarga decir a usted que estas pistolas que le he dado y este sable-espada que tiene en la mano el criado, fueron del uso de mi tío Juan Antonio.
+—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el coronel, queriendo decir mucho con sus dos exclamaciones.
+—Aquí tiene usted —añadí— una bolsa con dinero. Ahora, parta usted con toda confianza. Usted será conducido, por Chapaima y Méndez, siguiendo luego caminos excusados, hasta nuestra hacienda del Caimital, cerca de Honda. Allá le recibirá mi hermano Rafael, y él se encargará de mantenerle oculto hasta que cese todo peligro.
+El coronel se ciñó el sable, metió las pistolas en los espaciosos bolsones del galápago, y antes de montar me estrechó tiernamente en los brazos y me dijo muy conmovido:
+—¡Adiós: mil cosas y un íntimo abrazo a don José María!…
+Un instante después se perdió en la oscuridad, y en breve dejé de oír las pisadas de los caballos.
+Al quedarme solo, debajo de un corpulento guamo, sentí miedo… ¿Miedo de qué? No lo sé; yo no creía en espantos ni brujas, pero tuve miedo a la oscuridad, la soledad y el silencio… Sin embargo, cogí mi miedo a dos manos, y eché a andar directamente hacia el Limonal, mas no para pasarlo por el camino del Hato, sino para ir a salir al Llano, al poniente del poblado, según el itinerario que mi padre me había trazado. Cuando, al pasar el riachuelo a vado, oí cantar un gallo, se me acabó el miedo; caminé apriesa, y a las dos de la mañana entré en casa.
+Mi padre y mi madre estaban en vela, y ambos tan intranquilos, que a las tiernas reconvenciones de ella, por los peligros a que se me había expuesto, contestaba él con alguna zozobra.
+—¡Dios mío!, ¡aquí está! —exclamó mi madre alborozada, al verme entrar.
+—¡Mi hijo!, ¿nada te ha sucedido? —me preguntó mi padre muy conmovido.
+—Nada, papá.
+—¿Y el coronel?
+—En salvo.
+—¡Dios sea bendito!
+Cuatro días después regresó el peón con los caballos, dando las mejores noticias.
+Mi hermano Rafael, bien que apenas tenía catorce años y meses, era un joven de mucho juicio y discreción, muy apto naturalmente para los negocios, y estaba encargado de la administración de la hacienda del Caimital. Había sido advertido por posta, y tenía preparado allí un excelente escondite, para lo cual había hecho construir a la ligera un pobrísimo rancho, sobre la meseta de un alto y escarpado cerro, cerca de un manantial. Un negro liberto que servía en la hacienda y era de toda confianza llevaba todos los días al coronel los víveres y demás objetos.
+En aquel escondite alcanzó a pasar el coronel Murray cerca de dos meses. Sin embargo, todas las sospechas de su fuga habían recaído sobre mi padre, a quien acusaban en Guaduas, por lo bajo, de haberla preparado desde su cama. Esto hizo que en Honda sospecharan también que el coronel estuviese oculto en nuestra hacienda, por lo que varias veces fueron a rondarla.
+En la última de aquellas rondas, el negro liberto fue sorprendido debajo de unos árboles, con el canasto de los víveres. Le amenazó de muerte el alcalde que conducía la escolta, y le forzó a guiarle hasta el escondite.
+Cuando menos lo pensó el coronel, que estaba tendido en una hamaca, sintió que su rancho se hallaba cercado de tropa por tres lados: por el otro había un peñasco de más de veinte pies de altura que dominaba las asperezas del cerro… Se tiró por allí el coronel, y al caer se dislocó un pie y no pudo escapar. Pronto le cayeron encima y le amarraron y echaron sobre un caballo, no sin darle primero dos bayonetazos en un muslo…
+Cuando el prisionero fue dado de alta en el hospital militar de Honda, y le volvieron a conducir hacia Bogotá, el Gobierno había expedido un indulto, merced a la derrota sufrida por el general Carmona en Tescua, que fue el final de la guerra civil. Ya toda medida de rigor fue absurda, y todo fusilamiento, siquiera fuese jurídico, hubiera sido una monstruosidad. La demora de dos meses obtenida con la fuga del coronel Murray le había salvado, pues, la vida.
+Fue Murray —secretario de Guerra y Marina en 1853— un buen soldado de nuestra Independencia, la cual vino a defender enrolado en la célebre Legión Irlandesa. Era hombre de ideas muy liberales y muy adicto a los pueblos colombianos. Verdad es que solía pecar mortalmente por el lado de la galantería, pero toda su vida pública fue honrada, y su espada de irlandés se hizo digna de la gloriosa patria adoptiva que ayudó a libertar.
+LA REVOLUCIÓN HABÍA DEJADO a mi padre en triste situación, reducido a la propiedad de su hacienda, sin ganados y sin la considerable renta que antes derivaba de ella, pero él resolvió hacer un esfuerzo supremo para sostener la educación del mayor número posible de sus hijos, trabajando en la agricultura, por su parte, mientras que el mayor de mis hermanos, Manuel, emprendía carrera comercial. Miguel, por un lado, siguió estudiando en Bogotá, protegido por mi tío Manuel Francisco, su padrino; Agripina —que con el tiempo había de ser la poetisa y escritora PÍA RIGÁN— vino a educarse en el Colegio provincial de la Merced, y Rafael, Antonio y yo entramos de alumnos internos en otro que había fundado el doctor Mariano Francisco Becerra, de quien he hablado en otro lugar.
+Algo más de un año pasé allí, estudiando con vario provecho francés, física y geografía, altas matemáticas, lógica y cosmografía, sin perjuicio de continuar ejercitándome en el dibujo y la pintura a la aguada, y de aprender algo de música. Mi guitarra y yo fuimos recíprocamente víctima y victimario, pero la guitarra acabó su carrera a virtud de un formidable golpe que me le dieron un día jugando a la pelota: el pelotazo la rajó de tal modo que ella pasó a mejor vida, sin que yo sintiese mucho su fallecimiento.
+En aquel colegio conocí a Ricardo Becerra, chicuelo a quien entonces llevaba yo cosa de siete años de edad.
+Era un bonito muchacho, pero muy llorón, desaplicado y empalagoso. ¡Quién me hubiera dicho entonces que Ricardo vendría a ser con el tiempo un gallardo caballero, hombre de mucho valor, de clarísimo talento, insigne diarista y muy digno hombre de Estado que hiciese notable papel en Colombia, Venezuela, Perú y Chile!, y más de todo esto, para mí, ¡un amigo afectuoso y siempre consecuente!
+Era difícil determinar la categoría a que yo perteneciese, como estudiante, en materia de aprovechamiento, había sido singularmente desaplicado en algunos estudios y era muy aprovechado en otros. Con excepción de la aritmética, que no me había disgustado mucho, miraba con horror las matemáticas: mi cerebro no estaba organizado para la inflexible rigidez de esas ciencias, ni tenía paciencia para tan áridos estudios, desgracia que siempre he lamentado.
+Al contrario, mi espíritu era muy accesible a todo lo que de algún modo podía excitar mi imaginación y sentimiento artístico, mi curiosidad de fenómenos o mi necesidad de comunicación expansiva. Así, el dibujo, la música y la arquitectura me encantaban, las ciencias intelectuales y los estudios literarios me gustaban mucho; la física, la cosmografía y la geografía me causaban gratísimas impresiones, y las lenguas extranjeras despertaban mucho mi curiosidad. Pero el latín me inspiraba repugnancia, a causa del empirismo repelente con que se enseñaba entre nosotros la lengua de las lenguas.
+Un día, cierto condiscípulo externo no supo su lección y tocóme corregirle; se amostazó, y al salir de la clase me provocó a querella. Para mayor abundamiento, el filosofillo aquel pertenecía a una familia ministerial, y como entonces los muchachos hablábamos de política lo mismo que de jugar a la pelota o la coca —el juego que en francés llaman bilboquet, boliche— me ofendió llamándome faccioso. Yo, que no aguantaba pulgas y era muy resuelto, alcé la mano y le di un bofetón; además, hablé contra el Gobierno calificándolo de tiránico. El mozuelo se fue muy resentido, se quejó a su padre, y este me denunció, no supe ante quién, así como a mis hermanos.
+Ello fue que al día siguiente, a eso de las once de la mañana, se presentó en el colegio don N. N., alcalde de la ciudad, exigiendo que el director le entregase los tres hermanos Samperes, «sindicados», según dijo, «de espíritu revolucionario y culpados de haber proferido expresiones sediciosas, ofensivas para el Gobierno». De estos tres revolucionarios el mayor tenía apenas quince años, el segundo, que era yo, no había cumplido catorce, y el tercero tenía doce. Por tanto, con los tres juntos, a lo sumo había materia para formar un mal faccioso. Así era la política en aquel tiempo, en que estaban en auge las «medidas de seguridad», y lo ha sido en otras épocas bajo el régimen liberal.
+Todo el personal del colegio quedó consternado con la intimación hecha por el alcalde, quien decía obedecer a una orden terminante del gobernador de la provincia. La cosa sucedía «siendo gobernador de Bogotá el señor Alfonso Acevedo Tejada», sujeto que se hizo célebre, algunos años después, por su terrible periódico Libertad y Orden, publicado casi exclusivamente contra el general Mosquera. Ello fue que el doctor Becerra hizo observaciones, que su señora rogó en nuestro favor, y que los alumnos, excepto el denunciante, suplicaron pidiendo gracia, pero todo fue inútil, a lo menos respecto de mí. El alcalde, ostentando generosidad, apenas consintió en dejar en el colegio, apercibidos y con fianza del doctor Becerra, a mis hermanos; yo tuve que marchar, en medio de una escolta, con dirección al cuartel de San Agustín. Sin fórmula alguna, y siendo impúber, se me condenaba nada menos que a servir en el Ejército.
+Pero mi desquite comenzó desde la puerta del colegio. El alcalde tenía cierto modo de caminar oscilatorio, que le daba el aire de una de aquellas efigies de santos que suelen sacar en andas en nuestras procesiones y que por falta de una cuña oscilan sobre su peana: así el digno personaje era muy conocido en la ciudad por el sobrenombre de «San Juan sin cuña». Al partir la escolta conmigo vi que los balcones de las casas vecinas estaban llenos de señoras, cuya curiosidad se había excitado con el incidente ocurrido. El alcalde iba adelante, blandiendo su bastón, a guisa de general victorioso que entraba en una ciudad con su séquito de prisioneros. Me puse a caminar como él, remedándole perfectamente y muerto de risa: los de la escolta reventaban de ganas de reír, las gentes de la calle y los balcones lo hacían a carcajadas, y el alcalde, que no caía en la cuenta, iba marchando muy orondo y sereno.
+Por lo pronto me dejaron solo en la sala de armas del cuartel de San Agustín, situada en el piso alto y dando frente a la plazuela, pero al encierro precedió un sermón del alcalde, que me pareció poco edificante, respecto de los inconvenientes del espíritu revoltoso. La sala aquella estaba enteramente solitaria, y como me encerraron no me quedó por lo pronto medio alguno de entretenimiento. Me arrimé a una ventana y me puse a contemplar alternativamente la gente que pasaba, el agua del menguado y sucio riachuelo llamado Manzanares, los desnudos cerros de Guadalupe y Monserrate, las golondrinas que revoloteaban encima de la torre de San Agustín, y hasta el obeso busto de un fraile dormilón que parecía leer medio asomado a una ventana del convento vecino.
+Pero yo necesitaba ocupación activa, y aquella contemplación me fastidió. Felizmente pude proporcionarme un entretenimiento muy divertido: me puse a inspeccionar la sala de armas. Había en ella como cuatrocientos fusiles recostados en filas contra las paredes, y de estas pendían unos cuantos mazos de velas de sebo, sin duda destinadas para el alumbrado del cuartel; este era todo el mobiliario.
+«¡Bueno!», dije para mí, «puesto que me destinan a ser soldado, me ejercitaré en cargar fusiles».
+Al cabo de una hora la mayor parte de los fusiles estaban cargados… ¿Con qué? En vez de cartucho embalado, cada fusil tenía adentro una vela de sebo bien atacada. Hoy pienso que aquella idea fue luminosa: ¡cuán felices no serían muchos pueblos si todos los soldados, que tan costosamente mantienen, tiraran con velas de sebo en lugar de balas!
+Un oficial subió a la sala de armas y me sorprendió casi al terminar mi operación.
+—Hola, amiguito —me preguntó—, ¿qué hace usted con esos fusiles?
+—El ejercicio, mi teniente —le respondí.
+—¿Qué ejercicio?
+—Aprendo a cargar en tres movimientos.
+—Pero ese modo de cargar… —observó el oficial, poniendo mal ceño al notar que por la boca del fusil que yo tenía en la mano asomaba la punta de una vela.
+—Es un nuevo sistema —repuse con seriedad fingida.
+—¡Maldito cachifo! —gritó mi interlocutor al observar lo que yo había hecho—, ¡pues no ha dañado todos los fusiles!
+A los dos minutos me trasladaron al cuarto de los oficiales, en el cuerpo de guardia, a fin de que allí me vigilasen de cerca. En aquel momento comenzaron a llover provisiones de boca que me enviaban del colegio y de varias casas vecinas: una de estas casas, situada enfrente a la del colegio —la célebre casa de Grau que fue incendiada en 1862, durante el combate de San Agustín— era habitada por la familia Lombana, patriota, entusiasta y estimable en todos sentidos.
+Al recibir las provisiones que me enviaban me puse a distribuirlas, en gran parte, entre los oficiales que me cercaban, y quedamos muy amigos. Uno de ellos poseía una guitarra, instrumento ingrato y rebelde que yo tenía el mal gusto de estar aprendiendo, como he dicho, a rasguñar pésimamente. Tal vez mi afición a la guitarra había nacido de la historia de los amores de mi padre y mi madre; en cierto modo, yo debía el ser a una guitarra. Ello fue que al punto acordé como pude el instrumento, y como ya perpetraba algunos valses y contradanzas, me puse a tocar y cantar. Es innecesario asegurar bajo mi palabra de honor que yo tocaba indignamente y cantaba peor; siempre he tenido los dedos torpes para la música, y una voz que sólo podía estallar con honor en un concierto de cataratas y truenos. Pero lo esencial para mí era divertirme. Canté unas cuantas redondillas improvisadas —pues ya empezaba a delinquir contra las musas—, suficientemente cojas y majaderas, pero que tenían el mérito de ser dedicadas al señor alcalde, y recuerdo que en una de ellas la palabra pezuña rimaba con el sobrenombre de San Juan sin cuña.
+Mientras que yo ejecutaba en el cuerpo de guardia todas las truhanerías imaginables, divirtiendo mucho a los oficiales y soldados, mis hermanos se habían puesto en campaña para «echar empeños» en mi favor. Bastó la intervención de don Lino de Pombo, amigo de mi padre, para sacarme de la apretura: aquel digno sujeto, de quien fui después justo admirador y fiel amigo, fue a la gobernación, habló con el señor Acevedo y le hizo ver lo violento y ridículo del procedimiento adoptado contra mí. El gobernador se disculpó diciendo que eran «cosas del alcalde» —porque entonces todos los alcaldes eran hombres de cosas—, y ordenó que inmediatamente me pusieran en libertad.
+Lo hizo en efecto el alcalde, no sin administrarme la segunda edición de su prédica de la mañana, y salí del cuartel con aire de triunfo e ínfulas de mártir imberbe de la libertad, y jurando que tarde o temprano me vengaría del alcalde. Por demás está decir que jamás pensé luego en vengarme: tengo la felicidad de no haber codiciado ni saboreado nunca ese brebaje horrible que llaman la venganza.
+DESDE LOS BALCONES DE LA casa de mi colegio veía yo casi todos los días a un sujeto que me llamaba mucho la atención, por ser personaje típico, padre de una familia vecina por quien yo tenía sincero aprecio: era el doctor José Félix Merizalde, con cuya pluma cambió la mía, en varias polémicas, años después, una que otra pulla sin consecuencia. Viejo patriota de la época de la Independencia, de ideas singulares y carácter raro, me pareció siempre la personificación de la inquietud, la actividad y la constancia en todas las cosas; su biografía se enlaza mucho con la crónica de Bogotá, en lo tocante al presente siglo.
+Este sujeto, que la muerte arrebató a la ciencia en 1868, fue el hombre que en esta tierra hizo más clases de medicina, el que recetó a mayor número de mujeres y muchachos, vacunó más gente, contó más anécdotas, publicó más hojas sueltas y oyó más misas. Fue también el hombre más nervioso y jovial que yo conociera, viéndole siempre de buen humor, con las apariencias de la seriedad o del desagrado. Se le vio intervenir en casi todas las polémicas de la prensa bogotana, ora políticas, religiosas o de ciencia médica, siendo miembro de todas las juntas de sanidad posibles, y conjuntamente médico, militar, boticario, escritor público y profesor. Infatigable en su aplicación al servicio de las ciencias médicas, fue el hombre más benemérito en Colombia por su constancia en la propagación de la vacuna. Hasta 1867, con cerca de ochenta años de vida, conservaba enteros su carácter, su energía y actividad, y hacía todos los días lo que medio siglo antes. Así, entre los hombres notables de este país, ninguno, en toda la extensión de la palabra, vivió tanto como el doctor Merizalde. Su memoria merece ser conservada con estimación y respeto.
+Mis tempranas relaciones de amistad con la familia del doctor Vicente Lombana me procuraron más tarde las de este importante sujeto, que, sin figurar constantemente en la política y acaso por esto mismo, en parte, fue uno de los hombres más populares en Bogotá. Me impuso respeto cuando lo conocí, recién vuelto del destierro a que le condenaron por «medida de seguridad», como culpable de liberalismo, pero al oírle pronunciar la primera palabra sentí ganas de reír, y a la segunda reí por entero. Era imposible mantenerse serio al lado de aquel hombre singularmente agudo, ingenioso, cáustico, pronto y espontáneo en sus dichos y siempre oportuno en sus comparaciones y comentarios respecto de los hombres y de las cosas. Se podría formar un grueso y bien interesante volumen con las anécdotas muy conocidas en que él figuró como autor de alguna ocurrencia burlona, crítica o punzante.
+Al verle no más, se conocía que su cara aristofánica coincidía con un espíritu ingenioso, un carácter independiente y casi rudo en sus tendencias, y una palabra acerada. Su alma libre y severa no transigía con ninguna bajeza, y su temple de republicano le hacía juzgar sin lástima toda prevaricación y toda falsedad. Cuantas veces figuró como funcionario público, ya en los congresos o en magistraturas políticas, sus actos y palabras tuvieron el sello de la integridad, la firmeza y la moderación.
+Abogado, médico, cirujano y farmaceuta al mismo tiempo, amigo de ocuparse, aunque platónicamente por lo común, en las cosas políticas, y hombre de sociedad como pocos, sabía combinar en su espíritu la solidez de la ciencia, el gusto por la buena literatura, la benevolencia para con los pacientes, la movilidad imprevista de nuestra crónica social y el aticismo de cierta crítica inflexible. La cosa más sencilla que se dijese delante de él, provocaba de su parte una observación picante, un chiste ingenioso y enteramente original, que caía siempre instantáneamente sobre el asunto de la conversación como el cuchillo de la guillotina sobre el cuello de un reo.
+La seriedad de su vida y de su semblante le daban de continuo aire grave y áspero, y con la severidad de un juez pronunciaba agudezas que eran como fallos inapelables. Si su posición era de hombre serio y positivo, su espíritu era, si se me permite la expresión, el más cachaco que yo haya conocido. Otros tratan y deciden las cuestiones con discursos o largos escritos: él las condensaba en una palabra, las reducía a su más simple expresión, y las resolvía con algún chiste profundo o alguna comparación contundente. Su palabra cortaba unas veces como escoplo, otras punzaba como daga, o bien aplastaba cual pesado martillo. Ello fue que su autoridad se volvió decisiva en materia de agudezas y epigramas. Cuando ocurría en Bogotá algo que diera margen a censuras o burlas, todos preguntaban: «¿Y qué dice de esto el doctor Lombana?». ¡Dichoso entonces el primer cachaco que podía repetir la correspondiente ocurrencia del espiritual farmaceuta!
+Se hizo tan probervial su sarcástica ironía, su causticidad algunas veces mortífera, que algunos, juzgándole por las apariencias, lo calificaron de maldiciente y mordaz. No estimo justos estos calificativos: el doctor Lombana fue simplemente un contendor de la justicia. Jamás su palabra cortante hirió al amigo fiel, al hombre de bien, al débil indefenso o al desgraciado: él no atacaba sino a los inertes; era un vengador de la sociedad; sus chistes y agudezas castigaban muchas iniquidades de aquellas que el código penal no definía, o que los jueces o la opinión pública dejaban impunes. Así, fue en Bogotá una verdadera potencia moral: comprobó con toda su vida que el ingenio es cosa de gran valía, y que las injusticias que triunfan algunas veces de la ley jamás resisten al ridículo, que es la sanción penal de las debilidades vulgares[12].
+A VIRTUD DE RESOLUCIONES del Gobierno, los estudios universitarios debían quedar suspendidos desde mediados de 1842 hasta el 2 de enero del siguiente año, a fin de ganar tiempo para una completa reorganización de las universidades de la República y la adopción de un nuevo plan de estudios. Mis vacaciones debían durar, por tanto, de cinco a seis meses, después de concluidos los estudios de literatura y filosofía, y mi padre, para que yo no estuviera ocioso y aprendiera desde temprano a trabajar, sirviendo de algo de una vez, dispuso que durante mis largas vacaciones acompañase al mayor de mis hermanos, ya establecido entonces en el comercio, ayudándole en su gran tienda que mantenía en Ambalema.
+No me disgustó aquel lugar, bien que en 1842 era casi todo un poblachón o grande aldea de casas de bahareque y paja, donde sólo era notable, por tener cubierta de tejas, el edificio de la factoría. En tres épocas trabajé en el comercio en Ambalema, y por muchos motivos conservo de ese lugar recuerdos tan profundos como variados. Había en aquel pueblo —años después muy mejorado en lo material y elevado al rango de ciudad— considerable movimiento, así en los puertos del río Magdalena como en las calles, principalmente los sábados y domingos, motivado por los negocios que se hacían con el tabaco y todos los objetos necesarios para su cultivo y manipulación. Estaba en su fuerza y vigor el monopolio oficial de aquel producto, y casi todos los cosecheros eran muy pobres; sólo el Gobierno y los contrabandistas lucraban, y el excelente tabaco de Ambalema, que no podía ser exportado, pero ni aun producido en grande escala, ni mejorado en calidad, era enteramente desconocido en el exterior. Recuerdo que el primer día de mercado compré cigarros de cosechero a una campesina: eran pésimos, pero me costaron a razón de 20 por un cuartillo o sea 100 por 12½ centavos de peso de ley actual. Hoy día el ciento cuesta, de poco mejor calidad, 80 centavos, de manera que, no obstante la libertad, por la gran extensión del consumo y otras causas, en treinta y nueve años el aumento de valor ha sido de 540 por 100.
+Las costumbres en Ambalema eran en 1842 sobrado libres, defecto que se fue acrecentando hasta ir muy lejos, en 1857, última fecha en que visité la ciudad. Ignoro si allí habrán perdido la mala costumbre de tener aquellas costumbres, y sólo sé por la notoriedad, que después de haber llegado a su más alto grado de prosperidad en 1859, la ciudad cayó en prolongada crisis económica y vino a quedar en lamentable pobreza y sumo estancamiento. Es posible que un día renazca de su desventurada situación, si a ello concurren todos los esfuerzos necesarios.
+La tienda de mi hermano contenía de todo y él vendía de todo: ropas y mercería, ferretería y quincallería, especies, licores y hasta drogas, mezcolanza propia del país y que me hacía trabajar mucho pero me agradaba. La especialidad en el trabajo y los negocios —signo seguro de progreso industrial, porque la división del trabajo es una ley fecunda— no existía ni existe aún en nuestros pueblos, y aun en Bogotá está muy lejos de haber sido establecida. Nada es menos económico de tiempo, capital y esfuerzos que la confusión de negocios, trabajos y surtidos de mercaderías, pero así trabajamos todos en Colombia, y del propio modo que el soldado se vuelve gobernante y el abogado coronel o general, el comerciante es hasta droguista y boticario en casi todas nuestras localidades.
+Me encantó el comercio, le cogí afición y pronto aprendí a vender con el acierto suficiente. En mis ratos de ocio hacía en la tienda, por falta de compradores, dos operaciones interesantes: componía versos y formaba cucuruchitos para llenarlos de pimienta, clavo de olor y cominos, que vendía por cuartillos y medios cuartillos, sin perjuicio de los que vendía por quintales y arrobas. Me jacto de haber tenido desde entonces gran destreza para hacer perfectos cucuruchos. ¡Si así hubiera hecho también los versos!, o acaso mejor para mi suerte: ¡si jamás hubiera compuesto ninguno!, ¡más me hubiera valido hacer sólo cucuruchos para vender clavo, cominos y pimienta, en lugar de confeccionar estas especies en forma de artículos y comedias, fábulas, epigramas y estrofas filosóficas!
+Desde los primeros días de enero de 1843 hube de decir adiós no solamente a mi familia, sino al comercio, a las fiestas populares y a la tierra caliente. Al llegar a Bogotá iba a comenzar para mí una nueva vida, puesto que me iniciaba en los estudios de jurisprudencia, aun antes de haber cumplido quince años. A este propósito debo consignar aquí un testimonio de gratitud, refiriendo una anécdota.
+Mi padre no podía ya costear los estudios del mayor número de sus hijos. Había que escoger entre mi hermano Rafael y yo para que el uno siguiera trabajando en el comercio y el otro continuara su carrera. Mi padre prefería enviar a la Universidad a Rafael, que quería ser médico y cirujano, dando por razón que este era juicioso, pero mi hermano Manuel le hizo esta observación: «Precisamente por ser juicioso Rafael, no ha menester completa educación universitaria, mientras que Pepe, por ser indiscreto, de genio muy pronto y de imaginación fosfórica, necesita recibir esa educación para no ser desgraciado».
+Triunfó la opinión de mi hermano, y yo fui el escogido por mi padre. ¿Se logró lo que se deseaba? Punto es este que no sabré resolver yo. Mi hermano Rafael fue un comerciante modelo, cumplidísimo caballero muy estimado; se enriqueció, nunca tomó cartas directamente en la política, dejó en parte sin cultura su clarísima capacidad, se hizo querer de todos y fue dichoso hasta el día de su lamentable fallecimiento… Yo… yo vine a ser poeta y literato, abogado y político, hombre público y hasta militar cuando el deber lo ha exigido; he pasado por mil vicisitudes y sostenido tremendas fachas; he saboreado grandes dichas y llorado y soportado grandes infortunios; he llevado una vida… de increíble laboriosidad y sacrificios y pruebas, y al cabo, ya entrado en la vejez, he salido de mis conflictos pobre pero puro, creándome un nombre que acaso será estimado por la posteridad… En suma, no me quejo de lo que me ha tocado en suerte, y bendigo con infinita gratitud el buen consejo de mi hermano Manuel y la generosa resolución de mi padre.
+Heme aquí, pues, fuera del templo de Mercurio y matriculado como alumno del de Themis. ¿Qué ideas traía al comenzar mis nuevos estudios? Ninguna suficientemente clara, pero sí una aspiración bien determinada a ser abogado para tener una profesión provechosa y el vivo deseo de instruirme para llegar a distinguirme un día entre mis compatriotas. Sólo recuerdo con seguridad que señoreaban mi alma adolescente estos sentimientos: un patriotismo ardiente que yo traducía con la pasión del liberalismo de tradición o de familia; una gran curiosidad de saber y de conocer la vida o vivir con amplitud, y un marcadísimo entusiasmo por la poesía, debido, por una parte, a la natural ardentía de mi imaginación, y por otra, al cúmulo de impresiones que había recibido en mi infancia y los años subsiguientes. Puedo decir que mi alma se hallaba en estado plástico, dispuesta a impresionarse y modificarse conforme al movimiento y a la dirección que se la imprimiera y, en realidad, los cuatro años de vida universitaria decidieron en gran parte de mi suerte. ¡Qué de pruebas no me aguardaban desde muy temprano, debidas a la inquietud y actividad de mi carácter!
+Hasta 1842 la instrucción pública había sido principalmente obra del liberalismo, organizada y dirigida conforme a las ideas y tendencias del general Santander y su partido, y era notorio el influjo ejercido por el sistema de educación adoptado, sobre la juventud que se había formado en las universidades y particularmente en la de Bogotá. Aquella juventud había sido más o menos revolucionaria, desde 1828 hasta 1841, y no poco la habían inclinado hacia el sensualismo las enseñanzas de legislación dictadas según los textos de Jeremy Bentham. El doctor Mariano Ospina, alma de la administración nacional presidida por el general Herrán de 1841 a 1845, y encarnación del antiguo conservatismo, al mismo tiempo que acometió y llevó a cabo otras muchas y graves reformas de las instituciones, en el sentido de sus ideas, comprendió que una gran parte de la resolución del problema político y social debía estar en la dirección que se diese a la instrucción pública. De aquí el plan de enseñanzas universitarias elaborado y expedido en 1842 y que iba a ser practicado desde el 2 de enero del siguiente año.
+Tres ideas cardinales dominaban en aquel plan: la primera, sujetar los alumnos a severa disciplina, así en sus costumbres y moralidad como en sus estudios y adquisición de grados profesionales; la segunda, introducir el elemento religioso en la dirección universitaria, completando la instrucción con la educación, y la tercera, reorganizar las enseñanzas de manera que en ellas se introdujesen elementos conservadores —como el estudio del derecho romano, por ejemplo— y algunos de literatura y humanidades que habían sido muy descuidados, y que al mismo tiempo se proscribiesen ciertas enseñanzas calificadas de peligrosas por el Gobierno, tales como las de ciencia de la legislación, ciencia constitucional y administrativa y táctica de las asambleas.
+¿Anduvo acertado el doctor Ospina en sus propósitos? El tiempo me hizo ver con claridad que él tenía sobrada razón en lo tocante a la primera de las ideas apuntadas, pues la juventud había carecido totalmente de disciplina que la moralizase y de reglas severas en lo relativo a estudios y colación de grados, que sirviesen de verdaderas garantías de idoneidad, dado el régimen del privilegio profesional y de las enseñanzas sostenidas por el Estado. Jamás, sin aquella disciplina, se lograrán entre nosotros resultados satisfactorios en materia de instrucción pública.
+Muy cuerdo era procurar que la educación moral y religiosa —tan descuidada antes de 1843— complementase la instrucción. Mas en la práctica del plan del doctor Ospina fueron las cosas demasiado lejos, a tal punto que se dio a la Universidad de Bogotá un aspecto casi clerical. Clérigos eran el rector y el inspector, y jesuitas tres de los profesores de San Bartolomé, sin contar todos los catedráticos y empleados de la facultad de Teología, y tanto rigor había en las prácticas religiosas, que el exceso suscitaba de parte del mayor número de alumnos una reacción en sentido contrario.
+En cuanto al tercer objeto cardinal de la reforma, el doctor Ospina se excedió también, y su acción fue contraproducentem. La juventud comprendió que la querían hacer conservadora o amoldarla de cierto modo, y por espíritu de contradicción se volvió toda liberal e incrédula. Muy bueno era el estudio del derecho romano, base necesaria de todo conocimiento de la jurisprudencia, así como lo era el de todos los códigos y de los procedimientos jurídicos, muy descuidado antes; mas no era razonable por esto suprimir la enseñanza de las ciencias constitucional y administrativa, y de que fueran perniciosas las doctrinas utilitaristas de Bentham, no se desprendía racionalmente la conveniencia de abolir la enseñanza de la vasta e importantísima ciencia de la legislación. ¿Y cuál había de ser el resultado? El que no se hizo esperar. Despertándose con el estudio del derecho institucional y administrativo y de toda la legislación, el espíritu investigador de los alumnos de Jurisprudencia, y no habiendo en la Universidad enseñanza alguna de la filosofía del derecho, todos nos aplicamos como pudimos a estudiar por fuera y como de contrabando estas materias, y cada cual se formó las ideas que pudo, sin método ni dirección, resultando de aquí la anarquía y la exageración. Casi todos caímos en los errores del Contrato social, y al salir de la Universidad fuimos radicales hasta la extravagancia. No se cierran impunemente y en absoluto las puertas a la curiosidad humana, sobre todo a la juvenil, porque ella se abre camino, y, sin dirección ni método para descubrir, fácilmente se precipita en los más graves errores.
+Una prueba terrible —fruto del principio monstruoso de la delación secreta, consignado en los reglamentos— hube de sufrir en los primeros meses de mis estudios de Jurisprudencia. Desde el día de mi ingreso a San Bartolomé, un estudiante, sin darle yo motivo alguno personal, me cogió ojeriza y procuró hacerme mal. Yo era inquieto, travieso, a las veces insoportablemente truhan y amigo de burlas, y con frecuencia ayudaba con mis gritos al alboroto general, pero un día que acerté a estar enteramente juicioso, por casualidad, fui precisamente víctima de una iniquidad. Pasaban por delante del colegio unos indios con bueyes enjalmados, cargadores de carbón, y unos cuantos estudiantes tuvieron la ocurrencia de aguijar los animales hacia la portería, hacerlos recorrer los claustros bajos, subir la grande escalera y por los claustros altos llegar hasta la puerta de la sala rectoral. Mientras que esto acontecía, yo estudiaba asiduamente mi lección de Derecho Civil, tranquilamente sentado en un rincón de otro de los claustros altos, y no tuve ni la mínima participación en la colegiada referida. El rector se indignó mucho con ella, como era natural, y procuró indagar quiénes eran los culpados. Al día siguiente, sin previa reconvención, sin fórmula alguna, se me notificó que quedaba expulsado de la Universidad, ¡como reo de la diablura hecha con los bueyes!…
+Se comprenderá cuáles serían mi asombro y desesperación. La vergüenza de verme expulsado, la iniquidad del acto, el grave perjuicio que iba a sufrir, y la pena que todo esto causaría a mi familia, eran motivos para indignarme y acongojarme. Protesté en vano proclamando mi absoluta inocencia y pidiendo se me oyese y se me presentasen las pruebas que hubiese contra mí, pero no me hicieron caso… De paso diré que un año después el rector mismo me reveló, en confianza, ¡que yo había sido condenado a mérito de la secreta acusación calumniosa del estudiante que me había cogido ojeriza! Muchos años después tuve ocasiones de hacerle importantes favores, y no las desperdicié.
+Comoquiera, mi expulsión duró mes y medio. Hice mil diligencias para recabar la revocatoria, y al cabo la obtuve del director general de instrucción pública, con la condición de someterme a examen, por una hora, sobre todo lo que habían estudiado mis condiscípulos de derechos Romano y Civil durante mi ausencia, y fui aprobado con plenitud. Entre otros documentos justificativos presentó uno muy precioso que conservo: fue una petición hecha en mi favor, suscrita por cosa de ciento cincuenta alumnos de la Universidad, en la cual afirmaban, con elogio, que yo era del todo inocente del hecho que había motivado la expulsión, y merecedor del cariño de todos aquellos camaradas. Casi todos los que firmaron aquel documento han figurado después en la República con honor y brillo en diversas profesiones, y entre sus nombres citaré —para dar idea de lo precioso del autógrafo— los de Salvador Camacho Roldán, Carlos Martín, Manuel Pombo, el inolvidable Gregorio Gutiérrez González, Antonio María Pradilla, Nicolás Pereira Gamba, Manuel Narváez, Juan de Dios Restrepo y Emigdio Palau. Doy por bien sufrida la pena de la injusta expulsión, en gracia de haberme procurado tan precioso documento.
+EL NUEVO PLAN DE ESTUDIOS era apenas un hábil extracto del código de instrucción pública de España, y venía a sustituir un régimen de excesiva libertad universitaria. Entré por segunda vez, como llevo dicho, en el colegio de San Bartolomé, que iba a formar con el de Santo Tomás, el Seminario y la escuela de Medicina, la Universidad del primer distrito. Sin vacilar elegí la carrera de la Jurisprudencia, que armonizaba con mis inclinaciones.
+Confieso que el derecho romano se me indigestó desde el primer día, y que el civil de don Juan Sala me pareció muy mazorral. Yo leía con fastidio la exposición de la antigua legislación romana, que en gran parte ha servido de base a la del mundo moderno, sabiamente combinada para el equilibrio de los poderes públicos, pero sumamente complicada en su sistema y sus pormenores y fundada en la conquista, la esclavitud, la desigualdad de clases, el privilegio, la violencia bajo todas sus formas de aparente legalidad. Así el estudio del derecho romano, lejos de causarme el efecto que el plan de estudios parecía proponerse con la juventud, avivó mis instintos democráticos y me hizo detestar los privilegios y abusos.
+Mi espíritu no encontró el campo de expansión que le convenía, sino cuando entré a investigar los interesantes problemas de filosofía política o ciencia social contenidos en las ciencias constitucional y administrativa, el derecho de gentes, la economía política y la ciencia de la legislación. Y sin embargo, hube de tropezar con las dificultades que presentaba el plan de estudios, haciendo como a hurtadillas mis más importantes lecturas, conforme al consejo del doctor Ezequiel Rojas, uno de los más antiguos profesores de la Universidad.
+En cuanto a la disciplina, el plan de estudios tendía a producir el hábito de la obediencia pasiva del espionaje y la delación entre los estudiantes, de las ceremonias de aparato, de las formalidades preventivas, de la reglamentación exorbitante y la sujeción de las inteligencias al cartabón de ciertas prescripciones inflexibles. Teníamos exámenes semanales, llamados sabatinas, exámenes semestrales en todos los cursos, exámenes anuales, exámenes para grados, certámenes públicos, colación de grados, etcétera, etcétera, y luego, las propinas eran numerosas, comenzando desde la matrícula, que nunca fue gratuita. Evidentemente el plan de estudios de Santander era mucho más liberal que el del doctor Ospina, para el estudiante pobre y escaso de buenas relaciones.
+Sin embargo, justo es reconocer que el segundo régimen tenía también ventajas muy notables. Prestábase mucha atención a la educación de los modales, a la moralidad de las costumbres y a las nociones y prácticas religiosas: estimulábase enérgicamente la emulación entre los estudiantes, ya obligándoles a trabajar con aplicación y a preparar discursos o tesis en ciertas ocasiones, ya exhibiéndoles en frecuentes exámenes y con la publicidad que se daba a las calificaciones, cosas que excitaban mucho en la juventud los sentimientos de honor y de amor propio.
+La verdad es que aquel régimen universitario, que a los estudiantes nos parecía opresivo y aun vejatorio, formó muchos hombres de provecho que hoy son ciudadanos muy distinguidos, y elevó el nivel moral y social de la juventud; bien que, como de ordinario sucede, el rigor que reinaba en las universidades, lejos de inclinar los espíritus hacia la reacción, les volvió decididamente liberales, contra lo que el doctor Ospina esperaba. Dígase lo que se quiera, la libertad ilimitada es sumamente perniciosa para la educación e instrucción de la juventud: aprender a sufrir, a reprimir sus apetitos y a tener regla y medida en las cosas, es la primera condición de una educación saludable y fecunda, y el espíritu del joven necesita, para no extraviarse, que haya una autoridad respetable que le guíe y, en caso necesario, le contenga o corrija. Pero si la libertad excesiva es perniciosa para la juventud, no lo es menos la represión exagerada: esta provoca la rebelión de los instintos generosos del joven, y frecuentemente produce efectos contrarios a los que se desean.
+Viene aquí oportunamente un parangón entre los estudiantes de las tres épocas por las cuales ha pasado en nuestro país la enseñanza pública, a saber:
+La de las universidades libres, de 1826 a 1842;
+La de las universidades sujetas a extensos estudios y rigurosa disciplina, de 1843 a 1851 o 1852, y
+La de los colegios libres, públicos y privados, desde 1852, coincidiendo con la abolición completa de las universidades y los grados académicos.
+En la primera época florecieron, el cachifo, el patán y el joven liberal más o menos revolucionario. En la segunda se formaron en las universidades, particularmente en la de Bogotá, el cachaco elegante —muy diferente del primitivo «cachaco caparota» de Santafé—, el literato imberbe, el poeta romántico a la Zorrilla, el publicista precoz, el abogado filósofo, el orador impetuoso, el radical doctrinario, reformador intrépido, esclavo de la lógica de los principios. La tercera época ha producido… ¿qué?: muchos pedantes afrancesados; ha producido la figura almibarada del pepito, especie de petit monsieur de la tierra, gastado y sin entusiasmo a los dieciséis años o, mejor dicho, ¡no ha producido nada! No, me equivoco: entre esta generación de pepitos hay una falange de espíritus fuertes que resuelven todas las cuestiones y sostienen todos los despropósitos y absurdos imaginables con el principio de utilidad, tan peligroso para los ignorantes como dañoso en boca de los impudentes y bribones.
+Alcancé a conocer en la Universidad de Bogotá, en 1839 y 1840, la especie curiosa del «cachifo» y la inaudita del «patán». El primero era el mico de la familia universitaria; el segundo era el formidable gorrilla de los claustros. Pertenecí en aquel tiempo a la primera categoría; felizmente jamás obtuve los honores del patanazgo. Tampoco alcancé a ser cachaco, ni de gran tono ni de pequeño: pasé sin transición de cachifo a literato en ciernes y aprendiz de publicista. ¡Dios sabe cuánto ha debido influir semejante salto en la calidad de mis escritos y en la naturaleza de mis actos públicos!
+El cachifo nunca fue repelente ni odioso; veníale su nombre del que se daba a los primeros estudios de latinidad —cachifa—, y por ampliación se había extendido a los muchachos de cierta clase que estudiaban idiomas, matemáticas o filosofía. El cachifo solía ser risible pero jamás ridículo: era, en rigor, un pilluelo universitario.
+En cuanto a su parte física o sus atavíos, la descripción es fácil. Si usaba sombrero, lo llevaba siempre ajado, sucio y con las alas torcidas, pero le sentaba mucho mejor la cachucha de paño, negro o azul, con visera de cuero charolado, caída hacia atrás en términos de formar bolsa sobre la nuca. La camisa estaba por lo común desgarrada y sucia; los pantalones, algo zancones, tenían en la región crítica de las rodillas cráteres más o menos abiertos, y estaban sostenidos con calzonarias reventadas, disparejas y llenas de nudos, cuando no hechas con hiladillos o cordones indescribibles. Aquella pieza carecía siempre del noventa por ciento de sus botones primitivos, porque el propietario se los arrancaba para jugar con ellos al chócolo. La chaqueta era un amero y dejaba asomar los codos con franqueza; el chaleco, ajustado con dos o tres botones disparejos, trepaba hasta arriba del abdomen, dejando en vergüenza pública sobre el vientre la pretina de los pantalones, llena de zurcidos, y la bolsa irregular de la camisa, desgarrada a causa de los esfuerzos hechos al jugar a la pelota o la golosa. La corbata andaba fugitiva, y los calcetines solían acompañarla en su ausencia. Los botines, de cordobán, de vaqueta o gamuza amarilla, siempre raspados, agujereados, sin lustre alguno y con las suelas entreabiertas, carecían de tacones, porque la mano del cachifo se los arrancaba sin lástima para convertirlos en instrumentos de la golosa. Encima de todo aquello lucía un capote de «calamaco» o tartán escocés, digno de figurar en nuestro museo nacional al lado de las despedazadas banderas de Pizarro.
+No era menos raro el cachifo en su parte moral: pilluelo de buenas partes, juguetón, curioso, travieso, desaplicado y naturalmente ingenioso en sus travesuras. Entre nosotros se usa mucho, familiarmente, la palabra chinche, en la muy bien aplicada acepción de fastidioso y desagradable: creo que esta acepción debió de ser inventada para algún cachifo de mala ley. Cuando un sujeto de la especie tenía candor, sinceridad, gracia y agudeza, era muy simpático; si le faltaban estas dotes, siendo solamente perdido, malcriado y desaliñado, inspiraba disgusto y provocaba darle coscorrones. Por lo demás, el nombre de cachifo imprimía carácter muchas veces; algunos estudiantes del tiempo a que me refiero, y aún de época posterior, han conservado el nombre antonomástico de cachifo, así como otros han envejecido con el de patán.
+El patán era al cachifo lo que el asno al cabrito, o lo que el buitre al cernícalo. El asno cocea y rebuzna, y el cabrito salta y trisca con gracia; el buitre se deja caer brutalmente sobre su presa, mientras que el cernícalo revolotea para picotearla con frecuencia. El patán de 1839 era una especie de jayán que no tenía pies sino patas, suficientemente rudo, ordinario, malcriado, vulgar, vagabundo, pendenciero, desaseado, enemigo de toda cultura: vivía por lo común roto, desgreñado y dado al diablo. Verdaderamente caparota, vestía de un modo bárbaro y estrafalario; era el cachifo envejecido y hecho rinoceronte; brutal en sus maneras, truhan en todo y con todos, indelicado en sus gustos, sensual en sus apetitos, vulgar en sus aspiraciones, obsceno en su lenguaje, informal en sus compromisos, voraz para tragarse las provisiones que solía robarse de la despensa del colegio, de los armarios del rector o de los baúles de sus camaradas. Así como tenía destreza para el manejo de la ganzúa, se perecía por «echar culebrilla», es decir, escaparse del colegio por escala de cuerdas, en altas horas de la noche, para irse a entretener en galanterías de la peor ley, y en toda fiesta o diversión pública buscaba modo de mezclarse en pendencias. Nunca gastaba con las señoras galantería ni finura, ni empleaba en la conversación agudezas o alguna palabra espiritual, ni en el cúmulo de sus escasas ideas se encontraban pensamientos elevados.
+He dicho que el cachifo, el patán y el cachaco formaban la masa principal de la población universitaria, pero advertiré que si el cachifo solía convertirse en cachaco, o a veces en patán, este último subsistía hasta el fin de sus días. En él se petrificaban, por decirlo así, los defectos y los vicios. No así el cachaco, que podía seguir uno de dos caminos: si carecía de aplicación, energía de voluntad, estímulos y medios para elevarse en la escala social, subsistía cachaco, frecuentemente agudo y chistoso, pobre y oscuro, sin pasar nunca a la categoría de los hombres de provecho; o bien iba a perderse en la nulidad de su parroquia o villa natal, ocupado en cualquier especulación o ejerciendo tristemente la abogacía ante los juzgados de distrito. Si, al contrario, tenía talento, ambición y espíritu activo, se abría paso en la sociedad, y con el tiempo venía a ser jurisconsulto de gran nota, hombre de Estado importante, o publicista de alta reputación, como tantos que han figurado en nuestro país y figuran todavía.
+La Universidad de Bogotá, tal como la organizó el doctor Ospina, formó a la juventud muy diferente de la anterior. Desde 1843 el cachifo desapareció casi enteramente, y el patán fue planta rara en los colegios: el primero no podía medrar bajo el riguroso régimen de las sabatinas, y el segundo no hallaba campo de acción en unos claustros severamente vigilados. El plan de estudios sólo podía producir dos clases de jóvenes: o abyectos o distinguidos. El rigorismo de la disciplina era tal, que suscitaba entre los estudiantes cierto espíritu de reacción liberal muy pronunciado. Por otra parte, como aquella disciplina nos obligaba a la compostura y nos ponía constantemente bajo la sanción pública, aprendimos a ser corteses con nuestros iguales, respetuosos con los superiores, galantes y comedidos con las damas. Al ver pasar por la calle a una señora, nunca nos atrevíamos a dirigirle expresiones irrespetuosas o indelicadas, ni dejábamos de ofrecerle la mano con urbanidad para ayudarla a pasar el caño o subir a un atrio.
+La actividad universitaria suscitó entre los estudiantes tan poderosa emulación y tan vehemente anhelo por sobresalir, que de San Bartolomé salió, entre 1844 y 1852, una falange numerosísima de poetas y literatos, oradores y publicistas, abogados y médicos muy distinguidos, mientras que ya en el Colegio Militar se formaba un interesante núcleo de ingenieros civiles y oficiales entendidos. Lo más brillante de nuestras nuevas generaciones data de aquel tiempo.
+En mis tiempos de colegio, los estudiantes no teníamos reloj, ni caballo, ni vestidos costosos, ni álbum de retratos; ni usábamos guantes —que aquí son tan caros—, sino en circunstancias muy solemnes; ni contábamos con dinero para jugar, enamorar, dar banquetes, beber brandy y ajenjos, comprar joyas y bastones elegantes, entrar en rifas o costear bailes. A mucho tener, disponíamos de dos pesetas para ir al teatro. Aun los hijos de hombres acaudalados estaban sujetos a cierto máximum de gustos, y nunca andaban lujosos ni soberbios. Así todos aprendíamos a sufrir privaciones, a reprimir nuestros apetitos, a respetar la dignidad de la pobreza, a conformarnos con una condición humilde, lo que constituye la gran ciencia de la vida. El dinero no nos deslumbraba ni seducía, porque no lo manejábamos; con cuatro reales era dichoso cualquiera de nosotros, y la modestia de nuestra apostura nunca nos avergonzaba. De ahí nuestra inclinación hacia las cosas del espíritu y nuestro culto por los grandes sentimientos y los grandes hechos.
+Por desgracia, el Partido Liberal, ansioso por llevar a todas partes el nivel de la libertad —y tanto, que pecó mucho por exceso de lógica en sus doctrinas—, fue demasiado lejos con algunas de sus reformas, de 1849 a 1854. No se contentó con decretar la plena libertad de la enseñanza, lo que era muy justo y necesario en cuanto a los colegios privados, sino que suprimió las universidades, primero, y después los colegios nacionales que las reemplazaron; abolió la institución fecunda de los grados académicos, que en nada se oponen a la abolición de privilegios profesionales, y últimamente destruyó el Colegio Militar, más a causa de su nombre, antipático entonces, que por motivos serios. Todas esas fueron faltas graves; faltas que en gran parte aplaudí yo mismo entonces, y que hoy día, aleccionado por la experiencia, deploro con todo mi corazón. Por una parte, se faltó a sagrados deberes de filantropía, privando a la juventud pobre del medio de instruirse gratuitamente y elevarse en educación y dignidad; por otra, se desorganizó la enseñanza pública, haciéndole perder su unidad de recursos y sistema, y por lo mismo su fecundidad.
+Suprimidas como fueron las universidades, y con ellas los grados académicos, pulularon los colegios privados, fruto evidente del espíritu de especulación. Dejando de ser gratuita la enseñanza, sobre todo en materias profesionales, sólo pudieron seguir educándose los hijos de los ricos, quienes llevaron a los colegios los hábitos propios de su aventajada condición social. El estudiante dejó de ser un ente libre, puesto a prueba, sujeto a fiscalización pública y personalmente responsable de sus actos. A falta de verdaderos doctores que habían producido las universidades, de los colegios privados salieron casi únicamente bachilleres o doctorcillos a la violeta. El estudiante se volvió afeminado, insustancial y petulante: quedó fuera de la grande escuela del sufrimiento, que es la que forma hombres de provecho. Si de las universidades habían salido innumerables patriotas, porque la enseñanza gratuita infundía gratitud hacia la patria benefactora, de los colegios privados salieron luego, en vez de ciudadanos, pisaverdes que debían su mediana instrucción a la riqueza de sus padres y muchos que no habían educado su carácter en la igualdad democrática de los nobles claustros, donde muchos desheredados de otro tiempo se volvieron hombres eminentes.
+La raquítica, almibarada y estéril raza de los pepitos apareció entonces. El pepito fue al mismo tiempo lujosa excrecencia de los colegios y peste de los salones elegantes. Aquellos niños impertinentes, más o menos grandes pero siempre niños, nunca llegaron a ser jóvenes, y aun dudo que luego hayan alcanzado a ser hombres. Cultivaron su vanidad en vez de su talento natural; aprendieron a galantear antes de ser púberes; usaron lente antes de los quince años, y al saludar hacían piruetas de polka y mazurka. Antes de haber comenzado a vivir, es decir, a pensar, amar profundamente, trabajar y sufrir, gozaban con superfluidades, se embriagaban con los placeres, sobre todo el del lujo vano, gastaban su corazón, se mostraban fastidiados de la vida, y aun aprendían a tomar ajenjos para estimular su débil apetito. Ello fue que el pepitismo —perdónesenos la palabra— se apoderó del campo social: de los corrillos de las calles pasó a los salones de tertulia, de estos a la literatura, y al fin penetró hasta en el periodismo político y en las cámaras legislativas.
+DESDE EL AÑO DE 1843, bien que apenas contaba quince años, comencé a ser hombre. ¿Por qué? Fácil es explicarlo.
+Porque comencé a pensar verdaderamente, y a escribir lo que pensaba;
+Porque experimenté el primer sufrimiento grande y profundo;
+Porque contraje algunas de las más dulces y durables relaciones de amistad que he cultivado durante mi vida;
+Porque me inicié en los misterios de aquella cosa inmensa y sublime que se llama el amor…
+Desde luego el estudio del derecho romano y del derecho civil abrió delante de mi alma el horizonte de dos grandes cosas: una que proviene de Dios directamente y es más o menos bien comprendida por la Humanidad, y otra creada por la acción del hombre en su desarrollo a través de los tiempos, es decir, el principio de la Justicia, equilibrio del Deber y el Derecho, y la Historia. Sólo al tender la vista del alma por aquel vastísimo horizonte, empecé a sentir que realmente pensaba.
+Además, la lectura frecuente de los pocos periódicos que por entonces se publicaban en Bogotá, y los estudios que hacía al seguir un curso especial de literatura castellana que se estableció en San Bartolomé como obligatorio, aun para los alumnos de Jurisprudencia, me iniciaron vivamente a comenzar lecturas literarias, a las cuales tomé muy decidida afición. Bien que sin método, poco a poco fui leyendo, a medida que podía procurármelos, muchos de los clásicos españoles, desde los de los siglos XV y siguientes hasta los contemporáneos; mas no tardé en volverme romántico entusiasta, a influjo de las obras de Espronceda y Zorrilla, los Bermúdez de Castro, García Tassara y aun el duque de Rivas, el malogrado Larra y García Gutiérrez, que formaron con su estilo poético escuela entre la juventud de Nueva Granada, Venezuela y otros pueblos hispanoamericanos.
+Al propio tiempo empezaba yo a nutrir mi espíritu, desordenadamente o sin método, con otras lecturas de muy distintas escuelas. Las obras de Bernardino de Saint-Pierre y Chateaubriand, de Lamartine y A. Dumas, Victor Hugo y otros escritores franceses fueron enriqueciendo la luz de mi alma y multiplicando las impresiones que diariamente recibía. Volví a leer El Quijote y sucesivamente Las Vidas de Plutarco. Pero lo que más me impresionó fue la lectura de las obras de Walter Scott. Di por casualidad con dos minas de las novelas de aquel gran poeta y prosador, inmortal por su sagacidad moral, su estilo y sus cuadros históricos y de costumbres: la una, en la botica del señor Santamaría, la otra, en la tienda del doctor Andrés Aguilar, inolvidable para mí, y cuyo nombre se hizo en 1861 lúgubre para nuestra historia… Cada vez que tenía yo, a fuerza de ahorros, los reales necesarios, iba y compraba una novela de Walter Scott: la leía y releía, la saboreaba durante uno o dos meses, y luego la revendía o rifaba en San Bartolomé, con alguna pérdida, para comprar otra y otras. Así logré leer cosa de dieciséis o dieciocho, de 1843 a 1845, agotando todas las que pude hallar. Acaso mi afición a escribir novelas fue engendrada principalmente por las tempranas lecturas de Walter Scott, Victor Hugo y Dumas, que me dejaron muy hondas y durables impresiones. A la edad de dieciséis años escribí mi primera novela, que, felizmente para las letras y para mí, jamás salió a luz: era una concepción absurda, inverosímil, intitulada: Gato por liebre, cuyo manuscrito conserva Manuel Pombo como una curiosidad. La segunda —también dichosamente inédita—, escrita pocos meses después, era verídica, como que pintaba a lo vivo costumbres domésticas, y la intitulé Los misterios de la casa de don Juan, por cuanto estaban de moda entonces los misterios de París y de todas las capitales posibles. Cuando uno considera el punto a que ha llegado, sin maestro, ni escuela ni estímulo alguno, y aquel de donde partió, no puede menos que decirse: «¡Cuánto no he trabajado y cuánto papel no he tenido que embarrar con tinta para llegar a escribir algo de provecho!».
+Mi vocación de escritor público fue irresistible y manifiesta desde muy temprano, tenía apenas quince años cuando escribí mi primer artículo de periódico. Por cierto que lo enderecé contra el doctor Ospina y su plan de estudios, pues era un desahogo de la irritación que me había causado la inicua expulsión a que he aludido. Era entonces editor de El Día don José Antonio Cualla, benemérito entre nuestros viejos impresores, hombre sencillo y campechano, amigo de la libre y extensa publicidad, liberal en sus condiciones de impresión, y muy inclinado a favorecer con su benevolencia a la juventud para abrirla fácil camino en la prensa. Aceptó mi artículo, sonriendo al ver la figurilla del adolescente escritor, lo dio a luz en su periódico —que publicaba todo lo imaginable, sin distinción de estilos ni opiniones—, y cuando me vi en letra de molde, bien que mi factum salió anónimo, me creí dichoso y en camino para el templo de la gloria; me sentí hombre y fuerte, diciéndome: «Tendré con el tiempo un capital y una arma en mi pluma». ¡Oh!, ¡ilusiones y ensueños de la adolescencia!…
+A medida que fui aclimatándome en los claustros de la universidad, fui contrayendo afectos y trabando amistades, y abriendo, por lo mismo, el alma no solamente a las gratas emociones que nacen del nobilísimo culto de la amistad, sino también a la comunicación de ideas y sentimientos que hace tan fecundo este amor monosexual. Algunos de los amigos que desde entonces tuve me han sido, con el tiempo, infieles, y, arrastrados por la pasión política o el interés personal o de partido, me han hecho o procurado hacer todo el mal posible. Por toda venganza pasaré sus nombres en silencio, como inadvertidos. Otros, amigos íntimos o no, y a las veces algunos transitoriamente en desacuerdo conmigo, han dejado en mi alma un recuerdo imborrable. Citaré principalmente algunos de los más notables entre mis camaradas de la Universidad.
+Los tres más antiguos son Salvador Camacho Roldán, Manuel Pombo y Nicolás Pereira Gamba. Su amistad ha sido inalterable; jamás he dejado de quererles ni estimarles; nunca me han lastimado en lo mínimo, ni yo a ellos; nuestra vida ha estado en frecuente contacto, y los tres han hecho parte, en mi corazón, de mi familia moral. ¿Quién no sabe lo que es Salvador Camacho Roldán? Es uno de los más grandes y nobles ciudadanos de Colombia; es una eminencia moral e intelectual, a cuyo lado suelo reposarme, consolándome de muchas pequeñeces y miserias de mi desventurada patria…
+Manuel Pombo es una deliciosa tradición que habla, y tiene el alma tan sana y correcta como la inteligencia. Nadie hay que sepa conversar mejor que él ni evocar dulces memorias; nadie más benévolo para ensalzar virtudes y disimular faltas ajenas. Cuando Pombo está de buen humor para hablar de lo presente y lo pasado, se engaña uno deliciosamente creyendo que todos los hombres son buenos, y goza con la perdida felicidad de otros tiempos…
+Pereira Gamba, cuya actividad ha sido prodigiosa, y en muy diversos terrenos, ha sido el gran soñador entre nuestros hombres de empresas. Ha vivido agitando una pila de Volta para mover a muchos y poner en movimiento mil intereses, y ha encontrado en todas partes la inercia y el desengaño. En Francia, Pereira hubiera podido ser un Péreire o un Lesseps; entre nosotros ha encallado, pero ha probado que tenía sobre todo un gran carácter. Después de pasar por muchas vicisitudes, este activo empresario de todo lo posible ha dejado los negocios, retirándose a un modesto campo; allí reniega a su sabor de la política, y si hace algunos castillos en el aire es dándoles el carácter de retrospectivos.
+En la segunda escala de mis amistades de colegio estaban Gregorio Gutiérrez González, Antonio María Pradilla y Carlos Martín, y en la tercera Juan de Dios Restrepo, Manuel Ignacio Narváez y algunos otros. Por último, sin ser mi amigo en realidad, entonces, llamóme mucho la atención un camarada de singulares calidades: Joaquín Pablo Posada.
+Gutiérrez González había nacido poeta, y lo fue después de gran talla entre nosotros. Su alma era tan sensible como rica y nueva su imaginación. Era vergonzoso y tímido, desaplicado y desidioso, y en los libros jamás buscaba luz, sino impresiones. Ninguna lira ha merecido ser más popular que la suya en Colombia, y sus preciosos cantos han penetrado en todos los hogares donde se ama lo bello. Era hijo de Antioquia, y nadie fue menos antioqueño que él. Sus cantos arrancaban lágrimas, y él vivía riéndose de todo, bien que sin estrépito. Yo le quise desde el colegio por su talento y su dulzura, y después le amé por sus inspiraciones y su gloria.
+Pradilla era un hermoso joven, simpático en todo, de mediano valor y mediana capacidad, amable, cultísimo por carácter y con modales de dama. Después de salir de la Universidad se hizo querer de todos y en toda situación, pero nunca se hizo admirar por ningún acto ni obra. Fue siempre fino y consecuente con sus amigos, y habiendo nacido y criádose como conservador, vivió y murió como radical. Su vida fue suave para sus conciudadanos, y su muerte —acaecida en marzo de 1879— no causó gran sensación ni hizo ruido. Pradilla fue un contraste viviente: en su vida privada, un inmerecido y casi constante infortunio, de los más dolorosos que yo haya conocido, y en su vida pública, una serie incesante de fortunas extraordinarias. Excepto general y presidente de la República, logró ser todo lo que quiso, y siempre obtuvo todo lo que solicitó. Murió sin dejar ni un solo malqueriente ni una huella de gloria.
+En otro lugar he publicado el boceto de Carlos Martín. Sólo añadiré algunos rasgos que le eran propios desde los claustros de San Bartolomé. Era macizo, muy robusto y esforzado, de talla a lo más mediana, algo miope, rosado y carirredondo como una manzana, sumamente insinuante y de modales naturalmente agasajadores, y ni propio tiempo dominante. Si por acaso se irritaba alguna vez, tenía la ventaja de no dejarlo conocer nunca. Desde el colegio ponía de manifiesto su resuelto valor personal, su tendencia a ser siempre el jefe, el director o la cabeza de algo, y su actividad para obrar sobre el espíritu de los demás. Era, por su capacidad clarísima y suma sagacidad, muy buen estudiante, pero leía poco y carecía de laboriosidad para el trabajo intelectual. No poco aficionado era, desde entonces, a procurar imponer su opinión o su influencia, y dejaba conocer un espíritu ambicioso de popularidad y poder.
+También he retratado con la pluma a Juan de Dios Restrepo. Era, desde muy joven, un filósofo desencantado, descontento de todo, un misántropo que andaba casi siempre solitario. Más le gustaba estudiar el derecho civil en Victor Hugo que en don Juan Sala; la literatura era su única pasión en 1843, y se echaba de ver que su talento observador le conduciría a ser un crítico muy notable. No tenía casi amigos, por su carácter entre tímido y huraño, pero se adivinaban en él un espíritu enérgico y un corazón apasionado.
+Manuel Narváez era la dulzura misma: aire y acento casi femeninos, carácter pudibundo y del todo inofensivo, y espíritu muy claro. Era prodigiosamente aplicado al estudio y nadie aprendía mejor que él las conferencias de memoria. Todos le mirábamos con simpatía y sin asomo de rivalidad, y le estimábamos. Con el tiempo fue un excelente abogado, y siempre buen amigo, conservador en todos sentidos y en religión creyente y observante. Murió no ha muchos años sinceramente lamentado por todos sus amigos y relacionados.
+Joaquín Pablo Posada, que a todos nos llamaba la atención por más de un motivo, era en San Bartolomé, si se me permite la expresión, una especialidad. Tenía todos los rasgos prominentes de la belleza física e intelectual, todas las condiciones propias de un ingenio sobresaliente, y también, por desgracia, todos los caracteres distintivos del calavera. En vez de estudiar con aplicación se lo pasaba improvisando o recitando versos, diciendo chistes muy agudos, relatando anécdotas saladas y burlándose de todos, porque su gran talento, que a todo se prestaba con maravillosa elasticidad, le permitía aprender las lecciones con sólo una lectura, saliendo siempre del paso airosamente. Tenía felicísimas aptitudes para las matemáticas, lo mismo que para la poesía, y tanto para las lenguas y la gramática general como para las ciencias intelectuales y las políticas.
+Posada nos hacía pensar en Malek-Adel y en Mudarra a los que habíamos leído la Matilde o las Cruzadas y a los que leíamos por aquel tiempo el Moro expósito. Su acento era una mezcla del cartagenero y el bogotano, pues tenía no poco del dejo cadencioso de los hijos de Calamar y de la energía y el tono serio del habla de los del Funza, pero en su fisonomía no sólo estaba impreso el sello de lo gallardamente andaluz, sino que se veía el tipo de una especie de árabe blanco o si se quiere, moro español. Frente magnífica, ojos admirables, nariz aguileña llena de energía, boca sensual y burlona, y todo, en el rostro y en el resuelto y franco ademán, propio para inspirar simpatía o recelo, amor o miedo, según que él fuese amigo o enemigo, que en todo caso lo era con lealtad y a cara descubierta. Su facilidad de palabra y de respuesta y réplica; la increíble prontitud y soltura con que discurría en prosa o improvisaba en verso, y la acerada agudeza de sus dichos, anunciaban que en él bullían el fuego y la chispa de un notabilísimo ingenio.
+Muy lógicamente vivió después Posada, según lo que en el colegio dejaba colegir para lo futuro: malgastando, dilapidando un valor de caballero Bayardo, una belleza y robustez físicas de primer orden, un talento poético maravilloso, y un vigor de carácter y caudal de aptitudes y conocimientos que, al ser bien empleados, hubieran dado los mejores frutos. La audacia era, desde el colegio, el rasgo más característico de Posada, y tanto, que aun para tener talento, agudeza y originalidad ha sido más audaz que nadie. Exagerando sus cualidades por intemperancia de aticismo, y poco favorecido por la suerte, vivió luchando con gran parte de la sociedad y con su propio destino, y, como todos los grandes calaveras, hizo cosas muy buenas y cosas muy malas, pero hizo todas sus calaveradas de poeta con talento y gracia, y fue para nuestra literatura una ingeniosísima especialidad. En sus luchas de ingenio hirió y golpeó a muchos, pero nunca a manosalva.
+No sé qué cosa, que el vulgo llama Destino y los creyentes llamamos Responsabilidad o Providencia, persiguió a Joaquín Pablo Posada, desde su infancia —que estuvo entregada a un abandono relativo— y su primera juventud —que acaso corrió con sobrada libertad—, hasta poco ha, pero siempre sobrellevó de buen humor su mala fortuna, riéndose del dolor, de los hombres y de sí mismo. Desde hacía muchos años, siendo joven aún, tenía el aspecto de un anciano decrépito. ¡Quién no hubiera deseado la mayor cordura y la más grande felicidad para un hombre de la gallarda valentía y el enorme talento de Joaquín Pablo Posada!
+Era original en todas sus cosas, uniendo a su clarísima inteligencia mucha agudeza y muy penetrante espíritu de observación y crítica, pero no tenía idealismo ni riqueza de imaginación, cualidades que se avienen mal con el genio burlón y epigramático. Por desgracia, su educación había sido mal dirigida, probablemente a causa de la separación forzosa a que le condenaba la carrera militar de su padre; desde niño había tenido hábitos de excesiva libertad, creciendo como uno de tantos árboles de nuestros huertos descuidados, que por falta de poda producen prematuramente frutos exuberantes pero de áspero sabor. Le había faltado la presión constante de una mano vigorosa que le formase el carácter en armonía con su gran talento, con su rica organización, su alma generosa y heroica, su aticismo espontáneo y privilegiado, su facilidad de lenguaje y otras dotes que le distinguían.
+Si hubiese tenido aquel carácter; si desde temprano hubiera sabido luchar dignamente con la pobreza y las dificultades de la vida, dominando la impetuosidad de sus pasiones, fácilmente hubiera podido ser un gran ciudadano y uno de nuestros más eminentes escritores. Pero arrastrado por la ligereza de su índole, cometió la grave falta de ponerse un día en lucha abierta con la sociedad, en vez de luchar consigo mismo. Así, sólo se hizo notable por tres rasgos dominantes de su vida: su valor audaz o indomable, unido a cierta manera de generosidad belicosa y de hidalguía ruda y violenta; su ingenio admirable, como poeta satírico y jocoso, y aun como crítico burlón, lleno de agudeza, originalidad y maravillosa facilidad para versificar con maestría, y su desgracia permanente, implacable, que le persiguió y acosó en todas partes, sin que le valiesen sus días y años de expiación, ni sus actos de generosidad, ni las numerosas pruebas que dio de su temple vigoroso.
+Un rasgo de Joaquín P. Posada, entre muchos que yo pudiera citar, manifiesta su carácter. En 1857 era todavía mi enemigo, o por lo menos malqueriente: en cierta ocasión en que se daba en Bogotá la quinta representación de mi comedia de costumbres intitulada Un alcalde a la antigua, asistió al teatro y aplaudió la pieza con mucho entusiasmo. Súpelo al día siguiente, a tiempo que Posada, ponderando generosamente mi comedia, decía en una de las tiendas de la calle del Comercio: «Yo le daría los parabienes a Samper, si no temiese de su parte un desprecio, ultraje que nunca soporto». Por casualidad acerté a pasar por allí en aquel momento, y un amigo común —Ricardo Becerra— me refirió la especie; sin vacilar entré en la tienda consabida, y tendiendo la mano a mi antiguo enemigo, le dije: «Señor Posada, jamás desprecio a los hombres de corazón y de talento». Me abrió los brazos y me estrechó en ellos, con los ojos humedecidos… Después selló su reconciliación procurando estarme agradecido.
+¡Pobre Joaquín! Al cabo de mil pruebas y amarguras, de cuarenta años de calaveradas, falleció en Barranquilla, en agosto de 1880, en las mayores congojas. ¡Sea profundo el olvido de sus deslices, de parte de la posteridad, y durable el recuerdo de las pruebas que dio de su maravilloso ingenio!
+Otro de los muy notables estudiantes que había en la Universidad era José María Rojas Garrido. Cuando entró en la clase de Derecho Romano tenía más de veintiún años, y había ejercido ya la abogacía empírica en el juzgado parroquial de Villavieja, su lugar natal. No sé por qué le habían puesto el apodo de “Guala”, nombre de una de las variedades de nuestros gallinazos. Mostraba mucha afición a la poesía, porque tenía fuerte imaginación, pero aunque después hiciera buenos versos no podía ser verdadero poeta, porque le faltaba lo principal: corazón y conciencia. Así como hay tenores que cantan con voz de cabeza y no de pecho, Rojas Garrido tenía que ser un versificador o artista de mera voluntad y fantasía, que no de sentimiento y verdad, porque no sentía sus estrofas ni menos sus pensamientos.
+Rojas había nacido para ser un consumado dialéctico, y por lo mismo, con suma facilidad, un sofista. Tenía clarísima capacidad, palabra muy fácil y florida, suma prontitud para la réplica, destreza para la argumentación y tenacidad para buscar recursos de dialéctica que alucinaban, aunque no convencían. Pero rara vez era sincero en sus argumentos, y sabía disimular mucho lo que realmente sentía y creía. Tenía la vanidad de no dejarse arrastrar por ningún sentimentalismo; no creía que la conciencia significase nada; era incrédulo por ostentación de independencia de espíritu, y hacía alarde de profesar un raro cinismo intelectual.
+Recuerdo que un día hubo en la clase de Derecho Constitucional una discusión muy interesante sobre las ventajas y la necesidad del régimen representativo, y Rojas Garrido sostuvo la doctrina con tanto talento, tal brillo de elocución y tan irresistible fuerza, que todos consideramos como vencido al profesor, cuyas ideas eran casi contrarias al principio representativo y parlamentario. Al salir del aula, todos los condiscípulos felicitamos con entusiasmo al futuro orador y dialéctico, muy inclinado, es verdad, a hacer afirmaciones absolutas, dar por probado lo que debía probar, y complicar o embrollar la discusión con silogismos artificiosos.
+Rojas Garrido, después de recibir muchos abrazos, mirándonos con aire malicioso y casi burlesco, y dejando vagar en los labios una sonrisa más que sardónica, como zumbona, nos dijo:
+—¡Y qué!, ¿están pensando ustedes que todo lo que acabo decir en la clase es verdad?
+—¡Y cómo no! —respondimos varios.
+—¡Bah! —replicó él—: todas esas teorías son paparruchas.
+—¿Paparruchas? —repuso alguno.
+—Sin duda, y en prueba de ello voy a probarles a ustedes todo lo contrario de lo que acabo de sostener en la clase.
+Y al efecto, al punto improvisó una brillante y diestra argumentación contra la teoría del gobierno representativo.
+Mi condiscípulo S. C. R. y yo nos indignamos, y él, hablándome aparte, en tono muy severo y mostrando a Rojas Garrido, me dijo:
+—¡Ese no tiene conciencia! Ese… ese va a ser un gran… cínico (el sustantivo fue peor).
+¿Se habrá cumplido acaso la profecía?
+Vuelvo a ocuparme de mí mismo, puesto que mi principal asunto es la historia de mi alma. Si ella ha sabido mantener el culto de la amistad, también conoció desde temprano el del amor. No hay sentimiento que revele tanto a un alma su propia existencia y su índole, como el del amor. La vida moral es una iniciación de adorables misterios que proviene siempre de dos clases de mujeres: una, la madre, que hace adivinar y desear el bien, y otra, la amada, que hace palpitar, soñar y esperar…
+A fines de noviembre de 1843 concurrí a los certámenes del colegio de La Merced: me interesaban mucho porque allí estaba mi hermana Agripina, que hacía sus estudios. Tocóme el primer día tomar asiento detrás de la fila de señoritas alumnas que presentaban certamen, y por suerte, delante de mí, casi tocando yo el espaldar de su silla, estaba colocada una joven de catorce años, morena, de muy notable familia, pero que me era enteramente desconocida. Cuando a su vez hubo de ser interrogada sobre historia sagrada, el profesor fue haciéndole preguntas, y por el acento con que ella respondía comprendí que estaba muy turbada. Era en realidad muy tímida y la presencia de los espectadores la tenía toda cortada.
+«¿Dónde se detuvo durante el diluvio universal el arca de Noé?», preguntó el examinador.
+La señorita T** titubeó, se azoró mucho más, y como no contestaba pronto la dije en voz muy baja: «Sobre el monte Ararat». Repitió ella al punto la respuesta y salió del paso. Pero le hicieron otra pregunta, tornó ella a titubear y yo torné a soplarle la respuesta, con lo que el examinador, satisfecho, pasó a interrogar a otra de las alumnas. Un instante después la tímida señorita T** volvió el rostro hacia mí para darme las gracias con una mirada llena de recato y gratitud. Aquella mirada salía de dos ojos pardos, grandes y hermosísimos, reveladores de un alma tímida y seria pero evidentemente sensible… Desde que sentí en el fondo de la mía la luz de aquella mirada, quedé seducido, y este amor, aunque fue amor de muchacho, sin seria correspondencia ni lance alguno particular, sino bastante tonto de mi parte, fue el compañero íntimo de cuatro años de mi adolescencia y primera juventud, me hizo poeta, me hizo hombre y ¡fue el germen de todos mis esfuerzos de aquel tiempo! Nada más diré de esta pasioncilla enteramente juvenil, que mil y mil consideraciones me obligan a ser discreto, dejando bajo la sombra del silencio lo que nació para fecundar mi alma y morir, sin dejar rastro alguno.
+Sólo haré notar un hecho importante. Aquel amor, inspirándome tendencias espirituales y artísticas y un fuerte sentimiento del honor, me preservó de corromperme; me apartó de muchos peligros que suelen ser escollo de la juventud; me movió al anhelo por la gloria y al deseo de hacerme amar sobresaliendo entre mi generación, y de procurar ilustrarme. Con todo, debo advertir que mis amores se parecieron mucho a las relaciones epistolares de cierto jefe del tiempo de la Independencia, que se jactaba mucho de «mantener frecuente correspondencia con el Libertador». El caso era que dicho jefe le dirigía muchas cartas a Bolívar, pero este no se las contestaba. Yo nunca dirigí cartas, pero sí muy ardorosas miradas, y cada noche hacía algunos versos a mi «dulce tormento», pero sospecho que jamás fui correspondido, y que mi amor fue más ilusión que realidad. Así y todo me hizo gran provecho, como escuela para mi alma.
+EN MARZO DE 1843 ME ASALTÓ, como ya he dicho, la tentación de escribir un artículo de periódico. Yo no entendía ni jota del oficio, pero tenía inquietud de espíritu y atrevimiento, y estas dos facultades hacen muchas cosas en el mundo.
+Claro es que para un estudiante el asunto más natural para escribir era el plan de estudios vigente en la Universidad: escribí, pues, como pude, mi fárrago contra aquel decreto y, de ribete, contra su autor. Pero la cuestión más fácil era encontrar el modo de publicarlo: este fue para mí asunto de mucha importancia. Sin sospecharlo, preparaba todo mi porvenir al empeñarme en dar a luz aquel oscurísimo ensayo.
+Me presenté en casa del impresor que antes he nombrado, y entré francamente en el corredor de la planta baja del edificio, que era una casa de la calle principal del barrio de Las Nieves. El aspecto interior de aquella casa, bien que muy modesto, me encantó. Mientras el impresor podía salir a recibirme, púseme a observar con mucha curiosidad alternativamente el trabajo de los cajistas y prensistas. Nunca había visto el mecanismo de una imprenta; así es que devoraba los artículos de periódico y algunos libros, a semejanza del gastrónomo que gusta una exquisita carne de monte sin conocer el animal ni la escopeta que le ha dado muerte.
+Aquellos tipos de plomo que tan ingeniosa y exactamente reproducían el pensamiento; aquellos humildes obreros de luz, mecánicos de la verdad escrita, cómplices de la fecunda acción de las ideas; aquellas prensas que multiplicaban tan rápidamente la obra producida por los tipos; aquellos encuadernadores, silenciosos costureros de revoluciones y reacciones ruidosas, tan impasibles en su tarea que parecían no tener conciencia del bien o el mal a que estaban contribuyendo: todo eso me impresionó profundamente, me reveló el valor del patriotismo, la importancia social del escritor, la solidaridad de todos los servidores de la imprenta y la idea de la colaboración recíproca del escritor y el lector en la inmensa obra de la civilización. Todo aquello me hizo descubrir mi vocación de escritor —¡desgraciada vocación, por cierto!— y me inculcó el ensueño de la gloria.
+Contemplaba yo con embeleso las prensas y los prensistas que trabajaban en el corredor, cuando se me presentó un sujeto que parecía rayar en los cuarenta y cinco años, mediano de cuerpo y aventajado de nariz, de ancho rostro y expresión plácidamente maliciosa, sencillo en su porte, bondadoso en sus maneras, franco y campechano en el decir y siempre con la risa en los labios. En su mirada había un no sé qué del candor de la probidad, así como de las marrullerías de un hombre habituado a manejar el mundo y ser depositario de muchos secretos, divergentes y aun opuestos. Aquel personaje era don JOSÉ ANTONIO CUALLA, el veterano, el generalísimo de los impresores de Bogotá, benemérito de la prensa en grado eminente.
+—¿Me necesita usted, caballerito? —dijo don José Antonio al verme.
+—Sí, señor —le contesté—: traigo un artículo para El Día.
+—¡Hola!, ¿conque ya usted maneja la pluma?
+—Deseo manejarla, y ahora no más empiezo.
+—Pues muy temprano comienza usted y larga la lleva —repuso el impresor sonriéndose.
+—Este es mi primer artículo —añadí.
+—¿Y de qué trata?
+—Es una censura del plan de estudios.
+—Entonces… ya caigo: ¿usted es estudiante?
+—De Jurisprudencia.
+—Los estudiantes son traviesos.
+—Al menos… esa fama tenemos.
+—Pues veremos si se puede insertar el artículo; con tal que no sea largo…
+—Es corto: a lo sumo ocupará una columna de El Día.
+—Está bien: démelo usted.
+—¿Y cuánto me costará la inserción?
+—Nada.
+—¡Cómo!, ¿nada absolutamente?
+—Acostumbro publicar gratis en el periódico los artículos de interés público, sobre todo si son obras de jóvenes que empiezan a formarse para el oficio.
+—Doy a usted mil gracias por sus bondades.
+—Pero eso sí, le advierto una cosa.
+—¿Qué?
+—Que no se amostace luego si le dan carga por su artículo. El Día es para todos, como su nombre lo indica; yo admito el pro y el contra en toda cuestión, y allá se las avengan los escritores con el público y el jurado. Practico la libertad por igual. ¿Le gusta a usted así?
+—Perfectamente, señor Cualla.
+Don José Antonio usaba un enorme chaquetón provisto de grandes bolsillos, en los cuales hundía, como en los compartimientos de un armario, los materiales que recibía para sus publicaciones: un bolsillo servía de gaveta o cajón para El Día, otro para la Gaceta Oficial, etcétera. Y es fama que algunas veces el honrado impresor tenía sus trocatintas de bolsillos, y luego salía en la Gaceta alguna mala necrología —si las hay buenas— o un trozo de folletín, al mismo tiempo que en El Día figuraba alguna circular sobre diezmos o papel sellado en la sección literaria. Pero aun con este riesgo, la imprenta del señor Cualla era la mejor de Bogotá, y don José Antonio el más amable y generoso de los impresores posibles.
+Mi artículo fue prontamente publicado, y hubo para mí la curiosa coincidencia de que en esos días cumpliera mis quince años; desde entonces guardé un profundo sentimiento de gratitud hacia el señor Cualla. No hubo hombre alguno en Colombia a quien las letras, el periodismo, la libertad práctica de la prensa y la educación política de la juventud debieran servicios más considerables. Fue impresor durante casi toda su vida, tal vez más por amor al oficio que por especulación; hizo de los tipos su tesoro y una parte esencial de su familia; las prensas fueron siempre los muebles más preciosos de su hogar. Si hoy día tenemos en Bogotá numerosas y buenas imprentas, débese principalmente a la constancia con que el señor Cualla formó y disciplinó muchos obreros hábiles en los diversos ramos del servicio de imprenta.
+Bajo su generosa protección, pues siempre fue benévolo, pronto a favorecer la publicidad, nos formamos como escritores más de un centenar de colombianos, sin distinción de nombres, colores políticos ni escuelas literarias. Lo mismo acogió él y puso en escena al liberal que al conservador, al blanco que al mestizo, al romántico que al clásico, al católico ortodoxo que al librepensador. Es incalculable el bien que su tolerancia y práctica liberalidad hicieron a la República; más que ningún hombre de Estado, más que ningún partido y que ninguna ley, hizo práctica la libertad de imprenta y la igualdad de los escritores delante del público; influyendo así poderosamente sobre nuestras costumbres políticas. En un país como el nuestro, donde sobran instituciones liberales y faltan costumbres republicanas, practicar y hacer agradable la tolerancia, es servir a la libertad y la justicia con verdadera eficacia. El señor Cualla fue un hombre humilde y raro, que pudo morir con la seguridad de que su nombre no caería en el olvido ni sería oscuro para la posteridad. Por mi parte, le rindo aquí el homenaje de mi gratitud como escritor y de mi estimación como patriota.
+ENTRE LOS EMPLEADOS DE la Universidad llamaban particularmente la atención el rector y el primer pasante. El doctor Ospina quiso resucitar la tradición de mantener sacerdotes en el rectorado: nuestro rector era el doctor Pablo Agustín Calderón, presbítero entonces y después canónigo, que en paz descanse. Era muy rígido en todo, y tenía cierto aire aterrador, voz estridente y carácter franco y minucioso. Por lo demás, creo que ignoraba casi todo lo que no fuese teología, y decía con mucha seriedad dotor, medecina, y otras liviandades contra la gramática.
+Yo imitaba perfectamente muchas voces distintas, y entre otras la del rector. En cierta ocasión, fingiéndola, oculto detrás de un pilar, desde uno de los claustros di orden al primer pasante de conceder asueto a los estudiantes; colegialada que costó una reconvención y no pocos disgustos con sus subordinados al pobre subalterno. Si era rígido de suyo, se volvió más severo en la vigilancia, a fin de conjurar otras colegialadas. Su severidad nos provocó a odiarle, y aun algo peor: a ridiculizarle. ¡Oh!, ¡qué injusticia! Aquel hombre desgraciado fue lino de los más nobles, más justos y heroicos que yo haya conocido.
+Si no hubiera sido muy feo, pobre y desventurado, habría podido ser un hombre muy distinguido, pues tenía admirable corazón y temple de alma antiguo; se llamaba JOSÉ MARÍA OSORIO.
+Era el deber encarnado en un hombre: para él no había más principios que el deber, el honor y la delicadeza, y de estos derivaban todas sus convicciones, todas sus palabras y todos sus actos. Era no solamente feo, como he dicho, sino demasiado feo, muy pecoso y de estatura diminuta y tiesa, la que, agravada con su original vestido permanente, le daba cierto aire de estiramiento muy marcado. Había sido militar, lo que no le impedía ser doctor en Jurisprudencia, y conservaba en su apostura tal rigidez marcial, en contraste con su desgraciada fisonomía, que constantemente provocaba a la burla de los estudiantes. Vestía siempre frac con las puntas de los faldones muy agudas, en forma de pluma de escribir; al pararse o al ponerse de pie, infaliblemente se cuadraba como un soldado en formación, y llevaba la mano izquierda cruzada sobre el pecho, debajo de la solapa del frac, como si estuviese dando voces de mando. De ahí el terrible sobrenombre que le habían puesto, alusivo al mismo tiempo a su apostura y al color oscuro de su cutis: le llamaban “Napoleón de panela”[13].
+En la Universidad hacíamos gala, cuál más, cuál menos, de burlarnos del honrado comandante Osorio, cuya formalidad rigurosa nos irritaba. El estudiante es de suyo maligno, porque su edad es de transición entre la infancia, que de ordinario es amorosa y tierna, y la juventud, vigorosa y casi siempre noble y gallarda. Durante la transición, es decir, en la adolescencia, el carácter humano jamás está bien definido: en este periodo, que es de modificación fisiológica y vaguedad o indecisión psicológica, es en el que más se despiertan y avivan los malos instintos, las pasiones que pueden ser características de cada temperamento, y, sobre todo, la malignidad traviesa e inconsciente a burlarse de todo lo que ofrece algún asidero al sarcasmo y la mofa, sin piedad por ninguna de aquellas almas nobles y humildes que, por su humildad y nobleza mismas, soportan con paciencia los tiros, voluntarios o involuntarios, de la malignidad. Yo que, años después, estimé de todo corazón al comandante Osorio, y le admiré por su virtud y me condolí de su mala suerte, en San Bartolomé me mofaba de él como el que más, y lo confieso con remordimiento…
+Aquel hombre tan mofado era en su vida privada la virtud misma, la austeridad y la pureza: era casto y pudibundo como una monja. En las cosas públicas, patriota y entusiasta, republicano sincero, filósofo y creyente al propio tiempo. Amó con delirio; amó hasta el heroísmo de la humildad y la constancia, y su amor fue verdadera pasión, siendo por muchos años su cruz y su martirio. Vivía soñando, y frecuentemente conversaba consigo mismo, preocupado, y distraído de lo demás. Tenía la honrada intolerancia de la virtud, que es siempre respetuosa pero inflexible: no consentía que se dijera ni hiciese cosa alguna que no fuera conforme con la razón y la justicia, y hacía con la mayor seriedad las cosas más extrañas. Recuerdo que un día nos convocó a varios estudiantes para leernos un discurso de dos pliegos, escrito por él en taquigrafía, cuyo objeto era demostrar que él no era Napoleón, y que en caso de serlo, no lo sería de panela. Nos reímos a carcajadas y no se mostró ofendido: su tolerancia llegaba, en cuanto a las ofensas que le hacían, hasta lo sublime de la magnanimidad.
+Su vida fue de humildad resignada, de honradez, de estudio, de trabajo incesante y de amarguras. La revolución de 1860 le sometió a la última prueba. Su deber de buen ciudadano le señaló su bandera en la lucha fratricida: peleó con increíble bizarría, en defensa del Gobierno constitucional, volvió gravemente herido de la batalla del Oratorio, no desmayó un momento, dio ejemplos de virtud civil y militar, siendo su tropa la más moral de todo el ejército, y el 18 de julio de 1861 se hizo alzar y atar sobre un caballo, inválido y casi sin fuerzas, para combatir y morir heroicamente. Su brazo fue el último de los vencidos que mantuvo la espada en alto, y su alma, de seguro, la más pura que aquel día se elevó hacia Dios entre el fragor de la batalla…
+La muerte de este hidalgo ciudadano fue horrible: no la refiero por honor de mi país, pero sí recordaré una circunstancia que completó dignamente la vida del bravo comandante Osorio. Al recibir, en la primera calle de Florián, la última lanzada, exclamó: «¡No me maten!», pero cuando pocos momentos después iba a expirar, sus únicas palabras fueron estas, que dirigió a los que le auxiliaban: «Tuve un momento de debilidad pidiendo que no me mataran, pero me arrepiento y pido a ustedes perdón de esa debilidad». Aquel hombre tan cruelmente tratado por la sociedad fue gallardo hasta en el momento de despedirse de ella para siempre…
+Al día siguiente conducían su cadáver, sobre una tabla, al cementerio; el conductor, que iba solo, era Ricardo Carrasquilla. Se encontró en una calle con el doctor Ancízar, y este le acompañó en su piadosa peregrinación. El séquito era, pues, muy escaso y silencioso, pero se componía de un publicista hombre de Estado y un poeta institutor, ambos hombres de bien: esto era suficiente para el honrado Osorio…
+Que el lector no lleve a mal este recuerdo, dedicado a un hombre oscuro y sin importancia histórica; sería grave injusticia, sería un acto de crueldad póstuma para con aquel mártir del amor y del patriotismo, esclavo del deber, el dejar su nombre en el olvido. Hay figuras humildes que en su aparente pequeñez tienen grandeza colosal: ¡la de la virtud!
+EN DICIEMBRE DE 1844, A LOS pocos días de vacaciones, comencé a fastidiarme: me hacía falta San Bartolomé, que era ya como mi segunda patria, y mi espíritu inquieto no se conformaba con carecer del bullicio y la confraternidad retozona de los claustros del colegio. Por otra parte, diciembre es el gran mes de los bogotanos: la época del frío sabroso, de las diversiones más populares y del buen humor general, y yo tenía el bolsillo muy enjuto, mejor dicho, no tenía bolsillo para gastar y divertirme algo. Y nada es tan fastidioso como la carencia de dinero, cuando se ama el placer.
+Un día me ocurrió la idea de ir a matar el tedio en la Biblioteca Nacional: entré y me llamó la atención don Vicente Nariño, bibliotecario entonces, hijo del ilustre revolucionario y prócer bogotano que reveló en Colombia los Derechos del hombre. Don Vicente parecía haberse petrificado en la Biblioteca, formando masa común con los pergaminos en folio: era como un estante viviente, pero sin libros; una especie de biblioteca muda y sin índice, y vegetaba allí como hubiera podido vegetar en una vasta botica un hombre extraño de la farmacia. Nadie entre nosotros había manejado más libros que él, pero nadie era menos literato ni erudito. Conservaba los libros en buen estado; tenía sus índices reducidos a lo estrictamente necesario para buscar lo que se le pedía; jamás faltaba en la Biblioteca, y suministraba con inalterable condescendencia y bondad los libros que se le exigían.
+El diálogo con el bibliotecario se reducía ordinariamente a estas pocas palabras:
+—Buenos días, señor don Vicente.
+—Buenos los tenga usted, caballero.
+—Yo desearía saber si tal libro se halla en la Biblioteca.
+—Debe de estar: busquemos en el índice.
+—Por lo visto, sí está. ¿Tendrá usted la bondad de prestármelo?
+—Sin duda: búsquelo usted en aquel rincón del estante. Allí tiene usted una silla en qué sentarse a leer.
+—Mil gracias.
+El día que entré en la Biblioteca por primera vez, tuvimos esta conversación:
+—Señor don Vicente, yo quisiera leer algún libro bien entretenido.
+—Lea usted los Viajes de Antenor.
+—Fue la segunda obra que leí, siendo muchacho.
+—Pues el Gil Blas de Santillana.
+—Esa fue la tercera.
+—Entonces El Quijote.
+—Esa fue la cuarta.
+—Válgame Dios, ¿le gustaría a usted La Casandra?
+—Tiene fama de ser un libro muy majadero.
+—¿Y el Amadís de Gaula?
+—Es rococó.
+—¡Vamos!, ¿los Viajes de Wanton?
+—¿Viajes por dónde o adónde?
+—Al país de las monas.
+—El título es curioso; veámoslo…
+—Verá usted que le gusta esta obra.
+—¿Es muy divertida?
+—¡Pues cómo no! Imagínese usted que todos los monos tienen nombres muy raros, todos gastronómicos, y que viven y hablan como los hombres y las mujeres.
+—¿Ni más ni menos?
+—Pero no tome usted las cosas a la letra, pues sospecho que el libro es una sátira no más.
+—Ya caigo, ¿y los monos representan a los hombres y las monas a las mujeres?
+—Cabal.
+Indudablemente el digno bibliotecario era hombre perspicaz.
+A fin de leer cómodamente los Viajes de Enrique Wanton, me instalé en un rincón de la Biblioteca, cuyos estantes y vericuetos escudriñaba de cuando en cuando por curiosidad. Un día noté que detrás de algunos de aquellos estantes yacían en el suelo enormes pilas de viejos periódicos llenos de polvo y telarañas.
+—¿Qué papeles son esos, señor don Vicente? —pregunté.
+—Papeles inútiles; verdadera basura —me respondió.
+—¿Por qué?
+—¿Pues no ve usted que están en inglés?
+Yo, que en aquella época aún no sabía palabra de la lengua inglesa, apenas pude ver que los papeles tenían por título The Times, que habían sido publicados en London y que databan de 1823 a 1830.
+Al día siguiente de mi conversación con el bibliotecario entré en una tienda de la plaza principal de Bogotá, que según los tiempos ha ido cambiando de nombre, llamada primero Mayor, después, de la Catedral, luego, de la Constitución, y últimamente, de Bolívar. Aquella tienda era de un amigo y condiscípulo mío, de quien luego hablaré. En el momento en que yo entraba a saludarle, alguien ofrecía en venta, al peso, papeles impresos para cucuruchos y envoltorios.
+—¿Tú compras papel de esta clase? —pregunté a mi condiscípulo.
+—Sí; lo pago a tres pesos arroba.
+—¿Todo el que te traigan a vender?
+—Todo, porque es buen negocio la reventa.
+Tuve entonces una idea luminosa: recordé que mi bolsillo estaba enteramente vacío, y pensé que al conseguir dinero podía pasar mis vacaciones muy divertido.
+Los aguinaldos se acercaban, y yo no podía resolverme a pasarlos en seco. Fuime derechamente a la Biblioteca Nacional.
+—Señor don Vicente —dije al entrar, con el acento más meloso de que era capaz mi voz—, ¿me haría usted el favor de regalarme algunas de aquellas gacetas inútiles?
+—¡Hombre!
+—¿No le hacen, pues, estorbo?
+—Sí, pero…
+—Pero usted quiere guardar para recreo unos papeles que de nada sirven… ¡papeles ingleses!
+Don Vicente, que no entendía palabra de inglés —y en esto no tenía culpa— sintió halagado su amor propio, es decir, su desdén por lo que no entendía.
+—Es verdad que no sirven —repuso—. ¿Y para qué quiere usted papeles?
+—Para hacer un globo y echarlo a volar.
+—¡Oiga!, ¿conque usted echa globos?
+—No, pero echaré, si usted me ayuda.
+—Bueno: lleve usted papeles, pero que nadie lo sepa.
+—¡Oh!, no tenga usted cuidado.
+—¡Y no hay que llevar ni uno francés ni español!
+—Cuente usted con ello.
+Don Vicente, que leía en español, esto se comprende, y en latín y en francés, sintió que mi promesa tranquilizaba su conciencia.
+Mi primer saqueo fue moderado: apenas me llevé, bien ocultas debajo de mi capa —ya tenía el honor de usar capa de paño en vez del capote de tartán—, unas cincuenta libras de papel. Al cabo de un cuarto de hora tenía en mi bolsillo cosa de cinco pesos, honrado fruto de mi industria; de mi empleo, diré, puesto que me había constituido en agente de Policía de la Biblioteca Nacional. Me apresuré a gastar aquellos realitos en la fonda de François —después café de la Rosa Blanca—, en compañía de dos íntimos amigos: Juan Emilio Levy y Guillermo Pereira Gamba.
+—¡Diantre! —exclamó el segundo al beberse el primer vaso de cerveza—, ¿de dónde has sacado tanto dinero?
+—He descubierto una mina.
+—¡Conversación!
+—Como lo oyes.
+—¿Has dado con el tesoro del Pico de la guacamaya?
+—No tan lejos; no hay que subir por el cerro de Monserrate.
+—¿En dónde, pues?
+—En el país de las monas.
+—No te comprendo.
+—Este dinero —repuse— es el fruto de mis estudios y observaciones en la Biblioteca Nacional. Allí preparan un beefsteak exquisito —añadí, aludiendo al que comíamos en la fonda—, y muy buena cerveza.
+—Explícate, por fin —dijo Levy.
+Entonces revelé a mis amigos lo de las gacetas inglesas, y les invité a explotar conmigo la mina, en grande escala. Al punto organizamos, sin capital fijo ni gastos de instalación ni escritura, una compañía para realizar tan proficua empresa. Trazamos nuestro plan, y al día siguiente lo pusimos por obra.
+Llegué primero a la Biblioteca y formulé mi petición. Don Vicente no puso dificultad, y comencé a formar mi montón de gacetas. Un rato después llegó Pereira y se sentó a fingir que leía cualquier libro, sin reparar en mí. A poco entró Levy, saludó con mucho cariño a don Vicente, pidió El Quijote y se puso a leer con un ojo, mientras que con otro me miraba al soslayo.
+De pronto me miró Pereira y dijo:
+—¡Hola!, ¿tú por aquí? ¿Qué haces en ese rincón?
+—Estoy apartando los papeles inútiles.
+—¿Para qué?
+Fingí que me azoraba, miré a don Vicente y le dije:
+—¿Le digo para qué?
+—¡Hombre!, ¡qué curiosidad!
+—Estos papeles son para hacer un globo.
+—¿Y te los regala don Vicente? —preguntó Levy, tomando parte en el diálogo.
+—Sí; por tal de limpiar estos rincones, cuyas telarañas son un descrédito.
+—¿Quiere usted que ayudemos a limpiar, señor don Vicente? —dijo Pereira.
+—¡Diantre! —respondió aquel—; ¿ustedes quieren saquear la Biblioteca?
+—¿Un saqueo de telarañas? —repuso Levy entre risueño y desdeñoso.
+—¿Y qué quiere hacer usted con esa basura de papeles viejos e inútiles? —añadí.
+—Es verdad que sólo sirven de estorbo.
+—Y luego —observó Levy—, nosotros pondremos en orden los papeles españoles y franceses y dejaremos el campo limpio.
+—Bueno, pero… ¿para qué tanto papel?
+—Haremos un globo inmenso —respondí—, y esto divertirá, sin duda, al pueblo.
+Don Vicente, a fuer de hijo de un gran prócer de la Patria, era filántropo, y además, le gustaba el aseo; razones muy buenas para limpiar la Biblioteca, convirtiendo sus empolvadas gacetas en globos útiles para el pueblo de Bogotá, a menos que se quemasen al echarlos a volar. Ello fue que aquel día nos llevamos cerca de ocho arrobas de números del Times y otros papeles ingleses, que al punto nos compró, no sin mucha admiración y curiosidad, mi condiscípulo comerciante de la plaza de Bolívar.
+Don Vicente Nariño no tuvo la satisfacción de ver elevarse bajo el hermoso cielo de Bogotá ninguno de los globos-monstruos que le prometíamos fabricar, porque si no «se quemaban», los echábamos «en San Victorino» o «en San Diego». El saqueo nos produjo más de setenta pesos, sin que nuestra conciencia se turbase, ya porque a los quince años tiene uno escasa conciencia, sobre todo si es estudiante, ya porque casi creíamos servir a la Patria, contribuyendo a la buena policía de la Biblioteca Nacional.
+Ello fue también que pasamos el diciembre deliciosamente; aquel fue acaso el más divertido de mi vida. Mas, sea dicho en honor de nuestro honrado sentimiento de gratitud, que cuando cenábamos opíparamente en la fonda, todos nuestros brindis, hechos con cerveza, eran entusiásticos homenajes tributados a la munificencia filantrópica del bibliotecario.
+LOS AÑOS DE 1844 Y 1845 hicieron época en mi vida. Durante ellos, en cuanto esto era compatible con mi humilde condición de estudiante, comencé mi vida pública. Sin embargo, el de 1844 no comenzó bien para mí, porque sufrí mucho a causa de un accidente inesperado. En los últimos días de diciembre del año anterior hubo fiestas populares con corridas de toros. Todos los días, para poner algún orden y evitar desgracias, un batallón del Ejército Nacional hacía un despejo, poco antes de comenzar la corrida de toros, y enseguida sólo podían entrar en la liza, dentro de las barreras, los toreadores y jinetes de ordenanza. Los soldados formaban filas al pie de las barreras y expulsaban a todos los intrusos. En una de aquellas tardes, yo estaba sentado sobre la más alta vara de una barrera, cuando un empellón de los vecinos allí amontonados como racimos me hizo caer a la orilla de la liza. Al punto un soldado brutal se abalanzó sobre mí y me dio un tremendo culatazo en partes muy delicadas del cuerpo. Caí al suelo de espaldas, y me sacaron fuera de la barrera sin sentido. De tan violento golpe me provino al punto una grande y dolorosa hinchazón, con mucha fiebre, que me redujo a la cama.
+Durante cerca de un mes estuve condenado a la quietud, sufriendo así doble pena, pero esto me indujo a estudiar mucho para no perder el primer mes de mis nuevos cursos —derechos Constitucional, Administrativo y Penal—, de tal suerte que, cuando pude concurrir a las clases, en febrero de 1844, sabía más que casi todos mis condiscípulos, porque había estudiado mucho más que ellos. Yo estaba alojado en casa de don José María Duque, hombre larguísimo, flaquísimo, seco, moreno, y muy honrado y laborioso, viejo solterón, que desempeñaba el cargo de maestro de la escuela pública de varones, en el barrio de Las Nieves. El piso alto y delantero de la casa —cascarón antiquísimo y horrible— estaba ocupado por la escuela, y hacia atrás, en la planta baja, con un extenso patio cuadrado de por medio, estaban las habitaciones del maestro y su señora madre. Allí tenía yo mi cuarto, tan desmedrado y triste que daba grima.
+Sin embargo, si el cuarto era triste, la casa horrible y los escolares muy gritones, en compensación había algunas cosas que me gustaban: había mucha luz y muchas flores, y en uno de los costados un cuarto donde tenía mi hospedero una famosa cría de curíes, con cuya vista me divertía yo frecuentemente. ¡Qué prodigiosa fecundidad de animalitos! Las hembras ofrecían su fruto cada quince días, dando a luz una multitud de lechoncitos, y el señor Duque enviaba a vender a la plaza de mercado todos los viernes dos, tres o más docenas. Aquel animal, que es muy bonito, como una especie de cerdo en miniatura y de conejito de orejas cortas, me pareció por extremo simpático, y al ver yo las manadas me decía: «Si así nacieran hombres buenos en mi tierra, ¡cuán feliz no sería esta!».
+El patio estaba colmado de tazas de barro y eras repletas de flores, que exhalaban a toda hora la más rica ambrosía. Pero lo mejor era el inmenso solar que había en el interior de la casa. Lo tenía el señor Duque literalmente cubierto de flores y legumbres finas, que vendía profusamente, procurándose una buena renta, y sabía cultivar sus plantas con inteligencia y asiduidad. Allí comí por primera vez varias legumbres que en 1841 eran muy nuevas y casi desconocidas en Bogotá, como los apios y espárragos, las remolachas y zanahorias de especie delicada, las escarolas y las lechugas romanas, el salsifí y otras muy sabrosas.
+El señor Duque me enseñó los nombres de la infinidad de preciosas flores que cultivaba, nativas del país unas, españolas o francesas de origen otras, que daban a nuestros jardines aspecto nacional, pintoresco, amenísimo y cierta originalidad encantadora. Entonces eran estimadas unas cuantas flores graciosas, como el ridículo, la espuela de caballero, el doncenón, el farolillo, las amapolas de gran tamaño, etcétera, que luego han ido desapareciendo de nuestros jardines, expulsadas por las flores exóticas. Ya nuestros jardines están arreglados a la francesa, como nuestra política y tantas otras cosas, y, a decir verdad, no sé lo que hayamos ganado con la reforma.
+A principios de octubre de 1844 tuvieron los liberales la más dolorosa sorpresa: el doctor Vicente Azuero acababa de morir casi súbitamente el 29 de septiembre, en La Mesa, y su cadáver fue trasladado a Bogotá. La muerte de este ciudadano debía impresionar fuertemente tanto a sus amigos como a sus adversarios. Era él el más ilustre miembro de una familia de patriotas ardorosos; había sido uno de los republicanos de temple más enérgico, hombre de pensamiento audaz y de acción, de concepciones vastas, carácter muy resuelto y ambición política sostenida. Sus tendencias le habían hecho aparecer como doctrinario de lógica inflexible y revolucionario ardiente a quien no arredraban dificultades. Era el verdadero creador de nuestras instituciones municipales más avanzadas, y su agresiva pluma y varonil palabra habían iniciado en cierto modo, desde 1827, la escuela radical que se organizó en 1852.
+La grande epopeya de la Independencia colombiana produjo tan eminentes escritores, tribunos y hombres de Estado como heroicos soldados, pero entre tantos patriotas ilustres de esa gloriosa época, en que la grandeza de los caracteres armonizó con la del teatro y la de los acontecimientos, principios e intereses que estuvieron en acción, pocos se mostraron, desde que la primera Colombia se constituyó, tan notables por su audacia y valentía civil como el doctor Azuero. A su laboriosidad debemos principalmente el Código Penal de la República, expedido desde 1837, que luego ha subsistido en la Unión y Servido de modelo al Código Penal de cada uno de los Estados.
+Nunca he olvidado la impresión que me causaron la figura y la palabra del doctor Azuero, al verle por primera vez, en 1840, discurriendo en la Cámara de Representantes. Era yo casi un niño, cuando la curiosidad me llevó a la barra de aquella Cámara, donde sobresalían hombres de la talla de Santander y Azuero y otros ciudadanos importantes. Cuando entré en el recinto de la barra, precisamente estaba Azuero discurriendo acerca de la revolución que agitaba entonces al país, y su expresión vigorosa y su voz llena de energía me dominaron. Azuero era un pensador, en todo caso, pero mucho más fuerte como escritor que como orador: no tenía elocuencia de imágenes ni de dicción, ni de gesto, ni aun su acento era verdaderamente robusto, pero en las chispeantes miradas que despedía se patentizaba la energía de su carácter, la audacia de sus convicciones y la vivacidad de sus pasiones, que le movían a la lucha.
+Algunas veces empleaba un lenguaje acerado y agresivo, es verdad, y con razón le calificaban como a hombre de fuertes pasiones, pero más que todo era un pensador convencido, esencialmente doctrinario, enemigo de la fuerza brutal, valeroso en sus opiniones y que iba siempre adelante en la política. Tal vez de los liberales de su tiempo era el que mejor comprendía las verdades de las ciencias políticas, la lógica de la República y las necesidades de nuestra joven democracia. Por lo demás, aunque de mediana estatura, tenía gallarda presencia y una fisonomía hermosa, expresiva y que imponía respeto. Yo le tenía entonces por un grande hombre, casi sin tacha. Con el tiempo, al conocer la historia nacional, modifiqué algo el concepto que había formado de la elevación de su carácter y de la bondad de sus actos públicos, pero siempre le tuve por el más notable de los antiguos radicales de Colombia y Nueva Granada.
+Al tener noticia del fallecimiento de Azuero, los estudiantes de San Bartolomé que nos hallábamos en los claustros resolvimos, por aclamación, designar a uno de nosotros para que representase al Colegio, como orador, en los honores fúnebres que se iban a tributar al gran ciudadano. Él había sido uno de los más eminentes alumnos de San Bartolomé, semillero de patriotas, cuyo personal se mostró en otro tiempo fiel a las tradiciones del Colegio, y el homenaje era muy justo de nuestra parte.
+Pero la dificultad estaba en hallar un estudiante que, siendo capaz de componer una buena oración fúnebre, tuviera el arrojo bastante para subir sin miedo a la tribuna mortuoria y pronunciarla. Muchos había de ventajada capacidad, pero sin audacia: mi desparpajo me hizo obtener tan delicada comisión, que acepté sin vacilar, y al punto me retiré a componer mi oración. Me urgía prepararla inmediatamente para tener tiempo de aprendérmela de memoria, y Dios sabe cuáles fueron mis angustias por salir dignamente del aprieto.
+El subsiguiente fue el día de los funerales. El séquito era inmenso y todos íbamos con recogimiento en pos del cadáver, porque en este se veía la ruina terrenal de una de las más ilustres glorias civiles de la patria. Nombrar al doctor Vicente Azuero era evocar todos los recuerdos de la Gran Colombia y de Nueva Granada. Él había sido, por decirlo así, la juventud de la Revolución y la energía de la política: su muerte dejaba como huérfano a un gran partido, puesto que Santander estaba en la tumba y Obando en el destierro, y enlutaba la historia de nuestro periodismo, de nuestra magistratura, de nuestra tribuna parlamentaria y nuestra legislación republicana.
+Mi padre fue entusiasta admirador de Azuero, a quien prefería entre todos los hombres de Estado de la República, y yo había heredado su entusiasmo; así, la muerte de tan eminente ciudadano me afligía mucho. Yo caminaba a corta distancia del féretro, muy conmovido y agitado: tenía miedo y temblaba, porque tenía conciencia de la grandeza del objeto, de mi pequeñez o nulidad, de la responsabilidad que mis palabras podían hacer redundar sobre la juventud de la Universidad, y de las consecuencias que tendrían en lo tocante a mi porvenir personal.
+Llegó el momento solemne y creció mi emoción: detuvieron el cadáver al pie de la alta cruz exterior del cementerio, cuyo pedestal servía de tribuna en las grandes ocasiones. Bien que, al discurrir en pos de otros oradores, corría el riesgo de quedar enteramente anulado aun antes de comenzar, juzgué que lo más respetuoso y acertado era dejar que otros perorasen primero, y no hacerlo por mi parte sino en caso de que mi locución pudiese tener algún interés y originalidad.
+En efecto, tres oradores hablaron sucesivamente, y recuerdo que uno de ellos fue el doctor Lorenzo María Lleras. Cuando este descendió del pedestal de la cruz, algunos amigos me alzaron de súbito y me plantaron encima. Al sentir que me levantaban temblé como un delincuente, pero luego enderecé la cabeza, tendí una mirada por todo el ámbito circunvecino y, como por encanto, instantáneamente recobré todo el ánimo. Todos me miraban con simpática curiosidad que me alentaba, y creí leer en todas las miradas esta pregunta: «¿Qué vendrá a decirnos este adolescente desconocido?, oigámosle con benevolencia y atención».
+Yo veía a mis pies, en derredor, un mar de cabezas descubiertas, de cuerpos enlutados, de semblantes tristes y objetos que expresaban dolor; estaba al pie y bajo el amparo de la cruz, e iba a evocar la memoria de un gran ciudadano, en nombre de la juventud liberal, que era casi su obra y comenzaba a ser su posteridad. Pequeño y humilde, yo era sin embargo instrumento de la historia. Hablé primero con calma y vigor, y luego con mucha emoción, y esta fue tal, que mi acento vibró de verdadero dolor y los ojos se me llenaron de lágrimas… ello fue que todo el auditorio me aplaudió, aun olvidando la severidad de tan fúnebre acto, y que recibí luego muchos abrazos y felicitaciones.
+Desde aquel día fui tal vez el más conocido de los estudiantes de la Universidad: puedo decir que nací políticamente al pie de la tumba de Azuero. Desde ese momento comprendí que tenía abierto mi porvenir: me sentí estimulado, y todas mis facultades de actividad se sobreexcitaron. Si no vislumbré la gloria en lontananza —¡ay!, ¡por desgracia me ha sido tan esquiva!—, a lo menos la adiviné y comencé a tributarle culto: sobre todo, me sentí capaz de llegar a ser buen ciudadano, ¡puesto que había llorado libre y sinceramente sobre el sepulcro de un eminente compatriota!
+Una ventaja obtuve, sin saberlo entonces, sino al cabo de muchos años, que he estimado en mucho. Al oírme discurrir en el cementerio, me cobró gran cariño, que después ha sido una nobilísima amistad, un niño de alma entusiasta y generosa y muy clara inteligencia. Con el tiempo ha venido a ser un hábil farmaceuta y profesor de Medicina, un escritor patriota y muy estimable, y sobre todo, un perfecto caballero que brilla por su ardiente caridad y otras muchas virtudes. Me refiero a mi buen amigo el señor doctor Pedro Pablo Cervantes.
+EN LA ÉPOCA DE MI ESTRENO en la oratoria vivía yo en una honrada casa, como en familia, merced al favor con que en ella me había recibido, en calidad de pensionista, la madre de uno de mis más queridos condiscípulos. Su digno esposo se hallaba en Venezuela, y si ella tenía el gobierno de la familia, su hijo mayor, aun haciendo sus cursos en la Universidad, contribuía con su trabajo a sostenerla. Meses después de hallarme instalado en aquella casa, tornó al hogar el venerable anciano que de ella había faltado. Era este el doctor Salvador Camacho, antiguo servidor de la Patria. Estuvo desterrado de la República, únicamente por sus opiniones políticas, a virtud de la inicua ley «sobre medidas de seguridad», fruto del exceso de autoridad del partido vencedor en 1841, ley que servía para proscribir a los reos de pensamientos o ideas liberales.
+Entonces era el Partido Conservador —aunque sin este nombre, pues simplemente se llamaba «ministerial»— el que practicaba tan deplorable política, o al menos la dejaba practicar por sus servidores oficiales. Después, mutatis mutandis, hizo lo propio el viejo Partido Liberal, cuando conquistó el poder, y a su vez, cuando le tocó gobernar, el radical, durante muchos años, estuvo persiguiendo y proscribiendo a obispos, clérigos y conservadores, en nombre de la idea, de «la doctrina pura» y de los principios de progreso… Así ha vivido nuestra pobre República democrática, más o menos hasta principios de 1880, gobernada con injusticia o violencia por las pasiones de partido. Pero, tiranía por tiranía, paréceme más odiosa, por su hipocresía o su cinismo —que los extremos se tocan—, aquella que se ejerce en nombre de la libertad e invocando las doctrinas más aparentemente favorables al derecho.
+El tiempo que pasé en la honrada casa a que me refiero fue el más feliz y fecundo de mi primera juventud. La compañía de Salvador, mi condiscípulo, me era tan grata como provechosa, porque hablábamos de todo con intimidad, discutíamos cuanto lográbamos leer, y nuestras almas, en cierto modo, se desarrollaban en armonía. Yo trabajaba entonces con actividad febril, llenando numerosos cuadernos y resmas de papel con mis precoces y desordenados ensayos de literatura. Mi espíritu, como la mano del niño que anda a tientas, buscaba el camino que le convenía, y no pudiéndolo encontrar aún, erraba por diversos senderos y se diluía en la exuberancia de una vitalidad casi monstruosa. Mis malos versos y peores artículos de costumbres, mis discursos y ensayos informes de novelas, dramas y romances, eran, respecto de la literatura amena, lo que pudiera ser un campo húmedo, cubierto de espesos matorrales, malvas y ortigas, comparado con un jardín de bellas flores y esbeltos arbustos plantados con regularidad y buen gusto.
+El doctor Camacho pensaba, hablaba y se conducía como filósofo, y sus costumbres domésticas eran patriarcales. Por ejemplo, recuerdo una circunstancia que le era habitual: todos los días, al tornar a su casa, compraba en una tienda cercana un voluminoso pan de dulce que guardaba debajo de su capa; su mayor placer era sentarse en medio de sus siete hijos y repartirles aquel pan. El buen anciano hacía siempre ocho partes, y la octava era para «el bachiller» como me llamaba familiarmente, no sé si aludiendo a mi grado universitario o a mi charla. Aquella escena íntima, diariamente repetida, era conmovedora por su sencillez y su saludable significación. El digno anciano representaba su corazón con el pan que repartía, y sus hijos aprendían a vivir y trabajar unidos y a comprender el alto mérito que tiene la dignidad de la pobreza. Yo, por mi parte, quería con gratitud y veneración al honrado patriarca, y sus hijos eran para mí como hermanos, he sido fiel a estos recuerdos, y espero que siempre lo seré.
+Tenía el doctor Camacho temple de romano antiguo, ideas de joven y corazón muy americano: su fe en la libertad y el progreso era incontrastable, y nunca transigía con cosa alguna que le pareciese contraria a la probidad de las ideas. Su credo político era una religión, y la patria le parecía tan grande, como pequeño todo sacrificio que se le hiciera. Era católico filósofo; jamás se apartaba del amor a Dios y a la Humanidad, ni del horror o la superstición, la mentira, el dolo y la hipocresía, y nunca se mostró intolerante. Pobre como era, se distinguía por el ejercicio de la caridad. En sus últimos años acostumbraba caminar mucho a pie, a tal punto que todos los días daba la vuelta alrededor de Bogotá. Antes de comenzar sus largos paseos se llenaba los bolsillos de pan, dulces secos y bizcochos, que repartía entre los pobres muchachos que encontraba cerca de las chozas de los alrededores, regañándoles dulcemente con palabras como estas: «Toma, y no seas llorón»; «toma, y lávate la cara»; «lleva este pan a tu madre, y no te estés ocioso por las calles».
+Si el doctor Camacho me daba los más saludables ejemplos y elevaba mi espíritu con sus consejos y estimulantes palabras, el círculo de sus relaciones íntimas me abría en cierto modo un vasto horizonte. Nada predispone tanto el ánimo de un adolescente a los esfuerzos del patriotismo, como la vista frecuente y la conversación de hombres que han dado a la patria páginas de gloria, haciéndole servicios importantes. En las modestas tertulias del doctor Camacho, siempre íntimas, me hablaba mucho de historia nacional y de política, y aquellas conversaciones de hombres de avanzada edad, liberales de temple muy probado y que tenían notable papel en la escena política, me instruían sobre muchas cosas importantes y contribuían a formar mi carácter y mis ideas.
+La casa del viejo patriota, visitada siempre por hombres ilustres, estaba llena de recuerdos. Dos cosas me impresionaban particularmente: un excelente retrato de Santander, y un estrecho corredor alto donde este gran ciudadano estuvo paseándose, en la noche del 25 de septiembre de 1828, lleno de tristeza y angustia, en tanto que se oían los tiros del combate trabado por los conspiradores. El doctor Camacho tenía la convicción de que Santander no sólo no tuvo parte alguna en aquella terrible conspiración, sino que la desaprobó resueltamente, al sospecharla no más, y la consideró como calamitosa aun antes de su sangriento y doloroso desenlace.
+Entre los tertulios de la casa recuerdo a tres como los más notables: el general José María Mantilla, el general Antonio Obando y el doctor Romualdo Liévano. Una o dos veces vi también al doctor Diego Fernando Gómez, republicano impetuoso, hombre de gran capacidad, de integridad inflexible, de mucho saber, de carácter áspero, y sin embargo locuaz, chistoso en su conversación y muchas veces jovial en su trato y su lenguaje.
+Oír al general Mantilla en tertulia familiar era lo mismo que oírle discurriendo en el Senado, donde había figurado constantemente en representación de la antigua provincia de Pamplona. Nunca peroraba: conversaba siempre, y consideraba la tribuna como una silla poltrona, en la que se arrellanaba a sus anchas para platicar con sus colegas y los secretarios de Estado. Sus reflexiones eran siempre dichos, proverbios, fábulas y cuentecitos, y sus recursos oratorios, sarcasmos llenos de oportunidad y de agudeza bonachona. Así, cuando él pedía la palabra todo su auditorio se preparaba a reír. Tenía el don de picar mucho a sus adversarios o contrincantes, sin que estos pudieran desquitarse del mismo modo, porque él conservaba inalterable calma, o si acaso la perdía por momento, rara vez dejaba conocer su irritación.
+Alto, grueso, aventajado de abdomen y notable por su fisonomía amable y maliciosa —algo semejante a la del célebre don Andrés Bello— y su aire de bondad y tolerancia geniales, tenía la apostura menos marcial que se puede imaginar. No se notaba su categoría militar, sino por la serenidad y la independencia franca y ruda con que expresaba sus opiniones, desafiando toda contrariedad u oposición. Era hombre verdaderamente civil, aunque mucho más hombre de partido que de ideas elevadas, y no consideraba sus servicios militares, sino como actos ejecutados por un ciudadano en el pleno ejercicio de su libertad republicana y en cumplimiento de su deber como patriota.
+Tuvo larga vida y por mucho tiempo intervino en la política del país, en circunstancias graves y sirviendo altos empleos, y sin embargo murió muy pobre y casi olvidado, y al bajar al oscuro sepulcro no obtuvo su nombre, ni ha obtenido después, los honores que merecía. Esto prueba que fue hombre de bien y que no cortejó la popularidad. Era liberal a la antigua, y sus ideas políticas se habían aferrado al programa de 1832. Así, ni aceptó ni pudo comprender el radicalismo de 1852 a 1854, que le pareció peligroso y funesto. A fuer de hombre de partido, y por lo mismo poco doctrinario, su patriotismo suspicaz se alarmó con un movimiento reformador que, en su concepto, se extraviaba por exceso de liberalismo y preparaba la ruina del Partido Liberal. Ello fue que, apartándose por primera y única vez del camino del deber, tuvo la desgracia de apoyar el movimiento reaccionario encabezado en 1853 por el general Obando, y luego la insurrección de Melo, en 1854, y estas faltas le acarrearon su muerte moral.
+Nuestros partidos, intolerantes por extremo, a las veces envidiosos, juzgan a los hombres políticos del propio modo que el vulgo juzga sobre la virtud de las mujeres. ¡Ay del que llegue a tener un desliz, en momentos de pasión o arrebato, aunque toda su vida anterior haya sido de pureza, virtud y abnegación! El general Mantilla había llamado la atención y merecido el respeto de todos, amigos y adversarios, gracias a su larga vida llena de integridad y patriotismo, de desinterés y constante lealtad a la República, pero un día incurrió en la falta a que he aludido, y eso no como autor principal, sino aceptando el hecho, y las turbas de Catones a la violeta en que abundan nuestros partidos se apresuraron a llenarle de contumelia. Y sin embargo, ¡cuánta tolerancia no han mostrado muchos de esos Catones respecto de algunos hombres audaces y corrompidos, pero afortunados, que, teniendo habilidad para mentir, intrigar, corromper e intimidar, han logrado imponer su voluntad a la Nación! Pero ¡ay! el general Mantilla era modesto, y lo fue en su virtud como en su falta, y ¡sólo los que delinquen con insolencia se hacen perdonar fácilmente!
+Pero la posteridad debe hacer justicia al honrado patriota, soldado de nuestra Independencia: su nombre debe ser venerado como el de uno de los militares más puros, más generosos en sus intenciones y sus actos, y más incontrastables en sus ideas republicanas, que produjo nuestra gran revolución en 1810.
+El general ANTONIO OBANDO había sido militar valiente y sufrido, hombre útil en la administración, como secretario de Guerra y Marina principalmente, y era patriota de inflexible firmeza en el cumplimiento de su deber, y sobre todo hombre honrado. En su semblante rudo pero respetable y digno; en su voz áspera y de franca entonación; en la seriedad de sus maneras, y en la austeridad de sus costumbres, tenía un no sé qué de antiguo y patriarcal. Su modestia y filosofía en la vida privada, eran conformes con la serenidad que había mostrado en los combates y la entereza de su vida pública. El buen viejo Obando era uno de los más valientes vencedores de Boyacá, fiel a la escuela política de Santander y entusiasta admirador de la vieja Patria. Vivió y murió pobre, y supo siempre sobrellevar con digna sencillez su pobreza, género de virtud que ya es raro en nuestra sociedad.
+Bien que liberal de antigua fecha y muy probado, el doctor LIÉVANO era casi de otra escuela: se inclinaba mucho más que Mantilla y Obando a las innovaciones, y en esto pensaba como el doctor Camacho, viejo de ideas juveniles. Hase notado entre nosotros generalmente, y esto es natural si se hace cuenta del medio moral en que cada cual vive, que nuestros militares, con rarísimas excepciones, aun los más liberales, han tenido miedo a las reformas, en tanto que los abogados siempre han procurado ir más lejos en su liberalismo. De ahí la especie de dualidad de escuelas en que han aparecido nuestros liberales, presentando dos grupos: uno en que sucesivamente se ha visto a Santander Obando —José María—, Mantilla, etcétera; otro en que han figurado hombres como Azuero, Gómez y Murillo. ¿Será que el manejo de la espada y el hábito del mando predisponen al liberalismo estrecho, mientras que el estudio de las leyes y el hábito de escribir inclinan el espíritu hacia una concepción más amplia, pero a las veces errónea, del derecho?
+Las ideas del doctor Liévano eran en 1846 como un guion entre el viejo liberalismo revolucionario de 1828 a 1832 y el radicalismo doctrinario que reinó del 51 al 57. Hombre de modesta condición, como tantos personajes entre nosotros, se había elevado a muy notable posición social, merced a su clara capacidad, su instrucción, su firmeza de carácter y su integridad. Era uno de los más respetables abogados del país, y aunque no tenía dotes oratorias particulares, hablaba en el foro y en las cámaras con claridad, precisión, buena lógica y sólido criterio. En la conversación era poco ameno y carecía de agudeza, pero sus observaciones nunca dejaban de ser oportunas, y su lenguaje, aunque seco, era incisivo y nada desaliñado. Joven por su corazón y de espíritu despreocupado, no mostraba prevención contra ninguna idea nueva que contuviese el germen de un progreso; fue hombre poco popular, pero mereció y obtuvo siempre dos cosas que valen mucho más que la popularidad: la estimación de sus amigos y el respeto de sus adversarios.
+MIS CONVERSACIONES CON Salvador Camacho Roldán eran de todos los momentos y siempre íntimas y cordiales, y nuestra vida común subsistió en 1844 y 1846. Aun en nuestras camas seguíamos charlando después de acostarnos. Él trabajaba en una tienda de ferretería y especería, con lo que a duras penas podía sostener a su padre desterrado y su familia, y al propio tiempo seguía los mismos cursos que yo en la Universidad. Estudiaba, pues, de noche con suma asiduidad, no pudiendo hacerlo de día, y por esta causa contrajo una irritación crónica en los párpados, de la que nunca se ha curado por completo, porque nunca ha dejado de estudiar. Mostraba Camacho desde entonces clarísima y fuerte inteligencia, mucho espíritu de análisis, memoria asombrosa para todo, un profundo sentimiento de probidad y dignidad, mucha viveza de imaginación, un carácter tan impresionable para el optimismo como para el pesimismo, y una marcada inclinación a las ideas absolutas. Tanto le encantaba la lectura de los buenos poetas como se aplicaba al estudio del derecho, y tenía mucho de soñador generoso, con fuerte afición a las investigaciones estadísticas. Sin embargo, de su gusto por la poesía, me hacía constantemente burla por mi furor literario y poético, seguramente porque lo que le gustaba en poesía era lo bueno y sublime. Casi todas las mañanas me preguntaba: «Tostado, ¿cuántas centenas de versos has confeccionado anoche?, ¿qué tal de novelas dramáticas y dramas novelescos?».
+Y en realidad yo comenzaba con furor esta vida de “Tostado” que no ha cesado para mí en treinta y ocho años. Escribía discursos para tribunas imaginarias; componía versos en todos los metros posibles y aun imposibles; borrajeaba dramas, comedias y novelas cuyo menor defecto era una inverosimilitud fabulosa, y en todo aquello dominaba un romanticismo zorrillesco que me hacía ver cadáveres entre las flores, escombros en lo más ameno, tempestades en el silencio de mi tranquilo cuarto de estudiante, y sombras y tinieblas en torno de la risueña luz de mi juventud. De los quince a los diecinueve años produje una increíble cantidad de versos, y los menos malos y detestables —como la décima parte del inmenso fárrago— los di a la estampa en 1849, en un malhadado tomo de 200 páginas, ¡que ojalá no hubiera contenido más de ocho o diez! Allí estaban la expresión de mis candorosas pasiones, mis ensueños y esperanzas de los días del comienzo de la vida, y sin embargo, aquel factum juvenil se intitulaba Flores marchitas, como para significar que ¡a los 19 años de edad ya todo había muerto para mí!… El romanticismo me asfixiaba, falseando la sencilla manifestación de mis sentimientos, y haciéndome escribir mil dislates. Y con todo, no deploro mis Flores marchitas ni me avergüenzo de ellas como poeta: fueron mis ensayos y estrenos, mis primeros esfuerzos para formarme sin maestro ni guía, y por algo había de comenzar. Acaso no he pasado nunca de ser un mediano poeta, pero… ¡cuán grande no es la distancia que hay de los Ecos de los Andes a las Flores marchitas y de los Últimos cantares a los Ecos de los Andes mismos! He aprendido a pensar y progresar a fuerza de amar, sufrir y trabajar, y para obtener algunos triunfos he tenido que pasar por muchas derrotas, infligidas… por mí mismo en su mayor parte.
+Algo de vanidad muy tonta —por distinguirme entre mis condiscípulos— y el deseo de ser leído por… aquel par de grandes ojos que en el certamen del Colegio de La Merced se habían enseñoreado de mi mente, todavía como en estado plástico, me movieron a publicar algunas poesías en los periódicos, desde 1844. Muchas inepcias y rapsodias literarias publicaba la prensa en aquel tiempo, sin que nadie parara mientes en ellas, y sin embargo, apenas publicaba yo algo cuando caían sobre mí, sin compasión, ciertos criticastros, entre ellos dos de mis condiscípulos, que fingían estimular mis ensayos y luego, a manosalva, por medio de publicaciones anónimas, me atacaban. Confieso que sus burlas me hacían saltar, pero me aprovecharon, no por lo que ellas me enseñaran, pues sólo las inspiraba un propósito maligno y nada valían, sino porque me hicieron comprender que el modo seguro de premunirme contra censuras respetables era estudiar, pensar bien lo que escribía, limar mis escritos y reprimir el apetito desordenado de publicidad.
+Yo era ya bachiller en Jurisprudencia —en 1845—, grado que había obtenido en noviembre del año anterior, previo examen general de hora y media sobre los cinco primeros cursos. En aquel tiempo no había habilitaciones ni condescendencias, y los grados eran bien merecidos, porque había sumo rigor en todo. La disciplina diaria de estudios y clases jamás se relajaba, y era muy rigurosa, sobre todo por la frecuencia y seriedad de los exámenes y certámenes a que éramos sometidos todos los alumnos para optar sucesivamente a los grados de bachiller, licenciado y doctor en cada facultad. Tuve la buena suerte de salir con lucimiento en mis exámenes y grados y, sobre todo, en los necesarios para la licenciatura y el doctorado, así como para ser recibido abogado con diploma nacional.
+Considero como un deber el consignar aquí un recuerdo, siquiera muy somero, de los catedráticos que agentaron mis clases en los nueve cursos de Jurisprudencia que seguí para llegar al doctorado. Eran los siguientes:
+En Derecho Romano, el ilustre y benemérito doctor José Ignacio de Márquez, jurisconsulto insigne que había brillado en todos los campos de la vida pública, desde 1821, había sido presidente de la República de 1837 a 1841, y sobresalía por su variado saber, su elocuencia de grande orador y su piedad religiosa.
+En Derecho Constitucional y Administrativo, el doctor Manuel María Pardo, bastante joven a la sazón, y que durante casi toda su vida ha estado dedicado al comercio; hombre piadoso y de mucha conciencia, muy honrado y estudioso, y siempre severo en el cumplimiento de su deber y austero en sus costumbres, lo que no le impedía ser muy sociable.
+En Derecho Civil, el doctor Francisco J. Zaldúa, abogado integérrimo, de conciencia incorruptible, prodigiosamente aplicado al estudio de la jurisprudencia, dotado de maravillosa memoria, y que, habiendo sido pobrísimo, no obstante su procedencia de muy notables familias, se habían elevado en el foro y en la sociedad con sus perseverantes esfuerzos, hasta muy alta posición, y era ya un profesor de gran nota.
+En Derecho Internacional y Diplomacia, el doctor Rufino Cuervo, personaje muy notable en el mundo político, y hombre de variada ilustración, galante, agudo y florido en su lenguaje, perspicaz y de mucho mundo, que igualmente brillaba en los salones y en los gabinetes.
+En Derecho Canónico y Derecho Penal, el doctor Estanislao Vergara, un pozo de ciencia, la memoria hecha hombre, inmensamente erudito, hasta ser como una biblioteca ambulante. Había sido ministro de los gobiernos de Bolívar y Urdaneta, y ocupado altos puestos en la magistratura; conocía a fondo, como pocos, todos los incidentes y secretos de la historia nacional; trataba con paternal cariño y suma benevolencia a los jóvenes de la Universidad; gustaba mucho de sazonar sus enseñanzas con anécdotas de crónica y de historia en sus diversos ramos, y era el catedrático más popular entre los estudiantes, por ser el menos puntual en su asistencia.
+En Procedimientos y Práctica Forense, el doctor Ezequiel Rojas, abogado muy notable y de rica clientela, perpetuo miembro de la Cámara de Representantes, orador puramente dialéctico, y en este género muy hábil y fuerte; economista y utilitarista insigne, que con la mayor constancia y de muy buena fe había inoculado en la juventud las doctrinas de Jeremy Bentham, y tenía el mérito de ser en el país el más decidido y constante propagador de la economía política. Con el tiempo su nombre tuvo más celebridad, con motivo de ardientes y apasionadas discusiones relativas al utilitarismo, tan funesto para Colombia.
+En Economía Política tuve tres catedráticos sucesivos, por causa de circunstancias personales que los hicieron alternarse: los doctores Manuel Cañarete, Bernardo Herrera y Cerbeleón Pinzón.
+El doctor Cañarete era hombre muy original: siempre estaba de buen humor; se perecía por contar chascarrillos y anécdotas chistosas, no obstante la disentería que le minaba; era la integridad misma, como hombre y como magistrado, y se distinguía por su agudeza picante y zumbona y su modo extraño de considerar la filosofía de la vida.
+El doctor Herrera, abogado y sujeto de muy clara capacidad, se había dedicado principalmente a los negocios y servía la cátedra de un modo ocasional. Era notable por su severa probidad, su genio entre burlón y brusco, su liberalismo muy marcado, y su gran talla y gallarda figura.
+Por último, el doctor Pinzón era amable como una dama, humilde como un cartujo, florido en su lenguaje como un jardín viviente, honradote con sencillez, y aunaba a su talento flamante y su patriotismo ajeno a la ambición una palabra fácil y elegante, una exquisita benevolencia y una robustez llena de lozanía que hacía amar en él la vida y la dulzura.
+De estos nuevos catedráticos de jurisprudencia a cuyas clases asistí, sólo viven los doctores Pardo, Zaldúa y Herrera. A muertos y a vivos tributo el homenaje de mi respeto y agradecimiento, por lo que me enseñaron y los favores que me hicieron.
+COMENCÉ EL AÑO DE 1845 matriculándome para seguir los cursos de Economía Política y Derecho Internacional, después de haber hecho los de derechos Romano y Civil y derechos Constitucional, Administrativo y Penal. Al ganar estos cursos había obtenido, como llevo dicho, el grado de bachiller en Jurisprudencia, y a decir verdad, en lo tocante a política, asunto sobre el cual hablaba yo hasta por los codos con el más vivo interés, bien merecía que me llamaran bachiller… en sentido irónico y burlesco.
+Un viejo liberal, abogado, hombre de espíritu muy revolucionario, escritor mediano, de genio zumbón y epigramático, austeramente honrado, pero de muy fuertes pasiones —el doctor Juan Nepomuceno Vargas—, alto, flaco y bilioso, había fundado un periódico de oposición, intitulado La Noche, como para contrastar con El Día, que era ministerial. Curioso era que El Día fuese órgano de los conservadores, llamados «retrógrados» y La Noche lo fuese de los liberales o «progresistas». Desde que comenzó a salir a luz La Noche, fui a casa del redactor y le dije: «Soy José María Samper, y deseo colaborar en el periódico de usted, aceptando todo riesgo». El doctor Vargas me admitió de mil amores, mayormente cuando tenía mucho aprecio por mi familia y había sido amigo de mi tío Juan Antonio.
+Comencé, pues, a escribir artículos para La Noche, suscribiéndolos con pseudónimos, y rompí la marcha con una serie metódica de ataques dirigidos a los jesuitas. El periódico hizo mucho ruido, y yo senté plaza de periodista en la Universidad, sin perjuicio, eso sí, de la poesía, que en mucha parte dominaba mi corazón y absorbía mi pensamiento.
+La llamada «cuestión jesuitas» había venido a ser asunto de capital importancia para el país. Fuese movido por miras políticas, si por suerte los jesuitas podían servir a ellas directa o indirectamente; fuese por corregir en las costumbres y la educación social los defectos y vicios que no había podido corregir el clero nacional, el doctor Mariano Ospina había creído necesario traer misioneros al país en número considerable. Así, en su calidad de secretario del Interior, había propuesto y obtenido en 1842 una ley que autorizaba al Gobierno para hacer venir aquellos misioneros.
+He oído afirmar a sujetos respetables que, habiendo sido interpelado el doctor Ospina acerca de sus intenciones, había prometido que los dichos misioneros no serían jesuitas, y que a mérito de esta promesa fue otorgada la autorización, pero nunca he podido verificar con documento oficial alguno la exactitud de aquella afirmación:
+Sea esto como fuere, es lo cierto que el Gobierno se apresuró a traer jesuitas y a establecerles con colegios seminarios en los principales centros de la República: Bogotá, Medellín y Popayán, y tal fue la pasión que a poco se apoderó de todos los ánimos, así en favor como en contra de la Compañía de Jesús, que en breve hombres y mujeres, ancianos y niños nos distinguíamos más por los calificativos de jesuita y antijesuita, que por los de retrógrados y progresistas, o ministeriales y oposicionistas. Hubo luego fanáticos del odio a los jesuitas, lo mismo que fanáticos en la admiración o idolatría, y ellos supieron despertar el entusiasmo religioso y apoderarse en gran parte de la enseñanza pública, sin ofrecer por esto motivo ni pretexto para que se les tachara con justicia.
+Lo que en ellos, excelentes sacerdotes españoles, se miraba mal, era la institución, y los liberales de entonces la detestábamos con una intolerancia que llegaba hasta el odio, y no pocas veces hasta la diatriba, la injuria y la calumnia, con lo cual se patentizaba que en nuestro país el espíritu liberal andaba reñido con el de tolerancia. Los contrarios no eran menos intolerantes, y llamaban impío y enemigo de la religión a todo el que se mostraba adverso a los jesuitas.
+Ello es que aquellos buenos sacerdotes, que enseñaban mucho y bien y se distinguían por sus intachables costumbres y su habilidad de predicadores, vinieron a servir como de bandera política. La religión quedó así complicada con la política, y esta con la religión, y nuestros partidos tomaron desde entonces un aspecto como de sectas enemigas. Era una gloria fructuosa el defender con calor a los jesuitas, y el atacarles un acto de valor y audacia; de suerte que la prensa tomó el más apasionado giro y áspero lenguaje, en pro y en contra de la Compañía de Jesús. Nada podía ser más pernicioso que esta situación de la política, así para la causa de la libertad republicana como para la del catolicismo.
+Fundándome en la Mónita secreta, libro que yo tenía por auténtico, califiqué de «infames», en uno de mis artículos de La Noche, ciertas doctrinas de los jesuitas, y traté muy rudamente a San Ignacio de Loyola. El artículo en que tal cosa hice fue asunto de queja oficial del Nuncio, y el general Mosquera, a la sazón presidente de la República, mandó inmediatamente, por medio de su secretario de Relaciones Exteriores, general Eusebio Borrero, que se promoviese acusación de oficio contra mis artículos. Cumplió la orden el agente fiscal, que lo era entonces el doctor Alejo Morales, y mis escritos fueron denunciados ante el juez, con lo que me vi amenazado, tan luego como se diese a luz mi firma de autor, de ser sometido a un ruidoso juicio de imprenta. Pero esto, lejos de asustarme, me causó placer, pues, fuese por patriotismo, fuese por vanidad, gozábame con la idea de ser perseguido y sufrir, cuando era un mozuelo de 17 años, por servir a lo que llamaba «la causa de la libertad», y no poco me halagaba la esperanza de meter mucho ruido con mi defensa, hacerme conocer como periodista y ganar aplausos de los liberales y antijesuitas.
+Reunióse el jurado de acusación, consideró mis artículos, que el agente fiscal había denunciado por los delitos de «blasfemia y herejía» —blasfemia contra un santo de la Iglesia, y herejía contra una máxima de Jesucristo, máxima que yo había vituperado sin saber que estaba en los Evangelios—, y halló que no había lo uno ni lo otro, sino declamaciones sin consecuencia, por lo que aquel jurado, de cuyos siete miembros tres eran beatos calificados y sólo dos liberales —uno de estos el doctor Zaldúa— declaró, por unanimidad de votos, no haber lugar a formación de causa. Algo chasqueado quedé yo, por cuanto se me escapaba una ocasión «de lucirme», según creía, pero sí saqué en limpio del incidente, que por entonces eran más liberales o más respetuosos por la libertad del pensamiento y de la prensa los conservadores y beatos, que el general Mosquera y el general Borrero, este, candidato presidencial de los liberales, adoptado y sostenido en 1844 y 1845.
+¡Y cómo cambian los tiempos y los hombres! Quién me dijera entonces que habían de llegar épocas en que el doctor Morales figuraría como un valeroso general liberal, y que ¡desde 1861 Mosquera sería el más terrible enemigo de los jesuitas y de la Iglesia Católica! En cuanto a mí, ya se verá por este libro a qué circunstancias políticas y personales hube de llegar.
+El año de 1844 había sido de alguna agitación política. Agobiado y desorganizado como estaba el Partido Liberal, ni aun pudo tener candidato propio en la elección de presidente de la República, pero queriendo tomar parte en ella, escogió entre los candidatos «ministeriales» —que entonces no existía la denominación de «conservadores»— el que le pareció menos adicto a los principios del Gobierno. Eran candidatos los generales Mosquera y Borrero y el doctor Cuervo, y los liberales, como dije, optaron por el segundo. La lucha fue pacífica y casi toda de periódicos, y yo fui un borrerista entusiasta por extremo. Escribí mucho contra Mosquera, el candidato temible, por ser hombre de espada y por las influencias oficiales y de familia que tenía a su favor, y ya que no podía votar por falta de edad, hice en las elecciones primarias toda la bulla posible.
+Mosquera fue elegido, y llegó al gobierno, el 1.° de abril de 1845, con algunas veleidades de reformador, bien que en un principio sólo se rodeó de sus copartidarios. Algún tiempo después, hallando entre estos resistencias, metió la cabeza por el camino de las reformas y liberalizó mucho su política.
+Un incidente curioso pondrá aquí de manifiesto el exceso de llaneza de nuestras costumbres y el poco respeto que se tiene aquí por la autoridad, sobre todo cuando ella no se hace respetar. Sabiendo Mosquera que no era popular en Bogotá, promovió unas ruidosas fiestas, en julio del 45, para celebrar el trigésimo quinto aniversario de la Independencia nacional, y todos los días presidió las cabalgatas, los encierros y las corridas de toros, gastando dinero con profusión. Queriendo hacerse popular, principalmente entre la juventud, en uno de los días de fiestas hizo servir en plena plaza un gran refresco y mandó que invitasen a todos los jóvenes decentes a tomar con él una copa de champaña. ¡Quién dijo tal! En pocos momentos el general-presidente, que ya tenía en la cabeza algunos humos, se vio rodeado de cachacos y estudiantes, y en su gozo se puso a perorar y beber con todos nosotros. En breve se achispó en regla.
+Me alcanzó a ver, y como a él nada se le escapaba y sabía que yo lo había combatido por la prensa y le hacía alguna oposición, llamándome por mi nombre en diminutivo y dándome una copa llena me dijo:
+—Sampercito, venga usted a beber con «el temible general», como usted me ha llamado. Quiero que seamos amigos y vea usted de cerca que no soy temible, sino muy franco, republicano y amable.
+—Bueno, señor general —repuse con desembarazo—; si usted no es ya «el temible», sino «el amable», beberé por usted personalmente, pero no por su gobierno.
+—¡Corriente! —gritó un cachaco.
+—¡Viva “Mascachochas”! —gruñó otro[14].
+—¡Vamos!, un brindis en alta voz por “Mascachochas”—añadió un tercero.
+—Lo acepto, con sobrenombre y todo —contestó el general-presidente.
+Entonces, entre varios cachacos me subieron sobre la mesa del refresco. Todos estábamos más que alegrones, y yo brindé así:
+—Señores, porque el presidente lleve adelante su programa de reformas, fomentando el progreso de la República y su emancipación liberal, para que un día, en vez de darle el apodo de “Mascacochas”, le llamemos con justicia ¡el Regenerador de la Patria!
+Estallaron los aplausos, y el general Mosquera anduvo loco de placer en medio de la inmensa turba de estudiantes y cachacos, más o menos achispados como él.
+¿No era esta escena tan propia de la índole del general Mosquera como característica de nuestras costumbres?
+Al día siguiente del de la escena que acabo de narrar me ocurrió un incidente que puso en peligro mi vida y me dio cierta notoriedad. Estábamos en la corrida de toros, y en cierto momento, yendo yo de paseo por el interior de la liza con un compañero de colegio, Juan de Dios Ortiz, tuvo este joven el loco antojo de lanzarse a torear súbitamente y provocar al toro, que era un grande, tosco, rugoso y feroz animal de crespo pelaje, de la renombrada raza de la Conejera. Apenas si Ortiz había llamado al toro, muy cerca de mí y a considerable distancia de la barrera, cuando la fiera se abalanzó violentamente sobre nosotros, y como aquel no acertó a defender el cuerpo, el toro le cogió en medio de los cuernos y le dio tan rudo golpe que le hizo volar alto y caer por tierra como una masa inerte. Mas quiso el animal cebarse en su víctima y se lanzó a despedazarla en el suelo… No pensé lo que hice, y considerando el peligro de mi amigo, envolví mi pañuelo en mi varita o bastoncito y me arrojé sobre el toro para apartarlo de Ortiz.
+La horrible fiera partió entonces sobre mí como un rayo, cuyo relámpago vi en sus ojos de fuego. No perdí la serenidad ni el terrible punto de vista, y como era ágil y había toreado cuando era muchacho, saqué bien el lance. Un ruidoso palmoteo estalló en toda la plaza, que me animó mucho, y la escena fue interesante, porque el toro se empecinó en embestirme sin darme tiempo para huir. Si había hecho el primer lance por salvar a Ortiz tenía que hacer otros por salvarme yo mismo. Once o doce veces me embistió el toro, y siempre me defendí con agilidad, en tanto que todos me aplaudían y que sacaban de la plaza a Ortiz como muerto. Al cabo llegaron en mi auxilio varios toreadores, y uno de ellos muy renombrado, llamado “el Negro Justo”, llamó la atención al toro y me libró de sus ataques. A Ortiz, a quien llevaron a la casa más cercana —la quinta de don Mariano Calvo—, le administraron una sangría copiosa, un baño y otros remedios, le volvieron a la vida, y dos semanas después estuvo bueno y sano.
+Al día siguiente jugaba yo a la pelota en uno de los claustros de San Bartolomé, cuando me avisaron que una señora preguntaba por mí en la portería: salí al punto a verla, y ella, al saber que yo era el joven a quien solicitaba, se arrojó a mis brazos llorando… Era la madre o la abuela de Juan de Dios Ortiz —no estoy seguro sobre la persona— que iba a darme las gracias por haberle salvado su hijo… Aquel abrazo y aquellas lágrimas recompensaron con usura mi acto de abnegación impremeditado. ¡Pobre Juan de Dios! En vano le salvé entonces la vida: rindióla después gloriosamente, por defender su causa política en 1861, en la sangrienta batalla de Subachoque, donde tantas preciosas vidas pagaron su tributo al furor de la guerra civil, hija de la ambición y el despecho de unos y de la obstinación política de otros.
+POR AQUEL TIEMPO —QUIERO decir, de mediados de 1844 a fines de 1846—, mi espíritu se hallaba, sin caer yo en la cuenta, en situación muy crítica. El demonio de la curiosidad, que parece ser exclusivo tentador de las mujeres, pero lo es de todos y en todo tiempo, se había apoderado de mi alma; yo sentía la sed de lo desconocido y una constante inquietud mental y moral que me inducía a un trabajo incesante de investigación de cuanto me rodeaba, para ir descubriendo cada día algo más entre lo mucho que ignoraba. Por lo mismo que el amor, la poesía, las letras y la inclinación a las cosas políticas me preservaban de caer en ciertas debilidades que corrompen el corazón del joven, y aun le degradan a las veces, yo estaba en gran peligro de exagerar el trabajo de mi mente y llevarlo demasiado lejos.
+Con motivo de mis estudios de Economía Política y Derecho Internacional —materias que, con la ciencia de la legislación y las ciencias constitucional y administrativa eran mis predilectas—, yo compraba cuantos libros podía, unos sobre literatura y otros sobre derecho y ciencias sociales, porque deseaba tener conocimientos mucho más extensos que los que podía derivar de los textos universitarios. La tienda donde se encontraban mejores libros era la del doctor Andrés Aguilar, y yo iba con frecuencia a comprarle los que necesitaba.
+El doctor Aguilar era un solterón raro y curioso, poco amigo del ruido mundanal y al propio tiempo muy sociable. Era conservador en política y en religión completamente ateo —quizás el único sincero, convencido y modesto que yo haya conocido—; leía mucho, y su conversación era siempre un extraño tejido de circunloquios, agudezas dichas con seriedad y paradojas increíbles. Un día que le compré no sé qué obra nueva me dijo, con aquel acento sacudido y como soltado por fracciones, que le era propio:
+—He notado, amiguito, que usted es muy aplicado a leer buenos libros.
+—Así es, señor doctor —le respondí.
+—Me intereso mucho por la sólida instrucción de usted.
+—Mil y mil gracias, señor doctor.
+—Deseo que usted eduque su espíritu con método, porque en la Universidad no hay libertad ni método para enseñar.
+—¿Y cómo cree usted, señor doctor, que debo estudiar?
+—Yo voy a suministrar a usted una serie de obras muy interesantes que le proporcionarán mucha luz y mucha fuerza de espíritu. Y para comenzar, tome usted este librito, que es precioso.
+Me dio al punto un tomito que tenía este título: Ensayo sobre las preocupaciones, por Dumarsais.
+Este libro tan pequeñito contenía… una enorme cantidad de veneno. Él inició positivamente la modificación de mi alma, ¡conduciéndola a la incredulidad de un estéril deísmo!
+En breve el doctor Aguilar, con la mejor buena fe del mundo, según creo y lo creí siempre, me proporcionó sucesivamente todas estas obras:
+Deontología y legislación, de Bentham.
+Ideología, de Destutt de Tracy.
+Las ruinas, de Volney.
+Moral universal, de D’Holbach.
+El Emilio y el Contrato social, de Rousseau.
+Diccionario filosófico, de Voltaire.
+Varias obras de Diderot y D’Alembert.
+Historia de la decadencia del Imperio Romano, por Gibbon.
+Y otras que he olvidado.
+Con absoluta ingenuidad diré que hasta entonces mis creencias religiosas no habían sufrido alteración. Yo era creyente sin ninguna ciencia religiosa, tal como mi madre me había formado: con frecuencia rezaba al acostarme; oía misa con puntualidad y alguna devoción; cada año me confesaba y comulgaba, y no había procurado embrollar mi espíritu con investigaciones metafísicas ni cavilaciones relativas a lo sobrenatural. Yo aceptaba y amaba a Dios y creía en él como católico, sin entusiasmo y sin darme cuenta de ningún problema religioso, es decir, por fidelidad a mi madre y a mi infancia y por costumbre, y no poco por sentimiento, pues el amor y la poesía mantenían en mi alma mi instinto religioso. Pero, en realidad, yo no tenía entonces ninguna convicción religiosa.
+Sin embargo, tres cosas me movían a irritación o a ciertos arranques de burla volteriana: el rigor con que en la Universidad nos habían pretendido imponer unas prácticas religiosas que debían ser voluntarias; la presencia y los progresos de los jesuitas en el país, a quienes yo detestaba, no como a sacerdotes, sino por espíritu de partido, considerándoles como auxiliares políticos del Partido Conservador, y las costumbres del clero de Bogotá, que me parecían en mucha parte grotescas.
+Pero a medida que fui leyendo los libros comprados al doctor Aguilar y que este me había recomendado, fue poco a poco apoderándose de mi alma un doble sentimiento: una gran desconfianza de todo lo que tradicionalmente había tenido por verdades, que empecé a mirar como a fruto de inveteradas preocupaciones y una ardiente curiosidad, ya confundida con mi ideal poético, de sondear los misterios del pensamiento, de la conciencia y del mundo sobrenatural. No tardé mucho tiempo en pasar de estos sentimientos a una cosa indefinible y amarga que contrariaba mis más bellas ilusiones: la duda, especie de claroscuro formado en el alma, de vacilación y vaguedad de pensamiento, que a las veces me exasperaba interiormente.
+Ello fue que al cabo de tres años de aquellas lecturas y cavilaciones, de aquella desconfianza respecto de lo conocido antes y aquel continuo dudar, teniendo un carácter entusiasta y comunicativo, franco e ingenuo, emprendedor y resuelto, no hallé otro camino para salir —así lo imaginaba— de mi difícil situación psicológica, sino este: la incredulidad y, por lo mismo, el alejamiento moral y material de la comunión católica y de toda práctica religiosa. Aún no era ciudadano de la República, en 1848, cuando ya repudiaba yo la autoridad de Jesucristo, refugiándome en un deísmo contradictorio y confuso que yo mismo no acertaba a explicarme.
+¡Pobre doctor Aguilar! Quién le hubiera dicho, cuando de buena fe trataba de inocular su ateísmo, que dieciséis años después el que era en aquel tiempo presidente, Mosquera, hecho jefe del Partido Liberal y dictador, le había de enviar al patíbulo por sorpresa, sin darle tiempo para pensar en Dios, acusándole del delito de servidor de la causa de los «¡clericales y fanáticos!».
+Confío en que el doctor Aguilar salvaría su alma, por dos razones: primera, porque fue un hombre veraz, caritativo y honrado; segunda, porque su martirio, el horrendo asesinato político de que fue víctima, le haría implorar silenciosamente, por un minuto siquiera en el momento supremo, la misericordia divina, y Dios no se la negaría… ¡Cuántas veces toda una vida de incredulidad puede ser rescatada en un minuto de arrepentimiento, de oración y fe!
+Para mayor desgracia mía, algún amigo me prestó dos libros que causaron en mi alma grande estrago: el Fausto y el Werther de Goethe. El primero me hizo sentir más que ninguna otra lectura el terrible aguijón de la curiosidad, y al propio tiempo que me la excitó me causó amargo desencanto. El segundo exaltó en mi alma el romanticismo suscitado por Zorrilla, Espronceda y Victor Hugo, pero me llenó de melancolía, y melancolía tanto más dañosa, por ser artificial, cuanto estaba en contradicción con mi genio alegre y confiado, expansivo, optimista y resuelto. Mis poesías de aquel tiempo daban idea de un absurdo desencanto de la vida, que era puramente obra de la imaginación, excitada por imprudentes lecturas y locas cavilaciones.
+Rarísimo era en mi época de estudios el estudiante que tenía comodidades y gastaba lujo. Por acomodados que fueran nuestros padres, nunca nos suministraban, según las ideas de su generación —la generación libertadora que conquistó la Independencia y creó la República—, sino lo estrictamente necesario para nuestro alojamiento y vestido, así como para comprar los textos de enseñanza, los útiles de escritorio, etcétera. Jamás —y perdóneseme que repita estas cosas— usamos —salvo casos muy excepcionales de estudiantes ricos y bien dotados— bastón ni casaca, ni reloj, ni joyas de ninguna clase, ni mucho menos caballos, binóculos u otras superfluidades. Vivíamos contentos con nuestra pobreza o medianía, que la capa encubría en la calle —cuando no el tradicional capote de tartán de lana, muy ligero, a cuadros rojos, verdes, azules y amarillos muy vivos—, y cuando teníamos una peseta que gastar nos sentíamos dichosos. No pocas veces yo —que por consideración a mi padre vivía muy modestamente— hube de vender algún libro literario para procurarme los cuatro, seis u ocho reales indispensables para ir al teatro, entretenimiento que me encantaba sobremanera.
+Conviene señalar aquí un rasgo que caracterizó mucho a la juventud de mi tiempo, y con el cual ha contrastado la índole de la moderna juventud colombiana. Sin desconocer que la regla tiene muchas excepciones, no puede negarse que la juventud actual se distingue por la frivolidad, y la impaciencia en la ambición: la frivolidad, entre los hijos de familias conservadoras, seguramente por falta de horizonte y de medios políticos para elevarse, y la ambición, entre los jóvenes liberales, acaso porque estos han contado o cuentan demasiado con el favor de las instituciones, del poder que han tenido los partidos liberales y del espíritu del tiempo.
+La juventud conservadora, educada con ejemplos piadosos y enseñanzas cristianas, no ha caído en las miserias de la incredulidad ni en el envilecimiento del sensualismo, pero teniendo cerrados todos los caminos, y principalmente el de la política, que entre nosotros abre y complica todas las carreras, se ha estancado en su desarrollo moral o intelectual, cayendo en la frivolidad, así en sus costumbres, inclinadas al lujo vano, como en sus ideas.
+La juventud liberal, al contrario —mejor dicho, radical—, no es frívola, sino intelectualmente inepta, no obstante su audacia y presunción, y en lo moral muy poco escrupulosa, sin ideal alguno ni elevación ni delicadeza de sentimientos. Educada con ejemplos patentes de desprecio por toda religión, de violencia en el gobierno y desdén por el deber y el derecho, y con enseñanzas sensualistas y de un utilitarismo que envilece las almas y degrada los caracteres, se ha habituado desde temprano a despreciar todo lo grande y noble, a solicitar únicamente el goce, o no estimar otro ideal que la satisfacción del deseo ambicioso, sin tener la menor idea de la grandeza y la gloria del sacrificio. Además, ha tenido abierto desde temprano el camino de la política, y viendo que todo lo es fácil, su precoz ambición se ha dejado llevar de la impaciencia hasta escandalizar con su audacia en las aspiraciones, sin escrúpulo mostradas.
+Nunca en la Universidad, de 1843 a 1847, fuimos ambiciosos, ni participamos de ningún acto de corrupción política. Ninguno de nosotros pretendió ser diputado ni obtener otro empleo, ni vivir a expensas de la Nación, y en las elecciones populares nunca intervinimos en fraude alguno ni en motines o tumultos que violentasen el sufragio. Por instinto y por educación éramos casi todos muy galantes para con las damas y muy corteses delante de las personas respetables. Jamás se nos veía en los billares, ni frecuentando las tiendas donde otros practicaban la intemperancia, pero siempre vivíamos alegres y de buen humor, contentos con nuestra suerte y sin mostrarnos pretensiosos, pedantes ni egoístas.
+Por diciembre de 1845 estuvo muy de moda la vecina aldea de Chapinero, donde muchas familias distinguidas pasaban una temporada, tratándose con franqueza y cordialidad y divirtiéndose mucho. Con frecuencia hacían allí deliciosos bailes a escote, cuyos alfereces los costeaban por turno. Los jóvenes de pocos recursos iban a pie. Varios estudiantes entusiastas por el baile, que ni teníamos caballos ni queríamos andar a pie por entre el polvo o el barro en un trayecto de una legua, resolvíamos el problema adoptando un término medio. Hacíamos recoger en la plazuela de San Diego cuantas burras de alfareros andaban sueltas, las atábamos con cuerdas y nos servíamos de nuestros viejos capotes o de nuestras ruanas de viaje como de sillas o aperos de montar. Al llegar cerca de Chapinero encerrábamos las burras en un solar, nos acepillábamos la ropa, nos prestábamos muy frescos y acicalados en el baile, bailábamos hasta las cuatro de la mañana, y en San Diego, de regreso, dejábamos en libertad las burras. Qué mala idea no habían tenido de sus amorosos estudiantes las señoritas que eran objeto de nuestros galanteos, si hubieran sabido que el amor o la galantería nos hacían ir a verlas ¡caballeros en burras! ¡Cuántas veces la causa más poética no es servida por los más prosaicos medios!
+LA POLÍTICA HABÍA TOMADO nueva dirección en el país, bajo el influjo de Mosquera. Por una parte, este presidente se mostraba resuelto a promover muchas reformas administrativas, particularmente en los departamentos fiscales, y ellas eran objeto de muy animadas discusiones, así en las cámaras como en la prensa, y al propio tiempo un elemento de división en el Partido Ministerial, que empezaba a desorientarse y no tener rumbo bien determinado, una vez que le faltaba la fuerte dirección oficial del doctor Ospina. Por otra, el general Mosquera —fuese porque tuviese realmente mucho de liberal, sin caer en la cuenta de ello, o porque quisiese vencer las resistencias de sus amigos y dar brillo a su administración con cierto barniz de tolerancia— iba llamando algunos liberales muy notables a ocupar puestos públicos importantes, y el espíritu de muchos de sus actos era de progreso y mejoras materiales. Con esto, el liberalismo cobró aliento y fuerza, comenzó a contar sus falanges y ensayar nuevamente sus recursos, y no tardó en resolverse a emprender gran campaña electoral, reorganizado y con bandera propia, para proporcionarse la victoria.
+Si las ardientes discusiones relativas a los jesuitas eran causa de división en el clero y de marcado antagonismo de los dos grandes partidos —bien que muchos conservadores no eran adictos a la Compañía de Jesús— y si la prensa iba recobrando su actividad, merced al interés que despertaban las cuestiones de hacienda y de mejoras materiales, por otro lado, la juventud iniciaba o en su seno se producía un gran movimiento literario. Mucho tuvo este movimiento de novelero y descaminado, por el espíritu que lo animó y por falta de carácter propio o nacional, es decir, de originalidad, pero así y todo, fue el comienzo de una especie de renacimiento, y dio ocasión a que se pusiesen de manifiesto muchos talentos juveniles.
+Dos corrientes literarias, una española y otra francesa, obraban sobre los espíritus: por un lado, las obras de Victor Hugo y Alexandre Dumas, de Lamartine y Eugène Sue, movían los ánimos en el sentido de la novela social, de la poesía grandiosa y atrevida y de los estudios de historia política, y esta tendencia era caracterizada por dos obras, a cual más ruidosa y apasionada: la Historia de los girondinos, de Lamartine, y el Judío errante, novela revolucionaria de Sue. Por el otro, los libros de poesías españolas modernas, empapadas en romanticismo, entre los que principalmente llamaban la atención los de Espronceda y Zorrilla, obras que despertaron en la juventud un fuerte sentimiento poético, desarreglado y de imitación en mucha parte, pero siempre fecundo para las imaginaciones ricas y los talentos bien dotados.
+Por aquel tiempo conocí a un joven que fue mi amigo en breve, de quien luego me apartaron algo las luchas políticas, con quien hoy día me liga la comunidad de ideas, y cuya lealtad y franqueza de carácter he estimado siempre y aprecio mucho. Era un oficial de artillería recién venido a Bogotá, que apenas contaba unos cuatro años más que yo, corpulento y robusto, de poderosísimos pulmones, poco simpático al parecer, por causa de su ruidosa voz y algún estrabismo en la mirada, pero de trato muy jovial, instintos generosos, claro talento, valor personal muy notable y espíritu caballeroso. La poesía, más que las armas, era su encanto, y más escribía versos en su cuartel que cosa alguna militar. Llevóme muchas veces a su cuarto de oficiales de la artillería y me leyó su Maga, y otros romances y muchas poesías líricas. Parecióme que tenía gran facilidad para versificar y que su versificación era robusta, rica y de alta entonación, siquier algo incorrecta, que su estilo abundaba en imágenes, con marcada tendencia al romanticismo, y que él era hombre de sentimiento ingenuo y vigoroso, pero no le hallé entonces suficiente cantidad de ideal, ni espíritu fuertemente investigador y verdaderamente filosófico. Este amigo, este poeta, futuro periodista y hombre político, era Lázaro María Pérez.
+Hacia fines de 1845 fundamos entre unos cuantos jóvenes, casi todos estudiantes de Derecho, una sociedad, denominada Literaria. Sus objetos eran: promover el progreso general de la literatura, hacer estudios metódicos en la materia, criticarnos y corregirnos recíprocamente, por medio de comisiones, los trabajos literarios que ejecutásemos, y publicar y sostener un periódico quincenal, bien nutrido, dedicado a servir a las ciencias, la literatura y las bellas artes. Lo dimos a luz bajo el título de El Albor Literario, y en un principio casi todos fuimos asiduos en la asistencia a las sesiones, que eran semanales, y en los trabajos de colaboración periodística. Entre los miembros recuerdo los nombres de Salvador Camacho R. y Manuel Pombo, Lázaro María Pérez y Próspero Pereira Gamba, José María Rojas G. y Scipión García Herreros, Carlos Martín y José Eusebio Ricaurte, Gregorio Gutiérrez G. y Antonio María Pradilla. El más notable por sus aptitudes literarias, y de mayor edad, era don José Caicedo Rojas. Por junto éramos como veinte, y ya de ellos han fallecido cinco o seis.
+Pero aconteció con nuestra sociedad lo que con casi todas las literarias, en cuyo seno se agitan por lo común muchas rivalidades de vanidad y se pagan pocas cotizaciones mensuales. Los más asiduos trabajábamos bastante, suministrando principalmente artículos de costumbres, poesías y breves estudios históricos, con lo que sosteníamos el periódico, y los haraganes se entretenían casi todos en intrigas para obtener la presidencia, la vicepresidencia y demás puestos de honor. Ello fue que no tardó en haber desagrados, que el Albor sólo alcanzó a vivir hasta su número 8.º y que a los seis meses se disolvió la sociedad, minada por tontas rivalidades, fruto de una más tonta vanidad.
+Llegó el mes de noviembre de 1846 y yo concluí mis estudios propiamente universitarios. Era ya licenciado, y previo un examen general de dos horas sobre los últimos cursos —Derecho Canónico, Procedimientos, Práctica Civil y Criminal, etcétera— se me confirió el grado y diploma de doctor en Jurisprudencia. Faltábanme aún otras pruebas para ser recibido abogado, pero aproveché las vacaciones para volver a mi ciudad natal y pasar algunas semanas con mi familia. ¡Cuánto más grata y amable no fue entonces para mí la vida de familia, al amor del hogar paterno!
+Un incidente me ocurrió en aquel año, que pudo haberme costado muy caro.
+Una tarde, en el atrio de la Catedral, nos hallábamos cinco o seis estudiantes formando corro, cuando acertaron a pasar por el pie de la gradería, del lado de la plaza, un hombre y una mujer, gente plebeya, que iban disputando y diciéndose malas palabras. Debían de ser marido y mujer, según su aspecto y modo de tratarse, y el hombre parecía estar ebrio. Súbitamente el bárbaro le dio a la mujer tan fuerte puñetazo que la tiró al suelo, y enseguida cayó sobre ella a darle golpes, llamándola «gran puerca», «condenada guaricha», etcétera, conforme al ameno diccionario de nuestra gente más soez.
+Sin pensar yo en lo que hacía, dominado por la indignación, de dos saltos bajé del atrio a la plaza, y cayendo sobre el brutal marido le di un violento puntapié que le hizo rodar por el empedrado, al propio tiempo que le decía: «¡Miserable!, ¡cómo se atreve usted a estropear así a una débil mujer!».
+Y mientras que tendí los brazos a esta para levantarla del suelo, el hombre se incorporó y se fue sobre mí, sacando de la vaina un cuchillo de carnicero que llevaba al cinto. Tan rápidamente se movió el hombre y me tiró la cuchillada al pecho, que apenas tuve tiempo para quitarme el sombrero y defenderme con este, sacando el cuerpo ileso. Entretanto, la guaricha me insultaba llamándome «cachaco, patiaforrao, entremetido», y diciéndome que su marido era libre para aporrearla como quisiera.
+Intervinieron en el lance mis camaradas y otras personas, protegiéndome; la policía se llevó al hombre para la cárcel, y la verdadera víctima fue mi sombrero cubilete, abierto medio a medio por la cuchillada del patán. De estos percances acontecen cuando uno se mete a defender a gente zafia y bruta.
+Al fin de diciembre regresé a Bogotá, y pasé los tres primeros meses de 1847 practicando en los juzgados y entregado asiduamente al estudio. Tenía que refrescar muchas lecturas preparándome para someterme a los grandes exámenes de Jurisprudencia. En abril solicité ante la Corte Suprema mi recepción de abogado, y al punto ella designó los tres profesores que, durante dos horas y media o tres, habían de examinarme sobre la parte teórica de todos los cursos. Salí de esta prueba con toda felicidad, y enseguida sostuve en la Corte, por dos horas, el examen sobre la práctica, con no menor lucimiento, según las calificaciones que me dieron. En breve se me expidió mi título de abogado, y me sentí dichoso, libre y aliviado, habiendo, después de doce años de estudios desde la escuela, completado mi carrera para adquirir una profesión y poder ser útil a mi familia y a mi patria. A la edad de dieciocho años y ocho meses fui doctor, bajo todo el rigor del plan de estudios y a los pocos días de cumplir los diecinueve era abogado. Faltábame ahora comenzar a vivir realmente, es decir, a trabajar y luchar, siendo responsable de mis actos.
+Pero no hice mis últimos estudios ni obtuve mi último grado para coronar mi carrera universitaria, sin pasar por pruebas de otro linaje. Un episodio enteramente inesperado me puso en muy desagradables diligencias y apuros, y a esto contribuyó mucho la prevención que contra mí existía por causa de mis opiniones contrarias a los jesuitas, ruidosamente manifestadas.
+Había llegado el mes de febrero de 1846, y con el domingo anterior al Miércoles de Ceniza empezaban las carnestolendas, fiesta que convida a nuestras muchedumbres al paseo y a la huelga. Si en mi ciudad natal y en casi todos los pueblos de nuestras tierras calientes —particularmente los de la costa del Atlántico— subsistía la costumbre de celebrar los tres días de carnaval o carnestolendas de una manera borrascosa y sobrado libre, a la usanza italiana, en Bogotá la fiesta se reducía a un paseo de todas las tardes, durante los tres días sacramentales, subiendo más o menos por la falda del cerro de Guadalupe hasta la altura de la capilla de la Peña. Había allí un pequeño caserío, y este, y las casas situadas a las dos veras de la cuesta —todas pobres y de techo de paja—, así como los numerosísimos toldos que dondequiera se levantaban, servían de fondas y tiendas de licores, dulces, frutas y otros refrescos y colaciones para la inmensa concurrencia. Veíanse en esta aparentemente mezcladas todas las clases sociales, y eran curiosas las mil escenas de costumbres a que era ocasionado aquel alegre y variadísimo hormiguero de gente que subía y bajaba a pie y a caballo.
+Hallábanse muchos estudiantes en la elevada plazuela de la Peña, formando bulliciosos corrillos, cuando llegó por allí, a la entrada de un toldo, un italiano —cocinero de monseñor Savo, nuncio de Su Santidad— en compañía de dos o tres hombres de ruana, todos caballeros en corredores jacos. Allegáronse, por en medio de los apiñados grupos, al frente de muchas señoras y señoritas que ocupaban los corredores exteriores de dos casas, pidieron de beber, y se echaron sendos tragos a la vista de toda la gente, con lo que se achisparon más de lo que estaban. Algunos estudiantes les hicieron burla por su pública intemperancia, y el cocinero, montado en cólera más que en su cabalgadura, se abalanzó encima de los grupos de estudiantes atropellándoles a todos con su caballo.
+Me incorporaba yo en aquel momento al grupo más atropellado, y por evitar que el caballo del italiano me pisara o echara a tierra, eché mano a la riendas y le contuve. Encabritóse el animal, aguijoneado furiosamente por su jinete, y al propio tiempo un camarada mío le dio un golpe con la cabeza de su bastón al desacordado bebedor, de lo cual resultó herido en la mitad de la nariz y chorreando sangre. El bastón tenía a modo de empuñadura una cabeza de caballo, y como esta era de bronce el golpe debió de ser algo fuerte… Alejóse el cocinero muy corrido, y concluyó el incidente, pero al siguiente día el nuncio puso la queja por la vía diplomática, el cocinero dio su denuncio jurado, y sus tres compañeros sus declaraciones, y a poco, el día menos pensado, se me notificó auto del juez, por el cual se declaraba con lugar a formación de causa contra mí, por el delito de heridas, como culpable del bastonazo. Al mismo tiempo enjuiciaban a mi camarada como cómplice o auxiliador, «por haber cogido las riendas al caballo del cocinero y facilitado así la herida…».
+Evidentemente el cocinero y sus testigos habían trocado los frenos —sin duda a causa de los humos de la chispa—, acusando a mi camarada por lo que yo había hecho, y a mí por lo que él había ejecutado. Nada ventajoso era para nosotros el vernos encausados, siquiera fuese por un hecho involuntario y sin gravedad moral, pero ya que el caso ocurría era necesario defendernos, y nuestros contrarios nos ofrecían, sin quererlo, un medio seguro. Mi «cómplice» era Santiago Izquierdo, cachaco desde sus más tiernos años y conocido después en la República bajo el nombre popular de “el Chato Izquierdo” —chato por ser muy aventajado de nariz—, y yo, a más de tenerle cariño, era incapaz de cometer un acto de egoísmo. Mi defensa hubiera sido muy sencilla, pues me habría bastado decir toda la verdad, pero con esto habría hecho condenar al simpático “Chato”. Así, al rendir mi confesión —que entonces era de regla en los juicios criminales— referí lo que había pasado y, al llegar a lo más crítico, dije: «Es absolutamente falso que Izquierdo haya tomado las riendas al caballo del italiano, así como es absolutamente falso que yo le haya golpeado ni herido, pues ni siquiera llevaba bastón».
+Sobre esta base levantamos numerosísimas y muy respetables pruebas, resultando contestes en nuestro favor todas las declaraciones. Uno de los declarantes acertó a ser José Manuel Marroquín —después insigne filólogo, poeta satírico y jocoso muy notable, y académico—, y con tal motivo trabamos cordial amistad, que en treinta y cinco años ha sido inalterable y es una de las que tengo en mayor estima y agrado.
+Dicho declarante, que había sido testigo presencial del suceso de la Peña, llevó el juego de palabras hasta decir en su declaración: «Yo lo vi todo perfectamente muy de cerca, y no sólo me consta y aseguro que ni Izquierdo detuvo el caballo del italiano cogiéndole las riendas, ni Samper le dio golpe alguno, pues ni tenía bastón, sino que estoy cierto que el golpe y la herida fueron solamente obra de la cabeza del caballo». El testigo aludía mentalmente a la cabeza del caballo de bronce que tenía el bastón de Izquierdo, pero ostensiblemente parecía aludir a la cabeza del caballo encabritado del cocinero… Por la cuenta, el hombre de ingenio se revelaba ya en una simple declaración judicial.
+Ello fue que el juez nos absolvió de la instancia, y que aquel percance de 1846 no tuvo consecuencias, bien que me sirvió para practicar algo la abogacía, antes de ser recibido de abogado. No deja de ser el foro en todas partes, y especialmente entre nosotros, una cuestión de trocatintas y confusiones, voluntarias o involuntarias, de nombres, hechos o cosas.
+EL PRIMER USO QUE HICE de mi descanso, en 1847, fue la asidua concurrencia a las barras del Congreso, cuyas sesiones me interesaban mucho, mayormente cuando mi padre era entonces senador, por un periodo de cuatro años. Mi padre, lo repito, no tenía ilustración, pero sí clarísimo talento, mucha perspicacia y un honrado patriotismo que en las cosas públicas era su mejor base de criterio. Como liberal que era, votaba con los liberales en todos los asuntos de elecciones o de confianza política, pero procedía con mucha independencia en todas las cuestiones sobre gobierno y administración, votando con quien le parecía tener la razón. Jamás fue hombre de partido, y siempre procuró obrar conforme a lo que su conciencia le señalaba como justo o benéfico.
+Esta manera de proceder en el Senado granjeó a mi padre la estimación de sus colegas, y el general Mosquera le hizo significar que apreciaba mucho el apoyo que allí prestaba a las reformas propuestas por los secretarios de este sobre hacienda, mejoras materiales y otros ramos. Mosquera sabía sostener rumbosamente el tono de la presidencia de la República, y fuese por hábitos de sociabilidad o por hacer sentir mejor su influencia, gustábale mucho rodearse de todos los hombres eminentes o notables del país y de otros que contribuyesen de algún modo a darle popularidad. Durante toda su vida soñó Mosquera con la popularidad, y esta versátil diosa de los políticos sin convicciones le inspiró la mayor parte de sus actos públicos.
+Todos los sábados, y en mayor escala en las épocas de Congreso, tenía el general Mosquera tertulias en el Palacio presidencial, en las que principalmente se veía a los miembros de las cámaras, los periodistas y los altos empleados. No solamente invitó a mi padre, como era de regla, sino que le instó para que llevara a sus dos hijos residentes en Bogotá, Miguel y yo. Tratónos con mucha amabilidad, y aun nos hizo participar de las conversaciones relativas a la política del país y a las reformas que él había iniciado.
+Seis hombres me llamaron particularmente la atención, aparte de Mosquera, en aquellas interesantes tertulias: Florentino González, grande espíritu y gran carácter, que era, como secretario de Hacienda, el alma de la Administración; el general París, siempre simpático, modesto y seriamente jovial, que solía jugar tresillo en alguna mesita; el doctor Mallarino, hombre cultísimo, brillante, y que hacía notabilísimo papel en las cámaras; José Eusebio Caro, cuya enorme frente estaba en armonía con su poderoso genio y enormísimo talento, y cuyo ceño adusto indicaba que con el alma del poeta se confundían el espíritu del moralista y la rigidez del matemático; el doctor Manuel de Jesús Quijano, vigoroso orador y hombre de formas atléticas, hermoso y simpático, y Plácido Morales, tipo acabado del viejo cachaco y del cortesano siempre agudo y chistoso. En tanto que otros discurrían seriamente sobre la política, él resolvía todas las cuestiones con chistes, anécdotas originales y agudezas, y andaba de grupo en grupo amenizando la conversación. Varias veces vi también en las tertulias al doctor Aguilar… Quién hubiera dicho a estos dos hombres de tan distinto carácter, cuando tomaban el té al lado de Mosquera y le admiraban: «Ese general, hoy día conservador, será de aquí a muchos años dictador y jefe del Partido Liberal, y como tal, os enviará al patíbulo, y os hará fusilar sin fórmula alguna, al son del bambuco». ¡Ah!, ¡si uno pudiera con tiempo adivinar quiénes han de ser sus victimarios!
+Recuerdo que la primera ocasión en que concurrí a las tertulias del general Mosquera, me ocurrió un curioso caso de apretura, en el que fui cortesano por la primera y última vez de mi vida. En cierto momento púseme a jugar unas partidas de ajedrez con el doctor Quijano. Ganóme la primera, le gané la segunda, y en la tercera jugué de tal modo que el jaque mate llegó a ser inevitable para él. En aquel momento se acercó a nuestra mesa el general Mosquera, vio el juego y dijo:
+—¡Doctor Quijano, se está usted dejando dar jaque mate!
+—Pues no veo modo ya de evitarlo —dijo el robusto y talentoso payanés.
+—¡Oh!, yo tomaría sus piezas y lo evitaría —repuso Mosquera.
+—Pues tómelas usted, señor general —dijo Quijano con su habitual flema risueña.
+El general tomó su puesto y movió una pieza. El juego estaba de tal modo que mi contrario no podía hacer sino una de dos cosas: o rendirse de una vez, o sacrificar sucesivamente tres o cuatro piezas para tener luego que sufrir el mate. Púseme a pensar lo que haría. Mi juego consistía en mantener firmes dos peones que paralizaban el del contrario, y obrar solamente con un alfil y dos caballos, pero de este modo el mate era inevitable, lo que no soportaría tal vez la vanidad del general Mosquera, que se picaba de ser superior en todo y principalmente gran estratégico. Moví, pues, uno de mis peones esenciales para tomar la pieza que él me sacrificaba, y desde aquel momento abrí camino a la reina contraria y le facilité la defensa de su rey. Ello fue que a las cuatro o cinco jugadas el mate estuvo evitado, y que al fin se entabló la partida, quedando ambos sólo con rey y reina.
+Levantóse de la mesa muy orondo el general Mosquera, y cuando él se hubo apartado, me dijo el doctor Quijano muy maliciosamente:
+—Me parece que usted ha jugado más como cortesano que como ajedrecista, pues ha hecho todo lo posible por perder la partida.
+—¡Ah!, ¿y qué quería usted que yo hiciera? —repuse—. Si el general Mosquera hubiese perdido la partida, jamás me lo habría perdonado. No me conviene su malquerencia.
+—¡Vamos! Pues por lo visto, ya usted conoce bien al general.
+—¡Cómo no!, ¡si por ciertos aspectos es transparente!
+El general Mosquera, en efecto, me tomó cariño, o al menos mostró algún interés por darme una posición, puesto que un día le dijo a mi padre: «Señor Samper, deseo que su hijo José María haga carrera viajando, en lugar de quedarse en el país ejerciendo la abogacía y ocupándose en los trabajos de un ardoroso pero estéril periodismo. Estoy pronto a nombrarle oficial adjunto de una legación de primera clase que voy a enviar al Perú, confiada al doctor José Vicente Martínez, y cuyo secretario será el doctor Cerbeleón Pinzón». Mi padre le dio las gracias debidamente, y aceptó sub conditione. Era menester no sólo que me agradase el empleo, sino también que yo tuviera garantías de correr buena suerte en tierras extranjeras.
+Mi padre habló sobre el asunto con el doctor Martínez, que era su amigo, y este nos prometió con exquisita benevolencia que sería para mí como un padre durante todo el viaje, y haría por mí cuanto pudiera, lo que me indujo a decir al general Mosquera que aceptaba el nombramiento. Pero en breve una circunstancia muy desgraciada frustró para mí aquel principio de carrera diplomática. Casi súbditamente, o apenas después de dos o tres días de enfermedad, falleció el doctor Martínez, a la sazón presidente del Senado, en el mes de marzo, y como yo no tenía, ni mi padre, relaciones algunas de amistad con el señor Juan de Francisco Martín, en quien recayó después el nombramiento de ministro, preferí no ir por entonces al Perú, y avisé al general Mosquera que podía disponer del empleo que me tenía ofrecido.
+Profundamente sentida por toda la sociedad culta fue la muerte del doctor Martínez, caballero muy distinguido, hermoso y gallardo como pocos y muy simpático y estimado. Se llegó a decir por muchos días que aquel hombre eminente había sido envenenado por los jesuitas, por cuanto apoyaba decididamente en el Senado un proyecto de ley que ordenaba la expulsión de aquellos, medida muy discutida y ruidosa y que al cabo fue rechazada. Pero aquella especie carecía de todo fundamento, y en mi concepto fue una gratuita suposición de los más apasionados liberales, imbuidos en la idea de que los jesuitas no se paraban en medios para suprimir estorbos, según les había pintado Eugène Sue en el Judío errante. Con igual interés que al doctor Martínez habían podido envenenar a mi padre y otros senadores mucho menos importantes que aquel, partidarios, en mayoría en su cámara, de la expulsión, y sin embargo, ninguno tuvo la menor novedad.
+Concluidos como estaban mis estudios de jurisprudencia, tuve muchos deseos de estudiar medicina enseguida. Por una parte, creía yo que esta profesión era más universal y segura como medio de ganarse uno la vida y una posición sólida, a más de ser un excelente recurso de familia para casos extraordinarios y un elemento sin igual para ejercer la caridad. Por otra, yo tenía la convicción de que no era posible ser buen abogado, sin conocer la fisiología, la patología y la medicina legal, ni hábil literato en muchos ramos, sin poseer también la anatomía y la fisiología, así como la botánica y la química, la patología y otras ciencias médicas. En mi sentir el literato y el artista, el médico y el abogado se completaban, y el que fuera las cuatro cosas a una vez podía ser un hombre eminente.
+Pero mi padre rechazó mi súplica, y con razón, ya porque había gastado mucho en mi educación, ya porque me necesitaba en Honda para atender a sus negocios. Juntos, pues, nos alejamos de Bogotá, él a continuar su tranquila existencia de hombre laborioso y buen padre de familia, y yo a comenzar la práctica de la vida y el ejercicio activo de mi profesión. Torné, pues, a mi vieja ciudad, diciendo adiós a los goces juveniles que me habían hecho amar a Bogotá con profundo cariño. Era ya hombre por completo: cuando contaba apenas diecinueve años y dos meses, tenía una profesión y carrera abierta, y en mi alma se abrían vastos horizontes. Iba a comenzar mi vida verdaderamente responsable: ¿cómo la conduciría? ¡Grave problema que encerraba todo mi porvenir!
+AL CABO, DESPUÉS DE TANTOS años de estudios universitarios y casi constante alejamiento de mi vieja ciudad y mi hogar solariego, había tornado yo a la vida de familia, combinando con ella, como era natural, cierta independencia de acción, propia de mi título y carrera de abogado.
+Mi posición era curiosamente extraña. Yo no tenía ni un real de capital propio, pero estaba asociado a mi padre y mis hermanos mayores, en calidad de socio industrial y copartícipe futuro de la modesta fortuna de mi padre. Era doctor en Jurisprudencia y abogado, y al propio tiempo hijo de familia, pues teniendo apenas diecinueve años cumplidos, dependía, conforme a las leyes, de la autoridad de mis padres. En fin, tenía ya alguna reputación de poeta y publicista, y, sin embargo, ni siquiera podía obrar como ciudadano, por no tener la edad requerida para ejercer funciones públicas.
+A estas anomalías es ocasionada la precocidad con que en Colombia se desarrolla la juventud y comienzan su carrera muchos jóvenes, y yo no había de sustraerme a las consecuencias de mis tempranos estudios y mi precoz intervención en las cosas públicas.
+Al hallarme otra vez en Honda volví a sentir aquel inefable goce de todos los momentos que acompaña al hombre sensible y amoroso cuando habita su propio hogar, en el seno de su familia, amando y venerando de cerca a sus padres, y reposándose de una lucha de no pocos años en medio de los mil queridos objetos que hacen tan preciosa la tierra natal. Cuando pienso en estas cosas me persuado más y más de esta verdad: que el hombre no tiene en realidad una patria, sino tres, que corresponden a sus tres elementos de vida.
+Y en efecto, hay una patria corporal o del corazón, que es el querido, inolvidable rincón del mundo donde no ha nacido, compuesta de mil pequeñeces, de mil nadas adorables, de mil objetos o incidentes, insignificantes para los demás, entre los cuales se alcanzan a ver siempre tres cosas de incomparable grandeza para la vida personal del individuo que las ama: su propia cuna, el campanario de la primera iglesia que conoció y en cuyo recinto oró sencillamente, y el cementerio donde reposan o reposaron sus padres…
+Hay otra patria moral, que sólo reside propiamente en la inteligencia y la memoria, y se compone de todas las relaciones sociales; de las impresiones que uno ha recibido como hombre, no como niño; de las instituciones que le caracterizan su nacionalidad; de la literatura que ha creado junto con sus compañeros en la común obra del progreso nacional; de la historia del pabellón que ha mirado como símbolo de su país político, y en fin, de los derechos y deberes que ha tenido que defender o cumplir como ciudadano. Y hay, por último, una patria misteriosa, invisible, la patria del alma… aquella que nuestra esperanza nos hace imaginar, desear y solicitar con insaciable anhelo, que jamás hallamos en el mundo porque no está en él; que creemos haber conocido, sin saber cuándo ni cómo, cual si hubiéramos sido proscritos de ella al nacer, para tornar a su seno algún día, pero llevándola en cierta manera como entrañada en nuestra alma… Esa patria de la esperanza, llámela cada cual como quiera, para mí es la INMORTALIDAD, patria del alma…
+Al tornar a vivir de lleno con mi familia se me ofrecía la ocasión de estudiarla y conocerla a fondo, con la sagacidad de la razón, pues hasta entonces yo no había conocido sino con el corazón, amándola desde niño. Durante mis ocho años de estudios en Bogotá yo había vivido más o menos junto con algunos de mis hermanos, ya con Manuel, Miguel y Rafael, en 1838; ya con el primero y tercero en 1839 y 1840; ora con Rafael y Antonio, de 1841 a 1842; en fin, con Miguel solamente, en 1845.
+Todos teníamos muy marcados el aire y carácter de familia, si bien se notaba que el tipo de mi padre predominaba en Miguel, Rafael, Antonio y Silvestre, el de mi madre en Manuel, en mí y en Rodulfo, y el de los dos —Samper y Agudelo juntos— muy bien combinado, en Agripina.
+Nada particular añadiré en lo tocante a mis padres, porque todas mis observaciones hechas en la intimidad de hijo hecho hombre, me confirmaron en mis sentimientos de la niñez y de la adolescencia. Mi padre me pareció un sujeto muy respetable, hombre de bien, patriota sencillo, caballero, generoso y muy desinteresado, y yo le quería con mucho respeto, estimación y gratitud. Mi madre era una mujer adorable por su candor, su dulzura y bondad; nos quería a todos entrañablemente, sin hacer la menor distinción; era muy piadosa, modelo de esposas fieles y madres abnegadas, y yo la adoraba con ternura y entusiasmo, gozándome mucho en acariciarla con frecuencia. Como ella se llamaba Tomasa, yo vivía protestando y he protestado constantemente contra el gracioso adagio español que dice no ser bueno tener «hombre Pedro en casa, ni mujer que se llame Tomasa».
+Mi hermano Manuel era joven muy buen mozo y gallardo, insigne bailador y nadador, cantaba muy bien, con dulce voz de tenor, tocaba con destreza la guitarra, era muy zumbón o amigo de burlas y chascarrillos, tenía muy clara inteligencia, sobre todo para el comercio, mucho valor personal, y aunque era no poco irascible, por su temperamento sanguíneo, se distinguía también por su generosidad y su grande espíritu de familia. Frecuentemente se burlaba de mí por mis versos, y sin embargo, se complacía mucho cuando alguien le hablaba de mis escritos con elogio, y siempre me dio muy buenos consejos.
+Miguel, que había sido muy bonito muchacho antes de que le atacase la epidemia de las viruelas, tenía magnífica frente, reveladora de su clarísima inteligencia, y se distinguía por su moderación, su espíritu seriamente metódico y analítico, sus modales suaves, simpáticos y urbanos, su gran laboriosidad en todo lo que emprendía o le ocupaba, su rectitud de sentimientos y de juicio, y el aplomo y circunspección con que hacía todas las cosas.
+Rafael, el tercero de la familia, muy rubio, gallardo y seductivo, parecía una dama por sus maneras, y las mujeres le querían con predilección. Era muy hacendoso y minucioso en todo, tímido y circunspecto, irascible y dado a la contradicción, sumamente desconfiado de los demás, porque en el fondo desconfiaba de sí mismo, y al propio tiempo sumamente benéfico y generoso, constante y fino en sus relaciones de amistad, que no en las amorosas, pues no creía en el amor sincero del sexo contrario.
+Antonio ofrecía un curioso contraste. Como sabía dominarse mucho y tenía cierto aire como socarrón, parecía que fuese miedoso o disimulado, y, sin embargo, era capaz de portarse con el coraje de un león cuando se le forzaba a salir de su afectuosa mansedumbre, y si de ordinario era reservado, jamás dejaba de ser absolutamente sincero. Nadaba un como pez, con singular gallardía, montaba a caballo con agilidad, bailaba primorosamente y se perecía por las tertulias íntimas y la guitarra; era muy amigo de chuscadas y dichos agudos, sobre todo en conversación con las mujeres; se encantaba haciendo con la mayor seriedad graciosas o inofensivas pilatunas; tenía gran talento natural y mucha inclinación al foro; mostraba optimismo en los negocios y gran disposición a iniciar especulaciones nuevas, y era generoso con sumo desprendimiento y muy leal en sus amistades, sobre todo con las gentes pobres. Para complemento de todo, prodigiosamente aficionado a comer golosinas, lo que costó, con el tiempo, muy caro a su salud.
+Agripina era muy tímida y de carácter dulce pero algo retraído; una linda niña del genio más inofensivo, y con un alma tiernamente soñadora que la inclinaba mucho a la poesía. Puedo decir que si ella, por su amante corazón y espíritu reflexivo, nació para ser poetisa, y por su grande amor al estudio había de ser mujer instruida y seria, yo la hice poetisa y escritora, porque, al descubrir su vocación, la estimulé constantemente a que ensayara sus fuerzas y diera vuelo a su fantasía. Ella se recataba mucho de hacerlo, por temor al desagrado de mi padre, que detestaba de los versos y de casi todo trabajo literario.
+Rodulfo y Silvestre, los dos hermanos menores, eran muy diferentes: el primero, alto, elegante, buen mozo; los ojos negros, grandes, aterciopelados y sumamente acariciadores; el andar lento, la salud delicada y el temperamento algo linfático; no poco inclinado a vestirse con distinción, crecía para tener el aire de un andaluz, pero de fisonomía melancólica, y era muy tímido y vergonzoso y poco espontáneo y comunicativo. Silvestre, pequeño de talla, ancho de espaldas, bastante rubio, luchador muy ágil y de carácter resuelto y muy valeroso, tenía el aire «de un boticario alemán», como decía un señor Lequerica —cubano—, y desde temprano muy inteligente para los negocios, aficionado a escribir sobre asuntos económicos, desdeñoso, por sistema, de toda elegancia, poco expansivo en su lenguaje, pero afectuoso en el trato, y buen calculador y positivista en todo.
+Por lo demás, todos teníamos profundo espíritu de familia, y siempre fuimos muy hermanables, muy unidos, prontos a servirnos, defendernos y auxiliarnos recíprocamente, con desinterés y benevolencia inalterables.
+Así yo quería mucho a mis hermanos, y todos ellos me querían y consideraban, llegando, por cariño, hasta enorgullecerse un tanto, con anticipación, de lo que aguardaban de mi capacidad, que seguramente apreciaban en más de la que era y prometía, y jamás hubo entre nosotros ningún disgusto serio, ningún resentimiento ni rivalidad, ninguna de aquellas discordancias que dividen las familias, afligen a los padres y preparan amargas competencias.
+Al tornar yo a vivir en Honda, tornaron a ser mis mayores encantos —amén de la lectura asidua y el mucho escribir a que tanto me había habituado en Bogotá—, el espectáculo y los grandes rumores del Magdalena y el Gualí, los melancólicos paisajes formados por las ruinas y arboledas de la ciudad, los frecuentes bailes y las tertulias que promovíamos los jóvenes, los paseos a caballo, la natación y la caza.
+Yo había comprado en Bogotá una linda perra perdiguera, de color muy simpático —tenía toda la piel salpicada de menudas pintas blancas y negras—, y este indigente y gracioso animal me quería mucho y me acompañaba en todos mis paseos. Muchas tardes iba yo sin más compañero que Tisbe, mi fiel perra, a vagar por las llanuras del poniente y perderme en los bosques, más entregado a poéticas lucubraciones que al placer de la caza, y siempre hacía mis excursiones a pie, ya por hacer un ejercicio que me vigorizase más, ya por andar con entera libertad, tirándome al fondo de los barrancos montuosos o hundiéndome en lo más espeso de los bosques, cosas que no hubiera podido hacer al andar a caballo. Muchas veces me sucedió que Tisbe tuviera, inquieta e impaciente, que sacarme de mis cavilaciones cuando una gran manada de perdices, algún par de conejos o un venado se ofrecían a la vista. Yo, que desde muy lejos distinguía las formas de cualquier pájaro, a las veces no veía un venado que estuviera a veinte pasos, porque solía distraerme contemplando un bello celaje, un árbol coposo y elegante, o los círculos que trazaba en el aire, a grande altura, el vuelo de un buitre solitario.
+Mi mayor gusto, como cazador, era matar con alguna destreza y de modo que mis tiros —así lo pensaba engañándome con un sofisma— no fueran aleves. Así, cuando veía alguna manada de perdices, enviaba a Tisbe a levantarlas, y no tiraba sobre ellas sino al vuelo. Cuando se presentaba un venado, hacía que aquella lo espantase, y no le soltaba el tiro sino cuando ya iba corriendo. Mi método consistió en apuntar adelante del animal, y oprimir el gatillo de uno de los dos cañones de mi escopeta cuando veía acercarse delante de la línea visual la sombra de la cabeza del cuadrúpedo. Así yo era un cazador muy diestro.
+Había en la ciudad una familia muy honrada y estimable, y muy pobre, cuyas relaciones cultivábamos mis hermanos y yo con mucho aprecio: la de un señor Cortabarría, expendedor de papel sellado. Uno de sus hijos —Josecito le llamábamos— cazaba mucho en las tierras de mi padre, y lo hacía por contribuir con la caza al mantenimiento de su familia. Una tarde, hallándome en el borde de un montuoso barranco que domina el vallecito de Chirirí, vi un hermoso venado: le hice fuego y le dejé muerto, pero noté que otro tiro de escopeta había estallado al mismo tiempo que el mío. Corrí hacia el venado muerto, y le hallé las señales patentes de dos tiros que habían partido de distintas direcciones. Un instante después vi a Josecito, en una quiebra del barranco, inmóvil al pie de un árbol.
+—¡Ah!, mi amigo —exclamé—, creo que hemos muerto el venado en compañía.
+—No tal; usted se equivoca —contestó—. Y, en todo caso —añadió—, usted tiene mayor derecho.
+—¿Por qué?
+—Porque usted es dueño de la tierra.
+Comprendí la delicadeza de Josecito, y formando instantáneamente mi resolución le dije:
+—Está bien; el venado es mío. Después será usted más afortunado.
+Me llevé el venado sobre el anca de mi caballo, y atravesé muy orondo todo el barrio del Rosario hasta llegar a casa. Cuando cerró la noche le envié el venado, de regalo, a la familia Cortabarría, con lo cual dejé conciliada mi vanidad de cazador con mis sentimientos generosos.
+Una tarde me aconteció en la caza, en la Sabana Alta, casi al pie de la meseta de los Mamones, un caso muy curioso. Yo iba a pie, y desde lo limpio hice fuego sobre una multitud de palomas torcaces que revoloteaban sobre un bosquecillo de altos arrayanes. Vi caer cosa de cuatro o cinco, y me interné a buscarlas en el bosquecillo. Las recogí y las guardé en mi maleta, y cuando ya me retiraba vi en el suelo una especie de nido de hojas secas, en cuyo fondo estaba un objeto que a primera vista me pareció ser una gran serpiente enroscada, con pintas blancas y de un rojo de castaña. Era una venadita que tendría dos o tres días de nacida… ¡Qué hallazgo para hacerle el regalo a mi hermana Agripina!
+Comprendí al punto que la madre podría estar muy cerca; preparé bien mi escopeta, le puse el pie con suavidad al lindo animalito para hacerlo chillar, y aguardé con ansiedad, mirando hacia todos lados… Un instante después se presentó la hermosa venada, a diez o doce pasos de mí, le hice fuego y quedó muerta. Con mil trabajos logré salir del bosquecillo, llevando en un brazo la escopeta y la venadita y arrastrando con la otra mano la venada.
+Pero fue el caso que no hubo en toda la llanura alma viviente; no hallé ni una leñadora que pudiera ayudarme a llevar el rico y variado botín de mi caza. ¿Qué hacer? Lo que pude: me tercié la escopeta a la espalda, me eché la venada sobre la nuca —que he tenido siempre sólida y fuerte— y tomé con el brazo izquierdo la venadita.
+Iba caminando lentamente por el llano en tan estrambótica apostura, cuando se me presentó, atravesada en el camino, una enorme serpiente. Era una talla equis —así llaman a las serpientes que tienen en el dorso una serie de equis negras y rojas— de cerca de dos metros de largo y casi medio de circunferencia en el vientre, y según toda probabilidad era la misma serpiente que, ya muy cebada en aquel llano, le había matado a mi padre cosa de ocho a diez reses de cría.
+Yo no podía perder la oportunidad de matar aquel monstruo, e hice lo siguiente: me alejé algunos pasos a reculones y con lentitud para no espantar la serpiente, dejé caer al suelo la venada, puse una rodilla en tierra para mantener debajo la venadita, con mucho cuidado, y al punto disparé mi escopeta. La equis se azotó contra el suelo durante unos momentos, retorciéndose en su agonía, y en breve quedó muerta.
+Pensar dejarla allí era absurdo para la vanidad de un cazador, pues aquel monstruo merecía ser exhibido en la ciudad, y además, yo quería darme el placer de mostrársela a mi padre, diciéndole: «Ya claudicó el demonio que mataba las novillas del llano». Así, amarré la equis con una cuerda, me até la punta de esta a la cintura, y eché a andar como antes pero adornado con el nuevo aditamento. De este modo, si visto en la parte alta del cuerpo tenía yo aspecto como de buen pastor, y de cazador en el centro, en la parte baja parecía un gran mono por el enorme rabo que iba arrastrando. Yo iba riéndome de mí mismo, y diciendo para mis adentros: «¡Vaya una estampa de poeta y doctor!».
+Al cabo di con un grupo de leñadoras a quienes pagué para que me aliviaran del rabo serpentino y del peso de la venada, y a eso de las seis de la tarde hice mi entrada triunfal en la ciudad.
+RARO ES EL HOMBRE ENTRE nosotros que vive o puede vivir exclusivamente de una profesión liberal. No hay suficientes elementos sociales para que el abogado se sostenga y haga fortuna solamente con la abogacía, ni el médico-cirujano con la medicina y cirugía, ni el ingeniero con los trabajos de ingeniería. El profesorado, el comercio, la agricultura y aun los puestos públicos son por lo común auxiliares casi necesarios de aquellas otras profesiones, y poco medraría el que se atuviera a la especialidad de la profesión adquirida mediante el estudio universitario. A esta ley de la necesidad hube de someterme en Honda, dedicándome en mucha parte al comercio, profesión que yo no repugnaba, y a la cual estaban dedicados mis tres hermanos mayores y en parte mi padre.
+Si yo pasaba la mayor parte del día en el almacén, trabajando con mi hermano Manuel —manejaba la caja y su libro, y ayudaba en las ventas y otras operaciones laboriosas—, en otras horas, las mañanas sobre todo, estudiaba mis expedientes y cuestiones forenses, que marchaban al par con los negocios. La prima noche era para las visitas, y las demás horas, hasta la de acostarme, para la literatura y la política, con lo que mi vida era sumamente laboriosa. Así lo fue constantemente, desde mediados de 1847 hasta junio de 1849, época en que cambié de posición.
+Al llegar a Honda tuve el placer y el honor de conocer a uno de los más dignos y estimables jefes que ha tenido nuestro Ejército en las cuatro últimas décadas: era el coronel —después general— Francisco de Paula Diago, gobernador en 1847 de la provincia de mi nacimiento. Encontré desde luego en él un cumplido caballero y patriota, hombre franco, independiente, íntegra carta cabal, progresista entusiasta, hábil militar, de mucha iniciativa en los asuntos públicos y muy aficionado a escribir para la prensa. Hoy día es un venerable anciano, inválido, y vive tranquilo con su familia y con la satisfacción de haber honrado siempre sus charreteras. Precisamente al escribir estas páginas le oía yo todas las noches, desde mi gabinete —abierto a todos los vientos para que no me abrumase un calor de 30 grados del centígrado—, cuando él, sentado en su balcón, enfrente al mío, departía jovialmente con los amigos que le visitaban[15]. En 1847 y 1848 nos veíamos todos los días y recíprocamente nos consultábamos nuestros escritos, así oficiales como destinados a la prensa, y siempre nuestras relaciones fueron tan cordiales como francas. El general Diago ha sido entre nosotros un militar modelo: soldado de la ley y solamente de la ley.
+Tan llena de humo de liberalismo exagerado tenía yo la cabeza en aquel tiempo, que hice de muy buena fe una grandísima diablura. Subsistían entonces las leyes que requerían el tener título de abogado para poder ejercer todas las funciones —sobre todo la de sentenciar— de juez letrado de circuito o magistrado de algún tribunal, y hallándose vacante en Honda la judicatura «de letras», la ejercía en interinidad un suplente. No siendo este letrado, tenía que asesorarse para pronunciar cualquier fallo, ya fuese civil o criminal, y apenas si hube llegado a Honda cuando el juez comenzó a pedirme asesorías.
+El primer negocio que me consultó fue una causa seguida a un pobre diablo por contrabando de tabaco. Como en estos negocios de fraude a las rentas no había excarcelación, el infeliz reo llevaba siete u ocho meses de horrible prisión —la cárcel de Honda es una de las más espantosas que se conocen en este país—, bien que toda la cuestión se reducía a la venta clandestina de unas pocas libras de tabaco, y que en realidad la pena legal era menor que el terrible sufrimiento de una larga prisión preventiva. En el punto de vista puramente legal, la cuestión era sencillísima: el hecho estaba probado, el reo convicto y confeso, y había que condenarle sin tener en cuenta ninguna consideración filosófica.
+Pero yo veía las cosas más con ojos de reformador liberal que de abogado y juez. Mi sentencia, en sustancia, fue la siguiente:
+«Considerando que el contrabando es un delito puramente artificial, inventado por la ley misma, en fuerza del establecimiento del monopolio.
+«Considerando que es inicuo y monstruoso no admitir la excarcelación del reo, durante el seguimiento del juicio, por un delito que nada tiene de atroz ni filosóficamente es inmoral.
+«Considerando que el reo ha sufrido, como simple preso, una pena mucho mayor y más cruel que la que la ley asigna a su delito…
+«Administrando justicia etcétera,
+«Se absuelve de todo cargo etcétera, y póngase al reo en libertad».
+El juez, al leer mi sentencia, se quedó pasmado
+Corrió luego a buscarme y me dijo:
+—¿Bien seriamente me aconseja usted fallar así?
+—Muy seriamente —le contesté.
+—¿Y si me conformo con la sentencia?
+—Quedaré muy contento.
+—¿Y no seré responsable?
+—Lo será usted, y yo también; pero yo más que usted.
+—Las ideas de usted me gustan, señor doctor.
+—Tanto mejor, señor juez.
+—Pues me conformo con la sentencia.
+—Está bien.
+—¿Pero tendré que consultarla?
+—Sin duda.
+—¡Ah!, esto es lo grave, porque el Tribunal Superior…
+—¿Pensará de otro modo?
+—Seguramente.
+—Entonces vea usted lo que hace.
+El juez resolvió una cosa muy sencilla: conformarse con la sentencia, ejecutarla sin confirmación superior, y callarse la boca, con lo que se ponía a cubierto de responsabilidad, siempre que el agente del Ministerio Público se callara también. Ambos empleados estaban sumamente fastidiados con cosa de cuarenta y ocho a cincuenta causas pendientes por contrabando de tabaco y aguardiente, cuyos respectivos reos hormigueaban llenos de miseria en una cárcel infecta y horrorosa. Mi sistema de sentencias filosóficas agradó mucho al juez y su secretario, al fiscal y al alcalde de la cárcel; se me pasaron en asesoría todas las causas pendientes sobre contrabando, muchas de ellas demoradas por seis, ocho y diez meses y hasta un año, y a virtud de mis asesorías en poco tiempo quedó la cárcel casi vacía. Muy caro me pudo haber costado mi filosofía filantrópica, de todo punto ilegal y que aparejaba seria responsabilidad, pero nunca me arrepentí de haber sido así caritativo y moralmente justo.
+Fue una fortuna que hubiese poco después revocado el tribunal el nombramiento que espontáneamente hizo en mí para el importante empleo del juez del circuito de Ambalema, revocatoria proveniente de haberse caído en la cuenta de que yo no era aún ciudadano, por falta de edad, y que por lo mismo no podía ser juez. Yo, si por mi rectitud de conciencia podía ser buen juez, hubiera hecho más disparates acaso, con la mejor intención, dejándome dominar de unas teorías filosóficas que no se compadecían con la estricta legalidad.
+Como dejo insinuado, fue extraordinaria mi actividad y variedad en el trabajo, durante los primeros años, después de la conclusión de mis estudios, y estas mismas condiciones me han caracterizado en todos los posteriores años de mi vida. Yo abusaba de mi robustez y vigor, y no consultaba, al trabajar tan asiduamente, las reglas de la higiene. Jamás me fatigaba, o mejor dicho, descansaba siempre de un trabajo con otro. Adquirí el hábito de dormir solamente seis horas —rara vez siete— sin que me hiciera falta mayor reposo, y siempre de un solo sueño, sin que siquiera se me percibiese el ruido de la respiración. Despierto, nadie era más inquieto que yo; dormido, mi tranquilidad física era absoluta, bien que muy frecuentemente soñaba. Muchas veces hablaba dormido, y si me preguntaban algo con cautela, sostenía la conversación durante algunos minutos sin despertar. Mi sueño era ligero, y siempre recordaba por completo lo que había soñado.
+Como no tenía pereza para nada, y escribía rápidamente y me gustaba hacer las cosas con prontitud, me alcanzaba el tiempo para todo. Desde temprano contraje ciertos hábitos de escritor no poco favorables a la fecundidad y claridad del pensamiento. Por una parte, escribía en letra muy clara y abierta, y cuando tenía que poner en limpio algún borrador, lo hacía yo mismo a fin de corregir mejor mis escritos y fijar más las ideas en la memoria. Acostumbraba escribir todos los pensamientos importantes que me ocurrían, y la experiencia de muchos años me ha probado que nada se aprende tanto como aquello que se escribe. Gran parte de lo muy poco que sé lo he adquirido escribiendo, porque así he pensado más lo adquirido por la lectura o la conversación, y el simple trabajo lógico de la extensión, la comparación, la deducción y la inducción ha multiplicado mis nociones.
+Desde 1847 he acostumbrado tener sobre mi escritorio unos cuantos pliegos de papel en blanco, con sus encabezamientos de artículos de periódicos, poesías, capítulos de obras, cartas importantes, etcétera, y junto al tintero media docena de plumas preparadas en sus mangos para escribir. Cuando un artículo me ha fatigado el cerebro —lo que percibo al sentir que se me detiene la pluma por momentos o que mi pensamiento titubea—, cambio de asunto, papel y pluma, y sigo trabajando, con lo cual descanso. Si al cabo me fatigo de escribir, inmediatamente tomo un libro y me pongo a leer, y si luego una lectura me cansa, la cambio por otra y también así descanso. Jamás he descansado de un trabajo con la ociosidad, sino con un trabajo distinto.
+Cuando voy de paseo, enteramente solo, o me acuesto y tarda el sueño en venir, estoy siempre componiendo mentalmente: preparo así la armazón y las principales ideas de mi asunto, y después, al escribir, improviso con tanta facilidad como al hablar, quedando mis borradores como copias en limpio. Si al tratar de conciliar el sueño me ocurren pensamientos muy importantes, salto de la cama, enciendo luz y los escribo en sustancia. Con este sistema, seguido en todas sus partes desde 1847, los días han sido para mí como de cuarenta y ocho horas, he cultivado lo más posible mi espíritu, he vivido con el pensamiento el doble de mi edad, y he podido producir hasta los cincuenta y tres años lo que muchos hombres laboriosos no alcanzarían a producir —uno solo, se entiende— en un siglo.
+Al propio tiempo que yo ejercía mi profesión de abogado, que trabajaba asiduamente en el comercio, y que solía divertirme según mi carácter y mi edad, colaboraba activamente en muchos periódicos, enviando artículos —en diversas épocas de los dos años— a El Día, la Prensa, el Duende, el Aviso y la América, de Bogotá; a la Gaceta Mercantil, que publicaba el doctor M. Murillo en Santa Marta; al Fanal, de Cartagena, que redactaban varios escritores, entre ellos Lázaro María Pérez; al Brujo, publicado en Medellín por el malogrado y valeroso Justo Pabón, y al Cabrión, que el mismo Pérez estableció después en Ocaña. Y esto no me bastaba: escribía versos sin tener misericordia a las musas, y ensayaba mis fuerzas en multitud de asuntos políticos y literarios.
+En 1848 tornó mi padre a Bogotá, debiendo concurrir al Congreso, y llevó la familia consigo. Durante la temporada ocurrió un incidente de familia que hizo necesaria mi repentina traslación a la capital, y pasé en esta cosa de tres semanas. En la vecindad de nuestro domicilio, tocándose los solares o patios interiores de las dos casas, vivía uno de mis íntimos amigos y compañeros de colegio, el más antiguo de todos. Con ocasión de visitarle, vi varias veces a su preciosa hermana Elvira, joven que era muy estimada y querida en Bogotá, tan pobre en bienes de fortuna y comodidades como rica en dotes personales. Era apenas año y medio menor que yo, y nos habíamos tratado hasta entonces con mucha cordialidad, bien que sin intimidad alguna, a causa de mis relaciones con su hermano, pero como yo había tenido, hasta principios de 1846, ocupado el pensamiento con mis amores de adolescente, que en nada pararon a la postre, nunca había fijado la atención suficientemente en Elvira, por notorios que fuesen su mérito y sus gracias. La vecindad en que vivíamos ocasionó en 1848 la frecuencia de mis visitas, con ellas nació la intimidad, y de esta un grande acrecentamiento de estimación y simpatía. Ello fue que, sin ligarme con declaración alguna ni el menor compromiso, al regresar de Bogotá salí creyendo que estaba prendado de Elvira, pero sin tener seguridad de ello. Tocóme entonces reemplazar a uno de mis hermanos en Ambalema —pues todos trabajábamos formando con nuestro padre una sola compañía—, y allí continué ocupado en el comercio y ejerciendo la abogacía.
+A la sazón se agitaban mucho los ánimos con la próxima elección de presidente de la República, para la cual eran candidatos el general José Hilario López, del Partido Liberal, y los doctores José Joaquín Gori y Rufino Cuervo, de dos fuertes fracciones del Partido Conservador. El general Mosquera, enemigo mortal de Gori por cuestiones baladíes, fingía apoyar a Cuervo con el prestigio del Gobierno, aunque le gustaba la candidatura del doctor Florentino González, muy poco popular; los conservadores que se llamaban «independientes» o «moderados», sostenían a Gori, y el Partido Liberal en masa, con un programa claramente formulado, en el sentido de las más trascendentales reformas, sostenía con entusiasmo a López y esperaba triunfar.
+Naturalmente, como que era liberal, fui lopista, y trabajé y escribí cuanto pude en favor de mi candidato. Y sin embargo, al verificarse las votaciones primarias no pudieron hacerme elector, porque no tenía la edad necesaria, y sólo pude ser sufragante —en la votación de primer grado— por cuanto había entrado en los 21 años, sin tenerlos cumplidos, lo que la ley no exigía. Tal fue mi primer acto verdaderamente político, y acaso ningún otro voto he dado en mi vida con tanta satisfacción como aquel, ni con mayor entusiasmo.
+La lucha de los partidos en aquel año fue franca, leal y decente, sin que ocurrieran en parte alguna disturbios ni violencias, y los votos de los electores se distribuyeron —si mi memoria no me es infiel— poco más o menos así:
+735 por el general López;
+410 por el doctor Gori;
+304 por el doctor Cuervo, y
+70 por el doctor Florentino González, candidato de un círculo semiliberal y semimosquerista.
+En realidad, el Partido Liberal había obtenido la mayoría, pero como la Constitución la exigía absoluta y no relativa, había que perfeccionar la elección, escogiendo el Congreso entre los tres principales candidatos. Grandes fueron entonces la exaltación y expectativa de los ánimos y las intrigas adelantadas por los jefes de los partidos, mayormente cuando el programa adoptado por los liberales y aceptado por López aparejaba reformas que, al ser ejecutadas, traerían consigo una profunda transformación política, social y administrativa de la República. En breve iban a presentarse días de solemne prueba y muy graves acontecimientos.
+COMENZABA EL AÑO DE 1849 cuando, con aquella impaciencia por la publicidad que es propia de la juventud, porque la animan juntamente el anhelo de servir a las letras y no poca vanidad o presunción, publiqué mi primer libro. Era un volumen de poesías líricas de 200 páginas en 8.º, fruto de mis románticas lucubraciones de los 15 a los 19 años. Ya he dicho lo que pienso de aquel primer libro. De todo él sólo dejaría subsistir unas veinte páginas, con incorrecciones y todo, si me fuera dado revocar lo pasado: todas las demás las condenaría al fuego sin misericordia, pues sólo para extirpar el mal gusto me parecen buenos, siquiera sean en gran parte ineficaces, los autos de fe. ¡Quién pudiera borrar con el codo mucho de lo que ha escrito con la mano!
+Comoquiera, al ser autor de mi primer libro, o darlo a luz, cual una mujer que alumbra un niño antes de tiempo, me sentí dichoso, no tanto por la obra misma, cuanto por ser ella el comienzo de una prolongadísima serie de trabajos que mi incansable laboriosidad había de producir. Bien que había publicado ya con mi firma un centenar por lo menos de artículos y poesías, en los periódicos, no dejaba de sentir algún encogimiento, como poeta y escritor, delante del público, pero las Flores marchitas —verdes, o marchitas o descoloridas— me hicieron perder el miedo al público para emprender trabajos serios. Creía yo, y en ello me ha confirmado la experiencia, que un hombre de letras o de ciencia no es verdaderamente escritor público mientras no ha patentizado su aptitud y habilidad para escribir un libro, y que si la tarea del periodista puede ser muy importante, benéfica y aun decisiva, su obra no deja por lo común huellas profundas en el campo de las letras, ni verdaderos monumentos para la historia nacional, las ciencias y la literatura.
+Recuerdo que Manuel Pombo, al ver que yo escribía tanto cuando éramos condiscípulos, me hacía de broma una predicción: «Tú serás», me decía «el “Tostado” de esta tierra, y no pasarán muchos años sin que se vean en las bibliotecas muchos volúmenes con estos títulos: Obras de Samper, Oeuvres de Samper, Samper’s Works, etcétera». Antojábaseme que había de cumplirse, siquiera en la parte española la predicción de Pombo, y no poco influyó esta idea para inducirme a ser tan laborioso como he sido.
+Si la publicación de mi primer libro —del cual no hicieron caso los literatos titulados, bien que fue leído por la juventud y las mujeres, no sin agrado, por lo que había cundido el romanticismo—, fue el principio de algo serio y formal de mi carrera literaria, el 7 de marzo me abrió el camino para la carrera política. Mi padre era amigo del general López y le había dado su voto para presidente, como senador que era, en la sesión que se volvió histórica en alto grado con aquella memorable fecha. Además, el presidente había leído algunos de mis escritos, y me estimaba y quería que yo hiciera carrera política y contribuyese a sostener su administración. Por otra parte, yo era amigo entusiasta, desde cuatro o cinco años antes, del doctor Murillo, el más joven y emprendedor de los secretarios del general López, y él también procuraba, y con mayor empeño por la completa identidad de ideas que entonces nos ligaba, ayudar espontáneamente en el propósito de llevarme a ocupar un puesto público importante.
+Fui, pues, nombrado jefe de la sección de Contabilidad de la Secretaría de Hacienda, donde precisamente iba a ser colaborador de Murillo, y en junio de 1849 me trasladé a Bogotá y me aposesioné de mi empleo. Muy pocas semanas después fui nombrado también catedrático de Ciencia y Derecho Constitucional y Ciencia y Derecho Administrativo de la Universidad Central, y entré en ejercicio teniendo un número considerable de alumnos. Cosa bien curiosa: muchos de estos alumnos vinieron a ser mis contradictores en ideas y adversarios políticos, llegando no pocos a figurar como personajes. Entre los doctores que fueron mis discípulos en la Universidad he contado después cuatro o cinco generales, hijos de nuestras guerras civiles: Sergio Camargo, el más brillante de todos, José María Louis Herrera, Daniel Aldana, Peregrino Santacoloma y quizás algún otro… De los demás, han hecho notable papel, bueno o malo, pero a veces en filas opuestas a las mías, Aníbal Galindo, Nicolás Pardo y muchos otros. Así como las madres jamás saben lo que crían, nunca los profesores pueden contar con que la semilla que riegan en el corazón de sus discípulos fructifique después como ellos lo desean.
+El general López me acogió y trató con particular benevolencia el día que fui a saludarle y darle las gracias por el honroso nombramiento con que me había favorecido, y desde entonces fue para mí un fino, inalterable amigo, al propio tiempo paternal y muy considerado en su trato, a quien siempre debí, hasta el día de su muerte, las más cordiales muestras de estimación y aprecio. En varias épocas mantuvimos posteriormente activa y franca correspondencia, y conservo de él, como preciosas reliquias, muchísimas cartas que le ponen de manifiesto tal cual era: ingenuo como un niño, desinteresado y patriota en supremo grado, hombre leal y de conciencia honrada, modesto en el fondo, con algunas apariencias de vanidad, valeroso y abnegado en todo, y ardoroso amigo y defensor de la libertad y la justicia. Tengo la absoluta convicción de que las faltas políticas que cometiera el general López durante su noble vida, sólo provinieron de falta de luz mental en algunos casos, en otros, de la presión o los consejos de sus amigos y copartidarios, o del exceso de hostilidad de sus contrarios, y en algunos también, del fervor y desinterés de un patriotismo que sólo podía extraviarse en su modus operandi, jamás en su intención.
+Por primera vez, al hallarme en Bogotá sirviendo empleos públicos, viví enteramente solo y como dueño de casa, en absoluta libertad. Había tomado para mi vivienda una casita en la calle de San Miguel, tenía mi cocinera y mi criado, con mi moblaje y modesto servicio propios, y vivía a mi gusto. Jamás fue más pura ni arreglada mi conducta privada que en aquel tiempo de entera libertad, y si después renuncié a este modo de vivir y me mudé a una respetable fonda, fue solamente porque una dolorosa enfermedad que sufrí del estómago me hizo comprender que la soledad de domicilio no convenía ni a mi carácter esencialmente comunicativo y sociable, ni a la seguridad de mi salud.
+Fue curioso el modo como me curé. Llevaba ya veinte días de fuerte disentería, sufriendo mucho, y después de diez de tomar inútilmente glóbulos homeopáticos de don Víctor San Miguel —padre del célebre y raro don Peregrino, digno de su nombre bautismal—, y de otros diez de atormentarme con los fomentos, menjurjes y otras cosas de la medicina alopática, iba a peor la enfermedad. Yo comenzaba ya a graduarme de esqueleto, cuando un día me llevaron una plancha de invitación para un banquete masónico. «Pues iré», me dije, «suceda lo que suceda, que ya estoy fastidiado de mi mal y los remedios». Me vestí trabajosamente, porque estaba muy débil, fui al banquete nocturno, comí de casi todo lo que podía matarme, bien que principalmente me atuve al jamón y los salchichones, y bebí únicamente vino Burdeos. Aquella noche dormí larga y deliciosamente, y al siguiente día me levanté sintiéndome fuerte, de buen humor y enteramente curado. A nadie aconsejaré un régimen terapéutico banquetero, tal como el que me curó por completo, pero es lo cierto que me curó.
+Al regresar a Bogotá, mi primera visita, como era natural, había sido para Elvira, y al verla sentí un gozo profundo, un verdadero estremecimiento de placer, y, sin embargo, pude analizar y comprender la naturaleza del sentimiento que había en mí. ¿Me amaba ella con ardor o con ternura? Más de un año después me confesó que me amaba con toda el alma desde 1848, pero eran tales su compostura y recato y me trataba con tal cordialidad de amiga, que antes de aquella confesión, hecha a su tiempo, no pude discernir lo que ella sentía. En cuanto a mí, evidentemente a los ojos de mi alma yo no estaba enamorado: no me agitaba aquel apasionado sentimiento de abandono personal, de adoración íntima y de aspiración a un ideal, solicitado y hallado en una mujer, que constituye el verdadero amor. Lo que yo sentía por Elvira era una deliciosa y tranquila combinación de simpatía contenta, casi fraternal, y de profunda estimación por las preciosas cualidades que la adornaban. El verdadero amor, el grande amor, aquel que señorea el alma en absoluto y arrastra a la suprema dicha o la suprema desgracia, no se insinúa lentamente ni se va formando y educando: nace súbitamente y se impone, se apodera del alma, sin que esta tenga conciencia de su dulce o dolorosa esclavitud, y no deja tiempo a la reflexión. Mi cariño por Elvira era en mucha parte un afecto pensado, analizado, discutido conmigo mismo, porque yo había tenido muchos años para conocerla e irla queriendo. Así mi amor no era, si se me permite la expresión, un bloque entero de gran roca moral, sino algo como un conglomerado que se había ido formando por aluviones sucesivos, en sedimentos sólidos pero compuestos de varias piezas.
+Después de reanudar mis gratas relaciones con Elvira y su familia y de aposesionarme de mi empleo, mis primeros empeños habían sido tres: incorporarme en la Sociedad Democrática, fundar un periódico y hacerme iniciar en la francmasonería. ¡A cuántos prodigios de actividad y laboriosidad no me obligaron estas tres cosas, y cuántos desengaños, conflictos y amarguras no me ocasionaron! Puesto que escribo la historia de mi alma, bueno es que yo hable con ingenuidad de todas estas cosas, mayormente cuando no hay motivo para guardar secreto sobre ellas.
+La Sociedad Democrática de Bogotá, creada en 1848, fue invención de varios lopistas, entre ellos José María Vergara Tenorio —joven de gran capacidad, considerable instrucción y mucho valor moral— y Fernando Conde, que redactaban el Aviso; Ricardo Vanegas, redactor de la América, y otros liberales entusiastas, a quienes pareció conveniente mover las masas populares por medio de los artesanos, con el fin de hacer triunfar la candidatura del general López. Los artesanos de Bogotá, en su gran mayoría, habían sido hasta entonces gobiernistas, mejor dicho, materia disponible para servir como soldados y sufragantes al Gobierno, bajo la influencia de los jefes y capitalistas conservadores y del clero.
+¿Cómo sustraerles a esta influencia y ponerles del lado del liberalismo? Se creyó que lo más eficaz para el logro de este fin era halagar sus pasiones —porque ideas no tenían—, hablándoles de emancipación, igualdad y derechos —jamás de deberes—, y su amor propio, con la perspectiva de convertirse ellos, a su vez, en una potencia política y social, mediante la asociación permanente de sus unidades dispersas. Por eso la sociedad fue llamada Democrática de Artesanos.
+Así ellos, bien que en realidad eran dirigidos como unos instrumentos por los jefes de la Sociedad, todos hombres políticos, se creían dueños del campo y de su voluntad, con el poder bastante para decidir de todas las elecciones y pesar sobre el Gobierno. Se comprendió en breve que esta creencia se les convertía en sustancia, y que, por tanto, siendo ellos fuertes por el número, convenía neutralizar su fuerza material con otra más inteligente, y tanto por esta conveniencia como por entusiasmo democrático, centenares de jóvenes o individuos que no eran artesanos se hicieron recibir miembros de la Democrática. Yo fui de este número y entré con todo el calor de un liberal sincero, ardoroso en la lucha y entusiasta por todo lo que aparejase reformas. ¡Reformas! Esta era la palabra sacramental, la voz de orden, la expresión de todas las pasiones, todos los intereses y todas las ideas del liberalismo, y como entonces estaba de moda la República francesa —Francia influye tanto sobre el mundo con sus ideas como con sus pomadas—, por todas partes, entre nosotros, se veía la misma divisa de la Revolución francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
+¿Qué hacíamos todos en la Democrática? Perorar, diciendo casi todos los más estupendos dislates, agitar las pasiones, practicar la política tumultuaria y organizar las fuerzas brutas del liberalismo. Jóvenes y artesanos proponíamos y proclamábamos las cosas más estrafalarias, dejando el herrero su yunque y el joven elegante los salones de la alta sociedad para ir a ensayarnos en la oratoria populachera y declamadora, alzándonos sobre una tribuna que olía a cuero curtido, en medio de cofrades vestidos de ruana en su mayor número, que a las veces inspiraban sus peroratas en la tradicional totuma de licor amarillo. En breve, las Democráticas se multiplicaron en toda la República, estrechamente relacionadas y organizadas en una inmensa falange de batallones, sin armas ni disciplina, pero prontas a la lucha, y llegaron a ser no sólo una gran potencia política, una especie de Estado voluntarioso y engreído, dentro del Estado legal, sino un grande estorbo y dificultad permanente para los gobernantes y un serio peligro para la sociedad entera.
+La experiencia me ha probado que si las sociedades permanentes son excelente cosa para suscitar y conducir los progresos de la ciencia y la literatura, del crédito y de la industria, son en absoluto funestas para la política. Si el meeting o junta ocasional produce muy buenos resultados, como medio de acción transitoria y ad hoc de la opinión pública, el club político no es sino un tumulto organizado, un elemento permanente de perturbación y violencia. Todo club político se engríe, se apasiona en un sentido, aspira a la dirección de la política, a formar una fuerza militante y temible, y acaba por quererse imponer y se impone al Gobierno que le deja obrar como potencia directiva. Comienza todo club por manifestar su espíritu, después pide, luego exige y al cabo ordena y hace lo que quiere, y como siempre bajo las apariencias del número hay unos pocos espíritus ocultos que le dirigen, resulta así que la potencia de un club es la fuerza anónima de los que quieren triunfar, dominar u oprimir sin responsabilidad, por medio de ciegas muchedumbres. Esta es la demagogia organizada, la más temible de todas las tiranías.
+Bien que yo tenía la cabeza muy montada al aire en 1849, a poco de figurar como uno de los más activos tribunos de la Democrática de Bogotá, comprendí que aquel juego de peroraciones desarregladas sería estéril, si no pernicioso, para casi todos, a menos que se procurase la educación moral y política de los artesanos, casi todos ignorantes e incultos por extremo. Tomé interés, por tanto, en que se organizase, cumpliendo con uno de los objetos reglamentarios de la Sociedad, un sistema de enseñanzas gratuitas, y dando el ejemplo, establecí dos clases por mi parte, dictando lecciones orales de Moral y Derecho Constitucional en dos noches de cada semana. Mis lecciones eran escuchadas con placer por más de 300 artesanos, y muchos de ellos, en las demás noches en que no había sesiones, asistían a clase de escritura, de historia patria, etcétera. Pude notar que los artesanos de Bogotá eran muy inteligentes y tenían verdadero deseo de instruirse y adelantar en civilidad y cultura.
+Una compañía dramática, compuesta de españoles, que llegó por aquel tiempo a Bogotá, y era una de las mejores que yo haya conocido en los teatros hispanoamericanos —la de Fournier, Belaval y González—, puso de moda entre nosotros la francmasonería, que desde 1830 había perdido todo su auge en el interior, quedando relegada a dos o tres ciudades de nuestras costas. Entre los comediantes, casi todos francmasones, el caraqueño Torres —célebre entre los cachacos por el cigarrillo, el tresillo y las cenas suculentas—, don José Vallarino, Ancízar, algunos venezolanos, y otros viejos hijos de la luz, fundaron en Bogotá la logia Estrella del Tequendama, poniéndola bajo la suprema autoridad del Grande Oriente de París, conforme al antiguo rito escocés. En breve fueron entrando en la logia muchos jóvenes de la capital, y se tomó particular empeño en catequizar a unos cuantos sacerdotes y a todos los hombres políticos que ejercían altos empleos. Habláronme de la francmasonería como de una institución altamente humanitaria que trabajaba solamente por la fraternidad, la libertad, la caridad y la ilustración universales, y la acepté con entusiasmo. La idea de formar una asociación que se extendía a través de los siglos por el mundo entero para hacer el bien, sin distinción de razas, religiones ni gobiernos, halagaba mucho mis sentimientos de filantropía y cosmopolitismo, y sólo me desplacía la obligación de ligarme con juramentos y obrar en secreto, lo que pugnaba con mi carácter independiente, franco y transparente.
+A pesar de estos defectos de la institución, entré en la logia con entusiasmo. Me recibieron con placer, dispensándome casi todas las pruebas físicas, por cuanto no era un palurdo, y no tardaron mucho en darme ascensos de grados o «aumentos de salario» para no trabajar como aprendiz en «la piedra bruta», según las expresiones consagradas en la jerga de la comunidad. Me gustó el templo, por sus símbolos, pero me disgustaron mucho dos cosas: primera, la absoluta incapacidad reglamentaria de los aprendices y compañeros para hablar por boca propia —tenían que hacerlo por boca de los vigilantes— por lo que mi forzado silencio me impacientaba; segunda, la multitud y variedad de ceremonias, casi todas risibles, propias sólo para convertir en mito la palabra humana y crear una ciencia artificial de majaderías, fundamento y estímulo de los aumentos de salario, y tercero, la ridícula importancia que se daban, a título de altos grados o personajes masónicos, unos cuantos hombres enteramente nulos o insignificantes que nada valían ni podían valer en el mundo profano. Nada era más contrario a la justicia, en mi sentir, que aquellas preeminencias de nulidades, fundadas en ceremonias y no en verdaderos méritos, y realzadas con suntuosas bandas, cruces, collares, mandiles y otros relumbrones, y nada me pareció más semejante que la francmasonería a una de aquellas tristes aristocracias de títulos comprados, que siempre han dado la preeminencia a los ineptos, ricos o intrigantes sobre los hombres capaces e ilustrados pero pobres.
+A los cuatro o cinco meses de ser miembro de la Estrella me eligieron orador, y entonces estuve en mi elemento. Como tal, no sólo tracé muchas planchas y columnas —que de ordenanza eran aplaudidas—, sino que me tocó examinar o interrogar en su iniciación a unos cuantos personajes políticos. Llegóme a tocar, en algunos casos excepcionales, presidir la logia en calidad de Venerable pro tempore, y en 1864, siendo desde muchos años antes Past master, Caballero de Oriente y Occidente y Soberano príncipe Rosacruz, fui elegido presidente del capítulo de rosacruces, y como tal me llamaban en las tenidas el muy Sabio. ¿No era soberanamente grotesco que un joven como yo, inexperto, novicio en mil cosas y sin ninguna respetabilidad fuese llamado maestro, venerable y muy sabio, sólo porque ocupaba ciertos puestos? ¿No era risible a mis propios ojos que yo, republicano demócrata, tuviera títulos de caballero y príncipe soberano, así como unos cuantos alcornoques tenían los de príncipes del real secreto, grandes inquisidores, etcétera? Esta me pareció ser una de las grandes flaquezas de la institución, la menos adecuada, por su origen, su ritual y su carácter secreto y de perpetuas obligaciones, para unos hombres de alma libre y digno proceder, como deben ser todos los ciudadanos republicanos.
+En la época en que figuré en la francmasonería, esta no tenía, lo afirmo con absoluta seguridad, ningún propósito antirreligioso. Los objetos principales eran, para el mayor número: pasar el tiempo cultivando gratas relaciones sociales y cenar sabrosamente con alguna frecuencia. Para unos pocos era una especulación, pues con los derechos por iniciaciones y aumentos de salario, los productos del tronco de los pobres y las frecuentes suscripciones voluntarias «para socorrer a hijos de viudas» y a «hermanos pobres en desgracia», medraban algunos, cosechando el fruto de su celo masónico. Sin embargo de la absoluta tolerancia religiosa que había en la logia y de una aparente abstención política, ella trabajaba activamente contra los jesuitas. Este era su principal objetivo, y tanto, que todas las noches, al cerrar las tenidas, el Venerable nos hacía jurar a todos solemnemente: «Odio eterno a la tiranía y a los tiranos» —lo que era de regla universal—, y «Guerra a la Compañía de Jesús», lo que era un aditamento particular de nuestra logia. Ya se verá adelante lo que la logia y los francmasones hicimos para lograr en 1850 la expulsión oficial de los jesuitas, a quienes alguien ha llamado «los francmasones de la Iglesia Romana».
+MI VIDA ERA MODESTA Y YO gastaba poco y economizaba mucho. ¿Por qué y para qué? Me parecía que teniendo dos sueldos que me producían cosa de ciento cuarenta pesos mensuales, y no teniendo obligaciones de familia, estaba moralmente obligado, después de atendidas mis necesidades, a gastar el sobrante en bien de la patria, y como para mí el bien de la patria consistía en la realización del programa liberal, me apliqué por mi parte a este fin y dediqué a él todos mis ahorros. De ahí el haber fundado El Sur Americano, periódico semanal primero y después bisemanal, que sostuve yo solo con mi pluma y mis recursos personales. A fin de darle toda la variedad posible, lo compuse de ocho o nueve secciones, y excepto las de anuncios, remitidos y noticias extranjeras yo escribía todas las demás. Desde un principio di mi nombre al público, asumiendo toda la responsabilidad, y para que los lectores creyeran que se les servían platos de diversas cocinas, yo firmaba con muy distintos pseudónimos el folletín, las variedades, la crónica interior, los artículos de fondo, los de costumbres y crítica, y otras secciones. Esta misma operación me ha servido en varias épocas para amenizar los muchos periódicos que he redactado, así en Bogotá como en Lima, y digo amenizar, porque el común de los lectores de periódicos se fijan menos en el estilo que en el nombre que suscribe cada artículo.
+Cuando empecé a publicar mi periódico —cuyos productos, por cierto, se volvieron cuentas y embrollos en manos de ciertos agentes— la actividad y laboriosidad de mi vida eran verdaderamente prodigiosas. Yo despachaba con tal acuciosidad mi oficina en la Secretaría de Hacienda, que siempre la dejaba al corriente con el día, y frecuentemente faltaba tiempo al doctor Murillo para firmar oportunamente las resoluciones que yo le proponía; servía mis cátedras con rígida puntualidad, siendo muy querido de mis discípulos; hacía mis clases gratuitas en la Democrática, en dos noches de cada semana, y nunca faltaba a sus sesiones ordinarias; concurría asiduamente a todas las tenidas de la logia; visitaba todas las tardes a Elvira, haciéndole en regla mi corte de aspirante in pectore a marido; jamás faltaba al teatro los jueves y domingos; concurría a bailes y tertulias, juntas políticas, etcétera; cultivaba todas mis relaciones, y aun me sobraba tiempo para escribir dramas y ensayos novelescos, poesías y otros trabajos literarios.
+Mi método de enseñanza en la Universidad era sencillo. No había texto alguno, porque se habían agotado las ediciones de los más apropiados que se conocían: el tratado de ciencia constitucional del doctor Pinzón y el de ciencia administrativa del doctor González. Tanto por esta circunstancia como por convicción de que los textos de enseñanza por lo común disuaden al estudiante de buscar la verdad dondequiera que esté y le estrechan el horizonte de sus estudios e indagaciones, preferí dictar lecciones orales, que iba escribiendo para redactar un curso de Ciencia Constitucional, y entretanto compuse un laborioso «Cuadro sinóptico» para facilitar la fijación de las ideas, que contenía toda la sustancia de la materia. Mi propósito era obligar a los alumnos a prestar atención y a pensar, y evitar que aplicasen a estériles trabajos de la memoria las facultades que debían dedicar a la reflexión, la meditación, el esfuerzo lógico y la discusión crítica. Con este sistema, mis discípulos —que escribían el resumen de mis lecciones, redactándolo como mejor podían— no poseían texto alguno, pero comprendían claramente los principios científicos, aprendían a pensar con método y a discurrir y discutir, y podían luego adquirir por sí solos todos los conocimientos necesarios.
+Yo era miembro de la Junta de Inspección y Gobierno de la Universidad, a quien incumbía nombrar los catedráticos suplentes para casos accidentales. Me ocurrió hacer nombrar suplente mío a uno de mis discípulos, y propuse al joven Aníbal Galindo, a quien particularmente distinguía. Mi doble objeto era procurar a este joven un medio de abrirse camino y hacer conocer su talento, y fomentar entre los alumnos una saludable emulación. Tres o cuatro veces me fingí indispuesto, y avisaba con anticipación a Galindo: «Mañana hará usted la clase porque estaré enfermo». Llegó un tiempo, muchos años después (1875) en que un presidente de la República a cuya elevación contribuí mucho, me privó de otra cátedra —la de Economía Política—, quedando yo suplantado por mi antiguo discípulo, así como me ha sucedido que han vuelto su pluma contra mí para injuriarme jóvenes a quienes, siendo yo redactor de varios periódicos, les lavé la ropa sucia enseñándoles casi a escribir y rehaciéndoles sus escritos o composiciones de novicios. Con todo, no me pesa el bien que les hice, y si pudieran presentarse análogas situaciones haría otro tanto.
+Otro objeto que por aquel tiempo llamaba mucho la atención eran los conciertos filarmónicos, magníficos entonces en Bogotá y no poco numerosos. Yo era entusiasta por la música, y tenía un gusto natural que me ha servido y he logrado educar, no obstante mi completa ignorancia del arte musical. Persuadido de que no tenía dedos para guitarrista ni boca para flautista, desde 1845 había renunciado por completo al manejo de cualquier instrumento material, reduciéndome a «pulsar la lira» mentalmente, como decimos los poetas, y al cabo olvidé toda noción teórica sobre claves y diapasones, fusas y corcheas, a tal punto que apenas distingo los tonos menores de los mayores. Tengo, con todo, memoria musical, y retengo en la mente todos los trozos de ópera y demás piezas que me gustan.
+Estaba muy en boga en 1850 la Sociedad Filarmónica, y yo era miembro de ella y asistía a todos sus conciertos, que eran muy concurridos, reuniéndose en ellos lo más brillante y distinguido de la sociedad bogotana.
+Pero mucho más gozaba yo con los deliciosos conciertos de don Nicolás Quevedo, venezolano por los cuatro costados y gran maestro de música. Su familia era toda de artistas y muy interesante y simpática, y él, apasionado en el arte como nadie, a más de su gran concierto del 28 de octubre, día de San Simón, dado todos los años en honor de la memoria del Libertador, obsequiaba frecuentemente a sus amigos y amigas con muy agradables conciertos privados que llamaba siempre ensayos. Era supremamente intolerante de todo ruido que pudiera distraer la atención aun respecto de la más insignificante nota, y rígido en la ejecución de sus programas, y su mayor empeño era hacer de Margarita, su hija mayor, una insigne cantatriz de salón, y de su hijo mayor, Julio, un músico eminente.
+Margarita, grande amiga de Elvira, y yo, nos tratábamos con mucha cordialidad, y yo la estimaba y distinguía como a mujer, tanto como la admiraba y aplaudía como a una artista encantadora. Era una joven lozana y esbelta, de rostro pálido y algunas facciones defectuosas —la frente y la nariz—, pero de muy hermoso conjunto. Tenía magníficos ojos, linda boca, cuello primoroso, manos que parecían de nardos y cuerpo elegantísimo, pero al cantar era más que hermosa: era divina. Su admirable voz de mezzosoprano, que muchas veces se levantaba a las vigorosas notas del contralto, vibraba como una arpa de metal, y al ver su actitud cuando cantaba y las palpitaciones de su virgíneo seno, se adivinaba que su alma era toda de artista y había en ella toda la belleza de un elevado ideal. Por lo demás, Margarita era bastante instruida, sobre todo en botánica —aparte de la música y el canto—, bailaba con majestad y donaire y conversaba deliciosamente, mostrándose siempre tal cual era: sencilla, bondadosa y modesta. Por eso era uno de los diamantes de la sociedad bogotana.
+Julio, simpático por su dulzura y humildad de carácter y por su enfermedad natural —había nacido deforme de ambos pies, o chapín, como dicen en Colombia—, era un verdadero genio. Vestido comúnmente de blusa de bayeta, concentrado en su inspiración íntima, hablaba poco y andaba siempre cabizbajo y melancólico. Debía de sentir un gran dolor secreto al comprender que, si con su violín, su violonchelo o su corneta de pistón seducía, encantaba, hacía llorar o reír y arrancaba entusiásticos aplausos a las más bellas mujeres, ¡su extrema pobreza personal, su cuerpo desairado y sus pies de pateta le cerraban el camino del amor!… Tener gran genio y no poder amar ni ser amado; ser capaz de producir en las demás almas la divina llama del amor, y ¡estar condenado a privarse de su resplandeciente luz y su calor vivificante! ¡Oh, la fábula antigua no inventó ningún tormento como aqueste! Y Julio tenía gran genio. Se veía en su mirada algo como el reflejo y la titilación del fuego interior que en él bullía, y siendo tan joven, un adolescente, era ya un artista notable y manejaba cuatro instrumentos muy difíciles. Después ha figurado como compositor, constante profesor de música y director de orquestas, y ha sido muy desgraciado… ¡Ninguno más merecedor que Julio Quevedo de ser feliz!
+Al mudar de alojamiento, en 1849, tuve la fortuna de encontrar, en vivienda contigua a la mía, un compañero con quien no contaba. Era este caballero un personaje político, al propio tiempo que un hombre distinguido por su porte, educación y maneras, respetable por su ilustración y talentos y simpático por su conversación, rara mezcla de sencillez y compostura. Había sido el fundador y redactor de El Neogranadino y creador de la mejor imprenta del país, por lo que yo le conocía desde 1848, bien que no había trabado amistad con él, y cuando fuimos vecinos de vivienda o compañeros de hotel servía la Dirección General de Rentas. Éramos, pues, en cierto modo, compañeros también en la Secretaría de Hacienda y asimismo colegas de profesorado en la Universidad, donde él desempeñaba la cátedra de Derecho Internacional. Se comprenderá que aludo al doctor Manuel Ancízar. Nuestras relaciones se fueron estrechando cada día más, y vivimos juntos hasta mediados de 1850, época en que el Gobierno le comprometió a ser el primer colaborador de Codazzi en la Comisión Corográfica.
+Codazzi —entonces coronel—, de origen piamontés, había combatido por nuestra causa en la guerra de la Independencia, y después fijado su domicilio en Venezuela, donde, como ingeniero, había ejecutado grandes trabajos geodésicos y topográficos. El general Mosquera le llamó a Nueva Granada para que hiciera aquí otro tanto, o más, si era posible. El coronel Codazzi, que era grande amigo de Ancízar, iba con frecuencia a visitarle, y esto me dio ocasión para relacionarme con él. De su dialecto piamontés, mezclado con el castellano, había hecho él una lengua especial y muy crespa que costaba trabajo entenderle, pero así y todo su conversación era agradable, porque él hablaba siempre con animación y franqueza, tratando con jovialidad las cuestiones más áridas de ingeniería y geografía. Tenía gran pasión por las ciencias, amaba a estas repúblicas como a su patria, y su mayor felicidad era andar por riscos y montañas descubriendo nuevas comarcas, describiéndolas y fijando alturas, distancias, grados de temperatura, etcétera. Su régimen de vida era tan sobrio como frugal, y en sus viajes casi se conformaba con tomar café negro sin dulce y agua de panela. Por defectuosos e incompletos que fuesen a la postre los trabajos de Codazzi, a causa de las enormes dificultades materiales que embarazaban toda obra de corografía, la de aquel hombre benemérito fue inmensa y de gran provecho para el país. Por lo menos dio clara idea de la composición, forma y extensión generales de nuestro territorio, y dejó echadas las bases para completar nuestra cartografía, cuando lo permitan mayores recursos, con trabajos más rigurosamente científicos y acabados.
+Uno de los sucesos importantes que dimanaron de la administración del general López fue el regreso del general Obando al país. Mosquera, implacable en su persecución, no había querido tener la gloria de mostrarse generoso por completo, y tenía excluido a Obando de todo indulto político o amnistía. López, al encargarse del Gobierno ejecutivo, se apresuró a revocar el ostracismo de cuantos ciudadanos permanecían proscriptos, y algunos meses después pudo el desgraciado Obando emprender desde Lima su viaje de regreso, al cabo de ocho años de proscripción. Bien que el personal del Partido Liberal se había modificado mucho, engrosándose con gran número de jóvenes de talento, y faltando ya muchos liberales importantes que habían fallecido, y no obstante el nuevo giro que tomaba el liberalismo, con muy marcadas tendencias civiles y radicales, Obando era todavía una especie de ídolo político y de caudillo militar, particularmente para las muchedumbres democráticas. Su recepción en Bogotá fue entusiástica y espléndida, y el Partido Liberal creyó haber recobrado con él su principal espada.
+Los jóvenes que no le conocían, así como los que solamente le habíamos conocido de vista hasta 1839, corrimos a rodearle, tanto por curiosidad y por indemnizarle algo de sus sufrimientos, con nuestro afecto, como porque deseábamos ver de cerca aquel mito de nuestra política y comprenderle y valuar su verdadera importancia. Por mi parte, no tardé mucho en formar mi opinión. Desde luego el resultado de mis impresiones fue este: quererle por sus cualidades personales, su abnegación y los grandes dolores que había sufrido, y perder casi toda ilusión en lo tocante al personaje político. El hombre me pareció bueno, excelente, y el político muy mediano. No descubrí que tuviera un ideal político ni clara comprensión de los problemas sociales; me pareció gran guerrillero, pero no militar eminente, y no hallé en su carácter y su espíritu las fuerzas necesarias al hombre de Estado. Los acontecimientos no tardaron mucho en justificar los conceptos que formé, poniendo de manifiesto que Obando, muy inferior a su buena y mala reputación —según las pasiones de los partidos— no tenía aptitudes para gobernante.
+Estaba reunido el Congreso de 1850 y la cuestión de los jesuitas era el asunto que más ardientemente apasionaba los ánimos. Yo había hecho de esta cuestión mi delenda est Carthago, y en cada número de El Sur Americano reclamaba el cumplimiento del programa liberal, entre cuyos parágrafos figuraba, como uno de los principales, la promesa de la expulsión de la Compañía de Jesús. No había mayoría liberal en una de las cámaras, porque sus miembros habían sido elegidos en 1848, y se hacía suma resistencia a muchos proyectos de reformas, con lo que se paralizaba en gran parte la acción del Gobierno. De esta difícil situación resultó la imposibilidad de dar una ley sobre expulsión de los jesuitas que revocase la de 1842, la cual había autorizado implícitamente su introducción oficial en el país. Los liberales creyeron entonces que era llegado el caso de que el Poder Ejecutivo decretase la expulsión, pero el general López tenía grandes escrúpulos de legalidad y de principios constitucionales. Él creía que de una República nadie podía ser expulsado sin fórmula de juicio, y que todas nuestras constituciones habían autorizado la libre residencia de todo extranjero en el país, y por lo mismo, no reconocía la vigencia sofística de la famosa pragmática de Carlos III de España.
+Para vencer esta repugnancia del honrado general López, los antijesuitas, apasionados por extremo en esta y otras cuestiones, apelamos a todos los recursos que la política nos ofrecía: exigencias de los miembros del Congreso y de algunos del Ministerio, sobre todo Murillo y Paredes; peticiones de las Democráticas; acción enérgica de la prensa y presión de los francmasones. Era esta una verdadera conjuración de poderes contra la Compañía de Jesús, considerada como el más poderoso auxiliar de la tremenda oposición que el Partido Conservador hacía al Gobierno, oposición iniciada desde el día siguiente al de la elección del general López.
+Un día salió El Sur Americano más violento que nunca en lo tocante a los jesuitas, reclamando como urgente la expulsión, y pocas horas después el general López me mandó llamar al Palacio presidencial. Recibióme con cariño y consideración como siempre, pero se mostró muy afectado, diciéndome que ya mis editoriales sobre los jesuitas rayaban en oposición y le hacían daño, porque comenzaban a desprestigiar al Gobierno.
+—Señor general —le dije—, yo no puedo escribir de otro modo, porque la cuestión es de honor y vida o muerte para el Partido Liberal.
+—Sin embargo, podría usted —me observó— tratar el asunto con cierta reserva y diplomacia.
+—No acierto a distinguir el tono diplomático del patriótico, y…
+—¡Oh!, ¡oh!, ¡estoy exasperado con estas cosas! —interrumpió el general, que era bastante irascible.
+—Si así es, señor general, lo siento vivamente por la mortificación que usted pueda sufrir; mas siendo yo un empleado del Gobierno y no pudiendo modificar mis opiniones, pongo a la disposición de usted el empleo y las cátedras que sirvo.
+—¡Vamos! No se trata de eso, doctor. Yo estimo mucho el carácter de usted y respeto la independencia de sus ideas, por lo que sus escritos en nada pueden afectar su posición oficial. Lo que deseo es… que se trate la cuestión con más calma y se deje tiempo al Gobierno para considerar el asunto, preverlo todo y allanar inconvenientes.
+—Lo comprendo. Pero usted mismo, señor general, ¿no compromete su popularidad con la demora en la adopción de una medida tan cardinal, que usted prometió tomar cuando aceptó el programa de su candidatura?
+—Sin duda. Tengo empeñada mi palabra, y sinceramente deseo cumplirla. Pero también tengo escrúpulos muy fundados que nadie hasta ahora ha desvanecido.
+—Ya no es tiempo, señor general —repuse—, de considerar escrúpulos, porque las cosas están muy adelantadas.
+—Es verdad. ¿Pero no me arrebatan ustedes el mérito de la libertad y espontaneidad de resolución, ejerciendo todos sobre el Gobierno una presión pública y vehemente?
+—Reconozco que hay en esto alguna razón. Pero también hay que reconocer que la oposición nos ataca de tal modo, y nos arroja el guante con tanta audacia, que para contenerla necesitamos darle el golpe político más terrible: la expulsión de sus jesuitas.
+—¡Bien!, ¡bien! Esto tendrá que suceder. Creen que les tengo miedo y se equivocan. Yo no temo a la oposición, sino a mi conciencia, a la ley, a la opinión y a la historia![16].
+—¿Es decir que podemos contar con el decreto de expulsión?
+—Sí; solamente necesito un plazo de dos meses para obrar y combinar las cosas con libertad y calma.
+—Pues cuente usted, señor general —le dije—, con la reserva y diplomacia que me ha exigido.
+—Muy bien, mi amigo.
+Nos separamos, y desde el siguiente número El Sur Americano habló con cierta reserva y se mostró mucho menos impaciente. Al punto dijo alguien, bajo el anónimo, en El Día: «El presidente le ha tapado la boca al redactor del Sur Americano, acaso echándole alguna ruda reprimenda»… Pero otro escritor, que conocía mi carácter, dijo en otro periódico: «Cuando aquel periodista se aplaca y guarda reserva, es porque cuenta con promesas formales que le han dejado satisfecho»… Y en efecto, dos semanas después —como enseguida lo relataré— recibí la prueba inequívoca de la abnegación con que el general López se sacrificaba por cumplir con su palabra.
+En efecto, una mañana fue a casa un criado a llamarme de parte del doctor Murillo, quien en aquellos días estaba accidentalmente encargado de la Secretaría de Gobierno. A poco de estar yo en casa de Murillo llegó también Salvador Camacho Roldán, subdirector de Rentas en la Secretaría de Hacienda. Murillo nos explicó el motivo de su llamamiento diciéndonos: «Se trata del más grave y delicado asunto de nuestra política, y sólo a ustedes puedo confiar una tarea que durará todo el día. El Gobierno ha resuelto que la expulsión de los jesuitas se verifique el 20 de mayo próximo, simultáneamente en Bogotá, Popayán, Medellín y demás puntos donde ellos residen, y para obrar con unidad y vigor es necesario enviar desde ahora todas las instrucciones necesarias a los agentes que en diversos lugares deben ejecutar el decreto. Este es el trabajo que quiero encomendar a la inteligencia y discreción de ustedes».
+Aceptada como fue por Camacho y yo aquella comisión, el doctor Murillo nos dio sus instrucciones verbales y al punto, encerrándonos en un cuarto, nos pusimos a trabajar. Por la tarde teníamos ya redactadas cosa de quince comunicaciones con todas las órdenes del caso, previniéndolo todo, y también de nuestro puño y letra dejamos copias de todos los oficios en un libro especial que se mantuvo secreto. El doctor Murillo los firmó todos, y al día siguiente fueron despachados por la posta.
+Mas no participa impunemente de combinaciones de estado secretas un hombre ingenuo y comunicativo como yo. Por la noche fui al teatro, y mis amigos me decían, notando mi semblante satisfecho: «¿Qué te ha acontecido que tienes como un aire de pascua?». Yo disimulaba cuanto podía mis sentimientos en aquella situación: me propuse echarme candado en la boca, por decirlo así, y durante un mes sufrí una especie de tortura, a causa del secreto que guardaba sobre un asunto que en opuestos sentidos apasionaba al país entero y le tenía en ansiosa expectativa.
+Al cabo llegó el 20 de mayo y se publicó en Bogotá el decreto de expulsión. Camacho y yo habíamos sido designados por el general Mantilla, gobernador de la provincia de Bogotá, para acompañar como testigo a su secretario, doctor Januario Salgar, cuando este fuera a notificar el decreto al superior de los jesuitas. Al bajar la escalera de la Casa Consistorial —donde estaba entonces instalada la Gobernación, así como la Democrática— subía el doctor Carlos Martín. Preguntónos adónde íbamos, y al enterarle del objeto, nos dijo que si no había inconveniente él se asociaba a nosotros en calidad también de testigo, y en efecto nos acompañó.
+Pocos minutos después golpeábamos a la puerta del antiguo Seminario, donde los jesuitas tenían su colegio y habitaciones. Nos introdujeron a lo largo del oscuro corredor de la planta baja, y nos rogó el introductor, un novicio, que aguardásemos en un cuartito, especie de celda de recibo, situada junto al descanso de la escalera, en el primer piso. A poco se presentó el superior —no recuerdo bien si lo era entonces el padre Gil o un padre García— y nos trató con mucha amabilidad y cortesía.
+—Venimos a cumplir con una penosa comisión… —dijo el doctor Salgar.
+—¡Ah!, sí; ¿lo del decreto?
+—Precisamente.
+—Yo lo aguardaba.
+—Tanto mejor —repuso Salgar—, así nos ahorramos la pena de causar a usted y a sus compañeros una sorpresa desagradable.
+Y una sonrisa de Salgar y otra del jesuita se cruzaron, como para decirse:
+—Nos entendemos.
+Se leyó el decreto y se hizo la notificación en regla, que fue firmada por todos.
+—Conque nos expulsa el Gobierno… —dijo el jesuita con aire medio festivo—. ¿Pero de qué suerte le hemos ofendido?
+—Ese es punto que no estoy encargado de discutir —contestó Salgar con flema.
+—Pero al menos… —añadió el padre—, ¿nos concederá el Gobierno un plazo para preparar el viaje?
+—Todo está preparado —respondió Salgar—, y el decreto debe ser ejecutado mañana mismo.
+—¡Oh!, ¡oh! Pero si tenemos algunos hermanos que no están en capacidad de emprender a pie una marcha penosa…
+—Todos ustedes irán a caballo y serán tratados con las mayores consideraciones.
+—Pero tenemos mucho equipaje de libros, ropa y demás objetos de nuestro servicio.
+—Pueden ustedes arreglarlo, pues para todo él habrá mulas.
+Con esto nos despedimos, haciéndonos recíprocamente muchas cortesías.
+A la noche siguiente salieron de Bogotá los jesuitas, sin que ocurriera novedad alguna, y pocos días después fueron embarcados en Honda, donde el jefe político les proporcionó todas las comodidades posibles. Al mismo tiempo se ejecutaba en toda la República el decreto de expulsión, sin que ocurriera ningún conflicto.
+MUCHOS Y NOTABLES EPISODIOS marcaron la actividad de mi vida, a más de los que llevo relatados, durante el año de 1850, y a ellos están ligados los nombres de sujetos que han hecho en el país muy considerable papel, en un campo u otro, tales como Murillo, Fernández Madrid, Caro, Florentino González, Madiedo y otros.
+Promediaba el año y se acercaba el día de la reunión de las asambleas electorales, a quienes incumbía, conforme a la Constitución vigente —la de 1843— elegir los representantes al Congreso, y una noche, hallándome en el teatro y de visita en el palco del general López, entró el doctor Murillo y un momento después me llamó aparte y me dijo:
+—Se pierde la elección de representantes por la provincia de Bogotá.
+—¿Y por qué se pierde? ¿No tenemos, pues, mayoría? —le pregunté.
+—Sin duda. Pero nuestros electores han sido engañados con listas falsas y están divididos, mientras que los contrarios obran en perfecto acuerdo.
+—¿Y cómo podrá remediarse el mal, si pasado mañana se hará la elección y no hay tiempo ya para uniformar la votación?
+—Usted puede remediarlo todo.
+—¿Yo? No comprendo…
+—La Asamblea de Guaduas es la más considerable: se compone de 29 electores, de los cuales sólo uno es de la oposición. Si usted llega a Guaduas a tiempo para hablar con los electores y hacerles ver cuál es la verdadera lista liberal, estoy seguro de que se compactarán, y triunfaremos.
+—La cosa es poco menos que imposible —repuse—: el camino está infernal, no tengo bestias listas y mañana en doce horas no podré hacer la jornada, que es de diecisiete leguas endiabladas de fangales, atolladeros y barrancos.
+—La cuestión no es de irse mañana, sino esta noche. Si usted hace este sacrificio en bien de la causa, yo le conseguiré bestias, y luego la licencia para ausentarse por cinco días.
+—Estoy pronto a partir.
+Inmediatamente el doctor Murillo hizo llamar a su grande amigo don Eustacio Latorre, hacendado de muchos recursos, y le dijo:
+—Necesito para el amigo Samper dos bestias superiores: una que esté a la puerta de su casa dentro de una hora, y otra que ha de recibir en el Aserradero. Es cuestión de partido y de Gobierno, así como de amistad.
+—Doctor Samper —me dijo don Eustacio—, cuente usted con las bestias.
+—Entonces… ¡adiós! —repuse—. Dejo el teatro y me voy a preparar mi maleta.
+Una hora después, a eso de medianoche, estuvo el caballo listo a la puerta de mi casa, y me entregaron una orden para recibir otro de repuesto. La noche estaba muy oscura y el camino abominable, pero me amaneció en el alto del Roble, y a las cinco de la tarde estuve en Guaduas. No habían pasado tres horas cuando ya había hablado yo con todos los electores liberales. Al día siguiente se reunió la Asamblea, y resultaron cerrados, con sorpresa de los contrarios, 28 votos por los candidatos que el Gobierno deseaba fuesen preferidos. Merced a mi actividad, que secundaba la de Murillo, fueron elegidos representantes los señores Pedro Fernández Madrid, Lorenzo María Lleras, José Caicedo Rojas y Carlos Martín.
+Y son de notar algunas circunstancias curiosas: andando el tiempo, todos fuimos adversarios de Murillo; Fernández Madrid y Caicedo Rojas se afiliaron, años después, en el Partido Conservador, y yo mismo vine a ser una de las víctimas del Partido Liberal, por cuyo triunfo hice tantos esfuerzos y tan prolongados sacrificios.
+Por aquel tiempo estaba sobre la carpeta de la política una cuestión que apasionaba mucho los ánimos y tenía al Gobierno intranquilo: era la cuestión llamada del «alza de derechos». Pretendían los artesanos —y los más vehementes en sus exigencias eran los de Bogotá— que se alzasen de tal modo los derechos sobre los artículos extranjeros de consumo llamados artefactos, tales como el calzado, las sillas de montar, los productos de herrería, las obras de sastrería, etcétera, que la industria nacional recibiese una protección eficaz, en términos de dar a la incapacidad fabril de nuestros artesanos los medios de luchar ventajosamente con la producción extranjera. Todos los jóvenes que habíamos estudiado la economía política, y muchos que pensaban guiados por el simple sentido común, éramos adversos al alza de derechos, y yo la combatía en El Sur Americano, como medida injusta y perniciosa, en tanto cuanto la protección pudiera encarecer los consumos y volverse casi prohibitiva.
+Un día hubo en la Democrática sesión extraordinaria convocada para resolver si se firmaba una petición al Congreso en el sentido de exigir un alza fuerte de derechos. Concurrí a la sesión, encontré reunidos más de 300 miembros, y al punto comprendí que los artesanos estaban muy fuertemente apasionados y no entendían palabra del asunto. Pedí la palabra, subí a la tribuna y expuse con claridad los fenómenos de reciprocidad que enlazaban estrechamente la producción y el consumo de la riqueza. Hice ver que cada individuo era productor de una sola cosa y consumidor de muchísimas, y que en una y otra situación estaba sujeto a la ley inevitable de la competencia. Demostré que habiendo en el país muchos productos fabriles, tales como mantas, lienzos, ruanas y otros tejidos, sombreros de paja, cueros curtidos, licores, etcétera, etcétera, sería monstruosamente injusto que no se extendiese a todos los productores de estos artículos la protección que se exigía para los simples «artefactos» designados por los artesanos, es decir, artículos de zapatería, sastrería, talabartería, carpintería y herrería. Demostré, en fin, que al concederse a todos la protección, según la justicia en la igualdad, todos los artículos de consumo favorecidos por la protección subirían necesariamente de precio, con lo que la vida vendría a ser artificialmente más cara para todos, y los artesanos que fuesen favorecidos en sus respectivas industrias perderían lo que en ellas ganaran, y algo o mucho más, a virtud del alza de precio de todo lo que tendrían que consumir.
+¿Pero qué fuerza podían tener estos razonamientos económicos y de justicia, en el ánimo de unos artesanos que, si eran por lo general hombres de bien y patriotas, también eran casi todos muy ignorantes, sobre todo en asuntos de ciencia? En vez de agradecerme el interés que tomaba por el bien de los artesanos, casi todos se montaron en cólera al escuchar mis razones, y uno de ellos —un maestro herrero, Miguel León, muy conocido por sus desatinadas peroratas sobre la «tiraniberia» y otras cosas de este jaez[17]— pidió a gritos que se me hiciese bajar de la tribuna.
+—Aún no bajaré —dije al interruptor— porque no he concluido.
+—¡Con lo dicho basta! —gritó otro—. ¡Ya sabemos que usted está contra nosotros!
+—Lejos de eso, estoy en favor de ustedes, puesto que combato un error pernicioso para todos y principalmente para los artesanos mismos.
+—¡Nosotros entendemos las cosas de otro modo! ¡Que baje el orador!
+—¿No hay, pues, libertad de pensamiento y de palabra? —exclamé.
+—Contra los enemigos sí; ¡contra nosotros no! —replicó un zapatero de campanillas[18].
+—¡Que baje el orador!
+—¡No he concluido!
+—¡No importa!, ¡abajo!, ¡abajo!
+—¿Por la fuerza?
+—Si es necesario, ¡a palos!
+—No os molestéis —repuse—. ¡La causa de unos hombres que se conducen como ustedes no merece que se le haga ningún sacrificio! Bajaré de la tribuna, pero será para no volver jamás a esta sociedad.
+Me bajé en efecto, atravesé el salón mirando a la asamblea democrática con supremo desdén, y nunca volví a ninguna de sus sesiones.
+Otro asunto en que puse de manifiesto la independencia de mi espíritu. Tratábase de elegir el nuevo vicepresidente de la República para 1851, y yo adopté decididamente la candidatura del doctor Florentino González, uno de los más conspicuos representantes del neoliberalismo, enteramente civil, no de pasiones sino de principios. La prensa se dividió, así como las cámaras y la opinión pública, entre la candidatura del doctor González y la del señor José de Obaldía, candidato semioficial, orador elocuente y patriota sincero desinteresado, excesivamente locuaz, escritor fácil y galano, pero poco profundo como político, hombre honrado y candoroso y miembro del viejo Partido Liberal-obandista. En una junta convocada para decidir sobre el escogimiento definitivo de candidato, nos jugaron una treta a los gonzalistas, por lo que perdimos la elección por un voto. Por evitar la división del Partido Liberal hubimos de resignarnos a sostener enseguida la candidatura del señor de Obaldía, cuya elección fue luego popular. Creo que su influencia sobre la política fue, por debilidad de carácter, notablemente perniciosa entonces y después para el liberalismo doctrinario.
+Yo sostenía la polémica por la prensa con excesivo ardor, lo que me proporcionó muchos disgustos y algunos lances muy serios. El más grave de todos los episodios fue un conflicto con el doctor Manuel María Madiedo. Yo había tenido amistad con él en Honda, hasta 1849, pero después él se había lanzado en el terreno de la oposición violenta, y nuestras relaciones se habían entibiado. En cierta ocasión relató él, en un artículo de El Día, un incidente tumultuoso ocurrido en Ambalema, e imputó equivocadamente actos violentos a varios de mis amigos de esa ciudad. Le contradije en El Sur Americano, y él replicó injuriándome y llamándome Zurdo-americasno. Siempre ha sido inclinado el doctor Madiedo, cuando ha querido herir con su pluma, a servirse de juegos de palabras por el estilo. A mi vez le injurié también, sin quedarme corto, pero mi adversario hizo entonces degenerar la polémica, de personal, en colectiva. Como yo era muy joven y nada se me podía enrostrar, ni aun aprovechando apariencias o ajenas calumnias, el doctor Madiedo, queriendo herirme en lo más vivo del alma y sin razón alguna —como algún tiempo después lo reconoció—, atacó y ultrajó atrozmente a toda mi familia —padre, tíos y hermanos— por la prensa, firmando con un pseudónimo. Al punto le hice exigir retractación o, en su defecto, satisfacción por medio de las armas. Aceptó el duelo y nombró por testigo al comandante José María Rojas Pinzón. El mío fue Camacho Roldán. Como ninguno de los contendientes sabía manejar arma blanca, los testigos escogieron para el combate la pistola, señalando para este la tarde del día siguiente. Madiedo llevaba evidentemente ventaja porque era buen tirador: yo jamás había tirado sino con escopeta, como cazador que había sido, en mis vacaciones, muy apasionado, pero algún arma se había de escoger.
+Pasé la noche preparando mi espíritu para una muerte posible, y escribiendo cartas para mi padre y Elvira y una especie de testamento íntimo. Al día siguiente me ejercité algo con unas pistolas excelentes de desafío que me prestó un amigo, y entre la una y las dos de la tarde fui a visitar a Elvira. Dos veces me dijo ella:
+—¿Qué tiene usted hoy?
+—¿Por qué esa pregunta? —le respondí.
+—No sé qué cosa particular noto en la fisonomía de usted; paréceme como algo preocupado.
+—De ningún modo, Elvira. Tal vez lo que usted nota proviene de que voy a emprender una obra delicada, y naturalmente…
+—Tanto mejor.
+La hora inusitada de mi visita influía también, como después me lo dijo Elvira, para causarle cierta vaga aprehensión.
+A las cinco de la tarde nos hallábamos Madiedo y Rojas, Camacho y yo detrás de las altas paredes de El Aserrío, cerca del riachuelo Fucha. Nos saludamos cortésmente, y los testigos midieron los dieciséis pasos convenidos y nos colocaron en nuestros puestos. A la tercera voz disparamos, sin tocarnos. Las pistolas tenían tal fuerza explosiva —eran unas grandes pistolas de caballería del coronel Briceño—, que la mía se me escapó de la mano al disparar. Pedí que volvieran a cargarlas, y el doctor Madiedo, que siempre ha sido valeroso, apoyó mi petición. Yo ardía en resentimiento, y confieso que deseaba matarle. Pero los testigos declararon que no consentían en autorizar más el duelo, que lo hecho les parecía suficiente para satisfacer el honor, mayormente cuando el lance provenía de deslices de pluma ocasionados por el calor de una polémica deplorable. Yo declaré entonces que, como las ofensas del doctor Madiedo eran colectivas, si por el pronto yo consentía, como él, en que concluyera el asunto, esta determinación se refería a mí solamente, y de ningún modo a los miembros de mi familia, cuyos derechos subsistían intactos. No hubo, pues, reconciliación sino tregua.
+Al tornar yo a la ciudad, mi primer cuidado fue ir a tranquilizar y satisfacer a Elvira. Viome en la mano derecha una ligerísima herida que me había sido causada por mi pistola al disparar, y me reconvino muy alarmada. Le referí lo que había pasado y, llorando al pensar en el peligro que yo había corrido, me dijo, estrechándome una mano:
+—¡Ah!, ¡qué crueles son los hombres con sus cuestiones de honor! Pero… en fin, ¡cómo ha de ser! Lloro, porque el corazón no puede menos que sufrir; mas reconozco que usted ha cumplido con su deber.
+—Crea usted —le dije— que yo hubiera despreciado toda injuria personal, pero estaba de por medio el honor de mi padre y toda mi familia, y poco debía importarme la vida para defenderlo.
+—Ha hecho usted muy bien. Y sin embargo…, ¡el duelo es cosa absurda!
+—Así es, pero con este absurdo nos sucede a todos como a Galileo cuando infirmaba su teoría: E pur si muove!
+Más adelante referiré en qué vino a parar el conflicto de familia con el doctor Madiedo, hombre notabilísimo pero incomprensible, y cuya carrera política y literaria ha sido una eminencia, a semejanza de la cima de un cerro de muy variados aspectos, de donde han corrido en todas direcciones torrentes de las más contradictorias sustancias para bajar a engrosar las más opuestas corrientes.
+Otro episodio, y gravísimo por sus consecuencias:
+Un tal Camilo Rodríguez, liberal de muy mala ley, poco menos que un facineroso, había sido nombrado jefe del cuerpo de Policía de Bogotá, y este nombramiento y la fea conducta de tal individuo fueron acremente censurados, por la prensa, por un señor Cárdenas, artista notable y conservador muy exaltado. Como estaban vigentes las leyes conservadoras que limitaban la libertad de imprenta —ampliada solamente por la entera tolerancia del Gobierno—, Rodríguez acusó a Cárdenas, y el primer jurado declaró con lugar a formación de causa. Al reunirse el segundo jurado, el debate fue vehemente y borrascoso, y hubo en las barras violentas escenas verdaderamente tumultuarias. Al cabo, el jurado condenó a Cárdenas como calumniador, bien que luego quedó este libre de pena, y se alegó por la oposición que la barra liberal había hecho coacción al jurado.
+Mientras que tales escenas ocurrían, estaba yo en la Universidad haciendo clase de Derecho Penal, y cuando salía de San Bartolomé con mis alumnos concluía el conflicto en la Casa Consistorial. Cuál no sería mi sorpresa al saber al día siguiente que, en una queja elevada al gobernador de la provincia, con varonil energía y desafiando todo peligro, el señor José Eusebio Caro —el ilustre escritor, el insigne poeta y moralista de encumbrado genio, que era uno de los redactores de La Civilización— me denunciaba como a uno de los amotinados para violentar al jurado, y de nada menos me acusaba que de haber ejercido tal violencia a la cabeza de mis discípulos.
+Caro era hombre característicamente honrado e incapaz de mentir ni calumniar a sabiendas; por lo que, evidentemente para mí, él había sido mal informado. Pero la acusación, por infundada que fuese, era muy grave, mayormente viniendo de pluma tan respetable y autorizada como la de Caro. El hecho que él me imputaba era un delito deshonroso y que tenía señalada pena corporal e infamante. Yo tenía que defenderme, y esta necesidad subió de punto cuando el acusador reprodujo su escrito en La Civilización.
+Inmediatamente dirigí una carta al señor Caro, que encomendé a Vicente Herrera, uno de mis más queridos amigos, en la cual le decía en sustancia: «Señor, usted ha sido mal informado. Ni yo ni ninguno de mis discípulos hemos concurrido a la barra del jurado. Cuando ocurría el tumulto, yo estaba haciendo clase en San Bartolomé. Si mi palabra no bastare a usted, puedo comprobar mi afirmación con el dicho de todos mis discípulos —más de treinta— y de otras personas. Espero, por tanto, que usted, guiado por un sentimiento de equidad, se servirá declarar al señor gobernador, y en La Civilización, en obsequio de mi honor vulnerado, que usted ha sido mal informado en lo tocante a mí, y que reconoce mi inocencia».
+Caro era entonces no sólo un gran poeta y un gran escritor, sino un titán: era el abanderado y formidable vocero de la oposición. Seguramente creyó que su reputación y la de su periódico se amenguarían con la… no retractación, sino rectificación de un error involuntario, por lo que contestó a mi carta simplemente y de palabra: «Ni respondo ni retracto nada».
+Como la cuestión era para mí de honra, solicité reparación judicial para comprobar hasta la evidencia lo infundado del cargo, y presenté ante el juez mi denuncia contra La Civilización. Al mismo tiempo, Joaquín Pablo Posada, injuriado por Caro en el mismo periódico, formuló otra denunciación por su parte. Reuniéronse los jurados de acusación y declararon con lugar a formación de causa. Caro no se dejó notificar los veredictos y se ocultó.
+Entonces volví a suplicarle, por conducto de José María Torres Caicedo —mi amigo de colegio y adversario político entonces—, que consintiese en acceder a mi justa exigencia. Hícele decir que yo no le acusaba por perseguirle, sino por defender mi honor atacado; que yo no exigía una retractación humillante, sino una rectificación sencilla, perfectamente fundada y honrosa, y que al obtenerla, inmediatamente desistiría de mi queja. Caro, por desgracia, persistió en su negativa con sumo desdén y, creyendo que se había organizado contra él una persecución sistemática, prefirió huir de Bogotá, encaminándose con sigilo y a marchas forzadas hacia Cúcuta, donde se embarcó para Maracaibo y los Estados Unidos del Norte[19]. ¡Así se condenó al ostracismo aquel grande hombre, alejándose de su patria y familia… ¡para siempre! Cuando en 1855 regresaba al país, sucumbió en Santa Marta, sin haber alcanzado a ver la restauración de su causa ya triunfante. La inflexibilidad de su carácter fue causa indirecta de la temprana desaparición de aquel hombre de gran corazón ¡y encumbradísimo pensamiento!
+Mi conciencia nunca me ha acusado como responsable en lo mínimo, siquiera indirectamente, de la muerte de Caro, pero sí he creído después que pude haber escogido otro medio para vindicarme, y que era muy impropio de un periodista el acusar por delito de imprenta a un adversario que era su cofrade en la prensa. Lo más natural hubiera sido levantar una información que destruyese completamente la equivocada afirmación de Caro, presentarla al gobernador, ante quien hube de rendir una declaración, motivada por la denuncia de mi eminente adversario, y publicarla, para la satisfacción de mi honra, por la prensa.
+Pero me obcequé y apelé a un recurso que no cuadraba bien a un periodista partidario decidido de la absoluta libertad de la prensa, y nunca me he perdonado el haber contribuido así, sin que tal pudiera ser ni remotamente mi intención, al deplorable ostracismo de Caro. Acaso la pena que por esto he tenido siempre ha contribuido bastante a infundirme grande afecto y estimación por los hijos del ilustre poeta y publicista de quien fui adversario político. Mi corazón, como por instinto, ha querido rescatar, queriendo y estimando mucho a los hijos, la ligereza cometida respecto del padre y con perjuicio para su familia.
+A FINES DE JULIO DE 1850, al día siguiente de un gran baile donde yo había podido apreciar mejor que nunca el bello carácter y la modestia y donosura de Elvira, le hice súbitamente una declaración formal y la ofrecí mi mano. Quedé desde entonces comprometido formalmente, desposándonos los dos por palabra recíprocamente dada, y en lo sucesivo nos tratamos con la intimidad de dos novios que se prometen hallar la felicidad en la unión. Yo iba todas las noches a casa de Elvira, y allí pasaba dos o tres horas muy agradables. Unas veces hacíamos lecturas literarias, otras nos entreteníamos en afectuosos coloquios, o nos ocupábamos, Elvira en hacer lindos tejidos de crochet, y yo en cortar grabados de periódicos ilustrados y acomodarlos y pegarlos con arte, según su tamaño y forma y sus armonías de asunto, en un enorme álbum formado con papel de imprenta empastado. Don Juan, el padre de Elvira, que era muy pobre, colocaba después en rifas, entre sus buenos amigos, aquellos curiosos albums, cada uno de los cuales le producía ciento o más pesos, sin más costo que el del libro en blanco, pues las ilustraciones se las regalaban.
+Elvira se admiraba de la paciencia con que yo ejecutaba aquel trabajo de tijera, combinación de láminas y brocha, que parecía no compadecerse con mi natural inquietud, propia de un temperamento nervioso-sanguíneo que era verdaderamente «motor». Gustábame mucho aquel entretenimiento, así porque con él contribuía indirectamente al sostenimiento de la familia de don Juan, cuya pobreza me contristaba, como porque, a más de adquirir con la Ilustration de París y el Illustrated London News muchas nociones de arte y de geografía, desarrollaba con la observación y las combinaciones de los grabados que pegaba en los albums el profundo sentimiento artístico que bullía en mi alma. Nada eleva tanto el espíritu ni lo educa para la acción y la meditación. como el sentimiento y culto de lo bello, y ya que yo no era ni podía ser artista sino en el campo de la poesía, gozábame con suma delicia al descubrir en mí el instinto de la admiración por toda obra de arte y toda reproducción de las grandes bellezas de la Naturaleza.
+Solían acompañarnos en nuestras íntimas conversaciones dos jóvenes muy interesantes: Elisa A. y Martín M.[20], Elisa, prima de Elvira y su amiga íntima desde la niñez, era una espléndida señorita, amable, antojadiza, mimada por su padre y por lo mismo caprichosa, cuya única ocupación era… ser hermosa y adorable. Martín, poeta y muy joven también, la adoraba, y ellos vivían entregados al encanto de un eterno idilio… Al verles entonces, tan gentiles y gallardos, llenos de vida y de toda la graciosa petulancia de la juventud, nadie hubiera imaginado que, antes de un año, a los veintiocho días de casados, ella moriría, víctima de un balazo casual dado por su propio amante y marido, y este se hallaría condenado por la suerte a arrastrar una desventurada existencia ¡que había de acabar de la manera más lamentable! ¡Oh!, ¡cuánto no difiere frecuentemente de los locos ensueños de la juventud la realidad de lo que se alcanza en la vida después de mil afanes!
+Hacia fines de 1850 mi posición personal había cambiado y mejorado mucho. A virtud de renuncia presentada por el doctor José Antonio Plaza, fui promovido en su lugar al empleo de redactor y editor oficial, encargado de la publicación de todos los documentos oficiales y de su corrección, así como de redactar la parte no oficial de La Gaceta, que era muy considerable. Este empleo era mucho más delicado y laborioso que el anterior, pero tenía para mí la doble ventaja de estar mucho mejor dotado y armonizar enteramente con mis estudios y actividad de publicista y literato, en lugar de unos trabajos de contabilidad fiscal que cuadraban poco a mis gustos intelectuales. Yo trabajaba sin descanso, día y noche, para llenar cumplidamente mis deberes, pero tenía estímulos para ello y estaba contento.
+Sin embargo, no permanecí por más de seis meses en aquella posición. El Congreso de 1851 estimó, y con razón, que La Gaceta debía ser un órgano puramente oficial, sin ningún espíritu de propaganda ni tendencias literarias ni científicas, y resolvió reducirla a la condición neutral que había tenido antes. Desde aquel momento yo no podía permanecer en un puesto que se reduciría a la corrección de pruebas y edición de documentos oficiales, por lo que al punto renuncié a mi empleo. Aceptó el Gobierno mi renuncia, nombrándome al mismo tiempo subsecretario del Ministerio de Relaciones Exteriores y Mejoras Internas, y jefe del primero de estos departamentos o secciones. Allí desplegué la misma o mayor laboriosidad que antes, y hallando muy atrasado el despacho general y más aún el de Relaciones Exteriores, en breve los tuve al corriente. Hube entonces de aplicarme al estudio de la lengua inglesa, y aprendí en pocos días a traducir el portugués, con motivo de las notas que se recibían de Portugal, del Brasil y de la isla de Madeira. El portugués me pareció desde entonces ser simplemente un castellano corrompido y mal escrito, si bien muy rico en elementos latinos y arábigos, así como siempre he tenido a los portugueses por españoles modificados… en bien y en mal.
+Desde la exaltación del general López a la presidencia de la República, la situación política había adquirido todos los caracteres de una lucha intensa y vehemente. Al día siguiente del 7 de marzo no más, el partido hasta entonces ministerial había declarado la guerra a la Administración que debía inaugurarse el 1.° de abril, comenzando por calificarla de inconstitucional e inmoral, nacida de la violencia y el crimen; de suerte que, al comenzar el general López a gobernar, no solamente se hallaba atacado por una oposición ardiente y apasionada de la prensa y de gran parte de los ciudadanos, sino también en las cámaras. En una de estas esa oposición estaba en mayoría, lo que paralizaba necesariamente la acción del nuevo Gobierno.
+Uno de los síntomas notables de la política, desde abril de 1849, era la condensación de las fuerzas contendientes. El espíritu de partido lo señoreaba todo, de tal suerte que en cada bando se compactaban las filas para sostener la lucha con ardor, sin que de ningún lado hubiera asomo de tolerancia o de algún espíritu de conciliación. «¡Todo o nada!», decía cada cual, como si únicamente los hombres de los dos partidos compusieran la patria. Si así pensaban los hombres de madura y de experiencia, ¿qué mucho que los jóvenes de uno y otro partido fuéramos exaltados, exagerados en opiniones y vehementes en todo? Yo lo era como el que más, bien que, fiel a mis sentimientos, rechazaba toda violencia de hecho.
+Los partidos se habían caracterizado ya con nombres bien determinados, llamándose decididamente «conservadores» —acaso por un error de aplicación de un término de la política europea— los mismos que se habían denominado simplemente «ministeriales» durante sus doce años de gobierno. El partido contrario, el que había elevado al general López, se llamaba lisa y llanamente partido «liberal».
+Los opuestos programas caracterizaban aún más que los nombres a los dos únicos y grandes partidos: el uno apellidaba la religión y la moral, y el otro el progreso y la libertad. El conservador se aferraba a todas las instituciones antiguas, y buscaba sus principales puntos de apoyo en el clero y entre los propietarios de fincas raíces, y el liberal mostraba una especie de apetito desordenado de reformas y procuraba fincar su mayor fuerza en la juventud y las masas populares.
+De este antagonismo provenía el de dos potencias que en épocas anteriores habían sido nulas. La Compañía de Jesús era el baluarte conservador, así como las Democráticas eran, en una vasta organización, la gran palanca liberal. Del desarrollo y de la acción desordenada de las Democráticas emanaron muchos desórdenes, de los cuales los más escandalosos, intensos, durables y funestos fueron los de las provincias del Cauca. Allí se volvieron habituales la vapulación, la destrucción de cercos de las heredades y muchos otros crímenes de mayor monta, atentados que el doctor Murillo, bien conocedor del mal carácter que tenían, denominó en 1843, en conversación privada, «retozos democráticos».
+A pesar de la violencia con que el general López fue atacado desde antes de aposesionarse del Gobierno ejecutivo, su buen corazón y patriotismo y su carácter conciliador lo inclinaron a dar prendas de moderación al Partido Conservador. Por una parte, tuvo el propósito de no separar de sus empleos a los empleados que tuviesen periodo fijo y careciesen de carácter político. Por otra, tuvo empeño en que uno de sus secretarios fuese conservador, a fin de que la oposición viese en ello una garantía que le daba el Gobierno. Pero el primer ministro fue íntegramente liberal, tal como lo designaron los lopistas de las cámaras. Lo compusieron los señores:
+Doctor Francisco Javier Zaldúa, jurisconsulto eminente, de Gobierno;
+Doctor Manuel Murillo, de Relaciones Exteriores;
+Doctor Ezequiel Rojas, insigne economista y abogado, de Hacienda, y
+Coronel Tomás Herrera, de Guerra y Marina.
+Pero no tardó en ocurrir una modificación ministerial. El doctor Rojas, economista y todo, se opuso a la abolición del monopolio del tabaco y a otras reformas fiscales, por cuanto con ellas se privaba de valiosos recursos a la Administración, y no queriendo asumir responsabilidad ni hacer frente a la nueva situación, dejó el puesto. Le sucedió en la Secretaría de Hacienda el doctor Murillo, cuyas tendencias eran notoriamente radicales y el general López aprovechó la ocasión para nombrar secretario de Relaciones Exteriores a un conservador moderado, hombre muy digo y caballeroso, inteligente, sincero y leal y justamente estimado aun por los liberales: el general José Acevedo Tejada.
+Con no menos modestia que desinterés resistió Acevedo aceptar el nombramiento. Hizo presente al general López que el Partido Liberal clamaba por un gobierno de partido, y que, por tanto, al no ser homogéneo el gabinete, el mismo presidente perdería mucho de prestigio entre los liberales, sin ganar cosa mayor entre los conservadores, cuya oposición era demasiado apasionada. Pero el general López insistió, rogó, y Acevedo tuvo que aceptar el puesto.
+En breve comenzó la desconfianza entre los liberales y destemplada grita contra la presencia de un conservador en el gabinete; en tanto que los conservadores seguían atacando rudamente a la Administración. Hubo activísimas intrigas, y muchos liberales hablaron vehementemente al general López exigiéndole la separación de Acevedo, no obstante la intachable conducta de este digno ciudadano. Ello fue que al cabo el presidente incurrió en la debilidad de ceder, sacrificando injustamente a su secretario en aras del espíritu de partido y cometiendo una verdadera falta política. Exigió su renuncia al general Acevedo, quien comenzó por decir lo que debía: «Usted me llamó con instancia y me hizo optar a pesar de mis objeciones; ahora no debo renunciar, sino dejarme destituir», pero luego tuvo la generosa condescendencia de renunciar a su cartera, y en su lugar fue nombrado el señor Victoriano de Diego Paredes.
+Desde aquel momento se vio duramente que no había sino gobierno de partido, y que el general López no tendría la entereza suficiente para resistir las exigencias de sus copartidarios. Por su parte, los conservadores que no habían sabido apreciar la garantía dada con el nombramiento de Acevedo, pusieron el grito en el cielo, lo que sólo podía servir para irritar más al general López y a sus amigos. Pero lo más curioso del episodio fue el chasco de los liberales que más habían intrigado contra Acevedo esperando sucederle. El nombrado fue el que menos se esperaba, pues ni aún era conocido como hombre político. De estas carambolas suelen ocurrir en el juego de la política y de los partidos. Tocóme luego estar bajo las órdenes del señor Paredes, al servir mi segundo y tercer empleo, y siempre me trató con la mayor consideración y cordialidad.
+Acercábase el promedio de 1851 cuando ocurrió un terrible episodio que consternó a Bogotá y ejerció influjo decisivo sobre mi vida privada y mi carrera pública. Pero antes de narrarlo brevemente, hablaré de mi situación doméstica. Satisfaciendo tanto a mi corazón como a mi espíritu, celebré mi matrimonio el 1.º de marzo, cuando me faltaba un mes para cumplir mis veintitrés años. Yo sentí verdadera satisfacción al sustraer a Elvira, si no a la medianía de condición —pues yo era pobre individualmente, y sólo contaba y quería contar con mi trabajo—, al menos a la escasez y las angustias domésticas de una vida trabajosa. Elvira iba a deberme toda fruición y toda comodidad, todo goce y toda felicidad, y me era muy grato considerar que todo había de provenir de mi trabajo, estimulado por el tierno amor, la virtud y los hacendosos cuidados de mi esposa. Yo veía colmados mis deseos, pues, por una parte, había sido muy adicto al matrimonio desde mi adolescencia, persuadiéndome después la reflexión que la vida del hombre jamás puede ser suficientemente honrada y llevadera si le falta un hogar permanente, asegurado con la garantía de afectos nobles y de la unión conyugal, indisoluble resumen de lo más fecundo y benéfico que hay en la sociabilidad humana, y por otra, no ambicionaba riquezas sino simplemente el bienestar y la dignidad en la vida privada, sin deber mi posición a la dote de una rica ni menos a la protección de un suegro acaudalado.
+Con toda ingenuidad digo que, ni entonces, ni en época alguna de mi vida he ambicionado riquezas. Me ha parecido siempre que una considerable riqueza solamente priva o amengua al alma de mucha parte de su generosidad de sentimientos y la aleja o distrae del bello ideal que ella haya podido formarse, sino que impone una verdadera esclavitud. He sufrido cruelmente en muchas circunstancias de mi vida, al tener que estar cuidando de grandes valores ajenos de cuyo manejo era responsable, y nunca he tenido tranquilidad ni verdadera libertad moral, sino cuando he quedado libre de aquella responsabilidad. Si así acontece con lo ajeno, ¿qué no sucederá con la posesión de una fortuna considerable cuya vista incesante va engendrando en el alma ciertos hábitos de avaricia, y cuyo manejo despierta cada día instintos codiciosos? La grandeza moral, el goce intelectual, la dicha en el amor infinito y la suprema fuerza de la luz y la gloria, componían mi ideal, sin cuidarme de solicitar la riqueza. Reconozco que, al ser conocido mi ideal, yo tenía que pasar a los ojos del común de los hombres por loco o majadero, pero nunca he tenido miedo a estos calificativos, si he de merecerlos por una conducta noble y desinteresada.
+Yo fui feliz, enteramente feliz durante los dos primeros meses de mi matrimonio y la mayor parte del tercero, pero un espantoso drama de familia vino a perturbar mi dicha, y más aún, a condenarla a pasar por las más terribles y dolorosas pruebas.
+Tanto por consideraciones de otro orden como por completar el contentamiento de Elvira, tomé interés en que se allanaran las dificultades que había para el casamiento de Martín y Elisa, y al cabo este se verificó el 20 de abril. Tenía Elisa extravagante afición, enteramente impropia de una mujer, al tiro de pistola, en el cual había adquirido mucha destreza, lo que no obstó para que una tarde hubiese estado a punto de matarme, a la vista de Elvira y Martín, disparando inoportunamente su pistola, en el huerto de su casa. Casáronse los dos enamorados jóvenes, y no obstante su dicha cometieron la imprudencia de tirar al blanco, operación que una amiga les hizo suspender. Fuéronse al campo a pasar la luna de miel, y al completarla estaban de regreso en Bogotá. Tornaron a la insensata manía de tirar pistola, por exigencia de Elisa, y cuando Martín preparaba las pistolas poniendo y apretando los fulminantes, sin recordar que las había cargado veinte días antes, partió el tiro de las manos del imprudente esposo y Elisa quedó instantáneamente muerta…
+Las consecuencias de este trágico suceso fueron terribles para mí. Elvira, que estaba encinta y algo indispuesta, recibió súbitamente la noticia de lo ocurrido mientras yo andaba por la calle; corrió enloquecida de nuestra casa a la de Elisa, en un trayecto de 12 cuadras y cuando llegó y encontró muerta a su cara prima y amiga íntima, cayó sobre el cadáver abrumada y perdió sentido por algunas horas. Una completa dislocación interior y una grave y peligrosa afección histérica, a más de profundísimas penas morales, fueron para Elvira las consecuencias inmediatas de la trágica muerte de Elisa, y nuestro porvenir quedó muy seriamente amenazado…
+Aquel terrible acontecimiento y sus consecuencias y antecedentes, así como mis relaciones con Elvira, combinados con cuadros de costumbres nacionales, fueron asunto de la primera de mis novelas, que di a la estampa años después, intitulada: Las coincidencias. Absténgome, por tanto, de narrar aquellos episodios que tanta importancia tuvieron en mi juventud.
+SI POR SU LADO LOS ARTESANOS se agitaban constantemente, produciéndose entre los de uno y otro bando frecuentes conflictos, y en todo caso un marcadísimo antagonismo, no era menos ardiente la lucha moral en el seno de la juventud. Más de una centena de jóvenes, entre catedráticos y alumnos de la Universidad y otros, organizamos una sociedad denominada Escuela Republicana, que vino a ser entre la juventud liberal como el zarcillo compañero o cuerpo equivalente de la Democrática. A su vez los conservadores organizaron sociedades para oponerlas a las nuestras: a las Populares, y a la Escuela Republicana, la Sociedad Filotémica. Vinieron así estos cuerpos permanentes de pública discusión, petición y propaganda de espectáculo a ser elementos poderosos de gobierno, por un lado, y de oposición revolucionaria, por el otro, y lo más curioso era que por oponer sociedad a sociedad, tribuna a tribuna y periódico a periódico, el Partido Conservador se modificaba, sin caer en la cuenta; se liberalizaba adoptando los medios de acción empleados por los liberales e iba habituando a su juventud y sus masas a discutirlo todo y cambiar por completo la antigua táctica de conservatismo. Con el tiempo los prohombres conservadores tuvieron que contar con aquellas nuevas fuerzas y nuevas costumbres políticas, y se hallaron en serias dificultades que les aparejaron la división en sus filas.
+La Escuela Republicana se ocupaba, en política, literatura, filosofía y aun bellas artes, sobre todo en la política de club, y no sólo tenía frecuentes sesiones ordinarias, sino que a las veces las tenía muy solemnes o de grande espectáculo, que eran muy concurridas. En ellas se recitaban poesías y pronunciaban discursos político-filosóficos, y si bien podían producirse perlas y diamantes, porque la mayor parte de los socios eran jóvenes de mucho talento, también solían pronunciarse los más grandes y escandalosos dislates, ya contra las ideas de orden social generalmente aceptadas, ya contra los principios y las reglas del buen gusto literario. El romanticismo, en política y literatura, estaba allí en su fuerza y vigor, y puede decirse que casi todos nos emborrachábamos con nuestros pensamientos y palabras y nos desvanecíamos al ocupar la tribuna.
+Con todo, la Escuela Republicana se distinguió constantemente por la altísima nobleza y generosidad de sentimientos, por la sinceridad de sus aspiraciones filantrópicas y por su tendencia a formar escuela de doctrinas a fin de que el liberalismo no se dejase arrastrar por pasiones malsanas. Muchas veces censuró los actos de la Democrática y de varios funcionarios públicos y protestó enérgicamente contra los horrendos desórdenes del Cauca, y aun pidió al Gobierno —por medio de una comisión que fue confiada a Camacho Roldán y a mí— la destitución, o por lo menos la inmediata suspensión de los gobernadores Mateus y Mercado, a quienes se acusaba generalmente como responsables de lo que acontecía en las provincias del Cauca y Buenaventura.
+Puede decirse que la Escuela Republicana fue la salida del Partido Radical, fracción toda juvenil del Partido Liberal, que, moralmente encabezada por el doctor Murillo, fue con el tiempo uno de los más poderosos elementos de nuestra política. Aun el sobrenombre que se les dio a los radicales por sus adversarios nació de la Escuela Republicana. Todos éramos en ella socialistas, sin haber estudiado el socialismo ni comprenderlo, enamorados de la palabra, de la novedad política y de todas las generosas extravagancias de los escritores franceses —lo que también acontecía al doctor Murillo—, y hablábamos como socialistas con un entusiasmo que alarmaba mucho al general López y a todos los viejos liberales. En uno de mis discursos pronunciados en la tribuna de la Republicana, invoqué en favor de las ideas socialistas e igualadoras al mártir del Gólgota, y hablé de este lugar como del Sinaí de la nueva ley social. Pusiéronme en la prensa de oposición el sobrenombre de gólgota, y luego, por ampliación, nos lo acomodaron a todos los que, también por espíritu de imitación, nos llamábamos radicales. En puridad de verdad, no éramos sino unos candorosos y honrados demagogos.
+Los jesuitas expulsados del sur de la República se habían asilado en el Ecuador, y se les acusaba de ser promotores de la insurrección que estaba a punto de estallar en Pasto. Con este motivo, y otros de queja que tenía nuestro Gobierno contra el ecuatoriano, se resolvió dirigirle una extensa y enérgica nota de reclamaciones, con el ultimátum del caso, por medio de un correo de gabinete confiado a Jacobo Sánchez[21]. Un día me llamó el señor Paredes y me dijo: «Aquí tiene usted este voluminoso expediente de documentos. Es indispensable que usted los estudie prontamente, y que enseguida redacte la nota del caso, de modo que a la mayor brevedad podamos despachar un correo de gabinete que es de apremiante urgencia». Recibí el expediente, retiréme de la Secretaría para encerrarme a trabajar, y puse manos a la obra. Trabajé durante toda la noche, al lado de Elvira que dormía en un canapé, por no separarse de mí, y a las cinco de la mañana tuve leído todo el expediente y tomadas todas las notas necesarias. Tomé luego un baño, di un paseo de una hora, y volví a casa a trabajar en la redacción de la nota. A las cuatro de la tarde la tuve concluida, bien que se componía de cerca de cuarenta páginas en papel de cartas. Es este el más grande esfuerzo de laboriosidad y de atención y vigor mental que yo haya ejecutado en mi vida. Al punto fui a casa del señor Paredes y le presenté el expediente con el borrador de la nota.
+—Ya está hecho —le dije— lo que usted me ordenó ayer.
+—¡Cómo! —exclamó —, ¿pero entonces usted no ha estudiado los documentos?
+—Los he estudiado sin descuidar una sola palabra.
+—¿Y escribió también la nota?
+—También; véala usted.
+—¡Eso es imposible!
+—Durante treinta horas no he cesado de trabajar sino en unas dos y media. Por lo demás, usted verá el trabajo.
+Don Victoriano se quedó asombrado y me felicitó muy satisfecho. Al día siguiente se leyó la nota en Consejo de Gobierno y la aprobaron y mandaron poner en limpio, corrigiéndole solamente tres o cuatro frases. Dos días después partió Sánchez con ella para Quito.
+Estalló la insurrección conservadora, encabezada en Pasto por Arboleda y en Antioquia por el general Borrero, y el Gobierno tomó una actitud de vigorosa defensa. Pero la insurrección iba a ser general, estallando simultáneamente en las provincias de Bogotá, Neiva y Mariquita y otras más, y por fortuna para el liberalismo fue frustrada. Una noche se presentaron con sigilo en la casa presidencial dos acaudalados conservadores y le dijeron al general López: «Sabemos de un modo positivo que el día 20 de este mes —era el de julio— estallará una revolución general, en Bogotá y en otros muchos puntos, y lo sabemos porque nos han pedido dinero, como a muchos otros, para los gastos de la revolución. No denunciaremos a persona alguna, porque esto sería una bajeza cruel, pero siendo, como somos, amigos del orden, ponemos el asunto en conocimiento de usted para que no sea sorprendido».
+El Gobierno tomó inmediatamente todas las medidas de precaución necesarias; descubrió quiénes eran los principales comprometidos y dónde tenían las armas; hizo arrestar a todos aquellos individuos, y cuando todo se hizo público el 19, ya la revolución estaba frustrada. Así en breve quedó ella sofocada en la provincia Bogotá, y sólo hubo que emprender campañas formales en las del Sur, y en las de Mariquita, Neiva y Antioquia. Dondequiera la insurrección fue vencida en pocos meses, y el Gobierno pudo, algunas semanas después del movimiento, poner en libertad a todos los individuos arrestados. Tuve ocasión de solicitar del general López indulto para los señores Caicedos, y lo conseguí.
+Mientras que tres de mis hermanos tomaban las armas para sostener al Gobierno en la campaña de Mariquita, a mí me tocó tomarlas en Bogotá. La Escuela Republicana formó una lúcida compañía de cosa de 140 miembros, cuyo capitán fue don Antonio de Narváez, joven militar de muy bellas prendas, y Camacho Roldán y yo fuimos elegidos por ella tenientes 1.º y 2.º respectivamente. Así estuve en servicio activo durante un mes, montando guardia cada tercer día y haciendo todos los días el ejercicio, sin que esto me impidiera despachar cumplidamente mi oficina y acompañar en lo posible a mi esposa. Un día nos hicieron salir a la busca del enemigo por los cerros de Monserrate y Guadalupe, y a nadie encontramos. La única víctima fue una novilla que matamos en el páramo, movidos por el hambre, y que nos comimos medio cruda y sin sal, sazonada con brandy.
+Otro episodio curioso aconteció, en el que la Republicana y la Filotémica figuraron por activa y pasiva respectivamente. Súpose una noche, desde muy temprano, que los filotémicos estaban ocultos en una casa, provistos de armas y municiones, y que aquella misma noche iban a salir de Bogotá, en cuerpo militar, para incorporarse en las guerrillas que se habían levantado por los lados de Guasca, y el Gobierno mandó que les aprehendieran, con todas las precauciones convenientes, considerándoles más que como a enemigos, como a unos muchachos locos a quienes se les debía impedir que fueran a perderse. Pero el arresto iban a verificarlo los democráticos —que detestaban a los filotémicos— junto con una compañía de tropa veterana.
+Al saber yo lo que ocurría, atravesé la calle —pues estaba de guardia en el cuartel de las Aulas, que era el de la Republicana— y entré en el palacio a verme con el general López. Le hice presente que los filotémicos eran jóvenes de talento, delicados y de la mejor sociedad, y que no era justo ni prudente el exponerles a ultrajes de parte de sus aprehensores. En consecuencia, le pedí concediera a la Republicana la comisión de arrestar a los filotémicos y llevarles luego a su mismo cuartel para tratarles como a camaradas. Accedió con mucho gusto el general López a mi súplica, y dio las órdenes del caso.
+La casa donde estaban ocultos los filotémicos es la misma —entonces desmedrada y fea— que hoy día habita, en la calle 4.ª al norte, el doctor Ancízar, con salida sobre esta calle y sobre el riachuelo de San Francisco. Hacia las nueve de la noche tuvimos situada una compañía de tropa veterana en la salida que daba sobre aquel riachuelo, y otra dispersa en torno de la manzana, y yo me situé, con la mitad de mi compañía, delante de la puerta principal. Un momento después llamé a la puerta. Nadie contestó. Volví a llamar, y al cabo se allegó alguien al portón, sin abrir, y fingiendo la voz de una vieja preguntó por qué golpeábamos. Díjele en voz baja: «Soy Samper; he recibido la comisión de arrestar a los amigos filotémicos, que están ahí dentro armados y listos para salir a campaña. Llame usted en mi nombre al señor Zamarra, que es el capitán de ustedes, y dígale que abra una ventana para hablar conmigo. Queremos impedirles que hagan una locura y que otros les ultrajen y hagan daño. Es inútil que resistan. Aquí están conmigo sesenta de la Republicana; detrás de la casa les acecha una compañía veterana, y toda la manzana está cercada de tropa. Lo mejor es, pues, que ustedes se den por arrestados, depongan las armas y se vengan a dormir con nosotros en las Aulas».
+Pasaron algunos minutos, que los filotémicos gastaron en cerciorarse de la verdad, conferenciar y persuadirse de que todas las salidas estaban tomadas y era inútil resistir, siendo ellos unos cuarenta contra más de ciento cincuenta, sin contar toda la guarnición de la ciudad, que nos podía auxiliar. Al cabo se abrió una ventana y asomó la cabeza el joven Juan Esteban Zamarra, uno de los hombres más feos y de más clara y poderosa capacidad que había en la República. Nos cruzamos algunas palabras y quedó ajustada la capitulación. Pocos instantes después salieron desarmados todos los filotémicos, les metimos entre nuestras filas, y mientras que la tropa rondaba la casa y recogía las armas y municiones, nosotros nos llevábamos nuestros amables prisioneros a cenar, hacer versos y dormir con nosotros en el Salón de Grados y otros del edificio de las Aulas. Allí les tratamos como a hermanos, estuvieron sueltos y pocos días después el general López les hizo poner en libertad.
+He ahí lo que fue mi primera campaña militar, con el grado de teniente 2.º, campaña en que no faltó la oratoria, puesto que casi todos los días teníamos sesiones de Republicana, y nuestro cuartel era el mismo local donde nos habíamos reunido antes de estar acuartelados. El fusil no estorbaba a la poesía ni a la literatura, ni la política militante a la filosófica o de mera teoría.
+La situación de mi esposa iba entretanto a peor, a tal punto que una junta de cuatro o cinco médicos me hizo un día esta alarmante declaración: «La señora de usted corre inminente riesgo de morir el día de su alumbramiento, si permanece en Bogotá, y su salvación será un milagro. No aseguramos que se salve yéndose a residir en un país cálido, donde viva con la mayor tranquilidad posible y sujeta a un régimen de grandes precauciones higiénicas, pero es posible que así se salve, y no vemos otra cosa que sea racional hacer».
+La impresión que me causó este horrible pronóstico fue terrible. ¿Pero qué había de hacer sino someterme a la necesidad y aceptar todo sacrificio por salvar a Elvira? El mayor de estos era el de mi carrera pública, que había de cortar precisamente en los momentos en que iba a ser brillante mi posición. Cuando presenté al general López la renuncia de mis empleos me hizo saber que precisamente había resuelto nombrarme secretario de Relaciones Exteriores interino, por licencia que se iba a conceder por cuatro meses al señor Paredes, quien había indicado que yo desempeñaría con acierto la Secretaría. No podía haber mejor perspectiva para mí, cuando apenas era mayor de veintitrés años y tenía toda la vida por delante.
+Pero yo no podía titubear. Lo sacrifiqué todo, pues antes que todo estaban Elvira y mi deber; me alejé de Bogotá en agosto del mismo año, y con ella fui a establecerme en Ambalema, tornando a mis anteriores ocupaciones de comercio y foro, y dedicándome principalmente a cuidar de la salud de mi esposa. Así concluyó la primera época de mi vida pública, muy temprana, por cierto.
+COMO SI YO ESTUVIERA CONDENADO por un destino ciego a no poderme desprender completamente de la política tan luego como me hube domiciliado en Ambalema, el gobernador de la provincia me envió de Ibagué el nombramiento de jefe político del cantón, suplicándome como amigo que lo aceptase. Contestéle al punto que había para mí una dificultad que sólo él podía allanar. «Andan ocultos por los campos en este cantón», le escribí, «varios individuos de los más comprometidos en la rebelión que acaba de ser debelada. Es natural exigir de la autoridad política que persiga y aprehenda a tales “facciosos insumisos”, y sobre estos vendrán seguramente órdenes. Yo no podría cumplirlas, porque no he nacido para semejante oficio, y creo que a nada conduce la persecución, sino que todo se debe cubrir con una pronta y completa amnistía. Por tanto, sólo aceptaré la jefatura si usted me autoriza para proceder con lenidad y procurar solamente la paz y confianza de los ciudadanos».
+«Cubra usted las apariencias y obre como mejor le parezca, pero acépteme el nombramiento», me contestó el gobernador, que lo era el doctor Francisco Useche; «yo pienso lo mismo que usted y no me disgustaré porque usted se haga de la vista gorda». Con esto hube de ceder y entrar en funciones.
+La jefatura tenía el menguado sueldo de cuarenta pesos mensuales, y el que la ejercía tenía que ser al propio tiempo agente del gobernador, jefe político del cantón y poder ejecutivo municipal del distrito cabecera. Comencé por renunciar al sueldo y agregarlo al muy mezquino que tenía el secretario, a fin de poderme proporcionar para este empleo un colaborador inteligente y de alguna ilustración, para que la oficina estuviese muy bien servida, y lo conseguí.
+Cinco órdenes de actos distinguieron particularmente el desempeño que hice de la jefatura. Desde luego quise despejar el campo, poniendo en paz a los ciudadanos, pues había pendientes más de cincuenta procesos civiles y criminales, obra del antagonismo privado de muchísimos vecinos, y con ellos habían llegado a tal punto las enemistades, en grado extremo de violencia, que la ciudad de Ambalema era inhabitable. Invité a una reunión a todos los enemistados, les dirigí un discurso afectuoso, vehemente y patriótico, acompañado de un servicio de colaciones y refrescos; hubo muchos brindis; se ajustó la reconciliación de todos y todos se abrazaron, y en los ocho días siguientes quedaron arregladas en debida forma todas las desistencias y transacciones judiciales, con lo que se acabaron por entonces los pleitos y reinaron en Ambalema la paz y la concordia.
+A poco de estar yo sirviendo la jefatura empezaron a llegar órdenes apremiantes para hacer aprehender al coronel Mateo Viana —vencido en agosto del mismo año en el campo de Garrapata— y a otros «facciosos» que andaban ocultos por los distritos de Ambalema, Lérida y Guayabal. Al punto mandaba yo tocar llamada de milicianos y tronaba por las calles el tambor. En veinticuatro horas se organizaba media compañía, y luego iba un oficial con ella a buscar a don Mateo y demás «facciosos», pero antes algún copartidario había sido indirectamente informado del objeto de la expedición. Resultaba, pues, que primero se iba el propio enviado para avisar a los «facciosos» que se les iba a buscar, y muchas horas después iba el piquete de milicias a dar palos en el nido después del conejo ido. Tuve así la satisfacción de no atrapar a nadie, bien que en apariencia mandaba a buscar «facciosos», hasta que al fin todos fueron amnistiados y quedaron tranquilos.
+Con mi actividad y laboriosidad habituales me apliqué a promover la mejora de las vías de comunicación, de los edificios públicos y de la instrucción popular; a fomentar mejoras materiales y hacer efectivo el servicio de la policía, y a elaborar numerosos proyectos de acuerdos que diesen método, unidad, claridad y eficacia a la legislación del distrito. Poco apoyo, o más bien oposición o inercia, hallé de parte del cabildo o corporación municipal, y de esta incuria provinieron mis únicos disgustos.
+Estaba pendiente la distribución de los resguardos de indígenas, decretada por una ley reciente, y era menester calificar los verdaderos indígenas para adjudicarles por suertes las tierras a que tenían derecho. Pero en esto había trabajado mucho la codicia. Se habían formado muchos expedientes con falsas declaraciones de testigos, y figuraban en la lista del resguardo una multitud de individuos que nada tenían de indígenas y habían vendido sus falsos derechos de tierras a unos cuantos especuladores. Era menester, para poner remedio al mal y conjurar el fraude, armarse de mucha independencia, energía y firmeza, aun estrellándose con amigos personales políticos, o personas de influjo. No titubeé en hacerlo, rechazando gran número de pretensiones injustas, y defendiendo así los derechos de los legítimos partícipes, a riesgo de granjearme enemistades o la malquerencia de muchos codiciosos.
+El Congreso de 1851 había decretado la completa abolición de la esclavitud, mediante una indemnización moderada, y a tan glorioso acto había contribuido yo mucho como periodista. Tocábame ejecutar la ley en el cantón el día 1.° de enero de 1852, dando libertad efectiva a todos los esclavos residentes en él, y en efecto les hice reunir en Ambalema con todas las formalidades legales. Eran setenta o setenta y uno, entre hombres y mujeres, casi todos ya ancianos o por lo menos mayores de cincuenta años, empleados por sus amos en servicios domésticos, y en general muy bien tratados.
+Levanté una suscripción voluntaria para los gastos de la fiesta, comprendiendo en estos un vestido nuevo y una gratificación para cada esclavo, y el día 1.º de enero les reuní a todos delante del pueblo, en la plaza pública, sobre un vasto estrado, a son de música y detonaciones de cohetes. Les dirigí un sencillo y patético discurso sobre la filantropía de la República, que les devolvía su libertad y dignidad naturales, y sobre los derechos que adquirían y deberes que contraían respecto de la sociedad por el hecho de quedar emancipados y entrar en la categoría de ciudadanos. A todos les di un abrazo al entregarles sus cartas de libertad y los regalos en dinero que les correspondían, y casi todos lloraron, llenos de gratitud, con enternecimiento.
+Cuando bajé del estrado me asió por las piernas una persona arrodillada que me abrazaba con efusión, me besaba las manos con transportes de gozo íntimo y me decía: «¡Oh!, ¡mi amito, mi amito…, qué bien hice en salvarle la vida a su merced!…».
+Quien con tales caricias premiaba mi filantropía era la mulata Chepa, aquella valerosa y fiel mujer que, siendo esclava de mi padre, me había salvado la vida en 1828… Comenzaba ya a encanecer, y había vivido de su trabajo, contenta y satisfecha, sin dejar nunca de quererme como a un hijo y querer a mis padres y a toda mi familia.
+Mi vida fue en Ambalema sumamente laboriosa, no obstante el ardor casi irresistible del clima. Durante el día trabajaba, distribuyendo las horas entre mi oficina y mi almacén de comercio, y de noche estudiaba expedientes y asuntos jurídicos y me ocupaba en trabajos literarios. Con un asunto muy serio me había preocupado particularmente desde tiempo atrás, formando el proyecto de escribir un extenso libro que podía ser muy interesante. Tenía la idea de condensar en esta obra la historia filosófica y muy animada —con bocetos de los principales personajes— del movimiento político y social de la República, tal como se había verificado desde 1810, época del comienzo de nuestra revolución de la Independencia, hasta el momento mismo en que yo hacía la narración, época de reformas o revolución en las ideas, las costumbres y las instituciones.
+La idea era vasta, noble y fecunda, y era inseparable, en mi espíritu, del método moderno adoptado para la historia, pero yo no tenía ni todos los datos, documentos y conocimientos necesarios, ni todas las aptitudes de que había menester para escribir una historia formal de los cuarenta y un años que deseaba abarcar, después de resumir los principales antecedentes. Juzgué que debía reducirme a una serie de cuadros históricos enlazados con método, y darles un título modesto, indicativo de su objeto. Comencé a escribir mi obra en Ambalema el 1.º de enero de 1852, y la intitulé: Apuntamientos para la historia política y social de la Nueva Granada. Fue este el segundo libro —muy voluminoso y costoso, por cierto— que di a la estampa, publicándolo en 1853.
+Obvia es mi incompetencia para juzgar mis propias obras; sin embargo, no se llevará a mal el que yo mismo, a vueltas de señalar algún mérito en mis Apuntamientos para la historia, haga notar sus gravísimos defectos. En mejor oportunidad ejecutaré conmigo mismo este acto de justicia.
+Hostigado el general López con las acusaciones que le hacían los conservadores por los sucesos del Cauca, y ardientemente anheloso de ponerles fin, resolvió hacer un viaje por las provincias del centro y sur con el fin de conocer la verdad por sí mismo. Regresaba del Cauca por la vía del Quindío, y tanto por conocer la ciudad de Ambalema —casi toda renovada y muy notablemente ensanchada y mejorada— como por hacerme una visita, resolvió bajar de Ibagué por aquella vía, y el 13 de enero recibí un aviso anticipado que me enviaba del camino anunciándome su llegada para el día siguiente. Hícele preparar el mejor alojamiento posible en la ciudad, en casa de un amigo, pues la mía era muy estrecha para recibirle, sin perjuicio de hacerle con mi familia los honores de mi mesa.
+Pero ¡ay!, ¡en qué circunstancias tenía yo que recibir al ilustre huésped! Elvira, contenta en Ambalema, acompañada por mi madre y mi hermana y al parecer muy restablecida en su salud, se había tranquilizado bastante y esperaba ya que su alumbramiento fuera feliz. Con todo, la presencia, en los días anteriores, del hermano de Elisa, la inolvidable Elisa, había renovado las tristezas íntimas de Elvira, tristezas que ella, tan buena y amante como era, había procurado ocultarme. Ello fue que desde el día 12 comenzaron sus más agudos sufrimientos, síntomas de un próximo alumbramiento.
+Al día siguiente, la pobre Elvira se impacientó con sus dolores y cometió la imprudencia de tomar, sin saberlo yo ni consultar al médico, un medicamento heroico que Raimundo —el hermano de Elisa—, profesor novel, le había dejado como muy eficaz, sin advertirle de las circunstancias en que podía tomarlo. Tal grado de violencia adquirieron los sufrimientos de Elvira, que fueron corriendo a llamarme a mi escritorio donde estaba momentáneamente. Traído el médico, reconoció con grande alarma que lo que mi esposa había tomado era centeno negro, con deplorable precipitación.
+Tres días pasamos de supremas angustias: Elvira sufriendo horriblemente, y mi madre y yo alarmados por extremo. Al cabo, el 14 por la tarde vino la crisis, y mi hijita, el esperado fruto de mi unión, nació muerta, quedando su madre en la más alarmante situación… Media hora después llegaba el general López, y fue grande su pena al saber que yo me hallaba en tan apurado conflicto. El médico que le acompañaba se unió a los dos que asistían a mi esposa, y todos tres hicieron supremos esfuerzos por salvarla… Mientras que en la sala, momentáneamente convertida en comedor, hacían mi madre y dos hermanos los honores de la mesa al general López y su comitiva, en el interior de la casa sufría yo todos los tormentos del terror, al ver que mi pobre Elvira sufría cruelmente y estaba en inminente peligro de morir y al mismo tiempo, ¡oh contrastes!, ¡oh la vida!, el pueblo, que nada sabía de mi situación, festejaba en las calles y la cercana plaza al presidente con música, iluminación, cohetes y ruidosas aclamaciones.
+Por fin, a las siete y media de la noche, los tres profesores me declararon que no quedaba sino una posibilidad de salvar a Elvira, de cuyos brazos me desprendieron para decírmelo: una pronta operación. No había que titubear y consentí en que la practicasen. Yo sostenía en mis brazos a la pobre Elvira, exánime, en tanto que los tres médicos ejercían su ministerio. El momento fue corto, y sentí en la frente el soplo de un suspiro de mi esposa, al propio tiempo que el cirujano, concluyendo la operación, dijo: «Ya está».
+¡Oh!, él no pensó que «ya está» significaba en realidad el más terrible final: ¡el suspiro de Elvira había sido el último y yo tenía en los brazos su cadáver!… Lo que aconteció fue indecible: mi desesperación no tuvo medida; en el exceso del dolor perdí el juicio, y hubieron de alejarme de casa por fuerza.
+Durante catorce horas estuve demente y gritando sin llorar, exhalando quejas violentamente nerviosas. ¿De qué suerte volví a la razón? El dolor que me había privado de ella, al tener desahogo, me la devolvió. En efecto, el 15, a eso de las diez de la mañana, oí desde la casa donde me tenían encerrado y con los mayores cuidados, los dobles fúnebres que anunciaban las exequias de Elvira: un relámpago iluminó las tinieblas de mi mente, y súbito salí corriendo por la plaza y calle adyacente, apenas medio vestido, como había pasado la noche, y no me detuve hasta no llegar a mi casa. En la sala, toda enlutada, estaba sobre una mesa, amortajado y pálido como una antigua estatua de mármol, el cadáver de Elvira, que tenía a su lado el de nuestra hija… Caí abrumado encima, gritando como un insensato, y todos los presentes quisieron alejarme de allí. Mi madre me salvó de la locura diciendo: «No, déjenle desahogarse y retírense todos».
+En efecto, dejáronme solo, y me puse a besar los dos cadáveres, gimiendo con infinito dolor. Un torrente de lágrimas se desató sobre mis mejillas, y a poco recobré el sentido y tuve conciencia de mi situación. Desde que lloré, mi dolor fue más profundo pero menos violento, y sin resignarme comprendí, sin embargo, la terrible necesidad que la muerte misma me imponía: ¡vivir para sufrir! Tornaron mis amigos a alejarme de casa, y desde lejos escuchaba yo los dobles que con espantosa elocuencia me decían: «¡Ella no existe!, ¡todo lo has perdido!». ¿Pero a qué continuar esta dolorosa narración? Baste decir que mi madre y hermana agotaron la ternura de sus palabras y bondades para consolarme, y que durante un mes sufrí con indecible intensidad, en silencio, abrumado al propio tiempo por el dolor moral y el insomnio, sin que contra este me valiera el haber tomado todos los días fuertes dosis de morfina. Al cabo un excelente amigo, propietario de valiosas tierras, me invitó a pasar una temporada en su hacienda, cuya casa estaba situada a dos leguas de Ambalema. Acepté la oferta, instado para ello por mi buena madre, y fui a refugiar mi dolor en las campestres soledades.
+EL INFLUJO BENÉFICO DEL aire puro de los campos; los baños tomados todos los días casi a la luz del alba; el ejercicio muy frecuente; la contemplación libre y constante de las bellezas de la naturaleza; los desahogos que procuré a mi dolor escribiendo algunas poesías y páginas de historia íntima, en el silencio de las serenas noches de febrero; el misterioso influjo de la soledad, que por sí sola tiene mil atractivos para las almas entristecidas y acongojadas, y la observación atenta de la vida y las costumbres de los campesinos: todo esto, con la falta de los objetos que me habían rodeado al sorprenderme la desgracia, contribuyó a calmar mi exaltación nerviosa. Yo lloraba frecuente y abundantemente, pero a través de mis lágrimas me parecía ver como una sombra de esperanza… no en la felicidad terrestre, sino en algo inexplicable y vago, pero consolador. Yo sufría profundamente, pero sufría sin desesperación y comenzaba a resignarme, no por reflexiones de filosofía religiosa, ni menos por fe, sino porque reconocía las leyes de la necesidad de la vida y de la inevitable fatalidad de la muerte.
+Sin embargo, había en el fondo de mi alma una lucha incesante de tendencias opuestas. El tierno cariño que había tenido a Elvira y la fidelidad con que mi memoria la solicitaba entre las tinieblas de aquel terrible misterio de la vida llamado la muerte, me inclinaban o predisponían a dar cabida en mi mente a este pensamiento: «Ella no ha muerto para siempre; solamente ha pasado a otra vida, de dulzura, tranquilidad y beatitud inefables, dejándome sujeto aún a las pruebas de la existencia terrenal, y tarde o temprano volveremos a juntarnos».
+¿Pero dónde y cómo?, preguntaba en un espíritu el demonio de la duda. ¿Será por voluntad directa de Dios que volveremos a juntarnos? Pero entonces, ¿por qué nos ha separado violentamente? Si su voluntad interviene en todo y ÉL es justo, ¿por qué ha cometido o permitido la injusticia de condenarme a sufrir, así como a todos los que amaban a Elvira? ¿Dónde está, pues, la justicia de Dios? ¿En qué consisten su misericordia y su bondad, si nos abandona a las miserias del dolor y del infortunio? ¿Para qué dotarnos de alma inmortal, si ha de ser mortal y pasajero todo lo que ella necesita para su dicha en este mundo? ¿Para qué la engañosa esperanza, si a su lado está siempre la realidad desesperante? ¿Acaso la inteligencia del alma ha de servirnos solamente para vivir sondeando terribles o inescrutables misterios, y al cabo reconocer siempre su propia impotencia? ¿A qué fin acariciar y solicitar incesantemente un ideal de belleza, de verdad y bien, si él huye siempre de nosotros, se esconde entre tinieblas y nos deja en la mitad del camino, desalentados y agobiados por el peso de la tristeza, del desengaño y de la duda?
+Yo me hacía todas estas y muchas otras reflexiones, y todas conducían a producir en mí la incredulidad, dejándome como suspendido en una especie de deísmo nebuloso o de vaga religiosidad que se desvanecía en cavilaciones sobre lo infinito y eterno. Me sucedía una cosa extraña, que no acerté a explicarme sino muchos años después: cada vez que yo pensaba y escribía en verso, que sentía como poeta, abría mi espíritu a la fe y mis pensamientos eran ingenuamente religiosos; yo sentía una especie de inclinación espontánea, instintiva y como de mi propia naturaleza a buscar a Dios, recibirle en mi alma, amarle y adorarle en espíritu y verdad, y esperar en ÉL con absoluta confianza. Y al contrario, todo me alejaba de Dios, todo me encubría los infinitos horizontes de la fe y la esperanza cada vez que me entregaba a meditaciones puramente filosóficas, es decir, cada vez que pensaba y escribía en prosa, y que concebía las cosas de la vida a la luz de lo que yo llamaba, como tantos otros, ¡la ciencia!
+¿Por qué este contraste en mi ser moral o intelectual? No diré que mi corazón era creyente, puesto que esta víscera no es sino un centro sensibilísimo de repercusión de lo que pasa en el cerebro, y que este órgano supremo es el verdadero asiento y foco de toda sensibilidad, como de todo pensamiento. Pero para expresar claramente la situación en que me hallaba diré que, así como el elemento sensible y afectivo o moral de mi alma era creyente —y yo tenía mucho de crédulo y confiado, casi optimista—, y me elevaba hacia las más puras y consoladoras concepciones religiosas, al propio tiempo el elemento pensante y consciente o intelectual de mi espíritu —ya educado por el orgullo de la duda— me arrastraba a la incredulidad: jamás a negar a Dios ni rechazar la idea de la inmortalidad, pero sí a desconocer la personalidad de Dios y su directa intervención en los sucesos humanos, así como las condiciones de vitalidad sobrenatural atribuidas al alma por los dogmas del catolicismo.
+Y diré más. Si los libros que había devorado en Bogotá y el comercio con algunos «libres pensadores» me habían puesto desde años atrás en el camino de la incredulidad, casi del ateísmo, mi súbita desgracia, que me parecía ser del todo inmerecida, aumentó la intensidad de mis tendencias antirreligiosas, dándoles como una tinta de rebelión y amargura… Por momentos, al pensar en el tristísimo cambiamiento que se había operado en mi situación, sentía algo como una especie de rencor contra la Providencia, y para no hacerla objeto de amarguísimas quejas, prefería negarla en mi conciencia, y reconocer las fatalidades del destino y de la muerte ¡como inexorables leyes que regirían siempre la vida del ser humano!
+En suma, y dicho sea con toda ingenuidad para poner de manifiesto en mí mismo las tristes contradicciones del espíritu humano, había en mi ser moral como dos almas mal soldadas la una a la otra. Cuando yo me escapaba de mi refugio campestre para ir hasta las afueras de Ambalema a visitar furtivamente el cementerio, y allí, a solas, de rodillas, llorar sobre la tumba de mi esposa y mi hija, lejos de ocurrirme ningún pensamiento filosófico, solicitaba a Dios, creía en todo lo que se deriva de la idea de la inmortalidad, y en el olvido de todo lo terrestre, en que me sumía el dolor, ponía el oído atentamente contra el tibio calicanto del sepulcro, creyendo percibir voces misteriosas que se escapaban de su invisible seno… Asimismo, al desahogar mi dolor en himnos fúnebres, tales como La soledad del sepulcro, Lágrimas y Tu sombra, todos mis acentos, bien que profundamente dolorosos, eran de fe religiosa, de esperanza en una vida mejor, de confianza en la inmortalidad… Pero todo esto se desvanecía en gran parte cuando yo me entregaba, movido por la amargura del dolor, a cavilaciones puramente filosóficas. Me rebelaba mentalmente contra el Dios que me había privado de mi felicidad, o protestaba contra su Providencia interventora en las vicisitudes de la vida humana, y sólo reconocía el ciego, fatal e inexorable poder creador y modificador del dios Pan o la Naturaleza… En aquellos momentos yo me burlaba de mí mismo o de la credulidad del amante y poeta que había en mí. ¡Tal era el filósofo!
+Un incidente muy extraño me ocurrió en la hacienda de El Chorrillo, que servía de refugio a mi tristeza y mis congojas. Lo he referido por extenso en mis Coincidencias y mejor aún en un escrito intitulado: La mano de Dios, por lo que solamente narraré aquí lo más sustancial.
+Varias circunstancias que debo omitir, por no serme exclusivamente personales, exacerbaron mi dolor en cierto día en que mi cuñado Emilio me hizo una visita y fui luego a llorar con él sobre la tumba de Elvira. Regresé a El Chorrillo, ya entrada la noche, lleno de desesperación y con la monstruosa resolución de suicidarme. Todo lo preparé durante dos horas, escribiendo cuanto era menester, encerrado en un salón muy retirado, y al fin cómodamente sentado, tomé las pistolas de don Pastor —el bondadoso hacendado que me favorecía con su generosa y cordial hospitalidad— y las monté para dispararme la una sobre el corazón y la otra sobre la frente… Tres veces, al levantar las pistolas, oí que don Pastor me llamaba desde lejos, y hube de suspender la ejecución de mi horrible designio. En la tercera, tuve que ocultar las terribles armas, que me fascinaban, porque alguien se acercaba en solicitud mía. Era don Pastor que me llamaba con urgencia.
+¿Para qué me necesitaba? Para ver si yo podía salvar a un hombre, un pobre labriego a quien acababa de morder una culebra muy venenosa. El hombre se azotaba en el suelo, sobre un cuero de res, sufriendo atroces dolores… Inmediatamente me puse a curarle con el mayor interés, valiéndome del amoniaco, el ron y otros recursos, y a las dos horas el enfermo estuvo enteramente fuera de cuidado y durmiendo tranquilamente…
+Creí entonces, sin vacilación alguna, con toda mi alma, en la Providencia, viendo en el accidente ocurrido lo que llamé «la mano de Dios», mano invisible pero misericordiosa, que con un solo movimiento me había salvado del horrendo y cobarde crimen del suicidio, me había hecho salvar la vida del pobre labriego y me hacía deducir esta consoladora conclusión que envolvía la más sencilla doctrina del deber: «Jamás, en ninguna circunstancia, debe el hombre desesperar, ni menos atentar contra su existencia, porque en todo momento, por desgraciado que sea, puede hacer algún bien a sus semejantes y servir a Dios»…
+Este acontecimiento me hizo volver a la plenitud del sentimiento religioso, sin que, por otra parte, mi espíritu aceptase los dogmas particulares de ninguna religión positiva, pues para esto era necesario que yo tuviera nociones claras sobre la materia, y todas las que había bebido en los enciclopedistas franceses me mantenían en la mayor perplejidad.
+Durante un mes de residencia en El Chorrillo volvió a mi espíritu la calma con la resignación. Pero la vida en la ciudad me era odiosa, sobre todo en Ambalema, donde se había consumado mi desgracia, y yo meditaba mucho sobre lo que me convendría hacer para reconstruir mi posición social. La política me fascinaba y atraía siempre como una especie de fatalidad o de vocación inevitable, pero yo quería mantenerme a todo trance independiente, sin volver a ningún puesto público, tanto por independencia de carácter —que en todo el curso de la vida ha sido indomable cuando quiera que no se ha empleado conmigo la persuasión y la dulzura—, como porque comprendía que el hombre que vive de empleos públicos se vuelve una especie de parásito de la sociedad, inepto para todo lo demás, y siempre pobre, angustiado y sujeto a humillaciones de conciencia. Pensaba, pues, en dedicarme definitivamente al comercio, si hallaba una plaza conveniente para trabajar, o en buscar un centro social muy importante donde poder ejercer con provecho y lucimiento mi profesión de abogado y cultivar mucho mi espíritu como literato.
+Don Pastor Lezama, el bondadoso propietario de El Chorrillo, me sacó de dudas con una proposición muy aceptable. Era don Pastor hombre sencillo, pero muy entendido en los negocios y, aunque no sabía leer ni escribir, manejaba con bastante habilidad su considerable fortuna. Había quedado huérfano y sin amparo alguno a la edad de 13 años, y reduciendo a dinero para comprar herramientas la miserable herencia que le quedara —cosa de diecisiete pesos—, se había puesto desde entonces a desmontar tierra ajena y cultivar tabaco, en calidad de «arrimado» al caney de un arrendatario o «cosechero». A fuerza de trabajo, economía y buenos negocios fue prosperando, y ya en 1852 tenía en tierras, ganados, casas, mercaderías, tabaco y otros valores un capital de más de $ 170.000.
+Sin embargo, reinaba el mayor desorden en la hacienda de don Pastor, así por no haber método en los trabajos ni contabilidad racional, como por las dificultades inherentes a la falta absoluta de ilustración del propietario y la supina ignorancia de sus dependientes. Tanto por distraerme con el trabajo como por corresponder con algunos servicios a las finas atenciones de mi buen amigo don Pastor, durante las semanas en que él me dio la hospitalidad me apliqué a organizarle su contabilidad, comenzando por hacerle un riguroso inventario de sus bienes, y a procurar que hubiese método y división acertada del trabajo, economía y regularidad en todas las operaciones de la hacienda. Don Pastor se sorprendió al saber cuán rico era y podía ser —no tenía familia, apenas su esposa— con sólo tener orden en sus negocios y comprendió que estos marcharían incomparablemente mejor al ser dirigidos con inteligencia, sustituyendo la rutina bárbara y el empirismo con trabajos enteramente metodizados.
+Propúsome, en consecuencia, que me quedase en El Chorrillo para encargarme: en primer lugar, de su contabilidad, correspondencia y caja; en segundo, de la redacción de todos sus contratos y el manejo de asuntos jurídicos —a la sazón muy importantes y valiosos—, y en tercero, de ayudarle en las compras y ventas de mercaderías y de tabacos y en otras operaciones. En compensación me ofrecía: la habitación, los alimentos y los caballos necesarios para montar, y un sueldo eventual, calculado sobre las ventas de tabaco que ordinariamente hacía de los producidos en sus tierras, que no bajaría probablemente de $ 2.400 anuales. Pareciéronme muy equitativos estos términos, pero puse una condición sine qua non: que don Pastor aprendiese conmigo a leer y escribir y a calcular conforme a los principios de la aritmética.
+—Estoy ya muy viejo para aprender esas cosas —me dijo don Pastor.
+—Nunca es uno viejo para adquirir conocimientos —le observé.
+—Pero para mí sería dificilísimo, porque soy muy rudo.
+—Le respondo a usted que, sin dificultad, por un sencillo método de calcar y copiar, en seis meses aprenderá a escribir, y al mismo tiempo, sin caer en la cuenta, a leer. En otros seis aprenderá lo elemental de la aritmética.
+—Sin embargo… tengo mucha pereza de aplicarme a esos trabajos.
+—Entonces no hay contrato posible.
+—¿Por qué?
+—Porque para mí es cuestión de dignidad, delicadeza y aun reputación. Yo necesito que usted fiscalice todos mis actos de correspondencia, contabilidad, etcétera.
+—¿Para qué?
+—Para estar menos expuesto a errores y poder mostrar, como garantía de mi honradez, la aprobación concienciosa de usted.
+—Usted gozará siempre de mi absoluta confianza.
+—Lo creo, pero además necesito contar con la confianza justificada de la sociedad, que ha de verme manejando los muy considerables intereses y negocios de usted.
+Don Pastor hubo de claudicar, porque fui inflexible en mi exigencia. Celebramos, pues, el contrato con la cláusula exigida por mí, y en consecuencia fui a Ambalema a despedirme de mi familia y recoger mis libros, papeles y demás efectos de uso personal, así como a liquidar mis cuentas de asociación con mis hermanos y dejar en completo orden mis asuntos y los de la jefatura política. Desde principios de marzo me instalé definitivamente en El Chorrillo, y me entregué asiduamente a todos los trabajos que me imponía mi nueva situación.
+Un gratísimo incidente sobrevino en aquellos días. Manuel Pombo, que había andado en negocios por las provincias que hoy componen el estado de Antioquia, regresaba a Bogotá por la vía de Manizales y el páramo de Ruiz; me avisó de Lérida su llegada y fui a encontrarle en las llanuras del camino. ¡Cuán dulce desahogo no tuvo mi dolor al abrazar a Pombo, uno de mis mejores y más queridos amigos, y conversar largamente con él en mi nuevo domicilio y los campos circunvecinos! Pombo me llevaba, además de su querida persona, una preciosa carta de pésame de Gregorio Gutiérrez González, llena de tierna efusión y condolencia. Así, conversando los dos, Pombo y yo, y hablando de Gutiérrez, éramos como los tres juntos, y evocábamos todos los recuerdos amables de nuestra primera juventud. Pombo me hizo leerle unas cuantas de mis últimas poesías inéditas, entre otras la que acababa de escribir: El corazón humano, y al separarse de mí dos o tres días después me dejó más resignado que antes. ¡Cuánto no vale en el infortunio escuchar una voz amiga y hallar un corazón generoso que nos ayude a desahogar el dolor que nos atormenta!
+Lo propio me aconteció con las numerosas cartas de pésame, de mis parientes y amigos, que por entonces recibí. Cada una de ellas me aliviaba, porque hacía surgir en lágrimas gran parte de la amargura que se había concentrado en mi corazón, y en su lugar iban quedando la resignación y la calma…
+TODAS LAS SEMANAS TENÍA yo que ir a Ambalema, siquiera una vez, por atender a los muchos negocios de don Pastor, ya interviniendo en sus contratos para redactarlos, ya en las entregas de tabacos contratados, ya activando los asuntos judiciales pendientes, pero sufría mucho cada vez que iba a la ciudad, sobre todo al pasar por delante de la casa donde había fallecido Elvira, y nunca dejaba de visitar su tumba…
+En El Chorrillo mis trabajos eran múltiples. Durante el día, salvo algunos ratos de variadas lecturas, los que daba al baño, muy matinal, y una hora de siesta que me imponía frecuentemente el ardor del clima, todo mi tiempo pertenecía al despacho de los negocios de don Pastor, que siempre tuve al corriente con el día. Jamás, desde mi primera juventud, he dejado nada atrasado, porque nunca he pospuesto para el siguiente lo que debía o podía hacer en cada día. Como madrugaba siempre a levantarme, entre las cinco y media y seis de la mañana, y ordinariamente me acostaba a las once, adquirí el hábito, que he conservado, de no dormir nunca más de seis horas. Tal vez la única cosa para la cual he tenido pereza es para acostarme, sobre todo cuando he tenido entre manos algún trabajo importante.
+En El Chorrillo comíamos entre seis y siete de la tarde. Yo hacía enseguida ejercicio de una hora, ya fuese al rayo de la luna, ya en la oscuridad, paseándome lentamente por la limpia y extensa llanura, cubierta de fina grama, que se dilataba casi en torno de la casa, llanura muy poblada, pues dondequiera la salpicaban las casitas campestres de multitud de arrendatarios. Estos, entre siete y ocho de la noche, habían regresado ya de sus caneyes o establecimientos de cultivo de tabaco, y descansando de sus faenas frecuentemente se ponían a cantar, por pequeños grupos, en los patios o a las puertas de sus casitas, al son de tiples y bandolas. Aquellos cantos, melancólicos o alegres, y aquella música popular y sencilla, tenían siempre un sabor de originalidad y poesía rústica que me impresionaba. Mientras que aquellas poesías rudimentarias herían los aires, yo, buscando algo en la sombra con los ojos del alma, o en lo infinito de los cielos iluminados por la luna, iba siempre componiendo algo en prosa o en verso, y al regresar a la casa me apresuraba a escribir aquello de que llevaba llena el alma.
+Si la poesía me ocupaba por momentos, y sus inspiraciones quedaban consignadas en composiciones líricas y fragmentos de un poema a Marquetá[22], que después publiqué en parte, mi tiempo era dedicado en la noche principalmente a escribir mis Apuntamientos para la historia. Yo había buscado en la continuación de esta obra un refugio contra la amargura de mis dolores y pensamientos, y escribía con tesón. Por desgracia, esta considerable obra adoleció de un defecto capital: el de no contener citas de los documentos históricos en que yo apoyaba mis afirmaciones. Dependió esto de un desagradable percance que me ocurrió. Yo había reunido, hasta agosto de 1851, un considerable y precioso archivo histórico, compuesto de libros, opúsculos, periódicos, hojas sueltas y muy importantes manuscritos, y esperando salvar a Elvira y regresar luego a Bogotá, dejé todos mis papeles en dos grandes cajas, confiadas a un deudo para que me las guardase como un tesoro. Pero un día tuvo apuros de dinero, y en vez de ocurrir a mí para que le auxiliase, hizo lo que yo había hecho en 1844 con las gacetas inglesas de la Biblioteca Nacional: vendió al peso mi precioso archivo, y me dejó privado de todos mis documentos de consulta… Como yo los había leído todos y tenía muy frescos los recuerdos, hube de escribir toda mi obra de memoria, y por lo mismo, con el gravísimo defecto de carecer de citas, siendo un libro histórico.
+Otros dos defectos graves tuvo mi citada obra. Yo era muy joven y bastante apasionado y ligero en mis juicios, bien que de buena fe en todo caso, y como mis principales lecturas habían sido de libros y periódicos franceses, estaba en cierto modo empapado en el estilo y la fraseología de los franceses, así enciclopedistas como contemporáneos. Quedó, por tanto, mi obra, plagada de galicismos, y en no pocas apreciaciones se resentía de parcialidad, de espíritu sistemático en el sentido liberal y de vehemencia excesiva.
+Con todo, tomando en cuenta el modo y la edad en que escribí mis Apuntamientos para la historia, he podido enorgullecerme algo de ella. Era un audaz y valeroso esfuerzo, y el primero que se hacía entre nosotros de historia nacional filosófica; estaba escrita con sinceridad y vigor, con mucha soltura y método; contenía una multitud de retratos de personajes importantes, en los que estos aparecían poco menos que fotografiados, la mayor parte como por adivinación, y había en todas sus páginas un soplo de vida y libertad y una gran prueba de laboriosidad, propios para estimular a la juventud neogranadina a emprender trabajos intelectuales de importancia, en lugar de meras poesías líricas y artículos de costumbres o de polémica de partido.
+Por la naturaleza misma de mis quehaceres y por espíritu de observación, me propuse hacer un estudio completo del tabaco, como elemento social e industrial, es decir, de las condiciones propias de la planta, la composición de los terrenos, los modos de cultivo, las operaciones de aliño y comercio, las costumbres y la condición social de los cosecheros, la estadística del tabaco y los medios que debían adoptarse para obtener los mejores resultados. A más de algunos artículos sueltos que publiqué en varios periódicos, el fruto de mis estudios salió a luz principalmente en 1853, en una serie completa y metódica de artículos publicados en El Vapor de Honda, y años después en un extenso escrito humorístico intitulado: Viajes y aventuras de dos cigarros.
+A las veces, cuando me sentía muy cansado del trabajo mental y no había cosa que hacer en El Chorrillo, tomaba mi escopeta y me iba a cazar a pie durante dos, tres o cuatro horas. Casi siempre volvía a la casa cargado de torcaces y perdices, conejos y guacharacas, y en ocasiones con algún venado, porque aquellos campos, sobre todo las hoyadas montuosas, eran muy abundantes en buena caza. Muchas veces, en lugar de perseguirla, me detenía sobre algún peñasco, en algunas de las mesetas gramosas y cubiertas de olorosos bosquecillos que había en medio de muchas hondonadas, convertidas en dehesas artificiales para la ceba de ganados, regadas por el tortuoso arroyo llamado quebrada de la Joya —la Hoya—. Había por allí muchos grupos de palmeras colosales, en medio de verdes, tupidos y olorosos pastales, donde se perdían de vista aun las más hermosas reses, hundidas entre la suculenta verdura; sobre las orillas de las barrancas que dominaban el húmedo vallecito, crecía una vegetación florida y espléndida, de cuyo seno se escapaban con frecuencia ráfagas cargadas del exquisito aroma de la vainilla, y por todas partes, sobre un horizonte vastísimo y enteramente abierto, se ostentaba el cielo admirablemente azul y despejado. Yo me gozaba particularmente contemplando, ya las rosadas ondas luminosas que en las madrugadas se desarrollaban a tres leguas de distancia, al oriente, sobre la azulosa serranía de Pulí y San Juan, la más occidental de la inmensa y poderosa Cordillera Oriental de nuestros Andes; ya los encantadores arreboles del poniente, que coronaban por la tarde, en la hora deliciosamente melancólica del crepúsculo, las encumbradas cimas nevadas de la Cordillera Central, sobre cuyos helados desiertos descuellan los sublimes lomos o cúpulas del Huila y el Tolima, del Santa Isabel y el Ruiz.
+La contemplación constante de la Naturaleza elevaba mi alma, encaminándola siempre hacia un ideal de inefable belleza, y al propio tiempo la vida noblemente libre, sana y laboriosa que vivía en El Chorrillo robustecía y vigorizaba todos mis miembros. Así mi envidiable salud física contrastaba con la profunda melancolía y los íntimos pesares que afligían mi alma…
+Don Pastor se mostró rebelde a todo aprendizaje. No hubo forma de que recibiese ninguna lección con seriedad ni quisiese aplicarse a trabajar con el lápiz y la pluma. Decía con frecuencia: «Lora vieja no aprende a hablar», y estaba convencido de la imposibilidad de aprender. Le cité el ejemplo de mi madre, en 1838, y me propuse demostrarle su error de un modo patente. Entre los arrendatarios vecinos de la casa se hacía notar por su buena conducta un mozo llamado Tiburcio Peña, como de veinticinco años, hombre rudo al parecer y excelente peón. Propúsele enseñarle a escribir y leer y se encantó con la idea. Todas las noches, a eso de las ocho, llegaba Tiburcio con sus planas, trabajadas en sus momentos de descanso, y yo le hacía las explicaciones del caso y le iba dando nuevas muestras sucesivamente —de palotes diversos, partes o rasgos de letras, signos ortográficos, números, letras enteras, sílabas, palabras y frases—, que él traslucía primero y copiaba después, tomando por modelos sus propios calcados. Cuando ya fue haciendo letras, sílabas, palabras, etcétera, le iba yo diciendo cómo se pronunciaba y qué significaba cada una de ellas, con lo que, al propio tiempo que aprendía a escribir dibujando caracteres, insensiblemente y sin disgusto ni fatiga aprendía a leer lo que escribía. Ello fue que el mozo aprendió a escribir en poco menos de seis meses, bien que sólo podía disponer para ello de algunos ratos cada día, y se creyó dichoso con tan ventajosa adquisición. Pero nada valió esta prueba para don Pastor: admiró el hecho, pero persistió en mantenerse en su ignorancia, lo que me fue muy sensible, pues yo le estimaba mucho por sus excelentes cualidades y le quería con verdadero cariño.
+Mis sentimientos de filantropía, tanto como las tendencias de mi espíritu, que siempre me inclinaban a la universalidad, y la afición que desde muy joven había tenido a ciertos ramos de la medicina, me movieron a ser en cierto modo el médico de El Chorrillo y sus contornos. Las pobres gentes de por allí sufrían mucho, por falta de médico y medicamentos, cuando padecían algunas dolencias, porque estas se agravaban, por incuria, hasta volverse incurables. Además, al saber que yo había curado al hombre mordido por la serpiente, y después a un muchacho de la casa que padecía de una grande y vieja úlcera en una pierna, los chorrillunos dieron en creer que yo era médico, y en esto se confirmaban, no obstante mis protestas, porque sabían que yo era doctor. Si doctor era, tenía que serlo de medicina y no de otra cosa, pensaban ellos. Ello fue que hube de volverme médico, por caridad y malgré moi.
+Aconsejé a don Pastor que comprara un botiquín con los medicamentos más indispensables, a fin de socorrer en lo posible a los pobres labriegos y sus familias, y lo hizo con aquella generosidad que le era genial, de la que no pocos tunantes abusaban. Yo conocía recetas muy eficaces y el tratamiento conveniente, según las circunstancias, para las enfermedades más frecuentes o dominantes en El Chorrillo y sus contornos, a saber: las fiebres intermitentes y disenterías, las úlceras y las mordeduras de serpientes y picaduras de animales venenosos, y valiéndome del aguardiente, el amoniaco y el calomel, de la quina, el cedrón y la ipecacuana, de la corteza de granada y la naranja agria, del limón, el ruibarbo, el aceite de almendras y el de palmacristi y otras pocas sustancias, lograba excelentes resultados. Ello fue que en año y medio curé cosa de trescientas dolencias, gratuitamente y mereciendo la gratitud de aquella pobre gente.
+Año y medio pasé de aquella vida sana, laboriosa y apacible que reconfortó mi amor al trabajo, apaciguó mi alma, antes tan turbada, y me dio fuerzas y brío para seguir mi camino por el mundo. Pero al cabo comencé a fastidiarme. Me hacía falta el trato frecuente de la gente culta, y me fatigaba la lucha constante con la ignorancia, la rutina y las costumbres viciosas de los cosecheros, así como con las mil dificultades puramente materiales de la vida campestre. Yo necesitaba otro campo de acción y otro horizonte, y sentía ya como una especie de nostalgia social. Así, acabé por proponer a don Pastor una reforma considerable de nuestro contrato, reduciéndome a prestarle mis servicios en Ambalema, como abogado, con un modesto sueldo fijo.
+Un pleito muy valioso que le habían promovido a don Pastor por la principal de sus propiedades —que llegaron a valer $ 500.000—, me obligó a trasladarme a Ibagué, capital de la provincia, donde residía el tribunal de apelaciones. Gané el pleito, y los intereses de mi cliente quedaron asegurados, teniendo yo además la ventaja de conocer aquella antigua ciudad, una de las más apacibles, pintorescas y simpáticas localidades de la República. Fui allí muy bien acogido y querido, concebí cordial afecto por toda la sociedad ibaguereña y particularmente por algunas familias, y siempre he conservado muy gratos recuerdos de aquella tierra privilegiada, ciudad-huerto, jardín y vergel, donde todo es suave y pintoresco, todo risueño, perfumado y poético…
+AMBALEMA CRECÍA EN 1853 rápidamente, y su prosperidad, debida al cultivo del tabaco, era asombrosa. De todas partes iban a establecerse allí comerciantes, médicos y abogados, especuladores de todo linaje y artesanos y agricultores; en todas las calles se construían nuevas casas sólidas, espaciosas y casi a prueba de fuego; nuevas casas comerciales emprendían negocios y hacían circular grandes caudales; las tierras duplicaban, triplicaban y quintuplicaban rápidamente de valor, y las que habían permanecido incultas eran desmontadas y convertidas en terrenos de labor o en prados artificiales; los dos puertos de la ciudad sobre la margen izquierda del Magdalena estaban siempre cubiertos de embarcaciones —champanes, canoas y balsas— para el abasto de víveres y el tráfico mercantil, y el radio de las relaciones de Ambalema se extendía no solamente a Bogotá, Honda, Medellín, Barranquilla y muchas otras plazas de la República, sino también a los mercados de Inglaterra y Alemania.
+Yo trabajaba en Ambalema de diversos modos: ejercía mi profesión de abogado con crédito y provecho, trabajaba en negocios de comercio y compras, aliños y exportaciones de tabaco y cueros, y administraba un terreno que me había vendido mi amigo Lezama, donde producían tabaco mis arrendatarios. Al propio tiempo continuaba yo mis trabajos de historia y literatura, y me ocupaba en la publicación de mis Apuntamientos.
+La gran reforma hecha en la Constitución Nacional por el Congreso radical de 1853 modificó profundamente las instituciones y ocasionó en toda la República un vasto movimiento electoral. Todas las provincias iban a tener sus legislaturas y gobierno propio y a darse sus instituciones político-municipales, y por primera vez iban a funcionar en el país el sufragio universal directo y secreto, la libertad absoluta de la prensa, la separación del Estado y la Iglesia, y una extensa descentralización de rentas y gastos y de la autoridad en lo tocante a política, vías de comunicación, instrucción pública y sistema tributario. Así los partidos políticos se preparaban a sostener una gran lucha en el campo electoral, y entretanto la sostenían vigorosamente por la prensa.
+Ocurrió entonces por la segunda vez un fenómeno político que después se ha repetido muchas veces entre nosotros. Así como en 1836 el Partido Liberal, sin contrapeso alguno, se dividió, y de la división surgió después el Partido Conservador, formado por la fracción liberal moderada, del propio modo en 1853, anonadado como estaba el Partido Conservador, el liberal —por exceso de fuerza y abuso de su preponderancia— se dividió entre liberales y radicales o «draconianos» y «gólgotas», y la lucha se redujo a su competencia para elegir presidente de la República. Los liberales adoptaron por candidato, como era lógico e inevitable, tal vez necesario, al general José María Obando, y los radicales al general Tomás Herrera, quien tuvo algún apoyo entre los conservadores.
+Pero estos, que estaban seguros de ser derrotados en la elección general, dejaron luchar entre sí a los partidos liberales, y se aplicaron de preferencia a procurarse algunos triunfos en la elección de senadores y representantes, de gobernadores de las provincias y de diputados a las legislaturas provinciales. Había en esta política verdadera habilidad, y el Partido Liberal, desmembrándose de un modo irremediable, iba a encargarse de facilitar a los conservadores el desquite de las derrotas sufridas desde 1848.
+La lucha electoral fue sostenida por ambas partes con entusiasmo, pero este, por desgracia, degeneró en espíritu de intriga y de fraude. Triste cosa es tener que reconocer que desde que comenzó a practicarse entre nosotros el sufragio universal, directo y secreto, los partidos políticos prostituyeron la institución con numerosos fraudes. En la provincia de Mariquita, y particularmente en el cantón de Ambalema, los conservadores dieron el ejemplo con fraudes de muchos miles de votos, ejecutados en Guayabal, Lérida, Ambalema y Venadillo, y los liberales trataron de imitarles en lo posible. Yo fui candidato de los liberales para Senador de la provincia, y también para diputado por los cantones de Ibagué y Ambalema, y obtuve en las tres votaciones, con otros liberales, legítima y evidente mayoría, pero los tres mil votos falsos del miserable caserío de Guayabal nos defraudaron de la senaturía. Con todo, fui elegido diputado a la legislatura por el cantón de Ibagué. Ya en 1852 había sido elegido, por el distrito de Lérida, miembro de la Asamblea electoral del cantón de Ambalema, y como tal di una prueba de honradez política que fue debidamente apreciada por mis constituyentes sufragantes. Estos me dirigieron una carta en que me decían: «Hemos dado a usted nuestros sufragios, porque tenemos completa confianza en su carácter, pero le suplicamos que vote por el general Obando para presidente de la República, porque todos nosotros somos obandistas».
+Yo era personalmente partidario de la candidatura del general Herrera, pero no titubeé un momento: voté en la Asamblea, firmando mi voto, «por el general José María Obando, candidato de mis poderdantes», y para todo lo demás voté por mis amigos políticos. Siempre he creído que así debe ser servido el pueblo en una república democrática, pues de otro modo se falta a la fidelidad debida a las mayorías legítimamente constituidas y no se representa verdaderamente a los que emiten el sufragio.
+Hacia fines de 1853 me ocurrieron dos episodios muy curiosos y verdaderamente novelescos que bien merecen especial mención como rasgos característicos de nuestras costumbres. El uno fue mi intervención en un jurado criminal, institución que se había establecido desde 1851 en toda la República; el otro, un duelo a pistola, sostenido con un abogado que figuraba en Ambalema como jefe de los conservadores. Dedicaré un capítulo particular al segundo de estos episodios, persuadido como estoy de que el lector lo hallará un tanto interesante.
+Yo había vuelto a servir en el año de 1853, por condescendencia con el gobernador de la provincia y con muchos amigos, la jefatura política del cantón. Un día me separé del empleo, en uso de licencia por algunas semanas, obligado por la necesidad de atender a varios negocios privados que había descuidado por el servicio público.
+Hacía ya como dos o tres días que me había separado de la jefatura, y trabajaba asiduamente en mi cuarto de estudio compulsando varios documentos, cuando se presentó en casa una mujer. Era una «señora de medio pelo», según la curiosa expresión popular, porque se hallaba, por su nacimiento, educación y posición social, en un término medio entre el «señorío» y el «pueblo»; mujer blanca y bien parecida, como de veintiséis o veintiocho años, casada y que gozaba en Ambalema de intachable reputación.
+—¿Puede usted hacerme el favor de concederme una audiencia? —me preguntó al entrar.
+—Sin duda, pero ahora mismo…
+—¡Ah, señor!, perdone usted, pero el caso es urgente y necesito que sea al instante mismo.
+—Señora —repuse—, estoy ahora muy ocupado, pero disponga usted de mí.
+—Vengo a confiar a usted un gran secreto y pedirle un favor muy importante.
+—Muy bien —repuse.
+—¿Está usted solo, señor doctor?
+—Sí, puede usted decirme lo que tenga a bien —respondí no sin pensar: esto huele a novela o cosa misteriosa.
+En efecto, la pobre señora palideció y dejó ver que hacía un supremo esfuerzo de voluntad y sacrificio al ir a buscarme. Un momento después me dijo, muy avergonzada:
+—Señor, le tengo a usted por un caballero y hombre de corazón generoso…
+—Doy a usted las gracias porque me hace justicia.
+—Vengo a poner en manos de usted mi reputación y la honra de mi marido.
+—¡Oh!, eso es muy grave…
+—¿Conoce usted, señor doctor a N. N.? —y nombró a un individuo de la misma clase intermedia que ella, muy conocido en la ciudad.
+—¡Cómo no! Aun me ha desempeñado algunas comisiones en mis negocios, y le aprecio por su honradez y buen carácter. Así, tuve la mayor sorpresa al saber que le juzgaban por un grave delito, y encontrarle en la cárcel al hacer, como jefe político, las visitas semanales.
+—Tiene usted razón de estar sorprendido, porque N. N. es inocente.
+—¡Ah!, tanto mejor. No recuerdo qué hechos le incriminan…
+—Le acusan, señor, de haberse robado unas joyas y alhajas, con efracción y en altas horas de la noche.
+—¿Y quién es su defensor?
+—Nadie: él no ha querido defenderse. Ha preferido dejarse juzgar y echar encima una horrible mancha, por no probar la coartada y…, por lo mismo, su inocencia.
+—¿Y por qué ha procedido así?
+—Por no deshonrar a una mujer que tuvo la debilidad de faltar gravemente a su deber.
+—¡Ah!, ¿y esa desgraciada mujer?… —dije poniendo en la mirada una interrogación.
+—Esa mujer, señor, quiere salvarle, y quiere expiar su falta pasando por la vergüenza de confesarla —me contestó la pobre señora agachando la cabeza, llena de rubor y con lágrimas en los ojos.
+—Comprendo lo grave de la situación, y estimo en todo su valor el paso que usted da para salvar al acusado. ¿Pero qué pruebas se podrían producir en su defensa?
+—La más concluyente es imposible, porque ni N. N. quiere defenderse deshonrándome, ni me es lícito causar la desgracia de mi marido y entregarle a ser el ludibrio de la sociedad.
+—¡Ah!, ¿es decir?
+—Sí. La noche en que sucedió el robo, entre la una y las dos, la pasó N. N. desde las diez hasta las cinco de la mañana… en mi casa, estando ausente mi marido…
+—¡Vamos! El caso es sumamente delicado. ¿Y quién y por qué ha podido incriminar a N. N.? —pregunté con vivo interés.
+—Fulano. Este hombre quiso cortejarme y le desdeñé. Estaba rabioso de celos, espió los pasos de N., y por vengarse le fraguó una abominable trama. Él y un paniaguado y cómplice suyo, que son los verdaderos culpables del robo, han declarado contra N. y hecho declarar también a una sirvienta de la señora robada.
+—¡Oh!, ¡qué abominación!
+—Así es, señor doctor. Le juro a usted, por lo más sagrado, que he dicho la verdad, y Dios me castigue terriblemente si en algo falto a ella…
+Todo en el gesto y el acento de aquella pobre mujer tenía la expresión inequívoca de la sinceridad, realzada con la nobleza del sacrificio que hacía para expiar su falta. Permanecí pensativo durante algunos momentos, pero ella interrumpió mi meditación diciendo:
+—¡Ah!, doctor…, ¿no tendría usted la generosidad de encargarse de la defensa del desgraciado N.?
+—Aguarde usted, señora —le contesté, obedeciendo a una súbita inspiración.
+—¿Qué me dice usted?
+—Dígame usted, señora: ¿sus criadas vieron a N. en casa de usted?
+—Sí, señor —me contestó ruborizada.
+—¿Cómo se llama la cocinera?
+—Pastora.
+—¿Y la otra criada?
+—Mariana. Mi cocinera abrió y cerró la puerta, y… creo que la otra sospechaba algo.
+—Bien. Retírese usted, por ahora —le dije—, sin regresar a su casa, y vuelva a verse conmigo dentro de dos horas.
+Inmediatamente tomé mi sombrero y mi bastón, y mientras que mi interlocutora se encaminaba hacia la plaza, me dirigí rápidamente hacia la casa de ella, situada en el barrio de Campoalegre. En breve llegué a la puerta, entré con precaución e hice llamar a la Pastora, diciendo que la otra se retirase. Cuando estuvimos solos dije:
+—Necesito averiguar ciertos hechos que interesan a la autoridad.
+—Mi señora está en la calle.
+—No importa. Es con usted que necesito entenderme.
+—Mande lo que guste el señor político[23].
+—Haga usted la señal de la cruz y jure decir verdad en lo que se le pregunte.
+La mujer obedeció sin titubear, pero asustada, y yo la interrogué bruscamente sobre los hechos que su ama me acababa de revelar. Sorprendida por extremo, me lo confesó todo, confirmando la narración, y yo le recomendé que guardara un silencio absoluto por amor y consideración a su ama. Otro tanto hice enseguida con la otra criada, y saqué en limpio que esta sospechaba con fundamento lo que había pasado.
+De la casa de Campoalegre me dirigí, atravesando casi toda la ciudad, a la cárcel. Hice que el alcalde llamara a N. N. al postigo interior, y hallándome a solas allí con el preso le dije:
+—¿Conque… todavía está usted preso?
+—Sí, señor doctor: la causa sigue adelante —me contestó.
+—¿En qué estado?
+—Dentro de poco reunirán el jurado para juzgarme.
+—¿Quién le ha defendido a usted?
+—Nadie; sólo mi conciencia y Dios.
+—¿Es usted inocente?
+—Absolutamente inocente de lo que me imputan.
+—¿Por qué no se defiende usted?
+—Porque no puedo.
+—¿Y por qué no puede?
+—Porque… ¡ah!, señor doctor…, porque no puedo ni debo defenderme.
+—Yo sé el motivo.
+—Nadie puede saberlo —me replicó sin titubear pe-ro dejando ver en su semblante una expresión como de inquietud.
+—Yo sé dónde pasó usted la noche cuando se hizo el robo.
+—Fuera de mi casa, es verdad.
+—En casa de… Fulana.
+—¡Doctor!, ¡doctor!, ¡no diga usted tal cosa, por Dios! Esa señora es mujer honrada, y yo no tengo ningunas relaciones con ella.
+—Usted falta a la verdad por lealtad hacia Fulana. Ella acaba de confesármelo todo.
+El buen hombre inclinó la frente y exclamó:
+—¡Mujer generosa! ¡Dios mío! ¿Y qué se propone ella con sus revelaciones?
+—Salvarle a usted.
+—¿Cómo?
+—Persuadiéndome a que le defienda.
+—Señor doctor: si para defenderme ha de ser necesario que yo revele ese secreto, ¡prefiero ser condenado y deshonrado!
+—Lo sé, y hace usted bien. ¡Así procede un hombre de corazón! Yo haré cuanto pueda por salvarle a usted, sin que se descubra el terrible secreto.
+—Dios le pagará a usted su generosidad, señor doctor.
+Pocos minutos después volvió a mi casa la mujer del misterio.
+—¿Qué ha resuelto usted, señor doctor?
+—Es imposible la defensa pública y directa, pero yo emplearé otros medios eficaces y haré cuanto pueda para salvar a N.
+—¡Ah, señor!, ¡bendita sea su buena voluntad!
+—Pero es con una condición.
+—Mande usted, señor doctor.
+—Inmediatamente procurará usted inducir a su marido a mudar de domicilio, y usted jamás volverá a verse con N.
+—Se lo juro a usted, ¡y tal era precisamente mi propósito! No he caído por corrupción sino por debilidad; estimo a mi marido, deseo librarme de una situación peligrosa que él, por fortuna, ignora, y quiero expiar mis faltas con una vida retirada y virtuosa.
+Me puse a meditar en lo que haría y al día siguiente me fui al juzgado del circuito, con pretexto de informarme del estado en que se hallaban algunos de mis asuntos judiciales. Era juez un joven doctor Abadía, y su secretario don Martín Otero, socorrano, hombre muy inteligente y travieso y que había sido mi secretario en la jefatura política. Con maña di lugar a que se hablara de jurados, y entonces, aparentando indiferencia, dije:
+—¡Cosa curiosa! He sido uno de los promotores de la ley sobre jurados, y hasta ahora nunca me ha favorecido la suerte.
+—Pues cuando usted quiera ser jurado, es muy fácil conseguirlo.
+—¿Sin contar con la suerte?
+—¡Bah!, es tan sencillo poner encima de todas las papeletas del sorteo la que contenga el nombre de usted.
+—Pero así no hay verdadero sorteo.
+—¿Y cree usted que no hay muchos por el mismo estilo?
+—¡Es curiosa nuestra administración de justicia!
+—Justamente dentro de dos o tres días habrá que hacer un sorteo.
+—¿Para quién?
+—Para N. N.
+—¿Por qué delito le juzgan?
+—Por robo nocturno con efracción.
+—¡Diantre!, ¡mal estreno tendría yo con un ladrón!
+—¡Vamos!, ¿quiere usted ser sorteado?
+—Pues no dejo de tener curiosidad de intervenir en algún jurado.
+—Entonces… lo dicho.
+—Bueno, don Martín; haga usted lo que guste.
+En efecto, la suerte me favoreció, según la diligencia de sorteo, y fui miembro del jurado que debía fallar en la causa de N. N.
+Reunióse el jurado, se leyó el proceso, y enseguida el juez preguntó si alguna de las partes tenía algo que producir. Como ambas a dos renunciaron a este derecho, yo pedí que se llamase de nuevo a los testigos que figuraban en la causa, y además a los sirvientes de la dueña de las joyas y alhajas robadas. Cuando todas estas personas estuvieron presentes exigí que permaneciesen en una pieza contigua para irlas interrogando una a una. Así se verificó, y sucesivamente les hice preguntas muy apremiantes sobre las personas, la preexistencia y naturaleza de los objetos robados, el modo de la efracción, la hora de cada hecho, la razón del dicho de cada uno, los antecedentes del delito, y cuantas circunstancias podían esclarecer todos los hechos. El resultado de mi interrogatorio y de las respuestas de los declarantes fue un cúmulo de vacilaciones, de discordancias, de dudas y aun contradicciones que le dieron al asunto aspecto bastante diferente del que había tenido. Resultaba comprobado, además, que la conducta del reo había sido intachable hasta el día de ser procesado, así como durante su detención.
+Al cabo interrogué al reo:
+—¿Persiste usted en afirmar que no es responsable del delito por el cual se le juzga? —le dije.
+—Sí, señor. Juro ante Dios que me ha de juzgar, que soy inocente.
+—Pero usted habría podido probar su inocencia, si esta es positiva.
+—No sé cómo, señor.
+—Probando que usted no pudo estar en el lugar donde se cometió el delito.
+—No estuve allí, ni en mi casa.
+—¿En dónde estuvo usted mientras se cometía el delito?
+—No puedo ni debo decirlo.
+—Sin embargo, en ello estriba la defensa de usted.
+—Entonces… prefiero ser condenado.
+No habiendo otras preguntas qué hacer, el juez dio la palabra al agente del ministerio público, quien sostuvo la acusación, pero concluyó pidiendo se calificase en 2.° grado la responsabilidad del acusado.
+—El acusado tiene la palabra —dijo el juez.
+—Renuncio al derecho de defenderme —contestó el acusado.
+—¿Ni admite usted un defensor?
+—No, señor.
+—Entonces el debate está terminado, y los señores jurados se servirán pasar a la sala de sus deliberaciones.
+Nos quedamos a puerta cerrada, y me nombraron enseguida presidente del jurado. Invité a los cuatro jurados a emitir concepto, y uno de ellos, hombre honradote pero rudo y de pocos alcances, dijo:
+—Es doloroso tener que condenar a un hombre que había sido hasta ahora honrado, trabajador y de buena conducta, pero todo me parece probado, y me inclino a que sigamos la opinión del fiscal.
+—El empeño con que el reo se ha denegado a explicarse y defenderse —dijo otro de los jurados— es la prueba moral de su culpabilidad.
+Otro de aquellos guardó silencio, mostrando su conformidad con un gesto de aprobación.
+El cuarto, que era un militar retirado, sujeto muy perspicaz y justiciero, dijo:
+—Yo declaro que no las tengo todas conmigo. Si yo hubiera de fallar conforme al expediente, votaría por la condenación, pero mi juicio ha comenzado a vacilar después de oír las declaraciones dadas en nuestra presencia. Creo que los testigos no están muy de acuerdo, y que en este asunto hay un misterio…
+—Oigamos la opinión del señor presidente —observó el jurado que había guardado silencio.
+Invitado a exponer mi juicio, dije:
+—Señores, antes de manifestar todo mi pensamiento, ruego a ustedes tengan la bondad de contestarme esta pregunta, con absoluta franqueza: ¿si en cualquier asunto asegurase yo a ustedes algo bajo mi palabra de honor, no teniendo ustedes pruebas irrefragables en contrario, me darían entero crédito?
+—¡Sin duda! —contestaron en coro.
+—Pues bien, señores: yo aseguro a fe de hombre de bien y por el honor de mi vida, que el acusado es inocente del crimen que se le imputa, y pido a ustedes que, confiando en mi palabra y en la seguridad que tengo de lo que afirmo, den todos un voto absolutorio.
+Todos se quedaron asombrados y por algunos momentos guardaron silencio. Luego uno de los jurados dijo:
+—Creo que interpreto con mi sentimiento el de mis compañeros, declarando que en un asunto privado no titubearíamos un momento en acceder a una exigencia fundada en la sola palabra del señor presidente. ¿Pero qué podremos hacer contra las pruebas del proceso, que son concluyentes?
+—¿Podría el señor doctor explicarnos el fundamento de su afirmación tan absoluta? —añadió otro.
+—Puedo y no puedo. Voy a referir a ustedes lo que me ha sucedido, pero ocultaré todo nombre y toda circunstancia que hagan descubrir lo que debe permanecer secreto.
+Entonces narré todo lo que había acontecido, e hice ver que yo había procedido secretamente como un juez. Prometí, además, poner luego de mi parte todo esfuerzo para que se descubriese a los verdaderos culpables; afirmé que en el proceso había por lo menos tres testigos perjuros; encomié la imponderable generosidad del acusado y la abnegación de la mujer que había procurado salvarle, y pedí que, a más de contestar afirmativamente a la primera pregunta: «¿Se ha cometido el delito definido en el artículo… —tal— del Código Penal?», y negativamente a la segunda: «¿N. N. es responsable de esta infracción?», excitase el jurado al juez a iniciar nuevo sumario para averiguar quiénes eran los culpados, y si se había cometido además el delito de perjurio.
+Es de creer que me expresé con alguna elocuencia y que todos mis compañeros del jurado eran hombres de corazón, porque al concluir yo mi exposición o alegato todos dijeron con entusiasmo: «¡Votemos pues, por la absolución!».
+Cuando se abrieron las puertas y notifiqué el veredicto del jurado, el juez y el fiscal se mostraron como asombrados, al propio tiempo que en la fisonomía del reo se pintó una expresión inefable de gratitud y satisfacción. Una hora después conferencié con el juez y le hice las indicaciones convenientes para iniciar el nuevo sumario. Antes de veinte días estuvo plenamente comprobado que los autores del robo —con la complicidad de la criada de la señora robada— eran precisamente los que habían figurado como testigos contra N. N. Y en tanto que por este lado se desenlazaba el drama conforme a la verdad y a la justicia, la esposa culpada que había salvado con sus revelaciones a su amante, se alejaba de Ambalema con su marido, cuya honra, por rara fortuna, había quedado intacta, a pesar de muchas cavilaciones sobre el misterioso proceso.
+YO HE PUBLICADO, CON EPÍGRAFE distinto del de este capítulo, una curiosa narración del duelo que tuve en Ambalema en 1853. Nada mejor puedo hacer que reproducir aquí aquel relato, modificando solamente algo de la redacción, para que mi exposición sea hecha hablando en primera persona. En cuanto a los nombres de los individuos que figuraron en el episodio, he creído que la generosidad exigía reducir a pseudónimos los de aquellos que hacen en la historieta un papel indigno y vergonzoso. En lo demás, no creo ser indiscreto al publicar bajo una forma personal este episodio, ya porque el hecho fue un lance muy importante de mi vida, ya porque es interesante como rasgo típico de las costumbres de una época y de un grupo social.
+Por los años de 1852 a 1859, la ciudad de Ambalema era centro de un considerable movimiento agrícola y comercial. Con tal motivo afluían allí, ávidos de especulaciones y riquezas que fácilmente se improvisaban, muchos hombres laboriosos, hijos de lejanas comarcas, y con ellos no escaso número de tunantes o individuos de poca o ninguna moralidad, cuyo propósito era enriquecerse de cualquier modo, sin escrúpulo alguno.
+Entre los inmigrantes que procedían de una de las provincias limítrofes figuraba en Ambalema el doctor Fídolo Pinto, joven abogado, desterrado de su suelo natal por más de una fechoría, pero tan activo, habilidoso y artero en los negocios y las relaciones sociales, que a poco de llegar a la ciudad marquetana se había procurado una posición importante, mal grado la pobreza en que poco antes se hallaba.
+Difícil hubiera sido hallar un hombre más aparentemente simpático, más seductivo, sobre todo para los hombres, que el doctor Pinto. Apenas si frisaba en los veinticinco años, y era de buena talla, delgado, de rostro casi lampiño, sombreado solamente por un gracioso y fino bigote. Como este, sus cejas y cabello eran muy negros; su rostro, bien ovalado, tenía no sé qué de suave y femenino, con una blancura mate muy simpática. Mostraba siempre las manos limpias y delicadas; la sonrisa de sus delgados labios era casi perpetua y en todo caso amable, y sus ojos, bajo unas cejas finamente delineadas, eran grandes, muy negros, hermosísimos por sus largas y sedosas pestañas, y singularmente acariciadores, por lo que de ordinario seducían. Añádase a todo esto que Pinto tenía la voz de timbre suave, el andar mesurado y silencioso, y las maneras corteses, y se comprenderá la facilidad con que se ganaba simpatías y se había creado en pocos meses una posición ventajosa.
+Inspiraba confianza a los hombres de negocios y particularmente a las gentes sencillas, y en breve, inquiriendo todo lo que podía ser materia de pleitos, principalmente por la propiedad y posesión de tierras cultivables, se había granjeado, como abogado, numerosa y bien lucrativa clientela. A poco se fue mezclando también en todos los asuntos municipales y políticos, y no tardó en ejercer sobre los jueces y concejales de la ciudad afluencia irresistible.
+La Naturaleza y el Diablo le habían favorecido a porfía: la Naturaleza, dándole facciones, voz y modales instintivos sumamente propios para seducir, y el Diablo, enseñándole el consumado arte de disimular y fingir, o sea de mentir con suavidad y decoro, e inspirándole la más calculadora codicia y la más refinada hipocresía. En su amabilidad todo era mentira y falsedad, y dentro de su fuerza física no había sino fealdad moral. Pinto era una especie de pantera sin garras, que ocultaba su carácter felino bajo una suave piel de cordero; hombre capaz de toda indignidad con tal de poder disimularla, y que habría hecho uso del veneno inmediatamente después de sobarse las manos con aire compungido.
+Un tío de Pinto, don Sebastián Escobar, se había establecido también en Ambalema, fundando una casa comercial, y su sobrino era su hombre de confianza y en mucha parte el gerente de sus negocios, amén de su abogado y consejero, y así tenía que ser, porque don Sebastián, si bien era trabajador y activo para los tratos, no tenía la instrucción y cultura necesarias para trabajos de escritorio.
+Yo soportaba con filosofía las tristezas de mi precoz viudez, entregándome exclusivamente al trabajo intelectual, al estudio y aun al servicio del público gratuitamente, con verdadera entereza de alma. En el año a que me refiero servía sin sueldo alguno la jefatura política del cantón otra vez, como llevo dicho, y hacía todo el bien posible, aun con detrimento de mis intereses. El doctor Pinto se había constituido en mi antagonista y no solamente procuraba hacerme oposición en el cabildo de la ciudad, sino que, apelando a intrigas de muy baja ley y a fraudes electorales, había logrado establecer su dominio sobre los jueces, y por medio de estos hacía la guerra, no tan sólo al abogado de quien era émulo envidioso, sino también al magistrado. Pero yo miraba con desdén las intrigas y maniobras de Pinto, y pensando apenas en cumplir con mi deber me cuidaba poco de los manejos de mi adversario.
+Acaso este desdén había estimulado a Pinto a llevar adelante sus hostilidades hasta lo personal, a tal punto, que no tardó en promover por mano tercera un pleito contra mis intereses particulares y los de mi hermano Silvestre. Pero si yo tenía que respetar mi posición de magistrado, y por lo mismo tolerar la hostilidad de Pinto, Silvestre no estaba en el mismo caso. Era este un joven puntilloso, ágil, esforzado y que aguantaba pocas pulgas, y se había jurado a sí mismo darle algún día su merecido al intrigante y codicioso Pinto, si este se propasaba en sus hostilidades.
+Llegó la oportunidad de ejecutar esta resolución, proporcionada por un lance repentino. Un día que Pinto pasaba por una de las calles mercantiles de la ciudad, tropezó con Silvestre y este se le plantó delante diciéndole:
+—¡Eh!, ¡doctor codicia!, ¡a un lado!
+—La acera es mía —dijo Pinto.
+—¿Y qué importa? La cortesía no habla con los bribones.
+—¡Usted me insulta!
+—Ya, así parece.
+—¡Pues me la pagará!
+—¡Vaya! Podemos arreglar la cuenta ahora mismo.
+—¿En dónde?
+—Donde usted quiera.
+—Pues vamos… ¡al cementerio!
+—Sobre la marcha.
+Y al punto los dos jóvenes se encaminaron, por dos calles diferentes, hacia el norte de la ciudad, en cuyas afueras estaba situado el cementerio.
+¿De qué modo o con qué armas iban a batirse? Según toda probabilidad, el combate había de ser un rudo pugilato a usanza de la tierra, del cual sólo resultarían magulladuras y bocas y narices reventadas, y en semejante lucha, la ventaja aparente estaba de parte de Pinto, mucho más corpulento y robusto que mi hermano. Pero este, que, como he dicho, era muy ágil, sabía luchar desde niño a la manera de los neivanos, y entendía mucho de echar zancadillas.
+Hallábame en mi despacho de la jefatura cuando me avisaron lo ocurrido momentos antes con mi hermano, y al punto corrí a buscar a don Sebastián, el tío del doctor Pinto.
+—Señor don Sebastián —díjele al verle—, su sobrino de usted y mi hermano acaban de tener una reyerta, y se han ido a combatir, no sé de qué manera. Puede ocurrir una desgracia, y en todo caso esto es un escándalo. Yo no puedo interponer mi autoridad simplemente, por delicadeza, pero si voy junto con usted la cosa es diferente. ¿Quiere usted acompañarme a impedir la riña?
+—Con mucho gusto, señor doctor, y agradezco su delicado proceder —contestó don Sebastián.
+—¡Pues vamos corriendo!
+—¡Vamos!
+Fuímonos lo más apriesa posible, y en pocos minutos recorrimos las siete u ocho cuadras que había de distancia del centro de la ciudad al cementerio.
+Al volver un recodo del camino, alcanzamos a ver, detrás de un grupo de hobos y ciruelos, las figuras de los contendientes, y por cierto que el momento era crítico. El doctor Pinto se acababa de levantar del polvo del camino, todo cubierto de tierra, desmelenado, sin sombrero, con los vestidos rotos y en lamentable situación, y lleno de ira y de humillación se abalanzaba, armado de un agudísimo puñal, sobre Silvestre. Este, que no tenía más armas que sus brazos, al ver brillar el puñal de su adversario había desgajado prontamente una rama de ciruelo, árbol muy frágil, y en la actitud de un combatiente armado de maza aguardaba a su enemigo, situado en la mitad del camino, para descargarle un golpe formidable y preservarse de una puñalada mortal.
+He aquí lo que había sucedido pocos minutos antes: Silvestre, a medida que marchaba hacia el sitio de la lucha, se había ido despojando de su levita y chaleco de dril de lino, y al detenerse su enemigo los había arrojado al suelo con su sombrero. Pinto, al verle ahí medio desnudo, le halló más delgado y pequeño, y como él era alto, fuerte y de vigorosa musculatura, y además tenía en el bolsillo un puñal de que jamás se deshacía, mantuvo sobre sí todos sus vestidos; desdeñó a Silvestre y creyó poderle demoler el pecho y las espaldas a puñetazos. Situóse, pues, sólidamente aguardando el ataque de mi hermano, y este hubo de tomar la ofensiva.
+Pero el jactancioso doctor no contaba con la agilidad y el arrojo de Silvestre. Este saltó encima de aquel como un gato, y al caer sobre su enemigo, en vez de presentarle el cuerpo en toda su longitud, se abalanzó de bruces sobre las piernas de Pinto, le echó una violenta ZANCADILLA y le arrojó a tierra, y teniéndolo así tendido largo a largo, le dio tan descomunal trilla de puntapiés que le dejó todo estropeado.
+Vestido como estaba, Pinto no había podido ni moverse siquiera con alguna libertad para defenderse, y aunque pensaba en su puñal para dar desde el suelo una puñalada a Silvestre, no topaba con el arma. Con la caída y la subsiguiente trilla, el puñal se había salido del bolsillo, dentro de su vaina, y yacía invisible entre la arena amontonada en la refriega. Al cabo Silvestre satisfizo su cólera, y poniendo fin a la contradanza de puntapiés que bailaba encima del falso discípulo de Temis, se apartó de este y le dejó resollar. Incorporóse Pinto con dificultad, bramando de humillación, con los labios crispados, la mirada vidriosa, casi lívido el rostro, el cabello y los vestidos cubiertos de tierra y todo el cuerpo magullado, y al ir a ponerse en pie alcanzó a ver su puñal en el suelo. Cogiólo al punto, y enderezándose con rapidez, movido por la ira más que por sus embotados músculos, se abalanzó sobre Silvestre. Dio este dos o tres saltos hacia la orilla del camino, y tuvo la feliz inspiración de desgajar la rama de ciruelo para defenderse.
+En aquel momento llegamos, como he dicho, don Sebastián y yo.
+—¡Ah! —exclamó Pinto al vernos—, ¡ya viene el jefe político a proteger con su autoridad a su hermano y llevarme a la cárcel!
+—Se equivoca usted, doctor Pinto —respondí, profundamente herido en mi dignidad—: no soy capaz de semejante bajeza.
+—¿Y entonces a qué viene usted?
+—Su tío de usted podrá explicárselo.
+—Efectivamente —dijo don Sebastián—, hemos venido por iniciativa muy delicada y noble del señor doctor Samper, a impedir una riña desgraciada entre ustedes y un escándalo para la ciudad.
+—¡Pero llegaron demasiado tarde! —observó Pinto con acento de cólera reconcentrada.
+—O acaso antes de tiempo —añadió Silvestre, con to-no burlón, mostrando su gajo de ciruelo y el puñal de Pinto.
+—¡Esto es una alevosía! —exclamó el magullado buscapleitos.
+—¿Alevosía de quién? —pregunté.
+—De los que hacen gavilla contra mí.
+—¿Y quiénes son los gavilleros? —torné a decir, seriamente indignado.
+—¡Usted y su hermano! —repuso Pinto.
+—¡Ah!, ¡eso no lo tolero! —exclamé—. ¡Si usted no retira esa palabra, la cuestión será conmigo!
+—¿Y qué hay con eso? No la retiro.
+—¡Es usted un miserable!
+—¿Yo miserable?
+—Y villano y cobarde, puesto que vino armado de puñal.
+—Y usted es…
+—¡Silencio! No hay más que hablar. ¿Será usted capaz de aceptar un lance como caballero?
+—Nada temo.
+—¡Pero lo quiero a muerte!
+—Estoy pronto.
+—Prepárese usted, pues, y hasta luego.
+Mi hermano y yo nos despedimos cortésmente de don Sebastián, volvimos la espalda a Pinto sin mirarle, y nos encaminamos hacia nuestra casa de habitación.
+Inmediatamente hice llamar al ciudadano que era mi suplente en la jefatura política y le dije:
+—Mi amigo, tengo imperiosa necesidad de separarme por tres días, o acaso más, de la jefatura; hágame usted el favor de encargarse de ella.
+—Como usted mande —contestó el suplente, y recibió la nota oficial del llamamiento.
+Una vez desprendido de mi autoridad, me fui a casa del comandante don Antonio Rubio Frade, amigo mío y muy hidalgo, le referí lo ocurrido y le pedí el servicio de manejar el asunto como testigo.
+—Está bien —dijo el comandante—: usted tiene la razón y está en su derecho; cuidaré del honor de usted como del mío propio.
+Y se fue al punto a proponer el duelo.
+Media hora después el comandante entraba en casa y al sentarse me dijo:
+—Está aceptado el duelo y escogida la pistola como arma.
+—Muy bien, ¿y para cuándo?
+—Para mañana, porque ya hoy es tarde.
+—Bueno, tendré tiempo de hacer mi testamento y escribir algunas cartas.
+—¿Quiere usted también ensayarse algo en el tiro?
+—No. A propósito: ¿a qué distancia debemos tirar?
+—Será a quince pasos por la primera vez, a doce en la segunda y a diez en la tercera.
+—Bueno. Pero… olvidaba preguntar a usted…
+—¿Por las pistolas? Míster Crostwhaite tiene unas excelentes que nos prestará: ni usted ni Pinto las conocen.
+—Bueno, pero mi pregunta era otra.
+—Diga usted.
+—¿Quién es el padrino de Pinto?
+—El doctor Dussán.
+—¡Dussán! ¡Oh!, ¡pero ese mozo es mi enemigo personal y es un canalla!
+—Así lo creo —repuso el comandante—, y justamente observé a Pinto que, siendo su padrino enemigo notorio de usted, por causa de aquella multa… no podría ser testigo o padrino imparcial.
+—¿Y qué respondió?
+—Que no se batiría si no tenía por padrino a Dussán.
+—Está bien. El padrino y el ahijado son de la misma ralea; mas yo acepto al uno, como si fuera hombre de honor, con tal de poder matar al otro.
+Al día siguiente yo estaba enteramente listo; había pasado la noche escribiendo, pero después había dormido en mi hamaca muy tranquilamente durante el día.
+El comandante Rubio me halló durmiendo, a eso de la una de la tarde.
+—Doctor —me dijo—, Pinto ha pasado el día tirando al blanco, y esto puede ser grave.
+—En efecto, él tira al blanco porque lo negro y lo blanco se excluyen.
+—¿Y está usted para equívocos?
+—¿Por qué no? Saldré bien del lance: mi confianza es absoluta, y sólo me apena la idea de matar a un hombre, siquiera sea un bribón[24].
+—La confianza es una gran ventaja, porque da sangre fría, pulso firme y buen ojo.
+—¿A qué hora partiremos?
+—A las cuatro.
+—¿A qué sitio?
+—He sospechado mucho de la lealtad de nuestros adversarios —respondió el comandante—, y temiendo una celada no he querido que designásemos el sitio del combate.
+—¿Y entonces?
+—Iremos, por distintas vías a reunimos en el corral de piedra del Alto, y allí se designará el lugar.
+—Muy bien pensado.
+Dos horas después el comandante y yo montábamos a caballo y tomábamos, como de paseo, una calle enteramente opuesta a la que conducía hacia el Alto; dimos un hábil rodeo y a poco llegamos al corral.
+El Alto es una colina que domina la ciudad por el lado occidental; en la cumbre había una gran casa pajiza que servía de fragua o herrería, y al lado un corral de cercos de piedra, sombreado por el espeso follaje de tres o cuatro cauchos. A la sombra de estos, dentro del corral, nos apeamos, y aguardamos, sin ser vistos desde el camino, a que llegasen los adversarios. Algunos minutos después aparecieron estos, subiendo cautelosamente por en medio de altos matorrales que cubrían la falda de la colina.
+Los dos pares de adversarios nos saludamos cortésmente, y enseguida Dussán —novel doctor en medicina que gozaba en Ambalema de la peor reputación posible, bien merecida, por cierto— llamó al comandante Rubio hacia una extremidad del corral, donde la cerca daba contra un tupido bosque de árboles y espesos matorrales.
+—¿Dónde le parece a usted bueno, señor comandante, que se verifique el duelo?
+—Lo más lejos posible, y en sitio solitario a cubierto de la curiosidad.
+—¿Y por qué no aquí mismo? Este corral, como usted ve, es espacioso, de terreno igual, y está solitario y bien sombreado.
+—Pero está a la orilla misma de la ciudad y al lado de esa herrería. Al primer tiro tendríamos muchos curiosos encima y habría que suspender la operación.
+—¿Adónde iremos, pues?
+—Propongo el llano del Tachuelo.
+—¡Oh!, ¡está muy lejos! —dijo Dussán.
+—¡Bah! Unos veinte minutos de marcha; poca cosa, puesto que iremos a caballo.
+—¿Conque… el llano del Tachuelo, dice usted? —repuso Dussán en alta voz.
+—¡Chit! No hay que gritar; pudieran oírnos.
+—¿Quién? Por aquí no hay gente.
+—¿Estamos, pues, convenidos?
+—Sí, ¡al llano del Tachuelo! —añadió Dussán, alzando otra vez la voz.
+—¡Marchemos! —repuso el comandante.
+Al punto los cuatro volvimos a montar. Cuando pasamos por delante de la herrería, sonaban los martillos a compás sobre el yunque, y el sol, amarillento y tibio, doraba con melancólicas tintas las copas y los troncos de los numerosos árboles y grupos de arrayanes que orillaban por ambos lados el camino; había no sé qué de lúgubre en aquel acompasado martilleo de la fragua, y no sé qué de fúnebre en la iluminación que producía el sol poniente…
+El comandante y yo íbamos adelante, al paso regular de nuestros caballos, y detrás, a corta distancia, Pinto y Dussán. A los veinte o veintidós minutos llegamos al llano del Tachuelo, y en breve, a indicación del comandante, nos internamos hacia la derecha, por una senda bien sombreada. Caminamos cosa de cien metros, y nos detuvimos en una especie de plazoleta como de cuarenta metros de longitud y treinta de anchura, rodeada por una circunferencia de árboles —hobos, guásimos, diomates y capotes— y un espeso muro de arrayanes y arbustos, y cubierta de verde y fina grama o pasto teatino.
+—Este sitio está como mandado a hacer —dijo el comandante parando su caballo.
+—En efecto, no puede ser mejor —añadí, echando pie a tierra.
+—¿Nos apeamos, pues? —preguntó Dussán.
+—Está visto —respondió Rubio.
+Todos arrendamos nuestros caballos a los árboles más cercanos, y el comandante puso en el suelo un bulto que llevaba debajo de su ruana; ora un saco de bayeta que contenía las pistolas y los útiles para cargarlas.
+Dussán se apresuró a desliar otro bulto que también llevaba, y dijo:
+—He aquí las pistolas que he escogido.
+Las examiné rápidamente y observé:
+—Me parecen malas.
+—¿Por qué malas? —preguntó Dussán.
+—Son de corto alcance y mala calidad.
+—En efecto —añadió el comandante observándolas—. Además, noto que están sucias.
+—¡Cómo sucias! —exclamó Dussán.
+—Sí, tienen huellas de pólvora, y se conoce que han sido usadas muy recientemente.
+—¡Oh!, ¡no, comandante! —replicó Dussán, mientras que Pinto volvía la cara a un lado como para evitar la mirada perspicaz de Rubio.
+Yo les interrumpí diciendo:
+—¿Pueden ustedes afirmar bajo su palabra de honor que el doctor Pinto no ha disparado jamás esas pistolas?
+Sorprendidos con la pregunta, los dos se miraron uno a otro rápidamente, y luego Dussán respondió:
+—Sin duda…
+—Doy mi palabra de honor… —añadió Pinto con imperturbable aplomo.
+Ambos a dos mentían como unos bellacos. Pinto se había estado ensayando todo el día con aquellas pistolas. No tuve sobre ello la menor duda, y sin embargo dije con desdén y frialdad:
+—Está bien; que carguen, pues.
+El comandante y Dussán se arrodillaron sobre la grama y cargaron, en tanto que Pinto se sobaba los bigotes y yo permanecía inmóvil, con los brazos cruzados y mirando al cielo.
+Es de notar que el comandante Rubio, a fuer de veterano en el manejo de las armas, tuvo la precaución de limpiar lo mejor posible una de las pistolas antes de cargarla. A tiempo que se concluía la operación, me despojé de mi ruana de algodón, mi levita y chaleco, y dejándolos en el suelo tiré encima el látigo que llevaba para avivar el paso de mi cabalgadura. Pinto hubo de hacer lo propio, aunque con repugnancia, y enseguida se midió el campo.
+Cuando yo iba a colocarme en el sitio que me correspondía, Dussán se me acercó, y presentándome la pistola que él mismo había cargado me dijo:
+—Doctor, aquí tiene usted su arma.
+—¡Oh!, ¡no! —respondí desdeñosamente—. Usted no es mi testigo, y yo he traído el mío para que cargue la pistola que he de disparar.
+—¡Es claro! —añadió el comandante, y me entregó el arma que había cargado con esmero.
+Dussán hizo un gesto de despecho, y Pinto palideció. Un instante después todos cuatro estábamos en nuestros puestos. Pinto tenía la palidez del terror, y yo me sentía lleno de valor, serenidad y confianza.
+Se dio la señal de ordenanza, y se oyó una sola detonación…
+La bala despedida por mí le había traspasado a Pinto el ala del sombrero y héchoselo girar, dejándoselo casi colocado de través; Pinto estaba tembloroso y blanco como un papel, y su pistola no había dado fuego.
+—Mi pistola ha negado —dijo con voz casi apagada.
+—¡Es verdad! Pues que carguen las otras pistolas para tirar a doce pasos —añadí tranquilamente.
+—¡Oh!, ¡eso no! —exclamó Dussán.
+—¡Cómo que no! —dijo el comandante.
+—Sólo debe tirar el doctor Pinto —insinuó Dussán.
+—La culpa es de usted que no sabe o… no quiso cargar bien.
+Dussán se mordió los labios e insistió en su pretensión, contra la cual protestó el comandante.
+—¡Vamos! —exclamé—: que resuelva la cuestión mi adversario. ¿Querría usted tirar sobre mí a mansalva?
+—Tal creo que es mi derecho…
+—¡Pues tire usted, si tan tristemente comprende la hidalguía!
+Y cruzando los brazos, colocado de perfil, mire de hito en hito y con supremo desprecio a mi enemigo.
+En efecto, Dussán limpió la chimenea de la pistola de Pinto, le puso nuevo fulminante y se la entregó. Diose nueva señal para que apuntase y tirase Pinto sin riesgo alguno y… estalló el fulminante, pero no salió el tiro.
+—He ahí una bajeza inútil —dije fríamente. Y añadí para mí: «Dios me protege; ese miserable debe morir». La rabia se pintaba en el semblante de Pinto y el despecho en el de Dussán.
+—¿Qué hacemos ahora? —preguntó este.
+—Botemos esas malas pistolas y carguemos las otras —dijo el comandante.
+—Está bien.
+—Bien que aquí no hay sino un hombre de honor que me escuche —añadí—, extendiendo la mano, declaro a fe de caballero que jamás he visto esas pistolas que ha traído el señor comandante.
+Los dos padrinos se arrodillaron a cargar mientras que yo, con los brazos cruzados y la mirada ardiente, observaba los movimientos de Dussán. Entretanto, Pinto miraba con disimulo hacia unos tupidos matorrales del vecino bosque.
+Cuando estuvieron cargadas las pistolas y los testigos se hubieron incorporado, Dussán tornó a dirigirse a mí y decirme:
+—Doctor, sírvase usted usar de esta pistola.
+—¿Por qué?
+—¡Ah!, usted lo ha visto: no soy muy diestro para cargar…
+—Veo que lo es demasiado para cargar mal.
+—Y como es justo igualar las probabilidades… —añadió Dussán con hipócrita modestia.
+—¡Hola!, ¿conque para igualarnos debo yo tomar la pistola cargada por usted?
+—Así lo creo.
+—Está bien; démela usted.
+Y al tomarla añadí:
+—Comandante Rubio —va usted a ver que esta pistola ha sido mal cargada intencionalmente para trocarla por la otra: he observado atentamente la operación, y aseguro que la bala, mal calzada, caerá a corta distancia.
+Dussán se inmutó; yo disparé al aire, y la bala cayó a tres pasos de distancia.
+—¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! —exclamó el comandante mirando a Dussán con asombro.
+—Ya ve usted, comandante —dije al punto—, que ese hombre es un miserable, tan villano como su ahijado. Las armas no se han hecho para combatir con esta canalla, y demasiado he descendido al bajar hasta ella. Yo sé cómo se la debe tratar, y ahora lo verá usted —y diciendo esto, recogí mi látigo que estaba en el suelo, y caí velozmente sobre Dussán. Dile cinco o seis latigazos de lo lindo, y como el tunante y novel galeno era ágil, se echó a correr para meterse entre el bosque.
+Cargué entonces sobre el ahijado, y logré administrarle también algunos latigazos y ponerle en vergonzosa fuga. Entretanto, el comandante Rubio palmoteaba aplaudiendo, reía a carcajadas y gritaba:
+—¡Bueno!, ¡muy bien!, ¡muy bien! ¡Eso es darles lo que se merecen!
+En aquel instante, mientras que yo me entregaba a la terrible delicia de vapular al médico y al abogado sucesivamente, asomaban a la vera de la plazoleta, por en medio de los árboles, cuatro hombres a pie. Uno de estos hombres era uno de los jueces de la ciudad, hechura y ciego instrumento de Pinto; otros dos eran testigos de la devoción de Pinto y Dussán, y el cuarto, un zambo muy conocido en Ambalema, también, caucano, que servía como asistente en casa de Pinto.
+—¡Ah!, ¿esto también? —exclamé al ver y reconocer a los cuatro hombres. ¿Conque este duelo era un infame lazo, de modo que si yo hubiera sucumbido, muerto me quedaba, y al morir Pinto aquí no más me hubiera aprehendido el juez y comenzado el sumario?
+—¡Ese juez y sus testigos son dignos de nuestros adversarios! —observó el comandante—. Ahora comprendo —añadió— por qué Dussán, en el corral del Alto, hablaba en alta voz, repitiendo el nombre de este sitio…
+En efecto, cuando los dos testigos habían estado designando el lugar del combate, el juez y sus tres compañeros se hallaban agazapados tras del cerco de piedras y ocultos entre la maleza; oyeron lo que se decía, y al punto, por una senda de leñadores, se encaminaron hacia el llano del Tachuelo. Las dos detonaciones que después oyeron, les habían guiado hacia el lugar del combate.
+—¡Vamos! —dije al montar a caballo junto con el comandante—, decididamente el duelo es una institución estúpida.
+—Así lo creo, aunque soy militar. Comprendo la guerra, por salvaje y brutal que sea, pero el duelo entre dos hombres…
+—Es peor que salvaje, es una torpeza. Porque si el hombre con quien uno se bate es un caballero, es mucha lástima matarle, siendo tan escasos en el mundo como lo son los hombres de honor, y si es un canalla como esos a quienes acabo de vapular, no merecen sino el desprecio o el presidio.
+—Ha hablado usted claro y bien como la ordenanza —observó el comandante.
+MI FAMILIA HABÍA CONTINUADO residiendo en Honda, bien que algunos de mis hermanos, trabajando todos en compañía, tenían sus establecimientos de comercio en Ambalema, Guaduas y Santamaría, sucursales del de Honda. Pero en julio de 1853 mi madre, indispuesta, necesitó mudar de clima por algún tiempo, y se fue a Guaduas con mi hermana. «¿No vendrás, hijo mío, a hacerme una visita y solazarte algo por unos días?», me había escrito mi buena madre, y yo le prometí ir a verla. Algunos amigos me instaron para que les aguardase hasta el 14 de agosto, a fin de irnos juntos y aprovechar ellos unas fiestas populares muy sonadas que habían de comenzar en Guaduas el 15, día de la fiesta de la patrona, es decir, del Tránsito de Nuestra Señora, y en ello quedamos convenidos.
+Yo me preparaba entonces para poner por obra, muy en breve, un proyecto que me halagaba mucho. Quería recorrer y conocer todas las provincias —en lo más importante y civilizado— que actualmente componen los estados de Antioquia, el Cauca y el Tolima, y me proponía hacer una famosa correría de tres años, bajando por Honda a Nare para entrar por allí y Marinilla y Rionegro a Medellín; recorrer todo el valle del río Cauca desde la ciudad de Antioquia hasta la de Popayán, pasando por Salamina, Manizales, Cartago, Toro, Buga, Cali, Palmira, etcétera; bajar al sur de la provincia de Neiva por la vía de Guanacas, explorarla toda y particularmente las famosas y extraordinarias ruinas americanas de San Agustín, y regresar a mi domicilio por Neiva, Purificación, El Espinal, etcétera. Yo me prometía sacar mucho fruto, así literario como político, de mi correría, y esperaba que ella me proporcionaría materia para dos o tres novelas de costumbres y tres o cuatro volúmenes sobre geografía, estadística o historia nacional.
+Pero si tales eran mis proyectos, porque contaba con independencia, salud, libertad de acción y recursos, no había contado con la huésped. En breve recibí una prueba más de aquella gran verdad de todos los momentos: el hombre propone y Dios dispone.
+Diecisiete individuos íbamos de Ambalema para Guaduas el 14 de agosto. Nos embarcamos muy de madrugada, enviando por tierra nuestros criados con las caballerías y maletas, y en el puerto del Remolino de Olaya las hallamos listas. Allí montamos, trepamos a poco la ruda y prolongada cuesta de Chapaima, y por el alto de Aguaclara descendimos al pintoresco y amenísimo valle de Guaduas, uno de los más bellos de Colombia.
+A las cinco de la tarde atravesábamos en gran pelotón la plaza principal de la ciudad, y como en una de sus casas vivía una familia con quien yo tenía antiguas relaciones, volví la vista, al pasar, hacia las ventanas. A una de estas estaban asomadas dos señoritas de tipos muy diferentes: la una era mi amiga[25]; la otra me era enteramente desconocida. Las miré con mucha atención, las saludé, y seguí andando para ir a apearme en la acera del frente, a la puerta de la casa que habitaba mi madre.
+Pocos instantes después de haber abrazado a mi madre y mi hermana y despojádome de los arreos de viaje, notó la segunda que yo miraba con mucha fijeza hacia la casa mencionada, distante como cien varas.
+—¿Qué miras allá con tanto interés? —me preguntó Agripina.
+—¿Quién es aquella señorita que está allá enfrente con Soledad? —dije a manera de respuesta.
+—¡Ah!, es una joven muy interesante. ¿Por qué me preguntas por ella?
+—Porque estoy enamorado.
+—¡Cómo!, ¿de quién?
+—De ella misma.
+—¡Bah!, no te burles de mí.
+—No me burlo.
+—¿Pero no acabas de llegar?
+—Sí, ¿y qué importa eso?
+—¿Y puedes haberte enamorado sin conocerla?
+—¿Por qué no?
+—¿Así… a la pasada?
+—Así. La he visto, su mirada se ha encontrado con la mía, y tengo el presentimiento de que esa mirada ha decidido de mi suerte.
+—¿Sería posible?
+—Como te lo digo.
+—Pues serías muy dichoso si esa señorita te amara.
+Mi hermana me dijo entonces quién era. Yo había ignorado hasta entonces su existencia, bien que conocía y admiraba mucho a su padre —ya muerto—, hombre eminente y verdaderamente ilustre: el general Joaquín Acosta.
+Dos años después supe que en la consabida ventana, cuando yo pasaba a caballo delante de ella con mis amigos, había tenido lugar este breve diálogo:
+—¿Quién es aquel joven que te saludó? —preguntó la señorita prima y compañera de mi amiga.
+—¿Cuál? Todos nos han saludado.
+—Aquel que tiene patillas y bigotes, que viste ruana negra y sombrero de ancha cinta y que monta un caballo grande, castaño.
+—¿No te imaginas quién sea?
+—No, pero me ha llamado la atención.
+—Ese es Samper.
+—¿Samper, el poeta?
+—Sí, el mismo de quien hemos hablado muchas veces y cuyos artículos y poesías hemos leído. ¿Te gusta?
+—No lo sé —contestó la señorita, que era muy reservada, guardando después un extraño silencio.
+La explicación de este silencio y del diálogo que lo precedió la obtuve andando el tiempo: el alma profundamente seria de aquella señorita —se llamaba también Soledad, y por abreviación cariñosa la llamaban Solita—, predispuesta en mi favor sin conocerme, se había juntado para siempre con la mía en una mirada…
+Al día siguiente de mi llegada a Guaduas fui a presentar mis respetos a la estimable familia del señor Gutiérrez, cuyo jefe se había apresurado a visitarme, como de costumbre. Estando en la casa fui presentado a la señora viuda del general Acosta, dama inglesa de las más bellas prendas y el más delicado trato. Aunque tenía los cabellos ya casi blancos y cumplidos los treinta y nueve años, estaba en el esplendor de su hermosura de matrona llena de vida y de frescura —había sido muy bella mujer—, y su conversación era digna de una cultísima dama, al propio tiempo ilustrada y muy sencilla y candorosa. Algo prevenida estaba ella contra mí, sin conocerme, a causa de mis opiniones políticas, pero creo que gané sus simpatías y consideración desde que empezamos a tratarnos.
+A poco de estar yo de visita salieron a la sala las dos señoritas del día anterior. Eran primas hermanas y en la casa las distinguían llamando con el diminutivo solamente o la hija del general. Al vernos, ella se mostró muy culta pero excesivamente reservada, y sólo vi asomar en sus pálidas mejillas un ligerísimo sonrosado. Me sentí algo turbado, y mi turbación no sólo fue un principio de revelación para la familia entera que me recibía, sino que me confirmó en mi sentimiento de la víspera.
+Solita no era lo que comúnmente se llama una mujer bonita, ni tampoco hermosa, porque ni tenía los ojos grandes, ni las mejillas rosadas y llenas, ni el seno turgente, ni sonrisa amable y seductiva, ni cuerpo verdaderamente lozano. Pero tenía ciertos rasgos de belleza que a mis ojos eran de mucho precio. Desde luego, en nada había heredado el tipo británico-griego de su madre, sino el español valenciano de su padre, a quien se parecía mucho. Tenía el talle elegante, los ojos muy vivos, de mirada profunda y expresiva, la frente amplia y magnífica, el andar digno y mesurado, un aire que tenía no sé qué de arábigo, con manifiestos signos de fuerte voluntad, energía y reserva, y en toda la fisonomía una gran cosa que se revelaba patentemente: el alma, movida y agitada por el sentimiento del ideal… En esto consistía la belleza de Solita: tenía en el semblante aquella luz que nunca ven los ojos vulgares, indicativa de la ardiente vitalidad de una grande alma…
+Aquel mismo día resolvimos los de Ambalema improvisar un baile, a reserva de otro espléndido que dimos en obsequio de las señoras guadueras, y me encargué de la comisión de invitar personalmente a las familias, como se acostumbra en nuestros pueblos. Torné, pues, a eso de las siete de la noche a casa de doña Ana María, madre de Soledad y tía de Solita, lo que me dio ocasión para ganarme nuevas simpatías, e hice la invitación.
+En el baile, Solita me impresionó mucho más, y tuvimos gratos momentos de conversación, bien que ella se mostraba tímida y reservada y yo sumamente respetuoso. Yo era apasionadísimo por la danza, como he tenido ocasión de decirlo, y no desconocía ninguna de las que bailaba la gente decente, y sin embargo, me propuse en todos los bailes, durante las fiestas, bailar solamente dos piezas, y ambas con Solita: el primer vals y una contradanza española. Cumplí mi propósito y surtió el mejor efecto, porque ella comprendió la significación de mi conducta.
+En suma, pasé en Guaduas ocho días de platónica felicidad, y cuando me alejé de allí, sin haber hecho ni la mínima declaración a Solita, ambos tuvimos la persuasión íntima, invencible de que algún día uniríamos nuestro destino. En mi alma se había abierto un nuevo horizonte, más bello y vasto que nunca, y con la esperanza de la felicidad renacían mis más fecundos y encantadores ensueños…
+Regresé a Ambalema, y excusado, es decir que renuncié a mi proyecto de excursión por Antioquia, el Cauca y las provincias de Neiva y Mariquita. El hombre había propuesto, pero Dios había dispuesto.
+Pocos días después tuve que volver a Ibagué, por asuntos judiciales, y más tarde —en octubre y noviembre otra vez— por concurrir como diputado a la Legislatura Constituyente de la provincia. Aquellos meses fueron para mí de muy gratas impresiones, y durante ellos me ocurrieron ciertos incidentes bien dignos de mención.
+Yo había sufrido en Ambalema, en 1848, tremendas pruebas ocasionadas por dos incendios de barrios enteros de la ciudad, en uno de los cuales, que ocurrió a las dos de la mañana, sorprendiéndome el fuego en mi cama sufrí muchísimo en mi persona e intereses, y estuve en gran peligro de claudicar por salvar aquestos, que pertenecían a toda mi familia. En Ibagué hube de exponerme mucho con otro accidente de igual clase. Hallábame un día, a eso de las doce, de visita en casa de la inmejorable familia Montalvo, cuando echaron las campanas de la iglesia a vuelo, tocando a rebato. Se había incendiado una cocina contigua a la casa de la escuela de niños, y esta comenzaba a arder, y como la mayor parte de las casas de aquel barrio eran de bahareque y cubierta de palma, todos corrimos a impedir que se propagase tan horrible catástrofe.
+Apenas si llegué al sitio del siniestro y por una escalera de mano me trepé, para dar ejemplo, sobre la casa de la escuela, con el propósito de arrancarle la cubierta y aislar y cortar el fuego, pero por más que trabajamos varios con increíble energía, el fuego nos venció.
+Venían ya las llamas sobre nosotros, y todos mis compañeros se echaron abajo por la escalera, botándola al suelo de la calle inadvertidamente, a tiempo que yo me había hundido en el techo de la casa, que estaba cerrada, atajado por los brazos para no caer adentro y sufrir una muerte inevitable y espantosa. El peligro me dio fuerza y agilidad para zafarme de la especie de trampa en que había quedado, y no teniendo escala para bajar hube de tirarme de un salto a la calle. Al caer me disloqué un pie, y tuve que huir, porque las llamas casi me abrasaban entre las dos aceras de la calle. Andando a brincos fui prontamente a una casa vecina que habitaba una familia de mi parentela, y la libré del incendio que la amenazaba.
+Pero al llegar a la plaza, a unos cien metros del incendio, el cual se había extendido mucho, no pude dar un paso más y sentí agudísimos dolores. Por fortuna se halló pronto un afamado sobandero, quien allí mismo, en una acera de la plaza, me hizo la operación, volviendo a quedar en su lugar el hueso del tobillo. Tuve que retirarme del teatro del incendio, adonde volví muerto de cansancio, pero ya el fuego había sido localizado y dominado. Hallábame en mi cama a eso de las once de la noche, cuando tocaron otra vez a rebato: vestíme a toda priesa y corrí al lugar del incendio, que se había reanimado entre los escombros. Entre muchos lo apagamos, pero en la siniestra oscuridad rojiza me cayeron encima muchos cántaros de los de agua que mis compañeros arrojaban sobre los ardientes escombros… A las tres de la mañana se repitió el caso de alarma, volví a salir de mi alojamiento y apagar fuego, y me acosté a las cuatro, muerto de cansancio y con fiebre.
+Yo habitaba una tienda y trastienda, con su patiecito de desahogo, que hacía parte de la casa de don Nicolás Esponda —antiguo y excelente amigo— situada en una esquina de la plaza. Eran las diez de la mañana del día siguiente al del incendio, y yo no parecía por ninguna parte. Mi puerta estaba cerrada, habían golpeado a ella, llamándome para ir a almorzar, y yo no respondía. Por fin alguien tuvo la curiosidad de mirar por el ojo de la cerradura, y vieron que la llave estaba prendida por dentro. Dieron entonces tan tremendos golpes, que al ruido desperté del letargo en que estaba, pero no pude abrir la puerta. Estaba abrasado de fiebre, y esta era tan violenta que me había quitado el conocimiento. Así, tuvieron que saltar por encima de una tapia y entrar en mi habitación por la puerta interior. Lleváronme a casa del gobernador, donde yo comía[26], y me salvaron la vida merced a un tratamiento muy enérgico.
+La conducta que observé en el incendio y los sufrimientos que ella me acarreó aumentaron el cariño con que me estimaban y trataban los ibaguereños, con lo cual me sentí sobradamente recompensado…
+El doctor Madiedo había tenido muy desagradables lances con dos de mis hermanos, muy ofendidos, en Guaduas y Ambalema, y él se había refugiado con su familia en Ibagué. Con tal motivo, al llegar yo poco después a la ciudad, muchos se imaginaron que podría ocurrir un conflicto entre aquel sujeto y yo, puesto que yo le miraba como enemigo, bien que sin hostilizarle ni provocarle en manera alguna. Hubo inquietud en los ánimos, y el doctor Uricoechea y el señor Esponda me hablaron para que entrase en un avenimiento. Díjeles que mi cuenta personal había sido cancelada con un par de pistoletazos, pero que yo nada podía hacer en lo tocante a los agravios inferidos a toda mi familia, ni podía tratar como amigo al doctor Madiedo. Insistieron, sin embargo, en que hubiese un avenimiento, y declaré que este era imposible, en lo tocante a mi familia, si el doctor Madiedo no firmaba una pública retractación. A ello accedió él sin dificultad, pero exigiendo otra de mi parte que dejase bien puesto su honor. Reconocí la justicia de esta exigencia, y no vacilé en hacer este sacrificio en obsequio de la honra y tranquilidad de mi familia.
+Hubo, pues, recíprocas explicaciones, y el doctor Madiedo reconoció la honradez y pureza de mi familia paterna, retractando todo agravio, así como yo reconocí la honorabilidad de mi ilustrado adversario, y de todo esto se extendió un acta que todos firmamos y fue publicada por la prensa. Con ocasión de este satisfactorio incidente nos dieron un baile, que fue muy concurrido, elegante y alegre, y en el ambigú improvisamos muchos versos humorísticos los dos antiguos contendientes. Así concluyó una desavenencia que había sido muy amarga para mí por el sufrimiento moral que había causado a mi familia.
+Yo pasaba el tiempo deliciosamente en Ibagué —sin descuidar por eso mis negocios, que fueron llevados a buen término—, ya en alegres tertulias muy frecuentes, en las que reinaba la mayor cordialidad, ya en variados paseos por las pintorescas y risueñas campiñas del Chipalo y de Combeima y de los demás campos circunvecinos. Ibagué ha sido siempre un paraíso de aguas bulliciosas, jardines, huertos y vergeles, tanto más placenteros cuanto su clima es delicioso, y muy amable y franco el comercio de su sociedad. A tal punto llegaba mi buena disposición de ánimo en Ibagué, que no pocas veces —¡yo!, ¡que tengo una voz de trueno o de estrombón!— consentí en cantar, haciendo el bajo a varias señoritas, canciones sentimentales con acompañamiento de guitarra… Seguramente cantaba muy mal, bien que, si hubiese educado mi voz, habría tenido un famoso acento de bajo profundo.
+A propósito de mi voz de trueno —producto de privilegiados pulmones— y de la suma facilidad que he tenido para imitar gran variedad de voces humanas y animales, puedo decir que me ha sido muy ventajosa en ciertos sentidos, así como también en otros respectos me ha perjudicado mucho. En circunstancias apuradas me ha procurado ventajas el poder imitar muchas voces distintas, o el saber ladrar y maullar con perfección, cantar como gallo, bramar, mugir, balar, etcétera, y mis hijas aprendieron a hablar en tres idiomas, dichosas con mis juegos y pantomimas y montando a caballo sobre mis espaldas. En muchas ocasiones he pronunciado discursos en plazas públicas, que en todo el ámbito de estas han sido oídos por miles de personas, sin perder una palabra. He mandado paradas militares en campo abierto, haciéndome oír de divisiones enteras perfectamente. En la vasta extensión de los campos y las montañas, ha sido muy útil la poderosa resonancia de mi voz, y siempre en la tribuna he sido afortunado, acaso principalmente por la fuerza y energía de mi acento.
+Pero ¡ay!, ¡cuántos desagrados, por otra parte, no me ha proporcionado el poder de mis pulmones! Mi voz estentórea debe de haber disgustado, en los salones o las conversaciones íntimas, a muchos oídos delicados; muchísimos oídos indiscretos se han aprovechado de mi indiscreta voz, percibiendo de lejos lo que yo hubiera querido decir en reserva o sottovoce; mil veces he parecido irritado o agresivo, estando del mejor humor y sin tener la mínima intención de ofender a nadie, sólo porque mi voz ha sonado con excesiva fuerza, y no pocas personas han concebido injustas antipatías respecto de mí sólo porque mi voz las ha chocado con su ruda sonoridad. ¿Y qué remedio? Todo en este mundo tiene su aspecto bueno y malo, y lo que en un sentido puede ser notable cualidad, en otro es grave defecto.
+Mi posición en la legislatura provincial de Ibagué fue desventajosa y difícil, en cuanto a mis colegas, pero mi actitud me hizo ganar entre los ciudadanos mucha popularidad. Éramos seis diputados liberales contra diecisiete conservadores, y casi todos estos se mostraron desde el primer día muy hostiles y excluyentes. Había entre ellos, sin embargo, tres hombres muy importantes, de cuya moderación se podía sacar gran partido: el coronel Diago y los doctores Francisco y Domingo Caicedo Jurado. De parte de ellos estaba principalmente el número; de la nuestra, el vigor y facilidad de la palabra, pues los doctores Eugenio Castilla y Manuel A. Villoria y yo éramos inquebrantables en la defensa de nuestra causa. Además, la barra y toda la sociedad de Ibagué estaban siempre de nuestro lado.
+Con todo, comprendí que al cabo seríamos derrotados en toda cuestión, por la masa numérica de los contrarios, casi todos cruelmente silenciosos, y me pareció que manejando las cosas con maña y suavidad daríamos mejor giro a los debates y satisfactoria resolución a las cuestiones pendientes. Así sucedió, merced al carácter accesible y el influjo de los señores Diago y Caicedo, y al cabo conjuramos muchas medidas apasionadas, sugeridas por el espíritu de partido y los intereses lugareños, y obtuvimos que saliese de la legislatura una buena Constitución de la provincia de Marquetá —así la llamamos restableciendo el sonoro nombre indígena y tradicional— y algunas leyes muy aceptables sobre impuestos, elecciones y régimen político y administrativo. Me ejercité mucho en la oratoria parlamentaria, y adquirí gran facilidad para expresarme en público, improvisando siempre mis discursos.
+A propósito de la Constitución que dimos a la provincia, es digno de consideración un hecho político que se pudo observar al fin de 1853. Todas las provincias —que por entonces eran cosa de cuarenta y cuatro, porque el Partido Liberal tuvo furor de dividir la República en el mayor número posible de fracciones— hubieron de darse sus particulares constituciones político-municipales, de conformidad con lo dispuesto por la Constitución nacional de 21 de mayo, la más liberal que hasta entonces hubiera tenido el país, y en todos aquellos actos se reflejó fielmente el espíritu de los tres partidos existentes. Tuve interés en estudiarlas todas en 1854 y 1855, y veintidós años después, cuando todas habían sido sustituidas por las constituciones de los nueve estados en que se refundieron las antiguas provincias, he repetido el estudio, con un doble propósito de investigación histórica y del carácter de nuestro derecho público interno. Expreso, pues, mi opinión con entero conocimiento de causa.
+En 1853 los radicales triunfaron por completo en unas cuantas provincias, tales como las de Neiva, Sabanilla, Santa Marta, Socorro y Vélez; en otras se hicieron dueños de la situación los conservadores, como aconteció en Bogotá, Marquetá, Pasto, Riohacha, y en el mayor número, como en las del Cauca, Buenaventura, Antioquia, Medellín y Soto, obtuvieron la mayoría los viejos liberales, llamados entonces obandistas o draconianos. Y cada partido, por decirlo así, dio sus constituciones. Las de los radicales, que exageraban el principio democrático, y en economía política el dejad hacer, organizaron en cierto modo la anarquía y poco menos que la supresión del Gobierno. Las de los conservadores, sin dejar de ser republicanas ni de mantener el régimen municipal, tendían a centralizar el gobierno en cada provincia, a dar fuerza a la autoridad y a someter los abusos de los cuerpos municipales a la fiscalización y revisión de las entidades superiores. Por último, las de los liberales obandistas se mantenían en una especie de término medio entre el radicalismo y el conservatismo. De este modo los hechos ponían de manifiesto que entre nosotros no había lucha por los principios fundamentales de la República y del gobierno representativo en todas sus escalas, ni por los axiomas económicos, sino por los grados de desarrollo de aquellos principios y estos axiomas, y más aún —fuerza es reconocerlo— por intereses personales y tradicionales pasiones de bandería.
+EL AÑO DE 1854 COMENZABA para mí como una época de esperanza y de noble ambición de felicidad y gloria. Deseando principalmente saber a qué atenerme en lo tocante a las ilusiones que había hecho nacer en mi alma el encuentro con la señorita Acosta, en enero de aquel año me encaminé hacia Bogotá, con ánimo de hacer proposiciones formales en caso de ser aceptado.
+Una rara coincidencia había llamado mi atención al tratar en Guaduas a la señorita Acosta. Precisamente su padre había dado hospitalidad en su casa al general López, cuando este, después de asistir al entierro de Elvira y despedirse de mí el 15 de enero de 1852, se había embarcado en el puerto de Ambalema para dirigirse hacia Guaduas y enseguida regresar a Bogotá… De este modo, por una misteriosa casualidad —yo veo más bien en ello la voluntad de la Providencia— el general López, mi grande y buen amigo, servía de lazo de unión entre la esposa muerta y la que después había yo de aspirar a tener…
+Y ¡cosa más extraña aún, que me fue revelada en agosto de 1855! Cuando el general López refirió en casa del general Acosta las circunstancias de la muerte de Elvira y la triste situación en que me había dejado, a poco rato hubo este diálogo entre el segundo general y su hija:
+—¡Pobre joven! —dijo ella, aludiendo a mí.
+—¿Y por qué te interesas tanto por él, si ni siquiera le conoces?
+—Porque comprendo su desgracia y estimo ciertas cualidades que parece tener.
+—Esa desgracia será transitoria.
+—¿Por qué, padre?
+—Porque ese joven… volverá a casarse.
+—¿Con quién supone usted que se case?
+—Contigo.
+—¿Conmigo?, ¡oh!
+—¡Contigo!, sí: ¡contigo! —repuso el general en tono muy serio y extraño.
+Cinco semanas después, el general Acosta, que era hombre robusto y vigoroso, moría en la flor de su energía y de su gloria, y otra vez se enlutaba uno de los hogares visitados por el general López…
+Al llegar a Bogotá me hospedé en casa del doctor Murillo, que entonces era mi amigo y me trataba con las mayores consideraciones y mucha cordialidad. Él sabía mostrarse obsequioso y amable, y su digna señora, fría de temperamento y taciturna, pero muy inteligente, instruida y reportada en sus maneras, se hacía estimar y respetar. Desde luego, al habitar la casa del doctor Murillo, jefe reconocido del joven Partido Radical, me hallé en el centro mismo del movimiento político suscitado por el radicalismo, que era entonces una mezcla de aspiraciones generosas, convicciones poco reflexivas sobre reformas demasiado audaces, ciego culto tributado a la lógica de las ideas, desinteresada y quijotesca filantropía, espíritu novelero y de imitación del radicalismo revolucionario de los franceses, y petulante confianza en el porvenir de la República radical, organizada por la Constitución de 1853.
+Reinaba en Bogotá la más ardiente agitación en los ánimos, síntoma seguro de los conflictos que iban a surgir del próximo congreso. El general Obando, sus secretarios y demás corifeos del viejo liberalismo que le rodeaban no podían avenirse con los gobernadores libremente elegidos por las provincias, que forzosamente habían de ser los agentes constitucionales del poder ejecutivo nacional; ni con la tendencia que mostraban los radicales —triunfantes en las elecciones de representantes y en muchas de las de senadores— a disminuir mucho y aun abatir la institución militar; ni con el espíritu de reforma que, patentizado con la Constitución y muchas leyes, señoreaba la opinión del mayor número de liberales. Así la administración tomaba precauciones para asegurarse los necesarios elementos de fuerza, y se preparaba lo mejor posible para sostener la lucha en el Congreso, donde iba a encontrarse frente a frente con los radicales y los conservadores.
+Los radicales mirábamos a Obando y a sus amigos con suma desconfianza, persuadidos como estábamos de propósito reaccionario que les animaba contra las nuevas instituciones, y estábamos seguros de que no tardaríamos mucho en tener que sostener con las armas, por un camino u otro, la causa que ardorosamente sosteníamos por la prensa e íbamos a sostener inmediatamente en cámaras.
+Los conservadores, por su parte, procediendo con habilidad consumada, se hacían aparentemente a un lado, dejando el campo de la lucha a los partidos Radical y Liberal, pero a la sombra de este antagonismo, no solamente se habían adueñado del gobierno de varias provincias, al favor del sufragio universal y de la amplia descentralización establecida, sino que habían ganado mayoría en el Senado. Era, pues, necesario contar con ellos, y les llegaba el momento de ser cortejados por los dos partidos liberales, después de haber sufrido rudos agravios de unos y otros, principalmente en Bogotá y en las provincias del Cauca. Si el sentimiento natural y el principio cristiano no fueran de suyo parte a inducir a los hombres a respetar el derecho y obrar conforme a la justicia, debería por lo menos ser de mucha fuerza para los partidos políticos la consideración de lo instable de la victoria y del poder, ya que la fortuna coloca hoy en la cumbre a los que ayer estuvieron en la profunda sima del infortunio. ¿Pero qué esperar de los partidos cuando proceden sin contrapeso, sentimientos de equidad ni sana previsión de las vicisitudes humanas?
+Los hermanos Echeverría, jóvenes venezolanos, notables por su habilidad tipográfica, tenían establecida en imprenta la publicación de un periódico que con bastante notoriedad se había inclinado a servir a la causa radical. Habláronme con empeño para que tomase a mi cuidado la redacción de dicho periódico, intitulado El Pasatiempo —que era tanto político y noticioso como literario—, y acepté el encargo, bien que gratuitamente sin contraer un compromiso de larga duración. Entretanto se instaló el Congreso, y la Cámara de Representantes me eligió su secretario, empleo que no me fue posible rehusar. De esta suerte mi vida fue otra vez sumamente laboriosa, y mi tiempo estuvo sin cesar repartido entre el culto amoroso de Solita, los trabajos de la Cámara y la redacción muy activa de El Pasatiempo.
+Subió en breve de punto la exaltación política, las sesiones del Congreso fueron frecuentemente agitadas, y dos elementos de los que servían de apoyo al general Obando se hallaron en fermentación: el Ejército, comandado en Bogotá por el general José María Melo, y los artesanos liberales o miembros de la Democrática. Militares y democráticos de un lado y radicales o gólgotas del otro, éramos enemigos declarados y nos detestábamos cordialmente; a tal punto, que cualquier accidente podía hacer estallar el antagonismo de un modo violento. Era notorio a los ojos de la oposición que el Gobierno preparaba un golpe de Estado, y casi todos los días se llegaba en los corrillos hasta indicar la fecha señalada para el atentado.
+El 16 de abril, día domingo, dos circunstancias me hicieron comprender que el peligro era inminente. Primero supe en casa de la señora Acosta que allí acababa de estar de visita el general Valerio F. Barriga, secretario de Guerra, y que, interrogado sobre la situación por las señoras alarmadas, había dicho: «Creo que algo muy grave está a punto de suceder en estos días». Después, hacia las cinco de la tarde, encontrándome con el mismo personaje, en la extremidad sur del atrio de la Catedral, le pregunté qué había de cierto sobre los rumores que circulaban de un inminente golpe de Estado, y me contestó de un modo misterioso y evasivo: «¡Qué sé yo!, las cosas están muy críticas y… quién sabe lo que sucederá».
+Por la noche fui al Club del Comercio, establecimiento muy concurrido que sostenía el español Villalba. Había allí muchísima gente y todos anunciaban como inevitable el golpe de Estado para la madrugada del día siguiente. Varios amigos me dijeron: «Póngase usted en guardia, porque le irá muy mal si le atrapan los draconianos». Y cada cual anunciaba que se iba a ocultar fuera de su casa.
+¿Qué había sucedido? El general Melo, poco tiempo antes, al salir de un banquete y retirarse al cuartel de San Francisco, donde vivía, se había encontrado en la plaza de Santander —la del cuartel— con un cabo Quirós, que sin licencia andaba por la calle en altas horas de la noche, y fuese porque el cabo se insolentase al ser sorprendido, fuese porque Melo llevase muy cargada la cabeza con los humos del banquete, tiró este de la espada y atravesó de parte a parte al infeliz subalterno, causándole la muerte. Fue el suceso asunto de mucho escándalo y recriminaciones contra el militarismo, y el juez del crimen inició el sumario correspondiente. Al cabo se supo que el fiscal había pedido se declarase con lugar a formación de causa contra Melo, por el delito de homicidio voluntario, y como el juez —doctor Francisco de P. Torres— era hombre íntegro y de carácter independiente y resuelto, nadie dudaba que el 17 de abril pronunciaría su auto y mandaría reducir a prisión al sindicado, que no gozaba de fuero.
+Melo, viéndose amenazado, propuso dar un golpe de Estado con el ejército y los democráticos, y a fin de hacer aceptar el plan que su interés personal le sugería obró con empeño sobre el ánimo del presidente Obando, presentándole el hecho como una necesidad política. Obando y algunos de sus secretarios se opusieron, por unas u otras razones, observando el primero que «todavía la breva no estaba madura», y Melo, viendo que el peligro era inminente para él y no teniendo virtud para someterse a la ley, pues para él sólo tenía valor el sable, resolvió dar el golpe por sí solo, con la intención, según parece, de proclamar después la dictadura de Obando si el golpe de Estado se consumaba ventajosamente en toda la República. Tal es la versión que se ha dado del acontecimiento del 17 de abril, fundada en revelaciones o indiscreciones privadas de muchos de los principales actores en tan escandaloso drama.
+Ello fue que me retiré del Club en la noche del 16 —magníficamente luminosa en altas horas—, y que a eso de la una de la mañana, al dirigirme a casa del doctor Murillo, me encontré con una de las patrullas de tropa veterana que, con otras de milicianos democráticos, andaban preparando el golpe. Tomé el opuesto lado de la estatua de Bolívar y me esquivé y torcí lo más que pude para no ser conocido, y logré pasar sin novedad. Al llegar a la casa encontré a la señora Murillo en vela en su salita y enteramente sola. Desde algunos días antes, Murillo, muy amenazado y poco animoso para lances peligrosos, dormía muy lejos de su casa y enteramente oculto. La más elemental delicadeza me obligaba a permanecer en la casa a fin de proteger a la señora, cualquiera que pudiese ser mi suerte.
+—¿Qué sabe usted de Murillo? —me preguntó la señora, muy alarmada, cuando hube entrado a saludarla.
+—Está en lugar seguro —le contesté—. Y usted, mi señora Anita, ¿por qué está levantada a estas horas?
+—Temo que esta noche den el golpe, según los informes que me han dado, y quiero estar lista para lo que ocurra.
+—Bien. Entonces, si algo ocurriere, la llamaré a usted —repuse.
+—¡Cómo!, ¿y usted se queda en la casa?
+—Sin duda.
+—No, ¡váyase usted! Usted corre gran peligro aquí.
+—De ningún modo me iré mientras usted permanezca en la casa.
+Mi alcoba distaba poco de una de las ventanas que daban sobre la calle, y la casa del doctor Murillo estaba situada a unos cuarenta metros de la esquina que llamaron del Camarín de la Concepción o de las Secretarías, en la calle que hoy se llama carrera 2.ª al occidente. A eso de las dos y media de la mañana dieron fuertes golpes en la ventana, y una voz muy conocida nos llamó a Murillo y a mí. Abrí con precaución, y afuera estaba don Patricio Pardo, quien me dijo: «Váyanse volando, porque en este momento estalla la revolución y una partida de democráticos vendrá a prenderles. Lo sé porque mi hermano Bernardo está metido en la danza y me acaba de dar el aviso, como hermano masón, para salvarles a ustedes».
+Llamé al punto a la señora Murillo, ordené a mi criado que se quedara cuidando la casa y no abriese mientras no diese tiempo a que nos alejásemos, y tres minutos después salí a toda priesa con la señora, con ánimo de encaminarnos por la calle de Santa Clara abajo —hoy día 2.ª al sur—, pero sin saber hacia dónde. Apenas si habíamos llegado a la esquina inferior del antiguo monasterio de Santa Clara, cuando un fuerte pelotón de gente armada y de ruana asomó por la esquina de las Secretarías —hoy día del Gran Hotel— y marchó derecho a asaltar la casa del doctor Murillo. Bajábamos a toda priesa, encontrando la calle enteramente solitaria, cuando oímos la primera descarga de fusilería hecha sobre la puerta y las ventanas de la casa. Recordé entonces que dos cuadras abajo vivía una familia de Ambalema, muy poco conocida en Bogotá —la de mi amigo el señor Braulio Angarita—, y me ocurrió que aquel sería el más seguro asilo. En efecto, llegamos en breve al portón de la casa de este amigo, y por la primera ventana llamé por su nombre a la señora. Nos abrieron, y al punto estuvimos en seguridad.
+Grande fue nuestra ansiedad al oír enseguida los cañonazos que disparaban en la plaza de Bolívar: con ellos y las más ruidosas dianas celebraba el ejército su insigne traición del 17 de abril, y entretanto se hacía toda diligencia por aprisionar a los miembros del Congreso y otros ciudadanos que más estorbaban a los autores de aquella revolución de cuartel… En nombre de la libertad se proclamó la dictadura, se decretó la disolución del Congreso y se declaró en suspenso la Constitución vigente, y en parte restablecida la de 1843, como una ficción de elemento de gobierno.
+En casa de Angarita pasamos el día, y como nadie sabía dónde nos habíamos asilado, la señora Murillo estaba impaciente por volver a su casa e informarse de lo que hubiera ocurrido. Así lo hizo con singular valor y entereza de ánimo, y encontró que todo en la casa había sido destrozado y robado. Hasta habían hecho la sandez de clavar con las bayonetas el retrato del doctor Murillo y el mío, que pendían de la pared en el saloncito de la señora. Mi criado había defendido el zaguán todo lo posible, y al cabo, al sentir que trataban de echar abajo las ventanas, había abierto el portón. Le maltrataron cruelmente, sólo por ser mi criado, le llevaron preso a un cuartel y luego le tuvieron de soldado durante todo el tiempo de la guerra civil, dándole de palos con frecuencia. Tal era la recompensa que aquellos desenfrenados demagogos nos daban a los que habíamos sido los más ardorosos tribunos de la democracia… Por mi parte, reconozco que algo nos la merecíamos, pues con nuestras enseñanzas habíamos extraviado, sin quererlo, a una muchedumbre ignorante que aún no estaba educada para el gobierno verdaderamente democrático.
+Los asaltadores se habían robado de mi alcoba todo lo que pudieron hallar a la mano: mi caja de rapé, de oro, diez o doce cóndores y otros objetos de valor, pero habían dejado un gran sombrero de paja, un bayetón o manta de viaje, mis navajas de barba, mis pistolas, y un buen cuchillo de monte, que tenía yo en un baúl. Todos estos objetos me los envió la señora Murillo, en tanto que yo me preparaba resueltamente para salir por la noche a buscar otro asilo, pues la delicadeza me impedía permanecer oculto en una casa donde sólo había señoras y señoritas, para quienes podía ser gravosa mi permanencia en su modesto domicilio.
+Hacia el fin de la tarde me afeité las patillas y la pera, me pinté de negro los cabellos y bigotes, me calcé alpargates, ensuciándolos adrede, y luego, cubriéndome con la manta y calándome mi gran sombrero de viaje, quedé completamente inconocible. A las siete de la noche salí a la calle, llevando mi cuchillo al cinto y mis pistolas en las manos, resuelto a vender cara la vida si era reconocido y trataban de atacarme o de aprehenderme. Todas las calles estaban iluminadas por orden superior, pero nadie me reconoció en las tres primeras cuadras que recorrí en dirección a la calle de San Juan de Dios —hoy día calle 2.ª al norte—, una de las más concurridas de la ciudad.
+Yo me encaminaba hacia la casa del señor Aquilino Quijano, mi antiguo, inmejorable amigo, seguro de hallar en ella un excelente asilo, mientras me procuraba medios de salir de Bogotá, sin mayor peligro, para ir a tomar las armas en defensa de la causa constitucional. Apenas si había vuelto la esquina y pasaba por delante de una botica que tenía por allí el doctor Antonio Vargas Reyes cuando me encontré en el mayor riesgo. Bajaba un batallón de doscientos democráticos comandados por el coronel José María Barriga, que marchaban a ocupar prontamente la importante posición de Honda, y como ya me había encontrado con dos o tres personas conocidas que no me habían reconocido, resolví afrontar el peligro con audacia. Paréme en la puerta de la botica y alcé la frente con desembarazo y tranquilidad para que nadie sospechara en mí un individuo que trataba de ocultarse o quería no ser reconocido. Todo el batallón desfiló rozándose conmigo, y nadie paró la atención en mí. Algunos instantes después golpeaba yo a la puerta de don Aquilino, y su graciosa hija Virginia, casi niña todavía, salió a abrirme. Quedé al punto instalado como en mi casa y tratado con las más exquisitas atenciones y finezas. Allí me enteré, además, de todo lo que había pasado, y desde luego comprendí que la insurrección militar era poderosa y no podría ser vencida sino emprendiendo una gran reacción y campañas en regla, acaso prolongadas y muy sangrientas, en toda la República.
+En la noche siguiente tuve un compañero inesperado y el más agradable que hubiera podido desear: Salvador Camacho Roldán. En la madrugada del 17 se había ocultado él en casa de una familia Galvis, en la calle de los Curas —hoy día carrera 6.ª al occidente—, pero a eso de las ocho de la noche la casa fue rondada por los democráticos, y Camacho hubo de escapar saltando tapias hasta llegar al riachuelo de San Francisco, sobre cuya orilla izquierda daba la puerta falsa o de la caballeriza de la casa de don Aquilino. Por casualidad se sintió que golpeaban suavemente a esa puerta, la abrieron y Camacho pudo salvarse.
+Al día siguiente se nos apareció, saltando por encima de los tejados, Carlos Martín, que habitaba la casa contigua y permanecía oculto. Mucho conversamos y conferenciamos allí los tres amigos y camaradas sobre la situación creada y lo que debíamos hacer nosotros. Martín esperaba que la insurrección no tendría apoyo y sería de corta duración, y se inclinaba —porque siempre ha tenido cierto espíritu de conjuración— a que se promoviese en Bogotá mismo una contrarrevolución, apelando a tres o cuatro jefes y algunos oficiales que no estaban enteramente comprometidos con Melo, o que habían sido arrastrados por sorpresa al movimiento ejecutado. Camacho y yo creímos que tal medio no era conveniente, ni realizable, y que lo mejor era salir a levantar prontamente los pueblos de Mariquita, Neiva y el Cauca, contra la dictadura militar y traidora y en defensa de la Constitución. Y este fue nuestro partido. Martín permaneció en Bogotá, sin novedad alguna, durante todo el tiempo de la guerra civil, hasta los últimos días de noviembre.
+Mientras que preparábamos Camacho y yo nuestra salida, con otros amigos, estaba yo muy preocupado en otro sentido, a más de lo que aparejaba la situación política. Desde el 18 había hecho saber sigilosamente a la señora Acosta que estaba en salvo y en buena parte, lo que la había tranquilizado en lo tocante a mí, pero yo estaba inquieto, porque Solita, muy reservada y tímida como era, apenas me había dejado adivinar su amor, sin explicarse claramente. Ella quería ser profundamente amada, pero también adivinada… Yo pasaba los días de mi encierro llenando en prosa y verso todas las páginas de un lujoso álbum que había comenzado a preparar para ella, y me proponía enviárselo como un regalo de despedida. Al cabo, el día de mi partida, al caer la noche, la tía Ana María, que estaba en Bogotá, fue a visitarme y darme las gracias por el álbum, en nombre de Solita. Al separarse de mí me dijo con la más alentadora amabilidad: «¡Que Dios le lleve con bien! Váyase tranquilo por lo que espera y desea, y cumpla con su deber como se lo dicte su conciencia. Después todo saldrá bien».
+Esto era lo que yo anhelaba, por el momento: me sentí, pues, lleno de confianza y brío para salir de Bogotá a desafiar todo peligro.
+A las ocho de la noche salimos sucesivamente Camacho y yo, tomando diferentes caminos, con dirección a la casa del Dividivi, que era el punto de reunión señalado; de suerte que me fue menester atravesar casi toda la ciudad, escapando como pude de tres o cuatro patrullas y logrando no ser reconocido. En el Dividivi nos reunimos con los señores Francisco, Domingo y Eustaquio Caicedo, y los cinco, armados y acompañados de un criado que llevaba algunas provisiones, emprendimos, protegidos por la oscuridad, la marcha a pie hacia Los Laches —campo que hace parte del extenso y poderoso cerro de Guadalupe—, por cuyos lados teníamos que ir a pasar el río Fucha. Este grande y penoso rodeo era necesario para evitar todos los destacamentos que Melo tenía situados en las afueras de la ciudad, del lado meridional.
+A eso de las cuatro de la mañana llegamos, mojados, ateridos de frío, rendidos de cansancio y muy estropeados por las malezas y asperezas de los cerros, a las casas de la hacienda de San Isidro, que entonces pertenecía al doctor Antonio Herrán, vicario general del arzobispado. Allí descansamos durante dos horas y conseguimos algunas provisiones y una bestia de carga para que las transportase con nuestras exiguas maletas. Pero cuando ya estábamos en la orilla del río Tunjuelo nos ocurrió un percance tan desagradable como grotesco.
+Súbitamente nos alcanzó corriendo un mozo de la hacienda y nos dijo: «¡Corran, porque viene gente armada!». Huir era difícil, pues en un extenso campo habríamos estado a la vista y nos hubieran dado alcance. Lo mejor era ocultarnos como pudiéramos inmediatamente. Pudo el peón ocultarse con la bestia detrás de un matorral, del otro lado del río, pero nosotros, los cinco, sólo tuvimos un recurso: hundirnos en un charco del río —cuya agua estaba tan helada que parecía cortar como cuchillo—, a la sombra de un espeso grupo de alisos, cuyas ramas caían sobre el río, y nos metimos hasta el cuello, con resolución de consumir la cabeza, si esto era menester para no ser vistos.
+Llegó, en efecto, a la margen derecha del río un oficial con un piquete de caballería, observó en todas direcciones, y no hallando nada sospechoso se alejó enseguida. Pocos minutos después salimos de nuestro pozo con los miembros entumecidos y sin poder casi dar un paso.
+Pasamos el río como pudimos, y comenzamos al punto a subir la cuesta por el camino de Pasquilla. Tan empapados estábamos, que nuestros vestidos pesaban muchísimo y casi no podíamos caminar. Cuando ya estuvimos algo lejos y cubiertos por los grandes peñascos salientes de un cerro, hicimos alto, nos desnudamos y envolvimos en nuestras mantas, nos tendimos sobre la grama y el frailejón y pusimos a secar la ropa al sol.
+Tres horas después estábamos en la alta planicie del páramo de Pasquilla, que en aquella época y otras posteriores ha sido excelente campamento de guerrilleros. Dondequiera la vegetación era allí triste y raquítica, la soledad absoluta, el cielo estaba nublado y de color gris y el huracán nos azotaba el rostro… Yo describí la escena y las impresiones de aquel día en una composición poética intitulada El páramo. Ya muy adelantada la tarde, pasamos por la orilla de un laguito llamado de los Colorados, excavado por los derrumbos y las lluvias en el fondo del páramo o ventisquero del mismo nombre. Es profundo, de aguas oscuras y tranquilas, y tendrá poco más de cien metros de largo por cincuenta de ancho. Aquel paraje tiene todo el sello de la desolación y de la más ruda tristeza.
+Logramos llegar más adelante a una miserable casucha, donde pernoctamos, cenando tolerablemente y durmiendo en el suelo como pudimos.
+Al siguiente día marchamos desde las siete de la mañana por un abominable camino, muy difícil de transitar aun a pie: pasamos hacia la una por Pasca, pobre aldea de indios que hizo histórica la nobleza de alma del conquistador Lázaro Fonte, y a eso de las cinco de la tarde cruzábamos el llano de Fusagasugá. Allí tuvimos otro percance. Al caer al llano oímos sonar la corneta de una compañía veterana enviada por Melo para cubrir aquella vía, que es una de las que comunican a Bogotá con el Alto Magdalena. Temerosos de que nos alcanzasen a ver, al atravesar una parte de la llanura que había muy escueta y plana, tuvimos que caminar en cuatro pies, al abrigo de una valla de piedra, en un trayecto como de 300 metros. Pero, en fin, no hubo novedad, pasamos luego el río Cuja, y a las siete de la noche recibíamos hospitalidad de los señores Muñoces en la hacienda de La Puerta.
+Si don Francisco Caicedo Jurado —que ha sido uno de los más insignes caminadores a pie en esta tierra— iba muy fresco y sin novedad, los demás llevábamos los pies hinchados y casi lívidos y destrozados por las malezas y piedras del camino. Habíamos andado durante una noche y dos días, y no podíamos dar un paso, sobre todo Camacho y yo. Después me he endurecido con sufrimientos y campañas, pero en aquellos días las jornadas a pie eran casi novedades para mí. Por gran fortuna conseguimos bestias, bien que por más del doble de su precio de alquiler, y pudimos seguir a caballo, por Melgar y el Carmen, hasta Santa Rosa.
+Pero ¡qué figuras las que llevábamos! En lugar de sillas de montar nos habían proporcionado simplemente jamugas —especie de enjalmas hechas con calcetas o bejucos de corteza de plátano— y no teníamos frenos para guiar las cabalgaduras ni estribos para apoyar los pies. Hice para mi jamuga estribos con unos lazos plegados, atravesándoles en lo bajo unos palitos para asentar los pies sobre ellos. Cuando estuvimos a caballo, aderezados a la diabla, parecíamos todos pajes de San Juan derrotados, pero continuamos la marcha alegremente y nos creímos seguros, recorriendo aquellos hermosos campos solitarios, una vez que dejamos atrás el impetuoso y profundo río Icononzo, sobre cuyo abismo tendió la mano de Dios el maravilloso puente de Pandi.
+Horas terribles fueron las primeras de la noche, que pasamos subiendo la larguísima cuesta del Muerto, con lluvia, en la más profunda oscuridad y andando por atolladeros y barrancos, y después, dignas de la pluma de un hábil escritor de costumbres las escenas de la posada que pudimos procurarnos. En un romance intitulado El canto del gallo, que dediqué a Camacho Roldán, describí mucha parte de aquellos incidentes.
+En el puerto de Santa Rosa me separé de mis compañeros. Camacho siguió con los Caicedos para Purificación y después él solo para el Cauca a trabajar activamente en el sentido de la reacción constitucional, y yo me embarqué en una pequeña canoa, con Carlos Abondano, bajé el río al sol y al agua y llegué al día siguiente a Ambalema.
+AL DESEMBARCAR EN AMBALEMA, abrumado de cansancio, con los pies todavía hinchados, asoleado y quemado, y aun hambriento —porque casi no habíamos hallado qué comer en las orillas del río—, encontré a mi hermano Silvestre en gravísima situación. Estaba enfermo en cama, solo en su casa, pues apenas le asistía un criado inepto para el caso, y la fiebre le devoraba de tal modo que no me reconoció cuando le hablé. Eran las seis de la tarde, y al punto, sin consultar a nadie, resolví llevar a mi hermano a Honda.
+Inmediatamente dispuse preparar una canoa toldada y comprometer los remeros necesarios, y mientras esto se hacía tomé las convenientes providencias para dejar la casa y los intereses de mis hermanos en buena guarda y con la debida seguridad. A la una de la mañana todo estaba listo. Hice trasladar a Silvestre, en una camilla, muy bien abrigado, al puerto del embarque, y cuando estuvimos dentro de la canoa les dije a los remeros o bogas: «Amigos, doble paga si nos llevan a Honda en menos de seis horas[27]».
+La oferta produjo el mejor efecto, porque antes de las siete de la mañana, bogando sin cesar, estuvimos en el puerto superior de Honda, llamado del Retiro. Inmediatamente mi hermano fue puesto en manos de nuestro tío el doctor Alejandro Angulo, excelente médico y cirujano de mucho acierto, y gracias a sus eficaces recetas y a los cuidados de mi madre y toda la familia, al día siguiente estuvo Silvestre fuera de todo riesgo.
+Por lo que hacía a las cosas políticas, en Honda estaban ya organizando la defensa y preparando elementos para la campaña el coronel Mateo Viana, gobernador de la provincia, el coronel Arboleda —Julio—, jefe de la incipiente columna Tequendama, que después combatió con gloria, y el señor Justo Briceño, que había dado en La Mesa el primer grito de reacción contra Melo, como gobernador de la provincia de Tequendama, y formado el núcleo de la columna, con el cuerpo del presidio y la escasa tropa que lo custodiaba.
+En Honda me presenté inmediatamente a tomar servicio militar, pero el señor Viana prefirió darme una comisión civil, transitoria, muy importante.
+Gran parte de la población era melista y hostil a nuestra causa, pero sin atreverse a manifestarlo. Era menester, por una parte, neutralizar aquella disposición con la influencia de mi padre y la mía, y, por otra, procurar prontamente recursos a las tropas y organizar la milicia de la ciudad. Con tales fines me nombró alcalde el señor Viana. Acepté, trabajé con suma actividad, y en menos de veinte días se realizaron todos los objetos de mi nombramiento. Marché enseguida para Bogotá, junto con las tropas organizadas, que emprendían campaña de acuerdo con el ejército levantado en el norte por el general Herrera, y que comandaba directamente el general Manuel María Franco, hombre de indomable y ciega intrepidez, que nos fue funesta. Los desastres sufridos por Herrera en Zipaquirá y Tiquiza, en los combates del 20 y 21 de mayo, lo hicieron perder todo por el momento, y nos obligaron a contramarchar, hacernos fuertes en Honda y organizar la defensa en mayor escala, haciendo de todo el Alto Magdalena la línea de operaciones del ejército del Sur.
+Un incidente tan desagradable como característico me sobrevino entonces. Seguía yo funcionando como alcalde cuando un día, estando en mi oficina, oí los clamores de un sujeto a quien llevaban preso para la cárcel con orden terminante de ponerle en capilla para fusilarle al día siguiente. El preso era el señor Mauricio Rizo, y la orden había sido dada por el coronel Arboleda. Averiguando las cosas, resultó que había sucedido lo siguiente:
+Don Mauricio, que preparaba una embarcación con mercaderías para llevar a su hacienda de Girardot, pensando sólo en su negocio, había enganchado unos tres o cuatro soldados para llevárselos a ser colonos de sus tierras. En el momento en que los soldados, disfrazados de paisanos, se embarcaban, fueron sorprendidos, y como declarasen la verdad, el coronel Arboleda había reputado a Rizo como sujeto a la ordenanza militar y enviándole, con escolta, a capilla, diciendo solamente que le mandaría fusilar. Nunca creí que tal fuera su verdadera intención, sino la de asustar a don Mauricio para imponerle una fuerte contribución de guerra y procurarse así recursos para la tropa.
+Pero es lo cierto que yo detuve la escolta, declarando que Rizo no estaba sujeto a la autoridad militar sino a la civil, revoqué la orden de capilla y di la de arresto ordinario, levanté inmediatamente el sumario del caso, y puse al sindicado a disposición del juez competente. Arboleda, al saber lo que yo había hecho, se enfureció contra mí y soltó expresiones muy ofensivas. Tuvimos por ello muy fuertes palabras, y acabamos por desafiarnos ruidosamente. Pero el general París, que acababa de llegar a Honda, y los señores Viana y Briceño intervinieron amigablemente y evitaron el escándalo de un duelo entre dos autoridades y dos defensores de una misma causa.
+En cuanto a don Mauricio, pasó su susto y una mala noche en la cárcel, propuso composición, y acabamos por arreglar las cosas mediante satisfacción dada a la autoridad, un suministro en dinero y unos pocos soldados enganchados a su costa.
+No pasaré en silencio un episodio dramático de aquellos días, en el cual hube de figurar como uno de los actores principales.
+La casa que entonces habitaba mi familia era la que hace esquina en Honda entre la calle que del puente de hierro del Gualí desemboca en la calle Real —llamada ahora, no sé a derechas si de América o de los Mártires— y la prolongación que de esta misma calle, paralela a dicho río, conduce hacia el Magdalena. Así el patio de la casa domina, por el norte, la orilla derecha del Gualí, y por el oriente el vasto pedregal de la izquierda del Magdalena, lo que ofrece suma facilidad para bajar por el interior de la casa a bañarse o coger agua en el primero de esos ríos.
+Hacía dos o tres días que había llegado yo a Honda, cuando una tarde, en el empedrado patio, cercado de murallas y ruinas de poderoso calicanto, me mostraba mi hermana Agripina las muchas flores que había logrado cultivar y hacer prosperar allí. Súbitamente oímos un grito que dieron desde el puente —el antiguo puente de madera, hoy día reemplazado con uno de hierro muy sólido y elegante—, grito angustioso que decía: «¡Socorro, que se ahoga un muchacho!».
+Instantáneamente comprendí que quien se ahogaba en el río, muy profundo debajo del puente, debía de ser uno de tantos muchachos, aguadores o traviesos, que se bañaban frecuentemente en aquel sitio, y sin reflexionar en lo que hacía, sino siguiendo mis instintos, di unos cuantos saltos hacia la orilla del río, y al propio tiempo fui quitándome levita, chaleco y pantalones y tirándolos al suelo. Quitéme en la margen los botines, sobre un derruido bastión que sobresalía del agua, y me arrojé a las ondas vestido aún con la ropa interior.
+Había alcanzado a ver, en la mitad del río —que allí tiene como cien metros de anchura— la cabeza del muchacho que se ahogaba, ya casi todo hundido, y dando unas diez o doce braceadas le di alcance. Pero no traté de agarrarle, porque sabía por experiencia lo peligroso que es salvar así a los que se ahogan, por lo que, dando un rodeo en torno del muchacho y consumiéndome, le di una fuerte cabezada en las asentaderas, con lo cual le imprimí considerable impulso. A cada cabezada mía el pobre chico adelantaba, inerte, dos o tres metros hacia la orilla, y al cabo le puse fuera del agua, a la vista de toda mi familia y de multitud de curiosos que desde el puente contemplaban el suceso.
+Al punto levanté al chico en mis brazos, llevándole bocabajo, y así le colocamos sobre una silleta en el patio de casa. Por fortuna mi tío Alejandro estaba a la mano, porque vivía en la casa de enfrente, y a los dos minutos estuvo haciéndole remedios al ahogado. Entretanto, la desolada madre del muchacho, que había sabido que su hijo se ahogaba, lo buscaba con angustia primero, y con desesperación después, en la orilla opuesta del río… Supo al cabo que le habían salvado, y ya puede el lector calcular cuán profunda no sería la emoción de alegría y gratitud de la acongojada mujer al hallar en casa a su hijo, bastante repuesto ya de las consecuencias del accidente.
+Era esta la tercera vez que yo tenía la fortuna de salvar a un individuo que se ahogaba, pues a la edad de nueve años salvé de muerte casi segura a mi hermano Antonio, en Chirirí, y en 1840 a mi hermano Rafael, que se ahogaba en un profundo pozo del Gualí, al pie del puente Viejo. Muy útil es saber nadar, y en casos tales el arrojo es quien mejor salva.
+Tan luego como en Honda, a mediados de mayo, recibimos noticia de la marcha resuelta de los generales Herrera y Franco, en dirección hacia Zipaquirá y Bogotá, con el ejército improvisado en las provincias del Norte, todo colecticio, al propio tiempo que el general París se aproximaba a la Sabana con algunos voluntarios, por el lado de La Mesa, Viana y Arboleda resolvieron que de Honda nos moviésemos por el camino de Guaduas y Villeta, con el propósito de salir también a la Sabana, por el lado de Facatativá, y concurrir a operaciones generales en concierto para debelar las fuerzas de Melo y restablecer el Gobierno constitucional en la capital de la República. Emprendí marcha, por tanto, incorporado como voluntario en la columna que comandaba el coronel Viana.
+Una noche pasamos en Guaduas y al día siguiente, cuando nos movíamos sobre Villeta, recibimos la terrible noticia que a todos nos consternó. El general Herrera, con los doctores Pastor Ospina, Ramón Mateus, Ricardo Vanegas y otros ciudadanos, acababa de llegar al segundo de aquellos lugares, y venía de sufrir los lamentables desastres del 20 y 21 en Zipaquirá y Tiquiza. En el primero habían sucumbido el bizarro general Franco y otros patriotas, que imprudentemente se comprometieron en una acción innecesaria y absurda, y en el segundo se había disuelto, derrotado casi sin combate, el ejército del Norte. Concertóse por lo pronto un plan de reacción, reducido a defender la línea del Magdalena, organizar el Gobierno constitucional en Ibagué y fomentar la organización de un nuevo ejército del Norte, cuya base se formaría en la costa del Atlántico, y tornamos hacia Honda para defender este punto estratégico de capital importancia.
+De paso me ocurrió en Guaduas un incidente jurídico muy curioso que vale la pena de ser referido.
+En Guaduas había estado sufriendo la pena de reclusión una mujer célebre como insigne criminal, y esta había logrado fugarse de la casa de castigo, favorecida en su evasión por una muchacha, a quien su amante había instigado con este fin. La pobre muchacha, acusada por este delito, estaba sometida a juicio, y había confesado su culpabilidad de llano en plano. Mi hermano Manuel, que a la sazón residía en Guaduas con su familia, había sido nombrado, por el juez de la causa, defensor de la muchacha, y el día mismo en que yo iba a regresar a Honda, siguiendo la retirada de la columna, debía celebrarse el juicio ante el jurado.
+Aprontábame yo para montar, cuando mi hermano me dijo:
+—Tengo que pedirte un servicio.
+—¿Cuál? Manda lo que sea —respondí.
+—Bien sabes que nada entiendo de abogacía…
+—¡Pues!
+—Y hoy tengo que hacer una defensa ante un jurado. ¿Quieres hacerme el servicio de llevar la palabra en mi lugar?
+—¿Pero qué diablos podré yo decir sobre una causa que absolutamente no conozco?
+—Oirás leer el proceso, improvisarás la defensa, y en todo caso lo harás mejor que un lego como yo.
+No había remedio: la observación de mi hermano era muy fuerte, y yo debía complacerle. Nos fuimos juntos para el juzgado, y pocos momentos después se abrió la sesión del jurado. No había defensa posible: el delito de evasión estaba comprobado hasta la evidencia, y la confesión de la acusada excusaba toda prueba o alegación en contrario. ¿Qué podía yo hacer? «¡Aquí del golgotismo!», me dije cuando, después de leído el proceso y oída la acusación del agente fiscal, me llegó el turno de hablar. Improvisé la más golgótica o radical perorata que jamás se hubiera imaginado en la difunta Escuela Republicana, delante de un numerosísimo auditorio de vecinos y de conservadores en campaña, entre los cuales figuraban el coronel Julio Arboleda y el doctor Ospina.
+Mi tesis fue la siguiente: la mujer es y será siempre lo que el hombre quiera que sea, porque el poder de este, para el mal, es irresistible; si la acusada ha facilitado la evasión de la criminal reclusa, por sugestiones de su amante, interesado en el hecho, este individuo, no sometido a juicio, es el responsable, y no ella, que obró bajo una presión moral ineludible. Sobre este tema fabriqué la más extravagante perorata, toda dirigida a mover el corazón y ofuscar la razón de los jurados, y estos, pasmados de admiración, quedaron tan persuadidos que, con escándalo de casi todos los oyentes, pronunciaron un veredicto absolutorio…
+El doctor Murillo y Ricardo Vanegas, que estaban de paso en Guaduas, reían a carcajadas, celebrando aquel triunfo del radicalismo.
+Uno de los jurados —don Timoteo Márquez— decía con gran satisfacción: «Son incontestables los argumentos del doctor Samper».
+Y don Rafael Arango, viejo comerciante, muy conservador, machucho, tosco en su decir y de educación burda, le decía a mi hermano, en tono de despecho:
+«Cómo siento, don Manuel, que su hermano don Pepe esté afiliado en esa canalla de los gólgotas…».
+Con lo que mi hermano reventaba de risa.
+INMEDIATAMENTE DESPUÉS de los desastres de Zipaquirá y Tiquiza, el general Herrera expidió en Villeta, como encargado del poder Ejecutivo nacional, un decreto de convocatoria del Congreso que Melo había dispersado, para reunirse en Ibagué en el mes de junio. Como secretario que era yo de la Cámara de Representantes, mi concurrencia a Ibagué era necesaria, pues habiéndose efectuado súbitamente la disolución de hecho del Congreso, no se podía contar con documento alguno, y sólo podía, de memoria, suministrar una multitud de informes importantes. Así, hacia fines de junio púseme en camino para Ibagué, con ánimo de prestar los servicios más indispensables en la Cámara y salir luego a campaña.
+Un recuerdo muy doloroso, entre otros muy gratos, me quedó de las dos semanas pasadas entonces en Ibagué: la despedida del general Herrera. Había este gallardo militar y noble patriota sufrido cruelmente a causa de sus derrotas de Zipaquirá y Tiquiza, pues muy pundonoroso y susceptible como era, le exasperaba la idea de que le imputasen a debilidad respecto de Franco, a ineptitud o a cobardía la pérdida del primer ejército del Norte, y con ella los enormes sacrificios que habían de hacerse. En una hermosa tarde, víspera del día en que Herrera debía partirse de Ibagué con Ricardo Vanegas y otros compañeros de campaña, el general estaba muy triste. Vanegas y dos o tres amigos más nos paseábamos con él, del lado sur de la ciudad, por la orilla de la altísima barranca, cubierta de grama y olorosos arbustos, que domina el abismo por cuyo fondo corre el impetuoso y espumante Combeima. Departíamos haciendo cálculos sobre la fecha en que concluiría la guerra civil y los resultados que produciría nuestra victoria, cuando súbitamente Herrera se volvió hacia mí diciendo:
+—¡Ah!, ¡nada de eso veré yo!
+—¿Por qué, general? —le pregunté con alguna extrañeza.
+—Porque yo he de morir en la próxima campaña.
+—¿Morir?, ¡oh! —repuse—, ¡nadie sabe qué suerte correrá!
+—Sí, yo moriré, ¡porque necesito hacerme matar! —exclamó.
+—No veo la razón que haya para ello.
+—Es menester que yo muera combatiendo para dejar bien puesto mi honor militar.
+—¡Oh!, ¡general!, deseche usted esas ideas —repliqué—. Su honor militar está muy bien puesto, así como su reputación de patriota.
+—No hablemos más de eso…
+En efecto, todos callamos y luego mudamos de conversación.
+Al día siguiente muchos le acompañamos hasta el Vergel. Allí, al darme el abrazo de despedida, me dijo: «Adiós…, ¡y para siempre!».
+Y no volví a verle, sino muerto, en la noche del 4 de diciembre, en Bogotá… ¡El denodado general le cumplió a la muerte su terrible palabra!
+Jamás ninguna pequeña localidad, entre nosotros, se vio tan colmada de hombres eminentes como Ibagué con motivo de haberse fijado allí provisionalmente capital de la República. Allí se hallaron el señor de Obaldía y sus secretarios José María Plata —liberal—, Pastor Ospina —conservador— y Ramón Mateus —radical—; magistrados como los ilustres José Ignacio de Márquez y Lino de Pombo; miembros eminentes del Congreso, como Mallarino, Gutiérrez Vergara, Fernández Madrid y Murillo y viejos veteranos de la Independencia, como los generales Ortega y Vélez.
+Llegó al cabo el general López, senador, nombrado general en jefe del ejército del Sur, quien venía del Cauca, donde había prestado ya importantísimos servicios, y como él quería que yo le acompañase y era grande mi impaciencia al ver que no se reunía quorum para reinstalar el Congreso, resolví no perder más tiempo en Ibagué. Redacté, pues, un extenso y laborioso informe sobre los trabajos que la Cámara de Representantes había ejecutado hasta el 15 de abril; acompañé a tal informe mi renuncia de la secretaría y de todo sueldo y viático; recomendé a Manuel Pombo como el más propio para reemplazarme, y salí a campaña con mi venerable amigo el general López.
+Debo hacer notar, porque el hecho me honra y no es común, que hice toda la campaña, desde julio hasta diciembre, a mi costa. Llevé a ella dos caballos propios y jamás monté ningún bagaje de brigada; llevé en cóndores y recibí después de Ambalema, por junto, más de $ 1.000, y los gasté íntegramente, sobre todo en atender a préstamos y petardos. Fui provisto de un sencillo uniforme de bayeta —blusa y pantalón— y de espada, pistolas y trabuco, y en nada gravé al tesoro público. No recibí sueldo alguno ni ración, y el 5 de diciembre, al día siguiente de la victoria definitiva, presenté al secretario de guerra un memorial en el cual renuncié no sólo todos los sueldos y raciones militares, sino también los ascensos a capitán y sargento mayor con que sucesivamente me honró el general López.
+La villa de El Espinal había sido designada como cuartel general. Al llegar allí, el general López me nombró teniente 1.º, con funciones de uno de sus ayudantes o edecanes, y me dio una comisión muy importante: la de ir al punto como jefe de una comisión de Estado Mayor, a levantar, con dos alumnos del Colegio Militar —Alejandro Caicedo y N. Burgos— el mapa del río Magdalena, en el trayecto comprendido entre sus afluentes Saldaña y Coello. La comisión era muy penosa y no poco peligrosa, y la desempeñamos a entera satisfacción del Estado Mayor general, presentando yo, con el mapa, un extenso y minucioso informe que elaboré sobre todo lo relacionado con los elementos de ataque y defensa y condiciones estratégicas de las márgenes del río en todo el trayecto mencionado.
+Al desempeñar aquella comisión nos ocurrió un caso curioso. Con la imprevisión propia de unos jóvenes sin experiencia de la guerra, partimos de El Espinal sin llevar ninguna clase de provisiones de boca. A duras penas hallamos algo que comer en las orillas del Saldaña, y después, por la noche, en un rancho de la margen izquierda del Magdalena, entre las desembocaduras de los ríos Saldaña y Luisa, hubimos de conformarnos, antes de dormir tirados en el suelo, con tomar en totuma un poco de agua de panela cocida, acompañada con plátano verde asado.
+Al día siguiente fue peor. Las orillas del Magdalena estaban desiertas, y cuando atracamos la canoa al pie de alguna casucha no hallamos cosa alguna que nos quisiesen vender. En cierto sitio solitario encontramos un pescador que nos vendió unos cinco pequeños peces de los llamados tolombas, y nos los comimos asados a la diabla, sin sal y con acompañamiento de panela. Al pasar por enfrente de Peñalisa hubimos de hacerlo con alguna precaución, porque sabíamos que en ese lugar —punto fuerte y dominante sobre la banda derecha del río— había estado dos o tres horas antes un destacamento de las fuerzas de Melo.
+Llevábamos nuestra canoa muy cerca de la orilla izquierda, en un trayecto solitario, abajo de Peñalisa, cuando alcanzamos a ver un hermoso venado que se abrevaba tranquilamente en la playa de la margen derecha, a una distancia como de más de doscientos cincuenta metros. Al punto hicimos parar la canoa contra la corriente, porque yo llevaba un excelente rifle que me había prestado el doctor Francisco Caicedo Jurado, me arrodillé a medias, puse la puntería y disparé. El venado dio un enorme salto sobre el arenal, cayó, se levantó y se fue lentamente hacia la orilla del cercano bosque, donde se agazapó.
+—¡Está mortalmente herido! —grité—; ¡boguemos hacia la opuesta orilla!
+En efecto, fuimos hacia ella con mucha rapidez, y cuando llegamos a la playa vi que el venado se agitaba entre las ramas, y no le di tiempo para huir, sino que con una carabina de caballería le disparé otro tiro. Nos acercamos y hallamos el animal muerto: era una hermosísima venada de bello pelaje bayo o amarillo pálido y rojizo. Al punto la llevamos a la canoa, y continuamos alegremente nuestros trabajos de cartografía y estrategia, seguros de que con tan bella caza podríamos proporcionarnos buen alimento.
+Efectivamente, al arribar al pueblecito de Coello, en la desembocadura de este río, hicimos el trato en una casa de que nos sirvieran una opípara comida en cambio de casi toda la venada. De esta nos comimos las asaduras solamente, pero la patrona o casera nos dio excelente caldo de huevos, gallina asada, puchero u olla, pescado, leche, dulces y cuanto quisimos tomar. De este modo un tiro bien aprovechado nos proporcionó los alimentos que de otra suerte no hubiéramos conseguido. Y digo esto, porque la «patroncita» no quería vendernos cosa alguna por nuestro dinero, ni nadie en el pueblo, y el halago de la hermosa venada, con cuya adquisición hacía muy buen negocio, fue el que la indujo a servirnos una abundante, variada y sabrosa comida.
+¡Cuántas veces no acontece en nuestras tierras calientes del valle del Magdalena una de dos cosas curiosas: o que uno puede viajar sin dinero, atenido enteramente a la generosa hospitalidad de los comarcanos, muy rara vez desmentida; o que, llevando reales, corre el riesgo de morirse de hambre en algunas campiñas solitarias o poco pobladas, ya por no encontrarse comestibles, ya porque algunas campesinas que los tienen los ocultan y absolutamente rehúsan venderlos! De estos casos contrarios me han ocurrido algunos en los estados del Tolima, Cundinamarca y Santander.
+Apenas regresé a El Espinal cuando inmediatamente me confió el general en jefe una comisión aún más delicada: la de ir a comunicar verbalmente y someter a la aprobación del Gobierno el plan de campaña que se acababa de concertar, plan que era peligroso reducir a escrito en pliegos oficiales, porque en el camino y en Ibagué había no pocos melistas. Caminé, acompañado solamente por un soldado de caballería, durante la noche entera, haciendo esfuerzos de memoria para no olvidar ni confundir ni el menor detalle del plan de campaña; a las nueve de la mañana estuve en Ibagué y lo expuse minuciosamente delante del Consejo de Gobierno, y a mediodía, provisto de un pliego oficial que decía simplemente: «Aprueba el Gobierno en todas sus partes lo que acabáis de hacerle comunicar verbalmente», y con instrucciones también verbales, regresé hacia El Espinal.
+Llegué a eso de las once de la noche, y ya el lugar estaba desierto. El general López había emprendido marcha con el ejército y pasado el Magdalena, dejándome, con el patriota cura doctor Galvis, instrucciones escritas sobre lo que debía hacer. A las pocas horas continué mi marcha, llevándome toda la gente que se había quedado rezagada, por falta de alguna cosa o por enfermedad leve, pasé luego el río por Peñalisa, y me incorporé al ejército en Tocaima. A los dos o tres días de nuestra llegada a La Mesa, en agosto, hubo Camacho Roldán —que era el secretario-ayudante mayor del general en jefe— de ausentarse para concurrir al Congreso como representante, y en reemplazo de él me nombró secretario suyo el general López, ascendiéndome a capitán
+La vida que pasamos en La Mesa fue de suma actividad, de continua vigilancia, de gran trabajo para la concentración y definitiva organización del ejército, así como para dirigir los movimientos estratégicos hacia la sabana de Bogotá y combinar las operaciones con el ejército del Norte, que comandaba en jefe el general Mosquera, y de constantes penalidades, ocasionadas estas por continuas alarmas, por indisciplina de varios jefes voluntariosos y de unos cuantos batallones —sobre todo los cuatro antioqueños—, por la falta de agua y de buenos víveres, y por las enfermedades que comenzaron a reinar. La disentería se volvió epidémica, y yo, muy fuerte, robusto y resistente, al cabo hube de pagar mi tributo a la epidemia.
+Yo tenía tantas ocupaciones y trabajaba tan asiduamente, que llegué a hacer varias veces este esfuerzo mental: dictar a un tiempo tres comunicaciones distintas a tres ayudantes, en tanto que yo redactaba y escribía otra. El general López se aturdía de mi actividad y laboriosidad, y cada día me estimaba y quería más. Caí gravemente enfermo y estuve en peligro de muerte, a tal punto, que una noche, interrogados los médicos con ansiedad por el general López —uno de ellos era el que había operado a Elvira en Ambalema—, le declararon que si dentro de tres horas no hacía crisis mi mal, a virtud de ciertos remedios heroicos que iban a aplicarme, moriría al día siguiente. Por fortuna, fueron eficaces dichos remedios, hubo crisis y me salvé.
+Un caso curioso de fecundidad para improvisar en verso, me ocurrió en el mes de octubre, durante la estación en La Mesa, caso que fue la sublimación de otros dos algo semejantes.
+Recuerdo que una noche, siendo estudiantes y condiscípulos Manuel Pombo y yo —en 1845 o 1846—, concurrimos a una tertulia en casa de las amables señoritas Peñas, muy dignas de aprecio y muy sociables, que bailaban primorosamente, y no perdimos el tiempo. Bailamos con entusiasmo y sin perder ni una pieza, y como a título de poetas principiantes fuimos invitados a brindar muchas veces en verso, lo hicimos, tanto en la sala como en el comedor, con suma verbosidad. No sólo estuvimos improvisando allí mil vagabunderías chistosas durante unas cuatro horas, sino que luego, al salir de la tertulia, seguimos charlando en verso por las calles, y habiéndome dado Pombo hospitalidad en su cuarto aquella noche, seguimos hablando en verso a oscuras, no poco achispados, hasta que Morfeo tuvo a bien cerrarnos los ojos y la boca.
+La víspera del día en que habíamos de seguir de Guaduas para Villeta, en mayo de 1854, el coronel Arboleda, que era muy aficionado a sorpresas militares, hizo dar a las nueve de la noche un falso toque de alarma para probar las disposiciones de la tropa, y cuando hubo pasado todo el movimiento, el mismo Arboleda nos llevó a varios amigos a su alojamiento a tomar una copa de vino. Como él era insigne poeta, y entre los presentes había tres más de la cofradía —Lázaro María Pérez, Pedro Alcántara Camacho P. y yo—, en breve nos pusimos a brindar en verso, y duramos cosa de tres horas hablando mucho y sin decir una palabra en prosa. Arboleda estuvo maravilloso en sus improvisaciones.
+El caso se repitió una noche, en La Mesa, en el mes de octubre, pero en mayores proporciones. Muchos jefes y oficiales comíamos en una fonda que sostenía un extranjero, y una noche, al acabar de merendar, a eso de las siete y media, alguien recitó o improvisó, por acaso, alguna cosa en verso. ¡Quién dijo tal!
+Al punto respondió Arboleda en verso, con mucho garbo, y como todos estábamos de humor convinimos en que sólo se hablaría en verso, añadiendo esta dificultad: que toda estrofa que se improvisara había de tener por pie o punto de partida el último verso que se pronunciara. El que hablara en prosa debía ser multado en una botella de cerveza, y toda la provisión de multas debía ser despachada enseguida por nosotros. A más de Arboleda, Pérez, Camacho Pradilla y yo, estaban en la reunión Rafael Pombo y otros dos o tres poetas, y armamos tal gazapera de improvisaciones, que aquello fue, durante siete a ocho horas, el más curioso chisporroteo de fuegos artificiales sostenidos con la palabra, en constante lucha de chispas, agudezas y oportunísimas ocurrencias.
+De tal modo solté la vena, por mi parte, que si tenía alguna chispa de cerveza y vino, por las muchas copas que bebí, aun mayor era la de versificación: una verdadera embriaguez de versos, producidos y oídos en todos los metros posibles. A eso de las tres de la mañana nos dispersamos, y todavía yo —como un reloj con la cuerda reventada—, seguía solo hablando en verso por la calle, en dirección al cuartel general, y al día siguiente me contaron que yo había estado durante cerca de media hora apostrofando en redondillas, cuartetas y quintillas a unos tres árboles que había en la plaza de la ciudad.
+De la casa que era cuartel general me trasladaron a otro, convaleciente y en muy delicada situación, para que una buena señora me asistiera, así como al joven Isidoro Ricaurte, sobrino del general López, que se hallaba en estado idéntico al mío, y el general tuvo la fineza de dejarnos al cuidado de su mejor médico, al emprender operaciones sobre la Sabana.
+Hacía veinticuatro horas que el ejército del Sur había marchado todo hacia la Sabana, por las escabrosas vías de San Antonio y Cincha, para salir a Tequendama, reunirse allí y emprender operaciones decisivas sobre Bogotá, por Soacha y Bosa, cuando una mañana, al despertar, le dije a mi compañero de convalecencia:
+—Parece que la mañana está muy hermosa e incita a salir al campo.
+—Así lo creo —respondió Ricaurte.
+—¡Diantre!, ¿no le parece a usted que nuestra situación es muy ridícula?
+—¿Por qué, mi capitán?
+—¡Bah! ¡Sufrir uno durante unos cuantos meses todas las penalidades de la campaña, y al cabo, cuando todos los compañeros marchan para ir a combatir, quedarse en una cama, tomando sagú y aguas cocidas y aplicándose fomentaciones, en la menguada condición de convaleciente de una disentería!
+—¡Esto es realmente doloroso!
+—Pues pongámosle remedio.
+—¿De qué modo?
+—Apeándonos de la cama para montar a caballo.
+—¡Qué idea tan feliz!
+—Pues, ¡manos a la obra!
+—Bueno, ¿pero qué dirá el doctor Díaz?
+—Le haremos mil argumentos, y si estos no valieren, nos alzaremos contra la dictadura de Hipócrates.
+Al punto mandamos traer nuestros caballos y el de nuestro médico. A poco rato llegó este a visitarnos y le propusimos nuestro proyecto. Tuvo en el primer momento sus escrúpulos de responsabilidad, pero luego reconoció que el ejercicio lento a caballo y el cambio de aires, dejando los de La Mesa, infestados, por los puros y fortificantes del camino, nos harían gran provecho, apresurando nuestra convalecencia. Una hora después montamos trabajosamente, pues éramos dos esqueletos y carecíamos de fuerzas.
+Apenas bajamos de la punta de arriba, de La Mesa que fue de Juan Díaz y luego se llamó simplemente La Mesa, y pasamos por el paraje denominado Guayabal, cuando nos sentimos revivir y empezando a regenerarnos. Más adelante, en el Hospicio, tuvimos apetito y tomamos chocolate, alimento reputado muy pesado para unos convalecientes como nosotros, pero que nos sentó mejor que el empalagoso sagú. En Tena nos brindaron con un trago de buen brandy, y nos hizo admirable provecho. Muy adelante llegamos a pedir agua en una casa y estaban comiendo: nos invitaron cordialmente, sin conocernos, y tomamos suculenta mazamorra, sabroso puchero y una chicha… capaz de resucitar muertos. ¡Adiós disentería! Ni rastro de ella quedó. Dormimos a orillas del Bogotá, en la playa, filosóficamente tirados en el suelo sobre nuestras mantas, y al día siguiente éramos hombres. Luego almorzamos opíparamente en Cincha, y cuando menos lo pensó el general López le alcanzamos en las casas de Tequendama.
+Durante los últimos días de mi enfermedad había regresado Camacho Roldán al cuartel general y recuperado su puesto de ayudante-secretario. No pudiendo el general en jefe tener dos capitanes entre sus ayudantes, le insinué que me rebajara el grado para poder seguir con él, o que me diese la más humilde colocación para poder combatir. Pero él prefirió darme el mando de una nueva compañía del escuadrón Guías, que se estaba reorganizando. El comandante del escuadrón era el hermoso, hercúleo, simpático y valientísimo Clodomiro Ramírez, que había ejecutado en Roldanillo proezas asombrosas; la primera compañía, mandada por un capitán negro, cumplido caballero, se componía de negros del Cauca, muy valientes pero de difícil manejo; la segunda, que se me confió, se componía de jóvenes de Bogotá, muy resueltos a cumplir con su deber. Recuerdo entre otros al sargento Isidoro Ricaurte, al sargento —doctor— Pedro Alejo Forero, a los cabos Teodoro Valenzuela —doctor— e Ignacio Ortiz, y a muchos soldados que eran finos cachacos bogotanos.
+NO REFERIRÉ LOS DETALLES de la campaña durante los días de organización y asedio que pasamos sucesivamente en Puertagrande, Terreros y Fucha, y me limitaré a referir algunos episodios personales de aquella ruda e inolvidable campaña en que todos cosechamos algunos laureles, yo tal vez el que menos.
+Yo no tenía idea de lo que era una batalla, en calidad de actor. La de Bosa me inició en los peligros del combate, pues aunque no todo mi escuadrón combatió materialmente, nos hallamos en medio de la humadera, prontos a todo, a doscientos metros del puente de Bosa, donde el coronel Henao sostuvo lo más recio de la pelea. Hubo un momento terrible en que el general Espina se legó a nuestro escuadrón, formado en columna en la mitad del camino, y le dijo al comandante:
+—¿Tiene usted en su escuadrón algún buen tirador de rifle?
+—Ahí está el capitán Samper —contestó Ramírez señalándome.
+—¿Puede usted cedérmelo por unos minutos?
+—¿Para qué, mi general?
+—Hay entre la tropa de Melo, del otro lado del río, una compañía de tiradores, parapetada detrás de un vallado de céspedes, que nos hace mucho daño. Uno solo tal vez de esos tiradores nos ha matado ya cosa de doce o trece hombres en un punto reducido, y necesitamos librarnos de tan certero enemigo.
+—Capitán Samper, ¿quiere usted ir? —preguntó el comandante.
+—Haré lo que usted me mande y la disciplina permita.
+—Pues vaya usted y vuelva pronto.
+Llegamos al pie de las tapias del puente, habiendo dejado yo mi caballo atrás en manos de un soldado de mi escuadrón que me acompañaba. El fuego allí era nutridísimo y terrible. Allí estaban peleando como soldados el viejo general Vélez y don José María Plata. Seguí por el pie de la trinchera que se había improvisado a la margen izquierda del río y vi unos cuantos hombres tendidos en el suelo, muertos o heridos. Al punto observé de qué lado provenía el certero fuego que nos hacía tanto daño. Cogí a un soldado y le dije:
+—Llénese usted de yerba y paja las espaldas y la cintura, entre la camisa y la blusa, y vaya sacando el cuerpo lentamente en la extremidad de la trinchera, de modo que le vean el bulto del cuerpo, pero que sólo asomen la blusa y la paja.
+—¡Estoy listo! —dijo el soldado, acabando de aderezarse, en tanto que yo, con una bayoneta, perforaba los cespedones de la trinchera para poder observar por el agujero y apuntar luego con el rifle que me habían dado.
+—¡Ahora! —grité.
+El soldado sacó el bulto falso con precaución, y un instante después un balazo le atravesó la paja con que se había acolchonado.
+—¡Bueno! —exclamé—; ya sé dónde está mi hombre.
+Ensanché el agujero, introduje el cañón del rifle, preparé y apunté, y enseguida dije al soldado:
+—Vuelva a sacar el bulto.
+Apenas lo hizo, cuando sobresalió en la trinchera del enemigo, entre dos cespedones, la cabeza del tirador melista, y movió los brazos para tender su fusil y apuntar. No le di tiempo: hice fuego y el hombre cayó para atrás, soltando el fusil… No perdimos allí ni un solo hombre más, y cumplida mi comisión volví a incorporarme a mi compañía. Pero durante una semana no pude dormir en paz: despierto o en sueños, veía la cabeza del hombre a quien había matado y sentía horror, bien que había cumplido con mi deber.
+La batalla de Bosa pudo ser muy distinta de lo que fue: una victoria completa y decisiva, en lugar de un prolongado y sangriento rechazo del enemigo, que nos atacó bizarramente y al cabo huyó dejándonos dueños del campo y libre el camino de Bogotá, pero con no pocos muertos y muchos heridos en nuestro campamento. Según el plan combinado por el general López, de acuerdo con un consejo de generales y con la aprobación del general en jefe de los ejércitos, que lo era el general Herrán, nuestro ejército debía situarse así: en el ala izquierda, una columna comandada por el coronel Viana, que ocuparía las casas de la hacienda de Olarte, excelente posición, para defender los puntos vadeables del río, impedir que nuestro centro fuese flanqueado, amenazar constantemente la derecha del enemigo y, llegado el caso, atacarle por retaguardia. En nuestra derecha, la columna Tequendama, comandada por el coronel Arboleda, situada en Casablanca para formar el equivalente de la de Viana, y con orden de vadear el río, llegado el momento oportuno, y caer sobre la retaguardia enemiga. En el centro, a vanguardia, el batallón Salamina, situado en el puente de Bosa, con orden de hacer una falsa defensa y ceder luego el punto para inducir al enemigo a lanzarse por el largo camellón hacia la Cruz de Terreros, entre dos filas de tapias, y a lo largo de estas tapias todos los cuerpos de inmediato combate del centro, con la reserva, principalmente de caballería, en la misma Cruz de Terreros.
+Una de dos cosas tenía que suceder: o Melo nos atacaba en toda regla, empeñando batalla con el grueso de sus fuerzas, y estas habrían sido destrozadas y cogidas a tres fuegos en el centro, obteniéndose de una vez una victoria decisiva, o se limitaba a tratar de tomarnos el puente de Bosa, y podíamos flanquearle por Casablanca, pasar rápidamente por allí todas nuestras fuerzas y, en breve, a través de campos enteramente abiertos, irnos sobre Bogotá y tomarlo, dejando a Melo sin base de operaciones, ni parque, ni recursos en la Sabana.
+Pero Arboleda propuso otro plan distinto, más audaz y menos seguro, que le rechazaron, y disgustado por esto, no sólo no obró como debía, sin cooperar eficazmente por nuestra derecha, sino que indujo a Henao a desobedecer las órdenes que se le dieron. Con una expresión que podía tener dos sentidos: «Diga usted al general que el batallón Salamina no sabe retirarse», palió su desobediencia, y se la hizo perdonar con su heroísmo.
+No quiso ceder una línea del puente de Bosa, peleando sólo con 200 hombres contra más de 2.500, y entonces hubo que cambiar prontamente las operaciones, enviando batallón tras de batallón a sostener al Salamina, acercando todos los cuerpos del centro y de la reserva al teatro del combate, moviendo varias compañías de caballería para amenazar a Melo por Olarte, y empleando nuestra artillería para desconcertar su reserva, que estaba en Chamicera. Así la batalla duró cosa de siete horas, casi concentrada sobre el puente, y al cabo el enemigo tocó retirada y nos dejó dueños del campo, con el camino libre, el de Soacha a Bogotá, para atacar la ciudad por el sur y el sudoeste.
+Aquella noche mi escuadrón estuvo constantemente en guardia, en el centro de un potrero, a cosa de 400 metros de las tropas de Melo. Con frecuencia alcanzábamos a oír los «¡quién vive!» de centinelas apostados sobre las tapias divisorias de los potreros, en las avanzadas que había cerca de las casas de Chamicera. Cada uno de nosotros, sentado en el suelo húmedo y entre charcas —pues el invierno era riguroso— tenía del diestro su caballo, pronto para lo que pudiera suceder. A eso de las diez de la noche sentí, como muchos compañeros, una sed devoradora, pues por todo alimento habíamos tomado, después del desayuno de las seis de la mañana, panela y aguardiente. Dejé mi caballo al cuidado de un soldado y me fui por la profunda oscuridad del llano, en cuatro pies, buscando algún charco donde hubiera agua.
+¡Qué agua podía hallar que no fuera inmunda! Todo era fango líquido en el cual no se podía beber de ningún modo. Me ocurrió entonces una idea feliz, que aconsejo a los que lleguen a encontrarse en caso igual: a falta de ruana, porque la había dejado con mi montura, o de otra tela fuerte, saqué mi pañuelo de bolsillo, lo hice una bolsa y con la mano libre llené esta bolsa de barro líquido; torcí luego el pañuelo, y el agua fue pasando como por un filtro. La bebí así con delicia y, en breve, comunicado a otros el recurso de que me había valido, todos los del escuadrón aplacaron la sed, empleando como filtros unos las ruanas y otros hasta sus blusas. Recuerdo que Teodoro Valenzuela, al beber el agua de barro, de rodillas sobre la margen del pantano, decía: «En realidad, aunque aquí no haya cumbre sino un hoyo, esta es la fuente de Hipocrene». Y nos pusimos a improvisar versos.
+Al día siguiente Melo había desaparecido con todas sus tropas, retirándose por el camellón de occidente para volver a Bogotá, encerrarse allí torpemente, como el avestruz que esconde la cabeza en un hoyo, y aguardar el ataque combinado de los ejércitos del Sur y Norte. Al punto se nos dio la orden de marchar para ir a tomar todo el terreno de las cercanías de Bogotá, comprendido entre el barrio de Santa Bárbara y el riachuelo Fucha, operación que fue bárbaramente ejecutada, pero sin dar un tiro ni sufrir cosa alguna nuestro ejército. Digo que fue bárbaramente ejecutada porque, pudiendo haber pasado a través de los potreros hasta situarnos con seguridad en la línea del Fucha, y enseguida ir tomando posiciones ventajosas desde el Aserrío, arriba, hasta Tres Esquinas o más abajo, todo el ejército fue embocado a lo largo de todo el camino real, encerrado entre tapias como en una calle, con riesgo inminente de encontrar allí terribles y numerosas emboscadas y ser destrozado sin poder dañar al enemigo. Por fortuna, Melo estaba atolondrado o no entendía de dirigir ejércitos, sino sólo disciplinar soldados y pelear valerosamente cuerpo a cuerpo, y nada hizo para cerrarnos el paso. Cuando nos atacó en el arrabal de Las Cruces, el mismo día, ya estábamos sólidamente establecidos en nuestro extenso campamento.
+El combate fue muy rudo aquel día en toda la línea del camino trasversal entre la plazuela de Las Cruces y Tres Esquinas. El campo de batalla era un laberinto de potreritos, huertos y solares cercados de tapias y de vallados hondos o inversos —vulgo chambas— con innumerables árboles y muchas casas. No había punto alguno desde el cual pudiera dominarse el campo para dirigir la acción, y se peleaba a la aventura contra numerosas y fuertes emboscadas de la infantería de Melo. El general López se subió sobre una casa en Tres Esquinas, y allí, montado en el caballete, con su corneta de órdenes al lado, daba las suyas. Le silbaban las balas casi tocándole y, con noble impavidez y tranquilo heroísmo, lo que procuraba era proteger con su cuerpo a su corneta, un negrito como de quince años… Aquel día el general López fue sublime.
+Al cabo de cuatro horas de combate, dos movimientos de flanco hechos, uno por el general Rafael Mendoza por abajo de Ninguna Parte o los potreros de la Estanzuela, y otro ejecutado al oriente sobre las primeras colinas del cerro en dirección a Belén, obligaron al enemigo, temeroso de ser cortado, a retirarse y dejarnos dueños del campo y de casi todo el barrio de Santa Bárbara.
+Un episodio hubo en que ocurrieron extrañas casualidades y circunstancias.
+Entre los escuadrones de nuestra caballería figuraba uno, compuesto de llaneros de San Martín y comandado por el coronel Hipólito Gutiérrez y el comandante Francisco —o Raimundo— Cisneros, hombres de gran valor. Aquel escuadrón, venido del oriente poco antes de la batalla de Bosa, nos había llamado a todos la atención y ganado nuestras simpatías, por la originalidad de los tipos, el lenguaje y las costumbres de sus llaneros. En él estudié y de él tomé el tipo de José Nicolás que luego hice figurar en mi comedia de costumbres nacionales intitulada: Percances de un empleo.
+Aquel escuadrón estaba situado a orillas del Fucha, aguardando órdenes como el mío, que se hallaba a muy corta distancia. Llegó un ayudante a toda priesa con la orden de que el escuadrón que primero pudiera ir fuese volando a Tres Esquinas. Los llaneros se echaron a brincos por todo el Fucha, que estaba crecido, porque había llovido horriblemente y llovía aún, para salir al camellón de Santa Catarina; en tanto que los del Guías partimos a todo galope por el llano, esperando llegar primero. Pero dimos con un ancho y profundo vallado lleno de agua, y al saltarlo muchos caímos dentro, saliendo al otro lado con gran dificultad. Esto nos hizo perder cuatro o cinco minutos, y cuando llegamos a Tres Esquinas, donde llovía aún más plomo que agua, ya Gutiérrez y Cisneros, por su desgracia y nuestra fortuna, nos habían ganado de mano.
+—Vaya usted volando —le dijo el general Herrán a Gutiérrez— a tomar la plazuela de Las Cruces, donde está un escuadrón enemigo.
+Era el de Habacuc Franco, con quien Francisco E. Álvarez se batió cuerpo a cuerpo, recibiendo en la nuca un piquete de lanza.
+—Iré, mi general —dijo Gutiérrez—, pero… ¿cómo podré pelear con enemigos invisibles que están detrás de tapias?
+—¡Ah!, ¿tiene usted miedo? —replicó el general.
+—¡No me lo dice usted dos veces, mi general! —repuso el intrépido llanero—, ¡pero ojalá se venga usted detrasito de mí!
+Y partió como un rayo con su escuadrón, por todo el camellón cerrado que comunica directamente a Tres Esquinas con la plazuela de Las Cruces. Al pasar por delante de una tapia aspillerada, estalló detrás una descarga cerrada y cayeron muertos y heridos siete u ocho de los llaneros: entre los muertos… Gutiérrez y Cisneros… ¡Tal suerte nos hubiera tocado a mis compañeros de escuadrón y a mí, sin los cinco minutos de demora que la casualidad nos había hecho sufrir!
+Hacia las seis de la tarde, al llegar a la quinta de Fucha —sobre el camino del Aserrío— que nos designaron para cuartel, ocurrió un caso de grave insubordinación de un soldado de mi compañía, mozo díscolo y de mal carácter. Le reconvine, me faltó al respeto, y le castigué haciéndole arrestar por tres horas en un cuarto cualquiera de la casa. A las nueve le hice soltar para que montara guardia, y promovió conversación haciendo el papel de excusar su conducta. Estaba algo bebido y le dije: «Basta por ahora; después dará usted explicaciones».
+Pero el perverso mozo, casi ebrio, lo que había procurado con sus aparentes excusas era acercárseme mucho, y mientras hablaba, sacaba del bolsillo una navaja de barba y la abría: al volverle yo la espalda, se lanzó sobre mí a degollarme… Pero uno de mis compañeros había estado observando, por casualidad, los movimientos del perverso borracho, entró en sospecha, y cuando este levantó el brazo, el otro le dio una sacudida por debajo, paró el golpe y le arrancó la navaja. Así me libré de ser tristemente degollado por un mal hombre, ebrio y furioso, y mi salvador fue el doctor Pedro Alejo Forero… Consigno aquí el hecho como un testimonio de indestructible gratitud, que me ha hecho querer y estimar siempre mucho a ese antiguo amigo.
+Todavía después del combate de Las Cruces, y antes de la toma de Bogotá, tuvimos ocasión de vernos cara a cara con el enemigo. Frecuentemente nos veníamos muchos jóvenes, faltando más o menos a la disciplina, de la línea del campamento —esta se extendía, por Santa Catarina y el riachuelo Fucha, desde Tres Esquinas hasta el Aserrío, formando un cuadrilátero irregular— hasta la calle principal del barrio de Santa Bárbara, y allí conversábamos con muchas personas de la ciudad, buscábamos provisiones en las tiendas, recibíamos los regalos que nos llevaban las señoras, y casi todos los días provocábamos a los melistas, no sin que, de cuando en cuando, a manera de saludo, nos enviasen tiros de fusil desde el puente de San Agustín.
+Un día que Melo salió con la mayor parte de sus fuerzas a situarse en el punto llamado Casas de El Ejido, inmediatamente se concertó un ataque de nuestra parte que debía ser dirigido por el general París. Cuando ya todos los cuerpos escogidos habían tomado posiciones, y un batallón iba a caer casi por detrás de Melo para forzarle al combate, este general efectuó a toda priesa su retirada hacia la ciudad. Ramírez, el comandante de mi escuadrón, que era un loco arrojadísimo, nos hizo cargar antes de tiempo, en batalla y al galope, sobre Melo, y este, al vernos galopar así en la llanura, creyó que nuestro audaz movimiento era la señal de un ataque general, y sintiéndose débil en campo raso emprendió precipitadamente la retirada, con lo que se frustró la batalla.
+LA INSURRECCIÓN DE MELO, si como manifestación de hecho era muy personal, por sus antecedentes y tendencias había sido un acto político de mucha importancia. Por una parte, el militarismo quiso dominar la República, sobreponiéndose a la voluntad popular y a las ideas de gobierno civil. Por otra, el viejo Partido Liberal, cogiendo miedo a las reformas, arriaba su bandera y quería restablecer la antigua centralización. Al hallarse dueño del poder, se acomodaba con los medios de acción de la antigua política conservadora, y así ponía de manifiesto que sus corifeos y sus muchedumbres democráticas no tenían principios, sino pasiones e intereses personales o de partido.
+Y con todo, tan fuertes elementos había tenido Melo de su parte en un principio —los recursos del Gobierno y el fanatismo de las turbas democráticas—, que hubiera podido señorearse de la República, por sorpresa, si hubiese tenido algún talento militar y político. Llegó a tener bajo su mando once mil hombres de muy buenas tropas, y las fue perdiendo en operaciones parciales o en la inacción, hasta tener que encerrarse en Bogotá para sucumbir de un modo inevitable.
+Hubo, sin embargo, un momento crítico en que la situación pudo haberse complicado muy seriamente. Si Obando, al ver a Melo fuerte pero inepto, se hace sacar de su simulada prisión del Palacio de gobierno, asume el mando como presidente constitucional —antes de ser suspendido por el Congreso de Ibagué—, pone preso a Melo, siquiera en apariencia, y concede una amnistía y llama a los pueblos en su apoyo, nos habríamos hallado en una gran dificultad. Sin duda que López, ni Herrán, ni París, ni Mosquera, ni Herrera, ni Arboleda, Viana, Gutiérrez y tantos otros jefes, ni muchísimos subalternos, no habríamos caído en el garlito, ¡pero cuántas defecciones no habrían disminuido nuestros ejércitos, que las apariencias hubieran hecho figurar como enemigos, en vez de defensores de la Constitución!
+Por fortuna, Obando se dio por muerto, viendo perdida la causa dictatorial, y no se atrevió a irse a echar en brazos de los constitucionales, y Melo se dejó destruir en detal, sin acertar o combinar cosa alguna. La reacción del país fue poderosa, y conservadores y radicales aliados —con algunos pocos liberales abnegados y leales, como López y Plata— obramos fuertemente unidos para debelar la dictadura militar. Tanto se procuraba la unión de los constitucionales, que el general López se abstuvo de atacar decididamente a Bogotá, pudiendo tomarlo él solo con el ejército del Sur, por aguardar a que Mosquera y Herrera llegasen con el del Norte. Al cabo de algunos incidentes importantes, entre otros el amago de batalla en los Ejidos, donde Melo huyó sin dar un tiro, asediamos la ciudad con 9.000 hombres de los dos ejércitos, circundándola por todas partes, y el 3 de diciembre comenzábamos el ataque desde muy temprano, tomando casa por casa y avanzando de manzana en manzana, hasta que a las cuatro de la tarde del día siguiente se rindió Melo a discreción con los seis mil hombres que le quedaban, costando la batalla de dos días mucha sangre, pues los ejércitos enemigos perdieron entre muertos y heridos cosa de ochocientos hombres.
+No referiré, de los incidentes de los dos días de combate, sino algunos que me son personales.
+Entre siete y media y ocho de la mañana del tres estaba mi escuadrón formado en un pequeño prado cercano a las casas de Tres Esquinas, cuando llegaron los generales López y París con sus estados mayores y los jefes de muchos cuerpos. Diéronse allí todas las órdenes e instrucciones para la batalla, y al punto nos alejamos todos del sitio, en distintas direcciones, para ir cada cual a cumplir con su deber. No hacía cinco minutos que habíamos partido de Tres Esquinas, cuando una bomba arrojada del centro de la ciudad por la artillería de Melo cayó y estalló en el lugar mismo donde acababan de reunirse todos nuestros jefes… Mi escuadrón atravesó los potreros de la Estanzuela, pues las caballerías del Sur debían reunirse con las del Norte en la calzada de occidente para apoyar, por San Victorino, el ataque confiado a la columna del coronel Viana y a un cuerpo del Norte que había de penetrar por la alameda vieja. Durante horas enteras sufrimos en la calzada, y aun en la plazuela de San Victorino, el fuego que nos hacían de muchos puntos, y particularmente de la torre de San Juan de Dios y de los puentes del riachuelo de San Francisco. La columna de Viana combatió tan bizarramente, que desde las cuatro de la tarde pudo en parte dominar la plazuela de San Victorino, ocupando las casas de Ugarte.
+A eso de las ocho de la noche me dieron la peligrosa comisión de recorrer, con la mitad de mi compañía, toda la línea divisoria de los dos campamentos, en la parte sur, es decir, desde la plazuela de San Victorino, por la calle Honda, la orilla derecha del San Francisco y la calzada de Ninguna Parte, hasta Las Cruces, pasando por Tres Esquinas, donde estaba el principal hospital de sangre. Iba yo a trote muy corto con mi media compañía por la plazuela, a tomar la calle Honda, cuando una voz nos dijo desde uno de los numerosos balcones de las casas de Ugarte:
+—¡Alto!, ¡miren ustedes que les van a fusilar!
+—¡Cómo!, ¿de dónde? —pregunté mirando hacia el balcón.
+—De allí, de la casa de los Gaitanes. Hay un piquete en las ventanas, con los fusiles tendidos en dirección hacia la bocacalle; si ustedes pasan por enfrente, les tumbarán como naipes con una descarga.
+El que esto decía era Honorato Barriga: estaba acostado bocabajo en el suelo del balcón, observando a los enemigos en la oscuridad, mientras que su tropa descansaba adentro en los altos de la casa.
+Reconocí en efecto la inminencia del peligro, y como el arrostrarlo a nada conducía, resolví retroceder y dar la vuelta por la cercana huerta de Jaime, hoy día plaza de los Mártires. Al alejarme dije:
+—¡Mil gracias, amigo Barriga! Nos ha salvado usted de una emboscada.
+—Pues que les aproveche y pasen buena noche —contestó riendo el agudo militar cachaco.
+Al caer de la plaza de los Mártires sobre la parte baja de la calle Honda, nos dieron el «¡quién vive!» del caballete de una casa alta de la plazuela de la Carnicería, donde estaba trepado un piquete de tropa de Melo. Contestamos e hicieron fuego sin dañarnos, y enseguida desaparecieron. Sin novedad llegamos a Tres Esquinas y después a la plazuela de Las Cruces. Dondequiera nuestra gente velaba y estaba en guardia. En Tres Esquinas nos habíamos detenido a la puerta de la venta a tomar un trago de brandy, porque hacía mucho frío. Muy cerca se paseaba el centinela a la puerta del hospital de sangre. Dos o tres minutos después de habernos alejado de allí, cayó una bomba y estalló en la puerta de la venta, matando al centinela… ¡Verdaderamente la Providencia me protegía!
+En la tarde del día 4, al dispararse los últimos tiros en San Victorino, un soldado de Melo bajaba corriendo por la calle de San Juan de Dios con su fusil al hombro a discreción, pasó por el puente y se dirigió hacia mi escuadrón preguntando por mí. Llegó, tiró el fusil al suelo y me abrazó una pierna saludándome con efusión… Era mi criado José Díaz, a quien los melistas habían tenido de soldado desde el diecisiete de abril. Le había tocado situarse con su compañía en la torre de San Juan de Dios, y desde allí, cuantas veces pudo, estuvo haciendo fuego sobre los melistas que alcanzaban a ver. Al cabo pudo escurrirse de la torre, salir a la calle y escaparse a la busca mía. ¡Jamás he tenido un criado tan fiel ni honrado como aquel, ni que me quisiese con tanto cariño! Por desgracia, al volver a Ambalema perdió a su madre y con esto se desesperó de tal modo, que se dio a beber y se separó de mí. Dos años después murió de delirium tremens y tristeza.
+Son indescribibles las emociones que experimenté al llegar, con mi escuadrón y todos los demás cuerpos vencedores a la plaza de Bolívar. Solita estaba con su madre y unas amigas en el balcón de una antigua casa —hoy día, casi reedificada, es la de habitación de mi hermano Manuel—: me vio con infinito gozo, la vi con suprema felicidad, la saludé con mi espada, y al cruzarse nuestras miradas nos dijimos mil cosas… Aquella mirada era el premio de mi campaña y mi verdadera gloria, y mi espada, más que un cortés saludo, le ofrendaba toda mi alma.
+Apenas si me hube apeado en mi cuartel —la quinta de la Paz— cuando pedí licencia para tornar a la ciudad, y fui a saludar a la señora Murillo y enseguida corrí a ver a Solita. Pero esta y su madre no estaban en su casa, porque se habían salido de ella desde la víspera, con motivo de la batalla, asilándose en otra muy distante. Dirigíme entonces a la casa donde se había apeado el general López para felicitarle por la victoria y por el acierto con que la había obtenido.
+«¡Ay!, ¡qué cara nos cuesta!», exclamó. «¡Hemos perdido muchos compatriotas, pero sobre todo al heroico y desgraciado general Herrera!».
+Aquella noticia me sobrecogió profundamente, así por lo que yo estimaba a Herrera, como por lo que él me había predicho en Ibagué. En realidad, buscó la muerte en Bogotá, como la había buscado en los Cacaos, y se hizo matar… Al retirarme de casa del general López, me dijo este:
+—Mañana recibirá usted su ascenso al grado de sargento mayor.
+—¿Y eso para qué, señor general? —le observé.
+—¡¿Cómo para qué?!
+—Pero si la guerra ha concluido y todos volvemos a la vida civil…
+—No importa: usted merece, por sus servicios y sacrificios, un testimonio de aprecio.
+—Gracias, señor general: esa palabra de usted vale para mí más que todo, pero yo voy a emprender otra campaña muy diferente, junto con varios amigos.
+—¿Cuál?
+—La de salvar a los prisioneros y evitar persecuciones a los vencidos.
+—¡Bien!, ¡muy bien!
+Y el general me apretó cordialmente la mano.
+En efecto, tuvimos que emprender la campaña de defensa y amparo, y en esta fuimos compañeros de acción principalmente Murillo, Santos Gutiérrez, Salvador Camacho, Ricardo de la Parra y yo. El general Mosquera, para quien la victoria jamás fue completa sin fusilar prisioneros, puso grande empeño en que se fusilase inmediatamente a Melo y los principales jefes vencidos, y no faltaron personajes políticos que apoyasen esta pretensión. Por fortuna el señor Obaldía y varios de sus secretarios opusieron firme resistencia, fuertemente apoyados por muchos radicales y sobre todo por el general López, con lo que se logró que solamente fuesen desterrados los principales jefes ostensibles de la insurrección.
+En cuanto a los artesanos o «democráticos» prisioneros, logramos que muchos fueran plenamente indultados, pero en su mayor número, cosa de trescientos, fueron confinados al istmo de Panamá, por sugestiones del general Mosquera, con el apoyo de varios personajes políticos, y muchos de ellos perecieron miserablemente al rigor del insalubre clima de las costas panameñas. Cúpome la satisfacción de haber primero cumplido con mi deber durante la guerra civil, y después de la victoria haber hecho todos los esfuerzos posibles en defensa y amparo de los vencidos, que al cabo no eran sino hermanos extraviados.
+El 5 de diciembre se celebraron las exequias de los jefes y oficiales que habían sucumbido gloriosamente en el ataque de la ciudad: entre ellos, los generales Herrera y Camilo Mendoza y el mayor José Diego Caro. El ejército entero concurrió en formación, y la ceremonia fue solemne y magnífica. Tocóme entonces dejar de ser soldado para tornar a ser orador, improvisando un discurso en honor de todas las víctimas de nuestra causa, y particularmente del valiente, noble y caballeroso Herrera.
+Al día siguiente pasamos revista cosa de once mil hombres de los dos ejércitos unidos, y enseguida fui a renunciar a mi empleo militar y el ascenso, así como a donar al tesoro nacional los sueldos que había devengado durante la campaña. Con muy honrosas expresiones se me aceptó lo uno y lo otro, y sentí grande alivio al volver a la vida de hombre civil y simple ciudadano.
+Desde aquel momento quise consagrar todas mis potencias exclusivamente al culto del amor y al cultivo de las letras. Dichoso en lo primero, en breve tuve fijada la fecha de mi casamiento para el día del cumpleaños de mi novia, y en cuanto a lo segundo, púseme de acuerdo con los Echeverrías para fundar un periódico político, literario y noticioso, esencialmente doctrinario o independiente, que sirviese de órgano al honrado radicalismo que tan ingenuamente profesaba yo entonces. Llevamos a ejecución la idea, y el 1.º de enero de 1855 apareció El Tiempo, periódico que en breve tuvo mucho crédito y numerosísimos lectores, y que ejerció grande influjo en la política nacional.
+Bien yo que contaba con la colaboración de varios amigos personales y políticos, hube de trabajar casi sin descanso, pues a más de los artículos de fondo que escribía como redactor principal, sostenía el folletín, la sección de crónica interior y la de variedades. Allí comencé a publicar una rápida Historia del 17 de abril, y sucesivamente di a luz, a más de muchos artículos literarios y políticos y de algunas poesías, mis Pensamientos —sobre moral, política, religión, etcétera— y un extenso estudio histórico-político intitulado: La federación colombiana.
+Mis colaboradores fueron Camacho Roldán y Manuel Pombo. De gran satisfacción ha sido para mí el haber trabajado muchas veces junto con Camacho: en 1851, en la redacción de La Reforma, siendo él principalmente redactor; en 1855, en El Tiempo; en 1861, en La Opinión, fundada por Camacho; en 1868, en La Paz, que redactábamos juntos, y en 1875 en La Unión Colombiana, fundada y sostenida por mí. Camacho suministraba a El Tiempo principalmente artículos sobre cuestiones económicas y de estadística, que son su fuerte. Pombo, escritor de pluma de oro, se encargó de la sección humorística, y bajo el título de Revista de Bogotá escribió una serie de artículos primorosos, llenos de gracia y agudeza, que procuraron a El Tiempo numerosísimos lectores. Si bien es cierto que en el mes de mayo hube de separarme de la redacción del periódico, por necesidades privadas, le fui fiel por muchos años con mi apoyo y colaboración —siempre desinteresados y gratuitos—, así residiendo en el país como en el extranjero.
+En el mes de diciembre de 1854 me habló el señor Plata, secretario de Hacienda, instándome en nombre propio y del señor Obaldía —que continuó encargado del poder Ejecutivo hasta el 31 de marzo siguiente— para que aceptase y sirviese el importante empleo de jefe de la Dirección de Rentas. Hícele presente que, por una parte, yo no tenía voluntad de ser empleado público ni vocación para oficinista, y por otra, quería mantenerme del todo independiente al redactar el periódico que iba a fundar con los Echeverrías. El señor Plata halló débiles mis razones, me exigió que no diese por perentoria mi negativa, y me expresó vivos deseos de que yo fuese uno de sus colaboradores en la Secretaría de Hacienda.
+Al día siguiente volvió a buscarme e insistió en su exigencia, manifestándome: primero, que mi independencia de periodista sería perfectamente respetada por el Gobierno; segundo, que se exigía de mí un gran servicio, porque había que trabajar enormemente, pues la Dirección de Rentas estaba completamente desorganizada y con dieciséis meses de retraso en su despacho. Así había miles de negocios por despachar, y sólo un hombre sumamente laborioso podía servir la oficina con provecho. Estas razones del señor Plata me sedujeron y picaron el amor propio, mayormente cuando el señor Obaldía mostraba muy benévolos deseos de asociarme a su administración.
+—Acepto, pues —le dije al señor Plata—, pero con una condición.
+—¿Cuál?
+—Que precisamente se me aceptará mi renuncia el día que yo tenga la Dirección al corriente con el día.
+—¡Oh!, ¡oh! —exclamó don José María.
+—De otro modo no acepto.
+—¡Bueno!, ¡convenido! —repuso el señor Plata sonriendo, pues creía imposible que en menos de un año se lograse lo que yo me prometía.
+—Palabra dada y segura —repuse—. Puede usted mandar que extiendan mi nombramiento.
+Al día siguiente me aposesioné del empleo y me puse a trabajar con furor. No sólo trabajaba en la oficina y hacía trabajar a mis subalternos durante seis horas cada día, sino que me llevaba montones de expedientes para despacharlos de noche en mi casa. Tanto despachaba, que no pudiendo el señor Plata dedicar el tiempo necesario para revisar mis resoluciones y proyectos de resolución, me dio carta blanca y se redujo a echar todos los días firmas y firmas a ojo cerrado. Mis amigos se aturdían de ver que yo tenía tiempo para redactar El Tiempo, despachar la Dirección de Rentas, cultivar todas mis relaciones y hacer la corte asiduamente a mi novia, pero yo estaba en mi elemento, porque vivía de amor y trabajo.
+Poco más de tres meses llevaba yo de servir la Dirección, cuando un día le presenté al señor Plata un abultado montón de papeles que contenía:
+Todos los expedientes que hasta las once de la mañana habían llegado a mi mesa, despachados;
+Un cuadro demostrativo de los negocios despachados en poco más de noventa días, que excedían bastante de tres mil, sin quedar ninguno pendiente, y
+Mi renuncia del empleo.
+Pasmado se quedó el señor Plata al ver aquellos documentos, y me declaró que no consentía en la renuncia.
+—Palabra de rey no puede faltar —le dije—; usted me prometió…
+—Es verdad, pero no llegué a pensar que usted fuera un trabajador tan prodigioso.
+—En fin, usted ve que la Dirección está hoy con el día. Me es sensible el separarme de usted, pero no quiero ser empleado público, y mi resolución es irrevocable.
+El Gobierno hubo de aceptar mi renuncia, y lo hizo en los términos más honrosos. Conservo el documento legajado en un grueso volumen que contiene todos los títulos y comprobantes esenciales de mi vida pública.
+No pasaré por alto un episodio del mes de diciembre de 1854, relativo al general Obando. Yo era su amigo personal, y fui a visitarle el día 7 en la vieja casa —después convertida en dos— de la antigua calle de la Carrera donde había estado el Colegio Militar. Allí estaba, en calidad de preso, con guardia pero muy bien traído, con facilidad para recibir visitas y toda la libertad posible en su deplorable situación.
+—Señor general —le dije al verle—: usted sabe que he combatido su causa, según mi conciencia y mis principios, pero soy personalmente fiel amigo de usted.
+—Lo sé y lo creo —me contestó estrechándome las manos—. Mas… —añadió—, ¿por qué dice usted que ha combatido mi causa? Nada he tenido de común con la insurrección y dictadura de Melo.
+—Yo celebraría infinito, general —repuse—, que usted comprobase su inocencia.
+—¡La comprobaré! He sido la primera víctima, y en este como en otros acontecimientos muy graves, me ha tocado pagar por todos.
+Comprendí la alusión y añadí:
+—General, ¿podré servir a usted en algo? Disponga usted de mí.
+—Mucho estimo y agradezco el ofrecimiento de usted, y justamente había pensado nombrarle como a uno de mis defensores.
+—Estoy pronto a aceptar el encargo.
+—Pero ya el doctor Aguilar se ha encargado de mi defensa.
+—Muy bien, señor general.
+¡Pobre doctor Aguilar! Aquella defensa fue un libramiento que giró contra sí mismo: seis años y medio después se lo cobró el general Mosquera, ¡enviándole por sorpresa al patíbulo!
+Mientras que yo trabajaba con tanta laboriosidad en los asuntos públicos, no por esto descuidaba mi grande asunto del alma… Vivía gozando en toda su ardentía y pureza los inefables encantos del amor bien correspondido, y aspirando en el hogar elegante y pulquérrimo de la señora Acosta un perfume de suavidad y distinción, de castidad y gracia que me procuraba las más deliciosas fruiciones. Frecuentemente, por las noches, cuando yo iba a visitar la casa, la señora se sentaba al piano y tocaba clásicas oberturas con mucho sentimiento y exquisito gusto; en tanto que Solita y yo, juntos en un gabinete lleno de libros y graciosamente adornado con muchos objetos de arte, nos entreteníamos en la más deliciosa tarea. Ella me pedía cada noche una improvisación en verso, para lo cual había destinado un hermoso álbum que tenía guardado en blanco, y me designaba siempre asunto, metro y tiempo fijo para cada composición. Yo salía de aquella dificultad lo mejor posible, y enseguida mi adorable novia, que dibujaba con talento, improvisaba en el álbum una viñeta en el encabezamiento de cada poesía y otra al fin, alusivas al asunto de la composición. De esta manera llenamos entre los dos todas las hojas de aquel libro, que conservamos, por su valor para nosotros, como un precioso monumento de nuestro amor.
+Por desgracia enturbiaba mi felicidad la situación de mi padre. Estaba gravemente enfermo, y se había hecho llevar a Bogotá con la esperanza de lograr aquí, si no su curación, por lo menos alguna mejoría. Pero ninguna sensible había obtenido, y aun llegó a tal punto su mal que le creímos en peligro de muerte. Un sacerdote amigo personal suyo, el doctor Pedro A. Vezga, fue a visitarle y ofrecerle sus auxilios espirituales. Mi padre le dio las gracias y, con mucha serenidad, no sin algo de ironía, le dijo, poco más o menos: «Doctor, no dude usted que tengo algunas creencias. Creo en Dios y en su infinita sabiduría y misericordia; creo en la inmortalidad del alma, seguro de que iré a mejor vida, y creo en el bien, que he procurado hacer en lo posible. Pero no me confesará, porque no creo en la virtud de la confesión, y en cuanto a lo que recen por mí después de mi muerte, dejo en libertad a mi familia para que haga lo que mejor la parezca».
+El doctor Vezga se cansó de hacerle argumentos a mi padre respecto de lo que no creía, pero este se mostró inflexible, y cuando al cabo rindió el alma a Dios en mi ciudad natal, hasta el último instante se mantuvo en sus convicciones, en calma y entero juicio, sin petulancia de incredulidad y sin molestarse porque le fuesen a ofrecer auxilios espirituales.
+Juzgo que mi padre hizo bien y murió como un justo. Si no creía; si no podía creer más que aquello que componía su deísmo cristiano, era digno y honrado el no profanar la religión católica con actos que su conciencia rechazaba. Lo que es menguado, lo que es despreciable es la conducta de aquellos que, sin creer en nada de lo que hacen a última hora, y habiendo rechazado la fe en vida y con salud, en el momento supremo —sólo por miedo a la muerte o por salvar las apariencias, creyendo engañar a Dios o a la sociedad— se someten a todas las prácticas de una religión que han despreciado, y si confiesan con la boca la fe de Cristo no la confiesan con el alma… ¡Dios tenga misericordia de los que tal hacen!…
+Sin querer en manera alguna eludir la mínima parte de la responsabilidad que debió aparejarme mi conducta anticatólica, no puedo menos que reconocer la influencia que las ideas de mi padre ejercieron sobre mi espíritu, bien que jamás procuró él inocular su incredulidad relativa en el alma de sus hijos. Yo, por cierto, respeto a la sociedad, casi toda creyente, y por consideración a mi esposa, ardiente católica, no obstante ser su madre protestante anglicana, no me declaraba abiertamente anticatólico, pero subsistía y se acrecentaba en mi alma aquella mezcla de sentimiento profundo religioso y cristiano y de espíritu hostil a la Iglesia católica, que se había apoderado de mi ser moral desde muchos años atrás, dualidad que se ponía de manifiesto en mis escritos, pues yo era siempre religioso en verso, cuando hablaban en mí el corazón y la imaginación, e incrédulo o volteriano en prosa, cuando, sin caer en la cuenta, me expresaba con la persuasión de la vanidad filosófica y de cierto espíritu de reforma social exagerada.
+No rechazaba yo en manera alguna la calidad de sacramento dada al matrimonio. Al contrario, consideraba la unión conyugal como esencialmente divina y aun como suficiente para la sociedad, al ser bendecida por la Iglesia, por cuanto así la consideraba la conciencia pública y la habían consagrado las costumbres. De esto provino que yo no celebrase mi matrimonio civil sino algunos meses después del religioso, bien que, como publicista, había sido uno de los más decididos promotores de la ley que organizó el matrimonio puramente civil. Las leyes del honor, sancionadas por las costumbres, tendrán siempre más fuerza obligatoria para los hombres de corazón que todas las leyes civiles.
+Al cabo celebré mi matrimonio el 5 de mayo, bendecido por el arzobispo de Bogotá, señor Herrán, que desde entonces me llamó su ahijado y me estimó con mayor aprecio. Al día siguiente, con la bendición de mis padres, nos fuimos a pasar la luna de miel en la quinta de Chapinero que después perteneció, primorosamente mejorada y embellecida, al ilustrísimo señor arzobispo Arbeláez. Allí pasamos en la soledad algunas semanas de suprema felicidad, entretenidos todos los días en deliciosos paseos a pie y a caballo, en componer versos y dibujar paisajes, y en las más gratas lecturas literarias. Debe de haberme tenido Dios en gran cuenta mi felicidad conyugal, puesto que, acaso para librarme de la soberbia en la dicha, me ha probado con grandes y numerosos infortunios, independientes de voluntad o culpa de mi siempre buena, abnegada y adorada esposa…
+DURANTE LA LUCHA ARMADA DE 1854 hubo de hacerse nueva elección de vicepresidente de la República. Los viejos liberales, casi todos melistas, o a lo menos obandistas, no tuvieron ni pudieron tener candidato. Los conservadores y los radicales, bien que aliados en la guerra, sostuvieron sus campos electorales respectivos, y el doctor Manuel María Mallarino, candidato de los primeros, fue elegido vicepresidente, en competencia con el doctor Murillo. Todavía en aquel tiempo era notoriamente débil el Partido Radical, aunque en la lucha armada se mostró decidido, abnegado y valeroso.
+Obando fue solemnemente condenado a la destitución por el Senado, bien que enseguida le absolvió la Corte Suprema de los cargos por delitos políticos, y así quedó consumada en los hechos como en la opinión la ruina del viejo liberalismo. En lo sucesivo la lucha o competencia de los partidos iba a ser más sustancial que nunca, sostenida entre el conservatismo y el radicalismo, el primero con muchos puntos de teocrático entonces, y el segundo marcadamente socialista.
+Por fortuna Mallarino, si bien era decididamente conservador y creyente, nada tenía de absolutista ni teocrático. Era sincero republicano, hombre justo, conciliador y amigo del progreso, amante en supremo grado de las letras y de la buena compañía y hombre civil en toda la extensión de la palabra. Inició gloriosamente la política de la tolerancia, la conciliación y la honrada neutralidad del Gobierno en las luchas de los partidos —política noble y fecunda que hasta hoy día no ha sido imitada ni seguida por ninguno de nuestros gobernantes, salvo, en parte, por el general Santos Gutiérrez y el doctor Núñez— política salvadora —sobre todo después de una época de crisis muy peligrosa y cruenta guerra civil— que venía a reemplazar la practicada hasta entonces por cada uno de nuestros presidentes: la de gobernar exclusivamente con su partido y casi también solamente para su partido.
+Mallarino, y esta será para su nombre una gloria inmarcesible, gobernó con la Nación y para la Nación, y su política fue, por lo mismo, generosa, confiada y desinteresada. Rodeóse de hombres muy notables de todos los partidos, y con ellos dio a todos seguridad y garantías. Fueron sus secretarios: de Gobierno, el doctor Vicente Cárdenas, muy ilustrado conservador; de Hacienda, Plata, viejo liberal y hombre de recursos para el manejo práctico de los intereses fiscales; de Guerra y Marina, el doctor Rafael Núñez, radical de doctrina y elevados sentimientos, y de Relaciones Exteriores don Lino de Pombo, que tenía al propio tiempo mucho de liberal y de conservador, con lo que su persona era, por decirlo así, la encarnación misma de la política que había de seguir la administración de Mallarino. A poco de estar este gobernando, confió la cartera de Gobierno, por renuncia o excusa del titular, al doctor Cerbeleón Pinzón, otro hombre conciliador, de gran capacidad y notoria ilustración, con lo que puede decirse que en el ministerio la mayoría era liberal, en completa armonía con un presidente conservador.
+Bien consideradas las cosas, durante la administración Mallarino no hubo oposición, por la sencilla razón de que ella era neutral, inofensiva, decidida por la legalidad y estaba desarmada. Debiendo gobernar la República cuando esta acababa de salir de una sangrienta guerra civil, de juzgar y destituir a su presidente y de adoptar algunas medidas severas para castigar a los culpados, sin embargo, redujo el ejército a 400 hombres y mandó desmantelar todas las fortalezas y vender los cañones de todas ellas y de los principales parques. Se echó en brazos de la Nación, confiando sin reserva en su lealtad, y la Nación correspondió a esta confianza.
+Varios contratos que celebró el señor Plata fueron censurados por El Tiempo y toda la prensa radical, mas no como actos políticos, sino como actos de administración. Mucho le tachamos su manera de hacer frente a las dificultades del Tesoro: recibía sumas en papeles de deuda pública, dotadas con algún dinero, y por el todo reconocía deudas a muy elevado interés. Esto era vivir de expedientes, gravando seriamente el mañana por salir a medias de los apuros de cada día. Verdad es que la situación del Tesoro era cruel: era la de un negociante que debe pagar mucho más del monto de sus entradas posibles, y recurre a mil expedientes ingeniosos, o a las veces poco dignos y casi siempre ruinosos, por no tener que presentarse en quiebra.
+Otro asunto de censura contra Mallarino fue su resistencia, en 1855, a la abolición a la pena de muerte por delitos comunes, que por los políticos estaba abolida desde 1848. En su mensaje de objeciones a la ley de abolición, Mallarino expuso razones muy poderosas, y la principal fue esta: la ley suprime la pena de muerte, pero no creo, en su reemplazo, los establecimientos de castigo necesarios para castigar y corregir a los criminales y ofrecer a la sociedad ejemplos y garantías. ¿No se seguirán de esto la impunidad, la inseguridad, y por lo mismo la desmoralización? Colocada la cuestión en el punto de vista práctico o de sensata administración de justicia, no tenían réplica racional las objeciones del presidente. Para los radicales, esencialmente teóricos y doctrinarios hasta entonces, la cuestión era de puro derecho natural. «La vida del hombre es sagrada, inviolable». Sobre este tema rodaban todos nuestros razonamientos, pero es obvio que si la filosofía política estaba de nuestra parte, la filosofía penal estaba en contra. Procedíamos como pensadores lógicos o meros ideólogos, sin tomar en cuenta la situación ni las costumbres del país.
+Ello fue que hicimos mucho ruido con la cuestión del cadalso, apasionándola con declamaciones. El doctor Pinzón, hombre humilde y convencido, era abolicionista, y prefirió dejar la cartera de Gobierno por no suscribir las objeciones, bien que estaba en tan apurada pobreza que necesitaba del sueldo literalmente para comer. El doctor Luciano Jaramillo, miembro de una de las cámaras, tuvo el valor de aceptar aquella cartera y presentarse ante el Congreso a sostener las objeciones, así como se había opuesto a la ley. Los radicales de entonces, con sobra de pasión, glorificamos a Pinzón, y dimos a Mallarino y a Jaramillo el dictado de patibularios. Pero uno y otro de aquellos hombres públicos cumplían con su deber, porque obraban conforme a sus convicciones y guiados por muy honrados propósitos. El radicalismo se mostró en aquella ocasión sobrado intolerante, apasionado, sistemático y, por lo mismo, injusto. En cuanto a la ley de abolición, faltóle al cabo la suficiente mayoría para una insistencia eficaz de las cámaras, y no tuvo efecto, quedando en su fuerza las objeciones del poder Ejecutivo.
+Una ley de 1855, dada a virtud de facultad constitucional expresa, creó el estado de Panamá, compuesto de las provincias del istmo. Así se daba el primer paso decisivo en la adopción del sistema federal, pues era evidente que, una vez solicitada y decretada la creación de un estado, las demás provincias seguirían el ejemplo, y al cabo de pocos años toda la República sería transformada en una federación. Al constituirse el estado de Panamá, eligió sus senadores y representantes para el periodo de 1856 y 1857, y yo fui del número de los segundos. Yo era totalmente desconocido en Panamá —salvo por mis escritos, pues aun había sido colaborador de El Panameño, periódico que dirigía con habilidad don Mariano Arosemena—, y al elegirme el estado quiso, por una parte, tener en el Congreso —con Ancízar, también elegido representante— dos diputados residentes en Bogotá que le apoyasen con vigor en sus justas exigencias, y por otra, premiar los esfuerzos que yo, como publicista, había hecho constantemente en favor de la adopción del régimen federal.
+Y aquí es pertinente que yo explique cómo y hasta qué grado era federalista. Yo distinguía, como era justo, dos órdenes de intereses sustancialmente distintos: el de los políticos y el de los administrativos. En el orden político, yo quería que a todo trance se mantuviese la unidad nacional, entendiendo por tal todo aquello que, en las instituciones y la estructura del Gobierno, había de mantener un solo pueblo compuesto de la totalidad de los neogranadinos, con unos mismos derechos y deberes y un territorio común y, por tanto, una sola nación soberana. Así era que en manera alguna quería yo la creación de estados soberanos, ni tengo noticia de que nadie la hubiera solicitado hasta 1860, época en que el general Mosquera, con el fin de dar una bandera fascinadora a la injustificable revolución armada que encabezó con los radicales, proclamó por primera vez la extravagante ficción de la soberanía de los estados constituidos de 1855 a 1857 a virtud de leyes del Gobierno central.
+En mi sentir, la soberanía era una e indivisible, por tradición nacional, por necesidad imperiosa de buen gobierno y de paz y seguridad, y por consecuencia lógica de los principios de la ciencia constitucional. Crear estados soberanos habría sido un acto de demencia, de destrucción de la unidad histórica y etnológica de nuestro pueblo, para sustituir al gobierno de la Nación la anarquía y la guerra civil permanentes. Nadie pensó en promover tal monstruosidad, y es notorio que todas las leyes de 1855 a 1857 que crearon los estados, y la Constitución de 1858 que organizó la indebidamente llamada Confederación granadina, fueron calcadas sobre la idea, universal en el país, de mantener la unidad nacional del pueblo neogranadino y de su territorio y sus instituciones fundamentales de República democrática.
+No acontecía lo propio en lo tocante a los intereses administrativos. Era evidente, por una parte, que el número de nuestras provincias —cosa de 44 en 1853— era excesivo. Todas eran impotentes, por falta de rentas, de buenas vías de comunicación, de suficiente personal hábil y de otros elementos necesarios, para procurarse la acertada administración interior que comportaba el régimen de amplia descentralización establecido por la Constitución radical y semifederal de 1853. Pero al mismo tiempo que existía y era por todos reconocida aquella impotencia, no había modo de agrupar las 44 provincias pequeñas en seis, siete u ocho grandes provincias que tuviesen, según sus analogías, los recursos y elementos necesarios para lograr una buena y fecunda administración. Ninguna quería ser absorbida por otra, mediante una simple anexión o un agrupamiento puramente legal. En todas se habían creado ya hábitos de administración propia y nuevos intereses y movimientos administrativos, y sólo un agrupamiento en estados federales podía, dándoles mayor rango político o de nombre, suprimir entre ellas la susceptibilidad local e inspirarles conformidad para sacrificar su rango y categoría de divisiones nacionales o provincias.
+Por otra parte, había en 1855, como hay actualmente y habrá por largo tiempo, causas etnológicas y topográficas muy decisivas, de diversidad en el modo de obrar de los numerosos grupos de población neogranadina creados por las circunstancias. Diferencias de raza muy notables; costumbres y producciones muy distintas; climas tan variados que son hasta opuestos; formidables cordilleras que separan los valles y las altas planicies de mayor población; distancias enormes, sin buenas comunicaciones; diversidad notable en las condiciones de la riqueza, y por lo mismo en los elementos de los impuestos y de los recursos administrativos, y una inmensidad de territorio, con la cual no guardaba proporción alguna la masa de nuestra población: todo esto hacía necesario dividir la Nación en un reducido número de entidades con administración propia independiente, capaces de obrar con homogeneidad y energía para procurar el buen desarrollo de todos sus intereses.
+A este fin conducía, en mi sentir, la popular creación de los estados federales en la unidad nacional, y precisamente por esto fue inconveniente la libertad que se otorgó a los estados para darse legislación civil y penal propia, pues ninguna necesidad había de diversificar en este punto la legislación, lo que aparejaba en cierto modo la división de la soberanía.
+La federación, tal como la comprendíamos todos hasta 1857, no era realmente una reconstitución política del país, sino una reorganización de las entidades en que estaba dividida la República, adoptada con el objeto de facilitar una gran revolución legal administrativa, abriendo amplio cauce al progreso y desarrollo de todos los intereses sociales. De ningún modo se trataba de dividir al pueblo neogranadino en ocho o nueve pueblos más o menos antagonistas, como luego han venido a ser, ni de dividir la autoridad verdaderamente política entre numerosas entidades soberanas.
+Este fue mi federalismo, y por su triunfo me agitó con empeño, siendo, como publicista y legislador, uno de los que más ardiente y laboriosamente trabajaron por popularizar y hacer efectiva la reforma. No me pesa el haber procedido así, no obstante el inmenso cúmulo de males que han sobrevenido a mi patria, desde 1859, mayormente cuando por ellos ninguna responsabilidad pesa sobre mí, pues ni participé de la revolución de 1860, que explícitamente condené muchas veces desde Europa, ni aprobé mucha parte de la Constitución del 63, que critiqué desde Lima, ni jamás consideré acertada, sino artificial, ficticia y funesta, la decantada soberanía de los estados, proclamada por la Convención de Rionegro. A más de esto, como se verá en la tercera parte de estas Memorias o historia de mi alma, al regresar del extranjero comencé inmediatamente a combatir los excesos y abusos del liberalismo triunfante, y desde entonces (1864) he estado casi constantemente del lado de la oposición y sosteniendo o preconizando una política de conciliación entre los dos grandes partidos nacionales, de estricta legalidad y de reforma constitucional, que corrigiese los males causados por la guerra, la adulteración de nuestro régimen federal y la perversión del espíritu de partido.
+Hacia fines de 1855 me habló el señor Ernesto del Villar —dueño entonces de la imprenta llamada de El Neogranadino, que había pertenecido sucesivamente a los señores Ancízar, Pradilla y Morillo— para que tomase a mi cuidado la redacción del periódico, suspendido entonces, que había salido desde 1848 de las prensas manejadas por los Echeverrías. Convine en ello, dando nueva forma al periódico, y haciéndolo bisemanal y de considerables dimensiones, con lo que volví a sostener la lucha tipográfica como redactor único de El Neogranadino. No solamente di mi nombre, sino que afronté resueltamente la lucha política, literaria y social, pues en aquel tiempo no había competencia entre el Gobierno y oposición alguna, sino entre las ideas, las tendencias y la acción de los dos grandes partidos: el Conservador, fuertemente unido, y el Radical. El viejo Partido Liberal había caído con Melo y Obando, y estaba anulado.
+Bien que yo solo sostenía con mi pluma cinco o seis secciones de El Neogranadino —la editorial, el folletín, las crónicas interior y exterior, las variedades y revista de Bogotá y la sección de literatura—, colaboraban algunas veces varios jóvenes de talento que no habían ganado aún reputación de escritores. Recuerdo entre ellos principalmente a José María Baraya, Ricardo Becerra, Aníbal Galindo y Nicolás Pardo. A no pocos de mis colaboradores lavé con esmero la ropa sucia, es decir, que les corregía sus artículos, fruto del entusiasmo y del talento sin experiencia ni suficiente ilustración, con lo que salían a luz legibles, y sus autores fueron haciéndose conocer.
+De los cuatro que particularmente he citado, Baraya, después de hacer carrera política muy mediana, no obstante su gran capacidad, acaso por tener carácter muy independiente y por motivos de otro orden, se lanzó en la guerra de 1876, del lado del Gobierno y acabó por ser doctor-general, como tantos otros. Murió de muerte natural a mediados de 1877, querido por muchos, sin un enemigo, sin haber hecho mal a nadie en su vida pública, y dejando a su numerosa familia en suma pobreza.
+Becerra, dotado de clarísimo talento, mucho valor oral, suma elasticidad intelectual, carácter muy vigoroso y ardiente y gran deseo de instruirse, a poco se alejó del país, y en Caracas no sólo se formó por completo como un periodista distinguido, sino que llegó a ser una potencia como redactor de El Federalista. Guzmán Blanco lo hizo salir huyendo de Venezuela y, refugiado entre nosotros, volvió a figurar en el periodismo con honor en el muy reducido teatro de Barranquilla. Fuese después para el Perú, como secretario de legación, se vio luego en graves conflictos por su intervención en la prensa, y al cabo halló en la noble tierra chilena, país de gente ilustrada y juiciosa, un asilo o segunda patria. Allí vivió con honor y brillo, contribuyendo eficazmente a la gloria de las letras americanas y a la dirección de la política, y pudo decirse de él, sin exageración alguna, que era uno de los más eminentes diaristas del mundo que escribe y habla castellano. En 1880 ha regresado a Colombia, donde ha servido con integridad y lucimiento las secretarías de Instrucción Pública, Relaciones Exteriores y Fomento.
+De Galindo… casi nada diré. Lo mucho bueno que yo dijera de él, sería mal recibido por algunos de mis compatriotas, y lo malo, podría parecer fruto de extinguidos resentimientos políticos o personales. Es demasiado conocido para que yo haya menester describir su carácter y calidades, ni calificar sus actos, y sólo añadiré que, a pesar de nuestras discordancias religiosas, luchas políticas y desavenencias personales de años anteriores, le quiero y estimo con sinceridad. La inteligencia de Galindo es una de las más claras, amplias y elásticas que yo haya conocido, entre los colombianos de su generación, y son notabilísimas sus dotes de escritor y orador y sus aptitudes administrativas; por desgracia, estas grandes cualidades no están equilibradas con una cantidad equivalente de modestia, previsión, discreción y consistencia de carácter…
+En cuanto a Nicolás Pardo, hizo carrera en la magistratura, en los cuerpos representativos y algo en el servicio consular; no poco desavenidos estuvimos desde 1873, bien que no le tuve mala voluntad ni le guardé rencor, y le vi poner de manifiesto su talento en la mayor parte de sus escritos. Después de haber formado por largo tiempo, desde su primera juventud, en las filas del radicalismo, desde 1879 perteneció a la facción liberal «independiente» o moderada, en la que han figurado Zaldúa, Núñez, Camacho Roldán, Trujillo, Ibáñez, Payán, Santodomingo Vila, Campo Serrano, Wilches, Otálora, Hurtado y muchos otros hombres notables. Murió Pardo en su tierra natal en el presente año después de mucho sufrir, cristianamente y entristecido por amargos desengaños.
+Por aquel tiempo, de 1855 a 1857, mi laboriosidad literaria corrió parejas con mi actividad política. Particularmente me sentí atraído entonces por el arte dramático, sin descuidar por eso del todo la poesía lírica y mi primer ensayo fue un drama en cinco actos y en prosa, intitulado: La conspiración de septiembre, en el cual ponía en escena a los principales personajes que figuraron en los acontecimientos del 25 de septiembre de 1828.
+Tenía este drama, como obra de arte, dos defectos capitales y un grave inconveniente. Los defectos eran el tono y estilo declamatorios —que no eran solamente míos, sino de mi tiempo, mi generación y mi escuela radical—, y no pocos monólogos, algunos excesivos, que indican por lo común pobreza de recursos artísticos o escaso conocimiento del arte escénico. El inconveniente grave era este: que en 1850 eran casi recientes los sucesos de 1828, y gran número de espectadores o lectores del drama, que habían conocido a sus actores, no podían menos que perder mucho la ilusión necesaria para el buen éxito de las piezas dramáticas y hacer perjudiciales comparaciones entre los actores representados y los representantes. En cuanto a la sustancia, mi drama adolecía de un gravísimo defecto histórico: era muy apasionado contra Bolívar y su partido, porque, sobre la fe de los antibolivarianos cuyo espíritu había educado el mío, yo admitía como verdades históricas algunos hechos que no han sido comprobados y han quedado en la categoría de suposiciones o imputaciones de partido. Con todo, mi primer drama fue muy popular, y ha sido representado en muchos teatros del país y de otras repúblicas americanas.
+Muy superior era, como pintura gráfica de una situación política y como obra de arte, mi segundo drama: El hijo del pueblo. El dato era verdadero, según las circunstancias sociales del país; el estilo, también declamatorio y patético, era el de la juventud, del periodismo y de casi todas las obras literarias de la época, sobre todo las de los radicales, y las tendencias y escenas del drama correspondían al gran movimiento de reforma que se operaba en la República desde 1849. Con todo, mi segunda obra adolecía de muchos defectos de estilo, plagado como estaba entonces de galicismos y ampulosidades el de casi todos los radicales.
+Mucho mejor inspirado estuve al escribir mi tercer drama: Dios corrige, no mata. No solamente la versificación era generalmente sonora, suelta y esmerada —que se me permita decirlo—, sino más acertada la distribución de toda la acción y más originales el asunto y el modo de tratarlo. El objeto esencial del drama era combatir la idea de la venganza como medio de cubrir el honor ofendido, la pena de muerte impuesta de hecho para castigar la deshonra de una mujer y poner de manifiesto que, al contrario, el remedio debía consistir en esto: traer al ofensor, por sus pasos contados, al arrepentimiento para que al cabo reparase la ofensa. Toda la moral del drama estaba compendiada en esta cuarteta del final del acto primero:
+¡La honra no se rescata
+con sangre del seductor!
+Que el puñal castiga o mata,
+¡pero queda el deshonor!
+Dos circunstancias curiosas ocurrieron con motivo de la representación de este drama en el Teatro de Bogotá. La primera fue una extraña coincidencia que dio a la verisimilitud de la pieza toda la fuerza de la realidad. Yo la tenía escrita desde mediados de 1856, cuando ocurrió en la calle más pública de Bogotá la trágica muerte de Ricardo Vanegas, muerto a manos del padre de una señorita con quien el gallardo publicista debió casarse para cumplir con un deber de honor y de conciencia, y este acontecimiento escandaloso venía en cierto modo a ser, a posteriori, el argumento de mi drama.
+El padre homicida, mal informado, creyó que yo iba a exhibirle en las tablas y profirió serias amenazas, con lo que el público tuvo mayor curiosidad o interés por el drama. No hice caso de amenazas ni decires, y la pieza fue representada y muy aplaudida, sin que ocurriese novedad alguna.
+La otra circunstancia fue esta: estaba yo ayudando al doctor Lleras, director del Teatro, en los ensayos de mi drama, cuando el alcalde del distrito, un viejo coronel Arce, mandó anunciar que no permitiría la representación, por cuanto no le habían sometido la pieza a su previa censura. Esto era, sobre ilegal, ridículo, pues la censura previa estaba legalmente abolida, y el pobre alcalde, si bien antiguo servidor de la patria, no era hombre de alcances para criticar en bien ni en mal una pieza dramática. El incidente se allanó, pero yo, irritado con la intimación del alcalde, juré en el escenario que le castigaría poniéndole en ridículo en su calidad de alcalde viejo y viejo alcalde. De aquí nació inmediatamente mi más espontánea, verdadera y original, mi mejor y más popular pieza dramática: Un alcalde a la antigua.
+En efecto, hacía días que yo deseaba ensayar mis fuerzas en la comedia de costumbres, y agitaba en la mente el asunto y los rasgos principales de una enteramente gráfica. Tenía muy vivos recuerdos de personajes de pueblo, estudiados a lo vivo en Honda y Guaduas, en Ibagué, Ambalema y La Mesa, y me proponía combinarlos todos con el tipo del cachaco bogotano, y aunar a verdaderas escenas de costumbres un buen cúmulo de burlas y sátiras políticas. Excitado por el incidente del alcalde de Bogotá, me propuse escribir mi comedia, en un acto, aquella misma noche, si la musa me ayudaba, y no me parecía esto mucha empresa, cuando había escrito en ocho o quince días cada uno de los tres dramas interiores.
+Tenía yo a las ocho de la noche trazado todo el plan de mi comedia, con la exposición de todo el argumento y la división en escenas, cuando entró en mi cuarto de estudio Manuel Pombo a visitarme, y me encontró tomando café negro. Aquella noche, para combatir el sueño, me tomé cosa de seis tazas.
+—¿Qué tienes ahora entre manos? —me dijo Pombo al entrar—. ¿Algunos cinco dramas para después de los que están representándote?
+—No: ahora es una comedia. Quiero saber si esta es mi cuerda más bien que la del drama.
+—¿Tu cuerda? ¡Bah! Tienes tantas, que lo difícil para ti es tirar de una sola.
+—Pues esta noche escribo una comedia de costumbres en un acto. Ya iba a comenzar cuando llegaste.
+—Entonces me voy.
+—Sí, vete, Manuel, porque me siento inspirado: mi alcalde se me sale por todos los poros.
+—¿Cuando lo hayas acabado me lo leerás?
+—Sin duda, pero no será mañana, porque estaré muy ocupado.
+Salió de casa Pombo y me encerré a escribir. A eso de las cinco de la mañana acabé mi comedia: salió de una sola pieza y en un acto demasiado largo, y con tal exuberancia de versificación que había que suprimirle mucho.
+A mediodía, cuando la compañía dramática estaba reunida para dar el último ensayo a mi drama, me presenté con mi comedia, que simplemente se intitulaba: Un alcalde a la antigua. Nadie quería creer que yo hubiera escrito la obra en nueve horas, y el doctor Lleras me miraba con asombro, porque no dudaba de mi palabra. Leyó enseguida mi comedia y me dijo: «Hay asunto en la obra de usted para una bellísima comedia en dos actos. La que usted ha escrito es demasiado larga para sainete. Divídala en dos, desarrollando la idea y con más extensa trama, y le quedará excelente».
+Así lo hice en los seis u ocho días siguientes, transformando la obra, y resultó la comedia que todos conocen, intitulada: Un alcalde a la antigua y dos primos a la moderna, la que en breve fue representada muchas veces con universal aplauso.
+A poco escribí otra comedia en verso, en un acto. Habíase introducido en Bogotá la pésima costumbre de hacer apuestas entre hombres y mujeres por los aguinaldos, y con este motivo se cometían muchos y graves abusos, no sólo en las casas y las calles a toda hora, sino también en las misas que se decían de madrugada, ocurriendo muchos desórdenes en las costumbres, así en los atrios de las iglesias como dentro de ellas. Yo quise no sólo corregir, sino matar aquellas malas costumbres, y para ello escribí mi comedia en verso: Los aguinaldos. Fue representada en el Teatro de Bogotá y produjo todo su efecto. Se acabaron enteramente las apuestas, las madrugadas imprudentes, las entrevistas sospechosas y muchos otros abusos de los aguinaldos, lo que fue un triunfo para mí y para el arte dramático.
+Pero un crítico mordaz que no podía soportar que otros fueran aplaudidos, me lanzó un ataque por Los aguinaldos. ¿Qué hice? Vengarme retratándole en uno de los personajes más ridículos de otra comedia en verso y cuatro actos, que escribí inmediatamente bajo este título: Percances de un empleo. Todos los espectadores, al ver el personaje de don Mariano, el poeta-crítico, dijeron al punto: ese es Fulano. Y Fulano me cogió miedo e hizo paces conmigo.
+Si los Percances de un empleo ponían de manifiesto y de relieve muchos rasgos de las costumbres nacionales y cuatro o cinco tipos sociales nuestros, muy caracterizados, como el llanero de San Martín, el cachaco bogotano, etcétera, en otra comedia, que enseguida escribí, la mayor parte en prosa, pinté a lo vivo las costumbres que había en Bogotá, motivadas por el descrédito fiscal, el agio y el triste estado de la Tesorería nacional. Así, la escena de Un día de pagos, con diecisiete personajes, pasaba en los salones mismos de la Tesorería, y todo era retratado con absoluta fidelidad.
+Después he escrito otras piezas dramáticas, entre otras: Un drama de familia y Las muelas, pero no he querido darlas a luz, porque nada es más ingrato entre nosotros que el trabajo dramático. Para edificación de los que quieran escribir piezas para el teatro colombiano referiré un solo hecho. Yo vivía casi enfrente del teatro, calle de por medio, y constantemente, a título de vecino, era víctima de los petardos de los actores, siempre pobres y mal traídos, y prestaba muchos servicios eficaces al director, entre otros el de facilitarle muchos objetos y recursos para las representaciones y ayudarle frecuentemente a ensayar las piezas que hacía representar. En fin, mi pluma —con cuatro de mis piezas dramáticas, representadas con muy buen éxito— le hizo ganar más de cinco mil pesos netos en poco tiempo. Y sin embargo… el director no llegó a obsequiarme ni con una boleta de entrada; no le ocurrió siquiera que el autor debía entrar gratis, y siempre pagué mi entrada para hacer ejecutar mis piezas. El director creía hacerme un favor con darlas a la escena, y si ellas me dieron alguna reputación, no me procuraron, por otro lado, sino gastos y pérdidas. Tal es la suerte del autor dramático en Colombia, y la misma ha cabido, con poca diferencia, a Caicedo Rojas, Lázaro María Pérez y otros autores.
+Pero acaso mi queja sea infundada, en lo tocante a nuestro país; acaso nuestra sociedad sea todavía demasiado joven, de suerte que no le haya llegado su época teatral. Quizá por mucho tiempo, mientras no tengamos verdadera historia, tradiciones claras y costumbres bien formadas, no saldremos del primer periodo literario: de la poesía lírica, tal vez el poema épico y la novela puramente descriptiva de costumbres y de cuadros de nuestra rica, variada y admirable Naturaleza. Tiempo llegará en que el teatro sea una necesidad permanente, una verdadera institución social, y dé alimento y estímulos a la literatura dramática. Los que en Colombia hemos querido cultivarla, desde Fernández Madrid y Luis Vargas Tejada hasta José Manuel Lleras, Carlos Posada y Joaquín M. Pérez, recientes artistas muy inteligentes y bien inspirados, nos hemos anticipado un siglo o poco menos en el propósito y trabajo de crear un teatro colombiano. Los que vengan después serán más afortunados.
+AL MARCAR LOS PRINCIPALES incidentes de mi vida ocurridos durante los años de 1856 y 1857, debo insistir en una explicación relativa a mis ideas religiosas. Yo era, como lo comprueban casi todas mis obras literarias, verdaderamente religioso, y no solamente religioso por el sentimiento con que concebía, amaba y adoraba a Dios, sino también profundamente cristiano por mis convicciones. Y más digo: respetuoso por las creencias ajenas, cualesquiera que fuesen, con tal de que fueran profesadas con sinceridad y desinterés; jamás, en mis tiempos de mayor incredulidad y más acre volterianismo, ataqué ningún dogma ni procuré apartar a persona alguna de su fe religiosa.
+Pero yo tenía desde mi infancia fuerte y casi invencible prevención contra el clero católico de mi país; yo creía que el catolicismo practicado por mis compatriotas tenía más de superstición que de fe religiosa, más de paganismo tradicional disimulado que de prácticas verdaderamente cristianas, y persuadido de que el catolicismo así practicado era más funesto que provechoso a la civilización y moralidad de todo el pueblo neogranadino, me parecía muy de buena fe acto patriótico y laudable el emprender con valor y entereza, desafiando todo peligro, una cruzada por medio de la prensa contra la disciplina de la Iglesia neogranadina y la conducta de su clero.
+De esta convicción provino la extensa y muy ruidosa serie de artículos que publiqué en El Neogranadino, en 1856 y 1857, y reproduje en un volumen, la cual suscitó una gran borrasca, me procuró muchos desagrados, conflictos y desengaños, e hizo desencadenar contra mí la indignación de muchos creyentes sinceros, así como el furor y el odio de varios tartufos y algunos clérigos que comprobaron no ser muy cristianos. El más violento de estos contra mí, por mi obra intitulada: El clero ultramontano, fue un presbítero Cera, clérigo suelto y confesor de monjas, presuntuoso en sus predicaciones, afeminado en su porte y amigo de la ostentación, que luego puso de manifiesto mayor rebeldía que yo contra la Iglesia, y fue sumamente desgraciado…
+Predicaba un día el presbítero Cera en la iglesia de la Concepción, al lado de la imprenta que publicaba El Neogranadino, y abusando doblemente de su ministerio, cometió dos graves faltas: la una, nombrarme personalmente en la cátedra sagrada y llenar mi nombre de improperios y ultrajes; la otra, declararme excomulgado, sin que el prelado superior hubiese calificado mis escritos, y señalarme al odio y la persecución de los fanáticos como a un terrible enemigo de Dios y de su Iglesia. Tomé la cosa por el lado burlesco, y por toda venganza di cuenta en mi periódico de los furores del presbítero, y publiqué a la cabeza de un número este decreto que hizo reír mucho y acrecentó la furia del padre Cera: «Nos, el redactor de El Neogranadino, por autoridad de la opinión pública y en nombre de la civilización, declaramos que el presbítero N. Cera queda excomulgado o excluido de la comunión de los hombres cultos y de sentido común».
+Y luego añadí por todo comentario: «El presbítero Cera nos ha excomulgado en un sentido, desde lo alto de la cátedra de San Pablo. Nosotros le excomulgamos, en otro, desde lo alto de la tribuna de Gutenberg. Con lo cual, excomunión por excomunión, quedamos en paz».
+Yo no conocía ni de vista siquiera a mi terrible adversario. Dos o tres días después de mi última publicación —era un domingo— subía yo, a eso de las dos de la tarde, por la acera del Palacio de Gobierno, al cual está contigua mi casa, y como llevaba la derecha contra la pared e iba leyendo una carta que acababan de darme en la calle, caminaba distraído y enteramente desprevenido. Súbitamente tropecé con una persona que se plantaba a disputarme el paso —entre nosotros se acostumbra cederlo siempre al que lleva la derecha del lado del muro, a menos que haya circunstancias de mayor respetabilidad en el otro— y una voz imperiosa e insolente me gritó:
+—¡A un lado, blasfemo!
+—¿Cómo es eso? —dije con asombro, alzando los ojos y viendo que mi hombre era un sacerdote, airado, agresivo en su porte y de talla corpulenta.
+—¡A un lado, repito! —tornó a gritar el clérigo.
+—Jamás disputo por la acera —le contesté—, pero jamás la cedo cuando me la exigen con grosería. ¿Quién es usted y con qué motivo me insulta?
+—¡Yo soy el doctor Cera! —exclamó colérico.
+—¡Ah! Celebro mucho conocer a usted —repuse irónicamente.
+—¡Miserable impío! ¡Hereje! ¡Blasfemo! —gritó el pobre padre.
+—¡Vamos! Déjese usted de insultos —le dije—, ¡porque no los tolero!
+—¡Yo soy ministro de Dios!
+—Será usted ministro de un Dios frenético, pero no del manso y humilde Jesucristo —repliqué—. Y en todo caso, si usted ejerce un ministerio, yo ejerzo tres: soy padre de familia, soy representante del pueblo y soy periodista. Respéteme usted, pues, si quiere ser respetado.
+Por toda respuesta el presbítero me dio un violento empellón que me hizo retroceder dos pasos. Mi esposa, que leía en su gabinete, al oír los gritos había salido al balcón y presenciaba con afán la escena. Enfrente estaban agrupados, a la puerta del Teatro, como ocho individuos de la compañía dramática, y varias personas habían salido a las puertas de las tiendas. Yo no podía dejarme ultrajar tan indignamente, so pena de envilecerme a los ojos de mi esposa, de muchas personas y de mí mismo… Yo era entonces muy esforzado, y la cólera causada por el ultraje duplicó mis fuerzas. Las recogí todas, agarré por los brazos al presbítero, lo alcé en peso y le tiré largo a largo en el caño…
+Levantóse el doctor Cera y se lanzó sobre mí como un furioso, dándome de golpes con su paraguas, golpes que paré con el brazo izquierdo, pero como él persistía en el ataque con furor inaudito, perdí toda paciencia, le asesté una formidable bofetada y él volvió a rodar por el caño… Hubo entonces de darse por vencido y retirarse, bien que amenazándome terriblemente y dirigiéndome las más atroces injurias. Tomé nota de los testigos que habían presenciado el hecho y me entré en casa… Por la tarde concurrí tranquilamente a la iglesia de los capuchinos y enseguida al cementerio, al entierro masónico del doctor Emilio Pereira, amigo muy estimado que acababa de morir casi súbitamente. Ninguna novedad me ocurrió.
+Al día siguiente estaba yo en la Cámara de Representantes, cuando me entregaron una esquela del señor arzobispo, mi excelente padrino. Me decía en ella que tenía la mayor urgencia de hablar conmigo, y me suplicaba le señalase una hora en que él pudiese ir a mi casa. Salí al punto a la barra y dije al individuo que había llevado la esquela: «Sírvase usted decir al señor arzobispo que le suplico me perdone el no contestarle por escrito, pues tengo pedida la palabra y voy a hablar en este momento, pero que tendré el placer de ir a su casa tan luego como quede libre».
+Comprendí que se trataba del asunto del padre Cera, que ya era conocido por todos en la ciudad y había causado grande escándalo. Una hora después salí, encaminándome hacia la imprenta de los Echeverrías —esquina noroeste de la plaza de Bolívar—, a quienes debía suministrar para El Tiempo un diario abreviado de los debates de la Cámara, que yo mismo redactaba en mi sillón, durante las sesiones.
+Al salir a la calle, vi un cartel impreso recién pegado en la puerta exterior del local de la Cámara: era un libelo anónimo contra mí, en el cual, citando como autoridad una bula pontificia, se me declaraba excomulgado latæ sententiæ, se excitaba a los fieles a negarme el saludo, el agua, el pan y el fuego, y se proclamaba que era acto de virtud el matarme sin escrúpulo como a un perro… Me reí de aquel pasquín de energúmenos, que atribuí al padre Cera, y fui a la imprenta de El Tiempo, donde sólo me detuve un instante.
+Al salir para dirigirme a la casa arzobispal, dos hombres se atravesaron delante de mí, a corta distancia, mirándome con fijeza. El uno era un conocido sacristán de capa raída, y el otro un hombre del pueblo, desconocido para mí, vestido de ruana y sombrero de paja.
+«¡Conózcale usted bien!», dijo el sacristán señalándome a las miradas del otro. «¡Este es!, ¡este es!».
+No hice mayor caso, pero no eché en saco roto la advertencia. Así, en vez de ir directamente a la casa arzobispal, fui primero a la mía, me eché en los bolsillos un par de pistolas y tomé un bastón que tenía muy fuerte y elástico y con cachiporra.
+Apenas si salí a la calle cuando en el portón vecino encontré al hombre de la ruana plantado en la acera. O tuvo miedo de atacarme de frente, o en el primer momento no me reconoció, pues solamente movió los brazos, ocultos debajo de la ruana, y se puso a seguir mis pasos.
+Al volver yo la esquina de arriba, siguiendo mi camino, la calle transversal estaba solitaria; mi hombre apuró el paso y comenzó a injuriarme y decirme que me quería «beber la sangre».
+«¡Haga usted la diligencia!», le contesté, parándome y haciéndole frente con una pistola montada.
+Era un cobarde miserable y nada hizo. Medité rápidamente en mi situación y me dije: «Este hombre puede resolverse a atacarme, y yo tendré que matarle, pero aquí no hay ni un solo testigo para comprobar el ataque y la defensa, y me puedo perder por un miserable fanático. Me importa llegar pronto a la calle de la Moneda».
+En efecto, caminé aprisa, sin dejar de contener a mi hombre con la pistola, y al llegar a la esquina vi que allí estaba el alcalde del distrito y que había gente. De paso y sin detenerme, pero caminando ya lentamente, le dije al alcalde: «Procure usted salvarle la vida a ese hombre que viene detrás de mí, pues trata de asesinarme, y si me ataca tengo que matarle».
+No hizo caso el alcalde, tal vez por no creer seria la cosa, pues era y es hombre honrado y de conciencia, y el hombre siguió mis pasos, bien que a unos treinta de distancia. Entré en la casa arzobispal y me creí seguro. Por lo mismo que mi perseguidor era un fanático, pensé que no me atacaría dentro del palacio del arzobispo, y recorrí sin zozobra el zaguán y el claustro bajo. Subía yo la escalera, cuando sentí detrás pasos como de un perro. Volví a mirar, y era mi hombre que corría tras de mí, sin ruido, con un gran cuchillo en la mano…
+De un salto me puse en el descanso de la escalera, armé una pistola, esgrimí con la otra mano mi temible bastón, y grité: «¡Miserable asesino!». El hombre se detuvo en la escalera, cobarde y rabioso, en actitud de ataque y profiriendo injurias. A mi grito salieron al claustro alto dos familiares del arzobispo, presenciaron la escena y despidieron al fanático vituperándole severamente su infame conducta.
+Aquel pobre hombre, que vivía en el barrio de Egipto, se retiró furioso por no haber podido darme el golpe; acalorado, se bañó la cabeza en una fuente pública, abajo de la capilla, le sobrevino un ataque de apoplejía y murió al día siguiente, sin confesión ni auxilios religiosos eficaces, pero le hicieron buen entierro sus amigos. Algunas beatas dijeron que había muerto «por castigo de Dios… por no haberme dado el golpe»… El fanatismo religioso, como todo fanatismo, da de todo: mártires sublimes e implacables y viles verdugos. Lo mismo acontece en la política, cuyas pasiones producen héroes maravillosos… e inmundos y feroces septembritas.
+Un instante después de la escena de la escalera, tomé asiento en el gran salón de recibo del arzobispo. Salió a verse conmigo el digno prelado y le vi lleno de congoja. Me dijo al punto que el objeto de la entrevista era suplicarme que me prestase con buena voluntad a un arreglo que pusiese fin al conflicto, en obsequio de la Iglesia y de la sociedad y por el bien mío y del mismo señor arzobispo, a quien muchos católicos habían ido a pedirle que procediese contra mí con energía. Me hizo presente que mi falta era de la mayor gravedad posible, por haber puesto manos violentas en un sacerdote; que la sociedad estaba escandalizada, y que mi familia y yo tendríamos mucho que sufrir por causa de la exaltación que había contra mí, y concluyó interponiendo el vínculo que me unía a él, como que era su ahijado espiritual.
+En sustancia le contesté al bondadoso prelado, después de referirle cómo habían pasado las cosas: «He sido injuriado primero en el púlpito y entregado al odio popular por el doctor Cera, y después, como puedo comprobarlo con numerosos testigos, he sido ultrajado y atacado por él de la manera más violenta, en la calle, sin provocación alguna de mi parte. Por tanto, para mí la cuestión no es de haber cometido una falta contra la Iglesia, por tratarse de un sacerdote, sino una cuestión personal como cualquier otra. Si he castigado rudamente al doctor Cera, él ha ofendido en mi persona a un ciudadano y periodista que tiene libertad constitucional para emitir sus opiniones, a un honrado padre de familia y a un representante de la Nación, que goza de inmunidad. Por mi carácter condescendiente y por muchas consideraciones personales y sociales, yo había estado dispuesto a un acto de conciliación, pero después de los pasquines impresos, de origen clerical, que se han fijado en las esquinas, y del atentado de que acabo de estar a punto de ser víctima, no puedo ceder, mayormente cuando los fanáticos me han declarado la guerra de todos los modos posibles. Que me ataquen, yo me defenderé, y seré defendido por mis amigos. Las consecuencias podrán ser muy graves».
+Ningún resultado tuvo la entrevista, sino el de inducir al señor arzobispo, bien penetrado ya de la verdad, a procurar que se calmaran los ánimos y que no se recurriese a vías de hecho contra mí, a fin de dejar abierto el camino de la conciliación.
+Por la noche, el sirviente y dos de las tres criadas que había en mi casa, nos abandonaron, diciendo que se iban porque les habían dicho que se condenarían si seguían sirviendo en la casa de un excomulgado. Al día siguiente por la mañana tuvimos que hacer comprar pan, leche y otros bastimentos por medio de una de mis cuñadas, porque en las tiendas y panaderías no quisieron vender nada directamente para mi casa. Mi dinero estaba también excomulgado.
+Iba yo a salir de casa para ir a la sesión de la Cámara cuando se me presentaron dos comisiones: una a nombre de la juventud, y otra enviada por la Sociedad Democrática, que subsistía compuesta solamente de artesanos. Ambas iban a ofrecerme escolta de individuos armados para acompañarme en la calle y defenderme dondequiera. Les di las más expresivas gracias, pero no acepté el ofrecimiento y salí solo, siquiera bien armado y resuelto a repeler todo ataque. Después supe que muchos jóvenes y artesanos armados habían seguido mis pasos por todas partes, con el propósito de defenderme de cualquier atentado.
+Estaba yo en la Cámara cuando me avisaron que el arzobispo me aguardaba en casa. Salí al punto —mi casa sólo distaba unos 60 metros del local de la Cámara— y tuve una conferencia muy breve, porque me urgía volver pronto a la sesión. El arzobispo estaba sumamente alarmado, y me instó nuevamente para que conviniese en un arreglo. Le dije entonces, para concluir: «No hay sino un arreglo posible: que el doctor Cera me presente primero sus excusas y me pida perdón, como a un caballero, y yo enseguida haré lo mismo con él. Que me respeten y dejen en paz los fanáticos, si quieren evitar un conflicto». A instancias del señor Herrán convine en tener con él una nueva conferencia a las tres de la tarde para saber si era posible un avenimiento honroso. Nos separamos y volví a la Cámara, donde yo hacía falta en una discusión muy importante.
+A las tres estuve en la casa arzobispal. Estaba yo en conferencia con el señor Herrán, sin probabilidades de arreglo, cuando le anunciaron que una comisión de la Sociedad Democrática solicitaba verle. Me dejó por algunos momentos y salió a la antesala. Comprendí que se iba a tratar de mi asunto, y no resistí la tentación de acercarme a la mampara y escuchar. Cinco artesanos componían la comisión, y el que la presidía, Emeterio Heredia —herrero y armero muy honrado, inteligente, hábil y bastante instruido— le dijo al arzobispo: «Venimos a manifestar a usía ilustrísima, de orden de la Sociedad Democrática, que ella sabe muy bien que se preparan nuevos atentados contra el doctor Samper y está resuelta a defenderle y vengarle a todo trance. Si el doctor Samper llegare a ser víctima de los fanáticos, azuzados por el clero, nosotros nada respetaremos: mataremos todos los sacerdotes que hay en Bogotá, exceptuando al señor arzobispo y a los doctores Saavedra y Vezga».
+El señor Herrán se quedó mustio, y volvió a conversar conmigo, visiblemente alarmado y asustado, tan luego como se retiró la comisión democrática. No me di por entendido de lo que acababa de oír, y me mantuve firme. Al cabo me propuso el señor Herrán que tuviésemos una entrevista con el doctor Cera en casa del venerable canónigo Saavedra para poner fin al incidente, en la forma que yo había exigido.
+—Pero el doctor Cera es muy soberbio —le observé—, y no se prestará a satisfacerme.
+—Yo le obligaré a ello con mi autoridad, si la razón no bastare.
+—Vamos, pues.
+Fuimos inmediatamente a casa del doctor Saavedra, junto con el secretario del arzobispo, y no le hallamos. Entonces el señor Herrán propuso:
+—¿Quiere usted que vayamos a casa del doctor Cera?
+—¡Oh!, ¡eso no puede ser! Mi dignidad…
+—Le aseguro a usted que quedará bien puesta.
+—Si usía ilustrísima me promete que de todo se extenderá un acta para hacer constar los hechos.
+—Sí, se lo prometo a usted, ahijado mío, y su generosa docilidad será objeto del mayor encomio.
+Tuve la condescendencia, tal vez la humildad, de prestarme a lo que el arzobispo pedía, y con él y su secretario fui a casa del doctor Cera. Cuando este, al salir a recibirnos, advirtió mi presencia, hizo un gesto de cólera patente, y llevó su descortesía hasta el extremo de no contestarme el atento saludo que le hice ni ofrecerme asiento. El doctor Herrán, invitándome a sentarme, se apresuró a decir: «Señor doctor Cera, hago notar a usted que el señor doctor Samper se ha prestado con la mayor condescendencia, por súplica mía, a venir a la casa de usted, ya que no era posible la entrevista en la del doctor Saavedra».
+Enseguida el señor arzobispo expuso el objeto de la entrevista, resumió brevemente los hechos, según lo que tenía averiguado, y concluyó invitándonos a una franca reconciliación.
+—¡Yo no puedo reconciliarme con un monstruo de impiedad y herejía! —exclamó el presbítero en el tono más soberbio.
+—¡Ese lenguaje es muy impropio, señor Cera! —dijo con severidad el arzobispo.
+—¡Es el que puedo usar respecto de un blasfemo que ha ultrajado a la Iglesia en mi persona! —repuso el presbítero.
+—Entonces, señor arzobispo —dije poniéndome en pie—, esta entrevista a nada conduce, y mi dignidad me obliga a retirarme.
+—No, señor doctor, no se retire usted, ¡se lo suplico! —exclamó el señor Herrán afanoso. Y añadió, mirando con indignación al doctor Cera—. Si usted no atiende a las consideraciones que el bien de la Iglesia, el amor a la paz y la cortesía le imponen, atenderá a mi autoridad. Como prelado superior, le ordeno a usted la reconciliación.
+—Entonces, solamente por obediencia haré lo que de mi parte se exige, pero…
+—¡No, señor! —interrumpí—. No quiero tal reconciliación por obediencia.
+—¡He sido atrozmente ultrajado! —exclamó el padre Cera.
+—La culpa ha sido de usted —le observé—. Usted me atacó sin motivo alguno, y yo tuve que repeler el ataque.
+—¡Pero la Iglesia ha sido ultrajada en mi persona!
+—Y usted ha ultrajado en la mía a una familia, al Congreso y a la sociedad.
+—¡Pero yo soy sagrado como ministro de Jesucristo!
+—No tratemos ese punto. Yo no soy católico, y para mí la cuestión es, prescindiendo de circunstancias personales, de igual a igual.
+—¡Oh, ahijado!, por Dios… —interrumpió el señor Herrán.
+—En conclusión —repuse—: si el señor doctor Cera me pide perdón y me presenta sus excusas, prometo que haré otro tanto para desagraviarle; si no, el asunto quedará terminado.
+—Sí, así será —dijo el arzobispo con firmeza.
+El doctor Cera tuvo que claudicar, pidiéndome perdón y retirando todas sus ofensas, y yo enseguida hice lo mismo para con él. Se convino en que se extendería acta de esta reconciliación; el señor arzobispo nos abrazó muy conmovido, y declaró que todo quedaría terminado, con lo que al punto nos retiramos. Al día siguiente el señor Herrán expidió una pastoral, que fijaron impresa en las puertas de la Catedral y de las iglesias, en la cual declaraba que la dignidad de la Iglesia y de la sociedad había quedado salva, e invitaba a los fieles, en consecuencia, a recobrar la calma y dar a completo olvido el incidente.
+Como no faltaron adversarios y aun falsos amigos políticos que atribuyesen a debilidad mía el desenlace —así como hubo personas del otro lado que censuraran al señor arzobispo, por no haberme excomulgado y entregado al odio de los fanáticos—, tuve que referir en una hoja impresa todo lo que había pasado. Nadie se atrevió a desmentirme, ni persona alguna me molestó después.
+Pero el episodio sí me sirvió para conocer la versatilidad y cobardía de muchos amigos políticos y personales. Constantemente me aplaudían y estimulaban a sostener la lucha contra el clero, y mis publicaciones eran objeto de sus encomios. Pero el día que me vieron en gran peligro sacaron el cuerpo, y, como para hacerse perdonar su anticlericalismo, me calificaban de imprudente y ligero, por las publicaciones que había hecho.
+Sólo la juventud y los artesanos democráticos supieron portarse conmigo en aquella crítica situación, con lealtad y valor, prontos a desafiar todo peligro por defenderme, y yo comencé a sentir desprecio por el carácter de unos cuantos de mis copartidarios y a comprender que no debía contar, principalmente cuando emprendiese alguna campaña peligrosa, por servir al liberalismo, sino con mi propia entereza y energía.
+Si en el Congreso de 1856 había sostenido yo los debates con ardor y constancia, defendiendo sin temor alguno los principios que entonces profesaba el Partido Radical; si apoyé muchas reformas de la legislación o procuré que otras fueran adelantadas; si, en fin, trabajé cuanto pude a beneficio de los legítimos intereses del estado de Panamá, mi principal empeño fue el de favorecer el desarrollo de las instituciones que habían de convertir la República en una federación de estados convenientemente distribuidos y gobernados. Contribuí, pues, mucho en el Congreso de 1856 a la creación del estado de Antioquia, y en el de 1857 a la del estado de Santander primero, y enseguida a la de los otros cinco que en el último año fueron establecidos, a saber: Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca y Magdalena.
+Sin embargo, hubo en el Congreso curiosas circunstancias que merecen mención. El Partido Conservador, que siempre había sido centralista, estaba en mayoría en las cámaras, y sin embargo los federalistas obtuvimos mayorías para establecer la federación. Dos razones explican tan extraño hecho. Por una parte, todos los senadores y representantes de Antioquia nos apoyaron, ya por fidelidad a su estado, ya por el interés de sustraerlo a la acción o el influjo de las instituciones radicales consignadas en la Constitución de 1853 y en casi todas las leyes dadas desde 1846. Por otra, ya no era posible retroceder, sino seguir adelante y completar la federación, una vez que existían dos estados federales como partes componentes de la República, central en su mayor extensión. Además, las legislaturas de las provincias habían sido consultadas sobre la reforma, a virtud de una ley, y de las 44, unas cinco se habían abstenido de pronunciarse, apenas cuatro habían dado su voto negativo, y todas las demás pidieron perentoriamente la adopción del sistema federal.
+Pero si para crear los estados los federalistas liberales encontramos apoyo en más de diez o doce conservadores, al tratarse de la división territorial o estructura de los estados apareció el antagonismo de los intereses de partido. Ni unos ni otros procuraban que la composición social y territorial de los estados se acomodase a la conveniencia pública o los intereses de los pueblos y de la Nación entera, sino a los intereses electorales, más o menos transitorios.
+En este grave asunto mi conducta fue dictada por la honradez y la imparcialidad, sin tomar en cuenta ningún interés de partido, y, por lo mismo, la mayor parte de mis ideas no fueron aceptadas. Según el plan que yo proponía en la Cámara, la República debía quedar dividida en siete estados, a saber:
+Antioquia, agregándole el distrito de Nare, sobre el Magdalena, y toda la banda derecha del Bajo Atrato.
+Bolívar, compuesto de los actuales estados de Bolívar y Magdalena, pero dejando al de Panamá las islas de San Andrés y Providencia; a Santander toda la provincia de Ocaña, sobre el Bajo Magdalena, y a la República, como territorio federal, La Guajira.
+Boyacá, componiéndolo íntegramente de las provincias de Tundama, Tunja y Vélez, y dejando la mayor parte de la de Casanare para ser territorio federal.
+Cauca, tal como fue constituido, pero dejando a Panamá gran parte del Chocó Occidental, entre el Bajo Atrato y el Pacífico, y a Antioquia la oriental, y quedando el Caquetá erigido en territorio federal.
+Cundinamarca, tal como fue creado, comprendiendo el actual estado del Tolima, pero dejando el territorio de San Martín con el carácter de territorio federal, con la provincia de Casanare.
+Panamá, como existía, con las dos agregaciones indicadas.
+Santander, sin parte alguna de la provincia de Vélez, y con la totalidad de la de Ocaña.
+Aun hoy día sostengo que esta disposición de los estados era incomparablemente más racional que la que se adoptó en 1857, y estoy persuadido de que de la mala distribución que se hizo del territorio nacional han provenido muchos de los conflictos o las dificultades que se han originado de la defectuosa práctica del régimen federal.
+Para finalizar esta segunda parte de mi historia, tornaré a ocuparme brevemente de mi posición puramente personal.
+Yo me había casado la primera vez por estimación cordial y afectuoso interés por mi novia, así como por decidida vocación matrimonial. La segunda vez lo hice tanto por profundo amor a Soledad, como por un cálculo de moralidad y educación propia. Por una parte, yo estaba convencido de esta verdad: por punto general, el hombre soltero es infecundo para la sociedad, y no teniendo verdadero hogar, no reúne todas las condiciones necesarias para vivir con honradez, reprimir sus pasiones y servir convenientemente a Dios y a sus conciudadanos. Por otra, yo sentía la necesidad de que una alta inteligencia femenina, auxiliada por las dotes de la educación, la más pura virtud y un carácter vigoroso, ejerciera sobre mi espíritu y mi corazón una influencia continua y saludable, no sólo contribuyendo con sus estímulos al desarrollo y la buena dirección de mi mente, sino también corrigiendo las asperezas de mi carácter, los ímpetus de mi temperamento tan ardiente e impresionable, y los defectos de mi incompleta educación.
+Soledad había colmado todas mis aspiraciones, me había hecho enteramente feliz, y yo la adoraba. Hoy día, cuando ya comienzo a peinar canas, después de veintiséis años de dulce unión conyugal, mantengo con fidelidad el tierno y ardoroso culto por mi esposa, y bendigo mil veces la hora en que Dios me permitió conocerla y amarla.
+Yo deseaba con vehemencia viajar. Comprendía que un hombre que no ha viajado para observar y estudiar el mundo es incompleto, y sentía la necesidad imperiosa de abrir a mi alma nuevos horizontes. Además, deseaba mucho, por amor a mi esposa y a mi inmejorable madre política, que se habían educado en Francia, procurarles aquellas fruiciones que sólo pueden obtenerse viajando por países muy cultos y residiendo en ellos.
+Por otra parte, me hacían falta muchos conocimientos prácticos, me faltaba mundo, y no obstante el vigor de mi plena juventud, me sentía algo fatigado de la lucha política, tan ardiente y devoradora entre nosotros, y de ordinario estéril. Y el momento era oportuno para alejarme del país y aprovechar algunos años entregado a un estudio tranquilo que me preparase para servir mejor a mi patria, sin que nadie pudiera acusarme de abandonar mi bandera en un momento de peligro.
+La República estaba en paz y enteramente tranquila. Todos los estados iban a entregarse al trabajo de su organización interior, y la práctica de la federación había sido confiada por la voluntad nacional al Partido Conservador, puesto que el resultado de la lucha electoral de 1856 había sido la derrota del candidato radical, el doctor Murillo, y el triunfo de los conservadores o de la candidatura del doctor Mariano Ospina, aposesionado de la presidencia el 1.º de abril de 1857.
+Yo no podía ser neutral en política: tenía que formar en las filas ministeriales o en las de la oposición. Formar en las primeras, porque el Gobierno nacional se condujese bien, era comprometer mi posición, pues aquello equivaldría a unirme a los conservadores. Formar en las segundas, cuando se iba a poner en práctica la federación, siquiera fuesen los encargados de la obra mis adversarios políticos, habría sido luchar contra mis propias ideas y las instituciones a cuya adopción había contribuido yo tanto. La ausencia era para mí lo mejor, dejando la República en paz y aprovechando el tiempo para instruirme. En fin…, la atmósfera de las pasiones políticas me asfixiaba, y yo quería saber cómo se vivía en francés, en inglés, en italiano y en buen castellano.
+Resolví, pues, emprender un dilatado viaje por el Viejo Mundo, fui haciendo mis preparativos, y en enero de 1858 realicé mis propósitos, llevando en mi compañía mi familia.
+Esta se componía ya de cuatro personas, pues yo había tenido la inefable dicha de que Dios me diera dos hijas. La primera, nacida el 31 de julio de 1856, llevaba en sí misma la expresión de mis ideas, pues la había hecho dar el dulce nombre de Bertilda, anagrama de libertad, inventado por mí. La segunda, Carolina, llevaba el nombre de su adorable abuela materna, y había nacido en Guaduas el 15 de octubre de 1857. ¡Extrañas coincidencias! La primera había nacido bajo la advocación de San Ignacio de Loyola, de quien yo detestaba, y la segunda, bajo la de Santa Teresa de Jesús, de quien yo me burlaba, como Voltaire, por «su devota necedad»…
+AL PONER DE MANIFIESTO las impresiones e ideas que me procuraron mis primeros viajes por países extranjeros, deberé condensar mis observaciones y pensamientos lo más posible, pues de otra suerte no haría casi otra cosa que repetir, salvo en lo tocante a la situación de mi alma y al giro que tomaron mis ideas, lo que ya tengo publicado. Fruto directo de aquellos viajes fueron cinco volúmenes, escritos sucesivamente en Europa. El primero y segundo, publicados en París en 1860 y 1861[28], contienen la descripción de mi viaje desde Honda hasta París por Mompox, Cartagena, Saint Thomas, Southampton, Londres, Dover y Calais; del que hice al sur de Francia —por Lyon y Marsella— y a España, regresando por Bayona, Burdeos, Angulema y Orleans, y del que posteriormente verifiqué por el sudeste de Francia, Saboya, Suiza, la Alemania del Rin y Bélgica, regresando a París por Lila y Amiens. A estos dos primeros volúmenes, cuyas ediciones se han agotado enteramente, añadí pequeños mapas de los países respectivos, que elaboré con el objeto de indicar los itinerarios.
+El tomo 3.º fue publicado en forma de folletín, en El Comercio de Lima, en 1862 y 1863. Su objeto fue hacer un estudio comparativo de la civilización de Inglaterra y Francia, tomando por bases de comparación a Londres y sus alrededores más notables, y París y los suyos, considerados los dos grandes centros en todos sus aspectos: físico, moral e intelectual. Acaso es este el más y curioso estudio que yo haya hecho, y probablemente el más instructivo de todos mis trabajos relativos a viajes, por el cúmulo de observaciones y consideraciones políticas, geográficas, literarias, económicas, artísticas y morales que me sugirió la atenta observación de las dos grandes capitales y los pueblos o lugares circunvecinos.
+Comprendía el tomo 4.º la completa descripción de uno de mis viajes más interesantes: de París hacia el nordeste de Francia y el Rin, por Metz, Espira, Baden, Stuttgart, Munich, el Alto Danubio y Viena, el Bajo Danubio basta Budapest; de allí a Berlín, por Presburgo, Viena, Praga, el Alto Elba y Dresde; y de Berlín a Londres, por Hamburgo, Hanover, Utrecht, Amsterdam, La Haya, Leiden, Rotterdam y Antwerpen.
+En fin, el tomo 5.° narraba mis excursiones por la Gran Bretaña, ya tratando de las ciudades de la Mancha, como Brighton, Hastings, etcétera, ya siguiendo el itinerario de Oxford, Bath, Cheltenham, Bristol, Gloucester, Worcester, Birmingham, Manchester, Huddersfield, Liverpool, Chester, Bangor y Holyhead; Dublín, el centro de Irlanda, Londonderry y Belfast; Glasgow, los lagos Lomond y Katrine, Sterling y Edimburgo, y el regreso de allí a Londres, por Newcastle, York, Leeds y Sheffield.
+Los gastos que hice en los viajes y la publicación de dichos libros fueron tan considerables, que me vi obligado a dejar inéditos los tomos 4.º y 5.º, y en su simple edición de periódico el 3.º. El buen éxito que tuvieron el 1.º y 2.º me ha hecho pensar que los otros tres, aún más nuevos para los hispanoamericanos y más interesantes por muchos motivos, habrían obtenido todavía mejor acogida del público, pero ya es muy tarde para imprimirlos, por muchas razones obvias, y además la escasez de mis recursos no me permite emprender una costosa edición, después de haber disipado todo un capital en publicar libros, folletos y periódicos.
+No diré que al alejarme de mi patria sentí gran pesadumbre. Me apenaba la ausencia por mi madre, mis hermanos y amigos, y comprendía que, al comenzar a ser extranjero, saliendo de mi patria, se suspendería para mí la vida de ciudadano, que me era tan importante y cara. No menos sentía que me faltasen mi tierra, mi atmósfera, mi cielo y todos los componentes físicos de mi patria, y aun en mucha parte mi lengua materna y mil tradiciones queridas.
+Pero también, en gran parte, yo llevaba la patria conmigo. Mi amada esposa y mis hijitas eran la más encantadora y adorable prolongación de este cúmulo de bienes y cosas amadas que llamamos la Patria. Mi ardiente patriotismo, siempre atento a la marcha de los sucesos en mi país, había de preservarme de todo egoísmo de viajero y mantenerme, desde lejos, íntimamente conciudadano de mis compatriotas. La poesía, la memoria y la imaginación me mantenían muy fuertemente ligado a todas las cosas bellas y nobles de mi tierra natal; mayormente cuando yo llevaba el propósito de trabajar cuanto me fuera posible por hacer conocer mi país en el extranjero. Por último, mi ardiente deseo de instruirme, estudiando y viajando para ser útil a mi patria, era un poderoso elemento de prolongación moral de aquesta en las tierras extrañas, para mi espíritu sediento de luz y ansioso por adquirir fuerza.
+Confieso que salí del suelo colombiano dolorosamente impresionado. A pesar de los muchos y grandes defectos de Bogotá, aquí la civilización está bastante adelantada relativamente, por lo que yo estaba habituado, dentro de mi estrecho horizonte, al pie del Monserrate y el Guadalupe, a cierto orden de adelantamiento social. Pero al bajar hacia el Atlántico, el espectáculo me pareció, en general, lamentable. En las dos extremidades de la navegación había incuria, estancamiento y ruinas: Honda, una ciudad vegetante y llena de escombros; Cartagena, una capital interesante, culta, gloriosamente histórica, pero miserable y muerta, y todo el Bajo Magdalena y el Dique de Calamar en deplorable atraso, en semibarbarie y justificando pocas esperanzas de regeneración y progreso…
+El espectáculo del océano me impresionó de un modo extraño, sin sorprenderme. Tanto había leído yo relativamente al océano y lo había contemplado con la imaginación, que me pareció triste y feo. ¡Tristeza majestuosa y fealdad imponente! El mar, dígase lo que se quiera, no es verdaderamente bello, visto desde la tierra y cuando la mirada se pierde en lo relativamente ilimitado. Impresiona profundamente con sus rugidos, que dan idea de lo monstruoso, formidable y terrible; causa una especie de miedo físico, al propio tiempo que despierta una vaga curiosidad de lo desconocido y lo insondable; desarrolla a los ojos de quien lo contempla un horizonte casi tenebroso, a fuer de inmenso y moviente; da al espíritu la enseñanza más objetiva posible, palpable, de lo infinito y eterno, y arrastra el alma a solicitar un supremo ideal, en cuyo fondo se percibe, como en lejanísima perspectiva, lo incomprensible y misterioso por excelencia: Dios… Todo esto es sublime, profundamente grande, pero no es bello, según la más habitual concepción de la belleza.
+Al contrario, si uno contempla el océano desde a bordo de un barco, en su combinación topográfica y estética con la tierra, ya encerrado en una bahía al pie de altas colinas o montañas, ya en una estrechura de mar, como la Mancha o el estrecho de Gibraltar, o en el mar de Irlanda, entre esta y Escocia, el aspecto varía completamente. Allí el océano, la tierra visible y el cielo se combinan para formar la más admirable armonía, y de esta trinidad de magnificencias que se complementan recíprocamente resulta la más acabada belleza que el hombre puede contemplar en el limitado horizonte de su planeta.
+Tales han sido siempre mis impresiones en lo tocante al mar. El océano inmenso, con sólo el cielo por pabellón, me ha parecido triste y desolado, monstruosamente vago, porque en él falta… la Humanidad, pero visto en combinación con la tierra, es decir, con las costas, he hallado en él la completa hermosura que comprendía al Hombre, representado por la tierra firme.
+Saint Thomas, a pesar de sus negros medio bozales, con su detestable papiamento —idioma que la ignorancia y la necesidad han formado de cinco o seis lenguas cultas y literarias—; Santo Tomás, repito, me dio la primera noción objetiva y directa de la civilización europea. La estructura de las casas; el movimiento de las gentes, de los almacenes y de los carruajes; el excelente servicio de correos, que en gran parte centraliza los del mundo entero, y la grandeza y variedad de barcos de vapor y de vela anclados en la bahía: todo contribuye a preparar el ánimo del viajero para recibir poco después, ni llegar a Inglaterra, las impresiones que causa la más adelantada civilización.
+En Saint Thomas me parecía que estaba yo como entre dos aguas y dos civilizaciones: entre el mundo hispanoamericano y el mundo europeo. Allí, realmente, me despedí en cierto modo de mi patria y comencé a sentirme verdaderamente extranjero.
+Lo que me aconteció a bordo del vapor Thames primero y del Paraná enseguida, me dio la primera prueba de lo poco que vale una educación puramente teórica. Creía conocer la lengua francesa, porque la había estudiado en muchos libros y la escribía corrientemente, de tal modo, que aun había compuesto buenos alejandrinos franceses. En cuanto a la lengua inglesa, apenas la traducía medianamente y hablaba muy poca cosa. Desde que estuve a bordo y hablé con franceses e ingleses, sentí mi vergonzosa ignorancia: ni yo entendía nada de lo que me decían, ni nadie me comprendía. ¿Por qué? Porque yo no había educado el oído ni la boca para oír y hablar como convenía, y además ignoraba casi todos los modismos de las lenguas de Molière y Shakespeare. Gran trabajo me costó aquella educación, y sólo con la práctica en Europa, y particularmente en París y Londres, logré adelantar mucho en el francés y algo en el inglés.
+La impresión más clara que me dejaron todos los tipos sociales y todas las escenas que observé a bordo del Thames y del Paraná fue esta: que en ninguna parte pone tanto de manifiesto el hombre sus defectos —mucho más que sus cualidades— y particularmente su vanidad y egoísmo, como a bordo de un barco y en viaje marítimo. Precisamente allí es donde más le amenaza y le rodea el peligro; donde menos estrechos y durables son sus vínculos sociales; donde sus intereses son menos visibles y apreciables; donde su posición social es más desconocida, y sus sentimientos debieran ser más espontáneos y nobles y su lenguaje más sincero. Y, sin embargo, allí el egoísmo humano raya en lo feroz o en lo ridículo; la vanidad se desarrolla prodigiosamente; casi todos tratan de engañarse y echarse polvo en los ojos con falsas historias y anécdotas, y casi todos procuran parecer bellos y graciosos y darse por nobles, ricos, grandes personajes o celebridades… Mucho es lo que un observador atento y de buen humor, que no se marca, puede divertirse y aprender, estudiando la Humanidad compendiada —razas, costumbres, lenguas diversas, clases sociales, etcétera— a bordo de un gran vapor marítimo.
+Un grave incidente me ocurrió a bordo del Paraná que pudo haberme causado muchos disgustos.
+Entre los pasajeros se hallaba un señor Manuel Argumanes, hombre fatuo y grosero, a quien muy pocos hacían caso, por su ser, su trato y modales antipáticos, pero que se daba grande importancia, creyendo valer mucho por su dinero. Se había enriquecido con negocios de guano, en calidad de agente del Gobierno peruano en Londres; tenía como cuarenta y cinco años, era tieso y adusto, y atormentaba sin misericordia a un sobrino que le servía de aguantapenas. Su camarote estaba muy cerca del mío, y con tal motivo yo había tenido varias veces que prestarle pequeños servicios, llevándole té y otras aguas cocidas en momentos de indisposición. Así era que, a pesar del mal carácter del hombre, de quien todos se apartaban, yo había mantenido con él buenas relaciones de cortesía.
+No fue esto parte a impedir que Argumanes insultase un día groseramente a mi familia. El tiempo estaba borrascoso, la mar muy agitada, y unas cuantas señoras —entre ellas mi esposa y mi madre— se refugiaron durante dos horas en un pasadizo a modo de saloncito que los hombres ocupaban ordinariamente, porque ellas no podían soportar el movimiento de balance y cabezada del vapor en el salón de popa. Quiso Argumanes sentarse a jugar whist, y no hallando sitio adecuado se puso a echar pestes con suma grosería, diciendo en alta voz que «esas mujeres lo tenían fastidiado, porque se habían apoderado del saloncito donde se reunían los hombres». Este solo rasgo patentizaba que Argumanes, opulento y todo, era incomparablemente más patán que caballero.
+Pocas horas después de este incidente, ignorado por mí, comisionaron a mi esposa, por ser hispanoamericana y hablar muy bien inglés, para que, en unión de una señora inglesa y otra francesa, suplicaran a todos los pasajeros que contribuyesen con algo para formar un fondo en dinero y distribuirlo entre los miembros —sirvientes del Paraná— de la excelente banda de música que todos los días nos obsequiaba, durante algunas horas, con deliciosas oberturas y aires musicales. Al llegar las tres señoras a un grupo del cual hacía parte Argumanes y solicitar el óbolo, este hombre contestó con la mayor insolencia: «¡Eh!, ¡yo no me dejo escamotar! ¡No doy nada!». Y enseguida volvió la espalda.
+Mi esposa le miró con soberano desprecio y devoró el ultraje en silencio, pero al retirarse no pudo reprimir las lágrimas que hizo brotar de su noble alma tan inmerecido y soez insulto. Un instante después uno de los oficiales del vapor, que hablaba bien francés y me había tomado cariño, indignado de aquello se acercó a mí —yo estaba en el puente leyendo— y me refirió lo que acababa de suceder. Inmediatamente bajé al entrepuente y pregunté a mi esposa y mi madre qué era lo sucedido.
+No deseaban ellas que yo lo supiera, por evitarme un lance desagradable, pero les fue forzoso referirme, llenas de indignación, los dos incidentes.
+Al punto fui a buscar a Argumanes, y le hallé con dos o tres pasajeros junto a la baranda que protegía la máquina del barco y encerraba el abismo en que esta funcionaba. Me acerqué y le dije:
+—Señor Argumanes, vengo a pedir a usted satisfacción de los ultrajes que ha inferido a mi señora esposa y mi señora madre política.
+—¿Qué dice usted? —exclamó aquel con desdeñosa insolencia.
+—Que usted ha insultado indignamente a mi madre y mi esposa —contesté—, y es menester que ahora mismo vaya usted a pedirles perdón delante de testigos.
+—¡Bah! —repuso el hombre con mayor altivez—. Yo tengo muy alta posición y no me degrado pidiendo a nadie perdones.
+¡El insolente creía tener muy alta posición por haberse enriquecido mucho en Londres, defraudando a su Gobierno en las ventas de guano!
+—Entonces… —repliqué—, tendré que castigar a usted severamente, como se lo merece.
+—¡Bah!, ¡bah!, ¿a mí?
+—A usted, sí.
+—¿Y cómo se atrevería usted a castigarme?
+—Por ejemplo, escupiéndole la cara.
+—¡Atrevido!
+—Y si esto no bastare, le echaré a usted al suelo y le daré de puntapiés como a un perro.
+El peruano me lanzó una mirada de cólera y desprecio.
+—¿Pedirá usted perdón? —le dije con la calma de una resolución tomada—. ¡A la una!
+—¡No! —contestó Argumanes.
+—¡A las dos!, ¿pedirá usted perdón?
+Nada contestó el hombre.
+—¡A las tres!, ¿pedirá usted perdón?
+—¡Eh!, ¡vamos!, ¡digo que no!
+Apenas si había el hombre dicho no, cuando, recogiendo toda la saliva que mis glándulas pudieron secretar, se la arrojé a la cara gritándole:
+—¡Miserable!
+El hombre se desató en improperios, al tiempo que ya se habían reunido en torno como ocho pasajeros.
+—¡Silencio! —exclamé—. Si usted me insulta con una palabra más, le tiraré a puntapiés encima de la máquina.
+El hombre enmudeció de rabia y limpiándose la cara con su pañuelo se alejó de mí, en tanto que varias personas se interponían.
+Comprendí que, no obstante el pleno derecho con que había procedido, yo había ejecutado un acto censurable, por cuanto envolvía una vía de hecho, y que me importaba poner de mi parte la buena opinión de todos a bordo y evitarme un nuevo disgusto. Así inmediatamente me dirigí al cuarto del capitán, con tres de mis amigos de a bordo, le referí todo lo que había pasado, citando testigos de uno y otro sexo, y concluí diciéndole:
+—No obstante la exasperación a que me han reducido los ultrajes hechos a mi familia por el señor Argumanes, y la conducta que conmigo ha observado, comprendo que he cometido una falta para con Su Majestad la Reina de Inglaterra, en cuyo territorio estoy, y para con el digno capitán y los oficiales que la representan aquí. Por tanto, pido perdón y presento a usted mis excusas por la falta que haya cometido, en defensa de la dignidad de mi familia, y si fuere necesaria otra satisfacción, estoy pronto a darla a usted.
+Muchos oficiales del barco y pasajeros atestiguaron espontáneamente que yo había dicho la verdad en todo, y el capitán, tendiéndome la mano y con ademán de aprecio y consideración, me dijo:
+—Señor, usted ha procedido como un verdadero gentleman; acepto con placer sus nobles excusas y le declaro dispensado de todo.
+Enseguida hizo llamar a Argumanes y le reconvino severamente por su indigno proceder, y como este recibió la reconvención con mucha insolencia, calificando además de parcial al capitán y negándole toda autoridad para reconvenirle, el vigoroso marino le dijo:
+—Retírese usted y modérese, y sepa que tengo autoridad para castigar toda insolencia.
+—¡A mí no me puede castigar usted! —repuso Argumanes—. ¡Soy ciudadano peruano!
+—Puede usted ser ciudadano del Perú, del sol o de la luna, pero está usted en territorio inglés y aquí ejerzo yo la autoridad de Su Majestad británica y de las leyes de Inglaterra.
+Refunfuñó el peruano con violencia, y el capitán añadió:
+—Si usted continúa dando escándalo, le enviaré al fondo de la cala, y si es necesario le haré poner una barra.
+Con esto se amansó el muy alto y soberbio señor Argumanes, y enseguida se redujo a amenazarme, diciendo que al llegar a Inglaterra la cosa me costaría muy caro y tendría yo que darle espléndida satisfacción.
+Todos los oficiales del Paraná y casi todos los pasajeros me felicitaron por mi conducta, y los primeros me obsequiaron por la noche con un té especial en el que hubo gasto a discreción de excelente champaña. Argumanes, al contrario, se vio tan aislado, tan despreciado por todos, que hubo de encerrarse en su camarote durante cuarenta y ocho horas, hasta que, al tocar el Paraná en Plymouth, saltó a tierra y siguió prontamente para Londres. Como profirió muchas amenazas, todos los oficiales y muchos pasajeros ingleses me ofrecieron sus testimonios para cualquier lance que ocurriera en Inglaterra, y con tal fin me dieron sus tarjetas con sus direcciones domiciliarias. Yo creía que Argumanes me provocaría después a duelo, si tenía algún sentimiento de dignidad, pero todos me decían que el duelo era severamente prohibido en Inglaterra, y que de seguro la venganza de aquel sería puramente judicial. En breve sabrá el lector de qué manera concluyó el episodio.
+Profundas fueron las impresiones que sentí desde que avistamos la costa de Inglaterra, cerca de Plymouth hasta el desembarque en Southampton. Por una parte, era imponente el espectáculo de centenares de barcos de vela y de vapor, amén de muchísimos pescadores, que en todas direcciones se cruzaban sobre las agitadas ondas del canal de la Mancha, espectáculo que, dando idea de un prodigioso movimiento de navegación y comercio, contrastaba por extremo con la desoladora soledad que habíamos encontrado en el mar de las Antillas y en travesía del Atlántico. Por otra, los grandiosos diques y muelles del puerto de Southampton y la gran multitud de naves de todo porte allí aglomeradas, preparaban mi ánimo para comenzar a darme cuenta de la inmensidad de la marina británica y de las proporciones asombrosas de su comercio, impresión que había de ensancharse y profundizarse después en mi espíritu con la contemplación de unos puertos tan importantes como los de Londres y Dover, Bristol, Liverpool, Glasgow y otros.
+Esto, en lo tocante al aspecto comercial de la civilización europea que yo me proponía estudiar. En lo tocante al aspecto físico de Inglaterra, se me ofreció desde las cercanías de Plymouth un espectáculo que me era enteramente desconocido: el de la tierra cubierta de nieve, y como ella, todas las casas, arboledas y demás elementos de los paisajes visibles. Estábamos en los principios de marzo, y nevaba con excepcional abundancia. Todo estaba cubierto por una inmensa mortaja blanca; parecía que incesantemente llovía algodón desmenuzado en ligerísimas púas y aristas; los árboles tenían el aspecto de grupos de espectros envueltos en destrozadas sábanas o harapos de blanquísimo lino; las casas parecían enormes y extravagantes sepulcros, y las aldeas y villas, cementerios monstruosos… Todo tenía el aspecto de la desolación y la muerte, y era lúgubremente sorprendente para mí, hijo de la zona tórrida, habituado desde mi niñez a ver siempre en mi bello pero oculto país los árboles y las plantas vegetando, las campiñas verdes y lozanas, las fuentes y los ríos y arroyos saltando cristalinos y espumosos, y en todas partes la vida, la expansión, el calor y la actividad de la Naturaleza…
+Mi pobre esposa, que con su admirable conducta se había hecho más digna de mi estimación y ternura, había sufrido cruelmente a bordo del Thames y del Paraná, y al llegar a Southampton estaba extenuada. Iba criando a nuestra hija Carolina, que no tenía cuatro meses cumplidos cuando nos embarcamos en Cartagena, y a más de eso tenía los más tiernos cuidados para con Bertilda, chiquilla inquieta de dieciocho meses, y como sufría horriblemente del mareo y casi no podía retener alimento alguno, puede decirse que al nutrir con sus pechos a la recién nacida, la alimentaba literalmente con su propia vida… ¡oh!, ¡cuán bella y sublime es la abnegación de una madre, y cuánto no les suele costar a todas la ternura infinita con que aman a sus hijos y les mantienen y desarrollan la vida que les han dado!
+Era conveniente una detención de algunos días en Southampton para que mi familia descansara algo de las fatigas del viaje, y aquellos días no fueron perdidos. No obstante la crudeza del invierno y el estar todo cubierto de nieve, no perdí una hora en cinco días sin recorrer todas las calles y observarlo todo, visitar las iglesias y otros edificios públicos, recorrer detenidamente los diques y muelles del puerto, presenciar todo lo que hacían en el vasto embarcadero del ferrocarril y ver funcionar el telégrafo; todo lo cual me era desconocido, salvo por lectura y vistas de láminas y periódicos ilustrados.
+Tan prevenido estaba yo contra el catolicismo, por su disciplina, sus ritos y aun algunos de sus dogmas, que sentí una especie de placer relativo, pero no de sentimiento sino de pensamiento, al visitar en Southampton las primeras iglesias protestantes. Me parecieron excelentes, no obstante su frialdad glacial, su desnudez prosaica y su desabrimiento, sólo porque en ellas no había imágenes ni verdaderos altares. Con el tiempo, después de mucho viajar y comparar, me persuadí de esta verdad: que en lo tocante a religión cristiana, no hay verdadero culto sino en el catolicismo, y me pareció que, dados los dos puntos opuestos de partida —la fe y el libre examen positivista— sólo eran lógicos dos caminos: el del catolicismo y el del deísmo racionalista.
+En las religiones protestantes no hay propiamente culto externo, porque todo tiene el carácter de social, más bien que divino. Una reunión de protestantes en su iglesia no parece estar congregada allí para orar, oír la palabra divina y hacer oblaciones a Dios, sino para discutir o tratar de asuntos muy prosaicos o de interés procomunal. Faltan allí el altar, que hace mirar hacia el cielo, los crucifijos y las imágenes de María, que invitan a evocar la sublime historia de Jesús y su pasión; los cuadros religiosos, que enseñan objetivamente las virtudes supremas de la fe, la caridad y la esperanza, y de la abnegación llevada hasta el martirio, y faltan el órgano, cuya sonora voz levanta las almas hacia el invisible ideal; el incienso, cuyo aroma hace sentir íntimas emociones de oblación y adoración, y cien circunstancias que dan al culto católico incuestionable superioridad de belleza elocuencia y grandiosa filosofía sobre todos los demás cultos conocidos.
+Apenas si habíamos llegado a Londres y nos instalamos en una gran fonda —The London Bridge Hotel— me entregaron una carta de mi hermano Rodulfo. Él había estado viajando por negocios en Europa, y ya iba a regresar a Nueva Granada, y como yo le había dado noticias de mi llegada a Southampton y de la dirección del alojamiento que tomaría en Londres, se había anticipado a informarme de lo ocurrido con él en el asunto de Argumanes.
+Este se había apresurado, al llegar a Londres, a poner su causa en manos de dos abogados —modo especial y muy guanero de entender las cuestiones de honor—, y los lawyers, informados, nunca supimos cómo, de que en la metrópoli estaba un Samper, le confundieron conmigo y fueron a pedirle satisfacción. Mi hermano se apresuró a decirles: «El sujeto a quien ustedes solicitan es mi hermano, se ha detenido en Southampton y llegará de hoy a mañana, ignoro qué sea lo acontecido a bordo del Paraná pero sea lo que fuere, estoy seguro de que mi hermano ha procedido bien, y si se trata de una cuestión de honor estoy pronto a responder por él, aceptando todas las consecuencias».
+Los abogados se retiraron presentando excusas a mi buen hermano, y dijeron que aguardarían mi llegada, por lo cual dejaron su dirección, que era un rincón de cierto inn —plazuela encerrada entre edificios— en la city de Londres.
+Al día siguiente me presenté en el despacho de los lawyers, llevando, escrita en francés, porque yo me expresaba muy mal en inglés, una exposición circunstanciada de lo ocurrido con Argumanes, y acompañando una larga lista de testigos que comenzaba por el capitán y los oficiales del Paraná, con indicación de sus domicilios.
+Me recibieron muy bien los dos abogados, mostrándose muy agradecidos de mi prontitud y cortesía, y como yo empecé por decirles que, aun siendo el primer ofendido, me ponía a la disposición de mi adversario, si se trataba de un lance de honor, se apresuraron a declararme que en Inglaterra no podía haber lances de esa clase, y que no se trataba sino de una satisfacción civil escrita, y en caso necesario, judicial. Entonces les referí con calor lo ocurrido y les entregué mi exposición. Vi patentemente que ambos reconocían mi sinceridad, sin decírmelo y comenzaban a simpatizar conmigo y mi causa. Les dejé mi dirección y me prometieron informarme del resultado lo más pronto posible.
+Tres o cuatro días después me escribieron una carta muy atenta, en la cual me declaraban: que habían averiguado los hechos con el capitán y los oficiales del Paraná y que, resultando confirmada en todo mi exposición, el asunto quedaba concluido, pues ellos, como hombres justos y de honor, no podían patrocinar la causa de Argumanes.
+Así finalizó este desagradable episodio, sin que Argumanes tuviese nada qué hacer conmigo durante los veinte días que pasé en Londres. Dos meses después me encontré con mi hombre en París, súbitamente y de manos a boca, y fue tal su terror al verme, que se echó a correr por el boulevard Montmartre y se escondió como un gato en la galería del Comercio. Nunca volví a verle y creo que de ello le quedarían a él pocas ganas.
+Reservo para mejor ocasión el emitir de un modo general el juicio que formé respecto de Londres y de Inglaterra, procurando no repetir cosa alguna de lo que tengo publicado sobre la materia. Por ahora sólo diré de paso dos cosas. Lo que más me sorprendió en Londres fue, en lo material, este hecho: la inmensidad combinada con la enormidad, y en lo social, este otro: el orden más maravilloso en la completa libertad y en el prodigioso bullicio de lo aparentemente desordenado.
+La city, como llaman al viejo Londres, es una ciudad-boa, una capital-vorágine que de tanto absorber y devorar ciudades, villas y aldeas circunvecinas, pertenecientes a tres o cuatro condados —provincias—, se ha convertido de capital en metrópoli-monstruo. Pero ¡qué monstruo!, un monstruo de magnificencia y esplendor, actividad y opulencia, de ciencia y de gobierno. Es una potencia de cuatro millones de almas aglomeradas en el corazón de Inglaterra y sobre las orillas del Támesis; potencia que gobierna el mundo por medio del dinero, de la industria, del comercio, de la marina y de la diplomacia.
+Allí todo es enorme, ¡colosal!, y tiene el sello de inmenso, en cuanto lo inmenso puede caber en las obras humanas. San Pablo y la abadía de Westminster; el Museo Británico y el Palacio del Parlamento; Hyde Park y el Jardín Zoológico; el puente de Londres y los embarcaderos de los ferrocarriles; los diques y el ferrocarril subterráneo; el Bajo Támesis y sus colosales barcos de vapor, el Banco de Inglaterra y la Lonja; el palacio de Kensington y las principales calles; la casa de correos y el túnel o socavón: todo allí es enorme; todo parece hecho para gigantes y titanes o para servir a la Humanidad entera, representada por la más vasta aglomeración de hombres que el mundo haya visto reunida bajo una sola autoridad municipal. Así la belleza de Londres no consiste en su gracia o su elegancia, sino en sus proporciones, que dan idea de lo fabuloso en la civilización.
+¿Pero cómo vive, se mueve y se agita aquella inmensidad, en cuyo seno se cruzan más de cuatro millones de hombres de todas las naciones, a pie y en centenares de miles de carruajes? ¿Cómo se sostiene allí el prodigioso movimiento de los correos y los telégrafos, del comercio y del periodismo, de la navegación, de los acarreos terrestres, y de tantos servicios admirablemente organizados para facilitar la vida de tanta gente? Todo es obra del orden, del buen gobierno, de la armonía social, y este orden, este gobierno y esta armonía son el resultado del equilibrio de dos fuerzas incuestionables: la acción de la libertad y el respeto por la autoridad colectiva, o en otros términos: todo es obra de la LEY. De la ley, que es simultánea y correlativamente la garantía de todo derecho y de todo deber…
+Todo inglés sabe, por intuición de raza, o por tradición o educación, una cosa: que si el derecho y el deber naturales del hombre emanan de Dios, la ley social es la que, en resolución, interpreta y formula la ley de Dios —en lo político y civil—, tal como puede comprenderla y presentarla a la sociedad el hombre constituido en gobernante. La ley social es, pues, para todos, la expresión relativa del bien, de la justicia, del orden, de la conservación, de la regularidad en la vida común y en el progreso humano. La ley dice a cada cual: este es tu derecho, y los demás deben respetarlo; este es tu deber, y los demás tienen razón para exigir que lo cumplas. Y todos se someten, todos respetan la ley, porque la ley les protege y ampara por igual.
+De ese respeto nacen simultáneamente la libertad y el orden o, mejor dicho, nace una libertad ordenada, una libertad que funciona con regularidad. La policía, que es una de las maravillas sociales de aquella civilización, es acaso la más patente expresión del orden característico de la libre sociedad inglesa.
+NO ME PROPONGO DESCRIBIR a París minuciosamente, trabajo que está hecho desde 1862 y hace parte de mi obra intitulada: La civilización anglofrancesa. Prefiero seguir en estas Memorias otro método: el de hacer que la descripción de los principales rasgos de París y de toda Francia vaya resultando de la narración sencilla, frecuentemente anecdótica, de la vida que viví en aquel país y sobre todo en su capital. Así aparecerá la fisonomía de muchos hombres importantes o eminentes, y de muchos grupos sociales; se pondrá de manifiesto el carácter de la sociedad francesa; quedarán de relieve muchos rasgos característicos de las instituciones y la civilización de aquel gran pueblo hijo de Rabelais y de Voltaire, transformado en gran parte por su revolución de 1789, y se irá viendo el movimiento de mi espíritu en el medio que le rodeaba, y la influencia que este medio social fue ejerciendo sobre mi alma, modificando en gran parte mis ideas y dando nuevo giro a mis sentimientos.
+Desde luego tenía que resolver, al llegar a París, un problema muy grave y delicado: el de mi instalación. El hispanoamericano que no ha viajado por Europa no tiene idea de lo decisiva que es la instalación para el buen o mal éxito del viaje. De la orilla derecha a la izquierda del Sena no hay materialmente más de cien metros, pero ¡cuán grande no es la distancia moral, económica y social!
+Vivir en el lado derecho significa hacerse víctima en mayor o menor grado, del lujo y el placer, de la moda y la disipación, de la elegancia ruinosa y la novelería; de la estéril vanidad y el capricho de todo el mundo, a menos que el ejercicio de una profesión o industria lucrativa haga necesario el hallarse uno constantemente en el centro de los negocios, siempre con el gran peligro de ser absorbido por la vorágine del mundo disipado.
+Vivir en el lado izquierdo significa, al contrario, acomodarse con modestia y economía para sí mismo y su familia, y no para el qué dirán; significa asegurarse independencia y la quietud, rodearse de elementos de trabajo y estudio serio, situarse al lado de la Universidad y del Luxemburgo y a la sombra de una sociedad sensata y reposada, en los barrios que no son del dominio de los estudiantes ni de los petimetres a la moda.
+Londres acababa de enseñarme una cosa muy importante: que en la inmensidad de las capitales europeas todo individuo es anónimo; que es un cero, un mero bulto de la inmensa turbamulta social, y que el extranjero, más aún que los ciudadanos de aquellas capitales, debe aprender a vivir conforme al buen sentido y a sus recursos, y no a la necia vanidad, que a muchos alucina hasta el punto de hacerles creer que llaman o pueden llamar la atención de alguien, derrochando en balde su dinero por hacer viso.
+Así al instalarme en París busqué la comodidad, el contentamiento de mi familia y los elementos de un provechoso estudio, dejando la vida elegante para los que pudieran instársela y gustaran de la ociosidad presuntuosa. Me fui a vivir a la calle del oeste, número 50, donde tenía: todo el primer piso de una casa, que amoblé a mi gusto y con lo mío; buenos vecinos en la misma casa y en las cercanías; aires saludables y jardín adentro para que en él jugaran mis hijitas, y al frente, en la acera opuesta, una vasta extensión del espléndido jardín del Luxemburgo, abierto para todos. No muy lejos iba yo a tener La Sorbona y el Colegio de Francia para asistir a cursos públicos de literatura, historia y ciencias físicas y políticas, así como iba a tener a mi alcance el Instituto Francés, magníficos museos y bibliotecas, excelentes librerías, admirables templos, el teatro del Odeón, el Observatorio y otros establecimientos científicos.
+Después de instalarme, mis primeros cuidados fueron tres: adquirir el mayor conocimiento posible de la lengua francesa, procurarme muy buenas relaciones y tratar de aprender el arte de vivir bien en París, arte que muy pocos extranjeros aprenden ni conocen jamás. Para lo primero me propuse: no tener jamás vergüenza o empacho para hablar con cualquier francés, y evitar lo más posible las lecturas y conversaciones frecuentes en castellano; procurarme el auxilio de un profesor que me enseñase los modismos, las delicadezas y la ciencia de la lengua francesa, que no se aprenden en las gramáticas, así como ciertas finezas de gimnástica en la pronunciación; asistir con frecuencia a los mejores teatros, donde se hablase el francés puro y clásico, como en el teatro Francés y el del Odéon, y el francés familiar más espiritual, agudo y original, como en el teatro del Palacio Real, y leer constantemente los mejores libros y los periódicos y las revistas más correctamente escritos. Esto era tanto más necesario y conveniente para mí, cuanto había celebrado un contrato con el editor propietario de El Comercio de Lima para enviarle, por quincenas, revistas o correspondencias completas sobre la política de Europa.
+Tanto me apliqué a llenar mi propósito, que a los tres meses mi excelente profesor, un señor Marais, me abandonó, como hombre de conciencia, diciéndome que yo no había menester de más estudios prácticos y literarios de la lengua. Ello fue que aprendí a escribir y hablar en francés tan rápidamente como en castellano, y que después tuve ocasiones repetidas de improvisar discursos y conferencias en París, Vichy, Clermont-Ferrand, Lausanne y otros lugares, sin que se me notara otra cosa que algún acento de extranjero. Asimismo escribí en francés para revistas, diccionarios y periódicos sin dificultad alguna. Aconsejo a los hispanoamericanos que hayan de viajar por Europa, que sigan el mismo sistema que yo, y obtendrán buenos resultados.
+El arte de vivir en París y en toda gran capital no se obtiene sino pagando el noviciado, observando muy atentamente las cosas y aplicándose mucho a sacar provecho de las enseñanzas que se reciben de la experiencia y de los hombres sensatos del país que uno habita. Pero la regla cardinal y fundamental es esta: persuadirse de que, por mucho que uno haga, nunca llamará la atención de nadie, perdido en la inmensidad de la masa y de la localidad, y de que en aquellas grandes capitales el qué dirán es absurdo y lo que se llama todo el mundo no es nadie, por lo que a todo trance debe echarse la vanidad a un lado, sin tratar de comprar con dinero una ostentación personal que ha de pasar y pasa siempre enteramente inadvertida. ¡Desgraciado del que en aquellas capitales trate de vivir para los demás, mediante un cúmulo de tonterías ostentosas!
+La segunda regla que adopté y me fue muy útil fue esta: evitar los pequeños gastos, los gastos en fruslerías, que son precisamente los más costosos. Cuando tiene que desembolsar 100, 200, 500 o más francos, se mira mucho, considera el estado de su bolsillo y obra con prudencia y bien entendida economía. Pero a cada momento se hacen gastos innecesarios, meramente caprichosos, de 5, 10 y 20 francos, y como un franco de suyo vale poca cosa, el chorrito va corriendo incesante o insensiblemente, y cuando uno menos acuerda ha despilfarrado en futilezas centenares y miles de francos. Esto es lo que arruina. Yo compraba o mandaba hacer sin miedo vestidos completos para mi familia o para mí, pero me inspiraban terror pánico las cintas, los encajitos, los lindos nadas y los cachivaches.
+En ninguna parte es tan necesaria como en Europa la práctica constante de esta regla de previsión: hacer siempre su severo presupuesto de rentas y gastos, y tenerlo delante a todas horas, a fin de no gastarse uno sino aquello que puede. De otro modo, con las tentaciones infinitas que en Europa seducen los sentidos y la vanidad, el viajero imprevisor tiene que caer en uno de estos tres abismos: o ir al hospital de caridad, o deshonrarse como deudor tramposo, o mendigar auxilios de sus compatriotas y vegetar como un parásito petardista, cuando no apelar a los indignos expedientes de un caballero de industria.
+Cuarta regla: considerar la influencia que ejercen sobre la economía de las familias o el monto y naturaleza de los gastos la geografía y topografía de los lugares en todas las ciudades, y sobre todo en Londres y París. De una calle a otra cercana, el mismo vestido, igual en calidad, corte, etcétera, cuesta sumas muy diferentes, según el mayor o menor lujo del establecimiento y que el sastre o la modista estén más o menos en boga. Se paga mucho por decir con insulsa vanidad: «A mí me viste Fulano o Fulana». Una comida que cuesta 40 francos en el Café Inglés, cuesta 15 a dos o tres cuadras del Boulevard, en otro buen restaurante, donde no hay exhibición ni come uno para los demás, es decir, para los que le ven entrar, sentarse, pagar y salir. De este modo es patente que, de los 40 francos gastados en la primera de esas comidas, figuran 15 que uno se come y se bebe, y 25 que paga por el sitio, por el lujo de los espejos y dorados, por los fracs y las corbatas blancas de los mozos sirvientes, y por el gusto de decir a sus amigos: «Hoy comí en el Café Inglés».
+Todas estas y otras buenas reglas practiqué en Europa, muy bien apoyado por el buen sentido de mi esposa y mi madre —mi suegra o bella madre, como dice la galantería francesa—, y con tal práctica me fue muy bien. Viví siempre cómoda y decentemente y con dignidad y tranquilidad, y me gasté en libros, viajes y adquisición de conocimientos y buenas y útiles relaciones lo que muchos compatriotas o hispanoamericanos suelen dilapidar, sin provecho alguno, en majaderías, cuando no en vergonzosos placeres. Así, confieso sin empacho que merecí de todo en todo el juicio que de mí formaban muchos jóvenes compatriotas. Cuando departían acerca de mí, en sus corros de los cafés de boulevard, decían: «El doctor Samper es un hombre sin elegancia y nada comm’ il faut; vive metido en el barrio de la vieja aristocracia, en La Sorbona y el Colegio de Francia, y malgastando su tiempo en los museos y las bibliotecas; se ha dejado hacer miembro de varias sociedades sabias; jamás concurre a las variedades ni a los bufos, sino a los teatros clásicos; no se hace vestir en las grandes sastrerías; no sabe hacer calembours ni hablar con el esprit parisien; anda por las calles sin guantes; carga él mismo, en vez de dárselos a un commissionnaire, los libros, los bombones, los bouquets y demás menudencias que compra en las tiendas; comete la enormidad de andar muchas veces en ómnibus, y busca de preferencia la sociedad de los sabios y los hombres de letras… ¡Es un hombre perdido!».
+Muchas y excelentes relaciones cultivé en París, que fueron para mí tan gratas como provechosas. Naturalmente he de mencionar en primer lugar las de mis compatriotas. Visitáronme desde mi llegada, dejando a un lado la costumbre francesa[29], muchos compatriotas estimables, entre otros mis viejos amigos José María Torres Caicedo, José Triana y Fernando Conde, los señores Rafael y Francisco García, don Juan de Francisco Martín y don Pedro Díaz Granados con sus familias, y don Manuel Vélez Barrientos. El último se había expatriado de Bogotá, amedrentado por las ideas socialistas que aquí pululaban desde 1852, y los señores De Francisco Martín y Granados representaban a la sazón a la Confederación Granadina en París, el primero con el carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario, y el segundo con el de cónsul general. El excelente don Pedro, hombre campechano y caballerote, había sido compañero de mi padre en el Senado, y con tal motivo yo le había tratado desde muchos años antes.
+No había tenido yo ocasión de trabar amistad con el señor De Francisco Martín y su familia, y por cierto que desde el primer día de nuestras relaciones en París se ganaron de tal modo mi cordial aprecio, que jamás, desde 1858, he dejado de tenerles en la mayor estima. Era el señor De Francisco[30] un sujeto que había figurado en la República, no solamente como acaudalado negociante, sino también como hombre político, notable por su cordura, su gran perspicacia en los negocios públicos, sus maneras cultas y accesibles, su versación en los asuntos de hacienda y crédito público, y su antigua y fiel adhesión al Libertador y a su gloriosa memoria. Llegó a ser dos veces millonario, y ni hacía ostentación de su riqueza, sino que trataba a todos sus amigos y relacionados con amable llaneza y benevolencia, ni dejaba de tratarse con la comodidad que su fortuna le permitía procurarse. Sus salones estaban siempre abiertos para sus compatriotas que llegaban a París, así como sabía mostrarse para con sus amigos obsequioso y francamente hospitalario.
+Si conservo muy buenos recuerdos del señor De Francisco, aún más afectuosos los mantengo respecto de su dignísima viuda, doña Ana, una de las más estimables y cumplidas matronas que yo haya conocido. Jamás llegaba a París un colombiano sin que ella le enviase inmediatamente una tarjeta de saludo, cuando no iba en persona, en su coche cerrado, a la puerta de la fonda donde aquel estaba alojado, a saludarle con exquisita amabilidad y ofrecerle sus servicios. Aquella señora era en París la providencia de los neogranadinos, hoy día colombianos, y de muchos otros hispanoamericanos. Sólo por el lujo de su coche y la distinción de su porte podía creerse que ella vivía en la opulencia, pues sus maneras eran tan sencillas y su trato tan amable y bondadoso, que uno se sentía al lado de ella como al de una vieja amiga, estimulado a la confianza y a la franqueza. Ninguna dama ha representado tan bien y graciosamente a Colombia, en la sociedad de Londres, París y Madrid, como la señora De Francisco. Falleció en Madrid en 1881, y al tributar a su memoria este homenaje, siento vivísima satisfacción mezclada de tristeza.
+Si mis frecuentes conversaciones con el señor De Francisco me fueron muy útiles, por las muy importantes anécdotas históricas que me refirió, como actor o testigo ocular, respecto de la antigua Colombia y del Libertador, no menos gratas me fueron las relaciones de Torres Caicedo. Y aquí debo detenerme algo, tanto por la importancia personal de aquel compatriota, como por cierta influencia que sobre mi espíritu ejercieron sus relaciones.
+Habíamos sido los dos muy buenos amigos desde el colegio, y después la política nos separó hasta el punto de desavenirnos, cuando él redactaba El Día, en 1849 y 1850, y yo El Suramericano. Estábamos desavenidos cuando ocurrió el sangriento duelo de Torres Caicedo con Germán Piñérez, del cual resultó el primero casi mortalmente herido. No oí más que a mi corazón, e inmediatamente corrí a ver a Torres y ofrecerle mis pequeños servicios. Moribundo y despedazado, el pobre José María me tendió la mano izquierda con cariño, diciéndome: «Procedes conforme a tu carácter; olvidémoslo todo, y si logro salvar la vida, seremos buenos amigos».
+Por fortuna para nuestra patria y para toda la América española, Torres Caicedo se salvó, siquiera quedando inválido por algún tiempo y con una onza de plomo debajo del omóplato derecho. Yo me aturdía del valor para luchar y sufrir, de la grande alma que se albergaba en aquel cuerpecito como de adolescente. Torres soportó con incontrastable firmeza y valor, así en Bogotá como en el extranjero, las más dolorosas operaciones, y en toda circunstancia ha justificado el famoso dicho de Cervantes, mostrando la mayor entereza para arrastrar todo peligro y aceptar las consecuencias de sus escritos u opiniones.
+Gran fortuna fue para Colombia y para Torres Caicedo que este no hubiera logrado sanar en Bogotá la herida, ni viese en 1850 prospecto de poder vivir en Bogotá con la seguridad y las ventajas apetecidas, pues súbitamente tomó la resolución de irse para Nueva York, y esta medida fue el principio de su feliz y brillantísima carrera, gloria de nuestra patria. Si se hubiera quedado entre nosotros, en caso de recobrar toda su salud habría vivido esta triste y agitada existencia de los hombres políticos y servidores de las letras en Colombia: luchando con mil dificultades, desafiando peligros, objeto de la implacable envidia de muchos, perseguido por la intolerancia y el odio de sus adversarios, cuando no contrariado por las rivalidades y flaquezas de sus copartidarios, y sin teatro donde desplegar su actividad y lucir sus talentos, y después de todo habría sido… representante, diputado, secretario de Estado o cualquiera de estas cosas tan envilecidas ya entre nosotros, o le habrían muerto en un duelo o en menguados combates civiles, cuando no miserablemente asesinado por cualquier motivo…
+En lugar de todo esto… Torres ha llegado a ser… el eminente Torres Caicedo que toda la América y mucha parte de la sociedad europea conocen. ¿Y de qué manera? Por sus solos esfuerzos, haciendo prodigios de talento, habilidad y laboriosidad, creándose una brillante y excepcional posición que le autoriza para decir con orgullo: «Soy hijo de mis obras». Logró apenas en los Estados Unidos curarse de su tremenda herida, merced a nuevas operaciones y nuevos cuidados, mas viendo que en aquel país no había perspectiva de prosperidad para su espíritu y carácter esencialmente latinos, resolvió irse, con valor y confianza, a buscar la buena fortuna y crearse una posición en París, y lo consiguió mejor que nadie, en igualdad de circunstancias.
+Una revolución había comenzado a operarse en mi espíritu desde que llegué a Europa, y luego, en parte, mis conversaciones con Torres Caicedo concurrieron al mismo fin, como voy a explicarlo. Casi desde mi niñez, primero en los colegios y después en la universidad y fuera de ella, yo había estado sujeto, casi sin interrupción, al influjo de las pasiones de partido y de aquella especie de atmósfera moral que compone la política, el más deletéreo de todos los ambientes, cuando es dirigida por la ambición ignorante y desenfrenada y la violencia del espíritu de partido. Este espíritu de partido, en el sentido liberal primero, radical después, había venido a ser como una segunda naturaleza, no solamente mía, sino de todos los hombres de mi país que se interesaban en las cosas públicas. Ese espíritu había engendrado la intolerancia, y esta era defecto universal en la República, siquiera fuese cada cual intolerante a su modo. Yo me había habituado a creer, no obstante, lo que veía: que el Partido Conservador era esencialmente malo y funesto, y el liberal virtualmente bueno y benéfico, y por lo mismo, con igual prevención, miraba mal a los conservadores y estimaba a los radicales.
+Desde que me sustraje al influjo de la atmósfera moral o política de mi país, y empecé a vivir en París y a visitar sucesivamente las diversas capitales y naciones europeas, comencé a notar que mi punto de vista cambiaba mucho; que mi horizonte moral se extendía en vastísimas proporciones; que yo veía mucho más claro que antes los hechos o fenómenos sociales; que mi idealidad tomaba nuevo giro, y que los hombres y acontecimientos de mi país se me presentaban, de lejos, con aspecto muy distinto del que habían tenido de cerca. Dos hechos curiosos me patentizaron, involuntariamente, la modificación que iban experimentando mis ideas.
+Por una parte, me sorprendí a mí mismo, sin saber cómo ni cuándo, en flagrante debilidad de tolerancia, pues fui notando que me era muy grato tratar en París y Londres con exquisita cortesía y benevolencia a unos compatriotas muy estimables, pero de opiniones notoriamente diferentes de las mías, tales como los señores De Francisco Martín y Díaz Granados, Manuel María Mosquera y Torres Caicedo, Vélez Barrientos, Eloy Ordóñez, los Garcías y otros. Por otra, lejos de serme grato —porque el espíritu de partido es esencialmente maligno— censurar la conducta de los hombres eminentes del partido contrario, comenzaba a sentir verdadera mortificación cada vez que alguien, en país extranjero, les atacaba en mi presencia.
+Recuerdo que un día tomábamos café unos cuatro o cinco neogranadinos, todos liberales, en el café Mazarino, junto con dos o tres franceses que hablaban castellano, dependientes de una casa comisionista. Se ofreció hablar de los asuntos de la República, y con motivo de la guerra civil del estado de Santander hicieron fuertes acusaciones al doctor Ospina, a la sazón presidente de nuestra malhadada Confederación Granadina, y precisamente uno de los franceses apoyó las censuras.
+—No, señor —le dije—: el presidente Ospina no ha sido conspirador contra la paz ni traidor al régimen federal.
+—¡Cómo! —exclamó uno de mis compatriotas—. ¿Usted defiende a Ospina?
+—Sí.
+—Pero usted le miraba con horror antes…
+—Sí; allá en Bogotá, donde el espíritu de partido me dominaba casi en absoluto.
+—¿Y aquí?
+—Aquí soy neogranadino más que liberal. Aquí no tengo bandera de partido, sino la bandera nacional de mi patria, y no consiento en que delante de mí y de ciudadanos que no son compatriotas se insulte al presidente de mi país.
+Con esto concluyó la discusión y yo me retiré, pensativo, al considerar que el patriotismo era una segunda religión y que yo, insensiblemente, iba modificando mi criterio político y moral.
+Con mucha frecuencia me veía con Torres Caicedo y conversaba con él sobre política europea y americana, y cada vez que ponía fin a una de aquellas gratas conversaciones —muy instructivas para mí, porque Torres había adquirido, como publicista y hombre de extensas y excelentes relaciones, muchos conocimientos prácticos— me iba pensando que los dos, marchando de buena fe en opuestas direcciones, nos íbamos acercando mucho en opiniones o ideas. En efecto, Torres se había liberalizado mucho, en el buen sentido de la palabra, con sus viajes, sus lecturas, sus trabajos mismos y su residencia en Europa, y yo, por mi parte, sentía que la exageración de mis ideas iba perdiendo terreno; que el radicalismo iba mermando a mis ojos mucho en su prestigio; que cada día la política de sistemas se me antojaba falsa y empírica, y que insensiblemente iba descubriendo lo bueno que había en el conservatismo. Ello era que Torres me decía frecuentemente que «tarde o temprano estaríamos de acuerdo en todo», y que yo iba creyendo que sí podía haber un liberalismo conservador o un conservatismo liberal aceptable para todos los hombres patriotas, sinceros y desinteresados en su amor al bien.
+Tuve, antes de emprender mi viaje, la feliz inspiración de hacer desde Bogotá proposiciones al editor-propietario de El Comercio de Lima, diario muy conocido en la América española, para enviarle correspondencias desde Europa, las que muy gustosamente fueron aceptadas. Una vez instalado en París, comencé por escribir cada quince días correspondencias puramente políticas; mas en breve comprendí que mi laboriosidad podía extenderse a mucho más, al propio tiempo que mi esposa, renunciando a su anterior timidez, se resolvía a probar sus fuerzas como escritora, principalmente en los ramos de la crítica y las narraciones novelescas, en lugar de reducirse, como antes en Bogotá, a ser mera traductora.
+Modifiqué, pues, mi contrato con el editor de El Comercio, recibiendo una dotación de 12.000 francos anuales, pero comprometiéndome a enviarle dos veces por mes cinco órdenes de escritos que nos imponían laboriosísima tarea. En tanto que mi esposa enviaba —con el seudónimo de Bertilda y el título de Revistas de la moda— extensas correspondencias sobre bibliografía, bellas artes, literatura, algo de observaciones de viajes y movimiento de la moda elegante en Europa, yo redactaba cuatro muy diferentes: una sobre los acontecimientos políticos, tratados tan a fondo cuanto me era posible; la segunda, sobre el movimiento literario en todos sus aspectos —teatro, novelas, poesía, crítica, filosofía, bibliografía, ciencias, etcétera—; la tercera, sobre todos los rasgos notables de la economía industrial, el crédito público, la situación fiscal y la estadística de Europa, y la cuarta, que comprendía las narraciones metódicas de todos mis viajes.
+Imagínese ¡cuánto no trabajaría yo y cuán activa no sería mi existencia! Para poder escribir tanto con alguna propiedad y procurar a El Comercio todo el auge que adquirió con nuestras correspondencias, teníamos que verlo y observarlo todo, leer y viajar mucho, estudiar continuamente, aplicar a los hechos y a las cosas un criterio múltiple, y mantener muy numerosas y ventajosas relaciones, todo lo cual nos costaba bastante dinero y no pocas jaquecas, pero nos aprovechaba mucho. La mayor parte de lo poco que sé lo he aprendido principalmente escribiendo, porque cuando uno escribe mucho, piensa mucho, y adquiere grande hábito de coordinar y profundizar las ideas y buscar la verdad con buen método y criterio, sin atenerse al juicio ajeno ni exponerse a incurrir en involuntarios plagios. Así el mucho escribir, y para ello observar, viajar, estudiar y pensar, favoreció inmensamente la educación de mi espíritu en Europa y abrió a mis ideas muy vastos horizontes.
+Persuadido yo como estaba de la verdad de la famosa máxima de Carlos V: «que un hombre vale tantas veces o es tantas veces hombre cuantos idiomas conoce», al propio tiempo que adelantaba prácticamente en la posesión de la lengua francesa, me propuse ejercitarme en el inglés y aprender el italiano. Aun quise acometer la ardua labor de adquirir el alemán, pero me desalentaron diciéndome que era un idioma enormemente difícil, por su riqueza, variedad de formas y combinaciones y gimnástica de pronunciación, y desistí de la empresa, cosa irrealizable a la edad de treinta y un años y cuando yo no había de residir en Alemania.
+Busqué un buen profesor de inglés y trabajé con él asiduamente, por el método de Sadley, durante cuatro meses. Después mi esposa y yo, queriéndonos preparar en regla para hacer un provechoso viaje por Italia, nos pusimos a estudiar el italiano puro con un estimable profesor florentino, emigrado, el señor Vimercati, autor de una excelente gramática acomodada al sabio método de Robertson. A los tres meses de haber comenzado por la pronunciación del alfabeto escribíamos correctamente en la lengua del Tasso y del Dante, y yo conversaba con desembarazo con todos los italianos que encontraba. Siento haber descuidado después el cultivo verbal de esta preciosa lengua, salvo en mis viajes, por no haber encontrado en Bogotá, Lima, Caracas, etcétera, con rarísimas excepciones, italianos con quienes me fuese dado conversar, a menos que tratase de organitos, de coches, de ollas estañadas o de botines por remendar.
+HABIENDO VIVIDO EN FRANCIA durante algunos años y visitádola varias veces, nunca tuve ocasión, sin embargo, ni pretendí proporcionármela, de tratar de cerca las dos clases extremas de la sociedad francesa: ni la aristocracia de sangre o nobleza, ni lo que se llama en Europa el pueblo. De una y otra clase he podido formar juicio por su trato indirecto solamente y por el espectáculo de sus actos, pero ni visité los salones suntuosos de los nobles ni los desvanes y boardillas de los obreros. Sin duda que esto debía dejar incompletas mis observaciones, mas por fortuna la clase media o bourgeoisie participa en Francia del pueblo y de la aristocracia, confina con la una y la otra de estas grandes fuerzas, y ella misma es una gran potencia, la más poderosa y la más francesa en realidad de verdad, por lo que, aplicándome a mantener o trabar relaciones con muy diversos grupos de la clase media, logré darme cuenta del verdadero espíritu de la sociedad francesa y adquirir muchos conocimientos teóricos y prácticos que me fueron de grande utilidad. Procuraré dar idea con algún método, de las impresiones que sucesivamente recibí del comercio cortés con la sociedad francesa.
+Mis primeras relaciones hubieron de ser naturalmente con un respetable comisionista y banquero, pues no puede uno manejar sus asuntos domésticos con economía y seguridad, en las populosas capitales europeas, si no comienza por procurarse los servicios, debidamente retribuidos, de una casa negociante que le reciba y mantenga en buena colocación bancaria sus valores disponibles, le suministre fondos oportunamente para sus gastos y le dé direcciones para obtener con ventaja muchos de los objetos de consumo de que puede necesitar.
+El respetable señor B. Fourquet, jefe en 1858 de la casa Fourquet y Vaud, fue desde un principio mi banquero y comisionista, y si como tal fue siempre honrado, liberal y sin tacha, sirviéndome con entera confianza y a toda mi satisfacción, como amigo fue también fino, caballero y obsequioso. Ningún colombiano que hubiera tenido relaciones con el señor Fourquet podría olvidarle ni desestimarle. Ganó él enorme fortuna como banquero y comisionista de gran parte del comercio de Cuba, Colombia y muchas repúblicas hispanoamericanas, y supo en todo caso corresponder a la confianza que en él se depositaba, y tratarnos con particular benevolencia y obsequiosidad a todos los hispanoamericanos.
+Las relaciones con el señor Fourquet y algunas otras casas de comisión y comercio, de librería, etcétera, me procuraron facilidades para conocer la índole de la parte mercantil de la clase media francesa. Es notable este grupo social por sus tendencias moderadamente liberales, bien que de ordinario favorables a todo Gobierno, sea el que fuere, que no se pique de revolucionario y dé garantías a la propiedad y al trabajo; por su espíritu práctico positivista y metódico hasta ser rutinario; por su afición ardiente a la especulación y la ganancia, su constante adhesión a todo lo acostumbrado, y sus hábitos de orden, economía y regularidad en las transacciones y en el trabajo: todo esto algo neutralizado por la lentitud en la acción, por cierta informalidad relativa en la aplicación del tiempo y por una inclinación algo exagerada a sacar provecho de la mitología del tanto por ciento. En cuanto a las ideas políticas y religiosas, yo notaba que, en general, entre los hombres de negocios los de edad provecta o avanzada eran católicos o imperialistas, y los jóvenes, incrédulos y republicanos, pero así como los imperialistas lo eran a estilo cesariano, los republicanos no comprendían sino una especie de república socialista, con todo el poder en manos del Gobierno y en perjuicio de la libertad individual. Casi ninguno admitía la posibilidad de que el pueblo francés viviera sin tutor y andaderas.
+Tres círculos hubo de hombres eminentes, en cuyo centro me hallé en frecuentes relaciones con los profesores y amigos de las ciencias llamadas naturales y exactas: los de los señores Duhamel —Constant—, Boussingault y Jomard. Valiéronme para esto, más que otra cosa, las excelentes relaciones que con aquellos sabios ilustres habían cultivado el general Acosta —mi suegro— y su señora, y en verdad que, aparte de su hija y de su nombre, nada pudo haberme proporcionado el padre de mi esposa, con sólo su memoria, tan provechoso como aquellas relaciones, en cierto modo heredadas.
+El señor Duhamel era un insigne profesor de matemáticas, miembro de la Academia de Ciencias, tan considerado por su saber como estimado por su inmejorable carácter. Hombre llano, sencillo y obsequioso, bretón de nacimiento, de talla y de espíritu, siempre estaba de buen humor, recibía en su casa con exquisita amabilidad, conversaba con jovialidad chistosa y amena, se encantaba con los viajes —que hacía siempre con su esposa, por todas las comarcas europeas—, y cuando se fatigaba de trabajar en sus intrincados problemas de altas matemáticas se entretenía tocando violín o leyendo versos. Tenía todos los cabellos blancos y el aspecto de un anciano gallardo, vigoroso, contento y de buen humor.
+Su esposa, también bretona, sencilla y de muy buen sentido, era la más servicial dama que yo haya conocido, y era un encanto ver cómo se amaban tiernamente los dos ancianos, cual jóvenes recién casados, y con cuánto gozo reunían todos los miércoles en torno de su mesa y en su sencillo salón a todos sus parientes e íntimos amigos para obsequiarles con exquisita cordialidad.
+¡Triste cosa! Años después de mi tercer viaje a Europa, falleció Monsieur Duhamel en avanzada edad, y su anciana viuda sufrió tan intenso dolor ¡que se volvió loca! Sus últimos días son, pues, de un infortunio enteramente inmerecido de que ella misma no tiene conciencia, después de haber pasado largos años amando a su esposo y sus parientes, socorriendo a los pobres y colmando a sus amigos de finezas. La ciencia hizo enorme pérdida con el fallecimiento del sabio Duhamel. En el salón de este eminente francés se reunían principalmente sabios muy distinguidos, tales como los señores Joseph Bertrand; Roulin y L’Ermite, cuyo trato me fue siempre tan grato como provechoso.
+Monsieur Roulin era para mí un recuerdo viviente de Colombia. Casi me había visto nacer, cuando vivió entre nosotros, contratado como profesor para dar en Bogotá enseñanzas de física, y frecuentemente me comunicaba, ora interesantes nociones científicas relativas al río Meta y las antiguas provincias de Bogotá y Mariquita, ora importantes noticias biográficas e históricas, adquiridas como testigo presencial, en lo tocante al Libertador y a los acontecimientos ocurridos en mi país de 1824 a 1829. Se complacía mucho en recordar que había «fait le portrait du LIBERTADOR d’après nature», y que este retrato, pintado al óleo en el palacio mismo de Gobierno, era el más fiel y verdadero que había de Bolívar, tal como el grande hombre tenía el rostro y cuerpo en 1827, y el que había servido primero para un busto en bronce que vació David d’Angers, y después para las estatuas fabricadas con grande habilidad por Tenerani.
+En casa de Monsieur Duhamel me hacían siempre, con el mayor interés, mil preguntas sobre la fauna, flora y la composición geológica de mi país, así como sobre las costumbres y los usos sociales, y yo me esforzaba por dar mis informes con la mayor veracidad y propiedad posibles, bien que avergonzado siempre de mi ignorancia en ciencias naturales. Solía la simple tertulia de conversación —de suyo muy agradable, porque no hay sociedad que tenga en tan alto grado el talento y don de la buena y grata conversación, como la francesa— complicarse con baile y concierto, y como esto acontecía en casi todas las tertulias, yo iba adquiriendo cada día mayor gusto por la música, y aprovechaba las ocasiones que se me ofrecían para contentar mi gran pasión por la danza. Generalmente se admiraban de verme bailar correcta y elegantemente cuadrillas, polkas y valses de Strauss, porque candorosamente se imaginaban, en su ignorancia de las cosas de América, que en el Nuevo Mundo casi todos éramos poco menos que salvajes. Lo que me aconteció en casa de Monsieur De Lamartine, y referiré adelante, corroborará chistosamente mi observación.
+En las tertulias parisienses me llamaron desde luego la atención dos circunstancias que me agradaron por extremo: la primera, la costumbre establecida de que nadie se atreviese a invitar a una señora o señorita a bailar, sin tener con ella amistad o haberle sido presentado —lo que a la verdad, sobre ser más culto, precabe en lo posible a las damas de someterse a bailar con individuos que les desagradan o no saben danzar—, y la segunda, la sencillez encantadora con que visten las señoritas, a quienes es prohibido usar joyas ni costosos adornos. Simples trajes de tafetán o de muselina, y alguna flor o modesto lazo de cinta en la cabeza son los atavíos de las señoritas, y por muy ricos que sean sus padres, nunca adquieren ellas el pernicioso hábito de la ostentación y el lujo. Cuando se casan, la cosa es muy diferente, pero entonces tienen que acomodar sus gastos a la renta de que disponen.
+Monsieur Boussingault —que aún vive, por fortuna, y para honra y provecho de las ciencias— era un tipo, así como su estimabilísima señora, muy diferente que el de Monsieur y Madame Duhamel. En su casa, donde tuve muchas ocasiones de tratar al ilustre geólogo Monsieur Sainte-Claire Deville, reinaban en mayor grado la sencillez y la cordialidad, pero los caracteres eran distintos. Monsieur Boussingault, a fuer de parisiense, era agudo y chistoso, pero su conversación se refería de preferencia, conmigo, a la antigua Colombia, la Nueva Granada y el Libertador, y con los demás, a multitud de cuestiones técnicas de agronomía, física, química, geología y mecánica. Miembro eminente como era de la Academia de Ciencias, dictaba sus cursos durante el invierno en el Conservatorio de Artes y Oficios, y se iba a pasar los veranos y hacer experiencias agronómicas en una hacienda que tenía en Alsacia, cerca de Haguenau.
+Solazábase Monsieur Boussingault refiriéndome interesantes anécdotas «del Libertador» —nunca nombraba de otro modo a Bolívar—, de quien había sido edecán titular, por entusiasmo y admiración, durante una de las campañas del sur. Lo mismo que Monsieur Roulin, Monsieur Boussingault vino a Colombia en 1824, en calidad de profesor de varias ciencias naturales, contratado por el ilustre Zea, pero tanto simpatizó con la causa de nuestra independencia y le sedujeron de tal suerte el genio y la gloria de Bolívar, que durante algún tiempo dejó de mano el profesorado en Bogotá por irse a correr aventuras por Popayán, Pasto, Quito y Guayaquil, al lado del Libertador y con el título de edecán.
+Monsieur Boussingault era una prueba viviente de lo mucho que valen para la ciencia la observación personal y la experimentación. Era muy joven cuando vino a Colombia, y poseía ya considerable cúmulo de conocimientos, pero tanto estudió y aprendió prácticamente en las cordilleras y los valles y costas de la Gran Colombia, que al regresar a Europa, en 1830 o 1831, era ya un sabio eminente, sobre todo en lo tocante a los diversos ramos de la química y la física. Suministróle nuestro país materia para muy notables memorias científicas, que hizo publicar la Academia de Ciencias y tradujo e hizo reimprimir el patriota cuanto sabio y laborioso general Joaquín Acosta.
+La señora Boussingault, vigorosa y robusta alsaciana, nos agradaba singularmente por su carácter franco y expansivo y su animada conversación, llena de ingenuidad alemana. Era locuaz y muy amable, así como sus hijas se distinguían por su claro talento y sólida educación. Recuerdo que la señora Boussingault nos habló varias veces de un hispanoamericano que le había llamado la atención por su raro carácter, dos o tres años antes, a quien había hecho una terrible predicción, burla burlando. Aquel individuo, que años después hizo tan extraño papel en Suramérica, era Gabriel García Moreno, el antepenúltimo de los presidentes que ha tenido el Ecuador.
+Contábame la señora Boussingault que García Moreno había visitado su casa en París muchas veces, que profesaba las más extrañas ideas políticas —su resumen era la adopción de un inflexible despotismo para hacer el bien—, y que esperaba poderlas plantear algún día, abriéndose camino para llegar al poder. «Usted es un gran ambicioso, por lo que se cuenta», le decía Madame Boussingault riendo, «y tendrá mala suerte, a juzgar por sus extrañas ideas: o sucumbirá en la lucha, sin lograr lo que se propone, y si algún día triunfa será para caer después de un modo no sólo violento, sino trágico».
+Esto nos refería la señora Boussingault, a mi familia y a mí, en 1858, y cuando, muchos años después, en 1875, llegó a Bogotá la noticia del asesinato del presidente García Moreno, lo primero que me ocurrió pensar fue esto: «La ambición del joven ecuatoriano alcanzó la victoria con que soñaba desde mucho tiempo antes, pero al cabo… la terrible profecía se cumplió. Las mujeres suelen tener una especie de segunda vista, o por lo menos particular talento para hacer predicciones».
+Mi antiguo maestro el doctor Ezequiel Rojas me había dado en Bogotá una excelente carta de introducción para Monsieur De Lamartine, a quien yo ardientemente deseaba conocer de cerca. La gloria de este gran poeta y escritor, uno de los más nobles e ilustres del siglo, había sido para mí particularmente seductiva: yo conocía todas sus obras y las leía y releía con encanto, y sabía cuán popular y admirado era él entre mis compatriotas. Así, no tardé muchos días, después de mi insolación en París, en presentarme en casa de Monsieur De Lamartine, haciéndole entregar mi tarjeta junto con la carta muy honorífica del doctor Rojas.
+Recibióme al punto el gran poeta y publicista, tratándome con majestuosa benevolencia —pues él era majestuoso en todo—, y a poco de ofrecerme asiento me preguntó primero si en mi país estaban en paz, y luego, si las obras de él eran conocidas entre los neogranadinos. Por fortuna pude responder afirmativamente a lo primero, y en cuanto a lo segundo, díjele, conforme a la verdad, que él era inmensamente popular —con Victor Hugo y Alexandre Dumas— en toda la América española; que su admirable historia de los girondinos había producido prodigioso efecto, y que entre nosotros Telémaco de Fénelon y el Viaje a Oriente del mismo De Lamartine eran los libros favoritos con cuya lectura aprendíamos todos a traducir francés. Esto agradó mucho al inmortal autor de las Armonías y las Meditaciones, bien que para su gloria ninguna falta podía hacerle el saber lo que de él se pensaba y decía en Nueva Granada. Pero este era precisamente el flaco de Monsieur De Lamartine, insaciable de gloria y no poco engreído con la que tan justamente había alcanzado.
+Después de unos doce minutos de conversación se levantó y me dijo: «Pido a usted perdón, mi tiempo no me pertenece y estoy excesivamente ocupado. Recibo todos los domingos a mis amigos, y me será muy grato que usted venga a verme en uno de esos días, por la noche. Tendré entonces el placer de presentarle a Madame De Lamartine y a varios amigos cuyas relaciones podrán ser muy agradables para usted».
+Me retiré muy agradecido y prometiendo volver y no salí de la casa sin suscribirme al famoso Curso familiar de literatura que publicaba a la sazón Monsieur De Lamartine. Vivía él entonces en la calle Ville L’Évêque.
+Cosa de dos semanas después fui una noche a casa de De Lamartine. Era domingo; el salón era decente, pero modesto y poco extenso. A más de la señora De Lamartine y otras cuatro o cinco señoras, estaban reunidos unos cuantos literatos, entre ellos tres de gran reputación: Jules Sandeau, Émile Augier —dramaturgo insigne— y Alexandre Dumas, hijo. Estos señores contestaron a mi saludo con cortesía, pero me hicieron muy poco caso, mientras su curiosidad no fue excitada por estas palabras que pronunció Lamartine, después de presentarme a su señora, señalándome: «Este caballero es un poeta y literato, orador y publicista de la Nueva Granada, y me ha sido recomendado en términos muy honrosos por un amigo que tengo en Bogotá».
+Al punto las señoras y los caballeros presentes me miraron, no diré con atención, sino con una especie de simpatía mezclada de viva curiosidad, y me hicieron un fuego granado de preguntas relativas a mi país. Como tenían por poco menos que salvajes a todos los pueblos prehispanoamericanos, sin duda debió de parecerles animal muy curioso un poeta y literato neogranadino que era además abogado, publicista y orador. Acaso no concebían esto en un semisalvaje; pues, sea dicho de paso, no hay hombres, en general, más ignorantes que los franceses en lo tocante a historia y geografía de los países extranjeros, y particularmente de los muy lejanos de Europa.
+Para contestar a las muchas preguntas que me hacían —admirándose de que yo hablase francés con bastante corrección, bien con algún acento—, hube de decirles alternativamente que en mi país hacía parte de la educación de la juventud masculina, a más de muchas ciencias y de la lengua castellana y la gramática general, el estudio de la historia universal y de los idiomas latino, inglés y francés; que las señoritas traducían por lo menos francés y leían muchas obras francesas; que se cultivaban las bellas artes en lo posible, sobre todo la música, y en todas las casas de familias había piano; que teníamos teatros y autores dramáticos; que casi todos nuestros jóvenes bien educados se formaban con facilidad escritores públicos y escribían con talento; que había entre los neogranadinos mucha verbosidad y facilidad para la oratoria; que abundaban los poetas, abogados, médicos y hombres políticos, pero escaseaban los ingenieros y naturalistas; que no sólo eran gallardamente valerosos los neogranadinos, sino demasiado valerosos, por lo que las guerras civiles eran fáciles y frecuentes; que en tiempo de guerra todos tomábamos las armas y, sin previo aprendizaje ni trenes considerables, hacíamos las campañas y combatíamos en regla, en calidad de soldados o de oficiales, o como jefes o generales, y luego volvíamos a la vida civil sin acordarnos de los cuarteles; que teníamos instituciones republicanas muy adelantadas, legislación completa, gobierno bien establecido, administración pública muy bien organizada, universidades, colegios y escuelas primarias gratuitas, ejército regular, literatura e industria propias, etcétera, etcétera. Todo esto sorprendía muy agradablemente a mi ilustrado auditorio.
+Monsieur De Lamartine, por su parte, a más de una o dos preguntas relativas a Bolívar, me inquirió con otras sobre si en Nueva Granada se cultivaban los duraznos, las manzanas, las peras, las uvas, el trigo y la cebada. Él creía que solamente comíamos pan de maíz. Díjele que cultivábamos todo aquello, pero que todos los frutos de las zonas templadas degeneraban en nuestra zona intertropical, por exceso de vegetación permanente y falta de rotación de estaciones, pues la temperatura era perpetuamente igual en todas partes, según la altura sobre el nivel del mar y ciertas influencias topográficas. Hube de explicar todo esto, y causó maravilla que en Bogotá hubiera primavera eterna, y en los valles profundos y las costas perpetuo verano —con o sin lluvias—, y siempre flores, frutos y verduras en la vegetación.
+La última de las preguntas con que me acribilló Monsieur De Lamartine provocó una respuesta mía que acaso lastimó algo por su ironía:
+—¿Cultivan papas en la Nueva Granada? —me dijo el ilustre poeta historiador de los Girondinos.
+—¡Oh!, ¡señor! —le contesté—, justamente fue de mi país (de las montañas del istmo de Panamá) de donde las trajo un francés en el siglo XVII para hacerlas conocer en Francia y aclimatar aquí su cultivo.
+Pero lo que más gracia me hizo fue el cuchicheo de las señoras. Me miraban con curiosidad y hablaban pasito, y al cabo noté que una de ellas decía con mucha insistencia a Madame De Lamartine: «¡Pero mírele usted y repare que es rubio!, ¿habrá cosa más rara?». Cuando caí en cuenta de que esta observación se refería a mí, me acerqué a la señora que la hacía y le dije:
+—Perdón mi señora, pero… me parece que usted extraña mucho que yo sea rubio.
+—Efectivamente.
+—¿Y me permitirá usted preguntarle por qué?
+—¡Cómo!, ¿pues no son todos morenos o aceitunados en el país de usted?
+—¡Ah! —repuse riendo—; sin duda usted había creído que por allá todos somos más o menos hijos de indios o descendientes de africanos…
+—Es general esta… preocupación en Francia. Aquí nada sabemos de las Américas.
+—Pues sepa usted, mi señora —repuse—, que somos en gran parte descendientes puros de españoles. Mi abuelo paterno era de Zaragoza, y por eso mi padre era muy rubio y yo lo soy también, así como varios de mi familia.
+En suma, la conversación en casa de Monsieur De Lamartine fue para mí muy divertida y me retiré muy edificado respecto de la instrucción de los franceses ilustrados y de alta sociedad en lo concerniente al Nuevo Mundo.
+Por lo demás, en el salón de Monsieur De Lamartine reinaba mucha compostura. Nadie hablaba allí en voz alta ni se movía de un lugar a otro, y había no sé qué de religiosidad o de veneración en el respeto con que se escuchaba al gran poeta o se le dirigía la palabra. Él hablaba con solemnidad sentenciosa, y como escuchándose permanecía sentado en un gran sillón, mientras los demás no ocupábamos sino silletas, y mantenía las manos metidas por delante entre el chaleco y los pantalones. Confieso que esto, a lo cual se añadió cierto incidente posterior, me hizo perder algunas ilusiones en lo tocante al carácter del gran poeta, quien me pareció demasiado satisfecho de sí mismo y un tanto regio en sus maneras y su lenguaje.
+Dos o tres meses después tuve ocasión de verle mostrar tan buen sentido como verdadera modestia, con motivo de una súplica importante que le hicimos dos neogranadinos. Un día que Torres Caicedo y yo hablábamos con admiración de las bellas biografías, sobrado poetizadas, es cierto, que Monsieur De Lamartine había publicado en El Civilizador y aun en su Curso familiar, nos ocurrió que sería admirable cosa una biografía de Bolívar escrita por aquel mismo. Esto era reunir el brillo de la más gloriosa pluma al de la más gloriosa espada, y hermanar en la historia dos grandes genios de los dos mundos. La idea nos sedujo y resolvimos ir un día juntos a proponérsela a Lamartine, tanto más deseosos de lograr nuestro objeto, cuanto así prestábamos al propio tiempo un buen servicio a nuestra patria, y procurábamos al ilustre escritor, muy angustiado por conflictos pecuniarios, el medio de escribir un libro de gran novedad que le proporcionaría considerables recursos.
+Monsieur De Lamartine nos recibió con mucha amabilidad —acaso más por Torres Caicedo que por mí—, y al punto le expusimos nuestra idea, ofreciéndole poner a su disposición todos los retratos, mapas, libros y documentos históricos e informes escritos y verbales que pudiera necesitar, pero el insigne autor de las biografías de Cicerón, Gutenberg, Juana de Arco, Colón y tantos otros personajes históricos nos hizo perder toda esperanza, diciéndonos con mucha sensatez: «Nada podría serme más grato ni más honroso que completar mi vida escribiendo la biografía del gran Bolívar, libertador de tantas repúblicas americanas, pero, sin falsa modestia, declaro a ustedes que no me siento capaz para ello. La biografía de un grande hombre, y sobre todo de un hombre como Bolívar que luchó agitando, electrizando, moviendo, libertando y gobernado pueblos, es y tiene que ser en gran parte la biografía de esos pueblos, del teatro en que han figurado y de su época. He podido escribir las de Cicerón, Gutenberg y tantos otros, porque el teatro donde figuraron es por todos conocido, y los lectores podían familiarizarse, lo mismo que yo, con todos los hechos, los rasgos típicos y caracteres de los personajes y los pueblos, por antiguos que fuesen, y aun con el aspecto y las circunstancias de los lugares. Pero para escribir con propiedad la biografía de Bolívar sería necesario que yo conociese a fondo, no sólo al personaje, siquiera fuese por narraciones y retratos, sino a los pueblos y jefes que le ayudaron o le combatieron en su empresa, y todavía más: todos los lugares que él recorrió en sus campañas y sus actos, los obstáculos que venció, los elementos con que pudo cantar y, en fin, todas las condiciones de su época, que precisamente agigantan su obra. Carezco de todo esto y me es imposible adquirirlo. Así, no obstante mi buen deseo, no puedo ser el biógrafo del gran Bolívar».
+Todo esto era sumamente sensato, y Torres y yo hubimos de desistir de nuestra bella idea.
+MI EXCELENTE PROFESOR de francés me hizo un importante servicio: el de presentarme en casa de Monsieur Jules Simon, eminente escritor moralista, que después ha hecho gran papel como hombre político en Francia. Vivía el elocuente profesor de moral y filosofía en la plaza de la Magdalena, número 10, y recibía a sus amigos todos los jueves por la noche. Allí concurrían solamente republicanos y en su mayor número periodistas, llamándome la atención principalmente los señores Legouvé —de la Academia Francesa—, Garnier-Pagès, miembro del Gobierno provisional de 1848 e historiador de su época; Martin, insigne historiador de Francia, Edmond Texier, Taxile Delord y otros escritores notables de La Presse, Le Siècle, Le Charivari, etcétera, amén de Monsieur Barni y Monsieur Vacherot, filósofos muy distinguidos. El trato y las maneras de Monsieur Jules Simon me fueron particularmente agradables. Hombre bonachón, sincero, modesto y sencillo, profundamente convencido y que profesaba ideas de un republicanismo verdaderamente liberal y honrado, siempre instruía con su conversación, en todo caso seria, digna y útil, y a todos se nos acercaba, a todos nos dirigía la palabra con benevolencia y cordialidad. No sólo mostraba grande interés por el progreso de las repúblicas americanas y el triunfo práctico y definitivo de las instituciones libres en el Nuevo Mundo, sino que frecuentemente citaba como ejemplos las buenas soluciones que habíamos logrado dar en América, con la libertad, a muchos problemas políticos y económicos, verdaderamente sociales, que estaban por resolver y eran temibles en Europa.
+Yo pasaba tres o cuatro horas deliciosas cada vez que iba a casa de Monsieur Jules Simon. El comercio con muchos periodistas, literatos y hombres políticos franceses me instruía mucho, abriendo a mi espíritu nuevos horizontes; no había allí pedantes ni personajes de aquellos que posent o se ostentan en los salones como sentados delante de un retratista o del aparato de un fotógrafo, sino hombres de buena compañía, de espíritu libre y corazón patriota, que sabían luchar cuanto podían por la libertad y el progreso de su querida Francia, oprimida y explotada por el desvergonzado cesarismo napoleónico, y yo tenía la doble ventaja, al cultivar aquellas relaciones, de aumentar la cultura de mi espíritu y ponerme al corriente todas las semanas de mil secretos y cosas importantes de la política y la crónica francesas, que la prensa, enmordazada, no podía nunca revelar. Se comprenderá que yo sacaba gran partido de todo aquello para mis correspondencias quincenales.
+Particularmente me llamaban allí la atención, aparte del excelente Monsieur J. Simon, dos hombres: Monsieur Legouvé, académico muy estimable, y Monsieur Garnier-Pagès. El primero, de afable y muy dulce carácter, era eminente poeta, y dos o tres veces tuvo la condescendencia de recitar composiciones suyas, tan notables por la belleza del estilo y la nobleza y energía de las ideas, como por lo castizo del lenguaje, que era un modelo.
+Monsieur Garnier-Pagès era un hombre político por esencia, austero en sus costumbres, incorruptible en sus convicciones, y de maneras al propio tiempo serias y agradables. Todo en él era respetable y digno: era hombre alto, delgado, flaco, de rostro pálido, anguloso y largo, enteramente afeitado, y usaba la cabellera larga, lacia y pobre, peinada hacia atrás. Como yo había aplaudido con entusiasmo la Revolución francesa de 1848, veía en Monsieur Garnier-Pagès un símbolo viviente de tan gran acontecimiento, y le miraba con respetuosa simpatía y estimación.
+A dos pasos de mi casa, en la misma calle del oeste, vivía un hombre ilustre y de particulares cualidades personales, cuyas obras había leído yo en parte y leí después íntegramente. Este era Monsieur Jules Michelet, el famoso historiador. Mi suegro había tenido muy buenas relaciones con él hasta su fallecimiento, y aun las dos familias habían vivido en la misma casa, calle de Postes —Postas o Correos— en 1848 y 1849. Sirviéronme de motivo estos antecedentes para dirigir una esquela a Monsieur Michelet, en la cual solicitaba el honor de visitarlo y presentarle mis respetos. Al punto me contestó en los términos más amables; al día siguiente le hice mi primera visita, me acogió con suma benevolencia, así como su señora; me invitó poco después a comer y me presentó a otros convidados muy notables, tales como los señores Eugène Pelletan, Estevan y Manuel Arago y Louis Ulbach. Durante muchos años, hasta el fallecimiento del célebre escritor, cultivé con él las mejores relaciones, y conservo de él, como reliquias preciosas, muchas cartas que son como fotografías de su carácter y su estilo.
+La sociedad de aquel círculo apacible y de sujetos de alto mérito merece que yo la consagre aquí muy especial recuerdo.
+Monsieur Michelet —que sin disputa ha sido uno de los más originales y eminentes escritores franceses del presente siglo— era un hombre singular en todo. Nacido, durante la gran Revolución francesa, en una iglesia católica desamortizada y convertida en local de imprenta, e hijo de un impresor protestante, reunía en su temperamento, su carácter y la índole de su ingenio como una mezcla de reflejos de todos los influjos bajo los cuales naciera: había en él mucha religiosidad, libre y vaga en las ideas, pero profunda como sentimiento; un espíritu vehementemente revolucionario y filantrópico; gran tendencia a investigar las cosas de la Edad Media, en cierto modo representadas por la iglesia en cuyo recinto había nacido; una insaciable curiosidad de la verdad, propia de los libres pensadores que vienen de familias protestantes, y una imperiosa necesidad de prodigarse, como propagandista, por medio de los tipos y las prensas que había visto manejar desde la cuna. Además, había en Monsieur Michelet un maravilloso contraste de senectud y juventud, pues si su edad y sus cabellos enteramente blancos le hacían anciano y venerable, en la fisonomía, en el gesto, en el espíritu y el corazón mantenía todos los caracteres de la juventud.
+Yo me encantaba conversando con Monsieur Michelet —por cierto muy amigo de los jóvenes y animado de grandes simpatías por los pueblos juveniles del Nuevo Mundo—, y recuerdo que una noche, entusiasmado al oírle departir sobre el progreso humano, le repetí lo que de él había dicho en un juicio crítico de varias de sus obras, publicado en El Comercio de Lima: «Me confirmo en mi idea, que ha parecido a usted muy original, de que usted tiene en el cerebro una especie de matriz moral e intelectual, de la cual provienen simultáneamente un inmenso amor maternal a la Humanidad, y una imperiosa necesidad de concebir y de producir o dar a luz nuevas obras». El gran pensador me contestó que no andaba yo descaminado en mi comparación, que le hizo reír satisfecho.
+Tenía la fisonomía franca, abierta, sincera, llena de una expresión de dulzura y benevolencia; el gesto vivísimo, cual si tuviera dentro de sí una pila de Volta; la voz fuerte, lenta, amartillada y cadenciosa, y de tal modo prolongaba las palabras al acentuarlas, que parecía poner acentos circunflejos sobre casi todas las vocales que llevaban el acento tónico. Hablaba como sacudiendo las frases, cortadas en breves periodos, conforme al estilo que él mismo, Victor Hugo y otros escritores habían puesto en boga, y al cual se presta fácilmente la lengua francesa, a causa de su precisión y de su libertad para admitir modismos que abrevian las frases y las amartillan.
+La señora de Monsieur Michelet —y él la amaba con ardor y pasión, con ternura y candor— era digna, no obstante la gran diferencia de edad que había entre los dos, de ser la compañera de aquel gran pensador. Le amaba con ternura y admiración, y al mismo tiempo como a un buen preceptor; le ayudaba en muchos de sus trabajos, le cuidaba con esmero y le acompañaba en todas sus excursiones. Mujer de talento y curiosa de saber, había adquirido considerable instrucción, conversaba como dama instruida, pero sin la menor petulancia, hacía siempre agradable su hogar, y se interesaba con cordura en todos los asuntos de moral, política, ciencias naturales y literatura que se trataban por la prensa o en las tertulias íntimas de su casa.
+Monsieur Pelletan me llamó la atención desde la primera noche que le vi en casa de Monsieur Michelet. Yo había leído algunos de sus brillantes escritos, pero no le conocía personalmente, y esperaba hallar en él un hombre algo vehemente y locuaz, de simpática fisonomía y cuya conversación fuese muy seductiva. Hallé un hombre digno y serio, de fisonomía melancólica, a la que dan rara expresión las cejas, muy espesas y que casi forman una sola línea; hombre apasionado y de sentimiento, en el fondo, pero casi taciturno, de pocas palabras y reposado continente. Me agradó mucho, no obstante su aire poco comunicativo.
+Con él formaba contraste Monsieur Manuel Arago, hombre corpulento y vigoroso, de fisonomía franca y abierta, lenguaje enérgico, rápido y expansivo y gesto de hombre de acción. Su tío, Monsieur Estevan Arago, era ya hombre de edad avanzada, alto, flaco, serio, lleno de dignidad en sus maneras, pero no menos enérgico en sus pensamientos, a juzgar por su conversación, moderada en la forma y vigorosa en el fondo.
+En fin, Monsieur Louis Ulbach era sujeto de amena conversación, a fuer de novelista, muy gordo, de fisonomía bonachona y simpática. Sus novelas me gustaban mucho. Estas y otras personas que yo encontraba algunas veces en casa de Monsieur Michelet contribuían a hacerme sumamente gratas las horas que yo solía pasar, siempre de noche, en la compañía del ilustre historiador y naturalista literario. Su fallecimiento, acaecido en 1875, me causó gran pena —recibí la noticia en Bogotá—, pues aunque discordábamos mucho en ideas —en lo tocante a religión y filosofía principalmente—, yo le estimaba con veneración, le quería con verdadero cariño y le admiraba como a uno de los más ilustres pensadores y más fecundos escritores franceses de este siglo.
+De él adquirí una costumbre que me ha sido muy útil. Me decía él que jamás había corregido ningún manuscrito suyo, ya por falta de tiempo para hacer poner cosa alguna en limpio, ya porque, siendo la letra manuscrita una cosa muy personal, nunca podía el escritor caer en la cuenta de todos sus errores de fondo o faltas o imperfecciones de estilo, si corregía su propio manuscrito. Lo más conveniente era, y así lo hacía Monsieur Michelet, dar a la imprenta sus borradores, tales como salían de la pluma, y después corregir mucho en varias pruebas, con suma atención y severidad, la composición tipográfica. Perdiendo esta, como pierde siempre, mucho de lo personal del escrito, hay más claridad de criterio y mejor gusto para juzgarlo y corregirlo, sobre todo si se repiten las lecturas y correcciones de pruebas, y mucho mayor probabilidad de llegar o acercarse a la perfección. Desde 1859 he seguido este método —que era también el de Balzac—, y me ha dado buenos resultados, sobre todo en lo tocante al estilo.
+La primera de las obras que me propuse ejecutar en París fue causa de numerosas y excelentes relaciones de otro género que contraje desde 1858. El general Acosta había publicado en París, en 1847, un mapa de la Nueva Granada, trabajado por él, que era lo mejor conocido en nuestro país. Pero la edición estaba enteramente agotada, y además el mapa adolecía de algunas deficiencias e imperfecciones que era fácil subsanar, bien que en manera alguna me picaba yo de geógrafo, por más que me agradasen e interesasen vivamente los estudios de geografía. Era tanto más necesaria una nueva edición del mapa, acomodada a la nueva división territorial en ocho estados federales, cuanto yo mismo había publicado en Bogotá, en el año anterior, un Ensayo aproximado —obra de mucha laboriosidad— sobre la geografía y estadística de los estados componentes de la Nueva Granada.
+Cuando estuvo hecha la nueva edición, corregida y acomodada al régimen federal de 1858, fui, conforme a una disposición legal, a presentar dos ejemplares de la obra en el Depósito de Mapas Geográficos de la Biblioteca Nacional —entonces imperial—, cuyo director era el sabio señor Jomard. Recibióme con mucha amabilidad el venerable anciano, y al ver que yo mismo era el corrector de la segunda edición y saber que era el yerno del general Acosta, su antiguo y muy apreciado amigo, me trató con la mayor cordialidad y me ofreció su amistad con exquisita sencillez. Al día siguiente escribió a mi madre saludándola con particular aprecio, y pocos días después recibí con ella y mi esposa una invitación para concurrir a sus tertulias de los domingos, que se abrían nuevamente al acabarse el otoño.
+Esta era la parte seductiva de mis relaciones con Monsieur Jomard, así como las interesantísimas y frecuentes conversaciones que con él tenía, en su casa o en la Biblioteca Imperial, acerca de la geografía, la geología y las antigüedades de la Nueva Granada. Pero lo que me puso en grandes apuros fue su empeño de hacerme recibir miembro activo o titular de la Sociedad de Geografía de París. Se imaginó que yo tenía notables conocimientos en la materia, sólo porque examinó las correcciones que yo había hecho en el mapa, y porque leyó, en todo o en parte, algunas obras mías que le obsequié, relativas a la Nueva Granada, y con tal motivo me anunció que, si yo venía en ello con gusto, me propondría en la Sociedad de Geografía, de la cual era presidente, para ser miembro de tan sabia corporación.
+Le declaré con toda ingenuidad que yo era un ignorante en geografía; que mis estudios habían sido principalmente de ciencias políticas, historia y literatura, y que de ningún modo me creía digno de ser miembro de aquella ilustre corporación, donde estaría fuera de mi terreno. Mas fuese por suma benevolencia, o por deseo de reclutar nuevos miembros para la Sociedad, o porque me reputase instruido pero modesto —yo no merecía ninguno de estos calificativos—, insistió en su empeño, y el día menos pensado recibí aviso de la admisión oficial. No hubo remedio: me vi habilitado de geógrafo, a semejanza del médico de Molière, y forzado a estudiar mucha geografía y familiarizarme con mapas, libros de viajes, etcétera, para no hacer muy triste papel en la sabia Sociedad. De este modo Monsieur Jomard me obligó, sin pensarlo, a ser mucho menos ignorante de lo que era.
+Y no paró en esto mi situación habilitada de científica. Dos o tres meses después, el mismo Monsieur Jomard, asociado a un ilustrado joven, Monsieur Rosny, me propuso también para miembro activo o titular de la Sociedad Oriental y Americana de Etnografía. Fui incorporado en ella con la misma benevolencia que en la de Geografía, y a poco recibí invitación para ingresar en otra sociedad estudiosa, entre literaria y científica, denominada Círculo de las Sociedades Sabias. Ello fue que me vi en el caso de justificar aquellas admisiones, ya presentando varias obras mías de esas sociedades, ya emitiendo en comisión informes sobre varias memorias científicas, ora escribiendo exprofeso varios trabajos, más o menos extensos, que fueron publicados en los boletines mensuales de aquellas sociedades. Con el tiempo tuve la satisfacción de que ellas honraran con su aprecio mis volúmenes de Viajes, mi Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas hispanoamericanas, y un estudio especial sobre La Confederación Granadina y su población.
+Las tertulias en casa de Monsieur Jomard eran muy gratas, pues a más de sostenerlas con exquisita amabilidad él, su digna hija y su yerno, en aquel hogar de la ciencia venerable se reunían multitud de hombres ilustrados de casi todos los países civilizados, y particularmente varios miembros de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, de la cual era ilustrado ornamento el anfitrión. Monsieur Jomard había sido uno de los miembros de la Comisión Científica que el general Bonaparte llevó a Egipto a fines del siglo pasado, y en 1862, ya con 85 años de edad y frecuentemente atormentado por la gota, trabajaba sin descanso, ora como miembro de la Academia y de unas cuantas sociedades científicas, ora como director del Depósito de Mapas en la Biblioteca Imperial, ora, en fin, ocupándose en su casa en interesantes y laboriosos estudios sobre antigüedades americanas, europeas y orientales. Estaba muy impuesto de todo lo conocido en materia de antigüedades de la Nueva Granada y del Perú, México y Centroamérica, y conservaba una rica y preciosa colección de objetos de oro, piedra, cobre, barro y otras materias, dignos del mayor interés para un anticuario americano.
+La tertulia en casa de Monsieur Jomard tenía la principal cualidad de ser esencialmente cosmopolita, así por el personal que de ordinario la componía, como por los asuntos que en ella se trataban. En todos los grupos de los salones se hablaba simultáneamente de ciencias y bellas artes, de literatura, geografía y antigüedades, de viajes y descubrimientos de comarcas, y la conversación era siempre tan amena como variada. Solamente de política, de modas ni de cosas fútiles jamás se hablaba una palabra, bien que concurrían señoras y que nos reuníamos muchos hombres adictos del estudio de las cosas públicas.
+En suma, en todas las tertulias que he mencionado, y muchas otras que omito por no extenderme demasiado, encontraba yo, en todos los días de la semana, cuando no prefería ir al teatro o a otras reuniones, grandes motivos de complacencia, gracias al exquisito trato de la culta sociedad francesa, y al propio tiempo medios seguros para conocer la parte más sólida y valiosa de esa sociedad —la clase media— y facilidad para adquirir muchas nociones sobre muy diversas materias, que acaso no hubiera hallado en los libros ni aun haciendo muy detenidos estudios.
+Por vía de contraste haré notar que, salvo en las tertulias de don Juan de Francisco Martín, generalmente eran muy distintos los goces y las conversaciones en las casas de hispanoamericanos adonde yo iba de cuando en cuando. Allí el mayor empeño de las damas concurrentes era deslumbrar con el lujo de vestidos, joyas y adornos, y comprobar que estaban acicaladas conforme a las últimas modas de las actrices en boga; mientras que la mayor gloria de los caballeros hispanoamericanos consistía en ostentar que tenían erudición de boulevard —es decir, de noticias escandalosas y novedades—, y que iban adquiriendo gran caudal de equívocos o calembours. Generalmente unos y otros, caballeros y damas, estropeaban la lengua española, sazonando su conversación con atroces galicismos, como para comprobar que aprendían bien la francesa. Con franqueza diré que, en general, aquellas reuniones me parecían pedantescas e insípidas, y sus conversaciones demasiado pueriles. Me indignaba, sobre todo, el desdén que ostentaban muchos hispanoamericanos por la humilde y cara patria que habían dejado en el Nuevo Mundo, como si desdeñando lo propio se hubiera podido adquirir, imitar o fingir el mérito de la civilización europea.
+Yo no tenía relaciones de ninguna clase, ni podía tenerlas en razón de mi modesta posición, con la alta aristocracia que lleva el calificativo de financiera. Tales relaciones, cuando se obtienen sin humillación ni mengua, cuestan, en todo caso, demasiado caro, porque para cultivarlas hay que mantener un costosísimo tren de mobiliario, carruajes, vestidos, joyas y tertulias. Sin embargo, en casa de Monsieur Duhamel tuve ocasiones de tratar un tanto a las familias de dos opulentos banqueros, los señores Isaac y Émile Pereire, emparentadas por afinidad con la señora de nuestro ilustre anfitrión. Estas someras relaciones me valieron una invitación de los señores Pereire para concurrir con mi madre y esposa a un espléndido concierto, combinado con baile y ambigú, en el suntuoso palacio que ellos tenían en calle del Arrabal de San Honorato.
+Ambos señores Pereire eran israelitas de origen portugués, entre los dos poseían cosa de ochenta millones de francos, y era muy grande la importancia que tenían como empresarios en considerables especulaciones. Se distinguían aquellos señores por su caridad y filantropía y sus maneras sencillas y accesibles, y gozaban generalmente de muy buena reputación como hombres inteligentes y negociantes de grande iniciativa.
+Concurrí al concierto con mi madre y mi esposa, y observé que había entre casi todos los concurrentes de uno y otro sexo una sencilla distinción de maneras y porte, muy distinta de la estirada altivez que yo aguardaba encontrar en una sociedad que naturalmente, según mi prevención, había de componerse de banqueros. Era notable el lujo de muchas señoras, espléndidamente aderezadas, algunas literalmente cubiertas de diamantes, esmeraldas y perlas, pero en general no se notaba en las gentes aquella altanería que de ordinario ostentan los opulentos que pertenecen a la clase media. Verdad es que en la concurrencia había gran número de sabios, literatos y aun artistas eminentes. Yo me apliqué de preferencia a escuchar con embeleso las cavatinas que cantaron la Alboni y otras artistas; a contemplar los bellos cuadros de pintura al óleo y figuras de bronce y alabastro que había en todos los salones; a conversar con un notable literato francés y algunos otros hombres ilustrados, y a gustar deliciosos helados en un invernáculo, en compañía de multitud de plantas de la zona tórrida que me hacían recordar la espléndida vegetación de mi país.
+Pocos meses antes había leído yo un curioso libro del señor Arsène Houssaye intitulado: El rey Voltaire, y como yo había tenido mucho de volteriano, aproveché la ocasión para escribir un juicio crítico sobre aquella obra, que fue publicado en El Comercio de Lima. Estaba yo en el invernáculo saboreando un helado, cuando entró allí y se sentó muy cerca de mí un joven como de treinta y dos años, alto, rubio, delgado, bien parecido y de fisonomía simpática y expresiva. Como los franceses son siempre comunicativos, y yo estaba casi solo, aquel sujeto, al tomar asiento, gustando también un helado, me dirigió la palabra.
+—Es deliciosa la temperatura de este sitio —me dijo—, después de salir de la ardiente atmósfera de los salones.
+—Ciertamente —le contesté—. La transición no puede ser más agradable, y para mí lo es más, sin duda, que para usted, señor.
+—¡Ah!, ¿y por qué?
+—Estoy en este invernáculo como en mi país.
+—¡Ah!, ¿no es usted francés?
+—No tengo el honor de ser francés, pero tengo la dicha de ser hijo de la Nueva Granada.
+—Se echa de ver que usted es al propio tiempo galante para con los franceses y patriota.
+—No es una galantería lo que he dicho, señor. Amo y admiro profundamente a este gran país, y desde mi adolescencia he nutrido mi espíritu con las producciones del ingenio francés.
+El caballero con quien yo hablaba me mostró entonces simpatía, y viendo que yo cultivaba las letras y mostraba inclinaciones poéticas, trabó conmigo una larga conversación cuyo tema principal fue este: la influencia que ejercía y podía ejercer la literatura francesa sobre el espíritu de los pueblos hispanoamericanos. Yo le hice notar a mi compañero que el espíritu volteriano que predominaba en aquella literatura, esencialmente cosmopolita, si bien se adaptaba a la índole rabelesiana del pueblo francés, daba una idea falsa, en el exterior, sobre la solidez del espíritu francés, en general, y producía efectos, entre los hispanoamericanos, que acaso estaban lejos de corresponder a lo que se proponían los escritores franceses. En efecto, sus escritos les daban reputación de ligeros en sus juicios, cuando en realidad ningún pueblo del mundo se distinguía más que el francés por su buen sentido.
+Ello fue que con esta conversación descubrí que mi elegante interlocutor era Monsieur Arséne Houssaye, y que él se mostró muy complacido al saber que yo había publicado un juicio crítico sobre El rey Voltaire.
+Tuve así ocasión, en una conversación que se volvió interesante y duró cosa de hora y media, de formar opinión bastante exacta sobre las ideas, tendencias y costumbres de los literatos franceses servidores de la causa liberal, y me persuadí de que si en la clase literaria que llamaban la bohemia, había mil aberraciones y extravagancias, y no pocas luchas terribles del ingenio desgraciado, empeñado en abrirse camino, en las altas regiones de la literatura francesa había mucha más dignidad y seriedad de lo que muchos suponen. Los hombres de aquellas regiones me parecieron generalmente dignos del mayor respeto, como unos pensadores laboriosos que tenían conciencia de los destinos, la grandeza y la gloria de la literatura francesa.
+Una circunstancia casual, viajando por España, me proporcionó la fina amistad de dos caballeros franceses muy estimables, hijos de la Auvernia. Después de hacer un fructuoso y entretenido viaje por Andalucía nos separamos en Córdoba, mas no sin prometerles yo que en el otoño del mismo año (1859) les haría una visita, cediendo con gusto a sus benévolas instancias. Tuve así ocasión, no solamente de conocer muy interesantes departamentos del centro-sur de Francia, sino también de penetrar un tanto en las costumbres y la vida de la buena clase media francesa, tal como ella se pone de manifiesto en las pequeñas ciudades y en los campos. Al tratar de mis diversos viajes hechos desde París, por el continente, tendré ocasión de hablar de mis dos amigos citados, los señores Mazellier Blatin y Dufour Doubesset, así como de aquella sociedad que no es parisiense. Merece bien un capítulo especial esta parte de mis estudios prácticos hechos en Europa.
+DOS CIRCUNSTANCIAS ME movían, desde un principio, a desear vivamente conocer España, empezando por ella la serie de excursiones y viajes que me proponía hacer por los diversos países europeos. Por una parte, yo estaba imbuido —a fuer de radical colombiano de entonces, y por la falta de comunicaciones y relaciones en que se hallaban mi país y la madre patria— en la preocupación de suponer que España era en todos sentidos el país más atrasado de la Europa cristiana, y me parecía que, para viajar con agrado y provecho, lo más conveniente era ir ascendiendo en la escala de la civilización, como viajero, es decir, pasando de lo más atrasado y antiguo a lo más adelantado y moderno. De ahí mi propósito de recorrer primero España e Italia, antes de viajar por toda Francia, Suiza y Alemania, Bélgica, Holanda e Inglaterra.
+Por otra parte, yo era profundamente español por el sentimiento, no obstante el ardor de mi entusiasmo republicano y de mi espíritu progresista. Mi alma se había educado principalmente con las inspiraciones del ingenio español, bebiendo en las inagotables fuentes que han hecho de la literatura peninsular un inmenso tesoro, y además, a pesar de mis convicciones republicanas y educación democrática, yo cultivaba con veneración el afecto a la tierra de mis mayores y a la caballeresca raza cuya sangre bullía en mi corazón.
+Yo ansiaba, pues, como lo decía a mi familia, por «vivir en castellano», siquiera fuese andando solo y tan de paso como puede hacerlo un viajero. Parecíame también que España estaba en camino de solicitar grandes reformas en el sentido democrático —acaso de experimentar una gran transformación política y social—, y creía llegado el momento de que los hispanoamericanos y los españoles nos diésemos la mano y mancomunásemos nuestros esfuerzos, a fin de levantar a la mayor altura posible nuestra raza, no poco abatida y desacreditada en casi todo el mundo moderno, después de haber hecho el primer papel en siglos anteriores.
+Yo había preparado, en cierto modo, mi viaje a España con algunos escritos enviados a Madrid desde París, y mi nombre no era enteramente desconocido entre los escritores madrileños, merced a dos series de artículos y algunas composiciones poéticas, referentes a la América española y a sus relaciones con España, escritos que habían sido publicados en Madrid en La Discusión —órgano del Partido Democrático y diario que tenía por principales redactores a Orense, Castelar y Rivero—, y en la América, semanario muy interesante que publicaba mi hoy día lamentado amigo don Eduardo Asquerino. Además, la casualidad me fue propicia, por las relaciones que contraje, en mi tránsito de Valencia a Madrid, con don José María Orense —marqués de Albaida—, jefe del Partido Republicano, y esas relaciones me proporcionaron muchas otras, muy propias para facilitarme un viaje provechoso.
+Napoleón III, a fuer de emperador advenedizo, que había obtenido el cetro por asalto y ejercía un poder cesariano, había adoptado un sistema para fortalecer su trono y dinastía, que se condensaba en estas dos ideas: deslumbrar y corromper al pueblo francés, haciéndole olvidar sus derechos soberanos con el artificio de una política que fingía la grandeza. Uno de los medios de esta política era el fomento incesante de cuestiones internacionales que mantuviesen comprometidas en el exterior la bandera y la gloria de la Nación francesa, y que hiciesen creer a los franceses, patriotas en alto grado y que se pagan fácilmente de ideas cosmopolitas, que el honor nacional estaba interesado en empresas de regeneración relativas a otros pueblos. Así, después de haber lanzado a Francia en la guerra de Oriente, Napoleón III quería lanzarla en la de Italia, a reserva de precipitarla poco después en la vergonzosa aventura de la creación del imperio mexicano. La guerra de Italia estaba, pues, en la lógica de los hechos y era inevitable en 1859.
+El otro medio principal empleado por el Emperador consistía en dar trabajo a las clases obreras y fomentar los intereses de los especuladores, a virtud de una transformación artificial de todas o casi todas las capitales francesas, y principalmente de los grandes centros donde habían predominado las ideas republicanas, transformación que, corriendo parejas con el sufragio universal y la hinchazón del quijotismo internacional, había de deslumbrar al pueblo francés, haciéndole creer que se le procuraba una fabulosa prosperidad, que se le daba un Gobierno de origen democrático, y disponiéndole a no ver en su propio suelo el reinado de un despotismo corruptor, disimulado con las ficciones de una política que andaba desfaciendo agravios en ajenos territorios.
+Si en París había observado yo la vasta combinación de demoliciones y reconstrucciones con que se transformaba toda la capital del Imperio, deseaba vivamente conocer las principales ciudades francesas, sobre todo las del sudeste y sudoeste, antes de que hubieran desaparecido sus antiguos rasgos más característicos. Así, fueron muy gratas las impresiones que experimenté al conocer primero a Dijon, Lyon, Avignon y Marsella, cuando iba de París para España, a fines de marzo de 1859, y después las ciudades de Bayona, Burdeos, Angulema y Poitiers, cuando tornaba a París de regreso de mi excursión por la península Ibérica.
+Si Lyon me llamó notablemente la atención por su topografía —tan interesante a causa de la confluencia de los ríos Ródano y Saona, de sus grandes y numerosos puentes, de sus colinas cercanas y la extensa y riquísima llanura circunvecina—, por sus monumentos, sus museos, su muy considerable masa de población —que entonces era de cerca de cuatrocientas mil almas— y aun por el espectáculo de los Alpes, que en lontananza descuellan con magnificencia sobre la Saboya, aún más picaba mi curiosidad por una circunstancia: la naturaleza particular de sus industrias. En mi espíritu había siempre una combinación del idealismo del poeta y de las tendencias investigadoras del economista y hombre político, por lo que, si desde lo más alto de la colina de Fourvière contemplaba yo en Lyon con embeleso las nevadas cimas de los Alpes y las campiñas de los ricos valles del Saona y el Ródano, al propio tiempo me hacía esta pregunta: «¿A qué se deben la existencia de esta gran ciudad, la segunda de Francia, y la inmensa riqueza aglomerada en estos valles?».
+Y pensando en ello, me decía: «Todo eso se debe a dos cosas muy pequeñitas, aparentemente insignificantes: una frutilla y un insecto. La frutilla, bendición del cielo, es la uva, que da al consumo universal los más variados vinos y licores de la Borgoña, del Delfinado, de la Provenza y de otras regiones de Francia, y el insecto es el gusanillo que produce la seda, con la cual el espíritu creador del hombre ha fomentado incalculables elementos de actividad y riqueza. ¡Qué de millones y de grandes consecuencias no se derivan del cultivo de la viña, es decir, de la producción de aquella dulce frutilla, cuyo jugo divinizó el Salvador representando en él su propia sangre redentora! ¡Qué de prodigios no ha creado la civilización con la seda, para gloria del arte y de la industria, merced a este hecho de la más admirable sencillez: la educación de un gusanillo, dirigida por el hombre, para convertirlo en servidor de la industria y artista primitivo de una producción que da origen al desarrollo y brillo de numerosas artes!».
+De esta meditación a que me indujo la observación de los hechos económicos que tienen su centro en la ciudad de Lyon, deduje un provechoso aprendizaje: comprendí entonces cuán grande es o puede llegar a ser lo aparentemente pequeño —como la uva y el gusano de seda— del propio modo que es y puede ser muy pequeño lo aparentemente grande; por ejemplo: el poder de los mandarines que deben su autoridad a la violencia o al fraude, y el orgullo de los hombres que creen posible infringir impunemente o conculcar de un modo durable las eternas leyes de equilibrio de fuerzas y de justicia que Dios ha impuesto al mundo moral.
+Marsella me atraía, no solamente despertando en mi alma sentimientos de simpatía, sino diciéndome desde lejos: «Yo soy la Marsilia de los inmortales fenicios y el primer puerto del Mediterráneo, el más sagrado para la civilización, el lugar histórico por excelencia». Parecíame que, al pisar las playas rocallosas de Marsella, habían de bañar mi frente efluvios, todavía errantes en las brisas, del viejo Egipto, de la inolvidable Cartago, de la extinguida Troya de Homero, de la gentil Mauritania —que en un tiempo impusiera su civilización y diera su sangre a la española raza—, de la gloriosa Grecia, madre del heroísmo, de las artes y de la filosofía, y de los puertos de Italia, la península clásica, patria del amor y asiento de las grandes maravillas de la civilización latina.
+Parecíame también, al discurrir por las calles de Marsella, que sentía resonar las notas del himno electrizador al cual había dado su nombre la ardorosa ciudad, y como yo era un liberal vehemente, grande admirador de la epopeya popular de la Revolución francesa, y había nutrido tanto mi espíritu con lecturas relativas a la historia de esa revolución, me alucinaba con la idea de recibir, con la luz del sol de Marsella, algo como un baño en la sagrada fuente del entusiasmo revolucionario. ¡Quién me dijera entonces que mi espíritu, desengañado e iluminado años después, habría de experimentar una verdadera y profunda revolución en el sentido antirrevolucionario!
+Si la travesía de Marsella a Barcelona, en medio de una fuerte borrasca, me dio la mejor prueba de mi fortaleza para resistir los balances y las cabezadas de un barco de vapor y el mareo, que no alcanzó a invadirme, la activa y opulenta capital de la Cataluña me predispuso a impresionarme mucho en favor de España. La actividad de Barcelona no parecía ser verdaderamente española, y si su industria y su comercio me daban idea de un progreso considerable, sus magníficos teatros y otros monumentos y su aventajado periodismo me indicaban que allí la civilización moderna había echado ya fuertes y sólidas raíces. Además, por primera vez comenzaba yo a observar costumbres y oír conversaciones enteramente españolas, lo que picaba por extremo mi curiosidad. Nieto de aragoneses, castellanos y andaluces, yo tenía el más vivo interés en observar de cerca la vida de los peninsulares representantes de mis abuelos, por lo que, soltando riendas a mi carácter expansivo, no solamente me mezclaba con llaneza en cuantas conversaciones se trababan delante de mí, sino que las suscitaba con el objeto de instruirme en todo lo que deseaba conocer en España.
+Con todo, en breve pude comprender cuán fundada era la creencia general que calificaba a la Cataluña como una especie de nacionalidad etnográfica distinta en todo y apenas refundida en la nación española. La vigorosa y áspera lengua catalana, hablada por más de cuatro millones de habitantes, ha hecho nacer una literatura completa, y nada despreciable, que se pone de manifiesto en el periodismo, en las escuelas y los teatros, en las bibliotecas y librerías. El pueblo catalán es, por su origen, una variedad del provenzal, con infusiones sucesivas de sangre siciliana y morisca, y aunque por la continuidad de territorio y muchas causas históricas se relaciona estrechamente con los pueblos aragonés, castellano y valenciano, conserva mucho de sus cualidades propias etnográficas. Sobre todo, en su seno predominan el espíritu democrático y el industrial, que sabiamente combinados son siempre fecundos en muy felices resultados.
+Con todo, si la industria y el comercio de Cataluña me parecieron relativamente muy adelantados, no dejé de comprender que en este adelantamiento mismo había algún estancamiento, y no poco de artificial. Mucho de lo que allí se produce es obra de un sistema de protección oficial muy estrecho, sostenido por medio de la tarifa aduanera, y aunque siempre he tenido fe en los resultados definitivos del libre cambio, no dudo que al entrar España por este camino, las fábricas de Cataluña sufrirían fuertes descalabros durante los primeros años de competencia con la fabricación inglesa, francesa y alemana.
+Después de visitar Barcelona y algunos pueblos comarcanos, y enseguida las ciudades de Tarragona y Reus, fui a conocer en Valencia la primera población donde podía encontrar, en las gentes, los monumentos, la arquitectura común y el estado y organización de la agricultura, las señales más patentes de la mezcla que durante siete siglos se produjo entre la sangre y civilización de la raza española y las de la raza árabe morisca. Todo en Valencia tiene el sello de esas dos civilizaciones combinadas y da idea de la considerable fusión que se operó entre las dos razas; todo es allí curioso y pintoresco, y todo me pareció indicativo de fuertes pasiones y de un exaltado sentimentalismo.
+En el primero de mis cinco tomos de Viajes por Europa, narré las curiosas circunstancias que me procuraron la fortuna de viajar desde Valencia hasta Madrid en compañía de don José María Orense. Sólo añadiré aquí que la conversación con este campechano grande de España, republicano bonachón y hombre práctico y enérgico me instruyó en muchas cosas relativas a la política de España, y que su amistad me fue muy útil para procurarme numerosas y excelentes relaciones entre los hombres distinguidos del Partido Demócrata, en tanto que con las cartas de recomendación que llevaba de París me proporcioné las de otras personas importantes de Madrid, Sevilla y Valladolid.
+No habían pasado dos horas después de mi llegada a Madrid y mi instalación en una fonda de la calle de Alcalá, muy cercana a la Puerta del Sol, cuando entró en mi cuarto, con la llaneza de un viejo amigo, el estimable señor Orense. Me había cobrado cariño, así por ser yo republicano de raza española y colaborador de La Discusión, como por la ingenuidad de mi carácter, que cuadraba enteramente con la franqueza y sencillez del buen marqués, digno jefe de los demócratas de España. Iba a cogerme de bracero para llevarme a visitar a Asquerino, a Rivero, al ya popular y muy brillante Castolar, y a otros escritores liberales. De este modo me relacionaba yo, con los mejores auspicios, apenas al llegar a Madrid, con multitud de hombres de talento con quienes simpatizaba naturalmente, así por la comunidad de ideas políticas como por la identidad de afición literaria.
+Desde el primer momento me impresionó ventajosamente Castelar, y formé respecto de sus talentos y su porvenir una opinión que después el tiempo ha confirmado. Aquel pensador tenía, siendo muy joven aún, aire de hombre serio y provecto —seguramente por la combinación de su precoz calvicie, su rostro lleno, su frente amplia y majestuosa y sus espesos y grandes bigotes—, y en conversación se ponían de manifiesto la elocuencia del orador, la rica imaginación del poeta, la erudición prematura de un espíritu admirablemente cultivado —a quien la pobreza y la virtud no habían dejado tiempo qué perder en ocio alguno, sino que todo lo aprovechaba en el estudio—, la austeridad de los sentimientos más puros, el poder de una maravillosa memoria de nombres, hechos históricos y textos, y una tendencia muy marcada al idealismo y a dar a la política las tintas de hermosura propias de la poesía y las formas fascinadoras del arte. Parecióme desde abril de 1859 que si Castelar había de ser un erudito profesor, un tribuno admirable y un escritor brillante y amenísimo, nunca sería un político capaz de imprimir fuertemente su sello en los acontecimientos, un hombre de Estado que impusiese su voluntad ni hiciese sentir los efectos de su previsión. Parecióme que en la rica mente de Castelar la imaginación del poeta perjudicaba con sus encantadoras visiones a la sólida combinación de miras del hombre político; que el brillante saber del literato neutralizaba la percepción de los hechos sociales y de las necesidades del Gobierno, y que el sentimiento estético del grande artista sería un rival vencedor del espíritu práctico del hombre de Estado.
+Un incidente curioso me ocurrió en Madrid, relacionado con la política europea. Entre las personas para quienes llevaba cartas de introducción, presenté una de París a un señor Indo, vascongado y banquero, sujeto de muy agradable trato. Invitóme un día a comer en el café del Cisne, y me obsequió muy bien. De sobremesa, al tomar el café, me preguntó cuál era mi más íntima convicción respecto de las probabilidades de una guerra, tal como la que se temía pudiese estallar en Italia, entre Francia y Austria, y le contesté:
+—Mis relaciones en París me han procurado un conocimiento indirecto, pero seguro, de las resoluciones de Napoleón III. Sé que él lo tiene todo preparado para declarar la guerra, y que sólo aguarda para realizar su propósito, que es ya una imperiosa necesidad de su falsa posición, a que ocurra un pretexto que su política está suscitando. En mi opinión, no llegará el 20 de este mes —estábamos a 5 de abril— sin que se haya declarado la guerra.
+—Es decir —me preguntó el señor Indo—, que ¿si usted fuera especulador en negocios de lonja contaría con la baja segura de los fondos públicos?
+—Sin duda alguna —le contesté.
+—Pues entonces estoy en grave peligro de perder más de treinta mil duros, porque he especulado hasta hoy mismo en la persuasión de que no habría guerra y ganaría con el alza.
+—Siento mucho que así sea, porque usted perderá.
+—Pero todavía hay remedio. ¿Qué motivos tiene usted para estar persuadido de que la guerra es inminente?
+Le expuse al señor Indo lo que yo sabía, y las fuentes —sin nombrar personas de París— de donde tenía los datos, y de tal modo se convenció, que acabó por decirme:
+—Tengo fe en lo que usted me afirma. Desde mañana cambiaré mis especulaciones, y espero evitar así la pérdida o neutralizarla.
+Lo hizo, en efecto, y el 16 del mismo mes llegaron a Madrid muchos telegramas que anunciaban haber declarado la guerra al Austria Napoleón III y Víctor Manuel. El 21 partí para las Andalucías, y al regresar de ellas, a fines de mayo, el señor Indo me dijo abrazándome con suma cordialidad:
+—¡Amigo, me salvó usted!
+—¡Ah!, mi predicción se confirmó, es verdad. ¿Y qué resultado tuvo para usted la guerra?
+—Que cambiando mi juego, no sólo neutralicé una pérdida anterior de más de treinta mil duros, sino que alcancé a ganar más de cinco mil.
+Di al señor Indo mis cordiales parabienes por su triunfo, y lo celebramos con delicioso jerez y riquísimo champaña, comiendo juntos aquel día.
+Lo más curioso es que en el mes siguiente, acabando yo de regresar a París, recibí carta del señor Indo en la cual me consultaba sobre si la guerra de Italia se prolongaría o no, y me decía tener entera confianza en mi opinión. Le contesté dándole las irrefutables razones en que me apoyaba para creer que la guerra cesaría muy en breve —tan luego como Napoleón III ganase una gran batalla que le permitiese detenerse en el peligroso camino que llevaba, y hacer las paces para no fomentar el espíritu liberal en Francia y revolucionario en Italia, ni granjearse las hostilidades de la Confederación Alemana. El señor Indo tuvo confianza en mi opinión, especuló contando con el alza, y a los cinco días de haberle llegado mi carta se suspendieron las hostilidades en Italia, firmando Napoleón III su armisticio con el Emperador de Austria, como consecuencia de la batalla de Solferino. Indo hizo buenas ganancias.
+Referiré una curiosa anécdota que da idea de las costumbres cortesanas de los posaderos, y de la suma importancia que en Madrid tiene el nuncio apostólico.
+Al instalarme en la fonda de las Diligencias, tomé para mi servicio una modesta salita con su alcoba, en el interior del primer piso, y noté que el posadero me consideró como un viajero de menor cuantía, ya por mi modesto equipaje —un baúl y una maleta—, ya porque no pedí vivienda lujosa. Comenzaron los criados a hacerme algunas reverencias cuando vieron que el marqués de Albaida entraba preguntando por mí, y salía enseguida a la calle cogiéndome de bracero. Pero a los dos días el termómetro de mi importancia subió a 100 grados, por causa de una curiosa circunstancia.
+Monseñor L. Barili, a la sazón nuncio apostólico en España, lo había sido en Bogotá algunos años antes, y yo había cultivado muy buenas relaciones de amistad con él, y con su hermano don Francisco y su adjunto el abate Petrarca. Dio la casualidad que me encontré en la calle de Alcalá con don Francisco Barili, con lo que nos abrazamos cordialmente y él me llevó al palacio de la Nunciatura. Allí hicimos muy gratos recuerdos de Nueva Granada, y en tanto que el amabilísimo abate me preguntó por todas las muchachas bonitas de Bogotá, don Francesco me pidió noticias de los más insignes cachacos de la misma capital.
+Dos días después fue el nuncio a visitarme, y como iba en su gran carrosa de etiqueta, con dos lacayos, al verla parar en la puerta de la fonda se alborotó en esta todo el mundo, cual si la visita fuera de la reina. Cuando el hostelero supo que monseñor Barili me buscaba, quiso recibirle en el gran salón de la fonda, y se quedó muy asombrado al ver que yo insistía en hacerle introducir en mi modesta vivienda. Mientras duró la visita, los criados y aun algunos huéspedes anduvieron atisbando y cuchicheando por el pasadizo donde quedaba mi puerta, y al despedirse el nuncio se desbarataron muchos haciendo mucho ruido y mil genuflexiones.
+Desde aquel momento empezaron muchos a creer en la fonda que yo era un gran personaje disimulado, alguna especie de príncipe que viajaba de incógnito, y aquella tarde, al ir a sentarme a la mesa redonda, encontré que me habían cambiado mi puesto para colocarme a la cabecera, y noté que todos me miraban con mucho interés y consideración. Comprendí que el error en que estaban podía costar muy caro a mi modesto bolsillo, y me apresuré a explicar el origen de mis buenas relaciones con monseñor Barili, a quien podía tratar con bastante confianza, sin embargo de ser yo un humilde ciudadano neogranadino.
+UN DÍA QUE FUI TEMPRANO a visitar al señor Orense —pues a él no le gustaban las visitas de etiqueta—, me dijo, con aquel aire y tono campechanos que le distinguían:
+—Tenemos la costumbre de reunimos cada tercer día los redactores de La Discusión, en la oficina de la Redacción, a comunicarnos impresiones e ideas, discutir los asuntos públicos y distribuirnos los trabajos.
+—Eso es muy bueno —observé—. Sin tal procedimiento no podría redactarse bien un diario.
+—Bien. Y como usted es nuestro amigo y colaborador, hoy le llevaré a la junta de redactores.
+—¿Pero qué podré comunicarles yo que les sirva de algo?
+—¡Bah! En todo caso sus ideas, y cuando menos su entusiasmo y calor. Estamos un tanto fríos y desorientados, y nos conviene la infusión de sangre republicana de América.
+Asentí al cabo a lo que el señor Orense me proponía, y una hora después estuvimos juntos en la oficina de la Redacción. Allí estaban Rivero y Castelar, Becerra y Roberto Roberts. A poco de conversar entre ellos y Albaida —así llamaban simplemente ellos al marqués de Albaida—, no sin divagar algo sobre las necesidades de la política y las tendencias de la democracia española, en tanto que yo guardaba un discretísimo silencio, el marqués me dijo:
+—¿Y usted qué piensa de nuestra política, amigo Samper?
+—¡Oh!, ¡señor don José María! —le respondí—. ¿Cómo quiere usted que yo emita opinión sobre la política española, si apenas comienzo a conocer a España?
+—No importa —repuso el republicano marqués—. La causa republicana es una misma en todo el mundo, y usted, hijo de una república, debe de tener mucha más experiencia y comprender los intereses democráticos más claramente que nosotros, republicanos teóricos, que apenas tratamos de preparar lo que ustedes tienen en Colombia desde 1821.
+—En efecto —añadió Rivero—; yo querría saber de qué manera ve el amigo Samper las perspectivas de la democracia española.
+—Temo que mis observaciones sean desagradables para ustedes —dije con algún embarazo.
+—Pues díganos usted cuanto quiera —repuso Orense.
+—Y si ha de haber censura o contradicción de usted, más me gustará oírle —añadió Rivero.
+Hube de ceder, y les dije, en sustancia, lo siguiente:
+«Creo, mis amigos, que ustedes están sirviendo a la causa democrática sin previsión, sin plan y sin método; que en ustedes y todos los demócratas reside una gran fuerza, pero que no la dirigen y condensan como conviene. La evolución política de 1854, que pudo ser una revolución, porque provenía de grandes necesidades sociales y políticas, se redujo a la triste categoría de insurrección de cuartel, y ha quedado la situación en manos de generales cuya habilidad se reduce a vivir de expedientes, como el de la actual Unión liberal, cuyo único resultado es corromper el régimen constitucional y parlamentario, explotando el interés de unos partidos que no tienen verdadera conciencia ni profesan principios. Tarde o temprano ha de venir otra gran revolución, que acaso barrerá todos los poderes actuales, y para entonces será necesario que ustedes hayan creado una conciencia democrática en la nación española; un orden de ideas y convicciones capaces, por su consistencia, de sobreponerse a los intereses de partido y a las combinaciones dinásticas y personales.
+«Y en mi concepto, ustedes no están engendrando, con La Discusión, ideas y convicciones populares, sino pasiones sociales; pasiones que ustedes mismos, llegado el caso, no podrían contentar. Ustedes atacan al Gobierno con toda la destreza necesaria para evitarse multas o suspensiones, juicios de imprenta y hasta la supresión de su diario, pero como sus ataques no son demostraciones, resultará que sus lectores detestarán del Gobierno actual y de la monarquía, pero no por eso adquirirán ni amarán los principios democráticos, ni cosa alguna que pueda llamarse ciencia y arte de gobernar. El señor Castelar —y que su modestia me perdone el decirlo en su presencia— es un admirable escritor y un maravilloso tribuno, pero es un escritor académico, y sus escritos parecen ir todos dirigidos a literatos o eruditos, o por lo menos a gentes capaces de comprender y apreciar la erudición histórica, mitológica y artística, y sus discursos, encantadores para un auditorio de poetas o de hombres avezados al estudio de obras de imaginación, de estética y de historia, no son para nada entendidos por el pueblo, no son propios para formar convicciones, pero ni aun claras nociones políticas, en las muchedumbres. Ustedes tienen que buscar su mayor fuerza en las clases medias y en lo que se llama el pueblo, y en estos dos elementos la inmensa masa es iliterata, ignorante. Por tanto, para inculcarle la verdad, es menester decírsela con suma sencillez, sin figuras de retórica, sin imágenes, sin tecnicismo alguno, sin alusiones cuya inteligencia requiera extensos conocimientos de historia, mitología, religión, filosofía, etcétera. De otro modo, los lectores de escritos democráticos no comprenderán los intereses sociales y políticos que se trata de hacer dirigir y combinar conforme a la justicia, y no comprendiendo claramente los elementos de ningún problema, para ellos la democracia no será una doctrina, una aspiración lógica de la civilización cristiana, sino una borrasca de odios y resentimientos, de envidia contra las clases ricas y gobernantes, de funestas pasiones, sin criterio alguno, que nadie podrá contener el día que una revolución las desencadene…».
+No obstante el profundo respeto que yo tenía y mostraba por el carácter, los talentos, el saber y las virtudes del señor Castelar, mis observaciones debieron de lastimar su amor propio de escritor y orador, mayormente cuando el señor Orense me interrumpió para decir que cabalmente él había pensado del mismo modo, y había tomado siempre el mayor empeño en que se diese a la democracia española, por medio de La Discusión y de otras publicaciones, una dirección enteramente práctica.
+—¿Y qué haría usted, señor Samper —me preguntó Castelar, visiblemente picado—, si fuese español y redactor de La Discusión?
+—Yo obraría directamente sobre el buen sentido del pueblo español, que es admirable, y trabajaría conforme a la más patente de las leyes económicas: la división del trabajo, metódicamente aplicada.
+—Exponga usted su plan —repuso Castelar— y veremos.
+Poco más o menos dije lo siguiente:
+«Lo que más necesita el pueblo español es que le demuestren que las actuales instituciones son muy malas, y que, por tanto, es necesario cambiarlas. Pero como él no las conoce, por mucho que sienta sus malos efectos, es menester ponérselas a la vista, explicándoselas en lenguaje muy sencillo, para que vea en ellas las causas del malestar social. Así detestará de esas instituciones, que son los gérmenes del mal, y no de los hombres que las ejecutan, y por lo mismo, adquirirá convicciones en el sentido de la libertad, como las hay en Inglaterra, y no pasiones contra las clases superiores, como las que agitan los ánimos en Francia. El señor Castelar, a más de sus muchos y generales conocimientos, es especialista, como profesor de la universidad, en lo tocante a instrucción pública. El señor Orense conoce mucho todo lo relacionado con la agricultura, la propiedad agraria y la policía rural. El señor Rivero, a fuer de abogado eminente y médico también, sabe por completo cuán defectuosamente organizados están los tribunales, los procedimientos y todos los servicios relacionados con los derechos y deberes civiles, la penalidad, la administración de justicia y la higiene pública. El señor Pi y Margall es fuerte en el conocimiento de los asuntos fiscales y económicos, asuntos muy vastos y complicados y de inmensa importancia. Y en fin, los señores Becerra, Roberts y demás servidores de la causa democrática, pueden tratar muchísimos puntos de legislación política, municipal, etcétera.
+«Pues bien: repártanse ustedes el trabajo y propónganse, cada cual en lo de su competencia, tratar todos los días, en La Discusión, uno, dos o más puntos de legislación, exponiendo los hechos con claridad y sencillez, analizando los males que de cada institución o práctica gubernativa o administrativa se derivan, deduciendo lógicamente las consecuencias, indicando los remedios necesarios, y haciendo ver que estos no pueden emanar sino de un gobierno libre, verdaderamente electivo y alternativo, sujeto a fiscalización y responsable, es decir, democrático. Además, apelen ustedes al recurso de la comparación, que es muy eficaz, porque la mayor parte de las verdades se adquieren por comparación y método objetivo. No desdeñen ustedes, como ordinariamente lo hacen en España, el ejemplo de los pueblos libres, y procuren hacer conocer aquí las instituciones de estos pueblos, ora sean de razas latinas o anglosajonas, haciendo resaltar el bien que de ellas derivan las naciones que las han conquistado y planteado. Particularmente procuren hacer notar la similitud que debe haber entre el pueblo español y los de su misma raza que, no obstante su atraso y sus guerras civiles, están comprobando en el Nuevo Mundo que la libertad más amplia, pero limitada por la justicia, lejos de ser incompatible con el orden, es la condición necesaria de la estabilidad, de la civilización y del poder.
+«Si ustedes se entregan con método y perseverancia a esta gran labor, antes de diez años tendrán formada en España una conciencia pública democrática, una opinión liberal ilustrada, irresistible como potencia política y social, capaz de dominar a todos los partidos y hacer entrar sus ideas en todas las instituciones. Entonces, si la dinastía y los círculos gobernantes tuvieren cordura y patriotismo, cederán, y se verificará una gran revolución pacífica que engrandecerá mucho a España, con beneficio para toda la raza española; o si resistieren para perderse, la revolución armada será inevitable y estallará, pero ustedes podrán conducirla a buen término, porque contarán con una democracia ilustrada, es decir, con un pueblo guiado por convicciones fecundas y no por pasiones malsanas. De otra suerte, si sólo han de insurreccionarse pasiones, sin ideas, la revolución será estéril, y ustedes las víctimas de cualquier movimiento popular».
+Muchos años después, hallándome en París, cuando había sucumbido la revolución española y acababa de caer el imperio napoleónico, tuve el dolor de ver a Castelar proscrito, después de haber sido ministro de Estado, legislador y presidente de la República española, que tuvo tan efímera existencia, y hube de recordarle lo que yo había dicho y predicho en 1859, en la redacción de La Discusión, y de hacerle notar una vez más que las revoluciones fecundas no se hacen sino comenzando por crear en los pueblos las convicciones que sirven de sustentáculo a la idea del derecho y del deber, y a las instituciones que los hacen efectivos.
+Volviendo a mis impresiones de viaje por España, resumiré algunas, las más importantes, para no repetir lo que narré en mi primer volumen de Viajes.
+Desde luego haré notar lo que me parecieron ser el periodismo, la nobleza, los cafés públicos, los teatros, las plazas de toros, la agricultura, las vías de comunicación, las bellas artes y los partidos políticos de España.
+No poco ha mejorado, así en lo sustancial como en su estilo y sus formas, hasta el presente, el periodismo español, pero a decir verdad, en 1859 me pareció ser generalmente insustancial, seguramente por la poca o ninguna libertad con que podía expresarse bajo la ruda autoridad del general O’Donell. Noté, sobre todo, que estaba inficionado de galicismos, así en las palabras como en la estructura de las frases y en los giros, y que, lejos de poner de manifiesto la originalidad del ingenio español, se aplicaba, con malas traducciones, a reproducir lo ajeno. Los mejores escritores eran académicos que rara vez colaboraban en el periodismo, por lo que no era de extrañar que esta forma literaria hiciese aparecer tan desventajosamente a España.
+La casualidad, y sólo la casualidad, me procuró ocasiones de tratar a algunos nobles españoles, si bien muy de paso a casi todos. En Barcelona conversé y aun discutí mucho sobre política, en la fonda donde estuve hospedado, con un gran marqués muy absolutista, partidario de doña Isabel II. Después, desde Valencia, di con el marqués de Albaida, que fue en España uno de mis mejores amigos, y que, en vez de absolutista, era, como he dicho, el jefe del Partido Republicano. En Madrid trabé amistad, en el Café Suizo, con un barón isabelino, senador de pocos alcances y noble de nuevo cuño. Yendo de Madrid para Toledo, fui en un mismo compartimiento del tren con un marqués toledano, gran caballero muy bondadoso, a quien quedé muy obligado por sus finezas. En Córdoba tuve ocasión de tratar, durante dos horas, al duque de Almodóvar, descendiente del rey Boabdil, con motivo de una visita que me permitió hacer a su palacio, que es un primoroso museo. En Cádiz trabé conversación varias veces, en la mesa redonda de mi posada, con un coronel retirado del servicio, que era conde de vieja alcurnia. Todos aquellos caballeros, no obstante la diversidad y aun oposición de sus ideas, me parecieron hombres excelentes por su trato llano y sencillo, su fácil sociabilidad, sus patrióticos sentimientos y sus maneras enteramente afables. Conversando con todos ellos —y por cierto que me mostraban buena voluntad y simpatía por el hecho de ser hispanoamericano—, y estudiando lo mejor posible la situación política y social de España, me persuadí de que, ni en las instituciones, ni en las costumbres, había lo que se llama una aristocracia. Lo que hay en España es nobleza, y nobleza incomparablemente patriota y benévola. No creo establecer una paradoja al afirmar que es una nobleza democrática. Para el noble español, el título no significa un privilegio ni una valla que le separe del pueblo, de la masa entera de sus conciudadanos, sino un derecho reconocido a su estirpe de hombrearse más o menos con el Rey-soberano; un certificado tradicional de la hidalguía, del valor, del patriotismo y la grandeza de sus antepasados; una prueba inequívoca de que estos antepasados hicieron algo o mucho por la libertad, la preponderancia o la gloria de España. Así la nobleza no es para los nobles españoles asunto de autoridad política ni de ventajas sobre sus conciudadanos, sino asunto de dignidad histórica y de honra personal y de familia.
+España podría dejar de ser un pueblo relativamente libre, en el punto de vista de las instituciones y del gobierno, y sin embargo conservaría todas las apariencias de la más adelantada libertad, si se viese siempre a los españoles congregados en los cafés públicos. No he conocido país alguno de Europa o América donde los cafés ofrezcan espectáculo tan interesante y curioso como el que ofrecen los de España. Allí, al son del piano y de las copas y tazas, se habla cuanto se quiere, desde lo más alto de la política hasta lo más trivial de la vida privada, sin que la policía se atreva siquiera a mostrar veleidades represivas ni asomar adentro las narices. Las costumbres han establecido una especie de pacto tácito que pudiera formularse así: el Gobierno podrá obrar a su arbitrio en muchos casos, y aun confiscar algunas veces todas las libertades públicas, pero siempre respetará en los cafés la absoluta libertad de la palabra. De esta libertad usan y abusan a su sabor los españoles, de suerte que en los cafés se revelan hasta los más íntimos secretos de la Corte y se discuten todas las reputaciones y todas las cosas posibles. De allí salen casi todos los chascarrillos de la prensa y los dichos que andan luego por las ciudades de boca en boca hasta convertirse en proverbios característicos de la situación. Puedo decir que las tres cuartas partes de los informes que obtuve sobre la política, las costumbres y las reputaciones literarias y militares de España, los recogí en los cafés de Barcelona y Valencia, Madrid y Aranjuez, Toledo y Valladolid, Granada y Málaga, Cádiz, Sevilla y Córdoba, Valencia y Santander, Bilbao y otras ciudades españolas.
+Es general, entre los hispanoamericanos que no han viajado por Europa, la opinión de que los franceses son el pueblo que tiene más gusto por el teatro, y así lo creen estos mismos, acaso por su general disposición a representar en el trato social y en lo político, cual si casi todos tuvieran algo de comediantes. En cuanto a los españoles, se les imputa que su única o principal afición es la de las corridas de toros, y no se presume, por tanto, que tienen predilección por el teatro. En esto hay error. Así como el pueblo italiano es el más artista, en el sentido de las artes plásticas y de las formas y los vestidos, el alemán el más musical y el francés el más artista en las actitudes y en las combinaciones del lenguaje, el español es el más dramático o teatral. Toda su vida ha sido un inmenso drama, y ningún pueblo puede presentar en su historia dramas tan prolongados, patéticos, heroicos ni conmovedores como el de la época de los moros, que duró siete siglos, y el de más de tres que duraron la conquista, colonización y guerra de la independencia de la América. El español lleva y siente el drama en su propio ser, en su suelo patrio y en toda su historia, y esto explica la prodigiosa e incomparable fecundidad del ingenio español para las creaciones dramáticas. En mi concepto, la afición a la tauromaquia, a más de enlazarse en España con muchas tradiciones históricas —entre otras, los circos romanos y los juegos de cañas moriscos— corresponde principalmente al sentimiento popular dramático. El circo de los toros es un teatro, y la lucha que allí se sostiene un terrible drama, mezcla animadísima de tragedia y comedia. Si los españoles tienen también grande afición a las loterías y a todo linaje de juegos, es porque en el juego hay siempre mucho de dramático, mucho que excita la imaginación con el áspero interés de lo misterioso. No he conocido, relativamente a la población total y a la importancia de las capitales, país alguno que tenga mayor número de teatros ni de compañías dramáticas que España, ni más asiduos concurrentes a los teatros, ni número igual de buenos autores dramáticos. En este punto de vista los españoles son superiores a todos los demás pueblos, con excepción, en algunos respectos, de los franceses.
+Es pertinente el referir aquí una anécdota curiosa. Varias veces vi trabajar en el teatro del príncipe a los dos actores más renombrados de España: don Julián Romea y su esposa, doña Matilde Diez, y por cierto que salí siempre encantado. Una noche, al acabarse la representación, mi amigo Asquerino, que era notable dramaturgo y había leído casi todas mis piezas dramáticas, me llevó a presentarme a Romea y su esposa, y me recomendó como autor dramático hispanoamericano. Picóle esto la curiosidad a Romea, y me dijo:
+—Las obras de usted deben de ser enteramente nuevas para nosotros, si son nacionales, porque aquí no conocemos lo que escriben los americanos.
+—Efectivamente —contesté—. Con excepción de dos dramas en verso, cuyas escenas pasan en España y en Francia, todas mis piezas son enteramente nacionales.
+—Y creo que algunas podrían ser representadas en Madrid con buen éxito —añadió Asquerino.
+—¿Querría usted mostrarme algunas de su predilección? —me preguntó Romea.
+—Con el mayor gusto —le respondí—, aunque no presumo sean bien recibidas.
+—¿Por qué?
+—Qué sé yo.
+—¡Ah!, ¿es usted modesto?
+—No, señor; no adolezco de esa bella y generalmente falsa cualidad. Pero…
+—¡Vamos!…
+—Mis piezas tienen todas un sabor tan republicano.
+—¡Endiablado sabor! —exclamó Romea, riendo.
+—En todo caso, será usted complacido —añadí.
+Al día siguiente me llevó Asquerino a casa de Romea, y le dejé el tomo más considerable de mis piezas dramáticas, indicándole de preferencia tres: Un alcalde a la antigua, Percances de un empleo, Dios corrige, no mata. El grande actor me dijo que esperaba leerlas en cinco o seis días…
+Al cabo de diez días torné a verle en su casa y me dijo:
+—He leído con vivo interés sus piezas de usted y con verdadero placer de artista. Me gusta mucho, por la idea, la versificación y el sentimiento, el drama Dios corrige, no mata, pero creo que usted tendría, para darlo a un teatro español, que hacer como Dios: corregirlo; porque tiene algunas escenas falsas, seguramente por haberlo imaginado usted desde lejos, sin conocer a España. En cuanto a las dos comedias, me encantan como obras de ingenio, de sátira y costumbres, y su versificación es excelente, pero los tipos me son completamente desconocidos, por ser del todo neogranadinos, si bien con mucho sabor español, y aunque yo los conociera no los representaría.
+—¿Por qué? —le pregunté.
+—Ni la censura dejaría pasar las comedias de usted, ni yo las pondría en escena.
+—¡Ah!, las ideas…
+—Cabal. Mire usted: yo soy artista a mi modo, es decir, con entera conciencia. Soy absolutista en política y muy monarquista, y no podría pronunciar ni hacer pronunciar unas sátiras tan amargas, como las que contienen las comedias de usted, contra la forma de gobierno que aquí tenemos, a Dios gracias.
+—Aplaudo la concienciosa entereza de carácter de usted —le dije—, y me encanta su franqueza.
+Con esto pusimos fin a la conversación, quedando muy buenos amigos.
+Por lo visto, Romea era un carácter.
+No tienen idea mis compatriotas, si juzgan por las corridas de toros de Colombia, de lo que son las españolas. En estas se sublima el arte de la matanza, y el salvajismo se eleva hasta las proporciones de lo heroico, al propio tiempo que reviste el aspecto de lo terriblemente grotesco. El pueblo español se exhibe en el circo, como artista de la más gentil ferocidad, y en el anfiteatro, como espectador, con toda su originalidad, su vehemencia de pasión, su entusiasmo por toda alma que sabe desafiar el peligro, y el espíritu de partido y de crítica zumbona que le caracteriza. Así como la política adquiere en España frecuentemente el carácter de una gran corrida de toros, cuyo circo es la nación y cuyos espadas, picadores y toreadores son los gobernantes, periodistas y oradores parlamentarios, las corridas de toros, a la inversa, suelen ser copias de las luchas políticas. En todo caso, son la más característica expresión de la índole y las costumbres del pueblo español.
+Si hemos de exceptuar las comarcas de Cataluña y de las Andalucías, las provincias vascongadas y la Huerta de Valencia, donde hay verdaderos cultivos, sostenidos con inteligencia, perseverancia y energía, puede decirse que las campiñas españolas, sobre todo en las Castillas, dan deplorable idea de los progresos agrícolas de España. Debe de haber adelantado notablemente la agricultura española, a virtud del fomento que han operado los ferrocarriles y de algunas medidas de gobierno, pero, en general, en 1859 los campos estaban a la buena de Dios, sin regadíos, solitarios y mal preparados por los cultivadores, cuando no abandonados a crías de ganados muy defectuosamente dirigidas. La falta de buenas vías de comunicación, el estancamiento en que estuvo una inmensa porción de la propiedad raíz y el exceso de protección, ejercida por medio de las instituciones aduaneras, habían causado un retroceso patente en la agricultura de las Castillas, la Extremadura y Aragón, y al recorrer estas provincias el viajero no podía menos que contristarse considerando que la época de don Quijote subsistía intacta en unas campiñas fértiles de suyo y que la industria de los moros había fecundado maravillosamente durante muchos siglos. Es de observar, por punto general, que la agricultura fundada en cosechas de los frutos de plantas permanentes, como el olivo y el alcaparro, la vid y la higuera, el naranjo y el limonero, el almendro y el avellano, si bien produce una riqueza relativa, fomenta la pereza en los labriegos y no desarrolla una actividad rural que les dé suficiente ocupación y bienestar durante todo el año. Esta es, en gran parte, la condición agrícola de España: esta es una inmensa huerta, más bien que un país de campiñas labradas por el arado y la azada, en tanto que sus tierras productoras de trigos no son suficientemente cultivadas, y de ahí resulta un relativo estancamiento de las facultades productivas del pueblo español y del rico pero muy seco suelo que cultiva, suelo retostado en gran parte por los vientos del África, y demasiado protegido por sus cadenas de montañas contra los vientos húmedos del norte.
+El Gobierno español había comprendido desde 1854 la imperiosa necesidad que tenía España de buenas vías de comunicación, por lo que, a más de emprender la construcción de gran número de carreteras y de hacer mejorar la navegación de los canales, los ríos y las aguas marítimas, había ido otorgando numerosas concesiones para construir ferrocarriles, algunos con capitales españoles y en su mayor número con capitales franceses. Ya en 1859 se había adelantado bastante, y en los veintidós años posteriores el progreso ha sido considerable. Sin embargo, no puede negarse que, en este punto de vista, España es uno de los países más atrasados de los que componen el occidente, centro y sur de Europa. Tuve ocasión de viajar por las provincias españolas de todos los modos posibles: a caballo, en tartana, en diligencia, en barca de canal tirada por caballos, en barcos de vapor y en unos nueve o diez ferrocarriles, y por cierto que nada me pareció tan incómodo, semisalvaje y detestable como el servicio de las tartanas y diligencias. Todo esto irá pasando, y algún día casi será sólo del dominio de la tradición, para gloria del siglo XIX.
+Si en varios puntos de vista políticos y económicos hallé a España relativamente atrasada, en lo tocante a bellas artes, me pareció ser un país de maravillas por lo que hace a la arquitectura y la pintura. En ninguna parte se pueden comparar mejor que en España las creaciones de los tres grandes estilos arquitectónicos: el gótico, el arábigo y el del Renacimiento; ni hay tesoros en otros museos, templos o palacios, más valiosos que los de las ciudades españolas, en punto a pinturas de los maestros españoles y flamencos, si bien son relativamente escasas las italianas y más aún las francesas. Pero salvo uno que otro cuadro de mérito de algunos artistas del presente siglo, tales como los de Madrazo, y pocos monumentos, como el Teatro Real de Madrid y los de Barcelona, puede decirse que las obras de pintura y arquitectura pertenecen a las generaciones pasadas. Casi ha perdido España la tradición de sus antiguos artistas, y sobre todo, ha perdido el genio creador.
+Los maestros o compositores músicos me parecieron muy medianos e inferiores a los de cualquier otro país europeo, a juzgar por las zarzuelas y operetas a cuya representación asistí en siete u ocho capitales, composiciones que sólo me parecieron notables por su monotonía y falta de originalidad y vigor. En cuanto a la escultura, nada encontré en España que me indicase su auge entre los contemporáneos, ni progreso alguno.
+Para concluir este capítulo, acaso demasiado extenso, bien que nunca será excesivo lo que en Colombia se diga o escriba con relación a la madre patria, emitiré brevemente el juicio que formé de sus partidos políticos y su Gobierno.
+Parecióme enteramente falseado el régimen constitucional y parlamentario, fuese por causa del antagonismo de tendencias dinásticas, fuese por falta de comprensión, del mayor número de monarquistas, de los principios, las necesidades y la lógica del Gobierno constitucional. Casi no hay ejemplo de que al hacerse elecciones de senadores o diputados, no triunfe en ellas el Gobierno, sea cual fuere el partido gobernante, lo que patentiza la muy escasa realidad de la independencia del sufragio y del régimen representativo.
+De ordinario, el gobierno y la administración han sido fruto de coaliciones de círculos políticos, las cuales, si bien han mantenido por algún tiempo el orden público, han relajado con la intriga los resortes de la moralidad pública. Y no ha podido menos que mantenerse el sistema de las coaliciones artificiales, habiendo tan numerosos partidos en España, y tal discordancia en las ideas, que ninguno de ellos ha tenido fuerza bastante para impulsar la Nación y caracterizar la política. En 1859, cuando yo viajaba por España, había un partido absolutista carlista y una fracción de carlistas constitucionales; habían isabelinos de varias clases, llamados moderados, templados y progresistas; había demócratas monarquistas y demócratas republicanos; había «clericales» o «ultramontanos»; había una fracción de tendencias militaristas, y comenzaba a formarse un grupo de radicales con marcadas inclinaciones socialistas.
+¿Tenían razón de ser todos aquellos partidos y parcialidades? Mucho lo dudé, y me pareció que esa diversidad artificial y anárquica era fruto del sistema de intrigas corruptoras que sucesivamente habían practicado los Esparteros, los Narváez, los O’Donell y demás gobernantes. Una gran revolución me parecía ser inevitable en España, como desde entonces lo anuncié en mis escritos, y creí que si allí sería muy difícil, y acaso funesto durante muchos años, que se plantease la república, ningún pueblo tenía mejores condiciones, por su carácter y su historia, para adoptar instituciones juiciosamente democráticas y alcanzar con ellas estabilidad y progreso.
+HABÍAME PROPUESTO HACER, inmediatamente después de mi viaje a España, otro por Italia, con mi esposa, con la ventaja de poder dejar mi domicilio seguro, puesto que mi madre, muy contenta en París, podía quedarse allí cuidando de mis hijas. Pero la guerra de Italia trastornó mis proyectos, ya porque subsistía cuando regresé a París, ya porque a causa de ella los gobiernos de los estados romanos, Nápoles y Venecia, se mostraban por extremo suspicaces, y su policía suscitaba mil embarazos y dificultades a los viajeros. Yo no quería limitar mi excursión al norte de Italia, es decir, el Piamonte, la Lombardía y los ducados, porque esta era la parte menos interesante, en los puntos de vista del arte, de la historia y de las costumbres de los pueblos italianos, y me parecía que no sacaría gran provecho de un estudio incompleto. Preferí aguardar mejor ocasión, y entretanto dirigirme hacia otras comarcas, dando la vuelta por los departamentos del oriente de Francia, Saboya, Suiza, la Alemania del Rin, Bélgica y los departamentos franceses del norte. Tal fue nuestra excursión de 1859, tan agradable como instructiva.
+Al llegar a París de regreso de España —vía de Bayona, Burdeos, Angulema, Poitiers, Blois, etcétera— encontré en casa una carta del señor De Francisco Martín, que me puso en algún cuidado. Me decía en ella, en sustancia, lo siguiente:
+«Durante la ausencia de usted ha venido a la legación un alto funcionario de la policía imperial a manifestarme que el Gobierno sabe, por informes de su ministro residente en el Perú, que usted es el corresponsal parisiense de El Comercio de Lima; que las correspondencias de usted tratan muy duramente al Gobierno imperial y al Emperador y toda su familia, y que si usted continúa escribiendo en el mismo tono, la policía tendrá que tomar providencias. Yo he contestado que suponía hubiese error al atribuírsele a usted las dichas correspondencias; que en todo caso, usted era un viajero pacífico, inofensivo, padre de familia, únicamente ocupado en hacer en Francia y otros países de Europa estudios teóricos y prácticos sobre ciencias, literatura, etcétera, y que, si llegaba a confirmarse lo que afirmaba el ministro francés residente en Lima, yo esperaba que mis consejos amigables bastarían a inducirle a usted a moderar sus escritos. Como en guerra avisada no muere gente, es bueno que usted esté advertido de este incidente, al llegar a París, y abra el ojo».
+La advertencia no me fue inútil, pues tomé mis precauciones para que la policía —si acaso, como lo supuse y luego se verificó, me invigilaba— no hallase en mi conducta el menor asidero a sus sospechas. Entre otras precauciones, tomé las siguientes: fechar mis correspondencias en diversas capitales europeas, y particularmente en Bruselas; no escribir yo mismo los sobres de mis gruesos paquetes de cartas políticas, literarias, estadísticas, etcétera, ni franquearlas en las oficinas de mi barrio, sino en muy lejanos barrios, donde ningún empleado de correos me conocía, y no visitar nunca a Monsieur Jules Simon y demás amigos republicanos de un modo directo, sino tomando en algún punto el ómnibus necesario, apeándome de este a alguna distancia de la casa que había de visitar, y caminando enseguida algunas cuadras a pie. Procuré también que muchos de los periódicos a que me suscribía fuesen dirigidos a Madame Acosta —mi madre política—, e hice cuanto pude por mostrarme tal cual era: un viajero inofensivo.
+En Madrid y Sevilla había recibido yo dolorosísimas noticias de mi país que me tenían muy acongojado: había estallado la guerra civil en el estado de Santander así como antes en Riohacha —estado del Magdalena—, y todo me inducía a temer que en breve se propagasen los movimientos revolucionarios, de tal manera que se confirmase la profecía de don Lino de Pombo. Este eminente hombre de Estado había anunciado desde 1857, al establecerse el régimen federal, que la federación «sería entre nosotros el carnaval de los guapetones», y si los conservadores, que se jactaban de ser amigos de la paz y la legalidad, daban el ejemplo de la rebeldía en dos estados de gobierno radical, claro era que los liberales no tardarían en imitarlo en los estados donde gobernaban los conservadores.
+Ello era que la sangre había corrido ya en los campos de la Confederación Granadina, que la práctica del régimen federal se pervertía, confiada a la violencia, y que yo tenía que pasar por la vergüenza, cada vez que me preguntaban en España, en Francia, en Alemania, etcétera, si mi país estaba tranquilo, de confesar que mis compatriotas se estaban despedazando en guerra civil. A las insurrecciones citadas siguieron la de los liberales en el estado de Bolívar (1859), la de los conservadores en el del Cauca, y luego la de los liberales y radicales encabezados por el general Mosquera, quien se declaró en abierta rebelión contra el Gobierno nacional en mayo de 1860. No solamente me acongojó la guerra civil por los males que de suyo acarreaba y el descrédito en que hacía caer a mi país en Europa, sino que me alarmó mucho en lo personal, porque comprendí que iba a verme en dificultades de intereses y de familia, si llegaban a interrumpirse las comunicaciones entre Bogotá y París, por causa del conflicto en que se hallaban los estados.
+Bien que natural del occidente del antiguo estado de Cundinamarca, donde siempre había contemplado desde lejos las alturas nevadas de los Andes centrales, yo no conocía ninguno de aquellos admirables cuadros y fenómenos que se observan en las neveras. Así el espectáculo de Suiza y Saboya me encantó, y los objetos que allí encontré me causaron muy nuevas y profundas impresiones. Aunque en Colombia hay muchos lagos, yo no había tenido ocasión de conocer ninguno, salvo las abiertas y tristes lagunas de la sabana del Funza. Nada es comparable a los encantadores lagos de Suiza, así por sus formas y sus aguas como por la civilización creada en sus orillas, y aquel país me indujo con su historia, sus instituciones y su modo de ser a hacer muy importantes reflexiones sobre el maravilloso poder del ingenio humano para acomodarse a todas las exigencias de la naturaleza y sacar partido de todo, aún de las dificultades, y sobre la yuxtaposición en que pueden hallarse los pueblos de más diversa índole y más variadas circunstancias históricas y etnográficas.
+Mi esposa y yo íbamos escribiendo simultáneamente nuestras impresiones de viaje, y era curioso comparar la diversa manera con que los objetos impresionaban a dos almas unidas por el amor, el patriotismo y la educación, pero de distinto sexo y diferente carácter. Mi esposa se fijaba de preferencia en los objetos naturales y artísticos, y yo en los hechos sociales y políticos, y cuando teníamos que observar simultáneamente un mismo objeto, por ejemplo un paisaje, un monumento o un cuadro de pintura, Soledad daba la preferencia a lo que la parecía raro, antiguo y de expresión muy delicada, mientras que yo la daba a lo que contenía algo muy enérgico, nuevo, como rasgo de civilización, y de tendencias espiritualistas, en lo artístico, o democráticas, en lo social.
+Tres hechos sobre todo —natural el uno, político-sociales los otros— llamaron particularmente mi atención en Suiza: la mutualidad de vida que emana de los Alpes para gran número de pueblos europeos; la coexistencia fraternal de diversas razas y civilizaciones, al amparo de las instituciones republicanas y de la libertad o igualdad religiosas, y la facilidad, conforme a las leyes divinas, con que unos pueblos viven y prosperan con el auxilio espontáneo de otros.
+Los Alpes son una inmensa y formidable masa de granito, en gran parte cubierta de neveras; de estas nacen, en todo o en parte, grandes ríos que en opuestas direcciones llevan la vida a muchas comarcas europeas —el Tesino y el Po a Italia, el Ródano a Francia, el Rin a la Alemania, Bélgica y Holanda, y antes también a Francia, y el Danubio al Austria, Hungría, la Rumania, etcétera—, y sobre las faldas o vertientes de aquel colosal grupo de montañas y sus ramificaciones y valles viven y prosperan muchísimos millones de hombres de muy diversas razas, sujetos a las más variadas instituciones. Esta diversidad en la unidad, esta comunidad de intereses en favor de la paz y la justicia, creada por la Providencia por medio de los Alpes, contiene la más profunda enseñanza de filosofía y política. Como tal, me impresionó por extremo el espectáculo de los Alpes, y estos me hicieron al propio tiempo comprender la historia de Europa y las leyes de la civilización, y juzgar de la insensatez a que pueden llegar los pueblos y los gobiernos que se despedazan con la guerra, cuando no han alcanzado a concebir el divino plan a que está sujeto el desarrollo de la vida humana.
+Grisones —o antiguos romanos degenerados— e italianos, franceses y alemanes de diversa procedencia: unos conservadores y católicos, otros radicales y protestantes, sean calvinistas o luteranos, todos viven en paz, los hijos de la Helvecia, distribuidos en veintidós cantones o estados federales, y entre estos hay tan notoria desigualdad de fuerzas, territorio y población, que no cabe comparación alguna, por ejemplo, entre el poderoso Berna y el humilde y primitivo Unterwalden, limítrofe el uno del otro. ¿Cómo han podido avenirse todos esos pueblos para vivir juntos, en paz y prosperidad, después de muchos siglos de dominación extranjera y de un antagonismo que parecía irremediable? La neutralidad y la tolerancia, la libertad y la igualdad han resuelto todos los problemas que habían agitado a los pueblos helvéticos, y en su seno coexisten en armonía las diversas religiones o instituciones, sin que haya el menor peligro de que renazca el viejo antagonismo, conjurado desde 1848.
+La Suiza es un país naturalmente pobre, de muy pequeño territorio, y en mucha parte impropio para el cultivo. Sus montañas son espléndidas y sus lagos bellísimos, pero con ellos no pueden alimentarse los habitantes, si no es de un modo indirecto. ¿Quién sostiene o alimenta a los suizos? El mundo entero, es decir, los innumerables viajeros que, atraídos por la maravillosa hermosura del país, van a él, durante los veranos, y le dejan cada año millones de francos, como precio de los servicios prestados por los hoteles y cafés públicos, los guías y cargueros de sillas, los ferrocarriles, vapores y demás medios de transporte, y de las curiosidades que produce la industria de los montañeses.
+Además, no pudiendo la Suiza ser un país comercial ni agrícola, si no es en muy reducida escala, se ha creado la riqueza con su fabricación, principalmente de relojes, tejidos de seda, juguetes, curiosidades y obras de arte, cigarros, quesos y otros artículos, y así patentiza el pueblo suizo que la pobreza natural no es un mal irremediable, puesto que la industria humana puede sacar partido de todo, convirtiendo en prosperidad lo que pudiera ser miseria. La Suiza es, pues, un país que contiene para el viajero que lo observa con atención, muy provechosas enseñanzas objetivas.
+En dos épocas distintas visité con mi esposa la Alemania y la Bélgica. En 1859, al salir de Suiza, recorrimos todas las comarcas importantes del gran valle del Rin y toda la Bélgica, y en 1860, partiendo de París hacia la Alsacia, la Lorena y la Baviera rineana, dimos una gran vuelta por Baden, Wurtemberg, Baviera, Austria, Hungría, Bohemia, Sajonia, Prusia, las ciudades hanseáticas, Hannover, Holanda y parte de Bélgica otra vez, para concluir el viaje en Londres, donde íbamos a establecer nuestro domicilio. Para no repetir lo que dije en varios volúmenes de Viajes, me limitaré a emitir algunas impresiones relativas a los países mencionados.
+La Alemania es país tan vasto, relativamente, como interesante y variado, así en sus regiones montañosas, las del sur y del Rin y partes del centro, como en sus desapacibles pero bien cultivadas llanuras del norte. En los puntos de vista histórico y artístico es tan maravillosamente notable y rica la Alemania entera —comprendiendo la parte austriaca—, que el viajero casi se aturde y pierde el claro recuerdo de los objetos, al visitar tantos museos, bibliotecas y monumentos, observar los testimonios de mil tradiciones de los siglos pasados y reparar en las costumbres populares, que dan idea de un profundo y universal espíritu idealista y sentimiento musical. Se pasma uno al considerar la inmensidad de riqueza que el arte humano ha aglomerado en Heidelberg, Frankfurt, Nuremberg, Estrasburgo, Colonia y Aechen; en Stuttgart, München y Viena; en Praga, Dresden, Berlín y Hannover y en varias otras ciudades alemanas.
+Y lo curioso es que el pueblo alemán ofrece los más extraños contrastes. Al verlo tan dado a fantasías, tan soñador y adicto a la filosofía, y tan entusiasta por la música, los museos de antigüedades y pinturas y los bellos monumentos, se siente el viajero inclinado a tenerlo por muy espiritualista. Pero luego, al observarle en sus costumbres íntimas, se nota que es muy codicioso de dinero, que es sumamente glotón y tosco o inculto en sus maneras, que su idealismo es en gran parte de pura fantasía o imaginación y fácilmente cae en el materialismo de los apetitos. Al observarle en sus costumbres domésticas, sobre todo en las comarcas del sur, se le halla sencillo y natural, espontáneo y aun accesible y hospitalario, pero tan pronto como hay negocio de por medio, el alemán aparece no sólo interesado y poco escrupuloso para procurarse la ganancia, sino hasta judaico. Es fiel en alto grado a sus viejas tradiciones, a sus afectos y compromisos íntimos, pero su ambición política llega hasta la petulancia, y como negociante solicita la riqueza con acre vehemencia de pasión.
+La Alemania me pareció una gran nación, etnográficamente hablando, artificialmente dividida en muchos estados, deseosa de condensar sus fuerzas por interés social, orgullo de raza y celos respecto de Francia, pero que concebía muy vagamente los problemas relativos al gobierno. No tenía la Alemania en 1860 un hombre de Estado que comprendiese claramente sus necesidades o intereses generales, y no acertaba a desatar el embrollo de su inextricable política. Le faltaba un Cavour que la dirigiese en el sentido de la unificación. Así, he considerado después a Bismarck como el verdadero hombre de Estado de Alemania y el más alemán, por su espíritu, su carácter y sus procedimientos, de todos los políticos de aquel vasto imperio. Su tenacidad para perseguir la realización de un propósito; su destreza para servirse de todos los partidos alternativa o simultáneamente, acomodándose a todas las necesidades de la política, y su facilidad para encubrir los designios más positivistas tras las apariencias de lo misterioso y nebuloso, son calidades o facultades enteramente alemanas. En apariencia, el alemán se muestra apasionado en su conversación y en la política, pero en realidad es frío, calculador, tenaz hasta la terquedad y positivista en todas sus empresas.
+Confieso que si tuve muchas satisfacciones en Alemania, rarísima vez fueron de carácter social, tales como la casualidad me las proporcionó en Frankfurt y en Dresden. Casi en todas partes el goce me entró únicamente por los ojos y los oídos, mediante el espectáculo de algunas representaciones de ópera y algunos conciertos públicos, las visitas que hice a los museos y monumentos, y la observación de las costumbres populares. La falta del conocimiento de la lengua alemana era un tormento para mí, porque en el mayor número de casos no me servían el francés ni el inglés para hacerme entender —salvo en los hoteles—, ni mucho menos el castellano ni el italiano.
+A esta dificultad se añadía la extravagancia de la escritura alemana, mantenida, por una aberración inconcebible, en caracteres góticos. Si los carteles, periódicos y libros alemanes hubieran estado compuestos en caracteres de uso universal, yo hubiera podido comprender muchas cosas con el auxilio del latín y el inglés y el conocimiento siquiera de los artículos, pronombres, conjunciones y preposiciones, que no era difícil adquirir, pero toda inteligencia del alemán se me volvía imposible. No dudo que la lengua alemana sería fácilmente propagada, a pesar de sus dificultades, y que la Alemania ejercería mucho mayor influencia en el mundo, si su escritura fuese asimilada a la de los demás pueblos de adelantada cultura.
+Holanda y Bélgica son dos pueblos hermanos, bien que en la primera influye poderosamente la infusión de la sangre y civilización germánicas, en tanto que sobre la segunda ejercen notabilísima influencia la sangre y civilización francesas. Lo abierto de las llanuras del norte, maravillosamente cultivadas; el gran movimiento social y comercial que se deriva del servicio de los canales; la semejanza que hay en la estructura de los monumentos y de las ciudades y aldeas, particularmente en todas las regiones del bajo Rin, del Escalda y de la zona marítima; las grandes afinidades que tienen las lenguas holandesa y flamenca: todo contribuye a mantener palpables analogías entre los dos países, mayormente cuando tuvieron vida común durante siglos, hasta 1830.
+Si la Holanda es principalmente comercial y marítima, y en segundo lugar agrícola y horticultora, la Bélgica es un admirable modelo de la reunión de todas las manifestaciones de la industria humana. Holanda es un país curiosísimo por la arquitectura de sus ciudades y la prodigiosa canalización de sus tierras, y aunque no sea su población muy comunicativa, bien que nada tiene de antipática, es singularmente respetable por su carácter honrado, enérgico y perseverante, y se hace estimar por las pruebas que ha dado al mundo de su gran poder de voluntad para luchar con las dificultades opuestas por una ingrata y avara naturaleza. Acaso no exagero al decir, emitiendo con franqueza el resultado de mis impresiones de viajero, que el pueblo holandés, no obstante su relativa exigüidad, es el más perseverante y respetable del mundo. Ninguno mejor que él ha sabido comprender la sabiduría con que la Providencia ha dotado de recursos al hombre para procurarse bienestar y engrandecimiento, y al prolongar, por decirlo así, su limitadísimo y casi inundado territorio propio, ya en la extensión de los mares, ya en apartados continentes, ha patentizado que la pequeñez material no es para el ingenio humano obstáculo bastante a impedir la adquisición de la grandeza moral.
+El espectáculo que ofrece Bélgica es consolador para todo filántropo que sabe admirar los progresos de la civilización y la suma de bien que contiene siempre la libertad limitada y dirigida por la justicia. En aquel privilegiado país —pequeña Inglaterra continental por sus instituciones, su gobierno y su industria— todo prospera y todo da idea de una grande armonía de los intereses sociales. Allí reina desde 1830, de padre a hijo, un rey-ciudadano, tan patriota como prudente; allí las bellas artes y la literatura y las ciencias corren parejas con la actividad del comercio; allí las vías de comunicación han alcanzado prodigioso desarrollo, y su multiplicación y variedad sólo son comparables con su baratura; allí la minería, la agricultura y la fabricación se perfeccionan de asombrosa manera, y se disputan el campo de la producción y la riqueza, y en lo político, el ciudadano se siente correcta y dignamente libre, así como el extranjero viaja por todas partes respetado y con seguridad. ¡Si la Bélgica, como territorio, es el crucero de la Europa Central y Occidental, como pueblo y nación es la más elocuente enseñanza que la civilización moderna puede ofrecer a la Humanidad y a la Historia!
+¿Y a qué se debe tan admirable situación? A la seguridad de la paz. Desde el día en que la neutralidad de la Bélgica fue garantida por las grandes potencias europeas, ese afortunado país quedó libre de conflictos internacionales, de zozobras en lo tocante a la política europea, y de complicaciones que lo comprometiesen. Teniendo asegurada la paz exterior y la independencia, pudo aplicar tranquilamente todas sus fuerzas al perfeccionamiento de sus libres instituciones y al desenvolvimiento de todos sus intereses industriales. No ha habido allí problema alguno de política o de economía, cuya resolución no haya sido facilitada por la paz, y dos pueblos distintos por su lengua, sus tradiciones y sus antiguos intereses económicos han podido amalgamarse en uno solo bajo una común bandera: la de la libertad en el orden, guiados por un común propósito: el de asegurar la dignidad de su civilización. Bélgica, con poco más de cinco millones de almas y un reducido territorio, es moralmente más grande que los más vastos y poderosos imperios.
+SI PARÍS ES UN INMENSO CONJUNTO de maravillas de todo linaje, y el receptáculo de todo lo que el mundo civilizado puede producir en literatura, ciencias, política, modas, diversiones y encantamientos —circunstancias que, más que la capital de Francia, hacen de aquella admirable ciudad la capital del mundo culto y el centro cosmopolita por excelencia— si París contiene mil y mil seducciones para todos los espíritus y todos los temperamentos y caracteres, y muchos años de atenta observación no lo dan a conocer por completo, hay en sus alrededores numerosísimas localidades que atraen también, con sobrada razón, las curiosas y atentas miradas del viajero.
+No sólo hay mucho que ver y observar en Chantilly, Montmorency, Sceaux, Saint-Cloud, San Dionisio, Charenton, Vincennes y muchos otros lugares, ya simplemente bellos o pintorescos, ya interesantes en los puntos de vista histórico, científico y artístico, sino que con sólo visitar a Versalles, Saint-Germain y Fontainebleau hay asunto para interesantísimos estudios, entretenimientos y observaciones. No es mi ánimo emitir concepto sobre las bellas obras de arte que vi en aquellos palacios, tan engrandecidos por las creaciones del genio como por acontecimientos históricos de suma trascendencia, pues en lo tocante a bellas artes apenas tengo el gusto artístico necesario para mi propio gasto, y soy incompetente para emitir juicios críticos que no sean plagios, ridículos a mis ojos como a los ajenos.
+La impresión que me causaban los monumentos y museos que contemplaba era profunda, así en París como en las demás ciudades, pero siempre deducía de la observación de aquellas maravillas una consecuencia filosófica en favor del espiritualismo que estaba en el fondo de mi alma, a pesar de las ideas adquiridas desde 1846 con la lectura de los enciclopedistas. Yo encontraba en todas las obras maestras del arte, ya fuesen de música o pintura, de arquitectura o de escultura, la explicación o el verdadero sentido de la gran palabra del Génesis, que tanto ha servido de pretexto a los incrédulos para imputar el vicio de antropomorfismo a la teogonía bíblica y cristiana: «Dios hizo al Hombre a su imagen y semejanza».
+¿Qué le hizo para hacerle a su semejanza? Le hizo creador. No creador omnipotente, porque así le habría hecho su igual, y no su semejante, pero sí creador limitado, relativo, en su restringido campo de maravillosa actividad. No crea el Hombre la belleza, la fuerza, la vida, la verdad, porque estas residen en todo lo creado, inclusive el alma que las lleva en su propia naturaleza, las siente, las concibe, las comprende y explica y las reproduce en inmortales manifestaciones. El poder de reproducirse en un lienzo, de inmortalizar el sentimiento en una sinfonía, de hacer palpitar un gran pensamiento en un palacio, un arco triunfal o un templo, de dar vida y alma a la piedra, convertida en estatua de finísimos contornos, ese es el poder creador; así como lo es el del poeta, el del orador, el del escritor y el sabio que crean las más acabadas formas para la expresión de los más profundos y verdaderos pensamientos, o descubren los maravillosos secretos de la Naturaleza y las combinaciones que puede tener la aplicación de las fuerzas residentes en todo lo creado.
+El Palacio de Versalles, con su inmensidad, sus primores de arte y sus encantadoras seducciones, me ofrecía asunto para una comparación muy natural. Los déspotas y tiranos mandan construir magníficos monumentos, creyendo perpetuar con ellos no solamente su memoria, sino también su obra política y social, y a llevar a cabo sus inspiraciones, principalmente personales, agotan sus tesoros y esfuerzos para crear sus obras, que han de producir el deslumbramiento de los pueblos… Pasan los tiempos, los acontecimientos se suceden, a las veces produciendo grandes catástrofes, en ocasiones grandes beneficios, y a la postre, de la obra de los déspotas sólo subsiste lo que no les pertenece: ¡lo que es solamente inspiración y creación del genio! El despotismo se desploma, como un andamio artificial y falso que sirvió para levantar el monumento, y este vive y llama la atención del mundo, no como testimonio del poder de los déspotas, sino como prueba irrecusable del fecundo poder del ingenio humano, eternamente creador, libre y verdadero…
+Impresión muy rara y enteramente nueva me causaron los grandes bosques y florestas que rodeaban los palacios de Versalles, Saint-Germain, Fontainebleau, etcétera. Yo no tenía idea sino de los bosques primitivos, de las vastas selvas de Colombia, en cuyo seno todo es obra de la Naturaleza, sin que el arte haya introducido ninguna de sus creaciones; selvas exuberantes y bravías cuya asombrosa magnificencia y prodigiosa riqueza y variedad de árboles y arbustos, lejos de comprobar el poder del hombre comprueban su debilidad en muestras inmensas y desiertas comarcas. En estas, el Hombre es todavía esclavo de la Naturaleza; es de ordinario su tributario impotente y su víctima, por falta de ciencia y arte, que son los verdaderos elementos de la fuerza humana… El jaguar, el puma y el oso negro, el ciervo y el tapir se pasean libremente por entre las enmarañadas selvas de Colombia, y son los soberanos de la soledad.
+No así en las florestas y selvas de la civilizada Europa, y particularmente de la Europa Central y Occidental. En ellas, salvo la Selva Negra, todo está civilizado y como hecho a escuadra y compás. Allí el arte se combina con la Naturaleza para obtener, a voluntad del hombre, cuanto se quiere para hermosear la tierra, sin exuberancia ni salvajismo alguno. Todo es correcto y esmerado: los caminos son como calles, y los senderos tienen el aspecto de líneas trazadas con ingenio y abiertas con artificio; todo es hermoso y magnífico, pero la hermosura tiene orden y regularidad, y en la magnificencia hay suavidad, proporción y simetría. Así entre las selvas de Colombia y las florestas de Francia, Inglaterra, España, etcétera, hay la misma diferencia que entre los hombres políticos, los gobiernos y las instituciones, y lo que en América impresiona y abruma, por la majestad de lo naturalmente enorme y grandioso, pero espontáneo, desordenado y excesivo, en Europa encanta, por la gracia de lo artístico, regular y acompasado.
+De todas las excursiones que hice en Francia, ya hacia varios puertos, como el Havre, Boloña, Dieppe y Calais, ya hacia muchas pequeñas ciudades y localidades circunvecinas de París, ninguna me causó mayor agrado que la hecha por el centro de los departamentos franceses, en dirección hacia el sur, con el propósito de visitar la Auvernia, antigua provincia, según la nomenclatura monárquica, de la cual han salido, en todo o en parte, los actuales departamentos del Allier, del Puy-de-Dôme y Dordogne.
+Mucho se burlan los franceses de sus compatriotas les auvergnuts, ya a causa del dialecto que hablan, que es un francés muy corrompido, con numerosas reminiscencias del latín de la época de César y algunas palabras castellanas que han degenerado; ya porque los pobres de la Auvernia, un tanto nómadas por la necesidad de salir a buscarse la vida en París y otras grandes ciudades, ejercen allí por lo común la profesión de mozos de cordel, lo que les da la triste ventaja de ser sumamente conocidos como insignes veteranos en el oficio de lleva y trae o mandaderos de todo el mundo. Pero el pueblo auvernés no me pareció merecedor de burla alguna, porque es característicamente honrado, laborioso y sufrido, y su rudeza misma, particularmente manifiesta en las comarcas montañosas, le imprime cierto carácter de originalidad interesante.
+La Auvernia se compone de dos regiones muy distintas: una de llanuras, entrecortadas a trechos por altas colinas, como lo es la vecina comarca de Vichy —regiones donde predomina la agricultura, muy valiosa, por cierto, pues se cultivan en vasta escala trigos, remolachas y vides—, y otra de montañas, donde abundan las fuentes de aguas minerales, los árboles frutales, como el castaño, el cerezo y el peral corpulentos y el nogal, y se mantienen en praderas naturales numerosos rebaños de ganados diversos, principalmente vacuno. No se comprende cómo los franceses, tan aficionados a viajar por Suiza y otros países pintorescos, miran con indiferencia su Auvernia, o ignoran lo que esta vale como país admirablemente variado en su naturaleza, interesante en los puntos de vista geológico e histórico, y digno de muy atenta observación. A lo sumo los que, por achaques de salud o por moda, frecuentan algo los distritos donde se hacen curas hidrotermales, visitan y dan animación a lugares como Vichy, Saint-Nectaire, Royat y Mont d’Or, donde abundan multitud de fuentes minerales, unas propias para bebidas y baños saludables, y otras sólo adecuadas para producir curiosas e interesantes petrificaciones artificiales.
+Al propio tiempo que yo deseaba conocer la Auvernia —país donde subsisten tradiciones muy notables de la época de la dominación romana, de la cual quedan muy curiosas iglesias que datan de los siglos VII a XI— tenía como uno de mis principales objetos el de visitar a mis amigos Mazellier Blatin y Dufour Doubesset, con quienes había viajado muy agradablemente por las Andalucías. El primero residía en Clermont-Ferrand, capital del departamento del Puy-de-Dôme, y el segundo en Thiers, pequeña ciudad que es en Francia, aunque en mucho menor escala, la que desempeña el papel de la Sheffield de Inglaterra, por su fina fabricación de tijeras, cuchillería y muchos artículos de hierro y acero.
+Alojado sucesivamente en las casas de mis dos amigos, y tratado por ellos y sus familias con exquisita cordialidad y franqueza, tuve ocasión de conocer dos de los aspectos más simpáticos de la sociedad francesa: la vida y las costumbres de la clase media en las pequeñas ciudades, donde no reina la tiranía de las modas ni se vive con el artificio y bullicio de las grandes capitales, y la vida verdaderamente campestre, tal como se manifiesta en las haciendas o fermes, grandes o pequeñas, y en las aldeas y poblaciones enteramente rurales. Formé idea bastante exacta de lo que es el francés de la clase media que vive con sencillez, sin el estiramiento ni la vanidad de las gentes que habitan las ciudades cortesanas. El francés de aquellas condiciones se distingue particularmente por su buen sentido, su tenaz adhesión al terruño, su vivo interés por los asuntos locales, su patriotismo inquebrantable, mezclado de cierta vanidad nacional y provincial, su afición constante a la discusión —pero no sostenida con regularidad y método sino contradictoria, animada por la rapidez de la respuesta y la réplica, y de ordinario intolerante y sistemática— su escasa versación en la geografía, la literatura y la política y estadística de los países extranjeros, su inclinación a esperarlo todo del Gobierno, en lo tocante a los intereses sociales, su tendencia a la agudeza o los juegos del espíritu, con notable preferencia dada frecuentemente a las formas del lenguaje, su disposición a la rutina en la industria, la política, la administración pública y la vida de familia, su pasión por la igualdad democrática, aun con detrimento de la libertad individual y política, su deliberada disposición a considerar el matrimonio como un contrato y asunto de cálculo y posición mucho más que como sacramento ni combinación vitalicia de afectos profundos ni poéticos, su facilidad de conversación y de acceso en las relaciones, su deliciosa galantería de maneras y lenguaje, y su disposición al trato fácil y amable, que hacen de la sociedad francesa, en todas sus clases, la más simpática y realmente hospitalaria de toda la Europa.
+No solamente me complací mucho en Auvernia con la visita hecha a muy curiosos momentos y el trato de una parte de la buena sociedad de la clase media[31], sino que a más de los objetos, interesantes observados en Clermont-Ferrand, mis amigos me procuraron deliciosas impresiones, ya haciéndome conocer unas cuantas fábricas muy importantes, ya acompañándome en muy variadas excursiones, ora en dirección hacia Riom y sus cercanías, ora hacia Thiers —la Ville noire descrita en una interesante novela de George Sand—, ora dando la vuelta de Issoire Saint-Nectaire, el Château de Murol, el Mont d’Or y el Puy-de-Dôme, vasto cráter apagado de un extinguido volcán, ora, en fin, hacia las aguas de Royat y las montañas vecinas.
+A más de una considerable refinería de azúcar de remolacha, que visité en la llanura, no muy lejos de Riom, tuve ocasión de observar todos los trabajos de una fábrica de artículos de caucho, de otra de papel, de una, existente en Clermont-Ferrand, de zapatos de madera, y de varias que producen gran cantidad de pastas alimenticias, dulces y confites. Algunos de aquellos establecimientos industriales —inclusive la Fontaine pétrifiante que existe en un arrabal de la ciudad— me llamaron particularmente la atención.
+Es sumamente curioso ver cómo en una fábrica de papel, en pocas horas se transforma la materia, convirtiéndose lo inmundo, fétido y vil en admirable, a virtud del maravilloso poder de las máquinas de vapor. Comienza uno por ver despedazar los trapos más asquerosos, recolectados de entre las familias y gentes más miserables —harapos que representan el colmo del infortunio social y de la inmundicia humana— los ve después hervir en grandes calderos para quedar purificados y convertidos en una masa plástica; enseguida los encuentra convertidos en un líquido lechoso transparente y purísimo, que va transformándose a ojos vistas en una inacabable tira muy ancha de papel, y cortada esta por una máquina en hojas iguales, aparece luego lo que fue vil paja y asqueroso montón de trapos, pronto a recibir, en resmas de magnífico papel, la expresión de la cosa más grande, sublime y fecunda en el orden de lo relativamente pasajero: ¡del pensamiento humano!
+No menos curioso, descendiendo a otro modo de producción industrial —es decir, de lo que sirve a los pies, en lugar de lo que sirve al pensamiento creador—, es el trabajo de una fábrica de calzado de madera. En casi toda Francia la gente pobre, sobre todo la campesina y de las pequeñas poblaciones, calza grandes zapatos de madera: calzado muy sencillo, muy durable y de poco costo: 2 a 4 francos el par de zapatos, reducidos a la suela, la capellada y un talón bajo, todo de una pieza, y es curioso ver con qué facilidad se camina y aun se corre con aquel calzado enteramente suelto, cuando se adquiere el hábito de usarlo. Tiene la ventaja también de ser muy seco, aun transitando por entre el lodo, y juzgo que nada sería más benéfico que su fabricación y uso en Colombia.
+Las maderas que se aplican para fabricar este calzado son los troncos y ramas gruesas de viejos nogales, cerezos y castaños, y es verdaderamente maravilloso ver en la fábrica, que en pocos minutos lo que entra bajo el diente de la sierra, en la forma de grueso y tosco tronco, queda en el último salón convertido en muchos pares de zapatos perfectamente perfilados, alisados y barnizados, a punto de ser dados a la venta. ¡Cuán grande no se ve así el pensamiento humano, obrando con la irresistible precisión de la sierra, del berbiquí, del formón y el escoplo, del compás y la escuadra y de otros instrumentos, servidos por la fuerza del vapor y la infalible sabiduría de la mecánica!
+La Auvernia, país de formación volcánica en gran parte, tiene, por causa de esta formación, no solamente muchísimas fuentes de saludable uso, así para beber sus aguas como para baños, sino también algunas que, llevando en disolución fosfato de cal, azufre y otras sustancias, producen las más curiosas petrificaciones y sirven de fundamento a una industria que, si es limitada en su desarrollo, no carece de importancia. Las más notables de estas fuentes son las de Clermont y Saint-Nectaire. Las aguas surgen de hondas cavidades, y al salir al aire libre son recibidas en escaleras y otros aparatos convenientemente dispuestos para que, cayendo gota a gota sobre moldes de metal o de madera, o pequeños cestos u otros objetos artísticamente aderezados, vayan convirtiéndose en petrificaciones. No pocos artistas se ocupan en grabar retratos, bajos relieves, bustos y figuras diversas, así en metal como en madera, en los huecos de los cuales se va incrustando el líquido mineral que ha de producir la petrificación, y así se obtienen obras de arte muy preciosas que luego reciben esmerado pulimento.
+Tengo muy vivo recuerdo de ciertas impresiones sentidas en Auvernia, ora al bañarme en el lago de Murol o coronar las más altas cumbres de las montañas de aquel bello país, ora al transitar por sus bosques, entre Mont d’Or y Clermont-Ferrand, o al reposarme, arriba del pintoresco Royat y los vecinos caseríos, a la sombra de espesos grupos de magníficos castaños. Una triple emoción me dominaba profundamente: por una parte, me sentía tan lejos de mi patria, aún más en el sentido moral que en el material, y tan solo, tan aislado, no obstante la compañía de mis amigos de Clermont-Ferrand, que me parecía estar como separado de todo el mundo conocido y cual si habitara otro planeta; por otra, junto con aquella idea de aislamiento y soledad, que me causaba melancolía, experimentaba una especie de alivio íntimo, puramente del alma, al poder abstraerme de los recuerdos políticos —de todo lo que me había agitado o amargado la vida— como si mi ser moral quisiera reconstituirse en una nueva existencia, y en fin, al contemplar aquellos bosques y paisajes, aquellas cumbres y crestas de montañas y elevadas planicies, si bien me parecían objetos nuevos y pintorescos y en todos hallaba estampado el sello de la civilización, se me antojaban enanos y raquíticos, al compararlos mentalmente con los salvajes pero grandiosos aspectos de las montañas de Colombia…
+De esta suerte, había en los movimientos simultáneos de mi alma una mezcla de reminiscencias patrióticas, dulces unas, dolorosas otras, y aspiraciones a una nueva vida moral e intelectual, y esto era seguramente fruto de la nueva educación, así objetiva como de variadas y sólidas lecturas, que mi espíritu iba recibiendo en el seno de las sociedades europeas… El hombre esencialmente americano comenzaba a ceder el paso, en mi ser moral, cuando ya casi se despedía de la primera juventud, al hombre cosmopolita, modificado por las enseñanzas del Viejo Mundo, que comenzaba a entrar en la madurez de sus impresiones y pensamientos.
+MUY RECIÉN LLEGADO A PARÍS estaba yo, en 1858, cuando, por encargo de mi hermano Rodolfo, que deseaba proporcionarse una buena biblioteca de economistas, y también por obtener para mí algunos libros importantes, fui un día, calle de Richelieu, a la librería de Guillaumin & C.ª. A poco de conversar, notando el señor Guillaumin que yo mostraba criterio al aceptar o rechazar las obras que él me iba ofreciendo, me preguntó si yo cultivaba las ciencias económicas y si era español. Satisfice su curiosidad y le dije que en mi país teníamos ya resueltos muchos problemas económicos, mediante las libres instituciones adoptadas en materia de comercio y navegación, industria, transmisión y admisión de propiedad, impuestos, etcétera, y a propósito de esto me manifestó sentir mucho que en Francia no se tuviesen conocimientos exactos sobre la estadística y los progresos económicos y fiscales de las repúblicas hispanoamericanas.
+Con tal motivo me mostró el digno librero de los economistas los primeros pliegos de un gran Diccionario universal, teórico y práctico, del comercio y de la navegación, que estaba comenzando a publicar, y me hizo notar que sólo había podido procurarse tres artículos relativos a la Nueva Granada, de ellos uno intitulado: Carthagène, y eso, por extremo deficiente, ¡pues se fundaba en informes que databan de 1822! Comprendiendo que yo era publicista y tenía vivo interés en hacer figurar a mi país en el Diccionario, me pidió para este el señor Guillaumin los artículos que tuviese a bien escribir, y a ello accedí con mucho gusto. Ya estaban impresos los pliegos comprensivos de la A y la B, por lo que no pude escribir, como lo deseaba, los artículos relativos a Ambalema, Barranquilla, Bogotá y Bucaramanga, pero sí alcancé a corregir muchos errores y llenar vacíos en el artículo Carthagène, que estaba ya en prueba, y suministré cinco o seis más, enteramente míos o que corregían los de otros escritores referentes a Honda, Medellin, Saint Marthe y varias otras ciudades de la Confederación Granadina.
+La índole de los estudios que había hecho yo en Bogotá; la inclinación que me había movido a cultivar simultáneamente todos los ramos de la política y la literatura; la suma laboriosidad con que sostenía mis variadísimas correspondencias para El Comercio de Lima —sin perjuicio de los escritos frecuentemente enviados a El Tiempo y a El Comercio de Bogotá y a la América y La Discusión de Madrid— y los trabajos que me había visto obligado a ejecutar en París en lo tocante a geografía y etnografía, habían dado a mi espíritu una dirección que, solicitando la verdad en todos sentidos, me apartaba de toda especialidad, seguramente con detrimento de la fijación de mi estilo y la profundidad de mis ideas. La tendencia a la universalidad, a los trabajos de generalización y vulgarización de todo, tenía que serme y me ha sido perniciosa, porque, procurando saber algo de todo, no he logrado conocer ni poseer cosa alguna a derechas ni a fondo. El mal es ya irremediable, porque estoy sobrado viejo para descubrir mi verdadero camino intelectual, educar de nuevo mi espíritu y relucirme con riguroso método al orden de estudios y trabajos que mejor pudiera convenirme.
+Ello es que yo trabajaba simultáneamente en París en numerosísimos y muy diversos campos. Allí escribí no pocas poesías, entre ellas algunas de las mejor inspiradas, como El hogar, El espíritu en la materia, El Tequendama —visto con la memoria y la imaginación mucho mejor que de cerca con los ojos—, y El guardia nacional en Hispanoamérica; allí escribí la primera de las novelas, de composición formal y seria, que he publicado: Las coincidencias, que en sustancia era la historia de mi primera juventud, y no pocos artículos de costumbres, entre otros: La literatura fósil y Los hispanoamericanos en Europa; de allí dirigí al marqués de Albaida una serie de cartas políticas —«De un republicano de Sudamérica a un republicano de España»—, que fueron publicadas en La Discusión de Madrid y años después reproduje en volumen, en Bruselas, junto con varios Discursos políticos, y a más de los pequeños trabajos que presenté a las sociedades de geografía y de etnografía, allí escribí muchos millares de páginas sobre política, economía, estadística, literatura, crítica y viajes, que remití a los periódicos de Lima y Bogotá con quienes tenía compromisos como corresponsal.
+Una importante observación psicológica pude hacer en aquella época. Me sentí mucho más capaz de describir en París, con el poder de la imaginación y la memoria, multitud de impresiones sentidas y de objetos observados en mi país, pocos o muchos años antes, y así lo experimenté con no pocos de mis escritos literarios y políticos. Esta observación hecha en mí mismo me indujo a reconocer una verdad: que las descripciones más verdaderas y vigorosas que se hacen de los objetos que nos impresionan y que excitan fuertemente nuestro sentimiento y nuestra imaginación no son las que nacen a la vista o bajo el dominio inmediato de tales objetos, sino las que se producen de lejos, cuando ellos nos dejan libres todas las facultades de la mente, y en especial las de la percepción por medio de la memoria, de la reflexión reposada y de la fantasía que evoca lo lejano o ausente. Así, por ejemplo, yo he escrito, en épocas muy apartadas, cuatro poesías dedicadas a la gran maravilla del Salto del Tequendama, y tres de ellas han sido comenzadas en mi cartera, teniendo a la vista aquel prodigio natural, pero la mejor de todas, sin contradicción, es la que escribí en París, en 1859. En el fondo de mi gabinete me alucinaba creyendo estar asomado a mirar el abismo, a contemplar la catarata con los ojos del alma, a oír con el corazón el trueno formidable de la gran mole de ondas turbias que se despeñaba sobre la vertiginosa profundidad, y así veía, oía, concebía y admiraba más y mejor la hermosura y grandeza de un espectáculo que, por estar a más de dos mil leguas de distancia material, no me embargaba los sentidos… El alma es siempre más grande y luminosa, mientras mayores son su libertad de vuelo y su concentración o recogimiento de fuerzas.
+Desde mi llegada a París en marzo de 1858, me había propuesto un plan de estudios teóricos y prácticos, y lo puse por obra en breve y lo seguí con perseverancia. A más de lo que habían de enseñarme las buenas lecturas, las relaciones con hombres ilustrados, la frecuente concurrencia a los teatros y los viajes y excursiones por diversas comarcas, yo esperaba sacar gran provecho de todos los museos y las exhibiciones artísticas o industriales, así como de los cursos públicos que me propuse seguir asiduamente en La Sorbona y en el Colegio de Francia.
+En efecto, durante cerca de cuatro años pasados en París, en dos épocas, de 1858 a 1862, seguí los cursos que más me interesaban, a saber: de Derecho Constitucional, Economía Política y Estadística, de Historia de la Filosofía e Historia Crítica de la Literatura, y de Física Experimental, Química Elemental y Fisiología. Todos estos cursos eran dictados, por el método de lecciones orales, por profesores muy distinguidos, tales con Saint-Marc Girardin, Baudrillart, Filarètes Chasles, Bellart y otros, y yo asistía a ellos con vivo interés y tomaba en mi cartera, con suma rapidez, nota de todas las enseñanzas importantes. Sin embargo, no omitiré decir que nada nuevo ni bien interesante oí de la boca de los profesores de Economía Política y Derecho Constitucional francés, no porque estos catedráticos no fuesen muy notables, sino porque les era prohibido tratar ningún asunto delicado que pudiera rozarse con la política, ni emitir ideas verdaderamente liberales. Cada profesor de alguna ciencia política tenía que comunicar previamente sus lecciones al Ministerio del Interior, con sujeción a la previa censura, y soportar después, en la clase, un censor que se le sentaba al lado, pronto a cortarle la palabra y llamarle al orden, si se excedía en algo de lo que debía decir conforme a la lección aprobada. Poco era, pues, lo que yo podía aprender, en materias políticas, con los profesores del Imperio.
+También asistí con frecuencia a unas conferencias libres que organizaron algunos pensadores republicanos en un salón de la calle de la Paz, con el propósito de difundir ideas avanzadas y exhibir y popularizar a ciertos escritores y oradores que no hallaban modo de sostener sus doctrinas por la prensa ni en la tribuna pública. El Gobierno toleró aquellas conferencias por algún tiempo, y el señor Leroy, que las dirigía y era uno de mis relacionados de las tertulias de Monsieur Jules Simon, me instó para que, por mi parte, hiciese algunas sobre la naturaleza y las costumbres tropicales de América y las instituciones de las repúblicas hispanoamericanas. Al cabo, aunque con algún temor de que mi pronunciación francesa pareciese algo defectuosa, accedí a la invitación de Monsieur Leroy, y ya tenía yo preparadas las dos primeras de tres conferencias que me proponía hacer, cuando el Gobierno prohibió la institución, considerándola oposicionista, y mandó cerrar el salón.
+Muchas ocasiones tuve en las sociedades de Geografía y Etnografía y en el círculo de las sociedades sabias, de improvisar pequeños discursos en francés, y generalmente salía bien del paso, porque tenía la ventaja, a más de expresarme en todo caso con brío y confianza —lo que agrada mucho a los franceses— de emplear siempre locuciones de libro, nada vulgares, precisamente porque no había aprendido la lengua francesa en Francia, sino en mi país, estudiando buenos libros, casi todos clásicos, y reservándome para adquirir en París la pronunciación correcta y los modismos del idioma. En un gran banquete de aniversario que celebramos los miembros de la Sociedad de Geografía en el hotel del Louvre, improvisé un discurso completo sobre la importancia y los frutos de las ciencias y los trabajos y descubrimientos geográficos, y tuve la doble fortuna de que me aplaudiesen y felicitasen mucho todos mis cofrades —que eran como ciento veinte presentes—, y mandasen publicar, en un diario de París y en el Boletín, mi discurso, recogido por la estenografía.
+Bien que el conocimiento de una civilización tan adelantada como la que tiene su centro en París requiere largos años de observación y estudio, yo comenzaba, casi a mediados de 1860, a sentir el deseo de trasladarme a Londres, no porque esta residencia pudiera serme más grata ni provechosa que la de la capital francesa, sino porque creía necesario a la educación de mi espíritu el estudio de las costumbres y principales instituciones británicas, y una concienciosa comparación de los hechos sociales más culminantes de Inglaterra y Francia.
+Algunas circunstancias domésticas me indujeron a ejecutar prontamente el propósito de trasladar mi domicilio a Londres. Mi conducta civil era de todo punto irreprensible, y ningún pretexto podía ofrecer para que la policía imperial se ocupase en lo que yo hiciera o dejara de hacer, ni menos para hacerme objeto de sus inquisitoriales maniobras. Pero yo había continuado escribiendo con entera independencia de investigación, narración y criterio todas las correspondencias que enviaba a Lima, y como yo nada ocultaba de lo que descubría y mis juicios eran generalmente contrarios al Gobierno de Napoleón III y a su familia, seguramente el ministro francés residente en el Perú había vuelto a señalarme como un adversario de pluma, y acaso por este motivo la policía me invigilaba.
+Un día cambiamos en casa de cocinera, y a poco se notó que la nuevamente recibida escribía mucho todas las noches y procuraba ocultarlo. Después fue sorprendida tres o cuatro veces registrando los papeles de mi escritorio, con pretexto de arreglar mi gabinete, y un día la criada niñera que teníamos la vio en el jardín del Luxemburgo conversando como en secreto con un comisario de Policía. Días después, a mi vez, alcancé a ver en el mismo jardín a otro corchete, jayán buen mozo y bien formado, galanteando o fingiendo galantear a la niñera, muchacha inglesa que habíamos tomado a nuestro servicio en Southampton, hacía más de dos años, lo que me hizo sospechar que, con pretexto de amorcejos, la policía trataba de meterse indirectamente en mi domicilio. Repetidas veces noté que cartas de la ciudad que me llevaba el cartero tenían señales patentes de haber sido despegadas y abiertas antes de llegar a mis manos. Por último, un día la portera, excelente mujer que nos había cogido cariño y mimaba mucho a mis hijas, me reveló que un comisario de Policía había ido al zaguán de la casa a interrogarla mañosamente sobre todos los actos de mi vida privada, y particularmente quiénes me visitaban, a qué periódicos y revistas estaba suscrito, en qué me ocupaba ordinariamente y si yo tenía relaciones con personas importantes, o con italianos u otros extranjeros sospechosos.
+Las respuestas de la portera fueron excelentes en mi favor; la cocinera escritora fue despedida, y la niñera nada importante podía decir, porque entendía y hablaba poquísimo el francés, pero de todos modos era evidente que la policía trataba de incomodarme con su vigilancia, llevada hasta la nimiedad —pues yo no tenía importancia alguna para merecer tal celo—, y esto me movió a resolver mi inmediata traslación a Inglaterra para vivir tranquilo. Yo tenía concertado con mi esposa nuestro gran viaje de tres meses por Alemania, Austria, Hungría, Holanda, etcétera, del cual he dado idea en uno de los últimos capítulos. Así, dejé a Soledad por unos días en casa de Madame Duhamel, me fui con mi madre y mis hijas para Inglaterra, dejándolas en un lodging o casa de alojamiento en familia, en Balham, no lejos de Londres, torné a París a juntarme con mi esposa, tomamos la vía de Metz, en dirección hacia el Rin, hicimos nuestra larga excursión, que duró tres meses, y al cabo, bajando por el Escalda, atravesando el mar del Norte y remontando el Támesis, fuimos a establecernos en Londres, tomando allí en alquiler una casa completa, amoblada, al frente de los hermosos jardines de Sloane Square.
+En Londres íbamos a tener muy pocas relaciones, pero también íbamos a contar con algunas ventajas. Por una parte, la vida independiente, como en casa propia, pues allí no vive uno, si tiene familia, acuartelado con muchas gentes extrañas en una sola casa de cinco, seis o más pisos, como sucede en París, sino en domicilio exclusivo, desde el sótano de la cocina hasta la nursery —habitación de los niños— del tercer o cuarto piso, y por otra, en Londres tenía yo la seguridad de vivir en un país libre y de garantías, donde nadie habría de incomodarme en tanto que yo respetase la ley y viviese como un hombre inofensivo. En lo tocante a relaciones, mi familia iba a tener las de numerosos y muy respetables parientes de mi suegra, establecidos en Inglaterra; las de míster Illingworth y su familia, que habían residido en Bogotá y nos estimaban cordialmente; las del respetable señor don Manuel María Mosquera y su dignísima señora, dama encantadora, y las de algunos compatriotas establecidos en Londres por negocios de comercio, amén de dos casas de comisionistas a cuyos buenos servicios iba yo recomendado.
+Muy pocas semanas hacía que me hallaba en Londres, cuando tuve ocasión de ocuparme en nuevos trabajos. Por una parte, el día menos pensado recibí carta muy atenta de un gran editor-geógrafo de Glasgow, en la cual me pedía el servicio de corregirle lo mejor posible los mapas de las tres repúblicas de la antigua Colombia y de Centroamérica, que hacían parte de un atlas completo que iba a publicar, y en efecto, me envió los mapas —en mucha parte defectuosos, por no estar al corriente con la nueva situación geográfica de las tres repúblicas colombianas— y se los devolví con todas las correcciones que fui capaz de hacerles. Este mismo servicio hice a Colombia en 1862, con ocasión de otro atlas que publicó en París Monsieur Garnier, mi respetable amigo y colega de la Sociedad de Geografía.
+Por otra parte, acababan de fundar en Londres, con el título de El Español de Ambos Mundos, un periódico en castellano, destinado a servir de órgano de publicidad y comunicación fraternal entre los pueblos de raza española de los dos mundos. Sus redactores, que eran un estimable chileno y dos españoles —don José María Mora, hijo del eminente literato americano don José Joaquín, y el ilustrado crítico y lingüista señor Benjumea—, tuvieron la galantería de invitarme, por medio de una carta, a colaborar en su periódico, y yo no me hice rogar, porque hacía algún tiempo que maduraba las ideas y el plan de un trabajo histórico-crítico relativo a la educación colonial recibida por los pueblos de Hispanoamérica y a sus revoluciones, así de la Independencia, como intestinas posteriores. Escribí, en efecto, una serie metódica y continua de diecisiete artículos, que di a luz en El Español de Ambos Mundos, y con ellos, ordenados en un volumen, compuse una de mis mejores obras[32]; incorrecta, sin duda, como eran entonces mis escritos, pues yo estaba tontamente reñido con los puristas castellanos, pero incuestionablemente original, sincera, vigorosa y de tendencias verdaderamente históricas. Así lo digo, porque para mí la historia sin filosofía ni crítica es mera crónica, de incompleta verdad y escasa enseñanza.
+LA VIDA DEL EXTRANJERO en Londres contrasta completamente con la que puede vivir en París. Bien que en la inmensa capital británica haya un admirable servicio de correos y de todos los ramos relacionados con la policía de aseo, salubridad, ornato y seguridad, casi todo tiene allí el aspecto y carácter de esfuerzo y acción de la libre iniciativa individual, de obra destinada a satisfacer las necesidades y asegurar o hacer efectivos los derechos de los individuos, respetados por la ley y la autoridad con escrúpulo severo. Salvo el caso de alojarse transitoriamente en un hotel o fonda, la familia tiene hogar propio y es dueña de sí misma, ora se aloje en una casa, que tiene su servicio independiente y completo, ora en un lodging o pensión, siempre con alguna independencia.
+No así en París, donde todo está hecho y calculado para una especie de vida común, así en las calles y plazas y demás lugares públicos, como en el interior de las habitaciones, donde la autoridad interviene en todo y lo hace todo, ejerciendo una tutela permanente sobre la sociedad; donde reina el más caracterizado socialismo, desde las orillas y los malecones del Sena hasta el más precioso gabinete de un museo o el salón de descanso —foyer— de cualquier teatro. En París casi todo está hecho para el público, y muchas de las fruiciones que se le proporcionan son aparentemente gratuitas, bien que todos, sean parisienses, provincianos o extranjeros, las costean indirectamente, ya pagando fuertes y numerosas contribuciones, ya reembolsándoselas, en la forma de altos precios adicionales, a los hosteleros, restauradores, sastres, zapateros, comerciantes y mercaderes de todo linaje.
+En Londres, salvo el servicio de policía y beneficencia, pocos gastos pesan colectivamente sobre los particulares, porque la autoridad pública procura restringir lo más posible el tutelaje que la necesidad del orden social la obliga a ejercer sobre esos mismos particulares. Cada cual consume lo que ha menester y puede proporcionarse con sus recursos, desde el agua para beber hasta los goces más espirituales; no está obligado por el socialismo oficial a consumir lo que no necesita o no le conviene, por no estar a su alcance natural; paga directamente y con la dignidad de quien desembolsa lo propio con entera libertad, y se siente favorecido por la ley común de la libre competencia, que facilita todas las transacciones.
+No quiere esto decir que Londres carezca de establecimientos o lugares públicos de aquellos que prestan servicios a todo el mundo y son costeados necesariamente por el Gobierno nacional o las municipalidades. Si en los jardines botánico y zoológico, en el Colosseum, en el Ateneo y el Palacio de Kensington, en el Túnel, los jardines de Cremorne y muchos otros establecimientos o monumentos que pertenecen a empresas privadas, hay que pagar la entrada, como en cualquier teatro, café o restaurante. También hay monumentos maravillosos, como el Museo Británico, Saint Paul, la Abadía de Westminster, el Palacio del Parlamento, la Lonja, la Torre de Londres, los Diques, el Museo de Pinturas, etcétera, que pueden ser gratuitamente visitados con gran provecho para el viajero que los observa y estudia con atención.
+Yo he descrito a Londres y algo de sus alrededores, por extenso, en los tomos 1.º y 3.º de mis Viajes. Así en el presente capítulo reduciré mis observaciones a los hechos sociales y políticos que me parecieron ser los rasgos más característicos de la sociedad británica.
+El campo de los estudios prácticos en Londres es difícil, a causa de la inmensidad relativa de la ciudad, que hace enormes casi todas las distancias, pero allí los elementos de observación comienzan desde el hogar mismo. En él todo está calculado y arreglado para la comodidad personal, la compostura y la conveniente separación de todos, desde el parlor o pieza de recibo para los negocios y lo que no es asunto de amistad o de familia, hasta la nursery o vivienda del último piso, donde duermen los niños y las niñeras. El cartero, al llegar con cartas o periódicos, da en el portón un golpe seco y sonoro, que parece decir, con el laconismo de la ley: yo represento el servicio público y la autoridad. La cocinera se ocupa en sus faenas silenciosamente, las desempeña con la conciencia de cumplir con un deber que se ha impuesto y es religiosamente retribuido, y así como ella respeta profundamente a todos los amos de la casa, es respetada por estos, en palabras y en obras. Los proveedores de víveres llegan todas las mañanas a la verja exterior de la casa que da entrada al piso subterráneo donde está la cocina, y con la exacta puntualidad de un reloj entregan los efectos que se les han encargado y la nota de su importe. Así, todo tiene el sello de la regularidad, del orden y de la severidad en el cumplimiento del deber.
+Un incidente de familia me dio ocasión para conocer algunos rasgos sociales curiosos. Nació en Londres, el 5 de noviembre de 1860, la tercera de mis hijas, María Josefa, y naturalmente hube de contratar un médico especialista para asistir a mi esposa. En los momentos en que nacía mi hija, el médico le administró a Soledad, desfalleciente, una gran copa de muy buen vino jerez, y pocos instantes después del alumbramiento la hizo beber una copa de brandy. Durante algunos días subsistió el régimen del vino, y en breve supe, y tuve nuevas ocasiones de verificar el hecho, que estaba en boga entre los médicos ingleses el tratamiento de muchas enfermedades y dolencias por medio del brandy y los vinos generosos. No deja de ser simpática para muchos hombres sanos, aún más que para los enfermos, esa terapéutica de los galenos ingleses.
+Así como había tenido que comprobar ante la oficina respectiva que todas las personas de mi familia estaban vacunadas —lo que me gustó mucho, porque me hizo ver que el servicio de la vacunación estaba muy bien organizado—, dentro de los tres días de nacida mi tercera hija hube de hacer la respectiva declaración en el registro encargado de formar y llevar la lista civil. En ambas oficinas me informaron que eran rarísimos los casos de contravención a las reglas legales establecidas, y no hubo circunstancia, alguna de aquellas en que la vida privada se relaciona con la autoridad, en que no viese yo la prueba patente del profundo respeto con que toda la sociedad inglesa considera y obedece las leyes.
+Acaso se dirá que este hecho es inherente al temperamento de los ingleses, pero es claro para mí que, si los pueblos tienen un temperamento físico que proviene de la raza misma, de la situación geográfica y del clima, tienen también un temperamento moral que en mucha parte es efecto de sus instituciones y su gobierno. Si el pueblo inglés es tan liberalmente conservador, es decir, religiosamente respetuoso por la ley, es porque está seguro de que esta, al imponerle deberes, le reconoce derechos inviolables y se los garantiza y hace efectivos. Así el pueblo más liberal de Europa, por su espíritu cosmopolita y sus instituciones de cierto linaje, es al propio tiempo el más conservador, por su espíritu de orden y las instituciones con que da fuerza a la autoridad para que proteja el derecho en todas las formas que este pueda revestir.
+Numerosas fueron las excursiones que hice en 1861 por las cercanías de Londres y hacia la costa del canal de la Mancha, ora por hacer una nueva visita a Greenwich y al astillero militar de Chatham, ora al Palacio de Cristal, a Richemond y los jardines botánicos de Kew; ya a Windsor Castle y Hampton Court, o a las carreras de caballos de Epson; ya a las interesantes ciudades de Hastings y Brighton, lugares marítimos muy frecuentados por los ingleses. Dondequiera encontré los mismos rasgos característicos de la sociedad británica. Todos sus monumentos, sus establecimientos científicos e industriales, sus hoteles y palacios, sus paseos públicos y sus buques mercantes o de guerra, sus astilleros y diques, sus puentes echados sobre el Támesis y sus embarcaderos de ferrocarriles, sus periódicos y sus circos de caballos, sus parques públicos o privados, sus calles y sus templos, tienen el sello de lo grandioso y poderoso. No se tiende hacia lo delicado, espiritual y seductivo, sino hacia lo formidable, gigantesco e imponente, y en todo caso lo agradable o gracioso cede el paso a lo útil.
+Aun sin conocer la historia ni la estadística de Inglaterra, el extranjero que la visita comprende, por las manifestaciones de fuerza y poder que se observan en todas las cosas, que aquel pueblo es el cajero y banquero del mundo; que su espíritu es esencialmente altivo y orgulloso, a fuer de insular y libre, y cosmopolita a fuer de comercial; que su acción política y marítima se extiende a todas las regiones del globo; que su sistema colonial tiene profundas raíces desde los mares del Norte, del poniente de Irlanda y del Mediterráneo hasta las más apartadas zonas de los archipiélagos y continentes, y que si otros pueblos más pulidos, de tendencias artísticas y literarias muy pronunciadas, como Francia, Alemania, Italia y España, se encargan de dar a la civilización su refinamiento y sus aspectos más simpáticos, la misión de la Gran Bretaña es procurar a esa civilización su fuerza y a la Humanidad entera el movimiento de la riqueza y la expansión de una fraternidad universal representada por los intereses.
+En junio de 1861 emprendí dar una vuelta completa por las más importantes comarcas de Inglaterra, Irlanda y Escocia. La primera línea que recorrí, partiendo de Londres, tocaba sucesivamente en Oxford, Bath, Cheltenham y Bristol. Si Bath es una ciudad apacible, de pintoresca estructura, que se desplega como en anfiteatro sobre risueñas colinas y atrae a muchísimos enfermos o paseantes que van a tomar baños, me llamó principalmente la atención porque allí vivió y murió el ilustre Zea, sabio, orador y legislador colombiano. Si Cheltenham me agradó, como ciudad graciosa y elegante, muy visitada por la gente aristocrática de Inglaterra, nada particular hallé en ella, en ningún sentido. Pero Oxford y Bristol me interesaron vivamente, la una por su renombrada universidad y la otra por su curiosísima topografía.
+La idea que uno tiene de las universidades, tales como las ha conocido en Hispanoamérica, en España y Francia y en Italia y Alemania, queda del todo modificada al visitar las universidades de Inglaterra, sobre todo las de Oxford y Cambridge. Bien que en París, por ejemplo, hay unos cuantos colegios y liceos dependientes de la universidad, esta mantiene cierta unidad y cierto aislamiento social que le dan un carácter como de privilegio o de entidad aparte en medio de la sociedad. En Oxford, la universidad absorbe, por decirlo así, a la ciudad entera. Allí los profesores, empleados y estudiantes son todo, y los ciudadanos nada o casi nada.
+En efecto, hay cosa de dieciocho a veinte colegios separados, todos de fundación distinta y aun diverso régimen y gran variedad de enseñanzas, y cada uno de ellos es un espléndido palacio; ya de un estilo arquitectónico, ya de otro, rico en objetos de arte, bibliotecas, archivos, bienes y rentas, privilegios, regalías, etcétera. Todos concurren a formar la universidad, pero todos mantienen su autonomía. En las fondas y casas de huéspedes, en los restaurantes y cafés, en las calles y plazas, en los jardines públicos y en las regatas o apuestas de canoas del Támesis, no se ven sino profesores, empleados de los colegios y estudiantes a miles. Allí es donde se forma para la ilustración y la política la aristocracia inglesa; allí se educa lo mejor de aquella clase media, honra y fuerza de Inglaterra, compuesta de literatos y oradores, de publicistas y ministros de la iglesia anglicana, de sabios naturalistas y economistas, de lingüistas eruditos y de hombres destinados al servicio diplomático y consular, o que han de hacer después estudios especiales para servir en la milicia o la marina.
+Bristol es una ciudad mixta: su parte baja y antigua es enteramente comercial y marítima, y como tal, complicada, desapacible, fea y llena de aquel bullicio que acarrean los negocios activos. Tiene de particular una gloriosa tradición: allí se armó y de su puerto partió la expedición de Sebastiano Caboto, descubridor positivo y bien determinado de Norteamérica. Así Bristol es el Palos de Inglaterra. La parte alta, llamada propiamente Clifton, contrasta por entero con la baja, porque es pintoresca, apacible y admirablemente simpática por su topografía y sus graciosos aspectos.
+Sobre el valle en cuyo fondo demora la vieja ciudad, en otro tiempo el más importante puerto de todo el occidente de Inglaterra, se alza una extensa meseta, cubierta de calles y graciosas quintas en gran parte, y cortada en su centro, como a tajo, por un profundísimo río. Sobre el vertiginoso abismo formado por toda la abertura del río y su cauce, estaba recién construido un magnífico puente colgante, que es, sin duda, en su género particular de construcciones, una de las más pintorescas y grandiosas construcciones de Inglaterra.
+Bristol, Birmingham, Manchester, Liverpool y otros grandes centros mercantiles o industriales, tienen de común con Londres una particularidad social que es propia de la vida inglesa, y que en raras partes, como acontece en Hamburgo, es imitada. Me refiero a la completa separación que el negociante inglés establece y mantiene entre su domicilio privado y su domicilio mercantil, entre su familia y sus negocios. El negociante inglés tiene su casa de habitación fuera de la ciudad mercantil, ora en las pequeñas localidades de las cercanías, ora en graciosas casas de campo o cottages, y allí duerme tranquilo, se abandona por completo a los apacibles goces de familia, no permite que se le hable de negocios, y se muestra con sus amigos hospitalario, sencillo, obsequioso, a las veces comunicativo y aficionado a la música o las cosas amenas.
+Pero desde el momento en que almuerza y entra en un ómnibus o en un tren de ferrocarril para dirigirse hacia el centro de la ciudad, donde tiene su domicilio comercial, el inglés es puramente negociante, y parece no tener familia ni pensar sino en los negocios. Desde aquel momento hasta la hora de cerrar las oficinas, torna a ser lacónico, positivista, severo en todo asunto de tanto por ciento, avaro del tiempo, que es dinero, perentorio en sus preguntas y respuestas, económico en sus gastos, exclusivamente negociante. Si suspende el trabajo a la una de la tarde para ir a tomar su luncheon o refrigerio, lo toma en pie y a toda priesa, y es metódico para comer y beber.
+Si permanece en su oficina, no hace caso de persona alguna que entre o salga, mientras ella no le solicite en particular. Si sale a diligencias de negocios, a nadie saluda en la calle, y solamente hace y dice lo que le interesa, en el tiempo estrictamente necesario. A las cinco de la tarde cierra sus oficinas o almacenes, dejándolos confinados a la guarda segura de la policía, y vuelve a su hogar a ser padre de familia y hombre campechano.
+Esta vida metódica y bien equilibrada es sana y fecunda, porque está en armonía con las reglas higiénicas, con las leyes de la fisiología y la psicología y con la gran ley económica de la división del trabajo. Así el inglés nunca confunde su posición doméstica con la que le dan sus negocios, y al propio tiempo mantiene la serenidad de su espíritu de hombre, y el vigor de su actividad en la obra común de la producción de riqueza.
+Nada particular tienen, salvo sus hermosas catedrales góticas, las ciudades de Worcester y Gloucester, por lo que no me detuve en cada una de ellas sino durante pocas horas. No así en Birmingham, vasta ciudad de más de trescientas mil almas, gran centro de la producción metalúrgica de Inglaterra. De allí salen las más comunes herramientas para el consumo del mundo entero, así como los más delicados y elegantes artículos de plaqué, cobre, oro, plata y otros metales, y sólo es comparable la enormidad de las masas de obreros allí aglomeradas, con la de los capitales aplicados a la producción, en las fundiciones o ferrerías, las fraguas y fábricas, de una inmensa cantidad de artículos, casi sin competencia por su baratura.
+Espectáculo admirable es el que ofrecen las campiñas de Birmingham, sobre todo cuando uno las recorre en un tren nocturno. Puede decirse que allí las campiñas desaparecen por completo, sembradas de innumerables ferrerías, fraguas y fábricas, y surcadas de numerosos canales y tranvías que sirven para movilizar el hierro, el carbón y las demás materias primas de aquella enorme producción metalúrgica, y para llevar luego sus productos a la ciudad. En el silencio de la noche, en medio de una oscuridad natural interrumpida en todas partes, se siente el mayor asombro al ver tantos hornos gigantescos y colosales chimeneas repletos de fuego y arrojando columnas de humo negro y espeso que enturbian y encapotan la atmósfera, y al percibir todos los confusos ruidos de martillos y martinetes, de máquinas y fuelles, de aparatos y trabajos diversos que están contribuyendo a la fundición y transformación de los metales. Aquello es una gran parte de la sociedad inglesa convertida en Vulcano; es la iluminación sombría de las tinieblas; son el fuego y la fuerza hechos inteligencia para el bien la Humanidad; es un mundo de hierro y carbón que se torna en maravillas industriales.
+Manchester, Bradford y Huddersfield son las ciudades fabricantes de tejidos. La tercera los hace principalmente de telas de lana y tramas de lana y algodón —paños, alfombras, etcétera—, y las dos primeras consumen para sus géneros de algodón inmensas cantidades de materia prima y tienen en innumerables fábricas —palacios de uniforme y muy económica construcción— el más vasto tren de maquinaria que el mundo haya podido reunir en un solo centro. Las dos ciudades están contiguas y forman como una sola, con una población total que hoy día excede de 800.000 almas, bien que tienen su administración municipal separada.
+Es verdaderamente pasmoso el desarrollo y progreso que han alcanzado esas ciudades industriales y comerciales, hoy día enormes —Londres, Birmingham, Bradford, Manchester, Liverpool, Glasgow, etcétera—, que no hace un siglo tenían muy reducidas proporciones. Londres, antes encerrado entre sus muros de la city, ha absorbido a una multitud de ciudades y municipios circunvecinos, y hoy día tiene por sí solo la población de un estado y el poder de una nación formidable. Liverpool, que hace menos de un siglo era un caserío miserable de 3.000 almas, tiene en la actualidad más de 600.000, y es una de las más espléndidas ciudades de Europa y uno de los más opulentos puertos del mundo, en cuyos diques monumentales se abrigan las flotas mercantes que surcan todos los mares.
+Inglaterra, principalmente a causa de la gran extensión que de su suelo está ocupada por las ciudades, villas y aldeas, y por los parques y palacios de su aristocracia, no tiene la tierra suficiente para producir las materias que su población necesita para alimentarse. Gran parte de esas materias tienen que ir del exterior, aun desde muy lejanas comarcas, como la Rusia Meridional, la Turquía, Egipto y los Estados Unidos del Norte, y para obtenerlas por medio del cambio, Inglaterra, por una parte, ha prolongado su territorio, con su inmensa flota mercante y sus escuadras protectoras, hacia todas las regiones marítimas del globo, y, por otra, se ha constituido en prodigiosa fábrica de transformación de las materias primas que recibe de todo el mundo, a fin de proveer a este de cuanto puede necesitar como producto de las más populares manufacturas.
+De este modo, la natural trabazón de los intereses comerciales hace afluir constantemente a la Gran Bretaña las materias primas necesarias para una maravillosa fabricación y las sustancias que han de completar la alimentación de sus activísimas masas productoras, y hace también salir hacia todos los países que son, a su vez, consumidores de los productos británicos, una portentosa masa de valores, agentes de la común prosperidad. No es, por tanto, de extrañar que el trabajo fabril y comercial haya ocasionado en la Gran Bretaña enormes aglomeraciones de población, así en torno de los astilleros, diques, bancos, almacenes y todo linaje de establecimientos mercantiles, como de los grandes grupos de fábricas, aglomeraciones que se ponen de manifiesto en el fabuloso crecimiento de Londres, Liverpool, Glasgow, Bradford, Manchester, Birmingham, Belfast, Bristol, Newcastle, Leeds, Sheffield y otras ciudades de gran movimiento, que son centros del comercio y de la fabricación.
+Esta misma aglomeración de población en vastísima escala, que se ha verificado en muchas ciudades británicas, ha sido causa de una revolución pacífica, de suma trascendencia, verificada en las instituciones. Si, por una parte, había que respetar el derecho de las enormes masas de riqueza, brazos, inteligencias y opinión concentradas en aquellas ciudades, lo que ha conducido a modificar profundamente las condiciones del sufragio y dar a la política y al gobierno bases notablemente democráticas, en combinación con las tradicionales, que habían sido esencialmente aristocráticas; por otra, proponiéndose la Gran Bretaña ser de preferencia y por necesidad manufacturera y comercial, le ha sido preciso también renunciar a las antiguas tarifas protectoras, simplificar muchísimo su régimen fiscal, abrir francamente los puertos de la metrópoli y de todas sus colonias al tráfico del mundo, y dar grandes ejemplos y hacer muchos esfuerzos internacionales en el sentido del libre cambio.
+Se comprende que Liverpool, teniendo más de 600.000 almas, ha de ser una ciudad de muy vastas proporciones, pero como es un emporio comercial, sus principales monumentos son por necesidad aquellos que sirven directamente al comercio y a la navegación. La parte baja de la ciudad, la más extensa, es un complicado laberinto de calles y callejuelas donde todo pertenece a los negocios, y allí no hay para qué buscar elegancia ni graciosos aspectos. La parte alta, enteramente nueva, es graciosa, apacible, elegante, como que sirve de verdadero hogar a tantos negociantes, y en sus pintorescos barrios se encuentran aquellos establecimientos, como los jardines botánico y zoológico, algunos teatros y museos, etcétera que, no perteneciendo al orden de los progresos comerciales, son, sin embargo, testimonios simpáticos de una civilización muy adelantada.
+Pero el gran espectáculo de Liverpool, verdaderamente admirable, es el que ofrecen el río Mersey y sus diques, muelles, atracaderos y astilleros. El río, invadido por la marea, que le da las proporciones de un brazo de mar, aparece inmenso bajo su casi ilimitado horizonte; sus orillas son una inacabable sucesión de muelles y atracaderos, de diques-almacenes donde se aglomeran los buques y productos del mundo entero; el movimiento de vapores es incesante, así para el tráfico interior, ascendente y descendente y de orilla a orilla, como para remolcar los barcos de vela que llegan de todas partes o emprenden nuevos viajes, y causa asombro el prodigioso reguero de flotas mercantes estacionadas desde los puertos hasta las aguas libres del mar.
+Grande es el contraste que observa el viajero entre el prodigioso movimiento y bullicio de Liverpool y la tranquilidad y el silencio de la vieja ciudad de Chester, a la cual se llega en unas dos horas de ferrocarril, tomando la dirección hacia el norte del país de Gales, la Suiza de Inglaterra, en miniatura. Chester no es notable sino por su afamado mercado de quesos, sus calles viejas, compuestas de galerías cubiertas muy curiosas, y su primoroso cementerio, que parece aunar la tristeza de la muerte —pero tristeza apenas elegiaca, sin dolor desgarrador ni amarguras profundas— a la coquetería y la gracia de los más amenos vergeles y jardines. Es notable la inclinación de los ingleses a dar un aire gracioso a sus modernos cementerios, cual si quisiesen hacer armonizar esos recintos con una idea delicada y nada melancólica de la muerte.
+Si el norte del país de Gales me pareció pintoresco y de muy variados relieves, así por sus pequeñas montañas y sus risueños pueblecitos, como por sus ruinas de viejos castillos feudales, me interesó particularmente por el imponente espectáculo que ofrece su profundo estrecho de Menai, pequeño brazo de mar, dominado por dos magníficos puentes, colgante el uno, y el otro unido, de hierro, que es el famoso Tubular Bridge del ferrocarril que conduce a Holyhead. Allí se combinan con encantadora armonía lo pintoresco y lo grandioso: la obra de la Naturaleza, llena de gracia y variedad, con la obra del Hombre, en la cual brilla, sobre todo, el poder de la ciencia.
+Había cerrado la noche cuando me embarqué a bordo de un vapor en Holyhead, punto avanzado de Inglaterra sobre el mar de Irlanda. La travesía debía durar unas cuatro horas para ir a Dublín, pero duró más de ocho, porque la mar estaba sumamente agitada. Dublín me pareció una hermosa ciudad, por su estructura general, pero en todas sus calles encontré muchos signos de miseria que me contristaron. Lo mejor de todo, aparte del espectáculo del puerto, son la catedral de San Patricio y el Panóptico, y aunque la capital irlandesa contenía más de 300.000 almas, no hallé en sus calles y puertos un movimiento proporcionado a su importancia política y social.
+El Panóptico de Dublín es seguramente uno de los mejores del mundo, así por sus proporciones como por su sistema de corrección y trabajo y los resultados obtenidos. Allí se ha combinado el régimen del aislamiento celular con el del trabajo en común, aunque en silencio, y con estímulos para el buen comportamiento, y el Establecimiento tiene su caja de ahorros para ir preparando a cada recluso un pequeño capital, fruto de una cuota parte del valor de su trabajo. Este sistema mixto y de verdadera corrección y previsión, sin crueldad, ha dado los mejores resultados, y parece ser ya el que prevalece en las naciones más adelantadas.
+Notábase, sin embargo, que en este sistema, lo mismo que en el de presidios, subsistía el grave inconveniente de no poderse colocar los individuos que salían del Panóptico, enteramente corregidos, ya fuese como sirvientes en las casas, ya como obreros, dependientes o empleados en los establecimientos industriales. El solo hecho de haber estado en reclusión, como reos de algún delito, era justo motivo de desconfianza, y esta le cerraba el camino de la rehabilitación a todo exrecluso. Para obviar este inconveniente, muchas personas caritativas, de uno y otro sexo, imaginaron la creación de una sociedad de colocaciones, encargada de recomendar a los exreclusos de conducta ejemplar, a virtud de un conocimiento conciencioso de sus cualidades y antecedentes y de las pruebas notorias de su corrección, y de procurarles colocación para trabajar y ganarse la vida honradamente, ora en casas particulares, ora en diversos establecimientos industriales o comerciales. Aquella filantrópica sociedad ha obtenido resultados excelentes.
+Yo hubiera deseado recorrer toda la Irlanda, pero me faltaba tiempo para ello, y como el sur de la isla no es notable principalmente sino por sus bellezas naturales, preferí limitarme a recorrer los campos y pueblos de la región central, que son enteramente agrícolas, y enseguida, dando la vuelta de Londonderry y Belfast, conocer lo mejor de la parte septentrional. La impresión que me causaron las localidades, las campiñas y los lagos —estos de muy poca profundidad y orillas casi planas— de la región central, fue de tristeza. Todo me daba allí idea de la miseria extrema, la inanición social, la ruina de todas las esperanzas de una nacionalidad sojuzgada, y el estancamiento de aquellas propiedades condenadas al marasmo por los mayorazgos, las vinculaciones y las hipotecas. Además, era patente el contraste entre la vida social, enteramente irlandesa, y por tanto tradicional, católica, deprimida, y la vida política, enteramente sujeta al predominio de las instituciones inglesas y a la supremacía de la religión anglicana. Todo esto se ha modificado bastante en los últimos tiempos, pero era evidente a mis ojos, en 1861, la degradación en que había caído la vieja Irlanda, oprimida durante siglos.
+De Londonderry —puerto del noroeste, que da frente al Atlántico— a Belfast, situado sobre la costa oriental o del mar de Irlanda, no sólo puede conocer el viajero algunas curiosidades naturales interesantísimas, tales como la célebre Calzada de los Gigantes, sino que encuentra un considerable desarrollo de civilización, así agrícola y comercial como industrial. El contraste que forman el norte y sur de Irlanda es patente, a tal punto, que lo que en el sur es estancamiento y miseria, en el norte es movimiento y gran riqueza. Es de notar que el norte está es gran parte poseído por propietarios que no tienen sus fincas hipotecadas, y que allí la industria de tejidos de lino y cáñamo, muy adelantada, se combina con la agricultura. En aquella región predomina el protestantismo, seguramente por causa de constantes inmigraciones de escoceses que, llevando fuertes capitales para aplicarlos a la industria, han desarrollado un progreso muy considerable, del cual da testimonio la activa, hermosa, rica y populosa ciudad de Belfast.
+La travesía del mar de Irlanda se hace en tres horas, de Belfast a la desembocadura del río Clyde, y es muy entretenida, así porque constantemente tiene uno a la vista las costas de Irlanda, al sudoeste, y las de Escocia, al norte y nordeste, como por la gran multitud de barcos de vapor y de vela, mercantes y pescadores, que surcan aquel mar tan estrecho, encerrado en medio de las dos grandes islas británicas.
+Desde que uno entra en el bello río Clyde y empieza a remontarlo, tiene a la vista un admirable espectáculo, testimonio de la más adelantada civilización industrial. No solamente interesa vivamente al viajero el gran movimiento de los barcos, remolcadores o remolcados, que remontan el río hacia Glasgow o lo descienden de allí, o de los diques o puertos intermedios, sino que por todas partes se ve un semillero de complicadas y variadísimas construcciones. Ya son, hacia los dos lados de la desembocadura, las fortalezas militares que la defienden y protegen para el caso de guerra, ya los establecimientos del resguardo de aduanas; ora vastísimos artilleros, donde se construyen los más grandes barcos de vapor y de vela, mercantes o de guerra, para todos los gobiernos y todas las compañías de navegación del mundo, ora innumerables fábricas, fraguas y toda clase de establecimientos manufactureros que contribuyen a la enorme producción de que es centro la opulenta y poderosa Glasgow. Construcción, aderezo y armamento de buques, tejidos de lana, de algodón y de lino, fabricación de cerveza y varios otros ramos de industria, son materia de una producción incesante y vastísima que da aplicación a medio millón de inteligencias y brazos y a una prodigiosa masa de capitales. Cuando uno llega a la ciudad, cuya población excede ya en mucho de 500.000 almas, se siente verdaderamente maravillado, y todo en ella induce al viajero a rendir homenaje, con su admiración, a la grandeza de un genio industrial y comercial que hace sentir su poder en todas las regiones del globo.
+La interesante navegación de los lagos Lomond y Katrine, que se suceden eslabonados por un río; la contemplación de las tristes montañas que habitan los highlanders, generalmente escasas de vegetación; la visita de Sterling, ciudad curiosísima por su antigüedad, su gran castillo fuerte y su dominante situación sobre una colina áspera y severa, y los objetos que en algunos puntos del camino consagran la memoria del inmortal novelista Walter Scott: llaman la atención del viajero en Escocia, antes de llegar al espléndido Edimburgo, una de las más bellas ciudades del mundo.
+El escocés es muy notable por su carácter serio y positivo, su laboriosidad incontrastable, su firmeza de propósitos y convicciones, su moralidad, principalmente fundada en un fuerte sentimiento religioso y su tendencia al cultivo de las ciencias y la filosofía. Escocia es un país de pensadores y hombres serios y, no obstante su unión política con Inglaterra, mantiene mucho de su historia y su autonomía, así en sus instituciones y sus monumentos como en sus costumbres y todo su modo de ser. Dondequiera, en las ciudades escocesas, se encuentra una interesante combinación de lo espiritual y lo industrial, de lo pintoresco y lo económicamente útil, de lo antiguo y lo moderno, de lo severo y lo gracioso, y Edimburgo, que todo lo reúne, es precisamente la más hermosa concentración y muestra de todos esos elementos, desde las alturas donde eleva su negra mole el viejo castillo, hasta los muelles de la risueña bahía de Portobello, puerto que es como un barrio de la capital escocesa, unida a esta por una inmensa calle o avenida de elegantes quintas y establecimientos comerciales e industriales. Todo es interesante en Edimburgo y digno de muy atento estudio, y al alejarse uno de esa ciudad lleva en el alma la impresión de una gran belleza conocida y comprendida que reviste las más nobles y variadas formas.
+Al tornar a Londres, partiendo de Edimburgo, llaman la atención del viajero las ciudades de Newcastle, York, Leeds, Sheffield, Coventry y Cambridge. La primera, de considerable movimiento de negocios en la región oriental de Inglaterra, es particularmente notable como uno de los más valiosos centros de la explotación de minas de carbón; en tanto que York es un centro agrícola muy importante, e interesa por su bella catedral gótica y su historia, ligada a los más grandes acontecimientos de la vieja Inglaterra. Si Leeds es muy notable como centro productor de paños y otros tejidos de lana, Sheffield lo es por dos motivos: por su enorme producción de cuchillería y muchos instrumentos u objetos metálicos y por haber sido el principal centro del Partido Radical, así en cuestiones políticas como económicas.
+Por último, Coventry llama la atención por su bella, variada y rica fabricación de artículos de seda —cintas, tafetanes, pañuelos y otros tejidos—, que en gran parte rivaliza, en cuanto a la baratura, a las ciudades francesas, alemanas y suizas productoras de sederías, y Cambridge, que compite con Oxford, como centro universitario de primera importancia.
+Si Inglaterra es tan poderosa por su fabricación y su comercio, que dondequiera ofrecen un espectáculo grandioso a los ojos del viajero, su agricultura no está menos adelantada ni es menos interesante como objeto de estudio. Es verdaderamente encantador un viaje por cualquiera de las comarcas de Inglaterra, pues por todas partes se ve una primorosa sucesión de parques y praderas, de ganados mayores y menores, graciosas construcciones campestres y sementeras de todo linaje, entre las cuales llaman particularmente la atención las que producen el lúpulo, cuya verdosa flor da su delicado amargo a la cerveza, que es el vino popular de los países septentrionales.
+Inglaterra, si bien es un país políticamente hospitalario, por sus libres instituciones, no lo es en el sentido social, por el carácter frio y poco accesible y las costumbres de su población. Pero su sociedad es sumamente respetable en todos sentidos, y acaso no hay ninguna en Europa, en mayor grado que ella, cuya observación apareje muy fructuosas enseñanzas para el viajero hispanoamericano.
+UN AÑO DE RESIDENCIA EN Londres y de viajes y excursiones por la Gran Bretaña me habían servido para adquirir algunos conocimientos prácticos, hacerme olvidar completamente de la policía francesa, que tan tontamente me había invigilado en París, sólo porque yo escribía correspondencias antiimperialistas para Lima, y acopiar elementos intelectuales de resolución de algunos problemas políticos, en tanto cuanto me era dado resolverlos, para mi propio Gobierno, mediante la comparación de los principales pueblos europeos, y particularmente de los dos más poderosos y civilizados.
+Resolví, por tanto, en agosto de 1861, volver a fijar mi residencia en París, ya para completar mis estudios prácticos, ya para adelantar, en mejores condiciones de comodidad y baratura, las publicaciones que me había propuesto hacer, unas, por acrecentar, si era posible, mis pocos merecimientos literarios y de publicista, y otras, por servir, en cuanto de mí dependiese, a la causa americana en Europa y a la propagación de conocimientos útiles en Hispanoamérica.
+Entretanto, yo sufría profundamente, por extremo acongojado a causa de los acontecimientos de que era teatro mi país. La revolución liberal había tomado cuerpo en la Confederación Granadina, y toda ella estaba en conflagración desde mediados de 1860. Mi juicio sobre esa revolución, formado desde lejos pero con frío conocimiento de los antecedentes y los principales hechos, se resumía en estas conclusiones:
+El Partido Conservador, al aceptar la federación, que era institución liberal, y organizarla con la Constitución de 1858, que contenía las más adelantadas ideas liberales, había ejecutado un grande acto de abnegación y patriotismo, si procedía con sinceridad, puesto que era dueño del Gobierno general y contaba con mayorías en el Congreso federal.
+Pero si después de obrar así fomentaba la reacción contra las ideas e instituciones federalistas, no sólo faltaba a su deber, sino que jugaba un juego muy peligroso para él y para la República, y en todo caso había razón para que la opinión nacional le fuese adversa.
+Sin embargo, yo no hallaba justificada la apelación a las armas. El gobierno del doctor Ospina y del Partido Conservador habían cometido, desde 1857, graves faltas políticas, pero no eran culpados de delitos, o de grandes violencias que justificasen la revolución, y la paz era preferible a todo. Con ella era posible, y aun fácil, allanar todas las dificultades y salvar el régimen federal moderado que se había establecido.
+En todo caso, el Partido Radical cometía una falta enorme por el hecho de lanzarse a la revolución, y otra mayor al aceptar la jefatura o autoridad dictatorial del general Mosquera, convertido, por despecho, ambición y odios personales, en caudillo de un alzamiento. Este general no tenía convicciones liberales, ni sinceridad alguna en favor de la causa federalista, y habiendo sido antes, como jefe conservador, el verdugo del Partido Liberal y un encarnizado enemigo del radicalismo en Nueva Granada, mal podía servir con desinterés y lealtad a esta causa, generosa hasta 1859.
+El Partido Radical, esencialmente doctrinario hasta entonces —porque había sido una escuela humanitaria más bien que un partido—, al apelar a las vías de hecho renegaba su credo y arriaba su bandera, y al situarse en los campamentos y aceptar una dirección dictatorial, se exponía a militarizarse y corromperse indefectiblemente, o a tener luego que luchar, como vencedor, si lograba el triunfo, con los mismos elementos de violencia suscitados por la revolución, después de haber contribuido a destruir el principio salvador de la legitimidad constitucional, triunfante en 1831, en 1841, en 1851, y en 1854, a despecho de todo partido rebelde.
+La República tenía que arruinarse con una guerra desastrosa, desacreditando sus instituciones y su nombre, y todo otro mal era preferible, en tanto que no llegasen los gobernantes hasta fundar una tiranía insoportable o un despotismo evidente.
+Todas estas y otras razones me habían inducido, desde 1859, a mirar con desagrado la revolución, y mi sentimiento fue más pronunciado desde mediados de 1860, como se lo manifesté en numerosas cartas a mis principales amigos. Al saber que se complicaba la situación conflictiva del país, me ocurrió proponer desde Londres un avenimiento, y con tal fin escribí un extenso folleto, en el cual sugería varios medios de transacción, entre otros el de adoptar de común acuerdo la candidatura de don Lino de Pombo para la presidencia de la República, renunciando los conservadores a la del general Herrán —que luego abandonaron para perderse— y los liberales a la del general Mosquera, candidaturas que por sí solas eran un escándalo, porque representaban el antagonismo del suegro y el yerno delante del país. Pero no logré la publicación de mi opúsculo, porque, habiéndoselo enviado a Cartagena el señor Juan Bautista Núñez, este cometió la indiscreción de mostrárselo al general Juan José Nieto, jefe de la revolución en el estado de Bolívar, y este caudillo creyó que no convenía a la causa revolucionaria ningún plan de transacción o avenimiento.
+Posteriormente escribí en Londres otro opúsculo conciliatorio, que remití a mi hermano Miguel para que lo publicase en Bogotá, pero él no juzgó oportuno ni prudente el darlo a luz, porque aquel llegó cuando los dos ejércitos enemigos estaban a punto de despedazarse en el centro de Cundinamarca.
+Cuando ya la situación se había complicado por extremo, el Partido Federalista pareció no ser hostil a la candidatura del general Herrán, sujeto muy honrado y patriota, conciliador, amigo de la paz y sinceramente adicto al régimen federal. Pero el Partido Conservador, cual, si estuviera decidido a perderse y perder la República, cometió el gravísimo error de abandonar súbitamente aquella candidatura, que podía ser salvadora, trocándola de un modo subrepticio por la del señor Julio Arboleda, personaje a quien los federalistas temían mucho en el Gobierno. Desde aquel momento, todos ellos pensaron que sólo la guerra podía salvar su causa, y a ella se lanzaron aun los liberales, como Plata, López y otros, que menos podían estar dispuestos en favor de una sangrienta apelación a las armas, ni a ponerse bajo las órdenes dictatoriales de Mosquera.
+Ello fue que el Gobierno general, cayendo de error en error y de falta en falta, mal preparado para la guerra, y aun impropio para combatir, porque le perjudicaban muchas circunstancias locales y personales, fue sufriendo descalabro tras descalabro, hasta sucumbir en Bogotá, el 18 de julio de 1861, después de darse el triste espectáculo de cuatro sangrientas batallas libradas en las explanadas del Funza y sus contornos. Por primera vez caía en la República el Gobierno constitucional o legítimo y lo sustituía una dictadura militar, dictadura que, para mayor vergüenza del país, inauguraba su triunfo con las horribles ejecuciones del 19 de julio, consentidas, si no aplaudidas, por un partido que había profesado el filantrópico principio de la abolición absoluta del cadalso, suprimido, por unánime asentimiento, desde 1848, en lo tocante a los delitos políticos. Mal podían los revolucionarios vencedores llamar delitos los actos de los que habían servido al Gobierno constitucional, y era tanto más vergonzoso el fusilamiento del 19 de julio, cuanto en este acto de salvajismo había entrado por mucho la venganza personal del caudillo de la revolución.
+Acababa yo de establecerme nuevamente en París con mi familia, cuando me anunció repentinamente su llegada el doctor Manuel Murillo, mi antiguo amigo y correligionario político, hombre que me había dado inequívocas pruebas de consideración y aprecio, y por quien yo había hecho sacrificios y sometídome a muy peligrosos lances, así por afecto al amigo personal, como por adhesión al jefe del radicalismo neogranadino. El Gobierno revolucionario, al reorganizar provisionalmente la República, había dado a esta la denominación de Estados Unidos de Nueva Granada, y con el fin de asegurarse una posición respetable, y acaso más con el de proporcionar buenas colocaciones, oportunamente salvadoras, a dos radicales muy comprometidos en la política, el general Mosquera se apresuró a nombrar al doctor Murillo con el carácter de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario ante las cortes de Francia, Italia y Holanda, y al doctor Antonio María Pradilla, con igual carácter, ante la corte de Inglaterra.
+Al llegar a París el doctor Murillo, me hizo saber que llevaba consigo mi nombramiento de secretario de su legación, lo que algo me sorprendió, porque yo no lo esperaba del general Mosquera, mayormente cuando en Bogotá sabían mis amigos que yo no había simpatizado con la revolución. Mucho vacilé, durante algunos días, meditando sobre si debía o no aceptar el nombramiento. Me movían a la negativa dos consideraciones: la de haber sido moralmente adverso a la revolución que acababa de triunfar, y a la jefatura del general Mosquera, y la de ser amigo personal del señor De Francisco Martín, ministro plenipotenciario del Gobierno vencido el 18 de julio, y que se hallaba en ejercicio de sus funciones, acreditado desde 1853 ante los gobiernos de Inglaterra y Francia. Parecíame que al aceptar el nombramiento que me enviaba el nuevo Gobierno, en cierto modo me ponía yo en antagonismo con el jefe de la antigua legación.
+Pero también hacían mucha fuerza en mi ánimo otras consideraciones en opuesto sentido. Por una parte, siendo el Gobierno de mi patria una persona moral, yo debía servirle en el exterior, si me lo exigía, cuando precisamente se trataba de hacerlo reconocer por las potencias europeas y de regularizar sus relaciones con estas. Por otra, aunque yo no hubiera sido favorable a lo revolución hecha por mis copartidarios, algún Gobierno había de reconocer y sostener en mi patria, y una vez que ya existía con toda la autoridad necesaria, aunque no legitimado por una convención nacional, el de los Estados Unidos de Nueva Granada, yo tenía el deber indeclinable de prestarle acatamiento y obediencia.
+Otra consideración de conciencia asaltó mi espíritu, y me la reforzó el mismo doctor Murillo. Este ministro llevaba encargo de desempeñar muy importantes comisiones, y como no tenía ningún conocimiento práctico de Europa, ni relaciones personales allí, ni hablaba una palabra siquiera de francés, inglés ni italiano, le habría sido muy difícil servir la legación con provecho, al no contar con el auxilio de un secretario experimentado, relacionado en París y capaz de servirle de intérprete en muchísimos casos.
+Por último, yo le debía mucha adhesión personal al doctor Murillo, y le profesaba un afecto tan ardoroso como leal, y no estaría bien, por otra parte, que yo me excusase de servir el empleo, por no haber sido adicto a la revolución, cuando en ella estaban comprometidos casi todos mis hermanos —sobre todo Miguel, Manuel y Antonio—, así como mi cuñado Ancízar, nada menos que secretario de Estado del general Mosquera.
+Todas estas consideraciones, y el deseo de ayudar al doctor Murillo a desempeñar su misión lo mejor posible, me indujeron a vencer mis escrúpulos y aceptar el puesto de secretario de la legación. Nada me ha pesado más que esto después, porque de las circunstancias que ocurrieron en mis relaciones con el doctor Murillo en París se originó —sin que yo lo descubriera sino al cabo de algunos años— la secreta animadversión que me declaró este personaje, animadversión que fue causa de muchos desengaños, contratiempos y desgracias para mí.
+Tan luego como me aposesioné del empleo, me ordenó el doctor Murillo que redactase una nota personal que él había de firmar, dirigida al ministro de Relaciones Exteriores de Francia, con el objeto de hacerle saber la misión que traía y solicitar que se lo recibiese con el carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de los Estados Unidos de Nueva Granada, fijándosele, al efecto, día para la recepción en audiencia pública. Yo debía obedecer la orden de mi superior, mas no sin hacerle primero las observaciones del caso, y como comprendí que el doctor Murillo estaba impaciente por hacerse recibir, y poco versado en las prácticas diplomáticas, le hice presente que, por una parte, no había urgencia alguna de que solicitase su recepción oficial, y por otra, era muy imprudente el hacerlo tan pronto, exponiéndose a un rechazo. En sustancia, le hice las siguientes reflexiones:
+1.ª Que existiendo en París una legación legítima de la Confederación Granadina, mal podía el Gobierno francés recibir otra de los Estados Unidos de Nueva Granada —a poco rebautizados Estados Unidos de Colombia—, mientras no fuesen previamente reconocidos el nuevo Gobierno y la nueva organización política de nuestro país, cuando todavía estábamos en guerra civil y el señor Julio Arboleda funcionaba en el Cauca llamándose presidente de la Confederación constituida en 1858.
+2.ª Que conforme a las prácticas diplomáticas, debía preceder al reconocimiento del nuevo Gobierno una especie de negociación confidencial, pues de otro modo el admitir la legación nombrada por ese Gobierno equivaldría a declarar implícitamente que la anterior había dejado de ser legítima, lo que no era de esperar del gabinete francés, mayormente cuando su espíritu y política eran abiertamente adversos al liberalismo.
+3.ª Que era regla de las potencias europeas, para evitarse dificultades y contradicciones respecto de nuestras repúblicas americanas, tan expuestas a muy repentinas mutaciones de gobierno y aun de constitución, el no reconocer ningún nuevo Gobierno, mientras no estuviese reconocido y obedecido por todo el país de su jurisdicción, y suficientemente legalizado según sus prácticas constitucionales, y que, no habiéndose llenado estos requisitos para el gabinete francés, la legación legítima era y continuaría siendo la que representaba al Gobierno de la Confederación Granadina.
+4.ª Que yo sabía perfectamente que el gabinete imperial estaba muy prevenido contra la persona del doctor Murillo, por informes que en perjuicio de este había enviado el ministro francés residente en Bogotá, motivados por publicaciones hechas en El Tiempo contra toda la familia del emperador, y particularmente contra la emperatriz, lo cual hacía temer un rechazo.
+5.ª Que en todo caso era mejor aguardar, entendiéndose primero con el ministro de Relaciones Exteriores de un modo confidencial, para asegurarse, no sólo del reconocimiento del Gobierno que presidía el general Mosquera —verdadero Gobierno de hecho— sino también en cuanto a la admisión personal del señor Murillo, discreción tanto más indicada por las circunstancias, cuanto no había ningún asunto urgente que reclamase nuestra acción diplomática en Francia.
+Por estas y otras razones, fui de concepto que no debíamos solicitar la admisión y recepción, sino que era mejor valernos de gestiones puramente confidenciales, mientras, allanada toda dificultad y vencida toda objeción, si esto era posible, no viese claramente el gabinete francés que el triunfo del Gobierno de los Estados Unidos de Colombia sobre el de la Confederación Granadina era definitivo, y que la persona del nuevo ministro era aceptable.
+Pero el doctor Murillo, que se distinguía por su genio impaciente y poco soportaba la contradicción cuando podía imponer su autoridad, insistió en que yo redactase y llevase al Ministerio la nota de solicitud de admisión, y obedecí su desacordada orden, pero diciéndole: «Tenga usted por seguro un rechazo». En efecto, entregué personalmente la nota al jefe del gabinete del ministro, quien me recibió con mucha cortesía y me prometió avisarme oportunamente del resultado. Cuatro días después me dirigió una esquela de invitación para conferenciar con él, fui al Ministerio, y me dijo, a vueltas de algunos circunloquios galantemente preparatorios: «que el Gobierno imperial tenía muchas razones para no admitir la nueva legación, pero que desearía, en lugar de rechazarla, que el señor Murillo retirase su nota y las cosas permaneciesen in statu quo, mientras no se aclarase la situación política de la Confederación Granadina y no se allanasen otras dificultades».
+No me fue difícil comprender la diplomática fraseología del jefe de gabinete, particularmente en lo relativo a las «otras dificultades», que sin duda se referían al doctor Murillo, y me persuadí de que se deseaba ahorrar una humillación al nuevo Gobierno y a su enviado. Pero este, por desgracia, era hombre mucho más impaciente que diplomático y atento a las fórmulas, por lo que, al informarle yo de lo ocurrido en el Ministerio de Relaciones Exteriores, me dijo resueltamente: «Vale más salir del paso de una vez; vaya usted y dígale al jefe del gabinete del ministro que no retiro mi nota y aguardaré la respuesta que tengan a bien darme».
+Hícelo así, con repugnancia y pena, y a los dos días recibí, con una esquela verbal muy atenta, la nota en que Monsieur Thouvenel, ministro de Relaciones Exteriores, avisaba haber recibido la del señor Murillo, y declaraba que el emperador no podía admitirle como enviado extraordinario y ministro de los Estados Unidos de Nueva Granada, «por razones que serían expresadas al Gobierno de Bogotá por el ministro francés residente en esta capital». Así el rechazo no era solamente formal y terminante, sino hasta desdeñoso en su forma, a menos que el gabinete francés hubiera querido, más bien que abstenerse de toda inteligencia con el señor Murillo, evitarle el sonrojo de las razones que se le dieran para rechazarle.
+Al propio tiempo que Murillo era rechazado en París por Monsieur Thouvenel, corría la misma suerte Pradilla en Londres, al dirigirse a lord John Russel, ministro del Foreing Office, solicitando su recepción. Era evidente que los dos gabinetes obraban de acuerdo, en fuerza de sus reglas y prácticas sobre reconocimiento de gobiernos de hecho y recepción de legaciones de estos, en reemplazo de las acreditadas por poderes constitucionales. Por lo mismo, debía suponerse que los gobiernos de Italia y Holanda procederían de idéntica manera, y que todo paso que respecto de ellos se diese sería infructuoso.
+Sin embargo, el doctor Murillo tuvo la extraña idea de invitarme a que redactase notas para avisar a los gobiernos italiano y holandés que él estaba nombrado enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de los Estados Unidos de Nueva Granada ante los soberanos de Italia y Holanda, y que se proponía ir a desempeñar su misión lo más pronto posible. Le hice presente al doctor Murillo que las notas que él quería dirigir eran cosa enteramente inusitada en diplomacia, por cuanto los ministros no tenían derecho de representación, ni aun para dar simples avisos, sino cuando estaban dentro del país ante cuyo Gobierno estaban acreditados, y que mucho menos producirían efecto alguno las notas, cuando se trataba de una nueva legación, acreditada por un Gobierno que acababa de emanar del triunfo de una revolución contra el Gobierno legítimo antes reconocido. Por tanto, yo creía que los gabinetes de Italia y Holanda dejarían sin respuesta alguna las notas que les dirigiese el doctor Murillo.
+Pero este señor se obstinó en que yo escribiese y enviase las notas, y hube de hacerlo, muy a mi pesar. Casi innecesario es decir que mi jefe de legación sufrió un nuevo chasco, pues nunca se recibió contestación alguna a las desacordadas notas de anuncio de presentación en Florencia y La Haya para ejercer las funciones de ministro plenipotenciario. Seguramente los dos desengaños sufridos mortificaron el amor propio del señor Murillo, pero acaso le fue más mortificante el que yo le hubiese pronosticado, al oponerme a sus resoluciones, lo que había de acontecer.
+Como era natural, mis relaciones con el señor Murillo se hallaban en París sobre el pie de la mayor cordialidad, como antes en Bogotá, por lo que él se valía de mí para toda comisión importante que le ocurría, así en sus asuntos personales como en los de la legación, la cual funcionaba de un modo extradiplomático, pero entendiéndose con las personas que tenían algo que tratar con nuestro Gobierno. El doctor Murillo compraba y leía muchos libros nuevos, sobre todo políticos, y novelas de George Sand, Balzac y otros autores franceses, se entretenía constantemente con la lectura de los diarios, y se daba vida regalada, lo que iba aflojando su bolsa a toda priesa. Su más importante labor, en la que yo le ayudaba, consistía en escribir cada mes para nuestro Gobierno una revista sobre la política de Europa, juzgada esta, en mi sentir, con no poca ligereza de criterio y mucho absolutismo de ideas preconcebidas.
+Sólo en tres asuntos importantes hubo de ocuparse la legación, mientras el señor Murillo residió en París: la venta de unas esmeraldas que le había confiado el Gobierno en Bogotá para enajenarlas en Inglaterra o en Francia; el arreglo posible de la cuestión pendiente con los acreedores de la República, y la correspondencia con los cónsules de ella residentes en Francia, Italia y Holanda.
+Se quiso hacer mucha bulla con el asunto de las esmeraldas, que casi todas eran de muy mala calidad, y aun se hicieron sobre esto imputaciones de peculado al señor Murillo, absolutamente infundadas. Como el señor Murillo no hablaba ni una palabra en francés, bien que traducía esta lengua muy correctamente, y lo natural era que el secretario se ocupase más que el ministro en lo que no tenía carácter propiamente diplomático, me encargué del asunto de la venta de las esmeraldas, que fue hecha al joyero Fontana, por medio de la casa de Fourquet con todos los requisitos y diligencias previas que era necesario adoptar para obtener el mejor éxito posible. Así el señor Murillo sólo tuvo que intervenir prestando su asentimiento al contrato que celebraron Fourquet & Baud y autorizándolo con su firma de aprobación, después de haberse hecho en Londres diligencias infructuosas para la venta, por medio del señor Manuel María Mosquera. Apenas, si mi memoria no me es infiel, las esmeraldas, bien vendidas al que más ofreció, produjeron una suma como de 47.000 y pico de francos, y las cuentas de venta y de inversión, rendidas al Gobierno, fueron aprobadas sin reserva.
+El general Mosquera, entre muchos otros errores de su gobierno dictatorial, había cometido el de declarar nulo el Convenio celebrado en 1801 con los acreedores extranjeros, representados por el Comité de Londres, sobre pago de nuestra deuda exterior, convenio que relativamente era muy ventajoso para la República. Según las instrucciones recibidas, la legación debía hacer esfuerzos para recabar un nuevo arreglo, procurando entenderse no sólo con los tenedores de bonos representados por el Comité de Londres, sino también con los residentes en Holanda, que no reconocían a ese cuerpo como representante de sus intereses. Yo redacté numerosas notas para tratar el asunto, y el resultado fue lograr, por una parte, que algunos fuertes tenedores holandeses apoyasen en Inglaterra nuestras gestiones, y que el señor Powles, presidente del Comité de Londres, consintiese en ir a conferenciar con nosotros en París.
+Como el señor Murillo no hablaba en inglés ni en francés, ni comprendía estas lenguas, sobre todo la segunda, sino leyendo, fueron muy difíciles sus conversaciones con el señor Powles, y yo tuve que intervenir en todas como intérprete, lo que —así como muchas conversaciones con franceses e italianos que servían o pretendían obtener consulados— colocaba al ministro en una posición subalterna, de hecho, respecto de su secretario, sin que este tuviese la menor culpa. Ello fue que acabamos por confirmarnos en nuestra anterior convicción, a saber: que era imperiosa la necesidad, para levantar el crédito de la República y que los acreedores extranjeros influyesen en favor del nuevo Gobierno, de reconocer el convenio que el general Mosquera había desconocido. El doctor Murillo me encargó de redactar una extensa memoria o nota sobre este asunto, con la completa exposición de los antecedentes y de las diligencias hechas y la demostración del verdadero interés de la República y la enviamos al Gobierno. Años después supe que el general Mosquera, al recibir en Facatativá la memoria escrita por mí, había llamado al punto al doctor Aníbal Galindo y díchole: «La demostración que se hace en esta nota no tiene respuesta, y estoy convencido. Redacte usted inmediatamente, para firmarlo hoy mismo, un decreto de revocación del que antes dicté sobre desconocimiento del Convenio relativo a la deuda exterior». Así se salvó por entonces el crédito de la República, y se obtuvieron muy importantes resultados, entre otros el de facilitar después, la contratación en Londres de un empréstito para la construcción del camino carretero de Buenaventura, empresa que, habiendo podido ser muy fructuosa, fue mal dirigida y muy desgraciada en todos sentidos.
+También hube de ocuparme, de acuerdo con el señor Murillo, en otros dos asuntos. Fue el uno impedir ciertas negociaciones que se iniciaron en Bélgica y Alemania, por parte de varios amigos del vencido Gobierno de la Confederación Granadina, para la compra de armas y municiones que habían de ser enviadas a los partidarios de ese Gobierno, negociaciones que fracasaron, en tanto que ayudamos desde París al buen éxito de una negociación contraria, encargada por el general Mosquera a un comisionado especial. El otro asunto consistió en defender y acreditar al nuevo Gobierno de la República, por medio de artículos que escribí para Le Siècle, La Presse y otros diarios de París, y para L’Indépendance Belge de Bruselas, artículos que produjeron buen resultado.
+Sinceramente deseoso yo de procurar al señor Murillo todas las buenas relaciones que yo tenía en París y que podían agradarle, me apresuré a presentarle en casa de los señores De Lamartine, Jules Simon, Michelet, Jomard y Boussingault, y aun aproveché la ocasión de hallarse por algunos días en París Madame George Sand —alojada en la calle Racine— para presentarle a ella, con quien yo tenía algunas relaciones epistolares de etiqueta. Dondequiera, penoso me es decirlo, hizo muy desairado papel el señor Murillo, ya por su imposibilidad de explicarse en ninguna lengua que no fuese la castellana, ya porque su instrucción era muy limitada y superficial, en cuanto no se tratase de asuntos políticos, y esto, siempre viendo las cosas desde el punto de vista del jacobinismo francés, que era toda la filosofía política del jefe de nuestro radicalismo. Sólo en casa de Monsieur Jules Simon logró conversar algo el señor Murillo, porque allí le presenté a Monsieur Garnier-Pagès. Este ilustrado republicano entendía el castellano, aunque no lo hablaba, y así, hablando él en francés y el doctor Murillo en castellano, se entendían a medias y platicaban sobre política francesa y europea.
+El doctor Murillo se fastidió en París muy en breve, porque no comprendía los hechos que le rodeaban —por falta de inteligencia de la lengua hablada y de su pronunciación, que no logró adquirir ni malamente con un profesor—, y acaso también porque lo que más le llamaba la atención era lo que más podía fastidiarle en París. No quiso visitar museos, bibliotecas, bellos monumentos ni exposiciones, ni asistir a conciertos ni otros espectáculos de esta clase, porque le repugnaba todo lo que se relacionase con las bellas artes, con la industria, con las academias literarias o con las ciencias que no fuesen políticas. Así, se dormía fácilmente en los teatros de ópera, drama y comedia adonde yo le llevaba, y casi todo objeto gracioso o elegante, o noblemente serio, le fastidiaba mortalmente. Ello fue que al cabo de tres o cuatro meses se fue a vivir en un lodging de Londres, enteramente reñido con París y la Francia entera, sin conocer nada de este país, y que luego, fastidiado también en Londres, se fue para los Estados Unidos de América con el carácter de Ministro Plenipotenciario, a virtud de nombramiento que solicitó del general Mosquera. Sin que yo tuviese entonces ni la menor sospecha del injusto resentimiento que me guardaba el señor Murillo, por causa de las humillaciones que sufrió su amor propio, confieso que desde 1862 modifiqué mucho el concepto que, obcecado por el afecto personal y político, había formado del carácter, la inteligencia y la instrucción del jefe de nuestro Partido Radical. Me pareció que era un hombre sin espontaneidad ni generosidad de corazón, sin gusto alguno por las cosas delicadas, sin verdadera elevación ni nobleza de pensamiento, y privado de todo sentimiento estético, que tenía el espíritu falseado y extraviado por lecturas superficiales, incompletas y hechas sin método, e ideas de un absolutismo liberal o revolucionario poco o nada científicas; que no era un pensador, sino un sectario político, envanecido ya con su falsa gloria de jefe de un partido, desorientado y desprovisto de lógica en sus procedimientos; que no procuraba descubrir o adquirir la verdad con el desinterés de un espíritu investigador, sino confirmar ideas sistemáticas o preconcebidas, y que su horizonte moral e intelectual era tan limitado, como era ilimitada su ambición.
+En cuanto al carácter del doctor Murillo, un incidente desagradable me dio la prueba de su debilidad poco escrupulosa. Alguien, por un interés privado, tenía empeño en París en que la legación colombiana le diese un certificado muy honroso y de recomendación. El doctor Murillo me invitó a firmar con él dicho certificado, y me denegué a ello rotundamente, no obstante el deseo que tenía de favorecer al individuo de quien se trataba, porque, siendo inexactas las afirmaciones contenidas en el documento, como que ocultaban u omitían ciertos hechos de importancia capital, equivalían, según mi criterio y conciencia, a falsas afirmaciones. Disgustóse el doctor Murillo de mi resistencia, aunque sin mostrar enfado, y no me habló más del asunto, pero al cabo de pocos días resultó que, no obstante el certificado suscrito por él solo, la falta de mi firma fue suficiente para destruir, sin que yo lo pudiese evitar, todo el efecto que se quiso producir con tal documento.
+Estas y otras lecciones de honradez y respeto por la dignidad de la legación, que hube de darle, sin intención ofensiva, engendraron en el doctor Murillo, según creo, mala voluntad secreta hacia mí, y de este mal sentimiento recibí numerosas pruebas algunos años después.
+Yo había sido nombrado por el Gobierno colombiano, para el caso de no admisión o ausencia del doctor Murillo, encargado de negocios de la República ante el Gobierno francés, y posteriormente se me envió a París el mismo nombramiento para funcionar en Bélgica y Holanda. Arreglé mi conducta a los usos diplomáticos, o interponiendo el favor de Monsieur Michel Chevalier —personaje de influjo y que había sido amigo de mi ilustre suegro—, logré entrar en relaciones confidenciales con Monsieur Thouvenel, ministro de Relaciones Exteriores. De este modo, silenciosamente y muy a contentamiento del gabinete imperial, logré llevar a buen término una gestión muy importante y reservada que me encomendó mi Gobierno, así como presté algunos otros servicios no insignificantes, con entera aprobación del gabinete de Bogotá.
+No por servir mis empleos diplomáticos —de un modo extraoficial para los gobiernos ante los cuales fui acreditado, por cuanto la guerra civil continuaba en Colombia y sus nuevos poderes públicos no podían ser reconocidos— dejé de continuar mis estudios teóricos y prácticos, mis viajes y excursiones, mis trabajos de escritor ni mis publicaciones. Me abstuve, eso sí, desde que estuve en puestos diplomáticos, de toda correspondencia política para los periódicos de Lima y Bogotá, y me contraje a escribir sobre otros asuntos. Tan constante y activa fue mi laboriosidad durante cerca de cinco años pasados en Europa, desde principios de 1858 hasta fines de 1862, ya viajando, ya residiendo en París, Londres y Fontainebleau, que alcancé a producir casi veinte volúmenes de a 300 páginas en artículos y correspondencias sobre política, economía, estadística, crítica dramática y bibliográfica, historia, geografía, etnografía, viajes y diversos ramos de literatura, amén de lo mucho que estudié para instruirme en las lenguas castellana, francesa, inglesa e italiana, y en numerosas materias pertenecientes a muy diversos ramos. La mayor parte de las verdades que pude adquirir penetraron en mi espíritu por el método objetivo, es decir, observando y oyendo, comparando y deduciendo, y aunque al cabo de tanto estudiar me sentía muy ignorante y atrasado en todo, a lo menos percibí con inefable gozo que mi horizonte moral e intelectual se había ensanchado inmensamente, que había ganado mucho en gusto y en el desarrollo y la depuración y elevación de mis sentimientos, y que mi criterio filosófico, religioso, literario y político se había aclarado notablemente, ganando también en solidez y vigor. Y sin embargo, ¡cuán lejos no estaba aún de la verdad y del grado de ilustración a que aspiraba!
+Aparte de todo lo que publiqué en periódicos de Lima, Bogotá, París, Londres, Madrid y Bruselas, y de unos tres volúmenes de Viajes y Opúsculos que dejé inéditos, hice la edición, en la capital francesa, de cuatro tomos y un folleto, todo a mis expensas y sin omitir trabajo ni gasto alguno. Así, en 1860 publiqué los Ecos de los Andes[33], segunda colección de mis poesías, algo escogidas, escritas desde la edad de veintiuno hasta la de treinta y dos años; en 1861, mi Ensayo sobre las revoluciones políticas, etcétera, con un apéndice, escrito primero en francés, sobre La Confederación Granadina y su población[34], y un opúsculo de 60 páginas intitulado: El programa de un liberal; en 1862, los tomos 1.º sobre Colombia, Inglaterra, Francia y España[35], y 2.º sobre Francia, Saboya, Suiza, la Alemania del Rin y Bélgica[36], de Viajes de un colombiano en Europa, y ya desde 1858 había publicado también, a mi costa, la segunda edición del Mapa de la Nueva Granada, del general Acosta, corregido, adicionado y adaptado por mí a la división en estados federales. Llené, pues, hasta donde pude, el deber que me había impuesto de procurar que mis laboriosos y costosos viajes y estudios fuesen útiles a mi patria, y si no conseguí cuanto deseaba, por insuficiencia intelectual, a lo menos puse de manifiesto que el patriotismo y el amor a las letras habían guiado siempre mi pensamiento y mis esfuerzos.
+EN TANTO QUE YO SERVÍA a mi país del mejor modo posible, según las dificultades de la situación y mis alcances y relaciones, desempeñando cargos que, si eran diplomáticos a los ojos de mi Gobierno, apenas podían ser confidenciales para los gobiernos ante quienes estaba acreditado, y en tanto también que con mis costosas y variadas publicaciones procuraba ser útil a mis conciudadanos, una revolución profunda se iba verificando en mi espíritu. Mis ideas políticas y literarias habían ido modificándose insensiblemente, merced a las nuevas impresiones recibidas, a las nuevas y muy diversas nociones adquiridas, a una distinta percepción de los fenómenos de la belleza y de las leyes del buen gusto, y al alejamiento en que me hallaba del teatro nacional, donde me había envuelto una atmósfera de pasiones, de cuyo influjo pernicioso estaba exento, en mucha parte, en Europa.
+En lo tocante a literatura, un incidente curioso me había abierto los ojos. Antes de publicar en volumen, con cierta corrección relativa y algunos complementos importantes, la Primera serie de mis narraciones de Viajes, yo había dado a luz la mayor parte de la obra, en forma de folletín, en El Tiempo, de Bogotá. Mi cuñado Ancízar me dirigió a París una larga epístola, de aquellas tan conceptuosas y sensatas que él ha sabido escribir, y en ella, al par que me hacía muchos elogios íntimos de mi obra, analizándola detenidamente —elogios relativos a lo animado del estilo, la originalidad de las observaciones, la ingenuidad y novedad del relato, y la atención y el espíritu que lo guiaba— me hacía notar que mi lenguaje estaba plagado de galicismos y que se echaba de ver que en mi literatura la lengua francesa prevalecía sobre la española.
+La exactitud de esta crítica me pareció evidente y, al caer en la cuenta de ello, no solamente advertí que era muy defectuosa mi última obra, sino que lo eran también las anteriores, sobre todo en el punto de vista de la corrección castiza. Dócil como he sido siempre a toda corrección hecha con cariño y de buena fe, y poco inclinado a envanecerme con mis escritos, reconocí los graves defectos de que estos adolecían y al punto resolví corregirme. Esto era bastante difícil, ya porque yo vivía en el seno de una sociedad europea, teniendo que hablar frecuentemente en varias lenguas y a cada instante en francés, ya porque mi educación intelectual y literaria había sido muy defectuosa, ya, en fin, porque me faltaba tiempo para emprender y continuar, con método y perseverancia, nuevos estudios de los clásicos españoles.
+Pero sí podía yo hacer mucho para enmendarme, ora ordenando mis lecturas mejor que antes y prestando mayor atención a los buenos escritores de España, ora aplicando a mis escritos una crítica severa y procurando, sobre todo, reprimir y castigar la exuberancia de mi estilo. El entusiasmo con que en todo caso sentía, la inquietud de mi ardiente imaginación, mis tendencias poéticas y de generalización y universalidad, y la suma prontitud con que concebía las cosas y facilidad con que expresaba mis pensamientos, ya fuese de palabra o por escrito, me habían arrastrado siempre a pecar contra la sobriedad, y mi genio, tan comunicativo y expansivo como era, no sabía sujetarse bien a regla y medida. Yo siempre decía, de palabra o por escrito, más de lo conveniente o necesario, con una exuberancia de expresión y formas que, a más de debilitar mi pensamiento, por exceso de amplitud, podía desagradar en lo íntimo a mis lectores. El lector gusta siempre de aquellos escritos en los cuales se deja algo o mucho a su malicia, o su sagacidad o inventiva; en que se le deja campo para completar con sus propias reflexiones o cavilaciones las que le expone el escritor, y si en todo caso la sinceridad es mérito y virtud en quien escribe, no siempre corre buena suerte la ingenuidad con que el escritor expresa todo lo que siente y piensa.
+Al comprender estas verdades, si bien continué pecando, sin caer en la cuenta de mis yerros, por lo menos hice el propósito de corregirme, procurando no delinquir a sabiendas contra las leyes del casticismo y del buen gusto, y es lo cierto que, si he merecido hasta el presente muchas críticas por mis pecados de incorrección y de estilo, no cabe comparación entre lo que yo escribía en Europa hasta fines de 1861 y lo que mi incorrecta pero bien intencionada y penitente pluma ha producido en los últimos tiempos. En efecto, desde 1862 me propuse, por una parte, castigar cuanto me fuese posible mi exuberancia fraseológica y los galicismos que habían inficionado mi lenguaje, y, por otra, extirpar en mi espíritu las viejas preocupaciones románticas que me dominaban, cual resabios de la primera juventud, y familiarizarme con los grandes clásicos de mi propia lengua y mi raza, estudiándoles con amor, con metódica atención, y aun con cierto sentimiento como de orgullo de familia. La importante casa de Garnier Frères, de París, que hacía considerables ediciones de libros clásicos españoles, y la de Rosa & Bouret, con quienes tuve relaciones desde 1858, me suministraron numerosas y excelentes obras, a la medida de mi deseo, y no solamente saqué de ello provecho para la educación de mi espíritu y mi gusto, y me aficioné decididamente a los estudios de literatura clásica, sino que en mis posteriores publicaciones se fue notando mucho menor incorrección y menos exuberancia de estilo.
+Pero esta modificación que en mí se operaba, en orden al trabajo literario, no era únicamente fruto de las reflexiones a que me había traído el llamamiento al orden hecho por mi ilustrado, juicioso y querido hermano Ancízar. Con este incidente coincidía un hecho psicológico que lentamente se había verificado en mí. Por una parte, al llegarme a Europa los libros y periódicos que se publicaban en Hispanoamérica, y particularmente en Bogotá, Lima y Caracas, percibía yo la hinchazón de que generalmente adolecía el estilo hispanoamericano, fuese por causa del envanecimiento democrático, o por exceso de imaginación y entusiasmo, o porque el romanticismo europeo del presente siglo hubiese ejercido desastroso prestigio entre los jóvenes escritores del Nuevo Mundo. Poco brillaban a mis ojos por su solidez o su seriedad la mayor parte de los escritos de mis cofrades hispanoamericanos, y no estando yo bajo el influjo de la atmósfera que hasta 1857 me había rodeado, mi criterio se aclaraba y adquiría imparcialidad, hasta el punto de juzgar con cierta severidad y mucha menor satisfacción lo que el patriotismo, obcecado, me había hecho estimar antes como perfecto o poco menos.
+Por otra parte, tanto había tenido yo que leer, en materia de libros, revistas y periódicos, y tanto que ver y oír en los teatros, las academias, etcétera, para poder escribir durante más de cuatro años centenares de correspondencias y artículos sobre literatura, crítica, bibliografía, materias políticas y otros ramos, comparando estilos de escritores, de escuelas literarias y artísticas y de pueblos muy cultos o ilustrados, que insensiblemente había, no sólo cobrado mucha afición a la crítica, sino adquirido nociones y hábitos intelectuales en este orden de estudios y trabajos, sin debilitarse por eso mi inclinación a crear cuanto me fuera posible, como expresión de mis impresiones e ideas propias.
+Y mientras más leía o estudiaba yo escritos ajenos o me impresionaba con obras de arte, más y más me iba penetrando de dos grandes verdades: la primera, que todos los errores del espíritu humano habían provenido y provendrían siempre de una desacordada aspiración a lo absoluto, ya fuese en el conocimiento y la posesión de la verdad en todas las cosas, empezando por nuestro propio ser, ya en las fórmulas descubiertas o imaginadas para expresar la concepción de aquello que se tiene por verdad. Después de haber sido absolutista como liberal, como poeta y librepensador, yo empezaba a comprender claramente que lo absoluto no podía caber en lo relativo, así como lo infinito no cabía en lo limitado; que si los medios de que el hombre puede disponer para descubrir y adquirir la verdad son limitados en extensión o alcance, en fuerza y duración, mal pueden ser infinitos ni completos los resultados que se obtengan, y que harto hace el espíritu humano con ir atesorando para toda la Humanidad, a través de los tiempos, una sucesión de verdades relativas que le engrandecen y mejoran, pero que también se van modificando y corrigiendo, a medida que se ensanchan los horizontes moral e intelectual, que se perfeccionan los instrumentos de investigación y de visión, y que se eleva el nivel mismo de los objetos observados.
+La grave y decisiva consecuencia que fui derivando, cada día con mayor fuerza de lógica y persuasión, fue la convicción de que había un principio fundamental de error en todo sistema, por lo mismo que toda ilación sistemática conducía a solicitar forzosamente principios absolutos y a imaginar y combinar doctrinas de este linaje. Y al contrario, que así como todo sistema era falso, porque tendía a la unidad, prescindiendo de la variedad, a lo absoluto, desdeñando lo relativo, no era posible hallar verdad alguna ni crear algo positivo y fecundo sin método, elemento tan necesario para la observación y la investigación experimentales como para la inducción intuitiva y la deducción lógica. Hallar el verdadero método era, pues, a mis ojos, colocarse en el camino de la verdad posible, y como yo sentía en mí mismo diversidad de facultades, que de distinto modo pero conjuntamente me servían para solicitar la verdad y hallarla en alguna medida, no podía menos que rechazar toda doctrina que me forzase a servirme de un solo procedimiento intelectual. De ahí la convicción que adquirí de la imposibilidad de separar el esfuerzo inductivo del experimental; el intuitivo del deductivo; la convicción racional de la persuasión puramente espiritual o psicológica; la noción de lo sentido con el alma de la de lo percibido con los sentidos. Tal convicción me condujo a ser eclético en filosofía, es decir, a buscar la verdad sin sujeción a ningún sistema, y tomando de todos los métodos de investigación todo aquello que, acomodándose a mis facultades mentales, pudiese ponerlas en constante y armónico ejercicio para llegar a la posesión del mayor caudal posible de luz, pero sin aspirar jamás a poseer la totalidad de la luz o lo absoluto de la verdad.
+La otra convicción que penetró en mi alma, en el orden de las ideas generales, y particularmente de las formas literarias, fue esta: que el secreto de la fuerza y la eficacia de toda expresión del sentimiento y del pensamiento no consistía tanto en la novedad de concepción de las ideas, ni en su grandeza de inventiva o de elevación, ni en su profundidad sorprendente o su filosofía, cuanto en la personalidad indestructible del estilo, en la universalidad de las tendencias, en la sinceridad del sentimiento, en la nobleza del propósito, en la proporción y armonía de la forma, y en la oportunidad de la expresión. Yo había tenido fe en la belleza y sentido el instinto de lo bello, la irresistible inclinación a buscarlo y admirarlo en todas las cosas, pero no había concebido ideas bien claras sobre los fenómenos estéticos hasta el punto de comprender que había y tenía que haber una ciencia de lo bello. El día que adquirí esta noción, comencé a sospechar la falsedad de los sistemas literarios, del absolutismo de los clásicos y de los románticos, y como la belleza es inseparable de la verdad, o es una de las condiciones esenciales de esta, porque no cabe la fealdad en lo completamente verdadero, y lo erróneo, lo falso, carece en realidad de belleza, llegué a la convicción de que sólo con un trabajo constante de comparación y depuración de las producciones de los grandes ingenios podría formarme un gusto literario conforme a los sanos principios de la estética y la crítica, con entera independencia de opiniones preestablecidas.
+De mayores consecuencias aún fue para mi espíritu la modificación que se verificó en mi criterio, en lo tocante a los hechos políticos y a las ideas y doctrinas de este orden. Yo había llegado a Europa penetrado, con toda la intolerancia de una convicción sistemática y de las pasiones que habían educado mi juventud, de una idea absoluta, a saber: que fuera de la República democrática no había ni podía haber justicia, libertad ni gobierno fecundo para los pueblos civilizados. Además, había en mi radicalismo, como en el de todos mis copartidarios de Colombia hasta fines de 1857 —época en que yo me había alejado de Bogotá— no pocos puntos de socialismo, mal comprendido y peor digerido, y una tinta muy pronunciada de jacobinismo, bebido en las páginas de los historiadores de la Revolución francesa. Verdad es que yo, por sentimiento y por admiración de la grandeza del patriotismo generoso, había sido siempre mucho más girondino que jacobino, pero también es cierto que mis ideas habían provenido mucho más de un orden sistemático de preocupaciones, fruto de lecturas de libros de enciclopedistas y revolucionarios, que no de madura y desapasionada reflexión, y menos aún de una atenta observación comparativa de las sociedades políticas.
+Al observar y comparar la situación y marcha de los pueblos europeos, y considerar desde lejos la política de las repúblicas americanas, mi espíritu se abrió insensiblemente a nuevas percepciones, nuevas reflexiones y nuevas nociones relativas a la soberanía, a la libertad, al orden social, al destino de los pueblos, a la misión y el poder real de los gobiernos, y a la armonía o el equilibrio de las fuerzas humanas y de los fenómenos de la civilización.
+Desde luego, si la democracia me parecía ser el gobierno más adecuado a la práctica de la justicia relativa, también me parecía ser el más ocasionado a despertar el sentimiento de la envidia, a suscitar conflictos de todo linaje, y a poner la sociedad bajo el predominio del caudillaje o de las nulidades presuntuosas y audaces. Ninguna forma de gobierno podía requerir de parte de los gobernantes mayor caudal de experiencia, de ciencia del derecho y de la economía de las sociedades que la democrática, y, por tanto, al no estar muy bien educadas las muchedumbres e ilustradas las mayorías populares, dueñas del sufragio y del poder, nada podía ser más peligroso que la dominación del número, muchas veces sobrepuesto a la inteligencia y la virtud.
+De ahí la necesidad de tomar precauciones salvadoras de la sociedad, no sólo adoptando una sabia, incontrastable división de los poderes públicos, y regularizando y limitando el sufragio, sino también asegurando a las minorías, por medio de garantías de independencia en el gobierno, los medios de defensa propios para impedir la acción tiránica o irresponsable de las mayorías. Estas reflexiones me condujeron a ser abiertamente adversario, por una parte, del escrutinio de lista, o sea de la elección de todos los representantes de cada estado o gran demarcación política por un solo voto y mediante un solo escrutinio, y por otra, del predominio de los cuerpos legislativos, calificados de soberanos por los doctrinarios del jacobinismo.
+Yo veía en Francia patentemente comprobado por los hechos que el espíritu democrático, siempre exagerado por la pasión de la igualdad, venía arrastrando a los franceses alternativamente a uno de dos abismos: o el rojismo comunista, fruto de la exaltación de la envidia popular; o el socialismo cesariano, el despotismo del sable y de la corrupción bonapartista, frutos del sofisma de igualdad con que engañaba al pueblo el poder militar. Tanto preconizaba Napoleón III el sufragio universal para sostener su despotismo socialista, haciéndose discernir plebiscitos por las muchedumbres a quienes fascinaba y oprimía, como lo magnificaba el partido rojo, haciendo del voto de las muchedumbres el espantajo de la propiedad y de las clases ilustradas. Era patente la falsedad científica de un sistema de sufragio que lo mismo podía dar fuerza al despotismo que venía de arriba, cubierto con el manto imperial, que al que trataba de levantarse de abajo, entre los pliegues de la bandera roja.
+Yo veía reinar la más amplia libertad en Inglaterra, bajo la dirección política de una aristocracia territorial, rica y poderosa, sobrado apegada a sus privilegios y tradiciones, pero eminentemente ilustrada y patriota. Y ni observar las grandes cosas que emanaban de la nación británica, a virtud de la combinación de los elementos monárquico, aristocrático y democrático, y del irresistible poder de la opinión pública, libre y ordenadamente formada, no podía yo menos que reconocer que no había virtud específica en ninguna forma de gobierno, sino que la libertad, el progreso y la conservación provenían del respeto con que toda la sociedad mirase la ley, y del concurso y equilibrio de todas las fuerzas sociales, preparadas por un poder providencial y un orden indestructible de leyes naturales.
+Yo veía la lucha diez veces recular, así en Italia como en Alemania, del municipalismo y el unitarismo, ya con unas formas, ya con otras, sin que ninguno de los dos sistemas políticos hubiese dado la prueba de que en él sólo residían la fuerza y la verdad, sino, al contrario, la demostración práctica de este aforismo de la filosofía: que fuera de la tolerancia no podía haber justicia, ni fuera de la justicia sólido progreso.
+Yo veía también que, allí donde la neutralidad política hacía subsistir la paz —como acontecía en Bélgica y Suiza—, todos los problemas sociales se iban resolviendo fácil y seguramente, sin que hubiera ningún progreso que no emanase de la conciliación y yuxtaposición de todos los elementos de fuerza social y de autoridad.
+Yo veía igualmente patentizarse en Rusia y Turquía la impotencia del despotismo autocrático, combinado con un ilimitado poder teocrático —cristiano en el un imperio, mahometano en el otro— y esa impotencia me parecía ser fruto principalmente de la tiranía de las conciencias, ejercida por la autoridad de las dos potestades confundidas, y de la enervación y corrupción que el ejercicio del despotismo acarreaba a los mismos que de él se servían.
+Yo veía que en España, después de tantas luchas dinásticas o de partidos exclusivistas, lo único que daba idea seria y seductiva de los beneficios de la libertad era el simpático grupo de las provincias vascongadas —pueblos que habían hecho inseparables la idea del derecho, la tradición de las virtudes populares, la sinceridad de las creencias religiosas y la ingenuidad y entereza del patriotismo.
+Y veía, en fin, desde lejos, que en las repúblicas americanas jamás se podía contar con estabilidad, no porque faltasen abundantes elementos de bienestar, sino porque las luchas de los partidos eran en todo caso un antagonismo de sistemas absolutos, jamás un esfuerzo combinado de principios de conservación y libertad que tratasen de armonizar o conciliarse.
+El resultado de todas mis observaciones y meditaciones fue esta convicción: que era imposible el buen gobierno, ni, como consecuencia de este, la estabilidad y prosperidad de ningún pueblo, sin una sabia combinación de liberalismo y conservatismo. Yo había aquilatado en gran parte mis ideas liberales, y al purificarlas o corregirlas les daba más consistencia en mi mente con una considerable infusión de ideas conservadoras. Yo era científicamente liberal, como lo exigían mis convicciones, en armonía con mi temperamento, pero también comenzaba a ser científicamente conservador, no obstante el cúmulo de recuerdos y afectos que me alejaban del partido conservador de mi país.
+Bastábame para confirmarme en mis nuevas ideas una consideración. El gobierno es, por su esencia, conservador, así del individuo y de sus negocios, como de la familia y del Estado. Si todos los partidos políticos aspiran a gobernar, claro es que en todos, aun los más liberales, hay un instinto conservador, y que todos al obtener la posesión del gobierno tienen que obrar como conservadores, en mayor o menor medida, según su temperamento y las necesidades de la situación en que se hallan. Esto patentiza que la verdad política no está ni puede estar en ninguno de los dos sistemas antagonistas, sino en su conciliación y ponderación.
+Pero otras impresiones agitaban también mi alma: las que, relacionándose con la religión, presentaban delante de mi espíritu el formidable problema de la fe, en desacuerdo, real o aparente, con la razón. Yo sentía que todo el edificio levantado en el fondo de mi alma por la filosofía de los enciclopedistas primero, y después por la de los positivistas, aún más radical y desoladora, comenzaba a flaquear, cual si le faltasen puntos de apoyo muy necesarios para su equilibrio y consistencia. Yo había devorado libros y libros y meditado mucho sobre religión, y después de todo me hablaba en una falsa situación: era simplemente deísta unitario, de suerte que, aceptando la unidad absoluta de Dios y la moral del cristianismo, no reconocía la divinidad de Jesucristo, ni admitía ninguna autoridad humana en religión, y al propio tiempo, por respeto y amor a mi familia y respeto a la sociedad, me había casado ante la Iglesia católica, había hecho bautizar mis cuatro hijas como católicas, y consentía de muy buen grado en que fuesen educadas como tales[37].
+Esta situación era tan complicada como contraria a la lógica de mis convicciones. Si el amor, el respeto y la tolerancia justificaban lo uno, el orgullo de mi razón protestaba en el sentido opuesto, y me parecía que la dignidad de mi conciencia no se compadecía con mi manera de ser como padre de familia. «Si lo que yo hago con mi esposa y mis hijas», me decía lleno de íntima inquietud, «está bien hecho, no hay razón para que mi alma siga otro camino; o si yo estoy personalmente en el de la verdad, no debo dejar a mi familia en la vía del error, de la superstición y del envilecimiento de la conciencia, a menos de incurrir en una especie de prevaricación contra mis convicciones por el interés de mantener la paz doméstica.
+«¿Acaso la fe y las prácticas del catolicismo serán buenas solamente para las mujeres», pensaba yo, «pero a los hombres, que tenemos más entereza de voluntad y amplitud de espíritu, lo que conviene es un deísmo que nos mantenga en la plenitud de la independencia moral?»… Pero esta reflexión no resistía al criterio más elemental. Ni era cierta la inferioridad intelectual de las mujeres —pues toda la diferencia consiste en el grado de fuerza o de finura, de perspicacia o de extensión, de tendencias políticas o de tendencias morales y afectivas con que se distinguen, según su esfera de acción, las inteligencias femeninas de las masculinas—, ni era racional admitir que dos sexos inseparables, sin cuya unión no existe el Hombre —que componen al Hombre mismo, maravillosamente uno en su diversidad de formas—, pudieran estar sujetas a distintas leyes de estética, de moral, de psicología ni de filosofía religiosa. Lo que podía ser la verdad para las hijas y la madre, tenía que serlo también para el padre, puesto que la verdad es indivisible y no puede ser contraria a sí misma.
+Ello es que yo me sentía fuera de quicio y de nivel como padre de familia. Mi esposa poseía mi alma, y yo era dueño de la suya, y nuestras almas armonizaban en el culto por la belleza, en su patriotismo y en sus esfuerzos por adquirir luz en todos sentidos, y sin embargo, faltaba entre los dos la comunidad en la cosa más elemental de la vida: en las relaciones de nuestras almas con la Divinidad. Yo idolatraba a mis hijitas, que eran mi mayor encanto y mi más poderoso estímulo para todo esfuerzo, y, sin embargo, llegaría un tiempo en que ellas, al creer y tener conciencia religiosa, no estarían en comunidad de creencias y culto conmigo, faltándonos así uno de los más poderosos vínculos de confianza, de intimidad y destino. Yo adoraba a mi madre, de quien había recibido como herencia una fe, y, sin embargo, había entre los dos un abismo de sentimiento y de esperanzas…
+Pero si por el lado de los afectos mi alma se hallaba tan fuertemente combatida por sagradas consideraciones, también lo estaba por los hechos y las reflexiones que obraban sobre mi razón. Desde luego mis recientes lecturas me habían obligado a admitir, como un principio demostrado, incontrovertible, la indestructibilidad de la materia, como cosa sujeta al poder de las leyes naturales. Era ya verdad demostrada que la materia no es susceptible de destrucción —a virtud de las fuerzas que la rigen y abstracción hecha de la voluntad de Dios—, sino de indefinidas transformaciones, más o menos visibles y considerables. Pero si la materia así considerada, es eterna, ¿sería admisible la desaparición, la destrucción del alma, del elemento moral e intelectual que anima a esa materia en su forma de ser humano? Proponer este problema era resolverlo, puesto que la lógica más elemental rechazaba la afirmativa.
+Según la ciencia de los positivistas, sólo era admisible como verdad lo positivamente descubierto y comprobado en el orden natural de los hechos visibles, sin que lo invisible, lo inanalizable debiera ser considerado por la razón humana. ¿Pero acaso el campo de la razón está exclusivamente reducido a los hechos materiales o morales que son del dominio de lo positivo? ¿No abarca también ella lo invisible, lo impalpable, lo sobrenatural, lo infinito pasado y lo infinito futuro? ¿No es el primer agente de toda investigación el alma, la cosa más indemostrable por los medios muy limitados de que se sirve la filosofía positiva?
+Según la ciencia de otra escuela sistemática, la de los llamados experimentalistas, fuera del campo de la experiencia no hay verdadera ciencia: el espíritu humano sólo puede admitir como cierto lo que está comprobado como una realidad por el método experimental. ¿Pero acaso los fenómenos del alma no son también experimentales? ¿No experimenta cada cual los prodigios del entendimiento, de la conciencia y de la voluntad, ya estudiándolos y observándolos en sí mismo, por medio de un trabajo interno, ya observándolos en los demás, mediante el estudio y la comparación de todos los actos externos, reveladores más o menos seguros del hombre psicológico y afectivo? ¿Ha podido el hombre crear algo en los tiempos conocidos, entendiendo por crear no la simple transformación de las cosas materiales que son de su dominio, ni la mera concepción de ideas o expresión de sentimientos? ¿Ha logrado modificar el conjunto de lo creado o las leyes que rigen la Creación? ¿Ha podido siquiera modificar a través de los tiempos la esencia de su propio ser? La respuesta que da la experiencia a estas preguntas es negativa. Todas estas negaciones son perfectamente experimentales. ¿Pero ha dejado de subsistir la Creación con todos sus elementos conocidos y sus leyes evidentes, desde los primeros tiempos de la Humanidad hasta los presentes? ¿Ha dejado la Humanidad de tener los caracteres que la distinguen? ¿Se han asemejado en algo al hombre los seres de los reinos inferiores? ¿Se han suspendido de algún modo los fenómenos que constituyen la lógica de la historia? No. Luego hay un principio eterno superior a todo lo que existe en el orden experimental; hay una inmortalidad que escapa a toda experiencia y se patentiza ante la razón; hay una ley divina que todo lo envuelve y lo rige, sin que a su poder alcance a sobreponerse la voluntad humana, y hay un destino particular del hombre, como ser moral, que le distingue y separa sustancialmente de todos los demás seres animados.
+Si todas estas y muchas otras reflexiones pesaban ya poderosamente sobre mi espíritu, su resultado había sido muy importante pero no definitivo. Yo había llegado a una filosofía religiosa, enteramente espiritualista en sus tendencias psicológicas y enteramente cristiana en su punto de vista moral, pero estaba muy lejos de aceptar una fe religiosa determinada o un orden preciso de dogmas positivos. Y aun confieso que había en el fondo de mi alma, junto con el sincero deseo de creer algo dogmático y definitivo, una fuerte resistencia a someterme particularmente a los dogmas del catolicismo.
+Con todo, yo tenía tomada desde 1862 una firme resolución: la de resolver de algún modo el problema de mis creencias religiosas y sacudir la tiranía de la duda, que me parecía ser un poder esterilizante, así como el indeferentismo se me antojaba propio para relajar la conciencia y empequeñecer los más nobles caracteres. En todo caso, era cosa resuelta por mí el no aguardar, para resolver aquel problema, o que la debilidad física y moral obrasen algún día sobre mis definitivas determinaciones, sino adoptarlas en pleno vigor de juventud y robustez, de independencia y serenidad de espíritu, a fin de que, después de fijarme en una religión positiva, si a este punto había de llegar, me quedase la seguridad de haber obrado con entera libertad de juicio, y de poder estimarme a mí mismo, por el respeto que yo mostrase por la dignidad de mi conciencia.
+Una ventaja tenía ya, hacia mediados de 1862, para seguir adelante en mis meditaciones: podía proceder por el método de la eliminación, despejando de muchos estorbos el campo de mis estudios. La propia experiencia me había probado que no me era posible resolver el problema de mi vida futura con ninguno de los sistemas filosóficos preconizados por los librepensadores. A pesar de todas las inepcias del ateísmo se levantaba ante mis ojos la evidencia de la Creación, de la historia y de la vida independiente y libre del alma humana. Yo sentía mi alma, la sentía inmortal y personal, y por encima de los absurdos del ateísmo, de la impotencia del positivismo, de la incapacidad moral del panteísmo y de las contradicciones del racionalismo se alzaban las supremas esperanzas de mi alma, que me encaminaban hacia Dios, y las indomables inclinaciones de mi corazón, que no hallaban la satisfacción del amor ni del instinto estético en ninguna de las degradantes promesas del materialismo.
+En cuanto a las religiones positivas más extendidas en el mundo civilizado, yo veía en la vida de los pueblos más considerables la prueba de la impotencia de aquellas mismas religiones para dar asiento seguro a la civilización y justicia plena a las relaciones humanas. En la China, alcanzaba a ver el estancamiento y la petrificación; en la India, el sibaritismo embrutecedor y la desigualdad, originados del brahmanismo; en el Imperio turco y sus asimilables, el inepto fatalismo, la degradación de la mujer y la imposibilidad del progreso, por consecuencia del islamismo; en Rusia y los pueblos de religión griega, una especie de cristianismo bárbaro, yuxtapuesto a la servidumbre de cien millones de hombres y a las más odiosas formas del despotismo, y en Inglaterra y Escocia, en Suecia y Noruega, en Alemania y Dinamarca, las discordancias del protestantismo, el antagonismo de los pueblos y las dinastías, la esterilidad moral de numerosas sectas, sin que estas hubiesen logrado oponer un principio decisivo de los problemas sociales y políticos, capaz de contrarrestar el principio de unidad del catolicismo.
+Por último, en los Estados Unidos de América, la gran diversidad de sectas cristianas sólo había conducido a estos resultados: formar un gran conglomerado social, audaz sin escrúpulos, sin ningún sentimiento estético ni verdadero carácter nacional; encaminar la democracia hacia un materialismo puramente calculador, propio sólo para rebajar los más nobles instintos del alma y convertir la idea suprema del derecho en asunto de fuerza y éxito, y dejar en pie la formidable cuestión de la esclavitud, como un germen de conflictos que sólo una espantable guerra podía suprimir, en un sentido u otro, pero siendo también un semillero de futura desmoralización.
+En cuanto al catolicismo, yo veía el espectáculo que con él ofrecían Francia e Italia, España e Irlanda y las repúblicas hispanoamericanas, y estaba muy lejos de hallar satisfactoria su manera de ser, por mucho que me pareciese haber en ella un elemento de salvación encarnado en el principio de unidad, dieciocho veces secular. Con todo, mientras más consideraba las más grandes obras de la civilización, más me persuadía de que ellas habían tenido su principal inspiración en el catolicismo, a pesar de todos los errores profesados y todas las faltas cometidas al amparo o en nombre de esta religión.
+En suma, mi alma se hallaba en una época de crisis, mi conciencia estaba torturada por el ardiente anhelo de hallar la verdad y emanciparse de la duda, y una revolución decisiva tenía que operarse en mis ideas, convicciones y creencias. Tal era mi situación, cuando los acontecimientos políticos que se verificaban en Colombia me obligaron a tomar una extraña resolución: la de prolongar mi ausencia, buscando teatro para mi actividad en el Perú, en vez de aprovecharme del que mi propio país podía ofrecerme.
+MI POSICIÓN PERSONAL respecto del partido vencedor en Colombia era difícil. Bien que yo estaba seguro de la buena acogida que en todo caso me daría el Partido Liberal, al regresar a mi país, mayormente cuando mi reputación literaria era en 1862 incomparablemente superior a lo que había sido hasta fines de 1857, parecíame inevitable una serie de conflictos entre mi conciencia y las tendencias que predominaban entre mis copartidarios. De una parte, yo no aceptaba muchos de los actos que se habían consumado durante la revolución, jamás aprobada por mí, por mucho que pareciese legitimarlos la victoria; de otra, yo no podía ser mosquerista o sujetarme a la dirección que el espíritu dictatorial del general Mosquera quería dar al liberalismo, pervirtiéndolo y extraviándolo con el militarismo y la violencia, y en fin, yo, que había sido y persistía en ser federalista sincero y tolerante en religión —más que tolerante, partidario de la más amplia y efectiva libertad religiosa—, no podía admitir ni la idea de exagerar la federación con la soberanía de los estados, exponiendo la República a la disociación o la anarquía, ni el sistema de persecución contra la Iglesia católica —la única existente en Colombia— que habían puesto en práctica los vencedores.
+Era, pues, seguro —precisamente porque yo me mantenía fiel a las más sanas doctrinas liberales, y libre del contagio de los odios y enconadas pasiones que la guerra civil había desencadenado— que al volver yo a Colombia, cuando no había concluido aún la lucha y estaba a punto de reconstituirse legalmente la República, me vería hostilizado por todos los hombres exaltados que, de oscuras nulidades anteriores, se habían levantado a ocupar posiciones importantes, merced al trastorno general y sangriento que se había verificado. Los acontecimientos habían dado la palabra al sable, y tan general era la apostasía en que había caído el liberalismo colombiano, convertido de doctrinario en espoliador, militarista y perseguidor de los vencidos, que yo, al oponerme a los abusos consumados o por consumar, habría sucumbido en una lucha estéril.
+Por otra parte, como la lucha continuaba, los gabinetes europeos persistían en no reconocer el nuevo Gobierno colombiano, que estaba muy lejos de obtener la legitimación necesaria en una República, y no pudiendo yo hacerme recibir como encargado de negocios en Francia, ni en Bélgica, ni en Holanda, la delicadeza me prohibía continuar percibiendo un sueldo que excedía a la importancia o al valor de los servicios hechos por mí a la República en mi empleo diplomático. Resolví, por tanto, aceptar las proposiciones que desde meses atrás me había dirigido el señor Amunátegui, propietario de El Comercio de Lima, y una vez que tomé tal resolución envié a Bogotá mi renuncia del empleo de encargado de negocios.
+Consistía mi compromiso en irme a residir en Lima para ser allí el redactor principal de El Comercio, con un sueldo mensual de cuatrocientos pesos y habitación para mí y mi familia[38], propuesta que admití movido por un triple interés: el de instruirme en el conocimiento inmediato de las repúblicas del Pacífico; el de ganar tiempo mientras se aclaraba en Colombia una situación equívoca y que para mí era muy difícil, mejorando entre tanto mi posición de fortuna, pues había consumido en mis viajes casi todo lo que tenía, y el de contribuir con mis esfuerzos a la propagación de las buenas ideas liberales en el Perú y las repúblicas vecinas, no sin procurar a Colombia la mayor influencia posible.
+Muy halagüeñas proposiciones me hizo, en septiembre de 1862, una gran casa de librería de París para realizar, junto con otros cinco o seis escritores, un vasto plan de publicaciones en castellano y en francés. Pero yo estaba ya comprometido y no podía recoger la palabra dada al señor Amunátegui, por lo que hube de desechar un partido que en todos sentidos me hubiera convenido mucho más.
+A la sazón había estallado en los Estados Unidos de América la famosa guerra civil producida por el levantamiento separatista de los estados del Sur, al propio tiempo que Napoleón III iniciaba con el convenio de Biarritz su desatentada empresa de la expedición y conquista de México, combinada con el permiso dado al Gobierno español para tratar de apoderarse del Perú. Propúsome el señor Amunátegui que me fuese a pasar una temporada en los Estados Unidos para ser allí el corresponsal de El Comercio durante la guerra, y proseguir después mi viaje hasta Lima. Pero no vine en ello, ya porque la guerra y mi situación transitoria tenían que encarecerme mucho la vida, ya porque no habría de serme muy provechosa la residencia en el seno de una gran nación destrozada por la formidable revolución que había puesto a dura prueba sus destinos. Yo no podría menos que formarme ideas falsas respecto de la Unión Americana así comprometida, ni me podría ser fácil viajar ni estudiar cosa alguna con provecho en tal situación. Preferí, pues, partir directamente para Lima, y el 2 de noviembre me embarqué en Southampton, con toda mi familia, con dirección a Colón y Panamá, vía Saint Thomas.
+No omitiré recordar que durante dos años tuve el vivísimo placer de hallarme, en Londres y París, con mi querido hermano Rafael, cuya compañía me fue tanto más grata cuanto él quiso, durante algún tiempo, vivir conmigo en todo y por todo. Gozábase mucho mi hermano con los viajes que hacía, y sabía conciliar con sus placeres de viajero y hombre culto y amable los negocios que le ocupaban en el comercio, como socio de otros hermanos con casa en Bogotá, negocios que dirigía con mucha inteligencia. Encantábase Rafael, que era muy afectuoso y obsequioso, agasajando a mis chiquillas, y haciéndoles, así como a mi esposa y a mi «madre» muy frecuentes regalos, y la vida que vivíamos nos hacía recordar constantemente los bellos días de nuestra primera juventud.
+En 1862 llegó también a París, en la doble calidad de viajero estudioso y comerciante, mi hermano Miguel, a quien, a más de entrañable cariño de hermano, he profesado siempre gran respeto, por su inteligencia y cordura, su sólida ilustración, su acertado criterio, su carácter suave y generoso y sus ejemplares virtudes. Muchas cosas vimos y observamos entre los tres hermanos, transmitiéndonos recíprocamente nuestras observaciones, y formando en París algo como un compendio de nuestra ya dispersa pero siempre unida familia solariega, nos parecía que en el hogar parisiense manteníamos, a pesar de la distancia, un pedazo íntimo de la querida patria. Mi hermano Miguel se embarcó en Southampton junto conmigo, y como él regresaba a Bogotá debíamos separarnos al llegar a Colón.
+Profunda fue mi emoción de gozo el día que, después de muy cerca de cinco años de ausencia de la patria, divisé desde lejos, en altamar, las montañas del istmo de Panamá. El regreso a la patria es y será siempre uno de los más profundos goces del alma, cualesquiera que sean las circunstancias en que uno se halle al verificarlo, y siquiera sea ese regreso un mero tránsito de pocos días o de horas. Mas tal parecía como si las ondas del mar istmeño nos rechazasen. Durante los últimos días de nuestra navegación había ocurrido un terrible temporal que, a más de causar grandes desastres en la rada de Colón y en el istmo, mantenía el mar tan violentamente agitado, que no permitía tentar el desembarco. Tres tentativas infructuosas hizo el capitán de nuestro vapor para acercarse a Colón, y siempre tuvimos que ir a refugiarnos en la profunda, salvaje y tranquila bahía de Portobello. Al cabo, con ruda mar y todo, no sin serio peligro de claudicar en el puerto, logramos desembarcar en Colón, con cuatro días de demora, pero como el vapor que debía seguir para Cartagena había sido destrozado por el temporal, mi hermano Miguel se halló en una dura alternativa: o detenerse en el istmo durante quince días hasta que llegase de Saint Thomas otro barco de la línea de la Mala Real —única que entonces hacía el servicio— o desandar parte de lo andado perdiendo ocho días de navegación, es decir, regresar a Saint Thomas para luego volver a Colón y seguir rumbo a Cartagena. Tanto temía mi hermano la insalubridad del clima del istmo, que optó por el segundo partido, no obstante lo mucho que sufría a bordo y la duplicación de los pasajes. Gran pena sufrí al despedirme de mi hermano y verle alejarse del puerto.
+Cuatro días mortales tuve que pasar con mi familia en Colón, aguardando con ansiedad a que, gracias al trabajo activo de cuatrocientos obreros, reparasen provisionalmente los ingenieros del ferrocarril de Panamá los enormes daños que habían causado en la vía el reciente temporal y una formidable avenida del río Chagres. El puente de este río había sido casi destruido, y las aguas, salidas de madre, habían cubierto algunas millas del ferrocarril. Así, la travesía del istmo fue para nosotros el caso más dramático que nos hubiera ocurrido en nuestros viajes. Partimos de Colón casi al anochecer, y el tren, que andaba sobre rieles mal asentados en un terreno movedizo, llegó, en medio de la más profunda oscuridad, al extremo norte del puente destrozado. Allí se detuvo, y todos los pasajeros hubimos de pasar por una tabla sobre el hondo abismo, rodeados de tinieblas, en cuyo fondo blanqueaba amenazante el río, con inminente peligro de precipitarnos, sin esperanza de salvación. Hube de pasar y repasar catorce veces aquella sombría trampa de muchos metros de extensión, llevando sobre la nuca a mis cuatro hijas, y de la mano, detrás de mí, casi arrastrándose, a mi esposa, mi madre y la niñera que nos acompañaba, pero la Providencia nos favoreció, y todo se verificó sin accidente en las personas.
+Tomamos el tren de Panamá, que nos aguardaba en la extremidad meridional del puente, y a poco se produjo la escena más extraordinaria y románticamente bella. Salió la luna, espléndida, cuando el tren navegaba sobre los rieles, cubiertos en prolongadísima extensión por uno, dos y hasta tres pies de agua: el ferrocarril era otro Chagres, y las aguas, visiblemente encerradas entre los espesos bosques de los dos lados de la vía, semejaban un ancho río, reverberante al pálido fulgor de la luna… Las ruedas de los carros se hundían en gran parte o del todo en las aguas, y el tren se detenía con frecuencia, porque casi se apagaba el fuego de la locomotora. Aquel espectáculo, como todo lo que en aquella noche vi y sentí, dejó imborrables impresiones en mi alma, y en muchos momentos llegué a pensar que claudicaría con toda mi familia. Sólo los yankees, como empresarios, son capaces de realizar cosas por el estilo de las que aquella noche realizaron para restablecer el tráfico interoceánico.
+Eran las dos de la mañana cuando, agitados moralmente —porque lo ocurrido era muy propio para hipertrofiarnos súbitamente el corazón a todos— y rendidos de hambre, sueño y cansancio, llegamos a Panamá, atravesamos unos cuantos muladares y calles sucias de la zona más cercana al mar y fuimos a alojarnos de cualquier modo en un hotel. A las siete de la mañana todos los pasajeros fuimos llamados a toda priesa, porque iba a zarpar del puerto el vapor que debía transportarnos al Callao. A causa de los accidentes y las demoras ocurridos, el vapor tenía que partir sin dilación, y por este motivo hizo rumbo directamente hacia Paita. Así, ni pudimos conocer realmente a Panamá, ni tuvimos ocasión de tocar en Guayaquil.
+Viva impresión, pero puramente moral, me causó la vista del océano Pacífico, y comprendí por su magnificencia y transportando el espíritu a los grandes sucesos del siglo XVI, cuán grande y profundo debió de ser el sentimiento de satisfacción, gloria, esperanza y legítimo orgullo del heroico y desventurado Núñez de Balboa, al divisar, primero que ningún otro hombre del Viejo Mundo, aquella inmensidad líquida y tranquila, promesa de varios imperios y de la solución de grandes problemas para la Humanidad, y con cuánta voluptuosidad de descubridor habría de lanzarse, caballero en su poderoso bridón, a tomar posesión, entre las olas del golfo de San Miguel, en nombre del heroísmo y de los Reyes de España, de todos los misterios y todas las maravillas de un océano desconocido.
+El Pacífico me pareció merecer su nombre, sobre todo por comparación con el Atlántico, y realmente la navegación fue muy tranquila y agradable. Pero si mi sentimiento de nacionalidad se complacía cada vez que yo consideraba la prodigiosa extensión de costas que Colombia poseía en los dos océanos, y la ventaja de ser dueña de la maravillosa garganta del istmo de Panamá; también se abatía mi orgullo patrio al observar que nuestros litorales eran desiertas soledades, inmensas y casi inexploradas selvas donde la civilización había comenzado apenas, y en muy reducida escala, su glorioso trabajo de conquista sobre la barbarie.
+Sin embargo, tuve al atravesar el istmo de Panamá una intuición que desde 1862 comuniqué a muchas personas en Lima. Bien que al transitar por el ferrocarril, de noche y en circunstancias tan dramáticas, no había podido formarme la menor idea de las diferencias de nivel o altura, ni de la naturaleza aparente de los terrenos, me pareció tan suave la inclinación de la vía férrea, que concebí, como instintivamente, esta idea: si alguna vez puede haber un canal interoceánico, será, según toda probabilidad, siguiendo la vía trazada por el ferrocarril.
+Yo había tenido ocasión, en París, de estudiar y tratar el grande asunto de las comunicaciones interoceánicas. Uno de mis colegas de la Sociedad de Geografía, Monsieur De la Roquette, me había pedido con instancia, en 1861, que le suministrase un tratado histórico-geográfico relativo a todos los proyectos o vías imaginadas de canales interoceánicos, desde los tiempos de Hernán Cortés, el primero que imaginó tal medio de comunicación, hasta el momento en que me iba a dedicar a tan interesante estudio. Lo emprendí con viva curiosidad de colombiano y de aficionado a la ciencia, y hallé que habían sido propuestas o indicadas nada menos que diecinueve vías distintas —algunas de ellas combinadas en parte— desde el istmo mexicano de Tehuantepec hasta el llamado impropiamente istmo de San Pablo, formado por la cordillera que separa las aguas del Atrato de las del San Juan, en nuestro estado del Cauca, Monsieur De la Roquette presentó a la Sociedad de Geografía una extensa memoria sobre tan importante materia, pero tuvo la lealtad de manifestar que debía los datos o elementos principales de ella a mi paciente estudio y laboriosidad. En cuanto a mí, lo que me asombró al hacer aquellos estudios fue la fecundidad de ingenio proyectista o de investigaciones topográfico-hidrográficas de tantos hombres que se habían ocupado en solicitar medios de canalización interoceánica, de los cuales dieciséis tenían por base el territorio colombiano.
+Persuadíme desde entonces, y más aún al atravesar el istmo de Panamá, de que tarde o temprano se acometería seriamente la empresa internacional de la excavación del canal, en el territorio de Colombia, y concebí las más halagüeñas esperanzas sobre la prosperidad y el engrandecimiento de mi patria. Entretanto, mil bellas ilusiones me hacían ver en lontananza, en el Perú, un país donde mi espíritu podía darse vuelo, en una generosa propaganda de ideas elevadas y de amplio americanismo. Yo había soñado siempre con una alianza de las repúblicas hispanoamericanas —alianza no solamente política, sino de doctrinas e instituciones progresistas y de intereses económicos— que permitiese a nuestros pueblos asegurar su soberanía y la autonomía y la influencia de su raza, delante del coloso norteamericano, muy poco simpático para mí, y esperaba que la guerra civil en que se hallaban envueltos los Estados Unidos sería fecunda en benéficos resultados, si sabíamos aprovechar la coyuntura los que nos habíamos visto más seriamente amenazados por el poder invasor de aquellos.
+¡Cuán pronto iban a desvanecerse mis ilusiones delante de la brutalidad de los hechos! En breve tenía que adquirir la triste convicción de que el Perú estaba muy lejos de ser una república donde un filántropo americano, un hijo de Colombia, libertadora de ese país, no fuese llamado extranjero y hostilizado como tal por el egoísmo y la pequeñez de alma de los hombres que hacíamos de la política una especulación, en vez de un conjunto de doctrinas y actos de patriotismo!
+La costa peruana fue mi primer desengaño. No obstante lo que yo había leído o sabido por informes sobre la aridez y el desolado aspecto de los arenales que cubren casi toda la costa del Perú, me sorprendieron la esterilidad, tristeza y desolación de aquel territorio, tal como apareció a mi vista desde las cercanías de Paita. Las barrancas que allí dominan el mar, compuestas de un conglomerado que parece atestiguar la antiquísima inmersión de toda la costa bajo las ondas del Pacífico; el aspecto como de ranchería miserable que tienen los grupos de casas en aquella ribera privada de lluvias y verdor; la vastitud de un horizonte sobre cuya monótona línea no se ve asomar ninguna arboleda, ninguna colina que tenga amenidad, sino solamente la cenicienta capa de un cielo incendiado y desapacible: todo contribuye a preparar el ánimo a impresiones de desencanto y tristeza.
+El aspecto de la naturaleza y de las construcciones no me pareció mejor en el Callao, pero allí al menos encontré el movimiento propio de muchos barcos surtos en el puerto, de los negocios ocasionados por la primera aduana de la República, y del servicio del ferrocarril que conduce a Lima. Mala impresión me causó el saber allí mismo dos cosas muy significativas: primera, que se hacía escandaloso contrabando en la aduana, con el cual especulaban muchos empleados, comerciantes y personas intermediarias; segundo, que aquel ferrocarril de tan pocas millas, que enlazaba el primer puerto peruano con la capital, pertenecía, lo mismo que el de Lima a Chorrillos, a un particular, a un capitalista chileno, y que este, como dueño exclusivo de la empresa, daba completamente la ley al público, así en lo tocante al servicio como a la tarifa, a virtud del privilegio que tenía.
+El 28 de noviembre de 1862 hacía yo pie en el Callao y en Lima, con toda mi familia, y desde aquel momento comenzaba para mí, según lo esperaba, nueva vida. Lejos de ser así en realidad sólo iba a abrir en mi vida un paréntesis, desagradable casi en todos sentidos.
+DE ORDINARIO, CADA SITUACIÓN notable de la vida de un hombre público tiene su anverso, de ilusiones, favores y prosperidad, y su reverso, de contratiempos, desagrados y desengaños; o tiene, si se quiere, su Domingo de Ramos y su Pasión. Puedo decir que los dos primeros meses de mi residencia en Lima fueron para mi nueva situación como un continuado Domingo de Ramos. De trescientas cincuenta a cuatrocientas personas, más o menos notables, de la sociedad culta, me visitaron, haciéndome manifestaciones de consideración y aprecio, aunque, a decir verdad, llegué a pensar que las más fueron a verme por curiosidad, más bien que por simpatía, a causa de la reputación que me habían creado en el Perú, durante cinco años, mis incesantes y variadas correspondencias, escritas en Europa, con las cuales El Comercio de Lima había alimentado diez o doce de sus números en cada mes. En concepto de unos, yo era un demócrata y liberal muy avanzado, casi un demagogo, capaz de inspirar el temor de que haría daño al país con mis escritos, y los «conservadores» que así pensaban querían juzgar, por el trato personal conmigo, si yo sería realmente, como hombre político y redactor principal del primer diario del Perú, tan peligroso como lo suponían. Otros, al contrario, se prometían que yo iría a encabezar en la prensa una propaganda democrática y reformadora muy pronunciada, mas no dejaban de tener algún recelo del ascendiente que tal actitud pudiera procurarme, acaso en perjuicio de algunas aspiraciones rivales. Otros, en fin, a fuer de servidores de las letras, tales como Vigil, Llona, Palma, Althaus, Salaverri, Paz Soldán Unanue, Ochoa y muchos más, me acogían con aquella benevolencia desinteresada y de familia que caracteriza de ordinario a los amigos de las ciencias, de la literatura y de todo lo que da alimento y fecundidad a la prensa.
+Comoquiera, unos y otros me mostraron desde los primeros días estimación, aprecio, simpatía, o benévola curiosidad, o cuando menos el deseo de favorecerme con sus relaciones; mi familia fue rodeada de atenciones por gran número de las de Lima; me llovieron invitaciones para almuerzos y comidas, paseos y tertulias; los periódicos de la ciudad y de otras localidades saludaron en términos muy favorables mi llegada; las logias masónicas de Lima y del Callao me dieron testimonios de aprecio muy marcados, y fue notorio el interés con que se comenzaron a leer mis escritos. Así, a pesar de las dificultades con que tropecé para mi costosa instalación, y mucho más aún para acomodarme, así como mi familia, a los raros usos domésticos que las costumbres tenían establecidos, a las condiciones del clima, a la complicadísima nomenclatura de las calles, a la extraña combinación del lenguaje común —mezcla en gran parte de quichua o quechua, castellano anticuado y francés corrompido o alambicado— y a muchas particularidades locales, es lo cierto que durante los dos primeros meses estuve por lo general muy complacido, sin que mis ilusiones sufrieran menoscabo.
+Muy pocos días después de mi instalación en Lima entré en el ejercicio de mis funciones como redactor principal de El Comercio, mas no sin trazarme primero un plan de trabajos y de conducta, indicado al propio tiempo por las circunstancias excepcionales y delicadas de mi posición y las condiciones especiales de aquel diario y de la prensa peruana. Sintiéndome extranjero, no obstante mi nacionalidad colombiana, mi notorio americanismo y mi marcado interés por la prosperidad del Perú, yo tenía que proceder de manera que ni mis escritos lastimasen la susceptibilidad de los peruanos, por una excesiva injerencia mía en la política puramente nacional, ni mis cofrades sintiesen su amor propio afectado por la influencia que mis artículos pudieran ejercer, o por el tono y estilo que los distinguiese. Sólo así podrían perdonarme casi todos el servicio que mi pluma hubiese de hacer a la causa de la libertad democrática y republicana, de la civilización y del buen gobierno en el Perú, mayormente si se me veía proceder con dignidad y entera independencia, con desinterés y buena fe, y con absoluta pureza de intenciones y actos.
+De una parte, la redacción de El Comercio me ofrecía dificultades, ya provenientes de mi ignorancia de la mayor suma de las instituciones, de la historia íntima y de los hechos componentes de la política del país, ya de las circunstancias particulares de publicidad que caracterizaban aquel diario. Sus editores y propietarios eran extranjeros —el que a la sazón lo dirigía, don Manuel Amunátegui, era chileno—; chileno era uno de los redactores subalternos encargado de varias secciones de Crónica, y pronto caí en la cuenta de que entre esos redactores había rivalidades, así como celos respecto de mí. Aunque El Comercio parecía tener tendencias liberales y democráticas, estaba muy lejos de ser doctrinario, ni de representar propiamente una causa política o social. Obedecía más que todo a intereses personales y de especulación, cuando no a influencias oficiales más o menos disimuladas, y aun muchos de sus artículos, publicados como editoriales, tenían su origen en los ministerios.
+De otra parte, como en el Perú no había verdaderos partidos políticos, tampoco había ni podía haber prensa verdaderamente doctrinaria, y El Comercio era el tipo de una excesiva libertad de publicaciones individuales, firmadas o anónimas, notables por su virulencia; por su lenguaje y tono incorrectos, malignos y frecuentemente inciviles; por su tendencia a vulnerar reputaciones y vidas privadas, y por la suma facilidad con que pululaban, sin más sujeción a regla ni medida que la de acomodarse, en calidad de sueltos, remitidos, comunicados y variedades de crónica, a la tarifa de precios del diario. Pagar tanto por columna era lo esencial para El Comercio, por cuanto este era simplemente un negocio de publicidad, y todo el que pagaba podía fácil o impunemente escupir en aquellas columnas lo que a bien tuviese.
+Ya que me era imposible modificar seriamente aquel extraño sistema de publicidad, puse empeño en dos cosas: la una, esforzarme por hacer corregir en las oficinas del diario aquellas crudezas de estilo y de lenguaje que tanto afeaban muchas de las columnas, redactadas por todo el mundo, por no decir por pasquino, y la otra, salvar mi responsabilidad moral ante el país, y al propio tiempo dar a los artículos de fondo un carácter elevado y una tendencia francamente doctrinaria. Me apresuré, pues, a declarar que sólo me constituía responsable moral, legal y personalmente de los artículos de fondo publicados en la primera sección editorial, exclusivamente sostenida por mí, y de los literarios o científicos que en otras secciones apareciesen con mi firma; procuré ocuparme en altos asuntos de gobierno y de política nacional y extranjera, de literatura, industria, comercio y otros ramos de interés común, y me abstuve completamente de inmiscuirme en asuntos personales, de círculos o banderías, y de política de alcobas o de conciliábulos o especulaciones con el Gobierno.
+Bien que escribía tres o cuatro editoriales por semana, amén de otros trabajos, en breve comprendí que El Comercio, por pertenecer en cierto modo a todo el mundo y ser esencialmente noticioso y mercantil, ni podía ser convenientemente amenizado, ni ofrecería teatro suficiente a mi actividad. Le propuse al editor la creación de un periódico quincenal, adicional a la empresa, de ciencias, política doctrinaria, literatura, revistas noticiosas del país y del exterior, y artículos sobre bellas artes, costumbres, crítica, viajes, etcétera, y como viniera en ello el señor Amunátegui, fundamos al punto la Revista Americana, periódico de impresión elegante, correcto, variado, serio y digno, constante de veinticuatro páginas de dos columnas en gran folio, en cada número, y dividido en diez secciones.
+Puedo afirmar que la Revista Americana, cultísimo auxiliar de El Comercio, fue honra para la prensa de la América española y título de honor para mi esposa y para mí. Alcanzó a llegar hasta la página 288, de suerte que su composición equivalió a cosa de tres gruesos volúmenes en 12.º, y —con excepción de algunas páginas— fue obra mía y de mi esposa, porque, si bien hice grandes esfuerzos por lograr la colaboración de los escritores peruanos, rarísimos quisieron suministrar alguna cosa. El egoísmo de unos y la preferencia que los más daban a la prensa maldiciente y personalista, nos dejaron sin colaboradores. Así, mi esposa sostenía con su pluma dos o tres secciones, y yo con la mía las siete u ocho restantes, y a fin de atender a tal variedad, yo tenía que hacer prodigios de diversificación de estilo y de estudio y tratamiento de materias, procurando, para mantener la ilusión de los lectores y hacerles creer que colaboraban muchos otros escritores, diversificar los nombres y pseudónimos con que mis artículos, novelas, cuadros de costumbres, etcétera, aparecían suscritos.
+Así, fue grande e incesante mi actividad en Lima, y viví constantemente ocupado en labores que me absorbían mucho tiempo, lo que no me impedía cultivar mis relaciones sociales, informarme cada día de los asuntos políticos, observar las costumbres nacionales y tomar lenguas sobre cuanto podía conducirme al conocimiento de los hechos particulares del país.
+Lo primero que supe con certeza, al cabo de poco tiempo, fue que en el Perú no había partidos políticos o doctrinarios, es decir, fuerzas organizadas para servir a determinados órdenes de ideas. Rarísima vez oía yo hablar de «liberales» ni «conservadores», denominaciones exóticas y casi desconocidas en la nomenclatura política nacional de 1863. Cuando los hombres querían caracterizar sus opiniones, a lo sumo se llamaban «ministeriales» o «gobiernistas» unos, y otros «oposicionistas» si bien los últimos eran muy poco numerosos, pero las más comunes denominaciones eran las de «vivanquistas», «castillistas», «echeniquistas» y otros istas, derivados de nombres de caudillos.
+Sólo hallé un pequeño núcleo de liberales doctrinarios y hombres de ideas y tendencias civiles, entre los cuales el padre Vigil, el doctor Mariátegui y el señor José Gálvez eran los más notables, aparte del señor Gregorio Paz Soldán, que encabezaba un grupo separado. Gálvez, joven de gran talento, severa probidad, espíritu serio y mucho juicio, modesto y desinteresado, era el verdadero jefe del liberalismo civil que se iba marcando en el Perú, pero su círculo era reducido, y pocos años después sucumbió gloriosamente en el combate del 2 de mayo, en la defensa del Callao, dejando sin su mejor corazón y su mejor cabeza a los liberales de aquel país.
+Muchas veces me ocurrieron diálogos como estos, con hombres políticos, particularmente miembros del Congreso y escritores:
+—¿Es usted absolutista o partidario del establecimiento de la monarquía? —preguntaba yo a alguno de los vivanquistas.
+—No, señor —me contestaba.
+—¿Y entonces por qué es usted vivanquista?
+—Porque deseo que gobierne el general Vivanco.
+—Pero él es decididamente monarquista, y sus ideas corresponden a un conservatismo absolutista…
+—No importa. Prefiero que sea él quien gobierne.
+Luego me entendía con otro y le decía:
+—Supongo que usted es partidario del gobierno civil.
+—¡Oh!, sin duda —me respondía.
+—No comprendo por qué es usted castillista.
+—¿Y por qué no?
+—Porque el general Castilla jamás ha practicado sino la política del sable, política dictatorial y muy favorable al militarismo.
+—Así será, pero ha sido el jefe de los viejos liberales, y le prefiero a todos los demás jefes.
+—Y usted, señor doctor —le preguntaba yo a un tercero—, ¿por qué persiste en ser echeniquista, si la política de Echenique fue derrotada y vencida desde hace cosa de siete años y no tiene razón de ser ninguna?
+—Persisto —me decía— porque el general Echenique fue el hombre de mis afecciones.
+—¿Y qué representa él, si no es el derroche que sufrieron los caudales públicos y la vergonzosa caída que él y sus sostenedores aceptaron en Lima, por impotencia, impopularidad y carencia de ideas?
+—Representa un orden de cosas al cual estuvieron vinculados grandes intereses y un vasto tren de empleados.
+A propósito del tren de empleados, a poco de estar en Lima observé que había tres administradores generales de correos, tres administradores de la Casa de Moneda, tres subsecretarios de Relaciones Exteriores, y muchos otros empleados, altos o subalternos, duplicados o triplicados. En cada caso, sólo uno ejercía las funciones del empleo, y todos percibían el sueldo… «¿Cómo se explica esta irregularidad, desconocida en las demás repúblicas americanas?», le pregunté a un amigo, y este me dio la siguiente explicación, que me dejó asombrado.
+«Aquí, con excepción de los empleos de ministro, senador y diputado, y del de presidente de la República, todos los destinos públicos son propiedad del empleado. Como ha habido dos revoluciones que han cambiado violentamente el tren de empleados, resulta que los de la tercera edición tienen, con las funciones de sus empleos, los sueldos respectivos, en tanto que los de las dos primeras ediciones, políticamente tumbados, no ejercen las funciones de sus antiguos empleos, pero muchos de ellos han logrado que les reconozcan el derecho a sus sueldos, y el Tesoro se los paga».
+«¡Bendita tierra del presupuesto inagotable!», exclamé cuando recibí tan increíble informe.
+Pero mi asombro cesó cuando, picada mi curiosidad al saber que la viuda de un general gozaba de la pequeñez de cinco mil pesos de pensión anual, un sujeto, muy instruido en asuntos de legislación, me dijo:
+«Es regla establecida aquí que la viuda y los hijos de un militar tienen derecho a una pensión igual al sueldo de actividad de que disfrutaba el difunto. Así las “mariscalas” cuentan con siete mil pesos anuales, las “generalas” con cinco mil, las “coronelas” con tres mil, y las “comandantas”, “capitanas”, etcétera, en proporción».
+«Razón tienen de sobra las peruanas», observé, «para ser tan entusiastas por los militares y preferirles en calidad de maridos. Decididamente la milicia es aquí una mina mucho más rica que las del cerro de Pasco, y no es de extrañar que los hombres civiles sean, en general, insignificantes e impotentes en el orden político».
+En breve supe, con absoluta certeza, hechos comunes como estos:
+En Lima, en sólo la ciudad de Lima gastaba el Gobierno, de 26 millones de pesos que importaba el presupuesto nacional, 14 en sueldos, pensiones y gracias personales.
+La mayor parte de los empleos y no pocas sentencias judiciales y providencias administrativas se obtenían por medio de influencias femeninas.
+Muchas veces, cuando alguna dama quería obtener algo de un personaje político o magistrado, si no tenía hija o sobrina bonita que la acompañase a visitar al favorecedor, se la pedía prestada a cualquiera de sus amigas, a fin de producir mejor efecto al «echar el empeño».
+Había juez que públicamente invitaba, por medio de esquelas enlutadas, con su firma, al entierro de una hija, cubierta con el apellido de un don Fulano, esposo de la madre, y los «hombres honrados y respetables» aceptaban la invitación, a sabiendas del carácter putativo del entierro, por miedo al resentimiento del señor juez.
+Había empleados de la Aduana del Callao, con sueldos de 40 a 60 pesos, que podían, sin tener capital alguno, pasearse en coche propio y sostener el doble tren de una familia legítima en Lima y otra de contrabando en la ciudad marítima. Así de un contrabando nacía otro.
+Había muchos títulos, rezagos de la época colonial, que subsistían en el seno de aquella titulada República, y no sólo hacían mucho hincapié en su nobleza de pergaminos, haciéndose llamar condes y marqueses, sino que era un medio seguro de adulación, para muchos que se decían demócratas, el empleo de tales designaciones, cuando hablaban con aquellos personajes hueros.
+Las rentas públicas costaban muy poco a los peruanos, puesto que de 26 millones en total, 23 provenían del guano y el salitre monopolizados, y sólo 3 de impuestos o contribuciones.
+Así, raro ciudadano tenía interés en defender el Tesoro ni en que se economizaran o gastaran bien los caudales públicos; al contrario, desde el presidente hasta el último empleado, y desde el más elevado personaje hasta el último ganapán, todos procuraban vivir del guano, directa o indirectamente.
+En general las mujeres valían en Lima incomparablemente más que los hombres, así por la viveza de su inteligencia, excepto para los negocios, como por su desinterés relativo y la energía de su carácter.
+El país era gran productor de plata —de las riquísimas minas del cerro de Pasco—, y tenía en Lima una costosa y bien montada casa de amonedación, y, sin embargo, ni acuñaba su plata ni tenía moneda propia, sino que recibía la ley de Bolivia, inundado de cuatros bolivianos, especie de medios pesos pésimamente acuñados, que debiendo tener el valor legítimo de 50 centavos o 25 francos, por lo menos, sólo valían, en realidad, unos 35 centavos, por ser obra de una falsificación oficial.
+Ningún partido representaba una causa nacional, ni principio alguno, y las luchas aparentemente políticas no eran, en verdad, sino luchas de intereses personales.
+Los caudales públicos eran derrochados sin escrúpulo, por el Congreso y por los gobernantes, porque nadie se afanaba por economizar unas rentas que no provenían de la riqueza social, sino del monopolio de los guanos y salitres.
+No se pensaba seriamente en convertir en obras públicas reproductivas, contratadas con honradez y acuciosidad, los tesoros que producía aquel monopolio, y muchos creían que la renta de guanos y salitres sería eterna.
+En la prensa, rarísimo era el artículo decente y de verdadera discusión, producido por algún escritor digno y de conciencia. Casi todo lo que daban a luz los diarios era fruto de la venalidad, de la especulación interesada y enteramente ilegible, por su detestable estilo y su desvergonzado lenguaje. Escritores había que, vendidos a representantes de gobiernos extranjeros, servían con el mayor cinismo a estos gobiernos en perjuicio de su propio país.
+En el ejército faltaba el sentimiento de una lealtad incorruptible, y en tanto que casi todos los jefes eran hombres «políticos» avezados a la intriga y a las más extrañas volteretas, muchísimos de los oficiales se distinguían por sus maneras afeminadas y la nulidad de su educación y sus conocimientos.
+Mientras que la población propiamente limeña se ocupaba en gozar de sueldos y pensiones, o en la política interesada, los negocios estaban en manos de extranjeros o forasteros. Casi todos los abogados eran de Arequipa o Trujillo; los médicos, colombianos, ecuatorianos o europeos, pero muy pocos peruanos; la prensa estaba casi toda en poder de chilenos, y los negocios bancarios y otras empresas valiosas pertenecían a ingleses, americanos y chilenos. Las especerías y pulperías pertenecían enteramente a los italianos; las tiendas de modas, peluquerías y fotografías, a los franceses; las cigarrerías, joyerías y relojerías, a los alemanes; los molinos harineros y las panaderías, a los españoles; los grandes almacenes de telas de algodón y quincallería, a los ingleses, y la marina, a todo el mundo.
+Un rasgo enteramente gráfico lo dice todo. Cuando ya regresaba del Perú, a fines de 1863, venía a bordo el mayor de los Monteros, dos hermanos que ya metían algún ruido y que después han dado mucho qué hacer y qué decir en calidad de personajes. Aquel sujeto anunciaba en sus conversaciones que iba para Piura —vía de Paita— con el propósito de hacerse elegir senador. Puso a bordo mesa de monte, con escándalo de casi todos los pasajeros, y sostuvo el juego en calidad de tallador o banquero, y cuando hubo ganado unos novecientos pesos levantó el fondo, diciendo con cínica seguridad: «No juego más, porque con lo que he ganado tengo de sobra asegurada mi elección de senador».
+¿Adónde habría de ir a parar el Perú con tales hombres de Estado? A un abismo: a la bancarrota, la concusión sistemática y general, la pérdida completa del sentimiento nacional, la práctica de una política bizantina o de bajo imperio, la humillación y el hundimiento de una derrota llena de ignominias: a una caída irremediable… Yo anuncié todo esto, desde 1863, en Lima: lo insinué con la debida discreción, por la prensa, y se lo dije sin ambajes a muchos amigos, como los señores Lastarria y Benavente, ministros de Chile y Bolivia, Pereira Gamba, encargado de negocios de Colombia, Amunátegui, Pedro Paz Soldán y otros.
+Constantemente procuré con mis escritos producir, en cuanto de mi esfuerzo pudiera depender, tres resultados: inclinar los ánimos hacia el doctrinarismo, a fin de que los partidos dejasen de ser personales y especuladores y fuesen verdaderamente políticos; elevar y engrandecer el sentimiento nacional, hasta darle las proporciones de un patriotismo generoso y capaz de entusiasmo, desinterés y sacrificio, y fomentar la creación de obras públicas bien combinadas y dirigidas, necesarias y reproductivas, que trasladasen al continente, para lo futuro, las riquezas de las islas de Chincha que rápidamente se iban dilapidando. Pero si toda predicación era inútil respecto de los dos primeros puntos, en lo tocante al tercero sólo se vio que los gobernantes la aceptaban al revés: emprendieron multitud de obras descabelladas, no por el bien del Perú ni para aprovechar unos tesoros naturales, sino para tener ocasión de practicar el peculado en inmensa escala y causar la ruina general, con provecho solamente para algunos concusionarios.
+Entre los incidentes que me ocurrieron como periodista en Lima, referiré los más importantes.
+El Gobierno peruano había querido establecer vapores de guerra en el río Marañón o Alto Amazonas, y mandado construir dos o tres en Europa, sin reparar en gastos. Quiso luego hacerlos entrar por Pará, y como las autoridades brasileras se opusieron a ello, los capitanes respectivos, después de algunos días de detención, forzaron el paso y remontaron el Amazonas. Pero ya bien arriba, al pasar por delante de una fortaleza brasilera, fueron cañoneados y sufrieron graves daños. De estos incidentes se originó un conflicto entre los dos gobiernos que, por fortuna, al cabo fue amigablemente arreglado.
+Hubo escritor peruano que, vendido al cónsul brasilero, sostuvo contra su patria, en su diario, la causa del Brasil, y nadie se mostró indignado. Yo tenía que tratar el punto en El Comercio, y para poder hacerlo con propiedad comencé por aprender a traducir corrientemente el portugués, sin lo cual no podía enterarme de lo que narraban y sostenían los diarios de Pará y Río de Janeiro. Estudiando mucho una gramática y un diccionario de aquel idioma, que me procuré, en veinte días me puse al corriente de todo, y así pude, con entera conciencia y con mi genial desinterés, sostener enérgicamente la causa del Perú, que me parecía justa.
+Suscitáronse también graves cuestiones relativas a las inmigraciones de chinos y polinesios o canacas, con motivo de las crueldades que los especuladores y hacendados cometían con unos y otros, faltándoles a los contratos celebrados y tratándoles como a brutos. El modo de atrapar o cazar a los canacas, en las islas del Grande Océano, era infame, y aquellos desgraciados morían a miles al llegar al Perú, hacinados en los buques traficantes cual si fueran fardos de mercancías. Aquello era una trata de nueva especie, tanto más vergonzosa cuanto se hacía protegiéndola con el pabellón de una república americana. Yo protesté enérgicamente contra tales infamias, y como el ministro de Francia tomó a los canacas bajo su protección, el Gobierno peruano acabó por hacer justicia y tributar homenaje a la humanidad, mandando que, por su cuenta, fuesen reembarcados los supervivientes de aquellos y restituidos a sus islas.
+Desde 1862, al partir yo de Francia, había tenido noticia segura de lo concertado en Biarritz respecto de expediciones europeas sobre varias repúblicas hispanoamericanas. Tan luego como empecé a redactar El Comercio, insistí en lo que había afirmado en una correspondencia escrita desde París: que era cosa convenida entre el Gobierno de Napoleón III y el gabinete O’Donnell —de España— el distribuirse ciertas empresas políticas en América, de tal suerte que el Gobierno imperial emprendería la conquista de México, en tanto que el español, a más de apoderarse de la República Dominicana, expedicionaría contra el Perú.
+Cuando afirmé estas cosas en Lima, procurando que el Perú obrase con cautela y se preparase con tiempo para rechazar un ataque, fui groseramente injuriado en un diario que se decía peruano y era sostenido por peruanos, y las injurias aparecieron suscritas por unos cuantos molineros y panaderos españoles. No tardaron mucho en confirmarse mis anuncios, cuando ya el peligro era inminente, y el Perú tuvo que sostener guerra con España, ver ocupadas sus islas guaneras por la escuadra española —precipitada por el comisario Mazarredo a cometer graves atentados— y rechazar casi de improviso el bombardeo del Callao.
+Hacía algunos meses que yo redactaba El Comercio y la Revista Americana, cuando ocurrió un incidente que me causó mucho desagrado. Yo escribía con entera independencia, mostrando igual moderación cuando aplaudía o censuraba los actos del Gobierno. En cierta ocasión en que el Gobierno tenía mucho interés en que la prensa le aprobase y justificase un acto notable, digno de censura, hicieron esfuerzos conmigo varios sujetos ministeriales para que yo torciese mi opinión, pero resistí a toda instancia, dando mis razones, y mandé componer en la imprenta de El Comercio el editorial que tenía escrito sobre el asunto. No me dieron oportunamente pruebas para corregirlo, y fue demorada su publicación por un día. ¡Cuál no sería mi sorpresa, después de poner el: Tírese, del caso, respecto de lo editorial, que era exclusivamente mío, al ver en la misma sección, a continuación de mi artículo, otro que me contradecía punto por punto, como si su desconocido autor hubiese tenido a la vista mi manuscrito!
+Procedí inmediatamente a pedir la explicación del hecho, y ni el propietario-editor, ni los compañeros de redacción, ni el director de cajistas pudieron dármela: todos apelaron a subterfugios o se declararon inocentes del hecho. Me apresuré a declarar en el diario que se había cometido un error o un abuso; que el artículo publicado en oposición al mío no era editorial, y que yo sólo respondía de mis propios escritos, no de los ajenos, y pensé que el caso no se repetiría.
+Pero se repitió por tres veces, y como yo me mostraba indignado y buscaba con empeño la explicación del hecho, un amigo que estaba instruido en muchos secretos me buscó para decirme lo siguiente: «Usted es víctima de un miserable engaño, y todas las protestas que le hacen son falaces. El Comercio está secretamente vendido al Gobierno: recibe una subvención mensual de trescientos pesos, y además, treinta por cada columna que se llene con artículos semioficiales. Los editoriales de usted, cuando contienen censuras, son comunicados inmediatamente a los ministerios, para que allí los refuten, y por eso, a continuación de lo que usted escribe aparecen refutaciones como editoriales. Si usted quiere conocer la evidencia, tome súbitamente en la imprenta la llave del escaparate donde se guardan los originales, y no le quedarán dudas».
+Como este informe era tan preciso y positivo, y yo tenía ya muchos datos para creer que el editor de El Comercio tenía un contrato secreto con el Gobierno, resolví seguir el consejo. Entré repentinamente en la oficina de correcciones, me apoderé de la llave del escaparate, examiné los paquetes de originales de los números en que habían ocurrido las aparentes trocatintas, y hallé los cuatro artículos contrarios a los míos de puño y letra de uno de los ministros —el coronel Freyre— y dos de los subsecretarios de Estado. Provisto de estas pruebas irrefutables, entré en el despacho del señor Amunátegui y le dije:
+—He adquirido las pruebas de lo que yo había insinuado a usted como grave motivo de queja: ¡El Comercio está secretamente vendido al Gobierno!
+—¿Pero qué pruebas tiene usted? —me preguntó el señor Amunátegui, creyendo poderme contradecir.
+—¡Véalas usted! —le contesté, mostrándole los artículos oficiales, que precisamente habían pasado por sus manos.
+Don Manuel inclinó la cabeza en silencio, y apenas se atrevió a decir, muy azorado:
+—Qué quiere usted…
+—Pero esto no es decente —le observé—: he sido indignamente engañado.
+—¡Ah, señor doctor! —repuso—: la política y los negocios imponen necesidades…
+—Sin duda —repliqué indignado—, ¡pero también es necesario respetar y considerar el honor de los hombres, la dignidad de las ideas y de la prensa, y la reputación de los amigos con quienes se contrata!
+—Pero todo esto puede componerse…
+—¿De qué manera?
+—Procediendo con cierta maña…, con cierto espíritu de conciliación.
+—Yo no entiendo de mañas ni amaños —repuse con firmeza—, y estimo en mucho mi probidad de pensador y mi dignidad de escritor.
+—Pero usted sabe —observó el señor Amunátegui— que El Comercio tiene por regla una completa libertad…
+—Enhorabuena: que sea tan libre en sus publicaciones como usted quiera, pero que no se me haga aparecer como cómplice de tratos que me son extraños ni de ideas opuestas a las mías.
+El resultado de tan desagradable entrevista fue el siguiente convenio: mi independencia de redactor sería enteramente respetada; jamás se insertaría en la sección de fondo lo que no fuese mío o yo no prohijase expresamente, y el editor-propietario insertaría en las secciones de comunicados, remitidos o crónica o inserciones lo que le conviniese, siendo bien entendido que él solo asumiría la responsabilidad legal y moral.
+A los ocho o diez días fue violado el convenio con otra infidencia o perfidia como las anteriores, y entonces estallé. Le declaré rotundamente al señor Amunátegui que debía escoger entre el Gobierno comprador y el redactor independiente, y como aquel, después de hacerme reflexiones inútiles, me manifestó que no podía romper su convenio secreto de subvención, porque se arruinaría en sus negocios de lonja y de publicidad, notifiquéle que por mi parte rompía el contrato que me ligaba a El Comercio, y le haría saber al público los motivos. Me habló el señor Amunátegui de indemnización, si yo la exigía, y le declaré que ninguna reclamaba, puesto que no había de pagarme él los muchos miles de pesos que me costaban el viaje al Perú, el establecimiento en Lima y el déficit que todos los meses había en mi presupuesto, aun viviendo con notoria modestia, por ser la vida excesivamente cara en aquella ciudad.
+Tuve la generosidad, por súplicas del señor Amunátegui y de sus parientes, de no divulgar lo ocurrido, y sólo manifesté en El Comercio, al despedirme, que me separaba de la redacción porque así convenía a la independencia de mi carácter y a mis convicciones. Sólo alcancé, pues, a servir la redacción del diario y la Revista durante siete meses, cuando había esperado servirlas durante cuatro o cinco años, y en lugar de exigir indemnizaciones sufrí grandes perjuicios, con un desinterés que rayó en tontería.
+Apenas había yo notificado el rompimiento de mi contrato, cuando el doctor José Gregorio Paz Soldán, presidente del Consejo de Ministros —sujeto que me trataba con mucha deferencia y consideración—, me fue a visitar y hacerme reflexiones para inducirme a no separarme de El Comercio y la Revista, ni menos alejarme del Perú.
+—No se vaya usted, doctor Samper —me decía—. Usted, con las aptitudes que tiene, puede volverse millonario aquí.
+—Sí, señor; eso es posible —le contesté—, pero sería vendiendo mi conciencia: sería vendiendo mis escritos o mi silencio, y entrando en un camino de ignominiosas especulaciones. Yo desprecio toda riqueza adquirida de tal modo, y no sólo por carácter honrado, heredado de mi padre, sino también por educación social, recibida en Colombia, donde se estima en mucho la dignidad del escritor; soy absolutamente incapaz de plegarme a las exigencias o prácticas de un periodismo venal y una política de lonja.
+—Usted exagera las cosas —me dijo don José Gregorio.
+—Es posible —repuse— que yo dé excesivo alcance a la sugestión de usted, bien que no comprendo cómo podría un periodista volverse millonario de otra suerte. Mas sea como fuere, prefiero irme a vivir en mi patria, pobre y con dignidad, antes que estar aquí rodeado de dificultades que un hombre honrado no puede aceptar.
+Así acabó mi tarea de periodista en el Perú, y no sin razón, al considerar lo que allí sucedía y conocer a fondo las condiciones de la política que se practicaba, predije con tristeza la mala suerte que, tarde o temprano, correría la nación peruana, en cuyo seno prevalecían prácticas bizantinas profundamente corruptoras. Por desgracia, el tiempo se encargó de justificar mis predicciones, porque, después de muchos años de despilfarro inaudito, de ignominioso peculado, de traiciones y escándalos de todo linaje, el pueblo peruano ha dado al mundo, en su guerra con Chile, la prueba evidente de que había perdido el espíritu de la nacionalidad, el sentimiento del patriotismo y la conciencia del deber que le imponían su título de Estado independiente y sus instituciones republicanas.
+DESDE JULIO DE 1863 RESOLVÍ regresar a Colombia, pero aunque podía hacerlo inmediatamente, preferí demorar mi partida, ya por darme tiempo, estando libre de compromisos, para conocer completamente las ciudades de Lima y Callao y todos los pueblos circunvecinos; ya por ejecutar, sin sombra alguna de interés de periodista un grande acto de reparación y de justicia. Además, mi esposa enfermó gravemente, y hube de demorar mi partida hasta fines de septiembre.
+¿Cuál era el acto de reparación y justicia que yo quería ejecutar? Para que el lector lo comprenda y estime, referiré los antecedentes.
+Desde el día siguiente de mi llegada a Lima habían aparecido en los diarios de la ciudad varios sueltos editoriales, más o menos galantes y laudatorios, en los cuales se me daba la bienvenida y se me dirigían votos por mi feliz residencia en el Perú. Inmediatamente contesté al saludo con un brevísimo artículo publicado en El Comercio, en el cual daba las gracias por la benévola acogida que se me hacía en la capital peruana, y prometía dedicarme con desinterés, patriotismo y lealtad al servicio de la prensa, como si el Perú fuese mi patria, y mostrando siempre el mayor acatamiento a las instituciones, costumbres y opinión de aquella República, hermana de Colombia. La impresión que causaron mi contestación y mis primeros editoriales me fue muy favorable, de tal suerte que desde un principio me sentí ventajosamente situado delante del público a quien tenía que dirigirme todos los días.
+Entre los periódicos que me dieron la bienvenida figuraba un diario de muy reciente creación, El Mercurio, cuyo propietario y redactor principal era un hombre de especie muy particular y de la más lamentable reputación posible. Pero a los cinco o seis días no más de enderezarme su laudatoria de saludo, y sin que yo hubiera dado motivo alguno para que se me mostrase mala voluntad ni se criticase ningún acto ni escrito mío, el mismo Mercurio me lanzó un suelto injurioso y grosero que evidentemente era una provocación. Muchos creían que El Comercio prosperaría notablemente con mi redacción, y el editor de El Mercurio, por rivalidad de empresario y por dar alimento o importancia a su diario, pensó que, provocándome, podría entablar una polémica que le procurase asunto para algo nuevo y, por lo mismo, numerosos lectores.
+Desde luego, al recibir el primer ataque de El Mercurio lo desdeñé por completo, sin contestar una palabra, máxime cuando fue general el desagrado que causó aquella hostilidad del todo inmotivada. Estaba yo resuelto a evitar toda cuestión personal, así por un sentimiento de dignidad y conveniencia, como por no dejarme arrastrar a polémicas de mala ley que complicasen mi tarea de periodista. Cuando los ataques de El Mercurio pasaron de cinco o seis, me limité a decirle que, siendo mi propósito el de servir únicamente como escritor a los intereses del Perú y de la América, en vano se me provocaría con injurias personales, que de ningún modo había motivado yo, ni nunca devolvería injuria por injuria. Pero mi desdén exasperó al editor de El Mercurio, y en seis meses no cesó de lanzarme invectivas y chocarrerías, a las cuales sólo contesté con el desprecio.
+Entretanto, si de una parte adquiría yo muchos conocimientos sobre la historia íntima del Perú y el lenguaje familiar de Lima, de otra, iba recibiendo cada día de muchos de mis amigos noticias fidedignas sobre la vida y milagros del editor-redactor de El Mercurio, comprobadas con documentos irrefragables. De tales noticias y documentos resultaba que aquel hombre era el más cínico bribón, el más desvergonzado caballero de industria que pudiera deshonrar la prensa peruana. Llamábase Manuel A. Fuentes, y no había bajeza, ni indignidad ni infamia de que no se jactase, desde las más viles especulaciones de pluma hasta el robo de los vasos sagrados y alhajas de una iglesia.
+No había suciedad alguna con que aquel miserable no hubiese especulado. Durante muchos años había hecho el negocio de publicar pasquines para amenazar a cuantos podían temer la maledicencia, y en ellos prodigaba el ultraje que unos le pagaban, o vendía su silencio, sacando todo el partido posible del miedo de otros. Poco se le daba de haber estado en las cárceles, de haber sido vapulado, o de estar expuesto siempre a muy severos castigos: lo que le importaba era ganar dinero de cualquier modo para alimentar sus vicios y sostener sus bacanales. Servía a toda opinión, como un suizo de la prensa, y estaba pronto a venderse a todo el que quisiera degradarse hasta el punto de comprarle.
+Creyendo sacarme de quicio, ya que sus injurias sólo le procuraban mi desprecio, aquel reptil inmundo se había cebado en la reputación de Colombia, y frecuentemente publicaba las más ineptas desvergüenzas contra mi país. Como no hay papel impreso, por infame que sea, que no encuentre algunos estúpidos lectores que le presten o finjan prestar crédito, yo me limitaba a reproducir, en defensa de Colombia, los documentos que llegaban a mis manos, sin indicar siquiera que tendían a contradecir las imposturas de El Mercurio, y como yo nunca lo nombraba, la exasperación de su despecho iba creciendo.
+Una de las últimas bajezas que aquel miserable había cometido era la de ridiculizarse voluntariamente por especulación. Mandó hacer su propia caricatura, en forma de murciélago, y la puso a la venta. Él mismo se llamaba así, aludiendo al título de un periodiquillo-pasquín con que años atrás había empuercado las prensas de Lima y los muestrarios de algunos caramancheles de librajos y hojas impresas. En cierta ocasión, hallándose ocupado en hacer a don Gregorio Paz Soldán cruda guerra de pasquines, pidió a Europa una gran partida de cierto mueble de alcoba, en cuyo fondo había mandado estampar, a modo de paisaje, el retrato de aquel eminente ciudadano. Al pasar los bultos por la Aduana, el Fuentes tuvo cuidado de hacer ver dos o tres de aquellos muebles, y en breve el señor Paz Soldán tuvo que comprar a muy alto precio toda la partida de… aquellas vasijas, por evitar que su retrato anduviese tan mal empleado.
+¡Y sin embargo de ser una alimaña tan vil y tan inmunda, aquel escritor, y médico, y abogado, y contratista con el Gobierno a las veces, era personaje en el Perú, y medraba con todos los gobiernos! Yo me sentía lastimado por la mezquindad de espíritu de muchas gentes que me miraban como a un extranjero, mayormente cuando comprendía que entre los limeños era general el sentimiento de mala voluntad hacia Colombia, a quien miraban con cierto desdén, como a una República de demagogos, o cuando menos de innovadores enteramente teóricos, desdeñándola porque tenía un Tesoro público modesto, instituciones muy democráticas y un Gobierno sin boato, casi sin ejército, en tiempo de paz, y sin una escuadra de fantasmagoría. Al propio tiempo, yo sentía la necesidad de vengar la prensa, que era el elemento de mi vida, el teatro principal de mi actividad, y me sentía con derecho, por ministerio de mi honradez inmaculada, a dar un ejemplo saludable: el de flagelar, aplastar y pulverizar, en nombre del honor de la política y de la dignidad de las letras, a un salteador público de reputaciones, a un malhechor de la prensa que, contando con la cobardía y las debilidades de muchos, había pasado largos años especulando con la maledicencia y la calumnia. De esta suerte, no sólo castigaba yo al malhechor, sino que daba una gran lección a la sociedad que, por miedo y falta de moralidad, le había tolerado, pues si yo podía desafiar el furor de aquel malvado, diciéndole la verdad sin misericordia, era precisamente porque, siendo yo un hombre honrado y puro, nada tenía que temer de la calumnia.
+Así, tan luego como me separé de la redacción de El Comercio, comencé a escribir y publicar en este diario, por capítulos, una obrita que intitulé: «UN VAMPIRO; especie de cuasi-poema lírico, prosaico y estrambótico». Era este escrito la fulminante narración, en prosa y verso, y sin ambaje ni circunloquio alguno, de la vida y las fechorías del renombrado pasquinero Fuentes, y tan terrible fue la flagelación, que todos en Lima se quedaron asombrados de que alguien tuviese el valor de desafiar la furia del Murciélago. Y tal entusiasmo produjo aquel acto de justicia social, que las gentes corrían a comprar los números de El Comercio en que se iban publicando los capítulos del cuasi-poema. No menos de dos mil ejemplares extra había que tirar de cada número, y cada capítulo iba llamando más y más la atención.
+Por demás está decir que, mientras el vapulado bramaba de ira, viéndose pintado en cueros y nombrado por su propio pseudónimo, pero sin poder dar coces contra el aguijón, y obligado a encierro continuo, en todo Lima se mostraba la mayor curiosidad por descubrir quién era el autor de «UN VAMPIRO». En la introducción había dicho yo que, mientras no se acabase la publicación, se guardaría el más estricto secreto sobre el nombre del autor, pero que este sería revelado al concluirse la tarea.
+Desde luego fue general la opinión de que sólo yo podía ser el autor, ya por las condiciones de forma y estilo literario del escrito, ya por las mil provocaciones con que el Murciélago me había injuriado o mortificado, ya, en fin, porque entre los escritores y poetas que había en Lima, solamente yo podía desafiar la ira de aquel miserable con la seguridad de no poder ser calumniado ni intimidado por el odioso héroe del «cuasi-poema».
+Pero también consideraban muchos de los lectores que yo no podía estar tan instruido en la vida y los milagros del Murciélago, ni en la historia íntima del Perú, como patentizaba estarlo el autor; que yo no podía haberme familiarizado en seis meses con gran multitud de vocablos y giros del lenguaje limeño, intencionalmente empleados en «UN VAMPIRO» para dar a la obra un sabor más nacional y a la sátira un sentido más burlesco y terrible, y para desorientar la curiosidad de los lectores. Ello fue que el público dividió sus cavilosas suposiciones entre cuatro o cinco escritores, siendo yo acaso el menos sospechado, mayormente cuando mostraba completa indiferencia por la publicación que hacía El Comercio.
+Cuando estuvo concluida, inmediatamente apareció la obra en forma de libro, y el primer ejemplar que se halló listo fue enviado a Fuentes por orden mía, con encargo de notificarle que yo era el autor, sobre lo cual se circuló la noticia en toda la ciudad. El Murciélago permaneció aterrado, escondido en su imprenta y guardando absoluto silencio; la edición de cinco mil ejemplares que hicieron del «cuasi-poema» fue inmediatamente vendida[39], y todo el mundo fue a darme los parabienes y las gracias por el acto de valor y de reparación social que con ingeniosas formas había ejecutado.
+Durante algún tiempo, y no corto, el Murciélago se vio condenado al silencio, y cada vez que mostró luego veleidades de calumniador o maldiciente —cuando ya había regresado yo a Colombia—, bastaba para hacerle callar amenazarle con una nueva edición del Vampiro. Dos años después tuvieron que hacerla, y le redujeron la forzada mudez. En Lima no han olvidado que sólo yo tuve el valor de castigar con vara de hierro candente y látigo sangriento al peor enemigo que tenía la sociedad peruana.
+Al celebrarse a fines de julio de 1863 la gran fiesta nacional de la independencia, tuve muchas ocasiones de exhibirme en Lima en improvisadas tribunas. No he conocido país donde se celebre la fiesta de la independencia nacional con mayor aparato de paradas militares, procesiones cívicas, grandes banquetes, representaciones dramáticas, exhibiciones universitarias, bailes costosísimos y lujo y pompa de recepciones oficiales, que en la ciudad de Lima. Dondequiera se prodigaban flores, retratos, música y manjares; dondequiera se escuchaban discursos, cantos del himno nacional y elogios de los fundadores de la República; se gastaba el dinero a torrentes, y todo era espléndido y suntuoso. Cualquiera que juzgase por las apariencias, siendo testigo de aquellas fiestas, sin haber residido antes en Lima, hubiera podido atribuir muchos quilates al patriotismo peruano, y aun considerar a todos los ciudadanos entusiastas en demasía.
+Y sin embargo, habiendo participado de todos los espectáculos, como que en muchos de ellos fui invitado a improvisar discursos, que pronuncié con mi genial entusiasmo por las grandes cosas que impresionan y apasionan al hombre de corazón, noté en todo lo que compuso la fiesta dos curiosas circunstancias que, bien consideradas, me parecieron características: era la una la falta de espontaneidad y verdadero regocijo entre la gente culta, la que vivía del presupuesto, o de la política, o de los grandes negocios, y la otra, el propósito que parecía dominar a todos los oradores de banquetes, paradas, etcétera, de aludir lo menos posible a los caudillos, héroes y patriotas colombianos, chilenos y argentinos que habían contribuido, mucho más que los soldados peruanos, a fundar y asegurar la independencia del Perú. Yo no veía verdadero entusiasmo patriótico, sino en una parte de la juventud y en la muchedumbre popular —cholos o gente «de color»— precisamente las clases todavía exentas de la vida capuana y de la acción corruptora del presupuesto, y en todo caso, el patriotismo peruano me parecía distinguirse muy poco por su buena memoria respecto de los hechos históricos y su gratitud para con los libertadores más conspicuos.
+Mi tarea quedaba concluida, no a la medida de mis propósitos, pero sí a la de las circunstancias que me habían rodeado, pues si yo había ido al Perú resuelto a trabajar con suma laboriosidad y consagración, en servicio de aquel país y de toda la América española, no era culpa mía que mis trabajos fuesen interrumpidos por causa de la deplorable situación en que se hallaban los partidos, la prensa y las costumbres públicas de la nación peruana. Harto hice con sacrificarle todo, en obsequio de mi conciencia y mi dignidad de escritor, con grave perjuicio para mis intereses, y si no coseché el agradecimiento de los peruanos, al menos serví cuanto pude a las letras y las ciencias políticas, y no pronuncié una palabra ni escribí una línea que pudiera sonrojarme.
+Grande fue mi laboriosidad en Lima. Durante los nueve meses que allí pasé, escribí cosa de ocho volúmenes de a trescientas páginas sobre las más variadas materias, así: más de ciento cincuenta editoriales y artículos dados a El Comercio, sobre política nacional e internacional, negocios de hacienda, de policía y de crédito público, sistema monetario, instrucción y beneficencia públicas, legislación y régimen municipales, organización militar, obras públicas, costumbres, crítica de teatros y literatura y otros ramos; un volumen de carácter histórico-satírico —Un vampiro—; una novela de historia y costumbres de Perú —Los claveles de Julia—, que después he publicado en Bogotá, y cosa de tres volúmenes en una novela y numerosísimos artículos de la Revista Americana, amén de algunas composiciones poéticas y una extensa y variada correspondencia epistolar.
+Estaba yo impaciente ya por regresar a Colombia, y sólo aguardaba para partir de Lima que mi esposa recuperase la salud, o siquiera se restableciese notablemente, cuando recibí la noticia de haber sido yo elegido popularmente, por el estado de Cundinamarca —el de mi domicilio patrio—, representante a los congresos de 1864 y 1865. Al propio tiempo fue elegido presidente de la República el doctor Murillo, con quien yo había mantenido alguna correspondencia, menos cordial que antes, es cierto, mientras él residía en Nueva York o Washington y yo en Lima. Iba a llegar la ocasión de practicar seriamente y de un modo regular la nueva Constitución de Colombia —la expedida por la Convención de Rionegro el 8 de mayo de 1863—, y yo, que al leerla y estudiarla en Lima la había considerado sumamente defectuosa, así por su absolutismo doctrinario y su espíritu enteramente teórico y casi disociador, como por sus muchas imperfecciones de redacción y aun de doctrina, deseaba vivamente contribuir, por sentimiento de patriotismo y afición decidida a los trabajos parlamentarios, a que se diese la mejor aplicación posible a las nuevas instituciones y se asegurase enteramente la paz en Colombia.
+Además, la patria me hacía ya muchísima falta, así por todas las dulces cosas morales y materiales que la componían, aparte de mi familia, como por las luchas que me habían faltado, durante casi seis años, de la vida de ciudadano. Torné, pues, a embarcarme, de vuelta para Colombia, tan lleno de alegría porque regresaba a mi patria, como porque me alejaba del Perú, donde había perdido muchas ilusiones de americano, pero había tenido motivos para sentirme más orgulloso, por comparación, de ser colombiano.
+Al tocar en Guayaquil —ciudad pintoresca y de notable actividad mercantil, pero casi devorada por las selvas circunvecinas— tuve una noticia muy desagradable. Dos oficiales, coronel el uno, fueron por la noche a buscarme a bordo del vapor que me trasladaba del Callao a Panamá, anclado en el anchuroso y turbio Guayas, enfrente al muelle de la ciudad. Eran dos edecanes del general Juan José Flórez, comandante en jefe del Ejército del Ecuador, personaje que tuvo la atención de mandar a saludarme, al propio tiempo que a manifestarme lo siguiente: «Que el general Mosquera, presidente de Colombia, había expedido recientemente un decreto muy amenazante para el Ecuador; que con tal motivo esta República hacía costosos preparativos de defensa; que allí se deseaba evitar una guerra fratricida, y que el general Flórez y todos los ecuatorianos estimarían en alto grado los esfuerzos que yo hiciese, al llegar a Bogotá, en favor de la paz». Me complací en asegurar a los dos edecanes del general Flórez «que yo agradecía mucho su atento saludo y estimaba debidamente sus sentimientos pacíficos, y que no omitiría ningún esfuerzo posible en el sentido de mantener la paz entre los dos pueblos hermanos».
+Parecía estar yo condenado a no conocer a derechas, ni sin peligro de catástrofe, la ciudad de Panamá. En efecto, al llegar a la graciosa y pequeña bahía de Naos, hubimos de trasbordar del vapor inglés que nos había transportado desde el Callao, a un vaporcito de desembarco, tan incómodo como peligroso, y cuando apenas íbamos andando hacia el puerto de Panamá, estalló una borrasca tan violenta que estuvimos a punto de naufragar. Llegamos al muelle enteramente mojados, y allí nos anunciaron que debíamos tomar inmediatamente el tren para Colón, so pena, en caso de demora, de no alcanzar a embarcarnos en el vapor inglés que de allí debía partir para Cartagena el mismo día. Todo fue, pues, desembarcar en el muelle de Panamá y entrar en un carro del ferrocarril.
+A poco rato de estar yo instalado con mi familia a bordo del vapor Tyne —si no recuerdo mal el nombre— comenzamos la marcha de Colón hacia Cartagena, y me senté, como lo acostumbraba, a fumar y leer tranquilamente en el puente de proa. Acercóseme un militar, cuya fisonomía no podía ser equivocada, por el aire de familia muy marcado que tenía, y al saludarme me dijo:
+—¿Tengo el honor de saludar al señor doctor Samper?
+—Servidor de usted —le respondí.
+—Lo celebro mucho.
+—Mil gracias. Creo no equivocarme al suponer que usted es de los Piñeres.
+—Soy Vicente, ya teniente coronel.
+—Muy bien. ¿Trae usted probablemente alguna comisión importante?
+—Sí, muy importante. El general Mosquera está en el sur de la República, comenzando campaña sobre el Ecuador y…
+—Seguramente viene usted a pedir recursos a los estados del Atlántico…
+—No, el general tiene todos los necesarios.
+—¡Ah!, ¿entonces?…
+—Hay otro interés muy importante.
+Noté que el comandante Piñeres tenía al propio tiempo deseos de ser indiscreto y recelo de explicarse demasiado, y le invité a tomar una copa de champaña. No tardé muchos minutos en saber lo que había.
+El general Mosquera, después de atropellar por completo los derechos de la Iglesia nacional, confiscándole todos sus bienes, suprimiendo las comunidades religiosas, e imponiendo en todo su voluntad dictatorial, había desterrado a cuantos obispos y sacerdotes defendían con celo y energía la propiedad eclesiástica, la libertad religiosa y las prerrogativas de la conciencia. Exigía que todos los ministros del culto prestasen juramento de obediencia a la confiscación de bienes y a todas las iniquidades decretadas contra la Iglesia, y proscribía sin piedad a cuantos rehusaban perjurarse. Uno de los proscritos era el ilustrísimo doctor Antonio Herrán, arzobispo de Bogotá, hermano del ilustre general Herrán, yerno de Mosquera, sacerdote a quien yo quería y veneraba con singular predilección, así por sus virtudes públicas y privadas, sacerdotales y políticas, como por las circunstancias que habían mediado entre los dos.
+El comandante Piñeres llevaba, por su desgracia, la comisión de exigir la entrega, en Cartagena, del arzobispo de Bogotá, refugiado allí, en su tránsito para el exterior, por causa de enfermedad y merced a la hidalguía del general Nieto, presidente del estado de Bolívar, y no la entrega para completar la expulsión del humilde y virtuosísimo prelado, sino para conducirle a las insalubres costas de Tumaco y Barbacoas, y de allí llevarle, por fragosas sendas, hasta el campamento de Mosquera en Túquerres o Pasto. Esto, dadas las circunstancias en que se hallaba el arzobispo, y las de semejante viaje, equivalía a una disimulada condenación a muerte, previa una serie de crueles sufrimientos.
+Al penetrarme bien del objeto de la comisión, resolví hacer cuanto estuviese a mi alcance para salvar al arzobispo, y desde luego le supliqué al comandante Piñeres —y así me lo prometió y lo cumplió— que no entregase al presidente de Bolívar los pliegos que para este llevaba, relativos al doctor Herrán, sino dos horas después de nuestra llegada a Cartagena.
+Apenas dejé mi familia medio instalada en un hotel, pedí la dirección de la casa donde estaba alojado el arzobispo y corrí a verle. Grande fue mi sorpresa cuando, al desprenderme de sus brazos, que me echó al cuello con paternal ternura, pude contemplarle. De muy robusto y vigoroso hasta la lozanía y la obesidad, se había convertido casi en esqueleto, enfermo seriamente, macilento y demacrado por extremo, no obstante los esmerados miramientos y cuidados de que le habían rodeado en Cartagena.
+Al punto le expuse el objeto de mi urgente visita, motivada por la comisión que llevaba el comandante Piñeres, y su primera exclamación, arrasados en lágrimas los ojos, fue esta: «¡Hágase la voluntad de Dios!».
+—Pues la voluntad de Dios —le dije— debe de ser que Vuestra Señoría no sea víctima de esta nueva iniquidad.
+—¡¿Y cómo evitarla?!
+—Hagamos todo lo posible.
+—Bien, ¿y qué se le ocurre, a usted, ahijado mío?
+—Veamos si podemos redactar una fórmula de juramento que pueda ser aceptada por el presidente del estado, y deje, sin embargo, ilesos el honor de Vuestra Señoría y los derechos de la Iglesia.
+—Lo dudo.
+—No, hagamos un esfuerzo.
+En efecto, el arzobispo me expuso su situación moral, la naturaleza del conflicto en que se hallaba, y lo que para él era imposible conforme a su deber. Medité durante unos minutos, con la pluma en la mano, y no tardé en hallar la fórmula que me pareció más propia para allanarlo todo. La discutimos detenidamente con el señor arzobispo, y quedamos convenidos en que él la ratificaría ante el presidente, bajo el juramento que este le exigiría.
+Al punto me dirigí a la casa de la Presidencia, el general Nieto estaba en su despacho, y como éramos amigos desde 1850 y él se distinguía por la más galante amabilidad, me dio un abrazo muy cordial de bienvenida.
+—Sé —me dijo en breve— que usted acaba de llegar, por lo que comprendo que el objeto de su grata visita es principalmente de interés público.
+—¡Ah!, ¿ya sabe usted?…
+—No me ha entregado los pliegos el comandante Piñeres, pero sí sé de qué se trata. En todo caso, lo habría adivinado.
+—Muy bien.
+—¿Y cómo ve usted el asunto?
+—Le traigo a usted preparada la solución, señor general.
+—Pues me trae usted una gran fortuna.
+—He aquí lo que el señor arzobispo está dispuesto a jurar y suscribir.
+—Esta fórmula es enteramente satisfactoria —repuso el general después de calarse sus anteojos de engaste de oro y leer atentamente la fórmula que yo había redactado—. Una vez firmado esto, podré escribir al general Mosquera que, si él no se conforma, el señor arzobispo permanecerá aquí, tratado con las mayores consideraciones, porque yo no consentiré jamás en expulsarle, ni entregarle a nadie. Es huésped de mi Gobierno, y mi Gobierno no es agente de persecuciones.
+Nada podía hacer brillar, mejor que esta contestación, la gallarda hidalguía que era propia del carácter de Nieto.
+Ello fue que todo se arregló satisfactoriamente, y que el comandante Piñeres hubo de regresar al sur con las manos vacías, temeroso de que Mosquera le hiciese fusilar, por un arranque de despecho. Yo aproveché la ocasión para dirigir una larga carta de reflexiones al irascible jefe de la revolución, haciéndole presentes la legalidad del procedimiento de Nieto y el deshonor que se habría originado, para la causa liberal así como para Mosquera mismo, del cumplimiento de las deplorables órdenes dadas por el conducto de Piñeres, y conservo para mi satisfacción y honra copia de mi carta y original la contestación que el general Mosquera me dirigió desde Pasto.
+Le ofrecí al señor arzobispo no solamente mi compañía y los cuidados de mi familia para regresar a Bogotá inmediatamente, sino también todos mis recursos, pero él tenía que hacer preparativos y no pudo partir de Cartagena sino dos o tres semanas después que yo.
+Grandes padecimientos y peligros tuvimos que sobrellevar en nuestro viaje desde Cartagena hasta Guaduas. Mi esposa estaba padeciendo una violenta neuralgia gástrica, por lo que casi no podía alimentarse, y durante la penosísima navegación del Dique se complicó su mal con fiebres intermitentes. Llegábamos a Calamar al lento andar de nuestro bote, cuando atracó allí el vapor General Mosquera en viaje de Barranquilla para Honda, e inmediatamente nos trasbordamos, no sin algún presentimiento desagradable que manifestó mi esposa al notar que la máquina del barco era de alta presión.
+Dormíamos tranquilamente cuando, a eso de las dos de la mañana, arriba de Sambrano, una señora —la esposa de don Lázaro Herrera— salió corriendo de su camarote, en paños menores, dando gritos y llamando al capitán y demás empleados. Había sentido ella un calor excesivo, porque por su camarote pasaba un tubo de escape de vapor, que estaba casi incendiado. Con un minuto más de demora, la caldera, que no tenía agua, por estar dañada la bomba, pero que contenía enorme cantidad de vapor, producida por exceso de fuego, habría estallado indefectiblemente. Nos salvamos de la explosión, pero los daños eran tan graves que el barco hubo de pararse y quedar anclado en la mitad del río.
+Cuatro días permanecimos allí, en tanto que intentaban hacer algunas reparaciones al buque, y después nos trasbordamos al vapor Antioquia, enviado de Barranquilla en nuestro auxilio. Días después, en Fierro, se rompió y averió seriamente este último barco, y todos los pasajeros tuvimos que trabajar mucho, durante tres horas, para ayudar a la tripulación a evitar que zozobrase la nave. Al día siguiente, como el primer ingeniero estaba enfermo de muerte, hubo un gran descuido, al atracar en Conejo, y estuvimos a punto de volar. Con mil penalidades, metidos en una estrecha canoa —que se iba volcando al bajar el vapor General López—, subimos de Conejo a Honda, adonde llegamos, cansados de sufrir de mil modos, el 1.º de noviembre. Así volvía yo a pisar las playas de mi tierra natal, a los cinco años y nueve meses de haberles dicho el adiós del viajero, y daba gracias a la Divina Providencia, que nos devolvía al melancólico pero siempre querido lugar de mi nacimiento…
+Yo había partido del seno de mi patria con sólo dos hijas pequeñuelas, fruto de mi dichoso amor, y tornaba al hogar con otras dos más, nacidas la una en Londres y la otra en París, con lo cual, si la sangre de todas cuatro era la prueba de un curioso cruzamiento de cinco o seis razas —anglosajona y griega, francesa, española y arábiga—, la variedad de lugares que habían sido cuna de esas hijas adoradas era también una especie de confirmación del cosmopolitismo de mis ideas y mis inclinaciones.
+Al partir de Colombia, había dejado en paz a mis conciudadanos y en prosperidad y con buen crédito a toda la Nación y al Gobierno, y al regresar a Bogotá encontraba dondequiera un vasto hacinamiento de ruinas, ocasionadas por la más cruenta y desastrosa de nuestras guerras civiles posteriores a la que dio por resultado nuestra independencia.
+Yo había emprendido mis viajes con el corazón lleno del ardor de las pasiones políticas, y del espíritu de partido, siempre intolerante y sistemático, y después de tanto viajar y hacer comparaciones y estudios prácticos, venía sinceramente convencido de la falsedad de todo absolutismo político y de la necesidad de conciliar, en la obra colectiva del gobierno, los principios de orden y libertad, de conservación y progreso, de soberanía popular y de autoridad de la inteligencia y la virtud, sin los cuales me parecía imposible asegurar en mi patria, ni en país alguno, la estabilidad de las instituciones libres y de los intereses fundados en el derecho.
+En fin, yo había salido de mi patria en solicitud de luz, pero con el alma atormentada por las congojas de la duda, por la petulancia de una incredulidad ingenua pero obstinada y sistemática, y combatida por las inconciliables contradicciones de diversos sistemas filosóficos y científicos, y al tornar a la vida colombiana venía desengañado de todos los sistemas; cansado de la esterilidad de la duda y, por lo mismo, cordialmente anheloso de creer, en lo tocante a religión y filosofía, en algo quo fuese definitivo, satisfactorio, irrefutable; persuadido de la impotencia del orgullo humano para resolver ningún problema, y resuelto a sacudir, por un esfuerzo de inteligencia y meditación, la tiranía que sobre mi alma hacía pesar el nimio temor de parecer débil ante los que se llamaban espíritus fuertes.
+Nueva vida iba a empezar para mí, o, mejor dicho, al tornar al seno de mi patria, iba a comenzar de nuevo la vida de patriota-ciudadano, ya provisto de considerable caudal de experiencia y no poco modificado en mi estado moral e intelectual. Y nada podía preparar mejor mi alma que las impresiones que iba a experimentar en Honda. Allí, recibiendo con toda mi familia, durante una semana, la gratísima hospitalidad que me dio mi hermano Silvestre, precisamente en la tercera de las casas que yo había habitado con mis padres, tenía delante, a cien pasos, el campanario de la iglesia a cuya sombra había crecido yo en la fe de mi madre; por todas partes me rodeaban los cocoteros y las arboledas que habían encantado mi infancia; a lo lejos rodaban las rumorosas ondas del Magdalena y del Gualí, encantos de mi primera juventud, y mientras mi esposa se reponía de sus males y mis chiquillas retozaban con la alegría de la inocencia, yo iba por las tardes a visitar el inolvidable cementerio donde, al pie de rústica cruz de mármol, de la sagrada tumba de mi padre se desprendía una silenciosa y sublime enseñanza para mi alma, inagotable en su ternura y ávida de luz y de esperanza…
+DEBO AL LECTOR ALGUNAS explicaciones relativas a las circunstancias de este libro.
+Casi todo él ha sido escrito en Honda, durante las horas de la noche que yo hubiera podido dedicar al descanso de mis rudas tareas de comerciante, emprendidas de nuevo, a poco de regresar a Colombia después de dos destierros y de tornar a la agitada vida del periodismo político. Mi primera intención fue trazar el cuadro completo de mi vida, desde 1834, época a la cual alcanzaban mis recuerdos, hasta el fin de 1880, y esperé reducir todo el relato a un grueso volumen.
+Pero luego, a medida que fui disponiendo la impresión, pliego a pliego, fui comprendiendo que me sería imposible encerrarme dentro de los límites del primitivo plan de estas Memorias. Aun condensando mucho mi relato y las reflexiones consiguientes, apenas alcanzaba a comprender en bastante más de quinientas páginas los sucesos de la historia de mi alma verificados hasta fines de 1863. Faltábame un periodo de dieciocho años —acaso el más fecundo de mi vida y el más interesante en el punto de vista de la historia contemporánea de Colombia— que ha transcurrido desde el principio de 1864 hasta el fin de 1881, pero como este lapso de tiempo es de sumo interés para Colombia en general, y para mí en particular, había que dedicarle otro volumen, igual por lo menos al primero.
+De otra parte, los más graves acontecimientos, en los cuales ha estado complicada mi vida, y que han conmovido profundamente a Colombia, datan de 1867, y están todavía, por decirlo así, palpitantes en el corazón de la República y vibrando en mi alma, la más agitada, la más probada, la más adolorida de cuantas han sido combatidas por la borrasca política, social, religiosa y aun científica y literaria. De aquí la necesidad de dar tiempo al apaciguamiento, así de mi alma que siente, recuerda y narra, como del criterio de los lectores que han de juzgar la narración.
+Mi relato está adelantado de 1864 a 1876, pero he querido detenerme en su publicación y completarlo con calma y en silencio, a fin de tener toda la seguridad posible de que ninguna prevención, ningún resentimiento ha de torcer la verdad de lo que relate, ni la rectitud de conciencia con que emita mis juicios. Así he tomado la resolución de continuar mi obra con tranquilidad y complementar la publicación con el segundo tomo, cuando la oportunidad sea manifiesta.
+Réstame dar una explicación por lo que respecta a las incorrecciones del presente libro.
+Cuando empecé su impresión, me ajusté rigurosamente, en lo tocante a la ortografía, a las reglas que practicaban las academias Española y Colombiana. Estaba adelantada la impresión hasta el pliego vigésimo séptimo, cuando se tuvo noticia en Bogotá de las recientes mutaciones ortográficas, adoptadas por la primera de dichas doctas corporaciones y aceptadas al punto por la segunda. Pensé que mi libro quedaría muy defectuoso, si su primera mitad aparecía conforme al antiguo sistema y la segunda acomodada al muy reciente, y que era, por tanto, preferible dejar correr un defecto, de todo punto involuntario en su comienzo, que no me había sido posible evitar a tiempo.
+Por último, he de advertir a mis lectores que la impresión de este primer volumen se ha ido haciendo con forzadas demoras, independientes de mi voluntad, y aun durante algunas ausencias y muy graves atenciones mías, circunstancias que han ocasionado numerosísimas incorrecciones, principalmente de tipografía, por lo general poco sustanciales. Imploro por todas ellas la indulgencia de mis lectores, mayormente cuando harto más la he menester por el estilo y los conceptos de todo este libro.
+Bogotá, enero 6 de 1882
+JOSÉ MARÍA SAMPER
+[1] Para esta edición también hemos modificado el título de «una alma» por «un alma» para mantener el criterio de modernización ortotipográfica de nuestra colección. (Nota de los editores).
+[2] No había fondas ni posadas en la ciudad, en aquel tiempo, porque los forasteros recibían siempre franca hospitalidad en casas particulares.
+[3] Planta trepadora de la familia de las pasifloras que da un fruto muy voluminoso y exquisito.
+[4] El cucarachero, que trae su nombre del hábito de alimentarle con cucarachitas y otros insectos, es un pajarillo gris, abundante en las tierras calientes y templadas, cuyos alegres, rápidos y maravillosos trinos se semejan mucho a los del canario y del jilguero.
+[5] Nombre que da el vulgo a los fuegos fatuos.
+[6] Conviene advertir a los lectores del exterior, que nuestro cuartillo o cuarto de real equivale a dos y medio centavos de peso de la ley de 0,900.
+[7] Parece que primitivamente lo escribían Sampére, y que, por corrupción, según el sonido, quedó Samper.
+[8] Muchos compatriotas recuerdan que el inmortal Caldas, ejecutado por orden de Morillo en 1816, dejó pintada en una pared de su calabozo, a manera de jeroglífico fúnebre y exclamación final, una O muy larga, negra y partida por la mitad, cuya traducción, alusiva a su muerte, era: «Oh larga y negra partida».
+[9] Don José Manuel Groot, después ilustre.
+[10] He publicado su «Boceto biográfico» en mi Galería nacional, tomo I, págs. 97 a 108.
+[11] Véase su «Boceto biográfico» en mi Galería nacional, tomo I, págs. 315 a 317.
+[12] Murió en Bogotá el 19 de noviembre de 1880.
+[13] La panela es llamada papelón en Venezuela y chancaca en el Perú.
+[14] Tenía Mosquera este apodo popular, a causa de su modo de hablar, motivado por la fractura de una quijada.
+[15] La mayor parte de este libro ha sido escrita en Honda, del primero de enero al 20 de septiembre de 1880.
+[16] Puedo afirmar que estas palabras son textuales.
+[17] El pobre hombre había oído hablar de la tirana Iberia de otros tiempos, y había formado un extraño sustantivo equivalente a tiranía en general.
+[18] Esta expresión era gráfica del espíritu de partido de los liberales.
+[19] Al instante de saber yo que Caro había salido de Bogotá, desistí de mi queja y quedó terminado el asunto.
+[20] Un sentimiento de respeto por personas que ya no existen me obliga a designarlos con nombres distintos de los que tenían.
+[21] Sánchez había sido mi pasante en San Bartolomé, estudiaba en el Seminario para ordenarse, y era entonces muy «ministerial», pero el día menos pensado dejó a un lado la Iglesia y se casó, y en 1851 se volvió liberal y democrático. Tornó a ser conservador en 1860, con el Gobierno de entonces, y desde el 61 se convirtió al radicalismo.
+[22] Nombre indígena de la antigua provincia de Mariquita.
+[23] Nombre abreviado que daba el vulgo al jefe político.
+[24] Sea dicho de paso que en El Chorrillo me había ejercitado yo con frecuencia en el tiro de pistola.
+[25] La interesante señorita Soledad Gutiérrez, que años después se casó con el señor Joaquín Álvarez y es al presente muy respetable matrona.
+[26] Lo era a la sazón del doctor Juan Agustín Uricoechea.
+[27] Se gastan ocho ordinariamente en champán y en canoa.
+[28] Viajes de un colombiano en Europa, tomos 1.º y 2.º, París, Thunot & C.ª
+[29] En Francia se acostumbra que el que llega visite primero, si quiere mantener relaciones, lo que es más conforme con la libertad personal.
+[30] En 1868 asistí al otorgamiento de su testamento y luego a su entierro, en un pequeño lugar cercano a París.
+[31] Entre las personas con quienes trabé amistad en Clermont-Ferrand recuerdo muy particularmente a Monsieur Badux, abogado de mérito y muy inteligente poeta, hombre modesto, de nobilísimo carácter, con muy buenas dotes de escritor y orador y que ha hecho notable papel bajo el gobierno republicano, así en el parlamento como en los ministerios liberales moderados.
+[32] Ensayo sobre las revoluciones, etcétera. 1 vol. de 350 págs., París, 1861.
+[33] Un volumen de 400 páginas en 12.º
+[34] Un volumen de 360 páginas en 12.º
+[35] Un volumen de 570 páginas, con mapa de itinerarios.
+[36] Un volumen de 450 páginas en 12.º, con mapa de itinerarios.
+[37] La cuarta, Blanca-Leonor, había nacido en París el 6 de mayo de 1862.
+[38] Después de seis meses tendría derecho, o a un sobresueldo de doscientos pesos, o a una parte en las utilidades que pudiera ser equivalente.
+[39] Más de dos mil pesos ganó El Comercio con las publicaciones, y no necesito afirmar que no quise derivar de ellas lucro alguno.