Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Caballero Calderón, Eduardo, 1910-1993, autor
Memorias infantiles (1916-1924) / Eduardo Caballero Calderón ; presentación, Antonio Caballero. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (9.5 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Autobiografía / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5419-22-3
1. Caballero Calderón, Eduardo, 1910-1993 – Biografías 2. Caballero Calderón, Eduardo, 1910-1993 – Anécdotas - Relatos personales 3. Libro digital I. Caballero, Antonio, 1945-, autor de introducción II. Título III. Serie
CDD: 928.61 ed. 23 |
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ISBN: 978-958-5419-22-3
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© Beatriz Caballero Holguín
© 2016, Instituto Caro y Cuervo
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Antonio Caballero
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A Chispa, el paraíso perdido
de mi propia infancia.
E. C. C.
¡Cómo recuerdo aquella casa.
Cómo recuerdo aquel jardín!
La vida pasa, pasa, pasa.
Todas las cosas tienen fin.
SABEL LLERAS DE OSPINA
IDUARDO CABALLERO CALDERÓN se queja en este libro de que en su niñez era incapaz de imaginar cómo sería el cielo de los bienaventurados de que le hablaban los curas y las sirvientas porque él mismo «vivía en un paraíso terrenal», y nada podía ser más celestial que eso. O así lo cuenta. Estas Memorias infantiles suyas son la descripción minuciosa y nostálgica de ese paraíso perdido.
EXX; sino desde el punto de vista vital: lo tenía todo.
Tenía seis años tal vez, o siete. Era un niño rico. No sólo desde el punto de vista, digamos, socioeconómico en que lo era su familia y que él mismo ignoraba, puesto que vivía inmerso y sin notarlo en la riqueza provinciana de la Colombia de principios del sigloUna mamá que lo quería sólo a él —o eso creía él, lleno de hermanos que ignora olímpicamente en sus memorias—, y vivía exclusivamente para que él le preguntara cualquier cosa:
«Mamá, ¿por qué…?».
Y además un par de niñeras viejas y sabias, Mamá Toya y Mama Tayo, con quienes en caso extremo podía aclarar los misterios dejados por las preguntas más difíciles:
«¿Por qué mamá dice que…?».
Y una abuela imponente y todopoderosa, caprichosa como la Divina Providencia, que mandaba en todo el universo con mover un solo dedo y le regalaba al niño dulces que sabían a menta. Y a veces, cuando le venía en gana, lo llevaba de paseo por las calles enlajadas de Bogotá, bamboleándose en su silla de manos al pasitrote de los cargadores, para oír misa donde los curas candelarios, o donde los dominicos, o donde los que estuvieran de turno para ella en su personal breviario. Una inmensa casa, la de la abuela rica y tiránica, siempre repleta de gente: sirvientes, cocineras, muchachas de comedor, amas de cría, costureras, cocheros, barrenderos, jardineros, niñeras de los muchos niños, visitantes, aparecidos de ultratumba, amas de llaves, tíos ricos que se mandaban hacer en Londres los paraguas y las escopetas y visitaban a la abuela para pedirle bendiciones y tíos pobres que venían a sacarle plata, señoras vergonzantes convidadas a tomar chocolate, mayordomos de fincas de Boyacá que pedían instrucciones, curas mendicantes, un obispo, otro cura en proceso de canonización, generales de la guerra civil, ministros del Gobierno, médicos y sobanderos, hipnotizadores, poetas, carpinteros, vendedores de frutas, monjas. Y la imagen terrorífica de unas viejas tías abuelas enterradas de por vida en conventos de monjas de clausura, como cadáveres.
Una casa llena de bullicio de adultos en los corredores abiertos y de muebles fantasmales en los salones cerrados y silenciosos, de gatos en los tejados y de gallinas en los patios y de mulas de correo en las pesebreras. Una araucaria en el jardín con sus rectas ramas simétricas, un papayo sabanero y un brevo rebosante de pájaros, unas tapias que en el fondo se asomaban a las culatas de las casas vecinas del viejo barrio de La Candelaria, de las que llegaba el sonido de un piano que desde allá respondía al piano de acá mientras caía la lluvia perpetua del poeta José Asunción Silva:
la llovizna cae y moja
con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.
XX. El niño que lo cuenta tenía varios hermanos y hermanas, pero en estas «memorias» casi no los menciona: se trata de un libro de puro egoísmo de un niño que es el centro del universo. Cuando le preguntaban: «¿Qué vas a ser cuando grande?», Eduardo Caballero Calderón recuerda que hubiera querido contestar: «Yo no quiero ser grande».
Y en torno a la abuela y a la casa, un pueblo grande que se creía la capital del mundo, o al menos la Atenas Suramericana, y estrenaba la novedosa luz eléctrica entre un antiguo tañido de campanas. Un poblachón con pretensiones de ciudad poblado de comerciantes y de políticos, de zapateros que martillaban cuero en el zaguán de la casa y de aguateras que traían múcuras de agua del chorro de los cerros, de parihueleros y de vivanderas de plaza de mercado y de locos como Pomponio y la Loca Margarita y de ancianos presidentes de la República que viajaban ceñidos con la banda presidencial a oír misa en el tranvía de mulas de los niños de un colegio: Bogotá en la segunda década del sigloXX. La casa que describe, la abuela que la gobierna, la familia que la rodea, la infancia que narra —una casa hace tiempos demolida en el prácticamente desaparecido barrio de La Candelaria de la desaparecida Bogotá— son las suyas: existieron en la vida real. Dice en un prólogo el autor que una vez quiso, de hombre adulto, regresar a su barrio: pero había desaparecido sin dejar rastro, como había sido borrada su propia niñez.
No es un niño inventado. Es, ya digo, Eduardo Caballero Calderón: uno de los tres o cuatro grandes escritores colombianos del sigloA través de este libro sin embargo todo eso existe todavía. La infancia entera del escritor, desde los cinco o seis años hasta los trece o catorce: desde las caricias de la mamá a la hora de acostarse hasta las primeras turbadoras imaginaciones eróticas de la adolescencia. El miedo al dentista, y el colegio con sus clases de aritmética y de historia patria y la suma del cuadrado de los catetos y de la temible hipotenusa, y el descubrimiento del entonces remoto Chapinero en bicicleta, entre chircales de ladrilleras donde los bueyes pisaban el barro rojo de la ciudad que iba creciendo hacia el norte. Las vacaciones en las haciendas de la Sabana, pescando cangrejos con un canasto en las chambas llenas de agua. El terremoto del año 17, la visita que hizo a Bogotá la venerada imagen de la Virgen de Chiquinquirá, con el niño perdido en la muchedumbre como el Niño Jesús en el templo. Entierros. La muerte de la abuela inmortal. Un banquete ofrecido por un general de la guerra —el padre del niño que lo narra— a otro general de la guerra, su antiguo enemigo: «Mamá, ¿por qué no se pegan tiros?». La ciudad lluviosa y fría. Pero también luminosa y azul bajo un cielo surcado de lentas nubes blancas y redondas.
XX. Hace un siglo. Hace una eternidad. Bogotá tenía entonces treinta o cuarenta o cincuenta mil habitantes: hoy —en 2017— tiene ocho o diez millones. Por entonces la sobrevoló el primer avión, y el niño que lo cuenta sólo se acuerda de que al verlo pasar se cayó de un árbol, la araucaria del patio de la casa de su abuela, y se abrió una brecha en la frente, que conservó hasta su muerte. Y de aquel aviador olvidado que ya murió, y de aquel niño que de niño lo vio y de viejo lo cuenta y hoy también está muerto, sólo queda lo escrito.
Todo eso se acabó hace cien años. Eduardo Caballero Calderón nació en el año diez, y los hechos que su memoria resucita en este libro ocurrieron entre los años quince y veintidós o veintitrés del sigloNTONIO CABALLERO
AURANTE MUCHOS AÑOS FUI un niño inmortal. La vejez y la muerte eran tan ajenas y problemáticas para mí como el infierno y el cielo. Estaba tan arraigado al presente y al mundo circundante que ni lo que quedaba lejos ni lo que había dejado detrás de mí tenían una verdadera existencia. Lo distante y desconocido, las ciudades, los países, los pueblos que hacían la guerra en Europa o morían de hambre en las vegas del río Amarillo, todo eso se deslizaba al margen de seres a quienes conocí y amé apasionadamente cuando era niño y hoy apenas recuerdo.
DRecordar la infancia es recordar un sueño. Por ser el mundo del niño un sueño muy largo, las cosas concretas y tal como son apenas le impresionan. De ahí que cueste tanto trabajo recordarlas. Si las viéramos otra vez con nuestros ojos de hombres maduros, seguramente no las reconoceríamos.
¿Podría reconocer hoy en un viejo caserón del barrio de La Candelaria, en una aldea de Colombia sepultada por una fea capital suramericana de millón y medio de habitantes, la casa de mi abuela? Por cierto que al regresar de París, después de varios años de ausencia, a comienzos de 1967 yo quise hacer lo mismo que algunos heroicos compatriotas que abandonaron los barrios residenciales de Chapinero y del norte para radicarse en lo que una vez fuera el corazón de Bogotá: los barrios de La Candelaria, La Catedral, San Agustín y Santa Bárbara. En mi caso se trataba de regresar pues buena parte de mi vida, la mejor, es decir mi infancia, discurrió por aquellas calles y aquellos solares, patios y jardines, cuyos polos magnéticos eran la iglesia de la Candelaria y la casa de mi abuela en la calle 12.
Y era una casa encantada, la única que existía entonces en el mundo, el núcleo magnético en torno del cual giraban en espiral, como una nebulosa, el oratorio del nuncio apostólico con sus vitrales de colores, la biblioteca del escritor Gómez Restrepo con sus estancias llenas de libros, el laboratorio del sabio Lleras con sus olores a fenol y sustancias químicas, la casa del cura Vergara que vivía obsesionado con la gramática, los conventos de monjas donde yacían enterradas en vida dos hermanas de mis abuelos, finalmente la iglesia de la Candelaria adonde mi abuela iba a misa en su silla de manos, con su libro de rezo lleno de estampas de primeras comuniones, su camándula de cuentas de nácar y su perfil orgulloso de ave de presa o de papa del Renacimiento.
En el corto espacio comprendido entre las calles 10 y 14 y las carreras Séptima y Segunda —que entonces no tenían números sino nombres— se encontraba de todo: el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, el de los Hermanos Cristianos con su museo de plantas y animales, el de las Hermanas de la Caridad donde preparaban a los niños para la primera comunión, el Jockey Club, la Farmacia de los Montañas, el Hotel de la Maison Dorée, el Almacén de los Niños, la imprenta de El Diario Nacional, el Salón Samper para conciertos y conferencias, el Cinerama de monseñor Valenzuela, más las residencias de profesionales, hacendados y comerciantes cuyos dueños —los señores de sacolevita y las señoras de mantilla de blonda— así como las sirvientas de pañolón y los artesanos de mandil, confluían los domingos al atrio de la Candelaria. Yo podía patinar tranquilamente en las aceras de lajas, o montar en bicicleta por aquellas calles tranquilas, empedradas con gruesos cantos rodados; y si conocía a todos y cada uno de los habitantes del barrio —los Vergaras, los Samperes, los Bermúdez, los Valenzuelas, los Cárdenas, los Caros, los Mendozas, los Carrizosas, los Moures, los Ortiz, los Silvas, los Brigard, los Torres, los Ayas, los Santamarías, los Montañas, los Ruedas y muchas gentes de mi parentela o amigos de mis padres—, también llamaba por sus nombres a las «señoras vergonzantes», a la boba, el ciego, el tullido y las Hermanitas de los Pobres que para socorrerlos andaban por allí pidiendo limosna.
Yo también quise regresar a mi barrio, por el cual vagaba tenazmente, en mi memoria, la sombra de mi abuela perfilada al través de los cristales de su silla de manos. Contra lo que creía y esperaba mi corazón, por allí ya no encontré sino ruinas, descampados, basureros, sucias casas de vecindad, sancocherías, acaso una anciana gris o un niño triste que al golpear acude a entreabrir el portón, temeroso, pues hoy presiden el barrio en lugar de los conventos de la calle 11 los calabozos de la policía en la calle 12 con carrera Tercera. Por una ventana arrodillada, por un balcón corrido, por un mirador, ¡cuántas mutilaciones!, ¡cuántos lotes en ruinas!, ¡cuántas culatas feas, cuántos áticos en lugar de aleros! Acaso se ven todavía un patio enmarañado y verdinegro, un pozo de humedad rodeado de los ciegos paredones de alguna construcción nueva. Aquello es el cadáver de un barrio del cual desertaron hasta las mirlas, los toches, los tominejos y los copetones que anidaban en los árboles de los jardines. Los gatos soñolientos que enarcando el espinazo y apercibiendo las uñas los miraban desde los caballetes de los tejados, también huyeron. En una ciudad que escapó de sí misma y desertó de sus tradiciones y de su solar, perdiendo su alma y su cuerpo, resulta una solemne mentira la teoría del eterno retorno, que describió un filósofo alemán deschavetado y anacrónico, como Pomponio el cartero —¡Pomponio! ¿Quiere queso?— cuya sombra ya se esfumó y aún vaga por las calles del barrio de La Candelaria, enamorando a las criadas y asustando a los niños.
Sin embargo, yo quería regresar, aunque franquear el resonante zaguán enlajado, adornado con randas de canillas de perro; mirar al través de los vidrios de colores del vestíbulo el patio con sus tiestos llenos de flores, sus cestas de parásitas, y su fuente de piedra coronada por un ángel de bronce; verlo todo de color naranja, de color malva, de color esmeralda, de color granate; entrar en ese patio y en esa casa de mi abuela, más que volver sería resucitar. Un incontenible impulso me levanta la diestra hacia el golpeador de bronce —una mano agarrada a una bola— y voy a golpear en el portón. Tengo un irresistible deseo de golpear. El zaguán vibra sordamente como una caja de resonancias.
¿Y si adentro ya no encontrara nada, sino cenizas? ¿Si nadie acudiera a mis golpes?
Pero no hay que pensarlo dos veces. Sobre todo ya escucho pasos en el zaguán —los de Mama Tayo, desiguales por sus tacones torcidos—:
—¡Un momento!… Ya vaaaaa… ¡Van a tumbar la casa y a despertar a mi señora que todavía está dormida!
El portón se abrió como todos los días, de par en par, para que pasara mi infancia.
N 1915 LOS GRANDES DEL CUARTO de vidrios hablaban del Viejo Mundo y de la guerra europea, y entre francófilos y germanófilos se trenzaban violentas batallas verbales. Las noticias en aquella época sólo llegaban de tarde en tarde, en los diarios y las revistas que venían de Europa en trasatlántico —en paquebote decían todavía muchas gentes— el cual al cabo de un mes tocaba, de paso, en Santa Marta o en Puerto Colombia. Tardaban esos papeles dos semanas en remontar el río Magdalena a bordo de vapores de rueda que se varaban indefinidamente en los veranos, precisamente cuando las batallas eran más recias en Europa. Y de dos a diez días empleaban en subir a lomo de mula a Bogotá, por el antiguo camino de Honda, que era impracticable en los inviernos.
EEl cable submarino todavía no se había tendido entre Europa y Suramérica, y Edison y Marconi estaban inventando artefactos que hoy nos parecen naturales.
La guerra europea apasionaba a los comerciantes de la Calle Real, pues un país sin industria, apenas con una rudimentaria artesanía, vivía en su mayor parte de lo que importaba de fuera. La guerra afectaba profundamente el comercio. Los profesionales y los intelectuales dejaban de recibir libros por el conducto de la Librería Colombiana de Camacho Roldán; en materia de modas y novedades las señoras perdían de vista sus puntos de referencia, que eran las revistas francesas; y los ricos ya no podían viajar a Europa.
Los niños ignorábamos todas estas cosas y nuestra visión de una guerra lejana era menos clara y real que la de los judíos de David con los filisteos de Goliath. Para mí, la Historia Sagrada era sin lugar a dudas más importante que la historia de Europa.
Nuestros vecinos por la calle 13, situada a espaldas de mi casa y el jardín de mi abuela, eran francófilos y germanófilos simultáneamente.
—¿Por qué, mamá? ¿Se puede ser germanófilo y francófilo al mismo tiempo? ¿No es un absurdo?
La señora alta y hermosa, de trenzas anudadas en forma de melcocha sobre la cabeza, era alemana, mejor dicho «boche», blanca dentro de mi concepción del mundo internacional, en tanto que su marido era «negro», francófilo, emparentado con un francés concuñado suyo. Mis padres eran amigos de las dos parejas, y por cierto que uno de los hijos del francés y de la alemana era mi hermano de leche por parte de mamá quien nos había criado a los dos. Ese niño se llamaba José Antonio, y más tarde, con su primo el hijo de nuestra vecina alemana, fueron mis condiscípulos en el Gimnasio Moderno.
—¿Cómo puede ser eso mamá? ¿Por qué un hijo de un francés y de una alemana puede ser hermano de leche de un niño colombiano?
Cuando pasaba a jugar a casa de los vecinos, o estos venían a jugar con nosotros al jardín de la abuela, me costaba trabajo concebir que hubiera una casa francófila y germanófila a la vez, y un niño blanco y negro simultáneamente, pues esto se salía del esquema intelectual que tenía el universo para mí. El mundo se dividía en cosas negras y blancas: las teclas negras y blancas del piano en que tocaba mamá, las fichas blancas y negras del juego de damas que los padres candelarios jugaban con sus tíos, las banderitas negras y blancas que señalaban en el mapa que los alemanes de la Calle Real exhibían en los escaparates, el movimiento de los ejércitos franceses y alemanes.
—¿Y por qué tú eres germanófilo? Todos en el barrio, o casi todos menos la señora alemana de trenzas doradas, somos francófilos. Papá dice… —explicaba alguno de los amigos que venían al jardín.
Yo era germanófilo sencillamente porque me gustaban más las teclas blancas del piano de mamá, y las fichas blancas del juego de damas, y las banderitas que señalaban en el mapa el incontenible avance de los alemanes. Oía decir en el cuarto de vidrios que estos les estaban dando a los franceses una paliza imponente, luego tenían razón. Con sus grandes bigotes y montado en un brioso corcel —yo lo había visto en la carátula de una revista ilustrada— el Káiser era el rey de los blancos mientras que los negros, es decir los franceses, no tenían rey. A mí me gustaban más los reyes de la baraja española y los de los cuentos que contaba Mamá Toya, que los señores vestidos de levita y botas de botones, como Briand o como Clemenceau.
En los medios cultos y letrados, en los periódicos y en el Congreso, los grandes se repartían entre francófilos y germanófilos por otras razones. Había los amigos de los gobiernos fuertes y despóticos, que habían sido en Colombia partidarios de la dictadura del general Reyes, y los francófilos que veían en Francia la cuna de la revolución y de la democracia. El problema se complicaba para los primeros, pues Alemania y concretamente su gobierno eran protestantes; y en cambio Francia, el país regicida, racionalista y revolucionario, era la hija preferida de la Iglesia Católica. Los periódicos tomaban la cosa tan a pecho, y lo mismo algunos exaltados educados en Francia o en Alemania, que se producían incidentes personales en los clubes y aun profundas escisiones dentro de las familias. Se hablaba de las trincheras, de los grandes cañones Berta que apuntaban sobre París, de los aeroplanos y de los zepelines, y las señoras organizaban comités de ayuda para los heridos de la guerra, colocadas en un plano neutral.
Todo eso en realidad era ajeno a mí y se deslizaba en una zona vaga de mi conciencia, en la periferia de los tres círculos encantados cuyo centro ideal era mi abuela, sentada en su sillón del cuarto de vidrios, bordando manteles para las iglesias pobres o sacando de una sábana vieja hilas para los leprosos. Con la guerra se habían acabado el algodón hidrófilo y la gasa esterilizada, y era necesario utilizar estos sucedáneos.
Al trasponer el portalón de la calle 12 y luego la puerta de cristales de colores, se abría en redondo el mundo de los grandes. La galería de vidrios y un ancho corredor de ladrillos que la prolongaban, volaban sobre un segundo patio más grande que el primero. Tenía una palmera de tronco barbado y grueso, y una alberca de piedra, y una barda de ladrillo que lo separaba del jardín; y a veces se cubría de una espesa capa de blancura de nieve imaginaria, cuando las lavadoras tendían las sabanas a secar al sol. Del corredor hacia las dependencias del servicio, y la huerta, y la pesebrera, y los lavaderos, se abría el complicado mundo de los criados. Era el reino de las costureras como Mama Tayo y Carmelita Díaz; la cocinera Felipa, Emilia Arce la dulcera, el cochero Salvador, José Fuentes el jardinero, Ismael el muchacho de los mandados, sin contar las amas y las sirvientas de la plancha, del comedor, de adentro y otras que no recuerdo. Ese mundo estaba sujeto a una inflexible jerarquía y al través de Mamá Toya, que era su oficial de órdenes, mi abuela se comunicaba con los patios de atrás. Mamá Toya había nacido en Tipacoque y sin pena, sin remordimiento, ni nostalgia, abandonó su familia por la nuestra y pasó a gobernar indiscutiblemente sobre todo el servicio, el de planta y el que trabajaba por días, como Estefanía la colchonera, Bernarda la modista y las lavapisos que bajaban del Chorro de Padilla a hacer la limpieza cada semana. Un momento…
Bernarda tenía una hija tan linda como la Cenicienta, rubia, espigada, con un rostro ovalado y unos ojazos negros de pestañas crespas. Tenía una mirada vaga y estúpida, pues «la niña es un poco caída del zarzo». Todos mis primos mayores de quince años giraban en torno de Isabela, que bajaba al jardín a jugar con nosotros los días en que Bernarda cosía en el comedor para las hijas de mi tía Lucilita. Cuando mamá le decía a Bernarda:
—¡Cómo se está poniendo de linda Isabela! ¡Parece una princesita!
Ella con una voz desapacible y monótona, pues no la tenía de otra manera, replicaba:
—Isabela es tan bonita como fui yo, pero Dios permita que no resulte tan boba. ¡Ay! ¡Es que lo que he sufrido en esta vida por ser tan boba!
Luego venían las proveedoras de colación, bocadillos de cidra y brevas cubiertas de almíbar; los correístas de Tipacoque que pernoctaban en la casa cuando traían correo de las provincias del norte; y los monaguillos que llevaban los padres candelarios cuando decían misa en el oratorio porque mi abuela estaba enferma y no podía asistir a la iglesia.
Por el conducto de Mama Tayo, quien vivía en el cuarto del zaguán, mi abuela establecía comunicación con los clientes de la cocina: don Eduardo Sarmiento, antiguo portero del Palacio Presidencial, y su perro Capi; el señor Santamaría, que tenía la cabeza blanca y caminaba arrastrando los pies; la loca Valentina, antigua amante de un ministro alemán que murió de congestión en sus brazos; la loca Baracaldo, a quien mi tío Manuel Antonio Cuéllar le había puesto un ojo de vidrio; misiá Andrea Barón de Montoya, que tenía una caja de dientes, que le había regalado mi abuela, y sus perros Bloque y Temblor, y don Rafael Arévalo quien desempeñaba vagos oficios en la casa.
—¿Por qué este perrito se llama Temblor, misiá Andrea?
El perrito me miraba con sus ojos tristes y amarillos de perro pobre.
—Está cundido de pulgas, y cuando se atarea a rascarse hace temblar toda la casa.
Finalmente venía, como la más desvalida y más desgraciada de todos, la pobre Heráclita. En la casa, todo el mundo hasta nosotros, la llamaban Heráclita la Pobre. Su marido, Justo, era borracho y epiléptico perdido y a cuanto cuartillo conseguía Heráclita le ponía la mano, por lo cual la pobre se veía negra para pagar el arriendo de un cuarto en el Dividivi, donde solían vivir las señoras vergonzantes que no habían descendido el último escalón hasta caer en el asilo de las Hermanitas de los Pobres. Heráclita sostenía a pulso, quitándose el pan de la boca, dos hijos que le había dado Justo: Jorge, que era loco de remate, y su hermana María, demente e inofensiva. Jorge se creía sastre, como fue Justo cuando aún no se había casado con Heráclita ni se había dejado arrastrar por el demonio de la bebida. Cuando Heráclita la pobre llegaba los jueves a almorzar y recibir su limosna, Jorge abordaba a la primera persona que se encontraba en el corredor y le pedía trabajo. Ofrecía «voltear» los trajes de los señores y achicarlos para que nos sirvieran a los niños; y si alguno de mis tíos, para poderle dar unos centavos que de lo contrario no recibía de limosna, le entregaba algún traje viejo o un abrigo inservible, al jueves siguiente regresaba con un talego repleto de retazos. Heráclita sonreía tristemente y decía delante de él, como si además de loco fuera sordo:
—Ahora sí está rematado, pero en el asilo no lo quisieron tener más tiempo por falta de espacio para otros locos más peligrosos.
—¿En qué consistirá ser loco? ¿Yo podría volverme loco de repente?
II el Hechizado, desconchaba la pared con una uña larga y negra como un garfio, y estallaba de pronto en una risa desdentada y automática que me producía terror. Heráclita la Pobre había sido doncella del servicio en el Palacio Presidencial, y fue alegre y bonita hasta el día en que se casó con Justo y perdió uno a uno todos sus dientes y todos sus encantos.
Entretanto María, parecida al retrato de don Carlos—El alcoholismo, la locura, la demencia, la miseria, todas esas desgracias reunidas en su cuarto del Dividivi, vienen de haberse casado con Justo —le decía alguien.
Ella lo sabía desde antes de casarse con él.
—¿Por qué te casaste, entonces?
—Ave María Purísima, mi señora: pues por salir de él. ¿No ve mi señora que me tenía loca?
Con mi abuela se entendían directamente, sin intervención de terceros, su secretario don Rodrigo y su relojero don Faso Plata, quien venía todos los viernes a darles cuerda a los relojes de la casa, que eran muchos, aunque allí el tiempo no tuviera la menor importancia. Yo creía que don Faso Plata tenía una conexión especial con el poder misterioso que rige las horas y los días y si él lo quisiera, podría adelantar las vacaciones y recortar las semanas.
Finalmente venía el tercer círculo, nuestro mundo particular: un jardín muy grande plantado de árboles sombríos, caminitos empedrados y sardineles de ladrillo; rincones húmedos y misteriosos donde pululaban los gusanos, las lombrices y las babosas; espacios abiertos de tierra gris endurecida por las pisadas, en los cuales jugábamos a las bolas, al trompo, a la rayuela, a las gambetas, a los ladrones y los policías. En el solar había un rincón destinado a las verduras, en el que crecían hierbas medicinales: yerbabuena, maestranto, poleo, cilantro, manzanilla, perejil; y arbustos como el diosme y el romero, y parásitas como el pepino, y papayos de tierra fría, altos y desgarbados, cuyas frutas sirven para ahuyentar las pulgas y perfumar los salones tiradas debajo de las sillas y de los sofás. En un libro de cuentos yo había leído:
«A buscar en las florestas mis hierbas medicinales…».
A mi abuela le gustaba mirar su jardín desde el cuarto de vidrios. Su amor por los espacios abiertos, los árboles, las flores y las plantas, era una nostalgia de campo, y ella tenía un alma profundamente campesina. Como todas las señoras que se habían criado en una hacienda lejana, aun en la ciudad no concebía la vida sino como un pequeño oasis en medio del mar de los tejados oscurecidos por la lluvia, y le gustaba ese jardín poblado de niños y de pájaros, con gallinas que cacareaban en el solar, caballos que relinchaban en la pesebrera y gatos que maullaban tirados al sol en los corredores del patio.
* * *
Entre las personas y la casa existía una perfecta concordancia, al punto de que yo no podía disociar a Mamá Toya de su cuarto de la claraboya, a Emilia Arce de su despensa de dulces de almíbar, a don Faso Plata de sus relojes, a Mama Tayo de su cuarto del zaguán, pedaleando en su máquina de coser con sus tambores de bordar y una muralla de cestas de mimbre llenas de ropa blanca. No podía desligar a las personas de sabores, olores, colores y apariencias que me parecían sus atributos naturales. Mamá Toya era un chorote boyacense curtido por el aguamiel y el sol, Emilia Arce un alfeñique de los que hacen las monjas con azúcar blanca, Felipa un alfandoque perforado por las viruelas, y doña Isabel Uribe, la artífice de las brevas rellenas y los bocadillos de cidra, era verde como las brevas, pegajosa como el ariquipe y agridulce como la cidra. Isabel, verde, cidra; Rafael, miel; Ana Rosa, señora Santa Ana por que llora el niño, por una manzana que se le ha perdido.
Y la quinta de mi abuela se llamaba Santa Ana, y ella guardaba en sus armarios manzanas canelas para perfumar la ropa…
Pues anda a la huerta y cógete dos
una para el niño y otra para vos.
El niño era yo y vos era Mamá Toya, a quien mi abuela, para distinguirla de nosotros, le decía de vos.
El círculo encantado de las personas mayores, el de las sirvientas y los pobres vergonzantes y el propio nuestro cuyo ámbito era el jardín, no se fundían sino ocasionalmente. Tenían relaciones tangenciales pero cada uno vivía o giraba por separado y a velocidades distintas. Para que los mayores descendieran al jardín o los niños irrumpieran en tropel en el cuarto de vidrios, o las sirvientas y los vergonzantes se estacionaran en el primer patio, se necesitaba un cataclismo. Se necesitaba que el primer aeroplano volara en el cielo de la Sabana, sobre una ciudad enloquecida y perpleja que hasta ese día no había visto volar sino los gallinazos oteando un mortecino; o que un incendio como el de Fenicia, la fábrica de vidrios y botellas, sacudiera aquel ambiente apático y tranquilo.
Asomado a una ventana del mirador, en el consultorio de papá Márquez, el marido de mamá Pepita —eran mis tíos pero les decíamos así—, yo veía arder el cielo de la ciudad por los lados del barrio de la Peña, contra la falda del cerro. Había tan pocos espectáculos nocturnos que este me parecía una fiesta maravillosa. Un chorro de fuego ascendía por el cielo sin nubes. No soplaba el viento, pues de lo contrario hubiera ardido media ciudad. Un pelotón del ejército había aislado el fuego y con la colaboración de los vecinos llevaba agua de la pila del barrio de la Pola, en toda clase de vasijas. Una nube de humo y cenizas planeaba sobre las calles vecinas y el fuego había consumido toda la fábrica. Ahora se levantaba un enjambre de chispas que ardían un instante y desaparecían en lo negro. Poco después de la medianoche ya en el cuarto de vidrios y en torno de mi abuela, la gente mayor comentaba otros incendios famosos. Mi abuela recordaba, por haberlo oído relatar a un testigo, el de las Galerías en la plaza de Bolívar, y alguien habló del de la Ópera de París. A mí me ardían y me lloraban los ojos.
—¡Vete a acostar, que estás muerto del sueño! —me dijo mamá que veía dentro de mí como si yo fuera una bola de cristal.
Como Bogotá no tenía cuerpo de Bomberos, cualquier día podría desaparecer tragada por las llamas. Cuando se desvaneció la mancha encarnada y amarilla, anaranjada y amarilla, anaranjada y rosácea, malva y cenicienta, que flotaba en las faldas de Monserrate, me fui a acostar todavía excitado por la visión del incendio; y aquella noche al cerrar los ojos, se me pegó a las retinas una mariposa gualda y encarnada, como si me hubiera tirado al sol, a mediodía, y viera la luz al través de los párpados.
El vuelo de Knox Martin fue otro acontecimiento que congregó en el jardín a toda la gente de la casa, desde mi abuela hasta José Fuentes el jardinero, y lo recuerdo como una herida cuya cicatriz aún conservo en la frente. Ese día me caí de la araucaria, que era el árbol más alto del jardín.
—¿Pero qué te pasó, por Dios? ¿Te duele mucho la cabeza?
—Ya estoy mucho mejor, ¡pero no me vayan a hacer nada! No quiero que me cosan la cabeza como dice mi tío Manuel Antonio —el cual era médico y casado con mi tía Lulú Calderón.
Había trepado velozmente por las ramas cuando el ruido del motor se escuchó a lo lejos y en lo alto, entre las nubes grises que cubrían la Sabana. Los primeros que lo vieron —los niños— comenzaron a brincar señalando ese punto negro que yo no lograba ver por ninguna parte.
El pájaro de metal lo llamarían los periódicos al día siguiente, y comentarían la increíble intrepidez de Knox Martin, quien había hecho una demostración de acrobacia entre los cerros de Monserrate y Guadalupe, cuando en realidad el chorro de viento helado que soplaba por el boquerón de Cruz Verde había jugado con el aeroplano como con una hoja seca. El aviador vio las duras y las maduras, según lo contó en una entrevista que publicaron los periódicos, y si no se mató en aquel trance y al aterrizar en un barbecho de la Sabana fue de puro milagro. Había remontado el vuelo en Girardot, sin planos y sin instrumentos, y cuando aterrizó acudieron a saludarlo y presentarle su homenaje las autoridades civiles.
—¿Ya te sientes mejor? ¿No te aprieta la venda?
—Cuando sea grande, quiero ser aviador…
—Ahora, ¡duérmete!
Duérmete mi niño
que tengo qué hacer
lavar los pañales
y hacer de comer…
Canturreaba mamá a la cabecera de mi cama, mientras yo me dormía.
Sin embargo, los tres círculos de que hablo entraban en contacto en otras ocasiones que pudiéramos llamar naturales: cuando al fin del año escolar venían las migraciones veraniegas, los domingos para la misa en la iglesia de la Candelaria, y todas las tardes durante la momentánea fusión de señoras y sirvientas, grandes y chicos, propios y extraños, en el oratorio donde un padre candelario encabezaba el rosario:
—Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…
Mamá y mis tías tenían una voz para rezar, gangosa, unida y monótona. Mamá Toya arrastraba las últimas sílabas, fundía las palabras en la garganta, y no decía «ahora y en la hora de nuestra muerte, amén», sino «aura y en laura de nuestramén». Mi abuela tenía una voz baja, caliente, tremolante, con ciertos matices nasales que en ella expresaban la piedad, la ternura y la devoción. Con esa voz hablaba de los santos, de los muertos de la familia o del último nieto recién nacido. ¿Cómo será mi propia voz? No logro saberlo porque nunca pude oírmela. ¿Estaba diciendo las palabras en voz alta, o simplemente las estaba pensando? A la tercer Ave María de la segunda casa —«el misterio que tenemos que contemplar es el de los cinco mil y más azotes que dieron a nuestro Señor atado a una columnaaa»—, me quedaba profundamente dormido, arrullado por el canto llano del rosario. Cuando me despertaba una tos admonitoria de mamá, o un discreto sacudón de cacó, mi ama, sobre cuyas rodillas me había desgonzado como un muerto, podía gozar de las letanías que caían de lo alto, como si alguien estuviera desgranando los prismas y las lágrimas de cristal de la lámpara que colgaba del techo. Por la escala de Jacob de las letanías —torre de marfil, casa de oro, rosa mística, estrella matutina— trepaba al cielo oriental de las imágenes bíblicas donde reinaba la eterna poesía. Muchos años más tarde, cuando leía el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, o el Cantar de los Cantares de Salomón, me sentía súbitamente arrebatado al mundo del oratorio, o a una esfera luminosa que se mecía rítmicamente empujada por el acompasado golpe de los ora pro nobis.
Al patio miraba el vestíbulo al través de una galería de cristales. Tenía un piano, espejos de marco dorado, los retratos de mi abuelo y mi tía Ana Rosita Calderón, viuda de Carlos Calderón el político, pintados al óleo por Garay; y las consolas de mármol.
—¿Por qué los pintores pintan los cuadros tan oscuros como si las personas salieran de un túnel nocturno? ¿Qué habrá detrás del retrato del abuelo Aristides?
El vestíbulo abría tres grandes puertas al salón, fúnebre, triste, con las ventanas siempre cerradas, los muebles amortajados en fundas de tela, la alfombra roja que despedía un sutil olor a moho y a papaya, y dos pesadas lámparas que tintineaban cuando nos aventurábamos por allí para despojarlas poco a poco de prismas que descomponían la luz en siete colores, como la cola del caballito del cuento. El vestíbulo y el salón sólo se abrían en grandes ocasiones: matrimonios, operaciones quirúrgicas y velorios importantes. Allí se había celebrado la fiesta del matrimonio de mamá, a comienzos del siglo y cuando papá era ministro del Tesoro del general Reyes. Allí la operaron sin anestesia de un cáncer, y la velaron lo mismo que a mis tíos y a mi abuela. Era un salón lleno de muertos y fantasmas, y su remoto aroma a corona mortuoria y sahumerio rancio me atosigaba la garganta y me producía un vago malestar.
Al lado izquierdo del salón y del vestíbulo se encontraba el departamento de mi tío el médico de niños, a quien le decíamos «papá Márquez», que era un hombre maniático y curioso. Yo le había visto preparar personalmente los teteros de sus hijos, ante la desesperación de las sirvientas a quienes ordenaba evacuar la cocina para que no infectaran el extraño brebaje. Los preparaba envuelto en una sábana, con un gorro de operar en la cabeza y una sombrilla en la mano para evitar que se acercaran las moscas que se estacionaban en el cielorraso. En cambio mi otro tío médico, Manuel Antonio Cuéllar, carecía de prejuicios profilácticos. Decía que la leche de sus vacas de El Vergel, ordeñadas a mano limpia —es decir sucia— por Lorenzo el mayordomo, tenía el más alto puntaje de bacterias en toda la Sabana; pero con esa leche —descontando los hijos de mi otro tío— nos habíamos criado todos.
Esa ala de la casa no me interesaba en lo más mínimo. Había en ella, eso sí, el cuarto de la ropa con su claraboya en el cielorraso, donde nos congregábamos los días de lluvia a escuchar contar cuentos a Mamá Toya.
—Cuéntanos el del Caballito de los Siete Colores.
—¿Otra vez? Ya lo he contado cuatro veces.
—Entonces el de la Bella Durmiente.
—¡No, no! El de «Érase que se era».
—Érase que se era un rey que tenía tres hijos: el primero se fue a la guerra, el segundo a viajar y el tercero…
—Yo quiero un cuento de muertos y fantasmas…
—Mi señora me ha prohibido que les cuente esos cuentos, porque después se desvelan y tienen pesadillas…
—Eso no importa, cuéntalo, cuéntalo… Ahora no es de noche sino de día.
Pero la súbita iluminación de un relámpago y el estruendo de un trueno que vibraba en los vidrios de la claraboya, nos cortaba el resuello…
—¡Santa Bárbara bendita! —decía Mamá Toya, y todos nos santiguábamos con ella.
Su repertorio no era muy grande. El mayor encanto de sus cuentos consistía en que los relataba con las mismas palabras, al punto de que, si se le escapaba una sola, cualquiera de nosotros le llamaba inmediatamente la atención y ella recomenzaba el relato. Variar una frase, el orden de los acontecimientos, o trocar una palabra por otra, eran faltas tan graves como ensartar el Yo pecador en el Señor mío Jesucristo, o comerse uno de los santos a quienes se menciona en la primera de estas oraciones. Lo más curioso es que aunque todos sabíamos de memoria, por haberlo escuchado cien veces, el desenlace del cuento, seguíamos con la misma emoción su desarrollo, y el bello príncipe acababa casándose con la desdichada princesa, y vivían muy felices y tenían muchos hijos, y «colorín colorao este cuento se ha acabao».
—Mamá Toya, vuelve a empezar. Se te olvidó que la princesita calzaba pesados zuecos de madera…
—¿Qué son zuecos? —preguntaba alguno de los menores—. ¿Por qué son zuecos?
—Yo no sé, niños. Pregúntenle a mi señora.
Hoy no sabría decir si los cuentos de Mamá Toya eran buenos o malos. Debían tener su origen en cosas oídas por ella quién sabe cuándo. Tal vez se habían enriquecido con aportes personales y comparaciones extraídas del medio familiar; con palabras exóticas que eran deformaciones y corrupciones de palabras originales y correctas. Mamá Toya decía «Su Sacarrial Majestá», por Sacra Real Majestad.
—¿Qué es Sacarrial Majestá, Mamá Toya? ¿Por qué su Sacarrial Majestá? ¿Tú conociste a Su Sacarrial Majestá?
Era tan burda e ignorante que hubiera sido incapaz de agregar, a lo que oyó decir alguna vez en su vida, una sola palabra de su propia cosecha; pero el encanto singular que se desprendía de esos cuentos —acompasados en sordina por el redoble del granizo en los vidrios de la claraboya— no consistía en lo imprevisto, ni en lo sorpresivo, ni en lo nuevo. Como el del rosario, el suyo nacía precisamente de la repetición mecánica y del conocimiento anticipado de lo que habría de seguir, pues el relato tenía que ceñirse al mismo tono unido y parejo y a las mismas expresiones de sorpresa, asombro, melancolía o júbilo cuando terminaba el cuento con «y entonces se casaron y tuvieron muchos hijos». Era un encanto más de magia que de poesía.
* * *
El oratorio parecía un cielo colonial con su coro de vírgenes de palo, sus arcángeles blandiendo espadas de fuego, sus obispos con catedrales en la mano y sus mártires con la palma en alto. El oratorio era oscuro aun en pleno día. Tenía un sutil aroma piadoso y dulzarrón, al sahumerio que Mamá Toya diariamente distribuía por la casa en un brasero de metal: alhucema, canela, hojas de brevo, etcétera. Los marcos barrocos brillaban en la sombra y el altar era gualda y oro como los santos de bulto. El atril que se encontraba en medio del altar, arqueado por dos grandes candelabros de plata, el reclinatorio de mi abuela, dos hileras de sillas y en un rincón la a silla de manos, completaban el mobiliario de aquella estancia.
¡Cómo era de grande la alcoba de mi abuela, con su lecho de madera oscura cubierto de cojines y sábanas que chorreaban encajes por todos lados! Un Cristo de marfil vigilaba su sueño desde una repisa colocada a la cabecera de la cama. Una espesa alfombra de color granate, dos altos armarios de caoba, pesados sillones, un reclinatorio, cuadros negros como túneles entre sus marcos dorados, mesas atestadas de cosas, y en un rincón, sobre una consola, el baño de plata cuya jofaina se utilizaba para bautizar a los recién nacidos.
—¿Para qué sirve, Mamá Toya, ese mueble cuadrado que está en el rincón?
—Cortapicos y callares para los preguntones.
—¿Para qué sirve, Mamá Toya?
Y servía para lo que nosotros suponíamos, pues a pesar de todo aquella vieja imponente que era la abuela no era un cuerpo glorioso.
Nadie podía meter las narices en la alcoba sin exponerse a afrontar la cólera de Mamá Toya. Sólo se abrieron de par en par las puertas cuando la abuela murió, y contrariando todas las leyes de mi lógica infantil, la vi tendida en el lecho, lívida, con las manos cruzadas sobre el pecho y entre ellas un crucifijo de plata. Tenía un pañuelo de seda amarillento atado a las mandíbulas, y si no supiera que había muerto por su propia virtud, hubiera pensado que la habían ahorcado como a la tía Práxedes Tejada de Carreño, hermana de mi abuela. Pero esta es una historia que no quiero contar.
Cuando padecía de pesadillas veía una casa inmensa, perforada por pasadizos, corredores y zaguanes, con cuartos que se comunicaban entre sí y miraban a patios desolados, barridos por un viento helado. Alguien me perseguía incansablemente, como en el juego de las escondidas, y yo perdía el aliento sin encontrar escape. Me despertaba gritando y sudando a mares cuando al abrir una puerta encontraba acostada en el lecho de caoba a mi abuela que no parecía dormida sino muerta.
Y por los patios y por los corredores nos deslizábamos en patines, o en triciclo, o en bicicleta, perseguidos por las sirvientas que querían arrojarnos de allí y confinarnos en el jardín. Con los lentes sobre las narices, Mama Tayo cosía en el cuarto del zaguán. Carmelita Díaz remendaba sábanas en el cuarto de la claraboya. Emilia Arce se emborrachaba en la despensa con un licor agrio y espeso que guardaba en un calabazo. Felipa la cocinera, con el rostro congestionado y picado de viruela, insultaba a la «china» de Tipacoque que le servía de ayudante. Bernarda cortaba trajes en la mesa del comedor. Isabela leía cuentos con voz monótona de niña boba, sentada en el prado del jardín. María Mayorga, alta como una torre, nos llamaba desde el corredor pues se estaba enfriando el chocolate de las onces. Unas mujeres lavaban el patio de atrás. Cuatro amas pugnaban por consolar a otros tantos niños que se habían atacado a dentelladas y ahora chillaban inconsolablemente. Al cuarto de vidrios entraban visitantes de mi abuela, parientes pobres que le decían tía, sobrinos de verdad que acudían a pedirle dinero, sirvientas con bandejas para las onces. Todo el mundo entraba y salía de su casa y salía por el zaguán como Pedro por su casa. En la pesebrera Salvador les daba un pienso a los caballos antes de enganchar el coche para el paseo de la tarde. José Fuentes podaba las matas del primer patio e Ismael hacía que barría los caminitos del jardín. Y del consultorio de Papá Márquez descendía en cascadas una sinfonía de toses y llantos de criaturas atacadas de tos ferina o de cólico. La casa era una sola imagen, redonda y transparente como una bola de cristal, pero ahora se quiebra y se distorsiona en cien destellos fragmentarios como las cosas que me gustaba mirar al través de un prisma robado a la lámpara del salón.
ÓLO UNA VEZ, RECIÉN CASADO, papá convino en acompañar a mi abuela en uno de sus viajes a Tipacoque. La primera parte del trayecto, hasta el valle de Duitama donde tenía dos haciendas que manejaba mi tío José Miguel Calderón, el viaje se hacía en cupé, tirado por un tronco de mulas con Salvador al pescante. Las jornadas no pasaban de tres horas, porque la vieja se cansaba pronto del polvo y de las incomodidades del camino. Empezaban tarde y con el sol bien alto y no había detenciones en las posadas sino en una especie de campamento. Viajaba ella con mesa de comedor, catre dorado, vajilla, servicio de baño, provisiones de boca, rodeada de un ejército de criados y mulas que cargaban los almofrejes. Papá y los tíos Calderones la escoltaban a caballo y la gente menor viajaba en las monturas de los peones.
SEn Tunja hacía una estación de varios días en la casa de mi tío Aristides; en Duitama pasaba una temporada en un caserón que tenía mi tío José Miguel en la plaza del pueblo, y hoy es colegio de monjas. Hasta allí, mal que bien, tal vez hasta el pueblo de Santa Rosa de Viterbo adonde la llevó el general Reyes, la carretera permitía que rodara el cupé sin muchos inconvenientes. Pero del valle de Cerinza hasta el pueblo de Soatá, donde mi abuela tenía otra casa y hacía otro alto, la cargaban en silla de manos los tipacoques que se turnaban por parejas. Para amansarlos y suavizarles el paso, mi tío Antonio María les hacía un entrenamiento especial en los corredores de Tipacoque. De Belén de Cerinza hasta la aldea de Susacón venía la interminable subida del páramo de Guantiva, entre nieblas y lloviznas, por un camino que no lo era sino apenas una rastra para recuas de mulas. Discurrían largos días en esos llanos pantanosos, desiertos, cubiertos de frailejones, encenillos y digitales, que poblaban el páramo. En Soatá pernoctaba la caravana en una casa que tenía la abuela en la plaza, y allí recibía la visita del cura, las autoridades civiles y una parentela pobre que no había emigrado todavía a la capital. De Soatá a Tipacoque, bordeando agrios peñascos, el camino real de Cúcuta se estrechaba y se agarraba a las lajas y los pizarrales para no rodar al abismo. Al cabo de un mes de semejante ajetreo la abuela llegaba a Tipacoque, donde la recibían con arcos como a su amigo el obispo Maldonado y Calvo cuando caía por allí en visita episcopal. Había pólvora, bailes populares en el patio y gran revuelo de campanas en la capilla.
La vieja se aburría a los ocho días de llegar a la hacienda y daba la orden de regresar con tanta lentitud e impedimenta como había venido. Esto cuando no se aburría por el camino, y antes de llegar a Tunja o a Duitama ordenaba intempestivamente volver grupas y regresar a Bogotá. Yo presumo, por todo esto, que mi abuelo Calderón era un santo.
No conocí aquellos viajes a Tipacoque con mi abuela, pues yo no había nacido todavía, pero en cambio varias veces monté con ella en su silla de manos. Uno de los mayores placeres que podía tener —espaciado y caprichoso pues ella era arbitraria y caprichosa como la Divina Providencia— consistía en acompañarla a la misa del barrio. No era por la misa —aunque ya estuviera preparándome para la Primera Comunión en el colegio de las Hermanas de la Caridad—: era por la silla de manos.
Al fin se acabó la misa, que precisamente ese día el padre Marcelino había rezado con excepcional lentitud.
—¿Por qué son tan largas las misas, Mamá Toya?
—No sea descreído, niño. ¡No sea ateo! Voy a decírselo a mi señora para que no lo vuelva a pasear en la silla de manos.
—Me gusta mucho más la misa del padre Cándido, y es muy corta.
—Hoy el sermón fue una belleza. Duró más de dos horas…
Mamá Toya le echaba candado al reclinatorio, recogía el tapete para poner los pies, cargaba el libro de misa, las gafas de aro de metal y la camándula de cuentas de nácar. En el atrio esperaban Ismael y José Fuentes, uncidos o enganchados a la silla de manos, roja y dorada, con gruesos cristales, como un altar de la iglesia de Tópaga. Mi abuela era alta de cuerpo, vestía siempre de negro y caminaba lentamente como un obispo en misa pontifical.
—¿Por qué mi abuela se viste siempre de negro?
—¡Qué ocurrencias! Pues por el luto…
—¿Por cuál luto?
—Pues por el luto del doctor Calderón. ¿Acaso no quiere a su abuelo Aristides?
—No…, es decir sí… Yo no lo conocí, tú sabes.
—Y si no lo conoció, ¿entonces por qué me pregunta esas cosas?
Mi abuela tenía ojos negros que relucían de inteligencia; una nariz aguileña; el labio inferior grueso y prominente y una mata de pelo gris que detrás de la nuca se anudaba en un grueso moño sostenido con peinetas de carey. En sus últimos años, por alguna promesa que había hecho al Señor de Monserrate o a la Virgen de Chiquinquirá, cambió la mantilla de blonda por una lisa y opaca, de monja, y en lugar del llavero a la cintura se ató la correa negra de los agustinos recoletos. Desde la muerte de mi abuelo ocurrida en los finales del siglo anterior, no visitaba a nadie oficialmente ni oficialmente recibía visitas, aunque su casa estuviera siempre llena de gente. Esto quería decir que nunca, fuera de en los velorios, se abrían la sala y el vestíbulo para dar fiestas o recibir a los contertulios; ni nunca iba de visita a otras casas, así fueran las de los parientes o los más íntimos amigos. Todo esto en homenaje a la memoria de mi abuelo a quien seguramente ya ni recordaba pues se había muerto hacía tiempos.
Ahora la rodeaban los pobres del barrio: una boba que producía un extraño ruido, mezcla de risa y de llanto; una mujer cuyas extremidades terminaban en muñones redondos, como bolas; un viejo con una pierna envuelta en una bayeta roja; otro con una llaga que le había comido las narices; una viuda en harapos y con un niño en brazos, etcétera. Yo conocía sus nombres, pero esto no viene al caso. En segunda fila, tímidamente, se alineaban cuatro o cinco beatas de mantilla verdosa, feas, amarillas, arrugadas, sebosas, desdentadas, que prorrumpían en bendiciones. Mamá Toya recibía de manos de mi abuela una bolsa de cuero y repartía las limosnas refunfuñando y trabándose en ásperas discusiones con las beatas que cambiaban ágilmente de puesto para alargar dos veces la mano y recibir la limosna por partida doble.
Mi abuela saludaba a sus amigos del barrio y conversaba con ellos un momento. —Yo ardía de impaciencia, porque la silla se bamboleaba a dos pasos de distancia, con la puerta abierta—. Yo los conocía a casi todos, pues en el barrio las familias eran amigas en diez manzanas a la redonda. A mi abuela le decían Ana Rosa sus contemporáneos, doña Rosa los amigos de una generación posterior, misiá Ana Rosa las beatas y las señoras vergonzantes; mis tíos le decían mi madre y su merced; mamá y mis tías le decían madrecita, y «mi madrecita» le decíamos los nietos.
Existían ciertos matices de lenguaje para expresar grados de afecto, de parentesco o de diferencias sociales. Al dirigirse a Mamá Toya y al tercer círculo de las sirvientas, mi abuela deformaba voluntariamente o inconscientemente no sólo la gramática sino el vocabulario. A nosotros nos trataba de tú, de usted a las personas de respeto y a Mamá Toya de vos: vos querés, vos tenés, vos decís, cuando a nosotros nos decía tú quieres, tú tienes, y tú dices. Y aun imitaba el lenguaje incorrecto de Mamá Toya y las sirvientas con cierto dejo irónico, cuando empleaba extrañas palabras y locuciones que ellas usaban. Bellas palabras —columbrar, atisbar, alaraquear, serenar, aína, no dejante— que años más tarde habría de tropezar en los clásicos, descubriendo con alegría que ese mundo inferior de los cocheros, los jardineros, los peones y las sirvientas que venían de Tipacoque, se expresaba en un lenguaje arcaico, detenido milagrosamente en la época de la Colonia. Mamá Toya hablaba de los humores del cuerpo —no es que Dámaso, el jardinero de Santa Ana, huela: es que tiene «mal humor»—, de los temperamentos —el de Bogotá es frío y no tibio como el de Tipacoque—, de las «malezas» que aquejaban a mi abuela cuando no se quería levantar. Las palabras que se referían a los animales, a las faenas campestres, a los objetos de la artesanía popular, tenían un sabor que en vano trataría uno de encontrar en el lenguaje deshuesado, algebraico, esquemático, de los medios llamados cultos. En estos el lenguaje no se enriquece sino que se cristaliza y se tizna al contacto con los extranjeros, que para un medio tan aislado y recoleto como el de Bogotá, eran los libros. Nosotros también teníamos nuestro lenguaje particular, con expresiones convencionales y palabras claves de nuestra invención, a fin de aislarnos mejor del mundo circundante. Cuando tuve mi primera novia, el paso del ilustre usted al tú me pareció tan importante como el primer beso. El tú era un acto de violación de la intimidad ajena, una caricia, y al decir tú sentía una voluptuosidad tan grande como la de los místicos cuando en el más alto grado del arrobamiento comienzan a tutear al Señor.
Por fin entraba mi abuela en su silla de manos y daba la orden de marcha.
—¡Santíguate!
—¿Para qué, madrecita?
—El padre Astete dice: al salir de la casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir…
—Pero de la silla de manos no dice nada, pensaba yo.
Descendía el extraño vehículo unos cincuenta pasos por la calle 11, hasta detenerse ante los conventos de Santa Inés y la Concepción: dos viejos caserones coloniales situados frente por frente al Palacio del Arzobispo. Mi abuela les enviaba semanalmente sendos mercados, pues esas pobres viejas vivían de limosna y por lo general muertas de hambre. Tenían los conventos en el patio ulterior una campana gangosa que se echaba a vuelo un día sí y otro no, anunciando a las gentes piadosas que las monjitas no tenían un pedazo de pan para llevarse a la boca. De las principales casas del barrio de La Candelaria acudían entonces sirvientas con soperas humeantes, panes recién horneados y talegos de papa o de maíz.
—¿Qué hacen las monjas?
—Rezar por nosotros. ¿Qué querías que hicieran?
11, decían las señoras viejas, para proteger a todo el barrio. Yo hubiera querido verles el rostro cuando hablaban con mi abuela por entre las rejas o cortinas negras, en el locutorio del convento. Por más esfuerzo que hacía no vislumbraba nada. Mi tía Magola logró vencer los escrúpulos de una de esas viejas ancianas hermanas de mis abuelos, y contaba que cuando la monja descorrió la cortina negra que cubría la reja, y se levantó el velo de la cara, vio con horror una momia, arrugada como una ciruela pasa, desdentada, descarnada y amarilla, cuya sonrisa era una mueca que recordaba la muerte.
Eran unos pararrayos puestos en la calleY otra vez, llamado por el médico del convento que por anciano y ser muy cegato no podía poner inyecciones, mi tío Manuel Antonio fue a uno de los dos conventos a inyectar a la reverenda madre, que tenía más de noventa años. La hermana tornera lo condujo por unos corredores helados al través de salas esteradas y sombrías, que olían a moho y a ratón muerto. Al verlo de lejos y escuchar la campanilla que agitaba continuamente la hermana tornera, las viejas monjas se cubrían el rostro con el velo y se santiguaban de prisa. Ya en la celda de nuestra reverenda, halló que esta yacía en una cuja de palo vestida de pies a cabeza, cubierta con una burda tela de lienzo y con la cara tapada. Con voz cascada y gangosa le pidió a mi tío, por la pasión de Nuestro Señor, que le pusiera la inyección al través del hábito, para que no le viera una pulgada de pellejo. «¡Avemaría Purísima!», exclamó impaciente mi tío Manuel Antonio. «¡Concebida sin pecado y por la gracia de Dios!», respondió piadosamente la monja.
—Lo mejor es que su Reverencia se desvista si quiere que le ponga la inyección. Todas ustedes están viejas, flojas y arrugadas, y a mí estas cosas ya no me impresionan.
Cumplido el deber familiar de visitar a las monjas mi abuela volvía a su silla. Por la calle de La Candelaria se dirigía a su casa que quedaba al cruzar la esquina, en mitad de la otra calle. Pasado el alto y ciego paredón de la iglesia, se abría el estrecho zaguán que daba acceso al convento de los candelarios. Ella era grande amiga de esos viejos chapetones que por las tardes y por parejas —el padre Cándido y el padre Alberto, el padre Luciano y el padre Manuel, el padre Marcelino y el hermano Cirilo, el padre Leonardo y el hermano Jacinto— iban a verla al cuarto de vidrios y a tomar chocolate. Sin desmontarse de la silla mandaba llamar al padre Alberto con el cual mantenía largas conversaciones sobre la canonización del obispo Moreno, en la cual ella y el convento —al parecer ni el Nuncio ni el Vaticano— estaban muy interesados. El proceso se arrastraba con la lentitud de su silla de manos. El santo obispo Moreno fue un Prefecto Apostólico de Casanare, donde los candelarios tenían una fundación pues aunque eran muy sedentarios, al fin y al cabo tenían que justificar su condición de misioneros. El obispo murió de un cáncer en la garganta y para subir a los altares le faltaban tres milagros. En buscárselos, a la abuela y al padre —que cargaban a la mano toda clase de reliquias, por si era el caso— se les fue media vida.
Ya en la esquina nos deteníamos ante la tienda del señor Patiño, llamada El Pórtico —«Especialidad en Misceláneas»—, pues mi abuela había entrado en la tentación de comprar unos ovillos de hilo o unas agujas de coser. Sobre ese señor corría una copla que le compuso algún «ingenio» cuando el hombre —que tenía un espeso bigote blanco y unos lentes redondos de aro de plata— recibió calabazas de una bella muchacha bogotana:
Cuando tú me despediste
despreciando mi cariño
dije en El Pórtico triste:
Me alejo, María Patiño.
12, se encontraba primero la casa de mi tía Amelia Pérez, viuda de Clímaco Calderón, primo hermano doble de mi abuelo. La tía Pérez era hija de don Santiago, expresidente en tiempo de los radicales. El mayor de sus hijos se mataba estudiando, mientras lo mató de veras una tuberculosis en París unos años más tarde. Luego seguía la casa de los Bermúdez Portocarrero, asiduos contertulios del cuarto de vidrios. Finalmente la de mi abuela, con el zaguán ya lleno de clientes de papá Márquez, y pobres que esperaban las sobras de comida que repartía la cocinera. Frente a la casa los vitrales de la Nunciatura relucían al sol como ventanas abiertas a un cielo imaginario.
La silla de manos se balanceaba suavemente por la mitad de la calle que era empedrada y con arroyo al medio. De la esquina hacia abajo, por la calleEl paseo terminaba. Mi abuela se sentaba en su cuarto de vestir, ante una mesita donde exhalaban su aroma la changua, el café con leche y el amasijo de María Mayorga. Mamá Toya desataba el plateado caudal de sus cabellos y se ponía a cepillárselos y partírselos en trenzas mientras ella comía. La vieja me daba a mordisquear una tostada todavía caliente, y me despedía inclinando un poco la cabeza para que yo le diera un beso. Por orden suya Mamá Toya me entregaba una de las manzanas canelas que había en los armarios, para perfumar la ropa.
Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño?
Por una manzana que se le ha perdido.
Pues entra a la huerta y cógete dos,
Una para el niño y otra para vos.
Mi abuela se retiraba pronto a su alcoba, seguida de Mamá Toya, porque sentía «el trastorno». Hasta pasado mediodía, cuando tomaba posesión de su silla en el cuarto de vidrios, permanecía encerrada. Oficialmente se decía que recostada mientras le pasaba el trastorno y Mamá Toya le daba a beber una taza de agua de coca y le frotaba las sienes con agua de Colonia. Según retazos de conversaciones que había pescado al vuelo en la despensa de Emilia Arce, el trastorno consistía en que la vieja, vanidosa a pesar sus ochenta años, se pintaba las mejillas con ungüentos que Mamá Toya le compraba en la farmacia de los Montañas, en la Calle Real.
—Hoy se le fue la mano a mi señora Ana Rosa y amaneció más rosada que nunca —le oí decir una vez a mi tía Magola. Era uno de esos días grises, azotados por la llovizna, que sumían en tinieblas toda la casa, pues durante el día los Samper no «echaban» la luz.
Entraba la vieja como una reina, pasado el mediodía, y preparaba su labor en el costurero lleno de cintas, ovillos, encajes, dedales y tijeras. Una o dos horas más tarde le traían el almuerzo que tomaba allí mismo, pues al comedor sólo pasaba los domingos y en las fiestas solemnes de la Semana Santa. Alguien la acompañaba mientras duraba el almuerzo. Pasado el cual ella se retiraba otra vez a su alcoba, a dormir la siesta, y resurgía a las cuatro de la tarde cuando comenzaban a llegar las visitas para el chocolate o el café con leche de las onces.
El gran reloj de pared hacía tic-tac, cuando las conversaciones cesaban un momento. Mi abuela, mirando el cuadrante por encima de los anteojos, mientras enhebraba una aguja exclamaba:
—¡Dios mío, las cuatro! ¡Cómo pasa el tiempo!
* * *
La Presidencia de la República tenía un landó, que se mecía como una cuna en sus tirantes de cuero. A las carreras y batallas de flores en el Hipódromo de la Magdalena, cuya entrada era una larga avenida flanqueada de eucaliptos gigantescos, los cachacos iban en cabriolet tirado por un solo caballo. En un plano inferior seguían las carretas que usaban los hacendados de la Sabana para el transporte de las cantinas de leche. Luego los carros de yunta, con yugo, lanza gruesa como el tronco de un árbol y pértiga con una espuela en la punta para picar a los bueyes. En realidad, y durante el curso de la vida, las gentes empleaban todos esos transportes. A casarse iban a la iglesia en cupé; a carreras, en cabriolet; a pasear, en victoria descubierta; en carreta a la iglesia del pueblo cuando veraneaban, y en carro de yunta aunque fuera duro como un palo —y era de palo— y lento como un buey —pues lo tiraban dos bueyes— se hacían los paseos al Salto del Tequendama por un camino arrugado y resbaloso que bordeaba el río.
Hastiada de mirar el mundo a través de los vidrios de la galería, en la cual flotaba una imperceptible nube de humo de tabaco, ordenaba a Salvador preparar la victoria y se iba de paseo. Sólo ocasionalmente gozaba el privilegio de salir con ella y montar en el coche que despedía un grato aroma a cuero curado y a sudor de caballo. Nos cubríamos las piernas con una manta suave y espesa, por un lado gris y por el otro verde.
—¿No me dejas subir al pescante?
—¿Prefieres la compañía de Salvador?
—¡No, no! Era por no dejar…
Y hubiera dado cualquier cosa por encaramarme en el pescante al lado de Salvador, calzado de polainas y en la cabeza un sombrero de copa con su cucarda tricolor; pero sólo pude alcanzar este deseo años más tarde, cuando nos trasladamos a vivir a Santa Ana y él me entregaba las riendas de vez en cuando.
Por ir sentado en el «estrapontán», frente por frente de la abuela, veía el mundo en fuga hacia atrás. La victoria se mecía sobre los muelles, como una hamaca, por la calle empedrada que descendía en pendiente hacia la Calle Real. Allí torcía a la derecha, siguiendo la línea del tranvía que era de mulas y comenzaba a convertirse en eléctrico en algunos trayectos todavía escasos.
—¿Para qué tranvías eléctricos? Ya no se podrá andar por la calle.
Dejábamos atrás entre la marea de los tejados y las manchas verdes de los jardines y de los solares, primero las torres encaladas de la Candelaria, luego las de la Catedral doradas por el sol, la cúpula redonda de Santo Domingo con sus tejas vidriadas, la torre cuadrada de San Francisco, la fea torrecita de la Veracruz, la torre minúscula de la Tercera, la blanca espadaña de Las Nieves, las rejas del parque del Centenario y el Bosque de la Independencia, y finalmente la tosca espadaña de la iglesia de San Diego.
Su capellán, el padre Almansa, era un anciano simple como un santo medioeval y vestía el hábito de estameña azul que los franciscanos habían usado cincuenta años atrás. Al pasar por allí lo veía sentado en una piedra al pie de la tumba del virrey Solís, cuya extraña historia oí contar infinidad de veces, pues con la de la Mula Herrada, la Emparedada y el Crimen de los Alisos, era de aquellas que constituían el plato fuerte en los relatos de las costureras y las sirvientas viejas.
—¿Tú crees que el padre Almansa es un santo?
—Eso lo sabrá Dios.
—¿Y qué es ser santo?
—Ser santo es ser un hombre de Dios y vivir como Dios quisiera que viviéramos todos.
—¿Con un hábito azul y pelos grises en las orejas?
—Cállate. ¡No digas boberías!
Hasta ahí llegaba Bogotá. La Calle Real que se había vuelto Camellón de Las Nieves, pasados los parques de San Diego y de la Independencia, del Panóptico hacia el norte, se convertía lisa y llanamente en el camino real. Muchas calles eran todavía empedradas, con cantos redondos de río. Otras empezaban a cubrirse de asfalto. La ciudad era chata, homogénea, con casas de uno o de dos pisos, conventos ciegos del tiempo de la Colonia, gabinetes y miradores, ventanas de balaustres, anchos zaguanes siempre abiertos y balcones corridos.
5.ª no habían construido su bella casa de ladrillos, con balcones de balaustres de hierro forjado; ni los padres candelarios habían reformado bárbaramente las torres de su iglesia; ni un coterráneo de mi abuela se había arruinado en esa casa de piedra que hoy ocupaba la Nunciatura Apostólica. Las mujeres eran más elegantes, las muchachas más bonitas, los caballeros no usaban esos horribles borsalinos que ahora estaban de moda, y los bailes en las casas bogotanas eran tan suntuosos como nadie podría soñar. Las familias no se habían ido a vivir a barrios lejanos, en el Camellón de Las Nieves y en el parque de la Independencia; y ahora se veían muchos artesanos por la calle y gentes ordinarias llegadas de provincia. Olvidaba mi abuela —de paso— que ella era una señora provinciana a quien Tipacoque le hacía falta aún en Bogotá.
Quedaban atrás y se alejaban rápidamente las casas de los vecinos. En la cuadra próxima a la Calle Real se veían el almacén y los baños de La Rosa Blanca, las tiendas de unos relojeros suizos o alemanes y el famoso almacén de Victor Huard, en toda la esquina. El descenso por aquella calle despertaba en mi abuela los mismos recuerdos y las mismas observaciones sobre lo que había cambiado la ciudad desde los tiempos en que mi abuelo había sido nombrado Secretario de Gobierno en la administración del señor Núñez y se instaló con la familia en Bogotá. En esa época los vecinos de la carrera—En mi primer baile de casada, cuando tu abuelo era presidente del estado soberano de Boyacá, me puse un traje tan descotado que tu bisabuela me colocó sobre el pecho un cuadro de la Santísima Trinidad.
—¿Eso para qué, dime? ¿Era más bonito?
—Eran otros tiempos…
En la calle 12 había una maravillosa tienda de juguetes que se llamaba La Poupée.
—¿Cuándo es la Nochebuena? ¿Está todavía muy lejos?
—Estamos en mayo apenas… ¿Por qué me lo preguntas?
—¿Crees que el Niño Dios habrá visto los trenes de cuerda que llegaron a La Poupée?
En la Calle Real se veían boticas y grandes almacenes oscuros, misteriosos, con un gato soñoliento sobre el mostrador y un señor calvo y amarillo que parado en la puerta miraba pasar la gente. En las boticas vendían unas gomas verdes, azules, rojas, amarillas, que sabían a hoja de eucalipto y producían un chorro de aire frío en la garganta cuando las tomaba porque me daba tos. Desgraciadamente, ahora no tenía tos.
De dos o tres cafés se volcaba sobre la calle, al través de las celosías de la puerta, un olor a empanadas fritas y a cerveza.
—¿Qué hacen los señores en los cafés, madrecita?
—Conversar, jugar al billar, tomar una copa de brandy, qué sé yo…
—¿Cuándo podré ir yo a los cafés?
—Los niños no van nunca a los cafés. Las personas serias tampoco. Tu abuelo nunca puso los pies en un café…
La gente principal de la ciudad se componía de comerciantes que todo lo importaban del exterior —telas, rancho, calzado, trajes, licores, dulces— más unas cuantas familias que alternaban el comercio con la agricultura en las haciendas de la Sabana. Los empleados públicos y privados morían en sus puestos, y en ciertas épocas de inanición, cuando el Gobierno no tenía con qué pagarles los sueldos ni a los agentes de la Policía. Bogotá era la única ciudad del mundo, tal vez con alguna de Holanda, donde el comercio gozara de prestigio social. Se contaba que un diplomático español que llegó a Bogotá en los primeros años del siglo, lo primero que hizo fue visitar los almacenes de la Calle Real y de la calle de Florián para remozar su guardarropa, pues había sudado sus elegancias Magdalena arriba, y en los trasiegos del viaje había perdido varios kilos y varios trajes. Recién llegado fue invitado a un baile muy elegante, de los que solían darse en aquellos tiempos. Cuando le presentaron unos caballeros de frac, acompañados de hermosas señoras cubiertas de joyas, le preguntó con extrañeza al amigo que lo había llevado a la fiesta:
—¿Y han invitado a un baile como este a estos señores que ayer me vendieron el uno unos guantes, el otro un paraguas, aquel un par de zapatos, el que está en el rincón unas mancornas?
El amigo lo dejó todavía más perplejo cuando le explicó que el señor que le había vendido los guantes era el que daba el baile.
Otras veces, en lugar de seguir la carretera del norte hacia Chapinero y Usaquén, la victoria descendía por la avenida Colón para tomar en Puente Aranda el antiguo camino de occidente por el que huyeron los virreyes. Un poco abajo de las estatuas de la Reina Isabel y de Cristóbal Colón, al dejar atrás la estación del ferrocarril de la Sabana y el reformatorio de Paiba, la avenida se volvía un camino. Cada dos o tres kilómetros se ensanchaba formando una minúscula plazuela, y las tapias se abrían en semicírculo con el objeto de que en los tiempos de la Colonia pudiera dar la vuelta la carroza del virrey, de la que tiraban dos parejas de mulas. No era raro encontrar por allí señores a caballo, enzamarrados, con la ruana terciada. Eran «orejones» sabaneros que volvían de sus haciendas, de vigilar la trilla o el ordeño.
La carretera del norte, pasada la iglesia de San Diego, se abría ancha y polvorienta. Era frecuente encontrar recuas de burras cargadas de carbón de palo, que bajaban de La Calera; o partidas de ganado llanero, calzados los animales de alpargatas, que venían de los Llanos del Casanare; o carros de yunta cargados de tierra y arena, de las canteras de Usaquén; o indios que llevaban a cuestas jaulas de huevos o de pollos.
Mi abuela aprovechaba esos paseos para visitar a mi tío Luis que acababa de construir una quinta llamada Albania, con galería de vidrios, mirador que recordaba una torre, y esto en medio de un parque sembrado de árboles. Cuando no echábamos pie a tierra en Albania, seguíamos carretera adelante: choc, choc… choc, choc… al acompasado trote de los caballos. Mi abuela tenía una quinta de recreo, en la cual pasaba temporadas cuando quería cambiar de aire sin dejar la Sabana, que le gustaba mucho. La quinta estaba situada cerca de una quebrada que bajaba del cerro y frente por frente de Villa Sofía, que había construido el general Reyes durante el Quinquenio. A Santa Ana la rodeaba un jardín, sobre la carretera tenía una verja de hierro, y la entrada era una larga avenida con arcos de rosales que olían a gloria cuando salía el sol después de un chubasco o de una llovizna. Era un olor dulce y penetrante, el mismo de esas cajas de almendras de colores muy pálidos que llegaban de Europa. Cuando no estaba ocupada por nadie, cuidaban de la casa Juan el jardinero y María su mujer. Aquel era un hombre robusto, silencioso, de ojos azules y con el rostro oculto en una maravillosa barba blanca. Había servido de modelo para el San Pedro que el padre Páramo pintó en la cúpula de la Catedral, y por eso era el único hombre que con toda seguridad se encontraba en el cielo —el de la Catedral— aun desde la época en que tenía los pies puestos en la tierra como cualquier ser humano.
Mi abuela daba una vuelta con María por los largos corredores de la quinta, hacía abrir los cuartos que olían a polvo o a humedad, entraba en el salón donde se hacían visita los muebles cubiertos con forros de tela, se sentaba en el vestíbulo en una mecedora mientras fumaba su medio cigarro, y subía otra vez en el coche.
—¡Vamos! ¡Hijo!… ¿Dónde se habrá metido ese muchacho, María?
Yo me había subido a los árboles. En esa época, era un perfecto bosquimano.
Juan esperaba a mi abuela con un enorme ramo de rosas y claveles, y el paseo terminaba.
I PRIMERA COMUNIÓN NO ME impresionó mucho, a pesar de sus preparativos espirituales y materiales: pláticas sobre el infierno y el cielo en el oratorio de las Hermanas de la Caridad, visitas a una costurera para la fabricación del traje marinero, y al reformatorio de Paiba para la confección de unos zapatos. Por cierto que era una delicia sentir la caricia del lápiz del oficial de zapatero cuando contorneaba el pie para pintar sobre un papel el molde de la futura suela.
M—Hay que dejárselos un poco más grandes —explicaba Cacó—, porque este niño está creciendo mucho.
—¿Entonces para qué me dibujan los pies? ¿Sólo para hacerme cosquillas?
Me aprendí de memoria el Catecismo del padre Astete. Por insinuación del padre Jáuregui mamá me dio a leer las vidas ingenuas y tontas de San Luis Gonzaga, San Estanislao de Kostka y San Juan Bergman, niños santos de la Compañía de Jesús. Esas historias me gustaban mucho menos que las de Tom Playfair, Percy Wynn y Enrique Dy o que los personajes infantiles de los cuentos de Corazón de Amicis; y a las pláticas sobre el infierno y el cielo prefería los relatos de Mama Tayo sobre espantos y aparecidos.
Era capaz de imaginar el infierno como una marea de lava derretida que quemaba, sin consumir, los cuerpos de los condenados. Me sobrecogía de espanto cuando el padre León Ortiz contaba el caso de la monja de Milán, la cual prometió visitar después de muerta a una compañera suya que dudaba de la existencia del purgatorio. Cuando la monja murió y regresó al oratorio del convento donde la otra se hallaba en oración por su alma; cuando puso la mano esquelética sobre una batiente de la puerta que crepitó como tocada por un ascua; cuando el padre León, que tenía cara de caballo, gritaba entonces con una gran voz que hacía tintinear los cristales de la capilla:
—¡Sí hay purgatorio! ¡Vengo a darte la demostración irrefutable en esta huella de mi mano ardiente!
Cuando pasaba todo esto, todos los niños de la Primera Comunión perdíamos el resuello; y el padre León, que abusaba de ciertos recursos oratorios, tiraba en ese momento el breviario que tenía sobre la mesa con un fuerte movimiento de la mano.
Al cielo, en cambio, no lo podía imaginar, ni el padre León lo podía describir, y de ahí que la parte más floja de los retiros fuera la dedicada a las delicias de los bienaventurados en el cielo. Las razones de este desequilibrio podrían ser dos: el que yo estuviera viviendo en un paraíso terrestre, y la incapacidad que tiene el hombre en general para concebir y describir la felicidad absoluta. Cualquier momento feliz, prolongado indefinidamente, se convierte como las cosquillas que me hacía en los pies el lápiz del zapatero de Paiba, en una tortura china. Hasta los dioses griegos se aburrían en el Olimpo y se mezclaban con los seres mortales, se ponían a jugar a la guerra con Aquiles y Ulises, y tomaban partido entre los amigos y enemigos del rey Agamenón. Yo llegué a pensar, o pensaba entonces, que lo que pasó con Adán y Eva fue que se aburrieron en el Paraíso. A Cacó, mi muchacha, a mi hermano menor y a mí, las historias que verdaderamente nos hacían gozar eran las que nos hacían sufrir.
Los héroes infantiles que me impresionaban profunda y perdurablemente podían ser jóvenes u hombres maduros, o niños como los príncipes de los cuentos de hadas; pero tenían que ser activos y vitales, violentamente proyectados sobre el mundo en el cual se plasmaba su voluntad dominadora. El heroísmo al revés, el de los niños santos que renunciaban a la tarea de luchar, vencer y vivir, me dejaba completamente indiferente. Si en lugar de la vida monótona de San Luis Gonzaga me hubieran puesto entre las manos, adaptada a la comprensión de un niño, las biografías de San Pablo, de Juana de Arco, de San Agustín, estoy seguro de que otro gallo distinto del de San Pedro el día de la Pasión me hubiera cantado. Pero el ideal religioso de la vida era un renunciamiento, una fuga, una claudicación, una derrota, y esto mi condición de niño que vivía soñando con el porvenir no lo podía aceptar. Entre San Francisco, que colgaba las armas de caballero para vestir la estameña sucia y áspera de los padres mendicantes, y don Alfonso Quijano que arrojaba lejos de sí el modesto atuendo de hidalgo campesino para vestir la armadura y calzar la espuela de don Quijote de la Mancha, yo escogía cien veces al segundo. También es cierto que todo esto es mera especulación extemporánea, pues cuando era niño, aun el propio día de mi Primera Comunión, no quería ser santo.
Mi primer confesor, el padre Gómez, era un hombre de una ternura casi maternal. Yo me había acercado temblando al confesionario, para mi primera confesión. No recuerdo cuáles serían mis pecados, aunque los había estudiado minuciosamente con mamá en un libro de misa al cual ella había tenido la precaución de arrancarle el capítulo relacionado con los pecados capitales. El padre Gómez estaba en el confesionario entregado a escuchar a los niños y a componer su reloj. Este presentaba al desnudo, sin tapa, por el revés, su complicado mecanismo.
—Pero ¿será un reloj? ¿El reloj que mide el tiempo de la eternidad? ¡No puede ser! El reloj de la eternidad, tal como lo pintan en las ilustraciones de mi Historia Sagrada, es un reloj de arena. Lo que el padre Gómez tiene en la mano debe ser otra cosa…
Debía ser, pensaba yo, un aparato necesario para producir el milagro de la absolución de los pecados. Hubiera querido preguntarle si en mi caso el aparato marchaba y se portaba bien, pero era muy tímido y no le pregunté nada.
Hubo piñata, pues conmigo habían hecho la Primera Comunión dos de mis primos. Vinieron muchos niños al jardín y recibí bellos regalos: pilas con ángel, ángeles sin pila, libros de misa con esquinas de concha, libros de misa con un escondrijo para la camándula, libros de misa sin camándula, crucifijos, niños dioses de loza, de pasta o de madera pintada. Recibí, aun en ejemplares repetidos cuya existencia se fue liquidando en regalos de primeras comuniones posteriores, todo lo que en artículos piadosos vendían El Mensajero y El Vaticano. Lo más emocionante de la ceremonia en la capilla del colegio de la Presentación fue el coro de los primeros comulgantes, vestidos de marinero, con un gran lazo de cinta en el brazo y un cirio en la mano. Subíamos al altar cantando en coro: «Ya llegó la fecha dulce y bendecida, hoy es la mañana bella de mi vida», acompañados por el órgano. Las mamás no podían reprimir los sollozos y durante un momento pensé que así, con ese canto y esa música y ese acompañamiento de lágrimas al fondo, al morir se debía entrar al cielo.
Mi infancia estaba llena de monjas y de frailes. A algunos los quise como si fueran viejos tíos. Me daban estampas religiosas o caramelos que olían a menta y a tabaco, extraídos de las profundidades insondables de los bolsillos del hábito. Había otros que apestaban fuertemente a sudor y a mugre, y me inspiraban una repulsión física. Al padre Alberto, el candelario esquelético y quisquilloso que trabajaba con mi abuela en la canonización del obispo Moreno, le tenía miedo. Por nada en el mundo me hubiera quedado a solas con él. Parecía la encarnación, la osificación de los santos huraños y enigmáticos que colgaban en las paredes del oratorio. Cuando revestía los ornamentos para celebrar, cualquiera pensaría que no sería capaz de soportar sobre los hombros el peso de la casulla bordada de plata y oro.
La de la fiesta de los mártires era de un rojo vivo y me llenaba de entusiasmo; la de la fiesta de la Virgen era azul, de un color tierno e infantil que me ponía melancólico; la de los muertos, negra y opaca, me deprimía profundamente; la blanca, con su cruz dorada a la espalda, debía ser la que en el cielo revestían los santos el día del Juicio Final.
Al padre Cándido lo quise entrañablemente, mucho más que a parientes a quienes nunca veía. Mi abuela lo llevaba a veranear con nosotros para que dijera la misa, encabezara el rosario y jugara a las damas. Hacía trampas, pero eso no tiene la menor importancia. Tenía una voz suave y armoniosa y nos enseñaba a cantar canciones españolas, de su tierra natal.
A la valencianita, trán tran
A la valencianita, trán tran
le di un pañuelo…
con el ran cantaplán chin chin, miau miau
¡le di un pañuelo!…
Se parecía a San Ignacio de Loyola, por lo menos a ese hombre ascético, calvo, de ojos iluminados, que se ve en la estampa que solía pegarse en el revés de las puertas. Tenían esas estampas una leyenda que decía: «¡Al demonio, no entres! Decía este gran Santo…».
Al padre Leonardo, al padre Manuel, al padre Luciano, al padre Marcelino, los recuerdo mal pues por ningún resquicio de mis sentidos lograron penetrar en el huerto sellado de mi imaginación infantil. El padre Jáuregui era un jesuita anciano, encorvado, suave, a quien quería y admiraba mamá. Yo lo veneraba como a un santo y me sorprendía que todavía no hiciera milagros. Cuando en vísperas de los primeros viernes mamá nos llevaba a confesar con él en el templo de San Ignacio, el ángel de mi guarda por boca suya ya le había explicado al padre mis defectos y debilidades, por lo cual me desconcertaba su clarividencia.
—¿Nada más, hijo?
—Nada más, padre.
—¿Y esas cóleras que tienes a veces, sin motivo? ¿Y esas palabrotas que les dices a las sirvientas? ¿Y esas peleas con tus hermanos?
—Eso es así, padre, pero se me había olvidado.
En cambio me producía una invencible antipatía otro jesuita que frecuentaba la casa, el padre Larrañaga, un pelotari gigantesco, vestido con un hábito grasoso y brillante. Hablaba a gritos y me estrechaba contra el vientre, casi hasta asfixiarme. Hacía preguntas indiscretas, era vulgar e impertinente y presumo que carecía por completo de eso que Pascal llamaba «l’esprit de finesse». Y había el doctor Brigard, y el doctor Concha, hijo del presidente. Los dos fueron mis profesores en el colegio, el uno de Historia Sagrada y el otro de Apologética; y el doctor Tejeiro, latinista, secretario del padre Alberto para el asunto de la canonización del obispo Moreno; y el doctor Vergarita, un cura loco que vivía en la misma manzana de mi casa. Tenía una obsesión por la gramática. Detenía en plena calle a cualquier pareja de señoras que iban monologando a dúo, como suelen dialogar las señoras.
—Sepan ustedes que no se dice habían sino había, y la expresión «nada que te pinte» es cursi y muy incorrecta.
El hermano Jacinto, sacristán de la Candelaria, hacía girar la cabeza como si la tuviera plantada sobre esferas. Pertenecía al proletariado, o mejor, al artesanado eclesiástico. Cuando yo iba a misa a la Candelaria me sorprendía la agilidad de Jacinto al trepar por las cornisas del altar mayor a limpiar los santos o a despabilar una vela.
—Si vive como los padres y con ellos, ¿por qué no es sacerdote, mamá?
—Eso es difícil. No creas que amar a Dios consiste solamente en ayudar a misa.
—¿Por qué, hermano Jacinto, no le pide al padre Luciano que lo deje decir misa? —le pregunté alguna vez en la sacristía, adonde nos invitaba a escurrir las vinajeras.
—Porque no sé latines, hijo. Jacinto es un ignorante.
Era tan grande su desprendimiento que se refería a él mismo en tercera persona.
Para levantar un poco la vulgaridad de los sermones de los candelarios, cuya iglesia tenía en la cúpula unos frescos pintados por el padre Leonardo, el padre Carlos Alberto Lleras, hermano del profesor Federico, les echaba una mano de vez en cuando, sobre todo en Cuaresma. Cuando hablaba el padre Marcelino los grandes oradores sagrados de la época acudían a oírlo en calidad de penitencia. Cuando ocupaba el púlpito el padre Lleras, todos los señores del barrio, comenzando por los liberales manchesterianos como papá y el profesor Federico, se precipitaban a oírlo. El pulpito se volvía un Sinaí, y el padre, arrebatado por la ira, era de una elocuencia formidable.
Porque además de elocuente tenía un carácter irascible. Para un sermón de las siete palabras se venía preparando desde hacía varios meses, y en los últimos días lo ensayaba en el solar de la casa del profesor Federico, donde vivía por entonces. Y Carlos, su sobrino, a quien le gustaban los versos y los discursos, espiaba con apasionamiento los ajetreos intelectuales de su tío cura.
—¿Sabes? —le dijo este cuando la familia en masa se trasladó a la iglesia, la tarde de aquel sermón memorable—, a mi sermón le quedó faltando pulimento.
Y tres horas después, cuando terminada la ceremonia religiosa todos los vecinos importantes del barrio se congregaron en el atrio —el doctor Antonio Gómez, el millonario Vargas, el profesor Federico, Monseñor Zaldúa, el doctor Bermúdez, Monseñor Valenzuela, papá, mis tíos, etcétera— para felicitar al padre Lleras, este, embozándose en el manteo, le preguntó a Carlos:
—¿Y cómo te pareció el sermón, hijo?
—Para serle franco, tío, ¡yo creo que siempre le faltó pulimento!
El abate le atizó un coscorrón que por poco lo mata.
Yo jugaba como todos los niños a ser ermitaño del desierto en una cueva armada en algún rincón del jardín, con latas y cartones; pero nunca dije misa como mi hermano mayor, revestido con ornamentos de papel pintado; ni prediqué como uno de mis primos, ni confesé a mis primas, ni aprendí a acolitar al padre Cándido. Sin embargo tenía un espíritu profundamente religioso y vivía en comunión constante con un más allá al cual deseaba llegar arrebatado por la gloria, una gloria de héroe, de sabio, de mártir, que no distinguía bien.
La mayor diferencia que encontraba entre los niños y las personas mayores consistía en que estas eran realidades concretas mientras que nosotros sólo podíamos encarnar temporalmente cuando jugábamos a ser sacerdotes, o militares, o toreros, o ladrones. Mamá era una santa, papá era un héroe que había estado en la guerra montado en un caballo blanco y con una espada en la mano; y como el Dios Padre, más allá de la santidad, el heroísmo y la sabiduría, mi abuela era todopoderosa.
Cuando pocos meses antes de su muerte mamá comenzó a languidecer como una flor que se amarilla, se marchita, se desgonza y finalmente se desgaja del tallo que la ligaba al tronco del árbol, yo rezaba sin parar, convencido de que si dejaba un momento de hacerlo mamá se moriría sin remedio. Cuando la vi morir caí en un estupor religioso. No volví a poner los cinco sentidos en la oración, me limitaba a recitar todas las noches lo que ella me había enseñado, y rezaba conmigo antes de darme la bendición y un beso que rozaba mi frente como el ángel del sueño.
Todo esto vino después, cuando dejé de ser niño. Ahora, a muchos años de ese aciago día, no me pasaba por la imaginación la idea de que mi abuela y mamá pudieran morir. El mundo era dorado y azul, con nubes redondas que flotaban en el cielo de la Sabana. No me gustaba, digo, jugar a ser cura, ni tampoco tenía la menor intención de volverme santo. Pero con los fantasmas y los aparecidos había establecido una comunicación constante. Conocía puertas misteriosas del otro mundo: el cuarto pequeñito debajo de la escalera que llevaba al consultorio de papá Márquez, y un pequeño tragaluz que aparentemente servía para ventilar el sótano debajo de la galería de cristales donde se la pasaba la abuela. Si me encaramaba a los árboles del jardín era para mirar a lo lejos, y si caminaba por el tejado de la casa, a riesgo de romperme las piernas, era para mirar más alto. No establecía fronteras entre el mundo del más allá y el mundo de más arriba, el que se sujetaba a la geometría y al sistema métrico decimal. El cielo debía quedar más alto que el tejado, el más allá al otro lado de las tapias del jardín y el oscuro y frío pasadizo de la muerte podía ser el tragaluz del sótano o el cuarto que quedaba debajo del rellano de la escalera.
Los frailes amigos de la casa nada tenían que ver con estas cosas. Flotaban como barcos en el mar del recuerdo, sin dejar otra estela que su imagen física arrebujada en manteos de color negro.
* * *
Brincando de rama en rama de los brevos del jardín, acababa encaramado en las bardas de la tapia que lo separaba del solar del escritor Gómez Restrepo, del patio del millonario Vargas y del lavadero de la casa de los Cárdenas. Estos vecinos habían llegado hacía poco de Roma donde su abuelo, el expresidente Concha, era embajador ante el Vaticano. El lavadero de los Cárdenas y el patio trasero del millonario Vargas —viejo agrio y solterón— atraían mi curiosidad mucho menos que la casa del escritor Gómez Restrepo. Tenía miedo de que las sirvientas de esas casas me vieran y pusieran la queja, pues de vez en cuando rodaba una teja y se hacía añicos contra el suelo. Era un peligro mortal. Mamá Toya contaba que siendo todavía niña, la hija mayor de mi abuela murió cuando jugaba a las muñecas en el jardín y le cayó una piedra en la cabeza, arrojada por alguien desde una casa vecina. De manera que de esas casas tiraban piedra para matar a la gente.
En el lavadero de los Cárdenas nada había que ver fuera de la ropa puesta a secar en una cuerda, y un par de bicicletas que los niños de la casa habían traído de Roma, y yo todavía no tenía bicicleta. En cambio al solar contiguo solía el millonario salir a tomar el sol, cuando lo había, sentado en una mecedora en la que permanecía horas enteras balanceándose, sin toser, sin hablar, sin moverse, sin abrir ni cerrar los ojos, como un lagarto. Aquella desesperante apatía, que yo incorporaba a mi concepto de lo que debía ser un millonario —un hombre que tiene dinero suficiente para comprar lo que se le antoja, pero a quien no se le antoja comprar nada— me dejaba perplejo.
—¿Qué hace con su dinero el millonario Vargas? ¿Dónde lo esconde? ¿Para qué lo necesita?
Dos o tres días a la semana, a la misma hora, aunque lloviera a cántaros, trepaba en su Victoria arrebujado en una ruana y se iba a dar vuelta a sus haciendas. Lo acompañaban dos únicos amigos que tenía. Él les pagaba un sueldo para que lo siguieran a todas partes, a condición de que no hablaran entre sí ni a él le dirigieran la palabra. Tenía otro compañero, un joyero de la calle 12 a cuya puerta permanecía de pie todas las tardes mirando pasar la gente. Yo lo había visto muchas veces al regresar del colegio.
Muy atildado en el vestir, con un rostro seco y amarillo, una mueca desdeñosa en los labios y unas narices largas de orificios peludos por los cuales parecía aspirar, a todas horas, un olor desagradable, el millonario Vargas me impresionaba mucho. En los días en que me sentía especialmente deprimido porque no me habían dado unos centavos que necesitaba urgentemente para comprar algo que a juicio de mamá yo no necesitaba, acaballado en la tapia medianera planeaba una operación en grande escala para asesinar y robar al millonario Vargas.
De la barda puedo saltar al brevo de su solar. Ya en tierra me deslizaré a lo largo de la tapia, y entraré por la puerta de la cocina siempre abierta… El corazón me late tan fuerte, que lo van a oír… ¡No importa!… El viejo está en el campo o parado a la puerta de la joyería… Cuando después de recorrer paso entre paso, con los zapatos en la mano, todos los cuartos de la casa, de pronto encuentre la cueva del tesoro…
Si jamás pude poner por obra este pensamiento criminal, que no sé por qué olvidaba siempre en mis confesiones, no fue por consideraciones morales sino por dificultades técnicas.
Me atraía más el solar del escritor Gómez Restrepo, quien tenía una cultura formidable, unas gafas de pinzas porque era muy cegato, grandes orejas peludas y una barbita en punta. Parecía un diablo de caja de fósforos, de las que producía mi tío Luis en su fábrica de Chapinero. Al otro lado del solar, entre un brevo y un papayo, se columbraba un cuarto atestado de libros. Toda la casa del escritor, desde el zaguán hasta el solar, estaba llena de libros que según decían pasaban de cuarenta mil, adquiridos en sus viajes por los países europeos en los cuales había desempeñado diversos cargos diplomáticos.
—¿Tú crees, mamá, que el doctor Gómez Restrepo tenga todos esos libros en la cabeza?
—No todos, pero sí muchos.
—¿Como cuántos?
—No sé… Tal vez treinta, cuarenta mil…
—No puede ser. En la sola lectura de Pinocho yo he durado por lo menos seis meses…
El bueno de don Antonio habría de ser mi primera víctima literaria. No tenía quince años cuando estimulado por don Tomás Rueda Vargas comencé a escribir una novela. El tema era macabro y absurdo entreverado de interminables descripciones, con mar al fondo precisamente porque yo no conocía el mar. Después de largos días de angustias y luchas interiores me presenté a la casa del escritor. En dos palabras le expliqué que me había vuelto novelista, y sin darle tiempo a que se pusiera en guardia le leí sin respirar, entre los dientes, todo un cuaderno que tenía escrito a mano y en lápiz. No me atrevía a levantar los ojos para mirarlo, pero de vez en cuando lo oía toser y suspirar.
Ya a los siete años había compuesto, como decía una de mis tías, unos versos que tenían en la primera estrofa dos gerundios como ruedas de molino.
Qué bello está hoy el campo
Con el risueño llanto
Que vierten las maticas,
Bandadas de cigüeñas cruzaban el espacio
Cantando y muy despacio
Posándose en las ramas…
Y un pequeño discurso que leí detrás de las faldas de mamá —pues nadie logró que lo leyera de otra manera— en una sesión solemne del colegio. Era en nombre de los chiquitos a don José María Samper, uno de sus mecenas y fundadores, el día de su cumpleaños. Lo echó a perder una frase que en mala hora le introdujo papá para halagar a don José María al nombrarle «el único varón de su progenie», que era Chepe, amigo y condiscípulo de mi hermano mayor. Nadie podía creer que un niño de siete años supiera qué quería decir varón y que significaba progenie. Para ser mío el discurso era demasiado bueno, y para ser de papá era pésimo.
* * *
Más tarde en mis idas al colegio de las Hermanas de la Caridad y al Gimnasio Moderno, amplié mi visión del mundo antes limitada al contorno de mi casa; y no sólo se fueron integrando en círculos concéntricos el jardín, el barrio, la ciudad, la provincia, el país, sino un pasado que hacía parte de todo aquello. Yo tenía una extraordinaria capacidad de clasificación de las gentes, y una inquebrantable rigidez en los juicios que me formaba sobre ellas. Primero venían las que me gustaban y dentro de estas establecí una escala de simpatías. Las que no me gustaban se dividían entre las que me inspiraban un odio profundo y gratuito y aquellas por las cuales sentía una total indiferencia. Ni siquiera las veía, o si ponía en ellas los ojos era como un cristal al través del cual contemplaba lo que quedaba más lejos. Y las gentes me gustaban o me disgustaban por un simple rasgo fisonómico, por una manera de gesticular, por un lobanillo que tenían en el cuello, por un diente de oro, por un olor a tabaco o agua de Colonia. Por ejemplo, doña Andrea Barón de Montoya, la señora vergonzante dueña de los perros Bloque y Temblor, me gustaba por la habilidad que tenía para hacer girar rápidamente la caja de dientes entre la boca. Para nada influía el que me quisieran o me detestaran, conversaran conmigo o no me dirigieran la palabra. Por desgracia, entre esas gentes que no veía o al través de las cuales veía más lejos, o apenas las veía como opacas figuras de segundo plano, se encontraban las más interesantes y aquellas que años después más hubiera querido reconocer y recordar: el general Reyes, por ejemplo, o el general Ospina que antes de ser Presidente de la República iba semanalmente a bañarse a mi casa, en un baño «americano» que había traído papá de los Estados Unidos.
Una vez un anciano subió al remolque de los pequeños en el tranvía expreso del colegio, que a las seis de mañana iniciaba su viaje en la plaza de Bolívar. Cuando se apeó en San Diego, adonde iba a oír misa, el conductor nos explicó que ese anciano era el Presidente de la República. Años después me enteré de que el señor Suárez estaba haciendo las treinta y tres visitas, con misa y comunión, a una imagen milagrosa que se venera en la iglesia de San Diego. Esto con el fin de llevar a buen puerto el tratado que restablecía sobre una base de equidad las relaciones entre Colombia y los Estados Unidos, rotas —rompidas escribía el señor Suárez, que era un gramático— desde la pérdida de Panamá.
No recuerdo de mis tíos Calderones viejos —Carlos y Clímaco, que fueron personajes políticos, y el chapín Luis Felipe rector de la Facultad de Medicina— sino a Florentino. Este usaba cachucha entre casa, tenía un vientre enorme y solía emborracharse con champaña sentado en el jardín de su quinta Carmen, contigua a Santa Ana. Alguna vez se encontraba solo y no tenía un amigo con quién conversar al calor de unas copas, por lo cual mandó llamar a Mamá Toya que se encontraba en el jardín de Santa Ana, y alegremente se emborracharon los dos.
Ni recuerdo al general Uribe Uribe, cuyo monstruoso asesinato conmovió a toda la República; ni al general Herrera, compañero de armas de papá en la guerra de los Mil Días. Y sólo veo entre sombras y confundiendo recuerdos y fotografías, a Santiago Pérez Triana, hermano de mi tía Amelia e hijo de don Santiago, antiguo Presidente de la República y maestro de papá. Pero al lado de estos fantasmas, esquemáticos y silenciosos, aparecen en cambio en primer plano fuertemente iluminadas por una luz interior, las viejas sirvientas y las amas que nos soportaron a mis hermanos y a mí durante muchos años, y algunas murieron en la casa de puro viejas. En esa época no se conocían las prestaciones sociales, ni la jornada mínima de trabajo, ni las vacaciones remuneradas. Cuando Cacó, mi ama, cumplió veinticinco años de permanencia en la casa —y hay que ver que Hilaria, su madre, había sido el ama de mamá en la hacienda de Bonza—, mi hermano menor la llamó y le dijo por molestar que a partir de ese día se la consideraba un miembro de la familia y por lo tanto no se le pagaría sueldo; y a ella esto no le pareció extraño. Y era que insensiblemente se convertían en parientes, y participaban de la fortuna y los reveses de la familia, y morían en la casa, y su desaparición constituía un duelo tan grande como el de un pariente muy próximo. Cuando murió Cacó yo sentí más pesar que por la desaparición de infinidad de parientes y amigos a quienes hoy apenas recuerdo. Para los niños la situación social, o económica, o intelectual, de las personas mayores carece de toda importancia y por esto su memoria o sus recuerdos más que una galería de príncipes pintados por Velázquez se parece a una selección de Los caprichos de Goya.
* * *
Ante mí aparecen retazos de imágenes, al margen de toda cronología, muchas de ellas fulminantes como la mancha de sol en una pared en medio de una tarde opaca y de lluvia. Mi infancia vibraba como el silencio en los oídos cuando uno se tira bocarriba al sol para mirar las nubes que flotan en un cielo luminoso. No por el hecho de que las gentes hablaran menos entonces, sino porque las voces de la naturaleza se escuchaban más claras y distintamente, sin ruidos extraños e insólitos que pudieran sofocarlas.
De noche la ciudad caía en un pozo negro de silencio, perturbado de hora en hora por el tañido familiar de las campanas. Las que en mi barrio se encargaban de señalar el paso de las horas eran las de la Candelaria, las de la Catedral, las de Santo Domingo, las de San Francisco, la Enseñanza y la Veracruz, que eran como un eco en sordina devuelto por las oquedades de la noche. A veces los gatos en el tejado —¿o serían las brujas, los fantasmas y los aparecidos?— se quejaban lúgubremente. Dentro del silencio de la ciudad la casa se envolvía en una mudez particular. El alma se me dilataba en ondas concéntricas hasta golpear muy lejos, en las playas del sueño o de la muerte. Y cuando la lluvia repicaba acompasadamente en los vidrios de la ventana, y las canales se descargaban gozosamente sobre el patio con un ruido acuático y metálico, de latón golpeado por un chorro de agua, me dormía arrullado por una música embrionaria. En aquellos momentos limítrofes entre la vigilia y el sueño, acunado por ruidos que se articulaban en melodías y no tardaban en organizarse sobre el esquema de reminiscencias musicales; hipnotizado por los complicados dibujos que pintaba en lo negro la brasa del cigarro de papá que había venido a despedirse y desearme las buenas noches; embriagado por el humo tibio y perfumado del tabaco: en aquellos momentos las ideas, los recuerdos y las imágenes giraban en mi cabeza a una velocidad vertiginosa, como el carrusel que el señor Peinado tenía en el parque de la Independencia. Lo que entonces pensaba, lo que veía en mi pensamiento cada vez más confuso, rápido y distante, ya no podría decirlo.
Pero aquello pasaba en un instante y cuando abría los ojos veía una ventana dibujada con delgados trazos luminosos en el fondo del cuarto. Me asaltaban los ruidos familiares de la calle y de la ciudad que trataba de amalgamar a mi último sueño, cerrando otra vez los ojos para seguir durmiendo, aunque sabía que era inútil pues estaba despierto. Aquilino martilleaba acompasadamente una badana, sentado a la puerta de su tienda. Calixto serruchaba una tabla en la tienda contigua. Las ruedas enllantadas de hierro del carro de la basura rodaban sobre el empedrado de la calle sacando chispas. Sonaban a lo lejos las campanas de la Candelaria anunciando la elevación, y mamá descendería en ese momento las gradas del comulgatorio con las manos puestas y los ojos bajos. Afortunadamente yo estaba enfermo y la noche anterior ella había resuelto que no fuera al colegio…
(El tintineo de una cucharilla en un vaso me produjo un frío mortal en el estómago. Cacó abrió de par en par la ventana y un chorro dorado, caliente, en el que flotaban millones de corpúsculos brillantes, barrió de un golpe las sombras de la noche. Me tapé las narices con dos dedos y venciendo una repugnancia instintiva apuré sin respirar aquella horrible pócima compuesta de jugo de naranja y dos dedos de aceite de ricino que flotaba en la superficie cuando Cacó dejó de agitar aquello con la cucharilla).
Dormir y amanecer en el campo era mucho mejor. Más que los ruidos funcionales de la ciudad que comenzaba a despertar —campanas anunciando la misa, la hora, la elevación; el carpintero y el zapatero con sus trastos del oficio en la acera de la calle; las pisadas de las recuas de burras cargadas de arena o de carbón de palo— eran lógicos y musicales los que podía escuchar en el campo cuando veraneábamos en La Granja, en Contador, en Yerbabuena o en El Castillo de Marroquín, cerca al Puente del Común. El acompasado crujido del tronco de los árboles, el furioso estruendo de cuerdas que producía el follaje, el solo de flauta de un canal en el patio, significaban que afuera, en la profundidad de la noche, galopaba el viento sobre los sembrados. Cuando cesaba el ronroneo de las arterias en el fondo de los oídos, y se elevaban altas y vibrantes las cuatro clarinadas del gallo, sin abrir los ojos para ver la cortina de luz fría y azulosa que cubría el rectángulo de una ventana mal cerrada, sabía que había luna, y noche clara con estrellas errantes que rayarían los ijares del cielo. Y el despertar musical del día era más natural que en la ciudad, donde al fin y al cabo se escuchan de vez en cuando, como las toses en un concierto, ruidos discordantes que perturban el ritmo pausado de los sonidos naturales: los gritos de un niño de Calixto a quien estaban azotando, la voz destemplada del basurero pidiendo la basura, el gemido de un tranvía eléctrico a lo lejos, la voz gangosa de Pomponio Quijano, el cartero, anunciando que traía unas invitaciones para una fiesta o un matrimonio. Alguien le gritaba desde lejos, para fastidiarlo: «Pomponio, ¿quiere queso?».
El campo era una orquesta gigantesca que ensayaba uno por uno o simultáneamente sus instrumentos, antes de tocar algo que yo quisiera oír completo alguna vez pero moriré sin haberlo oído jamás. En Yerbabuena el burro de Limbania rebuznaba para anunciar las cuajadas y los quesillos que traía en el lomo, envueltos en grandes hojas frescas. Los perros le ladraban al burro. Se alborotaban las gallinas en el solar, pues alguna acababa de poner un huevo. De la pesebrera llegaba el ruido —¿qué nombre podría dársele a ciertos ruidos que, sin ser musicales todavía, ya han dejado de ser ingratos y discordantes?— de los chorros de leche en el cubo; más cortos y bajos a medida que este se iba llenando de leche y de espuma.
Todos esos rumores rimaban con mi silencio interior. Eran signos algebraicos de ciertas operaciones campesinas que yo conocía y cuyo coro triunfante anunciaba el comienzo del trabajo en las mañanas de sol, o la muerte del día cuando una racha de viento despeinaba los sauces en la orilla del río y destemplaba en los vallados la garganta de las ranas.
A los nueve, a los diez, a los doce años percibía estas cosas con tanta claridad que si entonces hubiera sabido escribir las habría descrito fotográficamente. Pero si hubiera sabido hacerlo, no me habría interesado el mundo en que vivía sino el literario en el cual, por obra de mis primeras lecturas, comenzaba a vivir. Y aunque entonces no lo supiera ni lo creyera, esas cosas elementales tenían para mí la importancia del agua para un sapo o un pez, la del aire para un insecto o un pájaro, la de la tierra blanda y negra para un gusano o una lombriz. El medio físico era un elemento inseparable de mi propia conciencia. Muchos años después, cuando me pongo a recordar el niño que yo fui, no puedo disociarlo de ciertos hechos, de ciertas imágenes, de ciertas cosas, de ciertos climas. Yo era esas mañanas frías y azules de diciembre, cuando dudaba entre las sábanas tibias y cargadas de sueño si continuaba todavía durmiendo o si me levantaba para acudir descalzo y en camisa a la pesebrera a ver ordeñar. Y era el viento que soplaba a la hora del sol de los venados, desatando un melancólico coro de sapos. Y era la noche batida por la lluvia, tensa de angustia como los troncos de los eucaliptos que crujían estrujados por una mano invisible.
Todo eso se me perdió y se me olvidó cuando misteriosamente el mundo se desprendió de mí y se me convirtió en una realidad presente pero distante. Todo eso se me volvió impresiones algebraicas, meras palabras huecas que se referían a imágenes que ya había dejado de ver. Siento otra vez estas cosas cuando torturado por el estruendo de una motocicleta que pasa por la calle, o abofeteado en pleno rostro por el estridente vocerío que asciende al abrir la ventana, me asalta una nostalgia de campo, de silencio preñado de melodías naturales. Pero yo sé que se trata de una nostalgia infantil, imposible de satisfacer.
N UNA MESA DE SU CUARTO DE vidrios, mi abuela tenía un álbum de gruesas tapas de cuero verde, con fotografías de sus hijos, nietos y parientes, en todas las edades. Por un fenómeno que pudiera llamarse de refracción del recuerdo, de ochenta años mi abuela me parecía más joven, más actual, que como la mostraban sus fotografías de niña, con pesadas faldas abullonadas que le cubrían los pies, un corpiño muy ajustado al pecho y una cofia a la cabeza de la que escapaban unos rizos oscuros. Lo que al cabo de los años más me impresionaba en esas fotografías del álbum no eran las personas sino las cosas que las cubrían o que las disfrazaban: unas patillas, una corbata gigantesca, un chaleco lleno de botones, un corpiño, unos calzones de encaje y arandelas que escurrían debajo de una falda, una barqueta que daba «un ambiente marino» a ciertas fotografías, una sombrilla blanca con mango en forma de garfio, unos botines de punta clouée, con botones de nácar cuya caña trepaba hasta las pantorrillas.
ELos fotógrafos, que comenzaban por llamarse artistas, imponían a sus modelos ciertos gestos y actitudes de moda que, como todo en este mundo olvidadizo y cambiante, muy pronto pasaban de moda. En el álbum de mi abuela se veía el pensador —mi tío abuelo Clímaco Calderón Reyes— con la cabeza apoyada en el índice y el pulgar de la mano derecha; aquel en las sienes y este en la barbilla. El orador —mi tío abuelo Carlos Calderón Reyes— con la mano izquierda fuertemente apoyada en una endeble mesita de tapa de mármol y la diestra levantada en un ademán de agarrar una bola imaginaria. El estadista —el general Reyes, pariente de mi abuelo— con la barbilla levantada, frunciendo el ceño, los bigotes erizados y un ojo de perdonavidas clavado en un desperfecto imperceptible de una cortina de terciopelo. Había el grupo de los recién casados: mi abuelo de pies, con la pierna derecha ligeramente flexionada, la mano izquierda apoyada lánguidamente en la cadera y el brazo derecho rodeando el espaldar de un incómodo taburete. En este se encontraba sentada mi abuela con las piernas sin cruzar, las manos púdicamente extendidas sobre la falda, los ojos espantados, clavados hipnóticamente en la lente del aparato fotográfico. Y había el grupo de los hermanos, que me recordaba a los tres mosqueteros: Athos —papá— sentado, con una pierna a medio doblar y la otra doblada y en punta de pie, en actitud de hacer «temblor calentano»; Porthos —mi tío Julio Caballero— a la derecha de papá, de perfil pues de frente tenía unas narices muy feas, con un pie en ángulo recto respecto del otro, y ambos calzados con botas de botones; y mi tío Alfredo —Aramis— del lado izquierdo y también de pies, mirando socarronamente al segundo y llevándose la diestra a la faltriquera de la levita como si estuviera a punto de sacar una de esas pistolas de duelo que se usaban en aquella época y no asustaban a nadie. Y el grupo de los hijos mayores con mamá de pies y a lado y lado mis hermanos, tiesos, vestidos de lonche, recién peinados por Mamá Toya, asustados por el fogonazo que acababa de disparar el fotógrafo. Y el grupo de los nietos: mi abuela sentada, de perfil y con la barbilla en alto, como un pavo haciendo la rueda de las enaguas, y un abigarrado grupo de niños vestidos de Primera Comunión observando curiosamente una muñeca tirada en la alfombra.
En los retratos campestres se veía siempre un caballero de canotier, en posición de pensador, apoyado en una cerca de piedra; una señora aplastada por un inmenso sombrero de paja y un hombre barbudo y malhumorado, comprimido entre una media calabaza y un alto cuello de pajarita. En la «composición fotográfica» se veía al fondo el Salto del Tequendama, o una barqueta navegando en un mar de papel pintado, salpicado de espumas y de gaviotas. Fotografías de trajes pasados de moda, peinados absurdos, barrocos adornos capilares: capules, rayas al medio, sienes rizadas, perillas, bigotes de punta vuelta, moños de dos pisos, rollos de pelo sobre la frente. Perrasse, Carrasquilla y Gómez eran los artistas más conocidos de mi niñez. Y a la fotografía de uno de ellos me llevaron a retratar el día de mi Primera Comunión, a fin de introducirme oficialmente en el álbum de cuero verde.
Como una galería de retratos veía a mis tíos, y a los amigos y amigas de mi abuela. Sólo una palabra, un ademán, un rasgo del carácter, me demostraba que no eran completamente fotografías sino seres de carne y hueso que, por un extraño fenómeno, rejuvenecían al envejecer cuando se los comparaba con sus retratos. Pero después, esfumados y confundidos en la memoria, esos rasgos, y esos ademanes, y esas palabras que los identificaban, aquellos seres de carne y hueso se reintegraban otra vez a sus fotografías, en las cuales, todo, hasta el paisaje, hoy me parece pasado de moda.
* * *
Mi abuela tenía muchos hijos, a algunos de los cuales apenas conocí y a otros casi no los recuerdo. De las mujeres, que eran cinco, no voy a hablar para ceñirme a una de esas románticas sentencias que citaba de vez en cuando papá, y en este caso provenía de uno de sus viejos ídolos, don Santiago Pérez, Jehová del Olimpo radical:
«El hombre —el hombre de 1890— debe tener hijos de los que se hable mucho e hijas de las que no se hable nada».
El mayor de los hijos de mi abuelo era mi tío Aristides, un viejo alto, de bigote castaño, a quien veía de vez en cuando en el cuarto de vidrios, encorvado y silencioso pues quería impresionar a mi abuela para pedirle algún préstamo. Tenía un temperamento muy cambiante. Unas veces era suave y cariñoso, con un humor festivo que conquistaba la simpatía de quienes lo trataban por la primera vez. Pero en otras ocasiones y durante días enteros caía en apatías que ni siquiera le permitían despegar los labios. Llegaba al cuarto de vidrios, se sentaba en un rincón y fumaba incansablemente hasta llegar el momento en que mi abuela, que lo atisbaba por encima de los anteojos le preguntaba qué le estaba pasando.
Este tío había construido, sobre la base de una vieja casa de campo en el valle de Sogamoso, el caserón inmenso de San Rafael, con un huerto de árboles frutales, los primeros de cepa extranjera que trajo al país un jardinero japonés a quien tenía a su servicio. Plantó un bosque de eucaliptos en una zona anegadiza en los inviernos y vivía planeando nuevas obras y empresas. Naturalmente vivía en aulagas y corto de dinero. Venía entonces a Bogotá, donde tenía varios hijos internos en los colegios. Se presentaba acompañado de mi tía Ana Rosa Umaña, que era mi madrina. El cuarto de vidrios no tardaba en flotar en una nube de humo azul, pues mi abuela fumaba unos pequeños cigarros que partía en dos, una de cuyas partes iba a parar a una cajita de madera que tenía sobre el costurero. Eran los cigarros para los ancianos del asilo de las Hermanitas de los Pobres. Mi tía Ana Rosa Umaña fumaba unos cigarrillos habanos que liaba tan apretados que parecían cerillos. Fumaban misiá Vicenta y misiá Úrsula Gómez, una de ellas madre del poeta José Asunción Silva. Los candelarios fumaban como chimeneas de barco. Fumaban las visitas y mis tíos y mi padre también fumaban. Mi tío Aristides en su rincón, con los ojos bajos y sin mirar a nadie, fumaba como todos juntos y sólo levantaba la cabeza para disparar hasta el techo unas coronitas de humo que ascendían lentamente.
Pertenecía él, como mi tío José Miguel, a una generación de señores boyacenses que aunque hacían incursiones a Bogotá, donde educaban los hijos, no se resolvían a romper con la provincia y el campo. Como todos los boyacenses del valle de Sogamoso, puerta de los Llanos Orientales de la República desde tiempos anteriores a la Independencia, por el camino que siguió el ejército libertador —Tame, Labranzagrande, Pisba, Corrales— sacaban ganado de Casanare, lo engordaban en el valle y lo vendían en las ferias. Vivían rodeados de hijos, peones y sirvientes. En las fiestas tomaban brandy y champaña de importación, y montaban bellos caballos de paso castellano traídos de los famosos criaderos de La Chucua, en la Sabana de Bogotá. Los domingos en carreta las señoras viejas, como mi tía Ana Rosa, y los señores y los jóvenes a caballo, iban a misa al pueblo de Tibasosa, en cuyo cementerio reposan los restos del general Mariño y Soler, abuelo materno de mi abuela, y de su hermano mayor el poeta Temístocles Tejada. Cuando el valle se anegaba en los inviernos, los habitantes de San Rafael, o Suescún, o La Compañía, o El Salitre, o Punta Larga, tenían que hacer parte del recorrido en barcas y canoas. En esos caserones siempre había invitados y huéspedes, y gran ajetreo de caballos en la pesebrera. Las cocineras trabajaban permanentemente para alimentar un ejército de criados y de peones, y las señoras amasaban personalmente el pan y la colación para el consumo diario. Las partidas anuales a los Llanos para sacar ganado, los paseos a la laguna de Tota o a las fuentes termales de Paipa, las cacerías en las lomas de Santa Rosa de Viterbo, los viajes a Bogotá para traer o llevar niños, constituían grandes acontecimientos familiares que con la política y los precios del ganado suministraban tema para conversaciones inagotables.
Mi tío José Miguel era otro viejo boyacense bien montado, aunque no a horcajadas sino a mujeriegas, en galápago de horqueta, pues en una de las guerras anteriores a la de los Mil Días, de un balazo le habían estropeado una pierna. Lo más curioso es que mi tío no cojeaba. Era gigantesco, de una estatura superior a la del común de las gentes, y tenía una fuerza hercúlea. Nos producía asombro cuando llegaba a la casa de la abuela donde solía pasar temporadas en época de toros y carreras de caballos. Lo seguía un tipacoque llamado Samuelito, fiel y silencioso como un perro. Pedía el viejo sus bastones a Londres, sus escopetas y sus paraguas, todo de tamaño descomunal. Era un gran cazador y anualmente iba a Tipacoque o al páramo de Guantiva a organizar batidas de zorros y venados cuyas cornamentas adornaban su casa en la plaza mayor de Duitama. Me regalaba dulces y monedas y me levantaba en los brazos para que tocara el techo con las manos, cuando iba a la casa de la abuela.
—Yo quiero ser tan alto como mi tío José Miguel y tocar el techo con las manos, sin que nadie tenga que levantarme en los brazos.
—Para ser un gigante, hay que tomar mucha leche…
—El patrón detesta la leche. ¡Le gusta más el brandy! —decía Samuelito guiñándole un ojo a Mamá Toya.
—¡Vos qué sabés!
—Además, Mamá Toya, ¡los grandes no van nunca al colegio!
Mi tío Antonio María Calderón era tan gordo y corpulento que en Tipacoque, donde permaneció toda su vida, tenía una mula que era la única en toda la hacienda que podía soportarlo sin doblar las patas. Su mujer, que después de muerto él y enterrado en Tipacoque lo sobrevivió algunos años, era prima suya. Fumaba tabaco y por sus largas faldas, su cabello peinado muy tirante y su voz apagada y monótona, nosotros la llamábamos doña Trifaldi o la Dueña Dolorida. Mamá Toya decía que mi tía Solita de niña había sido muy bonita, pero de vieja, desde cuando mi tío Antonio María la llevó a una clínica de Panamá a que la operaran, crio una sombra de bigote en el labio superior, se adelgazó hasta perder todo relieve femenino y se le alargó el rostro que recordaba al hocico de una cabra.
Yo creo que mi tío, a quien por castigo mi abuelo condenó a vivir en Tipacoque, la quería muy poco para no decir que no la quería nada. Quería verdaderamente a quien andando los años habría de ser mi comadre Santos. Era su peón de estribo en Tipacoque y lo acompañaba en sus correrías por montes y valles, asida a un estribo del galápago. El viejo, que debía ser dipsómano, comenzaba a beber y no paraba de hacerlo sino quince días más tarde, cuando él, la mula y la comadre, regresaban a la casa molidos de cansancio.
—Yo cargaba en una mochila el dinero para pagar los gastos. Mi patrón Antonio se bebía una por una todas las tiendas de la región, desde Soatá hasta Capitanejo.
—¿Y no comía nada?
—¡Ave María Purísima! ¿Qué si no comía? En esas ocasiones sólo se alimentaba de huevos pericos, y despachaba docenas en una sola sentada, como si se tratara de un simple huevo tibio.
Cuando enfermó gravemente de los riñones le prohibieron la sal, y mi tía Solita personalmente le preparaba los alimentos para evitar la menor infracción a esa prescripción médica. Santos, que no se apartaba un negro de uña de su lado, con una marrullería y una destreza inigualables lograba escamotear una manotada de sal en la mano que sostenía la bandeja en la que mi tía colocaba los platos. Mi tío Antonio María debió morir, fuera de otros males, de la sal que Santos nunca dejó de darle.
—Mi señora Solita lo mató de hambre por economizar sal —decía la comadre.
Dejó este viejo muchos retoños en Tipacoque donde las gentes lo veneran aun cuando él las castigara con el cepo y el muñequero. Una de sus diversiones favoritas consistía en ofrecer premios a los tipacoques que sacaban monedas con los dientes de un fondo lleno de miel. Aunque no lo vi sino muy pocas veces en la casa, tanto oí hablar de él más tarde en Tipacoque que me parece verlo sentado ante la mesa del corredor de lajas, con un jipa calado hasta las cejas, barbado el rostro como mi abuelo, con un guayacán en la mano, presenciando el desfile de tipacoques que entraban a almorzar a la cocina de los peones y le decían, llenos de sumisión y de respeto.
—Buenos días, sumercé. Patrón Antonio, ¡buenos días!
El último de los hijos varones de mi abuela era mi tío Luis. Fuera de hacer las casas que parecían castillos y plantar bosques de eucaliptos en las faldas del cerro, tenía la debilidad de meterse en las empresas más extrañas. Remataba la existencia de los almacenes quebrados; explotaba canteras, areneras y chircales; importaba vehículos de todas clases; tenía una cría de galgos y un canódromo; montaba fábricas de fósforos, de costales y de velas. Y entre las extrañas empresas que patrocinó alguna vez se contaba una de transportes a Boyacá, en unos buses que había comprado a un comerciante italiano declarado en quiebra. Los hijos de mi tío Aristides, con gran alboroto de bocinas y de motores, se presentaron un día en la hacienda en donde estábamos veraneando, para enseñarnos los buses. Nos dieron un paseo al Puente del Común y al pueblo de Sopó, pero al cabo de una hora el motor hervía y un grueso chorro de vapor se escapaba de la trompa del vehículo. Esto en lugar de producirles preocupación y alarma, como a nosotros, les dio una gran alegría. Se quitaron las chaquetas y comenzaron a tararear: «¡Una piedra tiré a un cocotero, tero, tero… y al instante un coquito cayó!», que era el baile de moda. Con la gorra a cuadros calada hasta las cejas, se pusieron a arrancarle piezas al motor y a rociarlo con agua de un vallado cercano.
Mi tío fracasó en su empresa y sacó a remate los vehículos. Era una segunda vez que tenía tropiezos con la mecánica pues ya los había padecido cuando compró una motocicleta, años atrás, traída al país por un diplomático extranjero. Le atiborró el tanque de gasolina, se despidió de los amigos que lo miraban partir desde la Bodega de San Diego donde celebraban el acontecimiento, y arrancó de un brinco, como alma que llevan los diablos.
Al estruendo que producía el aparato salían niños y mujeres a las puertas de los ranchos, los jayanes dejaban de arar en los barbechos y los perros ladraban enloquecidos. A la entrada de Duitama la motocicleta carraspeó, jadeó, tosió y se detuvo de pronto. Mi tío la frenó contra una cerca de piedra y se tiró a descansar en la cuneta, perplejo y lleno de polvo de la cabeza a los pies. Regresó a Bogotá dos días después, en coche de caballos que le prestó mi tío José Miguel en Duitama, y la motocicleta a lomo de mula en la semana siguiente.
Don Rodrigo González, el secretario y amanuense de mi abuela, era un hombre muy culto y discreto que gozaba de toda su confianza. Le manejaba los asuntos jurídicos y los contratos de correos que ella había heredado del abuelo. Se sentaba en el escritorio que comunicaba con el cuarto de vidrios, inclinado sobre legajos y papeles. Tenía una hermosa letra y yo hubiera querido escribir como él. Al comenzar una página con la pluma levantada entre el pulgar y los dedos índice y del corazón, apoyaba la mano en el meñique y le hacía girar en el aire cada vez más de prisa, hasta el momento emocionante en que los picos de la pluma, como un halcón que descubre su presa, se abatían sobre el papel…
—¡Rodrigo tiene una linda letra! —decía mi abuela—. Hoy ya nadie sabe escribir.
—¡Para mejor será! —exclamaba alguno de esos primos que estaban por la mecánica y el progreso contra la buena letra y la cultura tradicional. En los Estados Unidos ya todo el mundo escribe en máquina.
Hombres formados en el campo y en las guerras civiles, cazadores de venados, jinetes empedernidos curtidos por el viento y el sol de las montañas de Onzaga y las vegas del Chicamocha, mis tíos Calderones no eran propiamente hablando unos intelectuales. En esto recordaban a mi bisabuelo Antonio María Calderón, quien no aceptó la presidencia del estado soberano de Boyacá «porque prefería morir de regidor en Tipacoque». No eran como mi abuelo quien abandonó la hacienda por irse a Tunja de presidente del estado y posteriormente a Bogotá como Secretario de Gobierno del señor Núñez, ni como los tíos abuelos Calderones Reyes —Clímaco, Carlos y Luis Felipe— que fueron políticos y escritores. Por eso a mis tíos la literatura epistolar de don Rodrigo los sacaba de quicio. Mi tío Aristides le dijo alguna vez a mi abuela:
—Por favor, madrecita, no me vuelva a mandar cartas firmadas por sumercé pero escritas por Rodrigo. Con que me ponga cuatro letras de su mano diciéndome que está bien, eso me basta. Rodrigo comienza: «Sentada en el cuarto de vidrios contemplando las tazas de geranios, novios y azaleas que engalanan la galería por el lado exterior; y más lejos, en el jardín umbroso, la copa de los árboles mecida por el viento…». Con un hijo ya viejo, como yo, no hay derecho a hacer esas cosas.
Por el lado Tejada la familia de mi abuela tenía su origen en la Laguna de Cameros, provincia de Vitoria, en las tierras vascongadas del norte de España. Un bisabuelo suyo, el coronel Mariño, fue muerto en el Ecuador en una de las refriegas iniciales de la Independencia, en tiempos de la Patria Boba. Su abuelo materno Mariño y Soler, general de la Independencia, remontó con bestias de su hacienda la caballería del Libertador, en vísperas de la batalla del Pantano de Vargas. Su abuelo paterno, don Ignacio Sanz de Tejada, fue el primer ministro que tuvo Hispanoamérica ante la Santa Sede. Durante años, por presión de España, el Papa se negó a reconocerlo oficialmente, pero lo escuchaba en privado hasta el día en que por conducto de Bolívar amenazó con establecer una iglesia nacional si el Vaticano no reconocía el hecho flagrante de la Independencia. Don Ignacio murió en Roma prácticamente de hambre, pues no le pagaban los sueldos, y allí está enterrado en un convento de franciscanos. Acevedo y Gómez, tribuno del pueblo de Santa Fe de Bogotá en el cabildo abierto del 20 de julio, el mártir de la Independencia Acevedo Tejada y el poeta septembrino Vargas Tejada, que murió ahogado en un río del Llano, perseguido por los soldados de Bolívar, eran sus parientes. Su hermano mayor, Temístocles, también era poeta y escritor, pero sus obras naufragaron en el olvido. Cuando murió mi abuelo yo me enteré de esas cosas en las necrologías que publicaron los periódicos. A la vieja le circulaba la patria por las venas y su muerte podía compararse a la de un roble de las montañas boyacenses que al caer fulminado por el rayo deja un gran claro entre los árboles.
Se había casado muy niña con mi abuelo Calderón, quien le llevaba muchos años. Recién casada jugaba a las muñecas y se subía a los tejados, según contaba Mamá Toya. Mi abuelo fue de los liberales independientes que acompañaron al señor Núñez en el movimiento llamado de la Regeneración, que cambió el régimen federal por el centralista y unitario en 1886. En un óleo pintado por Garay, poco antes de que el abuelo muriera, se ve un hombre en plena madurez, con el pelo completo y todavía negro, y una barbita cuadrada, amelcochada, que disimula su pequeño mentón. Era chato y su género de fealdad llegó hasta mí pasando por mi tío Antonio María.
Había aumentado con unas montañas cubiertas de robledades la hacienda de Tipacoque que la familia de mi abuela poseía en el municipio de Soatá desde 1560. En compañía de su cuñado Temístocles, hermano mayor de mi abuela, fundó la hacienda de La Esperanza en el valle de Sogamoso. Negoció el contrato de correos que sirvió Tipacoque hasta el día en que la nación resolvió manejarlos por su cuenta y creó el Ministerio de Correos y Telégrafos. Tipacoque producía soldados cuando mis tíos se levantaban en armas; correístas y peones en los tiempos de paz; maíz y caña para alimentarlos; bueyes para mover los trapiches y recuas de mulas para cargar el correo entre Cúcuta y Bogotá, al través de las montañas de Santander, los páramos de Boyacá y las mesetas y sabanas de Cundinamarca.
Por los lugares de su nacimiento, los hijos de mi abuela van marcando el éxodo de la familia hacia la capital de la República. Los mayores nacieron en Tipacoque, donde mi abuela vivió durante su niñez y su primera juventud; mamá en la hacienda de Bonza, en el valle de Duitama; y mis dos tíos menores en Bogotá, en la casa de la calle 12 que compró mi abuelo cuando lo nombraron Secretario de Gobierno en la administración del doctor Núñez y se hizo tomar el retrato que ocupa un sitio de honor en el álbum de las tapas verdes.
PARTIR DE 1917 DEJÓ DE hablarse de la guerra europea aun cuando el armisticio estuviera todavía lejos, pues los cañones del Marne apuntaban sobre París. Se habló de temblores y terremotos de ahí en adelante. Las personas mayores refrescaban sus recuerdos del que asoló a Cúcuta, en el norte de Santander, en el tercer cuarto del siglo XIX. El sacudimiento corrió, cada vez más atenuado, por el espinazo de la Cordillera Oriental de los Andes, en dirección al sur, y se sintió en Tipacoque donde descascaró los pañetes y agrietó la espadaña de la capilla.
APara la generación de mi abuela el terremoto de Cúcuta fue un acontecimiento tan importante en la vida nacional y familiar, como los golpes de Estado y las revoluciones. En aquella desdichada ciudad murieron millares de personas, y en cambio se abrieron las tumbas del cementerio y los esqueletos de los muertos viejos, y los cadáveres de los recién muertos —o recién nacidos a la muerte, que debe ser más o menos lo mismo— salieron a la superficie a tomar el sol. Familias enteras como en Pompeya y Herculano sepultados por el Vesubio, perecieron cuando estaban almorzando o durmiendo la siesta. Se contaba el caso trágico de un señor que acababa de llegar a la plaza mayor a caballo y se disponía a apearse, cuando lo aturdió un trueno subterráneo y lo cegó una espesa nube de polvo. Al abrir los ojos pocos minutos después, no reconoció en donde se encontraba. En torno suyo no había parque, ni calles, ni casas, ni campanarios que se empinaran sobre los tejados, sino escombros de los cuales salían gritos y gemidos de personas enterradas vivas.
Una mañana mi hermano mayor y yo nos desayunábamos para salir corriendo a coger el tranvía del colegio, en la plaza de Bolívar. De pronto bailaron los muebles, se volcaron las tazas del chocolate, se bambolearon las lámparas, los bastidores de vidrios saltaron en pedazos, y cuando pretendíamos ponernos de pie el suelo ondulaba y se deslizaba hacia los lados. Yo sentí mareo y la boca se me llenó de saliva. Las sirvientas en la cocina invocaron a gritos a San Emigdio, patrono de los temblores, quien adquirió un gran prestigio en la ciudad a partir de ese día.
A los cinco minutos las campanas de todas las iglesias se echaron a vuelo, como la noche en que estalló el incendio de la fábrica de vidrios y botellas del barrio de la Pola. Todo el mundo se echó a la calle, o a los patios, o a los jardines, gritando «¡temblor, temblor!», como si todavía alguien pudiera ignorarlo. Caían las gentes de rodillas invocando a ese santo súbitamente famoso que era San Emigdio. No había manera de calmar a las sirvientas que huían a la calle, rezando a gritos, con la intención de informarles a las vecinas que en la casa estaba temblando.
La familia se congregó en el kiosco del jardín, al cual José Fuentes e Ismael bajaron a mi abuela en su silla de manos. Llorando a mares, pues se acordaba del terremoto de Cúcuta cuyos efectos había sentido en Tipacoque, Mamá Toya preparaba en un reverbero agua de coca para tranquilizar a mi abuela que con el temblor estaba de un humor negro. Costó trabajo persuadir a las sirvientas de que abandonaran la casa y bajaran al jardín. Como gallinas maneadas permanecían por parejas bajo los dinteles de las puertas, rezando en voz alta. Mama Tayo, que tenía un gran ascendiente intelectual sobre todas ellas, las había persuadido de que en el terremoto de Cúcuta, según contaban unos parientes suyos, sólo se salvaron las personas que se paraban debajo de los umbralados.
Finalmente salió el ama de mi hermano mayor. Tenía una memoria prodigiosa para los sermones, pues antes de entrar en mi casa había sido niñera del cura de Las Nieves. Repetía a gritos un sermón que hacía unos años le oyera a un padre jesuita en la iglesia de San Ignacio, durante unos retiros para sirvientas:
—¡Ay, almas cristianas y piadosas que me escucháis! La corrupción de las costumbres, los bailes indecentes, los descotes de las mujeres que andan casi desnudas por la calle, los cafés de la Calle Real que son antros de perdición, todo eso atraerá sobre la ciudad, convertida en una Babilonia moderna, grandes castigos del cielo. Y vendrán, hijas mías, lluvias de fuego como en Nínive y las ciudades malditas, y los arcángeles desatarán sobre la tierra los azotes de la inundación, la peste y el terremoto…
Mi abuela con un gesto imperioso la obligó a callar. Mientras llegaba el padre candelario a quien había mandado llamar a toda prisa, puso a mamá a encabezar un rosario que todos contestábamos en coro.
El temblor grande, el de las seis de la mañana, hizo estragos y derribó varias torres de iglesias. Tanto el primer día como los siguientes fue seguido por sacudimientos de intensidad desigual. El cielo estaba aborregado y un sol opaco y desteñido se ocultaba detrás de las nubes. No había un soplo de brisa y la ciudad parecía muerta. Una sirvienta de mamá, a quien llamábamos la Loca Torrijos, en medio de la consternación general contó que las gallinas del solar no cacareaban desde la víspera, ni había un gato en toda la manzana. Aunque en la vida ordinaria nadie reparaba en esos detalles, ahora parecían admoniciones y presagios cargados de significación.
XIX, para mayor comodidad de su protegido el Sabio Caldas. El boletín decía que el primer temblor se había sentido a las seis y dos minutos de la mañana; que habían seguido tres o cuatro movimientos menores; que el sismo podría provenir de un desplazamiento de capas subterráneas, o de otras causas desconocidas; que podía seguir temblando, caso en el cual se publicarían nuevos boletines dando cuenta de que había temblado. Traía el periódico las profecías del padre Margallo, un cura loco que a fines del siglo, cuando los había, solía ir a tendido de sol en la plaza de toros con un enorme paraguas rojo. Sus profecías eran en verso y comenzaban así:
Antes de mediodía llegaron los tíos a enterarse de cómo estaba la abuela. Alguno de ellos traía dos hojas que como suplemento extraordinario había lanzado La Gaceta. La gente se la rapaba en las calles, pues nada produce mayor placer que ver consignado en letras de molde lo que personalmente se sabe desde hace tiempos. La Gaceta traía un boletín meteorológico del padre Sarazola, sabio jesuita que regentaba el observatorio astronómico situado al sur del Capitolio Nacional, erigido en aquel sitio por el Sabio Mutis, a comienzos del siglo
El 31 de agosto
de un año que no diré
por un fuerte terremoto
será hundido Santa Fe.
La segunda noticia era que por orden del Ministerio de Instrucción Pública —que así se llamaba el hoy Ministerio de Educación Nacional; y es curioso: en aquella época la gente era menos instruida pero mejor educada— los colegios cerrarían sus puertas hasta nueva orden. En vista de esto aquella misma tarde mi abuela se trasladó a Albania, la quinta de mi tío Luis, y nosotros a una tolda que había levantado mi tío Alfredo Caballero, con piezas de tela de San José de Suaita, en un lote sin edificar situado en la plaza de Chapinero. Al placer de dormir a campo raso, bajo la tolda, se agregaba el de acostarnos en el suelo y en cama franca, para ganar espacio. Claro está que en las madrugadas, cuando helaba, cuchillos de frío se metían por entre los resquicios de la tolda. Pero comer en un mantel extendido sobre el potrero; gozar de una libertad ilimitada pues con la psicosis del temblor se habían relajado costumbres y disciplina; organizar excursiones con los niños de otras familias que habían acampado en la plaza: todo esto daba a la época de los temblores —no para las personas mayores sino para los pequeños— una coloración de fiesta.
—¿En qué mes estamos? —preguntó al cabo de unos días alguno de nosotros.
—En agosto. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque debería temblar todos los años por esta época.
—¡Virgen Santísima! ¡No digas esas cosas!
Una tarde nos encontrábamos en el toldo oyendo comentar cosas del terremoto de Cúcuta y de cuantos temblores y fenómenos sísmicos había memoria. De vez en cuando interrumpíamos nosotros:
—¿Por qué tiembla? ¿Quién hace temblar? ¿Para qué tiembla? ¿Qué diferencia hay entre temblor y terremoto? ¿Lo de ahora es terremoto o temblor?
Sopló un vendaval que doblaba las copas de los eucaliptos de la plaza y silbaba furiosamente en los tejados. Un torbellino corría en torno del templo. Levantó una densa nube de polvo y dentro de ella giraban cáscaras y papeles. El remolino se enroscó a la torre de la iglesia, que era encalada, rematada en una pirámide octagonal de latón. La serpiente escaló rápidamente torre arriba, removió las campanas que produjeron un clamor apagado y lejano y en un momento arrancó la pirámide de la cúpula que se desplomó torre abajo con un ruido espantoso. En tierra rodó un corto trecho hasta volverse pedazos. Latas desclavadas, tablas, palos, trozos de mampostería quedaron esparcidos por el suelo.
El fenómeno produjo una enorme impresión en todo el barrio y aquella noche en Chapinero, fuera de los niños, nadie pudo pegar los ojos. Se creía que los temblores iban a volver con mayor ímpetu, y de Bogotá no quedaría piedra sobre piedra según lo había predicho en sus prosaicos versos el padre Margallo. El día siguiente, en la misa que se rezó en el atrio del templo, el doctor Ángel pronunció un sermón invocando la piedad de los fieles para reconstruirlo. Hubo bazar y algunas señoras se desprendieron de sus joyas en beneficio de esa catedral gótica de cemento armado y estuco que el doctor Ángel —hombre piadoso y santo, pero de un gusto deplorable— empezó a construir sin demora sobre las ruinas del viejo templo colonial.
El acto más importante de aquella época agitada por los sacudimientos sísmicos fue el descenso del Señor de Monserrate en hombros de ciudadanos importantes, los cuales, después de los trabajos de la guerra, corporalmente nunca habían vuelto a pasarlos.
El Señor de Monserrate es una hermosa imagen de bulto, tallada por algún imaginero español. Representa al Señor caído, con la corona de espinas en la cabeza, apoyado en un codo y cubierto de sangre, heridas, contusiones, pústulas, desgarraduras, coágulos, como una lámina de la anatomía patológica que tenía mi hermano cuando estaba estudiando su primer año de medicina. Se le bajaba de la ermita para llevarlo en procesión a la Catedral donde solía permanecer una noche velado por millares de fieles, sólo en ocasiones muy especiales, cuando había epidemias o temblores, o algún verano asolador que marchitaba las cosechas y arruinaba a los campesinos.
El Señor de Monserrate había llegado a Bogotá y a la punta del cerro por equivocación, cuando se trastocaron dos cajas que venían a América con figuras piadosas, la una a Quito y la otra a Bogotá. Del telón de boca del Teatro Colón también se decía lo mismo, que por un error de los despachadores, cuando lo embarcaron en Génova, en lugar de mandarlo a Buenos Aires lo empuntaron a Bogotá donde se quedó para siempre. Fueran o no ciertas, las gentes se complacían en estas cosas que contribuían a exaltar la leyenda y el prestigio de santos y monumentos.
A Monserrate yo subí pocos años después de aquella época, a pagar una promesa que mamá había hecho por mí y yo debía cumplir el día en que curara de un tifo que de niño me llevó a las puertas de la muerte. En compañía de mi tía Magola Caballero, mujer fuerte y animosa, con otras personas de la familia que tenían cuentas pendientes con el Señor de Monserrate, salimos un día de la casa cuando estaba todavía oscuro. Por callecitas pinas y empedradas llegamos al Paseo Bolívar, en la falda del cerro. Seguimos monte arriba, atravesando solares de casitas infelices donde vivían las aguateras de Bogotá. Utilizaban el Chorro de Padilla, manantial de agua clara y fría que surtía, para beber, a toda la ciudad. Cuando llegamos a la primera ermita, y son catorce las que jalonan el ascenso, el sol se levantaba a espaldas de la iglesia de Monserrate. A la altura de la tercera ermita desplegó un abanico dorado y tibio que barrió nieblas y vapores que invadían la Sabana. A medida que ascendíamos, de la cuarta ermita en adelante, el sol picaba más recio y la niebla se desgarraba en jirones que flotaban lentamente en torno de la montaña. En cada ermita mi tía encabezaba una estación del víacrucis, y rezaba tres Ave Marías y tres Glorias con los ojos en blanco y sin perder resuello. Junto con otros promeseros que se nos habían agregado por el camino, nos hincábamos en los cantos rodados sumando así una nueva y dolorosa mortificación al cansancio de la subida. A la séptima ermita el sol había ganado la batalla allá abajo, en la Sabana. Esta resplandecía hasta perderse de vista en la serranía de Cota y las montañas de Canoas. El sol vibraba en un cielo azul, limpio de nubes. Yo sudaba la gota gorda y ya no podía más, por lo cual arrojé monte abajo el ladrillo que llevaba en la mano. Mi tía lanzó un grito de horror por aquel sacrilegio, y con la ayuda de unos promeseros rescató el ladrillo que se bamboleaba suspendido en el follaje de una zarza, y lo cargué otra vez, mohíno y apesadumbrado.
Algunos promeseros iban descalzos para hacer más meritoria la penitencia. Otros rezaban en voz alta a todo lo largo del camino. En la décima ermita nos sentamos en unas piedras, de cara a la Sabana por en medio de la cual el río Bogotá se desliza en grandes curvas y meandros. Mi tía sacó de una mochila que llevaba Cacó un avío para el desayuno y una botella llena de agua del Chorro de Padilla.
Tenían al Señor de Monserrate encerrado en una urna de cristal, detrás del altar mayor, en un camarín de ladrillo. Se subía hasta allí por una escalerilla lateral, se arrodillaba uno ante la imagen, besaba el vidrio de la urna y descendía por el otro costado. Colgados a las paredes de la iglesia y de la sacristía se admiraban los exvotos de los milagros: muletas, anteojos negros, vísceras toscamente reproducidas en cera y fotografías de novios. Ya fuera de la iglesia, donde en rústicas mesas y bajo toldos unas mujeres vendían caldo a los promeseros pobres, compré una crucecita que tenía una pequeña lente al través de la cual, y con un solo ojo, se veía la fotografía microscópica del Señor de Monserrate. De espaldas al sol para que no me ofuscara la vista, a seiscientos metros de altura sobre la Sabana y con esta desplegada como la cola de un pavo real allá en lo hondo, me puse a mirar por un ojo la efigie del Señor, como si desde aquel deslumbrante mirador de los Andes no hubiera otra cosa qué ver.
El descenso del Señor de Monserrate, en sus andas recubiertas por un manto de terciopelo negro, fue empresa de romanos. Desde el mirador de la casa de mi abuela veíamos descender por las faldas de la empinada montaña una interminable serpiente, punteada de luminarias que lucían en aquella mañana gris, opaca, ciega, dos días después del primer temblor. Se había caído la torre de la iglesia de Monserrate y la de la ermita de la Virgen de Guadalupe, en el cerro vecino, y no quedaban sino ruinas. A hombros de los cachacos bogotanos, lo cual causaba entusiasmo y admiración en el pueblo, llegó el Señor de Monserrate a la Catedral. Allí pasó la noche en compañía de millares de fieles que formaban largas colas para subir al altar mayor donde lo habían colocado. Todas las campanas de la ciudad repicaban a un tiempo. Los canónigos y los frailes de los conventos se turnaban ante la santa imagen cantando salmos y rezando rosarios. Era un espectáculo conmovedor, al cual asistieron desde el Presidente de la República hasta los niños de brazos. En la plaza de Bolívar la muchedumbre escuchaba las marchas fúnebres que tocaban, alternando, la banda del Batallón Guardia de Honor y de la Escuela Militar de Cadetes.
Pero pasó la época de los temblores, como habían pasado la del terremoto de Cúcuta y la del Ruido, en los tranquilos años de la Colonia, y de ella sólo quedaron noviazgos, amistades surgidas en el común miedo y un inevitable punto de referencia:
Fulanito nació en la época de los temblores…
En la época de los temblores, Fulanito ya había hecho la Primera Comunión.
O DIGO QUE LOS PRIMEROS AÑOS de colegio fueran los más felices de mi vida. Para empezar, había las clases de matemáticas por las cuales tenía el mismo desapego que por las adivinanzas y los juegos de prendas con penitencias.
N—Si siete manzanas cuestan treinta y cinco centavos, ¿cuánto costará una docena? Si un grifo descarga la cantidad de cinco litros de agua por segundo en una alberca de cuatro metros cúbicos de capacidad, ¿la llenará en cuánto tiempo?
¡Ah! Pero es que había una trampa, un truco que el profesor sacaba a última hora como quien dice un prestidigitador que extrae un conejo de un cubilete:
—La media docena de manzanas tiene un descuento de cinco centavos. A la alberca alguien la dejó destapada, y por el desaguadero se evade litro y medio de agua por segundo.
Yo hubiera preferido no hacer cuentas mientras no taparan la alberca, y comprar las manzanas sin que me hicieran descuento.
También había las diarias madrugadas para tomar el tranvía expreso del colegio, y el cierzo helado que barría las calles, y la angustia de los exámenes mensuales, y la nostalgia del domingo los lunes por la mañana y el terror de los lunes los domingos por la tarde, y las ganas inaguantables de pasar al baño cuando el profesor me llamaba al tablero y sentir en la misa de los sábados que se me estaban escurriendo los mocos y yo no tenía pañuelo; y las clases de gimnasia con un coronel del ejército que nos trataba como a reclutas de cuartel:
—¡Tenderse! ¡Levantarse! ¡Carrera mar! ¡Tenderse!
Los dos primeros años no fueron tan duros porque en las clases bajas del colegio los profesores eran mujeres tan comprensivas como la señorita Evangelina, a quien le llevé la cola del traje de novia cuando en el templo de Chapinero se casó con el profesor Fornaguera, un Gulliver catalán que había llegado al colegio con otros cuantos profesores importados de España. El colegio era la disciplina, el horario, la lección, la tarea, la obediencia, el silencio, el cansancio, el hastío; y yo amaba la libertad, el capricho y el sueño. Al colegio yo prefería mi casa, y fuera de ella me sentía triste e incómodo, como en lonche y con vestido nuevo.
Los primeros días fueron especialmente duros porque mamá y mi tía Lulú, con un sadismo maternal inconsciente, nos mandaban a Zoilo, mi primo, y a mí con unas blusas tejidas, de botones de nácar, y con unas grandes «pastoras» de paja que ellas habían usado en el verano pasado y Mama Tayo reacomodó como pudo. Si no hubiera sido por Zoilo, que no conocía la timidez ni se dejaba amilanar por nada, y de quien en los primeros días de colegio no osaba apartarme un negro de uña, yo no hubiera podido afrontar esa prueba.
Había en Bogotá tres o cuatro colegios, algunos muy antiguos como el de Nuestra Señora del Rosario, fundado en la Colonia y anexo a la ilustre universidad de ese nombre. El de los Hermanos Cristianos era regentado por pedagogos franceses, y el de San Bartolomé pertenecía a los padres jesuitas, españoles en su mayoría. A su llegada de Suiza en 1916, mi primo Agustín Nieto Caballero interesó a un grupo de jóvenes que oscilaban entre los veinticinco y los treinta y cinco años, en la fundación de un colegio nuevo de orientación distinta a la de una pedagogía rutinaria y tradicional. No se trataba de hacer un colegio antirreligioso o ateo, como se dijo entonces para desacreditarlo ante la opinión y las autoridades eclesiásticas, sino de puertas abiertas a las nuevas corrientes pedagógicas. Se abrió al norte de la ciudad, entre la carretera del norte y los cerros de oriente, en una quinta que con pretensiones de castillo —tenía un pesado torreón y muros almenados— había construido mi tío Luis Calderón, otro de los protectores del colegio. En 1918 este se trasladó a un nuevo edificio, muy feo por cierto, construido por un arquitecto norteamericano que sin noticia de lo que es la arquitectura española y concretamente la colonial hispanoamericana, quiso hacer algo en estilo colonial español. Pero los salones de clase tenían inmensos ventanales por el lado izquierdo, la pizarra cubría toda la pared frontera a los alumnos, y había laboratorios, biblioteca, teatro, piscina, campos de fútbol y de tenis, todo lo cual representaba una novedad en aquella época.
Por obra de esa bendita «escuela nueva» que aspiraba a despertar la curiosidad del niño y su espíritu de investigación sin confiarle nada a la memoria, la mía es desastrosa. Soy incapaz de recordar cuatro líneas escritas de mi propia mano y los catorce versos de un soneto. Sin embargo, le debo al colegio el no haber marchitado mi niñez en algún patio húmedo y sombrío. Al través de la ventana, durante las clases, veía un extenso prado en el que jugaban los niños de la sección Montessori; más lejos una mancha de pinos jóvenes; luego la iglesia del convento de la Visitación, cuya aguja gótica, recién construida, se recortaba nítidamente —un ángulo agudo invertido— contra un cielo sin nubes. Y cuando el profesor abría de par en par la ventana entraba por ella una bocanada de aire fresco, fragante a tierra húmeda y hierba recién cortada. Mi atención se expandía como un gas, hacia afuera, pero cuando la ventana estaba cerrada, se contraía y se cristalizaba. No es mera imaginería literaria. Realmente mi imaginación se pegaba al cristal donde una gruesa mosca verde —la Lucilia cœsar, decía el profesor de ciencias naturales— trataba inútilmente como el Espíritu Santo de pasar al través del vidrio sin romperlo ni mancharlo. No lo pasaba y en cambio lo dejaba salpicado de punticos negros. Producía un ruido monótono y desapacible al golpear furiosamente el vidrio con las alas transparentes. Afuera hacía sol, y en el espacio dorado y luminoso donde jugaban los niños, pasaban raudos manchones oscuros proyectados por alguna nube. En la penumbra de la clase el profesor preguntaba algo que a mí me tenía sin cuidado:
—Ustedes se preguntarán por qué los dorios no dominaron todo el Peloponeso. Voy a explicarles…
En las clases de historia, de historia sagrada, de literatura española o de literatura francesa, yo solía ocupar sin mayor trabajo los primeros puestos; pero en las matemáticas, la física y la química era un desastre y mis calificaciones apenas pasaban al otro lado, como esas bolas de tenis que rozan la malla y caen chorreando, en el campo contrario. El profesor de geometría me dijo una vez, sardónico y con la voz alterada por la cólera:
—Este jovencito cree que la vida se puede ganar escribiendo cuenticos, y frasecitas, y versitos, y boberías…
Interiormente me consumía de rabia y de vergüenza, pensando en San Juan de la Cruz, en Lope de Vega, y en Cervantes a quienes aquel bárbaro pretendía desmenuzar con los dedos como a un pedazo de tiza.
—¡La vida se conquista con esto!…
Y quebrando la tiza y una uña contra el tablero, trazó un triángulo que, hasta donde llegaban mis conocimientos en ese entonces, creo que era un triángulo isósceles.
Hoy miro más desapasionadamente esta escena, que acabó con cualquier intento mío de reconciliación con las matemáticas, pues si la vida sólo se ganara con ellas hace rato que me habría muerto de hambre. Ese profesor, a quien llamábamos “el Buitre”, era el ave negra de todo el colegio. Corpulento, desmayado, de nariz ganchuda y color terroso tirando al amarillo y al verde, a los estudiantes de bachillerato les exigía esfuerzos sobrehumanos, como si aparte de estudiar trigonometría no tuvieran otra cosa qué hacer. Un sábado llegó al extremo de ponerles a los de sexto —mi hermano mayor era uno de ellos— cincuenta problemas para el lunes siguiente. Papá le escribió una nota protestando por aquel exabrupto. Don Demetrio le contestó que evidentemente se le había ido un poco la mano en esa tarea, y en lo sucesivo sería más comedido, aunque en su concepto todos sus discípulos eran una pandilla de holgazanes. Y para el día siguiente, que era martes, les puso una tarea con cuarenta y nueve problemas.
Le tenía terror al fútbol, que era obligatorio. De vez en cuando me cogía entre ojos algún patán mayor que yo, y me hacía la vida imposible durante largo tiempo. Como un tipo atrabiliario y feroz, cacique de la clase, que casi mata a un condiscípulo a quien comenzamos por llamar “el Mono”, pues era catire, y terminamos diciéndole “el Mico” por haber sido mono. Un día aquel grandulón cogió una abeja por las alas, acogotó al Mico contra una pared y le puso la abeja en las narices. A la media hora las tenía como un golpeador, por lo cual duró varios días en la casa y perdió varias notas. Pero cuando perdió el curso y de veras casi se muere, fue el día en que, fingiéndole una amistad súbita y entrañable, le regaló uno tras otro hasta cinco chocolates. Después, y ante la admiración de toda la clase, rifó el resto de la caja de chocolates, y se lo sacó el Mico. Como eran chocolates purgantes, el pobre por poco muere de cólicos y retorcijones y dejó dos meses de asistir al colegio. Me rompí la quijada y un brazo, pues mi afición a caminar por los tejados y las tapias, y la costumbre de trepar a los árboles, no estaban exentas de accidentes. En la biblioteca de mi casa aprendí a leer —no a deletrear y a silabear— y no me cansaba de hacerlo encaramado en la copa de la araucaria o del caucho que se esponjaba en un rincón del jardín.
XVIII y de allí pasó a la Nueva Granada donde se radicó con su familia. Tenía Papá Rico los ojos azules, los bigotes rubios y los dedos amarillos por el humo del cigarro. Tenía un temperamento irascible, pero sus cóleras pasaban pronto.
Mentiría, pues, si dijera que adoraba el colegio, pero en cambio a Papá Rico lo adoraba. Tuvo una enorme influencia sobre mí en los primeros años de mi vida escolar, y le puso velas, más que alas, a mi imaginación. Era nieto del geógrafo italiano Codazzi, quien había llegado a Venezuela a fines del siglo—¡Tormentas de verano! —decía, pues no en balde él también era geógrafo.
Su hermano, nuestro profesor de rudimentos de química y elementos de historia natural, era un hombre tímido y melancólico que adolecía de una impresionante falta de imaginación.
—La sal o cloruro de sodio es un mineral que por evaporación se extrae del agua de mar en Manaure y Bahía Honda, en la península de La Guajira; o de minas subterráneas como la de Zipaquirá, a la que podemos ir uno de estos días. Los chibchas ya explotaban esas minas cuando llegaron los españoles. La sal, ya refinada, lavada, pulverizada, es de color blanco como, como…
Con unos ojos desteñidos, de batracio, el profesor miraba angustiosamente a todos lados en busca de algo muy blanco, sin ver el cielorraso, ni las paredes encaladas, ni el papel que tenía sobre la mesa, ni la tiza que se encontraba al lado del tablero.
—¿Como el azúcar? —preguntaba alguno.
—Exacto. Eres muy observador y la observación es la base de la sabiduría. Pero en lugar de saber a dulce, como el azúcar, pues sabe a…
—¿A sal?
—Era lo que pensaba demostrarles. La sal —un terrón negro que extraía del chaleco—, pues sabe a sal. Ahora pasemos a otra cosa.
Papá Rico nos daba unas lecciones llamadas «estudio de la realidad», en el monte, a la orilla de unos chircales vecinos del colegio.
—No son chircales sino tejares —decía don Pablo Vila el rector, quien había venido de España.
Y sin importarle ensuciarse las manos y las rodilleras de los pantalones, Papá Rico construía con nosotros en las orillas del chircal, con la greda lisa y amarilla, penínsulas, cabos, golfos, islas y archipiélagos. Nos hacía coleccionar piedras y mariposas, y disecar hojas cuyos nombres latinos nos aprendíamos de memoria. Era un sabio como Phileas Fogg, un héroe de Julio Verne.
Jugábamos, en la clase de geografía, a los barcos mercantes y los barcos piratas. Se trataba de hacer pasar una flota de veleros cargados de pequeños adobes y minúsculas ánforas de greda, secadas al sol, de una orilla a otra del chircal, del puerto de Shanghai en la China al de San Francisco en la costa occidental de los Estados Unidos. Aunque no se viera, las ánforas iban cargadas de té, de perlas y de ámbar. Los mercantes tenían que burlar el ataque de los piratas japoneses que fondeaban en las islas del Pacífico y cuyos barcos estaban erizados de artillería y espolones, armados con pequeños tubos de latón.
Papá Rico bautizó con el nombre de El Mirlo Cantor un hermoso velero que papá me había traído de los Estados Unidos. Era mitad rojo y mitad amarillo, con tres palos y un soberbio aparejo de doce velas. Estaba armado de un espolón de proa que era una larga aguja de tejer, y a babor y estribor tenía una batería de cañones —tres por borda— cargados con pólvora de triquitraque. Papá Rico me enseñó los nombres de las distintas velas, de los mástiles y las cuadernas de la obra muerta. El Mirlo Cantor era la nave capitana de los piratas japoneses. Cuando soplaba el cierzo frío de la Sabana, surcaba el chircal a todo trapo y echaba a pique cuanto mercante pesado y lento tropezaba por el camino. Jamás se le hubiera ocurrido a Papá Rico convertirlo en un honrado e indefenso barco mercante. Eso se quedaba para las goletas de palo y los rústicos juncos de vela latina, que tenían otros niños de la clase a quienes deprimía el no poder convertirse en piratas, y ponerse un parche negro en un ojo y amarrarse un pañuelo en la cabeza, como hacíamos los japoneses. En los juegos de tierra firme, a todos nos mortificaba ser policías y no ladrones, por lo cual Papá Rico, que al fin y al cabo tenía el deber de inculcarnos el amor de la ley y el respeto a las autoridades legítimamente constituidas, tenía que echar a suertes esas posiciones honorables.
Un día tuve la primera pena seria de mi vida cuando naufragó El Mirlo Cantor. Naufragó invicto y gloriosamente, fulminado por un tifón en los mares de China. No lo echaron a pique los mercantes, ni lo abordó y ensartó en combate singular El Pavipollo, un rival temible con su espolón de medio palmo de largo y una batería en el castillo de proa, que cuando el viento era favorable no fallaba disparo. Nos hallábamos preparando una expedición de conquista cuando sobrevino una calma chicha en el Pacífico y las velas de los barcos, tanto mercantes como piratas, se desinflaron y colgaron como ropa blanca puesta a secar en un alambre. En ese momento dos yuntas de bueyes irrumpieron en el chircal para pisotear la greda, y echaron los veleros a pique y los sumergieron para siempre en el fondo del pozo.
Los patrones del barco lanzamos un grito de alarma y arrojamos una andanada de piedras a los bueyes que nos miraban con unos ojazos húmedos y tristes, sin comprender lo que pasaba, pues ordinariamente eran amigos nuestros.
—¡Sálvese quien pueda! —exclamó Papá Rico llevándose las manos a la cabeza.
II que en las costas de Portugal se fue al fondo del mar.
Cuando tirados a la orilla del pozo, sobre la hierba húmeda por el rocío de la mañana, comentábamos el desastre, Papá Rico comparó el caso con el de la Invencible Armada de Felipe—La derrotaron los vientos alisios antes de que hubiera medido sus fuerzas con los veleros ingleses. Si no hubiera sido por ese desastre, hoy las Islas Británicas serían unas islas españolas.
II.
Desde entonces yo asumí como mías todas las desgracias del Imperio español. Tampoco podía conformarme con la desaparición de El Mirlo Cantor, pisoteado por las pezuñas de los bueyes, y al regresar del colegio y comunicarle la infausta noticia a mamá, no pude reprimir el llanto. Para consolarme prometió comprarme en el Almacén de los Niños un trasatlántico de cuerda al que podía bautizar, continuando una tradición gloriosa, con el nombre de El Mirlo CantorII que me regalaron el día de mi santo —«nunca segundas partes fueron buenas», decía don Quijote— no era sino un juguete, un vil trasatlántico de cuerda que no sabía navegar.
Ella jamás llegó a comprender que en el primero, en el auténtico, yo había doblado el Cabo de la Buena Esperanza, y había sorteado los escollos del Mar Egeo, y había fondeado en Hong Kong, y había asaltado a Cartagena de Indias, y había cruzado el mar de los Sargazos con las carabelas de Cristóbal Colón. El Mirlo Cantor
Yo era un niño taciturno, ensimismado, tímido, abstraído, y me costaba un gran trabajo entrar en intimidad con las personas extrañas. Vencida una primera reacción de desconfianza y de recelo, me entregaba íntegramente a mis amigos así pertenecieran a un mundo aparte y desconocido para mí. Llegaba a fraternizar con ellos aunque fueran mucho mayores que yo, como me sucedía con la señorita Isabel, mi primera maestra, quien sin la menor necesidad siguió yendo a la casa a repasarnos las lecciones cuando después de la Primera Comunión entré en el Gimnasio Moderno.
La señorita Isabel era todavía joven, con una sombra de bigote en el labio superior, un gran sombrero de fieltro blanco guarnecido de miosotis de trapo, y una sonrisa siempre a flor de piel. Para los exámenes de fin de año, ante papá y mamá, llevaba de premios —y el que no los mereciéramos carecía de importancia— bombas de caucho de distintos colores y libros de la colección Araluce.
—¿Cuánto dices que son siete por cuatro? A ver, recuerda. Cuatro por siete son… ¡Tú sabes la tabla del cuatro!
—¡Treinta y cinco!
—¡No! ¿Serán… serán veintiocho? Es muy fácil. Luego si cuatro por siete son…
—Veintiocho.
—¡Muy bien, muy bien! Entonces siete por cuatro serán…
Esto ocurría en el examen de aritmética, pero en el de religión, con los diez mandamientos, las ocho bienaventuranzas, los siete pecados capitales, las tres virtudes teologales, era más o menos lo mismo.
Pertenecía la señorita Isabel a esa clase de seres a quienes el destino condena a vivir para terceros, a depositar recónditos tesoros de ternura en una madre pobre y enferma, o en unos hermanitos huérfanos, o en un sobrino badulaque, o en discípulos que dejarán su mundo infantil cuando ellos sigan indefinidamente sumergidos en el mundo infantil de los demás.
Al entrar en el colegio dejé su blanda y cariñosa coyunda por la de la señorita Evangelina. Pero más que esta, y que la señora Redondo —cuyo marido era profesor en los cursos de bachillerato— me impresionaba la señora de quien fue el primer rector español en el Gimnasio viejo. Tal vez ella no me distinguía dentro de la amorfa muchedumbre de los pequeños, y todas sus simpatías se las llevaban los revoltosos, los díscolos, los niños que desde muy temprano mostraban una personalidad dominante. Ella era una mujer madura, gruesa, con una trenza enroscada a las sienes. Hablaba a gritos con un áspero acento catalán y juraba como un guardia civil. Su función escolar consistía en administrar la despensa y la cocina del colegio, pero a veces sustituía a las profesoras de las clases infantiles cuando se enfermaban, o se casaban, o cambiaban definitivamente de oficio.
Una mañana nos llevó doña Emilia a pasear por los cerros que se empinan por el lado de oriente, del patio de juegos hacia arriba. Eran unos cerros todavía vírgenes, cubiertos de helechos y matas de monte. Un sol dorado, infantil, escolar, enjugaba los charcos dejados por la lluvia la noche anterior. De los huecos redondos abiertos en la tierra negra salían haciendo una entrada de codos unos escarabajos rubios que echaban a volar a ras del suelo.
Cansados de trepar cerro arriba, azotado el rostro por el follaje húmedo de zarzas y de arbustos, nos sentamos a descansar en un barranco desde el cual se dominaba parte de la Sabana flotando entre la niebla.
Nos pusimos a cantar en coro una canción de Beethoven, que nos había enseñado la víspera el profesor de música:
Ya se ven… bracear
los molinos con sus aspas.
Rudo viento… al soplar
los impulsa sin cesar.
Doña Emilia palmoteó bruscamente y nos gritó desde abajo y desde lejos, con una fuerte voz:
—¡No os sentéis por tierra pues os vais a humedecer el culo!
—¿El qué?
—¡El culo, hijos!
Al contarle aquello a mamá, y al repetirlo mis condiscípulos en sus casas, hubo consulta telefónica de señoras. Una comisión se presentó al colegio a sentar una protesta ante don Tomás Rueda, subdirector del colegio. Las señoras le dijeron a don Tomás que doña Emilia nos estaba enseñando palabras feas y su proceder era incalificable, sobre todo si se consideraba que su marido, Pablo Vila, rector del colegio, había fundado la Liga del Bien Hablar.
Don Tomás, hombre agudo y socarrón, se rascó la cabeza por debajo del sombrero que no se quitaba de la cabeza ni en la misa, y les respondió:
—Con perdón de ustedes, doña Emilia llama las cosas por sus verdaderos nombres, y las que hablan mal castellano son ustedes.
A las lloviznas de julio y agosto don Pablo Vila les había quitado en la Liga del Bien Hablar el nombre criollo de «páramos», pero don Tomás, que había defendido a doña Emilia cuando escandalizó a las señoras, en este punto condenaba a don Pablo.
—Los llaneros de Arauca y Casanare murieron «emparamados» y no llovidos o mojados, entre los frailejones de Pisba —nos decía en la clase de historia. En la de literatura agregaba:
—Los criollos les dimos a los chapetones no sólo oro y esmeraldas, sino palabras que corresponden a muchas cosas que ellos no conocían en España. Por eso en este caso don Pablo no tiene razón.
Y dentro de la meteorología infantil, que tal vez no coincida matemáticamente con la verdadera, en julio paramaba, en Semana Santa llovía y en febrero granizaba por la apertura del año escolar. El granizo —aunque don Pablo lo llamara pedrisco— tenía tanto en el colegio como en la casa una importancia excepcional pues reemplazaba la nieve que sólo conocíamos en las ilustraciones de los cuentos de Grimm y en los pesebres de Nochebuena, salpicados de harina y de colapiscis. Cuando granizaba, los cerros del colegio amanecían manchados de blanco, aunque en verdad era la tierra negra y pegajosa la que manchaba la inmaculada colcha de granizo.
—Me gustan la nieve y su blancura, pues tienen algo de celestial… El barro, la tierra desnuda, me…
… Leía mamá en el Diario de Eugénie de Guérin que le gustaba mucho. Y con el granizo que recogían las sirvientas en los patios de las casas, se batían helados de paila, hojaldrados, cristalizados, crujientes, que al deshacerse en la boca, entre la lengua y el paladar, dejaban un perfumado sabor a mora, guayaba o curubas.
—¿Pedrisco el granizo? ¡Locuras de don Pablo Vila! —exclamaba don Tomás.
—En cambio doña Emilia…
* * *
De vuelta a la casa y en el expreso del colegio leíamos en voz alta, en coro ensordecedor, los anuncios que adornaban el interior del vehículo, o los que corrían a lo largo de las tapias que limitaban a lado y lado el camino de Chapinero:
«Bavaria, la mejor cerveza», no era una afirmación mentirosa sino la pura verdad, pues en todo el país, al menos en Bogotá, no se conocía otra distinta.
«Fenicia, sus vasos, sus jarras, sus botellas de dos colores, blancas y verdes», era el honrado inventario de lo que producía esa fábrica, subsidiaria de la anterior.
«Fume usted sin componer, compuestos, blancos o negros cigarrillos Coronados», decía un anuncio en letras esparcidas y gigantescas que se deslizaban rápidamente por las tapias del camino, desde la plazuela de Bavaria hasta el colegio del Sagrado Corazón.
El anuncio de los baldosines Samper iba ilustrado con un dibujo que mostraba de un lado una sirvienta descalza, desmelenada, pringosa, como cualquier lavapisos de aquella época, barriendo un piso de ladrillos desportillados —como el de cualquier patio— con una gruesa escoba de esparto. Al otro lado el dibujo mostraba una elegante doncella de las que se veían en el cine o en las zarzuelas del Teatro Municipal. Esta acariciaba con un cepillo de crin un reluciente piso de baldosines Samper.
El ideal de la elegancia masculina era el anuncio ilustrado de los primeros cigarrillos que se fabricaron en Colombia con el nombre poco modesto de «Excelsos». Un joven rubio, de pelo ensortijado y con rulos en las sienes, ojo lánguido y negro, cuello alto y duro de los llamados «puñeteros» y corbata con alfiler de diamante, le ofrecía un cigarrillo a una señorita morena, velluda, pechugona, con corales en las orejas y lunares en las mejillas. El joven le decía, por medio de un letrero que le salía del chaleco: «Fume de estos, sumercé».
«Paulina V. de Gracia, ponqués, milhojas, marzos, cartuchos, lonches, bautizos, bailes, banquetes, matrimonios», era un anuncio en letra de imprenta, que en vano trataba de llamar la atención al lado de una copa en tres colores, rebosante de espuma de chocolate, parada milagrosamente en una banda ondulada que decía: «Lockard’s Tea Room, helados americanos fabricados con maquinaria extranjera».
Más nacionalista era el letrero que sostenía en una mano, en un llamativo cartel, un maniquí tieso, con los brazos paralizados en actitud de recitar y los ojos de vidrio que miraban con una fijeza y una estupidez fuera de lo común. Decía lo siguiente: «El vestido hace al caballero y V. Ramón Hernández hace el vestido —Se alquila ropa de ceremonia para novios y congresistas».
Finalmente, debajo de la estampa de un señor gordo, rubicundo, despeinado, con ojos saltones y las narices lagrimeantes, la Droguería Montaña —Tercera Calle Real, bajos de El Espectador— advertía: «Para la tos, Chichi-Palatol».
Toda aquella ingenua literatura de propaganda quedó literalmente barrida y borrada cuando en una esquina de la plaza de Bolívar apareció una noche, atravesando la calle, un letrero luminoso formado con bombillas, que así decía: «Jabón Pombo».
Bajo la vigilancia de un profesor se nos permitió a los alumnos de las clases bajas del colegio esperar una tarde en la plaza, atestada de curiosos, a que a las seis los Samper «echaran la luz» para admirar aquel prodigio luminoso.
Mi memoria era un fotógrafo de pueblo, con su máquina de perilla de caucho, envueltos ella y él en una tela de rasete negro para tamizar la luz. El pobre hombre retrata las cosas y las personas menos interesantes del mundo. Si en vez de desperdiciar memoria en ese estúpido ejercicio la hubiera utilizado en repasar las matemáticas cuando viajaba en el tranvía, aquel año no hubiera tenido que estudiar en las vacaciones para habilitar el curso en febrero. Mi tío Julio, que tenía, él sí, una memoria prodigiosa pero absurdamente derrochada, exclamaba de pronto:
—El año 98 me encontraba en la esquina de Gómez y Gómez en la plaza de Bucaramanga, un domingo 7 de abril por más señas, entre las once y las once y cuarto de la mañana pues la basílica ya había dado las once, pero no la media, cuando…
Y papá comentaba: «Si con esa memoria que tiene, Julio hubiera estudiado griego, hoy sería un helenista».
13 con la Calle Real, me sentía en tierra firme y conocida. La calle era un paisaje familiar que no necesitaba mirar para reconocer, pues toda la vida había estado ahí y hacía parte integrante de mí mismo. A mano izquierda, subiendo hacia los cerros, se abría el alto portón del Jockey Club, y a mano derecha, al otro lado de la calle, El Diario Nacional arrojaba por la ventana un acompasado ruido de máquinas y un denso olor a plomo derretido. Del Jockey hacia arriba venía una tienda de rancho y licores, que exhalaba un picante aroma a carnes y embutidos, y frente por frente se encontraba un baratillo que se llama El Diábolo. De la primera era dueño Venturoli, un italiano que había llegado con el circo Keller a comienzos del siglo y había resuelto anclar definitivamente en Bogotá. Era bajo de cuerpo, rechoncho y tenía una tripa imponente. Frontera a su tienda, arriba de El Diario Nacional, tenía su despacho un abogado cuyo hijo, poco mayor que yo, le ayudaba a copiar cartas y documentos. Como yo no veía a las personas sino al través de los personajes literarios, en recuerdo de Corazón de Amicis lo llamaba el pequeño escribiente florentino.
Cuando a las cinco de la tarde me depositaba el tranvía en la esquina de la calleDe lado y lado de la calle seguían dos o tres caserones borrosos y anodinos por la razón de que ignoraba quiénes los habitaban. Sin ese conocimiento las casas eran herméticas para mí, como el rostro de un ciego o de un sordomudo. A mano derecha venía una casa de balcones corridos, con zaguán ancho y enlajado por el cual se podía entrar, lo mismo en coche que a caballo. Aquella casa tenía un sentido, un contenido y una fisonomía particular, pues en ella vivía la madre de mi profesor don Tomás Rueda Vargas, cuyo hijo Antonio era mi compañero de clase. Como la mía, aquella era una casa en torno de una abuela.
Frente por frente, y del lado izquierdo cuando se miraba al oriente, se encontraba la peluquería de los hermanos Cortés, con baños de agua caliente para los vecinos del barrio. Cacó me llevaba los primeros días del mes a que me cortaran el pelo. Don Antonio me sentaba en una silla pequeña, colgada del espaldar del gran sillón basculante. Me gustaba sentir en la cabeza sus dedos ágiles y expertos, y el frío cosquilleo de la máquina en la nuca; y ver la sábana en que me envolvía salpicada de gruesos mechones recién cortados y admirar en el espejo el diestro golpe de peinilla que me formaba un copete en la frente. Era agradable el olor fresco del agua de Colonia y del jabón de Reuter, y el ruido de las tijeras que castañeteaban en torno de mi cabeza, y el movimiento ascensional cuando don Antonio apoyaba el pie en el pedal del sillón. Don Antonio era flaco, con dos manchas rojas en las mejillas y una nariz redonda como maese Goro o maese Cereza el de Pinocho.
Su hermano era muy gordo y sus gruesos dedos tenían, a pesar de su torpeza aparente, una impresionante habilidad para la peluquería. Deslizaba la navaja, con la cola parada, sin titubeos, ondulando sabiamente sobre los mentones más difíciles. Era especialista en barbas rebeldes como la del señor Arzobispo, quien tenía una piel muy sensible, y la de don Tomás Rueda Vargas, cruzada de corrientes a contrapelo y ásperos remolinos.
La calle continuaba ascendiendo, sin niños ni nada particular. En los bajos se abrían las puertas de oficinas de arrendamiento, o despachos de abogados, o tiendas de cintas y carretes de hilo, y el restaurante Moisés cuyos platos criollos tenían mucha fama en la ciudad. Ya cerca de mi casa abría sus puertas El Curubital Reformado, cuyas especialidades más famosas eran los avisperos que chorreaban miel… «Dura lo que un avispero a la puerta de una escuela», decían las personas mayores…, diabolines listados de colores, como la insignia tubular de la peluquería de los Cortés, y caramelos de licor en forma de llave, de botella o de ángel de la guarda con las alas extendidas.
En la esquina de la manzana de mi casa, contigua a la del escritor Gómez Restrepo, quedaba la de don José María Samper, cuyos patios y corredores ya no estaban cubiertos de ladrillos sino de baldosines. Don Chepe, uno de los fundadores y mecenas del colegio, era un viejo calvo, curioso, infantil, a quien instintivamente queríamos los niños. Tenía un taller de mecánica en el cual reparaba toda clase de máquinas. Él había importado al país la institución de los boy scouts: una actividad para niños recién fundada en Inglaterra por un matrimonio de viejos.
13 se empinaba hasta perderse en la falda del cerro.
Luego venía mi casa y la de la señora alemana a cuya frente se anudaba una trenza del color de los ojos y las melcochas; y la calleCuando estaba enfermo y no podía ir al colegio me asomaba a la ventana.
—¿Cómo sigue mi señora Ifigenia? —le preguntaba a Aquilino, el zapatero, que adelgazaba a martillazos una suela, sentado a la puerta de su tienda.
—Cada vez peor. Cualquiera de estos días no amanece, si mi Dios no dispone otra cosa.
A la puerta de la otra tienda, también en los bajos de mi casa, Calixto el carpintero había sacado a la mitad de la calle un hornillo y el tarro de la cola, cuyo olor era desagradable y pegajoso.
—¿Para cuándo esperan el niño?
—Para muy pronto. Ya lo sabrá cuando lo oiga chillar.
En la tienda de Aquilino —pesado y linfático, de ojos achinados y una sombra de bigote que le escurría a los lados de la boca— la señora Ifigenia nunca acababa de morir. En cambio en la tienda de Calixto —cuadrado, moreno, de cabellos ensortijados y retintos como virutas de nogal— los niños nunca acababan de nacer.
Las aguateras bajaban por la calle, con su múcura a la cabeza. Los burros cargados de carbón de palo se detenían instintivamente ante todas las puertas de la calle. Una parihuela subía lentamente bamboleándose sobre las nervudas pantorrillas de los parihueleros. Pasaban las sirvientas del barrio, de alpargatas y pañolón, con la cesta del mercado colgada del brazo.
—Buenos días, niño. ¿La señorita Aleja no ha salido todavía? Corra sumercé y le dice que si no se apura en la fama no va a encontrar sino puro hueso.
La vieja vergonzante de los jueves —cuando era jueves— entraba a tomar chocolate y conversar en la cocina con las sirvientas. Yo la saludaba desde mi ventana y le gritaba a la muchacha que barría la alcoba detrás de mí:
—¡Ahí está la señora del jueves! ¡Corra a abrirle la puerta!
Y una pareja de Hermanitas de los Pobres, si era sábado —hábitos flotantes, ojos bajos, pasos menuditos, ruido de camándulas que se entrechocan— golpeaban a todas las puertas pidiendo limosna.
Pero este espectáculo de la calle en días laborales, comunes y corrientes, no se me ofrecía con frecuencia pues sólo de tarde en tarde me enfermaba o estaba de purgante y me quedaba en casa, mirando al través de la ventana pasar la vida, que no pasaba.
MEDIADOS DE LA ADMINISTRACIÓN del señor Suárez, acerbamente combatido en las cámaras por sus propios copartidarios, se comenzó a hablar de la candidatura presidencial del general Ospina. Esto, claro, a mí no me importaba un bledo. Al contrario, me producía una exasperación creciente cuando el tema afloraba en las comidas y la conversación se prolongaba indefinidamente.
A—¿Qué hace el Presidente de la República, papá? ¿Si yo fuera Presidente de la República podría declararle la guerra a los Estados Unidos?
—Hummm, la cosa no es tan fácil como te parece.
—¿Por qué no les declaramos la guerra cuando se robaron a Panamá? ¿No me has dicho que para salvar a Panamá hicieron la paz los liberales y los conservadores?
Papá fruncía el ceño, se enervaba, y terminaba por aplazar la respuesta para más adelante, para…
—Cuando llegue el momento de entender esas cosas. Ahora lo importante es que te pongas a estudiar… Tus calificaciones de aritmética son cada vez peores. Cuando yo tenía tu edad ya estaba estudiando la regla de interés compuesto… Ahora puedes ir a jugar al jardín… Como les decía, si el general Herrera decide apoyar la candidatura del general Ospina…
Aquello no tenía lógica ni sentido, y yo iba al jardín a jugar con mis primos, de acuerdo con la «moda» escolar: bolas, o trompo, o rayuela, o coca, o diábolo, o dos juegos prohibidos y severamente castigados cuando nos denunciaban las sirvientas: fumar palos de mimbre sacados de la gran petaca de la ropa sucia, o competir para sacar el punto más alto, orinando todos al tiempo contra la tapia de mi casa que daba sobre el jardín de mi abuela.
Cuando el general Ospina se trasladó con su familia de Medellín a Bogotá, papá le dio un banquete en la casa de la calle 13. Con ocho días de anticipación mamá mandó llamar a Rosa Camargo con la mujercita que llevaba agua a la casa en una gran múcura de barro, tapada con un rollo de tusas y hojas de chisgua. Rosa vivía en un barrio que trepa monte arriba, hacia la iglesia de la Peña. Era una bruja alta, muy morena, fúnebre, picada de viruelas, envuelta en una saya y un pañolón que tiraba al verde sombrío, a pesar de lo cual en casa la estimaban mucho y la llamaban Rosa la Banquetera. Era, pues, una bruja buena e inofensiva, y no me producía ningún temor.
—Es una bruja sin escoba.
Después de una prolija y complicada conversación de Rosa con mamá y mi tía, en la cual yo lograba intercalar observaciones que me parecían importantes…
—¿Por qué en lugar del melón, que es tan frío y hace doler los dientes, no ponen ciruelas pasas o frutas cristalizadas? En La Rosa Blanca vi ayer, cuando venía del colegio, unas cajas…
(¡Abiertas como una flor de pétalos de madera dorada, que exhibían peras, guindas, gajos de mandarina cubiertos de una gruesa escarcha de azúcar!).
Mamá y mi tía se impacientaban y no me dejaban redondear mi pensamiento. Rosa Camargo, con un graznido de cuervo, reía entre su boca amarilla y desportillada.
Al cabo, pues, se convino el menú que debía constar de cinco o seis platos rociados de diferentes vinos, más un postre que se encargaría a unas señoritas del barrio especialistas en repostería. Con la asesoría de mi tía, que le servía de amanuense, pues aunque dueña de una profunda sabiduría culinaria Rosa era analfabeta, se confeccionó la larga lista de la compra. Durante varios días Rosa y Aleja la cocinera, que pasó a acolitarla, salían muy de mañana a la plaza de mercado y regresaban a mediodía, seguidas de un mozo de cuerda con un gran bulto a las espaldas.
Mientras el banquete estaba en proceso de incubación, a los niños se nos enviaba a almorzar a diferentes casas de familia. El banquete producía serios trastornos domésticos. No se podía lavar en casa una pieza de ropa y toda se mandaba al lavadero de la casa de mi abuela, pues la pila de piedra del nuestro permaneció ocho días poblada de capitanes, barbados y negros, que bebiendo agua limpia y comiendo miga de pan debían perder el sabor a barro del río Bogotá.
—A los capitanes hay que lavarlos —decía Rosa, lo cual me parecía muy extraño.
Unos albañiles que apestaban a engrudo y cola de pegar, «cogían» goteras, resanaban, pintaban y empapelaban toda la casa. Calixto había instalado su banco en el patio principal y producía enormes cantidades de viruta que el viento esparcía por los corredores. Se necesitaba remendar algunos entablados y ajustar los asientos del comedor, que nuestra costumbre de jugar al tranvía alineándolos en el jardín por filas de a cuatro, los habían convertido en mecedoras. Para que la cocina no fuera «a dar función», como pronosticaba la cocinera, Antonio el deshollinador y un «chino» que lo acompañaba con los instrumentos del oficio —un lazo y una piedra envuelta en trapos negros de hollín— andaba trasegando con la chimenea. A todo esto se agregaba el ajetreo de los empleados de la energía eléctrica que reforzaban las líneas e instalaban lámparas suplementarias para iluminar los corredores y el patio.
La víspera del banquete llegó del almacén de rancho de Agustín Nieto y Compañía una ancheta de vinos y licores, y el día cero, al través del jardín, bajaban en fila india las muchachas de la abuela con su vajilla y su cristal de monograma de oro, pues los de mamá eran más modestos y apenas alcanzaban para una docena de personas. Ese día, al llegar del colegio, se nos permitió correr los «piscos», que una vez embalsamados en salsas que Rosa preparaba a hurtadillas —para que no le robaran la receta— se transformaban en pavos, en virtud de una curiosa metamorfosis idiomática. —Habría que consultar este caso con don Pablo Vila, en la Liga del Bien Hablar—. Correr los piscos, agarrándolos entre dos y por la punta de las alas tiesas y crujientes, después de haberlos atiborrado de aguardiente; y pescar con una cesta o un colador los capitanes de la pila, fue nuestra contribución a los preparativos del banquete.
A las ocho se sintió un sonoro trote de caballos en la calle y el rodar de los primeros coches. Las señoras llegaban con largos trajes que batían el aire y dejaban una estela tibia y perfumada. Los señores vestían de frac. En el salón, en el vestíbulo, en el cuarto del piano, en el escritorio, se elevaba el confuso rumor de las conversaciones. Las voces graves de los hombres alternaban con las agudas de las mujeres, y la escala cromática de una risa se elevaba de pronto, rebotando en el cielorraso. De las dependencias interiores de la casa llegaban asordinados por la distancia —súbitamente fuertes, cuando se abría una puerta de comunicación— ruido de platos, tintineo de copas y el golpe de alguna fuente que se volvía añicos contra el suelo. Los últimos en llegar fueron el general Ospina, su señora, que era una hermosa mujer de cabellos grises, y su hija, una muchacha de unos veinte años de edad, alta, cimbreante, de ojos negros y una boca húmeda, roja y blanca, como la de la Bella Durmiente…
—A la Bella Durmiente no se le podían ver los dientes porque tenía la boca cerrada. Estaba dormida…
—Entonces como la de la Cenicienta…
—O la de blanca como nieve, roja como sangre, suelta tu mata de pelo…
—Si quieres ver a tu madre. No digas boberías. Esta es una muchacha de verdad.
Desde la galería de cristales contigua al vestíbulo, mirábamos extasiados la entrada de los invitados. De dos en dos encabezados por papá, que le daba el brazo a la señora de Ospina y mamá a quien le daba el brazo el general, pasaron al comedor al través del patio adornado con tiestos de geranios, azaleas y parásitas.
Sólo conocíamos unas cuantas personas mayores, pero el resto —dentro del cual se hallaban personalidades políticas muy conocidas en esa época— flotaba para nosotros en un confuso anonimato: eran calvas, barbas, dientes postizos, gafas, pecheras almidonadas. Mi hermano mayor exclamó de pronto:
—Ese viejito… allá… a la derecha… el tercero… No, el cuarto… es el general Herrera.
Una brocha hirsuta en la cabeza, una frente calzada y rayada por cuatro arrugas horizontales y paralelas, unos ojitos esquivos de mirada aguda como una lezna.
—¿Qué ha hecho el general Herrera?
—Le hizo la guerra al general Ospina con papá, ¡idiota!
—¿Y ahora comen en la misma mesa? Me parece raro.
—¡Porque eres un idiota!
—¡El idiota eres tú!
El incidente se liquidó con el esbozo de una bofetada, un ¡chist! furioso de mis hermanas, y un amago de llanto. Yo sólo tenía ojos para mirar a mamá, con la nariz pegada a los vidrios del bastidor del comedor que daba sobre el patio. Era la más linda de todas las mujeres, con su pesada crencha de cabellos castaños, sus ojos verdes, luminosos y tranquilos, su garganta fina y delgada, y su traje que debía ser negro, o verde muy oscuro, o gris con encajes negros…
—¿Es el verde?, ¿o el negro?, ¿o el gris?
—Es el de encaje de Bruselas que papá le trajo de Europa. Ayer se lo midió Bernarda en el cuarto de vidrios. ¿No te acuerdas?
—No me acuerdo.
En el eterno presente que era mi infancia me pasaba como a los viejos: no me acordaba de nada que no tuviera delante de los ojos. Los zarcillos de esmeraldas, los broches de diamantes, los pendientes de rubíes, los collares de perlas, quebraban la luz de las lámparas produciendo breves relámpagos en las orejas, las gargantas y el busto de las mujeres. Dentro del confuso rumor de las conversaciones que llegaban del comedor, no distinguíamos gran cosa. Era una película muda, semejante a las que veíamos a veces en el Cinerama, pero en tecnicolor aunque este no se hubiera inventado todavía. La mesa formaba una escuadra y en el centro, de espaldas al aparador adornado con bandejas y platos de plata, se encontraban mamá y el general, papá y la señora de Ospina. El espectáculo nos producía tal entusiasmo que en vano las sirvientas acudían de tiempo en tiempo a pedirnos que nos fuéramos a acostar pues habría que madrugar para el colegio. El relámpago de un pensamiento cruzaba por mi cabeza:
—Mañana, a primera hora, examen de geometría. El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos… Hacer los cuadrados… La base por la altura… A las diez, gimnasia… Es una delicia dejarse deslizar con la cuerda bien apretada entre las piernas… ¿Pero qué pasó?
Se había hecho súbitamente el silencio en el comedor, apenas perturbado por el tintineo de las copas. Papá de pies, levantó la suya…
—¿Qué va a hacer papá?
—¡Cállate! ¡Vete a acostar!
Sólo recuerdo unas palabras en francés, que más tarde en el curso de la vida habría de tropezar muchas veces en los libros y en los periódicos, pues a las personas mayores, no sé por qué razón, les gusta más el pensamiento ajeno que el propio: «Par droit de naissance et par droit de conquête». Veo los grandes bigotes blancos del general, la sonrisa de papá…
«Lucas tiene una sonrisa fresca, de papaya calentana», decía su amigo el general Celso Rodríguez.
Palmadas en los hombros, aplausos, rumor alborozado de voces y otra vez el silencio. El general Ospina, de pies, con la copa en la mano primero, después sobre la mesa…
—¿Por qué no se la toma? ¿Qué pasa? ¿No le gusta?
—¡Chisssst!
El general hablaba, hablaba, hablaba, sin parar, y a veces levantaba un brazo, luego los dos, los abría como para abrazar un fantasma, los proyectaba hacia adelante como en la clase de gimnasia.
—Tiempo uno… ¡Adelante!… ¡Dos!… Arriba… Tres… ¡Abajo! Cuatro… en jarras… ¡Firmes!
Se golpeaba el pecho como en el Yo pecador me confieso a Dios Todopoderoso, a la Bienaventurada Virgen María, a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo…
Palabras, palabras y palabras que terminaban en un sonoro rrrrrnal, rrrrrpública, rrrrrpaz, que desataban, como los compases de una sinfonía, una salva de aplausos.
Cuando los invitados regresaron al salón, después de comer, las señoras se apoderaron del lugar para hablar entre ellas y los señores ocuparon el cuarto del piano y el escritorio para tomar café. Por aquellos años los dirigentes políticos y económicos del país tenían puestas grandes esperanzas en la próxima administración del general Ospina, quien contaba con el apoyo de su partido y el del Partido Liberal y además con los veinticinco millones de la indemnización de Panamá, que había recibido pero no había querido gastar la administración del señor Suárez. En el escritorio debía discutirse sobre obras públicas, que era el tema de «nuestro tiempo»: sobre si sería mejor invertir los veinticinco millones en carreteras o en ferrocarriles. Papá era partidario de las primeras frente a quienes, como el general Ospina, preferían los segundos. En este punto que suministraba tema para largas discusiones, yo era partidario de los ferrocarriles. Me gustaba oírlos silbar a lo lejos, en la estación de la Sabana o en la de Chapinero, cuando pasaba por allí; y uno de mis grandes deseos, todavía insatisfecho, era montar en tren. El tren era una serpiente luminosa, una rauda sucesión de imágenes, como el cine, mientras que la carretera era una imagen muerta como las que proyectaba en la pared la linterna mágica que nos había traído el Niño Dios. «Los ríos son caminos que andan», decía papá que había escrito no sé quién; pero yo pensaba, sin acabar de comprender aquello de los ríos, que los que verdaderamente andan son los ferrocarriles, y cantan sobre los rieles… Mucho peso poca plata, mucho peso poca plata… Y dejan un penacho de humo que flota en el aire y se esparce cuando sopla el viento.
Dos años después, a mediados de la administración Ospina, este inauguró en Tunja la estación terminal del ferrocarril del Carare, que papá había combatido por costoso e impracticable. En la inauguración hubo champaña, discursos, fiestas populares, baile en el palacio de la Gobernación, y una locomotora que había sido llevada en piezas y a lomo de buey, y armada sobre los primeros cien metros de línea férrea, lanzó un pitazo que resonó lúgubremente por los ámbitos de aquella ciudad muerta y silenciosa. La muchedumbre prorrumpió en gritos de entusiasmo. Sobra advertir que el ferrocarril no se construyó nunca. Lo habían iniciado al revés, de la cordillera hacia el valle del Magdalena, acarreando el material a lomo de buey por un camino infernal, del río hacia arriba. Años más tarde resolvieron suspender trabajos en Tunja y comenzarlo por el derecho, del Magdalena hacia la cordillera. Durante uno o dos años el Gobierno se interesó en esa obra, pero no tardó en abandonarla sin importarle los millones que ya se habían invertido en ella.
—El infierno está empedrado de buenas intenciones y el país de primeras piedras —decía papá.
En un viaje que hicimos con él a Puente Nacional y Vélez, al internarnos por el antiguo camino del Carare veía yo trozos de carrilera tendidos en la copa de los árboles, a varios metros de altura sobre el suelo negro y esponjoso de la selva.
—¿Quién construyó este ferrocarril aéreo, papá?
Él me explicó que, cuando se abandonaron los trabajos, la selva borró la banca y creció levantando los rieles.
—¡Si esto no hubiera sido un ferrocarril sino una carretera! ¿No te he contado cómo será la que están construyendo entre Nueva York y Washington?
—Sí, ya me lo has contado varias veces…
De esas cosas hablarían los señores en el cuarto del piano, cuando nosotros ya fatigados y medio dormidos nos resignamos a dejar nuestro observatorio para irnos a acostar. Pero de pronto irrumpió en el escritorio la hija del general, radiante de belleza. Se hincó de rodillas ante papá, le tomó las manos entre las suyas y debió decirle —pues veíamos la escena, pero no oíamos las palabras— que no se movería de allí mientras papá no tocara algo en el piano. Papá se defendió un momento…
—¡Mi señorita, por la Virgen! Si yo no sé tocar. Son cosas de Pedro Nel…
Pero no tardó en levantarse. Aquella noche me dormí muy tarde, arrullado por valses y mazurcas y la voz cálida y vibrante de alguna mujer que se había puesto a cantar.
En los tiempos de papá —in illo tempore— los hombres trataban de acortar su infancia y su juventud, y quemaban etapas con el solo objeto de madurar y envejecer más pronto. Generación clásica es la que aspira a parecerse a la anterior, y romántica la que le vuelve las espaldas.
—¡Ah! Si hubieras conocido a esos «varones ejemplares» que fueron mis maestros —me decía papá, que era un clásico. En cambio yo, que era un romántico, no me atrevía a observarle que esa aspiración contradecía una frase de alguno de ellos, que él me citaba cuando yo hacía algo inconveniente e inoportuno: «No se debe llegar antes de tiempo ni al cumplimiento del deber».
En cambio cuando los amigos de papá, cogiéndome la barbilla con dos dedos que olían a tabaco, me preguntaban:
—¿Qué vas a ser cuando grande?
Yo les hubiera contestado, si eso no me hubiera disminuido a sus ojos:
—Yo no quiero ser grande.
Me contentaba con decir, pues estaba en mi periodo musical: «Voy a ser un músico como Mozart… Tal vez como Beethoven».
—¡Tonterías, hijo, tonterías! —exclamaba el general Rodríguez con su voz de trueno—. Tienes que ser ingeniero hidráulico… Canales, irrigaciones, represas, acueductos, es lo que necesita el país…
Yo no me atrevía a protestar, pues a papá y a sus amigos y maestros del Olimpo Radical no se les podía faltar al respeto impunemente. Confundían el genio con el mal genio y el carácter con el mal carácter. Pero lo cierto era que a los catorce años papá estrenó su primera levita y un sombrero de copa; a los dieciocho se graduó de doctor en Derecho y Ciencias Políticas; hizo la guerra civil y fue general antes de los treinta años; y se arruinó cuando no había cumplido cincuenta. Todo, pues, lo había hecho antes de tiempo, prematuramente, contra lo que él decía que yo debería hacer. Su gran amigo el general Celso Rodríguez se golpeaba el pecho con un puño enorme, erizado de vellos colorados, y decía:
—Lucas y yo somos generales de la revolución, no de los que cargan palio en las procesiones de Semana Santa disfrazados de generales.
Y a papá se le llenaba la boca de patriótica vanidad cuando ante nacionales o extranjeros relataba ciertas anécdotas de los presidentes de la República que mostraban, según él, rasgos típicos del carácter de los colombianos. En esto, mucho más romántico y optimista que yo, creía en el progreso indefinido, en la bondad congénita del hombre y en la superioridad indiscutible de su propia patria sobre los demás.
—Don Santiago Pérez, radical, al dejar la Presidencia de la República se colocó de dependiente en la Librería Colombiana, porque no tenía un centavo con qué comer. Don Miguel Antonio Caro, conservador, salió de Palacio a vivir de lo que producía una panadería que había montado su señora en el barrio de Las Nieves. Don Carlos Otálora, liberal, cayó en desgracia ante el país por haber comprado un coche de caballos para el Palacio Presidencial. El señor Suárez, conservador, fue acusado ante el Senado de la República por haber descontado con un usurero sus sueldos de presidente, lo cual demostraba palmariamente su pobreza, su ingenuidad y su honradez. ¿No te había contado eso? Pues verás…
—Sí, papá, ya me lo habías contado.
XIX, papá contaba cosas extraordinarias:
De las guerras civiles que fueron la gran escuela de los colombianos durante el siglo—Los Mochuelos y los Alcanfores, en 1875, guerreaban y se combatían de día en los cerros vecinos de Bogotá y de noche se encontraban en el mismo baile…
—¿Y no se mataban? ¡Qué idiotas!
—¡Qué nobles! —decía papá fulminándome con una mirada que me quemaba la frente y las mejillas.
—El general Camargo, al «pronunciarse» contra el Gobierno, en lugar de apoderarse del parque de municiones de la guarnición de Tunja que estaba bajo su mando, huyó a formar una guerrilla con la cual regresó a tomárselo.
—Ya nos contaste esa historia, papá…
—Pero no recuerdo haberles contado que en los llanos del Tolima el general Ospina le mandó razón al general Herrera de que cerrara el paraguas rojo que había enarbolado para guarecerse del sol.
—¿Por qué era rojo y no negro papá?
—El general tenía dolor de muela y no quiso cerrar el paraguas aun a riesgo de que la artillería enemiga le diezmara su estado mayor.
—¿Y por qué era rojo el paraguas? Nunca nos has querido explicar eso.
En un lugar de las montañas de Santander sobre el río Chicamocha, una fuerza liberal al mando de papá dominaba el camino desde una alta peña. Por tener agotados los pertrechos, sus hombres arrojaban grandes piedras monte abajo, sobre el ejército enemigo que trataba de franquear el paso y despejar el camino. El general Ospina izó bandera blanca para parlamentar:
—¿Por qué no roja papá? Quiero decir, ¿la bandera roja y el paraguas negro?
Y el oficial de órdenes que subió a encontrarse con el que papá había despachado peña abajo, le dijo: «Mi general Ospina le manda decir a mi general Caballero que echen bala; que a piedra no sean tan… », y aquí venía una palabrota de cuartel.
—¿Y esa palabra se puede decir?
—No. Te prohíbo que la repitas.
—¿Y por qué el oficial sí la podía decir?
Mi tío Manuel Antonio Cuéllar decía que cuando se viaja a caballo por uno de esos caminos empedrados de tierra caliente que descienden en caracol a la vega de un río, y en una curva aparecen de pronto las orejas de una mula de alquiler, luego un par de estribos de cobre al final de dos piernas estiradas, después la ceniza de un cigarro, detrás del cigarro un hombre y el resto de la mula… Ese hombre indefectiblemente es un santandereano. Lo decía por papá, que montaba a caballo de esa manera y nadaba sacando medio pecho al aire, fuera del agua, braceando y dando una palmadita sin sacar una sola gota.
Papá recitaba unos versos de fray Luis de León que se me venían a la memoria cuando lo veía nadar de esa manera:
Folgaba el rey Rodrigo
con la fermosa Cava en la ribera
del Tajo, cuando el río, sacando el pecho fuera,
le habló de esta manera…
Si nadaba así, como el río Tajo, era porque todos los «calentanos» tenían que hacerlo de esa manera para no romperse la crisma con algún palo arrastrado por la corriente del Magdalena, o del Cauca, o del Chicamocha, o del Suárez. Y caminaba papá a grandes pasos acompasados, moviendo rítmicamente los brazos apartados del cuerpo, con el abrigo aleteando y a punto de emprender el vuelo, por lo cual podía reconocérsele desde muy lejos aunque estuviera en medio de una multitud. Y al encontrarse sentado le gustaba hacer lo que él llamaba «temblor calentano», que consiste en agitar rápidamente y sobre la punta del pie una pierna doblada por la rodilla. La pierna comenzaba a agitarse sola, velozmente, en un movimiento automático y sin presión voluntaria, lo cual a papá le producía un inefable bienestar y a mamá, que lo miraba en silencio, una exasperación creciente.
Así como en sus ademanes y manera de caminar, y de hacer buches con el humo del cigarro, y regarse la ceniza por todo el cuerpo, expresaba papá su idiosincrasia, al hablar y escribir empleaba giros y palabras que bastaban para identificarlo aun sin necesidad de verlo, con sólo oírlo o leerlo. No decía «a pesar de» sino «sin embargo de»; ni «por poco» sino «aína»; ni millones, sino decenas de centenas de miles, lo cual es mucho más impresionante.
—Trescientos mil pesos, decenas de centenas de miles tiene Lucas… —solía decir, hablando solo y para sí, cuando después de comer se paseaba por los corredores balanceando rítmicamente los brazos y fumando cigarro.
Mi hermano menor lo sorprendió un día en mitad de ese desbordamiento económico, y le dijo:
—Si tienes trescientos mil pesos, regálame dos para ir a cine con unos amigos.
Alguna vez un pariente mío encontró en el «común» del hotel de las señoritas Hurtados, en Tunja, lo que entonces sustituía el papel higiénico: un bloque de hojas recortadas de periódicos, cuadradas y parejas, ensartadas en un gancho y colgadas de la pared. Mi pariente descubrió un cabo de frase que decía: «Decenas de centenas de millones de…». Esto tiene que ser de mi tío Lucas, pensó; y al reconstruir con las hojas cuadriculadas todo el escrito, halló que se trataba de un informe que el gerente del Banco Agrícola Hipotecario —es decir papá— había dirigido a la junta directiva del año anterior.
Con excepción de las latas de hormigas culonas, que por Semana Santa le mandaban de Suaita, nada guardaba bajo llave. Las petacas en que conservaba el archivo de la guerra de los Mil Días peregrinaban de casa en casa y de zarzo en zarzo, perdiendo lastre en esas mudanzas. Se trataba de borradores del Tratado de Paz, órdenes, informes, partes militares, correspondencia privada con los jefes de la revolución, proclamas que papá había redactado de su puño y letra, que la tenía inglesa, pareja, clara y muy hermosa. Mi letra, en cambio, era redonda. Su desorden era tan grande como su confianza en la bondad y la honradez de los demás, lo cual lo llevaba a un nuevo desastre económico cuando ya comenzaba a recuperarse del anterior. Sus amigos lo querían mucho, y en la guerra sus enemigos lo respetaban. A unos y a otros yo les oía estas expresiones, hablando de él: «Lucas es una dama». «Antes de que se afeitara la barba en Nueva York, Lucas tenía cara de Cristo».
III… Luego… Pero este razonamiento, en vista de papá y del general Herrera, me parecía irrespetuoso.
A mí me gustaba que se la hubiera cortado. No podía suponer los generales con barba. Alejandro, César, Napoleón, Bolívar, eran grandes generales y no tenían barba; en cambio Napoleón
Papá se me descomponía en una serie de imágenes contradictorias. Había el hombre que de noche entraba a despedirse a mi cuarto, donde yo estaba al borde del abismo del sueño, y en lo oscuro dibujaba círculos, óvalos, espirales, con la candela del cigarro. El aroma tibio del humo del tabaco y aquellos raudos trazos incandescentes me producían una especie de hipnosis. Me quedaba dormido sin saber a qué horas.
Otro era el hombre impaciente, que se mordía los labios y se rascaba la cabeza cuando montaba en cólera; la cual le pasaba pronto sin dejarle rencor ni huella. Otro era el hombre que detestaba profundamente a esos judíos belgas y americanos que le habían robado a San José —¡ladrones de alto bordo!, decía—, y otro el tierno y sentimental a quien los dolores y las penas de los demás lo afectaban profundamente. Era un hombre que sabía llorar… y los reyes de Homero, los verdaderos reyes y los verdaderos héroes, ante los cuales los demás no son sino opacas caricaturas, solían llorar de rabia, de alegría o de tristeza.
Yo era incapaz de recomponer en mis retinas y en mi corazón una sola imagen con elementos espirituales tan distintos. Sobre todo porque a ellos se sumaban, sin confundirse, impresiones sensoriales que flotaban como jirones de niebla en mi conciencia: la aspereza de las mejillas afeitadas, la espinosa caricia del bigote que olía a humo de tabaco, la voz llena de barítono que restallaba como un látigo cuando por tercera vez llamaba a mi hermano, quien por distracción no había oído las dos primeras llamadas: ¡Luissss! Y la suavidad de esa misma voz cuando al saludar a alguna de las colegialas amigas de mis hermanas, que venían a la casa, decía con una cortesía pasada de moda aun en una época en que aquella no se había esfumado del todo:
—A los pies de usted, mi señorita.
Impresiones visuales, táctiles, olfativas, auditivas, amalgamadas en una proporción arbitraria o aisladas y desconectadas entre sí, no constituyen la imagen real de un hombre que sin embargo se integraba sólidamente en mi conciencia cuando yo decía, cuando yo digo papá.
Don Tomás Rueda me decía alguna vez que para el hombre la imagen del padre se va modificando profundamente a lo largo de la vida. A los diez años, uno cree que su padre es un millonario y un genio; a los veinte, que es un viejo reaccionario y pasado de moda; y a los treinta declara con la mano puesta sobre el corazón: con todos sus defectos y debilidades ese viejo era mejor que yo.
AMÁ IBA A MISA MUY DE MAÑANA, y la mantilla de blonda le ceñía el busto y la cintura, que la tenía muy delgada. Se persignaba en el zaguán, lo cual llamó profundamente la atención del doctor Rudas, profesor de la Facultad de Derecho, ateo y librepensador, quien vivía en el barrio de La Candelaria en un cuarto lleno de libros donde años más tarde lo encontraron muerto.
M—¡Era un viejo ateo y Dios lo castigó con la muerte repentina! —nos decía Mamá Toya haciéndose piadosamente la señal de la cruz—. Si no quieren que Dios los castigue con la muerte repentina, recen para que los libre de las malas compañías y de la tentación de los libros.
Mamá Toya creía que todos, menos los de misa, estaban prohibidos e incitaban al pecado mortal.
Pues el doctor Rudas se enamoró de mamá cuando una mañana al pasar por la puerta de la casa de mi abuela vio que al salir a la calle, posiblemente en dirección a la iglesia, se hacía la señal de la cruz.
—La señal de la cruz aleja a los demonios como el doctor Rudas —decía Mamá Toya cuando nos contaba esa historia.
—O los atrae, pues lo que en este caso le llamó la atención en mamá fue que se hiciera la señal de la cruz —observaba alguno de nosotros.
—Con el diablo nunca se sabe.
El doctor Rudas duró mucho tiempo sin volver a la tertulia de mi abuela, y entretanto mamá se convirtió en la novia de papá. Cuando se presentó en el cuarto de vidrios, mi abuela le preguntó por qué había dejado tanto tiempo sin ir a verla, y él le contó que la noche del día en que reparó en mamá por primera vez, al encender el mechero para encontrar el golpeador del portón, le ardió medio bigote. Usaba uno de esos bigotes de fin de siglo, gruesos, largos y enhiestos como manubrios de bicicleta. Las guías se le asomarían a lado y lado de la cabeza y se le podrían ver aun cuando estuviera de espaldas. A mí el doctor Rudas, a quien no conocí, me producía una gran lástima: primero por ateo y segundo por haberse quemado el bigote.
—¿No sería el diablo quien se lo quemó, Mamá Toya?
—Tuvo que ser el diablo. ¡Ave María Purísima!
A la sazón papá se había graduado de abogado en el Externado de Derecho y gozaba de la amistad y la confianza de los viejos radicales que gobernaban el partido liberal. A nombre de estos inició conversaciones con los hombres del gobierno de Marroquín, en vista de llegar a un acuerdo y sofocar el levantamiento que se había presentado en Santander. Fue enviado a esa provincia con un salvoconducto oficial, pero cuando iba en camino de cumplir su misión, violando la tregua que había decretado el Gobierno, apresó a muchos liberales importantes en la capital de la República y reforzó por levas y reclutamiento el ejército nacional.
Papá se incorporó con mis dos tíos Caballeros al ejército del general Vargas Santos, quien había iniciado operaciones en los llanos de Casanare donde contaba con una magnífica caballería llanera. Después pasó al ejército del general Herrera, quien con el general Uribe Uribe asumió la dirección de la revolución al retirarse Vargas Santos por enfermedad y vejez. Papá fue primero secretario de Herrera y luego general jefe del estado mayor general de la revolución. Hizo el curso completo en los llanos de Casanare, en las vegas del río Magdalena, en los desiertos de La Guajira, en los manglares de Panamá; y con una misión del mando revolucionario estuvo en Venezuela, el Ecuador y Centroamérica. El dictador Castro de Venezuela y el presidente Alfaro del Ecuador, ambos muy liberales, le concedieron a la revolución toda la ayuda que pudieron en armas, vituallas y dinero. Papá dejó muchos amigos en esos países. Tuvo una novia en Quito, con la cual faltó poco para que se casara, y alguna aventura tendría en Centroamérica cuando permaneció dos meses en Costa Rica armando en guerra un barco que allí había conseguido. En La Guajira se enamoró de él una princesa indígena llamada Marianita, cuyo tío, hombre rico y poderoso, estaba dispuesto a dársela en matrimonio sin exigirle una partida de caballos o un rebaño de ovejas como es usanza en aquellas tierras.
Las fotografías de ese tiempo muestran un hombre de barba negra y espesa, bigote castaño, ojos grandes y hermosos y nariz aguileña. Muy austero y puritano, no toleraba desmanes en el ejército, ni represalias y crueldades inútiles. Sus compañeros de armas contaban que sin temblarle la mano, ni desmontarse del caballo, sobre el arzón escribía los partes en plena batalla, entre las balas, y al ocupar un pueblo lo primero que hacía era ordenar que derramaran los licores del estanco para evitar las borracheras. Por lo demás, hizo la guerra sin disparar un tiro.
Que padeció las duras y las maduras durante la guerra es cosa que, más que en sus conversaciones, puede apreciarse en sus Memorias, que escribió ya de viejo. Por excesivamente discretas y generosas con sus amigos y enemigos, no deben ser muy fieles en ciertos pasajes. Como los castellanos viejos papá creía que con los suyos «con la razón o sin ella», y yo creo que los suyos muchas veces no la tenían. Le dio fiebre amarilla y estuvo a las puertas de la muerte de la cual se salvó de milagro y gracias a los cuidados de su ordenanza Cayetano y de su amigo el general Celso Rodríguez. Este contaba que ya convaleciente, entraban algún día con el estado mayor del ejército revolucionario en un pueblo muy liberal, donde les preparaban un baile. Un grupo de muchachas salió a darles la bienvenida. Papá intentó echar pie a tierra pero estaba tan débil que no pudo hacerlo, a pesar de que Cayetano lo sostenía por un brazo. Tenía cara de desenterrado, amarillo, flaco, barbado, agobiado por los estragos de la enfermedad y las incomodidades del viaje. Su amigo le dijo:
—Si no puedes desmontarte, por lo menos trata de sonreírles a estas muchachas tan amables.
Papá hizo una mueca tan melancólica y desapacible, que el general Rodríguez le aconsejó:
—Es mejor que te pongas otra vez serio.
Finalmente, con el general Herrera en representación de la revolución liberal, los generales Vásquez Cobo y Salazar en representación del Gobierno conservador y ante el general Morales que era gobernador del Istmo, firmó el Tratado del Wisconsin en la cubierta de un vapor de ese nombre surto en la bahía de Panamá. Regresó a Bogotá pasada la guerra. Cuando un año después un gobernador panameño traicionó al país y entregó el Istmo a la rapacidad norteamericana que con dinero alimentaba el movimiento de separación, papá volvió a intervenir en la vida pública. Fue enviado a los Estados Unidos con el general Ospina, pero esta es otra historia que nada tiene que ver con la propia mía. Papá se casó en 1904 cuando era ministro del Tesoro en la administración del general Reyes, quien pasada la guerra organizó un Gobierno de concordia nacional con participación de los liberales. Se casó en la casa de mi abuela y partió a Venezuela como ministro ante el Gobierno de Castro. Luego fue a los Estados Unidos, no sé con qué misión, y allí nació mi hermana mayor.
—¿Por qué los gringos nos quitaron a Panamá?
—No nos la quitaron. Apoyaron y fomentaron el movimiento separatista de los panameños, que es otra cosa.
—¿Qué quiere decir separatista?
—Es largo de explicar. Separatista es el que quiere separarse; pero hay cosas que todavía no te puedo explicar, pues desconoces muchos antecedentes…
—¿Qué es antecedentes?
—¡Por Dios! ¡No molestes a tu papá con boberías! —exclamaba mi tía Magola en el comedor. Papá decía que a los niños debe decírseles siempre la verdad. Yo creo, creía, lo contrario. A los niños «nos gusta» que nos digan cosas que nos exaltan la imaginación, aun cuando sean mentiras.
—¿Pero los gringos nos robaron a Panamá?
—No se puede decir de esa manera…
—¿Y por qué, cuando firmaron la paz los dos ejércitos juntos no le hicieron la guerra a Panamá?
—Si todo en la vida fuera tan fácil… Algún día entenderás muchas cosas. Ahora lo importante es que estudies para formarte un criterio.
—¿Un criterio? ¿Qué es criterio?
25 de diciembre, encontraría a los pies de mi cama y de las camas de mis hermanos. Mi primera reacción fue de estupor…
Cada vez que trataba de ponerme en contacto con lo que llaman la realidad, el extraño mundo de los mayores, salía vencido y humillado y con el rabo entre las piernas. Esto me producía un vago sentimiento de rencor. El mismo que tuve cuando conducido misteriosamente por mi hermano mayor a un rincón de la sala, detrás de un sofá descubrí unos tarros de frutas en su jugo, unas muñecas, un tren de cuerda en una bella caja de cartón, que al otro día,—¡Chist! ¡Que pueden oírnos!
—Entonces, ¿no es el Niño Dios?
—No seas bobo: son papá y mamá; yo lo descubrí desde hace dos años…
—Y el Niño Dios… ¿Son mentiras?
—Claro que no. Lo de los juguetes son mentiras de papá y mamá.
Desde entonces los buñuelos de la cena de Nochebuena, regados de almíbar, no me volvieron a saber lo mismo que antes. Panamá, papá, mamá, el Niño Dios, el mundo de la realidad y de los mayores donde las cosas no son como parecen, son ciertas y son falsas a la vez, se me espesaba cada vez más como la niebla del páramo.
Mientras papá andaba en su gran aventura juvenil de la guerra…
Un caballo tascando freno y con las fauces chorreando espuma, una espada en alto teñida en sangre y bruñida por el sol, una marcha guerrera dorada y estridente como una corneta militar, una cureña de cañón que rueda pesadamente sobre una calle empedrada: de frente… ¡mar!
Eso era para mí. Para papá…
Una fiebre amarilla en el río Magdalena, oscuras noches sin dormir en los manglares de Panamá, días turbios sin comer en el desierto de La Guajira, lamentos, barro, piojos, zancudos, en las ardientes playas del Caribe y en los llanos de Casanare y San Martín…
Mientras papá andaba en esa gran aventura juvenil que fue la guerra de los Mil Días, mi abuelo paterno, ya viudo, se había trasladado a una casa de Bogotá frontera a la de mi abuela en la calle 12. Cuando papá y sus hermanos regresaron de la guerra, se hicieron amigos de la familia de la casa de enfrente, y esto culminó en el matrimonio de papá y mamá, lo cual siempre me pareció perfectamente natural.
Así como mi familia materna era típicamente boyacense —arraigada, enterrada secularmente en el cañón del Chicamocha y en los valles altos de Boyacá—, mi familia paterna era de Santander aunque mi abuela, Eloísa Barrera Gómez Valdés, una mujer muy bella, fuera oriunda de la ciudad de Tunja. Tenía un ojo más claro que el otro, unas pesadas trenzas de pelo castaño, y era muy buena pianista. Su vocación y su talento musicales eran como una escala que al correr hacia la derecha del teclado se va adelgazando, más apretada y ligera: do, re, mi, fa, sol, la, si, do… para luego —devorada mi abuela por la provincia— descender melancólicamente y cada vez más apagada y despaciosa: do, si, la, sol, fa, mi, re, do.
XVIII. De España había traído un cuadro de la Virgen del Rosario, de quien era muy devoto según lo declara en su testamento. Le hizo a ella o a él, a la Virgen o al cuadro, donación a perpetuidad de un globo de tierra donde posteriormente se fundó el pueblo de Suaita. Todos los solares, más los ejidos, pertenecían a la Virgen, pero había en el testamento una cláusula según la cual el dominio revertiría a la familia el día en que cualquier párroco vendiera o enajenara uno solo. Por lo visto aquel chapetón, aunque cristiano viejo, no era muy clerical. Y el primero de los Caballeros llegó con su hermano el Arzobispo-Virrey, y fue artista y arquitecto muy conocido en la Colonia. Del cruce de estas dos familias salieron los Caballeros Echeverría, cuya casa contigua a la iglesia de Suaita estaba exenta de las limitaciones jurídicas que todavía pesan sobre las otras del pueblo. Allí nacieron papá y mis tíos Caballeros, pero tanto ellos como mi abuelo vivieron siempre en San José.
En las montañas de Santander fundó un solar el primero de los Echeverrías —bisabuelo de mi abuelo— en el sigloOlvidaba decir que un viejo Echeverría, el abuelo de mi abuelo, fue de los comuneros del Socorro, ciudad que dista no muchas leguas de San José de Suaita. La casa de San José era de una sola planta, con patio claustreado y un gran jardín sembrado de mangos, curos, ceibas, cámbulos y otros árboles muy frondosos. En una peña que emerge de un barranco, mi abuelo había mandado tallar una silla donde solía sentarse con su gorro de terciopelo en la cabeza, un cigarro en la boca y un anteojo de larga vista para mirar el contorno. El panorama es muy distinto del que contemplaba mi bisabuelo Calderón —el que no quiso ser presidente del estado de Boyacá por preferir ser corregidor en Tipacoque— desde el corredor de esta casa. El cañón del Chicamocha tiene una belleza dramática que se impone al espíritu por su inmensidad, su profundidad, su soledad, su claridad, su sequedad, su desnudez, sustantivos abstractos y helados que convienen a un paisaje más mineral que vegetal. Es una gigantesca Biblia de pizarra que se descuaderna sobre el hondo y estrecho valle por donde corre el río. Cactus erizados de espinas, cabras que echan a rodar cascajos por la pendiente abajo, algún tablón de caña que verdea en un repliegue, un trapiche de bueyes que gira lentamente con un chirrido lúgubre, moliendo junto con los gruesos tallos de la caña un destino que gira en redondo, sin esperanza.
Con su anteojo de larga vista mi otro abuelo veía una gruesa colcha de verdura que desciende en amplios pliegues recubriendo los muslos y las rodillas de la montaña. Luego se levanta en la serranía de Mamaruca, dentada y azul. Ondula más adelante en dirección a Puente Nacional y Vélez, que se columbra en la lejanía, clavado al paisaje por la aguja de un campanario colonial. Muy lejos, colindando con el valle del Magdalena del cual asciende un vapor que se condensa en nubes oscuras y redondas, se dibujan al carbón las montañas de Landázuri. Manchas verdes, azules, malvas, moradas, negras, debía ver mi abuelo cuando el anteojo se desenfocaba, y él aspiraba con el humo del cigarro el aliento tibio y acre que asciende de esas laderas plantadas de caña de azúcar y algodón. En una región lunar y desértica como es la de Santander del Sur en la provincia del Socorro, mi abuelo tenía aquel oasis que era San José. Cuando lo abandonó y se trasladó a Bogotá, lo mató la nostalgia.
No conocí a mi abuelo ni a mi abuela, muertos mucho antes de que yo naciera, pero sí a tres hermanos, ya viejos, de mi abuela Eloísa, la que tocaba piano y tenía un ojo más claro que el otro. Mi tío abuelo Rafael Barrera Gómez, casado con su parienta mi tía Elisa Gómez Valdés, era un viejo de bigote blanco que usaba un sombrero de copa y una levita negra pasada de moda. Andaba a pasos menuditos, sin levantar los pies, y llevaba el paraguas a la espalda cogido con ambas manos. Era un conservador recalcitrante como su abuelo el coronel Barrera, oficial de órdenes del último virrey a quien acompañó en su fuga por el camino de Honda. Su hermano menor era mi tío abuelo Alejandro, solterón, setentón, rubicundo, solemne, a quien se le veía en los velorios familiares y en las visitas de pésame. Desempeñaba en esas ocasiones pequeños servicios indispensables: poner un telegrama a un pariente lejano y ausente, sacar una caja de cerillas cuando a la madrugada no se encontraba una sola en toda la casa, desocupar los ceniceros abarrotados de colillas, etcétera. Era una vida curiosa la suya, como de novela, porque era una doble vida.
—El tío Alejandro se desdobla —decía papá—. Podría ser el personaje de un cuento de Maupassant.
—Bonito nombre para un cuento —pensaba yo—: ¡El tío Alejandro!
Yo hubiera querido salir detrás de él cuando después de almorzar en casa, un día de cada mes, hacía una ceremoniosa reverencia, se atusaba el bigote blanco, se estiraba los faldones de la levita y salía muy orondo como para un entierro. Generalmente era a un entierro adonde se dirigía. Hubiera querido ver cómo se desdoblaba, lo cual me producía verdadero asombro, pues yo creía que el fenómeno debía ocurrir en sentido vertical, y al salir a la calle y al caer la noche el viejo doblaba de estatura. Hubo un fantasma colonial, contemporáneo de la Mula Herrada y otros no menos famosos, que crecía hasta rebasar la altura de la torre de San Francisco, y la lumbre de su cigarro se confundía con el luminoso parpadeo de una estrella; pero mi tío Alejandro no era un fantasma.
Algún día supe, por las sirvientas, que se trataba de otra cosa. Desempeñaba algún modesto cargo o destino, como solían llamarlo quienes tenían el suyo negro y desgraciado. Almorzaba por turno riguroso en las casas de los parientes. Acudía a los velorios a tomar café y pescar alguna comida suplementaria. Pero al ponerse el sol se disfrazaba de artesano, con ruana, jipa, medias de lana roja y alpargates de fique, y se emborrachaba como un cerdo en las tiendas y cafetines de mala muerte del barrio de San Victorino, frecuentadas por rateros, mendigos, maleantes y prostitutas. La extraña metamorfosis de mi tío Alejandro en vez de rebajarlo a mis ojos, como pretendían las sirvientas, me producía una gran admiración por él. ¿Cuál sería el verdadero: el que iba a almorzar a mi casa vestido de levita, o el que con la ruana terciada se emborrachaba en las tiendas de San Victorino? El problema que yo no había podido resolver nunca —el de ser distinto de como era, no un niño feo sino un pequeño príncipe de cuento de hadas—, con una extraordinaria facilidad lo había resuelto mi tío Alejandro. Era un señor solemne y simultáneamente un artesano borracho y vagabundo; un hombre respetable y un pobre diablo.
—¡Es maravilloso! —exclamé un día en la mesa, rematando en voz alta mi pensamiento.
—Maravilloso, ¿qué?
—¡Yo quisiera ser como mi tío Alejandro!
—No digas boberías. ¡Dios nos libre!
—Para ser distinto, para poder ser otro…
Sin embargo mamá lo quería mucho y le regalaba ropa usada de papá, pero él sólo conservaba su levita y vendía todo lo demás para bebérselo con sus extraños amigos para quienes no era un señor sino un pobre hombre como ellos, cruelmente derrotado por la vida…
Un día papá contó en el almuerzo que venía del entierro del pobre Alejandro.
—Dios lo perdone y lo tenga en su gloria —dijo mamá.
—Y has de saber qué cosa más curiosa. En el entierro hubo mucha gente… Gente que no se mezclaba, que era como agua y aceite… Personas respetables a quienes probablemente había acompañado en sus duelos, altos empleados, comerciantes de la Calle Real, amigos nuestros, monjas, sacerdotes… y…
—¿Y? —pregunté casi con angustia, como si se tratara de la solución de una aventura difícil en un cuento de fantasmas.
—Y una muchedumbre de vagos, mendigos, mujeres pintadas y vestidas de raso, vivanderas de la plaza de mercado, cargueros, parihueleros y artesanos. Para que veas: Calixto y Aquilino estaban en el entierro. No era por mí, estoy seguro, sino por él.
Lo más extraño, pues, era que mi tío Alejandro había muerto dos veces.
La última que murió de esa rama de mis parientes por el lado de papá fue mi tía Enriqueta, quien tenía un cartucho negro ante una oreja, pues era completamente sorda. Además era viuda y con varias hijas, todas solteras. De tarde en tarde caía a la casa a almorzar, con su corneta ante una oreja y una sonrisa suave y triste de sorda. A la vista del postre de natas o de cabello de ángel —remate del ajiaco dominical— se echaba a llorar sobre la mesa pensando en las niñas, que eran muy pobres. En aquellos tiempos a las mujeres se les educaba muy superficialmente y sólo en vista de que se casaran: un poco de piano —los valses de Fausto—, un poco de pintura —naturalezas muertas—, un poco de costura —manteles en punto de cruz—; y naturalmente una sólida instrucción religiosa. No se preveía la contingencia de que se quedaran solteronas o por lo menos huérfanas. Cuando una de estas dos contingencias se presentaba, las niñas se defendían cosiendo y bordando para la calle y haciendo dulces de almíbar.
La primera vez que fui a San José de Suaita, cuando mi tío Alfredo estaba montando la fábrica con los técnicos franceses y construyendo la represa, un peón de estribo me llevó a la cabeza de la silla. Cuando años más tarde volví en mi propia montura, todavía me producían miedo las rápidas pendientes del camino enlajado y resbaloso, del tiempo de los Echeverrías viejos. Al caballo se le iban las patas y a mí el espíritu detrás de ellas, sobre todo cuando al descender al puente de Mamaruca sobre el río Suárez, el caballo paraba las orejas y daba un respingo al ver una culebra que cruzaba rápidamente el camino, o echaba a correr enloquecido monte arriba, perseguido por un tábano.
En el Ferrocarril del Norte hacíamos la primera parte del viaje. Pernoctábamos en el pueblo carbonero de Nemocón, en una posada donde los peones y los caballos nos esperaban para seguir camino al otro día muy de mañana, pues papá era un gran madrugador. Había otra posada en Puente Nacional, ya en tierra caliente, leguas abajo de Chiquinquirá y la laguna de Fúquene. Al tercer día llegábamos a San José llenos de polvo, sudor y lágrimas. Los niños ya no teníamos dónde sentarnos y las señoras no podían dar paso al descender de las pesadas monturas de horqueta. Entre gallos y medianoche recuerdo estas cosas y un campo de tenis que había hecho construir papá para diversión de los técnicos europeos que estaban montando la fábrica.
Poco después de pasada la guerra civil papá viajó a Londres con la idea de conseguir dinero para montar una fábrica de hilados y tejidos, y en esa ciudad se encontró con dos compatriotas suyos que tenían la misma idea e iban tras de lo mismo. Era aquella una época en que al país, con una moneda depreciada y sin cotización internacional, ningún Gobierno europeo le hubiera prestado un céntimo. Sin embargo estos tres colombianos lograron financiar sus empresas. Para montar la suya contaba uno de ellos con la vecindad del mar en la ciudad de Barranquilla, la cual es además puerto terminal sobre el río Magdalena. Papá tenía las mejores cartas en la mano: unas haciendas algodoneras en Santander, un río y una caída de agua para generar energía. La fábrica que construyó el tercero de aquellos colombianos, la peor situada y comunicada de las tres, sumergida en el estrecho valle de Aburrá, en Medellín, se convirtió en la mejor de todo el país al tiempo que las otras dos no tardaron en languidecer y quedarse atrás.
—En toda empresa que requiere de hombres y de máquinas —decía papá en los albores de la era industrial—, más que las máquinas son importantes los hombres, y los antioqueños, no los costeños ni los santandereanos, son los mejores trabajadores del país.
Papá no encontró lo que buscaba en Londres sino en Amberes, con unos banqueros e industriales con los cuales entró en sociedad, aportando sus ideas y las propiedades del abuelo que a la sazón ya eran suyas y de sus hermanos. En San José se montaron, además de la de tejidos, una fábrica de chocolates y una de licores que surtiría las necesidades de todo el departamento…
XX o finales del XIX: nacimiento de la era industrial; una nueva generación hastiada de la guerra resuelve transformar la anticuada estructura de una sociedad todavía colonial: lucha contra tradiciones y prejuicios; triunfo del hombre de empresa sobre el terrateniente, de lo contemporáneo sobre lo antiguo, de papá sobre mi abuelo, etcétera, etcétera. Eso es una novela, porque en la realidad ya se verá lo que pasó…
Así podría comenzar cualquier novela norteamericana de comienzos del sigloConstituyó una hazaña de mis tíos Caballeros acarrear la maquinaria de Amberes a Bogotá, río Magdalena arriba hasta Girardot en remolques tirados por un vapor de rueda; encaramarla a Bogotá en planchones del ferrocarril; transbordarla al Ferrocarril del Norte; atravesar con las cajas y la impedimenta pesada la laguna de Fúquene; cargar con todo eso de Chiquinquirá a San José a lomo de mulas y de tipacoques que suministraba mi abuela. Fue necesario construir grandes balsas en la laguna, y ampliar el camino real de Santander entre Puente Nacional y Suaita, y reforzar el puente de Mamaruca sobre el río Suárez, y repetir a Europa el pedido de máquinas y telares que naufragaban en Fúquene o se extraviaban en el río Magdalena. La empresa salió adelante, a fuerza de entusiasmo y buena voluntad, pero en ella perdió mi tío Julio buena parte de su dinero, mi tío Alfredo la salud y su buen humor, y papá los mejores años de su vida. En Colombia, decía don Tomás Rueda, no se trabaja impunemente.
Tal vez atrás, ya no recuerdo cuándo ni dónde, comparé un retrato de los Caballeros con Athos, Porthos y Aramis, no sólo por el aspecto romántico que les daban bigotes, barbas, peinados y actitudes, sino porque como los mosqueteros no eran tres sino cuatro, más una hermana mayor que murió antes de que yo naciera y otra mucho menor que todos, mi tía Magola, que siempre ha vivido con nosotros. A mi tío Carlos, el cuarto de los tres, apenas lo recuerdo pues murió en la época de la gripe.
Mi tío Julio era muy alto y corpulento, tan suave que jamás levantaba la voz, y caminaba despacito. Mi tío Alfredo era un hombre agudo y ocurrente. Desafiando la ira de papá y del general Rodríguez, nos contaba alguna vez en la sobremesa cómo había sido la guerra, o mejor, cómo él había visto que era: «Un día me ordenó el general Herrera que fuera a inspeccionar una posición muy peligrosa, batida reciamente por el enemigo. “Coronel Caballero”, me dijo, “trasládese inmediatamente con diez hombres y ordene a la batería la corrección del tiro”».
«Yo llamé al mayor Sarmiento y le transmití la orden del general: el mayor llamó al capitán Villamizar y le pasó la orden del coronel; el capitán gritó: “Teniente Ramírez, ejecute inmediatamente con sus hombres esta orden del capitán”; el teniente corrió en busca del sargento Cacua y lo conminó a que sin pérdida de tiempo y con diez hombres escalara el monte, alertara la guarnición de la batería amenazada y ordenara la corrección del tiro».
«A todas estas», decía mi tío Alfredo, «se había ganado la batalla. ¡Total, las batallas se ganan a pesar de los generales!».
Murió trabajando cuando liquidaba la gran aventura santandereana de las fábricas, se entregó en cuerpo y alma a la explotación de unas montañas a la orilla de la laguna de Fúquene. Los tres tenían el pelo negro y el bigote tirando al rojo, y todos acabaron desgajados de su solar de Santander e instalados en Bogotá, que es el común destino de todos los provincianos de Colombia.
Fallaron los presupuestos iniciales de la empresa, pues una cosa es montar una fábrica a la orilla del Sena y otra muy distinta en las montañas de Santander, en Colombia, a doscientas leguas de la costa del mar. La compañía franco-belga pignoró las acciones de Caballero Hermanos a un interés usurario con lo cual se pudo continuar aquella brega. Asumió la dirección de la empresa que por los años 17 y 18 comenzó a producir. A los gerentes que mandaban de Europa no les interesaba lo más mínimo incrementar la producción de la fábrica, ni mejorarla, ni amortizar un céntimo del préstamo para liberar las acciones de papá y sus hermanos. La razón era clara: en plena guerra europea el dinero que fluía de Colombia a la compañía franco-belga, cuya sede se había trasladado a París, se convertía en un chorro de francos.
Y comenzó un pleito que, como todos los pleitos, habría de durar cuarenta años. Cuando entré en el Gimnasio ya en mi casa se hablaba del pleito de San José. Era este un juego de las escondidas a escala universal: se ganaba una instancia en Bogotá y simultáneamente se perdía otra en los tribunales de Amberes. Viajaba papá a Europa y lograba enderezar el juicio en París o en Amberes, pero entretanto se le descomponía en Bogotá.
Al regresar del colegio encontraba a veces a papá y mis tíos Caballeros conversando animadamente en la sala. Papá me levantaba en los brazos y me daba un par de besos ruidosos que olían a tabaco y a brandy, pues se hallaban celebrando una buena noticia sobre el pleito. Otras veces lo encontraba midiendo a grandes zancadas los corredores de la casa, con el cigarro entre los dientes y el ceño adusto. Mamá tejía en alguna parte sin desplegar los labios. Mi tía Magolita sacaba solitarios en la mesa del comedor. Las sirvientas se habían refugiado nadie sabía dónde y no había quién me sirviera las onces. Sin necesidad de que me lo dijeran yo sabía que algo marchaba mal en el pleito. El sólo nombre de San José llegó a producirme un malestar parecido al que sentí alguna vez cuando papá nos obligó a vestir unos trajes que nos hicieron con telas recién pasadas por la tintorería de la fábrica. Era un nuevo procedimiento que todavía no se había perfeccionado, por lo cual las telas despedían un aroma desapacible e ingrato, a queso rancio o sopa de coles. Ese día perdimos varias amistades en el colegio, pues nadie quería acercársenos a diez pasos de distancia. Acabamos formando un apretado y maloliente grupo, sombríos y cabizbajos, rodeados de lejos por una barrera de condiscípulos que se tapaban las narices.
XVIII y principios del XIX —clásicos griegos y romanos, Voltaire, Rousseau, los Enciclopedistas— tienen marcas redondas de quemaduras causadas por peroles y cacerolas. Con ellos se habían formado pilares para sostener las tablas donde se servía el rancho de los soldados en la última guerra civil. Por San José habían pasado todas las revoluciones que desde mi tatarabuelo Echeverría, comunero, hasta papá y mis tíos, armaban los señores santandereanos. Los antiguos, como decían los viejos, se arruinaban en las guerras civiles aunque las ganaran. En la generación de papá muchos jóvenes se arruinaron cuando les dio por trabajar. Por eso mi tío Manuel Antonio Cuéllar me decía:
Cuando el pleito hizo crisis y se liquidó la sociedad de Caballero Hermanos, se arrendó la casa de Bogotá y nos trasladamos a vivir a Santa Ana. Tuve un momento de angustia cuando vi llorar silenciosamente a mamá que revisaba en el escritorio un cerro de papeles con el membrete de Caballero Hermanos, y parte de la biblioteca de mi tío abuelo Lucas, quien había muerto muy joven en San José siendo presidente del estado soberano de Santander. Esos bellos libros, en magníficas encuadernaciones del siglo—A Lucas lo arruinaron sus delirios industriales. Mientras ocupes tu imaginación en otras cosas, no habrá riesgo de que te arruines como tu papá.
Al regresar aquella tarde del colegio, en un arranque de depresión a las puertas de Santa Ana, le dije al mejor amigo que tenía a los ocho años:
—No nos veremos nunca más. Posiblemente mañana no iré al colegio. Por pobreza hemos venido a vivir a esta quinta que no es nuestra sino de mi abuela. Los bandidos de alto bordo…
—¿Quiénes? ¿Cómo dices?
—Digo que los judíos de Amberes, los bandidos de alto bordo que persiguen a papá, le ganaron el pleito de San José.
—¿El pleito?
—Tú no entiendes. Por ahora, es todo lo que te puedo decir…
Perplejo y asustado mi amigo me estiró una diestra blanda, pegajosa, con las uñas mordidas de raíz, y no dijo nada. Huyó corriendo carretera adelante. Persuadido del dramatismo del momento empujé el pesado portalón de la verja que crujió lúgubremente sobre los goznes.
UANDO ALFOMBRABAN DE FLORES, formando bellos y complicados dibujos, las calles Reales y de Florián para la procesión del Corpus, y se armaban pesados altares en las bocacalles —copones de madera, corderos de papel plateado, corazones gigantes que chorreaban gotas de sangre del tamaño de una bola roja de billar—, llovía a torrentes. Para el Octavario en la Catedral —niños vestidos de marinero y niñas de seda o terciopelo con una cesta de pétalos de rosa en la mano— diluviaba. En el Día de Difuntos, cuando el 2 de noviembre la ciudad enlutada y cariacontecida se volcaba sobre el cementerio para visitar a sus muertos y cambiar por flores nuevas los tiesos cadáveres de azucenas y claveles, también llovía. José Asunción Silva, el poeta bogotano, lo dice en un poema gris, fofo, húmedo, que comienza así:
C
La luz vaga… opaco el día,
la llovizna cae y moja
con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.
Las grandes fiestas religiosas, con sabor a almendras tostadas y a helado de vainilla, tenían la extraña propiedad de desatar la lluvia. El cielo se coagulaba, se oscurecía, se apelmazaba sobre los tejados y luego descargaba las tripas de la lluvia, rasgado por un relámpago cuyo trueno recordaba el ruido de un cuero que se rasga de arriba abajo.
A la casa de mi abuela iban llegando chicos y grandes chorreando agua de la cabeza a los pies. Los señores de sacolevita, sombrero de copa, guantes y bastón con puño de plata o de marfil; las señoras de mantilla de blonda ceñida al busto y terciada a la cintura; las sirvientas de pañolón y alpargates nuevos; y los niños en traje de fiesta, con los zapatos apretados y los pies ardiendo dentro de los zapatos. A los señores María Mayorga les servía un brandy en unas copitas de plata que ellos apuraban con dos dedos, echando la cabeza hacia atrás, de un solo golpe. A los niños, para evitar un resfrío general, nos traían en un vaso candil o ponche, perfumado con unas gotas de brandy que me dejaban en el paladar un vago sabor a ciruelas pasas.
Al caer la lluvia en el patio componía un complicado ballet de bailarinas transparentes que agitaban los minúsculos brazos y saltaban sobre los líquidos pies. Las canales vomitaban sobre los surcos de claveles, los sifones hacían gárgaras, y las rosas se deshojaban de sus faldas de pétalos.
—¿Por qué no harán la Semana Santa en enero, cuando no llueve?
—¡Qué ocurrencias! —exclamaba Mamá Toya—. Nuestro Señor está preso en todas las iglesias. ¿Cómo quiere que el cielo no se ponga a llover?
Después de visitar los monumentos de todas las iglesias y ante la fatigosa perspectiva de contemplar las interminables procesiones de la tarde del día siguiente, todo el mundo se moría de cansancio. Durante el almuerzo se comentaba la belleza de los monumentos: el de San Ignacio resplandeciente de luces, el de San Francisco cubierto de una densa capa de pétalos de azucenas, el de San Façon con centenares de veladoras de colores; y los de docenas de templos, capillas y oratorios que emulaban en el piadoso empeño de edificar a los fieles. Todos giraban dentro de mi cabeza, como si tuviera trastorno. Concretamente no podía recordar ni describir ninguno, cuando en la mesa de los pequeños apostábamos a quién había visitado —de la mano colorada y sudada de su propia sirvienta— mayor número de monumentos. El que hubiera subido a la iglesia de la Peña por el oriente, y descendido por el occidente al reformatorio de Paiba, y avanzado por el norte hasta la iglesia de San Diego, y retrocedido por el sur hasta la iglesia de Las Cruces, quedaba fuera de concurso. Yo prefería los monumentos de los conventos de Santa Inés y la Concepción, frente al palacio del señor arzobispo. Olían a papaya, a cera derretida y a estera de esparto. Estaban adornados con mangos, naranjas, manzanas, piñas, plátanos ensartados en estacas, y tenían un campo de trigos blancos, cloróticos, tiernos, sembrados en latas de conserva. En la penumbra del oratorio parpadeaban las candelas del altar. En súbitas iluminaciones relucían los marcos de molduras doradas. Detrás de los espesos cortinones y las tupidas rejas de la clausura se escuchaba el coro gangoso y destemplado de las monjitas rezando alguna cosa.
En el comedor mi abuela presidía la larga mesa de los mayores, pues a nosotros —entre los primos pasábamos de veinte— nos acomodaban en mesas auxiliares en el corredor. El almuerzo se componía de muchos platos, con pausas de sorbetes y refrescos, aquellos de tres pisos, tres colores y tres sabores: crema de coco con grageas plateadas, crema de curuba y copete de batido blanco. Había gran despliegue de vinos y de postres y el banquete duraba por lo menos dos horas, hasta el momento en que Mamá Toya, que escrutaba el cielo desde el corredor, exclamaba en un arranque de entusiasmo:
—¡Bendito sea mi Dios y la milagrosa Santa Bárbara —a quien le había puesto una vela—, porque ya está escampando!
Ya no se escuchaba el alegre alboroto de las canales en el patio. Un copetón se sacudía las alas en el tejado. Una gota se desprendía de pronto del alero y al estrellarse contra los ladrillos hacía ¡plaf!…
Las matracas de la Catedral y de San Francisco anunciaban, con un triste castañeteo de cigüeñas, que los canónigos arrastrando sus largas colas de terciopelo morado se disponían a comenzar la procesión…
Pero tanto como ellas, y tal vez más…
—¡Cómo se le ocurre, niño! Las procesiones son con Papá Lindo, mientras que las corridas son con animales…
Tal vez más que las procesiones —por ese fondo pagano, primitivo, cruel, que hay en todos los niños— me gustaron los toros cuando un domingo mi tío Manuel Antonio Cuéllar nos llevó a verlos por la primera vez.
Al pasar por la plaza de Bolívar, donde solían estacionar los coches de alquiler en espera de entierros o matrimonios, mi tío nos dejó al cuidado de Salvador y entró en La Botella de Oro, un café que había en el atrio. Allí lo esperaban algunos amigos que como él habían estado en España, en San Sebastián, en los tiempos en que los colombianos viajaban a París y en verano asomaban las narices en San Sebastián para ver toros y oír castellano. Mi tío y sus amigos salieron de La Botella de Oro cuando daban las tres en el reloj de la Catedral y nosotros languidecíamos de impaciencia. Estaban muy alegres y todos lucían un cigarro en la boca y un clavel en el ojal, requisito indispensable del atuendo taurino.
La plaza de Maderas, al sur del parque de Los Mártires, era rústica y pueblerina, construida con bastos tablones sin cepillar. Cuando el público se desmandaba porque los toros renqueaban o salían mansurrones, o los toreros huían y acribillaban al animal a pinchazos sin lograr matarlo como Dios manda, se desentablaba la plaza y los toreros recibían una lluvia de estacas. Aquella vez no hubo desentable, pues los novillos llaneros resultaron buenos, aunque flacos y amarillos, armados de una cornamenta imponente. Sin ser un Joselito, Litri no era tan mal torero.
Mientras salía la cuadrilla y la muchedumbre que llenaba barreras y tendidos gritaba de impaciencia, mi tío y sus amigos se contaban a gritos, pues de lo contrario no podrían oírse, las corridas que habían visto a lo largo de su vida, sin omitir suerte ni detalle, con el boletín meteorológico correspondiente. Esto también era parte del ceremonial de la fiesta.
¡Otro toro, son las tres
No hay corrida, va a llover!
Cuando la banda de la Policía atronó la plaza con el primer pasodoble, yo callé y palidecí seguramente de emoción. El corazón se me salía por la boca. La cuadrilla con sus trajes de luces, desteñidos por mil soles y faenas, me pareció deslumbrante. Litri recibió una larga ovación que se desplegaba de tendido en tendido, como una larga torera, a medida que él giraba sobre las puntas de los pies saludando al público con la montera en la mano. Caminaba a salticos, vestido de malva y oro.
—¿Qué es ese bulto que lleva en los calzones? —preguntó uno de mis primos.
—El pañuelo —respondió muy serio mi tío Manuel Antonio—. Y no preguntes tonterías.
Litri tiró la montera a los tendidos de sol y el capote a unas señoritas vestidas a la española, que ocupaban unas contrabarreras de sombra. Debían ser muchachas conocidas en todos los tendidos, corridas y toreadas seguramente en varias plazas del país, pues mi tío y sus amigos se dijeron algo en secreto, a espaldas nuestras. La corrida debió ser como todas, con cinco toros malos y uno mediano, lo cual no importa mucho pues el mayor atractivo de una corrida consiste en hablar de toros, antes que en verlos. Me llamó la atención algo que no volví a ver jamás: la suerte de don Tancredo, que puso de pies a la plaza entera cuando aquel hombre se levantó, parado en un taburete, quieto, con los brazos cruzados como una estatua, con la cabeza en alto. El toro, mansurrón y de buena índole, encandilado por un sol de lluvia, que picaba cada vez más fuerte, se acercó al bulto, lo olisqueó, dio un respingo que levantó una nube de arena y huyó trotando hacia el toril.
Yo no me atrevía a preguntar cuándo vendrían la cogida del torero y la suerte de la garrocha que había visto en viejas estampas de una revista que compraba para adornar mi álbum de toros. En ellas se veía un torero de patillas citando al toro desde lejos, con la garrocha enarbolada en la diestra. En otra de la misma serie, el toro enfurecido embestía con el testuz curvado sobre la arena y el torero se apoyaba en la garrocha para dar el salto. En la última se le veía volando a lo largo del espinazo del toro. Pensaba en estas cosas y estaba a punto de preguntarle a mi tío si ya comenzaría aquella suerte, cuando el racimo de uvas de monte, de nubes cimarronas que colgaban del cerro de Monserrate, se desplomó sobre la plaza y todo el mundo, hasta el toro que entró vivo en el corral, tuvo que salir huyendo. Yo hubiera preferido quedarme, aun cuando sólo fuera para mirar cómo la lluvia convertía en un lago espeso y amarillo el ruedo de la plaza.
Menos que los toros y que la ópera —a la cual de tarde en tarde, cuando había temporada de Bracale en el Teatro de Colón, me llevaba papá por aquello de que yo sería músico— me gustaban los «lonches» o fiestas infantiles.
También me gustaba el cine, aunque la salida de la matinée, que era a las cinco y media y entre dos luces, me impresionaba dolorosamente por el súbito pensamiento de que «ya se acabó el domingo y mañana es lunes». El Cinerama, a tres cuadras escasas de mi casa, era una sala con un pequeño escenario y, ante este, un piano en que el ciego Gómez tocaba incansablemente, durante la «función», valses, polkas y oberturas de viejas operetas vienesas, pues el cine era mudo. Y monseñor Valenzuela, que con el negocio del cine sostenía un dormitorio de niños expósitos, instalado en la caseta de proyección, cuando era el caso tapaba con el bonete alguna escena de la película Elmo el Invencible, o el Rey del Aire con Pina Menichelli, o La máscara de los dientes blancos. Se armaba entonces un alboroto tremendo en la platea: silbaban los grandes, gritaban las amas, los papás decían «chist, chist», y lloraban los niños.
Cualquier día, al llegar del colegio, mamá me anunciaba que el sábado próximo tendría lonche en la casa de don Zutano, para el cumpleaños del niño mayor a quien yo ni siquiera conocía pues no estudiaba en mi colegio. Las protestas, las lágrimas, la advertencia de que los zapatos nuevos me apretaban, una enfermedad fingida, todo se estrellaba ante la firme resolución de mamá. Se trataba del hijo de una amiga suya, habría cine, olla con regalos, etcétera, etcétera. Además yo no podía ser un salvaje, huraño y retraído toda la vida.
—¿Tú crees que la vida entera podrás andar detrás de las faldas de tu mamá?
—No… sí…
—¿Crees que voy a durar la vida entera?
—Sí… no…
—¿Y que siempre serás niño? Ya tienes… espera… once, doce años.
Mi última esperanza, la de que el sábado amaneciera lloviendo y se aguara la fiesta, se disipaba como la niebla cuando salía el sol. Con un pañolón de seda y de flecos, Cacó me llevaba a la fiesta y me dejaba a la puerta de la casa, perdido en un continente extranjero. No volvería por mí sino muchas horas después, por lo cual me sentía perdido y abandonado en una sombría isla desierta. En medio de las voces y el ajetreo de docenas de niños y niñas que me miraban de reojo, con curiosidad, yo evitaba saludar al del cumpleaños, a sus padres, a los conocidos que me hacían una seña desde lejos y a los desconocidos que me preguntaban mi nombre.
—Me gustarían los lonches —le había dicho a mamá—, si no tuviera que saludar, ni despedirme, ni tomar té, ni jugar con niños a quienes no conozco.
De mala gana formaba parte de algún juego en el que triunfaban la corpulencia y la petulancia de los grandes. Ellos rompían la olla de los juguetes a bastonazos y arrebataban lo mejor del botín, y durante la sesión de cine aprovechaban la oscuridad para pellizcar a los menores. En la mesa se servían enormes pirámides de helado. En cambio, yo, que sentía la vejiga como una bomba de colores a punto de estallar, no me atrevía a desaguarla en el cuarto de baño donde los grandes se habían encerrado a fumar y me mojaba en los calzones del vestido nuevo.
Pero no sólo detestaba ir a lonche por esos accidentes —atrasos los llamaba Cacó— que a veces me pasaban y me disminuían a mis propios ojos, sino por tener la impresión, sobre todo a la hora del té, de que me había vuelto transparente. A no ser que la fealdad, como lo había comprobado otras veces, fuera también una especie de transparencia.
Porque a mí me atormentaba a veces la intuición, más que la persuasión, de ser un niño feo. No la persuasión puesto que al mirarme en el espejo más que lo que este reflejaba —un monte de pelo que me caía sobre la frente, unas narices feas y desapacibles y una barbilla corta— veía lo que en ese preciso momento, influido por mi última lectura, tenía ganas de ver. Un caballero medioeval, que levantaba la cabeza con orgullo y arrugaba la frente en un ceño feroz, enmarcado por el morrión y la celada levantada sobre la frente; un poeta romántico y triste, con los ojos entornados y la boca entreabierta, como una fotografía de Alfredo de Musset que se encontraba en un libro de papá; o un torero lleno de garbo, con los brazos en alto en actitud de poner un par de banderillas imaginarias; o un atleta con los labios apretados y los brazos doblados fuertemente para hacer resaltar los bíceps que comenzaban a apuntar.
Salía del baño contento de aquellas transmutaciones cuya duración se prolongaba hasta el momento en que comenzaba a pensar en otra cosa. Pero como yo era exactamente, aunque nunca me atreviera a hacer la confrontación honrada de lo que realmente era, no me gustaba ser. Y además tenía la intuición de ser un niño feo cuando alguna amiga de mamá ponderaba delante de mí el pelo de mi hermano mayor, negro y sedoso, o la tez clara y lisa de mi hermano menor, pues además yo me estaba cubriendo de barros. «Eloísa tan alta, Luis tan huraño, Ana tan petulante, Eduardito tan feo, y Luquitas es insoportable», explicaba una vez Leonor, una vecina nuestra amiga de mis hermanas.
—¡Te pareces a las tías de papá! —decían mis hermanos.
—Si él es feo, ustedes también tienen que serlo pues por algo son hermanos.
A mí esta especie de fatalidad familiar que invocaba Cacó en defensa mía, me parecía una razón llena de lógica aunque en cierto modo venía a confirmar mi sospecha de que era un niño feo.
Y era que mi abuelo tenía cuatro hermanas, bigotudas, orejonas, agrias, secas, a cuál más fea: Carlota, Domitila, Saturnina y Presentación. Cuando vivían en el Socorro, donde mi tío abuelo Lucas era presidente del estado de Santander, algún personaje importante que quería hablar con él golpeó a la puerta de la casa. Le habían advertido que la más fea de las Caballeros era Carlota. Cuando una de ellas se presentó en la sala a decirle que su hermano no tardaría en salir, el visitante se apresuró a saludarla como a doña Carlota. Yo soy Saturnina, aclaró la vieja de mal humor. Luego entró otra de las hermanas, de quien el visitante pensó que por fuerza tendría que llamarse Carlota. Soy Presentación, le contestó ella secamente. ¿La señorita sí es doña Carlota?, le preguntó a Domitila, tan fea y desapacible le pareció la pobre cuando se presentó en la sala. Al aparecer finalmente Carlota, el hombre ya estaba curado de espantos. En la calle le dijo a un amigo:
—Todas las Caballeros, hermanas del doctor Lucas y de don César, son definitivamente Carlotas.
—¿Pero por qué a tu abuelo se le ocurrió ponerles esos nombres horribles?
Eran nombres del Santoral, pues mis bisabuelos Caballeros y Echeverrías debían ser muy piadosos, y bautizarían los hijos de acuerdo con el santo del día. En cambio mi bisabuelo Tejada, debía ser aficionado a los griegos cuando a mis tíos abuelos los bautizó Práxedes y Temístocles.
Yo creía en la fatalidad de los nombres y pensaba que con esos, con los que las habían bautizado en la pila de la iglesia de Suaita, las tías de papá estaban condenadas desde niñas a ser definitivamente feas.
—¿Yo te parezco feo, mamá?
—Vas a ser muy buen mozo, ya lo verás.
—Pero ahora, ¿te parezco feo?
—Tú sabes que en los hombres la belleza no tiene importancia. El hombre, como el oso, cuanto más feo más hermoso. Si un hombre es inteligente, y culto, y bien educado…
—Pero, entonces, ¿soy feo?
Yo hubiera querido tener la facultad de la transparencia voluntaria, que me permitiera desaparecer ante los demás sin dejar de encontrarme entre ellos, para sorprender su secreto y escuchar lo que pudieran decir de mí, a mis espaldas. Y si esta facultad se complementara con el libre tránsito al través de objetos opacos y duros —paredes, murallas, puertas cerradas— el resultado sería mi omnipotencia sobre todos los hombres, por fuertes, hermosos y valientes que pudieran ser. Pero ese, por desgracia, no era mi caso…
No es cosa fácil de explicar, por lo cual voy a poner un ejemplo:
Estamos sentados a la mesa, a una larga mesa cubierta de copas, platos, una torta inmensa con velas de colores. Detrás de los niños más pequeños, que lloran sin motivo o golpean furiosamente una copa con una cucharilla, se alinea media docena de sirvientas. Hay un ruido infernal. Alguien ríe a carcajadas. Un niño pecoso y antipático hace el payaso, con la servilleta puesta en forma de gorro sobre la cabeza. Entran dos sirvientas de punta en blanco, con una minúscula cofia en lo alto del moño. Traen sendas fuentes humeantes, tal vez con spaghetti, y toda la concurrencia aplaude con frenesí. Las sirvientas comienzan a servir, ayudadas por la señora de la casa y algunas amigas que se encuentran con ella. Le llenan el plato a todo el mundo; a los que piden repetición les vuelven a servir; le dan de comer inclusive a un niño que se encuentra en una punta de la mesa, y que no dice una palabra. Debe ser tonto, o enfermo. En muchos lonches he visto niños así, con la boca abierta y un hilo de babas que les chorrea sobre el pecho.
—¿No quisiste comer spaghetti? —me preguntaba alguien—. ¿Ya comiste? ¿No quieres comer más?
A mí nadie me había servido. Habían pasado por delante y por detrás de mí, se habían detenido ante el niño que tenía a mi izquierda y ante el que tenía a mi derecha. Yo había dejado de ser visible. Me había vuelto transparente…
—¡Cómo me vas a decir que estás muerto de hambre! —exclamó mamá cuando al regresar a la casa pedía mi chocolate de onces.
—No comí nada: ni té, ni ponqué, ni spaghetti, ni helado…
—No puede ser…
No me atrevía a confesarle a mamá, que tal vez por obra de mis pecados, en los lonches yo me volvía invisible. Y es que también lo era para esas niñas de mi misma edad, o un poco mayores que yo, vestidas de trajes ligeros, blancos, azules, rosas, malvas, con gruesos cachumbos o tirabuzones y mariposas de cinta en la cabeza, que giraban delante de mí y bailaban por parejas al margen del bronco y desapacible mundo de los hombres. Hubiera querido acercármeles y aspirar esa aura tibia y perfumada que parecía envolverlas, pero mi timidez y mi transparencia eran obstáculos menores que un principio de ética infantil al cual me sometía ciegamente: las niñas son seres inferiores con quienes los niños, si son realmente «machos», no deben meterse. Pero al jugar al Puente está quebrado, a San Miguel dorado por un alma vengo, o al Tres, cuando tenía por la cintura un talle esbelto, suave como el raso del vestido, un poco húmedo por la transpiración, hubiera querido permanecer así la vida entera. A veces me enamoraba locamente de una de esas criaturas ideales, pero en lugar de acercármele como atraído por un imán, huía con un vago sentimiento de angustia. Cuando la veía otra vez de lejos en alguna fiesta o en la calle y vestida de uniforme del colegio, me ocultaba para que no me viera y el corazón no me cabía en el pecho. Y si incidentalmente la oía nombrar en la mesa:
—La que está cada día más bonita es la niña de…
Me atragantaba y el rubor me cubría la frente y las mejillas.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te pones colorado?
—Es que… Es que la sopa está muy caliente.
O LE TENÍA PAVOR AL DOCTOR ORTEGA, hombre terrible y fantasmal cuyo gabinete de cirujano dentista se encontraba en un segundo piso de la calle de San Miguel. A dos pasos quedaba, por el lado de abajo, la plaza de mercado. Los curanderos, los yerbateros, los sacamuelas, parados encima de una mesa, con un frasco en la mano y una culebra enroscada en el cuello, le hacían la competencia al doctor Ortega.
Y—¡La muela no le dejó pegar los ojos! —decía Cacó que tampoco había cerrado los suyos en toda la noche.
—¡Ya no me duele! Te juro que ya no me duele, mamá.
Lo cual no era cierto, pues una sorda palpitación en la mejilla derecha, atravesada de vez en cuando por un relámpago doloroso en la muela que había crecido hasta ocupar toda la cara, me producía calofríos y sudores.
Tita —mi tía Magola— y Cacó, pues mamá no tenía valor para presenciar aquel martirio de cristianos en el circo romano de la dentistería, me llevaban al gabinete del doctor Ortega casi a rastras, con el alma no en un hilo sino en la muela. Mi hermano Luis logró una vez burlar a aquel hombre triste y silencioso que se le acercaba por la espalda, a traición, con las pinzas en alto como un alacrán. Al sentirlo o presentir su aliento mortal en la nuca, saltó de la silla y bajó en tres brincos la escalera que por un estrecho y oscuro zaguán comunicaba con la calle. Corrió hacia la plaza de mercado y desapareció en el dédalo de callejuelas malolientes y pasadizos alfombrados de cáscaras, que sesgaban entre los puestos y las toldas de las revendedoras. Todo el sector apestaba a frutas podridas, salazón, queso, pescado y otros olores desagradables. Después de media hora de persecución infructuosa, mi tía y Cacó lo descubrieron acurrucado debajo de una mesa, en un puesto de frutas, mordisqueando un gajo de naranja. Casi en peso lo llevaron a la dentistería donde el doctor Ortega lo esperaba con cara de pocos amigos y con las pinzas en la mano. Lo trincó con la ayuda de un gañán que con un pañuelo amarrado a la cara esperaba en la antesala su turno para que le sacaran una muela. En un vergonzoso acto de venganza por su dignidad ofendida, el doctor Ortega le extrajo a mi hermano una muela, la que no era, sin anestesia.
Por esta y otras razones personales, otras muelas entrañable y dolorosamente mías, yo detestaba al doctor Ortega. Al sólo oír mentar su nombre, en la casa o en el colegio, me daba dolor de muela. Me producía terror el tapiz de cordales, molares, caninos e incisivos, que cubría el piso de la sala de espera. Al pisarlo me parecía escuchar el alarido de millares de pacientes a quienes habían pertenecido esos traidores huesos. La vista de los clientes con los carrillos hinchados y un pañuelo en la cara, anudado en lo alto de la cabeza, me llenaba de angustia. Asociaba la dentistería a esas cámaras de tortura que se veían en los grabados de mi libro de historia, en el capítulo dedicado a la administración de justicia en las ciudades medioevales.
No podía olvidar estas cosas cuando a mediados del año 19, pasada la Primera Guerra Mundial, alguien llegó a contar a la casa que al doctor Ortega lo habían enterrado vivo. Que lo entierren a uno vivo debe ser algo peor que sentir, como mi hermano, que le han sacado con dolor la muela que no es. Un visitante del cementerio al pasar por las galerías centrales escuchó unos golpes sordos en una bóveda recién tapada, pues el tabique de ladrillos todavía tenía fresca la argamasa. Asustado llamó a unos peones que trabajaban en una tumba cercana. El cementerio estaba lleno de albañiles y sepultureros improvisados. Cuando momentos después abrieron la bóveda, sacaron a medias el cajón y lo rompieron a martillazos, vieron el rostro del doctor Ortega descompuesto por el terror, con un pañuelo blanco atado a las quijadas como si tuviera dolor de muelas. El pobre hombre no alcanzó a respirar la bocanada de aire fresco y puro, si es que puede llamarse puro el aire de un cementerio, cuando se volvió a morir en un instante y esta vez de veras.
Se contaban muchas cosas por el estilo. A una señora amiga de mamá, esposa de un diplomático, también la enterraron viva. Cuando la familia fue a exhumar el cadáver para trasladar los restos a un monumento nuevo, pues se encontraba en una tumba provisional, la encontraron vuelta de espaldas, con el rostro arañado y destrozado el sudario.
Esto no era extraño, debido a la escasez de sepultureros y la afluencia de muertos en el cementerio. A muchos ni siquiera se les metía dentro de un cajón, pues ya no los había. Por temor al contagio, no acababa alguien de bien morir, o morir mal, cuando de prisa y corriendo lo llevaban a enterrar. En los corredores de las galerías y en los paseos del cementerio, se amontonaban los cajones mortuorios esperando turno. Todo el mundo tenía miedo de morir y en la casa donde había enfermo nadie se atrevía a poner los pies. Los médicos corrían de un lado a otro, atendiendo pacientes reales o imaginarios que también los había. Muchas familias huyeron al campo y mi abuela se trasladó a Santa Ana con nosotros para capear el temporal.
—¡De algo nos tenemos que morir! —exclamaba Mamá Toya en la cocina.
—Sin embargo, yo preferiría morir de viejo que de gripa —pensaba yo.
La gripa española que azotó a Europa saltó el Atlántico con la primera oleada de inmigrantes y se regó por toda América. En Bogotá liquidó en un momento familias enteras. En el hospital los enfermos agonizaban tirados por el suelo, pues por cada cama disponible había diez solicitudes de puesto. Se abrieron hospitales de emergencia y en la ciudad desierta sólo se escuchaba el rodar de los coches mortuorios y un interminable redoble de campanas tocando a muerto. La pérdida de muchos parientes —en aquel tiempo murió mi tío Carlos, el menor de los hermanos de papá—, a quienes de pronto dejaba de ver en la casa, no me afectaba gran cosa.
Los otros, todo el mundo, menos mi abuela, papá, mamá y yo, pueden morir. Conmigo la muerte nada tiene que ver y es algo que no puedo imaginar. Envejecer, enfermar, morir, eran cosas que para mí carecían de sentido.
Lo que para las personas mayores era una terrible epidemia que se introducía en las casas sin saberse a qué horas y diezmaba las familias, para mí se convirtió en una época maravillosa, en unas largas vacaciones suplementarias. Las personas mayores hacían el recuento de una interminable serie de bajas en el batallón, cada vez más reducido, de los contemporáneos. Para mí la gripa son unas cuantas imágenes amables: paseos a los cerros, piquetes a la orilla del río y a la sombra de los sauces, excursiones en carro de yunta a viejas poblaciones de la Sabana, dormidas entre los potreros y los sembrados. Los niños constituíamos un estorbo en la casa y desde temprano se nos mandaba fuera, a respirar aire puro y escapar del ambiente viciado de la ciudad.
Al trote vivo de los caballos y sin acompañamiento de dolientes, o acaso con el de una viuda vestida de negro y unos niños pálidos y enlutados, metidos en un coche de alquiler, pasaban los entierros por la calle. Carrozas negras de personas mayores, carros blancos de niños, grupos de campesinos que cargaban en hombros una modesta caja de madera sin barnizar, mujeres con un niño en brazos, envuelto en una sábana blanca. Cuando fallecía algún personaje salían a relucir otra vez los pompones negros de los caballos del coche mortuorio, los sombreros de copa, los sacolevitas, las coronas y los discursos en el cementerio. Fue una época dorada para mi tío Alejandro, pues los velorios y los entierros se sucedían uno detrás de otro, aunque habían perdido mucho de su solemnidad.
Ese fúnebre espectáculo no tardó en aburrirme, y ya ni siquiera me asomaba a la verja a mirar pasar los entierros que venían del norte y se dirigían, al trote a paso entre paso, a paso de carga o a paso de entierro, al templo que el doctor Ángel reconstruía pacientemente en la plaza de Chapinero. Muchas personas mayores, y no sólo mi tío Alejandro, se sentían en su medio natural y como peces en el agua. Con el orgullo de un médico que confirma un diagnóstico, aun cuando este haya sido fatal para el enfermo, o el de un matemático que demuestra una tesis, llegaban a dar la noticia:
—La que ya cayó, y si Dios quiere no se levantará más, es Fulanita. ¿Recuerdan que hace dos días vine a contarles que cuando bajaba del comulgatorio le vi la muerte en la cara?
Veían caras de muerto por todas partes. Vestidas de negro, pálidas, desteñidas, ojerosas, asistían a todos los velorios y no se interesaban sino en calamidades, enfermedades y muertes. Las repentinas les producían una verdadera fruición. Con una oculta satisfacción relataban los más mínimos detalles que precedían el súbito despegue de un pariente, un amigo o un conocido, hacia la eternidad. Mi abuela, exasperada, les ordenaba callar. Ni a los viejos ni a los niños les gusta hablar de la muerte: ellos la temen, le vuelven las espaldas y no quisieran pensar en ella, y los niños simplemente la ignoran. Para ellos, claro está, tienen vida y realidad los muertos, los aparecidos y los fantasmas, pero la muerte no existe.
Cuando el viento de la Sabana barrió los últimos miasmas de la gripa, tuve un momento de angustia pues se abría nuevamente el colegio y yo había perdido la costumbre de la aritmética y la geometría.
A fines del 19 o comienzos del 20, después de pasada la gripa, trajeron en procesión desde el fondo de la provincia boyacense a la Virgen de Chiquinquirá. En tiempos en que pasaban muy pocas cosas y de las que pasaban apenas nos enterábamos los estudiantes de colegio, la coronación de la Virgen en el atrio de la Catedral fue tan importante como los temblores del año 17, el armisticio de la guerra europea en 1918 y la gripa en ese año o en el 19.
¿Realmente los temblores arrugaron la tersa superficie de mi infancia en 1917, y la fúnebre procesión de muertos y enterrados vivos ocurrió en 1919, y en 1920 fue arrastrado y desbordado por la corriente humana sobre la cual flotaba, balanceándose, el cuadro milagroso de la Virgen de Chiquinquirá? No me costaría trabajo controlar la exactitud de esas fechas, y señalar, como mi tío Julio y aquellas personas que gozan de una mentalidad cronológica, el día y la hora exactos de esos accidentes nacionales que en época posterior apenas hubieran merecido una atención de seis días en las páginas del periódico. Mi vida y el mundo, hasta la muerte de mi abuela, no eran un torrente que desciende del monte, sino un lago quieto y azul como el de Guatavita, o el de Fúquene, o el de Tota, en cuyo fondo tal vez reposa el tesoro de El Dorado. En un lago la vida no fluye como en un torrente, sino que se estanca. Los menudos accidentes del paisaje, que se reflejan en ese espejo inmóvil, no están antes o después, sino más cerca o más lejos, aquí o allá, a veces contiguos y otras alejados dentro del mismo plano o en dos planos distintos según el punto de vista desde el cual se les mira. Cuando transitaba en torno de ese lago infantil, fundía y confundía y refundía, no arbitrariamente sino en realidad, los menudos incidentes de mi vida diaria. Para quien como yo ignoraba el tiempo en cuanto sucesión, no existían el ayer y el mañana. Estos podían aparecer simultáneamente y coexistir en el espejo de ese lago quieto de mi infancia, en cuyo fondo, entre una espesa capa de limo, tal vez yace sepultado El Dorado.
El prestigio de la Virgen de Chiquinquirá se extiende a todo el país y llega a Venezuela por el norte y por el sur al Ecuador. Es un lienzo no muy grande, en el cual se ve la Virgen con el Niño en brazos, acompañada de dos santos, uno de los cuales es Santo Domingo. En plena Colonia el cuadro fue descubierto por un lego, y con el correr de los días fue remozándose y comenzó a hacer milagros. El santuario de Chiquinquirá, visitado por millones de fieles durante el año entero, podría ser uno de los monumentos más hermosos de América pues en el norte del continente representa lo que Lourdes en Francia o Fátima en Portugal. Y Chiquinquirá debería ser tan bella e imponente como Santiago de Compostela durante la Edad Media, cuando Europa padecía la angustia del milenio y depositaba allí sus ofrendas.
Hasta bien avanzado el segundo cuarto de ese siglo, los peregrinos, «los promeseros», en su mayoría gente del pueblo, viajaban a pie y con una mochila al hombro. Iban descalzos con un par de alpargates nuevos atados a la faltriquera, que sólo calzaban al pisar las sucias y malolientes calles de la ciudad sagrada. Calles empedradas o de tierra rasa: en invierno charcas y barrizales y en verano criaderos de moscas y de miasmas.
La romería es un gran acontecimiento en la vida familiar del campesino. Los promeseros cierran con candado la puerta del rancho y con todo el ajuar a cuestas se echan a andar por los caminos, con los hijos, el tiple, el comiso y el perro. Se emborrachan en las posadas y en Chiquinquirá se hacinan en hoteluchos y pensiones infectas, donde el suelo de las habitaciones se cuadricula con tiza y se arrienda por metro cuadrado.
Al través de las verjas de Santa Ana miraba pasar los promeseros que venían del oriente de Cundinamarca y seguían a pie, cuando no tenían para el billete del ferrocarril, por la carretera del norte. En Sesquilé torcían hacia el pueblo de Suesca, y de Nemocón sesgaban a la derecha bordeando la laguna de Fúquene. Se veía uno que otro con los brazos en cruz, amarradas las manos a un palo que descansaba en los hombros del peregrino. Otros pedían limosna para atender los gastos del viaje. Repetían todos, sin saberlo ni recordarlo, las peregrinaciones que hacían los chibchas antes de la llegada de los españoles, al templo del Sol en el valle de Sugamuxi.
Cuando yo fui por primera vez a Chiquinquirá en una excursión del colegio, todo aquello en lugar de conmoverme me produjo una gran repugnancia. El olor a agrio y a rancio que despedía la ciudad, los perros vagabundos que olisqueaban porquerías en la calle, los promeseros borrachos tirados por el suelo, el ambiente denso y asfixiante de la iglesia, la visión de un padre dominico que en una oficina del convento recogía las monedas con una garlancha para llenar unos costales de fique: todo eso me produjo un malestar creciente.
En 1919 o comienzos del 20 se llevó a Bogotá el cuadro de la Virgen para su coronación solemne por el señor Arzobispo. Costó trabajo que los dominicos y el pueblo de Chiquinquirá permitieran que su patrona se fuera de paseo. El viaje entre las dos ciudades demoró muchos días. Iba la Virgen en unas andas de plata, a hombros de peregrinos que se iban turnando a lo largo del camino. Seguía una escolta de dominicos rezando el rosario en voz alta, y cantando, coreados por la muchedumbre, un bello himno mariano compuesto para esa ocasión:
Reina de Colombia
por siempre serás.
Es prenda tu nombre
de júbilo y paz.
El cuadro se detenía en los pueblos de tránsito y pernoctaba en las iglesias, en medio de cantos, rezos, bendiciones, sobrepellices, hábitos, ruanas, y un olor sofocante a incienso y sudor rancio. De los pueblos vecinos salían comisiones a la orilla del camino, y le tiraban flores a la Virgen. En otras partes la recibían con pólvora, cabalgatas y discurso del alcalde.
Cuando la inmensa caravana llegó a la plaza de Chapinero, se incorporaron al cortejo los colegios de la ciudad. La procesión cubría decenas de centenas de metros, como diría papá, y entre el paso de la Virgen y la muchedumbre de los fieles venían en apretadas filas las autoridades civiles y eclesiásticas, los conventos, los colegios de niños con cirios encendidos, y las bandas de guerra del Ejército y la escuela militar de cadetes.
Entre Chapinero y Bogotá millares de personas presenciaron el lento desfile: gallardetes de la caballería, roquetes de los sacerdotes, mariposas blancas de las Hermanas de la Caridad, hábitos marrones de los franciscanos, uniformes de los estudiantes, guerreras verdes y azules de los cadetes de la Escuela Militar. Muchas personas lloraban de entusiasmo y otras prorrumpían en delirantes vivas a la Virgen, cuyo marco dorado se bamboleaba allá lejos, sobre la compacta muchedumbre.
No había avanzado mucho espacio la procesión entre Chapinero y Bogotá, pues se movía a paso de entierro y a veces se detenía en las esquinas durante largo tiempo, cuando perdí de vista a mis compañeros de clase y de colegio. Hubiera querido gritar, pero nadie me hubiera oído dentro de aquella barahúnda. Me rodeaba una espesa multitud que no ofrecía el menor resquicio por el cual pudiera escapar en busca de espacio y aire libre.
—¡Virgen Santísima de Chiquinquirá, ayúdame! —decía yo para mí.
Era inútil empinarme para saber por dónde íbamos. Desde el pescante del coche de mi abuela, por la carretera del norte, y desde las bancas del tranvía por el camino de abajo, conocía unos cuantos puntos de referencia: el torreón del Gimnasio viejo, el polígono de tiro, la quinta Albania, el colegio de las monjas del Sagrado Corazón, el Panóptico, la iglesia de San Diego; pero ahora no veía sino el espeso muro de ruanas y pañolones que me tenían preso. Cuando levantaba la cabeza veía un cielo quieto y azul, con nubes blancas y redondas que se deslizaban lentamente en dirección a los cerros. Las bandas musicales, los coros, los rezos, componían un ruido ensordecedor. Me mordí los labios para no llorar. Los sacerdotes rezaban a voz en cuello: Dios te salve María, llena eres de gracia… Y con el fragor de un trueno que se perdía a lo lejos, la multitud contestaba: Santa María, Madre de Dios…
Apenas hacía un esfuerzo para moverme y abrirme paso hacia adelante, la multitud me rechazaba hacia atrás en una ola de reflujo. Corrientes encontradas me sacudían a veces violentamente, o me hacían girar como un corcho en un remolino hasta el momento en que la procesión se aquietaba.
Aquel día se perdieron centenares de niños porque se desorganizaron las filas de los colegios, y a millares de peregrinos los desvalijaron los cacos. Yo estuve a punto de caer dos o tres veces. Me sostenía el instinto de conservación aunque me dolían las piernas y sentía un peso en el estómago. Sabía que si doblaba las rodillas y me dejaba caer, el ciempiés de la muchedumbre pasaría sobre mi cuerpo moliéndome los huesos. Primero perdí el cirio, blando y negro por el calor y la presión de la mano. Luego perdí la cinta del cuello marinero. La boina desapareció sin que me diera cuenta. Aunque se me había desatado el nudo de un zapato, no tenía manera de agacharme y me asaltaba el temor de perderlo.
Al cabo de tres o cuatro horas una nube negra que flotaba sobre la ermita de Monserrate comenzó a descender monte abajo, y cayeron los primeros goterones, pesados como balas de plomo. Vi a lo lejos y en lo alto, con un gran alivio, las murallas ciegas del Panóptico y los altos eucaliptos del parque de San Diego. La muchedumbre avanzaba a tirones, movida por fuerzas invisibles. De tiempo en tiempo, a intervalos cada vez más cortos, me asaltaba una necesidad apremiante que procuraba reprimir apretando los dientes e invocando a la Virgen. Pero llegó el momento en que ya no pude más. Hubiera querido que me tragara la tierra. Las ideas de pecado y de suciedad estaban íntimamente ligadas en mi conciencia, pues mil veces me habían dicho que al ensuciarme con actos o pensamientos impuros mi ángel de la guarda se tapaba el rostro con las manos y se alejaba de mí. Y ahora en plena procesión de la Virgen, «había operado en los calzones», como decía Cacó, con un eufemismo pedante, cuando me ocurría ese accidente. ¿Podría haber en ese momento, entre los millares de fieles que seguían piadosamente a la Virgen, alguien más desgraciado que yo?
Lloraba de angustia cuando llegamos a la plazuela de Bavaria, donde la carretera se ensanchaba formando un vasto descampado. En el centro de aquel lugar había una pila de piedra, ahora cubierta de curiosos que presenciaban el desfile. Como allí abrevaban las mulas que cargaban los bultos de cerveza, en torno de la pila se formaba un charco de lodo aun en las épocas más secas. Me hundí en el barro hasta los tobillos, pero al abrirse la multitud ante aquel obstáculo, encontré una salida y forcejeando, deslizándome como una ardilla, logré llegar a las puertas de la fábrica por donde en días normales salían inmensos carromatos tirados por percherones alemanes. Ya allí, sin detenerme a tomar un respiro, sudando a mares, con el vestido desgarrado y los pies chapoteando en dos charcos de barro que eran mis zapatos, corrí a lo largo de las tapias del colegio de las monjas de la Merced. Por una callecita transversal, atestada de gentes que probablemente tenían las mismas intenciones que yo, llegué a la línea del tranvía con el ánimo de coger el primero que pasara en dirección a Chapinero. Llovía a cántaros cuando oí del lado de la curva muy forzada que hacían los rieles en el parque de San Diego, el agudo chirrido de las ruedas del tranvía. Metí las manos angustiosamente en los bolsillos del traje en busca de una moneda de cinco centavos para pagar el pasaje. Naturalmente no los tenía, pues en mi casa no habían pensado en dármelos. El expreso del colegio se había comprometido a traernos de regreso cuando terminara la procesión.
Bamboleándose sobre los rieles con un estruendo de hierros removidos, el tranvía pasó al lado mío, abarrotado de pasajeros que colgaban en racimos por todos lados. Cuando aquel ruido se fue debilitando y se perdió a lo lejos, llegó hasta mí el clamor lejano de los himnos y de las bandas militares.
Reina de Colombia
por siempre serás.
Es prenda tu nombre
de júbilo y paz.
Apenas cesó la lluvia, calado hasta los huesos, con las piernas de lana, emprendí camino y llegué a Santa Ana cuando comenzaba a oscurecer. Me alentaba la idea de lo que esperaría en casa. Veía claramente el rostro de mamá, iluminado por la dicha de volver a verme después de haberme perdido durante tanto tiempo. Me ayudaría a desvestirme antes de meterme primero en la tina y después en la cama, y me haría servir una comida suculenta, como para el hijo pródigo que regresa al hogar después de un largo viaje.
Todo se esfumó cuando al regresar encontré cerrado el portón de la verja, y a mis llamadas y golpes no respondió nadie. Escalé las tapias y vagué por la inmensa casa vacía, pues todo el mundo se había ido a ver la procesión de la Virgen. Cuando comenzaron a llegar mucho tiempo después, yo ya me había mudado la ropa interior y había comido las sobras que encontré en la cocina, pues la despensa estaba cerrada. Al empezar a relatar mi aventura, dijo mamá:
—La próxima vez habrá que darte unos centavos. ¡Pero quién iba a pensar!
Como si las visitas de la Virgen de Chiquinquirá fueran a ser todos los días…
OS DOMINGOS, EN CHAPINERO, acompañaba a mamá a oír misa de ocho en el templo, que desde la época de los temblores estaba en construcción. El maestro Gaspar… —poesía navideña de estos tres nombres mágicos: Melchor, Gaspar y Baltasar; el uno blanco como nieve, el otro amarillo como oro y el último negro como ébano: barba de algodón, barba de mazorca, barba de lana crespa y retinta—, el maestro Gaspar cepillaba unas tablas entre una perfumada colcha de viruta. Vivía en un galpón adosado a una nave lateral de la iglesia. Los maestros medioevales, como el maestro Gaspar, vivían toda su vida, larga, lenta, silenciosa, a la sombra de las catedrales.
L—Buenos días, maestro Gaspar…
—Buenos días. Ya le tengo los mástiles para el barco de vela… Son de nogal, oscuros y lisos.
—Yo los quería blancos y de pino, maestro Gaspar.
—El nogal es mucho más duro.
—Pero el pino es más liviano.
—Eso sí es verdad. A la salida de misa hablamos.
Mamá subía hasta el crucero y oía la misa arrodillada en la capilla de Nuestra Señora del Rosario, en la nave izquierda del templo. ¿O sería en la del Perpetuo Socorro, con angelitos dorados que le están diciendo un secreto a la Virgen? Ella era más devota de la del Socorro que de la del Rosario. Nombres dulces, tersos y femeninos los de Mamá Linda: Mercedes, Pilar, Asunción, Concepción, Esperanza…
—Me duelen las rodillas, mamá. No puedo más.
—Levántate, pues, pero para la elevación te tienes que arrodillar.
—No puedo. Se me arrancó una costra y la rodilla me comienza a sangrar.
—Amárrate el pañuelo.
—Tampoco puedo. Me acabo de sonar.
El sol se filtraba por los vitrales del ábside y colgaba en la cúpula de la capilla una bella tapicería de colores. Los azules, los malvas, los amarantos, los gualdas, los corales, los rubíes color de sangre —colores al través de los cuales yo había mirado el mundo en el zaguán de la casa de mi abuela— se iluminaban con mayor o menor intensidad, deshilachados por un borde sombrío. Durante el curso de la misa descendía el tapiz lentamente hasta alcanzar la zona fría y azulosa donde se encontraba mamá sumergida en una piscina probática, y al envolverla un rayo de sol en un nimbo multicolor y luminoso, parecía una santa. Tenía la cabeza inclinada, las manos juntas, dormidos los grandes ojos verdes sombreados de largas pestañas.
—¿Estás dormida, mamá?
—Estoy rezando. Reza tú también.
—Entonces, ¿por qué cierras los ojos?
Para rezar había que cerrar los ojos aunque al cerrarlos —como me pasaba a mí— manchas rojas y amarillas me revoletearan debajo de los párpados.
La serenidad y la suavidad embadurnaban como una lámina de aceite el rostro de mamá. Yo la quería con locura, la seguía a todas partes como un perro, me gustaba besarla en los ojos para aspirar el resplandor verdoso de sus pupilas, y en un pequeño lunar que tenía en la garganta. Yo también tengo un lunar en la garganta. Papá le decía «la monjita», pues cuando una prima de ella tomó el hábito en el convento de la Visitación, mamá tuvo un momento de tentación de seguirla, pero mi abuela se iba volviendo loca. No sé si esto tendrá un fundamento de verdad. Mamá era demasiado tierna y maternal —más que una mujer era una mamá— como para haber pensado alguna vez en enterrarse en un convento de monjas.
—Y si te hubieras metido de monja, ¿dónde estaría yo?
—Son preguntas ociosas. Yo nunca quise entrar en el convento.
Subía detrás de mamá las gradas del altar mayor y comulgaba al lado suyo, tratando de copiar y repetir todos sus gestos y movimientos. Tal vez tenía un momento de fugaz elación religiosa al pensar que Dios estaba dentro de mí y se había convertido en el pensamiento de mi pensamiento. Creía que, mientras la hostia se disolvía pegada a la lengua y al paladar, Dios se licuaba en mis entrañas. Procuraba enfrenar y refrenar mi imaginación que se echaba a volar sin rumbo fijo, como una mariposa, y se posaba arbitrariamente en cualquier parte. Se detenía en un bulto negro y arrugado de alguna beata que con los ojos en blanco y moviendo rápidamente los labios salpicados de saliva, rezaba ante la sonrosada imagen de un santo alumbrado por centenares de velas.
—¿Cuál es ese santo, mamá, que está allí, a la derecha, y tiene rosquitas en el pelo?
—San Antonio. ¿Ya diste gracias después de la comunión?
—Sí. ¿Puedo salir a hablar una cosa urgente con el maestro Gaspar? Figúrate que me hizo en nogal y no en pino los mástiles de…
—Piensa en Dios.
—En Dios no puedo pensar…
Seguía con un vivo interés las carreras de los monaguillos vestidos de rojo y blanco que evolucionaban en el altar mayor. De pronto descubría una cara conocida entre el grupo de señoras que se agolpaban a lado y lado de un confesionario.
—¡Mamá! ¡Oye, mamá! ¿Sabes quién se va a confesar?
—No debes mirar a los lados sino al altar donde se está diciendo la misa.
—Es doña Petronita, la de las obleas. ¿Al salir pasamos por su casa y me compras obleas?
Contaba las veces que el predicador repetía la palabra sí, o la palabra no, o la palabra pues, mientras sentía un malestar parecido al mareo.
—¡Mamá! ¿Ya se va a acabar la misa?
—Ya falta poco. El padre está en la acción de gracias. Reza cinco Ave Marías y un Padre Nuestro.
Me ponía a pensar qué pecados podrían tener esas señoras que permanecían largo tiempo ante el confesionario, y al retirarse de allí, haciendo muecas y aspavientos regresaban otra vez a la cola.
—¡Me dan mucha lástima! —decía mamá—. Son muy escrupulosas.
Seguramente se les había olvidado contar alguna cosa. A mi primo Zoilo le preocupaba tanto como a mí la rapidez de nuestras confesiones, y sobre todo el que nada, ni el menor pecado, se nos olvidara. No nos podíamos confesar acabados de confesar, y esto nos parecía deprimente. Un día mi primo se retiró muy compungido del confesionario, subió las gradas del comulgatorio y espectacularmente se levantó otra vez, descendió las gradas y fue a colocarse frente al confesionario que acababa de abandonar. Tenía el rostro serio y hermético, como corresponde a un grave caso de conciencia. El confesor, que no era otro que el padre Lleras Acosta —hombre violento e irascible— lo expulsó igual que Cristo a los mercaderes del templo. Ya en la calle y ante el angustioso interrogatorio de mi tía Lucilita, dándose mucha importancia dijo:
—Se me había olvidado invitarlo a almorzar al Vergel.
Yo sabía que la misa estaba a punto de terminar porque el tapiz luminoso y multicolor aparecía tendido a los pies de mamá. Una inquietud confusa se insinuaba en las bancas ocupadas por las señoras de la congregación, que llevaban al cuello atada una cinta roja. Súbitamente desaparecía el tapiz incandescente y eso quería decir que fuera de la iglesia el cielo estaría gris y comenzaría a llover, o que alguna gruesa nube se deslizaría lentamente por el cielo de la Sabana. Al volver el doctor Ángel la cara a los fieles —redonda, basta, gruesa, que transpiraba por todos los poros sudor, bondad y simpatía— yo veía el cielo abierto.
Ite missa est.
Sentía súbitamente un gran deseo de regresar a mi casa para llenar con una taza de chocolate el vacío doloroso que se me había abierto en el estómago.
Claro está que el templo de Chapinero era desproporcionado, con feos altares de estuco, una muchedumbre de santos almibarados que Barcelona fabricaba en serie para los pueblos hispanoamericanos, y además estaba lleno de cuadros y repisas. Altos vitrales de vidrio pintado, columnas de yeso barnizadas de color de mármol, vitelas de tamaño gigante, arcángeles de pasta con un candelabro en la mano: bien miradas las cosas, como no fuera en la bella cabeza de mamá inclinada sobre el pecho, no había dónde poner los ojos. Pero el mundo exterior no era como podían juzgarlo los demás, sino como yo lo veía. Las cosas eran desapacibles o hermosas con absoluta independencia de su realidad objetiva. Henchido de una luz dorada que se desplegaba a los pies de mamá como la cola del Caballito de los Siete Colores, el templo de Chapinero me producía una emoción tan profunda que ante ella parecen vagas y difusas las impresiones estéticas que he tenido después, a lo largo de mi vida, cuando conocí la catedral de Chartres, o la basílica de San Marcos en Venecia, o la mezquita de Santa Sofía en Estambul. Ninguna Madona de Fra Angelico me ha dado esa sensación de dulzura y serenidad interior que exhalaba como una vibración luminosa el rostro de mamá cuando rezaba en el templo.
Regresábamos a la casa por anchas calles a veces invadidas por la hierba, donde pastaba un burro solitario. Al pasar frente a cierta casa que yo conocía mamá preguntaba desde la calle, al través de la verja, a una señora que cortaba flores en un jardín:
—¿Cómo pasó la noche, Silverita?
Naturalmente Silverita la había pasado tan mal como todas las noches.
—Todo sea por Dios —decía mamá—. Hoy en la iglesia recé mucho por ella.
Un gozque hambriento nos seguía un largo trecho batiendo la cola. Un pobre que se calentaba al sol, sentado en el suelo, nos pedía una limosna. Sólo los perros sin amo y los pobres sin casa piden limosna con semejante humildad, por lo cual no sabría decir si esta es una virtud humana o perruna. Nos encontrábamos con la doble fila de los novicios de la Compañía de Jesús, que iban de paseo por la carretera del norte por parejas, cabizbajos, silenciosos, sin mirar a los lados. Con una toalla sobre los hombros y una cortina de pelo mojado sobre la toalla, a la puerta de una quinta una señora nos saludaba a voces desde el otro lado de la calle.
—¿Bonito el sermón? Tendré que ir a misa de diez, porque esta mañana me tocaba bañarme la cabeza.
El cielo se oscurecía de pronto. Algo se me contraía y congelaba en el estómago. Estábamos pasando a lo largo de una casa baja, enjalbegada, sin jardín exterior. Al través de una ventana abierta se descubría la silla de porcelana y el temible brazo metálico de una máquina de dentistería.
—Recuerda que mañana, al salir del colegio, tienes cita con el doctor Atuesta.
Para expresar en alguna forma mi antipatía y mi descontento, arrojaba con fuerza una piedra que se hacía trizas en el poste de la esquina.
Dos niños pasaban en bicicleta, raudos, persiguiéndose como golondrinas en el cielo dominical. Las vecinas de una quinta del barrio nos saludaban desde lejos y durante unos segundos el sol ardía en alguna melena dorada, medio cubierta por un rebozo blanco.
Al llegar a la casa me estaba esperando mi profesor de piano para la larga clase del domingo. Hacía poco había tenido mi primer contratiempo, la primera duda sobre mis facultades cuando al querer sorprenderlo con una marcha que había compuesto de un solo impulso, en un arranque de inspiración genial, él me atajó a los primeros compases y me dijo:
—Esa es la marcha que cantan los niños del padre Campoamor.
El cual era un jesuita muy santo, que regentaba el Círculo de Obreros. Todos los días, en fila, los niños pasaban a lo largo de la verja de Santa Ana, cantando aquella marcha, en dirección a su escuela.
Desde muy niño me habían puesto en las manos de un profesor de música, por la razón de que me pasaba las horas muertas escuchando tocar a mamá, tirado sobre la alfombra en el cuarto del piano. Yo adoraba la música, es cierto, y hubiera querido ser un pequeño genio musical, como Mozart, cuya estampa tenía un sitio de honor en una de las paredes de mi cuarto, junto con el boxeador Carpentier en actitud defensiva, el último modelo de aeroplano, la fotografía en colores —recortada de una revista ilustrada— de Perla White y un cuadro, con el vidrio roto, de la Virgen del Perpetuo Socorro.
Mamá en una esquina del patio interior, cubierto con una marquesina que dejaba pasar el sol sin romperse ni mancharse, como el cristal en el catecismo del Padre Astete, tejía o bordaba. Crujía la arena del jardín bajo las ruedas del coche, que salía en busca de mi abuela. De alguna parte llegaban los gritos y las risas de mis hermanos. Las campanas del templo de Chapinero desataban su clamor lejano y matinal, llamando a los fieles a la misa de diez; pero nunca tenían la melodiosa y melancólica resonancia de las del barrio de La Candelaria. Sentado en la banqueta del piano, con los ojos cerrados y el paladar todavía impregnado del sabor del chocolate, yo tocaba do, mi, sol, do, mi, fa.
—¡Fíjate, por Dios! Cometes siempre los mismos errores y en las mismas partes. ¡No sé cómo quieres llegar a ser un gran músico!
Mohíno, enfurruñado, mordiéndome la lengua, la emprendía otra vez con el “Claro de luna”. A veces aparecía papá, con las gafas y el periódico en la mano, me retiraba del piano y en lugar mío tocaba de memoria, al oído, sin titubear, lo que a mí me estaba costando tanto trabajo. Yo creo que papá, antes que yo mismo, se había persuadido de que jamás llegaría a fatigar la historia musical y dejó de interesarse en mi vocación problemática. Sin embargo, mi profesor estaba persuadido de mis capacidades. No le ocurría conmigo lo que al profesor de música que mi tío Manuel Antonio le puso a una de mis primas, y un día, desesperado, se presentó al consultorio y le dijo a mi tío:
—La pobre no tiene idea de lo que es armonía, y fuga, y contrapunto. Es verdaderamente triste la ignorancia de la niña. Yo prefiero, doctor, pagarle la operación con plata y a plazos, a seguirle dando clases a la señorita.
Era un músico de la banda municipal, muy pobre, a quien mi tío Manuel Antonio le había batido unas cataratas. Pero… pero el golpe de gracia a mi vocación musical me lo dieron las hijas de mi tía Emilia, la del coto, cuando un día en que vinieron de visita a Santa Ana me pidieron que tocara algo para apreciar mis progresos. Comencé con los Preludios de Chopin, que me gustaban mucho. A la altura del tercero o del cuarto, cuando ya estaba entrando en calor, Rebeca se puso muy seria y le dijo a mamá:
—Si esto es con los ejercicios de Czerny, cómo será cuando ya toque «Medias de seda» o «Nerón».
El médico de Santa Ana era el doctor Hoyos —bajo de cuerpo, rechoncho, suave, maternal—, así como el de Villa Sofía, la quinta de enfrente, era el doctor Muñoz: alto, delgado, buen mozo, elegante, viril. Yo sabía que alguien en el barrio había «amanecido en la cama», es decir enfermo, porque a las puertas de una quinta veía la yegua baya del doctor Hoyos o el caballo negro del doctor Muñoz. La yegua era barrigona, sólida, pacífica y andaba con un paso menudito de máquina de coser. Y el caballo era brioso, grande, de ojo vivo y trote largo y sonoro. Sobra decir que la yegua tenía silla de estribos de copa de cuero, mientras que el caballo lucía un bello galápago inglés, con estribos de aro y gualdrapa roja.
—La yegua del doctor Hoyos estaba a la puerta de mi tía Emilita.
—No me digas. Acompáñame a verla…
—Y el caballo del doctor Muñoz se encontraba frente a la casa de doña Petronita.
—De regreso podemos pasar un momento por su casa. La pobre va de mal en peor.
De la mano de mamá me introducía en un curioso mundo que tenía un encanto particular. Era el de los parientes pobres, las familias venidas a menos, los serrallos de solteronas que ocultaban orgullosamente sus miserias a la impertinente curiosidad de los demás.
Mi tía Emilia Tejada era la hermana mayor de mi abuela y vivía en una casa a la sombra del templo de Chapinero. Tenía ojos azules de muñeca de loza, una espesa mata de pelo completamente blanco y un palmo de coto que le caía en mitad del pecho. No había manera de ocultarlo, ni a la vieja se le hubiera ocurrido hacerlo.
—¿Por qué mi tía Emilia tiene coto y tú no?
—El coto es una enfermedad. A muchas personas las operan para quitárselo.
—¿Y por qué no la opera el doctor Hoyos?
—Es muy vieja, y sería peligroso.
—Y si yo le tocara el coto con el dedo, ¿le dolería?
—¡Cómo se te ocurre!
Lo cierto era que siempre que jugaba «tonto y cotudo» con el naipe, me acordaba de mi tía Emilia. Mientras mamá hablaba con sus primas Navas Tejada, todas viejas, todas solteras, todas vestidas de negro con una cintica de terciopelo en la garganta para sujetarse el ramo de arrugas y tendones, yo me ponía a jugar con la vieja a quien la edad y el coto habían retrotraído a la infancia. En una petaca de cuero que tenía en su alcoba guardaba unas tiras de papeles de colores con los cuales hacíamos guirnaldas, globos, festones, flores y otras figuras extraordinarias. Me daba un vaso de leche espumosa, con bizcochuelos que se deshacían en la boca de puro tiernos. Y hablaba ella con una voz de niña vieja o de vieja niña que le salía de entre el coto.
La mayor de las hijas de mi tía Emilia se llamaba Rebeca y andaba muy tiesa. Debía llevar muy apretado el corset de ballenas, atado a la espalda con centenares de ojetes. Tenía la cabeza con la nariz en alto pues era orgullosa, vanidosa, quisquillosa y preocupada del «qué dirán», o sea del qué dirían si Rebeca anduviera de otra manera. La casa giraba en torno de ella: la tía Emilia con su coto y sus juguetes de papel japonés, María con sus ojos azules y miopes de tanto bordar para la calle, Raquelita con sus manos regordetas y parada milagrosamente sobre dos pies minúsculos de japonesa, y Sara con su enfermedad misteriosa que la mantenía postrada en la alta cama de caoba, con sábanas adornadas de encajes en los cuales «había dejado los ojos Marujita».
—¿Dónde dejó los ojos Marujita, mamá?
—En las sábanas de Sara. Son una belleza.
—Pero yo no los he visto en la sábana. Los que tiene ella, ¿son otros?
Yo no entendía de imágenes y frases hechas y finuras verbales. Las palabras eran lo que decían y no lo que arbitrariamente se quería que dijeran.
Como el doctor Hoyos, después de años y años de recetar a Sara no lograba sacarla de entre las sábanas donde había dejado los ojos Marujita, Rebeca hablaba, en medio de una tempestad de protestas, de llamar a un médico moderno que supiera su oficio, como el doctor Muñoz. Eso representaría algo tan grave como quemar las naves ante el doctor Hoyos.
—¡Tú estás loca! —gritaban a un tiempo Marujita, Raquel y Sara desde su cama de sábanas bordadas en las cuales Marujita había dejado los ojos.
El menor de los hijos de mi tía Emilia se llamaba Gregorio. Se me olvidaba lo principal: se me olvidaba ese gigante «catire» y colorado que era el abnegado soporte de aquella casa, y sostenía a pulso toda la familia con un «destino» que desempeñaba en un banco de la ciudad.
—Es tan grande la honorabilidad de Gregorio —decía Rebeca en las visitas—, que es quien se encarga de quemar los billetes viejos que llegan al banco. Si no fuera por él, ¡Ave María Purísima!
—¿Y por qué no los guarda?
—Eso harían muchos, muchos que yo conozco y que andan por ahí en coche de caballos…
—¿Guardan en la cartera los billetes viejos del banco?
—Tú cállate. Vete a jugar con mamá. Los niños no deben intervenir en las conversaciones de las personas mayores.
Rebeca era feroz como una de las solteronas que tiranizaban a la pobre Cenicienta; Rebequita y María eran la Cenicienta, y Gregorito era un mártir. No era yo quien lo decía, pues para que fuera mártir hubiera necesitado arder en una hoguera, como los billetes viejos del banco, o ser devorado por Rebeca en las arenas de un circo. Cuando salíamos de allí, para ir a otra visita, recordaba algo que le había oído decir muchas veces a Mamá Toya:
—Don Gregorito es un mártir, la señorita Sara una santa, la señorita Maruja y la señorita Raquel dos ángeles del cielo, y mi señora Emilia un alma de Dios.
En el mismo costado de la plaza, frente a la inconclusa fachada del templo —a cuya nave izquierda se adosaba la carpintería del maestro Gaspar— vivían mi tío Frutos, su mujer y una hija que usaba tirabuzones negros y tenía unas mejillas sonrosadas de un color tan angelical —de ángel de pila de Primera Comunión— que a mí me parecía sospechoso. Con ellas vivía mi tía Segundita, hermana de los Calderones viejos. Mamá iba a visitarlos de vez en cuando en representación de mi abuela, pues en aquella casa siempre había enfermos, problemas, penurias y otras calamidades. Mi tío Frutos siempre acababa de dejar un puesto que tenía en alguna parte. Cualquier día resolvió morir y dejar otra célula doméstica, como la de mi tía Emilia, sin posibilidad de reproducción. Esto a no ser que la niña, con sus tirabuzones negros y sus mejillas de pasta, pescara un marido. Mi tía Segundita, desquiciada por los problemas económicos, un misticismo tardío exasperado por los sermones del doctor Ángel y una soltería irremediable, terminó loca de atar en el asilo de las Hermanitas, primero platónicamente enamorada del doctor Ángel o del doctor Hoyos, y luego realmente enamorada del jardinero del asilo. Menos mal que cuando estas desgracias ocurrían tenía la pobre más de ochenta años.
Caso extraordinario en verdad, era el de mi tía Emilita Tejada. Tenía el mismo nombre que mi tía Emilia la del coto.
—Si alguien se llamara exactamente lo mismo que yo, con el mismo nombre y los mismos apellidos, ¿crees tú, mamá, que sería igual a mí?
—No. ¿Por qué?
—¿Por qué mi tía Emilia y mi tía Emilita no son iguales?
—No habría ninguna razón para que lo fueran, aun cuando sean parientes.
—¿Y por qué, si se llaman de la misma manera, fíjate bien, no son la misma persona?
Era otra vez el problema de las palabras como expresión exacta de las cosas, los pensamientos y las personas, que a mí mucho me preocupaba. A palabras idénticas deberían corresponder, pensaba yo, cosas o personas idénticas. Por eso para distinguirlas yo las llamaba mi tía Emilia la del coto y mi tía Emilita la del santo, pues el San Francisco de bulto que esta tenía en su casa, y era muy venerado en todo el barrio de Chapinero, constituía ante todo un principio de identificación. Mi tía Emilia, la del santo, adoraba a mamá, que era su intercesora ante mi abuela. Era una vieja alta, gruesa, vestida de saya y de mantilla negra, de pelo tirante recogido en un moño apretado que se erguía, amenazador, en la punta de la cabeza. Era hija natural de mi tío abuelo Temístocles, quien murió a consecuencia de un cáncer en la cara poco después de haber armado una revolución en Tipacoque para derribar un Gobierno conservador en el siglo pasado. Presidía la sala de mi tía un retrato que lo mostraba de levita, frente a una playa desolada bañada por un mar de composición fotográfica, con un pañuelo atado a las quijadas. Mi tía era una mujer instruida, que leía libros piadosos en francés. Cuando en el cuarto de vidrios de la abuela o en el salón de Santa Ana alguien hacía comparaciones —«las comparaciones son odiosas», decía mamá—, saltaba de pronto esta sentencia familiar:
—Emilita no puede compararse el mismo día con esa persona. Emilita habla francés y lee al beato Jean-Baptiste de La Salle.
No sólo a este sino a otros santos, pues era muy piadosa. En su presencia no se podía hablar mal de nadie, ni contar historietas, equívocos, ni mencionar amores o mujeres livianas, partes del cuerpo que no estuvieran descubiertas, o utensilios del cuarto de baño. Para ella todas las personas deberían parecer cuerpos gloriosos aun cuando no lo fueran, y la pobre murió de un cáncer del seno que nadie, fuera de Consejo su muchacha, le conoció y le curó jamás. A morir prematuramente de vergüenza si la examinaba el doctor Hoyos, prefirió morirse púdicamente de cáncer. Cuando iba de visita a Santa Ana o a casa de mi abuela, permanecía muy tiesa en la punta del asiento y se erguía como una culebra toreada cuando alguien hablaba mal de los jesuitas o contaba algún cuento subido de color sólo para mortificarla.
Mi tía Emilita vivía en Chapinero desde una época muy anterior a las de las quintas —en la era victoriana del general Reyes—, pero no por elegancia sino por pobreza. Sus únicos ingresos eran una pensión oficial como descendiente de próceres, que para ese efecto le había cedido mi abuela, y una ayuda mensual en efectivo que esta le daba. Vivía en una casa colonial, enladrillada, esterada, empapelada de santos y fotografías de familia, con un solar en la parte trasera y en la delantera un pequeño jardín separado de la calle por una alta tapia de adobe enjalbegada con esmero. No vivía sola sino en compañía de su sirvienta Consejo y de una cocinera ingenua y boyacense que se llamaba Rosalbina. Mientras mamá hablaba con mi tía yo daba vueltas por el solar en busca de uchuvas, pepinos y cerezas, y finalmente entraba en la cocina. Mamá me había dicho:
—No pidas nada. No aceptes nada aunque te lo ofrezcan, porque tu tía Emilita es muy pobre. Déjale con Consejo esta tontería, como cosa tuya…
Y me daba dos pesos, o una caja de galletas Marías o una libra de chocolate Chaves, que yo ponía en manos de Consejo.
Pero Rosalbita me daba lo que lograba rebañar en los cajones de la despensa, que era muy poco. Y me decía, con una voz melosa que tenía:
—Sí sabrá sumercé que la señorita Consejo es una santa. Soporta sin chistar las rarezas de la señorita Emilita. Ella la hace oír tres misas diarias, como si hubiera poco qué barrer en la casa, la obliga a acostarse a las seis de la tarde para economizar luz eléctrica, hace con ella una hora de meditación y para rematar rezan el rosario conmigo.
Consejo —una viejecita menuda, peliblanca, de voz monjil— me llamaba aparte, celosa de Rosalbina, y me daba de beber una copita de agua de San Ignacio que tenía propiedades extraordinarias yo no sabía para qué. Me enseñaba el San Francisco que mi tía conservaba en un altarcito adornado con flores de papel, cubierto y protegido por una gran campana de cristal que a mí, personalmente, me gustaba mucho más que el santo. Su último milagro, según Consejo, había sido impresionante. Con una sonrisa maliciosa, de una picardía monjil e infantil a la vez, me decía bajando la voz:
—Ayer se lo llevamos de visita a la señorita Sara, la hija de mi señora Emilia, y fue tal el gusto y el alivio que sintió que pidió un chocolate… ¿A sumercé no le parece extraordinario? Pero el doctor Ángel, que estuvo de visita por la tarde, nos dijo: «Lo de Sara es muy grave, muy grave, y hay que esperar, hay que esperar… El verdadero milagro que le ha hecho nuestro padre San Francisco es la resignación, la resignación…». ¿Sumercé qué opina?
Poniéndose una mano de pantalla ante la boca, lo cual era una precaución innecesaria pues mi tía Emilita estaba en la sala en conversación con mamá. Consejo me explicaba confidencialmente:
—Ella sí que es una santa de verdad. Si sumercé supiera lo que reza, lo que medita, lo que ayuna, lo que sufre su tía Emilita. Nuestro padre San Francisco le tiene preparado un Cielo muy grande y muy alto. Eso también lo dice el doctor Ángel.
Verdaderamente santa en aquella casa era Rosalbina, la cocinera, quien hacía milagros para alimentar a aquellas dos viejas, aunque ellas se lo atribuyeran a nuestro padre San Francisco. Como el día en que las tres no tenían nada que llevarse a la boca, pues era un invierno muy crudo y mi tía no podía ir a cobrar su pensión al Ministerio de Gobierno, ni a visitar a mi abuela para que le entregara su ayuda, las tres se arrodillaron ante nuestro padre San Francisco y rezaron en coro, sin parar, hasta el momento en que mi tía Emilita y Consejo se quedaron dormidas de hambre y cansancio.
—¡Ave María Purísima! —exclamaba Rosalbina—. Las dos viejitas parecían muertas y cuando las tenté no les encontré pulso ni calor por ninguna parte.
Rosalbina corrió a la despensa para buscar y rebuscar una vez más entre las cajas de cartón y las latas vacías. En un rincón, bajo un montón de papeles viejos y amarillos, había un paquete de fideos, sin abrir, que olía a moho. Al sacarlos para echarlos en la olla, rodó por el suelo tintineando alegremente una moneda de cincuenta centavos. La bendita caja había resultado premiada…
¡Y pensar que nosotras, como sumercé tal vez lo sepa por la señorita, comemos sopa de fideos todos los días!
Campania, la casa donde vivía mi tía Emilita, era una de las más misteriosas que se pudieran conocer en todo Chapinero, por tener un fantasma auténtico, un alma bendita que todas las noches se sentaba a los pies de la cama de Rosalbina, de Consejo o de mi tía. Las tres se quedaban en la misma alcoba por temor de los ladrones. El alma bendita sentía igual inclinación por las tres y sin decir palabra se peinaba la larga cabellera con un peine de nácar, del que saltaban chispas.
—¿Y a ustedes no les da miedo?
—La alcoba se enfría mucho. La primera vez que apareció nos pusimos a tiritar. Ahora nos cobijamos y ya no sentimos nada. La pobre es una pobre alma bendita. Para que nos deje tranquilas nos ponemos a rezar un rosario en coro y ella se aburre y se va probablemente al Purgatorio. Yo le he dicho a la señorita que cavemos en la alcoba, donde hay unos ladrillos hundidos, porque seguramente encontraremos un santuario que nos saque de pobres.
—¿Y el doctor Ángel qué dice?
—Dice que es menester rezar y rezar, y mandar decir misas y misas pues debe ser un alma que está penando. Pero si no tenemos para comer, tendremos para mandar decir misas por una persona extraña. ¿Por qué, eso le dije una vez, por qué no se va a asustar a mi señora Ana Rosa, que es tan rica? ¡Si será boba!
Los alrededores de la casa de mi tía Emilita me atraían por tres tiendas maravillosas a las que no podía ir sino los lunes por la tarde, al volver del colegio, para invertir los centavos que mi abuela y papá me habían dado el domingo. Una de ellas se llamaba Las Margaritas, con sus empanadas de guiso; otra Las Marías, con sus grandes vasos de masato espolvoreado de canela; y la otra era la de la señora Petronita, quien fabricaba las mejores obleas rellenas de ariquipe de que hubiera memoria en todo Chapinero. Sin embargo, lo que más me interesaba en las vecindades de la casa de mi tía Emilita era una quinta en la cual vivía una amiga de mamá, cuyas dos hijas, más o menos de mi misma edad, eran bellas como los ángeles del altar mayor del templo de Chapinero, que a mí me parecían celestiales. Aunque no las viera al ir a la casa de mi tía, pues muchas veces no las veía, la idea de tenerlas no muy lejos de allí me producía inquietud y malestar. Al escuchar los cuentos de Rosalbina y Consejo me creía dueño y señor de mis pensamientos; pero lo cierto era que, sin proponérmelo, estaba pensando en ellas.
Indudablemente la mujer, en cuanto sexo, comenzaba a existir para mí. Venían a Santa Ana por aquella época compañeras de colegio de mis hermanas. Eran mayores que yo, y se encontraban en esa edad en que tres y cuatro años equivalen a treinta y cuarenta. Jugaban primero a las muñecas; después, con el pretexto de estudiar, conversaban de su colegio; más tarde bailaban unas con otras durante la clase de baile que un ruso les daba a mis hermanas. El hombre giraba acompasadamente sobre unos gruesos zapatos que no habían sido limpiados ni lustrados jamás, y con una vocecita imperativa y chillona gritaba:
—¡Volta, volta, volta!… Un, dos, tres, ¡volta!
Había un gran revuelo de trenzas y de faldas azules del uniforme del colegio, un estallido de risas agudas y nerviosas, un murmullo de exclamaciones y comentarios, todo lo cual me producía una extraña irritación. Evitaba saludarlas cuando al regresar del colegio las encontraba en casa, tomando onces que retrasaban injustificadamente las mías. Y entre ellas, que abusivamente invadían mi jardín, las había muy bonitas: desde las grandes, que presumían de señoritas y al llegar a la casa se quitaban el uniforme del colegio, hasta esas niñas coloradas, gordas, sudorosas, que reían de todo o por nada y bailaban como elefantes. Yo las espiaba parapetado detrás de puertas y cortinas, y cuando se iban, en grupo, riendo y cantando, el súbito silencio que caía sobre la casa me pesaba físicamente y un gran vacío se abría en mis entrañas. Para llenarlo con algo, con una ilusión cualquiera, le preguntaba a mamá:
—¿Cuándo puedo volver donde mi tía Emilita?
—El sábado por la tarde, que no tienes colegio.
Y la estampa de los dos ángeles, de las dos niñas de la quinta del puente verde, pasaba rauda por mi imaginación. Eran dos bellas criaturas de cuento de hadas: la una rubia y la otra morena, las dos vestidas con trajes blancos de faldas repolludas que se balanceaban rítmicamente cuando las dos niñas comenzaban a andar.
URANTE LA COMIDA Y CUANDO PAPÁ no se encontraba en casa, mamá nos leía en voz alta el Quo Vadis, o Una familia de bandidos en 1793, o trozos del Diario de Eugénie de Guérin, con una voz que todavía canta en mis oídos, aunque sin palabras, como un simple acompañamiento musical. Del Diario de Eugénie de Guérin ha quedado flotando en mi memoria un acorde incompleto:
D«Me gustan la nieve y su blancura pues tienen algo de celestial. En cambio el barro, la tierra desnuda, me…».
Don Tomás Rueda me empujaba a la literatura y le interesaba que yo leyera a los clásicos y estudiara la historia patria. En sus clases procuraba que ella nos apareciera como una historia viva y no un fatigoso desfile de fechas y de estatuas.
—Bolívar, Santander, el general Nariño, eran iguales a ustedes, sólo que hicieron cosas que tal vez ustedes no serían capaces de hacer.
¿Por qué iba a poderlas hacer yo? ¿De dónde sacaba don Tomás esa predisposición a la resignación y a la impotencia? En aquellos momentos yo hubiera deseado, sinceramente, que estallara otra vez la guerra de Independencia, o una guerra como la que había conocido papá, para demostrarle a don Tomás lo que yo sería capaz de hacer, naturalmente si me nombraban general. De simple soldado raso no me podía imaginar como héroe.
Por su parte papá quería que al lado de mis aficiones literarias estudiara filosofía y ciencias sociales y políticas; y mamá vigilaba mis lecturas pues tenía la sospecha, muy fundada, de que había entrado en la etapa de las lecturas a escondidas. Varias veces Cacó había descubierto, al tender mi cama, que debajo del colchón escondía libros que me prestaban mis amigos pues no los encontraba en mi casa. Me habían prohibido utilizar el sector de la biblioteca donde se encontraban Voltaire, Rousseau y los Enciclopedistas de mi tío abuelo Lucas, y de buena gana los hubiera quemado. —Mi tía Emilita les entregó a los padres jesuitas los manuscritos de una obra inédita del poeta Vargas Tejada, porque en ella los ponía verdes por su injerencia política en el país, en tiempos del general Santander—.
Yo me orientaba un poco al azar en el mundo alucinante de los libros. Procuraba complacer a mamá menos en aquellos casos en los que la tentación era demasiado fuerte; y darle gusto a papá, venciendo el tedio mortal que me producía la sola visión de los librotes que él me recomendaba; y seguir los consejos de don Tomás:
—No escribas por escribir, sino cuando tengas algo qué decir. No trates de escribir bonito. No dejes que se te vea la gramática. El señor Caro decía que para construir una obra son necesarios los andamios y la gramática; pero una vez construida, es necesario quitárselos.
Un día en la clase de literatura nos dijo don Tomás:
—Le descubrí una triple redundancia al señor Suárez en su último «Sueño» de Luciano Pulgar.
Y nos leyó un artículo lleno de gracia que al día siguiente apareció en el periódico. Don Marco, cruelmente perseguido y vilipendiado en el Congreso y en la prensa por sus propios copartidarios, era un viejo fanático, quisquilloso, orgulloso dentro de una aparente humildad. Don Tomás era un hombre sencillo, irónico, agudo, sin un pelo de tonto ni de los otros en la cabeza, y tan descuidado que se arremangaba los pantalones que siempre le quedaban grandes pues era muy corto de estatura, pero se arremangaba más alto el uno que el otro.
En su próximo «Sueño» don Marco exhibía el Gimnasio como un colegio ateo y subversivo, y a don Tomás como un corruptor de menores y un escritor sin letras y sin gramática. Se le vino encima con un aguacero de citas de autores clásicos y modernos, para concluir diciendo que ese profesor de literatura castellana no sabía castellano.
Alarmado don Tomás nos mandó a su hijo Antonio y a mí a que le lleváramos una carta suya en la cual le daba toda clase de explicaciones sobre la ortodoxia del colegio y retiraba —«yo de mío soy»— aquello de la triple redundancia.
El viejo nos recibió en una casita que tenía en el Camellón de los Carneros, en una sala llena de libros y papeles. Tenía un gorrito de terciopelo negro en la cabeza y una gruesa manta le cubría los pies. A pesar de que éramos dos niños, se levantó muy cortésmente a saludarnos. En medio del rostro viejo y pálido, semioculto por una barba blanca, los ojos le brillaban como pedazos de antracita. Nos habló largamente, con un fuerte acento antioqueño, del padre Isla que estaba leyendo en ese momento y del Fray Gerundio de Campazas que nosotros no habíamos leído todavía.
Otro día un condiscípulo, hijo de un señor muy rico e importante, amaneció haciendo versos. Por su cuenta y riesgo los mandó imprimir en un folleto, con un prólogo mío, pues no en balde en el colegio me llamaban «el literato». Su padre, en el colmo de la indignación, lo primero que hizo fue recoger la edición que aún no había salido de la imprenta. Mandó llamar a don Tomás y le manifestó su extrañeza por el hecho de que un colegio, al parecer serio y honorable como era el Gimnasio, permitiera a los niños perder el tiempo haciendo versos.
—Lo malo no es hacerlos —le observó don Tomás—, sino hacerlos malos…
El padre de mi amigo estaba más allá de esas sutilezas. Años atrás su hijo mayor empezó a llegar tarde al almacén de géneros al por mayor que la familia tenía en la calle de Florián.
—Figúrese usted que el muy estúpido a escondidas se había puesto a aprender violín. Le dije que me gustaría oírlo tocar, pues me había enterado de sus ocupaciones matinales, y ambos regresamos a la casa… Y allí, sin perder tiempo en escucharlo, le rompí el violín en la cabeza. Y sepa usted que salvé a ese muchacho. ¡Hoy ha hecho, con su propio esfuerzo, más de trescientos mil pesos!
Mi vocación de escritor se fortaleció el día en que don Tomás, de premio por una composición literaria, me obsequió un Quijote en cinco tomos, con comentarios de Rodríguez Marín, bellamente encuadernado a la española. Yo me sentí feliz, sólo que al día siguiente don Tomás me pidió prestados los libros que me había regalado y dedicado, y como era hombre muy desmemoriado y yo no me atrevía a pedírselos, los perdí para siempre. La dedicatoria decía:
«Cuando tomes la pluma para escribir recuerda la leyenda que tenían en la empuñadura los viejos aceros toledanos: No me saques sin razón, ni me guardes sin honor».
Era curioso que una frase oída a una persona a quien nunca volvería a ver, o un libro que alguien había citado delante de mí, o un mal libro en lugar de uno bueno, o el personaje de un libro bueno o malo, tuvieran tanta influencia sobre mí, mucho mayor que la de un pariente o una persona de carne y hueso. Inconscientemente iba almacenando en mi memoria y en mi imaginación cosas que habría de utilizar más tarde, en vista de un destino que en mi caso, y desde muy pronto, se había insinuado como una vocación. Más que el mundo real me interesaba mi mundo imaginario poblado de personajes literarios a quienes yo convertía en mitos que trascendían la realidad cotidiana.
Por ejemplo un día mi profesor de física, un suizo muy inteligente y culto que nunca logró interesarme en las esferas de Mandreburgo ni en los extraños fenómenos de la electricidad, me prestó el primer tomo de la obra de Marcel Proust. En aquella carabela maravillosa me introduje no sólo en el Mediterráneo de los escritores franceses, sino en mi propio mar interior. El colegio, la calle, la casa, mi jardín, todo dejó de existir ante la presencia pungente y alucinante de la literatura. Para navegar por el mar proustiano, surcado de corrientes profundas que apenas rizan la superficie pareja y azul, me dediqué con todas mis energías a estudiar francés. Compré un libro llamado La vie de Carpentier écrite par lui même. Anotaba en las márgenes, con la ayuda de un diccionario, el significado de las palabras que desconocía, y cuando terminaba la lectura la comenzaba otra vez, repitiendo esa operación hasta llegar el momento en que me sabía el libro de memoria.
Trataba de encontrar en los amigos y los parientes, hasta en personas que veía en la calle por primera vez, encarnaciones de los personajes literarios que frecuentaba en los libros. Mi tío Alejandro era una figura de Dostoyevsky, la señora de mi tío Antonio María era doña Trifaldi la Dueña Dolorida, el niño de la calle 13 era el Pequeño Escribiente Florentino. Trabajo perdido, pues estos seres me resultaban menos auténticos y verdaderos que los otros. Frente a la abigarrada colección de tapices que eran el Quijote o las novelas de la picaresca española, y ante la galería de gobelinos que desplegaba ante mis ojos la obra de Marcel Proust, mi colegio, mi casa, mi jardín, mis amigos y mis parientes, eran el reverso de una tela donde todo se enreda y se desdibuja, se borra el diseño, la visión se confunde, e hilachas, nudos y cabos sueltos quedan flotando en el aire. La única realidad redonda, compacta, indiscutible, es la literaria en la cual las personas tienen principio y fin, y aparecen siempre de frente y en primer plano.
En la biblioteca de mi casa, con excepción de los clásicos españoles que habían sido del abuelo Calderón, y los clásicos franceses y los Enciclopedistas que fueron de mi tío abuelo Lucas Caballero Echeverría, la mayoría de los libros trataba de ciencias políticas que no me interesaban. La mercancía más codiciada de la Librería Colombiana eran los libros franceses y en las tertulias políticas y literarias del Café Windsor o el Café Inglés, se comentaban apasionadamente las novedades europeas. Los libros de medicina en que estudiaba mi hermano mayor eran franceses, y los que papá leía para preparar sus clases de economía política en la Facultad de Derecho, eran norteamericanos o ingleses. La generación que hizo la guerra de los Mil Días, en el sector liberal, había estudiado biología en Darwin, economía en Stuart Mill, filosofía en Spencer y moral en Bentham. Y consideraba reaccionarios y retrasados a los conservadores porque estos estudiaban filosofía en Suárez, sociología en Vitoria, y preferían los españoles a los ingleses y a Victor Hugo, Campoamor. Yo también tenía puestos los ojos en Europa y odiaba a los Estados Unidos «porque nos habían robado a Panamá».
—Algún día tendremos que desamericanizarnos…
—¿De dónde sacaste eso?
—En el colegio, papá…
—Esas son cosas de Tomás.
El ambiente nacional proeuropeo había comenzado a sesgar con la administración del señor Suárez, quien había promulgado la política del Respice Polum, miremos al norte, y se consolidó en la administración del general Ospina con los veinticinco millones de la indemnización de Panamá, los contratos de petróleo con las compañías norteamericanas y la misión Kemmerer que estaba reorganizando el sistema bancario y fiscal del país.
—¡Tomás es un tipo muy original! —decía papá.
Y es que a ese hombre, muy personal, no le importaba una higa el sentir común de las gentes, ni se dejaba arrastrar así no más por lo que pensaran ellas. Seguido de don Manuel Patiasao que era su mayordomo y su espolique, montado en una yegua rucia y barrigona como los revolucionarios de todos los tiempos —Patria Boba, Independencia, República— recorría todos los caminos de la Sabana. Autodidacta y lector de gusto muy certero, había llenado las lagunas del bachillerato con Montaigne, los clásicos españoles y su intuición personal. Sobre quienes por ser sus discípulos lo habíamos transformado de orejón sabanero en profesor del Gimnasio, don Tomás tuvo una influencia incontrastable. A mí me volvió más español ante los europeos a quienes tanto admiraba papá, y frente a los gringos mucho más colombiano.
—¡El paso de los Alpes por el ejército del Consulado fue una excursión escolar comparado con el de los Andes, en Pisba y Paya, por el ejército libertador! —nos decía.
La nomenclatura de la Independencia adquiría en sus labios una magia de ábrete sésamo para mi imaginación infantil. Yo veía un ejército de llaneros montados en pelo, con el torso desnudo, la lanza al brazo, la corrosca en la nuca, cuando decía paladeando cada palabra:
—Queseras del Medio, Apure, Arauca, Casanare, Pisba, Paya, Pantano de Vargas, Boyacá, Pichincha, Ayacucho, Lima, Cuzco.
Y esas palabras desplegaban ante mis ojos una colección de imágenes precisas: un cielo de tormenta, una llanura sin límites, un río amarillo y gigantesco, pajonales quemados de sol, lloviznas y frailejones en el páramo, un valle jugoso y tierno en Boyacá, un puente sobre un riachuelo, un volcán blanco y en llamas, una ciudad dorada, una fortaleza de piedra más alta que las nubes.
—Napoleón avasalló a Europa en nombre de la Revolución francesa —decía con una voz un poco cascada, pues tenía un coto interno—. Pero en realidad lo que hizo fue coronar uno por uno a todos sus parientes cuando Bolívar sacrificó a los suyos, y su fortuna personal y su casa, para libertar a Venezuela, la Nueva Granada, la provincia de Quito y el Perú. ¿Cómo les parece? Para un americano, un criollo, un colombiano como nosotros, ¿esos dos hombres pueden compararse?
El bello carácter del general Sucre, el civilismo del general Santander, la bravura del general Páez, se deducían de sus lecciones, no se sentaban como premisas ni se colgaban de las corvas —de los nombres— como adjetivos. Se trataba de relatos desordenados, pues don Tomás era lo contrario de un hombre disciplinado y sistemático. Desmontaba las estatuas de sus cabalgaduras de bronce y las ponía a andar con nosotros, con un morral a las espaldas, por los caminos de Colombia.
Don Tomás era tan ingenuo a pesar de su sabiduría de la vida, que a sus discípulos no nos costaba el menor trabajo engañarlo cuando venía la época temible de los exámenes de fin de año. Mandábamos a Juancho Santamaría, un sobrino suyo, a almorzar a su casa, que era vecino del Gimnasio, y Juancho le extraía sin dolor y una por una las cinco preguntas del próximo examen escrito, de esta manera:
—¡Tío, en la segunda pregunta, si tiró a rajarnos!
—¡Ajá! ¿Conque ya contestaron el examen?
—Sí, tío, pero esa segunda…
—Pero, mijo, ¿quién no sabe las fechas de las batallas del Pantano de Vargas y Boyacá?
—No, tío, es que no era esa. Claro que esas fechas toda la clase se las sabía como agua. Era la otra, la cuarta…
—¡Pero por Dios! ¿La de cuál fue el recorrido del ejército libertador entre los llanos venezolanos y Bogotá?
—Perdone, tío, tampoco era esa. Era la tercera. Sí. Estoy casi seguro de que era la tercera.
—¡Sería increíble que alguien, ni siquiera tú que eres un badulaque, ignorase a estas alturas del curso quién tradujo del francés y qué eran los «Derechos del Hombre»!
—Pero tío, ¡cómo se le ocurre!
—¡Ah! Entonces debió ser la última, la más fácil de todas…
—¡Quién sabe, tío! ¡Quién sabe! Mire que…
—¿Cómo fue la fundación de Bolivia por el Libertador y el general Sucre? ¡Pero si eso lo saben hasta los bolivianos!
—¡Es que, y perdóneme, tío, usted no me ha dejado hablar! No fue la quinta, ¡Ave María! sino la primera pregunta la que nos echó a temblar. En los exámenes, como en los toros, no hay quinto malo. Usted quería, por lo visto, que nos tocaran la campana cuando todavía estuviéramos patinando en la primera… ¡No hay derecho!
—¿La fecha en que se reunió el Congreso de Angostura? ¿No sabes cuándo se reunió el Congreso de Angostura?
Juancho regresaba corriendo al colegio, y al día siguiente, en el examen escrito que vigilaba don Saúl Gómez, toda la clase se apuntaba un cinco. La patria encarnaba para don Tomás en la figura heroica y pintoresca del general Nariño:
XIX y comienzos del XX, don Antonio era un literato a medias pues su periódico, La Bagatela, lo había echado a perder para la literatura. Era romántico y afrancesado, como lo somos todos. A la vez era rezandero y cristiano viejo, como todos lo somos también. Buen orador y mal contabilista, y, claro, un pésimo gobernante. Su gallardía personal, hasta su melancólico fin de político arruinado que se retira a la Villa de Leyva, a la provincia, para que quienes lo olvidaron a la hora del triunfo no lo vean morir, son rasgos típicamente colombianos. Así han sido los señores que en el Cauca, en Santander, en el Tolima, en Boyacá, cien años después de la Independencia seguían armando revoluciones a costa de su hacienda y de su familia y alternaban la camaradería del campamento con la cortesía en el salón.
—Colombia sigue siendo eternamente la Patria Boba. Nariño era un «cachaco» bogotano de buena familia, como cualquiera de ustedes. Alegre y despreocupado como siete generaciones de colombianos, desde los Comuneros hasta los generales de la última guerra civil, que hacían las guerras y las perdían porque ignoraban el arte de la estrategia, o no las sabían aprovechar cuando las ganaban porque desconocían la administración pública y la economía política. Al igual que nuestros estadistas delDe pronto soltaba alguna frase ingeniosa, que no se nos volvía a olvidar:
—Como los colombianos en general don Antonio era un hombre que tiraba talento como quien tira plata. A la próxima excursión voy a acompañarlos, para mostrarles estas cosas sobre el terreno y a lo vivo.
Y en la primera excursión en serio que hizo mi clase con don Tomás y su mayordomo don Manuel Patiasao a la cabeza, atravesando los páramos del oriente de Bogotá y deteniéndonos en dos poblaciones miserables —Chipaque, Cáqueza— nos llevó a un punto llamado Buenavista o Bellavista. En los barrancos de Yomasa el camino se erguía como una culebra toreada y trepaba las faldas del páramo que, como la piel de una culebra, eran lisos y resbalosos. Cruzamos el páramo de Cruz Verde, que don Pablo Vila hubiera llamado puerto. A medida que avanzábamos la cuesta era más agria y no tardamos en meternos en un túnel de niebla. Para anunciar su paso desde lejos iban gritando los arrieros. Encaramados en un barranco de la orilla veíamos pasar entre sombras y vapores tibios y espesos una punta de ganado llanero que venía de Villavicencio, o una recua de mulas cargadas con bultos de panela. Sordos mugidos, chapoteo de cascos en el barro, un fuerte olor a boñiga fresca y sudor de caballo, ascendían en oleadas hasta el lugar donde nos encontrábamos nosotros esperando vía libre.
—Así… en mulitas y caballitos despeados por el cansancio, pues muchos habían perdido las herraduras en el páramo… cayó en el Pantano de Vargas la famosa caballería llanera.
Por turno permitía don Tomás que nos agarráramos a la cola de su caballo, que no lo era, sino una yegua rucia y barrigona. Aunque una llovizna helada y pertinaz nos mojara la ropa por fuera, ya por dentro la teníamos empapada en sudor. Como las madres de los niños habían protestado por los peligros de las excursiones con noches sin sueño y a campo raso, don Tomás había resuelto que en vista de la lluvia pernoctáramos en el hotel de Cáqueza y no bajo carpa y en un potrero del contorno como se había proyectado.
—Me gustaría que durmieran a campo raso, bajo una tolda. Estoy seguro de que el cansancio y el hambre, como al ejército libertador, los haría dormir aunque no quisieran. Pero sus mamás, que ya perdieron el temple de las juanas que acompañaban a aquellos hombres, me dijeron una vez, cuando los grandes hicieron la primera excursión en el Gimnasio viejo, «que eran burradas mías…».
Y aquella terrible cuesta no acababa nunca, y la ropa se nos pegaba al cuerpo, y el agua nos escurría por el rostro empañando la vista que entre la niebla no podía ser clara. Yo me senté, con dos amigos, en una piedra que sobresalía a la orilla del camino. Tenía la intención de no moverme de allí aunque me expulsaran del colegio. Me ardían los pies dentro de las botas llenas de agua, una agua que parecía hervida, y me sentía incapaz de dar un paso adelante.
Don Tomás detuvo la yegua sin sacar las manos del bayetón que lo cubría. El animal despedía por las fauces dos chorros de vapor. Don Tomás carraspeó y mirándonos de uno en uno desde lo alto de su montura, nos dijo con sorna:
—Si el Libertador hubiera tenido un ejército de hombres tan valientes como ustedes… cuando venía de Venezuela por los llanos de Arauca y Casanare… y trasmontó la cordillera en Pisba… puede asegurarse que la batalla de Boyacá se hubiera perdido… En manos de hombres tan delicados como ustedes, Colombia nunca hubiera dejado de ser el virreinato de la Nueva Granada… Pero ¡en fin! Si ustedes quieren desandamos el camino y en lugar de descansar en Cáqueza dentro de una hora, pues pasada la boca del páramo ya la tendremos a la mano, dentro de tres estaremos en Bogotá… Y a ustedes los envolverán en mantas, y su mamá les dará una agua de panela bien caliente para que no se resfríen… Después de Pisba, los pobres llaneros de Bolívar no tuvieron tiempo de descansar… Los chapetones los esperaban, lanza en ristre, en el Pantano de Vargas…
El niño que no había muerto en mí sentía unas terribles ganas de llorar y echarse a rodar monte abajo, volviéndole las espaldas al páramo y a la historia patria, pero el hombre que ya comenzaba a nacer sentía en pleno rostro el bofetón de aquellas palabras.
Nos levantamos de allí, no de un salto sino poco a poco pues nos crujían y nos dolían las corvas, los muslos y la cintura, y seguimos camino chapoteando entre el barro pues sólo teníamos alientos para arrastrar los pies. Don Tomás reía con una risa apagada.
—¿No le parece, compadre Patiasao, que con el mismo garbo que estos niños debieron caminar los chapetones de Barreiro después de la derrota de Boyacá?
Haciendo un esfuerzo heroico, nosotros tratábamos de erguir el busto, levantar la cabeza y andar de prisa.
Cuando llegamos al otro día a un balcón natural que se abre en la montaña, a un abra que diría don Pablo Vila, columbramos el llano manchado de sol como una piel de leopardo, pues había nubes en el cielo. Yo di por bien pasados el cansancio y las incomodidades del camino. Don Tomás aprovechó la coyuntura para darnos una nueva lección de historia patria, la cual se mezcló desde entonces en mi memoria y en mi imaginación con las nieblas y las lloviznas, el cansancio, la cuesta empinada —pues el camino subía y bajaba caracoleando entre agrios peñascales— y finalmente con la visión deslumbrante del llano que se juntaba con el cielo en lejanías fabulosas.
Naturalmente estas impresiones se esfumaban entre la niebla cuando me sentaba a escribir la reseña de la excursión, que era un trabajo obligatorio. Esforzándome por hacer buena letra —la letra de don Rodrigo— mordiéndome los labios y rascándome la cabeza de vez en cuando, escribía:
«Los llanos se veían muy lejos y muy grandes. Fulanito se cayó en la subida, entre un charco. A mí las botas se me llenaron de barro y don Tomás nos regañó y nos dijo que los llaneros de Bolívar andaban descalzos, etcétera, etcétera».
OBRE LA CASA, ENSOMBRECIDA desde hacía varios meses por la muerte de mi tía Pepita seguida pocos días después por la de mi tío José Miguel, se abatió súbitamente una densa nube de tristeza cuando comenzó en serio la enfermedad de mi abuela. Esta no pasaba de trastornos que la mantenían largos días en la cama, encerrada en su alcoba. El doctor Villar, un médico viejo muy amigo de la familia, cuidaba esos achaques propios de una anciana que había pasado hacía tiempos los ochenta años. Pero ella decaía y no era la misma mujer autoritaria y animosa que gobernaba el mundo, nuestro mundo, desde su cuarto de vidrios y sentada sobre una pierna doblada. Hacía por lo menos cuarenta años que no bajaba a sus tierras de Tipacoque y más de tres que no iba a misa a la Candelaria en su silla de manos. Los padres venían a decir la misa en el oratorio, y la silla se había convertido en confesionario.
S—¡Mi señora Ana Rosa amanece cada día peor! —decía Mamá Toya delante de ella con su habitual discreción.
Muchos de sus viejos amigos habían muerto, lo cual, para los viejos, constituye una manera de empezar a morir. Con ellos se pierden los testigos de que se fue joven y se vivió realmente alguna vez. Habían muerto varios de sus hijos, y mi tía Emilia la del coto, y tres o cuatro de sus viejas sirvientas, y su secretario don Rodrigo, y con la muerte de don Faso Plata murieron de repente casi todos los relojes de la casa, menos el del cuarto de vidrios al cual alguien le daba cuerda de vez en cuando. El caserón crujía y era un viejo barco azotado y golpeado por corrientes profundas. ¿Por qué súbitamente me di cuenta de que era viejo y sombrío, con pisos que crujían como si las tablas estuvieran podridas, y parches de humedad en el cuarto de la claraboya, y grietas y rasgones en las paredes empapeladas del corredor del primer patio? ¿Por qué se me achicó el jardín de pronto, y las brevas de los árboles me parecieron menos dulces, y las nueces del nogal aparecían muchas veces podridas, y el prado bañado por el sol era menos verde, y las naranjas agrias del bello árbol a cuya sombra se criaban gusanos y lombrices, eran menos rojas? ¿Por qué los brazos del ángel de bronce de la pila se levantaban hacia un cielo lluvioso y gris y no hacia un hondo espacio transparente y azul?
El doctor Villar recomendó un cambio de temperamento, como decía Mamá Toya, es decir de clima. Cuando los médicos ya no sabían qué hacer con un enfermo lo confinaban en un lugar desde el cual no pudiera estorbarlos. Cambiamos, pues, los veraneos en La Granja, Contador y Yerbabuena por las estaciones de Cachipay y La Esperanza. Estas quedaban sobre el Ferrocarril de Girardot, y con otras de la línea, a partir de cierto momento de la historia de la ciudad se convirtieron en sitios de convalecencia y de recreo. En los caserones sabaneros como Yerbabuena, la gente «veraneaba», luego comenzó a «temperar», o cambiar de clima en las estaciones del ferrocarril o en algunos pueblos de tierra caliente. Don Tomás Rueda decía que «veranear» era prescindir de las comodidades del primer patio de la casa —rodeado de la sala, el vestíbulo, el comedor, la biblioteca— para pasarse a vivir al tercer patio al cual se asomaban el lavadero, la cocina, el cuarto de plancha y el dormitorio de las sirvientas. Cujas en lugar de camas, velas ensartadas en botellas vacías en lugar de lámparas con lágrimas de cristal, hornillas de carbón de palo en vez de cocinas de carbón de piedra, esteras de esparto y de chingalé y no alfombras y tapetes; taburetes cojos, sillas desfondadas, una mesa de plancha para servir la comida en una vajilla desportillada e incompleta: eso era veranear en tierra fría. Esas incomodidades tenían su compensación en el aire mentolado de la Sabana durante las mañanas, en el sol bravo del mediodía que dibujaba en negro, sobre los potreros, la móvil silueta de los árboles. Y había el sonoro silencio de las noches, y el ambiente tibio y fragante de las pesebreras, y la leche bebida al pie de la vaca, perfumada con unas goticas de brandy. Había el baño en albercas azules de puro frías y paseos en carreta por caminos desiertos donde el silencio chirriaba en los ejes mal aceitados y olía a poleo y sudor de caballo; o excursiones al cerro para coger arrayanes, moras, cerezas, esmeraldas y uvas de monte; y quiches y musgo para el pesebre del Niño Dios; o correrías por los potreros todavía empapados de rocío matinal. Felipa, la cocinera, nos había dado un canasto para pescar cangrejos en las «chambas» donde abrevaban las vacas.
En la pesebrera de Yerbabuena reposaba una antigua diligencia. Era un alto carromato pintado de amarillo, que alguna vez debió emplearse para el transporte de viajeros. Era una diligencia de grabado inglés, de esas que se ven en las ilustraciones de las novelas de Dickens que a mí me gustaba leer. Más de diez personas cabían sentadas en dos bancas fronteras que dejaban en el centro un espacio libre que ocupaban los niños. Las ruedas enllantadas de fierro hacían un ruido infernal. En las pendientes echábamos pie a tierra para que el par de mulas que tiraban de la diligencia pudiera con su carga.
La había traído de España el viejo Marroquín, padre del presidente don José Manuel y abuelo de don Lorenzo, el autor de la novela Pax. Don José Manuel había escrito El Moro, cuyo escenario son las lomas y los potreros de Yerbabuena, bañados por el río Bogotá. El señor Caro decía, pues era enemigo de don José Manuel, que era una novela tan buena que parecía escrita por un caballo. El presidente Marroquín había sido contertulio del cuarto de vidrios y cuando se casó mamá le regaló un jarro de plata con una inscripción grabada en el cuello que decía: «A Carmencita en sus bodas, José Manuel Marroquín».
Leyendas de espantos y almas en pena le daban un sombrío prestigio a la casa de Yerbabuena, pues agregaba el encanto suplementario del terror a esas noches frías y claras de diciembre, dobladas como un sauce luminoso sobre el lago quieto y oscuro de la Sabana. Una vez rezada la novena del Niño Dios, hacia el cielo disparábamos cohetes y globos de colores que se remontaban lentamente, balanceándose. Algunos, empujados por una corriente invisible, subían rápidamente y sesgaban luego hacia las montañas de Chía. Mis ojos se iban detrás de ellos hasta llegar un momento en que la chispa de luz roja se perdía en la noche y se confundía con una estrella.
A la novena venían los campesinos del contorno. Los villancicos se cantaban en coro con acompañamiento de tiples, chuchos y panderetas.
Niño que apacientas
con suave cayado
ya la oveja arisca
ya el cordero manso…
Decía mamá con su voz para rezar, que era gangosa y suave, como ya dije. Y el coro destemplado e informe de señores, niños, campesinos y sirvientes, contestaban cantando con entusiasmo:
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!
Porque lo mejor de la novena eran los gozos y los villancicos.
El 24 por la noche el padre Cándido decía la Misa de Gallo en la capilla de Yerbabuena, y mi abuela presidía la cena de Navidad, animada por la espera ansiosa de los juguetes que el Niño Dios nos pondría debajo de la almohada o a los pies de la cama.
Apenas caía la noche y se encendían las estrellas y las lámparas de petróleo, Mamá Toya comenzaba a temblar. La atormentaba el espíritu de doña Soledad, la madre de don José Manuel Marroquín, muerta hacía medio siglo, cuyos gritos yo también creía escuchar a lo lejos del lado del río. Esto era cuando se despertaba el viento que debía dormir muy lejos de allí, por los cerros de Cota. Los enormes eucaliptos que rodeaban la casa crujían y murmuraban sacudidos desde la copa hasta las raíces. ¿Por qué, siendo tan fuertes, los podía humillar y doblegar el viento? El problema de si hay espíritus o no los hay, que de día y a pleno sol me dejaba indiferente, de noche se tornaba angustioso. Bien arropado en las sábanas húmedas de puro frías, el corazón me golpeaba sordamente en el pecho queriendo salírseme. Un crujido de las maderas del piso, un grito lejano del muchacho que llevaba los caballos al potrero, una ventana mal cerrada que se agitaba con el viento, me producían calofríos de espanto. ¿Por qué no podía haber espantos si hasta el vello que ponía una sombra en mis brazos y en mis pantorrillas se erizaba al percibir su invisible presencia? Lo cierto era que todas las mañanas amanecía en el suelo, al pie de la cama de mi tía Lucilita, el último de sus niños, un recién nacido cuya cuna se encontraba en la misma alcoba y al alcance de su mano.
En el colegio habíamos tenido de libro de lectura El Moro, de don José Manuel Marroquín. Lo que yo leía por obligación suscitaba en mí una oculta resistencia. Desde el momento en que un profesor, o un sacerdote, o papá, o mamá, me imponían la lectura de un libro consideraba que debía tratarse de algo pesado y desapacible. Pero al llegar a Yerbabuena volví a leer El Moro con otros ojos. Lo releí poco a poco, pues no resulta fácil la lectura cuando el mugido de una vaca en el establo despierta el imperioso deseo de beber leche tibia y espumosa, con olor a hocico de ternero recental. En el vaso, cuya espuma se derretiría lentamente, flotaría una larga crin dorada desprendida de la cola de la vaca. Papá decía, para referirse a alguien a quien consideraba todavía niño, «le huele la boca a leche»; y la mía, en Yerbabuena, me olía a leche recién ordeñada.
A retazos, en tres meses de veraneo leí el libro de pasta a pasta y se redobló mi interés por El Moro y por Yerbabuena, puesto que vivía en Yerbabuena donde había nacido física y literariamente el Moro y un accidente desgraciado le había echado a perder la cola. El final de su historia dice: «Está muerto, ya no colea». Descubría una correspondencia cada vez más íntima entre el paisaje y el libro. En sus páginas, más que con mis propios ojos, comencé a mirar en torno mío. El libro era un anteojo que producía —no que corregía— astigmatismos, miopías, presbicias y faltas de acomodación en mi visión espontánea. En las páginas de El Moro se reflejaba el paisaje con mayor nitidez que en mis propias retinas, ya que estas comenzaban a padecer una miopía literaria. Cuando leía alguna página antes de la comida, a la luz de la vela que iluminaba la mesa del comedor, muchas veces tenía la impresión de que afuera haría sol porque hacía sol en el libro, y si en este llovía debería estar lloviendo en el campo y los potreros habrían de amanecer salpicados de charcos que reflejarían las nubes peinadas y despeinadas por la peinilla del viento.
Dentro de la monotonía y la rutina del lento año escolar, las vacaciones en el campo eran un paréntesis de sueño y dentro de este —como en una de esas ecuaciones algebraicas de segundo grado que se despejan por factores— la lectura era otro sueño dentro de un paréntesis.
En cambio a las estaciones del Ferrocarril de Girardot se bajaba a «temperar», a hacer vida de sociedad y cambiar de clima. Una vieja llena de gracia y de talento, doña Margarita Holguín y Caro, solía decir que la tierra caliente es una enfermedad grave, con fiebre alta, sarpullidos, edemas, dolor de cabeza, pérdida del apetito, sudores nocturnos, insomnios y convalecencia en la ciudad con clorosis y enflaquecimiento.
A lo largo de la línea del ferrocarril, pasado el sector de la Sabana, aquella se angostaba y descendía rápidamente en curvas muy forzadas en dirección del pueblo de Girardot sobre el río Magdalena. Por esta razón en Facatativá se trasbordaba a otro tren y durante la hora larga que requería esta operación los pasajeros se dedicaban a comer pandeyucas y café con leche. Viajar, sobre todo para los niños, era un excelente pretexto para comer a deshoras. En Zipacón, pollo sudado que nadaba en un caldo cadavérico, salpicado de lagañosos ojos de grasa. Al pasar el túnel de Petaluma los señores se quitaban la chaqueta para adquirir un aire deportivo con las mangas arremangadas. Las señoras se abanicaban con el periódico y comenzaban a quejarse del calor. En Cachipay los viajeros comían piñas y ciruelas cimarronas, de pellejo amarillo y tan astringente, que producía dentera. En La Esperanza almorzaban en el hotel mientras la locomotora tomaba agua con una gruesa manga de caucho y hacía una complicada maniobra en el switch. En el Portillo se pelaban las primeras naranjas, en Apulo los viajeros se embadurnaban la cara con las primeras papayas, en Tocaima desgranaban guanábanas, en San Javier despellejaban plátanos y todos descendían en Girardot tiznados de hollín y apestando a cáscaras de frutas.
En Cachipay temperaban las señoras ancianas que le temían a la tierra caliente; en La Esperanza, enfermos del corazón que regresaban de Europa por etapas; en Apulo, jugadores de tresillo y de póker, y parejas jóvenes a quienes les gustaba nadar y bailar. En Tocaima un coro de reumáticos, sentados en mecedoras de paja, miraba pasar el tren. En San Javier un grupo de enfermos desahuciados del corazón, en chinelas y con cachucha blanca, se exhibían melancólicamente a la mirada de los pasajeros. En Girardot estos se dispersaban: los primeros pasaban al Hotel San Germán, cerca de la estación, y a la orilla del río; los de segunda a los hoteles de los turcos en la calle de las acacias; y los de tercera, que eran los más, se iban en busca de las pensiones, fondas y posadas de la otra orilla del río, en el pueblo de Flandes.
Yo me acomodaba involuntariamente primero y luego por deliberada voluntad al ritmo cadencioso de las ruedas. Jirones de música y palabras que se alineaban en asociaciones extrañas, me brotaban en la garganta. Al través de la ventanilla, cuando miraba a lo lejos, veía los potreros donde pastaban vacas que a veces levantaban la cabeza para mirar pasar el tren. Y había sembrados trazados por algún tenedor gigantesco, iguales y parejos; casitas blancas perdidas en la soledad, manchas de negros eucaliptos que giraban poco a poco hasta aquietarse en el horizonte ondulado y quebrado de las montañas lejanas. Saltando por sobre las piernas de los vecinos me asomaba a la ventanilla de enfrente y entonces veía el campo, un girasol verdinegro y azul, voltear lentamente en sentido contrario. Si hubiera tenido los ojos a los lados de la frente, como las ovejas, el tren sería una larga cinta movida por dos ruedas multicolores que se revolverían sobre sus ejes respectivos, pero en sentido opuesto.
—¿Ves, mamá? Por esta ventanilla el campo da vueltas para un lado… y por esta, para el otro lado… ¿Te explicas eso? Es como si, como si…
—Quédate quieto. Te vas a marear.
Y al sentarme otra vez, fastidiado por no poder expresar lo que veía —¡ay! esta desoladora impotencia del lenguaje para representar las imágenes—, prescindía de mirar a lo lejos y seguía con una fascinación hipnótica el vertiginoso desfile de los postes del telégrafo. El tren se arrastraba lentamente, era una pobre lombriz en el camino, cuando yo miraba a lo lejos, a las montañas que forman una informe muralla en torno de la Sabana. Pero al recoger la mirada y colgarla de las cuerdas del telégrafo que corrían a lado y lado del tren, este parecía volar sobre los rieles. Por momentos, momentos de ascesis a la esfera luminosa de la mística universal, yo me confundía con el tren: no era un pasajero que viajaba mirando por la ventanilla y mordisqueando una fruta o un bocadillo veleño, sino el propio tren que desplegaba su penacho sobre los campos amarillos de sol. Cantaba en mi garganta:
Trucu, trucu, trucu… traca, traca, traca… Mucho peso poca plata, mucho peso poca plata…
El primer año temperó mi abuela en Cachipay, en un hotel feo, sucio, grande e incómodo. No le gustó Cachipay, apenas tibio, envuelto en las nieblas y lloviznas de una montaña próxima. Veranear allí se reducía a mirar llover. Al año siguiente bajó a La Esperanza y se instaló, con hijos y nietos, en unas casitas que el hotel tenía en medio de un sombrío cafetal para servicio de las familias numerosas. Entre un bosque de guásimos y otros frondosos árboles, corría un canal de agua bulliciosa y transparente. Los jóvenes se bañaban en una alberca no muy grande que alimentaba el canal, y por las tardes, emparejados y cogidos de la mano, caminaban sobre los rieles hasta un viaducto metálico que saltaba sobre un río pedregoso.
Los niños jugaban a las escondidas y a los ladrones y los policías en el cafetal. Los señores jugaban billar en un pequeño bar contiguo al comedor, que era grande y abierto sobre el jardín. Los viejos, desde la terraza del segundo piso, contemplaban el soberbio panorama de montañas que se abren en semicírculo y en oleadas gigantescas se precipitan hacia la ancha vega del Magdalena que se columbra a lo lejos.
Todos los días una muchedumbre de viajeros procedentes de las tierras calientes, o de la Sabana de Bogotá, llenaba el comedor del hotel. Todas las tardes los veraneantes se asomaban a la terraza para ver el vagón amarillo que conducía leprosos a Agua de Dios. Todas las noches, al pie del hotel, jadeaba una locomotora que pernoctaba en la estación.
Al cabo de tres o cuatro semanas de ver pasar el tren y conversar de enfermedades y reveses con viejos señores anclados allí igual que barcos en el río Magdalena, mi abuela se aburría. Empeoraba de sus achaques, por lo cual decidía regresar a Bogotá. A los niños nos mandaban por delante, con Mamá Toya y las sirvientas, y mi abuela seguía dos días después hasta Facatativá en el tren, donde la esperaba Salvador con el coche para acortar el viaje. Aunque parezca mentira, el coche andaba más aprisa que el tren.
N DÍA LLEVARON AL CUARTO DE vidrios al poeta Gómez Jaime, que tenía fama de hipnotizador. En presencia de toda la gente de la casa el poeta hipnotizó a María Mayorga, la sirvienta del comedor, que era muy alta y corpulenta. Cayó en trance y ejecutó una serie de actos insólitos y extraordinarios que a nosotros nos producían asombro. Con la cara pegada a los vidrios de la antesala del vestíbulo, seguíamos la prueba con una curiosidad creciente sin que pudieran arrojarnos de allí, como pedía el poeta. Este desplegaba ante nosotros un misterioso poder que yo siempre había deseado tener: el de proyectar mi pensamiento a distancia, sujetando a la mía la voluntad de los demás. Era algo distinto a la prestidigitación que a veces veíamos en los circos y parecía apelar a fuerzas que yacían ocultas en alguna parte del ser humano y que yo trataba inútilmente de descubrir en mí. De haberlas descubierto… —si me hubiera atrevido a preguntarle a aquel señor: ¿Cómo hace usted para hacer esas cosas?— lograría que en los exámenes del fin del mes el profesor no me preguntara sino lo que yo le sugiriera mentalmente. Y al ver en una fiesta, o en la iglesia, o en la calle, una de esas niñas que hubiera deseado atraer hacia mí, pero a quienes apenas me atrevía a saludar, le ordenaría que viniera a sentarse sobre mis rodillas. El secreto de la varita mágica ¿no sería el hipnotismo?
UPor desgracia mi abuela ordenó que la dejaran con el poeta, sólo acompañada por los médicos de la familia. Después de una hora de espera salieron todos de la alcoba donde se habían encerrado. El poeta no había logrado hipnotizar a la abuela pues se trataba de convencerla de que los males que la aquejaban eran imaginarios. Yo pensé que si durante más de ochenta años nadie en este mundo había conseguido dominarla, iría un poeta a las diez de últimas a enajenar su voluntad imperiosa.
Desde hacía días mamá se había trasladado de Santa Ana a la casa de la calle 12 para acompañarla. Mis tíos no se apartaban de allí y seguían paso a paso los progresos de la enfermedad, que fuera de una gran languidez y un debilitamiento general no presentaba síntomas alarmantes. Los médicos no tenían diagnóstico y se empecinaban en lo de los nervios, pero la abuela no se levantaba, apenas comía, y cuando se nos permitía entrar a verla me impresionaban sus cabellos blancos esparcidos sobre la almohada, su nariz afilada y brillante, su alta frente desnuda que me dejaba un frío mortal en los labios cuando le daba un beso. Sin embargo tenía fuerzas para darme la bendición, y decirme algunas palabras y ordenarle a Mamá Toya que me entregara una moneda de diez centavos.
—¡Ella no se puede morir, Mamá Toya!
—¡Se va a morir, Ave María Purísima! No diga boberías. ¿No ve que se está muriendo?
—¿Y tú crees que no se puede mejorar?
—¡Cómo se le ocurre!
—¿Y por qué una persona como ella se tiene que morir?
Un ser como mi abuela, en torno de quien giraba lentamente toda mi infancia, no se podía morir.
—Todos, óigalo bien para que no se le olvide, nos tenemos que morir.
—Claro que sí, pero yo no comprendo que mi madrecita…
La enfermedad empeoró rápidamente. Un día nos llevaron muy de mañana de Santa Ana a la casa de la calle 12 que estaba llena de gentes conocidas y extrañas que hablaban en voz baja. Arrodillada al pie del enorme lecho donde agonizaba la abuela, haciendo un extraño ruido con la garganta, mamá me recibió llorando y me pidió que al salir al jardín no hiciéramos demasiado ruido.
Pero la agonía se prolongaba indefinidamente y la fuerte naturaleza de mi abuela resistía con tanto empeño a la muerte que los médicos no sabían ya qué hacer. Pasaron en blanco días y noches sin que ella —a quien le habían administrado los últimos sacramentos— se resolviera a partir. Un padre candelario encabezaba los rosarios en el oratorio y en los conventos de todo el barrio rezaban continuamente por ella. Un gran sopor flotaba sobre la casa, e insensiblemente las sirvientas comenzaron a hablar de la abuela en pasado, como si ya hubiera muerto. A mí este súbito cambio de tiempo verbal me producía una impresión tremenda, como si se quisiera sepultarla en el olvido y antes de que en realidad ella hubiera decidido morir.
—¿Por qué estás llorando, mamá, si Dios todavía puede hacer un milagro? ¿El obispo Moreno no podría hacer en ella el milagro que necesita para que lo beatifiquen?
Pero en lugar de contestar estas preguntas llenas de lógica dentro del mundo estable y circular en el cual yo estaba acostumbrado a vivir, mamá decía, acariciándome la cabeza:
—¿Te acuerdas cómo te quería? El otro día, cuando le estaba dando la cucharada, me preguntó si habías vuelto a escribir cuentos…
Y en la cocina las sirvientas, con una voz apagada, disfrazada, distinta de la usual —una voz que repercutía como el eco en la cueva del pasado—, comentaban:
—¡Cómo era de generosa mi señora! Podía tener sus caprichos y sus necedades de vieja; ¡pero era tan buena y tan caritativa!
Heráclita, que conversaba en la despensa con Emilia Arce, ante las pailas de almíbar, exclamaba de pronto:
—¡Virgen Santísima! ¿Y ahora qué vamos a hacer los pobres?
A mí todo esto me producía angustia e irritación a la vez como si todo el mundo, por un acuerdo tácito del cual yo estuviera excluido y contra el cual me rebelaba, hubiera decidido matar a mi abuela. Y aquel sentimiento se trocó en sorda indignación cuando oí decir a alguno de los padres que venían a verla:
—¿Cómo la encontró su Reverencia?
—Mal, muy mal. Ni siquiera me reconoció. En estos casos lo mejor es morir pronto. A veces trata de quejarse. Que Dios se acuerde pronto de ella y le ahorre sufrimientos, es lo que ahora tenemos que pedir.
Pero la íntima persuasión de lo irremediable, de que ya nunca podría hablar de mi abuela en futuro, como antes… —¿en diciembre iremos a Yerbabuena, madrecita? ¿Me puedes adelantar mi domingo para comprar unas bolas de cristal?—… la seguridad de que mi abuela estaba condenada a morir, la tuve cuando uno de mis tíos médicos le dijo a mamá:
—Yo creo que mi señora Ana Rosa no resiste más de veinticuatro horas… Y te digo… ¡es lo mejor!
Un día, cuando la familia hacía la sobremesa en el comedor, llegó el muchacho de los mandados a decir que un señor, a quien había hecho seguir, estaba esperando a la señora Ana Rosa en la sala. Decía que se trataba de algo muy urgente. Mohíno y enfadado salió mi tío Aristides a recibirlo, no sin antes haber puesto de vuelta y media al muchacho.
—¡Es un señor muy raro! —había replicado el tipacoque para disculparse.
Vestía una levita negra y anticuada, llevaba barba y bigote, y a su lado, sobre la alfombra, tenía un sombrero de copa. No usaba cuello ni corbata sino un pañuelo gra de cruzado sobre el pecho. Ante la insistencia del hombre que pedía hablar con mi abuela, mi tío le explicó que ella estaba agonizando hacía quince días y se esperaba su muerte de un momento a otro. El hombre replicó que eso no podía ser pues la señora Ana Rosa había estado hablando con él, de paso por Soatá, y le había dado instrucciones sobre su hacienda de Tipacoque hacía apenas una semana.
—Yo soy el alcalde de Soatá, y la señora Ana Rosa me citó aquí para esta fecha.
Mi tío envió al alcalde a consultar el caso con los padres candelarios, pues aunque no estuviera agonizando, la abuela no había vuelto a Tipacoque desde hacía cuarenta años.
Con una sonrisa enigmática el hombre recogió su cubilete, hizo una profunda reverencia y salió con paso rápido y menudito, sin hacer ruido.
Con el sombrero sobre la frente, un cigarrillo en los labios y las manos cruzadas a la espalda, mi tío Aristides comenzó a pasear por el corredor delantero. Mi tío Antonio María, atónito y silencioso, sentado ante la gran mesa del comedor comía uno tras otro, muy despacio, los «marzos» que le habían puesto delante en una bandeja. Mi tío Luis se frotaba las manos y exclamaba de vez en cuando:
—¡Es extraño, muy extraño!
Cuando meses después de la muerte de mi abuela mi tío Aristides viajó a Tipacoque para gestionar asuntos relacionados con la mortuoria, al llegar a Soatá era domingo y las oficinas públicas estaban cerradas. Se dirigió a la casa del alcalde con quien había hablado hacía algunos meses, y cuyas señas le había dado. Al entrar en una espaciosa sala provinciana, destartalada y fea, vio colgado de una pared y casi contra el techo un retrato del alcalde reteñido al carbón por algún artista local.
—Es el vivo retrato de mi pobre padre, tomado pocos meses antes de su muerte. Fue en vísperas de la guerra civil. ¡Ay, Dios mío! ¡Era tan buen alcalde que hasta los liberales de Tipacoque lo querían! —le dijo a mi tío una señora todavía joven, vestida de negro que había salido a recibirlo.
II, y ese denso mundo de personas que la rodeaban y se diluía al dilatarse a lo lejos, hasta los confines de la provincia, de donde llegaban de vez en cuando tipacoques para dar testimonio de que hasta allí penetraba como el tentáculo de un pulpo con una ventosa en la punta el poder absorbente de «mi madrecita».
Mi abuela murió pocas horas después de la visita del alcalde de Soatá, como si un fantasma hubiera venido a anunciarle, o a anunciarnos, su muerte. Yo encontré ese hecho, que a todos parecía tan extraño, perfectamente natural. Ella era ese eje vertical, fuerte y metálico del carrusel del señor Peinado en el parque de la Independencia. En torno de esa indestructible columna de acero giraban lentamente, subiendo y bajando con una cadencia regular, los caballos, los cochecitos, los automóviles, los aviones de pasta y de juguete cargados de niños que reían y gritaban de dicha, ahogando el chirrido de los goznes metálicos y una música estridente que brotaba de las entrañas del aparato y debía ser un valse. Si el eje se hubiera roto, el carrusel se hubiera detenido para siempre y aquello habría sido una tragedia para los niños que íbamos los domingos a pasear al parque. Y mi abuela era el eje en torno del cual giraban lentamente, subiendo y bajando, la silla de manos en la cual yo iba con ella a la iglesia de la Candelaria, el coche de caballos en que paseábamos por la carretera, el cuarto de vidrios donde flotaba una nube de humo azul que se desflecaba en el aire, el jardín con sus brevos y la araucaria a la cual trepé para ver el aeroplano de Knox Martin, el jardín de Santa Ana con su laguito donde navegaba El Mirlo CantorLas gentes que poblaban esos lugares, como los niños que ocupaban sus puestos en el carrusel del señor Peinado, giraban más de prisa o más despacio pero no avanzaban, no se movían hacia adelante, y así hubieran querido seguir dando vueltas en torno del eje metálico, indefinidamente, dentro de una eternidad circular. ¿No era apenas lógico que al sobrevenir la catástrofe, alguien, un arcángel como San Rafael o un fantasma como el alcalde de Soatá, viniera a este mundo a anunciar la muerte de mi abuela?
Primero se hizo un gran silencio en los patios, corredores y dependencias de la casa. La fronda del jardín, cristalizada súbitamente, retrocedió a una lejanía fabulosa. La muerte de la abuela había abierto un abismo de mil años entre el presente y el pasado. Cuando estaba todavía viva, aunque agonizaba, la sentía próxima en el espacio, o mejor dicho, ella y yo vivíamos simultáneamente en la misma casa. Su desaparición abría un túnel oscuro dentro de mí. La muerte era una tercera dimensión que yo hasta entonces no había descubierto en mi mundo espiritual y de dos dimensiones. El tiempo represado hasta entonces abrió una grieta en el jardín y se precipitó en un veloz torrente que arrastraba fragmentos de imágenes, de frases, de recuerdos, quién sabe hacia dónde.
—Recuerdo que el día en que murió mi abuela… —le dije a Cacó, cuando me trajo el vestido negro que debía ponerme para ir al entierro en la iglesia de la Candelaria…—. ¿Cuánto hace que se murió mi abuela?
—¡Mi señora Ana Rosa se murió ayer! —me respondió Cacó mirándome con ojos sorprendidos. A mí me parecía que había muerto hacía tiempos.
Estallaron, sofocados a medias, los sollozos de mamá y de mis tías, los alaridos de Mamá Toya y de las sirvientas y el llanto de los niños. Antes de que la amortajaran se nos permitió entrar a verla. Las puertas que daban al patio delantero y al cuarto de vidrios se abrieron de par en par. Le habían puesto a la abuela un crucifijo entre las manos cruzadas sobre el pecho y tenía sujetas las quijadas con un pañuelo de seda. Por más violencia que hice sobre mí mismo no pude besarla como me pedía mamá. Apenas acerqué mis labios a su frente lisa y amarilla, sentí una repugnancia invencible. Eso no era la abuela. Eso era un objeto helado, alargado, inmóvil, que apenas levantaba una arruga por mitad de la cama. El bello rostro de frente alta y despejada, la nariz aguileña, los grandes ojos negros, el labio inferior prominente y el cuello erguido y esbelto, se habían convertido en una máscara de cera virgen, opaca e inexpresiva. Del poder que irradiaba de ella, de la autoridad que se desprendía en ondas concéntricas desde su sillón del cuarto de vidrios hasta las vegas del Chicamocha sembradas de tablones de caña y las montañas de Onzaga cubiertas de robledales centenarios, no quedaba nada. Había desaparecido misteriosamente, arrastrada por el alcalde de Soatá, dejando en su lugar los miserables despojos de una anciana arrugada, con los labios hundidos y las mejillas chupadas por la falta de los dientes postizos. No quedaba sino un vacío que se dilataba rápidamente por toda la casa y nosotros nos apresurábamos a llenar con llantos y plegarias, mientras el tiempo se encargaría de sepultarlo bajo una capa de olvido.
LA LITERATURA ME ACERCABA trabajosamente no al través de las personas, de las cosas, de las imágenes, sino de las palabras como ya lo he dicho. Antes que el sistema óseo de unas ideas, unos juicios de valor, un esquema de propósitos e ilusiones, iba formando lentamente una tierna epidermis literaria. Describía sin cesar. Describía gélidos inviernos en los países escandinavos, tornados y tempestades en los mares del sur, ingenuas aventuras de personajes sin consistencia psicológica, sin esqueleto espiritual, cuya apariencia física detallaba con la exasperante minuciosidad de un primitivo holandés. En nada se asemejaban a las personas que tenía delante de los ojos. Hacía lo mismo que mis tías cuando, por épocas, les daba por pintar a la acuarela. Sus cuadros rodaban después por zarzos y cuartos de San Alejo, y representaban naturalezas muertas con animales y frutas que no se conocen en el trópico, o paisajes suizos con nieve, lagos y chalets que espejean entre un bosque de pinos.
AUn día papá leyó uno de esos cuentos que yo fabricaba en serie, con notorio detrimento de mis obligaciones rutinarias, por lo cual mis calificaciones iban de mal en peor.
—Me gusta que escribas —me dijo—, pero recuerda que cuando no se escribe para decir algo no vale la pena escribir.
Estas palabras me produjeron una enorme impresión, pues me hicieron dudar de mi vocación literaria, de mis capacidades de escritor, de un porvenir glorioso en el que había soñado muchas veces. Recordé una frase aguda y venenosa del doctor Antonio José Restrepo, que le había oído citar a papá en una sobremesa. Restrepo era un viejo alto, desgarbado, que tenía un sacolevita demasiado corto y una nariz ganchuda y demasiado larga. Escribía y hablaba un castellano quevedesco. Era radical, anticlerical, ateo, y una especie de juglar lleno de talento. Alguna vez un senador primerizo y de pocas luces lo interrumpió en el Congreso con cualquier observación inoportuna y pedestre, y Restrepo, sin tomarse el trabajo de responderle, lo miró guasonamente por encima de las gafas, con las manos cruzadas por debajo del sacolevita cuyas colas agitaba como un gallinazo, y le dijo:
—¡Ah maluco que debe ser no tener talento!
Al escuchar a papá tocar el piano y al oído lo que yo en dos meses y por nota no había logrado aprender, comprendía que no tenía talento para la música; y ahora la frase del viejo Restrepo y la observación de papá sobre mis composiciones literarias me hacían pensar con amargura en si tampoco lo tendría para la literatura. Lo que escribía se estancaba, no cogía altura, se desplomaba de pronto en el pantano de los lugares comunes. Al comparar lo que estaba escribiendo con lo que leía a la sazón en los libros o en los periódicos, comprendía que pedaleaba en el aire, en una bicicleta sin cadena. En lugar de mermar, esta crecía a cada nueva lectura. No había día en que una simple conversación de los grandes en la sobremesa, o algo leído en el periódico, abriera en mi imaginación un resquicio al través del cual columbraba un mar de realidades desconocidas que cabrilleaban al sol de conocimientos que yo no tenía.
Desde las bancas del expreso del colegio —que rodaba con un gran estruendo de fierros desajustados y ruedas cuadriculadas por el uso— veía en las esquinas de la Calle Real a ciertos personajes que hasta los niños conocían. Su nombre, su retrato, su caricatura, sus rasgos de ingenio, sus versos si eran poetas, sus discursos si eran políticos, sus artículos si eran escritores, aparecían en los periódicos. Uno era el viejo Restrepo, otro el poeta Valencia, otro el poeta Castillo como un pájaro de mal agüero, con su nariz enorme, sus ojos vagos de morfinómano, su rostro cadavérico, su chambergo caído sobre una oreja y una capa negra que le colgaba de los hombros, como de una percha. Otro era el caricaturista Rendón, pálido y enigmático; otro don Marco Fidel Suárez, descarnado y encorvado por el infortunio; otros pertenecían a una nueva generación más literaria que política, que irrumpió violentamente en el escenario nacional protestando contra todo lo existente. Todos esos hombres, que formaban animados corrillos en las esquinas de la Calle Real, tenían talento o al menos yo creía que lo tenían. En cambio yo, víctima de una sequedad interior semejante a la que a veces afligía a Santa Teresa de Jesús, apenas disponía de la inteligencia suficiente para comprender que no lo tenía, y por lo tanto haría bien en enterrar mis ambiciones de escritor bajo la rutina de una profesión cualquiera. Comenzaba a comprender, con cierto malestar, que el talento no es algo que se quita sino que se pone, y por desgracia uno no se lo pone como la corbata negra de Rendón, el abrigo de solapa de terciopelo del maestro Valencia, la levita del doctor Restrepo, o el gorrito de don Marco Fidel Suárez. Uno no se pone el talento en la cabeza, sino que, cuando nace, la naturaleza se lo pone.
La impresión que me producían los libros era muy curiosa. Cuando por obligación escolar abría los manuales de historia o de literatura, y me embarcaba en la prosa densa y opaca del historiador José Manuel Restrepo, o en la prosa lenta y farragosa de José María de Pereda, me asfixiaba como al subir una cuesta bajo un sol de fuego. Ante las aventuras de los dioses del Olimpo, las de los libertadores remontando los Andes me parecían sosas y faltas de interés. No hubiera cambiado a Rolando el de la Tabla Redonda por todos los próceres de la Independencia americana, aunque en esto influía decisivamente el que las estampas de los libros de la Colección Araluce eran bellamente coloreadas y estaban impresas en papel satinado —Rolando, ¡toca tu olifante!; El poderoso campeón el Rey Marcim; Carlo Magno se arrancó mechones de la barba para demostrar su dolor—; en tanto que las ilustraciones de la historia patria de Henao y Arrubla eran opacas, borrosas, feas y en fotograbado.
Cuando decidí hincar el diente en el Quijote grande, hacía tiempos lo conocía en el resumen de la Colección Araluce. Don Tomás Rueda nos leía capítulos en su clase de literatura y a papá le gustaba recitar páginas enteras con su bella voz de barítono que se detenía golosamente en ciertos giros y palabras:
—Oye esto, fíjate bien. «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…».
A pesar de ese lenguaje cadencioso que al principio me resultaba muy extraño pero luego no tardé en remedar, me atraía el estrambótico personaje que había encarnado o desencarnado maravillosamente en las ilustraciones de Gustave Doré.
Don Quijote de la Mancha no es loco, ni sus aventuras y desventuras me hacen reír, como reían los cortesanos del Rey Felipe cuando las leían. Don Quijote es tan serio como yo mismo. No es locura ver las cosas de una manera diferente a como se presentan a los ojos de los demás. Su manera de mirar no es ilógica, sino natural. Lo es para el niño que sin el menor trabajo transforma en caballo de guerra una escoba de palo y un barquito de juguete en una nave corsaria, como don Quijote convertía molinos en gigantes y en brillantes ejércitos un rebaño de ovejas. Don Quijote era un niño, y o bien todos los niños son Quijotes, o bien todos los locos son niños. A mí este raciocinio me llenó de entusiasmo.
La influencia que tenían sobre mí las primeras lecturas infantiles era formidable, y sólo las posteriores lograron atenuarlas o corregirlas, no sabría decir si para mi bien o para mi mal, pues el conocimiento de la realidad se hace a expensas de la imaginación. Los libros de cuentos, la mitología, La canción de Rolando, el Cantar de Mío Cid, las leyendas germanas, El Quijote, todo eso comprimido y adaptado para los niños por ciertas casas editoriales españolas, eran más interesantes que los libros serios y de texto que tenían la deprimente propiedad de reducir los personajes fabulosos a personas de carne y hueso, vulgares y vulnerables, y la poesía a la prosa de todos los días. En esa prosa nadan torpemente, como carpas entre pececitos de colores, las personas mayores. El heroísmo, la belleza, la hidalguía, la bondad, la gloria, se demostraban con cuentos y leyendas —don Quijote, el Cid, Rolando, Blancanieves, el Rey que «érase que se era un rey»—, cuando la historia se reduce a prosaísmos e incoherencias. Los cuentos tienen un final, generalmente un hermoso final en el cual hasta la muerte, cuando hay muerte, aparece hermosa; y en cambio la historia no tiene fin.
Si la Historia Sagrada tenía un enorme encanto para mí —el Paraíso con el árbol del bien y del mal, el diluvio y el arca de Noé como un circo flotante, Jonás y la ballena, la mujer de Lot convertida en estatua de sal por volver a mirar, con una curiosidad muy femenina, cómo las llamas devoraban las ciudades malditas—: si ella tenía para mí ese encanto que digo, era por ser una serie de cuentos como las Mil y una noches. Las personas mayores, por precepto religioso, como quien dice por prescripción médica, estaban obligadas a creerlas como yo espontáneamente las creía. En las vidas de santos que nos leía mamá, tomadas del Año Cristiano, se encontraba ese elemento fantástico e infantil: leyendas inverosímiles y extraordinarias de cuentos de hadas: pájaros que venían a alimentar a los eremitas del desierto, leones que lamían los pies de los mártires en el circo, panes que se convertían en rosas en el delantal de las reinas, hombres que volaban por sobre la copa de los árboles como San Francisco de Asís. Me introduje en la atmósfera tornasolada de la poesía, en un universo mágico que escapa a la mirada turbia y miope de las personas mayores, no por el conducto de la preceptiva literaria sino llevado de la mano de Mamá Toya y de mamá. Cuando esta decía, con voz grave e infantil a la vez, una voz que remedaba la seriedad de los niños:
—Blanca como nieve, colorada como sangre, suelta tu mata de pelo si quieres ver a tu madre…
Esas palabras eran un conjuro al cual se levantaba dentro de mí un torbellino de emociones, de sentimientos y de imágenes.
Por aquella época se despertaron en mí las primeras dudas sobre la estabilidad y la solidez del mundo en el cual tenía, o creía tener puestos los pies. Ya no le preguntaba a mamá, como antes:
—¿De dónde salen los niños? ¿Por qué las señoras se acuestan cuando van a tenerlos?
Experimentaba las primeras desilusiones:
—El Niño Dios no es quien pone los juguetes en los pies de la cama, papá no es todopoderoso, yo no soy un héroe, ni un genio, ni un santo, ni el único niño que hay en el mundo.
Y en el colegio sufría los primeros reveses:
—Tú no me puedes ganar un pulso. Tú no sabes resolver este problema de aritmética. Tú no eres tan alto como yo…
Cacó había dejado de desvestirme para meterme en la cama y ya no acudía al cuarto de baño a limpiarme cuando yo comenzaba a gritar: ¡Cacó, ya acabé!
Frente a la mía, todavía vaga e indefinida, se erguían desafiantes las personalidades de los demás, el mundo no se dividía en el de los grandes y el de los niños, en el propio familiar y el ajeno y extraño que quedaba en la periferia de mi jardín, de puertas para afuera. Se estableció de pronto, porque esas cosas me ocurrían por revoluciones interiores y no por pacífica evolución pedagógica, una nueva división: yo y los demás, aunque entre estos figuraran mis amigos y compañeros de todos los días. Aunque la casa de la abuela estuviera llena de niños, yo era para mí el niño por antonomasia; pero de pronto me convertí en un niño entre tantos…
—Si a quince manzanas le quito catorce, ¿cuántas manzanas quedan?
—¿La verde? ¿La roja? ¿La que tiene una mancha negra porque ha comenzado a podrirse? ¿La que tiene un gusano dentro? ¿La que se comió Eva en el Paraíso, tendría gusano? ¿Pero podría haber en el Paraíso manzanas con gusanos?
—Queda una, una sola… Quince menos catorce es uno.
La manzana es sólo un ejemplo que ponía la señorita Isabel cuando me enseñaba las cuatro operaciones.
Y yo me había convertido en una unidad aritmética dentro de un centenar de niños abstractos —sin jardín, sin abuela, sin mamá, sin Cacó— a quienes el profesor llamaba a lista y por el apellido, sin el nombre propio, despersonalizándolos como a las manzanas en la clase de aritmética. Todavía no podía acostumbrarme a que me desconocieran y me redujeran a la nada de esa manera. Cuando todavía con los ojos cargados de sueño me sentaba en el salón de clase —la tapa de mi pupitre estaba llena de «calzas» de papel plateado y surcada de carrileras por las cuales hacía correr mi lápiz convertido en un tren imaginario— el profesor por orden alfabético empezaba a llamar a lista, yo flotaba entre la vigilia y el sueño.
—¡Aparicio!
—Presente.
—¡Caro!
—Presente.
—Caballero… ¡Caballero!… ¡Caballero!
Alguien me tiraba de la manga y yo comprendía súbitamente que se trataba de mí, pero visto desde afuera, desde un mundo ajeno al de mi casa dentro del cual era yo mismo y me llamaban por mi nombre de pila y no por un apellido que me despersonalizaba.
El mundo era como era y no como yo lo veía cuando a voluntad y mágicamente podía transformar el palo de una escoba en un caballo y más tarde la copa de la araucaria del jardín en una isla desierta. A medida que dejaba de ser niño, me sentía cada vez más solo y desamparado, flotando como un corcho en un mar oscuro y sin fondo. Eso también lo descubrí de pronto, cualquier día, sin que nada me hubiera indicado antes lo que habría de suceder a la mañana siguiente: como un barro en la punta de la nariz que aparece sin saber a qué horas, o un orzuelo, o una sombra de vello sobre el labio. Descubrí que el mundo y yo cambiábamos rápidamente. Hace un año todavía creía en los juguetes del Niño Dios, pero me consolaba de esta humillación pensando que hace cinco siglos los hombres no creían que el mundo fuera redondo como una naranja. La superficie estática, mágica, plana, inalterable como el campo en una tarde de sol, se resquebrajaba pero no fuera sino dentro de mí, y esto me producía angustia, pesadillas, confusión y tristeza. Se transformaban rápidamente los seres con quienes eternamente había vivido sin que dejaran de aparecer siempre iguales. Descubrí arrugas en las mejillas de mamá, a papá se le había ensanchado la frente, el patio de la casa se volvió más pequeño, la araucaria del jardín menos alta, y mi abuela había muerto transformándose en un fantasma al cual por nada en el mundo hubiera querido ver peinándose a los pies de mi cama y con un peine de nácar. El sentimiento de estar dejando de ser algo que durante mucho tiempo creía haber sido definitivamente —un niño—; la diaria comprobación de que cosas extrañas ocurrían dentro y fuera de mí, la percepción física de que me estaba alejando rápidamente de mí mismo, todo eso me sumía en absurdas perplejidades.
—¡Ya es hora de que este niño domine esa timidez enfermiza!
—¿Por qué lloras, si ya no eres un niño?
—Si ya no eres un niño, ¿por qué te asusta la oscuridad?
Pero cuando me sentaba a escribir relatos sin pies ni cabeza, en una prosa alambicada que remedaba grotescamente a los clásicos, era incapaz de definir en palabras lo que sin embargo presentía por un conducto misterioso: que para ser hombre es necesario dejar de ser niño y cambiar de voz, porque vivir es cambiar.
Yo había leído probablemente en el revés de la página de un almanaque:
«Lincoln era un hombre que, aun en el más crudo invierno, se levantaba muy de mañana a cortar leña en el bosque, etcétera —Samuel Smiles—».
O en esas breves notas que traen las páginas de relleno de las revistas de peluquería:
«El expreso de Nueva York a San Francisco corre a una velocidad media de cien kilómetros por hora, por lo cual hace el recorrido de… en… horas».
Había leído que la letra llamada inglesa, de perfiles y gruesos, ligada, afilada, dinámica, tendida horizontalmente hacia la derecha de la página, caracteriza a los hombres enérgicos, emprendedores, dominadores y fuertes. Corresponde a los grandes viajeros como Marco Polo y Cristóbal Colón; a los conquistadores como Francisco Pizarro y Hernán Cortés; a los genios militares como Napoleón y Bolívar. Genghis Khan y Carlomagno eran analfabetos, pero eso no invalida el argumento. «La excepción confirma la regla», decía nuestro profesor de gramática. En cambio la letra llamada americana o redonda, de trazo parejo con pluma de acero recortada y con un buchecito en la punta, pertenece a naturalezas linfáticas, apáticas, pacíficas, domésticas y sedentarias. Don Rodrigo González, el secretario de mi abuela, tenía esa letra. Esto me preocupó mucho, pues la mía era así desde cuando aprendí a escribir con una letra lenta e igual en unos cuadernos de rayas encabezados por estas frases: «Por Castilla y Aragón, nuevo mundo halló Colón», «Baco, viticultor, viñedo», «Abacuc, profeta, K».
Yo creía en brujas, fantasmas y hechicerías; sobre todo en la influencia de los astros en el destino de los hombres. Había nacido en domingo, día largo, lento, estático en la mitad de dos semanas, pero día del Señor aun cuando no fue en domingo sino en sábado cuando el Señor se sentó a descansar. Había nacido a las tres de la tarde, hora de sopor pasado el almuerzo o de angustia porque suele ser la de las citas en la dentistería; y bajo el signo de Piscis, acuático y resbaloso, aunque mi mes, marzo, es belicoso y guerrero. En las revistas que llegaban de Cuba, pues en Colombia no las había, exceptuados Cromos y El Gráfico, trataba de descifrar mi horóscopo. Lo malo era que cuando compraba un número de Cine Mundial o de Blanco y Negro, por culpa del correo mi horóscopo tenía dos y tres semanas de retraso. Pero yo estaba decidido a sobreponerme a mi horóscopo, aunque me parecía un augurio cargado de promesas el que mi nacimiento hubiera sido anunciado por el cometa Halley, del cual hablaban todavía en las sobremesas.
Después de dudas y cavilaciones decidí cambiar de letra, con la misma heroica resolución de quien toma el hábito a raíz de un severo examen de conciencia y arrepentido de una vida de excesos y locuras. Compré unas plumas Falcon, afiladas y agudas como lancetas, y empecé a escribir mis tareas en una letra inglesa que me salía torcida y patoja pues no en balde había escrito en redonda y americana durante varios años. En la libreta de calificaciones, en el sitio reservado a las observaciones de los profesores, el de mi curso decía: «Ha desmejorado notablemente la letra. Debe ser más cuidadoso en la presentación de sus cuadernos».
Al entregarle la libreta a mamá me puse colorado hasta las orejas. No comprendió ella lo que yo traté de explicarle para justificar mi repentino cambio de letra.
—Tienes una letra redonda, clara, bonita…
—Precisamente. Si Napoleón y Bolívar no hubieran escrito con esa letra…
—Esa no es una razón. Tú no eres Napoleón ni Bolívar.
—Precisamente. Si Napoleón y Bolívar no hubieran…
Aquello fue inútil, pues las madres suelen ser impermeables a ciertos razonamientos filosóficos y matemáticos. Al cambiar de letra lo que yo quería era neutralizar mi horóscopo y cambiar de carácter y temperamento…
«Linfático, apático, tímido, doméstico…».
Por entonces las personas mayores habían dejado, como por un acuerdo tácito, de cogerme familiarmente por una oreja y de levantarme la barbilla con dos dedos para preguntarme «qué quería ser cuando grande». Ahora hubiera contestado sin vacilar: Marco Polo, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Cervantes, Napoleón y Bolívar, todo eso revuelto y confundido en una sola persona, para lo cual el primer paso era cambiar de letra pues con la mía no podría llegar a ninguna parte.
Y era que sobre mí influían más que los modelos de Plutarco, y las lecturas de Samuel Smiles, y los personajes de la historia patria, esos tipos sin la menor importancia universal que veía por la calle. Mis grandes influencias eran las pequeñas. Las más fuertes eran las que ejercían sobre mí las personas más débiles, como las sirvientas; los libros más triviales y los ejemplos menos recomendables. Me impresionaban más los personajes imaginarios de los cuentos de Mamá Toya que los señores que venían a la casa. Una papeleta de predicciones sacada con el pico por un perico en la jaula de un organillero… «Tenle desconfianza a tu amigo vestido de azul. El próximo miércoles no viajes», o una pasta de conversación: «Afortunado en amores». «Buenos negocios». «Ella te quiere», todo eso tenía mayor ascendiente sobre mi pensamiento y mi conducta que una plática de Cuaresma sobre los horrores del infierno o una lección de historia sobre cómo «el relajamiento de las costumbres produjo la decadencia del Imperio romano y la invasión de los bárbaros». Sin contar con que yo prefería los bárbaros a los romanos, los leones del circo a los mártires y los ladrones a los policías. Contra aquello de que el hábito no hace al monje, creía como el anuncio de un sastre de mi calle, «que el vestido hace al caballero y V. Ramón Hernández hace el vestido», por lo cual cambiando de letra se podría cambiar de carácter. Para ser Julio César lo primero sería volverme calvo, y para ser Napoleón volverme gordo, y escribir con letra de perfiles y gruesos para ser descubridor, conquistador, libertador y viajero. Un tic en una persona mayor me producía un inaguantable deseo de imitarlo. Mientras no tuviera gafas no podría descubrir microbios y salvar de la rabia a la humanidad, como Pasteur. Durante los tres o cuatro meses en que tuve —gracias al mágico encanto de los experimentos con cubetas, probetas y papel tornasol en el laboratorio del colegio— una veleidad por la química, al llegar a casa me echaba tierra en los ojos para desmejorar la vista y lograr que mi tío Manuel Antonio me pusiera anteojos. Bastó un colirio para evitar que yo fuera Pasteur. Y de esa resolución quedó aquel año un testimonio en mi cuaderno de química, cuando en la página final y a renglón seguido de un aburrido estudio sobre el éter sulfúrico, escribí: «Y he terminado».
Mi simpatía por los gatos, y siempre tuve alguno que se llamaba Pipo en el cual depositar mi ternura, se convirtió en adoración fetichista el día en que el profesor de francés nos contó que el cardenal Richelieu tenía tres o cuatro sobre su escritorio. Yo tenía un maco que vivía colgado de la cola en una percha que le había puesto en el jardín. Agarrado a mi cuello con las dos manos me acompañaba a todas partes. Una noche me desconoció y me mordió una mano y papá ordenó que lo mataran en la pesebrera. Don Tomás Rueda fue a verme cuando enfermo y adolorido tenía la mano sumergida en un cubo de Licor Barsbiet, y para consolarme me dijo:
—Si te cortaran la mano —pues si la infección no cedía tendrían que cortármela—, recuerda que Cervantes no tenía sino una sola, pero esa le bastó para escribir El Quijote.
Lo cual significaba para mí, en forma transparente e irrefutable, que si me cortaban la mano estaría destinado a convertirme en una reencarnación de Cervantes. Y el hecho es que, con mucho trabajo, comencé a escribir con la mano izquierda un cuento sin pies ni cabeza que por cansancio y aburrimiento no llegué a terminar.
Pero esto no me ocurría solamente a mí, valga la verdad. Mis amigos y condiscípulos acusaban de pronto extrañas manías, costumbres absurdas, tics faciales producidos a consecuencia de un libro, una película o un artículo de revista de cine leído en la peluquería. Ni siquiera los profesores que nos veían todos los días se daban cuenta de estas bruscas mutaciones que les hubieran indicado muy claramente lo que estábamos leyendo a escondidas, la película que acabábamos de ver, las amistades que estábamos frecuentando. Muchos de esos cambios eran casi imperceptibles, en ningún caso tan espectaculares como mi cambio de letra.
¡Y tan efímeros! Aunque mamá no me hubiera obligado a volver a la misma que tenía a los trece años, cuando murió mi abuela, la naturaleza se encargaría de enderezarla, redondearla y americanizarla más o menos pronto. Yo quería ser simultánea y sucesivamente muchos hombres distintos, pero de todos los posibles el único que no me atraía era el que veía en el espejo cuando allí me miraba. A medida que me acercaba a ese gran cambio de letra que es la adolescencia, me crecían las narices, me cubría de barros y espinillas y ni mi rostro ni mi cuerpo encontraban su molde definitivo. Soñaba con un milagro interior que transformara de la noche a la mañana, al conjuro de una varita mágica, mi timidez en osadía, en gracia mi torpeza, en gloria universal mi doméstico anonimato.
Para papá y mis profesores mi vocación literaria era algo semejante a un adorno suplementario, pero en ningún caso un destino vital. El escritor debía ser un «además de» y no como para mí un «antes que», primero que cualquier otra cosa.
—Nadie en esta tierra puede ganarse la vida con sólo escribir —me había dicho mi profesor de aritmética alguna vez.
—Tienes que pensar en serio lo que vas a estudiar cuando seas bachiller —me decía papá.
Para todos ellos, en aquella época, la literatura y la poesía eran adornos en los hombres, como en las mujeres el bolillo, la acuarela y los valses de Fausto en el piano.
Cuando me detenía a reflexionar en estas cosas, en lo que habría de estudiar cuando dentro de dos o tres años fuera bachiller, adoptaba una posición negativa. Me repugnan el pus, las llagas, los humores del cuerpo, el olor de la fiebre, luego no podré estudiar medicina. Odio las matemáticas para las cuales no tengo la menor disposición intelectual, luego no estudiaré ingeniería. No me quedará otro remedio, pues papá se empeña en que siga una carrera…
«Para no ser un vagabundo como tu tío Alejandro, ni un burócrata como Gregorito el hijo de tu tía Emilia la del coto…».
No me quedará otro camino que el de la Facultad de Derecho… Caso en el cual tendré que conformarme con ser Presidente de la República, algo mucho menos importante que un héroe, un genio o un sabio.
Este problema me parecía adjetivo y sin urgencia ni importancia ante el que tanto me preocupaba interiormente: dejar de ser como era para convertirme en el hombre simpático, alegre, abierto, atractivo, audaz, dominador, que hubiera querido ser cuando desapasionadamente y sin hacer muecas y monerías, no para desfigurarme sino para configurarme otra fisonomía, me miraba en el espejo del cuarto de baño. Pensaba que el día en que comenzara a viajar —pues estaba seguro de hacerlo aunque no fuera Marco Polo— trasplantado a otro medio, en otro país, entre gentes extrañas, podría convertirme a voluntad en el hombre que hubiera querido ser. De ahí mi sufrimiento cuando mamá no me dejó cambiar de letra para cambiar mi destino.
L PERIODO MUY BREVE, DE CINCO o seis meses, que medió entre la muerte de mi abuela y la de mamá, fue monótono y melancólico. Ese año no salimos al campo para las vacaciones, ni hubo canciones y villancicos en la noche de Navidad. El presentimiento de la muerte de mamá era una espada suspendida sobre nuestras cabezas. El mundo entero tenía una fúnebre coloración. Me sentía embadurnado de negro por dentro y por fuera, de la cabeza a los pies, cuando los domingos visitábamos el cementerio para llevarle flores a la tumba de mi abuela en nombre de mamá. El monumento se llenaba rápidamente de parientes que formaban una extraña colonia de muertos en el otro mundo. Ya el luminoso y transparente de mi infancia no se irisaba al sol como el surtidor que brotaba en la pila del patio, bajo el ángel de bronce que la coronaba. El monumento mortuorio de mi abuela tenía un ángel de mármol frío y blanco, con una trompeta ante los labios y su visión me deprimía como una constante invitación a la muerte.
EEn aquella época los lutos se clasificaban drásticamente. Luto riguroso: traje negro, corbata negra, cinta de paño negro en el sombrero, pañuelo de cenefa negra, casa enlutada con ventanas cerradas herméticamente y fundas en los muebles de la sala. Proscritos el piano, el canto, el cine, los juegos demasiado bulliciosos, el buen humor, la risa. En aquellas cristianas familias se hacía todo lo contrario de lo que Cristo decía en el Evangelio: los vivos se convertían en muertos que se enterraban con sus muertos. Ese luto bárbaro que digo correspondía a la desaparición de los padres y debía durar por lo menos cuatro años; y mi abuela, a quien en vida y muerte considerábamos un ser extraordinario, merecía ese luto extraordinario.
El luto por mi tía Pepita y por mi tío José Miguel se hubiera prolongado solamente uno o dos años si no se hubiera fundido con el de mi abuela. Permitía pequeñas infracciones: pañuelos blancos sin cenefa negra, conversaciones que podían proyectarse más allá del círculo obsesionante de la muerte y ciertas distracciones domésticas como los juegos de damas, ajedrez y lotería.
El medio luto era el proceso de atenuación del luto riguroso. La viuda de mi tío abuelo Carlos Calderón, muerto hacía diez años, iba al cuarto de vidrios con toca gris en lugar de negra, medias color humo en lugar de color de tinta china, algún toque de violeta o de malva en el vestido y una sombra de carmín en los labios. Durante el periodo de luto riguroso las mujeres no podían pintarse ni arreglarse, así fueran muchachas pictóricas de una savia vital que estallaba en el pecho, resplandecía en los ojos y se expandía en las caderas. Un día la viuda se presentó con un sombrero de color, nerviosa y ruborizada como si la hubieran sorprendido desnuda, y tuvo una larga conversación con mis tías y mamá. Cuando se despidió, alguien comentó melancólicamente en el cuarto de vidrios:
—La pobre es una loca: ¡se va a casar otra vez!
La primera vez que salieron a la calle las hijas de mi tía Emilia la del coto, después de la muerte de esa encantadora viejecita, producían la impresión de sentirse avergonzadas por encontrarse vivas; y Sara, entre sus sábanas bordadas en las cuales había dejado los ojos Marujita, no se conformaba con no ser ella la muerta. Su casa, a la que me llevó mamá días después de la muerte de mi tía Emilia, parecía el interior de un monumento funerario como las pirámides de Egipto. Estaba poblado de cadáveres cuya sola manifestación vital eran las lágrimas y las conversaciones en voz baja sobre mi tía Emilia, la cual, aunque muerta y enterrada, no acababa de morir en aquella casa.
Comencé a detestar los velorios, los entierros, los lutos, los trajes y las corbatas negras hasta la repugnancia física y la sensación de náuseas en vista de un anuncio mortuorio. En una familia tan larga como la de mi abuela, la muerte de tíos, primos, parientes más o menos lejanos, se presentaba año por año y con la desesperante regularidad de las goteras en el invierno y la escasez de agua en el verano. De muchas de esas bajas en el ejército familiar me enteraba por el traje negro que cualquier mañana aparecía doblado sobre el espaldar de un taburete, a los pies de mi cama. Muchas personas conocidas de oídas o de lejos, parientes en quienes jamás había puesto los ojos, comenzaban a existir para mí después de muertos, pues desde el cuarto de vidrios hasta la cocina se comenzaba a hablar de ellos. Por esta circunstancia me enteré de una gran cantidad de historias, algunas curiosas, la mayoría insignificantes: que mi abuela paterna tenía un ojo verde y el otro castaño; que mi abuelo materno murió de repente al volver de un entierro; que a mi tío José Miguel tuvieron que meterlo en el cajón con la cabeza y las rodillas dobladas, pues de otra manera no hubiera cabido; que cuando estaba muriendo, mi tía Pepita gritaba que no la dejaran morir; que cuando mi abuela murió se paró el relojito que llevaba siempre colgado al cuello, etcétera, etcétera.
Por cierto que mi tío José Miguel y mi tía Pepita, a quien le decíamos mamá Pepita, murieron con pocos días de diferencia y unos cuantos meses antes que mi abuela, por lo cual esta primera impresión mortuoria se diluyó en la del gran naufragio doméstico que fue la muerte de esta última. Sólo recuerdo dos cosas: mamá Pepita colgada de una escalera de tijera, mientras le ponían un corset de yeso, pues tenía un cáncer en la columna, y un primo mío que salía corriendo y con un reloj en la mano, del cuarto donde agonizaba mi tío José Miguel, perseguido por Mamá Toya. «¡Yo quiero de herencia este reloj!», gritaba mi primo. Por ser tan alto, a mi tío le sobraban las piernas de las pantorrillas para abajo, por lo cual Samuelito se la pasaba acurrucado a los pies de la cama, sosteniéndoselas. Era en el oratorio, habilitado de alcoba, al cual y por el olor que despedía Samuelito ya no lo llamábamos el oratorio sino el alpargatorio.
Al regresar del colegio veía en el jardín de Santa Ana, atada por el ronzal a una columna del primer patio y mordisqueando un seto de pino, la yegua baya del doctor Hoyos. Ahora venía diariamente a visitar a mamá, quien ya no tenía fuerzas para levantarse de la cama. Y cuando iba de visita a la casa de la abuela, donde mis tíos proyectaban su demolición para construir dos casas nuevas, aquello parecía un cementerio. Nadie cuidaba del jardín, donde se apilaban los materiales para la nueva construcción. En la pesebrera no flotaba el olor tibio y fuerte del estiércol de los caballos, pues mi tío Luis se los había llevado junto con el coche y con Salvador a su quinta de Chapinero. El kiosco del jardín se caía a pedazos, los árboles se secaban y las brevas se habían helado. Muerta la abuela, la casa se había detenido misteriosamente al igual que todos los relojes cuando don Faso Plata dejó de limpiarlos y darles cuerda semanalmente: el del cuarto de vidrios, el de péndulo del comedor, el de pared del primer patio, los de sobremesa que había en el salón, el del vestíbulo que daba lenta y solemnemente las horas después de carraspear un buen rato para despejarse la garganta de cristal, el del oratorio y los dos de la alcoba de mi abuela. Algunas de las sirvientas habían regresado al campo, o se habían colocado en diversas casas de la familia. Mamá Toya, Mama Tayo, Felipa, Emilia Arce, embozadas en fúnebres pañolones se deslizaban por los corredores sin hacer ruido, como fantasmas.
La mortuoria se liquidaba rápidamente, según oía decir en mi casa. La de la calle 12 se repartiría entre dos de mis tíos. Los muebles, la vajilla, los cuadros, los relojes, todo iría a parar a manos de distintos parientes, Tipacoque se convertiría en una sociedad de familia y yo tenía la impresión —mamá debía tenerla también— de que estaban descuartizando el cadáver de la abuela y comiéndoselo a pedazos.
Aquella turbia atmósfera de la casa de Bogotá y de la quinta Santa Ana donde mamá languidecía como una orquídea desgajada de un roble de las montañas de Onzaga —y el roble era mi abuela—, me hacía preferir el colegio. Por lo menos allí me sumergía de cabeza en los problemas escolares y los placeres rutinarios: exámenes, conversaciones en los recreos, excursiones fuera de la ciudad, lecturas, paseos, tareas. Por ningún motivo quería mamá que interrumpiéramos el pausado ritmo de nuestra vida ordinaria, y aunque estoy convencido de que hasta el ruido de una hoja al caer en el camino enarenado del jardín le producía malestar, me hacía estudiar piano al regresar del colegio y en su cama me corregía las tareas.
—«Los dorios no dominaron todo el Peloponeso, pero…». ¿Qué te pasa mamá? ¿Por qué pones esa cara? ¿Te duele algo?
—No es nada… Sigue, sigue… «Los dorios no dominaron todo el Peloponeso, pero…».
Yo me sentía agitado por sentimientos encontrados que encrespaban mi conciencia como años atrás se agitaba la superficie del chircal cuando proyectando chorros de vapor por las fauces hinchadas, entraban los bueyes a pisar el barro. El Mirlo Cantor se balanceaba peligrosamente y amagaba naufragar. Yo era el barquito de madera a punto de irme a pique en aquel mar interior. Veía la muerte planear sobre mi casa y no podía contemplar el rostro cada día más pálido y afilado de mamá sin pensar que ella se iba a morir y yo debería morirme con ella. Pero también sentía un curioso impulso de cantar sin motivo…
—¡No cantes, por favor! Tu mamá está mala y tu abuela se acaba de morir —me gritaba alguien.
Entonces hacía ejercicios en el trapecio y en las paralelas hasta quedar exhausto, o me ocultaba en las ramas del árbol, de mi árbol, en mi isla desierta, para llorar sin motivo. Pensaba que cuando muriera mamá no sería capaz de vivir ni de abrirme un camino sin ella. No podría luchar y vencer mis debilidades sin sentir detrás de mí su sombra tibia que me cubriera las espaldas. Al mismo tiempo presentía que lo que hubiera de hacer en esta vida tendría que hacerlo solo, aun sin ella. Para llegar a ser el héroe, o el sabio, o el mártir, o el genio con los cuales soñaba ante el espejo del cuarto de baño, nadie, ni aun mamá, me haría la menor falta. Día por día me acostumbraba más a estar solo, a vivir entre los demás pero al margen de ellos y sumergido en un mundo imaginario que a mí solo me pertenecía.
—¿En qué piensas? ¿En los huevos del gallo?
Don Pablo Vila hubiera dicho que andaba en Babia o por los cerros de Úbeda.
Poco a poco había adquirido el conocimiento de que la vida es una experiencia, o una serie de experiencias, estrictamente personales e incomunicables. Lo que hubiera de descubrir yo solo lo descubriría, lo que aprendiera en adelante, yo solo lo podría aprender; lo que gozara, yo solo lo podría gozar; lo que sufriera, yo solo lo podría sufrir. Ni mamá con su misteriosa clarividencia podía participar en lo que yo sentía y este convencimiento se afirmaba cuando comprobaba diariamente cómo los gustos, las preferencias, los deseos, los caprichos me separaban de los demás y a los demás los separaban de mí. El ser distinto de ellos, y el sentirme solo, se confundían en una misma experiencia.
A veces creía ciegamente en que habría de conquistar la gloria militar o literaria, el poder político, la riqueza. No sabía cómo ni por qué razón, pero me complacía en imaginar minuciosamente sus efectos. Otras veces caía en depresiones, que me paralizaban durante días enteros, después de haber padecido un fracaso escolar, o una palmaria demostración de mi estupidez y mi ignorancia. Ya había desistido, por aquella época, de hacer un esfuerzo para vencer mi incompatibilidad con las matemáticas. Me había resignado, también a que Lleras y Jaramillo fueran los niños más inteligentes de la clase. Esto lo comprobaba en los exámenes escritos, cuando al terminar el mío y salir al patio corría a preguntarle a cualquiera de los dos: «¿Qué resultado te dio el segundo problema, el de los grifos?».
—2.328 galones, tres litros y cuatrocientos gramos…
Antes de que el profesor anunciara las calificaciones, yo sabía que me había rajado, pues a mí me había dado el problema sólo 23 galones, 2 litros y ocho gramos.
Me sentía agotado, acobardado, humillado, vencido, y me parecía que el porvenir, muerta mi abuela y mamá a punto de morir, nada tendría qué darme. Para desahogarme escribía fúnebres relatos de gentes que se morían o se suicidaban hastiadas de vivir.
—Este niño parece cansado a todas horas —le decía mamá al doctor Hoyos.
El cual me hacía sacar la lengua, me ponía en la espalda su oreja grande y peluda, me preguntaba si me había funcionado bien el estómago y me recetaba un purgante y un jarabe reconstituyente.
—Eso no es nada, mi señora. Es que los niños de ahora ya no son como éramos los niños de antes.
En cambio el médico del colegio, un hombre joven e inteligente recién llegado de París, para descubrir la causa de nuestra abulia y nuestra melancolía —que era una enfermedad de toda la clase— nos hacía desvestir, nos hablaba como si fuéramos amigos de la misma edad y nos hacía preguntas muy extrañas.
A medida que avanzaba en el túnel oscuro de la adolescencia —vagos deseos, angustias injustificables, un cuerpo que parecía tener voluntad propia e independiente de la mía pues su control se me escapaba— me sentía dividido en dos personas distintas. Sólo mamá, que sabía penetrar en lo más recóndito de mi pensamiento, tal vez pudiera comprenderme; pero estaba demasiado enferma para intentarlo y se iba alejando de este mundo sin que físicamente lo hubiera abandonado todavía.
En el colegio, entre diez o quince compañeros de clase con quienes había crecido y convivido durante siete u ocho años, de un salto me convertía en un hombre y dejaba de ser el niño que volvía a encontrar cuando regresaba a mi casa. Todos presumíamos de una virilidad dura, insospechable, violenta, que estallaba en palabras gruesas y locuciones vulgares aprendidas de los internos y de los alumnos de sexto año. Desdeñábamos en los condiscípulos de la clase inmediatamente inferior, los de segundo, la tierna ingenuidad, la puerilidad femenina que creíamos haber superado cuando el rostro se nos erizó de barros y espinillas y una sombra de bozo nos cubrió el labio superior. Al salir del colegio y en la avenida de Chile, recién asfaltada, a cuyas orillas comenzaban a surgir las primeras quintas, apostábamos carreras en bicicleta o en patines desafiando el peligro, no del todo improbable, de que un automóvil o una carreta de caballos se atravesaran en nuestro camino y se produjeran una colisión y un accidente. Y uno de los móviles de este inútil y peligroso ejercicio era el de deslumbrar a los pequeños de la clase inferior a la nuestra. En los recreos hablábamos de libros que no habíamos leído, pero que estaban prohibidos, películas que no habíamos visto pues no nos habían dejado ver en la casa, y mujeres que conocíamos de oídas por las conversaciones de los grandes de último año. Mientras fumábamos a escondidas encerrados en la caseta del tenis —donde los jugadores se cambiaban de ropa— hablábamos de la mujer como de un ser profundamente despreciable a quien conocíamos de veras, íntimamente, en lugares que todavía no frecuentábamos. Algunos estaban enamorados de una prima, o de una amiga de la hermana, y hacían sus confidencias con detalles de una ingenuidad conmovedora. Dando rienda suelta a una imaginación represada, otros relataban aventuras extraordinarias, amores con idílicas campesinas que habían conocido en el último veraneo o con la hija de alguna costurera. Yo calumnié no una vez, sino muchas, a la pobre Isabela, la hija de Bernarda, que desde hacía tiempos —desde aquellos en que la miraba sin ver en el jardín de mi casa— no había vuelto a ver nunca.
—¿Y de veras es bonita?
—¡Uf! Es una mujer, una mujer de verdad como las actrices de Cine Mundial.
—¿Y la abrazaste?
—Abrazar, besar, en fin, para qué me pongo a contarte cosas que todos sabemos cómo se hacen y cómo son…
—No… ¡Espera! Siempre es bueno saber cómo hacen los demás lo que uno… Bueno, lo que cada uno puede hacer de distinta manera…
—¿De distinta manera? —preguntaba algún interno de los que sabía—. ¿Pero han oído ustedes lo que está diciendo este bobo? Eres un marica, una nena. ¿Has besado a alguna mujer? ¡Confiesa, idiota!
El interno cogía al externo no sólo en la mentira sino de las orejas y aquello degeneraba en una lucha sorda y sin cuartel, con patadas, ojos negros y sangre en las narices.
Los internos, mayores y por lo general de una clase superior, guardaban en la cartera una colección de fotografías de mujeres desnudas. Como se habían criado en la provincia y a la orilla del mar, sus experiencias femeninas no eran, como las mías, simples construcciones imaginarias sin ningún soporte real. Un día en el recreo de la tarde, que era el más largo, el hijo de un médico se presentó con un libro de anatomía que hojeamos ansiosamente para encontrar, al fin, revelado el secreto que a todos nos atormentaba. Las láminas de colores eran macabras como los hígados cárdenos, los riñones amarillentos, los pulmones morados, los sesos blancuzcos como un nido de gusanos, que mi hermano mayor, que ya cursaba primer año de anatomía en la Facultad de Medicina, conservaba en formol.
Un profesor, que había olido el tocino al través del humo que escapaba por las rendijas de la ventana, se presentó de improviso en la caseta del tenis. No le concedió importancia a nuestra reciente e insólita afición por la anatomía, pues por lo menos dos de mis compañeros querían estudiar medicina como sus padres, pero en cambio consideró muy grave el hecho de que estuviéramos fumando a escondidas.
Cuando llevé a la casa la libreta de calificaciones mensuales, mamá la firmó para que no la viera papá pues al pie de la página se leía una nota del profesor de clase diciendo que se me había despertado una inusitada afición por la anatomía femenina y me habían sorprendido fumando.
Mamá me miró con una gran tristeza, como si me viera por primera vez. Seguramente no le concedía mucha importancia al que comenzara a fumar, aun cuando todavía tuviera pantalones cortos, sino a mi sospechosa y reciente curiosidad por la anatomía…
—¿Por qué quieres conocer la vida y el mundo antes de tiempo? A Dios gracias todavía eres un niño…
Y al regresar del colegio a la casa volvía a serlo otra vez, integralmente, con un gran placer, pues me encontraba a mí mismo. Me entretenía en juegos y actividades que en el colegio, con mis amigos, despreciábamos por considerarlas infantiles. Oficialmente había dejado de montar en triciclo, pero al dejar la bicicleta tirada en cualquier parte iba en busca del que había sido mío y me deslizaba por los corredores como hacía unos años, aunque las rodillas me llegaran a las quijadas.
—Eres demasiado grande para montar en triciclo —me decía mamá.
—Sí, lo sé. Es sólo por jugar…
Como si para no dejar de ser niño del todo me complaciera en remedarlo al remedarme a mí mismo. Por nada en el mundo me hubiera atrevido a contarles a mis amigos que al llegar a casa me ponía a jugar con mi gato, o permanecía horas enteras acurrucado a la orilla del lago del jardín, navegando imaginariamente en un trasatlántico de cuerda que había comprado con el dinero de mis cuelgas. No hubiera sido capaz de disimular mi vergüenza si ellos me hubieran visto al través de la verja del jardín entregado a la tarea de cargar el barco con sapos y escarabajos que guardaba en las bodegas del muelle, es decir, en una caja de galletas que tenía oculta entre unas piedras. Y si me vieran entregado a la lectura de cuentos ilustrados, extraídos de las Mil y una noches, que le habían regalado a mi hermano menor, ¿qué dirían?
—¡Eres un niño, eres un idiota!
Lo primero que hacía al regresar del colegio era buscar a mamá para darle un beso y sentir que sus dedos largos y suaves, descarnados por la enfermedad, me acariciaban los cabellos. Hubiera querido sentirme otra vez entre sus brazos, como una criatura; pero el olor a fiebre que a veces se desprendía de su pobre cuerpo, martirizado por el cáncer, me mareaba y me hacía llorar.
—¿Por qué lloras? ¿Te pasó algo en el colegio?
—No… nada. ¿No te quieres morir, no es cierto?
Pues uno de los extraños convencimientos que yo tenía entonces era el de que uno sólo se muere cuando se deja morir.
—¿Qué dijo el doctor Hoyos?
Sin embargo, en la sesión solemne del final del año escolar, poco después de la muerte de mi abuela y la última vez en que mamá salió a la calle, cuando se acercó a la fila de los alumnos de mi clase y me besó delante de ellos, sentí una vergüenza atroz y el rubor me subió desde la garganta hasta las orejas como si la ternura no fuera una virtud sino una debilidad infantil.
Yo sabía lo que me estaba sucediendo, y los mayores lo podían oír, si no eran capaces de verlo, en mi cambio de voz. Sabía que me estaba convirtiendo en un hombre para quien su condición masculina es una realidad torturante, misteriosa, súbitamente henchida de impulsos poderosos que ni las lecturas prohibidas, ni las estampas de la anatomía, ni las postales de los internos, ni las conversaciones de los alumnos de sexto, podían satisfacer. Pero al mismo tiempo sabía que algo se resistía a desaparecer dentro de mí, a enterrar la ternura, la ingenuidad, la despreocupación, la inconsciencia del niño que en la casa buscaba la protección de su mamá.
Ella, entonces me decía:
—¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas? ¿No has pensado confesarte en estos días?
No trataba de obligarme pues yo era terco y caprichoso como una mula, muy celoso de mi fuero personal, y tenía lo que mis profesores en el colegio llamaban un carácter difícil y Cacó con mayor propiedad llamaba un mal carácter. En realidad era un carácter abominable, erizado de espinas como una mata de penca, receloso y violento. Jamás pedía perdón por alguna falta cometida, y las pocas veces en que papá me reprendía, huía a mi refugio aéreo de la araucaria y permanecía allí horas enteras enfurruñado, sin bajar a comer ni a almorzar. Por eso, cuando mamá quería algo de mí, no me lo ordenaba sino me lo sugería.
—Si quieres que la Virgen se apiade de mí y me mejore pronto…
—¿Qué quieres que haga? ¿Qué debo hacer?
—¿Por qué no comulgas el próximo sábado, en la misa del colegio?
—¿Quieres?
—¡Si tú quieres!
Al doctorcito Brigard, capellán del Gimnasio, lo queríamos como a un hermano mayor que hubiera conservado milagrosamente la alegría, la ingenuidad, la ternura de nuestra infancia perdida. En la clase de apologética nos complacíamos en hacerle preguntas absurdas, como si fuéramos hombres maduros atormentados por dudas y problemas religiosos. Yo me presentaba dócilmente ante el confesionario —o ante la peluquería— el viernes por la tarde, entre otras cosas para tener un pretexto de evadir una mortal clase de física que me aburría profundamente.
—He fumado varias veces y en la clase de trigonometría me puse a pintar senos, senos de mujer y no cosenos, en la tapa del pupitre.
—Qué más…
—Y he tenido varias veces la tentación de robarme los billetes del mercado, que están en la mesa del comedor cuando salgo por la mañana para el colegio.
—¿Cuántas veces?
—Una… tal vez dos. Mamá ha entrado en desconfianza de Clotilde, la lavapisos.
—¿Y qué más?
—De noche tengo malos pensamientos con mujeres desnudas y me gusta espiar a las sirvientas cuando pasan al baño.
—¿Cuántas veces?
Lo cual no acertaba nunca a contestar. Ese afán de exactitud matemática con cosas tan vagas e incoherentes como los malos pensamientos, me parecía impertinente y abusiva. ¿Sabía yo mismo distinguir entre lo que imaginaba por mi propio deseo —por ejemplo el rapto de una niña a quien había visto pasar en bicicleta por la calle cuando el viento le levantaba las faldas por delante descubriendo una media enrollada y un palmo de carne sonrosada y desnuda entre la media y la arandela de los calzones— y lo que se me venía a la imaginación sin querer? ¿Investigar con frenética curiosidad en los libros, en las revistas, en los diccionarios, en las conversaciones con los amigos, el misterio oculto de la mujer, de la mujer en general y en abstracto, era natural o era malo? Si era natural, aunque al mismo tiempo fuera malo, ¿cómo podría evitar ese mal pensamiento?
No tardaba en aburrirme y desinteresarme de mis propios pecados, por lo cual le sometía al doctorcito mis inquietudes, mis angustias, mis deseos, muchas veces tan imprecisos que no sabía qué nombre ponerles. ¿Pecado es lo que uno hace o lo que uno quisiera pero no puede hacer? Si lo primero, yo apenas comenzaba a pecar; si lo segundo, yo no cesaba de hacerlo; sólo que el doctorcito no le daba importancia a esas sutilezas. Me acusaba entonces de pecados imaginarios, generalmente atroces, con el fin de que él me explicara en detalle cosas que yo sólo conocía de oídas y en líneas generales. Le hablaba de libros prohibidos que había oído nombrar pero aunque estuvieran en la biblioteca de mi casa, por gruesos y pesados, no había tenido el valor de leer. Echaba a volar mi imaginación y me metía en honduras y perplejidades teológicas. Traía de los cabellos argumentos que les escuchaba a los grandes de último año cuando preparaban en voz alta, paseándose por los caminos enarenados del Gimnasio, su examen de filosofía. Para terminar, le hacía una pregunta que generaciones de sofistas ingenuos habían formulado alguna vez antes que yo:
—Si Dios es todopoderoso, ¿puede hacer una piedra tan pesada que ni Él mismo puede levantar?
El doctorcito debía quedar exhausto después de escuchar estos galimatías, estas explosiones de una pubertad que me envenenaba la sangre e irritaba la epidermis de mi frente y mis mejillas. Más que actos de contrición y de arrepentimiento mis confesiones eran ingenuos alardes de vanidad y de mitomanía. Pero quedaba desilusionado y mohíno cuando el doctorcito —que sabía separar el grano de la paja y la verdad de la mentira— me ponía una penitencia humillante por lo mínima: tres Ave Marías. Recibía un ejemplar correctivo cuando al decirle a mamá que el doctorcito me había impuesto como penitencia tres rosarios, ella los rezaba conmigo y en voz alta, sin perdonarme ni siquiera las letanías finales.
Desde los seis años cuando estudiábamos las tablas de multiplicar y cantábamos en coro «Los Molinos de Viento» de Beethoven, hasta los trece cuando hacíamos tercero de bachillerato, todos en la clase éramos más o menos iguales. Sobre cada uno de nosotros gravitaba el mundo familiar, como la concha de un caracol. El colegio era un paréntesis abierto en medio del cadencioso poema de la vida familiar. El tiempo no discurría para nosotros. El año saltaba de fiesta en fiesta, de las ceremonias de la Semana Santa esfumadas por una cortina de lluvia, a los asuetos de julio, y de estos a las vacaciones largas que comenzaban en los primeros días de diciembre. Saltaba el tiempo como yo sobre los mogotes de los potreros sabaneros de la orilla del río, cuando veraneaba en Yerbabuena.
Pero quisiera explicarme mejor. Parodiando una frase que citaba papá —lo que en el padre es estudio en el hijo es aptitud— ahora he venido a pensar que lo que en el hombre es aprendizaje y conocimiento duro y difícil, en el niño muchas veces ha sido una intuición ardiente y dolorosa. Ahora tengo el convencimiento, y entonces tenía la intuición, de que yo carecía del sentido cronológico, de la conciencia del tiempo como sucesión irreversible e inevitable. Por eso entonces presentía y ahora reconozco que continuamente me equivoco de fecha, y no sé si lo que recuerdo ocurrió antes o por el contrario después de lo que estoy pensando. Tenía una visión circular, plana, de lo que pasaba. El mundo era una realidad estática y dentro de ella sólo era posible una visión panorámica y simultánea, pero en manera alguna sucesiva. Dentro de ese panorama circular lo que yo hacía o a mí me pasaba ocupaba una posición puramente espacial. Yo no había hecho esto o lo otro el día de ayer, o un día determinado de hace cinco o seis años. No había para mí un antes, un después, un más tarde, sino un aquí, un allá, un más lejos, un más cerca. Y por eso posiblemente confundo ahora, como comencé a comprenderlo cuando tenía catorce años, el orden cronológico de mi propia vida, de mis propios recuerdos. Los más densos y luminosos me parecen más próximos, pues los veo más acá que otros, opacos y desdibujados, que posiblemente no son más antiguos sino más lejanos dentro de esa especie de visión panorámica y circular que era la mía. Era el limbo infantil, con un tiempo detenido fuera del tiempo y en una superficie ideal no sujeta a mutaciones ni envejecimiento a pesar de que aquel siguiera fluyendo y cantando sus melodiosas campanadas en los relojes que don Faso Plata mantenía al día por orden de mi abuela. Todos teníamos un mundo así en torno nuestro, y otro mundo dentro, aunque sería muy difícil distinguir dónde terminaba la realidad y dónde comenzaba el sueño. Éramos extraños unos a otros, como planetas que giran sincronizadamente dentro de una galaxia.
Ahora comenzábamos a distinguirnos, a reconocernos como si acabáramos de despertar de una larga noche de sueños, insomnios y pesadillas, en los cuales cada uno había intervenido como un fantasma. Una de estas noches terribles en las cuales yo sentía y pensaba que me había quedado ciego, pues no percibía el menor rayo de luz al través de las ranuras de las ventanas, la idea, o mejor, la experiencia de la muerte me obsesionaba. ¿Morir será dejar de ver, de oír, de sentir, de pensar? ¿Morir será lisa y llanamente dejar de ser?
Nos transformábamos al igual que ciertos gases que el profesor de química en el laboratorio condensaba y convertía en cristales, gracias a una serie de manipulaciones mefistofélicas que lo elevaban a nuestros ojos a la categoría de doctor Fausto. Y nos veíamos distintos de como nos considerábamos la víspera, de como habíamos creído ser eternamente para nosotros mismos y para los demás. No se trataba de cambios puramente físicos: niños que tenían una bella voz, cristalina como agua de páramo, metálica como el tañido de una campana anunciando la elevación, y de pronto no podían cantar en la misa o en la clase de música porque habían empollado un ganso en la garganta. Niños a quienes les habían crecido desproporcionadamente las narices o las orejas, desfigurando un bello rostro infantil del cual persistían unas mejillas redondas y sonrosadas teñidas de un fino vello dorado; o una boca cuya dentadura animal, fuerte y agresiva, no había encontrado todavía el complemento de unos labios viriles. O niños a quienes se les descalzaba la frente produciendo la perturbadora impresión de que tuvieran el alma completamente desnuda. O niños que criaban un bozo negro y lacio, o se alargaban, o se ensanchaban, o se jorobaban, o se distorsionaban como si se les mirara en un espejo deformante.
—No es que se haya puesto más feo —les decía Cacó hablando de mí a mis hermanos—: es que está atravesando la edad ingrata.
Había nacido el pudor al mismo tiempo que la desvergüenza voluntaria. Al desvestirnos para ponernos los pantalones de baño y echarnos a nadar en la alberca del colegio, unos tratábamos de ocultarnos de los demás, avergonzados de nuestra propia desnudez, mientras que otros exhibían con orgullo la suya y el mechón de vello negro y crespo que les cubría el bajo vientre.
Pero había también dos o tres que conservaban su voz y su apariencia infantiles, y parecían ángeles caídos del cielo en medio de un pequeño coro de monstruos, aunque como manzanas recién cogidas de un árbol y puestas en un cesto lleno de manzanas dañadas, ya empezaban a contaminarse de la decrepitud general. Hay que tener en cuenta que entre los alumnos de nuestra clase había diferencias de edad que iban desde los trece años hasta los quince y medio y dieciséis, que tenían dos internos recién llegados de la provincia y a quienes les decíamos «señor». Sin contar con que, así como unos eran más altos para su edad, y otros más bajos de estatura, y unos tan flacos que los llamábamos «mochila de huesos» y otros tan gordos que les decíamos «pote», había diferencias de velocidad intelectual y emocional, y unos eran más precoces y otros más retrasados que el promedio.
Los cambios de mentalidad, de gustos, de aficiones, de costumbres, de carácter, en fin, eran todavía más extraños. Los que habían sido estudiantes modelos y los primeros de la clase caían de pronto en los últimos puestos sin importarles la sorpresa de los profesores. Físicamente se habían desarrollado, pero intelectualmente, al menos en apariencia, habían retrocedido. Los que durante años habían sido los más alegres, comunicativos, simpáticos y bulliciosos de la clase, se volvían serios y huraños. Parecían esas brevas turgentes y brillantes que de la noche a la mañana amanecen heladas y no se sabe por qué. Los atléticos y deportivos que tenían un instintivo amor de su propio cuerpo y de la belleza y la fortaleza física: los mejores futbolistas, jinetes, nadadores o gimnastas, resultaban cualquier día entregados a la lectura y haciendo versos. Los tímidos que no se atrevían a pedir permiso en la clase para salir al baño por lo cual tenían siempre en la bragueta una gran mancha de humedad, de pronto se volvían insolentes y audaces. Los que tradicionalmente habían sido enemigos y en los recreos se perseguían como perros rabiosos, se convertían en íntimos amigos. Los compañeros de toda la vida —la corta y despaciosa vida infantil— descubrían cualquier día profundas incompatibilidades entre sí y pasaban a odiarse mutuamente. Se insinuaban vocaciones insospechadas, se revelaban talentos ocultos, se perfilaban nuevos caracteres. Una atmósfera turbia y espesa cargada de gérmenes viriles que proliferaban con violencia y de detritus infantiles en descomposición, se condensaba en las horas de estudio cuando el profesor de clase corregía las tareas y nosotros fingíamos estudiar, pero en realidad nos asomábamos al cráter de un volcán que se nos había abierto en la conciencia, o mirábamos perfilarse en el cielo raso la imagen de un sueño inalcanzable.
Durante aquel año ocurrieron dos cosas que consumaron el desprestigio de nuestra clase, cuyo nivel medio había descendido espectacularmente. Los campos de juego del colegio estaban rodeados de una cerca de alambre de púas. Por el lado del norte, al otro lado de la cerca, se extendía un pequeño bosque de pinos que años más tarde desapareció al urbanizarse el terreno. Allí solía venir para el recreo largo de la tarde una muchacha que vendía caramelos y habas tostadas al través de la cerca. Habían prohibido la entrada de vendedores ambulantes a los patios y jardines del colegio, plantados de acacias y eucaliptos. Aquella era una muchacha insignificante, sin otro atractivo que el de tener dieciocho años. Ni siquiera nos referíamos a ella en nuestros coloquios de la casita del tenis. Pero un día dos de mis compañeros se deslizaron por debajo de la cerca cuando sonó la campana llamando a clase y se perdieron entre el bosque con la muchacha de los caramelos, como el lobo con Caperucita. Algún profesor los sorprendió cuando se encontraban con ella, entregados a algo muy diferente de chupar caramelos, dio la queja al rector y este reunió a nuestra clase y a la de sexto año para someternos el caso y juzgar a los delincuentes.
Estos, avergonzados, con los ojos bajos, frotándose nerviosamente las manos, esperaban el veredicto en un rincón del salón. A las preguntas de nuestro profesor respondían con monosílabos y cuando les conminó a que explicaran su delito, hicieron entre los dos un relato tan confuso y arrevesado que yo al menos no pude entenderles nada. Sometido el caso a votación secreta por unanimidad resultaron condenados a la expulsión del colegio.
Todos manifestamos en aquella ocasión, con dos compañeros y amigos, una crueldad y un rigor implacables. Seguramente yo, como muchos, sentía una espontánea admiración por esa hazaña que a dos niños como nosotros los había convertido en un par de hombres hechos y derechos. «Pasar la cerca» comenzó a significar para todos, durante los años siguientes de colegio, hacer lo mismo que ellos aun cuando no fuera con la muchacha de los caramelos.
Otro incidente coronó el desprestigio de nuestra clase y ocurrió ya al término del año escolar, cuando una mañana en pleno examen escrito se presentaron el rector y el vicerrector del colegio y nos pidieron que interrumpiéramos unos minutos el trabajo pues querían darnos una excelente noticia.
—Van a recobrar el prestigio de la clase, perdido durante el curso del año. Uno de ustedes acaba de ser escogido unánimemente por el consejo directivo para recibir el premio del más bello carácter…
Todos aplaudimos frenéticamente a quien evidentemente era el mejor de nosotros, el amigo más leal, el más justo e imparcial, al mismo tiempo el más suave y bien educado. Lo llamábamos «Garrón», como a uno de los personajes de Corazón, de Amicis.
—¡Levántate y acércate para darte un abrazo! —exclamó el rector. Pero Garrón, colorado hasta las orejas, permanecía sentado ante su pupitre, sin moverse. Cuando al fin se puso de pies se le escurrió de los muslos donde lo tenía abierto, y cayó al suelo con estrépito, el libro del cual se estaba copiando. Hubo un momento de estupor y de vergüenza generales. Sin decir una palabra el rector y el vicerrector nos volvieron las espaldas y salieron de la clase. Nuestro profesor, rojo de la ira, soltó la consabida frase:
—El silencio es más elocuente que las palabras.
Durante los lentos aunque breves años de convivencia infantil en la misma clase, en el mismo barrio, en la misma ciudad, ninguno de nosotros se había enterado de que existían diferencias de fortuna entre las familias, o matices sociales, o distintos círculos de intereses políticos, todo lo cual —sin que lo sospecháramos— abría hondos abismos en el absurdo mundo de las personas mayores. Entre mis compañeros había tres o cuatro cuyos padres eran millonarios, otros que provenían de familias ilustres venidas a menos, otros hijos de padres rotundamente pobres, otros de origen oscuro y provinciano; pero esas diferencias escapaban a nuestra comprensión por la razón de que todos vestíamos igualmente mal, con ropa heredada y reacomodada en la casa. Instintivamente antipatizábamos con el niño que procuraba distinguirse de los demás por vestir mejor, o por andar siempre bien peinado y con las uñas limpias. Yo le decía a mamá:
—¿Por qué me obligas a ir con estos zapatos al colegio? Todos usan botas.
—Están todavía nuevos y se te van a quedar chiquitos.
—Eso no importa, mamá. Nadie se pone zapatos de lonche para ir al colegio.
—Me dijo Cacó que ayer volviste a salir sin haberte lavado ni siquiera las manos.
—El agua estaba helada, mamá. Es muy distinto bañarse a las seis de la mañana y con agua fría que a las nueve y con agua caliente como papá.
Los profesores no establecían distinciones entre nosotros. Si acaso tenían debilidades y preferencias por los más simpáticos, o más estudiosos, o los más inteligentes. Cuando hacíamos excursiones fuera de la ciudad, el colegio cubría la cuota de los estudiantes pobres sin que nadie lo supiera. Todos llevábamos en el sacomochila una libra de chocolate, un trozo de queso, media docena de huevos duros y una muda de ropa.
Pero de pronto algunos dieron en llegar al colegio peinados con gomina, vestidos con el traje dominguero, corbata de colores, zapatos en lugar de botas y medias de lana de fabricación extranjera. Los elegantes se apartaron entonces del opaco y desgarbado conjunto de los demás. Otros hablaban entre ellos, pero en voz muy fuerte para que todo el mundo pudiera escucharlos, de las fiestas, los paseos, las haciendas en tierra caliente donde habían estado. Todo eso era inaccesible para quienes, avergonzados, comenzaron a darse cuenta de que eran pobres, o provincianos, o desconocidos en ciertos medios sociales. Aunque papá se había arruinado hacía siete años y mi tío Manuel Antonio durante varios me pagó la pensión del colegio, yo no sabía ni sentía que era pobre, o si lo había sabido ya se me había olvidado. No le concedía la menor importancia, es decir, no me sentía enojado o disminuido, por el hecho de que Macuéllar —mi tío Manuel Antonio— fuera el dueño de los caballos en que aprendí a montar y fuera él y no papá, el propietario de una vasta hacienda en la Sabana, que se llamaba El Vergel, donde a la sazón estaba abriendo unos anchos canales no sólo para regarla sino para que todos, hijos y sobrinos, pudiéramos navegar en barquitas de remos. Hoy este hombre, el más «extraordinariamente natural» que haya conocido en mi vida, me parece un fenómeno extraordinario cuando entonces me parecía natural. Aun interrumpiendo aquello de que venía hablando pues imagen y recuerdo despreciados cuando irrumpen de pronto en la memoria no se vuelven a encontrar jamás, tengo que contar que una vez, cuando construía la casa de El Vergel, le robaron a mi tío Manuel Antonio todos los vidrios que tenía en una vieja casa suya, situada a la orilla del río San Francisco, un maloliente caño que corría por lo que con el tiempo se convirtió en la avenida Jiménez de Quesada. La gracia del cuento es que, por obra de un invierno atroz, el caño aquel se había convertido en río, y el ladrón de los vidrios había pasado la noche a la intemperie, navegando en una artesa de las que se usaban en las casas para almidonar.
Pues cuando llamaron a Manuelito Antonio —que también así le decíamos los sobrinos— a reconocer al ladrón, en el juzgado municipal, él retiró el denuncio, le pidió al juez que lo soltaran, y poniéndole una mano familiarmente en el hombro, le dijo:
—¡Caray! ¡Te felicito! Eres todo un macho. Mira que robar en esa noche y en esa artesa, no lo hace cualquiera. ¡Lo único que te pido es que me regales una docena de vidrios que necesito para una ventana de El Vergel!
Y a este hombre, que me pagaba el colegio y jamás me dejó sentir que yo era un niño pobre, nunca le di las gracias.
Pero no me interesaba ser elegante. Tenía plena conciencia de ser un niño feo, desgarbado, tímido, aunque mi condición de escritor —mis compañeros me llamaban «el literato»— me consolaba de todas mis desgracias. Arrastraba detrás de mí un mundo maravilloso, mío, personal, que no cambiaría por corbatas de seda, medias de lana de colores y haciendas con piscina en tierra caliente. Sin embargo, al dejar de ser un niño todo lo había perdido simultáneamente: la casa de mi abuela, el encanto de Santa Ana porque mamá se moría, y mis amigos del colegio cuyo compacto grupo se resquebrajaba al irrumpir violentamente dentro de la manzana de la infancia el gusano negro de la adolescencia:
Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño?
Por una manzana que se le ha perdido…
Una tarde, durante un paseo que hicimos al cerro de Monserrate para despedirnos del año escolar, resolvimos firmar un pacto solemne. Nos comprometíamos a reunirnos dentro de veinticinco años en el mismo lugar y a la misma hora, para renovar nuestra amistad y prestarnos mutua ayuda para toda la vida. Firmamos un papel con nuestra propia sangre, utilizando para ese efecto un alfiler con el que nos picábamos la piel a la altura de la muñeca. Los que comenzaban a ser hombres y ya usaban pantalones largos debían burlarse y avergonzarse íntimamente de esa ingenua ceremonia infantil, y los que todavía estábamos hundidos hasta la cintura en el pantano de la niñez, tuvimos una fruición de espanto, como si le estuviéramos vendiendo el alma al diablo.
Lo que todos y cada uno deseábamos, sin saberlo, era tomar una póliza de seguro contra la soledad, pues el porvenir nos parecía oscuro y problemático, y nos daba miedo soportarlo solos y sin ayuda de nadie. Lo cierto es que desperdigados luego por el viento de la vida, como semillas que en la parábola evangélica va arrojando al voleo el sembrador, al cabo de veinticinco años nadie cumplió la cita. Seguramente a todos se nos había olvidado, porque no hacía veinticinco sino dos mil quinientos que se nos había vuelto pedazos nuestro mundo infantil.
N UNA QUINTA DE LA AVENIDA DE Chile, apenas acotada con alambre de púas en medio de potreros en los cuales todavía pastaban las vacas, se había instalado recientemente una familia inglesa. Debía ser la de algún técnico de la fábrica de curtiembres y zapatos que se estaba montando en Chapinero, por los lados de la estación del tranvía. Al través de la verja de aquella quinta se veían cuatro o cinco niñas entre los diecisiete y los diez años, blancas y doradas, todas vestidas con una falda escocesa y una blusita blanca, coronadas por un soberbio casco de pelo que iba desde el rojo sombrío de la mayor hasta el amarillo tierno de la más pequeña. La belleza, la fragilidad, la gracia de las dos mayores, irradiaba sobre cada una de las otras, de manera que todas parecían bonitas. Además, y como un encanto suplementario, aquellas niñas eran inglesas.
ELos grandes de quinto y sexto les pasaban en bicicleta al regresar del colegio, y ellas se asomaban a la verja del jardín para mirarlos y hacerles carantoñas, pues no hablaban todavía una sola palabra de castellano.
Los de tercero teníamos aspiraciones más modestas, aunque entre el grupo de las inglesitas había algunas contemporáneas nuestras. Los de quinto y sexto nos ahuyentaban de allí, como de terreno conquistado, cuando alguna vez, deslumbrados por el prestigio de las melenas hiperbólicas, nos deteníamos un momento a observar más de cerca los ojos verdes y azules de las inglesitas y su tez transparente, luminosa, manchada de pequeñas pecas doradas.
2O que cabrilleaba al sol al través de la verja —pues al agua le decíamos de esa manera, y en la casa no pedíamos sal para el huevo sino cloruro de sodio— no era para nosotros sino para los de quinto y sexto.
A veces, al regresar del colegio y cuando no había moros en la costa —grandes de quinto y sexto ante la verja— dábamos vueltas en las bicicletas o echábamos pie a tierra, naturalmente lejos de allí, fingiendo una avería que nos permitía estacionarnos un tiempo mientras llegaban nuestros enemigos. Nos atraían esas cabelleras de color de miel, de melado, de melcocha, de alfandoque, de panela, y esos ojos al través de los cuales creíamos ver el prado donde las inglesitas jugaban croquet. Pero sin mayor dolor nos resignamos a perderlas. «Agua que no has de beber déjala correr», y el HLos de tercero teníamos una novia en común que vivía en una casita de una sola planta, situada en las inmediaciones de Santa Ana. A mí me bastaba escalar las ramas del árbol que se asomaba a la carretera para ver el solar donde jugaba con una muñeca.
Una niña de negro, dulce niña enlutada…
… como la llamaba en unos versos cursis y sentimentales que escribía durante la clase de apologética.
La niña de negro era huérfana, sobrina del contabilista del colegio, un señor alto, flaco, triste, con las mejillas hundidas por la falta de algunas muelas. Tenía ella los ojos oscuros y tristes, el pelo negro y brillante que con un mechón rebelde barría la frente lisa y transparente, y una palidez enfermiza que me parecía… —continúo citando frases de mi poema—:
Romántica, aristocrática, melancólica, esdrújula.
Lo de esdrújula no quería decir nada, pero sonaba muy bien.
Ella apenas reparaba en mí, cuando al volver del colegio la veía asomada a la ventana de su casa con la cabeza apoyada en las manos y mirando a lo lejos, a un anuncio gigantesco que se levantaba en la mitad de un potrero y decía «Se vende este lote. Vara cuadrada, cinco centavos».
Soñaba con ella y una sola mirada suya enarcando las cejas y arrugando la frente —aunque me mirara sin verme— me conmovía hasta lo más profundo de las entrañas.
Mis relaciones femeninas eran numerosas pues tenía muchas primas mayores o menores que yo, o contemporáneas mías, con quienes había convivido desde mi primera infancia: las hijas de mi tío Aristides, las de mi tío Luis, las de mi tía Lucilita, las de mi tío Julio, las de mi tío Alfredo, etcétera. Había crecido en un medio familiar dentro del cual las niñas constituían un contingente importante. Eran camaradas antes que parientes o que mujeres, para no hablar del tiránico matriarcado que mi abuela había trasplantado de Tipacoque a Bogotá cuando allí se instaló a finales del siglo. Sólo se establecía una perceptible barrera entre unos y otros cuando los domingos, o en los lonches o las procesiones de Semana Santa, aparecían vestidas de muñecas de loza, de aquellas que al ser puestas de pie abren los ojos y los cierran cuando se les acuesta otra vez. Algunas, al apretarles un botón que tenían en la cintura, decían ma-má.
Con sus trajes de raso o de terciopelo, sus cachumbos, sus cintas en la cabeza y los dedos bien despegados entre los guantes calados, las primas se apartaban de nosotros a leguas de distancia. El resto del tiempo, entre semana, las teníamos al alcance de la mano y jugábamos con ellas los mismos juegos cuando no se reunían en grupo a jugar entre ellas y con muñecas. Yo me preguntaba: ¿Por qué las niñas juegan a ser mamás y a nosotros nunca se nos ocurre transformarnos momentáneamente en papás? Encarnábamos a veces, para llevarles la idea doméstica que las obsesionaba, en médico de la muñeca enferma de tos ferina, o en profesores de inglés de la niña que salía al parque de la mano de la mamá, con un pequeño aro en la mano. Pero nunca surgió entre niños y niñas, en el jardín de la abuela o en el jardín de Santa Ana, el menor asomo de una inclinación mutua, de una curiosidad compartida, de una veleidad amorosa. Si mucho, esporádicamente se presentaban complicidades para ejecutar trabajos de carácter varonil, como el asalto de la despensa o una escapada en común, a escondidas de los demás, para despojar de frutas un cerezo que ellos no habían descubierto en el monte.
Sabíamos, sin que espiritualmente eso nos perturbara, que físicamente éramos seres distintos. Nuestros cuerpos, el de cualquiera de ellas y el de cualquiera de nosotros, carecían de misterio como las muñecas de loza.
Cuando resolvíamos desvestirnos, y ellas en calzones y nosotros en calzoncillos nos tirábamos a un pozo, a un vallado, a un charco dejado por la lluvia en la mitad de un potrero, para pescar cangrejos con la mano, o guapuchas con un canasto, nos mirábamos sin vernos, sin la menor curiosidad maliciosa. Éramos hombres los unos y mujeres las otras dentro del común denominador de la infancia, pero esa diferencia natural no se presentaba como un problema angustioso. Durante los meses de vacaciones en el campo habíamos asistido con una devoción casi religiosa al nacimiento de terneros y de potrancos. Sabíamos ordeñar las vacas. Habíamos visto mamar a los primos recién nacidos, los habíamos visto mudar y fajar, y todas esas operaciones nos parecían naturales. Estábamos en una edad en la cual a los juguetes que teníamos en casa, desportillados, abollados, descascarados por el uso constante, preferíamos los que se veían en el escaparate del Almacén de los Niños. Mis primas y mis hermanas eran juguetes viejos, y en cambio las inglesitas de la avenida de Chile y la niña de negro eran juguetes nuevos.
Cuando representábamos comedias en un pequeño teatro de cartón que nos había regalado papá…
—¡Eh! ¡Caperucita! ¡Hermana! —gritaba yo desde detrás de la cortina con una voz destemplada que debía contrastar violentamente con la diminuta silueta de cartón que aparecía en medio del pequeño escenario. Y mamá, que hacía de Caperucita Azul, le decía a Caperucita Roja:
—Tú, quédate en la cabaña. Tu hermano Juan me acompaña.
Yo me sentía un hombre de veras entre el grupo de niñas que todavía jugaba a las muñecas. Me sentía un Buffalo Bill, capaz él solo de liquidar un ejército de cortadores de cabezas.
Podría presumirse, pues, que en cierto modo yo tendría una veteranía mujeril cuando la adolescencia me proyectó fuera de mí y platónicamente en los brazos de la niña de negro. Para mis compañeros de clase y de enamoramiento, por el contrario de lo que representaban nuestras primas y nuestras hermanas, ella era una mujer de verdad, precisamente por no pertenecer al mismo círculo mágico de nuestra casa y de nuestro jardín. Pero al mismo tiempo era una mujer ideal concebida milagrosamente por obra y gracia de nuestra imaginación infantil. De ella lo ignorábamos todo: su familia, sus costumbres, sus amistades, sus gustos, hasta el timbre de su voz, pues durante los meses que duró ese embeleco jamás la oímos pronunciar una sola palabra.
—¿Y qué nos importa no conocerla? —le respondía a algún condiscípulo que había propuesto invitarla a jugar tenis al colegio, por medio de alguna de nuestras primas—. Dante no conocía a Beatrice…
El contabilista del colegio pasó a ser no sólo para mí sino para todos mis compañeros de clase, un personaje extraordinario, ambiguo, bueno y malo a la vez, como un ángel o como un demonio.
Era estrambótico, problemático y tétrico.
Decía mi poema, el cual vacilaba entre dos influencias encontradas: el poema de Carrere a la amada mal vestida y el de «Doña Pánfaga hallábase hidrópica o pudiera ser víctima de apopléjico golpe fatal», de don Rafael Pombo.
A veces era un tío heroico y generoso, un buen tío de cuento para niños formales, que luchaba por libertar a su sobrina huérfana de las garras de una mujer tiránica que decía ser su madre pero probablemente no lo era.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Desde las ramas del árbol he visto cómo la azota con una vara de rosa llena de espinas… La espalda y los muslos se le llenan de puntos rojos y la niña suda gotas de sangre.
—¿Desnuda?
—Desnuda. También la he visto lavar ropa y fregar los platos en el lavadero, como la Cenicienta.
Pero otras veces aquel esquelético y sufrido burócrata que era el contabilista, a quien alternativamente odiábamos o mirábamos con respetuosa admiración, se convertía en un macabro personaje de Dickens, de aquellos que en un suburbio de Londres explotan a niños inocentes como David Copperfield. Ya no era la madre, o la falsa madre, sino el tío miserable y criminal quien estaba asesinando lentamente a la niña de negro. No le daba de comer y la tenía la noche entera copiando y recopilando recibos del colegio, en sus libros de contabilidad.
—¿Tú la has visto?
—La he visto desde las ramas del árbol y al través de la ventana iluminada de su cuarto, que da sobre el solar.
—¿No es mentira lo que estás diciendo?
—¡Tenemos que libertarla de ese asesino uno de estos días!
Más que amor, aquello que yo sentía en presencia de ella era una intuición o una predisposición amorosa, desligada de toda preocupación carnal. Ante todo veía en la niña de negro una criatura literaria, un personaje de cuento, pero en ningún caso un cuerpo que pudiera descuartizarse en esas vísceras cárdenas, blancuzcas, resbalosas, húmedas, que flotaban en las vasijas de formol que tenía mi hermano en su cuarto. Y tampoco ella pertenecía al mismo género femenino infantil a cuya prosaica realidad estaban vinculadas nuestras primas y nuestras hermanas. Ni tenía nada que ver con las mujeres mayores —señoras, viejas, tías, beatas, sirvientas, etcétera—, ese tercer sexo del cual yo me sentía tan distante como un cuadrúpedo de un pájaro.
La niña de negro comenzó a inundarme como una marea de sangre que me ascendía poco a poco y se condensaba en un rubor en la frente cuando la veía, y me golpeaba furiosamente el corazón. Se había interpuesto de pronto entre yo y los demás. Sólo ella, o la imagen que de ella me había formado, aparecía en un primer plano realzada y dorada por una luz matinal, cuando los otros, inclusive mamá, se habían sumergido en una zona crepuscular y sombría. Una de las frases o aforismos que papá soltaba de pronto a propósito de mi reiterada desaplicación en la clase de matemáticas, era esta, que me preocupaba por ser en cierto modo un diagnóstico de mi incapacidad: «La inteligencia es un grado de atención». Pues bien, mi amor por la niña de negro era una atención de todos los momentos, con exclusión de todo y de todos los demás. Si mi atención por la niña de negro se hubiera aplicado a las matemáticas, yo hubiera sido un niño genial; a no ser que la genialidad traspuesta o proyectada a la esfera sentimental se llame pasión. En mi caso yo podía decir, con Silva, cuyos versos me estaba aprendiendo de memoria:
No fue pasión aquello,
fue una ternura vaga…
lo que inspiran los niños enfermizos…
Aquello de la niña de negro más que pasión o que ternura vaga fue un ejercicio literario. Confiaba al papel lo que le hubiera querido decir de viva voz, si en virtud de un milagro —si mamá no me hubiera impedido cambiar de letra— yo hubiera cambiado de naturaleza para dominar mi timidez. Sólo que, aun en ese caso, si me encontrara súbitamente solo con ella, sin testigos, dispuesta a escuchar mis argumentos, ya que sólo oscuramente veía los actos que de ellos podrían deducirse, por mi boca habrían hablado los personajes literarios de mi predilección. El proceso amoroso, el amor no como sentimiento sino como acción, esa serie de actos que tienen un fin concreto y natural, era todavía para mí inimaginable. Yo era Adán antes de comer la manzana.
Le escribía a la niña cartas interminables, salpicadas de citas y párrafos enteros copiados del Werther, que había comenzado a leer a escondidas, pues en materia de novelas privaba en mi casa el rígido criterio de mi tía Lucilita: «Para los niños, noviazgos sin complicaciones».
Citaba frases enteras de mis composiciones literarias, pero ni siquiera me pasaba por la cabeza la idea de meter esas cartas dentro de un sobre y llevarlas al correo. Y si eso se me hubiera ocurrido, no sabía el nombre de la niña de negro.
—¿Se llamará María, Beatriz, Cecilia, Inés?
Los nombres propios y las palabras estaban criando un sexo, una apariencia sexual, y algunos, no sé por qué razón, me parecían desnudos e indecentes. Por eso pensaba que la niña de negro debería tener nombre de flor —Rosa o Margarita, aunque fueran también nombres de quintas en Chapinero—; o llamarse simplemente María, igual que mamá —María del Carmen— que es un nombre virginal; el cristal del catecismo Astete al través del cual pasa un rayo de luz sin romperlo ni mancharlo. Y la falta de un nombre propio me desconcertaba, porque dentro de mi concepción todavía bíblica y mágica de la creación, los seres sólo existen cuando se les nombra:
«Hágase la luz, y la luz fue hecha… De la costilla de Adán Jehová hizo a Eva, su mujer… Del muslo de Jacob salieron las doce tribus de Israel…».
Y si los colores son nombres para ver: ¿por qué amaba yo a la niña de negro, blanca y negra a la vez, pálida, ojerosa y de cabellos de ébano, si detestaba el luto que me recordaba la muerte? Y es que en ella amaba lo que no me gustaba, como el color gris. El color rojo me excitaba, me apaciguaba el color azul, me desazonaba el color amarillo, me repelía el color verde, me inspiraban ternura el rosado, el crema, el marfil, el azul desteñido y el color naranja me producía cosquillas en las quijadas. El mío por la niña de negro era un amor de luto y con cenefa negra. Era un amor místico, platónico, esquemático como un dibujo al carbón en una hoja de papel, o en tiza sobre el tablero de la clase. Quien lo había despertado en mí tal vez ni siquiera había reparado en ese niño que al regresar del colegio pasaba en bicicleta delante de la ventana a la cual ella se asomaba a mirar el anuncio que decía:
Se vende este lote. Vara cuadrada, cinco centavos.
Cuando los grandes del colegio se enamoraban de alguna niña del Sagrado Corazón, la esperaban con un amigo en la esquina donde ella solía bajar del tranvía, la seguían calle arriba o calle abajo hasta dejarla en su casa, y esperaban pacientemente a que tomara onces, hiciera sus tareas y se asomara al balcón. Luego venía un confuso intercambio de señas y sonrisas.
El noviazgo se perfeccionaba durante algún veraneo cuando ella y él cogidos de la mano y caminando sobre los rieles del ferrocarril, tenían mutuamente la impresión de que si siguieran indefinidamente por allí llegarían al cielo alguna vez.
Mi caso no era el mismo, ni podía esperar la ayuda de algún amigo, pues todos los que tenía estaban enamorados de la niña de negro. Yo creo que muchos no lo estarían, pero fingían estarlo pues ahora los libros y las conversaciones de los de quinto y sexto nos habían persuadido de que para ser viril no había que apartarse desdeñosamente de las mujeres, como el año pasado, sino por el contrario acercárseles y fundirse con ellas. Naturalmente había una perfecta disparidad entre lo que yo sentía y lo que escribía sobre lo que creía sentir. Lo primero era cada vez más confuso aunque se concretaba en dos ideas diferentes: raptar a la niña cualquier noche, montarla en la barra de la bicicleta y huir con ella por la carretera adelante, hasta un lugar lejano que se perdía entre las sombras por la imposibilidad en que estaba de ponerle un nombre y representármelo en una imagen precisa. O irme yo y no desvelarme más pensando en ella, para recobrar así mi libertad perdida.
Cuando reflexionaba en estos problemas sabía que no huiría de mi casa, pues el solo pensamiento de hacerlo me producía tristeza: me veía solo, andando por los caminos con una tropa de gitanos, como el héroe de Sin familia. Y sabía que nunca sería capaz de saltar las tapias de la casa vecina, caer en el solar del lavadero, deslizarme como un ladrón en un lugar desconocido, descubrir la alcoba de la niña de negro, abrir la puerta sin hacer ruido, acercarme en punta de pies a la cama donde ella se encontraría dormida con la boca entreabierta y unas goticas de sudor en el labio, alargar una mano con los dedos extendidos para acariciarle la frente partida en dos por un mechón de pelo negro y rebelde, darle un beso en la boca…
Si en ese momento alguien me llamaba, pues la sopa estaba servida, el corazón se me salía por la boca como si me hubieran sorprendido inclinado sobre la niña de negro, listo a levantarla en los brazos. En alguna carta le había explicado mi plan, cuando me presentaba enloquecido por un amor sin esperanza, decepcionado de mujeres que me habían adorado sin que yo les correspondiera, y resuelto a matar a alguien o a morir por ella.
A veces me sonreía, ¿o creía yo que me había sonreído porque un rayo de ese sol anaranjado y diagonal de las cinco de la tarde le daba en pleno rostro y le hacía guiñar los ojos y contraer los músculos de los labios? No sabría decirlo, el rostro refleja con el mismo gesto lo que recibe de fuera y lo que exhala de adentro, una impresión o una expresión. Pero yo me llevaba en aquella sonrisa el germen de una felicidad que estallaba pocos momentos después, cuando llegaba a la casa y me subía al árbol a recitar una rima de Bécquer:
Hoy la tierra y el cielo me sonríen;
hoy llega al fondo de mi alma el sol;
hoy la he visto…, la he visto y me ha mirado…
¡Hoy creo en Dios!
Pero otras veces, cuando con la pupila vaga y ausente ni me miraba siquiera, una sombra húmeda y gris me nublaba los ojos. Aun cuando hiciera sol, y este tostara el polvo de la carretera, habría jurado que no tardaría en llover. Me mordía los labios para triturar mi tristeza y saborear mi amargura. Todo me parecía feo, inútil, sin objeto. Tardaba mucho tiempo en dormirme pues la visión de aquel rostro inerte e inexpresivo me perseguía hasta en sueños.
Un día un compañero de clase me hizo una seña misteriosa en el recreo, y cuando nos encontramos a solas en la caseta del tenis, me dijo con voz alterada por la emoción:
—¿Sí sabes que tiene novio?
—¡Es absurdo! ¡Estás loco! ¡No puede ser!
—Ayer la vi paseando por la carretera con uno de los de sexto. Yo venía del colegio pues me habían dejado castigado. ¿Te acuerdas?
Aunque una ola de rabia y de indignación me inundó el corazón, en alguna parte de mí se insinuaba una pequeña alegría. Los grandes amantes, como Werther, son unos desgraciados. Los verdaderos amores son aquellos que contraría la suerte, como los de Romeo y Julieta; o los no compartidos, como el de Dante por Beatrice; o los imaginarios, como el de don Quijote por la sin par Dulcinea. En ese momento yo era simultáneamente Werther, Romeo, Dante y don Quijote de la Mancha. Seguramente habría sentido una tremenda conmoción, semejante a la que ahora me producían la humillación y los celos, si mi amigo me hubiera dicho: «La niña de negro, a quien al fin pude conocer ayer tarde, me dijo que estaba locamente enamorada de ti y te espera esta noche para huir contigo adonde tú quieras llevarla». Ahora, a Dios gracias, mi amor sólo podría tener un sentido literario, y ante mí se abría jubilosa la perspectiva de escribir una obra maestra como El Quijote o la Divina comedia.
Pero al morir mamá, poco tiempo después, la niña de negro se deshizo en el aire como una pompa de jabón, se fundió en un cielo tierno y azul de mañana dominical que nunca volvería a ver en Santa Ana ni en ninguna otra parte.
NA TARDE, AL LLEGAR DEL COLEGIO, encontré estacionado en el callejón del jardín, ante el patio de entrada, un automóvil de alquiler. Era uno de los primeros taxis que rodaron por las calles de Bogotá. Lo conducía su propio dueño, quien desde aquella época y durante muchos años se convirtió en el maestro de varias generaciones de choferes.
ULa tarde naufragaba en una luz anaranjada y malva que presagiaba tormenta. Había un cielo desvaído y amorfo, sin una mancha azul que alegrara el espíritu. Soplaba el viento y no tardaría mucho en comenzar a llover. Era un viento frío que levantaba remolinos de polvo en la superficie pareja y amarilla de la carretera.
En la casa se respiraban una frialdad y una densidad que me oprimían el pecho y no me dejaban respirar como todos los días. ¿Por qué percibía tan agudamente esas cosas? ¿Tenía una epidermis permeable a las variaciones atmosféricas, que hacía que en mí se hubiera establecido una curiosa tabla de valores y correspondencias? ¿De valores físicos o atmosféricos, y correspondencias espirituales? A cielo azul, alegría incontenible que me estallaba en el pecho, y a cielo gris y sucio, una impresión de cansancio y de melancolía. Yo era en realidad un barómetro y la lluvia y el sol conformaban mi temperamento. ¡Ah!, ¡melancolías del adolescente que sueña con amores imposibles, con hazañas inverosímiles, con una felicidad perdida, sumergida en lo más profundo de la memoria infantil! ¡Y cómo, por una misteriosa correspondencia, ese sentimiento, mezcla de angustia ante una amenaza imprecisa y desconocida, y de vacío de algo que se evadió de nuestro corazón para siempre, aflora en nosotros cuando en medio de un cielo luminoso y tranquilo una nube imprevista tapa el sol un momento, empujada por una brisa imperceptible! Quien dijo que la adolescencia es uno de los momentos más felices de la vida, pues miente.
Decía que en la casa se respiraba un aire de tragedia, húmedo y denso, que se condensaba en el pecho como un pedazo de hielo. Mamá estaba pálida, transparente, y una mancha amarilla se coagulaba en torno de sus ojos velados de sueño. De sus labios secos y agrietados por la fiebre se escapaba un gemido. No era mamá. Era un ser extraño que en pocas horas, de la mañana a la tarde, se había alejado de mí a una incalculable distancia. Al verla tendida en la cama, ni siquiera tuve el impulso de besarla.
La llevaron en brazos hasta el taxi y se fueron con ella a Bogotá. Unas horas después nos trasladamos todos a la casa de la calle 12 porque mamá se moría.
—¿Y no pueden curarla los médicos? ¿Y la van a dejar morir?
—Van a ver qué pueden hacer por ella. Pero no se haga ilusiones, niño. Mi señora María del Carmen se va a morir como se murió mi señora Ana Rosa, como todos nos hemos de morir si Dios no dispone otra cosa —me dijeron las sirvientas en la cocina.
Tenía una oclusión intestinal producida por un cáncer y era necesario operarla inmediatamente, lo cual en Santa Ana por falta de elementos no se podía hacer. Como las que le habían practicado a mi tía Pepita y a mi tío José Miguel uno o dos años atrás, la operación se haría en la casa de la calle 12. Lo que más atormentaba a papá y preocupaba a los médicos era el que por la debilidad en que se encontraba habría que operarla sin anestesia. Abrirle el vientre y las entrañas, extirparle el tumor, desarraigar las adherencias, desinfectarla, coserla, todo eso sin dormirla a no ser que el dolor —como esperaban los médicos— le quitara el sentido.
La primera noche se fue en preparativos y en convertir el salón en sala de operaciones. Llevaron de la clínica Santa Lucía, que tenía mi tío Manuel Antonio por el barrio de Santa Bárbara, un arsenal de material quirúrgico y de medicamentos. Papa se paseaba por los corredores fumando cigarro, mordiéndose los labios y enjugándose las lágrimas. A nosotros nos arrojaban de todas partes y nos mandaban al comedor aunque ya hubiéramos comido. Yo no sentía el menor deseo de dormir a pesar de que el cuerpo se me había vuelto de lana y todo lo veía al través de una lámina opaca o un vidrio esmerilado. Fue una noche en blanco, sin un minuto de reposo.
A las nueve de la mañana llegaron los médicos y los enfermeros y trasladaron a mamá, amarilla y exánime, a la sala de operaciones. Las campanas de la Candelaria sonaron a lo lejos: ¡Tan, tan, tan…!
El tiempo se abría delante de mí, era un inmenso golfo que yo tendría que atravesar a nado, sin ver a lo lejos, en el horizonte vago y sombrío, la cresta de una montaña o la cinta amarilla de una playa desierta donde pudiera proyectar mi esperanza. Igual que en esas pesadillas turbias de angustia y de espanto, me sentía de algodón, inconsciente, y no podía avanzar en ese golfo donde el tiempo, como en el polo cubierto de hielo, se había congelado. Escapé corriendo al jardín sin tratar de sofocar los sollozos que me ahogaban. Me encaramé en el árbol del cual me había caído una vez, cuando el vuelo de Knox Martin, y me puse a rezar. Veía a papá pasearse a lo largo del caminito que bordeaba la tapia medianera, donde crecían los brevos que escalaba unos años atrás para atisbar el solar del escritor Gómez Restrepo. Papá encendía el cigarro en la colilla del que se disponía a tirar, se detenía de vez en cuando, se rascaba furiosamente la cabeza y decía cosas en voz alta que yo no le podía entender.
Yo recordaba historias macabras que le había oído contar a Mamá Toya cuando llovía a torrentes en el jardín y la rodeábamos en el cuarto de la claraboya donde remendaba las sábanas. El granizo repicaba en los cristales de la claraboya, súbitamente iluminada por algún relámpago cuyo trueno retumbaba en el patio.
—¡Santa Bárbara bendita! Aquella tarde, niños, también había granizo y tormenta, y se fue la luz porque cayó un rayo en la torre de la Candelaria.
Contaba Mamá Toya que hacía muchos años, cuando operaron a un vecino del barrio que había sido gran amigo de la casa y contertulio de mi abuela, los alaridos se escuchaban en toda la manzana.
—Mi señora Ana Rosa se encerró en su alcoba, como cuando le da el trastorno, a tomar agua de coca para calmar los nervios. Aquellos alaridos partían el alma.
—¿Y por qué gritaba, Mamá Toya?
—Le abrieron la barriga en cruz y a palo seco, como si fuera un pavo de Nochebuena… ¡Chis… chas!
—Y eso, ¿por qué?
—Los médicos son unos asesinos, aquí donde no nos oyen su tío Manuel Antonio y su papá Márquez. Cuando yo me enferme no permitan que ellos, ni nadie, me abran la barriga. ¡Nuestra Señora de Chiquinquirá me favorezca!
Otras veces Mamá Toya contaba que ella había cargado en sus brazos…
—En estos brazos, y mírenlos, para que sepan.
Y se arremangaba para dejar al descubierto unos brazos delgados, morenos, retorcidos, estriados de tendones gruesos como bejucos.
Había cargado en sus brazos a la hermana mayor de mamá, que murió en el jardín cuando jugaba a las muñecas y le cayó en la cabeza una piedra arrojada desde la casa vecina.
—Yo me encontraba a dos pasos de ella, sentada en el suelo remendando unas medias del doctor Calderón. La niña cayó de espaldas, le escurría un hilo de sangre por una oreja y puso los ojos en blanco. ¡Mataron a la niña, Virgen Santísima!, grité yo, pero ella no respondía. Cuando la cogí en los brazos y subía por el rodadero para llevarla al cuarto de vidrios donde estaba cosiendo mi señora Ana Rosa, una sombra gris le corrió por la cara, de la frente hacia la garganta, y se estremeció el angelito de la cabeza a los pies. Yo sentí, niños, que la muerte enterita me había pasado al través del cuerpo.
«Como un rayo de sol pasa al través de un cristal sin romperlo ni mancharlo».
También nos había contado Mamá Toya el extraño caso de una señora loca a quien conocíamos de vista. Vivía en una quinta de Chapinero y era parienta de mi tía Amelia Pérez. Había sido otra inocente víctima de los médicos, entre los cuales figuraban esos santos varones que eran el doctor Hoyos y el doctor Muñoz. Cuando íbamos a casa de unos parientes de la tía Amelia Pérez, en una quinta del Chapinero viejo, escalábamos la tapia medianera para atisbar el solar donde tenían encerrada a la loca. Esta no paraba de dar vueltas en torno de una pila de piedra. Tenía el pelo suelto, que le caía por la espalda hasta la cintura. Gritaba sin cesar, con voz ronca y desapacible. Decía que sentía una pinza en el estómago y debían de llamar al doctor Hoyos y al doctor Muñoz para volverlos picadillo con un palo de escoba que blandía furiosamente o descargaba sobre los restos de un pequeño jardín del cual no quedaban sino cepas destroncadas. Cuando asomados a la tapia medianera hacíamos algún ruido que llamaba la atención de la loca, esta se plantaba delante de nosotros y levantaba el rostro amarillo, arrugado, afilado, desdentado, sucio, y nos clavaba los ojos como un par de puñales. Tenía una mirada que despedía centellas. Paralizados de miedo nos dejábamos escurrir de la tapia al suelo, con las piernas flojas. Y contaba Mamá Toya que años más tarde, cuando murió la loca y le hicieron la autopsia, le encontraron en el estómago unas pinzas niqueladas que habían olvidado allí los médicos que la operaron.
—¿Se percatan de lo que son los médicos, aquí donde no nos oyen sus tíos? Pues a su tío José Miguel lo mataron… No ellos, sino otros, cuando le abrieron la barriga para sacarle unas piedras redondas, lisas, verdes, que tenía en la vejiga.
—¿Y qué se hicieron las piedras?
—Yo las tengo guardadas. Todas las noches les rezo un Padre Nuestro para que el patrón José Miguel no se tropiece con ellas cuando salga del Purgatorio y coja el camino del Cielo. Si se las hubieran dejado en la caja del cuerpo, pues por algo mi Dios se las había puesto en la vejiga, su tío José Miguel viviría todavía como las gallinas con su pepita.
A mi tía Pepita la habían martirizado bárbaramente cuando la colgaron de una escalera de tijera, como si la fueran a ahorcar, para ponerle un aparato de yeso. Finalmente —y esto lo decía bajando la voz para que sólo nosotros pudiéramos enterarnos— cuando papá Márquez no pudo curar a la hija menor de la señora alemana que era nuestra vecina, ella se volvió loca de desesperación y de rabia. En la lápida que le hizo poner en la tumba, los que sabían leer —pues Mamá Toya no sabía— podían descifrar el siguiente epitafio: «Muerta por la ignorancia de los médicos».
—Y eso lo decía una señora extranjera, no esta vieja ignorante que se crio cuidando cabras en Tipacoque.
A papá lo acompañaban por turnos, en el jardín, mis dos tíos Caballeros. Decían que la operación avanzaba con éxito, aunque tal vez duraría una media hora más. Papá consultaba el reloj, se rascaba la cabeza, pronunciaba unas palabras ininteligibles, se desesperaba. Era una fiera enjaulada que iba y venía por el camino del jardín, con el cigarro entre los dientes.
Lo más extraordinario de todo era que no se escuchaba un solo grito, uno de esos gritos desgarradores que habían levantado en vilo toda la manzana cuando operaron al vecino de que hablaba Mamá Toya. Durante la operación mamá no profirió una sola queja, ni siquiera cuando el cirujano le rasgó el vientre con el bisturí. No perdió el sentido, a pesar de lo que se esperaba. Removía continuamente los labios, que de tiempo en tiempo le humedecían con una gasa empapada. Debía rezar con fe heroica, de mártir y de santa, tal vez pidiéndole a Dios el milagro de que le conservara la vida por amor a nosotros, aunque íntimamente estaría convencida de que, desde el día en que murió la abuela, ella había comenzado a morir. Encaramado en las ramas del árbol yo también rezaba, pues si dejaba de hacerlo le bajaría de la frente a la barbilla esa sombra gris que Mamá Toya había visto correr por el rostro de la hermana mayor de mamá.
Las noticias que traían los tíos a papá eran siempre las mismas, y su único objeto debía ser el de tranquilizarlo. El tiempo se había detenido, se había cristalizado en la campana de vidrio que era el jardín. En mi pecho resucitaba el tic-tac pesado y solemne, o rápido y cantarino, o acompasado y metálico, de todos los relojes de mi abuela que habían muerto con ella cuando desapareció don Faso Plata. Detrás de los tíos venía una sirvienta con una bandeja, una botella de coñac y una copa. Había que estimular a papá, con un trago de alcohol, pues el pobre se estaba muriendo de angustia, de fatiga nerviosa y de pena.
—Menos mal —dijo alguno de ellos al descubrirme entre las ramas del árbol— que los niños no se dan cuenta de estas cosas.
Y pasaba otra hora: el cuarto, la media, los tres cuartos y las diez, y las once que caían del cielo del barrio como balas de bronce. Removían en círculos concéntricos el tiempo estancado en ese pozo de aire quieto que era el jardín. Y otra vez el cuarto, la media, los tres cuartos, las doce…
«El Ángel del Señor anunció a María…».
El campanario de la Candelaria, y el cañón que para ese efecto horario tenía el Ministerio de Guerra en las faldas de Monserrate, dieron simultáneamente doce campanadas y un cañonazo que anunciaba el mediodía.
Desde el día en que besé a mamá al pie del lecho donde agonizaba mi abuela, yo tenía el convencimiento de que ella también se iba a morir y se moriría muy pronto. Era una idea que procuraba rechazar con toda mi alma, un mal pensamiento que me asaltaba de pronto y me roía la conciencia. Se deslizaba por los resquicios de mi imaginación, y la visión de mamá muerta, tendida en el gran lecho de la abuela —no sabía por qué en ese y no en el propio suyo— me producía terror.
Yo me sentía responsable de la muerte de mamá, y si no podía exhibir méritos especiales ante Dios para justificar un milagro, confiaba en que todavía podría alcanzarlo si hipotecaba íntegramente mi porvenir. No volvería a fumar, me pondría garbanzos entre los zapatos, cuando acabara mi bachillerato entraría en el seminario y me ordenaría sacerdote, aunque no tuviera la menor vocación religiosa.
Finalmente mis tíos bajaron al jardín a contarle a papá que la operación había terminado y mamá la había soportado con una fortaleza increíble. Ahora se encontraba descansando. Me descolgué del árbol y comencé a dar saltos y volantines en el prado. Había oído decir que si mamá pasaba la terrible prueba de la operación sin anestesia, durante la cual podría morir si le flaqueaba el corazón, estaría prácticamente salvada. Y con la ayuda de Dios y sacando fuerzas no de su flaqueza corporal sino de la fortaleza de su fe religiosa, había triunfado en esa prueba.
Agotado por varias noches sin sueño y tres mortales horas de angustia, papá se acostó en una alcoba contigua a la de mamá y se quedó profundamente dormido. Encerrados en el vestíbulo, los médicos comentaban la operación. Mamá les había dado las gracias y ordenó que les llevaran café y unas copas de brandy. A nosotros nos mandaron a pasar el resto del día en casa de mis primos, los hijos de mi tío Alfredo. Cuando salíamos a la calle por el ancho y resonante zaguán, un cielo alto y azul, recién nacido, sin una nube, se columpiaba sobre la ciudad y un sol tibio y dorado iluminaba los vitrales de colores del oratorio del nuncio.
* * *
Aquellos médicos suplían con talento y buena voluntad la insuficiencia de los conocimientos de la época. Más curaba la bonhomía del doctor Hoyos que los jarabes y las píldoras que preparaba en su botica de Chapinero. Lo mejor que había en ella, en grandes bocales de vidrio que adornaban el mostrador, eran unas gomas verdes y mentoladas bajo su cubierta de azúcar. Servían para despejar la garganta cuando a alguien se le iba la voz. Muchas veces fingí ronqueras y anginas imaginarias para que me compraran las gomas del doctor Hoyos.
Pero aunque muchos de aquellos médicos todavía operaban vestidos de levita y con cuello duro de puntas vueltas, conocían no sólo la idiosincrasia del paciente sino la de la familia. Seguían su historia desde el abuelo a quien habían ayudado a bien morir hasta el nieto a quien habían ayudado a nacer, y trataban indistintamente partos o pulmonías. Apenas comenzaban a insinuarse ciertas especialidades: la pediatría, la otorrinolaringología, la cirugía. Por ejemplo, mi tío Manuel Antonio Cuéllar era oculista, y papá Márquez, a pesar de que se parecía a Landru con su gran calva y su barba negra, era pediatra. El doctor Hoyos era todavía de teclado universal, como una máquina de escribir que había traído papá de los Estados Unidos. Conocía el organismo de mamá mejor que sus anticuados libros de medicina. El conocimiento íntimo, a puerta cerrada, que tenía de las familias era ya un comienzo de diagnóstico. Lo mismo que unas son rubias y otras morenas, unas corpulentas y otras bajas de cuerpo, las hay que hereditariamente tienen pulmones débiles o malos hígados. Un día el doctor Villar, amigo de mi abuela, fue a ver a uno de mis hermanos, que había llegado del colegio con mareos y desarreglos del estómago.
—Doctor, desde hace días el niño tiene muy mal color…
—Pero dígame, mi señora, fuera de Julio —cuya señora quiero explicar, era de apellido Blanco—, ¿cuál de los Caballeros es blanco? Todos tuvieron fiebre amarilla durante la guerra civil, todos tienen un hígado perezoso. ¿Cómo quiere que estos niños no amanezcan amarillos de vez en cuando?
A mí me atiborraban de obleas recalcificantes, difíciles de tragar, inasimilables según se descubrió algunos años después. Bebí galones de aceite de hígado de bacalao cuyo solo aroma, espeso y pegajoso, me producía náuseas. No podía quejarme de dolor de cabeza sin que en ayunas, sobreaguando en un vaso de jugo de naranja, me hicieran beber sin respirar tres cucharadas soperas de aceite de ricino. Si los intestinos no se me disolvieron fue de puro milagro.
—¿Qué le damos a este niño que tiene la lengua sucia? —preguntaba mamá.
Y el doctor Hoyos me hacía sacar la lengua, por mero formulismo profesional, y contestaba:
—Ensayemos un aceitico a ver qué pasa. Debe ser cosa del hígado, mi señora.
Generalmente no me pasaba nada, pues no estaría de Dios que pasara algo, como decía Cacó, y todos quedábamos tranquilos.
Unas veces se sufría por tener el hígado chiquito, otras por tenerlo grande, unas por «perezoso», otras por demasiado activo, pero nadie en Colombia así fuera en tierra fría o en tierra caliente y hubiera estado en la guerra o se hubiera quedado en casa, tenía el hígado como era. Y las enfermedades se presentaban por generaciones: la de mi abuela padecía de trastornos en la digestión, la de papá del hígado, la mía de apendicitis, la que sigue ya padece del corazón. Seguramente, y eso lo he venido a comprobar después, yo nunca tuve nada en el hígado, pero el doctor Hoyos veía hígados por todas partes.
Más que médico, que posiblemente no lo era a la luz de los conocimientos posteriores, el doctor Hoyos era un filósofo de la medicina y principalmente un psicólogo de los enfermos. Como Hipócrates, cuyos aforismos se sabía de memoria, tenía más fe en la virtud terapéutica de las palabras que en la eficacia curativa de los medicamentos. Repetía la frase de un alópata francés cuyo nombre ya no recuerdo: «No hay enfermedades sino enfermos». Y a nadie le sorprendía que de vez en cuando se presentaran casos en que la naturaleza se negaba a reaccionar y a curar, y el enfermo moría aunque teóricamente, según el diagnóstico, la enfermedad fuera benigna.
Un domingo en la misa en el templo de Chapinero una amiga de mamá se le acercó misteriosamente, y con esa voz no espirada sino aspirada que tenían algunas señoras en la iglesia, le dijo al oído:
—La que murió anoche fue doña Fulanita. Mañana saldrá en el periódico.
—¡No me diga! Pobrecita. ¿Y de qué murió?
—Afortunadamente y a Dios gracias, no fue de nada grave.
Para el doctor Hoyos era natural que mamá padeciera de un cáncer, pues mi tía Emilia la del coto, mi tío abuelo Temístocles el del pañuelo en la quijada, mi tía Pepita y mi tío José Miguel, todos iban muriendo de cáncer por una predisposición familiar de la que sólo había logrado escapar mi abuela, que murió de vieja y cuando se cansó de vivir.
La enfermedad había sido diagnosticada muy tarde por el doctor Hoyos. Recibió un poderoso estímulo cuando mamá agotó sus reservas nerviosas durante la enfermedad y la muerte de mi abuela. Sólo la cirugía hubiera podido salvarla, pero la operaron demasiado tarde. Cuando la abrieron para extirparle el tumor encontraron —los médicos sólo contaron esto después de que ella murió— que estaba invadida por las adherencias y su caso era de aquellos que, con los elementos de que entonces se disponía, no tenía remedio. Cuando mamá enfermó a raíz de la muerte de mi abuela, tenía cuarenta y seis años de edad. Tenía treinta y ocho cuando yo hice la Primera Comunión, pero siempre vi en ella a una persona mayor que hubiera dejado de ser joven desde hacía muchos años. En cambio hasta el día en que murió permaneció idéntica a mis ojos, en un estado estacionario como si para ella no pasara el tiempo que para mí tampoco pasaba. Ni ella ni yo envejecíamos o parecíamos cambiar, y éramos igual que los bienaventurados que según Cacó y Mamá Toya viven en el Cielo de treinta y tres años, la edad de Cristo.
—No puede ser… Te digo, Cacó, que no puede ser… ¡De treinta y tres años todos seríamos viejos!
—¿Nuestro Señor le parece viejo?
—¡Viejísimo! ¿Por qué no resucitamos todos de la edad del Niño Dios?
Pero durante los pocos meses de su enfermedad, mamá envejeció rápidamente y casi de golpe. La comencé a ver más cerca de la abuela que de mí mismo. Era un extraño fenómeno. Al verla tendida en la cama, con el rostro afilado, descarnada y exangüe, yo también me sentía envejecido y a leguas de distancia del año anterior cuando tocábamos piano a cuatro manos o la oía leer en voz alta trozos del Diario de Eugénie de Guérin:
«Me gustan la nieve y su blancura, pues tienen algo de celestial, en cambio el barro, la tierra desnuda, me…».
Cuando uno o dos días después de operada me mandó llamar, la encontré tan pálida, con los ojos tan extrañamente luminosos, que me sentí cohibido. Era una persona distinta de la que yo conocía. Era alguien que había emprendido un largo viaje por tierras desconocidas y había regresado después de muchos años de ausencia. Su voz era tan tenue que apenas podía escucharla. Tenía los labios resecos y el sudor le hacía brillar las sienes que parecían embadurnadas de aceite. De su cuerpo se desprendía un vago olor a fiebre, desinfectantes y agua de Colonia.
Habló muy poco conmigo. Me preguntó si había vuelto al colegio pues acababan de pasar las vacaciones largas y las tareas comenzaban en los primeros días de febrero. Me recomendó que estudiara, tomara leche todos los días y rezara por ella.
—Cuando esté otra vez bien, volveremos a Santa Ana. Sin tu madrecita esta casa ya no me gusta.
A mí tampoco me gustaba ahora. Muerta mi abuela la casa y todos sus relojes se habían muerto con ella.
Yo tenía unos locos deseos de salir de aquella alcoba de enfermo, cuya atmósfera densa se me atragantaba. Recordaba a mi abuela tendida en su lecho de caoba, entre cuatro cirios, con la quijada sostenida por un pañuelo y los cabellos esparcidos sobre la almohada. Como me había ocurrido aquella vez venciendo ahora una repelencia interior, acerqué los labios para besarla en la frente. Se repetía, alucinante, la imagen de mi abuela: era y no era mamá, yo era y no era el mismo que hacía unos pocos meses; pero en cambio persistía idéntico el tic-tac de un reloj que se encontraba en la mesa de noche, en medio de frascos, cajas de inyecciones, imágenes y reliquias de santos. En un plato lleno de agua flotaban unas gasas que de vez en cuando alguien le llevaba a los labios.
Salí lentamente, sin darle la espalda, y ya en la puerta corrí en punta de pies para no hacer ruido, descendí por el rodadero y me acosté bocabajo en el prado a llorar sin que nadie me viera. Aunque un sol tibio y dorado me acariciaba la nuca, todo era sombrío, opaco, extraño, y el jardín me pareció odioso y repugnante por la primera vez.
A mí me gustaba morder el pasto del jardín. Había unas hierbas largas con un tallo blanco, dulce, quebradizo, con el cual hubiera podido alimentarme en una isla desierta. Las llamábamos «totes», por tener una florecita blanca, un pequeño lazo de cinta vegetal, y parecerse a los totes de maíz, o maíz tostado y reventado. Los cogollos de los rosales, tiernos y suaves, tenían un remoto sabor a miel. Había unas pequeñas hojas dentadas que eran ácidas y destemplaban los dientes. Las pajas que crecían en los potreros de la sabana, como pequeñas brochas amarillas, tenían un largo filamento blanco que se extraía sin mayor trabajo de su cápsula y era casi tan dulce como el néctar de las flores del campo.
Pero aquel día descubrí, aunque infinidad de veces lo hubiera visto antes sin observarlo, que debajo de los cespedones, en la tierra húmeda y esponjosa en que se hincaban las raíces, había un nudo de lombrices. Al aplastarlas con el dedo se enroscaban y desenroscaban rápidamente, atormentadas por la luz del sol. Y cuando levantaba algún pedazo de ladrillo o una piedra tirada en mitad del prado, descubría unos gusanos negruzcos, de torso blanco erizado de paticas rojas y minúsculas que se agitaban en busca de un sitio, de un terrón donde apoyarse. El tronco de los rosales albergaba unas «palomillas» erizadas de pelos amarillos y con un punto rojo en la cabeza. Los tallos estaban cubiertos de pulgones verdes, y entre los pétalos de las flores descubría insectos de cuerpo casi transparente, que se apoyaban en patas delgadas como pelos. Los «churruscos» eran urticantes, gruesos y negros, con mechones verdes que se erizaban cuando alguien, sin verlos, les ponía el dedo encima. Un zancudo giraba en torno de mi cabeza y de pronto, sin poderlo evitar, me introducía su trompa minúscula en el lóbulo de una oreja. No tardaba en aparecer allí un pequeño bulto rojo y ardiente que me escocía durante largo tiempo. Un escarabajo, un «cucarrón», un pequeño elefante subterráneo afloraba a dos pulgadas de mis narices, de entre un hueco redondo. Al cogerlo y apresarlo en una mano, sentía la dureza de su coraza y el porfiado esfuerzo de sus patas dentadas. Las cochinillas grises, rápidas, me producían asco, lo mismo que las babosas y las cucarachas que acampaban a la sombra del naranjo agrio.
Yo recordaba el jardín dorado por el sol, esmaltado de flores, surcado por mariposas que volaban tan lentamente que parecían aprendiendo a volar. Había «copetones» esquivos que anidaban entre los árboles, y alguna mirla blanca o un turpial escapado de alguna jaula se ponían a cantar su libertad recobrada mientras José Fuentes o Ismael les ponían trampas y los volvían a coger. Y había «matapiojos» —don Pablo Vila los llamaría libélulas— que llevaban la buena suerte en sus alas tornasoladas y transparentes. Ahora el jardín se había convertido en un pequeño círculo infernal, poblado de insectos venenosos, gusanos repugnantes, lombrices ciegas y escarabajos que pugnaban por abrir un túnel en la palma de mi mano. Y la hierba dejaba manchas húmedas y verdosas en los codos de mi traje, y un olor desapacible, a tierra y agua estancada, en las yemas de los dedos.
Bajo la epidermis suave y tibia de mamá se incubaba el escorpión de un cáncer, lo mismo que debajo de un manojo de hierba verde y fresca se encontraba un nido de lombrices o de gusanos.
—Rece por ella —me dijo Cacó acariciándome la nuca—. ¡Todavía Dios puede hacer un milagro!
Pero yo sabía que mamá no se levantaría más, ni habría milagro que pudiera curarla. Todo, como el jardín, era ciego y estúpido. ¿Podría decir, tirado bocarriba en el prado, con los ojos cerrados, ardientes, quemados por las lágrimas, que algo se había quebrado dentro de mí? Sentía, más que pensaba, que ya no era posible el milagro. Sin embargo, todavía lo esperaba, no por mis méritos sino por los que tenía mamá. Si ella no lo merecía, ¿quién en el mundo lo podría merecer?
Poseído de una cólera que no tenía cómo ni contra quién expresarse, me puse a aplastar los gusanos, las lombrices y los «cucarrones» como si fueran mis enemigos mortales. Al cabo de un rato cerré otra vez los ojos que me ardían con el sol y me tiré bocabajo en el prado. ¡Mamá se muere, mamá se va a morir!, me decía a mí mismo y abrazado a Cacó, que lloraba también, me puse a llorar como un loco.
* * *
El día siguiente al de la operación mamá amaneció tranquila, sin dolores, después de unas breves horas de sueño. Pidió una taza de caldo y tomó unas cuantas cucharadas. Estaba cubierta de reliquias de santos y para levantarle el ánimo mis tías le hacían el relato de curas maravillosas que habían leído en alguna revista piadosa.
Lo más importante es que Dios ilumine a los médicos. Cuando Santa Teresa se encontraba a la cabecera de algún enfermo, al ver entrar a los médicos decía: «El enfermo se morirá», y el pobre se moría sin remedio. La santa había visto entrar al médico con una venda en los ojos. En cambio cuando lo veía con el rostro descubierto, la santa decía: «El enfermo se curará», y se curaba el enfermo.
Santa Teresa no dice nada semejante en ninguna de las obras escritas de su puño y letra, pero aquel día todos estábamos dispuestos a creer que mamá se había salvado. Cuando los médicos entraron a examinarla, los vimos con la cara descubierta y sin venda en los ojos. En realidad la encontraron mejor. Cambiaron unas palabras con ella y dejaron sus instrucciones para la noche que venía.
Yo respiré tranquilo. Por lo demás, estaba dispuesto a creer cualquier cosa, por inverosímil que fuera, que se relacionara con la curación de mamá. Entre el mundo de los hechos reales, sujetos a las leyes de la naturaleza —la geometría, la química, la física, la astronomía— y el de las posibilidades insólitas y la excepción a la regla —el milagro, la magia, el sueño— admitía una coexistencia que la gente mayor parecía aceptar sólo dentro de ciertas limitaciones. Los padres candelarios, que venían al oratorio a rezar por mamá, creían en el milagro en abstracto, como una probabilidad en las manos de Dios; y yo iba más lejos que ellos pues creía en el milagro en concreto y personal, que en el caso de mamá debería consistir en que al otro día ella amaneciera fuerte, lozana, curada radicalmente y como si nunca hubiera tenido nada. Mi fe en el milagro era verdaderamente la fe, en tanto que la de las gentes mayores, vacilante, intermitente, condicional, era apenas una esperanza en la fe.
Cuando me restablecí de un tifo que me tuvo a las puertas de la muerte, y del cual recuerdo la barba negra de papá Márquez y la barba gris del doctor Machado que me hacían cosquillas cuando al examinarme ponían la oreja en mi pecho o en mis espaldas; o cuando escapé de que me cortaran una mano por la mordedura del maco, yo sabía que la convalecencia es uno de los estados más agradables del mundo. Los ojos lo miran todo como si lo vieran por primera vez, como si Dios lo hubiera acabado de crear con el solo fin de que lo vieran los míos. Sentía correr la sangre en las arterias. En mí luchaban el deseo de levantarme de la cama y salir al jardín para aspirar por todos los poros la caricia del sol, y la complacencia de encontrarme todavía acostado en la cama, entre las cobijas, con los ojos entornados y una agradable sensación de debilidad. Veía la muerte, la fiebre, el delirio, el dolor, muy lejos y detrás de mí, a una distancia inconmensurable. En cambio, mi propia vida era una sustancia tangible que hubiera podido coger y acariciar con mis manos.
Se volvieron a escuchar conversaciones en voz alta y sobre temas distintos a la enfermedad de mamá. Reíamos otra vez, sin tener la penosa impresión de estar cometiendo un delito. El tiempo, represado los días anteriores, fluía ahora rápidamente y me parecía oírlo cantar en las escalas que, en la casa vecina, algún aprendiz de pianista tocaba con dedos todavía inexpertos y vacilantes:
Do, re, mi, fa, sol, la, si, do… Do, si, la, sol, fa, mi, re, do.
Engañado por los ojos brillantes de mamá, por el leve carmín que animaba sus mejillas y su frente, por el optimismo que reinaba en la casa, papá resolvió ir a la peluquería de los Cortés y mis tías a la iglesia de la Candelaria para empezar una novena a un nuevo santo milagroso. Yo bajé al jardín, subí a la araucaria y me puse a urdir maravillosas aventuras con la niña de negro. Con la ilusión de la mejoría de mamá, había recobrado mi libertad de pensamiento, pero lo sujetaba otra vez a ese embeleco amoroso.
Una cosa es convalecer y detenerse un momento la vida a tomar impulso y dar un salto hacia adelante, y otra muy distinta esa súbita mejoría, ese pasajero verdor antes de sumergirse en la muerte. Sólo el enfermo sabe distinguir entre esos dos estados en apariencia idénticos y en el fondo contradictorios, cuyos síntomas, para el extraño, son exactamente los mismos. La convalecencia es sentirse renacer, mientras que la pasajera mejoría que precede a la muerte es sólo una pausa para mirar atrás, antes de cerrar los ojos y precipitarse en el vacío.
El cáncer que devoraba a mamá, después de una corta tregua, la mordió en otra parte y con más fuerza. Ya no había la menor esperanza pues la postración y la debilidad en que se encontraba no permitían una nueva intervención quirúrgica para desatar una nueva oclusión intestinal. A los médicos sólo les preocupaba economizarle padecimientos, aunque ella quería a todo trance mantenerse lúcida y morir en sus cinco sentidos. Más que nada en el mundo le preocupábamos nosotros. Con una fe inquebrantable que dulcificó la amargura de los últimos momentos, creía que algún día nos reuniríamos en el Cielo, un cuarto de vidrios inmenso y luminoso —así lo imaginaba yo— con el Dios Padre sentado como en vida lo hacía mi abuela, sobre una pierna doblada.
Yo flotaba entre dos aguas y mamá lo sabía. Ni me hundía hasta el fondo, ni ascendía hasta la superficie para sacar la cabeza. Desconcertado y abandonado a mí mismo cuando ella desapareciera de este mundo, tendría que aprender solo a convertirme en un hombre. A los trece y los catorce años franqueaba un abismo, a tientas en una cuerda floja. Lo que más me atormentaba no era el pensamiento de lo que mamá iría a encontrar en la otra vida, más allá de la muerte: siendo una santa, no podría encontrar sino el Cielo. Era la muerte en sí lo que me llenaba de angustia cuando arrodillado a los pies de la cama donde ella moría, imaginaba que debería estar sintiendo un desgarramiento interior tan doloroso que le arrancaba la vida. Debía ser un dolor que la mataba, aunque quienes rodeábamos su lecho no percibiéramos signos ni apariencias de dolor en ese cuerpo inerte que se enfriaba poco a poco e inflaba el pecho de vez en cuando emitiendo un extraño ronquido con la garganta. Confusamente percibía yo que morir no es irse de este mundo a otro mundo, «a la otra vida», como se oye decir con frecuencia y con palabras que de tanto repetirlas han acabado por perder su sentido. Morir debía ser quedarse anclado en un momento preciso. Por ejemplo yo había seguido andando, viviendo, y mi abuela se había quedado y rezagado cada vez más lejos. Percibía esta idea cada día con mayor claridad, a medida que la imagen de la abuela se me esfumaba en el tiempo. «Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, buen señor esta te escribo», era un fragmento de romance que citaba don Quijote cuando se iba a morir. Pero esto no es así, pensaba yo. Morir no es montarse sino desmontarse.
Una madrugada me despertaron para decirme que mamá estaba acabando. Cuando entré en la alcoba, me sorprendió que apenas abultara en el lecho. Casi no respiraba. Sus ojos miraban más allá de lo que tenían delante, por lo cual, aunque me hubiera arrodillado al pie de ella, estaba seguro de que no me veía. Por la boca entreabierta se escapaba ese ruido atroz, ese estertor que había escuchado por primera vez en la alcoba de mi abuela cuando ella se iba a morir. Yo tiritaba como si tuviera fiebre. El rostro me ardía pero sentía helado todo el cuerpo. Un padre candelario rezaba en voz alta las oraciones de los agonizantes, macabras y terribles, capaces de matar a cualquiera. Me parecía cruel que a mamá, que se estaba muriendo, para despedirla de este mundo tuvieran que recordarle que se iba a morir y a convertir en cenizas.
Tímidamente puse una mano sobre una mano de mamá, pero la sentí tan fría que tuve miedo. Era tocar la piel de esa serpiente helada que se desliza sin ruido y debe ser la muerte. Los sollozos me ahogaban y una cortina de lágrimas me nublaba los ojos. Sin embargo pude percibir el momento exacto en que se paró de golpe una leve palpitación que le veía en la garganta. Una sombra le descendió de la frente, velándole todo el rostro. Me estremecí de pies a cabeza. Hubiera querido desaparecer y morir simultáneamente con ella, pero en realidad esa madrugada nací otra vez.
De tarde en tarde me aparece en sueños el ángel de bronce del patio de mi abuela, o flota en mi memoria el cadáver del niño que fui yo y que ocasionalmente resucita, pues en el mundo infantil nada ni nadie muere absolutamente del todo.