Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Davis, Wade, 1953-, autor
El río : exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica / Wade Davis ; traducción de Nicolás Suescún ; presentación, Claudia Steiner. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2018.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (18,7 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Antropología / Biblioteca Nacional de Colombia)
Incluye índice alfabético.
ISBN 978-958-5419-78-0
1. Schultes, Richard Evans, 1915-2001 - Viaje - Amazonas (Región) - Relatos personales 2. Plowman, Timothy – Viaje - Amazonas (Región) - Relatos personales 3. Etnobotánica - Amazonas (Región) 4. Indígenas del Amazonas - Vida social y costumbres 5. Amazonas (Región) - Descubrimiento y exploraciones 6. Libro digital I. Suescún, Nicolás, 1937-2017, traductor II. Steiner, Claudia, autor de introducción III. Título IV. Serie
CDD: 581.63098616 ed. 23 |
CO-BoBN– a1018208 |
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ISBN: 978-958-5419-78-0
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© Wade Davis
© 2017, Editorial Planeta Colombiana, S. A.
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Claudia Steiner
Material digital de acceso y descarga gratuitos con fines didácticos y culturales, principalmente dirigido a los usuarios de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de Colombia. Esta publicación no puede ser reproducida, total o parcialmente con ánimo de lucro, en ninguna forma ni por ningún medio, sin la autorización expresa para ello.
+EL RÍO RECORRE LOS PASOS del famoso etnobotánico Richard Evans Schultes, cuando, como un explorador solitario, y siguiendo el camino del botánico del siglo XIX, Richard Spruce, emprendió la búsqueda de la sabiduría ancestral de los indígenas del Amazonas y de sus plantas psicotrópicas. Gracias en parte a sus viajes y a sus investigaciones, la etnobotánica se convirtió en una disciplina fundamental para el estudio de las plantas y su relación con las culturas. Schultes llegó a Colombia en 1941 y durante doce años investigó acerca del significado y el simbolismo que para las poblaciones indígenas del Amazonas y de la Sierra Nevada de Santa Marta tienen ciertas plantas, en especial la coca y el yagé.
+Wade Davis le rinde en este libro un homenaje a quien fue su maestro y mentor en Harvard. ¿Qué mejor reconocimiento que hacer el mismo recorrido del maestro con uno de sus alumnos más brillantes, Tim Plowman, y años más tarde escribir este libro imaginando lo que Schultes pensó y sintió durante su aventura etnobotánica? El libro comienza en una finca en las afueras de Medellín, desde donde Davis, aun joven estudiante, emprendió un viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta, y termina con su experiencia en el Vaupés con el yagé. En la Sierra Nevada se encontró, por recomendación del maestro, con Plowman. Durante quince meses, entre 1974 y 1975, viajaron «inspirados por el espíritu de Schultes» por varias regiones del país aprendiendo sobre una de sus grandes pasiones: las plantas alucinógenas. Al igual que el de casi todos los viajeros de “lo exótico” o que el de personajes de novela, el recorrido de Davis es también un encuentro con él mismo. Quizás por su interés en ese tipo de plantas y por la época en que emprenden el viaje, el libro logra su mayor riqueza por la empatía que genera entre una generación que recorrió el país en busca de identidad y de aventuras antes de que la guerra lo hiciera imposible. Esos recuerdos sin duda producen nostalgia, la misma que les transmitimos a nuestros hijos y estudiantes, quienes hoy en día, afortunadamente, vuelven a recorrer el país. Así como Schultes siguió a Spruce, y Davis y Plowman siguieron a Schultes, hoy los nuevos viajeros siguen los pasos y las historias llenas de color y de exotismo que narra Davis. Esta vez con cámaras de cine que muestran el Amazonas, no sólo a los nostálgicos de los años setenta, sino a un mundo globalizado que se encanta con las historias de películas como Apaporis o El Abrazo de la serpiente, inspiradas por El río.
+Es quizá el tono generacional del libro lo que convierte a la narración en un viaje acelerado en el que la adrenalina aumenta en cada página. Es como ver una película, una road movie, pero navegando por el Amazonas, en la que las descripciones de Davis nos llevan, como en una montaña rusa, a un viaje fantástico al reino vegetal a través de imágenes que pasan a mil y que de pronto se detienen, ya sea para mirar una flor o para escribirle un poema de amor a una planta. Pero también a veces es capaz de desacelerar su paso para hablar de la historia de los grupos indígenas, de sus culturas, y de la vida en el río. El manejo que hace de tan diversos temas y de los tiempos del río, que convierten a la del Amazonas (y de paso a la de Schultes) en una historia mítica para una novela de la naturaleza y de la cultura, resalta la gran capacidad de Davis como investigador. El es antropólogo, etnobotánico, explorador y periodista, credenciales que quizás son las que le permiten darse el lujo de publicar un libro en el que a través de una narrativa a ratos sensacionalista, sin ningún temor a los adjetivos ni a los superlativos, llena de «momentos cruciales», «epifanías» y de «misterios» logra llevar a los lectores a un recorrido lleno de sorpresas. Sin duda hizo juiciosamente las lecturas y las entrevistas que le ayudaron a entender el pasado de las regiones y de las comunidades del Amazonas: leyó a los cronistas, a los viajeros, a algunos antropólogos y botánicos, así como a los historiadores. Pero, sobre todo, tuvo la suerte de tener acceso a los archivos de Schultes, tanto a los personales como a los documentos del Museo de Harvard.
+Davis es un buen escritor, con una capacidad enorme de manejar en un solo libro varios géneros literarios. Por momentos no es claro si es una novela, un libro académico, una biografía, una narración periodística o una historia de aventuras de viajeros. Esto seguramente es lo que ha hecho que el libro sea un best seller, ya que logra satisfacer el gusto de la mayoría de lectores. Con su prosa poderosa construye una aventura en la que hay un héroe, Schultes, un paraíso que podría perderse, el Amazonas, y dos jóvenes viajeros con un amor sincero por la botánica, Davis y Plowman. Por si fuera poco, hay también una historia de amor. Pero no una cualquiera: es una historia de amor por las plantas. Con declaraciones que, si bien son bastante floridas, logran también ser sinceramente conmovedoras.
+Mucha agua ha corrido desde que el libro de Wade Davis fue traducido (de manera excelente) al español en 2001. En poco tiempo su legión de admiradores creció como la corriente del río Amazonas que él describe. Ambientalistas, documentalistas, cineastas, viajeros y hasta el presidente de la República, quien le otorgó la nacionalidad colombiana en 2018, se han dejado seducir por un libro que sin duda lo merece. De la misma manera en que Davis se merece el reconocimiento de haberles mostrado su percepción del Amazonas y de Schultes a lectores nostálgicos y a una nueva generación en busca de paraísos por salvar.
+CLAUDIA STEINER
+Esta presentación toma algunas partes de la amplia reseña escrita en 2002. Ver:
+Steiner, Claudia. «Un thriller etnobotánico». Artículo reseña del libro El río de Wade Davis. En: El Malpensante, n.º 40. Agosto, 2002
+EL RÍO ES LA HISTORIA DE un hombre maravilloso, Richard Evans Schultes, y de un país que le permitió ser grande, Colombia. Siendo un joven estudiante, sucumbí al encanto de ambos y siempre he pensado en este libro como una carta, una carta muy larga sin duda, de gratitud y afecto hacia un profesor y consejero inspirado, y las montañas, ríos, selvas y gentes de una tierra que no tiene igual en su belleza y diversidad, pasiones y potencial.
+Cuando concebí por primera vez El río, hace unos treinta años, no imaginé que el proyecto consumiría seis años de lo que entonces era una vida joven. El profesor Schultes no llevaba un diario de campo y era necesario reconstruir sus experiencias de más de trece años en el Amazonas colombiano a partir de una miríada de fuentes de archivo y otras más oscuras. El esfuerzo de investigación era prodigioso. Pero solamente con una total comprensión del material histórico, fundida como piedra en mi mente, sentí la confianza para comenzar el lento proceso de ponerlo en sílabas, palabras, oraciones, párrafos y páginas.
+Siendo su alumno, sentía curiosidad y a la vez algo de preocupación por la forma en que Schultes —el erudito y científico— recibiría el libro cuando finalmente fuese publicado. Había decidido, por ejemplo, alivianar una narrativa larga e intensa agregando diálogos en ciertos pasajes, sin descartar los capítulos estrictamente biográficos sobre sus primeros años. Aunque obviamente no fui testigo de tales conversaciones, fui extremadamente cuidadoso en darles autenticidad. Me cercioré, por ejemplo, de que cada reunión se hubiera dado. Conocía la agenda, las personalidades, el resultado e incluso la hora en la cual cada una se había llevado a cabo, de manera que podía describir con cierta exactitud el tono de la luz dentro de la habitación. No obstante, me preocupaba su opinión sobre el uso de recursos evidentemente ficticios.
+Resultó ser que, para el profesor Schultes, estos diálogos, y de hecho el libro mismo, adquirieron una especie de realidad mágica. Según su esposa Dorothy, en sus últimos años mantuvo el libro en su mesa de noche y, cuando se desvelaba en la noche, lo abría en una página al azar y leía sobre su vida. Poco antes de morir, me preguntó señalando un cierto diálogo en el texto: «¿Alguna vez te conté lo que me dijo la señora Bedard cuando la conocí en 1943? ¡Mira, aquí está!».
+Eso me divertía y resultaba muy conmovedor. Al fin y al cabo, estaba frente al hombre que había hecho posible mi vida. Ahora el libro se había convertido en su vida. Su vida se había convertido en mi imaginación y mi imaginación en un respiro que le brindaba nuevo contenido y mayor significado a la vida de un anciano que se desvanecía con lentitud, como inevitablemente sucede a las personas mayores.
+Hoy, dieciséis años después de su muerte a los 86 años en una mañana de primavera, el 10 de abril de 2001, Richard Evans Schultes es justamente reconocido como el más importante explorador de la flora amazónica en el siglo xx. En una carrera que abarcó siete décadas y llevó a la publicación de diez libros y 496 artículos científicos, viajó a los lugares más remotos de un continente desconocido e hizo unas 30.000 recolecciones, en conjunto más de 250.000 especímenes botánicos que distribuyó como regalos a herbarios en todo el mundo. Describió el uso medicinal de más de 2000 plantas hasta entonces desconocidas para la ciencia. Unas 120 especies llevan su nombre, incluyendo una planta para tratar úlceras y otra para curar la conjuntivitis. Hay una cucaracha nombrada en su honor; también una montaña y 2.2 millones de acres de selva protegida. Mucho antes de que fuera políticamente aceptado, habló en favor del derecho de los indígenas a utilizar sus medicinas en el contexto sagrado, a vivir libremente en sus tierras, a tener sus creencias religiosas y buscar su propio camino hacia el futuro. Antes de que la mayoría de la gente supiera el significado de la palabra ‘selva’ o los estadounidenses conocieran la localización del Amazonas, Schultes advirtió que estaba en peligro y, más grave aún, que los pueblos indígenas y su conocimiento transcendental estaban desapareciendo más rápidamente que las plantas y los bosques que tan bien entendían.
+En diciembre de 1983, el entonces presidente colombiano Belisario Betancur concedió a Schultes la Cruz de Boyacá, la mayor condecoración civil en Colombia. La mención elogió a Schultes por su contribución a revitalizar la investigación en ciencias naturales en el país. Lo describió como un erudito cuyo «conocimiento y buena voluntad han estado siempre al servicio del espíritu de la ciencia en este período de crudo materialismo. Los hombres como usted han exaltado los humildes productos de la mente humana y de la obra de Dios. Usted ha magnificado el valor de la humanidad». Schultes apreció profundamente este gesto y se sintió muy honrado como científico extranjero seleccionado por Colombia para tal reconocimiento.
+Pero un premio posiblemente mayor fue el que recibió de manera indirecta durante la subsecuente administración de Virgilio Barco. Porque fue el presidente Barco quien, siguiendo la recomendación de su director de Asuntos Indígenas, el antropólogo Martin von Hildebrand, a lo largo de cuatro años entregó a sus dueños legítimos, los pueblos indígenas de la Amazonía colombiana, título de propiedad sobre más de 246.000 kilómetros cuadrados de selva, un área casi el doble de grande que Inglaterra. Esos derechos, registrados en la Constitución de 1991, reconocían las contribuciones de los pueblos indígenas al patrimonio nacional y liberaban a los habitantes de la selva para buscar su propio camino en todo lo relacionado con la salud, educación y la vida ceremonial. Nunca antes se había propuesto nada como eso y aún menos implementado por parte de un Estado. Colombia, para su gran crédito, fijó un precedente para el mundo entero con estas políticas liberales y progresistas que ya han dado lugar a una revitalización y renacimiento de culturas que habrían asombrado y encantado a Schultes.
+Cuando viajé por primera vez en Colombia —las aventuras y desventuras narradas en este libro—, en lugares como el Vaupés, por ejemplo, la sensación de que alguna vez había ocurrido algo notable seguía intacta, pero a la vez era evidente que el mundo de la vida indígena que Schultes había conocido ya no existía y que incluso lo que quedaba de las ricas culturas de la región estaba destinado a desaparecer en el curso de nuestra vida. Cuando le dije a la familia que me acogió en Bogotá en 1974 que planeaba un viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta, la matriarca me preguntó por qué querría rebajarme viviendo en ese lugar y con esa gente. Hoy, los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta se han convertido en un símbolo de continuidad y paz para el país e incluso para el mundo entero. Tras posesionarse, los seis últimos presidentes colombianos han viajado a la Sierra a rendir homenaje a los Mamos.
+En enero de 2009, regresé al Vaupés con Martin von Hildebrand y volamos durante cuatro horas sobre la Amazonía colombiana. Vi por primera vez lugares que tan solo había imaginado al escribir El río, todos esos increíblemente hermosos ríos y montañas que habían acogido e inspirado a Schultes: el Apaporis y el Papuri, las cataratas de Jirijirimo, la cumbre de cerro Campana, las inolvidables altiplanicies de Chiribiquete y la meseta que lleva su nombre, Mesa Schultesiana.
+Pasamos casi un mes en el río Piraparaná y, con autorización de los Barasana, Makuna, Tatuyos y otros pueblos ribereños, visitamos lugares sagrados y asistimos a celebraciones y bailes rituales que fueron, sin duda, tan impactantes en su rigor espiritual y tan potentes y significativos en su elaboración como cualquiera en la historia, en tiempos de Schultes o antes. Eran un gran complejo de culturas indígenas, cada una excepcionalmente inspirada, que se habían rehusado a desaparecer. Lo que sí había dejado de existir en los treinta y cinco años transcurridos desde mi primera visita eran los misionarios y los comerciantes de caucho. Los pueblos indígenas no se habían detenido en el tiempo. Después de todo, el cambio es la única constante en la cultura. Pero gracias al poder que les otorgaban las leyes nacionales que reconocían la propiedad de sus tierras ancestrales y honrados por el Estado, habían tenido la libertad de elegir los componentes de sus propias vidas. Al recorrer el sendero de sus ancestros, al convertirse en sus antepasados durante las transformaciones rituales, establecieron su legítimo derecho a lo que siempre han sido: los verdaderos custodios de la selva. Que un Estado —en este caso Colombia— fomentara ese proceso representa una reorientación de prioridades no sólo histórica en su significado, sino también profundamente esperanzadora en su promesa.
+Para terminar, quisiera cerrar con unas palabras de agradecimiento. Siempre es una alegría para un autor el que su libro encuentre una nueva vida. Pero me enorgullece de manera especial esta nueva edición en español porque en realidad este libro ya no es mío. Pertenece a un extraordinario escritor y poeta colombiano, el difunto Nicolás Suescún, que dejó de lado su propio trabajo para traducir el texto y hacerlo de forma tan elegante que transformó el lenguaje en algo del todo nuevo, sin dejar de ser absolutamente leal a la narrativa original. Lamentablemente, después de una larga enfermedad, Nicolás murió en 2017 dejando El río como una pequeña porción de su extraordinaria herencia intelectual y literaria. Lo recuerdo con inmensa gratitud, al igual que agradezco a mi amigo Felipe Escobar, sin cuya ayuda y apoyo El río tal vez nunca se habría publicado en Colombia.
+También siento que El río pertenece, de manera inesperada y misteriosa, a los jóvenes de Colombia, toda una generación, quizás dos ahora, que, como la nación misma, no ha merecido los estragos de estos últimos años. Cuando era un estudiante joven, tenía la libertad de viajar a cualquier lugar. Y en todas partes en Colombia, desde Chocó al Putumayo, desde el Cauca hasta la costa del Magdalena, desde los Llanos al Amazonas, siempre me encontré en situaciones donde el calor humano y la gentileza irradiaban de gente particularmente intensa, con una pasión por la vida y una tranquila aceptación de la fragilidad del espíritu humano. Algunos viajeros con los que me topé en el camino extrañaban su hogar. Yo sentía, en cambio, que finalmente lo había encontrado.
+Durante los últimos cuarenta años, Colombia —un país que defino como una tierra de colores y cariño— ha sufrido un conflicto brutal que ha dejado 250.000 muertos y siete millones de desplazados. Todas las familias han sufrido pero en una nación de 48 millones de habitantes, el número de combatientes reales —incluyendo militares, guerrilleros y paramilitares— nunca superó los 200.000. La gran mayoría de los colombianos han sido víctimas inocentes de una guerra alimentada casi exclusivamente por los beneficios del comercio de cocaína. Sin cocaína, la lucha revolucionaria de las guerrillas izquierdistas se habría apagado hace generaciones, y las sangrientas fuerzas paramilitares tal vez nunca habrían existido. La responsabilidad de las agonías de Colombia recae en buena medida en cada persona que ha comprado cocaína en la calle y en cada nación extranjera que ha hecho posible el mercado ilícito al prohibir la droga sin hacer nada serio por controlar su uso. Un claro testimonio de la fortaleza y resiliencia del pueblo colombiano es que, durante todos estos años tan difíciles, la nación ha mantenido la sociedad civil y la democracia, fortalecido su economía, reverdecido sus ciudades, creado millones de acres de parques nacionales y buscado una restitución significativa para numerosas culturas indígenas.
+Cuando salió la tercera edición de El río en 2009, Colombia seguía siendo una nación en guerra y extensas zonas del país continuaban vedadas para los ciudadanos normales. En el prefacio a esa edición expresé «mi esperanza ferviente de que un día todos los jóvenes colombianos tengan la libertad de viajar sin miedo, como lo hice yo, por todos los senderos y quebradas del bosque, todas las montañas y páramos, las empinadas pendientes de la Macarena y hasta el mismo corazón de la selva del Amazonas. Ese momento llegará. Mientras tanto, espero que este libro logre inspirar algunos planes de viaje, que se convierta en un mapa de sueños».
+Afortunadamente ese momento al fin ha llegado. La firma de los acuerdos de paz en Cartagena el 26 de septiembre de 2016 envió el poderoso mensaje a todas las naciones de que, mientras el mundo está desintegrándose, Colombia se está reencontrando. Será un lento y largo proceso de reconciliación y redención. Para que la nación cure, los colombianos tendrán que encontrar una vía al perdón, sin dejar de honrar la memoria de los seres queridos que han sido tan cruel e injustamente privados de la vida. La guerra es fácil. La paz será difícil. Pero trae con ella posibilidades ilimitadas. Hoy, dos generaciones de jóvenes colombianos forzados a huir del conflicto están regresando de Nueva York, Londres, París y Madrid, con habilidades altamente desarrolladas en todos los campos, poniendo a su país al borde de un renacimiento económico, cultural e intelectual nunca antes visto en América Latina. Dentro del país mismo también hay millones de personas en movimiento; algunos desplazados por la violencia están regresando a sus casas, mientras que otros andan como peregrinos, buscando familiares y nuevos empleos para rehacer sus vidas. Sólo en 2016, veinte millones de colombianos, o sea casi la mitad de la población, viajaron dentro del país.
+Mientras cantidades de hombres y mujeres, de Valledupar a Pasto, de Manizales a Mocoa, de Bucaramanga y Buenaventura a Barrancabermeja, Cali, Medellín y Bogotá, se sienten hoy en plena libertad para descubrir su propia tierra, Colombia entera está despertando al darse cuenta de que muchas regiones del país, aisladas por años de guerra, se salvaron milagrosamente de los estragos del desarrollo industrial. Este quizás sea el verdadero fruto de la paz: la oportunidad para que la nación decida consciente y deliberadamente el destino de su mayor activo, la tierra misma, como también el de sus bosques, ríos, lagos, montañas y arroyos. Mientras que las selvas de Ecuador, por citar sólo un ejemplo, han sido completamente transformadas desde 1975 debido a la exploración de petróleo y gas, la colonización y la deforestación, la Amazonía colombiana sigue siendo un territorio de bosques vírgenes, libre de carreteras, tan grande como Francia. Las decisiones que tome hoy Colombia sobre el destino de sus tierras salvajes contarán con la sabiduría ancestral de los indígenas y décadas de conocimiento científico; en la actualidad hay una conciencia colectiva sobre la importancia de la diversidad biológica y cultural que hace años, cuando se selló el destino de las selvas del Ecuador, simplemente no existía. Pocas veces tiene un país la oportunidad histórica de imaginar y replantear su futuro, y de protegerse de los efectos negativos de las fuerzas industriales que han devastado gran parte del mundo en el último medio siglo.
+Invito a todos mis amigos, a la gente buena y maravillosa de Colombia, a que tengan presente lo que me compartió hace poco a orillas del río Don Diego el mamo Camilo, un viejo amigo, líder espiritual del pueblo Arhuaco: «La paz no tiene sentido si es solo una excusa para que las partes del conflicto se unan para seguir en guerra contra la naturaleza. Ha llegado el momento de hacer las paces con el mundo natural».
+WADE DAVIS Noviembre de 2017
+LA IDEA DE ESTE LIBRO SURGIÓ en un momento de gran tristeza. A Timothy Plowman lo adornaban la generosidad, la bondad, la modestia y el honor, y su prematura muerte de sida, el 7 de enero de 1989, truncó una carrera inmensamente prometedora. Excelente etnobiólogo con una asombrosa habilidad para ganarse la aceptación y la confianza de los indígenas, era un estudioso de extraordinaria profundidad y uno de los mejores exploradores botánicos amazónicos de su generación. De ello no cabía la menor duda, pues era el protegido de Richard Evans Schultes, el mayor de todos los etnobiólogos, un hombre cuyas propias expediciones, una generación antes, habían hecho que se ganara un sitio en la pléyade de Charles Darwin, Alfred Rusell Wallace, Henry Bates y su propio héroe, el infatigable botánico y explorador inglés Richard Spruce.
+Semana y media después de la muerte de Tim se llevó a cabo una ceremonia conmemorativa en el Museo Field de Historia Natural de Chicago. También Schultes estaba en esos días gravemente enfermo, y aunque Tim había sido como un hijo para él, el viejo profesor no pudo asistir a la ceremonia. En su lugar envió una grabación y a mí me correspondió pronunciar el panegírico. Yo también había sido estudiante de Schultes, y Tim, aunque diez años mayor que yo, era mi amigo íntimo. Durante más de un año habíamos viajado juntos, vivido con una docena de tribus, recogido plantas medicinales y estudiado la coca, la fuente de la cocaína. En expediciones a lo largo y ancho de América del Sur, Tim me introdujo a la maravilla de la etnobiología y a una vida de exploración y aventuras que colmó mis sueños juveniles.
+La muerte de Tim fue especialmente difícil para Schultes, quien, en su sabiduría, entendió que el estudiante era tan importante como el maestro en el linaje del conocimiento. Las personas en la capilla, botánicos y amigos, se sentaron silenciosas a medida que los altavoces emitían su voz fatigada. Terminó con los famosos versos de Hamlet: «Ahora se rompe un noble corazón. Buenas noches, dulce príncipe, y que coros de ángeles te lleven cantando a tu reposo». Fue entonces cuando, de pie en el podio, decidí escribir un libro que contara la historia de estos dos hombres notables.
+Desde el principio supe que era incapaz de escribir una biografía rigurosa. Un biógrafo propiamente dicho, según dicen, debe ser un concienzudo enemigo del sujeto, y yo era demasiado cercano a ambos como para llenar esa condición. El caso de Schultes era especialmente complejo. No era un hombre que hubiera caracterizado a una época; era un individuo que había escapado de las restricciones de su propio tiempo para vivir de lleno la maravilla de una tierra exótica en un momento crucial de cambio. Su vida como explorador botánico, la selva que lo acogió, los pueblos indígenas y su extraordinario conocimiento de las plantas eran todos temas obligatorios. Me interesaban menos sus años de formación o sus experiencias posteriores como profesor de Harvard cuando, siendo la mayor autoridad sobre plantas alucinógenas, desencadenó con sus descubrimientos la era psicodélica. Deseaba concentrarme no sólo en el hombre sino en la gente y lugares que lo habían hecho grande, y en los enormes cambios que tuvieron lugar en el Amazonas durante décadas desde que él cayera por primera vez bajo su embrujo.
+Decidí contar dos historias. La narración sigue los viajes que Tim y yo hicimos en un periodo de quince meses, entre 1974 y 1975, viajes no sólo inspirados y hechos posibles por Schultes, si no llenos todo el tiempo de su espíritu. En torno a este relato se hallan capítulos biográficos, identificados por los años, que describen el periodo más extraordinario de la vida de Schultes, un lapso de casi constante trabajo de campo entre 1936 y 1953, que lo llevó del culto del peyote de los kiowas y la búsqueda del teonanacatl y el ololiuqui, las plantas sagradas de los aztecas, perdidas desde remotos tiempos, hasta la Amazonía noroccidental de Colombia. Allí, mientras rastreaba la identidad del curare, se embarcó en una de las más importantes investigaciones botánicas del siglo XX: la búsqueda de nuevas fuentes de caucho silvestre, pesquisa que adquirió mayor urgencia con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial.
+Al final, los mayores logros tanto de Plowman como de Schultes fueron negados e incluso traicionados por el mismo Gobierno que había patrocinado su trabajo. Las elegantes descripciones que hizo Tim de la coca como un estimulante benigno fundamental para la cultura y la religión amerindias, y su descubrimiento de que sus hojas desempeñan un papel esencial en la dieta de los campesinos andinos, no pudieron detener a quienes estaban empeñados en la erradicación de la planta por medio de venenos que contaminan los numerosos ríos que van a dar al Amazonas. En el caso de la obra de Schultes, las consecuencias de la insensatez burocrática pueden llegar a ser incluso más graves. Al destruir su obra de una década, junto con la de muchos otros exploradores vinculados al programa del caucho, funcionarios hace mucho olvidados del Departamento de Estado de los Estados Unidos nos dejaron una inquietante herencia. En palabras de uno de los colegas de Schultes: «Una espada de Damocles pende sobre el mundo industrializado. Hemos abierto un panorama en el que mediante un acto deliberado de terrorismo biológico, tan sencillo que lo puede perpetrar una abuelita, se podría precipitar una crisis económica de inéditas dimensiones. Y nadie ni siquiera sabe de lo que se trata. Peor aún, todo ello se hubiera podido evitar».
+Aunque el fracaso del programa del caucho fue para Schultes una gran decepción, que confirmó su antigua convicción de que los burócratas son unos tontos, el hecho no lo amargó. Simplemente siguió adelante y regresó a Harvard, donde con el paso de los años dedicó más y más tiempo a los que continuarían su trabajo. Mi experiencia como estudiante no fue atípica. A principios de 1974 fui a su oficina y le expliqué que había ahorrado algún dinero y que quería irme al Amazonas para recolectar plantas. En ese momento era poco lo que sabía sobre el Amazonas y menos aún sobre las plantas. Apartó la vista de una pila de especímenes y me preguntó:
+—¿Cuándo quiere irse?
+Diez días después, provisto de dos recomendaciones, aterricé en Bogotá. Al cabo de una semana fui invitado a unirme a una expedición botánica que se proponía cruzar el Golfo de Urabá para llegar a los bosques pluviales del Darién. El pequeño bote de pesca se mantuvo estable y la travesía fue tranquila hasta llegar a mar abierto. Durante toda la noche sopló un helado viento del norte, y las olas arremetieron con violencia el bote. Luego, poco antes del amanecer, pasó la tormenta. El tiempo se despejó y al abrigo de un extraño cielo meridional, entrecruzado por estrellas fugaces, la noche cedió gradualmente ante el día. Las formas surgieron de la oscuridad: anchas y ondulantes olas verdes e islas de cocoteros. Fue como despertar de un sueño y llegar a la playa impoluta de un continente que se extendía hacia el horizonte en el sur.
+LA PRIMERA VEZ QUE VIVÍ EN Colombia, solía pasar de vez en cuando alguna temporada en una finca que quedaba justo en las afueras de Medellín. La tierra era propiedad de un campesino, Juan Evangelista Rojas, muchísimo más rico de lo que jamás hubiera podido imaginar, aunque no lo sabía. Juan y su hermana melliza, Rosa, ninguno de los cuales se había casado, habían vivido en la finca la mayor parte de sus vidas, y durante ese tiempo —sesenta o setenta años, nadie lo sabía realmente—, la ciudad se había extendido hacia el norte siguiendo la nueva carretera a Bogotá, y muchos barrios se agolpaban ahora al pie de su predio. Este valía millones de pesos, pero, por razones personales, tanto Rosa como Juan seguían trabajando como siempre: ella recogiendo hierbas y tratando de obtener los esporádicos huevos de unas pocas, desmirriadas gallinas; él haciendo el carbón de palo que les vendía en costales a los campesinos que pasaban por la carretera de Guarne. No creo que Juan o Rosa hubieran pensado alguna vez en vender siquiera parte de la tierra. Nunca se hubieran puesto de acuerdo acerca de qué pedazo desprenderse, y además, desde la casa principal hasta el borde del bosque de pinos en la cima de la finca, era fácil pasar por alto la ciudad invasora.
+La tierra era una estrecha banda que ascendía y bajaba a lado y lado de una precipitosa quebrada, y el declive era tan empinado que la nueva carretera, aunque a sólo dos kilómetros de distancia, quedaba cerca de trescientos metros más abajo. Juan se la pasaba trepando y deslizándose para coger leña o cuidar de una asombrosa variedad de cultivos: papas y cebollas bajo la neblina, junto a los pinos; café trescientos metros más abajo, cerca de la cascada, donde el águila se había tornado paloma, y bananos, plátanos y cacao puro abajo, donde el sol tropical hacía reverberar el pavimento de la carretera. La imaginación de Juan infundía vida y misterio a cada roca y a cada árbol. A menudo se le aparecían ángeles, y sostenía que las cruces puestas para señalar la ruta del funeral de su madre a veces brillaban rojizas de día y verdes de noche. En una vuelta de la trocha principal, donde habían tropezado los hombres que llevaban el ataúd dejando que cayera el cadáver que aplastó unas gigantescas colas de caballo, nunca dejaba de detenerse para decir una oración o por lo menos santiguarse. A veces llevaba estiércol al sitio para fertilizar la tierra y así hacer que las delicadas plantas nunca volvieran a sentir el peso de la muerte.
+Reinaba un bello orden en el mundo de Juan. Todo tenía su lugar, y la tierra, aunque lo bastante amplia como para abarcar todos sus sueños, tenía una escala humana. Se podía conocer toda íntimamente. En una región turbulenta y escabrosa, la granja estaba segura. A veces, al final de la tarde, acabado el trabajo, Juan y yo íbamos a pie por la carretera a un estadero cercano para beber en la terraza con vista a sus campos. Animado por unos pocos aguardientes, hablaba del mundo que quedaba más allá de su finca, de los tiempos de su juventud, cuando todo el mundo en la Colombia rural tuvo que desplazarse para conservar la vida. Contaba cómo había tumbado monte a orillas del río Magdalena, cuando todavía había bosque que tumbar, y hablaba de hombres devorados por caimanes negros en la manigua del Chocó. Los cuentos más aterradores eran los de la violencia, la guerra civil entre liberales y conservadores que desgarró al país en las décadas de 1940 y 1950, una época en que pueblos enteros fueron devastados y exterminados sus habitantes. Juan había peleado con los liberales, o por lo menos se las había arreglado para que lo hirieran los conservadores, que lo abandonaron en una pila de niños muertos en la plaza de un pueblito del Cauca. Sostenía que desde entonces sentía dolor cuando pensaba demasiado. Así que sólo trataba de ver las cosas sin pensar en nada.
+Con su errante pasado, no le era difícil comprender lo que yo estaba haciendo en Colombia. «Buscando trabajo», les explicaba a los incrédulos vecinos. «El gringo está buscando trabajo». En realidad, con sólo veinte años, lo que estaba haciendo en Suramérica era estudiar las plantas. Gracias a una carta de presentación del profesor Richard Evans Schultes, entonces director del Museo Botánico de Harvard, había conseguido un cuarto en el Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe de Medellín. Pero allí nunca me sentí cómodo. El Jardín, ubicado en el norte de la ciudad, es un ostentoso conjunto de edificios neocoloniales apartados del barrio que los rodea por enormes muros blancos coronados con alambre de púas y pedazos de vidrio. Más allá de las paredes se extienden cuadras de viviendas más modestas de bloques de hormigón ligero y de adobe, y techos de lata adornados con los cables de electricidad que iluminan los centenares de burdeles en torno al Jardín. Dentro de sus muros este da la ilusión de un paraíso, pero la tierra era antes de los pobres y, según Juan, los serenos estanques con sus lirios y papiros eran antes rojos con la sangre de las víctimas de la violencia.
+De modo que aunque conservaba el cuarto del Jardín, prefería vivir con Juan, y fue en su finca donde se originaron mis primeras correrías botánicas. Colombia, con sus tres grandes cordilleras que se ramifican hacia el norte hasta la gran planicie costera del Caribe, sus ricos valles del Cauca y del Magdalena, sus vastas praderas de los llanos Orientales y sus interminables selvas del Chocó y del Amazonas, es ecológica y geográficamente el país más variado de la Tierra. Un naturalista sólo tiene que hacer girar su brújula para descubrir plantas y animales desconocidos para la ciencia. En los meses anteriores había incursionado varias veces en los bosques pluviales del norte de Antioquia, cruzando el golfo de Urabá, y en las montañas del Huila. Juan se acostumbró a mis idas y venidas, y esperaba mi retorno con cierta agitación. Era como si yo me hubiera convertido en sus propios ojos y oídos para entender el mundo de su propio pasado, una vida de incertidumbre y de aventuras, de magia y de descubrimientos.
+Entretanto, la vida en la finca seguía tranquila como siempre. Fue una época inocente en Medellín, a principios de 1974. El cartel estaba surgiendo, nadie sabía muy bien cómo, y nadie se daba cuenta de lo sórdido y criminal que llegaría a ser. La mayor parte de los americanos nunca había oído hablar de la cocaína. Para los que sí, era una dulce hermana, incapaz de hacer daño. Justo más allá del pinar pasaba una carretera destapada que en pocas horas llevaba a Rionegro y a la hacienda donde Carlos Lehder formaría con el tiempo su imperio, con todo y la extravagante estatua de John Lennon, colocado como el adorno de una capucha en una de sus colinas. Nadie podía imaginarse lo rico que se volvería o que terminaría en una cárcel de Miami, encerrado de por vida. El tráfico de cocaína, tal como era en ese entonces, estaba en manos de personas errantes e independientes, gente como nuestra vecina Nancy, una escurridiza surfeadora de California que vivía sola y deslumbraba a los vecinos con su belleza y los arcoíris que se pintaba en los párpados todas las mañanas. A veces los domingos, en el momento en que Juan y yo nos estábamos acomodando para pasar un día en el jardín, aparecían músicos con maletines llenos de cocaína y sencillos ofrecimientos de tocar guitarra hasta entrada la noche. Juan casi siempre los recibía bien y luego se escabullía por el bosque que llevaba a la cascada, un lugar lleno de helechos arbóreos y neblina, donde las plantas establecían el estado de ánimo y donde se sentía libre.
+Juan tenía un hermano, Roberto, que era carpintero, el único que he conocido que tomaba en cuenta el viento antes de clavar una puntilla. Me estaba explicando esto una tarde cuando llegó Juan con el telegrama que yo había estado esperando. Nos encontró martillando en el techo del nuevo chiquero. El telegrama era de Tim Plowman, uno de los últimos estudiantes graduados del profesor Schultes. Tim llevaba un mes desgastándose en Barranquilla, una ciudad industrial en la costa norte, espantosamente caliente y deprimente, en un conflicto con unos funcionarios de la aduana que mediante una curiosa treta habían decidido que la camioneta que él había enviado en barco desde Miami era, en realidad, propiedad de ellos. Resultaba evidente que Tim los había convencido de lo contrario y que estaba listo, por fin, para comenzar sus exploraciones botánicas. En tres días debía encontrarme con él en la Residencia Medellín, en Santa Marta, un puerto blanqueado por el sol del Caribe, a unos cien kilómetros al este de Barranquilla.
+Como un rayo, Juan aprovechó la oportunidad. Para llegar a la costa tenía que pasar por un pueblo del río Magdalena que conocía, donde yo podía comprar o capturar un ocelote que él iba a amaestrar como atracción principal de un circo. No había habido ocelotes en esa parte del valle del Magdalena en cuarenta años. Juan seguramente lo sabía, pero se aferraba a su sueño como una lapa. Al igual que todos los campesinos, tenía docenas de planes para hacerse rico, tramas increíblemente complicadas que nada tenían que ver con la realidad cotidiana de su vida.
+Mientras me alistaba para irme a la costa, él hacía sus propios preparativos. Para los colombianos no existen las despedidas informales, y Juan no podía concebir que yo me fuera sin antes haber pasado una larga tarde en el estadero. Cada uno de sus hermanos y hermanas —en momentos como ese descubría uno con sorprendente claridad cuántos eran de verdad—, desplegó su elocuencia en torno a las expectativas, promesas y azares de mi viaje, y todos los pronósticos fueron rematados enseguida con un trago fuerte que al mediodía daba vida a suaves tonos crepusculares. A medida que pasaba la tarde se llenaban sus profecías de amenazadores terremotos, raudales impasables, choques de trenes, brujería, volcanes, lluvias torrenciales, horribles enfermedades desconocidas, y marrulleros y taimados soldados que se comportaban como perros salvajes. Había ladrones acechando en todos los cruces, salvo en la costa norte. Allá todos eran ladrones.
+—La vida es un vaso vacío, y depende de uno lo rápido que se llene —decía Juan mientras Rosa, invariablemente, empezaba a llorar. Esa era la señal. Había que irse rápido, o hacer nuevos planes para la noche. Esa vez me las arreglé contra todas las probabilidades para irme con Juan del estadero y coger el autobús que rugía y daba saltos en la carretera destapada camino a la ciudad, dejando a Rosa y a un par de sus hermanas con los ojos rojos y gimiendo en el polvo.
+En Colombia no hay horarios de trenes: sólo rumores. Las guías turísticas sostienen que no hay servicio de tren entre Medellín y la costa Caribe. Yo estaba seguro de que lo había y nos esforzamos para llegar a la estación a una hora que le pareció sensata a Juan. Su cálculo apenas me dejaba tiempo para pasar por el Jardín Botánico, recoger la correspondencia y algo de equipo extra, y después abrirnos paso entre el tráfico y la multitud. Al despedirnos en la estación le prometí, no sin cierta falsedad, que haría todo lo posible por conseguirle su ocelote. Le dije que esperaba volver en una o dos semanas. Estaba encantado y dijo algo sobre construir una jaula. Yo le dije que era muy buena idea. Ni él ni yo podíamos saber que yo no volvería en muchos meses y que ese viaje a la costa sería el primer tramo de una correría intermitente que duraría ocho años y que me llevaría hasta algunos de los lugares más inaccesibles y remotos del continente.
+*
+El tren avanzó hacia el norte atravesando las afueras dispersas de Medellín para internarse en las ricas tierras de labranza de Antioquia. Bajo la luz a través de la ventana quebrada y cubierta de polvo y de huellas, apenas pude distinguir la falda de la finca de Juan sobre Copacabana, y más allá las montañas de la Cordillera Central surgiendo negras en el horizonte. Los pasajeros del tren —entre ellos una docena de reclutas del Ejército, campesinos que todavía olían a tierra y humo— se acomodaron para un viaje de treinta horas. Arrullados por el tableteo rítmico de las ruedas y el constante golpe de la lluvia en el techo de metal, muchos se quedaron dormidos apenas salió el tren de la estación. Alguien prendió un radio y una fantasiosa canción que celebraba la construcción de un puente en una carretera ahogó las voces suaves de mis compañeros de vagón. Caí en la cuenta de un letrero pegado al respaldo del puesto de enfrente. Pedía cortésmente que los pasajeros fueran cultos y tiraran la basura por la ventana.
+Alcancé mi viejo morral de lona y saqué un fajo de papeles que repasé rápidamente hasta encontrar la carta de Schultes que me esperaba en el Jardín Botánico. Como todo lo de él, destilaba sepia, y la escogencia de las palabras, la escritura elegante, el tono a la vez íntimo y formal, eran como las cartas de un caballero victoriano. Schultes esperaba que Tim Plowman lo reemplazaría un día como director del Museo Botánico, así como él había heredado el puesto de su mentor, el famoso especialista en orquídeas Oakes Ames. Y así, al graduarse Tim, Schultes lo nombró investigador asociado, y entre los dos consiguieron doscientos cincuenta mil dólares —una suma enorme en ese tiempo— del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos para estudiar la coca, la hoja sagrada de los Andes con la mala fama de ser la fuente de la cocaína. Se trataba de una misión que, para un etnobiólogo, era como un sueño. Schultes esbozaba en tres páginas los detalles de la planeada expedición. Decía que aunque desde hacía mucho resultaba tema de ansiedad e histeria públicas, era sorprendentemente poco lo que se sabía sobre la coca. Los orígenes botánicos de las especies cultivadas, la química de la hoja, la farmacología de la masticación, el papel de la planta en la nutrición, la extensión geográfica de las especies, la relación entre las especies silvestres y cultivadas, seguían siendo un misterio. Añadía que no había habido un esfuerzo conjunto para documentar el papel de la coca en la religión y la cultura de los indios de los Andes y del Amazonas desde la clásica History of Coca, publicada en 1901, de W. Golden Mortimer. La carta, en el inimitable estilo de Schultes, seguía con divagaciones sobre políticos y políticas idiotas, una anécdota sobre una mezcla de plantas usadas con la coca que había descubierto en 1943, reflexiones sobre lo mucho que le había gustado masticar coca durante los años que pasó en el Amazonas, pero ya había establecido la base esencial de su mensaje. El encargo que el Gobierno de los Estados Unidos le había confiado a Plowman, expresado en forma deliberadamente vaga por Schultes, consistía en viajar a lo largo de la Cordillera de los Andes, pasando las montañas donde fuera posible, con el fin de localizar en sus vertientes la fuente de una planta conocida por los indios como la hoja divina de la inmortalidad.
+La expedición debía partir de Santa Marta. Flanqueada al oeste por las fétidas ciénagas del delta del Magdalena y al este por el desolado desierto de la península de La Guajira, la ciudad es y siempre ha sido paraíso de contrabandistas; por allí pasaba tal vez un tercio del tráfico de drogas colombiano. Tiene fama de ser lugar de mala muerte, ruidosa de noche, adormilada de día, saturada en todo momento por un tufo de corrupción. Justo más allá de la ciudad, hacia el sudeste, se extiende sin embargo, un mundo aparte: la Sierra Nevada de Santa Marta, el sistema montañoso costero más alto de la Tierra. Separado de la extensión más septentrional de la cordillera de los Andes que constituye la frontera con Venezuela hacia el este, la Sierra Nevada es un macizo volcánico aislado, más o menos de forma triangular, con laderas de unos ciento sesenta kilómetros de largo y la base paralela a la costa Caribe. La cara norte surge directamente del mar hasta una altitud de más de cinco mil setecientos metros en sólo menos de cincuenta kilómetros, una pendiente que sólo supera el Himalaya.
+La gente de la Sierra son kogis e ikas, descendientes de la antigua civilización tairona que floreció en los llanos costeros de Colombia durante quinientos años antes de la llegada de los europeos. Desde la época de Colón, quien los conoció en su tercer viaje, estos indios hicieron resistencia a los invasores, retirándose de la fértil llanura costera y aislándose a cada vez más altura en parajes inaccesibles de la Sierra Nevada. En un continente ensangrentado, sólo ellos nunca han sido conquistados.
+Pueblos profundamente religiosos, los kogis y los ikas sacan su fuerza de la Mama Grande, una diosa de la fertilidad cuyos hijos forman el panteón de los dioses menores que fundaron el antiguo linaje de los indios. Hasta hoy, la Mama Grande habita en el corazón del mundo en los campos nevados y glaciares de la Sierra alta, destino de los muertos y fuente de los ríos y arroyos que llevan vida a los campos de los vivos. El agua es la sangre de la Mama Grande, así como las piedras son las lágrimas de los antepasados. En una tierra sagrada, donde cada planta es una manifestación de lo divino, mambear «hayo», una variedad de coca que sólo se encuentra en las montañas de Colombia, representa la expresión más profunda de la cultura. La distancia en las montañas no se mide por kilómetros sino por mascadas de coca. Cuando se encuentran dos hombres, no se dan la mano sino que intercambian hojas. Su ideal social es abstenerse de sexo, comida y sueño para quedarse despiertos toda la noche mambeando y entonando los nombres de los antepasados. Cada semana los hombres mascan cerca de una libra de hojas secas, absorbiendo así cada día de su vida adulta hasta un tercio de gramo de cocaína. Al internarse en la Sierra para estudiar la coca, Tim buscaba una ruta hacia el corazón mismo de la vida indígena.
+La carta del profesor Schultes, que leí a la luz de pálidas lámparas mientras el tren chirriaba y se hundía y emergía de túneles a través de los Andes, era como un mapa de sus sueños, un esbozo de los viajes que haría él mismo si fuera todavía joven y apto. Pero ya de casi sesenta años, su cuerpo, desgastado después de largas temporadas en las selvas pluviales, llevaba un buen tiempo sin poder hacer trabajo de campo activo. Había cierta tensión en el estilo, una sensación de urgencia surgida de la conciencia que tenía tanto de sus propias limitaciones como de la rapidez con la que se estaba perdiendo el conocimiento de los indios y avanzaba la destrucción de las selvas. En este sentido, sus cartas eran a la vez dones y desafíos. Era imposible leerlas sin oír su voz sonora, sin experimentar una sensación de confianza y de ánimo, a menudo extrañamente reñida con el carácter esotérico de las tareas inmediatas. Tal vez esta era la clave de su dominio de los estudiantes. Tenía el poder de dar forma y sustancia a las más insólitas faenas etnobotánicas. En todo momento les servía de guía a muchos estudiantes que se aventuraban a lo largo y ancho de Suramérica en busca de nuevas frutas en la selva, de desconocidas palmeras de aceite en las ciénagas del Orinoco o de raros tubérculos en las alturas de los Andes. Bajo su dirección, de alguna manera parecía perfectamente lógico perderse en los cañones del occidente de México descubriendo nuevas variedades del peyote, horriblemente empapado y con frío en el sur de los Andes buscando mutaciones del árbol del Águila Mala, o enclaustrado en el sótano del Museo Botánico tratando de ingeniarse la mejor manera de ingerir el veneno de una rana de la que se dice que fue usada por los antiguos olmecas como bebida embriagante y ritual.
+Sus propias hazañas botánicas eran legendarias. En 1941, después de haber identificado el ololiuqui, el alucinógeno azteca perdido siglos antes, y tras haber recogido los primeros especímenes del teonanacatl, el hongo sagrado mexicano, pidió un semestre de licencia de Harvard y desapareció en la Amazonía noroccidental de Colombia. Doce años después volvió a Suramérica, fue a sitios donde ningún extraño había ido nunca, puso en el mapa ríos desconocidos, vivió con dos docenas de tribus y recolectó cerca de veinte mil especímenes botánicos, trescientos de ellos de especies nuevas para la ciencia. La principal autoridad del mundo en plantas alucinógenas y medicinales del Amazonas, era para sus estudiantes un eslabón vivo con los grandes naturalistas del siglo XIX y con una remota época en la que los grandes bosques pluviales del trópico permanecían inmensos, inviolables, un manto de verde extendido sobre continentes enteros.
+En una época en que existía escaso interés del público en el Amazonas y en que prácticamente no se reconocía la importancia de la exploración etnobotánica, Schultes atrajo hacia Harvard a un grupo de estudiantes extraordinariamente ecléctico. Dictaba sus cursos en el cuarto piso del Museo Botánico, en el salón de conferencias Nash, un laboratorio de madera cubierto con tela de corteza y atestado de cerbatanas, lanzas, máscaras rituales y docenas de frascos en los que relumbraban frutas y flores que ya no existían en su hábitat natural. En armarios de roble estaban expuestas todas las plantas narcóticas y alucinógenas conocidas, al lado de objetos exóticos como pipas de opio de Tailandia, un collar sagrado de granos de mezcal de los kiowas y una barra de un kilo de hachís que exhibió después de una de sus expediciones en Afganistán. En medio de suficientes drogas psicoactivas como para mantener a la DEA ocupada durante un año, Schultes se presentaba, alto y corpulento, con pantalones de franela y gruesas chaquetas de tweed, y con una corbata roja de Harvard que acostumbraba lucir bajo su bata blanca de laboratorio. Su cara era redonda y comprensiva, el pelo al rape, las gafas bifocales muy fijas. Daba sus conferencias consultando hojas rasgadas, amarillentas de lo viejas, y a veces cayendo en divertidos errores que los estudiantes consideraban en broma como consecuencias indirectas de haber ingerido tantas plantas extrañas. Precisamente el otoño anterior había discutido en clase una droga que había sido aislada por primera vez en 1943. «Eso fue hace catorce años», añadió, «y es mucho lo que hemos recorrido desde entonces». Se le perdonaban fácilmente descuidos como ese, proviniendo de un paternal profesor que disparaba cerbatanas en clase y que una vez había tenido en su oficina un balde lleno de botones de peyote al que tenían acceso los estudiantes como tarea opcional de laboratorio.
+Durante la década de 1960, cuando en los Estados Unidos descubrieron las drogas que le habían fascinado a Schultes desde treinta años antes, su fama creció. De pronto hubo una feroz demanda por sus trabajos académicos, que reposaban bajo el polvo de la biblioteca. Su libro sobre el dondiego psicoactivo, A Contribution to our Knowledge of Rivea Corymbosa, the Narcotic Ololiuqui of the Aztecs, había sido publicado en una imprenta manual en el sótano del Museo Botánico. En la primavera y el verano de 1967 llegó una avalancha de ejemplares, y los floristas de todo el país registraron una fuerte demanda de paquetes de semillas de dondiego, sobre todo de las variedades llamadas «puertas nacaradas» y «azul celestial». Personas extrañas empezaron a ir al museo. Un antiguo estudiante de posgrado cuenta que cuando fue a ver a Schultes por primera vez, encontró a otros dos visitantes esperando en la puerta de su oficina; uno de ellos aprovechaba el tiempo parándose en la cabeza como un yogui.
+Schultes era un curioso candidato para convertirse en ídolo de los sesentas. Ni demócrata ni republicano, se proclamaba realista, no creía en la revolución norteamericana y era excesivamente conservador en política. Cuando se publican los resultados de las elecciones en su periódico local, The Melrose Gazette, siempre hay un voto por la reina Isabel II. Bostoniano orgulloso, no quiere tener nada que ver con las viejas familias de Nueva Inglaterra. No usa estampillas de Kennedy, insiste en llamar por su nombre original, Idlewild, el aeropuerto Kennedy de Nueva York, y no camina por la avenida Boylston de Cambridge, ahora que se llama oficialmente el bulevar John F. Kennedy. Cuando Jackie Kennedy visitó el Museo Botánico, Schultes desapareció. Dicen que se escondió en el armario de su oficina para evitar tener que guiarla por los salones.
+Heredó sus ideas políticas tanto de su familia conservadora como de Oakes Ames, el director del museo cuando Schultes estudiaba. Bostoniano aristócrata cuya familia se había ganado una fortuna vendiendo palas de hierro en el Oeste, Ames era un erudito de la vieja guardia, con una segura posición de clase, elitista por instinto, intrínsecamente desdeñoso de los vientos democráticos que recorrieron los Estados Unidos en los primeros años del siglo XX. Schultes, cuyo padre tenía un pequeño negocio familiar de plomería, idolatraba a Ames y absorbió sus ideas y opiniones. La mayor parte de esas convicciones políticas ya eran arcaicas cuando el mismo Ames las formuló hace casi un siglo. Aunque sin duda Schultes cree sinceramente en ellas, de hecho no se parecen en nada a los instintos profundamente democráticos que rigen realmente su vida. Como un niño que se tropieza al ponerse el abrigo de su padre, tontamente a veces, siempre en forma divertida, Schultes repite como loro los valores reaccionarios de una clase dirigente desaparecida hace mucho tiempo.
+Estas tercas convicciones, por rígidas que sean, no dejan traslucir la decencia y bondad del hombre. El desdén de Schultes hacia los demócratas liberales y su desprecio del Gobierno —todavía dice que Franklin Delano Roosevelt era un socialista— nacen de una intensa dedicación a la libertad individual. En temas que atañen directamente la escogencia individual —la orientación sexual, el aborto, el uso de drogas, la libertad religiosa— es un absoluto libertario. Su lealtad a la revuelta estudiantil fue legendaria. Durante años viajó por todo el país esgrimiendo un oscuro argumento taxonómico para lograr la liberación de docenas de jóvenes acusados de posesión de marihuana.
+Su razonamiento era más o menos por este estilo: según la ley, la marihuana es ilegal, pero hace muy poco, cuando la ley se modificó con el propósito de derrotar la cruzada de Schultes, la que quedó prohibida legalmente fue la variedad conocida con el nombre de Cannabis sativa. Schultes sostenía que había tres especies de marihuana, entre ellas la Cannabis indica y la Cannabis ruderalis, y en cuanto testigo experto declaraba que no existía forma de distinguir entre las especies por medios forenses exclusivamente. Esto hacía que el peso de la prueba recayera en la acusación, que debía demostrar más allá de toda duda razonable que una bolsa de capullos molidos era Cannabis sativa y no cualquiera de las otras dos plantas afines. Puesto que ni los botánicos podían ponerse de acuerdo en cuántas especies había, se trataba por definición de un cometido imposible. Pero esto, por supuesto, hacía todo más dramático, con Schultes y su séquito de un lado, enfrentados del otro por un grupo de botánicos indignados, a menudo envidiosos de su fama, enfurecidos por su posición sobre las drogas y abiertamente desdeñosos de sus puntos de vista taxonómicos.
+En realidad, las evidencias a favor de la posición de Schultes eran bastante dudosas. La marihuana es una planta de muchos usos que durante más de cinco mil años ha sido empleada como aceite, alimento, droga, medicina y fuente de fibra. La variación morfológica que lo llevó a distinguir tres diferentes especies puede muy bien haber sido el resultado de una selección artificial. Sin embargo, dadas las candentes pasiones de la época, cuando los estudiantes eran arrestados por fumar una hierba inocua no importaba ninguno de esos detalles académicos. Importaba sí la asombrosa habilidad de Schultes para forzar a los tribunales a dejarlos libres. Fue esto, más que cualquier otra cosa, lo que contribuyó a su mítica reputación en el campus de Harvard.
+Entre los extremos de su personalidad, en el espacio creado por lo que superficialmente parecían ser inmensas contradicciones de su propio carácter, había sitio para que cualquiera floreciera. Sus alumnos fluctuaban entre estudiosos serios, discretamente conservadores, y un grupo algo más inusual atraído por sus trabajos sobre los alucinógenos. Tim Plowman tenía fama de ser el mejor de sus discípulos y su indudable protegido. Yo lo había visto sólo una vez, muy brevemente, cuando fui a su oficina en el sótano del Museo Botánico y lo encontré oculto tras un bosque de plantas vivas. Era alto y delgado, impresionantemente bien parecido, de pelo castaño oscuro, abundante bigote y cálida sonrisa. Trabajaba en un ambiente de salón de té gitano, con tapetes orientales en el piso, pañuelos de seda de colores en las lámparas y el mohoso aroma de incienso y de aceite de pachulí. No recuerdo por qué fui a verlo. De lo que sí me acuerdo es de que en un rincón del cuarto había una bella mujer desnuda hasta la cintura escribiendo a máquina. Se llamaba Teza; era una artista que vivía con Tim, quien después publicó sus ilustraciones botánicas de una nueva especie que había descubierto. Son los únicos dibujos que he visto que captan en el papel la sensación de viento.
+Tim llegó al museo como estudiante de posgrado en 1966, e incluso antes de que se matriculara oficialmente, Schultes lo envió al Amazonas. Dos años después en Iquitos, una ciudad de la llanura en el alto Amazonas peruano, se encontró con Dick Martin, otro estudiante de Schultes, y los dos hicieron un arreglo con una empresa sospechosa, llamada la Amazon Natural Drug Company, que les dio un bote y libertad para buscar plantas medicinales a lo largo del río Napo. Recogieron plantas durante varios meses hasta que llegó el director de investigaciones de la compañía y demostró menos interés en las plantas que en el paradero del Che Guevara. Cuando se hizo evidente que no distinguía entre una margarita y una palma, Martin y Plowman renunciaron y se fueron de Iquitos.
+Martin era el único botánico del que yo haya oído que llevaba al campo su saxofón. De día recogía plantas febrilmente, y por la noche se perdía en los bares y burdeles de las poblaciones de la selva, donde tocaba el saxofón hasta el amanecer. A veces, cuando estaban río arriba, se alejaba durante buena parte de la noche, y Tim escuchaba una música suave y melancólica que se mezclaba con los inquietantes ruidos de la selva. Schultes decía que Martin era un genio, y a menudo contaba sobre una llamada indignada de un colega que se quejó de que uno de sus estudiantes de posgrado se la pasaba haciendo monos en todas sus clases de taxonomía avanzada. Schultes investigó el asunto y descubrió que Martin estaba tomando notas en japonés.
+La historia favorita de Schultes sobre Tim tenía que ver con un envenenamiento casi fatal de este, que tuvo lugar poco después de que se separara de Martin en Iquitos. Tim se hallaba en busca del chiric sanango, Brunfelsia grandiflora, una importante planta medicinal de la familia de las papas que se usa en todo el noroeste del Amazonas para tratar la fiebre. Había ido a Colombia y en el valle de Sibundoy se había puesto en contacto con Pedro Juajibioy, un curandero indio kamsá que de niño había guiado a Schultes por el alto Putumayo. Tim y Pedro repitieron el viaje hasta dar con un grupo de indios cofanes en el río Guamués, visitado por Schultes en 1942. Los cofanes llamaban la planta tsontinba’k’á. Otro de los estudiantes de Schultes, Homer Pinkley, que estuvo con la tribu en 1965, había escrito que el chamán la ingería ocasionalmente para diagnosticar las enfermedades. Esta observación apoyaba otros informes que se remontaban al siglo XIX y que sugerían que la planta podía ser alucinógena. Plowman quería saber. En Santa Rosa, sobre el río Guamués, encontró que la chiric sanango se cultivaba comúnmente al lado de las casas, pero también conoció a un chamán viejo que le trajo de la selva una planta rara, pero afín, y con el nombre del tapir por su excesivo poder como droga. Plowman reconoció de inmediato que la planta era una nueva especie, a la que después le puso del nombre de Brunfelsia chiricaspi, por la palabra quechua que significa ‘árbol frío’. Le pidió al chamán que se la preparara. El chamán se negó. Describió la planta como un peligroso mensajero de la selva y negó saber si se usaba para tener visiones. Tim insistió. A la larga el chamán estuvo de acuerdo, aunque de mala gana y con la condición de que Pedro también tomara el bebedizo.
+La droga, un extracto de la corteza, era ocre oscura y amarga al tragarla. Tim sintió los efectos en menos de diez minutos, un cosquilleo como el que se siente cuando a uno le vuelve la sangre a un miembro dormido. Sólo que en este caso la sensación aumentó con una intensidad enloquecedora, extendiéndose de los labios hasta las yemas de los dedos, y avanzando hacia la base del cráneo en ondas de frío que inundaron su conciencia. Le falló la respiración. Aturdido por el vértigo, perdió el control de los músculos y cayó al piso de la choza del chamán. Horrorizado, se dio cuenta de que echaba espuma por la boca. Pasó una hora. Paralizado y atormentado por un dolor insoportable en el estómago, todo el tiempo vagamente consciente de dónde estaba: tirado en el suelo, frente a tres perros que gruñían y peleaban por los vómitos que habían formado un charco alrededor de su cabeza.
+El chamán, al notar su difícil situación, hizo lo que los chamanes hacen normalmente en tales circunstancias: se fue a dormir. Desesperados por escapar de sus sensaciones, medio enceguecidos por la droga e incapaces de caminar, Tim y Pedro dieron tumbos y se arrastraron en la selva durante dos horas hasta que finalmente, hacia el amanecer, llegaron a la aldea de San Antonio, donde se estaban quedando en una cárcel abandonada. Ya salido el sol en la selva, se treparon en las hamacas, donde quedaron inmóviles dos días. Pedro Juajibioy, cuya experiencia como chamán tradicional lo había llevado a mil elevaciones del espíritu, resumió la experiencia con brevedad: «El mundo giraba en torno a mí como una gran rueda azul, y sentí que me iba a morir».
+*
+El tren siguió traqueteando, parando de vez en cuando en lo que parecían campos desiertos. Pero siempre había voces en la oscuridad y a veces la débil luz de un santuario. En cada estación los vendedores se metían en el tren y se abrían paso a empujones por los vagones llenos de gente, causando un murmullo de quejidos y protestas de las personas agazapadas en los pasillos. Durante un día y una noche viví de arepas de maíz, cuajada envuelta en hojas de plátano y vasitos de tinto, un café espeso y muy dulce que deberían dar con jeringa. Parecía una tierra rica, esa vertiente norte de la cordillera. Las casas blanqueadas con cal que surgían de la oscuridad tenían techos de teja cubiertos de buganvillas y pequeños patios donde a todas horas campesinos semejantes a Juan se reunían para beber y jugar cartas. A su lado siempre parecía haber uno, inmóvil como un cadáver, los ojos perdidos en el vacío, protegidos de la noche por un gastado sombrero de fieltro y una ruana blanca.
+En Barrancabermeja, un pequeño puerto del Magdalena, hubo cambio de trenes. Era medianoche y el aire estaba caliente y húmedo. Sentí el primer olor de las tierras bajas y el lento fluir del río, abriéndose paso en torno a los caballetes del tren y arrastrando hacia el mar pedazos de bosque. En el andén los pasajeros caminaban de aquí para allá en medio de un desorden de atados y de cajas. Caía una lluvia tibia y debajo del techo que sobresalía estaban dormidos tres niños pequeños, descalzos, tapados con cartones. Los vigilaba un cuarto niño, también descalzo, sólo que tenía los pies metidos en unos zapatos de cuero demasiado grandes. Parecía que los zapatos les pertenecían a todos. Diez horas para llegar a la costa, y ya las silenciosas explosiones de los relámpagos revelaban las enormes copas de las ceibas.
+JUAN TENÍA RAZÓN. A LOS pocos minutos de llegar a Santa Marta, un carterista me desplumó. Debo de haber sonreído, porque unos momentos después, en el taxi colectivo que había tomado, hubo un escándalo en el asiento de atrás. Me di vuelta y encontré mi cartera en el piso. Sólo faltaban unos pocos pesos. Colombia no es un país de ladrones, pero los pocos que hay tienen una elegancia difícil de tomar de mala gana. Una noche en la finca de Juan, en medio de una de esas tremendas tormentas que periódicamente hacen retumbar la montaña, la luz se fue justo al caer un rayo en un pino alto del jardín. Sólo al día siguiente descubrimos que un ladrón, trepado en el poste de la electricidad a la espera del momento preciso, había cortado la línea y se había llevado cuatrocientos metros de cable de cobre. Incluso Juan demostró un torvo respeto ante el hecho.
+El taxi avanzó a través de un barrio populoso de casas modestas que llegaba hasta el mercado y luego giró de vuelta al mar, recogiendo pasajeros en el camino. A primera vista, Santa Marta parecía un balneario agradable aunque algo pobre: una cuadrícula de edificios blancos y pastel en torno a una bahía tranquila, y al fondo unas montañas altas y envolventes. Hay faros que dominan la bahía y en toda la costa palmeras que protegen un paseo que separa los cafés y los hoteles de las playas de arena negra, que centellean en la noche y se extienden hacia el este unos ciento sesenta kilómetros hasta llegar a Guajira. Un barrio polvoriento se expande a un lado de la ciudad, sobre los muelles, y en el centro, a sólo cuatro cuadras del mar, hay una bella catedral con fama de ser una de las iglesias más antiguas de Colombia. Bajo la mezcolanza desordenada característica de la generalidad de las urbes latinoamericanas, Santa Marta tiene un encanto desenvuelto que hace difícil creer que una vida humana pueda costar apenas cien dólares.
+Se trata de una ciudad, como un político colombiano lo expresó discretamente, favorecida por la geografía. A mitad de camino entre las plantaciones de coca del Perú y Bolivia y el mercado de la droga en los Estados Unidos, y con la cercanía de docenas de pistas clandestinas de aterrizaje en La Guajira, Santa Marta exporta grandes cantidades de cocaína. Esta, sin embargo, no corrompió la ciudad; sólo aumentó las entradas. Desde la llegada de los españoles, los samarios han dedicado su vida al comercio legal e ilegal. El lugar existe para ganar plata. Además de las drogas están las esmeraldas robadas en las minas de Boyacá, las toneladas de café sustraídas de los muelles, las muchachas traídas del interior para explotarlas en los lupanares de la calle 10. Desde el vendedor ambulante más pobre hasta el comerciante más rico, los nativos reverencian por igual el becerro de oro.
+A principios de la década de 1970, cuando nadie se podía imaginar que el continente produciría un millón de libras de cocaína al año, la marihuana era el mejor negocio de la ciudad. Las fértiles faldas bajas de la Sierra Nevada, cubiertas de bosques, bien irrigadas y divididas por kilómetros de hondonadas y valles ocultos a los que se llega sólo en mula, producían la mejor cosecha de Colombia. Antes de que el desarrollo de las variedades domésticas de los Estados Unidos mermara la demanda de la hierba importada, y justo después de que el gobierno de Nixon regara paraquat en las plantaciones mexicanas, arruinando así el mercado y enviando a los traficantes emprendedores a Colombia, Santa Marta era la capital marihuanera del mundo. En la playa se podían comprar «varillos» de rubia de cielo azul y de santa marta golden por cinco centavos de dólar, y los suaves ritmos de la ciudad se filtraban en el soporífico ofuscamiento de la cannabis.
+*
+La Residencia Medellín cobraba cuatro dólares por noche, el doble del costo en los lugares más baratos de la calle 12, y aunque quedaba cerca de la playa, la mayor parte de las habitaciones estaban vacías. Había una especie de recepción detrás de la cual pereceaba en la hamaca un muchacho llamado Lucho, cuyo comportamiento proclamaba más allá de cualquier duda que su trabajo era temporal. Le pregunté por un norteamericano llamado Plowman. Se puso un dedo al lado de la nariz. Yo sacudí la cabeza. Me indicó una puerta que se abrió a un patio deslumbrante sobre el mar. En una mesa un extranjero de edad madura hojeaba nerviosamente una revista, y más allá dos mujeres bebían cerveza. Tim Plowman estaba solo, dándoles la espalda a los demás, mirando hacia el mar. Tenía unos mapas extendidos en la mesa.
+—¿Doctor Plowman?
+—Sí —dijo levantando la vista.
+—Me llamo Willy. En realidad Wade, pero aquí nadie puede pronunciarlo bien, de modo que me dicen Willy. Acabo de llegar de Medellín. Schultes me dijo que usted…
+—Wade Davis —dijo interrumpiéndome y levantándose para saludarme efusivamente. Vestía jeans y una camiseta roja y lucía en el cuello un collar de pepas blancas de una vuelta. Supuse que tenía unos treinta años, lo que para mí era entonces un señor ya viejo.
+—Creo que no nos conocemos. Yo soy Tim Plowman. Olvídese de eso de «doctor».
+—En realidad nos conocimos una vez, en su oficina —le dije, recordándole la vez que lo visité, y a Teza, en el sótano del Museo. La mención de su nombre bastó para que distensionara la cara.
+—Teza —murmuró en una forma que no me dejaba otra alternativa que preguntar qué había sido de ella.
+—Encontró al hombre de su vida —se rio—, y se perdió en las islas del Caribe. Él la llama su «gran espina tejana». Están por allá en alguna parte. La última vez que oí hablar de ellos navegaban frente a la costa de Jamaica.
+—Entonces, ¿se separaron?
+—Oh, no —dijo con algo de amargura en la voz—. Uno nunca se libra de una mujer como esa, aunque quiera. Uno espera simplemente a que vuelva a aparecer.
+—¿Y siempre vuelve?
+—Con la seguridad de las olas —sonrió—, pero óyeme: me alegra mucho que pudieras venir. Schultes ha estado llamando.
+—Me llevó un buen tiempo ver su telegrama.
+—No hay afán, porque apenas nos vamos a las montañas mañana por la mañana. Ven y miras.
+Puse mi morral en el piso y me senté a su lado. Llamó a un mesero.
+—¿Qué tal una cerveza? Lucho, por favor, dos «águilas».
+El muchacho de la hamaca se asomó por las puertas giratorias y luego se volvió a perder en la sombra.
+—Hablé con Reichel-Dolmatoff en Bogotá. ¿Lo conoces? —me preguntó.
+—Sólo de nombre.
+Reichel-Dolmatoff era el mayor antropólogo colombiano y la principal autoridad sobre los pueblos indígenas de la Sierra Nevada. Coetáneo y buen amigo de Schultes, él y su esposa habían vivido por primera vez con los kogis a principios de la década de 1940.
+—Es un hombre increíble, que me advirtió sobre la vertiente norte. Ayer traté de ir más allá de Masinga y de Bonda. Más o menos aquí. Las patrullas militares no me dejaron seguir. Anteayer ensayé otra carretera y había un tiroteo. Podía ser cualquiera: guaqueros, el Ejército, la guerrilla. El bosque es asombroso, pero también es peligroso. Será una suerte que logremos encontrar a los indios.
+Alcanzó un paquete de cigarrillos.
+—¿Fumas?
+—No, gracias.
+Eran Pielroja, una marca local. Había poca brisa y el olor del tabaco, embriagador y picante, se quedaba en la mesa.
+—Los kogis viven al norte —dijo apuntando en el mapa hacia unos cuantos ríos que desembocan directamente en el Caribe—, pero Reichel me sugirió que entráramos por aquí, por el sudeste.
+Señaló una ruta en torno al sur de la Sierra, pasando por Valledupar y hasta un pequeño pueblo, Atánquez, donde terminaba la carretera.
+—En Atánquez podemos conseguir mulas y llegar en un día a los asentamientos ikas en el río Donachuí. Los ikas y los kogis están relacionados y hay muchos rasgos similares entre ellos. Se describen a sí mismos como hermanos, descendientes de los taironas. Ambas tribus se dicen «hermanos mayores», los encargados de la protección de la tierra, pero los ikas están más dispuestos a tratar con los «hermanos menores».
+—¿Los hermanos menores? —pregunté.
+—Tú y yo y todos nuestros semejantes que nos tiramos todo. Según Reichel, los ikas y los kogis creen que sus oraciones mantienen el equilibrio de la vida, y que al excavar la tierra desgarramos el corazón de la Mama Grande. Dice que creen literalmente en ello, no sé si por puro romanticismo. ¿Tú estudiaste antropología, no es cierto?
+—Dos años. Luego me tomé un tiempo libre y me vine para acá.
+—¿Cómo interpretas lo que dice Reichel?
+—¿Lo de las oraciones?
+—Sí.
+—No sé —le respondí—. Supongo que por eso los kogis están allá arriba en las montañas y el resto estamos aquí abajo, en Santa Marta.
+Lucho llegó y puso dos botellas grandes de cerveza en la mesa. Se quitó un cigarrillo de la boca y lo tiró al mar.
+—Señor Timoteo, los gamines están aquí.
+—Bueno. Gracias, Lucho.
+—¿Qué pasa? —pregunté.
+—Vas a verlo en segundos. Es un pequeño asunto que tengo.
+—¿Y qué pasa con las lluvias?
+—Ya empezaron, pero las peores caen en el norte y el oeste. En el sur llueve muy poco, y las faldas son mucho más secas. Allá seguirá lloviendo y los ríos crecidos. Tendremos suerte de llegar a los mil metros. Los indios no suben mucho más en esta época del año.
+—¿Dónde encontraremos coca?
+—A menos de tres mil metros —dijo sonriendo, y de pronto hubo un ruidoso escándalo detrás de nosotros. Me di vuelta y vi a Lucho viniendo hacia la mesa y escoltando a cuatro gamines. Se parecían a los niños que había visto en el andén del tren en Barrancabermeja, sólo que apropiadamente —para la Costa— desprovistos de ropa. Estaban descalzos, cubiertos de polvo, en harapos y sonrientes. Todos arrastraban sacos de harina. Uno de ellos tenía el pelo grueso, ondulado y negro, y los otros tres muy al rape.
+—En la cárcel los rapan —me dijo Tim, volviéndose hacia el más alto—. Oye, flaco, ¿qué pasa?
+El niño se encogió de hombros y puso varios sacos en la mesa. Estaban llenos de conchas. Tim sopesó cada saco, le pagó a cada niño y luego le pasó algo a Lucho.
+—¿Conchas? —le pregunté.
+—Veinte kilos —respondió.
+No insistí. Necesitaba una ducha. La cerveza, el calor del mediodía, el tren y ahora la perspectiva de un viaje me anonadaron. Quería dormir.
+—Se hace tarde —dijo Tim—. Por ahora tienes que instalarte en un cuarto. Después salimos a dar un paseo por la ciudad y tal vez logremos que te corten el pelo. Tenemos que vernos muy serios. Conozco a un peluquero que despacha en un local muy cerca de la catedral. Es manco, pero trabaja bien.
+*
+A las cinco golpearon a la puerta. Me encontré con Tim en la recepción y nos dirigimos varias cuadras hacia el mar, atravesando luego el Parque Bolívar bajo la sombra de los guayacanes. Todavía hacía calor, pero se veía mucha más actividad que al mediodía. Muchachos emboladores iban y venían por todas partes, mujeres viejas chismoseaban en corro, y los fotógrafos tenían sus bártulos, cámaras de placa hechas de cartón y latas, sostenidas por trípodes de madera tambaleantes, a la sombra de una estatua enorme de Simón Bolívar. Cada fotógrafo exponía muestras de su trabajo, pequeñas fotos en blanco y negro, la mayor parte de campesinos, muchachas y novios, todos en pose rígida, como aterrorizados por el proceso.
+El peluquero manco trabajaba en un pequeño local con una silla de cuero rojo y un espejo grande, quebrado en varias partes. De maneras amigables, cortaba el pelo con la mano derecha y tenía la peinilla bajo el muñón de lo que había sido su brazo izquierdo, y turnaba peinilla y tijeras con una habilidad tan deslumbrante que hacía que uno casi olvidara el hecho de que le estaba engrasando el pelo con el sudor. Duró diez minutos tijereteando y luego sacó una navaja y afeitó el resto. Quedé como un recluta. Le pregunté por qué no había buscado otro trabajo al perder el brazo.
+—Eso fue lo que hice, y por eso soy peluquero —respondió.
+Tim se había ido a hacer unas diligencias y después de la peluqueada decidí ver la catedral antes de ir a la playa para encontrarme con él y comer. Al entrar me llevó unos momentos acostumbrar los ojos a la oscuridad. En el interior había una extraña mezcla de estilos, opulentos elementos barrocos integrados a desnudos rasgos de tiempos anteriores. A un lado de la puerta me encontré con las cenizas de Rodrigo de Bastidas, el español que fundó Santa Marta en 1526. Eso fue seis años antes del saqueo del Perú por Francisco Pizarro, y siete años después de que Hernán Cortés y sus hombres se quedaron atónitos ante la belleza y majestad de Tenochtitlán, la capital del imperio azteca, que entonces doblaba en tamaño a la mayor ciudad de España. Bajo órdenes de su rey, Bastidas llegó a la costa de Suramérica en 1501. Avanzando hacia el oeste desde La Guajira y atraído por las montañas cubiertas de nieve que formaban la Sierra Nevada de Santa Marta, encontró a los taironas, con la civilización más compleja que hasta ese momento habían encontrado los españoles. Un pueblo descendiente de gente que llegó a América del Sur en el siglo X desde la vertiente atlántica de lo que hoy es Costa Rica, transformó la vertiente este de la Sierra Nevada, construyeron caminos, terrazas agrícolas y un sistema de irrigación extraordinariamente complejo. Deslumbrados por su orfebrería en oro, tal vez la más sutil y bella jamás producida en América, los españoles establecieron una serie de puntos de comercio entre los cuales estaba Santa Marta, que con el tiempo surgió como centro dominante.
+Durante cien años, a medida que la conquista arrasaba el interior del país, en la costa norte se produjo una tregua inestable. Hubo enfrentamientos y rebeliones, muertes en la esclavitud y enfermedades, pero los españoles no intentaron destruir sistemáticamente a los taironas. Como eran pocos, se contentaron con el control de la costa, donde trocaban por oro pescado y sal, hachas y herramientas de metal. Los taironas apreciaron la paz al tiempo que se alejaban cada vez más tierra adentro, hacia las encumbradas montañas.
+No fue sino hacia fines del siglo XVI cuando los españoles emprendieron una campaña de aniquilación. Su excusa —y con su obsesión jurídica siempre tuvieron una excusa— era del todo grotesca. Aunque sedientos de oro, se mostraron escandalizados por los motivos fálicos y sexuales que ostentaban la cerámica y la orfebrería taironas. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo describió una pieza de oro que «pesaba veinte pesos» y representaba «un hombre montado en otro en ese diabólico acto de Sodoma», «una joya del diablo» que virtuosamente «destrozó en una fundición del Darién». Tales representaciones gráficas de la sodomía confirmaban sus más profundas sospechas. Se sabía que los taironas se reunían regularmente en grandes templos ceremoniales para rituales nocturnos que a menudo duraban hasta el amanecer y de los que estaban excluidas las mujeres. Por experiencia, los españoles reconocían que cuando sus marinos y soldados pasaban muchas horas juntos, únicamente el freno de las virtudes cristianas los hacía abstenerse de esos «actos contranaturales», y como los taironas no eran cristianos resultaba obvio, al menos para los españoles, lo que hacían en esas reuniones nocturnas. Cuando en 1599 el nuevo gobernador de Santa Marta, Juan Guiral Velón, emprendió la destrucción total de los taironas, lo hizo poseído de la certeza de que todos sus enemigos eran homosexuales.
+La lucha que siguió fue tan violenta y brutal como cualquiera registrada en América. Los sacerdotes fueron abatidos y descuartizados, y sus cabezas cortadas exhibidas en jaulas de hierro. A los prisioneros los crucificaban o los colgaban de ganchos atravesados en las costillas. A los que escapaban y eran capturados les cortaban el talón de Aquiles o una pierna. En Santa Marta los indios acusados de sodomía eran destripados por perros en un repulsivo espectáculo público. Cuando los españoles tomaron el poblado de Masinga, Velón le ordenó a la tropa cortar las narices, orejas y labios de todos los adultos.
+Avanzando hacia el interior, Velón intentó subyugar toda una civilización. En medio de la carnicería, los españoles nunca olvidaron su misión fundamental. Para asegurar la legalidad de sus actos, antes de cada acción militar los capitanes leían en voz alta y en presencia de un notario público los famosos Requerimientos, un documento legal reglamentario que exhortaba a los paganos a reconocer la fe verdadera. Recitado en español sin traducción, era apenas un preludio de la matanza.
+«Si no aceptáis la fe», decía el texto, «o si maliciosamente os demoráis en hacerlo, yo certifico que con la ayuda de Dios avanzaré poderosamente contra vosotros y os haré la guerra cuandoquiera y dondequiera esté en mi poder, y os sujetaré al yugo y la obediencia de la Iglesia y de vuestras majestades y tomaré como esclavas a vuestras mujeres, y en cuanto tales las venderé y dispondré de vosotros como a bien tengan ordenar vuestras majestades, y tomaré vuestras posesiones y os haré todos los daños y perjuicios de que sea capaz».
+Los españoles cumplieron su palabra. Al final, toda la población tairona había muerto o había sido entregada a los soldados en pago de sus servicios. De los que sobrevivieron se esperaba que pagaran el costo de su propia pacificación. Bajo pena de muerte se les prohibió portar armas o retirarse a la Sierra Nevada. Pero de hecho huyeron, una diáspora trágica que llevó a miles a la alta montaña, dejando atrás un llano desolado y vacío, de poblaciones y templos en ruinas, de campos cubiertos de hierbas espinosas, a la larga rescatados por la selva.
+Conociendo esta historia, es casi demasiado fácil odiar a esos hombres venidos de España y olvidar el mundo en que vivían. Rodrigo de Bastidas y todos los demás conquistadores ibéricos crecieron en una tierra convulsionada por triunfos y terrores. Después de ochocientos años de guerra habían recuperado Andalucía, expulsando a los moros y luego, por edicto, a los judíos. El Papa era español e Isabel, la reina de España, era patrona de la Sagrada Inquisición. El cristianismo había avasallado a Europa, para después volverse contra sí mismo en sangrientas guerras sectarias. Murieron millones, en plagas y guerras, y en las hogueras de la Inquisición, que reducía a cenizas a quienes no abrazaran la fe o se negaran a aceptar el poder de los sacerdotes.
+Eran hombres de ideas violentas. Ninguno de ellos dudaba de que no fuera inminente el fin del mundo, que todos alguna vez tendrían que soportar las llamas purificadoras del juicio final. Uno de sus santos, Tomás de Aquino, declaró que después de contemplar a Dios, el mayor placer en la otra vida sería mirar las torturas de los condenados eternamente. Esos hombres que se negaban de día los placeres que buscaban ávidamente en las noches caían fácilmente en la perversión. Desde los púlpitos, sacerdotes célibes aconsejaban a los fieles golpear a sus esposas regularmente, no presas de la ira sino por caridad para con sus almas. A las parteras las quemaban por mitigar el dolor de los partos, que según la Iglesia era el castigo por el pecado original de Eva. A las jóvenes las vestían de negro en penitencia por pecados que no habían cometido, gozos de la carne que nunca conocerían. Cualquier mujer que curara era una bruja, e inquisidores de ropajes negros, tras haber transformado al demonio en el vengador de su Dios, lo descubrían en todas partes en cama con las mujeres. Retorcidas por las torturas, madres y esposas de todos los rincones de Europa confesaron que de verdad habían copulado con el diablo, y revelaban cuánta razón tenían los sacerdotes. El miembro del diablo era frío como el hielo.
+Los hombres que surcaron el océano para conquistar a América eran aquellos que Europa, con toda su depravación, no pudo matar. Curtido por la intemperie y castigado por los vientos, Colón llegó a la costa de Santa Marta en 1494, llevando todavía consigo una copia de los Viajes de Marco Polo cuidadosamente anotada, todavía convencido de que había llegado a las tierras de Kublai Khan, aún ansioso por presentar sus credenciales al Gran Khan, en un pergamino escrito en un latín que no podía leer. Los que lo siguieron sabían que no era así. Esta tierra de demonios, de pájaros con dientes y de peces que volaban, era un vasto reino del demonio. Destruir era servir a Dios, gloriosa misión dulcificada por la existencia del oro. La Iglesia condenaba todos sus actos. La aureola de la fe absolvía la violación de niños, el despojo de la tierra, la destrucción de todo lo bello. Hombres que hacían el amor como si evacuaran afirmaban que todas las nativas eran prostitutas y estigmatizaban a los niños en las mejillas mientras el Papa se preguntaba si eran o no seres humanos. Sacerdotes que difundían enfermedades declaraban que las pestes eran la voluntad de Dios. Tras ellos dejaban la muerte. Tres millones de arawacs murieron entre 1494 y 1508. En ciento cincuenta años después de Colón, la población aborigen de setenta millones quedó reducida a tres y medio millones. En el sur de los Andes bolivianos, en una montaña de plata sagrada para los incas, murieron en promedio setenta y cinco indios cada día durante trescientos años.
+*
+Bajo el toldo azul del bar Panamericano se podía ver toda la costa de Santa Marta. Se estaba poniendo el sol. Había un barco de la marina en el muelle, y en la bahía, muy cerca de la playa, un tanquero con bandera liberiana estaba descargando. Encontré a Tim leyendo un periódico en una mesa al lado de una pequeña tarima de orquesta. Ya se había tomado una cerveza.
+—Mira esto —dijo mientras me pasaba el periódico—. Es de hace como dos años. Lo vi cuando fui a la bodega a conseguir papel impreso para las plantas.
+Además de una noticia acerca de una próxima función de «El maestro de la oscuridad», un mago de Bogotá que sostenía ser capaz de predecir el futuro, había una nota sobre los guaqueros. Habían formado una asociación y querían que el Ministerio de Trabajo autorizara el sindicato, que sólo en Santa Marta contaba con diez mil miembros registrados. Aunque contradecía todas las leyes que protegían los yacimientos arqueológicos, algunos funcionarios del ministerio ya se habían declarado de acuerdo, provocando un escándalo.
+—¿Un sindicato de ladrones de tumbas?
+—El Gobierno lo rechazó finalmente —comentó Tim—. Es algo loco, pero así son las cosas en esta costa. Encontrar un objeto de cierto valor permite vivir de él un año. Por eso todo el mundo termina aquí. Hay un ambiente de dinero fácil. En el resto del país, media docena de personas son dueñas de casi toda la tierra. Así que si uno es joven y pobre, no trabaja en un cañaduzal y no tiene un primo que le consiga un puesto de ayudante o de chofer en un camión, pues improvisa un negocito, comprar y vender frutas, vender pescado o pan puerta a puerta, y cuando se cansa de regatear con las amas de casa se viene por el Magdalena a Santa Marta.
+—Como el tipo que me cortó el pelo.
+—Se voló el brazo con un taco de dinamita —me explicó—. Era pescador. Es primo de Lucho, el de la residencia.
+En la mesa de al lado dos marineros ingleses comían a toda velocidad. Con una noche en Santa Marta, ninguno de los dos quería perder el tiempo comiendo.
+—Aquí vienen muchos tipos raros cuando caen en la cuenta de que pueden volar a Colombia por el precio de un par de gramos de coca en los Estados Unidos. Algunos entienden cómo funcionan las cosas. Para ellos es una vida fácil. Para otros se convierte en una especie de infierno. Si tienen suerte, simplemente los atracan en la calle 10. Si se atrasan en un negocio, pueden terminar muertos.
+Echó una mirada, sobre los hombros de los marineros, hacia la entrada del bar, donde un exaltado turista alemán estaba discutiendo con un mesero.
+—Uno los distingue apenas se bajan del avión —dijo volviendo la mirada hacia la mesa—. Caminan por la playa tratando de ahuyentar a los gamines. Pelean por cualquier billete y con el primer pase de cocaína decente adquieren una especie de ansiedad sudorosa.
+Un mesero nos llevó la comida: cerveza y dos platos de pescado y arroz. Por unos pocos minutos comimos sin hablar. La orquesta empezó a tocar, acompañando a una mujer de vestido de raso que cantaba con dejadez. Miré a Tim.
+—Es difícil creer que los taironas estuvieron aquí alguna vez —le dije.
+—Lo sé —respondió—. Uno piensa en esta ciudad y trata de imaginarse a los sacerdotes con mantos tejidos con oro, piedras preciosas y tocados de plumas. Me gustaría saber más sobre ellos. ¿Cómo vivían, qué pensaban? ¿Le has puesto atención a su lengua?
+—¿De qué manera? —le pregunté.
+—La escogencia de las palabras. Lo que quieren decir. Hay una tribu en el Uruguay, del grupo guaraní, cuya palabra para alma era «el sol que está adentro». Al amigo le decían «mi otro corazón». Perdonar era la misma palabra que olvidar. No tenían escritura, y cuando vieron por primera vez el papel lo llamaron la piel de Dios, sólo porque uno podía enviar mensajes con él.
+—Como la magia.
+—Era magia —dijo—. ¿Schultes te contó alguna vez sobre los indios del Amazonas que no distinguían entre el azul y el verde? No me acuerdo qué tribu era. Le pregunté si veían el mismo color o si sólo pensaban que los dos colores eran uno mismo.
+—¿Qué dijo?
+—No sabía. No creo que en realidad pensara en ello realmente.
+—Pero tú sí.
+—Reichel habla de todo esto. En uno de sus libros dice que los taironas creían que el oro era la sangre de la Mama Grande. Afirma que la palabra kogi para vagina es la misma que para el alba. ¿Te puedes imaginar lo que significa que un pueblo haya pensado en esta forma?
+—No —le dije.
+—Yo tampoco —respondió sonriendo—. Oye, pidamos la cuenta y vámonos de aquí. Mañana tenemos que salir temprano.
+*
+La camioneta de Tim era magnífica, una Dodge 4x4 roja con un pequeño remolque atrás. Tal vez por la luz temprana de la mañana o por salir de la ciudad sin tener que soportar los destartalados aparatos que pasan por buses en América Latina —el chasís oxidado, los asientos de atrás que se doblan como orinales, las llantas lisas como piedras pulidas por un río—, al alejarnos de Santa Marta por la carretera junto a la playa me sentí muy a gusto. No deseaba estar en ninguna otra parte. Era una tierra rica, con las montañas aterciopeladas en el horizonte. Al doblar hacia el sur, pasando por las aguas poco profundas de la Ciénaga Grande, una laguna inmensa que parece tan extensa como el cielo, la luz seguía siendo suave, asalmonada, y el aire estaba lleno de garzas y palomas.
+Fuimos hacia el sur rápidamente, sin detenernos, pasando por paupérrimas plantaciones de plátano, algodón y palma africana. Allí había bosque hace un siglo, y los pueblos a lo largo de la carretera —Tucurinca, Aracataca, Fundación— eran aldeas perdidas que tomaban sus nombres de los ríos que riegan el costado occidental de la Sierra Nevada. Hoy todos son más o menos lo mismo: casas pintadas con cal, plazas polvorientas, puentes grises sobre ríos de agua sucia. Pero justo bajo la superficie hay una historia de traición y de muerte. A principios de la década de 1920, la United Fruit Company trajo el banano, y con el tren y el telégrafo, los caminos, los correos, las estaciones de policía, los burdeles y los bares llegaron miles de trabajadores itinerantes para tumbar monte y sudar en las plantaciones. Vivían en cobertizos, bebían agua llena de microbios y ganaban menos de un dólar por día, dinero que pronto se esfumaba en las tiendas de la compañía, donde los dependientes los robaban desvergonzadamente con pesas desniveladas.
+En 1928, los trabajadores bananeros se declararon en huelga. La fruta se moría en la mata, los trenes dejaron de pasar, y en el puerto de Santa Marta los cargueros que debían ir rumbo a Boston siguieron anclados y vacíos. Los trabajadores y sus familias acamparon en Ciénaga, esperando la firma del acuerdo final que pusiera fin a la huelga. Entretanto, la compañía y el Ejército hicieron un arreglo en Aracataca. La mañana siguiente, en lugar del acuerdo, un general dirigió un ultimátum a los huelguistas. Antes de que pudieran sacar a los niños, incluso antes de que despertaran las ancianas, las ametralladoras retumbaron. Cadáveres y carteles se amontonaron en la plaza. El Ejército y los matones de la compañía trabajaron toda la noche, limpiando la sangre, lanzando los cadáveres al mar. Al amanecer no había señales de vida, ni de muerte.
+Los que sobrevivieron huyeron al sur, a Aracataca, donde los acorralaron, incluso a los heridos y a los niños. Ciento veinticinco fueron fusilados en el cementerio ante la mirada de un sacerdote. A sólo unas cuadras dormía un bebé. Cincuenta años después, Gabriel García Márquez convertiría a Aracataca en Macondo, el marco de Cien años de soledad, su novela de desesperación y esperanza, donde el viento dispersa la vida y las gentes se transforman en ángeles. Hoy no hay nada en Aracataca que recuerde su pasado y muy poco que sugiera lo que inspirara semejante novela. Palmeras y mangos cocinados por el sol, trochas que van a las plantaciones, niños de escuela en uniformes brillantes correteando aquí y allá. Al salir del pueblo, un muchacho miró la reluciente camioneta como si fuera una aparición.
+La tierra se tornó más seca a medida que la carretera serpenteaba hacia el este en torno al lado sur de las montañas. Las plantaciones dieron paso a chaparrales, acacias y cactos altos e imponentes; las bandadas de loros verdes parecían extrañamente fuera de lugar en medio de las cercas de alambre de púa, la calima del desierto y los senderos de caballos polvorientos. Diversos tipos de árboles les daban sombra a las casas y en las desnudas colinas relumbraban las copas amarillas y sin hojas de las tabebuias florecidas. Los mangos estaban en temporada y nos deteníamos de vez en cuando en los puestos al borde de la carretera, donde los niños vendían guanábanas, huevos de iguana y pan. Las piñas valían diez centavos de dólar, los bananos uno. Una o dos veces nos detuvimos para mirar plantas, pero recolectamos muy poco. Eran matorrales y la vegetación estaba diezmada por el ganado y las mulas. Nunca faltaban los gallinazos que volaban sobre nosotros y hacia el norte, en las faldas de la Sierra Nevada, rasgando el violento azul del cielo.
+Durante todo ese largo día, Tim y yo nos contamos historias de nuestras vidas. Yo le conté que me había criado en la Columbia Británica y que después había trabajado en campos madereros y en equipos contra incendios forestales para pagarme la universidad. Él me contó sobre su niñez en los bosques de Pensilvania y sobre el amor de sus padres por la jardinería y los especímenes de herbario con los que de niño decoraba las paredes de su cuarto. Su padre era médico, y Tim hubiera estudiado medicina de no haber sido por su pasión por las plantas. Sólo tenía un hermano, pero no estaban muy unidos. Como los hijos de tantas familias de la época, se encontraron en lados opuestos de la línea divisoria social que se formó en ese entonces. Su hermano mayor, John, se casó con su novia de la escuela, empezó a tener hijos y encontró un trabajo vendiendo seguros en su ciudad natal, Harrisburg. Tim se matriculó en Cornell, en 1964 se tomó una enorme dosis de ácido cuando todavía lo vendían en cubos de azúcar, se enamoró de una muchacha en la biblioteca de la universidad y en 1966, al inscribirse directamente en el posgrado de Harvard, evitó ir a Vietnam. En el camino abordó la música, la pintura, el yoga y, por supuesto, a Teza. Durante años había vivido con un grupo de amigos en una vieja mansión de Roxbury, el gueto del centro de Boston. Por treinta dólares al mes todos tenían su propio apartamento, pero Teza reinaba sobre el lugar como la propia Afrodita. Estaba enamorada tanto de Tim como de su amigo Craig, y en medio de su relación se había casado con un tercer amigo, Aharon, un físico israelí. Todos los implicados asistieron al matrimonio, celebrado en la estación del metro de la calle Dudley.
+A medida que pasaba la tarde, cambiamos de tema y hablamos de botánica, y en particular de un libro nuevo muy comentado que afirmaba que las plantas reaccionaban a la música y la voz humana. A Tim la idea le parecía ridícula.
+—¿Por qué diablos le importaría a una planta Mozart? —recuerdo que preguntó—. Y aun si fuera así, ¿por qué debe eso impactarnos? ¿Con que las plantas coman luz no es suficiente?
+Prosiguió hablando de la fotosíntesis en la forma en que un artista describiría los colores. Dijo que al atardecer el proceso se invierte y que a esa hora las plantas emiten pequeñas cantidades de luz. Se refirió a la savia como la sangre verde de las plantas, y explicó que la clorofila es estructuralmente casi igual a la sangre humana, sólo que las plantas reemplazan el hierro en la hemoglobina por el magnesio. Habló de la manera como crecen las plantas y de una semilla de hierba que produce noventa y seis kilómetros diarios de pelos radicales, o sea, nueve mil seiscientos kilómetros en el curso de una estación; de cómo un campo de centeno exhala quinientas toneladas de agua diarias; de una flor que para alcanzar su plenitud penetra a través de un centímetro de pavimento; de cómo el amento del abedul produce cinco millones de granos de polen; de árboles que viven cuatro mil años. Al contrario de todos los botánicos que había conocido, no estaba obsesionado por la clasificación. Para él los nombres en latín eran como poemas japoneses o versos. Los recordaba sin hacer esfuerzo, encantado particularmente por su origen.
+—Cuando uno pronuncia los nombres de las plantas —dijo en cierto momento—, pronuncia los nombres de los dioses.
+*
+Valledupar era una ciudad caliente y polvorienta de vaqueros y camionetas y bares donde tocaban a todo volumen vallenatos, la misma música estridente de acordeones que me mantuvo despierto en una docena de viajes nocturnos en buses colombianos. Los vallenatos tuvieron su origen en Valledupar, lo que puede ser una de las razones de que la ciudad parezca tan deprimente. Llegamos al atardecer y tomamos un cuarto en la residencia Yavi, uno de los pocos hoteles baratos que no era un burdel. Las habitaciones costaban un dólar, y con ventilador uno y medio.
+Desde Valledupar hay dos caminos para ir a la Sierra. En ambos casos hay que penetrar en tierras que, en cuanto hace a los indios, no pertenecen a Colombia; es necesario obtener una montaña de documentos, una carta de la Casa Indígena, un permiso del Inderena, el instituto que en aquel entonces protegía el medio ambiente, y una autorización del DAS, o Departamento Administrativo de Seguridad. Hasta el alcalde de Valledupar intervenía administrativamente en el asunto. Tim y yo gastamos la mayor parte del día siguiente consiguiendo los papeles, y fue sólo hacia el atardecer cuando llegamos por fin a Atánquez, en las estribaciones de la Sierra, a unos cuarenta kilómetros de Valledupar.
+Era un pueblo pequeño, de casas blanqueadas y con techo de paja, una plaza desnuda y la iglesia cubierta con tejas de lata. Una única carretera ascendía a partir de la plaza para subdividirse unas cuadras después en una serie de trochas de herradura que llevaban a la montaña. Aldea indígena sólo una generación antes, Atánquez se había convertido en una población mestiza, con funcionarios oficiales y curas de sotana negra, campesinos y comerciantes de café y de fique, la fibra que se extrae de las hojas del maguey.
+Antes de que se pusiera el sol ya teníamos un lugar donde quedarnos y habíamos conocido a Aurelio Arias, un arriero y comerciante que por cuatro dólares al día estaba dispuesto a guiarnos montaña arriba. Cobraba aparte por las mulas, cinco dólares por cada una. Alquilamos dos y le dijimos que esperábamos quedarnos en la Sierra unos quince días. Para evitar el calor intenso y asegurarnos de llegar a Donachuí, la población ika, antes de las lluvias de la tarde, nos propusimos caminar regularmente de noche y partir de Atánquez antes la madrugada.
+*
+Entrada la noche empezó a llover. Pasadas las tres de la mañana oí los cascos de las mulas de Aurelio y sus suaves maldiciones mientras montaba nuestro equipo en las enjalmas de madera. Para entonces ya se había aclarado el cielo y, al alejarnos caminando de la aldea, el aire tenía un gusto fresco y saludable. La trocha iba hacia el norte y el oeste, subiendo gradualmente a través de matorrales y atravesando numerosos arroyos crecidos por la lluvia. Al principio todavía estaba muy oscuro, y subir era lo único que podíamos hacer siguiendo las mulas. Empecé a darme cuenta de los sonidos y los remolinos de olores que pasaban flotando rápidamente, el olor de la hierba quemada, de piedras secas lavadas por la lluvia, el súbito y sofocante hedor de un animal muerto en la maleza. Después de que salió la luna detrás de la cresta de una montaña lejana, se hizo mucho más fácil caminar. La tierra estaba pálida y los imponentes cactos proyectaban largas sombras plateadas bajo la luna. Las puntas de las ramas de las acacias todavía mojadas por la lluvia, centelleaban como el rocío de las olas.
+Una hora después de Atánquez la trocha descendió hasta el río Guatapurí y cogió hacia el sur atravesando un caserío conocido como Chemesquemena. Al llegar, unos perros feroces arremetieron contra las mulas. Una maldición de Aurelio bastó para ahuyentarlos, las colas tristemente metidas entre las patas. En una casa hubo signos de vida y vimos las siluetas de unas personas que empezaron a moverse, tras la lámpara de petróleo y el mosquitero que las protegía de la noche.
+Después de Chemesquemena pasamos el río Guatapurí por un puente colgante y trepamos por un camino que se abría en medio de cultivos de café y de maguey. Más adelante, las ranas y las cigarras y los restos de bosque del fondo del valle dieron paso a un paisaje candente de colinas de laderas áridas, cuestas sin árboles cubiertas de yerbajos y de piedras grandes y ennegrecidas. Tomamos por una nueva trocha, una senda dura y trillada que ascendía hasta una saliente y daba luego a una loma. En una hora o dos más de continuo ascenso se llegaba a una gran depresión. Las nubes adquirieron un aspecto luminoso y se hizo imposible distinguirlas del cielo.
+El sol saliente tocaba los costados de las montañas, proyectando largas sombras en las casi imperceptibles ondulaciones de la tierra. Al rayar el sol las sombras se recogieron y vibraron en el último momento, cediendo ante un río de luz que se derramó por igual sobre todas las lomas. Un sol blanco y los mismos colores del atardecer volvieron en tonos más suaves. Había neblina en los valles y las nubes cubrían las crestas nevadas. Hacia el nordeste las montañas caían en declive hasta el mar, y el relumbre en el horizonte era un amplio pedazo del Caribe. En las colinas más próximas, motas de polvo iban y venían empujadas por el viento y levantadas por zorros o tal vez venados. Había halcones por todas partes, y en cierto momento un cóndor enorme flotó en el aire frente a nosotros, su cruel cabeza con gola de plumas blancas, las alas extendidas más de dos metros con sus extremos como dedos. Más allá, frente a nosotros, se encontraban el río Donachuí y las tierras de los ikas y los kogis.
+—Mira —dijo Tim.
+En un cerro distante se veían dos siluetas contra el cielo. Parecían mujeres, con el pelo largo y túnicas, y tenían algo en las manos. Pero eran hombres.
+—Se los lleva el sol —dijo Aurelio, y se dio vuelta hacia las mulas—. ¡Mula! ¡Mula! ¡Macho, carajo! —gritó, golpeando las ancas de las bestias con un rejo y arreándolas por la trocha que bajaba hasta el valle.
+*
+Cuando Gerardo Reichel-Dolmatoff fue por primera vez a las montañas de la Sierra, los kogis le contaron una historia sobre el nacimiento del mundo. Al principio, le explicaron, todo era agua y oscuridad. No había tierra, ni sol o luna, ni nada vivo. El agua era la Mama Grande. Era la mente dentro de la naturaleza, la fuente de todas las posibilidades. Era la vida naciendo, el vacío, el pensamiento puro. Tomó muchas formas. Como virgen se sentó en una piedra negra en el fondo del mar. Como serpiente rodeó a la tierra. Era la hija del Señor del Trueno, la Mujer Araña cuya tela envolvió los cielos. Como Madre del Hielo moraba en una laguna negra en las alturas de la Sierra; como Madre del Fuego habitaba en todo fogón.
+En el principio, la Mama Grande comenzó a hilar sus pensamientos. En su forma de serpiente colocó un huevo en el vacío, y el huevo se convirtió en el universo. El universo tenía nueve capas, cuatro del mundo inferior y cuatro del superior, con un plano de contacto, el mundo central de los seres humanos, que era el quinto. Los cuatro mundos inferiores fueron creados primero, luego los cuatro superiores, cada uno resplandeciente con la luz de su propio sol. La quinta capa, el nivel que une las mitades superior e inferior del universo, es el sol-tierra/noche-tierra, la tierra de los seres humanos, la conexión entre los reinos cósmicos.
+Cuando la Mama Grande concibió el universo de nueve capas, se fertilizó a sí misma ungiendo uno de sus pelos púbicos con su sangre menstrual y luego se fecundó a sí misma con un palito de poporo. Parió a Sintana, un jaguar de cara negra, el prototipo del ser humano. Luego Sintana colocó en uno de los pelos púbicos de su madre, un pequeño trozo de una de sus uñas y un collar de piedras rojas en el ombligo de su madre. Con el palito de poporo los hizo penetrar en su cuerpo, quedando así preñada con los Señores del Universo, los cuatro puntos cardinales, el cenit, el nadir y el centro. El señor del cenit es el sol. El señor del nadir es el sol negro, el hermano mayor de nuestro sol. Tan pronto como el sol se pone en el horizonte, aparece este señor de la oscuridad, un sol negro que se estremece como una luna oscura.
+En el principio el universo todavía era blando. La Mama Grande lo estabilizó al insertar su enorme huso en el centro, penetrando las nueve capas en el eje del mundo. Los Señores del Universo, nacidos de la Mama Grande, hicieron replegar el mar y levantaron la Sierra Nevada en torno al eje del mundo, enterrando sus pelos púbicos en la tierra. Luego la Mama Grande colocó tiestos en la superficie y de su huso desenrolló una tira de hilo de algodón con la que trazó un círculo en torno a las montañas, circunscribiendo así la Sierra Nevada, que declaró ser la tierra de sus hijos. De esta manera el huso se convirtió en un modelo del cosmos. El disco es la tierra, la voluta de hebra es el territorio de las gentes, las hebras individuales del algodón hilado son los pensamientos del sol. El cono blanco de hilaza representa las cuatro capas del mundo de arriba, pero debajo del disco el algodón es negro e invisible. El sol, al moverse en torno a la Tierra, hila la hilaza de la vida y la recoge en torno al eje del cosmos, las montañas de la Sierra Nevada, la tierra natal de la Mama Grande.
+*
+La trocha llegaba hasta el río bajo una arboleda de frutales. El agua estaba dulce y fría, el lecho agitado y lleno de enormes piedras blancas que la corriente había moldeado dándoles bellas formas. Algunas eran más grandes que las casas abandonadas por las que habíamos pasado, de paredes de adobe y caña, techos de paja y pequeños atrios entre cercas de piedra. Desde lo alto el valle parecía turbulento y salvaje, pero de cerca tenía un aspecto más plácido. Había rastros de la vegetación original, aunque la tierra venía siendo cultivada siglo tras siglo. Habían plantado la mayor parte de los árboles por la fruta que daban. Había mangos y aguacates, caimitos, guanábanos y bellos guamos con sus delicadas ramas extendidas. El valle tenía todo el caótico esplendor de una huerta indígena, pero no era un bosque.
+La senda, subiendo por el río Donachuí, atravesaba plantíos de maíz, caña de azúcar, plátanos, algodón, fríjoles, calabazas, ají. Se cultivaba la yuca, así como la arracacha y la batata. Era temprano. Salía humo de los techos de las casas pero sus frentes seguían vacíos, fuera de grupitos de niños que soltaban risitas y carcajadas y se desparramaban como pollos al pasar nosotros. En medio de una especie de solar varios hombres y mujeres accionaban un trapiche de madera, con tres muelas verticales unidas al lomo de una mula con una vara horizontal. Al ir la bestia lentamente en torno al trapiche, las muelas giraban y molían la caña. El jugo chorreaba en baldes, que las mujeres cargaban hasta un par de grandes calderas de hierro que colgaban sobre una hoguera. Debajo de un cobertizo dos hombres vertían el jarabe de una tercera caldera en moldes de madera y a su lado, puestas como ladrillos, había docenas de panelas. Los hombres nos echaron una mirada al pasar y luego volvieron al trabajo. No parecían abiertamente hostiles, sólo temerosos y suspicaces. Pocos minutos después tropezamos con una mujer vieja que bajaba por la trocha. Llevaba alrededor de la cintura una larga túnica de algodón tejido a mano. Tenía en torno al cuello docenas de vueltas de un collar de pepas rojas como el vino, el cabello negro y la frente ceñida por una correa con la que sostenía en la espalda una enorme carga de leña en un canasto. Farfulló un saludo y pasó rápido.
+Había un portal a la entrada de la aldea de Donachuí. No estaba cerrado con candado, pero un joven ika bloqueaba el camino. Era asombrosamente bello, de finas facciones bronceadas y largo pelo negro que ondeaba hasta más abajo de los hombros. Vestía una manta de algodón blanco con abertura en la cabeza, de modo que colgaba como una túnica hasta las rodillas, ceñida en la cintura con un cinturón de fibra. Sus calzones eran del mismo basto algodón, sus sandalias tenían la suela de llanta cortada y llevaba en la cabeza una especie de fez de fique tejido. De cada hombro le colgaba una mochila decorada con brillantes diseños geométricos de color carmesí, el mismo de la franja vertical de su manta, y se encontraba mascando una gruesa bola de coca.
+—Buenos días, compadre —le dijo Aurelio. El hombre le devolvió el saludo. Todos le dimos la mano. Para el ika era un acto exótico. Nos tocó las manos ligeramente, casi reacio, y luego se presentó como Adalberto Villafañe. Hablaba español escogiendo las palabras, como alguien que habla un idioma extranjero.
+—Estas puertas son para separarnos —nos dijo.
+—Ellos tienen sus papeles —le contestó Aurelio, señalándonos a Tim y a mí.
+—Sólo venimos por unos pocos días —añadió Tim—. Hemos venido desde muy lejos para conocer sus plantas.
+El ika sacó de una doble calabaza una generosa porción de una sustancia espesa como un jarabe, con la que se frotó los dientes.
+—Para subir más tienen que sacar permiso —nos dijo.
+—Claro —respondió Tim.
+—Entonces, por favor, vengan —concluyó, y empezó a caminar hacia el pueblo.
+Nos llevó por una trocha que atravesaba un pequeño campo de algodón y luego desaparecía al llegar a un espeso plantío de coca. Los arbustos tenían unos tres metros de alto, pequeñas flores blancas, frutos rojos, como los del agraz, y hojas de un verde amarillento que los distinguía de otras plantas en el sembrado.
+—Esto es «hayo» —dijo Adalberto mientras abría la mochila y recogía un puñado de hojas secas, que dejó pasar suavemente entre los dedos, como por un tamiz.
+La mayor parte de la gente se había reunido en un pequeño patio frente a la kankurua, el pabellón ceremonial que dominaba la aldea. Tim tomó un paquete de una de las mulas y le dijo a Aurelio que las llevara hasta unos eucaliptos más allá del poblado. Adalberto nos hizo entrar a la kankurua por una puerta baja. Estaba oscuro adentro. Se veían los rescoldos de un fogón que había dejado una espesa capa de humo flotando sobre el piso. Me llevó un momento ajustar los ojos a la luz. Había varios ikas sentados en estrecho círculo en torno a las cenizas. Detrás de ellos había otros hombres sentados en unos bancos bajos y gruesos, de cuatro patas, labrados de un mismo bloque de madera. A sus pies tenían bastones. Entre la hoguera central y la puerta había otros cuatro fogones. De las vigas colgaban plumas y cráneos de animales impregnados de humo. El techo era alto y abovedado, pero no se podía ver más allá de los maderos, que parecían estructuras de hollín.
+Adalberto caminó con lentitud alrededor del recinto y sin hablar intercambió con todos los presentes puñados pequeños de hojas de coca. Después de saludarlos se dio vuelta hacia los rescoldos y arrojó una pequeña ofrenda. Nos presentó al comisario, uno de los ancianos, y luego se hizo a un lado y se sentó en un banco junto al fuego, metiéndose con cuidado entre las rodillas la cola de la túnica. El comisario pidió ver nuestros papeles. Tim sacó del paquete unos cuantos de ellos, incluido uno adornado con cintas y un sello de cera. El anciano leyó la carta en voz alta, hizo una pausa y luego inició un largo monólogo. Todos hablaron a su turno, y durante treinta minutos los extraños y susurrantes sonidos de la lengua ika llenaron la kankurua.
+Vi cómo Adalberto tiraba al fuego una mascada agotada y tomaba más hojas de la mochila. Sacó de su poporo el palito cubierto de cal, que se metió en la boca. Masticó suavemente y sacó de la boca el palo humedecido por el jugo de la coca. Reflexivo, empezó a frotar la boca del poporo con el palito.
+El comisario comenzó a pronunciar en español una letanía de los abusos recientes de que habían sido víctimas los ikas: turistas que habían entrado en sus tierras ilegalmente y que habían usado sus casas como letrinas, alpinistas japoneses que habían roto una puerta para hacer una hoguera. Tim le aseguró que respetaríamos a la comunidad y sus deseos. El viejo mencionó unos derechos administrativos y varios impuestos, que acordamos pagar, y finalmente sacó un cuaderno rayado de una vasija de barro y con aire resignado escribió una carta de letra menuda que fue firmada por varios de sus asociados, dándonos permiso para pasar tres semanas en las montañas. Tim le agradeció y, al voltearse para salir, sacó del paquete una madeja de lana roja y una pequeña bolsa de conchas de mar, que colocó frente al fuego. Un sordo murmullo de aprobación dio vuelta al círculo.
+*
+—Para ellos, ustedes son los que siembran las enfermedades y la pobreza —nos explicó Aurelio—. Por eso tienen que entrar en su tierra con paciencia.
+Era difícil ser paciente. Al salir de Donachuí habíamos subido hasta Sogrome, un segundo poblado ika a más de tres kilómetros río arriba. Esperamos dos mañanas en una casucha de piedra abandonada a un mensajero autorizado. Las casas al otro lado del río estaban ocupadas —podíamos ver el humo saliendo de los techos de paja—, pero nuestro único contacto después de salir de Donachuí había sido unos niños curiosos y una mujer de edad, con collares en torno al cuello, que se había metido en nuestro campamento buscando un pollo extraviado. Pasamos las mañanas recolectando plantas y esperando que la lluvia refrescara el aire, y las tardes y noches preparando los especímenes, pendientes de que terminaran las tormentas.
+La coca crecía en abundancia entre Donachuí y Sogrome, pero Tim, deliberadamente, no mostró mayor interés en los cultivos. Quería esperar la oportunidad sin dar la impresión de que sólo habíamos ido para estudiar la muy reverenciada planta. Me explicó, eso sí, el propósito de las conchas. Para mascar coca y absorber eficazmente la cocaína de las hojas, hay que modificar la saliva añadiendo un alcaloide. Cualquier compuesto básico —bicarbonato de sodio, cenizas, cal— sirve, pero los ikas y los kogis prefieren las conchas quemadas, que adquieren por trueque o recogen como parte de peregrinaciones a la costa preparadas con todo detalle. Su cal la llaman impusi. Es en extremo cáustica y debe aplicarse a la mascada humedecida con un palito, o chukuna, teniendo cuidado de evitar que se queme la boca. Para controlar la cantidad de cal, la punta de la chukuna debe frotarse vigorosamente en la boca del poporo. Al evaporarse la saliva, una capa de cal amarilla y brillante se va depositando en torno a la boca del poporo, aumentando la circunferencia de la cabeza cada vez más grande. El tamaño, la forma y el color del yoburu, la calabaza de cal de un hombre, es objeto de inmenso prestigio y categoría. Simbólicamente, el yoburu es una vagina, una «pequeña mama». El palito o chukuna que penetra en la calabaza y con el que se aplica la cal a la mascada de coca es análogo al pene. Así como el hombre fecunda a la mujer, así la cal da poder a la hoja sagrada.
+Para los ikas y los kogis mascar la coca, o mambear, es la actividad más pura de sus vidas. A las mujeres, en contraste, aunque deben recolectar la cosecha y preparar las hojas, se les prohíbe el uso del estimulante. El resultado es un eje de tensión en torno al cual gira la mayor parte de la vida social de los ikas y los kogis. Los hombres pierden la virginidad copulando con las viudas viejas de la tribu. Su iniciación simbólica a la edad adulta no ocurre, sin embargo, hasta que hayan sido iniciados y estén listos para casarse, pues sólo entonces se les permite probar las agridulces hojas de la coca. En ese momento el mama, el alto sacerdote, le obsequia a la novia un huso tallado en madera con el cual hilar los hilos para tejer la primera mochila, o zijew, de su esposo. El sacerdote selecciona luego un yoburu para el novio, y en la ceremonia de la boda lo perfora y llena con cal la bulbosa base. En compañía del novio copula luego con la novia, iniciándola así al estado de mujer. En la misma forma en que el matrimonio une al hombre y la mujer, dedica al hombre a una vida de mascar las hojas sagradas.
+*
+Avanzada la tarde de nuestro tercer día en Sogrome, al volver de recoger agua me encontré a Adalberto parado bajo la puerta de la cabaña. Al principio no dijo nada y no se movió. Aurelio, el mulero, estaba a su lado mordisqueando un trozo de caña de azúcar. Tim, que había preparado nuestras muestras de la mañana, se hallaba ante una media docena de paquetes de plantas prensadas envueltas en papel periódico y remojadas en una mezcla de alcohol y formol. El patio estaba cubierto de papeles arrugados y hojas descartadas. Adalberto se acercó a Tim, repasando con la vista y cierta sorna nuestros especímenes. Con la mano derecha sostenía la chukuna, que frotaba continuamente en torno a la cabeza del poporo. Se inclinó sobre los paquetes de plantas preservadas, se encogió y echó hacia atrás. Miró a Tim y le dijo con suavidad:
+—Estas ramitas nunca van a crecer. Están borrachas, y además se necesitan las semillas.
+La mañana siguiente y durante dos días más, Adalberto nos acompañó en nuestra búsqueda de plantas. No hubo dinero de por medio y no hicimos ningún arreglo oficial, pero cada día llegaba hasta el fogón, compartía el desayuno y nos llevaba a los parches de bosque que quedaban en empinadas faldas y hondonadas húmedas en torno a Sogrome. Dentro de un paisaje completamente dominado por los seres humanos, estos pequeños pedazos de bosque eran de una belleza agreste tan poderosa que parecía aniquilar la memoria. Por la mañana temprano, las hojas todavía brillaban por la lluvia, y los troncos húmedos parecían casi negros bajo el follaje verde. Luego, al salir el sol sobre las montañas, la luz se convertía en un dosel verde luminoso, una luz temblorosa, ígnea, que se extendía sobre las copas de los árboles y que apenas llegaba al suelo. Matizada por la vegetación —las aráceas de hojas amplias y las colchas de orquídeas, helechos, las bromeliáceas epifitas, los licopodios colgantes—, la luz adquiría al caer un matiz dorado, que llenaba las partes bajas del bosque de una medialuz de débiles sombras grises.
+El suelo del bosque era un intrincado laberinto de raíces blancas, plantas rezanderas y profusas y brillantes heliconias herbáceas. En los salientes rocosos crecían begonias silvestres y delicadas peperonias. Había anturios y una docena de especies de enredaderas y bejucos, dondiegos, mandevillas y filodendros. Muchos de los árboles eran retorcidos, con sus ramas cubiertas de musgo blanco. Otros eran de troncos pálidos moteados de liquen; los más altos se levantaban ahogados y, al llegar al tope del bosque, estallaban en una densa profusión de ramas. Tenían extraños nombres, que Adalberto compartía, asomándose sobre los hombros de Tim a medida que este escribía en su cuaderno la transcripción fonética: karaguara kaktil, ma müpusana, sarmósiya. Nosotros los llamábamos Buddleja, Chrysophyllum, Saurauia, Cassia, nombres que en ese momento parecían tan arbitrarios como las palabras ikas que, al ser pronunciadas en el suave tono susurrante de la lengua, sonaban como el viento recorriendo el bosque.
+Las lluvias estacionales habían llenado las plantas de capullos y frutas. En un silencio que sólo rompían los puros y expresivos gritos de lejanos caracaras, nos desplazábamos de árbol en árbol aumentando nuestro herbario. Una leve brisa templaba la atmósfera, haciéndola fresca y agradable. Las plantas eran magníficas y raras. Una orquídea del tamaño de una semilla, helechos tan altos como arbustos. En una hondonada húmeda y con exuberancia de musgos y de helechos encontramos una nueva especie de Myrcia, un gran género de árboles de la familia de los arrayanes, nativa del trópico americano. En la orilla del río, entre Donachuí y Sogrome, topé con una nueva especie del Protium, un árbol precioso que, como sus cercanos parientes, que producen incienso y mirra, tiene una resina aromática agridulce. Ese mismo día encontramos una tercera planta aún desconocida para la ciencia, un arbusto grande del género Psammisia, de la familia de los brezos.
+Aunque algo confundido por nuestro entusiasmo hacia cosas tan obviamente inútiles, a Adalberto le fascinaba nuestro interés en las plantas silvestres. Paso a paso, sin embargo, como un padre cansado de consentir a un hijo, comenzó a impacientarse con nuestra ignorancia y empezó a mostrarnos las plantas que sí valían la pena, entre ellas un Picarmmnia spruceana, un árbol que los ikas llaman urú, cuyas hojas producen un tinte púrpura profundo. Los rizomas y el tallo de una especie silvestre de Puya eran comestibles. La exposición a la savia de queraka, el Toxicodendron striatum, un árbol de la familia del zumaque venenoso, es causa de una grave dermatitis, pero Adalberto nos reveló que las hojas hervidas y aplicadas constituían un tratamiento eficaz. Había otras plantas que podían matar, y muchas que podían curar. Todas ellas, dijo Adalberto, eran dones del bosque.
+*
+Con la compañía de Adalberto y las plantas como centro de nuestra atención, quedó claro el propósito de la visita para los demás ikas y, en unos pocos días, nuestras actividades se redujeron a un ritmo fácil y predecible. Temprano en las mañanas todo era tranquilo, el aire todavía calmo y frío, el cielo de un claro azul suave. Para cuando el sol calentaba, el bosque nos rodeaba. Luego, hacia mediodía, el cielo se toldaba, el bosque se oscurecía y las tormentas lavaban las montañas. La lluvia caía toda la tarde y a menudo continuaba hasta bien entrada la noche. Por lo general, amainaba hacia el atardecer y los ikas aprovechaban la oportunidad para entrar o salir de nuestra casa. Sus visitas, que empezaron esporádicamente, aumentaron hasta convertirse en constante desfile. Ya para el final de la semana, nunca estuvimos solos. La tensión y las sospechas de nuestro encuentro inicial habían cedido ante la curiosidad.
+Adalberto siguió fiel. Después de tres días empezó a dormir junto al fogón nuestro, en el piso de tierra de la cabaña, sobre pieles de oveja y de vaca. Después trajo su telar, que colocó contra la pared de adobe. Era un sencillo aparato rectangular con cinco barras gruesas en cada lado. Las dos barras paralelas que mantenían tensa la urdimbre se impulsaban horizontalmente respecto de las verticales, y dos barras que se cruzaban reforzaban toda la estructura. A menudo, terminando la tarde, después de haber acabado con las plantas, o por la noche, después de la comida, Adalberto se dedicaba a tejer. Varias veces, al irse apagando el fuego, me quedé dormido con el ruido del lizo que separaba las hebras de la urdimbre de la lanzadera cubierta con algodón. En una ocasión, a media noche, me desperté y desde la hamaca vi a Adalberto tejiendo y, bajo la luz ámbar de la lámpara de petróleo, a Tim sentado en un banco de madera, inmóvil como una estatua de piedra.
+Las costumbres de la aldea se aclararon poco a poco. Las casas que habíamos creído abandonadas estaban de hecho desocupadas sólo temporalmente. La nuestra pertenecía a Celso, el hermano mayor de Adalberto, que hacía varios años se había ido de las montañas para estudiar dentistería. Había regresado con el diploma en la mano para poner consultorio en Nabusímake, el centro ceremonial de los ikas, a dos días a pie hacia el oeste. La mayor parte del tiempo, Celso viajaba de población en población, con su instrumental y la fresa de pie atados al lomo de una mula. Adalberto vivía cerca de su madre, Juanita, en una casa que quedaba un poco más abajo de la nuestra, a la sombra de un mango. Faustino, otro hermano, era el comisario de Sogrome y uno de los personajes silenciosos que conocimos en Donachuí la primera mañana. Un cuarto hermano, Atilio, era dueño de varias mulas y estaba trabajando en el cañaduzal de la familia, dos días más allá de Nabusímake. El tío de Adalberto, Juan Bautista, era un mama, como lo había sido su padre, José de Jesús. Los dos vivían en lo alto de las montañas en Mamancanaca, donde la familia criaba ovejas y recogía plantas medicinales que crecían en la periferia de los lagos sagrados. Era, según Adalberto, un lugar mucho más allá de los árboles, donde las plantas tenían piel y las piedras se cubrían de hielo en las mañanas.
+Como toda la gente de la Sierra, la familia Villafañe se desplazaba constantemente, incluso en la temporada de lluvias. El limitado transporte por las trochas de montaña llevaba leña a las tierras de pastoreo y paja para los techos de las alturas templadas. Las tierras bajas producían plátanos y bananos, yuca, maíz y cultivos comerciales como café, azúcar y piñas. En tierras ubicadas trescientos y más metros arriba de Sogrome se daban las papas y las cebollas, maní y calabazas, brócoli y tomates. La coca se cultivaba a mitad de camino entre Donachuí y Sogrome y era llevada a todos los rincones de la tierra de los ikas, una actividad que parecía fascinar a Tim, quien nunca dejaba de hacer comentarios sobre el incesante desfile que todos los días pasaba frente a la puerta: mulas cargadas de azúcar, racimos de bananos y costales repletos de lana. Hombres y mujeres cargados de productos que se apresuraban antes de que las lluvias de la tarde hicieran crecer los ríos e inundaran las trochas.
+—¿Sabes, Willy? —me dijo una mañana—. Siempre van a alguna parte. Con comida o alguna cosa para comerciar. O a visitar a sus familias, o a ceremonias y reuniones. Pero siempre hay algo más sucediendo.
+Salí detrás de él a la terraza de tierra que dominaba el valle. Un sendero gredoso bajaba por la colina de al lado y atravesaba plantíos de algodón, coca y maíz antes de llegar al puente de madera sobre el río, justo abajo de la casa de Adalberto. Del otro lado había plátanos y caña, entremezclados con campos en barbecho, algunos de los cuales iban hasta bien alto en la montaña, fundiéndose con espesos parches de vegetación nueva.
+—Reichel fue el primero que se dio cuenta —me dijo Tim—. Él sabía que los ikas y los kogis no eran de nuestro mundo. Él lo sabía, pero también lo conmovía, y al final cambió su vida. De ahí que sus intuiciones sean tan profundas.
+Caminó hasta el borde de la terraza. El punto clave, me dijo, era que los indios no tenían que desplazarse. La tierra era abundante, la irrigación buena; tenían todos los medios para sobrevivir y prosperar sin verse obligados a trepar y bajar por las montañas constantemente. Esto, ciertamente, les permitía acceder a una gama de comida y recursos más amplia y, desde un punto de vista material, podía ser todo lo que les importara. Pero Reichel comprendió que los desplazamientos eran en parte una metáfora, que al recorrer la tierra tejían una gran manta sobre la Mama Grande, siendo cada jornada como un hilo, y convirtiéndose así cada migración estacional en una oración por el bienestar del pueblo y de toda la tierra. Los kogis mismos se refieren a sus ires y venires como tejidos.
+Una súbita ráfaga de viento recorrió el valle. Eché una mirada a la loma y vi que un hombre doblado por la edad estaba subiendo.
+—Mira esos campos. ¿Qué ves? —me preguntó.
+—¿Qué quieres decir?
+—¿Notas algo en ellos?
+—No, nada especial.
+—Reichel vio los mismos campos, los mismos jardines. Pero se quedó el tiempo suficiente para ver cómo los plantaban y recogían las cosechas. Así es como plantaban un campo.
+Tomó un lápiz y un pedazo de papel del bolsillo y dibujó una figura rectangular que dividió en dos. La parte norte del campo, me explicó, era el territorio del hombre, la parte sur el de la mujer. Los hombres cultivaban el algodón y el maíz, las mujeres la coca y la yuca. Las mujeres siembran en el campo empezando por la esquina sudeste y avanzando hacia el norte hasta que, al llegar a la línea intermedia, vuelven al sur, sembrando las plantas en líneas horizontales hasta que, después de haber recorrido así todo el campo, acaban el trabajo en la esquina nordeste.
+—Ahora mira el dibujo, ¿y qué tienes?
+—No comprendo.
+—No puedes verlo, pero ensaya esto —y dobló el papel en dos, por la línea del centro, levantándolo hacia el sol.
+—¿Qué es?
+—Una reja —le respondí.
+—No —dijo—, la trama de una tela. El campo es un trozo de tela. Tengo que mostrarte algo.
+Tim se dio vuelta y regresó a la choza. Buscó entre sus cosas y sacó el diario.
+—Todo acaba y empieza con el telar —me dijo. Se acercó al fuego, tomó una brasa para prender el cigarrillo y fue hacia la puerta—. Para el kogi, los pensamientos de una persona son como hebras. El acto de tejer es el acto de pensar. La tela que tejen y la ropa que llevan se convierten en sus pensamientos. Escucha esto —abrió el cuaderno y empezó a leer:
+Voy a tejer la tela de mi vida,
+voy a tejerla blanca como una nube,
+voy a tejer algo de negro en ella,
+voy a tejer oscuros tallos de maíz,
+voy a tejer tallos de maíz en la tela blanca,
+voy a obedecer la ley divina.
+—Es una oración kogi —añadió—. La encontré en uno de los papeles de Reichel. ¿Ves? Para nosotros el telar es unos cuantos palos, una muestra tecnológica sencilla. Para estos indios es algo sagrado, y no tanto el objeto como el acto mismo de tejer. O por lo menos los símbolos que invoca. En la sencilla acción de hacer la tela, el tejedor se alinea con todas las fuerzas del universo.
+Según Reichel-Dolmatoff, explicó, el tejido es una representación de las cuatro esquinas del mundo, y el punto de intersección de las varas cruzadas simboliza los picos sagrados de la Sierra Nevada. El telar también es el cuerpo humano, donde las cuatro esquinas representan los hombros y las caderas, y el cruce el corazón. De esta manera, cuando un hombre cruza los brazos, tocándose con las manos los hombros opuestos, se abraza a sí mismo y se convierte en el telar de la vida. La tierra misma, la superficie, también es un telar, una inmensa trama en la que el sol teje la tela de la vida. En las cuatro esquinas están los cuatro puntos de los solsticios y los equinoccios, los lugares geométricos entre los cuales el divino tejedor hace mover cada día y cada noche, creando así los mundos de la luz y de la oscuridad, de la vida y de la muerte.
+Esta idea de que lo sagrado impregna el mundo material anima cada aspecto de la vida en la Sierra. Cuando la Mama Grande dio a luz el universo de nueve capas, también imaginó y dio vida al primer templo, aovado como el cosmos. El piso del templo es el mundo de los vivos y el techo de paja es el modelo de los mundos de arriba. Hasta hoy en día, los kogis construyen sus templos basándose en este modelo cósmico. Son construcciones sencillas, de altos techos cónicos apoyados sobre cuatro postes en las esquinas. En el piso de tierra, situado entre el eje central y cada uno de los postes, hay un fogón ceremonial que representa uno de los cuatro linajes creados al principio de los tiempos por los Señores del Universo. En el centro queda el fogón del señor Mulkuëxe, el representante del sol.
+Al construir sus templos, el alineamiento de estos fogones es preciso y decisivo. En la cúspide del techo hay un pequeño agujero cubierto la mayor parte del año por una vasija de barro. La orientación del templo es tal que en el solsticio de verano, al salir el sol detrás de las montañas, un delgado haz de luz cae en el fogón situado en la esquina sudoeste. Durante el día, al atravesar el sol el cielo, el rayo de luz se mueve en el piso hasta que, justo antes del atardecer, cae sobre la esquina sudeste. Seis meses después, en el solsticio de invierno, habiéndose desplazado el sol hacia el sur, el haz de luz toca el fogón del noroeste en la mañana y en forma parecida se va moviendo por el piso durante el día, cayendo finalmente al atardecer sobre el fogón del nordeste. Tanto en los equinoccios de otoño como de primavera, el haz de luz atraviesa el techo y traza un rumbo equidistante entre el norte y el sur, de modo que en el punto del meridiano, estando el sol alto en el cielo, una delgada columna vertical de luz baña el fogón central, el más sagrado de los cinco. Un mama ha estado esperando ese momento. Levanta entonces un espejo hacia el sol, y así como el Padre fertiliza el vientre de los vivos, el sacerdote crea con su espejo un eje cósmico por el cual pueden ascender al cielo las oraciones de la gente.
+Es así como en el curso de un año entero, el sol pasa sobre la tierra y teje las vidas de los vivos en el telar del piso del templo. Teje día y noche, durante el día en este mundo y durante la noche en el mundo que yace abajo, el reino invertido del sol negro. Arriba y abajo, el sol teje dos retazos de tela cada año, uno para sí mismo y otro para su esposa. Urde las primeras hebras de la urdimbre en el solsticio y el primer retazo lo termina en equinoccio. En ese momento, según Reichel-Dolmatoff, el sacerdote kogi empieza a danzar en la puerta oriental del templo, atravesándolo lentamente hasta la puerta occidental, todo el tiempo actuando con gestos y canciones como si llevara tras de sí una vara. Finalmente, al llegar a la puerta occidental, lleva hacia adelante la vara imaginaria y la tela del sol se despliega hacia el norte y el sur. Sólo un momento después un nuevo retazo es concebido, el tejedor divino se remonta sobre el telar y la vida continúa.
+*
+Adalberto estaba impasible al lado de Tim cuando este alcanzó la punta de una rama. Tocó las hojas, examinó los frutos rojos y levantó una pequeña flor blanca para examinarla con su lupa. Luego, apartando la vista de la planta, le echó una mirada a Adalberto, que asintió con la cabeza en respuesta. Arrancó tres hojas y las estrujó entre los dedos.
+—Huele esto —me dijo.
+Me incliné y percibí un olor parecido al de la galutheria.
+—Metilsalicilato —explicó Tim—. Con las hojas secas se nota incluso más. Eso la identifica con certeza como novogranatense. La coca boliviana tiene un olor a hierba, casi como el heno o el té japonés.
+Después de más de una semana en Sogrome, Tim pidió finalmente permiso para recoger coca y se enfrentó a la tarea con una intensidad que a Adalberto le pareció apropiada. Puso flores y frutos en pequeñas redomas con alcohol, muestras del suelo en docenas de bolsas plásticas, y dejó más de una planta con un aspecto débil y casi desnudo después de recoger decenas de muestras para herbario. Recogió materiales vivos de varias plantas, semillas y cortes, que envolvió en musgo húmedo y colocó en bolsas de tela, rotuladas y con cuidadosas referencias recíprocas a muestras certificadas numeradas. Antes de fijar las certificaciones en la prensa de plantas, registró toda la información relevante que no sería evidente por sí misma en especímenes de herbario secos y montados. El tamaño y hábito de la planta, el color de las hojas, flores, frutos y corteza, así como notas ecológicas que incluían el tipo de suelo, la exposición, evidencias de insectos dañinos, y las formas en que se cosechaba.
+La coca cultivada por los ikas era, tal como esperaba, la especie colombiana que en 1895 bautizó el botánico alemán Hieronymus con el nombre de Erythroxylum novogranatense, en honor al viejo nombre colonial del país, Nueva Granada. Esta era la coca que en el siglo XIII utilizaban los orfebres muiscas y quimbayas; el estimulante del pueblo desconocido que talló las monolíticas estatuas de jaguar y las grandes tumbas de San Agustín en el sur de Colombia, mil quinientos años antes de Colón; la planta que Américo Vespucio encontró en la península de Paria, en Venezuela, en 1499, al consignar la primera descripción europea de la costumbre de mascar coca. En otros tiempos cultivada extensamente a lo largo de la costa Caribe de Suramérica, en partes adyacentes de Centroamérica y en el interior de Colombia, se encuentra ahora en su contexto tradicional únicamente en las montañas del Cauca y del Huila y en la Sierra Nevada de Santa Marta. En esas partes se le dice «hayo», el nombre usado hoy por los ikas y los kogis.
+La idea de que diferentes variedades de coca existían más allá de las montañas de su tierra le fascinaba a Adalberto. ¿Sería posible conseguir semillas? ¿Cómo cosechaban la hoja? ¿Quién respondía por el mantenimiento de los campos? Tim le respondía estas y una docena más de preguntas. Parte de su información era más o menos directa y Adalberto la aceptaba sin dificultad: por ejemplo, la observación acerca de que la coca boliviana se podía plantar con estacas mientras que el «hayo» siempre requiere la semilla. Otros hechos demostraron serle más difíciles de aceptar. Quedó consternado al saber que en otras regiones, hombres y mujeres mascaban la hoja y participaban abiertamente en su propagación y cosecha. Tim describió la coca como una comida sagrada, anotando que compararla con el alcaloide puro, la cocaína, era tan inapropiado como comparar una taza de café con los efectos de la ingestión de cafeína pura. Habló de interminables tierras montañosas donde los campos eran bendecidos con ofrendas de la planta, y donde ciertos hombres adivinaban el futuro consultando las hojas, don de clarividencia reservado para quienes han sobrevivido a la caída de un rayo.
+—Creen —explicó Tim— que al ir de un valle al siguiente, hay que agradecer a los guardianes de las montañas su protección. Cada vez que pasan una línea divisoria, colocan una mascada de coca en el hito de piedra que indica los pasos altos y soplan oraciones al viento.
+—Cada cosa debe pagarse —dijo Adalberto, llegando así a una segura simetría entre sus pensamientos y los de Tim. Tomó el chukuna de su poporo, lo llevó a los labios y mordió la punta cubierta con cal. Dejó escapar un hilo de saliva verde por una comisura de la boca.
+—Ustedes no son cristianos —dijo.
+—No —dijo Tim, mostrándose de acuerdo.
+*
+Tanto para los ikas como para los kogis, la tierra está viva. Cada sonido en la montaña es elemento de un lenguaje del espíritu, cada objeto, un símbolo de otras posibilidades. Un templo, por ejemplo, se convierte en una montaña; una cueva, en un vientre; una totuma con agua, en reflejo del mar. El mar es la memoria de la Mama Grande.
+El tejido de la vida creado en el principio de los tiempos es un frágil equilibrio que depende por completo, como el de todo el universo, de la integridad moral, espiritual y ecológica de los Hermanos Mayores. El fin de la vida es el conocimiento. Todo lo demás es secundario. Sin el conocimiento no se pueden comprender ni el bien ni el mal, ni apreciar las obligaciones sagradas de los seres humanos con la tierra y la Mama Grande. Mediante el conocimiento vienen la sabiduría y la tolerancia. Sin embargo, la sabiduría es una meta esquiva, y en un mundo vivificado por la energía solar, el pueblo invariablemente acude a los consejos de los sacerdotes del sol, los iluminados mamas, únicos capaces de controlar las fuerzas cósmicas por medio de oraciones y ritos, de canciones y conjuros. Aunque gobiernan a los vivos, los mamas no gozan de privilegios manifiestos, o de signos exteriores de prestigio. Comparten la misma comida sencilla, viven en idénticas casas de piedra y visten la misma ropa tejida por sus propias manos. Pero su búsqueda de la sabiduría implica una enorme carga, porque los kogis y los ikas creen que la sobrevivencia del pueblo y de toda la tierra depende de su trabajo.
+Se accede al sacerdocio por la adivinación. Tan pronto nace el niño, un mama consulta a la Mama Grande interpretando las figuras hechas por piedras y cuentas al echarlas en el agua de vasijas ceremoniales. A los escogidos los separan de sus familias en la infancia y los llevan a lo alto de las montañas para ser criados por un mama y su esposa. Allí el niño vive una vida nocturna, completamente apartada del sol, vedada incluso a la vivencia de la luz de la luna llena. Hasta los dieciocho años no se le permite conocer a una mujer en edad de ser fecundada o recibir la luz del día. Pasa su vida en una casa ceremonial, durmiendo de día y despertando después del atardecer para ir en la oscuridad a la casa del mama, donde lo alimentan dos veces: a medianoche y luego poco antes del amanecer. La esposa del mama prepara su comida, pero incluso ella sólo puede verlo a oscuras. Su dieta es sencilla: pescado hervido y caracoles, hongos, grillos, yuca, calabazas y fríjoles blancos. Nunca debe comer sal o alimentos desconocidos para sus antepasados. Sólo desde la pubertad se le permite comer carne.
+Su aprendizaje se divide en dos fases diferentes y precisas, cada una de nueve años, en semejanza de los nueve meses que ha pasado en el vientre de la madre. Al principio es criado como hijo del mama y se le inculcan los misterios del mundo. Aprende canciones y danzas, relatos mitológicos, los secretos de la creación y el lenguaje ritual de los antiguos, conocido sólo por los sacerdotes. Los otros nueve años están dedicados a ocupaciones más altas y a más conocimientos esotéricos: el arte de la adivinación, técnicas de respiración y de meditación que inducen al trance y oraciones que dan voz a los espíritus internos. Nada aprende el novicio de las tareas mundanas, habilidades más apropiadas para otros. Pero aprende todo lo que hay que saber sobre la Mama Grande, los secretos del cielo y de la tierra, la maravilla de la vida misma en todas sus manifestaciones. Como los iniciados sólo conocen la oscuridad, adquieren el don de las visiones. Se vuelven clarividentes, capaces de ver no sólo el futuro y el pasado, sino mediante todas las ilusiones materiales del universo. Pueden viajar, en trance, por la tierra de los muertos y penetrar en el corazón de los vivos. Finalmente llega el gran momento de la revelación. Después de haber atesorado enseñanzas sobre la belleza de la Mama Grande, sobre el delicado equilibrio de la vida, sobre la importancia de la armonía ecológica y cósmica, el iniciado está listo para llevar sobre sus hombros la carga divina. Una mañana clara, al asomarse el sol sobre las montañas, es llevado hacia la luz del alba. Hasta ese momento el mundo sólo ha existido para él como pensamiento. Ahora, por primera vez, ve el mundo como es, la trascendente belleza de la tierra. En un instante se confirma todo lo que ha aprendido. De pie a su lado, el mama extiende el brazo recorriendo todo el horizonte como si dijera:
+—Mira. Todo es como te dije.
+*
+Adalberto colocó con sumo cuidado varios trozos pequeños de caña en una estrecha hendidura entre dos piedras. No eran unas piedras cualesquiera; eran las que habíamos estado buscando desde que dejamos Sogrome, grandes y blancas de río, para mí iguales a las demás. Pero para Adalberto eran diferentes. Eran las piedras que protegerían el fuego con el que reduciría a cal las conchas marinas para su yoburu. Llamaba a su poporo su mujercita.
+Sobre las cañas colocó nueve conchas y nueve trozos cortos de hilaza, que cubrió con esparto y más cañas. A lado y lado de las cañas había dos palos hundidos verticalmente en la tierra. Los llamaba guardias.
+—¿Cómo consiguió estas conchas? —preguntó.
+Tim le contó cómo había contratado a los niños en Santa Marta. Adalberto no se mostró impresionado. Recordó uno de sus viajes al mar, un peregrinaje de cinco días que lo había llevado a la tierra de las ranas y de los espíritus, pasando por cavernas y lagos de hielo y otras aberturas en el cuerpo de la Mama Grande. Al descender al borde del mar, había esperado el amanecer e ido hasta la playa a espaldas de las olas, acercándose más y más al agua y al origen del Divino Tejedor.
+—Su cal viene de estas conchas —le dijo Tim—, pero hay otros que queman piedra caliza de la tierra o huesos de animales. Algunos usan las cenizas de ciertas hojas y tallos mezclados con orina y rocío. Hay plantas que endulzan la mascada.
+Adalberto miró hacia arriba. Había oído un crujido en los arbustos y, al darnos vuelta, vimos una iguana inmóvil echada en una rama, su piel dura y arrugada, de aspecto milenario. Adalberto le arrojó una piedra y erró el tiro.
+—Nosotros sólo usamos estas conchas —dijo al volver a su labor.
+Encendió un fósforo y prendió la hierba seca, que pronto extendió llamas calientes sobre las cañas. Luego avivó el fuego. En un cuarto de hora las cañas y el esparto quedaron reducidos a cenizas, dejando nueve blanquísimas conchas limpias de toda materia orgánica, en un lecho de cenizas casi negras. Las retiró del rescoldo con las manos y dejó que se enfriaran unos momentos antes de ponerlas en una jarra de barro. Con cierto cuidado vertió sobre ellas una infusión de tallos florecidos de moroche que había preparado. Se produjo una reacción, y un débil vapor químico se escapó por la boca de la vasija. Al absorber el líquido, las conchas quedaron reducidas a un polvo muy fino.
+*
+Después de dos semanas en Sogrome nuestra breve temporada en la Sierra se acercaba a su fin. Aurelio había vuelto con las mulas y Tim se mostraba cada vez más ansioso ante la condición de nuestros especímenes. El alcohol y el formol que habíamos comprado en Santa Marta habían resultado rendidos con agua; había moho en algunos de los paquetes, y varios de los primeros especímenes daban muestras de estarse ya pudriendo. Habíamos aprendido todo lo que habíamos podido sobre el uso de la coca. Descubrir más habría implicado un compromiso temporal que no estaba dentro del alcance del estudio de Tim. En cualquier lugar del interior de América del Sur se podía uno pasar la vida sin haber agotado la reserva de conocimientos indígenas. Pero la misión de Tim era estudiar la coca a todo lo largo de su difusión, y una docena de tribus repartidas a lo largo y ancho del continente lo esperaban.
+En la noche de nuestro último día en Sogrome, Adalberto se acercó a la lumbre de nuestro fogón. Lo acompañaba un anciano. Tenía bigotes negros y vestía una capa de algodón blanco que empequeñecía su frágil cuerpo. Era el padre de Adalberto, que nos presentó como el mama José de Jesús. Había caminado desde la tierra de la familia, muy alto en las montañas, en Mamancanaca, sólo para conocer a Tim.
+Durante varios minutos, Tim y Adalberto hablaron sobre una cosa y la otra, pero sus palabras parecían volar con el viento, como si fueran puro adorno. El padre de Adalberto retiró del cuello su bolsa de coca y se la entregó al hijo. Adalberto metió la mano, sacó un yoburu y se lo dio a Tim. José de Jesús empezó a hablar suave y deliberadamente.
+—El yoburu es muy importante. Es la cuna de la civilización. Por la noche, antes de dormir, usted masca las hojas tres, cuatro veces tal vez. Piensa en el día de hoy. Luego piensa en la mañana y en la noche que sigue cuando esté de nuevo en su hamaca. Las hojas lo harán pensar en esta tierra.
+Tim aceptó el regalo, alcanzó su bolsa y probó por primera vez el agridulce hayo.
+Una hora después quedamos de nuevo solos. El fuego se había apagado. Me eché en la hamaca y repasé lo que habíamos hecho en los últimos días. Oí que Tim se levantaba e iba hacia la puerta. No me interesaba dormir, así que lo acompañé. La noche estaba clara y el cielo estrellado. Hacía un frío sorprendente. Tim tenía en la mano el poporo que Adalberto le había dado.
+—¿Cómo estás? —me preguntó.
+—No podía dormir.
+—Yo tampoco.
+—Estaba pensando en esta gente —le dije—, y en este trabajo. En cómo puede uno pasarse la vida recogiendo plantas, sólo yendo de lugar en lugar, viviendo con diferentes tribus, acomodándose y luego yéndose.
+—Y haciendo que le paguen por ello —comentó sonriendo en la oscuridad—. Se lo tienes que agradecer a Schultes.
+—¿Cómo empezó él?
+—Es una larga historia. Su mundo era diferente.
+Tim prendió un cigarrillo y fue hasta el borde de la terraza. La luna estaba saliendo y el viento soplaba entre las ramas del árbol junto a la casa de Adalberto. Salía humo del techo. Nos quedamos unos minutos callados; luego volví a oír su voz.
+—Los kogis tienen la palabra munse, ¿te acuerdas?
+—No.
+—Quiere decir amanecer y quiere decir vagina. También es una luz blanca. Los sacerdotes van a los picos más altos y se sientan de espaldas a las montañas, mirando hacia el mar. Hacen ofrendas y se quedan allí hasta que sienten que el poder recorre sus cuerpos. Es en ese momento cuando ven la luz del munse. Sobreviene como una visión y luego adquiere forma. Lo que ven es la vagina de la Mama Grande, una cruz con forma de telar.
+EN LOS ARCHIVOS ANTROPOLÓGICOS de la Smithsonian Institution hay un pequeño álbum de fotografías que muestra cómo fue el verano en que Richard Evans Schultes, un joven estudiante de Harvard, viajó hacia el oeste, a Oklahoma, para vivir con los kiowas y participar en los solemnes ritos del culto del peyote. En una de las fotos la tierra parece un borrón de arena, el cielo diluido en gris, la atmósfera oscurecida por el polvo levantado por el viento, las casas en el horizonte, en ruinas y abandonadas. Otra imagen expone la silueta de una loma distante de las montañas Wichita, el lugar donde el anciano kiowa Bert Crow Lance buscó el poder medicinal. La leyenda, unos garabatos casi ilegibles, explica que durante su visionaria búsqueda de cuatro días, se hizo un cubil con cueros y ramas de sauce, ayunó, se purificó a sí mismo con salvia y cedro, y soportó el calor del fuego hasta que su espíritu se liberó, elevándose sobre un campo lleno de serpientes. Su severa prueba terminó cuando tuvo una visión de su madre, quien le dijo que volviera a casa porque había olvidado su pipa.
+Otra fotografía es un retrato de una anciana identificada como Mary Buffalo, principal informante y esposa del Guardián de las Diez Medicinas, aquellos atados sagrados que según los kiowas se remontan al principio del mundo. Era la nieta de Onaskyaptak, propietario del Tai-Me, la Imagen de la Danza del Sol, el objeto más venerado por la tribu. Su atado medicinal incluía doce cueros cabelludos, siete tomados de blancos, incluso el de una mujer de pelo blanco muerta en Texas en el siglo XIX. La foto muestra una cara modelada por la llanura, por ventiscas invernales y por el calor del verano. Es oscura, curtida y dura. Un gorro de malla esconde su pelo delgado pegado al cráneo. Un vestido largo y una manta cubren todo su cuerpo, menos las manos, que tiene asidas a las puntas de la manta contra el pecho. Es dueña de unas manos fuertes, demasiado grandes, de mujer que ha pasado la juventud raspando la carne y la grasa de los cueros. Parece orgullosa, pero hay en sus ojos la profunda tristeza que sugiere que la indiferencia estoica que hemos llegado a asociar con los indios de las llanuras es menos una característica de unos pueblos que el resultado de un siglo de insoportable tristeza. Sus ochenta y ocho años de vida abarcaron toda la historia moderna de los kiowas. De niña fue criada en la creencia de la divinidad del sol. De joven presenció el retorno de las incursiones guerreras e hizo ofrendas al Tai-Me durante la Danza del Sol. Mujer ya, descubrió la aflicción de la derrota y soportó la hambruna y las enfermedades. Se hizo vieja escuchando los tristes cantos de los guerreros quebrantados y el silencio de la llanura sin búfalos.
+Una fotografía más muestra a un grupo de comedores de peyote con los ojos irritados que posan junto a un tipi al amanecer. Visten camisas sueltas de algodón, calzones bolsudos y pañuelos. Belo Kozad, el caminante o conductor de la ceremonia, está parado al frente y luce ropas tradicionales: camisa de piel de ante, mocasines y una vieja cobija ordinaria envuelta en la cintura. Tiene el pelo largo, trenzado y enrollado en tiras de piel de nutria que caen hasta bastante más abajo de las rodillas. Lleva puesto un sombrero de piel que luce adelante, justo arriba de los ojos, un arco de cuentas. La cruz roja en el centro es la estrella matutina. En torno al borde hay ocho triángulos que representan el vómito depositado junto al tipi por el círculo de adoradores. Las orlas de cuentas amarillas simbolizan los rayos del sol. Una pluma de halcón de las praderas pende sobre su ojo izquierdo. Del hombro izquierdo le cuelga una sarta de las tóxicas semillas de mezcal carmesí que se usaban como alucinógenos y en pruebas rituales antes de la llegada del culto del peyote a la zona de las praderas. A su derecha está Charlie Charcoal, sobrino de Kicking Bear. El caminante tiene en las manos el abanico de plumas de águila que Charlie vio esa noche convertirse en agua, un río, el ala de un pájaro, y finalmente una escalera que había sacado del tipi sus oraciones y las había llevado a los cielos.
+La imagen más intrigante de todas es la más sencilla. Muestra al caminante, Belo Kozad, y a lado y lado suyo a dos jóvenes blancos en el campo. A la izquierda del kiowa está Weston La Barre, un estudiante del posgrado de antropología de Yale que escribiría después el original y muy influyente libro The Peyote Cult. Su compañero es Schultes, entonces de veintiún años. Es obvio al yuxtaponer las fotos del álbum que los tres acaban de salir de una ceremonia alrededor del peyote que duró toda la noche. La Barre tiene todo el aspecto de haber estado. Su mirada rehúye la luz y tiene el pelo desordenado, al igual que la ropa. Schultes, al contrario, tiene cada pelo en su sitio. Es alto, digno y aplomado. Con el calor de la mañana y durante toda la larga noche de cantos, oraciones y vómitos rituales, es evidente que ni siquiera se ha aflojado el nudo de su corbata roja de Harvard. Nunca se sospecharía que por sus venas corre el residuo de las plantas sagradas que un momento antes ha enviado a una docena de kiowas en un viaje místico hacia sus dioses.
+*
+El perfil de la vida de Richard Evans Schultes en el otoño de 1933 parecía seguro y predecible al traspasar por primera vez la Johnson Gate como alumno de primer año de Harvard. Había nacido en el seno de una familia estricta y devota de East Boston en un momento en que la pequeña y cerrada comunidad de italianos y de algunos inmigrantes ingleses, irlandeses y escandinavos vivía todavía en una isla, apartada de tierra firme por el flujo y reflujo de las mareas en la ensenada Chelsea. La gente era industriosa, religiosa y conservadora. Sostenían once iglesias y en la escuela dominical a la que asistió la madre de Schultes había más de mil trescientos niños, tantos, que las clases debían darse por turnos. Aunque los residentes más antiguos todavía podían recordar vagamente los vertiginosos días en que los astilleros de Donald McKay enviaban clíperes a todo el ancho mundo, hacía mucho tiempo que la comunidad había caído en un periodo de decadencia económica. Quedaban unas pocas fábricas, pero la mayor parte de los hombres encontraba trabajo fuera de la isla, en Boston, en los astilleros de Charlestown y en las plantas industriales que habían surgido en la desembocadura del Mystic.
+En sus últimos años como profesor de Harvard, Schultes a menudo se describía a sí mismo como un bostoniano de cuarta generación. La familia materna había emigrado de las Midlands de Inglaterra en 1860 y llegado a Boston en un barco de la línea Cunard. En el muelle los esperaba Susan Damon, una trabajadora social de la Iglesia Unitaria que ofreció alojar a los tres hijos mientras los padres encontraban un lugar donde vivir. Este gesto nunca fue olvidado por los Bagley, que se hicieron unitarios y firmes seguidores de esa Iglesia. El abuelo de Schultes, experto mecánico, consiguió trabajo al otro lado del puerto; tenía que ir a pie, caminando sobre el puente de caballete del tren, único medio de llegar a tierra firme en ese entonces. Era un paso peligroso y expuesto en el que, trágicamente, un día de invierno tremendamente frío tropezó con una traviesa de la vía, cayó más de treinta metros al vacío y encontró la muerte. Su viuda, obligada a educar a sus cinco hijos, lavó ropa y vendió lana de unas ovejas que apacentaba en las colinas en las afueras de la ciudad.
+La familia paterna de Schultes era alemana, y había emigrado tras la toma del poder por parte de Bismarck. El abuelo, antiguo oficial del Ejército, se estableció en Hoboken, Nueva Jersey, donde trabajó como carretero repartiendo barriles de cerveza. Otto, el padre, creció muy cerca de la industria cervecera y poco después de la guerra de los Boers viajó a Suráfrica, donde fue capataz durante dieciocho meses en la instalación de los tanques de la primera fábrica de cerveza del país. Era, según el decir general, un hombre deplorablemente tímido, y tal fue la única vez que viajó fuera de los Estados Unidos. Queda sólo una fotografía de esa época. Nos muestra a un hombre vestido con el traje corriente de lino de los dueños de plantación coloniales, sentado en una calesa oriental tirada por un fornido joven bantú.
+Aunque algunos miembros de la familia prosperaron, entre ellos dos tíos que presentaron con éxito su nombre para sendos puestos de elección popular por el partido republicano en un East Boston completamente demócrata, la familia cercana de Schultes pasó épocas muy difíciles. Con la prohibición se cerraron las cervecerías y su padre se vio obligado a buscar trabajo como plomero. Después, la depresión afectó su pequeño negocio de plomería. Para sobrevivir tuvo que despedir a unos trabajadores, pero se enfrentó al Gobierno, esta vez con la Agencia de Recuperación Nacional de Roosevelt, que intervino a favor de los obreros para evitar los despidos. De manera que en dos ocasiones de la misma década, lo que la familia consideraba una intromisión arbitraria de la burocracia federal puso en peligro la subsistencia de su padre. Estos acontecimientos, enriquecidos por el paso del tiempo y vistos con los ojos de unas gentes que creían que Woodrow Wilson era un socialista radical, moldearon las opiniones políticas de Schultes. Su antipatía de toda la vida contra la familia Kennedy, sin embargo, no se basaba sólo en diferencias políticas. Maude, su madre, había ido a la escuela de East Boston con Joe Kennedy, el patriarca de la familia. Durante la prohibición vio cómo se esfumaban los negocios de su marido mientras Joe Kennedy hacía una fortuna fabulosa contrabandeando whisky. Después, durante la depresión, cuando tantos pasaron necesidades, Kennedy se hizo más rico ejecutando las hipotecas de muchos de sus amigos.
+Maude Schultes era una mujer fuerte cuya vida había sido templada por la muerte de seres cercanos. Su padre se ahogó cuando tenía dos años, y su primogénito murió un mes después de nacido. Tal vez como resultado de ello, tendió a ser demasiado solícita con sus dos hijos siguientes, Richard y su hermana menor, Clara. La familia, el hogar y la iglesia eran toda su vida, los hijos los seres más cercanos. Había vivido desde los siete años en la casa amarilla de la calle Lexington donde se crió Richard, y allí viviría durante cincuenta y dos años. Su esposo era distante, frugal, austero y serio. Trabajaba seis días a la semana y pasaba gran parte de su tiempo libre tramitando demandas para que le pagaran las cuentas de plomería. Nunca sacaba a su esposa y, fuera de ser miembro de la Orden Independiente de los Excéntricos, un club privado que su hijo prefería llamar los «tipos peculiares», no tenía vida social. Aunque criado como estricto luterano alemán, Otto Schultes rechazaba por completo su educación religiosa y no quería tener nada que ver con ninguna iglesia, incluida la que era el centro de la vida de su esposa.
+Aunque alto y desgarbado de joven, Richard Evans había sido un niño enfermizo, y cuando llegó el momento de entrar a la secundaria, el médico de la familia recomendó que no fuera a la escuela en el trolebús que pasaba por el congestionado y húmedo túnel que unía a East Boston con tierra firme. Por eso, en lugar de ir a la Boston Latin, la escuela pública de más prestigio de la ciudad, estudió en la East Boston High School, donde descolló sobre todo en griego, latín, química y lenguas extranjeras. En su tiempo libre leía mucho, criaba conejos, trabajaba en el jardín y hacía mandados por cinco centavos al día, que ahorraba para los gastos de la universidad. Durante la adolescencia vivió en un mundo propio de estudiante brillante que se las arreglaba para ser excéntrico sin que lo ridiculizaran. En realidad, aunque tenía pocos amigos, se sabe que todos sus coetáneos lo respetaban. Era orgulloso, seguro de sí mismo, sereno y motivado por una ardiente ambición. Sus puntos de referencia no eran del todo de este mundo. Era, recuerda su hermana Clara, «diferente».
+Cuando llegó el momento de la universidad, sólo hizo solicitud para Harvard. Le fue muy bien en los exámenes de admisión y se convirtió en el primer universitario de la familia. Fue un acto de fe en muchas maneras. Sus padres se las habían arreglado para ahorrar cuatrocientos dólares destinados a pagar la matrícula del primer año, pero después de este todo quedó por su cuenta. Durante el primer semestre estudió duro, como siempre; tomó química, biología y alemán intensivo. Para ahorrar vivía en la casa, y mientras sus compañeros almorzaban en comedores suntuosos, atendidos por mujeres que llamaban «viejitas», él almorzaba siempre lo mismo en un comedero de la esquina de la Plaza Harvard: sopa y tres tajadas de pan de centeno por quince centavos.
+La seguridad económica le llegó al final del primer año, al recibir la beca Cudworth, una asignación que daba la Iglesia Unitaria de East Boston, nombrada en honor de un antiguo ministro que estuvo con Lincoln en Gettysburg. La beca había sido provista de fondos para estudiantes de Harvard que tuvieran prestancia moral y que vivieran en East Boston o en el vecino Lowell. Quienes lo recomendaron lo habían visto crecer. Pensaban que era una persona seria y no dudaban de que algún día volvería al barrio para practicar la medicina. Pero nadie sospechó lo que le esperaba en Cambridge, en el cuarto piso del Museo Botánico.
+*
+El Museo Botánico de Harvard se remonta a una carta de 1858 de Asa Gray, el naturalista más influyente y famoso de los Estados Unidos en ese entonces, a Sir William Hooker, el director de los Jardines Botánicos Reales de Kew. En su carta Gray, quien pronto se convertiría en uno de los más elocuentes y distinguidos opositores de Darwin, anunciaba el proyecto de establecer en Harvard, «en humilde imitación de Kew… un museo de productos vegetales». Hooker respondió de inmediato enviando a Cambridge los especímenes duplicados —tagua del Ecuador, troncos de palma del Sudeste Asiático, caucho del Amazonas, narcóticos de Turquía— que constituirían el núcleo de las colecciones de botánica económica del museo. Desafortunadamente, a tiempo que se establecía el museo, el esfuerzo de toda la vida de Gray por evitar la aceptación de la teoría evolutiva de Darwin desvió y consumió toda su energía, retrasando así la biología en Harvard por toda una generación. No fue sino en 1888, al ser nombrado George Goodale su primer director, cuando el museo creció y se convirtió, como dijo él, «en un lugar donde se pueden identificar drogas raras y comparar fibras poco comunes».
+Para 1933, el año en que Schultes entró a Harvard, el Museo Botánico era en gran medida creación personal de su segundo director, Oakes Ames. El mayor especialista en orquídeas del mundo y el hombre que hasta ese momento había tenido el mayor número de nombramientos académicos de Harvard en la historia de la universidad, Ames era un caballero erudito para quien la ciencia era un pasatiempo, un refugio de los prosaicos asuntos de la gente común.
+Dedicó su vida a Harvard y al Museo Botánico. Multimillonario, subvencionó casi todos los aspectos del funcionamiento del museo. Sacando provecho de sus contactos en Europa y en el continente americano, y gastando su propio dinero cuando era necesario, formó un herbario de más de catorce mil especímenes de plantas económicas, una biblioteca de treinta mil volúmenes, y una colección sin rival en el país de objetos de ámbar laqueados y de productos de diversas plantas. Su herbario de orquídeas, cerca de sesenta y cuatro mil especímenes secados y montados, incluidas más de mil nuevas especies que había descrito, enriquecieron el Museo Botánico. Ames pagaba de su bolsillo todos los salarios de bibliotecólogos, ayudantes de investigación y secretarias. Cuando decidió que «la investigación de un botánico era una joya digna de un montaje apropiado», compró una imprenta y empleó a un impresor joven que trabajó en el museo más de sesenta años, y cuando Harvard se propuso construir un enorme conjunto de edificios con el fin de albergar los laboratorios biológicos, acudió a Ames para reunir los fondos.
+Personalmente, Ames era distante, tímido y retraído, un hombre que, según recordaba su propio hijo, se encontraba más a gusto con las plantas que con las personas. No le interesaba la política de la ciencia. Detestaba las reuniones de las facultades y no asistió a ningún congreso botánico nacional en toda su carrera. Cuando la muy influyente y respetada Asociación Americana para el Avance de la Ciencia celebró una reunión anual en Cambridge, eludió a una multitud de admiradores que deseaban presentarle sus respetos refugiándose en la Plaza Harvard, donde pasó el día viendo películas mudas en el viejo teatro University.
+Él mismo reconocía que era un mal profesor, incapaz de pronunciar conferencias formales. En clase prefería sentarse tranquilamente en el borde de una mesa y charlar con los estudiantes, que rara vez eran más de media docena. Siempre usaba una chaqueta y chaleco de color de piel de ante, y tenía la hipnótica costumbre de juguetear con los anteojos que pendían de un delgado cordón negro fijado al chaleco. Mientras sus alumnos apostaban en voz baja cuánto tiempo permanecerían las gafas en su sitio, su cerebro recorría todo el campo de la botánica económica, escogiendo y concentrándose en los temas en forma completamente idiosincrática. En un curso al parecer sobre «Las plantas y la situación humana», el aristocrático Ames a duras penas mencionó el trigo, no dijo nada de la madera, habló de dientes para afuera sobre el arroz, pero dedicó todo un mes a los venenos de las flechas, examinó durante varias semanas las toxinas de los peces y los narcóticos, y dedicó toda una clase al estudio del ámbar.
+Había perfecta lógica en su escogencia de los temas. A Ames no le interesaban los productos vegetales prosaicos ya establecidos en la economía mundial. Le daba importancia a lo desconocido, a los misterios etnobotánicos que se podrían hallar en los vestigios de las civilizaciones antiguas. En este sentido su instinto rayaba en la clarividencia. Su énfasis en los venenos usados para las flechas se dio años antes de la identificación de la d-tubocurarina, el relajante muscular que revolucionaría la cirugía moderna. Dirigió a sus estudiantes hacia el estudio de los venenos de peces una década o más antes de que la raíz de Derris se reconociera como fuente de la rotenona, el insecticida vegetal más importante. Su concentración en las plantas medicinales se estableció medio siglo antes de que los científicos extrajeran los componentes de la Vinca rosea, la «viudita» colombiana, que alcanzaron un promedio de remisión del noventa y nueve por ciento en el tratamiento de la leucemia linfocitótica, salvando así las vidas de miles de niños.
+Como ser humano, Ames tenía firmes raíces en el pasado, pero como botánico estaba, extrañamente, a la vanguardia de su tiempo. Pensador profundo y original, era uno de los pocos estudiosos en el país que se preocupaban por los orígenes de las plantas cultivadas. En una época en que los antropólogos sostenían que el hombre era relativamente un recién llegado al Nuevo Mundo, publicó un libro que, basado únicamente en evidencias botánicas, hizo añicos ese dogma. Ames anotó que en cinco mil años de historia registrados, ni un solo cultivo principal había sido añadido a la lista de plantas de cultivo. Perdidos los orígenes del maíz y los fríjoles, el maní y el tabaco en las sombras de la prehistoria, no era realista presumir que la agricultura del Nuevo Mundo había surgido en menos de diez mil años. Sólo la antigüedad de la agricultura sugería que los humanos habían llegado aquí mucho antes de lo que creían los antropólogos. Tenía razón, pero pasarían veinte o más años para que fueran aceptadas sus ideas.
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+Schultes cayó bajo la influencia de Ames durante su segundo año en Harvard, cuando para ganar un poco de dinero —treinta y cinco centavos por hora— consiguió un trabajo en el Museo Botánico llenando tarjetas y poniendo los libros en su sitio en la biblioteca de botánica económica. Joven y curioso, se encontró en medio de una de las bibliotecas más eclécticas del país. Entre los infolios de Linneo y los tratados de Fuchs y de Brunfels había volúmenes sobre los venenos africanos usados en pruebas rituales, monografías sobre lejanas tribus, libros de viajes escritos por exploradores botánicos y estantes enteros dedicados completamente a los narcóticos y a los estimulantes, los venenos para flechas, las frutas tropicales, las fibras, los azúcares, los aceites esenciales y las especies de lugares en el mundo de los que nunca había oído hablar. Intrigado por este material, en la primavera de su tercer año se inscribió en el curso de Ames: Biología 16: Las plantas y los asuntos humanos.
+Había seis estudiantes en la clase y, en la conferencia de introducción, Ames esbozó los requisitos del curso. Fuera de las lecturas básicas, los exámenes y las tareas escritas, habría una práctica de laboratorio durante la cual los estudiantes harían experimentos con diferentes productos de las plantas. Fabricarían papel y tinta, mezclarían aceites esenciales para crear perfumes, extraerían azúcar para producir melazas, convertirían aceites grasosos en jabón, teñirían telas con hojas y raíces, probarían especies raras y exóticas y practicarían el arte de la medicina a base de hierbas.
+Después de unas semanas del semestre, Ames anunció un ligero cambio de rutina. En el laboratorio dedicado a las plantas estimulantes y narcóticas se podrían degustar el bourbon, el brandy, la ginebra, el ron, el tequila, la crema de cacao, el sake y el vodka. Estarían disponibles las dos especies de tabaco, la Nicotiana tabacum y su vieja y considerablemente más potente pariente, la Nicotiana rustica. Los estudiantes se debían familiarizar con cinco plantas que eran fuente de cafeína, entre ellas la yerba mate de Argentina y el yaupon, un potente purgante nativo de las Carolinas. Habría, naturalmente, nueces de betel, nueces de cola y otros masticatorios, así como la raíz fresca del kava-kava, soporífico suave y bebida ritual del Pacífico Sur. Por desgracia, el tiempo y la prudencia no permitían la degustación de ciertos productos más exóticos: el opio de Turquía, el hachís de Marruecos y la coca del Perú. También estaban del todo excluidas unas plantas más curiosas clasificadas en el manual del laboratorio como Phantastica, aquellas capaces de causar una «excitación bajo la forma de visiones y alucinaciones, a menudo en color». Había, sin embargo, especímenes que se podían examinar y literatura de consulta. En una mesa, en la parte de atrás del laboratorio, dijo Ames, había seis libros; cada uno de los estudiantes debía preparar y escribir un informe sobre el que escogiera. Apremiado por otras tareas, Schultes se lanzó en cuanto pudo a la mesa y escogió el libro más delgado. Se llamaba Mescal: the Divine Plant and its Psychological Effects. Publicado en 1928 y escrito por el psiquiatra alemán Heinrich Klüver, era la única monografía sobre los sorprendentes efectos farmacológicos del peyote que existía en ese entonces en inglés.
+Esa noche, en su cuarto de East Boston, Schultes abrió el libro y leyó el primer capítulo, que resumía lo poco que se conocía hasta ese momento sobre la planta. Era, anotaba Klüver, un pequeño cacto sin espinas, nativo del norte de México y encontrado comúnmente en ambas riberas del río Grande. Verde azuloso y de forma algo parecida a la de una zanahoria gruesa, sin ramas ni hojas, el peyote se daba solo o en densos macizos, directamente bajo el sol o con más frecuencia a la sombra de los altos árboles de yuca que crecen con fuerza entre arbustos y agaves del desierto de Chihuahua. La parte de arriba de la planta, la única sobre el suelo, está dividida radialmente por varias nervaduras que portan pequeños haces de pelillos. Por estos la planta se conoce científicamente como Lophophora, que quiere decir «portacrestas». Según Klüver, la palabra «peyote» también se refiere a estos pelillos y se deriva de peyotl, que significa «capullo» en náhuatl, el lenguaje de los aztecas. Schultes se mostró después en desacuerdo con este origen y sugirió en su lugar las palabras náhuatl pi yautli, que quieren decir «hierba con poderes narcóticos». Según él, la fuente de su poder es la mezcalina, uno de los treinta alcaloides de la planta aislados después. Para los indios, lo descubriría luego, la potencia del peyote residía en un dominio completamente distinto. Dice la leyenda que la planta había nacido de las huellas de los cascos del Ciervo Sagrado, y que las canciones que anunciaban sus visiones las componían los chamanes al oír por primera vez el sonido del sol naciente.
+En 1928 la botánica y la química del peyote eran, en palabras de Klüver, «materia en disputa». Todo lo que se sabía con certeza de la planta era que podía inducir a experiencias visionarias tan asombrosas como indescriptibles. Durante el resto de esa memorable noche, en lectura lenta y cuidadosa del libro, Schultes quedó encantado, página tras página, con los relatos de personas que habían probado la droga. Una vio «estrellas, delicadas películas de color flotantes…, luego una súbita catarata de innumerables puntos de luz se desplazaba cubriendo cuanto abarcaba mi vista, como si invisibles millones de astros de la vía láctea fueran un río relumbrante corriendo ante mis ojos… la maravillosa belleza de dilatadas nubes de color. Todos los colores que yo haya contemplado eran apagados comparados con estos. Aquí había miles de ondulados violetas, medio transparentes y de inefable belleza». Otra se vio a sí misma bajo «una cúpula con los más hermosos mosaicos, una visión de todos los más espléndidos y armoniosos colores. Primaba el tono azul, pero la multitud de matices, cada uno de una individualidad tan maravillosa que me hizo pensar en que, hasta entonces, ignoraba por completo lo que significa la palabra ‘color’. Aquí los colores son intensamente bellos, ricos, profundos, maravillosos, azules… [como] los azules de la mezquita de Omar en Jerusalén… La cúpula no tiene en absoluto un patrón discernible. Pero los círculos se vuelven más agudos y alargados… figuras que se persiguen locamente a través del domo».
+Para muchos, los sentidos se confunden, los sonidos se convierten en visiones, los colores en gusto, el tacto en ritmo. «Cada golpe audible del péndulo producía una explosión de color. El toque de un tambor aumentaba la belleza de las visiones, las notas bajas del piano suscitaban una alucinación en violeta, mientras que las altas hacían brotar el rosa y el blanco». Otro músico informó que «el efecto del sonido del piano era curiosísimo y encantador… Todo el ambiente se llenaba de una música en que cada nota parecía arreglarse en torno a una mezcla de otras notas que me parecían rodeadas por un halo de color que pulsaba con la música». Un tercero fue más conciso: «Oigo lo que estoy viendo. Pienso que estoy oliendo, soy música, asciendo al interior de la música». Finalmente, un consumidor de mezcalina dijo en lenguaje llano lo que todos los demás, a pesar de sus líricas descripciones, sabían que era verdad: «El despliegue que siguió durante las dos siguientes encantadas horas, fue tal que me parece imposible describirlo en un lenguaje que diga a otros la belleza y el esplendor de lo que vi».
+Estas descripciones de las visiones del peyote asombraron a Schultes, quien sesenta años después todavía recordaría su sorpresa. «¡Que una planta pudiera hacer tales cosas! Tenía que saber sobre ella». El día siguiente de leer el pequeño libro de Klüver, Schultes fue a ver al profesor Ames y le preguntó si podía escribir su tesis de pregrado sobre el peyote. Ames estuvo de acuerdo, con la condición de que no sería suficiente estudiar el tema en los libros. Schultes tendría que viajar al oeste, a la región indígena de Oklahoma, y presenciar el uso de la planta. El peyote, le explicó, tuvo su origen en México, pero a mediados del siglo XIX se extendió hacia el norte y llegó a las grandes praderas cerca de 1870. Los apaches lo llevaron donde los kiowas y estos donde los comanches, convirtiéndose el cacto en la base de una religión visionaria, organizada bajo el nombre de «Iglesia Nativa Americana». De los kiowas, el culto del peyote había pasado a los arapahos y cheyennes, los shawnees, wichitas y pawnees, y no sólo hasta los pueblos de las praderas del norte, los crows, sioux y blackfoots, sino yendo más allá hasta los senecas y los creeks, los cheroquíes, los bloods, los chippewas, y alcanzando incluso a llegar al norte del Canadá, donde fue adoptado por los creeks. A pesar de la violenta oposición y de las leyes contra el peyote aprobadas en nueve estados, en setenta años había llegado hasta casi ochenta tribus, un fenomenal promedio de difusión de algo así como una tribu por año.
+Las personas que en el Gobierno se oponían al consumo del peyote por los indios, le sugirió Ames a Schultes, no sabían nada sobre su historia e ignoraban por completo su importancia tanto como planta medicinal como en cuanto sacramento ritual. Hacía mucho tiempo que se había debido hacer un adecuado estudio etnobotánico. «Con ese fin», le dijo Ames, «es posible que se pueda conseguir una pequeña subvención». Al mes siguiente, Schultes recibió su beca, que según supo años después salió directamente del bolsillo de Ames.
+Durante las semanas que siguieron, Schultes leyó todo lo que se conseguía sobre el peyote, desde las crónicas de los conquistadores españoles hasta los experimentos de fines del siglo XIX hechos por el psiquiatra de Filadelfia S. Weir Mitchell, quien comió de la planta en su casa y tuvo visiones de joyas luminosas que flotaban en un océano de luz límpida. Por los diarios del explorador danés Carl Lumholtz, supo que los tarahumaras, unos indios de la Sierra Madre Occidental de México, eran los mejores corredores del mundo. En carreras sin descanso y llevando un botón de peyote y la cabeza disecada de un águila bajo el cinto para protegerse de la brujería, los hombres tarahumaras podían trotar más de doscientos cincuenta kilómetros. Un empleado tarahumara del servicio postal mexicano, en cinco días, había entregado una carta a novecientos sesenta kilómetros de distancia.
+Para los tarahumaras el peyote era el hikuli, el ser espiritual sentado al lado del Padre Sol. Era una planta tan potente que portaba cuatro caras, percibía la vida en siete dimensiones, y a la que nunca se le podía permitir reposar en los hogares de los vivos. Para recoger el hikuli los tarahumaras viajaban lejos, hacia el sudeste, más allá de las estribaciones de la sierra, en el desierto. Allí encontraban la planta al escuchar su canción. El hikuli nunca deja de cantar, incluso después de ser recolectado. Un hombre le contó a Lumholtz que al volver al desierto había tratado de usar como almohada su bolsa de hikuli. Su canto era tan alto que no pudo dormir.
+Ya seguros en casa, los tarahumaras extendían el hikuli en mantas, que luego pringaban por encima con sangre, para luego guardar con cuidado las plantas secas hasta que las mujeres estuvieran prontas a molerlas en un metate hasta convertirlas en un espeso líquido ocre. Se hacía una gran hoguera, con los leños orientados hacia el este y el oeste. Sentado al oeste del fuego, un chamán trazaba un círculo en la tierra dentro del cual dibujaba el símbolo del mundo. Colocaba en la cruz un botón de peyote y lo tapaba con una calabaza invertida que amplificaba la música y placía al espíritu de la planta. El chamán lucía un tocado de plumas, que le infundía la sabiduría de los pájaros y evitaba que los vientos malignos entraran en el círculo de fuego. Después de las oraciones, el peyote pasaba de mano en mano y hombres y mujeres envueltos en telas blancas y descalzos empezaban una danza que duraba hasta el amanecer. Luego, a la primera señal del sol, el chamán y las gentes se paraban hacia el este y se despedían con los brazos del hikuli, el espíritu que había descendido llevado por las alas de palomas verdes, para partir luego en compañía de una lechuza.
+Sobra decir que cuando Schultes acudió a las primeras crónicas españolas, encontró una visión muy diferente de esa notable planta. Para los españoles, el peyote era la «raíz diabólica», un signo más del «satánico embuste» del Nuevo Mundo. El fraile franciscano Bernardino de Sahagún, quien primero escribió sobre la planta en 1560, anotó que el peyotl era «alimento común de los chichimecas, pues los sostiene y les inspira el coraje para luchar sin sentir miedo, hambre o sed. Dicen que los protege de todo peligro… Pierden el sentido y ven visiones de endemoniados y aterradores espectáculos». Francisco Hernández, médico personal de Felipe II y el primero en describir la planta botánicamente, escribió sobre «las maravillosas propiedades atribuidas a esta raíz», que permitían «a quienes comían de ella la capacidad de prever y predecir cosas». Un tal padre Arlegui, que vivió con los zacatecas, explicó en 1737 este don de la clarividencia: «Los intoxica e infunde en ellos un frenesí de locura, y emplean todas las fantásticas alucinaciones que se apoderan de ellos como augurios del futuro». Este sacerdote también registró que al nacer su primogénito, un padre zacateca se negó a comer por veinticuatro horas y luego bebió un «bebedizo de una raíz llamada peyot». Al sobrevenirle las visiones, el hombre se puso al lado de un cuerno de venado ceremonial y, una por una, la gente armada de huesos y dientes de animales se acercó y cortó sus carnes, hiriéndolo sin piedad. De tal modo se ponía a prueba al padre para que su hijo demostrara en su propia vida una valentía similar. Era, le dijeron los zacatecas al sacerdote, lo menos que un padre podía hacer por un hijo.
+Prácticas rituales como esta horrorizaban a los españoles. Poco después de la Conquista, y en un gesto característico de la época, Juan de Zumárraga, el primer arzobispo de México, hizo registrar todo el país en busca de cualquier manuscrito o artefacto que contuviera información sobre las civilizaciones sometidas, o de cualquier hereje que todavía practicara las antiguas creencias. Luego, en una orgía final de destrucción, en una hoguera alimentada tanto por seres humanos como por miles de textos religiosos, trató de eliminar la memoria de todo lo antes transcurrido. Tales actos de violencia fueron comunes en México después de la introducción de la Inquisición en 1571, y los indios que consumían peyote se contaron entre las víctimas. Para 1620 la planta había sido declarada oficialmente obra del demonio, y en 1760 un sacerdote que vivía cerca de San Antonio, Texas, publicó un manual religioso con preguntas para posibles conversos: «¿Ha comido carne humana? ¿Ha bebido peyote?» Otro sacerdote, Nicolás de León, preguntó: «¿Eres un adivino? ¿Predices hechos por augurios o interpretando sueños y figuras en el agua? ¿Adornas con flores los lugares donde reposan los ídolos? ¿Conoces ciertas palabras con las que convocar el éxito en la cacería o traer la lluvia? ¿Chupas la sangre de los demás, o vagas en la noche pidiendo al demonio que te ayude? ¿Sabes las palabras para hacer que las víboras te obedezcan?».
+La planta que tanto preocupaba a los españoles crecía en un área relativamente pequeña de la colonia. Nativa del desierto de Chihuahua, el peyote se daba desde el valle del río Grande en Texas hasta el sur, por todas las faldas de la Sierra Madre Oriental y en la alta planicie central del norte de México. Tierras de zarzas y mezquites, Larrea mexicana, yuca y docenas de especies de cactos, el desierto era en la época de la Conquista elemento natural de los teochichimecas y los guachichiles, cazadores y recolectores nómadas, pueblos que según Sahagún habían usado el peyote durante cerca de dos mil años. De hecho, lo sabemos ahora por recientes descubrimientos arqueológicos, los pueblos nativos de México han comido peyote al menos desde hace siete mil años. La Conquista llevó las enfermedades y la muerte a los altos desiertos del norte, y como secuela los nativos se dispersaron; muchos huyeron al sur y al oeste, a los valles aislados y a las barrancas de la Sierra Madre Occidental. Un grupo se estableció en una región particularmente inaccesible y remota, a unos seiscientos cuarenta kilómetros al sur de la tierra de los tarahumaras. Muy posiblemente, sus descendientes fueron el origen de los huicholes, el pueblo del Ciervo Sagrado, una extraordinaria tribu que en su aislamiento logró conservar su modo de vida tradicional hasta muy entrado el siglo XX.
+Schultes leyó por primera vez sobre los huicholes en el segundo volumen de los diarios de Lumholtz, y de inmediato se dio cuenta de que su reverencia del peyote superaba incluso la de los tarahumaras. Lo que es más, al leer la descripción que hacía Lumholtz de sus ceremonias del peyote, los giros de los danzantes, los llantos de los suplicantes, las oraciones y la exaltación pura de la prodigiosa planta, reconoció los actos rituales de los teochichimecas, que Sahagún describió por primera vez en 1561. Aunque los españoles habían alcanzado el control nominal de las tierras de los huicholes en 1722 y establecido allí cinco misiones, su presencia e influencia fueron tan efímeras que la ceremonia del peyote sobrevivió casi sin ningún cambio por cuatrocientos años. Lo que era imposible que Schultes hubiera comprendido, dada su edad, falta de experiencia y la información disponible en la época, era el hecho sorprendente de que la cacería huichol del peyote constituía, esencialmente, una profunda evocación del antiguo impulso que dio origen a la religión.
+Se podría decir que el chamanismo es uno de los empeños espirituales más antiguos, nacido en los albores de la conciencia humana. Para nuestros antepasados paleolíticos, la muerte fue el primer maestro, el primer dolor, el borde más allá del cual terminaba la vida tal como se conocía y empezaba el asombro. La religión fue fomentada por el misterio, pero este nació de la cacería, de la necesidad de los seres humanos de racionalizar el hecho de que para vivir tenían que matar lo que más reverenciaban, los animales que les daban la vida. Ricos y complejos rituales y mitos nacieron como expresión del pacto entre los animales y los humanos, un medio de contener dentro de límites manejables el miedo y la violencia de la caza y de mantener un equilibrio esencial entre la conciencia del hombre y los irracionales impulsos del mundo natural. Es precisamente este equilibrio lo que buscan los huicholes cuando emprenden el peregrinaje sagrado a Wirikuta, la cuna mítica de sus antepasados, aquellos que probaron primero la carne amarga del hikuri o peyote.
+Para los huicholes, el peyote, el ciervo y el maíz son uno y lo mismo. Al principio del tiempo, el agua que hacía posible la vida en el desierto brotó de la frente de un ciervo. En las huellas de ese primer ciervo creció el peyote, que a su turno se convirtió en el primer tallo de maíz, así como en el cuenco del mayor y más antiguo de los dioses huicholes, Tatewari, el Abuelo Fuego. Fue Tatewari quien primero llevó a los huicholes a Wirikuta y los introdujo al peyote. Si su memoria no es honrada por los vivos, Tatewari detendrá la lluvia, no habrá maíz y el ciervo morirá de sed. Es así como cada año los huicholes dejan su hogar en las montañas para viajar por una geografía sagrada a un punto a trescientos veinte kilómetros de distancia en el nordeste. Guiados por los chamanes, los peregrinos asumen la identidad de sus dioses ancestrales. Al completar la cacería del peyote y comer la carne amarga del Ciervo Hermano Mayor, encuentran el camino hacia el centro del mundo y así se completan a sí mismos.
+Cada momento de la romería está preñado de significados rituales. El chamán, o mara’akame, luce un ancho sombrero de paja con plumas de águila y de halcón que le permite ver y oír todo, transformar a los muertos, sanar a los vivos, llamar al sol. Las plumas son el peyote, el maíz, el ciervo y las llamas del Abuelo Fuego. El peregrinaje empieza con una confesión ritual, la identificación de las parejas sexuales, una purificación libre de culpa y catártica encaminada a llevar a los peregrinos a un estado de inocencia pura. Por cada transgresión el chamán hace un nudo en una cuerda, que luego quema. Después toma una nueva hilaza, hace un nudo por cada peregrino y la enrolla en espiral en su arco. La espiral es el viaje, la cuerda el símbolo del ombligo y el nudo la memoria del momento del nacimiento, cuando uno es separado de la madre y se convierte en un hijo de la tierra.
+Purificados así, los caminantes asumen la identidad de los espíritus, pues es sólo convirtiéndose en dios como se puede pasar por el Portal de las Nubes en Discordia que separa el dominio de los vivos del mundo de sus antepasados. Este peligroso paso ocurre poco después de llegar los peregrinos a las montañas y desiertos de Wirikuta. Una vez en la tierra de los antepasados, franqueada ya la apertura de las nubes, los huicholes caminan en fila india y el chamán, transformado a imagen del Tatewari, empieza a cantar. Prenden una hoguera y, a medida que los peregrinos la alimentan con ramitas como ofrendas al Tatewari, forman un círculo y empiezan a llorar por el hikuri, el Ciervo Hermano Mayor. «No te pongas furioso», le rezan, «porque hemos venido de lejos para saludarte».
+Algo después, los peregrinos empiezan el acecho silencioso. Prestos los arcos y las flechas, los hombres se mueven cautos en medio del chaparral hasta que uno de los cazadores encuentra las primeras huellas. El chamán apunta y dispara una flecha en la tierra, justo a un lado del peyote. Vuelan una segunda, una tercera y una cuarta flecha hasta que la planta está rodeada por los cuatro lados. Después de colocar potentes objetos rituales y ofrendas de comida frente al cacto, el chamán llora y ruega cantando al Ciervo Hermano Mayor que no esté airado y que sepa que este espíritu se levantará de nuevo. Luego, después de levantar hacia el cielo y en las cuatro direcciones su flecha de oración, el chamán la hunde hasta que las plumas de halcón tocan la superficie de la planta. A tiempo que dice en su canto que los hermanos ciervos han brotado a la vida, corta con cuidado la corona del cacto, dejando que la raíz se desarrolle. Después le ofrece un pequeño trozo a cada peregrino. «Mastiquen bien», les advierte, «para que puedan encontrar su vida».
+Durante una semana los huicholes comen peyote día y noche, hasta que finalmente, y extinguiendo el fuego del Tatewari, recogen sus canastas llenas y emprenden el largo camino de vuelta a casa. Al acercarse a su aldea y empezar su proceso de metamorfosis de espíritus en seres humanos, se detienen tres días para cazar ciervos. Afilados sus sentidos por el hambre y la fatiga, matan varios animales, los suficientes para asegurarse de que lloverá y de que la gente en la aldea compartirá no sólo los dones del hikuri, las huellas del Ciervo Sagrado, sino la verdadera carne de los animales. Para el huichol, son una y la misma cosa.
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+El 24 de junio de 1936, el Anadarko Daily News anunció la llegada a Oklahoma de la Expedición India del Harvard-Yale-American Museum. La formaban, informó el diario local, dos hombres: Weston La Barre, cuyo particular interés era «conversar con indios individuales para obtener de ellos información de primera mano sobre una historia en la que muchos de ellos tomaron parte activa», y Richard Evans Schultes, un etnobotánico «interesado en las plantas nativas de diversas especies». El corto artículo mencionaba que La Barre, «etnógrafo es su título técnico», había pasado el verano anterior trabajando con los indios como parte de un equipo dirigido por el profesor Alexander Lesser de la Universidad de Columbia, y que había regresado a Oklahoma para «escoger el tema de su tesis de grado» en la Universidad de Yale. Nada decía de su viaje hacia el oeste desde Pensilvania en el vetusto Studebaker de 1928 que La Barre había cambiado por un pasaje de tren; nada sobre las ocho llantas pinchadas o sobre el día que recorrieron ciento cuarenta y cinco kilómetros en doce horas por las carreteras secundarias de Tennessee, levantando tras ellos remolineantes nubes de polvo, con las ventanas bien cerradas a causa del insoportable viento cálido. También omitió el periódico mencionar que Schultes jamás había estado al oeste del río Hudson y que durante el resto del verano él y su amigo comerían peyote dos y, en ocasiones, tres veces por semana.
+El principal contacto de Weston La Barre en Anadarko era Charlie Apekaum, o Charlie Charcoal, uno de los pocos kiowas puros que quedaban. Era sobrino de Kicking Bear y de Mary Buffalo. Su padre había sido uno de los primeros en llevar el peyote a los kiowas. Charlie mismo había comido peyote como remedio a los dos años, y a los doce había asistido a una ceremonia. De niño había celebrado su primera presa de caza con una fiesta familiar y una búsqueda de visiones. Había conocido el fuerte Sill cuando todavía tenía dotación de la caballería y las diligencias llegaban con dinero para los jefes indígenas. Había conocido a Quanah Parker quien, al asegurarles a los curanderos que las balas no hacían daño, había acaudillado el desastroso ataque contra los cazadores de búfalos en la batalla de Adobe Walls. Durante los últimos años de los kiowas, había asistido a una Danza de los Espectros con Kicking Bear, que le dijo que una nueva tierra se iba a deslizar sobre el mundo desde el oeste, trayendo búfalos y alces, y que los blancos morirían mientras las plumas de danza sagradas de los kiowas elevarían a los fieles hacia el nuevo mundo.
+Sin embargo, al crecer, Charlie sólo vio más evidencias de los blancos: carromatos que llegaban en caravanas de hasta treinta, rancheros y campesinos que se dividían la tierra, misioneros que establecían iglesias y escuelas. En 1901, a los trece años, fue expulsado de la escuela cuando un maestro bautista descubrió que durante el himno, «Aleluya, tu Gloria», Charlie había cantado en kiowa un verso que decía más o menos: «Hola, ¿qué tal? Que te jodas». El resto de su juventud la pasó domando caballos, visitando amigos arapahos y cheyennes y cazando osos y pavos salvajes en las montañas Wichita. Conocía las ceremonias del peyote; su familia le había dado alojamiento al gran etnógrafo de la Smithsonian, James Mooney, quien creó la Iglesia Nativa Americana, pero no fue sino hasta después de la Primera Guerra Mundial, al volver luego de prestar servicio en la marina, cuando se convirtió en miembro activo del culto del peyote.
+Con Charlie Charcoal como compañero y guía, La Barre y Schultes visitaron quince tribus en el curso de ese verano y asistieron a reuniones de peyote cuando les fue posible. Viajaban en el viejo Studebaker y dormían donde encontraran la noche, bajo frescos sauzales, en hoteluchos o en casas sencillas que los indios, quienes aún preferían vivir en tipis, construían específicamente para los blancos. En las ferias de pueblo evitaban a los ministros bautistas y hablaban en voz baja con ancianos de grandes sombreros negros y largas trenzas engrasadas y atadas con telas de vivos colores. Sus informantes tenían nombres como James Sun Eagle, Heap O’Bears, Old Man Horse, White Fox y Little Henry.
+Schultes pasó buena parte de su tiempo con Mary Buffalo, quien lo introdujo en las plantas medicinales y en los rituales de los kiowas. En su presencia mezcló hierba mora con sesos de animales para teñir cueros de ante, fumó hojas de zumaque con el fin de preparar el cuerpo y la mente para la ingestión del peyote, mascó corteza de sauce contra el dolor de muelas y acederilla para obtener sal. De joven esposa y madre había lavado la ropa de sus hijos con raíces de yuca y perfumado sus cuerpos con el humo de ácoro. Recogía los frutos de una enredadera para obtener tintes y pinturas de guerra, y semillas de consuelda para la matraca de peyote de su marido. La madera de la raíz del «osage» (Maclura pomífera) era la mejor para los arcos y los bastones ceremoniales de los camineros del peyote. Incluso le mostró las hojas de hierba lucidas en las batallas por los guerreros que habían matado a un enemigo con la lanza.
+Mary Buffalo profesaba un cariño especial tanto por Schultes como por La Barre. La mayor parte de los blancos, les explicó Charlie Charcoal, sonaban como una manada de coyotes. Schultes y La Barre eran diferentes, y Mary Buffalo sentía aprecio por su capacidad de escucharla. Schultes, por cierto, era tan cauto y callado que la nieta de Mary, Lily Jean, se enamoró de él, porque la etiqueta del noviazgo kiowa exige que los novios pasen días enteros sin hablarse. Con la magnanimidad que a menudo adquieren los que han vivido mucho y sobrevivido incontables vicisitudes, Mary Buffalo compartió con ellos todos los aspectos de su vida pasada, no sólo los secretos de las plantas y las historias sobre las guerras y las cacerías de búfalos, sino también detalles íntimos de la manera como las kiowas dan a luz, el carácter del amor y la religión, y hasta el contenido de los sacrosantos Diez Atados Medicinales que su familia se había confiado de generación en generación. A menudo, en la noche, terminada la entrevista y vueltos los kiowas a sus tipis, Mary hacía un refugio de calor con ramas de sauce y cueros, lecho de salvia y un hueco en la tierra con un contorno donde colocaba las piedras calientes. De pie, con los brazos cruzados sobre una vieja cobija barata, se quedaba afuera en tanto Schultes y La Barre, acompañados por Bert Crow Lance o Charlie, soportaban el calor mientras unos ancianos oraban y vertían agua sobre las piedras. Fue en esos momentos cuando ambos estudiantes establecieron, de jóvenes, la confianza que se convirtió en la base de su trabajo. Eran de la última generación de estudiosos que en realidad conocieron a hombres y mujeres kiowas que vivieron la cultura de las praderas, un modo de vida que decayó y murió a menos de un siglo de su nacimiento.
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+Al contrario de los cheyennes y los arapahos, cuyas leyendas aún hablan de la época en que vivían en el este y cultivaban el maíz, los kiowas no tenían memoria tribal de haber sido otra cosa que cazadores. Al principio, dicen sus ancianos, surgieron de una cavidad en un tronco de álamo que se encontraba en un bosque oscuro que quedaba mucho más allá de la cabecera del río Missouri, en las montañas. Lanzaron sus hijos a los cielos y sus hijas se convirtieron en la Osa Mayor, mientras sus hijos se fundieron con el cielo nocturno. Su lengua no tenía relación con ninguna otra. La hablaba solamente el espíritu de la tormenta, un animal moldeado en arcilla por los kiowas desde tiempo inmemorial, una terrible criatura con el aliento de los rayos y una cola que, a grandes golpes, daba vida a los vientos calientes de los tornados.
+Lentamente, desde principios del siglo XVIII, los kiowas se desplazaron hacia el sur y el este, abandonando las montañas e instalándose en los vastos territorios planos de las Dakotas. Allí, bajo un inmenso cielo, adquirieron la religión y la cultura de las praderas, aprendieron a cazar búfalos y se convirtieron en una sociedad de guerreros. Hacia finales del siglo XVIII, sin embargo, poco después de la revolución norteamericana, la fuerza combinada de los sioux y de los cheyennes los obligó a emigrar al sur, y en la cabecera del Arkansas se toparon con los comanches. Las tribus se enfrentaron, hicieron la paz y hacia 1790 forjaron una alianza que les dio completo control sobre las praderas del sur. Aunque nunca fueron más de mil quinientos, los kiowas se hicieron famosos como la tribu más rapaz de las praderas. Sus guerreros traían de sus incursiones esclavos y mujeres para engrosar sus filas, cueros cabelludos para asegurar su futuro y tal cantidad de caballos que los kiowas tenían más por cabeza que cualquier otra tribu. Serían también los que, con el tiempo, matarían más blancos que cualquier otra, proporcionalmente a su población. Su ocupación era la guerra. Pintados y adornados con plumones de águilas, sus guerreros iban al combate como el viento. Entre los mejores jinetes que haya habido en el mundo, se abalanzaban contra los enemigos a galope tendido, se echaban a un costado del caballo y disparaban las flechas por debajo de los cuellos de las bestias. En toda la tribu sólo había diez hombres miembros de la Kaitsenko, la sociedad guerrera de los «Perros verdaderos». Cada uno de ellos llevaba a las batallas una larga faja y una flecha sagrada. Al ser atacado, el guerrero clavaba la faja en la tierra con la flecha, para resistir así hasta la victoria o la muerte.
+Una vez al año, en el punto culminante del verano, cuando crujía la hierba bajo las pisadas y aparecía el vello en los álamos, los kiowas se reunían para la Danza del Sol, de lejos el acto religioso más significativo de sus vidas. Se trataba de una celebración de la guerra, de un momento de renovación espiritual en el que toda la tribu compartía la divinidad del sol. Empezaba con una cacería de búfalos y la construcción ceremonial de una cabaña medicinal. Levantaban los tipis en un círculo amplio, con las entradas hacia adentro y el campo mismo orientado de manera que estuviera frente al sol naciente. La cabaña medicinal era el foco, porque dentro de ella, de un palo hundido en el lecho hacia el lado oeste, colgaba el Tai-Me, la imagen sagrada del sol. Era un fetiche sencillo, una pequeña figura humana con el rostro de piedra verde, túnica de plumas blancas y tocado de piel de armiño con una sola pluma que sobresalía. En torno al cuello tenía collares de cuentas azules y pintados en la cara, el cuello y la espalda los símbolos del sol y de la luna. Para los kiowas, el Tai-Me era la fuente misma de la vida. Lo guardaban en una caja de cuero sin curtir bajo la protección de un guardián hereditario, y jamás lo ponían a la luz salvo en los cuatro días de la Danza del Sol. Durante esas horas su poder se difundía sobre todo y en todos a su alrededor: los niños y los guerreros danzantes, el cráneo de búfalo que reposaba en su base, en cuanto representante animal del sol, los diez atados medicinales exhibidos frente a él, los hombres que durante cuatro días y cuatro noches volteaban lentamente sus escudos para seguir el paso del sol, y el joven danzante que desde el amanecer hasta el ocaso de todos los días miraba fijamente el sol, sacrificando su vista para que las gentes pudieran ver.
+En la noche del 3 de noviembre de 1833, una lluvia de meteoros que despertó a toda la tribu recorrió velozmente el cielo de las praderas. El primer contacto con los soldados estadounidenses tuvo lugar en el siguiente verano. En 1837 se firmó un tratado de amistad. En el invierno de 1839, lo que se conoció después como la medicina maligna de las túnicas negras se propagó por todas las praderas, matando a miles de indios y casi exterminando tribus como la de los mandanes. La viruela atacó de nuevo en 1841. Ocho años después, emigrantes de California llevaron el cólera, que mató a centenares de kiowas y dejó tan desmoralizada a la tribu que docenas de ellos se suicidaron. Para 1850, la presión de los nuevos poblados había empujado a varias de las tribus orientales hacia el oeste, en territorio de los kiowas. Estalló la guerra, y en 1854 un bando de más de mil kiowas, comanches, apaches y cheyennes fue derrotado por un puñado de indios sauk y fox, que los blancos habían armado con rifles de largo alcance. En 1861, la viruela atacó una vez más. Para el otoño de 1863, los kiowas estaban hartos. Con la unión de los dakotas, los cheyennes, los arapahos, los comanches y los apaches, llamaron a un levantamiento general. En respuesta, el Ejército de los Estados Unidos declaró la guerra y dio órdenes de «matar a todos los indios del país». Un agente del Gobierno escribió: «Plomo y más plomo es lo que los kiowas quieren y lo que deben recibir antes de que aprendan a portarse bien».
+Incluso, cuando terminó la guerra civil, y con miles de veteranas tropas de la caballería disponibles para prestar servicio en el oeste, la derrota de la insurrección indígena demostró ser tarea bien difícil. Las tribus se desplazaban con gran celeridad, conocían palmo a palmo el terreno y estaban cada vez mejor armadas. Ante la presión de los colonizadores de frontera que exigían paso seguro y de los magnates que pedían la pacificación de las tribus, el Ejército inició una campaña de guerra biológica que por su carácter intencional y su destructividad no tiene paralelo en la historia de América.
+Aun en 1871, los búfalos superaban en número a las personas en los Estados Unidos. En ese año se podía ver, desde una escarpadura de las Dakotas, casi cincuenta kilómetros cubiertos de búfalos en todas las direcciones. Las manadas eran tan grandes que les llevaba días pasar frente a una persona. Wyatt Earp describió una de un millón de animales que cubrían pastos del tamaño de Rhode Island. En menos de nueve años de ese testimonio, el búfalo de las praderas había desaparecido. La política del Gobierno fue explícita. Héroe de la guerra civil, el general Sheridan escribió en ese tiempo: «Los cazadores de búfalos han hecho más en los dos últimos años para resolver el molesto problema indio de lo que el ejército regular ha logrado en treinta años. Están destruyendo la economía de los indios. Envíeles pólvora y balas, para que maten hasta exterminar el búfalo». Entre 1850 y 1880 los tratantes vendieron más de setenta y cinco millones de pieles. Nadie sabe cuántas bestias murieron en la pradera, o cuántas quedaron. Una década después del derrumbe de la resistencia indígena, Sheridan aconsejó al congreso acuñar una medalla conmemorativa con un búfalo muerto en una cara y un indio, también muerto, en la otra.
+Los kiowas resistieron hasta que sus jefes fueron muertos o encarcelados y el búfalo eliminado de las praderas. Desaparecidas las manadas, se vieron obligados a establecerse en resguardos. La última Danza del Sol se celebró en el río Washita, justo más arriba del Rainy Mountain Creek. Para consumar el sacrificio y conseguir el cráneo de búfalo que tenían que poner al pie del Tai-Me, tuvieron que enviar una delegación a Texas, rogando por un animal. Tres años después no pudieron encontrar un búfalo en ninguna parte y se las arreglaron con una vieja piel curtida por la intemperie. Y antes de que pudieran empezar a danzar, llegó un destacamento de tropas que los dispersó. El 20 de julio de 1890, la Danza del Sol fue oficialmente prohibida, so pena de prisión.
+Como la Danza de los Espectros, con su esperanza mesiánica de que el mundo podía liberarse de nuevo de los blancos y revivir con el espíritu de las antiguas costumbres, el culto del peyote floreció como secuela del derrumbe de la cultura indígena. La planta apareció por primera vez entre los kiowas alrededor de 1850, adquirida sin duda por alguno de esos grupos de guerreros que, por lo común, se adentraban bastante en México en sus incursiones, pues llegaron tan al sur como Durango y hasta el golfo de California en el sudoeste. Lejos de su tierra durante meses enteros, se reponían en las montañas de la Sierra Madre con los apaches y otras tribus que, a su turno, habían conocido el peyote por los tarahumaras. En un momento en que todo el orden establecido de los kiowas y de los comanches se desplomaba, cuando el Tai-Me ya no protegía a los débiles y la Danza del Sol se había desvanecido de la memoria colectiva, el peyote les ofreció una asombrosa afirmación de sus ideas religiosas fundamentales. Al contrario de las religiones formales del sudoeste, donde el culto de la semilla había desbancado la cacería y un sacerdocio jerárquico había convertido en prosa la poesía del chamán, los kiowas siguieron valorando en grado inmenso la experiencia visionaria individual. El peyote era un atajo farmacológico para llegar a reinos místicos distantes que alcanzaban en el dolor de la ordalía, el ritmo de los tambores ceremoniales, el hambre y la sed abrasadora de la búsqueda de la visión. El primer kiowa que probó el peyote fue Big Horse, que comió de la planta solo, se convirtió en águila y se remontó sobre la tierra para localizar los bandos guerreros de los enemigos. Half Moon, un indio caddo conocido por los blancos como John Wilson, comió peyote todos los días y noches de un mes hasta que su espíritu se fundió con el cielo y vio en una visión un bosquejo de los ritos de la ceremonia de la iglesia del peyote.
+*
+Charlie Charcoal estaba sentado en un banquillo de madera al borde de un sauzal mecido por la fresca brisa de la tarde. Corpulento, de cara redonda y cálida, el pelo oscuro, corto y partido a un lado, vestía como siempre una camisa blanca y corbata ancha que, como era la moda en esos días, le caía hasta la cintura. Schultes estaba sentado en el suelo junto a La Barre, que tomaba notas de la descripción de Charlie de su visión.
+—Una vez vi una joven en el fuego —contó—, la cintura alta, el pelo largo en la espalda, con pequeñas trenzas que partían de las sienes y estaban atadas con una cinta. El viento ondulaba el pelo, y bailaba levando el ritmo perfecto de la canción. Miraba hacia el peyote. Tenía puesto un vestido de ante. Y sonreía, también. Cuando se detuvo la música, la imagen desapareció. ¿Me quieren explicar esto?
+Schultes miró a La Barre.
+—Hay una mujer —prosiguió Charlie— que viene a las reuniones. Uno no la puede ver, pero a veces, cuando cantan dos hombres, se les une una voz más alta, la muy bella de una mujer que acompaña a los hombres en el canto. Algunos la llaman la Mujer del Peyote. Dicen que es la hija de la Mujer Búfalo.
+—Y ambos son hijos del sol —dijo La Barre, a lo que Charlie asintió.
+Schultes no comprendía.
+—El peyote es la encarnación del sol —le explicó La Barre—, como también lo son los búfalos. El uno es planta, el otro animal. Las visiones son como sueños. Vienen y se van, y para los viejos los sueños y las visiones son lo mismo: revelaciones que deben ser obedecidas.
+—Yo nunca he soñado —dijo Schultes. La Barre le echó una mirada de incredulidad.
+—Has tenido que soñar.
+—No, de verdad. Nada que pueda recordar.
+—Pero si no has tenido la experiencia de un sueño, ¿cómo puedes estar seguro de que no has soñado? —le preguntó La Barre—. ¿Cómo sabes lo que es un sueño? ¿Cómo puedes conocer lo que nunca has tenido?
+—Nunca, simplemente, he tenido un sueño.
+—Entonces jamás podrás tener una visión —le respondió La Barre.
+—Nunca he tenido una visión tampoco. Sólo he visto colores.
+—¿Saben? —les dijo Charlie sonriendo—, parece que esto es diferente para ustedes y para mí. Miren: es como una vez que yo bajaba por un cañón con grandes pinos. Al mirar hacia atrás había una barranca empinada. Tuve que seguir bajando hasta que me perdí. Después me habló una voz y me guio fuera del cañón. Luego la voz se volvió una ardilla. Y yo pensé que eso era interesante. ¿Usted qué piensa, Wes?
+Miró a La Barre, que sonrió sin decir nada. Charlie continuó.
+—Todos estos hombres blancos vienen a estudiar el peyote, y no ven los animales. Los animales no quieren decir nada para ellos. Sólo ven gente tocando música. Pero los indios no ven ningún piano tocando, ellos agarran las canciones del viento que sopla y hacen música con los cantos de los pájaros. Una vez vi a un hombre —continuó— que tenía puesta una túnica con flores y cintas de oro, y las flores eran como las del roble, y una tela blanca le colgaba del pecho. Un hombre de edad, no viejo. Tenía los brazos cruzados y le sonreía al peyote, moviendo la cabeza muy despacio como si… yo no lo oí hablar, pero cada vez que inclinaba la cabeza parecía decir en mi mente: «Es bueno, es bueno».
+Hubo un crujido en la oscuridad, y Mary Buffalo se deslizó bajo los árboles. Llevaba en la mano tres cobijas dobladas y un manojo de salvia. Le hizo una señal con la cabeza a Charlie, que se levantó lentamente, indicándoles a Schultes y La Barre que lo siguieran.
+—El caminante nos espera —dijo Charlie, tomando las cobijas.
+Caminaron lentamente sobre la hierba seca hasta una pequeña arboleda de robles de corteza negra y nogales en la parte de atrás de la tierra de Mary. Una docena o más de hombres de pie rodeaban una hoguera y detrás de ellos brillaba bajo la luna la lona blanca de un tipi grande. Al acercarse Schultes, un saltamontes surgió de la hierba y le saltó a la cara. Impulsivamente, lo aplastó con la mano y causó un murmullo de risas en torno a la hoguera.
+Los hombres saludaron a Charlie y a sus jóvenes compañeros. Schultes se abrió camino entre el grupo, dándole la mano a cada perplejo asistente. En la oscuridad era imposible saber si los había conocido antes o no. Todos tenían puestas ropas de vaquero, pantalones oscuros y camisas abiertas en el cuello. Varios tenían en los hombros cobijas dobladas. La mayor parte eran jóvenes. El único viejo tenía la cara pintada y largas trenzas. Al salir del tipi hacia el fuego, Schultes pudo verle en la frente una banda amarilla y las delgadas líneas rojas verticales que le cubrían las mejillas. Lucía un collar de semillas de mezcal, y de los hombros le colgaba un bolso de cuero. Tenía una cobija enrollada en la cintura y sostenía un bastón con cuentas en la mano, y en la otra un abanico de plumas de águila, una matraca y un silbato hecho con un hueso del ala de un gran pájaro.
+—Voy a mi lugar de culto —dijo en voz baja—. Les pido que me acompañen esta noche.
+El caminante se dio vuelta y empezó a caminar. Schultes le echó una mirada a Charlie, que asintió con la cabeza. Los demás dejaron de hablar y uno tras otro siguieron al caminante hasta que todos terminaron en fila india y arrastrando los pies, lentamente, en torno al tipi. Al llegar a la entrada de nuevo, el caminante se detuvo un momento para rezar y luego se deslizó dentro del tipi, levantando la piel de ciervo que cubría la entrada. Todos lo siguieron, y una vez adentro continuaron moviéndose en círculo, en el sentido de las manecillas del reloj, hasta que cada uno ocupó su lugar sobre el lecho de salvia en torno al altar y una pequeña hoguera. El caminante se sentó solo, al oeste.
+Mientras Schultes se acomodaba con cierta torpeza, Charlie Charcoal le señaló en susurros los oficiantes y los objetos rituales que reposaban justo a espaldas del caminante: una calabaza, un ramito de salvia, un bastón ceremonial y un bolso grande de cuero lleno de peyote. A la izquierda de Schultes estaba sentado el tambor, seguido por el caminante. A la izquierda de este estaba el hombre del cedro, y la fila de adoradores terminaba en el hombre del fuego, sentado hacia el este, junto a la entrada del tipi y a la fuente del sol naciente. El portador del agua estaba sentado frente al hombre del fuego. A su lado estaban en hilera las ofrendas de maíz y de agua, alineadas con el fuego y perpendiculares al altar en forma de creciente que protegía las llamas. El efecto simbólico era el de una flecha, cuya asta partía del este y cuya punta atravesaba el corazón del caminante.
+—El altar es la luna —dijo Charlie en voz baja—. Es la montaña donde la Mujer del Peyote encontró las primeras plantas. ¿Ves las huellas que lo atraviesan? —preguntó, indicando un surco estrecho que recorría todo el altar—. Ese es el camino que se debe seguir para obtener el conocimiento del peyote.
+Las llamas se arrebataron por un instante, proyectando sombras brillantes sobre el lado opuesto del tipi.
+—El espíritu del peyote es como un pequeño colibrí —dijo Charlie—. Cuando uno guarda silencio y nada lo disturba, viene a la flor y liba su dulce sabor. Pero si uno lo inquieta, se va rápido.
+El hombre del fuego se acercó y avivó las llamas. Añadió unos pocos trocitos de madera y luego retiró las cenizas de la base del fuego e hizo una pila con ellas entre el fogón y el altar. Las extendió con las manos en un arco paralelo al altar y después, lentamente, les dio la forma de un ala.
+Schultes le echó una mirada a La Barre, que estaba sentado junto a la entrada, justo frente al puesto vacío que había dejado el hombre del fuego. Era el sitio en el que Weston siempre se las arreglaba para sentarse, de modo que en la mañana, cuando pasaban de mano en mano las ofrendas rituales de comida, fuera el primero en probarla sin tener que compartir los cuencos con todos los presentes. Schultes sonrió. Desde que había dejado Boston se había encontrado en un mundo nuevo, un lugar donde las reglas que le habían inculcado de niño no tenían ninguna importancia, donde sus propias excentricidades pasaban inadvertidas en medio de unas personas satisfechas de que estuviera dispuesto a dormir con ellas en el piso, a comer de sus alimentos y a respetar sus costumbres.
+—El tambor —dijo Charlie. Schultes giró a un lado y observó a un hombre que a su izquierda vertía agua en una marmita de hierro y luego añadía brasas y un puñado de hojas frescas. Tomó un trozo húmedo de piel de ciervo y lo ató firmemente a la marmita. A medida que la piel se apretaba con el calor, el tambor ensayó el sonido, afinándolo, apretando las piedritas redondas que mantenían en su sitio la cuerda de cuero sin curtir en el costado. Sopló sobre la superficie, la frotó con el pulgar y la golpeó dos veces con un palillo adornado con cuentas y una cresta de crin de caballo roja.
+—El tambor es el trueno —susurró Charlie—; las brasas, rayos; el agua, lluvia. Sigue ahora al caminante.
+En el piso de tierra rojiza el caminante había extendido un pedazo de terciopelo sobre el que colocó una envoltura de hojas de tabaco, un bolso de cuero, un pito, una matraca y una pila de cáscaras y hojas de maíz. Se acercó al fuego y puso en el centro del altar un pequeño moño de salvia. Luego, con un gesto que silenció cualquier charla, colocó una planta seca de peyote grande sobre la salvia.
+—Padre Peyote —susurró.
+Una bolsita de tabaco y hojas de roble pasó de mano en mano en torno al círculo de devotos. Cada uno se lió un cigarrillo y luego el hombre del fuego tomó del fuego un palo ceremonial, sopló la punta para avivar la llama y se lo dio al caminante, que encendió su cigarrillo y pasó la brasa a su izquierda. Mientras recorría lentamente el círculo, el caminante hizo una ofrenda de tabaco al altar.
+—Baja tu mirada a nosotros, Padre Peyote —oró—, y guíanos, pues somos ignorantes. Schultes fue el penúltimo en recibir la brasa. Encendió su cigarrillo y aspiró profundo. Clavó una uña en la madera. Era blanda y blanca, tal vez de álamo. Tenía grabada en el mango la figura de un ave acuática, la misma que se formaba lentamente con las cenizas frente al fuego. Durante varios minutos él y los demás fumaron y oraron en silencio. Cuando acabaron, cada uno se puso de pie y colocó la colilla en el extremo del altar. El caminante tiró unas hojas de enebro en las llamas, y el fuego ascendió como incienso. Algunos hombres tenían abanicos de plumas de águila. Otros atrajeron hacia sí el humo con las manos. El caminante levantó su bolso de peyote y trazó con él cuatro círculos en el aire. Charlie le dio un codazo suave a Schultes.
+—Los de las plumas de águila —le susurró— son los que han visto al águila en sus visiones.
+El caminante tomó cuatro botones de peyote del bolso de cuero y los colocó frente al altar. El hombre del cedro repitió el gesto y luego hizo pasar el bolso de izquierda a derecha. El caminante tomó un manojo de salvia, se arrodilló frente al fuego y se frotó todo el cuerpo con las hojas. Algunos hicieron lo mismo, y el olor de la salvia estrujada y del enebro se mezcló con el velo azul del tabaco que flotaba cerca de las cabezas de los devotos. Al alcanzar el fuego con sus abanicos, el caminante le añadía más enebro. Tomó su bastón con una mano, la matraca con la otra y, lentamente, trazó cuatro círculos sobre el humo.
+—Come y recuerda que son dulces —dijo Charlie Charcoal al pasarle a Schultes el bolso.
+Este sacó cuatro botones de peyote y colocó el bolso en el piso frente al tambor. La planta seca tenía la misma textura del cuero quebradizo. Después de ingerirlos pasaron varios minutos antes de que se le aflojaran las carnes y de que las primeras oleadas de amargor nauseabundo recorrieran todos sus sentidos. Tragó saliva.
+Charlie escupió en su mano un bocado de peyote, le dio vuelta con un dedo y le quitó los pequeños copetes de pelillo.
+—Estos lo vuelven ciego —le dijo.
+—Maravilloso —susurró Schultes.
+El caminante sostuvo en alto, frente al altar, un ramito de salvia y su bastón. Cerró los ojos, sacudió la matraca y en un tono alto y gangoso empezó a cantar la hayätinayo, la canción de iniciación que anuncia al Padre Peyote:
+Que los dioses me bendigan,
+me ayuden y me den poder y entendimiento.
+El tambor señaló el altar con el palillo y atrajo humo hacia el instrumento. Luego empezó el sonido que seguiría, intermitente, hasta el amanecer, un seco golpe del palillo sobre el cuero húmedo. Los golpes se producían tan rápido que se fundían en un constante zumbido, casi electrónico, con exactamente el mismo tono de las alucinaciones auditivas que pronto inundarían el cerebro de Schultes.
+Pasaron cuarenta o más minutos antes de que sintiera los efectos de la planta. Una fantasiosa sensación en la periferia de su campo visual, un sentido intuitivo del espacio, algo amortiguante como un colchón entre él y todo lo demás en el tipi, pronto avasallaron las desagradables náuseas. Siguió un fugaz momento de claridad pura, una conciencia casi cristalina de lo apropiado que era él mismo y todo lo que estaba haciendo. Miró a Charlie, sus ojos ahora como brillantes cuentas, la cara ruborizada en lentas ondulaciones cada vez más intensas. Schultes parpadeó. La música había cesado. El caminante le estaba entregando su bastón al hombre a su izquierda; el tambor le pasaba al caminante el tambor. Cada hombre lo tocaba a su turno, acompañando frases de canciones que sonaban al mismo tiempo. Schultes se halló de pronto poniendo el máximo de atención a cada sonido, y cada sonido irrumpía en otro pensamiento que recorría todo su cuerpo, dándole una sensación de inmenso bienestar. Estaba rodeado de ancianos que oraban con lágrimas en las mejillas, sus voces temblorosas de la emoción, los cuerpos balanceándose en plena adoración, las manos extendidas en busca del Padre Peyote. Trató de moverse. Charlie lo detuvo.
+—Nunca te interpongas entre el fuego y un hombre que reza —le advirtió.
+Schultes empezó a reír sosegadamente. Las sombras en la tela del tipi eran mucho más grandes que los hombres bajo ellas. Parecían un palco de espíritus danzantes.
+Una bolsita de tabaco le llegó a las manos. Sus dedos palparon con torpeza la húmeda picadura. Su aroma era tan rico como la memoria. Estrujó las hojas de roble con los dedos. Tomó un botón de peyote. Cerró los ojos y percibió cálidas, rebosantes sensaciones, y un sonido que parecía unir su cuerpo a la tierra. Sintió en la carne el tacto de la tierra, el suelo seco del desierto corriendo entre sus dedos, las estrellas al mediodía, el aroma de los cactos y de la salvia, el tacto de hojas secas. Cuando abrió los ojos una vez más, los hombres se estaban fundiendo lentamente unos con otros, y cada movimiento arrojaba relámpagos de color en globos brillantes: diamantes que se convertían en túneles, ventanas que se tornaban olas, océanos que caían en lluvia. Alzó una mano hasta los ojos y quedó asombrado de ver un río de luz entre sus muslos y los dedos. Todo quedó reducido a sensaciones. El corazón. El pelo como paja. La quijada en movimiento al masticar más peyote. Los hombres en torno a él comían seguido. Observó sus caras, y el gusto cambió. Ya no era amargo y agrio. Si el desierto tenía un sabor, este lo era.
+El tiempo se tornó color. Cada pensamiento desencadenaba un sonido, cada gesto un arcoíris de luz. Schultes trató de concentrarse, de seguir un mismo hilo de ideas, pero encontró que era imposible hacerlo. Resistirse al flujo delirante de sus pensamientos le causaba dolor físico. El caminante puso más enebro en las llamas y se formó otra nube de humo. Parecía muy calmado, no mostraba signo externo de que el peyote lo hubiera afectado. El hombre del fuego se puso a trabajar, barrió el piso del tipi, tiró a las llamas las colillas, cuidó del fuego y sacó cenizas para perfeccionar la forma del pájaro acuático. Un poco antes de la medianoche, colocó un balde de agua cerca de las llamas mientras el caminante cantaba la Yáhiyano, la primera de las canciones acuáticas de medianoche. Un segundo después el caminante salió del tipi y tras unos momentos Schultes oyó cuatro altos silbatos penetrantes. Cuando el caminante volvió, oró sobre el agua y reunió al hombre del cedro, al tambor y al hombre del fuego en torno al balde, para que formaran juntos una cruz, una imagen de los cuatro puntos cardinales. El hombre del fuego sopló cuatro bocanadas de humo sobre el agua y agradeció a todos los presentes el honor de haber cuidado del fuego, que llevaba sus oraciones a los cielos. El balde pasó de mano en mano y lo sacaron del tipi. Por invitación del caminante, varios hombres salieron también. Schultes, dudando de que sus piernas lo sostuvieran, se quedó. Pasó el tiempo, los cantos y el tamboreo siguieron casi constantes, pues había veinte o más devotos y cada uno debía cantar cuatro canciones. La cantidad de peyote que ingerían no era la misma, llegando algunos a comer hasta cuarenta botones. Schultes se había comido diez o doce; sintió ira por no saber cuántos. Después del rito del Agua de Medianoche, hubo una curación. La paciente era una mujer vieja, prima de Mary Buffalo, por lo que le correspondió a Charlie Charcoal mascar el peyote para ella. El caminante colocó en la boca de la mujer los botones medio masticados y con lentitud le frotó la quijada con las manos. Descubrió la parte superior del pecho y, tomando una brasa entre los dientes, le sopló chispas en la piel cuatro veces. Después, aceptó el balde que le ofreció el hombre del agua y le roció agua sobre la cara y el pecho, mientras trazaba en el aire la forma de una cruz y en susurros invocaba a los espíritus.
+Una súbita oleada de náuseas se apoderó de Schultes al salir del tipi. Después de pasar junto a un grupo de mujeres apiñadas en torno a una hoguera, se apoyó tambaleando en un árbol y vomitó como nunca lo había hecho. Aunque ya estaba comenzando a pasar el efecto del peyote y las delirantes imágenes empezaban a diluirse en su memoria, su mente y su cuerpo seguían aparte. Miraba cómo vomitaba su cuerpo. El alba rayaba en el cielo gris perla. Las ramas de los robles se extendían como venas. Los pájaros empezaban a despertar. A sus espaldas, dentro del tipi, oyó la voz del caminante cantando las primeras palabras de la Wakahó, la canción de la luz del día para el agua de la mañana. La voz parecía terriblemente lejana.
+—¿Estás bien?
+Se dio vuelta. Charlie Charcoal caminaba hacia él. Tenía una cobija sobre los hombros y sus palabras parecían salir de una perfecta quietud, como si el aire mismo estuviera detenido en el tiempo, suspendido entre el pasado y la nueva mañana. Crujió una rama, y el sonido fue como el de un témpano de hielo cayendo de un alero en la nieve. Trató de responder, pero se dio cuenta de que las palabras se disipaban tras sus pensamientos. Su boca parecía de caucho, y las palabras que finalmente formó se le antojaron de otra persona. Pudo escuchar su tono profundo y resonante.
+—Estoy muy bien —le dijo.
+El aire estaba frío. El canto de un pájaro, agudo y distante, le llamó la atención un segundo y luego desapareció. Las canciones de la mañana sonaron más agudas. Schultes las escuchó y descubrió en ellas una melancolía débil que no había notado en la noche. Y en medio de los sonidos, oyó el inconfundible aullido del coyote.
+—El caminante está curando —le dijo Charlie—, alejando con soplos la enfermedad.
+—Oigo a los coyotes —le dijo Schultes.
+—Así fue como pasó. Un curandero comanche obtuvo sus poderes curativos de un coyote. Así que hizo la canción y ahora está dedicada al coyote. Por eso canta. Porque es la mañana y porque tiene el poder. Ha curado a todo el mundo —y sacó un cigarrillo del bolsillo—. Parece que el viejo Wes tuvo una noche muy buena.
+—¿Qué?
+—Estuvo ahí todo el tiempo. Luego empezaron a crecerle los ojos, y muy pronto la cabeza del caminante se convirtió en una especie de pato y el tambor también. Algo así como un monstruo de Gila.
+—¿Le contó eso? —preguntó Schultes. Charlie asintió. Detrás de él, Schultes alcanzó a ver que Mary Buffalo y su nieta llevaban al tipi pequeños cuencos de comida. Se dio cuenta una vez más de que la noche había terminado. La barrida del piso del tipi, las cenizas que acababan de formar al pájaro acuático, las ofrendas rituales de carne endulzada, el maíz, las frutas resecas y el agua habían marcado el principio de sus días durante el último mes. Era algo muy extraño el haber dormido tan poco, el haber experimentado tales alucinaciones, el no haber visto nada que fuera normal y haber sentido, sin embargo, tan poca fatiga.
+—Las cosas se van a acabar muy pronto —le dijo Charlie y lo guió de vuelta al tipi. Una vez adentro le llevó un momento ajustar sus ojos a la penumbra. Los cantos habían cesado. Los devotos estaban sentados en el mismo sitio de toda la noche, cruzadas las piernas y derechos, los ojos perdidos en oración. La Barre también había permanecido en su sitio. Los hombres se movieron para que Schultes y Charlie Charcoal se sentaran a su lado junto a la entrada. Schultes notó que los ojos de Weston estaban tremendamente dilatados y que había hilos de sudor y de polvo en su cara. Tenía en el canto una pilita de comida, pero la sonrisa en sus labios sugería que comer era lo último que quería hacer.
+Pasaron de mano en mano comida y agua, y durante media hora el grupo permaneció en silencio. Luego, en un último acto ceremonial, el caminante cantó la Gayatina, la ronda de cuatro canciones de la marcha que indicaba el fin del rito.
+Ki da bw da ya-na bai yoi no
+He ne yo wab
+Dok’i ki-da bw-da ya-na bai yoi no
+De k ä on ki-da bw-da ya-na hai yoi no
+He ne yo wab.
+Como en la mayor parte de las canciones del peyote, los versos estaban formados por palabras dispersas en medio de sonidos sin un significado literal. Eran los efectos de una voz humana única, rodeados y devueltos por las sílabas de la naturaleza.
+—Llega el día —cantaba el caminante—. El Creador es bueno. El Creador es bueno.
+Cuando el último ciclo de canciones culminó, el tambor quitó el cuero de la superficie del tambor y la marmita pasó lentamente por todo el círculo. Cada hombre metió los dedos en el agua aromatizada para después mojarse los labios.
+—El carbón de palo y el agua son sagrados. Son los pensamientos de nuestros abuelos. Deben actuar como dice el anciano. Él ha vivido. Él es bueno.
+Tras este mensaje y bendición finales, el caminante retiró al Padre Peyote del altar, guardó sus objetos sagrados y le ordenó al hombre del fuego guiar a los demás fuera del tipi. Al salir a la luz del sol, Schultes y La Barre hablaron por primera vez desde el comienzo de la noche.
+—¿Y bien? —preguntó La Barre.
+—Charlie piensa que se consumieron más de cuatrocientos botones de peyote. No es de extrañar que compren lotes de mil en Laredo.
+La Barre se rio. Mil botones de peyote por dos dólares con cincuenta. Era increíble. Todo eso por el precio de unos jeans. Se dio vuelta hacia Schultes.
+—Yo vi algo bellísimo: el caminante de pie ante el altar de la media luna perforando el cielo nocturno con flechas de luz. El cielo se desplomó sobre mi cabeza, trayendo un polvo celestial que se mezcló con el humo del fuego, y quedé solo en el piso, flotando entre un trozo de terciopelo y el calor del vientre de mi madre.
+—Yo sólo vi colores —contó Schultes—. Pero ahora tenemos que hablar con el caminante.
+Detrás de ellos, los hombres estaban retirando la lona del tipi. Los altos postes proyectaban sombras crudas en el suelo, y el viento de la mañana había empezado a dispersar las cenizas. El caminante aceptó sus agradecimientos con cortesía, los animó en su trabajo y hasta sugirió que le tomaran una foto como recuerdo. La Barre le pasó su cámara a Charlie, que hizo posar al caminante y a los dos estudiantes.
+—Un momento —lo interrumpió Schultes. Sacó del bolsillo una peinilla, con la que se peinó rápidamente. Arregló el nudo de la corbata, se sacudió el polvo de los pantalones y se ajustó el cinturón.
+—Ya está bien —dijo, y miró ceñudo la cámara. Una semana después viajaba desde Tulsa en un autobús Greyhound rumbo a Boston.
+*
+Hoy en día, Weston La Barre todavía no puede entender por qué fue él y no Schultes quien sintió el pleno impacto de las visiones del peyote. Al principio le pareció, como dijo, que Schultes era un prisionero de la realidad. «Es claro», explicaría sesenta años después, «que no había posibilidad alguna de que Schultes se volviera nativo. Había nacido adulto. La única manera de que fuera nativo, sería que se fuera a vivir a Inglaterra». Pero La Barre recuerda esos días con Schultes con cariño y orgullo. Esas seis semanas fueron, después de todo, las que forjaron la carrera de Schultes en la etnobotánica. Schultes tampoco entendió nunca por qué no experimentaba verdaderas alucinaciones.
+«Veo colores», escribiría después, «ráfagas como rayos de luz, pequeñas estrellas como cuando se rompe un vaso, a veces humo coloreado que sube como nubes. Me gustaría tener visiones. La Barre ha tratado de explicarme, pero yo no entiendo de qué es lo que habla». No fue sino hasta ver la película Fantasía, en 1941, cuando encontró un punto de referencia para lo que había visto.
+—La Tocata y Fuga de Bach —le explicaba desde entonces a quien lo escuchara—. ¡Eso fue lo que vi!
+Aunque sus propias experiencias con el peyote nunca tuvieron mayor sentido para él, sí entendió y respetó, a una edad muy temprana, el papel que el cacto tenía en la vida de los kiowas. Desde 1916 se habían producido no menos de nueve intentos de presentar leyes en el Congreso que prohibieran el empleo tradicional de la planta. Schultes aborrecía todas esas iniciativas. En febrero de 1937, seis meses después de volver de Oklahoma a Harvard, prestó testimonio contra el proyecto del Senado distinguido con el número 1399, el último intento hasta entonces de obstruir las prácticas religiosas de los kiowas. Era una cruel y violenta obstrucción de la libertad religiosa.
+El proyecto legislativo fracasó, en gran medida por el testimonio de Schultes y de otros quienes, al contrario de los proponentes de la ley, tenían experiencia de primera mano con el peyote. Fue un asunto bastante temerario para un estudiante joven que nunca había desafiado a las autoridades. En su tesis de licenciatura escribió que el empleo del peyote por parte de los indios era «capaz de absorber el espíritu de Dios en la misma forma en que los blancos cristianos absorben el espíritu por medio del pan y del vino sacramentales». Esta también era una idea atrevida en la primavera de 1937. De lo que no se daba todavía bien cuenta, sin embargo, era de que sus estudios sobre el peyote estaban a punto de revelarle la pista perdida que le permitiría resolver uno de los misterios más enigmáticos en toda la historia de la etnobotánica: la identidad, desde hacía tanto perdida, del teonanacatl y del ololiuqui, las plantas más sagradas del imperio azteca.
+EN EL CODEX VINDOBONENSIS, uno entre el puñado de documentos precolombinos que se salvaron de las llamas de la Inquisición, hay una imagen de Quetzalcóatl, el dios serpiente emplumada de los aztecas, resplandeciente de joyas y luciendo una máscara con la cara de un pájaro. Lleva una mujer en la espalda, de la misma forma en que los novios llevaban a las novias en el antiguo México. La mujer también tiene una máscara, y de su tocado sobresalen tres hongos. La siguiente imagen de la secuencia muestra a Quetzalcóatl cantando, llevando el ritmo en un tambor hecho con un cráneo humano, ante uno de sus príncipes divinos, que mantiene en alto dos hongos diferentes. El príncipe, encantado por la canción, derrama una lágrima de deleite y temor reverente. En la parte de arriba, a la izquierda de esta escena, hay siete diferentes dioses y diosas, cada uno con un par de hongos. Hay pocas dudas sobre lo que esta reunión de dioses representaba para la imaginación del sacerdote mixteca que ilustró el texto. Era una memoria del fuego, un reflejo del primer encuentro entre las divinidades humanas y el poder del teonanacatl, el hongo conocido en el lenguaje de los aztecas como «la carne de los dioses».
+De joven estudiante, Schultes vio por primera vez referencias a este hongo en las tempranas crónicas españolas. Francisco Hernández, médico de Felipe II, describió las milagrosas propiedades del peyote y también de cuatro hongos, entre ellos el llamado teyhuintli, «el embriagador». En su monumental Historia de las cosas de la Nueva España, el franciscano Bernardino de Sahagún describió «un pequeño hongo negro que llamaban nanacatl. Lo comían antes del alba y cuando empezaba a excitarlos, danzaban, cantaban, lloraban… Algunos se sentaban meditativos. Otros se veían morir, y otros se veían devorados por animales salvajes; unos imaginaban que capturaban enemigos en el campo de batalla, otros creían que habían cometido adulterio y que les iban a triturar las cabezas por la ofensa».
+En el Florentine Codex de la obra de Sahagún hay una ilustración que muestra una figura danzando en un campo sobre unos hongos identificados como teonanacatl. Esta imagen del diablo envuelto en pieles y con un gran rostro picudo, manos como garras y patas hendidas, conectaba los hongos con todos los instintos salvajes que, según presumían los españoles, yacían en el corazón del Nuevo Mundo. En 1524 Cortés, cuyos soldados curaban sus heridas con la grasa de los indios muertos que luego daban de comer a los perros, invitó a doce franciscanos para que llevaran el cristianismo a México. Motolinía, miembro del primer contingente, escribió que los hongos eran la carne del «demonio que adoraban, y… con ese amargo alimento recibían en comunión a su cruel dios». Hernando Ruiz de Alarcón torturaba a los indios para sacarles los secretos de su fe, información que después figuró en una guía de las idolatrías nativas escrita para los misioneros por el padre Jacinto de la Serna en 1656.
+Por más de que lo intentaran, sin embargo, los españoles no pudieron ocultar el carácter sublime del teonanacatl. En el extraño libro de Serna leyó Schultes que «los sacerdotes y todos los hombres se iban a las colinas y permanecían rezando toda la noche. Al alba, cuando empezaba a soplar una cierta brisa que ellos conocen, reunían a los hombres y les atribuían la divinidad». Según el padre dominico Diego Durán, se sirvieron hongos embriagantes en la coronación del emperador azteca Ahuitzotl en 1486. Tezozómoc, escribiendo en español en 1598, describió el mismo ritual ocurrido en la coronación en 1502 de su abuelo Moctezuma, quien gobernó hasta ser derrocado y asesinado por los españoles en 1520. El verdadero carácter del teonanacatl y su profundo papel en la vida religiosa del México precolombino quizá los revele mejor una ilustración del Codex Magliabechiano, otra fuente española de principios del siglo XVI. Al contrario del Florentine Codex, redactado por un español, el anterior es obra de un indio desconocido, persona evidentemente inmersa en el espíritu del pasado. La ilustración, rotulada simplemente teonanacatl, muestra a un hombre sentado comiendo hongos. Sobre sus hombros flota la imagen de un dios. A sus pies, tres hongos brotan de la tierra. Están pintados con verde, el color del jade, el símbolo azteca de lo sagrado.
+El joven Schultes se dio plena cuenta de la importancia del teonanacatl, pero tan pronto supo de los hongos leyó que ya no existían. En una serie de artículos académicos iniciada en 1915, William E. Safford, un botánico económico muy respetado en el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, escribió que los primeros españoles se habían engañado. Sostenía que en tres siglos de investigación de campo no se había logrado descubrir evidencia alguna de un «hongo narcótico mexicano». Su propio estudio de la literatura y de los herbarios había sido igualmente decepcionante. Sostenía además que «a los aztecas se les había atribuido un conocimiento de la botánica que estaban lejos de poseer… Los conocimientos botánicos de los tempranos escritores españoles, Sahagún, Hernández, Ortega y Jacinto de la Serna tal vez eran más extensos. Sin embargo, todos habían sido engañados, según Safford, por la intención indígena de esconder la verdadera identidad de su planta sagrada». El teonanacatl no era un hongo sino más bien el nombre azteca para las coronas secas del peyote, que parecían hongos secos «en forma tal que, a primera vista, pueden engañar a un micólogo».
+Schultes sabía que los argumentos de Safford no tenían sentido. Era cierto que el peyote y los hongos, al secarse, adquieren por lo general un color verde oliva pardusco, pero esta característica la comparten con medio millón de especies, más o menos tantas plantas como se hallan en la naturaleza. Ahí, sin embargo, terminan las similitudes. Incluso una mirada superficial al peyote seco revela pelillos sedosos compactos y los restos de una estructura vascular que no tienen los hongos. El teonanacatl y el peyote se dan en hábitats completamente distintos: el primero en pastos húmedos en las montañas y el segundo en desiertos secos y cálidos. Los españoles reconocieron estas obvias diferencias ecológicas, así como distinguieron explícitamente entre «la raíz que llaman peiotl y los nanacatl, que son hongos inocuos». Al contrario de Safford, Schultes no cuestionó el conocimiento botánico de los aztecas o de los primeros españoles. Conocía los clásicos y leía el latín y el griego. Sabía que en el siglo XVI ser médico y botánico era lo mismo, y que su entrenamiento con las plantas era preciso y sus apreciaciones consecuentes. Su trabajo con Mary Buffalo y los kiowas le había revelado la profundidad del saber botánico indígena. Ya se había comprometido de por vida, por cierto, con la revelación de sus misterios. Para Schultes, los argumentos de Safford eran un caso clásico de arrogancia científica. Safford decía, en pocas palabras, que por no haber podido hallar evidencias contemporáneas del teonanacatl, el hongo no existía, y ello a pesar del hecho de que ningún científico estadounidense, y menos Safford, había ido a México para echar un vistazo.
+Si alguien que no hubiera sido Safford hubiera propuesto tal teoría, nunca habría sido venerada en los textos, como lo fue en efecto durante veinte años. El problema consistió en que Safford era un buen botánico con un considerable prestigio profesional. Reconocido experto en los narcóticos del Nuevo Mundo, había publicado una importante monografía sobre la datura, conocida como la «flor sagrada de la estrella polar». En 1916 había demostrado con éxito que la fuente botánica del rapé psicoactivo cohoba no era tabaco sino la semilla de un árbol leguminoso identificado ahora como la Anadenanthera peregrina. Fue un importante descubrimiento que se les había escapado a los botánicos durante cuatrocientos años, desde que se observó por primera vez la droga entre los indios taínos de la isla de Santo Domingo en 1496.
+Descubrimientos como este dieron crédito a las ideas de Safford sobre el teonanacatl, y para 1936, cuando Schultes apareció, no se había publicado ninguna objeción a su teoría. Los pocos a quienes les importaba el asunto habían llegado desde hacía mucho tiempo a la conclusión de que nunca existieron hongos intoxicantes en América, y la única excepción eran esos dos jóvenes estudiantes que habían pasado el verano de Oklahoma comiendo peyote. Tanto La Barre como Schultes tuvieron la audacia de hacer constar que Safford estaba equivocado. Su interpretación de las tempranas fuentes españolas les dieron la certeza de que el teonanacatl era en verdad un hongo, y de que en determinada parte de alguna remota montaña de México podía todavía haber un culto contemporáneo que empleara o consumiera la planta sacramentalmente.
+Un adelanto inesperado se dio unos meses después de que Schultes regresara del oeste. En el curso de la redacción de su tesis de licenciatura, viajó a Washington para estudiar los especímenes de peyote conservados en la Smithsonian, en las colecciones del Herbario Nacional de los Estados Unidos, y en la hoja número 1745713 encontró una carta fechada el 18 de julio de 1923, dirigida al director del herbario, J. N. Rose, y escrita por un tal Blas Pablo Reko de Guadalajara, México. Safford, que había muerto unos años antes, había tenido la previsión y la generosidad de espíritu de pegar la carta a la hoja de un espécimen de peyote. A Schultes lo asombró un comentario espontáneo al final de la carta. Reko decía: «De paso veo en su descripción de la Lophophora que el doctor Safford piensa que esta planta es el teonanacatl de Sahagún, en lo cual ciertamente está equivocado. En realidad es, como declara Sahagún, un hongo que se da en el estiércol, y que todavía lo usan bajo el mismo nombre los indios de la Sierra Juárez, en Oaxaca, durante sus fiestas religiosas».
+Schultes le escribió de inmediato a Reko y recibió a vuelta de correo varios hongos recogidos entre los indios otomi de Puebla. Los especímenes estaban mal conservados y era imposible identificarlos. Parecían, sin embargo, ser del género Panaeolus. Este era todo el estímulo que Schultes necesitaba. Siempre había querido hacer sus estudios etnobotánicos en los bosques pluviales de América Latina y ya había discutido con Oakes Ames la posibilidad de estudiar la botánica económica de Oaxaca para su tesis. La oportunidad de develar el misterio del teonanacatl era un dividendo adicional, y a principios del verano de 1938, provisto de nuevo con una subvención salida del bolsillo de Ames, estaba a bordo de un autobús Greyhound rumbo al sur, hacia Ciudad de México.
+*
+Lo primero que Schultes descubrió sobre el arte de viajar en México en la década de 1930 tuvo que ver con la planeación del tiempo. La mejor manera de ir a Oaxaca desde la capital era en tren; no había carretera. Si la salida del tren estaba fijada a las siete de la mañana, había que llamar a las diez para saber si el tren de las siete iba a salir en efecto. «A la una», podía ser la respuesta. Eso quería decir que uno empezaba a empacar a las tres para ir a la estación por ahí a las cuatro y media. A las seis, con tremendo bombo y ni la menor seña de preocupación o vergüenza, el despachador tocaba un timbre, señal para que el conductor hiciera sonar a todo volumen el pito alto y penetrante que armaba en el andén un tremendo alboroto. Y a las siete de la noche, o un poco antes, el tren partía lentamente.
+La segunda cosa que descubrió fue que la vía, que iba hacia el sur pasando por Puebla para internarse en el seco valle de Oaxaca, entre las montañas, había sido reparada —con mucha frecuencia, según lo comprobó— reemplazando las traviesas de madera por tallos de cacto. En previsión de cualquier problema, los maquinistas llevaban consigo un gato hidráulico. Durante los descarrilamientos —hubo dos en su primer viaje al sur, a doscientos kilómetros el uno del otro— practicaba español con los indios y alemán con su compañero de viaje, Blas Pablo Reko, quien resultó ser austríaco de nacimiento y chapurraba el inglés. Al hablarle a una mujer zapoteca algo mayor, quiso indagar por su edad.
+—¿Cuántos anos tiene? —le preguntó sin darse cuenta de que no había pronunciado bien la «ñ» y de que ella se ponía pálida.
+—Solamente uno, señor —le dijo, recobrando la compostura.
+Se desenvolvía mucho mejor en alemán, al menos hasta que la conversación tomó un giro inesperado. El doctor Reko era un sesentón agradable, aunque algo extraño y excéntrico, apasionado por la antropología y la botánica. De médico joven había trabajado en los campos mineros y en los ferrocarriles que habían comunicado el sur de Oaxaca y el estado vecino de Chiapas. Trabajador de campo infatigable, exploró después a pie o a caballo buena parte del sur de México, para regresar a la capital con teorías extravagantes sobre la astronomía, la lingüística, la religión y la raza indígenas cumplidamente publicadas en El México antiguo, un pequeño diario de la comunidad alemana de Ciudad de México. Llenas como lo estaban de su peculiar ideología, eran pocas sus ideas tomadas en serio por los etnólogos mesoamericanos. Sin embargo, su etnobotánica era notablemente sólida.
+Ya en 1919, cuatro años antes de que escribiera a la Smithsonian, Reko había dicho en un artículo sobre los nombres aztecas de las plantas que el «nanacate era un hongo negro que tiene un efecto narcótico». No fue sino en 1936 cuando obtuvo pruebas reales del hongo, pero las muestras que envió a Harvard estaban en tan mal estado que eran irreconocibles. Procedían, le confió a Schultes a medida que el tren avanzaba a trancos hacia el sur, de Robert J. Weitlaner, un antropólogo que había trabajado con los mazatecas en el pueblo de Huautla de Jiménez. En la semana de pascua de 1936, mientras se dedicaba al estudio del calendario mazateca, Weitlaner se había convertido en el primer extraño en cuatrocientos años en ver el teonanacatl. Su informante había sido un tendero llamado José Dorantes, un comerciante mazateca que vivía en Huautla y sostenía haber visto los hongos empleados en ritos adivinatorios.
+Esta información fue una asombrosa revelación para Schultes, que casi compensó la larga diatriba que tuvo que soportar durante el viaje. Corría el mes de julio de 1938, sólo tres meses antes de la invasión nazi a Austria y algo más de un año antes del estallido de la guerra en Polonia. México estaba lleno de simpatizantes de Alemania y Reko, descubrió Schultes consternado, era uno de ellos. En el tren que brincaba y traqueteaba por el lecho seco del río Salado, este ciudadano mexicano de sangre eslava y austríaco de nacimiento se ufanó de su pureza racial y habló con confianza sobre la inminente conquista del mundo por los alemanes. Cuando Schultes se permitió no estar de acuerdo y sugirió que tan pronto Alemania atacara a la Gran Bretaña, Hitler sería destruido, Reko quedó horrorizado.
+—Schultes es un buen apellido alemán —le dijo—. Usted debe de ser judío.
+—Unitario.
+—Con sangre judía —decretó Reko. Schultes sugirió que limitaran la conversación a asuntos botánicos, y fue así como en un mundo al borde del precipicio, con la locura como telón de fondo de la época, Schultes se halló internándose en las montañas de Oaxaca en busca del perdido teonanacatl acompañado de un fervoroso nazi.
+*
+En 1938, mucho antes de que las carreteras hendieran los bosques pluviales de Chinantla al este y de que las represas inundaran enormes valles al norte, cuando aún no habían llegado los miles de viajeros itinerantes que inundaron los mercados de Huautla y de Ixtlán, existía una mística que se apoderaba de todos los estudiosos que acudían a los remotos e inaccesibles valles del nordeste de Oaxaca. En el mapa el territorio no era muy grande, unos ciento sesenta kilómetros o algo más de longitud y la mitad de anchura. Pero en ese denso espacio, recorrer treinta kilómetros podía llevarle a uno cuatro días. Había naciones indígenas enteras comprimidas en territorios asombrosamente pequeños. La tierra de los mazatecas comprendía tal vez mil doscientos ochenta kilómetros cuadrados; los chinantecos y los mixes, los cuicatecas y los popolocas poseían aún menos. Se trataba de una región bastante desconocida. De los cincuenta y cinco mil mazatecas, el ochenta por ciento no hablaba el español. Más del setenta por ciento de los chinantecas seguía hablando sólo su lengua. La proporción era mayor entre los mixes, un pueblo que nunca fue conquistado por los aztecas ni por los españoles. Había tribus como los misteriosos guatinicamames, mencionados en documentos de la Colonia pero no vistos desde entonces, y que seguían viviendo, según algunos, en los bosques pluviales de Chinantla. Sólo unos pocos años antes, un antropólogo había descubierto de nuevo a los ocuiltecos, un grupo indígena que desde hacía siglos se tenía por extinguido, viviendo a menos de noventa kilómetros de Ciudad de México. En la remota Oaxaca todo parecía posible.
+La topografía propiciaba una extraordinaria diversidad de paisajes y hábitats. Al este, los bosques de tierra baja del llano costero se extendían como una inmensa ola que llegaba hasta las faldas de la Sierra Madre. Allí, el tórrido aire del Caribe se condensa en abultadas y muelles nubes que empapan las montañas. Las lluvias de invierno duran hasta que empiezan las del verano, pasan meses sin que se muestre el sol, y no hay estación seca. Unos dieciséis kilómetros al oeste, los bosques pluviales con su mágica vegetación, sus colgantes epifitos y cascadas de orquídeas, sus bromeliáceas y aráceas ceden abruptamente ante zonas secas y bosques de sauces y por lo menos una docena de especies de roble. Las cumbres de las montañas más altas son eminencias rocosas, desnudas salvo por los pinos grises y una que otra ave de rapiña en lo alto. Las transiciones son abruptas y dramáticas. Las montañas se elevan hasta más de tres mil metros, los valles caen casi hasta el nivel del mar, y el interior se quiebra en profundas barrancas que terminan por fundirse con el desierto del valle de Oaxaca.
+Antes de la llegada de los españoles, a estas montañas las llamaban la Tierra del Ciervo. Los mazatecas adoraban a los animales como a dioses; la caza estaba prohibida, así que miles de mansos ciervos vagaban por doquier. Después de que llegaron los españoles, los chamanes robaban sus almas y las escondían dentro de los ciervos, garantizando así que al ser muertos los animales, se condenaran las almas de sus cazadores. Como secuela inmediata de la Conquista se propagaron las misiones, ante todo las de dominicos, que no tardaron en abandonarlas, y para principios del siglo XX las creencias indígenas y cristianas habían encontrado un cierto equilibrio. Aunque todas las aldeas tenían sus iglesias, de techos de paja puntiagudos, paredes de adobe y bellas fachadas barrocas encaladas, amarillentas por el tiempo y la lluvia, y campanas de hierro colgando también de cobertizos de paja, los sacerdotes eran pocos y dispersos. Las ideas antiguas sobrevivían intactas en forma notable. Los cantores indígenas entonaban la liturgia de los santos, pero también pronunciaban en voz baja los nombres de enanos malignos con caras infantiles y enjutos cuerpos que se robaban las almas de los vivos. Ofrecían inmolaciones a los guardianes de las rocas y los ríos, las montañas, las estrellas, el sol y la luna. En los mercados las viejas vendían atados curativos hechos con huevos para la fuerza, el cacao para la salud y la resina de copal para el espíritu. Con plumas brillantes y en cortezas del llamado árbol del papel registraban los mensajes de los dioses, como desde tiempos de los aztecas.
+El lenguaje es el filtro mediante el cual el alma de un pueblo llega al mundo material, y para los mazatecas, en particular, la comunicación no se limitaba a la palabra hablada. Su lengua tenía cuatro tonos diferentes. Cada conversación tenía su propia clave, determinada por quien la empezara. En momentos solemnes las palabras se rompían en sílabas sin sentido, las canciones se volvían salmodias, los sonidos resonaban en oraciones bajas y canturreantes que podían seguir horas enteras. En ocasiones menos propicias, los mazatecas hablaban con silbidos. Estos no eran sólo sonidos con significados por lo general reconocidos; comprendían todo un léxico, algo así como un vocabulario basado en los vientos.
+Cualquier mazateca podía dar interpretaciones precisas y literales del habla silbada. Mensajes detallados, conversaciones prolongadas y pedidos urgentes y concretos podían expresarse simplemente silbando. Era posible, por ejemplo, que dos hombres se encontraran en una trocha, hablaran sobre el tiempo, discutieran sobre el valor de un objeto, arreglaran el precio y siguieran su camino sin haber intercambiado una sola palabra. Viajeros separados por medio kilómetro o cultivadores en lados opuestos de un valle se podían comunicar a distancias que apagaban cualquier voz normal. El secreto estaba en duplicar las características tonales y rítmicas del lenguaje hablado, pero en una forma que pocos extraños, por bien que hablaran el mazateca, podían comprender.
+*
+Schultes y Reko se bajaron del tren en un pueblito llamado Teotitlán del Camino, donde se quedaron el tiempo que les llevó comprar cuatro mulas y encontrar un herrero que las herrara, para luego iniciar el largo ascenso hasta las tierras de los mazatecas. La pedregosa trocha subía por un terreno quebrado y desértico poblado por débiles acacias y cactos, que cedía lentamente a medida que el aire se enfriaba y aparecían tenues nubes. En la aldea azteca de San Bernardino una bella mujer de pelo muy negro y brillado con aceite les dio tortillas y una bebida espumosa hecha con raíces y cacao. Pasando la aldea, el camino se hacía más angosto y ascendía gradualmente hasta una cumbre alta que separa dos valles profundos. Siguió un largo descenso, el paso de un río y otra pesada subida hasta que, finalmente, la trocha fue a dar a un paisaje sinuoso y elevado, dominado cada vez más por exuberantes campos de maíz verde. De la niebla emergían pequeños grupos de casas de adobe con largos alares de paja en cada vertiente del tejado.
+—Estas son de los mazatecas —dijo Reko al ver una hilera de hombres que cavaban con palos en un campo—. Siembran un poco, incluso ahora en medio de la estación lluviosa, pero la mayor parte de lo que se puede ver fue sembrado en abril. Lo llaman hno-htsee, maíz de la lluvia. Pero prefieren el maíz sembrado en octubre, al comienzo de la estación seca. Es el maíz del sol, el hno-ndwa. Encontrará que esta planta es mucho lo que enseña sobre los mazatecas.
+Schultes tiró de las riendas de su mula y dejó que Reko se adelantara. Ya sin moverse, se dio cuenta de que había actividad y color en torno suyo. El rojo brillante y el blanco de los huipiles de las mujeres, con sus bordados y cintas, la tela blanca y los sombreros de paja de los hombres, las flores que adornaban todas las fachadas y hasta la misma tierra roja se combinaban para darle al paisaje una riqueza y una profundidad que jamás había visto. Luego, al tapar una nube el sol, cambió el tono de los campos; el maíz se tornó azul verdoso y el cielo adquirió un color de estampa japonesa. En la extrañeza de la luz, tuvo la sensación de estar en una nueva tierra.
+Schultes y Reko llegaron a Huautla de Jiménez, la capital de los mazatecas, diez horas después de partir. Era un pequeño pueblo desparramado en la falda de una montaña, solitario y aislado del mundo. Las calles de tierra parecían más lechos secos de quebradas que calles, y caían entre los techos de paja y las paredes de adobe hasta dar a una plaza empedrada, que dominaba en un costado el campanario de una iglesia grande con techo de lata. Llegaron en el momento en que el sol se ponía y la atmósfera estaba húmeda y fría. La gente los saludaba en tonos ahogados casi inaudibles, haciéndose a un lado para dar paso a las mulas. Los mazatecas eran de baja estatura, sobre todo las mujeres, que caminaban descalzas con rápidos pasitos y asiendo firmemente las puntas de los pañolones en los que llevaban los hijos a la espalda.
+En una pequeña cantina en una esquina de la plaza, Reko le preguntó a una mujer vieja dónde quedaba la tienda de José Dorantes, el comerciante que habían ido a buscar. Ella hizo un ademán con la mano que podía querer decir cualquier cosa y dijo: «Por allá». Reko, al darse vuelta, chocó con un mazateca regordete, todo sonrisas y apestando a mezcal.
+—Un poco de fiebre, señor —le explicó el indio.
+—Borracho y sucio —exclamó Reko disgustado, sacudiéndose con las manos las solapas de la chaqueta.
+—No, no, señor. Solamente una fiebre de Dios.
+Schultes observó al hombre alejarse dando tumbos; a través de sus harapos podía ver su espalda morena y lisa y los músculos de sus piernas.
+*
+El señor Dorantes era dueño de una tienda grande donde vendía artículos de primera necesidad para los mazatecas. Quedaba en una parte del pueblo que tenía luz eléctrica, una hilera de tiendas de madera con techo de lata que daban a la calle principal. Cavada en la falda de la montaña, era la única calle empedrada y plana del pueblo. Cada noche, entre las seis y las diez, cuando tenía luz, se reunía un grupo de niños que perseguían al señor Dorantes al ir y venir frente a su estimada propiedad en una bicicleta roja, que le habían llevado por la trocha desde Teotitlán. Era la única bicicleta en Huautla y fuente de inagotable fascinación y misterio para los pobladores. El resto de la vida de Dorantes no era nada fuera de lo común. Durante tres días de la semana revisaba sus existencias de hilo y cintas, cigarrillos, sulfato de magnesia, aspirina, aceite de ricino, pescado en lata, fósforos y macarrones; y luego preparaba sus pedidos, que se iban por la noche con la recua de mulas a Teotitlán. Los martes, jueves y sábados, cuando volvían las mulas y los asnos y se agolpaban frente a su tienda, pasaba el tiempo verificando los pedidos, asegurándose de que nada faltara. El tema favorito de los parroquianos de su tienda eran los ladrones y bandidos de las montañas que quedaban más allá de la tierra de los mazatecas.
+Como a la mayor parte de la gente importante del pueblo, la «gente de razón» o «los civilizados», a Dorantes le complacía la compañía de los extranjeros. Hablaba español y había sido educado en la escuela local. Cuando en uno de sus paseos nocturnos en bicicleta se encontró con dos cansados botánicos y una inesperada recua de mulas cargadas con extraño equipo, les dio una cálida bienvenida a los visitantes y los invitó a quedarse en el cuarto del segundo piso de su tienda. Después de cerrarla y de que todo el mundo se había ido, esa misma noche, Dorantes escuchó a Reko y a Schultes resumiendo su plan de trabajo.
+Tal vez animado por el previo contacto de Reko con Robert Weitlaner, el antropólogo que anteriormente había trabajado con los mazatecas, Dorantes se mostró desde el principio muy abierto respecto al empleo que los mazatecas le daban al teonanacatl. Confirmó, por ejemplo, que había presenciado la adoración de los hongos. Había asistido a ceremonias nocturnas, visto cómo los curanderos los limpiaban con incienso de copal y de humo y escuchado a esos notables terapeutas invocando con oraciones el poder de los hongos. Al parecer, él no los había probado, pero sabía exactamente por qué los usaban los mazatecas.
+—Somos un pueblo pobre —explicó—, y no tenemos médicos o medicina. Por eso Jesús nos dio los hongos. Porque no podía quedarse aquí para siempre.
+—¿Y nosotros podemos encontrar esos hongos? —le preguntó Schultes.
+—¡Cómo no! Pues, claro. Crecen donde esté viva la tierra. En todos los campos, en los mejores campos. Yo los he visto muchas veces —y contó que cuando Jesús caminaba, los hongos nacían en sus huellas y dondequiera su sangre o su saliva tocaban la tierra.
+—Así que Jesús y los hongos…
+—No soy yo quien lo dice —lo interrumpió Dorantes.
+—¿Podemos conocer a esos curanderos?
+—Podemos tratar.
+—¿Y asistir a una ceremonia?
+—Tal vez.
+—¿Cuándo?
+Dorantes hizo caso omiso de la pregunta de Reko y guio a Schultes a una casa a tres puertas de la tienda.
+—Ahí hay una mujer —le dijo—, una americana. Tal vez ella sabe.
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+Al contrario de tantos misioneros con su inquietante celo, Eunice Pike parecía en paz consigo misma y con el sitio que ocupaba en las vidas de sus vecinos mazatecas. De modales sencillos, vivía en una casa de adobe y techo de paja, con el piso de tierra y una sola ventana. Comía maíz y fríjoles, tomaba agua del único tubo que surtía el pueblo y, cuando era necesario, lavaba ella misma la ropa con el rocío recogido de las hojas. Vestía sencillamente, pero era alta y de impresionante belleza, de pelo largo y oscuro que recogía en un moño en la nuca. Hija de un médico rural de Connecticut, tenía veinticuatro años y llevaba dos viviendo en Huautla, con la intención de quedarse lo que fuera necesario para aprender la lengua de los mazatecas. Se proponía traducir el Nuevo Testamento, tarea a la que dedicaba todo su tiempo y energía. No le interesaba comprar conversos con ollas de aluminio y chucherías modernas. Era lo bastante honesta para comprender que la mayor parte de las conversiones resultaban superficiales y efímeras, no tanto transformaciones espirituales como triunfos de la conveniencia.
+—Una vez traté de explicarle el cielo a una joven —dijo mientras le servía una taza de té a Schultes—. Le conté que era un lugar bello, donde no había lágrimas ni sufrimientos. Me preguntó si yo había estado allá. Le expliqué que sólo los muertos conocen el cielo. Luego me miró con una cara de lo más triste. Dijo que sentía pena por mí, y se fue casi llorando.
+—Qué extraño —dijo Schultes.
+—Sólo después me di cuenta de que la mayor parte de los mazatecas sostienen que han estado en realidad en el cielo.
+—¿Con los hongos?
+—Sí. Creen que Jesús les habla por medio de los hongos, que sus visiones son mensajes de Dios. ¿Cómo los llamó?
+—Teonanacatl —dijo Schultes—. Algunos creen que quiere decir «carne de los dioses».
+—En mazateca los hongos tienen varios nombres. Uno significa más o menos «el pequeño sagrado».
+—¿Los ha visto usted?
+—No.
+—Y sobre los efectos, ¿qué dice la gente?
+Lo miró fijo y, por un momento, no dijo nada. Luego, con un suspiro de resignación, contestó:
+—Hay cosas que sabemos y que no podemos comprender. El cristianismo es un tenue barniz en la vida de esta gente. Los he oído cantando en la noche. Siempre empiezan con el padre nuestro. La conductora dice que tiene el corazón de Cristo y es hija de la Virgen María. Pero al momento siguiente dice que es hija de la luna y las estrellas, o mujer serpiente, o mujer pájaro, cualquier cosa.
+—¿No la molesta eso?
+—Sí, claro —respondió—. Pero también no. Cuando acababa de llegar aquí me quejé a un viejo del empleo de los hongos. ¿Sabe lo que me dijo?
+—No —sonrió Schultes.
+—Me dijo: «¿Pero qué más puedo hacer? Tengo que conocer la voluntad de Dios y no sé leer».
+Ambos rieron.
+—¿Así que cómo le lleva uno el mensaje de Dios a un pueblo que parece tener algo mucho más espectacular e inmediato que cualquier cosa que podamos ofrecerle?
+—Difícilmente, sospecho. ¿Y qué dicen los curas?
+—Para los católicos es incluso peor. Bastante difícil es traducir el significado de la Última Cena, ¡pero es peor el de la eucaristía! Comparados con los hongos, el pan y el vino deben de parecer más bien insípidos.
+Schultes rió una vez más. Qué mujer tan extraordinaria, pensó: una misionera que podía reírse, que podía amar a Dios sin odiar a la gente.
+—Una vez estaba esperando un avión y empecé a cantar un himno. Uno que ningún mazateca se sabía. Lo acababa de traducir. Dos de las mujeres dijeron: «¿No es bellísimo? ¡Qué hermoso! Es justo como el hongo». Yo les dije, en una forma más bien piadosa, que no era como el hongo, que Dios y Jesús eran diferentes. Pero no me escucharon. ¿A que no se imagina qué dijeron?
+—No —dijo Schultes, dispuesto a oír cualquier cosa.
+—Dijeron: «Lo que queremos decir es que fue muy amable del hongo haberle enseñado esa canción».
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+Durante el resto de julio y principios de agosto, Schultes y Reko prosiguieron sus estudios en Huautla y sus alrededores y en el vecino pueblo de San Antonio Eloxochitlán. Dondequiera iban oían vagos rumores sobre el culto del hongo, pero en ningún momento vieron el teonanacatl o encontraron un curandero dispuesto a describirles el rito. Parte del problema era la lengua. Schultes todavía tenía dificultades con el español, y ni él ni Reko hablaban el mazateca pasablemente. Los mazatecas mismos eran reticentes. Fue así como se encontró llenando sus cuadernos en inglés, con información obtenida de informantes más bien reacios, y filtrada por medio no de una lengua sino de dos, que ni él ni sus informantes dominaban. Para empeorar las cosas, dependía completamente de Reko para la parte de la cadena que pasaba por el mazateca, el español y el alemán.
+No hubiera sido honesto de su parte recurrir a Eunice Pike. Los asuntos mismos que le interesaban implicaban posibilidades que ella no podía reconocer, privada o públicamente. Tenía la sensación de que la misionera había llegado a un cierto equilibrio en relación con los mazatecas, basado en parte en su discreto respeto hacia esas mismas prácticas religiosas que ella había aprendido a aborrecer. No aprobaba lo que hacían, pero su reverencia hacia todas las cosas sagradas evitaba que los condenara. Ella misma no podía participar en el culto del hongo, pero tampoco estaba dispuesta o era capaz de revelar la tradición al mundo exterior. De modo que Schultes se sintió satisfecho por el momento siguiendo sus exploraciones botánicas en las colinas en torno a Huautla, y concentrándose más en las plantas que en la gente.
+Mientras Schultes herborizaba en las colinas y buscaba especímenes del hongo, un grupo diferente de exploradores se enfrentaba al misterio desde un ángulo diferente. El mismo mes en que Schultes y Reko viajaron a Huautla, había llegado un equipo de antropólogos dirigido por un inglés alto y corpulento llamado Bernard Bevan, de quien se decía, según supo Schultes después, que era miembro del servicio secreto británico. Acompañaban a Bevan, Louise Lacaud, Jean Bassett Johnson, un joven estudiante de antropología de Berkeley, e Irmgard Weitlaner, la novia de Johnson e hija de Robert Weitlaner, el hombre que dos años antes había obtenido las primeras muestras del hongo, los especímenes que Reko le había enviado a Schultes a Harvard.
+En la noche del sábado 16 de julio de 1938, gracias a contactos dados nada menos que por José Dorantes, los integrantes de ese pequeño grupo fueron los primeros extranjeros en asistir a una vigilia durante la que se ingirió el teonanacatl. Fue una ceremonia de curación celebrada en la casa de un viejo curandero que hablaba español. Johnson describió después la experiencia en un trabajo sobre la brujería de los mazatecas publicado en una revista de antropología sueca. El curandero empezó por ocupar su sitio frente a una mesa baja en la que había una gran pluma azul y roja, una vela, un paquete envuelto en papel rojo, un trozo cuadrado de corteza negra, un fardo de copal, cuarenta y ocho granos de maíz y una canasta mixteca con seis huevos. En un pequeño estante, contiguo a la mesa, había otra vela y, a su lado, los hongos envueltos en hojas frescas de plátano.
+El curandero se comió tres, masticándolos lentamente e invocando entretanto a los santos y a la Santísima Trinidad. Luego ordenó a los parientes del paciente que pusieran copal en un pebetero de incienso. Añadió polvo de copal, que se consumió al instante despidiendo una tenue columna de humo que flotó a nivel de los ojos y se desvaneció lentamente en el cuarto. Haciendo la señal de la cruz e invocando al espíritu del paciente, pidió que le informaran sobre las circunstancias de su nacimiento, la posición de las estrellas y el sitio donde habían enterrado el cordón umbilical. Luego pronunció una intrincada liturgia que invocaba tanto a los santos como a los dueños de las rocas y los ríos, las montañas, el trueno, la tierra, las estrellas, las plantas, el sol y la luna. Siguió una oración de súplica, una comunicación directa con Dios que daba poderes al curandero para el decisivo acto de adivinación. Con una invocación final a la Santísima Trinidad, tomó los granos de maíz y los regó en la mesa. En su configuración estaba el futuro, y cada vez que los echaba le sobrevenían nuevas visiones que, juntas, formaban la prognosis. El destino del paciente ascendía y se desplomaba con cada nuevo lanzamiento, hasta que al echarlos por séptima y última vez anunció que el paciente viviría. En un postrer acto de curación les dijo a los parientes que iba a hacer seis pequeños paquetes con los poderosos objetos en la mesa —copal, cacao, huevos, plumas, papel de corteza—, que debían enterrar en dirección este oeste en el patio de la casa del paciente. La ceremonia terminó a las dos de la mañana. Sólo el curandero había comido hongos.
+Una semana después, cuando Schultes se encontró con el grupo de Bevan en Huautla, Johnson le confió el descubrimiento. Los hongos, explicó, eran a las claras el medio de transformación que daba legitimidad al rito de adivinación. Todas las oraciones, los cantos y cada gesto ritual eran la voz de los hongos que hablaban por medio del cuerpo del curandero. Pero había sido difícil determinar qué efecto habían tenido en el anciano. No parecía ebrio. Sus movimientos habían sido lentos y metódicos, tan deliberados como los de un sacerdote al dar la comunión. Además, no se había comido sino tres hongos. Comerse tantos como seis era, según el curandero, correr el riesgo de enloquecer y de causar sin duda el fallecimiento del paciente. Finalmente, Johnson le dijo a Schultes que se podían usar por lo menos tres clases diferentes de hongos. A unos les decían en español «los honguitos de san Isidro». Los otros dos eran mucho más pequeños. Uno se llamaba tsamikindi; el otro tsamikishu, el hongo del derrumbe.
+*
+Diez días después de que Johnson y sus compañeros asistieran a la ceremonia, una tremenda tempestad azotó a Huautla. El pueblo amaneció lavado. Soplaba una brisa fría del este, llevando los ruidos del mercado hasta la pequeña ventana de Schultes en el desván de la tienda de Dorantes. Al despertar en la hamaca alcanzó a oír voces bajas, un sonido no muy diferente al frote de las hojas de una palmera con el viento. Las nubes giraban en el cielo y más allá del campanario de la iglesia, muy alto contra la falda de la montaña, alcanzó a ver una especie de halcón que se elevaba con las alas ladeadas contra el viento. Al otro lado de la calle, en el patio de una casita, la hermana de un niño, de rodillas, vertía un baldado de agua sobre su pelo negro reluciente. Qué extraño, pensó: lo mucho que los indios nos han enseñado, y lo poco que les hemos dado en pago. No pensaba en el maíz, las papas, los tomates, el chocolate, las piñas, la tapioca, la papaya y una cantidad innumerable de alimentos, o en las drogas que habían cambiado su mundo: la cocaína, la quinina, la aspirina. Pensaba en su visión misma de la vida, algo que sólo estaba empezando a captar en ese entonces.
+Bajó a la tienda por las escaleras de madera, pasó al lado de los machetes y ollas colgados y de los mostradores llenos de rollos de tela, y por una puerta estrecha llegó al pequeño patio donde había instalado su secador de plantas. La atmósfera tenía el aroma de las mañanas de Oaxaca, de rosas y claveles, del humo resinoso de los fogones de las cocinas, del café recién hecho, y el leve olor de hojas mezcladas con polvo y excrementos de animales, de orines y sudor, y de la tierra misma, todavía húmeda por la lluvia de la noche. Se lavó en un pequeño platón, hizo sus necesidades en un rincón del patio y se dedicó a sus especímenes.
+El secador era un sencillo aparato portátil, de cuatro patas separables que sostenían una superficie de metal que tenía a un lado, horizontalmente, la prensa de plantas. Unas faldas de lona en torno a la base dirigían el calor de la pequeña lámpara de petróleo hacia los especímenes, separados en la prensa por láminas de aluminio acanalado. Dependiendo de la especie, el secado de una planta llevaba entre doce y veinticuatro horas. En las noches de lluvia cubría el secador con un pedazo de lona impermeable, que retiró en ese momento. Palpó la lámina divisoria superior, apretó las correas que mantenían unida la prensa y se agachó para prender la lámpara. Había querido mantenerla prendida por las noches, pero había un gran riesgo de incendio a causa de los cerdos y los pollos.
+Tal vez sólo un botánico podía percibir el tranquilo placer que sentía al trabajar con sus muestras. Entre las hojas de papel periódico había un lirio silvestre cuyo bulbo se asaba y comía desde tiempos de los aztecas; una orquídea que los mazatecas secaban y molían para restañar la sangre de las heridas; un árbol que daba papel de corteza, usado por los curanderos para envolver los objetos de poder de sus ritos. Había por lo menos dos especies nuevas para la ciencia: una orquídea pequeña del tamaño de un dólar de plata, y la inflorescencia de un árbol cuyos parientes se extienden hacia el sur, por los bosques pluviales de la baja América Central, hasta más allá del Amazonas. Tenía en las manos los especímenes secos de una enredadera y de un arbusto pequeño, ambos usados por los mazatecas para curar las mordeduras de serpiente. Sobre una de las especies no había información hasta ese momento. Las otras estaban en uso desde hacía por lo menos seiscientos años y figuraban entre las plantas medicinales que anunció Hernández en su informe al rey de España. Esta sencilla colección etnobotánica lo unió de inmediato al pasado, a lo desconocido, y a una cultura viviente que había sobrevivido en no poca medida gracias a su habilidad para comprender precisamente esas plantas que había ido a buscar.
+—¡Doctor, doctor!
+Volvió a la tienda y vio que Dorantes iba hacia él. Lo acompañaba un mazateca flaco de edad madura, con la ropa raída y una cara con las órbitas hundidas que era puros huesos. Dorantes estaba vestido como siempre: pantalones caqui bien planchados y camisa blanca de algodón.
+—¡Doctor, por fin, por fin! —repitió Dorantes. Arrastraba los pies en forma extraña y se frotaba las manos todo el tiempo.
+—Buenos días —saludó Schultes.
+—Buenos días, buenos días.
+—¿Qué pasa?
+—¿El doctor Reko dónde está?
+—No sé. Tal vez esté en el mercado. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
+—Nada, nada. Da lo mismo. Se va a sorprender.
+Dorantes se dio vuelta y le dijo algo al mazateca. Este metió la mano en un canastico que llevaba y con mucho cuidado sacó un paquete envuelto en papel periódico. Schultes notó que el papel procedía de sus existencias. Arrugó la frente mirando a Dorantes, que alzó las manos y se encogió de hombros. El mazateca desenvolvió lentamente el paquete. Había una docena de hongos frescos.
+—Los santos niños —dijo Dorantes—, los pequeños que brotan.
+Schultes tomó el paquete con las dos manos. Bastó un momento para que quedara abstraído en las muestras. Con un dedo separó los hongos cuidadosamente. Había dos, no, tres clases diferentes. Reconoció de inmediato al más fresco, por lo menos el género. Era de la especie Panaeolus, un hongo pequeño de tallo delgado y sombrero piloso. Se parecía a los hongos Panaeolus en el prado de su mamá, en la casa de Nueva Inglaterra. Los otros dos no estaban en tan buenas condiciones. Uno era bastante grande, de tono cobrizo y banda circular oscura en el tallo; tenía manchas púrpura oscuras donde había sido estropeado. La tercera especie tenía un tallo blancuzco, el sombrero ocre y la membrana morada. Levantó la vista.
+—Gracias —dijo—. Ha sido usted muy amable.
+El mazateca asintió. Schultes se dirigió a Dorantes.
+—¿Le puede hacer una pregunta?
+—Naturalmente.
+—Pregúntele si estos son los hongos que emplean.
+Dorantes habló con el mazateca y luego miró a Schultes.
+—Dice que no sabe.
+—¿Cuántos se ha comido él?
+Dorantes acudió de nuevo al mazateca, que no dijo nada.
+—Se comen doce o quince —dijo—. Algunos se comen hasta sesenta, pero se vuelven locos.
+—¿Qué ven? —preguntó Schultes. Dorantes dijo algo y el mazateca respondió.
+—Colores, dice.
+Schultes se metió la mano al bolsillo y sacó un pequeño fajo de billetes, que le dio al mazateca.
+—Que Dios se lo pague —dijo el indio, en perfecto español.
+Schultes cogió los hongos, los colocó sobre la prensa y separó las especies con cuidado. En su cuaderno anotó la fecha, descripción y número de colección de los especímenes. Era el 27 de julio de 1938 y el número Schultes y Reko 231, la primera colección botánica del teonanacatl, la «carne de los dioses». Luego, en la tarde, quince días antes de su proyectado regreso a Boston, vagó por los campos húmedos en las afueras de Huautla. Para su asombro descubrió por todas partes un hongo que no había visto en un mes. Recogió más de una docena de especímenes, preservados hasta hoy en el Herbario Farlow de Harvard.
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+El 21 de febrero de 1939, Schultes dio a conocer su descubrimiento en los Bocanical Museum Leaflets, una publicación iniciada siete años antes por Oakes Ames e impresa privadamente en la imprenta manual del sótano del museo, situado en la calle Oxford de Cambridge. Sobra decir que en un mundo donde estaba a punto de estallar la guerra, un ensayo titulado Plantae Mexicanae II: The Identification of Teonanacatl, a Narcotic Basidiomycete of the Aztecs no tuvo mayor circulación. Sin embargo, fue un adelanto científico importante. Con la ayuda del micólogo de Harvard David Linder, Schultes había identificado positivamente al teonanacatl como el Panaeolus campanulatus var. sphinctrinus. Al haber obtenido una muestra apropiada para ser clasificada con exactitud botánica, Schultes había destilado los informes etnográficos y los rumores y los había convertido en un hecho científico. Había ofrecido las primeras evidencias irrefutables de un hongo psicoactivo empleado por los indios. No sólo había resuelto la controversia iniciada por Safford, y en cierto sentido reivindicado a los primeros botánicos españoles, sino que había sentado las bases para investigaciones adicionales. Con la adecuada identificación botánica, podía empezar el trabajo fitoquímico y dar pasos hacia el aislamiento de los elementos activos causantes de los extraños efectos de los hongos. Pero quizá fue más importante el hecho de que, al sugerir el término genérico teonanacatl, cubría un grupo de diferentes especies de hongos psicoactivos y abría la puerta para futuras exploraciones. Pasarían muchos años, mas otros, finalmente, lo seguirían.
+Aunque todo eso vendría después. Por el momento, animado por su éxito con el teonanacatl y gracias al apoyo de Oakes Ames, decidió dedicarse al ololiuqui, la enredadera de la serpiente, el segundo de los misteriosos y desaparecidos alucinógenos de los aztecas. En el otoño de 1938 empezó una vez más a rebuscar en las crónicas españolas, y para su asombro descubrió que los aztecas tenían mayor respeto por esta planta que por el teonanacatl. «Es hecho notable», escribió Hernando Ruiz de Alarcón en 1629, «la mucha fe que ponen los nativos en esta semilla… La consultan como a un oráculo para saber… cosas que no están al alcance de la mente humana… Es tal su veneración por el ololiuqui que hacen cuanto hay en su poder para que la planta no llame la atención de las autoridades eclesiásticas». En el infame libro de Jacinto de la Serna sobre las idolatrías mexicanas, leyó Schultes que los indios «adoraban esas plantas como si fueran divinas… Colocan ofrendas de ellas al pie de los ídolos de sus antepasados». Cuando los arrestaban o los interrogaban, anotaba el autor, los aztecas negaban saber del ololiuqui, no por temor a las leyes españolas sino por reverencia hacia la planta misma.
+Una extraordinaria descripción del empleo de esta planta sagrada procede de los ires y venires de fray Francisco Clavijero. «Los sacerdotes aztecas», cuenta, «iban a las cimas de las montañas o a oscuras cavernas para hacer sus sacrificios. Tomaban buena cantidad de insectos ponzoñosos, los quemaban en un hornillo en el templo y trituraban las cenizas en un mortero, junto con pies del ocotl, tabaco, la hierba ololiuqui y algunos insectos vivos… Ofrecen a sus dioses esta diabólica mixtura en pequeñas vasijas, y después se frotan los cuerpos con ella. Así preparados, se tornan intrépidos ante cualquier peligro… Lo llaman teopatli, el divino medicamento». El lugar que ocupaba el ololiuqui en las vidas de los aztecas, tal vez se encuentre mejor compendiado en una frase reticente que Schultes encontró en un documento publicado por el sacerdote español Bartolomeo de Alua en 1634. Al responder a las preguntas hechas a él en una confesión, un anónimo penitente indígena se expresó con mucha sencillez: «He creído en los sueños, en las hierbas mágicas, en el peyote, en el ololiuqui, y en la lechuza».
+Al recorrer con minucia las tempranas crónicas, Schultes no se mostró sorprendido al encontrar descripciones botánicas precisas y detalladas de la planta. Era algo que ya esperaba, por cierto, de Sahagún y de Hernández, sus fuentes más confiables. Una edición de Hernández de 1651 incluía una lámina cuidadosamente dibujada y una inscripción latina que en su redacción parece perfectamente moderna: «El ololiuqui, que algunos llaman coaxihuitl o planta de la serpiente, es una enredadera de hojas acorazonadas finas y verdes, tallos fuertes, delgados y verdes y largas flores blancas. La semilla es redonda y muy parecida a la del cilantro». La recibían oralmente, «cuando los sacerdotes deseaban comunicarse con sus dioses. Se les aparecían mil visiones y alucinaciones satánicas». En una edición de Sahagún de 1905, Schultes encontró una ilustración aún más notable que mostraba muy claramente que el ololiuqui tenía, en efecto, las hojas acorazonadas, una raíz bulbosa y una disposición trepadora. Que este desconocido alucinógeno azteca tenía que ser enredadera lo confirmaban los escritos de Alarcón, que la describió como «una clase de semilla parecida a la lenteja producida por una especie de hiedra de estas tierras».
+Ya en 1854 los botánicos, basados en las descripciones y en las ilustraciones españolas, habían sugerido que el ololiuqui era una planta de la familia de los dondiegos. En 1897 el botánico mexicano Manuel Urbina la identificó como Ipomonea sidaefolia, planta conocida hoy como Turbina corymbosa. Así hubieran quedado las cosas de no haber sido de nuevo por William Safford, del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, quien sugirió esta vez no sólo que los cronistas españoles eran pésimos botánicos sino también los mexicanos contemporáneos, entre ellos Urbina. El ololiuqui, según él, no podía ser un dondiego porque hasta esa fecha no había indicios de que alguna planta de esa familia tuviera efectos narcóticos o tóxicos. Los indios, con la intención de esconder la verdadera identidad de su planta sagrada, habían engañado tanto a Urbina como a los primeros españoles. La planta era, dictaminó Safford, la Datura meteloides, un alucinógeno muy tóxico y bastante conocido perteneciente a un grupo botánico sobre el cual —tal vez no del todo por coincidencia— existían monografías. Al sostener su argumento, Safford recalcó similitudes superficiales en el tamaño y color de las flores, ambas tubulares y blancas, pasando por alto lo obvio: todas las daturas son arbustos o hierbas erectas, pero todas las descripciones del ololiuqui coincidían en que era una enredadera. Aunque su tesis no tenía mérito alguno, su importancia profesional garantizó que sembrara una inmensa confusión. Como en el caso del teonanacatl, su interpretación triunfó, y la mayor parte de los botánicos y antropólogos aceptó su opinión ciegamente.
+No así Schultes. Tampoco Reko. En la misma carta que Schultes encontró con el espécimen de peyote en la Smithsonian y que lo había puesto sobre aviso respecto a la verdadera identidad del teonanacatl, Reko había escrito que los zapotecas de la Sierra Juárez de Oaxaca empleaban el ololiuqui, que era sin duda una Ipomoea sidaefolia. El ololiuqui tenía que ser entonces un dondiego. En la primavera de 1939, Schultes decidió volver a Oaxaca para comprobarlo, y en la primera semana de abril empezó su segunda expedición, partiendo esta vez desde el este por Tuxtepec, sobre el río Papaloapan, en el estado de Veracruz. Viajó primero a la ciudad de Chiltepec, donde estableció su base, compró mulas y provisiones y contrató un asistente de campo, Guadalupe Martínez-Calderón, un joven chinanteca que permanecería a su lado durante toda la expedición. Con la ayuda y guía de Guadalupe se internó en las montañas siguiendo las rutas comerciales tradicionales que atravesaban los bosques pluviosos de Chinantla y unían la tierra de los chinantecas con la de los zapotecas y mixes en el sur, y con los mazatecas hacia el norte.
+En algunos tramos las trochas eran amplias y bien señaladas y los vados de los ríos fáciles, pero casi siempre eran poco más que vagas sendas que pasaban por espesos matorrales o apenas rasguños en las faldas pendientes de montañas. Las aldeas por las que pasó parecían suspendidas de las nubes y sin ningún contacto con el exterior. En algunas la gente ni siquiera había visto una mula. En otras, cuando se acercaban los niños, los espiaban escondidos tras paredes de guadua o se escabullían en busca de refugio. A veces los acogía un silencio espectral, roto solamente por susurros desde las casas en penumbra, o por manos palmoteando tortillas de maíz o golpeando ropa sobre las piedras de los ríos. Al avanzar encontraron sembrados de café, tabaco, algodón y platanales, pero en ninguna parte el bosque había sido transformado. Cubría toda la tierra, como un suave manto de verdura.
+Era imposible viajar más de unos pocos kilómetros sin encontrar un río o las empinadas orillas de alguna quebrada. En muchos vados los chinantecas habían construido ingeniosos puentes colgantes, algunos de más de treinta metros de largo. Los llamaban «hamacas» y estaban hechos con bejucos cortados de los árboles, dispuestos a lo largo y trenzados para aumentar su resistencia precisamente en la misma forma de los cables de metal de un puente moderno. La superficie para el paso estaba formada por una docena o más de fardos unidos de tal manera que formaban una soga de un grosor de entre nueve y quince centímetros, suspendida de fuertes postes enterrados a lado y lado del río. Dos cuerdas más delgadas servían de barandilla, y a todo el puente lo estabilizaba una intrincada red de bejucos más delgados.
+Para Schultes y Guadalupe estos estrechos puentes eran una maldición. Los chinantecas no tenían mulas. Schultes tenía dos, y en cada paso era necesario bajar por las pendientes orillas hasta el borde del agua, con la esperanza de que las bestias pudieran vencer los torrentes. Lo mejor que podían esperar era una demora de varias horas mientras descargaban las mulas, pasaban los pertrechos por el puente y lograban con paciencia que los animales atravesaran el río. Si el paso era particularmente peligroso, Schultes tenía que esperar a que Guadalupe buscara ayuda. Por lo general se necesitaban tres hombres para arrastar a las bestias a través: dos en la orilla opuesta tirando de un lazo atado al cuello de la mula y otro maldiciendo y tirándole piedras al lado. Casi en todos los casos las mulas desaparecían bajo el agua, y por un momento nadie sabía si lo lograrían.
+En gran medida, la expedición dependía de la logística. Un año o dos después, cuando trabajaba en el húmedo trópico de América del Sur, Schultes fue pionero en un método para preservar los especímenes de plantas sumergiéndolos en alcohol, o formol, antes de colocarlos entre hojas de papel periódico. Se podían luego sellar dos o tres muestras en bolsas plásticas y empacarlas en costales. Las ventajas eran enormes. Las colecciones así preparadas podían depositarse durante un mes o más, y como los especímenes seguían siendo flexibles, se podían transportar sin riesgo de que se estropearan. Mediante la revisión periódica y añadiendo más preservativos si se hacía necesario, era posible prolongar una expedición varios meses y luego secar toda la colección al volver del trabajo de campo. Esta sencilla técnica significó una revolución metodológica y fue adoptada por casi todos los botánicos tropicales.
+En Oaxaca, desafortunadamente, Schultes todavía secaba las plantas como lo habían hecho los botánicos desde Alejandro de Humboldt y Aimé Bonpland. Para lograrlo, una expedición debía llevar consigo engorrosos materiales —prensas de plantas, marcos de secadora, lonas, lámparas o reverberos, petróleo, láminas corrugadas— y encontrar un sitio donde instalarlos por dos o tres días. Esto era particularmente importante en el trópico, donde las muestras secas se pudren en cuarenta y ocho horas. Mientras se secaban las plantas había que esperar, tal vez recogiendo otras en las inmediaciones, sin perder conciencia del peligro de incendio, que en la historia de la etnobotánica había consumido no pocas colecciones y, sin duda, igual número de casas de indios. Una vez secas las plantas, los especímenes quedaban quebradizos, en extremo frágiles, y era una verdadera pesadilla transportarlos.
+Por tanto, a medida que Schultes y Guadalupe exploraban en Chinantla, era la conveniencia la que dictaba en gran medida sus movimientos. En el curso de la expedición de catorce semanas hicieron una serie de circuitos, cada uno de más o menos diez días y que terminaba en una base, uno de los dos o tres poblados donde podían reabastecerse y enviar especímenes por correo. La primera correría los llevó al sur y luego al oeste, pasando por una cadena de montañas, para volver a las tierras bajas de Chiltepec, donde se habían conocido. La segunda fase fue de nuevo hacia el sur y luego hacia el sudeste, en el corazón del bosque pluvial de Chinantla. Pasaron luego por varias aldeas chinantecas y llegaron finalmente a Yaveo, donde se alojaron con una vieja pareja austríaca, Wilhem Barth y su esposa, que eran propietarios de una plantación de café.
+Se quedaron varios días en Yaveo, mientras Schultes consolidaba sus especímenes y cuidaba de varias llagas en la cabeza que estaban empezando a enconarse. Tres días antes, al llegar tarde en la noche a San Juan Lalana, le sorprendió notar que las hamacas de los indios donde se hospedó tenían mosquitero. Era una región fría y montañosa, no asociada con la malaria. Demasiado agotado para molestarse en tender el mosquitero, se desplomó en la hamaca para despertar a la mañana siguiente con sangre encostrada en el pelo. Cinco murciélagos lo habían mordido. No realmente mordido, como les explicó a los chinantecas. Los murciélagos se alimentan de noche y, para asegurarse de que sus víctimas no se despierten, flotan cuando están a punto de atacar, batiendo las alas con vigor para crear una corriente de aire que adormece la superficie de la piel. Cada murciélago hace entonces una incisión con un diente tan cortante como una cuchilla de afeitar. Su saliva contiene un anticoagulante. No chupan exactamente la sangre, sino que la lamen al brotar de las heridas. Los chinantecas no se mostraron muy complacidos con su explicación. ¿Cómo —le preguntaron a Guadalupe— podía un ser humano saber tanto sobre los murciélagos?
+De Yaveo, Schultes partió para explorar durante una semana el territorio de los mixes y ascendió al cerro Sempoaltepetl, la montaña más alta en el sur de México, para pasar de nuevo por Yaveo y Yahuivé hasta Choapan. Allí se demoró para enviar unos especímenes antes de seguir a tierras de los zapotecas, donde una semana después envió más especímenes desde Villa Alta. De allí siguió hacia el norte, a Ixtlán, se desvió a Ciudad de Oaxaca para una semana de descanso y reaprovisionamiento y luego se dirigió hacia el norte, ascendiendo a dos picos elevados, el cerro Cuasimulco y el cerro Zacate, antes de pasar por una serie de aldeas zapotecas y volver a territorio mazateca. A mediados de julio, tres meses después de partir, llegó a Huautla, donde se quedó diez días antes de cruzar el cerro de Los Frailes, un paso montañoso alto y difícil que daba al desierto y a Teotitlán del Camino, término de la vía desde donde había empezado su investigación con Reko un año antes.
+En el curso de todos estos viajes, Schultes buscó tanto el teonanacatl como el ololiuqui, y cualquier evidencia de ritos asociados con las plantas. En algunos afloramientos rocosos encontró restos de sacrificios animales. En Usila pasó un día en las colinas con un curandero que le habló sobre el empleo de ambas plantas en ceremonias adivinatorias. En San Juan Lalana, donde lo hirieron los murciélagos, un anciano curandero lo acompañó al bosque donde recogió una valiosa colección de plantas medicinales. Cerca de San Pedro Sochiapan observó a viejos que recogían hongos en pastizales abiertos. En el pueblito de Santa Cruz Tepetotuta hizo un canje de pastillas contra la malaria por cinco hongos que los chinantecas llamaban nañ-tauga. Unos informantes en San Juan Zautla le contaron cómo se empleaban los hongos, y se dio cuenta por primera vez de que la mayor parte de los curanderos tradicionales eran mujeres. El hombre que había oficiado en la vigilia de hongos a la que asistió Jean Johnson en Huautla había sido la excepción y no la regla.
+De lejos el descubrimiento más importante tuvo lugar en el pueblo chinanteca-zapoteca de Santo Domingo Latani, en el distrito de Choapan. Allí, con la ayuda de Guadalupe, que conocía bien la planta, encontró una enorme enredadera que cubría toda la casa de un viejo curandero. Cargada de mucho fruto, era la única planta de esa clase en el pueblo, y el curandero no tenía otra fuente de ingresos que la venta de sus semillas. Guadalupe la llamaba a-muk-ia, medicina para la adivinación. Los zapotecas decían que era kwan-la-si. Schultes reconoció el ololiuqui. Sin duda era la Turbina corymbosa, el dondiego identificado cuarenta años antes por Urbina. Schultes había probado de nuevo que Safford se había equivocado. Y con esta identificación de campo, junto con la colección subsiguiente hecha entre los zapotecas, los mixtecas y los chinantecas, resolvió de una vez por todas el fastidioso misterio del ololiuqui.
+*
+Fue en este punto donde la historia intervino en el relato tanto del teonanacatl como del ololiuqui. En agosto de 1939, un mes antes de que los alemanes invadieran Polonia, Schultes regresó a Harvard donde, después de un caso casi fatal de envenamiento de la sangre, terminó su tesis doctoral. Inseguro sobre el futuro y ansioso por cumplir el sueño de viajar a las selvas de América del Sur antes de que los Estados Unidos se involucraran en la guerra, aceptó una beca Guggenheim para estudiar los venenos de las flechas del noroeste amazónico. Antes de partir publicó dos libros y veintisiete trabajos académicos basados en su trabajo con los kiowas y con los indígenas de Oaxaca, pero ninguno de ellos sería muy leído. Sólo tenía veintiséis años, y su carrera como explorador botánico apenas empezaba.
+Los demás participantes en la aventura de Oaxaca desaparecieron uno tras otro. José Dorantes, el comerciante de Huautla, fue muerto a disparos en las calles de Ciudad de México. Un químico sueco, el profesor C. G. Santesson, que había empezado a hacer el análisis del teonanacatl, murió súbitamente en 1939. Jean Johnson, el antropólogo que había publicado el primer relato de la ceremonia de los hongos, fue muerto durante el desembarco aliado en África del Norte en 1942. En cuanto a Reko, el estallido de la guerra y la final derrota de los nazis lo silenciaron en Ciudad de México, donde moriría catorce años después de haberse despedido de Schultes en Oaxaca.
+A pesar de todo lo logrado, era mucho lo que aún se ignoraba, incluidas las características de la intoxicación y la identidad de los elementos activos de las plantas sagradas. El hilo del misterio no fue recogido sino hasta que empezó a ocurrir una serie en extremo inusual de acontecimientos a principios de la década de 1950. Durante más de veinticinco años Gordon Wasson, banquero y vicepresidente de J. P. Morgan and Co., de Nueva York, y su esposa Valentina Pavlovna, rusa de nacimiento, habían estudiado el papel de los hongos en las culturas europeas y asiáticas. Una de las cosas que habían notado era que las sociedades humanas podían muy fácilmente dividirse entre las que adoraban a los hongos y las que los despreciaban. En una de sus primeras publicaciones crearon los términos «micófilos» y «micófobos» para describir las dos alternativas. Los Wasson eran estudiosos serios y esa intrigante observación, junto con su análisis de los datos científicos, los llevaron a insistir en que nuestros primitivos antepasados habían adorado ciertos hongos. No sabían qué clase o por qué cualquier ser humano podía tener una actitud tan reverente ante esas plantas. Simplemente tenían la certeza de que así había sido.
+En septiembre de 1952, justo cuando los Wasson luchaban por probar sus afirmaciones, recibieron una carta del poeta Robert Graves, que vivía en Mallorca y que había visto accidentalmente el trabajo de Schultes en el que identificaba el teonanacatl. El 27 de octubre, Wasson envió una carta al Museo Botánico de Harvard pidiendo una reimpresión. No recibió la respuesta de Schultes sino hasta el 31 de diciembre, una semana después de que llegara de una expedición a la Amazonía colombiana. En su carta le decía a Wasson que el artículo estaba agotado pero que se podía obtener escribiendo directamente al editor de la publicación. Schultes agradeció al banquero su interés, lo invitó a visitar el Museo Botánico y terminó por anotar que estaba a punto de volver al Amazonas para «completar doce años de exploraciones botánicas». Ese fue el principio de una de las más importantes amistades en la historia de la etnobotánica. Wasson obtuvo una copia del trabajo sobre el teonanacatl y después de leerlo de inmediato hizo planes para ir a Oaxaca. En el verano de 1953 viajó con su esposa a México por primera vez, donde fue calurosamente recibido por el antropólogo Robert Weitlaner, quien le indicó cómo ir a Huautla. Aunque encantados por la experiencia, no pudieron penetrar en el hermético mundo de los curanderos mazatecas. Sin embargo, Wasson insistió y volvió a Huautla, solo o con su esposa y otros acompañantes, en los dos veranos siguientes. Finalmente, dos años después de su primera visita, conoció a una curandera que lo invitó a una vigilia de medianoche. Se llamaba María Sabina. Fue así como, el 29 de junio de 1955, Wasson y su fotógrafo, Allen Richardson, se convirtieron en los primeros extraños que de verdad consumieron los hongos en un contexto sagrado.
+En su extraordinario relato de la experiencia escribió Wasson sobre hongos recogidos antes del amanecer en lugares donde misteriosos vientos acarician las montañas. Bajo la influencia de las oraciones de María Sabina, Wasson escuchó dulces voces que flotaban en la oscuridad, vio músicas que adquirían forma y sintió que su alma se elevaba de su cuerpo. Con la imaginación anegada en colores, Wasson escuchó tendido bajo una cobija en el piso de tierra de la casa de María Sabina el canto de esta en el bellísimo lenguaje tonal de los mazatecas:
+Mujer que truena soy, mujer que hace ruidos soy.
+Mujer araña soy, mujer colibrí soy…
+Mujer águila soy, mujer águila importante soy.
+Mujer que gira como el torbellino soy,
+mujer de un lugar encantado soy.
+Mujer de las estrellas fugaces soy.
+En el silencio de la noche, bajo el suave caer de la lluvia sobre el techo de paja, el ahora humilde banquero de Nueva York trató de encontrar las palabras para describir esa «experiencia que desgarraba el alma»: no existían. Meses después escribiría que «todos estamos confinados dentro de las paredes de la prisión de nuestro diario vocabulario. Mediante la habilidad para escoger nuestras palabras, podemos dilatar los significados de uso general para cubrir sensaciones ligeramente nuevas, pero cuando un estado mental es absolutamente distinto, las palabras fallan. ¿Cómo se le puede explicar a un hombre que nace ciego qué es ver?». A los mazatecas también les era imposible describir la experiencia. Llamaban a los hongos «los pequeños que brotan» porque, como le explicó a Wasson su arriero, «los pequeños hongos brotan de sí mismos, como el viento que sopla sin que sepamos de dónde o por qué».
+Cuando Wasson publicó una relación de su expedición en el número del 13 de mayo de 1957 de la revista Life, un joven editor intentó captar la naturaleza inenarrable de la experiencia y dio con un título impactante: «En busca de los hongos mágicos». Ni su autor ni Wasson podían prever que el nombre iba a pegar y que el artículo marcaría una línea divisoria en la historia social de los Estados Unidos, el principio, de hecho, de la época psicodélica. Antes de su publicación, el gran público no tenía ni la menor idea de la existencia de los hongos alucinógenos. Entre quienes lo leyeron, y cuya curiosidad fue picada hasta el punto de que acudió a los artículos académicos más serios de Richard Evans Schultes, estaba un joven profesor de Harvard llamado Timothy Leary.
+En el verano de 1960, Leary viajó a México y probó los hongos mágicos en Cuernavaca. «Como todos para los que se ha descorrido el tupido velo que los cegaba», escribiría después, «regresé convertido en otro hombre». Poco después de que volviera a Harvard inició los polémicos experimentos que a la larga le valdrían la expulsión de la universidad. Naturalmente consultó a Schultes. Una de sus conversaciones versó sobre el empleo de la palabra psychedelic, término creado poco antes por el psiquiatra Humphrey Osmund. Schultes le advirtió a Leary que la palabra, que quería decir «expositor de la mente», era justa, pero que su grafía era incorrecta. El griego correcto era psychodelic, y Schultes se mostró preocupado por el hecho de que se pudiera asociar a un catedrático de Harvard con la corrupción de una lengua clásica. Leary sugirió que psychedelic sonaba mejor. Un relato no confirmado de la reunión muestra que mucho antes de que Harvard despidiera a Leary, Schultes lo había repudiado por su griego incorrecto.
+*
+Sólo faltaba un eslabón en la crónica del teonanacatl y el ololiuqui: el aislamiento de las sustancias químicas causantes de sus efectos alucinógenos. Para fines de la década de 1950, Wasson y sus colaboradores, sobre todo el micólogo francés Roger Heim, habían encontrado en México no menos de veinticuatro clases diferentes de hongos psicoactivos, con lo que comprobaron la afirmación de Schultes de que la palabra teonanacatl era genérica. Heim identificó en París las especies y logró cultivar varias en grandes cantidades. Pero todos los intentos tanto en Francia como en los Estados Unidos por identificar los ingredientes activos fracasaron. Finalmente, ya presa de cierta desesperación, Heim le envió una muestra del Psilocybe mexicana a Albert Hofman, entonces director del departamento de productos naturales de los laboratorios de investigación de Sandoz en Basilea, Suiza.
+Hofman empezó sus investigaciones dando de comer el hongo a ratones y perros. Al parecer no sucedió nada, así que el mismo Hofman consumió treinta y dos hongos y algo pasó. El paisaje desde la ventana del laboratorio empezó a parecerse a México, la cara del colega que supervisaba el experimento se tornó en la de un sacerdote azteca, el lápiz que tenía en la mano se convirtió en un cuchillo de obsidiana. Después de noventa minutos, «el torrente de motivos abstractos… alcanzó un grado tal que temí ser desgarrado por un remolino de formas y colores en el que me disolvería».
+Una experiencia así habría acobardado a un científico normal, pero Hofman era excepcional. Había pasado buena parte de su carrera investigando los agentes químicos que habían causado los envenenamientos masivos que convulsionaban a las ciudades europeas en la Edad Media. Estas erupciones de epidemias, llamadas «el fuego de San Antonio», mataron a miles y dejaron a centenares marcados de por vida. A muchas víctimas se les pudrían las narices o perdían los dedos de las manos y de los pies. Otros sufrían horrorosas alucinaciones y enloquecían. La fuente del mal es un hongo que ataca los campos de centeno, llamado cornezuelo, que contiene una serie de compuestos que, entre otras características, son causantes de la contracción de los vasos sanguíneos, lo que explica la gangrena en las extremidades. Sandoz y Hofman tenían la esperanza de que precisamente esta propiedad pudiera ser de utilidad para la medicina moderna, sobre todo como medio para restañar las hemorragias después del parto. El desafío era encontrar cuál de las muchas sustancias químicas del hongo era la responsable de esa propiedad en particular.
+En una serie de experimentos a principios de la década de 1930, los químicos de Sandoz aislaron la droga, que llamaron ergobasine. La tarea de Hofman era descubrir cómo sintetizarla. Empezó por manipular su núcleo básico, un compuesto llamado ácido lisérgico, el integrante fundamental de todos los alcaloides del cornezuelo del centeno. En 1938 produjo en su laboratorio la sustancia número veinticinco de una serie de derivados del ácido lisérgico. Se probaron sus efectos en el útero, se registraron los resultados y pronto fue archivada y olvidada. Cinco años después, en la primavera de 1943, la intuición creativa de Hofman lo llevó a elaborar el mismo compuesto una vez más. Era un viernes, y durante los últimos pasos de la síntesis ocurrió algo muy extraño. Se sintió inquieto y mareado, y tuvo que abandonar el laboratorio e irse a casa. Debido a la escasez de gasolina durante la guerra, no tenía auto, así que inició uno de los viajes en bicicleta más memorables de la historia. El compuesto que estaba fabricando, del cual había absorbido una pizca a través de la piel, resultó ser el agente alucinógeno más potente jamás descubierto: la dietilamida-25 del ácido lisérgico, el LSD en suma. El doctor Hofman vivió en su bicicleta, yendo a casa, el primer viaje de ácido de la historia.
+De manera que estaba bastante preparado para el alud visual que causó su ingestión de hongos, y fue así como, tan pronto acabó la intoxicación, se entregó a identificar los ingredientes activos. La rapidez con la que lo logró fue extraordinaria. En marzo de 1958 anunció el descubrimiento de la psilocibina y la psilocina, dos sustancias nuevas que resultaron tener una estructura muy parecida a la de la serotonina, compuesto que desempeña un papel importante en la química del cerebro. Para noviembre, Hofman había alcanzado la síntesis de ambas drogas y estaba listo para pasar al ololiuqui. Le avisó a Wasson quien, con la ayuda de Irmgard Weitlaner y una cantidad de recolectores zapotecas y mazatecas, logró enviarle veintiséis kilos de semillas de dondiego. Una vez más el análisis avanzó sin contratiempos. Sin embargo, el hallazgo de Hofman era más que difícil de creer. Los compuestos activos del ololiuqui eran dos clases de alcaloides, la amida y la hidroxietilamida del ácido lisérgico, compuestos que ya tenía en los estantes del laboratorio. Sólo se diferenciaban del LSD por el cambio de dos átomos de hidrógeno por dos grupos de etilos. Cuatro años antes de que Hofman descubriera el LSD, Richard Evans Schultes había encontrado su paralelo en la naturaleza, en las semillas de un humilde dondiego que había sido adorado como un dios encarnado por los antiguos pueblos del centro de México.
+POR LA NOCHE EL VIENTO SE aleja de las costas de Panamá. Una o dos horas después del atardecer, cuando los relucientes cruceros que esperan en la boca del canal encienden sus toldas de fiesta, los pescadores del poblado de Veracruz arrastran sus pequeños botes a la playa y se hacen a la mar. Los que tienen pequeños motores desaparecen rápido en la oscuridad. Los otros tienen que remar, luchando contra la marea y evitándose unos a otros con largas y parejas paladas de los remos. Buscan el borde de una plataforma costera donde cae el fondo bajo del mar y suben las frías aguas del Pacífico llevando bancos de peces a la superficie. Los pescadores saben que están allí cuando ya no les llega el olor a tierra o no pueden distinguir entre las luces en el horizonte y las estrellas en el cielo.
+Durante el poco tiempo que me quedé en Veracruz, salí con frecuencia con un joven pescador llamado Ohilio. Era un hombre amable, mezcla de una docena de razas, flaco y de baja estatura, y con las manos ásperas de los que han trabajado por años con las redes. Sin la facultad de oír y de hablar desde nacido, había encontrado en la pesca el trabajo perfecto. En tierra tenía el aspecto de alguien que se ha pasado la vida huyendo de la gente. En el mar, de noche, en medio de un perfecto silencio y con la oscuridad rota apenas por la fosforescencia de las aguas, se sentía completamente tranquilo.
+Ohilio remaba por decisión propia, no por necesidad, porque siempre cogía peces. Creía que iban a su encuentro y que esa era la forma en que Dios lo compensaba por su desgracia. Y parecía que así era. Porque mientras los demás se esforzaban con las redes, recogiéndolas y echándolas muchas veces cada noche, cambiando de sitio y persiguiendo a los peces, Ohilio echaba una sola, dejaba el bote a la deriva, se hacía un ovillo en la proa y se quedaba dormido. Por lo general se despertaba sólo una vez para inspeccionar la red. En ocasiones, en las frías horas antes del alba, se levantaba para evacuar y orinar desde la popa mientras el bote cabeceaba y se bamboleaba, frágil sobre las olas. No le tenía miedo a nada. Una vez, al amanecer, al recoger la red, mientras mataba los peces que se podían vender con un golpe rápido en la cabeza y echaba los otros al mar, surgió de pronto muy cerca del bote un enorme tiburón. En un momento, sin saber muy bien lo que hacía, tiré un pescado grande hacia las hileras de dientes entre las enormes mandíbulas abiertas. El tiburón atrapó el pescado de medio lado y se hundió de nuevo en el agua con tal fuerza que casi nos hace zozobrar. La cola golpeó uno de los costados del bote, que empezó a girar enloquecido. Aturdido, miré a Ohilio. Le relumbraban los ojos y una risa de mudo agitaba sus labios.
+La mayor parte de nuestras salidas no eran tan memorables, naturalmente, y las tranquilas noches eran raros momentos de paz y olvido. Libres del habla, sin las fricciones de nuestros pensamientos, compartíamos una extraña soledad, una vida momentáneamente privada de la voluntad, tan elemental como el mar. En esa época tenía yo menos energía para encarar nuevas sensaciones. Había estado en la selva del Darién algo más de un mes, una travesía difícil que había empezado, como era de esperarse, gracias a un contacto del profesor Schultes. Ocho semanas antes, poco después de que dejáramos la Sierra Nevada y de que Tim Plowman volviera por un mes a Harvard, un viejo compinche de Schultes, experto geógrafo y explorador vinculado al Jardín Botánico de Medellín, me invitó a formar parte de una expedición que se proponía atravesar el tapón del Darién, el vasto espacio pantanoso y cubierto de selva pluvial que separa a Colombia de Panamá. La tal expedición resultó consistir en un único hombre, Sebastian Snow, un aventurero inglés que después de haber caminado desde Tierra del Fuego, en la punta sur de Suramérica, se proponía seguir hasta Alaska. Era junio, el punto culminante del periodo de lluvias, y decían que el Darién era infranqueable.
+Nuestra ruta en Colombia nos llevó a pie desde Barranquillita, un destartalado poblado al lado de la carretera de Medellín a Turbo, y luego, tras unos cien kilómetros atravesando la ciénaga de Tumaradó hasta Puerto Libre, llegamos a una hilera de ranchos a orillas del río Atrato. Este tiene un curso de seiscientos cuarenta kilómetros de sur a norte y riega el Chocó, una de las regiones más húmedas de América del Sur, cuarenta y ocho mil kilómetros cuadrados de olvidado bosque pluvial separado del Amazonas hace millones de años por la elevación de la cordillera de los Andes. Aguas abajo de Puerto Libre quedan el golfo de Urabá y luego el Caribe. Aguas arriba hay más ciénagas y bosque, una tierra que para los colombianos es sinónimo de enfermedad y desilusión.
+Como tantos otros poblados de tierras bajas, Puerto Libre era un lugar sumido en el sopor y extrañamente en desacuerdo con la intensidad de la vida que lo rodeaba en la espesura. Estaba formado por diez ranchos descoloridos por el sol y tres casas lacustres, cada una con tres huecos en el piso: uno para hacer las necesidades, otro para lavarse y el tercero para sacar agua. La vida de las mujeres del lugar giraba en torno a estas letrinas al borde del río. Al amanecer llegaban con los niños y se quedaban buena parte del día lavando ropa y chismoseando. Por la noche, cuando el calor daba por fin algún respiro, los mosquitos se levantaban en nubes como una emanación nociva, obligando a todo el mundo a refugiarse tras las puertas y aislarse en las hamacas con mosquitero. Justo al ponerse el sol salían a la playa montones de caimanes y se repantigaban sobre la hierba de las laderas que daban a los ranchos o en las plataformas de madera donde sólo unas pocas horas antes se habían bañado los niños.
+Después de tres días atroces, en una de cuyas mañanas desperté para darme cuenta de que una perra había parido una camada bajo mi hamaca, un vendedor de pieles del lugar nos llevó río arriba hasta un sitio llamado La Loma. Allí alquilamos unas mulas para llevar nuestras cosas pasando el Atrato y, por una estrecha trocha que cruzaba y volvía a cruzar el río Cacarica, subimos luego hasta el Darién. Tres días después dejamos las mulas, contratamos a tres indios emberas para que nos sirvieran de guías y seguimos hasta el punto más elevado de la región, Palo de Letras, límite entre Colombia y Panamá que, como sugiere el nombre, está demarcado sólo por un par de letras talladas en un árbol. Pasada la frontera entramos en una región de plantas, agua y silencio. Durante los días siguientes fuimos de una aldea embera o cuna a la siguiente, encontrando nuevos guías y aprovisionándonos en el camino. En ninguna parte nos detuvimos lo suficiente para comprender el modo de vida por el cual nos deslizábamos, pero cada día se convertía en parte del velo que gradualmente nos envolvía a medida que el bosque nos tragaba, como a un buceador el océano.
+En esos días viví por primera vez la grandeza sobrecogedora de la selva pluvial tropical. Es algo sutil. No había manadas de ungulados, como en la llanura de Serengeti, ni tampoco había cascadas de orquídeas: sólo mil matices de verde y esa infinidad de contornos, formas y texturas que desdeña tan a las claras la terminología de la botánica de las zonas templadas. Es casi como si uno tuviera que cerrar los ojos para contemplar el constante murmullo de la actividad biológica —la evolución, si se quiere— trabajando a toda marcha. Desde el mismo borde de las trochas las enredaderas se aferran a la base de los árboles, y las heliconias y calatheas herbáceas ceden ante los aroideos de hojas anchas que trepan en las sombras. En lo alto, los bejucos cubren los inmensos árboles uniendo el dosel del bosque en una única y entretejida tela viviente. No hay flores, o por lo menos pocas que se puedan ver a primera vista, y bajo el deslumbrante sol del mediodía, inmóvil en el cielo, hay pocos sonidos. La atmósfera se carga de una pesadez fluida, del peso abrumador de siglos, de años sin estaciones, de la vida sin renacimiento. Uno puede caminar horas enteras y seguir convencido de que no ha avanzado.
+Luego, hacia el atardecer, todo cambia. La atmósfera se enfría, la luz se torna ambarina y el cielo abierto sobre los ríos y las ciénagas se llena de raudas golondrinas, vencejos y papamoscas. Los halcones, las garzas, las jacanas y los martín-pescadores de las orillas de los ríos ceden ante bandadas de cotorras cacareantes y espectaculares despliegues de tucanes y guacamayas escarlata. Surgen de pronto micos tití, y cerca de las orillas de los ríos brillan los ojos de los caimanes, sus cuerpos y colas tan quietos y opacos como maderos flotantes. A la luz del atardecer se pueden finalmente distinguir formas en la selva, perezosos pegados de los yarumos, víboras enroscadas en las ramas, tapires revolcándose en lejanos lodazales. Por un momento, en el crepúsculo, el bosque parece tener escala humana y ser en cierta forma manejable. Pero llega entonces la lluvia de la noche y después el ruido de los insectos desenfrenados entre los árboles, hasta que al salir el sol regresa el silencio, la atmósfera se aquieta y se levanta la niebla de la tierra enfriada. Una neblina blanca inunda todo, como algo sólido y devastador.
+Después de un par de semanas, nuestra jornada empezó a tomar un tono de sueño. Esto era en parte porque rara vez dormíamos. No era posible dormir con la lluvia. Al final de los largos días simplemente nos echábamos en las hamacas en un descanso anormal, una especie de trance, embotados por el agotamiento y aislados de la noche por los mosquiteros y el humo del rescoldo. Pero sobre todo nos contagiaba la esencia del lugar. El Darién resultó ser menos un terreno que un estado de ánimo, una frontera salvaje completamente divorciada de las inhibiciones morales de la sociedad humana corriente.
+En cada una de las pequeñas aldeas —Paya, Capeti, Yape, El Común— que marcaban la ruta desde la frontera hasta el poblado principal, Yaviza, había historias frescas de asesinatos y muertes. En el río Cacarica cinco hombres se habían herido a machetazos en una pelea. En Capeti, un ladrón colombiano apodado el «mentiroso serio» estranguló a una mujer y luego fue perseguido y colgado de un árbol en la selva cerca de Paya, a poca distancia de la frontera con Colombia. Siete indios habían sido asesinados en el río Chico; a un colombiano lo habían matado para robarle sus ollas en la llamada Trocha del Tigre; un hombre y una mujer habían sido torturados hasta morir cerca de Yaviza. La institución responsable de investigar los crímenes, o por lo menos de anotarlos en sus mohosos registros, era la Guardia Civil, una torpe y corrupta fuerza militar entonces bajo el mando de un joven oficial, Manuel Antonio Noriega.
+A mitad de camino tuvimos problemas con la Guardia Civil de Yaviza y nos vimos obligados a cambiar de ruta. Despojados de la mayor parte de nuestro equipo y expulsados del pueblo, seguimos a tres guías cunas por una serie de avalanchas de piedras y cascadas, una sinuosa ruta que nos facilitó el escape, aunque los mismos cunas se desorientaron y durante la semana que siguió vagamos perdidos, o por lo menos sin saber dónde estábamos. Sin distracciones, uno se adaptaba a la perfección a la vida de la selva: los monos aulladores en lo alto, los incesantes ríos de hormigas, los encuentros casuales con serpientes y jaguares, los inquietantes gritos de águilas reales; las mariposas iridiscentes, con su belleza incitante, y las ranas bronceadas y púrpuras, venenosas al tacto. En mi diario anoté los sencillos lujos de la vida en la selva: «El humo de una hoguera que espanta a los insectos, una noche sin lluvia, un rancho de paja en medio del bosque, un banano casi podrido encontrado en una hondonada, sembrados de yuca abandonados, un animal recién cazado y lo que sea: agua lo bastante profunda para bañarse, la insinuación de una cagada sólida, una noche de sueño continuo, un limonero encontrado en el bosque».
+Para el momento en que llegamos al principio de una carretera, a unos treinta y dos kilómetros de Santa Fe, el efecto acumulado de dos años caminando había destruido físicamente a nuestro compañero inglés. Había perdido un total de veinticinco kilos. Tuvimos que dejarlo con uno de los cunas y seguimos adelante en busca de ayuda. A pocos kilómetros encontramos el acceso a la carretera Panamericana, un corredor despejado y aplanado que se perdía en el horizonte. Dudamos, confundidos un momento por tanto espacio. Luego empezamos a caminar, pasando las siluetas carbonizadas de los árboles, y después por una trocha que serpenteaba dentro del terreno talado. Pasaron horas antes de que oyéramos un ruido de máquinas, al principio de sierras de cadena y después el sordo rugido de camiones diésel. Caminamos unos tres kilómetros antes de ver un «D-9 cat», el mayor bulldozer fabricado, enterrado en el lodo hasta la cabina. Un segundo monstruo, resoplando y arrojando humo, hendía la tierra con su cuchilla mientras otros dos, atados al bulldozer hundido con gruesos cables, trataban de sacarlo del barro. Ninguno de los trabajadores se dio cuenta de nuestra presencia. El ruido era ensordecedor: los silbos y quejidos hidráulicos, los chasquidos de los cables de acero que se rompían como cuerdas y el olor a grasa y gasolina.
+Los cunas nunca habían visto máquinas de tales dimensiones. Aferrando sus rifles, abriéndose paso en el fastidioso barro, dejaron atrás los bulldozers y se encaminaron hacia un pequeño grupo de trabajadores reunidos en el sitio de construcción de un puente, a casi un kilómetro. Atardecía y la cuadrilla había dejado de trabajar para comer. El capataz nos preguntó de dónde veníamos. Cuando dije que de Colombia, los trabajadores se adelantaron al mismo tiempo y nos ofrecieron su comida. Miré a mi alrededor, invitando a mis compañeros a comer, y luego hacia el norte, por la carretera que se extendía a espaldas del capataz, un paisaje desolado en el que se perdía la vista. Él siguió mis ojos y dijo: «La civilización de la naturaleza nunca es bonita».
+Cuatro días después, habiendo cruzado el tapón del Darién con éxito, dejé a Sebastian ya caminando y en Santa Fe tomé un avión pequeño para el salto a Ciudad de Panamá. Puesto a última hora en la lista de pasajeros, tuve que acomodarme en el asiento de atrás, las rodillas contra el pecho y sin poder moverme y casi respirar. El piloto nos internó de inmediato en el corazón de una tormenta tropical. La visibilidad bajó a cero. La mujer a mi lado vomitó en mi regazo. Su madre, una corpulenta comerciante negra, se dio vuelta para consolarme, pero no tardó en vomitar a su turno. Por unos pocos ansiosos momentos, vapuleado el avión por el viento, tuve el temor de que habiendo sobrevivido al tapón del Darién, iba a encontrar una muerte ignominiosa. Cuando por fin aterrizamos en Ciudad de Panamá, bajé del avión empapado en vómito y con sólo dos dólares en el bolsillo. Lo último que supe de Sebastian es que había logrado llegar hasta Costa Rica, donde tuvo que ser hospitalizado. Se despertó a medianoche, se fue del hospital en piyama y empezó a caminar hacia el norte. Lo arrestaron y pasó una semana delirando en la cárcel antes de que lo rescatara un funcionario de la embajada británica, quien lo empacó de vuelta a Inglaterra.
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+Cuando volví de Panamá a Medellín, cruzando en avión una franja de tierra que me había llevado semanas atravesar a pie, me sentí aliviado al encontrar un telegrama de Tim en el Jardín Botánico. Lo había puesto en Boston diez días antes y sólo me quedaban veinticuatro horas para estar en Bogotá. Tomé el tren de la noche y al amanecer me bamboleaba en las afueras de la capital en medio de una sabana verde pálido y bajo un intenso y frágil cielo azul. Como cosa rara, no estaba lloviendo en Bogotá y la luz cruda de las alturas de los Andes destrozaba los jirones de nubes dispersas sobre los montes que sirven de fondo a la ciudad hacia el oriente. Desde sus faldas se extiende interminable la ciudad en tres direcciones, devorando las fértiles tierras de la sabana, borrando ríos y bosques que hace sólo una generación eran lejanos puntos de atracción del paisaje. Bogotá tenía en ese entonces seis millones de habitantes, y miles de nuevos inmigrantes llegaban cada día de todos los rincones del país. Después de pasar extramuros, el tren recorrió durante una hora docenas de barrios de concreto y bloques de hormigón ligero en los que hasta los edificios nuevos parecían ruinas.
+No era esta la misma ciudad que conoció Schultes cuando llegó por primera vez a Colombia en el otoño de 1941. Su población apenas sobrepasaba los trescientos mil habitantes y la ciudad pertenecía a un puñado de familias cuyos apellidos se remontaban a la Conquista. Vivían en el norte, en los barrios El Chicó y La Cabrera, en un mundo más inglés que español. Tenían casas modernas con jardines llenos de flores y cuidadas gramas protegidas por perros guardianes más parecidos a los finos ejemplares que se ven en los retratos de familia británicos que a los sarnosos gozques de provincia. Los ricos se hacían la ropa a la medida en Londres y sus zapatos brillaban como espejos. Con vastas haciendas en los Llanos, enormes fincas en el Tolima y en Cundinamarca y mansiones en la Calle Real, la minoría privilegiada gobernaba una pequeña ciudad provinciana donde el talento, los cargos e incluso el dinero nada significaban para el ascenso social. El linaje y los modales eran lo único que importaba. En el hipódromo o frente a las calientes chimeneas del Jockey Club, hombres de rostros rosados y saludables bebían whisky al tiempo que se repartían el poder y chismoseaban con sus primos.
+En el sur vivían los pobres, las criadas y los obreros, los limpiabotas y los vendedores de periódicos y de flores, los taxistas, los loteros y todos los dueños de pequeños negocios con los que mantenían el hambre a raya. Parecían en general humildes y obedientes —un campesinado urbano despersonalizado—, pintorescos bajo sus ruanas de lana y sus sombreros de paja, y se refugiaban de noche en barrios con nombres de santos o en suburbios ilegales que colgaban de los montes. La pequeña clase media —los dueños de tiendas recién llegados de provincia, los abogados y funcionarios del Estado que copaban los ministerios— vivía entre los ricos y los pobres, en Chapinero, un oscuro y melancólico barrio del centro donde las mujeres se vestían de negro a los cuarenta años y donde parecía que nunca dejaba de llover. También los hombres usaban ropa oscura: trajes de paño, sombreros de fieltro y paraguas. Iban al trabajo en tranvías abiertos, los obsesionaban los resfriados y los males del hígado, acudían encantados a los entierros y vivían en constante temor de perder sus trabajos. Como los campesinos que arreaban mulas por las calles empedradas, los vendedores de aguacates del Capitolio, los trabajadores de las fábricas y las prostitutas aceptaban tal cual la estructura social, apoyada en el Ejército y dominada por una minoría poderosa.
+Schultes llegó a Bogotá desde México, donde había pasado el verano de 1941 trabajando como traductor para un equipo de científicos de la Fundación Rockefeller que analizaba el potencial agrícola del país. La comisión recorrió por carretera nueve mil seiscientos kilómetros, y visitó todos los estados agrícolas. Al terminar, Schultes tenía dos ofertas de trabajo: la primera era enseñar biología en una escuela secundaria privada de Boston, y la segunda era viajar por la Amazonía noroccidental con el objeto de estudiar los venenos de las flechas indígenas para el Consejo Nacional de Investigaciones. Escogió esta última.
+Un domingo temprano aterrizó en Bogotá bajo una luz suave y traslúcida. Asentado el polvo de la calle desde el viejo aeropuerto por la lluvia de la noche, la ciudad estaba ociosa y apacible en previsión de la misa de las doce. Se registró en el Hotel Andino, en la avenida Jiménez, y trató de ponerse en contacto con el Instituto de Ciencias Naturales, donde lo esperaban. Naturalmente, estaba cerrado, así que salió del hotel para explorar la ciudad que sería su hogar durante los doce años siguientes. Caminó sin rumbo por las anchas avenidas, pasó por las fuentes que adornaban en ese entonces la plaza de Bolívar, bajo la austera fachada del hotel Granada sobre el parque Santander y los balcones y puertas ornamentadas de la Calle Real, y recorrió las callejuelas desiertas que llegaban hasta las faldas de Monserrate, con su iglesia en la cumbre, que entonces como ahora era el símbolo de la ciudad. Escuchó el concierto de una banda, vio un desfile de cadetes militares y en los puestos callejeros probó jugos frescos de multicolores chirimoyas, guayabas, zapotes, lulos y maracuyás. Tuvo la impresión de que Bogotá era una ciudad de curas y organilleros, vendedores de pájaros, gitanos y locos inofensivos que vivían y medraban felices, y en donde todo el mundo se vestía de negro.
+En la tarde de su primer día entre los bogotanos se subió a un tranvía abierto, pagó un centavo de dólar y se sentó a ver adonde lo llevaba. Iba hacia el sur, serpenteando a través de las afueras hasta una fábrica de municiones donde terminaba la línea, al pie de una colina cubierta de frondosa vegetación. Se bajó y siguió a un grupo de niños que, guiados por una monja, subieron por una escalera de piedra que daba a un hermoso bosque. Caminando entre los árboles vio una pequeña orquídea parcialmente escondida bajo unos helechos. No tenía más de dos centímetros y medio de longitud y no se parecía a ninguna que hubiera visto. La recogió con cuidado y la puso entre las páginas de su pasaporte. Después se la envió por correo a Oakes Ames, quien la describió como una nueva especie, la Pachiphyllum schultesii. Fue así como en su primer día en Colombia, en las estribaciones de la capital, descubrió una orquídea desconocida para la ciencia. Fue también su primera recolección en Colombia, la primera entre más de veinticinco mil que haría allí con el tiempo.
+*
+Tomé un cuarto en el Hotel Paloma, una modesta residencia de la calle Catorce, en La Candelaria, el barrio colonial que va desde la catedral hasta el pie de los montes. Tim estaba retrasado. Me quedé dormido y, cuando desperté, todavía no había señales de que hubiera llegado. Salí a la calle bajo una leve llovizna, a pesar de la cual decidí tomar un teleférico para ir a Monserrate. Situado en la cumbre del monte, a poco más de trescientos metros sobre la sabana, es un refugio tranquilo y el único punto desde donde se puede ver toda la ciudad. En mañanas claras, antes de que el humo y los gases de escape nublen el cielo, es posible divisar hacia el oeste, a unos doscientos kilómetros, el nevado del Tolima, un bello cono volcánico que se destaca entre los picos cubiertos de nieve de la Cordillera Central.
+Al caminar por las calles estrechas del barrio hacia la base de la montaña, pasé por la casa de un hombre de edad con el que después solía quedarme cuando iba a la capital. Había sido político, era miembro del Partido Liberal y algunos pensaban que era comunista. Lo conocí poco después de llegar a Colombia, e insistió en que para que yo comprendiera el país tenía que leer La vorágine, una novela sobre la época de los caucheros escrita por José Eustasio Rivera. Me la regaló y lo recuerdo leyéndola en voz alta al lado de un sietecueros en el patio de su casa, mientras se deslizaba la lluvia por el entejado rojo. «Yo he sido cauchero, yo soy cauchero», dice uno de sus personajes. «Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses… ¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puedo hacerlo ahora contra los hombres!». Antes de que muriera, salíamos a caminar por las calles y me señalaba los lugares donde su vida y sus ideas se habían forjado. Estaba presente en el momento mismo en que murió la Bogotá que Schultes había conocido.
+Todo empezó en 1928, cuando el Ejército colombiano masacró a varios centenares de huelguistas de las bananeras, con sus familias, en la costa norte. El presidente había acusado a los trabajadores de traición, y luego promovió a los oficiales responsables de la matanza y acusó a las víctimas de haber «traspasado el corazón amante de la patria». Sólo una voz en el Congreso se mostró en desacuerdo. Jorge Eliécer Gaitán, un joven legislador liberal, señaló que la United Fruit Company, que no pagaba impuestos y explotaba terrenos cedidos por el Estado, había reducido radicalmente los salarios de los trabajadores. Luego dijo algo obvio: que Colombia era un país donde los ricos se volvían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Se trataba de una idea sencilla, evidente para quien se detuviera a pensar en el asunto. Y así, al dar voz a la miseria de los pobres, Gaitán hizo temblar los frágiles cimientos del viejo orden y en los años siguientes, a medida que su oratoria se inflamaba y crecía su fama, la estructura empezó a resquebrajarse. En los barrios del norte, las dueñas de casa empezaron a quejarse de la altanería de las sirvientas. Los hombres de negocios del centro tuvieron que soportar el desdén de los muchachos emboladores. Los mendigos escupían en las huellas de los curas. En torno a las mesas del café La Cigarra, uno de los focos de intriga política, los parroquianos decían que los pobres lloraban por boca de Gaitán y que sus palabras podían silenciar el viento.
+El 9 de abril de 1948, el secretario de Estado de los Estados Unidos, George Marshall, estaba en Bogotá para asistir a la IX Conferencia Panamericana. A la una de la tarde Gaitán, director del Partido Liberal y gran favorito para ganar las siguientes elecciones presidenciales, salió de su oficina para almorzar y luego hablar ante un grupo de estudiantes en otra parte de la ciudad. Un hombre que merodeaba frente al café Gato Negro sacó un revólver del bolsillo y le disparó tres veces, matándolo casi de inmediato. En cosa de minutos un torbellino de dolor y de ira desgarró a Bogotá. Las vendedoras del mercado abandonaron sus puestos, los trabajadores de las fábricas se lanzaron a la calle, los barrios se desocuparon y los estudiantes huyeron de los salones de clase. En menos de una hora, miles habían inundado el corazón de la ciudad: hombres con banderas rojas y machetes, mujeres con niños y gasolina. Saquearon y destruyeron todo lo que pudieron. Los tranvías en llamas recorrían vacíos las avenidas, ardieron las iglesias y los monasterios, los machetes cortaron las mangueras para incendios y el cielo se tornó rojo con las llamas que consumieron el centro de la ciudad.
+La atmósfera se llenó del olor de piedras y metales quemados, de licores derramados, y al cabo del tiempo se contaron seis mil muertos. Bogotá ardió durante tres días.
+En el momento más álgido del «bogotazo», una multitud invadió la plaza de Bolívar y colgó el cadáver del asesino frente a las puertas del palacio presidencial. El mandatario, Mariano Ospina Pérez, dijo que era preferible un presidente muerto que fugitivo, y su esposa hizo arreglos para que su familia fuera llevada a la embajada norteamericana. Tres tanques con banderas rojas y rodeados de estudiantes que gritaban vivas a Gaitán llegaron a la plaza. Histérico y pleno de esperanza, el pueblo creyó que el Ejército se había puesto de parte del levantamiento. Los tanques avanzaron, llegaron frente al palacio y allí hicieron girar lentamente las torretas, apuntando hacia la multitud, y abrieron fuego con los cañones. En ese instante desapareció para siempre la tranquila capital provinciana donde los presidentes, de cubilete y frac, se codeaban sin temor con el pueblo.
+*
+Tarde en la noche, bastante después de que llegara de Monserrate, salí del hotel y casi choco con la camioneta de Tim, que había parqueado junto a la acera. En la estrecha calle de La Candelaria, la potente camioneta y su remolque, muy limpios y brillantes después de un mes en un garaje local, parecían absurdamente grandes. El tráfico se atascó inmediatamente y una fila de busetas empezó a pitar para que Tim se moviera. Me metí en la cabina y me apresuré a saludarlo, pero antes un perro me lamió la cara.
+—Willy, te presento a Pogo —dijo Tim.
+Prendió la luz interior. Sentado entre nosotros, observando la escena por el vidrio delantero y sin duda pensando en su territorio, había un hermoso perro de cara blanca, mandíbulas largas y pelo corto café. Parecía una mezcla de zorro rojo y Rin Tin Tin.
+—Está un poco nervioso —agregó Tim.
+Avanzó hasta la carrera Cuarta y se dirigió hacia el norte. Prendí la radio y la sintonicé hasta que encontré una emisora que pasaba algo que no era salsa. Se llamaba Radio Folclórica, o algo así, y una mujer cantaba repitiendo una y otra vez: «Te quiero matar enterrándote en mi pecho».
+—Creo que tiene soroche —dijo Tim.
+—¿Un perro con soroche?
+—Podríamos hacerle un poco de tintura de coca y ponérsela en la comida.
+Miré a Tim. Vi que no hablaba en broma. Un autobús pistoneó. Pogo se puso a ladrar como loco y trató de treparse al timón para salirse por la ventana. Tim lo rechazó. Después ensayó mi ventana, pero aterrizó con sus patas delanteras entre mis piernas. Solté un resuello. Luego se bajó del asiento y se echó sobre mis pies. No hizo sino mirarme hasta que los moví.
+—¿Y qué has estado haciendo, compañero? —me preguntó Tim.
+—Bueno, caminé hasta Panamá.
+—¿Qué?
+Le conté la historia, y cuando terminé ya habíamos salido del centro y nos acercábamos a Chapinero.
+—¿Así que Pogo…?
+—No lo podía abandonar —dijo Tim—. Va a estar bien. Siempre ha querido conocer Bolivia.
+—¿Bolivia?
+—Tal vez —sonrió—. Entretanto, ¿qué te parecería cruzar los Andes?
+—¿Por dónde?
+—Tú dirás.
+Paramos en un restaurante donde podíamos comer afuera y vigilar la camioneta. Antes de que el mesero nos llevara una bebida, Tim extendió un mapa de Suramérica sobre la mesa. Su plan era llegar hasta Bolivia, cruzando los Andes por una docena o más de puntos, explorando las estribaciones orientales en busca de especies de coca cultivadas y silvestres. El desafío que tenía entre manos era identificar la herencia de las plantas cultivadas. Sabía que el género Erythoxylum comprendía más de doscientas cincuenta especies, la mayor parte diseminadas por los trópicos de América del Sur. Aunque diminutas cantidades de cocaína han sido detectadas en varias especies silvestres —diecisiete, para ser exactos—, los indios sólo explotan dos especies. Ya habíamos visto una en la Sierra Nevada de Santa Marta: la Erythroxylum novogranatense, la coca colombiana. Adaptada a hábitats calientes y estacionalmente secos y muy resistente a la sequía, produce hojas pequeñas y angostas de un color verde amarillento y brillante. La coca boliviana, al contrario, se da mejor en el clima húmedo de la «montaña». Allí la encontraríamos en inmensas plantaciones en medio de los bosques de tierra baja. En el camino buscaríamos parientes silvestres. Situando geográficamente el alcance y distribución de las plantas, y mediante un estudio de campo, Tim esperaba reconstruir sus relaciones evolutivas y así comprender la historia de las especies cultivadas. Era una cacería para encontrar el punto de origen de la planta más sagrada de los Andes, una búsqueda que prometía llevarnos a algunos lugares extraordinarios.
+—En el bajo Amazonas ha habido tráfico de coca desde hace cien años —dijo Tim—. A la gente siempre se le olvida eso. Las áreas más salvajes quedan aquí, cerca de las montañas, en la parte alta de los ríos —y con la mano abierta trazó un arco desde el sur de Venezuela, pasando por Colombia, hasta Bolivia y el norte de la Argentina. Señaló el sudeste de Colombia.
+—El Putumayo es navegable, pero los raudales impiden la navegación en la mayor parte de los demás ríos principales, sobre todo en Colombia y en Ecuador. Desde Colombia hasta Bolivia no hay más que una carretera decente que cruza las montañas. Cuando abrieron las carreteras en el Ecuador, descubrieron tribus desconocidas que vivían a menos de ciento sesenta kilómetros de Quito.
+Tim me explicó otros importantes aspectos de las montañas orientales. Durante la época del pleistoceno, a medida que el clima global cambiaba gradualmente, gran parte del Amazonas se convirtió en una inmensa pradera, y la vegetación original se fue trasladando hacia las vertientes, más húmedas, de los Andes. Allí, en remotas áreas aisladas en las partes más altas de los valles de los ríos, parches residuales de bosques tropicales de la llanura quedaron disgregados. La selección natural modificó muchas de las especies, y cuando el clima cambió una vez más y volvió la lluvia a la hoya del Amazonas, estos refugios biológicos sirvieron como depósitos desde los cuales se difundieron plantas, animales, pájaros e insectos por todas partes del Amazonas. Es en esta forma como hasta hoy en día muchos de los valles de los ríos de la «montaña» cuentan con gran cantidad de especies endémicas y siguen siendo importantes centros de biodiversidad. No es raro encontrar en ellos géneros de plantas o de mariposas de diez o más especies distintas, cada una localizada en un valle particular a lo largo de la vertiente oriental de los Andes, precisamente en áreas atravesadas ahora por carreteras y oleoductos o destruidas por la deforestación.
+—Es algo en lo que debemos pensar —dijo Tim—. Somos tanto la primera como tal vez la última generación de botánicos que tiene la oportunidad de explorar estos bosques.
+*
+Empezamos a viajar hacia el este desde Bogotá, cruzando la Cordillera Oriental, hasta Villavicencio, la desparramada ciudad ganadera que era el principal centro comercial de los Llanos, la vasta llanura de tierra baja que cubre un área de Colombia mayor que la Gran Bretaña. Desde Villavicencio viajamos hacia el sur bajo la lluvia, a través de sabanas, hasta la Serranía de la Macarena, un antiguo y aislado macizo montañoso que antecede en un millón de años la formación de los Andes. De ciento sesenta kilómetros de longitud y con elevaciones de hasta dos mil doscientos cincuenta metros sobre el nivel del llano, la Macarena es una isla de asombrosa diversidad, una de las reservas biológicas más ricas del mundo, un brumoso y lluvioso mundo perdido que hasta hoy no ha sido casi explorado. Schultes estuvo allí en 1951, en las faldas orientales, en la cima del cerro Rengifo, y en la mesa del río Zanza. Acompañado por Jesús Idrobo, un colega de Bogotá, recolectó plantas durante un mes, antes de que el comandante local lo instara a dejar la región. Poco después de su partida hubo una batalla entre el Ejército y una cuadrilla de guerrilleros que había huido a la Macarena después de la muerte de Gaitán.
+Tim y yo acampamos durante una semana en un sitio cercano al lugar donde había estado Schultes el 23 de junio de 1951, el día que descubrió una nueva especie de un género de árboles extremadamente raro que sólo se encuentra en Colombia. Agarrado al costado de un risco alto, tenía una espesa copa de hojas compuestas, la inflorescencia extendida y un aspecto notable. Lo bautizó Rhytidanthera regalis. Intermedio entre especies afines que se hallan en el norte de los Andes y una que se sabe procede de las colinas de arenisca del Vaupés y del Caquetá, a ochocientos kilómetros al oriente, era el eslabón perdido que probaba su teoría de que había habido una gran migración de plantas de los Andes al este, hacia el antiguo Macizo Guayanense. Con poco característico orgullo, Schultes dijo que su hallazgo era «uno de los descubrimientos fitogeográficos más importantes de las últimas dos décadas».
+La lluvia y la amenaza de las guerrillas, que después de casi treinta años todavía estaban activas en las montañas, limitaron nuestros desplazamientos en la Macarena. Sin embargo, Tim encontró cuatro especies de coca silvestre en menos de una semana. Nos quedamos en una finca en la base de las montañas y herborizamos a lo largo del costado de una gran plancha de piedra elevada de varios kilómetros de longitud. Surgía misteriosamente del llano para terminar en un impresionante acantilado que se precipitaba hacia el río Güéjar, en el más bello valle que jamás había visto. Nuestro anfitrión era un hombre sencillo y generoso con dos hijos y una joven hija, muy bella, que conocía las montañas mucho mejor que sus hermanos. Acompañaba a su padre cuando este nos guiaba por el bosque y demostraba una sensibilidad asombrosa hacia la naturaleza. Una vez que estábamos descansando sobre una alta barranca de arenisca, con el sinuoso río a nuestros pies y una brisa fría que recorría el valle, dijo que cuando se muriera quería convertirse en viento. Su padre suspiró.
+—Pero tu alma puede tomar muchas formas —le dijo Tim.
+—Tal vez —respondió ella—, pero nadie puede matar el viento.
+Unos pocos días después me encontré a su padre temblando en el jardín, tratando de matar una culebra grande que se estaba comiendo las gallinas. No funcionaba su escopeta y la serpiente colgaba amenazadora de un cafeto. Impulsivamente le di un machetazo que le abrió en dos la cabeza. La joven soltó un grito. Se acercó al animal antes de que se aflojara y se mojó los dedos con la sangre. Al darse vuelta, había lágrimas en sus ojos. Estaba llorando por una culebra.
+*
+Cuando volvimos a Villavicencio, pasando por la misma llanura interminable con sus manadas de ganado cebú y aislados morichales, supimos que un deslizamiento de tierra había taponado la carretera a Bogotá dos días después de que llegáramos. El derrumbe ocurrió en Quebrada Blanca, el cañón muy inestable de un arroyo donde el monte se había venido abajo una docena de veces, la más reciente tres meses antes, cuando perecieron doscientas personas, entre ellas dos buses llenos de niños. Estas estrechas carreteras destapadas, sobre las que se inclina la vegetación y abiertas en las faldas de las montañas, son peligrosas incluso con buen clima. En la estación lluviosa, cuando la precipitación llega a los 4.000 milímetros en los Llanos y es mayor incluso en las montañas, el peligro aumenta por la constante amenaza de deslizamientos. Prácticamente no hay manera de construir una carretera segura a través de los Andes. Cuando se altera el bosque y las excavaciones desnudan la tierra, esta puede ceder en casi cualquier punto. Si no fuera por los bosques húmedos, los Andes se habrían caído al Amazonas desde hace muchísimo tiempo.
+Como la carretera se completó a finales de la década de 1930, Villavicencio se convirtió en el mayor centro urbano de la mitad oriental de Colombia. Su único atractivo es la agitación del tráfico mismo, la constante salida de camiones que llevan los productos del Llano a través de las montañas. Pero como el derrumbe había bloqueado el transporte de gasolina desde la capital y las reservas locales estaban a punto de agotarse, los camiones estaban varados. Los que tenían suficiente gasolina para llegar a Bogotá hacían larga cola del lado occidental de la ciudad, a la espera de noticias de Quebrada Blanca. Los demás estaban aparcados por toda la ciudad, pudriéndose bajo el sol ardiente sus cargas de carne, frutas y verduras. Sin gasolina, también nosotros estábamos varados. Tim se las arregló para sacarle unos pocos galones al alcalde, pero no nos alcanzaba sino para volver a Bogotá. Sin poder herborizar, matamos el tiempo en los bares locales, bebiendo cerveza y escuchando los originales ritmos flamencos de la música llanera.
+A los tres días corrió el rumor de que la tarde siguiente se abriría la carretera. Salimos de inmediato de la ciudad y nos unimos a la romería de camiones que se internaba lentamente en los Andes. Al acercarnos a Quebrada Blanca, la carretera que viene del Llano se topa con una empinada montaña que se precipita en una profunda garganta. En la curva cerrada donde cruza el río y trepa abruptamente en la falda opuesta del valle, sucesivos derrumbes habían excavado los barrancos de los dos costados, depositando toneladas de piedras y detritos y dejando expuesto un corte peligrosamente inestable que se elevaba unos trescientos metros sobre la carretera. Era un escenario devastador; todavía se podían ver en el fondo del desfiladero los esqueletos ya oxidados de los buses escolares, pero reinaba un ambiente festivo. Los derrumbes eran tan previsibles allí que los campesinos habían levantado una fila de expendios de comida en ambos lados del río. Niños que iban y venían, corriendo por la fila de camiones, ofrecían a gritos empanadas, bollos de maíz, tinto y gaseosas. Un primitivo teleférico en lo alto de la garganta transportaba provisiones y uno que otro pasajero temerario. Los choferes de los camiones tomaban aguardiente y cerveza y brindaban por la pronta apertura de la carretera.
+A las cuatro de la tarde, por fin, con mucho escándalo aumentado por un coro de pitazos que hacía eco por todo el valle, los funcionarios del Gobierno llegados de Bogotá cortaron la cinta para inaugurar un puente nuevo. Era un puente Bailey de una sola vía que los ingleses inventaron durante la Primera Guerra Mundial y que los ingenieros colombianos habían logrado ensamblar en menos de una semana. Enseguida pasaron lentos y rugientes algo más de cien tanqueros que venían de la capital con gasolina. Cuando finalmente empezamos a movernos, ya estaba casi oscuro y además llovía, por lo que trepamos con cautela hacia Bogotá, orillándonos con frecuencia para dar paso a los camiones que iban rumbo a los Llanos. Creyendo que los pitazos equivalen a frenar y que las luces delanteras son demasiado caras para desperdiciarlas, los choferes parecían inusualmente resueltos.
+—¿Hay paso? —preguntaban secamente al pasar.
+Nos detuvimos para comer en el primer pueblo, a una hora o más de carretera, y antes de acabar llegó la noticia de que el puente se había caído. Algún chofer recordó que había visto pasar nuestra camioneta justo unos momentos antes del accidente, y un policía del sitio nos pidió información. No sabíamos nada. No hubo forma de confirmar el rumor hasta que a la mañana siguiente, en Bogotá, vimos la noticia en la primera página de El Espectador. Sobre una foto muy borrosa de la ceremonia de inauguración había un titular que decía: «¡Se cayó el puente!» Una segunda foto mostraba el puente retorcido en el fondo de la garganta, al lado de un enorme camión al parecer intacto. El chofer, que había tratado de pasar con una carga de arroz de siete toneladas, superior a la capacidad del puente, resultó sin un rasguño. Nadie había podido identificarlo en medio de la confusión. Sin duda, anotó Tim, ya se había escondido en el monte y en menos de una semana estaría al timón de otro camión, manejando a toda velocidad en alguna lejana carretera, tomando aguardiente y cantando en la noche. Una cosa era cierta: en un buen tiempo no iba a ser posible viajar a Villavicencio. No había otro puente Bailey disponible en todo el país. Por diez minutos, nos habíamos salvado de quedar atrapados en los Llanos un mes entero.
+*
+Los diez monótonos días en Bogotá, a la espera de que se secaran nuestras plantas en el Instituto de Ciencias Naturales, nos dieron ansias de volver a emprender camino. Nuestro siguiente destino era el sur de Colombia, y a la larga el valle de Sibundoy, hogar de varias tribus indígenas, cabecera del río Putumayo y el sitio con la mayor concentración de plantas alucinógenas del mundo. Para los estudiantes de Schultes, la recolección en Sibundoy es un rito virtual de iniciación y la oportunidad de seguir sus pasos por las mismas colinas que exploró en 1941 en el curso de su primera expedición botánica en Colombia. «Uno no puede realmente decir que es botánico», nos dijo un viejo amigo suyo del Instituto, «hasta que no haya trabajado en Sibundoy».
+El valle queda en una depresión alta, el antiguo lecho de un lago rodeado de montañas que se elevan hasta casi setecientos metros sobre la planicie. La carretera que va al oeste cruza el río Atriz, a sesenta y cinco kilómetros de Pasto, el centro comercial del extremo sur de Colombia, una vieja ciudad colonial al pie del inmenso volcán Galeras. Otra carretera hacia el este atraviesa la Cordillera Portachuelo, últimas crestas de los Andes, donde un poco más adelante desciende abruptamente la altitud y las montañas se funden con las selvas pluviales del Putumayo. La situación geográfica de Sibundoy es importante. A menos de sesenta kilómetros al norte, los Andes se dividen en tres ramales precisos que se despliegan sobre la faz occidental de Colombia. Hacia el sur, en el Ecuador, las montañas se funden en una sola cadena de doscientos cuarenta kilómetros de anchura, tachonada de volcanes que alcanzan una altitud de hasta seis mil metros. En la latitud de Sibundoy los Andes miden sólo ciento doce kilómetros de ancho y la mayor elevación es de dos mil cuatrocientos metros. No hay en toda América del Sur un sitio donde sea más corto el paso al Amazonas desde las tierras bajas del Pacífico. Por eso, a pesar de su relativo aislamiento, Sibundoy ha sido por miles de años senda de ideas y bienes a través del corazón del continente.
+Desde Bogotá viajamos velozmente hacia el sur y llegamos a Cali en un día, para seguir a la mañana siguiente a Popayán, una pintoresca e intacta ciudad universitaria de calles adoquinadas y viejas casas coloniales, blancas y deslumbrantes contra el suave verdor de los cerros del alto valle del Cauca. En avión, Popayán sólo queda a ciento sesenta kilómetros al norte de Sibundoy, pero por tierra hay que atravesar el Macizo Colombiano, un quebrado nudo de montañas donde nacen, en un área de sólo treinta y dos kiómetros cuadrados, el Cauca, el Magdalena, el mayor río de Colombia, así como el Patía, que desemboca en el Pacífico, y el Caquetá, uno de los mayores afluentes del Amazonas. Al norte y al oriente, la colcha de campos de cebada y de trigo da paso en pocos kilómetros a bosques semihúmedos, más allá de los cuales se elevan hasta más de cinco mil metros los picos volcánicos de la Cordillera Central. Es una tierra agreste y solitaria, inhóspita y remota, uno de los pocos rincones aislados del altiplano colombiano donde florecen las tradiciones indígenas. También es el único lugar de los Andes, al norte del Perú y al sur de la Sierra Nevada de Santa Marta, donde todavía es reverenciada la coca.
+Sobreviven allí dos principales sociedades indígenas. Los guambianos, quizá más de ocho mil, que viven en los alrededores de Silvia, un bello pueblo acunado en un valle apacible a una hora por carretera desde Popayán. Más arriba en las montañas y llegando al norte hasta el Nevado del Huila, una de las cumbres más altas del sur de Colombia, viven los paeces, bastante más numerosos y desafiantes, pues al contrario de los guambianos al sur y de los fieros pijaos al norte, opusieron notable resistencia a la dominación española. Durante los siglos XVII y XVIII, mientras la ira de los españoles caía sobre los guambianos y los pijaos eran prácticamente eliminados en una campaña de despiadada crueldad, los paeces sólo tuvieron que sufrir las incursiones de los misioneros, que al decir de todos tuvieron poco éxito. El terreno era difícil, el clima amenazante y las tradiciones chamánicas profundamente enraizadas en su cultura. Un sacerdote jesuita quedó mudo y catatónico porque los paeces se reían en forma incontenible de cada intento suyo por convertirlos.
+Camino a Sibundoy, Tim y yo pasamos dos semanas en esas montañas, viajando de mercado en mercado, comprando hojas de coca y averiguando cuanto podíamos sobre el uso local de la planta. La mayor parte de los indios eran reticentes por buena razón. Aunque cultivada en los jardines de las casas y usada como remedio y tónico tanto por los indios como por los campesinos, la coca es oficialmente ilegal en Colombia. Su cultivo y distribución es delito desde 1947. Sobra decir que la ley se hace cumplir selectivamente. Recogimos algunas de las más sólidas muestras de la planta en los mejores barrios de Cali, donde es popular en los jardines. En las aldeas del Cauca, donde la policía la vende por unos pocos cientos de pesos y donde la mayor parte de los agentes ya está en la nómina de los narcotrafiantes, la prohibición es sólo un pretexto para acosar a la gente, como nosotros mismos lo descubrimos una mañana en Silvia.
+El martes es allí día de mercado, y desde antes del amanecer se escucha en las calles el martilleo de los comerciantes levantando sus puestos. Pogo y yo salimos temprano para explorar el pueblo y, en su caso, para reconocer su territorio. Al salir el sol estábamos al lado de una pequeña iglesia blanca en la punta de una colina, observando los carros de caballos y los camiones que serpenteaban por las carreteras del valle hacia el desorden ruidoso y polvoriento en torno a la plaza. A eso de las siete nos fuimos al mercado pensando en desayunar. Pedí café y sancocho en un puestico entre el de un yerbatero y el de un comerciante de Otavalo, en el Ecuador. Como era de esperar, me sirvieron la sopa con un trozo de carne de cerdo pardusco, que discretamente le pasé a Pogo. Mientras se lo comía, empecé a hablar con el yerbatero, un hombre de edad y con la cara muy arrugada. Los guambianos que viven cerca de Silvia abandonaron el empleo ritual de la coca hace casi un siglo. Aun así, con los paeces que bajan de sus montañas en el norte y los campesinos locales que usan la planta como remedio para el estómago y la fatiga, era cosa casi segura que tuviera un atado de coca debajo de la mesa.
+Hablamos sobre las enfermedades del hígado quince minutos, pasamos a las dolencias mágicas, incluyendo el «susto» y los «malaires», y volvimos al hígado antes de que por fin intentara hacerle la pregunta. Le pedí una libra de hojas. Me vendió tres paqueticos, cada uno con una onza o más, a siete pesos cada uno. Las hojas eran de un verdoso ocre oscuro por el tostado, más bien húmedas y bastante más grandes que las que recogimos entre los ikas de la Sierra Nevada. Le hice saber que estaba interesado en comprarle más. Su respuesta fue un evasivo gruñido.
+Pogo y yo dejamos la coca donde nos estábamos quedando, salimos de nuevo para buscar a Tim y volvimos en el momento justo para ver nuestros colchones volando hacia el patio de la residencia. Era una requisa normal de la policía: un oficial gritaba órdenes a unos indios obsecuentes en uniformes demasiado grandes; aterrorizados viajeros tratando de recordar lo que les habían dicho sobre los sobornos a la policía; unos pocos hippies locales sin un centavo y arrestados, mientras el dueño pretendía estar histérico y andaba por todas partes agitando los brazos, como si nunca le hubieran hecho una requisa. Los carabineros parecían mucho más interesados en nuestro cuarto. Entré y encontré a Tim en un rincón, de pie y con los brazos cruzados, mientras tres miembros de la fuerza pública colombiana registraban nuestras pertenencias. Con pilas de especímenes, botellas de aceite de gingseng y de remedios de hierbas, un armario lleno de machetes, químicos y prensas de plantas, la bañera rebosante de cortes y raíces, una balanza de metal que usábamos para pesar los envíos al herbario de Bogotá, docenas de semillas, redomas con flores en conserva, bolsas de tela y cajas de bolsitas de plástico, estaban haciendo su agosto. Hice un rápido inventario mental. Acababa de terminar creyendo que todas las cosas incriminatorias estaban guardadas seguras en la camioneta y había empezado a relajarme, cuando mi vista cayó sobre un frasquito con un polvo blanco que estaba en el escritorio al lado de la cama.
+—¡Ajá! —resolló el teniente. Cogió el frasco con una mirada triunfal, desatornilló la tapa y lo acercó a la nariz. Olfateó. Hizo cara de decepción.
+—¿Qué es esto? —le preguntó a Tim.
+—Polvo de yohimbina —respondió.
+Se acercó al policía y le habló en voz baja unos segundos. No pude oír lo que le decía, pero fuera lo que fuera, el oficial había empezado a ablandarse cuando uno de sus subalternos encontró los tres paquetes de coca. De inmediato recuperó su profesionalismo. Ahora, dijo carraspeando, estaba obligado a arrestarnos. Justo en ese momento dos mujercitas indias con paquetes grandes de coca entraron al cuarto, se dieron vuelta y salieron corriendo.
+Los seguimos obedientes hasta la estación de policía cercana. No era nada grave. Tim tenía un permiso para recolectar coca. El asunto sólo significó una o dos horas, durante las cuales tres superiores del teniente examinaron los papeles, admiraron a Pogo e hicieron trueque de chistes con Tim. Nos tuvieron allá hasta el mediodía, cuando todos nos fuimos a almorzar. En el momento de irnos, el tipo que tenía a su cargo todo el lugar, al que Tim y los demás le habían dicho todo el tiempo «mi jefe», sacó el frasco con polvo de yohimbina del cajón en su escritorio.
+—Es suyo —le dijo, generoso, Tim.
+—Muchísimas gracias y que tengan un buen viaje —dijo el jefe. Era de baja estatura, casi gordinflón, y lucía una gran sonrisa de oreja a oreja.
+—¿Qué es eso de la yohimbina? —le pregunté tan pronto estuvimos algo alejados de la policía.
+—Es de una corteza de un árbol africano.
+—¿Y qué es lo que hace?
+—Se puede decir que es un afrodisíaco —me dijo Tim sonriendo.
+*
+Sin ganas de arriesgarnos en vano, nos fuimos de Silvia tan rápido como pudimos. Tomamos rumbo al sur, hasta un pueblo donde podíamos coger la carretera que asciende hacia el interior del territorio páez. A tres o cuatro kilómetros de Silvia se nos pinchó una llanta, y la camioneta aterrizó al lado de un talud coronado por unos arbustos en hilera. Mientras yo luchaba por ponerla de nuevo en la carretera, Tim se fue a recoger plantas. Volvió con un manojo de unas brillantes flores tubulares de un color rojo exactamente igual al de la banda de tela ceñida a sus sienes.
+—Flores de quimbe —dijo radiante—. La flor del colibrí, Iochroma fuchsiodes. Es un arbusto, a veces un árbol pequeño, de la familia de la papa. Schultes lo recogió por primera vez en Sibundoy en 1942. Desde hace años ha escrito diciendo que es un alucinógeno, pero nadie ha tenido el valor de probarlo.
+—Tim —le dije.
+—No te preocupes. No vamos a comérnoslas. Ni en broma quiero tener que ver con las Solanaceae.
+—¿Y qué hay de esa vez que tú comiste brunfelsia con Pedro Juajibioy?
+—¿Cómo supiste eso?
+—Todo el mundo lo sabe.
+—Bueno —dijo Tim sonriendo—, esa era una planta medicinal. Además, no lo volvería a hacer —y se arrodilló en la tierra, separando los especímenes con cuidado, mientras yo lograba sacar una prensa de la camioneta.
+—Aun así —dijo Tim—, esta debe de ser toda una planta. Raspan la corteza y la hierven con las hojas. Un viejo curandero kamsá, Chindoy —lo vas a conocer si todavía está vivo—, le contó a Schultes que se tomaba como último recurso, cuando no podía descubrir qué le pasaba a alguien. Parece que hace vomitar.
+Había un tal toque de tentación en su voz que quedé preocupado, y no habían pasado veinte minutos de carretera cuando nos volvimos a hacer a un lado, esta vez por decisión propia.
+—¿Qué pasa? —pregunté, pero Tim ya se había bajado de la camioneta. Pogo y yo lo alcanzamos en la punta de un empinado talud de la carretera; estaba en medio de un matorral de arbustos, el más alto de los cuales le rozaba la cara. Las flores eran de un rojo profundo asalmonado, con los lóbulos de un cremoso amarillo y con claras estrías amarillentas paralelas a lo largo de toda la corola. Tim parecía más interesado en los frutos leñosos, más o menos del tamaño de un mango pequeño, que colgaban delicadamente de las delgadas ramas de la planta. Examinó sus fuertes tallos leñosos y luego sacó una navaja y cortó los tejidos de la base del arbusto. Tenía los ojos vidriosos de los botánicos cuando están a punto de descubrir algo importante. Supe en un instante que había identificado la planta. Incluso él estaba impresionado.
+—Es sólo la tercera vez que se ha recolectado —dijo—. Es un borrachero, la planta que para los guambianos simboliza el árbol del Águila Mala. La Burgmansia sanguinea, subespecie vulcanicola. Schultes la encontró en la falda norte del Puracé. Tres días después el volcán hizo erupción. Por eso la llamó vulcanicola.
+—¿Y a él qué le pasó?
+—Nada —respondió Tim—. Pero en Popayán encontró un libro con una increíble relación de la planta. Tiene un grabado donde una mujer está sentada al pie de un árbol florecido con un águila que cae en picada del cielo. Yo tengo una fotocopia. Recuérdame que te la busque.
+Había diez arbustos y nos llevó una hora hacer una colección completa. Para entonces había empezado a llover a chuzos, y cuando volvimos a la camioneta estábamos empapados y con frío. Me encargué de los especímenes y me metí a la cabina con Pogo, mientras Tim seguía reburujando la parte de atrás. El remolque, que yo había bautizado «el hotel rojo», no era más alto que el techo de la camioneta, pero en Boston un carpintero amigo de Tim lo había equipado en forma ingeniosa. Tenía espacio para que durmieran tres personas y debajo de las literas había cubos de almacenamiento especiales para muestras de plantas, un pequeño escritorio empotrado y unos estantes en los que Tim había puesto unos cincuenta libros, entre ellos los clásicos de la historia natural en América del Sur: obras de Charles Waterton, Richard Spruce, Henry Bates, Alfred Russell Wallace y los diarios de Hipólito Ruiz y de José Antonio Pavón. En la parte de adelante del archivo tenía recortes y copias de artículos de botánica y etnobotánica, muchos de ellos de Schultes y todos relacionados con alguna planta o idea con las que Tim tenía la intención de toparse. En la parte de atrás siempre había una botella de escocés Black and White, que me alegró ver en manos de Tim cuando volvió al timón.
+—Mira esto —me dijo mientras yo me servía un trago.
+Era una ilustración primitiva realizada por un artista guambiano, y aunque muy estilizada, era imposible no ver el parecido con la planta que acabábamos de recoger. El título la identificaba como «borrachero, el intoxicador». El texto, traducido del guambiano, decía:
+Qué agradable es el perfume de las flores largas y como campanas del yas… Pero el árbol tiene el espíritu de la forma del águila que se ha visto venir volando del cielo, y luego desaparecer; se desvanece por completo en las hojas, entre las ramas, entre las flores. Es tan maligno el espíritu que si una persona mala se queda al pie del árbol, olvidará todo y viajará por los aires como en alas del yas.
+El documento continuaba diciendo que si una joven guambiana se sentaba debajo de un borrachero, soñaría sólo con los paeces, «esos hombres que nunca dejan de mambear coca», y que seis meses después daría a luz no un niño sino las semillas intoxicantes del árbol. Este mismo espíritu, que tan cruelmente preña a las vírgenes, también castiga a quienes, al desbrozar un terreno, sacan de raíz las plantas silvestres sin dejar una semilla para que se reproduzcan.
+—Así que es blanco y negro —le dije.
+—Ni una cosa ni la otra —respondió—. Es un reino en sí mismo. Como todas las solanáceas. Piensa sólo en los nombres: la mandrágora, el beleño, la belladona, la flor sagrada de la estrella polar. Extraño, ¿no es cierto? Sin embargo, la misma familia nos da las papas y los tomates. Mi abuela nunca comía tomate. Decía que era la fruta del diablo, que sólo nosotros pensábamos que se podía comer, y que a la larga todo el que la comiera sería maldito.
+—Los borracheros son verdaderos misterios —continuó mientras volvíamos a la carretera—. Siempre se encuentran cerca de donde vive la gente, en los campos, al lado de las casas, a menudo en los cementerios, pero nunca silvestres. Las semillas son infértiles. Los indios las siembran sólo metiendo una estaca en la tierra. Son nativas de los Andes, pero nadie sabe en realidad de dónde provienen. Es uno de los pocos alucinógenos que Schultes no ha probado.
+—¿Tú sí?
+—Una vez.
+—¿Y cómo te sentiste?
+—Tal vez tú ya sabes. Tal vez lo conoces desde que respiras… —y dejó de hablar un momento—. Su principal droga es la escopolamina, el alcaloide atropina, el mismo que posee la belladona. Si se consume una porción grande produce un estado turbulento y alocado, una desorientación total, delirios y espumarajos en la boca, un hambre feroz y aterradoras visiones que se funden en un sueño sin sueños y luego en una total amnesia. No se acuerda uno de nada. Antes existía la costumbre de inyectarla a las mujeres en el parto. La llamaban entonces «el sueño crepuscular». Se suponía que hacía que las mujeres olvidaran los dolores. Pero lo que hacía era enloquecerlas. Y por supuesto, no olvidaban la experiencia. Quedaban estigmatizadas para siempre en su subconsciente… y en el tuyo. Probablemente, estaba en tu sangre cuando naciste.
+Traté de imaginarme a mi madre intoxicada con belladona, pero no pude.
+—¿Y tú comiste?
+—No, fumé un poco y luego me tomé otro poco en infusión.
+—¿Qué pasó?
+—Los indios siempre asocian la planta con la muerte. Los chibchas acostumbraban darla a los esclavos y esposas de los reyes fallecidos para luego enterrarlos vivos en sus tumbas. Siempre la han considerado la planta más aterradora, a la que se recurre cuando todo lo demás falla. Exactamente lo mismo que le dijo Chindoy a Schultes.
+—¿Pero qué te pasó a ti cuando la probaste?
+—No sé. La única manera de saber es tomando la infusión. Después uno no se acuerda. Así que no habrá nada que contar. Sólo la cruda experiencia. Pura, como la locura —y suspiró como siempre hacía antes de elevarse en un viaje introspectivo. Manejó un rato sin que ninguno de nosotros dijera nada.
+Su atracción hacia este potente grupo de plantas era reveladora. Había en él una cierta insensatez, una voluntad de desafiar el destino, una fascinación por todo lo que superaba las fronteras de la normalidad. Para quienes saben de plantas y conocían a Tim, su amor por las solanáceas era perfectamente comprensible. Yo a menudo le tomaba el pelo porque fumaba, sabiendo muy bien que nunca dejaría el cigarrillo, simplemente por la seducción del tabaco y de las plantas afines. Para un hombre que por años había estado obsesionado por la brunfelsia, una dosis de la cual casi le había causado la muerte en el Putumayo, el tabaco era inocuo.
+—Willy, ¿has oído hablar de los jíbaros? —preguntó de pronto.
+—Sí, en realidad estuve con ellos una vez —contesté, hablándole de un pueblo de la selva pluvial del sudeste del Ecuador, bien conocido por la práctica ritual de reducir cabezas. Los había visto en la cima de la Cordillera Cutucú durante una expedición botánica anterior—. Se llaman a sí mismos «Shuar» —añadí.
+—Así es. Creen que la vida normal es una ilusión: todo lo que uno ve, esa montaña, la camioneta, el propio cuerpo. Las verdaderas causas determinantes de la vida y la muerte son fuerzas invisibles que sólo se pueden percibir con la ayuda de las plantas alucinógenas. Cuando el niño cumple los seis años debe obtener un alma externa que lo proteja y le permita comunicarse con sus antepasados. Va con su padre a una cascada sagrada. El niño se baña, ayuna y bebe infusiones de tabaco y otras drogas. Si después de todo eso el alma no aparece, padre e hijo beberán borrachero, la planta de la desesperación.
+La carretera ascendía en forma abrupta bajo una densa niebla y pasando por cultivos en despejes desnaturalizados del bosque semihúmedo. Había casas regadas a gran distancia unas de otras, muy bajas y de adobe, con los techos de paja ennegrecidos por el humo de los fogones. Gradualmente fueron desapareciendo esas pocas señales de presencia humana y la tierra se abrió en una vasta planicie de vegetación sin árboles que, según Tim, era un páramo, una exótica y misteriosa formación ecológica que sólo existe en el norte de los Andes. Más al sur, en Perú y en Bolivia, las altiplanicies y valles por encima de los tres mil seiscientos metros son áridos yermos, barridos por el viento, desiertos de tierra alta llamados punas, útiles sólo para el pastoreo de la alpaca y la vicuña. Más cerca del Ecuador las alturas similares son igualmente inhóspitas, sólo que permanentemente húmedas. El resultado es un paisaje de ensueño que a primera vista da la impresión espectral de ser un brezal inglés injertado en el espinazo de los Andes. Bajo la neblina y la lluvia sólo hay Speletiae, altas y excéntricas plantas afines a la margarita arbustiva, que se extienden en oleadas para recordarle a uno que todavía está en Suramérica. De brillantes flores amarillas que brotan de una corona en roseta de hojas largas, felpudas y plateadas, parecen plantas de un libro infantil. Los colombianos las llaman frailejones, porque de lejos se pueden confundir con la silueta de un hombre, un monje errante perdido entre las nubes turbulentas y la niebla.
+La carretera siguió ascendiendo hasta llegar, después de casi cincuenta kilómetros, a los tres mil trescientos metros, el punto más alto del páramo, y luego empezó a descender hacia oriente. Durante todo el trayecto Tim se subía y se bajaba de la camioneta, veloz como una liebre, para recolectar especímenes y deleitarme con esas mil y una historias sobre las plantas gracias a las cuales conservaba la cordura: cómo los indios se ciñen la frente con las suaves hojas del frailejón para aliviar el dolor de cabeza, la forma como los campesinos usan las hojas para rellenar almohadas y colchones, o se las colocan bajo la ropa para protegerse del frío. Recogió un musgo con un antibiótico natural que se usó para vendar heridas de batalla durante la Primera Guerra Mundial; un alga gelatinosa considerada un manjar culinario por los incas; y una planta insectívora del tamaño de una arveja. Hicimos cinco colecciones de Gunnerae, un notable género de plantas del que algunas especies tienen hojas de dos centímetros y medio de ancho, pero otras, incluidas las de los Andes, miden hasta dos metros. Entre sus raíces, protegida de la intemperie, vive otra planta, un alga verde azulosa que retribuye a su gigantesca anfitriona absorbiendo oxígeno para alimentarla. Muchas de las plantas del páramo, las lobelias y fucsias, las bomareas y las gesnerias, tienen largas flores tubulares que polinizan los colibríes, razón por la cual, como comprobamos, Tim llevaba el pañuelo rojo en la cabeza. Era del mismo color de las flores y, al caminar por el páramo, acudían colibríes de todas partes para polinizar su cabeza.
+Nos quedamos en el páramo mientras hubo luz y luego iniciamos el largo descenso hacia el río Ullucos y el pueblito de Inzá, en un valle templado casi mil quinientos metros más abajo. Llegamos bastante después del atardecer y descubrimos que no existían los hoteles que figuraban en la guía turística. Sin las menores ganas de pasar la noche en el hotel rojo con un perro mojado y docenas de bolsas de especímenes, nos fuimos de casa en casa buscando un sitio donde quedarnos. En nuestro cuarto intento, un muchacho retardado y sin dientes nos abrió la puerta de lo que resultó ser una tienda y, de inmediato, trató de vendernos una libra de marihuana. Intervino una vieja sirvienta india que nos guió, pasando por un cuarto donde una pareja estaba haciendo el amor, a una sala desierta donde el tendero nos invitó a dormir en el suelo por un precio escandaloso. Aceptamos, tendimos cobijas sobre el piso sucio y sólo entonces descubrimos que compartíamos la habitación con un estruendoso gallo que la familia guardaba en una maleta colgada de una viga justo encima de nosotros.
+*
+La mañana era lluviosa y fría, y el pueblo parecía abandonado. Nos fuimos temprano, no sin que antes Tim tuviera la oportunidad de curiosear y hacer unas pocas preguntas. Por el maestro del lugar supimos que los paeces llaman esh a la coca, y que chupan y mastican las hojas enteras mezclándolas, como alcaloide, con un fino polvo blanco que sacan de la piedra caliza pura. Los campesinos se refieren a esta cal como el mambe y lo compran en bolas pequeñas, que entierran varias semanas para que cojan sabor, envueltas en hojas de plátano. Los paeces piensan que el mambe producido en gran escala por los blancos es crudo y cáustico. El carácter de la cal y el cuidado con que es producida son señal de cultura para ellos. La piedra caliza negra produce el kuétan ch’ijmé, un polvo perfectamente blanco, pero el polvo más dulce y eficaz lo obtienen de una piedra rojiza que llaman kuétan kútchi. Sea cual fuere la fuente de la cal, su preparación es la misma. Calientan la piedra al rojo vivo y luego la sumergen en agua, lo que produce una reacción química. Al despedir calor y consumirse el carbonato de calcio, transformándose en hidróxido de cal, la piedra caliza queda reducida a un polvo fino. Para los paeces, hacer la cal es en sí mismo un acto de disciplina ritual: la reunión de las piedras, prender el fuego y el ritmo de las flautas de caña que, al soplarlas, elevan las llamas como fuelles. Como en reconocimiento de la importancia de la cal catalizadora, llaman kuétan yáha, bolsas no de coca sino de cal, a las bolsas de lana en las que llevan las hojas sagradas.
+Siguiendo el consejo del maestro, nos fuimos de Inzá hasta una bifurcación de la carretera donde se desviaba la ruta de San Andrés de Pisimbalá, un pequeño pueblo indígena cercano al emplazamiento arqueológico de Tierradentro. En Pisimbalá compramos unas muestras de cal y hablamos un rato con un grupo de paeces reunidos frente a una bella iglesia de techo de paja. Estaban descalzos, eran de baja estatura y todos llevaban sombreros de fieltro, bolas de coca y ruana. Tim compró una de las bolsas y nos fuimos a ver las ruinas de Tierradentro. El emplazamiento incluía más de cien antiguas cámaras funerarias talladas en la roca y decoradas con unos asombrosos motivos geométricos. Pero Tim estaba mucho más interesado en una serie de esculturas de piedra, sin ninguna relación con las tumbas y hechas mil años antes. Aunque nadie sabe qué relación, si la hay, existe entre estos monolitos y los actuales paeces, fue sin embargo muy sorprendente nuestro hallazgo de una de esas estatuas en el emplazamiento de El Tablón. Le faltaban la cabeza y las extremidades, pero del costado colgaba una bolsa de coca, esculpida en forma realista con claros diseños geométricos exactos a los de los que se ven en los kuétan yáha de los paeces de hoy en día. Del otro lado de la estatua, también a la altura de la cintura, había una calabaza de cal, tan fielmente reproducida que pudimos detectar su especie.
+*
+Después, en el pequeño museo cercano al emplazamiento, descubrimos que la estatua se llamaba El coquero. Según el guardián, los paeces creen que en el principio de los tiempos una joven fue violada por el jaguar, y que de este terrible hecho nació el Trueno-Jaguar. Hoy en día, es el espíritu Trueno el que llama al aprendiz hacia la senda chamánica. La iniciación se lleva a cabo en un lago sagrado, pero el proceso de alcanzar el poder sobrenatural y la autoridad para curar es constante. Implica, más que nada, el acoplamiento gradual del cuerpo físico, que en el chamanismo páez es el medio real del espíritu.
+Los paeces creen que en un cuerpo sano la energía fluye continuamente de la tierra por el pie derecho, se eleva por la pierna y el lado derecho del pecho hasta la cabeza y luego baja por el lado izquierdo del cuerpo y regresa a la tierra. Cualquier interrupción de este flujo es causa de desequilibrio y, por tanto, de desgracias. El diagnóstico es una forma de adivinación. El chamán permanece solo durante la noche, a la intemperie y mascando copiosas cantidades de coca. Las hojas estimulan el cuerpo inmóvil produciendo espasmos musculares que los paeces llaman senas. De la interpretación del sitio y dirección de los senas, el chamán deduce y predice el destino del paciente. Un impulso en la mejilla le sugiere las lágrimas y, por tanto, la tristeza; un espasmo que sigue el paso del flujo vital indica mejoría; uno que corra con dirección opuesta, la desgracia. Para escoger el remedio de hierbas para cada caso, el chamán se frota la piel con varias plantas medicinales hasta que un sena le revela cuál es la indicada. En esta forma el cuerpo del chamán, imbuido de coca, se convierte en la plantilla sobre la que trabaja su propio espíritu para lograr la curación de sus pacientes.
+*
+Inspirado por las ruinas de Tierradentro, Tim decidió seguir al oriente, hacia el río Magdalena, al Valle de las Angustias, al sur de Pitalito, y luego, internándose en las montañas, llegar hasta San Agustín, donde pasamos varios días recorriendo las colinas que dominan la hondonada del alto Magdalena. Allí, colocadas en una serie de emplazamientos arqueológicos sobre tumbas y sarcófagos, hay unas quinientas estatuas antropomorfas. En aspecto y tamaño rivalizan con las de la Isla de Pascua, pero su simbolismo se origina en las selvas amazónicas. Talladas durante el primer milenio de nuestra era, aunque tal vez mucho antes, por un pueblo sobre el que se sabe muy poco, representan animales y demonios: águilas con colmillos, felinos copulando con hombres, rostros que surgen de colas de serpiente. En muchos casos las figuras tienen las mejillas abultadas por estilizadas mascadas de coca. Son algunas de las representaciones más antiguas de la planta y la primera evidencia de su papel sagrado en las civilizaciones perdidas del norte de los Andes.
+San Agustín es una entre un puñado de poblaciones de América del Sur —Santa Marta y Cuzco son otras dos— donde van a dar invariablemente los viajeros errantes, sobre todo los interesados en las drogas. El territorio es asombrosamente bello, las ruinas misteriosas y la vida barata. Una atracción adicional es el hongo de San Isidro, el Psilocybe cubensis, una potente especie alucinógena que se da en toda la América del Sur subtropical, pero sobre todo en los pastos de las montañas de Colombia y, especialmente, en los alrededores de San Agustín. Se halla siempre en el estiércol del ganado y tiene un sombrero ocre claro que puede medir varios centímetros de ancho, membranas oscuras y un velo negro característico en torno al tallo. Cuando se estropea adquiere invariablemente un color morado azuloso en cosa de minutos. El mayor de los hongos psicoactivos y de lejos el más fácil de identificar, es el favorito de todos los hippies que han llevado a cuestas sus morrales a lo largo y ancho del continente. Schultes fue el primero en encontrarlo, en Oaxaca en 1938. Crecía entre el estiércol del ganado en las montañas arriba de Huautla.
+En la tarde de la primera noche que pasamos en San Agustín, terminamos comiendo en un restaurante vegetariano de un hostal para viajeros con poco dinero en el bolsillo. Tim se sentó frente a mí en una mesa larga compartida con cuatro o cinco personas. Pogo se coló entre mis piernas y se hizo un ovillo en el piso. A mi lado había una muchacha llamada Cielo, y junto a ella un par de alemanes. Del lado de Tim estaban sentados un hippie colombiano llamado Alejandro y su novia sueca, y más allá un extraño personaje que vestía una bata azafrán. Tenía un collar de cuentas de madera, una larga barba roja y esa clase de ojos enloquecidos que normalmente tienen los ciervos al verlos por la mirilla de un rifle. Al presentarse dijo llamarse Prem Das, pero su acento revelaba que era australiano. Hablamos sobre temas que iban desde los cheques de viajero hasta los hoteles baratos, pero siempre volvíamos a cuánto llevaba cada uno en el camino y a las maravillas del hongo de San Isidro.
+Era claro que Prem Das llevaba un buen tiempo viajando: Bali, Katmandú, Kabul, Benarés, Goa, Marruecos, y ahora San Agustín.
+—Hace tiempo que dejé los zapatos —dijo—. Nunca viajo a ninguna parte donde tenga que usar zapatos.
+—Tan sollado —dijo Cielo con un suspiro. Yo por mi parte miré debajo de la mesa. Era cierto. Tenía un aro en un dedo grande del pie. Le eché una mirada a Pogo, que estaba comiéndose un plato de soya, no muy de su gusto. Un mesero llevó un par de cervezas y Tim pidió para todos.
+Prem Das empezó a describir sus más exóticas experiencias con las drogas. Divagó más que todo sobre los platillos voladores y los hongos, pero se puso interesante cuando habló del borrachero. Incluso Tim, que nunca participaba en esa clase de conversaciones, se mantuvo atento. Al parecer, cuando estaba de paso por Barranquilla, se había comido varios puñados de hojas que había arrancado de un borrachero en el patio del hotel. Sin saber lo que le esperaba, decidió dar un paseo para ver la ciudad, y eso fue lo último que pudo recordar. Por lo que después logró reconstruir, había terminado dando vueltas, completamente desnudo, en torno al mercado principal de Barranquilla durante tres días. Se había comportado en una forma tan loca que ni la policía lo molestó.
+—Increíble, hombre —dijo Cielo, dilatando su vocabulario.
+—Yo conozco ese mercado —anotó Alejandro—. No me compraría ni un mango allá.
+—¿Qué le pasó después? —le pregunté yo, y Prem Das contó que al final lo habían arrestado. Alguien le había dado su ropa a la policía, y había un varillo en un bolsillo de los pantalones.
+—Les dio miedo hasta de robarse la ropa —dijo uno de los alemanes, pasmado.
+—¿Cómo era la cárcel? —le preguntó el otro.
+—Mala onda —le contestó Prem Das, a quien en ese momento todos estaban adulando, menos Tim, que no le quitaba los ojos de encima.
+—Howard, Howard Ziegler. ¡Eso es! —dijo Tim de pronto. El hombre que se llamaba a sí mismo Prem Das pareció anonadado.
+—Howard Ziegler —repitió Tim—. Bogotá, 1966, allá arriba, en el bosque de eucaliptos.
+Prem Das mostró entonces una gran sonrisa.
+—Sí, sí, hombre —asintió—. Tim Plowman, ahora recuerdo. Metimos ácido juntos.
+Todos miramos a Tim, que sonrió bondadoso. Resultó que casi una década antes, en las faldas de Monserrate, había iniciado a un flacuchento turista australiano llamado Howard Ziegler en el mundo maravilloso del LSD.
+Tim y Howard hicieron memoria durante unos momentos, pero pronto se les acabó el tema. El ambiente se puso incómodo, así que le pregunté a Howard qué planes tenía.
+—Pues hay ese lugar sollado, una especie de mundo perdido sobre el que nadie sabe nada —anotó, como si quisiera compartir un secreto de Estado con nosotros.
+—¿Y qué sitio es ese? —le pregunté.
+—Se llama Sibundoy —me respondió. Fue mi turno de quedar súpito. Miré a Tim, quien no mostró señal alguna de emoción.
+—Allá vas a necesitar zapatos, Howard —le dijo Tim.
+—¿De verdad?
+Obviamente decepcionado, Prem Das dijo que antes que someterse a ese fastidio, volvería a la costa, a Santa Marta. Me alegró que hubiera cambiado de planes. Sin embargo, las cosas no pintaban bien.
+*
+—¿Qué te dijo Schultes antes de que vinieras? —me preguntó Tim más tarde, esa misma noche, en nuestro cuarto de la residencia Luis Tello. Era un sitio decente, con agua caliente y camas limpias por un dólar la noche.
+—¿Qué quieres decir?
+—¿Te dio consejos?
+Me puse a pensar un momento. Justo antes de dejar Cambridge, pasé por la oficina que el profesor tenía en Harvard con la idea de que tal vez pudiera hacerme unas sugerencias antes de irme a América del Sur por un año o más.
+—Me dijo que no me molestara en conseguir unas botas gruesas porque todas las culebras muerden en el cuello, y me contó que en doce años no se le habían perdido ni una vez las gafas.
+—¿Algo más?
+—Que no debía volver de Colombia sin haber probado la ayahuasca.
+Tim se rio. La ayahuasca, conocida también como yagé o caapi, es el bejuco de las visiones, el bejuco del alma, la planta alucinógena más curiosa y celebrada del Amazonas. La droga se prepara machacando primero la liana y preparando una bebida con otras hierbas. Para los indios es un intoxicante mágico que puede liberar el alma, permitiendo que tenga encuentros místicos con antepasados y espíritus animales. Algunos de sus consumidores sostienen que ocurren visiones colectivas y que bajo su influencia es posible comunicarse a grandes distancias en la selva. Cuando su ingrediente activo, la harmalina, fue aislado por primera vez, algunos científicos colombianos la llamaron «telepatina».
+—Durante cuarenta años le ha dado los mismos consejos a mucha gente. Por eso Howard iba para Sibundoy. Es el lugar más cercano a la carretera panamericana donde se puede conseguir yagé. Los indios lo llevan de Mocoa y la llanura amazónica —comentó Tim, quien sacó un librito de su mochila y me lo tiró. Cayó al borde de la cama, rebotó y fue a dar contra la cabeza de Pogo, que gruñó y se volvió a dormir. El libro era Las cartas del yagé, una corta correspondencia entre William Burroughs y Allen Ginsberg.
+—Es más que todo cartas de Burroughs escritas a principios de los cincuentas, cuando andaba por Suramérica en busca del viaje más alucinado —me explicó Tim sonriendo.
+Lo abrí en la primera página y encontré a Burroughs en Ciudad de Panamá, un lugar de «putas, chulos y estafadores», decía, «habitado por la peor gente del hemisferio. Me encontré con mi viejo amigo Jones el taxista, y le compré un poco de C con más vainas adentro que un infierno. Casi me ahogo tratando de aspirar esa basura para elevarme un poco. Así es Panamá. No me sorprendería que adulteraran a las putas con icopor».
+—Sigue leyendo —me dijo Tim camino al baño para asearse. Yo me quedé en la cama hojeando el libro.
+La última semana de enero de 1953 encontró a Burroughs en Bogotá, yendo a la universidad en un trole y dándole gracias a Dios de no haber llegado a la fría y melancólica capital intoxicado con drogas. Quiere información sobre el yagé y espera encontrarla en el Instituto de Ciencias Naturales. Así le describe el lugar a Ginsberg:
+«Es un edificio de ladrillo rojo, corredores polvorientos, oficinas sin indicaciones cerradas con llave la mayor parte del tiempo. Tuve que saltar sobre huacales, animales disecados y prensas botánicas. Estas cosas las están pasando continuamente de un cuarto a otro sin razón aparente. Los porteros se la pasan fumando sentados en los huacales y saludan diciéndole “doctor” a todo el mundo.
+«En un cuarto inmenso y polvoriento lleno de especímenes de plantas y del olor del formol, vi a un hombre con un aspecto de refinada irritación. Me miró a los ojos.
+«¿Y qué hicieron con mis especímenes de cocoa (sic)?” Era una nueva especie de cocoa silvestre. “¿Y qué hace este cóndor disecado en mi mesa?”.
+«Tenía una cara delgada y refinada, gafas metálicas, chaqueta de tweed y pantalones oscuros de paño. Boston y Harvard sin posibilidad de equivocarse. Dijo llamarse el doctor Schindler (sic) al presentarse.
+«Le pregunté sobre el yagé. “Ah, sí”, dijo, “aquí tenemos muestras. Venga y se las muestro”, dijo, echándole una nueva mirada a su cocoa. Me mostró un espécimen seco del bejuco del yagé con el aspecto de ser una planta muy poco distinguida. Sí, la había probado.
+«Me dijo exactamente lo que necesitaría para el viaje, dónde ir y a quién contactar. Sugirió que el Putumayo era el sitio más accesible donde podía encontrar yagé».
+—¿El doctor Schindler? —pregunté levantando la vista del libro.
+—Estuvieron en la misma clase en Harvard —dijo Tim al volver del baño y tirarse en la cama—. No, espera. Creo que Schultes estuvo un año después. Burroughs se graduó en el 36.
+Seguí leyendo. A fines de enero, Burroughs se fue al Putumayo siguiendo el consejo de Schultes. Un mes después, sin haber logrado nada, estaba de vuelta en Bogotá. Luego de que lo estafara un curandero, lo encerrara la policía, lo desplumara un chulo local y cayera postrado con malaria, había decidido no separarse del «Doc Schindler» en su próxima incursión en la selva. El 3 de marzo le escribe a Ginsberg: «Me he unido a una expedición, por supuesto que con nada claras funciones, formada por el Doc Schindler, dos botánicos colombianos y dos especialistas en basura ingleses de la Comisión de la Cocoa».
+Seis semanas después, Burroughs vuelve a escribir desde Bogotá. Esta vez, gracias a Schultes, ha tenido más suerte. El mismo día de su llegada a tierra caliente, Schultes le había presentado a un viejo amigo, un agricultor alemán y antiguo buscador de oro que en media hora le proporcionó veinte libras de yagé y le concertó una cita con un brujo del lugar. Esa noche lo encontramos sentado en el piso de tierra de una choza ante un tosco altar frente al cual le canta el brujo a una vasija de plástico roja con un líquido ocre, aceitoso y fosforescente. Burroughs se lo bebió «de un trago». Anota, irónico, que tenía «el amargo sabor anticipado de las náuseas».
+Un momento después se sintió totalmente mareado y la choza empezó a dar vueltas. Presa de un súbito y violento impulso por vomitar, salió dando tumbos, se lanzó contra un árbol, vomitó seis veces y cayó al suelo, «hecho nada». Su cuerpo entumecido se envolvió en motas de algodón imaginario, sus pies se transformaron en maderos, su vista se perdió en una niebla de seres larvales y aquel veterano de mil extrañas experiencias tenía un único pensamiento: «Todo lo que quiero», se decía una y otra vez, «es salir de aquí». Abrió torpemente un frasco de calmantes, y se las arregló para tomarse seis nembutales. Pasó el resto de la noche en el piso de la choza, luchando contra unos escalofríos palúdicos y el loco, obsesivo pensamiento de que ese brujo, entre todos los brujos, se especializaba en envenenar gringos. La mañana siguiente trató de comparar notas con Schultes, quien para ese momento de su carrera había tomado yagé veinte o más veces.
+—Yo nunca me enfermo —le contó Schultes. Burroughs mencionó que en un momento dado sintió que se volvía una negra, luego un negro, después un hombre y una mujer al mismo tiempo, y que todo serpenteaba como en los cuadros de Van Gogh. Había alcanzado una bisexualidad pura, convirtiéndose a voluntad en hombre y mujer, a merced de desenfrenadas convulsiones de lujuria.
+—Yo no veo visiones, sólo colores —le dijo Schultes.
+Un mes después encontramos a Burroughs y a Schultes varados en Puerto Ospina, un puesto militar en el alto Putumayo. Burroughs cuenta:
+«El empleado no tiene un radio o manera de saber si el avión llega allá, si es que llega… así que le digo al Doc Schindler: “Podemos volvernos viejos y zonzos sentados aquí jugando dominó… con el río subiendo cada día y todos los motores de Puerto Espina (sic) dañados. Doc, yo voy a flotar hasta el Atlántico antes de que vuelva a subir por ese maldito río”. Y él me dice: “Bill, no he pasado quince años en este país y perdido todos los dientes sin haber averiguado unas pocas cositas. Ahora bien, allá más lejos, en Puerto Leguísomo (sic), tienen aviones militares y sucede que yo conozco al comandante…”.
+«Así que Schindler se fue a Puerto Leguísomo (sic) y yo me quedé en Puerto Espina. Veía al empleado de los aviones todos los días y siempre me echaba la misma paja. Una vez me mostró una cicatriz horrible que tenía en la nuca. “Un machetazo”, me dijo. Sin duda de un desesperado ciudadano que enloqueció esperando uno de sus aviones».
+A los pocos días Burroughs fue a dar a Puerto Leguízamo después de todo. El comandante le permitió que se quedara en el camarote de Schultes en la Santa Marta, una lancha cañonera anclada en el Putumayo. Lo compartieron una semana, sin duda ansiosos ambos por irse de allí, aunque por diferentes razones. El pueblo, escribe Burroughs,
+«… parece acabado de salir de una inundación. Aquí y allá hay maquinarias oxidadas y abandonadas. Pantanos en mitad del pueblo. Calles sin luz en las que uno se hunde hasta las rodillas.
+«Hay cinco putas que se sientan frente a unas cantinas con las paredes azules. Los muchachos de Puerto Leguísomo (sic) se agolpan en torno a las putas con la concentración inmóvil de los gatos. En las noches sofocantes, las putas se sientan ahí bajo un bombillo desnudo y el estruendo de las rocolas».
+Acabé el libro y apagué la luz sin poder sacarme de la cabeza el pensamiento de esos dos inverosímiles personajes de Harvard varados en un lugar de esos.
+—Ahora, por lo menos, ya sabes por qué iba Howard a Sibundoy —me dijo Tim en voz baja.
+—Pensé que estabas dormido.
+—Buenas noches, Willy.
+—Buenas noches.
+*
+Temprano por la mañana, antes de irnos de San Agustín, paseamos una vez más por las ruinas del emplazamiento conocido como Las Mesitas. Queda cerca del pueblo y consiste en una serie de montículos de tierra abombados, más o menos de dos metros de ancho y tres de alto, regados en un plano artificial entre dos afluentes de un pequeño tributario del Magdalena. En el centro de todos los túmulos hay una cámara subterránea construida con enormes losas, y dentro de cada tumba se encuentran las grandes, imponentes estatuas que hacían de guardianes de los muertos. Hay otros monolitos que parecen centinelas en torno al sitio. Algunos se han caído, otros parecen desechados por los buscadores de tesoros que hace mucho saquearon las tumbas.
+Las imágenes que representan las estatuas, talladas por un pueblo que no tenía herramientas de metal, son espeluznantes, monstruosas, incluso aterradoras. Aunque detenidas en el tiempo y extraídas del contexto cultural que alguna vez les dio significado, conservan una ferocidad amarga, un poder tenso y agresivo que en todo momento parece a punto de desatarse de su prisión de piedra. Algunos de los monolitos son de un naturalismo sorprendente: un águila sólida que aprieta la cabeza de una serpiente con el pico, ranas que salen de enormes rocas. Pero la mayor parte son fantasmagóricas visiones de transformaciones, con el jaguar como símbolo iconográfico dominante. Hay felinos subyugando mujeres, hombres convirtiéndose en gatos, y roedores con dientes de jaguar dominando a hombres con los genitales atados con cuerdas a la cintura.
+Las estatuas que Tim y yo habíamos ido a fotografiar eran relativamente mansas. Estaban una al lado de la otra en el montículo noroeste de Mesitas B, nombre de uno de los dos grupos de tumbas del emplazamiento de Mesitas. Una era una especie de rostro feliz sanagustiniano, una enorme cabeza de más de dos metros de alto, de ojos gigantescos y brillantes, una amplia sonrisa acentuada por sendos colmillos y dos estilizadas protuberancias en las mejillas. El otro monolito notable era un guardián rígido de un metro ochenta de alto, un guerrero que sostiene sobre el pecho un garrote con una mano y con la otra blande una piedra. Sobre su cabeza se asoma un demonio, protector y vigilante. También hay una protuberancia en cada una de sus mejillas. Aunque más realista que el «rostro feliz», la escultura, sin embargo, comparte la esencia del jaguar. Tiene las ventanas de la nariz ensanchadas y sus ojos relumbran.
+—Tiene que ser coca —dije a tiempo que palpaba la estatua con la mano. Era imposible no reconocer el parecido de las mejillas de la estatua con las de un coquero moderno. Buscamos un poco más y no tardamos en encontrar una clara representación del mambeo, esta vez en un guerrero guardián con una sola protuberancia en la mejilla izquierda.
+—Lo que estás viendo es la selva que vino a las montañas —dijo Tim—, el lugar del miedo y el lugar de la curación levantados hasta el altiplano por la imaginación de ese pueblo.
+—Parece que todo este lugar está en un viaje —dije yo como un tonto.
+—Reichel-Dolmatoff piensa más o menos que sí —dijo Tim, refiriéndose al antropólogo colombiano—. El jaguar fue enviado al mundo como prueba de la voluntad y de la integridad de los primeros humanos. Como el pueblo, es malo y es bueno. Puede crear y puede destruir. El jaguar es la fuerza a la que el chamán debe enfrentarse. Para hacerlo toma yagé. En ese momento es cuando las cosas se ponen interesantes.
+—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
+—Si el chamán puede domar al jaguar, puede dirigir su energía hacia el bien. Pero si la oscura faz de lo oscuro prevalece, el jaguar se transforma en un monstruo devorador, la imagen de nuestro más negro ser. De cualquier manera, el chamán y el jaguar se vuelven uno y el mismo. Reichel-Dolmatoff diría que el espíritu del jaguar debe ser dominado por todos para que sea preservado el orden moral y social. Los impulsos más salvajes, como los del mundo de la naturaleza, deben ser frenados para que sobreviva cualquier sociedad. Eso puede ser lo que todas estas estatuas significan.
+—¿Quieres decir que al servir de guardián de los muertos, cada estatua revela lo que significa estar vivo?
+—Así es. También nos muestran las consecuencias del fracaso.
+Seguimos dando vueltas por el emplazamiento y encontramos un gran sarcófago tallado en piedra en forma de artesa. A su lado había una pequeña pero dramática estatua. Tenía un cráneo en las manos, que sostenía como si fuera un trofeo, y una expresión feroz que denotaba que había sentido placer al arrancar la cabeza del torso de su enemigo.
+—Quienes vivieron aquí no tenían mucho tiempo ni paciencia para hacer concesiones —dijo Tim—. Sabían qué creían y sabían que era cierto porque la planta se lo revelaba. Esa es la clave. Y creo que eso fue lo que vino a buscar Burroughs, lo que quería encontrar. La convicción. Sin embargo, él pensaba que, de alguna manera, sería algo agradable, otra emoción fuerte.
+—¿Te refieres al yagé?
+—Sí. El yagé es muchas cosas, pero agradable no es una de ellas.
+TIM ERA DE LOS QUE NUNCA aceleran una situación agradable, y por eso estábamos a finales de la tarde de un domingo en el páramo de San Antonio, masticando coca y mirando cómo deshacía el viento las nubes sobre el valle de Sibundoy. Habíamos llegado a Pasto, la capital del departamento de Nariño y el centro comercial del extremo sur de Colombia, a eso del mediodía. La ciudad estaba anormalmente tranquila. La decisión del Gobierno de doblar el precio de la gasolina había causado una huelga general, y una manifestación el día anterior había terminado en forma violenta. Todavía humeaban las carrocerías consumidas por el fuego de automóviles y camiones a lo largo de la principal vía de acceso al centro de la ciudad, y de las ramas de los árboles en la plaza colgaban restos de pancartas. Había un tanque estacionado al pie de las escaleras de la vieja iglesia y patrullas militares en todos los cruces principales. Hacía un tiempo frío y húmedo. Las pocas personas que se habían arriesgado a salir a la calle arrastraban los pies, la cabeza metida entre los hombros contra el viento, las caras ocultas bajo las ruanas y los sombreros anchos de fieltro. Todo era gris: la gente, las casas de piedra, las calles oscuras y relucientes, las nubes que se deslizaban por las faldas del volcán Galeras y sofocaban la ciudad. El mercado estaba desierto, y fue por pura suerte como encontramos una tienda bien surtida en la salida a Sibundoy. Mientras Pogo vigilaba la camioneta compramos provisiones, periódicos viejos y alcohol, pan y fruta fresca, cigarrillos para el viejo amigo de Tim, Pedro Juajibioy, y una docena de botellas de aguardiente para los curanderos de Sibundoy y del alto Putumayo. Al alejarnos de la ciudad pasamos por un campo pequeño donde una joven india, echada sobre la hierba húmeda, chupaba la ubre de una vaca.
+La carretera a Sibundoy trepaba entre ricas tierras de cultivo hasta una altura cubierta de niebla y luego descendía a un valle donde centelleaba la Laguna de la Cocha, fuente del río Guamués, un afluente del Putumayo. La carretera volvía a ascender, después de bordear el lado norte del lago, hasta el Páramo de San Antonio. Nos detuvimos allí. Aunque la llovizna que nos había acompañado desde Pasto se había convertido en un aguacero, Tim insistió en que era un momento ideal para una exploración botánica.
+—A veces hay una precipitación hasta de 7.500 milímetros —dijo al salir ambos de la camioneta y empezar a caminar pesadamente—. Es uno de los sitios más húmedos del mundo.
+—¿Así que tengo que acostumbrarme a esto?
+—¡Willy, tú eres de Vancouver!
+En realidad, estaba encantado de caminar. La coca me había entumecido la garganta y la boca, produciendo un calor agradable, una placentera mezcla de bienestar físico y de agudeza mental que por momentos parecía la más agradable de todas las sensaciones. La lluvia caía en grandes ráfagas, doblando los altos y delgados frailejones. Los campesinos del lugar habían quemado el páramo, matando docenas de plantas y ennegreciendo los tallos de las que habían sobrevivido. Bajo la niebla parecían sombras desplazándose al vaivén del viento. Envuelto en una ruana oscura sobre la chaqueta de pana, de jeans desteñidos y botas altas de cuero, Tim se movía entre las plantas cortando una o dos muestras de cada una.
+—Esta es la que toma el apellido de Schultes —dijo entregándome una de sus hojas plateadas—. La Speletia schultesiana. La encontró en diciembre de 1941, durante su primer viaje.
+—¿Y eso qué es? —le pregunté.
+—Cien ejemplares de una nueva especie. Es lo mejor que se puede hacer: cien muestras de una planta desconocida enviadas a herbarios de todo el mundo. No has oído hablar de esto porque ya nadie lo hace. Es algo demasiado complicado.
+—¿Cómo supo que era una especie nueva?
+—No sabía. Era sólo la segunda vez que había visto frailejones. Pero había estado en los páramos cercanos a Bogotá con José Cuatrecasas, un español que había huido de la España de Franco y que se había establecido en Colombia. Era el mayor experto en la flora de los Andes y uno de los pocos botánicos que estaban en el mismo nivel de Schultes. Se extraviaron un tiempo y se quedaron dormidos en una caverna, o lo que Schultes pensó que era una caverna. Sin embargo, resultó ser una mina de carbón abandonada, y se levantaron negros como la noche, cubiertos de polvo, de carbón y de barro. Había un americano con ellos, que se puso furioso. Schultes, simplemente, se rio del asunto.
+—¿Pero que pasó con la Speletia?
+—El experto era Cuatrecasas, que nunca había venido a Sibundoy. Schultes conjeturó con razón que ningún botánico la había visto. Nadie, por lo menos, la había recogido. Por eso Cuatrecasas le dio el nombre de Schultes.
+—Fácil.
+—El país estaba abierto de par en par.
+Sonreí asombrado. En Norteamérica y en Europa las plantas se conocen tan bien, que el descubrimiento de una nueva especie marca el punto culminante de la carrera de un botánico. Schultes encontró trescientas. Docenas de plantas llevan su nombre. También algunos géneros. Los sombreros «panamá», que en realidad se hacen en Ecuador, se tejen con fibras de la Schultesiophytum palmata. El Schultesianthus es un género de belladonas. El Marasmius schultesii es un hongo que los indios taiwanos usan para curar las infecciones del oído. Los makunas emplean la Justicia schultesii para las llagas, la Hiraea schultesii para la conjuntivitis y la Pourouma schultesii para las úlceras y las heridas. Los karijonas alivian la tos y las infecciones de los pulmones con una infusión de tallos y hojas de la Piper schultesii. La lista sigue. Hubo tantos botánicos que quisieron nombrar plantas por él que se les acabaron las formas de usar su nombre y tuvieron que usar sus iniciales. En un peñasco del Vaupés encontró una planta muy rara y bella, un nuevo género de la violeta africana. Ya habían usado Schultesia, así que el especialista la bautizó Resia, por Richard Evans Schultes, quien tomaba todo esto con cierta indiferencia.
+La única criatura con su nombre que mencionaba con frecuencia era un modesto insecto que le daba pie para contar una de sus historias favoritas. No le gustaba viajar con grandes expediciones científicas, pero en 1967 remontó el río Negro en Brasil con una docena de entomólogos entre los que había un experto de fama mundial en cucarachas, un tipo que trabajaba para el Ejército de los Estados Unidos. El río estaba crecido como no lo había estado en veinticinco años. Caminar en las riberas era imposible. La expedición se hallaba equipada con cinco motores fuera de borda, aunque sólo uno funcionaba. Los entomólogos se enfrentaban como perros y gatos. El hombre de las cucarachas, un neoyorquino que nunca había estado fuera de la ciudad, había remontado todo el Amazonas sin ver un solo ejemplar. Se estaba volviendo loco en el barco, así que Schultes consiguió una piragua y contrató un indio para que los llevara por el bosque inundado. Schultes no distingue entre un escarabajo y un murciélago, pero conoce la selva y no le costó mayor trabajo identificar unos nidos de oropéndolas que colgaban de las ramas de un árbol. Se dio vuelta y preguntó: «¿Será que a sus malditas cucarachas no les encanta toda esta mierda de pájaro en esos nidos?». Los nidos, resultó, estaban llenos de algunas de las cucarachas más grandes jamás vistas. Cada especie de oropéndola tenía una especie distinta de cucaracha viviendo en sus nidos. Había tres géneros nuevos, y el especialista estaba tan feliz que bautizó uno Schultesia. Era un bicho horrible, pero durante años Schultes tuvo su foto en la cartera.
+Para el momento en que Tim y yo llenamos nuestras bolsas de muestras de frailejones, había dejado de llover y el viento soplaba más duro, levantando la niebla del páramo. A cientos de metros a nuestros pies surgió Sibundoy de entre las nubes, un bello y extraño mundo escondido en medio de las montañas. El fondo del valle era verde esmeralda, frondoso y fértil, y, vistos desde lejos, los pueblos y caseríos en las faldas de las montañas parecían frágiles y de juguete. Todo el valle tiene una extensión de unos ciento sesenta kilómetros cuadrados y se podía ver en un instante que, de no haber sido por un azar de la geografía, el sitio todavía sería un lago. El lecho es casi perfectamente plano, la superficie disturbada apenas por el brillo de invisibles arroyos y de los muchos riachuelos que riegan la cuenca. Al norte y al este, los ríos San Pedro y San Francisco hacen cortes profundos en las montañas, extendiendo las tierras del fondo. Otros ríos corren desde el oeste y el sur, para unirse en un lago poco profundo rodeado de un terreno cenagoso y de una maraña de vegetación, restos del bosque que alguna vez cubrió el valle. Del cenagal sale un río pequeño, ni siquiera un riachuelo, que atraviesa la planicie y luego se precipita por un abrupto paso en la esquina sudeste del valle. Es la cabecera del río Putumayo. La humedad que nos mojó los pies en el páramo, las nubes que se deshicieron sobre el valle hacia el sur, el velo de lluvia que ocultó las altas cumbres de las montañas en torno, se unirían a la larga con decenas de miles de estrechos arroyos que caerían de los Andes, corriendo hacia el Amazonas.
+La carretera llegaba al valle por el pueblo de Santiago y luego cogía hacia el norte por Colón y San Pedro antes de seguir hasta Sibundoy, la mayor de las cuatro poblaciones. Santiago era centro de los ingas, una tribu de habla quechua que según algunos desciende de los incas. De ser esto cierto, tanto ellos como sus cercanos parientes, los inganos de las tierras bajas adyacentes, habrían llegado al valle en tiempos relativamente recientes. Hipótesis más probable, dado que los incas nunca controlaron por completo el sur de Colombia, sería que el pueblo que se convirtió en los ingas e inganos fue obligado a hablar el quechua por los misioneros españoles, quienes lo usaron como lengua franca. Los kamsás, con una cultura aislada y una lengua sin relación con ninguna otra, comparten el valle con los ingas y viven en la mitad norte, en torno a Sibundoy. Los kamsás sostienen que sus antepasados nacieron en el valle y que esa tierra siempre ha sido suya.
+—Es curioso —anotó Tim al entrar en las calles empedradas de Santiago—. Los kamsás hablan el inga, pero ninguno de los ingas habla kamsá. Y todos los nombres de las plantas aquí y en las tierras bajas son en inga.
+—¿No hace eso pensar que los españoles les impusieron la lengua?
+—Probablemente, aunque no creo que los ingas estuvieran aquí. Mira esos campos.
+Contemplé el valle. Era increíblemente rico, de tierra volcánica, oscura y húmeda. Había maizales por todas partes, más altos que los caballos y mulas que pastaban cerca de la carretera. Un poco más allá de una casita con techo de paja, una hilera de hombres y mujeres estaba sembrando en un campo despejado con unos primitivos palos para cavar. Las mujeres vestían blusas rojas y faldas negras, fajas en la cintura de vivos colores y brillantes pañolones de lana. Se ataban el pelo negro y largo con cintas en la nuca. Varias portaban niños envueltos en los pañolones. Los hombres vestían unos ponchos blancos decorados con rayas negras verticales. Tanto los hombres como las mujeres trabajaban descalzos y del cuello les colgaban pesados collares de cuentas verdes y blancas.
+—¿Qué notas en ellos?
+—Están sembrando maíz.
+—Exacto —dijo Tim—. Esta tierra y el clima son perfectos para las papas, pero ellos viven del maíz y los fríjoles. Si los incas hubieran estado aquí, estarían sembrando papas y mascando coca.
+—¿No hay coca?
+—Al menos no por ahora. Puede haber en las tierras bajas, pero eso es lo que vamos a averiguar.
+—¿Y se llevan bien las tribus?
+—Tienen que llevarse bien, ya que su forma de vida es igual. Pequeños terrenos, y todo el mundo tratando de salir adelante. Hace cien años sólo había cien colonos en el valle. Ahora hay más mestizos que indios. Los kamsás y los ingas sólo poseen el veinte por ciento del valle; del resto de la tierra los despojaron.
+—¿Y Pedro?
+—Él es kamsá. Schultes conoció a su familia en 1941. Para entonces el valle era de los capuchinos. Pedro estudió en su escuela, y se convirtió en católico devoto. Lo nombraron monaguillo. Iba a la iglesia dos veces al día y tal vez se hubiera hecho sacerdote si los indios hubieran sido bien acogidos. Luego se presentó Schultes. Al padre de Pedro le preocupaba la malaria, pero dejó que Schultes se llevara a su hijo a tierras bajas hasta Mocoa. Allí empezaron a interesarle las plantas. Ahora es botánico. Ha trabajado con todo el mundo, con los estudiantes de Schultes, con todos los que han venido a Colombia. Tiene los pies bien plantados en ambos mundos. Su sueño es construir un herbario en Sibundoy. Ya tiene un jardín con plantas medicinales, todas identificadas con sus nombres científicos. Entre los kamsás tiene fama de ser un curandero casero, un experto en el tratamiento de las enfermedades comunes. Hasta ha estudiado con los chamanes de las tierras bajas.
+—¿Puede hacer yagé?
+—Puede, pero no quiere. Esa es la esfera de los hechiceros, de los que han dominado las visiones. Sólo ellos pueden ejercer la brujería. Pedro no se atrevería.
+—¿Pero usa el yagé?
+—Sí, claro.
+*
+Pedro Juajibioy vivía con su familia en una casita de una calle secundaria de Sibundoy, no lejos de la enorme iglesia y del seminario que dominan el pueblo. Era tarde, bastante después del atardecer, cuando golpeamos en su puerta.
+—¿Quién es?
+—¡Don Pedro! Timoteo, a sus órdenes.
+—¿Timoteo Plowman? —preguntó con voz recelosa.
+—Sí, sí, estamos aquí.
+Se oyó otra voz dentro de la casa, la de una niña que chillaba, y al abrirse la puerta apareció un hombre de baja estatura con sendas velas en las manos. Dos niñas adolescentes saltaban a sus espaldas. De las sombras surgió una mujer madura, que supuse era la esposa de Pedro. Cuando vio a Tim, levantó los brazos en ademán de sorpresa. Las jóvenes corrieron pasando a su lado y abrazaron a Tim. Tenían puestas unas blusas de algodón con cuellos bordados. Ambas eran muy bonitas, y en la boca de la menor había un brillo dorado. Todos repetían «Dios mío» una y otra vez; no así Pedro, que sonriente examinaba a Tim de arriba abajo con sus velas. Finalmente una sonrisa abierta:
+—Pues —dijo caluroso—, por fin el botánico loco vuelve.
+Tim y Pedro se abrazaron y se dieron palmadas en la espalda durante cinco minutos. Yo saludé dos veces con la mano a todo el mundo, y antes de que terminara la bienvenida habíamos despertado a la mitad de los vecinos. Para entonces la esposa de Pedro ya había puesto comida en la mesa: canastillas con mazorcas asadas, una humeante olla grande con sopa y varios frascos con chicha, una bebida efervescente que se hace masticando maíz o yuca, escupiéndolos luego en una cuba con agua y esperando hasta que el proceso de fermentación la convierta en una deliciosa y espumosa bebida. Las enzimas de la saliva convierten la fécula en azúcar, y levaduras en el aire transforman en alcohol el azúcar. Generalmente hacen la chicha en la mañana, a sabiendas de que la fermentación continuará durante todo el día y de que hacia el atardecer ya tendrá la potencia deseada. La fórmula de Pedro era muy fuerte, y después de que nos tomamos cada uno dos totumadas grandes, Tim insistió en que destapáramos una botella de aguardiente.
+—No hay para qué arriesgarnos a un guayabo —explicó mientras nos servía generosos tragos de un licor barato con sabor a anís—. Pedro, tómese un traguito.
+—Por don Guillermo —dijo Pedro, brindando conmigo—. Salud, paz, amor y amistad.
+Terminada la ceremonia me preguntó cómo había hecho para conectarme con un lunático. Tim dijo algo parecido en respuesta y por un tiempo siguieron tomándose el pelo: hablaban de su viaje por el río Guamués, de quién había tenido la culpa del error en las dosis, de por qué no habían vuelto para matar al chamán, de qué plantas habían producido nuevas drogas. Tim le preguntó a Pedro por la familia, Pedro le preguntó por Schultes. Y mientras Tim lo ponía al día, el otro puntuaba cada nuevo trozo de información exclamando en voz baja:
+—¡Ese sí era un hombre!
+Era difícil adivinar la edad de Pedro. La humedad y el frío habían moldeado su cuerpo, el humo había perfumado su cara. La piel sin marcas, la luz y el calor de los ojos y el matiz gris del pelo le daban aspecto de ser un joven prematuramente viejo o un viejo notablemente bien conservado. Olía a lluvia, humo y sudor.
+—Bueno, mis amigos —dijo mientras Tim se acababa la botella—. ¿A dónde vamos a ir?
+—A Mocoa —le respondió Tim.
+—El camino a la muerte —contestó Pedro—. No va a ser nada bueno. Ha llovido mucho.
+—¿El camino a la muerte? —pregunté mirando a Tim.
+—Así es como le dicen al camino por la cordillera hacia el llano.
+Es uno de los caminos más peligrosos del país.
+—Magnífico.
+—No va a ser como te lo imaginas.
+—¿Qué quieres decir?
+—Ya verás.
+*
+Las campanas de la iglesia me despertaron antes del amanecer. Le ordené a Pogo que se retirara de mi almohada. No se mosqueó. Me salí como pude del saco de dormir, fui a la cocina dando tumbos, y me las arreglé para beber una espumosa infusión de hierbas que la esposa de Pedro tenía lista para mí junto al fogón. Había otros dos vasos en la mesa, ambos llenos.
+—What is it? —le pregunté en inglés, asombrado de que hubiera podido decir algo en algún idioma. Fue sólo con un tremendo poder de voluntad que repetí la pregunta en español.
+—Don Guillermo tiene un ratón —dijo ella riéndose, sin ni siquiera un tris de simpatía en su voz—. Y usted sufre de guayabo, así que tómesela.
+La infusión no tenía nada que ver con los jaguares. Era repollo machacado y mezclado con vitaminas, chile y un poco de ron. Me tomé los tres vasos y, con una cobija sobre los hombros, me senté junto al fuego y me volví a quedar dormido. Una o dos horas después Pogo me mordió los pies. No había nadie por ahí. Salí al patio, me eché un baldado de agua sobre la cabeza, me vestí y me fui en busca de un café.
+Tal vez tontamente había pensado que Sibundoy era una tierra perdida en el tiempo y de alguna manera milagrosamente preservada; tan fuerte era la imagen que tenía del lugar. Más que ningún otro sitio en América del Sur, Sibundoy me hacía pensar en Schultes. El pueblo mismo no era decepcionante. Seguía siendo una aldea y, con la excepción de la luz eléctrica en las calles, probablemente muy parecida a lo que había sido en sus días. El poco comercio local —tienditas y unas pocas «residencias», una estación de gasolina, varios talleres de mecánica y una cooperativa indígena que vendía artesanías— se extendía a lo largo de la carretera a Mocoa. La plaza estaba a pocas cuadras de donde terminaba la reja de calles enlodadas. La gente aún vivía en casas de adobe o de tablas, algunas con techos de lata, otras entejadas. Cada casa tenía un solar donde pastaban vacas en medio de pequeños cultivos de maíz. Como en la mayor parte de las poblaciones andinas, no había separación alguna entre el pueblo y los campos y las montañas en torno.
+Pero al caminar por las calles sentí la decepción que invariablemente se presenta cuando se enfrenta uno a un lugar que no puede llenar nuestras expectativas. Como todos los estudiantes de Schultes, tenía mi propia memoria de Sibundoy, sacada de sus historias y, sobre todo, de las fotos en blanco y negro que adornaban las paredes de su oficina en Harvard. Schultes era un fotógrafo ingenioso. La belleza era para él la imagen de algo bello. Sin embargo, usaba su Rolleiflex con pericia y abordaba la fotografía con la misma atención que prestaba a los detalles en su trabajo con las plantas. Sus fotos tienen una virtud etérea y eterna, sobre todo las que tomó en su primera expedición a Sibundoy y al Putumayo. Su favorita era el retrato de un muchacho kamsá que sostiene en las manos un capullo entre las hojas de un árbol conocido como el intoxicante del jaguar. Viste un poncho blanco de lana con anchas rayas. Tiene la piel suave, sin manchas, y el pelo negro y grueso cortado como con una totuma. Su único adorno es un abultado montón de collares de cuentas de vidrio blancas y oscuras. Su expresión es completamente natural. No le tiene miedo a la cámara ni le concierne su desaprobación. Tiene la frescura y la calma del modelo que nunca se ha visto en una fotografía. Aunque no es ni sentimental ni condescendiente, hay emoción en la foto. Es como si al tomarla, al congelar ese momento en la vida del muchacho, Schultes hubiera dado testimonio de la vulnerabilidad y mortalidad del muchacho, y también rendido cuenta del implacable desgaste del tiempo.
+Al llegar a la plaza me di cuenta de que en cierto sentido estaba buscando a ese muchacho, así como sus otras fotos del sitio: las niñas kamsás bailando en un carnaval, hechiceros con coronas de flores y collares de dientes de jaguar, niños de escuela descalzos que escriben sus primeras letras bajo la mirada de un sacerdote diligente. Naturalmente, no encontré ninguna. Las casas permanecían y los sacerdotes todavía llevaban sotanas negras, pero las caras en la plaza habían cambiado. Las mujeres mayores que salían de la iglesia, los trabajadores que reparaban las paredes del monasterio, las niñas de escuela con delantales negros, todos eran mestizos. Sibundoy era ahora un pueblo indígena sin indios.
+—¡Don Guillermo! —oí que alguien decía. Me di vuelta y vi a Pedro, que cruzaba la plaza. Tenía puesto un poncho y en la mano traía un ramito de azucenas.
+—Buenos días, Pedro.
+—¿Cómo está, don Guillermo? ¿Qué hace?
+—Paseando no más.
+Un cura pasó a nuestro lado. Pedro lo saludó. El sacerdote asintió con la cabeza.
+—Cuando yo era niño —dijo Pedro sonriendo—, se reían de nosotros por nuestras cusmas. Decían que eran vestidos de mujer. Ellos, con esas sotanas, nos decían mujeres, por lo que nos poníamos. Decían que nuestra lengua era coche, lengua de cerdos.
+Me tomó del brazo y me llevó más allá de la iglesia, al cementerio. Las tumbas cercanas a la iglesia tenían lápidas ornamentadas de ladrillo y pañete con flores de plástico de adorno y fotos en colores de los difuntos. Los apellidos eran españoles. Al otro lado del cementerio había tumbas sin marcar, túmulos de tierra recién removida y unas pocas cruces de madera casi podrida con apellidos como Chindoy y Juajibioy débilmente grabados en ellas.
+—Los cementerios siempre dicen la verdad —anotó Pedro—. Por cada niño suyo que muere, mueren cuatro de los nuestros. La Iglesia es propietaria de la tierra y del ganado. El queso y la mantequilla los mandan a Pasto, mientras nuestros niños sufren de hambre. El Gobierno paga las escuelas, pero los obispos deciden cómo gastar el dinero. Todo el mundo debe ir a la escuela, pero ellos ponen las reglas. Los niños deben tener zapatos, libros y uniformes. ¿Quién puede comprar esas cosas?
+Se detuvo frente a una tumba pequeña. Se arrodilló, colocó las azucenas en la tierra, dijo en susurros una oración y se persignó. Cuando terminó le pregunté si alguna vez había querido ser sacerdote.
+—Sí, yo era creyente —respondió. Al salir del cementerio, se detuvo por un momento en la puerta—. De lo que los curas no se dan cuenta —me dijo—, es de que tenemos muchas vidas, y de que sólo una de ellas nos la puede quitar la muerte.
+*
+Esa tarde, Pedro supo que uno de sus parientes que vivían en Pasto había sido herido en un accidente. La ciudad quedaba a tres horas, así que Tim y Pedro se fueron inmediatamente en el camión. Yo me quedé con Pogo y pasé el resto del día y todo el siguiente en los archivos de la iglesia, revisando viejos libros y fotos para tratar de entender la historia que sin duda había hecho de Pedro un hombre cansado y cauteloso. Al principio, los sacerdotes se mostraron desconfiados, pero al comprender que yo era estudiante de Schultes y que este había sido huésped de Gaspar de Pinell, un personaje importantísimo en los primeros días de la misión, se volvieron amables y comunicativos. Me invitaron a sentarme en un escritorio grande que había en un cuarto bien iluminado en una esquina del monasterio. Era de gruesas paredes de adobe blanqueadas con cal, y el piso de tablas aserradas de diferente anchura, pulidas y enceradas a mano. Los dinteles de piedra de las puertas, las barandas torneadas del patio y las gruesas paredes que acumulaban frío y humedad le daban un aire medieval a un edificio que no tenía un siglo de existencia. Para comprender a Sibundoy y el impacto de la Iglesia en los indios, hay que empezar con la Conquista y con una leyenda que indujo y llevó a la muerte a centenares de españoles.
+A principios de 1541 llegó noticia a Bogotá de que Gonzalo Pizarro había partido de Quito en una desafortunada expedición que resultaría en el épico viaje de Francisco de Orellana por el Amazonas. Pizarro se había propuesto encontrar la mítica tierra de El Dorado. Para llevarse el premio antes que Pizarro, Hernán Pérez de Quesada, hermano del fundador de Bogotá, reclutó a doscientos sesenta españoles y en septiembre partió hacia oriente con doscientos caballos y seis mil hombres, mujeres y niños muiscas. La expedición cruzó las montañas heladas que dominan Bogotá, llegó a los Llanos y prosiguió luego hacia el sur siguiendo las estribaciones de los Andes. Para encontrar el camino, Pérez de Quesada dependía de las confesiones de los indios torturados.
+Era hombre de notoria crueldad. Cuando no le daban oro saqueaba las aldeas, mataba a los hombres, les hacía cortar los senos a las mujeres y las narices y las orejas a los niños. Su tropa violaba y pervertía por doquier. Al notar que los indios no temían que los colgaran, dio instrucciones a sus hombres para que los empalaran, insertando una estaca entre las piernas y haciendo que penetrara hasta la cabeza. Entre otras de sus atrocidades probadas estaban el colgar a los cautivos sobre hogueras, el quemarlos vivos en aceite hirviendo, el asesinato de recién nacidos para que sus madres pudieran llevar cargas más pesadas y el hacer que perros de caza destriparan a los niños. Y así, de esta manera, se internó más y más en lo desconocido.
+Al llegar al río Guaviare, los españoles encontraron por primera vez las selvas amazónicas. Vacilaron, pero se lanzaron adelante. Tuvieron que comer raíces y los indios del altiplano murieron por decenas. Tras enviar destacamentos en todas las direcciones, la expedición se desvió hacia el oeste cruzando el alto Caquetá, y llegó al valle de Mocoa. La resistencia de los nativos aumentó. En una ocasión cinco españoles fueron capturados y descuartizados en presencia del resto. Pérez de Quesada pensó que ello era una buena señal, prueba de que los indios estaban defendiendo el acceso a El Dorado. Se regó el rumor de la existencia de una tierra riquísima llamada Achibichi, perdida más allá de las nubes y el horizonte. Seguros de que ese era su destino, los españoles continuaron adelante y treparon por las faldas de las montañas, abriéndose camino a cuchillazos por el bosque húmedo. Finalmente llegaron a su meta. Era Sibundoy, donde no había oro y, para empeorar las cosas, ya había españoles en el valle, dos soldados que había dejado atrás Sebastián de Benalcázar, fundador de Pasto y mayor rival de Pérez de Quesada. La mitad de los caballos y la tercera parte de los españoles habían muerto. Llevar la abigarrada banda hasta Sibundoy les había costado la vida de los seis mil muiscas.
+Menos de cuatro años después de aquel desastre, los franciscanos con sede en Quito establecieron una misión en Sibundoy. Su labor produjo variados resultados. Los indios convertidos demostraron ser útiles para esclavizar a las tribus de las tierras bajas y para llevarlas a las minas. Los intentos por librar el valle de las antiguas creencias, sin embargo, no fueron tan exitosos. Más de un siglo después de la llegada de los misioneros, el obispo franciscano Peña Montenegro, frustrado por la persistencia de las creencias tradicionales, anotó que «esa mala semilla ha echado raíces tan profundas en los indios que parece haberse convertido en su misma carne y sangre, hasta el punto de que los descendientes la adquirieron de sus padres, heredada en su sangre y grabada en sus almas». Aunque los sacerdotes proscribieron las danzas y las ceremonias e hicieron todo lo posible por descubrir y destruir sus elementos rituales, los tambores y las cabezas de venado, las plumas y otros «instrumentos del diablo», el poder de los chamanes siguió siendo el principal obstáculo para la difusión del Evangelio. Estos «brujos», escribió el obispo, «se resisten con fervor diabólico de manera que la luz de la verdad no desacredite sus artes ficticias. La experiencia nos enseña que tratar de subyugarlos es como tratar de subyugar al jaguar».
+Los chamanes prevalecieron. Los franciscanos fueron expulsados de Colombia en 1767, y durante más de un siglo los indios de Sibundoy y del Putumayo tuvieron un contacto muy limitado con el mundo exterior. En las tierras bajas, el modesto comercio de Mocoa en productos de la selva —cueros y marfil vegetal, gomas y resinas, plantas medicinales, gutapercha de balata, corteza de cinchona, miel de abejas, tintes y laca—, se trasladó a Pasto. Pero el impacto de la Iglesia fue mínimo. Entre 1848 y 1899 no residió ningún sacerdote en el valle de Sibundoy.
+El interés por la región creció considerablemente en las décadas de 1860 y 1870, cuando la demanda inglesa de corteza de quina para tratar a los soldados enfermos de malaria en la India desencadenó un auge económico de la quina que fue sólo el anticipo de lo que vendría al final del siglo con la comercialización del caucho. Por primera vez, las selvas del Putumayo y las fronteras inexploradas de Colombia, Ecuador, Perú y Brasil se volvieron tema de preocupación nacional. En 1893, por invitación del obispo de Pasto, los capuchinos hicieron una visita de un año a Mocoa. Volvieron para quedarse en 1896. En 1900 el Gobierno de Colombia les concedió completo y total control de la Amazonía colombiana. Su encargo era evangelizar a los nativos; su propósito, afirmar su presencia y asegurar los intereses económicos y políticos de la nación. Los capuchinos escogieron a Sibundoy como sede administrativa y espiritual, y durante los siguientes cuarenta años dirigieron una teocracia colonial como no la había visto América desde el apogeo de los jesuitas. Su poder era absoluto. Hacia 1900 la mayor parte de los bienes transportados por la Cordillera Portechuelo desde la llanura amazónica y hacia ella fue llevada a espaldas de los indios, que también cargaban a los misioneros. A los portadores indígenas especializados en el transporte de personas les decían «silleros». Llevaban cargas de hasta doscientas cincuenta libras, vivían máximo cuarenta años y debían someterse a ser espoleados en las costillas durante los penosos viajes por las montañas. En un sermón pronunciado en Bogotá, el padre capuchino Carrasquilla describió la indignidad de someterse a la muerte y a la naturaleza sobre las espaldas de un indio: «Recorrer la trocha entre la capital de Nariño y la residencia de los capuchinos en el Putumayo me llevó toda una semana, portado en las espaldas de un indio que se arrastraba en manos y pies sobre aterradores riscos en los bordes de vertiginosos abismos, y descendiendo por precipicios como los pintados por Dante en su descenso al infierno».
+La construcción de la carretera empezó en 1909. Los indios hicieron el trabajo sin paga y fueron forzados por la ley a someterse a los sacerdotes. Los que desafiaban los edictos de la misión eran puestos en la picota o azotados. En tres años abrieron difícilmente una estrecha trocha, poco más que un camino de herradura, hasta Mocoa. Durante los veinte años siguientes, a los tropezones, hicieron penetrar el camino en el Putumayo. La promesa de tierra gratis, junto con la atracción de un modesto hallazgo de oro en Umbría, el centro de la navegación en canoa del Putumayo, fueron causa de una considerable colonización. En 1906 sólo había dos mil colonos blancos en toda la Amazonía colombiana. En 1938 había treinta mil sólo en Putumayo. A la vanguardia de la afluencia estaban los misioneros capuchinos. Para 1927 habían construido veintinueve iglesias, sesenta y dos escuelas y veintinueve cementerios. Su estrategia para convertir a los nativos iba desde una fría lógica hasta lo más ridículo. Primero se aliaron con los traficantes de caucho colombianos. A cambio del permiso de «conquistar» a los indios y emplearlos como caucheros, los explotadores del caucho se comprometieron a enseñarles a los padres cómo perseguir y atrapar a los indios. Dondequiera iban, los capuchinos reunían a los indios en pequeños poblados dominados por una iglesia y una escuela misionera. Arrancaban a los niños de los brazos de sus padres, los separaban por sexo, los vestían con ropa blanca y les prohibían hablar en su propia lengua. En la excursión evangélica más famosa, Gaspar de Pinell viajó por más de un año en la década de 1920 entre las «tribus salvajes». Con su hábito de paño oscuro, atado a la cintura con un cordón, y portando una gran pintura de la Pastora Divina, la bienamada madre y santa patrona de los capuchinos, el padre Gaspar recorrió una a una las aldeas usando exorcismos, provistos por el papa León XIII para desalojar a los demonios que se suponía habitaban en los indios desde el principio de los tiempos.
+Fue resultado de estos esfuerzos como la civilización llegó al Putumayo. Como lo expresaba un artículo de un periódico de Pasto de la época, «de que el Caquetá ya no sea asilo de las bestias salvajes y de pueblos medio animales… de que la luz haya penetrado en esos cerebros sin cultura, no son responsables los indios… Todo esto se debe a la fecunda labor de los misioneros, con su asidua y constante abnegación». El Ejército colombiano tomó nota de las valerosas hazañas de los sacerdotes españoles. «En tanto que antes solían huir a la selva como animales salvajes cuando veían a un civilizado, hay ahora allí elementos de la ciencia. Escuchar a los indiecitos de la selva entonando los himnos del Creador y el himno nacional es muy emocionante. Los misioneros elevan su alma a la inmortalidad. Les enseñan cómo conocer y adorar a Dios, así como a la patria».
+La fusión entre la Iglesia y el Estado tuvo rápidos dividendos. En 1928, por un tratado internacional, Colombia obtuvo soberanía sobre el Caquetá y la ribera norte del Putumayo. Cuatro años después tropas peruanas, enardecidas por las estipulaciones del tratado, atacaron Leticia, único puerto colombiano sobre el Amazonas. Estalló la guerra, y las tropas colombianas avanzaron por el camino que los capuchinos habían construido en el Putumayo, con el barro hasta la cintura. En Puerto Asís fueron alojadas por los padres antes de embarcarse en las lanchas cañoneras que los llevaron río Putumayo abajo.
+La guerra duró poco más de un año, con pocas bajas; muchos más soldados sucumbieron por las enfermedades que bajo el fuego enemigo. Para cuando acabó, los puestos misioneros se habían convertido en guarniciones y la presencia colombiana se estableció firmemente. Había lanchas cañoneras en Puerto Ospina, en la desembocadura del San Miguel, una base naval en el bajo Putumayo, en Puerto Leguízamo, en la boca del Caucayá, y una guarnición militar en Tarapacá, justo en la frontera con Brasil. Bien protegido su flanco sur, los capuchinos quedaron libres para consolidar su dominio sobre un territorio ocho veces mayor que el de Suiza.
+*
+Después de que Tim y Pedro volvieron de Pasto y antes de que los tres partiéramos para Mocoa, pasamos varios días vagando por el valle. No teníamos ningún propósito en particular. La flora había sido bien estudiada por Schultes y por su amigo Hernando García Barriga, un botánico colombiano que en la década de 1930 había recorrido a caballo todo el camino desde Popayán hasta Sibundoy. Mel Bristol, un estudiante de posgrado de Schultes que vivió un año en el valle en 1962, estudió la etnobotánica de los kamsás. Tommie Lockwood, otro estudiante de Schultes que murió después en México en una exploración botánica, trabajó en la compleja biología de los borracheros, la Datura arborea. Tim sabía que las plantas, las orquídeas y bromeliáceas, los pastos y las mentas, los bosques de montaña, de pinos hayuelos, weinmanias, clusiáceas y yarumos, eran nuevos y raros. Lo que quería hacer, sospecho, pues no lo dijo directamente, era tomarle el pulso al valle, medir los cambios que habían ocurrido y tratar de comprenderlos, por lo menos para sí mismo.
+Pedro nos guió por los sitios donde Schultes había hecho historia botánica. Fue en Sibundoy durante 1941, en el curso de su primera expedición en Colombia, donde halló la mayor concentración de plantas alucinógenas jamás descubierta. En un valle que se puede cruzar a pie en una mañana, había más de mil seiscientos árboles alucinógenos individuales, y eso sólo del género de las solanáceas. En el acceso al valle, cerca de la Laguna de La Cocha, Schultes hizo su segunda colección del árbol del Águila Mala. En las faldas algo más allá del pueblo de San Pedro encontró por primera vez la flor del colibrí, la lochroma fuchsiodes. En los solares de los curanderos registró doce diferentes especies del borrachero cultivado, incluida una forma anormal que luego calificó como un nuevo género, el Methysticodendron amesianum, en honor de Oakes Ames, su mentor. En el Páramo de Tambillo, a seiscientos metros sobre el lecho del valle, encontró una planta mágica más, un bello arbusto de hojas oscuras y lisas como las del acebo, flores rojas tubulares con toques amarillos en los pétalos y bayas blancas brillantes y lustrosas. Era la Desfontainia spinosa, el llamado «intoxicador» de los kamsás, fuente de sueños y visiones empleada por los chamanes desde el sur de Colombia hasta Chile. En su primer mes de trabajo de campo, antes incluso de que hubiera explorado la llanura amazónica, Schultes descubrió no menos de cuatro plantas psicoactivas nuevas para la ciencia.
+No fueron sólo los alucinógenos los que llamaron su atención. Encontró en los campos alimentos no muy conocidos: tomates de árbol, malanga, raíces de arracacha y nuevas variedades de fríjoles y de maíz. Trabajando con los curanderos encontró flores usadas para tratar la fiebre, raíces empleadas para matar los parásitos, plantas para las infecciones, tónicos para los nervios e infusiones para calmar los dolores del parto. Para curar las heridas, los kamsás mascaban licopodio y tabaco, mezclados con orines, y ponían el emplasto sobre la zona afectada. Con cataplasmas de cordoncillo aliviaban las mordeduras de las hormigas; y las úlceras con cataplasmas de la resina de una planta de tierra caliente llamada sangre de drago, la sangre del dragón.
+El principal informante de Schultes en Sibundoy fue Salvador Chindoy, un famoso chamán. En las fotos que había visto de Chindoy estaba casi siempre cantando o inclinado sobre un paciente, alejando la enfermedad con un abanico de hojas selváticas. Vestía un cusma negro atado a la cintura, un collar de dientes de jaguar, libras enteras de cuentas de vidrio en torno al cuello, una espléndida corona de plumas de guacamayo y una capa de plumas de cotorra que le caía por la espalda hasta la cintura. Perforando sus orejas lucía dos plumas de la cola de una guacamaya carmesí; y las muñecas estaban adornadas con hojas. Todo el atuendo, me dijo una vez Schultes, era una visión andante. Las cuentas y las plumas, las hojas dulces en los brazos y los delicados diseños pintados en la cara eran un consciente y deliberado esfuerzo por imitar los elegantes atuendos de los espíritus que veía al tomar yagé. Cuando Tim y yo supimos por Pedro que Salvador todavía vivía, pospusimos un día la partida para poder visitarlo.
+Hay momentos en la vida en que el alma se abre por completo. La reunión con Salvador Chindoy resultó no ser uno de ellos. Vivía en una casita con techo de paja, en medio de una huerta de borracheros, no lejos del pueblo de Sibundoy. Llegamos al principio de la tarde y supimos por su esposa que estaba dormido, recuperándose al parecer de una larga noche de trabajo, una ceremonia, explicó ella, en beneficio de tres gringos. Pedro le dijo algo a ella en kamsá, y entró en la casa.
+—Un momento —dijo. Por una rendija entre las tablas de la pared pude distinguir vagamente una figura recostada contra un poste que empezaba a desperezarse. Unos momentos después se abrió la puerta. Vimos un rostro débil y sufrido que le susurró algo a Pedro y volvió a perderse en la oscuridad. Cuando el anciano salió finalmente, lucía todas sus galas, con todo y collares, corona y una capa de plumas que había visto mejores días. No era claro si se estaba muriendo del guayabo o si, simplemente, se estaba muriendo.
+Salvador conocía a Pedro, por supuesto; recordaba a Tim, y sostuvo que me recordaba a mí. Ofreció vendernos yagé. Dijo que era un gran médico, importunó a Tim para que le llevara un certificado en que constara el hecho, y luego nos preguntó si teníamos aguardiente. Por desgracia, así era. Tim le entregó una bolsa con alimentos a la esposa, quien de inmediato buscó la botella, la destapó y empezó a servir. Bebimos por turnos, Salvador arreglándoselas para tomar el doble. Impasible describir lo deprimente que fue esa escena. Finalmente escapamos, después de haber soportado varias totumadas de una chicha bastante agria.
+Ya estaba entrada la noche y la luna había salido, tocando las montañas con una luz plateada que relucía bajo un cielo negro azuloso. Era la primera noche clara desde que estábamos en Sibundoy. El sendero entre los campos, blanco como tiza y moteado por las sombras de los tallos del maíz, se podía seguir con facilidad. Cuando nos encontrábamos a punto de atravesar un arroyo por un tronco resbaloso, Pedro se detuvo y se volvió hacia Tim.
+—En los primeros días de nuestra vida —dijo—, uno vive bajo la sombra del pasado, y es demasiado joven para saber qué hacer. En nuestros últimos años uno encuentra que es demasiado viejo para comprender el mundo que llega hasta nosotros por detrás. En la mitad hay un pequeño y delgado rayo de luz que ilumina nuestra vida. Ahí fue donde Salvador se volvió ciego.
+La mañana siguiente nos llevó a su huerta. En una pequeña parcela había construido una casa modesta, sobre un terraplén hecho por él, a la que se entraba por una escalera de madera. En torno a ella había sembrado cientos de plantas medicinales, incluso todas las variedades de borrachero conocidas por los kamsás. La mayor parte eran variedades cultivadas de la Brugmansia aurea. La más común era el buyé, conocido como el intoxicante del agua. Otras tenían nombres inspirados en la boa, el colibrí, el venado y la serpiente. Aquella asociada con el tapir se les da de comer a los perros de caza en noches en que brille la luna, para aumentar el poder de su espíritu. Otras tienen usos medicinales. Los botánicos creen que muchas de las formas grotescas de muchos borracheros se deben a infecciones virales. Los indios comentan que las variedades se dan como debe ser y que cada una tiene propiedades farmacológicas específicas que pueden ser manipuladas por el chamán.
+—Esta es la que le gustaba al doctor Schultes —dijo Pedro, señalando una variedad de hojas angostas y una corola profundamente dividida—. Le decimos el mitskway, el intoxicante del jaguar.
+—¿Qué quieres decir con que le gustaba?
+—Es el Methysticodendron, el que describió como un nuevo género —dijo Tim.
+—¿Pero él lo probó? —le pregunté a Pedro.
+—No, no, nunca. Lo sembró. En el jardín de la iglesia y en torno al seminario.
+—El viaje dura cuatro días —dijo Tim—. No es algo que se pueda tomar sin pensar.
+—Yo he probado esta planta —dijo Pedro—. La primera vez, cuando era joven, me tomé una infusión hecha con seis hojas. Vi bosques llenos de gente y de animales, pastos repletos de culebras verdes. Se enroscaban para morderme. Después, cuando aumentó la intoxicación, la casa donde estaba empezó a dar vueltas, pero no las serpientes, que se erguían tensas para el golpe final.
+A través de dos hileras se acercó para arrancar una flor de la rama delgada de otro de sus borracheros. La flor, con forma de trompeta, medía unos treinta centímetros.
+—Huelan —dijo, y nos puso en contacto con un olor dulce y cargado que salía de una corola tan amplia como la cara de un niño—. El aroma aumenta todo el día hasta que al atardecer llena el ambiente. Las viejas las ponen bajo la almohada para soñar. Que algo tan bello pueda… —dudó un poco y luego continuó diciendo—: Yo me comí una vez seis hojas de este árbol. Me emborraché y vi todo borroso. Vi gente desconocida que se partía por la mitad y se volvía dos. Me sentí loco. Empecé a correr. Me quité la ropa y corrí desnudo por el solar, echándome encima tierra y hierbas que habían dejado unos trabajadores. Los insulté. Después empecé a besar los árboles, pensando que eran mi novia.
+—¿Pero puedes recordar?
+—Sí, aunque sólo algunas cosas. Los demás me dijeron lo que había hecho —explicó—. Después salí al campo con un lazo para coger un caballo y montarlo, pero resultó que era un perro.
+Tim se rió. También Pedro, que siguió caminando por el borde del jardín y nos llevó a un rincón protegido donde el suelo estaba cubierto por el denso follaje de una enredadera trepadora.
+—Miren esto —dijo arrodillándose junto a la planta. Tim miró el follaje y se puso en cuclillas a su lado. Se agachó y examinó el dorso de una hoja, pasando el dedo por la nervadura central hasta llegar a la base—. Ayahuasca —dijo Tim en voz baja—. Yagé —y miró a Pedro, que estaba sonriendo.
+—Pero yo pensaba que sólo había en tierras bajas —dije yo.
+—Yo también —dijo Tim.
+—Banisteriopsis caapi —dijo Pedro ufanándose—. Me cansé de comprársela a esa gente.
+—¿Pero cómo se dio la planta aquí? —le preguntó Tim.
+—No fue fácil. Los inganos dicen que hay siete clases diferentes. Yo creo que hay una sola especie.
+—¿Cómo las distinguen ellos? —pregunté a Pedro.
+—Dicen que hay que preparar la planta en el momento correcto del mes. Luego, cuando uno está bajo su influencia, puede distinguir las variedades basándose en el tono de las canciones que cada una de ellas canta en las noches de luna llena.
+—¿Crees que eso es posible? —y miré a Tim.
+—No sé.
+—Yo las planté todas para ver si puedo saber.
+—Debe de ser mucho más interesante que contar estambres —dijo Tim. Pedro sonrió y asintió con la cabeza.
+*
+La distancia por carretera de Sibundoy hasta Mocoa, al pie de la Cordillera Oriental, es de menos de cien kilómetros, y si uno tiene suerte el viaje puede durar tres horas. Es decir, si se supone que no hay accidentes o varadas; que a los bulldozers, para despejar los inevitables derrumbes a lo largo del camino, no se les va a acabar la gasolina, y que los encargados de controlar el tráfico por una carretera de una sola vía no se van a equivocar. Todo esto es suponer demasiado, sobre todo en el periodo de lluvias. Salimos de Sibundoy al mediodía y llegamos a Mocoa empezando la noche, cuatro días después.
+Al principio nos fue bien. La carretera cruzó el valle de San Francisco y empezó a trepar por la falda occidental de la Cordillera Portachuelo, la última cadena de montañas antes del Amazonas. En el primer puesto de control, un indio joven con un casco protector nos advirtió que posiblemente había un derrumbe, pero nos dio la orden de seguir. No fue entonces poca la sorpresa cuando al pasar una curva cerrada nos encontramos frente a frente con un enorme camión Mercedes Benz que, al parecer sin control, se abalanzaba contra nosotros por la mitad de la carretera. Tim hizo un viraje forzado hacia la derecha y el Hotel Rojo rozó el borde de la carretera, a centímetros de un precipicio con el fondo invisible bajo las nubes. Una ráfaga de aire nos zarandeó cuando el camión pasó como una exhalación.
+—¡Carajo! —exclamó Tim al volver a la carretera—. ¿Por qué no nos avisaron?
+Pedro, que estaba con nosotros, no tenía ni idea. Tampoco tenía carro y, como todo el mundo, viajaba por la carretera sólo de noche. Así, dijo, no tenía uno que pasar todo el día expuesto a los precipicios. Uno podía dormirse, consolado por el muro protector de oscuridad más allá del alcance de las luces delanteras.
+Después del episodio del camión continuamos a paso de tortuga por más de una hora sin encontrar más tráfico. En las partes donde la carretera era algo más ancha, nos hacíamos a un lado y recolectábamos muestras en el bosque húmedo: orquídeas, begonias, redículos, bomareas, cuatro diferentes especies de fucsias y docenas de delicados helechos y licopodios. Después de varios viajes por los Andes, se aclaraba para mí la configuración de la flora. Fue toda una revelación botánica. Cuando no sabía nada sobre las plantas, vivía el bosque como una maraña de formas, figuras y colores sin significado o profundidad, bello cuando era visto en su totalidad pero en última instancia incomprensible y exótico. Ahora los elementos del mosaico tenían nombres, los nombres implicaban relaciones y las relaciones estaban preñadas de significados.
+Tim metió a fondo primera y seguimos trepando por la montaña. Hacia el final de la tarde, las nubes cruzaban la carretera y la neblina fría se volvió tan espesa que se podía distinguir la columna de luz de los focos delanteros en la penumbra. No estaba lloviendo. El agua simplemente estaba suspendida en el aire. Pasando una curva Tim se apoyó en la bocina, pero el ruido se apagó, absorbido por la niebla. Si nos hubiéramos encontrado con un camión conducido tan locamente como el Mercedes, no hubiéramos tenido chance. La ausencia de tráfico sugería, sin embargo, que debía de haber un derrumbe que bloqueaba el flujo de vehículos desde Mocoa. Fue en ese momento cuando nos falló el Hotel Rojo.
+Al rugir subiendo una pendiente, a saltos zigzagueantes por los huecos, hubo un súbito ruido metálico seguido por la raspadura con el suelo de alguna parte del chasís. Tim se orilló y yo me metí bajo la camioneta para ver cuál era el problema. Es asombroso lo rápido que una camioneta nueva puede quedar reducida a chatarra. Unos pocos miles de kilómetros por carreteras destapadas habían aflojado los pernos que mantenían unida al chasís la caja de transmisión trasera, que se había caído, presionando el eje de transmisión. El empate universal que unía el eje a la transmisión estaba retorcido como si fuera de alambre, y la grapa había sido arrancada. Nuestra única esperanza era sacar la grapa del eje delantero y reemplazar el empate universal con el repuesto que Tim había traído de los Estados Unidos, fijar la caja de transmisión con grapas o alambre y seguir hasta Mocoa a trancos, usando la transmisión de las ruedas traseras. Era un trabajo engorroso que debía esperar hasta la mañana. A punto de ponerse el sol, lo único que podíamos hacer era sentarnos en el asiento de atrás y escuchar el azote del viento en la montaña.
+El amanecer nos reveló que nuestro lugar para acampar tenía una vista fabulosa. De un lado la montaña se precipitaba más de trescientos metros por la garganta de un río impetuoso; del otro, el talud se elevaba en un abrupto corte a partir de la carretera, de declive tan empinado que la densa vegetación parecía a punto de desprenderse. La carretera misma se prolongaba en una curva sobre la cual, por un saliente, caía un velo de agua hasta el otro lado. Había agua por todas partes. Se escurría de todas las hojas y las ramas, llenando cada depresión del suelo y convirtiendo las huellas de las llantas en corrientes. Desde la camioneta veíamos siete cascadas que se precipitaban de la montaña y desaparecían bajo el manto del bosque húmedo.
+Aunque trabajamos toda la mañana, no hubo manera de reparar la camioneta. Después de un desayuno caliente y de dos tragos puros de whisky, Pedro y yo nos fuimos a Mocoa, bajo la lluvia, en busca de un mecánico. Caminamos unas dos horas hasta que oímos el rugido distante de un motor que subía a nuestra espalda. Era un autobús de la Flota Cootransmayo que iba de Pasto a Puerto Asís. Resultaba evidente que había terminado la huelga de los transportadores. Pedro lo hizo parar con el brazo y nos subimos. Al parecer había habido más manifestaciones en Pasto y más violencia. Hubo varios muertos y el Gobierno terminó por ceder en su propuesta de aumentar el precio de la gasolina.
+—No pasa nada hasta que no haya muertos —dijo Pedro.
+Diez minutos después, la carretera llegó a la cima de la montaña y el autobús entró a la cola de uno de los últimos retenes, en un famoso sitio llamado El Mirador. Un derrumbe había cerrado el paso. El chofer nos comunicó la noticia como si nada, como si fuera otra parada más. Predijo una demora de una hora. Hubo un gruñido colectivo, y luego los pasajeros se bajaron y se encaminaron hacia un puesto al lado de la carretera donde una vieja vendía sopa y café. Pedro y yo tomamos tinto y luego subimos por una trocha hasta una cruz grande que marcaba la cima. Más allá de la cruz la cordillera descendía hacia el este, y entre las nubes se podía distinguir la carretera que, como una delgada cinta, bajaba cientos de metros en zigzag por una ruta tallada en la abrupta pendiente. Desde la base de la montaña se extendían las selvas de la cuenca del Amazonas hasta perderse en el horizonte.
+—¡Aquí mismo! —exclamó Pedro al detenernos junto a la cruz—. Aquí fue donde traje a Schultes. Aquí nos paramos, al lado de esa mata. Estaba lloviendo. Él estaba empapado, pero se quedó mucho tiempo, hasta después de que yo bajé a la carretera. Miraba fijo hacia el este.
+—¿Dijo algo?
+—No, no. Claro que no. Estaba fluyendo en sus pensamientos la ceja de la montaña.
+Dejé a Pedro con sus recuerdos y seguí por la trocha que cruzaba la cima. Las plantas eran algo diferentes de las que habíamos estado viendo: gran abundancia de brezos y tenues helechos, orquídeas y jengibres poco usuales, sietecueros de flores carmesí y hojas afelpadas. Tomé nota mental de decirle a Tim para volver y recolectar. Luego, bajo el viento frío que soplaba hacia arriba por la cuesta, dejé de pensar en las plantas y volví al profesor Schultes en el momento en que estuvo aquí, sobre las nubes, y vio por primera vez la selva que se convertiría muy pronto en su laboratorio.
+Es difícil saber cómo le fue durante sus primeros meses en el Amazonas. Durante doce años rara vez anotó cosas en su diario. No tenía tiempo. Sus notas de recolección dicen a dónde iba y cuándo, pero no nos revelan nada sobre sus pensamientos y sus emociones. Por lo general viajaba solo o con un compañero nativo, habiendo aprendido pronto a desechar el engorroso equipo que retrasó a tantas expediciones de su época. No eran cosa suya las botas altas, las tiendas complicadas, los bancos y las cocinas portátiles. Usaba un salacot, pantalones caqui y camisa, un pañuelo y, en la selva, mocasines saturados en un aceite que pedía por correo a L. L. Bean en Inglaterra. Rara vez llevaba escopeta. Fuera de un machete, una hamaca y su equipo de recolección de plantas, tenía una cámara, una muda de ropa y un pequeño botiquín con una jeringa y suero antiofídico. Se alimentaba con la comida del lugar donde estuviera, y como raciones de emergencia sólo llevaba unas pocas latas de sus predilectos fríjoles en salsa de tomate de Boston, menos como alimento que como medio para levantar el ánimo cuando las cosas estaban difíciles. Para leer llevaba a Virgilio, Ovidio, Homero y un diccionario latino, así como los diarios del siglo XVIII de los exploradores españoles Ruiz y Pavón, que pensaba traducir en su tiempo libre.
+La región a la que vino, la Amazonía noroccidental de Colombia, era y sigue siendo el área más agreste de América del Sur. La cuenca amazónica tiene ochenta mil kilómetros de ríos navegables y mil afluentes principales, veinte de los cuales son mayores que el Rin. Once de ellos corren sin rápidos más de mil seiscientos kilómetros. Las tierras bajas de Colombia, por el contrario, incluyen sólo un río principal navegable, el Putumayo; raudales y cascadas interrumpen a todos los demás. Los vapores que hace ciento cincuenta años convirtieron el Amazonas brasileño y peruano en una vía pública, nunca han podido penetrar en el corazón de Colombia.
+Las tierras exploradas por Schultes cubren ochocientos mil kilómetros cuadrados. En un mapa forman casi un triángulo irregular, con la base trazada desde Sibundoy hasta Iquitos, en el Perú, y luego a lo largo del Amazonas hasta la ciudad brasileña de Manaos, y el vértice en Puerto Carreño, el punto donde Colombia se proyecta hacia Venezuela y toca el río Orinoco. Cinco ríos principales que corren de oriente a occidente en dirección más o menos paralela para luego unirse a una caudalosa corriente en Manaos, el centro de la cuenca del Amazonas, riegan la región en Colombia. En el extremo sudeste hay un corto trayecto del Amazonas que, procedente de los Andes peruanos, toca a Colombia por sólo ciento diez kilómetros hasta el puerto de Leticia. El único río importante en esa zona de la ribera norte es el Loretoyacu, donde viven los indios ticunas.
+Al norte del Amazonas está el río Putumayo, con sus dos principales afluentes de la ribera norte, el Caraparaná y el Igaraparaná, hogar de las etnias huitoto y bora. Le sigue el río Caquetá, formado por varios afluentes importantes, entre ellos el Miritiparaná, hogar de los yucunas y de los tanimucas; el río Yarí, con su ramal inexplorado, el Mesaí, y el mal conocido Cahuinarí, tierra de varias poblaciones dispersas de boras y huitotos. Al norte del Caquetá está el Apaporis, un río de aguas negras de más de dos mil kilómetros de longitud cortado por espectaculares rápidos y gargantas que por largo tiempo han aislado a varios grupos indígenas: los taiwanos del río Cananarí y, aguas abajo, sobre el río Piraparaná, los macunas, los barasanas y los curiosos macús, un pueblo nómada esclavizado alguna vez por vecinos sedentarios y más poderosos. Al norte del Apaporis hay otro río de aguas negras, el Vaupés. En las riberas de sus principales afluentes, el Papurí y el Cuduyarí, viven los desanas y los cubeos. Finalmente, al nordeste del Vaupés hay un río más de aguas negras, el Guainía, hogar de los curripacos de habla arawac. El Guainía es la cabecera del principal afluente norte del Amazonas, el río Negro, una caudalosa corriente mayor que el Congo o que el Mississippi.
+Este, pues, fue el mundo en el que Schultes desapareció: cientos de miles de kilómetros cuadrados de bosque húmedo virgen, atravesado por miles de kilómetros de ríos inexplorados, hogar de unas veinte etnias indígenas no integradas y en ocasiones ni siquiera contactadas, —acá va mapa de «Las exploraciones de Richard Evans schultes 1941-1953»— representantes de seis distintos grupos de lenguas y que compartían un profundo conocimiento de plantas selváticas que nunca habían sido estudiadas por la ciencia moderna. Oklahoma y México habían sido sólo un preludio. En Colombia Schultes abarcó todo un continente, pueblos desconocidos y una selva que se extendía hasta el Atlántico. Era, como escribiría cincuenta años después, una tierra donde los dioses reinaban.
+—¡Don Guillermo!
+Me di vuelta y vi a Pedro, que me hacía señas desesperadas al lado del autobús. Corrí monte abajo y de un salto me subí al vehículo, que ya dejaba el retén para empezar la larga carrera cuesta abajo hacia la llanura.
+*
+Mocoa resultó ser una de esas ciudades selváticas fácilmente olvidables, ni siquiera lo suficientemente sórdidas para recibir una nota de advertencia en las guías turísticas. Un libro que teníamos a la mano le dedicaba trescientas sesenta páginas a Colombia y sólo dos líneas a la capital de Putumayo, una de las cuales decía: «No tiene sentido detenerse aquí». Pedro y yo lo hicimos, pero sólo el tiempo suficiente para convencer a un mecánico de que abandonara lo que estaba haciendo y subiera al día siguiente por el camino de la muerte para reparar el Hotel Rojo. Ya acabándose la tarde conseguimos el viaje de vuelta en la parte de atrás de una camioneta. Llegamos bastante después del atardecer, con frío y mojados, y nos refugiamos de inmediato en la cama.
+La mañana siguiente Armando Saa, del Taller Central, llegó temprano, se deslizó de espaldas bajo nuestra camioneta y a los diez minutos salió con las partes averiadas. Pedro se quedó con Pogo, y Tim y yo nos fuimos con Armando y nuestro eje. Los mecánicos colombianos son notablemente ineptos para hacer el mantenimiento de los vehículos, pero cuando algo se daña su genio sale a flote. Armando Saa era un mago. Flaco, con el pelo negro y largo, un espeso bigote y ojos castaños muy hundidos, su delantal de cuero, oscuro por la grasa, le daba más aspecto de herrero que de mecánico. Con sólo un yunque, un martillo de hierro, una fragua primitiva y unas pocas llaves de tuerca, enderezó a martillazos el eje torcido, reemplazó el empate universal y después hizo uno nuevo con un pedazo de hierro descartado que encontró en el piso del taller.
+A media tarde ya estábamos listos para volver al Hotel Rojo. Esta vez enviamos a Armando adelante en un jeep y lo seguimos una hora después en un camión de carga, lleno de bananos verdes, que iba para Pasto. Diez minutos después, cuál no sería nuestra sorpresa al cruzarnos con el jeep de nuestro mecánico, que bajaba a toda velocidad de vuelta a Mocoa. No tardamos en descubrir la razón. Otro derrumbe había bloqueado la carretera justo después del retén de El Mirador.
+Veinte o treinta hombres y mujeres se afanaban entre el barro y las piedras abriendo un camino con palas, piquetas, barras, varas y a mano limpia. Los ripios eran por lo menos de tres metros de alto, pero con todo el mundo colaborando, sólo se demoró una hora el despeje. El primer vehículo en pasar fue un jeep privado. Siguió un autobús desocupado, bajo la mirada de sus pasajeros a prudente distancia. Cuando por fin un tanquero de gasolina grande se abrió paso, los demás conductores abandonaron toda precaución. Desde ese momento pasaron rugiendo por el derrumbe como si fuera parte de la carretera desde que la construyeron. Nuestro camión fue uno de los últimos en franquearlo. Escupiendo humo y estremeciéndose de un lado a otro, salió al otro lado sin que el chofer se mosqueara ante el abismo andino de varios centenares de metros bajo su codo.
+Menos de dos kilómetros adelante, el tráfico se detuvo de nuevo. Esta vez el obstáculo era un camión con cemento de Pasto atravesado en la vía y con sus ruedas delanteras suspendidas en el aire al borde de la carretera. Pasaron dos horas más antes de que descargaran ocho toneladas de sacos de cemento y pusieran al camión fuera de peligro, halándolo con un cable de acero fijado al eje trasero. Finalmente llegamos al Hotel Rojo a medianoche, justo a tiempo para pasar otra noche colgados sobre el precipicio bajo la lluvia, escuchando estremecerse el lecho de la vía bajo el peso de cada camión de carga y viendo cómo sus indiferentes luces delanteras pasaban frente a nosotros y se perdían tras la curva bajo la niebla. No fue sino al mediodía del día siguiente cuando Armando pudo volver a poner nuestra camioneta sobre la carretera y seguimos hacia Mocoa.
+*
+Schultes recuerda a Mocoa como un «curioso pueblito» habitado por indios de varias tribus: los inganos y los menos integrados sionas y coreguajes del Caquetá, los cofanes y uno que otro bora y huitoto de la cuenca baja del Putumayo. La Mocoa que vimos era toda calles sin asfaltar y adormilados gallinazos, paredes de adobe salpicadas de orines e indios melancólicos atrapados en tristes procesiones entre los golpes y lamentos del ritual católico.
+Era el Día de los Difuntos, el primero de noviembre, y en el barrio de San Agustín, donde nos alojábamos, en la casa de Filomena, la cuñada de Pedro, el día de fiesta amaneció de luto. Filomena, su marido Mauricio y sus siete hijos fueron al cementerio, prendieron velas y rezaron frente a un hoyo en la tierra, vacío y oscuro. Para el mediodía se habían apagado las reverberaciones de la procesión, y hubo un último suspiro de lucidez antes de que el licor inundara la tarde. Durante el resto del día casi todo el mundo con quien nos encontramos estaba borracho. Buscamos a un curandero que Pedro conocía en la ribera del río Mocoa, y lo encontramos arrellanado sobre el lomo de una mula, demacrado y con la boca abierta de par en par. Había un enjambre de moscas en sus ojos, como animales en un lamedero. Pedro le dio una palmada en una pierna. Recobró el sentido por un momento, soltó un aullido incoherente, y cayó al suelo con un golpe seco. Nos fuimos entonces a buscar a otro venerable curandero, don Santiago Mutumbajoy, con quien Pedro y Tim habían tomado yagé ocho años antes, sólo para descubrir que también él estaba en el pueblo «haciéndose borracho», como lo expresó su esposa. Cuando por fin volvimos por la noche a Mocoa, fue a una casa deprimente que apestaba a aguardiente y a chicha fermentada.
+—Es costumbre —dijo Mauricio, acosándonos para que nos tomáramos unas totumas enormes del menjurje. Apareció entonces la cuñada de Pedro. Tenía un ojo negro y un morado feo en la mejilla.
+—Se cayó junto al río —mintió Mauricio. Pedro no dijo nada. Más tarde, mucho después de que nos acostamos, oí a Pedro discutir con él. Me levanté y salí a orinar. La luna estaba llena y reinaba un extraño silencio. De pronto, en una vibración del viento, llegaron ruidos de la selva. Se apagaron y luego volvieron para desvanecerse de nuevo. Pedro salió y, por un momento, orinamos hombro a hombro bajo la luz de la luna.
+—Mañana —dijo— vamos a ver a don Jorge Fuerbringer.
+—¿El alemán?
+—El mismo.
+Yo no tenía ni idea de que el viejo contacto de Schultes, el hombre que había ayudado a William Burroughs a conseguir yagé, vivía todavía en Mocoa.
+—Mientras estemos aquí tengo que tomar yagé —dijo Pedro en voz baja—. Tal vez don Jorge nos puede encontrar un brujo que no esté borracho.
+*
+—Eran dos hermanos —me explicó Tim al salir del pueblo la mañana siguiente en busca de Fuerbringer—. Ambos dejaron Alemania poco después de la Primera Guerra Mundial. Uno se fue a Nueva York y llegó a ser redactor de la revista Time. Jorge fue a dar a Mocoa.
+—¿Y eso?
+—Quién sabe, pero lavando oro hizo el suficiente dinero para levantar una granja lechera en medio de la selva, donde Schultes lo conoció en 1941. Ya vivía con una ingana. No sé si se casaron alguna vez. Tuvieron un hijo y dos hijas. Una de las muchachas obtuvo una beca para estudiar medicina en Moscú, y se graduó. El hijo fue policía.
+—¿Eran Schultes y él buenos amigos?
+—Supongo que sí, aunque no estoy seguro de que la palabra sea amistad. Se portaron bien el uno con el otro. Fuerbringer ayudó a Schultes a comprender a los indios, y Schultes le trajo a Fuerbringer algo del mundo que había dejado atrás. Sólo piensa en dónde estaba viviendo, a tres días a caballo de Sibundoy. Y hacia oriente, nada fuera de la selva y los ríos. Sólo podía hablar con curas y con indios. Con Schultes pudo hablar en su propia lengua. Después de veinte años en la selva, eso tal vez fue más importante que la amistad.
+En el poblado de Pepino, no lejos de Mocoa, Tim se detuvo frente a una casa.
+—¿La de Fuerbringer?
+—No. Esperen un segundo. Tengo que conseguirle algo a Schultes.
+Golpeó a la puerta hasta que una mujer vieja salió a la ventana. Tim dijo algo y ambos le echaron una mirada a un arbusto bajo y tupido plantado en el jardín. Pedro se rio. Tim le dio un dinero a la mujer y luego cortó unas ramas de la planta.
+—¿Cuánto le pagaste? —le preguntó Pedro al tiempo que recibía los especímenes y los ponía sobre el asiento.
+—Diez pesos
+—¡Qué engaño!
+—Pero es guayusa —dijo Tim al arrancar en reversa—. Las hojas están llenas de cafeína. Por mucho tiempo, este fue el único hábitat de la planta que se conocía en Colombia —y explicó que tres especies de acebo producen cafeína. La más conocida es la yerba mate, el Ilex paraguariensis, la bebida nacional de Argentina. Otra es el potente emético conocido en las Carolinas como yaupon, o bebida negra, el Ilex vomitoria, la única planta con cafeína de Norteamérica. La tercera y de lejos la más misteriosa es el Ilex guayusa, un árbol nativo de las montañas orientales de Ecuador y del Perú. Según Tim, nunca había sido encontrado en flor.
+De la antigüedad de su empleo como tónico y estimulante no había duda. Schultes había analizado un atado de hojas de guayusa de hace mil quinientos años hallado en la tumba de un curandero en los Andes bolivianos, a una altitud mucho mayor que la del hábitat de la planta. En las tierras bajas de Ecuador, los jíbaros usaban tradicionalmente infusiones de la planta para purificarse a sí mismos y a sus familias antes de reducir las cabezas de sus enemigos muertos. Incluso hoy la emplean como enjuague bucal ritual antes de hacer el curare o de beber yagé. Cuando los jesuitas contactaron por primera vez la tribu, declararon que la planta era la «quintaesencia del mal». Medio siglo después la cultivaban en plantaciones, tras haber persuadido a toda Europa de que era remedio probado para las enfermedades venéreas, lo cual no era cierto. Tras la expulsión de los jesuitas en 1766, la vegetación invadió las plantaciones y cesó la producción de las hojas. Su comercio continuó, pero en mucha menor escala.
+—Schultes buscó la guayusa cuando vino a Colombia en la década de 1940, pero no la encontró —dijo Tim—. Los capuchinos no habían oído hablar de ella, aunque sabían mucho de plantas. Veinte años después sucedió que uno de sus estudiantes de posgrado, Mel Bristol, compró por casualidad unas hojas secas a un yerbatero de Sibundoy. Resultaron ser de guayusa, y con el tiempo Schultes las rastreó hasta este preciso arbusto. La anciana, como la mayor parte de los curanderos de tierra baja, les vendía hierbas y preparados a los ingas, que a su vez los llevaban por todo el país. Para entonces, Schultes supo por antiguos documentos de la Iglesia que había habido una plantación jesuita cerca de Mocoa en algún momento del siglo XVIII. Así que le preguntó a la curandera dónde había obtenido el embrión del arbusto. Ella le contó que de unos viejos árboles que estaban cerca de un pequeño poblado llamado Pueblo Viejo. De inmediato se fue a pie, en una jornada de cuatro horas por una trocha fangosa, y así fue como encontró la plantación, doscientos años después de que fuera abandonada.
+—Ya tenía casi sesenta años cuando sucedió eso —comentó Pedro, muy al corriente.
+A cinco minutos por la carretera, Tim se orilló frente a una modesta casa de dos pisos con techo de lata y un patio delantero cuidadosamente cubierto con piedras de río. Había tres inganos tomando cerveza al pie de la escalera que llevaba a una galería baja de madera que rodeaba la casa. Dormido en el balcón, en una silla de bambú, estaba un hombre de edad vestido de algodón blanco y con botas de caucho. Un sombrero de paja le cubría casi toda la cara, y saltaban a la vista sus gruesas y enormes manos, que parecían raíces retorcidas sobre la barriga. Junto a la silla, en una mesita, había un vaso de leche y un aparato de radio pequeño que dejaba oír los interrumpidos acordes de una lejana sinfonía.
+—Don Jorge —gritó Pedro. El viejo se despertó sobresaltado y se dio una palmada en la cara para espantar a una mosca—. ¡Carajo! —gruñó. Se hizo de medio lado, cogió la radio y trató de sintonizarla. Se oía peor. Colocó la leche en el piso con cuidado, alzó la radio con las dos manos, la agitó con fuerza y la puso en la mesa con un golpazo deliberado. Pero la recepción no mejoró. Sólo entonces se dio por enterado del saludo de Pedro.
+—Pedrito —dijo, y se paró lentamente. Era un hombre de baja estatura, de cara cuadrada y abultada barriga. Le bastó vernos con la camioneta para saber el propósito de nuestra visita.
+—¿Así que mi viejo amigo Ricardo todavía está cogiendo flores? —preguntó después de que Pedro nos presentó. Por la forma en que lo expresó en español («cogiendo flores»), era obvio que no entendía muy bien lo que Schultes había estado haciendo.
+—Cuando puede —le respondió Tim.
+—¡Cómo trabajaba! —exclamó Fuerbringer—. El hombre vivía loco por trabajar. Era un demonio para el trabajo. ¡Qué agricultor hubiera sido! Pero me alegra. Nadie nunca ha hecho un dólar fácil en el Putumayo.
+Nos invitó a entrar a la sala, donde una india joven nos sirvió leche, queso, pan fresco y mangos de un árbol que rozaba la casa. Don Jorge la trataba amablemente. Parecía un hombre sencillo y decente. Tenía un aire despreocupado, sobre todo cuando hablaba del pasado, y nada de la impaciencia que uno espera normalmente de un alemán.
+Mocoa, nos explicó, siguió siendo un pueblo soñoliento incluso después de la guerra contra el Perú y de la construcción del camino de los capuchinos. Los cambios empezaron a finales de la década de 1940, bastante después de la primera visita de Schultes, cuando la violencia en el altiplano dispersó a los campesinos hacia la selva como las hojas de un árbol. Después, en la década de 1950, la Texaco descubrió petróleo y los habitantes de Puerto Asís se triplicaron en tres años. Antes de que uno se diera cuenta, añadió, hubo más comerciantes, ingenieros, soldados y mujeres de tacón alto que indios.
+—No se veían sino sus caras y sus coños, y no se oía sino esa música hueca de los burdeles.
+—Don Jorge —dijo Pedro después de un silencio respetuoso—. Estamos aquí porque pensamos que usted nos podía ayudar a encontrar el remedio.
+—Sí, sí, ya sé. Claro que los puedo ayudar, claro. ¡Lucho!
+Un niño de seis o siete años entró corriendo. Tenía un lápiz en una mano y un cuaderno en la otra.
+—¡Qué bueno! —dijo Fuerbringer—. Trabajando. Estudiando. Así sí vas a progresar. Muéstrales a los doctores lo que sabes hacer.
+El niño puso el cuaderno en la mesa y se concentró en hacer su firma, apoyando el lápiz lentamente sobre el papel rayado y ordinario. Cuando acabó, Fuerbringer le dio unas palmaditas afectuosas en la cabeza.
+—Qué bueno, Luchito. Ahora préstame tu cuadernito —y arrancó una página, encima de la cual garabateó una nota.
+—Llévale esto a don José —ordenó, y luego se dio vuelta hacia Pedro, a quien le dijo dónde y cuándo debíamos presentarnos en la casa de José María Jamioy, un curandero que vivía al lado de la carretera entre Mocoa y el río Rumiyacu. Sin el menor esfuerzo, como un médico que escribe una receta, Jorge Fuerbringer había hecho los arreglos necesarios para que tomáramos yagé.
+*
+El curandero presidía sus sesiones en una casa de bloques de hormigón ligero que parecía una clínica rural espartana: techo de lata y piso de cemento, bancos bajos a lo largo de las paredes en un amplio cuarto de consultas, y una mesa con asiento puesta de frente bajo un bombillo desnudo que colgaba del cielo raso. Llegamos a eso de las nueve, bastante después del atardecer, y Pedro nos llevó hasta la débil luz, donde una mujer indiferente nos indicó que nos sentáramos en los bancos. Había otra persona en el cuarto, un mestizo alto y delgado llamado Mario, que conocía a Pedro de Sibundoy. Vivía en Mercaderes, en el sur del Cauca, pero iba periódicamente a Mocoa para purgarse con yagé. Esa vez llevaba en casa del curandero más de medio mes. Pedro explicó que andaba en busca de la magia.
+—Los blancos son más inteligentes —dijo—. Por eso vienen a donde los indios a curarse.
+—Don José comprende —asintió Mario—. Lo hace a uno fuerte para que nada lo toque.
+—Buenas noches, caballeros —interrumpió el curandero, entrando en la habitación.
+Era un hombre grande, de cara lisa y ademanes pausados. Saludó a cada uno ceremoniosamente y se sentó tras la mesa, arreglando y volviendo a arreglar sus objetos rituales: un abanico de hojas, un trozo de cuarzo pulido, plumas rojas y azules de guacamaya y varios collares de semillas y dientes de jaguar. Vestía pantalones, sandalias de caucho y una camisa de algodón que caía sobre su amplia barriga. Sudaba copiosamente, y cuando se inclinó sobre la mesa cayeron gotitas de sudor sobre las plumas.
+—¿Trajeron el aguardiente? —preguntó. Pedro le dio dos botellas, que colocó junto a una jarra de vidrio que contenía dos cuartos de galón de un líquido oscuro.
+—Yagé —susurró Pedro—. El collar es el sonido de la selva. Las plumas pintan las visiones. Las piedras de vidrio son las frutas de la selva que vienen del cielo. El abanico es el espíritu, waira sacha, la brocha del viento. Con ella lo limpia a uno.
+Don José destapó una botella de aguardiente, se tomó un buen trago y nos la ofreció. A gritos le dio una orden a su esposa, que apagó la luz. Él prendió un fósforo y su resplandor le iluminó la cara mientras encendía una lámpara de petróleo. Una luz melancólica inundó el cuarto.
+—Ahora debe arreglar los espíritus —dijo Pedro en voz baja.
+El curandero vertió yagé en una vasija de madera que colocó sobre un pequeño trípode de palos al lado de la mesa. Luego se sentó en un banquito de manera que sus piernas abiertas abarcaran la vasija, y durante cinco minutos permaneció sentado, en completo silencio. Nadie habló. Poco a poco empezó a surgir de su cuerpo inclinado un canto bajo, gutural, que iba y venía y después se apagaba como un eco. El frufrú del abanico de hojas que surcaba el aire, el ruido del agua en el bosque lejano y el canto que subía de tono formaban un lenguaje melódico y suave. Tosió, rompiendo el embrujo al carraspear. Siguieron algunas palabras de oración, católicas en el tono, y de pronto cayó una vez más esa otra zona afelpada de sonidos. Pedro me tocó el brazo.
+—Las canciones liberan lo salvaje, rebullendo todas las cosas para que pueda alejar el mal con el abanico. Ahora está pidiendo que las pinturas, las visiones, sean fuertes.
+El curandero sacó el yagé de la vasija con una totuma pequeña, del tamaño de una taza, y lo volvió a verter, dejando escapar un rico aroma que luego primó sobre el olor dulzón de la resina que ardía en un brasero de hierro junto a la puerta. Llenó la totuma una vez más y bebió el contenido. Se atoró, escupió, se quejó y tosió.
+—Oye cómo gruñe —dijo Pedro—. Como el jaguar. Nace del jaguar, y cuando muera, será un jaguar de nuevo. Todos los jaguares vivos y muertos vienen a nosotros desde sus hogares en el cielo.
+Tim se estremeció a mi lado.
+—¿Estás bien? —le pregunté.
+—Me acuerdo a qué sabe —dijo sonriendo.
+Don José levantó la vista. Tenía un montón de cuentas de colores en torno al cuello y largos collares de hojas de palma y dientes de jaguar que se entramaban sobre el pecho y caían hasta la cintura.
+—¿Cuándo se los puso? —pregunté.
+—No me di cuenta —respondió Tim.
+El canto se había convertido en un silbido suave. El batir y crujir del abanico acompañaba el lenguaje de las oraciones, palabras que se rompían en sílabas y sonidos que se apilaban uno sobre otro en una armónica melodía que daba al curandero completo control de la situación. Siguió cantando y cantando, olvidando el paso del tiempo. Cuando por fin terminó, se inclinó sobre el yagé y sopló una sola vez sobre la superficie. Hizo la señal de la cruz y dijo una oración más, dirigiéndose repetidamente a la planta con su nombre quechua, ayahuasca, la enredadera del alma. Luego le hizo una señal con la cabeza a Mario, quien se colocó a su lado y aceptó un trago de aguardiente. Don José le pasó la totuma con yagé, que tomó con las dos manos. Se la bebió lentamente, arrugando la cara a cada sorbo.
+—¡Aaaah, qué fuerte! —exclamó mientras su cuerpo temblaba, tratando de librarse del sabor. Don José le dio otro trago de aguardiente.
+—Para endulzarle la boca —dijo Pedro, como si fuera un serio secreto, y entonces me tocó el turno. El curandero limpió el yagé con el abanico y me dio la totuma, que me tomé de un sorbo. El olor y el sabor acre eran el de toda la selva molida y mezclada con bilis. Acepté el aguardiente con gusto.
+Tim y Pedro bebieron a continuación y luego todos caímos en una extraña quietud, a la espera de que la droga nos hiciera efecto. Exteriormente, por supuesto, nada cambió. Don José se mantenía ocupado en la mesa y Tim fumaba y tomaba notas recostado contra la pared. Yo me senté aparte, en una estera en el piso. Pogo se echó a mi lado con esa curiosa expresión que siempre tenía cuando Tim y yo hacíamos cosas como esa. Era tarde, pero a nadie parecía interesarle dormir.
+Pasaron treinta minutos antes de que experimentara la primera sensación: un entumecimiento de los labios y un calor en el estómago que se extendió por el pecho y los hombros, al tiempo que un escalofrío opuesto bajaba desde la cintura hasta los pies. Era una oleada de energía, en parte expectativa, en parte fascinación. Oí un zumbido lejano, que asocié con cigarras o ranas arbóreas, hasta que me di cuenta de que el sonido vibraba bajo mi piel. Le eché una mirada a Tim, que se cogía la cabeza con las dos manos. Pedro estaba de bruces en un banco. Cerré los ojos y el mundo dentro de mi cabeza empezó a dar vueltas y a palpitar con un ardor sensual que se derramaba sobre una serie de pensamientos eufóricos, palabras que se estiraban como sombras por mi mente, se detenían y luego adquirían forma de diamantes y de estrellas, colores que surgían de la periferia de la conciencia y que caían como demonios y ángeles en una mezcla caótica de sueño y paranoia. Abrí los ojos ante una ráfaga de luz, las luces delanteras de un vehículo que pasaba por la carretera, crueles y molestas. Me retiré de nuevo y sentí que me deshacía en un cuerpo físico incómodo, postrado en la estera y atormentado por el vértigo y por náuseas crecientes.
+Oí un susurro que me invitaba a moverme, pero hacerlo era extraordinariamente difícil. Pedro me tenía del brazo, guiándome hacia fuera de la casa. Vomité de pronto, un corto espasmo como el del estómago rebelde de un bebé, seguido de inmediato por unas arcadas violentas y convulsivas. Una gran corriente se convirtió en un río que serpenteaba impetuoso sobre plantas negras y que corría bajo estrellas, vientos helados y ráfagas de colores que se trocaban uno en otro. Sentía el suelo frío y húmedo en la cara. Miré hacia arriba y vi el cielo nocturno, bello y claro. De pronto, recuperé la perspectiva, un claro bienestar en medio de todo el caos visual. Era como si mi estómago, actuando como una entidad consciente, hubiera localizado y purgado cada pensamiento y temor negativo en el laberinto de mi mente. Libre para dejarme llevar o pasar por alto la marea de estímulos que se abatía sobre mis sentidos, mis ojos recorrieron a voluntad un paisaje completamente nuevo y asombroso.
+—Don Guillermo.
+La voz parecía terriblemente lejana. Era Pedro. Su aliento se disolvía en una docena de texturas; raíces y resinas machacadas, humo y cenizas, y el sabor del musgo en un rincón de la selva donde la luz juega con las orquídeas y lleva a los pájaros cada vez más alto hacia las copas de los árboles. Arañas y mariposas, murciélagos que salen volando de huecos en los troncos, hojas que caen sobre el lomo de hormigas que desaparecen en los huecos de la tierra, donde crecen los hongos que brillan en la oscuridad.
+—Don Guillermo. Ponga atención. Concéntrese en una imagen. Olvide todo lo demás.
+Era una exigencia absurda. Las imágenes cambiaban a la velocidad del pensamiento. Abrí los ojos y vi una iguana que reposaba impasible sobre una rama. Una nube de insectos se regodeaba en una herida que tenía a lo largo del dorso. Entorné los ojos y vi a Tim, que salía de la casa dando tumbos. Pedro había desaparecido. Oí un deprimente coro de arcadas y bocanadas. Me arrastré hasta el ruido y vi que la luna iluminaba un tremendo vacío que subía y bajaba con el viento. Tim estaba boca abajo en el suelo; Pedro a gatas. Lo cogí del pelo y le sostuve la cabeza mientras vomitaba. Su espalda temblaba bajo mi otra mano. Cuando terminó, lo llevé como pude a la casa. Tim entró después, tambaleándose, y se hizo un ovillo en el piso.
+La noche pasaba lentamente, como si cada minuto fuera algo pesado y tangible que había que sacar a empujones para abrirle campo al siguiente. Poco a poco cambió el tono, las visiones se suavizaron, y caí en un delirio no del todo desagradable. Pasaron los minutos y las horas. El aire se enfrió y se humedeció a medida que se acercaba el amanecer. Recuperaba y perdía la conciencia, dándome cuenta sólo en forma vaga de todo lo que pasaba a mi alrededor fuera de mis necesidades físicas inmediatas. Tenía frío y me sentía sucio y hastiado del olor a vómitos. En algún momento volví en mí como un espectador en trance, para ver a una mujer que lloraba sentada en un asiento, mientras el curandero creaba un halo de luz y sonido en torno a su cuerpo y a un niño enfermo que tenía en el regazo. Cuando volví a despertar, ya no estaba. Los demás seguían dormidos, y por un instante sentí un tremendo vacío, todo el temor y la incertidumbre que nos ronda en las primeras horas de la mañana.
+El curandero me dijo que me sentara a su lado, y cuando le obedecí empezó una oración que desembocó en un canto hipnótico. Tomó el abanico y me rozó todo el cuerpo en una serie de movimientos cuidadosos y pensados. El abanico era de hierba seca, y cuando recorrió mi espalda sentí por un momento la posibilidad de transformarme, como si el tacto de la hierba pudiera hacer que me salieran plumas de la piel. Al completar cada lento desplazamiento del abanico, doblaba la muñeca con un chasquido como para descargar energía. Luego tomó mi cabeza entre sus manos, colocó sus labios sobre mis ojos, jadeó y retuvo tres veces el aliento. Durante la última se abalanzó hacia la ventana y lo dejó salir hacia la selva.
+Desde ese momento el orden de los hechos se hizo borroso. Hubo más cantos. Recuerdo su boca casi tocándome una oreja, pronunciando el gutural sonido de la palabra «yagé», repetida una y otra vez hasta producirme sensaciones que subían y bajaban por la espalda. Entre gemidos y cantos, y llevando el ritmo con los susurros del abanico, escupió chorros de vaho ritual, de saliva y aguardiente sobre mi cara, el pecho, los brazos y la región lumbar. Me chupó el pecho sobre el corazón, en la base del cuello y en la coronilla. Finalmente, con los trozos lisos de cristal de cuarzo me frotó la espalda y el estómago, antes de ponerlos en las palmas de las manos. Los sostuve y sentí una oleada de calor mientras él pronunciaba una última oración y me escupía en el pelo una postrera llovizna de saliva. Cuando dijo que mi cabeza era la cabeza de un jaguar, me di cuenta de que también él estaba sumido en las visiones.
+Terminada la limpieza, salí a dar vueltas afuera. Estaba a punto de amanecer. Sentí que el agotamiento se mezclaba con una sensación más profunda, una intuición de que lo que había experimentado, esa confusión de fortuitas alucinaciones visuales y auditivas sin forma ni sustancia, era sólo una cruda aproximación a algo indescriptiblemente rico y misterioso. Sin duda, como lo ha expresado Schultes, la planta tenía poder. Comprender y tal vez experimentar incluso un pálpito de su verdadero potencial exigiría un viaje mucho más allá de esa casa en Mocoa al borde de la carretera. El pensar dónde podría llevarme esa jornada me llevó de nuevo a la casa del curandero, donde encontré un sitio en el piso al lado de Tim, Pogo y Pedro, y me sumí en un sueño intermitente.
+Don José nos despertó a eso de las nueve para una fase final del tratamiento. Nos pusimos en círculo e hizo que nos pasáramos un plato con una resina ardiendo cuyo humo nos ordenó aspirar. En ese momento me sentía ya menos deseoso de más purificación que de un baño urgente. Un roce final con el abanico, una corta oración y luego cada uno le pagamos cincuenta pesos y nos fuimos. Demasiado cansados y aturdidos como para comparar notas, viajamos de vuelta a Mocoa sin decir palabra y deteniéndonos sólo para quitarnos la noche de encima en las frías aguas del río Rumiyacu.
+*
+No fue sólo el yagé lo que nos llevó a los bosques bajos del Putumayo. El 6 de diciembre de 1941, trabajando en las cercanías de Mocoa, Schultes recolectó un espécimen de coca del cual no pudo identificar la especie. Sus notas de campo registran sólo que los ingas la usaban, mascando las hojas para adquirir «fuerza». Como los paeces, los ingas las consumían enteras, añadiendo a la mascada cal en polvo sacado de una piedra blanca quemada. Cinco meses después y casi trescientos veinte kilómetros más allá, en la confluencia de los ríos Orteguaza y Caquetá, halló un empleo completamente diferente de la planta. Allí, los coreguajes tostaban las hojas en un fogón dentro de enormes vasijas de barro, y luego las machacaban en un gran mortero de madera. La fuente del alcaloide era la ceniza de ciertas hojas de la región, que añadían directamente a la coca en el mortero. La mezcla ya pulverizada la cernían en tejidos de fibras de palma para obtener un polvo gris verdoso con la consistencia del talco. Luego se lo metían en la boca con cuidado, y formaban una pasta que gradualmente ingerían en su totalidad.
+Esto planteaba un problema. Se había registrado el método de los coreguajes en todo el Amazonas noroccidental, y Tim sospechaba que la especie empleada era la Erythroxylum coca, la coca del Perú. Si era así, ¿cómo y cuándo había llegado desde el sur de los Andes hasta el norte, en la Amazonía colombiana? ¿Y cuál era la planta que Schultes había recolectado en Mocoa? ¿Era la coca peruana de tierras bajas, que había venido río arriba y se usaba con una técnica tomada del altiplano? ¿O era acaso que la coca colombiana, la Erythroxylum novogranatense, había sido llevada a la llanura junto con la tradición de usar la cal en polvo para potenciar la cocaína? ¿Y dónde quedaba el límite entre los métodos para prepararla?
+Nos llevó varios días aceptar que estos interrogantes tal vez nunca podrían ser resueltos. Habíamos llegado una generación demasiado tarde. No sólo los inganos habían abandonado el empleo de la coca, sino que ya no existían los bosques del alto Putumayo. En las estribaciones que descienden hasta la vasta llanura en Villagarzón, y luego hacia el sur a lo largo de los diminutos poblados esparcidos por la carretera a Puerto Asís, no vimos sino haciendas de ganado y cultivos de yuca y de arroz, pueblos miserables, iglesias de cemento, comerciantes gordos y filas de almacenes con televisores, casetes y ungüentos inútiles importados de Francia.
+Una noche ya tarde, después de un día sofocante en busca de los restos de bosque virgen a lo largo de las polvorientas carreteras al sur de Mocoa, nos encontramos de nuevo en Pepino con Jorge Fuerbringer, sentado en el balcón y escuchando las melancólicas canciones que crepitaban en su radio. Habíamos vuelto a casa de don Jorge porque después de una semana en el alto Putumayo tuvimos muy en claro que lo que habíamos ido a buscar estaba sólo en la memoria de hombres y mujeres como él. Pedro, dormido en la hamaca y nosotros tratando de mantenernos despiertos, hablamos de esto y aquello.
+—Había un comercio de visiones —nos dijo en cierto momento don Jorge—, y los sionas eran los maestros. Llevaron su conocimiento a las montañas —añadió, echándole una mirada a Pedro—. ¿Les habló él del tixa?
+—No —dije yo, y Tim negó con la cabeza.
+—Es su lenguaje ritual. Ya casi no se oye. Pedro lo conoce, y también Chindoy, cuando está sobrio. Es muy afín al de los sionas, que llaman del mismo modo a su lengua ritual.
+—¿Y el hombre con quien estuvimos la semana pasada?
+—Él es bueno, pero es ingano.
+—¿Qué quiere decir eso?
+—Los inganos no eran nada. No cumplían con los tabúes que protegían la planta. Usaban un licor barato, que los otros despreciaban. Fue su debilidad y su miedo lo que los llevó a beber. En la antigüedad, un siona nunca pensaba en casarse con una ingana. ¿Cómo podía un pueblo que sabía cómo viajar por los cielos tener fe en el poder visionario de gentes que bebían el licor del hombre blanco? Era algo imposible.
+—Pero los inganos son los que proveen todo el yagé en el altiplano —dijo Tim.
+—Sólo porque los otros murieron. No el pueblo, sino los chamanes —concluyó don Jorge, inclinándose sobre la mesa y apagando la radio—. En los viejos tiempos, los sionas gobernaron el alto Putumayo. Ahora tal vez sólo viven en esta región unos doscientos cincuenta, sobre todo más abajo de Puerto Asís. Pero sin sus chamanes están perdidos. Su mundo tenía muchos niveles, todos habitados por gente, animales, espíritus. Sólo el chamán mediaba entre estos dominios. El yagé permitía que lo hiciera. Le daba las vestiduras del jaguar y, ya volando, él y el jaguar eran uno mismo… o se ponía la piel de la anaconda, o las cerdas del tapir.
+—¿Conoció a chamanes de esos? —pregunté.
+—Claro. También su profesor. Él tomó yagé muchas veces con ellos.
+—¿Cómo se hacía uno chamán? —le preguntó Tim.
+—Llevaba meses, años, de trabajo duro. Primero había que dominar las visiones básicas. Era necesario poder hacer surgir visiones específicas al tomar la droga. Había que aprender a dirigir las visiones con las canciones. Eso era lo aterrador. El maestro chamán conjuraba serpientes envueltas en llamas, miles de garras airadas que arañaban el cielo. El aprendiz tenía que enfrentárseles, de pie, sin vacilación, con fuerza. Sólo entonces podía chupar los pechos de la mujer jaguar. Y cuando estaba empezando a sentirse cómodo, ella lo lanzaba a un nido de víboras. Una de ellas lo llevaba al cielo, donde la gente del yagé le presentaba los espíritus de los muertos. Sólo después de muchos viajes terribles, encontraba el iniciado a Dios. Estaba de pie ante un árbol solitario, delante de una puerta que se abría a la nada. El iniciado se internaba entonces en el vacío. Sólo cuando se daba cuenta de lo que había más allá de la puerta podía recibir su bastón y el encargo divino de proteger a su pueblo.
+—¿Y los inganos no practican los mismos rituales?
+—Ellos los vuelven negocio. Tienen, por supuesto, su propio poder. Es bueno tener de amigo a un hombre como don José, pero la mayor parte de ellos sólo vende apariencias.
+—Pedro dijo que los inganos todavía reconocen siete clases de yagé.
+—¿Y qué dijo que hacían con ellas? —preguntó Fuerbringer.
+—No sé.
+—¡Nada! —respondió con sorna.
+—Dijo que cada uno canta en una clave diferente.
+—Eso es verdad. Las visiones determinan la clasificación. Pero hay algo más. Los sionas tienen por lo menos quince clases. Cuando una planta se da en canje, pasa con sus visiones específicas. Un siona no puede clasificar una planta sin conocer la historia de su comercio. Cada planta tiene un linaje que la une para siempre con todas las demás. Es como la genealogía de un príncipe inglés.
+—¿Dónde se puede encontrar gente como esa hoy en día? —le pregunté. Fuerbringer vaciló por un momento.
+—Los sionas gobernaban los espíritus hace tiempos. Cuando el profesor Schultes estuvo aquí, el chamán era la autoridad central. Mediante la planta influía en todos los aspectos de la vida. Pero desde 1950 sólo un puñado de sionas ha tratado de convertirse en chamanes, y no todos han llegado al dominio completo. En las décadas de 1930 y de 1940, todavía había muchos. Los sionas achacan su desaparición a la brujería que se hicieron unos a otros. Yo culpo a la Texaco.
+—¿Así que la brujería ha muerto por completo?
+—No del todo. ¿Qué quiere decir con que ha muerto? El pueblo vive. Sus hijos se enfrentan a un nuevo destino, eso es todo.
+—Pero seguramente todavía hay un pueblo, o un hombre, que sabe de tales cosas.
+—Yo no estaría tan seguro —dijo Fuerbringer—. Sin embargo, los sionas siempre recurrieron a los cofanes para saber sobre las plantas medicinales. Los cofanes vinieron aquí para aprender sobre el yagé y sus poderes. Tal vez los papeles se han invertido. Tal vez viva algún cofán que todavía sabe. Pero no sería en Colombia. Si quieren averiguar esas cosas, deberían ensayar en el Ecuador. El río Aguarico. Tal vez allá. No les puedo decir más.
+—Tal vez lo hagamos —dijo Tim, y tocó a Pedro en la hamaca para despertarlo—. Por ahora, sin embargo, creo que lo mejor es irnos a dormir. Don Jorge, con su permiso.
+—Cómo no. Buenas noches y que les vaya bien.
+Nos dimos la mano en despedida.
+*
+Aquella fue la última vez que vimos al viejo amigo de Schultes, quien murió unos pocos años después de nuestra visita. Tim ya estaba harto del Putumayo y en la mañana, justo cuando los sirvientes estaban empezando a desperezarse, nos fuimos para el altiplano. Sólo otro contratiempo nos esperaba en el trayecto. La carretera de Sibundoy estaba abierta y llegamos al valle sin problemas, pero al salir en dirección a Pasto, una orquídea extraordinaria que vio en un talud distrajo a Tim. Al mirarla por la ventana y mientras le contaba a Pedro un cuento picante sobre la polinización, la camioneta cayó en un hueco que había del lado abierto de la carretera, saltó sobre otro y se detuvo. Miré por la ventana y no vi sino espacio. Colgábamos al borde de un precipicio, con las ruedas derechas en el aire. Les dije a Pedro y a Tim que se bajaran lentamente. Eso hicieron.
+Nos llevó una hora de ansiedad, antes de que yo pudiera poner un gato grande en la parte delantera. Pedro les hizo señas de que pararan a un jeep y a una volqueta. Enganchamos cables en los ejes, hicimos que el jeep y la volqueta halaran al mismo tiempo y pudimos así poner al Hotel Rojo sobre la carretera. Para entonces no se veía a Tim por ningún lado. Pasaron veinte minutos antes de que por fin lo distinguiera, en el cerro, a varios cientos de metros sobre nosotros, sentado en una roca saliente y mirando fijo el sol. Pedro meneó la cabeza.
+—El botánico loco.
+—¿Qué diablos está haciendo, Pedro?
+—Cogiendo flores —respondió sonriendo—. Recolectando flores y haciendo planes para su viaje a la tierra de los cofanes.
+—Ecuador.
+—Sí, claro.
+EN LA MAÑANA DEL LUNES 8 DE diciembre de 1941, Richard Evans Schultes se despertó con un ruido terrible que salía de la nave de la iglesia vecina al convento de los capuchinos, donde se estaba quedando en Mocoa. En medio de la misa, una banda indígena de tres instrumentos de viento, tubas y trombones tocaba desafinada Roll out the Barrel. Allí, en una aldea, un campesino había visto en una visión a la Virgen en un charco, y desde entonces los vecinos del pueblo conmemoraban el acontecimiento llevando en alto la pintura en procesión hasta la plaza, mientras la banda tocaba Yes Sir, that’s my Baby.
+—¿De dónde diablos sacan esa música? —se preguntó Schultes, riéndose, a tiempo que se salía de la hamaca y alcanzaba una totuma ocre, balanceándose sobre el baúl de metal que hacía las veces de mesa de noche. Su contenido era un líquido marrón claro. Schultes se llevó la totuma a los labios y luego vaciló.
+—¡Pedro! —dijo con suavidad.
+El joven Pedro Juajibioy se presentó en la puerta que daba a la plaza.
+—Buenos días, doctor.
+—Buenos días, Pedro. Una pregunta.
+—¿Señor?
+—Ayer era blanco. Hoy es oscuro.
+—Porque era yoco blanco. Este es yoco colorado.
+—¡Ah! —exclamó Schultes. Sorbió un poquito. Tenía el mismo sabor y, como los preparados que había tomado en las cuatro últimas mañanas, era una infusión de la corteza de un bejuco. Se la bebió toda y alcanzó otra. Sabía que en menos de diez minutos las yemas de sus dedos empezarían a hormiguear.
+La identidad botánica de la planta seguía siendo un misterio. Schultes había leído por primera vez sobre el yoco, o yocoó, en Northwest Amazon, el diario del capitán Thomas Whiffen, un militar inglés que pasó el año 1908 en el bajo Putumayo. Diecisiete años después, un botánico belga, Florent Claes, acompañó al capuchino Gaspar de Pinell en uno de sus recorridos evangélicos por la selva amazónica, e informó que el estimulante era una gruesa liana del género Paullinia, observación que confirmó en recolecciones posteriores, en 1931, Guillermo Klug, un explorador botánico que tenía su base en Iquitos, Perú. En 1940 José Cuatrecasas, el nuevo amigo y colega de Schultes que trabajaba en el Instituto de Ciencias Naturales de Bogotá, encontró yoco en Puerto Piñuna Negra, sobre el río Putumayo. Desafortunadamente, la planta no tenía frutos ni flores, y no pudo describirla.
+Cuando Schultes había pasado por Sibundoy la semana anterior, uno de los sacerdotes, Marcelino de Castellví, lo había animado para que buscara las flores y así pudiera completar la descripción botánica. Un día después de llegar a Mocoa, Schultes conoció a Jorge Fuerbringer, que sabía del yoco y empleaba indios que podían indicarle un espécimen viviente. Pero tuvo la mala suerte de que la planta que le mostraron era estéril. Por los indios supo que en casi todas las casas mantenían una reserva de tallos de yoco. Recogidos y luego cortados en trozos de unos ocho centímetros, y conservados en la sombra, guardaban sus propiedades estimulantes al menos por un mes. La bebida se preparaba raspando la corteza exterior y luego exprimiendo en agua fría la savia lechosa. Bebida al amanecer, evita la presión del hambre al menos por cinco horas, permitiendo que hombres y mujeres caminen sin fatigarse treinta o cuarenta kilómetros en plena selva.
+Por el análisis químico que llevó a cabo Claes, Schultes sabía que la corteza contenía cafeína, más o menos tres veces más por peso que un gramo de café. Para hacer una sola porción, los indios del Putumayo usaban cerca de cien gramos de la corteza, comparados con los once gramos de café molido de cada taza promedio de café fuerte. En otras palabras, aun admitiendo la relativa ineficiencia del agua fría en la extracción de la cafeína, al beber por la mañana su totuma de yoco los indios se empacaban el equivalente de veinte tazas de café. No eran gente, como dijo Schultes después, que hiciera las cosas a medias.
+Suspendido entre la primera exaltación de bienestar y las consecuencias hipercinéticas de la intoxicación con cafeína, Schultes hizo planes para la mañana. Al otro lado del cuarto su compañero, un joven botánico norteamericano, C. Earle Smith, dormía todavía. Smith, que cursaba segundo año de universidad, se había reunido con Schultes a finales de septiembre en Bogotá y había acompañado a José Cuatrecasas en un viaje al Páramo de Tamá, un remoto macizo montañoso barrido por los vientos a ambos lados de la frontera colombo-venezolana. Volvieron a Bogotá después de un mes, y llegaron a Sibundoy a fines de noviembre. Tres días después, guiados por Pedro Juajibioy, viajaron en mula a la selva amazónica, donde Schultes tenía pensado permanecer varios meses.
+Mocoa no era sino un grupo de chozas y pequeñas casas apiñadas en torno a la iglesia y al convento. El extremo de la plaza estaba a pocos pasos de la selva, y aunque había campos para ganado y caña de azúcar, el aroma y los sonidos de la selva todavía predominaban en el pueblo. Fuera de los capuchinos y de las monjas que enseñaban en la escuela, los únicos forasteros eran los pocos comerciantes cuyas tiendas dominaban la plaza, un par de frustrados misioneros norteamericanos y un funcionario corpulento que representaba simultáneamente todas las ramas del Gobierno colombiano.
+Los primeros rayos del sol calentaron la cara de Schultes, de pie junto a la puerta del convento. A sus espaldas, Smith se quejaba en su hamaca.
+—¿Smithy, estás despierto? —le preguntó Schultes.
+—Creo que sí —contestó. Bajo la cobija asomaba la cara redonda de Smith con su incipiente barba, que además de la baja estatura le daba un aspecto más joven.
+—Bien. En el piso hay una totuma. Bébetela toda y empecemos a darle a las plantas.
+—¿Y el desayuno?
+—¡Dios mío! Se me olvidó —Schultes le echó una mirada al cuarto en busca de una solución—. Tal vez Pedro te puede conseguir algo mientras yo caliento el secador.
+—Está bien.
+Mientras Smithy encontraba a Pedro y este enviaba a una muchacha india para que les sonsacara huevos, leche y pan a los capuchinos, Schultes se puso a ordenar las pilas de especímenes regadas por todo el piso. En total había cien plantas diferentes, la mayor parte recolectadas en series de seis. Se las había arreglado para recolectar algunas en la trocha que bajaba a Sibundoy, pero la mayor parte procedía de los alrededores de Mocoa.
+Contemplando la colección, Schultes se mostró maravillado ante su buena suerte. En su primer día completo de recolección en el Amazonas había encontrado una nueva especie de cacao de monte, llamada después Herrania breviligulata, y además otra, un veneno para peces, la Serjania piscetorum. Conocida por los inganos como la sacha barbasco, era uno de los cuatro venenos para peces que había recolectado en la primera mañana. Los otros tres, todos miembros de la familia del tártago, no han sido identificados hasta la fecha. Colocados en aguas mansas interfieren con las agallas y dificultan la respiración de los peces, que tienen que ascender para flotar en la superficie, facilitando así su pesca. Muchos de estos venenos contienen altas concentraciones de rotenona, y fue así como Schultes encontró la fuente del insecticida biodegradable más usado en el mundo moderno.
+Tal fue sólo el principio de una notable recolección. Naturalmente, le había llamado la atención el achiote, el pigmento anaranjado usado en todo el Amazonas para teñirse el rostro y empleado como colorante de la mantequilla y la margarina en Europa y los Estados Unidos. Había otras dos plantas colorantes, tres frutas raras y desconocidas, y un alucinógeno, un espécimen estéril del borrachero con todo y una receta: «Dos hojas para una borrachera de una mañana, y cuatro o cinco para todo el día». Más importante fue su recolección de un árbol sin características definidas del género Croton, una de las veinticinco plantas medicinales que recogió en un día. Schultes anotó que «los ingas usan el látex rojo para calmar el dolor de los molares», y lo reconoció como sangre de dragón, una planta que había encontrado en Sibundoy una semana antes, pero de la que después tuvo noticia de sus extraordinarias propiedades curativas. Colocada la resina en una herida abierta, la seca y se convierte en sello antiséptico, conocido por los indios como la «venda líquida». En una forma aún no comprendida por la ciencia moderna, los compuestos de la resina aceleran la curación de manera notable. Las heridas y laceraciones que en el trópico normalmente supuran, se curan en pocos días sin infección y sin dejar cicatrices. Finalmente, sus notas de campo del 6 de diciembre de 1941 indican que hizo su primera recolección de coca. Los ingas mascaban las hojas para «tener fuerza», y le añadían a la mascada una cal en polvo extraída de las cenizas de una piedra blanca quemada.
+Schultes instaló el secador en un cuarto vecino y llevó allí todas las plantas. Sin señal aún de Smithy, se sentó a esperar en el piso de cemento. Le echó un vistazo al techo de paja y sonrió de pronto. Todos los botánicos, al secar las plantas en el curso del trabajo de campo, temen incendiar la casa de algún pobre campesino. Hasta ese momento Schultes sólo había conocido a uno que realmente lo había hecho. José Cuatrecasas era un español alocado, veterano republicano de la Guerra Civil, que tenía en la vida dos pasiones acendradas fuera de la botánica: odiaba a los curas y detestaba gastar dinero, en ese orden. Cierta vez que recolectaba en Mitú, un pequeño pueblo a ochocientos kilómetros al sudeste de Bogotá, sobre el río Vaupés, había rechazado la invitación de los capuchinos para quedarse con ellos y se había instalado en una bella casita con techo de paja que acababan de construir como regalo de bodas para la hija de un jefe indígena local. Demasiado avaro para contratar a un indio que vigilara, dejó el secador funcionando y se fue a herborizar. Regresó un día antes del matrimonio y encontró la casa quemada por completo. Sobre las cenizas estaba el jefe cubeo.
+—¡Mi casa! ¡Mi casa!
+—¿Su casa? —aulló Cuatrecasas a su lado—. ¡Mis plantas! ¡Mis plantas! El recuerdo de este incidente hizo que Schultes alejara más el secador de la pared. Inspeccionó las faldas y se aseguró de que la lona no estuviera demasiado caliente. Había decidido empezar solo y estaba a punto de montar las plantas en la prensa cuando Pedro llegó corriendo.
+—¡Doctor!
+—¿Qué pasa?
+A Pedro lo seguían Smithy y el padre Idelfonso de Tulcán, el superior de la misión capuchina, quien vestía el hábito oscuro ceñido en la cintura con un cordón. Tenía profundas arrugas en la cara, de rasgos duros y solemnes. Había en sus larguísimas barbas boronas de pan y otras huellas del desayuno. Puso una mano en el hombro de Schultes.
+—Me temo que no estará con nosotros tanto como esperábamos.
+—¿Qué quiere decir?
+—Hubo un ataque…
+—Los japoneses atacaron a Hawai —dijo Smithy.
+—¿Cuándo?
+—Ayer en algún momento. Acaban de decirlo en la radio. Parece que es una invasión.
+—Para ustedes es la guerra —dijo el padre Idelfonso—, pero no durará mucho.
+—No estoy tan seguro de eso —dijo Schultes. Se quedó callado un momento, mirando el cuarto a su alrededor. Desde hacía cuatro años sabía que iba a haber guerra. Había hecho su tesis a la carrera y había viajado de México a Colombia sin volver a casa, con la esperanza de realizar su sueño de vivir en la selva amazónica antes de que estallaran las hostilidades. Y en ese momento, apenas a poco más de una semana de haber llegado, se veía obligado a abandonar la expedición. Supo de inmediato qué se debía hacer.
+—Secaremos estas plantas —dijo—, y luego completaremos la colección en Sibundoy. En diez días podemos llegar a Bogotá.
+*
+Para cuando Schultes y Smith llegaron al altiplano, Alemania y los Estados Unidos estaban en guerra y los japoneses habían hecho sus ataques anfibios a las Filipinas y a Malaya, primeros pasos de una ofensiva estratégica para apoderarse de las riquezas de las Indias Orientales holandesas a fines de febrero de 1942. Menos de una semana después de Pearl Harbor, el mismo día en que Schultes tropezó con una nueva especie de Speletia en el páramo que domina a Sibundoy, cayeron las defensas británicas del norte de Malaya y los japoneses les arrebataron a los aliados el control de las plantaciones de caucho de las que dependía el futuro de la guerra. Fue este un acontecimiento histórico que cambiaría la vida de Schultes en una forma que nunca se habría podido imaginar.
+Él y Smith partieron de Sibundoy el 17 de diciembre y, después de viajar por tierra pasando por Popayán, Cali e Ibagué, llegaron a Bogotá cinco días antes de la Navidad. El joven Smith partió de inmediato para enrolarse en los Estados Unidos, pero Schultes, que pronto iba a cumplir los veintisiete años, tenía más edad que la estipulada por el primer llamamiento a las filas. En la mañana del 21 de diciembre se presentó en la embajada norteamericana, donde no había nadie que no estuviera confundido. Los que conocían bien su trabajo le insinuaron vagamente que debía permanecer en la ciudad y que el Gobierno tenía un proyecto para él. Nadie sabía lo que iba a pasar con la guerra, y mucho menos los diplomáticos aislados en la capital colombiana, encerrada entre montañas y a dieciséis mil kilómetros del frente más cercano.
+Salió de la embajada en la mañana, cerca de las once, a tiempo para encontrarse con su colega y amigo del Instituto de Ciencias Naturales, Hernando García Barriga, en un pequeño café de La Candelaria. Mientras una docena de parroquianos de traje oscuro y sombreros de fieltro discutía los problemas del mundo, los dos botánicos compararon notas. García Barriga, que escribiría un día la obra definitiva sobre las plantas medicinales de Colombia, era un magnífico investigador de campo y el único botánico fuera de Schultes que había trabajado en Sibundoy. Si Schultes se comunicaba con los indios gracias a su decencia y buena fe, García Barriga lo hacía gracias a su humor. Fuera de su elegante aspecto, con el pelo bien peinado hacia atrás, los ojos oscuros, el clásico bigote latino y la nariz aguileña, tenía un aire de consumado tramposo. En la vejez, las arrugas de su rostro revelaban toda una vida de carcajadas. Al salir del café Schultes invitó a Hernando a almorzar. Se dirigieron a su pensión, que quedaba en la carrera Séptima, entre calles Dieciocho y Diecinueve. Cruzaron la avenida Jiménez y, camino al parque Santander, Schultes oyó un grito a sus espaldas. En la puerta de una iglesia colonial estaba plantada una vieja mujer enjuta y vestida de rojo. Sacudiendo un puño vociferaba:
+—¡Que viva el gran Partido Liberal, carajo!
+—¿Quién diablos es esa mujer? —preguntó Schultes.
+—La loca Margarita. Su misión es salvar al Partido Liberal. Hace años que hace eso por aquí. No te preocupes. No está del todo en sus cabales.
+—No me digas —respondió Schultes. Siguieron caminando y se detuvieron en la Librería Mundial, donde Schultes compró algunos útiles, y se disponían a cruzar la Séptima cuando García Barriga puso una mano en el brazo del norteamericano, que ya estaba fuera de la acera.
+—¡Cuidado! —le dijo. Un reluciente tranvía rojo avanzaba por la carrera. Frente a él y gesticulando frenéticamente, corría un joven vestido con trozos de uniformes sacados de todas las ramas del Ejército colombiano: un abrigo de cadete, pantalones azules y una cachucha de la marina bajo un casco prusiano de la guardia presidencial. Al acercársele, Schultes pudo distinguir la peluca rubia, la pintura blanca en la cara y el lápiz labial al rojo vivo. Dirigiéndoles una feroz mirada, el personaje obligó a Schultes y a García Barriga a volver a la acera.
+—El bobo del tranvía —explicó Hernando, tratando de hacerse entender en medio del estrépito del vehículo—. Piensa que no pueden funcionar si él no les abre camino. Es su deber cívico.
+Hernando volvió a llevar a Schultes al parque, donde se detuvieron antes de seguir a la pensión para hacerse brillar los zapatos por un viejo embolador instalado a la sombra de un enorme caucho. Justo a sus espaldas se levantaba la torre de la iglesia de San Francisco, sobre los techos de teja roja de la ciudad. De cuatro pisos, era tan alta como cualquier edificio.
+—¿Les echo naranja? —le preguntó el embolador a Schultes al poner su zapato estilo Oxford en la caja.
+—¿Perdón?
+—¿Quiere que les ponga naranja, doctor?
+—Para el cuero —le explicó Hernando.
+—Claro, ¿por qué no? —contestó Schultes—. ¿Pero cómo supo que yo era doctor?
+—En este país —dijo el hombre de manera informal, mientras frotaba el zapato con media naranja—, cualquier hijueputa con corbata y anteojos es doctor.
+—Ya veo —Schultes miró a Hernando—. Diez años de estudios, y todo lo que necesitaba era un vestido y unas gafas.
+—¿El periódico? —le preguntó el hombre.
+—Gracias.
+Schultes aceptó un ejemplar bastante manoseado de El Tiempo, el principal diario de la ciudad. Ojeó la primera página. La principal noticia en la columna izquierda, anunciaba la invasión alemana a Rusia: nueve ejércitos avanzaban separadamente, habían tomado doce ciudades, destruido miles de aviones y hecho centenares de miles de prisioneros. La principal noticia a la derecha relataba un gran combate más cercano: los peruanos habían avanzado hasta Puerto Mosquito, capturando una casa ecuatoriana, un sable y una bandera. De la florida prosa se colegía que sólo había habido una víctima, un cocinero peruano que se había cortado un dedo preparando un plato.
+—¡Que país! —exclamó Schultes en voz baja.
+—¿Qué dices? —le preguntó Hernando.
+—Nada, a veces me pregunto… ¿qué diablos es esto? —Schultes vio a una extraña figura vestida como un caballero francés: zapatos de charol con polainas, levita, chaleco de terciopelo y crespos bajo un sombrero de tres picos.
+—¿Ah, él? —dijo Hernando—. Es el conde de Cuchicute, un conde de verdad. Fue a España y compró el título. Vale su peso en oro, tiene haciendas y mayordomos. Pero nunca sale de Bogotá. Sus admiradores le rinden homenaje en ese café, en una mesa junto a la ventana por la que paga para sentarse todos los días —García Barriga miró el reloj—. Supongo que acaban de levantar la sesión de todos los días. Paga las bebidas y todo el mundo lo quiere. Eso parecía. Con el aire despreocupado de un caballero dieciochesco, el conde de Cuchicute avanzaba por la acera saludando a cada transeúnte: un quite del ridículo sombrero para las secretarias, una ostentosa venia para los señores, un pase con el bastón de puño de plata para los sacerdotes. El efecto era sutil pero innegable. El contoneo de las damas de sociedad se suavizaba, los afanados comerciantes con sus sombreros y chaquetas de tweed se relajaban, aunque sólo un poco.
+—Los bogotanos lo necesitan —dijo Hernando—. Les recuerda que también ellos son romanos.
+—Oye —le dijo Schultes riéndose—, mejor nos vamos. La vieja dama detesta que uno se retrase para el almuerzo.
+Para entonces Schultes empezaba a entender que bajo las comodidades indulgentes de Bogotá, cualquier cosa era posible. Al caminar hacia la Pensión Inglesa con García Barriga, pasaron frente a la embajada alemana, un edificio austero con lisa fachada de granito y una gran bandera con una enorme esvástica que ondeaba en un asta en el techo. El comité antinazi colombiano tenía su sede en la modesta casa colonial adyacente. La guerra parecía allí increíblemente lejana.
+La dueña de la Pensión Inglesa era la señora Katherine Gaul, una mujer de edad oriunda de Devon, quien con sus altos cuellos de encaje y redondos sombreros sin alas, decorados con plumas, parecía una reina María algo perpleja y abandonada más allá de las fronteras del imperio. Había llegado a Colombia en 1911 para casarse con un inglés que tenía una finca en el valle del Magdalena. Dos años después, al morir su esposo de malaria, se mudó a Bogotá y abrió la pensión, que atendía a los solteros ingleses que vivían en Bogotá. Sus «muchachos» —en más de cincuenta años nunca había admitido a ninguna mujer— trabajaban en su mayor parte en los sectores de la banca y los seguros, que por ese entonces dominaban el comercio en Colombia.
+Schultes había encontrado la pensión por puro azar en el mes de septiembre anterior, cuatro días después de llegar. Necesitaba una base permanente en la capital, y cuando hizo averiguaciones en la embajada, un funcionario recordó haber recibido poco antes una carta de la señora Gaul. A Schultes le encantó la alternativa, pues había pasado dos noches espantosas en una pensión francesa, donde había tenido que soportar la comida grasienta y la «interminable cháchara» de los comensales. Acudió el sábado a la Pensión Inglesa, donde le abrió la puerta una mujer pequeña de delantal blanco.
+—No puedo darle la mano —le dijo—. Estoy horneando pan.
+La comida inglesa y el pan fresco, la vieja dama quisquillosa y el mohoso ambiente de la vieja pensión, parecían cosas sacadas directamente de Boston. La casa era más bien modesta, una estructura de tres pisos de estilo español con ventanas de madera que se proyectaban sobre la calle, donde un local estaba ocupado por una zapatería. La señora Gaul disponía de los dos pisos superiores, donde una docena de cuartos daban a un patio algo sucio. Las habitaciones eran pequeñas, limpias y sencillas, con sólidas camas de roble, gruesas cobijas escocesas y un armario para guardar la ropa. Schultes aceptó tranquilamente un cuarto en el tercer piso, sin tener la menor idea de que la Pensión Inglesa sería su hogar durante los doce años siguientes.
+Schultes y García Barriga no almorzaron ese día. Subieron por las crujientes escaleras al segundo piso, donde estaba el comedor, para descubrir que habían arrestado a la señora Gaul. Al parecer, un policía la había abordado en la calle, en un control muy de rutina durante la guerra. No tenía ningún documento de identidad y había vivido en Colombia desde antes de que se expidieran pasaportes. Al preguntarle si era extranjera, respondió: «No, soy inglesa». El pobre policía no entendió ni una palabra de lo que dijo. Después de treinta años en el país, sólo dos personas entendían su español: la cocinera y la criada.
+Por lo que Schultes pudo deducir, a la señora la habían llevado a una estación de policía en el centro.
+—Será mejor que llame al embajador —le dijo a García Barriga.
+El embajador británico, Sir James Joint, no pudo encargarse del asunto personalmente y envió en representación suya al agregado cultural, Julio Tobón de Páramo —«Julio, la gran bañera del páramo»—, que hacía honor a su nombre. Después de dos horas en la estación, aquella fuerza de la naturaleza finalmente logró que liberaran a la señora Gaul bajo la condición de que Schultes y García Barriga garantizaran que ella obtuviera los documentos necesarios. Varios apretones de manos sellaron el acuerdo. Para entonces, Schultes y García Barriga apenas tuvieron tiempo de tomar un tranvía para asistir a la ceremonia de inauguración de la nueva sede del Instituto de Ciencias Naturales.
+Pero otro problema les esperaba. El orador principal e invitado de honor a la inauguración era el presidente de la República, Eduardo Santos, a la vez propietario del periódico El Tiempo. Apenas franqueó la puerta Schultes, Armando Dugand, el director del Instituto, lo abordó y le presentó al presidente. Schultes, por supuesto, no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus negocios.
+—Y bien, doctor Schultes, ¿qué piensa usted de la prensa en Colombia?
+—En realidad —respondió Schultes—, me queda muy poco tiempo para leer los diarios. Claro que El Tiempo —añadió después de un silencio embarazoso— lo veo con frecuencia.
+Santos dio muestras de satisfacción. También Dugand, porque al fin y al cabo había sido el presidente quien había autorizado los fondos para la nueva sede.
+—¿Y por qué escogió El Tiempo? —prosiguió Santos.
+—Porque es el más absorbente.
+—¿Absorbente? Me alegra mucho eso. Tengo que contarles a mis redactores.
+—Sí, me sirve para prensar mis plantas. Lo compro por kilos.
+*
+Pasó la Navidad, y Schultes se cansó de no tener noticias de la embajada de los Estados Unidos. Para mediados de enero ya había culminado el procesamiento de su colección del Putumayo. Una corta excursión al Páramo de Guasca con Roberto Jaramillo, reconocido experto en la flora andina, le había brindado un breve descanso de la capital pero también aumentado sus deseos de volver al trabajo de campo. Al regresar a Bogotá el 23 de enero y encontrar que todavía no tenía instrucciones de la embajada, decidió irse por su cuenta al Putumayo. Partió en la primera semana de febrero y el 11 llegó de nuevo a Sibundoy. Por lo que le habían dicho sus contactos en la embajada, le quedaban tres meses para continuar sus pesquisas en el terreno de la botánica tropical. Implicaron que después de ese lapso, la guerra lo absorbería.
+Su beca del Consejo Nacional de Investigaciones le exigía un estudio general de las plantas medicinales y tóxicas empleadas por las tribus indígenas del alto Putumayo, y en el curso de su trabajo esperaba identificar de una vez por todas el yoco. Su misión precisa, sin embargo, era unirse a la búsqueda de las fuentes botánicas del veneno para flechas y dardos conocido en el Amazonas como el curare. Encontrar e identificar esas plantas era una prioridad máxima de la medicina.
+En 1935 un químico inglés, Harold King, había aislado por primera vez uno de sus principios activos, la d-tubocurarina. Desde tiempo atrás, los experimentos habían demostrado que este veneno paralizante era un relajante muscular en extremo eficaz. Según los investigadores, se podría usar en la cirugía en combinación con los anestésicos, salvando así miles de vidas. Pero sólo hasta tanto se descubriera su identidad botánica y se obtuviera una fuente constante del veneno no podrían avanzar las investigaciones.
+La ruta de Schultes lo llevaría de Sibundoy a Mocoa, y Putumayo abajo hasta la confluencia del río Sucumbíos, y luego río arriba hasta la tierra de los cofanes, quienes tenían la reputación de ser los mejores fabricantes de veneno del Amazonas. De allí se abriría camino mil seiscientos kilómetros hasta la frontera colombo-brasileña donde, si todo iba bien, esperaba conseguir un vuelo de regreso a Bogotá en el puesto militar de Tarapacá.
+*
+De todos los misterios del Nuevo Mundo, eran pocos los que inspiraban mayor temor en los primeros exploradores que la leyenda y realidad de la muerte voladora. En una época en la que las armas de fuego estaban en su infancia y en que todavía se peleaba en las batallas con lanzas y espadas, la existencia de venenos vegetales que podían matar en silencio y con discreción planteaba una formidable amenaza psicológica y física. Cristóbal Colón en las costas de Trinidad en 1498, Vicente Pinzón en las bocas del Amazonas en 1500, Sir Walter Raleigh en su búsqueda de El Dorado en las riberas del Orinoco, y casi todos los exploradores europeos habían contado relatos de plantas cargadas de «frutos malignos» y de un veneno negro que hacía que las heridas se enconaran y supuraran. Según le escribió Gonzalo Fernández de Oviedo a Carlos V, incluso si un hombre dormía debajo de un árbol venenoso, «al despertar tiene la cabeza y los ojos tan hinchados que los párpados se pegan a las mejillas. Y si por acaso cae una gota de rocío en sus ojos, queda su vista por completo destruida».
+Durante sus cinco expediciones Orinoco arriba, Sir Walter Raleigh vio de primera mano los efectos de la planta. Era una temible poción que los indios llamaban ourari, o matadora de pájaros. En la crónica de sus viajes, Raleigh informó que quienes se exponían al veneno sufrían «una muerte repulsiva y lamentable, expirando a veces en estado de completa locura, y otras expulsando las entrañas de sus vientres: poniéndose de inmediato negros como el carbón y en forma tan ofensiva que nadie puede curarlos». Existía un antídoto, afirmó, pero añadió que, por más que se les torturara, era imposible arrancarles el secreto a los «agoreros y sacerdotes… que lo esconden y sólo lo revelan… a sus hijos».
+El conocimiento del curare no aumentó en forma apreciable hasta el siglo XVIII, cuando el matemático francés Charles-Marie de la Condamine, enviado a América para determinar el tamaño y la forma de la Tierra, se convirtió en el primer científico que recorrió todo el Amazonas desde su nacimiento hasta su desembocadura. La primera tarea de la expedición, iniciada en el altiplano ecuatoriano en 1736, era medir el ecuador para calcular con precisión la longitud de un grado de latitud, dato esencial no sólo para el progreso de la navegación sino para comprobar si la Tierra era plana en los polos o en el ecuador. El trabajo le llevó casi una década entera y fue sólo en marzo de 1743 cuando La Condamine hizo su observación astronómica final. Para volver por fin a Francia, el intrépido explorador decidió dirigirse hacia el este por el Amazonas. Aunque su misión en el altiplano había sido coronada con éxito, hoy se le recuerda más por su posterior viaje de cuatro meses por el río, que por los siete años de arduas mediciones.
+Después de cruzar los Andes y llegar a la misión jesuita de Borja, sobre el alto río Marañón, en lo que hoy es parte del Perú, continuó por el Huallaga y luego por el Ucayali, cada vez más encantado por «este mar de agua dulce, que penetra por todas partes en la penumbra de la inmensa selva». Fuera de importantes descubrimientos geográficos, incluida la sugerencia profética de que los ríos Amazonas y Orinoco estaban unidos por una vía fluvial, La Condamine observó y recolectó plantas medicinales, entre ellas la quina, y fue el primer europeo que apreció el valor del caucho, al que dio forma de bolsas para proteger sus instrumentos científicos. También describió el empleo del curare, según él «un veneno tan activo… que cuando está fresco mata en menos de un minuto a cualquier animal en cuya sangre haya penetrado». Anotó que algunas tribus elaboraban venenos para flechas con las raíces y hojas de treinta plantas diversas, y que otras empleaban sólo tres o cuatro. Muchas poseían una diversidad de venenos, cada uno de diferente composición, y sus posteriores experimentos en Europa revelaron que las diferentes clases de curare variaban en potencia. Dio pues las primeras indicaciones sobre la complejidad de los preparados, una variación que confundiría a los etnobotánicos durante casi dos siglos.
+La identidad botánica de las plantas originarias se convirtió en tema de intensa especulación. Durante su exploración de las Guayanas en 1769, el médico Edward Bancroft se convirtió en el primer científico en observar la elaboración del veneno. Describió una receta compleja, que incluía numerosas plantas, muchas de las cuales La Condamine no había mencionado. Treinta años después, al regresar de sus exploraciones en el Perú con Antonio Pavón, identificó un bejuco usado para hacer el curare como la Chondrodendron tomentosum. Alexander von Humboldt tuvo noticia de esta definición, pues consultó a Ruiz en España en 1799, en vísperas de su épico viaje a América. Un año después, sin embargo, en la ribera del Orinoco, cerca del puesto de avanzada venezolano de Esmeraldas, Humboldt y Aimé Bonpland presenciaron la preparación del curare e informaron que la fuente no era la Chondrodendron sino un bejuco del género Strychnos, una planta relacionada con la nux vomica, la fuente de la estricnina en las Indias Orientales.
+En un intento por resolver el problema de una vez por todas, el excéntrico plantador inglés Charles Waterton partió solo en un viaje a través del corazón de las Guayanas. Recorrió el río Demerara, pasó por tierra al Esequibo y luego cruzó las montañas Kanuku para ir al río Branco que, al unirse al río Negro, llega hasta el Amazonas. En el camino, este intrépido y algo cómico amante de los animales capturó una boa de tres metros con un puñetazo en el hocico y luego dominó a un caimán al saltarle sobre el lomo, darle la vuelta y embotar sus sentidos masajeándole el vientre. Su trabajo con el curare fue más serio. Con los indios macusis anotó las prohibiciones rituales que limitaban la preparación del veneno e hizo relación detallada de los ingredientes: pimienta roja y diferentes raíces, hormigas venenosas, los colmillos molidos de las mortales laquesidas y mapanares y la corteza raspada del wourali, un bejuco selvático «tan grueso como el cuerpo de un hombre». El producto final, informó, era una brea pegajosa, resultado de una lenta concentración a fuego lento.
+Estando aún en la selva, Waterton hizo varias observaciones decisivas. Anotó que las cantidades de veneno requeridas para matar eran proporcionales al tamaño de la presa. Un jabalí herido en la cara moría después de dar ciento setenta pasos. Un perro herido en un muslo sobrevivía quince minutos. Un buey herido tres veces fallecía en menos de media hora. En cuanto a los antídotos vegetales, Waterton dedujo correctamente que no existía ninguno. Indicó, sin embargo, que «el viento introducido en los pulmones de la víctima por medio de un fuelle reviviría al paciente envenenado, siempre y cuando la operación continuara durante el tiempo necesario». Nadie sabe cómo se le ocurrió a Waterton tan clarividente idea. En el mismo momento en que la registraba en su diario en las selvas de Guayana, los experimentos de Benjamin Brodie y Edward Bancroft en Inglaterra demostraban de hecho que el único antídoto eficaz era la respiración artificial, sostenida hasta que pasara el efecto del veneno. Era imposible que Waterton tuviera conocimiento de tales experimentos, y debemos presumir que supo de esta técnica por sus anfitriones indígenas.
+Meses después, al volver a Inglaterra, el mismo Waterton inició una serie de extraordinarios estudios del curare, al administrar el veneno a docenas de animales de diferentes tamaños, desde las gallinas hasta los bueyes y las mulas. En todos los casos el veneno llevado de Guayana demostró ser mortal, ocasionando la muerte en menos de veinticinco minutos. Para ese momento Waterton ya conocía los trabajos de Brodie y Bancroft, y una mañana decidió ensayar su técnica. Empezó por inyectar el veneno en el hombro de una burra. En diez minutos el animal parecía muerto. Siendo bastante hábil con el bisturí, hizo una pequeña incisión en el gaznate de la bestia y comenzó a inflar sus pulmones con un fuelle. La burra revivió. Al detener la corriente de aire, sucumbió de nuevo. Reanudó entonces la respiración artificial y la mantuvo hasta que desapareció el efecto del veneno. Después de dos horas, la burra se incorporó y se marchó. Este tratamiento fue un momento crucial en la historia de la medicina. Al demostrar que el curare causaba la muerte por asfixia y que se podía mantener con vida a la víctima mediante la respiración artificial, Waterton, como antes Brodie y Bancroft, demostraron los posibles empleos terapéuticos de ese relajante muscular en la medicina moderna.
+Desde ese momento la investigación tomó dos cursos distintos. Por un lado, la comprensión de los efectos físicos del veneno crudo avanzó a ritmo regular. Para la década de 1850, el fisiólogo francés Claude Bernard había revelado con precisión cómo mataba el veneno. Los impulsos del cerebro en el cuerpo activan las puntas de los nervios y producen una sustancia química llamada acetilcolina, que a su turno estimula los músculos. En una serie de experimentos clásicos, Bernard demostró que el curare bloquea la transmisión de los impulsos nerviosos a los músculos, precipitando así la parálisis. Este descubrimiento tuvo aplicaciones clínicas inmediatas. Durante el resto del siglo XIX, el curare se usó para tratar enfermedades que causaban severos dolores y contracciones musculares. Los resultados variaron, en gran parte porque los preparados no eran consistentes. Mientras los médicos victorianos administraban venenos amazónicos en rama a víctimas de rabia y de tétanos, ningún botánico había logrado identificar los componentes silvestres. A diferencia de los avances médicos, el ritmo de los descubrimientos botánicos fue lento.
+Desde la época de Karl Friedrich Philipp von Martius, quien viajó al noroeste del Amazonas en 1820, los exploradores de plantas habían reconocido que el curare tenía dos fuentes botánicas principales. En las Guayanas y hacia el sur, pasando la frontera brasileña hasta el bajo Amazonas, las principales plantas parecían ser especies del Strychnos, exactamente como Humboldt había informado en 1800. Veinte años después de que Waterton recorriera las Guayanas, el botánico Robert Schomburgk confirmó que el curare de los indios macusis procedía de la Strychnos toxifera. En el Amazonas occidental, sin embargo, prácticamente todos los informes sugerían que los venenos de flecha se elaboraban con especies del Chodrodendron y con plantas afines del género Menispermum.
+Para las últimas décadas del siglo XIX, la situación había alcanzado el absurdo. Los médicos pedían cada vez más el relajante muscular para usos clínicos, y exigían un suministro uniforme. En el vacío creado por la ignorancia botánica irrumpió el alemán Rudolph Boehm, quien clasificó el curare no sobre la base de las fuentes botánicas, en gran parte aún desconocidas, sino de acuerdo con las clases de envases en que llegaba el veneno. Para ser ecuánimes, existía cierta justificación de esto. El curare de tubo, como se le llamaba, llegaba envasado en cañas y por lo general estaba hecho con el Chodrodendron tomentosum. El curare de totuma generalmente se elaboraba con el Strychnos toxifera como ingrediente principal. El curare de olla, que llegaba en vasijas de barro, a menudo era el Strychnos castelneana, base de los venenos estudiados por La Condamine. En general, sin embargo, este método de clasificación era tan razonable como determinar la calidad de un vino no por la cosecha sino por el tamaño y forma de la botella.
+Para el momento en que apareció Schultes, los efectos biológicos del curare se comprendían desde un siglo antes. Los conocimientos botánicos eran, al contrario, todavía embriónicos, y la calidad y variabilidad de los suministros seguían siendo un gran obstáculo para la investigación. En 1935, cuando Harold King aisló por primera vez la d-tubocurarina, el principal alcaloide paralizante, lo hizo empleando una muestra de curare en rama de tubo que llevaba veinte años en el sótano del Museo Británico. No tenía ni la menor idea de la identidad de la fuente botánica. Los estudios taxonómicos que determinarían finalmente las especies básicas del curare empezaron en 1939 en el Jardín Botánico de Nueva York, pero no fueron publicados sino en 1942, y sólo en 1943 producirían los investigadores de Harvard la d-tubocurarina de muestras botánicas apropiadamente definidas.
+En este vacío entró Schultes, acompañado por un lejano camarada que tenía un pasado pintoresco. Richard Gill, hijo de un médico de Washington, se dio cuenta, a principios de la década de 1920, de que la medicina no le interesaba. Se embarcó en un carguero de servicio irregular, trabajó en un puesto ballenero en las Georgias y terminó por conseguir un trabajo con una compañía cauchera en América del Sur. Encantado por la belleza exótica de las montañas y los bosques del Ecuador, dejó el trabajo y emprendió con su esposa Ruth una jornada de ocho meses en busca del sitio perfecto para establecer una hacienda.
+La fundaron en 1929 en la vertiente oriental de los Andes, en el alto Pastaza, no muy lejos del pueblo de Baños. Vivieron en la selva durante tres años, se hicieron amigos de los indios canelos quechuas y estudiaron la extraordinaria farmacopea indígena. Y fue así como, por su sensibilidad e interés, se convirtió Gill en un etnobotánico.
+En 1932, poco antes de que regresara a los Estados Unidos de vacaciones, Gill se cayó de un caballo, accidente que culpó después de la aparición de los síntomas neurológicos que en 1934 lo dejaron casi completamente paralizado. El diagnóstico médico fue de esclerosis múltiple, dictamen que nunca aceptó. Durante la lenta recuperación, uno de sus médicos le sugirió que suministros regulares de curare podían aliviar los dolorosos espasmos musculares que lo afligían, y desde ese momento, en un acto supremo de firmeza y voluntad, prometió solemnemente regresar a la selva y obtener la droga que los científicos habían buscado durante tanto tiempo.
+Después de meses de la fisioterapia que se impuso a sí mismo, empezó a sentir sus dedos. Al cabo de dos años pudo caminar. Después de cuatro, con la ayuda de un sólido bastón, se internó en la selva ecuatoriana a la cabeza de una enorme expedición etnobotánica. A veinte días a pie de su hacienda, estableció un campamento central, donde permaneció cuatro meses, y para fines de 1938, justo cuando Schultes terminaba su trabajo en Oaxaca, Richard Gill volvió a los Estados Unidos con muestras auténticas, así como con veinticinco libras de curare en rama. Las colecciones incluían tres especies de Menispermum, la Chondrodendron iquitanum, la C. tomentosum y la Sciadotenia toxifera, así como la Strychnos toxifera, que los indios quechuas consideraban ingrediente menor. Había por fin materiales aceptables. En la Universidad de Nebraska se uniformaron extractos de las colecciones de Gill en 1939, poniéndolos así al servicio para el tratamiento de una cantidad de aflicciones musculares y neurológicas, y en enero de 1942, en Montreal, Harold Griffith usó extracto de curare para inducir la relajación muscular de pacientes bajo anestesia general. Seis meses después, él y Enid Johnson publicaron un trabajo que revolucionaría la cirugía moderna. Revelaron que mediante la administración de la d-tubocurarina a los pacientes, era posible rebajar el nivel de anestesia, reduciendo así los riesgos de la anestesia general y la náusea y vómitos postoperatorios. En los siguientes cincuenta años, la d-tubocurarina salvó más vidas que las que el curare jamás había quitado.
+Todo esto permanecía desconocido para Schultes, quien empezó su propia búsqueda de los venenos del Putumayo en 1942. Al iniciar su exploración, una jornada que revelaría no menos de catorce fuentes del curare, lo hizo lleno de toda la excitación y expectación del científico que está al borde de un descubrimiento.
+*
+En menos de dos semanas de su partida de Bogotá, Schultes realizó uno de los hallazgos más importantes de su carrera, aunque en ese momento sólo tuviera un vago e intuitivo sentido de su importancia. Y lo que es más, tenía muy poco que ver con el curare. Al dejar Sibundoy el 18 de febrero, él y el joven Pedro Juajibioy cruzaron la Cordillera Portachuelo acompañados de un minero de carbón, sueco, de apellido Hansen que tenía un campamento al sur de Mocoa sobre el río Uchupayaco. Schultes estableció su base allí y, dejando la mayor parte de sus provisiones al cuidado de Hansen, caminó dos días hasta Puerto Limón, una aldea ingano sobre el río Caquetá. Allí estuvo una semana describiendo los árboles usados para hacer armas y canoas, y las variedades de palmas usadas como alimento y techumbre. Hizo una segunda recolección estéril de yoco, observó las aráceas trituradas para tratar las picaduras de las rayas, las raíces cocidas para calmar la histeria y el látex del higuerón que los niños beben en lugar de la leche. Encontró por primera vez el árbol de los escalofríos, el chiricaspi, la planta que cerca de treinta años después casi mata a Tim Plowman y a Pedro en el río Guamués. Era, según anotó Schultes con su característico eufemismo, un «severo intoxicante».
+También recolectó yagé, y en la noche del 28 de febrero de 1942, escribió estas notas:
+Algunos beben el yagé con frecuencia, otros rara vez. Produce una violenta purga y a menudo actúa como vomitivo. Muy amargo. Algunos dicen que los efectos posteriores son de regocijo, serenidad y bienestar; otros, que produce un largo malestar y dolor de cabeza. Raspan la corteza del yagé y calientan en agua pequeños trozos. Luego lo beben. Lo consumen solos o en pequeños grupos y en las casas, donde a menudo hay un enfermo que debe ser curado. El curandero lo bebe para ver la hierba o hierbas indicadas para el enfermo. Por lo general lo toman solo, pero en Puerto Limón a menudo lo consumen junto con la corteza de otro bejuco, la chagropanga. Se dice que tienen hojas casi iguales, pero que la liana es más dura y fuerte.
+Schultes no estaba seguro de cómo interpretar esto, pero dos temas lo intrigaron. Primero se dio cuenta de que los curanderos adoptaban el yagé como medio visionario y como fuente de enseñanzas. Era la planta la que hacía el diagnóstico. Se trataba de un ser viviente, y el ingano reconocía su resonancia mágica tan reflexivamente como aceptaba él los axiomas de su propia ciencia. En segundo lugar, había en ello muestras de una experimentación empírica pura que no había visto nunca antes. En Oklahoma y en México, y más recientemente entre los kamsás de Sibundoy, había visto que las plantas psicoactivas se bebían solas, sin ninguna combinación con otros elementos. Pero allí, sus informantes inganos, incluso un anciano llamado Zacarías Zambrano, insistían en que al manipular los ingredientes de los preparados —en este caso añadiendo una planta llamada chagropanga— era posible modificar la naturaleza de la experiencia.
+Schultes no puso en tela de juicio los informes; en lugar de ello, pidió probar él mismo el preparado. Bebió primero una infusión hecha únicamente con la corteza del bejuco Banisteriopsis caapi. Las visiones que le produjo eran azules y púrpura, pequeñas y lentas olas ondulantes. Unos días después, también en Puerto Limón, probó el yagé mezclado con la chagropanga. Tuvo un efecto eléctrico; rojos y oros deslumbrantes en diamantes que giraban como bailarines en la punta de distantes carreteras. Si el yagé solo daba la sensación de un lento girar del cielo, al añadirle la chagropanga causaba explosiones de pasión y sueños que se hundían uno en otro hasta que finalmente, en la mañana vacía, sólo permanecían los pájaros, escarlata y carmesí, contra el sol naciente.
+Dio la casualidad de que Schultes había tropezado con un hecho de alquimia chamánica sin paralelo en el Amazonas. Los ingredientes psicoactivos de la corteza del yagé son los beta-carbolíneos harmine y harmaline. Hace mucho tiempo, sin embargo, los chamanes del noroeste amazónico descubrieron que se podían ampliar dramáticamente sus efectos añadiendo unas cuantas plantas secundarias. Este es un importante rasgo de muchos preparados tradicionales, y se debe en parte al hecho de que diferentes compuestos químicos en cantidades relativamente pequeñas pueden hacerse mutuamente más potentes.
+En el caso del yagé, se han identificado hasta la fecha cerca de veintiún añadidos. Dos de estos son de particular interés. La Psychotria viridis es un arbusto de la familia del café. La Chagropanga es la Diplopterys cabrerana, un bejuco selvático con relación cercana al yagé. Al contrario de este, ambas plantas contienen triptaminas, potentes compuestos psicoactivos que al ser fumados o aspirados producen una intoxicación intensa y muy rápida, caracterizada por asombrosas imágenes visuales. La sensación es como la de ser disparado por el largo cañón de un rifle adornado con pinturas barrocas, para aterrizar luego en un mar de electricidad. Ingeridos oralmente, sin embargo, estos potentes compuestos no producen ningún efecto, pues una enzima propia del intestino humano, la monoamina oxidasa —MAO—, los neutraliza. Las triptaminas se pueden ingerir por via oral sólo si se combinan con un inhibidor del MAO, y, para asombro de muchos, los beta-carbolinos del yagé son precisamente inhibidores de esa clase. En esta forma, cuando el yagé se combina con alguna de las dos plantas agregadas, el resultado es un potente efecto sinérgico, una versión bioquímica de una totalidad mayor que la suma de sus partes. Las visiones, tal como los indios le prometieron a Schultes, se hicieron más brillantes, y los tonos azules y púrpura se expandieron hasta cubrir todo el espectro del arcoíris.
+Lo que asombró más a Schultes fue menos el efecto puro de las drogas —para ese entonces, después de todo, se estaba acostumbrando a la inmersión de su conciencia en el color— que el implícito problema intelectual planteado por esos complejos preparados. La flora amazónica contiene, literalmente, decenas de miles de especies. ¿Cómo aprendieron los indios a identificar y combinar en forma tan refinada estas plantas morfológicamente distintas, que poseían propiedades químicas tan peculiares y complementarias? La explicación científica tradicional es el tanteo —término razonable que puede muy bien dar razón de ciertas innovaciones—, pero en otro nivel, como comprobó Schultes después de pasar más tiempo en la selva, es un eufemismo que esconde el hecho de que los etnobotánicos tienen una idea muy vaga de cómo los indios hicieron sus descubrimientos en primer lugar.
+El problema del tanteo, de la prueba por eliminación, es que la elaboración de los preparados a menudo implica procedimientos muy complejos o rinde resultados de escaso o ningún valor. El yagé es un bejuco incomible y sin caracterísicas definidas que rara vez florece. Es cierto que su corteza es amarga, lo cual a menudo es indicio de sus propiedades medicinales, pero no lo es más que cientos de otras lianas de la selva. La infusión de la corteza causa severos vómitos y diarrea, condiciones que desalentarían cualquier experimentación adicional. Pero los indios no sólo persistieron sino que se hicieron tan hábiles en la manipulación de los diferentes ingredientes que los chamanes desarrollaron individualmente docenas de recetas, cada una de las cuales producía diversas potencias y matices que se usaban con propósitos ceremoniales y rituales específicos. En el caso del curare, Schultes descubrió que la corteza raspada se coloca dentro de una hoja en forma de embudo, colgada entre dos lanzas. Se le echa agua fría y el jugo resultante se recoge en una vasija de barro. El oscuro líquido se calienta a fuego lento hasta que al hervir se vuelva espumoso, y se enfría para luego ser recalentado hasta que gradualmente se forme en la superficie una gruesa nata viscosa. Esta se retira y se unta en las puntas de los dardos o las lanzas, que después se secan al fuego. El procedimiento es en sí mismo poco refinado. Lo que no es normal es que se pueda beber el veneno sin que cause daño alguno. Para que sea eficaz debe entrar en la corriente sanguínea. La comprensión de parte de los indios de que esta sustancia oralmente inofensiva, derivada de una pequeña cantidad de plantas selváticas, podía matar al penetrar en los músculos era de gran profundidad y, como tantos otros descubrimientos suyos, difícil de explicar por el método del tanteo.
+Los indios tenían, como es natural, sus propias explicaciones, ricos relatos cosmológicos que desde su punto de vista eran perfectamente lógicos: plantas sagradas que habían llegado aguas arriba por el Río de la Leche en el vientre de la anaconda, pociones preparadas por jaguares, las flotantes almas de los chamanes muertos desde el principio de los tiempos. Como científico, Schultes no tomaba estos mitos de manera literal, pero sí le sugerían un cierto delicado equilibrio. «Eran ideas», escribiría medio siglo después, «de un pueblo que no distinguía entre lo sobrenatural y lo pragmático». Los indios, se dio cuenta, creían en el poder de las plantas, aceptaban la existencia de la magia y reconocían la potencia del espíritu. Las ideas mágicas y místicas eran parte de la estructura misma de su pensamiento. Sus conocimientos botánicos no podían separarse de su metafísica. Incluso la forma en que ordenaban y clasificaban su mundo era fundamentalmente diferente.
+Fue en Sibundoy, camino al Putumayo, donde Schultes descubrió que los indios no diferenciaban el verde del azul. «Para ellos», le había explicado el padre Marcelino, «el cielo es verde y la selva es azul. La bóveda protege sus vidas, y el cielo que está más allá, rara vez visto, protege a los vivos contra la oscuridad exterior». Este extraño concepto persistió latente en su imaginación al penetrar en la selva, y salió a luz cuando se enfrentó a un nuevo enigma botánico: la manera como los indios clasificaban las plantas. Los inganos de Puerto Limón, por ejemplo, reconocían siete clases de yagé. Los sionas tenían dieciocho, que distinguían basándose en la fuerza y color de las visiones, la historia comercial de la planta y la autoridad y linaje del chamán. Ninguno de estos criterios tenía una explicación botánica, y en la medida en que Schultes pudo percibir, todas las plantas estaban relacionadas con una especie, la Banisteriopsis caapi. Pero los indios podían determinar fácilmente las diferentes variedades, incluso a considerable distancia en la selva. Más aún, individuos de diferentes tribus, separadas por vastas extensiones, identificaban esas mismas variedades con asombrosa regularidad. La historia del yoco, el estimulante con contenido de cafeína, era parecida. Fuera del yoco blanco y del colorado, Schultes recolectó el yoco negro, el yoco del jaguar, el yagé-yoco, el yoco de las brujas, catorce diferentes categorías, ninguna de las cuales podía determinarse según las reglas de su propia ciencia.
+Aunque entrenado en la mejor institución botánica de los Estados Unidos, después de un mes en el Amazonas se sintió cada vez más como un principiante. Los indios sabían mucho más. Había ido a América del Sur porque quería encontrar los dones del bosque pluvial: las hojas que curan, las frutas y semillas que nos proporcionan los alimentos que consumimos, las plantas que podían transportar a una persona a reinos más allá de la imaginación. Pero también había descubierto que al develar los conocimientos indígenas, su tarea no era sólo identificar nuevas fuentes de riqueza, sino comprender una nueva visión de la vida misma, una manera profundamente diferente de vivir en la selva.
+*
+En la primera semana de marzo, Schultes se llevó estos pensamientos del Caquetá y, en mula, se dirigió hacia el sur por el camino de los capuchinos, llegando a Puerto Asís, donde empieza la navegación en el Putumayo, el 8 de marzo. Aunque proclamado en la prensa bogotana como «emporio de riqueza y baluarte de la integridad territorial colombiana», el pueblo era una adormilada misión capuchina animada de vez en cuando por el movimiento de las provisiones militares que se filtraban por la frontera para sostener a las tropas ecuatorianas en su guerra fronteriza contra el Perú.
+Schultes se quedó dos semanas con los padres en Puerto Asís, y luego bajó ciento sesenta kilómetros por el Putumayo hasta Puerto Ospina, un puesto militar localizado en la desembocadura del río Sucumbíos. Allí tuvo la suerte de encontrar al coronel Gómez Pereira, el oficial colombiano responsable de la seguridad en las tierras fronterizas. Al mencionarle su deseo de ir hasta el alto Sucumbíos, el militar ofreció montar una expedición. El Sucumbíos —o el San Miguel, como los capuchinos insistían en llamarlo— nace en la vertiente oriental de los Andes y durante la mayor parte de su curso constituye el límite entre Ecuador y Colombia. Según el coronel, hacía mucho tiempo que se debía haber hecho un patrullaje de la frontera. Fue así como el 27 de marzo de 1942, escoltado por el Ejército colombiano, se dirigió Schultes río arriba hacia el territorio de los cofanes.
+La lancha militar era el Mercedes, un viejo barco del Amazonas, estrecho de manga, con un techo plano de lata y un casco apenas podrido lo suficiente como para mantener atenta a la tripulación. Había seis personas a bordo fuera de Schultes y del coronel, incluido un muchacho de doce años que se había fugado de Pasto. De noche dormían en hamacas colgadas una sobre otra; de día los soldados se apiñaban en torno al timón o se mantenían activos lavando la sentina o reparando el motor, que carraspeaba y chisporroteaba y, de vez en cuando, arrojaba aceite en la cocina. Pescaban, comían arroz y plátanos cocinados con agua del río, y cazaban lo que podían, cortando la carne en la cubierta trasera y tirando las vísceras en la estela del barco.
+Schultes pasó la mayor parte del viaje en el techo, bajo el ardiente sol, trabajando con sus plantas y, con la ayuda del coronel, aprendiendo los rudimentos de la lengua cofán. Gómez Pereira era un hombre educado, diestro lingüista, conocedor de la historia local y muy favorablemente dispuesto hacia los indios. Por él supo Schultes lo poco que se sabía sobre los cofanes. Aislados al pie de las montañas, hablaban un lenguaje que con su extraña estructura de oclusiones glóticas, no estaba emparentado con ninguna otra lengua viva. En ella la palabra «cofán» no quería decir nada; era simplemente el término que los mercaderes y primeros misioneros españoles usaron para describir a la tribu. Algunos pensaban que se derivaba de ofanda, palabra que en el dialecto de los sucumbíos designa la madera de las cerbatanas, referencia quizás a su reputación como fabricantes de venenos. La palabra para sí mismos era simplemente a’i, que quiere decir, sencillamente, «el pueblo».
+Antes de la llegada de los españoles, los cofanes habían sido una tribu poderosa, de hecho una nación pequeña, lo suficientemente fuerte como para provocar la ira del inca Huayna Cápac, quien les hizo la guerra en su intento por extender su imperio hacia el norte. Para la época en que llegaron los jesuitas, en 1602, los conquistadores habían acabado con el oro en las arenas del alto Aguarico y del alto Sucumbíos, y la esclavitud y las enfermedades habían reducido la población a veinte mil. Para mediados del siglo XIX, cuando Colombia y Ecuador trazaron mapas de sus llanuras orientales, los geógrafos describieron a los cofanes como una tribu belicosa, de unas dos mil personas, cantidad que permaneció más o menos constante hasta 1899 cuando, después de una ausencia de más de dos siglos, volvieron los misioneros. El último golpe había tenido lugar en 1923, cuando una epidemia de sarampión, introducida por los capuchinos, se llevó a la mitad de la tribu. Ahora, le dijo el coronel a Schultes, eran menos de quinientos.
+Los sobrevivientes eran ribereños que vivían en casas dispersas y pequeñas comunidades, y que sólo se internaban en la selva para cazar y buscar plantas medicinales. Se orientaban en el espacio por el flujo de los ríos, en el tiempo por los ciclos de maduración de los frutos de ciertos árboles, por los que elaboraban su año calendario. Había cuatro aldeas en el Ecuador, sobre el río Aguarico, igual número en las riberas del Sucumbíos y dos en el río Guamués, el siguiente afluente en Colombia. Su territorio se extendía por ciento veinte kilómetros a lo largo de los ríos y tenía una anchura que no alcanzaba los sesenta y cinco kilómetros. Era como si toda una tradición se hubiera reducido a una fila de pequeñas poblaciones aferradas a las márgenes de tres ríos olvidados. La idea del coronel de formar una patrulla fronteriza era algo improvisada. Con su bandera de Colombia colgando flácida del asta, el Mercedes avanzaba poco a poco río arriba, deteniéndose en cada claro lo suficiente para que el coronel les diera la mano a los ancianos del lugar, les entregara unos pocos machetes y ollas de aluminio y, en ocasiones, distinguiera a la esposa de un jefe con un corte de tela. En las paradas Schultes recolectaba lo que podía, y entre una y otra trabajaba en su lista de nombres locales de las plantas. Durante la primera mitad de la jornada los nombres que figuran en sus cuadernos son en su mayor parte ingano y siona, muy pocos están en cofán. Luego, después del 29 de marzo, todos están en esta última lengua. Ese día llegó a Quebrada Conejo, a más de doscientos kilómetros de Puerto Ospina.
+El Mercedes atracó en una playa un poco aguas abajo de un desembarcadero donde había varias piraguas atadas al pie de un banco lodoso cubierto de campanillas. El coronel ordenó a la tripulación permanecer a bordo, mientras él y Schultes trepaban por la resbalosa trocha y atravesaban sembrados de yuca y maní hasta un claro que se abría a noventa metros del río. Chontaduros y otros árboles frutales matizaban el borde de la selva, y por todos lados había muestras del prodigioso desorden de los huertos indígenas: grupos de caña y plátanos, marañones, achiotes y papayos, batatas y calabazas enredadas en torno al pie de altos borracheros. Las casas en mitad del claro estaban levantadas sobre plataformas de guadua con techos de paja y paredes de guadua partida. Algunas eran abiertas y Schultes pudo ver las siluetas borrosas de mujeres acurrucadas junto a los fogones.
+Pasaron varios minutos antes de que alguien saliera a saludarlos. El hombre que lo hizo se presentó solo. En un instante Schultes se dio cuenta de que los curanderos inganos y kamsás habían aprendido a vestirse. El chamán cofán era un anciano, y llevaba un cushma de tela azul brillante ordinaria que caía como un manto bastante más abajo de las rodillas. Lucía en el cuello montones de collares de cuentas de colores, semillas y conchas, dientes de jaguar y colmillos de jabalí, que caían en círculos concéntricos hasta la mitad del pecho. De cara ancha, tenía las cejas depiladas y pintadas, los labios teñidos de azul añil, las chatas y planas narices decoradas con una pluma azul de guacamaya incrustada en el tabique. En toda la frente y en ambas mejillas exhibía complicados diseños de líneas y puntos naranjas y azules, motivos que parecían sacados de visiones.
+Tenía también cañas y plumas en los lóbulos de las orejas. Se había cortado el pelo muy corto, para que creciera uniforme, de tal manera que de cada lado cosquilleaba la punta de sus orejas. En la cabeza lucía un espléndido tocado de plumas, con una banda iridiscente de plumas de colibrí turquesa, un círculo de pechos rojos y blancos de tucán, y una corona de plumas verdes de cotorra que, al moverse, daba la impresión de ser un extraño halo. De ella surgía un abanico de cinco plumas escarlata de tucán. Dos largas bandoleras de semillas selváticas se le entrecruzaban sobre el pecho, pieles de iguana y hojas ceñían sus muñecas, y grandes melenas de fibra de palma colgaban de la parte superior de ambos brazos. Cuando se dio vuelta para guiar al coronel hacia el centro de la aldea, Schultes pudo ver la larga cola de plumas de cotorra que le cubría la espalda.
+—Imagínese su aspecto cuando se visten de gala —le dijo el coronel al ascender por la escalera de troncos de la casa del anciano.
+El chamán, cuyo nombre español era Miguel, los invitó a sentarse a su lado. Apareció una mujer con una totuma de chicha. Se arrodilló frente al coronel, metió los dedos en el líquido para quitarle unas fibras gruesas y le ofreció amablemente la totuma. El coronel aceptó con la cabeza y bebió la chicha de un solo trago, separando las fibras con los dientes. Cuando terminó, se agachó y escupió por una rendija en el piso.
+—Anduche kiiki —dijo. La mujer sonrió. Era bella, como los hombres. Lucía collares y plumas y diseños de color en la cara.
+—Esta es una bebida de banano —le dijo a Schultes el coronel—. Bébala.
+Schultes y el chamán bebieron por turnos. Después de varios tragos de sabor dulce y ligeramente alcohólico, se suavizó la postura algo tiesa del chamán y pronunció unas pocas palabras en español. Intercambió regalos con el coronel, y después de un intervalo prudente, Schultes mencionó el propósito de su viaje. El chamán no sólo no se mostró receloso, sino que actuó como si la visita de un estudioso de las plantas fuera la idea más razonable que jamás le había oído decir a un blanco. Luego, al acercarse la noche, uno de los jóvenes llevó una totuma más pequeña, que el chamán aceptó indiferente. Bebió y devolvió la totuma vacía. Cuando esta llegó, llena, a manos de Schultes, observó los adornos rituales en torno al borde y el aguado líquido de un ocre verdoso que contenía. Estaba a punto de beber cuando sintió la mano del coronel en la muñeca.
+—Creo que es va’u —dijo en voz baja. Se inclinó luego y susurró algo al oído de Schultes. El chamán se esforzó por entender. Schultes se apartó del coronel y, con la mayor cortesía que pudo demostrar, le devolvió la totuma al joven. Al recobrar la calma, se dio cuenta de que había estado a punto de beber una infusión de borrachero, la más peligrosa de todas las plantas alucinógenas, y de que ahora estaba viviendo con una gente que tomaba la droga con la tranquilidad de un inglés que toma té.
+*
+La mañana siguiente el Mercedes partió temprano, como estaba previsto, dejando a Schultes libre para completar su recolección y regresar por su cuenta a Puerto Ospina. Schultes se despidió del coronel en la ribera y se internó de inmediato en la selva con el chamán Miguel.
+Para comprender lo que sucedió entonces, hay que tener un cierto sentido del momento histórico. Los cofanes, que vivían aislados en el alto Sucumbíos, habían tenido muy poco contacto con el mundo exterior. Los pocos blancos que habían conocido, la mayor parte misioneros, soldados, caucheros y uno que otro explorador, habían visto su sociedad y la selva, por lo general, con temor y desprecio. Sólo una década antes, el padre capuchino Gaspar de Pinell había descrito con perfecta santurronería su viaje a una tierra donde «los altos árboles cubiertos de lúgubres excrecencias y musgos forman una cripta tan triste que al viajero le parece estar caminando por un túnel de fantasmas y hechiceras. Allí, lejos de la civilización y rodeados de indios que de un momento a otro podían matarnos para servirnos como tiernos bocados en una de sus macabras fiestas, pasamos días de dichosa espiritualidad».
+El oficial y explorador inglés Thomas Whiffen, cuyo libro había leído Schultes, escribió que la selva era «un enemigo horrible, de muy maligna disposición y malevolencia innata. La vegetación caída que se pudre lentamente llena y espesa el ambiente con sus tufos vaporosos. El indio suave, pacífico y amoroso, es sólo una ficción de muy férvidas imaginaciones. Son de una crueldad innata». Después de haber vivido un año con ellos, recalcó «el asco ante sus instintos bestiales». Entre sus consejos para futuros viajeros, sugirió que las expediciones no pasaran de veinticinco personas. «Al seguir este principio», dijo, «se comprobará que cuanto menos equipaje se lleve, mayor será la cantidad de rifles disponibles para la seguridad de los exploradores».
+Whiffen, quien viajó por el Putumayo sólo una generación antes que Schultes, sostuvo haber presenciado fiestas caníbales, «prisioneros comidos hasta el último trozo… miradas que fulguraban, narices temblorosas… un delirio generalizado». Otros exploradores académicos de la época, aunque algo más moderados, estaban sin embargo, afiliados a lo que Michael Taussig ha descrito con tolerancia como la «escuela fálica de la antropología física». El antropólogo francés Eugène Robuchon, que fue al Putumayo durante el auge del caucho, reveló que «en general los huitotos tienen miembros delgados y nervudos». Otro capítulo de su libro empieza así: «Los huitotos tienen la piel gris cobriza, cuyos tonos corresponden a los números 29 y 30 de la escala cromática de la Sociedad Antropológica de París». Una nota de pie de página del libro de Whiffen reza así: «Robuchon declara que la forma de los senos de las mujeres es piriforme, y las fotografías muestran pechos claramente piriformes con las tetillas digitiformes. Yo encontré que parecían más bien segmentos de una esfera, de aréola no prominente y de tetillas hemisféricas».
+Sobra decir que Schultes no tenía el menor interés en medir los falos, los pechos y el tamaño de los cráneos de los cofanes. Tampoco quería arrebatarles su tierra, sacar provecho de su trabajo o transformar sus almas. Había ido solo y sin armas. Era un botánico que respetaba su conocimiento de las plantas y reverenciaba la selva. Según él, los jefes cofanes eran «amigables, serviciales, inteligentes, confiables y dedicados». En una prosa de tono arcaico para nuestra época pero de sensibilidad completamente moderna, anotó que «el naturalista, interesado en las plantas y los animales, cosas ambas que preocupan de cerca a los indios, generalmente es aceptado con exceso de atención a sus deseos. Estos líderes son caballeros, y todo lo que se requiere para hacer evidente su suave virilidad es una virilidad de recíproca cortesía. Hasta que el desagradable barniz de la cultura occidental introduce la codicia, la impostura y la explotación, que tan a menudo van a la par de costumbres extrañas para estos hombres de la selva, conservan esas características que las sociedades civilizadas modernas sólo pueden envidiar».
+Estas convicciones, una vez traducidas en ademanes y respuestas, de inmediato distinguieron a Schultes de cualquier otro extraño que los cofanes hubieran visto. Comprendieron su pasión por las plantas, apreciaron su paciencia y reaccionaron con entusiasmo a su curiosidad. Poseía él, en la etnobotánica, el conducto perfecto hacia la cultura.
+Durante sus primeros tres días en Conejo, siguió con Miguel el mismo ritmo tranquilo: mañanas lentas recolectando plantas, tardes en las riberas mezclando preparados, noches en el refugio del chamán preparando los especímenes y registrando en el papel los conocimientos que los cofanes se habían pasado oralmente de generación en generación. En una semana habían cubierto los bosques de los terrenos aluviales, vadeando pantanos de palmas y explorando las corrientes en piragua. En dos días fueron a pie hasta el río Tetuye, siguiendo la ruta tradicional del río Aguarico en el Ecuador. Nunca antes había hecho Schultes colecciones tan importantes.
+En el curso de doscientos años de investigación, los buscadores de plantas en América del Sur, empezando por Humboldt y Bonpland, habían identificado sólo veinticinco especies del género Strychnos, usado como veneno de flechas. En una semana en el Sucumbíos, Schultes encontró ocho, cada una de ellas, según los cofanes, con propiedades químicas y mágicas únicas. También recolectó la Chondrodendron iquitanum, una de las plantas de curare que Richard Gill obtuvo de los canelos quechuas, así como dos especies de Abuta, género afín a la familia de las menispermáceas. También describió por primera vez el uso de la Schoenobiblus peruvianis, una planta llamada por los cofanes shira’chu sehe’pa, veneno exclusivo para cazar pájaros.
+No fue sólo el curare lo que llamó su atención. Recolectó docenas de remedios tradicionales, estimulantes, alucinógenos, venenos de peces y frutas silvestres. Más que las colecciones, fue la oportunidad de vivir con un pueblo que manipulaba las plantas con extrema habilidad, lo que cambió para siempre su visión de la etnobotánica. Viviendo con los cofanes se introdujo en un mundo de magia fitoquímica diferente de cuanto había conocido. Las plantas psicoactivas y tóxicas afectaban todos los aspectos de sus vidas. Al amanecer, hombres y mujeres iban al río a bañarse y juagarse la boca, preparando el paladar para la ración mañanera de yoco. Seguía una hora de acicalamiento ritual, durante la cual cada adulto se alistaba para el día: la depilación del vello facial, la pintura de complejos diseños en la piel, el vestir complicados atuendos que imitaban los de los espíritus vistos en las intoxicaciones con yagé. Al ir a los campos o a la selva, los hombres llevaban una pasta de banano fermentado que, al ser mezclada con agua y batida, se convertía en espumosa bebida alcohólica. Maceraban hojas de arbustos, cortezas de bejucos, raíces de árboles pequeños, y colocaban la pulpa en arroyos para después recoger a los peces atontados en grandes canastas tejidas con fibra de palma. Para hacer el curare manejaban una docena de recetas, que producían venenos de variada potencia. Cada hombre adulto poseía su propio repertorio, y había venenos específicos para cada animal o ave de la selva. Al volver al poblado hacia el final de la tarde, los hombres se unían a las mujeres y los niños para la cena y comentaban los acontecimientos del día tomando más chicha y fumando cigarros tan gruesos como el brazo de un niño.
+La palabra cofán para medicamento y veneno es la misma, pues así como los dardos con curare en la punta mataban a un animal, las plantas medicinales daban muerte a los espíritus malignos que causan las desgracias y las enfermedades. Fue así, en forma perfectamente razonable para el chamán, como Schultes pasó del estudio del curare a un análisis del arte de curar, lo que inevitablemente lo llevó al yagé. Supo que para los cofanes la enfermedad proviene de flechas mágicas disparadas a los dolientes por las almas vengativas de brujos malévolos. El deber del chamán es liberar su propia alma para errar libremente, de modo que pueda encontrar y expulsar esas fuerzas oscuras. Los colores de la corona y la cola de plumas, como alas, en la espalda del chamán invocan la imagen del vuelo. Ellos son los amos, los señores de la intoxicación extática.
+Pero Schultes advirtió que para los cofanes, el yagé es mucho más que un instrumento chamánico; es la fuente misma de la sabiduría, el máximo medio de conocimiento de toda la sociedad. Beber yagé es aprender. Es el vehículo por medio del cual cada persona adquiere poder y experiencia directa de lo divino. Los maestros son las gentes del yagé, los seres elegantes del reino espiritual, morada de los abuelos chamanes. Expresándose sólo por medio de canciones, la gente del yagé les inspira a todos y cada uno de los cofanes una imagen, una canción y una visión que se convierten en la inspiración de los diseños que se pintan en la piel. Ningún cofán comparte el mismo motivo o la misma canción. Hay tantas melodías sagradas como personas, y al morir una persona su canción desaparece.
+Cuando Schultes le preguntó al chamán con qué frecuencia bebía la gente yagé, su respuesta le sugirió que la pregunta no tenía sentido: en la enfermedad, después de una muerte, en tiempos de adversidad o penurias, en ciertos momentos de la vida, cuando a un niño de seis años se le cortaba el pelo o mataba por primera vez. Y naturalmente, sugirió el chamán, un muchacho beberá el yagé en la pubertad, cuando le perforan la nariz y las orejas y obtiene el derecho de ponerse las plumas de la cola del guacamayo. De joven podrá beberlo a sus anchas para mejorar su técnica de caza o simplemente para alardear de su destreza física. El mensaje que recibió Schultes era que los cofanes bebían yagé cuando les venía en gana, por lo menos una vez a la semana y sin duda en cada ocasión que se justificaba, como en vísperas de su propia partida de Conejo. Con la gente danzando, los hombres frente a las mujeres en largas filas que avanzaban, retrocedían y giraban a un lado y otro, golpeando todos suavemente el suelo con los pies, al ritmo de los tambores, tomó yagé este solitario estudioso de las plantas, como dijo medio siglo después, «con toda la maldita aldea».
+La mañana siguiente, pintada la cara y con la cabeza dando vueltas con el ritmo del canto —ya-gé, ya-gé, ya-ya-ya, ya-gé, ya-gé, ya-ya-ya—, empezó a remar Sucumbíos arriba en una piragua. La cabeza le palpitaba. Sin que lo hubiera sabido, la bebida contenía corteza de tsontinb’k’o, el árbol de los escalofríos, junto con su-tim-ba-che, raíz que según los cofanes causaba «una borrachera peor que la del yagé». Cosa, no lo dudaba, muy cierta. A pesar de su malestar, Schultes tomó nota de que había que investigar la mezcla más a fondo. Lo hizo treinta años después, al enviar al Putumayo a su mejor estudiante de grado. Después de quince meses en el campo, Tim Plowman elaboró un estudio definitivo, que incluía la descripción de varias especies y variedades nuevas. La planta que bebió Schultes en Conejo y que le dio tamaño dolor de cabeza es conocida ahora, botánicamente, como la Brunfelsia grandiflora spp. schultesii.
+Schultes se quedó dos semanas en el Sucumbíos. Recolectó en la cabecera, en Santa Rosa, volvió a Conejo, avanzó con pértiga por la quebrada Hormiga y llegó a un lugar alto que cruzó a pie hasta la desembocadura del Guamués, al que llegó el 13 de abril. Regresó unos pocos días a Conejo, la emprendió río abajo y llegó a Puerto Ospina una semana después. Allí sólo permaneció veinticuatro horas y de nuevo se dirigió al Putumayo en el Mercedes para explorar el bajo Guamués.
+Al cabo de diez días estaba de vuelta en Puerto Ospina, preparándose para su próximo destino, el bajo Putumayo, cuando la llegada imprevista de un avión hizo que cambiara sus planes. Era un trimotor Fokker que iba a Tres Esquinas, un puesto militar y aldea indígena en la confluencia de los ríos Orteguaza y Caquetá. Desde allí había vuelos regulares a Bogotá. Se apresuró a aprovechar la oportunidad para enviar a la capital sus especímenes de curare y de yoco, sobre todo los materiales frescos, antes de iniciar el largo viaje Putumayo abajo. Y así, muy de improviso, pasó los primeros días de mayo en la ribera del Caquetá, viviendo en las malocas de los coreguajes de Nuevo Mundo, a la espera de que el avión saliera para Bogotá, y disfrutando por primera vez el sabor ahumado de la coca amazónica.
+A mediados de mayo, después de pasar sólo ocho días en la capital, regresó al Putumayo, en vuelo directo a la base naval de Puerto Leguízamo, en la boca del río Caucayá, ciento sesenta kilómetros río abajo de Puerto Ospina. Allí se encontró con un italiano joven, Nazzareno Postarini, uno de los hombres de Fuerbringer que Schultes había contratado como asistente de campo para la expedición. Nativo de los Alpes italianos, rubio y de ojos azules, Nazzareno era un explorador competente que trabajaba duro, comía lo que le ponían enfrente y no le importaba dónde le pidieran que durmiera. Schultes y Nazzareno no tenían planes; sólo un vago sentido del itinerario. En los mil y pico de kilómetros del río entre Caucayá y la frontera con el Brasil, sólo hay dos afluentes importantes, el Caraparaná y el Igaraparaná. Vienen del noroeste y corren más o menos paralelos entre sí, alcanzando la ribera norte del Putumayo a más o menos setecientos y quinientos kilómetros arriba de la confluencia con el Amazonas mismo. El Caraparaná es navegable en la mayor parte de su curso. Una docena de importantes rápidos interrumpen, al contrario, el curso del Igaraparaná. Hogar tradicional de los huitotos, boras y andaquíes, los dos ríos no habían sido casi explorados y hasta 1886, cuando llegaron por primera vez los caucheros a la región, las tribus eran desconocidas.
+El objetivo de Schultes era viajar en barco por el Caraparaná y luego dirigirse a pie hacia el nordeste, a la misión de La Chorrera, situada a mitad de camino en el Igaraparaná. Desde allí, con la ayuda de Nazzareno y de guías huitotos, descendería por el Igaraparaná, evitando los raudales, hasta su confluencia con el Putumayo. Su primer destino, situado a un día en piragua Caraparaná arriba, era un viejo depósito cauchero con el seductor nombre de El Encanto. El 19 de mayo, después de cuatro días de recolección en Caucayá, Schultes y Nazzareno abordaron el Ciudad de Neiva, un vapor de ruedas de tres cubiertas cuyo motor funcionaba con leña.
+*
+Schultes no notó los huecos en la pasarela de embarque de El Encanto. Tampoco vio las sombras en la madera, todo lo que quedaba de las manchas oscuras que alguna vez dieran color al potro. Los pernos de hierro que sujetaban las cadenas estaban oxidados. Schultes no conocía la historia de la casa de dos pisos y techo galvanizado situada en lo alto de la colina con vista a las turbias aguas del Caraparaná. No podía saber que desde el balcón abierto con piso de cedro y bañadera de hierro, el capataz, Miguel Loayza, inmerso en agua perfumada, contemplaba la utilidad del castigo. En la base de piedra por la que pasó camino al barco se había levantado una casa repleta de indios a la que los hombres de Loayza prendieron fuego para que el amo pudiera practicar su puntería en los cuerpos ardidos que huían de las llamas.
+Tampoco podía Schultes imaginarse a los agonizantes y enfermos que yacían en torno a la casa y en los campos adyacentes, hombres y mujeres hambreados y débiles a la espera de que el sol los liberara de sus sufrimientos. En el solar, entre las casas para el lavado y los depósitos, la tierra cubría para ese entonces los hoyos donde en jaulas encerraban durante meses a hombres encadenados que allí, enloquecidos y hambrientos, esperaban ansiosos que las larvas de sus heridas maduraran. Los instrumentos de tortura habían sido retirados del patio. Ya no estaban los látigos de seis puntas que laceraban a los hombres hasta el hueso, los potros donde violaban a las mujeres, los postes donde ataban a hombres desnudos bajo el sol, los lazos con los que suspendían a los niños, a pocos centímetros del suelo, para azotarlos.
+El contorno del «convento» había sido borrado mucho tiempo atrás. Estaba situado cerca de la casa, una choza de listones de caña con techo plano de madera que encerraba a quince niñas de los nueve hasta los trece años. Eran las concubinas de Loayza, pequeñas indígenas que alcanzaban la adolescencia deformes, débiles y descoyuntadas para siempre sus caderas por la cópula. De día permanecían encerradas en la choza. De noche llevaban a una o dos a su cuarto. Sólo cuatro veces al año veían todas la luz del sol al mismo tiempo, cuando llegaba el vapor de Iquitos y Loayza las compartía con la tripulación.
+Poco sabía Schultes de aquella historia. Al subir entre las ruinas, él y Nazzareno pasaron frente a una hilera de casas indígenas donde los acogió el capitán de los huitotos sobrevivientes. Hombre taciturno de unos treinta años de edad, vestía pantalones caqui, camisa de lienzo y un cinturón lleno de armas. Tenía una cicatriz lívida sobre uno de sus ojos. Titubeó al invitar a Schultes a entrar a una pequeña choza. El piso estaba cubierto de espinas de pescado, caparazones de armadillo y latas oxidadas. Reinaba un fétido hedor fermentado. En una hamaca sucia junto al fogón reposaba un anciano. Se levantó lentamente para saludarlos. Le faltaban tres dedos en una mano y, cuando lo pudo ver bajo la luz, Schultes notó que le habían cortado una oreja de raíz.
+La mañana siguiente, cuando desde un alto vio llegar por el río a una docena de huitotos con ropa limpia blanca para que los curas les tomaran muestras de sangre, y en la noche, cuando bebió el yagé que le ofreció un anciano, quien se negó a beber con él, Schultes vislumbró un mundo sombrío que le hizo añorar la selva. Se fue de El Encanto con Nazzareno sólo unos días después y, guiados por el capitán, a quien ahora llamaban Rafael, caminaron hasta La Chorrera, una jornada de tres días por una trocha cubierta de maleza bajo una bóveda de árboles inmensos. Hubo momentos de belleza: orquídeas epífitas traslúcidas bajo un rayo de sol, el vuelo de una mariposa azul, cantos de pájaros que iniciaban los días. Pero a todo lo largo de la senda, a variada distancia entre ellos, había esos árboles que eran causa de tanto sufrimiento. Cuando Schultes se detuvo para preguntarle a Rafael sobre los toscos cortes en la corteza, las profundas incisiones que dejaban ver las capas del tejido, el huitoto le respondió en voz baja y con pocas palabras.
+Llegaron a la ribera del Igaraparaná al terminar la tarde, cuando empezaban a formarse las sombras y el sol matizaba la suave pradera que se extendía al otro lado del río, hasta más allá de la misión. Río arriba, guaduas y arbustos se mecían bajo el viento que soplaba sobre un ancho banco de piedra. Al cruzar en canoa, asordinados todos los ruidos por la caída del agua, Schultes concentró la vista en los edificios al frente, grandes estructuras de piedra de dos pisos, bastante más sólidas que las ruinas de El Encanto, con balcones recién pintados bajo salientes techos de lata y jardines de palmas cultivadas y pasto diestramente cortado. Al acercarse a la orilla opuesta aparecieron docenas de niños pequeños, todos en uniformes blancos, parloteando y correteando entre las piernas de un sacerdote en lo alto de las escaleras que bajaban al río. Yendo de aquí para allá y reuniendo a los niños había dos monjas con largos hábitos de tela blanca. Al acercarse la canoa, el cura levantó los brazos y los dejó sobre el vientre. Schultes alcanzó a oír su risa cuando se acercó a la orilla.
+—¡Gracias a Dios! —exclamó el padre Xavier al saludar a Schultes y Nazzareno—. Por un momento pensé que había regresado.
+—¿Perdón? —dijo Schultes.
+—El obispo. Ese hijo de puta. Pensé que nunca se iría.
+El padre Xavier sonrió y Schultes pudo ver que tenía los dientes teñidos de verde. Mientras las hermanas guiaban a los visitantes por la vereda que llevaba a la misión, el parlanchín sacerdote los sorprendió con los detalles. Una cosa era que el obispo de Sibundoy fuera una vez al año y le diera órdenes a diestra y siniestra. Otra muy diferente era tener que pasar una semana sin mascar coca. Y el colmo había sido que el obispo insistiera en que los sermones se pronunciaran en español, y no en huitoto.
+—El muy tonto. ¿Qué sentido tiene si no los pueden entender?
+Se dio vuelta para echar una mirada a las hermanas, que arrastraban los pies con la cabeza gacha y pretendiendo no oír lo que estaban escuchando. El padre se sacó un potecito de la sotana, lo abrió y metió las yemas de los dedos en un jarabe viscoso y negro.
+—La gente de la ciudad no sabe nada —dijo con un suspiro y metiéndose un dedo en la boca—. Eso sí, no se atrevió a prohibirme el tabaco. Aquí tienen, pruébenlo. El de los huitotos es el mejor.
+Schultes aceptó el pote y se untó el jarabe en las encías. Después de caminar los noventa metros hasta el patio de la misión y de que el padre Xavier encontrara las llaves de la cabaña donde se iban a alojar, la frente de Schultes estaba cubierta de sudor, la cabeza le daba vueltas y le parecía que se le iba a soltar el estómago.
+Al recuperarse de su primera dosis de tabaco amazónico, Schultes disfrutó su estadía en La Chorrera. Viajando solo por el alto Putumayo, nunca había podido examinar los huertos indígenas, porque están a cargo de las mujeres y porque es el lugar donde las parejas hacen el amor. Entre los cofanes y los inganos, sus preguntas sobre el cultivo de la yuca despertaban de inmediato grandes risas. Ahora, con el apoyo entusiasta del padre Xavier y vigilado por las monjas, pudo estar en el campo con las huitotas. Recolectó aguacates, batatas, marañones, maíz, fríjoles, cacao, extrañas calabazas y una docena de variedades de piña, planta maravillosa nativa del Amazonas.
+En las casas observó la preparación de la comida, la fermentación de la chicha del fruto de los chontaduros y la condensación de una pasta picante de chiles. Estudió en especial la mandioca amarga, el tubérculo venenoso y principal elemento de la dieta. Para extraerle el veneno, las mujeres pelan las raíces y las dejan por la noche en agua tibia. Por la mañana las raspan con rítmicos movimientos sobre bellas tablas en cuya superficie fijan, sobre una gruesa capa de resina, pequeñas tiras de cuarzo. Después de amasar la masa amarilla en cedazos de apretado tejido, la colocan en una estera de fibra tosca. Enrollan la estera en torno a la masa y la cuelgan de un madero de la casa, donde le dan una y otra vez vueltas con una larga vara hasta exprimir todo el líquido ponzoñoso. Secada al sol, la mandioca se cierne una vez más en el cedazo resultando así una fina harina blanca. Cuando Schultes preguntó por el origen de la planta, le dijeron que era un regalo del dios de los Cielos.
+De noche se unía al círculo de los hombres en la maloca y mascaba coca y tabaco, observando y escuchando a medida que se animaban las voces. La charla era más un discurso ritual que una conversación. Al repasar los hechos importantes del día o prever problemas futuros, el capitán empezaba un largo y vago monólogo al que pronto se unían, repitiéndolo, tres o cuatro personas que elaboraban una y otra vez las mismas ideas hasta que los sonidos se fundían unos con otros. Finalmente, al lograr los pensamientos y las opiniones una cierta armonía, los hombres asentían con la cabeza y metían los dedos en una gran vasija con tabaco colocada en lugar destacado en el centro del círculo.
+Con frecuencia los hombres se quedaban despiertos toda la noche, preparando coca o haciendo pasta de tabaco. Tomaban las dos plantas juntas, el penetrante y fuerte sabor del tabaco quemándoles la lengua y estimulando la saliva, e invocando el sinuoso mundo de las sombras nocturnas. La coca, mucho más suave, tenía un sabor ahumado, a hojas y ceniza, y daba una ligera sensación de bienestar. El único truco con la coca, descubrió Schultes, era aprender a formar una pasta húmeda con el fino polvo sin estornudar. El tabaco era otro cuento. Ni comprado o habido a trueque, el preparado se elaboraba únicamente con las grandes hojas verdes de la Nicotiana tabacum que los huitotos cultivaban con gran cuidado. Las hojas se hervían en ollas de barro durante diez horas, y el concentrado se mezclaba con cenizas de ciertas palmas y sal sacada de las raíces de los árboles. Los huitotos endulzaban el jarabe guardándolo en las vainas del cacao silvestre. Llamaban a la droga yerrás, o miel, y la reconocían como la mediadora que por primera vez había unido al pueblo con el jaguar.
+A veces, al amanecer, los huitotos tocaban manguarés, dos enormes tambores de troncos suspendidos de las vigas de la maloca y fijos a tierra por medio de cuerdas. Tan grandes como un hombre y vaciados con piedras ardientes, cada uno tenía una abertura estrecha que iba de un lado a otro. Al golpear el tambor de un lado u otro se producían sonidos diferentes. El tambor de madera más gruesa y densa tenía tonos más bajos, mientras que los del más pequeño eran más altos. El que tocaba el tambor, colocado entre los manguarés, podía entonces escoger cuatro tonos. Al combinarlos en forma ingeniosa y usarlos según códigos previstos, los huitotos podían enviar complicados mensajes a varios kilómetros de distancia en la selva.
+Lo extraño de los tambores, notó Schultes una mañana, al salir el sol al otro lado del río y encontrar una vez más que no tenía sueño, era que dentro de la maloca el sonido era muy tolerable. Pero unos pocos metros afuera resultaba tan fuerte que le daban a uno ganas de protegerse. Se alejó del círculo de hombres y puso las manos sobre la lisa superficie. Examinó las baquetas. Eran de madera, las cabezas envueltas en gruesas tiras de caucho silvestre. Cuán extraño parecía tan razonable empleo del látex.
+Pensó en el padre Xavier. Durante los días que él y Nazzareno habían sido sus huéspedes en la misión, les había contado con algún detalle su historia. Schultes simpatizaba con él y le gustaban su aguda sonrisa, su afecto por la coca y su inesperada irreverencia en esa isla de redención que los capuchinos habían construido sobre el pasado. Era, por cierto, el pasado lo que hacía que la presencia de la misión, con su iglesia y su escuela sencillas, los florecientes campos y limpias cocinas, pareciera razonable, quizás incluso necesaria. Los niños y niñas huitotos, separados por sexo, vestidos con batas blancas y uniformes, que desfilaban hasta la iglesia dos y hasta tres veces cada día, no conocerían el mundo selvático de sus abuelos, pero tampoco vivirían los horrores que marcaron las vidas de sus padres.
+Las paredes de la misión estaban hechas con bloques de piedra de medio metro de espesor. Un arco, también de piedra, frente al patio adoquinado al pie de la escalera que llevaba al segundo piso, contenía una gran puerta de madera cerrada con un candado. Alguna vez había estado pintada de blanco, como las paredes, pero después de años de uso se había borrado la pintura y descubierto la madera. Una noche, el padre Xavier decidió mostrar a Schultes y a Nazzareno lo que había en el cuarto.
+—Siempre vamos a dejar esto como era —dijo el padre al abrir el candado. Los huéspedes entraron, ajustando su vista a la oscuridad. El padre Xavier abrió un pequeño postigo y una luz débil inundó la estancia, iluminando una hilera de potros. Había cadenas y barras de hierro incrustadas en las paredes; una fila de ganchos colgaba de una viga.
+—A algunos hombres los encandenaban durante un año. El color de su piel cambiaba. Los huitotos decían que se volvía amarilla, como la muerte del sol.
+Schultes y Nazzareno se mantuvieron aparte, asombrados por los instrumentos de tortura.
+—La crueldad invadía sus almas —dijo el padre—. En esos años lo mejor que se podía decir de los blancos en el Putumayo era que no mataban de lo aburridos que vivían.
+*
+Los indios lo llamaban caoutchouc, el árbol que llora, y durante generaciones enteras hicieron cortes en la corteza, dejando que la leche blanca goteara sobre hojas en las que se podía moldear a mano para hacer vasijas y láminas impermeables. Colón vio a los arauacos jugando con extrañas bolas que rebotaban y volaban. La Condamine envolvió sus preciosos instrumentos con telas untadas con el látex y endurecidas por el humo de las hogueras y el calor del sol. Joseph Priestley, el clérigo inglés que descubrió el oxígeno, descubrió que pequeños cubos de caoutchouc eran el objeto ideal para borrar sus notas a lápiz. Les contó a sus amigos Thomas Jefferson y Benjamin Franklin, y como ellos creían que la planta era originaria de las Indias Orientales, se llamó a la sustancia «caucho de la India». De hecho provenía del Amazonas, donde el rey de Portugal había fundado una floreciente industria de zapatos, capas y bolsas de caucho. En 1823 un escocés, Charles Mackintosh, disolvió un poco de caucho en nafta y elaboró una capa plegable para telas, lo que llevó a la invención del «mackintosh», la primera gabardina del mundo.
+Todos estos productos tenían, sin embargo, un defecto fundamental. Con el frío el caucho se volvía tan quebradizo como la porcelana. En el calor del verano, una capa de caucho se convertía en un sudario pegajoso. Luego, en 1839, por accidente, un inventor de Boston, Charles Goodyear, dejó caer una mezcla de caucho y de azufre sobre una estufa caliente. Fue el principio de la vulcanización, el proceso que hizo el caucho inmune a los elementos, transformándolo de rareza en producto esencial de la era industrial. En los siguientes treinta años, la producción anual de caucho del Brasil aumentó de treinta y una toneladas a dos mil seiscientas.
+En 1888, el hijo de un veterinario irlandés, John Dunlop, ganó una carrera de triciclos en Belfast con las llantas infladas que su padre había inventado para retar las ruedas sólidas de metal de los competidores. Siete años después, en Francia, los hermanos Michelin asombraron a los críticos al introducir con éxito llantas neumáticas en la carrera de autos París-Burdeos. Para 1898 había en los Estados Unidos más de cincuenta compañías de automóviles. Oldsmobile, la primera en tener éxito comercial, vendió cuatrocientos veinticinco autos en 1901. Menos de una década después salieron de la línea de ensamblaje los primeros quince millones del modelo-T de Henry Ford. Cada modelo necesitaba caucho, y la única fuente era el Amazonas. En sólo un mes, tres barcos extranjeros partieron de Belém do Pará, con destinos distintos y todos transportaban caucho por valor de más de cinco millones de dólares. Para 1910, el caucho representaba el cuarenta por ciento de todas las exportaciones brasileñas. Un año después, la producción alcanzó un tope de 44.296 toneladas. Según cálculos conservadores, esa producción valía más de doscientos millones de dólares.
+El resplandor de la riqueza era fascinante. En Pittsburgh, Andrew Carnegie, el magnate del acero, se lamentó así: «¡He debido escoger el caucho!» En Londres y Nueva York, hombres y mujeres echaban a cara y sello la decisión de ir a buscar oro a Klondike o el oro blanco al Brasil. En el momento más álgido de la estampida, hasta cinco mil personas partieron en una semana hacia el Amazonas. Casi de la noche a la mañana, una tierra olvidada de selvas y ríos se convirtió en el destino de un ejército de soñadores y ladrones, de comerciantes y sus bárbaros lacayos, que con el tiempo llamarían los indios, simplemente, «devoradores de hombres».
+Manaos, situada en el corazón del comercio del caucho en el Brasil, en pocos años pasó de ser aldea miserable y se convirtió en pujante ciudad, donde la opulencia alcanzó extravagantes extremos. El gobernador, Eduardo Ribeiro, hombre de desmedida ambición, trazó bulevares con adoquines importados de Portugal y sembró en las aceras árboles ornamentales de Australia y de China. Instaló el primer sistema telefónico del Brasil, construyó un hipódromo, una plaza de toros y docenas de escuelas, así como hospitales, iglesias, bancos y un Palacio de Justicia que por sí sólo costó dos y medio millones de dólares. El sistema de acueducto podía ofrecer dos millones de galones de agua pura por día. En un momento en que Nueva York y Boston todavía tenían tranvías tirados por caballos, había en Manaos quince kilómetros de carrileras y una red eléctrica para un millón de habitantes, aunque la ciudad sólo tenía cuarenta mil.
+Tal extravagancia pública, hecha posible por el impuesto del veinte por ciento a la exportación del caucho y por el desenfrenado optimismo que seducía a banqueros y comerciantes por igual, era pálida en comparación con los excesos individuales. En una ciudad separada del mundo por una enorme extensión de selva, la ostentación se convirtió en un deporte. Los magnates del caucho prendían sus habanos con billetes de cien dólares y aplacaban la sed de sus caballos con champaña helada en cubetas de plata. Sus esposas, que desdeñaban las aguas fangosas del Amazonas, enviaban la ropa sucia a Portugal para que la lavaran allá. Los banquetes se servían en mesas de mármol de Carrara, y los huéspedes se sentaban en asientos de cedro importados de Inglaterra. La comida llegaba de Europa: caviar ruso, mantequilla danesa, carnes inglesas, papas alemanas y encurtidos belgas. Después de cenas que costaban a veces hasta cien mil dólares, los hombres se retiraban a elegantes burdeles. Las prostitutas acudían en tropel desde Moscú y Tánger, El Cairo, París, Budapest, Bagdad y Nueva York. Existían tarifas fijas. Cuatrocientos dólares por vírgenes polacas de trece años. Hasta ocho mil dólares por las mujeres más codiciadas, las que se bañaban en champaña fría para que sus clientes, arrodillados, las lamieran desde los pies hasta la coronilla. Los hombres a menudo les pagaban con joyas, tiaras y collares que en 1907 convirtieron a los ciudadanos de Manaos en los mayores consumidores de diamantes por cabeza del mundo.
+En una ciudad cuyo lema era Vale Quem Tem, «vales lo que tienes», el gran símbolo del despilfarro era la Ópera, un fastuoso edificio de estilo francés diseñado por un arquitecto portugués, cuya construcción duró diecisiete años y culminó en 1896. Los arquitectos rechazaron cualquier material de origen local e importaron los trabajos en hierro de Glasgow, el mármol y las hojas doradas de Florencia, las arañas de cristal de Venecia, y dieciséis mil azulejos de Alsacia Lorena. Hasta los gigantescos murales de la selva amazónica fueron pintados en Europa y enviados a Manaos. Para la noche de estreno, el 6 de enero de 1897, cuando se reunieron mil seiscientas personas para escuchar La Gioconda de Ponchielli, interpretada por la Gran Compañía de Ópera Italiana, el proyecto había costado más de dos millones de dólares de la época. Los gastos de funcionamiento incluían subsidios de más de cien mil dólares por función y el costo de atraer a cantantes conocidos que tenían que cruzar el océano y atravesar mil seiscientos kilómetros de selva para cantar en el espléndido escenario construido en medio de una pestilente manigua.
+Toda esa riqueza procedía del látex de tres especies muy cercanas de la Hevea silvestre, que crecían en un área de más de tres millones de kilómetros cuadrados de bosque pluvial tropical. En tan vasta región, del tamaño de los Estados Unidos continentales, había tal vez trescientos millones de árboles explotables. El desafío era encontrarlos. En la naturaleza, los cauchos crecen dispersos en la selva, aislamiento que los protege de su mayor enemigo, el hongo Dothidella ulei, que ataca sus raíces y follaje. Esta plaga, que se encuentra sólo en los trópicos americanos, es siempre mortal cuando se concentran los árboles en plantaciones, y fue este accidente biológico el que forjó la estructura de la industria del caucho silvestre.
+Para obtener ganancias aceptables, los comerciantes tenían que hacerse al control de territorios enormes, tierras que en el Amazonas, por lo general, correspondían a las hoyas de los ríos. Lo lograban mediante ejércitos privados, botes artillados pedidos de Liverpool y suficiente capital para sobornar a cualquier funcionario que se atravesara en su camino. Aseguradas las tierras, necesitaban trabajadores, miles de ellos, para beneficiar los árboles. En el río Madre de Dios, un magnate del caucho creó un acaballadero donde seis mil mujeres esclavizadas eran criadas como ganado. Otros enviaban agentes al empobrecido nordeste, para contratar a famélicos campesinos desesperados y hambrientos. Con el tiempo, al extenderse la industria, esta absorbió tribus enteras y las sometió a una infame red de peonaje por deudas de la que no había escape.
+El sistema era sencillo. Los trabajadores bajo contrato estaban legalmente sujetos a sus empleadores por un periodo de dos años, al cabo de los cuales podían cambiar libremente de trabajo o volver a casa, siempre y cuando no tuvieran deudas. Este era el truco. Al llegar río arriba desde algún remoto lugar, el siringuero ya debía ciento cincuenta dólares por el pasaje. El capataz le adelantaba entonces tres meses de provisiones, comida y ropa, tigelinas y cuchillos para sangrar los árboles, y tal vez un Wínchester y municiones. Estos artículos, comprados por el comerciante por una fracción de lo que le cobraba al trabajador, creaban una deuda que sólo se podía cubrir mediante la entrega del caucho.
+Todo, incluido el caucho, estaba avaluado de tal manera que antes de que el trabajador pudiera pagar su deuda, se viera obligado a endeudarse más por la comida y las provisiones apenas necesarias para seguir con vida. Tras cada ciclo aumentaba la deuda. Los rifles se vendían por el equivalente de dos años de trabajo. Las cobijas raídas costaban cinco dólares. El látex se compraba a cinco centavos de dólar el kilo. Las deudas acumuladas sólo se podían pagar en un siglo. Ni siquiera la muerte liberaba al cauchero, pues sus obligaciones pasaban por ley a sus hijos, que heredaban las deudas de sus padres; las madres desesperadas arrojaban a las hijas a la prostitución. Era, de hecho, una forma de servidumbre bajo la cual el capataz esclavizaba no sólo al hombre, sino a todos sus hijos nacidos y por nacer.
+Bajo tal servidumbre, los siringueros soportaban el tedio y los interminables ciclos de sangrado, que los llevaban a la selva al amanecer. Vivían la mayor parte del año en campamentos temporales, a menudo en medio de malsanos pantanos. Sus trochas se internaban dos o tres kilómetros en la selva, serpenteando entre doscientos y a veces trescientos cauchos, cuyas copas se confundían con las de los árboles circundantes. Iban a cada uno de ellos todas las mañanas y hacían cortes progresivos observando cómo empezaban a sangrar en una pequeña taza de latón. Terminaban el circuito a mediodía, almorzaban con un poco de mañoco y carne seca, y en las primeras horas de la tarde regresaban con baldes para recoger el látex. Al llegar una vez más a la base, empezaban el largo proceso de curación del látex, vertiéndolo sobre una bola que rotaban gradualmente al humo de un fuego bajo. El proceso para la cosecha de un día llevaba tres horas, y la bola, que al crecer llegaba a pesar hasta doscientas libras, tenía que ser rotada más de mil quinientas veces. Al final del día, el mejor siringuero, tras doce horas de trabajo, podía producir veinticinco libras. Para algunos de los magnates del caucho aquello no era suficiente.
+Julio César Arana vio la luz en la vertiente oriental de los Andes peruanos, en el pueblo de Rioja. Hijo de un sombrerero, dejó de estudiar a los catorce años, entró en el negocio de la familia y se hizo vendedor ambulante de sombreros de paja en las adormiladas aldeas andinas. Inquieto y ambicioso, se cansó pronto de aquel monótono y poco productivo comercio. Antes de los dieciocho años, ya había recorrido todo el Amazonas. A los veinticuatro, en el mismo año en que Dunlop inventó el neumático, abrió una tienda en el río Huallaga, rico en caucho. Vendía de todo, desde enlatados y cuentas hasta perfumes baratos y balas, e ideó un sistema de trueque comercialmente insuperable. Adquiría caucho a crédito, látex aún no cosechado y siempre al precio de la