Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Jaramillo Uribe, Jaime, 1916-2015, autor
El pensamiento colombiano en el siglo XIX / Jaime Jaramillo Uribe ; presentación, Camilo Páez. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,6 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Historia / Biblioteca Nacional de Colombia)
Incluye índice onomástico.
ISBN 978-958-5419-46-9
1. Colombia - Política y gobierno - Siglo XIX 2. Colombia - Condiciones sociales - Siglo XIX 3. Colombia - Condiciones económicas - Siglo XIX 4. Libro digital I. Páez, Camilo, autor de introducción II. Título III. Serie
CDD: 320.9861 ed. 23 |
CO-BoBN– a1011983 |
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ISBN: 978-958-5419-46-9
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© Rosario Jaramillo
© 1964, Editorial Temis Bogotá
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Camilo Páez
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+A Yolanda Mora, mi esposa.
+EN UNA ÉPOCA DE BICENTENARIOS —políticos y militares— en los que desde diferentes orillas se conmemora el inicio de lo que hoy en día conocemos como Colombia, comprender las corrientes de pensamiento que influenciaron a los forjadores de la República es un ejercicio necesario por dos razones. Primero, porque permite contrastar las versiones oficiales a partir de una perspectiva que identifica procesos, más que hechos. Segundo, porque sin caer en anacronismos permite definir —más allá de las fechas coyunturales, léase 20 de julio o 7 de agosto— las corrientes de pensamiento de ese periodo histórico para contextualizar las épocas que influenciaron y los cambios que generaron.
+Para una mejor comprensión, la historiografía ha clasificado el siglo XIX colombiano por periodos, esto porque el país de 1886 no era el mismo de 1819; tanto, como lo que va de Miguel Antonio Caro a Antonio Nariño. Hay varios periodos. No se puede leer una época como el siglo XIX a la luz del presente, ni caer en lecturas maniqueas (rojo-azul, liberal-conservador) para explicar determinados hechos históricos. El siglo XIX se comporta más como un camaleón, que cambia de color según el contexto. Así se comportaban los intelectuales políticos decimonónicos: muchos de ellos iniciaron su carrera política como simpatizantes de ideas liberales, apoyando posturas radicales como la separación Iglesia-Estado, o incluso siendo miembros reconocidos de sociedades de ideas como la masonería, para terminar sus días defendiendo proyectos políticos como la Regeneración y la Constitución de 1886.
+Comprender las corrientes políticas decimonónicas colombianas, y ubicar en el espectro a sus copartidarios, resulta más complejo de como se hace hoy en día. Cuestiones como el sufragio, el papel desempeñado por las mujeres, los niños, los artesanos, los esclavos o los indígenas no se encuentran aún en el abanico argumentativo de El pensamiento colombiano en el siglo XIX, de Jaime Jaramillo Uribe. El abordaje temático de esta obra está más centrado en comprender las influencias y las corrientes que llevaron a las principales figuras políticas del país a defender sus posturas y formar las corrientes políticas que van a entrar al siglo XX. Sin embargo, su obra sí sentó las bases para que la siguiente generación de historiadores iniciara la escritura de una Nueva Historia en la que todos ellos (mujeres, niños, indígenas o artesanos) encontraron su voz.
+La ausencia de la enseñanza de Historia de Colombia en los colegios privó a los estudiantes del acercamiento a la comprensión de la cultura a partir de su pasado. Un país tan complejo como Colombia requiere de herramientas para su análisis y entendimiento, de una perspectiva que le permita identificar situaciones actuales ancladas en un pasado no tan lejano. La obra de Jaramillo Uribe aborda la Historia de Colombia desde una perspectiva de procesos, ofreciendo una lectura cronológica, mas no lineal del proceso. En su relato se mezclan el análisis económico, los fenómenos sociales y las estructuras políticas, sin dejar de lado lo cultural y lo artístico. Es un abordaje que pretende abarcar la mayor cantidad de temas y autores sin perder el rigor histórico ni el gusto por el lenguaje. Efectivamente, si bien su prosa está anclada en la tradición histórica, posee como pocos, ritmo.
+La figura de Jaime Jaramillo Uribe en el país nos debe remitir a la de un intelectual que dirigió uno de los proyectos editoriales sobre Historia de Colombia más completos y masivos: Manual de Historia de Colombia. Tres volúmenes en los que reunió a los especialistas en cada una de las áreas, quienes de la mano de Jorge Eliécer Ruiz y Juan Gustavo Cobo Borda publicaron en 1979, dentro de la serie Biblioteca Colombiana de Cultura, un proyecto liderado por el Instituto Colombiano de Cultura que consolidó su propuesta para la investigación y la divulgación de la Historia.
+Volviendo al siglo XIX, las décadas que siguieron al largo proceso independentista estuvieron marcadas por el sino trágico de la definición de lo que debía ser el país. Trágico porque este proceso no estuvo exento de violencia. Las guerras civiles que se sucedieron dan prueba de ello. Cada proyecto que llegaba al poder encontraba una férrea oposición que desembocaba en una confrontación armada y con ella una constitución para sellar la derrota política. Este péndulo que contabiliza nueve grandes guerras civiles marcará el inicio de la definición política del país y la definición de las corrientes dominantes hasta bien entrado el siglo XX.
+Cuestiones fundamentales que se decidieron durante el siglo XIX, como el derecho de las minorías, el sufragio universal, la libertad de los esclavos o la libertad de prensa, pasaron primero por una filiación política, la cual contaba con herramientas para su transmisión: en este caso, la prensa. Así, cada periódico era órgano de difusión de un determinado proyecto político. Las columnas fueron la principal trinchera desde donde se formaba una opinión pública; y sus lectores, férreos defensores y que con la palabra bajo el brazo consumían y discutían diariamente esta opinión. Desde Antonio Nariño con La Bagatela (1811), pasando por Sergio Arboleda y su periódico La Voz Nacional (1884-1885), Rafael Núñez y su periódico La Luz (1881-1882), Miguel Antonio Caro con El Tradicionista (1871-1872), o José María Samper desde El Tiempo (1855-1872), cada uno de ellos, por nombrar algunas de las figuras clave que analiza Jaramillo Uribe, encontró en las letras de molde el principal vehículo de formación política. La prensa fue el medio de comunicación por excelencia de este siglo, siendo inconcebibles el uno sin el otro.
+Las influencias de las que bebieron los protagonistas de esta historia son analizadas por Jaramillo Uribe, esquematizando el complejo aparato ideológico en que se convirtió el siglo XIX. Es un libro que se presta para hacerse una representación simbólica de autores y corrientes, para leerlo a la luz de cuadros sinópticos que organicen el panorama en grupos. Tal vez una propuesta muy esquemática, pero útil mentalmente para ubicar a cada cual en el espectro político del siglo XIX colombiano.
+Si bien Jesús Arango Cano lo explica mejor en su reseña publicada por la revista Eco en agosto de 1964, y Jaramillo Uribe hace una referencia en la introducción, vale la pena resaltar el origen de esta obra, pocas veces narrado en este tipo de textos: el germen de este libro proviene de la invitación que le hiciera el filósofo e historiador mexicano Leopoldo Zea a Jaramillo Uribe para que escribiera el libro sobre Colombia en una serie editorial sobre la Historia de las Ideas en América Latina. Corría el año 1953 y Jaramillo Uribe se embarcó a Alemania a continuar sus estudios, lo que le permitió terminar esta obra. Desafortunadamente los fondos que financiaron la colección dirigida por Zea se agotaron y Jaramillo Uribe dejó el proyecto abandonado. Sólo hasta 1963, cuando el editor bogotano Jorge Guerrero, director de Temis, lo invitó a retomar este proyecto y publicarlo en esa casa editorial que tanto distaba de obras como la de Jaramillo Uribe, es que vio la luz esta obra a la que en tiempos de bicentenarios y conmemoraciones decimonónicas resulta tan necesario volver.
+CAMILO PÁEZ JARAMILLO
+EN EL PRESENTE VOLUMEN NO ME he propuesto hacer una historia erudita de lo que se escribió en Colombia durante el siglo pasado sobre la orientación de la cultura, sobre el Estado o sobre filosofía, sino intentar un ensayo de comprensión del pensamiento de algunas figuras que, por la magnitud y calidad de su obra, tuvieron en su tiempo considerable influjo sobre la opinión de sus conciudadanos y que en alguna medida han continuado teniéndolo.
+Quisiera decir algunas palabras respecto a la importancia concedida al tema del liberalismo en la parte correspondiente a la idea del Estado, pues en cierta forma todo el pensamiento político es estudiado en torno a la defensa o a la crítica que de él hicieron los escritores colombianos que en el siglo pasado se ocuparon en las cuestiones de la sociedad y del Estado.
+Se trata de una imposición de la realidad misma y no de una preferencia subjetiva del autor, pues la historia del pensamiento político occidental ha girado en los dos últimos siglos alrededor de la concepción liberal del Estado. El liberalismo ha sido una de las fuerzas creadoras del Estado moderno, con todo lo que este pueda tener de positivo o negativo desde el punto de vista social, y ya sea para superarlo, para complementarlo o para sustituirlo, en torno suyo se ha movido y se mueve todavía la teoría política de los pueblos europeos y americanos. En el caso de Colombia —y en general de los países hispanoamericanos— su importancia es todavía mayor, puesto que, por condiciones que tratamos de explicar en el texto, la concepción liberal del Estado fue tan dominante en el siglo XIX, que casi podríamos decir que fue la única existente, ya que algunas de sus ideas constituyeron parte muy importante del pensamiento político aun de aquellos espíritus tradicionalistas que trataban de oponérsele.
+En el curso de este ensayo he procurado conservar la objetividad indispensable al historiador, evitando cualquier actitud polémica o apologética, pero no entendida esa objetividad como incompatible con un esfuerzo de comprensión interpretativa de la obra de los más conspicuos escritores colombianos del siglo pasado que se ocuparon en filosofía y política y buscaron soluciones al problema de la orientación espiritual del país.
+Tampoco considero incompatible esta actitud objetiva con una actitud crítica que haga ver los obstáculos de carácter lógico a que por su propia esencia se ve muchas veces abocada una forma de pensamiento, por ejemplo, cuando observamos que el liberalismo presenta una contradicción interna consistente en ser una teoría del Estado que, al desarrollar un aspecto de su doctrina, lo fortifica, y al desenvolver otro lo considera inútil y trata de debilitarlo. En este caso registramos un hecho que no puede pasar inadvertido para el historiador de las ideas, si es que la historia de estas ha de ser el estudio del desarrollo y estructura interna de las formas del pensamiento, y sobre todo si se quiere comprender su acción sobre la vida y las instituciones de una nación.
+Este volumen hace parte de un intento de comprensión de la vida espiritual colombiana durante el siglo XIX —tan decisivo para la formación del país—, intento que espero completar próximamente con estudios sobre el pensamiento religioso, económico y social.
+Para finalizar estas líneas preliminares, quiero expresar mis agradecimientos al Instituto Panamericano de Geografía e Historia, a la Comisión de Historia del mismo y a Leopoldo Zea, director de la sección de Historia de las Ideas, por el apoyo y estímulo que brindaron a la realización de mi tarea.
+Hamburgo, Othmarschen, mayo de 1956.
+* * *
+Seis años después de haber sido escrito, damos a la publicidad el presente ensayo sobre el pensamiento colombiano en el siglo XIX. Destinado en un principio a formar parte de una serie de libros sobre la historia de las ideas en América, auspiciados por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, dificultades de diversa índole no permitieron a la mencionada institución publicarlo.
+El libro sale a la luz pública tal como fue elaborado por mí tras una investigación iniciada en 1950, sin cambiar nada esencial en su texto. Sólo me he permitido agregar algunas notas marginales que aclaran algunos capítulos e ideas. Desde luego, al revisar sus páginas me he dado cuenta cabal de sus vacíos y de las limitaciones que contiene desde el punto de vista de una completa historia de las ideas en nuestro siglo XIX. Algunos capítulos, como el referente al romanticismo y a sus implicaciones en el pensamiento social, merecerían un tratamiento más extenso y analítico. Lo mismo podríamos decir sobre el movimiento de las ideas en las últimas décadas del siglo XVIII, cuyo estudio se hace indispensable como introducción al estudio del siglo XIX. Sobre estos temas he acumulado abundantes materiales en investigaciones posteriores, que me propongo publicar en un futuro inmediato como ensayos separados.
+Quiero expresar mis agradecimientos al doctor Jorge Guerrero, director de la editorial Temis, por el interés que ha tomado en la edición de la presente obra.
+J. J. U.
+EL RUMBO QUE TOMÓ LA HISTORIA española, tras el momento estelar de los primeros monarcas de la casa de Austria, en quienes culmina la formación del imperio hispánico, suscitó en el espíritu de las generaciones colombianas que hicieron la Independencia, y luego iniciaron la construcción de la República, la toma de conciencia de la propia situación histórica y la reflexión sobre el destino de la nacionalidad. El fenómeno sorprendente, y único en la historia, de una nación que iniciaba su descenso en el plano del poder político universal en el momento mismo en que conquistaba y fundaba un gran imperio colonial, no podía menos que llamar la atención de las mentes más lúcidas de la metrópoli y de sus colonias. Por esta circunstancia el pensamiento político y social español de los siglos XVII y XVIII está impregnado de ostensible inquietud, y algunas veces de hondo pesimismo, y no es sino una continuada meditación sobre el arte del gobierno, las formas de mantener la prosperidad del Estado y las maneras de asegurar la cohesión de la comunidad imperial. De ahí la riqueza característica del pensamiento peninsular de estos siglos, en lo político, social y económico, riqueza que se materializó en centenares de ensayos de pedagogía polítíca destinada a establecer las normas para la buena educación de los príncipes[1].
+No sólo por haber tenido contacto y conocimiento a fondo de aquella literatura social y política, sino por el hecho de vivir con angustia la misma circunstancia histórica y presentir que el propio destino estaba envuelto en el porvenir del imperio, y por darse cuenta de lo mucho que en el propio ser nacional había del ancestro español, las generaciones americanas que comenzaban a tener madurez política a fines del siglo XVIII participaron en esa obra de autoanálisis de los vicios sociales, de los defectos de la organización económica y de la estructura espiritual de España.
+En ese ingente esfuerzo de autocrítica y autoconciencia, los americanos fueron a veces hasta el exceso, pero sería tomar las cosas por la superficie si atribuyésemos su actitud a sentimientos de ingratitud o resentimiento. Además de un justo deseo de emancipación, al hacer el balance de la herencia española, criticándola a veces con acritud, la generación prócer y la que le siguió en la dirección de la vida política estaban ya bajo la impresión dramática de la bancarrota española y de la incapacidad de España para mantener el imperio y resistir los embates de naciones que, como Francia e Inglaterra, le disputaban la hegemonía del poder mundial.
+La organización económica fue el primer campo en que se ejercitó ese análisis crítico. No porque otros aspectos de la vida fueran desechados, ni por miopía para ver las conexiones de la vida espiritual con la económica, ni las relaciones mutuas de la totalidad de las formas de vida, ni por prurito materialista, sino porque América, como también España, tenía espíritus suficientemente avisados para darse cuenta del rumbo que tomaba la historia. Vista en términos de relaciones políticas, la historia demostraba que la riqueza estaba más o menos asociada al poder, pero lo estaba mucho más desde los albores de la época moderna. A partir del Renacimiento, el eje del poder pasaría por donde pasase el eje del poderío industrial, y los pueblos que harían la historia serían aquellos donde las formas de actividad económica características del capitalismo se desarrollasen más plenamente. La Edad Media había podido confiar todavía en el coraje del héroe y en el valor personal como fuente de poder político, aunque la riqueza, como elemento de fasto y también como capacidad para mantener mesnadas y caballos, jugaba sin duda su parte en el prestigio político y decidía los resultados de las contiendas señoriales. Entonces eran ante todo las virtudes nobiliarias las que concedían rango de mando. Las virtudes burguesas del cálculo, la moderación en los gastos, el trabajo asiduo, el ahorro y el sentido de la transacción diplomática propios del comerciante y del industrial, se consideraban indignas del hombre señorial.
+Ya en el seno de la misma Edad Media se gestaban las fuerzas que habrían de trasformar la sociedad y constituir un nuevo elemento de poder; se gestaba también la formación de un nuevo tipo de hombre, el burgués, cuyas formas de vida se irían imponiendo cada vez más. El surgimiento de las armas de fuego y el desarrollo de la industria de fundición fueron desplazando al jinete para imponer al artillero, con lo cual se inició el proceso de vinculación entre poder militar y poder industrial, que ha culminado en la época contemporánea.
+El concepto mismo de la riqueza se había trasformado profundamente. Ya no sería la posesión de tierras, sino la propiedad de bienes mobiliarios, equipos fabriles y títulos de sociedades anónimas, y sobre todo la posesión de ese equivalente general de todos los bienes que es el dinero, lo que daría distinción social y poder económico.
+Ahora bien, este nuevo mundo de realidades sólo era posible gracias a la actividad creadora de un nuevo tipo humano, dotado de particulares energías y virtudes y sobre todo de un nuevo ethos, el ethos del trabajo: ese tipo era el burgués. El mundo moderno sería su creación, y quienes quisiesen todavía jugar un papel dirigente o siquiera subsistir en la nueva sociedad, tendrían que asimilar sus virtudes y pasiones, sus hábitos, sus actitudes vitales, su escala de valores. El genio de las naciones occidentales iba a manifestarse precisamente en ese proceso de asimilación y fusión de las virtudes e intereses de las clases nobiliarias con las características espirituales y los intereses de las clases burguesas, o medias, como suele llamárselas en la literatura política europea, especialmente en la inglesa. La nobleza, ejercitada en la práctica militar y en las virtudes del mando político, tendría que aburguesarse, cambiando su concepto de la riqueza y del trabajo, si no quería convertirse en una clase parásita, primero, y tras la revolución de las clases burguesas, en una clase paria, con las dos grandes consecuencias que para la sociedad en general apareja la situación sociológica que resulta de la existencia de clases parias e inadaptadas: la inestabilidad social permanente y el retardo en el crecimiento del poder económico que implica la existencia de clases no productivas. El proletariado industrial no existía aún como clase política y socialmente eficaz; de ahí que la historia de los siglos XVI a XVIII versa sobre los antagonismos y relaciones de nobles y burgueses.
+Desde este punto de vista la historia social europea presenta tres situaciones. Inglaterra y el círculo de países sajones influidos por su estilo social logran una fusión o al menos un equilibrio móvil. La nobleza inglesa asimila con asombrosa rapidez las nuevas formas de vida, se hace comerciante, industrial y banquera; toma la iniciativa en la expansión económica imperial y mantiene su rango político gracias a su participación en las empresas de engrandecimiento económico y político de la nación. Por eso Inglaterra se libró del elemento de descomposición social que significa la existencia de una clase social nobiliaria cuyo prestigio no se sustenta en actos de eficacia social[2].
+En cambio, la evolución continental fue muy diferente. La fusión casi nunca se logró, o se logró a medias. La nobleza se resistió a aceptar la escala de valores burgueses y a reconocer a esta clase pujante su papel en la dirección del Estado, y las condiciones jurídicas y políticas necesarias para su expansión. Los casos nacionales fueron distintos, pero en general subsistieron en el alma noble continental sentimientos de protesta que fluctuaron entre la nostalgia y el abierto espíritu combativo. El romanticismo alemán, que tiene en sus filas tantas y tan ilustres figuras de origen noble, fue una de las más notables y conmovedoras expresiones espirituales de este movimiento de inadaptación y protesta del alma noble contra las formas de vida burguesa. Por su parte, la protesta nobiliaria francesa tuvo sus manifestaciones en el noble aventurero, en el emigrado dispuesto a alistarse en cualquier empresa armada, y aún en la revolución, y en el pensador arcaizante pero combativo y lleno de encono antidemocrático, como el tradicionalista De Maistre[3].
+El caso español, o con mayor precisión el castellano, fue el caso extremo de esa protesta nobiliaria contra el mundo que empezaba a configurar el hombre burgués. Con una circunstancia especial, que constituye la clave de toda la evolución posterior de la nación española y de su dificultad para adaptarse a las formas del vivir moderno, dificultad que tantas veces han puesto de presente historiadores propios y extraños: que en España el pueblo mismo adquirió la concepción nobiliaria de la vida, y ubicada fuera de esta solo quedó una burguesía minoritaria que no alcanzó nunca a tener considerable influencia política ni espiritual, y que, por lo demás, estuvo circunscrita a los contornos regionales de Cataluña y Vasconia. La hidalguía española, presente hasta en sus vagabundos y mendigos, está integrada por categorías nobiliarias de vida, particularmente por aquellas que en relación con la economía y el trabajo tienen un acentuado contenido anticapitalista y antiburgués: la hospitalidad, el derroche en el gasto, la ausencia de previsión para el mañana, el menosprecio del dinero y el amor al ocio[4].
+Pero no sólo en relación a la economía moderna ha tenido influencia este fenómeno que Salvador de Madariaga ha llamado «la quijotización de Sancho», sino también en la formación del carácter hispánico. En él está la raíz del llamado personalismo español, que en forma tan lógica conduce a ese otro rasgo típico de su espíritu: el igualitarismo, que no es, como el francés o como el moderno igualitarismo socialista y democrático, una ideología de lucha política basada en una concepción de la sociedad como suma de unidades iguales, sino una noción de raíces metafísicas muy diferentes[5].
+En el siglo XVII, cuando el pensamiento español se dio a meditar sobre la debilidad de España frente a las grandes potencias europeas, don Diego Saavedra Fajardo atribuía la decadencia económica del reino a los hábitos de molicie y apatía por el esfuerzo económico, engendrados en la población peninsular por las riquezas fáciles y abundantes que llegaban de América. España había sido rica y laboriosa antes del Descubrimiento: «Con los frutos de la tierra se sustentó España, tan rica en los siglos pasados, que habiendo venido el rey Luis de Francia a la corte de Toledo —en tiempos del rey don Alfonso el Emperador—, quedó tan admirado de su grandeza y lucimiento, y dijo no haber visto otra igual en Europa y Asia, aunque había corrido por sus provincias con ocasión del viaje a la Tierra Santa… pero todo lo alteró la posesión y la abundancia de tantos bienes. Arrimó luego la agricultura el arado, y, vestida de seda, curó las manos endurecidas por el trabajo. La mercancía con espíritus nobles trocó los bancos por las sillas jinetas, y salió a ruar por las calles. Las artes se desdeñaron de los instrumentos mecánicos». Y refiriéndose a la crisis agrícola que entonces sufría España, agrega: «Estos son los males que han nacido del descubrimiento de las Indias; y, conocidas sus causas, se conocen sus remedios. El primero es que no se desprecie la agricultura en fe de aquellas riquezas, pues las de la tierra son más naturales, más ciertas, más comunes a todos; y así es menester conceder privilegios a los labradores y librarlos de los pesos de la guerra y de otros»[6].
+Saavedra Fajardo en su tiempo, y en la época moderna varios historiadores de la economía, atribuye al influjo del oro americano la crisis agrícola de España, y no sólo la crisis agrícola sino la crisis económica general, lo mismo que el atraso de la industria y la consiguiente debilidad que exhibió la economía española. Porque las riquezas del Nuevo Mundo, por una parte, crearon la mentalidad aventurera —tan enemiga de la mentalidad industrial— y llenaron la imaginación del peninsular con la leyenda de El Dorado y la adquisición fácil de la riqueza; por otro lado, produjeron inflación económica en una economía que recibía oro y plata a torrentes, pero cuya producción de bienes de consumo permanecía estática. El hecho es que no sólo la agricultura decaía. También la manufactura era incapaz de producir lo suficiente para abastecer la demanda creciente de textiles finos, joyería y artículos de lujo, paños, y materiales de construcción para edificios y embarcaciones. La economía española no aprovechó, por esa circunstancia, las riquezas de Indias. Lo que entraba por un lado salía por otro: «Si en España hubiera sido menos pródiga la guerra y más económica la paz, se hubiera levantado con el dominio universal, pero con el descuido que engendra la grandeza ha dejado a las demás naciones las riquezas que la hubieran hecho invencible. De la inocencia de los indios las compramos por la permuta de cosas viles; y después no menos simples que ellos nos las llevan los extranjeros, y nos dejan por ello el cobre y el plomo», decía con pesadumbre el mismo Saavedra Fajardo[7].
+Sin embargo, no se trataba de un fenómeno nuevo y circunstancial, como Saavedra Fajardo habría de observarlo luego, sino de una situación que tenía mayor profundidad histórica y estaba en conexión con la peculiar actitud ante el trabajo que se fue formando el español en el curso de su existencia social desde el momento mismo en que España apareció en el escenario histórico. Lo que resultaba evidente era que el descubrimiento de América reforzaba antiguos elementos de la cultura española y los llevaba a una fijación casi definitiva. Las características del tipo castellano, del caballero cristiano que tan bellamente ha descrito Manuel García Morente —paladín de una causa, grandeza, arrojo, altivez, pálpito y no cálculo, personalismo, culto a la muerte[8]—, se modelaron en el curso de toda la existencia española, sobre todo durante el episodio que ha sido decisivo en la vida del pueblo español: la lucha de varios siglos contra los musulmanes, en defensa de su propia existencia y en defensa de la cristiandad, empresa histórica que en un momento dado se confundió en él con la defensa de sí mismo. Al terminar esa contienda y al iniciarse la época moderna, que ya venía madurando y gestándose en el Continente y en las Islas Británicas, se había constituido en la meseta castellana un tipo de hombre cuyas virtudes no eran las del homo oeconomicus. El descubrimiento de América y la lucha por el imperio que inesperadamente le donaba la historia, afirmaron su carácter caballeresco y heroico y terminaron por frustrar definitivamente la formación en Castilla del tipo que ha construido la economía moderna del capitalismo, y con ello la posibilidad de que España asimilase el espíritu de las nuevas formas de vida, sobre todo el moderno ethos del trabajo. Su propia anquilosis fue el tributo que España pagó a la civilización cristiana occidental, tributo lleno de grandeza, pero que significó su exclusión como gran potencia de la historia universal ulterior.
+Durante varios siglos el español encontró en la península dos grupos sociales, moros y judíos, que lo suplieron en las tareas económicas: el judío, en las labores bancarias, financieras y comerciales, y el moro, en las labores agrícolas y artesanales. El trabajo, ejercido así por grupos considerados inferiores religiosa y políticamente, recibió los mismos estigmas que en aquellas sociedades donde lo ejercían esclavos: fue una ocupación de parias y no de señores. Ahora bien, la salida definitiva de moros y judíos habría sido la oportunidad para que España se rehiciese, pues todavía la estructura social tenía la suficiente elasticidad para variar de rumbo, para rectificar el concepto y la práctica económicos y actualizar el espíritu de cruzado; pero en esta coyuntura la historia le deparó el Nuevo Mundo, le siguió exigiendo virtudes heroicas y puso a su disposición una nueva clase paria: las poblaciones indígenas americanas, clase que siguió creando riquezas para el pueblo señorial y dándole a la actividad económica un carácter innoble[9].
+Más todavía: desde mucho antes de la iniciación de su lucha contra los musulmanes, la circunstancia histórica había deparado a los primitivos núcleos hispánicos pocas oportunidades para forjarse un carácter en consonancia con las virtudes del homo oeconomicus y del homo politicus, y en cambio las había dado en abundancia para acentuar las características heroicas del guerrero. En su Teatro crítico universal, Feijóo enumera algunos testimonios de historiadores y cronistas de la antigüedad, donde se hacen referencias al carácter ibérico: «Tucídides testifica que eran, sin controversia, los más belicosos de todos los bárbaros. Estrabón dijo de los gallegos que eran bellacissimi et subjugatu difficillimi —gente sumamente guerrera y dificilísima de conquistar— y Tito Livio decía de ellos que eran gente fiera y belicosa». Agrega Feijóo otros juicios de elogio a las virtudes españolas de la hospitalidad, la lealtad, la generosidad, pero ninguna de las que menciona es una virtud económica ni una positiva característica política —sagacidad, flexibilidad, frugalidad, laboriosidad—, por lo cual añade: «No deberían quedar completamente satisfechos los españoles con que los extranjeros no les concediesen otras prerrogativas que la ventaja de las armas»[10]. Saavedra Fajardo anotaba, refiriéndose a la miseria del agro español —tan dramáticamente descrita por Feijóo— y a la debilidad general de la economía española: «Por esto, si bien la China es tan poblada que tiene setenta millones de habitadores, viven felizmente con mucha abundancia de lo necesario, porque todos se ocupan de las artes; y porque en España no se hace lo mismo, se padecen tantas necesidades, no porque la fertilidad de la tierra deje de ser grande, pues en los campos de Murcia y Cartagena rinde el trigo ciento por uno, y pudo por muchos siglos sustentar en ella la guerra; sino porque falta la cultura de los campos, el ejercicio de las artes mecánicas, el trato y comercio, a que no se aplica esta nación, cuyo espíritu altivo y glorioso —aún en la gente plebeya— no se aquieta con el estado que le señaló la naturaleza, desestimando aquellas ocupaciones que son opuestas a ella»[11].
+Que esta peculiar actitud española ante el trabajo y la riqueza moderna venía de muy atrás, se comprueba también por el testimonio de un escritor de mediados del siglo XV que analiza el fenómeno con criterio completamente moderno. En 1455, Fernando de la Torre, queriendo contestar las censuras que se hacían en el extranjero al carácter español, con toda lucidez autocrítica afirmaba que Castilla —que en realidad era ya señora de España— poseía dos bienes supremos: tierra próvida y fertilísima —«la grosedad de la tierra»— y ánimo magnífico para las empresas bélicas. Pero al lado de estas condiciones —y en razón misma de ellas, como luego lo anotará—, Castilla poseía en su opinión serias limitaciones en contraste con otras naciones de la cristiandad, «pues Castilla valía por lo que era y no por lo que producía por el trabajo de su gente»: «Sea por vanidad —que por orgullo, superfluidad o demasía se acreçe— de estas y de otras muchas cosas que en otras partes se façen [se reelaboran], se sirven [en Castilla] en gran cantidad, no embargante allá se obren mucho más polidamente; pero de Castilla las más salen en forma grosera, y allá en el extranjero se reduçen; y se usan y consumen [en Castilla] mucho más que en parte del mundo, ansí como del condado de Flandes, raso tornai, tapicerías y trapos finos; de Milán, los arneçes; de Florencia, la seda; de Nápoles, las cubiertas de cuero para los caballos, si lo cual ligeramente podrían pasar, o lo podrían façer, si quisiesen a ello disponerse, según los grandes aparejos que tienen; que cuantas lanas y colores y cumosas yervas y otras cosas son necesarias, si las supiesen las gentes ansí confeccionar y obrar como los flamencos, ya es dicho si las ay; fierro y acero, si lo ansí supiesen forjar y temprar como los milaneses, ya es dicho que los ay; seda y plata con oro, si la ansí supiesen texer y façer como los florentines, cierto es que la tienen: cueros valientes de los más grandes y mejores toros del mundo, si los ansí supiesen curtir y adereçar como los de Nápoles, cierto es que los ay y los matan, y ansí de las otras cosas».
+Y haciendo un intento de explicación de esta debilidad del espíritu manufacturero español, Fernando de la Torre agrega que ello se debe a la bondad de la tierra castellana, que no exige esfuerzo para dar el máximo: «¿donde esto emana y procede salva de la fertilidad de la tierra en Castilla y en otros reinos, de la su necesidad? La cual, trabajando las gentes saven convertir en riqueças y rentas; y en Castilla, la grosedad de la tierra los face, en cierta manera, ser orgullosos y haraganes y non tanto engeniosos y trabajadores»[12].
+De paso anotaba De la Torre otro rasgo característico de la vida española, íntimamente relacionado con el sentido del trabajo y con las características nobiliarias, rasgo destacado posteriormente por casi todos los críticos de la organización colonial en América, y sobre todo en Nueva Granada y Colombia, desde los virreyes ilustrados hasta Nariño, Sergio Arboleda y los dos Samper. La burocracia, el servicio eclesiástico y el ejército —las armas y las letras— eran las formas de vida preferidas por el español. La superabundancia de empleados, séquito nobiliario y funcionarios eclesiásticos, es decir, de clases improductivas, fueron desde la Edad Media un rasgo característico de la vida peninsular: «La necesidad de representar un papel social —dice Américo Castro—, inherente a la condición hispana, llevaba a los nobles a rodearse de una muchedumbre de servidores y paniaguados. Hay datos precisos en la epístola de Fernando de la Torre: un vizconde francés, con 15.000 coronas de renta, concurrió solo con diez hombres de armas al sitio de Cadillac; y en tiempo de paz mantenía no más de diez servidores, y todos “comían de continuo en el tinel y sala del rey”. “¿Cual cavallero ay en Castilla que con el tercio de su renta no lleve tres tantos hombres de armas, y ordinariamene no mantenga seis tanta gente, y no tenga por mengua, él y los suyos, comer en la sala de Su Señoría?”.
+«El caballero español, por razones que irán apareciendo a lo largo de este libro, necesitaba rodearse de un halo de trascendencia, de un prestigio religioso, regio o de honra. Tenía que sentirse en un más allá mágico, y como en vilo sobre la haz de la tierra. De ahí el desdén por las actividades mecánicas, comerciales o de pura razón»[13].
+A los factores anotados se agregaba otro, vinculado generalmente a la concepción nobiliaria de la vida, enemigo de todo ethos industrial y comercial, y que, gracias a circunstancias históricas singulares, como el contacto con la cultura musulmana, adquirió en España particular potencia: el agrarismo como forma de vida auténtica. El amor a la tierra, la idea de que sólo ella es algo estable, duradero, agradecido y noble, es uno de los componentes de lo que se ha llamado el integralismo hispánico. Ya lo había observado el mismo Fernando de la Torre, al referirse a la baratura del vivir en España en comparación con Francia: «… ¿donde rentas más provechosas ay y relucen [más] que en la noble Castilla? Cierto es que el duque de Borgoña saca grandes rentas de Flandes, pero estas rentas vienen de los tráfagos y engaños de las mercadurías y de los derechos que dellas llevan; más no nacen allí, que alemanes las traen, italianos las llevan, castellanos las inbían». «El tráfico comercial —anota Castro—, por consiguiente desarraiga al hombre de la propia tierra, lo desintegraliza, lo aleja de la naturaleza y lo hace incurrir en el fraude. En tales surcos cae la sementera de que brotarán más tarde los sueños de la Edad de Oro, el menosprecio de corte y el cántico a la vida rústica, la novela pastoril y el horror de don Quijote por las armas de fuego. Quienes no derivan toda su sustancia de la tierra en que viven, esos dejan a la postre de ser ellos mismos, se desintegran»[14]. La vida campesina fue tema de primaria importancia en el arte de Lope de Vega, y en general en toda la literatura de los siglos XVI y XVII[15], no sólo por resonancia virgiliana o porque el Renacimiento hubiera exaltado la naturaleza y la Edad de Oro, sino porque el labriego fue sentido como el cultor de un suelo mágico, eterno y próvido, dador de frutos y vinos sabrosos, lo mismo que del cielo descendían gracias, merced a los cultores de la divinidad invisible. El español cristiano, ya en la Edad Media, desdeñaba la labor mecánica, racional y sin misterio, sin fondo de eternidad que la trascendiera —tierra y cielo—. La importancia del labriego y de todo lo rústico en la vida y en las letras de España era solidaria de la presencia igualmente invasora de lo sacerdotal. Tierra y cielo resolvían su oposición en una unidad de fe. Si en la noción que el español tenía de la tierra no yaciese un anhelo de infinitud y trascendencia, Mateo Alemán —judío de raza— no habría escrito el siguiente tan admirable como sombrío pasaje: «Siempre se tuvo por dificultoso hallarse un fiel amigo y verdadero… Uno solo hallé de nuestra misma naturaleza, el mejor, el más liberal, verdadero y cierto de todos, que nunca falta y permanece siempre, sin cansarse de darnos, y es la tierra… Todo nos lo consiente y sufre, bueno y mal tratamiento. A todo calla… Y todo el bien que tenemos en la tierra, la tierra lo da. Últimamente, ya después de fallecidos y hediondos, cuando no hay mujer, padre, hijo, pariente ni amigo que quieran sufrirnos y todos nos despiden, huyendo de nosotros, entonces nos ampara, recogiéndonos dentro de su propio vientre, donde nos guarda en fiel depósito, para volvernos a dar en vida nueva y eterna» (Guzmán de Alfarache, 11, 2, l)[16].
+También Unamuno y Ortega y Gasset han hecho notar este sentimiento rural de la vida en la cultura española: «En pocos pueblos de la tierra —dice Unamuno—, la divina tierra, o si se quiere demoníaca, es lo mismo, ha dejado más hondo cuño que en los pueblos que ha fraguado Hispania», porque España es «esta tierra bajo el cielo, esta tierra llena de cielo, esta tierra que siendo un cuerpo, y por serlo, es un alma»[17]. «Somos un pueblo “pueblo”, raza agrícola —dice Ortega—, temperamento rural. Cuando se pasan los Pirineos y se ingresa en España, se tiene siempre la impresión de que se llega a un pueblo de labriegos. La figura, el gesto, el repertorio de ideas y sentimientos, las virtudes y los vicios son típicamente rurales»[18].
+No es extraño, por lo tanto, que haya sido en España donde, mucho antes que en Francia, nació la doctrina económica fisiocrática que ve en la agricultura la mayor fuente de riqueza de un pueblo y la base más sólida de su economía. Con criterio fisiocrático hablaba en 1600 Martín González de Cellorigo, cuando decía: «La decadencia de España procede del menosprecio de las leyes naturales que nos enseñan a trabajar, y que de poner las riquezas en el oro y en la plata y dejar de seguir la verdadera y cierta que proviene y se adquiere por la natural y artificial industria, ha venido nuestra república a decaer de su florido estado… La verdadera riqueza no consiste en tener labrado, acuñado o en pasta mucho oro o mucha plata, que con la primera consunción se acaba; sino en aquellas cosas que, aunque con el uso se consumen en su género, se conservan por medio de la subrogación, con que se puede sacar de las manos de los amigos y enemigos el oro y la plata… Y es no entender lo que es el dinero quien de este fundamento se aprovecha, porque si, como lo dice la ley, sólo fue inventada para el uso de los contratos, no es sino causa de la permutación, pero no el efecto de ella; pues es sólo para facilitarla y no para otra cosa… Es error también no entender que en buena política la cantidad más o menos de dinero, no alza ni baja la riqueza de un reino, porque no sirviendo de más que de ser instrumento de las compras y ventas, tanto efecto hace el poco dinero como el mucho, y aún mayor; pues quita el pesado uso de los tratos y comercios y le hace más fácil y ligero. Lo mismo se hace con poco dinero que con mucho, de que dan suficiente fe los contratos de ahora cien años; porque lo que entonces se hacía con un real, ahora no se hace con cincuenta»[19].
+Pero fue Gaspar Melchor de Jovellanos quien mejor supo poner de relieve esta predilección española por la propiedad territorial y sus relaciones con la noción hispánica del honor y el mantenimiento de las formas nobiliarias de vida. En su Informe sobre la ley agraria, en que aboga por la supresión de todas las trabas que impiden la comercialización de las tierras de labor, tales como los mayorazgos y toda suerte de vinculaciones, anotaba como una de las causas de los altos precios de la tierra en España, «la consideración que es inseparable de la riqueza territorial; la dependencia en que, por decirlo así, están todas las clases de la clase propietaria; la seguridad con que se posee; el descanso con que se goza esta riqueza, y la facilidad con que se trasmite a una remota descendencia, hacen de ella el primer objeto de la ambición humana»[20].
+Y luego, refiriéndose al intenso comercio de tierras en Inglaterra y Norteamérica, en contraste con la falta de circulación que la propiedad de ellas tiene en España, escribe estas frases significativas del sentido no económico, sino vital, que la posesión territorial tiene para el hombre hispánico: «Cuando los capitales empleados en las tierras dan un rédito crecido, la imposición en tierras es una especulación de utilidad y ganancia, como en la América septentrional; cuando dan un rédito moderado es todavía una especulación de prudencia y seguridad, como en Inglaterra; pero cuando este rédito se reduce al mínimo posible, o nadie hace semejante imposición, o se hace solamente como una especulación de orgullo y vanidad, como en España»[21].
+A través de toda la literatura política y económica de España y América, de peninsulares y criollos, aparece el tema de los resultados sociales de este agrarismo vital. Lo que parece constituir la raíz de todos los males sociales, de la decadencia económica de España y del descenso de su poder político, es su crónica crisis agrícola, que no nace, precisamente, de un desapego a la tierra, sino de considerarla no como objeto de operación económica, sino como elemento que da señorío y distinción, que produce seguridad y recibe al hombre como un agradecido y generoso refugio maternal. Por esta circunstancia, a pesar de la lucidez de tantos escritores y economistas que se ocuparon en el problema, de sus críticas a los sistemas de trabajo, a la rudimentaria técnica de explotación, a lo improductivo de los grandes latifundios y al obstáculo que para el desarrollo económico representaban las formas jurídicas de apropiación de la tierra existentes en la península, ni en España ni en los territorios americanos pudo realizarse una reforma agraria, ni en el aspecto jurídico de la forma de la propiedad, ni en el aspecto técnico de las maneras de explotación. La mentalidad rústica española era renuente a toda tentativa de comercialización o industrialización de la tierra[22].
+Faltaban, pues, en el español muchas de las virtudes y formas de vida que han hecho posible el poder económico moderno. No poseía ni la pasión por el trabajo, ni el sentido del cálculo, ni el hábito del ahorro y la acumulación, ni el espíritu de lucro, ni la frugalidad rayana en la avaricia, nociones burguesas que hicieron posible el capitalismo moderno. No es accidental que tipos sicológicos como el avaro, el inventor o el hombre de empresa, no existan en la literatura española, así como son de abundantes en la francesa a partir del siglo XVII, o en la épica del capitalismo británico o estadounidense del siglo XIX. Las prácticas nobiliarias de mesa ancha, de gasto ostensible y hospitalidad; la imprevisión del futuro; el desdén por el trabajo lucrativo y por las profesiones técnicas burguesas o capitalistas, impregnaron el alma española, desde las clases nobles hasta los más modestos hidalgos, y desde estos hasta el pueblo bajo, si hacemos abstracción de catalanes, vascos y parcialmente de los gallegos, que constituyen formaciones sociológicas separadas y que, por otra parte, debido a la política de Castilla, tuvieron poco contacto con América, o lo tuvieron tardíamente.
+[1] Mariana, Covarrubias, Saavedra Fajardo, Feijóo, Jovellanos, Juan de Solórzano, Ulloa, Uztáriz, Luis Ortiz y los mercantilistas españoles son apenas los nombres más conspicuos de una falange de juristas, pensadores políticos y economistas que se ocuparon en el fenómeno de la «decadencia», que desde entonces es típico en el pensamiento político español. En el prólogo a las Empresas de Saavedra Fajardo, ed. Clásicos Españoles, La Lectura, Madrid, 1927. Vicente García del Diego ha hecho un erudito estudio sobre la bibliografía referente al problema de la educación del príncipe en el siglo XVII.
+[2] Un excelente análisis de la composición social de Inglaterra al iniciarse el mundo moderno (hacia la época Tudor), se encuentra en la Historia social de Inglatera, de G. M. Trevelyan, México, 1946, ed. Fondo de Cultura Económica. Trevelyan destaca varios hechos que permitieron que los cambios de la revolución industrial y la revolución burguesa fueran en Inglaterra más evolutivos que revolucionarios. Da especial importancia al hecho de que la gran nobleza inglesa fue menos numerosa que en Francia y nunca perdió su función social. Entre la nobleza alta y el pueblo —campesinos, obreros— hubo una amplísima pequeña nobleza: la gentry, que pronto se aburguesó y se hizo industrial y comerciante. «Debido a la costumbre practicada por la gentry de enviar a sus hijos segundones a hacer el aprendizaje en el comercio, evitó nuestra nación la aguda diferenciación entre la rígida casta de los nobles y la burguesía, privada de privilegios, que llevó el ancien régime de Francia a la catástrofe» (pág. 141). Hacia la época de la revolución gloriosa (1643-1648), dice Trevelyan, el mayor general Berry informaba a Oliver Cromwell que en Gales «se encuentran más pronto cincuenta caballeros de 100 libras al año que cinco de 500» (pág. 167).
+Sobre la nobleza francesa, sus características sociales y sicológicas, y sobre el papel que estas jugaron en la revolución, véase a Philippe Sagnac, La formation de la société française moderne, 2 vols., París, 1946. Se dieron, según Sagnac, situaciones muy diversas. Hubo, inclusive, una mediana nobleza y en pocas ocasiones grandes nobles que se vincularon a la industria y al comercio. Pero la gran nobleza, en su mayoría, fue una clase cortesana, colmada de privilegios, improductiva y despilfarradora. Al final de su obra analiza varios presupuestos de gastos de algunos nobles, miembros del clero y altos funcionarios, en vísperas de la revolución. El conde de Montmorency gastaba 500.000 libras al año, entre ellas 202.000 para servicio de mesa (service de bouche), y consumía 500 botellas de vino mensuales. Numerosos casos semejantes se encuentran en el apéndice del volumen II.
+[3] Entre otros nombres, pueden mencionarse Kleist, Novalis, Brentano y Arnim. Hubo también, en Alemania y Francia, un romanticismo plebeyo, que expresaba la protesta de las gentes del pueblo frente a la civilización capitalista. El romanticismo fue un movimiento espiritual muy complejo, tanto por los orígenes sociales de sus representantes como por la dirección de sus ideas. Hubo un romanticismo de carácter noble, que miraba hacia el pasado medieval; un romanticismo liberal, que miraba hacia lo futuro, lo mismo que uno de carácter socialista. Pero la hostilidad a las formas burguesas de vida (cálculo, orden, alta estima del dinero, convencionalismo moral, virtudes de tendero, etcétera) les era común a todas las tendencias. Una clasificación de las variantes del romanticismo, sus componentes sociales, nacionales, tendencias, etcétera, se encuentra en el libro de Paul van Tieghem, Le romantisme dans la littérature européenne, ed. de Albin Michel, Biblioteca de Síntesis Histórica, París, 1946.
+[4] Comparando la situación de China con la de España, Saavedra Fajardo dice que mientras en la primera hay abundancia a pesar de ser tan numerosa su población, en España hay pobreza aunque abundan las buenas tierras, «porque falta la cultura de los campos, el ejercicio de las artes mecánias, el trato y el comercio, a que no se aplica esta nación, cuyo espíritu altivo y glorioso aun en la gente plebeya (subrayamos nosotros), no se aquieta con el estado que le señaló la naturaleza, desestimando aquellas ocupaciones que son opuestas a ellas…» (Empresas, Espasa Calpe, Madrid, 1927, vol III, LXXI, pág. 225).
+[5] Sobre el carácter no racionalista y no liberal de la idea española de igualdad, ha escrito Salvador de Madariaga observaciones muy atinadas. En su ensayo Ingleses, franceses y españoles, 7ª ed., México, 1951, dice así: «Ni la estructura aristocrática orgánica de Inglaterra ni la estructura burguesa mecanicista son posibles en la colectividad española. La observación comprueba que España es pobre en sentido jerárquico, ya sea esto bajo la norma instintiva y natural que presenta Inglaterra, ya bajo la forma externa y política que asume en Francia» (pág. 162).
+«Encontramos en España —agrega— un sentido que, a falta de nombre más propio, habrá que designar con el nombre de igualdad. Pero el sentido de igualdad que empapa la vida española difiere de la idea de igualdad sobre que descansa el orden francés, tanto como el orden intelectual de Francia difiere de la anarquía —latente o expresa— que constituye el estado normal de la nación española» (ibidem, pág. 162).
+A propósito del sentido español de la igualdad, dice Ramiro de Maeztu en La hispanidad, 5ª ed., Madrid, 1946, pág. 64: «A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre: por bajo que se muestre, el rey de la creación, por alto que se halle, una criatura pecadora y débil. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no esté al borde del abismo… El español se santigua espantado cuando un hombre proclama su superioridad o la de su nación… No hay nación más reacia a admitir la superioridad de unos pueblos sobre otros o de unas clases sociales sobre otras. Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él».
+El fenómeno anotado por Maeztu se encuentra claro en la segunda parte del Quijote, cuando Sancho especula sobre su gobierno en la ínsula Barataria (véase a Madariaga, Guía del lector del Quijote, caps. sobre la quijotización de Sancho y la sanchificación de don Quijote, 4ª ed., México, 1953, págs. 127 y ss.).
+A la debilidad de las jerarquías sociales en España, muy ligada —según su opinión— a la falta de un vigoroso feudalismo en la Edad Media, ha dedicado Ortega y Gasset algunas páginas en España invertebrada. Aunque algunos de sus ejemplos son inadecuados —así, eso de que la conquista de América es una empresa del pueblo y no de minorías rectoras—, la mayor parte de sus ideas conservan gran valor para la comprensión de la sociología política española y en general concuerdan con las opiniones de los más penetrantes observadores de la historia de España. La debilidad del sentido jerárquico y la ausencia de fuerte feudalismo han sido analizados con abundante material histórico por Claudio Sánchez-Albornoz (véanse su estudio España y Francia en la Edad Media, publicado en la «Revista de Occidente», y su estudio sobre Alfonso III y el particularismo castellano. (en «Cuadernos de historia de España», Buenos Aires, 1950).
+[8] Manuel García Morente, Idea de la hispanidad, Madrid, 1947. Sobre las actitudes típicas del alma española, véase también a Manuel de Montoliu, El alma de España y sus reflejos en la literatura del siglo de oro, Barcelona, 1941. Aunque las indicaciones sobre el carácter y origen de la mentalidad económica española y sus reacciones típicas frente al mundo económico moderno son numerosas, el único estudio sistemático que existe a este propósito es el ensayo de Alfred Rühl Vom Wirschaftsgeist in Spanien, Leipzig, 1928.
+[9] Los historiadores han discutido mucho el alcance que tuvo la expulsión de árabes y judíos sobre la economía española, y algunos han controvertido la importancia que se le ha querido asignar y el número de elementos productivos que salieron de la península al promulgarse los edictos de extrañamiento. Pero cualquiera que sea la ponderación que den al hecho, todos están de acuerdo en afirmar que ambos eran elementos básicos de la organización económica española. Entre otras muchas pruebas que atestiguan la función económica de los musulmanes en la vida española anterior al descubrimiento de América, puede contarse el origen de una gran cantidad de palabras referentes a las ocupaciones urbanas y rurales.
+«El elemento árabe en el romance ibérico —expresa Américo Castro— fue debido a una imprescindible importación de cosas, resultado de capacidades productivas que sugestionaban por su superioridad. Dichas importaciones de léxico se refieren a muy diversas zonas de la vida: agricultura, construcción de edificios, artes y oficios, comercio, administración pública, ciencias, guerra. Ya es significativo que tarea, tarefa —en portugués— sean árabes. Los alarifes planeaban las casas y los albañiles las construían; y por eso son arabismos alcázar, alcoba, azulejo, azotea, baldosa, zaguán, aldaba, alféizar, falleba; la gran técnica en el manejo del agua aparece en acequia, aljibe —que adopta el francés con la forma de ogive—, alberca, y en multitud de otras palabras. Porque los sastres eran moros se llamaron aquellos alfayates —portugués, alfaiate—; los barberos eran alfajemes; las mercancías eran trasportadas por arrieros y recueros; se vendían en los zocos y azoguejos, en almacenes, albóndigas y almonedas; pagaban derechos en las aduanas, se pesaban y medían por arrobas, arreldes, quintales, adarmes, fanegas, almudes, celemines, cahíces, azumbres, que inspeccionaban el zabazoque y el almotacén; el almojarife percibía los impuestos, que se pagaban en maravedís, o en meticales. Ciudades y castillos estaban regidos por alcaides, alcaldes, zalmedinas y alguaciles. Se hacían las cuentas con cifras y guarismos o con álgebra; los alquimistas destilaban el alcohol en sus alambiques y alquitaras, o preparaban álcalis, elíxires, o jarabes, que se ponían en redomas. Las ciudades constaban de barrios y arrabales, y la gente comía azúcar, arroz, naranjas, limones, toronjas, barenjenas, zanahorias, albaricoques, sandías, altramuces, alcachofas, alcauciles, albérchigos, alfónsigos, albóndigas, escabeche, alfajores y muchas otras cosas. Las plantas mencionadas antes se cultivaban en tierras de regadío, y como en España llueve poco (excepto en la región del Norte), el riego necesita mucho trabajo y arte para canalizar y distribuir el agua, en lo cual sobresalieron los moros, pues necesitaban el agua para lavarse el cuerpo y para fertilizar la tierra.
+«He citado antes alberca, aljibe, acequia, pero el vocabulario relativo al riego del campo es muy amplio; he aquí una muestra: noria, arcaduz, azuda, almatrice, alcantarilla, atarjes, atanor, alcorque, etcétera» (Américo Castro, España en su historia, Buenos Aires, 1950, págs. 62 y 63).
+[19] El pensamiento fisiocrático, que ponía tanto énfasis en la importancia económica de la tierra, se correspondía plenamente con el sentimiento español de la vida. No así el mercantilista, que no obstante haber tenido brillantes expositores en los siglos XVII y XVIII (véase a Hamilton, El florecimiento del capitalismo y otros ensayos de historia económica, Madrid, 1948), chocaba con él, al dar mucha importancia al comercio, la manufactura y el oro como mercancía. Porque, como elemento de pompa, para destacar la personalidad, el español sí se apasionó por el oro. Una relación y análisis del pensamiento económico fisiocrático y mercantilista se encuentra en el elogio de Carlos III, de Jovellanos (Obras, vol. III, Madrid, 1935).
+[22] El sentimiento ruralista de la vida, el agrarismo español, también se trasmite a América. El elogio de lo rústico es uno de los temas constantes de la poesía y de la literatura colombianas del siglo XIX, y el sentimiento rural de la vida uno de los impulsos sicológicos que hacía popular la literatura romana entre las clases cultas de la Colonia y todavía de la República. Los estudios y traducciones de Virgilio, poeta rústico por excelencia, son de una abundancia que no se explica simplemente por afán humanístico, sino por una afinidad sentimental profunda (véase a Rivas Sacconi, El latín en Colombia, Bogotá, 1945). El sentimiento a que hacemos referencia, es sentimiento específico de la tierra, como lo imperecedero, lo auténtico. No es sentimiento de la naturaleza a la manera renacentista o al estilo exotista, de cierta variedad del alma romántica.
+CON ESTE PANORAMA AL FONDO es como podemos interpretar la crítica que, siguiendo la huella de muchos escritores peninsulares, empezaron a realizar sobre la herencia espiritual española las últimas promociones de gobernantes venidos de la Península, a fines del siglo XVIII, sobre todo los llamados virreyes ilustrados, y tras ellos las primeras generaciones próceres y las clases dirigentes de la República. No se trata de un aspecto más de la llamada leyenda negra, ni tales críticas pueden interpretarse simplemente como un deseo extranjerizante y menos aún como desleal espíritu antiespañol.
+Sólo en función de la participación creciente de la riqueza industrial en la balanza del poder internacional y del predominio del hombre económico en la civilización moderna, podemos comprender el sentido de las críticas formuladas a la herencia española por los americanos de los siglos XVIII y XIX, y reconocer el angustioso sentimiento de defensa y la visión histórica que hay en ellas. Únicamente así podemos entender su admiración y hasta su complejo de inferioridad ante las naciones anglosajonas, su deseo ferviente de adquirir su técnica y el espíritu de sus instituciones políticas, su anhelo de formar un tipo nacional que, sin renegar de las virtudes ancestrales hispánicas, tuviera del anglosajón su sentido del trabajo y su capacidad de rendimiento económico. Es la impotencia del espíritu hispánico para la creación de un poder económico lo que inquieta a los americanos; es su inadaptación a las formas modernas de la economía lo que los lleva a buscar el remedio para los males de América en una educación basada en valores propios de las estirpes sajonas. Las críticas a la política económica de la monarquía y las objeciones al sistema educativo basado en las carreras de teología, derecho y filosofía; las alusiones al excesivo gusto por la burocracia, la milicia y el sacerdocio, a la incapacidad administrativa de los altos funcionarios y a su escasa visión de los asuntos del comercio y la industria y a su falta de versación en las «modernas ciencias de la administración»; la observación del excesivo número de días de fiestas religiosas y el rechazo de instituciones sociales que infaman los oficios manuales, como la esclavitud, todo esto sólo puede comprenderse por el deseo de trasformar la característica actitud espiritual hispánica ante el trabajo. La misma falta de estabilidad política y el fenómeno de la turbulencia social, que constituyó la preocupación constante de las figuras más conspicuas del pensamiento colombiano del siglo XIX, se explican en gran medida por la carencia de una economía robusta, capaz de crear fuertes interrelaciones sociales que inhiban el espíritu belicoso y despojen a la burocracia oficial de su carácter de botín político. Así ocurre, por ejemplo, en el Ensayo sobre las revoluciones políticas, de José María Samper, en La república en América española, de Sergio Arboleda, y en muchos de los escritos de José Eusebio Caro, y es ese el espíritu que informa todas las tentativas de modificar el carácter colombiano a través de los sucesivos planes educativos que se propusieron, desde la reforma planeada por Guirior y Moreno y Escandón hasta el plan de Santander, la reforma de Mariano Ospina Rodríguez de 1842 y la de 1872 intentada por Felipe Zapata y los técnicos de la misión alemana. Ese intento de reemplazar la concepción nobiliaria de la vida, por la burguesa, de sustituir el caballero cristiano por el hombre económico, es también el fenómeno que puede iluminarnos otros dos hechos de la historia espiritual de Colombia en el siglo pasado: el anhelo de asimilar la ciencia moderna y el entusiasmo con que recibieron corrientes de ideas como el racionalismo y el positivismo —en la expresión benthamista—, casi todos los hombres educados de Colombia en el siglo XIX, si exceptuamos, parcialmente, la figura de Miguel Antonio Caro.
+Como Inglaterra y los pueblos sajones en general eran la más visible encarnación de los valores burgueses de técnica, eficacia y rendimiento económico, la inmigración de elementos nórdicos y el contacto con las culturas sajonas fue uno de los caminos que para superar las deficiencias nacionales buscaron casi todos los hombres influyentes de nuestra historia, desde Pedro Fermín de Vargas y Nariño hasta Santander, Sergio Arboleda, José Eusebio Caro, los Samper y Rafael Núñez, y eso explica sus constantes críticas al aislamiento internacional en que vivió España, guiada por la política mercantilista de los Austrias y debida, según algunos, al celo religioso que para evitar la herejía eliminó casi totalmente el contacto con el extranjero, sobre todo con el sajón.
+En este sentido también la insistente opinión sobre la incapacidad del tipo español para la ciencia moderna, que vemos aparecer hasta en un hombre que tanto admiraba a España como don Rufino José Cuervo[23], tiene sus raíces en esta crítica a la concepción hispánica del trabajo y a su mentalidad ajena al hombre económico. Porque la creación de la ciencia implica elementos muy semejantes a los que han dado por resultado las grandes creaciones de la economía moderna racionalizada. El paralelismo y la acción recíproca entre la ciencia, la industria y la economía modernas no es fortuito, ni superficial. Sus estructuras íntimas son bastante semejantes desde el punto de vista de los impulsos espirituales que les dan vida y desarrollo. Las ciencias, sobre todo las ciencias naturales modernas, implican como aquella, esfuerzo concentrado, voluntad paciente aplicada a un solo objetivo, cálculo y hasta organizaciones burocráticas y racionalizadas como el laboratorio y los centros de enseñanza. En una palabra, la ciencia requiere, como la gran industria, trabajo. No era, pues, ocasional, sino algo que obedecía a una relación íntima y a una característica de la concepción nobiliaria o caballeresca de la vida, el que las ciencias naturales sufrieran también el estigma soportado por las profesiones técnicas burguesas: también su cultivo implicaba virtudes plebeyas, incompatibles con el género de vida del noble, del guerrero o del cortesano.
+Trabajo y ciencia, industria y comercio eran, por otra parte, las únicas vías que los criollos tenían a la mano para ascender en la escala social, adquirir prestigio y papel dirigente, y en muchas ocasiones nobleza. Esa circunstancia impulsó a los criollos hacia los negocios comerciales, agrícolas y mineros y les permitió muchas veces acumular considerables fortunas. Pero también la nueva situación de América trasformó el carácter español, haciéndolo más comprensivo de los conceptos modernos del dinero y el trabajo[24]. No sólo criollos puros y conquistadores de ninguna tradición nobiliaria, sino nobles de tanta alcurnia como don Alonso de Ercilla, uno de los conquistadores de Chile, no desdeñaron el comercio, la fabricación y hasta la usura para amasar cuantiosas fortunas.
+Desde el comienzo mismo de la colonia se gestaban, pues, las condiciones para que en América surgiese un hombre ansioso de modificarse a sí mismo y de adquirir un carácter nuevo, que si no lograba igualar, por lo menos tenía el anhelo de emular con el anglosajón en aquellas actividades que a este daban predominio y poder: la ciencia y la economía industrial.
+Los constructores de las nuevas nacionalidades tenían la intuición de que en ello les iba no sólo el bienestar, que quizás no fuera para ellos el valor más alto, sino la propia independencia política, que significaba todo. España les había dado el sentido del orgullo nacional, pero también la propia historia de España estaba ahí para mostrar debilidades ancestrales. De ahí que sea constante su referencia al fenómeno de la decadencia hispánica, aunque no siempre sus consideraciones fuesen acertadas desde el punto de vista del rigor histórico[25]. Pero veamos cómo se desarrolló este proceso de la conciencia americana en el caso del pensamiento colombiano de la segunda mitad del siglo XVIII y a través de todo el siglo XIX.
+Nadie mejor que el arzobispo virrey Caballero y Góngora se dio cuenta de estos fenómenos. Con la lucidez histórica propia de un hombre formado en el siglo en que se crearon los grandes Estados occidentales, educado en el pensamiento político e histórico del siglo XVIII, y dotado de temperamento y genio de gran político y hombre de Estado, Caballero y Góngora comprendió perfectamente las debilidades internas del Estado español y la reserva que significaba América en el postrer intento de conservar su grandeza. Se percató cabalmente del fenómeno que ya hemos anotado: que la balanza del poder se inclinaba desde entonces del lado de la economía capitalista y que esta, en gran medida, se basaba en la ciencia. Su penetrante sentido de los hechos sociales le indicaba, por otra parte, que el mal estaba en la misma estructura espiritual del tipo español, y anticipándose a las más modernas interpretaciones de la historia social de España, hacen ver que el sentimiento caballeresco, el quijotismo español tan impropio para afrontar las nuevas exigencias de la época, se había formado en varios siglos de batallar contra los moros en defensa de la civilización cristiana y de la propia integridad nacional, y que la ausencia del moderno ethos económico era el tributo que España había pagado por ese ingente esfuerzo de supervivencia.
+En su Relación de mando de 1789, al hacer la crítica de la política de fundaciones y al reprochar a los conquistadores su sentido feudal de la propiedad territorial, pone de presente la falta, en las empresas españolas, del espíritu racional, del cálculo y sentido económico que exigen las modernas empresas de colonización: «Arrebatados nuestros primeros conquistadores —dice en el capítulo “Población y policía”— de la bizarría, aún dominante en el siglo de las conquistas, consultaron más a su gloria y ambición que a fundar unas colonias útiles a la metrópoli. A este entusiasmo militar se debe aquella rapidez con que sujetaron tantos reinos y naciones, llevando gloriosamente el nombre español hasta los últimos términos de la tierra, que ha sido y será siempre la admiración de los siglos; pero no creyeron digno de su victorioso brazo, ni se componía bien con el ardor de que estaban inflamados, detenerse a utilizar su dominación fundando colonias bajo los conocimientos de una sana política y en aquellos lugares cuya fertilidad asegurase la subsistencia y cuya situación facilitase los socorros de la metrópoli; con reglamentos que perpetuasen el orden y la justicia en la sociedad, y con aquella discreta distribución de tierras, sostenida de ordenanzas que las mantuviesen siempre divididas en muchos propietarios y prohibiesen su fácil unión en una cabeza para precaver los perjuicios que se siguen de la multiplicidad de feudos. El prudente Felipe II previno lo conveniente en esta materia en sus Ordenanzas de población; pero lo he dicho ya: las pacíficas y lentas operaciones de la política se componían mal con la ardiente pasión de nuevas empresas y conquistas, alimentadas anteriormente con setecientos años de continuas guerras»[26].
+Pedro Fermín de Vargas y Antonio Nariño, que parecen haber realizado las mismas lecturas o haber meditado sobre las críticas hechas por Caballero y Góngora al espíritu español, se expresan en forma tan semejante al arzobispo virrey, que a veces tenemos la impresión de que —sobre todo Vargas— repiten sus palabras textuales. El primero dice a propósito de la política de fundaciones a que se había referido el arzobispo: «La ignorancia de los conquistadores en materias físicas[27] y su espíritu quijotesco[28], no les dejó prever a los principios las consecuencias de la mala fundación de muchos lugares. Se ataron puramente a las circunstancias que les hacían obrar en aquel tiempo de turbación, no atendieron a la salud de sus descendientes. Cartagena, Mompós, Honda, etcétera, fueron en aquellos tiempos sepulcro más bien que habitación de sus ciudadanos». Y Nariño afirmaba, refiriéndose al escaso sentido de la realidad que en el campo político mostraban muchos de sus conciudadanos empeñados en arraigar en la Nueva Granada las instituciones norteamericanas, sobre todo el federalismo, lo siguiente: «Si alguna cosa me hace perder las esperanzas es este modo manchego de pensar, y que año y medio de delirio no los haya desengañado de que sólo la moderación, la frugalidad, el estudio, la unión y la práctica de todas las virtudes cívicas y militares los puede salvar»[29].
+En la misma forma, pero en términos aún más explícitos, se expresa Juan García del Río en sus Meditaciones colombianas[30]. García del Río fue uno de los más constantes y brillantes paladines de la incorporación de patrones de vida anglosajones a la educación de la naciente nación colombiana. Vivió por muchos años en Inglaterra, donde redactó el Repertorio americano, en asocio de don Andrés Bello, y admiraba el espíritu de las instituciones británicas, sobre todo su monarquía, su parlamento y su organización económica. Como muchos de sus contemporáneos, estaba convencido de que el progreso colombiano sólo se abriría paso sustituyendo las formas de organización que América había recibido de España, por las que ofrecían la nación inglesa en lo político y la francesa en el aspecto jurídico y administrativo. García del Río estaba lejos de aceptar la concepción de la democracia basada en el sufragio universal, que defendían muchos de sus contemporáneos, pero ni siquiera el realismo propio de su educación británica le dejaba libre de cierta incomprensión histórica respecto al valor práctico de la concepción del Estado y del derecho que habían informado la legislación española de Indias, y de la ilusión de cambiar la índole nacional trasladando a Colombia el espíritu del racionalismo jurídico francés. Para reemplazar la abigarrada y casuística legislación civil y comercial de la Colonia, aconsejaba la adopción del Código Civil napoleónico, monumento de claridad y generalización jurídicas, y para sustituir a la república democrática solicitaba una monarquía constitucional y el establecimiento de un senado perpetuo que sirviera de asamblea moderadora de una cámara popular.
+En su Tercera meditación, García del Río esbozó con gran precisión la necesidad de un cambio en la estructura económica y social de Colombia, cambio que implicaba una ruptura completa con la tradición española y constituye un claro ejemplo de comprensión del moderno sentido de la historia: «Los colombianos deben persuadirse —decía— de que el poderío de las naciones modernas consiste en el comercio y la industria, en la cantidad de sus productos; la utilidad que cada individuo añade a la masa contribuye más a su fuerza que lo extenso de su territorio o el número de sus habitantes»[31]. Pero Colombia no entrará por esta vía del progreso económico, tan ligada al poderío y a la independencia política de las naciones, mientras no modifique sus costumbres ancestrales bajo la dirección de una vigorosa clase media industrial y comercial, mientras no cambie la concepción del mundo legada por España, y su particular concepción del trabajo y de la economía.
+La moral del hombre nuevo ha de ser, para García del Río, la moral del hombre de negocios anglosajón: «Nuestras industrias —afirma— se encuentran en lastimoso estado. Discípulos de los españoles, nos separa una distancia inmensa de nuestros atrasados maestros… En la clase media, que es el termómetro por donde debe juzgarse de la condición de un pueblo, encontramos que tiene todavía mucho que desear el verdadero patriota. Ciertamente —agrega, anotando la trasformación que iba operándose en el ambiente granadino respecto al trabajo y a la economía— hay alguna variación en el carácter nacional, según la situación más o menos abierta de las provincias al trato con los extranjeros, y también según las modificaciones del clima; pero por lo general aún en esta clase se desconoce la preciosa máxima de que las naciones, para ser dignas y merecedoras de la libertad, deben renunciar a todas las seducciones de la indolencia. La educación y la moral —educación y moral del hombre de negocios— no están en su último grado de perfección, debido no menos a la herencia que nos legaron nuestros padres que a la relajación de los vínculos sociales producidos por la guerra y por las discordias civiles. No existe apego a las instituciones patrias; no hay espíritu público; las masas no tienen opinión. Se nota poca exactitud en los negocios, poca regularidad en el manejo de ellos, falta de consistencia en las ideas y proyectos, cierta indiscreción en la conducta y escaso espíritu de sociabilidad; el de empresa es casi nulo; y como el gobierno no es bastante rico para dar impulso o establecer muchas cosas útiles o necesarias, todo es molicie y dejadez»[32].
+En una palabra, según García del Río, al tipo colombiano le faltan las virtudes que requiere la vida económica moderna: espíritu de trabajo, cumplimiento de la palabra empeñada en los negocios, frugalidad en los gastos, sentido de la organización y del cálculo; es decir, no posee la mentalidad racional que ha hecho posible la vida capitalista.
+Al iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, la evaluación crítica de la herencia española se torna más radical, aunque no siempre más rigurosa desde el punto de vista de la realidad histórica. La segunda generación republicana, responsable ya en forma completa de la dirección del país, pudo educarse en un medio mucho más abierto a las influencias espirituales que venían de Francia e Inglaterra, e inclusive muchas de sus más destacadas figuras tuvieron oportunidad de viajar a Europa y a los Estados Unidos, con lo cual el análisis comparativo entre las culturas latinas y sajonas adquirió la intensidad propia de lo que se ha vivido.
+La generación prócer y la primera promoción republicana conservaron todavía un cierto apego a las formas de vida coloniales e hispánicas, no obstante la posición hostil que ya hemos observado. La legislación colonial en materias civiles se conservó, a pesar de la abolición de ciertas instituciones que afectaban el derecho de propiedad, como los mayorazgos, eliminación aceptada en todas las Constituciones regionales de la primera época federalista de la Nueva Granada, y en la dictada en la Villa del Rosario de Cúcuta. Tampoco la estructura económica y fiscal del nuevo Estado tuvo muchas variaciones, pues se mantuvo casi intacta la organización tributaria y una cierta tendencia del Estado a intervenir en la dirección del comercio internacional, y las relaciones de la Iglesia y el Estado se movieron sobre la base del patronato estatal, siguiendo las huellas de la política de la monarquía. En fin, gobernantes y hombres de Estado del periodo de 1830 a 1845, como Castillo y Rada, Márquez, Rufino Cuervo, Francisco Soto, José Manuel Restrepo, Joaquín Mosquera y tantos otros, conservaban todavía el sedimento de la educación colonial, a la cual se había superpuesto el conocimiento de los economistas fisiócratas —como era, por ejemplo, el caso de Castillo y Rada—, de Montesquieu y de los escritores españoles del siglo XVIII. Pero las nuevas tendencias no llegaron a producir en ellos una ruptura completa con la tradición española[33].
+Rufino Cuervo fue quizás la figura más representativa de esa generación. Sobre las bases de una educación de tipo español, Cuervo asimiló el sentido inglés de la política. Nunca ocultó una clara hostilidad a las formas radicales del pensamiento francés, fuese en la forma del liberalismo del 89, de las doctrinas socialistas utópicas o de la reacción conservadora de los tradicionalistas. En la forma más cabal se dio en él el tipo del «político». Tolerante en materias religiosas, flexible, cauteloso en las reformas políticas y económicas, anhelaba trasformar las formas de vida nacional sin que se produjese una ruptura completa con la tradición. En su calidad de secretario de Hacienda en el año de 1843, hacía ostensible su deseo de ver trasformada la mentalidad nacional y superados los inveterados vicios de renuencia al trabajo productivo y afición a la burocracia oficial: «Debe reducirse en estos primeros años el número de los empleados —decía en su Memoria anual al Congreso—, y si bien es cierto que tal medida va a causar quejas y censuras, no por eso deja de ser uno de los efectos más saludables del sistema que propongo. Prescindamos de la economía que con ello obtendrá la nación en sus apuros actuales, y no la miremos sino en sus relaciones con el trabajo y con la estabilidad del gobierno, y bajo este aspecto son indisputables sus ventajas. Descendientes de un pueblo en que la empleomanía ha sido y es una enfermedad endémica, buscamos en los empleos, no una ocupación productiva, sino un medio holgado de subsistir. De aquí la pereza, la indolencia en el servicio público. Los empleos son una especie de sinecura a que todos nos creemos con derecho, y en cuyo desempeño el cobro del sueldo es la más importante función»[34].
+Pero si era necesario desarraigar ciertos hábitos y tradiciones, por cautela política y por fidelidad al propio ancestro espiritual de la nación, no todo debía cambiarse, porque, como lo diría el mismo doctor Cuervo en 1847 al rendir informe oficial sobre un cambio de textos universitarios, «para un pueblo naciente es igualmente peligroso innovarlo todo, que mantenerlo todo en una situación estacionaria»[35].
+Por esta circunstancia era indispensable mantener la unidad espiritual de América sobre la base del cultivo del idioma y de una tradición literaria común. Y no sólo por razones de fidelidad al elemento más significativo de la cultura, sino por razones políticas y prácticas, defendía Cuervo la importancia de la primacía del idioma español y su literatura. Refiriéndose a este tema escribió alguna vez en La Miscelánea:
+«No sabemos si podríamos con justicia llamar nuestra la literatura española, porque regularmente se entiende por literatura nacional las producciones de los hijos del país escritas en su lengua propia, y nosotros no somos ya españoles. Mas por otra parte, nos inclinamos a creer que la literatura de una nación se halla más bien en el idioma y en el genio peculiar suyo que la caracteriza y la distingue de las demás, que no en las divisiones ni mutaciones políticas, ni en que sea esta o aquella la patria de los que han contribuido a formarla con sus obras.
+«Nosotros creemos que es de sumo interés para los nuevos Estados americanos, si es que quieren algún día hacerse ilustres y brillar por las letras, conservar en toda su pureza el carácter, originalidad y gentileza antigua de la literatura española, tal cual se presentó en sus más hermosas épocas de Carlos V y Felipe II». Y luego agrega, para dar sentido práctico y aún político a sus palabras: «Pensamos que los negociantes, los magistrados y todos los que de cualquier modo puedan tener alguna influencia, deben proteger por todos los medios que les sugiera el patriotismo y el amor a las letras, la introducción de libros en español, la lectura y la enseñanza por ellos y no por los que estén en lenguas extranjeras»[36].
+La generación de Rufino Cuervo fue una generación de transición y de transacción. Pero ya a partir de 1820 el torrente de nuevos elementos espirituales, ajenos a la tradición española, es de tal magnitud, que la crítica a la herencia hispánica se convierte casi en un afán de ruptura completa y de trasformación del tipo nacional hasta en sus elementos originarios. De ahí la inquietud y las tensiones que caracterizan la vida nacional e individual de la segunda mitad de nuestro siglo XIX.
+La primera corriente de los nuevos elementos espirituales que se presentaba con virulencia avasalladora fue la doctrina utilitaria inglesa en la modalidad benthamista, llegada hasta nosotros a través del liberalismo español[37]. El utilitarismo significaba un divorcio del espíritu español, no sólo porque implicaba un nuevo patrón en las ideas éticas y en la concepción metafísica, sino también porque como teoría del derecho, del Estado y de la administración, representaba la antítesis de la tradición hispánica. No solamente por elevar el placer o la felicidad al rango de principios éticos fundamentales, sino por representar los ideales de una clase media comerciante e industrial, pragmática y racionalista, la moral utilitaria chocaba con los sentimientos nobiliarios de honor e hidalguía, en lo profano, y con los religiosos de caridad y salvación ultraterrena que constituían el núcleo de la concepción española del mundo, en la cual se había modelado también el espíritu del criollo americano. Por otra parte, la pretensión del racionalismo jurídico utilitarista de derivar toda la legislación de unos pocos principios simples, del principio del mayor placer o la mayor felicidad para el mayor número, era la antítesis del espíritu del derecho español inclinado a lo concreto, casuista, desordenado si se quiere, por no ser una construcción deducida de un principio racional básico, pero más adecuado para resolver los casos particulares, más personalista y más fundado en las realidades históricas y sociales.
+El segundo elemento decisivo en esta gran crisis fueron las muy heterogéneas ideologías que puso a flote la revolución francesa de 1848: armonismo económico de Bastiat, romanticismo republicano de Lamartine, cristianismo liberal de Lamennais o neocristianismo cientista de Saint-Simon, fourrierismo, anarquismo proudhoniano, socialismo de Louis Blanc. Todas estas tendencias irrumpieron a mediados del siglo en el espíritu, ya conmovido, de la segunda generación republicana de la Nueva Granada. Sólo permanecían al margen de sus impactos los miembros de la generación de los próceres que aún supervivían, como don Rufino Cuervo o el señor Márquez, y habría que esperar dos décadas para que aparecieran las figuras de Miguel Antonio Caro, de Miguel Samper y de Núñez, para volver a la tradición de mesura y realismo de la primera época de la República.
+Dos corrientes literarias, una española y otra francesa, obraban sobre los espíritus, dice don José María Samper en su autobiografía, describiendo el ambiente intelectual de la época: «Por un lado, las obras de Victor Hugo y Alejandro Dumas, de Lamartine y Eugenio Sue movían los ánimos en el sentido de la novela social, de la poesía grandiosa y atrevida y de los estudios de historia política; y esta tendencia era caracterizada por dos obras, a cual más ruidosa y apasionada: Historia de los girondinos, de Lamartine, y El judío errante, novela revolucionaria de Sue. Por el otro, los libros de poesías españolas modernas, empapadas en romanticismo, entre los que principalmente llamaban la atención los de Espronceda y Zorrilla, obras que despertaron en la juventud un fuerte sentimiento poético, desarreglado y de imitación en mucha parte, pero siempre fecundo para las imaginaciones ricas y los talentos bien dotados»[38].
+Complementaba este grupo de tendencias antiespañolas la influencia inglesa y la norteamericana. Florentino González, José Eusebio Caro y muchos otros hombres prominentes en la política, la literatura y la enseñanza de mediados del siglo, viajaron a los Estados Unidos, y aunque con reservas —como fue el caso de José Eusebio Caro—, en general quedaron deslumbrados por la riqueza del territorio norteamericano, por la laboriosidad de sus habitantes y por las costumbres políticas de libertad que presentaban los Estados Unidos en aquella época de expansión de su economía y de afluencia a sus puertos de millones de inmigrantes de las más diversas religiones, ideologías y nacionalidades. La lucha por una política de tolerancia religiosa, de libertad y protección de cultos, tan viva entonces en hombres tan diversos como Rufino Cuervo, José Eusebio Caro, José Hilario López y Florentino González, estaba ligada sin duda a la convicción de que el remedio para todos los males sociales, políticos y económicos que padecía la Nueva Granada era la inmigración, sobre todo la inmigración anglosajona.
+En una carta llena de perspicaces y finas observaciones sicológicas, escrita desde su exilio en 1851, decía José Eusebio Caro: «Este país es muy hermoso pero monótono. La falta de montañas le da al principio un aire de grandeza y de esplendor muy importante, pero es como el espectáculo del mar: vase pronto. Lo mismo es la sociedad. No hay pueblo más laborioso ni más monótono que este. Los americanos tienen todo: un país inmenso y bellísimo; un gobierno admirable[39], leyes muy buenas, costumbres severas, todo lo tienen, menos lo que da su precio a todo: el gusto, el agrado, el sentimiento de lo bello. De ese sentimiento carecen absolutamente; sin embargo ya se siente en el país mucha mejora respecto a esto. Ya tiene grandes establecimientos científicos que antes no tenían, y para mí es evidente que cuando este pueblo haya completado la obra material de descuajar los bosques y poblar el país, será sin disputa alguna el primer pueblo de la tierra.
+«Su progreso —añade Caro, comentando el papel desempeñado por la inmigración—, por otra parte, parece un sueño. En el último año llegaron a los Estados Unidos trescientos mil inmigrados; casi todos desembarcaron en Nueva York. Así es que esto crece como la espuma. En 1840 su población era de 17 millones de almas; hoy es de más de 23 millones. Al paso a que van, tendrán al fin de este siglo, es decir, dentro de cincuenta años apenas, cuando nuestros hijos y aún algunos de nuestros contemporáneos podrán verlo, más de cien millones de población. Entonces, si la Unión no se ha disuelto, serán el pueblo más poderoso de la tierra»[40].
+Una vez lograda la independencia, Inglaterra comenzó a influir en la política, en la economía y en la sociedad neogranadina. Tras los legionarios británicos que habían luchado por la emancipación de los países americanos, y tras los empréstitos y los diplomáticos, vinieron las costumbres, la literatura política y hasta no faltaron personas que pensaran seriamente en la necesidad de una reforma religiosa en el sentido de aceptar alguna influencia protestante: tanta era la admiración por la nación británica y tanto el afán de desprenderse de la herencia española en todas las esferas de la vida.
+«La Gran Bretaña se llevaba los ojos y corazones de todos —dicen, describiendo la atmósfera social de la época, Ángel y Rufino José Cuervo— y no les faltaba razón: al revés de Francia, que haciendo causa común con España se mostró largo tiempo desdeñosa para con las nuevas naciones de América, aquella reconoció, la primera entre las potencias europeas, la independencia de Colombia, después de haber enviado a sus hijos para que su sangre corriera en los campos de batalla, confundida con la de los americanos. “El Constitucional” de Bogotá se publicó por bastante tiempo en inglés y castellano, como para dar a entender que tampoco era obstáculo la divergencia de la lengua. Lo inglés privaba en todo: hasta se establecieron carreras de caballos conforme en un todo a la usanza de Inglaterra, contándose las distancias por millas y apostándose sumas considerables; para fomentarlas se fundó un club de que fue patrono el vicepresidente. Introdújose en las escuelas primarias y en las oficinas de la República “el abuso de sustituir a los caracteres de la hermosa lengua española unos que se dicen ingleses”, práctica que se arraigó definitivamente, a despecho de los laudables esfuerzos que en 1831 hizo la dirección general de estudios para desterrarla, ordenando que se enseñase precisamente a escribir a los niños por las muestras españolas de Morante Palomares, Tenorio de la Riba [sic] u otras de esta clase. Llegó a tanto la anglomanía, que aún la autoridad eclesiástica apoyó candorosamente por un momento la fundación de la Sociedad Bíblica, y en el colegio de San Bartolomé se defendió en públicas conclusiones de Sagrada Escritura, bajo la dirección del catedrático, que era el rector mismo y canónigo de la Catedral, junto con la utilidad de la lección de la Biblia en lenguas vulgares, lo benéfico de aquel instituto en nada opuesto, decían, a los derechos de la Iglesia Católica.
+«En suma, Londres, como asentaba el “Repertorio americano”[41] en su prospecto, no era solamente la metrópoli del comercio: en ninguna otra parte del globo eran tan activas como en la Gran Bretaña las causas que vivifican y fecundan el espíritu humano; en ninguna era más audaz la investigación, más libre el vuelo del ingenio, más profundas las especulaciones científicas, más animosas las tentativas de las artes. Con esta decidida predilección por cuanto venía de fuera, y en particular de Inglaterra, concurrían una fe sincera, aunque excesiva, en los principios democráticos y un amor ilimitado a la libertad civil, que atribuyendo a las leyes un origen casi sagrado, aspiraba a someterlo todo a ellas y miraba como enemigo público a quien dejase sospechar siquiera que pensaba sobreponerles otra ley u otra voluntad»[42].
+Al iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, los colombianos más conspicuos de las clases dirigentes miraban hacia el mundo anglosajón o hacia el francés, admirando en este sus formas políticas y en aquel su eficiencia técnica, su actitud ante el trabajo, su espíritu cosmopolita en cultura y tolerante en materias políticas. Desde hacía un siglo, con la crítica de la enseñanza y de la filosofía escolástica, se había comenzado a preparar el ambiente para que prosperara el positivismo en el sentido más lato y para que se intentase sustituir el tipo del burócrata o del letrado por el técnico, como tipo social ideal; las ciencias teológicas y jurídicas, por las físico-naturales; la economía simplemente agraria, por la manufacturera; y la idea del Estado interventor y paternalista, que aún se hacía patente en la primera época de la República, por el Estado liberal, cuya esfera de acción estaba restringida a servir de protección de los derechos individuales, sobre todo del derecho de propiedad, y a servir de árbitro en los conflictos interindividuales. La industria y la ciencia; la energía individual libre de trabas estatales y la organización jurídica racional que superase el casuismo de la legislación española; la inmigración y la concepción burguesa de la vida, o las soluciones románticas y utópicas, se mirarían ahora como los mejores elementos constructivos de la vacilante y todavía informe república.
+[23] En sus escritos sobre El castellano en América, decía Cuervo: «Yo lamento como el que más, y sin poderlo remediar, que si en América alguno quiere estar al tanto del progreso científico y literario, desde la gramática hasta la medicina, la astronomía o la teología, no se le ocurra acudir a los libros españoles, y que si tiene los recursos necesarios para trasladarse a las universidades europeas, no escoja las de Madrid o Salamanca» (Rufino J. Cuervo, Disquisiciones de filología castellana, Bogotá, 1952, pág. 274).
+[24] Véase a José Durand, La trasformación social del conquistador, 2 vols., México, 1953. En este ensayo, el historiador peruano ha estudiado la compleja dinámica de las actitudes ante el trabajo y las actividades lucrativas que se presentó en América entre españoles y criollos. Con innumerables ejemplos muestra que se dieron las dos posibilidades con mucha abundancia. Gentes de ascendencia noble practicaron en el Nuevo Mundo actividades que les estaban prohibidas en la metrópoli, fuera por las leyes o por la presión social. Entre estas actividades, a más del trabajo manual, se encontraron el comercio y el préstamo de dinero. Otras, por el contrario, siendo de origen plebeyo, adquirieron en América conciencia de hidalguía. Frente a indios y mestizos, y aun frente a los criollos, se sintieron «nobles». Los habitantes de Buenos Aires, dice Durand, se quejaban en 1590 ante Felipe II, de «… haber quedado tan tristes y necesitados, que no se puede encarecer más, de que aramos y cabamos con nuestras propias manos; … mujeres españolas, nobles y de calidad, que por mucha pobreza han ido a traer a cuestas el agua que han de beber» (ob. cit., vol. II, págs. 62 y 63).
+[25] De ahí la continua desazón, el sentimiento de desajuste cultural, el drama que debía desarrollarse en la conciencia americana, en cuyo fondo se encontraba vivo el espíritu religioso, personalista y heroico del antepasado español, antagónico con el espíritu burgués que es racionalista en la forma de la actuación, escéptico no pocas veces en materia religiosa, dado a comprender las relaciones con sus congéneres a través del patrón abstracto del moderno derecho público y civil que no ve en los hombres una comunidad ligada por relaciones personales afectivas, sino un ente jurídico y sujeto de obligaciones de carácter contractual. Esa trasformación cultural, ese cambio de hábitos y formas de vida que para el americano implica la asimilación de patrones de vida no hispánicos —y menos afroindios— es una de las raíces de su crónica inquietud individual y social.
+[27] Vargas parece tomar la expresión físicas en el sentido de todas las ciencias de la naturaleza, incluyendo la economía, que bajo la influencia de los fisiócratas fue muchas veces llamada en los siglos XVIII y XIX física social.
+[28] El término quijotismo se tomaba en la literatura polémica del siglo XIX como sinónimo de utopismo, de mentalidad imprevisiva y falta de sentido de la realidad, de arrogancia y fantasía. Para referirse a España adquirió un sentido peyorativo. Hasta un apologista de la tradición española como Miguel Antonio Caro, se ve obligado a defenderla del reproche y a dar del quijotismo una interpretación que lo hace aparecer como un residuo de costumbres medievales, ajeno a la tradición española y al catolicismo. Véase su ensayo «El quijotismo español», en Estudios hispánicos, publicados por el Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, bajo el cuidado de Antonio Curcio Altamar, Bogotá, 1952, págs. 200 y ss.
+[29] Nariño, La Bagatela, en Vida y escritos del general Antonio Nariño, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1946, pág. 278.
+[30] Juan García del Río, Meditaciones colombianas, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1946. Respecto a la organización colonial y a la obra de España en América, García del Río se expresó como la generalidad de los americanos educados en Inglaterra y admiradores de las instituciones británicas. En la «Primera meditación» enumera las críticas corrientes entonces: España excluyó a los criollos de las altas dignidades eclesiásticas y civiles; retardó el desarrollo económico con su política comercial de monopolios y su régimen fiscal opresivo; mantuvo el atraso cultural con el aislamiento del extranjero y las actividades del Santo Oficio.
+[31] Juan García del Río, ob, cit., Biblioteca Popular de Cultura Colombiana. Bogotá, 1946, pág 97.
+[33] Sobre la parsimonia con que se reformó la estructura económica y fiscal en el periodo comprendido entre 1810 y 1830, véase a Luis Ospina Vásquez, Industria y protección en Colombia, Medellín, 1955. También, a Luis Eduardo Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia, Bogotá, 1942. Ambos autores están de acuerdo en que la «colonia económica» se continuó todavía durante los primeros lustros de la República. Pero sus interpretaciones del conservadurismo de esta política son diferentes. Nieto la interpreta en términos marxistas como el resultado de una mentalidad «reaccionaria», «contraria a la industrialización del país». Ospina Vásquez, mucho mejor documentado y mejor armado conceptualmente para el análisis económico puro y para ver la conexión entre factores económicos y factores políticos, explica el lento ritmo del cambio por razones más complejas y variadas, como la desorganización y la impotencia administrativa del nuevo Estado, la impotencia de la industria artesanal, las presiones internacionales, las ideas dominantes en la época y hasta la prudencia y sagacidad de los hombres de la clase política que asumió la dirección del país en ese entonces. Sobre la continuidad de la política de patronato eclesiástico durante los primeros años de la República, véase el libro de Juan Pablo Restrepo, La Iglesia y el Estado en Colombia, Londres, 1885, principalmente las págs. 130 y ss.
+[34] Rufino Cuervo, Memoria del Secretario de Hacienda de la Nueva Granada al Congreso de 1843, Imprenta de J. A. Cualla, Bogotá, págs. 45 y 46.
+[35] Ángel y Rufino José Cuervo, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1946, vol. I, pág. 82.
+[37] Sobre el ambiente espiritual de la mitad del siglo XIX, la obra citada de Ángel y Rufino J. Cuervo, pág. 16 y ss., e infra, nuestros capítulos sobre ideas políticas y filosóficas, segunda parte de esta obra.
+[38] José María Samper, Historia de un alma, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1946, vol. I, pág. 185. Los periódicos de Bogotá y de las provincias publicaban por entregas obras de Lamartine, como la Historia de los girondinos, en El censor de Medellín, noviembre de 1848, núms. 28 y ss. La Civilización —de orientación conservadora— reprodujo artículos publicados por el poeta francés en «El amigo del pueblo», como La democracia y la demagogia (núms. 10 y ss., octubre de 1849) y El ateísmo y el pueblo. Véase supra, nuestro capítulo sobre la influencia romántica en el pensamiento político.
+[39] Caro se desengañó más tarde. En carta fechada en noviembre del mismo año, se expresaba en términos menos favorables. Refiriéndose a la calamidad política que representaba en los países latinoamericanos la remoción continua de los funcionarios públicos y la calidad de botín de la burocracia, decía de los Estados Unidos, donde anotaba igual calamidad, que «los norteamericanos de hoy son muy distintos de los americanos del tiempo de Washington y Franklin; y una de las causas que más ha contribuido a esta triste depravación, es la existencia de esa abominable facultad que hace abyectos a los que poseen porque pueden perder, codiciosos e insolentes a los que aspiran porque pueden acomodarse a costa de otros, e inmorales a todos» (Epistolario, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1953, pág. 169).
+DENTRO DE ESTE CUADRO DE anhelos imprecisos se inicia un análisis más a fondo y más radical del destino nacional y de todo lo que España había significado en la vida espiritual, económica y política de América. Comienza este nuevo ciclo del pensamiento colombiano José María Samper, con su Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, publicado en París en 1861[43], como réplica a los frecuentes juicios pesimistas y adversos que los observadores europeos solían hacer entonces sobre el porvenir social de los países americanos, y como programa de acción para las generaciones futuras del continente.
+El método seguido por Samper será muy semejante al acogido posteriormente por casi todos los escritores de la segunda mitad del siglo XIX que se ocuparon en la sociología colombiana y en examinar las causas de la inestabilidad política de la nación, de su pobreza económica y de sus escasos rendimientos culturales. El examen comparativo de las culturas latinas, en contraste con las anglosajonas, servirá como punto de partida para realizar un balance de la herencia española, balance que, si bien es verdad que nunca alcanza el clímax de la diatriba ni representa una versión de la leyenda negra, no por eso deja de implicar un veredicto poco favorable al legado sociocultural hispánico.
+El hilo conductor de la reflexión será también la crítica a la organización económica establecida por España en América, pero esa crítica se ejercerá desde un punto de vista diferente y, podríamos decir, menos profundo. Todos los aspectos negativos de la política metropolitana y de las formas de vida que España trasmitió a las nuevas naciones, lo eran por el hecho de no haber desarrollado una robusta y equilibrada economía, pero las causas de esto no se buscarán en la misma estructura espiritual del tipo español y en los valores propios de su cultura, sino en sucesos de naturaleza política, más precisamente, en un hecho de muy escaso calado sociológico: en que España no practicó el liberalismo económico y político, al que se atribuía la casi totalidad de las conquistas políticas y culturales de los pueblos sajones.
+Tan extremado se llegó a presentar este criterio, que José María Samper afirmaba en las primeras páginas de su Ensayo: «Si España, el noble país de nuestros progenitores, hubiera conquistado su libertad en 1812, se habría elevado al rango de gran potencia europea, y la práctica de las constituciones libres le habría inspirado un sentimiento de inteligente benevolencia, aceptando desde temprano nuestra emancipación como un hecho irrevocable y fecundo, del cual podía sacar un partido inmenso»[44].
+Cuando José María Samper publicó en París su Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas [hispanoamericanas], hacía pocos años que el conde de Gobineau había dado a la publicidad su Essai sur l’inégalité des races humaines, donde afirmaba que la libertad personal y el sentido de la eficacia de la personalidad eran patrimonio de los pueblos germánicos, mientras los mediterráneos, griegos y latinos, los mestizos semíticos de origen helenístico, sólo conocían la acción multitudinaria y colectiva. Decía Gobineau: «Ahí sólo se ven multitudes. El individuo no cuenta para nada, y a medida que la confusión aumenta —y que se complica más la mezcla étnica a la cual pertenece— el individuo se va eclipsando más». En el mundo griego el individuo es sacrificado a la polis, mientras que en Roma lo es a la deidad del Imperio o a una abstracción como el derecho romano, que desconoce las relaciones entre personas reales y sólo ve entes jurídicos. En cambio, en el mundo germánico el hombre lo era todo y la nación significaba muy poco[45].
+Samper, como muchos de sus contemporáneos, aceptaba sin mayor crítica estos conceptos de «raza», «pueblos latinos», «pueblos sajones». Lleno de fe romántica en el individuo y de aversión a todo lo que en el Estado colonial había significado traba jurídica o burocrática a la iniciativa individual, Samper establecía relaciones simples entre civilización y libre actividad del hombre individualmente considerado; entre acción del Estado y retroceso casi a etapas de barbarie, y sin mucha preocupación por las pruebas históricas, daba por sentado que la grandeza de los pueblos sajones se debía a la acción individual, mientras que las deficiencias de los latinos eran debidas a la forma colectiva de su actuación y a la constante dirección que el Estado quería ejercer en sus actividades. Tan firme era en él esta convicción, que ni siquiera repara en las frecuentes contradicciones a que se ve conducido por la tenaz presencia de los hechos, pues unas veces considera que los rasgos de la colonización española se debieron a condiciones raciales, «de los pueblos latinos», y otras declara que no se podía esperar otra política de los conquistadores y colonizadores, «porque ellos eran lo que su siglo los había hecho, y procedían según las nociones y el espíritu de una época sin elasticidad ni previsión en ciencia social y en arte de gobernar». Es decir, que no era la raza, sino el espíritu de la época, el responsable de lo que España había hecho en el Nuevo Continente[46].
+Pero volvamos al núcleo del análisis de José María Samper, y al contrapunto que establece entre la colonización española y la sajona, expresiones del espíritu de dos «razas», según él, y recordemos a grandes rasgos cuáles son los contrastes que observa en los resultados.
+Veamos primero el balance de la obra española en América, tal como la presenta en su Ensayo[47]:
+«En lo político. La dominación exclusiva de los españoles europeos —con excepciones fenomenales— ocupando todos los empleos públicos de alguna significación, y sin radicarse en Colombia; con desprecio de las razas indígenas y mestizas y aun de los criollos.
+«La centralización absoluta y rigurosísima, en grandes virreinatos y capitanías generales que abarcaban regiones inmensas, respecto de los asuntos puramente administrativos; en tanto que la reglamentación y los negocios judiciales en última instancia —en la gran mayoría de los casos importantes—dependían de la metrópoli.
+«La severidad más persistente en la política de comprensión y fiscalización, que impedía toda manifestación de la prensa, de la opinión pública en cualquiera vía, y mantenía procedimientos sumarios y terribles penas, sin ofrecer garantía alguna a la libertad individual.
+«La clausura o reclusión de las colonias respecto del mundo exterior, en cuanto las relaciones no se limitasen a España o a las mismas colonias entre sí; y aun en tales casos bajo la restricción de mil formalidades que hacían casi imposible la locomoción en proporciones considerables.
+«El sistema de ventas y privilegios en la concesión y el ejercicio de los empleos, unos vitalicios, otros de duración limitada, pero en todo caso accesibles solo a un número muy reducido de personas, poco interesadas, por otra parte, en la prosperidad de las comarcas donde servían.
+«Los efectos de esas instituciones eran lamentables y complejos. Ausencia de patriotismo, de aptitudes especiales y de moralidad en los administradores; descontento general en los administrados; antagonismo y odio profundo entre unos y otros, miseria, inanición y estancamiento en los pueblos por falta de administración municipal activa, siendo tan reducidas las poblaciones y tan vastos e incomunicados los territorios: legislación empírica porque tenía origen en Madrid, muy lejana y tardía y siempre incompleta en sus disposiciones; incapacidad de los pueblos para educarse en la ciencia y el arte de la administración, por falta de vida política, hábitos funestos de esperarlo y reclamarlo todo del gobierno, sin la menor iniciativa popular o individual; ideas erróneas respecto al mundo exterior y aun de la metrópoli misma; en fin, interés permanente en las colonias por sacudir un yugo demasiado pesado y sin compensación, puesto que el régimen colonial no era más que una inmensa explotación.
+«En lo social e intelectual. La instrucción pública descuidada y reducida a proporciones muy mezquinas y entrabada por la inquisición, la censura, el fanatismo y la superstición. Una población esencialmente iconólatra más bien que cristiana; pervertida por los ejemplos de mendicidad, de disipación en el juego y de soberbia en las costumbres de las clases privilegiadas; destinada por los cruzamientos de diversas y muy distintas razas a vivir bajo el régimen de la igualdad, y sin embargo sujeta a instituciones abiertamente aristocráticas.
+«La esclavitud como elemento constitutivo del trabajo, ya bajo la forma especial de la servidumbre del negrocosa y sus descendientes, ya en la organización artificial de los resguardos de indígenas; organización socialista del peor carácter, que inmoviliza la propiedad de las tribus, estanca su desarrollo moral e intelectual, y suprimía en la agricultura la ley de la personalidad activa, del interés y de la emulación[48].
+«El movimiento de la riqueza estancado también, respecto de las clases no-indígenas, mediante los mayorazgos, las vinculaciones y la inmensa concentración de las mejores y más valiosas propiedades bajo el dominio de manos muertas.
+«En lo económico y fiscal. El monopolio bajo todas las formas posibles o imaginables: en el comercio exterior, en la industria, en la agricultura y la minería… El abandono total de las más seguras fuentes de riqueza, en beneficio de la minería; funesto sistema que, agravando ciertos vicios en las costumbres, haciendo casi necesaria la conservación y el ensanche de la esclavitud, deteniendo el vuelo de la agricultura y la industria, y limitando la riqueza a los metales preciosos, suprimía en mucha parte la necesidad de buenas vías de comunicación, concentraba las fortunas en pocas manos y facilitaba su salida de las colonias, sin retorno de valores equivalentes y fecundantes»[49].
+Frente al mundo de la colonización española, encuentra el autor del Ensayo que en el norte los pueblos sajones han dejado los gérmenes de los que se desarrolló sin obstáculos la gran democracia norteamericana. Y tomando como caso general lo que quizás sólo era un momento parcial de la vida de los emergentes Estados Unidos —la conquista de la frontera a base de colonos libres—, Samper dibuja el siguiente cuadro de contraste:
+«Desde luego, las trece colonias anglosajonas que sirvieron de base a la gran Confederación americana no nacieron de la conquista armada; fueron el resultado de una inmigración individual y espontánea y de una colonización[50] conducida bajo reglas absolutamente distintas y aun opuestas a las de la colonización española. Los puritanos que fundaron esas colonias no fueron los instrumentos de un gobierno codicioso, destructor y armado contra las hordas americanas. Ellos llevaban consigo el sentimiento de libertad y personalidad, excitado en lo más vivo y caro para el hombre —la creencia religiosa—, y al emprender la colonización no iban al Nuevo Mundo en solicitud de oro y como aventureros militares, sino en busca de una patria, resueltos a fundar una sociedad fija y permanente, y animados por las virtudes de la vida civil. Además, la colonización que ellos emprendieron, verificándose de 1606 —colonia de Virginia— hasta 1732 —colonia de Georgia— en cuanto a los trece Estados primitivos, pudo contar con los muy notables progresos que la civilización había hecho después de la época de las conquistas españolas; y de ese modo la obra de la colonización en esa América, esencialmente civil o social, se encontró libre de los vicios profundamente engendrados en las colonias españolas desde principios del siglo XVI. La naturaleza y forma de la colonización en el norte, conducida por los ciudadanos mismos, hizo que la intervención del gobierno británico se limitase a la concesión de cartas o patentes, y más tarde a la protección de las colonias, conforme a reglas que respetaban la autonomía de cada establecimiento. De ese modo, cada sección tuvo su vida propia y su libre desarrollo, y la emulación comenzó desde temprano a producir sus benéficos efectos. La libertad religiosa, la libertad de explotación y la autonomía fueron las bases fundamentales de la organización social. Cada individuo se habituó desde temprano a cuidar de sus propios intereses y a intervenir en cierta medida en los colectivos. El acceso a todas las profesiones fue fácil para todo el mundo, y el interés por los negocios públicos hizo parte de la vida del colono. Cada colonia tuvo su legislatura, sus instituciones locales, sus condiciones propias; el clero no fue una institución dominante ni oficial; la religión quedó fuera del resorte del gobierno; la milicia fue civil y popular, y no tuvo otro destino que el de la defensa respecto de las tribus indígenas; y el monopolio no vició las fuentes de la riqueza y los resortes de la actividad»[51].
+La herencia que el imperio español dejó a los nuevos países fue la turbulencia e inestabilidad de una sociedad compuesta de los más heterogéneos grupos raciales, sin clases dirigentes capaces de afrontar las nuevas tareas administrativas y políticas, donde la intolerancia y el recelo hacia el extranjero, el vicio de la empleomanía y el desdén por el trabajo, la falta de confianza en la acción individual propia y el hábito de esperarlo todo del Estado, cerraban el paso a la creación de una sociedad civilizada, que, naturalmente, para ser civilizada, debería tomar como modelo a las naciones anglosajonas.
+Ahora bien, la explicación de estos contrastes estaba en la diversa noción de la libertad que caracteriza, según Samper, a los pueblos, o como él dice con mayor frecuencia, a las razas latinas y germánicas: «Desde luego, hay que establecer una distinción que ofrece la clave de todos los fenómenos. El pueblo español —como el portugués, el francés y el italiano— era muy capaz de aprovechar una conquista de condiciones ordinarias, tal como las que hemos caracterizado en nuestra primera hipótesis[52]; pero era completamente inhábil para la conquista colonizadora. ¿Por qué? Porque era y es un pueblo meridional, de raza heroica, de civilización y tradiciones latinas. En Europa se ve un contraste curioso, que los siglos no han desmentido jamás. Las razas germánicas o del norte son las únicas que poseen el genio de la colonización, es decir, de la creación de sociedades civilizadas en regiones bárbaras. Las razas latinas o del sur son las únicas que tienen el genio de la conquista, es decir, de la dominación —por asimilación— sobre los pueblos ya civilizados»[53].
+Este genio colonizador de los sajones es precisamente el que hace que estos pueblos funden siempre civilizaciones allí donde no encuentran ningún elemento antiguo o sólo elementos muy simples; en cambio, cuando ejercen el control político de una nación ya hecha, no logran mantenerlo. Al contrario, las naciones latinas son muy capaces de mantener la dominación sobre un pueblo ya desarrollado, como fue el caso de España sobre las naciones árabes o sobre Sicilia, o de amalgamar su civilización con otras existentes, corno ocurrió entre Castilla y Aragón, que se amalgamaron bien con vascos y catalanes; pero son incapaces de construir allí donde no tienen un punto de partida[54].
+«La explicación de este fenómeno es sencilla. Las razas del norte tienen el espíritu y las tradiciones del individualismo, de la libertad y la iniciativa personal. En ellas el Estado es una consecuencia, no una causa, una garantía de derecho, y no la fuente del derecho mismo, una agregación de fuerzas, y no la fuerza única. De ahí el hábito del cálculo, de la creación y del esfuerzo propio. Nuestras razas latinas, al contrario, sustituyen la pasión al cálculo, la improvisación a la fría reflexión, la acción de la autoridad y de la masa entera, a la acción individual, el derecho colectivo, que lo absorbe todo, al derecho de todos detallado en cada uno… Ahora bien, si para dominar a un pueblo civilizado, lo que se necesita es fuerza colectiva y poder de asimilación, para fundar una sociedad civilizada en el seno de la barbarie es indispensable el poder de creación servido por el esfuerzo individual, libre y espontáneo. En Colombia[55] —mundo inmenso, salvaje casi en su totalidad y muy rudimentario en lo demás— era preciso que los colonizadores no fuesen los gobiernos —que no saben ni pueden crear, por lo común, sino reglamentar y regularizar lo creado—, sino los individuos obrando libremente, cada cual según su inspiración, durante un largo periodo, hasta que el conjunto de esfuerzos individuales hubiera fundado cultivos y trabajos mineros, artes, comercio, especulaciones, aldeas y ciudades, haciendo surgir un pueblo. Los gobiernos obran sobre los pueblos, las sociedades, los intereses, no sobre los territorios desiertos. Son los individuos los que, explotando libremente esos territorios, creando intereses y asociándose, preparan el terreno a toda acción colectiva o gubernamental»[56].
+«El gobierno español —agrega Samper— no comprendió esa verdad, extraña al genio y las tradiciones de la raza que representaba. Quiso colonizar directamente, hacerse empresario de la obra, minero, agricultor, comerciante, fabricante, propietario exclusivo, misionero, explorador y cien cosas más a un tiempo; y como para eso le fue preciso dividir sus fuerzas, dislocarse y darles una dirección violenta a los intereses de las colonias, las sociedades que de estas nacieron fueron verdaderos monstruos»[57].
+Partiendo de estas premisas y sirviéndose de un método deductivo, Samper trata a través de todo su ensayo de explicar los rasgos característicos de las sociedades hispanoamericanas. Para abundar en razones y establecer con mayor claridad todavía su punto de partida, dice: «Toda colonización hecha por un pueblo o grupo social, a virtud de esfuerzos individuales, esencialmente agrícolas y comerciales, ha sido y será fecunda; porque en tal caso el egoísmo bastardo no es el espíritu de la colonización, sino la creación de intereses armónicos y libres. La prueba de esta verdad, en los tiempos antiguos, está en la consistencia de las colonias de los fenicios, los griegos, los cartagineses y los árabes; y en los tiempos modernos, los prodigiosos progresos de los Estados Unidos y el Canadá, en la India y la Oceanía. Al contrario, toda colonización emprendida directamente por un gobierno es, por su naturaleza egoísta, tiránica, infecunda, o, por lo menos, empírica. La prueba está en la Colombia latinizada, en Argelia y otros países»[58].
+Ahora vendrá la enumeración de los efectos necesarios de esta colonización estatal, marcada por el egoísmo. Un Estado burocratizado necesita altos ingresos, y por consiguiente las colonias hispanoamericanas quedarán abrumadas por las cargas tributarias, por los monopolios económicos que representan fuentes de ingreso para el pago de los innumerables funcionarios; los privilegios engendran las desigualdades, las injusticias y por ende el espíritu de pugna, de malquerencia y de disociación. Las diversas clases sociales de los nuevos territorios —o castas, según la impropia terminología usada por Samper—, que tantas tensiones y falta de unidad traerían a las nuevas naciones, nacieron al calor de los privilegios estatales, sobre todo de los de índole burocrática. Los hispanoamericanos se acostumbraron a vivir de la empleomanía y a esperarlo todo del Estado y por eso murió en ellos el espíritu de trabajo. Un Estado interventor necesita complejas reglamentaciones y un ejército que garantice la ejecución de sus órdenes, de donde nacerán las trabas legales y reglamentarias y uno de los azotes de la sociedad hispanoamericana: el militarismo. En fin, no hay rasgo negativo, ni defecto de las colonias hispanoamericanas que no pueda explicarse como una derivación de esta premisa: la colonización española en América fue una obra estatal. Y al contrario, si hubiera sido el resultado de la iniciativa privada, habría tenido consecuencias óptimas.
+ES evidente que si bien Samper acertaba en el diagnóstico de muchas de las fallas de las sociedades fundadas por España en el continente, su análisis de conjunto es insostenible a la luz de la realidad histórica y de un riguroso criterio científico. Toda su explicación se basaba en dos premisas, ambas indemostrables a la luz de los hechos: primera, la idea del contraste absoluto, y completamente desfavorable para la evolución de la obra de España en América, entre las formas y los resultados de la colonización sajona en Norteamérica y la hispano-lusitana en el sur, diferentes por haber sido empresa de dos razas distintas y no por otras razones; segunda, la hipótesis de que la sociedad nació de un contrato entre individuos, libre y espontáneamente; que a esta sociedad así constituida se superpuso el gobierno como un factor negativo, y finalmente, que todo lo que surge de la acción espontánea del individuo guiado por sus intereses es bueno, y todo lo que resulta de la actividad del Estado, o del gobierno, es malo[59]. El esfuerzo por ajustarlo todo a estos dos puntos de vista y la aceptación sin crítica del concepto de raza y de las numerosas y superficiales tipologías raciales frecuentes en el siglo XIX a que dio lugar la obra de Gobineau («raza aria», «raza latina»), disminuye notablemente el valor científico del Ensayo, a pesar de las numerosas y sagaces observaciones que contiene sobre la historia social y sobre la evolución política y social de los países hispanoamericanos.
+Respecto a la primera de estas premisas, ya hemos observado que, quebrando la lógica de sus razonamientos, Samper atribuye algunos de los aspectos negativos de la obra colonizadora de España al espíritu del tiempo y de la civilización europea, y no a un rasgo exclusivo del carácter peninsular. Pero guiado por su deseo de ser consecuente con un principio de naturaleza política y filosófica —la concepción liberal, individualista de la sociedad— y por el propósito de exagerar las malas condiciones en que quedaron las naciones hispanoamericanas en el momento de la independencia, para así justificar sus vicisitudes políticas y sociales ante los ojos de los críticos europeos, José María Samper, como muchos de sus contemporáneos de Colombia y de América[60], hizo especial hincapié en los aspectos negativos de la obra de España en América, y no tuvo suficiente comprensión histórica de sus facetas positivas[61].
+Al par que por una desviación negativa ante la historia de España en América, las tesis del Ensayo estaban viciadas por una idealización de los hechos respecto a la colonización norteamericana. La historiografía moderna ha demostrado que no todos los colonos que poblaron el territorio de los Estados Unidos fueron «los hombres libres que crearon una nación de pequeños propietarios, demócratas y tolerantes», según lo creyeron los historiadores liberales de hispanoamérica en el siglo XIX. Hubo en el norte grandes propietarios, y, desde luego, la tolerancia religiosa y política no fue la norma general, ni el comercio estuvo exento de trabas, monopolios o intervenciones estatales, ni el acceso de los extranjeros a sus actividades estuvo menos restringido que en el sur. Todas estas eran medidas características de la política económica de las grandes potencias en la época mercantilista y las practicaron todas las metrópolis europeas en sus territorios ultramarinos. La misma idea, mencionada frecuentemente por Samper y acogida en el siglo XIX por casi todos los historiadores latinoamericanos, respecto a las diferencias sociales de los inmigrantes de uno y otro territorio, viendo en los primeros pobladores de los Estados Unidos puritanos amantes de la libertad y en los conquistadores y colonizadores españoles sólo aventureros y pillos, ha sido revisada completamente respecto a la realidad de uno y otro sector del continente[62].
+El problema histórico del desarrollo desigual y diferente de las dos Américas, desde luego, existía y su análisis era necesario para una toma de conciencia de la situación propia de las naciones americanas, pero su aclaración fue obstruida por prejuicios de origen afectivo, por deficiencia en los datos de que entonces disponía la historiografía, o por la impotencia de los conceptos naturalistas de raza y medio geográfico que la mayor parte de los escritores americanos —y el autor del Ensayo sobre las revoluciones políticas entre ellos— recibieron del positivismo europeo sin beneficio de inventario. No obstante, el mismo José María Samper llegó a vislumbrar la explicación histórica de la formación del espíritu castellano, cuando al comienzo del Ensayo afirma, siguiendo también algunas tesis en boga que después han sido parcialmente rectificadas[63], «que la expulsión de moros y judíos, las continuas guerras contra musulmanes e infieles no habían dejado tiempo a los españoles para acumular riquezas y aprender a trabajar con las técnicas modernas y solo habían dejado un balance de espíritu de aventuras y caballeresco heroísmo»[64]. Pero tales observaciones fueron desviadas y opacadas por la introducción del criterio de la participación del Estado de un lado, y de la actividad soberana del individuo de otro, como características de dos tipos de colonización, la española y la sajona respectivamente, o del colectivismo y el individualismo como caracteres raciales de los dos pueblos, y por el intento de hacer de estos puntos de vista patrones para establecer el mayor o menor valor de los dos tipos de mentalidad. Los resultados diferentes de las dos colonizaciones existían, en efecto; pero ellos se debían a que los colonizadores pertenecieron a diferentes culturas y diferentes sociedades, en distinto momento de desarrollo[65], y a que la empresa colonizadora encontraba en ambas partes del hemisferio condiciones geográficas y sociales completamente distintas, y no a que los colonizadores sajones practicaran la tolerancia, la libertad económica y la libre iniciativa individual, ni a que los españoles desconocieran el valor de la libertad o fueran menos individualistas. Precisamente, siempre se hizo el español el reproche de ser demasiado individualista y de presentar una cierta incapacidad para la acción organizada y racionalmente planeada. La colonización fue, como ya lo anotaba el arzobispo Caballero y Góngora a fines del siglo XVIII, una obra espontánea que dejó por herencia muchas anomalías en el emplazamiento de ciudades y puertos. Por otra parte, los conquistadores españoles encontraron en el sur del continente, civilizaciones indígenas complejas, población densa, con mano de obra abundante, condiciones todas que dieron nacimiento a una sociedad más compleja, más heterogénea y más propicia a fundar una economía de explotación, además de un territorio difícil por la topografía y los climas, dotados de riquezas mineras cuyos halagos retardarían la formación de la riqueza agrícola e industrial[66].
+[43] Nuestras referencias están tomadas de la última edición, publicada por la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, sin fecha. Citaremos esta obra como Ensayo.
+[44] Miguel Samper, al referirse alguna vez a las fallas de la civilización en los Estados Unidos, sólo pudo anotar, al lado de la discriminación racial y del problema negro, la existencia del proteccionismo aduanero, forma de limitar el liberalismo económico que califica de «esclavitud blanca» —véase Libertad y orden, vol. II de las Obras, ed. Cromos, Bogotá, 1925, pág. 79—, olvidando que los Estados Unidos aplicaban una política que había practicado Inglaterra antes que su predominio técnico y económico le permitiera practicar el pleno liberalismo. Como fue muy frecuente en hispanoamérica durante el siglo pasado, José María Samper y Miguel Samper desenvuelven el tema sirviéndose de conceptos metodológicos e informaciones históricas que la ciencia posterior, con mayor rigor analítico y nuevas perspectivas críticas, ha revaluado casi totalmente. Pero lo que desde luego es interesante para el estudio de la formación de la conciencia colombiana es que, aunque equivocadas sus opiniones desde un punto de vista histórico, representaban una modalidad del anhelo general de sustituir ciertas formas de vida heredadas de la metrópoli, por otras más acordes con las que consideraban tareas fundamentales de la nación que empezaba a forjarse. Véase infra, nuestras notas a la posición adoptada por la historiografía liberal, europea y americana, respecto a la historia de España en su conjunto y su obra en América en particular.
+[45] Sobre esto, véase a E. Cassirer, El mito del Estado, F. C. E., México, 1947, pág. 284. Por demás está decir que no es este el lugar para hacer una crítica de las ideas racistas. Lo que interesa es destacar la influencia que tuvieron entre nosotros las ideas de Gobineau y otros intérpretes de la historia, en términos de raza. En el libro de Cassirer, ya citado, hay un excelente resumen de todo el problema y una crítica de los fundamentos lógicos e históricos de la obra de Gobineau.
+[46] Ensayo, pág. 31. El espíritu de la época era el espíritu del mercantilismo, o sea, de la supervaloración del oro como base de la riqueza de las naciones, de la intervención estatal en las empresas económicas ligadas al poderío nacional, de la formación de imperios ultramarinos cerrados y autosuficientes; de la razón de Estado como técnica política y diplomática, y a este espíritu no escapaba ninguna de las grandes naciones europeas de los siglos XVII y XVIII. La contradicción en que incurría Samper era la misma en que incurría Taine —quien seguramente influyó mucho sobre Samper— al analizar el sentido de la obra de arte. Esta era explicada como resultado de tres factores: raza, clima y momento histórico. Pero como lo ha hecho ver Cassirer —El problema del conocimiento. De la muerte de Hegel hasta nuestros días, México, 1948, libro III—, introducir el «momento histórico» en combinación con el clima y la raza, era ya recurrir a un factor no natural, recurrir a la historia y a la cultura, es decir, caer en una petición de principio y en una incongruencia, pues factores naturales no pueden conjugarse con factores histórico-culturales.
+[48] Subrayo esta parte del texto para destacar algo que es permanente en el análisis de Samper: la idea de que sólo el individuo, actuando bajo el resorte de su interés y propia iniciativa, es capaz de alto desarrollo moral e intelectual, y desde luego, de crear una economía eficaz. Cualquier forma que sustraiga del comercio la propiedad y entrabe la circulación de los bienes —sin que haya diferencias entre una forma tradicional de comunidad como lo era la propiedad indígena de la tierra o un monopolio creado por un privilegio de Estado— tiene iguales resultados negativos, espiritual y económicamente. En esto su hermano Miguel Samper, que escribe sobre temas muy semejantes unos años más tarde, tuvo un criterio muy diferente. Criticó la disolución de los resguardos, mostrando que dejó al indio indefenso ante la competencia del terrateniente criollo, quien aprovechó la movilización de propiedades indígenas para acaparar las tierras, causando así un descenso en el nivel social del indio.
+[50] Véase infra, nuestras consideraciones a propósito de la contraposición establecida por Samper entre conquista y colonización como categorías propias de las razas latinas y sajonas.
+[51] Ensayo, págs. 208 y 209. La mayor parte de estas ideas sobre la sociedad norteamericana fueron popularizadas por el libro de Tocqueville, La democracia en América, cuya traducción castellana hecha por Sánchez de Bustamante, se publicó en París en 1837. Esta obra de Tocqueville tuvo amplia circulación en Colombia hacia mediados del siglo e influyó mucho en las ideas de la generación de 1850. De ella se tomó la imagen de los Estados Unidos como un país formado por inmigrantes de clase media, donde desde un comienzo se instauraron sin tropiezos las formas políticas de la democracia, donde no hubo aristocracia territorial ni gobierno central fuerte y donde la tolerancia religiosa fue la regla general de la vida social. Pero debe observarse que los colombianos del siglo XIX no leyeron con mirada avizora y desprevenida el libro del historiador francés. No repararon en varios pasajes que rompían la armonía del cuadro, ni tuvieron en cuenta que se refería, no a los Estados Unidos en su totalidad, sino a ciertos Estados del norte. En ciertos aspectos, como el de la tolerancia religiosa, Tocqueville hace alusión a la pena de muerte establecida por los legisladores de Connecticut, en 1650, para «quienes no adoraran el verdadero Dios» y en cuya Constitución se establecían las más severas penas para los «cristianos que quieren adorar a Dios bajo otra fórmula que la suya», olvidando —comenta Tocqueville— el legislador completamente los grandes principios de libertad religiosa reclamados por él mismo en Europa. (Tocqueville, La democracia en América, trad. de Sánchez de Bustamante, París, 1837, págs. 71 a 75).
+[52] En páginas anteriores Samper ha establecido la distinción entre conquista, empresa que exige virtudes heroicas y guerreras, y colonización, empresa constructiva que demanda hábitos de trabajo.
+[55] Samper llama «Colombia» a Hispanoamérica, y «colombianas», a las repúblicas hispanoamericanas.
+[56] Ensayo, págs. 36 y 37. A la idea muy probablemente procedente de Gobineau, de que el individualismo sólo florece en los pueblos germanos, se agrega la convicción liberal de Samper de que el liberalismo y la civilización política se identifican. Véase infra, parte segunda, nuestras consideraciones sobre su pensamiento político.
+[60] Había también en esto intrínsecas deficiencias en la formación científica del autor del Ensayo. J. M. Samper era ante todo un abogado y un hombre de letras, y más tarde, después de publicado el Ensayo, se hizo un erudito en materias constitucionales colombianas. Pero, sin que ello implique menosprecio por lo que él representa en la historia del pensamiento colombiano, tenemos que reconocer que ni su formación científica ni su información histórica eran sólidas. En ambos aspectos su hermano Miguel lo superaba ampliamente.
+[61] Al final de su vida, Samper rectificó muchos de sus sentimientos respecto a España (véase Historia de una alma, pág. 232 y ss.). Su punto de vista de que los pueblos latinos, y particularmente los españoles, carecían de genio «colonizador», es perfectamente insostenible y el historiador de las ideas no alcanza a comprender que un observador inteligente como él, pudiera considerar como resultado de la conquista y de la mera dominación el mundo hispanoamericano, en el cual, por otra parte, el mismo autor del Ensayo ponía las más optimistas esperanzas.
+[62] El Imperio español fue el primer imperio colonial que se constituyó en la época moderna y por eso marcó pautas de política colonizadora que otras potencias como Inglaterra habrían de seguir muy de cerca en el siglo XVII. Muchas de estas pautas eran, por otra parte, patrimonio común de la concepción mercantilista de la economía y de la idea de la razón de Estado que animaba la política europea en la época del absolutismo. El comercio colonial estuvo tan reglamentado en el norte como en el sur, según lo muestra Kirkland en su Historia económica de los Estados Unidos (México, 1941, pág. 101 y ss.). Sobre la composición social, muy heterogénea, de los inmigrantes que llegaron al territorio norteamericano a comienzos del siglo XVII, véase a Morison y Commager, The Growth of the American Republic, New York, 1942, vol. I, pág. 47 y ss./172/77. También a Eric A. Walker, The British Empire, its Structure and Spirit, New York, 1947, pág. 15 y ss., y Maurice R. Davie, World Immigration, MacMillan, New York, 1939. Este último autor (pág. 31) cree que entre 1771 y 1776 entraron al territorio de los Estados Unidos cerca de 50.000 procesados por diversos delitos. Sobre el régimen de propiedad de la tierra y las instituciones feudales en los primeros siglos de la vida norteamericana, Kirkland, ob. cit., pág. 26 y ss.: «Resulta un poco escandaloso (pág. 30) pensar que William Penn pudo vender, hipotecar, ceder, legar o entregar en fideicomiso toda Pensylvania, pero es verdad». En su obra Agrarian Conflicts in colonial New York, 1711-1775, Columbia University Press. New York, 1940, Irving Mark ha hecho la historia de los conflictos agrarios en la colonia de New York y de la constitución allí de una poderosa oligarquía de terratenientes. Sobre la tolerancia religiosa entre los primeros grupos colonizadores, véase a Thomas Jefferson Wertenbaker, The Puritan oligarchy: The Founding of American Civilization, Londres, 1947. Los puritanos no creían en la tolerancia religiosa, según Wertenbaker (pág. 32), y fue bajo la compulsión de una orden de Carlos II, que prohibió establecer penas contra los miembros de la Iglesia anglicana que no concurrieran a los oficios de la Iglesia congregacionalista, como llegaron a otorgar la libertad religiosa a otras confesiones (Wertenbaker, ob. cit., págs. 310 y 323). Sobre los rasgos característicos de la política colonial en los siglos XVI, XVII y XVIII, véase la obra tantas veces citada de Heckscher, La época mercantilista, México, 1943.
+La bibliografía moderna sobre la obra de España en América, rectificando la unilateralidad de la «leyenda negra» y haciendo un enfoque más objetivo y realista del imperio colonial español, es abundante. Un resumen analítico de ella puede verse en el libro de Rómulo D. Carbia, Historia de la leyenda negra hispanoamericana, Madrid, 1944. Debe advertirse, sin embargo, que el libro de Carbia tiene un acentuado tono polémico y que su obra está fuertemente inclinada hacia la «leyenda rosa».
+[63] Nos referimos a la tesis que atribuye la decadencia económica y social de España a la expulsión de moros y judíos en el siglo XV, y a los efectos de las guerras de reconquista sobre el espíritu español. La moderna historiografía, sin desechar esas causas, las pondera más discretamente y las considera a la luz de factores diversos operantes en la época. En este sentido han sido importantes las investigaciones de Earl J. Hamilton sobre política de precios, inflación monetaria, etcétera, incluidas en su libro El florecimiento del capitalismo y otros ensayos de historia económica, Madrid, 1948, especialmente pág. 122 y ss.
+Véase también a Ignacio Olagüe, La decadencia española, 4 vols., Madrid, 1950, quien analiza el argumento de la salida de moros y judíos como causa de la decadencia española y rechaza la mayor parte de las cifras que se han dado habitualmente (Walsh, 154.000 judíos en Isabel de España, moros, cerca de medio millón, según Menéndez y Pelayo); sólo acepta como probables la suma de 54.000 judíos y alrededor de 104.000 moros (vol. I, pág. 214 y ss.). Da más importancia a los gastos excesivos de la corte, al descenso de los ingresos de América y a la despoblación de los campos que se verificó debido al crecimiento de las grandes ciudades burocráticas, como Madrid y Sevilla (ob. cit., vol. I, pág. 223 y ss.; vol. IV, pág. 130 y ss.).
+[65] No podemos tratar aquí a fondo este difícil y complejo problema. Todo estudio comparativo de las dos colonizaciones tiene que partir de un análisis también comparativo de las culturas sajonas y latinas, más concretamente, del espíritu nacional de los pueblos occidentales colonizadores, sobre todo en Inglaterra, Holanda y España. Desde luego, no como razas sino como culturas diferentes. Este análisis tendría que incluir también un estudio sobre los orígenes de la mentalidad capitalista y sobre las causas de los vaivenes del poder político entre las naciones occidentales. Sobre el capitalismo moderno, su origen, su espíritu, las modalidades nacionales, etcétera (problemas todos muy ligados a la cuestión de la colonización americana y a la llamada cuestión de la «decadencia española», puesto que el deficiente desarrollo del capitalismo y el retraso de la revolución industrial en España fue una de las causas de su debilidad frente a Inglaterra y Francia), Max Weber, Ernst Troeltsch, Werner Sombart y Henri See han escrito los trabajos básicos. Ninguno de ellos, sin embargo, da al fenómeno explicaciones raciales, ya que el concepto raza no es aceptado por ningún historiador serio de las ciencias del espíritu y de la cultura. Y aunque hubiese una «raza» poseedora del ethos capitalista, quedaría el problema de por qué y en qué condiciones se formó. Tornaríamos a la idea de que la historia hace a la raza y no al contrario. Todo problema racial sería, pues, un problema histórico. De Max Weber, véase Die Protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus, publicado en «Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie», Mohor, Tübingen, 1947. De Sombart, Der Bourgeois, Leipzig, 1913 (trad. francesa de Le Bourgeois, Payot, París, 1926); Der Moderne Kapitalismus, Berlín, 1922, y Die Juden und das Wirtschaftsleben, Leipzig, 1911 (hay traducción francesa, Payot, París, 1926). De Troeltsch, Die sozial Lehren der Christlichen Kirchen und Gruppen, Tübingen, 1912 (traducción inglesa, Londres, 1950). También, sobre todo por sus referencias a España, Earl J. Hamilton, El florecimiento del capitalismo y otros ensayos de historia económica, Madrid, 1954. De Henri Sée, Origen y evolución del capitalismo moderno, México, 1952. Sobre el caso particular de España y el moderno espíritu capitalista, Alfred Rühl, Vom Wirtschaftsgeist in Spanien, Leipzig, 1928.
+[66] Sobre este aspecto hizo José María Samper consideraciones muy atinadas (Ensayo, pág. 110 y ss.). En cuanto a la centralización y la dirección ejercida por el Estado español en la empresa colonizadora, es muy seguro que fueran impuestas por las condiciones históricas propias de la situación internacional de lucha entre las diversas potencias coloniales y por la misma geografía del Nuevo Mundo. El mismo Samper hacía a este propósito la siguiente observación: «La exuberancia maravillosa de la vida y las fuerzas de la naturaleza, así como su riqueza —inagotable y variada hasta lo infinito—, oponían dificultades a una colonización desordenada, caprichosa y aventurera. En aquel mundo donde todo es colosal en la naturaleza, donde el árbol crece de la noche a la mañana; donde la luz trabaja como un obrero infatigable y de prodigiosa facultad productiva; donde la tierra fermenta día y noche con la fiebre de un poder de creación asombroso, haciendo sentir el soplo de su respiración acelerada y las palpitaciones de su pulso de fuego; donde la vida se duplica por ausencia de invierno y otoño, sin reposo ninguno en su trabajo de descomposición, reproducción y multiplicación; donde parece que la creación no se ha completado todavía y se embriaga con sus esbozos portentosos en un delirio incesante de vitalidad, voluptuosidad y progreso; en aquel mundo, decimos, no era posible crear la civilización sino a condición de concentrarla» (Ensayo, págs. 26 y 27).
+VARIOS AÑOS DESPUÉS PLANTEA don Miguel Samper el problema del destino de Hispanoamérica en términos muy semejantes. Pero más realista, con mejor información histórica y la sobriedad propia de quien evadiendo las influencias del romanticismo político y literario se había formado más bien en la escuela de los economistas ingleses de la segunda mitad del siglo XIX, su diagnóstico sobre el destino hispanoamericano y sobre la realidad colombiana es mucho más nítido y lógico que el formulado por su hermano, no obstante coincidir con él en las soluciones.
+El problema y los estímulos para la reflexión son los mismos: América debe crear un orden social sólido, conquistar la civilización política —que coincide con la organización democrática sajona— y adquirir los beneficios de la riqueza, forjada gracias a la iniciativa individual y a la moral rigurosa del trabajo, características del hombre de negocios británico, que para él representaba algo así como el tipo ideal de hombre. En ninguno de sus contemporáneos se dio con más pureza la admiración por los patrones de vida ingleses, ni estos llegaron a calar tanto en la formación de la personalidad. La ciudad de Honda, donde trascurrió su juventud, era entonces un centro de comercio activo donde debieron existir numerosos agentes comerciales británicos que dieron el tono a las costumbres de ciertos círculos sociales e influyeron en la educación de los comerciantes criollos. Uno de ellos fue James A. Brush, soldado de la Legión Británica, que vino a gestionar negocios a Honda y que llegó a ser el suegro de Miguel Samper. En el ensayo biográfico que le dedicó don Carlos Martínez Silva[67], Samper aparece con los perfiles propios del puritano del siglo XVII: «Lector asiduo del Evangelio y de la Imitación de Cristo, tolerante en materias religiosas y políticas, austero en las costumbres, metódico, le causaban espanto las riquezas improvisadas». Las siguientes cláusulas de su testamento, escrito en 1860, muestran con nitidez los diversos aspectos de su formación personal y la idea que tenía del tipo humano que consideraba ideal. En las recomendaciones dirigidas a sus hijos, decía:
+«Que no olviden la primera doctrina que les ha enseñado —se refiere a su esposa—, así para cumplir el deber de amor a Dios, como para ser buenos hijos, padres, hermanos, esposos, prójimos y ciudadanos. Yo les encomiendo vivamente que huyan de la indiferencia, que se esfuercen en conservar las creencias que les trasmitió su madre, y que no abandonen el credo cristiano. Les ruego que sean tolerantes en religión, como en política, que sean sumisos a la ley, como la salvaguardia de la libertad, y que en las desgraciadas guerras civiles, por las cuales tendrá que atravesar todavía nuestra patria, separen siempre sus simpatías de su deber, para no seguir sino este. Confío, en que la causa de la libertad tendrá en mis hijos un apoyo de tradición»[68].
+Donde Miguel Samper se ocupó más extensamente en la tradición hispánica y donde expresó su admiración más ferviente por las formas sajonas de educación y política, fue en su ensayo titulado Libertad y orden[69], escrito para controvertir ideas de carácter imperialista respecto a Hispanoamérica, expresadas por el escritor norteamericano Benjamin Kidd en su libro Social Evolution. Kidd acogía ideas corrientes entonces en medios norteamericanos y europeos respecto a la capacidad de los pueblos latinoamericanos para darse una organización política estable y para asimilar la técnica occidental necesaria para explotar sus ingentes riquezas naturales, y aceptaba paladinamente el derecho de los pueblos sajones a no ver indiferentes el «despilfarro de los recursos de las regiones más ricas del globo, por falta de las más elementales cualidades de eficiencia social de las razas que los poseen». He aquí las palabras textuales del autor de la Social Evolution, citadas por Miguel Samper y que sirven de punto de partida a sus reflexiones sobre el porvenir del continente:
+«En los vastos territorios de Centro y Sur América, gobernados en otro tiempo por los españoles y los portugueses, vemos una de las más ricas regiones de la tierra. Bajo las apariencias de gobiernos a la europea, aparece, sin embargo, que van saliendo lentamente de la civilización. Créese entre nosotros que esos países están habitados por razas europeas y que pertenecen a la civilización occidental, debido esto a que se les considera como colonias europeas que se han emancipado bajo el modelo de los Estados Unidos. Nada justifica este aspecto desde el cual los vemos. En las veintidós repúblicas comprendidas en los territorios en cuestión, más de los tres cuartos de la población son descendientes de los aborígenes, negros importados y razas mezcladas.
+«Desde el periodo de la independencia, aquellas repúblicas han tomado prestadas sumas inmensas con el objeto de desarrollar sus recursos, y grandes cantidades se han invertido también por particulares europeos también en empresas públicas; pero la acción de aquellas cualidades que distinguen a los pueblos de poca energía social han sido el azote de la región. En casi todas esas repúblicas la historia del gobierno ha sido la misma. Bajo las apariencias de instituciones jurídicas del mejor carácter, han exhibido una ausencia general de ese sentimiento público y privado del deber, que ha distinguido siempre a los pueblos que han alcanzado un alto grado de desarrollo social. La corrupción en todos los departamentos del gobierno, la insolvencia, la bancarrota, y las revoluciones políticas que se suceden a cortos intervalos, casi se han convertido en accidentes normales de la vida pública, con su natural cortejo de inseguridad, de falta de energía y de espíritu de empresa en el pueblo, y también de una general apatía en los negocios… »[70].
+No acepta Samper la explicación racista del autor norteamericano ni las sumarias apreciaciones que entonces solían formularse sobre Latinoamérica, pero tampoco rechaza el examen de la realidad social americana a la luz de las opiniones de sus críticos: «A muchas rectificaciones —dice— se presta el estudio de Mr. Kidd, pero siempre quedará en ellas un fondo de verdad que debe ser en nuestras repúblicas asunto de meditación y estudio. A nuestro juicio, ni el territorio, con sus ventajas y sus inconvenientes, ni la inferioridad de las razas que lo habitan, inferioridad que mucho se nos parece a un mero sofisma, bastan para explicar el atraso de nuestras repúblicas. Creemos que el día en que lleguemos a fundar un orden político que dé por resultado la paz, todos los demás problemas hallarán fácil solución»[71].
+Para Miguel Samper el problema central ya no es, en forma tan imperiosa, el problema de la construcción de la economía, sino el de la fundación de un orden político estable, es decir, el del mantenimiento de la cohesión nacional. Y en esta dirección es en la que intenta hacer un balance de la realidad colombiana, a través de la ya típica actitud del pensamiento latinoamericano de este siglo: la comparación entre la colonización sajona de los Estados Unidos y la colonización española en el sur del continente.
+El autor está lejos de aceptar las explicaciones de carácter racial que había aceptado su hermano José María Samper en el Ensayo sobre las revoluciones políticas. La clave de los diversos resultados obtenidos por los dos pueblos en sus respectivas colonizaciones está para él en que poseían diferentes culturas y estas dependían de su historia peculiar y no de supuestas características innatas de las razas latinas o sajonas. Sin embargo, también en su caso se simplifican muchas veces los hechos y se toma por definitiva la imagen que entonces se tenía de las condiciones en que se verificó la colonización de los Estados Unidos y a dar por ciertas las versiones corrientes entonces sobre los métodos y resultados particularmente negativos de la colonización española. Los Estados Unidos fueron, desde el comienzo de su historia, la tierra de la libertad económica, de la tolerancia religiosa, del imperio de la ley, de la hospitalidad al extranjero, de la propiedad dividida en multitud de propietarios y sus componentes humanos, los austeros puritanos, comerciantes y manufactureros que huían de las tiranías europeas en busca del reino de la libertad y la ley. Por el contrario, en el reverso de la medalla, vemos el gobierno centralizado, interviniéndolo todo y ahogando la iniciativa individual, la intolerancia en materias políticas y religiosas, la renuencia a tomar contacto con el extranjero, el espíritu del conquistador, forjado en siglos de guerrear continuo; impermeabilidad a las ciencias modernas y una política de separación de clases que creó complejos de odio e inferioridad y otras manifestaciones sicológicas de disgregación social, contra cuyos efectos debían comenzar a luchar las nuevas repúblicas[72].
+Resumamos la manera como veía Miguel Samper este contraste entre norte y sur en cuanto a sus elementos genéticos, y observemos cómo, dentro de mayor mesura y mejor aplicación de la lógica, no era menos claro el concepto de que la salvación nacional se encontraba en un autoanálisis social, que poniendo a flote los aspectos negativos de la herencia española, mostraran la necesidad de adoptar nuevos patrones de vida.
+Los contrastes entre las dos colonizaciones son, a su juicio, de naturaleza geográfica, política, económica, social y demográfica. Desde el punto de vista geográfico, los Estados Unidos lograron superar el particularismo provinciano gracias a la ayuda de una red hidrográfica central que comunica sur y norte y permite la penetración hacia el occidente: el sistema Mississipi-Missouri-San Lorenzo; el territorio es plano y las montañas Apalaches no representan una barrera para los movimientos hacia el interior como sí lo son los Andes en Sudamérica, donde además no existió una red fluvial de condiciones adecuadas para unir norte y sur. El clima templado estacional en el norte, y el tropical, cálido y lluvioso en el sur, daban grandes ventajas a la colonización en la parte septentrional del continente.
+En el campo demográfico, el norte no contaba con poblaciones indígenas de gran densidad y compleja cultura, mientras que en el sur, sobre todo en la región andina, los españoles encontraron una población numerosa, cuyos cruces con el conquistador dieron lugar a la creación de una sociedad dividida en numerosos grupos sociales, en los cuales a la diferenciación social se unía la racial y la cultural.
+Desde el punto de vista político, los inmigrantes del norte eran en su mayoría miembros de la clase media sajona, que buscaban un clima de libertad religiosa y política. Estaban dominados por el espíritu de tolerancia, que se impuso, entre otros motivos, por pertenecer los inmigrantes a muy diversas sectas. Las libertades municipales se mantuvieron y se organizaron en forma compatible con la unidad nacional. Los Estados Unidos no necesitaron imponer libertades teóricas en una constitución; esas libertades venían de abajo y eran practicadas y entendidas por el pueblo. En España, en cambio, ya al iniciarse la expansión imperial, las libertades municipales y personales de que había gozado la nación en la época de Isabel y Fernando, garantizadas por el sistema de cortes-nobleza-comunes (burgueses)-clero, desaparecieron con el absolutismo de los Austrias, sobre todo por obra de Carlos V. Las leyes de las cortes fueron reemplazadas por pragmáticas reales, y los cuerpos representativos, por consejos reales. España perdió así la oportunidad de gozar del moderno régimen representativo. Ahora bien, no podía exigirse que unas libertades que habían muerto en la metrópoli se establecieran en las colonias. Los sudamericanos tuvieron que hacer su aprendizaje tardío. Recibieron una herencia de intolerancia, adquirida por el pueblo de la metrópoli en su lucha secular contra los moros, y también recibieron el espíritu guerrero[73].
+En el campo económico, la exageración del papel que correspondió a la minería fue el gran pecado de la política española, pues por esa causa la economía colonial se desarrolló en forma hipertrófica, sin los debidos complementos de una industria y, sobre todo, de una agricultura próspera. El comercio y la industria manufacturera no pudieron desenvolverse debido a los numerosos monopolios y al control que la Casa de Contratación de Sevilla ejercía sobre el comercio ultramarino; el tráfico entre unas regiones y otras de las colonias fue prohibido, y el crecimiento demográfico, retardado, a causa de la prohibición absoluta que pesaba sobre los extranjeros para emigrar a las colonias hispánicas. Las prohibiciones de comerciar con otros países europeos encarecieron las subsistencias y eliminaron ese factor de progreso social y cultural que es el contacto con otros pueblos a través del comercio[74].
+En lo social y cultural, finalmente, se frustró el desarrollo de una clase ilustrada porque, de un lado, los criollos fueron sistemáticamente eliminados de los cargos importantes y a ellos sólo estaban abiertas ciertas profesiones como el sacerdocio o la jurisprudencia, y de otro, la Inquisición prohibía la entrada de libros, expurgaba bibliotecas y suprimía la investigación libre. Todo esto, según Miguel Samper, creó en la población americana hábitos de doblez y sigilo. Y a propósito de las actividades del Santo Oficio, observa que la obra de la Inquisición no fue creación exclusiva de la monarquía ni de la Iglesia, sino exigencia popular «solicitada y hecha para dar satisfacción al pueblo»[75].
+Ahora bien, es evidente que el tratamiento que daba Miguel Samper al problema de la herencia española y al estudio comparativo de las dos colonizaciones superaba en buena parte al realizado por su hermano José María en el Ensayo sobre las revoluciones políticas; pero es igualmente claro que participaba de las mismas ideas básicas tanto en el planteamiento de los problemas como en las soluciones propuestas, porque tenían fuentes comunes de formación. Ambos eran fervorosos liberales en política y economía, y por lo tanto, inclinados a considerar que la iniciativa individual y las soluciones de la ley escrita eran suficientes para resolver los problemas de la sociedad; ambos admiraban el sistema constitucional inglés, con la diferencia de que en José María intervenía el elemento romántico y en Miguel estaba ausente, lo que da mayor claridad y realismo a sus escritos y análisis políticos y sociales. A la lectura de Tocqueville agregó Miguel Samper el conocimiento de otros historiadores del siglo XIX, como Gervinus, Thiers y posiblemente Prescott, quienes no pudieron acercarse a la historia de España completamente libres de prejuicios de índole nacional o ideológica[76].
+Con semejante cuadro del legado espiritual y social recibido por Hispanoamérica, Miguel Samper no podía menos que insinuar un cambio de rumbo en las orientaciones políticas, educativas y económicas de las nuevas naciones y de Colombia en particular. Como, por otra parte, creía que toda atribución a las razas de cualidades inmutables era un «fetichismo» inaceptable y que lo definitivo para la suerte de las sociedades eran la historia y la educación; como tenía plena fe en las capacidades del hispanoamericano como tipo nuevo, y como ni siquiera la geografía le parecía suficiente para marcar un determinismo rígido a la voluntad del hombre, entonces el porvenir de América estaba en una adaptación al tipo de vida, a la mentalidad, los hábitos y las costumbres políticas y económicas que tan fecundas se habían mostrado en los vástagos anglosajones del Nuevo Mundo. La posibilidad de superar todo lo que en la herencia española es un obstáculo para alcanzar la estabilidad política y el desarrollo de la riqueza industrial, para modelar el tipo colombiano como un eficaz homo oeconomicus y un civilizado homo politicus, constituye la temática de casi toda su obra.
+Cabe ahora preguntarse: ¿qué valor tenían las soluciones propuestas por los dos Samper? El diagnóstico que hacían de la situación no dejaba de tener un fondo de realidad. ¿No estaba allí para confirmarlo una sociedad inestable, sin integración cultural, sin porvenir internacional cierto, sin clases dirigentes políticas y técnicas suficientes para sus numerosas tareas sociales, sin economía sólida, sin visión clara de su destino? Pero si el diagnóstico era acertado, no podría decirse lo mismo de las soluciones. Cambiar la índole nacional y modificar los resultados del pasado era una tarea poco menos que imposible, aunque no se aceptase un fatal determinismo histórico. Sustituir la intolerancia política y religiosa por el fair-play entre caballeros; el burócrata que todo lo espera del Estado por el pionero de la libre empresa económica; el letrado y el teólogo por el técnico; el espíritu de partido por la inteligencia política que funciona en forma diferente ante situaciones concretas; reemplazar el cacique por el ciudadano y el poder político como mantenedor del orden por la espontánea fuerza de cohesión del hombre que posee un sentido claro de sus deberes para con la comunidad[77], todo esto constituía un programa ideal de perfección humana, pero era difícilmente realizable en la práctica. Hacer un diagnóstico tan pesimista del pasado y pensar que todo se cambiaría dejando que las cosas marchasen libremente, con el mínimo de gobierno y de actividad estatal, era posible dentro de la lógica de un pensamiento que aceptaba de antemano la idea optimista de que estamos en el mejor de los mundos, en un mundo donde las pasiones antagónicas y los intereses contrapuestos buscan la felicidad por sí mismos, como las aguas buscan su nivel de equilibrio, pero era algo insostenible a la luz de la historia, sobre todo de la historia latinoamericana.
+Este anhelo de cambio en el espíritu nacional, casi siempre acompañado de admiración abierta o tácita por todo lo que la civilización anglosajona significaba como forma de vida política y como organización de poder económico, era tan general en nuestro siglo XIX, que ni siquiera hombres de formación tradicionalista como Sergio Arboleda, o de tan fino sentido histórico como Núñez, o de inspiración romántica como José Eusebio Caro, se libraron de él[78].
+Ninguno de ellos, es verdad, con excepción de Arboleda, se ocupó detenidamente en el tema de la obra de España en América, ni trató con detenimiento la significación de la herencia cultural española en la formación del espíritu nacional y de la sociedad colombiana; ni sus trabajos históricos son en extensión y coherencia sistemática comparables a los escritos por los hermanos Samper, quienes, con todas las reservas que la crítica moderna debe hacer a su obra, quedarán, al lado de Salvador Camacho Roldán, como los sociólogos colombianos del siglo pasado, en la misma forma en que Miguel Antonio Caro fue el pensador, Cuervo el lingüista y Núñez el político de esa centuria. Sin embargo, es claro que también Núñez y José Eusebio Caro expresaron su ferviente deseo de reeducar al tipo colombiano sobre la base de patrones de vida no hispánicos. Su admiración por la obra de España en América es visible, pero casi nunca va más allá de las tópicas loas por habernos trasmitido el idioma y la religión, y esta misma es interpretada por ambos a través de un sentimiento no típicamente hispánico[79].
+José Eusebio Caro fue un crítico apasionado de los que considera vicios inveterados de la nación y negativas herencias coloniales. En sus ensayos sobre cuestiones educativas defendió siempre planes de estudio basados en las ciencias naturales y en la incorporación a la universidad de nuevas carreras de carácter técnico, que permitiesen a la educación nacional superar el tipo del letrado, del jurista o de cualquiera de los que constituían el tipo ideal de la tradición española. «A cuatro grandes objetos debe corresponder la educación, decía en 1840 en El Granadino: al estado industrial del país; a su estado político; a su estado moral y a su estado religioso»[80]. Pero la educación neogranadina no correspondía a ninguna de estas realidades. Sobre todo no se adaptaba a nuevas necesidades nacionales de crear una técnica y construir una economía industrial, una eficiente agricultura y un comercio próspero. El ideal anglosajón del hombre que además de tener letras domina las modernas técnicas de la economía racional y capitalista, del antiquijote, no lo abandona nunca y es tema sostenido en todos sus escritos de carácter pedagógico y social. Ningún escritor colombiano del siglo XIX insistió tanto como él en la necesidad de ir más allá de las tres carreras tradicionales de jurisprudencia, teología y medicina, tan caras a una sociedad que en lo más íntimo de sus sentimientos desdeñaba el trabajo lucrativo y toda actividad manual. Y no puede creerse que esta actitud era el resultado de la influencia del utilitarismo, que Caro había sufrido en su juventud. Mucho después de haber escrito su clásica crítica al sistema de Bentham, publicada en varias entregas de El Granadino, a partir de 1842, sostenía en un informe sobre la instrucción primaria —posiblemente dirigido a don Mariano Ospina Rodríguez, entonces ministro de Instrucción Pública— que había que romper con la tríada de profesiones consagradas y abrir y rodear de prestigio a nuevas profesiones de carácter técnico[81]. A pesar de que en el plano de la ética y de la teoría del derecho público rechazaba el principio utilitario de Bentham, toda su idea de la educación estaba orientada por la idea de formar una síntesis entre el humanista y el técnico, entre el letrado y el hombre de negocios. Él mismo en su educación personal dio un ejemplo de este tipo de formación, al agregarle a su actividad literaria una profesión como la de contador público, que era de las más menospreciadas por la mentalidad nobiliaria, pero que ya desde Locke y Lord Chesterfield se aconsejaba a los caballeros británicos. Dar al hombre de negocios, al gentleman, el brillo de las humanidades clásicas, era el ideal del inglés de los siglos XVIII y XIX.
+Tan firme era en Caro esta idea de la necesidad de modelar al hombre colombiano bajo la guía de una nueva tabla de valores, que llegaran hasta el fondo espiritual del tipo y no simplemente hasta una superficial capa de hábitos externos, que al concebir la misión educadora del Estado sostiene que este debe tender a eliminar costumbres de tanta ascendencia en el espíritu español como las riñas de gallos y las corridas de toros[82]. Y en páginas que están teñidas de acento puritano, elogia la gravedad anglosajona en contraposición a la frivolidad francesa de la Ilustración, no sin dejar, desde luego, de elogiar a «los españoles del siglo XV, que eran sanguinarios si se quiere, fanáticos y duros; pero que tampoco eran frívolos»[83].
+Núñez no es sólo un gran admirador, sino un discípulo del espíritu británico en quien ya no se encuentran sino muy pocas huellas de la tradición española, en la forma de ocasionales frases panegíricas. Vivió largos años en la Gran Bretaña y allí se formó política y filosóficamente. Asimiló todos los rasgos característicos de la educación inglesa: la política como arte de la transacción, el realismo y la desconfianza por los sistemas ideológicos rígidos, un sentido práctico sobre la función del sentimiento religioso en la vida humana y en la vida política, en una palabra, el arte de atenerse al momento, al aquí y al ahora[84].
+Para un hombre así educado, la esencia del estilo español de vida resultaba ser un obstáculo para el progreso de la civilización política y para el avance técnico e industrial de la nación. Y en efecto, todo eso se respira en sus cáusticos comentarios al «quijotismo heredado de nuestros antepasados españoles», que mencionaba con frecuencia al comentar libros y opiniones anglosajonas sobre la vida latinoamericana. El sentido nobiliario del honor, la renuencia al término medio, la busca del ideal a costa de la realidad, el romperse pero no doblarse, le parecían incompatibles con la civilización política y hasta con la civilización en sentido lato. Comentando alguna vez el libro de Antonio Rubio y Lluch El sentimiento del honor en el teatro de Calderón[85], contrapone el quijotismo nobiliario, más o menos identificado con la falta de sentido de la realidad, al quijotismo cervantino, realista e impregnado de humanidad y sentido del humor, para terminar diciendo: «Si este aspecto del quijotismo hubiera penetrado en nuestro modo de ser —en el modo de ser hispanoamericano queremos decir—, tendríamos en nuestra historia menos escándalos y muchos menos agravios, debidos estos y aquellos al quijotismo intransigente que hemos heredado de nuestros progenitores españoles»[86]. «La verdad es —comenta en una glosa al libro de Theodore Child The Spanish American Republics, donde se afirma en tono de reproche que en hispanoamérica “hasta las virtudes caballerescas españolas se han debilitado”— que aun el quijotismo español, que tiene sin duda mucha estética, ha venido a ser un mal elemento práctico para estas repúblicas, desde que en ellas se proclamó y adoptó, como la perfección definitiva, el sistema democrático en seguida de haberse realizado la Independencia»[87].
+[67] Carlos Martínez Silva, «Miguel Samper», en Colombianos ilustres, de Rafael Mesa Ortiz, Imprenta de la República, Bogotá, 1916, vol. I, pág. 95 y ss.
+[69] Miguel Samper, Obras completas, 4 vols., Cromos, Bogotá, 1925. Este ensayo ocupa casi todo el vol. II; lo citaremos como Libertad y orden.
+[72] Al tratar de la posición de José María Samper, hemos hecho alusión a estas ideas, que por lo demás constituían el patrimonio común de casi todos los historiadores, sociólogos y políticos del siglo pasado en Colombia y en América. Hemos mencionado testimonios que demuestran que los métodos con que se realizó la colonización de Norteamérica en el siglo XVII no eran tan diferentes de los utilizados por España en sus colonias. Agregamos, a propósito del régimen de la tierra y de instituciones con carácter feudal, que lo más seguro es que estas hayan sido más vigorosas en el norte que en el sur, pues hoy sabemos que ni en la misma España llegó el feudalismo a ser fuerte y a configurar sus instituciones más típicas. Véase a Sánchez-Albornoz, En torno a los orígenes del feudalismo, 3 vols., Mendoza, 1942. También su estudio Alfonso III y el particularismo castellano, en «Cuadernos de España», Buenos Aires, 1950. En este ensayo, Sánchez-Albornoz muestra que sólo en Galicia alcanzó un desarrollo considerable la jerarquización social y que en Castilla y Aragón predominaron relaciones igualitarias entre personas. El feudalismo español fue débil y la concentración de la tierra en grandes dominios no se vio favorecida. Sobre esto, puede consultarse a Luis de Valdeavellano, Historia de España, vol. I, De los orígenes a la baja Edad Media, especialmente pág. 519 y ss. Sobre las consecuencias de esta ausencia de feudalismo en la formación del espíritu español, Ortega y Gasset ha hecho observaciones muy agudas en su España invertebrada, «Obras completas», tomo III, Madrid, 1950. Según Ortega, la «caquexia» del feudalismo español no fue una fortuna, sino una catástrofe nacional que tiene mucho que ver con la indocilidad, el individualismo y la renuencia española a aceptar jerarquías sociales, y con su sino histórico de fluctuar entre el absolutismo y la anarquía. Donde la cohesión no es orgánica, ha de hacerla «quien tenga y pueda ejercer el poder». Respecto al feudalismo hay que observar que los historiadores americanos del siglo XIX usan el término en acepción muy amplia, no técnica. En general llaman feudal toda institución social no liberal y toda forma de dominio o actuación que recorte la libertad individual. Así, por ejemplo, encomiendas, monopolios, tributos, etcétera, que aunque tenían elementos de carácter feudal no alcanzaban a constituir un orden feudal ni un feudalismo en sentido estricto, sobre todo si se piensa en que este se define por elementos que van más allá de las simples limitaciones a la libertad individual.
+[73] Sobre el problema de la llamada intolerancia española, Américo Castro, en su libro España en su historia, Buenos Aires, 1948, hace interesantes observaciones en las cuales muestra en qué condiciones históricas se dio el singular fenómeno de un pueblo que sintió confundirse su propia existencia y la propia integridad individual con su fe religiosa. Para Castro, el fenómeno de la religiosidad española es un caso de simbiosis espiritual con el árabe. El español, por su contacto con el árabe, sería el único cristiano occidental en quien la religión habría de ser el núcleo de la vida y el medio que todo lo impregnaba. Exactamente como ocurre entre los musulmanes (Américo Castro, ob. cit., pág. 96 y ss.).
+[74] Los historiadores hispanoamericanos del siglo pasado insistieron mucho en este factor de aislamiento de las colonias respecto al comercio con extranjeros. En realidad, hasta la época de Carlos III existieron rigurosas prohibiciones para el ingreso de extranjeros a los territorios imperiales, lo mismo que para el comercio entre las diversas partes del Imperio entre sí. Pero investigaciones posteriores han demostrado que tal aislamiento fue menor en la práctica y que la legislación restrictiva, respecto tanto al comercio como a la inmigración, fue violada permanentemente gracias al contrabando. Véase sobre esto a Clarence H. Haring, Comercio y navegación entre España y las Indias, México, 1939, especialmente el capítulo V, pág. 121 y ss.
+[75] El historiador inglés Cecil Jane ha observado que hubo durante la colonia española una activa vida administrativa y política y que la calidad de los jefes de la Independencia en todas las repúblicas americanas prueba que sí hubo oportunidades para que se formara en esa época una clase dirigente (véase su obra Despotismo y libertad en América hispánica, trad. de J. Torroba, Buenos Aires, 1942). Sobre el problema de los resultados que tuvo la Inquisición en el desarrollo de la ciencia y de la cultura, también ha rectificado la historiografía moderna el punto de vista de los historiadores del siglo pasado. Se ha mostrado que la intolerancia con el hereje no fue un fenómeno exclusivamente español y, por otra parte, que el desarrollo de la ciencia no era incompatible con intensa religiosidad. Turberville (The Spanish Inquisition, Oxford University Press, London, 1949), entre otros, ha demostrado que la persecución a brujas e infieles fue en Inglaterra por lo menos tan abundante y se realizó con procedimientos tan poco civilizados como en España. También ha observado que dentro de las tendencias particulares de la nación, es decir, de un espíritu poco inclinado a las ciencias naturales y a la técnica, la Inquisición no retardó el progreso de la cultura española. En el mismo sentido se expresó don Miguel Antonio Caro en el siglo pasado, al hacer la defensa de la obra de Menéndez y Pelayo La ciencia española (Miguel Antonio Caro, La ciencia española y la Inquisición, incluído en Ideario hispánico, publicado por el Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, compilación de Antonio Curcio Altamar. Bogotá, 1952, pág. 167 y ss.).
+[76] Las citas de Tocqueville son numerosas en el estudio titulado Latinos y anglosajones, vol. II de los Escritos, pág. 19 y ss. La Historia del siglo XIX, de Gervinus, es citada en el mismo volumen, pág. 307, a propósito de una frase del historiador alemán sobre la idea española del Estado. «Según las ideas españolas —dice Gervinus—, gobernar y explotar el Estado son una misma cosa». Sobre Gervinus dice Fueter en su Historia de la historiografía moderna, Buenos Aires, t. II, pág. 201, lo siguiente, que, mutatis mutandis, puede aplicarse a toda la historiografía liberal del siglo pasado: «El Estado que más prosperará, según él, es el que está gobernado según los principios de la honestidad burguesa, en la cual florecen las virtudes sin brillo, pero auténticas, de la familia y de la ciudad —die glanzlos echten Tugenden der Häuslichkeit und Bürgerlichkeit gedeihen—. Un Estado gobernado con libertad es superior en todos los casos a un Estado despóticamente administrado… Jamás se preguntó, por ejemplo, si había necesidades militares, políticas o económicas que podían aconsejar la restauración de los poderes políticos después de 1815. La causa liberal es para él la buena causa en sí; todo Estado que la combate está expuesto a la ruina». El mismo autor dice de Prescott que «sus consideraciones son superficiales y su juicio convencional. El tema elegido —Historia de Felipe II, Historia de Fernando e Isabel la Católica, La conquista de México y La conquista del Perú, las más divulgadas obras de Prescott— estaba lleno de problemas difíciles y complicados: la historia primitiva de las tribus americanas, el problema de saber si la política colonial española se justificaba históricamente, la búsqueda de la consecuencia que tuvo para España la expulsión de moros y judíos, etcétera. Prescott no ha hecho más que esbozar esos problemas, no los trató científicamente. La doctrina liberal le impidió apreciar su importancia» (pág. 196). Sobre Prescott, véase también el juicio de Miguel Antonio Caro, que coincide casi totalmente con el de Fueter, en Ideario hispánico, Bogotá, 1952, pág. 67, art. «La Conquista». Para el problema general de los historiadores y la historiografía liberal del siglo XIX, además de Fueter, puede verse a Gooch, Historia e historiadores en el siglo XIX, México, 1942.
+[77] Estas son las ideas expuestas por Miguel Samper a través de numerosos ensayos y artículos de periódico. Las expuso con especial énfasis en sus ensayos titulados Libertad y orden, vol. II de las «Obras completas», pág. 291 y ss., en que acentúa el aspecto histórico y sociológico del legado español y de la situación de América, y en La miseria en Bogotá, ensayo en el cual trata de la vida económica, sobre todo de la crisis del artesanado a fines del siglo XIX, y que ocupa casi todo el primer tomo de las Obras. En ambos la solución final de los problemas se encuentra en una organización política y económica de corte liberal anglosajón.
+[78] El romanticismo en Europa, especialmente en Alemania, condujo a una admiración muy grande por todos los rasgos característicos del alma española tales como el espíritu caballeresco, el intenso sentimiento religioso, y en general por todo lo que en su concepción del mundo representaba elemento antiburgués y anticapitalista. Pero en José Eusebio Caro había una mezcla muy abigarrada de influencias espirituales. El romanticismo se cruzaba con la ilusión de un mundo tecnocrático de ascendencia sansimoniana, con su admiración hacia los Estados Unidos y hasta con su vocación de comerciante que muchas veces exteriorizó. Quizás estas influencias fueron más fuertes que las románticas y por esa circunstancia se debilitó su afecto a la tradición española, que, por otra parte, nunca ejerció sobre él el ascendiente que tuvo sobre su hijo Miguel Antonio. Véase a José Eusebio Caro, Epistolario, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1953, págs, 170 y 171.
+[79] Es un problema de la vida espiritual de Colombia que está por estudiar, este de las formas del sentimiento religioso. Cuando se tiene en cuenta que el tema de la tolerancia y el contratema de la intolerancia religiosa fue constante, no sólo en escritores radicales, sino también en espíritus de formación inconfundiblemente católica como Mariano Ospina, José Eusebio Caro y Rufino Cuervo, se puede sospechar que una nueva expresión del sentimiento religioso germinaba, por lo menos en cierta capa social dirigente, o que el «espíritu de tolerancia» se difundía más ampliamente de lo que suele aceptarse. Caro, Cuervo y Ospina veían en la ortodoxia religiosa un obstáculo para la inmigración, y por eso propugnaron la tolerancia de cultos como canon constitucional. Véase a Rufino José y Ángel Cuervo, Vida de Rufino Cuervo, t. II, pág. 50 y ss., y también a José Eusebio Caro, sobre los principios generales que conviene adoptar en la nueva Constitución, Antología de versos y prosa, publicada por Miguel Antonio Caro, edic. Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, pág. 276. De Núñez, su artículo «La religión en Inglaterra». Reforma, Bogotá, 1945, t. I, pág. 63 y ss. La misma preocupación por el fenómeno inmigratorio evidenciaba el deseo de injertar en la nación no sólo nuevos elementos de riqueza, sino nuevos patrones de vida y de cultura, sobre todo la técnica moderna y la idea racional del trabajo, aspectos que solicitaron mucho la atención de Caro.
+[84] Véanse nuestros capítulos sobre el pensamiento filosófico y político en los cuales se trata de la formación política y filosófica de Núñez.
+[85] Núñez, La reforma política, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1946, t. IV, pág. 179 y ss.
+[87] El historiador inglés Cecil Jane, ya citado, ha observado que uno de los rasgos típicos de la inteligencia política sudamericana, la tendencia a no aceptar compromisos y a buscar la realización de las formas puras (democracia pura, libertad pura, absolutismo puro) de existencia política, es de origen hispánico. El español, afirma Jane, no conoce términos medios; su adhesión fluctúa entre el absoluto individualismo limítrofe casi con el anarquismo, o la irrestricta admiración al absolutismo, o como dice Jane, «al gobierno eficaz». Las observaciones de Núñez sobre este aspecto del espíritu nacional, muy numerosas en toda su obra, lo mismo que las de Miguel Samper respecto a la influencia del sistema y de la causa en la conducta política colombiana (Escritos, vol. II, pág. 306 y ss.) y en el fenómeno del «sectarismo», tienen el mismo valor y denuncian la influencia del «sentido inglés de la política» como virtue of muddling through o virtud de ir resolviendo los problemas conforme se presentan. En su Historia de la literatura española de la Edad de Oro, Barcelona, 1952, pág. 235 y ss., Ludwig Pfandl ha hecho observaciones muy agudas sobre el carácter antinómico del espíritu de la época del barroco —siglos XVI-XVII—, y sobre una de sus manifestaciones de mayor alcance político, típica, según él, del carácter español: extremado realismo e ilusionismo exaltado.
+EN SERGIO ARBOLEDA ENCONTRAMOS una actitud más positiva frente a la tradición hispánica, no obstante reflejarse en su obra las ideas popularizadas por el Ensayo de José María Samper[88] y las opiniones corrientes entre los historiadores del siglo XIX respecto a la organización del Imperio español.
+Al hacer el balance de la obra de España en América, y al examinar con espíritu crítico la herencia dejada por la Colonia en el campo de la organización política y económica y en los hábitos y mentalidad de los colombianos, Arboleda se mantiene en una posición de mesurado realismo histórico y en ningún momento llega a insinuar que se necesite un cambio radical con respecto a la tradición hispánica. Precisamente, en esa tentativa de cambiar desde su fundamento el espíritu nacional, ve Arboleda uno de los mayores motivos de la crónica inquietud y del carácter inestable de la sociedad en las naciones hispanoamericanas.
+Una de las tesis centrales de su libro La república en América española[89] es precisamente la distinción que hace entre la independencia y la revolución. Arboleda no duda un momento en justificar la primera, y su crítica a la organización económica, política y administrativa colonial es muy semejante a la de los Samper por la acerbidad y los argumentos. Pero es un duro crítico de la revolución que siguió al movimiento de independencia, revolución que, según su opinión, consistió en un intento de cambiar no sólo lo que podríamos llamar la organización exterior de la sociedad, sino también su espíritu, y en primer lugar su espíritu religioso, que Arboleda considera como el primero y casi el único factor de cohesión social que poseen los pueblos de América.
+No sólo conserva Arboleda su adhesión a la tradición religiosa hispánica y a ciertos principios políticos de gobierno típicamente españoles, como el de mantener la Iglesia íntimamente unida a las tareas del Estado, sino que, a pesar de sus rudas críticas a la organización colonial legada por España[90], no oculta su admiración por lo que constituye lo esencial de su obra histórica: «Común es atribuir todos los males de América —dice al iniciar el primer artículo de su República, que se refiere a la política de España— a la torcida y suspicaz política que, se dice, adoptó el gobierno español en daño nuestro, para exclusivo provecho de los peninsulares. No desconocemos que muchos actos de aquel gobierno nos fueron funestísimos; pero estamos lejos de condenarlos en globo, y más aún, de reputarlos la única causa de nuestro presente malestar»[91]. Y más adelante, al analizar la misión de las naciones americanas después de la Independencia, en largo párrafo que merece trascribirse en su totalidad, expresa lo siguiente:
+«Dígase lo que se quiera, la Colonia nos legó pueblos constituidos sobre firmísimas bases, y bien organizados en lo moral, lo social y lo civil aunque su constitución y régimen, como todas las constituciones humanas, adolecieran de faltas y lunares. Sin duda había atraso en las ciencias y en las artes; la industria y el comercio se sentían oprimidos por las restricciones; la sociedad estaba dividida en clases, y la esclavitud de los africanos mantenía abierta una úlcera peligrosa; pero España nos dejó buenas costumbres, admirablemente constituida la familia, hábitos arraigados de respeto a la autoridad y de consideración a la mujer, un clero virtuoso, creencias religiosas morales uniformes, cristianizados y puestos en vías de civilización los indios y los negros, y unidas por lazos de sincera fraternidad todas las razas que se iban confundiendo en una sola y gran familia. La justicia en la Colonia era recta e imparcial, y el ejército permanente, que la moralidad del pueblo permitía reducir a muy poco, cimentado sobre los principios de lealtad y honor, servía apenas para mostrar con hechos, que la fuerza debe estar siempre subordinada a la ley y a la autoridad.
+«Digámoslo con franqueza: en cuanto era posible a la imperfección humana, el español supo cumplir su difícil y complicada misión. ¡Cosa admirable! ¡Obra portentosa del catolicismo! En siglos de ignorancia, ese pueblo atrasado constituyó estas sociedades con sabiduría; esa nación esencialmente monarquista echó en América los cimientos de la república; ese gobierno, el más despótico de la Europa cristiana, nos preparó para la libertad. Sí, España cumplió su misión providencial; ahora bien, nosotros que recibimos de sus manos esta sociedad ya formada; nosotros que tan frecuentemente la acriminamos, haciéndola responsable hasta de nuestros propios excesos; nosotros que nos preciamos de liberales y ponderamos tanto las luces de nuestro siglo; nosotros ¿hemos cumplido, por ventura, la nuestra?»[92].
+La misión de las naciones americanas no podía consistir en una total ruptura con el pasado, ruptura que era imposible e inconveniente y que fue la causa del crónico desajuste espiritual de las nuevas sociedades, sino en una acomodación de las instituciones políticas tradicionales a la nueva estructura republicana, y de las nuevas costumbres económicas a las normas del mercado libre y a reformas sociales que, como la supresión de la esclavitud, permitieran una variación de la actitud del americano ante el trabajo industrial y crease hábitos más acordes con la economía moderna. He aquí los términos con que enunciaba Arboleda las tareas de los nuevos Estados:
+«Relativamente a la de España, la tarea de los americanos se reducía a bien poca cosa: en lo social, extirpar el cancro de la esclavitud y eliminar las desigualdades ficticias, alzando las clases inferiores al nivel de las más civilizadas; en lo económico, soltar con el debido tino, para no producir crisis violentas, las ligaduras del sistema restrictivo; en lo intelectual, fomentar la difusión de las ciencias y las artes, bajo un plan de educación sabiamente trazado que evitara a estos pueblos inexpertos y naturalmente dominados de curiosidad infantil, el ser seducidos como la incauta Eva por el monstruo del error; en lo político, en fin, dictar las instituciones republicanas que las circunstancias demandaban, de acuerdo con el carácter y condiciones de sociedades ya constituidas moral, social y civilmente. Esto y nada más aconsejaba la prudencia; esto pedía la necesidad de no alterar en violentas conmociones el feliz equilibrio de los elementos sociales»[93].
+Estando impregnado de ideas novecentistas y propugnando sin vacilación la forma democrática de gobierno y el sufragio universal con restricciones; aceptando la necesidad de «comercializar» la economía eliminando monopolios y pidiendo la incorporación en los planes universitarios de las modernas ciencias naturales y la enseñanza de profesiones de carácter técnico; destacando el trabajo industrial como uno de los caminos de salvación de las nuevas repúblicas y admirando muchas de las formas de vida que los anglosajones instauraron en el norte del Continente, Arboleda, sin embargo, se separa de sus contemporáneos en dos puntos fundamentales: no exige una ruptura completa con el pasado hispánico, y por ende, un cambio total del espíritu nacional; y encuentra para ciertos aspectos del carácter español explicaciones históricas que escaparon a sus compañeros de generación.
+Ambos puntos de vista están relacionados con la función que Arboleda atribuye a las ideas religiosas en la sociedad española y en sus vástagos hispanoamericanos. Como principio universal cree que no puede haber grupo humano sin que exista un elemento agrupador y que este, si ha de ser profundo, perdurable y decisivo, debe ser de carácter religioso. Piensa que un pueblo y una cultura se definen por la idea que tengan de la divinidad. En este orden de ideas considera que hay una diferencia esencial entre la religiosidad latina y la anglosajona, una modalidad que elimina en los pueblos mediterráneos la posibilidad de que existan fenómenos como el escepticismo, el término medio, el eclecticismo, y menos aún, la completa irreligiosidad: «Los del norte discuten y llegan a un resultado, se forman una idea exacta de las cosas y van de la práctica a sentar doctrinas; nosotros, por el contrario, tomamos por doctrinas las teorías y pretendemos luego reducirlas a la práctica y nos enfurecemos con la dificultad de realizarlas y de hacer que los demás imaginen como nosotros»[94]. Todo esto depende, según Arboleda, de que los pueblos hispanoamericanos son de origen latino y los latinos, a diferencia de los anglosajones, son apasionados; «raza de grandes hechos y de acciones heroicas; capaz en su entusiasmo de todo lo noble y extraordinario, no lo es igualmente de la calma y la consagración a las maduras reflexiones, que demandan los arduos y delicados negocios del Estado»[95].
+También aceptaba Arboleda la teoría en boga sobre las características sicológicas del latino y el sajón; pero a diferencia de los Samper, sobre todo del autor del Ensayo, no concluía solicitando la reeducación del tipo americano sobre la base de valores extraños a la tradición española, sino pidiendo que se tuviese en cuenta esa realidad para adecuar a ella la forma de las instituciones políticas y los instrumentos de control social. Si el latino, si el español, si su heredero el hispanoamericano eran extremos en la concepción de las ideas políticas y apasionados en sus creencias religiosas, ello se debía a causas históricas y era inútil tratar de modificarlo haciendo de él un escéptico en religión, un realista calculador en política y acomodando a su índole las instituciones de países como Francia, Inglaterra o los Estados Unidos. Por otra parte, aunque admiraba mucho a esta última nación y sabía apreciar las dotes del pueblo británico, especialmente su sabiduría política, Arboleda no dudó de la capacidad colonizadora de España y antes, por el contrario, afirma que de todas las naciones europeas era ella la más indicada para formar en América una sociedad perdurable:
+«De todas las naciones que pudieran haber tomado a su cargo la colonización de estos países, España era la única capaz de formar esta sociedad, tal cual existe, de elementos tan heterogéneos. El inglés habría trasladado la sociedad inglesa a las costas de América y extinguido bajo su sombra la raza primitiva, como lo mostró en el norte del continente; el francés hubiera formado muchos proyectos, escrito muchos libros y adelantado la empresa hasta donde creyera que le daba nombre y gloria, pero después la habría abandonado como el Canadá o vendídola como Louisiana. Para esto se necesitaba un pueblo católico, en quien el sentimiento religioso dominara sobre todos los demás sentimientos; esto es, el pueblo español. El catolicismo parece ser quien le da ese desprendimiento de los intereses materiales, esa franqueza, esa jovialidad que, a pesar de las crueldades que se le echan en cara, inspiran simpatías a los mismos pueblos que dominan»[96]. «Es tanto lo que el catolicismo ha influido en el genio, carácter e historia de nuestra raza —agrega—, que nuestro asunto pide nos detengamos breves instantes a considerarlo, para dar explicaciones a sucesos que nos afectan. Desde que Recaredo volvió la España al seno de la Iglesia, los concilios desempeñaron largo tiempo su poder legislativo y el clero dirigió las familias y los individuos, sin exceptuar al rey mismo. La moral y doctrinas católicas fueron, no sólo el fundamento de su legislación y la regla de sus costumbres, sino también la ley de sus gustos literarios y hasta de sus afectos. Sus romances populares, que están en boca de todos los niños y se trasmiten de unos a otros, son sencillas y elocuentes lecciones de caridad; muchos de sus filosóficos refranes son máximas católicas; sus representaciones teatrales, y aun sus cánticos de amor, todo respira catolicismo. Prescíndase de las ideas católicas y sus poetas no serán comprendidos, ni se hallará el significado de gran número de voces castellanas. En su larga lucha con los moros, las proezas de sus héroes eran cantadas, más como glorias de la Iglesia que como glorias de la nación. Con el íntimo convencimiento de deber al catolicismo su nacionalidad e independencia, el español veía en sus reyes los encargados de conservar pura la fe de sus mayores, y la herejía era a sus ojos el mayor de los delitos. Con perder su fe se consideraba anonadado: su pasado quedaba sin glorias, sus héroes sin grandeza, su porvenir sin esperanzas…»[97].
+Arboleda quiere, pues, mantener la herencia española en cuanto esta significa tradición religiosa católica, pero se muestra partidario de nuevas formas de organización de Estado y la economía. Colombia y las nuevas naciones podían incorporar todo lo que parece típico del mundo moderno, inclusive de tradición anglosajona, pero solamente lograrían hacerlo sin crónicas conmociones sociales, amalgamando la tradición católica con las nuevas formas de organización exterior de la sociedad. Tal proceso le parecía perfectamente factible, pues Arboleda no dudaba de la flexibilidad del pensamiento católico, ni de su capacidad para unir tradición y progreso, síntesis que para él constituía todo el problema de la ciencia social.
+[88] En nota marginal del primer capítulo de La república en América española, Arboleda dice que ha «hecho uso de algunos pensamientos y aun frases enteras de un manuscrito titulado Ensayo sobre los Estados Unidos colombianos, obra de un amigo nuestro», amigo que no menciona, pero que con toda evidencia es José María Samper. Arboleda sigue en líneas generales los análisis de Samper respecto a la obra de España en América y a la organización colonial, lo mismo que respecto a ciertos problemas antropológicos como las tipologías de los grupos raciales colombianos. Pero se distancia de Samper en muchos aspectos fundamentales, como el papel de la Iglesia en la organización social, el valor del elemento religioso como factor cohesivo de la sociedad y en la explicación de los hechos sociales, campo en que demuestra mayor finura y sentido de la realidad y más cercanía a los modernos métodos de las ciencias del espíritu y de la cultura.
+[89] La república en América española, 2ª ed., Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, seguida de un apéndice que contiene un ensayo titulado El clero y sólo el clero puede salvarnos, de gran importancia en la obra de Arboleda y para el estudio de las ideas sociales y políticas en Colombia.
+[90] Todo el segundo artículo de La república está dedicado a esta crítica, por lo demás poco original, pues sigue muy de cerca las ideas corrientes en el siglo XIX y los puntos de vista popularizados en Colombia por el Ensayo de José María Samper. Lo mismo que este, Arboleda considera como las grandes fallas de la política económica de España en América la importancia excesiva de la minería y los monopolios fiscales y comerciales. En conexión con la economía critica también la obra cultural y docente, que no permitió el desarrollo de las ciencias naturales y las profesiones técnicas, dando a los americanos solo una preparación en teología y derecho. Y en fin, critica duramente el mantenimiento de la esclavitud, que según él fue una de las causas que infamaron el trabajo productivo y retrajeron de la industria y el comercio a las mejores capacidades criollas. Sobre esto, véanse especialmente las págs. 67 y ss. de La república en América española y el opúsculo El clero y sólo el clero puede salvarnos, ed. cit., pág. 314 y ss.
+[97] La república en América española, ed. cit., pág. 58 y 59. La historiografía moderna ha confirmado estas opiniones de Arboleda. No sólo por ser un país donde el celo religioso y la mentalidad de cruzada daban gran impulso al ímpetu colonizador, sino por razones políticas, demográficas y económicas, era España, en el siglo XV, la nación más preparada para asumir la empresa del descubrimiento y colonización de América. Al finalizar dicho siglo, en sus puertos se habían acumulado considerables capitales comerciales por genoveses y judíos especialmente. Para esa misma época España había realizado su unidad dinástica y era ya un Estado organizado a la manera moderna, centralizado política y administrativamente. Los historiadores del siglo XIX, en general, y en particular los de tendencias positivistas, dieron poca importancia a los factores religiosos como estímulos del descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo, pero es dudoso que el solo impulso económico hubiera producido una formación política y social como el Imperio español de América, una de las creaciones más importantes de la historia, que duró casi sin conmociones cerca de 300 años. Una teoría de la historia impregnada de naturalismo metodológico, es decir, del afán de explicar hechos históricos y sociales por hechos naturales y de aplicar a la historia el concepto de ley, tenía que fallar en el análisis de los sentimientos nacionales e individuales como móviles de las hazañas históricas. En el caso de España no sólo no se supo valorar el impulso religioso, sino que se desconocieron el sentido del honor, la honra y la fama como características españolas que jugaron gran papel como estímulo colonizador. A este respecto, dice Américo Castro que los españoles no cruzaron el Atlántico para ejecutar proyectos del rey, sino para satisfacer afanes. De estos afanes —agrega—, dos fueron comunes a todos los pueblos europeos en el siglo XV: la búsqueda del oro y las especias sigue una tradición de origen veneciano y la intención de ensanchar los dominios de la Iglesia surge «como una réplica al imperialismo espiritual de los musulmanes», pero un tercer afán era específicamente español, y era el afán de honra: una ansia de señorío de la persona en una forma desconocida hasta entonces. Esos hombres —añade— una vez convertidos en colonos, «vivieron ante todo para atraer a sí un halo de prestigio social adecuado a su hombría». Ello se refleja hasta en los mismos ideales del soldado, como los de Bernal: «los nobles varones —escribe el cronista— deben buscar la vida e ir de bien en mejor… y procurar ganar honra».
+MIGUEL ANTONIO CARO REPRESENTA la fidelidad completa y sin reservas a la tradición española, en cuanto esta significa una concepción típica de la vida personal y de la organización del Estado, y en cuanto simboliza una gestión histórica. En ningún momento de su vida llegó a pensar que los ideales del mundo anglosajón pudiesen ser superiores a los hispánicos y que por lo tanto pudiesen o debiesen reemplazar a los que constituyen la esencia de la tradición latinoespañola. Pudo mantener con toda consecuencia a través de su vida este punto de vista porque no sucumbió al halago de ninguno de los hechizos de su tiempo. Ni el progreso industrial, ni las ciencias, ni el liberalismo económico, ni la sociedad individualista, ni el positivismo, ni el método de las ciencias naturales en el campo de las ciencias del espíritu, fueron considerados por Caro como valores absolutos y máximos, y menos aún, como llegaron a considerarlos la mayor parte de sus contemporáneos de Colombia y de América, como objetos de veneración y culto. Por esta misma circunstancia nunca creyó que pudiera ser una grave acusación contra la obra de España en América, el hecho de no haber organizado y traído a sus colonias lo que la mayor parte de sus críticos consideraban el ápice y la esencia de la civilización, es decir, la gran industria y la técnica, la economía de mercado libre, el estado neutral en materias religiosas, las libertades políticas individuales, sobre todo las libertades económicas; la libertad de prensa y el sufragio universal. Caro poseía una idea metafísica de la sociedad y del hombre muy diferente de la entonces en boga, y una comprensión de la historia que daban a su pensamiento mayor realismo, mayor vigor, y un aire de perennidad que no se encuentra entre sus contemporáneos. No acoge la concepción optimista de la sociedad que considera a esta compuesta de individuos libres, que al perseguir y buscar su propio interés logran automáticamente el equilibrio social y el beneficio de todos; ni acepta el moderno hedonismo que declara ser misión de la sociedad y del Estado buscar el confort del ciudadano —o el mayor placer para el mayor número, como lo expresaba la escuela de Bentham—; ni la idea de que la expresión más alta de los derechos de la persona es la participación en la elección de los gobernantes, es decir, el sufragio universal. Todos estos elementos de una concepción del mundo le parecían contrarios al estilo español de vida. El español era personalista, pero no individualista a la manera del moderno liberalismo, y gustaba de la riqueza más como elemento de pompa y fuente de prestigio que como instrumento de bienestar. En fin, la honra y el honor de la persona eran para el peninsular los más altos valores, ante los cuales carecían de importancia derechos políticos como el de participar en la elección de gobernantes[98].
+Con vigorosa intuición de la realidad histórica, Caro captaba también en el hispanoamericano este mismo fondo de actitudes típicas. Para América, por lo tanto, ser fiel a su propia esencia, ser auténtica, ser independiente espiritualmente, era ser fiel a la tradición española de vida, fidelidad que en ningún caso consideró incompatible con la independencia política. Porque para Caro no existe el antagonismo que se plantearon casi todos sus contemporáneos entre el estilo español de vida y la independencia política con respecto a la metrópoli. La independencia política era necesaria, pero la ruptura con la tradición era una catástrofe y un imposible. Pleno de orgullo y admiración por el espectáculo ofrecido por el descubrimiento y la colonización de América, y despojado de todo complejo de inferioridad ante la obra cumplida por otras naciones colonizadoras en el continente, Caro dibuja este gran friso de la epopeya de España en América:
+«La conquista de América ofrece al historiador preciosos materiales para tejer las más interesantes relaciones; porque presenta reunidos los rasgos más variados que acreditan la grandeza y poderío de una de aquellas ramas de la raza latina que mejores títulos tienen de apellidarse romanas: el espíritu avasallador y el valor impertérrito siempre y dondequiera; virtudes heroicas al lado de crímenes atroces; el soldado vestido de acero, que da y recibe la muerte con igual facilidad, y el misionero de paz que armado sólo con la insignia del martirio domestica los hijos de las selvas y muchas veces rinde la vida por Cristo; el indio que azorado y errante vaga con los hijos puestos al seno —como decía ya Horacio de los infelices que en su tiempo eran víctimas de iguales despojos sin las compensaciones de la caridad cristiana—, o que gime esclavizado por el dúo encomendero; el indio cantado en sublimes versos por un poeta aventurero, como Ercilla, o defendido con arrebatada elocuencia en el Consejo del Emperador por un fraile entusiasta como Las Casas o protegido por leyes benéficas y cristianas o convertido al de amor y justicia por la paternal y cariñosa enseñanza de religiosos dominicos o jesuitas: la codicia intrépida —no las sordas maquinaciones— que desafiando la naturaleza bravía corre por todas partes ansiosa de encontrar el dorado vellocino; y la fe, la generosidad y el patriotismo que fundan ciudades, erigen templos, establecen casas de educación y beneficencia, y alzan monumentos que hoy todavía son ornamento y gala de nuestro suelo. Singular y feliz consorcio, sobre todo —salvo un periodo breve de anarquía e insurrecciones que siguió inmediatamente a la Conquista— aquel que ofrecen la unidad de pensamiento y uniformidad del sistema de colonización, debido a los sentimientos profundamente católicos y monárquicos de los conquistadores, y el espíritu caballeresco, libre, desenfadado, hijo de la Edad Media, que permite a cada conquistador campear y ostentarse en el cuadro de la historia con su carácter y originalidad propios»[99].
+La comprensión del hecho histórico de la conquista y colonización de América y el convencimiento de que el espíritu hispanoamericano era más semejante al español de lo que pensaban la mayoría de los legisladores y hombres de gobierno de América, y de Colombia en particular, colocaban a Caro en continuo antagonismo con sus compañeros de generación, inclusive con los que ideológicamente le eran afines, por lo menos en ciertos principios políticos. A este propósito expresaba en un ensayo de juventud una idea que sostendría con toda tenacidad hasta el final de su vida, frente a toda forma de pensamiento político liberal:
+«Don Miguel de Pombo, uno de nuestros próceres más ilustrados, tradujo al castellano la Constitución de los Estados Unidos de América, recomendándola como modelo. Formose sobre este pie un gran partido. ¿Era aquella la forma de gobierno aplicable a nuestro país y acomodada a nuestras condiciones orgánicas? Esto no se estudiaba. Con el mismo olvido de nuestras costumbres, ideas e inclinaciones se ha acostumbrado siempre introducir entre nosotros reformas políticas. Buenas estarán instituciones como las nuestras para aquellos hombres septentrionales, aquellas almas positivas, aquellos corazones más avaros que ambiciosos, para quienes los intereses materiales son mejor y más sólido vínculo que el amor y el respeto. No nos acomodamos nosotros con esos modos de ver las cosas; necesitamos que la patria aparezca personificada con alguna pompa y alteza. Nuestras instituciones democráticas son en política lo que el protestantismo en religión: algo demasiado frío, deslustrado e impropio en suma, para nuestros vivos y magnánimos sentimientos. Pero nada de esto se ha tenido en cuenta; el resultado ha sido una serie de revoluciones, anuncios inequívocos de malestar, o, para expresarlo con una imagen vulgar pero acaso exacta, que la silla no le prueba bien a la cabalgadura»[100].
+Por las mismas razones puede explicarse la hostilidad de Caro al pensamiento ético utilitario y a las ideas de carácter político y constitucional que el benthamismo difundió en América. La idea utilitaria implica una concepción mecánica de la sociedad, un atomismo social, una igualación naturalista de las personas que estaba en pugna con el ethos español, puesto que era la más acabada expresión del sentimiento burgués de la existencia. Caro, que sabía penetrar en la esencia de la historia española y en el fondo del ser hispánico, que era él mismo una concreción de esa forma de ser, anotaba algo que se escapaba a muchos de sus contemporáneos, seducidos por la tradición de Inglaterra: que nada había más antagónico con la tabla de valores propia de la concepción burguesa del mundo, que la estructura propia del alma hispánica. Por eso no podía hacerse de un español peninsular, pero tampoco de su heredero, el español americano[101], un ser calculador y hedonista en moral, demócrata liberal en política, frugal y racionalista en economía. El antiguo español, observaba ya desde sus primeros artículos escritos sobre este problema, será cuanto se quiera, menos frío calculador de sensaciones. Aprestábanse nuestros padres, decía citando a Quevedo, a arriesgadas empresas, o por ímpetu generoso, o por excelsa idea del deber:
+Nadie contaba cuánta edad vivía,
+Sino de qué manera; ni aún un hora
+Lograba sin afán su valentía;
+La robusta virtud era señora[102].
+Y en uno de los muchos artículos polémicos que escribió en defensa de la herencia española y de la continuidad cultural, decía: «El año de 1810 no establece una línea divisoria entre nuestros abuelos y nosotros; porque la emancipación política no supone que se improvisase una nueva civilización; las civilizaciones no se improvisan. Religión, lengua, costumbres y tradiciones: nada de esto lo hemos creado; todo lo hemos recibido habiéndonos venido de generación en generación, y de mano en mano, por decirlo así, desde la época de la conquista y del propio modo pasará a nuestros hijos y nietos como precioso depósito y rico patrimonio de razas civilizadas». «Nuestra independencia —agrega allí mismo— viene de 1810, pero nuestra patria viene de siglos atrás. Nuestra historia desde la conquista hasta nuestros días es la historia de un mismo pueblo y de una misma civilización»[103]. Todo lo que América posee lo debe a España, porque para Caro lo indígena no parece tener significación en la historia espiritual de las nuevas naciones: «Cultura religiosa y civilización material, eso fue lo que establecieron los conquistadores, lo que nos legaron nuestros padres, lo que constituye nuestra herencia nacional, que pudo ser conmovida, pero no destruida, por revoluciones políticas que no fueron una trasformación social»[104].
+El mismo espíritu de la Independencia no es para Caro sino un brote del viejo espíritu español de rebeldía contra todo despotismo y toda forma de existencia política que disminuya los fueros de la personalidad, y no podría explicarse si España en realidad hubiera envilecido a sus colonias. Caro no busca las raíces de la independencia americana como casi todos sus contemporáneos, y como ha sido usual en casi toda la historiografía americana, en la influencia de las ideas de la Revolución francesa, sino en la misma tradición española:
+«Políticamente hablando, el grito de independencia lanzado al principio de este siglo puede considerarse como una repetición afortunada de tentativas varias (aunque menos generales y menos felices, porque no había llegado la hora señalada por la Providencia) que datan de la época de la conquista… Y cosa singular: luego que se afianzó por siglos en América la dominación de los reyes de Castilla, cuando volvió a sonar el grito de independencia, fueron otra vez españoles de origen los que alzaron esa bandera, y no sólo tuvieron que combatir a los expedicionarios de España, sino a las tribus indígenas, que fueron entonces el más firme baluarte del gobierno colonial. Séanos lícito preguntar: el valor tenaz de los indios de Pasto, los araucanos de Colombia, que todavía en 1826 y 1828 desafiaban y exasperaban a un Bolívar y a un Sucre, y lo que es más, y aún increíble, que todavía en 1840 osaban desde sus hórridas guaridas vitorear de nuevo a Fernando VII, ¿es gloria de la raza española, o ha de adjudicarse con mejor derecho a las tribus americanas? Y el genio de Simón Bolívar, su elocuencia fogosa, su constancia indomable, su generosidad magnífica, ¿son dotes de las tribus indígenas? ¿No son más bien rasgos que debe reclamar por suyos la nación española? Y el mismo Bolívar, Nariño, San Martín, y los próceres de nuestra independencia, ¿dónde sino en universidades españolas adquirieron y formaron sus ideas? ¿Y en qué época hemos de colocar a esos hombres en una cronología filosófica, si seguimos la regla de un gran pensador, según la cual los hombres más bien pertenecen a la época en que se formaron que a aquella en que han florecido?». Y luego, con pleno asentimiento y complacencia, cita las palabras de Bello: «Jamás un pueblo profundamente envilecido ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron las campañas de los patriotas»[105].
+A diferencia de la mayor parte de sus compatriotas y contemporáneos, Caro sólo ve en la obra de España en América sus grandes hechos creadores y sus aspectos positivos. Es verdad que incidentalmente aceptó errores en la gestión colonizadora y gubernativa de la metrópoli, pero evitó siempre la crítica indiscriminada en que, siguiendo a los historiadores positivistas y liberales del siglo XIX, se ejercitaban otros escritores colombianos de su época. No se detiene en un análisis de la organización económica colonial para hacer de él la base de reproches históricos, porque no está convencido de que la economía de mercado libre, que se consideraba en su tiempo como una fórmula salvadora, fuese en sí misma superior y más adecuada para las necesidades de América que la organización colonial española en que el Estado intervenía según los casos y las oportunidades, y sobre todo porque no estimaba que el valor de una nación o de una cultura dependiesen de la magnitud de la riqueza. Por otra parte, en el plano de la cultura, de la ciencia, de la organización del Estado, tampoco consideraba objetivas y de fundamentos serios las críticas corrientes entonces. Y acercándose a la posición que más tarde han adoptado los historiadores europeos y americanos del Imperio español, pensaba que había sido precisamente la ruptura con la tradición española de gobierno intentada con las reformas liberales de Carlos III y sus consejeros el hecho que vino a precipitar y a justificar el movimiento americano de independencia. Tampoco aceptaba Caro la acusación de la intolerancia religiosa como una causa del atraso cultural y como un motivo de acusación a España, ni el atraso de las ciencias positivas como un indicio de su incapacidad congénita para el trabajo científico, ni el cargo tantas veces formulado contra la metrópoli de haber practicado una política de exclusión y postergamiento de los americanos[106].
+A propósito de estos temas escribió Caro algunas de sus más penetrantes páginas de interpretación del espíritu hispánico y de la obra de España en América. En ningún momento dejó extraviar su criterio por la historiografía desafecta a España y a su gestión histórica. Lograba este resultado al aplicar con todo rigor lógico al análisis histórico dos ideas rectoras: la convicción de que todo lo valioso y grande de la civilización ha sido obra del cristianismo, y de que España ha sido el pueblo providencial encargado de llevar adelante el poder expansivo del espíritu cristiano; y la idea de que una cultura puede ser grande a pesar de que sus creaciones materiales, científicas y técnicas sean escasas, entre otras cosas porque la ciencia no está limitada al campo de la naturaleza.
+Fue opinión general, repetida por la historiografía del siglo XIX en Europa y América, que la ciencia moderna no prosperó en España debido al ambiente creado por la intolerancia religiosa, y, concretamente, debido a la persecución ejercida por la Inquisición española. A esta afirmación, cuyo eco fue frecuente en Colombia durante el siglo pasado, responde Caro, en primer término, que la intolerancia española, de haber existido, fue un fenómeno común a casi todos los pueblos europeos en la época en que las luchas religiosas se confundieron con la lucha por el poder nacional, y que la intolerancia protestante, no por ser protestante dejaba de tener los mismos efectos deprimentes sobre el pensamiento libre:
+«El primer sofisma de los que dicen estas cosas, inventadas modernamente, y nunca imaginadas antes ni por los mismos a quienes procesó la Inquisición, consiste en suponer que el Tribunal de la fe fue un fenómeno aislado, una planta exótica, una institución violentamente superpuesta al pueblo español, y engendradora de tales o cuales malos efectos en el carácter de aquella nación. La Inquisición fue uno de los muchos brotes, de las manifestaciones naturales de un pueblo batallador y creyente que constituyéndose sobre la unidad religiosa, después de largos siglos de incesante combate, defendía su existencia social, por medio de una institución político-religiosa, contra conspiradores domésticos y sembradores de cizaña. La Inquisición no fue causa, sino efecto. El error que en este momento refutamos no está en decir que la Inquisición fue mala; dígase que fue todo lo malo y nefando y horrendo que se quiera; pero no se pretenda establecer radical distinción y oposición entre ella y todas las demás formas de actividad social de España en el siglo de los Reyes Católicos. El mismo espíritu que encendió hogueras de herejes, multiplicó y alimentó los cuerpos de sabios llamados órdenes religiosas, y los grandes centros de educación llamados Universidades. Hay además injusticia en creer que sólo en España hubo fanatismo, y que el fanatismo español tuvo sobre los demás fanatismos, sin que se explique por qué, el privilegio funesto de hacer daño a la ciencia. ¿No hubo en Inglaterra continuas y sangrientas persecuciones religiosas? ¿Francia y Alemania no padecieron desastrosísimas guerras de religión?»[107].
+Como algún contemporáneo suyo escribió alguna vez en un diario de Bogotá —y era idea corriente entonces— que España había sido tierra estéril para que floreciese la ciencia moderna y que fuera de algunos clásicos todos los libros españoles podrían desaparecer sin que la cultura universal sufriese mengua[108], Caro, siguiendo las huellas de Menéndez y Pelayo, asumió entonces la tarea de hacer la defensa de la contribución española al pensamiento de Occidente. Podría pensarse a primera vista que era esta una concesión al espíritu positivista de su tiempo, pues en cierta medida derrochar tanta energía en probar el hecho de que España también había hecho ciencia era darle a esta la categoría de producto clave para valorar la excelencia de una cultura y la capacidad de una nación. Pero no era así. Caro era un fervoroso hispanista que comprendía con singular claridad el valor de la tradición para la integridad de los países americanos, una mentalidad convencida de la unidad del espíritu cristiano occidental —una de cuyas expresiones más acabadas era la ciencia— y un hombre que poseía el sentimiento profundo de que España era el pueblo que en la historia había asumido la misión providencial de llevar al mayor grado de madurez las ideas del cristianismo, que para él se confundían con la propia idea de civilización.
+La ciencia no era para Caro el producto de una nación determinada, sino el resultado del espíritu cristiano desplegándose en los últimos siglos de la historia de Occidente. Sin ser un tomista sistemático, ni un escolástico puro[109], jamás comprendió el cristianismo a la manera romántica, y de ahí que ni el cristianismo utópico[110], ni la mística, ni ninguna otra forma de interpretación del espíritu cristiano que pudiera llevar a una escisión entre cristianismo y catolicismo, o a romper la unidad espiritual, y podríamos decir, política, entre la idea cristiana y la Iglesia católica como organización histórica, aparecen nunca en su pensamiento.
+La ciencia es un producto de la civilización cristiana, y esta, la más cabal expresión de la razón histórica. A su formación han contribuido todos los pueblos europeos cristianizados, unos más, otros menos, y desde luego España, la más cristiana de todas las naciones occidentales. Sólo la división del mundo cristiano iniciada en el siglo XV pudo hacer pensar a muchos escritores que la ciencia es nacional en algún sentido o privilegio de algún pueblo europeo en particular. «Las nacionalidades de Europa —decía Caro— no se establecieron aisladamente, sino como miembros federales de la cristiandad, sobre bases de la unidad producida, en larga y providencial elaboración, por la predicación uniforme del cristianismo, por el contacto íntimo de los pueblos aliados en defensa de la Cruz, por la severa disciplina escolástica de la Edad Media, tradicional lo mismo en las Universidades del norte que en las del Mediodía, y por otras causas análogas, relacionadas todas con la fe católica, principio céntrico y generador de la civilización europea. Los concilios, y especialmente el de Trento, fueron, humanamente hablando, congresos de sabios. Por esta razón, a pesar de las competencias de jurisdicción que surgieron, y aun de las guerras de unas naciones con otras, la ciencia europea, a la sombra del cristianismo, conservó su unidad y siguió un desenvolvimiento uniforme en todos los pueblos cultos de aquel continente, llevando cierta antelación, por sus nobiliarias tradiciones romanas, Italia y España. La herejía y el racionalismo impío han introducido desconcierto pero no fraccionado la ciencia por naciones. La savia católica siguió vivificando los pueblos. Modernamente la revolución ha amagado con nuevas terribles conmociones; pero las cosas tienden al nivel cristiano. Las relaciones comerciales y los medios materiales de comunicación, cada vez más estrechos, han contribuido también a afianzar los vínculos de esta comunidad de cultura. Qué vendrá mañana, no sabemos: hasta hoy la ciencia europea se halla, en lo sustancial, toda entera en cada una de aquellas nacionalidades cristianas; en un cambio de ideas paralelo al comercio de artefactos, y fácil y natural precisamente por la analogía de pensamiento preestablecida, cada pueblo se aprovecha en lo intelectual de lo que todos acarrean al fondo común, se lo asimila y lo devuelve en nueva forma. Por tanto, los libros españoles podrían quemarse, sin que la ciencia quede hecha cenizas; pero ellos solos también, supuesto que son la forma escrita y literaria que la ciencia in genere, no localizada ni localizable, revistió en España, servirían para salvarla y trasmitirla en un naufragio general de las demás naciones. Tal es el efecto, no del intelecto inglés, ni del intelecto francés, ni del intelecto alemán, como dice, latinizando a su modo nuestro articulista, sino del concierto de la civilización europea, obra no de un día, sino de largos años de progresar, trabajando y creyendo»[111].
+Pero no sólo la unidad del pensamiento científico y el vínculo entre este y la civilización cristiana aseguraban la participación de España en la formación y desarrollo de la ciencia. También la testifican los productos objetivos que la actividad de los españoles ha dejado en la historia. Porque aun aceptando que sus contribuciones en el campo de las ciencias de la naturaleza y sus aplicaciones técnicas no fuesen comparables por la cantidad a las de otros pueblos europeos, ahí estaban sus grandes creaciones en el campo de las ciencias del espíritu y de la cultura; ahí estaba la obra de sus juristas, de sus teólogos, de sus filólogos, de sus filósofos y de sus teóricos de la política. Contra la idea positivista de que sólo la ciencia natural, y más precisamente, la física matemática, o las disciplinas que tengan idéntica estructura lógica, son ciencia; o contra la alternativa de que las realidades de la cultura y del espíritu para poder ser tratadas como ciencia habían de reducirse a «naturaleza», Caro afirma la unidad de la realidad y su posibilidad lógica de ser reducida a conceptos científicos como un resultado de la unidad de la razón[112].
+«¿Qué es la ciencia —pregunta Caro—, quid est veritas? ¿No será ciencia, y la más sublime de todas, la teología? Teólogos de primer orden y en gran número ha producido España (dígalo Trento); y quien admita la opinión de modernos pensadores alemanes (autoridad sin duda muy respetable, por ser germánica, para nuestro contrincante), que reúnen en una sola y única ciencia la teología y la filosofía (véase, por ejemplo, la Dialéctica de Schleiermacher), quedará advertido de que España ipso facto tuvo eminentes filósofos, sin necesidad de hacer para estos, como podremos hacerlo, si alguno lo solicitase, capítulos aparte. ¿Es ciencia la jurisprudencia civil y eclesiástica? ¿Lo es la política y el arte militar? ¿La historia y la arqueología? ¿La filología y la hermenéutica?… ¿Son ciencias las ramas todas del árbol del conocimiento humano?… Cuando se trata de ensalzar a otras naciones, todo será ciencia, incluso las artes mágicas y la garrulería trapacera —por ejemplo, las de Allan Kardec, a quien cita como a uno de sus conocidos el escritor de El Diario—; y cuando convenga deprimir o insultar a la España inquisitorial, entonces no se reputarán ciencia sino aquellas industrias en que los españoles se hayan distinguido poco o nada; y a los demás ramos del saber se les clasificará en literatura, o se les dará cualquier otro nombre menos el mágico y antonomástico de la ciencia»[113].
+Para nada tienen, pues, los pueblos americanos que recurrir a otras culturas, a otras naciones en busca de ideas que circularían como cuerpos extraños en el torrente de una tradición en que pueden encontrarlo todo: «Deplorable es y lástima profunda inspira la situación de una raza enervada que por el único consuelo hace ostentación de los nombres de sus progenitores ilustres. Pero doloroso también, síntoma de degeneración y de ruina, y rasgo de ingratitud mucho más censurable que la necia vanidad, la soberbia y menosprecio con que un pueblo cualquiera, aunque por otra parte esté adornado de algunas virtudes, apenas se digna tornar a ver a su cristiana y heroica ascendencia»[114].
+Si queremos una tradición de sabiduría política, ahí están no sólo los teóricos españoles de la Edad de Oro, sino la historia misma de sus grandes hombres de Estado; allí está sobre todo la secular experiencia de gobierno de una nación que dio siempre a sus grandes tareas políticas un contenido religioso y practicó la unión del Estado y la Iglesia como base de la cohesión de la sociedad. Si queremos extender la civilización a todos los sectores sociales, no tenemos sino que recordar, a fin de emularlos y superarlos, los ejemplos de la política cristiana que nos ofrecen las Leyes de Indias; si anhelamos un vehículo excelso de comunicación y expresión, allí está la lengua española, creada por el genio hispánico y engrandecida y pulida por los clásicos de su literatura. Si queremos, en fin, ser algo, ser simplemente, no tratemos de cambiar el ethos, la constitución espiritual que queramos o no nos trasmitieron nuestros abuelos. Seamos fieles a la idea española de la vida y a sus ideales de honor, magnanimidad, honra, religiosidad y heroísmo, sin tratar de cambiar el núcleo de nuestro tipo espiritual o de mezclarlo con valores que le son incompatibles. La tradición española se ha hecho de valores excelsos, superiores a los que han dado vida a otras formas de expresión nacional, y, además, es la nuestra.
+Mas sería un error pensar que Caro rechazaba por esto todo contacto y toda asimilación de elementos de otras culturas, particularmente su ciencia y su técnica. A lo que se oponía era a que se intentase alterar el núcleo, las capas profundas del carácter y los patrones básicos de valores que constituyen la personalidad de una nación y que no pueden desconocerse y modificarse sin causar conmociones profundas y de consecuencias irreparables. Él mismo dio el ejemplo en este sentido, al entrar en contacto con la ciencia de su tiempo, particularmente con la inglesa, de la cual tomó no pocos conceptos de la teoría económica y algunos de su formación filosófica. Y ello tenía que ser así, pues de otra manera habría sido inconsecuente con su idea de la universalidad de la ciencia, y sabemos que la consecuencia consigo mismo y con su pensamiento era uno de los rasgos más característicos de su personalidad. Pero lo que Caro nunca aceptó fue la idea de la superioridad de una civilización basada en la técnica, sobre otras, que, como la española, ejercitaban su genio en la creación de valores artísticos, religiosos o metafísicos. A este propósito merecen recordarse estas palabras suyas: «Yo creo, como aquel gran poeta, que vale más el Evangelio que cuantos libros antes y después de él se han escrito; y que el Decálogo, que solo consta de diez renglones, ha hecho más bien a la humanidad que todos los ferrocarriles y telégrafos, y velas y vapores, y máquinas, cuyas resurrecciones, si no invenciones, aprecio como es justo y disfruto agradecido»[115].
+[98] Según Salvador de Madariaga, para el español son indiferentes las formas particulares de mando y gobierno, y el derecho a la dirección social no se basa para él en un principio metafísico como el de la igualdad de la naturaleza humana, ni menos aún en una concepción mecánica de la sociedad que ve a los hombres como unidades iguales unas a otras, ni siquiera en la concepción iusnaturalista de la sociedad, que tanto arraigo tenía en la tradición católica y escolástica. De acuerdo con la idea española del gobierno, en el Estado manda el que puede mandar y sabe mandar. De ahí que los españoles no admiren una institución en abstracto, como los ingleses admiran la monarquía o el parlamento, sino que reservan su fervor para los gobernantes. No es la monarquía sino este o aquel rey, como hombre prudente, como sabio, como hombre hábil o astuto lo que producen el respeto y el acatamiento social. Es Carlos V, o es Cisneros o Felipe II quienes poseen prestigio y no la monarquía. Esta circunstancia explica por qué la política española siempre ha dependido de hombres y no de instituciones y por qué el prestigio de las concepciones doctrinarias del Estado entre los españoles ha sido siempre débil, y por lo mismo, por qué la concepción constitucional democrática, la idea del Estado de derecho concebida a la manera racionalista resulta extraña a la mentalidad hispánica. Sobre esto, véase especialmente el ensayo ya citado de Salvador de Madariaga Ingleses, franceses y españoles.
+[99] «La Conquista», en Estudios hispánicos, ed. del Instituto de Cultura Hispánica, dirigida por Antonio Curcio Altamar, Bogotá, 1952, págs. 58 y 59.
+[101] La expresión español americano es muy usada por Caro y preferida por él a la de criollo, empleada por casi todos sus contemporáneos. El uso de este término en sustitución de criollo tiene mucha significación en sus ideas sobre la Independencia y el destino de América. Para Caro, el americano es simplemente el español ubicado y nacido en otro lugar geográfico. América, como hecho cultural y social específico, tiene para él poca significación. La falta de percepción de las diferencias que un nuevo paisaje, las influencias indígenas, la ordenación social peculiar y la nueva circunstancia histórica pudieran establecer entre el español peninsular y el americano, está en función de dos causas: su fervor por el espíritu y la tradición de España y su racionalismo. Caro miraba el espíritu español como algo puro y típico, y su desarrollo como el desenvolvimiento lógico, intemporal, de una idea: la cristiana. Es esta también una de las causas de la lógica y la coherencia de su pensamiento. Pues donde no irrumpe lo nuevo, y lo único no existe, el peligro de la contradicción queda eliminado. Uno de los casos más patentes del hecho que anotamos, es el análisis que hace del fenómeno del quijotismo, al considerarlo como extraño al espíritu español, incompatible con la tradición cristiana, y reducirlo a un mero residuo de la Edad Media caballeresca, llamado a desaparecer, gracias a la influencia del cristianismo, y «por la creación de las grandes nacionalidades, la formación de ejércitos regulares, las grandes batallas científicamente dirigidas, sustituidas a la guerra irregular, etcétera». Caro juzga que el quijotismo y la humildad cristiana son incompatibles, y de la incompatibilidad lógica, deduce la posibilidad de la eliminación real. Este logicismo extremo, paradójicamente, lo situaba cerca a los positivistas y a los creyentes en el «progreso», ya que es un rasgo típico de estos la idea de que las trasformaciones en el exterior de la sociedad, por ejemplo, en la técnica se traducen en cambios paralelos en el espíritu. Véase a Caro, «El quijotismo español», en Estudios hispánicos, ed. cit., pág. 200 y ss., especialmente págs. 202 y 203.
+[105] «La Conquista», en Estudios hispánicos, pág. 74. Caro sostuvo la tesis de que la Independencia había sido una «guerra civil», porque fue un movimiento dirigido casi exclusivamente por criollos o, como decía él, por españoles americanos. Concordaba en esto con algunos historiadores modernos, que como el inglés Cecil Jane, han buscado la fuerza impulsora de la Independencia americana no en las ideas, y menos todavía en las ideas de la Ilustración, a las cuales Jane solo atribuye una fuerza ocasional, sino en el fondo impulsivo del sentimiento español de la vida, es decir, en la sicología del español y del criollo —idealismo, deseo de perfección, pensar en antítesis puras como gobierno eficaz o falta total de gobierno, agudo sentido del valor de la persona, tradicionalismo, conservadurismo, etcétera— y en la misma tradición española de gobierno. Para Jane el hecho que vino a precipitar el anhelo de autogobierno del criollo fue la trasformación introducida en el estado colonial por Carlos III y sus colaboradores, sobre todo su carácter centralista y su racionalismo burocrático, que chocaban respectivamente con la tradición de autonomía local y el casuismo que informaba la legislación de Indias. Véase a Cecil Jane, Libertad y despotismo en América hispana, Buenos Aires, 1942.
+La tesis de Jane, acertada en su mayor parte, tiene los defectos propios de las generalizaciones históricas y de las concepciones sicológicas de los hechos sociales. Jane da una importancia muy grande al fondo impulsivo espiritual del americano, que considera esencialmente hispano, y por eso subestima las influencias ideológicas de la Ilustración, del romanticismo político francés y del constitucionalismo norteamericano, que fueron sin duda importantes, por lo menos en la clase dirigente y en la intelligenza criolla.
+[106] Un moderno análisis del espíritu de las reformas introducidas por Carlos III y su contradicción con la política imperial de los Austrias, sobre todo en lo referente a la oposición, centralismo y autonomías locales, puede verse en Jane, ob. cit., pág. 60 y ss.
+[108] Los artículos a que se refiere Caro fueron escritos sin firma en el periódico Diario de Cundinamarca. A ellos respondió Caro con una serie de artículos publicados en El Conservador de Bogotá durante los años de 1882 y 1883, con los títulos de «El atraso español», «La ciencia española», «La ciencia española y la Inquisición», «Los procedimientos de la Inquisición española», recogidos más tarde en las Obras completas, dirigida por Gómez Restrepo y V. E. Caro, y compilados de nuevo por A. Curcio Altamar, al lado de otros estudios de la misma índole y orientación, bajo el título general, ya citado, de Estudios hispánicos.
+[109] Respecto a los elementos integrantes de la educación filosófica de Caro, vease infra, nuestros capítulos acerca del pensamiento filosófico, sobre todo el referente a la reacción antibenthamista.
+[110] Llamamos así a una expresión del romanticismo político del siglo XIX cuyo rasgo más acusado era ver en el cristianismo una religión de oprimidos y de gentes ingenuas y sencillas. Esta interpretación mesiánica y proletaria del cristianismo se mezcló muchas veces con formas de socialismo utópico como el fourrierismo y el sansimonismo y con corrientes de ideas como el llamado catolicismo liberal, que intentaron fundar en Francia Lamennais y sus amigos. La corriente política del liberalismo colombiano «Gólgota», muy influída por el romanticismo político del siglo XIX, se inclinó mucho a esta interpretación de la idea cristiana. Vése infra, nuestras consideraciones sobre la influencia romántica en el pensamiento de 1850 en adelante.
+[111] «La ciencia española», en Estudios hispánicos, págs. 155 y 156. En esto de la relación entre las ciencias y las diferentes zonas europeas de cultura, la visión histórica de Caro aventajaba a la que tenían la mayor parte de sus contemporáneos colombianos, pues refería los orígenes de la ciencia a la civilización europea en su conjunto y no a los anglosajones o latinos en particular. Sobre todo destacaba el papel jugado por el cristianismo en la génesis del pensamiento científico, idea generalmente aceptada hoy por los historiadores de la cultura. En efecto, el cristianismo «desencantó» la naturaleza, le infundió dinamismo y voluntad a la divinidad frente a la concepción del motor inmóvil de Aristóteles —debe recordarse el voluntarismo de la metafísica cartesiana del siglo XVII, que es la culminación de este proceso—, y la filosofía escolástica hizo de él una religión racional. A este propósito dice el filósofo Max Scheler: «El monoteísmo judeo-cristiano del Creador y su triunfo sobre la religión y la metafísica del mundo antiguo, fue sin duda la primera posibilidad fundamental de que quedase en libertad la investigación sistemática de la naturaleza en Occidente. Fue un quedar en libertad la naturaleza por la ciencia, en un orden de magnitud que quizás exceda cuanto en Occidente ha surgido hasta hoy. El dios espiritual de voluntad y trabajo, el Creador, que no conoció ningún griego ni romano, ningún Platón ni Aristóteles, ha sido —sea admitirlo verdad o error— la mayor justificación de la idea de trabajo y de dominio sobre las cosas infrahumanas: y al mismo tiempo operó la mayor des-animación, mortificación, distanciación y racionalización de la naturaleza que haya tenido lugar jamás, en relación con la cultura asiática y con la antigüedad (Max Scheler, Sociología del saber, «Revista de Occidente». Madrid, 1947, pág. 82). A la luz de estos nuevos planteamientos, que inició Max Weber en la historia de la cultura y de las formas del pensamiento, es como podría revisarse el enfoque de algo que también vislumbró Caro, a saber, los efectos de la lucha de la Inquisición contra la brujería, la magia, la superstición y otras formas de pensamiento no racional, incluyendo las creencias religiosas indígenas.
+[112] Desde el punto de vista del problema de la estructura y métodos propios de las ciencias del espíritu y de la cultura, las conclusiones implícitas en el pensamiento de Caro eran las mismas de los positivistas. Si, como parece lícito, consideramos como «naturalismo» y «positivismo» toda tentativa de aplicar en el campo de las ciencias del espíritu y de la cultura conceptos de validez general como el de ley, y toda aplicación a esa esfera de la realidad de las categorías propias de la ciencia natural —cantidad, espacio, número, causa-efecto, etcétera—, el racionalismo, como el naturalismo, conduce a una eliminación de lo sui generis, o específico, o único de la realidad espiritual. Ninguna concepción unitaria de la ciencia puede escapar a esta consecuencia, a no ser que el proceso se invierta y se lleven las categorías del conocimiento espiritual a la naturaleza. El racionalismo —y Caro lo era en sentido lógico-formal, no en el sentido en que fueron racionalistas los hombres de la Ilustración— es tan insuficiente para la comprensión del mundo espiritual como el positivismo, aunque este se tome en sus modernas y más refinadas expresiones como el neokantismo. Pues tan generalizador es el concepto de forma como el de ley y tan determinista es la causalidad estructural de las morfologías de la cultura como la causalidad mecánica de las ciencias naturales. Sobre la posición de Caro ante el racionalismo moderno y en general sobre su formación filosófica y el significado en su obra de la dialéctica de los conceptos historia y razón, véase infra, nuestros capítulos sobre el pensamiento filosófico de Miguel Antonio Caro.
+TODAS LAS FORMAS DE CONCEBIR el Estado y la sociedad pueden reducirse a dos categorías típicas: la universalista, llamada también organicista o totalista, y la individualista, que toma en ocasiones el nombre de atomista o concepción mecánica de las formas sociales. Pero en la dialéctica de la historia del pensamiento político ha sido constante el esfuerzo por eliminar las contradicciones entre una y otra, dentro de una concepción sintética que deje a salvo por igual el valor de la persona y la realidad autónoma de la comunidad o del Estado. Universalismo e individualismo representan dos categorías puras, o, hablando en los términos de la metodología social de Max Weber, dos tipos ideales a los cuales se acerca o de los cuales se aleja la realidad concreta de la vida histórica, sin que el investigador de las ideas se vea constreñido a tomarlos con criterio de preferencia y menos aún con actitud polémica. La concepción universalista del Estado ha tratado de establecer la prioridad ontológica, lógica e histórica de las totalidades sociales afirmando que sólo el grupo tiene subsistencia por sí mismo, que sólo a partir de él puede comprenderse la vida individual y que el hombre ha existido siempre en forma social, es decir, que la sociedad no es un agregado de individuos surgido de una unión voluntaria o forzada[116].
+Por su parte, quienes en la historia del pensamiento social han aceptado la primacía de la idea individualista han sostenido el mayor valor y la subsistencia del individuo en sí mismo, y consideran el listado o cualquiera otra forma objetiva de sociedad, como surgidos de un acuerdo de voluntades o del acto de creación de un caudillo, sea por la fuerza, sea por el poder carismático de su personalidad. Estos dos conceptos metodológicos nos servirán para examinar la historia del pensamiento político colombiano en el siglo XIX en sus problemas esenciales, como las relaciones entre el individuo, el Estado y la sociedad, que son sin duda los temas capitales de la teoría política.
+La concepción individualista que llegó a ser dominante en todas las construcciones del derecho público, y a impregnar, con muy pocas excepciones, toda la teoría social y política de los escritores y estadistas más destacados de nuestro siglo XIX, es un fenómeno de la historia moderna y su aparición en forma pura podemos decir que data sólo del siglo XVIII[117]. En cambio la idea universalista de la sociedad y del Estado fue la forma típica del pensamiento antiguo dominado por Aristóteles —si exceptuamos a los sofistas, individualistas conspicuos, y a los estoicos, precursores de la teoría del derecho natural— y del pensamiento medieval señoreado por la escolástica y por la figura de Santo Tomás de Aquino. Casi todo el derecho público y constitucional moderno está construido sobre la concepción individualista de la sociedad, aunque aquí y allí se puedan encontrar expresiones que recortan la soberanía del individuo y representan residuos comunitarios o universalistas. Así ocurre, por ejemplo, en la Declaración de los derechos del hombre proclamados por la Asamblea Nacional Francesa en 1789 y con la Constitución norteamericana proclamada en Filadelfia en 1787, que sirvió de modelo a casi todas las constituciones democráticas occidentales de los siglos XIX y XX y particularmente a las hispanoamericanas. Por eso es indispensable que antes de adentrarnos en el estudio del pensamiento político colombiano del siglo pasado, hagamos una pequeña indagación sobre la génesis y desarrollo de la idea liberal del Estado, lo mismo que sobre el origen y desarrollo de las doctrinas que han tratado de salvar los escollos que ella representa, sin abandonar los fueros que la tradición y el inevitable desarrollo histórico concedían al individuo. Tal es el caso de la concepción del Estado de Francisco Suárez, que tanta influencia tuvo en la generación precursora de nuestra Independencia y en la formación de todo el pensamiento jurídico y político colonial.
+Al disolverse la sociedad medieval basada en la organización estamental, donde los individuos adquirían sus fueros, derechos y privilegios en razón de su pertenencia a determinados cuerpos sociales —nobleza, clero, gremios, iglesia—, el individuo quedó solo, reclamando derechos en nombre de algún principio metafísico como el común origen divino, la existencia de un derecho natural, o la explicación materialista del universo, que servían para establecer, por analogía, la igualdad inicial de los hombres, y para atribuir la desiguadad a las formas de organización de la sociedad. Sobre todo las recientes clases burguesas, nacidas en las ciudades a la sombra de actividades menospreciadas por los estamentos nobiliarios, tales como el comercio y la industria, y que basaban su status social no en la nobleza del linaje hereditario, sino en su papel en la economía y en la posesión de bienes mobiliarios —títulos de sociedades mercantiles, mercancías o un representante simbólico de ellas como el dinero, que carecía de relación con las virtudes personales y que estando al alcance de todos podía conceder poder y rango—, buscaban su incorporación a las tareas directivas del Estado y del poder político apoyadas en un cuerpo de doctrinas que sirviera para justificarla. Lo encontraron en fuerzas espirituales muy diversas del mundo moderno, que a la postre vinieron a estructurar la doctrina que suele denominarse concepción liberal o individualista del Estado.
+Los desarrollos lógicos de la metafísica cartesiana con su idea de las dos sustancias, la pensante como la más valiosa y propia del hombre, la que le daba noticia de su existencia, y la extensa o naturaleza, llevaban implícitos la idea de una supervaloración del individuo, idea que se vio reforzada por otras corrientes espirituales de la época, como la reforma protestante y el humanismo renacentista, cuyo sentimiento individualista echaba ancestrales raíces en movimientos medievales como el nominalismo franciscano y el voluntarismo escotista. Todas estas fuerzas ideológicas aceleraron la disolución de los lazos comunitarios de la sociedad medieval y propiciaron la aparición del individuo como única realidad substante y valiosa. Es cierto que todavía en Descartes existía la realidad de Dios como garantía de la verdad, de lo que era evidente al pensamiento, como sustentáculo de la certeza de las ideas claras y distintas, pero no es menos cierto que a sus discípulos racionalistas e idealistas que vinieron después, les fue muy fácil y casi inevitable pasar a la afirmación de que al individuo solo, guiado por la luz de la razón y por sus potencias personales, le era posible descubrir y en cierta medida crear la verdad. Al cogito cartesiano que deducía el mundo de sí mismo, vino a sumarse la teoría mecánica y atomista de la naturaleza que dominó toda la ciencia natural de los tres siglos posteriores y pretendió también señorear en todos los campos de la realidad, inclusive en los del espíritu y la cultura. Más tarde, el movimiento sensualista en la sicología y en la teoría del conocimiento, trasformó el pienso, luego existo en la fórmula de siento, luego soy. Los materialistas franceses de la Ilustración como La Mettrie y Condillac, primero, y después Cabanis y Destutt de Tracy, lo mismo que Hobbes, Bentham y los utilitaristas ingleses, interpretaron la realidad orgánica en términos de física, es decir, de mecanismo, y la realidad sicológica como un agregado de unidades, las sensaciones, con lo cual el valor de las totalidades y organismos quedaba arruinado. De ahí a la idea de que la sociedad y el Estado eran exclusivamente una suma de individuos y sólo surgían de su voluntaria decisión había un paso único y lógico. Aunque parezca paradójico, y a pesar de todas las profundas divergencias que los separaban, idealismo, sensualismo y materialismo, conducían todos a modelar una concepción del mundo en la cual el Estado iba a concebirse como una asociación mecánica de individuos iguales. Los fundamentos metafísicos de la idea liberal del Estado estaban echados[118].
+Ahora bien, si lo que tenía existencia por sí mismo, si lo que históricamente tenía precedencia eran los individuos, y, además, estos eran iguales, para la teoría política y social surgían dos problemas: primero, cómo llegaban a constituirse, cómo se justificaban, cuál era el elemento cohesivo de la sociedad y del Estado; y segundo, cuál era el origen de la potestad coercitiva, poseída por quienes ejercían el mando político. Respecto a lo primero, el pensamiento político medieval, siguiendo las huellas de Aristóteles, había aceptado sin restricciones la idea de la sociedad como un hecho, como algo perteneciente a la naturaleza del hombre. Para la Edad Media, la existencia del hombre como ser aislado era inconcebible. La sociedad era uno de los elementos de su esencia o un predicado de primer grado, como decía la concepción tomista. Pero en lo que hacía referencia al segundo de esos interrogantes, es decir, al origen del poder y al derecho de usarlo en la dirección del Estado, ya desde la época de Santo Tomás empezó a esbozarse la teoría de que el ejercicio de la potestad política, si bien tenía indirectamente origen divino, directamente debía recibirse y ejercerse en nombre de los súbditos, es decir, del pueblo. En esta forma fue abriéndose paso la idea de que no sólo el origen de la potestad política de los gobernantes, sino también la existencia de la sociedad misma necesitaban el consentimiento recíproco de los miembros de la comunidad, y que esta surgía de lo que en el siglo XVIII Rousseau llamaría el contrato social, con lo cual el pensador ginebrino se limitaba a dar un nombre y una interpretación sui generis a una doctrina que se remontaba a los últimos tiempos de la Edad Media, y que, antes de él, había sido expuesta por varios juristas y pensadores políticos del siglo XVII, entre ellos Grocio, Pufendorf y Hobbes[119].
+La idea de que el poder decisorio y coercitivo del soberano para ser legítimo requería el consentimiento expreso o tácito de los gobernados, tuvo su origen en los contratos celebrados entre vasallos y señores, en los cuales aquellos ofrecían obediencia y pago de prestaciones en trabajo o especies, y estos garantizaban la protección militar y el ejercicio de ciertas libertades[120]. Tal costumbre, general en la Edad Media, se vio reforzada por los resultados del antagonismo entre el poder secular representado por el Imperio y el sacerdotal encarnado en la Iglesia, y por las pretensiones de los príncipes que, sintiéndose cada vez más fuertes, aspiraron a la consagración de sus tronos, pretendiendo que su poder venía directamente de Dios y no requería la aceptación de su representante en la tierra, el Papa. La aparición de la teoría del derecho divino de los reyes inclinó cada vez más el pensamiento católico hacia una teoría de la soberanía basada en el consentimiento libre de los gobernados, y paradójicamente, contribuyó al desarrollo de la idea laica del Estado. El proceso era lógico, y un pensador tan agudo y dotado de tanto sentido histórico y político como Francisco Suárez sacaría todas las consecuencias. Si el poder de los reyes tuviera origen divino, podían estos no sólo ejercer la potestad del mando sobre sus súbditos, sin limitación alguna, sino también sobre la Iglesia misma. Y en efecto esa fue la conclusión que sacaron los monarcas absolutos de los nacientes Estados nacionales de Europa. Por eso Suárez y los juristas españoles de la Compañía de Jesús establecieron que sólo existía una institución de origen divino: la Iglesia, y que la potestad coercitiva del Estado tenía origen en el libre consentimiento otorgado a los gobernantes por sus súbditos. De ahí a la teoría de la soberanía popular sólo había un paso. Para mantener la autonomía y la prioridad de la Iglesia, era necesario propiciar la crisis de la idea del derecho divino de los reyes.
+Por su indudable influencia en la formación mental de los juristas coloniales y en la génesis de las ideas de la generación precursora de nuestra Independencia, es necesario que nos detengamos a esbozar una síntesis de la teoría del Estado y de la sociedad del más grande de los filósofos escolásticos del siglo XVII, cabeza de la escuela de juristas españoles de la Compañía de Jesús[121].
+Sostiene Suárez que la soberanía radica en la comunidad de los ciudadanos por disposición de Dios y que los poderes coercitivos de que gozan los gobernantes emanan de un contrato de sujeción entre gobernantes y gobernados, poderes delegados que pueden revocarse por decisión libre de los súbditos. Llega Suárez a justificar expresamente el derecho de rebelión y aun el tiranicidio[122] en la forma en que lo hicieron algunos otros pensadores jesuitas, como el padre Mariana, y es muy claro en su afirmación de que el mandato al soberano puede revocarse y en que el gobernante está sometido a las leyes que garantizan el bien común, leyes que en último término son emanación de la ley divina y por lo tanto poseen plena independencia de cualquier disposición de la voluntad estatal.
+Siguiendo clásicas ideas aristotélicas, Suárez considera la sociabilidad como algo que pertenece a la naturaleza del hombre. Ni siquiera como ficción le parece aceptable la tesis de que hubiese existido una época en que la humanidad hubiera estado constituida por un conjunto de individuos dispersos. Dios ha hecho al hombre de naturaleza sociable, en sociedad ha vivido y en sociedad tendrá que vivir siempre si es que desea cumplir con sus propios y esenciales fines.
+Esto en cuanto la sociabilidad es un hecho primo, un factum. Pero cuando surge el problema de la autoridad, de la posesión y ejercicio del poder, es decir del Estado mundano y del origen de su soberanía, Suárez afirma que esta sólo radica en la comunidad, que la ha recibido de Dios junto con la potestad de delegarla en los gobernantes. El Estado, con todas sus características, no surge como un resultado del pecado, ni como una consecuencia de la maldad del hombre, porque eso implicaría su condenación. Tampoco surge como resultado necesario de la evolución de la familia, sino como una unión libremente querida de personas morales que ven en la organización estatal la forma de convivencia social más adecuada para lograr fines y colmar sus necesidades de naturaleza económica y cultural en un momento del desarrollo histórico en que, por razones del crecimiento demográfico y de la complejidad misma de las necesidades humanas, resultan insuficientes organizaciones pequeñas y no autárquicas como la familia. Para Suárez es claro que el Estado se constituye por medio de un consensus de sus miembros y que los gobernantes reciben su potestad de mando de la voluntad popular. En esta forma se configuraba una teoría política tan semejante a la doctrina posterior del contrato social, que sería muy difícil evitar confusiones, no obstante las hondas diferencias existentes entre la concepción roussoniana y la de Suárez.
+[116] Históricamente la concepción universalista puede remontarse a la teoría platónica del Estado. También puede considerarse universalista la idea aristotélica de la sociedad como organismo, lo mismo que todas sus proyecciones en la Edad Media, particularmente la teoría del Estado de Santo Tomás. En el pensamiento tomista hay una tensión constante entre la idea de la persona y sus derechos, y la realidad de la comunidad o los derechos del Estado. En el mundo moderno todas las concepciones universalistas están más o menos ligadas a la metafísica y a la teoría del Estado de Hegel y al romanticismo, sobre todo al romanticismo alemán. En general, es formalmente universalista toda concepción «orgánica» u «organicista» del Estado. La sociología y el pensamiento político contemporáneos han vuelto a inspirarse en la categoría de totalidad o universalidad. Quien ha elaborado con más sentido sistemático, en el mundo contemporáneo, una concepción universalista, es el sociólogo y filósofo austríaco Othmar Spann (véase su Filosofía de la sociedad, Madrid, 1932). Suele retrotraerse, en cambio, la concepción atomista e individualista a los sofistas griegos, que fueron los primeros en reclamar la soberanía del individuo frente a los grupos sociales. La escuela del derecho natural y el liberalismo moderno le dieron sus contornos teóricos definitivos. En general está unida a una metafísica materialista (Hobbes), pero puede haber un individualismo de raíces espiritualistas. La moderna sociología del conocimiento ha querido ligar estos dos tipos de pensamiento social a la burguesía y el proletariado moderno (individualismo), y a las clases nobles y terratenientes (universalismo), como sus formas características de comprender el mundo social. (Véase a K. Mannheim, Ideología y utopía, México, 1944; también, a Max Scheler, Sociología del saber, Madrid, 1935).
+La problemática de los dos conceptos ha trascendido del campo meramente científico especulativo al plano de la acción política, produciendo una tensión profunda en el pensamiento político moderno que se debate entre estos dos polos: individuo (persona) y comunidad (Estado). Llevados a sus extremas consecuencias lógicas, el universalismo conduce al Estado totalitario y el individualismo a la desintegración social. Metafísicamente el conflicto está ligado a la antinomia entre lo uno y lo múltiple, lo universal y lo individual, antinomia que no se ha resuelto lógicamente (ni quizá pueda resolverse) y que mantiene escindido el pensamiento occidental. Entre los puntos extremos existen intentos de mediación, como el llamado personalismo o filosofía de la persona.
+[117] Desde luego hay también en los siglos XVIII y XIX fuertes corrientes de ideas y notables pensadores universalistas. Ya hemos mencionado a Hegel (y con él todo el hegelianismo) y al romanticismo en Alemania. En Francia pueden citarse De Maistre y De Bonald y en general los tradicionalistas, que tuvieron mucha influencia en Colombia sobre el pensamiento político de Miguel Antonio Caro. En Inglaterra no tuvo representantes salientes, aunque Burke combatió con argumentos conservadores y tradicionalistas los supuestos metafísicos de la democracia moderna y de la concepción liberal del Estado, encarnada en los Derechos del hombre.
+[118] Sobre los antecedentes medievales de la doctrina liberal del Estado, véase a George H. Sabine, Historia de la teoría política, México, 1945, especialmente pág. 245 y ss. La confluencia de estas ideas en la teoría política de la Ilustración ha sido estudiada por Cassirer en La filosofía de la Ilustración, México, 1943, cap. VI, pág. 225 y ss.
+[119] Los antecedentes de la teoría del contrato social han sido expuestos en forma minuciosa por el historiador francés, especialista en Rousseau, Robert Derathé, en su obra Jean-Jacques Rousseau et la science politique de son temps, Presses Universitaires de France, París, 1950. Grocio, Pufendorf y Hobbes son señalados como los antecesores inmediatos en el siglo XVII. Según lo anota Derathé, hay entre Rousseau y sus precursores diferencias sustanciales. El pacto, para Rousseau, no sólo era la base del poder político, sino de la sociedad misma. La soberanía, fundada en la volonté générale, reside en el pueblo y es imprescindible, inenajenable e irrenunciable para Rousseau, no así para sus antecesores. Por eso el pacto social es revocable en cualquier momento y la democracia es una democracia plebiscitaria que lo mismo puede producir el régimen napoleónico que otro tipo de gobierno si están basados en la voluntad general. Algo muy diferente es la democracia interpretada por el pensamiento liberal, pues en este la democracia es el régimen político que garantiza los derechos individuales, el derecho de las minorías y la tolerancia. De esto se dieron cuenta varios pensadores liberales del siglo XIX, entre ellos uno cuya influencia en el liberalismo colombiano del siglo pasado fue muy grande, el francés Benjamin Constant. En efecto, Constant afirmaba: «Allí donde comienza la vida individual, se detiene la jurisdicción de la soberanía. Rousseau ha desconocido esta verdad elemental y su error ha tenido como consecuencia que el contrato social, tan frecuentemente invocado en favor de la libertad, sea el más terrible auxiliar de todos los despotismos». (Cit. por De Ruggiero, Historia del liberalismo, Madrid, 1944, pág. 93). Véase infra, nuestras consideraciones sobre el desarrollo histórico del liberalismo.
+[120] Los orígenes medievales de la idea del contrato han sido estudiados exhaustivamente por los hermanos Carlyle en su obra History of Mediæval Political theory in the West, Londres, sobre todo en el vol. I, cap. VI. Un resumen de sus conclusiones ha hecho A. J. Carlyle en su libro La libertad política, México, 1942, pág. 21 y ss., 37 y ss. También De Ruggiero (ob. cit., pág. 21 y ss.) ha destacado la conexión entre los contratos de sujeción de la Edad Media y la teoría contractual del Estado.
+[121] La influencia de Suárez durante la Colonia fue muy grande, según J. F. Franco Quijano, sobre todo en el siglo XVII, época en que tuvo numerosos comentadores entre los jesuitas (Franco Quijano, «Suárez el eximio en Colombia», Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, vol XII, págs. 587 a 593, Bogotá, 1917. Véanse también sus apuntes sobre la «Historia de la filosofía en Colombia», ibidem, vol. XMIII, pág. 359 y ss.). Sobre la teoría del Estado en Suárez, la obra esencial es La teoría del Estado y de la comunidad internacional en Francisco Suárez, de Rommen, Madrid, 1951.
+NO ERA, POR LO TANTO, ABSOLUTAMENTE necesario el contacto con las corrientes del pensamiento francés e inglés del siglo XVIII para que se divulgasen entre las últimas generaciones neogranadinas de la época colonial las ideas de soberanía popular, de poder limitado por normas jurídicas y de libre elección de los gobernantes por el pueblo, porque esas ideas eran patrimonio común del pensamiento escolástico español y de la escuela del derecho natural, ambos estudiados en las universidades coloniales desde el siglo XVIII[123]. De tal espíritu estaba empapada la generación de los precursores de la Independencia —inclusive la educación de Nariño, el traductor de los Derechos del Hombre—, y aun la primera generación republicana.
+Fray Diego Francisco Padilla, en una colección de artículos sobre el movimiento de Independencia publicados en el periódico santafereño El Aviso al Público, defiende el desconocimiento de la Junta de Regencia de España por parte de los americanos, con numerosas citas de Santo Tomás y de San Agustín: «Añaden también que hemos faltado al juramento y que nos oponemos a las doctrinas católicas no obedeciendo al Consejo de Regencia. Pero el juramento que hemos hecho es de reconocer al señor don Fernando VII por nuestro rey: a este estamos obligados y daremos por él la vida; esta es la sustancia de nuestra promesa, y la sostendremos hasta la muerte. El reconocimiento del Consejo de Regencia es un puro accidente; a este no estamos obligados, según dice Santo Tomás, y mucho menos cuando está de por medio el bien común, como dice San Agustín. San Pablo manda obedecer a las potestades legítimas; ya hemos demostrado que al Consejo de Regencia le falta toda legitimidad». Luego cita textualmente la doctrina de Santo Tomás sobre el juramento: «… no debe guardar el juramento cuando por algún nuevo evento impremeditado puede venir un peor mal. Si el juramento puede ser contra la salud, es indebido, no tiene fuerza para obligar, como acto que cae sobre indebida materia»[124].
+Tan claro era el sentido antiabsolutista de esa tradición, que durante el despotismo ilustrado de los Borbones fueron prohibidas las obras de Suárez y la enseñanza del derecho natural. Y precisamente fue esa ruptura con la tradición española de libertades locales, mantenidas por encima de prescripciones legales y del aparato burocrático de poder, más aparente que efectivo, del Estado español de los Austrias, lo que hizo impopular el gobierno de los Borbones y aceleró la desintegración del Imperio español en América[125].
+El movimiento de los Comuneros estuvo impregnado del tradicional espíritu castellano de libertades municipales y todo indica que sus directores habían sido formados en los principios de la legislación española del tiempo de los Fueros y las Partidas. En las capitulaciones firmadas en Zipaquirá entre los jefes del movimiento y las autoridades españolas, no se habla de derechos inalienables del hombre, ni de contrato social, ni se invocan principios metafísicos para justificar las peticiones de las villas del oriente colombiano. No hablan del pueblo y de la soberanía popular, sino que, utilizando un viejo vocablo castellano de rancio sabor medieval, se refieren al «común» y a los intereses de las «comunidades». El espíritu de ese texto indica que todavía no habían llegado hasta estos confines las noticias, y menos aún las ideas, de la Revolución norteamericana, y que los ideales de la Ilustración francesa no impulsaban todavía a los criollos. En cambio es claro que las capitulaciones están concebidas de acuerdo con el espíritu democrático de antiguas tradiciones jurídicas y políticas peninsulares. En primer lugar, la secular costumbre castellana y aragonesa de que el rey no podía imponer tributos sin consentimiento de los súbditos representados por la institución de los cabildos estaba presente en la pretensión de suprimir totalmente ciertos impuestos como el de Barlovento «tan perpetuamente que jamás se vuelva a oír semejante nombre», o en la de reducir y cambiar la forma del recaudo, en otros. Por ninguna parte asoma en las capitulaciones de Zipaquirá la aceptación de un poder absoluto de la corona, ni la duda sobre el derecho de los súbditos de hacer oír su voz cuando se trata de dictar las leyes que regulan la vida en común. Los comuneros colombianos se presentaban a colegislar, como lo habían hecho durante siglos sus antecesores castellanos batidos por las fuerzas de Carlos V en los campos de Villalar.
+La idea del Estado representativo y del poder estatal limitado por el derecho escrito o las normas consuetudinarias no estaba menos presente en los ánimos de los comuneros socorranos. En la octava capitulación exigen que los remates de rentas arrendadas se hagan «según las disposiciones reales de Castilla, sexta, séptima y octava de las condiciones reales generales de los arrendamientos», como queriendo rechazar toda concesión abusiva de los funcionarios y toda desigualdad ante la ley. Y la idea castellana de igualdad, el mismo sentimiento de orgullo de la persona, resuena en la capitulación vigésima segunda cuando al exigir preferencia para los criollos en la adjudicación de los cargos públicos, los redactores del documento estampan esta exigencia para los funcionarios españoles que por su «habilidad, buena inclinación y adherencia a los americanos» tuviesen que desempeñar posiciones dirigentes: «… y al que intentare señorearse y adelantarse a más de lo que le corresponde a la igualdad, por el mismo hecho sea separado de nuestra sociabilidad».
+El espíritu de las capitulaciones es casuista y está empapado de realismo español. Los comuneros no piden un cambio en la legislación general ni la promulgación de una constitución en el sentido de la moderna técnica jurídica, sino decisiones para casos concretos y remedios para males inmediatos de la comunidad: supresión y rebaja de impuestos, mejoramiento de caminos y puentes, rebaja del precio de la sal, acceso de los criollos a los altos puestos administrativos, libertad de cultivo y libre comercio del tabaco. Como era el caso de la legislación española de Indias, no existe en las capitulaciones de Zipaquirá la separación —típica del racionalismo jurídico moderno, surgido de la rama del derecho natural que culminó en el pensamiento político liberal francés— entre derecho público y derecho privado. Los comuneros piden modificación y eliminación de tributos, reglamentación de subastas, y adjudicación de cargos, modificación de sanciones penales, cuestiones que pertenecen todas al derecho público; pero también consideran como algo que pueden solicitar los ciudadanos y que debe ordenar el Estado, el intervenir en la propiedad privada en la forma de mandar: «Que a los dueños de tierras por las cuales median y sigan los caminos reales para el tráfico y comercio de este reino se les obligue a dar francas las rancherías y pastos para las mulas, mediante a experimentarse que cada particular tiene cercadas sus tierras, dejando los caminos reales sin libre territorio para las rancherías; para evitar este perjuicio mande, por punto general que puntualmente se franqueen los territorios, y que de no ejecutarlo el dueño de tierras, pueda el viandante demoler las cercas». ¿No era esta una reminiscencia de antiguas costumbres comunitarias castellanas como la de los bosques y pastos comunes y una expresa declaración de que el bien privado estaba limitado por el bien público?
+Por último, hay un concepto que pasa a través de todo el texto de las capitulaciones como tema constante: el concepto tomista y medieval de justicia distributiva, que los juristas españoles y especialmente Suárez debieron popularizar entre los criollos cultos de las colonias americanas. No se trata de la igualdad ante el impuesto que Nariño habrá de propugnar en su Ensayo sobre un nuevo plan de administración en el Nuevo Reino de Granada[126] y que la mayor parte de las Constituciones y escritores de la época republicana aceptarán también, sino de una concepción del impuesto como basado en la desigualdad de posibilidades, de derechos y de obligaciones de los súbditos del Estado. En el pensamiento medieval, orientado más por la noción de justicia que por la de igualdad, la parte del bien público otorgado por el Estado al ciudadano, lo mismo que la contribución que este debía dar para los gastos de la comunidad, están graduados según la magnitud de su riqueza y de acuerdo con las necesidades inherentes al status social. La justicia se conseguía, no igualando, sino diferenciando. En cambio, Nariño afirmará, para defender su idea de un impuesto por cabeza, igual para todos los ciudadanos, que «es un error creer que una misma cantidad repartida sobre todos los contribuyentes igualmente, es una desigualdad perjudicial a los pobres, y en favor de los ricos que tienen más comodidad de contribuir, puesto que el pobre se da en arrendamiento al rico por aquella cantidad que necesita para vivir y si esa cantidad se aumenta en cierto número de pesos este aumento vendrá a sumarse al precio que pide por su trabajo, con lo cual a la postre el gravamen sale del peculio del rico»[127]. Y la Constitución del Estado Soberano de Antioquia dirá que «ningún hombre, ninguna clase, corporación o asociación de hombres puede, ni debe ser más gravada por la ley, que el resto de los ciudadanos»[128]. En esta forma, en ambos casos se estaba defendiendo una igualdad de los ciudadanos inexistente en la realidad: la igualdad abstracta y metafísica que proclamaban tanto idealistas (igualdad de la razón) como materialistas (igualdad de átomos, de estructura sensible, etcétera); igualdad que servía de sustentáculo al racionalismo jurídico de la época de la Ilustración y de la Revolución francesa.
+Así como el derecho de representación es la idea cardinal del Memorial de agravios redactado por Camilo Torres en 1809, la de justicia distributiva constituye la médula de las capitulaciones de 1781. Sus redactores lo expresaron con toda claridad al pedir impuestos diferenciales y muy bajos para indios y pulperos, y la supresión de gravámenes sobre aquellos frutos y mercancías «que, como los algodones, sólo los pobres lo siembran y cogen», según reza la capitulación novena. Sobre el tributo a los indígenas, dice la número siete «que hallándose en el estado más deplorable la miseria de todos los indios, que si como la escribo porque la veo y conozco, la palpase V. A., creeré que, mirándolos con la debida caridad, con conocimiento que pocos anacoretas tendrán más estrechez en su vestuario y comida, porque sus limitadas luces y tenues facultades de ningún modo alcanzan a satisfacer el crecido tributo que se les exige con tanto apremio, así a estos como a los mulatos requintados…». Y en la trigésima primera agregan los memorialistas, pidiendo justicia distributiva para los pequeños negociantes de tiendas y pulperías, «que reflexionando la miseria de muchos hombres y mujeres que con muy poco interés ponen una tiendecilla de pulpería, pedimos que ninguna ha de tener pensión, y sí sólo la de alcabala y propios»[129].
+Agustín Justo de Medina, Berbeo y Juan Bautista de Vargas, los redactores de las cláusulas del pacto de Zipaquirá, invocaban la caridad cristiana para pedir la justicia distributiva y hablaban en nombre de antiguas costumbres y leyes castellanas; no traían a cuento los derechos del hombre y del ciudadano concedidos por Dios, ni mencionaban los pactos y contratos como lo harán más tarde los hombres de la generación siguiente; pero no por eso era menos clara su idea del gobierno basado en el consentimiento de los súbditos, ni su concepto de las libertades políticas, ni menos firme su convicción sobre la supremacía de las leyes y costumbres sobre la voluntad del príncipe. En cambio, su idea de la solidaridad social era más viva y su concepto de la sociedad y del Estado más humano y realista.
+También en Camilo Torres vemos actuar elementos de la tradición política española por debajo de las influencias de lo que, en términos generales, suele llamarse las ideas de la Revolución francesa. Porque, aunque su Memorial de agravios contiene expresiones que evocan la influencia de Rousseau o el contacto con Montesquieu, si penetramos un poco en el contenido de ese documento, encontramos que sus ideas emanan también de fuentes hispano-escolásticas[130].
+Inteligencia realista, gran observador de los hechos, Torres defiende el derecho de los americanos a participar en el gobierno, a tener igualdad de derechos con todos los súbditos de la corona y participar en la decisión del propio destino sobre la base de realidades sociales y sólo en segundo término se apoya en principios teóricos. Considera que la densidad demográfica y las riquezas del Nuevo Reino de Granada le dan derecho a tales prerrogativas. Pero cuando debe acudir a principios de derecho o de teoría política, va directamente a las fuentes de la legislación española y al ejemplo de las tradiciones peninsulares. Su concepto de la igualdad racial en que basa el derecho de los criollos a tener la misma representación en las cortes que los españoles de la metrópoli, no era simplemente la expresión del orgullo americano, sino que tenía su origen en las enseñanzas jurídicas de Vitoria, que había defendido la personalidad moral de los indios y sostenía que también los estados de paganos eran o podían ser estados de derecho:
+«Cuando los conquistadores estuvieron mezclados con los vencidos, no cree el Ayuntamiento que se hubiesen degradado, porque nadie ha dicho que el fenicio, el cartaginés, el romano, el godo, vándalo, suavo, alano y el habitador de la Mauritania, que sucesivamente han poblado las Españas y que se han mezclado con los indígenas o naturales del país, han quitado a sus descendientes el derecho a representar con igualdad en la nación»[131]. Y a propósito de gobierno representativo y del establecimiento de tributos, dice lo siguiente, tomado de las Partidas y que no es menos explícito ni menos democrático que el principio anglosajón de «no representation, no taxation»: «Está decidido por una ley fundamental del Reino que no se echen ni repartan pechos, ni servicios, pedidos, monedas ni otros tributos nuevos, especial ni generalmente, en todos los reinos de la Monarquía, sin que primeramente sean llamados a Cortes los procuradores de todas sus villas y ciudades, y sean otorgados por dichos procuradores que vinieren a las Cortes. ¿Cómo se exigirán, pues, agrega, de las Américas, contribuciones que no hayan sido concedidas por medio de diputados que puedan constituir una verdadera representación…? Porque en los hechos arduos y dudosos de nuestros reinos, dice otra, es necesario consejo de nuestros súbditos y naturales, especialmente de los procuradores de las nuestras ciudades, villas y lugares de nuestros reinos, por ende ordenamos y mandamos, que sobre tales fechos grandes y arduos, se hayan de ayuntar cortes y se faga con consejos de los tres Estados de los nuestros reinos, según que lo fisieren los reyes nuestros progenitores»[132].
+En Nariño, el Precursor, el pensamiento político se nutre también de estas tendencias tradicionales, aunque en su caso se encuentre mezclado con una erudición más abundante y un mayor contacto con las ideas de la Ilustración. Hombre de gran inquietud mental, había leído a Penn y a Rousseau; conocía los enciclopedistas franceses y los tratadistas del derecho natural; la Constitución norteamericana y la obra de sus exegetas, y estaba al tanto de casi todo lo que, en materias políticas y económicas, se escribía en España en la época de los Borbones. Pero no por esto ni por el detalle más bien anecdótico de la publicación de los Derechos del hombre, podríamos clasificarlo como un liberal dentro del concepto del siglo XIX, ni siquiera como un admirador ferviente del espíritu y doctrinas de la Revolución francesa. Nariño poseía una personalidad compleja, dotada de gran comprensión histórica y de ese sentido de la realidad más propia del político práctico y del estadista, que del pensador sistemático. Pero precisamente ese sentido práctico, ese saber ajustar la teoría a la realidad y su tendencia a buscar fórmulas conciliadoras en materias de organización política, representaban ya una influencia del estilo político del Medioevo. Hay cierto gobierno compuesto de estos, que es el mejor, decía Santo Tomás en frases que recogía Nariño al referirse a los extremos de aristocracia y democracia.
+Es muy significativo que al hacer su defensa ante la Real Audiencia de Santafé, en el proceso que se le siguió por la publicación y traducción de los Derechos del hombre, Nariño se apoyara en argumentos tomados del acervo de la doctrina política española y de textos de Santo Tomás de Aquino, para demostrar que no puede ser un crimen la divulgación de ideas que coinciden con las que son corrientes en España misma, en sus leyes y en los escritos de pensadores políticos cristianos que sostenían las tesis del gobierno basado en el consentimiento de los súbditos, del Estado regido por la ley y de la misión que este tiene de tutelar los derechos de la persona. Desde las primeras páginas de su alegato, Nariño cita un texto, tomado de una Enciclopedia de metafísica y jurisprudencia, que bien pudiera atribuirse a Suárez: «El príncipe recibe de sus súbditos mismos la autoridad que él tiene sobre ellos; y esta autoridad está limitada por las leyes de la naturaleza y el Estado… El príncipe no puede disponer de su poder y de sus súbditos sin el consentimiento de la nación, e independientemente de la elección notada en el contrato de sumisión… En una palabra, la corona, el gobierno y la autoridad pública son bienes de que el cuerpo de la nación es propietario y de que los príncipes son los usufructuarios, los ministros y los depositarios»[133].
+Y para abundar en razones inserta todavía esta larga y significativa cita de un escritor tomista de la época: «Santo Tomás, cuya fama justamente considerada como el tesoro de la santa moral, anda en manos de la juventud, que sigue por la Iglesia en las de todo el clero secular y regular, y de infinitos otros. Santo Tomás, el santo, es quien propone la cuestión de si la ley antigua obró bien en el establecimiento de los reyes, y decidiéndose por la afirmativa, pone primero las objeciones en contrario, según su modo imparcial y modesto. La segunda objeción en esta cuestión, que es la del artículo 1º, se reduce a probar que la ley debió dar rey al pueblo, y no dejar su elección a su arbitrio como se lo permite, por aquello del Deuteronomio: Cuando digas yo pondré un rey, lo pondrás, etcétera.
+«A este argumento, fundado a mi entender en la naturaleza de la teocracia, responde el santo:
+«“Que Dios no dio rey desde el principio a su pueblo, porque aunque el gobierno monárquico es el mejor, mientras no degenera, con todo eso está expuesto a caer fácilmente en la tiranía, a no ser que el que se elija rey sea de una virtud perfecta; pero como esta se encuentra en pocos, no quiso Dios al principio dar a su pueblo sino un juez, o gobernador, hasta que, a petición del mismo pueblo, le concedió como indignado —quasi indignatus— que estableciera su rey bajo las condiciones que trae el santo”.
+«He compendiado —agrega Nariño— su respuesta, para alejar el pasaje en donde habla más de positivo. Es la prueba de su conclusión citada y dice así:
+«“Respondo que debe decirse que para el buen establecimiento —ordinationem— de los príncipes en alguna ciudad o nación, han de atenderse dos cosas: la una, que todos tengan parte en la soberanía —principatu— porque así se conserva la paz del pueblo, y todos aman y observan tal establecimiento, como se dice en el segundo de los Polit. La otra cosa es la que se entiende, según la especie de gobierno, o establecimiento de la soberanía, porque siendo diversas sus especies, como dice el filósofo en el tercero de los Polit., hay una principalmente que según su virtud manda uno; y la aristocracia, esto es, el poder de los buenos, en que unos pocos mandan según su virtud. De aquí es que el mejor establecimiento de los príncipes es en alguna ciudad o reino, en que según su virtud, se pone uno que presida a tantos, ya porque entre todos pueden elegirse, ya porque también son elegidos por todos, porque la tal es una excelente política, o policía bien mezclada de monarquía —ex regno— en cuanto uno aprende de aristocracia; en cuanto mandan muchos según su virtud, y democracia, esto es, el poder del pueblo, pertenece al pueblo la elección de los príncipes, y esto se establece, según la Ley Divina. Ordenar alguna cosa según el bien común, es propio o de toda la muchedumbre, o de alguno que haga sus veces; y por lo tanto, hacer una ley pertenece a toda la muchedumbre, o a la persona pública, que tiene el cuidado de toda ella”»[134].
+A todo lo cual agrega Nariño, no sin cierta ironía: «Me parece que este Santo Padre no entra en el número de los que cita el Ministerio Fiscal, pues no sólo no se opone a las máximas del papel, sino que las suyas son más claras, mucho más fuertes, y llevan a su frente la autoridad de tan respetable doctor. No sólo se hallan en el santo algunos de los derechos más notables del papel, sino otros que no hay en él, como aquello de que un gobierno mixto es el mejor; aquello de que aquel gobierno monárquico, a no ser perfectamente virtuoso el soberano, degenera en tiranía. Proposición que si hubiera estado en el papel, tendría Carrasco alguna razón para equivocarse; pero no está allí, sino en Santo Tomás»[135].
+Finalmente acude Nariño a la legislación española de las Partidas, lo que demuestra cuán vivo estaba todavía el espíritu democrático de las antiguas costumbres peninsulares en los hombres educados en los claustros coloniales. «El compendio de vuestras Leyes de Partida —afirma en el alegato ya citado— dice: La dignidad o el imperio, el que logra esta es el rey, y el emperador. A este le compete, según derecho y consentimiento del pueblo, el gobierno del imperio»[136].
+Podría pensarse que tales invocaciones a la tradición cristiana, a Santo Tomás, a escritores españoles y a viejas tradiciones castellanas, no eran más que ardides de un abogado astuto, empeñado en confundir a sus acusadores y en establecer la injusticia que implicaba castigar en las colonias la divulgación de unas ideas que eran permitidas y corrientes en la metrópoli, para proteger en esa forma una libertad que le permitía luchar en nombre de ideas más radicales y revolucionarias. Pero un estudio de los escritos posteriores de Nariño, publicados en su periódico La Bagatela, quince años después, no deja la menor duda respecto al espíritu crítico, por no decir hostil, con que acogía las ideas más características de la Revolución francesa, como la teoría de la soberanía del pueblo y el sufragio universal. Tampoco dejan dudas respecto a lo muy hondo que en su espíritu había calado el realismo político que lo caracterizó siempre —realismo que muchas veces lo llevó a referirse con sarcasmo al «tradicional quijotismo español» de muchos contemporáneos suyos— y el efecto moderador que en su formación tuvieron las doctrinas políticas escolásticas[137].
+Cuando Nariño estuvo en plena actividad y en la época en que escribió la mayor parte de su obra, no había madurado la ideología liberal clásica. Ni el laissez-faire en economía, ni el individualismo político, ni el armonismo utópico, ni la ética utilitaria, ni la concepción mecanicista de la sociedad se habían impuesto como formas puras y operantes en la mentalidad moderna. En el plano económico sus ideas tenían procedencia mercantilista y fisiocrática. De lo que será patrimonio de la concepción liberal clásica, sólo aceptaba la idea de la libertad de comercio que el liberalismo había heredado de la fisiocracia. En lo político su concepto de la democracia y su interpretación de la soberanía popular se acercaban más a la concepción medieval o anglosajona que al modelo del radicalismo francés, y aun a la tradición hispánica, tan fuertemente impregnada de igualitarismo. No creía viable la efectividad del ejercicio de la soberanía por el pueblo mismo, y como muchos criollos distinguidos nunca ocultó su temor a la beligerancia popular. Como agudo observador de los hechos sociales y gran conocedor de la realidad del Nuevo Reino, se daba cuenta de la imposibilidad de hacer efectivo el sufragio popular en una nación donde sólo una pequeña parte de la población poseía el mínimo de cultura necesaria para deliberar con buen sentido en materias políticas, y como hombre dotado de gran comprensión y sentido histórico sabía que la democracia plebiscitaria de Rousseau había sido posible en la polis antigua, o en la ciudad medieval, la Ginebra en que pensó siempre el autor del Contrato, pero no lo era en una nación de vasto territorio, de población dispersa y sin formas de intercomunicación entre sus diversas provincias.
+En un escrito publicado en Cartagena el 19 de setiembre de 1810, destinado a comentar un manifiesto de la Junta Gubernativa de esa ciudad, sobre el proyecto de establecer un Congreso Supremo, decía lo siguiente, respecto a la elección popular de los representantes: «En el estado repentino de revolución, se dice que el pueblo asume la soberanía; pero en el hecho, ¿cómo es que la ejerce? Se responde también que por sus representantes. ¿Y quién nombra estos representantes? El pueblo mismo. ¿Y quién convoca este pueblo? ¿Cuándo? ¿En dónde? ¿Bajo qué fórmula? Esto es lo que rigurosa y estrictamente arreglado a principios, nadie me sabrá responder. Un movimiento simultáneo de todos los individuos de una provincia en un mismo tiempo, hacia un mismo punto, y con un mismo objeto es una cosa puramente abstracta y en el fondo imposible. ¿Qué remedio en tales casos? El que hemos visto practicar ahora entre nosotros por la verdadera ley de la necesidad: apropiarse cierto número de hombres, de luces y de crédito, una parte de la soberanía para dar los primeros pasos, y después restituirla al pueblo. Así es que justa y necesariamente se le han apropiado los Cabildos de este Reino en la actual crisis. Han dado estos después un paso más: se han erigido en Juntas Provinciales, y para darles alguna sanción popular, han pedido el voto o consentimiento de la parte más inmediata de población que siempre ha sido bien corta»[138].
+Y en el mismo orden de ideas, agrega en tono burlón, pero con toda sinceridad y lógica: «Asentemos por punto inconcluso que la masa general del pueblo, conforme a los principios de todo contrato social, debe participar de la soberanía, que innegablemente le compete. Pregunto yo ahora: si los Cabildos y Juntas decretan ya de antemano, sin competente autoridad, la forma de gobierno, el número de individuos que deben tener un voto, el sitio definitivo del Congreso y lo que en él deben tratar, ¿cuál es la parte de soberanía que me toca a mí, a mi zapatero o a mi sastre, que no hemos desplegado los labios, ni se nos ha consultado para nada? ¿No será más propio, más natural, más sencillo, más conforme a justicia y a razón, que dando un paso más las Juntas Provinciales, nombre cada una su diputado para que estos, con una aproximación a la legítima soberanía, prescriban las fórmulas, modo y sitio del Congreso General? En el primero, jamás llega el caso de que el pueblo sea soberano, o use de los derechos de tal; y en el segundo, aunque por los grados que prescribe la necesidad, llega al goce pleno de este derecho»[139].
+El problema a que se enfrentaba Nariño, y que resolvía con toda franqueza y sentido de la realidad, era el mismo que han abocado siempre los teóricos de la democracia. En abstracto, la soberanía reside en el pueblo, en la comunidad universal de los ciudadanos; pero ante las dificultades que ofrece la realización del principio, son posibles varias respuestas. En la práctica, ya desde la Edad Media estas dificultades trataron de obviarse por medio de la teoría de la representación. El pueblo delega en un grupo de ciudadanos virtuosos los poderes que pertenecen a toda la comunidad. Pero no obstante la solución del gobierno representativo, subsistió la duda, hasta muy adentrado el siglo XIX, de si el derecho a elegir representantes cobijaba a todos los ciudadanos o sólo a una parte de ellos. En otros términos, hubo quienes pensaron —y así ocurrió en aquellos países que, como Inglaterra, tenían costumbres aristocráticas arraigadas hasta en la de sus villanos— que por comunidad o pueblo, para los efectos del derecho electoral, sólo podían entenderse determinados grupos dotados de privilegios tradicionales o de intereses patrimoniales considerables. Esa fue la interpretación de la democracia mantenida en Inglaterra, donde hasta muy avanzado el siglo XIX no se concedió el voto a la universalidad de los ciudadanos varones. Fue esta también la interpretación mantenida por un fuerte grupo de los fundadores de la república norteamericana, encabezado por Adams, quien sostenía que el derecho a elegir debía basarse en la propiedad. Sólo el propietario podría ser ciudadano, y buen ciudadano: «¿No es igualmente cierto —preguntaba Adams, con descarnado realismo— en términos generales, que en toda sociedad los hombres totalmente desprovistos de propiedad conocen demasiado poco los asuntos públicos para poder formar un juicio acertado acerca de ellos, y dependen demasiado de otros hombres que tienen voluntad propia? Si ello es así y dais el voto a todo hombre que no tiene propiedad, ¿no daréis con vuestra Ley Fundamental un estímulo a la corrupción? Tal es la fragilidad del corazón humano, que pocos hombres que carecen de propiedad tienen juicio propio. Hablan y votan según les dirige un propietario que ha puesto las mentes de aquellos al servicio de los intereses propios… Harrington ha demostrado que el poder sigue siempre a la propiedad. Esta me parece ser una máxima política tan infalible como lo es en mecánica la de que acción y reacción son iguales. Más aún, creo que podemos avanzar un paso y afirmar que la balanza de poder de una sociedad acompaña siempre a la propiedad de la tierra»[140].
+Desde luego, existía una gran diferencia entre los motivos que impulsaban a un hombre como John Adams a basar la ciudadanía en la propiedad y los que podía exhibirse en una antigua nación donde la pertenencia de ciertos grupos sociales, especialmente al nobiliario, eran todavía una fuente de privilegios. Siempre estuvo la propiedad, sobre todo la territorial, vinculada al status noble, pero la pérdida de ella no llevaba aneja la de los privilegios. Por otra parte, allí donde existían todavía residuos medievales supervivían derechos basados en el linaje hereditario o en la profesión, como era el caso de clérigos y juristas, o en la gracia de los monarcas que otorgaban nobleza por excepcionales servicios a la nación en el campo de las armas o de la ciencia. En cambio, en pueblos jóvenes como lo eran todos los americanos, donde no alcanzó a cuajar una clase nobiliaria ni una sociedad basada en el status profesional —las mismas sociedades gremiales nunca alcanzaron solidez— porque ni existieron las premisas históricas para ello ni era conveniente para la metrópoli, forzosamente el único elemento diferenciador era la propiedad territorial, ya que tampoco la economía de bienes mobiliarios —la economía capitalista en sentido estricto— se había desarrollado suficientemente.
+Desde este punto de vista la situación sociológica de la Nueva Granada era muy semejante a la norteamericana de la época de Adams, y ello, y no un mero prurito de imitación, explica por qué todas las Constituciones de la época llamada de la Patria Boba exigían la calidad de propietario territorial o la posesión de una renta mínima para tener derecho a elegir o ser elegido en los comicios electorales. Sólo que los norteamericanos eran más consecuentes y realistas. De ahí que John Adams viese en la propiedad la garantía de la libertad y pensara en una organización social en que todos fueran propietarios:
+«El único método posible —decía— de llevar la balanza de poder del lado de una igual libertad y virtud públicas es facilitar a todo miembro de la sociedad la adquisición de tierra; hacer una división de la tierra en pequeños lotes, de manera que la muchedumbre pueda poseer propiedad territorial. Si la muchedumbre posee la balanza de la propiedad, tendrá la balanza del poder, y en ese caso la muchedumbre cuidará en todos sus actos de su libertad, su virtud y sus intereses»[141].
+[123] La influencia de estas corrientes del pensamiento español en el movimiento de la independencia americana y en la educación de la primera generación de próceres es ya una opinión aceptada en la historiografía americana. La han mostrado, entre otros, Ricardo Levene en su Historia de las ideas sociales argentinas y Alejandro Korn en su libro Influencias filosóficas en la evolución nacional, Buenos Aires, 1936, en la Argentina, y últimamente el investigador español Manuel Giménez Fernández en su ensayo titulado «Las doctrinas populistas en Hispanoamérica» (Anuario de Estudios Americanos, vol. III, Sevilla, 1946). Entre otros muchos textos en que aparecen las doctrinas de Suárez sobre el Estado, aunque recubiertas con la terminología del siglo XVIII, Giménez Fernández ha hecho un análisis detenido de un documento que seguramente tuvo gran difusión en América a fines del siglo XVIII, al parecer por obra de Miranda. Se trata de la «Carta a los españoles americanos» escrita por el exjesuita peruano Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, publicada en Filadelfia en 1799, un año antes de la muerte de su autor, ocurrida en Londres. En dicho documento el exsacerdote jesuita acoge la doctrina suareziana del Estado como originado en un «contrato de sujeción sinalagmático», y sostiene que los gobernantes sólo son merecedores a la obediencia de los súbditos mientras sujeten sus actuaciones a la ley y a la realización del bien común, y ataca la política económica llevada a cabo en América por la monarquía borbónica, particularmente el sistema de monopolios, ya que obligar a los americanos a comerciar sólo con la metrópoli y con algunos concesionarios del comercio de Indias, o a seguir determinadas rutas marítimas que encarecían los trasportes y el costo de las mercancías, era contrario a la teoría del justo precio enseñada por Santo Tomás y los canonistas medievales. Y para reforzar sus argumentos en favor de la independencia americana, justificada por el rompimiento del contrato de sujeción entre la monarquía y los americanos, Vizcardo recuerda los preceptos legales de la antigua legislación castellana y cita la famosa fórmula de los fueros aragoneses, pronunciada por el justicia mayor en el acto de la coronación del rey: «Nos que valemos cada uno quanto vos y que juntos valemos mas que vos, os hacemos nuestro rey y señor, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades y si no nó».
+La influencia de las doctrinas de Suárez, Soto y Santo Tomás, en la independencia de América, fue puesta de presente por monseñor Rafael María Carrasquilla al destacar la contribución del clero neogranadino al movimiento de ideas de aquel entonces: «Entre tales sacerdotes —dice Carrasquilla— figuran hombres de heroicas virtudes, muertos en olor de santidad, como el doctor Margallo; los que a raíz de la guerra fueron elevados a la dignidad episcopal, como Caycedo, Estévez, Sotomayor; teólogos y canonistas insignes, que no habían estudiado en modernos expositores, sino chupado la médula del León en las obras de Santo Tomás, de Suárez, de Soto y de Lugo, de Vitoria y de Belarmino» (Estudios y discursos, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1952, págs. 56 y 57).
+[124] La polémica está mantenida contra partidarios del Consejo de Regencia que acusan a los patriotas de violar las doctrinas de Santo Tomás y la Iglesia sobre la fidelidad al príncipe. Es de notar también que cada uno de los artículos se halla encabezado por un epígrafe tomado de la literatura clásica latina. Véase Periodistas de los albores de la República, colección Samper Ortega de literatura colombiana, Bogotá, 1936, págs. 81, 122 y 123.
+[125] El casuismo es uno de los rasgos distintivos del derecho indiano. «No se intentaron —dice el historiador Ots Capdequí—, salvo en contadas ocasiones, construcciones jurídicas que comprendieran las distintas esferas de derecho. Se legisló, por el contrario, sobre cada caso concreto y se trató de generalizar, en la medida de lo posible, la solución sobre cada caso adoptada (J. M. Ots Capdequí, El Estado español en Las Indias, México, 1946, págs. 15 y 16. Véase allí mismo un excelente resumen del espíritu general de la legislación de Indias —tendencia uniformista, minuciosidad reglamentista, hondo espíritu religioso—, pág. 15 y ss.). El historiador inglés Cecil Jane ha visto en las reformas borbónicas, caracterizadas por su centralismo administrativo, una de las causas más fuertes de la independencia americana (véase su libro Libertad y despotismo en América hispana, Buenos Aires, 1942, particularmente el cap. IV, pág. 65 y ss.).
+[126] Vergara y Vergara, Vida y escritos del general Antonio Nariño, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 2ª. ed., Bogotá, 1946, pág.79.
+[128] Constitución del Estado Soberano de Antioquia, art. 6º, en Pombo y Guerra, Constituciones de Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, vol. II.
+[129] Según el texto publicado por Pérez de Ayala en su estudio sobre Caballero y Góngora, pág. 80.
+[130] Nuestras citas se refieren al texto aparecido en la obra Constituciones de Colombia, de Pombo y Guerra, 2ª ed., Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, vol. I, pág. 57 y ss.
+[133] Vergara y Vergara, Vida y escritos del general Antonio Nariño, 2.ª ed., Bogotá, 1946, pág. 13.
+Si en la generación precursora se mantenían todavía vivos y dando el tono general a las ideas políticas elementos del pensamiento español, moldeados sobre la base de antiguos textos legales, saturados de pensamiento medieval y escolástico, en la generación prócer esos elementos pasan a ser residuos mientras las ideas propias del Estado liberal individualista, que ya estaba llegando a su madurez en Europa, se elevan a la categoría de principios dominantes. Esta observación se comprueba al efectuar un análisis de las Constituciones promulgadas en diversas ciudades del país, después de proclamada la Independencia y antes de la creación de la Gran Colombia, cuya organización política fue obra de la Constitución de Cúcuta.
+Ha sido costumbre de la crítica y la historiografía política y constitucional de Colombia afirmar que los hombres que hicieron las Constituciones locales de la época federal se limitaban a copiar la carta fundamental de los Estados Unidos, y era así en parte por razones muy variadas y no simplemente por espíritu de imitación. El ancestral sentimiento localista español, que no había desaparecido del todo entre los criollos de las colonias americanas y que los Borbones trataron de eliminar trasladando a la metrópoli y al imperio ultramarino las formas centralizadas de administración propias del Estado francés, se puso a flote una vez roto el vínculo político con la monarquía. Además, se daban en el Nuevo Reino de Granada hechos y situaciones sociológicas que no carecían de semejanza con las existentes en Norteamérica al producirse la independencia de la tutela británica. La clase criolla neogranadina, que aspiraba a ser el elemento dirigente de la nueva república, no había podido adquirir privilegios ni títulos nobiliarios de la Corona española[142], por lo cual su situación social se hacía formalmente muy semejante a la de los colonos norteamericanos, que también carecían de linaje noble.
+Como, por otra parte, en ambos territorios existían la institución de la esclavitud y una clase de hombres no libres, no era extraño que un estatuto jurídico que como la Constitución de Filadelfia declaraba abolidos todos los privilegios de la sangre, toda pretensión de gobernar por derecho de nacimiento o por consagración divina —como lo pretendían todavía algunos grupos nobles europeos— brindase a los legisladores neogranadinos la forma jurídica para organizar la sociedad sobre la base, en sí contradictoria, de negar los privilegios de nacimiento y proclamar la igualdad formal de los hombres, al tiempo que se consagraba la dominación de un determinado grupo racial —los esclavos negros— y su exclusión de los derechos de elegir y ser elegido para la dirección del Estado.
+Ningún hombre, ninguna corporación o asociación de hombres tienen algún título para obtener ventajas particulares o exclusivos privilegios, distintos de los que goza la comunidad, sino aquel que se derive de la consideración que le den sus virtudes, sus talentos y los servicios que haga o haya hecho al público. Y no siendo este título por su naturaleza hereditario o trasmisible a los hijos, descendientes o consanguíneos, la idea de un hombre que nazca rey, magistrado, legislador o juez, es absurda y contraria a la naturaleza, decía la Constitución de Tunja en su título preliminar[143], y en términos iguales se expresaba la del Estado de Antioquia[144]. Pero, al tiempo que estas cartas constitucionales negaban los privilegios del nacimiento y toda clase de status nobiliario o gremial y aceptaban el principio de igualdad de los hombres —basándose en los mismos supuestos metafísicos en que puede basarse toda noción de igualdad, es decir, en la idea del derecho natural, del común origen divino, de la posesión de una alma o de una razón iguales—, todas las Constituciones adoptadas en la Nueva Granada hasta 1853, si no expresa, por lo menos tácitamente, consagran la institución de la esclavitud y excluyen de los derechos de representación a quienes no poseen renta o patrimonio o estén en situación de dependencia en calidad de jornaleros o sirvientes domésticos. Así lo hacen las Cartas de Cundinamarca, Tunja, Antioquia, Mariquita o Cartagena, utilizando las mismas fórmulas eufemísticas para no nombrar directamente la institución de la esclavitud.
+«Para ser miembro de la Representación Nacional se requiere indispensablemente ser hombre de veinticinco años dueño de su libertad, que no tenga actualmente empeñada su persona por precio…», dice la Constitución de Cundinamarca de 1811. «Tendrá derecho para elegir y ser elegido todo varón libre, padre o cabeza de familia, que viva de sus rentas u ocupaciones, sin pedir limosna, ni depender de otro…», se lee en la Carta fundamental del Estado de Antioquia sancionada en 1812[145]. La Constitución de Tunja de la misma época, en cambio, quizá por estar dirigida a una provincia donde la esclavitud no alcanzó desarrollo considerable —la esclavitud fue ante todo un fenómeno de las provincias mineras y de las zonas con agricultura de plantación del occidente colombiano—, es la única que consagra abiertamente la igualdad racial. Al referirse a la organización educativa, dice que ni en las escuelas de los pueblos, ni en las de la capital habrá preferencias ni distinciones, entre blancos, indios u otra clase de gentes[146]. Y en los mandatos referentes a la capacidad para elegir o ser elegido, sólo excluye la calidad de mendigo, ebrio de costumbre, deudor moroso declarado y otras deficiencias morales, pero no menciona ni siquiera metafóricamente la institución de la esclavitud[147].
+Así se daban prematuramente en el seno de la sociedad granadina las mismas contradicciones y tensiones que caracterizan a la sociedad burguesa moderna y a la concepción liberal del Estado en la época de su madurez. El derecho a participar en la dirección del Estado como elector o elegido no podía reclamarse sino sobre la base de la igualdad y esta debía sostenerse sobre la negación de todo lo que pudiera diferenciar a los hombres, como capacidad concreta para el mando o la dirección social, al paso que la complejidad de las funciones sociales, la división del trabajo, la desigualdad real de las capacidades y la exigencia de jerarquías que encierra toda sociedad altamente evolucionada, exige calidades individuales para ciertos puestos de la dirección del Estado. Se trataba del antagonismo entre un principio orgánico e histórico —en el sentido de que lo individual se forma en el devenir histórico como resultado de la experiencia— y un principio mecánico o abstracto, que es el único sobre el cual se puede fundar lógicamente la igualdad, antagonismo latente en toda teoría del Estado contractual o consensual, sea que se presente en su forma medieval, sea en su forma moderna democrática.
+Hemos visto ya que Nariño se dio cuenta de las dificultades de conciliar la teoría de la soberanía popular con las tareas prácticas que implicaba la reunión del pueblo para deliberar, y que, con toda franqueza y sinceridad, sostuvo que no había solución distinta a que un grupo se apropiara el derecho a convocar a los ciudadanos más capaces de cada localidad y luego a reunir a los representantes de estos en un congreso nacional. Ahora bien, en la misma forma se había interpretado desde antaño la idea de que la potestad soberana reside en la comunidad. Para las noblezas española, francesa o inglesa, lo mismo que para los burgueses y miembros del tercer estado que forjaron el moderno Estado parlamentario frente al absolutismo real, eran ellos los depositarios de la soberanía popular: es decir, eran ellos el pueblo.
+Y todavía en el siglo XIX, en Inglaterra, el sector burgués del tercer estado y la aristocracia whig de comerciantes e industriales en coparticipación con la nobleza tory, se consideraban depositarios de los derechos del pueblo y como tal exigían el control de la representación parlamentaria. Sólo en la tercera década del siglo pasado Inglaterra concedió el sufragio universal a los obreros, y únicamente en el trascurso de la pasada centuria la noción de pueblo vino a comprender la universalidad de los ciudadanos.
+Lo mismo ocurrió en Norteamérica una vez proclamada la independencia. Desde un comienzo se marcó una clara división entre Madison y Hamilton, de un lado, y Jefferson del otro. Las viejas clases rurales y comerciantes, que componían la incipiente aristocracia, sostuvieron el principio de la ciudadanía basada en la propiedad, mientras los colonizadores de la frontera pertenecientes muchos de ellos a confesiones religiosas no conformistas, y hombres dotados de un profundo sentimiento de libertad e igualdad, exigían los derechos políticos sobre la base de su calidad de personas morales libres y del derecho inherente a todo hombre de participar en la elección de sus gobernantes y en la creación de la forma del Estado.
+La idea de que sin propiedad no se puede ser libre, ni responsable, ni tener discernimiento suficiente para participar en los quehaceres del Estado, ha tenido mucha vigencia en la historia de las ideas políticas, y la existencia de hombres sin propiedad alguna se ha considerado siempre como un factor de descomposición social. De ahí que uno de los fundadores de los Estados Unidos, John Adams, hubiera planteado la necesidad de hacer propietarios de tierra —en la época en que aún la tierra era la riqueza más importante y la fuente de subsistencia en una sociedad agraria como lo eran entonces los Estados Unidos— a todos los ciudadanos de la Unión como garantía de la libertad, de su independencia para escoger sus representantes en los cuerpos políticos y de su seria vinculación a los intereses de la nación. En Inglaterra, en el curso de una discusión acerca del documento conocido como el Acuerdo del Pueblo —The Agreement of the People—, el comisario Ireton, miembro del Consejo General del Ejército Puritano, había dicho en el año de 1640, argumentando contra quienes sostenían que el derecho de la ciudadanía no podía tener limitación alguna y debía concederse a todos los habitantes del reino:
+«Permitidme deciros que si convertís esto en regla, creo que habéis de refugiaros en un derecho natural absoluto y negar todo derecho civil… Por mi parte creo que ninguna persona tiene derecho a un interés o participación en la disposición o determinación de los asuntos del reino ni en la elección de aquellos que han de determinar por qué leyes hemos de gobernarnos, si no tiene un interés permanente y fijo en el reino… esto es, las personas en las manos de las cuales está la tierra y las que participan en las corporaciones en cuyas manos está todo el comercio. Esta es la Constitución más fundamental del reino, y si no la admitís, no admitís ninguna…».
+Una solución semejante a la preconizada por el comisario del ejército puritano fue la adoptada por los legisladores de la Nueva Granada anteriores a 1853, época en que se estableció el sufragio universal pleno. En una sociedad sin considerable desarrollo económico, donde no existían —fuera de las comunidades religiosas— corporaciones ni estamentos de vigorosa consistencia, ni nobleza o clases cerradas de antiguos y hereditarios privilegios, los únicos elementos diferenciadores, objetivos, eran la propiedad territorial y el dinero. Había, por otra parte, cierta base para juzgar que la clase propietaria o la burocracia que poseía rentas constituía el elemento político más ilustrado y capaz de asumir el papel de dirigir el Estado. Otra cosa podría estar de acuerdo con los principios humanitarios y racionales —por lo demás aceptados integralmente en las Cartas de la época—, pero resultaba ineficaz en la práctica. Por esa circunstancia todas las Constituciones de la época denominada la Patria Boba establecieron la renta en dinero o la posesión de propiedad territorial como requisito para elegir y ser elegido para los puestos de dirección política. Eran dos elementos que no aseguraban la excelencia de los electores y los elegidos por sí mismos, pero que al lado de un principio abstracto de igualdad representaban un elemento diferenciador de algún valor real[148].
+Habría que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para que, bajo el impulso del romanticismo político, de las ideas constitucionales francesas y del liberalismo económico británico, se impusiera en todo su rigor la concepción liberal del Estado, abarcando todos los campos de la vida política. La reforma introducida a la Carta fundamental en 1853 y todo el pensamiento político colombiano posterior marcharían ya en esta dirección, con la sola y parcial excepción de algunos nombres, como los de Sergio Arboleda y Miguel Antonio Caro.
+El apogeo de la concepción liberal clásica del Estado[149], y la presencia activa de muy heterogéneas corrientes de ideas en el pensamiento político colombiano de las tres primeras décadas de la segunda mitad del siglo XIX, lo mismo que las reacciones ideológicas a que dieron lugar, tienen un doble fondo histórico, internacional de un lado, nacional del otro.
+Por muy aislada que estuviese América de la vida europea y por poco que contase aún en la historia universal, desde el comienzo del siglo, sobre todo después de verificada la Independencia, las potencias europeas, especialmente Inglaterra y Francia, se interesaron cada vez más por intensificar sus relaciones con estos países y empezaron a mirarlos, no sólo como campos de inversión, mercados y fuentes de materias primas, sino también como zonas de influencia cultural y política, de importancia en las relaciones de poder de las grandes potencias. No sólo había interés en los gobiernos y en los hombres de empresa, sino también en sectores intelectuales y científicos que veían en la joven América, además de una naturaleza inexplorada y maravillosa, un campo de aplicación para teorías, sueños y utopías de carácter político y social que podrían ensayarse en tierras nuevas, donde no existía el peso de tradiciones aristocráticas y donde la naturaleza humana aún no estaba corrompida por la civilización, como en la vieja Europa. Bentham pensaba que en Bolívar, Miranda o cualquiera de los caudillos sudamericanos podría encontrar el déspota ilustrado capaz de poner en práctica sus ideas sobre la legislación y el Estado y de llevar adelante sus sueños de reformas sociales; y Lamartine cultivaba con empeño sus relaciones con la romántica juventud americana de aquellos años, con el ánimo de ganar prosélitos para sus ideas y lectores para sus obras[150].
+La mayor parte de los neogranadinos miraba en 1850 hacia Francia y el mundo anglosajón. Los que pensaban en la riqueza volvían los ojos hacia las virtudes del homo oeconomicus, encarnadas en el tipo anglosajón, a su sentido del trabajo, a su sobriedad, su disciplina y su habilidad para los negocios. Los políticos preocupados por la legislación, por la organización jurídica y la formación del Estado buscaban su inspiración en las obras de Jeremy Bentham, o en Benjamin Constant, o en Carlos Comte [sic]; en los socialistas utópicos o en los tradicionalistas franceses, según la oportunidad y los matices personales y sociales de escritores y hombres de Estado. Cuando se contemplaba el problema de dar forma a la economía nacional, se acudía a los teóricos librecambistas o quienes sostenían la idea del papel activo del Estado en la defensa, formación y distribución de la economía nacional. Si se trataba de poesía se buscaba la inspiración en Lamartine o en Hugo; y si de lógica o metafísica, en Destutt de Tracy, en Cousin o en la escuela escocesa.
+Este viraje de las clases cultas de la Nueva Granada no era desde luego arbitrario, ni obedecía a un simple sentimiento de temor o antipatía por la tradición española de gobierno y de cultura, ni a un fenómeno pasajero de moda, o a incapacidad para buscar a los problemas soluciones originales. De todo esto podía existir una cierta dosis, pero lo que en el fondo arrastraba a los nacientes países hacia la órbita francesa y anglosajona era la historia misma, cuya poderosa corriente sólo podía contrariarse dentro de límites muy estrechos. La bancarrota del Imperio español trasladó el eje del poder mundial en forma definitiva a París y a Londres e insertó a las naciones americanas en forma plena en la historia de Occidente, no sólo porque estas debieron asumir la dirección de sus destinos, sino porque al ponerse en contacto más directo con aquellos países que la política de aislamiento y autarquía del Imperio había mantenido alejados de su íntimo contacto, las nuevas naciones entraron al círculo de problemas, luchas y perspectivas históricas de las grandes potencias.
+Ahora bien, la historia en el siglo XIX era ya plenamente historia universal, de manera que mantener el aislamiento nacional en algún sentido, en el económico, en el político, en el cultural o en el científico, era un verdadero imposible. Durante trescientos años España había querido mantenerse al margen y mantener su imperio incontaminado de los gérmenes que habrían de producir el desarrollo capitalista de los países occidentales, y había realizado un supremo intento de conservarse cerrada sobre sí misma, fiel a su tradición religiosa católica, a su estilo de gobierno patriarcal fuerte, a sus ideales de honor y sentido nobiliario de la vida, en una palabra, hostil a los sentimientos, virtudes e ideas propias del capitalismo moderno, y a sus estructuras políticas y religiosas, más o menos correlativas, como el Estado liberal democrático y el protestantismo. Quienes tenían en sus manos los destinos del Imperio español tuvieron el presentimiento de la crisis social y espiritual del mundo occidental, mucho antes que hombres clarividentes como Burckhardt, Nietzsche, Tocqueville y Stuart Mill[151].
+Pero nada pudo contra la fuerza expansiva de las formas culturales del hombre sajón. La única formación nacional que podía oponérsele y que hizo el único intento de mantener el mundo unificado alrededor de valores diferentes, España, perdió en definitiva la batalla y ella misma tuvo que abrirse al influjo de las nuevas tendencias, en un intento de sobrevivir como potencia. Eso fue lo que intentaron los «heterodoxos» españoles, los que ensayaron europeizarla ya desde las postrimerías del siglo XVIII, y lo que nunca lograron cabalmente, porque el tipo espiritual que se había acuñado en la Península era tan firme, tan específico, que al fin prevaleció sobre todo elemento ajeno a su propia esencia. El resultado fue que España quedó al margen de la historia, de la historia del poder y la dominación por lo menos, es decir, que perdió su categoría de gran potencia y se replegó sobre sí misma[152].
+Por razones muy variadas no podían hacer lo mismo los pueblos hispanoamericanos. Desde los tiempos de la Colonia el tipo español había sufrido en América trasformaciones esenciales en su ser íntimo. Su actitud ante el trabajo y la riqueza se modificó. Muchos conquistadores, entre ellos algunos de ascendencia noble, establecieron negocios lucrativos y dieron muestras de no avergonzarse de tener que comerciar y trabajar manualmente, actitudes que fueron todavía más decididas en los criollos, ya que el ascenso social a través de posiciones administrativas y políticas les estaba vedado o era lento y difícil. Al no existir una nobleza hereditaria, la idea burguesa de la vida, la conciencia de que el trabajo y el patrimonio eran títulos suficientes para pretender derechos y hasta para tener un papel dirigente en la sociedad, era para los criollos una forma adecuada de afirmación de sí mismos[153]. Por iguales razones acogían con entusiasmo toda forma de organización jurídica del Estado y toda teoría política que protegiera sus intereses y amparase sus derechos, ya tuviera la forma de la doctrina de los derechos naturales o se presentase con la envoltura de la tradición española del derecho medieval de Las Partidas, o que adoptara la estructura católica, suareciana o tomista, o la moderna forma del Estado liberal proclamada en los Estados Unidos de Norteamérica y consagrada en los Derechos del hombre. Esa misma situación sociológica hacía que América, sobre todo en países como Colombia[154], donde nunca hubo fuerte aristocracia territorial, y en cambio desde un comienzo se desarrolló una considerable vida urbana mercantil, presentara un terreno más propicio para que prosperase la asimilación, y la admiración por la civilización técnica y por el sentimiento capitalista de la vida[155].
+La adopción de la idea liberal del Estado resultaba casi inevitable para los americanos. Era no sólo el arma teórica que podían esgrimir contra cualquier intento de reconstitución del Imperio español o contra cualquier tentativa de conquista, sino el único fundamento que podían darle a las instituciones nacionales. Los americanos no podían pretender la independencia sobre una base doctrinal distinta y no podían cambiar esa base al día siguiente de conquistarla, como pretendía Sergio Arboleda cuando afirmaba que América habría podido tener «trasformación política» sin hacer una «revolución política», es decir, sin cambiar las bases jurídicas de los nuevos Estados[156].
+Como, por una parte, las nuevas instituciones adoptadas no eran en sí mismas eficaces instrumentos de gobierno, y, por otra, chocaban con la tradición de América, con el estilo espiritual español, que después de todo era el mismo de América a pesar de las modificaciones que sufrió en el Nuevo Mundo, desde sus orígenes se dio en la conciencia política de las clases dirigentes hispanoamericanas esta tensión entre un pensamiento indispensable para justificar la independencia y dar fundamento teórico a los nuevos Estados, y una realidad que se resistía a ser manejada con sus conceptos; entre una teoría del Estado que servía de base a su actitud frente a la metrópoli, y de justificación a sus ambiciones de mando, y unos derechos implícitos en la misma que no consideraban conveniente otorgar a toda la población de las nuevas repúblicas.
+Bolívar mismo se dio perfecta cuenta desde un comienzo de esta situación contradictoria y precaria de los criollos dirigentes, cuando afirmaba en su Carta de Jamaica: «Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el Imperio romano, cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones, con esta notable diferencia: que los miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos de nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado»[157].
+Y en el proyecto de ley sobre la libertad de los esclavos presentado al Congreso de Cúcuta, José Félix de Restrepo expresaba con toda claridad la situación paradojal en que se encontraban, al ganar la independencia, las clases dirigentes de la Nueva Granada: «Cuando el Ser Supremo pronunció la libertad de los pueblos de América, y la destrucción de sus opresores no fue, desde luego, con otro objeto que con el de hacerlos más virtuosos, más justos, y más dignos de volver a ejercitar sus derechos primitivos. En vano habrían quedado rotas las cadenas de las presentes y futuras generaciones, si una parte de la humanidad que ha gemido en la servidumbre más abyecta 300 años ha, hubiera de continuar siempre ultrajada y envilecida, para que la otra, elevada por el curso natural de los hados a la dignidad de su ser, se apropiase exclusivamente el fruto de nuestra regeneración civil. Tal sería, no obstante, el espectáculo monstruoso que ofrecerían a las naciones del universo nuestras operaciones políticas y lo que atraería sobre nosotros la ira del cielo, si cuando entonamos himnos a la libertad, y celebramos el triunfo conseguido sobre nuestros tiranos, con una contradicción manifiesta agravásemos las miserias de cierta clase de hombres, sin acordarnos que ellos también están marcados con los mismos derechos que concedió a los demás mortales el Autor de la naturaleza»[158].
+Antes que la idea liberal pura del Estado se convirtiera en la forma imperante de pensamiento político en Colombia, pasarían quince años en que la influencia dominante sería la del benthamismo político, cuya teoría de la legislación y del Estado poseía un íntimo parentesco con la concepción de liberalismo puro, pero que por muchos aspectos resultaba incompatible con ella, hecho que, por otra parte, no fue suficientemente notado por sus fervorosos partidarios de la Nueva Granada. Habría que esperar todavía algunos años para que se intentase organizar la nación sobre la base de la idea liberal del Estado en su sentido clásico[159], y habrían de pasar todavía treinta años de intentos continuados por llevarla a la práctica, para que se iniciara el proceso de revisión y la búsqueda de una solución sintética que, violentando la lógica de un pensar sistemático pero atendiendo los llamados de los datos históricos, conservara los elementos que parecían conquistas definitivas del liberalismo, por obedecer a realidades sociales de la época, al lado de formas de pensamiento político compatibles con la realidad social del país, con la tradición de gobierno que, no sin calar hondamente en la conciencia popular, había practicado España en sus colonias de América y que parecían más adecuadas para mantener la cohesión social de la nación. La expresión teórica de esa síntesis se alcanzaría precisamente en la obra de Miguel Antonio Caro, cuyas ideas sobre organización del Estado son el fruto de una reflexión continuada sobre los problemas surgidos de esa corta y turbulenta experiencia, sobre el pasado histórico de la nación, y en forma más amplia, sobre la problemática entera de la crisis social y política del mundo occidental. Antes de llegar a esa síntesis, que tomó expresión objetiva en la Constitución de 1886, Colombia ensayaría la corrección de las fórmulas del liberalismo romántico y radical de ascendencia francesa, con un neoliberalismo de origen inglés, tarea que constituyó el esfuerzo de pensamiento y acción de Rafael Núñez, de Miguel Samper y de Manuel Ancízar, o con las del liberalismo constitucionalista, tal como las sostenían Benjamin Constant, Rover Collard y otros escritores franceses de mediados del siglo. Pero como de Francia soplaba el viento más fuerte de la influencia política, no faltaría en aquel periodo una frondosa producción de pensamiento romántico, ni tentativas de soluciones de contenidos socialistas, fourrieristas, blanquistas, sansimonianos y positivistas.
+[142] Por razones políticas y económicas la Corona española se opuso siempre a toda posibilidad de que surgiese en América una nobleza fuerte o una clase social cualquiera con privilegios. Una prueba de ello fue la política adoptada respecto a la duración de las encomiendas, cuya perpetuidad se negó tenazmente a reconocer, hasta el punto de afrontar por ello serios conflictos en el siglo XVI, tales como las rebeliones de Francisco Pizarro, Francisco Hernández Girón en Perú y Panamá, Aguirre en Colombia, y las tentativas de rebelión que se suscitaron en México por el 2° marqués del Valle y otros descendientes de conquistadores. «Si fueran perpetuas las encomiendas —decía Juan de Solórzano en su Política indiana— los encomenderos serían peores y más insolentes… más viciosos y soberbios, y menos afectuosos al rey, de quien nada tendrían que esperar… lo cual es peligroso en provincias remotas» (cit. por Enrique Ruiz Guiñazú, La tradición de América, Buenos Aires, 1953, pág. 78). Y el mismo Solórzano —quien, como se sabe, tuvo gran influencia en la política imperial española en su carácter de consultor del Consejo de Indias— afirma, refiriéndose a un nombramiento de alcaldes, que en ninguna parte «halla dispuesto; ni introducido que en las provincias de Indias se repartan estos oficios por mitad entre nobles y plebeyos, como se suele hacer en muchos lugares de España, porque esta división no se practica en ellas ni conviene que se introduzca» (cit. por Ots Capdequí, Estudios de historia del derecho español en las Indias, Bogotá, 1940. pág. 181. El subrayado es nuestro). Sobre las peticiones de títulos de nobleza para americanos y las controversias a que dieron lugar, véase a José Durand, La trasformación social del Conquistador, México, 1953, vol. II, pág. 73 y ss.
+[143] En Pombo y Guerra, Constituciones de Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, vol. I, pág. 246.
+[148] «Para ser Presidente o Consejero del Poder Ejecutivo se requiere, además de las cualidades prescritas en el título IV, artículo 14, la de ser de edad de treinta y cinco años cumplidos, competente instrucción en materias de gobierno de la República… y tener un manejo, renta o provento equivalente, por lo menos, al capital de cuatro mil pesos», decía la primera Constitución de Cundinamarca, todavía monárquica (Pombo y Guerra, ob. cit., pág. 146). Y la republicana de 1812 es aún más enfática en este sentido, al exigir para ser miembro del Cuerpo Legislativo «ser mayor de veinticinco años, hombre libre, etcétera, o propietario y que viva de sus rentas, sin dependencias ni a expensas de otros» (ibidem, pág. 322). En el mismo sentido se expresan las Constituciones del Estado de Antioquia y Tunja, y todavía más exigentes son las Constituciones de Cúcuta y la primera de la República de la Nueva Granada, promulgada después de la disolución de la Gran Colombia. La Constitución de 1821, promulgada en la Villa del Rosario de Cúcuta, exige ser propietario de inmueble hasta para tener la calidad de elector parroquial, que era el grado ínfimo de la jerarquía electoral. Lo mismo exigen las Constituciones de 1830 y 1842, que demandan el requisito de ser propietario de bien raíz y tener una renta anual de ciento cincuenta pesos para gozar de los derechos ciudadanos (véase a Pombo y Guerra, ob. cit., pág. 146 y ss.).
+[149] Para los efectos de este ensayo consideramos como «idea liberal del Estado» una concepción política que posee los siguientes rasgos característicos, independientemente de la coherencia lógica que estos poseen entre sí: a) El Estado es ante todo una forma de vida jurídica en que la ley limita la voluntad de todos los miembros de la sociedad, inclusive de los que ejercen la dirección del gobierno y aquellos que desempeñan el papel de expedir las leyes positivas; b) La sociedad está compuesta por la suma de los individuos que la forman y el interés social no es nada diferente del conjunto de los intereses individuales; c) La fuente de la soberanía del Estado y el origen de la ley está en la voluntad de los ciudadanos (voluntad popular) expresada por medio del sufragio. Este último es un derecho que en principio tienen por igual todos los miembros del Estado. La forma del Estado será decidida por la mayoría numérica de los sufragantes. A los anteriores rasgos generalmente se han unido otros, como, por ejemplo, una concepción optimista de la naturaleza humana y la creencia en que una ley de armonía domina tanto el universo material como el social. Esta última creencia, que ha jugado un papel muy importante en la historia del liberalismo económico, es la que ha dado al liberalismo su matiz utópico, pues llevada hasta sus últimas consecuencias implica la afirmación de que toda oposición de intereses en la sociedad se resuelve espontáneamente. La justicia no sería sino un equilibrio que, como el de los cuerpos mecánicos, resultaría de una ley inmanente. En una sociedad de semejante estructura, el gobierno y el Estado serían poco menos que inútiles. Se ha observado además que entre el primer principio —la ley como límite a la voluntad del mismo legislador del Estado— y el tercero (teoría de la voluntad popular como origen de la soberanía) hay una contradicción insoluble, pues mientras el uno establece límites a la voluntad soberana, el otro los elimina. Hasta que el liberalismo se movió dentro del primer principio, no hizo sino prolongar la tradición de la escuela del derecho natural; pero al acentuar el valor de la voluntad popular —o la voluntad de los parlamentos— como fuente del derecho, negando todo derecho supraempírico, echó las bases del Estado omnipotente. Si el derecho es una creación de la voluntad legislativa y no algo que existe por encima y con prescindencia de esta, como lo afirmó la escuela del derecho natural o como lo afirma la teoría tomista de la ley, toda decisión de un cuerpo legislativo, con la única condición de ser votada por la mayoría o por la totalidad de los miembros, puede considerarse derecho.
+El Estado de derecho no sería ya, como lo era en el liberalismo que aún estaba vinculado a la tradición iusnaturalista, aquel Estado en que rigiesen cierto mínimo de garantías jurídicas consideradas como un derecho eterno, racional, sino aquel que se rigiese por normas escogidas por sus mayorías, con independencia de su contenido de valor. Al insistir en la teoría de la voluntad popular, el liberalismo ha dado origen al positivismo jurídico, o sea, aquella doctrina que afirma que el derecho es una creación del Estado.
+Estas contradicciones y tensiones del pensamiento liberal constituyen toda la problemática de la teoría del Estado en el mundo moderno. La bibliografía sobre el liberalismo es amplísima; sin embargo, los trabajos respecto a sus verdaderas raíces, que habría que buscar en las fuentes mismas del pensamiento occidental, es decir, en el mundo griego-romano-cristiano, son en realidad pocos. Sobre sus orígenes antiguos y medievales, véase a Kurt Hancke, Beiträge zur Entstehungsgeschichte des europäischen Liberalismus, Berlín, 1942. También puede consultarse a L. T. Hobhouse, Liberalism, Home University Library, Londres, 1921. Acerca de la evolución comparada del liberalismo y sus matices nacionales, véase a Guido de Ruggiero, Historia del liberalismo europeo, Madrid, 1942. Sobre las conexiones entre el positivismo jurídico y el liberalismo, véase a John H. Hallowell, The decline of liberalism as an ideology, International Library of Sociology and Social Reconstruction, Londres, 1946.
+[150] En su Historia de un alma, libro autobiográfico, ha contado José María Samper su encuentro con Lamartine en París: «Mi antiguo maestro Ezequiel Rojas —dice— me había dado en Bogotá una excelente carta de introducción para M. de Lamartine, a quien yo deseaba ardientemente conocer de cerca… Recibióme al punto el gran poeta y publicista, tratándome con majestuosa benevolencia, pues él era majestuoso en todo, y a poco de ofrecerme asiento me preguntó si en mi país estaban en paz, y luego, si las obras de él eran conocidas entre los neogranadinos. Por fortuna pude responderle afirmativamente a lo primero; y en cuanto a lo segundo, díjele, conforme a la verdad, que él era inmensamente popular —con Victor Hugo y Alexandre Dumas— en toda la América española; que su admirable Historia de los girondinos había producido prodigioso efecto, y que entre nosotros el Telémaco de Fénelon y el Viaje a Oriente del mismo M. de Lamartine eran los libros favoritos con cuya lectura aprendimos a traducir francés» (Historia de un alma, Bogotá, 1948, vol. II, pág. 187). La figura de Lamartine no sólo atraía a los elementos de orientación radical. «Parecía que a los conservadores cautivaba el papel generoso y poético de Lamartine que arrancaba la bandera roja de la casa municipal…», dicen Ángel y Rufino J. Cuervo en su libro Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, 2ª ed., Bogotá, 1948, vol. II, pág. 187.
+[151] Véase supra, nuestros capítulos referentes a la valoración de la herencia espiritual de España, en los cuales el problema de las ideas políticas se analiza dentro del problema total del cambio de orientación espiritual y de concepción del mundo que implicó el viraje desde lo hispánico hacia lo sajón.
+[152] Desde luego, sólo parcialmente pudo España mantenerse al margen de las tendencias del espíritu moderno. Desde comienzos del siglo XVIII empezó a formarse un espíritu burgués y una burguesía española que estuvo siempre en tensión con el espíritu tradicional español, nobiliario aún en sus capas populares, como lo hemos indicado en la primera parte de esta obra. Pero en total, e inclusive en su propia burguesía, España ha resistido más que ninguna otra formación cultural de Occidente al proceso de «masificación» y «economización» de la vida. Sobre el impulso hacia la «modernización», «europeización» o «aburguesamiento» de España, véase la obra fundamental de Jean Sarrailh, L'Espagne éclairée de la seconde moitié du XVIII siècle, Klincksieck, París, 1954.
+[153] Faltaba al incipiente burgués hispanoamericano —como en general al latino— la aureola de méritos con que la teoría de la predestinación rodeó al hombre rico en las sociedades protestantes. Por esta circunstancia la conciencia de su jerarquía social era menos sólida y basada en elementos de prestigio más precarios. Un hecho importante para la evolución del concepto de autoridad, en España y en los pueblos de ascendencia española, fue que la teoría del derecho divino de los reyes no tuvo en ellos arraigo. Y como para mantener la autoridad de los rectores del Estado y la cohesión de la sociedad, ningún elemento es tan potente como el religioso, España quiso asegurarlo consiguiendo el apoyo de la Iglesia a través de la institución, típicamente española, del patronato, y dando al Estado mismo una misión religiosa, misión que, por otra parte, le fue impuesta por la propia historia, ya que su formación nacional coincide, con una lucha de contenido religioso contra los pueblos musulmanes. El español se acostumbró a ser movido únicamente por impulsos religiosos, y de ahí que cualquier estímulo mundano como el económico, el poder, el confort, el mejor nivel de vida, etcétera, son insuficientes para llevarlo a una lucha nacional. De ahí también la fuerza disolvente que tuvo en los países americanos —y en cierta medida este fue también el caso de todo el mundo latino, especialmente de Francia— la teoría de la separación de la Iglesia y el Estado y la explicación completamente mundana del fenómeno del poder político, como aparece en la teoría de la soberanía popular. No ocurrió lo mismo en los países sajones y protestantes, donde la idea de la predestinación, de la vocación divina de las clases dirigentes y de todo el que tenía éxito social daba un apoyo a las jerarquías sociales y al sentimiento de obediencia que no alcanzaba a ser anulado por ninguna declaración teórica y constitucional. Por eso pudo decir Tocqueville que en los Estados Unidos lo que autorizaba la ley lo prohibía la religión. Y como a la postre el mandato religioso logra más profundo arraigo en la conciencia popular, la ley puede autorizar la rebelión contra los gobernantes, sin peligro de que la rebeldía, que prohíbe la religión, se produzca. En conexión con este fenómeno, otro hecho decisivo para comprender la evolución de la conciencia política en los países latinos —comprendidos para este efecto España y los pueblos hispanoamericanos— fue que, en los umbrales de la historia moderna, la teoría de la resistencia al poder ilegítimo es predominantemente católica y, sobre todo, jesuítica. Hay que tener en cuenta, además, la enorme influencia que los teóricos y educadores de la Compañía tuvieron en la formación de la juventud americana en la época colonial y en el momento mismo de la Independencia.
+[154] Es importante, para comprender la evolución política del pensamiento colombiano, tener en cuenta que Colombia fue uno de los países americanos de más activa vida urbana en la época colonial. En el oriente colombiano, especialmente, se fundó y floreció en los siglos XVII y XVIII un conjunto apreciable de ciudades. A más de Bogotá, hubo núcleos urbanos como Tunja, Socorro, San Gil, Girón y Pamplona. En estas ciudades se formó una clase urbana comerciante, burócrata y artesana, que dio el tono a la vida colonial. En contraste con esta situación, faltó en cambio en la nación una fuerte aristocracia territorial. Los núcleos aristocráticos que se desarrollaron —Popayán, por ejemplo— no pueden compararse a las aristocracias terratenientes del Perú, Chile y México. Colombia, más que ningún otro país de América, es hechura de su clase media urbana. De ahí los dos rasgos más marcados del carácter nacional, en relación con el orden político: conservadurismo y legalismo.
+[155] Los escritores e historiadores americanos de formación positivista —en Colombia los hermanos Samper, entre otros— hablaron siempre de feudalismo americano, empleando el término en forma inadecuada y sin su significación científica. Esto produjo siempre la impresión de que en la colonia americana no llegaron a existir ni un capitalismo ni una vida burguesa. En realidad, la situación era otra. No hubo instituciones feudales puras en América —y como se sabe, en España misma fue débil el feudalismo, según lo han demostrado las investigaciones de Álvaro de Albornoz—, aunque algunas instituciones como la encomienda y fenómenos típicos de la vida española e hispanoamericana como el gamonalismo y el caudillismo tengan elementos formales de naturaleza feudal. La encomienda no era un feudo ni el encomendero un señor feudal en sentido estricto. Lo que hubo en América fue capitalismo colonial en el campo económico y Estado centralizado e interventor en el político, que es todo lo contrario del poder feudal. No hubo en América una nobleza fuerte, pues, como es bien sabido, la Corona se cuidó mucho de no dejarla surgir. Además, la economía en su conjunto fue dineraria y racionalizada en algunas actividades —aunque fuera con fines privados y fiscales—, como las explotaciones mineras, las haciendas y el tráfico de esclavos, que fueron las tres grandes fuentes de riqueza y de formación de clases ricas. También hubo en México, Perú y Nueva Granada un considerable desarrollo de la manufactura, especialmente de metales preciosos, paños y seda. Se sabe que muchos criollos y mestizos crearon grandes capitales en estas actividades y que utilizaron el dinero así hecho para adquirir posición social especialmente a través de matrimonios de conveniencia con mujeres de ascendencia española. Todo lo anterior no quiere decir que en la vida y en las instituciones coloniales no hubiese residuos feudales y medievales o que la tierra, como riqueza —latifundios—, y la calidad de propietario territorial no hubieran tenido mucha importancia en la formación de las clases sociales hispanoamericanas. Sobre la manufactura en el oriente colombiano, véase a Luis Ospina Vásquez, Industria y protección en Colombia, Medellín, 1955.
+[157] Bolívar, Obras completas, La Habana. 1950. vol. I. Cartas, 125. pág. 164. Bolívar afirma que los criollos aspiran con legitimidad a dirigir el Estado y en este sentido están amparados por doctrinas que en Europa dan a los pueblos el derecho de autodeterminación: pero se da cuenta de que, en buena lógica, ese derecho pertenece más a los indios americanos que a los descendientes de españoles, es decir, a los criollos. Por eso califica de paradójica su posición en la contienda. Pero, además de esta contradicción entre pensamiento y realidad, Bolívar observa la contradictoria situación sociológica y espiritual de los criollos fluctuando entre indígenas y españoles. Españoles por el sentimiento de la vida, se sentían llamados a dirigir los nuevos Estados, y superiores a los indígenas y negros —aunque teóricamente afirmaran la igualdad de los hombres según lo hacían todos los liberales americanos—, al tiempo que, nacidos en América, arraigados sentimental y materialmente a ella y hostiles al español peninsular que los miraba desdeñosamente, ellos y la sociedad que entraban a dirigir, llevarían en sí mismos esta contradicción interior, esta tensión constante que, entre otros resultados, tendría el de la inestabilidad de su temperamento.
+[158] José Félix de Restrepo, Proyecto de ley sobre manumisión de la posteridad de los esclavos, etcétera, en Vida y escritos del doctor José Félix de Restrepo, publicados por Guillermo Hernández de Alba, Bogotá, págs. 69 y 70.
+[159] Desde el punto de vista de la historia constitucional y legal de la Nueva Granada, el momento preciso lo señalan las reformas realizadas bajo el gobierno del general José Hilario López (1853). El sentido general de estas reformas se orientó hacia una disminución de la acción del Estado, restándole funciones, fragmentando las formas del poder público (tendencia al federalismo) y estableciendo una comercialización completa de la economía, eliminando los monopolios fiscales. El sufragio universal se consagró en forma absoluta. La Iglesia se separó del Estado; se proclamó la completa libertad de ejercicio profesional. El movimiento en esta dirección culmina en la llamada Constitución de Ríonegro (1863) y en la legislación sobre bienes de manos muertas del general Mosquera. La Constitución del 63 llevó la lógica del principio de la libertad individual hasta autorizar el libre comercio de armas y el derecho a resistir al gobierno en forma armada (véase a Pombo y Guerra, Constituciones de Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, vol. IV).
+LA TEORÍA DE LA LEGISLACIÓN del jurista inglés, filósofo del utilitarismo, Jeremy Bentham es la primera concepción del Estado y la primera filosofía política sistemática que se enseñó con carácter oficial en las universidades de la Nueva Granada, pocos años después de proclamada la Independencia, y el primer cuerpo coherente de doctrinas emparentadas con la concepción liberal moderna del Estado, con que las clases cultas colombianas intentarían reemplazar las enseñanzas jurídicas y políticas de la Universidad colonial. Un decreto del general Santander instituyó su Tratado de legislación como obra de estudio obligatorio en las facultades de jurisprudencia, y las polémicas suscitadas por sus ideas llenaron medio siglo de la historia espiritual de Colombia, puesto que todavía en 1870 se haría el último intento por mantenerlas como base de la enseñanza del derecho, en las universidades, y de la ética en los establecimientos de enseñanza media[160].
+La popularidad de Bentham entre los hombres que formaron la generación de la Independencia y entre la juventud universitaria de comienzos del siglo tenía causas muy variadas. En primer lugar, surgía como resultado de la creciente influencia inglesa en el Continente y como fruto de la admiración que por entonces se profesaba a todo lo anglosajón, y hasta puede creerse que tuvo alguna influencia la penuria de libros y la no muy amplia cultura de los maestros de aquel entonces, quienes ante la necesidad de tener un libro de texto acudían al que les era más accesible[161]. Sin embargo, las causas de su popularidad entre las clases cultas eran más profundas. En primer lugar, el benthamismo, como doctrina filosófica, era sólo uno de los aspectos de la tendencia del espíritu moderno hacia la investigación de la naturaleza, a la observación de los hechos como base de la elaboración de la ciencia, sea esta natural o de la sociedad, y una expresión del deseo de entrar en contacto con la realidad empírica y con lo concreto, tras tantos años de especulación libresca y de estéril aplicación de los conceptos y métodos de la filosofía escolástica. Ese anhelo de observación objetiva y de aplicación de las ciencias a la vida cotidiana, de contacto con lo concreto, se había manifestado precisamente en la Nueva Granada desde fines del siglo XVIII, bajo el impulso de Mutis y su Expedición Botánica, de manera que el benthamismo, que por su aspecto metódico proclamaba un atenerse a los hechos y a los datos de los sentidos, encontraba un terreno abonado para su desarrollo.
+Pero lo que sin duda constituía su mayor atractivo desde el punto de vista de una clase política y gobernante en formación, de origen urbano, eran sus dos rasgos más característicos: el racionalismo jurídico y su ética típicamente burguesa. No era propiamente su contenido democrático lo que atraía los espíritus de los dirigentes políticos de entonces, pues lo que había de liberal y democrático en el pensamiento de Bentham en realidad era poco, y, además, representaba un cuerpo extraño en la totalidad del sistema. Ni Bentham personalmente ni su pensamiento político eran demócratas. Su teoría de la legislación entroncaba directamente con Hobbes, el teórico del absolutismo, y era sólo una de las expresiones de la moderna doctrina del positivismo jurídico, es decir, de aquella doctrina que afirma que el derecho lo crea la voluntad del Estado y que por tanto niega la existencia de todo derecho trascendente, de todo derecho natural en el sentido de la tradición estoico-romano-cristiana. Por otra parte, Bentham no aceptaba la teoría de la soberanía popular, ni creía en la existencia de normas jurídicas universales que limitasen la voluntad del legislador y pusieran límites a la acción del Estado. Rechazó expresamente la idea de los derechos del hombre y no aceptaba que la libertad pudiese ser el principio constitutivo de la ley fundamental del Estado, puesto que este se establecía justamente para limitarla, para establecer la armonía que por naturaleza no reinaba entre los hombres. Si alguna vez aceptó el laissez-faire en economía, lo hizo contrariando los principios mismos de su sistema, pues no había razón para pensar que en el campo de la conducta económica los intereses del hombre podían equilibrarse espontáneamente y llegar por sí mismos a la armonía, mientras se presuponía que por otros aspectos eran naturalmente inarmónicos y el equilibrio debía imponerlo la ley del Estado. Y si alguna vez llegó a introducir en su sistema la teoría de la voluntad popular como base del gobierno, lo hizo contra sus iniciales convicciones, ya que en sus primeras obras rechazaba expresamente la teoría del pacto social. Por esto precisamente, y por la defensa que hacía de la institución de la propiedad y de las virtudes burguesas, de las prácticas del homo oeconomicus, había en el pensamiento benthamista un elemento de conservadurismo que no debía escapar a la inteligencia de hombres como Santander, Azuero, Rojas y demás benthamistas neogranadinos[162].
+El racionalismo formal de la teoría del Estado y la legislación de Bentham llegaban con oportunidad a la Nueva Granada y coincidían con las necesidades técnicas inmediatas de un Estado en reorganización, después de una guerra que había trastornado todo el aparato burocrático de la nación, y se acoplaban a los intereses, al sentimiento de la vida y al ethos que animaba a la naciente burguesía neogranadina, que en ese momento parecía ser el grupo dirigente más activo[163]. En efecto, la concepción benthamista de la legislación no era sino una de las expresiones de la racionalización del Estado moderno, en la medida en que todas las actuaciones de este se supeditan a estos tres principios: economía, simplicidad y eficacia. En otros términos, no era sino un aspecto de la tendencia de la vida moderna a llevar al Estado las formas y sistemas de operación propios de la economía capitalista, que de parte del Estado exigen una burocracia técnica y un sistema racional de legislación, es decir, un sistema unitario y sencillo de normas jurídicas de fácil conexión entre unas y otras; en otras palabras, un mundo de formas jurídicas que permitan la aplicación del método deductivo y formen un todo armónico y racional.
+Eso era lo que preocupaba a Bentham: encontrar un principio único y sencillo que permitiera fundar un sistema de normas jurídicas claras, que pudiese reemplazar la intrincada y casuística —por lo tanto irracional— legislación del derecho consuetudinario inglés. El que hubiera establecido como tal principio el placer y el dolor, dos elementos sicológicos y empíricos, por consiguiente incapaces de servir de normas universales, y además, inaceptables para quienes no tuviesen una sensibilidad burguesa —por ejemplo, para un cristiano español—, fue lo que hizo que muchos espíritus tradicionalistas encontrasen sus ideas pobres desde el punto de vista sentimental y débiles a la luz de la lógica. Esto era lo que precisamente no tenía la teoría del derecho natural que perseguía los mismos fines —es decir, la construcción de una ciencia jurídica de carácter matemático— y que, no obstante sus vicisitudes y puntos vulnerables, ha conocido una suerte tan diferente en la historia del pensamiento jurídico y en la tradición espiritual de España y de América. Precisamente eso mismo buscaban los organizadores de la república en Colombia: un sistema racional de legislación que hiciese eficaz el Estado y reemplazase por un sistema uniforme y sencillo de códigos y normas, lo que Juan García del Río llamaba entonces la «barbarie de la legislación española». En su Quinta meditación, que se ocupa casi exclusivamente en este problema, expresaba García del Río el anhelo de racionalización del Estado a través de la legislación, en estos términos:
+«Es tiempo ya, en efecto, de que una legislación sabia ocupe el lugar de una compilación bárbara; de que nos deshagamos de esa hueste de leyes y decretos que nos acosa, y de que formemos unos códigos ilustrados, condensándolo todo en una forma y modo que, sin quitarle nada de su vigor, acabe con la oscuridad y la contradicción que hoy reinan. Dejará entonces de ser la marcha de los procesos un laberinto de formalidades y de vanas argucias; dominará un noble sentimiento de la justicia; será al fin inteligible el idioma de las leyes, tanto tiempo desfigurado y corrompido. Códigos bien redactados, que hagan desaparecer el caos de las leyes de Indias y de cuantas se han promulgado y anulado después en todo o en parte, es el más bello presente que puede hacerse a Colombia»[164]. Luego, para ser más expreso, cita en su apoyo las siguientes palabras de un «filósofo» de la época, que resumen admirablemente la concepción del Estado moderno racional, concebido sobre el modelo de una fábrica y de sus mecanismos económicos, Estado de funcionamiento sencillo, constituido por normas jurídicas y sistemas de gestión tan simples, que para manejarlo con pericia sólo son necesarias las capacidades de una burocracia bien adiestrada:
+«Si la autoridad no tiene principios invariables que sirvan de apoyo a los que la ejercen, es versátil, se verá embarazada, frecuentemente será contradicha y casi siempre estará en defecto. El primer cuidado del administrador debe ser formar un plan general, consecuente a los principios adoptados, y referirlos todos a estos. Así se obra uniformemente y con orden. Es el orden la disposición de todas las cosas más a propósito para producir el efecto que se desea: la actividad sin orden no es más que un tormento desesperante para el que obra, e infructuoso para los que son el motivo de ella. Sin orden no se puede hacer nada bueno. El orden es quien, propendiendo por esencia a la sencillez, conduce necesariamente a la uniformidad: establecimiento muy apetecible, porque reemplaza la mitad de los talentos y dispensa de tres cuartas partes del trabajo. Bajo un régimen uniforme, cada cual sabe lo que debe hacer; donde no hay uniformidad, ni aun los que están a la cabeza de los negocios lo saben. La ventaja de la uniformidad es el secreto de todas las administraciones vastas. Cuando está establecida, el jefe sabe lo que debe mandar y el subalterno lo que debe obedecer. Es una ventaja constante en política como en las artes que cuando más sencilla es una máquina, menos sujeta está a descomponerse»[165].
+Por lo demás, los hombres que llegaban a su juventud y madurez en aquellos años de organización de la República, se habían levantado —ellos y sus padres— en el ambiente político y administrativo creado por las reformas que Carlos III y sus consejeros habían introducido en el Estado español, y bien sabido es que el espíritu de tales reformas tendía a «modernizar» la administración, a darle eficacia, sobre todo eficacia económica, a simplificar y ordenar la legislación y la gestión gubernativa, en una palabra, a racionalizarla. La primera generación republicana no hacía, pues, otra cosa sino imitar y continuar esa tentativa. «Esta simpatía con los liberales españoles —dicen los biógrafos de don Rufino Cuervo— dio a los principios y tendencias de nuestra revolución un impulso de incalculables resultados en los primeros años de Colombia. Reproducíanse por dondequiera las publicaciones españolas, ya en prenda de adhesión y fraternidad, que habría de comprometer a sus autores a usar con los americanos la misma medida con que ellos querían ser medidos; ya para imponer silencio a los realistas y escrupulosos que se escandalizaban de las ideas que corrían en América, haciéndoles palpar que en España iban más altas las aguas y que nada ganarían con el restablecimiento de su dominio. Poco tardaron en aparecer escritos originales en igual sentido, como si en Colombia tuviésemos ya un partido idéntico al de los doceañistas»[166].
+Ahora bien, para encauzar ese anhelo de organización racional, eficaz y económica del Estado, no existió por aquel entonces un cuerpo de doctrinas semejante o superior al benthamismo. Sus adversarios asumían su crítica desde un punto de vista ético, metafísico o lógico, pero no exhibían un conjunto de principios prácticos y técnicos capaz de sustituirlo. Volver a las antiguas formas de gobierno y a las ideas sobre el Estado propias de la tradición española anterior a Carlos III, a un Estado monárquico con contenido misional religioso, donde no existían claras fronteras entre derecho privado y derecho público, con fueros y privilegios legales; donde se legislaba según casos concretos y justamente no existía esa generalidad de la ley que a todos obliga y a todos iguala; volver al sistema de la economía de monopolio e intervenciones, todo eso parecía no solo un imposible político y sentimental, sino además un imposible práctico. Las clases dirigentes criollas, sobre todo su naciente clase burguesa, necesitaban un orden legal simple, sin discriminaciones personales ni de grupo, que además protegiera la institución de la propiedad y reglamentase racionalmente su uso y circulación, y un sistema económico que permitiera la expansión de sus energías y proyectos de enriquecimiento y trabajo. Esa es la explicación que tiene el hecho de que las instituciones que primero atacarían los dirigentes de la República fuesen los monopolios fiscales y económicos, las vinculaciones y mayorazgos, las manos muertas y todo lo que entrabara la libre adquisición y circulación de la riqueza, que la fijase en unas manos dejando inactivas las muchas que quizás querían explotarla[167].
+Las enseñanzas jurídicas y políticas de Bentham llenaban, pues, esas ambiciones en momentos en que ninguna otra doctrina igualmente coherente y sencilla se le oponía. Pero, además, Bentham brindaba un código ético de virtudes burguesas, también racionales, que se acomodaba muy bien a los impulsos e intereses de una clase formada por abogados, comerciantes y hombres de ciudad. Orden, sobriedad, parsimonia, sencillez, religiosidad individual, espíritu cívico y un concepto del bienestar y placer mantenido dentro de términos mundanos discretos, constituyeron rasgos suyos que, unidos a las necesidades y tendencias de la época, le aseguraron el favor de gran parte de las clases dirigentes neogranadinas durante los cuatro lustros siguientes a nuestra Independencia[168].
+El más notable de los expositores del utilitarismo en la Nueva Granada y el único que dejó una obra escrita amplia y de aspiraciones sistemáticas fue Ezequiel Rojas. Durante cerca de cuarenta años enseñó ciencia de la legislación, economía política y moral en la facultad de derecho del Colegio de San Bartolomé en Bogotá, al tiempo que tomaba parte activa en la vida política y escribía opúsculos y ensayos sobre temas filosóficos y políticos en que se mezclan el sensualismo de Condillac, la metafísica y la teoría del conocimiento de Destutt de Tracy, el utilitarismo, y finalmente algunas ideas de origen kantiano tomadas posiblemente de Cousin[169].
+Puesto que el núcleo de la formación de Rojas fue el benthamismo, en sus obras encontramos los rasgos y contradicciones propias de este. Ninguno de sus contemporáneos asumió el apostolado del utilitarismo y mantuvo una fe tan ingenua en la bondad y valor de las enseñanzas de Bentham. Cuando tras la prohibición decretada por Bolívar en 1828, veintidós años después, en 1850, se volvió a presentar en el congreso nacional la cuestión de los textos que debían acogerse en las universidades para la enseñanza de teoría del derecho y filosofía, Rojas propuso de nuevo la adopción de los libros de Bentham y Tracy y defendió su propuesta en los siguientes términos, que denotan su fe sencilla y dogmática en las doctrinas de ambos autores:
+«Bentham en sus obras enseña a conocer en qué consiste i donde se halla el bien general; enseña a distinguirlo del bien particular; enseña los medios de hacer triunfar aquel de este, i enseña que este es el deber i la misión de los lejisladores.
+«Dedúcese, en buena lójica, de estos antecedentes, que los lejisladores de Colombia, no solo están en el deber de estudiar aquellas obras, sino que deben mandar que todos las estudien i que se adopten por texto para la enseñanza en la Universidad Nacional.
+«Apenas puede creerse que haya naciones donde se ha prohibido el estudio i la propagación de las ciencias que les enseñan cuáles son las causas que puestas en acción les producen su bienestar i su civilización»[170].
+Siguiendo a Bentham, Rojas quiere hacer una exposición sistemática del pensamiento político partiendo de una concepción metafísica materialista y de una teoría sensualista del conocimiento. Pero a las ideas propias de Bentham, agrega elementos de doctrinas liberales ajenas al espíritu y al pensamiento de su maestro, lo que, como veremos, acentúa en su obra las contradicciones que Bentham, menos liberal, había podido esquivar. Según Rojas no se puede ser demócrata, ni liberal, ni aceptar el Estado de derecho, si se es idealista, y viceversa, serlo implica aceptar una doctrina sensualista en la teoría del conocimiento y un materialismo ingenuo en el campo sicológico. Inició así, entre nosotros, la tarea de vincular las ideas políticas a concepciones más amplias del mundo, y estas a intereses, pasiones e impulsos sociales, un intento que, en forma más radical todavía, haría en 1870 Francisco Eustaquio Álvarez, discípulo suyo y el último de los utilitaristas colombianos [171].
+Hay dos escuelas filosóficas que se han disputado y se disputan el gobierno del mundo y el dominio de la inteligencia, decía Rojas en una polémica sobre textos de enseñanza:
+«La una, cuyo principal fundador es el abate Condillac, enseña que el hombre es un compuesto de cuerpo i alma: que esta siente, percibe, juzga, recuerda i desea: que estas propiedades son inherentes a ella, es decir, que son leyes de su naturaleza: que todos los demás seres de la creación tienen las suyas; que en estas leyes de la naturaleza tiene su origen, o lo que es lo mismo, su fuente, su principio, su causa, todos los fenómenos del orden físico, moral e intelectual: que en ellos se halla la causa de la verdad i de la certidumbre: que en ellas se halla la raíz, es decir, el fundamento, la base, la fuente de todo conocimiento positivo, es decir, de todas las ciencias que describen el orden físico i moral: que en las leyes divinas naturales se hallan las causas de la felicidad i de la desgracia, de lo bueno i de lo malo, de lo justo i de lo injusto, de los derechos i de las obligaciones, etcétera etcétera, en una palabra, que en estas leyes se hallan las causas de todos los fenómenos. Tal es el fondo de las doctrinas que constituyen la escuela sensualista, a la que también se da el nombre de experimental»[172].
+Luego agrega: «La doctrina de esta escuela es la base i fundamento, o lo que es lo mismo, es la metafísica del partido liberal del mundo, por consiguiente debe serlo del de Colombia. Sobre la doctrina de esta escuela reposan igualmente todos los preceptos que constituyen la moral de Jesucristo; él los fundó sobre las leyes de su Padre, que son las leyes naturales, leyes cuya divinidad nadie puede disputar… »[173]. Finalmente, de estas premisas deduce que «de la doctrina de esta escuela se desprende la siguiente teoría política y social: a) Ningún hombre nace con facultad, derecho o autoridad para gobernar a sus semejantes, b) Las naciones son las que tienen facultad de gobernarse a sí mismas… etcétera, c) El poder de la soberanía de las naciones es limitado, i el todo soberano es limitado: su límite se halla en los principios de la justicia universal, o lo que es lo mismo, en los derechos individuales de los hombres i en los de la nación misma, en su condición de persona i en la de miembro de la familia de las naciones»[174].
+Todo lo que podemos vislumbrar a través de este oscuro texto de Rojas es la afirmación de que en el universo, y por consiguiente en el hombre, todo es naturaleza y que en el seno de esta rigen leyes de origen divino, que todo lo abarcan, la materia y el espíritu, lo bueno y lo malo. Si Rojas hubiera tenido una sólida cultura filosófica habría llegado en el desenvolvimiento de estas ideas a formular una doctrina de carácter panteísta, muy cercana a Spinoza. Pero en lugar de una meditación ordenada y sistemática, lo que encontramos en toda su obra, a través de todos sus ensayos, es una informe acumulación de afirmaciones y conocimientos y un cuerpo de conclusiones dogmáticas cuya conexión con las premisas no parece preocuparle. De la afirmación de que el alma siente, juzga, desea y recuerda, pasa a la de que estos fenómenos constituyen sus leyes propias, y de aquí, a sostener que todo en la naturaleza está regido por leyes, para concluir con un grupo de principios políticos cuya relación con las premisas no establece ni es posible establecer.
+En definitiva, lo que Rojas quería afirmar era el origen sensorial y empírico del conocimiento y la consiguiente negación de toda idea universal, o como él decía, innata, para de ahí concluir ciertas afirmaciones políticas que en realidad no todas eran derivables lógicamente del sensualismo, ni estaban implícitas en el pensamiento particular de Bentham. La igualdad de los hombres, que postulaba como primera conclusión, era tan compatible con una teoría sensualista del conocimiento como con una doctrina de las ideas innatas, y las restantes conclusiones eran contradictorias con sus propias premisas, al par que contrarias a su expresa negación del derecho natural. Hobbes, que era el antecesor directo de Bentham, había sido lógico al rechazar la idea del derecho natural y afirmar que todo derecho era una creación del soberano absoluto, es decir, del Estado, y por lo tanto que el poder de este era ilimitado. Lo mismo había considerado Bentham, ya que la idea de la limitación del poder no puede fundamentarse si no se acepta la existencia de una norma de validez universal, sea que se considere esta como una manifestación de Dios, como ocurre en la teoría tomista de la ley y del Estado, o que se sitúe en el ámbito de un orden racional «existente aunque Dios no existiese», según afirmaba Montesquieu. Rojas lo sostenía expresamente así, cuando escribía contra la teoría roussoniana de la soberanía popular y contra toda forma de absolutismo del Estado, que «el poder de la soberanía de las naciones y el poder del todo soberano es limitado» y que «su límite se halla en los principios de la justicia universal, o lo que es lo mismo, en los derechos individuales de los hombres», derechos individuales que son anteriores a todas las leyes humanas[175]. Como benthamista negaba, pues, lo que como demócrata se veía obligado a aceptar.
+Veamos ahora cómo presentaba las doctrinas no sensualistas y sus efectos políticos. Siguiendo la terminología comtiana y la usanza de los polemistas radicales de la época, Rojas denomina escuela dogmática, metafísica o teológica, indistintamente, a todo lo que no sea sensualismo o benthamismo, sin cuidarse de matices y definiciones rigurosas:
+«Esta escuela enseña que las ideas no son adquiridas; esta doctrina es común a todas las sectas de que ella se compone. Una dice: que el alma al venir al mundo trae consigo el tipo de todas las ideas, i que el hombre no hace sino recordarlas; otra dice que el alma no trae tales tipos ni tales ideas innatas, que lo que trae es una luz, un fanal que tiene la misión de enseñar al hombre lo que es bueno i lo que es malo, lo que es verdadero i lo que es falso; a esta luz la llaman conciencia; otra dice que el alma no trae al mundo tal conciencia ni tales tipos de las ideas, que lo que trae es una facultad, que sin auxilio de ninguna causa externa, por su propia actividad enseña al hombre el modo como son i como pasan las cosas, lo que es verdadero i lo que es falso, lo que es bueno i lo que es malo, i a esta facultad llaman razón»[176].
+Luego, siguiendo su método habitual, concluye con los que a su juicio son resultados necesarios de toda forma de idealismo, puro o atenuado, y de toda filosofía que afirme la existencia de ideas universales:
+«De esta metafísica, más claro, de las doctrinas de la escuela dogmática se han desprendido i se desprenden, como consecuencia necesaria, teorías políticas y sociales diferentes i aun opuestas entre sí, por ser diferentes las escuelas; las más generales son las siguientes: [enumera varias].
+«a) Hay hombres destinados por Dios a gobernar las sociedades.
+«b) El poder de los soberanos no tiene límites.
+«c) Dios ha constituido dos potestades para gobernar a los hombres i estos le deben obediencia pasiva en todo orden de cosas.
+«d) Los gobiernos temporales deben estar sometidos a las autoridades establecidas por todas las religiones positivas.
+«e) Las naciones no tienen el derecho de organizarse bajo la forma de gobierno que les convenga.
+«f) La inteligencia no es libre.
+«g) Los hombres no tienen derecho para juzgar sobre lo bueno o lo malo, lo verdadero o lo falso sino tomando como criterio las bases de los respectivos sistemas.
+«h) Siguiendo a Rousseau creen que la voluntad general es infalible i que los legisladores son soberanos, su poder omnipotente, lo bueno i malo se hallan en poder de la voluntad general, porque esta no se equivoca»[177].
+Todo parece indicar que bajo el nombre de escuela «dogmática», Rojas comprende por lo menos cuatro movimientos de ideas: el cartesianismo (teoría de las ideas innatas); la idea católica de la existencia de una conciencia moral (innatismo de las ideas morales); el kantismo (construcción de los objetos por la actividad de la conciencia trascendental); y la idea tradicionalista francesa, en boga entonces, sobre la sujeción del poder político temporal a la Iglesia católica (De Maistre y De Bonald).
+Ahora bien, como ya lo ha hecho con las escuelas sensualistas, empiristas y materialistas, de la enumeración indiscriminada de caracteres, y sin cuidarse de su acoplamiento lógico con las premisas, Rojas pasa a deducir de ellas todo lo que a su juicio significa negación de la civilización política, incluyendo la teoría de la voluntad popular de Rousseau[178], que rechaza tanto como la idea que, según él, se desprende de la «escuela dogmática», de que hay hombres nacidos para mandar. Es decir, rechaza simultáneamente la idea del gobierno de mayorías y la del gobierno de las aristocracias, y no se le ocurría pensar que la igualdad de los hombres, la libertad personal, el individualismo, el libre examen y la limitación del poder podían derivarse con mayor lógica del racionalismo, del idealismo trascendental o de la doctrina católica de la ley, que las doctrinas sensualistas, sobre todo de aquellas que, como la de Bentham, venían en línea directa de Hobbes, el teórico del absolutismo.
+Thomas Hobbes se había propuesto dos fines: crear una ciencia jurídica formalmente racional, es decir, que pudiera deducirse toda sin contradicción de un principio único, y una teoría del Estado y del derecho que prescindiese completamente de todo contenido moral y de toda instancia trascendente que pudiese limitar el poder del soberano. Por el primer aspecto seguía las huellas de Grocio y su idea de fundar una teoría del saber jurídico, tan universal en su valor y tan rigurosa en su método como el conocimiento físico natural que en su tiempo creaba Galileo, y por el segundo daba culminación al esfuerzo de Maquiavelo encaminado a fundar la política en el concepto mundano de poder[179].
+Para lograr el primer propósito postuló el sentimiento de seguridad, de afirmación de sí mismo, como el impulso primordial de la conducta humana. Pero como en una situación en que cada uno luchara por aumentar su poder sería imposible la convivencia, hubo de postular la necesidad de un poder supremo capaz de limitar las tendencias egoístas y expansivas de los individuos, poder que a su turno fuera ilimitado y cuyo origen estaría en un pacto en que la voluntad de cada uno sería delegada en forma irrevocable en manos de un soberano. Hobbes trataba de construir una teoría del absolutismo real y en este sentido logró el grado máximo de coherencia que una doctrina política puede tener. Todos los elementos de su teoría del Estado y del derecho obedecen a este fin. El principio fundamental de su construcción tenía que ser sicológico, porque uno que no lo fuese habría de ser de naturaleza lógica, es decir un concepto, y eso lo habría llevado a aceptar una instancia trascendente a la voluntad humana, que forzosamente serviría de límite a esta. O sea que habría tenido que aceptar la idea y la posición de quienes sostenían la existencia del derecho natural como límite a la acción del Estado y del soberano.
+Pero, por otra parte, esa voluntad que estaba en la base de la formación del Estado no podía ser una voluntad que conservara su libertad, su autonomía, porque en esta autonomía quedaría un límite a la voluntad del soberano, ya que el mandato emanado de sus súbditos podría revocarse o viviría pendiente de su renovación. Por eso el pacto en que según Hobbes se instituye el gobierno tenía que ser irrevocable y en él los miembros del Estado hacían entrega total de su albedrío. En eso precisamente se distinguía de los teóricos de la monarquía electiva, y de la interpretación democrática y mundana de la idea del pacto social que casi un siglo más tarde haría Jean-Jacques Rousseau. Su soberano absoluto resultaba más absoluto que lo que pretendían los Estuardos, porque la doctrina del origen divino de los reyes ponía todavía un límite al poder real: la voluntad de Dios y sus mandatos, que para el mundo cristiano tenían una significación moral concreta.
+Mas, si el pensamiento de Hobbes era lógico con sus propósitos políticos, como teoría del Estado resultaba insostenible y se destruía a sí misma. El poder como expresión de la afirmación de sí mismo, ni lógica ni sicológicamente puede ser el concepto central, el a priori de una teoría de la sociedad. No puede serlo sicológicamente, porque la concentración de poder en manos de unos, pocos o muchos, minorías o mayorías, produce en quienes lo detentan arrogancia y deseo de más poder, y de parte de quienes no lo poseen, resentimiento y actitudes de hostilidad. Y no puede serlo lógicamente, porque el poder en sí mismo es un concepto negativo desde el punto de vista del único fin del Estado, que es la cohesión social, es decir, su propia conservación. Es un medio y no puede ser un fin. El poder debe servir para algo, para lograr la vigencia de aquellos valores, costumbres o creencias que constituyen la razón de ser y el elemento cohesivo de un cuerpo social. Para tener alguna significación como concepto de una ciencia política, el poder tiene que estar al servicio de una realidad diferente a él mismo y que al propio tiempo constituya su límite. Esa realidad no puede ser otra que la «justicia», que es el valor social por excelencia, el único cuya realización se confunde con la permanencia en su ser de la sociedad y que por ello constituye el concepto central del pensamiento político cristiano occidental.
+Mutatis mutandis, a las mismas objeciones está expuesta la teoría que coloca la voluntad general como el principio básico de teoría del Estado, sea que se la tome en la interpretación roussoniana o en la versión individualista del liberalismo clásico. El mundo occidental necesitó la experiencia de la Revolución francesa y el espectáculo de los plebiscitos promovidos y dirigidos para darse cuenta de que la voluntad de todos, la voluntad popular o la voluntad del mayor número, no era necesariamente, por la fuerza intrínseca de las cosas, buena, justa y razonable en sí misma. En otros términos, que los gobiernos absolutos podían ejercerse también en nombre de la voluntad popular, con su apoyo y entusiasmo. Fue precisamente en estas circunstancias cuando empezó a tomar fuerza nuevamente la idea de la limitación al poder como esencia del Estado y como protección positiva a la libertad y derechos de las minorías, doctrina que sería el núcleo del pensamiento de los teóricos del neoliberalismo, como Stuart Mill[180].
+En el fondo se trataba de un nuevo desarrollo de la teoría iluminista, que se confunde con los orígenes del liberalismo, teoría que interpreta el Estado como un conjunto de fuerzas que se limitan mutuamente a fin de mantener el equilibrio social, es decir, de la clásica teoría de la separación de los tres poderes. La teoría clásica que había servido para poner restricciones a la voluntad de los monarcas, en la época de la sociedad de masas, se interpretaba como un sistema de protección de las minorías contra el poder creciente de las mayorías. Con esta nueva actitud el liberalismo moderno tendría que abandonar todo compromiso con la teoría de la voluntad general de Rousseau, cuyo desenvolvimiento lógico se vio que podía llevar a la dictadura de las mayorías, pero lo hacía a costa de ponerse contra sus propios supuestos metafísicos, pues la defensa de las minorías contra las mayorías sólo podía basarse en fundamentos tradicionalistas o históricos, es decir, no racionales. La igualdad de derechos, el sufragio universal —la capacidad para ser elegido y la ponderación igual del voto de todos los sufragantes—, los derechos de la mayoría numérica a imponer la forma del gobierno y la persona de los gobernantes, sólo podían derivarse de una concepción mecánica e individualista de la sociedad y de una idea optimista de la naturaleza humana. Según la primera hipótesis, la sociedad carece de consistencia en sí misma y sólo resulta de una suma numérica de individuos iguales. Todo derecho por razón de calidades hereditarias o personales, todo lo que la historia como destino individual o de una estirpe había acumulado en una persona era desestimado tanto para la capacidad de elegir como para la función de dirigir el Estado. En otros términos, se descartaba la personalidad, la individualidad, lo que hace de cada hombre un ser único y diferenciado, y en su lugar se colocaba la unidad indistinta, el ejemplar de la masa. Por la segunda, es decir, por el optimismo, se esperaba que el equilibrio social, el orden y la justicia se realizarían espontáneamente por obra de la ley de armonía que reinaba en el universo.
+Afirmar, pues, el derecho a disentir de las mayorías y a tener razón contra ellas era negar el derecho del mayor número a ejercer su poder y colocarse contra todos los supuestos metafísicos del liberalismo, o como lo dijo algún historiador del pensamiento político refiriéndose a Stuart Mill, era verse obligado a defender la libertad con argumentos aristocráticos.
+Tal era el desenvolvimiento lógico de la teoría de la voluntad general. Si la limitación al poder era la esencia de la vida social y del Estado, había que aceptar una instancia, un límite, que estuviese más allá de la voluntad humana, como lo hacía la teoría estoico-romano-cristiana del derecho natural o una doctrina que enalteciera los valores individuales de la personalidad, como lo hacían los historicistas y tradicionalistas, o una combinación de ambas, como lo vio con toda claridad Miguel Antonio Caro en su concepción del Estado, que es una síntesis de estas dos grandes corrientes y una superación —no negación absoluta— de la idea liberal del Estado.
+Ahora bien, aunque Bentham admiraba los monarcas ilustrados y buscaba el legislador omnipotente que diese realidad a sus proyectos de reformas jurídicas y sociales, pensó quizás que su principio metafísico del placer y el dolor como elementos constantes de la naturaleza humana podrían establecer un límite a la acción del Estado. En su teoría de la legislación, el soberano está constreñido a buscar el mayor placer para el mayor número, pero, como lo hizo ver Caro en su crítica al principio de la utilidad, es imposible que este principio sea un límite, porque, de un lado, en qué consista y cómo se define el placer para el mayor número es algo imposible de decidir; y de otro, porque el bienestar es un resultado contingente que sólo ex post facto puede decirnos si actuamos bien o mal. El legislador puede, pues, interpretar a su voluntad la idea de bienestar, legislar sin límite ninguno y los resultados dirán si acertó o no. En otros términos, que el legislador fija él mismo el límite de su poder.
+Estas mismas contradicciones se dieron en el pensamiento político de Ezequiel Rojas. Como muchos hombres de su tiempo, se dio cuenta de que el principio de las mayorías podía llevar también a la omnipotencia del Estado, pero quería que se limitase el poder en nombre del principio benthamista del mayor placer para el mayor número y negaba rotundamente toda realidad al derecho natural. Refiriéndose al principio del sufragio universal, decía: «Es conclusión que se deduce de estas premisas, que en las sociedades donde son las mayorías las que gobiernan es indispensable constituir los poderes, darles una organización que impida, o al menos disminuya el peligro de que sean arbitrarias i tiránicas, que es la tendencia general de toda entidad humana que puede imponer su voluntad i que tiene medios de ejecutarla»[181].
+Pero ¿cuál es el límite y quién puede imponerlo? Rojas responde enfáticamente que la moral: «La moral es la que ha enseñado lo bueno i lo malo, ella manda lo primero i prohíbe lo segundo: a la moral es, pues, a la que deben ocurrir los soberanos para saber qué es lo que les está prohibido i lo que les está permitido, es decir, para saber cuáles son sus derechos»[182]. Más adelante agrega: «Los déspotas i sus auxiliares tienen siempre cuidado de enseñar i sostener que hay diferencia entre la moral i la legislación, i entre aquellas i la política, para libertarse de las restricciones que la moral impone para poder en consecuencia atentar a mansalva contra las personas i bienes, i para cubrir su tiranía con la máscara del bien público, haciendo creer que hacen el bien a las sociedades cuando sacrifican a los individuos de que esta se compone, exceptuando los que se sientan a la mesa»[183]. Y para terminar estas consideraciones sobre la necesidad de limitar el poder, sobre todo el de las mayorías, afirma que «para conseguir sus fines los poderes arbitrarios y tiránicos, tienen siempre un rico arsenal que llaman derecho natural, en el cual hallan todas las armas que necesitan para atacar todo lo que les conviene i para defender cuantas iniquidades cometen», cuando, precisamente, la esencia de la teoría del derecho natural era la afirmación de la identidad entre derecho, moral y política, y por eso, como lo demuestra la historia de las ideas, quienes habían intentado construir una doctrina del absolutismo y del poder omnipotente habían comenzado siempre por negarla. Si con alguna doctrina se confundía la historia de la idea de la limitación del poder, era con la doctrina del derecho natural. En cambio, sólo violentando la lógica podía sostenerse que un principio como el benthamista, cuyo contenido podía definir el mismo soberano, serviría para construir una concepción del poder limitado.
+[160] El decreto aludido fue dictado el 8 de noviembre de 1825, pero las obras de Bentham eran conocidas y estudiadas en la Nueva Granada desde mucho tiempo antes. Según Ángel y Rufino J. Cuervo, «la primera vez que se nombró a Jeremías Bentham en Colombia fue en La Bagatela de Nariño —núms. 23 y 24, diciembre de 1811—, donde se reprodujo, tomándolo de El Español, periódico publicado en Londres por Blanco White, un artículo extractado de su manuscrito» (Ángel y Rufino J. Cuervo, Vida de Rufino Cuervo, ed. cit., vol. I, pág. 16). Groot sostuvo, contra la opinión del historiador Restrepo, que la generación de Nariño y Torres conoció ampliamente la obra de Bentham —véase su Historia eclesiástica y civil, t. V, pág. 63 y 64; igualmente puede verse infra, nuestros capítulos referentes al pensamiento filosófico—. «Miranda, que le consideraba como de los principales apoyos de la libertad americana, le daba parte de sus empresas. El célebre escritor a quien Nariño cita de memoria en su proyecto de Constitución que presentó en Cúcuta, es el mismo Bentham…» (J. V. Lastarria, Recuerdos literarios, cit. por Ángel y Rufino J. Cuervo, ob. cit., vol. II, pág. 184).
+[161] «Es indudable que el prestigio de Bentham se afirmó en Colombia por la circunstancia de ser inglés, así como es también probable que hicieran simpático a Tracy sus entronques con los norteamericanos», dicen Ángel y Rufino J. Cuervo en su Vida de Rufino Cuervo, ed. cit., vol. I, pág. 16. La escasez de textos es mencionada como razón por Ezequiel Rojas, la figura más conspicua de los utilitaristas colombianos de aquellos años: «Una parte de esta ciencia —dice, refiriéndose a la teoría general del derecho, que entonces se enseñaba con el nombre de ciencia de la legislación— y la principal, fue la que formó y describió el jurisconsulto inglés Bentham: no conozco otro que la haya descrito; por tal razón propuse que se mandase enseñar la ciencia de la legislación por las obras del autor» (Ezequiel Rojas, «Cuestión de textos», en Obras, ed. de Ángel María Galán, Bogotá, 1868, vol. II, pág. 247).
+[162] En su Historia del liberalismo europeo, De Ruggiero ha puesto de presente este elemento conservador del benthamismo: «El principio del interés y del cálculo —dice—, lógico y simplista, no inflama el ánimo, no es un incentivo revolucionario; todo lo contrario» (ob. cit., Madrid, 1944, pág. 23). En la historia del pensamiento político de Colombia seguramente representaron un elemento mucho más radical, y efectivamente revolucionario, todas las formas del romanticismo político, entre las cuales podemos contar el liberalismo de cuño francés, el sansimonismo, el fourrierismo, el blanquismo, el armonismo de Bastiat, el catolicismo liberal —Lamennais, Chateaubriand, etcétera—, y en general las ideologías de que se nutrió la revolución francesa de 1848. Los hombres que piensan en primer término, y de modo primordial, en la eficiencia, y la conciben en términos estrechos —dice Lindsay—, rara vez son demócratas. Bentham no lo fue en principio. Puso sus esperanzas en el déspota ilustrado y durante algún tiempo esperó encontrar apoyo para sus opiniones en Catalina de Rusia. Comenzó por ser tory y llegó a ser demócrata, pero difícilmente puede decirse que fuera liberal (véase a A. D. Lindsay, El Estado democrático moderno, México, 1945, pág. 200).
+«No creía [Bentham] en la utilidad de las declaraciones de derechos naturales ni de ningún rastro de la teoría contractualista. Tomó de Hobbes la doctrina de la soberanía en todo su esplendor» (Lindsay, ob. cit., pág. 203). Sobre las ideas políticas de Bentham y sus relaciones con la democracia y el liberalismo, Sorley, historiador de la filosofía inglesa, dice: «La declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, decretada por la Asamblea Constituyente francesa de 1791, no engañó nunca a Bentham. Sus Anarchical fallacies, escritas por esta época, son una exposición magistral de las precipitaciones y confusiones de dicho documento» (Sorley, Historia de la filosofía inglesa, Buenos Aires, 1951, pág. 253). Todos los derechos —agrega Sorley—, según su opinión, son creaciones de la ley; los derechos naturales, son simples absurdos; los derechos naturales imprescriptibles, absurdos retóricos, absurdos altisonantes (Bentham, Fallacies, cit. por Sorley, ibidem, pág. 253). Sobre la teoría del contrato social se expresó así Bentham: «Habiendo, pues, alcanzado la instrucción que necesitaba, me dispuse a sacarle provecho. Me despedí del contrato original y lo dejé para que se divirtieran con su palabrería aquellos que podían creerlo necesario» (palabras citadas por Sorley, ob. cit., pág. 243). Y sobre la libertad: «Subsistencia, abundancia, seguridad, igualdad son los cuatro soportes sociales de la felicidad. Pero el objetivo principal del derecho es el mantenimiento de la seguridad. Los derechos de cualquier clase, especialmente el derecho de propiedad, sólo pueden ser mantenidos restringiendo la libertad» (Sorley, ibidem, pág. 249). Lindsay cree que las desilusiones personales —el fracaso de sus planes legislativos gestionados ante diversos monarcas absolutos— y el atomismo político en que se basaba su concepción de la sociedad, condujeron a Bentham a la aceptación de la democracia (Lindsay, ob. cit., pág. 203 y 204). Respepecto a la oposición de Bentham a la teoría liberal clásica de la separación de poderes, véase a G. Sabine, Historia de la teoría política, México, 1945, pág. 614 y ss.
+[163] Castillo y Rada, Francisco Soto, Lino de Pombo, José Ignacio de Márquez, Rufino Cuervo, y en general los hombres más influyentes de la época de Santander, fueron todos abogados, hombres de negocios y funcionarios públicos de formación burguesa. El caso en que se dio la mentalidad burguesa en su forma más pura fue quizás el de don Rufino Cuervo. Según la imagen que de él nos han dado sus hijos Ángel y Rufino José Cuervo en su libro Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, poseía las virtudes típicas del hombre burgués, sobre todo del burgués inglés: honradez, sentido del cumplimiento, vida ordenada tanto en la generalidad de hábitos como en las finanzas privadas, amor a la ley, religiosidad discreta y tolerante, cumplido padre de familia, transaccional en política, mundano y dotado de grandes condiciones para la política y la diplomacia.
+[166] Numerosas leyes dictadas por el congreso neogranadino de aquel entonces fueron copiadas de leyes expedidas por las cortes españolas. Así, la referente al modo de proceder y conocer en las causas de fe —17 de setiembre de 1821— fue copiada del decreto de abolición de la Inquisición y establecimiento de tribunales protectores de la fe, promulgado por las cortes en 22 de febrero de 1813 y puesto en vigor por Fernando VII en 9 de marzo de 1820. La supresión de conventos menores, o sean aquellos en que no alcanzasen a haber ocho religiosos de misa (6 de agosto de 1821), tuvo modelo en el decreto de conservación o restablecimiento de aquellos conventos que no contasen doce individuos profesos, lo que equivalía a cerrar más de la mitad de los conventos existentes, y a prohibir a todas las órdenes religiosas dar hábitos y admitir a profesión. Tan sabido era en Colombia que en todo esto no se hacía sino seguir las pisadas de España, que sobresaltadas en gran manera las comunidades por aquellos primeros pasos del congreso, tuvo el gobierno que tranquilizarlas, asegurándoles que no se procedería con ellas como lo hacían las cortes españolas. Véase a Rufino J. y Ángel Cuervo, ob. cit., vol. II, pág. 18.
+[167] Ezequiel Rojas fue muy conciente del contenido burgués —frugalidad en los gastos, equilibrio de las pasiones, etcétera— de la ética utilitarista y de su relación con la economía. Luego de mostrar, con abundantes citas de Bentham, que la dilapidación de la riqueza produce males sociales, concluye: «La miseria y la indigencia son consecuencias forzosas de la disipación; ya todos conocen cuáles son sus males. Si todos en la sociedad fuesen disipadores, esta concluiría con arruinarse completamente. El hábito de disipar es, pues, malo porque produce la desgracia de los hombres: aquellos, pues, que quieran gobernar de buena fe por el principio de la utilidad no serán pródigos; y por el mismo procedimiento se convencerán de que no deben ser avaros» (Ezequiel Rojas, «Filosofía moral», en Obras de Ezequiel Rojas, publicadas por A. M. Galán, Bogotá, 1869, París, 1870, vol. II, pág. 14).
+[168] Desde el punto de vista de sus resultados prácticos, la ética utilitaria no produjo ni debía producir necesariamente la inmoralidad, como lo sostenían sus adversarios. El utilitarismo no era en sí mismo una doctrina inmoral, sino una concepción sobre la cual no se podía fundar lógicamente una ética y sobre todo una concepción de la vida incompatible con el espíritu español y cristiano, puesto que era una creación del espíritu burgués. En este sentido tenía razón Aníbal Galindo cuando afirmaba que el benthamismo había formado una generación de funcionarios públicos eficientes y de hombres honestos (Recuerdos históricos, Imprenta de La Luz, Bogotá, 1900, págs. 42 y 43). Véase infra, nuestros capítulos sobre el pensamiento filosófico y la influencia de la ética benthamista.
+[169] Rojas tuvo gran influencia en la formación de la generación radical que comenzó su actuación política a mediados del siglo. Su actividad docente se prolongó por cerca de cuarenta años, entre 1830 y 1870. Sus obras, casi todas resultado de su labor en la cátedra y de sus actividades de polemista, fueron publicadas por Ángel María Galán, en dos volúmenes (Bogotá, 1868).
+Rojas no poseía preparación lingüística y esa es una de las causas de que su estilo sea incorrecto, confuso y difícil de leer. Tampoco poseía una sólida preparación filosófica. No obstante que entre sus contemporáneos tuvo fama de ser hombre de cabeza bien organizada y lógica —«tenía poca imaginación, dice Salvador Camacho Roldán en sus Memorias (Bogotá, 1946, t. I, pág. 69), el análisis y la lógica eran sus armas, y nunca se levantó a las regiones de la elocuencia»—, su obra carece no sólo de méritos estilísticos, sino de claridad, orden y coherencia. La desaparición o decadencia de estas cualidades del estilo es un hecho que en la historia espiritual de Colombia corre parejas con la eliminación de los estudios clásicos, especialmente con la supresión del latín del curriculum escolar, según puede demostrarse por un estudio de las generaciones y por los casos individuales. En su libro El latín en Colombia (Bogotá, 1949, Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, pág. 253), José Manuel Rivas Sacconi ha insinuado la necesidad de estudiar las relaciones entre el pensamiento político de la generación de los precursores y de la Independencia, y la tradición clásica, sobre todo la latina. Debería buscarse esa correlación no sólo con el contenido del pensamiento político, sino también con la presencia de ciertas formas y actitudes mentales como el realismo, y el pensar con lógica y rigor. Sería incorrecto científicamente pretender que el romanticismo, el radicalismo y el utopismo político característicos de la historia política colombiana comprendida entre 1850 y 1880, se debieron primordialmente al descenso de la importancia dada a la educación clásica, pero no hay duda de que este descenso, unido a otros factores de la vida social y espiritual, jugó su papel importante en la dirección dominante en el pensamiento de esas tres décadas. Sobre la obra y la personalidad de Ezequiel Rojas, véase infra, nuestro capítulo correspondiente al pensamiento filosófico.
+[171] «Si hubiera quien se presentara trayendo a los hombres el remedio eficaz contra tal situación —la ignorancia, la explotación, etcétera—, dice Álvarez, ese insensato sufriría las consecuencias de su arrojo. ¿Se dejarían destronar los poderosos que viven de las imposturas y de las injusticias, permitiendo que hubiese quien hiciese conocerlas a los pueblos? Es claro que no. Pues esta misión corresponde a la filosofía: es ella quien tiene que dar en tierra con los que medran con los errores, que lo son todos los poderosos, casi todos los pretendidos sabios; y en fin, todos los que han resuelto el problema de vivir del sudor de los demás con el beneplácito de estos» (Francisco E. Álvarez, «Informe sobre textos», Anales de la Universidad Nacional, Bogotá, 1870, vol. IV, pág. 399). Como el alegato está hecho contra toda doctrina idealista y en defensa del sensualismo de Destutt de Tracy, Álvarez agrega en elogio de este: «La mejor garantía de la lógica del conde De Tracy es que ella no puede servir de fundamento a ningún sistema de imposturas con que se explote la ignorancia o la credulidad de los pueblos: esa lógica es útil a los engañados y no a los engañadores. Probad llevarla a cualquiera de esos países donde los hombres son víctimas de sus mismos errores, y veréis el terrible escándalo que forman los explotadores» (ibidem, pág. 405). Álvarez posiblemente no conocía la obra de Karl Marx, sobre todo su Ideología alemana, pero el parentesco de sus opiniones con la teoría marxista de las ideologías es evidente.
+[178] Rojas rechazaba la idea de la voluntad popular o la soberanía de las mayorías, como base del Estado y origen de la ley. Sin embargo, aceptaba como punto de partida de la legislación y de la actividad del Estado el postulado benthamista del «mayor placer para el mayor número», que puede conducir a los mismos resultados que la teoría de la voluntad popular: la eliminación del derecho de las minorías. Además, rechazando el poder ilimitado del gobernante, negaba al mismo tiempo todo derecho natural, y aceptaba, con el benthamismo, la idea de que el Estado crea el derecho, que es la base teórica del absolutismo estatal. Bentham era lógico al ser utilitarista, positivista jurídico y no demócrata. Pero en Rojas y en los utilitaristas colombianos que querían ser demócratas y exigían la limitación del poder y la vigencia universal del derecho, la adhesión al benthamismo conducía a las más inextricables contradicciones e incoherencias.
+Dos críticos colombianos del utilitarismo, Miguel Antonio Caro y José Joaquín Ortiz, se dieron oportuna cuenta de estas contradicciones. En su ensayo Las sirenas, criticando todo criterio empírico y sensualista como base de una teoría de la ley y refiriéndose a Hobbes, como inmediato antecesor de Bentham, dice Ortiz: «El egoísmo destruye las bases de la sociedad que reposa sobre los deberes y los derechos de los ciudadanos, pues para el egoísta no los hay. Y de aquí se sigue de dos cosas una: o la sociedad queda entregada a la lucha de las fuerzas individuales, que es el estado de anarquía, o habrán de reprimirse por una fuerza superior sin límites y abusiva, que es el estado de tiranía; no hay medio, o la anarquía o el despotismo. Hobbes, como lógico absoluto, paró en la tiranía…» (José Joaquín Ortiz, Las sirenas, Baudry, París, sin fecha, pág. 122). Por su parte, Miguel Antonio Caro mostró claramente la conexión entre el formalismo jurídico de Kant y la idea liberal del Estado (véase a M. A. Caro, Estudio sobre el utilitarismo, Imprenta de Foción Mantilla, Bogotá, 1869, especialmente pág. 176 y ss.; infra, nuestros capítulos «Los críticos del liberalismo» y «La idea del Estado en Caro»).
+ También J. Manuel Restrepo, en una serie de artículos publicados en El Constitucional de Popayán, puso de presente el lado antidemocrático, o por lo menos neutral ante la democracia, propio del positivismo jurídico profesado por Bentham: «Pero como Bentham es indiferentista en cuanto a la forma de gobierno, y en cuanto a las religiones, no podía entrar en estas materias. No quiere que se toque el origen ni las bases de ningún gobierno… Tal es la razón por la cual el emperador de la Rusia ha sido uno de los apologistas de Bentham y tal es una de las razones porque no debe hallar apologistas en estas tierras de libertad e igualdad» (El benthamismo a la luz de la razón, Imprenta de Ayarza, Bogotá, 1836, pág. 18).
+[179] Sobre Hobbes, véase a Tönnies, «Thomas Hobbes», Revista de Occidente; Madrid, 1932. Respecto a Maquiavelo y la teoría del poder, especialmente sobre sus relaciones con la teoría de la razón de Estado, puede consultarse a Meinecke, El historicismo y su génesis, México, 1943. Sobre Grocio y la idea de una jurisprudencia racional en conexión con el liberalismo moderno y la escuela clásica del derecho natural, véase a Cassirer, La filosofía de la Ilustración, México, 1943, cap. VI.
+[180] Como lo vio con claridad Miguel Antonio Caro, lo mismo podría objetarse a la idea de libertad como concepto central del Estado y de la ciencia política. Haciendo la crítica de la separación kantiana entre moral y derecho, decía, citando a Ahrens: «En efecto la libertad es una facultad, un medio de acción; puede ser dirigida a uno u otro fin, según el principio que la beneficie; de que se infiere que así aislada sería absurdo considerarla como el objeto del derecho. En segundo lugar, la fórmula es negativa. Restringir una facultad no puede ser el fin de la legislación. Toda restricción, si ha de ser racional, no es un fin sino un medio de llegar a él. Tanto la libertad como las restricciones a la libertad, no pueden ser, según esto, el fin de la labor legislativa; y tal, sin embargo, la concibe Kant». Y agrega: «La libertad de que habla Kant no es la libertad encaminada a un fin; pues en este caso, el fin y no la libertad sería el verdadero objeto del derecho. El bienestar de que habla el utilitarista es el sentimiento de esa libertad. Luego esta y aquel, en cuanto se les considera como la razón del derecho, son una misma cosa» (Utilitarismo, ed. cit., págs. 177 y 178). Es de notar que Caro vio igualmente que, aunque la ética kantiana pretendía ser una ética de altos ideales morales cuyo fundamento no era empírico y menos aún sensualista, sin embargo, su formalismo la llevaba a coincidir con la ética empírica y justamente con la que más directamente rechazaba Kant: con el hedonismo Véase infra, nuestras consideraciones sobre el pensamiento filosófico de Miguel Antonio Caro.
+LA GENERACIÓN DE LA INDEPENDENCIA había estado bajo influencia política de dos movimientos de ideas: la teoría constitucionalista norteamericana, de una parte, y el benthamismo, de otra. Sin embargo, ambos representaban un tipo de concepción del Estado compatible con ciertos principios de realismo político y adaptables a la mentalidad parcialmente conservadora y legalista de una clase burguesa urbana, de manera que todo lo que en ellas había de elemento explosivo o de tendencia hacia una movilidad social permanente se corregía de acuerdo con la experiencia, aunque fuese a costa de los principios. El sufragio universal se limitaba en consideración al patrimonio; la elección de legisladores era indirecta y lo mismo ocurría con el jefe del gobierno, y la actividad del parlamento soberano se consideraba limitada por una tabla de derechos individuales a la que expresa o tácitamente se atribuía valor universal. Por otra parte, la legislación española se mantuvo en muchos aspectos económicos y fiscales, y las relaciones entre la Iglesia y el Estado se rigieron por la tradicional institución del patronato.
+Eso por el aspecto político y teórico. Desde el punto de vista sicológico, aquellas generaciones eran circunspectas y parsimoniosas, tolerantes y amigas de la transacción y el término medio. Pero ya al doblar el siglo, Rufino Cuervo pudo escribir con nostalgia: «¡Los partidos medios se van! ¡Todo se va!, exclamaba un elocuente español hace veinticinco años. Palabras lastimeras con que se significaba haberse acabado en los pueblos de raza latina el verdadero espíritu de libertad, a cuyo influjo logra verdadero respeto la conciencia con títulos mejores que la propiedad, y convertidas la moral y la religión en cuestiones de partido, haberse trocado las contiendas políticas en lucha interminable, satánica, trabada, si cabe decirlo, en los más hondos senos de la conciencia, para acabar con toda paz y acibarar la vida social y de familia. Nuestros padres acariciaban todavía la ilusión de gozar un gobierno nacional a la inglesa o a la norteamericana, colocado sobre la altura serena como el Olimpo, de donde observase a los partidos luchando con dignidad y decencia, prontos a ceder honradamente al vencedor»[184].
+Los años comprendidos entre 1850 y 1870, que verán surgir en la Nueva Granada una frondosa literatura política de carácter radical romántico y utópico, están marcados por una ascendente influencia francesa en la cultura nacional. La revolución del 48 tuvo inmediatas repercusiones políticas y sociales, sobre todo en la juventud universitaria y en la clase artesanal de la capital de la República, y las influencias del pensamiento radical francés afectaron los diferentes matices de la tradicional política neogranadina. «El impulso hacia grandes reformas sociales tomó repentinamente fuerza inesperada —escribe en sus Memorias Salvador Camacho Roldán— con la noticia de la caída de la monarquía de los Orléans en Francia, el 24 de febrero de 1848»[185].
+«La idea de un progreso indefinido que llevaría la humanidad a abrazarse en el regazo de la democracia cristiana, impresionó vivamente a individuos de ambos partidos», afirman dos observadores de la época. «Parecía que a los conservadores cautivaba el papel generoso y poético de Lamartine, mientras los otros se dejaban arrebatar de Luis Blanc cuando arengaba a los obreros en el Luxemburgo, anunciándoles la renovación del mundo social y el remedio de todas las miserias del pueblo»[186]. A la lectura de Fourier, Saint-Simon, Proudhon, Condorcet, Bastiat, Lamartine y Louis Blanc se agregaba el entusiasmo por la poesía y la novela romántica de fondo social que idealizaba al hombre primitivo o al proletario de las ciudades, o ensalzaba al cristianismo como religión de oprimidos y hablaba de armonías de la naturaleza[187].
+En su Historia de un alma, José María Samper, uno de los más notables representantes de aquella generación romántica, ha dejado un testimonio de la atmósfera espiritual y de las influencias que recibía la juventud de su época: «Los comienzos de mi educación fueron clásicos, pero no tardé en volverme romántico entusiasta, al influjo de las obras de Espronceda y Zorrilla, los Bermúdez de Castro, García Tassara y aun el duque de Rivas, el malogrado Larra y García Gutiérrez, que formaron con su estilo poético escuela entre la juventud de Nueva Granada, Venezuela y los otros pueblos hispanoamericanos. Al propio tiempo, empezaba yo a nutrir mi espíritu desordenadamente o sin método, con otras lecturas de muy distintas escuelas. Las obras de Bernardino de Saint-Pierre y Chateaubriand, de Lamartine y A. Dumas, Victor Hugo y otros escritores fueron enriqueciendo la luz de mi alma y multiplicando las impresiones que diariamente recibía»[188].
+Esta proliferación de expresiones románticas, utópicas y radicales del pensamiento político tuvo como base social el papel muy activo de la clase artesanal de las ciudades, especialmente de la capital, Bogotá, y la crónica depresión social y económica que sufrió el país por aquellos años[189]. El artesanado constituía por aquel entonces en la sociedad neogranadina una clase social importante por su número y por su actividad en el campo político y económico, al mismo tiempo que un sector amenazado de muerte por la competencia del comercio de importación y por los ya visibles signos de las tendencias de la economía mundial hacia la producción fabril, es decir, hacia la organización capitalista de la economía. En el lapso comprendido entre la Independencia y el año de 1850, el artesano había logrado algún grado de preeminencia social y un considerable progreso económico, pero a partir de mediados del siglo otros grupos sociales y otras formas de la economía empezaron a vigorizarse, por lo cual el artesanado comenzó a desarrollarse como un grupo social de conciencia paria, aquejado de un profundo sentimiento de ansiedad ante la inevitable decadencia y extinción no sólo de sus formas de subsistencia, sino también de algo que sicológicamente tenía para esos estratos sociales una gran significación: la pérdida de su libertad (de la libertad y la independencia que daban el señorío en el taller y la propiedad de los medios de producción) y de las pequeñas posiciones de influencia política que les daban la conciencia de tener alguna valía social[190]. De ahí el radicalismo de sus campañas y luchas políticas, y sobre todo el encono con que combatían a los sectores sociales que iban tomando la vanguardia social como la burguesía comerciante, y la tenacidad con que luchaban contra el liberalismo económico que favorecía los intereses de aquella[191].
+No era, pues, extraño que una literatura social y política que en Europa, especialmente en Francia, había surgido en muy semejantes condiciones históricas fuese también popular en la Nueva Granada y produjera asimismo explosivos resultados sociales. El anarquismo proudhonista y todas las formas de socialismo utópico (fourrierismo, blanquismo, etcétera) eran manifestaciones ideológicas de la clase artesanal, que se debatía ante la ruinosa y avasalladora competencia de la industria moderna. Era natural que en tales medios prosperasen los anhelos utópicos y las formas más extremas del individualismo y de la hostilidad a las formas de ordenación disciplinaria, entre ellas a las que son propias del Estado moderno. La mentalidad del artesano, dueño y señor de sí mismo y de sus medios de trabajo, renuente a toda forma de trabajo racional, a toda jornada precisa y continua, a las formas del cumplimiento exacto características de la vida comercial moderna, y a toda relación de subordinación y mando, tenía que ser contraria al mundo de formas propias del Estado moderno y de la economía industrial. En el mundo del pequeño taller en que él era señor soberano, el artesano, además, alimentaba una forma de religiosidad individualista, o de ateísmo virulento en otros casos, expresiones de la vida espiritual que son también incompatibles con la pertenencia a las iglesias cristianas, organizadas todas como cuerpos colectivos disciplinados que obedecen a rigurosos ordenamientos jerárquicos y que, además, ni son ajenas al origen, ni pueden divorciarse totalmente de otras formas típicas de la vida en la sociedad occidental —como la economía, la técnica, la ciencia, la organización del Estado, etcétera—, porque se han formado en histórica acción recíproca con estas últimas, y porque su misión es más bien dar cauce y contenido religioso a una vida que, por el gran dinamismo que lleva en sus raíces, no es susceptible de estancamientos. Por estas razones, en lo religioso el artesano era un radical, es decir, un ateo, o en el mejor de los casos, un hereje. Durante la Edad Media, y todavía en la época moderna, en Europa y en América los medios artesanales fueron un verdadero caldo de cultivo para las más variadas formas de religiosidad, desde el anhelo de regresar a un cristianismo primitivo y la interpretación de la doctrina cristiana como una religión de parias, hasta las más variadas manifestaciones de la mística, la religión de la humanidad (comtismo) y en no pocos casos el espiritismo.
+La forma de organización que dio cauce a estas inquietudes de los artesanos fueron las sociedades democráticas, fundadas en un principio como instrumento de defensa económica y de apoyo a una política de protección industrial, pero que muy pronto sobrepasaron esos límites para convertirse en centros de agitación de amplios programas de reformas políticas, algunas de contenido radical y utópico. Los nombres de Fourier, Saint-Simon, Proudhon y Louis Blanc se mencionaban continuamente, y según el testimonio de un escritor de la época, «predicábase en ellas las más exageradas ideas de igualdad y libertad, en menosprecio del predominio de las clases superiores de la sociedad»[192].
+[184] En Ángel y Rufino J. Cuervo, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, ed. cit., vol. I, pág. 54.
+[185] Salvador Camacho Roldán, Memorias, Bogotá, 1946, t. I, pág. 9. Sobre la influencia de la revolución del 48, dicen dos historiadores de la época, Ángel y Rufino J. Cuervo: «Abolióse la pena capital por delitos políticos y la de vergüenza pública; se desterraron los tratamientos oficiales de los magistrados reemplazándolos con el de ciudadano, porque en Francia se declararon abolidos todos los antiguos títulos de nobleza y las calificaciones que les eran anexas. Poco después se dio atropelladamente libertad a los esclavos, como el gobierno provisional la dio a los de las colonias francesas» (ob. cit., vol. II, pág. 185).
+[187] La influencia de los novelistas y poetas románticos franceses de mediados del siglo fue muy grande, no sólo en la formación de las tendencias de la literatura, sino también en la del pensamiento político. Sobre todo Hugo, Lamartine y Sue, fueron leídos en tal forma que su influencia llegó hasta los medios populares. Los periódicos neogranadinos, tanto los de orientación liberal como los de orientación conservadora, publicaban algunas de sus obras por entregas y luego imprimían los libros respectivos, lo mismo en Bogotá que en las provincias. La Civilización reproducía los discursos de Lamartine contra el ateísmo, tomados del Consejero del pueblo. La historia de los girondinos se publicó por entregas en los núms. 28 y ss de El Censor, de Medellín. El Porvenir, de Cartagena, en setiembre 7 de 1849 recomendaba a los jóvenes «prestar eficaz y decidido apoyo a tan preciosa empresa [la edición de la Historia], agotando cuantos ejemplares puedan llegar a la agencia». Gran efecto emotivo tuvo la interpretación romántica del cristianismo, de la figura de Cristo y la exaltación de ciertos tipos sociales como «el pobre», «la mujer desgraciada», «el huérfano», «el delincuente perseguido e incomprendido», «el rebelde», etcétera. En unas notas publicadas por José María Samper en El Neogranadino (núm. 334, febrero 19 de 1856), hablando de las glorias de Francia, después de enumerar los autores de la Enciclopedia, agregaba estos nombres: «Lamartine, el poeta de Cristo, del Evangelio, de la democracia cristiana. Victor Hugo, el poeta de la filosofía política, de la naturaleza, del fenómeno. Eugenio Sue, el poeta del pueblo, del proletariado, de la indigencia que reclama goces y derechos».
+[189] La inestabilidad social y política actuaba en acción recíproca con la depresión económica. La falta de firmeza, complejidad y desarrollo de una economía dependiente en su comercio exterior generalmente de un solo artículo de exportación como el oro, el tabaco o la quina según los momentos, y demasiado sensible a los movimientos cíclicos, producía crisis frecuentes y estas a su turno se traducían en inestabilidad política; y viceversa, la inestabilidad política impedía el desarrollo de la riqueza. La crisis fiscal del tesoro fue crónica en la segunda mitad del siglo XIX, en gran parte a causa de la reforma tributaria adelantada por el gobierno del general José Hilario López en 1849, que dejó al Estado casi sin rentas, aunque al extinguir los monopolios vigorizó la iniciativa y la riqueza privadas. Pero en una sociedad inestable y donde la burocracia tenía mucha significación, la debilidad fiscal del Estado era un motivo de descomposición social. Los economistas y escritores liberales de entonces no lo creían, porque confiaban en que, robustecida la riqueza privada, automáticamente se conseguía el bienestar social y porque carecían de percepción de las relaciones entre economía y política. «Al finalizar la primera mitad del siglo, hacia 1840 —dicen Ángel y Rufino J. Cuervo—, la miseria pública y privada era suma. El gobierno, imposibilitado para subvenir a los gastos ordinarios, se vio reducido a solicitar un empréstito de ciento a doscientos mil pesos, ofreciendo pagar hasta el dos por ciento mensual. Los particulares vieron en Bogotá casi devorados sus haberes con la quiebra de don Judas Tadeo Landínez, que con razón fue considerada como una calamidad pública». A. y R. J. Cuervo, ob. cit., vol. II, p. 55. Sobre la crónica crisis fiscal del Estado en la segunda mitad del siglo XIX, véase José María Rivas Groot, Páginas de historia de Colombia, Imprenta Moderna, Bogotá, 1909.
+[190] La situación social del artesanado fue sin duda uno de los factores más influyentes en la vida social de Colombia en el siglo XIX. Muchos fenómenos de inestabilidad social, especialmente en las ciudades, se debieron sin duda al ascenso y decadencia de esa clase social, cuya sociología histórica aún no se ha hecho. Sobre su situación por el año de 1839, escribía José Eusebio Caro: «Todo en la sociedad comenzaba a tomar una marcha más arreglada y un aspecto más democrático y uniforme: los sastres y zapateros comenzaban a usar para sí casacas y botas que antes sabían hacerlas para otros: sus mujeres comenzaban por su parte a vestirse decentemente. Veíase ya con frecuencia a los hombres de ruana detenerse a leer un aviso o en frente de un taller a leer un letrero» («Sobre la reconciliación general de los granadinos», carta a Ezequiel Rojas, publicada en Antología, Bogotá, 1951, pág. 206). Pero el creciente comercio de importación y la política económica librecambista practicada casi sin interrupción entre 1853 y 1870 y el mejoramiento gradual de la técnica en muchos servicios, trajeron la ruina progresiva de la industria artesanal. A este propósito escribía en sus Memorias Salvador Camacho Roldán: «Cuando merced a los trabajos de los MacAllister, Thomson y Moncreafs, los primeros fabricantes de carros, empezaron a emplearse estos en las calles, quedaron sin empleo los mozos de cordel, una parte de ellos se tornó en pordioseros y el resto tomó el oficio de carreteros o de peones a jornal en las haciendas. Otro tanto sucedió a las aguadoras. Luego, con la introducción de tubos de hierro, en 1887, pudieron proveerse de agua un poco menos sucia algunas casas de esta ciudad [Bogotá]. El número de pordioseros, que en 1868 y 1870 casi había desaparecido a esfuerzos de la Junta de Beneficencia, con el asilo de San Diego, tornó a aumentarse con estos nuevos sin ocupación. A este respecto debe recordarse que la mendicidad, rasgo distintivo de todas las poblaciones españolas, y de sus descendientes de América, era, como aún es, eminente en Bogotá; pero en los años de 1840 a 1850 había llegado a ser insoportable» (Memorias, ed. cit., t. I, pág. 138). En polémica con Miguel Samper, a propósito de la política económica de protección o de libre cambio, decía un artesano de Bogotá, el señor José Leocadio Camacho: «Las fábricas de cristal, de papel y de paños han decaído porque el espíritu de extranjerismo ha hecho que se tenga asco por esas producciones. Si esa misma antipatía hubiera tenido la Francia por las suyas, hoy sería un país político, como el nuestro, pero esclavo de Inglaterra o los Estados Unidos. Para que cese el marasmo que actualmente aniquila a la sociedad, no es suficiente que el pueblo sepa respetar la propiedad del rico; necesario es también que este sepa a su turno sostener la propiedad del pobre, que no es otra que su industria, porque en ella está su renta, su patrimonio, su haber…». Véase de Miguel Samper, en Escritos político-económicos, vol. I, págs. 121 y 122, su ensayo sobre «La miseria en Bogotá». Miguel Samper dedicó este y otros escritos al problema de los artesanos, pero lo trató desde el punto de vista del economista liberal. En efecto, para Samper la industria artesanal no podía salvarse en base a protección aduanera; primero, porque la protección implicaba para los colombianos la obligación de comprar artículos de producción nacional y eso era contrario a su libertad como consumidores y, segundo, porque resultaba antieconómico, ya que los talleres nacionales no podían competir en calidad y precios con los países industrializados. Con todo realismo económico, pero con poca consideración por los efectos políticos sociales de una medida semejante, llegó a decir que era preferible que el Estado pusiera un sueldo permanente a los artesanos y dejase arruinar sus manufacturas, a comprar sus artículos protegidos. Confiaba, por otra parte, en que el enriquecimiento general, las leyes «naturales» que rigen la inversión y la ocupación de la mano de obra en la economía de mercado libre, y la práctica de las virtudes burguesas de ahorro, frugalidad y trabajo terminarían por resolver el problema.
+[191] En su ensayo sobre Los partidos políticos en Colombia, dice José María Samper: «Extraño, muy extraño nos parece hoy el rudo antagonismo que medió en 1853 y 1854 entre los artesanos y la juventud; antagonismo que por fortuna cesó completamente desde 1859 a 1860. Su causa era la misma: la libertad democrática, la regeneración del país en todo sentido; y nadie defendía con más calor y entusiasmo que los radicales el interés político y social de las masas populares. Sin embargo, se detestaban recíprocamente gólgotas y democráticos, cual si sus principios e intereses fueran incompatibles e inconciliables» (Los partidos políticos en Colombia, Imprenta de Echeverría hermanos, Bogotá, 1873, págs. 52 y 53). Los gólgotas —nombre que se dio entonces a la juventud radical— representaban, en líneas generales, una política económica favorable a los comerciantes importadores y proclamaban el más absoluto laissez-faire en economía. Socialmente, además, pertenecían a familias burguesas de Bogotá. Los artesanos, en cambio, estaban interesados en la libertad política, pero no en la libertad económica, y ello por razones obvias que sin embargo no alcanza a vislumbrar Samper, quien juzga la situación en términos de simple libertad política. El antagonismo que tanto extrañaba al autor del Ensayo tenía sus motivos sociales y económicos.
+[192] Aníbal Galindo, Recuerdos históricos, Imprenta de la Luz, Bogotá, 1900, pág. 43. «En estas juntas, explayando las ventajas de la asociación en el lenguaje de Saint-Simon y Fourier, se halagaba a nuestros artesanos con las mil soñadas ventajas del establecimiento de los talleres industriales», dicen Ángel y Rufino J. Cuervo en su Vida de Rufino Cuervo, ed. cit., vol. II. pág. 188. Refiriéndose al eco que tuvo en la Nueva Granada la idea de los talleres nacionales como solución al problema social del proletariado, que entonces (1848) predicaba en Francia Louis Blanc, agregan los mismos autores: «En Bogotá se hizo así desde la primera fundación de la sociedad de artesanos, asegurándoles, por ejemplo, que se establecerían talleres en que se perfeccionasen en los principales ramos de la industria, y que alzados los derechos de introducción para los artefactos extranjeros, ellos podrían abastecer el mercado a precios muy altos… Muchos entre esta buena gente se recreaban ya con la ilusión de verse catedráticos de sastrería, carpintería u hojalatería en los nuevos institutos, y tirar sueldo del tesoro como lo tiraban otros de sus copartidarios por enseñar en la Universidad derecho o filosofía» (ibidem, pág. 195). El secretario de Gobierno presentó un proyecto para que se estableciesen talleres industriales en las universidades y colegios oficiales (publicado en la Gaceta Nacional, 24 de enero de 1850); el presidente de la República, en mensaje al Congreso, propuso el envío de jóvenes artesanos a Europa, a fin de que perfeccionaran sus conocimientos técnicos (Gaceta, 3 de marzo), y por decreto de 8 de junio se ordenó establecer escuelas de artes y oficios en los colegios nacionales para la enseñanza gratuita de la mecánica industrial y las artes y oficios a que quisiesen dedicarse los granadinos. En realidad, estos proyectos se redujeron a la incorporación en los planes de estudios de los colegios oficiales de algunas materias como el dibujo lineal, la mecánica y la agricultura. Al respecto, véase a Ángel y Rufino J. Cuervo, ob. cit., pág. 196.
+TODAS LAS CORRIENTES DE ideas que hemos mencionado confluyen en la obra y en la personalidad de José Eusebio Caro. Las primeras influencias que Caro recibió en su juventud le llegaron por intermedio de su maestro Ezequiel Rojas, quien por ese entonces enseñaba en sus cátedras del Colegio de San Bartolomé la gnoseología sensualista de Tracy, la economía política de Jean-Baptiste Say y la ética utilitaria de Jeremy Bentham. Pero muy pronto Caro reaccionó contra las enseñanzas de su maestro, y desde mucho antes de publicar su «Carta a don Joaquín Mosquera sobre el principio de la utilidad», el más vigoroso alegato que se hizo en Colombia durante el siglo pasado contra el sistema utilitarista, rechazó la identidad de bien y placer, mal y dolor, en el dominio de la ética, y el aforismo del mayor placer para el mayor número como base de la ciencia política.
+Descartado su momentáneo entusiasmo por Bentham, en el pensamiento político y social de José Eusebio Caro pueden delimitarse tres etapas. La primera se caracteriza por una fuerte influencia de escritores como Saint-Simon, Comte y Bastiat, y es una etapa de utopismo y romanticismo político. La segunda, que se inicia aproximadamente en 1840 con la colaboración permanente en La Civilización y El Granadino, muestra los rasgos de un pensamiento político más realista y equilibrado, que deja ver las huellas de escritores tan diversos como Tocqueville y J. Stuart Mill, al lado de pensadores católicos, como Balmes, y en menor medida, de escritores de la escuela tradicionalista francesa, como De Maistre y De Bonald. Finalmente, en los últimos años de su vida, renovado el contacto con los escritores positivistas y con los economistas de la escuela liberal, y sobre todo bajo la impresión que en su espíritu produjo la visión de los Estados Unidos, Caro regresa a una posición muy cercana al romanticismo político de su primera juventud[193].
+Tenía Caro apenas veinte años (había nacido en 1817) cuando esbozó la elaboración de una obra de gran alcance teórico que se llamaría Filosofía del cristianismo, en la cual, partiendo del problema del ser, es decir, siguiendo un método ontológico, se proponía destruir filosóficamente la aparente contradicción entre el principio científico y el principio religioso[194].
+De su vasto plan sólo alcanzó a desarrollar algunos capítulos, suficientes sí para ubicar su pensamiento en las corrientes de ideas de la época. Su título y el problema mismo denuncian ya la influencia positivista. Unir cristianismo y ciencia en aquella época no significaba otra cosa que unir progreso con religión, orden con revolución técnica y económica, es decir, afiliarse a la consigna que había dado Auguste Comte a sus prosélitos: orden y progreso. El cristianismo, o en todo caso el elemento religioso, era considerado como el factor cohesivo y ordenador en la sociedad moderna, sociedad dotada de un dinamismo extremado en el orden político, y sobre todo en el económico y técnico, de manera que el problema del mundo moderno, especialmente después de la Revolución francesa, consistía en unir las dos grandes fuerzas de la historia europea, integradora la una, trasformadora la otra, o, como formalmente se enunciaba la contraposición en la obra de Comte, la una estática y la otra dinámica. Esta preocupación de Caro no era solamente teórica, sino que tenía el propósito deliberado de referirse a la situación de Colombia en el siglo XIX. Porque, mutatis mutandis, ese era a sus ojos el problema de las jóvenes repúblicas sudamericanas. Su salvación estaba en la técnica, en la ciencia y en el dominio de la naturaleza, pero sin un fondo religioso y moral era imposible mantener la cohesión social, sometida en ellas a fuertes influjos disolventes.
+No sólo en el espíritu y en el problema central seguían aquellos trabajos las huellas del positivismo. También lo hacían en el método y en la pretensión de elaborar una síntesis de todas las ciencias que culminase con una ciencia de la sociedad capaz de conjeturar su desarrollo futuro. En el fragmento dedicado a resolver el problema de si es o no necesario el gobierno, Caro dice que se trata de «una parte de su obra que tiene por objeto presentar el desarrollo de lo futuro o conjeturar el estado definitivo de la humanidad», y uno de los principales y más elaborados capítulos de su proyecto lleva el siguiente y significativo título: «Meditaciones sobre la ciencia del bien y el mal» y «Ensayo de una síntesis general de todas las ciencias sociales, o sea exposición de las leyes naturales en virtud de las cuales el bien absoluto se va desarrollando en el mundo y en la historia en medio del conflicto de los intereses relativos». En esos tres propósitos: prever, hacer de la ciencia social el resumen y culminación de todas las demás ciencias y encontrar las leyes naturales que rigen el desarrollo de la historia, se resumía todo el programa de la sociología de Comte.
+Pero sólo hasta aquí llega la analogía con ideas comtianas y sansimonianas, porque tanto el sansimonismo como el comtismo tenían en su seno un fuerte elemento conservador que hacía de ambas tendencias sistemas ajenos a la idea de la democracia moderna. Comte y Saint-Simon rechazaban la teoría individualista y atomista de la sociedad, lo mismo que sus corolarios, la igualdad, el sufragio universal y el derecho de las mayorías. El ideal que alimentaban era el de una sociedad dirigida por una élite de técnicos (Saint-Simon) o por una de sacerdotes positivistas (Comte). Ambos, por otra parte, estaban convencidos de los resultados negativos de la Revolución francesa. Comte consideraba la sociedad medieval como el ideal de una sociedad «orgánica» y admiraba con fervor la Iglesia católica. Ambos, en fin, eran optimistas respecto a los progresos de la sociedad gracias a las aplicaciones de la ciencia, pero no respecto al fondo de la naturaleza humana. Por eso no dudaron de la necesidad del gobierno.
+Las ideas de Caro tomaron otra dirección, pues su concepto de la sociedad y de la naturaleza humana era diferente y mucho más cercano al de Bastiat, que fue sin duda el pensador que más honda huella dejó en su formación espiritual[195].
+Las Armonías fueron quizás la fuente de todas las manifestaciones de utopismo social que se dieron entonces en la Nueva Granada, y el nombre de Bastiat es uno de los pocos citados frecuentemente por Caro. Por aquel entonces, Caro aceptó, casi sin crítica, la concepción de la sociedad sostenida en las Armonías, concepción optimista, individualista y muy cercana a la teoría del pacto social, y sobre todo a las ideas expuestas por Adam Smith y los economistas de la escuela liberal inglesa. En los fragmentos inéditos de su Filosofía del cristianismo, la sociedad surge como el medio más económico, más eficaz, que tiene el hombre para realizar sus fines de progreso: «El hombre individual —dice allí Caro— es esencialmente débil. Su debilidad en todos los ramos es la que produce la sociedad. El hombre puede mejorar su condición de dos maneras: o alterando su naturaleza —lo cual es imposible— o asociándose a sus semejantes, lo que es inevitable». Y luego afirma: «Porque no puede ser inmortal, se asocia a la mujer. Porque no puede adquirir ciencia intuitiva, se asocia a un maestro. Porque no puede hacerse invulnerable, se asocia a un gobierno armado. Porque no tiene garantías contra su gobierno, se asocia en una representación nacional; y porque no tiene una nacionalidad inviolable, se confedera».
+Es claro, pues, que en su primera juventud Caro no creía en la condición esencialmente social del hombre ni aceptaba la doctrina universalista que mantiene la prioridad de la comunidad sobre el individuo. La sociedad es simplemente un medio pragmático de defensa y el instrumento más adecuado para realizar los fines superiores del hombre y su tendencia al progreso. Además, en sus orígenes y en sus fines se interpreta la asociación en un sentido estrictamente económico, tal como lo hace la concepción liberal clásica. Y si fuésemos a clasificar su filosofía social en esta etapa de su desenvolvimiento, deberíamos considerarla como una doctrina «societaria»[196], es decir, tendríamos que colocarlo del lado de aquellos pensadores que consideran la sociedad como el ámbito de la competencia y la colaboración económicas, y que sólo atribuyen al Estado el papel de regulador de tales procesos. Citando a Bastiat, Caro cree que la asociación tiene dos manifestaciones: unión de fuerzas o solidaridad y separación de ocupaciones, esto es, división del trabajo.
+Ahora bien, si Caro hubiese tenido una idea pesimista de la naturaleza humana, estos procesos de separación y división se habrían interpretado, como ya lo había hecho Hobbes y como lo hizo Bentham, como resultado de la naturaleza egoísta del hombre, de su voluntad de poder y de la esencial inarmonía de sus intereses, y, como es lógico, su análisis hubiera terminado en la aceptación de la necesidad del gobierno, y del gobierno fuerte. Pero como el hombre a sus ojos no es malo sino débil, la asociación resulta ser un sistema de acumulación de poderes individuales que redundará en beneficio de todos y de cada uno, un sistema que a la larga hace innecesario el Estado o que, por lo menos, lo reduce a su solo poder regulador de conflictos, llamado a desaparecer en una sociedad basada en la ayuda mutua, y en un mundo en que el dominio de la naturaleza asegure la abundancia para todos. El pensamiento de Caro se nutría entonces de esa gran corriente del pensamiento cristiano-occidental, armonista, solidarista y mesiánico —porque la sociedad sin gobierno, sin poder, sin necesidad de coacción, era, ni más ni menos, el reino de Dios en la tierra— cuyos orígenes se remontan al pensamiento de Joaquín de Fiore en la Edad Media, y que, en el espíritu moderno, está patente en movimientos como el socialismo —en todas sus formas, incluido el llamado científico de Karl Marx—, el liberalismo, el cooperativismo, el mutualismo y todas las formas de pensamiento antiestatal, tan abundantes en el pensamiento político occidental del siglo XIX[197].
+Naturalmente, el pensamiento de Caro tenía desde entonces sus dudas y sus tensiones internas. Cuando decía que el hombre se «asocia al gobierno armado porque no puede hacerse invulnerable», estaba aceptando que hay en los hombres un impulso hacia la dominación que los lleva a poner en peligro el derecho de los otros, y que debe existir un poder morigerador de tal impulso negativo. Pero su idea de la bondad de la naturaleza humana y su fe en el progreso y en la perfectibilidad del hombre eran tan firmes, que ni siquiera llega a aceptar con Rousseau que aquella pueda corromperse en la sociedad. Todo lo contrario, la sociedad y la ciencia, los dos elementos que Rousseau consideró en un principio como fuentes de corrupción, son para Caro los dos medios que a la postre eliminarán toda tendencia negativa en el hombre y, en primer lugar, toda necesidad de gobierno. Siguiendo la tendencia de la ciencia social evolucionista, Caro construye también su esquema de la perfectibilidad social, esquema que va precisamente del gobierno, a la falta de gobierno; del despotismo, a la asociación libre. La humanidad marcha del despotismo, a la monarquía aristocrática; de esta, a la aristocracia representativa, y de esta, a la república; de la república centralizada, a la federativa, y finalmente culmina en el no gobierno, en la libre asociación de todos.
+Caro se proponía tras estas conclusiones elaborar una casuística de las formas de asociación libre, que según él serían «accidentales» y «ad hoc», pero abandonó la idea y apenas dejó proyectada la continuación de su obra. Según los bocetos de sus manuscritos, luego de la sistemática de las formas de asociación vendría la prueba de la inutilidad de los gobiernos y la comprobación de cómo, a través de la ciencia, la imprenta, el progreso y la asociación, se llegaría a la paz universal.
+Veremos que, a pesar de sus modificaciones, estas ideas nunca serán totalmente abandonadas. En la segunda etapa de su evolución política conservará Caro la idea de la limitación al gobierno y al poder del Estado como las bases esenciales de la civilización política, aunque ahora su tesis tendría el realismo y la mesura que le permitirían su mayor madurez mental y el contacto con pensadores como Stuart Mill y Tocqueville. Sin embargo, el ideal utópico de una sociedad con el mínimo de gobierno, o sin gobierno, vuelve a ocupar el centro de sus meditaciones en su proyectado tratado de Ciencia social, que inició antes de partir para los Estados Unidos en 1850. Las renovadas lecturas de Bastiat y la visión directa de aquel país, que tanto había impresionado también a Tocqueville hasta considerarlo como el único en que la democracia se confundía con el origen de la nación, habrían de consolidar su fe en el progreso técnico y en las posibilidades de la energía individual, lo mismo que su admiración por las formas de vida sociales y políticas propias de los países sajones.
+La segunda etapa del pensamiento político de Caro está dominada por dos ideas que van tomando cuerpo al impulso de los acontecimientos que vivió la Nueva Granada a mediados del siglo XIX y bajo la influencia de las corrientes moderadas del liberalismo europeo. Esas dos ideas son: la limitación al ejercicio del poder y el concepto de Estado de derecho como algo opuesto al poder personal. Los acontecimientos europeos y la propia situación nacional mostraban claramente hasta dónde podía llegar la teoría de la voluntad de las mayorías como base del ordenamiento político y como justificación de la actividad del Estado. Los más perspicaces teóricos del siglo XIX, como Tocqueville y Stuart Mill, comenzaron desde entonces a ver la esencia de este en la protección a los derechos de las minorías.
+En varios documentos producidos entre 1840 y 1850, época de madurez y de mayor actividad dentro de su corta pero intensa vida pública, Caro no duda en acoger la idea del Estado liberal democrático, pero al mismo tiempo en el fondo de su pensamiento bulle la intensa problemática a que daba lugar la aplicación de sus principios. Así lo expresa en dos de sus más nítidos ensayos políticos, la carta a don José Rafael Mosquera a propósito de la reforma constitucional que se proyectaba en 1842, y en sus disquisiciones a propósito del nombre del partido conservador de la Nueva Granada —del cual fue uno de los fundadores—, y finalmente, en numerosas poesías de contenido filosófico y político, escritas en aquel periodo[198].
+Las bases que recomienda Caro para aquella Constitución son las bases clásicas de las constituciones políticas creadas por el pensamiento liberal: soberanía popular, sufragio universal, derechos individuales bien definidos, tolerancia de cultos y limitación al ejercicio del poder en nombre de ciertos derechos individuales cuya esencia se confunde para él con la civilización política. Caro era un agudo observador de la historia social de los países americanos y se daba clara cuenta de que, de las tres fuentes que puede tener el poder político, a saber, la tradición de una aristocracia excepcionalmente capacitada para el ejercicio del mando, la fuerza y la elección en cualquiera de sus formas, esta última era la única fórmula que podía conjugar la realidad social con los elementos de una vida política civilizada. Pero era igualmente un pensador suficientemente lógico para juzgar hasta dónde podía conducir la teoría de la voluntad mayoritaria aplicada hasta sus últimas consecuencias:
+«Quiero que la nueva Constitución —decía en su ya mencionada carta a don Rafael Mosquera— dé a la República cabeza que la dirija y pies que la sustenten. Quiero cabeza sin nubes y pies sin grillos»[199]. Lo que en términos de derecho público quiere decir gobierno ejecutivo fuerte, pero con atribuciones bien delimitadas, y pueblo con libertades y derechos suficientes para elegir a sus gobernantes. «Quitad al pueblo su libertad —agrega allí mismo—, dejad al gobierno todo poder y sólo os quedará una Rusia con su autócrata y un ganado con un pastor»[200]. Caro proclamaba por entonces la necesidad de un gobierno patriarcal que enseñase al pueblo el ejercicio de la democracia[201] —de un gobierno firme que pueda mantener el orden mientras el pueblo hace su aprendizaje—, pero nunca dudó del valor de esta como sistema ideal de gobierno: «¡… Dejad que el pueblo juzgue, para que al fin aprenda a ser justo! ¡Dejadlo que dé millares de malas sentencias, para que al fin aprenda a darlas buenas!»[202]. Sin embargo, las ideas románticas no le abandonan. En el fondo de su espíritu Caro seguía siendo fiel a los ideales de su primera juventud, seguía teniendo una confianza infinita en la esencia bondadosa de la naturaleza humana y en la imposición final de la armonía, y como tampoco quería ser ilógico, en un momento de entusiasmo lírico compara su gobierno con el maestro de Emilio, el personaje de Rousseau, que vigila desde lejos a su pupilo, pero ni lo ayuda ni lo guía; que confía en que las consecuencias y la propia experiencia le enseñarán lo que nadie puede enseñarle. Para aplicarla a la teoría política, Caro quiere aprovechar «en toda su pureza, en toda su prima verdad, la grande, fecunda, inspirada idea que produjo el Emilio»[203].
+Estas mismas ideas, combinadas con su fe en el progreso y su anhelo de conciliar el pensamiento progresista con la tradición cristiana, aparecen por la misma época en sus más notables poesías de carácter filosófico. En su poema El bautismo, escrito hacia 1845, describe en forma poética todos los adelantos técnicos, científicos y morales de la civilización occidental, obra todos del cristianismo; señala el origen popular de las leyes —el de la potestad legislativa del Estado— y la limitación al poder como las dos grandes contribuciones del cristianismo a la civilización política:
+Sí! do naciones prósperas hallares,
+Sujetas sólo a moderadas leyes
+Que formaron senados populares,
+Y que obligan a súbditos y a reyes[204].
+En La libertad y el socialismo, el liberalismo y el cristianismo —siempre unidos en el pensamiento de Caro, con lo cual seguía fiel a la problemática propia del sansimonismo y a la consigna de unir catolicismo y progreso como en Lamennais, Chateaubriand, etcétera— se interpretan conforme al más puro romanticismo. Caro vislumbra otra vez un mundo futuro libre, igualitario y tolerante, donde reina una libertad que casi puede interpretarse como ausencia de gobierno:
+Mi corazón me anuncia tu reinado
+Como la imagen del glorioso estado
+Los hombres todos por su ser iguales
+Ante una ley de universal amor[206]
+Si todos libres, responsables todos,
+Sin distinción de títulos ni apodos
+El justo, blanco o negro, hermoso o feo,
+Estrecho u opulento en su vivir,
+Inglés o chino, jesuíta, hebreo…
+Y aun el cegado, inofensivo ateo,
+Los años de destierro y la visión directa de los Estados Unidos fueron motivos de nuevas reflexiones políticas y sociales. Profundamente pesimista sobre el porvenir político inmediato de su patria, y de América en general, no abandonaba sin embargo su idea de reeducar la sociedad y de formular soluciones para los graves problemas de la Nueva Granada, particularmente para su inestabilidad política y su incapacidad para practicar la democracia. Planea entonces e inicia la elaboración de una gran Ciencia social y anuncia el proyecto de una obra que llevaría por título La ciencia de la libertad[209].
+El contacto con la realidad de Norteamérica revivió en Caro sus anteriores ideas respecto al Estado y su confianza en las fórmulas positivistas de redención social que le habían entusiasmado en su juventud. Norteamérica era a sus ojos[210], como a los de tantos observadores europeos y americanos, la tierra de la libertad, del progreso, de la igualdad, en una palabra, de la democracia tal como la concibió el liberalismo optimista del siglo XIX.
+La Ciencia social[211] está concebida en forma menos ambiciosa que la Filosofía del cristianismo, su proyecto de juventud. Ya no se trata de una ciencia omnicomprensiva de la realidad, sino de una teoría de la realidad social y política, en sentido estricto y limitado. Su objeto, según lo anuncia en las primeras notas, era la paz social, es decir, que también esta segunda obra tenía la misma meta y nacía bajo los mismos impulsos de la sociología comtiana, cuyo propósito central era el mantenimiento de la cohesión social en una época de crisis para Europa.
+En la introducción que pensó poner a la obra, dice Caro: «La Nueva Granada se halla hoy en una verdadera crisis. Nadie lo desconoce. Una crisis semejante a aquella en que se halló Colombia en los años de 1828, 1829 y 1830, que terminó con la disolución definitiva de la República, con el advenimiento de los tres Estados… pero en cada uno de los cuales hoy, al cabo de los años, han vuelto a producirse los mismos efectos».
+Lo que más se destaca en este nuevo intento teórico de Caro es su esfuerzo por superar la concepción mecánico-individualista de la sociedad que había sostenido en sus escritos de juventud, cuando todavía en su pensamiento existían reminiscencias de Bentham, aunque se encontrase totalmente liberado de los principios éticos del utilitarismo, y cuando pensaba orientado por el armonismo de Bastiat. La sociedad aparece ahora concebida como algo que posee realidad por sí misma y que no es equivalente a la suma aritmética de sus miembros. Desde las primeras páginas del manuscrito se plantea con toda claridad el problema de la diferencia específica entre el individuo y la sociedad:
+«La sociedad como sociedad, ¿tiene fines distintos del individuo como individuo? O de otro modo: la sociedad como sociedad, ¿tiene una existencia propia destinada a llenar fines no contrarios sino adicionales y superiores a los que debe llenar el individuo como individuo? Y por consiguiente, ¿esta existencia propia que posee la sociedad se manifiesta por fenómenos que no aparecían en la existencia individual? Esta cuestión es una de las más profundas y más interesantes que puede proponerse la inteligencia humana; su solución es el objeto de la sociología y conduce a la de infinitas cuestiones prácticas que se propone el arte político».
+Caro responde afirmativamente a estas preguntas y ensaya una explicación de sus tesis. La sociedad es diferente a la simple suma de sus miembros y ello se prueba por analogía y por observación. Por analogía, con la química y las matemáticas, que muestran que de la combinación de factores o de su simple suma resultan cualidades que no están en los componentes. Así, mezclando hidrógeno y oxígeno resulta agua, un producto que no es ninguno de sus componentes aisladamente y que posee nuevas cualidades. Lo mismo en matemáticas, de la suma de impares pueden resultar pares, y en geometría, un triángulo es algo más que tres líneas rectas. En estas condiciones, dice luego: «¿Podría suponerse que los hombres agregados a hombres, y sobre todo hombres asociados a hombres, no produjesen sociedades con propiedades distintas de las que como hombres tienen como simples individuos, y sujetas a leyes nuevas a que los individuos ni aislados ni independientes están sometidos: para la consecución de fines que nada tienen que ver con el bienestar particular de las personas asociadas?».
+También la observación comprueba la diferencia específica: «Si la sociedad como sociedad no tuviese leyes propias —dice Caro—, fenómenos sociales y fines colectivos, todas las sociedades serían iguales y solo se distinguirían por el número y la personalidad de los individuos que las compusieren. Pero debe observarse —añade, destacando el valor diferenciador de los fines en la calidad de los grupos sociales y acercándose a una concepción formalista— que dos congresos reunidos en distintas partes del mundo y compuestos de personas de distintas razas, hablando lenguas diferentes, el congreso de Venezuela y el de los Estados Unidos, por ejemplo, se parecen más como asociación el uno al otro, que se pareciera uno de ellos, el congreso norteamericano, por ejemplo, a un escuadrón de caballería formado por las mismas e idénticas personas. Esta observación no deja réplicas y demuestra claramente que la sociedad es algo más y otra cosa que la simple pluralidad de sus miembros. Si los mismos individuos pueden formar sociedades esencialmente distintas, individuos distintos pueden formar sociedades semejantes»[212].
+Pero no obstante estas indicaciones en el sentido de una superación de la concepción mecánico-individualista de la sociedad, Caro no logra desarrollar sus ideas, y muy pronto, a pesar de su clara apreciación de las diferencias específicas existentes entre la sociedad y sus componentes, vuelve a interpretarla en el sentido de la doctrina armonista y mecanicista, dominante entre los economistas liberales del siglo XIX.
+Las mismas diferencias anotadas por Caro, aunque implican la afirmación de que el hombre cuando actúa en conjuntos o en sociedad tiene una conducta específica, no alcanzan a convertir su concepción de la sociedad en una doctrina «universalista», es decir, en una afirmación de la sustancialidad de la comunidad y de su primacía sobre el individuo. Pocas páginas más adelante, al sistematizar las diversas características de los grupos sociales frente a sus componentes individuales —pluralidad, comunicación, variedad, concurrencia, regularidad, personalidad—, vuelve a la interpretación de la sociedad como compuesto y como suma. Estas mismas categorías, sobre todo las de pluralidad, concurrencia y variedad, indican ya que piensa en la sociedad de los economistas de la escuela de Smith, y sobre todo en las Armonías de Bastiat:
+«El elemento más importante de la sociedad —dice, refiriéndose a la división del trabajo y apoyándose en la teoría de la colaboración de ocupaciones de Bastiat— es la variedad. Sin ella la simple pluralidad degeneraría en rivalidad. Entre iguales apenas hay sociedad posible. La variedad es la que produce la dependencia mutua, que es la base del progreso y de la estabilidad de los sexos, oficios, servicios y ocupaciones, pues esta es la única variedad armónica; todas las demás son antagonistas. Así en ciencia social como en electricidad es cierto el teorema: las fuerzas de la misma especie se rechazan; las de distinta especie se atraen»[213].
+Los ensueños sobre una sociedad solidarista y un mundo con el mínimo de gobierno reaparecen finalmente en combinación con la teoría evolucionista, mezclados con un cierto biologismo entonces en boga y con los nunca olvidados anhelos sansimonianos de una sociedad dirigida por expertos técnicos y la esperanza del advenimiento de un mítico siglo del hombre blanco europeo, y más que europeo, sajón. Para ese entonces «terminará la diversidad de razas, porque la blanca absorberá y destruirá a la india, la negra, la amarilla, etcétera. Desaparecerán las diferencias de lenguas y naciones, lo mismo que los jornaleros, porque todos serán empresarios y porque las máquinas harán todo el trabajo humano. Desaparecerán los trabajadores de baja categoría y en su lugar aparecerá el ingeniero moderno, es decir, el hombre inteligente encargado de la dirección de una máquina, el hombre que constituye el anuncio vivo y profético de todos los jornaleros del mundo».
+Ese mundo no será sólo el mundo de los ingenieros industriales, sino también el mundo del hombre blanco. «Porque en la raza humana —dice Caro, haciendo eco a una especie de darwinismo social— parece que se sigue la misma ley que en las otras especies vivas. Las razas inferiores están destinadas a desaparecer para dar lugar a las razas superiores. Los indios de América ya casi han desaparecido. Los negros de Africa y América desaparecerán del mismo modo; el día en que la Europa y la América estén pobladas por algunos millones de hombres blancos, nada podrá resistirles en el mundo. Así como la especie humana está destinada a reemplazar a las otras especies animales que no le sirven de instrumento o de alimento, así también la raza blanca está destinada a reemplazar a todas las otras razas humanas. En la raza blanca, finalmente, prevalecerán los tipos más perfectos»[214].
+En el campo político, Caro describe esta evolución diciendo que la humanidad en su decurso recorre seis etapas, que van de la formación a la federación universal de pueblos iguales, del gobierno armado y servido por ejércitos, a la supresión de los ejércitos y de las guerras y a la solidaridad universal. La utopía vuelve a presentarse a su imaginación, porque ya esta concepción no era ni siquiera sansimoniana ni comtiana. Saint Simon creía en la necesidad de un gobierno de técnicos, y Comte, en uno de sacerdotes positivistas, pero al fin y al cabo ambos aceptaban la necesidad de un poder coordinador, es decir, del Estado. Caro se encontraba aquí muy cerca del ideal anarquista de Stirner, ideal que ve en el Estado y en toda forma de poder superindividual la mayor amenaza para la integridad del individuo y su libertad, que es el bien más preciado: «La paz social —dice—, que es el objetivo de toda sociedad, se consigue poniendo al individuo en mejores condiciones para resistir que para atacar. Y al gobierno, en mejores condiciones para defender la sociedad que para atacarla. El poder público es esencialmente agresivo, no es un poder de resistencia, sino un poder de agresión. Es un arma ofensiva que lo mismo puede volverse contra el criminal que contra el inocente. Para que sea eficaz debe estar organizado y armado de modo que venza toda resistencia que pudiera encontrar en los criminales que persigue. ¿Puede haber un mayor peligro? Pero no es sólo esto. El poder no está sólo instituído para defender la sociedad de los criminales, persiguiéndolos y castigándolos, sino para defenderla de las agresiones mucho más formidables de otras sociedades. De aquí resulta que la guerra es el mayor peligro para la libertad. Porque la guerra crea los ejércitos, es decir, el arma más poderosa de agresión que puede imaginarse. De ahí que —concluye Caro— todo lo que haga inútiles los ejércitos permanentes es favorable a la libertad. De ahí que la libertad sólo pueda establecerse por una de estas dos condiciones: en una posición insular como la de Gran Bretaña o la de una confederación continental como la de los Estados Unidos».
+Todo este análisis de Caro estaba construido sobre un supuesto básico: la idea, típica del positivismo del siglo XIX, que Spencer elevaría a la categoría de ley del desarrollo social, de que el comercio y la industria terminarían con las guerras y las oposiciones de poder, harían superfluos los gobiernos y establecerían la paz universal, porque por su esencia los medios de acción del comerciante y del industrial eran opuestos —esencial e históricamente— a los medios militares. Esta convicción de Caro no es extraña a su idea de que la estabilidad política de los países sudamericanos, y particularmente de la Nueva Granada, se lograría con el desarrollo de la riqueza industrial y comercial, e inclusive con su entusiasmo personal por la profesión de comerciante. A este respecto escribía desde Nueva York:
+«Esto me lleva a la cuestión del doctor Ospina: la causa principal por que en la América española la república y la democracia han llevado a la miseria y a la corrupción, mientras que en los Estados Unidos han coincidido con una prosperidad sin ejemplo; esa causa está en los empleos públicos, en la inestabilidad de la situación de los que los poseen, y en la falta de otras carreras que distraigan la codicia del pueblo de ese objeto único. En países en que no hay industria ni comercio, la democracia, es decir, la oferta permanente de los empleos públicos a la ambición de los partidos, es evidentemente una fuente de discordia que jamás se seca y por supuesto una causa incesante de cobardía, abyección, y venganza en los unos; de envidia y de codicia en los otros; de inmoralidad, odio y ruina en todos; de aquí proviene que todos los pueblos comerciantes han sido pueblos libres, desde los fenicios y los cartagineses hasta los genoveses y venecianos del siglo XIV, hasta los ingleses y los angloamericanos del siglo XIX. ¿Por qué? Porque las instituciones democráticas son en donde quiera una fuente de discordia, pero en donde no hay otras carreras que los empleos, esa discordia es universal y lleva por fin a la miseria y a la ruina, mientras que en donde hay muchos miles de hombres que se enriquecen enormemente en el comercio, la oferta, al que venza, de los empleos públicos, es fuente de discordia sin duda, pero sólo de discordia entre unos pocos, y esta discordia sólo logra agitar de cuando en cuando la sociedad, pero no llega a destruirla radicalmente. De aquí proviene que entre nosotros mientras más tiempo de democracia llevamos peor estamos, porque cada vez los empleos tienen más importancia, y su oferta cada vez divide y desmoraliza más a las gentes. Es pues la democracia la causa de nuestro espantoso malestar; y es el comercio y no la democracia la causa del bienestar de los americanos. La libertad política no es un principio; es un fin y un resultado; no es esa libertad la que ha traído la industria y el comercio; son la industria y el comercio los que han producido esa libertad; y los pueblos que han querido poseerla sin darle otra base que una Constitución escrita, han logrado dividirse y despedazarse pero no han podido ser libres»[215].
+También estaban estas ideas en función de su experiencia de los Estados Unidos, de su optimismo respecto a la técnica y de su admiración por los hombres y la civilización anglosajones. Pocas páginas se escribieron en el siglo pasado, en América y en Colombia, que expresen con tanta fuerza estas ilusiones, como esta tomada de una carta escrita por Caro en 1852, cuando se encontraba en Santa Marta de regreso a su patria, muy poco antes de morir, y pocos documentos salidos de su pluma demuestran que sus ideas de juventud, de origen positivista, su fe sincera y, podríamos decir, romántica, en la técnica y en el progreso, no habían desaparecido:
+«Han nacido en un país miserable —decía a su esposa, refiriéndose al porvenir de sus hijos—, pero han nacido en un gran siglo: tan grande, que el impulso general que hoy comunica al mundo no tardará en sentirse en las naciones más soñolientas, más anárquicas, o más bárbaras. Aun ya entre nosotros se siente, ya ha trasformado a Panamá, ya ha introducido el vapor en el Magdalena. La colonización de California por los americanos y de Australia por los ingleses, producirá dentro de 10 o 15 años en el grande Océano Pacífico un comercio inmenso, un comercio tan gigantesco como el que ahora hace el asombro del Atlántico; y la Nueva Granada, colocada entre el Atlántico y el Pacífico, ocupando el lugar de tránsito del mundo, a pesar de su pobreza, a pesar de su ignorancia, a pesar de su anárquica democracia, tendrá que seguir involuntariamente la corriente general que se la lleva. Así es que si yo desespero es para un porvenir cercano, pero no para un porvenir más remoto; desespero para mí, pero no desespero para la edad madura de mis hijos. Los cuarenta años que acaban de pasar han producido en el mundo un cambio incalculable; baste decir que ahora cuarenta años no había en el mundo buques de vapor, que ahora veinticinco años no había en el mundo un solo camino de hierro, que ahora trece años no había en parte alguna un solo telégrafo eléctrico: hoy ambos océanos, y todos los grandes ríos y mares de Europa, Asia y la América del Norte están surcados por buques de vapor de innumerables formas; la Europa entera, la América del Norte y las Indias Orientales están llenas de ferrocarriles, que ya se ven aun en España, en Cuba, y en Chile y hasta en una provincia de la Nueva Granada; las líneas telegráficas son todavía más generales y más extensas. Los cuarenta años que vienen harán incomparablemente más; y en el curso natural de la vida humana, nuestros hijos alcanzarán a una época en que nosotros quisiéramos haber nacido. Los vapores, los caminos y los telégrafos, que establecidos en este país lo salvarán facilitando el movimiento del comercio y del trabajo productivo, que es la gran medicina contra la anarquía democrática, esas obras nosotros no las haremos, pero los ingleses y los americanos no dejarán de aquí allá de hacerlas por nosotros. Pero mientras esto sucede, como habrá de suceder, nuestro país estará condenado a no salir de la estéril agitación que hoy lo desordena. Nosotros no podemos salvarnos por nosotros mismos; la mano inglesa será la que produzca nuestra redención social. Nosotros no pensamos más que en luchar unos con otros, en hacer y deshacer leyes que no hacen brotar un solo grano más de trigo; al fin vendrá el inglés con sus capitales y el norteamericano con su espíritu de empresa que nos abran las puertas y ventanas y nos den movimiento y luz»[216].
+Como se ve por la trayectoria de pensamiento que hemos descrito, Caro fue un buscador, un espíritu lleno de tensiones internas, cuya corta vida no permitió que su obra cristalizara en un cuerpo de doctrinas políticas más coherente, y sobre todo, más realista. Benthamista en los umbrales de su juventud, su espíritu lógico y razonador y el impulso de su formación sentimental y religiosa lo llevaron muy pronto a divorciarse del utilitarismo. Creyente en el progreso y en la solución de la técnica para los males sociales, sansimoniano y optimista hasta el utopismo, al acercarse a la madurez se acoge a una concepción muy cercana a la del liberalismo clásico, pero expresa sus reservas respecto al valor de la doctrina del laissez-faire en muchas esferas de la vida social, colocándose en una posición muy cercana a la de Stuart Mill, para volver al final de su corta vida a insistir sobre ideales políticos muy cercanos a las diversas modalidades del pensamiento utópico del siglo XIX. Sin embargo, en medio de todos estos vaivenes hubo dos ideas políticas que Caro no abandonó nunca: la idea del Estado representativo y la de limitación al poder. Con ello afirmaba el consentimiento como origen del gobierno; del gobierno, pero no del derecho. Porque para Caro no había duda de que el derecho era una realidad objetiva, no dependiente de la voluntad humana, y que por lo tanto era válida para todos, y en primer lugar para los gobernantes.
+[193] Su hijo Miguel Antonio Caro ha descrito su evolución en los siguientes términos: «A fines del mismo año [1836] presentó examen de legislación, ciencia que enseñaba don Ezequiel Rojas, abriéndose el acto con un discurso compuesto y pronunciado por Caro, en el cual defendía enérgicamente el sistema egoísta de Bentham, llamado de utilidad; sistema que andando el tiempo debía rebatir victoriosamente. Por aquel tiempo vivía solo en Bogotá [su familia estaba en Girón]. Una librería puesta a su disposición por un amigo, le proporcionó el amargo placer de leerse [1837] lo más malo que ha salido de las prensas francesas: las obras de Voltaire y muchas de los enciclopedistas contemporáneos y discípulos de aquel; Holbach, Volney, Condorcet… Agréguese a esto que había estudiado legislación e ideología por Bentham y Tracy. Perdida la clave de la fe, trataba en vano con largas cavilaciones de hallar camino seguro a la razón… Sintiendo en sí la necesidad de creer, no desdeñaba las obras de la filosofía católica: bien al contrario meditó las de Sénac, Gerbert, Bonald y De Maistre; posteriormente leyó a Balmes, y como buscaba la verdad de buena fe, volvió a sus antiguas creencias…» (Miguel Antonio Caro, José Eusebio Caro, Obras completas, Bogotá, 1920, vol. II, págs. 65 a 67).
+[194] Miguel Antonio Caro, ob. cit., pág. 67. Nuestras citas se refieren a los manuscritos. Con posterioridad a la elaboración de este ensayo, el Ministerio de Educación de Colombia ha publicado —según compilación de Simón Aljure Chalela— parte de la proyectada Filosofía del cristianismo junto con fragmentos de otras obras inéditas de J. E. Caro, como su Ciencia social, obra cuya elaboración inició antes de su viaje a los Estados Unidos en 1851, y que sólo parcialmente dejó acabada.
+[195] Las Armonías económicas fueron traducidas por Ricardo María Lleras y publicadas por entregas en El Neogranadino, en los núms. 255 y ss., junio de 1853. Terminada la publicación periódica, se imprimió el libro, que fue anunciado a los lectores en el mismo periódico, núm. 299, de marzo 2 de 1854.
+[196] Tomamos aquí el concepto «societario» en el sentido de Ferdinand Tönnies, es decir, como una categoría del vivir con otros opuesta a «comunidad». Sociedad sería toda unión de personas basada en un acuerdo voluntario —en una voluntad arbitral o Kürwille, según la expresión de Tönnies—, para realizar en común un fin cuya conveniencia para los participantes está previamente acordada. La sociedad anónima moderna como acuerdo de voluntades para conseguir fines lucrativos sería el tipo más representativo de esta clase de uniones. Concepción «societaria» del Estado, de la sociedad o de los grupos sociales sería, pues, aquella que los interpreta como originados en un querer racional, calculado, cuya expresión más directa es el contrato, tal como este se entiende en el derecho civil. Por comunidad, en cambio, se entiende toda unión de personas basada en una voluntad profunda de convivencia —voluntad esencial o Wesenswille de acuerdo con la terminología de Tönnies—, de un actuar en común no sometido a cálculo y más o menos inconciente. En la interpretación comunitaria de la sociedad, esta se toma como una realidad que es por sí misma algo substante y no como el resultado de una suma de individuos o quereres racionalmente expresados. La vida social es un fin en sí mismo y no un medio para conseguir otros bienes. Véase a Ferdinand Tönnies, Comunidad y sociedad, Buenos Aires. 1947.
+[197] Sobre esto, véase a Karl Löwith, Weltgeschichte und Heilsgeschehen, Kohlhammer, Stuttgart, 1953. Löwith contrapone la idea típicamente cristiana de desarrollo y progreso a la idea del retorno con que los griegos pensaron la historia y el acontecer cósmico. Con la idea de progreso están también ligadas todas las formas de pensamiento optimista y mesiánico que en alguna forma esperan el establecimiento de un reino de Dios sobre la tierra. Hay traducción española, con el titulo El sentido de la Historia, Aguilar, Madrid. 1956.
+[198] Ambos ensayos se encuentran en la Antología de verso y prosa que hizo Miguel Antonio Caro. Nuestras citas se referirán a la 2ª edición de la misma, hecha por el Ministerio de Educación de Colombia en la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951. La Carta al señor José Rafael Mosquera sobre los principios generales de organización social que conviene adoptar en la nueva Constitución de la República, fue publicada en el núm. 18 —27 de noviembre de 1842— de El Granadino, periódico en que colaboró asiduamente Caro. Para diferenciarla de la Carta sobre el principio de la utilidad, la citaremos como Carta sobre los principios de la organización social. El ensayo sobre El partido conservador y su nombre, apareció en La Civilización, núm. 17, de noviembre 29 de 1840.
+[203] Antología, ed. cit., págs. 291 a 293. En este texto Caro hace un fervoroso elogio de Rousseau: «Rousseau, permite que mi inexperta mano coja de tu tumba la elocuente pluma que escribió el Emilio. Permite también que un cristiano del siglo XIX separe de tu libro los tristes arrebatos a que te obligó la tiranía y las impías exageraciones a que te obligó tu siglo ateo, destinado a destruir y no a regenerar. Tú eras harto superior a ese siglo de blasfemos y libertinos que no te comprendió y que sólo supo exasperarte, corromperte, calumniarte, perseguirte en tu vejez y hasta tu muerte; a ti que tampoco lo comprendías, y que unas veces fuiste su cobarde prosélito y otras su severo y casi salvaje censor. Déjame, pues, que tome en tu siglo a ti y que separe de ti a tu siglo; déjame que olvide las torpes liviandades de tu Julia, los sofismas de Wolmar, de Eduardo y de Saint-Preux, el deísmo inconsecuente de tu Vicario Saboyano; déjame que recoja en toda su original pureza, en toda su primitiva verdad, la grande, fecunda, inspirada idea que produjo a Emilio». Caro se debatía en medio de una gran contradicción: su optimismo, su idea de la bondad de la naturaleza humana que sobrepasaba inclusive a la del propio Rousseau (puesto que este había considerado la civilización moderna como algo demoníaco y causa de corrupción del hombre, y Caro era un creyente en la ciencia y en la técnica como instrumentos de progreso humano no sólo social, sino subjetivo) y las dificultades que en la realidad, sobre todo en la realidad neogranadina, presentaba la práctica de la democracia moderna. En estas circunstancias se acoge a un tipo de gobierno paternal que eduque al pueblo para que luego asuma la dirección de sus propios destinos. Pero, como lo vio muy bien Miguel Antonio Caro, esta solución del problema era contradictoria «porque —dice en su estudio sobre su padre— ¿cómo se llega a educar al pueblo, a crear las virtudes necesarias para la democracia, si no es por medio de la soberanía de los justos, que no es la soberanía de los muchos? Caro quería conciliar lo uno con lo otro, sin advertir que para que los muchos sean justos es menester a priori que los justos gobiernen» (Miguel Antonio Caro, ob. cit., pág. 103).
+[208] Antología, XII. Es preciso notar que, aunque Caro dirige este poema contra el gobierno del general José Hilario López, al que tacha de socialista, en realidad es más socialista el espíritu del poema que el de la legislación dictada bajo aquel gobierno, legislación concebida más bien bajo la influencia de tendencias radicales liberales, de matiz jacobino francés. Ni la separación de la Iglesia y el Estado, ni la supresión de la esclavitud, ni la comercialización de la economía —política de liquidación de monopolios y desamortizaciones—, ni la debilitación del Estado eran propiamente cánones del socialismo. Debe tenerse en cuenta que por aquel entonces no se había configurado el socialismo marxista y que si alguna cosa definía las tendencias socialistas anteriores a Marx, eran ideas que las emparentaban con la concepción clásica liberal de la sociedad y con la filosofía del progreso, ideas que no eran por cierto ajenas a las que Caro profesó en su juventud y en las cuales no había dejado de creer, como lo demuestra el propio poema La libertad y el socialismo. Tales eran el optimismo, el armonismo, la fe ardiente en que la técnica traería la solución del problema del pauperismo, la creencia en la igualdad, el cosmopolitismo, la solidaridad humana y el anuncio del «glorioso estado del hombre en el Edén».
+Debe recordarse, además, que el término socialista era usado en la Nueva Granada por aquel tiempo con significaciones muy variadas. De socialista se calificaba toda expresión política que estimulase el sentimiento de rebeldía y protesta de alguna clase considerada «paria» en algún sentido, por eiemplo, los artesanos, y quizás en este matiz lo toma Caro para dirigirlo como reproche a los gobernantes de entonces. Igualmente se denominaba socialista toda intervención del Estado o toda idea de un Estado fuerte, que es la significación que toma en José María Samper cuando afirma, refiriéndose obviamente a toda exigencia de hacer intervenir el Estado en favor de algún interés económico, gremial o de clase, que «las tendencias socialistas, por muy humanitarias que parezcan ser, complican por todo término los problemas de la política, están en oposición con las sencillas enseñanzas de la ciencia económica —Samper quería decir con las enseñanzas de la economía librecambista clásica— y defienden en las masas creencias erróneas, o suscitan sentimientos apasionados que perjudican el sano desarrollo de las instituciones y costumbres propias de la república democrática y del régimen representativo» (José María Samper, Los partidos políticos en Colombia, ed. cit., pág. 127). Que el poema La libertad y el socialismo estaba en armonía con el romanticismo político y con los ideales sansimonianos y liberales que Caro profesó siempre, se comprueba por sus propias palabras. En carta dirigida a su esposa, decía: «He compuesto una oda intitulada La libertad y el socialismo, muy larga aunque no tanto como la Bendición nupcial. La compuse en conmemoración del 7 de marzo; yo no podía dejar de celebrar el dichoso aniversario en New York… La tal oda es la más fuerte que yo he escrito en toda mi vida; la mayor parte de los pensamientos son los que he expresado muchas veces en La Civilización y en mis artículos de La República…» (José Eusebio Caro, Epistolario, publicado por Simón Aljure Chalela, ed. del Ministerio de Educación Nacional, Bogotá, 1953, pág. 147). Los subrayados son nuestros.
+[210] «Eso es la libertad! La que he previsto / Entre los raptos de mi ardiente edad! / La que en la tierra de Franklin he visto! La que me ofrece en sus promesas Cristo! Esa es la libertad!» (La libertad y el socialismo, XV, Antología, pág. 156). Sin embargo, Caro no dejó de observar ciertos fenómenos de la vida norteamericana que rompían el optimismo general del cuadro. En carta fechada en noviembre de 1851 escribía a su esposa, a propósito de la inestabilidad de la burocracia y de la calidad de botín político que allí tenían las posiciones de la administración pública, problema que siempre le preocupó y que consideraba como una de las causas de la inestabilidad y turbulencia de los países americanos: «El carácter de los americanos de hoy es muy distinto de los tiempos de Washington y Franklin: y una de las causas que más han contribuido a esta triste depravación es la existencia de esa abominable facultad —se refiere a la facultad que tiene el presidente de los Estados Unidos para remover a cualquier funcionario público— que hace abyectos a los que poseen porque pueden perder, codiciosos e insolentes a los que aspiran porque pueden acomodarse a costa de otros, e inmorales a todos» (Epistolario, págs. 169 y 170).
+[212] Los subrayados son nuestros. Caro roza aquí una solución al problema del objeto y esencia de la sociología, muy semejante a la dada por la sociología formalista de Georg Simmel. Si, como dice Caro, los mismos individuos pueden formar sociedades distintas, y viceversa, individuos distintos pueden formar sociedades iguales, la expresión sociedad sólo puede tomarse en sentido formal. La ciencia de la sociedad sería, pues, el estudio de las formas en que puede darse la relación con otros, o la vida en común, con prescindencia de los fines perseguidos, o en otros términos, con independencia de su contenido cultural o espiritual.
+[213] Caro hace constantes comparaciones entre fenómenos sociales y fenómenos orgánicos y físicos, lo que muestra otra fase de su dependencia de la ciencia social naturalista del siglo XIX. La alusión a la ley de la gravedad fue, además, típica de las concepciones naturalistas-armonistas, frecuentemente utópicas. Recuérdese que Fourier construyó, por analogía con la ley de gravedad y la mecánica de Newton, una teoría de las pasiones y de la solidaridad humana. Así como hay una ley de armonía cósmica y celeste, debe existir también una ley de armonía y atracción social.
+[214] Estas ideas de Caro guardan una evidente semejanza con otras corrientes en América en la segunda mitad del siglo XIX, en los medios influidos por el positivismo, especialmente con las del estadista argentino Alberdi. Según este, la civilización es obra de la raza anglosajona, y la única manera que tiene América para salir de la barbarie es europeizarse, que en el lenguaje de Alberdi significa sajonizarse. «Sólo los anglosajones pueden enseñarnos a disfrutar de la libertad que los americanos no sabemos practicar», dice en la introducción a sus Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina. «La mano inglesa será la que produzca nuestra redención», escribía Caro desde los Estados Unidos (Epistolario, pág. 217). Véase supra, nuestros capítulos referentes a la valoración de la herencia espiritual española. Toda esta literatura sobre el mito de la raza blanca anglosajona se inspiraba en las obras de Gobineau y Chamberlain. Un excelente resumen y crítica de esta hipótesis puede verse en Cassirer, El mito del Estado, México, 1947. cap. XVI, pág. 264 y ss.
+Abundantes y heterogéneos elementos positivistas se encuentran en la obra de Manuel María Madiedo. El título mismo y los propósitos de su libro más acabado, La ciencia social o el socialismo filosófico, derivación de las grandes armonías morales del cristianismo, denuncia ya las fuentes que lo inspiraron. La historia es interpretada a partir de un trasfondo teológico cuyas experiencias básicas son el pecado, que no es otra cosa que la ruptura de la edad idílica de la humanidad provocada por la creación de la propiedad territorial, fruto de la violencia y de la ambición incontrolada de algunos hombres, y la redención introducida por el cristianismo que devolvió al hombre la posibilidad de la libertad y el progreso[217].
+A este punto de vista metodológico inspirado en Rousseau, y sobre todo en Proudhon, se unen elementos políticos, filosóficos y religiosos de los más variados orígenes y una erudición abigarrada en que abundan las citas de la antigüedad grecorromana, mezclada con vagas ideas positivistas y humanitarias que Madiedo reúne sin gran sentido crítico. Con Bastiat, cree en la existencia de una ley universal de armonía y, con Rousseau y los románticos, afirma la bondad originaria del hombre y su corrupción a través de instituciones civilizadas como la propiedad. Del movimiento de ideas cuyo origen se remonta en Francia a Ballanch, recibió el impulso hacia una síntesis entre cristianismo, liberalismo y progreso; de Proudhon tomó la idea de que la fuente de todas las injusticias sociales es la propiedad territorial, y de Saint-Simon, el concepto de que el gobierno ideal sería aquel en que una élite de técnicos e intelectuales fuera la clase gobernante.
+De la maraña de erudición política y social de Madiedo pueden sacarse en claro tres ideas sobre la organización del Estado y la sociedad, todas de estirpe sansimoniana: la hostilidad a la gran propiedad territorial, como origen de las perturbaciones sociales; la unidad entre cristianismo y progreso y, finalmente, la idea de un Estado paternalista, dirigido por los «inteligentes» y encargado de dar educación moral a las masas ignorantes e incapaces de asumir la dirección de la sociedad. Como los sansimonianos y como los positivistas inspirados en la obra de Comte, Madiedo era también adverso a las ideas rectoras de la Revolución francesa, por su carácter antirreligioso y negativo, y como ellos, ponía su esperanza en que una combinación de la ciencia moderna con el cristianismo, interpretado como una religión popular, sería la solución de los problemas de la sociedad moderna y la vuelta al estado edénico de la humanidad. En la dedicatoria de su Ciencia social y refiriéndose a su visión de la historia, decía:
+«Vi que la humanidad partió de un punto luminoso: vivió en la edad de oro del derecho y de la justicia; se extravió luego en los laberintos del error; cayó en los abismos del delito, y quedó allí dando alaridos por cuarenta siglos, hasta que un ente misterioso, del cual habían vaticinado los sabios de la China, los profetas de la Judea, las pitonisas de Grecia y los poetas del Lacio cosas grandes y maravillosas, apareció en medio de aquel océano de sombras, y extendiendo su brazo poderoso, levantó al hombre hasta las alturas de los cielos y desapareció; dejando al mundo una vía de luz que va derecho a las bellas regiones que habitaron nuestros primitivos progenitores. Tal es el cristianismo, esa gran vía de luz, que nos volverá infaliblemente al punto de partida del derecho, de la justicia y del orden originarios; por la abolición del crimen y la aparición del gobierno del hombre sobre el hombre, a medida que esa gran ley de Dios, bajo la cual vivieron nuestros primeros padres, vaya reinando en las conciencias y regenerando a la humanidad»[218].
+Creencia en una edad idílica de la humanidad, sin gobierno, sin propiedad, sin dominación de unos hombres sobre otros; caída de la humanidad por el pecado y aparición de las instituciones de la propiedad privada del suelo, dominación y gobierno; recuperación del estado de ventura primitivo gracias al poder regenerador del cristianismo, he aquí los elementos de la concepción romántica y utópica tan generalizada en los medios de artesanos e intelectuales de Francia en el siglo XVIII, cuyos ecos surgían en los mismos sectores neogranadinos del siglo XIX.
+Aceptando algunas de sus ideas parciales como el laissez-faire en economía, base de la riqueza industrial, y los principios de tolerancia y libertad en materias religiosas y científicas, Madiedo es sin embargo un crítico de la concepción liberal del Estado. Por lo demás, su posición era comprensible a este respecto, ya que el sansimonismo, que sin duda fue la fuente más directa de su educación política, era por muchos aspectos una de las expresiones antiliberales surgidas después de la Revolución francesa, y una doctrina en que, paradójicamente, se unían intereses con anhelos de reforma social y creencias nobiliarias en el valor de las fuertes jerarquías sociales.
+En primer lugar, Madiedo es contrario a la idea de la soberanía popular entendida esta como la expresión de la voluntad del mayor número de ciudadanos, puesta de presente por medio del sufragio universal. Frente a la exaltación del número defiende la concepción típicamente sansimoniana de un gobierno de técnicos, concepción que se une a una subestimación expresa de la función de las masas en la vida política y social:
+«Tratándose del asiento de la soberanía social —escribe—, ninguna razón ha habido para decir las masas bárbaras que ellas son el pueblo, mucho menos para disfrazarlas de soberano. Siguiendo la filiación de los fenómenos íntimos del hombre, encontramos la fuerza física como un instrumento ciego y obediente; ¿y cuál es, en resumen, la fuerza más visible de las multitudes? Ese instrumento ciego y obediente, la fuerza material»[219]. Luego agrega, en el mismo sentido: «Los sostenedores de la mayoría soberana están en pugna con la historia y con la actualidad. En la familia, como en los comicios, en el cónclave, como en el cuartel, dos o tres personas dan el impulso. Las revoluciones nacen y mueren a la voz de unos pocos hombres. Jamás hemos visto lo contrario. En los descubrimientos humanos sucede otro tanto. Pero la soberanía del mayor número, si bien es una mentira y una inmoralidad subversiva, sí sirve para los que negocian con las masas; y precisamente esos mismos negociantes políticos son la mejor prueba de cuanto ha dicho. Ellos, unos pocos hombres, aun sin tener de su parte otra razón que la osadía y la mala fe, logran arrastrar tras sus huellas a millares de infelices, que creen que van a ser dichosos… Las masas populares han vivido, viven y vivirán siempre bajo la influencia de esos focos de acción social; porque cada hombre inteligente e instruido influye sobre muchos… Todas las grandes revoluciones del mundo han sido concebidas por los hombres más inteligentes, o de más influencia moral o riquezas. En estas grandes evoluciones (sic) de la humanidad, las masas no son sino instrumentos de ejecución. Y no hay movimiento alguno popular, por insignificante que sea, que no deba el impulso a personas superiores en posición social a las masas que lo ejecutan»[220].
+Pero esta concepción del papel dirigente de la élite en la historia y en la política, tal como la expone Madiedo, es al mismo tiempo una concepción antinobiliaria. Madiedo rechaza expresamente, como injustos y corruptores de la salud social, todo privilegio y toda pretensión de obtener un puesto dirigente en la sociedad por el solo hecho de la pertenencia a un linaje distinguido. Su concepción de la élite es burguesa y positivista. La nueva aristocracia vale por sus méritos intelectuales, por su saber científico. En las nuevas sociedades industriales y republicanas el hombre con derecho a la preeminencia política es el técnico: «La sociedad mientras necesita gobierno porque la evolución de la violencia lo fuerce a ello, necesita hombres encargados de velar en (sic) la inviolabilidad del derecho ajeno; y estos hombres deben estar enlazados unos a otros por relaciones de mando y obediencia. Estas categorías son indispensables en toda organización. En el hombre mismo, la cabeza manda al corazón y el corazón manda a los brazos o a las piernas; inteligencia, voluntad y organismo. En la religión, como en la milicia, si todos los sacerdotes fueran papas y todos los militares generales, la marcha del clero y de los ejércitos sería un absurdo. Pero si estas categorías de hombres son necesarias como indispensables, no sucede lo mismo con los privilegios acordados a la simple existencia del hombre, cuando ese hombre recibe una distinción que lo hace, de hecho, superior a los demás, sin que la sociedad reciba cosa alguna en compensación por la humillación que se le impone, al declarar que unos hombres son mejores que otros; aunque en realidad sean los peores hombres del mundo. Las exenciones que suele reconocer la ley en favor de ciertas aptitudes o servicios, no pueden llamarse privilegios, ni verdaderas desigualdades creadas por la voluntad social. El honor que se acuerda a un sabio, no es propiamente sino un incienso quemado en el altar de la sabiduría; pero la distinción que se acuerda a un hijo de un conde o un marqués, por cuanto su padre o su abuelo obtuvo esas mismas distinciones, que también derivó de sus antepasados, que las derivaron de otros antepasados, es lo más absurdo e inmoral que pueda insultar al dogma de la igualdad humana. En moral, ni el vicio ni la virtud son ni deben declararse hereditarios»[221].
+A esta concepción del Estado, que podríamos denominar tecnocrática, Madiedo agrega la esperanza, típicamente utópica, de la desaparición de los gobiernos, considerados como mal transitorio de la humanidad susceptible de ser eliminado por el progreso técnico y la educación. De acuerdo con una concepción cuyos orígenes se remontan a la Edad Media cristiana, Madiedo vincula los orígenes del Estado y del gobierno al pecado original, a la caída del hombre, y a la subsiguiente aparición de la fuerza y el dominio como elementos de relación entre los hombres.
+«Decir como Hobbes que la guerra es el estado natural del hombre, es no haber estudiado la naturaleza sintética del ser humano; es confundir el efecto con la causa, y un estado originario con un extravío de ese estado; expresión inmediata y genuina de la íntima naturaleza humana. El estado de guerra no es natural, ni podrá llegar a serlo jamás, porque es una convulsión destructora; y sostener que la naturaleza es la destrucción, es proferir un contrasentido extravagante. El estado de guerra fue un estado secundario, un fenómeno: no una causa fundamental, menos una naturaleza en el hombre: ese estado fue un parto del mal individual, hijo a su vez de la caída, del extravío del primer hombre, sin cuyo ejemplo ninguno de sus descendientes habría podido pecar, como heredero de una naturaleza impecable»[222].
+Una vez aparecido el pecado, vino la pérdida del estado idílico de la humanidad y surgieron la fuerza y la dominación de unos hombres sobre otros: «La fuerza creó el gobierno, y el gobierno, hijo de la fuerza él mismo, organizó sus elementos, los fortificó más y más, formando con su teoría un mundo en que el derecho y la justicia quedaron olvidados enteramente». Y tras sostener que todos los gobiernos violan sistemáticamente todos los derechos humanos, y que el mejor de todos es aquel que menos interviene —concepto en que se tocaban liberales y socialistas utópicos—, combinando la idea cristiana de la redención y la creencia iluminista en la capacidad de la educación para trasformar el fondo espiritual del hombre, Madiedo expresa su fe en la desaparición del Estado y del gobierno: «Y en fin, que la verdadera reforma humana, en materia de gobierno, consiste en hacer innecesario el gobierno mismo. Por la trasformación de las doctrinas sobre el derecho del hombre y la justicia universal en creencias individuales populares»[223].
+Ahora bien, no obstante que su obra está impregnada de utopismo político y construida sobre la base de un abigarrado muestrario de conocimientos de poca coherencia, Madiedo tuvo el mérito de ser uno de los primeros escritores colombianos del siglo pasado que planteó el problema del pauperismo de los sectores obreros y campesinos, al lado y en contraste con el aumento de la riqueza y su concentración en pocas manos, como un peligro para la estabilidad social y como el verdadero punto de divergencia y emulación de los distintos matices del pensamiento político:
+«Los que creen que la salud del mundo está en el movimiento puramente intelectual de los hombres, ignoran la historia de la antigüedad o la han olvidado completamente —decía en las primeras páginas de su Ciencia social—. Cuando se contemplan los grandes adelantos de los griegos y los romanos en las ciencias y en las artes y las monstruosidades morales que afeaban su existencia, se comprende lo que puede esperarse en el campo de la pura civilización humana, fuera de la moral divina del Evangelio, única cuya expresión consulta la naturaleza humana y garantiza su completa inviolabilidad». Luego agrega: «La cuestión económica es enteramente cuestión científica. Hablamos de la marcha del progreso general, del aumento de las poblaciones con el aumento de las necesidades sociales que la misma civilización crea, marchando a la par con el aumento de medios para satisfacer esas necesidades crecientes de cada hombre, de cada familia, de cada pueblo. Es una de las cuestiones más graves para el mundo; porque con los progresos que diariamente alcanzan las ciencias físicas y matemáticas, la facultad de producir se concentra en pocas manos, se monopoliza en unos poquísimos capitalistas, y dejando de ser productoras las masas, siéndolo de una manera reducida, respecto de las máquinas de que son dueños los grandes propietarios y hombres de alguna comodidad económica, se viene a establecer el hambre como estado normal de los pueblos, la agonía convulsiva que ha de mantener sin conciliar el sueño a los hombres de Estado, y a la sociedad entera en una situación tan dolorosa como alarmante»[224].
+Desde luego, era este un eco de las ideas de sus autores predilectos, los utopistas, sansimonianos y positivistas franceses, quienes a su manera fueron también los primeros en plantear los problemas sociales específicos de la moderna sociedad industrial y capitalista. Pero había en Madiedo una preocupación constante por referirse a la realidad de Colombia y por buscar soluciones a sus problemas. En efecto, es uno de los primeros hombres de su generación que se resuelve a plantear en términos políticos el grave problema de la miseria campesina y de la concentración de la propiedad territorial, del latifundio colonial que la República había dejado subsistir y que el pensamiento liberal de las primeras décadas de vida independiente apenas si se había atrevido a rozar. Refiriéndose a la suerte del campesino colombiano de aquellos tiempos, decía:
+«Pero no sólo se abusa en los campos de la ignorancia y la abyección del mísero colono, haciéndole pagar un arriendo arbitrario: se abusa de ese infeliz, alzándole el mismo arriendo airbitrario a una suma enorme, el día que no es dócil como un esclavo en consentir en la prostitución de sus hijas o de su esposa; el día que no se presta a dar una declaración falsa tomando a Dios por testigo de su perjurio; el día que se resiste a desempeñar el oficio de sicario, de incendiario, de verdugo o de rufián, para complacer las pasiones bestiales de su amo. Ese día un dilema terrible se le presenta: sale de la tierra abandonando su casa y sus sementeras casi gratis, o tiene que pagar por cien lo que vale diez… Y estos hombres tienen mil veces, cien garantías escritas en unos códigos que jamás han oído leer, que nunca han oído mencionar siquiera! Y tal vez son ciudadanos de un pueblo libre, que ha dado su sangre para que la dignidad humana sea respetada…»[225].
+Mas, si la presentación del problema era sincera hasta el dramatismo, la solución propuesta y la explicación del hecho eran confusas, y a fuerza de ser teóricas, de carecer de base histórica, resultaban utópicas. Madiedo, como la mayor parte de los escritores colombianos del siglo pasado que hicieron abstracción de la historia nacional anterior a la Independencia y de la tradición legislativa española, tomaba sus conceptos del pensamiento francés y los trasladaba sin mayor crítica a la realidad colombiana. Su hostilidad a los grandes propietarios de la tierra y su explicación del origen de la propiedad entroncaba directamente con la concepción fisiocrática que comenzó considerando a la agricultura como una actividad no creadora de nuevos valores económicos y a la clase propietaria como una clase estéril. Tal idea fue aceptada por los sansimonianos y por la escuela clásica de la economía y recibió su máxima consagración en la teoría del valor-trabajo de Ricardo. Apoyándose vagamente en esta tradición y en la idea romántica de la existencia de una época pasada en que la tierra se poseyó en comunidad, Madiedo sostiene que el único título de propiedad es el trabajo, de manera que los hombres tienen derecho a los frutos de la tierra que han conseguido a través de su directa actividad, pero carecen de derecho para exigir la propiedad de la tierra misma. Madiedo acepta la idea, sostenida especialmente por Proudhon, de que el origen de la propiedad territorial fue la violencia y considera que la existencia de una clase propietaria y una trabajadora que carece de propiedad es la fuente de las mayores injusticias a través de la historia. El señor feudal es además un peligro para la vigencia del derecho y un obstáculo para la actividad del Estado, pues se inclina a imponer su propia voluntad y su propia ley[226].
+«No es admisible la adquisición indefinida de la tierra —dice Madiedo en su capítulo sobre los abusos sociales del derecho de propiedad— porque esa adquisición a título de propiedad definitiva, no es de derecho natural, de derecho originario, sino una creación social artificial, impuesta como un dique a los excesos cometidos contra el fruto del trabajo rural ajeno; así como la investidura del poder público del gobierno no debe admitirse indefinidamente, porque va a dar al despotismo, tampoco puede admitirse la adquisición indefinida de la tierra porque también va a parar al despotismo»[227].
+Un análisis de la institución de la propiedad territorial de esta naturaleza parecería anunciar una solución socialista o comunista, pero Madiedo la evita, porque es un adversario definido de todas las tendencias socialistas de su tiempo[228].
+Tampoco propone una solución cooperativa, ni la creación de pequeñas propiedades, ni el regreso a una forma comunal de la propiedad como el resguardo de indígenas que había conocido la época colonial. Recomienda, en cambio, la institución de la comunidad de bienes —que Madiedo llama «comunidad superficiaria»— reconocida por el Código Civil francés en la forma de herencias indivisas o propiedades de varios dueños aún no repartidas, es decir, una institución burguesa que en realidad sólo representaba una traba para la circulación y disposición de los bienes territoriales, pero no, como Madiedo pretendía, una nueva forma de propiedad cooperativa que fuese una superación del concepto individualista de la propiedad. Esto demuestra que sus intenciones eran generosas y que fue un hombre alerta frente a los problemas sociales de su época, pero que su cultura y su sentido práctico eran escasos.
+Como fórmula para la organización del Estado —como fórmula transitoria, se entiende, puesto que esperaba su desaparición con el avance de la civilización—, Madiedo propone la organización de un gobierno paternalista elegido por los padres de familia —pues la familia es para él el modelo de la perfecta organización social y la célula en que el hombre hace sus mejores experiencias y su aprendizaje de las realidades sociales— y conducido por intelectuales y técnicos, mezclando así ideas tradicionalistas católicas con ideas sansimonianas.
+A pesar de los elementos radicales de su formación política, y de ser su concepción del cristianismo romántica y utópica, por su capacidad para percibir los problemas sociales modernos y por su afán de buscarles una solución dentro de los principios del cristianismo, Madiedo podría ser considerado como un precursor en Colombia de una política social-cristiana, en el sentido actual.
+[217] Manuel María Madiedo, La ciencia social o el socialismo filosófico, derivación de las grandes armonías morales del cristianismo, Imprenta de Nicolás Pontón, Bogotá, 1863. A continuación del título, Madiedo coloca como epígrafe la conocida frase de Proudhon: «En el fondo de toda verdad social hay una verdad teológica», como para indicar su intención de unir socialismo con cristianismo, idea que había ganado mucho terreno en Francia en la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo entre los intelectuales sansimonianos y positivistas. El impulso en esta dirección había sido dado por Ballanch desde fines del siglo XVIII y se sabe que Saint-Simon caracterizaba su movimiento como un nuevo cristianismo. Otra modalidad de esta tendencia fue la corriente de ideas que pretendía unir liberalismo y catolicismo, promovida por Lamennais. En estos intentos, el catolicismo en su expresión romana era entendido con frecuencia como una desviación del cristianismo primitivo y este se interpretaba como una religión de oprimidos y de parias. Así lo entiende Madiedo expresamente (Ciencia social, págs. 177 y 178). Véase también, sobre el proceso general anotado, la obra de Maxime Leroy, Histoire des idées sociales en France, París, 1950, vol. II, especialmente las págs. 118 y ss., en que se trata de la Palingenesia social, obra de Ballanch, que Leroy considera el punto de partida de estos movimientos, así como de numerosas ideas de De Maistre y De Bonald. Ballanch fue el primero en utilizar la palabra socialismo en conexión con una interpretación de las grandes trasformaciones históricas como promovidas por una clase social paria y plebeya, que adquiere un sentido religioso y mesiánico de su misión social.
+Madiedo fue un divulgador activo del positivismo en Colombia y a su iniciativa se debió la publicación de numerosas obras de carácter científico, casi todas de inspiración positivista. Personalmente tradujo una exposición de las ideas de Auguste Comte y de su discípulo Laffite, hecha por Robinet (Imprenta de Medardo Rivas, Bogotá, 1884). En nuestras citas de la Ciencia social hemos modernizado la ortografía.
+[221] Ob. cit., pág. 120. En la concepción cientista y positivista los hombres se distinguen no por las cualidades de la personalidad, sino por su saber científico, lo que es lógico dentro de una concepción que supervalora el papel de la ciencia en la sociedad y en la cultura. La experiencia, la tradición del mando y las virtudes señoriales en que toda idea nobiliaria de la vida se apoya, no eran incluidas por lo tanto en su noción del sabio y de la sabiduría. El sabio, en la concepción de Madiedo, como en el positivismo en general, es el científico en el sentido moderno, y sobre todo el científico físico-natural, el inventor y el ingeniero. No se trata del sabio en el sentido socrático de la palabra, es decir, del hombre que ha acumulado una gran sabiduría de la vida, aunque su cultura intelectual y científica sea escasa y a veces inexistente. Hay un gran contraste en este punto entre las ideas sostenidas por el pensamiento liberal y cientista, y las defendidas por hombres que, como Miguel Antonio Caro, al analizar la personalidad tomaban más en cuenta los elementos empíricos y tradicionales. Por eso Caro defiende el derecho al sufragio del hombre que no sabe leer y escribir, frente a liberales como Samper, que hacían de este mínimo de saber científico un motivo de diferenciación entre los ciudadanos. Véase a Miguel Antonio Caro, Estudios constitucionales, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, págs. 243 y 249.
+[226] Si Madiedo, como en general los escritores del siglo pasado que se ocuparon en Colombia en el problema de la gran propiedad y en el problema agrario, no hubieran subestimado el estudio de la legislación colonial española y de la política indiana, habrían encontrado en documentos, como las últimas relaciones de mando de los virreyes, mayor abundancia de críticas e ideas de alcance más real y positivo para una solución del problema del latifundio. Pero preferían partir de la literatura política francesa y aplicar a la realidad americana categorías como la de feudalismo y señor feudal, que no existieron en América ni durante la Colonia ni durante la República, pese a la analogía formal entre el cacique americano y el señor feudal, y entre la gran propiedad de la época colonial y los feudos de la Edad Media. En Caballero y Góngora, por ejemplo, está perfectamente configurada la idea de la explotación económica de la tierra como título de propiedad, y sus recomendaciones en favor de una política agraria contraria al latifundio improductivo eran claras. Por otra parte, instituciones coloniales como el resguardo y el ejido tenían en realidad mucho más espíritu solidario y comunitario que la mal llamada por Madiedo «comunidad superficiaria», que a la postre no era más que la propiedad indivisa del Código Civil francés, tal como se presenta en las herencias no repartidas.
+[228] El punto de vista de Madiedo frente al socialismo, el comunismo y toda pretensión de establecer un régimen de propiedad colectiva, no sólo en la tierra sino en la industria, era típico del sansimonismo y está latente en la teoría sobre la renta de la tierra de Ricardo. En efecto, la teoría del valor-trabajo justifica plenamente la propiedad privada en la industria, pero deja en condición precaria la apropiación individual de la tierra. La posición de Madiedo era, pues, en el fondo burguesa y nada socialista. Representaba una herencia de la época en que la burguesía europea hubo de afirmar su posición frente a las clases nobles, aristocráticas y terratenientes, probándoles que eran clases estériles para la sociedad y que el trabajo era el único título no sólo de propiedad sino de preeminencia social y política. A próposito, dice Madiedo: «Hay una inmensa distancia entre el derecho que tiene un comerciante en sus mercancías, y el que tiene un propietario rural en lo que él llama su tierra; y sin embargo, la manera como usa este de su equívoco derecho, deja inmensamente atrás en despotismo y arbitrariedad al uso regular y moderado con que aquel ejerce su inequívoca propiedad. Esta observación es muy digna de tenerse en cuenta, porque es un escándalo que lo que no se acuerda a un derecho indisputable se permita y tolere al ejercicio del derecho adulterino de los propietarios del suelo».
+Sobre el comunismo y el socialismo afirma: «El comunismo es contrario a la inviolabilidad natural del hombre, como un alzamiento con el fruto del trabajo, que es la expresión de su acción personal» (ob. cit., págs. 65 y 66). Y añade con gran violencia verbal: «¿Qué es el comunismo sino el robo disfrazado de principio social?» (ibidem, pág. 66). Al socialismo en sus diversos matices le reprocha sobre todo su irreligiosidad y su apartamiento del cristianismo en su intento de dar solución al problema del pauperismo de las clases obreras: «Los socialistas, por su parte, se han cegado lastimosamente, yendo a buscar fuera del principio cristiano lo que sólo ese principio de fraternidad sancionado por la autoridad divina, podría alcanzar en el combate. Por eso el socialismo ha sido y será impotente; y no sólo impotente, sino perjudicial para la causa de los pueblos, como un campeón que ha esgrimido sus armas contra el Cristo salvador de las naciones. Si el socialismo, en vez de encararse contra el principio cristiano, lo hubiera apoyado, apoyándose él también en su alta autoridad, otra sería hoy la suerte de los pueblos» (ibidem, pág. 40). Para Madiedo, pues, la política del porvenir, y la solución ideal del problema político y social moderno, está en la posibilidad de unir cristianismo y socialismo.
+LOS HERMANOS SAMPER, JUNTO con Manuel Ancízar y Florentino González, son los exponentes más destacados del liberalismo clásico que tuvo Colombia en el siglo XIX. Todos, si exceptuamos a José María Samper en su época de formación, recibieron la impronta del pensamiento liberal inglés y de la educación anglosajona, y esto fue decisivo para dar a sus concepciones políticas una mayor mesura y para que una interpretación demasiado radical y doctrinaria de la actividad del Estado aparezca en sus escritos y en sus actuaciones corregida por la experiencia y por la historia.
+La influencia francesa y la inglesa fueron decisivas para la orientación política del pensamiento colombiano en el siglo XIX. Mientras hombres como Miguel Samper y Manuel Ancízar, formados esencialmente en la escuela de los negocios, en la lectura de escritores ingleses y en la observación de la historia política de la Gran Bretaña, mostraban poca preocupación por analizar los hechos sociales y políticos a la luz del lógico desarrollo de un principio filosófico, muchos de los espíritus que contribuyeron a la trasformación legislativa de 1849, formados en la literatura política francesa, romántica y cargada de utopismo, llegaban a consagrar en una constitución nacional el derecho a resistir en forma armada al Estado, llevando así hasta sus últimas consecuencias lógicas el concepto puro de libertad.
+Siempre fue rasgo típico del pensamiento liberal inglés no trasladar las premisas del liberalismo económico al campo político y la poca importancia que para él tuvo la incoherencia de una concepción de la sociedad, que aceptaba que mientras en el mercado y en la actividad lucrativa los intereses de compradores y vendedores, de empresarios y trabajadores, buscaban su equilibrio, es decir, eran armónicos, en el campo de las relaciones políticas y sociales eran completamente contrapuestos y por lo tanto debía existir una instancia superior a ellos que impusiera el equilibrio que en el campo económico se lograba automáticamente. Por eso el liberalismo inglés, si se excluye el caso de Spencer, nunca rechazó la intervención del Estado y menos aún discutió la necesidad de su existencia. Con igual falta de preocupación por la lógica, pero apoyándose también en otro rasgo característico de la tradición inglesa —la preocupación por la historia—, diría Miguel Samper, refiriéndose a la extensión que algunos de sus contemporáneos pretendían dar al principio económico del laissez-faire, lo siguiente:
+«De este consejo del buen sentido se han sacado consecuencias que lo desvirtúan, llevándolo del terreno económico al político, y extendiendo su significado a cosas en que ni aún soñaron sus autores. En lo político, la inteligencia literal de aquel consejo sería la negación de todo orden, y en lo económico, la privación de todo el bien que la comunidad misma se puede procurar bajo la acción y dirección del gobierno. Desastrosa sería la abstención completa de él —agrega contra su convicción de que existen leyes naturales que regulan la economía, leyes que no deben perturbarse con intervenciones extrañas a su propia esencia— en muchos ramos de la actividad industrial, sobre todo en países en donde el abuso de la intervención administrativa ha educado a los pueblos para vivir bajo su tutela y esperarlo todo de esta»[229].
+Otros rasgos típicos que restaban radicalismo al liberalismo inglés y dejaban reducida su concepción del Estado a unas cuantas indicaciones para la acción política —tales como la tolerancia— y a la demanda de unos cuantos derechos concretos que quedaban en ella como elementos aislados, sin coherencia sistemática alguna y sin conexión con ninguna concepción metafísica, eran su actitud ante la religión, su idea de la política y su concepto del origen y fin de la representación legislativa y parlamentaria. La irreligiosidad o el ateísmo nunca tuvieron arraigo en la historia del pensamiento inglés y de esta condición participó también el liberalismo británico. La Reforma aseguró a Inglaterra —y en general este fue el caso de los países sajones— una completa independencia respecto al papado y por lo tanto la posibilidad de afirmar la autonomía del Estado nacional, sin que fuese necesario establecer su neutralidad religiosa y menos aún su antirreligiosidad. En cuanto a la idea del sufragio universal y las funciones de la representación nacional, el liberalismo inglés no propugnó la absoluta democracia y se preocupó de fijar en forma muy precisa y realista la misión esencial del parlamento, y casi podría decirse que la fijó en su función tributaria. La idea de los derechos del hombre y del derecho natural, creaciones específicamente racionalistas, son ajenas al liberalismo británico, lo mismo que la idea de igualdad y de sufragio universal sin limitaciones, que le son correlativas. La separación de poderes, tal como la concibió Locke y como se desarrolló en su tradición política, implicaba la aceptación de que los intereses sociales eran naturalmente encontrados y que sus representaciones deben compensarse mutuamente, y partía de la observación realista de que los hombres pueden controlarse unos a otros, en razón de sus ambiciones respectivas, pero no tenía ni podía ser una construcción lógica que concentrara la idea de soberanía en un solo cuerpo, el parlamento, pues, de otra manera, se caería en el gobierno absoluto, fuese del rey o del dictador, o del mismo parlamento, o de la mayoría. Como, por otra parte, se apoyaba en la idea de la desigualdad de los hombres y no en su igualdad, la idea del sufragio universal, como derecho abstracto, le fue siempre ajena.
+Finalmente, los liberales ingleses, siguiendo la tradición nacional, entendieron la política como praxis, como arte, y no como ciencia, como teoría. La política para ellos es el arte de lograr compromisos en la lucha de los intereses antagónicos y no una actividad sometida a la coherencia propia de las ciencias y en la cual se luchase por hacer triunfar a toda costa ciertos principios considerados a priori como superiores y únicos. La política es el arte del compromiso, había dicho Macaulay en frase que gustaban repetir en Colombia Núñez y los hermanos Samper, y que definía el liberalismo de ascendencia inglesa en cuanto este se confundía con una tradición nacional de inteligencia política.
+«En suma, expresión de una vieja tradición de libertades —dice De Ruggiero—, de una burguesía que no se hizo terrateniente; de un país que se industrializó con rapidez; donde las libertades no fueron amenazadas por un poder militar innecesario en una isla, no fue doctrinario casi nunca y planteó sus tesis con respecto a puntos de vista muy concretos. No los Derechos del hombre, sino la participación en la fijación de los tributos, o las franquicias personales, o las leyes sobre granos y comercio libre. En la persona de algunos de sus representantes desconfía del espíritu de la Revolución francesa. Aunque es individualista, nunca, si se excluye a Spencer y algunos grupos minoritarios, fue antiestatalista por sistema y evolucionó muy fácilmente hacia una intervención delimitada del Estado (con J. Stuart Mill, Hill Green y Montague) en relación con la protección al trabajador y en sus tesis de la libertad del contrato de trabajo como ilusoria y perjudicial. Ni siquiera con Bentham tiene un contenido sentimental revolucionario, pues nada menos emotivo que el cálculo de los bienes y los males o que el principio del interés. No fue nunca irreligioso. Cobden consideraba una gran suerte poseer, con una actitud estrictamente lógica, esa simpatía religiosa que le permitía cooperar con hombres de todas las creencias. Bright era un puritano y Gladstone casi un teólogo. Nunca fue republicano y sólo muy lentamente y sin que fuera por principio, aceptó el sufragio universal. Tampoco ligó nunca su ideario, ni siquiera en el caso de Bentham —que por lo demás fue tory en un comienzo y no era demócrata—, a un sistema metafísico materialista ni a un racionalismo nivelador. La idea de la igualdad le es extraña por este motivo. También le fue ajena, en general, la idea del pacto social»[230].
+La evolución del liberalismo francés resultó en cambio de una historia y de un espíritu nacional diferentes. Como expresión de una clase social que luchaba contra la monarquía en favor de un derecho de representación y de privilegios burgueses, tuvo un carácter más teórico, racionalista y al mismo tiempo un tono sentimental más explosivo y revolucionario, porque Francia tenía una estructura social que hizo más inestable su situación política. La monarquía francesa otorgó privilegios y defendió a las clases urbanas burguesas, pero estas relaciones fueron siempre precarias y muchas veces resultaron de compromisos monetarios inestables por su misma naturaleza. Al propio tiempo su nobleza no se adaptó a las formas de actividad de la moderna economía capitalista, y trasformada en nobleza cortesana llevó una existencia parasitaria y no se vio llevada a reclamar libertades políticas: fue, como decía Mirabeau, la clase en que se unían la mayor dignidad con la suprema indignidad. Era, pues, una clase que no pedía derechos como en Inglaterra, sino privilegios e inmunidades que despertaban en los otros sectores sociales sentimientos de envidia y resentimientos. Por otra parte, en los tiempos de la Revolución existían en Francia una amplia capa artesanal, un proletariado y un campesinado depauperados y una numerosa clase intelectual que han representado en su historia elementos radicales muy propicios al mesianismo político y a la utopía social que no han existido en la Gran Bretaña[231].
+En su autobiografía ha narrado José María Samper la forma en que estas dos vertientes del liberalismo europeo influyeron en las generaciones colombianas del siglo XIX y en su propia vida política que evolucionó del liberalismo revolucionario al liberalismo clásico consitucionalista, y del espíritu romántico y utopista a la tolerancia y cautela de un liberalismo conservador: «Puede decirse que la escuela republicana fue la crisálida del partido radical… Todos éramos en ella socialistas, sin haber estudiado el socialismo ni comprenderlo, enamorados de la palabra, de la novedad política y de todas las generosas extravagancias de los escritores franceses… y hablábamos como socialistas con entusiasmo que alarmaba mucho al general López y a los viejos liberales. En uno de mis discursos pronunciados en la tribuna de La Republicana, invoqué en favor de las ideas socialistas e igualadoras al mártir del Gólgota, y hablé de este lugar como del Sinaí de la nueva ley social»[232].
+En cambio, varios años después, tras la experiencia de un viaje a Inglaterra y ya bajo la visible influencia inglesa, Samper expresaba su alejamiento de toda teoría sistemática de gobierno y su convicción de que la civilización política podía alcanzarse por diferentes caminos, entre ellos el de la monarquía, cosa que unos años antes le habría parecido una herejía: «Yo veía reinar la más amplia libertad en Inglaterra bajo la dirección política de una aristocracia territorial, rica y poderosa, sobrado apegada a sus privilegios y tradiciones, pero eminentemente ilustrada y patriota. Y al observar las grandes cosas que emanaban de los elementos monárquico, aristocrático y democrático, y del irresistible poder de la opinión pública, libre y ordenadamente formada, no podía menos de reconocer que no había virtud específica en ninguna forma de gobierno, sino que la libertad, el progreso y la conservación provenían del respeto con que se mirase la ley, y del concurso y equilibrio de todas las fuerzas sociales, preparadas por un poder providencial y un orden indestructible de leyes naturales»[233].
+Todavía quedaban, pues, en su pensamiento residuos de la creencia en la existencia de «leyes naturales» que regulan el movimiento de las sociedades y de la creencia en un orden providencial que se confundía con el ideal de una sociedad individualista liberal, pero es innegable que ya eran los elementos históricos y concretos, es decir, las costumbres, y no la virtud de los principios teóricos en sí mismos, los que, según su nueva experiencia, venían a constituir la base de un orden político estable y civilizado.
+En pocos escritores colombianos del siglo XIX logran tan acabada expresión las ideas del liberalismo clásico como en José María Samper. En ninguno tampoco se da en forma más patética el drama de una generación que soñó con la civilización política en los países americanos y que por falta de madurez mental se empeñó en conseguirla a base de un pensamiento que a más de sus propias debilidades internas, como teoría de la organización política, resultaba incompatible con la tradición española de gobierno, tradición que había modelado la sensibilidad americana y que unos cuantos años de contacto de sus clases cultas con el pensamiento liberal inglés y francés no habían destruido en la masa y en la realidad social. Lo más patético de todo era que hombres como José María Samper tenían completa noción de este último hecho. Su Ensayo sobre las revoluciones políticas[234], publicado en París en 1861, mezcla en forma continua el optimismo con el pesimismo respecto al porvenir de la civilización en los países americanos. Samper se da cuenta de los grandes obstáculos que en ellos encuentra el establecimiento de un sistema democrático y liberal de gobierno, a la manera europea, y no sólo se da cuenta de ellos sino que, para ponderar la bondad de las fórmulas del liberalismo puro que aconseja como solución, se ve obligado muchas veces a exagerar las condiciones adversas que la civilización política encuentra en el Nuevo Mundo, debidas sobre todo, según él, a la herencia dejada por España después de trescientos años de dominación política.
+Todo el Ensayo está en realidad dedicado a estos dos fines: demostrar el carácter negativo de la obra de España en América, por una parte, y por otra, afirmar que la solución de los problemas del Continente está en la adopción de las fórmulas liberales de gobierno. Para Samper, la gestión política y económica de España en América había sido desastrosa, porque se había basado en la idea del gobierno interventor, paternalista y reglamentador. O, en otros términos, porque no había sido liberal en economía e individualista en su concepción de la sociedad, y porque en lugar de una constitución que estipulase derechos y una legislación simple y racional, había mantenido una práctica de legislación según los casos concretos y según las tradiciones y costumbres[235].
+Desde luego, en el Ensayo no se trata de la concepción liberal del Estado a la manera anglosajona, ni como la habían entendido los hombres de la generación de Nariño, o de la generación de Santander, Márquez y Rufino Cuervo. Se trata de la aplicación política de los supuestos metafísicos del liberalismo, es decir, de la idea de la bondad de la naturaleza humana y del orden y armonía que las leyes de la naturaleza producen en todos los procesos de la realidad, naturales o sociales. La consecuencia lógica de tales premisas era, por supuesto, la afirmación de la inutilidad del gobierno. Y en efecto, Samper, tras su larga enumeración de los defectos y problemas de América, expresa su confianza en el porvenir del Continente una vez que se hayan aplicado las fórmulas de la libertad en todos los campos, especialmente en el campo de la economía:
+«Es menester legislar lo menos posible, renunciar a la manía de reglamentación e imitación. En las viejas sociedades donde los intereses son tan complicados y donde tienen tan profundas raíces, la reglamentación de la vida social, sin ser justificable en sus excesos, es algo comprensible. En las sociedades nuevas, exuberantes e incorrectas, reglamentar la vida es estancarla… La manía de los gobernantes hispano-colombianos de gobernar a la europea, plagiando sistemas impropios del Nuevo Mundo, ha conducido las cosas al contraste más absurdo: la reglamentación en la democracia, ideas que se excluyen esencialmente. Si se quiere, pues, tener estabilidad, libertad y progreso en Hispano-Colombia, es preciso que los hombres de Estado se resuelvan a gobernar lo menos posible, confiando en el buen sentido popular y en la lógica de la libertad; que se esfuercen por simplificar y despejar las situaciones, suprimiendo todas las cuestiones artificiales, que sólo sirven de embarazo»[236].
+Extrayendo, pues, las consecuencias lógicas de la creencia en el buen sentido popular y en la existencia de una ley de armonía que reina no sólo en la naturaleza sino en la sociedad, las dos bases de la idea liberal clásica, Samper se colocaba muy cerca del anarquismo. Situación paradójica que aumenta el significado utópico de sus conclusiones, si se piensa que, de acuerdo con su análisis de la situación de los países hispanoamericanos, estos poseían los hábitos sicológicos menos propicios para dar solidez a una nación, y donde, por lo tanto, resultaba más necesaria la existencia de una fuerza rectora capaz de dar forma a elementos de por sí dispersos. Pero en una concepción del gobierno político que comienza por considerar a este como el menor de los males, no había campo para una actividad directora y, podríamos decir, pedagógica de la ley. Todo lo contrario, para estar de acuerdo con sus premisas, el gobierno debía estar tan débilmente constituido, que permitiese la expansión libre de las tendencias espontáneas de los pueblos. He aquí el cuadro social que describe en el Ensayo:
+«Nuestras sociedades tienen los defectos —que pueden un día convertirse en cualidades— inherentes a estas cuatro circunstancias: la influencia de la sangre española, la promiscuidad de castas, la índole de la democracia y las condiciones topográficas. La raza española, por causas que no es del caso examinar, es petulante y vanidosa, en lo bueno como en lo malo; y de esta cualidad provienen muchas de las grandes cosas y de las debilidades que han hecho notable a España. Los criollos colombianos hemos heredado ese don, y a veces lo hemos llevado hasta el quijotismo más risible. Nuestros mulatos son todavía más petulantes y vanidosos, ya por causa del cruzamiento mismo, ya por espíritu de imitación. La república de por sí predispone a los pueblos a la vanidad y el ensimismamiento, sobre todo en una sociedad joven y mezclada, porque el sentimiento de la igualdad, la idea de la libertad y el hábito de concurrir a la obra común con su voto, su palabra o su brazo, le inspiran a cada ciudadano la convicción de su valer, de su capacidad y de la necesidad que tienen los ciudadanos de contar con él. Por último, esos pueblos jóvenes —vanidosos como es siempre la juventud— viven dispersos en vastísimas regiones, difícilmente comunicadas, y esa situación les ha inspirado la aspiración a la autonomía y la conciencia de cierta personalidad local o seccional»[237].
+La fuerza de los hechos, sin embargo, era más convincente que la concepción teórica, y José María Samper, como la mayor parte de los partidarios de la teoría liberal del Estado, como su propio hermano Miguel Samper, se sentía compelido a aceptar la conveniencia y la necesidad de que el Estado, y una de sus expresiones, el gobierno, tuviese no sólo existencia, sino una intervención activa y rectora en la vida nacional, y no sólo se sentía inclinado a justificarla, sino a teorizar sobre ella: «El sistema radical —dice, refiriéndose precisamente a la práctica de la concepción liberal clásica—, favoreciendo algunos progresos, particularmente en la instrucción y en la agricultura, ha sido pernicioso bajo otros aspectos, sobre todo en cuenta a las vías de comunicación; porque los pueblos hispano-colombianos tienen muy poco espíritu de empresa y asociación y son notablemente rutineros. La libertad hará mucho por sí sola, con el tiempo; pero mientras ella produce sus infalibles resultados, algunos grandes intereses quedan abandonados, por falta de la iniciativa oficial, y a causa de los formidables obstáculos que la naturaleza abrumadora de Colombia opone a los débiles esfuerzos de poblaciones inexpertas y muy reducidas»[238].
+Esta infidelidad a la lógica que encontraremos también en los escritos de Miguel Samper, quizás el más completo de los teorizantes del liberalismo colombiano, resultaba de la presión que sobre el pensamiento liberal ejercían los intereses económicos de industriales y comerciantes y de su escasa sensibilidad para el hecho de la solidaridad social. Desde la época del mercantilismo (siglo XVIII), las clases burguesas habían aceptado la intervención del Estado y se habían acogido a su protección, mientras aquel había servido a la expansión de sus intereses, como cuando acometía la construcción de grandes obras de uso común —por ejemplo en los trasportes— o cuando ponía al servicio de la economía nacional sus medios militares y políticos: ejército y diplomacia[239]. Es decir, que se aceptaba la solidaridad social y la repartición del riesgo en aquellas empresas costosas y aventuradas, pero era rechazada en las que ofrecían beneficios seguros y menos difíciles de lograr. José María Samper expresaba este punto de vista cuando, olvidado del desarrollo sistemático de los principios, entraba en contacto con la realidad:
+«Creemos, pues, que los dos sistemas son viciosos por la exageración —se refería al laissez-faire y al principio de la participación del Estado en la economía—, y que lo que conviene a las sociedades hispano-colombianas es una combinación reducida de estas dos ideas: dejar hacer libremente a los ciudadanos cuanto sea inocente, y hacer con eficacia lo que sea superior transitoriamente a los esfuerzos individuales. La libertad es perfectamente conciliable con la iniciativa oficial, siempre que los gobiernos prescindan de hacerle competencia a los particulares, sin llevar su acción más allá de lo que exija la debilidad transitoria del esfuerzo privado»[240].
+Casi un lustro después de publicado el Ensayo, José María Samper dio a la publicidad su Ciencia de la legislación, libro que constituye quizás la tentativa teórica más completa de exponer las bases filosóficas de la idea liberal del Estado hecha en Colombia durante el siglo XIX[241]. La más completa, aunque no la más coherente, pues Samper inicia su obra sobre las bases de un eclecticismo metodológico y doctrinal y aceptando puntos de vista positivistas que luego abandona, para moverse simplemente en el plano de una teoría del Estado que entronca directamente con el movimiento clásico del derecho natural y del racionalismo jurídico iluminista, teoría que nada tiene de ecléctica ni de positiva, si entendemos que la pretensión del positivismo es eliminar, por anticientífico, todo supuesto metafísico en la concepción del derecho, y considerar la jurisprudencia como un problema de consecuencia lógica entre leyes y normas constitucionales establecidas por la voluntad de los legisladores. La Ciencia de la legislación no es, pues, una obra consecuente con los propósitos de su autor, pero sí es una exposición acabada y fervorosa de la teoría del Estado liberal en su expresión clásica. A sus ideas básicas —por cierto no muy divorciadas de las expuestas en el Ensayo— permaneció fiel Samper, y ellas fueron las que enseñó durante muchos años como profesor de derecho constitucional, las que defendió como legislador y las que expuso en su obra de madurez, el Derecho público interno de Colombia.
+Bajo el inmediato propósito de suministrar un criterio práctico y técnico para la legislación, Samper expone en la Ciencia una concepción del derecho, de la sociedad y del Estado cuyo origen inmediato se remonta a la época de la Ilustración y a su aplicación del concepto de «naturaleza». Para la escuela de juristas y pensadores políticos del siglo XVIII, cuya figura más conspicua fue Grocio, ha observado Cassirer, el concepto y la palabra naturaleza no significan únicamente el ámbito del puro ser físico, que habría que distinguir de lo anímico-espiritual. La expresión no hace referencia a un ser de las cosas, sino al origen y fundamento de las verdades. Pertenecen a la «naturaleza», sin perjuicio de su contenido, todas las verdades capaces de fundarse de una manera puramente inmanente; que no necesitan ninguna revelación trascendente, sino que son ciertas y luminosas por sí mismas[242]. Trasladada al campo de la política y de la teoría jurídica, esta doctrina implica la aceptación de la existencia de derechos evidentes a la razón y un método rigurosamente deductivo aplicado a la jurisprudencia. Así como Galileo y Descartes querían fundar una ciencia de la naturaleza de carácter matemático, de la misma manera querían los teóricos del movimiento iusnaturalista formar una ciencia jurídica autónoma y racional, en la cual tanto el elemento de la revelación como el elemento empírico quedaron eliminados. Ahora bien, este es justamente el fin último de la Ciencia de la legislación de Samper, a pesar de no habérselo propuesto en forma directa, y más todavía, a pesar de haber negado en un principio la existencia de todo derecho natural y de haberse planteado una tarea en sí misma contradictoria, ya que, desde las primeras páginas de su obra, se propone ser fiel a un eclecticismo metódico y doctrinario incompatible con el racionalismo jurídico. Porque Samper quiere construir una ciencia jurídica que sea experimental, es decir, basada en el método positivo de las ciencias naturales y al mismo tiempo afirmar la existencia de un grupo de verdades no temporales, no históricas, evidentes a la razón, superiores y prototipos de todo derecho positivo o legislado. Ese es en realidad el contenido de su pensamiento —dejadas aparte momentáneas contradicciones— no sólo por la extensión que este aspecto de la teoría jurídica y política representa en su obra y por el énfasis que pone en la defensa de estas tesis, sino porque únicamente aceptándolo así las ideas sostenidas en la Ciencia resultan armónicas con la importancia que en ella tienen el concepto «naturaleza» y la idea de que también en la sociedad existen «leyes naturales».
+Desde las primeras páginas de su obra anuncia que la única manera de tratar científicamente el tema de la legislación y de la ciencia social es huyendo de todo absolutismo metodológico. Ni el sensualismo de la escuela de Condillac y Bentham, dice, ni la que Samper y sus contemporáneos llamaron teoría de la conciencia moral, esto es, aquella doctrina que proclama la existencia de ciertas verdades morales y jurídicas que se imponen por sí mismas con evidencia absoluta, o, como él decía, ni el criterio moral, ni el criterio utilitarista, ni el sensualista, ni la luminosa idea de justicia pueden servir para fundar el sistema de la legislación. Desde Platón hasta Victor Cousin, afirma en el prefacio de la Ciencia[243], muchos filósofos de poderoso entendimiento han hecho del espiritualismo una bandera; y de igual modo, desde Epicuro hasta Jeremy Bentham, los partidarios o secuaces del sensualismo han mantenido con tesón su doctrina —no sin comprobar que la escuela no carecía de hombres de bien y vasta inteligencia—, como la única base cierta de un criterio filosófico. Nuevas escuelas han sido suscitadas por el amplio movimiento de los estudios y conocimientos humanos; pero el espíritu escolar, arraigándose tanto como el de secta, mantiene las ciencias morales en un estado de atraso relativo, o por lo menos de confusión, que hace necesario un trabajo incesante de investigación acerca de materias y cuestiones que parecen discutidas hasta la saciedad. Y tras larga polémica contra todo espíritu de «sistema», de «secta», de «partido» o de «doctrina», y esforzarse en mostrar, con los argumentos tradicionales de todo eclecticismo, que el exclusivismo metódico es insuficiente para fundar una ciencia, concluye en el Discurso preliminar: «Échase de ver que todos estos métodos pecan por su exclusivismo, pues sus autores o secuaces pretenden resolver unos problemas de carácter complejo, cuales son todos los que conciernen a las acciones humanas, mediante unos métodos que solo consideran algunos aspectos de la verdad o únicamente ciertos órdenes de los hechos. Si se quiere descubrir toda la verdad, es pues necesario considerar la totalidad de los hechos que le sirven de fundamento, empleando de todos los métodos conocidos los recursos útiles o conducentes a una elaboración verdaderamente científica. Poco importa la denominación que se dé al método que parezca más racional, con tal de que su aplicación al estudio sirva para encontrar la verdad: no faltará quien califique de ecléctico el que adoptemos, dando a este vocablo una mala acepción; mas nosotros lo llamamos método complejo, único aplicable a hechos complejos, y por tal lo tenemos porque se compone de análisis y síntesis, de espiritualismo, racionalismo y experimentación»[244].
+Es decir, que Samper trata también de llevar al campo metodológico el espíritu de tolerancia y transacción propio del liberalismo, y en la misma forma en que rechaza todas las concepciones sistemáticas del mundo, espiritualistas o materialistas, rechaza también todo método de investigación unilateral pretendiendo dar a todos los existentes igual parte en el proceso de búsqueda de la verdad. Sin embargo, a medida que avanza la exposición de su pensamiento tiene que apartarse de este ideal, pues los propios supuestos de su obra, así como sus finalidades, le obligan a ser sistemático y en cierta forma dogmático, ya que no se puede mantener la existencia de derechos que están más allá de toda contingencia temporal y empírica, es decir, la eternidad de los derechos individuales, su evidencia y su origen racional, y al mismo tiempo sostener que el derecho está determinado por las costumbres sociales, por el ambiente de la época, por la geografía o por cualquiera otra circunstancia empírica. No se puede ser, como lo quiso ser Samper en su Ciencia, racionalista y positivista simultáneamente. Los juristas de la escuela iusnaturalista eran lógicos al aceptar la existencia de un derecho a priori, no sometido a ninguna contingencia histórica, y la posibilidad de constituir una jurisprudencia more geometrico. Pero el liberalismo que se basaba en los mismos supuestos metafísicos y que de otro lado quería fomentar el espíritu de tolerancia y un cierto eclecticismo en el campo metódico, y en el propio campo de las verdades, no podía hacerlo sin entrar en contradicción consigo mismo.
+Samper deberá abandonar muy pronto su aspiración a una ciencia sintética y a una transacción en el campo metódico y de las ideas, y afirmar la existencia de una naturaleza social del hombre como origen de la sociedad; de una ley universal de armonía que la rige y de unos derechos de origen extraempírico que poseen la estructura formal y material del derecho natural clásico. Estas son en realidad las tres ideas centrales repetidas a lo largo de toda su Ciencia de la legislación, ideas que formaban el patrimonio común de ese amplio movimiento que denominamos liberalismo y dentro del cual, con sus matices respectivos y con sus diferencias en tesis secundarias, pueden incluirse los teóricos del derecho natural; los racionalistas optimistas como Leibniz, con su idea del «mejor de los mundos»; los economistas fisiócratas convencidos de la existencia de un «orden natural» de la economía y los armonistas extremos como Bastiat.
+La concepción que asimila la sociedad a una estructura de naturaleza mecánica y la considera como la resultante de una suma de los individuos que la componen constituye la base filosófica de todas las teorías sobre el Estado expuestas en Colombia en el siglo XIX si se excluye el pensamiento de Miguel Antonio Caro, y parcialmente el de Sergio Arboleda. Pero pocos le dieron una expresión tan acabada como José María Samper. El hombre, según lo expone en el capítulo VII de la Ciencia, está dotado de un instinto de sociedad que lo lleva naturalmente a unirse con sus semejantes, instinto que, por analogía con lo que ocurre en la naturaleza, puede compararse con la ley de la gravedad: «Así como no se concibe la existencia de los cuerpos físicos sin la gravedad, no se concibe al hombre en el aislamiento; él ha estado en sociedad desde el origen de su especie, y no ha podido estar de otro modo; de suerte que sus actos de sociabilidad, bien que han ido perfeccionándose, han sido necesarios e indefectibles, según su naturaleza»[245]. Para explicar, pues, el origen de la sociedad no es necesario acudir a la «suposición o invención absurda de un contrato social anterior a la constitución de la sociedad política y originarios de la soberanía, la autoridad y las leyes llamadas positivas». Pero no obstante ser la sociedad un hecho primo y la forma esencial de la existencia humana, tampoco es una realidad distinta y superior a la reunión de sus miembros individuales. Samper rechaza toda sustancialización de la sociedad como realidad diferente y superior a los individuos que la integran. Conforme con la doctrina clásica del liberalismo, la preservación de los derechos individuales es incompatible con la tesis de que la sociedad es algo diferente a sus miembros y algo más valioso que ellos.
+Así, la sociedad no es ni puede ser distinta del hombre, en su esencia, dice Samper —recurriendo al símil clásico de la relación entre las partes y el todo—, como no lo es el todo respecto de las partes, sino en el tamaño o las formas o proporciones: «La vida social es la vida individual multiplicada, o el simple agrupamiento y juego de un número más o menos considerable de individualidades; y en rigor puede decirse, empleando una expresión geológica, que la masa social es un conglomerado de hombres. De suerte que la sociedad no tiene ni puede tener más vida que aquella que reside en sus componentes, ni por tanto otros derechos ni deberes, ni otros intereses, ni otros bienes, ni otro orden, ni otra moralidad, que aquellos que residen o tienen su razón de ser en los hombres»[246].
+Las consecuencias de tal concepción de la sociedad en el orden político y económico fueron sacadas rigurosamente por Samper y mantenidas a través de su vida. Si la sociedad es una suma de individuos, lo que predomina es el individuo y no la sociedad, que en sí misma carece de existencia propia. El individuo es anterior históricamente a su expresión colectiva, tiene consistencia en sí mismo y como consecuencia posee o debe poseer también primacía en cuanto al valor. Cualquier sacrificio de sus derechos en nombre de una pretendida instancia colectiva superior a él resultaba una violación de las leyes de la naturaleza. El Estado es la forma más eficaz para tutelar los derechos individuales, y la sociedad, el medio más económico para lograrlos. Protegiendo los derechos individuales, la sociedad se protege a sí misma en forma automática, lo mismo que procurando el enriquecimiento individual se logra automáticamente el enriquecimiento del todo. Y como se supone que en la sociedad como en la naturaleza la espontaneidad de los procesos conduce a su equilibrio, como se tiene la convicción de que la sociedad como la naturaleza se corrige a sí misma en el curso de su evolución «natural», cualquier intervención del poder político con miras a corregir desigualdades o establecer la justicia era mirada como violación de las «relaciones necesarias que emanan de la naturaleza de las cosas» —según la clásica expresión de la ley dada por Montesquieu—, es decir, de las leyes naturales del movimiento social.
+Conforme a Samper, en la política todo se organiza, funciona y se sustenta en virtud de la misma ley: «El derecho del individuo armoniza con el derecho de la sociedad entera; el deber del gobernante, con el del gobernado; el poder de la autoridad directiva, con el de la opinión popular que la inspira o contiene; la necesidad de orden, con la de libertad; el prestigio de la riqueza, con el influjo de las inteligencias; los pequeños núcleos de hombres poderosos, con las grandes masas de los débiles; la tendencia al progreso, con el espíritu de conservación; la actividad incesante de unos hombres, con la inercia o la rutina de otros; y es a virtud de una serie constante de concesiones recíprocas, de transacciones entre los individuos, las clases, los partidos y los poderes públicos, que los intereses se forman, amalgaman, consolidan y apoyan mutuamente. Así se establece el gobierno, se asegura la paz, medra la riqueza y cobran aliento las ciencias, las artes y todas las manifestaciones de la actividad social. La armonía es pues un elemento de conciliación natural, una ley de la moralidad del hombre, tan necesaria como la ley del movimiento en las cosas de la materia»[247].
+Hasta el mal y la imperfección juegan un papel en este mundo armónico, obra de Dios. Si todo fuese demasiado perfecto de antemano, la libertad del hombre tendría poco campo de acción y sus posibilidades creadoras serían inútiles: «El plan de la creación sería incompleto si el hombre, aquí en la tierra como en otros mundos, no existiera como el grande y primer actor de la sublime escena, dotado de constante actividad, de espíritu creador, de facultades progresivas y de una moralidad perfectible capaz de elevarle hacia su Creador, colaborando en la obra infinita del Bien… Porque el Ser Supremo en su infinita sabiduría, no ha querido hacerlo todo; ha querido componer una obra inmensa de perfección, y en su infinita bondad y su inefable amor se ha dignado asociar al hombre a la obra, dotándole del soplo divino del alma, de la luz de la inteligencia y de las fuerzas del organismo, y haciéndole a una vez imperfecto y perfectible para que, mediante su libertad de conciencia y acción, busque y siga el camino que ha de conducirle a su inmortal destino»[248].
+La vigencia de una ley universal de armonía en todo lo existente es, pues, el primer límite que encuentra el legislador. El segundo es la existencia de una ley divina que regula las relaciones del hombre con Dios y de unos derechos naturales o verdades jurídicas universales que constituyen el prototipo de toda ley positiva y que son anteriores y superiores a todo derecho legislado: «Para nosotros la cuestión del derecho es clara y sencilla —dice Samper—. Hay una ley divina, la ley suprema del Creador, la ley moral del universo, que establece la dependencia de todo lo que existe respecto de su causa creadora y reguladora; y de esta dependencia o esa ley nace un deber permanente del hombre para con Dios, que tiene su fórmula en la religión. Hay una ley, o si se quiere, un conjunto de leyes permanentes, inevitables y universales, que están en la naturaleza de las cosas, y someten a su acción tanto el movimiento y modo de ser del universo físico, en todas las evoluciones y todos los fenómenos, como la vida moral e intelectual del hombre y de las sociedades formadas por la multiplicación de su especie. De tales leyes nace entre los hombres un principio de reciprocidad y armonía, de orden y justicia, de sociabilidad y libertad, que tiene su fórmula en la palabra derecho; y como tal principio emana de la ley natural, este derecho se llama lógicamente derecho natural»[249].
+Pero todavía hay otra fuente de derecho y es la voluntad de los hombres reunidos en sociedad y actuando convencionalmente, según afirma Samper, para incluir en su pensamiento «ecléctico» la idea del contrato, que antes había rechazado. Ese poder que Samper llama también «natural», no es otro que el de la opinión pública expresado por medio de sus asambleas legislativas. Como poder humano que es, corre todos los riesgos de cometer abusos y excesos, de equivocarse y hasta colocarse contra el derecho: «Las normas que crea son puramente convencionales, variables, y son susceptibles de perfeccionamiento, pero también de decadencia, estancamiento y ruina»[250].
+Por razón de su imperfección y de los excesos a que está expuesto, este poder tiene que estar limitado por la verdadera fuente del derecho, el derecho natural, que es «el verdadero derecho, superior a todo principio de convención social, anterior a toda ley humana, sea esta restrictiva o extensiva. Lo que vulgarmente se llama derecho, no es más que la confirmación, la reproducción, la descripción o la ampliación más o menos fiel de la ley moral. Cuando la ley civil reconoce y formula con fidelidad y exactitud la ley natural, la ley orgánica de la vida, es justa, duradera y fecunda; es una garantía, una sanción adicional del derecho, y facilita la conservación y progreso de la sociedad, porque está en conformidad con la naturaleza de las cosas, toda vez que da una definición clara, precisa, constante y positiva de las leyes que la naturaleza tiene establecidas, pero que sólo un entendimiento recto y claro puede conocer con seguridad. Cuando, al contrario, la ley civil o social se pone en oposición con la natural, es un elemento de perturbación, desgracia y ruina, viola el derecho y es por tanto maléfica»[251].
+Estos mismos conceptos sirven de base a las ideas sobre la sociedad y el Estado expuestas en su Derecho público interno de Colombia[252], una de las obras que mayor influencia ha tenido en el pensamiento constitucional y político colombiano. Publicado en 1886, cuando la experiencia personal y política del autor le había conducido a modificar algunas de sus convicciones, el Derecho público de Colombia no pone ya tanto énfasis en la defensa de la libertad individual, cuanto en tesis defendidas por el neoliberalismo, como la limitación al poder y a la voluntad de las mayorías.
+Conforme a la tradición occidental, el Estado es definido como un orden jurídico, y de acuerdo con el pensamiento liberal clásico tal orden sólo puede existir allí donde los derechos del individuo frente al Estado están establecidos en una carta constitucional, límite y base de toda actividad de quienes tengan el control del poder. Esta identificación, típica del liberalismo, entre el Estado de derecho y el moderno Estado constitucionalista, está tan arraigada en el pensamiento jurídico y político de Samper, que llega a afirmar que durante la época colonial española no existió en América —ni en España tampoco— un derecho público, porque equipara este a la existencia de una constitución escrita y a la práctica de los derechos individuales consagrados por la Carta de los Derechos del hombre y por las modernas constituciones liberales.
+Al iniciar el capítulo primero del Derecho público, Samper afirma que el Estado de derecho y el mismo derecho público se iniciaron con la Revolución de Independencia y con las primeras constituciones que se dieron los estados federales después de 1810: «Si el derecho civil era especial en mucha parte, y embrollado y confuso, en todas las colonias hispanoamericanas, como que en realidad era un derecho de Indias, más que derecho español, menos pudo decirse hasta 1810 que hubiese en estos países, así como no lo había en España, un derecho constitucional, pero ni siquiera simplemente público. Todo fue obra de la Revolución, y en rigor de verdad el primer principio proclamado, fundamento de toda organización constitucional, fue el de la autonomía neogranadina, esto es, del derecho de las Provincias del Nuevo Reino de Granada a darse y mantener un gobierno propio; derecho que, abiertamente negado por la metrópoli, sólo podía ser obtenido a mérito de la revolución o la fuerza»[253].
+No obstante esta negación rotunda de la existencia en el Imperio español de unas normas para regular las relaciones entre el individuo y el Estado y para limitar la esfera de acción de este —que es lo que en esencia constituye el Estado de derecho—, Samper acepta indirectamente la existencia de un derecho público colonial, cuando dice: «Con todo es justo reconocer que los reyes y su Consejo de Indias, en documentos que la historia y los archivos conservan, dan pruebas inequívocas y numerosísimas de una solicitud y previsión constantes, aplicadas a procurar el bien de las poblaciones coloniales. Las muchas leyes dadas para proteger y amparar a los indígenas; la supresión de las primitivas encomiendas, que habían sido la base de un feudalismo americano devastador; los resguardos establecidos para asegurar la posesión de tierras y labranzas a los indígenas; las medidas dictadas para suavizar en todo lo posible la esclavitud; las reglas establecidas sobre la alternabilidad de los virreyes, capitanes generales, oidores y demás personas que ejercían el poder público; las prohibiciones que sobre esas personas pesaban para asegurar su imparcialidad y rectitud; la frecuencia con que se enviaban de España visitadores, encargados de tomar cuenta de todo, residencias a los gobernantes y sustituirlos en caso necesario; las precauciones que tendían a impedir todo exceso de autoridad de parte de los prelados eclesiásticos, al propio tiempo que se protegían las misiones, se fomentaban la instrucción pública, etcétera»[254]. Ahora bien, es evidente que, aunque todas las normas enunciadas por Samper constituían la materia de un derecho público, el autor les negaba la calidad de tal porque, de un lado, no existía una constitución escrita que sirviera de fundamento y definiese los principios de todo el cuerpo de leyes, y de otro, dicha legislación no consagraba específicamente los derechos individuales tal como los entendía el pensamiento liberal moderno. Para una mentalidad formada en la escuela del racionalismo jurídico y educada en el pensamiento liberal clásico, ni la costumbre, ni la jurisprudencia, ni la norma burocrática o la doctrina de los juristas y moralistas, podían constituir límites a la actuación de los gobernantes y ser el fundamento de un orden jurídico. Una legislación formada sobre la base de resolver casos concretos, que se apoyaba ora en la costumbre, ora en la doctrina de los canonistas, que además aparentmente formaba un todo desordenado y confuso —que era, como lo decía Juan García del Río, una legislación bárbara— como la legislación española de Indias, no podía ser considerada como derecho público, ni como suficiente para definir un Estado de derecho, por más que su contenido tuviera como objeto definir y delimitar las relaciones entre el individuo y el Estado.
+Pero la concepción clásica del Estado liberal aparece ya en el Derecho público notablemente mezclada con elementos históricos, y por lo tanto, desprovista de su primitiva rigidez teórica. Este viraje del pensamiento político de Samper estaba determinado por la experiencia política nacional de aquellos años, por su propia evolución y por las nuevas corrientes de ideas cuyo contacto renovador actuaba sobre un espíritu siempre abierto y listo a modificarse como el suyo. Las leyes universales de armonía social apenas si se mencionan en forma esporádica y, en cambio, los elementos históricos propios de la realidad americana y colombiana entran cada vez más en el análisis político y constitucional.
+El liberalismo puro que había practicado en su juventud y que practicaron sus compañeros radicales de generación en las tres décadas corridas entre 1850 y 1880, le parecen ahora mero utopismo, «extravagancias y novelerías»[255], resultado de la influencia del romanticismo político francés: «Teorías y solo teorías, utopías y ensayos extravagantes: tal fue la política o la vida política de Colombia desde 1853 hasta 1885», dice al finalizar el primer volumen del Derecho público, que es su verdadera parte teórica[256]. Y en un párrafo en que se afirma la primacía de los elementos históricos, los elementos reales, sobre toda consideración teórica y lógica en la tarea legislativa o en la comprensión de la realidad política, agrega: «Hemos querido, como el pueblo francés (nuestro modelo), hacer de las ideas de gobierno, no un método, sino un sistema; no una experimentación guiada por la noción de la justicia, sino una abstracción fundada únicamente en la lógica de los razonamientos. Esclavos de la lógica y de las teorías de una especie de mecánica social, hemos querido hacer de la República una armazón con todas sus piezas arregladas a un plan preconcebido de movimiento; sin acordarnos de que en el engranaje político y social las piezas no han de funcionar como se quiere, sino como se puede. Justamente preocupados con la grandeza de un ideal, nos hemos propuesto realizarlo a despecho de toda fuerza contraria, sin prever las dificultades ni contar con ellas; sin hacernos cargo de las condiciones muy deficientes del país y de la sociedad para quienes legislamos. En suma, en Colombia la idea de lo superior, de lo eximio, de lo teóricamente perfecto, ha perjudicado siempre a lo relativamente bueno, a lo exequible, a lo paulatinamente perfectible; y así como la idea del ferrocarril ha impedido la existencia del camino carretero, la de la libertad absoluta ha dado muerte a la libertad posible y moderada»[257].
+Por otra parte, la crítica a dos ideas centrales de la concepción liberal del Estado: el sufragio universal y la voluntad de las mayorías como base de la organización democrática, se acentúa de tal manera que, de no haber calado tanto en el espíritu de Samper la concepción mecanicista de la realidad social —con sus conceptos de armonía, equilibrio y ley—, el individualismo atomista de las épocas de juventud habría sido sustituido por una concepción organicista del Estado muy cercana a la sostenida por la doctrina tomista católica o por el historicismo romántico. Haciendo la crítica de la Constitución colombiana de 1853, que llevó la idea del sufragio universal a su amplitud máxima, hasta hacer depender de la votación popular el nombramiento de magistrados de la Corte Suprema de Justicia, decía:
+«Así, con estos dos artículos se decidían gravísimas cuestiones y se modificaban bases muy fundamentales del derecho constitucional que había tenido la República desde 1810. En efecto, el sufragio restringido según la idoneidad, quedaría reemplazado por lo que se llamaba el sufragio universal, institución que ponía el gobierno bajo la sola autoridad del número, esto es, de muchedumbres incapaces de comprender y apreciar las necesidades de la República y de sus provincias. Todas las garantías del sufragio público o de primer grado, y del voto indirecto, quedaban suprimidas. La simple mayoría relativa, o sea el voto de una minoría, en relación con el número total de votantes, podía suplantar la opinión adversa de la gran masa de los electores…»[258].
+A la concepción lógica y sistemática de la política y a una concepción puramente teórica del Estado se sustituye, pues, una actitud basada en la experiencia, en la historia, en lo que hay de único en los hechos, y una idea del actuar político como transacción, como compromiso, como un atenerse a las realidades del momento. El pensamiento político y social de Samper hacía esfuerzos por conciliar los elementos de la doctrina clásica liberal que consideraba positivos e inseparables de toda forma civilizada de vida política, con la flexibilidad y el realismo del método histórico. Pero al mismo tiempo que intentaba corregir la rigidez racionalista del liberalismo clásico, conservaba como constantes de su pensamiento político las ideas de tolerancia y transacción, es decir, aquel elemento propio del liberalismo que, paradójicamente y sin coherencia con sus supuestos metafísicos, había surgido en su historia confundiéndose con el origen de la política como ciencia y como método de actuación, como forma de vida civilizada que reemplazaba la fuerza por la diplomacia, la imposición por la convicción, el compromiso sobre el dominio, la realidad sobre la consecuencia lógica y la rigidez teórica.
+Porque el liberalismo llevaba en sí mismo este elemento, contradictorio con sus premisas racionalistas y dogmáticas, pero capaz de darle elasticidad y sentido de la realidad. El liberalismo venía así a convertirse en una doctrina de la convivencia, en una técnica del fair-play político, pero lograba este resultado a costa de abandonar su primitiva pretensión de ser el sistema que se confundía con la forma ideal del Estado, que se identificaba con la legalidad en sí, que aspiraba a ser la expresión de la «naturaleza» y la única forma posible de organización del Estado, más allá de la cual sólo existía el poder personal o la barbarie política. Bajo la aparente antítesis tradicional de los partidos políticos colombianos, Samper expresaba muy bien esta contradicción entre lo histórico y lo lógico, entre lo racional y empírico en el pensamiento liberal, y en todo pensamiento político sistemático, al decir:
+«Hemos olvidado, durante muchos años, que el gobierno de los pueblos no es un asunto de artificio ni de fantasía, sino una obra científica y experimental, sujeta, como todo en este mundo, al irresistible poder y la lógica de las leyes divinas o naturales. Hemos vivido en un sangriento flujo y reflujo de revoluciones y reacciones, porque todos hemos pretendido ser absolutos en nuestras doctrinas, creyendo cada partido estar exclusivamente en posesión de la verdad. Nos hemos estrellado todos contra lo imposible, porque no hemos querido comprender que toda la verdad no está contenida en el conservatismo ni en el liberalismo; sino que la verdadera ciencia social y política, que es la de la justicia, tiene que ser conciliadora, acomodándose a lo posible, a lo razonable, a lo que los hechos naturales y sociales permiten en el terreno del derecho y de las aspiraciones justas»[259].
+[231] Para un estudio comparativo del papel jugado por la nobleza en la sociedad moderna y en las revoluciones burguesas de Francia e Inglaterra, puede consultarse a Philippe Sagnac, La formation de la société française, 2 vols. Presses Universitaires de France, París, 1945, y a Trevelyan, Historia social de Inglaterra, México, 1946.
+[234] Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, 2ª ed., Ministerio de Educación Nacional de Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, sin fecha. Nuestras citas se referirán a esta edición.
+[235] Véase supra, nuestros capítulos referentes a la valoración de la herencia espiritual española.
+[239] Para el estudio de esta relación de la burguesía europea con el Estado, véase el libro de Heckscher, La época del mercantilismo, México, 1943.
+[241] Curso elemental de ciencia de la legislación, Imprenta Gaitán, Bogotá, 1873. Citaremos esta obra como Ciencia.
+[251] Ciencia, págs. 130 y 131. Las incongruencias son frecuentes en el pensamiento de Samper. A propósito de su convicción, tan firme, de que existe un derecho natural, hay que observar que al hacer la crítica de lo que él llama «el criterio moral», valiéndose de una distinción entre leyes de la naturaleza y ley natural, rechaza de plano la idea del derecho natural: «En plural, la expresión se refiere a fuerzas o potencias que residen en toda la naturaleza, cuya acción se patentiza de muy diversos modos, y que sólo se conocen por medio de la observación y análisis de los hechos, mientras que la expresión en singular, se refiere a la teoría puramente sintética de los antiguos filósofos y jurisconsultos romanos, que definían la ley natural diciendo: es la razón esculpida en el corazón humano. Definición errónea —agrerga enfáticamente Samper— bajo todos los conceptos, como puede comprobarlo el más ligero análisis de los hechos» (Ciencia, pág. 15). La distinción anterior existe científicamente, pero la segunda parte de este párrafo está en abierta contradicción con la idea expresa y tácitamente sostenida en su obra, de que existe un «derecho divino, eterno, metafísico, casi indiscutible», derecho que llama expresamente derecho natural. Que Samper crea que el derecho natural sostenido por él es diferente al de la tradición clásica, no modifica su posición contradictoria (véase Ciencia, pág. 129 y ss.).
+[252] Derecho público interno de Colombia. Historia crítica del derecho constitucional colombiano desde 1810 hasta 1886, 7ª ed., Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, 2 vols. Lo citaremos como Derecho público.
+[258] Ob. cit., pág. 228. En las discusiones que tuvieron lugar con motivo de la expedición de la Constitución colombiana de 1886, Samper sostuvo, frente a la impugnación de Miguel Antonio Caro, la tesis del sufragio calificado contra la del sufragio universal. Es extraño aparentemente que Caro, que representaba un tipo de pensamiento tradicionalista, que tenía de la sociedad un concepto opuesto al de la concepción liberal clásica, sostuviese el punto de vista del sufragio popular frente a Samper, que lo rechazaba. Pero en el fondo no existía contradicción ni en uno ni en otro, ni había en sus respectivas actitudes nada paradojal. La defensa que hacía Samper de las calidades que debían exigirse al elector se basaba precisamente en una idea propia del racionalismo, la idea de que la cultura científica, cuya encarnación más elemental era el saber leer y escribir, daba al individuo mejor juicio y capacidad para juzgar los problemas del Estado. En cambio, Caro, al sostener que inclusive un hombre iletrado podía tener buena capacidad de juicio sobre los problemas políticos y al rechazar el conocimiento de la lectura como algo que podía dar lugar a jerarquías, defendía una concepción de la sabiduría humana basada en la experiencia, en la índole de la persona, en su moralidad —que tampoco podía tener origen intelectualista—, era consecuente con su concepción personalista e historicista del hombre y de su desarrollo. Véase infra, nuestras consideraciones sobre la idea del Estado en Miguel Antonio Caro. La idea personalista de la democracia, de origen cristiano y ascendencia española, se enfrentaba a la concepción individualista del liberalismo moderno. La persona se entiende como el ser moral de cada hombre y sus expresiones espirituales únicas, y el individuo, como la simple unidad numérica que hace parte de un todo.
+EN LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO político colombiano, Miguel Samper es quizás el representante más puro del liberalismo clásico, es decir, de la forma que había alcanzado el liberalismo europeo a mediados del siglo XIX. En ninguno de sus contemporáneos, además, se dio en forma tan completa la correlación entre los ideales políticos y económicos del liberalismo y la conciencia burguesa como expresión de la clase media comerciante. En ninguno como en él, por las mismas razones, es tan fácil seguir las vicisitudes del liberalismo moderno y sus contribuciones a la civilización política.
+Las líneas generales de su pensamiento fueron claras, su estilo de escritor, directo y sobrio, y su propia vida, un modelo de lealtad a la forma de vida burguesa en la mejor acepción de este concepto. El contraste que ofrece con el pensamiento, la vida y la obra de su hermano José María Samper, es muy ilustrativo. Mientras en este se da una personalidad que cambia de ideas, de estilo y forma de expresión, de actividades y profesiones, de actitud política y de convicciones filosóficas, en Miguel Samper vemos una vida que se dibuja con toda claridad desde su juventud y que evolucionará de acuerdo con la ley de desarrollo de su personalidad hasta lograrse plenamente en la madurez. Todo contribuyó a dar a estos dos espíritus formas de evolución muy divergentes. En primer lugar, los contactos intelectuales de juventud y la misma actividad profesional. Ambos fueron abogados universitarios, pero mientras José María se dedicaba al periodismo y a la política militante, Miguel se hacía hombre de negocios al lado de su suegro, el señor Brush, súbdito británico que había venido a América a luchar por la libertad del continente y, a buen seguro, a buscar oportunidades para el comercio británico. A través de él debió iniciar Miguel Samper el contacto con las costumbres y el pensamiento ingleses, contacto que no abandonaría nunca y que fue decisivo para su educación personal y política. De la profesión de comerciante, del comerciante como aquel tipo ideal que habían formado las viejas civilizaciones burguesas, Samper adquirió las virtudes que caracterizaron su vida, que le dieron relieve y le ganaron respeto entre sus conciudadanos: sobriedad casi puritana, exactitud y honradez, espíritu de trabajo, objetividad para juzgar las situaciones, sentido de transacción y tolerancia, ponderación en todos los actos de la vida, religiosidad y temor de Dios, conocimiento de los hombres y espíritu mundano[260].
+Como ninguno de sus compañeros de generación, quiso Miguel Samper educar a sus conciudadanos en el decálogo de la ética del burgués clásico y mostrarles las virtudes del trabajo, la moderación y la energía individuales como soluciones para los problemas públicos y privados. Alguna vez manifestó que le causaban horror las riquezas improvisadas y expresó su menosprecio por los pueblos que en la historia han edificado su grandeza sobre algo diferente del diligente trabajo de sus hombres: «Me han entusiasmado poco las glorias de los romanos, a quienes he tenido por el pueblo más parásito del mundo —dice en su Ensayo sobre la miseria en Bogotá— por haber arrebatado a este su libertad y su riqueza. Me pasa lo mismo aun con Grecia, y en general con todo pueblo en donde la esclavitud doméstica y la guerra hayan sido la base de las costumbres industriales. Mas debo extrañar que un defensor de las artes manuales[261] no sea en esto de mi opinión, cuando en Roma aun los plebeyos las tenían en desprecio. El que desprecia las artes no puede ser un verdadero republicano, porque no será, de seguro, partidario de la igualdad bien entendida, que es la que permite levantar con altivez la frente a todo el que vive de su trabajo».
+Este puritanismo de viejo estilo burgués no era aconsejado únicamente como programa privado, sino también como paradigma de estilo político. A la manera de los liberales clásicos, Samper pensaba que el mejor de los Estados y el más ideal de los gobiernos es aquel que gasta poco y mantiene en orden sus finanzas, lo que, en otras palabras, quiere decir Estado que perciba pocos impuestos y tenga funciones económicas muy escasas. Sobre todo el lujo y los gastos suntuarios le estaban prohibidos a un Estado probo que supiera guardar los límites justos de su actividad. Nada, pues, de monumentalidad ni grandeza, ni boato ni pompa principesca y nobiliaria, porque todo esto conduce al Estado leviatán y a la especulación financiera gubernamental. De ahí que uno de los aspectos más negativos que encontraba en la política monetaria de emisiones limitadas o régimen de papel moneda, sistema usado frecuentemente por los gobiernos colombianos de su tiempo, era que paralizaban el ahorro y conducían al gasto suntuario permanente: «Bajo el régimen de papel moneda, el signo de esa riqueza, cuando no se posee en cantidad suficiente para fijarlo en algo que no esté a la merced del incesante vaivén del cambio, se mira apenas como equivalente de un goce inmediato y se invierte en satisfacerlo. No es, por consiguiente, extraño que el lujo y la disipación sean hoy el azote de nuestra capital»[262].
+Antes hemos dicho que ningún escritor colombiano de la segunda mitad del siglo XIX sostuvo con mayor pureza la concepción liberal del Estado como Miguel Samper, y ahora debemos agregar que en ninguno como en él se producía tan clara la contradicción interna de una doctrina que afirmaba la posibilidad del equilibrio automático de los intereses económicos encontrados, al tiempo que aceptaba que en el plano político esas oposiciones justificaban la existencia del Estado como fuerza superior capaz de armonizarlos.
+En el caso de Miguel Samper, estas dos posiciones antitéticas se hacían más visibles por razón de su educación personal. Como economista, se había formado en la escuela de Jean-Baptiste Say, al lado de Ezequiel Rojas, al paso que su formación política la debía sobre todo a la influencia inglesa. De ahí que en economía sostuviera un rígido liberalismo, que se apoyaba en una concepción armonista y naturalista de la sociedad, y en política predicase la tolerancia, el compromiso y una total eliminación de dogmas y sistemas.
+Como era el caso de los liberales clásicos, Samper consideraba la sociedad esencialmente como sociedad económica y por eso pensó los problemas referentes al gobierno y a la política con relación a la imagen ideal que se había formado del mundo económico. Puesto que la economía reposaba sobre leyes naturales inconmovibles, tan rigurosas, armónicas y perfectas como las leyes de la astronomía y de la física, cualquier perturbación introducida por el hombre, especialmente cualquier intervención del Estado contraria al funcionamiento de ese mecanismo perfecto, era considerada por él como contraproducente y perjudicial: «La estructura natural de la sociedad, bajo su aspecto económico, reposa en mi concepto sobre estos hechos: Primero. El hombre nace con necesidades de diverso género, entre las cuales están las que lo obligan a alimentarse, vestirse y abrigarse a sí mismo y a su familia, y muchas otras que no puede satisfacer legítimamente sino por medio del trabajo. Es un derecho incontestable en el hombre el de consagrar sus facultades a producir aquello con lo cual puede satisfacer sus necesidades. Segundo. El derecho de producir no bastaría por sí solo si no fuera acompañado del de consumir, o de aplicar a su objeto los resultados del trabajo o de la producción. Tercero. Siendo un hecho universal el de que ningún hombre produce directamente por sí solo todos los bienes que necesita consumir, y que le es más provechoso consagrarse exclusivamente a un solo género de producción, se sigue forzosamente la necesidad, y por consiguiente el derecho, de cambiar lo que produce su trabajo por lo que sus semejantes han producido. Cuarto. En el estado social, que es el verdadero estado natural del hombre, estos hechos, producir, consumir, cambiar, y los consecuenciales de ahorrar, acumular y progresar, no se verifican sin riesgo de que los parásitos quieran arrebatar lo suyo a los trabajadores, de donde ha nacido la necesidad de crear una fuerza común, que es el gobierno, para proteger los derechos, es decir, para defender a los que producen, cambian, consumen, ahorran, acumulan, etcétera, etcétera, contra todo el que quiera estorbar el ejercicio de esas actividades. Quinto. El hombre, desde su aspecto industrial, no es ciudadano sino del mundo, es decir, que el género humano es solidario en industria y en cambios. En efecto, las latitudes, los climas, la topografía, las corrientes atmosféricas y marítimas, la diversidad de objetos sepultados por la naturaleza en las entrañas de la tierra o en el seno de los mares; la fauna, las producciones del reino vegetal, y, en fin, todo lo que constituye esta espléndida y armoniosa mansión que el Creador nos ha dado, es el vasto campo de la actividad industrial y de los cambios»[263].
+Mas no obstante este armonismo económico, el Estado resulta necesario para restaurar el equilibrio social cuando este es perturbado por los parásitos sociales en detrimento de quienes participan de la actividad económica como propietarios, productores o consumidores: «De este consejo del buen sentido —dice, refiriéndose a la doctrina del laissez-faire— se han sacado consecuencias que lo desvirtúan llevándolo del terreno económico al político y extendiendo su significado a cosas en que ni aun soñaron sus autores. En lo político, la inteligencia literal de aquel consejo sería la negación de todo orden, y en lo económico, la privación de todo el bien que la comunidad misma se puede procurar bajo la acción y dirección del gobierno»[264]. Es decir, que su sentido político realista lo llevaba a colocarse en contradicción con sus convicciones económicas, al rechazar no sólo la extensión del principio del laissez-faire al campo político, sino también al proclamar la necesidad de una interpretación «no literal» de dicho principio en el propio campo de la actividad económica. Las conclusiones casi anarquistas, contrarias a la existencia de un gobierno activo e interventor que de dicho principio sacaban muchos de sus contemporáneos radicales, se le hacían inaceptables y eran contrarias a su sentido de la realidad y a su lucidez política.
+Samper aceptaba, pues, la necesidad de la acción rectora del Estado. Pero exigía que ese Estado tuviera límites en sus actuaciones frente al individuo. Había leído a Tocqueville y a John Stuart Mill, y, además, por su propia experiencia se daba cuenta de que un Estado moderno, empresario en economía y carente de límites en cuanto a su radio de actuación política, conduciría a la omnipotencia gubernamental y a la eliminación de la libertad personal, no sólo en el plano económico, sino también en el moral y espiritual. A propósito del gusto por la burocracia y de la tendencia de los hispanoamericanos a vivir de los gajes del gobierno —fenómeno que según su opinión era una de las herencias de la organización colonial española que las nuevas naciones debían combatir—, y criticando la multiplicación y poder creciente de los funcionarios, citaba las siguientes palabras de Tocqueville:
+«Los progresos de la igualdad, entendida como se ha predicado entre nosotros, y la rapidez impresa al movimiento descentralizador desde que se expidió la ley del 20 de abril de 1850, que terminó en la federación, han venido a dar fuerzas colosales a estos elementos [los burócratas] hasta llegar a convertirse ellos en irresistibles poderes sociales, capaces de sojuzgar los estados más civilizados. El nivel intelectual, y sobre todo el moral, de las clases dominantes, ha ido descendiendo a medida que la igualdad política se ha extendido. Si a la vez que las condiciones se igualan, ha dicho Tocqueville, las luces quedan incompletas a los espíritus tímidos, o si el comercio y la industria, detenidos en su desarrollo, no ofrecen sino medios difíciles y lentos de hacer fortuna, los ciudadanos desesperan de mejorar por sí mismos su suerte y acuden tumultuosamente al Estado en busca de sostén. Vivir a expensas del tesoro público parece ser, si no la única vía que tienen, a lo menos la más fácil y cómoda para salir de una situación que ha dejado de satisfacerlos: la caza de empleos se convierte en la más persistente de las industrias». «A esto pudiera agregarse —continúa Samper— que si el tesoro público no parece bien provisto, la caza de impuestos, de gajes extraoficiales y del sufragio popular convenientemente falsificado, contribuirán a que tal industria se conserve floreciente. No tan solo se llama parásito el que se alimenta del trabajo ajeno, trasmitido por la donación; también lleva el nombre de parasitismo esta otra industria; parasitismo audaz, de animal carnívoro, que arrebata a todas uñas la presa»[265].
+No sólo por esta razones era temible el desarrollo del Estado moderno. También la teoría de la voluntad popular como base de la democracia llevaba en su seno los gérmenes del Estado omnipotente, y Samper, por propia observación y por la influencia de Mill, expresaba sus temores a este propósito. La democracia no puede consistir en el dominio ilimitado del mayor número, sino en la aplicación a todos por igual de la ley, y en la igualdad de oportunidades brindadas a la energía individual del hombre de trabajo. La democracia, sostiene, siguiendo en esto a Stuart Mill, más que el sistema de la imposición de las mayorías sobre las minorías es el sistema que asegura la defensa de estas: «Para quienes piensan de acuerdo con la ley del número, los derechos de las minorías no son derechos, o si lo son, su calidad es muy inferior. Así la cuestión de derechos es de pura aritmética; porque basta contar el número de los individuos que los alegan, y hecha la adición, allí donde haya más pares de puños habrá mayor derecho. De esta fuente salen también los derechos de muchos que van o que deben ir a los presidios». Y luego agrega: «Hombres y escritores honrados han sido conducidos a emplear semejante principio de razonamiento, porque han aceptado, sin bastante reflexión, la doctrina de que las leyes que rigen las sociedades humanas no son otra cosa que la expresión de la voluntad general, que los jurisconsultos consideran en seguida como la fuente de los derechos. El significado de las palabras ley, sanción y derecho queda así sometido a una lamentable confusión de ideas, de la cual han nacido los famosos cuanto deplorables sofismas de Rousseau, y los infinitos atentados cometidos de buena fe en los países republicanos, cuando para establecer el derecho no se tiene en cuenta la naturaleza buena o mala de los hechos en que se hace consistir»[266].
+Es decir que Miguel Samper, como su hermano José María, fue un liberal que vio con claridad que la libertad y el derecho no coincidían, o por lo menos, no coincidían necesariamente con la democracia, entendida esta como un sistema político basado en la voluntad de las mayorías, y que aquellas dos conquistas de la civilización política, contra la lógica interna del mismo liberalismo, paradójicamente tenían que defenderse con argumentos no liberales y no democráticos, pues la defensa de las minorías sólo podía basarse en la idea de que la razón puede estar de parte de los menos cuando estos son los mejores. La idea de que el derecho debe abarcar a las minorías podía defenderse aceptando la teoría de su existencia objetiva, como lo había hecho la escuela del derecho natural, que el liberalismo clásico expresa o tácitamente había acogido en su seno, es decir, rechazando la opinión de que es la voluntad humana, o en su caso el Estado, la que crea el derecho; pero el derecho de las minorías a conducir el Estado, a participar en la dirección del gobierno, sólo podía establecerse, como lo hicieron siempre las concepciones aristocráticas del gobierno, sobre la base de dar valor a los elementos que diferencian, y no a los que igualan, tales como la experiencia personal, la tradición, la capacidad individual, en una palabra, prefiriendo todos aquellos elementos ajenos por su esencia a la concepción racionalista de la personalidad que tenía el liberalismo.
+Como resultado de la influencia inglesa no menos que como fruto de su inteligencia realista y de su temperamento de hombre tolerante, este espíritu sostenedor del dogma del liberalismo económico fue uno de los mayores adversarios de la política doctrinaria, es decir, de aquella política que se basa en la pretensión de llevar a la práctica un sistema cerrado de ideas consideradas como invariables y universalmente válidas. La esencia de la civilización política —sostenía Samper— no está en andar tras los programas y los partidos, sino en saberse decidir por la mejor solución para un problema público inmediato y por los mejores hombres para dirigir el gobierno. Hay que hacer la política alrededor de los hombres y no de las consignas y de los sistemas, y es esta la única forma de libertar al ciudadano del sectarismo y de darle oportunidad para que ejercite la función del sufragio en forma verdaderamente libre y útil para el funcionamiento del Estado. En un ensayo lleno de observaciones sagaces sobre la historia política y social de Colombia, proclamó la necesidad de formar en la nación una opinión pública en contraposición a una opinión partidista[267], para que la sociedad, liberada de la camisa de fuerza de los partidos, pudiese votar por los hombres y se acostumbrara sin quebrantos a las fluctuaciones en la dirección del Estado y adquiriese el «espíritu de compromiso indispensable a la alta política y necesario para vencer el sectarismo». Para llegar a esa situación de civilización política, Colombia tendría que liberarse de cinco grandes obstáculos, de cinco tradiciones cuyos orígenes se remontan a la herencia política que España dejó a los pueblos hispanoamericanos. Tales eran: el sistema, la causa, el mameluco, el caudillo y el precedente[268].
+Faltos de una verdadera educación y tradición de hombres de gobierno y de auténtico sentido político —afirmaba—, los hombres de la Independencia se plantearon programas basados en ideas absolutas, de autoridad fuerte los unos, de libertades absolutas los otros. Veían el mundo político en forma de antítesis irreconciliables y pensaban en forma lógica con sus principios, con lo cual se crearon los sistemas y se desarrolló un culto fetichista por ellos. El sistema justificó crímenes y sirvió de medida para establecer la libertad y la traición, y con el tiempo se convirtió en el equivalente a los programas de los partidos políticos. El caudillo, en un principio exclusivamente militar, se hizo con el tiempo civil pero conservó los mismos hábitos y la misma influencia. Es el jefe del partido triunfante, Supremo Magistrado de la República y Pontífice Máximo. Como jefe reparte gracias entre los vencedores; como magistrado distribuye, o hace distribuir empréstitos, suministros y multas; las expropiaciones de periódicos, las expatriaciones y todo lo demás que forma el patrimonio de los vencidos; como Pontífice Máximo promulga dogmas, lanza excomuniones y trasmite al pueblo los sagrados oráculos en mensajes y discursos inaugurales»[269]. «La causa es una modalidad del sistema y de los programas. La causa sagrada es rígida y sirve como frontera de las categorías de amigo y enemigo. La causa toma un nombre —por ejemplo se llama revitalización, restauración, regeneración, etcétera—, tiene su séquito de servidores, sus mamelucos y paga sus servicios. Finalmente los sistemas, las causas, los caudillos y los mamelucos encuentran justificación para todo en los antecedentes. Las fechas, las fechorías, los decretos, las leyes, las circulares, los actos todos que se ejecutan en defensa de la causa vencedora van abasteciendo los parques de la causa vencida y así se continúa en una cadena sin fin. El servicio a la causa finalmente elimina toda noción de responsabilidad personal, toda posibilidad de convivencia social y, a decir verdad, toda manifestación de auténtica inteligencia política»[270].
+[260] Para detalles biográficos, véase a Carlos Martínez Silva, «El gran ciudadano», en Escritos varios, Bogotá. 1954, pág. 173 y ss. También pueden consultarse nuestras consideraciones sobre «Valoración de la herencia espiritual española».
+[261] Samper se dirige a un artesano bogotano en una de sus numerosas polémicas públicas sostenida alrededor del tema de la protección a la industria nacional y el libre cambio («La miseria en Bogotá», en Escritos económico-políticos, Bogotá, 1925, t. I, pág. 119).
+[262] «Retrospecto», en Estudios político-económicos, ed. cit., t. I, pág. 147. En una página que es un verdadero cuadro de costumbres, Samper censura la construcción de un teatro para ópera, el excesivo boato de las bodas, el uso de joyas, el consumo de licores importados y el juego (Ibidem, pág. 149 y ss.).
+ALREDEDOR DEL AÑO DE 1870 comienzan a surgir en Colombia las primeras críticas sitemáticas a la idea liberal del Estado, que, como hemos visto, había dominado en el pensamiento político colombiano desde principios del siglo. Tales críticas tienen un doble telón de fondo. Por una parte, la nación había vivido tres décadas de continua desazón social y política que algunos escritores atribuían a la falta de congruencia con la tradición nacional de las instituciones jurídicas y políticas ensayadas en aquellos años, todas ellas de contenido liberal clásico. De otro lado, la crisis de la conciencia europea que siguió a la Revolución francesa y el conjunto de fenómenos que la acompañaron, tales como la propagación del pensamiento científico, la disminución del sentimiento religioso, los problemas propios del industrialismo, la presencia de las masas y el socialismo, etcétera, tuvieron su obligado reflejo en América y en Colombia.
+Desde comienzos del siglo XIX aparecieron en Europa varias manifestaciones del pensamiento político, de matiz tradicionalista, romántico y conservador, cuyo denominador común era su reserva, cuando no su abierta hostilidad a los resultados de la Revolución y a las bases filosóficas de la idea liberal del Estado. Coincidían en esto corrientes del pensamiento político de las más diversas procedencias y los más diversos propósitos. Tradicionalistas como Joseph de Maistre y Louis de Bonald en Francia, o como Burke en Inglaterra y Donoso Cortés en España; revolucionarios como Karl Marx o socialistas como Saint-Simon; filósofos positivistas como Auguste Comte y Stuart Mill; historiadores como Burckhardt y Alexis de Tocqueville y altos exponentes del pensamiento católico como León XIII, encontraban puntos de contacto al hacer el balance de los resultados de la triple revolución social, económica y política que llegaba a su plenitud a mediados del siglo.
+Las ideas que constituían la concepción liberal de la sociedad, o que en alguna forma servían de fundamento a sus tesis, fueron sometidas a una revisión minuciosa de carácter histórico y teórico. Se comenzó a dudar de la bondad del principio del sufragio universal y de la idéntica capacidad que pudieran tener los hombres para juzgar lo que era adecuado o inadecuado para organizar un orden social y político óptimo. Se vio que en la práctica la elección de los representantes del gobierno y la decisión en pro de unas o de otras ideas políticas podía ser influida por la propaganda y la sugestión, y se hizo notar que el asentimiento racional era una base precaria para el prestigio de las instituciones; que la tradición, la fe y el sentimiento de reverencia podían constituir más sólidos soportes de la cohesión social. Por ende, el principio de la voluntad de las mayorías comenzó a ser blanco de la crítica y pronto se vio que no coincidía necesariamente ni con la libertad para todos, ni con la democracia, ni con la vigencia del orden jurídico ideal con que había soñado el liberalismo.
+Burckhardt, Tocqueville y Stuart Mill pensaban que el mayor peligro para la libertad personal lo constituían precisamente las exigencias y la voluntad de las masas, y que la democracia, como un sistema de protección a las minorías, como garantía del derecho a disentir del gobierno y a ejercitar la oposición política, tendría muy pronto que defenderse contra esa voluntad omnipotente.
+Por otra parte, el armonismo, el optimismo y el individualismo sociales en que se apoyaba la idea de un Estado con un mínimo de poderes decisorios y limitado a tareas políticas excesivamente restringidas fueron abandonados paulatinamente al verse en la práctica que, tras un transitorio auge, en lugar del equilibrio social automático surgían nuevos y más agudos antagonismos y conflictos. En lugar de la justicia, la evolución espontánea de los procesos económicos producía injustas y peligrosas desigualdades. La economía moderna en lugar de marchar por sí sola requería la acción continuada y más intensa del Estado como fuerza política rectora. Pronto se vio que las fuerzas puestas en marcha por la revolución industrial y por el triunfo del liberalismo político conducirían no al equilibrio ni a la reducción de los poderes del Estado, sino a la concentración del poder en pequeñas élites económicas y al Estado superpotente, y que la neutralidad religiosa y moral de este que se había considerado como una garantía del fuero íntimo de las personas, sólo había hecho sus poderes más opresivos para la vida espiritual de los individuos. Las nuevas corrientes del pensamiento político se orientarían no en el sentido de eliminar el Estado y el poder como fuerzas ordenadoras de la sociedad, sino en el de dotarlos nuevamente de un contenido religioso y moral.
+Al finalizar el siglo XIX y en las primeras décadas de la presente centuria, se fue haciendo cada vez más claro que todas las corrientes del pensamiento político y social, que todas las direcciones del análisis histórico y antropológico coincidían en aceptar una crisis de la idea liberal de la sociedad, del hombre y del Estado.
+El pensamiento político colombiano no podía quedar al margen de toda esa problemática ni evitar las influencias de las más conspicuas figuras que en Europa se empeñaban en esa faena de análisis, rectificación y búsqueda de nuevos rumbos. Y en efecto, las ideas tradicionalistas de De Maistre dejaron hondas huellas en el pensamiento de Miguel Antonio Caro; las tesis social-católicas de las encíclicas papales de León XIII sirvieron de norma a la crítica del liberalismo ensayada por Rafael María Carrasquilla, y los temores sobre los resultados de la propia dialéctica del pensamiento liberal expresados por Tocqueville y Stuart Mill encontraron sus resonancias en la obra de Miguel Samper, Sergio Arboleda y Rafael Núñez.
+Desde luego no se trataba únicamente de hacer una crítica negativa del liberalismo y sus instituciones típicas, sino de buscar una síntesis que superase sus fallas conservando aspectos suyos que se consideraban como conquistas objetivas de la civilización occidental o se tenían como supuestos inmodificables del progreso social[271].
+La crítica del liberalismo no podía ser absoluta ni traspasar ciertos límites, porque al traspasarlos podía encontrarse con el Estado totalitario moderno y con todas las formas de alienación de la persona propias de una sociedad regida por un Estado omnipotente. Las nuevas tendencias del pensamiento político reprochaban al liberalismo clásico su subestimación de la función moral del Estado, pero no podían estar dispuestas a que el Estado impusiera con su fuerza coactiva un ideal moral. Querían reforzar sus funciones, pero sin anular la iniciativa y el papel de la persona individualmente considerada; proclamaban la calidad de organismo de la sociedad, y por tanto una concepción social más solidaria de las relaciones entre los diferentes sectores del trabajo, pero tenían que evitar una política de igualación mecánica, de uniformación de gustos, actitudes y formas de expresión del hombre, es decir, un proceso de masificación. Aspiraban a rectificar los conceptos de la economía clásica y a sustraer el trabajo, la propiedad y la riqueza del dominio de las leyes mecánicas del mercado libre, pero no podían ir hasta un límite que pusiese en peligro la propiedad individual y la libertad de ocupación, disposición y consumo. En una palabra, tenían que encontrar la fórmula que equilibrase las grandes oposiciones y tensiones de la sociedad moderna: persona y comunidad, Estado e individuo; libertad individual y derecho social, organización y espontaneidad. Si lo específico de la historia social del mundo occidental podía resumirse en la fórmula de perfección personal a través del medio propio del hombre, la sociedad, la tarea del pensamiento político consistiría en encontrar el camino para cumplir ese ideal en las condiciones de una sociedad industrial, tecnificada y de masas, sin lugar ya para la exclusión de ningún grupo de la actividad social.
+El problema que se presentaba al pensamiento político colombiano del siglo XIX y que vieron con gran claridad hombres como Sergio Arboleda, Miguel Antonio Caro, Núñez o Carrasquilla era menos dramático, pues se trataba de una sociedad menos compleja, que no había alcanzado el grado de desarrollo de las sociedades europeas industrializadas, de las verdaderas sociedades de masas, pero no por eso dejaba de contener in nuce los mismos dilemas y la misma trascendencia en el campo teórico general y en la suerte de la nación, en particular. Pero además de los hechos circunstanciales existían dos motivos para que el problema de la crítica del liberalismo se convirtiera en el centro del pensamiento político nacional. El uno era de carácter teórico; el otro, de naturaleza histórica. La concepción liberal del Estado se presentaba como una teoría política general, es decir, como una concepción de la sociedad y de los métodos más adecuados para resolver sus problemas, o en otros términos, el liberalismo aspiraba a constituir una ciencia política o, si se quiere, a ser la ciencia política en sentido estricto. Por este aspecto, tenían que habérselas con él quienes por razón de su posición política o por sus actividades teóricas y especulativas tenían un papel dirigente en la sociedad. De otro lado, la historia política de España y la concepción española de la vida política y del gobierno, tan originales y propias ambas, parecían indicar que España y las sociedades americanas modeladas por ella en tres siglos de dominio imperial eran refractarias a las concepciones y métodos políticos propios del liberalismo moderno. Había, pues, que investigar en qué residía esa incompatibilidad, ese desajuste crónico entre la estructura impulsiva y espiritual del español y del sudamericano y las instituciones jurídicas que pretendían dar forma y cauce a su actividad política. Esa fue precisamente la tarea que se impusieron cuatro escritores colombianos del siglo pasado, a saber: Sergio Arboleda, Miguel Antonio Caro, Rafael Núñez y Rafael María Carrasquilla.
+A más de la consideración general de las fallas del liberalismo como concepción general del Estado y de la política, su actitud crítica tenía todavía otras dos raíces: la influencia de la idea inglesa de la política como arte ajeno a las concepciones ideológicas, en Núñez, y la incompatibilidad del liberalismo con las ideas católicas, en Carrasquilla, Arboleda y Caro. El tema del liberalismo y su crítica no era, por lo tanto, ajeno a la realidad política nacional, ni algo que surgiera de pasajeros fenómenos de imitación y de moda. Surgía de la propia historia nacional y de las necesidades urgentes e inmediatas de la sociedad colombiana, y por las mismas circunstancias, las soluciones que se originaron de esa continuada reflexión sobre la estructura de la sociedad y la forma ideal del Estado, llevarían el cuño de los hombres que las produjeron y de la tradición histórica en que estaban insertas, es decir, de las corrientes del pensamiento hispano-cristiano-occidental. No fueron ni una copia ni un simple eco del pensamiento europeo, sino un esfuerzo por dar una respuesta adecuada y hasta cierto punto original a los problemas políticos de la nación, aunque en ella hubiese los inevitables puntos de contacto que necesariamente debían existir entre quienes se ocupaban en un problema común a todas las sociedades de Occidente.
+«La anarquía que hace medio siglo atormenta las naciones hispanoamericanas es un hecho tan grave, que ha llamado seriamente la atención de los hombres que en uno y otro continente se interesan por la suerte de la humanidad y se ocupan en el estudio de las causas que producen el malestar político y la desorganización social de los pueblos. Unos y otros convienen, desde luego, en que todas las naciones han tenido que pasar por largos periodos de desastres para alcanzar una organización política más o menos perfecta, o para hacer triunfar los principios de libertad y orden, y que pocas son las verdades que no hayamos recibido de manos del verdugo, compradas al precio de la sangre y los horrores de las contiendas civiles, pero la anarquía de las repúblicas hispanoamericanas, se agrega, ha sido del todo estéril en resultados políticos y sociales: perdidas en un laberinto de desgracias y de crímenes, no han conquistado una sola verdad política ni vislumbrado un principio cuya luz las dirija en el lóbrego abismo de odios y de sangre en que día por día parecen hundirse más y más.
+«¿Cuáles son las causas de esta anarquía y cuáles los medios de ponerle término? Los políticos de Europa, sin cuidarse de estudiar el carácter de nuestra revolución ni el de los pueblos que la sufren, ofuscados tal vez por la luz de la civilización que los rodea, sin más datos que la prolongación de las discordias intestinas y el ruido de los combates, asientan con tono magistral: que la raza bárbara, mezcla de todas las razas que pueblan hoy la América, adolece de señalada incapacidad para las ocupaciones útiles y no podrá constituirse en naciones libres y bien gobernadas»[272].
+En esta forma enunciaba Sergio Arboleda el problema central que lo movió a escribir su libro La república en América española, obra que constituye un ensayo de interpretación sociológica e histórica de la realidad colombiana, aunque las constantes alusiones y comparaciones con hechos y fenómenos de otras naciones del Continente le dan también un valor americano.
+A la pregunta por las causas de la inestabilidad social de las nuevas repúblicas, Arboleda da una de las respuestas más originales que se dieron en Colombia, y quizás en América, en el siglo pasado. Las nuevas naciones, según se desprende de su penetrante análisis, quedaron con una falla estructural en su vida al darse una organización institucional y jurídica que rompía con su pasado y estaba en desarmonía con las características más marcadas de su ser espiritual. La constitución política de los nuevos Estados tomó como modelo la organización constitucional de los Estados Unidos, primero, y más tarde trató de modelarse toda la legislación y la orientación política sobre la base de la tradición revolucionaria francesa. No se contentaron las nuevas naciones con hacer una trasformación política, es decir, con conquistar su independencia de España, sino que llevaron adelante una revolución que abarcó todos los órdenes de la vida, porque fue revolución política, social, económica y religiosa. Esta última, que consistió en dar a unos pueblos católicos unas instituciones de origen protestante, fue por cierto la de mayores alcances y más perturbadores efectos, porque para Arboleda la fe católica fue la verdadera formadora de los pueblos americanos y sus principios los que definen sus actitudes y sentimientos, es decir, su cultura. Pero antes de exponer sus ideas, hagamos una indicación sobre el método seguido por Arboleda en su ensayo de comprensión de la historia nacional.
+La república en América española fue escrita cuando el positivismo estaba en pleno auge en el pensamiento hispanoamericano y cuando la mayor parte de los ensayos de interpretación de la realidad continental llevaban la huella del factor raza y el factor geográfico, o de una combinación de ambos. Sin embargo, puede decirse que en Colombia penetró poco profundamente el positivismo y que, si exceptuamos el Ensayo sobre las revoluciones políticas de José María Samper, durante el siglo XIX no se escribió ninguna obra orgánica en que los hechos sociales y culturales se explicasen unilateralmente por la intervención de hechos naturales. Arboleda, en cambio, acoge sin reservas la interpretación providencialista de la historia en una versión que está muy cercana al armonismo racionalista de la teodicea de Leibniz y que, por otra parte, tiene como fuente inmediata la obra de Donoso Cortés sobre la crisis política europea producida por la triple acción del protestantismo, el liberalismo y el socialismo. La idea que sirve a Arboleda de hilo conductor, de método para su interpretación de la historia de América y de Colombia, y para su crítica a la concepción liberal del Estado, es la creencia en que la noción que un pueblo tiene de Dios y de su relación con el hombre y el mundo es la única que puede decirnos lo que sea su cultura y darnos la esencia de sus instituciones sociales, políticas y económicas. En este sentido Arboleda piensa que todo problema humano es en el fondo un problema teológico y que la exégesis de la historia es una interpretación de la voluntad divina. Para introducirse en el análisis de la crisis americana posterior a la Independencia, o al problema de la anarquía, como se enunciaba entonces el gran problema sociológico del pensamiento americano, decía lo siguiente, que constituye la generalización del concepto de que las ideas religiosas constituyen la clave para la interpretación de la historia y la cultura:
+«Nada importa más, por tanto, para remediar el mal, que estimar en su justo valor la causa de que procede. A tal fin, vamos por nuestra parte a cooperar con nuestro grano de arena. Pues que se desconoce toda fe, se proclama la indiferencia y se persigue al catolicismo, se hace preciso examinar si el sentimiento religioso y la creencia son esenciales al hombre y a la sociedad; si es posible al legislador prescindir de un elemento como el religioso, tan íntimamente relacionado por lo social, civil y político con la gobernación de los pueblos, y si el catolicismo puede ser extrañado de las Constituciones de las repúblicas americanas, sin anarquizarlas y disolverlas. Hoy se hace necesario recordar y hasta demostrar verdades que deben ser vulgares en todo pueblo cristiano. Quizás se nos tachará de teólogos; porque cuando el hombre se llama soberano, suele tener por traición que se reconozca y acate la autoridad de Dios. Ojalá lo fuéramos; ojalá no hubiéramos sido educados cuando Holbach, Condillac, Bentham y Destutt de Tracy habían reemplazado en nuestros colegios al Ángel de las escuelas. Pero aunque no seamos teólogos, ¿cómo nos será posible pensar ni hablar en el objeto que nos ocupa sin tropezar con Dios, cuya idea es la primera que surge en nuestro espíritu desde que lo alumbran las primeras luces de la razón? Medítese lo que es el hombre y lo que ha debido ser en su origen, y se tocará por todas partes con la teología. En efecto, la conciencia de su espiritualidad y de no deberse a sí mismo la existencia, despierta instintivamente en él un sentimiento profundo de veneración, amor y gratitud por un ser superior cuyo poder, grandeza y bondad se revela en las obras de la creación y en las próbidas leyes que la rigen. Cuanto suscita en el alma la idea de lo bello, de lo inmenso, de lo infinito y de lo eterno; todo lo que la impresiona por sublime, sea en el orden material, sea en el intelectual, sea en el moral; lo sublimemente grande, lo sublimemente expresivo, lo sublimemente heroico o tierno; todo lo que halla admirable por su armonía o incomprensible ora por su grandeza, ora por su pequeñez, le arrebatan fuera de sí mismo y le obligan a posternarse extasiado ante ese factor supremo, soberano… El sentimiento religioso es, pues, el primero que se desarrolla en el hombre; el más fuerte de cuantos abriga su corazón; el más general en la humanidad y el que impera y domina sobre todos los demás sentimientos. Como lo ha dicho un célebre pensador cristiano, el hombre es un animal religioso, y el único que lo es; la religiosidad es la primera de sus leyes. De aquí que la historia de todas las naciones empiece siempre por su vida religiosa, y que esta haya aparecido dondequiera, antes que la vida política y confundida con la doméstica y civil. De aquí que la religión sea la base de su progreso, la regla de las instituciones y el amparo de su civilización»[273].
+Pero si en algún caso es evidente este principio de que la religión es la clave y nos brinda el mejor método de interpretación de lo que sea una cultura y una nación, es en el caso de España y de sus vástagos americanos: «Es tanto lo que el catolicismo ha influido en el genio, carácter e historia de esta raza —dice Arboleda—, que nuestro asunto pide que nos detengamos breves instantes a considerarlo, para dar explicación de sucesos que nos afectan. Desde Recaredo volvió la España al seno de la Iglesia, los concilios desempeñaron largo tiempo su poder legislativo y el clero dirigió las familias y los individuos, sin exceptuar el rey mismo. La moral y doctrinas católicas fueron no sólo el fundamento de su legislación y la regla de sus costumbres, sino también la ley de sus gustos literarios y hasta de sus afectos. Sus romances populares, que están en boca de todos los niños y se trasmiten de unos a otros, son sencillas y elocuentes lecciones de caridad; muchos de sus filosóficos refranes son máximas católicas; sus representaciones teatrales, y aun sus cánticos de amor, todo respira catolicismo. Prescíndase de las ideas católicas y sus poetas no serán comprendidos, ni se hallará el significado de gran número de voces castellanas. En su larga lucha con los moros, las proezas de sus héroes eran cantadas, más como glorias de la Iglesia que como glorias de la nación. Con el íntimo convencimiento de deber al catolicismo su nacionalidad e independencia, el español veía en sus reyes los encargados de conservar pura la fe de sus mayores, y la herejía era a sus ojos el mayor de los delitos. Con perder su fe se consideraba anonadado; su pasado quedaba sin glorias, sus héroes sin grandeza y su porvenir sin esperanzas, y su poética imaginación, como desterrada de su campo propio, no hallaría dónde cosechar esas flores aromatizadas por la fe y la caridad, que hacen el encanto de la sociedad española»[274].
+Esta interpretación religiosa de la historia no le impide a Arboleda analizar los hechos de la vida colombiana y la realidad de su sociedad dentro de un criterio científico, sino que, por el contrario, le permite escapar al monocausalismo mecanicista en que ordinariamente desembocaban la sociología y la historiografía positivistas. La mano de la Providencia está en todos los hechos y fenómenos sociales y la voluntad divina se encuentra «aun en los errores de los filósofos, que los pueblos alternativamente aceptan entusiastas y rechazan indignados, como para que la verdad se depure en el crisol de la experiencia; pues si la decadencia moral trae consigo el olvido de la verdad, la ignorancia y el error, del propio modo, la sociedad que reconoce el error, sacude la ignorancia, vuelve a la verdad y se restaura moralmente»[275]. Pero también la mano de la Providencia organiza todos aquellos hechos de la historia que por ser hechura divina merecen todos ser atendidos y mirados como manifestaciones de influencia decisiva en la vida social. El problema de la constitución política de una nación no se puede resolver sin la comprensión de todas las manifestaciones de su vida actuando en acción recíproca, pues tal acción recíproca también ha sido dispuesta por la Providencia. Al plantearse el problema de los factores que deben tenerse en cuenta al dar las instituciones jurídicas y políticas a una nación, dice:
+«¿Quién negará que el clima, la posición más o menos mediterránea y el género de la industria nacional contribuyen a formar la constitución social y moral de los pueblos? No menos influyen sobre ella el carácter de las razas y los hábitos antiguos, que hacen un segundo carácter; el idioma, que si se presta a traducir literalmente las instituciones extrañas, no por eso comunica al pueblo que las adopta la misma idea del pueblo que las inventó; las creencias religiosas, que por eso jamás pierden su imperio en nuestros corazones, y en fin, el genio mismo de los grandes hombres que imprimen su sello, digámoslo así, a las sociedades que dirigen, y ese cúmulo de acontecimientos tan variados como imprevistos cuyo conjunto ordenado constituye la historia de una nación»[276].
+Este pluralismo de la determinación causal no guarda desde luego estricta armonía con la idea mantenida por Arboleda a través de todo su ensayo sobre el mayor valor del elemento religioso, como aquel que modela la vida y el espíritu de los pueblos, pero, aunque fuese a costa de la lógicay del espiríritu de sistema, permitió a su autor dar una de las interpretaciones más objetivas que se han hecho de la crisis social de Colombia en los años subsiguientes a su independencia. En efecto, no sólo en La república en América española, sino en su opúsculo titulado El clero puede salvarnos y nadie puede salvarnos sino el clero[277], Arboleda explica todo el proceso nacional de inestabilidad y anarquía como el resultado de la acción recíproca de las diversas manifestaciones de la vida social, con una finura de matices y una elasticidad que sólo los grandes maestros europeos de las ciencias del espíritu han logrado. Por primera vez en la historia de nuestra historiografía se muestra la acción recíproca entre economía y religión y se destaca con claridad la influencia de la ética en el desenvolvimiento económico. Según Arboleda esta influencia se produce, en primer lugar, porque la conducta moral, las virtudes cristianas de la continencia, el esfuerzo y la honradez, influyen decisivamente en la acumulación de la riqueza; y, en segundo término, porque la experiencia administrativa y política del clero y de la Iglesia, como organización, experiencia acumulada a través de la historia de Occidente, representa la principal fuerza estable y capaz de contener la anarquía en sociedades como las americanas, cuyo único factor de unificación es la fe religiosa. Por eso para Arboleda todo lo que vulnere la moral cristiana y las instituciones de la Iglesia tiene, entre otros efectos, el de debilitar la economía de las naciones americanas: «Desengañémonos, la riqueza debe ser el fruto de la economía y la economía el efecto inmediato del amor al trabajo y de los hábitos virtuosos»[278]. Y luego agrega, para resumir sus puntos de vista sobre las relaciones entre la acción de la Iglesia y el desarrollo de la economía en América:
+«Convertidas una vez las tribus salvajes a la fe por medio de la predicación y poseída de las verdades morales, ellos mismos [los misioneros] han sido los maestros de la agricultura y de las artes en las nuevas poblaciones. De tal modo ha dispuesto la Sabiduría infinita el orden moral, y tan admirablemente lo ha ligado con el material, que el cristianismo produce la prosperidad de las naciones al propio tiempo que la dicha de los individuos, y los diversos ramos de la industria vienen a ser a su sombra como otros tantos vínculos destinados a sostener entre los hombres el sentimiento de la caridad. Sobre todo, señor, el sistema de que hablo tiene en su apoyo el sistema grande y portentoso de la civilización moderna. El imperio romano había sido desbaratado por los vicios; los bárbaros ocupaban el mundo: los más grandes filósofos desesperaban de la suerte del hombre sobre la tierra; las doctrinas de Epicuro se generalizaban y eran como el hedor que despedía el gran cadáver de la humanidad; el estoico soberbio, cercado por los vicios, se veía reducido a convertir el suicidio en virtud para autorizarse a poner, como el escorpión, término con la muerte al tormento de la vida; pero la enseñanza de la moral cristiana dio de nuevo vida a la sociedad y existencia a la industria, y esta civilización que nos sorprende y nos admira es el fruto de la semilla regada por los apóstoles»[279].
+Esta idea del papel que juega el elemento religioso en la constitución social de los pueblos, constitución que deben reflejar fielmente sus instituciones jurídicas y políticas, es también el núcleo de su crítica al liberalismo. En efecto, según Arboleda, al obtener la independencia se produjo en América una revolución, por cierto la más compleja que conoce la historia, porque se compuso de cinco revoluciones fundamentales: revolución de independencia, revolución económica, revolución política, revolución social y, finalmente, revolución religiosa. La primera era absolutamente necesaria, pues la política colonial de España había sido incapaz de mantener en América un ritmo de progreso y de colocarse a la altura de las conquistas sociales, técnicas y políticas del tiempo[280]; pero las otras no eran indispensables ni estaban conectadas necesariamente con la Independencia, o por lo menos fueron llevadas hasta un grado de profundidad que dio como resultado un estado crónico de anarquía política y de marasmo económico y cultural. Hubo revolución económica al abandonarse la política de protección y privilegio para la industria minera que entonces entró en crisis, sin que hubiera tiempo de que otras vinieran a reemplazarla. Además, al establecerse el Estado representativo y abolirse los privilegios, todo ciudadano pudo aspirar a ingresar a la burocracia, foco de atracción de todos porque la preparación para otras actividades técnicas no existía y porque el comercio, la industria y la agricultura habían recibido el estigma de infamia durante varios siglos de esclavitud, con lo cual se sustrajeron brazos a las actividades productivas. El resultado fue que la riqueza en las primeras décadas de vida independiente decayó con respecto a la época colonial y que la crisis económica contribuyó a la descomposición moral y social que siguió a la Independencia, descomposición que fue un verdadero caldo de cultivo para las contiendas civiles.
+La revolución económica suprimió el vínculo de las personas a través de los intereses económicos y eliminó en gran medida la riqueza como elemento de diferenciación social. Perdido el prestigio de la monarquía española y abiertas las posibilidades políticas para todos, especialmente para los miembros de la clase criolla dirigente, se crearon las condiciones propicias para dar rienda suelta a las ambiciones y para que se iniciaran las disensiones entre sus miembros, disensiones que arrastrarían a toda la sociedad.
+Pero las más importantes fueron la revolución política y la revolución religiosa, porque quebrantaron el único vínculo de unidad existente entre los miembros de la nueva nación: la religión católica, y lesionaron los intereses de la única clase dirigente con experiencia política, ilustración y sentido de la dirección social: el clero. A un pueblo con arraigadas tradiciones católicas, los próceres de la Independencia y los legisladores de todas las asambleas constituyentes que siguieron al movimiento emancipador le quisieron imponer unas instituciones jurídicas de origen sajón y contenido religioso protestante, basadas en la idea del libre examen y de la neutralidad religiosa del Estado, y una educación que contrariaba sus sentimientos y sus creencias. Este desajuste entre las instituciones nuevas y las tradiciones fue la causa de la inquietud social que vivió Colombia durante los cincuenta primeros años de su vida independiente. A esta, que Arboleda llama la más importante de las revoluciones, la revolución moral y religiosa, se unieron en sus efectos anarquizantes la económica y la social, pero el núcleo de todas ellas fue la crisis en la conciencia religiosa de las clases dirigentes, crisis que las llevó a divorciarse de la tradición de su pueblo[281].
+Por ende, la única solución a todo el cuadro de patología social que presentaba la República en el siglo XIX era la vuelta a la intranquilidad de la conciencia popular reconstruida sobre la base de la unidad entre gobernantes y gobernados, entre instituciones políticas y sentimientos religiosos amalgamados por el único principio de unificación nacional: el catolicismo y la colaboración en las tareas del Estado de la única fuerza capaz de realizar una labor unificadora: la Iglesia católica.
+Arboleda coincidía con el liberalismo en su afirmación de que el Estado está constituido esencialmente por un orden jurídico cuyo cumplimiento obliga a todos los ciudadanos, y en primer lugar, a los gobernantes. Una buena organización política debe principalmente prever todo abuso del poder, sea que se realice a través de la actividad legislativa, de la ejecutiva o de la judicial según la tradicional división constitucional de los órganos del poder en el Estado moderno. Existe un límite para toda voluntad, sea individual o colectiva, y es la ley natural, cuya protección está encomendada al gobierno: «Las naciones tienen —dice—, así como los individuos, la obligación de obedecer la ley natural. Para hacerla cumplir es el gobierno, que sería inútil y aun perjudicial si no tuviera ese objeto… La ley natural es, pues, el fundamento de toda ley positiva, la Constitución de las constituciones»[282], y la esencia misma del Estado según la tradición cristiana. Pero las formas concretas de poner en acción y de proteger la vigencia de estos principios de convivencia humana de origen divino y superiores a toda voluntad legislativa pueden variar de acuerdo con las épocas y las tradiciones peculiares de los pueblos. La medida de la bondad de tales normas la dará el éxito con que logren la cohesión social dentro de la justicia, es decir, la vigencia de la ley natural. «Ninguna forma de gobierno es buena ni mala sino relativamente; todas ellas son combinaciones de cinco principios o elementos: teocrático, democrático, aristocrático, monárquico y oligárquico. Cada elemento es expresión de una necesidad social, y ninguno debe rechazarse absolutamente de las instituciones: todos deben entrar en ellas en dosis mayores o menores según las circunstancias. Constituir bien un pueblo —agrega—, es resolver este problema: dado el pueblo y sus circunstancias, hallar la combinación de sus elementos constitucionales que mejor se preste a hacer que rijan en él la virtud y la inteligencia con el apoyo de la mayoría»[283].
+Al sostener tales ideas Arboleda no se apartaba, sin embargo, de la concepción tomista de la ley y se mantenía dentro de la flexibilidad y el realismo que caracterizaron las doctrinas políticas de Santo Tomás. La organización exterior de los gobiernos puede cambiar. En unas circunstancias puede ser mejor el principio del gobierno de muchos, y en otras, el gobierno de uno solo; para ciertos pueblos el gobierno ideal es la monarquía, para otros, la república. Pero algo debe ser constante, cualquiera que sea el principio de organización concreta del gobierno, y es la ley natural, el derecho, que constituye la vida social misma, sin el cual no hay Estado, y que rige lo mismo para los súbditos que para los príncipes. Pero, además de ser limitado, el gobierno debe ser elegido teniendo en cuenta la voluntad de los súbditos. Arboleda encuentra dentro de la tradición cristiana y católica las ideas del Estado de derecho y del Estado representativo. Y es de observar que su posición a este respecto resultaba más firme dentro de la tradición medieval que dentro de la doctrina liberal clásica, pues, como ya lo hemos observado, la teoría de voluntad popular y la creencia en que la ley es una creación legislativa condujeron a una corriente del liberalismo moderno a justificar, consciente o inconscientemente, la omnipotencia del Estado y la absoluta relatividad del orden jurídico. Cualquier orden creado por las asambleas elegidas popularmente podía tenerse así como justo, como orden jurídico, aunque violara los derechos de las minorías o sus disposiciones tuviesen cualquier contenido.
+Arboleda se aleja completamente del liberalismo clásico cuando se plantea la pregunta de lo que sean la democracia, la libertad, la igualdad, y de la capacidad que tienen estos conceptos para ser la base de una doctrina del Estado. Tales conceptos le parecen ambiguos e insuficientes para fundar una teoría de la sociedad o del gobierno. Ambiguos, porque el uso que se hace de ellas para fines de propaganda política ha terminado por quitarles su significación esencial y porque las diferentes naciones, según su tradición y cultura, han dado de ellas interpretaciones de acuerdo con su propio genio: «Si se pregunta a un inglés o a un francés y a un hispanoamericano qué entienden por libertad, contestarán en forma diferente. El inglés no disputará sobre la definición de la voz; pero si en Londres, en esa gran metrópoli de la libertad, un empleado de la policía, violando leyes expresas, allana todos los establecimientos particulares de una de sus más ricas calles, secuestra todos los cuadros obscenos que en ellos se venden, e impone multas y otras penas a los infames especuladores, las autoridades y los pueblos aplauden. Ninguno cree que atacar la corrupción sea atacar la libertad ni el derecho; porque la ley, dicen fríamente, garantiza la libertad para el bien, no para el mal»[284].
+Un francés, en cambio, entenderá la libertad como el derecho a participar en la elección del gobierno, porque esa nación sufrió durante siglos el poder omnímodo de los reyes y por eso en los diccionarios franceses se encuentra una definición de la libertad que no se encuentra en los de otras lenguas: «Constitución política de un gobierno en que el pueblo participa en el poder legislativo». Y finalmente, en América española, agrega Arboleda, daríamos de la palabra libertad, escogida de entre las varias definiciones que da el diccionario, aquella que la define como «la falta de sujeción y subordinación a toda autoridad»[285]. Y en un intento de explicar esta diferencia de actitudes ante un problema como el de la libertad, Arboleda ensaya una respuesta en términos de sicología de los pueblos, respuesta que si bien estaba influida por las ideas corrientes en el siglo XIX sobre las relaciones entre historia, raza y cultura, presenta en su versión un matiz que denota el gran observador y conocedor de la historia que había en él: «pero, se nos dirá, ¿nuestro pueblo es menos moral que el inglés o el francés? No; pero la historia ha hecho vulgar aquí esa acepción de la voz [libertad], sin que el pueblo sea por eso inmoral. El inglés no se distingue ni por su ardor de imaginación ni por la viveza de su inteligencia; su dote característica es su buen sentido práctico. Como lo demuestra su historia, él va siempre de la práctica a las doctrinas y nunca se pierde en las teorías; mientras que los pueblos meridionales descienden de las teorías a sentar doctrinas, y de estas pretenden pasar luego a la práctica. Así para el inglés, sus costumbres son ley, y la regla de sus costumbres es la moral del Evangelio; al paso que los americanos sacrificamos a las teorías no sólo nuestras costumbres, sino hasta nuestros principios morales y religiosos. ¿Y por qué? Porque en América domina el corazón a la cabeza y la imaginación al entendimiento»[286].
+Para Arboleda la libertad es una facultad del hombre por la cual este se somete a la ley superando las exigencias de las pasiones. La mejor demostración de la libertad es, pues, la aceptación de la ley en las relaciones con los demás, es decir, el cumplimiento y respeto voluntario del derecho ajeno, contrariando toda tendencia egoísta. Pero, a diferencia de lo que solía aceptar el liberalismo cuando, siguiendo las doctrinas de Rousseau y de Kant, veía la libertad en la posibilidad humana de la autodeterminación y el derecho en el resultado de esa determinación libremente querida, Arboleda sigue la tradición del derecho natural clásico, al ver también la libertad en el hecho de la sujeción a la ley, pero no a una ley que emana de la voluntad humana, ni de la voluntad popular —y por eso las mayorías no pueden determinarla—, sino del entendimiento divino, es decir, de un derecho superior a toda legislación positiva. No siendo la libertad sino la facultad de sofrenar las pasiones antisociales y egoístas para acogerse al cumplimiento del derecho, para respetar el derecho ajeno, aquella resulta entonces sólo un medio y no un fin del derecho. La libertad no puede, por lo tanto, ser el principio básico de la sociedad o de la ciencia política. Si la libertad sólo tiene valor y sentido para realizar el derecho, es decir, para lograr la justicia, esta y no aquella es el verdadero fundamento de toda sociedad, de toda idea del Estado y de toda ciencia política. ¿Qué es pues la libertad?, termina preguntando Arboleda. Y he aquí su respuesta: «Nuestra sumisión estricta a la ley moral; en otros términos, es la práctica constante de la justicia. No ataquemos el derecho de nadie, ni en la minoría ni en el individuo; reprimamos toda violación del derecho, cualquiera que sea, y habremos obtenido la libertad al vencer el impulso determinista de las pasiones»[287].
+A la misma dura crítica son sometidas las ideas de igualdad y democracia. Arboleda rechaza la igualdad no sólo en cuanto esta significa la pretensión de todos los ciudadanos a desempeñar las altas dignidades del mando político, sino en cuanto puede implicar la aplicación mecánica de una ley que no hace distinciones ni tiene en cuenta las desigualdades reales. Una interpretación formal de la igualdad conduce precisamente a injusticias, pues la viva y real aplicación de la justicia consiste muchas veces en tener en cuenta las desigualdades. En efecto, en varias ocasiones Arboleda reprocha a los legisladores de la República el haber sustituido la legislación española, casuista, basada en la costumbre, en los hechos históricos, justa y precisamente porque reconocía la desigualdad y la necesidad de proteger más a unos seres que a otros, por una legislación racional que al aplicar sin distinciones la ley producía precisamente la inequidad y la injusticia. Tal ocurrió con toda la legislación sobre indígenas. Las leyes de Indias se acogieron al hecho de que en una sociedad donde existían grupos sociales tan diferentes como los indígenas, los criollos y los españoles, los primeros necesitaban una especial protección de la ley, lo cual dio por resultado toda la legislación protectora en materia de propiedad, tributación y trabajo. Los legisladores de la República, en cambio, inspirados en la idea racionalista de igualdad ante la ley, con menosprecio de los hechos reales, consideraron al indígena y a todos los grupos sociales en pie de igualdad con los ciudadanos más ilustrados de las clases dirigentes, y en consecuencia les concedieron unos derechos cuyo uso no estaban en capacidad de ejercitar. El caso más patente fue la división y la comercialización de los resguardos o tierras de indios, que al quedar convertidos en bienes de propiedad individual y de libre disposición de sus propietarios fueron adquiridos a precios viles por los propietarios criollos. La igualdad formal que le brindaba la legislación resultaba ser la consagración de la injusticia en una sociedad donde convivían grupos sociales de desigual formación étnica y cultural, donde abundaba el analfabetismo y existían todavía grupos sociales no completamente integrados en la vida nacional, necesitados de una especial protección del Estado, como los indígenas y los negros recientemente liberados de la esclavitud.
+La igualdad es para Arboleda uno de los conceptos que a partir de la Revolución francesa se incorporaron en el vocabulario político por obra de la propaganda de filósofos sin sentido de la realidad, pero que carecen de significación y base en la vida social. Más todavía, que carecen de significación en la naturaleza misma. Si muchos de sus contemporáneos habían basado la idea de la igualdad en una concepción de la naturaleza como un todo homogéneo y mecánico, Arboleda la basa en una filosofía natural y en una concepción metafísica cuyo principio es la pluralidad en la unidad[288].
+El mundo es armónico porque es una creación divina, pero su armonía no radica en la igualdad de los seres sino en la perfección con que, precisamente a causa de su desigualdad, cada uno llena su función y cumple el papel que la sabiduría divina le ha asignado en la vida del todo. La armonía creada por Dios es la armonía de un organismo en el cual cada una de las partes colabora en la consecución del fin, pero donde cada uno de los órganos es desigual y tiene una función específica, afirma Arboleda, siguiendo la teoría organicista de la Edad Media.
+La eficacia de la naturaleza proviene de esta desigualdad, jerárquica pero armónica, y también su belleza: «De esta general desigualdad, que por dondequiera ostenta la creación, proviene lo admirable de su armonía y esa hermosura e imponderables encantos de la naturaleza. Hacedlo todo igual, dad al mundo figuras simétricas y regulares, y tendréis una cárcel por morada; habréis quitado a la imaginación su poderío, despojado a la poesía de sus bellezas y robado a las ciencias un tesoro. El hombre mismo, que, incapaz de comprender las grandes armonías de la creación y menos aún de elevarse hasta lo sublime de su unidad, se contenta con comunicar a sus obras las mezquinas bellezas de la simetría; el hombre, decimos, con toda la fuerza de su ingenio no ha podido producir nunca la igualdad perfecta: dos monedas recientemente acuñadas, del mismo metal, peso, tipo y ley, parecen a primera vista iguales; pero si entramos a examinarlas, entre esas dos monedas hallaremos sustanciales diferencias. Es que esta gran ley de la variedad en la unidad no rige menos al linaje humano, al hombre individualmente tomado y a sus obras, que al resto de la creación: unidad en la especie y variedad en las razas; unidad en la raza y variedad en los individuos. Todo es desigual y todo se resume en la unidad. Unidad, atributo del Creador; y variedad, carácter de seres imperfectos o precarios que no se deben a sí propios la existencia»[289].
+Mas, hombre convencido de que la justicia era el concepto central de toda concepción del Estado y de toda ciencia política, católico ortodoxo, republicano sincero y conocedor de la historia del mundo occidental y del papel jugado por el cristianismo en el proceso de mejoramiento de la civilización política, Arboleda tendría que encontrarse con el escollo que a la idea de jerarquía y diferenciación oponía la del común origen divino y la igualdad de los hombres ante Dios y su Iglesia. Arboleda ve el conflicto e intenta resolverlo con el concepto de justicia. No es la igualdad sino la justicia el principio que parece orientar la actividad divina. El mundo, por lo tanto, fue creado siguiendo la ley de la variedad en la unidad, con distinciones estructurales en los seres, y lo que el cristianismo introdujo fue la justicia y la eliminación de las desigualdades ficticias que el paganismo, sumido en el pecado, ciego precisamente para la visión de la estructura divina del universo, había establecido entre los hombres[290].
+Los hombres fueron creados desiguales, con diferentes talentos, y por consiguiente cada uno está llamado a cumplir su misión específica; conforme a los deberes que esta le impone será juzgado y conforme a ella se le harán todas las exigencias en este mundo, es decir, por el Estado, que si es justo ha de reconocer esta estructura diferenciada y dar y exigir a cada cual según el papel que se le ha asignado en el plan de la Creación. El mundo es orgánico y jerárquico por voluntad divina y la igualdad carece de sentido tanto en la naturaleza como en la sociedad. Ahora bien, contra esta estructura de la sociedad basada en la ley de la variedad en la unidad, el hombre ha intentado dos modificaciones, dos pecados que históricamente están representados por el mundo pagano y bárbaro anterior al cristianismo y por el liberalismo moderno. El mundo pagano, anterior a la Redención, dividió a los hombres en opresores y oprimidos, dominadores y dominados, conquistadores y conquistados, negando así la unidad de la especie humana. El mundo antiguo estuvo dividido en señores y esclavos y únicamente conoció el derecho y la libertad para los amos.
+Las aristocracias y las monarquías absolutas modernas siguieron en cierta forma esas huellas al establecer privilegios indebidos para ciertas clases de la sociedad, con menosprecio de las otras: «Desconociendo el objeto de la sociedad —dice Arboleda, refiriéndose a la situación de Francia antes de la Revolución— y establecida la desproporción entre los derechos y obligaciones de sus miembros, el legislador se convirtió en protector de una clase, la menos numerosa y no siempre la más digna de la nación, y la colmó luego de privilegios absurdos, con detrimento de la sociedad entera. Cuando el trascurso de los siglos hubo afirmado estos privilegios elevándolos a la categoría de derechos, y la aristocracia, olvidada de que todos somos hijos de un mismo padre, se creyó de naturaleza superior al resto de los hombres y fue agravando de día en día el yugo de la parte oprimida, entonces la filosofía quiso restablecer la proporcionalidad original: que no se continuase violando la ley de la variedad en la unidad, y proclamó lo que se ha llamado derecho de igualdad»[291].
+«Idea que se ha expresado mal —añade—, porque lo que en el fondo se quería era proporcionalidad, es decir justicia, y no igualdad, que es imposible. Para ser exactos y dar su significación verdadera a todos los movimientos republicanos modernos contra las aristocracias monárquicas, deberíamos encontrar otro calificativo, ya que el de igualdad ni expresa su espíritu ni tiene la base real alguna». Y Arboleda propone entonces el neologismo de ecualidad para denominar este sentimiento de justicia y equidad que latía en los movimientos republicanos modernos[292].
+Los movimientos revolucionarios y los liberales americanos, en cambio, cometían el pecado contrario: quisieron crear una igualdad artificial entre los hombres, con lo cual no solamente se colocaban contra el orden natural y divino, sino que a la postre lo que consagraban era la injusticia, pues medir a todos los hombres con la misma vara, darles la misma protección u otorgarles el mismo derecho nominal conduce de hecho a la inequidad y la injusticia, ya que sus condiciones naturales, sus fuerzas, cualidades y dotes intelectuales son diferentes. Y aún más: la igualación formal que el liberalismo moderno atribuía a los hombres, no sólo pecaba contra la estructura del universo tal como salió de manos del Creador, sino que carecía de justificación histórica y de arraigo en la realidad social de los países americanos, en los cuales, por lo tanto, tenía que producir resultados explosivos y disociadores. A este propósito, Arboleda decía:
+«En Francia y en Europa en general, la palabra igualdad tuvo, pues, su significación: las necesidades y las circunstancias de esos países no dejaban a los pueblos duda de la inteligencia que debían darle; pues todos, cual más, cual menos, habían sentido el gravamen de los privilegios que en lo económico y lo político gozaba la aristocracia, y comprendían, por lo mismo, que la voz igualdad significaba la abolición de las desigualdades ficticias. La demagogia francesa, con la genial exageración de ese pueblo, pudo extraviar a muchos; y pudo también, excitando rencores, apasionar a no pocos; pero jamás alcanzó a dominar a la gran mayoría, que, a la voz de sus propios intereses e ilustrada por los hechos, siguió en en práctica por el sendero de la justicia. Mas en América española, donde no hubo aristocracia política; donde fue absolutamente extraño el régimen feudal; donde nunca se alzó el humillante trono de los reyes; donde las trabas puestas a la industria eran las mismas para todos, y donde no existió más casta privilegiada que la indígena, que por débil o ignorante necesitaba en justicia particular amparo; aquí la palabra igualdad fue una planta exótica que, en el terreno no apropiado a su cultivo, debió degenerar y producir en vez de frutos dulces, otros amargos y acerbos[293].
+«Acá la palabra se recibió en el sentido literal; y las exageraciones demagógicas, no tropezando con intereses preexistentes, ni con los hábitos y necesidades de la civilización que los contrarrestaran y neutralizaran, debieron caer como teas incendiarias en nuestros pueblos, inflamar sus pasiones y dar nuevo pábulo a la terrible revolución social que nos consume»[294].
+Arboleda concretó estas ideas sobre la sociedad, el Estado y la política en un proyecto de constitución cuyas raíces están en las doctrinas de Santo Tomás, aunque formalmente se aceptan instituciones típicas del Estado liberal moderno, como la división de poderes[295]. Su punto de partida es la afirmación de que la ley divina o el derecho natural deben ser la base de toda organización constitucional. Sus principios prevalecen sobre toda voluntad legislativa y constituyen los límites irrenunciables de toda actividad del Estado. Como tales principios, enuncia los siguientes: la religiosidad, la sociabilidad, la perfectibilidad, la racionalidad, la libertad, la gobernabilidad y la responsabilidad.
+No puede haber Estado antirreligioso, ni siquiera neutral o laico, porque eso sería contrariar una de las tendencias invencibles del hombre: su orientación hacia Dios. Sería, además, contrario al fin mismo del Estado, que es la cohesión del grupo, pues entre unos gobernantes que no participan de los sentimientos religiosos de sus gobernados y su pueblo no puede haber armonía. Pero tampoco puede el Estado por medios coactivos imponer una forma de religión si en la sociedad hay varias. Sin embargo, si sólo hay una, sería una torpeza inútil fomentar la introducción de otras que sólo traerían luchas y motivos de disentimiento entre sus miembros. La tolerancia queda garantizada, porque Arboleda cree que la interpretación de la ley natural y las formas de relación con Dios han variado y pueden variar en el curso de la historia debido a la imperfección y limitación del entendimiento humano. Evita en esto, como en muchas otras cosas, toda fórmula dogmática y se mantiene dentro de la línea de realismo político contenida en un principio de ascendencia tomista: que el gobernante nunca debe causar con sus providencias mayor mal que el que pretende corregir o evitar con ellas[296].
+A todo lo largo del proyecto el autor es claro tanto al sostener la calidad de ser libre y responsable que es el hombre, como también al poner de presente las limitaciones que a su libertad imponen los derechos de otros y la vida en sociedad.
+La racionalidad y la libertad por sí mismas justifican el derecho que tienen todos los miembros del Estado a participar en la elección de sus gobernantes y en la expedición de las leyes, pero este principio puede en la práctica ser aplicado en formas diferentes de acuerdo con las realidades inmediatas. Los legisladores tienen un límite en la ley natural y en el principio de justicia, que es el rector de toda actividad del Estado, pero la tarea legislativa, el conocimiento de la ley y su adaptación a la realidad exigen condiciones excepcionales de quienes hacen las leyes. El sufragio debe, pues, ser limitado y calificado, y no mecánico como ocurre en la concepción clásica del sufragio universal. El Estado tendrá dos cámaras, una cuyo número de miembros será grande para evitar que se convierta en un cenáculo cerrado y arbitrario, regida por un amplio número de ciudadanos, y otra más restringida en número y elegida sólo de entre determinados grupos sociales. La primera, por su mayor amplitud y su origen más popular, representará el elemento innovador y progresista que hay en toda sociedad; la segunda, el elemento conservador y moderador[297]. La capacidad para elegir debería estar basada en elementos concretos tales como la edad, la calidad de padre de familia, la posesión de una fortuna y un status profesional. En esta cámara debía tener representación permanente la Iglesia por medio de sus obispos, como cuerpo cuya experiencia, sabiduría e independencia frente a los diferentes intereses sociales le permitía ser árbitro en todos los conflictos y representar los intereses de las clases débiles.
+El Estado es fuerte en el proyecto de Arboleda y está dotado de amplísimas funciones. Su educación clásica, su sentido histórico y su propia experiencia mundana lo alejaron siempre —como fue también el caso de Miguel Antonio Caro— de toda concepción utópica, de toda creencia en una posible desaparición del gobierno como expresión del Estado, aunque su idea de los límites de este y de los derechos de la personalidad humana eran muy claros.
+«En sociedades nuevas —decía en el proyecto— en que no hay costumbres políticas, mercantiles ni industriales, ni grandes intereses de otro orden desarrollados que la impulsen y dominen, no se puede adoptar el principio de gobernar poco: por el contrario, es necesario gobernar mucho, hasta que se desarrollen los intereses y se fomenten hábitos»[298].
+El gobierno es electivo, representativo, pero no es elegido por la universalidad de los ciudadanos, sino por una parte de ellos, los que se consideran más capaces y más vinculados por sus intereses a la suerte de la sociedad. Pero dentro de este grupo podrán existir divergencias y por lo tanto haber minorías y mayorías, y la minoría tendrá siempre representación y un verdadero derecho a ejercitar la oposición legislativa. Arboleda combinaba así el principio aristocrático y tradicionalista con los postulados de la democracia moderna. Como muchos republicanos sinceros, quería dar solidez a la República, que consideraba inestable tanto por razón de sus principios básicos, como por las condiciones concretas en que se desarrollaba en América. La Iglesia católica, cuyas jerarquías no se guiaban por el principio de la herencia como en las monarquías, y en la que hasta los hombres de humilde origen podían llegar a las altas posiciones, pero que mantenía el principio jerárquico sin vacilaciones, le parecía el modelo de una organización política que lograse la combinación ideal de democracia y monarquía, de mutabilidad y constancia, de movilidad en la selección de sus dirigentes y conservación de la autoridad y la tradición. En pocas palabras, la meditación sobre la sociedad moderna, sobre la historia de América y de Colombia y sobre las soluciones ofrecidas por el pensamiento liberal culmina en Arboleda con la concepción de una idea del Estado cuya imagen ideal era la historia y la forma de organización interna de la Iglesia católica.
+[271] Tal ocurría con la participación de los ciudadanos en la elección de los cuerpos legislativos (parlamento) o de la suprema autoridad del Estado (presidente), en las repúblicas; con ciertas normas de igualdad jurídica, como la obligación tributaria y proporcional de todos los miembros del Estado, sin distinción de estamentos o clases; con el derecho a participar en la determinación de estos impuestos por medio de cuerpos representativos; con el derecho a ser juzgado conforme a leyes preexistentes que deberían aplicarse también sin distinción de estamentos o clases (sobre todo las penales), y en fin, con un mínimo de derechos individuales, como el de inviolabilidad del domicilio y la correspondencia, el juicio por jurado, la tolerancia religiosa, la libertad de investigación científica y el derecho a ejercitar la oposición dentro de normas legales (derecho de las minorías); la posibilidad de expresar opiniones políticas adversas al gobierno por medio de la prensa; el derecho a elegir como consumidor, ya en el campo económico como en el campo de las apetencias culturales, y la posibilidad de practicar cualquier industria y comercio compatibles con la conservación de la sociedad.
+[272] Sergio Arboleda, La república en América española, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, págs. 35 y 36.
+[275] Ibidem, pág. 219. En opiniones como esta, frecuentes en Arboleda, hemos visto la influencia de la teodicea de Leibniz (idea de este como el mejor de los mundos posibles).
+[279] Ibidem, pág. 350. Arboleda piensa que, además de la doctrina, la organización y el trabajo de la Iglesia católica han jugado un papel ordenador no sólo en política, sino en economía, tanto en España como en los pueblos hispanoamericanos. Aunque no sería objetivo hacer una generalización, tal como la de que el desarrollo económico de la América colonial en su totalidad se debió a la Iglesia, o afirmar que el único canon ético favorable a las virtudes frugales sea el cristianismo, la tesis de Arboleda es válida en su conjunto. Si las relaciones entre la economía moderna, la Iglesia católica y la ética cristiana en sus diversas modalidades son aceptadas hoy por casi todos los grandes historiadores de la economía occidental, para el caso de España y de los pueblos hispanoamericanos, cuyo carácter individualista, nobiliario y dado al desdén por el trabajo y la organización no es favorable al desarrollo del moderno espíritu económico, esta influencia parece estar fuera de duda. Fueron los misioneros, mucho más que los civiles y los militares, quienes enseñaron a los aborígenes americanos los elementos de la técnica europea que llegaron a tener.
+[280] Al analizar la política económica de España en América, Arboleda seguía casi literalmente las ideas expuestas por José María Samper en su Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas (americanas) según lo declara expresamente al comienzo de su obra. En nota marginal dice: «Debidamente autorizados, hacemos uso en la introducción de nuestro escrito de algunos pensamientos y aun de frases enteras de un manuscrito titulado Ensayo sobre los Estados colombianos, obra de un amigo nuestro» (ob. cit., pág. 35). Esta circunstancia hace que precisamente su análisis de la economía colonial y en general su juicio sobre la gestión política de España en América no guarden armonía con su habitual mesura y objetividad histórica. Véase supra, nuestro capítulo sobre la valoración de la herencia espiritual española.
+[281] El desajuste del que habla Arboleda, entre la historia nacional y las nuevas instituciones, existía, sin duda, pero dependía del hecho de ser tales instituciones contrarias a las tradicionales, y no de su carácter protestante, que en realidad no tenían. La tesis de los fundamentos protestantes, o más concretamente, de la influencia calvinista en las ideas constitucionales que dominaron en Colombia en el siglo pasado, ha sido reactualizada en nuestros días por el doctor Alfonso López Michelsen en su ensayo La estirpe calvinista de nuestras instituciones (ed. de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1947), pero, a nuestro juicio, hay poca posibilidad de establecer tal conexión, sea que se consideren los textos y las ideas jurídicas, o que se tenga en cuenta el impulso espiritual que animaba a los hombres que en Colombia y en América se empeñaron en defender y poner en vigencia el constitucionalismo liberal. Este impulso espiritual era igualitario y optimista, y el sentimiento protestante de la vida —y ello por razones teológicas que no es del caso explicar aquí— es jerárquico y pesimista.
+La afirmación sobre la existencia de un contenido protestante en las instituciones colombianas del siglo pasado se basa en la conexión entre la idea del pacto social, como origen del gobierno, y la idea calvinista de una iglesia cuyos jerarcas son elegidos por sus propios miembros, quienes poseen además el derecho a la interpretación individual de las escrituras. Pero tanto la relación teórica entre la teología calvinista y la idea liberal de Estado, como el problema histórico de la contribución práctica del calvinismo a la democracia moderna, son extraordinariamente más complejos de lo que la vinculación entre dos conceptos puede demostrar.
+Para establecer una relación entre la teoría de la voluntad popular como base del Estado representativo y la teología calvinista, se presenta en primer lugar el obstáculo de las ideas de elección y predestinación que tienen en ella mucha más importancia que cualquier otro principio. A propósito de las relaciones entre el calvinismo y la teoría de la resistencia a los gobiernos tiránicos —que, como se sabe, está íntimamente vinculada a la idea del contrato—, dice el historiador George Sabine: «En su forma inicial, el calvinismo no sólo incluía en su doctrina una condena de la resistencia, sino que carecía de toda inclinación al liberalismo, el constitucionalismo o los principios representativos. Donde tuvo campo libre se convirtió —y ello es característico— en una teocracia, una especie de oligarquía mantenida por una alianza del clero y la nobleza de segundo orden, de la que estaba excluída la masa del pueblo y que, en general, fue antiliberal, opresora y reaccionaria. Tal fue la naturaleza del gobierno del propio Calvino en Ginebra y del gobierno puritano en Massachussets… No era democrático ni siquiera como iglesia… La forma calvinista de gobierno eclesiástico incluye la representación de la congregación por los Elders seglares. Esta última práctica era un medio eficaz de aplicar la censura; pero no tenía la intención de introducir la democracia en la iglesia ni de contrarrestar la influencia del clero, ni lo hizo así en las primeras formas del calvinismo» (Historia de la teoría política, México, 1945, pág. 351 y ss.).
+Ernst Troeltsch, el historiador que ha profundizado más en el estudio de las relaciones entre el protestantismo y las corrientes del pensamiento político moderno, dice: «… El calvinista está lleno de una profunda conciencia de su propio valer como persona, con un alto sentido de una misión divina en el mundo, magnánimamente privilegiado entre miles, y en posesión de una inconmensurable responsabilidad. Esta idea de la responsabilidad, sin embargo, que nace de la idea de la predestinación, no debe confundirse con la moderna idea individualista y democrática. La predestinación significa que la minoría, que consiste en las mejores y más santas almas, es llamada a gobernar sobre la mayoría de la humanidad, que es pecadora» (Ernst Troeltsch, The Social Teaching of the Christian Churches, traducción inglesa de Olive Wyon, Londres. 1950, vol. II. pág. 617 y ss. Los subrayados son nuestros).
+El problema de las fuentes de las ideas constitucionales que dominaron en Colombia en el siglo pasado no debe reducirse, por otra parte, al origen de la idea del contrato o de la teoría de la voluntad popular, sino al origen del liberalismo —que para muchos efectos no es equivalente a la democracia— como un todo, como una amplia concepción de la vida y del Estado. Y en este sentido sería más factible establecer la conexión del pensamiento político liberal con el racionalismo de la Ilustración, y con Grocio y los juristas de la escuela clásica del derecho natural, y siguiendo retrospectivamente estos movimientos, con el estoicismo griego-romano-cristiano. En esta forma se vería que el liberalismo es esencialmente un producto latino, todavía más, un producto francés y no un producto anglosajón. El problema de por qué la democracia y el Estado representativo han arraigado más en los pueblos anglosajones que en los latinos es extraordinariamente complejo. Sólo puede aclararse a través de innumerables fenómenos históricos, y en menor medida, de relaciones entre formas del pensamiento teórico. Pero quizás no sea inadecuado decir, a propósito de las relaciones entre teología y política, que los pueblos sajones han podido aceptar la democracia y el liberalismo sin poner en peligro la cohesión de la sociedad, porque sus religiones han reforzado lo que debilitan el liberalismo y la democracia, esto es, la jerarquía, el sentimiento de dependencia y el aura religiosa de la autoridad del Estado. El protestantismo en su conjunto condena el derecho de rebelión, que en el siglo XVI defendieron los católicos, sobre todo los jesuitas. Lutero consideraba la desobediencia al príncipe como el pecado más execrable, y se sabe con cuánta violencia condenó en su tiempo las revoluciones campesinas. Kurt Hancke, en su ensayo Beiträge zur Entstehungsgeschichte des europäischen Liberalismus, Berlín, 1942, hace remontar los orígenes del liberalismo a la idea «helenística del derecho natural» pasando por los movimientos nominalista y franciscano de la Edad Media. Algo más: Hancke cree posible retrotraer sus fuentes hasta la metafísica de Heráclito y los primeros filósofos griegos. Según su análisis, el liberalismo sería un producto cuyas raíces están en el pensamiento griego. El mismo Hancke, Cassirer, en su Filosofía de la Ilustración, y George Sabine (ob. cit.) lo vinculan directamente al movimiento racionalista del derecho natural en el siglo XVII. Alexander Rüstow, en su libro Das Versagen des Wirtschaftsliberalismus, 2ª ed., Helmut Küpper, 1950, sin lugar de origen estudia por primera vez en forma sistemática las relaciones entre la teología católica y el concepto de economía libre basada en el principio de laissez-faire. Según sus puntos de vista —apoyados en una exhaustiva bibliografía—, en todo el pensamiento económico que va de los fisiócratas a Smith y Bastiat, subyase la teología católica y en ningún caso la protestante. Completa así las opiniones de Max Weber sobre las relaciones entre la ética calvinista y el capitalismo, opiniones que han sido tomadas después en forma unilateral, que no tiene, desde luego, en Weber. Una discusión amplia de este tema tendría que distinguir conceptos que suelen confundirse pero que no son idénticos, como liberalismo, democracia y capitalismo.
+[286] Ob. cit., pág. 200. Ayudado de las conocidas metáforas sobre los pueblos en que predomina el corazón o la inteligencia, Arboleda registraba un fenómeno que han observado todos los que han penetrado en la historia de España y del ser hispánico: la dificultad que encuentra el español para someterse a un orden abstracto y su tendencia a personalizar todos los fenómenos de relación humana. Este rasgo de su carácter, que poseen también los pueblos latinoamericanos, es lo que hace extraña a su historia una concepción del Estado basada en la creencia en el derecho como una entidad abstracta, en la ley como una realidad supraindividual. Se arguye que alguna vez los españoles creyeron en la idea del Imperio (siglos XVI y XVII). Pero el Imperio era entendido entonces como un instrumento para propagar la fe y cumplir la misión religiosa de la nación, lo que a su turno era una manera de ganar merecimiento personal en este y en el otro mundo.
+[293] Arboleda se coloca en este análisis en uno de los extremos en que solieron colocarse los historiadores y ensayistas colombianos del siglo pasado, al enjuiciar la sociedad colonial. Mientras los escritores de mentalidad liberal veían por todas partes feudalismo, los hispanizantes no veían diferenciaciones e injusticias de las monarquías europeas. Ambas posiciones eran poco objetivas. En sentido estricto, en América no existió feudalismo; pero eso no quiere decir que no hubieran existido desigualdades y precisamente de las que Arboleda considera creadas por la ley y no por la naturaleza. Hubo, especialmente hasta mediados del siglo XVIII, discriminaciones raciales; hubo también gamonalismo y predominio de hecho, aunque no de derecho, de encomenderos (mientras este grupo fue fuerte, lo que sólo ocurrió hasta fines del siglo XVII); hubo desigualdades en la distribución de la propiedad y seguramente las hubo en la misma aplicación de las leyes. Véase supra, nuestras observaciones respecto del feudalismo en América, en el capítulo «Valoración de la herencia espiritual española».
+[297] La idea de las dos cámaras, expresión la una de las tendencias al progreso y al cambio, y la otra, de la tendencia a la conservación de lo existente, al mantenimiento de la tradición, tenía como supuesto general la concepción comtiana de estática y dinámica sociales. También se basaba en este supuesto el sistema bipartidista como constante de la organización política. Todos los escritores políticos colombianos del siglo pasado aceptaron en alguna forma esta idea y la tradicional división entre un partido que represente el progreso (liberal) y uno que simbolice y lleve la representación de la tradición (conservador). Arboleda la fundamenta, además, en otra idea corriente entonces en los medios positivistas, pero que no sería imposible vincular a creencias muy antiguas sobre los ritmos vitales: la idea de las generaciones, de la juventud y la vejez como elementos políticos, progresista el primero, mantenedor del statu quo el segundo: «Basta un ligero examen —dice Arboleda— para comprender que toda sociedad contiene dos elementos que sirven de base a sus divisiones por ideas y tendencias: la juventud y la ancianidad. Del lado de la primera están el número, el vigor, la imaginación y las aspiraciones nobles, francas, generosas y enérgicas; en una palabra, el espíritu de innovación y progreso… De parte de la vejez están la calma, el juicio, la veneración por lo pasado, y ese amor a la tranquilidad que infunden la familia y los bienes de fortuna que más que la juventud posee la edad provecta. El viejo quiere conservar el orden existente, y con frecuencia algo más que esto: quisiera volver el mundo a esos tiempos antiguos, que mira, a través de su edad, esmaltados con los gratos recuerdos de esas horas felices que gozó en la aurora de la vida y que pasaron para no volver» (La república en América española, ed. cit., págs. 188 y 189).
+EL CASO DE RAFAEL NÚÑEZ ES muy singular en la historia del pensamiento político colombiano. Sin ser un teórico del Estado, ni un pensador sistemático comparable a contemporáneos suyos como Sergio Arboleda y Miguel Antonio Caro, fue sin embargo uno de los hombres que mayor influencia tuvo en la historia política de la nación en el siglo XIX y uno de los escritores de aquella centuria cuya obra conserva mayor interés para el historiador de las ideas, no obstante su carácter fragmentario y heterogéneo[299].
+Núñez fue uno de los escritores colombianos de su generación que mayor volumen de ideas movilizó en su época como fruto de su permanente contacto con los movimientos políticos, literarios, filosóficos y científicos de su tiempo, en Europa y en América, y como resultado de su amplia experiencia de político y hombre de mundo. Quien lea hoy los varios volúmenes que constituyen su Reforma política[300], encuentra allí reflejada tanto la política y la historia colombianas de la segunda mitad del siglo XIX, como casi todos los problemas típicos del pensamiento europeo, desde los políticos y económicos hasta los metafísicos y religiosos. La crisis moral y religiosa de la conciencia occidental producida por la triple acción de la ciencia, la técnica y la mundanización absoluta de la vida, ocupó lugar preferente en sus meditaciones y escritos. Fue quizás el primer colombiano de su generación que supo valorar en toda su magnitud y con plena objetividad los fenómenos de la sociedad capitalista moderna, sobre todo la lucha de clases y la depauperización de la clase obrera, y en aceptar frente a las soluciones revolucionarias y frente a las formas del pensamiento utópico, una política realista que procurase establecer una síntesis entre lo que había de justo e inevitable en los movimientos socialistas y la tradición cristiana de los pueblos occidentales. Fue igualmente uno de los hombres de su tiempo que con más finura y precisión captó las debilidades internas del liberalismo, y uno de los primeros en proponer una fórmula positiva que, sin romper con lo que consideraba valioso en la tradición liberal, podase su concepción del Estado de elementos utópicos. En un medio relativamente inmaduro, que importaba fórmulas políticas y literarias, educativas y económicas, sin someterlas a una verdadera elaboración crítica para adaptarlas al ambiente nacional, Núñez introdujo la costumbre de ver los problemas dentro de la perspectiva de la historia y lo hizo sin violencias ni artificios y sobre todo sin perder el contacto con la propia realidad nacional[301].
+Si hubiera que ubicar la actitud política de Núñez en alguna de las corrientes típicas del pensamiento moderno, tendríamos que decir de él que fue un representante del neoliberalismo, es decir, de aquella corriente de ideas de la segunda mitad del siglo XIX que pretendió incorporar a la vida política algunos de los resultados concretos obtenidos por el liberalismo en sus luchas contra las formas ilimitadas del poder, pero que rechazaba sus bases metafísicas, especialmente el armonismo y todo postulado que pudiese conducir a conclusiones adversas a la existencia del Estado. Esa modalidad del liberalismo, que tuvo amplia acogida sobre todo en Inglaterra y en aquellos espíritus americanos que como Núñez habían recibido el influjo de la educación política inglesa, estuvo siempre dispuesta a aceptar de buen grado el papel activo del Estado en la solución de los problemas sociales y económicos. Puesto que sus representantes no creían que el equilibrio y la justicia sociales pudieran conseguirse como resultado de una ley de armonía inmanente, tampoco eran defensores de una extremada economía libre, tal como la predicaban los partidarios del laissez-faire. Pero no sólo el armonismo era motivo de desconfianza para los neoliberales; también la teoría de la voluntad general como origen de la soberanía y el derecho, los llevaba a tomar una actitud crítica frente al liberalismo ortodoxo. John Stuart Mill —a quien admiraba, leía y citaba Núñez—, Benjamín Constant y Tocqueville, entre otros, se dieron cuenta de que, aplicada hasta sus últimas consecuencias, la idea de la voluntad popular podría llevar al dominio absoluto de las mayorías y al aniquilamiento de las minorías, y con ellas al de la libertad. El liberalismo se convirtió en sus manos, no en la doctrina del dominio de los muchos, sino en la justificación del derecho de los menos.
+De estas dos posiciones críticas frente al liberalismo, la que más acentuó Núñez fue la primera. Pero al propugnar por un Estado fuerte, centralizado y eficaz en sus funciones jurídicas y económicas, o al limitar los derechos individuales en beneficio de la sociedad, no se colocaba en realidad fuera de la tradición liberal europea. Como lo ha observado Heckscher, lo propio, lo característico del liberalismo no es ni la negación de la función del Estado ni su falta de interés por la sociedad. Analizando el proceso de formación del Estado moderno, obra en gran parte del liberalismo, dice este autor: «La obra del liberalismo consistió en su labor unificadora delineada ya en el capítulo final de la primera parte. Ahora era mucho más fácil para los órganos del Estado hacer valer su voluntad, después que habían desaparecido todos los vestigios seculares de disgregación medieval y el territorio del Estado se hallaba sometido a normas comunes, aplicadas por órganos también comunes. En realidad lo que hizo el liberalismo fue fortalecer el Estado. El individuo y el Estado son las dos manifestaciones sociales que el liberalismo afirmó y tomó en consideración. Lo que negó y pasó por alto fueron todos los organismos sociales intermedios existentes dentro del Estado…»[302].
+Tampoco faltaba al liberalismo interés por la sociedad. «Para el mercantilismo —agrega el mismo historiador— el individuo se hallaba incondicionalmente sometido al Estado, era un simple instrumento para la consecución de los fines de este. La relación, para el liberalismo, aunque pudiera pensarse otra cosa, no era precisamente la inversa. Esto hubo de ponerse de manifiesto repetidas veces, V. gr., en los esfuerzos por asegurar la integración del Estado dentro de las órbitas de su competencia; la crítica que Adam Smith hace del régimen colonial de las compañías de comercio no es más que un ejemplo entre muchos. Además —cosa mucho más importante—, la vida económica libre, es decir, sustraída a la intervención del Estado, no debía ser, según la concepción liberal, juguete de los intereses individuales. El Estado y los individuos tenían ambos una misión propia que cumplir y aparecían equiparados al servicio de un tercero, que era la “sociedad”, la community. Esta idea, de importancia central, era concebida como el interés común de todos los habitantes del territorio del Estado, interés que no se hallaba vinculado a ninguna institución estatal ni corporativa. El axioma de Bentham y de los utilitaristas: “la mayor dicha para el mayor número” era una paráfrasis de este concepto del interés de la sociedad. Y las “leyes de la oferta y la demanda estatuídas por el Cielo” (the Heaven-ordained laws of Supply and Demand), de J. Stirling, se concebían también en función de idéntico resultado, creyéndose que podrían alcanzarlo, gracias a la fuerza inmanente que se les atribuía. El liberalismo se orientaba, pues, hacia un interés común, ni más ni menos que el mercantilismo, pero la colectividad que a él le servía de meta era una suma peculiar de todos los intereses individuales. Y a esta comunidad así concebida, debía someterse también el Estado»[303].
+Que el liberalismo en sí mismo y de acuerdo con sus antecedentes históricos no era contrario a la existencia del Estado fuerte y activo fue algo que vio claramente Núñez: «Una de sus hazañas fue extender la jurisdicción del Estado hasta donde le era vedado intervenir, con lo cual labró al fin su propia ruina. Su historia, no podría negarse, ha sido ilustrada por el impulso decisivo dado al comercio y a la industria, a la formación general de la riqueza, por la supresión de trabas y privilegios injustos, la lucha contra todas las tiranías y el amparo de los pueblos oprimidos»[304].
+El liberalismo extendió la jurisdicción del Estado hasta límites que antes le estaban vedados, con lo cual labró su propia ruina, comenta Núñez, observando el resultado paradójico de la dialéctica de una doctrina que para asegurar la libertad del individuo frente a las organizaciones corporativas de la sociedad medieval —gremios, estamentos, Iglesia, etcétera—, sólo pudo hacerlo creando la omnipotencia del Estado moderno. Pero, aunque Núñez fue un duro crítico de algunos aspectos de la doctrina liberal, sin embargo no pudo elaborar una concepción del Estado que fuese esencialmente diferente porque no poseía una filosofía social distinta de la que servía de base al liberalismo. La sociedad sobre la cual debía actuar el Estado era para él, como para los liberales clásicos, una sociedad compuesta de una suma de individuos en la cual carecían de entidad, de realidad, aquellos cuerpos sociales que en otra época habían obstaculizado la vigencia del Estado nacional, centralizado y absoluto. En otras palabras, para superar la idea liberal del Estado, Núñez se habría visto obligado a oponer al Estado representativo, basado en el sufragio universal, una concepción corporativa u organicista de la sociedad que otorgara personería jurídica a entidades como la familia y la Iglesia —para mencionar las únicas formas sociales de estructura corporativa existentes en una sociedad como la colombiana, en la cual no existían ni gremios, ni nobleza, ni forma estamental alguna— y que estableciese una calificación del sufragio por el status social y las calidades individuales, tal como lo hacía, con toda lógica, Miguel Antonio Caro.
+No obstante ser liberal el núcleo de su idea del Estado, fue Núñez un crítico tenaz de la gestión histórica del liberalismo, tanto en el nuevo como en el viejo Continente. Al analizar su papel en Europa le reprochaba su incomprensión e incapacidad para resolver la cuestión social moderna, y al examinar sus aplicaciones en Colombia y en América le atribuía falta de sentido de la realidad e impotencia para dar forma a los nuevos Estados.
+Durante muchos años de labor periodística, Núñez siguió el desarrollo de los más significativos fenómenos de la vida política, social y económica de Europa, sobre todo de Francia, Inglaterra y Alemania. Con toda lucidez vio dónde estaba el problema social en las modernas sociedades industriales y capitalistas, y la imposibilidad de resolverlo con las fórmulas políticas y económicas del liberalismo ortodoxo. A diferencia de la mayor parte de sus contemporáneos influidos por corrientes políticas utópicas y románticas, Núñez concebía los problemas de la sociedad moderna con un criterio absolutamente realista. Lo específico de la nueva situación no era para él la existencia de ricos y pobres, sino la aparición de la técnica moderna y el surgimiento de una clase, la clase obrera, que careciendo de propiedad, era sin embargo el elemento básico de la producción en la nueva estructura económica. El trabajador de la sociedad industrial no era simplemente «el pobre», «el paria», sino el obrero moderno, capaz de imponer algún día su voluntad por procedimientos revolucionarios. Por otra parte, había en la sociedad moderna un fenómeno de carácter ético, desconocido hasta entonces: la libertad económica —obra en gran parte del liberalismo— había reducido el trabajo a la categoría de mercancía, con lo cual el hombre llegó a ser valorado solamente en razón de sus rendimientos económicos y no por sus auténticos valores humanos. Además de este deprimente resultado ético, la libertad económica y la misma libertad política agravaron, según su opinión, la condición del obrero moderno y lo colocaron quizás en condición inferior a la que habían tenido el esclavo en la antigüedad y el siervo en la Edad Media, puesto que el patrón moderno —autorizado a ello por los principios del derecho liberal-burgués— había abandonado los deberes de protección que practicaron el antiguo propietario de esclavos y el señor feudal. Refiriéndose a la capacidad de la economía liberal para resolver el problema social moderno y a la concepción liberal como un todo, decía: «El inmenso problema económico, que diariamente crece, no ha podido ser resuelto por los economistas[305]. Sus dogmas han tenido durante medio siglo decisiva influencia en los parlamentos, en la prensa y en la cátedra; y si ellos han contribuido a la supresión de la esclavitud, por ejemplo, en cambio han hecho surgir, o permitido que surjan, los proletarios de las fábricas y los rurales, que son más infelices todavía que los antiguos esclavos urbanos; proclamando el principio de la concurrencia y de la abstención oficial en materia de industria. De este resultado a la justificación de la teoría de Malthus, hay un solo paso. Se podría llegar aun a la justificación del infanticidio. El monopolio de la riqueza ha tomado otra forma, pero continúa; y si el desamparo y la prostitución de la generalidad no son mayores, débese a la misericordia de la proscrita intervención de la autoridad pública en muchos asuntos de industria. El mismo parlamento británico ha debido prescindir de esos dogmas, en más de una ocasión, para poner dique al amenazador alud. El predominio del criterio del interés individual ensalzado por los economistas no puede ya sostenerse, porque la ola encrespada del sufrimiento se ha vuelto un constante peligro para los pocos cuyos palacios pueden caer en ruinas, como cayeron los castillos feudales a impulsos de la pólvora, recién inventada entonces»[306].
+En este punto de su análisis fue precisamente donde se produjo su encuentro con el pensamiento social católico, que ya empezaba a expresarse en las encíclicas de León XIII sobre la cuestión social moderna. Puesto que la tarea propia del pensamiento político era encontrar el punto de unificación de las fuerzas del Estado, unir y no dividir, y en fin, evitar que los antagonismos sociales precipitaran la sociedad al caos o la colocaran ante la inminencia de una solución revolucionaria, era necesario encontrar nuevas fórmulas de gobierno, que sin romper con la tradición cristiana fuesen eficaces para dar solución a los problemas planteados por el socialismo.
+Tales fórmulas no pueden encontrarse en el liberalismo, decía Núñez, «pues lo que estaba en sus posibilidades está cumplido. Lo que ahora se necesita es una política de reconstrucción sobre un campo convenientemente preparado, y un partido que haga derivar el orden de la democracia para reconciliar las fuerzas contendoras de la industria y la vida social»[307].
+Una de las ideas más arraigadas en el pensamiento político de Núñez fue su convicción sobre la importancia de las creencias religiosas como elemento cohesivo y conservador en la vida de los pueblos, particularmente en los pueblos de ascendencia española. Por otra parte, su admiración por la institución del papado y por la experiencia política acumulada por la Iglesia en muchos siglos de historia le llevaban a concluir que cualquier tarea política o social del Estado moderno no podía realizarse contrariando los sentimientos religiosos de la población y sin la colaboración de la Iglesia católica. Sobre la base de estas convicciones defendió con tenacidad una política de armonía entre las dos potestades y dio su aceptación franca a las ideas de León XIII como bases de una política social-católica. Núñez encontraba en ellas la confirmación de dos ideas que había sostenido incesantemente: la primacía de la cuestión obrera sobre cualquier otro problema de carácter político y la posibilidad de resolverla por medio de una moderada, pero firme, intervención del Estado. En un escrito publicado en 1891 con el título de La gran palabra, Núñez saludaba las ideas de León XIII, en los siguientes términos:
+«Es privilegio de los verdaderos estadistas anticiparse al porvenir. Ha como treinta años que M. Gladstone dijo que el siglo XIX se llamaría “El siglo de los obreros”; y lo que ocurre actualmente parece justificar su previsión.
+«Después de la célebre conferencia de Berlín, y de tantos proyectos en que se ocupan los gabinetes y los parlamentos, dándoles cierta preferencia y particular énfasis, tenemos ya, en letra de molde, la anunciada Carta Encíclica de León XIII, sobre la Condición de los obreros. El egregio Pontífice trata in extenso con magistral sabiduría, como era de esperarse, el complicado y urgente problema “no fácil de resolver ni exento de peligro”, según sus palabras. Es difícil, en efecto, precisar en justicia los derechos y deberes que deben unir recíprocamente la riqueza y el proletariado, el capital y el trabajo; y hay por otra parte peligro en discutir el asunto, porque los hombres audaces y turbulentos tratan, con frecuencia, de desnaturalizar el sentido del problema y aprovechar la ocasión para excitar a las multitudes y fomentar trastornos.
+«La encíclica no disimula los errores que han contribuido a agravar la condición de los obreros».
+Luego cita con complacencia evidente las alusiones del romano Pontífice a la «usura voraz», a los monopolios que enriquecen a unos y empobrecen a la gran mayoría, a la codicia y competencia desenfrenada del comercio moderno. Finalmente comenta, con visible sentimiento de aprobación, que la encíclica no preconiza la intervención inmoderada del Estado en el problema social, «pero sí la que sea necesaria para resguardar el interés común contra los abusos de los poderosos»[308].
+Pero si la tarea política inmediata en la Europa industrial era la cuestión obrera, en Colombia era otra. De acuerdo con las ideas sostenidas a lo largo de su agitada carrera de escritor y político, la misión del Estado en las repúblicas sudamericanas era muy distinta de la que debía llenar en Europa. En América como en Europa la misión política esencial del Estado era una: unificar la nación. Pero esa compleja finalidad del arte del gobierno debía encontrarse en aquellos puntos que parecían decisivos para el mantenimiento de la cohesión social, que es a la postre el único objetivo, el telos de la ciencia política. Todo pensamiento político, y en particular el de Núñez, se mueve alrededor de este tema, que en él, como en casi todos los pensadores colombianos del siglo XIX, se resumía en una meditación sobre lo que solían designar los escritores europeos como la turbulencia latinoamericana. La crónica desazón social que siguió a la Independencia, sobre todo la inestabilidad política de Colombia a partir de las reformas radicales hechas por el gobierno del general José Hilario López, reformas que alcanzaron su expresión más completa en la Constitución federal de 1863, estuvo presente siempre en sus escritos y en su actuación de hombre de Estado. Pero Núñez tenía suficiente perspicacia y sentido histórico para pensar que tan complejo fenómeno obedecía sólo a causas de carácter legal o político, o que en último término dependía de la forma constitucional del Estado. Gran parte de su vida y de su actividad de escritor público la dedicó al examen y crítica de las opiniones que solían expresarse en Europa sobre la situación hispanoamericana, para señalar la falta de comprensión y el simplismo que generalmente encerraban muchos de aquellos juicios, y a recordar a los europeos que la historia de la civilización política en el viejo continente no era una historia sin máculas; que la democracia, la legalidad y la estabilidad se habían conseguido allí a costa de revoluciones sangrientas y de años de desorden político. Es verdad que tampoco él caló suficientemente hondo en el problema de la turbulencia lationamericana y en el estudio de las razones que hacían difícil el funcionamiento de la democracia en América, pero no se contentó con las explicaciones tópicas que sobre ese tema solían darse en Europa y en los propios países americanos.
+En un ensayo sobre las tareas de la sociología en América, decía: «Pero respecto a esto último —hablaba de las guerras civiles hispanomericanas— deben señalarse notables diferencias; ¿por qué la guerra ha sido más continuada y desastrosa en México, Centroamérica, los pueblos del Plata, Perú y Bolivia, que en las tres secciones de la primitiva Colombia? La forma especial del sistema republicano (centralismo o federalismo) no tuvo, pues, aparentemente influencia decisiva en el resultado, puesto que ha habido tanto desorden en el Perú y Bolivia como en los tres pueblos que aceptaron la federación. Tampoco el clima ni la configuración topográfica ejercieron, al parecer, esa influencia, si se tiene en cuenta que la anarquía se volvió endémica bajo todas las latitudes, y tanto en el litoral como en los valles y cordilleras. Es posible que en las diferencias de razas primitivas americanas que se mezclaron con las razas de fuera, haya algo que merezca la pena de detenido estudio; pero nosotros no contamos en este momento con los datos necesarios para examinar el problema, y apenas nos es dado hacer breves y aisladas observaciones»[309].
+Lo que resultaba claro para Núñez era que en países que poseían tan numerosos gérmenes de disgregación (tendencia al caudillismo, individualismo, localismo, pobreza y falta de complejidad económica, etcétera) una organización constitucional basada en un Estado débil, de funciones reducidas, tal como la preconizaba el liberalismo ortodoxo, no hacía sino intensificar la inestabilidad[310]. Cuando con la Independencia se rompió el vínculo imperial que unía a todos los países y sectores de América y, según la gráfica expresión de Núñez, «tras una niñez que había sido española, fueron aquellos separados de la nodriza y quedaron como vagabundos al azar», lo que las nuevas naciones necesitaban no era menos, sino más gobierno. Y ese fue el criterio seguido por los hombres de la primera generación de Independencia, es decir, por los que habían hecho la guerra libertadora. Como lo hemos observado al hacer la historia de la idea del Estado que poseían las más destacadas figuras de esa generación, aunque en esencia sus ideas eran de tipo liberal, se trataba por muchos aspectos de un liberalismo conservador, practicado por hombres educados todavía en la tradición española de gobierno, y que, por otra parte, carecían del pathos romántico y utopista de las siguientes generaciones de orientación liberal.
+Pero, a partir de 1848 y como resultado en gran medida de la ola revolucionaria que agitaba a Europa, sobre todo a Francia, adviene a la dirección de la política una generación en que predominaban tres tipos de mentalidad política: la romántica-utopista, la jacobina y la liberal clásica, circunspecta y conservadora muchas veces, pero cuya idea del Estado y cuya filosofía social optimista contribuyó a dar a la política y a la vida colombianas de la segunda mitad del siglo XIX el ritmo agitado que la caracteriza. Los ocultos —pero siempre presentes— impulsos hacia la disgregación recibieron entonces el estímulo de esas tres corrientes ideológicas. En el campo de las relaciones entre política y religión se pretendió una completa separación entre la Iglesia y el Estado, que desembocó no pocas veces, en prácticas hostiles a las creencias católicas. En economía se quiso practicar el liberalismo puro, confiando en que las excelencias de la libre concurrencia producirían automáticamente el equilibrio y la justicia, con lo cual, en el interior se dejaba sin protección a las clases débiles, y en el exterior, al propio país cuya debilidad económica frente a las metrópolis industriales apenas si se tenía en cuenta. En momentos en que era indispensable acentuar la unidad nacional, se quiso poner en práctica un federalismo extremo, y para que nada quedase fuera de este cuadro optimista, se abolieron las formas ceremoniales de la vida social que durante la Colonia habían sido un elemento simbólico y sicológico de gran valor para las distinciones necesarias al ordenamiento social. Las fórmulas de tratamiento que indicaban jerarquía y reverencia hacia las instituciones y los hombres quedaron suprimidas —por ejemplo, los tratamientos de excelencia, señoría, honorable, ilustrísima, etcétera—, y al establecerse como norma constitucional la posibilidad de llamar a juicio al presidente durante el ejercicio de su mandato, se privó a la República de un símbolo en que la fe pública pudiera concentrarse. Tal era el panorama que Núñez describía como fondo de la inestable historia política nacional en la segunda mitad del siglo XIX.
+A las tres grandes causas de la inestabilidad nacional: desazón religiosa, debilidad económica, y tendencia al atomismo político-administrativo —federalismo—, Núñez opuso los tres propósitos que orientaron su pensamiento político y su gestión de hombre de gobierno: paz religiosa, por medio de un régimen concordatario entre la Iglesia y el Estado; industrialización como base de la política económica, y centralismo político con autonomía administrativa como fórmula para mantener la unidad de la nación[311].
+Ahora bien, tales objetivos podían lograrse únicamente por medio de la acción directa del Estado. Era inútil esperar el desarrollo del país y su ordenamiento social de la iniciativa personal aislada o del juego espontáneo de los intereses individuales, como los esperaban los partidarios del Estado gendarme, de un Estado que se limitaba a ser espectador de los conflictos y los problemas y cuya única preocupación era mantener el orden por medios de policía. Las instituciones políticas de la nación deberían modelarse sobre la base de una concepción del Estado que hiciera de este un poder eficaz dotado de una misión formadora, política, económica y moral, capaz no sólo de mantener el orden por procedimientos coactivos, sino de procurar el desenvolvimiento armónico de las capacidades y los recursos nacionales.
+Aparte estas discrepancias de carácter histórico y práctico, Núñez se sentía distante del liberalismo por una razón de carácter teórico: su racionalismo, su intelectualismo. Como toda concepción del Estado y de la sociedad, el liberalismo suponía también una determinada idea de la estructura y métodos de la acción política. Su confianza en la razón, su optimismo y su propensión a pensar que una ley de armonía regía las relaciones del universo, lo llevaban precisamente a negar lo que había de irracional, de inesperado e ilógico en la conducta política de los hombres. De esa confianza en la estructura lógica del universo surgían precisamente dos rasgos suyos que constituían su debilidad como concepción política: su inclinación a dar a todos los problemas una solución legal y su tendencia a generalizar las soluciones, es decir, a ignorar lo que había de único, de concreto, de excepcional, en una situación o en la historia de un pueblo: «Ha tenido la costumbre de fundar su doctrina sobre hechos exteriores, materiales y tangibles —decía Núñez—, imbuido en el dos y dos son cuatro y haciendo caso omiso absoluto de incógnitas. Es el error idéntico del positivismo y del agnosticismo en religión, la ignorancia de las fuerzas y elementos invisibles. También el empleo inmoderado de la línea recta; el desconocimiento de que la curva conduce en muchas ocasiones mucho más pronto al deseado punto»[312].
+La comprensión de la estructura de la vida política como algo ilógico, y por lo tanto irreductible a razonamientos de carácter científico y matemático, que parecen constituir la ley interna de actuación del hombre político, se dio en Núñez como quizás en ninguna otra personalidad de la historia colombiana. De ahí esa falta de formulación clara y sistemática de su pensamiento y la flexibilidad, que en el caso de Núñez, como en el de los grandes políticos, ha solido atribuirse a inmoralidad, oportunismo o simple ambición personal de poder.
+Esta manera de interpretar la política y la forma de actuación del hombre de Estado se daba en Núñez como resultado tanto de su propio temperamento político, como de la influencia que en su personalidad tuvieron la historia y el pensamiento ingleses, y la corriente de ideas antipositivistas surgidas en Europa en la segunda mitad del siglo XIX, corrientes de ideas cuyo denominador común era la crítica de la ciencia, lo que no era sino otra manera de realizar la crítica del racionalismo extremado.
+La influencia del pensamiento político inglés en Colombia se mostró desde un principio como el correctivo para el espíritu radical y teorizante, muchas veces utópico, que ejercieron ciertas corrientes del pensamiento francés, y contra la tendencia española a la ortodoxia no menos incompatible que aquel con la esencia de la política. Pero ninguno de los colombianos que tuvieron participación decisiva en la vida política del país en los años que siguieron a la Independencia asimiló tanto la tradición y el estilo político inglés como Rafael Núñez, no sólo por su contacto directo con la vida inglesa, sino por su conocimiento de la literatura, de la historia y de la biografía de los estadistas de Inglaterra. Esta aparecía a los ojos de Núñez como la gran maestra política de Occidente, y la forma como había afrontado los grandes cambios políticos que había ido imponiendo la historia social y económica, la elevaban a sus ojos a la categoría de verdadero prototipo de sabiduría política. Si se trataba de resolver el problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, o de decidir la política económica, o de encontrar el estilo y clima para solucionar una situación política, Núñez recurría siempre a la historia política inglesa y al ejemplo de sus pensadores y hombres de Estado[313]. Sobre todo recurre a ellos cuando quiere combatir el doctrinarismo político. La falta de rigidez teórica de la política inglesa, su sentido de la realidad, su atenerse al aquí y al ahora en contraste especialmente con el rígido doctrinarismo del pensamiento político francés, le merecen continuos elogios. De buena gana hubiera aceptado como definición de su propia actitud política estas palabras de un escritor inglés sobre las características de la mentalidad de su pueblo, citadas por él en defensa de la concepción de la política como compromiso:
+«Alguno podría pensar que no es un vicio característico del criterio inglés el adherirse a pequeños principios. Nosotros estamos más bien tentados a enorgullecernos de poseer esa forma de entendimiento práctico que independiza a los hombres de reglas y fórmulas, y los hace capaces de acomodarse a las diversas condiciones de cada caso particular, cediendo a todas las exigencias, y del modo que las circunstancias lo exijan. No nos falta fundamento para la propia complacencia en este punto. Es en el fondo acertado el instinto que nos advierte de que no toda máxima política puede ser de incondicional valor en todos los casos, y que nos induce a hacer cualquiera cosa que llega a ocupamos en abierta oposición con lógicas y teorías abstractas, confiados, para justificarnos, en esa más amplia lógica de los hechos. Los ingleses han vencido de ese modo, y por un procedimiento de solvitur ambulando, mil dificultades, y llevado a cabo mil cosas en el mismo tiempo que gentes menos prácticas y enérgicas habrían empleado en demostrar que eran imposibles; y no puede existir mejor prueba de alta capacidad política en un pueblo que la posesión de la facultad necesaria para hacer eso»[314].
+Por otra parte, en el fondo de su espíritu, Núñez fue siempre un escéptico, si por escepticismo entendemos no la falta de fe religiosa ni la negación de la existencia de la verdad, sino la aceptación de la dificultad de alcanzarla con los medios limitados de la razón humana. Hasta los últimos años de su vida se ocupó en este tema y lo estudió a través de la situación espiritual de Sócrates, Calderón y Pascal, hombres de fe ardiente, pero en quienes cada decisión era un combate y un motivo de desazón interior[315]. Una personalidad dotada de semejante estructura espiritual no podía ser ortodoxa ni pensar los problemas sociales e históricos de modo geométrico.
+Reducir la teoría del Estado y la política a un conjunto cerrado de principios derivables lógicamente unos de otros, construir un sistema, habría sido para Núñez reducirla a una ciencia, es decir, ir contra su propia esencia y en cierta forma empobrecerla. El papel que atribuía a la ciencia como medio de conocimiento era muy limitado y su esfera de acción se reducía para él a la naturaleza. Con singular entusiasmo acogió Núñez el movimiento de ideas que comenzó a madurar en la segunda mitad del siglo XIX, como resultado de la reacción antipositivista, encaminado a establecer los límites de la ciencia y a dar mayor valor a formas de conocimiento y de contacto con la realidad distintas de la razón discursiva, como la mística o la intuición poética y religiosa. La revaluación de la fe como ingrediente de la vida, y especialmente de la vida moral y política, llegaba tras dos siglos de confianza ilimitada en la razón y de esfuerzos por reducir todo conocimiento a un saber tan exacto como el de la ciencia físico-matemática[316].
+Podría pensarse entonces que este elemento romántico e historicista —pues la crítica de la ciencia estaba alentada por un pathos romántico— debió llevar a Núñez a construir una teoría del Estado también romántica, en que se exaltasen la tradición y los elementos populares como sus principales materiales constitutivos, pero en realidad no lo hizo así. Escéptico respecto al valor de la ciencia en la vida humana, adversario del liberalismo en cuanto este tenía de concepción doctrinaria puramente lógica, y hombre convencido del valor de la fe y de la religión como elementos de la vida política, no era sin embargo una mentalidad conservadora, y, podríamos decir, arcaizante. Como estadista quiso fomentar la ciencia e hizo de la industrialización del país una de las bases de su política. Aceptaba una parte de las ideas del positivismo y rendía tributo a las tendencias de la civilización industrial, e indirectamente, a la ciencia y la técnica, de las cuales, sin embargo, desconfiaba en el fondo de su espíritu. En su situación espiritual se reflejaban con sin igual claridad las contradicciones de la vida moderna. Quienes estaban convencidos de que la ciencia y la razón habían producido la desaparición de la fe religiosa y de la creencia en la tradición, en los valores no pragmáticos y utilitarios, en una palabra, que había producido la crisis de la conciencia moderna, tenían que apoyarse en la ciencia y en la técnica cuando, como dirigentes del Estado, se veían obligados a tomar decisiones políticas. El poder de las naciones dependía cada vez más de la técnica, y la tendencia de los pueblos, de las masas, se orientaba ya en forma irresistible hacia una sociedad basada en el concepto de bienestar material. Núñez, cuyo sentido de la realidad histórica y cuyo conocimiento de las tendencias de la época lo destacaron siempre entre los hombres de su generación, no podía escapar a la corriente del tiempo. Pero actuó y pensó siempre guiado por la convicción, común a muchos espíritus de Europa y América, que esta fuerza irresistible podía llegar a ser destructora si no lograba fundirse con los valores tradicionales que habían enaltecido la personalidad humana, para dar nacimiento a una nueva sociedad cuyos principios básicos deberían seguir siendo cristianos.
+[299] Como figura humana Rafael Núñez ha sido una de las más discutidas de la historia de Colombia. En su calidad de actor principal de uno de los periodos más agitados de la vida política nacional —el comprendido entre los años de 1870 a 1900, aproximadamente—, su nombre despertó grandes pasiones en su tiempo y en los años inmediatamente posteriores a su muerte. Hoy, con la perspectiva que da el tiempo, su pensamiento político ha sido revaluado, aunque sobre la calidad de su persona sigan existiendo opiniones muy divergentes. Excusado está decir que en este ensayo tratamos de sus ideas políticas, de su concepción del Estado, con prescindencia de su actuación política concreta y de la consecuencia o inconsecuencia que hubo entre ambas. Sobre la vida y la obra de Rafael Núñez, véase a Indalecio Liévano Aguirre, Rafael Núñez, ed. Siglo XX, Bogotá, 1946.
+[300] Nuestras citas se refieren a la segunda edición, hecha por la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1943. Citaremos la obra como Reforma.
+[301] «… Fue quizás el único europeo de los prohombres de nuestro siglo XIX. Dentro de este término europeo, se expresa la insaciable inquietud del pensamiento, la estructura bien organizada de las ideas y la tendencia imperativa de la voluntad. De la primera de estas cualidades debió venirle su vocación filosófica, tan manifiesta en la interrogación que asedia sus palabras, como si a cada paso quisiera pesar y medir el pensamiento, diferenciarlo, lustrarlo, y compararlo, en la desprecupación suya por lo accidental y adhesión a la sustancia de la vida y de todos los problemas que provocan su atención vigilante y sutil» (Luis López de Mesa, Historia de la cultura colombiana, Bogotá, 1930, pág. 71).
+[305] En la literatura política colombiana del siglo XIX fue usual utilizar el término economista como sinónimo de liberal partidario de la escuela clásica de la economía, y de la política económica basada en el principio del laissez-faire.
+[309] Reforma, vol. I, pág. 368. En este texto habla Núñez de «razas que se mezclaron» e insinúa que en su condición podría encontrarse la explicación del carácter americano. Pero debe tenerse en cuenta que, para Núñez, raza era sinónimo de cultura. Núñez rechaza toda explicación de los hechos sociales y políticos basada en el factor raza, tal como una explicación biologista lo entiende (véase Reforma, vol. IV, art. «Latinos y anglosajones», pág. 67 y ss., donde dice que los términos «raza latina» y «raza anglosajona» carecen de sentido). En un articulo dedicado a explicar el papel futuro de la China en la política mundial, comenta y acepta la frase de Brunetière según la cual «es la cultura la que forma la raza y no al contrario» (ibidem, vol. VI, pág. 134).
+[310] De la afirmación de que el Estado debe llenar en la sociedad una vasta gestión de fomento económico y hasta tener una actividad que podríamos llamar pedagógica y paternal, no debe deducirse que Núñez fuera partidario de una doctrina como la de ciertas tendencias políticas modernas que afirman que el Estado es todo y el individuo nada. En estas doctrinas —totalitarismo— se trata de una sustancialización de lo colectivo y de una interpretación falsa del hecho de ser el hombre un ser por naturaleza social y de la circunstancia de darse perfección en la comunicación con otros y no en el aislamiento. Núñez aceptaba la sociabilidad innata del hombre, y por ende rechazaba la idea del contrato social (véase su ensayo sobre Rousseau, en Reforma, t. VI, pág. 39 y ss., especialmente la pág. 43). Pero esto no quiere decir que negara el valor de la individualidad ni la participación de los individuos en su propia perfección y en la perfección del grupo. En su ensayo sobre la Sociología de Spencer (Reforma, vol. I, pág. 354 y ss.) acoge con todo entusiasmo la idea spenceriana de que la culminación de la evolución histórica debe ser la completa liberación y perfección del individuo Es muy significativo a este propósito, y demuestra que Núñez no era un «antiindividualista» doctrinario, el hecho de que destaque el contraste existente entre Spencer y Auguste Comte cuando estos filósofos se refieren a la relación individuo-sociedad. Núñez descubre el elemento «colectivizante» que hay en el pensamiento comtiano, en contraste con el valor atribuido por Spencer a la personalidad individual: «El sistema de Comte tiende seguramente a la absorción de las fuerzas individuales, pero el de Spencer conduce a todo lo contrario» (ob. cit., pág. 362).
+[311] Como es bien sabido, estas ideas forman las bases de la Constitución colombiana de 1886, promulgada bajo la presidencia de Núñez. En el campo económico Núñez dio expresión práctica a sus ideas sobre el papel activo del Estado, en dos direcciones básicas: política monetaria dirigida y protección industrial. En lo primero contra la clásica tesis metalista, sostuvo la teoría estatal del dinero que en su tiempo comenzaban a esbozar algunos economistas ingleses y que más tarde perfeccionó el economista alemán Knapp en su obra Staatliche Theorie des Geldes (Teoría estatal del dinero). La moneda, según este punto de vista, es una creación del Estado. Su poder liberatorio depende de la fuerza jurídica que este le presta. En consecuencia, el derecho a emitir moneda pertenece al Estado exclusivamente, si bien este puede en algún momento delegarlo. Núñez dio realidad a esta idea con la fundación del Banco Nacional. En esta política fue acompañado por Miguel Antonio Caro, quien coincidía plenamente con Núñez en la concepción de los fines del Estado, aunque por razones muy diferentes. Una información sobre la política económica preconizada por Núñez puede verse en el libro ya citado de Indalecio Liévano Aguirre. Debe observarse que Liévano exagera la tendencia «estatista» del pensamiento de Núñez, quizás para destacar más su contraste con las tendencias «antiestatistas» sostenidas por sus adversarios.
+[313] Resulta innecesario citar los numerosos artículos y ensayos que Núñez dedicó a comentar hechos, libros y problemas de la historia y de la vida inglesas. Gran parte de la obra recogida en La reforma política se ocupa de ellos. Casi no hay una de sus opiniones sobre alguna cuestión importante de la política, la economía, la literatura o la filosofía que no esté corroborada por un ejemplo de la historia de Inglaterra o por la autoridad de uno de sus pensadores u hombres de Estado. Los espíritus que mayor influencia directa tuvieron en la educación política de Núñez fueron Stuart Mill y Spencer, en el campo teórico, y Gladstone y Peel en el de la política práctica. En Mill pudo inspirarse su interés por la cuestión obrera moderna y su actitud positiva ante el papel del Estado en la vida social. Spencer influyó sin duda en su interés por la industrialización, ya que, según su pensamiento sociológico, la industria traería la paz y esta era una de las preocupaciones centrales de Núñez. Además, ideas como la marcha de la humanidad hacia una perfección cada día mayor de la individualidad, lo mismo que el agnosticismo y el espíritu transaccional del pensamiento spenceriano, en filosofía y política, dejaron su huella en Núñez. El ejemplo de Peel, político tory a quien Inglaterra debió reformas liberales, y el de Gladstone, que se inició tory y murió liberal, le mostraban el camino de hombres que no se detuvieron ante consideraciones partidistas cuando el buen sentido político les aconsejaba un cambio de actitud. Ambos estadistas merecieron la continua referencia y la constante admiración de Núñez.
+La introducción en Colombia del movimiento neotomista que tuvo como centro la escuela de Lovaina y como figura central al cardenal Mercier, tanto en el campo filosófico como en el de la concepción del Estado y de la política, está vinculada a la figura de monseñor Rafael María Carrasquilla[317]. Bajo su influencia, ejercida desde la dirección del Colegio del Rosario, se formaron varias generaciones de colombianos que actuaron en la vida pública en las últimas décadas del siglo XIX y en las primeras de la presente centuria, y dieron a la política el tono de mesura y realismo que se tienen como características del pensamiento tomista. Carrasquilla no fue un pensador original, pero poseyó dotes poco comunes de expositor que le ganaron la admiración de sus contemporáneos y le proporcionaron amplia influencia social y política. Era un escritor claro y castizo, un orador sagrado de los más destacados que ha tenido el país y un espíritu dispuesto al contacto con todas las manifestaciones del pensamiento, a la percepción de las corrientes culturales y científicas de su tiempo, sin que estas condiciones fueran en mengua de su ortodoxia religiosa, ni de su actitud tradicionalista en política.
+Cuando Carrasquilla comenzó su actividad de educador y escritor público dominaba en el pensamiento político y jurídico colombiano, casi sin oposición alguna en el campo teórico, la concepción liberal del Estado.
+El punto de partida de la crítica de Carrasquilla al liberalismo es la incompatibilidad con las doctrinas católicas, y particularmente la oposición entre la teoría que afirma que la autoridad viene del pueblo y la que sostiene que viene de Dios. La concepción liberal del Estado es examinada por él más como una cuestión dogmática que como un problema de ciencia política. Mientras Caro, Sergio Arboleda y Rafael Núñez se detienen en un análisis de la estructura del liberalismo como conjunto de pensamientos sobre la sociedad y el gobierno, para buscar sus fallas internas, sin perjuicio de poner también de presente su antagonismo con los principios católicos, la crítica de Carrasquilla se detiene especialmente en el problema dogmático de la incompatibilidad entre las dos doctrinas. De ahí que su Ensayo sobre la doctrina liberal resulta valioso para el examen particular de este problema, pero posee poco valor como aportación a la teoría del Estado y de la política.
+Con su fino sentido de las distinciones, dice Carrasquilla que es muy difícil definir lo que sea el liberalismo, pues hay liberales monárquicos y republicanos; budistas y protestantes; católicos y anticatólicos, etcétera, pero hay algo que los une a todos, agrega, y es su creencia en la libertad ilimitada y en la no menos ilimitada capacidad de la razón humana[318]. Citando las palabras de León XIII en la encíclica Libertas, dice: «En verdad, lo que pretenden en filosofía los naturalistas o racionalistas, eso pretenden en el orden moral y civil los fautores del liberalismo, los cuales llevan a las costumbres y a la práctica de la vida los principios sentados por el naturalismo. Ahora bien, el principio capital del racionalismo es la soberanía de la razón humana, la cual, rehusando la debida obediencia a la razón eterna y divina, se declara independiente y se constituye a sí sola por primer principio, fuente y supremo juez de la verdad. De igual manera, los mencionados sectarios del liberalismo sostienen que en la práctica de la vida no hay poder divino alguno que se deba obedecer, sino que cada uno es ley de sí mismo. De aquí procede la moral que se llama independiente, y que con apariencia de libertad, aparta a la voluntad de la observancia de los mandamientos y lleva al hombre a ilimitada licencia»[319].
+Ciñéndose rigurosamente a la teoría del Estado y de la ley, tal como fueron expuestas por Santo Tomás, Carrasquilla afirma que toda autoridad y toda ley vienen de Dios. Por lo tanto, cualquier afirmación sobre el origen humano del derecho es inaceptable para un católico, sea que se hable de razón o simplemente de voluntad popular, de costumbres o de pueblo, de monarca o de Estado. Sobre todas las instancias legislativas está la ley divina, única forma de limitar el poder mundano, puesto que ella vale para todos, gobernados y gobernantes. Carrasquilla, siguiendo la tradición medieval, afirma que el Estado de derecho queda más sólidamente establecido aceptando el origen divino de la ley. Era, dentro de una concepción religiosa católica, lo que afirmaba la escuela clásica del derecho natural dentro de una concepción racionalista arreligiosa.
+Este origen divino del derecho y de la potestad de mando tenía para Carrasquilla otra consecuencia y producía otro motivo de antagonismo con la concepción liberal del Estado, a propósito de las relaciones entre la potestad civil y la Iglesia. La Iglesia es superior al Estado no sólo por su origen directamente divino, y por su continuidad en el cielo, es decir, por razones dogmáticas, sino también por su duración en el tiempo, por su experiencia, por su continuidad, en una palabra, por razones históricas. Superioridad, sin embargo, para Carrasquilla no significa dominio. Tan contrario al pensamiento católico es la idea de un Estado laico, como la de un dominio de la Iglesia sobre el Estado o viceversa. Ni separación —Iglesia libre en el Estado libre, según la frase acuñada por Cavour y aceptada por los llamados católicos liberales franceses— ni teocracia. Independencia y colaboración es no sólo lo que está en la naturaleza de las cosas, sino lo que indica la conveniencia política y la experiencia[320].
+Siguiendo en esto la influencia del espíritu tomista, moderador y objetivo, esforzado siempre en conjugar la realidad histórica con la verdad dogmática, Carrasquilla muestra, frente a las afirmaciones del pensamiento liberal, que la libertad individual y la limitación al poder del Estado son creaciones no sólo del cristianismo en general, sino concretamente de la Iglesia católica. El mundo antiguo pagano —afirma— era fatalista, creía en la existencia del destino, del fatum; el protestantismo es predestinista, y el materialismo moderno, determinista[321]. La Iglesia católica ha defendido durante diecinueve siglos la libertad humana. Desde luego no una libertad absoluta, que únicamente puede tener Dios. La voluntad humana está sujeta a Dios y a la ley creada por Dios. Podemos definir la voluntad humana libre diciendo que es la facultad de elegir entre varias cosas sin quebrantar la ley divina. La ley es la razón que limita la voluntad. La norma promulgada por Dios para señalar el bien y el mal, aunque conservemos la facultad de elegir. Esa ley divina «escrita por Dios en el corazón del hombre», es también la ley natural a la cual ha de ajustarse toda ley positiva que en realidad sea justa. El derecho natural, de origen divino, priva, pues, sobre el positivo, que es una creación del Estado, el cual, para actuar justamente, debe someterse al espíritu de la ley divina.
+Ejercitada socialmente, como libertad civil, según la denomina Carrasquilla, la libertad encuentra los límites del bien común, que es superior y anterior al interés individual. Por eso un católico no puede estar de acuerdo con el liberalismo moderno cuando este habla de libertad ilimitada de expresión. No pueden quedar en pie de igualdad el bien y el mal. En el plano moral y en el religioso no puede haber libertad, si por tal se entiende la facultad de hacer propaganda y de ejercitar un ceremonial público, porque no pueden colocarse en las mismas circunstancias la verdad, que define la Iglesia, y el error, que es fruto de la voluntad humana enferma.
+También la independencia de las dos potestades es una creación de la Iglesia. Cristo mismo dio el ejemplo al someterse a sus padres hasta los treinta años —pues también la familia es una institución de origen divino, pero diferente de la Iglesia— y al mandar que se dé a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. En el Antiguo Testamento se dice que Saúl fue reprobado por Dios porque la víspera de su batalla con los filisteos usurpó la jurisdicción de Samuel y ofreció el sacrificio. En contraste con el antiguo Imperio romano y con la Inglaterra protestante en el mundo moderno, la Iglesia católica ha acentuado la independencia de las dos potestades. En Roma el emperador era divi y pontifex maximus; en Inglaterra y en Rusia zarista el emperador y el zar son simultáneamente jefes del Estado y de la Iglesia[322].
+Por último, en la historia del mundo cristiano la Iglesia ha sido el mejor contrapeso, el límite al poder absoluto de los reyes y a la omnipotencia del Estado. El mundo medieval conoció un poder equilibrador y mediador entre príncipes y súbditos, y entre príncipes o naciones entre sí. Ese poder era la Iglesia. Si san Juan Bautista dijo a Herodes: «non licet tibi»; si Teodocio hubo de humillarse ante san Ambrosio, y el emperador alemán tuvo que hacerlo en Canosa ante el papa Gregorio VII, estos sucesos deben interpretarse no como una ambición de poder, sino como un hecho que demuestra la misión de fuerza moderadora del poder político que ha representado la Iglesia en la historia de Occidente.
+Pero si la Iglesia y el catolicismo son contrarios al principio de la democracia liberal, es decir, a la teoría de la voluntad popular, como origen de la autoridad, en cambio aceptan variaciones en la forma de organizar esa autoridad y en los sistemas para señalar las personas que han de ejercerla. La Iglesia no rechaza las formas populares de elección ni la república, ni la democracia representativa. Pero no cede en el dogma de que toda autoridad viene de Dios, se ejerce en su nombre y está limitada por la voluntad divina tal como la interpreta la Iglesia. Tampoco es la Iglesia contraria a la ciencia ni a la idea de perfeccionamiento o de progreso social. La idea de progreso, dice Carrasquilla, es cristiana; pero tal como la interpreta la Iglesia no se trata de un progreso indefinido y de una perfección alcanzable por el hombre con sus propios medios, pues la capacidad de lograr la plena perfección sólo Dios la posee. La idea de progreso tal como la concibió la Ilustración es falsa, por principio y porque así lo demuestra la historia, que enseña que la decadencia es posible, como lo prueban los casos de Grecia, Roma y España. Ante todos los problemas de naturaleza política y social, teóricos y prácticos, Carrasquilla se mantuvo fiel al pensamiento tomista que había irradiado de los claustros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, desde su fundación.
+[322] Ob. cit., pág. 41 y ss. Carrasquilla, sin embargo, afirma: «Ahora, hay algo en que el Estado está sometido a la Iglesia. La República debe obedecer la ley de Dios, lo mismo que los individuos; porque Dios es su autor, su amo. su dueño y dominador absoluto. La Iglesia interpreta, y promulga auténtica, infaliblemente, la ley de Dios y en eso el Estado le está sometido. En los asuntos puramente temporales, el poder civil, máximo en su esfera, no depende de la autoridad eclesiástica».
+LA CRÍTICA A LA IDEA LIBERAL del Estado encuentra su culminación en la original y vigorosa síntesis que representa el pensamiento político de Miguel Antonio Caro. En su teoría del Estado se unen en forma sorprendente ideas que podrían considerarse patrimonio imperecedero de la civilización política occidental, como la idea del Estado de derecho y la del consentimiento como base del gobierno, y una concepción orgánica-universalista de la sociedad cuyos orígenes se remontan al pensamiento medieval. Caro concibió la sociedad como un todo, anterior, superior y esencialmente diferente de la suma mecánica de sus componentes individuales. Asignó al Estado una función moral y vio en él un instrumento no sólo para llenar funciones administrativas y policivas, sino para lograr la perfección del hombre; pero al mismo tiempo dejó bien delimitada la esfera de la vida privada y los derechos de la persona humana. Insistió en la necesidad de darle al Estado un contenido y una base religiosas, sin hacer de él un cuerpo confesional y sin alienar la libertad de la Iglesia ni establecer restricciones esenciales a la libertad de conciencia. Su proyecto de constitución para Colombia, que con algunas modificaciones se convirtió más tarde en la Constitución de 1886, es una construcción jurídico-política que logra el equilibrio entre posiciones idealmente antitéticas —hasta donde pueden lograrse en una construcción teórica—, entre un Estado basado en el consentimiento de la mayoría numérica y uno que se funda en la voluntad de los cuerpos orgánicos de la sociedad —corporaciones—, entre la movilidad y la conservación, entre la tradición y el progreso. En una palabra logra armonizar en un todo jurídico aquella oposición entre aristocracia y democracia que desde sus orígenes ha tratado de lograr el pensamiento político occidental.
+El pensamiento político de Caro se definió casi desde su primer ensayo de importancia, el Estudio sobre el utilitarismo[323], publicado en plena juventud. Los posteriores estudios conducen sin vacilación y sin inconsecuencia alguna a un análisis de la idea liberal del Estado que presenta dos aspectos, uno crítico y otro constructivo. El aspecto crítico, a su vez, puede dividirse en dos partes: crítica teórica y crítica histórica. En la primera se ocupó en hacer el análisis de la concepción liberal del Estado como doctrina pura, examinando sus supuestos metafísicos y su desarrollo lógico; en la segunda trató de su desenvolvimiento concreto en la historia de Colombia y de sus puntos de incompatibilidad con el espíritu y con las tradiciones políticas españolas y americanas. Veamos el desarrollo de su pensamiento en este orden.
+Miguel Antonio Caro encuentra el mismo conjunto de estímulos que hemos descrito al estudiar la obra de Sergio Arboleda y Rafael Núñez. En la enseñanza universitaria y en la concepción del Estado dominaban todavía en Colombia las ideas del utilitarismo y del liberalismo, ya en la modalidad que hemos denominado clásica, ya en sus manifestaciones románticas y utópicas. En el plano de la vida histórica la inestabilidad social y política era la regla, y si pasamos del hombre nacional al internacional, encontramos que en Europa la preocupación dominante era la llamada «cuestión social», surgida como resultado de la madurez de la sociedad capitalista e industrial. Precisamente como respuesta a ella empiezan a tomar cuerpo desde entonces dos grandes doctrinas: la socialista revolucionaria y la social-cristiana, mientras la concepción liberal clásica del Estado declina y pierde eficacia como instrumento de gobierno y como fe política apropiada para las grandes masas obreras.
+En su Estudio sobre el utilitarismo, Caro, siguiendo un método que no abandonará en sus posteriores obras, analiza el pensamiento de Bentham tanto en su estructura lógica interna, es decir, en su capacidad para construir una ciencia política o jurídica, o una teoría ética de validez universal, como en su concordancia con la tradición y el espíritu nacional. Realiza, pues, un doble análisis, teórico e histórico, y lo hace con tanto vigor lógico y tanta sustancia en el pensamiento, que después del Utilitarismo, ni él mismo ni ninguno de los adversarios del benthamismo, pudieron agregar nada nuevo ni definitivo a la crítica de la doctrina utilitaria en el campo ético y en el campo jurídico.
+El benthamismo pretendía crear una ciencia de la legislación que tuviera validez universal y para eso debía postular un principio invariable, capaz de servir de base a la actividad legislativa y de criterio para juzgar lo bueno o lo malo de una ley o actuación del Estado. Bentham pretendió encontrar dicho principio en la noción de «utilidad». ¿Utilidad para qué? Para conseguir el mayor placer para el mayor número de miembros de la sociedad, según rezaba el famoso aforismo de su escuela.
+Es indudable que la intención de los benthamistas colombianos, que con tanto entusiasmo acogieron la doctrina del filósofo inglés, era altruista y que en sí mismos los motivos que animaban su esfuerzo teórico y práctico eran plausibles, aunque estuviesen lógicamente mal fundados. Un escritor de la época, Aníbal Galindo, ponía de presente la interpretación que los discípulos colombianos del filósofo inglés dieron de su pensamiento. Según Galindo, el benthamismo no es —al menos por sus intenciones— ni una doctrina del egoísmo ético, ni una doctrina inmoral y toscamente materialista. Su sentido social es tan claro y sus efectos éticos positivos tan deducibles de sus principios, que hasta un filósofo católico como Balmes pudo sostener una doctrina muy cercana a la benthamista[324]. En el estilo polémico propio de su tiempo, decía Galindo:
+«Considero, por tanto, un deber de conciencia (y su omisión un acto de cobardía) consagrar un capítulo de este libro a la refutación de los groseros errores, hijos más de la ignorancia que de la mala fe, en que se han apoyado y se apoyan todas las censuras hechas al principio de la utilidad para el gobierno de los asuntos humanos, que sirve de criterio o fundamento a la obra de legislación de Jeremías Bentham, y que era de muchos años atrás el texto adoptado por la Universidad Nacional.
+«Todas las objeciones hechas al principio de utilidad como criterio para decidir sobre la licitud o ilicitud de los actos humanos que caen bajo el imperio de la ley, parten del grosero y erróneo supuesto de creer que es la acción aislada, y por decirlo así, personal o individual, la que suministra la supuesta materia del análisis para fundar el criterio, lo que prueba que la mayor parte de los doctores que han refutado el principio jamás se ocuparon en estudiarlo ni profundizarlo, y muchos de ellos jamás leyeron a Bentham»[325]. «De mí sé decir —agrega Galindo— que debo a los principios bebidos en Bentham gran parte de los hábitos de trabajo y probidad que he practicado en mi vida»[326].
+Pero lo que no vieron los utilitaristas colombianos seducidos por el código de virtudes burguesas que presentaba el benthamismo, y lo que vio Miguel Antonio Caro con toda claridad, fue la debilidad interna de la concepción utilitaria y su imposibilidad lógica para fundar sobre sus principios una ciencia de la legislación. Caro objetaba en primer lugar, por carente de sentido, la denominación misma de la doctrina. La utilidad, lo útil del pensamiento o de la norma legal deben serlo para algo, para conseguir un fin; luego es el fin y no el medio lo que debe dar la caracterización de la doctrina. En realidad el utilitarismo era un hedonismo, y como tal ha debido llamársele si sus autores hubieran pensado con lógica. «La noción de utilidad —decía Caro— es relativa como la de derecho e izquierdo. Hay que preguntar: ¿útil para qué? Los utilitarios responden: para la adquisición del placer. Pero el placer es una realidad sicológica, relativa, contingente, y una ciencia no puede basarse sobre conceptos relativos»[327]. El placer o los motivos de placer varían de individuo a individuo; son algo subjetivo y por lo tanto tan múltiple como es múltiple la sensibilidad de los hombres. Nadie podría definir lo que produce placer a todos los miembros de un conglomerado humano, y ni siquiera la opinión de la mayoría de sus miembros, caso de ser posible consultarla, podría establecerlo. Además, que la mayoría diga que algo le es placentero no es un criterio para deducir que es éticamente bueno. Y es que el placer es un concepto ambiguo. Hay placeres espirituales y placeres físicos, placeres nobles y bajos, buenos y malos. El placer es un resultado y como tal es contingente, lo que lo inhabilita también para ser principio de una ciencia jurídica que debe partir de un concepto a priori que no va a calificar conductas ex post facto, sino a establecer reglas generales de conducta. «Lo mismo que se dice del concepto de la utilidad —afirma Caro—, se dice del placer. El placer, como la utilidad, debe tener una medida que no puede ser otra que el bien, el bien que de acuerdo con Santo Tomás podemos definir como bien en sí, que es lo que llamamos honesto, o bueno en relación con lo honesto, y en ese caso lo llamamos útil»[328]. Luego es el bien el concepto central de una ciencia de la legislación que aspire a tener validez universal. Que de la práctica del bien se siga el placer es algo completamente diferente de que el placer sea el principio y fin de la actividad legislativa del Estado.
+Por lo tanto, el placer no sólo no es el bien supremo ni un objeto capaz de fundar lógicamente una ciencia, sino que, identificado con el bien, no puede ser el placer que acepte y corresponda a los intereses del mayor número. Entre bien del mayor número y bien de todos hay una diferencia cuantitativa, de más o menos, y una diferencia cualitativa. El bien común, concepto de ascendencia tomista medieval, no puede confundirse con el bien del mayor número: «Los gobiernos deben consultar el bien público; pero el bien público no es el bienestar, no es sólo una gran suma de placeres. Es algo más y algo menos: algo más, porque lo constituyen, en primer lugar, la verdad, la justicia, el amor, la ciencia, que no son hechos del orden de la sensibilidad; algo menos, porque el goce extendido indefinidamente e inmerecidamente absorbe la actividad humana con quebranto de aquellos otros bienes del orden espiritual. El goce no es la felicidad, ya lo hemos demostrado, sino elemento de ella, que debe restringir a ciertos límites que le traza la razón»[329]. Los gobiernos deben consultar el bien público, «pero consultar el bien público no es abrir una cuenta de placeres y de penas, sino hacer justicia y misericordia»[330].
+«¿Qué queda, pues, de ese sistema cuyas intenciones filantrópicas atrajo a tantos espíritus colombianos del siglo pasado?», se pregunta Caro. «Sólo queda un verdadero principio —responde—, que anda en esa doctrina sin fundamento ni cohesión ni desarrollo racional; un principio que hay que fundar sobre otra base, interpretar de otra manera y desarrollar por otro camino, porque él es abiertamente opuesto al espíritu utilitario con que Bentham pretende, aunque en vano, conciliarlo: el principio de que el legislador no debe consultar sus intereses, sino los intereses de la sociedad»[331]. Los benthamistas colombianos insistieron siempre en que el sistema de Bentham en ningún caso era un egoísmo elevado a la categoría de principio ético y de gobierno, sino que, por el contrario, el interés a que se refería Bentham cuando hablaba del principio del «mayor placer para el mayor número» como fundamento de la ciencia del derecho, era el interés social y no el individual. Y en efecto, así era. Pero la sociedad en que pensaban tanto benthamistas como liberales era un agregado númerico de individuos y no un todo orgánico con entidad propia, así como el interés social de que hablaban era la suma de los intereses individuales, cuya expresión, en el campo político y legislativo, se confundía con la opinión de la mayoría numérica. Como lo afirmaba Caro, ni los unos ni los otros se daban cuenta de que un todo es algo diferente de la simple agrupación mecánica de sus partes y de que no había razón alguna objetiva para concluir que el interés de la mayoría se confundía con el interés de todos, como tampoco la había para pretender que la mayoría acertaba siempre en materias políticas, que era la creencia subyacente en la teoría del sufragio universal. El benthamismo podía estar bien intencionado, pero no existía ninguna conexión entre sus anhelos y el desarrollo lógico de su sistema de ideas.
+La idea de que la sociedad es un todo orgánico y no una suma de individuos fue constante en Caro y es el concepto central de toda su concepción la política y del Estado. La contraposición entre organismo y mecanismo es muy antigua, y desde Aristóteles los conceptos de estructura y suma, como categorías básicas de dos formas de realidad, la viva y la física, o la social y la natural, se han utilizado como conceptos metodológicos en las ciencias de lo social y en las de lo inorgánico. En la historia del pensamiento occidental la predominancia del concepto de organismo ha corrido generalmente pareja con la influencia aristotélica y con épocas de acentuada importancia de la vida colectiva. En la Edad Media se presentan unidos estos dos fenómenos y de ahí que la idea de estructura, de organismo, como lo opuesto al mecanismo, sea uno de los conceptos básicos de la filosofía social y política medieval. Sin embargo, ya en el seno de la Edad Media y al compás del proceso de disolución de la sociedad feudal, va ganando terreno en el pensamiento político la concepción que considera la sociedad como una suma y no como una estructura. El nominalismo es una de las expresiones de dicho movimiento y no es extraño, por lo tanto, que sea uno de los antecedentes medievales de la concepción atomista y de la idea liberal de la sociedad y del Estado. En rigor, esa idea nunca ha estado ausente del pensamiento occidental, pues puede observarse ya en los sofistas y en los estoicos griegos. Su culminación, sin embargo, se presenta en el siglo XVII con el pensamiento de Hobbes y más todavía en las doctrinas individualistas del siglo XVIII, como el benthamismo y el liberalismo. Al iniciarse el siglo XIX, la obra de destrucción de toda forma de vida corporativa se ha completado y el Estado y el individuo forman los dos polos de la realidad social. El resultado de todo ese proceso ha sido la moderna sociedad de masas, o lo que los sociólogos modernos han denominado la «masificación de la vida», pues donde no hay organismo sólo hay número y masa en el sentido físico-matemático de la palabra.
+La reacción contra ese proceso en el campo de la acción política y social ha sido un intento de devolver las condiciones orgánicas a la sociedad, y en el campo del pensamiento, la reconstitución de las ciencias de la vida y del espíritu sobre la base de los principios metódicos de estructura y cualidad.
+Ahora bien: tanto por temperamento como por su lealtad al pensamiento católico y por la calidad de las primeras fuentes que entraron en su educación política, Caro se acogió desde un principio a la concepción cualitativa y orgánica de la sociedad como la base de su pensamiento político. En su juventud, cuando publicó su Estudio sobre el utilitarismo, y todavía hasta 1870, época en que escribió su ensayo sobre José Eusebio Caro, no parece haberse puesto en contacto con la filosofía tomista sino en forma indirecta, a través de la obra de Jaime Balmes, en la cual las doctrinas de Santo Tomás y la tradición escolástica aparecían mezcladas con elementos racionalistas y empíricos modernos, sobre todo con el cartesianismo y la escuela escocesa. Su concepto de la sociedad como organismo y la idea de la primacía de lo social en la vida del hombre, lo mismo que otras ideas básicas de su pensamiento social y político, como el valor de la tradición, del elemento religioso y su admiración por el papel desempeñado por la Iglesia católica y por el papado en la historia de los pueblos occidentales, le llegaron directamente de su contacto con la escuela tradicionalista francesa, y con mayor precisión, de las obras del conde Joseph de Maistre y el barón Louis de Bonald[332]. Armonizar estas ideas con las doctrinas tomistas y el pensamiento católico, tal como se expresaba en las encíclicas papales de la segunda mitad del siglo XIX, era ya relativamente fácil, sobre todo para un hombre como él, dotado de tan extraordinario poder lógico y sintético.
+De Maistre y De Bonald representan las figuras más salientes de la reacción que se presentó en Francia después de la Revolución contra el liberalismo y la democracia moderna. Nobles y católicos ambos, espíritus realistas y combativos, no predicaban un regreso a los tiempos evangélicos, ni en su idea del cristianismo se filtraban pensamientos compatibles con la filosofía del progreso o cualquiera otra forma del optimismo moderno. El catolicismo era para ellos, no una religión de parias, sino una religión de aristócratas. Su ideal no era la Iglesia primitiva, sino la época de esplendor del papado, el imperio universal cuya cabeza espiritual y política eran Roma y el pontificado; su Estado no era el poder mundano cuya fuente de legitimidad podía estar indirectamente en el pueblo, aunque directamente viniese de Dios, como llegaban a concederlo muchos pensadores católicos, sino una hierocracia cuya autoridad, fuerza y razón de ser emanaba de la tradición secular. Pero no obstante su ortodoxia religiosa, al extremar el valor del pasado y el menosprecio por las formas republicanas y democráticas modernas y al colocar la tradición y la revelación por encima de la razón, los tradicionalistas entraron en conflicto con la propia tradición de realismo y elasticidad que caracterizaban el pensamiento político de la Iglesia y con las ideas de sus más destacados representantes, como Santo Tomás y Suárez.
+El haber iniciado su formación filosófica, y en gran parte su formación política, en las obras de Balmes fue de gran importancia para la evolución del pensamiento de Caro, pues en el pensamiento del filósofo catalán encontró los elementos necesarios para compensar el extremismo irracionalista de los tradicionalistas franceses. El contacto con la obra mesurada de Balmes fue decisivo para dar a su inteligencia esa mezcla tan singular de ortodoxia, lógica y capacidad para entender y asimilar las ideas y circunstancias de la vida moderna que lo singularizaron entre sus contemporáneos, inclusive entre aquellos que profesaban ideas tradicionalistas y católicas.
+No sólo la idea de tradición histórica recibió Caro de los pensadores tradicionalistas franceses. También procede de ellos la idea de que la sociedad es un organismo y el medio natural del hombre, el que lo define y lo dota de sus productos culturales más característicos, como la moral y el lenguaje, y sobre todo, dos ideas que Caro no abandonaría nunca: la que se refiere a la misión moral del Estado y la que hace de la religión un elemento indispensable de su prestigio y solidez. «Para conocer la naturaleza del hombre —decía De Maistre—, el medio más corto y más simple consiste en saber lo que ha sido. Pero si preguntamos a la historia lo que es el hombre, nos responderá que es un ser social y que siempre se le ha observado en sociedad… Las facultades del hombre prueban que está hecho por la sociedad»[333]. Más explícito es todavía De Bonald, cuando dice: «El hombre se subordina a la sociedad y la sociedad a la religión. La religión es la razón de toda sociedad, porque fuera de ella no se puede encontrar ningún poder. La religión es, pues, la constitución fundamental de estado de sociedad»[334]. «La autoridad no logra imponerse efectivamente sino a condición de presentarse, ante los hombres cuyo destino pretende conducir, como superior a ellos por su esencia y por su origen. Si la voluntad general es homogénea con las voluntades particulares y no se distingue de estas sino a la manera en que la suma es diferente de sus partes, si el poder se deposita en las manos de un hombre por el querer de otros hombres, entonces es inevitable que la fuerza y la unidad del gobierno se vean comprometidas por la diversidad de opiniones y por el conflicto de los deseos, conflictos que precisamente se trataba de sobrepasar y dominar»[335].
+De Bonald destacó todavía más que ninguno de los tradicionalistas el papel educador del Estado y se opuso a ver en él una entidad cuya misión era esencialmente técnica y económica. Defendiendo su derecho a intervenir ampliamente en la vida social y haciendo de paso un reproche a los sansimonianos por la demasiada importancia que daban a las tareas técnicas en la gestión gubernamental, decía: «El Estado fundará establecimientos públicos de educación, de policía, de artes, de comunicaciones por tierra y por agua; velará por la seguridad de las personas, la salubridad de los lugares, la abundancia de las subsistencias, y para delimitar sus deberes en pocas palabras, hará poco por los placeres de los hombres, suficiente por sus necesidades, y todo por sus virtudes»[336].
+Ya en su Estudio sobre el utilitarismo escribía Caro lo siguiente, a propósito de la sociabilidad del hombre como categoría primordial de su existencia: «El fin del hombre, según se desprende de los principios que hemos expuesto, no es solitario sino social. En la familia, en la tribu, en el Estado constituido, dondequiera hallamos la forma social satisfaciendo una imperiosa necesidad de la organización y del corazón del hombre. Solitario, aparece el hombre débil, imperfecto, impotente. Asociado, se ostenta fuerte, completo, poderoso. Verdadero rey de la tierra»[337]. Pero para profesar una doctrina orgánica y universalista de la sociedad no basta afirmar que el hombre es un ser por naturaleza sociable. Es indispensable destacar su carácter estructural, su primacía histórica y ontológica, o sea su capacidad de subsistir por sí misma, con independencia de sus miembros individuales, y captar también su diferencia cualitativa frente a otros agregados sociales como las agrupaciones. Ambos conceptos aparecen desde un comienzo en la obra de Caro con toda claridad. Refiriéndose a las distinciones entre asociación animal y sociedad humana, decía:
+«También entre los animales se manifiesta la necesidad de la asociación; pero sólo en lo material. Las sociedades animales son evoluciones meramente mecánicas; nada de progresivo, de inteligente, encontramos en ellas. La sociedad es una ley de la naturaleza, pero sólo en el hombre se realiza de una manera más elevada, más amplia que en los otros seres que conocemos. La sociedad humana es mucho más que una unidad mecánica, como el hombre es mucho más que materia organizada; a la sociedad humana presiden, como fuerzas orgánicas, la razón, y la libertad, es decir, el principio moral; y en ella intervienen como miembros. Dios mismo, el hombre y la naturaleza»[338]. Y todavía en un sentido más explícito se expresaba, en 1873, sobre la naturaleza de la sociedad. Recordando palabras de José Eusebio Caro y acogiéndolas expresamente, escribía: «Así también podemos preguntar: ¿creéis que la sociedad y pluralidad de hombres son una misma cosa? Evidentemente no; una ópera es algo más que la pluralidad de sonidos; la Compañía de Jesús es algo más que una reunión de eclesiásticos. Luego la sociedad tiene una existencia y una naturaleza propias, debe llenar los fines de su naturaleza; fines no contrarios sino adicionales, superiores y paralelos a los que deben llenar la familia y el individuo, para que no se confunda su doctrina con ninguna forma de absorbente colectivismo»[339].
+En la misma dirección se produce la crítica que realiza Caro de la doctrina que fija la libertad individual como fin del derecho y del Estado, y que establece una separación entre actos de contenido moral y actos de contenido jurídico. Ambos postulados le parecen insostenibles, en primer lugar, porque cree que no puede sostenerse la separación entre moral y derecho, y en segundo término, porque la libertad, como la utilidad, es una libertad para algo, para realizar o dejar de realizar determinadas actividades que pueden lesionar derechos de otros. Luego, afirma Caro, es la defensa de estos derechos el fin de la ley y del Estado y no la libertad en sí misma.
+Al analizar el problema de los límites del poder del Estado en relación con el individuo, dice Caro: «¿Hasta dónde debe el poder público educar? ¿Desde dónde debe respetar la libre voluntad de los asociados? Cuestión sin duda difícil de resolver a punto fijo. La escala es larga de hecho: el poder público y la libertad la recorren en opuestas direcciones y no es cosa fácil fijar aquella línea delicada que los divide de derecho.
+«Ocurren, desde luego, dos soluciones extremas: libertad absoluta, poder absoluto. Mas estas propiamente no son soluciones; son efugios. Consiste la dificultad en poner de acuerdo el ejercicio del derecho individual con el ejercicio del derecho público. Ahora, pues: la libertad absoluta suprime el poder; el poder absoluto suprime la libertad»[340]. «A la primera de estas dos fórmulas —agrega—, dio Kant una fórmula científica y la puso así en vía de erigirse en sistema, como en efecto se ha erigido con el nombre de liberalismo. Conforme a la exposición que hace de su doctrina un acreditado publicista alemán [Ahrens], distingue Kant dos clases de actos humanos: los internos, que se rigen por leyes de conciencia; y los externos, que se rigen por leyes positivas. Aquellos son del dominio de la moral; estos van al campo del derecho. Luego, como los hombres deben vivir en sociedad, preciso es fijar una ley, establecer un orden mediante el cual sea posible la vida social, y lo será en asegurándose la coexistencia de la libertad de cada individuo con la de todos. El derecho, según esto, es el conjunto de condiciones mediante las cuales la libertad de uno puede coexistir con la libertad de todos. Este sistema da por lícita en derecho toda acción que, ejecutada por cualquiera, no embarace la libertad de nadie»[341].
+Siguiendo la crítica que de estas ideas de Kant hizo Ahrens, Caro considera que la fórmula kantiana no sólo es incompleta, sino negativa. La libertad, dice, es una facultad, y restringir una facultad no puede ser el fin de la ley. Toda restricción, si ha de ser racional, no es un fin, sino un medio de llegar a él, un fin que resulta ser el verdadero objeto de la actividad del Estado y el contenido real de la ley. Pero la deficiencia de la doctrina kantiana, según Caro, depende de su separación del derecho y la moral. Al despojar el derecho de todo contenido moral y al no fijar un límite ético a la libertad, Kant, sin quererlo, termina por coincidir con el utilitarismo. El derecho necesita un fundamento moral, afirma Caro, porque la razón repugna un derecho que no tenga, aunque sea en apariencia, ese fundamento inmutable. Kant, al segregarlo de su verdadera raíz, le da por tal la libertad; los utilitaristas, el bienestar. «Ahora, pues —concluye—, la libertad individual y el bienestar individual, tales como los conciben los utilitaristas, pueden considerarse una misma cosa. La libertad de que habla Kant no es la libertad encaminada a un fin; pues en ese caso, el fin y no la libertad sería el verdadero objeto del derecho. El bienestar de que habla el utilitarista es el sentimiento de esa libertad. Luego esta y aquel, en cuanto se les considera como la razón del derecho, son una misma cosa… Verdad es que Kant, lo mismo que su discípulo Fichte, reconoce la moral como fuente original del derecho. Pero al independizar este para ponerlo al servicio de la libertad, aquella fuente se aleja, se olvida y se hace ilusoria. Él partió de principios morales; mas alejóse de ellos al establecer su sistema de derecho, y los herederos de esta doctrina han acabado de divorciarla de aquellos principios, o por decirlo así, de inmoralizarla. Tal es el sistema político de los modernos liberales, reducible a estas palabras que se consideran como su fórmula: laissez-faire»[342].
+En efecto, tanto la ética como la teoría del derecho en Kant eran expresiones del individualismo liberal y representaban la trasposición al plano teórico de las formas de vida social y política típicas de la sociedad burguesa. Así como la voluntad autónoma y pura podía y de hecho desembocaba en el individualismo, a la libertad tutelada por el derecho, desposeída de todo contenido moral, sólo le quedaba como fin la defensa de los intereses individuales en aquel plano en que hacen relación al bienestar, es decir, en el plano económico. Pues, eliminadas las relaciones morales de los individuos como objeto de protección por parte del Estado y de la ley, queda solamente la protección a sus relaciones en el plano económico y biológico. Permitir en la sociedad todo lo que no obstaculizase la libertad de otros cuando esta libertad carecía de finalidad moral no era otra cosa que una manera de autorizar la actividad económica libre de trabas y hacer de la actividad económica una actividad neutral frente a la moral. El derecho privado y el derecho público se convertían en una legislación sobre los bienes y su circulación en el mercado libre. Lo que venía a considerarse antijurídico era cualquier traba a la libre concurrencia y no una conducta que lesionara un valor moral. Claro está que en la práctica tal concepción de la ley y del Estado era impracticable, y de hecho en su forma pura no la practicó el liberalismo, aunque, desde luego, estaba implícita en sus premisas teóricas.
+La separación de derecho y moral, combinada con la teoría de la voluntad como fuente de la ley, conducía por un doble camino a una conclusión todavía más antagónica con los fines del derecho y con la propia defensa de la libertad individual que quería tutelar el Estado liberal clásico. Si la voluntad —fuese esta individual o colectiva, la de un déspota o la de la mayoría de un parlamento— era la fuente del derecho, y si el derecho no tenía un contenido moral —porque la moral se dejaba al fuero interno del individuo—, el Estado o sus cuerpos legislativos carecían de límites y el individuo quedaba desprotegido contra sus abusos. Al definir el derecho por la circunstancia de ser ordenado por la voluntad del Estado y no por su contenido moral, se podía llegar a la situación paradójica de que pudiese existir un derecho inmoral e injusto.
+El resultado del análisis que realiza Caro de la teoría kantiana es la afirmación de que no puede existir derecho sin contenido moral, porque tal situación iría contra las más elementales normas de la razón y contra las aspiraciones y fines ideales del hombre. De la misma manera tampoco puede existir Estado amoral, pues el Estado no es en último término sino la ordenación jurídica de la vida, ni es posible que lo haya indiferente en materias religiosas, y menos aún antirreligioso, ya que para Caro no hay separación entre religión y moral, pues al no tener esta un origen empírico debe tenerlo en una fuente extramundana que para él no puede ser otra que Dios. La religión, la moral y el derecho, pueden diferir formalmente, pero no en su contenido de valor. No puede haber moral sin respaldo y base religiosa, ni derecho sin contenido moral. Luego la religión debe impregnarlo todo y ser la fuente de todos los valores.
+La creencia en que la ley positiva debe basarse en la ley divina y en que el origen de la potestad de gobierno también viene de Dios; el valor atribuido a la tradición como fuente de sabiduría política, y la convicción del origen divino de la Iglesia y de la función de la religión como fuerza cohesiva de los pueblos, tenían que plantear un conflicto para Caro cuando se enfrentara a los problemas propios de la democracia moderna y del Estado representativo, y cuando, no ya como teórico, sino como legislador, asumiese la tarea de armonizar estas tendencias opuestas.
+Es evidente que Caro, por el origen de su formación, por la influencia muy grande que en su juventud tuvieron sobre él los pensadores tradicionalistas franceses De Bonald y De Maistre; por tendencia de su carácter, lo mismo que por su creencia en la debilidad humana para juzgar materias tan arduas como las del gobierno y la organización del Estado, no tenía una actitud de simpatía para la democracia. Como muchos de sus contemporáneos en Colombia —que inclusive militaban en tendencias políticas liberales— y como muchos grandes pensadores de la época moderna, Caro nunca aceptó que pudiera sostenerse a la luz de la razón que el criterio de la mayoría, por el hecho de provenir de mayoría numérica, fuese bueno. La idea de que las mayorías tienen siempre razón y de que es derecho lo que ellas ordenan, le parecía no sólo contrario a la razón humana, sino al derecho mismo. Su ideal del gobierno justo tenía como imagen la función del papado en la Iglesia —lo mismo que en Sergio Arboleda— y en ella se reflejaban sin duda los recuerdos de una monarquía cristiana y paternalista, cuya sabiduría, fruto de una secular experiencia, le permitía realizar el mayor ideal del Estado: la justicia.
+Ese habría podido ser su ideal y ese era el desarrollo lógico del principio que nunca había abandonado la Iglesia y al cual Caro era fiel por convicción razonada: non est potestas nisi a Deo (toda potestad viene de Dios). Tal principio, sin embargo, encontró a partir del siglo XVI dos obstáculos. Primero, la doctrina del absolutismo real, del derecho divino de los reyes, que puso en peligro la autonomía misma de la Iglesia; y segundo, los avances de la doctrina moderna del gobierno basado en el consentimiento, doctrina que fue estimulada por los mismos juristas católicos como una manera de preservar la independencia de la Iglesia y de poner un límite a los abusos del poder real. Para Santo Tomás mismo, toda autoridad venía de Dios, pero en las formas concretas de organización del Estado aceptaba que pudiesen existir gobiernos en los cuales la autoridad emanara de la voluntad del pueblo[343]. Tres siglos más tarde, Suárez es mucho más explícito, y lo que en Santo Tomás era aceptado únicamente como una posibilidad, se convierte en la base de una teoría general del poder político. Para Suárez, la única institución de origen divino directo es la Iglesia. También viene de Dios la naturaleza social del hombre, pero el Estado es una institución histórica libremente querida y su forma algo que debe estar basado en el consentimiento de los súbditos, o como dice Suárez, en el consensus. La doctrina de Suárez está todavía formalmente más cercana a la democracia moderna que las mismas tendencias políticas que en Inglaterra y Francia dieron origen al Estado representativo, puesto que el filósofo jesuita español radicaba el poder en toda la comunidad y no en un sector de esta —los estamentos nobiliarios y la burguesía representados en el parlamento—, como todavía ocurría en aquellos países hasta muy avanzado el siglo XVIII[344].
+Es posible que Caro no conociese a fondo las doctrinas suaristas, pues no hay referencia directa a ellas en sus escritos, pero todo parece indicar que estaba en contacto con una corriente del pensamiento que llegó a ser dominante en el seno de la Iglesia y en la cual no faltaban influencias del filósofo jesuita español. Las principales bases de esa concepción del gobierno eran la independencia de las potestades, la limitación al poder por medio de la ley y la aceptación más o menos amplia del consentimiento como fundamento del mismo. Era una doctrina que tendía a sintetizar la tradición con los nuevos fenómenos sociales y políticos de la sociedad moderna; los intereses del poder civil con los de la Iglesia, la democracia con los conceptos de diferencia y jerarquía. Ni Estado laico, ni teocracia; ni democracia absoluta, ni desconocimiento de la opinión pública como fuerza influyente en la dirección del Estado.
+Siguiendo esa línea de transacción política, Caro se alejó de las ideas extremas de la escuela tradicionalista y en alguna forma se acercó a la concepción liberal y democrática del Estado, como una concesión a la realidad y al espíritu del tiempo.
+En efecto, si Caro nunca llegó a aceptar expresamente el principio liberal de que la soberanía viene del pueblo, en forma tácita acogió el principio del consentimiento, manifestado por medio del sufragio universal, como base inmediata del gobierno. Lo acogió con sinceridad, pero no sin dejar claramente establecida la necesidad de corregir sus fallas intrínsecas por medio de un sistema de compensaciones. Uno de estos sistemas de compensación era el establecimiento de un senado de origen corporativo, al lado de una cámara de origen popular. Queriendo imitar la Constitución política de Inglaterra y de los Estados Unidos, las Constituciones colombianas del siglo pasado, casi sin excepción, establecieron un sistema legislativo bicameral que comprendía una cámara popular elegida por todos los ciudadanos con derecho al voto y un senado que representaba los intereses de los estados federales.
+Dicho sistema bicameral, Caro lo encontraba lógico en la Gran Bretaña, donde la cámara de los lores representaba los intereses y privilegios de una vieja nobleza, y la de los comunes, los intereses de los otros grupos sociales, o del pueblo; pero lo hallaba carente de sentido en sociedades como las americanas, de estructura social simple, y en las cuales, según su expresión, «la democracia exagerada había pulverizado casi la sociedad»[345]. Para justificar el sistema de las dos cámaras, los constituyentes colombianos del siglo pasado idearon el sistema de la representación federal. Mientras la cámara baja era —se decía— la representante del pueblo, la alta o senado lo era de los intereses de las regiones, departamentos o estados federales. Caro encontraba injustificada tal división, y con toda lógica afirmaba:
+«Dentro del concepto exclusivamente democrático, no cabe la dualidad ni la multiplicidad de cámaras legislativas; porque si sólo el pueblo ha de ser representado, y el pueblo es uno, uno e indivisible ha de ser el cuerpo representativo del pueblo, como lo han sido en otras épocas las convenciones y asambleas nacionales de Francia. La razón de que cuatro ojos ven más que dos, y otras semejantes, son secundarias y no reducirán jamás el sistema de dos cámaras al principio democrático. La asamblea popular es una voluntad, como el pueblo que representa, y las dos cámaras no han de ser una voluntad bipartita, lo cual envuelve contradicción, sino dos voluntades que se consultan y se conforman para acordar las leyes»[346]. «La dualidad de cámaras —agrega— ha de apoyarse, y se apoya en efecto, en un fundamento verdadero y sólido en la distinción entre pueblo y muchedumbre que forma la cámara popular, por una parte, y por otra los miembros orgánicos del Estado, clases, órdenes o intereses sociales en cualquier forma organizados, que deben constituir la alta cámara»[347]. La sociedad, decía, no está compuesta únicamente de individuos. Hay en ella agrupaciones económicas, científicas y de todo orden, que representan intereses legítimos que no sería justo dejar sin representación. El sufragio popular tiene vicios insuperables, cualquiera que sea el sistema que lo regule, mientras este sistema se mantenga dentro del criterio de la proporcionalidad numérica. «En todo sistema la elección popular ofrece dos inconvenientes gravísimos e incurables —decía al discutirse el sistema electoral en la Asamblea Constituyente de 1886—: uno, que las colectividades representadas son circunscripciones numéricas ficticias, no agrupaciones orgánicas, naturales; otro, que los votantes, para buscar alguna organización en la lucha, tienen que afiliarse en partidos políticos preexistentes, y las influencias políticas casi exclusivamente son las que dan color a la representación. Suponiendo una elección popular legítima, ajena a todo fraude, siempre quedan sin representación elementos sociales muy dignos de tenerla»[348]. «Los defectos del llamado sufragio universal no radican en su supuesta universalidad, que no existe, sino en aquel grado de amplitud que hace que el sufragio sea popular. El sufragio popular, más o menos amplio, más o menos limitado, siempre que no deje de ser popular, siempre que alcance a ser popular, tiene el defecto esencial, incorregible, de no ser la expresión de un organismo, sino de la multitud, del número. Ante semejante consideración arrédrase el legislador, y se ve forzado a reconocer que el sufragio adolece de defectos intrínsecos y que no hay medio entre estos arbitrios: o dejarle funcionar libremente para la elección de la cámara popular, neutralizándolo con el voto corporativo para la elección de la alta cámara; o limitarle fuertemente en todos los casos, bien por medio de severas restricciones en la elección directa, o bien por medio del sistema de la elección indirecta, todo lo cual equivale a desvirtuarlo»[349].
+Este último camino le parecía el menos lógico y, de acuerdo con las fórmulas que solían presentarse entonces, el que menos fundamento real exhibía. En efecto, ni la riqueza ni la propiedad le parecían suficientes para hacer «sabio» al hombre, ni el saber leer y escribir «establecían la línea divisoria entre el hombre civilizado y el salvaje», según lo apuntaba irónicamente[350].
+Las divergencias de Caro con sus contemporáneos, todos de mentalidad más o menos liberal, no obedecían a motivos superficiales, sino a que tenían dos conceptos completamente diferentes sobre la personalidad humana. La supervaloración del saber leer y escribir era sólo una manifestación del espíritu cientista del hombre moderno, cuya culminación se encuentra en el positivismo. El racionalismo y el liberalismo dieron mayor importancia a los elementos estrictamente intelectuales de la personalidad, sobre todo al saber científico, mientras que la experiencia, la tradición o el saber intuitivo quedaban relegados a segundo plano como formas inferiores de conocimiento. Se pensaba que la ciencia era suficiente para hacer sabio al hombre, para moralizarlo y trasformarlo no sólo en su conducta técnica, sino en su interioridad espiritual. Caro no participaba de estas ideas, porque no creía en la ciencia como elemento de trasformación interior del hombre, ni en ninguna de las formas de supervaloración del saber científico que eran características de las diferentes modalidades del positivismo moderno. Frente al saber científico cuyo modelo más elemental era el saber leer y escribir, colocaba el saber acumulado por la experiencia, y por encima de la instrucción intelectual ponía el sentimiento moral. El sabio, en el sentido tradicional y socrático, en el sentido aceptado por las viejas culturas, no era para él el científico, ni el técnico, sino el hombre justo, bueno y sagaz a quien las dotes excepcionales le permitían formarse una personalidad moral en contacto con la vida[351]. Su rechazo del elemento patrimonial como forma de establecer límites al sufragio estaba también ligado tanto a una concepción diferente de la personalidad como a un criterio distinto para estimar los diversos bienes y productos de la cultura. Detrás de la idea de dar participación en el proceso electoral únicamente a quienes fuesen propietarios, Caro veía la doctrina que hace del Estado sólo un protector de la propiedad y un gestor de la vida económica, y por ende una concepción de la vida que coloca los bienes materiales por encima de cualquier otro valor. En una palabra, consideraba esta manera de establecer la selección del elector como el producto de la mentalidad burguesa que tan diversa era de la mentalidad plasmada en los pueblos americanos por la cultura hispanocristiana[352]. En las discusiones que tuvieron lugar en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente sobre estos temas, dijo las siguientes palabras, que merecen ser trascritas:
+«Allí donde el sistema adoptado es el de la elección directa, el legislador —no el constituyente— suele establecer otras restricciones, fundadas no ya en el criterio negativo de la exclusión, sino en el criterio positivo del mayor merecimiento. El constituyente excluye de una vez al indigno; el legislador llama a las urnas a los más dignos de ejercer la función electoral. ¿Y cuáles son los más dignos? Los que entienden mejor lo que van a hacer, los que juzgan con más acierto los intereses públicos, y los que pueden votar con más independencia y libertad. ¿Y cómo distinguimos estos ante la ley? Se supone que la instrucción y la riqueza son signos exteriores que revelan el buen juicio e independencia, pero al determinar el grado de ilustración o el monto del capital, el legislador se encuentra indeciso. Si se señalan calificaciones muy elevadas, se excluye a las masas, se anula el principio democrático, y si se fijan las condiciones de instrucción y censo tan exiguas como son las de saber leer y escribir y tener doscientos pesos de renta, es evidente que la limitación es de todo punto arbitraria e injusta. Insisto…, porque este punto es capital, en que la instrucción o la riqueza, que pertenecen al orden literario y científico la primera, y al económico la segunda, no son principios morales ni títulos intrínsecos de ciudadanía, y que sólo tiene valor en cuanto se subordinan al superior criterio que exige en el ciudadano recto juicio e independencia para votar. Conferir exclusivamente a los propietarios el derecho de votar porque pagan contribución al Estado, es dejar de ver en el Estado una entidad moral para convertirla en compañía de accionistas, y atribuir exclusivamente esas funciones a los que sepan leer y escribir, como si esta circunstancia envolviera virtud secreta, es incurrir en una superstición… Para probar cuán injusta es esta exigencia, bastaría recordar que la escritura no entró en los planes primitivos de la Providencia respecto de la especie humana, y que hoy mismo, las buenas costumbres, base esencial de la ciudadanía en una república bien ordenada, no se propagan por la lectura, sino por la tradición oral y los buenos consejos»[353].
+Caro aceptaba, pues, tanto como el liberalismo, y aún con mayor consecuencia que este, el principio de que el consentimiento popular era la base del gobierno, pero se distanciaba de él en tres puntos fundamentales: primero, en cuanto al origen y amplitud de la soberanía popular; segundo, en la interpretación de la estructura de la sociedad como medio en que se da y expresa la voluntad del pueblo; y tercero, en su juicio sobre la naturaleza y límites de actuación del Estado.
+Aunque aceptaba con toda sinceridad la idea de la elección popular de los gobernantes y legisladores, no acogía, sin embargo, la idea de que la soberanía viene del pueblo. La soberanía como poder para gobernar y legislar viene de Dios y encuentra sus límites en la voluntad divina, como lo habían establecido Santo Tomás y todos los teóricos del pensamiento católico[354]. El gobierno, ningún gobierno, puede por lo tanto sobrepasar los límites del derecho natural, ni puede sobrepasarlos tampoco la razón humana individual. ¿Cuál es, dónde está la autoridad que fija estos límites?, se preguntaba ya desde su juventud, y desde entonces daba una respuesta de la cual no se apartó nunca: «Esta autoridad suprema es Dios: funciona en su nombre la razón, que aunque individual, se hace cargo del pensamiento divino, que es el pensamiento organizador y cooperador por excelencia, y coopera en su realización. Prescíndase de la razón humana como cooperadora de la razón divina, y en vano se buscará quién establezca el orden en las sociedades humanas. No acierta a establecerlo el despotismo, ni la libertad, ni el acaso. Es necesario apelar a la razón humana intérprete de la divina, es decir, a la religión»[355].
+Es verdad que también en sus orígenes el liberalismo aceptaba un orden jurídico racional, un orden de verdades capaz de fundarse de manera inmanente, que por lo tanto no necesitan ninguna revelación trascendente, sino que son ciertas y luminosas por sí mismas, un orden que, según la expresión atribuida a Montesquieu, tendríamos que amar aun en el caso de que Dios no existiera[356]. Sobre la existencia de este orden de verdades eternas, que no era otro que el derecho natural griego-romano-cristiano, se basaba la noción de Estado de derecho que se consideró siempre como un distintivo de la concepción liberal del Estado. Pero al dar cabida en su seno a la teoría de la soberanía popular, el pensamiento moderno, en alguna forma emparentado con el liberalismo, dio el paso hasta considerar que toda la soberanía, y por lo tanto la capacidad para establecer el derecho, emanaba de la voluntad humana, con lo cual se abrió paso a la omnipotencia del Estado y a la destrucción de la noción tradicional de Estado de derecho, es decir, de limitación al poder temporal.
+Caro, que siguiendo la tradición cristiana se oponía a toda forma de poder personal ilimitado, que veía la diferencia entre la tiranía y el orden jurídico en la aceptación de ese derecho promulgado por Dios, se daba cuenta de que aceptar la teoría de la soberanía popular era cavar la destrucción de la noción de Estado de derecho. Si las formas del poder temporal debían encontrar un límite, ese límite debía estar en Dios, pero no en un dios cualquiera, o en una abstracción que tuviese las categorías de la divinidad, como aquel mundo racional de verdades en que creía el racionalismo de la Ilustración, sino en un dios como el Dios cristiano, capaz de trasformar por su poder la voluntad humana. Si se quería garantizar la vigencia del derecho entre los hombres y asegurar un orden jurídico permanente, la soberanía —que es poder ilimitado— no podía residir sino en Dios.
+Mas ¿por intermedio de quién haría conocer sus decretos la divinidad? En la historia del pensamiento occidental este intermediario fue buscado siempre en tres instancias: la Iglesia, el rey y el pueblo. La Iglesia como poseedora de la revelación, el derecho divino de los reyes y la comunidad como depositaria del poder político fueron las respectivas expresiones teóricas, expresiones teóricas que, desenvueltas con lógica, llevaban a una determinada posición ante el problema de las relaciones entre Iglesia, Estado y pueblo.
+Es evidente que llevada hasta sus últimos resultados la teoría del origen divino de la soberanía, y aceptados también el origen divino de la Iglesia y la revelación, la conclusión lógica era la supremacía del poder eclesiástico sobre el civil; de la Iglesia sobre el Imperio, como se planteaba el problema en la Edad Media, o, como con mayor lógica todavía, la unidad de Iglesia y Estado en la idea de la monarquía cristiana. Viceversa, si se acepta al rey como intermediario de la voluntad divina, tendremos que aceptar la subordinación de la Iglesia al Imperio, es decir al Estado. Si es el pueblo, la conclusión será que tanto el Estado como la Iglesia tendrán origen democrático. Esta última era la conclusión implícita en los principios de la reforma protestante, pero que, desde luego, no fue ni ha sido realizada en forma pura en el campo histórico, como tampoco lo han sido las otras. Según ya lo hemos observado, la teoría de Francisco Suárez, para quien sólo hay una sociedad de origen divino directo, la Iglesia, y para quien la potestad política reside en la comunidad entera, es un intento de mediación que garantiza la autonomía de las dos potestades[357].
+¿Cuál era la posición de Caro ante estos problemas? En líneas generales, era la misma seguida por el pensamiento católico, es decir, una posición conciliadora y realista, que intentaba, hasta donde era posible, poner de acuerdo la realidad histórica con los principios religiosos. Si la Iglesia era depositaria de la revelación y la única institución de origen divino, era también desde el punto de vista del valor, la más alta de las instituciones históricas. Y en el plano axiológico superioridad implica también derecho a subordinar. Lo que es superior axiológicamente debe subordinar a lo que le es inferior, de manera que el orden de la igualdad o la colaboración en el mismo plano quedan excluidos.
+Desde la Edad Media esta tensión entre el desarrollo de las verdades dogmáticas y la realidad histórica produjo dificultades en el pensamiento cristiano y fue un obstáculo para la formulación de una teoría sistemática del Estado. El mismo Santo Tomás no parece haber eliminado estos obstáculos cuando trató de responder al problema del derecho a resistir a los príncipes, que no es sino una variante del más amplio problema de la soberanía. Considera que hay gobiernos en que la autoridad viene del pueblo, caso en el cual es lícito que el pueblo imponga al gobernante el cumplimiento de las condiciones con arreglo a las cuales se ha concedido la autoridad; pero cree que cuando el gobernante tiene un superior político, la reparación de los agravios se consigue acudiendo a la intervención del superior[358]. «Pero es indudable —comenta el historiador del pensamiento político George Sabine— que considera ambas formas como tipos distintos de gobierno, lo que parece demostrar que no tenía una teoría general del origen de la autoridad política»[359].
+Ante el hecho inevitable de la fortificación del poder civil y ante la tendencia a la mundanización de la teoría del Estado en el pensamiento occidental, la Iglesia llegó a aceptar la teoría de las dos potestades, armónicas pero diferentes, poseedoras ambas de su respectiva esfera de actuación, guiando al hombre la una en el campo religioso y moral, y en el político y mundano la otra. Pero ¿dónde empezaba el campo de la moral y comenzaba el de la política? Por ejemplo, en materias jurídicas o educativas, ¿dónde empezaba la jurisdicción de una y otra? En el plano teórico la controversia quedó sin resolverse. Pero en el campo histórico el equilibrio entre la teoría del origen divino del poder y la doctrina de la soberanía popular vino a encontrarse en la doctrina concordataria, nueva modalidad de la independencia de las dos potestades dentro de la armonía y la colaboración. Era la teoría que aceptaba Caro, no sin dejar de conservar el recuerdo de una época en que teoría y realidad se unían en el concepto de la monarquía cristiana: «La autoridad eclesiástica educó durante la Edad Media a la potestad paterna y a la política. Llegados a la mayor edad, emancipáronse estos poderes, no sin guardar en sí vestigios fecundos de aquella educación providencial. La monarquía cristiana y la familia cristiana son hijas de la educación eclesiástica de la Edad Media. La legislación siempre ha quedado impregnada de la idea cristiana, lo mismo que el plan de la educación doméstica»[360]. La evolución histórica había fortificado la familia y el Estado, en cierta manera a costa de la unidad mantenida en otros tiempos en torno a la Iglesia, en otra época en que las jerarquías humanas correspondían a las jerarquías reales del valor, en que lo mundano quedaba subordinado a lo religioso, como lo corporal a lo espiritual. Pero, a pesar de la ruptura del concepto unitario de autoridad, los ideales cristianos seguían irradiando su luz sobre los tres grandes círculos en que se mueve el hombre: Iglesia, Estado y familia. Preguntado por los límites del poder público, respondía Caro: «La solución está en el reconocimiento recíproco de todas las potestades legítimas. En efecto, la sociedad civil no es la única sociedad humana, ni la potestad política la única potestad legítima. La autoridad paterna y la eclesiástica desempeñan cada una su respectiva misión en la obra de la educación de la especie. Reconocida su legítima jurisdicción por la autoridad política, acordes las tres en la obra de la educación, cada una sabrá reducirse a sus justos límites, y el equilibrio social queda restablecido»[361].
+Al analizar la posición de Caro frente al benthamismo político y frente a la doctrina kantiana que erige la libertad individual como fin último de derecho, observamos que Caro las rechaza ambas no sólo en sí mismas, sino también en cuanto suponen una concepción de la sociedad que considera a esta como formada por una agrupación mecánica de individuos y por una constelación de intereses individuales que al oponerse buscan su equilibrio de manera espontánea. Variantes las dos de la concepción liberal del Estado, en ambas este resultaba ser una creación de la voluntad ciudadana, cuya finalidad, en un caso era buscar el mayor bienestar para el mayor número, y en el otro, garantizar aquellas condiciones en que la libertad de cada uno es compatible con la libertad de todos. Pero al desposeer el derecho de contenido moral y dejar esta reservada a la esfera privada de la conciencia —como ocurría en la interpretación kantiana del derecho—, y al establecer en el caso de Bentham un principio sobre el cual era imposible fundamentar la moral, ambas doctrinas reducían el papel del derecho y la misión del Estado a la protección de la propiedad. Por uno y otro camino el Estado quedaba desposeído de finalidades morales y reducido casi exclusivamente a sus funciones de guardián de la economía privada. Esto pensaba Caro en la época en que publicó su estudio crítico sobre el benthamismo y la teoría formalista del derecho.
+Veinte años después, al defender en la Asamblea Constituyente de 1886 la neciesidad de dotar al Estado de instrumentos de intervención capaces de permitirle llenar esa amplia función moral que constituía su único fin y justificación, decía, refiriéndose a las bases filosóficas en que se apoyaba la teoría liberal del Estado:
+«Suponen los sostenedores de la libertad omnímoda que, abandonados a sus propios impulsos los diversos intereses particulares, se concilian por ley natural, y encuentran siempre equitativas y felices soluciones. La razón y la experiencia desmienten esta afirmación. La verdad es que los intereses de los hombres forman alianzas y conciertos; pero es cierto que semejantes intereses están servidos por pasiones, encaminadas a fines ilícitos, y la competencia que se establece, la llamada purga por la vida, es una guerra activa, aunque incruenta, en que los más fuertes prevalecen, y abusan de sus ventajas: espectáculo que hizo a un ilustre pensador afirmar que “el mal triunfa siempre sobre el bien”. Si todos los intereses fuesen legítimos, y siempre armónicos, todos los actos humanos serían lícitos, y las leyes y los magistrados sólo servirían para impedir la amplia realización del derecho. Precisamente para regular el movimiento social y prevenir hasta donde es posible los abusos y la tiranía del fuerte sobre el débil, está instituido el poder público, tan antiguo como la sociedad misma»[362].
+Por su gran sentido lógico y su comprensión de la unidad de la naturaleza humana, Caro no comprendía cómo podía afirmarse que los intereses humanos en el plano económico eran armónicos o buscaban espontáneamente su equilibrio haciendo inútil la intervención del Estado, y que en cambio, en otros planos, por ejemplo el político, eran contrapuestos e irreconciliables y por lo tanto hacían indispensable su papel de árbitro de conflictos y de guardián del orden.
+Semejantes doctrinas chocaban con las ideas que Caro se formó en su juventud, con su temperamento y con su interpretación del sentido de la tradición de gobierno hispano-cristiana. Su crítica no se basaba, pues, únicamente en argumentos racionales, sino también en motivos sicológicos e históricos. Desde sus primeros escritos aceptó la idea de que la vida en sociedad y en su forma más elevada de sociabilidad, el Estado, tenía por objeto la perfección moral y el desenvolvimiento de la personalidad, y en ningún caso una finalidad económica o simplemente técnica. Por eso era hostil a toda forma de tecnocracia tal como esta empezaba a esbozarse en ciertas doctrinas del siglo XIX, como el sansimonismo. La economía era para él sin duda un campo muy importante de la actividad del gobierno, pero un campo subordinado al cumplimiento de un fin más alto, que era el desarrollo de la vida moral. La misión del Estado no era una función policiva, sino eminentemente una función pedagógica y paternal en el más amplio sentido de la palabra, en el sentido en que también la tenían la familia y la Iglesia. En su Estudio sobre el utilitarismo, decía:
+«La teoría social que dando a la sociedad carácter mercantil mira en la autoridad sólo un administrador, está en oposición con los hechos: no satisface a la razón ni a los sentimientos generosos del corazón humano. Según la teoría que presentamos, el gobierno debe asumir más bien carácter paternal que administrativo: son distintivos de aquel carácter, en lo visible y material, la antigüedad, la fuerza y la permanencia; pero el amor es su atributo esencial»[363].
+Entre las varias aplicaciones que hizo Caro de su concepción del Estado como entidad creadora y dotada de una amplia misión social de justicia, está su defensa de las funciones monetarias del Estado frente a la teoría del dinero como algo basado en el valor intrínseco de su contenido metálico, defendió en su tiempo la teoría que ve en la moneda ante todo un elemento de crédito cuya capacidad de circulación, de servir de medio para las transacciones comerciales y equivalentes de todos los valores, depende de la fuerza jurídica que le atribuye el Estado, fuerza jurídica que a su turno se basa en la fuerza que al Estado comunica el apoyo y la solidaridad moral de los miembros. Siguiendo esta línea de razonamiento, reivindicó para el Estado el privilegio de la emisión de moneda y el derecho a dirigir el crédito hacia objetivos sociales útiles. También aplicó Caro conceptos de origen escolástico a la defensa del crédito gratuito y a la lucha contra la usura bancaria[364].
+Sin embargo, al establecer un amplio campo de acción para el Estado y al destacar su función positiva en la vida de los pueblos, Caro se cuidó muy bien de establecer los límites de su acción. Su sentido histórico y su lealtad a la tradición política cristiana le libraban de toda idolatría del Estado omnipotente, de cualquier sustancialización de la sociedad y de toda mística de lo colectivo que hiciese correr a la persona humana el riesgo de desaparecer como persona moral libre. La sociedad era para él algo más que una suma de intereses individuales, porque la vida común estaba formada por algo más que por intereses, sobre todo por algo más que por intereses económicos y hedonistas. Estaba también tejida con tradiciones, sentimientos y creencias morales. La comunidad no era una unión contractualmente querida, pero tampoco era algo distinto de la voluntad personal de vivir en común. El Estado era una unión de personas libres en que cada cual sacrificaba algo en beneficio de una posibilidad de perfección como la brindada por la solidaridad social, pero no una entidad que tuviera una realidad abstracta por encima de sus miembros. La sociedad estaba constituida por una pluralidad de órganos, que dentro de la armonía y la colaboración tenían sin embargo cada uno entidad y fines propios en orden al desenvolvimiento del hombre, que era su verdadero fin. Así como existía la órbita de la Iglesia, existía la de la familia y la del individuo. El Estado encontraba una valla en la ley divina, otra en la Iglesia, otra en la familia y finalmente otra en la vida íntima individual. Nada más ajeno a su pensamiento que una idolatría del Estado o el endiosamiento de cualquier entidad colectiva que en alguna forma absorbiera la libre personalidad del individuo y eliminase su sentido de la responsabilidad personal. La esfera de la vida individual y la misión de la persona quedaron bien definidas en su pensamiento. Tras enumerar los diferentes círculos de relaciones en que se mueve la vida del hombre, concluía:
+«Hemos enunciado la potestad paterna, la eclesiástica, la civil. Añadamos la propia potestad: también el hombre se gobierna a sí mismo mediante el uso de la razón; de la razón que rige la actividad individual gobernando las pasiones»[365]. A este propósito conviene recordar que cuando el gobierno nacional de Colombia pretendió en 1870 establecer textos oficiales de enseñanza en la Universidad, Caro defendió con toda energía el principio de la libertad de enseñanza y el de autonomía universitaria, oponiéndose así a ese intento de pensamiento dirigido. En una colección de artículos que lleva por título El Estado y la educación, escribía estas palabras, que merecen trascribirse en toda su extensión, porque son admirable síntesis de su pensamiento sobre las relaciones entre el Estado, la sociedad y la persona:
+«Reconocemos que la intervención del Estado en la enseñanza, lo mismo que en la industria, admite diversos grados, según la menor o mayor cultura social. Más activa es una intervención cuando el interés particular no basta a realizar mejoras necesarias; pero en este caso no ha de proponerse sólo realizar la proyectada mejora, sino despertar también y estimular el interés privado, iniciar el movimiento a cuya continuación deben cooperar todos. El Estado no es industrial; si faltando, empero, la iniciativa particular, se hace ocasionalmente empresario de ferrocarriles, no por eso monopoliza este género de trabajos, ni menos aún su dirección científica, la cual corresponde a ingenieros competentes. Del propio modo, el Estado no es doctor; si muerta, decadente o extraviada la enseñanza particular, la establece el Estado oficialmente, no por eso se hace maestro universal, sino protector y auxiliador de los que tienen misión de enseñar; la parte científica se confiará a los sabios, la dogmática y moral, a la Iglesia. Y si la intervención oficial en tales casos es un bien como impulso generador, sería un mal que el gobierno indefinida, perpetuamente, ejerciese una tutela infecunda.
+«Ahora, pues, el Estado, confundiendo la obligación de educar, de formar el carácter nacional, de fomentar la ilustración, con el derecho de doctrinar (que pertenece a la Iglesia) y con la profesión de enseñar las ciencias (que corresponde a las universidades, a los cuerpos científicos y los organismos docentes), refundiendo en uno tales conceptos, que son enteramente diversos unos de otros, aunque armónicos, declárase a un tiempo director de entendimientos y de conciencias, e invadiendo así a la vez con escándalo y violencia, los derechos de la religión y de la ciencia, burocratiza la educación en todas sus manifestaciones.
+«El Estado empieza por hacerse definidor; tal es el primer paso en el camino del abuso. Luego se hace profesor, enseña lo que define, dicta lecciones por su propia cuenta. Disponiendo de los grandes recursos formados con las contribuciones públicas, ofrece enseñanzas gratuitas, mata la competencia, y se alza con el monopolio de enseñar. No contento con esto, decreta como obligatoria su instrucción. El Estado, armado de la espada de la ley, impone sus opiniones desautorizadas y caprichosas, como el mahometano su doctrina al filo del alfanje. Tal es la última etapa de esta usurpación intelectual, que vemos desenvolverse en el Estado moderno, como gigantesca amenaza a toda honrada libertad, y que más crece a medida que más se seculariza el Estado mismo, y que de mayor independencia blasona»[366].
+[323] Miguel Antonio Caro, Estudio sobre el utilitarismo, Imprenta de Foción Mantilla, Bogotá. 1869. Lo citaremos como Utilitarismo.
+[324] El texto de Balmes citado por Galindo tiene evidentemente mucha analogía con el pensamiento de Bentham, pero Galindo no lo analiza dentro de la obra general del filósofo español ni repara lo suficiente en el énfasis que este pone en la idea de perfección. Las palabras mencionadas por Galindo se encuentran en la Filosofía elemental de Balmes (París, Garnier, 1860), en la parte correspondiente a la Ética, cap. XXI, núm. 171, págs. 423 y 424, y se refieren a la organización social: «El interés público, acorde con la sana moral, debe ser la piedra de toque de las leyes, por lo cual debemos también fijar con exactitud el verdadero sentido de las palabras interés público, bien público, felicidad pública, palabras que se emplean a cada paso y por desgracia con harta vaguedad.
+«El bien público no puede ser otra cosa que la perfección de la sociedad. ¿En qué consiste esa perfección? La sociedad es una reunión de hombres: esta reunión es tanto más perfecta, cuanto mayor sea la suma de perfección que se encuentra en el conjunto de sus individuos, y cuanto mejor se halle disribuída esta suma entre todos sus miembros.
+«Ahora podemos señalar exactamente el último término de los adelantos sociales, de la civilización, y de cuanto se expresa con otras palabras semejantes, diciendo que es: la mayor inteligencia posible, para el mayor número posible; la mayor moralidad posible para el mayor número posible: el mayor bienestar posible, para el mayor número posible». Véase a Aníbal Galindo, Recuerdos históricos, Imprenta de la Luz, Bogotá, 1900, págs. 40 y 41.
+[332] La idea de una revelación primitiva, que se mantiene por la tradición y que constituye el criterio de verdad y la fuente del conocimiento, sostenida por la escuela tradicionalista francesa, no jugó sin embargo un papel absoluto en el pensamiento de Caro, ni fue aceptada por él como doctrina única, por dos razones: porque era incompatible con el racionalismo, que constituía la principal base de su formación filosófica, y porque tal doctrina fue condenada por la Iglesia católica a causa de su excesivo antirracionalismo Véase infra, Parte tercera, nuestro capítulo sobre el pensamiento filosófico de Miguel Antonio Caro.
+[339] Miguel Antonio Caro, «José Eusebio Caro», en Obras, ed. Gómez Restrepo, vol. II, págs. 103 y 104.
+[343] «Suponía que hay gobiernos en los cuales el poder del gobernante deriva del pueblo, caso en el que es legítimo que el pueblo imponga al gobernante el cumplimiento de las condiciones con arreglo a las cuales se ha concedido la autoridad. Si el gobernante tiene un superior político, la reparación de los agravios se consigue mediante la apelación a ese superior» (De regimine principum, I, 6, en George H. Sabine, Historia de la teoría política, México, 1945, págs. 247 y 248).
+[344] Sobre la teoría del Estado en Suárez, véase el libro ya citado de Rommen, La teoría del Estado y de la comunidad internacional en Francisco Suárez, Madrid, 1951.
+[345] M. A. Caro, Estudios constitucionales, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, pág. 193. Citaremos esta obra como Estudios.
+[351] Si era necesario que existieran limitaciones al sufragio, para Caro debían basarse en elementos que realmente afectasen la personalidad. Así, el hecho de ser padre de familia representa, a juicio suyo, una circunstancia vital tan importante en la vida del individuo, que puede asegurarse que la paternidad le da un horizonte diferente para juzgar los hechos sociales y políticos, horizonte que no posee el hombre que no ha tenido la experiencia de la paternidad. Por eso propuso el sistema del llamado voto múltiple, que consiste en contar por varios el sufragio de los padres de familia, y por uno el de quienes no lo son. Véase Estudios, pág. 244 y ss.
+[352] Caro veía esta incompatibilidad de la idea liberal del Estado con la tradición española y con la historia hispanoamericana, en dos aspectos: primero, respecto al pensamiento político tradicional de España; segundo, en cuanto a la sicología del pueblo y a su concepción del mundo. A propósito del primer punto, recordaba siempre que el Estado español había sido paternalista y que la legislación española estaba impregnada de sentido ético cristiano. Sobre el particular, sostuvo que el antecedente lógico del pensamiento político colombiano debía ser el derecho español-indiano, al que se habían acostumbrado los pueblos americanos durante tres siglos de duración del Imperio español, y que, además, era en sí mismo de alto valor. En cuanto al segundo aspecto, el sicológico, creía que «las instituciones democráticas son en política, lo que el protestantismo en religión; algo demasiado frío, deslustrado o impropio en suma para nuestros vivos y magnánimos sentimientos» («La independencia y la raza», en Ideario hispánico, Bogotá. 1952, pág. 110). La importancia que Caro concedía a los elementos ceremoniales y simbólicos en la vida política era un motivo más de distanciamiento del liberalismo y de la tendencia democrática a quitar solemnidad a la vida pública. La creencia en que el hombre obedece siempre a la razón, a motivos intelectuales, fue una de las características del liberalismo, que, además, como ideología de las clases medias burguesas, tendió a ver en lo ceremonial y grandioso un abuso de las aristocracias, ofensivo para el pueblo y ruinoso económicamente para las naciones. Todo esto implicaba un desconocimiento de los elementos históricos, tradicionales, y si se quiere, irracionales, que entran en la conducta humana. Véase supra, Parte primera, «Valoración de la herencia espiritual española», capítulo en que analizamos la posición de Caro frente a la ética utilitaria como expresión de la conciencia burguesa.
+[353] Estudios, págs. 242 a 244. A propósito del primer aspecto del problema —la propiedad como limitación—, Caro hacía la siguiente observación de carácter histórico: «Establecer la condición del censo como base del voto tiene sentido en un país como Inglaterra, donde la propiedad está asegurada por la ley y las costumbres. En un país quebrantado por las revoluciones y adolecido de inseguridad, temo que yerre quien estime la riqueza como señal probable de valor cívico para hacer profesión de fe política» (ob. cit., pág. 243). Respecto al segundo, decía con toda lógica: «¿Por qué se priva de la ciudadanía a los que no saben leer y escribir? ¿Es por ventura esa ignorancia una falta grave que deba castigarse con la privación del derecho a votar aun en primer grado? En este caso el gobierno estará en el deber de proporcionar a todo el mundo esos conocimientos y de hacer obligatoria su adquisición. Stuart Mill, el ardoroso iniciador de esa forma de sufragio restringido —que él limita además con la obligación de saber contar—, reconoce esta forzosa correlación de deberes» (ibidem, pág. 248).
+[354] Al rechazar la idea de la soberanía popular y aceptar el sufragio como base de la elección del gobierno, Caro se encontraba con el problema de la naturaleza del sufragio. ¿Era un derecho natural o un derecho positivo, es decir, una creación del Estado? Para ser lógico, Caro debía inclinarse por la segunda posibilidad, y en efecto así lo hizo, aunque su pensamiento en este punto concreto es vacilante. En su intervención en la Asamblea Nacional Constituyente de 1886, al discutirse el tema del sufragio, Caro distingue dos tendencias respecto a su naturaleza: la de los que estiman que es un derecho y la de los que lo consideran una función, «opinión a que yo confieso inclinarme», agrega con mucha discreción (véase Estudios, pág. 238). Caro habla de «derecho» y «función», pero todo indica que se refiere a los conceptos de «derecho natural» y «derecho positivo», es decir, a derechos que existen con independencia de la voluntad del Estado y derechos que son una emanación o una gracia de su voluntad. Esta opinión se confirma al observar el desarrollo que daba a su argumentación en la mencionada oportunidad. Contraponiendo las dos opiniones, dice: «Así Bluntschli, que considera el sufragio como una institución de derecho público, que arranca del Estado y no de la naturaleza, es sin embargo partidario de la extensión del sufragio a todas las clases sociales como función propia del ciudadano, y en atención a las tendencias democráticas del siglo» (ibidem, pág. 238). Pero si el sufragio era creado por el Estado, es decir, por el legislador, ¿quién elegía los legisladores y les daba su poder de crear ese derecho o esa función? En las monarquías hereditarias, y según la teoría del origen divino de los reyes, o bajo el reinado universal de la Iglesia, bajo la teocracia, el problema era claro y no ofrecía dificultad. Los legisladores recibían su autoridad de la tradición o de Dios y ellos otorgaban al pueblo, o a parte del pueblo, el derecho (derecho positivo) a participar en alguna forma en el gobierno. Pero en una democracia —y Caro era en este sentido demócrata, según su opinión expresa; véase Estudios, págs. 190 y 191—, que no admite clases privilegiadas, el derecho al sufragio (restringido o universal) tiene que existir previamente a la constitución de todo cuerpo legislativo. En otros términos, tiene que ser un derecho natural y no de origen legislativo. Fue este el único punto en que el pensamiento político de Caro, siempre tan lógico, se vio abocado a una seria contradicción.
+[356] «Cartas persas», LXXXII, en Ernst Cassirer, La filosofía de la Ilustración, México, 1943, pág. 233.
+[357] Véase supra, nuestras observaciones sobre la influencia de Suárez en las primeras manifestaciones del pensamiento político colombiano a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.
+[358] «De regimine principum», I. 6, en George H. Sabine, Historia de la teoría política, México, 1945, pág. 247.
+[364] Sobre sus ideas económicas en relación con el Estado, véase Escritos sobre cuestiones económicas, ed. Banco de la República, Bogotá. 1943, especialmente las págs. 10, 18, 19 y 53, para la exposición de la teoría del dinero. Para lo referente al crédito gratuito, pueden consultarse las págs. 35, 36 y 41. La teoría de la moneda —papel o moneda— crédito, o teoría jurídica de la moneda, como a veces la denomina Caro, en oposición a la teoría metalista del dinero tenía gran aceptación entre economistas ingleses y franceses de fines del siglo XIX y culminó más tarde en la elaboración definitiva que le dio el economista alemán Knapp en su libro Staatliche Theorie des Geldes (Teoría estatal del dinero). Caro la tomó sobre todo de fuentes inglesas —especialmente de Jevons y Del Mar—, pero siguiendo su costumbre, la adaptó a las circunstancias colombianas y le buscó apoyo en el pensamiento católico. La teoría estatal del dinero era perfectamente armónica con su concepción general del Estado. Acerca de la doctrina tomista del crédito gratuito y del interés del dinero, véase a Böhm-Bawerk, Capital e interés, Fondo de Cultura Económica, México, pág. 45 y ss. También puede consultarse a J. P. Mayer, Trayectoria del pensamiento político, México, 1941, pág. 101 y ss.
+[366] «El Estado docente», en Artículos y discursos, Librería Americana, Bogotá. 1888, págs. 360 y 361. Hemos actualizado la ortografía. Sobre el mismo tema, puede verse también su «Informe sobre la adopción del texto “Ideología de Tracy”» por la Universidad Nacional, en Anales de la Universidad, t. IV, Bogotá. 1870.
+EL MOVIMIENTO DE IDEAS QUE durante la segunda mitad del siglo XVIII trató de difundir en España la ciencia moderna y el espíritu de la Ilustración tuvo sus reflejos en toda Hispanoamérica y particularmente en la Nueva Granada. Los escritores peninsulares que llevaron la vanguardia en ese esfuerzo de actualización del pensamiento español, como Feijóo, y los periódicos y revistas que difundían las nuevas ideas fueron leídos por los criollos educados junto con autores franceses, como Montesquieu, Rousseau, Cuvier, Saint-Pierre, Raynal y algunos otros[367].
+En 1760 Mutis llegó a la Nueva Granada, y en 1761 fundaba la primera cátedra de matemáticas en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, desde la cual daba a conocer la física de Newton y la astronomía copernicana. En 1763, obedeciendo a una política de modernización de la enseñanza y la economía, el gobierno de Carlos III ordenó la creación de la Expedición Botánica, con el fin de poner la ciencia de la naturaleza al servicio de una explotación eficaz de las riquezas del Nuevo Reino y de agregar un eslabón más en el esfuerzo de la España borbónica por contrarrestar el poder de las potencias rivales, como Francia e Inglaterra, que basaban su supremacía política en la nueva economía industrial y esta en las conquistas de la ciencia y la técnica modernas.
+El entusiasmo por la «filosofía natural» —como entonces se llamaba a la ciencia físico-matemática de Newton y sus continuadores— llegó a los límites de la época. No sólo se consideraba la nueva ciencia como un instrumento de dominio de la naturaleza y como un medio para el mejoramiento de la sociedad, sino que también se le miraba como el mejor camino para llegar al conocimiento de Dios y como un sustituto de la filosofía. Mutis y José Félix de Restrepo, los iniciadores de esta nueva dirección del pensamiento, poseían todavía el espíritu piadoso que caracterizó a las grandes figuras del siglo XVII, como Kepler, Copérnico, Galileo, y sobre todo Newton. Haciendo la defensa de la nueva ciencia y de su compatibilidad con la religión, decía Mutis:
+«Aun podrían ser mayores las ventajas que resultarían a los filósofos del estudio de la filosofía natural, fundando su principal mérito en el uso importante que de ella harían, si llegaran a conocer que también sirve de sólido fundamento para la religión y para la filosofía moral, guiándonos insensiblemente al conocimiento del Creador del universo. Así se haya recomendada esta filosofía en las Divinas Escrituras por un sabio, que con mejores disposiciones que Descartes subió hasta el Paraíso: “invisibilia enim ipsius, a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intellecta conspiciuntur”. Invisibles en ellos mismos, los atributos de Dios resultan visibles para la inteligencia en la creación del mundo, que es su obra»[368].
+Con el entusiasmo de un creyente en Dios y en la razón, con el espíritu piadoso y a la vez fáustico de un hombre del siglo XVII, José Félix de Restrepo exalta la ciencia como la expresión de la chispa divina que quedó al hombre después del pecado original, como una suprema gracia de Dios. Abatido yacía el hombre, todas las fuerzas de la naturaleza estaban rebeladas en su contra, pero he aquí que la filosofía desciende sobre él como una gracia para devolverle su carácter de monarca de la creación, para decirle que la naturaleza está allí con todos sus obstáculos para que ponga a prueba la sabiduría que Dios depositó en él: «Con estas razones se alienta al hombre —decía al inaugurar su cátedra de filosofía en Popayán—, vuelve en sí, y comienza a tirar el plan de una conquista que le ha de costar tantas fatigas. Extiende sus ojos por el Universo, y reconoce que en todo él es el único que posee el inestimable don de pensar. En efecto, mide la extensión de un ingenio, calcula sus alcances, combina sus ideas, y persuadido de que no hay cosa que pueda resistir a su pensamiento, único origen de su autoridad soberana, toma el trono de señor y comienza a hacerse respetar»[369].
+Luego, en un cuadro que recuerda el fervor por la ciencia que sintieron los contemporáneos de Bacon y Descartes, Restrepo describe esta actividad prometeica del hombre de ciencia en su afán de arrancar a la naturaleza todos sus secretos:
+«Veislo aquí hecho filósofo, no en la escuela de la categoría, en el ente de razón, sino en la misma naturaleza y que comienza a disponer de todo como dueño. Tan presto (según la expresión de Polignac, aquel hombre extraordinario nacido para honor y santuario de las musas) es un hábil astrónomo que mide la vasta extensión de los cielos, pesa los astros que ruedan sobre la cabeza, determina las órbitas que describen, predice cuantas veces en el espacio de mil años, de mil siglos, la luna y el sol deben eclipsarse, y consigna sus predicciones en fastos cuya verdad es siempre confirmada por el suceso. Físico atento, descompone los mixtos, saca la sal, el azufre, la arena, los licores que encierran; desune o junta a su voluntad los principios y formando cuerpos artificiales imita y frecuentemente reforma las obras de la Naturaleza. Nuevo Prometeo, roba impunemente el fuego celeste: junta en el foco de un vidrio los rayos del sol reunidos por la refracción, y forzando, por decirlo así, al astro del día a bajar sobre la tierra, con estas llamas, diestramente sorprendidas, abraza las encinas y liquida los metales. Para auxiliar los esfuerzos de sus ojos, fabrica según las leyes de una sabia teoría, instrumentos cuyo útil concurso, dando más extensión a la imagen de un objeto le acerca y le ilumina. Con ayuda del microscopio penetra hasta el interior de los cuerpos… Arma una fuerza contra otra, duplica los golpes contra la resistencia, aumenta la velocidad para contrarrestar la pesadez, y caminando siempre sobre sus principios, va correspondiendo el suceso a sus esperanzas… Los vientos vienen a ser sus vasallos y servidores pasándolo a la otra parte de los más espaciosos mares… Construye navíos… Señala la dirección del rayo… De la esfera de los objetos sensibles, su espíritu se eleva a sus sublimes contemplaciones. Medita sobre el principio de la existencia de los entes, sobre su fin, sobre las leyes que siguen y descubre la relación de los efectos con las causas. Lleno de una noble confianza, pregunta a la Naturaleza, sondea sus misterios, queda persuadido de la inmortalidad de su espíritu, llega al seno del mismo Dios, extiende su mirada hasta la eternidad»[370].
+A este contemplar la naturaleza —escrita por José Félix de Restrepo siempre con mayúscula— como forma de alabar y conocer a Dios, en que se prolongan motivos neoplatónicos renacentistas, se unen los modernos conceptos de dominio de la realidad por medio de la técnica y la ciencia, y este dominio como instrumento del bienestar social y la utilidad económica. Pero no obstante la presencia de estos dos elementos, tanto en Mutis como en José Félix de Restrepo tiene enorme fuerza el simple anhelo de conocimiento del mundo que animaba al racionalismo de los siglos XVII y XVIII.
+Los virreyes ilustrados, como Caballero y Góngora, y los hombres formados en la escuela de la Expedición Botánica, tuvieron muy clara la idea de que en las ciencias experimentales estaba a su disposición el instrumento adecuado para trasformar la realidad económica y lograr el progreso de la sociedad. En el pensamiento neogranadino aparecía el concepto de «utilidad social de la ciencia», que había sido completamente ajeno a la cultura colonial, cultura de contenido religioso esencialmente, jurídica y filológica, orientada más por conceptos extramundanos, como el de la salvación y preparación para la vida ultraterrena, que por propósitos mundanos y pragmáticos.
+Caballero y Góngora concibe la Expedición Botánica como parte de un vasto plan de explotación racional de las riquezas naturales del reino y como una manera de cambiar la orientación cultural de sus establecimientos de enseñanza, pues, como él mismo lo decía, un pueblo con tantos pantanos que secar, tantas tierras que cultivar y tantas riquezas que explotar no podía darse el lujo de dedicarse exclusivamente a las sutilezas de la dialéctica y a las sublimidades de la teología. Al comentar su propuesta de cambio en los planes de estudio de los colegios y universidades, hecha después del abandono del proyectado plan de Moreno y Escandón, el arzobispo virrey es explícito en la manifestación de este nuevo espíritu pragmático, hostil a la tradición escolástica e intelectualista de la cultura colonial:
+«Todo el objeto del plan se dirige a sustituir las útiles ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas, en que hasta ahora lastimosamente se ha perdido el tiempo; porque un reino lleno de preciosísimas producciones que utilizar, de montes que allanar, de caminos que abrir, de pantanos que desecar, de aguas que dirigir, de metales que depurar, ciertamente necesita más de sujetos que sepan conocer y observar la naturaleza y manejar el cálculo, el compás y la regla, que de quienes entiendan y discutan el ente de razón la primera materia y la forma sustancial. Bajo este pie propuse a la Corte la erección de Universidad Pública en Santafé: y tal vez la gravedad de la materia ha detenido la resolución, pues según noticias extrajudiciales se trabaja en un plan metódico de estudios para la instrucción de la juventud americana; pero no siendo unos mismos los recursos de las providencias para la dotación de cátedras, siempre habrá desigualdad en el número de ellas; y cuanto a este reino convendría que no se excusasen las de botánica, química y metalurgia, necesaria en el país de los metales y preciosidades»[371].
+Y Caldas, siguiendo el mismo espíritu pragmático —el espíritu que fomentaban en la metrópoli hombres como Campomanes y Floridablanca—, afirma años más tarde en el Semanario: «Yo diré siempre con un filósofo piadoso, que me gusta más Reaumur observando las polillas y dándonos remedios para poner a cubierto nuestras telas de la voracidad de estos insectos, que Leibniz creando mundos»[372]. Con palabras muy semejantes a las de Caballero y Góngora ya citadas, pedía un cambio radical en la orientación de la cultura, un giro de la especulación intelectualista hacia la ciencia aplicada y hacia la utilidad social:
+«Las circunstancias en que nos hallamos piden que dirijamos nuestras miras hacia aquellos objetos de primera necesidad antes que pensar en los de lujo. Un pueblo que no tiene caminos, cuya agricultura, industria y comercio casi agonizan, ¿cómo puede ocuparse en proyectos brillantes y las más veces imaginarios? El cultivo de una planta, un camino cómodo y pronto, el plano de un departamento, la latitud y la temperatura de un lugar, el reconocimiento de un río, etcétera etcétera, son asuntos más importantes que todas aquellas cuestiones ruidosas en que pueden lucir el genio, la erudición y la elocuencia. Después de haber impreso y publicado centenares de páginas sobre objetos brillantes, ¿no quedamos tan pobres y tan miserables como antes? Que otros agiten con calor el origen de los pueblos del Nuevo Continente, que los anticuarios se desvelen por saber quién inventó la brújula, nosotros, más cuerdos, investiguemos las causas de los cotos que nos afligen, y estimulemos nuestros profesores a que busquen el remedio de esta enfermedad terrible»[373].
+El espíritu positivo se había iniciado en la Nueva Granada. El movimiento filosófico que identifica la filosofía con la ciencia o que la vincula indisolublemente a esta y que piensa en términos de utilidad social del saber iniciaba su marcha ascendente. Siguiendo los pasos que este proceso había tenido en Europa, también aquí se inicia esta tendencia con una crítica destructora de la filosofía escolástica que había dominado en la enseñanza superior de las instituciones educativas coloniales. La comenzaron los propios virreyes ilustrados y la continuaron Mutis y sus discípulos criollos. Insistiendo sobre la necesidad de crear una universidad pública y de cambiar los métodos y orientaciones de la educación, decía en 1776 el virrey Guirior: «La instrucción de la juventud y el fomento de las ciencias y artes es uno de los fundamentales principios del buen gobierno, de que dimanan la felicidad del país y la prosperidad del Estado para las artes, industria, comercio, judicatura y demás ramos de la policía; y con este conocimiento y el de los esmeros con que nuestro sabio monarca y su gobierno se han dedicado a establecer acertados métodos en las enseñanzas, procuré también instruirme del estado que tenían en este reino, para contribuir por mi parte a tan gloriosa empresa, continuando lo que el Excmo. Sr. mi antecesor dejó instaurado, de erigir universidad pública y estudios generales, por no desmerecer este reino y su juventud la gloria de que disfrutan los de Lima y México, mayormente ofreciendo proporciones para su logro la aplicación de temporalidades, y pudiendo a poca costa hacer el rey felices a estos tan amados vasallos, que privados de la instrucción de las ciencias útiles se mantienen ocupados en disputar las materias abstractas y fútiles contiendas del peripato, privados del acertado método y buen gusto que ha introducido la Europa en el estudio de las bellas letras…»[374].
+Las corrientes del pensamiento filosófico escolástico que predominaron en la universidad colonial no están bien estudiadas, pero todo parece indicar que las doctrinas de los maestros españoles Suárez, Melchor Cano y Francisco Soto fueron dominantes. También se enseñaban las doctrinas de Santo Tomás directamente y se comentaban los textos de Escoto y de Aristóteles. J. F. Franco Quijano cree que en los años inmediatamente anteriores a la expulsión de los jesuitas por orden de Carlos III, la filosofía atravesaba por un periodo de florecimiento y que no faltaba el conocimiento de la ciencia y los autores modernos. En sus notas sobre Historia de la filosofía en Colombia, escribe: «Antes de que terminara aquel periodo, el anterior a la salida de los jesuitas, aquel Fuente de la Peña, precursor de Darwin, era conocido en el Colegio del Rosario. Esotro universal Bacon, de quien nos habla García del Río, por la misma época codeábase en nuestra biblioteca [la del Colegio del Rosario] con Newton, Boscovich y Fulginato Gentil, comentador de Avicena, cuyas obras se hallan cuidadosamente anotadas por Fray Cristóbal de Torres, lector apasionado de Erasmo y ese Juan Huarte de San Juan “padre inconciente de muchos errores materialistas”, como lo nombra Menéndez y Pelayo, fue conocido en el claustro de la Bordadita un siglo antes que otros menos ilustres médicos nos dieran las doctrinas de Gall, como la última palabra de la ciencia. Por aquel tiempo circulaba una Metafísica aristotélica en que se mencionaban las tesis de Copérnico: Pytagoras terram in centro mundi colocavit. Copernici sectatores colocant solem in centro. Nec tamen opinio quae prius blasphemia credebatur, paulatim sese in academias, et ipsas Religiosas Familias insicuavit (Metaphysica aristotelica, fol. 67 r.)»[375].
+No obstante estos casos de excepción, todo indica que en conjunto lo que dominaba era la escolástica en sus formas decadentes y ergotistas. Las ciencias naturales y las matemáticas estaban ausentes de los prospectos de estudio, y el método escolástico se seguía con absoluto rigor. Todavía a comienzos del siglo XIX, al finalizar su periodo de gobierno el virrey Mendinueta, recalcando aún la necesidad de modernizar la enseñanza y elogiando el esfuerzo particular de quienes en forma personal se dedicaban a las ciencias, decía: «Los que la tienen [instrucción científica] puede decirse que la han adquirido más bien en sus gabinetes, a esfuerzo de un estudio particular, auxiliado de sus propios libros, que en los colegios y aulas públicos estando en ellas limitada toda enseñanza a una mediana latinidad, a la filosofía peripatética de Gaudin, a la teología y derecho canónico según el método y tutores que prescribió la Junta de Estudios de 13 de octubre de 1779, derogando al mismo tiempo el sabio plan que regía apenas desde el 74, formado por el fiscal que fue de esta Real Audiencia D. Francisco Antonio Moreno, con una ilustración y método superiores a los alcances de sus contemporáneos»[376].
+Hacia la última década del siglo XVIII, la reacción contra el «peripato», contra la «jerigonza», parecía incontenible. En 1791, en el Colegio del Rosario sostuvo sus conclusiones en castellano don Pablo Plata, contra la costumbre de hacerlo en latín, y Manuel del Socorro Rodríguez aplaudía el suceso en el Papel Periódico Ilustrado, por considerarlo «un triunfo de la razón contra el peripato». Y en el mismo periódico, Francisco Antonio Zea, bajo el título de Hebefilo, publicaba un llamamiento a los jóvenes neogranadinos para que «se dirijan en pos de la verdadera ciencia a la naturaleza, para estudiar sus secretos y olvidar en su seno los ergos de las ciencias políticas que hasta entonces se habían cultivado de preferencia en nuestros colegios»[377].
+«Lo que en aquel tiempo se llamaba un curso de filosofía, que duraba tres años —dice Mariano Ospina Rodríguez—, se reducía al estudio de la dialéctica, de la metafísica y de la ética de Aristóteles, que se hacía en latín por el método peripatético. Las matemáticas, las ciencias físicas y naturales, la geografía, la historia, la literatura, no eran materias de enseñanza en este curso ni en ningún otro. Nada era más común entonces que ver un bachiller en filosofía, aventajado dialéctico, que no sabía hacer una suma de números enteros»[378]. Y monseñor Rafael María Carrasquilla escribía en 1892, sobre la orientación de los estudios flosóficos en los últimos años del periodo colonial: «A mediados del siglo pasado la educación había decaído notablemente. Ya no se enseñaba filosofía según el espíritu, sino según la letra muerta de los escolásticos; a la vivífica, libre, luminosa doctrina de Santo Tomás y Suárez había sucedido el formalismo vano, estrecho y sin alma. Se tenía como verdad inconcusa el sistema astronómico de Tolomeo [sic]; los albores de la física moderna no llegaban hasta nosotros. Viene el presbítero José Celestino Mutis, enviado por el gobierno español. La enseñanza aquella falsificada y enteca vino al suelo; la física moderna asentó sus reales en el país»[379].
+La primera reacción de tipo general contra las tendencias tradicionales de la enseñanza y contra la filosofía escolástica, la encontramos en el proyecto de Plan de estudios redactado en 1774 por el fiscal de la Real Audiencia Francisco Antonio Moreno y Escandón, por encargo del virrey Guirior[380]. Moreno y Escandón no era un espíritu racionalista en el sentido moderno, ni un heterodoxo. Como funcionario de la monarquía estaba imbuido de las ideas dominantes en España en la época de Carlos III, lo que quiere decir que era regalista —esto es, partidario de un fuerte control de la Iglesia por parte del Estado— y que participaba de las tendencias hacia la modernización de la enseñanza que dominaban en Madrid. Había viajado por España y había visitado la Universidad de Alcalá, donde seguramente se enteró de los planes de reforma de los estudios teológicos que se fomentaban desde ese centro docente en que la tradición erasmista había echado tan fuertes raíces[381].
+El plan concebido por Moreno contemplaba la creación de la Universidad pública y la reforma de los estudios en los dos colegios más importantes que existían entonces en la Nueva Granada: el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y el Seminario de San Bartolomé. La reforma consideraba, además de la organización de los planteles, planes de estudio y métodos de enseñanza. El Plan Moreno no era, como se ha creído habitualmente, un plan revolucionario, ni representaba un brote del racionalismo moderno, ni de la cultura enciclopedista que se difundía desde Francia. Era un proyecto de reforma que intentaba unir la tradición con algunos progresos del pensamiento moderno. La base de los estudios seguían siendo las disciplinas clásicas de las universidades coloniales, a saber, lengua latina, gramática, filosofía, teología y derecho. Se contemplaban como nuevas materias la física, la ética y las matemáticas. Los autores que recomendaba eran todos católicos, si excluimos algunos nombres como el de Wolff, determinado para las matemáticas, y Newton, prescrito para la física, al lado de Fortunato de Brescia. Pero debe tenerse en cuenta también que tales nombres, aunque católicos, eran católicos franceses, antiescolásticos, casi todos galicanos —que era la versión francesa del regalismo— y muchos de ellos autores de obras colocadas en el Índice[382].
+Pero hay dos cosas que colocan el plan de Moreno y Escandón en una zona muy cercana al pensamiento moderno racionalista, y son su virulento antiescolasticismo y el método de estudios que recomienda, método basado en el eclecticismo y en las decisiones de la razón. Era por el método y no por el contenido mismo de las ideas o por los autores prescritos, por lo que el Plan resultaba audaz para su tiempo y para su ambiente. Su espíritu de cautela y ortodoxia no disimulaba el anhelo de ver el pensamiento liberado del método dogmático, del criterio de autoridad y de la especulación verbalista: «Se hace indispensable un control permanente de los claustros —dice— para que no se infesten los colegios con el pernicioso espíritu de partido y de peripato o escolasticismo, que se intenta desterrar como pestilente origen del atraso y desorden literarios; porque siempre que hubiese obligación a escuela o determinado autor ha de haber parcialización y empeño en sostener cada uno su partido, preocupándose los entendimientos no de descubrir la verdad, para conocerla y abrazarla, sino para sostener contra la razón su capricho… »[383].
+En los estudios bíblicos el Plan tiende a instaurar el método de la crítica textual que el humanismo había promovido en Europa y en la propia España desde comienzos del siglo XVI. La Biblia y los libros sagrados deberían estudiarse sin violentar la razón en los puntos referentes a la naturaleza: «… Apenas tendrá el uso considerable que se pretende hacer en la teología, el estudio de las sagradas escrituras de que va formando su precioso capital el estudiante, si contento con la simple letra del texto sagrado ignora la cronología bíblica, la geografía de los países de que allí se habla, una idea general de la nación escogida por Dios para depositar en ella la ley escrita, las ceremonias y leyes de lo eclesiástico y civil de los judíos; la serie y autenticidad de los libros sagrados; los tiempos y lenguas en que fueron escritos; sus versiones, autoridad de nuestra Vulgata y ediciones; antilogías aparentes; varios sentidos de las reglas que se deben observar en la exposición; el modo de entender los puntos históricos y de ciencias naturales que no siendo conducentes al fin espiritual se tocan incidentemente, sin cuyo conocimiento andaría a ciegas el escriturario»[384].
+Hemos subrayado las últimas palabras porque ellas indican que Moreno tenía el propósito de independizar el estudio de la naturaleza de la tradición bíblica, pues la crítica debía conducir a separar y entender los puntos históricos —como el de la jurisdicción de la Iglesia y el Estado, es decir, la cuestión del Patronato— y los referentes a la naturaleza «que no siendo conducentes al fin espiritual se tocan incidentemente». En esto Moreno seguía las ideas que preconizó Mutis y que Caldas expresaría más tarde al decir que la experiencia y la razón serían sus guías en materias científicas y las escrituras en cuestiones religiosas: «Estas son mi luz [la razón y la experiencia], estas mi apoyo en materias naturales, como el Código Sagrado lo es de mi fe y de mis esperanzas»[385].
+Es verdad que el eclecticismo que Moreno preconiza no se sale de los límites de los autores católicos, que la escogencia debe hacerse entre varias tendencias de la filosofía cristiana aceptadas por la Iglesia y que, por otra parte, recomienda a los profesores «advertir de viva voz a sus discípulos, lo que convenga para mayor aprovechamiento, dándoles noticias de las opiniones sanas, y no reprobadas…». Pero agrega esto, que ya se encuentra muy cercano al pensamiento racionalista: «… a efecto de que la elección sea libre y gobernada por la razón, sin formar empeño en sostener determinado dictamen»[386].
+Para la enseñanza de la física, el Plan pide el abandono de Aristóteles y su reemplazo por un texto de Fortunato de Brescia, autor aristotélico del siglo XVIII, y se agrega que este «debe complementarse con Newton, que se está imponiendo sin disputa». Sus ideas sobre la importancia de las ciencias naturales, particularmente de la física, entroncaban perfectamente con las dominantes en España, con el nuevo espíritu que pedía ciencia aplicada, ciencia de sentido pragmático:
+«Nada tiene de física —decía Moreno— cuanto hasta aquí se ha enseñado en nuestras escuelas con este nombre. Parece que de propósito se ha olvidado la naturaleza, y contentándose con algunas expresiones generales, se fue introduciendo un lenguaje filosófico totalmente opuesto a la verdadera filosofía; y sin tratar de la naturaleza que es el verdadero instituto de la física, subrogando cuestiones abstractas que deponían los estudiantes para otras fútiles cuestiones de la teología escolástica: de donde resulta que siendo una física inútil para los verdaderos teólogos, se hacía extremadamente perjudicial para los estudiantes que debían seguir otras carreras. Si al teólogo interesa mucho el conocimiento de la historia sagrada, valiéndose de la cronología y la geografía, no le importa menos el conocimiento de toda la naturaleza para huir de la superstición y credulidad en que fácilmente cae el vulgo. En la carrera que más conviene a los eclesiásticos de este reino, que es la de curatos, serán infinitas las utilidades que resultarán de esta instrucción en beneficio propio y común, en un país cuya geografía, su historia natural, las observaciones meteorológicas, el ramo de agricultura y conocimientos de sus preciosos minerales están clamando por la instrucción que sólo pueden lograr los curas para dirigir a los demás hombres en sus parroquias. Este será el origen de donde saldrá el influjo universal para el fomento de la agricultura, de las artes y del comercio de todo el reino, cuya ignorancia lo tiene reducido al mayor abatimiento»[387].
+LA GENERACIÓN DE MORENO, Mutis y José Félix de Restrepo era todavía tradicionalista. Sus puntos de acuerdo con el pensamiento moderno son tímidos y no van más allá de una crítica al método escolástico y una exigencia de incorporar las nuevas ciencias naturales en los prospectos de la enseñanza superior. Su mentalidad tenía más puntos de contacto con el pensamiento protoilustrado del siglo XVII —el siglo de Newton— y con las orientaciones señaladas en España por Feijóo, que con los autores de la Ilustración francesa o el enciclopedismo. Pero ya al finalizar el siglo XVIII son numerosos los miembros de la intelligenza criolla que han leído a Montesquieu, a Rousseau, a Buffon, a Raynal, a Cuvier y a otros autores franceses pertenecientes muchos de ellos a estas dos corrientes de ideas[388].
+Caldas tenía conciencia de que al desarrollar hasta sus últimas consecuencias la tesis del influjo del clima sobre la moral, quedaban en entredicho la libertad y la responsabilidad del hombre. Quedaban también en situación precaria los principios morales, si era cierto que la virtud y el vicio dependían del ambiente físico o de otros factores externos. La objeción respectiva se la hizo un amigo y contemporáneo suyo, Diego Martín Tanco, quien rechazaba toda explicación de la conducta moral en términos de causas naturales, fueran estas las del medio geográfico o las de la herencia biológica o la raza. «¿En dónde se ha visto jamás que el vicio o la virtud se comuniquen por la sangre? —preguntaba Tanco—. Marco Aurelio, el filósofo estoico —argumenta tomando varios casos de la historia—, tuvo como hijo al bárbaro Cómodo. El cruel Domiciano era hermano del bondadoso Tito. Calígula y Agripina, madre de Nerón, eran hermanos, pero ambos fueron hijos de Germánico, que un día fue la esperanza de los romanos». Pero es sobre todo el problema de la libertad el que obliga a Tanco a rechazar toda suerte de determinismo: «Mi corazón me persuade que la [tesis] contraria es inductiva de un error moral; porque dándole al clima y a los alimentos una influencia tan absoluta como poderosa, ni el vicio ni la virtud serían en el hombre acciones por los cuales merecería castigo ni premio»[389].
+Mas la admiración de Caldas por las ciencias naturales y el acatamiento poco crítico que daba a ciertas tesis biológicas de su época lo colocaban de nuevo del lado de un determinismo mecánico al tratar de explicarse ciertos fenómenos de la cultura, como el relacionado con las diferencias en el carácter de los hombres. Con los medios teóricos de que disponía, Caldas fue incapaz de dar una solución satisfactoria al conflicto que se presentaba entre su educación científica y su formación religiosa. Porque a pesar de sus protestas contra quienes interpretaban sus ideas sobre la influencia del clima en los hechos sociales como la afirmación de un rígido determinismo de la naturaleza sobre la conducta del hombre, en seguida vuelve a dar su aprobación a las tesis antropológicas de carácter naturalista en boga en aquellos años. Citando la Anatomía comparada de Cuvier, llega a escribir estas palabras:
+«El instinto, la docilidad y, en una palabra, el carácter de todos los animales, dependen de las dimensiones y de la capacidad de su cráneo y de su cerebro. El hombre mismo está sujeto a esta ley general de la naturaleza. La inteligencia, la profundidad, las miras vastas y las ciencias, como la estupidez y la barbarie; el amor, la humanidad, la paz, las virtudes todas, como el odio, la venganza y todos los vicios, tienen relaciones constantes con el cráneo y con el rostro. Una bóveda espaciosa, un cerebro dilatado bajo ella, una frente elevada y prominente, y un ángulo facial que se acerque a 90 grados, anuncian grandes talentos, el calor de Homero y la profundidad de Newton. Por el contrario, una frente angosta y comprimida hacia atrás, un cerebro pequeño, un cráneo estrecho, y un ángulo facial, el ángulo de Camper, tan célebre entre los naturalistas, reúne casi todas las cualidades morales e intelectuales [negativas] de los individuos»[390].
+En su ensayo vuelve Caldas, una y otra vez, a confirmar estas ideas. Mas inmediatamente toma conciencia de la incompatibilidad de ellas con sus convicciones religiosas y entonces retrocede ante sus consecuencias. Al dar respuesta a los argumentos en contra expuestos por Tanco, dice:
+«¿En qué lugar de mi discurso he dicho que el clima tiene tanto influjo sobre el hombre, que le quite la libertad de sus acciones? El clima influye, es verdad; pero aumentando o disminuyendo solamente los estímulos de la máquina —nótese la expresión máquina que usa Caldas para referirse al cuerpo humano—, quedando siempre nuestra voluntad libre para abrazar el bien o el mal. La virtud y el vicio siempre serán el resultado de nuestra elección en todas las temperaturas y en todas las latitudes. Demasiado sé que los principios de la justicia son eternos, que ninguna convención, ningún ejemplo, ningún influjo los pueden alterar. Sé también que para justificarnos no bastan la educación y los ejemplos; es necesaria la Gracia. Pero un profano no puede entrar en el Santuario, y esta materia, digna de Bossuet y de Pascal, es demasiado sublime y está fuera de mi alcance»[391].
+Las tensiones de conciencia producidas por el encuentro entre la religión y la ciencia, entre la gracia y la voluntad, entre el determinismo afirmado por la ciencia y la libertad exigida por la ética, tensiones propias del pensamiento europeo de los siglos XVII y XVIII, aparecían con igual intensidad en un neogranadino como Caldas, educado en la misma cultura y colocado ante las mismas decisiones, en un hombre en quien se daban con igual fuerza el amor a la ciencia y la fidelidad a la tradición religiosa en que había sido formado[392]. De haber tenido una más larga existencia, lo más probable es que Caldas hubiera vuelto sobre estos temas para intentar la búsqueda de una solución a estas antinomias. Podemos confiar en que así hubiera ocurrido, porque no era un simple empírico de la ciencia, sino un hombre dotado para las tareas del pensamiento como ninguno de sus contemporáneos de la Nueva Granada.
+En el campo de la filosofía en sentido estricto, la figura más destacada que produjo la reacción antiescolástica fue José Félix de Restrepo. Catedrático de filosofía en el Colegio de San Bartolomé, primero, ejerció luego la misma cátedra y las de matemáticas, física y lógica en el Seminario de Popayán, donde realizó su más fecunda labor, para regresar luego a Bogotá, en 1821, a fin de dedicarse de nuevo a la enseñanza[393].
+No dejó José Félix de Restrepo una obra completa y de magnitud suficiente para determinar con precisión su pensamiento filosófico. Pero por los fragmentos que conocemos de sus escritos y por el testimonio de quienes fueron sus discípulos, podemos considerarlo como formado en la escuela del filósofo alemán Christian Wolff, cuyas obras, especialmente las de matemáticas, eran conocidas en la Nueva Granada desde la segunda mitad del siglo XVIII[394]. Juan Francisco Ortiz, que fue su alumno en Santafé, dice en sus Reminiscencias que el curso de filosofía que entonces se enseñaba en San Bartolomé (1822) duraba tres años y comprendía, además de lógica y sicología, matemáticas, física, geografía y óptica. Agrega que «algunas de esas materias las enseñaba el doctor Restrepo por la edición latina de las obras del profesor alemán Christian Wolff»[395].
+En efecto, los conceptos filosóficos que utilizaba en sus escritos, lo mismo que la tendencia general de su pensamiento, eran de filiación wolffiana. Para un hombre de su temperamento, es decir, conciliador, amigo a la vez de conservar la tradición y de fomentar el progreso, la filosofía de Wolff ofrecía un refugio seguro. Restrepo era decidido adversario de la escolástica. Admiraba también las ciencias modernas y sentía un fervor exaltado por la razón como potencia de conocimiento. Era igualmente un espíritu religioso y un moralista, lo mismo que un filántropo y un pensador político de tinte roussoniano. Pero a la vez sentía gran aversión por los filósofos enciclopedistas del siglo XVIII y hasta por los metafísicos racionalistas del XVII, y a unos y otros los califica de «hombres execrables que no han producido sino máximas impías». Ahora bien, la filosofía de Wolff le permitía armonizar las tendencias de su educación con su mentalidad progresista, pues en ella se unían los elementos tradicionales con las formas menos revolucionarias de la Ilustración. Conocedor por igual de la física, las matemáticas, la teología y la filosofía de su tiempo, y además dotado de un enorme talento sintético y pedagógico, Wolff (1679-1754) fue el maestro por excelencia de los espíritus progresistas y no radicales. En su sistema se integraban Aristóteles con Leibniz y Descartes, la ciencia moderna (Newton) con la religión, la teología racional con la revelada, el empirismo con el idealismo en la teoría del conocimiento. Fue, según Windelband, el maestro por antonomasia de los espíritus de pocos alcances filosóficos y pedestres ambiciones utilitarias, pero también el maestro que enseñó a los alemanes a pensar con orden, con sistema y hasta con la minuciosidad pedante que recordaba lo que había en él de escolástico[396].
+Además de estas condiciones formales de educación, Wolff dejó su huella en el pensamiento de José Félix de Restrepo en algunas de sus más características ideas, y especialmente en dos: en la de que la ciencia moderna en manera alguna es incompatible con la religión, antes bien, que ella es vía para encontrar la prueba de las verdades teológicas —idea común a la protoilustración europea, a la época de Descartes, Boyle y Newton—, y en la valoración del conocimiento matemático como el paradigma de toda lógica y el mejor entrenamiento para el espíritu humano.
+La primera de estas ideas la expresa cabalmente José Félix de Restrepo en el siguiente párrafo de la lección que pronunció en el Seminario de Popayán al inaugurar su cátedra de filosofía:
+«Está todavía demasiado arraigada en muchos espíritus superficiales la opinión de que las matemáticas y la física moderna están reñidas con la religión; y tal vez podría tomar cuerpo esta ridícula preocupación, si alguno de los opresores del buen gusto, leyese, como es regular, con poca inteligencia, la bula de Pío VI en que se atribuye el cisma de los franceses a la filosofía de este siglo, nombre con que se designa, no la ciencia sublime que realmente lo merece, sino aquella orgullosa y audaz, que pretendiendo elevar la prudencia [sic] de la carne sobre la del espíritu, ha suscitado en nuestros días las impías máximas de Lucrecio, Espinosa, Boyle y otros nombres execrables. Valiéndome, pues, de esta ocasión os voy a manifestar que la filosofía natural, esto es, el estudio y averiguación de las obras de Dios, como autor de la naturaleza, de sus causas, relaciones y efectos, lejos de ser contraria a la religión, le es útil, favorable, y estoy por decir, necesaria; que trae innumerables bienes a la sociedad, y que es el feliz origen de todas las buenas artes y descubrimientos útiles».
+La segunda idea que hemos mencionado aparece en la misma estructura que dio a su curso de filosofía dictado en la misma ciudad, que, por otra parte, era idéntica a la del que profesaría más tarde en Santafé: «Comenzaremos por la lógica —decía al hacer la explicación preliminar—, aquella facultad que enseña al hombre a pensar y a examinar sus pensamientos; pero no una lógica erizada de la inútil jerigonza de la escuela, sino acompañada de las reglas de la crítica, tan necesarias para distinguir lo verdadero de lo falso, para evitar mil errores en la historia, y para reglar el uso y límites de la autoridad de la razón. Seguirá la aritmética, aquella ciencia divina, que comunicada a los hombres por una generosa libertad del Creador, sujeta todas las causas al cálculo y abre, las puertas a las demás. Después, la geometría, madre de las ciencias y de las artes por cuyo medio se sujeta a exactísima medida toda especie de líneas, superficies y sólidos: es decir, todo cuanto hay en el universo».
+He aquí las convicciones del racionalismo clásico. El universo tiene una estructura matemática y de carácter matemático son las ideas universales. Por eso el conocimiento verdadero ha de ser matemático, porque sólo en él hay una coincidencia perfecta entre el pensamiento y el mundo. Restrepo atribuye a Platón estas ideas: «Preguntado una vez Platón —afirma— en qué se ocupaba Dios, respondió juiciosamente: Deus semper geometrisat (Dios siempre se ocupa de geometrizar). Tenía razón [Platón]: cuanto Dios obra en el orden natural y ordinario, está sujeto a las reglas de la geometría y la aritmética y se ha dicho con verdad que estas ciencias presidieron la formación del Universo»[397].
+Y en esta referencia a Platón tocamos otro aspecto del pensamiento de José Félix de Restrepo. En efecto, había en sus ideas un elemento de carácter místico y platónico que no carece de contacto con el movimiento erasmista, que no había desaparecido del todo en el pensamiento español. Restrepo consideraba que las verdades de la religión no debían ser sometidas a la especulación dialéctica, ni a las sutilezas de la lógica. Era una de las causas de su hostilidad hacia Aristóteles y de su admiración por la obra de los primeros padres de la Iglesia. Elogiaba a Platón y veía en Aristóteles algo así como el padre de las herejías. Mariano Ospina Rodríguez, su biógrafo, dice a este respecto:
+«Mostraba suma repugnancia por las sutiles controversias religiosas sobre puntos metafísicos que están fuera del alcance de la razón humana, las cuales traen la división de los creyentes; y la mostraba mayor por el rigorismo ascético, esta afectación de opiniones extremas en materias de dogma y moral, que espanta a los débiles y precipita a las personas piadosas al abatimiento y la desesperación»[398].
+Exaltando la tradición platónica frente a la aristotélica, afirmaba —citando en su apoyo algunos autores franceses como Renaudot y Launoy— que «las sutilezas aristotélicas fueron siempre miradas como el manantial de los errores y las herejías que oscurecían las verdades católicas». Y hacía alusión al caso de Juan Filópono, quien, «muy versado en las argumentaciones dialécticas, quiso en el séptimo siglo introducir las sutilezas de la lógica en el estudio de la teología. En efecto, de sus especulaciones sobre la hipóstasis y la naturaleza, sobre la materia y la forma, nació la herejía de los triteístas, y se originaron varios errores sobre la resurrección de los muertos»[399].
+José Félix de Restrepo quería contacto con el Evangelio e interpretación racional de los textos y «la atenta lectura de los padres, de los concilios, de toda la historia eclesiástica sobre la base de una sana crítica, para placer del propio entendimiento y ventaja de las ciencias y la verdad»[400]. Pero nada de disputas, de ruidosos debates, de dogmatismo de escuelas y sistemas. Ahora bien, ¿no eran estos elementos característicos del cristianismo erasmista?[401].
+[367] Recientemente han aparecido dos libros sobre el siglo XVIII español, que arrojan nuevas luces sobre este periodo de la historia de España. Son ellos El pensamiento político del despotismo ilustrado, de Luis Sánchez Agesta (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1953) y L’Espagne éclairé de la seconde moitié du XVIIIe siècle, del hispanista francés Jean Sarrailh (París, 1954).
+Ambas obras conceden excepcional importancia a figuras como Feijóo, Cabarrús, Jovellanos, Capmany, Floridablanca y Campomanes. En ambos autores hay el propósito de deslindar lo que en esa generación representaba elemento de procedencia francesa ilustrada y lo que había de tradicional y español en su pensamiento. Sarrailh revalúa el «españolismo» de Jovellanos y otros contemporáneos suyos, su amor a España, su sincero catolicismo, y analiza el conflicto intelectual que en ellos se produjo al querer ser fieles a la tradición nacional y al propio tiempo renovar la cultura española en todos sus aspectos desde la educación hasta la organización del Estado. Cuando se intente un estudio más a fondo de las ideas económicas, políticas y filosóficas de las últimas décadas del siglo XVIII en la Nueva Granada, se verá seguramente la gran influencia que esta «España ilustrada» tuvo en la formación de Mutis, Caldas, Nariño y las figuras más representativas de esa época entre nosotros. Sobre todo la influencia de Feijóo debió ser decisiva para los comienzos del nuevo espíritu. En su Autobiografía (Bogotá, 1957, pág. 8), el historiador José Manuel Restrepo dice que Feijóo «… le dio algunos principios de crítica y lo alejó de muchas rancias preocupaciones de aquel tiempo…». Es citado varias veces por Caldas en su polémica con los dominicos: «… El ilustrísimo Feijóo, que llamó críticos de mollera cerrada a quienes pretenden ser opinión de herejes el sistema copernicano» (Memorial enviado al virrey Guirior, A. H. N., Fondo Colegios, Doc. 6, ff. 274r a 278v.). También es mencionado su nombre por Caldas a propósito de unas glosas suyas a un artículo aparecido en el Correo Curioso sobre el alma de los animales (Cartas, Bogotá, 1917, págs. 48 y 49). Manuel del Socorro Rodríguez lo llama «el juiciosísimo», en un artículo denominado «Lección y elección de libros», publicado en el Alternativo del redactor americano, núm. XV, marzo 27, 1808.
+[368] José Celestino Mutis, Defensa ante la inquisición, en Guillermo Hernández de Alba, Crónica del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, Bogotá, 1949, pág. 142. La frase evangélica citada por Mutis se encuentra en San Pablo, Ad Romanos, 1, 20.
+[369] Vida y escritos del Dr. José Félix de Restrepo, publicados por Guillermo Hernández de Alba, Imprenta Nacional, Bogotá, 1935, págs. 141 y 142.
+[371] Relaciones de mando, Biblioteca de Historia Nacional, Bogotá, 1910, vol. VIII, pág. 252. El nuevo plan a que se refiere Caballero y Góngora venía a sustituir el propuesto por Moreno y Escandón. Fue formulado por una junta convocada por el regente y visitador general Juan Francisco Gutiérrez de Piñeros, reunida en Santafé el 13 de octubre de 1779, a la cual asistieron Caballero y Góngora en su calidad de arzobispo, los rectores de la Universidad Tomista y de San Bartolomé, el propio Moreno y Escandón y otros altos funcionarios del virreinato.
+[372] Francisco José de Caldas, «Introducción a los estudios de Eloy Valenzuela», en Semanario del Nuevo Reino de Granada, reeditado en la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1942. vol. II, págs. 212 y 213.
+[375] J. F. Franco Quijano, «Historia de la filosofía en Colombia», en Revista del Colegio de Nuestra Señora del Rosario, vol. XIII, pág. 360.
+[377] En Vergara y Vergara, Historia de la literatura en la Nueva Granada, Bogotá, 1931, vol. I, págs. 428 y 429.
+[379] Rafael María Carrasquilla, Una revolución en la enseñanza, Imprenta Salesiana, Bogotá, 1892, pág. 57.
+[380] El Plan se halla publicado en el Boletín de historia y antigüedades, vol. XXIII (1936). Nuestras referencias se harán conforme al documento original, que se encuentra en el Archivo Nacional de Historia, Secc. Colonia, Fondo Colegios, t. 11, doc. núm. 6. El Plan tuvo sólo una aplicación parcial y transitoria. En octubre de 1779, el regente visitador Juan Francisco Gutiérrez de Piñeros convocó una junta a fin de formular uno nuevo, que sustituyese al de Moreno y Escandón. El nuevo plan modificó en algunos aspectos el de Moreno, pero conservó algunas de sus ideas. Se ordenó volver a enseñar la filosofía escolástica, «pero separando y purgando della todas las cuestiones que por reflexas e impertinentes se reputan por inútiles». Se señaló el texto de Gaudin, sobre el cual se dice: «Bien entendido que no por eso se aprueban como útiles e importantes las disputas que trae, y se deja a la dirección e instrucción de los catedráticos que se elixieren la crítica y expurgación de lo útil, aplicando su discreción y enseñanza a aquello y despreciando enteramente esto». En el acta que se hizo de esta junta se dan las razones para desistir del plan Moreno. Se dice que no se han podido conseguir catedráticos, que los que se han conseguido no han podido seguir sus indicaciones, «pues han tenido que enseñar por un método que no aprendieron», y finalmente, que el plan no ha dado los resultados que de él se esperaban. El nuevo plan era un compromiso entre la educación tradicional y el deseo de hacer algunas innovaciones. En el documento que hemos mencionado se dice que el nuevo plan debe en lo posible «igualar al que antes servía de gobierno [se refiere a los antiguos planes], para cautelar de este modo que con una absoluta novedad se sientan los malos efectos que esta suele atraer».
+La historia íntima de las vicisitudes del Plan Moreno está por escribirse. Vergara y Vergara cree que en su abandono fue decisiva la intervención del arzobispo Martínez Compañón, quien en un informe sobre la Iglesia granadina, decía que «los granadinos eran muy inteligentes y muy propensos a la herejía» (véase a Vergara y Vergara, Historia de la literatura en la Nueva Granada, Bogotá, 1931, vol. I, pág. 426). El documento sobre la junta de estudios de 1779 se encuentra en el Archivo Nacional de Historia, Fondo Colegios, t. 11, doc. núm. 6, f. 323r a 332v.
+[381] Sobre la vida de Moreno y Escandón, véase a José Manuel Marroquín, «Biografía de don Francisco Antonio Moreno y Escandón, en Boletín de historia y antigüedades», Bogotá, 1936. núms. 264 y 265. págs. 529 a 546.
+[382] He aquí los principales autores recomendados por el Plan: para los estudios bíblicos (Hechos de los apóstoles), Jean-Claude de la Poype; interpretación de Anselmo, Escoto y Santo Tomás, por Jean-Baptiste du Hamel y el ilustrísimo Abelly; para ordenar la carrera del sacerdote, el padre Lamy; la Historia eclesiástica de Alejandro Natal y el abad Fleury. Para las instituciones jurídicas: Henecio, Vinio, Antonio Agustín, Dauviat y Van Espen; para las matemáticas, Wolff, y para la ética, Gregorio Mayans.
+Sobre varias de estas figuras trae algunos datos fray José Abel Salazar en su libro Los estudios eclesiásticos superiores en el Nuevo Reino de Granada, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1946: Bernard Lamy (1640-1715), oratoriano francés, que además del Aparato bíblico escribió algunas otras obras: varias de ellas le ocasionaron, lo mismo que su magisterio, serios disgustos por mostrarse demasiado afecto a Descartes. Luis Abelli (1603-1691), teólogo francés enemigo acérrimo de los jansenistas, que escribió muchas obras, entre ellas una Medalla theologica ex sacris scripturis, muy discutida y tratada de superficial y laxa. Alejandro Natal (1639-1724), quien intervino en la lucha del galicanismo, lo cual le ocasionó grandes amarguras: su Historia eclesiástica, que se resiente de aquel error, fue puesta en el Índice, pero él mismo hizo una segunda edición ya corregida. Claudio Fleury (1604-1723), pedagogo, orador y moralista, que acompañó a Bossuet como secretario: es muy popular su Catecismo histórico, puesto en el Índice en el año de 1728, pero hay ediciones corregidas. También se hallan en el Índice sus Institutiones juris ecclesiastici y sus discursos sobre las libertades de la iglesia galicana. Bernhard van Espen (1646-1728), teólogo y jurista belga, jansenista y regalista rabioso, cuyas obras fueron puestas en el Índice: se le prohibió la cátedra y fue suspendido a divinis, pero no volvió sobre sus pasos ni se retractó de sus ideas. Véase a fray J. A. Salazar, ob. cit., págs. 443 a 445.
+[383] Plan, doc. cit., f. 287r; el subrayado es nuestro. El biógrafo de Moreno y Escandón, José Manuel Marroquín, hace alusión a que el autor del Plan se vio conducido por «las ideas que en su tiempo formaban una corriente tanto más capaz de arrastrarlo todo cuanto habiéndose hallado contenidas llevaban la fuerza de su primer ímpetu», insinuando así que Moreno estaba influido por el pensamiento enciclopedista o de la Ilustración (Marroquín, ob. cit., pág. 541). Es también la opinión del historiador Groot, cuando dice: «Por este trazo [volver a los padres de la Iglesia y a los estudios críticos de la Biblia] podríamos decir con David que aquí andaba la mano de Joab. Quizás Guirior no entendía este lenguaje, que no es otro que el de los jansenistas, filósofos y protestantes: los unos que acusaban a la Iglesia de haberse alejado de la pureza antigua, y los otros, de preocupada y sofística. Antigua disciplina, Santos Padres, Biblia: he aquí el cacareo de esas tres falanges anticatólicas» (José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada, Bogotá, 1953, vol. II. págs. 212 y 213).
+En una serie de artículos publicados en la revista Vniversitas, de la Universidad Javeriana de Bogotá, Leopoldo Uprimny considera equivocada la opinión que atribuye a Moreno ideas enciclopedistas. Con toda razón piensa Uprimny que no es suficiente que alguien haga críticas a la escolástica y defienda la física de Newton frente a la aristotélica, para ser considerado «ilustrado» o «enciclopedista». Pero va muy lejos al afirmar que el Plan era tradicionalista y ajeno a corrientes de ideas emparentadas con la Ilustración y el racionalismo moderno, como la representada por los ilustrados españoles de la España borbónica. Da mucha importancia a los autores recomendados por el Plan y al hecho de ser católicos, y cree que la virulencia de los ataques a la escolástica se debía a cuestiones circunstanciales, como la querella entre Mutis y los dominicos, a propósito de Copérnico y sus tesis. Pero no tiene en cuenta el aspecto específico del método que inspira la reforma, ni cala en el trasfondo de las disputas entre Mutis y sus contrincantes dominicos. Después de todo, la linea divisoria entre el pensamiento tradicional escolástico y el pensamiento moderno estaba en el método, más que en el contenido mismo de las ideas. El caso del propio Descartes serviría de ejemplo para ilustrar esta opinión.
+[385] Caldas, Del influjo del clima sobre los seres organizados, en Semanario del Nuevo Reino de Granada, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1942, vol. II, pág. 137.
+[388] En todas estas consideraciones distinguimos entre Ilustración y enciclopedismo. Denominamos Ilustración (cultura ilustrada) la cultura dominante en el ciclo histórico europeo que se sitúa entre fines del siglo XVII y fines del XVIII (Locke, Newton, Leibniz, Voltaire, Rousseau, etcétera). Llamamos enciclopedismo el movimiento específicamente francés que representan los editores y escritores de la Enciclopedia (1751-1780), que dirigieron D’Alembert y Diderot. La ilustración es un movimiento identificable por rasgos más generales, como la confianza en el poder de la razón, fe en la ciencia como factor de progreso de la humanidad, optimismo. La Ilustración no es ni materialista ni antirreligiosa en sentido estricto. En cambio, el Enciclopedismo, a ideas comunes con el pensamiento ilustrado, agrega, desde luego en algunos de sus representantes solamente, otras como el materialismo mecanicista en la concepción del mundo biológico (La Mettrie), el deísmo, ciertas formas de incredulidad, el sensualismo en la teoría del conocimiento (Condillac, D’Alembert). Tanto en la Ilustración como en el enciclopedismo hay matices personales y nacionales que traspasan estas especificaciones. En realidad sólo hay dos o tres conceptos centrales que caracterizan en común a uno y otro movimiento de ideas y en general al pensamiento moderno que parte de Descartes. Tales son la posición crítica ante la tradición y la autoridad; la confianza en la razón y la experiencia como fuentes de conocimiento y el intento de aplicarlas al examen de todas las verdades, incluyendo las de la religión y la moral. Todos estos aspectos diferenciales han sido analizados por Ernst Cassirer en su obra clásica, La filosofía de la Ilustración, México, 1943.
+[392] El fervor, patético a veces, de Caldas, por la ciencia, lo mismo que su acendrada religiosidad, aparecen claros en su correspondencia. En su carta a Santiago Arroyo, al solicitarle que busque apoyo financiero para su proyecto de acompañar a Humboldt en su viaje por el sur del Continente, hay frases como esta: «… Este amor a la sabiduría, esta sed insaciable de saber ha llegado en mí a tal punto, que ya se equipara al furor y la desesperación…». Y en la última carta que escribió a su esposa, antes de marchar al patíbulo, le dice: «Teme a Dios: guarda sus santos mandamientos. Cuida de oír misa todos los días: cuida de rezar, en especial la doctrina cristiana todas las noches; cuida de confesarte con frecuencia y de que lo haga la familia… Teme a Dios, hija de mi corazón; teme a Dios y guarda su santa ley…» (Cartas de Caldas, Biblioteca Nacional de Historia, Bogotá. 1917, vol. XV. cartas núm. 45, págs. 117 y 118. y núm. 150, págs. 306 a 308).
+[393] Sobre la vida de José Félix de Restrepo, véase a Mariano Ospina Rodriguez, Don José Félix de Restrepo y su época, Biblioteca Aldeana de Colombia, Bogotá, 1936.
+[394] El Plan de Moreno y Escandón recomienda a Wolff para el estudio de las matemáticas. Al dar respuesta al arzobispo virrey Caballero y Góngora, quien solicitaba la creación de una cátedra de matemáticas en la Universidad Tomista, el regente de estudios, fray Manuel Ruiz, cita varias veces el nombre de Wolff, a quien llama «el celebérrimo matemático Christiano Wolffio», el «alabado Wolffio». La respuesta del regente de estudios a Caballero y Góngora le sirve de ocasión para hacer un gran elogio de las matemáticas y fijar otros puntos de vista filosóficos. Se encuentra en el doc. núm. 23, Fondo Colegios, t. I, del Archivo Nacional de Historia, Secc. Colonia.
+[395] Juan Francisco Ortiz, Reminiscencias, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1946. pág. 82.
+[396] En conexión con el carácter sintético —entre tradición e ilustración— Windelband destaca la deuda de Wolff con la escolástica. Llega a considerarlo «un escolástico moderno». Se refiere también a su «fanatismo lógico», que lo hace buscar en la lógica «no sólo la forma, sino el contenido del pensamiento», lo que hace de él «el más extremo de todos los racionalistas» (W. Windelband, Historia de la filosofía moderna, Buenos Aires, 1951, vol. I, pág. 382 y ss.). A esta influencia wolffiana se debía sin duda la estimación de Restrepo por la lógica y la geometría y la importancia que les concedía en la formación filosófica.
+[397] Oración para el ingreso de los estudios de filosofía, pronunciada en el Colegio Seminario de Popayán, en Vida y escritos del doctor José Félix de Restrepo, publicados por Guillermo Hernández de Alba, Bogotá, 1935, págs.137 y 138.
+[401] Sobre el neoplatonismo en España durante los siglos XVI y XVII véase a Américo Castro, El pensamiento de Cervantes, Madrid, 1925. Respecto al cristianismo erasmista y su expansión en España, puede consultarse a Marcel Bataillon, Erasme et l’Espagne, París, Droz. 1937, también a Américo Castro, Aspectos del vivir hispánico, Santiago de Chile, 1949, y a Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, 1948, especialmente el t. III, pág. 31 y ss.
+LA REACCIÓN CONTRA LA FILOSOFÍA escolástica y el entusiasmo por las ciencias experimentales crearon un clima intelectual propicio a la introducción de formas más radicales de pensamiento, como el benthamismo y la filosofía sensualista de Destutt de Tracy. Además, como ya lo hemos indicado en nuestro estudio sobre la evolución del pensamiento político, la reacción de las primeras generaciones de la Independencia contra la legislación española y la tendencia a dotar los nuevos Estados de una organización jurídica racional, es decir, simple y de fácil manejo, creaban condiciones muy favorables para la recepción de las fórmulas benthamistas, que, más que como una nueva filosofía, se presentaban como una teoría de la legislación y el derecho. Por otra parte, la figura misma de Bentham, amigo personal y epistolar de muchos americanos notables, entre ellos Bolívar, Miranda y Santander[402], y sus filantrópicas luchas contra la esclavitud, en pro de una reforma carcelaria en Inglaterra y en el mundo, aumentaban la simpatía por las ideas utilitarias[403].
+Todo parece indicar que la primera mención pública de Bentham se hizo en La Bagatela de Nariño, donde se publicó en 1811 un artículo suyo sobre la esclavitud, y es muy verosímil que ya antes Camilo Torres, el mismo Nariño y muchos otros miembros de la generación de la Independencia se hubiesen puesto en contacto directo con sus obras en las ediciones inglesas, antes de conocer el Tratado de legislación, traducido y comentado por Salas y publicado en España en 1821[404]. Pero su consagración como texto oficial de estudio en las facultades de jurisprudencia y filosofía sólo se produjo en 1826, por disposición del nuevo plan de estudios decretado por el general Santander en aquel año. En 1828 Bolívar le suprimió tal carácter, pero su influencia sobrevivió en la Universidad Nacional, gracias sobre todo a la labor docente de Ezequiel Rojas, hasta que se dictó el plan de estudios de Mariano Ospina Rodríguez en 1840. Desde entonces su importancia fue decayendo, aunque su presencia se hizo sentir en el campo polémico hasta 1870, época en que aún era mencionado y defendido por algunos catedráticos y publicistas, como Francisco Eustaquio Álvarez, Ángel María Galán y Medardo Rivas[405].
+Ezequiel Rojas (1803-1873) fue sin duda la figura más destacada e influyente del utilitarismo colombiano. Durante cerca de treinta años enseñó jurisprudencia, economía y filosofía en el Colegio de San Bartolomé. En Francia fue discípulo personal de Jean-Baptiste Say, a quien seguía en economía política, y en Inglaterra lo fue de Bentham, con quien sostuvo además relaciones epistolares. Sus obras filosóficas, que incluyen una lógica, una ética y varios ensayos de teoría del conocimiento —o ideología, como entonces se llamaba esta parte de la filosofía— y un largo ensayo en defensa de Bentham, fueron recogidas después de su muerte por su discípulo Ángel María Galán[406].
+Tanto la ética como la teoría general del derecho público de Rojas pretenden ser un desarrollo del principio del mayor placer para el mayor número, como criterio fundamental de la moral y la legislación. Además, quiere combinar ambas disciplinas con el sensualismo de Tracy, doctrina gnoseológica y metafísica que defendió en forma tenaz, pero poco afortunada, pues a pesar del prestigio de que gozó entre sus contemporáneos, el examen de sus obras no deja una impresión positiva ni de sus condiciones de escritor, ni de su capacidad filosófica.
+Formar ideas, expresarlas y deducir unas de otras son para Rojas las tres grandes funciones del entendimiento humano, y a ellas corresponden tres grandes ramas del saber: ideología, gramática y lógica[407]. La primera ocupa desde luego la prioridad lógica, puesto que el origen de las ideas es el primer problema que hay que resolver. Para Rojas, como para Tracy, el hecho elemental, el hecho primario de la existencia, es el sentir. Si no hay sensación no hay pensamiento, como no hay vida ni existencia humana. Si el hombre no sintiera, afirma, nada conocería; no existiría ni para sí mismo —versión sensualista del cogito cartesiano—, es decir, no sabría que existe. Si el hombre no sintiese estaría en el caso de los seres inanimados; lo que siente es lo que conoce. El acto en que el alma siente, es el acto en que conoce. Por medio del órgano de la vista el alma percibe una multitud de objetos; al percibir aquellos objetos los siente, y al sentirlos los conoce. Sentir es, pues, conocer lo que se siente, identificando el acto de pensar con el de sentir[408].
+Desde luego, para Rojas no hay nada parecido a las ideas innatas o al conocimiento evidente y racional. El pensamiento es sólo una asociación o combinación de sensaciones, y donde no hay sensación no hay conocimiento. Sin embargo, en los umbrales de su historia la humanidad poseyó la inteligencia como algo sin conexión con los sentidos, y por lo tanto, como órgano imperfecto del conocimiento. Haciendo una confusa referencia a la teoría comtiana de las etapas seguidas por el espíritu humano en su evolución histórica, afirmaba Rojas que el hombre nacía con una «necesidad imperiosa de conocer», pero que en un principio, colocado ante hechos que no eran percibidos por los sentidos, sino por la inteligencia, «pobló ese vasto dominio de lo desconocido de mil creaciones brillantes y fantásticas». Era el mundo de la «metafísica natural», al cual siguió el de la «metafísica científica», en que la razón, fortalecida, vino a restringir los límites de la imaginación, a ordenarla y fiscalizarla[409].
+Rojas se cuidaba poco de las incongruencias, y en este caso no percibía la contradicción entre afirmar que todo pensamiento tiene origen en la sensación y sostener que antes del desarrollo de la sensibilidad, tanto filogenética como ontogenéticamente, tanto desde el punto de vista de la especie como del individuo, pudo existir una inteligencia y una fantasía que «poblaban el mundo de figuras brillantes y fantásticas». Aceptando una inteligencia y una fantasía anteriores a la sensación, y hasta un deseo innato de saber, aceptaba una concepción del espíritu humano no compatible con el sensualismo, pues este coloca la sensación como punto de partida y origen de todas las manifestaciones sicológicas y espirituales.
+También quiso Rojas dar desarrollo sistemático al benthamismo en la ética. Pero aquí, como en el caso de la teoría jurídica, se mueve en la insoluble contradicción de querer fundar una moral de universal validez sobre la base de un principio completamente subjetivo, relativo y contingente como el placer. Las cualidades que constituyen la maldad o la bondad de los actos humanos, afirma, consisten en propiedades que son unas mismas en todos los tiempos y lugares, es decir, que son universales y absolutas[410]. Pero no obstante este aserto, desarrolla todo su pensamiento sobre la base de la identificación benthamista del bien con el placer y el mal con el dolor, dos sentimientos que como tales son variables y relativos.
+Las dificultades que se le presentan con el problema de la libertad y la responsabilidad son mayores, y aquí, como en el caso de la oposición universalidad y relativismo, tampoco acierta a establecer la coherencia entre los principios de Bentham y su intento de trasformar la ética utilitaria, ética de resultados, en una ética de intenciones: «La propiedad inherente a una acción, de hacer el bien o el mal, no se destruye porque circunstancias especiales le impidan producir sus efectos en algún caso, y los legisladores no podrían premiar ni castigar un acto involuntario sin cometer una injusticia»[411]. No son los placeres y las penas los buenos o malos en sí mismos, sino los actos que producen placer o dolor. En otros términos, es la intención de producir un placer o un sufrimiento lo que le da el sentido moral al acto, pero con esto la voluntad, la intención, quedaba tan viciada de relativismo como cuando se establece directamente el placer o el dolor como criterio de valor, pues habría entonces tantas intenciones como apreciaciones subjetivas pudieran existir respecto a lo que fuese el placer y el dolor. Por otra parte, Rojas no pareció darse cuenta de que el principio de la intención, que tan justamente destacaba como uno de los componentes esenciales de la responsabilidad moral, no era compatible con la regla benthamista de hacer un balance de las penas y los placeres que una acción podía producir, para juzgar si era buena o mala. Es decir, que no se podían tener simultáneamente las intenciones y los resultados como criterios de moral y legislación.
+No hizo Rojas un examen serio de los puntos de vista opuestos al sensualismo. A juzgar por sus obras, su conocimiento de la historia de la filosofía era muy limitado y no parecía ir más allá de las obras jurídicas de Bentham, de la Ideología de Tracy y de algunos trabajos de Cousin y de Balmes, únicos nombres que aparecen mencionados en sus escritos.
+Aparte las obras de Ezequiel Rojas, el utilitarismo produjo una abundante literatura filosófica menor, que en general no presenta originalidad ni siquiera en la forma de la exposición. Merecen citarse, sin embargo, algunos nombres. Ángel María Galán (1836-1904), discípulo y compilador de la obra de Rojas, es autor de un opúsculo titulado Refutación a las sirenas[412]. Se trata de un ensayo polémico en el cual Galán contesta las críticas dirigidas contra el utilitarismo por el poeta y publicista José Joaquín Ortiz en su opúsculo Las sirenas, publicado en París posiblemente alrededor de 1870, a juzgar por la fecha de los escritos de Galán. Aunque en verdad no tuvo sobre sus contemporáneos la influencia de Rojas o de Francisco Eustaquio Álvarez —la segunda figura en importancia que produjo el utilitarismo—, Galán fue quizás el mejor expositor de Bentham que hubo en Colombia en el siglo pasado. Es un escritor claro, y a juzgar por sus escritos no poseía el temperamento dogmático y radical de sus correligionarios mayores, no obstante ser un utilitarista integral.
+El propósito de Galán en su ensayo es probar que el benthamismo ni predica el egoísmo ético, ni es una filosofía incompatible con el cristianismo. Acusa a sus adversarios de haber desfigurado la doctrina del filósofo inglés, tomando pensamientos aislados de su contexto, atribuyéndole ideas que jamás sostuvo, como la negación de Dios, del alma y la conciencia, o tomando como suyos pensamientos que son de su traductor francés Dumont o de su comentador español Salas. A la acusación de egoísmo, Galán contesta haciendo la exaltación de las actividades filantrópicas de Bentham, hablando de sus luchas por la humanización de la justicia penal, y, finalmente, afirmando que el principio del mayor placer para el mayor número, como fundamento de la legislación, es tan cristiano y de tanto alcance social como el del bien común o la caridad[413]. Pero, como sus copartidarios de escuela, Galán no se preocupa por hacer un examen crítico de la doctrina sicológica y de la filosofía social que sirve de base al principio de Bentham. No pudo, por lo tanto, contestar con éxito al argumento de sus adversarios de que el bien de la mayoría no es el bien de todos, ni el que afirma que el bienestar social general no resulta automáticamente en una sociedad donde el principio de la acción es la búsqueda del bienestar individual. Lo mismo ocurre frente a la idea de Dios. Con citas del maestro inglés prueba que este no desconoce la idea de Dios, que Bentham es deísta y que atribuye su función a la religión, pero no se detiene en el problema filosófico de si la idea de Dios y la existencia de la religión resultan necesariamente de los fundamentos materialistas de la filosofía utilitaria y del sensualismo que con ella se mezcla, y no simplemente de un reconocimiento pragmático sobre la función utilitaria de la religión.
+Un aspecto del benthamismo tratado por Galán con mayor insistencia y claridad que otros escritores utilitaristas fue el de las relaciones entre la moral y la política. Para Galán, como en general para los partidarios de Bentham, la política es una forma de la legislación, una actividad educativa —educativa dentro de principios utilitarios— que en nada se diferencia de la moral. Contestando la opinión de José Joaquín Ortiz de que «políticamente bueno es todo lo que hace a una nación más fuerte y respetable en el interior y en el exterior», afirma que es moralmente malo aquello que lo es también políticamente. «La política —dice— no es, no debe ser otra cosa que la moral aplicada a los actos del gobierno»[414].
+Como los benthamistas en general, Galán destacaba la intención moralizadora que existía en el pensamiento benthamista, pero no acertaba a desentrañar el contenido de la moral utilitaria o evitaba hacer una real descripción de ella. De buena fe, sin duda, pero sin tener un conocimiento amplio de las formas de la vida moral, los utilitaristas creían que la moral del bienestar, la tranquilidad y la seguridad sociales, es decir, la discreta moral burguesa, era la moral en sí y no una forma histórica de ella. La política de contenido moral resultaba ser una política favorable a una cierta forma de vida y a unos ciertos intereses sociales, respetables seguramente, pero limitados e insuficientes como exclusiva finalidad del Estado en una sociedad donde no todos sus miembros eran burgueses o no consideraban la vida burguesa como el ideal de vida o como la forma más valiosa de existencia.
+Francisco Eustaquio Álvarez (1827-1897) enseñó lógica en San Bartolomé siguiendo el texto de Stuart Mill, y en el campo metafísico y de la teoría del conocimiento fue defensor tenaz del sensualismo de Destutt de Tracy. Álvarez afirma que todas nuestras ideas, aun las más generales y abstractas, y no sólo las intelectuales, sino también las morales, se forman por sensaciones y agrupaciones de sensaciones: «Si resumimos nuestros conocimientos y los clasificamos de alguna de las maneras adoptadas —sostiene en su defensa de la adopción de la Ideología de Tracy como texto oficial de enseñanza—, vemos que ellos nos vienen o de la presencia de un objeto que sentimos, y de aquí las ideas intuitivas y concretas, o son una cualidad sentida en un objeto y hecha a su vez sujeto de nuestros juicios formando con estos una cadena que llamamos razonamiento, y de aquí todas las ideas deductivas o abstractas; o son cualidades sentidas en muchos objetos, lo que nos lleva a juntar estos bajo una denominación genérica o común, que viene a formar una idea general, y de aquí todas las verdades inductivas y los principios de todas las ciencias»[415].
+Para escapar al materialismo crudo, Álvarez afirmaba que la sensibilidad no era la capacidad que tienen algunos órganos corporales de recibir impresiones del exterior y trasmitirlas a los centros nerviosos, porque eso sería hacer de la sensibilidad una cualidad de la materia. Era, pues, la sensibilidad algo así como el pensamiento cartesiano, es decir, lo opuesto sustancialmente a la materia. Sentimos porque conocemos y conocemos porque sentimos, dice Álvarez, sentando una proposición que si tiene algún sentido, rompe completamente la unidad del sensualismo que pretende profesar.
+Algo característico en la defensa que Álvarez hizo de las doctrinas de Tracy es su explicación de los sistemas filosóficos como instrumentos de grupos socialmente dominantes, y esto sin haber leído a Karl Marx. Hasta Tracy, la historia había sido algo así como una interminable carrera de errores e ignorancia que un pequeño grupo de usufructuarios había utilizado para afirmar su explotación de los pueblos: «Todo error se perpetúa en la sociedad, porque hay quienes lo explotan, y en consecuencia quienes lo sostengan y fortifiquen con el mismo poder que es el fruto de la explotación»[416]. «La mejor garantía de la lógica del conde De Tracy —agregaba— es que no puede servir de fundamento a ningún sistema de imposturas con que se explote la ignorancia o la credulidad de los pueblos: esa lógica es útil a los engañados y no a los engañadores. Probad de llevarla a cualquiera de los países en que los hombres son víctimas de sus mismos errores y veréis el terrible escándalo que forman los explotadores de estos»[417].
+Es fácil ver que detrás de estas metáforas virulentas estaba la afirmación positivista de que todo pensamiento anterior a la época de la ciencia moderna era teológico o metafísico, y correspondía a épocas en que el sacerdocio detentaba el saber y el poder en forma exclusiva. La era positiva, en cambio, explicaría todos los misterios, daría cuenta de todos los enigmas y eliminaría de la mente humana la creencia en todo aquello que no fuese perceptible por los sentidos: dioses, espíritus, ideas innatas, etcétera. El sensualismo de Tracy era para Álvarez algo así como una doctrina de liberación de las masas, según el lenguaje que adoptaría el siglo XX.
+En medio de la copiosa literatura filosófica que se escribió en las tres últimas décadas del siglo XIX en Colombia[418], mezcla de benthamismo, sensualismo y positivismo comtiano tomado de divulgadores, debe mencionarse la obra de Medardo Rivas (1825-1907) Conversaciones filosóficas,[419]. Rivas rechaza el benthamismo ético porque, según su confesión, el principio de la utilidad era rechazado por su alma entusiasta, juzgando que este sistema eterno de comparaciones entre bienes y males, esta medida indispensable de la utilidad de las acciones, ahogaba los sentimientos generosos.
+Como en el caso de casi todos los benthamistas y positivistas colombianos del siglo pasado, las preocupaciones de Rivas son más bien políticas que filosóficas en sentido estricto, o mejor, la filosofía le interesa por sus conexiones con la política. Siguiendo el esquema evolucionista, considera que hay tres grandes direcciones de la filosofía: la teológica, la trascendental y la sensualista. La primera, que según su descripción parece coincidir con la filosofía tradicionalista francesa tal como fue expuesta por De Maistre y De Bonald, considera que la humanidad quedó irreparablemente condenada a la maldad después del pecado original, por lo cual el hombre sólo tiene deberes y no derechos, la potestad de gobierno viene de Dios y este la ha depositado en el Papa, quien tiene poder sobre reyes y gobernantes. Es monarquista y considera toda rebeldía contra el gobierno como una impiedad. El resumen que hace de la filosofía trascendental es admirable como muestra de la imprecisión filosófica y de la falta de contacto con los textos auténticos, características de muchos escritores de aquella generación. «La filosofía trascendental —dice— niega las ideas innatas y todo lo que se llame verdad y no nazca del convencimiento. Es espiritualista, e investiga las funciones del alma para asegurarse de la exactitud de los juicios. Reconoce la inmortalidad del alma, pero no le designa un destino por las obras del hombre sobre la tierra. Si reconoce a Dios como creador, no lo hace potencia en la tierra, ni mucho menos juez inexorable de las faltas de su criatura, formada por él como le plugo hacerla»[420]. Esta escuela, agrega más adelante, en párrafo en que se acumulan caracteres de varias tendencias del pensamiento moderno, no cree en el pecado original, sostiene la perfectibilidad indefinida, el hombre sin el auxilio divino puede buscar el sendero del bien, gobernarse a sí mismo, establecer sus propias formas de gobierno, y por progreso indefinido, dominando la naturaleza, ir estableciendo su mejoramiento y el de la sociedad. El lector puede sacar de este párrafo la impresión de que Rivas ha querido referirse a la filosofía del progreso tal como se exponía en Francia en el siglo XIX, siguiendo las huellas de Condorcet, pero que sus noticias respecto a la filosofía trascendental, a la filosofía kantiana, eran menos que discretas.
+Rivas era un espíritu optimista y liberal, saturado de ideas filantrópicas y de ingenua fe en la razón. Él mismo definía su actitud y su ubicación, cuando afirmaba que no había hecho más que seguir con vivo interés y supremo amor a la razón humana en sus esfuerzos para emanciparse de la revelación, de la fe, de la autoridad y de todo cuanto no era su propia convicción[421].
+El examen de los efectos producidos por una doctrina en la historia de un pueblo puede realizarse desde dos puntos de vista: por las trasformaciones que causa en su vida espiritual y por sus rendimientos objetivos en obras científicas. Desde luego, el primer aspecto es el más complejo, y en cierta medida de solución imposible. Las expresiones espirituales, y entre ellas las manifestaciones de la conducta ética de un grupo humano, son el resultado de procesos históricos muy largos y de causas muy complejas, de manera que sería excesivo atribuirles su carácter y variaciones a la influencia de las doctrinas en boga, doctrinas que si bien logran alterar el ethos tradicional, sólo lo hacen lentamente y de arriba hacia abajo, es decir, partiendo de las minorías cultas de donde las ideas se irradian a capas más amplias de la población. Pero si las actitudes éticas de una comunidad no se explican exclusivamente por la acción de una doctrina ampliamente aceptada y difundida en una época, sería también contrario a la objetividad histórica creer que las ideas no pueden tener efectos trasformadores y promover conflictos y cambios de consideración en la conducta. Partiendo de estas premisas, al estudiar los efectos del benthamismo sobre la actitud moral de las generaciones colombianas de las cinco primeras décadas del siglo XIX, sería excesivo decir que esta doctrina promovió la inmoralidad, el sensualismo grosero, el desborde de las pasiones y el absoluto sentido del goce. Esa fue la conclusión que sacaron muchos de sus críticos, entre ellos los dos Caros, llevados más por una interpretación lógica de los principios benthamistas y por el sentimiento de rechazo que provocaban en su propia actitud ética —sin olvidar que su suerte estuvo vinculada a luchas de carácter político y a las pasiones que estas despertaban—, que por una objetiva observación de los hechos y de la estructura total del pensamiento utilitario, no como principio abstracto sino como forma de vida, como expresión espiritual de una época, de una clase social y, si se quiere, de una cultura, la cultura burguesa de los pueblos sajones.
+En realidad, si el análisis se proyecta un poco más allá del principio del placer, se encuentra —como lo ha observado el historiador inglés Sorley— que el principio central de todo el sistema benthamista es la seguridad. La seguridad burguesa que incluye, entre otros elementos, parsimonia en el ejercicio del bienestar y los placeres; seguridad que está formada por el goce discreto de las cosas materiales y espirituales y que no excluye cierto puritanismo. Si se tiene en cuenta este elemento puritano del benthamismo, no se estaría lejos de la verdad si se afirmase que la actitud personal de mesura —sobre todo en el gasto— y el amor al trabajo que caracterizó a muchos hombres de la generación radical de la segunda mitad del siglo XIX —generación estoica la llama López de Mesa en su Historia de la cultura—, se debió en buena parte a la influencia de Bentham. No le faltaba razón a Aníbal Galindo cuando afirmaba que a Bentham debía los hábitos de trabajo y probidad que había practicado en su vida[422].
+Lo que sí parece indudable es que el benthamismo introdujo en la conciencia colombiana un motivo de perturbación, y que como tal debió llevar su parte en el crónico estado de desasosiego en que vivió el país en el siglo pasado. Porque el hecho de que sus principios no condujeran al sensualismo desenfrenado ni a la inmoralidad no significa que no contuviese elementos extraños a la tradición nacional susceptibles de alterar el equilibrio espiritual y emotivo de la nación. En efecto, contenía dos: su propio principio ético general, contrario al principio en que se basa la ética cristiana, y su actitud ante el problema de la relación entre religión, moral y política. Este último era sin duda el que más hondamente podía conmover la mentalidad nacional.
+Es verdad que el benthamismo no era directamente antirreligioso y que Bentham consideraba la religión como indispensable a la sociedad; pero al pretender mantener la ética y la legislación al margen de toda influencia religiosa, la religiosidad quedaba reducida a la esfera de la conciencia individual. Esta escisión de la vida en dos sectores, la vida privada y la vida social, de contenido religioso la primera, completamente profanizada la segunda, creaba de por sí tensión en el seno mismo del mundo protestante, donde era armónica con la totalidad del desarrollo histórico y por lo tanto soportable, pero resultaba completamente extraña e insostenible para un católico, para quien la separación entre vida pública y vida privada como dos campos diferentes desde el punto de vista moral no podía existir. Lo que era inmoral en la vida privada o íntima, lo era también en la social. De ahí que, como lo hacía ver Miguel Antonio Caro en su polémica contra el benthamismo y contra la concepción kantiana del derecho, para un católico no puede haber derecho sin contenido moral, ni Estado neutral en el campo moral y religioso.
+Había, pues, este motivo de tensión entre la tradición nacional y la doctrina benthamista; pero existía otro, todavía más fuerte, y era que, cualesquiera que fueran los puntos de vista del utilitarismo favorables a la religión, los fundamentos materialistas de su sicología y de su teoría del conocimiento difícilmente le permitían escapar —como a todo empirismo radical— a la negación de la espiritualidad del alma y de la existencia de Dios. Para un católico colombiano del siglo pasado, la reducción de la religiosidad al campo de la conciencia individual y su aceptación como algo útil para fines prácticos, pero no como religión revelada, y todo esto unido a un empirismo sensualista y a una sicología materialista, significaban simplemente el ateísmo. He aquí por qué la difusión del benthamismo desde las cátedras de las escuelas oficiales llegó a convertirse en una de las causas de la desazón nacional en las décadas que siguieron a la Independencia.
+Desde el punto de vista de los rendimientos científicos, el balance del benthamismo y del sensualismo que generalmente le acompañó arroja un resultado muy precario. En el campo de la filosofía, de la ética, del derecho, la única obra de alguna ambición que produjo fue la escrita por Ezequiel Rojas, que vale como documento, pero que ni siquiera logra ser una buena exposición de la obra del maestro. Y así tenía que ser, no por defecto de las inteligencias que entre nosotros siguieron la doctrina del filósofo inglés, sino por la pobreza interna de la filosofía utilitarista, que no podía dar más de lo que de ella extrajo su sistematizador, Bentham. En efecto, todo naturalismo, toda concepción materialista, toda interpretación mecánica de la vida síquica y espiritual, tienen que llegar a ser lo que llegó a ser el benthamismo: una gran simplificación de la vida, que terminó por eliminar de esta hasta su carácter problemático[423]. El benthamismo, mucho más que cualquiera otra tendencia naturalista y positivista posterior, convirtió las ciencias del espíritu en una mecánica sicológica. La filosofía, la sicología y la ética se convirtieron en manos de sus partidarios en una combinación de unos pocos conceptos, aceptados como dogmas, de los cuales, por riguroso método deductivo, se establecían las conclusiones. No es extraño, pues, que terminara en una especie de escolasticismo de signo contrario, completamente alejado de la experiencia y de la realidad, y que tras un éxito pasajero se paralizara completamente su desarrollo[424].
+[402] En el epistolario de Bolívar se encuentran varias cartas de Bentham y dos respuestas de Bolívar. En la segunda de estas, Bolívar comunica al filósofo inglés que ha mandado traducir e imprimir su Catecismo de economía, «obra digna de conocerse» (véanse Obras completas del Libertador Simón Bolívar, La Habana, 1950, vol. II, págs. 528 y 529, núms. 1248 y 1249).
+[404] Sobre la introducción y desarrollo del benthamismo en España, puede consultarse a Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, ed. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1945, vol. VI, libro VII, cap. III, págs. 129 a 133. Ibidem, para la difusión de las ideas de Destutt de Tracy.
+[405] El Plan general de estudios del general Santander se produjo por medio del decreto ejecutivo del 3 de octubre de 1826. El art. 168 es el que ordena enseñar los Principios legislativos de Bentham como base de los estudios jurídicos. El plan se encuentra en la Codificación nacional, vol. III, págs. 401 a 451. El decreto de Bolívar que suprime a Bentham de la enseñanza oficial está fechado el 12 de marzo de 1828 y dice así: «Simón Bolívar, Libertador Presidente de la República de Colombia, etcétera, teniendo en consideración varios informes que se han dirigido al gobierno, manifestando no ser conveniente que los tratados de legislación civil y penal escritos por Jeremías Bentham sirvan para la enseñanza de los principios de legislación universal, cuyos informes están apoyados por la dirección general de estudios. / Decreto / Artículo 1. En ninguna de las universidades de Colombia se enseñarán los tratados de legislación de Bentham, quedando por consiguiente reformado el artículo 168 del plan general de estudios» (Codificación nacional, t. III, pág. 354).
+[406] Ezequiel Rojas, Obras completas, 2 vols., Imprenta Especial, Bogotá. 1881. Muchas de las obras incluidas en esta publicación habían sido publicadas, en vida de Rojas, separadamente.
+[407] En la terminología de la época se entendía por ideología lo que hoy denominamos gnoseología o teoría del conocimiento; esta se tomaba como una teoría de las ideas.
+[412] El título completo es Refutación a las sirenas del doctor J. J. Ortiz, Bogotá, Imprenta de Echeverría Hermanos., 1870.
+[418] Una enumeración de los divulgadores del benthamismo, no sólo en Bogotá sino en Antioquia, puede verse en Cayetano Betancur, La filosofía en Colombia, en Revista de la Universidad de Antioquia, Medellín, 1933, pág. 44 y ss. Sobre el periodo inicial (1826-1836) hay una abundante información en el estudio del joven escritor venezolano Armando Rojas, La batalla de Bentham en Colombia, publicado en la Revista de Historia de América, del Instituto Panamericano de Historia y Geografía, México, 1950, núm. 29, págs. 37 a 66.
+[423] El historiador de la filosofía inglesa Sorley dice lo siguiente: «Bentham se ocupó en las cosas más profundas de la vida, pero sólo en el aspecto superficial de estas cosas. No tomó en cuenta las fuerzas y los valores que no pueden medirse en términos de placer o dolor; tenía poca visión para la historia, el arte, la religión, pero no tuvo conciencia de sus limitaciones e intentó ocuparse en estas cosas según su escala de valores. En cuanto al principio mismo, este no ofrecía oportunidad para ser original: Hume había admitido su importancia; Priestley, hecho ver su utilidad para el razonamiento político; la fórmula la tomó de Beccaria; y en la exposición que hace de su naturaleza no hay quizás nada que no haya sido afirmado por Helvetius. Por la coherencia y la minuciosidad implacables con que él lo aplicó, no tenía antecesor alguno y esto fue lo que hizo que se le considerara fundador de una escuela nueva y poderosa». (Historia de la filosofía inglesa, Buenos Aires, 1951, págs. 253 a 255). Otro historiador inglés de las ideas, D. Linsay, afirma: «El benthamismo es una prodigiosa simplificación. Bentham supersimplificó la mente, el hombre y la sociedad. De ahí que sus teorías, en la forma como las dio, sean indefendibles. Hay que decir, la mente no es así; los seres humanos no son así; la sociedad no es así». (El Estado moderno, México, 1945, pág. 209).
+[424] En su ensayo sobre Rufino José Cuervo, Fernando Antonio Martínez observa que el benthamismo podía considerarse como una de las varias manifestaciones de la inclinación del espíritu moderno hacia el positivismo, y que, no obstante sus limitaciones, en la Nueva Granada representó la tendencia a llevar al campo de las ciencias del hombre la reacción contra un exceso de intelectualismo especulativo y la tendencia a apoyarse en la experiencia que en el campo de las ciencias de la naturaleza habían iniciado Mutis y sus colaboradores de la Expedición Botánica (véase Estudio preliminar a las Obras completas de Rufino J. Cuervo, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1954, págs. XXXII y XXXIII). Sin embargo, debe anotarse que justamente en el plano de las ciencias del espíritu o ciencias del hombre fueron menores sus rendimientos. Y no podía ser de otra manera, ya que el utilitarismo llevaba al extremo la concepción mecánica de la vida espiritual y su método era, aunque sus defensores pretendieran otra cosa, absolutamente deductivo. La idea unilateral de que el hombre obedecía a dos tendencias fundamentales, el placer y el dolor, se convirtió en un principio dogmático que eliminaba todo examen concreto del mundo del espíritu, de la historia y de la cultura. De ahí que ni en Europa ni en la Nueva Granada, el benthamismo produjo en estos campos de la ciencia obra alguna de significación. Además, el hecho de que sus rendimientos fuesen escasos no sólo dependía de sus premisas metafísicas y de sus métodos, sino de sus mismos fines. En efecto, Bentham fue ante todo un jurista y su propósito principal fue establecer una axiomática de la Ciencia de la legislación, y no suministrar un método científico para el examen de la realidad. Por eso el benthamismo no produjo en Colombia más que algunos escritos de ética y jurisprudencia como los de Ezequiel Rojas.
+JOSÉ EUSEBIO CARO ES EL PRIMER crítico de consideración que la doctrina ética utilitaria tuvo en Colombia[425]. Como estudiante se había formado en las obras de Bentham, y en su juventud tuvo contacto con los pensadores franceses de la Ilustración y con escritores que, como Chateaubriand, Saint-Simon y Lamennais, trataban de conciliar el catolicismo con las ideas de progreso y libertad intelectual, típicas del siglo XIX. Pero su afán de saber y una ostensible inclinación hacia las ciencias matemáticas lo llevaron a buscar nuevas fuentes, hasta dar con la filosofía de Leibniz, que constituye el fundamento de sus mejores escritos sobre ética y metafísica. Frente al subjetivismo y el relativismo éticos a que forzosamente conducía el principio del placer, elevado por el utilitarismo al papel de único criterio de valoración, mantiene Caro la existencia de nociones morales innatas, de validez universal y por lo tanto a priori. Sustenta sus preferencias con argumentos tomados de las matemáticas y rechaza todo origen empírico de la norma moral. En su Carta a don Joaquín Mosquera sobre el principio de la utilidad[426], plantea su crítica al utilitarismo en la misma forma en que Kant había enfocado el rechazo de toda ética empírica y particularmente de toda doctrina eudemonista[427]. El principio de la moral no puede inducirse de los hechos, tal como en las ciencias físicas se formula una ley en base al resultado de múltiples experiencias, «porque en moral no van a estudiarse los hechos, sino a buscar un principio anterior que los califique»[428]. Ese principio debe ser, hablando en términos de Kant, a priori, es decir, anterior a toda experiencia y condición necesaria para juzgar los hechos como inmorales o morales, como buenos o malos.
+Sobre estas bases se adentra Caro en una minuciosa crítica del principio del mayor placer para el mayor número, que el utilitarismo había pretendido elevar a la categoría de norma universal de la ética. Se apoya para ello en la teoría de las ideas tal como fue establecida por la filosofía racionalista de Descartes y Leibniz, a quienes interpreta en forma acentuadamente platónica. Porque si el principio de la moral ha de ser absoluto, si no puede tener origen sicológico, ni resultar de la experiencia sensorial, debe ser necesariamente innato. Un elemento sicológico como el placer o como cualquier sentimiento ha de ser por naturaleza variable, subjetivo, es decir, individual, y por sobre todo contingente, elementos todos que contradicen la finalidad misma de la norma moral. «Porque ¿para qué quiero yo, para qué quieres tú, para qué queremos todos una regla moral? No para que nos ilustre sobre el pasado, sobre lo que ya hemos hecho, que es irremediable, sino para que nos guíe en lo presente y en lo futuro, en lo que estamos haciendo, en lo que vamos a hacer, pues esto es lo único que está a nuestra disposición, esto es lo único que importa. Pero haciendo consistir la moralidad en los resultados, mientras los resultados no aparezcan, no hay moralidad en lo que hagamos, y solo vendrá la moralidad cuando los resultados se dejen ver»[429].
+Con todo rigor lógico mantiene Caro las ideas de libertad e intención como postulados necesarios de toda doctrina moral. La idea benthamista de realizar un cálculo a posteriori de los placeres y dolores producidos por un acto humano para deducir de un balance de resultados su calidad de bueno o malo le parece insostenible a la luz de lógica y de una teoría ontológica de los objetos. La aritmética moral de que hablaban los utilitaristas le parece inaceptable desde el punto de vista de la ontología, porque una realidad síquica como el placer o como cualquier sentimiento es, en su ser mismo, inespacial y por lo tanto inconmensurable. Lógicamente, porque el placer, resultado de la acción que trata de calificarse moralmente, como todo resultado es contingente, puede producirse o frustrarse por causas extrañas a la voluntad del hombre, y por lo tanto ninguna responsabilidad podría atribuirse a este, desde el punto de vista moral, por el resultado de sus acciones. Con más énfasis y consecuencia que cualquier otro crítico del benthamismo, sostuvo Caro el principio kantiano de las buenas o malas intenciones como base de la ética, en contraposición a toda moral de resultados: «En los resultados de todo lo que hacemos, entra el azar. Nadie puede prever todo lo que resultará de lo que haga. Nadie puede responder del resultado definitivo. El principio de la utilidad, pues, que hace consistir en el resultado definitivo la moralidad de nuestras obras, abandona la moral a la casualidad, hace responsable al hombre aun de aquello que no ha querido, absuelve o condena según el viento que sopla, y, abriendo para la humanidad un inmenso juego de dado, sólo puede hallar el crimen en la pérdida, y la virtud en la ganancia. Si los resultados son futuros y contingentes, su cálculo por fuerza habrá de ser incierto y variable: para que la moral, pues, no se convierta en veleidad e incertidumbre, es de necesidad buscarla, no en el cálculo falaz de los resultados, que son dudosos, sino en una ley fija que absuelva o condene las intenciones, que son ciertas. Esa ley es la ley moral. Esa ley fija necesita en cada hombre un juez que la aplique, un oráculo permanente que la haga hablar. Ese juez es la conciencia»[430].
+Si de Kant provenía la doctrina de las intenciones y la crítica a toda ética de resultados, los argumentos gnoseológicos y metafísicos tenían su origen en Leibniz y en la interpretación que este había hecho de la doctrina cartesiana de las ideas innatas. Desde luego, Caro no se limita a repetir al pie de la letra los argumentos que para sus fines encuentra en el autor de la Monadología, sino que, como lo hace con la idea kantiana de la buena o mala intención, se esfuerza por elaborarlos a su manera y por enriquecerlos con finos argumentos sicológicos, completamente desusados y extraños en aquella época de avasallador predominio de la sicología mecanicista que había surgido de la metafísica cartesiana.
+Es verdad que ya en Locke, con su doctrina de la separación de las impresiones internas y externas y con su interpretación de la conciencia cartesiana en forma menos intelectualista, había comenzado a modificarse la idea de que el mundo de la conciencia en lo que no fuera pensamiento claro y distinto, es decir, mundo de las ideas, era extensión, o sea naturaleza física. La escuela escocesa, que tanta influencia tuvo en Colombia durante el siglo XIX, sacó precisamente las consecuencias lógicas de este punto de vista de Locke, y al efecto, fue la primera en proclamar la insuficiencia de los métodos de la física en la comprensión de los fenómenos síquicos y en pedir una sicología cuya forma de indagación fuera el método introspectivo[431]. Pero nada de esto invalida la originalidad de los puntos de vista expuestos por Caro, ya que la doctrina escocesa sólo fue conocida en la Nueva Granada a partir de 1850, cuando empezó a circular entre nosotros la obra del jesuita catalán Jaime Balmes, en cuyo pensamiento existían abundantes elementos de esta escuela y del cartesianismo.
+En su réplica a la metafísica cartesiana, Leibniz llegó a establecer el carácter simple, indivisible y síquico de los elementos últimos de la realidad, las mónadas. El alma animal y el espíritu del hombre eran, dentro de la ordenación jerárquica de su mundo, las mónadas privilegiadas, que además de percibir sabían que percibían. El espíritu humano, además de saber que percibía, conocía el mundo de las verdades de razón, de las verdades universales no accesibles al alma animal, a esta alma que por sólo percibir vivía en el aquí y el ahora, en el mero presente, sin noción alguna de pasado o de porvenir, sin posibilidad de prever y generalizar, sin idea de finalidad y adecuación entre medios y fines[432]. Todos estos son argumentos exhibidos por Caro en su polémica contra el utilitarismo: inespacialidad de lo síquico —del placer y el dolor—; existencia en el espíritu humano de verdades a priori, no sólo matemáticas, sino también éticas; ordenación jerárquica del mundo; teleología de las acciones humanas e idea de entelequia o fin propio de todo ser. Ser virtuoso, había dicho Aristóteles, era ante todo cumplir la propia finalidad, y sabido es que Leibniz reactualizó muchas ideas aristotélicas, entre ellas las de finalidad y entelequia. Caro dirá que la virtud del hombre está en realizar su perfección, en cumplir su fin, que es la justicia, es decir, en el respeto al orden universal de los fines[433].
+Desde muy pronto, Caro se dio cuenta de que la doctrina ética utilitarista estaba basada en una sicología elemental, mecánica y tosca. El utilitarismo hablaba de hacer el balance de gozos y sufrimientos producidos por una acción, y de sumar placeres y sufrimientos. Es decir, aplicaba un criterio cuantitativo, una medida, una magnitud matemática como la de más y menos, a una realidad que por su naturaleza no era mensurable: «Digo, pues, en segundo lugar, que el principio de la utilidad es una regla impracticable: porque hace consistir la moralidad de los actos humanos en el resultado definitivo de placer o de dolor que ellos producen, resultado definitivo que no puede hallarse sino calculando todos los resultados parciales, todos los placeres y todas las penas, para encontrar el excedente; y, siendo el placer y el dolor por esencia simples, indivisibles e inconmensurables, el principio de la utilidad, que requiere el que se les divida, se les conmensure y se les calcule, es una regla impracticable»[434].
+Y llevando hasta sus últimas consecuencias lógicas este raciocinio, agrega: «En efecto, toda medida supone dos cosas en las cantidades que se miden: que sean divisibles, y que sean homogéneas y análogas. Estos son axiomas que se enseña a todo el que empieza a estudiar aritmética. Aún esto no basta; es preciso, en toda medida, que las dos cosas coexistan para poder sobreponerlas o equipararlas. Aun hay más, todo cálculo supone que las cosas que se calculan tienen un término definido, para poder contarlas. Ninguna de estas condiciones cumple la famosa aritmética moral de los placeres y de las penas»[435]. Luego agrega con ironía y humor: «Y en efecto, yo querría que Bentham me dijese cuál es la mitad de un dolor de cabeza o la tercera parte de un dolor de muela. Trabajoso me parece que se hallaría para responder nuestro sabio. Qué digo, ¿trabajoso? Sólo de burlas puede hacer uno la pregunta, sólo un loco puede hacerla de veras. ¿Quién ha dicho que el dolor y el placer tienen partes? ¿Quién ha dicho que una sensación puede cortarse en dos como un pan?»[436].
+No sólo la espacialidad o divisibilidad deberían estar presentes en los fenómenos síquicos de placer y pena; para sumarlos sería necesario que tanto placeres como penas fuesen homogéneos, o sea, cualitativamente iguales. En esta forma Caro apunta a una de las más radicales distinciones del mundo síquico: la diferencia entre el sentimiento físico y el sentimiento moral: «Aun suponiendo que cada placer y cada dolor tuviesen partes y se les pudiese dividir en pedazos, esto aún no bastaba, porque sería necesario además que todas las sensaciones humanas fuesen homogéneas, de igual especie, para que las unas pudiesen medir a las otras como la vara mide a la legua. Pero al contrarío, cada sensación es sui generis, sin que tengan analogía ni semejanza alguna las unas con las otras. ¿En qué se parece un dolor de estómago a los placeres de la comida? ¿En qué se parece el cansancio de una vigilia a la comezón de la sarna? ¿En qué la satisfacción de la beneficencia que nos hace derramar lágrimas, al horror del miedo que nos pone en convulsión? ¿Y en qué se parecen los remordimientos de un malvado a la paz del alma del justo? ¿Y cuál es el metro común que sirve para medir todas estas cosas?»[437].
+Si los sentimientos de placer y dolor son simples e indivisibles, es decir, inespaciales, la realidad de que forman parte, «el fondo interior en que se sienten», será simple e indivisible como ellos. El alma, pues, es inmaterial[438]. Resta ahora establecer las distinciones del caso entre lo síquico en el animal y en el hombre, para establecer por qué sólo en el caso de este puede hablarse de moralidad y para garantizar su puesto en la jerarquía de los seres. Caro, como ya lo hemos anotado, sigue en esto en forma fiel el pensamiento de Leibniz y su idea de la jerarquía de las mónadas: «Se objeta que según esto los brutos tienen alma también. Sin duda que la tienen y por esto se llaman animales. Pero el bruto tan sólo siente y el hombre piensa[439]; el alma en el bruto es sensitiva, y en el hombre es inteligente. El alma del bruto es una capacidad vacía, que se reduce a recibir por medio de sus órganos, y que debe perecer cuando ellos se disuelven[440]. En el alma del hombre hay nociones propias [verdades de razón de Leibniz]: las nociones de existencia e inexistencia, de infinito y de finito, de perfecto e imperfecto, de unidad y de número, de tiempo y espacio, de todo y parte, de causa y efecto, de fin y medios, de justo e injusto, de mérito y demérito, de derecho y de deber, de virtud y de vicio, de ley y de crimen. Estas nociones son independientes de los sentidos, no han venido, no han podido venir de ellos. Si viniesen por ellos, serían distintos en el varón y en la mujer, en el sordo y en el que oye, en el ciego y en el que ve, en el niño, en el adulto y en el viejo. Pero no es así, en todos los hombres son las unas mismas. Por ellas tenemos pensamiento, por ellas también tenemos lenguaje. Ellas se encuentran en todas las lenguas humanas. Ellas son las que nos permiten afirmar o negar. Las nociones de todo y parte son las que hacen que haya cálculo, y que exista una matemática universal[441]; el animal sólo ve muchos objetos pero no los numera. Las ideas de espacio y forma son las que hacen que el hombre mida y que haya una geometría universal; el animal ve las cosas pero no las mide. La idea de tiempo es la que hace que el hombre se inquiete por el futuro, trabaje para después y acumule capitales; hace que el hombre escriba historias y conserve tradiciones: el animal ni desea ni teme al día de mañana, ni trabaja, ni acumula, ni tiene tradiciones ni historia. Las ideas de causa y efecto, de medios y de fin son las que hacen que el hombre invente instrumentos, armas, habitaciones y máquinas; el animal carece de todo eso»[442].
+Las ideas innatas, las verdades de la razón, cuya intuición o visión es privilegio del espíritu humano, hacen posible la existencia de una ciencia físico-matemática de carácter universal. Pero también la ética, si quiere librarse del relativismo y de la confusión entre lo moralmente valioso y lo agradable o placentero, debe tener como paradigma un principio o principios objetivos, que sean claros y distintos como los principios de las matemáticas. Apoyado en la tradición racionalista, Caro pasa del campo de la ciencia al de la ética y de la estética, postulando un mundo de verdades de la razón moral que acercan sus ideas a la moderna concepción de la ética de los valores. En efecto, admite la existencia de un mundo arquetípico de realidades innatas, a la manera de las ideas platónicas, con la misma estructura ideal que las nociones matemáticas, cuya subsistencia es independiente del cumplimiento que el hombre les dé o pueda darles en la realidad de la vida: «La noción innata de lo bello —dice— aplicada por el hombre a las formas, ha creado la escultura; a las formas y los colores, ha creado la pintura; a la construcción de edificios, ha creado la arquitectura; a los sonidos, ha creado la música; a la narración de los sucesos, a la expresión de los sentimientos, ha creado la poesía. Las nociones de justo y de injusto [valor y contravalor], de mérito y demérito, de virtud y vicio, son las que hacen que haya moral; son las que han hecho establecer leyes, las que han acabado con la esclavitud en la tierra»[443].
+Caro se daba cuenta de lo ilógico que era mantener y justificar la libertad de los esclavos, problema candente por ese entonces en Colombia, con una concepción utilitarista o hedonista de la ética o con cualquier doctrina de base empírica como esta. Ya desde la antigüedad se vio claro que toda concepción aristocrática de la vida estaba ligada a la identificación de lo bueno con lo vitalmente fuerte. En el Gorgias de Platón, Calicles trata de justificar así la dominación política ejercida por las minorías y sólo la objeción de Sócrates de que los más numerosos unidos son más fuertes que sus jefes, sin que por ello sean los mejores, hace retroceder al sofista en busca de un principio desprovisto de elementos físicos, como el principio de la virtud. El sentido jerárquico de la vida griega sólo empezó a romperse, y el concepto de igualdad a surgir, cuando aparece con los estoicos la noción de la ley en el sentido que más tarde le dará el cristianismo y posteriomente la escuela del derecho natural: como basada en un cosmos de derechos intemporales, válidos para todos los hombres, por encima de sus distinciones de raza, clase o nación. Sólo así podía justificarse teóricamente la noción de persona, y categorías suyas como la igualdad y la libertad.
+Establecida o postulada la existencia de un mundo objetivo de principios éticos como una necesidad lógica para juzgar los hechos y dar universalidad a la moral, quedaba, sin embargo, la objeción formulada por Locke primero, y después de él por todos los empiristas, de si tales principios no eran formados por abstracción, y sólo debían su apariencia de universalidad al imperio del hábito y no a su propia realidad. Caro, que parecía empapado de la polémica que se libró entre racionalistas y empiristas a lo largo de los siglos XVII y XVIII, se apresuró a plantear la solución gnoseológica del problema en los mismos términos y con las mismas razones que había empleado «el inmortal Leibniz, el Platón del Norte, contra Locke, el Epicuro del Sur»[444], no sin coadyuvarlas con argumentos y ejemplos sagaces y originales.
+No es que las ideas que llamamos innatas estén ya completas en el hombre al nacer; pero están virtualmente in nuce, en forma de petites perceptions que portan en sí mismas el germen de lo que, con el desarrollo, será idea clara y distinta, es decir, verdad de razón, en el sentido de Leibniz. Si el hombre tiene nociones innatas, había dicho Locke, es superflua la educación; pero Leibniz había contestado que en el campo de las ideas ocurría igual cosa que en el de los órganos de los sentidos: que los poseemos desde el nacimiento, pero debemos ejercitarlos para lograr su perfección. Si la idea de Dios es innata, y también lo es la de deber, ¿por qué los hombres adoran ídolos, por qué la viuda hindú se arroja a las llamas con el cadáver del esposo, y el salvaje del Canadá mata a su padre anciano? Por la misma razón, había dicho Leibniz, que el aritmético, con la noción de número, se equivoca en cuentas, por una falsa aplicación: «Si te equivocas midiendo con una vara —decía Caro— eso mismo prueba que tenías la vara; no puede aplicarse bien o mal sino aquello que se tiene. Así los errores de los hombres con respecto a sus deberes y a Dios, lejos de ser objeción y dificultad contra la razón propia del hombre, le sirven de confirmación y de prueba; los mismos ídolos, así, demuestran que el hombre conoce a Dios»[445].
+Tampoco acepta Caro que las ideas de bien o mal, lo mismo que las ideas a priori de las matemáticas, se formen por un proceso de abstracción. Siguiendo los argumentos clásicos del racionalismo frente a toda clase de empirismo y sensualismo, afirmaba que de las cosas limitadas no ha podido tomar el hombre la noción de lo infinito, porque «tratar de sacar de una cosa lo que no hay en ella es afirmar que de un bolsillo vacío se puede sacar oro»[446]. Y en este mismo sentido, refiriéndose a la noción ser, agrega: «Si generalizando es como el hombre adquiere las nociones que hacen su razón, la noción más general de todas sería la última que se adquiriese; y como la noción de ser es la más general de todas, resultaría que el hombre no podía usar ese verbo sino en los postrimeros años de su vejez. Pero como no hay lenguaje sin verbo, a ser cierto el sistema de Epicuro, quedaba condenado el hombre a eterno silencio. Negar, pues, que la razón humana tiene nociones propias es negar el lenguaje y también negar la razón misma, porque eso es decir que no conoce por sí y que no puede llegar a conocer jamás»[447].
+Ahora bien, si Caro hubiese seguido con toda lógica la doctrina monadológica de Leibniz, su ética habría encontrado irremediablemente el escollo de la libertad. Pero se libró de él a través de la idea de intención libre que mantiene con todo rigor y que vincula a las ideas de responsabilidad y de culpa. Por eso afirma repetidas veces que, a diferencia del hombre, el animal no posee moralidad porque carece también del sentido del remordimiento. En esta forma logra una síntesis entre la postulación de un mundo intemporal de ideas de contenido ético, lo mismo que de un orden universal de fines que deben cumplir todos los seres, con la libertad en que está el hombre de realizar en la vida esas ideas y de cumplir o pretermitir los mandatos que le señala el orden moral ideológico[448]. Evita así el determinismo implícito en la concepción de la armonía universal.
+Si fuésemos a resumir los resultados a que llega Caro en su polémica contra el utilitarismo, podríamos llegar a las siguientes conclusiones: a) Sobre la base del principio del placer no puede fundarse una ética, porque el placer es un resultado contingente de las acciones. En la ética no se deducen los principios de los hechos, como lo hacemos en las ciencias naturales, sino que se califican los hechos mismos, lo cual implica la existencia previa de un criterio de valoración; b) Puesto que no podemos deducir el principio de la moralidad de los resultados, ni de los sentimientos que en sí mismos son subjetivos y variables, tal principio debe existir a priori y ser independiente de que se cumpla o no en los hechos y en la conducta cotidiana del hombre; c) El fin del hombre es su perfección y esta perfección se consigue por medio de la voluntad libre —porque el hombre no está condenado a ser imperfecto o perfecto—, cuando el hombre realiza su propio fin y permite a los otros seres cumplir el fin particular que deben tener con relación al todo; d) Por esta circunstancia el concepto central y único de la ética —y de la política que está estrechamente vinculada a la moral— es el concepto de justicia, que no consiste en otra cosa que en el hecho de realizar cada cual la esencia del hombre y permitir a todos los seres que realicen la suya.
+Con esta idea de perfectibilidad, el pensamiento ético de José Eusebio Caro entronca de nuevo con la filosofía del progreso, sistematizada en Francia por Condorcet en el plano de la filosofía de la historia y llevada por Kant a la esfera ética en la forma de una completa perfección del alma después de la muerte, cuando esta, que no ha podido realizar en este mundo sus más altos fines, se haya librado del mundo contingente de los sentidos y de los lazos del mundo empírico, idea que se remonta también a la tradición escolástica, bajo la forma de lo que Nicolai Hartmann ha llamado un individualismo eudemonista del más allá[449].
+Sobre estas líneas, expuestas admirablemente en la Carta a don Joaquín Mosquera sobre el principio de la utilidad, se movió el análisis de Caro en forma bastante consecuente. Sin embargo, parece que a partir de 1842 intensificó sus lecturas de los románticos franceses, lo mismo que su contacto con el pensamiento de Saint-Simon y de Comte, y finalmente con escritores tradicionalistas, sobre todo De Maistre y De Bonald[450]. Estas influencias tan abigarradas hicieron perder unidad a su pensamiento y produjeron en su espíritu conflictos que a la postre solucionó siguiendo una interpretación optimista de la naturaleza humana, que intentaba unir la tradición católica con la idea de progreso indefinido del hombre. El problema teológico y metafísico del bien y el mal originales fue el centro de tales conflictos: «La doctrina de Condorcet —dice Miguel Antonio Caro en el ensayo biográfico que dedicó a su padre—, decidido promotor de la idea de perfectibilidad, fue uno de los motivos más poderosos que lo apartaron de la doctrina católica. En 1849 vuelve a aparecérsele este demonio tentador, y empieza por preocuparle contra el dogma del pecado original. Confundiendo la doctrina calvinista con la doctrina católica»[451]. Ferviente sansimoniano y partidario de la filosofía del progreso indefinido, Caro se resistía a aceptar la idea de la maldad originaria del hombre o la idea de la caída en un momento de su vida, porque a sus ojos ambas conducían irremediablemente a una doctrina que afirmaba la decadencia del género humano y el declinar de la historia. Refiriéndose a lo que en su generación se denominaba «el partido teológico», decía en párrafo que trascribimos textualmente y que es uno de los más claros testimonios de las heterogéneas ideas que entonces bullían en su pensamiento:
+«Ese partido dice: el hombre es esencial y radicalmente malo, y dando a las Santas escrituras una intención blasfematoria, espantosa y detestable, sostiene que la razón del hombre está perfectamente oscurecida, incapacitada para llegar a la verdad; que su voluntad está de tal modo quebrantada, que no puede por sí misma llegar jamás al bien; que el hombre nace no sólo débil sino culpable»[452]. Y ligando estas ideas con su concepto de la libertad política, que tenía tan hondamente arraigado, agregaba: «De todo lo cual [la llamada escuela teológica] deduce que el hombre es esencialmente malo, su libertad esencialmente mala; que esa libertad es siempre desorden, y debe, no dirigirse o reprimirse cuando convenga, sino estorbarse y comprimirse en todo caso»[453].
+Pero como esta concepción demasiado optimista de la naturaleza humana chocaba con la idea católica de caída y redención, Caro trató de armonizarlas, sin lograrlo plenamente, esbozando una respuesta que no deja de poseer afinidades con la doctrina pelagiana de la Edad Media: «El hombre es bueno, pero flaco. Es bueno, pero puede extraviarse, y entonces necesita una regla que lo enderece y castigo que lo escarmiente y corrija. Las facultades del hombre revelan toda la bondad de Dios, pero no hay de esas facultades una sola de que el hombre no pueda abusar y de que no abuse en efecto muchas veces. El hombre no está colocado en la tierra sólo para gozar, sino también para merecer. Y aun la bondad divina es tan grande, que casi siempre procura en la tierra al hombre el contento, la alegría, la dicha, aun antes que las haya merecido. El pecado original no significa que el hombre sea pecador antes de haber pecado, sino que nadie merece el cielo mientras no haya sido virtuoso. Esa ley no es una injusticia de Dios, sino la estricta aplicación de su justicia; no es la condenación de los inocentes al infierno, sino la simple no admisión en el cielo de los que nada han merecido en la tierra. La redención de Cristo no significa la salvación de los infiernos para el que no haya pecado todavía, sino la apertura de los cielos aun para el que no los haya merecido con sus virtudes, con tal que no haya pecado, o que habiendo pecado se haya arrepentido sinceramente. La libertad en el hombre es un derecho; el hombre es libre ante los hombres, puesto que es libre ante Dios mismo; pero por lo mismo es responsable ante Dios y ante los hombres del uso que haga de su libertad. Toda doctrina que tienda a hacer al hombre irresponsable o esclavo, toda doctrina que tienda a representar al hombre como dios, o a Dios como un tirano, debe rechazarse con igual execración»[454].
+Estas ideas optimistas referentes a un orden moral universal, a la libertad del hombre y a su relación con Dios, continuaron produciendo tensiones en el seno de su pensamiento hasta el final de su vida. El camino por donde se había adentrado estaba lleno de antinomias que Caro se empeñaba en conciliar, las mismas que habían conturbado a San Agustín y que Santo Tomás había tratado de unir en la poderosa síntesis tomista, las que desde los orígenes del cristianismo se empeñaba en resolver el pensamiento occidental y que con la aparición de las corrientes espirituales del Renacimiento y la Reforma se habían tornado más agudas: gracia y libertad, omnipotencia divina y responsabilidad humana, amor al mundo y presencia de lo demoníaco en lo mundano, caída y redención, progreso y decadencia, bondad del hombre y necesidad del Estado.
+Temperamento romántico y racionalista a un mismo tiempo, dotado de hondo sentimiento estético al par que de vigoroso sentido metafísico, Caro quería encontrar sin duda una concepción unitaria de la realidad, sobre la base del método y las categorías de la filosofía. Sin embargo, la brevedad y agitación de su vida no le permitieron prolongar la búsqueda de una solución racional, ni avanzar más en el conocimiento de corrientes del pensamiento en que el intento de síntesis se había llevado a más altos niveles, tales como el pensamiento tomista o el mismo racionalismo de Leibniz en que se había iniciado. Por otra parte, es dudoso que su sensibilidad romántica hubiera quedado satisfecha con la solución que le brindaba una estructura intelectual lógica y sistemática, relativamente cerrada, como lo eran ambos sistemas. El intenso drama que debió desarrollarse entonces en su espíritu ha sido admirablemente descrito por Miguel Antonio Caro con las siguientes palabras:
+«Cuando Caro visitó los Estados Unidos del Norte, el gran progreso industrial y comercial de aquel pueblo le deslumbró sobremanera. Si a esto se agrega la lectura de algunas obras positivistas y sansimonianas, se habrá comprendido el motivo que lo impulsó a separarse aún más del catolicismo, arrimándose a la doctrina, o mejor, escuela de Comte. Aquí empezó para él una lucha interior respecto de la cuestión moral, eje sobre que giraban todas sus meditaciones filosóficas. Por una parte repugnaba de todo corazón el sistema sensualista de Bentham, que identificaba el bien con el placer; la fascinación de su espíritu, por otro lado, le movía a rechazar el sistema católico: pensaba que decadencia y progreso son términos opuestos, incompatibles; incurriendo en el error, a lo que alcanzamos, de confundir en uno la decadencia progresiva de la humanidad en cuanto a actividad intelectual y material, con la caída, la degradación moral del hombre. Caída no es decadencia. Que existió aquella, lo confirma la observación. La antigüedad pagana, al paso que progresaba en lo intelectual y material, moralmente estaba degradada, mancillada. ¿Quién puede negar la rehabilitación moral de la humanidad en las aguas del bautismo? La historia nos dice: la humanidad estaba degradada antes de la aparición del cristianismo; con él viene el ennoblecimiento de la raza. La Iglesia explica el primer fenómeno por el pecado original, el segundo, por la redención. Aún más, tan íntima es la relación que existe en el hombre entre el modo de ser moral y el intelectual, que lo uno no ha podido menos de influir sobre lo otro; de tal manera que las naciones cristianas no sólo les llevan esa ventaja inmensa a las gentiles en materia de costumbres y afecciones, sino también en materia de adelantamientos intelectuales: hechos son estos inconclusos, de que el mismo Caro hizo, especialmente en El bautismo[455], una brillante exposición. Ahora los reduce a una ley universal, fatal, de progreso indefinido; y negándose a salir de la esfera de esta misma ley, fija como único objeto del culto del hombre la totalidad humana; localizando la noción del bien en el progresivo desarrollo y perfeccionamiento de la humanidad misma; en lo que él llama la vida. Pero esta ficción le duró poco: no era una convicción de su espíritu; no una verdad que presentándosele espontáneamente, luminosa a su razón, le arrastrase su asentimiento: era, y él mismo así lo reconocía, una ficción bella al entendimiento por su estructura sencilla, a que recurría tratando de evitar por una parte graves dificultades metafísicas, y por otra, de satisfacer en algo la necesidad imperiosa de la razón que no se conforma con la idea de la nada y el estado de duda. Huyendo de ciertas dificultades empezó a ver que tropezaba con otras mayores. Comprendió que admitiendo la nueva doctrina, quedaban insolubles, implanteables, problemas tan importantes como el origen de las cosas. Dios mismo quedaba fuera de la escena; bien se le excluyese formal, bien hipotéticamente; sea que se le oscureciese en sentido panteísta como potencia ciega, en el fondo de las leyes naturales; sea que, en sentido deísta, se prescindiese de él como agente prescindente él mismo; como quiera que fuese, en ese sistema se veía obligado a ver desaparecer la verdadera noción de Dios. Así como en su primera juventud había llegado a comprender que la senda del sensualismo llevaba al ateísmo, comprendió en este segundo extravío, que el camino del positivismo conducía al mismo fin; y como con estas conclusiones nunca pudo convenir, volvió atrás»[456].
+Sus últimas cartas revelan el estado de un espíritu que parece haber abandonado toda tentativa de solución filosófica de estas tensiones, estado de espíritu en que abandonada la actividad especulativa, se busca la conciliación de ellas a través de un místico acto de fe religiosa: «Cuando se llega a creer irrevocable y fielmente en la verdad del Evangelio, en el carácter sobrenatural de Cristo, en la infinita misericordia del Padre Universal, en la renovación del hombre por la muerte, la muerte, lejos de ser horrible, se presenta al desgraciado como la puerta de la verdad y de la vida. El mal presente no es entonces más que una prueba; el bien presente, un rápido y débil anuncio del bien que nada turba y que siempre dura. La muerte entonces no es más que el consuelo seguro y eficaz del desgraciado»[457].
+[425] La reacción antibenthamista dio lugar a una abundante literatura filosófica de carácter polémico, aparte de los estudios de los dos Caro. Citaremos los principales artículos y opúsculos: José Manuel Restrepo, El benthamismo a la luz de la razón, Imprenta de Ayarza, Bogotá, 1836, colección de artículos publicados en El Constitucional, de Popayán, donde se hace un análisis del plan de estudios del general Santander, que impuso la legislación de Bentham como texto oficial; Ricardo de la Parra, Cartas sobre filosofía moral, dirigidas al doctor Ezequiel Rojas, Imprenta de Gaitán, Bogotá, 1868; José Joaquín Ortiz, Las sirenas, Baudry, París, sin fecha. El ensayo de Ortiz es interesante, porque además de repetir los argumentos corrientes contra la ética benthamista —imposibilidad de identificar el placer con el bien, etcétera— hace su crítica desde el punto de vista de una interpretación del cristianismo en que se mezclan por iguales partes la influencia de los tradicionalistas franceses (De Maistre y De Bonald), de los románticos (Chateaubriand y Saint Pierre) y del estoicismo de ascendencia española. Contra Bentham, Ortiz insiste en «el hecho universal del dolor» (ob. cit., pág. 45 y ss.) y en el renunciamiento a los bienes terrenos como la única vía que puede conducir a la posesión de Dios. Finalmente, Marco Fidel Suárez, «El utilitarismo», en Sueños, 2ª ed., Bogotá, vol. VII.
+[426] José Eusebio Caro, Sobre el principio utilitario enseñado como teoría moral en nuestros colegios, y sobre la relación que hay entre las doctrinas y las costumbres, incluido en Antología de verso y prosa, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, pág. 212 y ss.
+[430] Es muy difícil establecer con precisión la fuente kantiana de las ideas de Caro. En sus escritos nunca menciona directa o indirectamente al autor de la Crítica de la razón pura, lo que sí ocurre con Leibniz. Caro no leía alemán, pero ya en su tiempo existían vulgarizaciones de las ideas éticas de Kant hechas por Cousin y otros escritores franceses. En todo caso, la filiación kantiana de las ideas de intención de la voluntad y universalidad de la norma moral es indudable.
+[431] Sobre la escuela escocesa, véase a Windelband, Historia de la filosofía moderna, Buenos Aires. 1951, vol. I, pág. 267 y ss.
+[450] Sobre los tradicionalistas franceses, Maxime Leroy, Histoire des idées sociales en France, de Montesquieu a Tocqueville, Paris. 1950, pág. 115 y ss.
+AUNQUE HAY CONTENIDO FILOSÓFICO en toda su obra, trátese de filología o de teoría del Estado, de economía o lingüística, de crítica literaria o de historia, los escritos rigurosamente filosóficos de Miguel Antonio Caro son pocos y casi todos trabajos de juventud. M. A. Caro no dejó condensado su pensamiento en este campo en un tratado, ni desarrolló en ensayos separados los múltiples gérmenes que se encuentran en toda su obra, aparte, pues, de las alusiones, sugerencias y elementos filosóficos que hay en todo lo que salió de su pluma, los escritos en que definió su posición ante la filosofía fueron su Estudio sobre el utilitarismo, publicado en 1868, cuando sólo contaba 25 años, y su estudio crítico de la Ideología de Destutt de Tracy, contenido en su Informe sobre la adopción del texto «Ideología» de Tracy por la Universidad Nacional, publicado en 1870 y escrito en ese mismo año, o en todo caso en el año anterior[458].
+En esos dos ensayos se encuentra ya definida la orientación filosófica de Caro, la misma que conservará sin variaciones de significación a través de toda su vida y la que dará a su pensamiento sus principales líneas formales y el contenido de sus más importantes ideas.
+Ya desde estos escritos de juventud es posible observar que en la educación filosófica de Miguel Antonio Caro entran tres elementos: racionalismo cartesiano, tomismo y filosofía escocesa[459]. El primero de estos tres elementos fue por cierto el que dio el tono general y el que suministró el mayor número de ideas. Descartes dejará la huella en Caro no sólo en el pensamiento mismo, en la solución de los más importantes problemas metafísicos, sino en el estilo, en la forma, en el amor por las ideas claras y distintas, en una palabra, en el racionalismo[460], que fue sin duda uno de los rasgos más característicos de la actitud mental de Caro. Para él, todo debía ser reducido a un principio, a una ley, a una forma típica; hacer parte de un orden. En un texto que bien podría haber sido suscrito por un espíritu de la época clásica de la filosofía racionalista, expresaba las siguientes ideas, que fueron su programa permanente de pensamiento, su método y su credo:
+«Soberbia y locura sería (ya lo he reconocido) pedir las razones últimas de las cosas; pero es fuero propio de seres racionales exigir que los hechos presenten su título como manifestaciones o como agentes de fuerzas superiores. Merece el hecho respeto y acatamiento, no por lo que es en sí, sino por lo que representa… Para que el hecho lleve mis obsequios racionales, yo le exijo que en lo sustancial, aunque no en los pormenores, se apoye en una ley preexistente, o con ella se enlace de algún modo, aun cuando yo no la penetre en sus causas finales… Leyes solicito, cualesquiera que sean, porque legalidad es forma de justicia, y justicia, realización de derecho; y cuanto más antigua la ley que descubro, más me satisface, porque por su antigüedad mido la alteza de su origen y lo benéfico de su institución… No sólo con el jurisconsulto aclamaré a la legalidad justa, sino con el filósofo la reconoceré luminosa y con el teólogo la acataré divina. Cuando de lo casual pasamos a lo providencial, cuando de lo que es subimos a lo que debe ser, cuando del caos, en fin, salimos para entrar en el orden, que es calor y luz, el corazón naturalmente se regocija, sosiega y descansa el entendimiento»[461].
+Reducir lo empírico, lo único, lo individual, en una palabra, lo irracional, a una ley, incrustarlo en un orden, ¿no era ese el ideal de un Descartes, de un Spinoza, de un Leibniz? La ley natural (derecho eterno) rigiendo las relaciones humanas y la ley física en la naturaleza, expresiones ambas del orden divino, como principio metafísico; claridad, orden, lógica en la expresión formal, ¿no fueron esos los ideales del racionalismo barroco?
+Los primeros escritos filosóficos de Caro tuvieron un sentido polémico. Estuvieron dirigidos contra el benthamismo y contra el sensualismo de la escuela de Tracy, y en este sentido alcanzó plenamente sus objetivos. Refutó con éxito el hedonismo, el individualismo y el relativismo de la ética utilitaria y el sensualismo en la teoría del conocimiento. Desafortunadamente, esta labor crítica y la dirección que tomó su pensamiento hacia los problemas particulares de la filología y la política le impidieron profundizar y dar tratamiento sistemático a los problemas lógicos y metafísicos que el racionalismo debía plantear a un espíritu tan preocupado por la unidad como el suyo, sobre todo por la unidad en torno a los conceptos de la teología católica.
+Las objeciones dirigidas por Miguel Antonio Caro contra el benthamismo como concepción política y filosófica son de dos clases: las que podríamos llamar culturales y las estrictamente filosóficas. Las primeras se refieren a la incompatibilidad de la concepción utilitaria con lo que es propio de la tradición nacional, es decir, con el espíritu cristiano y español. Para Caro, la tradición hispano-cristiana se basa en sentimientos magnánimos y el benthamismo es una moral que, proclámelo abiertamente o no, por su propia esencia, por sus principios lógicos y sicológicos conduce al egoísmo, a un sentimiento estrecho del bienestar individual contrario a los ideales de caridad y a la costumbre del servicio gratuito. El utilitarismo hace del bienestar mundano el fin supremo del hombre y para el cristiano ese fin es la beatitud eterna, la posesión de Dios. El cristiano no rechaza la idea de felicidad, pero para él esta es un resultado de la acción moral que no se confunde con ella. La felicidad cristiana, por ende, no es equivalente al bienestar del utilitarismo y puede conseguirse a través del sufrimiento[462].
+Veamos ahora las críticas de carácter estrictamente filosófico y lógico. El nombre mismo del sistema comienza por ser ilógico, dice Caro: «La utilidad es un concepto relativo como el de derecho e izquierdo, de manera que hay que preguntar: ¿útil para qué? Los utilitaristas responden: para la adquisición del placer. Pero el placer es una realidad sicológica, relativa, contingente, y una ciencia no puede fundarse sobre conceptos relativos. Ni una teoría moral ni una ciencia de la legislación, que a su turno necesita un fundamento moral»[463]. «Lo mismo que se dice de la utilidad —agrega— se dice del placer. Hay placeres buenos y placeres malos. De modo que el placer como la utilidad deben tener una medida, un criterio que los califique y este criterio no puede ser otro sino el bien. Bien es placer, o causa de placer, dice Bentham. La fórmula es inexacta y errónea. El elemento placer aislado nada significa; ¿qué vale un placer sin sujeto que sienta y sin objeto sentido? Si se quiso decir que el placer concurre con otros elementos a producir el bien, entonces lo que virtualmente se afirma es que el bien es algo distinto del placer, dado que el placer es sólo un elemento que entra en la totalidad. Si lo que se da a entender es que el bien consiste en que el hombre posea el placer, se afirma virtualmente que el bien es algo distinto del placer, pues el hecho de poseer un objeto no es el objeto mismo, sino una relación de que este aparece como término»[464]. «El mismo autor —añade Caro— destruye su propia definición cuando afirma “placer o causa de placer”. Si la esencia del bien está en ser placer, la causa del placer no es bien, por no ser el placer su esencia: la causa del placer no es placer. La definición es, pues, contradictoria en sí misma: bien es una idea indivisible; trátase de averiguar lo que la constituye, lo que la caracteriza, lo que le es esencial: si lo que le es esencial es ser placer, eso no puede existir antes del placer, no puede existir en su causa, por no ser esencial el atributo placer a aquellas cosas que le dan ocasión»[465].
+Pero lo que según Caro constituye la fuente de todos los errores utilitaristas y sensualistas es el relativismo que, en uno como en otro, constituye el resultado inevitable de su gnoseologia. Si todo conocimiento está hecho de sensaciones, no puede haber verdades de validez universal, ni en la ciencia ni en la moral. Todas las ideas serán relativas y ni siquiera la base lógica de los métodos científicos tendrá la firmeza necesaria. A refutar los principios que llevaban a semejante conclusión dedicó Caro todo su esfuerzo filosófico.
+Inicia su labor crítica afirmando la existencia de verdades universales. Los argumentos que presenta a este objeto son los argumentos clásicos utilizados por el idealismo racionalista para probar la existencia de un mundo de ideas puras, único verdaderamente inteligible, superior lógica y axiológicamente al mundo empírico. El entendimiento posee ideas que no pueden originarse en la experiencia y en la sensación. De esta clase son, por ejemplo, las nociones de infinito y la mayor parte de las verdades matemáticas, cuya validez universal nos indica que no pueden tener un origen relativo y contingente: «Incluso, cuando inducimos partiendo de la experiencia, debemos aceptar que hay una ley para la inducción, que existe algo no contingente, que la razón sigue un orden»[466].
+La negación de la objetividad de las ideas y el sensualismo llevado hasta sus últimas consecuencias, afirmaba Caro, implica hasta la negación del objeto de la percepción y del mundo exterior. ¿Quién nos asegura, en efecto, que las cosas son tal como las vemos? ¿No pueden los sentidos engañarnos, variables y contingentes como son? El argumento había sido repetido desde Platón contra toda forma de sensualismo. Las ideas, en cambio, constituyen la verdadera realidad, ya que eran invariables, intemporales y no contingentes. Caro afirma, sin vacilar, la existencia objetiva de las ideas, no sólo en el campo matemático sino también en el orden moral y jurídico. Lo único de que podemos estar ciertos es de aquello que es evidente a la razón, es decir, las ideas claras y distintas de que había hablado Descartes. Pero no sólo esta afirmación es cartesiana. También lo es la prueba en que se fundamenta la veracidad de las ideas. Una vez establecida la existencia de ideas claras y distintas, Descartes se había preguntado todavía cuál era el fundamento de su verdad. ¿Por qué no podían estas ideas ser también un engaño como el de los sentidos? ¿Quién me asegura su realidad y su verdad? La cuestión era decisiva porque implicaba no sólo problemas lógicos, sino también problemas teológicos. La garantía de objetividad de las ideas no podía buscarse en el mismo yo, porque aquello que busca apoyo no puede apoyarse sobre sí mismo. Y si había que buscar su fundamento en una realidad extrasubjetiva, para el pensamiento surgían preguntas respecto a la naturaleza de ese fundamento y a sus relaciones con las ideas y con el mundo. La respuesta de Descartes es conocida: Dios es la garantía de la objetividad y validez de las ideas. Lo que es claro y distinto a mi razón no puede ser falso, porque Dios no puede engañarse ni engañarnos[467].
+Es la solución aceptada por Caro. La garantía de realidad y veracidad de las ideas universales, lo mismo que la identidad entre los objetos exteriores y las ideas del mundo inteligible es Dios, que ha hecho el mundo y colocado las ideas en nuestra mente por medio de una revelación. Para refutar la interpretación sensualista del cogito dada por Tracy, escribe el siguiente texto en que ideas cartesianas aparecen mezcladas con otras que Caro debe al tradicionalismo francés:
+«Digo, en primer lugar, que este método es impracticable en toda la pureza con que en la teoría se le recomienda. Me fundo en que para proceder en nuestras investigaciones con absoluta independencia, era menester que nosotros mismos echásemos el cimiento del edificio científico que nos proponemos construir. Pero este cimiento no lo podemos echar nosotros; porque la Providencia ha tomado a su cargo el echarlo en los principios fundamentales de que ha hecho depositario a nuestro entendimiento, o que ha confiado a la tradición. Estas innatas disposiciones, ante todo, luego la influencia de las circunstancias, influencia de que inteligencias finitas no podemos abstraernos, así como no pueden los cuerpos hurtarse a las fuerzas físicas que modifican sus formas y determinan la dirección de sus movimientos, para que no queramos envanecernos al punto de atribuirnos fueros que sólo corresponden a una inteligencia infinita»[468].
+El fundamento de la convicción científica y el de la religión son, pues, uno mismo: la fe en la infinita bondad y perfección de Dios. Usando casi las mismas palabras de Descartes en sus Meditaciones metafísicas, decía dirigiéndose a los sensualistas: «Vosotros creéis que existen las cosas físicas porque las veis imperiosamente, no importa cómo: nosotros creemos en las cosas del espíritu, porque también las vemos no menos imperiosamente. No es el órgano de la vista el que os garantiza la existencia de lo que veis: es más bien la facultad de ver por esos órganos. Pero ¿esta misma facultad no puede engañarnos? ¿Dónde está la razón de su veracidad? ¿Quién nos asegura que las imágenes que se producen en nosotros corresponden a objetos reales exteriores y tales como sospechamos? ¿Por qué el conocimiento no es una ilusión y la vida un sueño? Como se ve, en último término el fundamento de la convicción científica y de la religiosa son uno mismo: la fe, no ya en el órgano con que vemos, no ya en la facultad de ver, sino en la veracidad de la causa que nos dio esa facultad y estableció relaciones entre ella y las cosas exteriores. Este problema capital es insoluble para la ciencia. Es el criterio sobrenatural, confirmado por la revelación, quien lo explica con estas palabras: Dios no puede engañarse ni engañarnos»[469].
+Lo que es válido para las ideas matemáticas, lo es también para las ideas morales y para las estéticas. El bien, la justicia y la belleza, tienen tantos títulos de universalidad y son tan claras como las ideas de infinito y extensión o como los axiomas matemáticos. Contra lo que piensan los utilitaristas y todos los relativistas, hay también axiomas morales. Pero su aprehensión parece necesitar la intervención de la experiencia y un proceso de desarrollo, lo que ya, más que a Descartes, puede vincularse a la doctrina de Leibniz de las petites perceptions. Ante el posible argumento de que los niños no pueden captar la idea innata del bien, sostiene Caro que en la niñez esa idea está como en germen, y que plenamente desarrollada sólo se encuentra en el adulto: «Lo mismo que un árbol no manifiesta sus condiciones y fruto en la semilla ni en un estado de desmedro e imperfección, así el hombre no descubre sus condiciones innatas cuando niño ni en estado selvático. Hay que estudiarlo naturalmente desarrollado. Con todo aún imperfecto y corrompido, una observación atenta descubre en él ya los gérmenes, ya la depravación de los principios morales de que Dios hizo depositaria su inteligencia»[470].
+También contra el sociologismo y el historicismo en moral se pronunció expresamente Caro. Al argumento de que la etnología prueba la relatividad de la moral, pues nos muestra que lo que unos pueblos consideran una monstruosidad, otros por el contrario lo toman como un acto piadoso, Caro contesta que una diferencia en la interpretación no dice nada contra la existencia del valor o de la idea moral, como los errores de los matemáticos no prueban que los principios en que se apoya la ciencia de los números sean relativos[471]. Si un pueblo da muerte a los ancianos y otro sacrifica las viudas de los hombres muertos, tales hechos sólo muestran que dichos pueblos interpretan en forma diferente la benevolencia y la lealtad, pero no que no crean en ellas. Los ancianos caducos reciben muerte porque así se cree relevarlos de los sufrimientos de una ancianidad enferma, y las viudas son sacrificadas al morir sus esposos porque consideran que la lealtad matrimonial así lo exige:
+«Para patentizar la falsedad de la argumentación relativista, obsérvese —dice Caro— que prueba demasiado, que atenta no sólo contra la ley natural, sino contra hechos tan evidentes como la veracidad de la percepción exterior. Dos hombres ven un mismo objeto (antes decíamos: ven una misma acción); el uno dice: “es un hombre”; el otro: “es un fantasma” (en la hipótesis anterior —la del mundo moral—, el uno diría: “es una acción buena”, el otro: “es una acción mala”). Luego los hombres no poseen una regla común para juzgar de la existencia y modo de ser del mundo corpóreo. Pero todos los hombres poseen datos y medios suficientes para juzgar de los objetos que los rodean, y generalmente hablando sus conocimientos a este respecto son uniformes: las diferencias dependen, bien de enfermedades o defectos excepcionales, bien de mayor o menor arbitrariedad, mayor o menor extravío o atrevimiento en la interpretación de los datos. Interpreta torcidamente la ley moral en los casos supracitados, como interpreta mal los datos de la visión el que orientado por ella de la extensión luminosa de un objeto, le atribuye, por inducción, una extensión tangible que no le corresponde. Casos excepcionales confirman la regla; errores aislados prueban que conocemos el camino; aplicaciones variadas, que existe una ciencia común»[472].
+Oponiéndose a la afirmación de que las ideas generales son resultado de la imitación y del hábito, Caro cita el siguiente párrafo de Dugald Stewart, filósofo de la escuela escocesa: «La imitación y la asociación de ideas pueden modificar acaso nuestras opiniones sobre lo verdadero y lo falso, así como sobre lo justo y lo injusto. Aun en las matemáticas [el subrayado es de Caro], cuando un estudiante de tierna edad empieza a estudiar los elementos de aquella ciencia, su juicio se apoya en el de su catedrático, y siente que su confianza en la exactitud de las conclusiones aumenta sensiblemente por la fe que tiene en aquellos cuyo dictamen se cree obligado a respetar. Sólo poco a poco se va emancipando de esta dependencia y sintiendo por sí mismo la fuerza de la evidencia demostrativa. Empero, de ahí no se puede inferir que la facultad de raciocinar sea el resultado de la imitación y la costumbre»[473].
+No desconoció Caro el valor de la intención en el acto moral. Con Fichte repite Caro que «no hay más que un deber fundamental y es procurar cumplir con su deber». Y agrega que en moral la intención sana es lo principal y la exactitud científica (es decir, la forma de la realización) es accesoria[474]. La buena intención, elemento esencial de la acción moral, se unía así con la existencia de un orden ideal de valores sin violencia de ninguna clase, pues Caro —a diferencia de lo que ocurría en el formalismo kantiano— aceptaba la existencia de una legislación divina, de unas ideas universales puestas por Dios en la mente del hombre. Lleva las necesidades lógicas del razonamiento hasta sus consecuencias últimas, hasta que encuentran su satisfacción en Dios. Sin caer en el subjetivismo, en el relativismo, la idea universal del bien no podía sacarse del yo como pretendía el idealismo trascendental. «El idealista —dice Caro, refiriéndose visiblemente a Kant y a Fichte, aunque sin nombrarlos— se refugia en el yo, y el utilitarista, en el placer, modificación del yo; y de ahí no salen. Esas mismas ideas, yo, placer, independientes de la idea fundamental de Dios, de Dios por quien el yo existe, por quien el placer se produce, sin el cual el yo y el placer nada significan; esas mismas ideas así aisladas, anulados los objetos que representan se desustancian y anulan ellas mismas. Son círculos de ignorancia y contradicción»[475].
+Ocupándose en la moral, no podía Caro dejar de tratar el tema de la voluntad, y en efecto a él dedicó varias páginas de su Estudio sobre el utilitarismo. Pero en este campo su pensamiento pareció vacilar entre la doctrina intelectualista de Santo Tomás —de origen griego y que se remonta a Sócrates—, en que el conocimiento predomina sobre la voluntad en el acto ético, y la doctrina cartesiana, para la cual la conducta moral, tanto como el error en el pensamiento, resulta de un defecto, de una anomalía de la voluntad. Así como el error del conocimiento resulta del perderse en el dominio de los sentidos y de un alejarse de las ideas claras y distintas, en la misma forma el mal resulta del influjo de las pasiones. Si nos esforzamos, pues, por decidirnos sólo por lo que hay de claro y distinto en el pensamiento, podemos estar seguros de actuar moralmente bien.
+Caro vacila entre estas dos tendencias y parece buscar una síntesis en que voluntad y conocimiento aparecen como actos simultáneos, o si se quiere, como dos manifestaciones de un acto único. Pero este acto único podemos interpretarlo, de acuerdo con su análisis, como un acto de voluntad, de manera que en realidad su ética resulta ser tan cartesiana como su teoría del conocimiento. Es una ética voluntarista, no en cuanto la voluntad cree el bien, pues esto sería colocarlo dentro del sicologismo, sino en cuanto la voluntad, superando la fuerza absorbente de las pasiones, puede ver, y viéndolo, realiza el bien:
+«Libre así para determinarse, tiene el hombre, sin embargo, alrededor de la voluntad dos clases de principios motores: los instintivos o móviles y los intelectuales o motivos. Cuando concurren los unos y los otros puede acontecer una de dos cosas: o que aquellos se sobrepongan por asalto y el más fuerte arrastre nuestra naturaleza, lo cual puede acontecer iniciándose o durante la deliberación; o que esta mediante la voluntad determine la acción. Este segundo caso supone la reducción de todas las fuerzas concurrentes a una sola clase, a la de existencias ideales, o motivos; porque la pasión no existe en la región intelectual, ni puede caer bajo el dominio de la razón sino en la forma de idea»[476].
+Caro acepta, pues, que a la decisión precede una lucha entre los instintos, las pasiones y la voluntad que tiende a la idea, que convierte la deliberación en idea, para que así el hombre pueda comparar —acto de conocimiento—, pues sólo con conocimiento es posible la decisión y únicamente esta tiene mérito o da lugar a responsabilidad moral. Hasta aquí todo indica que la voluntad es el hecho primo, el que conduce al sujeto a la visión del mundo de las ideas claras, lo que, desde el punto de vista ético, se confunde con la vida moral, puesto que es la superación de las pasiones, de las exigencias del mundo sensorial. Pero una vez escrito el texto anterior, Caro afirma que «la voluntad se produce en virtud de la inteligencia: ambas se ejercitan la una sobre la otra», dando a entender que el acto de conocimiento, la aprehensión intelectual, precede al momento volitivo de la conducta. Conocer bien, según esto, implica querer bien.
+Sin embargo, un poco más adelante se abandona el concepto de secuencia y prioridad, y los actos de querer y conocer resultan ser una doble manifestación del alma: «Cuando decimos que la inteligencia delibera y la voluntad decide, no significamos que estas dos facultades funcionan sucesivamente cada una en su respectivo departamento: mal pudiera ser así, pues en ese caso, la decisión sería ciega, lo que vale suprimir la libertad, o sería razonada, lo que equivale a atribuir a la voluntad funciones intelectuales; así nos veríamos en la alternativa o de negar la voluntad, o admitir dos inteligencias sucesivas y diversamente constituidas. Propiamente ni la inteligencia delibera ni la voluntad decide: ambas residen en un mismo principio. Es, pues, el alma la que mediante aquella facultad delibera y mediante esta otra se determina; en el intervalo de la deliberación empieza ya a elaborarse la determinación y esta va tomando cuerpo antes que aquella se extinga. No es la una ni la otra, pues son ambas funciones las que continuándose en una relación íntima, constituyen el acto libre»[477].
+Observemos de paso que Caro se da cuenta de la dificultad de aplicar al campo de la vida espiritual las nociones de secuencia y causalidad, sin que se produzca una interpretación mecanicista de los fenómenos sicológicos, interpretación que expresamente rechaza. Pero el pensamiento metafísico no se detiene sino en la unidad, en el principio único que permita derivarlo todo de él, y en este sentido, Caro, conducido a buscarlo por la necesidad interna del pensar sistemático, lo encuentra en la voluntad, ya que tanto la deliberación como la decisión son actos de voluntad. Pues el acto mismo de pensar y juzgar implica un abstraerse de la circunstancia externa y de la propia vida sensorial.
+En un escrito posterior, Caro confirmó más todavía este voluntarismo moral y gnoseológico que en el Estudio aparece aún vacilante. En su ensayo sobre la Ideología de Tracy, dice: «Además de las diferencias que resultan entre los hombres a causa de cualidades naturales y adquiridas en el orden intelectual, hay todavía otro hecho de la mayor importancia que patentiza la insuficiencia del método exclusivista de la observación refleja individual; y es la diferencia de cualidades y situaciones en el orden moral. Injustamente han prescindido casi todos los tratadistas de filosofía de la pureza de las intenciones como una de las fuentes de donde nace la pureza de los conocimientos; algunos sensatos críticos han comenzado ya a llamar la atención sobre esa laguna, y yo me complazco en servir en este lugar de eco a su legítima reclamación. Que no basta para ver tener ojos, sino también no ser ciego de corazón…»[478]. Dada la orientación general del pensamiento de Caro y la importancia que concedía a los problemas religiosos, esta doctrina de la voluntad ha debido llevarlo a considerar todas sus consecuencias para la filosofía y la teología, sobre todo sus conexiones con el problema de la gracia y la libertad, que jugó un papel tan importante en el pensamiento occidental del siglo XVII en adelante. Pero en este momento —1870 aproximadamente— parece interrumpirse en forma definitiva su actividad estrictamente filosófica en torno a estos temas. Por eso su obra filosófica queda relativamente trunca. La filología y el pensamiento político serían en adelante sus campos predilectos de trabajo.
+Uno de los aspectos de la obra de Caro en que más se reflejó su posición filosófica y su racionalismo fue el concerniente al problema de la constitución de las ciencias del espíritu, abordado por él en el curso de sus investigaciones en torno a la cuestión de la esencia y origen del lenguaje y de los métodos propios de una crítica literaria considerada como ciencia.
+En este caso, como en el del problema del conocimiento y de la ética, su posición se fue afirmando a través de una crítica del positivismo. Para este, el ideal era tratar toda realidad con los conceptos y métodos propios de las ciencias de la naturaleza, y en primer lugar, con el método de la inducción. La ciencia estaba limitada al ámbito de la experiencia, lo mismo que la razón, y por eso aquellos objetos que no cayesen bajo el dominio de la percepción sensible no eran susceptibles de llegar a constituir un dominio científico. No sólo quedaban excluidos de la ciencia, sino también de todo conocimiento racional. La posibilidad de una intuición intelectual quedaba eliminada.
+Caro comienza por rechazar esta limitación de la razón aceptada por el positivismo, que «reduce la libertad del pensamiento a cortos paseos terrestres», según lo decía en su ensayo sobre Religión y poesía[479].
+Más allá de la esfera de los objetos sensibles existe el mundo de la idealidad —o de lo sobrenatural, como él prefería decir—, tan real como el de los objetos físicos, puesto que ideal no se opone a real, sino a material. Existe inclusive la zona del misterio, pero hasta ella tiene posibilidad de penetrar la razón, y es justamente eso lo que hacen el poeta, el artista, el místico: acceder a las realidades metafísicas por medio de la intuición intelectual, que es también una actividad de la razón. Cuando Caro se refiere al infinito como concepto fecundo para el arte y para la ciencia misma —puesto que también en las ciencias naturales se da el descubrimiento intuitivo—; cuando, citando a Goethe, creía que «la naturaleza es un libro que contiene revelaciones prodigiosas, inmensas», o cuando recuerda, con Shakespeare, que «hay en la tierra y en el cielo muchas más cosas de las que puede soñar la filosofía»[480], no está afirmando la existencia de algo irracional, ni aceptando que la razón sea impotente para llegar hasta esos dominios. Tampoco está aceptando que a esa realidad se llegue por una intuición de carácter emotivo, y no intelectual, como estaría dispuesto a aceptarlo una teoría romántica de la creación artística, ni que los resultados de esa inquisición de la razón en la realidad ideal no sean expresables en conceptos de valor universal, como pensaría un místico. Precisamente la creación artística, la creación poética, para Caro consiste en eso: en extraer de esa realidad no accesible a los sentidos lo que hay en ella de idealidad: «Así como el investigador científico, con interpretaciones atrevidas, se empeña en descubrir verdades ocultas, el poeta, con ímpetu gallardo, busca la belleza ideal por encima de las formas materiales de que esta se reviste y entreviéndola la adora»[481]. La creación artística y la interpretación de la obra de arte consisten, pues, en la intuición de las ideas puras, en una captación de esencias.
+Donde Caro hizo un mayor esfuerzo por apartarse de toda interpretación naturalista de los fenómenos de la cultura fue en su teoría lingüística. Mas, paradójicamente, aquí como en el caso de la crítica literaria su racionalismo lo colocó en una posición muy cercana a la del positivismo, no obstante los esfuerzos que hizo por incorporar en una concepción sintética el elemento lógico y el elemento irracional del lenguaje. Su defensa de la primacía de la norma racional sobre el uso sobrepasó el nivel de una mera posición clasicista, para convertirse en una teoría general de la lingüística y, por analogía, en una definición del método y categorías de las ciencias del espíritu, puesto que se enfrentó al problema de la esencia del lenguaje y a la tarea de eliminar lo empírico de este con una concepción que a la postre resultaba tan excluyente del contenido metaempírico e irracional del lenguaje como la misma concepción positivista, o aún más[482].
+En efecto, para Caro y los positivistas, la lengua obedece a leyes rigurosas. La lengua y no el lenguaje, porque para él existe también la diferencia mantenida por casi todos los lingüistas modernos, entre lengua, como lo que hay de racional, de permanente y de lógico en el idioma, y lenguaje propiamente dicho, que puede considerarse como el elemento variable, esto es, empírico e irracional[483]. En otros términos, Caro plantea este dualismo en la forma de la oposición entre uso y lengua normativa o culta. Pero las leyes a que obedece la lengua, según Caro, no son las leyes del positivismo, no son leyes naturales —aunque alguna vez llega a emplear la expresión—, sino leyes lógicas, inmanentes. El mismo uso, considerado por muchos como simplemente empírico, como el elemento que irrumpe en el seno de las lenguas sin razón ni sentido, obedece a esa legalidad inmanente de los idiomas «aunque el que habla no se dé cuenta» de ello. Pero el hombre de ciencia, agrega Caro, «no puede quedar satisfecho sin encontrarla» y «descubre la ley, y en conformidad con ella se establecen reglas gramaticales y se dictan sin apelación justísimos fallos en el tribunal de la crítica»[484].
+Esta idea de las leyes inmanentes que rigen los sistemas lingüísticos se refuerza con una concepción que presenta una sorprendente analogía con la teoría de las mónadas de Leibniz. Comentando el pasaje de Horacio «Si volet usus quem penes arbitrium est et ius et norma loquendi», que —afirma Caro— ha sido erróneamente interpretado, como si el poeta latino sostuviese que lo empírico en oposición a lo racional de las lenguas da la norma del buen lenguaje, dice: «También compara Horacio el lenguaje con la renovación de las hojas de los árboles: poética variación de un símil homérico, que bien examinado no favorece la soberanía del uso. Porque las hojas —en que están ahí figuradas las palabras— se mudan y renuevan; pero hojas nuevas y nuevos frutos, repiten la misma figura y condiciones de las hojas y frutos que caducaron: adhiriéndose al mismo tronco, alimentándose de la misma savia vital, conformándose con el tipo determinado por los caracteres orgánicos de la planta. Así, el lenguaje que está en uso es una renovación del lenguaje ya desgastado; brota de la misma raíz de este, obedece a las leyes históricas de la lengua. El lenguaje se subordina a la lengua, y esta a su tipo específico»[485].
+Para Caro, pues, tanto el lenguaje (habla cuotidiana, uso) como la lengua (organismo lógico) se subordinan, provienen y reciben su ley de un núcleo, de un tipo específico que, a juzgar por la imagen escogida y por la interpretación de esta imagen, posee las condiciones que Leibniz atribuía a las mónadas: ser mundos cerrados, con su propia ley de desarrollo interno y su finalidad[486]. Esta especie de monadalogismo dinámico no fue sin embargo desarrollado por Caro y en realidad es un elemento extraño a su pensamiento y a sus preocupaciones sobre el origen del lenguaje. Si cada lengua corresponde a un tipo específico y tiene sus propias leyes de desarrollo, no puede sostenerse la unidad del origen del lenguaje, ni su procedencia de una revelación primitiva, que fueron las primeras hipótesis admitidas por Caro y las que mejor armonizaban con sus creencias religiosas, que siempre trató de mantener de acuerdo con sus puntos de vista científicos. Quizás para evitar conflictos de esta naturaleza fue por lo que muy pronto se inclinó a evitar sistemáticamente toda reflexión sobre el origen del lenguaje y toda consideración metafísica en la lingüística y la filología: «Las razones que presidieron la formación primitiva del lenguaje, se ocultan en edades donde reina el silencio, y sólo Dios, autor de toda creación, posee la llave de este altísimo misterio»[487]. Y para dar mayor fuerza a su renuencia a traspasar el límite de los hechos y de sus relaciones, alaba la decisión de la Sociedad Lingüística de París, que prohíbe en sus estatutos toda discusión relativa al origen del lenguaje[488]. He ahí otro punto de contacto con el positivismo: ocuparse en los hechos y en sus relaciones, prescindiendo de toda consideración sobre el origen y la esencia de los objetos tratados.
+Estas coincidencias con el positivismo en un espíritu por lo demás tan ajeno y opuesto a este movimiento de ideas, nacía de que ambos tenían un objetivo común: hacer de la teoría del lenguaje y de la crítica literaria una ciencia dentro de la concepción tradicional de lo que es la ciencia. En efecto, antes y después de los positivistas la filosofía occidental consideró que sólo había conocimiento y ciencia de lo general. Lo individual, lo único, se consideró siempre como un elemento perturbador que debía ser desechado o eliminado. Pero como en el plano de la historia, del espíritu y de la cultura lo individual y único surgía por todas partes, había dos caminos para hacerle frente: o comprenderlo con un método específico o negarlo. Como el primer camino rompía la unidad de la ciencia y la unidad ambicionada por el pensamiento metafísico, se terminó entonces por negarlo. Las ciencias del espíritu se ocuparon únicamente en lo general, es decir, identificaron sus objetos con la naturaleza. Por eso pudieron aplicar en su campo el concepto más característico de las ciencias naturales: el concepto de ley. La ciencia neokantiana creyó en un principio que la noción de estructura o tipo superaba la dificultad. Pero el concepto de tipo era sólo formalmente diferente al de la ley, ya que desde el punto de vista lógico dejaba por fuera lo individual, lo único, la emergencia de lo nuevo, tanto como la ley en la acepción clásica. El tipo se formaba por un procedimiento lógico de abstracción, muy semejante al que servía para la formación de leyes. Así como el entendimiento reunía los fenómenos empíricos de la naturaleza por medio de las leyes, así sintetizaba los de la cultura por medio de la categoría de tipo o estructura. El científico estructuralista, que estudia la realidad del espíritu con el método de la formación de tipos, no lograba, pues, salir del naturalismo. La cultura queda allí reducida a naturaleza, como en el positivismo. Por algo ambas tendencias gnoseológicas tienen su origen en Kant[489].
+Estas consideraciones se confirman en el caso de Miguel Antonio Caro cuando se estudia su intento de aplicar a la crítica literaria el método de la formación de tipos. En su estudio sobre Virgilio, decía, refiriéndose obviamente a la opinión de Taine y de los positivistas —miradas con razón como una expresión de materialismo—, que el espíritu profundamente religioso de la obra del poeta latino no podía explicarse por las condiciones del medio social en que se produjo, ni por los influjos de la época, porque la época era irreligiosa y disoluta y por lo tanto el poeta se colocaba por encima de ella. Defendía, pues, la libertad creadora y la autonomía del desenvolvimiento de la personalidad contra toda explicación causal de la influencia del ambiente. Pero al querer explicar toda la obra virgiliana a través del sentimiento religioso del poeta, la reducía a un objeto lógico, inteligible sólo a partir de las condiciones que determina el desarrollo de un principio único. ¿No era esto llevar a la explicación de los fenómenos de la cultura los conceptos de ley y causalidad, aunque fuesen aplicados en su interior mismo y afirmando su calidad espiritual?
+Lo propio acontece en el estudio sobre El Quijote. Al aplicar el concepto de tipo a las figuras de don Quijote y Sancho, Caro considera que el primero representa el tipo espiritualista y el segundo el sensualista, no sólo en el sentido que estas dos calificaciones tienen en la terminología filosófica, sino en cuanto que la ley interior del desenvolvimiento de la personalidad en el uno son los altos valores del espíritu, y en el otro, los intereses materiales. Al observar Caro que en la novela de Cervantes los rasgos de uno se mezclan en la misma personalidad con los rasgos del otro, lo atribuye al propósito de Cervantes de conseguir un efecto cómico, pues «el lector siempre aguarda a ver por cuál de los dos respiraderos, si por la locura disparatada o la más exquisita galantería de don Quijote, si por la sandez o la prudencia de Sancho, despunta cada cual en cada lance que ocurre»[490], no deja de anotar la falta de lógica, y lo «extraño» que resulta «la extensión de las escalas que Cervantes hace recorrer a don Quijote y a Sancho, y el grado en que, describiendo ambos caracteres, mezcla los elementos al parecer opuestos que los componen»[491].
+Es verdad que, allí mismo, Caro explica cómo ese procedimiento no tiene nada de artificial ni es simplemente un recurso efectista de Cervantes: «Esta ocurrencia de Cervantes no es del todo absurda, pues realmente ancho campo abrazan los sentimientos generosos, lo mismo que los plebeyos instintos». Mas luego agrega que, «sin salir de lo verdadero, raya sí en lo extraño» que Cervantes haya mezclado en tal forma los caracteres de sus héroes. La realidad bien podía ser así, pensaba Caro, pues realmente ancha es la gama de sentimientos que el hombre puede expresar. La realidad no presenta tipos puros, sino hombres que unas veces actúan como idealistas, otras como materialistas; que unas veces son Sanchos y otras Quijotes. Pero como Caro pensaba que el artista debía buscar la forma pura ideal y ceñirse a las reglas de la razón, encontraba ilógico, o por lo menos «extraño», el procedimiento de Cervantes que quizás pretendía mostrar la vida tal como era y no presentar tipos ideales.
+Sin embargo, Caro aceptaba —y de hecho así lo practicaba— la necesidad de corregir constantemente las conclusiones de la ciencia dando cabida en el análisis de la realidad al elemento histórico, al hecho irreductible a leyes y por lo tanto imprevisible. Contestando las opiniones de Cuervo —que pensaba en esto a la manera positivista— según las cuales la lengua castellana sufriría en América un proceso de dispersión dialectal semejante al que sufrió el latín al disgregarse la unidad política de los pueblos latinos, afirmaba lo siguiente, que en su obra tiene el alcance de un principio metodológico:
+«De aquí nace que, si bien de los resultados es permitido ascender, por vía de composición, al origen, y confrontados adversos idiomas congéneres se ha ensayado, y ensayarse puede, con buen éxito la reconstrucción de la lengua madre, no de igual manera trazará el filólogo la forma circunstanciada de futuros dialectos. Como en la historia del mundo, en la del lenguaje la ciencia anuncia bienes o males, prosperidades o catástrofes, pero en globo; la experiencia recomienda recursos eficaces para remediarse del daño que amenaza, pero sin responder de las contingencias; porque la espontaneidad traviesa, hurtándose al análisis, por disposición providencial, se encarga de desbaratar los cálculos fundados en el cumplimiento riguroso de leyes naturales»[492].
+Luego agrega Caro la existencia de otro factor capaz de romper la rigidez de la ley, factor de «más alta alcurnia que la espontaneidad instintiva», y es la contribución creadora de los genios, quienes, según sus ideas expuestas en el comentario al verso de Horacio sobre la función del uso, en cierta forma crean una ley diferente a la ley de la naturaleza que rige sólo en los periodos anteclásicos[493].
+Sin embargo, cuando se estudia la obra crítica de Caro no es posible evitar la impresión de que su clasicismo —que era uno de los aspectos de su racionalismo— restó posibilidades de comprensión a su inteligencia y fue la causa de muchos juicios suyos que difícilmente resultan aceptables para una historiografía literaria objetiva y dotada de métodos de investigación más elásticos. Tal ocurre, por ejemplo, con sus opiniones sobre el romanticismo —al cual calificaba de «protesta de la imaginación sin freno contra toda tradición y toda autoridad, y aun contra toda racional investigación»—, sobre el modernismo y sobre aquellos poetas que se apartaban de los modelos clásicos[494].
+Esta actitud severa frente al romanticismo y frente al modernismo —al cual reprocha su «incoherencia de las ideas», sus «metáforas extravagantes» y la «alteración de la sintaxis del idioma»[495]— fue atribuida por muchos, entre otros por el crítico cubano Rafael María Merchán, a la identificación que hacía Caro entre lo bueno, lo santo y lo bello, es decir, a una confusión entre estética, moral y religión[496].
+Recordemos algunos textos suyos a este respecto: «Ora contemplemos el arte, en general, y la poesía en particular, en sus condiciones esenciales, ora en las circunstancias en que se desenvuelva, siempre aparece ligada con la religión». «Elemento esencial del arte es la idealidad, que no se contrapone, como algunos piensan, a la realidad —puesto que lo preternatural, aunque impalpable, no deja de ser una realidad—, sino al materialismo, al positivismo…»[497]. «Todo lo ideal es directa o indirectamente religioso; porque todo lo ideal es en sí mismo superior a la materia»[498]. «Los asuntos no son la poesía; pero los asuntos altos y nobles ayudan al poeta; y la costumbre de no buscar a Dios en el fondo de las cosas, la desviación sistemática de los temas religiosos, la superficialidad de las ideas, opuesta a la contemplación religiosa, anuncia un ánimo apocado y frívolo, destituido de aquella profundidad sin la cual se pierde y evapora la poesía»[499]. «Religión y poesía épica están unidas. Los pueblos jóvenes fueron creyentes. La Eneida de Virgilio, por ejemplo, es, como todo poema épico, un poema religioso»[500].
+Al identificar el arte con la idealidad y a esta con la religión, Caro debió seguir la huella de las ideas estéticas expuestas por Menéndez y Pelayo, quien a su vez, según lo sostiene con argumentos convincentes Pedro Laín Entralgo, se inspiró, o para decirlo más exactamente, cristianizó la teoría de Schelling sobre la identidad entre lo absoluto metafísico, lo verdadero y lo bello. Laín Entralgo resume así la posición de Menéndez y Pelayo: 1) El acto creador del genio es el acto humano más parecido a la creatio ex nihilo divina. 2) La verdad que el hombre de genio descubre y la belleza que crea le ponen en contacto con la Divinidad. Toda verdad y toda belleza humana tiene debajo de sí, a modo de último fundamento, la verdad y la belleza infinitas de Dios. Todo lo verdadero es cristiano, como pensaba San Justino. 3) En consecuencia, debe creerse que el acto genial supone una especial asistencia de Dios: «Donde está el sello de lo genial, allí está el soplo de Dios». También en Caro, como en Menéndez y Pelayo, se encuentra una interpretación del poeta y del artista como el hombre genial que rompe las determinaciones del medio y crea la ley del lenguaje. Así lo expresó en su ensayo sobre Virgilio al afirmar que su obra no puede explicarse por la influencia del medio social e histórico, y en su discurso sobre El uso en sus relaciones con el lenguaje, cuando afirma que el uso del buen decir es el creado por los grandes escritores. Pero la posición de Caro estaba quizás más cercana a la de Schelling que la de Menéndez y Pelayo, pues este identificaba lo religioso con lo cristiano y no con lo religioso en general, como lo hacía Caro[501].
+Plantear la posición de un espíritu tan católico y ortodoxo como el de Caro frente a la más destacada e influyente de las tendencias de la filosofía aceptadas por el pensamiento católico, el tomismo, parece indispensable. A este propósito su posición fue muy semejante a la de Balmes y Menéndez y Pelayo, las dos figuras españolas que más influyeron sobre su orientación filosófica, es decir, una actitud de admiración, pero de gran independencia[502]. La escolástica en general le mereció fuertes críticas, tan fuertes como podía formularlas un hombre formado en el espíritu del humanismo y que además sentía una sincera admiración por los métodos de la ciencia moderna. En esto seguía la corriente del tiempo, él, que tantas cosas resistió invulnerable a las presiones de la moda, guiado tanto por su amplio saber como por su capacidad de ir a lo esencial de los fenómenos dejando de lado lo accesorio. La Edad Media misma le parecía una edad de estancamiento para la ciencia, estancamiento cuya responsabilidad recaía sobre el espíritu escolástico: «La ciencia, aunque no había adelantado en los siglos medios sino muy poco —decía en un ensayo sobre la evolución de la crítica científica a partir del Renacimiento—, atada por la escolástica, es decir, circunscrita por métodos insuficientes, empezó a adquirir cierto incremento, cuando renaciendo artificial, pero vigorosamente, las artes de lo bello, acabaron por romper las ataduras del entendimiento. Libre este siguió el impulso natural de la civilización; en lugar de despertar niño despertó adulto: los siglos habían corrido, y aunque saliendo de un sueño, se sintió con fuerzas varoniles. Por eso las artes duraron un momento, y las ciencias, merced al sacudimiento, siguieron prosperando. Esa y no otra es la historia de la civilización europea»[503].
+Respecto al tomismo, su actitud pasó de la admiración a la aceptación de muchas de sus tesis en el campo de la filosofía del derecho, del pensamiento político y de la concepción del Estado. Pero en el campo de la filosofía en sentido estricto, Caro no pareció haber profundizado en el pensamiento tomista ni haber establecido una confrontación entre este y las tesis e ideas de origen cartesiano que adoptó en su juventud y que ni expresa ni tácitamente rectificó en el resto de su vida.
+Finalmente, podemos preguntamos si aparte de las analogías que hemos encontrado al referimos a la teoría del lenguaje, fue Caro invulnerable a la influencia positivista en un sentido todavía más directo. La respuesta puede considerarse negativa si atendemos a las bases y rasgos dominantes de su pensamiento, pero no si nos circunscribimos a ciertos aspectos parciales. Por ejemplo, no aplicaba la teoría de la evolución al hombre, pero sí a la cultura y a la historia. En efecto, aunque Caro rechazaba la filosofía del progreso, en cuanto esta afirmaba la perfectibilidad indefinida del hombre, sin embargo llegó a aceptar la idea de evolución y por cierto en dos formas cuya contradicción es curioso que haya escapado a una mente tan lógica como la suya: la forma cíclica y la forma lineal; la que tiene origen inmediato en Vico y la que se debe a Comte y a Spencer. En el mencionado ensayo sobre el desarrollo de la crítica como ciencia, decía:
+«Si estudiamos el origen y progresivo adelantamiento de la crítica literaria en las naciones civilizadas, la hallaremos contemporánea, en su aparición, de las ciencias de la inducción y raciocinio. Esta verdad que la historia nos enseña, se explica por la naturaleza de las mismas cosas. El progreso intelectual de un pueblo reproduce en grande escala el desarrollo de las facultades del hombre: cada nación tiene, pues, su niñez, su edad adulta, su decrepitud. Los pueblos jóvenes son naturalmente creadores; los pueblos adultos, analizadores y racionalistas»[504].
+Y un poco más adelante, en un sentido más estrictamente evolucionista, agrega: «Procediendo de la percepción a la reflexión, pasa un pueblo de la poesía a las ciencias metafísicas: introducidos en sus líneas de conducta los motivos del interés bien entendido, que modifican las naturales tendencias, pasa del estado de tribu al estado de nación, y comienzan las ciencias políticas y sociales»[505]. Que los pueblos se expresan primero en la poesía (épica), luego en la metafísica y por último en la ciencia, y que del estado de tribu pasan al de nación, ¿no era esta una aplicación en la ciencia literaria y en la sociología de la ley de la evolución en general y no evocaba esta manera de plantear el problema la ley de los tres estados de Comte?[506]. El afán de síntesis, sin embargo, lo lleva a buscar un punto de contacto entre evolución y revelación, entre religión y ciencia, y lo encuentra afirmando el origen único y divino de la potencia capaz de convertirse en cultura objetivada y el desarrollo histórico de tal potencia. Contestando la teoría evolucionista sobre el origen del lenguaje sostenida por Tracy, cita a San Gregorio de Nisa, quien en defensa de San Basilio, acusado por Eunomio de no admitir el origen divino del lenguaje, decía: «Es cierto que Dios ha dado a la naturaleza humana las facultades que posee; pero de ahí no se sigue que sea obra suya cuanto hacemos. Nos dio, por ejemplo, la facultad de construir habitaciones; pero una habitación que construyamos, no es obra suya sino nuestra. Del mismo modo, siendo obra suya la facultad de hablar con que favoreció a nuestra naturaleza, producto es de nuestro entendimiento el designar los objetos por sus nombres»[507].
+Aún encontramos una indicación más sobre el hecho de que Caro no fue del todo impermeable a las influencias positivistas. Señalando el retraso de la obra filosófica de Tracy con respecto al desenvolvimiento científico de su tiempo —Caro escribía esto en 1870—, hacía depender el desarrollo de la filosofía del desarrollo de las ciencias y, al menos parcialmente, le atribuía como misión propia el realizar una síntesis de los conocimientos científicos, con lo cual no se eliminaba, pero al menos se restringía, el campo autónomo de la especulación filosófica, lo que constituía un rasgo típico del positivismo. Decía Caro a este propósito: «La antigüedad de estas obras [se refiere a la Ideología de Tracy] es ya un fuerte argumento contra su adaptación a la enseñanza universitaria. Es constante que la filosofía contiene una parte científica; así es que todo progreso científico la interesa y a veces modifica sus conclusiones. Pues las ciencias propiamente dichas, por independientes que entre sí parezcan, efectúan sin embargo, las unas en las otras, una penetración tan íntima que no puede avanzar ninguna de ellas sin afectar el desenvolvimiento de sus hermanas, ¿cómo estos mismos adelantos no habían de influir en la ciencia de las ciencias, la que resume en comprensivas generalizaciones los datos que todas ellas van acarreando»[508].
+[458] El Estudio sobre el utilitarismo fue publicado por la imprenta de Foción Mantilla, Bogotá, 1868. El Informe sobre Tracy se encuentra en Anales de la Universidad Nacional, vol. VII, Bogotá, 1870. Citaremos el primero como Utilitarismo y el segundo, como Informe.
+[459] La parte más considerable de estas influencias llegó a Caro a través de las obras de Balmes, sobre todo de su Historia de la filosofía y El criterio, ambas muy populares entre los colombianos de formación católica que combatieron el benthamismo y el positivismo. No hay indicios de que Caro conociese a Descartes en sus obras mismas, lo más probable es que no lo haya leído directamente pero el elemento cartesiano de su formación, tomado de lo que había de cartesianismo en Balmes, no por eso es menos fuerte. Sobre Balmes y su influencia en Caro, véase, infra, núm. 109.
+[460] Tomamos aquí, y en general en este ensayo, la palabra racionalismo en su connotación más estrictamente filosófica y no en las significaciones secundarias, por ejemplo, en la que a veces le atribuye el mismo Caro cuando habla de «racionalismo impío». De acuerdo con nuestra aceptación del concepto, el racionalismo no implica necesariamente ateísmo ni actitud ninguna antirreligiosa. Tan racionalista puede ser la filosofía de Descartes y Leibniz como la de Santo Tomás. En este sentido Carrasquilla pudo hablar de un «racionalismo cristiano» para referirse al pensamiento del doctor Angélico, y San Severino, definir la filosofía como «la ciencia de los supremos principios de la razón humana y de los entes que pueden ser conocidos por la misma razón», sin apartarse del espíritu tomista (cit. por Rafael María Carrasquilla, discurso de clausura de estudios del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en Estudios y discursos, Bogotá, 1952, pág. 28). Recuérdese a este propósito, que el tradicionalismo como doctrina filosófica fue condenado por la Iglesia por llevar demasiado lejos la desvalorización de la razón. Por racionalismo entendemos, pues, una doctrina que acepta las siguientes ideas básicas: a) El universo es un cosmos, un orden; b) El mundo de las ideas, en contraposición al de los sentidos, es el mundo verdaderamente real e inteligible; c) Es posible una ciencia basada en una intuición intelectual y no solamente fundada en la intuición sensible (experiencia), como lo afirman el empirismo o la filosofía kantiana; d) La razón es el instrumento más eficaz de conocimiento y la realidad racional la más valiosa; e) Toda ciencia debe tener la estructura ideal de las matemáticas. De acuerdo con estos rasgos característicos, el racionalismo, en forma que varía de amplitud según los casos, implica una cierta subestimación de lo vital, lo histórico y lo sentimental. Implica también una tendencia a considerar la ciencia como un conjunto de relaciones entre objetos lógicos, es decir, despojados de todo lo que puedan tener de personales o individuales. Por este aspecto el racionalismo tiene sus analogías con el positivismo.
+Este racionalismo no era, por otra parte, incompatible con asignar ciertos límites a la razón y hasta con una cierta actitud mística. Spinoza es a este respecto un caso ejemplar. De la misma manera, en Caro el racionalismo no está reñido con atribuir una gran importancia a la fe. En Spinoza la sustancia tiene atributos infinitos, pero la razón humana sólo conoce dos: la extensión y el pensamiento. Para Caro, el pecado original quitó potencia cognocitiva al hombre: «Los católicos que se esfuerzan por convencer, dando demasiada importancia a la controversia, caen en pecado racionalista, son débiles. La sola razón no comprende la verdad. La verdad es más grande que la razón; es anterior a la razón humana» (Artículos y discursos, Librería Americana, Bogotá, 1888, pág. 17). Sin embargo, los motivos de la limitación de la razón pueden ser diferentes; pero esto no obsta para que desde el punto de vista de la filosofía, y sobre todo de una morfología de los estilos de pensamiento, consideremos uno y otro como racionalistas.
+[461] Del uso en sus relaciones con el lenguaje, ed. Biblioteca Aldeana de Colombia, Bogotá, 1935, págs. 76 y 77.
+[462] Véase supra, Parte primera, nuestro capítulo sobre la valoración de la herencia espiritual española, en que se analizan las ideas de Caro a la luz de la contraposición entre la moral utilitaria, como tipo de moral burguesa y la moral del hombre hispano-cristiano.
+[468] Informe, pág. 312. Nótese que Caro dice: «los principios fundamentales que la Providencia ha depositado en nuestro entendimiento, o que ha confiado a la tradición», con lo cual a una idea cartesiana quiere agregar la idea tradicionalista (De Maistre, De Bonald) de que la tradición es también criterio de verdad.
+[469] Utilitarismo, págs. 41 y 42. En la cuarta Meditación, Descartes dice al plantear el problema de la verdad: «Porque primeramente, reconozco que es imposible que él [Dios] me engañe jamás, ya que en todo fraude o engaño hay cierta imperfección y aunque parezca que en poder engañar hay algo de sutileza o de potencia, sin embargo, querer engañar testimonia sin duda debilidad o malicia, y por lo tanto eso no puede darse en Dios. Además, yo reconozco, por mi propia experiencia, que hay en mí cierta facultad de juzgar o de discernir lo verdadero de lo falso, facultad que he recibido de Dios, como todo lo que hay en mí y que yo poseo; y puesto que es imposible que Dios quiera engañarme, es también cierto que él no ha podido darme la dicha facultad sino en tal forma que jamás pueda yo errar cuando la use rectamente».
+[471] Al analizar el pensamiento de José Eusebio Caro, hemos encontrado estos mismos argumentos, lo que parece indicar que M. A. Caro toma algunos de sus puntos de vista de la propia obra de su padre.
+[473] Ob. cit., pág. 58. También combatió Caro las consecuencias relativistas del sensualismo en la lógica. Apoyándose con toda claridad en la distinción entre el acto síquico de pensar y el pensamiento pensado, que será más tarde el punto de apoyo de Husserl y su escuela en su crítica del sicologismo, decía Caro: «En realidad la materia del juicio es siempre objetiva, bien que el medio, o sea la percepción, sea subjetivo. El autor, equivocando lo uno y lo otro, habla indistintamente de cosas y de ideas. Digo que la materia del juicio es objetiva, porque cuando afirmamos algo, nuestra afirmación no concierne al estado de nuestra alma, sino al estado de la cosa misma de que se trata. Cuando juzgo que la tierra se mueve, mi juicio se refiere al fenómeno mismo, no al modo como el fenómeno se presenta en mi mente. Este modo de presentarse a mi mente, este medio, es lo que hay de subjetivo en la operación de juzgar. Tracy confunde el juicio mismo, el objeto, con el sujeto» (Informe sobre la adopción del texto Ideología, ed. cit., pág. 336).
+[482] El punto de contacto entre una concepción positivista del lenguaje y una racionalista se comprende mejor si se prescinde de las diferencias estrictamente filosóficas que separan al positivismo del racionalismo y se atiende sólo a lo que ambas excluyen de los fenómenos lingüísticos y a sus rendimientos interpretativos. En efecto, mientras el positivista reduce el hecho lingüístico a un objeto natural —naturalismo—, el racionalista lo reduce a un objeto lógico —logicismo—. El resultado en ambos casos es la exclusión de los elementos individuales e históricos —el uso y la costumbre, entre ellos— como inapropiados para recibir tratamiento científico y como desdeñables desde el punto de vista del valor. Ambos resultan igualmente insuficientes para la interpretación de los fenómenos de la cultura, pues en los dos la vida espiritual resulta empobrecida. Numerosos lingüistas modernos han sido sensibles a esta insuficiencia común al positivismo y al racionalismo, hasta el punto de que la superación de uno y otro puede considerarse como la nota más significativa de las modernas tendencias de la lingüística. Véase a Iorgu Iordan, Linguistics, Londres, 1937, págs. 80, 86 y ss.; W. von Wartburg, Problemas y métodos de la lingüística, Madrid, 1951; K. Vossler, Positivismo e idealismo en la lingüística, Madrid. 1929, especial mente las págs. 49 y ss.
+[483] Esta contraposición de conceptos entre lengua y lenguaje, de que hacía uso Caro con tanta propiedad en 1881 —época en que pronunció su discurso sobre El uso en sus relaciones con el lenguaje—, vino a constituir más tarde el eje de los problemas de la lingüística moderna. Bajo otra terminología, pero refiriéndose al mismo fenómeno, la encontramos formando la base de las teorías lingüísticas de Ferdinand de Saussure (langue et parole, lengua y habla, según la traducción de Alonso y Llorens, o fenómenos «diacrónicos» y «sincrónicos»), y en general de todas las concepciones dualistas que mantienen la separación entre un elemento que permanece y uno que cambia, entre uno estático y otro dinámico, pero al sostener Caro que también el uso —es decir, la lengua popular, donde parece darse con mayor actividad el elemento instintivo y espontáneo, esto es, no lógico— se regía en su raíz por la legalidad interna del lenguaje, parecía cerrar la brecha y encontrar una concepción unitaria sobre una base metafísica. La lingüística moderna tratará de encontrarla en una dirección que no está muy lejana de la metafísica de Bergson. Véase a W. von Wartburg, Problemas y métodos de la lingüística, Madrid, 1951, especialmente las págs. 8 y ss.; Ferdinand de Saussure, Cours de linguistique général, Payot, París, págs. 23 y ss., 36 y ss.; Amado Alonso, prólogo a la Filosofía del lenguaje de K. Vossler Buenos Aires, 1947, pág. 7 y ss., y prólogo a la traducción española del Curso de lingüística general de De Saussure, Buenos Aires, 1945, pág. 29 y ss.; Iorgu Iordan, ob. cit., págs. 80 y ss., 86 y ss., 289 y ss.
+[484] Del uso en sus relaciones con el lenguaje, Biblioteca Aldeana de Colombia, Bogotá, 1935, págs. 77 y 78.
+[486] A este pluralismo lingüístico, por así decirlo, parecía apuntar Caro cuando tomaba las lenguas latinas como constituyendo un todo, una forma sometida a una ley común de desarrollo: «La permanencia del acento originario en todas las lenguas romances en medio de sacudimientos y destrozos sociales, a través de largos siglos tumultuosos, a pesar de grandes distancias interpuestas entre diferentes pueblos neolatinos, es, con muchos otros, elocuente ejemplo para mostrar cómo en su trasformación los idiomas se guían por leyes preexistentes, que en periodos anteclásicos dirigen el uso popular». Véanse Formas y caracteres del uso: Variaciones históricas del uso en periodos anteclásicos y Las leyes del lenguaje y la espontaneidad del uso, factores de cada idioma, en Del uso en sus relaciones con el lenguaje, ed. cit., pág. 77 y ss.
+[489] Todo lo que dice Laín Entralgo sobre la influencia positivista en la concepción de la historia de Menéndez y Pelayo, especialmente respecto al concepto de ley histórica, puede decirse, mutatis mutandis, de Caro. Véase a Pedro Laín Entralgo, Menéndez y Pelayo, Buenos Aires, 1952, especialmente la parte segunda, cap. II y III, pág. 143 y ss.
+[493] Esta relación entre la ley y el hecho preocupó a Caro en todos los campos, especialmente al tratarse de ciencias sociales como la economía. En general no creía dogmáticamente en la ciencia y la consideraba como afectada irremediablemente de un elemento irracional que la hacía altamente exacta, pero no exacta en absoluto: «La ciencia, por otra parte, no confiere infalibilidad ni don de profecía, pero enriquece el entendimiento, precave del error —pecado intelectual—, da un criterio de probabilidad, y hace hombres, en suma, más dignos de estimación y de fe que los charlatanes y dogmatizantes» (Estudios económicos, ed. Banco de la República, Bogotá, 1945, pág. 6). El estudio acerca del concepto de la ciencia en Caro y sobre la calidad de ciencias de disciplinas como la historia, la sociología y en general las ciencias del espíritu tendría que profundizarse en ensayo especial. Véase supra, Parte segunda, «El pensamiento político de Miguel Antonio Caro», donde hacemos indicaciones sobre la relación entre teoría y realidad en la concepción del Estado y la política.
+[494] La frase sobre el romanticismo se encuentra en Rivas Sacconi, El latín en Colombia, ed. Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1945, pág. 416, y pertenece a la introducción al volumen de traducciones poéticas de Caro, Obras completas, vol. VIII, Bogotá, 1945, pág. XVI.
+[495] Véase su introducción a las poesías de Ángel María Céspedes, en Del uso en el lenguaje, colección Samper Ortega, Bogotá, 1935, pág. 149 y ss.
+[496] Véase el ensayo de Ángel María Merchán, Caro crítico, puesto como introducción al vol. III de las Obras completas, ed. Gómez Restrepo y Víctor E. Caro, Bogotá, 1921. También puede consultarse la réplica de Antonio Gómez Restrepo en su ensayo sobre Miguel Antonio Caro, en Crítica literaria, Biblioteca Aldeana de Colombia, vol. VIII, Bogotá, 1935, pág. 15 y ss.
+[501] Las ideas de Laín Entralgo sobre este aspecto de la obra de Menéndez y Pelayo han sido expuestas en su libro Menéndez y Pelayo, Buenos Aires, 1952, especialmente en las págs. 210 y ss.
+[502] Como se sabe, Balmes sólo parcialmente aceptaba la filosofía escolástica. Su metafísica y su teoría del conocimiento estaban influidas por Descartes y Locke. También recibió influencias de la escuela escocesa y del tradicionalismo francés; de la primera, en su aceptación del sentido común como criterio de verdad, y del segundo, en la teoría del lenguaje. Por su conducto principalmente debieron llegar estas influencias hasta Caro, quien inclusive utilizó sus libros como textos de enseñanza en su cátedra de filosofía del Colegio de Pío IX (véase a Cayetano Betanecur, ob. cit., pág. 54). Respecto a Balmes y particularmente sobre su posición frente a la filosofía escolástica, puede consultarse a Juan Zaragüeta, «Balmes filósofo», en Balmes filósofo social, apologista y político, Madrid, 1943, especialmente las págs. 125 a 129; Salvador Minguijón, «Balmes apologista», ibidem, pág. 199 y ss.; José Sauret, «La teoría balmesiana de la sensibilidad externa y la estética trascendental» (para una comparación de Balmes con el kantismo), en Pensamiento, revista de investigación e información filosófica, Madrid, 1942 vol. III (dedicado a Balmes como homenaje en el primer centenario de su muerte); Luis María Mora, Apuntes sobre Balmes, Bogotá, 1897 (Balmes cartesiano, págs. 34 a 38; Balmes y el tomismo, pág. 51 y ss.); Menéndez y Pelayo, «Palabras en el centenario de Balmes», en Ensayos de crítica filosófica, ed. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1948, pág. 353 y ss.
+De Menéndez y Pelayo, véase especialmente su polémica con Pidal y Mon y con fray J. Fonseca, en La ciencia española, ed. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1953, vol. II, págs. 7 a 243. El problema espiritual de Caro, como el de Menéndez y Pelayo, puede plantearse en la misma forma y con las mismas palabras de Pedro Laín Entralgo en su ensayo sobre la «aventura intelectual» del gran humanista e historiador español: «¿Cómo ser español, católico y hombre de su tiempo? ¿Cómo ser, sin dejar de ser europeo de su época, católico y fiel a la tradición nacional? O en otras palabras, ¿cómo armonizar en un sistema de ideas y en una forma de vida la ciencia, la tradición cristiana y los valores propios del alma hispánica?».
+[503] «La crítica literaria», en Del uso en sus relaciones con el lenguaje, Biblioteca Aldeana de Colombia, Bogotá, 1935. págs. 138 y 139.
+[506] Siempre preocupado por la ortodoxia religiosa de sus opiniones, Caro agrega la siguiente observación: «Hablamos del desarrollo natural de los pueblos, porque no es nuestro ánimo examinar las influencias de la revelación primitiva, de que se encuentra en los distintos países vestigios más o menos significantes. Prescindiendo igualmente del origen común de los idiomas, es decir, de la inspiración divina que preside su formación» (ob. cit., pág. 136).
+[508] Ob. cit., pág. 307. Caro no se ocupó en particular del problema del campo propio de la filosofía. Analizando los resultados del estudio de la filosofía —que era una manera de definirla—, decía que «estos conducían por una parte a realizar una generalización de los resultados de las ciencias particulares» (idea positivista); o a adiestrar el entendimiento para el «hábil manejo de la polémica» (confusión con la lógica), o dar una gran sabiduría de la vida. «La filosofía apareja la ventaja de abreviar en fórmulas elevadas los productos de las ciencias» (ibidem, pág. 301). «La filosofía es un giminasio en que el entendimiento pone en ejercicio sus fuerzas y se apercibe para la sagaz apreciación de los hechos, para el hábil manejo de la polémica» (ibidem, pág. 390). «Tercero e importantísimo resultado, acarrea el estudio de la filosofía inspirando con altos pensamientos y generosos ejemplos el amor a la virtud» (ibidem, pág. 391). Este último era para Caro el aspecto más valioso de ella.
+EN UNA FORMA MUY GENERAL puede decirse que desde fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, todo el pensamiento colombiano político, filosófico, pedagógico y social estaba más o menos impregnado de espíritu positivo, si por tal entendemos, no una posición filosófica en sentido estricto, sino la reacción contra una cultura intelectual demasiado especulativa y verbalista y la orientación del espíritu moderno hacia la experiencia y el contacto directo con la naturaleza.
+La influencia de la filosofía positiva propiamente dicha se insinúa ya en la Ciencia social proyectada por José Eusebio Caro, donde el nombre de Auguste Comte aparece citado por primera vez en la literatura filosófica de la Nueva Granada. Esa obra, de la cual Caro sólo alcanzó a desarrollar algunos capítulos, estaba concebida sobre la base de los propósitos y los principios comtianos. Caro se proponía el mismo ambicioso programa del maestro francés: construir una ciencia social que fuese la culminación y la síntesis de todo el saber. La historia es interpretada en términos evolucionistas, como el tránsito de la humanidad desde la edad teológica hasta la era de la industria y de la ciencia, y el análisis de los problemas se verifica comenzando por los más simples, es decir, los matemáticos, para llegar a los más complejos, que son los biológicos y sociales[509].
+Después de Caro, cuyos trabajos quedaron en proyecto, ideas de origen comtiano aparecen dispersas en la obra de algunos escritores como Manuel María Madiedo, quien tradujo el resumen que de la obra de Comte y Littré hizo el doctor Robinet; pero en general la influencia directa del comtismo fue escasa y no originó en Colombia ni una producción filosófica ni un movimiento semejantes a los que se produjeron en el Brasil, México, Argentina o Chile[510].
+Más influencia tuvo en Colombia el positivismo de Spencer, y ello por varias razones. En primer lugar, favorecía a Spencer, como había favorecido a Bentham, la circunstancia de ser inglés. Hacia 1870 Spencer y Mill pasaban a ocupar el puesto que antes habían ocupado Bentham y Tracy. En segundo término, como lo observaba Carlos Arturo Torres, el espíritu y los principios mismos de la filosofía spenceriana, «su concepción de la relatividad, su afirmación de lo incognoscible, la amplitud de su criterio político y su concepto de que la ciencia y la religión no son inconciliables, serenaban los espíritus fatigados de la esterilidad de una lucha sin tregua y sin piedad entre dos extremos igualmente dogmáticos»[511].
+Por otra parte, había en el pensamiento de Spencer, todavía más que en el de Bentham, un elemento social que no estaba presente, al menos en forma directa, en la obra de Auguste Comte, y era su entusiasmo industrialista, su admiración por el tipo industrial moderno en el cual veía algo así como la culminación del proceso de perfección del hombre. Comte era en gran medida un espíritu conservador y romántico, y Bentham un jurista burgués de ideas humanitarias, pero Spencer era el apologista del industrial y del comerciante en la época heroica de la expansión del capitalismo moderno. Era, pues, natural que reuniendo sus obras todos estos rasgos fueran acogidas con entusiasmo por aquellos espíritus que veían en la industria moderna una solución óptima para los problemas políticos, económicos y sociales de Colombia.
+Pocas páginas de tan puro espíritu spenceriano se escribieron en nuestro país en el siglo pasado, como el discurso que pronunció Salvador Camacho Roldán en la clausura de estudios de la Universidad Nacional el 10 de diciembre de 1882, en el mismo recinto en que Núñez había propuesto dos años antes el estudio de la Sociología de Spencer y de la Lógica de Stuart Mill, como una manera de superar las viejas polémicas en torno a Bentham y de actualizar la inteligencia nacional. Con exaltada elocuencia describe Camacho Roldán la marcha del mundo moderno hacia la paz y la concordia, hacia la conquista total de la naturaleza por la ciencia, hacia la organización de una sociedad en que el ingeniero será el nuevo héroe:
+«A la organización artificial de gremios y maestrías ha sucedido la organización natural de la sociedad anónima. Esta ha desarrollado, en menos de cuarenta años de funcionamiento, fuerzas que no conocieron el imperio de Alejandro ni la tiranía centralizadora de la Roma imperial. Al calor de esa asociación encendió Fulton las calderas de los vapores del Mississipi, y Stephenson lanzó su locomotora invencible que ya ha recorrido rieles en una extensión diez veces mayor que la circunferencia de la tierra. Morse ha extendido la red de su alambre mágico por más de trescientas mil leguas. La compañía de seguros ha eliminado los riesgos del mar y del fuego, y la de seguros sobre la vida ha arrancado al secreto del destino una de sus más temerosas páginas. Los bancos de circulación han resuelto el problema del movimiento perpetuo de los valores, y repartido entre todos los hombres la fuerza motriz de los capitales, provista de los cien brazos de Briareo y de la fuerza de los Titanes. La sociedad cooperativa reduce a la práctica la fraternidad del cristianismo. Las conquistas de la inteligencia, ayudadas por la palanca del capital, arrancan las montañas de sus cimientos eternos y realizan el prodigio prometido antes a sólo la fe.
+«La evolución industrial ha prestado su concurso a la evolución política para completar la obra de unión y compactación de las diversas nacionalidades. El ferrocarril liga entre sí las diversas partes de un mismo territorio, facilita singularmente las operaciones de cambio, permite la concentración rápida de las fuerzas, pone en contacto a los hombres separados por las distancias, los obliga a conocerse y amarse, establece el comercio de los sentimientos y de las ideas y acaba por fundir las rivalidades y antipatías de la ignorancia en una obra de amistad y concordia»[512].
+Desde luego, las ideas de Spencer que más amplia acogida hallaron fueron aquellas que tenían alguna relación con la política y con las ciencias sociales, por ejemplo, la idea de evolución y el intento de hacer de la sociología una ciencia, si no exacta, por lo menos experimental, cuyas conclusiones sirvieran para fundar la política sobre bases científicas. Quien más insistió sobre este aspecto del pensamiento positivista fue Rafael Núñez, quien veía en el estudio histórico de los fenómenos sociales —que para los positivistas significaba estudiarlos en sus etapas evolutivas— no sólo un método adecuado para el estudio de la sociedad, sino un instrumento educativo para lograr la tolerancia y la civilización política: «La sociología —observaba— explica la existencia de instituciones que, a distancia, nos permiten comprender, por ejemplo, la necesidad de la esclavitud en los tiempos en que Aristóteles consideraba el trabajo industrial como una ignominia. La sociología es por eso elocuente muestra de la tolerancia, que es nuestra gran necesidad política, porque ella, para todo resumirlo, justifica y admite todas las opiniones, comprende y aplaude todas las tendencias, aun las más contradictorias, y rebaja el orgullo de los estadistas que más grandes descuellan, a las simples y justas proporciones de hábiles, pacientes y concienzudos intérpretes, por no decir instrumentos, de fenómenos que ellos nunca podrían no digo inventar, pero ni modificar sustancialmente siquiera»[513].
+En cuanto el positivismo significa espíritu cientista, es decir, pretensión de reducir todo conocimiento al modelo de las ciencias de la naturaleza y confianza ilimitada en la posibilidad de obtener soluciones científicas para todos los problemas humanos, una fuerte reacción antipositivista comenzó a insinuarse en las dos últimas décadas del siglo XIX. La crítica al benthamismo y a todos los matices de la filosofía positivista que había realizado Miguel Antonio Caro se hizo desde el punto de vista de la filosofía clásica, de la filosofía «perenne», y era, además, una crítica a sus fundamentos lógicos, no desde el punto de vista de la falibilidad de la ciencia, sino desde el ángulo de las limitaciones de una ciencia exclusivamente inductiva. La reacción antipositivista en esta dirección se prolongaría todavía hasta fines del siglo y estaría a cargo del movimiento neotomista desarrollado en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en torno a la figura de monseñor Rafael María Carrasquilla. Pero a su lado surgiría otra tendencia cuyas ideas se nutrían del espíritu romántico y de la desilusión, o por lo menos del escepticismo, respecto a los efectos positivos del progreso científico en orden al mejoramiento moral del hombre, movimiento que había comenzado con Rousseau, pero que llegaba a su culminación al final del siglo pasado. Esta última tendencia está representada en Colombia por dos figuras, cuya primera formación echaba precisamente sus raíces en el positivismo: José María Samper y Rafael Núñez.
+La posición de ambos es por cierto muy diferente. Mientras Samper critica la ciencia desde el punto de vista de un espíritu romántico cuyo universal desengaño sólo encuentra apoyo firme en la religión, Núñez, también influido por el romanticismo, pero menos constitucionalmente romántico y de más firme formación científica y filosófica, acepta los límites de la ciencia, pero no se desengaña totalmente de ella, ni asume ante los hechos característicos del mundo moderno —industria, técnica, democracia— una actitud pesimista y de alejamiento.
+José María Samper dio expresión a estos sentimientos en su Filosofía en cartera[514], especie de diario filosófico en el cual trató los más diversos temas de política, historia y filosofía en forma de aforismos y definiciones. Para Samper, todas las promesas del positivismo habían resultado fallidas. Ni el progreso social y político, ni el mejoramiento del hombre, ni el conocimiento de los grandes secretos de la naturaleza, ni la paz perpetua, se habían logrado después de un siglo de desarrollo material sin precedentes. Las ciencias habían traído enormes progresos técnicos, pero, se pregunta Samper: «¿Han determinado la naturaleza de las relaciones del hombre con la Fuente Suprema de donde emana? ¿Han establecido la fraternidad entre los hombres? ¿Han inventado algo que reemplace el poder de las religiones positivas que rechazan o de las cuales prescinden? ¿Han podido crear o suprimir los cuerpos, la materia, la inteligencia, o los objetos que les sirven de asunto para sus investigaciones? ¿Han hallado en la Naturaleza algún principio (salvo el principio vital, siempre inexplicable) que les sirva en lugar del espíritu, del cual parecen renegar en obsequio de la razón, también irreductible?… ¡Nada de eso! Todo está por resolver, y ninguna solución, en ningún ramo científico, es hasta el presente satisfactoria»[515]. «Así, de todo lo que me alucinaba cuarenta años ha, poco, poquísimo queda intacto en mi corazón. Todo está en escombros o cuarteado. Y lo que hace cuarenta años me faltaba, es lo único que ahora tengo: la única luz con que ilumino tantas ruinas: ¡la fe religiosa!»[516].
+La posición de Núñez es diferente, aunque también parcialmente romántica. Es romántica en cuanto en su obra, especialmente en la poética, se siente el eco de la protesta contra la civilización moderna, y en cuanto afirma la impotencia de la razón y de la ciencia para dar cuenta de los más graves interrogantes metafísicos: «¿Qué es la ciencia sino un cúmulo de incertidumbre?».
+Escala vacilante en que pasamos
+de un error a otro error.
+Ah! La misión del hombre es un arcano,
+Que mientras más se estudia más se esconde:
+El telescopio la investiga en vano[517].
+La actitud de Núñez es más filosófica y más equilibrada que la de Samper. Afirma que los conocimientos científicos son relativos, no porque no tengan validez universal, sino porque se limitan a darnos conocimientos respecto a las relaciones espacio-temporales de los objetos. Pero las ciencias no pueden darnos conocimiento de lo absoluto, de aquello que no cae bajo el dominio de los sentidos, y que sólo nos es accesible por medio del sentimiento, y sobre todo, del sentimiento religioso.
+Núñez estaba en contacto con la amplia literatura filosófica que se produjo en Francia en el siglo XIX, a partir del nacimiento del romanticismo —que culmina con Bergson—, literatura cuyo denominador común era la insistencia sobre los límites de la ciencia, sobre su contingencia, y sobre todo, la afirmación de que con sus métodos nos son inaccesibles los fenómenos vitales, los históricos y todos aquellos cuya naturaleza no es mecánica. «El método de la ciencia es el análisis —decía Núñez en un artículo sobre el positivismo— que acentúa más y más el particularismo, es decir, el aislamiento de los hechos y fenómenos, y así mutila la misma materia de investigación, como si las partes aisladas equivalieran en su modo de ser a esas mismas partes cuando forman un todo. La ciencia emplea el número puro, las figuras geométricas, el perfecto fluido, el metal inflexible, aunque es sabedora que eso no pasa de imaginaria abstracción. El procedimiento es lícito como el solo praticable, pero el hombre científico no debería olvidar que la abstracción es un mero expediente de aplicación transitoria. No hay, en efecto, nada que sea absolutamente matemático, mecánico, ni químico en todas sus susceptibles relaciones, porque nada se basta a sí mismo… La objetiva contemplación de las cosas no nos da, pues, sino un cuadro de apariencias: de donde se sigue que para percibir la verdad entera, la verdadera verdad, tenemos que entrar en el estudio de nuestras propias almas, que se hallan en comunicación con la verdad absoluta. Para que pueda ser comprendido el inteligente mundo tenemos que referirlo a la inteligencia suprema; así como para comprender la vida humana tenemos que examinar al hombre vivo y no su cadáver en el laboratorio»[518]. Y agregaba estas palabras de Goethe: «Es por medio de nuestros corazones como Dios nos habla».
+Hay pues, dos formas de realidad: la exclusivamente física en que se ocupan las ciencias naturales y la absoluta o metafísica que nos es accesible por medio de la fe. Religión y ciencia se justifican, se complementan y son indispensables para el hombre; pero son diferentes y ningún puente puede echarse entre ellas. Refiriéndose al contraste existente entre la verdad científica y la verdad religiosa, observaba: «Los recursos de la historia no son para esta verdad provechosamente aplicables, puesto que no son los del familiar razonamiento; y los esfuerzos que en ocasiones se hacen para armonizar la religión con los conocimientos científicos nos han parecido, por eso, siempre trabajo, aunque laudable, que implica desconocimiento de las intimidades del asunto. Ciencia y religión son, en nuestro concepto, entidades que giran en muy diversa órbita. En matemáticas se puede demostrar hasta lo tangible que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los catetos, por ejemplo, pero ninguna demostración de esta especie es posible en las esferas de la verdad teológica»[519].
+Ni desengaño, pues, de la ciencia, ni abandono al escepticismo, a la duda negativa, ni entrega a una actitud mística; pero tampoco sustitución del sentimiento, de la fe y de la religión por una religión de la ciencia o por una romántica religión de la humanidad. La crisis del hombre moderno provino de ahí, de que abandonó la fe religiosa cuando preguntó a la ciencia por todos los enigmas y sólo pudo obtener, de acuerdo con la naturaleza del instrumento que servía de medio de investigación, la razón, respuestas insuficientes si es que pudo obtener alguna. No hay que pedirle a la ciencia lo que no puede dar, y para restaurar el equilibrio espiritual del hombre hay que volver a otorgar sus derechos a la fe, a la religión[520].
+El camino, el método para llegar a esta conclusión, es para Núñez el escepticismo filosófico que distingue del escepticismo mundano, especie de relativismo y de cinismo social, y del religioso que niega la posibilidad de la verdad revelada. Los dos últimos arruinan el espíritu, pero el primero no sólo es constructivo, sino que es el único verdaderamente filosófico, y el camino más firme para arribar a la verdadera fe. Es, según Núñez, el camino que siguieron las grandes figuras de la historia de la filosofía que al mismo tiempo fueron grandes creyentes. «Trasladándonos a tiempos cercanos —observa—, se encuentra a Kant, anterior a Newman, dando testimonio de la fe para la moral naturaleza del hombre en sus relaciones con lo invisible»[521]. El escepticismo se confunde con la actitud crítica, con el examen del conocimiento, con la fijación de los límites de la razón. El espíritu que filosofa tiene que repetir el camino de Sócrates, de Montaigne, de Descartes, de Kant.
+Los escritos filosóficos de Marco Fidel Suárez no tuvieron la amplitud ni la importancia de su obra filológica, pero su nombre no podría faltar en una historia de las ideas filosóficas en Colombia. Su ensayo sobre el positivismo no contiene argumentos originales en sí mismos, pero reúne en una síntesis, admirable por la claridad de las ideas, los argumentos que en sus réplicas al sensualismo suministraba Balmes a los lectores americanos no familiarizados con las fuentes originales de la filosofía y los que había acumulado Miguel Antonio Caro en el mismo empeño[522].
+Suárez se refiere más directamente al positivismo comtiano que cualquiera otro de los escritores que trataron del mismo tema. El primer punto débil que encuentra en el sistema es su ley de los tres estados —teológico, metafísico, positivo—, pues la historia de las ciencias no la confirma: «La física, la química, la astronomía, todas las ciencias naturales —dice Suárez—, presentan ciertamente el proceso de los tres periodos de que habla Augusto Comte; pero de eso no se sigue que a las demás ciencias les debe suceder otro tanto, a no ser que se incida en petición de principio, negándoles el carácter de tales. Por fortuna, las ciencias por excelencia en razón de su certeza, las ciencias exactas, son admitidas por todo entendimiento sano y sin embargo no han pasado por el periodo teológico ni por el metafísico. El álgebra, la geometría, todos los ramos de las matemáticas, experimentan progresos y no evoluciones; su caudal se va aumentando sobre el de los tiempos anteriores, pero este permanece invariable; nacieron exactas desde un principio. Las verdades que describieron los bramanes de la India no se mudaron en tiempo de Euclides y de Arquímedes y han llegado idénticas a Leibniz y a Descartes. De forma que el fundamento histórico del positivismo es una proposición inexacta y que carece por lo mismo de solidez»[523].
+También es insostenible para Suárez el principio en que se basa toda la doctrina positivista. Según esta, el instrumento por excelencia de la razón y el método por el cual la ciencia establece sus leyes es la inducción. Pero el positivismo no explica por qué de la observación de algunos hechos el espíritu humano pasa a establecer una ley. Si se arguye, dice Suárez, que es lícito hacerlo así por la estabilidad de las leyes de la naturaleza, se caería en un círculo vicioso, pues entonces la inducción se basaría en la estabilidad de las leyes naturales y esta última se fundamentaría en la inducción. «Hay que reconocer que nuestra mente, cuando se eleva de lo individual a lo genérico, de los fenómenos a la ley y de los hechos a la causa, obedece a una ley que precede a la experiencia; luego el positivismo yerra al negar la existencia a los principios anteriores a la experiencia»[524].
+Tampoco puede el positivismo explicar la diferencia entre verdades contingentes y necesarias. No puede explicar por qué la razón puede perfectamente concebir que la tierra no gire alrededor del Sol, pero no que el todo sea mayor que la suma de las partes. En otros términos, no puede explicar por qué las verdades matemáticas son evidentes y en cambio no lo son las de física.
+Finalmente, queda en su contra el argumento de la libertad. El positivismo pretende reducir el mundo a un inmenso mecanismo regido por leyes rigurosas, del cual ni el hombre mismo quedaría excluido. Pero negar la libertad sería negar la base de la vida moral y colocarse contra las exigencias del sentido común, que también para Suárez, como para Balmes, es un criterio de verdad.
+El llamado renacimiento escolástico, iniciado en la Universidad de Lovaina en la segunda mitad del siglo XIX, encontró su eco en el movimiento neotomista que se desarrolló en la Facultad de Filosofía del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en torno a la figura de monseñor Rafael María Carrasquilla.
+La importancia de la obra de Carrasquilla no está tanto en la abundancia ni en la originalidad de sus producciones, como en el espíritu de amplitud científica que irradia de su labor docente y en los estímulos que brindó a los estudios tomistas en un momento y en un medio tan poco propicios a la especulación filosófica como los que existían en Colombia al finalizar el siglo XIX. Hombre de gran cultura humanística, Carrasquilla estaba convencido de que no podría haber verdadera ciencia ni educación completa sin sólida formación filosófica: «Soy de los que creen en la importancia práctica y utilitaria de la metafísica —afirmaba en aquella época dominada por el espíritu positivo— y la juzgan de mayor momento para la felicidad de las naciones que la agricultura, la cirugía o la ingeniería de minas; de los que piensan que Europa surgió de la barbarie después de las irrupciones del Norte, gracias a las escuelas de Carlomagno; que las universidades decidieron en la Edad Media de la suerte del mundo y prepararon el Renacimiento; que los fundadores de Colombia cumplieron los altos hechos que de ellos cuentan las historias, merced a la fuerte educación literaria y filosófica que recibieron en los colegios de San Bartolomé y el Rosario»[525].
+No es la obra de Carrasquilla original, ni se lo propone. Con toda modestia dice en la introducción a sus Lecciones de metafísica[526] que se trata de un «comentario y un desarrollo del texto de Pedro Vallet, sacerdote francés de San Sulpicio», pero agrega que tratará de acomodarlo a las circunstancias y exigencias del país, «pues cada nación tiene unos problemas filosóficos que interesan particularmente a sus sabios»[527]. Pero sin ser original y siendo sus opiniones rigurosamente tomistas, Carrasquilla expone las principales tesis de la filosofía de Santo Tomás confrontándolas con el pensamiento filosófico moderno y enriqueciendo sus puntos de vista con los resultados de la ciencia contemporánea. «La metafísica del doctor Carrasquilla —escribió un crítico norteamericano de su tiempo— ilustra mejor que cualquiera otra obra la orientación de la neoescolástica de la escuela de Lovaina y el cardenal Mercier; quiere mirar los problemas de la filosofía y del mundo moderno a través de la obra de Santo Tomás… Carrasquilla analiza así la obra de James, de Bergson, de Le Roy, de Dewey y los problemas que presentan las ciencias físicas y naturales con una objetividad que es digna de textos especiales»[528].
+Carrasquilla veía la filosofía tomista como parte inseparable de la tradición filosófica de Occidente. Su esfuerzo permanente se encaminó a evitar que el tomismo se convirtiera en un dogma y a eliminar toda interpretación que en alguna forma obstaculizara la incorporación a él de los resultados de las ciencias modernas. En un discurso pronunciado en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario, fijaba su posición frente a la tradición tomista, en estos términos:
+«No es un misterio para vosotros cuáles son mis opiniones y gustos en asuntos filosóficos. Creo en aquellas ciencias que profesó Platón, que perfeccionó el grande Aristóteles, que elevaron los padres de la Iglesia, y que llegó al ápice de su gloriosa carrera en las obras de Santo Tomás y que hoy el sabio pontífice que nos gobierna ha propuesto al mundo como segurísimo modelo. Quiero la filosofía escolástica según la mente del ángel de las escuelas, pero estudiada sin el exclusivismo que antes censuré, con la misma prudente libertad con que la practicó el doctor angélico, con la que profesó el ilustre Suárez, a mi juicio el más grande de los filósofos españoles»[529]. En el mismo sentido se expresaba en su introducción a las Lecciones de metafísica: «Consiste el espíritu de Santo Tomás no en seguir una a una todas las opiniones del Santo, sino: a) En inquirir las verdades filosóficas para no apartarse de las teológicas. Entre unas y otras no cabe contradicción; b) En estudiar los maestros que nos precedieron para seguirlos en sus aciertos y evitar sus yerros; c) En buscar las soluciones a los problemas en el justo medio entre contrarios; d) En proceder con un método que combina la síntesis con el análisis, la inducción con la deducción»[530].
+El impulso dado por Carrasquilla a los estudios filosóficos tomistas produjo una buena cosecha de ensayos concebidos todos dentro del nuevo espíritu. En La filosofía positivista[531], Samuel Ramírez Aristizábal demuestra tener un cabal conocimiento de las obras y de las figuras clásicas del positivismo: Comte, Spencer y Stuart Mill. Su ensayo representa la exposición más ordenada y amplia que se haya hecho en Colombia de esta tendencia de la filosofía, y la biografía de Auguste Comte con que se inicia demuestra una sólida erudición, superior a las que todavía hoy se encuentran en las habituales historias de la filosofía.
+La preocupación de Ramírez es demostrar contra el positivismo la existencia a priori de los principios generales de la lógica y de las categorías tradicionales de sustancia, yo y causalidad, cuya objetividad el positivismo había negado desde Hume. Los argumentos con que realiza esta labor en nada difieren de los que hemos visto expuestos en otros escritores como Marco Fidel Suárez, ya que en medida más o menos considerable todos se basaban en los expuestos por Balmes en su Filosofía fundamental. Contra la afirmación positivista de que todas las ideas resultan de una generalización de la experiencia, se afirma la existencia de verdades a priori, sobre todo en el campo de las matemáticas. Pero a estos argumentos, tomados de la filosofía racionalista, Ramírez agrega una crítica hecha desde un punto de vista específicamente tomista, es decir, intenta una posición sintética que salve al mismo tiempo la universalidad y el origen empírico del conocimiento.
+Asume así una posición más realista que la habitual en los críticos del positivismo contemporáneos suyos, pues sirviéndose de la filosofía de Santo Tomás pasa del mundo racional y lógico al mundo real, afirmando que el universal existe también en las cosas, pero que debe someterse al poder de abstracción del entendimiento humano para llegar a ser universal pleno.
+El ensayo de Ramírez Aristizábal está lleno de observaciones que denotan en él un agudo sentido filosófico. En su crítica al principio del cogito, muestra que el razonamiento cartesiano presupone la existencia de los principios lógicos de contradicción y causalidad, pues al decir pienso, afirmo que algo es —pues no puedo pensar y no pensar a un mismo tiempo—, y al pasar del pensar a la existencia, afirmo que mi pensamiento no puede ser un efecto sin causa[532].
+Para probar la existencia de la sustancia, del yo y de la causalidad recurre a los argumentos tradicionales de carácter teológico y filosófico. La causalidad se prueba por la evidencia racional que me indica que no hay efecto sin causa; la sustancia debe existir porque en otra forma el mundo sería una creación continua, ya que de no haber sustancia sólo quedarían los accidentes y estos surgen y desaparecen continuamente; y finalmente, para la prueba del yo, siguiendo a Balmes recurre a argumentos sicológicos. Hay una intuición de un yo nuclear, que permanece, que no es una simple sucesión de fenómenos. Si no fuera así no podría decir yo pienso, sino había pensamiento, hay pensamiento, etcétera. Para decir yo es necesario que haya una realidad permanente, real, esto es, que el yo sustancia exista.
+Como frutos de este movimiento deben recordarse también los trabajos de Francisco M. Rengifo y Julián Restrepo Hernández, catedráticos ambos del Colegio del Rosario. El primero es autor de un ensayo titulado Santo Tomás ante la ciencia moderna[533], en el cual muestra un conocimiento muy completo de ciencia de su tiempo, especialmente de la física, la biológica y las matemáticas. Rengifo se aplica a demostrar que los resultados de la ciencia moderna son perfectamente armonizables con las principales tesis de la filosofía tomista, tanto en el aspecto metodológico como en el ontológico. Todos los métodos propios de la investigación están previstos en la filosofía de Santo Tomás, según Rengifo —observación, experimentación, inducción—, y todas las teorías contemporáneas sobre la materia son comprensibles con la teoría de la materia y la forma, ya que las modernas ciencias de la naturaleza no han podido eliminar el dualismo entre la materia prima y la existencia de una fuerza organizadora, llámese principio vital, fuerza de cohesión, principio ordenador de los cristales, etcétera., etcétera.
+Julián Restrepo Hernández, profesor del Colegio del Rosario, es autor de unas Lecciones de antropología[534] notables por la abundante información que presentan sobre la sicología científica de la época y por el esfuerzo realizado para conectarlas, dentro de una gran objetividad y libertad de criterio, con las doctrinas de Santo Tomás. Restrepo se muestra tomista en la ética y en la teoría del conocimiento, pero no renuncia ni a enriquecer sus análisis con las aportaciones de la ciencia moderna, ni a incorporar en ellos otros puntos de vista filosóficos. Acepta como punto de partida del conocimiento el principio de que «nada hay en el entendimiento que no haya pasado por los sentidos», pero agrega: «salvo el conocimiento directo de nuestra propia existencia», aludiendo al principio cartesiano del cogito: «Cuando percibo mi propia existencia y mi conocimiento intelectual, no hay objeto espaciado, ni momento, ni distinción entre percipiente y percibido. Toda demostración de estos puntos es petición de principio: su demostración es una verdad primitiva»[535].
+Restrepo Hernández se opone a toda antropología naturalista y por eso rechaza las analogías entre la sicología animal y la humana. Su propósito es hacer de la antropología filosófica una ciencia autónoma y sintética; puesto que la sicología se ocupa en los fenómenos del alma únicamente y la fisiología en los corpóreos, la antropología debe tratar del hombre en su totalidad, sin separar ni excluir ningún fenómeno humano.
+[509] Algunos fragmentos de esta proyectada obra de Caro han sido publicados por la Biblioteca de Autores Colombianos del Ministerio de Educación de Colombia, en edición preparada por Simón Aljure Chalela, Bogotá, 1954.
+[510] Sobre la influencia de Comte en la obra política de José Eusebio Caro y de Madiedo, véase supra, Parte segunda, los capítulos correspondientes al positivismo político. Acerca del positivismo en América, puede consultarse a Leopoldo Zea, Dos etapas del pensamiento hispanoamericano, México, 1949, y a Ramón Insúa Rodríguez, La filosofía en Hispanoamérica, Guayaquil, 1945.
+[511] Idola Fori, ed. Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá. 1944, pág. 155. «Los Primeros principios —dice Torres— fueron tomados literalmente como el evangelio de las ideas modernas. Nicolás Pinzón, espíritu luminoso cuya pérdida no ha podido reemplazar la República, Herrera Olarte, J. D. Herrera, Iregui, fueron apóstoles convencidos y militantes de la filosofía spenceriana. Así como en México extractos de los Principios de ética de Spencer y de la Lógica de Stuart Mill, sirven de textos universitarios, en nuestro Externado de Bogotá sintetizaciones de la Moral y de los Primeros principios hechas, y bien hechas, por Tomás Eastman e Ignacio V. Espinosa, servían de textos de ética y sicología. Años antes y por iniciativa de Juan Manuel Rudas, había traducido Madiedo, y se propagaban entre la juventud, el extracto de la Lógica de Stuart Mill, por Taine, y condensaciones de Grote, de Bain, de Claude Bernard, de Ribot, de Soubarouski[sic]» (ibidem, págs. 155 y 156).
+[512] Salvador Camacho Roldán, Estudios, Biblioteca Aldeana de Colombia, Bogotá, 1936, págs. 52 a 54.
+[513] Discurso pronunciado en la Universidad Nacional (1880), en Reforma política, ob. cit., vol. IV, págs. 419 y 420.
+[520] Núñez fue fijando su posición ante este problema —que era la manera de fijar su posición filosófica— a través de sus comentarios a la numerosa literatura que se producía en Europa, principalmente en Inglaterra y Francia, sobre este tema. Citaremos algunos de los más notables: «El renacimiento», en Reforma, ed. cit., vol. VII, págs. 104 a 110; «El positivismo», ibidem, págs. 183 a 194; El testimonio de lo invisible, vol. IV, págs. 113 a 121; «La reacción del siglo», ibidem, vol. V, págs. 139 a 146; «Escepticismo», ibidem, vol. IV, págs. 123 a130; «Nuevos horizontes», ibidem, vol. II, pág. 293 y ss.
+[522] También escribió Marco Fidel Suárez un ensayo sobre el utilitarismo publicado en su obra Sueños, 2 ed., vol. VII; el «Elogio de la paciencia», ibidem, vol. XI: Filosofía antifilosófica: El progreso (contra la teoría del progreso indefinido), publicados en Estudios escogidos, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1952. La orientación de Suárez fue muy semejante a la de Balmes, a quien seguramente debió su iniciación filosófica. El saber filosófico de Suárez no parecía ser muy amplio, aunque de él puede afirmarse que tenía un «espíritu filosófico». En sus escritos se encuentran juicios como este: «El autor de la Critica de la razón, aunque muy distanciado de las enseñanzas de la escuela, armoniza con ellas en muchas de sus teorías, tanto en el fondo como en el método», lo que no denota un conocimiento muy riguroso ni de la filosofía escolástica ni de la kantiana (véase «Un texto de filosofía», en Estudios escogidos, ed. cit., pág. 159). No obstante que en numerosas ocasiones se refirió con elogio a la filosofía escolástica, de sus escritos filosóficos no puede deducirse que fuera escolástico. Podríamos decir que era un «balmesiano».
+[523] «El positivismo», en Estudios escogidos, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1952, pág. 167.
+[525] «El lenguaje de la barbarie escolástica», en Anuario de la Academia Colombiana de la Lengua, Bogotá, 1914, t. III, págs. 55 y 56.
+[528] J. L. Perrier, Journal of Philosophy and Psychology, Scientific Methods, vol. XII, 1915, en Carrasquilla, Metafísica, ed. cit., pág. 7.
+[529] Discurso de clausura de estudios en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en Estudios y discursos, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1952, pág. 28.
+Abelly, Louis
+Adams, John
+Aguirre, Lope de
+Agustín, San
+Ahrens, Heinrich
+Alberdi, Juan Bautista
+Albornoz, Álvaro de
+Alejandro Magno
+Aljure Chalela, Simón
+Alemán, Mateo
+Alonso, Amado
+Alonso y Llorens
+Álvarez, Francisco Eustaquio
+Ancízar, Manuel
+Anselmo, San
+Agustín y Albanell, Antonio
+Arboleda, Sergio
+Aristóteles
+Arnim, Ludwig Joachim von
+Arquímedes
+Arroyo, Santiago
+Avicena
+Azuero, Vicente
+Bacon de Verulam, Francis
+Bain, Alexander
+Balmes, Jaime
+Ballanch, Pierre-Simon
+Basilio, San
+Bastiat, Claude-Frédéric
+Bataillon, Marcel
+Böhm-Bawerk, Eugen von
+Beccaria, Cesare
+Belarmino, Roberto
+Bello, Andrés
+Bentham, Jeremy
+Berbeo, Juan Francisco
+Bergson, Henri
+Bermúdez de Castro, Salvador
+Bernard, Claude
+Berry, James
+Betancur, Cayetano
+Blanc, Louis
+Blanco White, José María
+Bluntschli, Juan Gaspar
+Bolívar, Simón
+Bonald, Louis de
+Boscovich, Roger Joseph
+Bossuet, Jacques-Bénigne
+Boyle, Robert
+Brentano, Clemens
+Brescia, Fortunato de
+Bright, John
+Brunetière, Ferdinand
+Buffon, Georges-Louis Leclerc de
+Burke, Thomas
+Burckhardt, Jacob
+Caballero y Góngora, Antonio
+Cabanis, Jean Georges
+Cabarrús, Francisco de
+Caicedo y Flórez, Fernando
+Caldas, Francisco José de
+Calderón de la Barca, Pedro
+Calvino, Juan
+Camacho, José Leocadio
+Camacho Roldán, Salvador
+Campomanes, Pedro Rodríguez de
+Cano, Melchor
+Capmany, Antonio de
+Carbia, Rómulo D.
+Carlyle, A. J.
+Caro, José Eusebio
+Caro, Miguel Antonio
+Caro, Víctor E.
+Carrasco
+Carrasquilla, Rafael María
+Casas, Fray Bartolomé
+Cassirer, Ernst
+Castillo y Rada, José María del
+Castro y Quesada, Américo
+Cavour, Camillo Benso de
+Cervantes Saavedra, Miguel de
+Céspedes, Ángel María
+Cobden, Richard
+Commager, H. S.
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+Condillac, Etienne B. de
+Condorcet, Antoine-Nicolas Cantal de
+Constant, Benjamin
+Copérnico, Nicolás
+Covarrubias y Orozco, Sebastián de
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+Cuervo, Ángel
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+Curcio Altamar, Antonio
+Cuvier, Georges
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+Chateaubriand, François-René de
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+Child, Theodore
+D’Alembert, Jean
+Darwin, Charles Robert
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+Davie, Maurice E.
+Del Mar, Alexander
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+Du Hamel, Jean-Baptiste
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+Estévez, José María
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+Floridablanca, José Moñino y Redondo
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