Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Acevedo de Gómez, Josefa, 1803-1861, autor
Cuadros de la vida privada de algunos granadinos / Josefa Acevedo de Gómez ; presentación, Alberto Escovar Wilson-White. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (XXX MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Literatura / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5419-72-8
1. Literatura colombiana - Historia y crítica 2. Colombia - Vida social y costumbres 3. Libro digital I. Escovar Wilson-White, Alberto II. Título III. Serie
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ISBN: 978-958-5419-72-8
Bogotá D. C., diciembre de 2017
1861, Imprenta de El Mosaico
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
©Presentación: Alberto Escovar Wilson-White
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+EN LA MAÑANA DEL DOMINGO 28 de enero de 1849, como nos lo cuenta el cronista José María Cordovez Moure (1835-1918), los bogotanos se aglomeraron en las esquinas de varias calles con la mirada fija en las paredes donde se anunciaba en letras gordas la salida de un nuevo periódico:
+Hoy sale El Alacrán, reptil rabioso,
+Que hiere sin piedad, sin compasión;
+Animal iracundo y venenoso
+Que clava indiferente su aguijón.
+Estaba entre los tipos escondido,
+Emponzoñando su punzón fatal,
+Mas, ¡ay!, que de la imprenta se ha salido
+Y lo da Pancho Pardo por un real.
+Francisco Pardo, quien tenía su venta en los bajos del Claustro de Santo Domingo, que para entonces era uno de los mejores espacios comerciales de Bogotá, se hizo cargo de la venta de este satírico periódico que en tan sólo dos horas se agotó. Si la venta de este impreso no requirió mucho tiempo, los eventos que desencadenó sí tardaron varios meses más en decantarse. No sólo entre los damnificados con las sátiras y burlas de que fueron víctimas como de personas que consideraron que se había ido demasiado lejos con esta crítica personal, entre las que se encontraba Josefa Acevedo de Gómez (1801-1861). Gracias entonces a la ponzoña de El Alacrán, como lo reconoce en la introducción de este libro, ella se sintió en la necesidad de escribir sobre «hechos honrosos y nobles que hicieran conocer que nuestra sociedad no está exclusivamente plagada de víboras y “Alacranes”», empeño que la llevó a escribir estos Cuadros de la vida privada de algunos granadinos, que fuera publicado de manera póstuma.
+Para aquellos que no estén familiarizados con los cuadros de costumbres es necesario advertir que se trata de breves relatos en prosa donde se describen episodios, a veces de manera crítica, a través de los cuales se ambientan costumbres, fiestas o momentos representativos de una sociedad y que se enmarcan dentro de un género característico del siglo XIX que ha sido denominado como costumbrismo literario. Fue una tendencia que se popularizó en Europa en buena medida como una reacción a las rápidas transformaciones a todo nivel que acarreó la Revolución Industrial, entre estas el éxodo del campo a la ciudad con la consolidación y el crecimiento urbano que esto desencadenó y los cambios en los modos de vida que este proceso implicó. En América Latina se emplearon con frecuencia para describir comportamientos anticuados o injustos, así como para evidenciar o sugerir cambios en las sociedades y en la conformación de los estados de las nacientes repúblicas. En nuestro país los cuadros de costumbres fueron empleados por varios escritores como José Caicedo Rojas (1816-1898), Juan Francisco Ortiz (1814-1892), Rafael Eliseo Santander (1809-1883) o Juan de Dios Restrepo (1825-1884); posteriormente en 1858, a este género literario también recurrieron Eugenio Díaz Castro (1803-1865) y José María Vergara y Vergara (1831-1875) como una herramienta para crear la tertulia El Mosaico, bajo cuyo nombre no sólo aprovecharon para convocar a varios escritores más como Manuel Ancízar (1812-1882), José Manuel Groot 1800-1878), Medardo Rivas (1825-1901), José Manuel Marroquín (1827-1908), José María Samper (1828-1888) o David Guarín (1830-1890), sino para publicar sus textos en un periódico que llevaba ese nombre y que tuvo una indiscutible influencia en la vida literaria y cultural bogotana. Al leer esta larga lista de escritores sorprende claramente la ausencia de mujeres y nuevamente resulta fundamental por ello mencionar a Josefa Acevedo de Gómez.
+La ausencia de mujeres en la lista de escritores neogranadinos en el siglo XIX puede tener varias explicaciones, y la más evidente de ellas es que durante el periodo colonial en el virreinato de la Nueva Granada la formación académica de las mujeres no fue precisamente una prioridad. Muy pocas aprendían a leer y escribir o recibían lecciones de música o dibujo de la mano de sus padres, mientras que el grueso de la población femenina destinaba sus actividades a la vida doméstica. De hecho, en ocasiones el aislamiento era tal que justamente se les prohibía aprender a escribir por temor de que contrajeran algún amorío clandestino producto de cartas enviadas mutuamente entre los amantes. Esto explica lo que anota Vergara y Vergara en la introducción de este libro sobre ella: «para escribir no tenía sino talento: le faltaba educación literaria, tiempo y ocasión» o la nota que con motivo de la conmemoración del primer centenario de su nacimiento se publicó en 1902 en el Boletín de Historia y Antigüedades: «en esta tierra clásica de las letras, en esta Atenas suramericana, pocas son, sin embargo, las mujeres que se han distinguido en el campo literario, sin duda porque ha sido también muy poco el cuidado que ha habido por la educación del sexo débil»[1]. En la Santafé colonial, la excepción fue el colegio de La Enseñanza que inició labores en 1783 y que funcionó en el lugar donde actualmente se encuentra situado el Centro Cultural Gabriel García Márquez en un inmueble diseñado por el arquitecto Rogelio Salmona. Pero la mayor parte de las mujeres no tuvieron la oportunidad de formarse allí, este fue el caso de Josefa Acevedo, quien aprendió a leer y escribir en su casa gracias al interés de sus padres y en ese sentido se puede decir que contó con mucha suerte.
+Los padres de Josefa fueron José Acevedo y Gómez (1772-1817) y Catalina Tejada y Nieto. Muy posiblemente gracias a la educación recibida de su madre, cuya cultura y conocimientos fueron superiores a los recibidos por las mujeres de la época, los hermanos Acevedo Tejada alternaron como lo veremos su vida pública y militar con su interés por la ciencia y las artes. Su padre, Acevedo y Gómez, durante el periodo colonial se desempeñó como síndico procurador general, juez de comercio y regidor del cabildo de Santafé. Murió huyendo de los españoles como lo describe en el «Cuadro séptimo» de este libro su hija, quien para incluir su historia sin que esta contrastara con las demás que son de personas anónimas, decidió no contar el episodio que lo hizo nacionalmente célebre y por el cual fue conocido como el Tribuno del Pueblo. Como es sabido, Acevedo y Gómez arengó al pueblo el 20 de julio de 1810 desde el balcón de la sede del Cabildo, situada en el costado suroccidental de la Plaza Mayor, hoy de Bolívar: «Si perdéis este momento de efervescencia y de calor, si dejáis escapar esta ocasión, única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes: ved (señalando las cárceles) los calabozos, los grillos y las cadenas que os esperan». En efecto, esta sede del Cabildo, conocida como “La Cazueleta” por dos arcos de medio punto que daban al balcón desde donde habló, era vecina de la cárcel chiquita y desde allí sobre el costado sur de la plaza en el frente donde actualmente se levanta el Capitolio Nacional se ubicaba el inmueble donde funcionaba la Cárcel Real. Lo que permitió sin duda darle más dramatismo al discurso y que todos los allí presentes entendieran la proximidad no sólo metafórica sino física del presidio.
+Josefa Acevedo Tejada tuvo cuatro hermanos y cinco hermanas. Su hermano mayor fue Pedro (1799-1827), quien acompañó a su padre en ese fatídico periplo final en las montañas de los andaquíes, y quien a su vez por haberse enlistado en las tropas patriotas de manera tan temprana fue conocido como El Héroe Niño de la Independencia. Logró ascender al grado de Coronel y fue gobernador de Antioquia. Se casó con Eusebia Caicedo y Santamaría, quien a la muerte de este se casó en segundas nupcias con el también coronel Anselmo Pineda Gómez (1805-1880). A Pedro le seguían Liboria (1800-1873), quien contrajo nupcias con el general Juan José Neira y Velasco (1743-1841), que durante la guerra de los Supremos defendió Bogotá y murió a causa de las heridas recibidas[2]; Josefa Ceferina (1801), quien murió nueve meses más tarde y Josefa (1803-1861), que se casó con Diego Fernando Gómez (1786-1850), primo de su padre. Luego venían Eusebia (1804-1870), soltera, amiga y fiel compañera de Josefa y José (1806-1850). Este último también adelantó una carrera militar, fue general, participó en varias guerras de la Independencia y se desempeñó también como diplomático; Juan Miguel y Alfonso Ramón (1809-1851), quien merece especial atención porque cuando se desempeñó como gobernador de la provincia de Bogotá decidió “enlosar” en 1842 el costado sur de la Plaza Mayor, entonces de la Constitución, proyectando el atrio de la Catedral hasta el extremo suroriental y acabando de conformar lo que sería conocido popularmente como el «altozano de la Catedral», el sitio de encuentro por excelencia de la ciudad de entonces. Gracias a esta y otras obras, como la construcción de la capilla del Cementerio Central[3], la plazoleta semicircular que giraba alrededor de una columna[4] de piedra que anunciaba el acceso a este campo santo se construyó en «gratitud a su celo»[5]. Finalmente estaban Catalina (1810-1886) y Concepción (1812-1888), ambas solteras.
+Josefa vivió los primeros años de su vida en esa Santafé previa a la Independencia, que tenía una población que alcanzaba los 20.000 o 30.000 habitantes, quienes se acomodaban en casas que difícilmente superaban los dos pisos y que se divertían yendo a San Victorino a ver los «tres únicos coches que había en la ciudad, a saber: el del Virrey, el del Arzobispo y el de la familia Lozano, llamado comúnmente el de Las Jerezanas». Así mismo, disfrutó del breve periodo de gloria posterior al 20 de julio de 1810, que a juzgar por el «Cuadro primero» de este libro, no alteró la vida cotidiana de sus habitantes que seguían yendo a misa, aunque ahora unos lo hacían por su fe en Dios y otros secretamente por su obediencia con el Rey de España. En este primer episodio vemos cómo si bien la historia oficial nos cuenta una versión idílica de la Independencia, aquí somos testigos de ese drama que separó familias y convirtió la ciudad en un caldo propicio para las intrigas y las delaciones. En tan sólo seis años, entre 1810 y 1816, los seguidores del Rey de España y su Corona estuvieron a merced de aquellos que querían romper con ese vínculo. Luego volvieron los españoles con Pablo Morillo (1775-1837) y obligaron a huir o fusilaron a muchos de aquellos que se sumaron a la causa independentista, y luego, tan sólo tres años después, entraría triunfante Bolívar de nuevo a la ciudad poniendo en fuga esta vez a los realistas. La historia de Alberto y su hija Teresa, así como la de Timoteo y su hermana Aurelia, nos devuelven a ese momento de la historia y le dan una perspectiva humana que los libros de historia no alcanzan por lo general a retratar.
+Este libro se organiza alrededor de ocho cuadros o episodios, todos ellos relacionados con la historia personal de la autora o por historias que le fueron contadas por sus hermanos, familiares o amigos que vivieron estos agitados y tormentosos primeros años previos y posteriores a la Independencia. En el «Cuadro segundo», a través de la historia de Luis, Adriano y Paulina, volvemos al periodo a partir de 1819 en que si bien buena parte de la Nueva Granada había obtenido la independencia, las guerras continuaban y era indispensable reclutar soldados a la fuerza para esto. Habla aquí de ese alistamiento forzado que asoló nuestro país en el siglo XIX en sus múltiples guerras civiles, que lamentablemente continuó en el siglo XX y que aún no se detiene en las primeras décadas del XXI. Campesinos que se ven envueltos en una guerra que no han pedido y de la cual no quieren en muchos casos hacer parte. Acevedo hace allí un llamado en palabras de uno de los personajes: «no quiero que por mi causa haya viudas y huérfanos en el mundo». Es terrible reconocer que ese llamado aún no es escuchado y que este relato no pierde ni actualidad ni cambia de protagonistas en nuestro país.
+Las historias intentan contar episodios de la vida de personas anónimas cuyas existencias se ven alteradas por hechos históricos o simplemente por la manera como sus vidas han sido narradas o recordadas, en ocasiones de manera injusta a su juicio. Este es el caso del «Cuadro tercero», que gira entorno a Valerio, una persona que ella considera justa a pesar de que no muchos compartan su punto de vista, y que es un esfuerzo por rescatar su memoria mancillada. Aquí quizás radica la molestia que le ocasionó El Alacrán y sus burlas descarnadas y su esfuerzo por sacar del olvido a aquellos que ya nadie recuerda o que si lo hacen es para difamarlos. Otras historias tienen que ver con sus preocupaciones personales, como el relato de Angelina que se expone en el «Cuadro cuarto» y que remite a dos de sus obras literarias previas a esta como lo son Deberes de casados y Tratado sobre economía doméstica para el uso de las madres de familia y de las amas de casa (1848), ensayo este último donde se describe la mentalidad de la época y se dejan en evidencia los roles masculino y femenino dentro de la pareja.
+Las enfermedades pueden cumplir un papel protagónico a la hora de torcer destinos y eso es justamente lo que hace la elefantiasis en el «Cuadro quinto». Si bien esta es una dolencia que hoy puede ser tratada, y que sabemos es ocasionada por un parásito, en este relato causa que una familia que desconoce las causas de este mal y que si éste puede ser contagioso, pase un desafortunado evento que altera para siempre la vida de todos. Por su parte, la historia de Braulio descrita en el «Cuadro sexto» nos habla de los niños expósitos y abandonados en una ciudad que heredó del periodo colonial sólo una entidad que atendía esta situación. Desde finales del siglo XVIII en Santafé, y bajo el impulso de las reformas borbónicas, por el aumento de la población y la proliferación de pobres, vagos y mendigos se instauró el Real Hospicio. Esta institución funcionó en el antiguo claustro de los jesuitas situado en la calle ancha de Las Nieves y su iglesia desde entonces fue conocida como el Hospicio[6]. Después de la Independencia siguió funcionando como tal, pero en unas condiciones lamentables y en general no daba abasto frente a una creciente demanda.
+Del «Cuadro séptimo» y del último periodo de la vida de José Acevedo y Gómez es necesario resaltar la descripción que la escritora nos deja de la Santafé del periodo colonial, que nos ilustra sobre la manera como se vivía en la urbe de ese momento. Así mismo, nos habla de poblaciones indígenas y afrodescendientes que se refugian en los territorios aún sin explorar, unos huyendo del proceso de adoctrinamiento religioso que debilita sus propias creencias y los otros de la esclavitud. Finalmente se destaca el papel que en esta historia cumple el coronel Anselmo Pineda, esposo de la viuda de Pedro, hermano mayor de Josefa y a quien ella menciona al final del relato. Pineda dedicó cuatro décadas de su vida a recolectar todo el material documental sobre la gesta libertadora. Entrevistar años después a María Luisa Cuéllar, la persona que con su esposo auxilió a Acevedo y Gómez en sus últimos momentos y dejar un testimonio por escrito de este episodio dejan en evidencia este interés por historiar estos episodios. Finalmente, en el último cuadro «Mis recuerdos de Tibacuy», resulta interesante la descripción de la celebración del Corpus Christi y en especial del lugar donde se realiza: «la plaza no es sino la continuación de una colina cubierta de verde yerba, cuyo cuadro lo forman cuatro ermitas de tierra». Este relato nos da pistas para pensar que esta población cundinamarquesa contó con un conjunto doctrinero compuesto por una iglesia y cuatro pequeñas capillas posas[7]. Estos conjuntos doctrineros fueron comunes en América desde el siglo XVI y, como su nombre lo indica, fueron empleados para adoctrinar a la población indígena y enseñarle a vivir en policía o en sociedad. En la celebración del Corpus se realizaba una marcha en sentido opuesto a las manecillas del reloj por las capillas y, como lo relata Acevedo de Gómez, se construían arcos con flores y frutas a través de los cuales se circulaba. Esta es una tradición que aún se mantiene vigente en varias poblaciones cundinamarquesas como Anolaima.
+Leer estos episodios resulta muy emocionante para aquellos que por un momento quieran viajar y revivir las primeras décadas del siglo XIX, ese periodo de la historia de nuestro país que lamentablemente está usualmente más relacionado con esculturas en bronce y mármol, aburridos libros escolares o apolillados museos. Los relatos de Josefa Acevedo de Gómez le dan cara y sentido a muchas existencias de seres anónimos como la mayor parte de nosotros, que estamos a merced de las vicisitudes de un destino que no controlamos y que no aparecemos en los recuentos oficiales ni de las entidades del Estado, ni de los historiadores, pero que al final, somos la materia prima de la que esté hecha cualquier sociedad.
+ALBERTO ESCOVAR
+[1] Boletín de Historia y Antigüedades, n.º 3. Noviembre de 1902, pág. 212.
+[2] Su máscara mortuoria y su espada hacen parte de la colección del Museo Nacional.
+[3] La construcción estuvo a cargo del maestro constructor Nicolás León, quien se había formado con fray Domingo de Petrés (1759-1811) y participó con él en la construcción de la Catedral Primada de Bogotá.
+[4] En 1869 su viuda ofreció al Municipio de Bogotá ubicar el busto de Acevedo Tejada en reemplazo de la columna. Finalmente, el Municipio no se puso de acuerdo y la oferta fue retirada. En la mencionada columna se encontraba la siguiente inscripción: AMOR PATRIA E VITAT MORI. A la constancia, actividad y patriotismo del Gobernador Alfonso Acevedo Tejada debe esta población el cementerio. ¡Gratitud por su celo!
+[5] Ver Alberto Urdaneta. «El día de difuntos» en Papel Periódico Ilustrado. N.º 78 del 2 de noviembre de 1884. Año IV: 92.
+[6] De acuerdo con la nomenclatura actual, este inmueble estaba situado entre las carreras 7.ª y 8.ª, entre calles 18 y 19, y tanto la iglesia como el claustro fueron destruidos en los violentos disturbios del 9 de abril de 1948.
+[7] Se les daba este nombre porque en la fiesta del Corpus, sobre ellas se dejaba “posar” el Santísimo Sacramento y estaban situadas en los costados del atrio expandido o plaza situada frente al templo.
+LA OBRA QUE HOY DAMOS A LUZ, sobre la tumba de la señora que la dejó escrita, no va a mendigar cartas de introducción para la sociedad. La señora Acevedo de Gómez era ventajosamente conocida en América; y uno de estos Cuadros que hoy damos a luz reunidos, corría impreso y había gozado de la simpatía y aprecio del público.
+Es de justicia hacer conocer a los apreciadores de la señora Acevedo, que viven en el extranjero, la vida de esta ilustre escritora.
+Nació la señora María Josefa Acevedo en Santafé de Bogotá el 23 de enero de 1803. Eran sus padres de limpia calidad y ventajosa posición social y pecuniaria, y todos los miembros de su familia han figurado con honra en su patria. Quien quiera más detalles sobre la familia de don José de Acevedo, aclamado Tribuno del Pueblo en la revolución del 20 de julio de 1810, lea el Cuadro séptimo. Allí describió la señora a su familia con veraces y bellos colores. La educación que recibió la señora Acevedo se resentía del sistema que entonces privaba: se le enseñó a leer, escribir y coser: lo demás que sabía, lo aprendió más tarde por medio de la lectura; pero jamás su instrucción llegó al nivel del valor de su espíritu.
+Desde su niñez resaltaba en ella su espíritu poético, sus pensamientos elevados, su sensibilidad exagerada. Una de sus amigas de juventud fue la santa y noble mujer a quien debo la vida; y en las cartas que ella conservaba de la señora Acevedo, cartas íntimas, escritas en el abandono de la amistad, para que no tuvieran sino un solo lector, hemos encontrado los rasgos más felices, y la revelación de un talento superior. Era casualmente en la correspondencia epistolar donde más aparecía el claro talento de la señora Acevedo, y esa sensatez rara de sus juicios y de sus apreciaciones sobre las cosas de la vida, que se descubre a cada paso en sus escritos, y que la llevó a producir la obra más notable de las suyas, y una de las mejores que se han escrito en América: hablo de la que lleva por título: Deberes de los casados.
+La señora Acevedo se casó en abril de 1822 con el doctor Diego Fernando Gómez, personaje político de Colombia, y abogado de mucho mérito. No fue dichosa en su matrimonio; pero fue fiel a sus deberes, honró a su esposo y ocultó delicada y tenazmente la historia de sus pesares domésticos. Sus dos hijas la consolaron de muchos infortunios. Al lado de una de ellas pasó sus últimos años y su última enfermedad: murió el 19 de enero de 1861.
+Para escribir no tenía sino talento: le faltaba educación literaria, tiempo y ocasiones. Sin embargo, con el talento lo hizo todo, y escribió mucho. Aprendió a hacer versos, leyendo los de otros poetas, pero sin saber jamás cuáles eran las reglas de su artificio, ni los nombres especiales de las rimas.
+Dio a luz una colección de varias composiciones en verso, de mediano mérito: acaso la mejor es la titulada: Una tumba en el Andaquí, escrita sobre el mismo asunto de uno de estos Cuadros. También escribió e imprimió en Bogotá la biografía de su esposo, cuando murió este.
+De sus tres obras notables, casi intachables, dos están en prosa y son muy conocidas: el Tratado de economía doméstica y los Deberes de los casados. Reunidas esas dos obras con la que hoy sale a luz, formarían un volúmen digno de ser leído y releído en el hogar doméstico: ¡el mejor elogio que se puede hacer a una obra!
+Los ocho cuadros que hoy se publican no perecerán mientras tengan la virtud adeptos y lágrimas los ojos.
+El hombre que no se enternezca profundamente con el capítulo de «Soledad, hambre y demencia» o con «El soldado», ha perdido su corazón.
+Bogotá, abril 22 de 1863.
+J. M. VERGARA VERGARA.
+UNA HERMOSA TARDE DEL MES de marzo del año de 1849 me hallaba yo ocupada de mis quehaceres ordinarios cuando entró en mi casa un joven, que era entonces amigo mío, y me dijo:
+—¿Ha leído usted el nuevo periódico?
+—No, ni sé cuál será.
+—Se llama El Alacrán, y es muy gracioso y verídico.
+—¿De qué trata?
+—De todo: es una rápida revista sobre la vida privada de cuantos les ocurren a los redactores, y se tocan ciertos hechos ya en verso ya en prosa, con ligereza y fuerza al mismo tiempo; deben estar resentidos más de cuatro. Aquí no se perdona a nadie. Juzgue usted.
+Entonces el joven relató varios trozos que había aprendido de memoria y que me parecieron de una atroz malediscencia, y concluyó ofreciéndome que al día siguiente llevaría a casa el papel. Yo lo rehusé asegurándole que no me gustaban producciones de esa clase. Poco después, entró mi hermano José, se habló, como era natural, de la nueva publicación, y mi hermano la improbó con calor y buenas razones; pero el joven sostuvo que era un papel bueno, divertido y útil.
+—¿Qué freno contiene a los pícaros, dijo, sino el de la crítica? En nuestro país no hay leyes represivas del crimen, o si las hay, faltan jueces íntegros que las apliquen, y esto asegura la impunidad de los que tienen plata. Deje usted que los dos paisanos azoten sin piedad a todos los hipócritas, los ladrones, los perversos que encierra nuestra sociedad y usted verá como hace más bien El Alacrán que las leyes, la policía, las cárceles y los presidios.
+—Yo no opino como usted, replicó mi hermano, detesto esos papeles que denigran y descubren las faltas de los hombres, y formo mal concepto de sus autores.
+—¡Vea usted lo que es la inconsecuencia humana! Exclamó el joven. Los hombres timoratos y moralistas como usted van a cargar de maldiciones a los autores de El Alacrán y nada dicen del doctorcito en cuya tienda se descredita y se calumnia sin misericordia, ni de los corrillos de la calle real donde se practica lo mismo y a los cuales no dudo que se mezcle usted algunas veces, ni de estrados de las señoras desde donde frecuentemente se difunden la difamación y el deshonor de las familias.
+—Usted se engaña, contestó mi hermano, ningún hombre de bien aprueba la malediscencia y antes por el contrario, la condena donde quiera que la halla. Pero una conversación por perjudicial que sea, es por su naturaleza más pasajera y son pocos los que la oyen; al paso que este papel circula, dura, es leído por centenares de individuos y es a todas luces una producción execrable. Arrojar así el guante a la sociedad entera constituyéndose en difamadores públicos, escudriñar el secreto de la vida privada para divulgarlo por medio de la imprenta dentro y fuera de la República, inventar escandalosas calumnias para cubrir de vergüenza la modesta frente de una vírgen pura, suponer descaradamente el crimen en las más santas relaciones sociales, dejar adivinar por medio de pérfidas indicaciones unos delitos y un desenfreno que sólo pueden abrigarse en corazones totalmente corrompidos, amanezar con el deshonor el ridículo y la vergüenza a amigos y enemigos, reirse de la moral a la faz de todo el público y gloriarse de ese vil oficio de trompetas del descrédito de sus conciudadanos, esto es lo que me parece el colmo de la imprudencia, de la desvergüenza y la perversidad.
+—Pero bien, replicó el joven, todo el mundo aplaude, y debemos confesar entonces que todo el mundo es igualmente imprudente, desvergonzado y perverso. Usted mismo que ahora imprueba, dentro de un rato se ríe de los milagros tiros de El Alacrán, confiesa que tal rasgo está bien escrito y es justo, extraña que estos graciosos atrevidos hayan pasado por alto tal o cual cosa que merecía figurar en el períodico; y así resulta que todos contribuimos a la redacción, la circulación del papel, haciendo ostentación al mismo tiempo de cierta especie de hipocresía obligada, que es la que nos hace decir: ¡detestable papel!, cuando en nuestro corazón estamos aplaudiendo muchos de sus tiros. Pero, no obstante, nos quejamos cuando nos hiere personalemnte o cuando toca a las personas que amamos. Si no, dígame usted, ¿no ha comprado ya, o leído u oído leer con gusto El Alacrán? ¿No pregunta usted con curiosidad a quienes ataca y que dice de esta o de aquella persona? A lo menos esto es lo que yo veo practicar a todos los censores del nuevo periódico.
+—No señor, replicó mi hermano con serenidad, ni compro ni leo ese papel, cuya publicación me avergüenza por mi país, ni pregunto de quiénes ni de qué trata, porque procuro no hacer jamás lo que me parece mal que otros hagan. Si se practica comunmente lo que usted me dice, tanto peor para la sociedad, mas yo no ayudaré por mi parte a la desmoralización de mis conciudadanos. Al oírlo a usted confieso que es grande el triunfo que han logrado los redactores de El Alacrán, pero ellos han logrado también cambiar sus nombres de familia que eran honrosos por un triste y odioso apellido.
+La conversación se prolongó, tomando yo muy poca parte en ella, y al fin los dos interlocutores se separaron en buena armonía, pero sin ponerse de acuerdo sobre el punto que discutían.
+Pocos días después volvió mi hermano a casa, y recordando aquella conversación, lamentamos juntos la inclinación general que se nota en todos a la malediscencia, admirando que estuviese tan en boga ese emponzoñado periódico y que lo aplaudiesen hombres de juicio y moralidad y señoras de respeto. Yo dije a mi hermano: ¿Me creerás que he tenido el proyecto de escribir en sentido opuesto, y publicar yo lo bueno que sé de las gentes, ya que estos dos cartageneros se empeñan en publicar lo malo?
+Entonces le expliqué mi plan que él aprobó, haciéndome algunas indicaciones útiles y refiriéndome o recordándome algunos hechos que podían prestar material a mi obra, y luego añadió:
+—Sí, escribe la contra de El Alacrán.
+—Me detiene una cosa —contesté—, y es, que si escribo en este sentido casi nadie me leerá, porque aquel joven tiene razón en decir que es casi universal la cooperación del público, ya de un modo, ya de otro, a la malediscencia; y perdería los costos de la impresión de mi obra, lo cual, como soy pobre, no es poco para mí. Si no fuera por esto, yo creería fácil formar una interesante y verídica relación de hechos honrosos y nobles que hicieran conocer que nuestra sociedad no está exclusivamente plagada de vívoras y «Alacranes».
+Mi hermano se sonrió entonces con su bondad acostumbrada, y dándome una palmadita en el hombro, me dijo:
+—Pues bien: escribe, escribe, mi buena Josefina, y si no se vende tu obra, yo te compro toda la edición.
+Después me preguntó varias veces en qué estado estaba mi trabajo, y cuando murió, me dejó cien pesos para imprimir mi libro.
+¡Memoria respetable y querida del más virtuoso de los hombres! Yo te dedico estos cuadros que tú querías que se publicaran hace tanto tiempo. Si el público desprecia mi obra, tu aprobación anticipada me basta, y si merezco ver aceptado este trabajo, a ti lo deberá la sociedad, porque ha sido escrito bajo las inspiraciones de tu sensible y honrado corazón.
+MÁS DE DOS AÑOS HABÍAN corrido después del memorable veinte de julio de 1810, y el señor S***, a quien llamaremos Alberto, no podía olvidar el antiguo Gobierno, la paz sepulcral de las colonias, la pompa de las fiestas reales y el placer de ver en la ciudad uno o dos batallones de soldados españoles que hablaban con gracia, decían chistes a las muchachas y escoltaban con gravedad las procesiones del Corpus y la Semana Santa. Él no podía perdonar una revolución que juzgaba criminal por el hecho de desconocerse en la nueva República una autoridad muy antigua; sacrílega, porque adoptaba principios reconocidos en la Revolución francesa, y loca, puesto que se hablaba en el país un idioma republicano tan contrario a sus rancias preocupaciones de nobleza. Así, casi siempre estaba triste o de mal humor y llamaba con todos sus votos el restablecimiento del antiguo régimen. Su hija Teresa no participaba de sus opiniones, porque había logrado inspirarle otras ideas su prima Aurelia, cuyo padre era un exaltado republicano. Por consiguiente Alberto procuró cortar toda especie de relaciones con su primo político, el padre de Aurelia, y las dos muchachas sólo cultivaban su amistad en secreto y con las más vigilantes precauciones. Timoteo, hermano de Aurelia, amaba a Teresa con idolatría, pero conociendo las disposiciones, genio e inflexibilidad de su tío, no se atrevía a pedirle la mano de su prima. Para distraer las penas de un amor contrariado y satisfacer las nobles y patrióticas inclinaciones de su alma, entró en la carrera militar, combatió muchas veces contra los opresores de su patria, y regó con su sangre el suelo de Colombia. Recibió en el campo del honor una herida que lo imposibilitaba para el servicio de las armas, y a su regreso halló a su prima más bella que nunca, y a su tío más encaprichado en su realismo y en su odio contra los republicanos. La separación de las dos familias era ahora más severa y Aurelia y Teresa sólo se veían en la iglesia, que era el lugar en donde se comunicaban sus penas y hablaban del valor, servicios y amor de Timoteo. A pesar de la exageración de los principios de Alberto, los jóvenes amantes no perdían enteramente la esperanza, porque esta acompaña siempre los votos ardientes del corazón. Mi padre, decía Teresa, me ama mucho y no es posible que consienta en hacerme desgraciada: yo lloraré a sus pies y él no resistirá a mis lágrimas. Mi tío es bueno, decía Timoteo, Teresa le hablará, le rogará, le hará entender que nuestra felicidad doméstica depende de nuestra unión, y no de la forma de Gobierno que adopten estos países, y él no resistirá a sus gracias, su elocuencia y sus razones. Animados por estas reflexiones y habiendo puesto de su parte al padre de Timoteo, se resolvieron a presentarse un día en casa de Alberto y reunir sus súplicas para conseguir el fin de sus deseos. Eligieron el día de san Fernando, día que Alberto veneraba como un exaltado realista, y en el cual confesaba, comulgaba y daba limosnas por la intención del monarca español. A las doce del día entró Teresa en el estudio de su padre con pretexto de regalarle una hermosa granada, y casi al punto llegaron, sin cumplimiento ni aviso anticipado, el joven amante y su padre. Este voló a dar un cordial abrazo a su primo, y Timoteo le dirigió un saludo respetuoso. Alberto se dejó abrazar, no contestó nada al sobrino y poniéndose en pie, preguntó con seriedad.
+—¿De qué se trata? ¿Qué significa esta visita?
+—Hoy es un gran día —dijo el primo—, y como tal creo que debemos solemnizarlo con una reconciliación.
+—Sí, esto no será malo —contestó Alberto—, siempre que te hayas separado de los excomulgados.
+—No hablemos de eso —dijo el primo—. Yo pienso a mi modo, tú al tuyo, y en no disputando, ni hablando jamás de política, podremos vivir en paz en adelante, como habíamos vivido antes.
+—¿Tienes valor para venir a proponerme semejante reconciliación? ¿Admitiría yo en mi casa, daría yo mi amistad al hijo rebelde que se ha levantado contra nuestra madre patria, al vasallo perjuro que se declara contra su rey, al impío que sigue las doctrinas de la herética Francia y de sus abominables filósofos? No, jamás.
+—Deja —replicó el primo—, deja esa exageración intolerante, que no es propia de un buen cristiano, y vivamos en paz según la ley de Dios.
+—¡La ley de Dios invocas! —exclamó Alberto—, ¡qué profanación!, ¡qué impudencia! Dime, ¿cuál es el precepto de la ley que no hayan violado estos sacrílegos rebeldes? ¡La ley de Dios! Ella los condena en todas partes. Yo abro y leo el Antiguo y el Nuevo Testamento y las obras más celebradas de los padres de la Iglesia, consulto a nuestros viejos teólogos y por todas partes encuentro maldición y anatema contra los impíos, contra los hijos ingratos, contra los homicidas, los ladrones y los perjuros.
+—Pero, Alberto —replicó el primo con dulzura—, observa que una cosa es haberse hecho un hombre reo de esos crímenes que enumeras, y otra haber proclamado un pueblo su independencia, según el derecho santo de las naciones y aún de los individuos cuando llegan a cierta edad. Permíteme entrar contigo en un examen pacífico de los principios y de los hechos, y tal vez lograré convencerte.
+—Renuncio a esa discusión culpable —contestó Alberto—, y cierro mis oídos a las sutilezas de Satanás, con que esos desalmados filósofos han seducido a tantos infelices. El Espíritu Santo me ordena huir del peligro y, por otra parte, no podrás tú negarme que desde el funesto 20 de julio para acá, se han cometido muchos crímenes, se ha vertido mucha sangre y la maldición de Dios pesa sobre nosotros.
+—Sí, se han cometido crímenes a causa de la bárbara obcecación de ese Gobierno español, que quiere mantener estos pueblos en la abyección y la ignorancia y que nos niega los derechos que tenemos de Dios y la naturaleza; la culpa de estos crímenes la tienen los estúpidos esbirros del poder absoluto, que han opuesto una feroz resistencia a nuestro pacífico grito de independencia y libertad. Esos serviles esclavos de un monarca europeo son responsables de todos los males que se cometan en estos países, si se obstinan en…
+—¡Silencio! —interrumpió Alberto con altivez—. Yo no discuto ni examino la ley de Dios y la voluntad de mi rey: las cumplo y obedezco. Dios me manda huir de la herejía, no tener comercio con los impíos prevaricadores, detestar las doctrinas de los malos, respetar las autoridades que puso sobre los pueblos, y yo obedezco. Mi soberano quiere someter a sus hijos rebeldes y me ordena la sumisión, y yo obedezco.
+—Alberto —replicó el primo—, dejemos, pues, estas cuestiones en que no podremos ponernos de acuerdo. Yo he venido no solamente a proponerte una reconciliación, sino un matrimonio. Vengo a pedirte la mano de tu hija para Timoteo que, como sabes, es un muchacho honrado y la quiere mucho. La unión de nuestros hijos estrechará los vínculos de familia. Mi mujer y yo somos ricos y daremos un caudal regular a Timoteo desde el día de su matrimonio. Tú no tienes más heredero que a Teresa, y así estos dos muchachos disfrutarán grandes conveniencias y podrán educar cómodamente la familia que Dios les dé.
+Durante este discurso, Alberto había permanecido en silencio, no porque lo convenciesen las razones de su pariente, sino porque la ira le había quitado el uso de la palabra.
+—¡Muera yo mil veces, exclamó al fin, antes de consentir en dar mi hija a un excomulgado, para que crie hijos rebeldes y corrompidos con las malas doctrinas, y por consiguiente réprobos! Sal de mi casa —continuó—, sal, hombre culpable y tentador, como Lucifer, y no vengas a proponerme la infamia y la vergüenza de semejante unión.
+Aún no había terminado Alberto estas palabras terribles, cuando Teresa bañada en llanto, y Timoteo profundamente agitado, se habían arrojado a sus pies implorando su compasión y apelando a su amor paternal.
+—Padre mío —decía la joven—, yo moriré de dolor si usted me niega su consentimiento, y yo deseo vivir para consagrarle a usted mi vida, mi amor, mi tierna gratitud. Tío —decía Timoteo—, yo espero que usted no querrá reducir a la desesperación al que será su hijo sumiso, respetuoso y agradecido, si usted consiente en darme la mano de mi prima. Ella y yo…
+—¡Calla, temerario! —replicó Alberto—. Te prohíbo continuar en tu loca pretensión. ¡Qué! ¿Uniría yo la mano pura de mi hija a tu mano enrojecida con la sangre de los más fieles vasallos de nuestro católico monarca? ¿Haría yo dueño de mi mayor tesoro al hombre que ha buscado en el campo del crimen los laureles ignominiosos del triunfo sobre los hijos fieles que defienden su religión, su rey y su honor? ¡Tú, manchado con el delito atroz de la revolución, pretendes ser esposo de una católica obediente al rey y al Papa! Retírate para siempre de mi presencia.
+—¡Padre, padre querido! —exclamó Teresa consternada—, yo le ruego a usted por la sagrada hostia que hoy recibió…
+—Por la hostia que he recibido hoy —exclamó Alberto exaltado—, juro no consentir en tu unión con un hombre rebelde a su soberano, y si llegases a desobedecerme, mi maldición te perseguiría hasta la hora postrera de tu vida.
+Teresa aterrada y afligida, se levantó y corrió a arrojarse de rodillas delante del crucifijo que su padre tenía en su cuarto. Allí con el rostro entre las manos lloraba amargamente y decía con angustia: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué haré yo?».
+Timoteo se paró con dignidad delante de su tío y le dijo.
+—Acaba usted de pronunciar un juramento impío. Yo no insisto más; pero como mi amor está en mi corazón y es Dios quien allí lo ha puesto, a él ocurro y en él espero. Pero mientras él ilumina a usted, yo cumpliré mis deberes hacia la Patria y haré por olvidar las injurias con que me ha abrumado y la repulsa con que usted ha ultrajado a mi padre.
+Sin esperar más respuesta salió del aposento echando sobre Teresa una mirada de amor y compasión. El pacífico primo se contentó con decir a Alberto: Yo que soy en tu concepto malvado, un impío, vine a proponerte una reconciliación y un matrimonio que haría felices a nuestras hijos. Tú que eres piadoso, que estás en el buen camino y que hoy has comulgado, rechazas la paz, desesperas a mi hijo, hieres despiadadamente el corazón de Teresa y la amenzas con una insensata maldición. Nuestros papeles se han cambiado sin duda; pero tú estás en tu casa y yo me vuelvo a la mía, pidiéndole a Dios que te vuelva el jucio que tu fanatismo realista te ha hecho perder. Después acercándose a Teresa y dándole un beso en la frente.
+—Adiós, niña —le dijo—; no llores. Los días de borrasca pasan y luego viene la bonanza. En manos de Dios está todo.
+Dicho esto, salió, y si no se reía de los arrebatos de su primo, era porque estos costaban lágrimas a Teresa y tormentos a Timoteo.
+Alberto quedó contento del celo que acababa de mostrar por el rey y salió tranquilo a dar un paseo, dejando aun a Teresa de rodillas, llorando y pidiendo a Dios que ablandase el corazón de su padre.
+ERAN LAS OCHO DE LA NOCHE, caía una lluvia menuda y las calles estaban desiertas. Solamente se oían los dobles de la campana de la parroquial y los ladridos de algunos perros en las casas vecinas. La puerta de la del señor Alberto se abría con sigilo y de ella salían una joven cubierta con su manto, y otra mujer que le daba el brazo y alumbraba su camino con una pequeña linterna. La joven temblaba de pies a cabeza y se conocía que su compañera que hablaba en voz baja, trataba de tranquilizarla. Pronto llegaron al altozano de la iglesia y allí tuvo que quedarse sola Teresa, mientras su compañera fue a llamar con precaución en una puerta inmediata. Un hombre salió de ella y dirigiéndose al templo entreabrió el postigo y haciendo acercar a las dos mujeres, les dijo: «Entren ustedes», y cuando lo hubieron verificado, cerró otra vez la puerta con mucho tiento y se marchó. Sería necesario trasladarnos a aquella época y recordar la educación que entonces se daba generalmente a todos y en especial a las mujeres, para comprender el terror y la angustia que sintieron las pobres encerradas al verse solas, rodeadas de tinieblas y dentro de los muros de la antigua parroquia. El espanto las hizo mudas, se estrecharon lo más que pudieron la una contra la otra, y temblando esperaron un eterno cuarto de hora que tardó en volver a abrirse el postigo. Entonces se presentaron en la escena cinco nuevos actores, que eran Timoteo y su padre, un amigo respetable de este, el cura y el sacristán conductor de aquella silenciosa comitiva. El corazón de Teresa palpitó con más desahogo al ver a su tío y a su amante, y con la presencia de estos recobró su valor y sus esperanzas y desaparecieron los lúgubres fantasmas que poco antes hacían erizar sus cabellos. Todos marcharon en las tinieblas sin hablar, guiados solamente por el reflejo de la lámpara que ardía cerca del altar mayor. El cura hizo encender dos ceras, se echó sobre los hombros la estola, leyó con voz clara y pausada la epístola de San Pablo y luego dirigió a los jóvenes las preguntas que se hacen cuando se administra el sacramento del matrimonio en los pueblos católicos. Después uniendo sus manos, los bendijo en nombre del Eterno. Teresa estaba pálida, sus ojos enrojecidos por el llanto estaban fijos en el suelo y un temor involuntario la hacía estremecer al menor ruido; Timoteo manifestaba en su semblante alegría y esperanza, y miraba alternativamente a su padre y a su esposa expresando al uno gratitud y a la otra el más tierno amor. El padre, persuadido de que había obrado bien y que aseguraba la dicha de sus hijos, se manifestaba sereno y satisfecho. El cura tenía un aspecto grave, y terminada que fue la ceremonia se dirigió a Teresa y le dijo: «A pesar de la obstinada oposición de su padre de usted, he consentido en bendecir su enlace con su primo, porque veo que así se evitan mayores males y porque sé que únicamente la divergencia en opiniones políticas causaba la resistencia del señor Alberto, quien sin esto, habría tenido el mayor placer en acceder a los deseos de ustedes. Pero yo he observado que casi siempre un matrimonio secreto lleva consigo un germen de desgracia. Viva usted prevenida y no olvide jamás lo que debe al autor de sus días, y usted, joven esposo, recuerde en todos tiempos que su suegro es su enemigo por opiniones políticas y que lo será doblemente si descubre que usted se ha casado con su hija. Este enemigo es el padre querido de la compañera que usted ha tomado a la faz de la Iglesia; de la mujer a quien usted debe ternura, apoyo, protección y el ejemplo de todas las virtudes».
+Estas palabras del sacerdote penetraron hasta el corazón de Teresa como una voz fatídica que le pronosticaba futuras desgracias. Timoteo y su padre no las tomaron sino como una exhortación paternal y cristiana del buen párroco, que quiere que los ánimos estén siempre dispuestos a la paz, el perdón y la concordia. Así, se contentaron con prometer que harían cuanto pudiesen por la felicidad de Teresa, y salieron todos del templo con el mismo silencio con que habían entrado. Teresa y su fiel y antigua criada tomaron el camino de su casa, después de haber recibido la recién casada las caricias más tiernas de su suegro y su esposo.
+Tres semanas después de este suceso consentía Alberto en partir con su hija para la casa de una hermana viuda que vivía en el campo. Allí permaneció sólo cuatro días y tornó a la ciudad, conviniendo en que Teresa quedase acompañando a su tía, y esperando que los consuelos de esta y los objetos campestres acabarían de borrar del corazón de su hija la imagen de su primo. Pero este viaje, dispuesto por el padre a instancias de la señora, era obra de Teresa, que había escrito reservadamente a su tía, confiándole su secreto y suplicándole que por algún tiempo le proporcionase un asilo en donde le fuera fácil acercarse al esposo querido que en la ciudad le era imposible ver. Este, bajo de un nombre supuesto, había tomado de antemano una casita inmediata a la habitación de la viuda. Un mes pasó Teresa en esta soledad deliciosa, embellecida por el amor, y al verse obligada a volver a la ciudad sintió desfallecer su corazón en el cual ningún sentimiento igualaba el tierno y fino amor que le inspiraba su esposo.
+Apenas abrazó a su padre, cuando notó una feliz mudanza en su semblante y su humor. «Regocíjate, hija mía», le dijo, «se acerca ya el día del escarmiento. Los pretendidos patriotas, los ingratos rebeldes, han perdido su última esperanza y bien pronto entrarán en esta ciudad las tropas victoriosas del mejor de los reyes. Dios ha oído nuestras súplicas, y los infieles vasallos sufrirán el merecido castigo». Después el señor Alberto refirió menudamente a su hija todos los sucesos prósperos de las armas reales, y detalló con una complacencia marcada hasta los menores reveses de los republicanos. Estas noticias eran aterradoras para Teresa, que tembló por el caro objeto de su amor. Apresuróse a retirarse a su cuarto, donde pudo gemir libremente y escribir a Timoteo y a su tía todo lo que su padre acababa de comunicarle con tanta alegría.
+DOS MESES SOLAMENTE HABÍAN pasado después de la entrada del ejército pacificador, y ya estaba empapado en sangre de sus hijos el hermoso suelo colombiano. Centenares de cadalsos se habían levantado por todas partes, y diariamente se sacrificaban nuevas víctimas en las aras de la tiranía. Mas, estas hecatombes humanas no aplacaban el furor vengativo de los esbirros de ese monarca estúpido y cruel que deshonraba el trono español; y la codicia de sus soldados mercenarios multiplicaba las proscripciones, sin que estas llegasen a cansar el brazo de los verdugos. Ingeniosos para perseguir y castigar Morillo, Enrile, Warleta, González y mil otros jefes expedicionarios, obtuvieron para sus nombres una inmortalidad semejante a la que acompaña los de Nerón y Calígula, Robespierre y Marat. El padre y el hijo eran conducidos a la misma plaza para ser inmolados en patíbulos inmediatos; la viuda y el huérfano vagaban desterrados de sus hogares, implorando la caridad de sus compatriotas para no perecer de hambre y de frío; los sacerdotes venerables gemían en los calabozos o eran conducidos a España en donde debía ser examinada su conducta. Los robos, las confiscaciones, los despojos violentos cometidos por esos tigres europeos, no tenían número; y el duelo y las lágrimas de los proscritos rara vez lograban desarmar el furor de los perseguidores. Pero el más cruel azote que afligía a los americanos patriotas, era la caterva vil de delatores, que ansiosos por lograr el favor de los ministros de un rey bárbaro, o por apropiarse los despojos de las víctimas, o por vengar algún resentimiento personal, no vacilaban en delatar las acciones, las palabras y hasta las miradas de los pretendidos insurgentes y hacían conducir al patíbulo, sin ningún remordimiento, a sus deudos y benefactores y a los que en otro tiempo llamaron sus amigos.
+Pocos fueron, sin embargo, los americanos de familias distinguidas que lograron comprobar su fidelidad al rey; porque fueron pocos los cobardes y abyectos que habían suspirado por las cadenas que el heroico pueblo destrozó en el memorable año de 1810. Alberto fue de estos privilegiados, y no solamente obtuvo un destino de categoría, sino que mereció especiales recomendaciones de los jefes peninsulares. Se trató aun de colocarlo en la capital del virreinato; pero él prefirió servir en su ciudad natal en donde poseía cuantiosos bienes y podía brillar más en su empleo. Es necesario decirlo, Alberto no se contentó con servir a su rey, y descendió hasta hacer el vil oficio de delator, y el odioso papel de perseguidor de los patriotas. Había conocido que su hija estaba muy distante de participar de sus ideas de lealtad al monarca, y convencido de que esta defección tenía por origen el amor de Timoteo, resolvió saciar en él su venganza, y lavar en la sangre del insurgente, la mancha que, en su concepto, deshonraba a su familia. El padre de este joven fue aprisionado, sus bienes confiscados y su esposa y sus hijos desterrados a un lugar distante. Empleáronse los mayores artificios, las investigaciones más minuciosas y la más activa vigilancia, con el fin de descubrir el paradero de Timoteo; pero todo fue en vano.
+A la sazón se hallaba alojado en casa de Alberto un joven capitán español, llamado Gonzalo de Mendoza. La educación y modales del oficial manifestaban desde luego que pertenecía a una familia ilustre, y la nobleza de sus sentimientos realzaba su hermosura personal. Este no era un esbirro desalmado, ciego ejecutor de las maldades ordenadas por sus sanguinarios jefes. Era un militar honrado y valiente que deseaba reconquistar para su patria las bellas colonias americanas; pero no le gustaba ver correr la sangre de los hombres sobre el cadalso. Mil veces se había horrorizado con estas ejecuciones diarias, que esparcían por todas partes el duelo y el terror, y había reprendido a muchos de sus compañeros este furor de caníbales que deshonra la profesión de las armas y marchita los laureles de la gloria. Frecuentes disputas tenía sobre este objeto con Alberto, quien pretendía que sólo con sangre podía lavarse el crimen de defección al soberano, y que se necesitaba purgar a la América de esta raza degenerada que había desconocido la autoridad de la Madre Patria y por consiguiente la del pontífice romano, que había cedido estas comarcas, en el tiempo de su descubrimiento, a una reina de España. Teresa presenciaba estas conversaciones, y siempre pagaba con una expresión de gratitud o una sonrisa de afecto los discursos del joven Mendoza. El hábito de verse juntos, la conformidad de sentimientos y la notable hermosura de Teresa, engendraron un amor vivo y sincero en el corazón del valiente español: resuelto a establecerse en América y casi seguro de ser amado, no vaciló en pedir a Alberto la mano de su hija, y este convino gustosísimo en un enlace que mataba todas las esperanzas de Timoteo y fijaba en el seno de su familia a un hombre ilustre por su nacimiento y fiel servidor del monarca. Llamó pronto a Teresa para darle tan buena nueva; pero esta rehusó con modestia y resolución la dicha y el honor de esta alianza. Apuró Alberto las razones, los ruegos y los consejos; mas, viendo a su hija determinada a no obedecerle, recurrió para decidirle, a las amenazas y el furor. «Serás esposa de este joven», le dijo, «o antes de quince días te hago tomar el hábito en un convento. Yo soy padre, y ordeno; tú eres hija y debes obedecer. Desde hoy quedas prisionera en tu cuarto, y si dentro de tres días no me complaces con buena voluntad, tu castigo será tremendo y no hallarás ya en mí el corazón de un padre». Demasiado sabía la infeliz Teresa que aquel corazón era feroz y vengativo; pero, resuelta a no confesar su matrimonio por no comprometer la vida de su adorado esposo, y en la imposibilidad de obedecer, se resignó a esperar los acontecimientos, sin temer la muerte, si era necesario sufrirla, por sostener su repulsa a cualquiera de los dos estados a que su padre quería obligarla.
+Mendoza extrañó que la señorita no se presentase a las horas de comer; pero Alberto dijo que estaba indispuesta. Al segundo día subió de punto la inquietud del enamorado español, y no contento con la respuesta del padre, preguntó a la fiel criada por la salud de su señora. Esta buena mujer, que conocía la bondad del oficial y que temía los efectos del enojo de su amo, juzgó menos malo decir la verdad sin disfraz alguno, y así le contó hasta las menores circunstancias de la conferencia tenida entre el padre y la hija con motivo de la solicitud que Mendoza había hecho. Grande fue el pesar del joven, y aun sufrió su amor propio al verse rechazado, pues él imaginaba que la gratitud que la señorita le había mostrado en varias ocasiones, podía tomarse como un indicio cierto de que su amor era correspondido. Sin replicar nada a la criada retiróse a su cuarto lleno de amargura, arrepentido de la ligereza con que había confiado en su suerte, y más aún de la propuesta que había hecho a Alberto y que era la causa de los rigores que se ejercían sobre aquella niña que le era más querida que su existencia. Aquella noche permaneció encerrado meditando lo que debería hacer, y al día siguiente dijo a Alberto que deseaba ver a Teresa.
+Este que quería ocultar al joven el desaire recibido, se opuso a ello, pero Mendoza insistió asegurándole que ya sabía el éxito de su propuesta y que esperaba vencer la resistencia de Teresa. Entonces Alberto consintió, no sin prometer antes al capitán que su hija sería suya de grado o por fuerza. Mendoza se sonrió tristemente y se encaminó al cuarto de Teresa.
+Estaba la hermosa joven orando y llorando, porque estos eran sus únicos recursos cuando algún infortunio la afligía. El oficial se paró en la puerta a contemplar un momento a aquella mujer encantadora puesta de rodillas y bañada en llanto delante de una imagen de la Virgen. Sus blancas manos estrechaban su pecho con angustia y decía sollozando: «¡Madre mía, líbrame de tan horrible situación!». Mendoza dio un paso y llamó suavemente a Teresa. Esta volvió el rostro y un vivo encarnado cubrió su frente. Había sido sorprendida en el secreto de su dolor.
+—Teresa —continuó el joven acercándose—, veo que usted me odia, puesto que le pide a la Virgen con tanto dolor que la libre de la desgracia de ser mía. ¿Por qué me aborrece usted así?
+La dulzura con que fueron pronunciadas estas palabras, inspiró confianza a la amable muchacha y le dio una idea vaga de que aquel hombre era el único apoyo que podría hallar en su desesperada suerte.
+—No —le dijo—, yo no lo odio a usted, Mendoza, antes bien lo estimo, respeto sus virtudes y deseo merecer y conservar su afecto. Pero, síentese usted y hablemos.
+Mendoza se sentó a su lado y dijo:
+—¿Por qué lloraba usted, pues? ¿No es porque su padre le ha dicho que quería que se casase conmigo?
+Esta pregunta tan terminante hizo estremecer a Teresa que no halló por lo pronto nada qué responder. El joven notó su confusión y continuó:
+—Yo la amo a usted más que a mi vida, por usted soy capaz de hacer los mayores sacrificios y elevado al rango de esposo suyo, me creeré digno de ejecutar las acciones más heroicas. Los elogios de usted serían mi estímulo y su amor mi recompensa. ¿Por qué no quiere usted por esposo al hombre de quien puede hacer un héroe?
+—Por su mismo mérito —contestó la joven con timidez—. Usted está llamado a llenar una carrera de gloria; su nombre, su valor, sus principios, su nobleza de alma, abren a usted una senda brillante que mi amor no debe estorbar. Yo vivo en una ciudad oscura, en un país casi desconocido y hoy vilipendiado por los españoles a causa de la revolución, y usted está llamado por el destino a su patria que actualmente sostiene una lucha honrosa con una de las más poderosas naciones del antiguo hemisferio. Abandone usted estas desoladas regiones y vuele a cubrirse de gloria en los campos de la patria. Allí el nombre de usted eclipsará los de esos inmortales campeones que acompañan al más grande hombre de esta época. Vuelva usted a la península y que el brazo de Mendoza afiance la independencia de la España, y que su fama oscurezca la de esa multitud de héroes que en nombre de Napoleón pasean por toda la Europa las águilas triunfantes de la Francia. Sí, Mendoza, que no contrarie un amor insensato tan bello destino.
+El oficial oía con encanto y admiración aquellos vaticinios de gloria pronunciados por la boca más linda del mundo; pero el entusiasmo de Teresa avivaba su amor.
+—Sí, amable joven —exclamó—, si no es otro el temor que a usted la detiene sino el de truncar este brillante porvenir que usted pinta con tanta energía, diga usted que será mi esposa y ya queda asegurado. La conduciré a usted a mi cara patria, al suelo de los héroes, a la cuna del Cid, de Gonzalo de Córdova, de Cortés, de mi padre que ha sido también héroe en la guerra con la Francia. Allí ostentaré con orgullo en la Corte la envidiable conquista que he hecho en América, allí una palabra de usted me inspirará valor y virtudes iguales a las que han distinguido a todos nuestros valientes capitanes, y amado por usted haré prodigios; sí, prodigios que no costarán lágrimas ni sangre a los súbditos del rey, como sucede en esta trágica reconquista. Allí recogeré los laureles destinados a la lealtad y al heroísmo, para depositarlos a los pies de la amada de mi corazón. ¡Oh Teresa! Sea usted mi esposa y ya no tendré votos que formar.
+—No, Mendoza —replicó esta—, no nos alucinemos. Mi padre no dejará nunca su patria, ni yo me separaré de mi padre. No deseo hacer un viaje, no quiero abandonar el suelo sagrado, regado con la sangre de los defensores de la libertad americana; no me alejaré jamás de la fría tumba de mi adorada madre. Viviré y moriré en este oscuro rincón, de donde usted debe huir.
+—¡Huir de tu patria, Teresa! —exclamó el joven con exaltación—. No, más bien quedarme aquí para bendecir el suelo que te dio nacimiento; aquí donde reposa tu madre por quien oraremos juntos; donde vive tu padre a quien honraré y serviré contigo; aquí donde los americanos proscritos necesitan una protección que yo puedo darles en nombre tuyo. Sí, adorada mía, renuncio a los laureles militares y la gloria en Europa. La mía consistirá en hacer el bien por inspiración tuya, será enjugar el llanto de tantas viudas, socorrer a tantos huérfanos, volver por el honor del nombre español que casi se ha convertido en sinónimo de verdugo. Esta tarea es más honrosa y será más digna de ti. Yo te obligaré a olvidar que he venido con las huestes desoladoras de tu hermosa patria. Seré el ángel tutelar de los defensores de la libertad de este suelo, porque tú serás el ángel inspirador que guie mi corazón y mi brazo. Sí, yo dejo para siempre mi patria, mi familia, mi ambición, porque tú, Teresa, llenarás el lugar de todo. Estoy contento de mi elección; aquí haré más bien, aquí seré tu esposo.
+Asombrada y confundida Teresa con la resolución del joven y penetrada de gratitud por tanto amor, apenas pudo replicarlo en voz baja.
+—No, Mendoza, no nos casaremos jamás.
+—¿No serás mi esposa? ¡Ah, Teresa! Yo había observado que siempre opinabas como yo, tus ojos han brillado de alegría, de gratitud, casi de amor, cuando he hablado en favor de los patriotas; hace pocos momentos te interesabas por mi felicidad y mi gloria con un acento apasionado, con expresiones de interés que yo he podido tomar por amor. Lo que acabas de decirme me hace ver que me equivocaba, tú me rechazas y no sé qué pensar. ¿Qué sentimientos tienes, pues, por mí?
+—Mis sentimientos, Gonzalo —replicó con ternura Teresa—, no pueden menos de ser gratos al corazón de usted. Son los más afectuosos y tiernos que pueden existir después del amor.
+—¡Después del amor! —dijo el oficial con amargura—. Entonces yo tengo un rival… Habla, Teresa, ¿amas a otro?
+—¡Oh! No me pregunte usted nada, pero persuádase usted de que nunca podré ser su esposa, que esto es imposible.
+Mendoza levantándose con el aire de un hombre lleno de dudas e irresolución, se paseaba a largos pasos por el cuarto, pensando: «¡Yo que la amaba tanto! ¡Yo que pensaba cubrir de flores el camino de su vida! ¡Perder así mis esperanzas… no puede ser! ¡Es un imposible! Yo le descubriré todo, yo sabré penetrar este misterio que la separa de mí. ¿Renunciar a ella? ¡Jamás, jamás!».
+Teresa entretanto reflexionaba sobre su extraña posición, y parecía oprimida de la más cruel pesadumbre. De repente tomó su partido; partido desesperado, pero en el cual creyó ver un medio de salud.
+—Mendoza —dijo con dulzura—, voy a descifrar a usted el enigma, implorando primero su indulgencia. Usted será dentro de un instante el árbitro de mi destino, y en su mano estará perderme o salvarme. Sepa usted, joven honrado y virtuoso —continuó, cubriendo el rostro con sus manos—, sepa usted que no soy digna de ser su esposa, que estoy deshonrada.
+Pronunció con fuerza y en voz baja esta última frase, y el español que estaba en pie frente a ella, dio al oírla un paso como aterrado. Después dijo:
+—No, esto no es cierto; buscas un pretexto para rechazarme; pero es imposible que te hayas conducido mal.
+Entonces Teresa con el acento del más profundo dolor y juntando sus manos en ademán de súplica, exclamó:
+—Sí, estoy deshonrada y llevo en mi seno el fruto de mi debilidad.
+Mendoza se dejó caer en una silla y ocultó entre sus manos su noble rostro, por el cual surcaron dos lágrimas que Teresa sintió caer sobre su corazón. Hubo un momento de silencio; pero el caballero español, dominando su emoción, se acercó a ella y le dijo con pesar y exaltación:
+—¿Es posible, criatura celestial, que hayas llegado a olvidarte de ti misma como una mujer común? ¿Es posible que con tanta hermosura y tan sublimes sentimientos te hayas cubierto de vergüenza y oprobio? ¡Dime el nombre del miserable que ha osado profanar tus encantos y engañar tu cándida virtud! ¿Cuál es ese mortal vil y corrompido que se atrevió a imprimir la marca humillante del deshonor sobre tu hermosa frente? Nómbramelo, Teresa, y aunque se oculte en el centro de la tierra, yo sabré hallarlo, yo lo castigaré… pero, ¡infeliz de mí! Tal vez tú deseas su conservación. ¡Oh! Yo no sé lo que pienso, pero dime, ¿lo amas todavía?
+Teresa turbada con las miradas extraviadas y penetrantes del español, le respondió sin saber por qué.
+—No, yo no lo amo.
+—¡Gracias por esa palabra! —dijo Mendoza. Y después de un corto silencio, añadió—: pues bien, ángel caído, no serás afrentada entre las gentes. Yo te amo por tu sinceridad, como te amaba por tu pureza. Conozco tu corazón y sé que en él, el arrepentimiento y la gratitud deben elevarse hasta el heroísmo. Tú, culpable, vales más a mis ojos que todas las otras mujeres, porque es a ti a quien adora mi corazón. Yo borraré la mancha que desdora tu frente, seré tu esposo, y puesto que ya no amas a tu seductor, a quien yo odio y castigaré algún día, yo haré por olvidar tu falta; te conduciré a un país distante, al que tú elijas, lejos del lugar en que fuiste culpable; te salvaré de la venganza de tu padre, que sin duda será tremenda, porque sus principios son inflexibles en punto de honor, y por amor a ti… sí, por ti sola yo cuidaré del hijo del hombre más infame y más feliz que ha existido sobre la tierra.
+—No —exclamó Teresa llorando—, esto es demasiado. Yo no puedo aceptar la generosidad de usted, noble Gonzalo. Pensaba que me libertaría de su amor presentándome envilecida a sus ojos; mas este amor heroico me persigue para arrancarme una verdad tremenda. Sí, yo le descubriré a usted el secreto de mi vida y ahora va a ser usted árbitro de algo más que de mi propia existencia, porque dependerá de usted la del objeto más amado de mi corazón.
+Entonces Teresa le refirió por extenso cuanto había sucedido; le nombró a Timoteo, y queriendo reparar con una confianza absoluta e ilimitada los tormentos que había causado a su amante, le descubrió el retiro que ocultaba al proscrito.
+Mendoza estaba pálido y abatido y no perdía una sola palabra de aquella dolorosa relación.
+Cuando calló Teresa, él dijo:
+—No creía hace un momento que pudiera haber para mí una pena más acerba que la de contemplarte culpable y deshonrada, y ahora que no solamente te vuelvo a contemplar pura, sino también adornada con los méritos del más tierno amor conyugal, de la consagración más fiel a tus deberes, mi corazón se siente desfallecer y casi no resiste a la pérdida de mis postreras esperanzas. ¡Ah Teresa! Mucho te amo y mucho me haces sufrir, pero no engañaré tu confianza. Voy a decir a tu padre que consientes en ser mía dentro de cuatro meses, con condición de que pasarás este tiempo en la casa de tu tía, y que yo he dado mi palabra de que se te concedería esta gracia. Entretanto, yo daré los pasos conducentes a fin de obtener un indulto especial para tu esposo y juntos idearemos algún arbitrio para obtener el perdón y beneplácito de tu padre. En cuanto a mí, ya está fijada mi suerte y después de que asegure tu dicha, oirás hablar del infortunado Mendoza. ¡Oh, Teresa! Tú eres la más amada de todas las mujeres y yo quiero que tu corazón me pertenezca a lo menos por la gratitud y que consientas en llamarme tu amigo.
+—¡Mi amigo, mi benefactor, mi ángel tutelar! —exclamó la joven, estrechando contra su corazón la mano de Gonzalo—. Yo le deberé a usted más que la existencia, y mi esposo y mi hijo bendecirán siempre el nombre querido de nuestro protector.
+El español se sintió profundamente conmovido y no se juzgó capaz de soportar con calma e indiferencia el lenguaje afectuoso y agradecido de Teresa; ni de oírla con sangre fría hablar de su querido esposo, y así dando un suspiro doloroso, y cambiando el tratamiento franco del amor por el tono respetuoso de un amigo, le dijo:
+—Adiós, Teresa, adiós, amable y peligrosa amiga, me ocuparé de usted y de los que ama y hablaremos de ellos otra vez.
+Y diciendo esto se alejó del cuarto con precipitación.
+HAN TRANSCURRIDO TRES semanas después de la escena que acaba de referirse, y Timoteo que era feliz en su retiro con el amor de su esposa a quien veía todos los días, de repente sintió rodeada su habitación por soldados armados que lo arrancaron sin piedad del asilo oscuro e ignorado donde había logrado escapar a la persecución de los pacificadores. Cercado por una fuerte escolta y conducido a la ciudad, fue al punto encerrado en la cárcel y privado de comunicación. Un cuarto de hora después se le remacharon un par de grillos y quedó solo en medio de la oscuridad de su prisión, entregado a las más dolorosas reflexiones. Pensaba en la sorpresa y dolor que experimentaría su esposa, cuando al ir a reunírsele a la hora acostumbrada, encontrase solamente la noticia de su arresto. Abismado en tan tristes ideas no quiso levantar la cabeza cuando entró un hombre en su prisión. Este se le paró junto, y viendo que Timoteo continuaba en su inmovilidad, le dijo:
+—Muy abatido estás; yo no te creía tan cobarde.
+La voz de Alberto hizo estremecer a su sobrino, y si esta primera frase no hubiera anunciado un enemigo, sin duda habría cometido la imprudencia de preguntarle si venía de parte de Teresa. Pero se contentó con mirarlo y guardar silencio, esperando que hablase de nuevo para conocer sus intenciones.
+—¿No me conoces? —continuó Alberto—, soy tu tío.
+—Sí, ya lo veo.
+—¿Pues por qué no me saludas? ¿Este es el respeto que los insurgentes enseñan a tener con los parientes y con los mayores? Se ve que eres aprovechado. Pero, te obstinas en callar y yo no vine solamente a mirarte. Respóndeme, ¿quieres salir de esta prisión?
+—Sí, señor.
+—Pues obtendrás la libertad y sólo se te impondrá un suave destierro en vez de la muerte que has merecido, pero será con dos condiciones. La primera que a nadie instruyas del lugar de tu destierro, y la segunda, que me digas quién te proporcionó el asilo en que has vivido, a quiénes veías en tu soledad y con qué insurgentes mantienes comunicaciones. Sin esto no saldrás de esta cárcel sino para el patíbulo. ¿Qué dices?
+—Que yo no compro la vida y el destierro con una traición.
+—Y si yo te ofrezco que no serás desterrado, que tu padre volverá a gozar de la libertad, que tu madre y hermana serán restituidas a su casa y al goce de sus bienes, ¿consentirás en nombrar a tus cómplices?
+—No los tengo.
+—¿Pues quiénes te han protegido?
+—Los que me aman, y un hombre bien nacido no paga el amor y los servicios con la delación.
+—¡Ridículo heroísmo, que no te valdrá para nada! —replicó Alberto—. Tu muerte es infalible y con esta a nadie salvas. Yo tengo sospechas que deseo aclarar, y si tú no me dices la verdad entera, tiembla por esas personas que dices que te aman y te han patrocinado. Yo vengaré a un tiempo mi honor y la causa de mi rey. Ya me entiendes. Por otra parte, nosotros tenemos ya noticias circunstanciadas de cuanto se trama entre los rebeldes. Conocemos los mensajeros de Bolívar, de Santander y los demás insurgentes, sabemos cuáles son los escasos recursos con que cuentan y tenemos preparados los medios de hacerlos perecer a todos si dan un paso más en su temeraria empresa.
+—¿Conque hay una empresa? —exclamó Timoteo con alegría—, ¿conque tenemos defensores? ¡Bendito sea Dios! El nombre de Bolívar me da, no la esperanza, sino la certidumbre del triunfo de la santa causa de la libertad. Gracias, tío, por tan buenas nuevas. Yo las ignoraba y moría angustiado; ahora, recibiré la muerte con resignación.
+Alberto conoció que había cometido una indiscreción instruyendo a su sobrino de aquellas noticias, que ya principiaban a inquietar seriamente a los realistas, y descontento de sí mismo e irritado con el joven, le dijo:
+—¡Insensato! Mucho habrás de arrepentirte si te obstinas en callar. Tienes un padre que aún está preso y será castigado por tu silencio y por sus maquinaciones, y sólo podrás salvarlo y evitar su muerte dando un denuncio formal y…
+—No acabe usted —replicó Timoteo, con tono desdeñoso—; ya le he dicho que no soy un vil denunciante; pero, puesto que usted me propone esta acción yo puedo preguntarle a mi turno ¿quién ha descubierto mi asilo? ¿Lo sabe usted?
+—Sí, y te lo diré. Yo, cumpliendo con los deberes de un fiel vasallo, delaté a tu padre que era insurgente y traidor, pues al hacerle alto habría incurrido en los mismos delitos. Yo hice decretar la confiscación de sus bienes, para apartar de sus manos los medios de seducción que habría empleado contra su soberano. Yo activé el destierro de tu madre y tu hermana, cuya amistad corrompía y extraviaba el corazón de mi hija. Yo descubrí por el encuentro casual de una esquela sin firma que enviabas a alguno, que había un insurgente escondido cerca de la quinta de mi hermana. Yo hice enviar la tropa que te apresó. Yo, al saber aquí que tú eras el preso, te hice poner esos grillos. Yo vengo ahora a anunciarte que si no haces una franca y pronta confesión, dentro de tres días habrás terminado tu criminal existencia. ¿Quieres saber algo más?
+—No, señor; demasiado me ha dicho usted para hacerme conocer que su corazón abriga tanta maldad como no me habría atrevido a suponer en seis u ocho de esos sanguinarios esbirros que ha enviado el monarca español para exterminarnos. Usted ha llenado con mi familia todos los oficios de un cruel perseguidor; sólo le resta encargarse de las funciones de verdugo.
+Estas últimas palabras hicieron subir de punto la cólera de Alberto, quien salió del calabozo jurando venganza implacable al triste prisionero.
+Mientras esto sucedía en la cárcel, otra escena muy diversa pasaba en la habitación de Alberto. Teresa llena de consternación por el arresto de su esposo, se había hecho conducir a la ciudad por su tía, presentando una grave indisposición en la salud de esta. Por fortuna cuando llegaron estaba Alberto en la calle y pudieron disponer a la ligera que la supuesta enferma se acostara en el cuarto de Teresa. Esta salió al punto a informarse sobre la suerte de Timoteo, pero al pasar por la puerta de la habitación de Mendoza, tuvo por más conveniente dirigirse a este amigo tan noble, tan generoso y tan honrado. Entró, pues, y halló al oficial escribiendo. La sorpresa de este fue grande al ver a su amada.
+—¿Qué es esto? —le dijo—: ¿a qué feliz incidente debo la dicha de verla a usted aquí?
+—No es un incidente feliz —replicó ella—; es la mayor desgracia la que me trae a la ciudad. Mi esposo está preso, su vida corre el mayor peligro y yo imploro la protección de usted en favor del infeliz proscrito.
+—¡Qué fatalidad! —exclamó Mendoza, visiblemente turbado—. En este momento escribía yo a usted para encarecerle que tomase las mayores precauciones a fin de ocultar a su esposo. El Gobierno acababa de recibir noticias alarmantes del norte. Los patriotas marchan hacia el interior; el nombre de Bolívar hace milagros y se ha descubierto ya que tienen inteligencias en esta y otras ciudades, en donde se forman sociedades secretas con el fin de auxiliarlos y de exterminar a los españoles. Las fuerzas de los independientes se aumentan como por encanto, las poblaciones en masa los reciben, animan y festejan, y el desaliento empieza a cundir en las tropas reales. Con tales noticias han crecido la severidad y la vigilancia con respecto a los patriotas, y desgraciadamente el nombre del suegro de usted, figura entre los de los sostenedores secretos de la causa de la independencia. Se sabe que él ha seducido a los guardias de su prisión y que tenía preparada para el sábado próximo su fuga y la de los demás presos. Además de todo esto que yo confiaba a usted en esta carta, se me acaba de dar la orden de marchar y al amanecer saldré con toda la guarnición. Yo sé bien que al lado de los grandes intereses de su esposo y de su patria, esta última noticia será de poca importancia para usted; pero el corazón me anuncia que nos diremos esta noche un adiós eterno.
+Teresa había escuchado con avidez y placer cuanto Gonzalo le había dicho con relación a los proyectos y ventajas obtenidas por los patriotas; pero temblaba de espanto viendo aumentarse los peligros de su esposo, sobre todo al saber que su tío estaba descubierto. La última parte del discurso de Mendoza ponía el colmo a sus inquietudes y desconsuelo; así fue que le dijo:
+—No, yo no miro con indiferencia la partida de usted. Mi afecto hacia su persona me hace sentir la ausencia de un amigo tan estimable, y mi presente infortunio me advierte que yo pierdo en usted mi único apoyo, el único protector en quien esperaba. Por otra parte, me duele también el pensar que usted va no sólo a exponer su preciosa existencia, sino a combatir contra los valientes defensores de una causa que merece tenerlo a usted por campeón y no por adversario. Pero ¿cómo es posible que usted me deje sin haber hecho nada por Timoteo?
+—¡Ah, Teresa! —replicó el joven—, usted me pone en una situación cruel. La disciplina militar es severa; la orden de marcha es terminante, la hora se ha fijado y si yo faltase, mi vida sería el precio de mi desobediencia, sin haber podido servir a usted para nada.
+Teresa no replicó, y sus lágrimas corrieron en silencio. Gonzalo la miraba con interés y meditaba. Al fin le dijo:
+—He hallado un arbitrio. Fingiré un negocio grave, pediré dos o tres días de dilación ofreciendo bajo mi palabra, a la que nunca he faltado, que dentro de cinco días me habré reunido ya con mis banderas, y en este corto espacio haré por salvar a Timoteo o pereceré con él.
+—¡Generoso amigo! —respondió Teresa—, si esto es posible, yo acepto. La vida de mi esposo me será más querida si la debo a los cuidados de usted. Mas, júreme usted que trabajando por salvarlo no expondrá su existencia. De otra suerte no podré aceptar sus servicios.
+Mendoza prometió lo que la joven exigía y salió al instante a solicitar la demora y a informarse sobre la suerte del preso. La noche pasó sin que él hubiera vuelto a la casa. Alberto había entrado de malísimo humor y este se aumentó con la presencia de su hermana y su hija; pero no se atrevió a improbar de una manera absoluta su venida, porque creyó que la señora estaba efectivamente enferma. Al rayar el día entró Mendoza. Teresa lo esperaba en la escalera y quedó aterrada al ver su semblante triste y notar que parecía querer evitar sus miradas.
+—¿Se va usted por fin? —le preguntó con timidez.
+—No, señora —replicó el oficial—, he obtenido dos días pero…
+—¿Pero qué? Hábleme usted, ¿qué hay? Dígamelo usted todo. ¿Dónde está mi esposo?
+—En la cárcel —contestó tristemente Mendoza.
+—Sí —dijo Teresa con precipitación—, lo sé. ¿Pero qué ha hecho usted por él? ¿Qué haremos? Mendoza, el modo de usted me espanta. ¿Qué hay? Yo no puedo tolerar la incertidumbre, y además, tengo valor, estoy prevenida para soportarlo todo.
+Y al decir esto temblaba la infeliz como la hoja de un árbol sacudido por el viento.
+—Pues bien —dijo Gonzalo—, conociendo que la ansiedad era mil veces peor para ella que la terrible verdad, sepa usted que su esposo ya ha sido juzgado.
+—¿Y condenado? —preguntó la joven.
+—Sí —respondió él.
+Al oír aquel sí espantoso, Teresa no tuvo fuerzas para sostenerse. Sus rodillas se doblaron y habría caído por tierra, si el español no se hubiera apresurado a sostenerla. Llamó a la criada y los dos condujeron a la infeliz a su aposento. Al cabo de algunos minutos recobró el sentido. Su tía le prodigaba los más afectuosos cuidados y el joven silencioso y triste, parado a la cabecera de la cama veía hacer, sin salir de su inmovilidad. Tardó algún rato Teresa en recordar todo lo que había pasado; después dio libre curso a su llanto y sólo pareció animarse al ver a Gonzalo.
+—¡Usted aquí! —exclamó—, ¡usted no me abandona!
+—Sí —replicó él con amargura—, pero de nada puedo servir a usted.
+—No, no rechacemos la esperanza —dijo Teresa—. Usted me ha dicho que mi Timoteo está condenado. Pero ¿no podremos obtener un indulto, una conmutación? Yo iré con usted, me presentaré ante ese sanguinario Consejo, me arrodillaré a los pies de ese gobernador bárbaro y les pediré la vida de mi esposo; les haré ver mi desesperación y mi estado, y ellos tendrán horror de hacer huérfano al inocente que aún no ha visto la luz; les ofreceré expatriarme, guardar, si fuere preciso, un perpetuo cautiverio con mi esposo; les presentaré un fiador de nuestra conducta, y usted, el leal y generoso Mendoza, prestará caución por nosotros, ¿no es verdad? ¿Qué no haré yo por salvar a mi adorado Timoteo?
+—¡Envidiable suerte! —dijo el oficial a media voz—. Ser amado así por ella y morir por la libertad de la patria, ¡yo no querría otra!
+—¿Qué dice usted? —le preguntó la joven llorando—. ¿Me ayudará usted a salvarlo? ¿No le parece a usted que ellos tendrán piedad y se rendirán a mis súplicas?
+—¡Oh! —replicó Gonzalo—, si ellos tuvieran un corazón, una sola lágrima de Teresa habría rescatado a todos los americanos.
+—Vamos, pues —continuó ella—, no perdamos tiempo.
+El español sacudió la cabeza con aire de irresolución. Él había tentado todos los recursos sin conseguir ni una leve esperanza. Sabía que padre e hijo estaban condenados y que la sentencia era irrevocable.
+—No, Teresa —dijo al fin—; no irá usted, conducida por mí, a sufrir dolores, afrentas y negativas.
+—¡Qué! ¿No escucharán mi voz? ¿Son tigres, pues, estos pacificadores? ¿No habrá en ellos humanidad ni compasión?
+—Señora —replicó Mendoza con dignidad—. Hay entre ellos buenos y malos; pero, delante de los intereses, mal entendidos, sin duda, de su rey y de su nación, calla la piedad hacia un particular. Recuerde usted que su propio padre ha sido insensible a sus llantos, y que siendo el mayor enemigo de Timoteo, es posible que trabaje por acelerar su suplicio.
+Esta reflexión hizo estremecer a Teresa y abatió totalmente su ánimo, haciéndole comprender que su amante tenía razón y que el paso que quería dar sería del todo infructuoso.
+—¿Y no podré siquiera ver a mi esposo? —preguntó con angustia.
+—Hoy… no, señora —contestó Mendoza con voz turbada—, hoy se le pondrá en capilla.
+Por acostumbrada que estuviese la infeliz esposa al modo cruel y expeditivo con que los pacificadores juzgaban y enviaban al cadalso a los americanos, no pudo menos de sentir una conmoción de terror y dar un grito doloroso al oír la palabra capilla.
+Sin embargo, recobrando un poco de valor, dijo con abatimiento:
+—Mendoza, yo quiero verlo, darle el postrer abrazo y tal vez tener la dicha de morir a su lado, antes de que ellos consuman su atroz maldad.
+—Bien, Teresa —replicó el oficial—, sepa usted que yo he trabajado con infatigable empeño toda esta noche. A fin de obtener el perdón, me atreví bajo la fe de caballero del gobernador a confiarle el secreto del matrimonio de usted y el estado en que se halla, hice mérito de los servicios prestados por el señor Alberto a la causa realista, ofrecí responder con mi cabeza de la conducta del preso, pero nada pude alcanzar. Conociendo los sentimientos de usted, su fuerza de alma y su dolor y previendo sus deseos, solicité y obtuve el permiso de que usted acompañe a su esposo en la capilla, desde las once de esta noche hasta las tres de la mañana. Aquí tiene usted la orden para entrar; yo la conduciré a usted hasta la puerta y allí volverá usted a hallarme a la hora indicada para la salida. Entretanto, repose usted, que bien necesita recuperar alguna calma para sufrir las crueles y dolorosas impresiones que la esperan.
+Teresa recibió la orden sollozando, estrechó contra sus labios la mano del oficial, y le dijo:
+—¡Qué bueno es usted, Gonzalo! ¿Por qué nació usted en esa patria de tigres carniceros? ¿Por qué no es usted mi hermano?
+—Si tal fuera —replicó el español—, no habría tenido la dicha de amar a la mejor de las mujeres, ni conocería a fondo el alma celestial que la ánima, porque sólo al amor, al sentimiento más profundo y sublime del corazón humano se revelan tantas virtudes; si su hermano fuera, no podría hoy prestarle a usted el más ligero servicio, el más leve consuelo, y antes bien, mi existencia habría agravado sus penas, porque yo habría perecido ya en el campo de batalla o en el cadalso en que mueren los infortunados defensores de la independencia.
+—¿Conque usted sería patriota si fuera americano?
+—Sí —respondió él—. Yo habría consagrado mi vida a la más bella de las causas, como he consagrado mi amor a…
+El prudente joven interrumpió su frase y Teresa tomando la palabra, le dijo:
+—Mendoza, mi gratitud es tan intensa que no hallo cómo expresarla; mas usted tiene un corazón semejante al mío y usted me comprenderá. Ahora, separémonos, usted para pensar en el bien que ha hecho, yo para rogar a Dios que lo recompense.
+A la hora indicada, Gonzalo y Teresa se reunieron para ir a la prisión de Timoteo. No había riesgo de que Alberto los descubriese, porque metódico y rutinero, como lo eran antiguamente casi todos los habitantes de estas comarcas, acostumbraba siempre acostarse a las nueve de la noche y no abría la puerta de su cuarto hasta las seis de la mañana, hora en que iba a misa. Las llaves quedaban bajo su cabecera; pero por obsequio a Mendoza, se las había confiado desde que vino a alojarse en su casa. Se conocía que Teresa había pasado llorando una gran parte de la noche, pero parecía más tranquila que antes de su última conversación con Mendoza. Este, silencioso, la esperaba al pie de la escalera. Iba ella cubierta con la misma capa que llevaba la noche de su matrimonio, y Mendoza, con su hermoso uniforme y su espada, le daba el brazo. Ambos marchaban precipitadamente y sin hablar, encaminándose a la cárcel. Varias patrullas los detuvieron; pero a una palabra del oficial los dejaron pasar. Cuando estaban ya cerca de la cárcel, Mendoza se paró y dijo a su compañera con tono solemne: «Teresa, bien pronto estarás en los brazos del hombre que amas y yo soy quien te habrá conducido allí, bien pronto podrás prodigarle las últimas caricias y consuelos que él ha de recibir en el mundo y yo también moriré dentro de poco sin atraer sobre mí ni una mirada de compasión. No creas por esto que me quejo de mi destino. Te he conocido, te he amado y he procurado servirte en una época amarga de tu vida, cuyo recuerdo te seguirá siempre, y por consiguiente el mío se conservará en tu mente aun a pesar tuyo. Esto es bastante. El dolor y el amor conyugal ocuparán únicamente tu pensamiento en esta triste noche y en los días que van a seguirla; pero el dolor se mitigará con el tiempo, y para entonces te pido que te acuerdes de mí; piensa que a mí debes el triste consuelo de haber visto a tu esposo en estas horas tremendas, y quizá este pensamiento te hará comprender una parte de los tormentos que padezco. Es imposible prever el éxito de la terrible lucha que va a empeñarse; pero si perezco en ella, te pido una lágrima para mi memoria y una oración por el descanso de mi alma. Si Dios me conserva la vida y algún día necesitas de mí, aunque sea sólo para educar a tu hijo, llámame, y cuenta con mi entera consagración. Ahora, me resta una gracia que pedirte, puesto que al salir de ese lugar de desolación no me atreveré ya a hablarte de mí, pues vendrás empapada en tu dolor y enajenada con el pensamiento del adiós postrero, que acabarás de decir al objeto de tu amor. Permíteme darte un abrazo de despedida, única recompensa que te pido por mi inmenso amor y mis acerbas penas».
+El acento grave y melancólico con que pronunció estas palabras y el ademán suplicante con que las acompañó, conmovieron a Teresa. La mirada del oficial manifestaba tanto respeto y afecto, su sacrificio era tan grande, y tan interesante el servicio que acababa de prestarla, que Teresa le tendió los brazos llorando. Mendoza la estrechó muchas veces contra su corazón, besó su frente que había humedecido con sus propias lágrimas y retirándose luego, le dijo con exaltación: «¡Gracias, adorada amiga! Esta caricia no te ha hecho culpable, pues la recibes de un hermano que va a morir». Diciendo esto, la tomó del brazo y continuaron su marcha, sin que Teresa pudiese pronunciar una sola palabra, y sin que él tratara de hacerla hablar. En la puerta de la capilla se separaron sin mirarse y Teresa fuera de sí, corrió a arrojarse en los brazos de Timoteo.
+Ahorraremos al lector el cuadro de esta escena de amargura. En las horas que pasaron juntos aquellos desgraciados, tuvieron lugar de hacerse mutuas confidencias. Timoteo instruyó con pesar a su esposa de los malos procederes de su padre y le dio instrucciones sobre los arbitrios de que había de valerse para ocultar a este hombre cruel y vengativo que había sido esposa y que iba a ser madre. Teresa le refirió cuanto había ocurrido con Mendoza y la triste y tierna despedida de la calle. El sensible Timoteo lamentó y compadeció la desgraciada pasión de aquel interesante español, y aconsejó a su mujer que pusiese su hijo bajo su protección si llegaba a frustrarse la empresa de los patriotas.
+La hora de la separación llegó y la despedida fue tan triste, tan dolorosa, que hubiera costado la vida a la infeliz Teresa si la esperanza de llenar santos deberes no la hubiera sostenido. Por fin la puerta se abrió y Gonzalo, fiel a su palabra, se hallaba en el umbral y ofreció el brazo a su compañera. Un silencio profundo reinó durante el tránsito de las tres primeras calles, pero al doblar la esquina, Teresa se detuvo y preguntó a Mendoza: «¿No me conoce usted?». Esta voz hizo estremecer al español. No era Teresa.
+—Usted ve —continuó Timoteo— al esposo de su amada, que por súplicas y consejo de ella, se pone a merced de su magnánimo rival.
+La sorpresa del oficial era indefinible, pero su primer pensamiento, su primera palabra fue sobre el peligro que corría Teresa. «Es grande», replicó el esposo, «pero yo no he podido reducirla a desistir de su proyecto. Su desesperación era superior a mis razones y ella espera algo del amor paternal. Yo le he jurado que si los tiranos se vengan en ella, no la sobreviviré; pero era necesario dejarla ejecutar este plan de amor y abnegación heroica». Mendoza suspiró y dijo entre dientes: «¡Feliz mortal!», luego añadió: «pues bien, yo abrazo con entusiasmo esta nueva ocasión de granjearme el afecto de esta mujer sublime; lo salvaré a usted. Debo marchar dentro de media hora para el ejército; usted saldrá conmigo en calidad de asistente. Yo proporcionaré a usted un buen caballo, y algunas horas después de nuestra salida podrá usted tomar otro camino y ponerse en seguridad. Es necesario no perder los momentos, y cuando se note el cambio del preso, aunque se sospeche de mí, y envíen a alcanzarme, como me hallarán solo, perderán el rastro».
+Timoteo apretó la mano de Gonzalo y juntos entraron a la casa de Alberto. En pocos minutos estuvo el fugitivo disfrazado de soldado y una hora después se hallaban ambos fuera del alcance de los que pudieran perseguirlos.
+A las ocho de la mañana se relevaron las guardias y se introdujo en la capilla al mismo sacerdote, que al principiar la noche anterior había consolado a Timoteo. Esto fue un grande recurso para Teresa, pues el ministro del Señor la confortó y animó con toda la caridad y el fervor de un buen cristiano, y enseguida pidió permiso al oficial de guardia para ir a casa del gobernador a hacerle una importante revelación; encargando que entretanto nadie hablase con el preso. El gobernador pasó personalmente a la prisión y no pudo dudar de la verdad del hecho referido por el sacerdote. A pesar de la dureza natural de su carácter, no pudo menos de admirar la heroica resolución de aquella joven; pero temiendo nuevos embarazos si se llegaba a traslucir en el público la evasión de Timoteo, hizo correr la voz de que lo había indultado, a causa de una importante revelación que había hecho. No obstante, tomó todas las medidas que juzgó conducentes a fin de descubrir al prófugo.
+Alberto había preguntado ya por su hija, y su hermana le había dicho que estaba durmiendo, porque había pasado mala noche. Mas la pobre señora no sabía lo que había sucedido a su sobrina, y dijo aquello por un instinto de prudencia, temiendo causar males con alguna indiscreción. Afortunadamente el gobernador por miras puramente políticas deseaba que se ocultase aquel suceso. En consecuencia, hizo llamar a Alberto y después de haberle exigido un juramento de guardar secreto, le notició la fuga de su sobrino, su enlace con Teresa y el virtuoso sacrificio de esta, que lo arrostraba todo por salvar la vida de su marido. Enseguida le ordenó, a nombre del rey, que no la castigase ni hiciese ningún ruido sobre un suceso que le hizo entender, convenía tener oculto para el mejor servicio del monarca; ofreciendo tomar a su cargo la venganza si llegaba a coger al fugitivo. El terrible Alberto cuya sangre hervía de ira y orgullo al saber el matrimonio de su hija, se sosegó al oír una orden que se le intimaba a nombre del rey; pero reconcentró en su corazón todo su odio, todos sus furores, esperando una ocasión oportuna para dejarlos estallar. Teresa, a quien se sacó aquella noche con sigilo de la prisión, volvió a su casa bajo el nombre de Timoteo. Su padre rehusó verla y ni aun quiso hablar a su hermana a quien reputaba cómplice del casamiento de Teresa. Ambas volvieron al campo, a donde acompañaba a Teresa la dulce satisfacción de haber salvado a su esposo, y donde lloraron ella y su tía la muerte del padre de Timoteo que fue pasado por las armas aquel mismo día.
+POCOS MESES DESPUÉS DE LOS sucesos que acabamos de referir, el aspecto político del país había mudado enteramente. La victoria memorable de Boyacá, dando libertad a la Nueva Granada había llenado de terror a los déspotas españoles. La libertad tremolaba sus gloriosos estandartes en este suelo, teatro de tantas hazañas, testigo de tantas glorias y sepulcro de centenares de valientes. La sangre de estos no había corrido en vano. Un entusiasmo general animaba a los pueblos, cada víctima tenía cien vengadores y el nombre del caudillo inmortal de la independencia suramericana llenaba ya los dos hemisferios. ¡Días gloriosos de la patria, entusiasmo santo que hacía brotar héroes por todas partes; amor sagrado de la libertad, sentimientos sublimes de patriotismo, desinterés y abnegación! ¿Qué os habéis hecho? ¡Centella imperecedera del amor nacional, recuerdo grato y dulce de tantos triunfos gloriosos! ¿Dónde estáis? ¡Noble altivez republicana, valor y virtudes de un pueblo que lucha por sus derechos y su independencia! ¿En dónde os buscaremos? ¡Laureles inmarcesibles que ceñíais la frente de los heroicos soldados de Colombia! ¿Por qué habéis de marchitaros al soplo destructor de la anarquía? ¿Por qué han de gemir bajo una infame dictadura[8] los hijos y descendientes de tantos campeones inmortales? ¡Ah, volved para la Nueva Granada, días de gloria y de patriotismo que brillasteis tan hermosos y esplendentes después de la memorable victoria de Boyacá!
+Mas, volvamos a nuestra relación. La ciudad en que vivía Alberto era gobernada bajo el régimen republicano por un patriota exaltado, pero bárbaro, vengativo y feroz; porque desgraciadamente el amor a la libertad y el denuedo militar no excluyen siempre los vicios y las pasiones destructoras. Este hombre, cuyo padre y dos hermanos habían perecido en los patíbulos levantados a nombre de Fernando VII, ejercía sobre los realistas las más sangrientas represalias. Alberto estaba preso y se le seguía una causa, que bien pronto fue terminada. Se pronunció la sentencia de muerte y el cruel gobernador ordenó que se ejecutase a golpes de sable, porque sus soldados, decía, necesitaban ejercitarse en el manejo de aquella arma. Es necesario decir que Alberto abrumado de pesares por el matrimonio de su hija y por la restauración de la República, vivía en su prisión siempre solo, pues no había querido ver ni perdonar a su hija, y no lo abandonaban mil tristes recuerdos y la amargura de llevar en su alma un impotente deseo de venganza. Teresa, siempre en el campo, pero reunida con su esposo, y madre de una niña bellísima, era casi feliz. Mas ella y Timoteo lamentaban la rencorosa obcecación de su padre, aunque ignoraban el curso que seguía su causa. Resolvieron venir a la ciudad a solicitar su gracia por la centésima vez, y llegaron el mismo día señalado para la ejecución. Ya los soldados habían sacado a Alberto de su prisión y lo conducían al lugar del suplicio diciéndole infames bufonadas y manifestando una alegría feroz. Llegado al sitio designado, le mandaron ponerse de rodillas y él obedeció en silencio; la multitud imbécil y cruel que siempre corre a ver derramar la sangre humana, lo mismo que si fuera una agradable y risueña fiesta, se estrechaba en torno del sentenciado que iba a morir sin aparato, rodeado de la curiosa plebe y, como decía el gobernador, de una manera familiar y republicana. Cuando estaban ya levantados los sables, un hombre que con dificultad había logrado romper por entre el pueblo apiñado, se colocó entre la víctima y los ejecutores. «¡Perdón!», exclamó, «¡perdón para él o pereceremos juntos!». Alberto alza la cabeza para dar gracias al que venía a salvarle, pero al punto cierra los ojos diciendo a los soldados: «¡Acabad pronto!». «No», grita Timoteo, «no le obedezcáis, está loco, no merece la muerte». Y después, acercándose al inflexible Alberto, le dice con precipitación: «Tío, permítame usted pagarle lo que le debo. Usted ha dado la existencia a Teresa, ella me salvó la vida y me hace dichoso, pero diariamente llora por su padre; déjeme usted volverle un objeto tan amado».
+—No, insurgente —respondió Alberto, frunciendo las cejas con enojo—; no quiero deberte nada y tú nada me debes. ¡Sobornador de mi hija! Recuerda que yo hice perecer a tu padre en un cadalso, que por mí gimieron en el destierro y la miseria tu madre y tu hermana y que por mí ibas tú a morir; recuerda que odio lo que tú llamas libertad y republicanos, y ordena la ejecución de un enemigo que se honra de verter su sangre por haber sido fiel a su rey.
+Los soldados que se habían detenido maquinalmente para ver aquella escena, al oír estas palabras insolentes, se precipitaron furiosos sobre Alberto gritando: ¡muera el godo! Pero Timoteo lo abrazó estrechamente, y dijo:
+—Herid si os atrevéis. Mi padre se sacrificó por la patria, yo he vertido por ella mi sangre y he perdido una mano, y mi familia toda ha sufrido por la causa de la independencia. Este anciano no puede dañaros, su vida es la recompensa que pido por los servicios de todos los míos; y yo no pienso que soldados de la libertad se rebajen hasta cometer un crimen que los igualaría con los esbirros de la tiranía. No, valientes republicanos, no me privéis de mi segundo padre y dejadme el tiempo de obtener por él un indulto que honrará al gobernador y que hará la dicha de mi vida. ¡Qué! ¿Vosotros serías crueles como los esclavos de los reyes? ¿Verteríais la sangre del hombre indefenso cuando hay aún campos gloriosos en qué combatir? El Libertador está ya en marcha para el sur, con el fin de libertar a nuestros hermanos. Allí tenéis ejércitos veteranos que combatir con honor, y vosotros no querréis ostentar vuestro valor, como el carnicero que inmola un cordero amarrado, cuando en otra parte os esperan mil valientes armados que arden en deseo de exterminaros y a quienes podréis castigar con gloria.
+Los soldados permanecían indecisos; el discurso del joven, su hermosa presencia, su mano mutilada, su acento vigoroso subyugaban a aquellos valientes. Por fortuna el gobernador, confundido entre la multitud, había venido a ver la ejecución y había presenciado aquella escena. Movido por uno de aquellos arranques generosos que son comunes en los hombres de valor, gritó con fuerza. «¡Indulto a ese viejo loco! ¡Guerra a los soldados de los ejércitos realistas! ¡Gloria al Libertador!». Este grito fue repetido por todo el auditorio y los soldados envainaron sus sables y fueron a soltar las ligaduras de Alberto. El gobernador se le acercó y le dijo: «La patria te perdona, los republicanos no queremos patíbulos en que sacrificar hombres indefensos, sino ejércitos qué combatir. Tu familia será feliz contigo, y esta dicha me la deberá a mí». Alberto permanecía admirado de todo lo que veía y Timoteo aprovechó este momento de sorpresa para estrecharlo en sus brazos diciéndole:
+—Tío, querido tío, olvidemos todo lo pasado y venga usted a bendecir a mi Teresa y a mi linda hija. Venga usted a conocer a su nieta; ella espera una caricia suya y se la retribuirá con una sonrisa de ángel.
+Alberto estaba conmovido.
+—¿Tienes una hija? —le dijo—. ¡Ojalá que ella no sea contigo lo que tu mujer ha sido conmigo!
+—¡Oh padre mío! —dijo Timoteo—; pidámosle al cielo que ella se parezca a Teresa y tendremos dos criaturas perfectas en nuestra casa, y tanto yo, como estos preciosos objetos de mi amor, consagraremos nuestra vida a hacer la dicha de usted.
+Alberto permaneció en silencio, pero se dejaba llevar por Timoteo. De repente se detienen en la puerta de una casa, y antes de que Alberto hubiera tenido tiempo de reflexionar, Teresa se arroja a sus pies y abraza sus rodillas pidiéndole perdón, y Timoteo le presenta una niña más bella que un serafín. Entonces ya no fue posible resistir.
+—¿Conque me perdonas todo el mal que te he hecho? —exclamó llorando y levantando a su hija para abrazarla.
+—¡Todo está olvidado, mi querido padre!
+Alberto besaba con trasporte a su nieta, abrazaba a sus hijos y decía como para sí solo.
+—¡Ah!, sí tienen virtudes estos republicanos, ¿cómo es posible que un vasallo rebelde sea buen hijo, buen esposo, enemigo generoso, soldado valiente? ¡Este es un prodigio!
+Después volvía a abrazarlos, lloraba de nuevo, les pedía perdón y acariciaba a la niña que ya estaba asustada de aquella tumultuosa escena. Por fin dirigiéndose a Timoteo, le dijo:
+—Hijo mío, ¿de dónde has sacado tantas virtudes, tanta generosidad?
+—¡Ah, señor! —replicó este—. Lo he aprendido de Teresa y de ese ilustre y noble Mendoza que usted alojó en su casa.
+—¿En dónde está él ? —preguntó Alberto.
+—Ha muerto en el campo del honor —contestó tristemente Timoteo—; llorémoslo y honremos su memoria.
+[8] Se escribió este cuadro en el tiempo en que el oscuro y criminal Melo había usurpado el mando y se llamaba Dictador.
+LUIS Y ADRIANO ERAN DOS pobres labradores de una de las más miserables aldeas de la provincia de Tunja. Vivían con sus padres y tres hermanitas pequeñas, y su escaso jornal bastaba apenas, reunido al trabajo de los autores de sus días, para mantener con suma estrechez a toda la familia. Tenían una pobre choza en tierra del común, y alrededor de ella un cercado, que encerraría a lo más una fanegada, donde sembraban maíz, papas y algunas verduras para su sustento. Veinte o treinta manzanos, cinco gallinas, un lechoncito de Adriano y un hermoso perro negro de Luis, componían todas las propiedades, todo el haber de la familia. Pero jamás les había faltado un plato de legumbres y una taza de mazamorra, y la salud y el contento animaban a los habitantes de aquel rústico asilo de la pobreza y la virtud. Todos los hermanos se amaban mucho y veneraban a sus honrados padres de quienes eran la delicia y el consuelo. Luis y Adriano eran notados por la tierna amistad que los unía. Jamás salieron a trabajar en diversas estancias, nunca fue a misa el uno sin el otro, ni concurrieron a una boda por separado, ni se resolvió siquiera el uno a estrenar un sombrero de ramo si el otro no podía comprar uno igual al mismo tiempo. Cuando alguna circunstancia obligaba a Luis a permanecer en la choza, Adriano decía: «Hoy no ganaré jornal, porque quiero acompañar a mi hermano». Cuando Adriano no hallaba trabajo, Luis le daba la mitad de lo que había ganado, para que no tuviese la pena de ver llegar el domingo sin tener un real en el bolsillo. Aunque de la ínfima clase del pueblo, estos dos muchachos tenían buenas costumbres y buenos modales, y como la naturaleza los había favorecido con una figura agradable y un talento y despejo notables en su clase, eran bien queridos y estimados de las gentes. El cura de su parroquia los ocupaba de preferencia sobre sus demás feligreses, y los vecinos más acomodados del lugar les proporcionaban siempre trabajo, teniendo placer en gratificarlos con alguna friolera.
+Todos los días de fiesta pasaba por su puerta para ir a misa una aldeanita, hija de un pobre arrendatario del señor Simón, único hacendado de aquellos contornos. Esta muchacha se llamaba Paulina y era bastante bonita y muy festiva. Su padre, con quien vivía, pues había perdido a su madre en la infancia, la amaba mucho y gustaba de su compañía por sus cantos y perpetuo buen humor. Pero estos campesinos eran aún más pobres que la familia de Luis y de Adriano, pues no tenían ni lechón, ni gallinas, ni manzanas para llevar al mercado. El padre tejía costales de fique y la hija hilaba lana o ayudaba a trabajar a sus vecinas, y esta era toda la industria y la riqueza de Bernardo y Paulina. Mas ella cantaba siempre y jamás dejó de dirigir una copla o una chanza a los hermanos, que siempre la esperaban a la puerta, o bien hacía una caricia a Azabache, el perro de Luis, que ya la conocía y corría delante de ella cuando la veía venir, haciéndole mil fiestas y brincando de contento. Repitióse tantas veces esta escena que por fin nació el amor en el corazón de Luis, quien fue desde luego correspondido por la graciosa y alegre Paulina. Arreglóse pronto el matrimonio, porque entre esta clase de gentes ni se conocen los goces rebuscados de una prolongada galantería, ni las afectadas dilaciones de una joven coqueta, ni las deliberaciones codiciosas de las familias, ni las astucias y embrollos de un joven libertino que teme imponerse deberes y cortar las alas a su loca y peligrosa libertad. Los padres y el hermano de Luis querían verlo dichoso y contento; el anciano Bernardo deseaba un labrador honrado para esposo de su hija, y Luis y Paulina se amaban. Esto era lo principal para que se efectuase el matrimonio. Ella llevaba por dote su honestidad y su amor, él su honradez, su salud y su voluntad decidida de hacer dichosa a su compañera. Adriano sacrificó su lechón y sus padres sus gallinas para solemnizar la boda de Luis, y este contrajo una deuda enajenando el producto de su trabajo durante seis semanas para hacer más alegre la fiesta de Paulina y para pagar al cura los derechos acostumbrados. La alegría y la paz reinaron en aquella reunión de familia que acababa con la mitad de sus propiedades y añadía una boca más que mantener, pero que, según el voto de la naturaleza, daba una compañera al hombre y un protector a la mujer.
+Adriano conoció bien pronto que la dicha de su hermano le costaba muy cara. El señor Simón daba tierras de balde con algunas condiciones ventajosas a los que quisieran ayudarle a desmontar su hacienda, y Luis previendo los mayores gastos que tendría que hacer si Dios le daba hijos, resolvió retirarse con su esposa a las montañas del rico hacendado esperando lograr allí con más facilidad su pobre subsistencia. Dijéronse los dos hermanos un triste adiós, y Luis y su mujer partieron llevando a sus espaldas todos sus haberes y precedidos de su querido Azabache. Adriano incapaz de amañarse sin su único amigo, abrazó la profesión de arriero, para distraer con frecuentes viajes la pena que le causaba su triste soledad. Es cierto que halló una compensación en la mayor ganancia que le proporcionaba su nuevo oficio, pues pudo auxiliar más cómodamente a sus padres y hermanos y tuvo para sí una ruana más lucida, un gran sombrero jipijapa, y un vestido de manta más fina. Por otra parte sus frecuentes salidas le proporcionaban infinitas relaciones y con su genio vivo y observador ensanchaba el círculo de sus pequeños conocimientos. Como la montaña que habitaba Luis, estaba muy distante del pueblo, no se veían con frecuencia las dos familias; pero cada seis o siete semanas se reunían, y estos días eran siempre de regocijo para todos. Sea que Luis y Paulina viniesen a casa de sus padres o que estos y las hermanas los visitasen, era Azabache el primero que los anunciaba, ya corriendo anticipadamente a la casa de los padres, ya saliendo al encuentro con sus alegres saltos y sus agasajantes ahullidos. Esta circunstancia había hecho considerar al perro como un mensajero de buenas nuevas, y por tanto vino a ser el mimado de toda la familia.
+Cuatro años habían corrido sin que variase en nada la situación de estos pobres honrados y laboriosos, pues aunque Bernardo había muerto y su hija lo había llorado como era justo, esta pérdida no alteró en nada el modo de vivir de Luis y su esposa. El incesante trabajo de aquel bastaba apenas para atender a sus más urgentes necesidades, pues además de las contribuciones legales, del diezmo, la primicia, el estipendio, la fiesta de las ánimas y otras limosnas piadosas, Dios le había dado dos hijos para mantener, y esperaba el tercero. No obstante, siempre estaba risueño y se creía feliz, como les sucede a esta multitud de proletarios, que no tienen envidia ni aspiraciones, y que viven de su trabajo diario sin poder hacer un ahorro para su vejez o para el día en que las enfermedades les impidan ganar su triste y escaso jornal. La pobre Paulina apenas alcanzaba a criar y cuidar sus hijos, preparar sus alimentos, lavar y remendar sus rotos vestidos y ayudar a Luis a limpiar sus plantas. Mas siempre hilaba por las noches, y en los ratos desocupados del día se dedicaba con esmero al cultivo de unas matas de tomate y unos surcos de cebollas de los cuales solía sacar uno que otro real para regalarse los días de fiesta, según ella decía, y este regalo consistía en dos pastillas de chocolate, un par de tortas de pan de trigo, y un pedazo de longaniza que merendaba con su esposo y sus niños debajo de un laurel que había en el patio de su pequeña choza.
+Sucedió que una tarde del mes de mayo de 1821 no pudo levantarse Paulina, porque un dolor agudo en una pierna le impedía hacer el menor movimiento. Luis determinó ir al lugar a pedir algún remedio al cura, pero para no hacer el viaje sin otro provecho, llenó una mochila de cebollas y tomates, proponiéndose traer pan y sal para su familia con el producto de estos dos artículos. Un cuarto de legua antes de llegar al pueblo había una venta en el punto en que se cruzaban dos caminos, y allí llegaba Luis algo fatigado, porque había caminado con la prisa que el caso requería, cuando salieron de la casa dos hombres y le echaron mano. Luis trató de escapar, dio fuertes gritos e hizo una vigorosa resistencia; pero a pocos momentos se presentó un zambo con vueltas coloradas y las divisas de sargento; llevaba en una mano un fusil, y una vara en la otra.
+—¡Silencio! —gritó—, y déjate amarrar, bribón.
+—¿Y por qué? —preguntó Luis tímidamente.
+—Eres recluta —contestó el sargento—, y debes seguir con nosotros.
+—Es imposible —replicó el aldeano—; yo soy solo, tengo mujer e hijos, y si no trabajo para mantenerlos se mueren de hambre.
+—Esas no son cuentas mías —respondió bruscamente el sargento—, adentro está el capitán con quien podrás alegar.
+En aquel momento salió de la casa un oficial de pequeña estatura, gordo, rubio, de facciones toscas y dura mirada.
+—Buena presa has hecho —dijo hablando con el sargento—. Cincuenta hombres como este harían lúcido un batallón.
+—Mi señor oficial —dijo entonces Luis con humildad—, yo no puedo ir con sumerced, porque soy casado y solo, y porque mi mujer está enferma y mis hijitos no tendrán quién les dé un bocado, si a mí me llevan.
+—¡La misma canción! —exclamó el oficial soltando una ruidosa carcajada—. Todos estos tunantes son padres de familia, tienen enfermos en su casa, dan la subsistencia a padres ancianos, están inválidos y otras patrañas por ese temor. Al creerlos no tendría la República un solo soldado.
+—Pero, mi oficial —contestó el infeliz—, yo no miento; el señor cura de la parroquia podrá dar informes sobre mí.
+—¿El cura? —replicó el capitán con ironía—, ¡buen patrono buscas! Estos padres tan holgazanes como ustedes, siempre están prontos a pedir misericordia por cuanto vagamundo hay en su pueblo, y esto consiste en que su corona los pone fuera del alcance de las balas, y quieren que nosotros les hagamos patria exponiendo el pellejo, mientras ellos cantan y comen, y sus protegidos se embriagan y se divierten. No escuchemos más a este perillán; que lo amarren, Aguilar, y marchemos que es tarde.
+Al decir esto dio un paseo al frente de la casa arrastrando su espada contra el suelo y torciéndose el bigote con aire de importancia.
+—¡Hola, patrona! —continuó después, hablando con la dueña de casa—, recoja usted la mochila de este zorro haga con sus cebollas unas buenas sopas y cómaselas usted en nombre del capitán Torneros, que así me llamo, amiga mía, no lo olvide usted. Cuando vea a la mujer de este papanatas, si es cierto que es casado, dele saludes de mi parte, y dígale que el marido no volverá a su lado hasta que haya conquistado, como yo, una espada y el grado de capitán sobre cien campos de batalla. Conque adiós, patrona, hasta la vuelta.
+Las duras e insulsas chanzas de Torneros hicieron brotar dos gruesas lágrimas de los ojos del desgraciado Luis y arrancaron una maligna sonrisa al sargento, quien probablemente sabía cómo y por qué era capitán aquel bárbaro fanfarrón. La mujer de la posada recogió en silencio la mochila, hizo con disimulo la señal de la cruz al capitán y entregó a Luis un real que el sargento acababa de darle. Luis le dijo en voz baja: «Dios se lo pague, hermana Andrea. Si puede, vaya donde mi pobre mujer y dígale…». Las lágrimas le impidieron continuar, pero intentó devolver el real a Andrea para que se lo llevara a Paulina.
+—Guárdelo, hermano Luis —replicó la buena ventera—, que no faltará otro para ella.
+En aquel momento el capitán montó a caballo y gritó con voz hueca y afectada: «¡Marchen!». Tres soldados se pusieron al frente con sus fusiles al hombro. Detrás marchaban Luis y otros cinco reclutas de su misma edad y circunstancias con corta diferencia, todos con los brazos amarrados a la espalda. Seguían otros tres soldados armados y después el capitán y el sargento que a pie y fumando un grueso cigarro, conversaba familiarmente con su jefe. Los reclutas, según su genio, manifestaban el estado de su espíritu. Luis, silencioso y profundamente triste, suspiraba y levantaba al cielo sus ojos llenos de lágrimas; dos de sus compañeros gemían y lloraban como niños; otro, festivo y alegre decía chanzas y pedía socorros a todos los pasajeros; otro con semblante torvo y en silencio profundo, arrojaba de cuando en cuando miradas fulminantes y amenazadoras sobre el capitán y el sargento, y en el movimiento de sus labios podía adivinarse que juraba venganza, o que les dirigía una enérgica maldición; el último, soberbio e indomable profería imprecaciones e injurias que le procuraban fuertes golpes con la vara de Aguilar; pero no por esto se corregía o era más sufrido. Dos días marcharon en esta situación y durante ellos los reclutas no tuvieron sino el alimento puramente necesario para no morir de hambre y su tristeza y miseria no eran aliviadas sino por dos soldados de su guardia, que los compadecían y consolaban, pues los otros permanecían indiferentes, y Torneros y Aguilar eran cada vez más duros y groseros. Por fin llegaron a Tunja donde estaba el cuartel general, y allí encerrados por docenas en cuadras inmundas y pestilentes, oían leer todos los días las ordenanzas, aprendían a golpes el ejercicio, limpiaban las armas, comían poco y mal, rezaban por la noche el rosario y a las ocho se acostaban sobre malas tablas o en el duro suelo sin abrigo, sin consuelo, sin noticia de sus pobres hogares y de los objetos de su amor, esperando con terror el día en que una orden de marcha los llevaría delante del enemigo a ejecutar las lecciones de exterminio que habían recibido en el cuartel o a ser víctimas sacrificadas por otros hombres tan infelices como ellos. Durante muchos días se vieron mujeres, niños y ancianos que venían en pos de sus esposos, padres, hermanos o hijos y que, cargados con una pobre maleta, traían al recluta una miserable provisión, suficiente a lo más para dos o tres días, una camisa limpia y tal vez la pobre y única cobija que en la choza abrigaba sobre un mismo junco a toda la familia. Estos grupos de aldeanos cercaban el cuartel, miraban ansiosos para las altas ventanas, rogaban a uno y otro, sin ser atendidos, y cuando la casualidad o la humanidad de algún veterano los ponía en comunicación con aquel que era objeto de sus solicitudes, la alegría, el pesar, la compasión y el terror se pintaban alternativamente en aquellos semblantes inundados de lágrimas. Y entonces, abrazándose tiernamente o estrechando sus manos a través de alguna reja daban los presentes que los reclutas os recibían con aquella cordialidad y gratitud tan comunes entre la gente del pueblo. El infeliz que había recibido una provisión de arepas, bollos, maíz tostado o plátanos llamaba al punto a sus compañeros de infortunio, al soldado que lo había protegido, y a su cabo y su sargento, y con todos repartía los pobres regalos de su desconsolada y abatida familia. Solamente Luis a nadie veía, nadie le daba noticia de los suyos, nada tenía qué recibir, ni qué regalar. Sus días pasaban como las aguas que atraviesan un subterráneo, sin reflejar los rayos del sol, sin hacer germinar las flores, sin dejar oír el murmullo de su apacible corriente. Su vida se extinguía entre las angustias del dolor, como se extingue la de una planta vigorosa de los Andes, trasplantada de repente sobre un suelo estéril, privada de las lluvias del cielo, y cercada de las ardientes arenas del desierto. Dejémoslo enflaquecerse y gemir en su inmundo cuartel, y echemos una rápida mirada sobre la infeliz Paulina y sus pobres e inocentes hijos.
+LARGO PARECIÓ EL DÍA A LA doliente esposa de Luis que además de sus crueles sufrimientos tenía el de oír los lloros de sus niños a quienes aquejaba el hambre. Viendo que llegaba la noche y que su marido no aparecía, Paulina hizo un esfuerzo doloroso, bajó de su barbacoa y se acercó al fogón donde puso a asar unas papas y a hervir un poco de aguamiel. Cenó esto con sus niños y los acostó, sentándose ella a la puerta a esperar pacientemente el regreso de Luis. Por desgracia Azabache no estaba en su casa porque hacía dos días que lo había pedido su suegra para coger un venado que hacía daño en los sembrados del pueblo. La noche estaba muy oscura y el viento soplaba con violencia. Paulina creía oír a cada momento los pasos de su marido y al punto, para tranquilizarlo sobre su enfermedad, principiaba a cantar una canción que a este le gustaba mucho. Al cabo de un rato viendo que se había engañado, se callaba, y prestaba de nuevo oído atento a los más leves rumores que venían del lado del camino, y de nuevo la volvían a engañar el viento, el grito de las aves nocturnas y los vivos deseos de su corazón. Sería ya medianoche cuando resolvió acostarse, después de haber rezado con devoción por la intención de su marido delante de un sucio y ahumado cuadro de la Virgen que decoraba la cabecera de su pobre lecho. Pronto se durmió pacíficamente porque sus dolores físicos se habían calmado, porque ignoraba y no preveía la desgracia que la abrumaba ya, y porque su conciencia estaba tranquila y limpia como las aguas de un lago, cuando no sopla la brisa de la tarde. Al amanecer despertó y prescindiendo de sus dolores salió a su puerta, tomó el lugar del día anterior y esperó a Luis con ansiedad, pero este no apareció en toda la mañana. Dio de comer a sus hijos y vio pasar con amargura aquella eterna tarde. Al anochecer oró y esperó aún aquella segunda noche sin presentir claramente su desgracia, pero agitada por una inquietud indefinible, que sus cantos distraían un instante, pero que renacía sin cesar en el fondo de su corazón. Serían las once de la mañana del tercer día y Paulina se hallaba postrada con los dolores de su pierna, cuando creyó oír un ruido. Se incorporó en su lecho y no le quedó duda de que alguien venía corriendo hacia su choza. Su corazón palpitó de alegría y ya no pensó sino en el momento de abrazar a su marido. Su hijo mayor entró corriendo y con rostro festivo; en el mismo instante se presentó atropelladamente Azabache, hizo caer al niño y saltó sobre la cama de la madre con tales demostraciones de alegría y tan bruscos juegos, que Paulina gritó dos o tres veces a causa del dolor que la hacían sentir las caricias de su fiel perro. Sosegado este aguardó Paulina a su esposo que, en su concepto, seguía al animal; pero no solamente no apareció, sino que Azabache inquieto y afligido empezó a buscar a su amo alrededor de la casita, dando lamentables ahullidos. Esta tristeza del perro renovó las inquietudes de su ama; mas, a poco rato estas se trocaron en el más amargo dolor. Andrea se presentó a la puerta de la casa y su semblante sólo anunció una desgracia a la inocente Paulina.
+—¿En dónde está Luis, hermana Andrea? —preguntó a esta sin responder a los buenos días que le daba.
+—Se lo llevaron de recluta —respondió sin rodeos la tosca ventera.
+Un grito de angustia y desesperación, y un torrente de lágrimas fue la respuesta de la infortunada esposa.
+—¡Dios mío! —exclamó después—, ¿qué haré sin Luis, tan pobre, tan enferma, rodeada de estas dos criaturas y viviendo en medio de las montañas?
+Luego juntando sus manos rezaba e invocaba a todos los santos de su devoción, y por último ocultando su rostro entre la paja que le servía de cabecera, lloraba de nuevo de una manera tan dolorosa y tierna, que Andrea, a pesar de su genio varonil, no podía menos de acompañarla en su llanto. Así pasaron dos horas, hasta que esta triste esposa se halló en estado de oír los pormenores de su desgracia. Nada le ocultó Andrea, ni las burlas crueles de Torneros, ni el abatimiento de Luis, ni la dureza del sargento; y fácilmente le entregó el pan y la sal que había comprado con el producto de las cebollas y tomates, algunos bizcochos y panela que ella llevaba para los niños, y una estampa de San Rafael que la enviaba su suegra para que a ella encomendase el viaje y regreso de su querido Luis. Después le ayudó a hacer su comida del día, la consoló a su modo echando algunas maldiciones al oficial, le prometió avisar a Adriano la desgracia ocurrida y después de haber abrazado cordialmente a su desconsolada amiga, se volvió a su venta que sólo había abandonado por cumplir un deber de fraternidad que las personas sencillas desempeñan siempre con buena voluntad.
+Nueve días habían corrido desde el día en que Luis se ausentó de su choza y de su infeliz mujer, y esta no cesaba de llorar por él y pedir a la Virgen que le diese salud y fuerzas para ir personalmente a informarse de su paradero. Después de la visita de Andrea el más triste desaliento se había apoderado de ella; ya no cantaba, ni reía como otras veces, y pasaba horas enteras sentada a su puerta mirando para el camino y acariciando maquinalmente la cabeza de Azabache, que triste como ella, venía a recostar su hocico sobre sus rodillas, mientras los dos inocentes niños casi desnudos, jugaban en el patio con bellotas de roble y caracoles. La tarde del día no ocupaba Paulina su lugar acostumbrado cuando Azabache dando un ahullido prolongado se lanzó con rapidez hacia el camino. El corazón de la aldeana dio un vuelco de esperanza y temor. Hizo vanos esfuerzos por levantarse y no pudiendo lograrlo se puso a rezar en voz baja. A pocos instantes percibió entre los árboles a su cuñado Adriano que apenas podía caminar a causa de las carreras, brincos y halagos del alegre Azabache.
+—Buenas tardes, hermana —dijo el joven.
+—Buenas tardes —contestó Paulina, con voz balbuciente y con los ojos arrasados en lágrimas.
+Entonces Adriano cruzó los brazos y se paró frente a ella a contemplarla con asombro y compasión. Ya no era aquella joven robusta, ágil y alegre cuyas rosadas mejillas ostentaban el contento, la juventud y la frescura. Pálida, flaca, extenuada y abatida por el hambre y los pesares, no era siquiera una sombra de la graciosa cantora que tanto divertía a Adriano.
+—Hermana —le dijo por fin—, ¿cómo has podido enflaquecerte tanto en trece días que hace que no te veía?
+—Es que ya hace nueve que se llevaron a Luis —contestó Paulina.
+Este nombre y este recuerdo los hicieron llorar a ambos, pero Adriano para distraer su pena llamó a los niños. Estos también estaban flacos, porque el pesar había hecho descuidada a su madre, pero permanecían alegres porque el feliz privilegio de la infancia es no tener la previsión del infortunio. Vinieron corriendo y recibieron alegres los cariños de su tío y algunas golosinas que el buen arriero les había traído. Después de un rato el joven preguntó a su cuñada qué pensaba hacer, y esta le dijo:
+—Nada, Adriano, estoy tan enferma que no puedo moverme, y no tengo alientos ni para desyerbar las cebollas, mucho menos para sacarlas al mercado. Si tú me acompañas unos días, tal vez recobraré mi salud y entonces iré donde tu madre a rogarle que reciba a Miguelito y a Luisito mientras yo voy a buscar a su padre y a llevarle su muda de ropa, porque el pobre cayó en manos de los soldados con lo más viejo que tenía y ya estará de dar lástima. Puesto que lo trabajó que lo disfrute. Si no lo encuentro o no tengo esperanzas de que salga del cuartel, volveré a esperar mi parto en mi rancho, donde quizá querrá acompañarme Lucía y después viviré aquí con mis hijos hasta que mi Dios se acuerde de mí, porque no tengo otra cosa qué hacer. Si no fuera por los angelitos, yo me iría detrás de la tropa hasta ver el fin que tiene Luis. Pero es necesario permanecer aquí y tal vez pereceremos de hambre y miseria porque, ¿quién trabajará para nosotros?
+—No, hermana —le contestó el arriero enternecido—, Dios no le falta a nadie, y yo trabajaré también para cuidar de los hijos de mi hermano.
+—Pero vendrán los soldados y te llevarán como a él, y entonces…
+—No, Paulina, no debemos esperar lo peor, Dios es misericordioso.
+—Es verdad —dijo Paulina llorando—, pero desde que Luis me falta he perdido el ánimo y la esperanza.
+—Eso es malo —replicó el joven—. Ten paciencia, hermana, y no salgas de aquí. Nuestro cura dice que Dios nos manda la calamidad para probarnos, pero que jamás nos abandona. Yo me empeñaré con nuestra madre para que desde mañana te mande a Lucía; te dejaré algo para que compres lo necesario y me voy a buscar a mi hermano y a enviártelo porque creo tener un medio seguro para hacerlo salir del cuartel. Mas, si no lo logro, vendré a cuidar de los niños.
+—Dios te lo pagará —respondió la triste mujer dando un profundo suspiro—, porque en verdad, sin ti no sé lo que habría yo hecho, pues sólo pensaba en alentarme para ir a buscar a mi pobre Luis. ¡Cuántas necesidades estará pasando!
+—No pensemos en eso —interrumpió Adriano—, sino en que con la ayuda de Dios y de Nuestra Señora, pronto ha de volver mi hermano.
+En medio de estas conversaciones hicieron su cena y acostaron a los chiquitos. Rezaron juntos, porque las familias de aquel vecindario eran piadosas a causa de las enseñanzas y consejos de su religioso y honrado párroco, que jamás dejaba morir en sus corazones el amor, el temor y la confianza en el Padre celestial. Después de terminadas sus fervientes oraciones, Paulina y su hermano durmieron en paz y con diversas esperanzas, y al rayar el día Adriano se despidió de su cuñada y se fue llevándose consigo al fiel Azabache.
+TRES DÍAS DESPUÉS DE LAS escenas que acabamos de pintar, un ordenanza avisaba en el cuartel general al coronel Salon, que un hombre del campo lo buscaba con urgencia.
+—Que entre —dijo el coronel.
+Adriano se presentó y saludó respetuosamente al jefe, con el cual se entabló al punto el diálogo siguiente.
+—Buenos días, amigo, ¿qué se ofrece?
+—Yo venía a hacer una súplica a mi coronel.
+—¿Cuál es?
+—Sé que se está reclutando gente y que mi hermano está en el cuartel.
+—¿Quieres acompañarlo? Bien, muchacho, serás un buen soldado.
+—No, mi coronel, yo no quiero acompañar a mi hermano, sino que este vuelva a su casa porque tiene una mujercita que lo quiere mucho y está esperando parto, y dos angelitos que se morirían de hambre si él no va a trabajar para mantenerlos.
+—¿Querías, pues, la licencia absoluta de tu hermano?
+—Sí, mi coronel.
+—¿Y cómo se llama tu hermano?
+—Luis Molina, un criado de sumerced.
+—Y un buen soldado de la República —añadió el coronel—; pero no es posible darle su licencia. Mira, amigo, tu hermano es el mejor muchacho que hay en el cuartel. Subordinado, activo, vigilante, callado, sufrido y, en una palabra, el modelo que pongo siempre delante de todos los reclutas.Sólo nos falta saber si es valiente para decir que tiene todas las cualidades de un excelente soldado.
+—Sí, es valiente —dijo Adriano, complacido y orgulloso al oír el elogio de su querido Luis.
+—Pues bien —continuó Salon—, motivo de más para no darle su licencia. Si él se va, todos los reclutas se creerán con igual derecho para solicitar que se les deje partir.
+—Pero, mi coronel, yo creo que se podría admitir un reemplazo y entonces no estaría mi cuñada viuda y sus hijos huérfanos.
+—Es verdad que se puede licenciar al soldado que presenta un reemplazo; pero no es fácil reemplazar a Molina.
+—Es que yo mismo me ofrezco en su lugar, y puedo asegurar a mi coronel que mi hermano y yo nos parecemos mucho, aunque debo confesar que él es mejor que yo.
+Salon, que era bondadoso y sensible, se sonrió al oír esto, y miró con atención a Adriano.
+—¿Y tú amas la carrera militar? —le preguntó.
+—No, señor; pero mi hermano es padre de familia y yo no, y puesto que no se le puede licenciar sin reemplazo, prefiero quedarme de soldado y que él vaya a consolar a Paulina y cuidar de sus hijitos. Si mi coronel viera el estado en que está esa muchacha, admitiría al punto mi proposición.
+—Eres un excelente hermano —dijo Salon—. Quédate, pues, con nosotros y que se vaya Luis; pero esto es si él consiente; pues en caso contrario yo no querría perder un soldado ya disciplinado e instruido en sus deberes.
+Adriano meditó un poco, pues temía que su hermano no admitiese su sacrificio; pero al fin, seguro de poder persuadirlo, convino con lo que el coronel quería. Transmitida la orden del jefe fue introducido Adriano a un cuarto donde debía venir Luis para que los dos conferenciasen en libertad. A pocos momentos entró el nuevo soldado, que estaba muy lejos de pensar que iba a ver al compañero y amigo de su infancia y de su juventud. Al conocerlo voló a sus brazos; pero Azabache más ligero, se interpuso entre los dos, levantando las manos sobre el pecho de Luis y haciendo tales y tan bulliciosas demostraciones, que en vano procuraban separarlo los dos hermanos. Fue necesario dejar desahogar su alegría al noble y fiel animal correspondiendo sus caricias. Calmado el perro a quien Adriano tenía atado al rejo de su arreador, los dos hermanos se dieron mil abrazos y lloraron de contento al verse reunidos. Luis preguntó con inquietud por Paulina y sus hijos, por sus padres y hermanas y sucesivamente por su cura, Andrea y todos los conocidos de su pueblo. Luego que su primera curiosidad estuvo satisfecha, quiso saber qué negocio había llevado a Adriano al cuartel.
+—Yo he venido a solicitar tu licencia absoluta, y como no quieren darla sin condición, vengo a reemplazarte para que puedas volver a tu casa.
+—¿A reemplazarme? —replicó Luis enternecido—. ¿Crees tú que yo consienta en salir libre dejándote enganchado? No, Adriano, esto es imposible.
+—Pero Luis, recuerda que tú tienes mujer e hijos qué mantener, y que yo soy soltero.
+—Tú tienes otros deberes no menos sagrados —contestó el soldado—. Si tú entras en el ejército, ¿quién mantendrá a nuestros padres, a Lucía, a Magdalena y Anita? Sin ser casado tienes más familia que yo.
+—No, hermano —replicó Adriano—. Nuestros padres todavía trabajan, y nuestras hermanitas ya empiezan a ayudarles, como que Magdalena acaba de concertarse con la madre del señor cura. La familia está acostumbrada a mis ausencias frecuentes, y no extrañará tanto como tu pobre mujer. Por otra parte, el corazón me dice que he de hacer carrera por la milicia.
+Luis se encogió de hombros y dijo: «¡Carrera! No sabes tú lo que es la suerte del soldado. Mata a sus prójimos por obedecer la voz de sus jefes, sin odios, sin agravios que vengar, sin ventajas que esperar. Sufre hambre, frío, calor, fatigas y desnudez, y ayuda a ganar batallas, para que se de renombre y gloria a los que mandaron, tal vez desde lejos, el día del combate, y luego ni su nombre se menciona en el parte. Si un jefe muere, se hacen honores a su memoria, se le da pensión a su familia ya rica, se llenan los periódicos de artículos en que se recuerdan sus hechos con entusiasmo y gratitud, y si muere un soldado, ni lo sabe siquiera su miserable y triste familia, porque, ¿quién se lo diría? Se le abandona a los buitres y los perros hambrientos, o a lo más se le sepulta, tal vez sin que haya acabado de espirar, en una fosa común con sus desgraciados compañeros; y su viuda y sus hijos mueren de necesidad o piden limosna a la puerta del general, del coronel, del capitán cuyas charreteras ayudó a ganar el oscuro soldado, a costa de su vida. La carrera de un soldado, Adriano, es trabajos y penalidades durante su existencia; olvido y miseria para su familia después de su muerte».
+Adriano estaba asombrado al oír a Luis expresarse de esta manera y al ver su aire sombrío, severo y convencido. Pero este continuó.
+—Mucho he aprendido en un mes, mi querido hermano. El sargento Anguiano que nos lee las ordenanzas todas las noches, nos cuenta y nos explica cosas que espantan, y de que yo no tenía idea. ¡Cuántos crímenes cometen los poderosos y grandes de la tierra, cuyos nombres son desconocidos en nuestras chozas! ¿Sabes tú lo que es saqueo, lo que es merodear, lo que es sorprender una avanzada, tomar por asalto una plaza, hacer la guerra a muerte, diezmar un batallón, o un regimiento? Mira, Adriano, no hay crimen que no esté comprendido en estos hechos, y los pobres soldados somos los instrumentos o víctimas de estas marciales atrocidades, siendo el honor y el provecho para los jefes y señores; a lo menos, esto es lo que nos dice Anguiano todas las noches refiriéndonos ejemplos que horrorizan. Y el soldado envidiado, el feliz entre sus camaradas, es el elegido para asistente de un jefe. ¡Qué oficio este, mi querido Adriano! Un servilismo absoluto, una complicidad criminal, la impunidad de los delitos, es lo que da este título ordinariamente. Y en cambio se venden el alma y la conciencia, se adquieren enemigos, se pasan vigilias por favorecer maldades, y el miserable que a esto se sujeta, participa de los odios y maldiciones a que se hace acreedor su amo, sin gozar de sus honores, ventajas y placeres. Anguiano ha sido asistente de un general y refiriéndonos las aventuras personales de este, se avergüenza de haber prestado apoyo al desenfreno y al libertinaje. No, tú no serás soldado jamás. Se levanta el corazón contra esta profesión sangrienta, y yo no quiero verte jamás perteneciendo a una partida de cazadores de hombres, ni haciendo parte de la escolta que ha de quitar la vida a un semejante nuestro. ¡Matar contra nuestra voluntad, y porque otro lo ordena! ¡Ah!, esto es duro. El hacha, el fusil, la espada y la cuerda son instrumentos impasibles que se emplean para destruir la especie humana; pero, ¡emplear a los hombres y obligarlos a exterminar tal vez a los que aman! No, te lo repito, tú no serás nunca soldado.
+El joven arriero suspiró al oír todo esto, pero dijo:
+—Lo que me dices, Luis, es atroz y verdadero. Pero si uno de nosotros había de seguir esta carrera, vale más que sea yo que soy soltero. Estoy resuelto, hermano, sea como fuere yo siento plaza por tal de que tú salgas.
+—Nunca saldré si ha de ser a costa tuya.
+—Pues bien —dijo Adriano con resolución—, piénsalo; pero has de saber, en primer lugar, que si no sales, yo también me quedo, y entonces en vez de uno serán dos los apoyos perdidos para nuestras familias, y en segundo, que tu mujer se muere si no vuelves, y que si ahora está con vida la debe a la esperanza que le di de que pronto estarías allá.
+Luis conocía el carácter firme y resuelto de su hermano y dio un triste suspiro al oír esta protesta. Después se paseó un rato por el cuarto, reflexionó profundamente, y parándose delante del banco en que su hermano estaba sentado, le tomó la mano con afecto y le dijo:
+—Bien está, Adriano, me voy y te quedas, pero cumple bien con tu deber, menos en esto de matar al prójimo. Cuando se ofrezca tirar, dirige alta la puntería. Bastantes hombres hay que quieren acertar y aciertan. Yo había jurado en mi corazón ser honrado y esperar la muerte con valor, pero no apuntar jamás al pecho de mis semejantes porque no quiero que por mi causa haya viudas y huérfanos en el mundo. Si tú haces el mismo juramento, Adriano, acepto tu generoso sacrificio y en retribución te ofrezco las oraciones diarias que dirigiré al cielo por ti en unión de mi buena Paulina y mis inocentes hijos.
+Adriano juró al punto que jamás haría por matar a nadie y volvió contento donde el coronel.
+—¿Y bien? —preguntó este al verlo—, ¿qué dice Molina?
+—Que se va donde su mujer, puesto que me quedo yo en su lugar.
+—Está corriente; espero que serás un perfecto reemplazo de tu hermano y que hallarás honra y gloria en la carrera de las armas en premio de tu amor fraternal, que me parece inimitable. En este concepto, vete a pasar el rato con él y esta tarde puedes volver por la licencia.
+Adriano obedeció, y por la tarde se presentó en el cuarto del coronel donde recibió un pliego que contenía la licencia de Luis, y un oficial subalterno escribió su filiación. Los dos hermanos se despidieron con ternura y pesar, y Luis suplicó al sargento Anguiano que tratase a su reemplazo como lo había tratado a él. Antes de darle el último abrazo, le dijo:
+—No olvides tu juramento: que no vaya una bala dirigida por ti y a sepultarse en el corazón de un hombre. Muchas veces una sola bala mata una familia entera. Yo quisiera —añadió— dejarte mi perro; pero el favorito de Paulina es quien debe anunciarle mi regreso.
+Azabache, partió, pues, con su amo, que se alejó con prontitud de la ciudad, porque el amor de su mujer y de sus hijos le hacía presagiar los más dulces momentos a su llegada, y porque la vista de Adriano lo hacía vacilar en su resolución.
+FÁCIL FUE PARA ADRIANO acostumbrarse a la vida del cuartel y aprender los ejercicios militares. Anguiano era siempre su instructor y procuraba inculcar a los soldados el amor del deber, sin dejar de menospreciar una carrera que le parecía penosa y cruel y solamente provechosa para los jefes. Él no había mirado sino el lado malo de la milicia, había presenciado muchas catástrofes sangrientas, había conocido muchos centenares de familias destituidas de todo amparo a causa de la guerra y había servido de asistente a un general corrompido, inmoral y sanguinario. Las impresiones que había recibido en la guerra de Venezuela habían sido terribles y profundas, sin que nada viniese a neutralizarlas porque el amor de la patria y el entusiasmo por la gloria penetran rara vez en la desnuda choza del pobre. Tenía recuerdos atroces grabados en su memoria, y hablaba con elocuencia y con la más penetrante convicción. Adriano lo escuchaba con atención y concebía un horror invencible hacia esta profesión en que se arriesga la vida y se da la muerte por deber y por honor.
+Un mes había pasado en el cuartel y ya fue necesario salir a campaña. No referiremos sus trabajos, ni las veces que se encontró frente del enemigo, porque sería una larga relación que nos apartaría del fin principal de esta historia. Baste decir que su coronel era ya general de brigada y que Adriano podía ser considerado como un verdadero veterano a pesar del cuidado que había tenido en no apuntar jamás al blanco. Salvo esta informalidad premeditada, podía considerársele como uno de los mejores soldados de Colombia. En una de tantas marchas llegaron a cierto lugar de la provincia de Popayán donde se hizo alto para racionar la tropa y esperar un cuerpo que debía salir de Antioquia. Allí el descanso de las fatigas militares y el horror a una carrera tan opuesta a sus gustos, inspiraron a Adriano el deseo de desertar. Empezaba a hacérsele insoportable la estrecha subordinación del soldado cuando la comparaba a su libre y feliz vida de arriero, y los terrores que causaba en las aldeas y caseríos la aproximación de su batallón, le recordaban la alegría y cordialidad con que era recibido en todas las posadas y ventas del tránsito cuando conducía partidas de mulas cargadas de sal, mantas y lienzos del país, o el equipaje de alguna familia viajera. Estas memorias y el deseo de la libertad se presentaban sin cesar a su imaginación y a su corazón, a tiempo que llegó el cuerpo que se esperaba de la provincia de Antioquia. Al día siguiente un oficial se presentó a la puerta del cuartel y pidió la escolta de uso para hacer ejecutar a un desertor. Todos los circunstantes se miraron con sorpresa tratando de adivinar quién sería el culpable, cuando el oficial añadió:
+—Es empeño del coronel del cuerpo que acaba de llegar. El desertor es de los suyos, y los soldados han suplicado que no los obliguen a tirar contra un compañero de armas, y en esta virtud el jefe ha pedido la escolta al general Salon, quien consiente en dársela, esperando que esta será una lección saludable para ustedes, muchachos, pues no les dará así la tentación de desertar.
+En efecto, se escogieron los soldados que debían hacer este servicio, y Adriano fue de este número. En vano trató de excusarse porque no hubo medio de que quisieran eximirle. A las doce del día todos los cuerpos estaban formados en la plaza del pueblo y un madero y un banco preparados a la distancia conveniente componían el patíbulo que esperaba a la víctima que debía ser sacrificada para escarmiento de todos. A poco rato salió de la cárcel el cura acompañando al infeliz sentenciado a quien dos soldados sentaron en el banquillo y le vendaron los ojos. La escolta estaba pronta, pero Adriano ni veía, ni estaba tranquilo. Parecíale que aquel aparato era destinado para ejecutarlo a él, y recordando sus proyectos de fuga se estremecía al considerar la suerte que espera al infeliz desertor que vuelve a caer en poder de sus jefes. El oficial dio la señal y siete balas fueron a sepultarse en el pecho y estómago del sentenciado. La del fusil de Adriano pasó media vara sobre la cabeza del desertor y el joven dijo, al tirar el gatillo, las palabras de su hermano, que siempre repetía en semejantes casos: «No quiero que por mi causa hayan viudas y huérfanos en el mundo».
+Los tambores tocaron marcha, los soldados volvieron a sus cuarteles, los curiosos a sus casas, y el cura y dos o tres vecinos piadosos se encargaron de dar sepultura al ajusticiado.
+Difícil sería pintar la impresión dolorosa que causa en el ejército la ejecución de un desertor. Aquellos valientes que han puesto tantas veces su pecho a recibir las balas enemigas, aquellos hombres duros que gozan con el ruido del cañón y que con tanta sangre fría dirigen sus tiros al corazón de sus hermanos y se refieren después con bulliciosa algazara y aun con fanfarronadas mentirosas sus proezas sanguinarias, todos vienen a ser sensibles el día que se mata a un desertor. Muchos de ellos lloran, otros tiemblan, otros murmuran, y la mayor parte guardan un sombrío y triste silencio. El cuartel parece un convento de cartujos el día de una ejecución, y la noche siguiente todos rezan con devoción añadiendo un Padre Nuestro por el alma del desertor. Adriano observaba todo esto y estaba más triste, pensativo y sombrío que sus demás camaradas. A pesar de la funesta escena en que acababa de ser actor, un pensamiento tenaz se fijaba en su mente; quería dejar el ejército y meditaba, casi apesar suyo, un plan de deserción que lo libertase de una profesión que aborrecía más desde el día en que hizo parte de la escolta que ejecutó al soldado. Al cabo de tres días oyó hablar con admiración del perro del desertor, y quiso conocer este animal cuya fidelidad se ponderaba refiriendo que no quería apartarse de la sepultura de su amo. Adriano se encaminó al cementerio del pueblo y apenas había entrado cuando un ahullido prolongado y doloroso le hizo conocer de qué lado estaba el perro. Pero sólo había dado tres o cuatro pasos cuando le salió al encuentro Azabache, flaco, con el pelo erizado, y sin embargo, afectuoso y festivo con él. El corazón de Adriano se comprimió con espanto. A pocos pasos vio un soldado que con una escudilla de leche en la mano llamaba al perro y le instaba cariñosamente, como pudiera hacerlo con un hijo, para que tomara aquel poco de leche. Adriano se adelantó y preguntó con voz turbada al soldado de quién era aquel perro:
+—Era de mi amigo el desertor y hoy es mío —contestó el soldado.
+—¿Y cómo se llamaba el desertor?
+—Luis Molina.
+Este nombre hirió como un rayo al infeliz Adriano que cayó en tierra sin conocimiento. El soldado compadecido hizo mil esfuerzos para volverlo a la vida, y el triste Azabache le lamía las manos y el rostro, ahullando de una manera particular. Al fin Adriano abrió los ojos, miró con espanto alrededor de sí y recordando lo que había pasado, se arrojó con desesperación sobre la sepultura de su hermano, dando horribles gritos, llamando a su amigo querido y revolcándose en tierra como un frenético. Unas veces maldecía la carrera militar, otras imploraba a los santos del cielo, otras se llamaba a sí mismo cruel, despiadado y asesino. El soldado testigo de esta escena se esforzaba en vano por calmar aquel dolor inmenso cuya causa ignoraba. Por fin dijo:
+—¿Conocía usted a Luis?
+—Sí —gritó Adriano con voz tremenda—, ¡Luis era mi hermano querido y yo fui de los de la escolta que lo ejecutó! Él ha debido conocerme y tal vez maldecirme.
+Al decir esto un segundo desmayo le cortó la voz. El soldado salió en busca de socorros y ayudado de dos hombres, trasladaron a Adriano al cuartel. Cuando volvió en sí lo devoraba una fiebre ardiente acompañada de delirio y de los síntomas más alarmantes. En consecuencia fue dado de baja y pasó a la casita que servía de hospital militar. A los catorce días de crueles padecimientos, hizo crisis la enfermedad y entró Adriano en una penosa convalecencia, porque un pesar agudo le roía el corazón y hacía muy lento el progreso de su restablecimiento. Su primer cuidado fue hacer llamar al amigo de su hermano para preguntarle desde cuándo estaba este en el ejército, con todas las demás circunstancias relativas a su deserción y captura. El soldado le dijo:
+—Al día siguiente de haber salido Molina del cuartel de Tunja, en donde quedó usted reemplazándolo, cayó en poder de otra partida que hacía reclutamientos a la cual por mi desgracia me hallaba incorporado. Molina presentó su licencia absoluta, pero el oficial la leyó y la despedazó diciendo que no estaba en regla, sea que en efecto faltase alguna de las formalidades de uso o que el cruel comisionado no quisiese hacer caso de ella. Luis pidió ser conducido al cuerpo que mandaba el coronel Salon, pero se lo rehusaron. Desesperado entonces, faltó gravemente al oficial e hizo mil locuras con el objeto de hacerse condenar a muerte; pero se contentaron con darle palo y vigilarlo. El tiempo, sin embargo, calmaba algo sus dolores y la amistad que contrajo conmigo le hacía más llevadera su suerte. Yo le daba esperanzas asegurándole que algún día nos reuniríamos al resto del ejército colombiano, y que el jefe que le había dado su licencia lo haría poner de nuevo en libertad. Me hablaba con frecuencia de su mujer, de sus hijos, de sus padres y hermanas y sobre todo de usted, cuyo sacrificio había sido infructuoso. Este recuerdo le arrancaba lágrimas, y se afligía de que Paulina no tuviese ningún apoyo ni siquiera la compañía de su perro. Las caricias de este lo complacían mucho y siempre se lo imaginaba precediéndolo en la llegada a su choza. Pero la vida del cuartel y de la campaña le eran igualmente odiosas y muchas veces proyectó desertar para volver al seno de su familia; mas, un sentimiento de honor lo contenía. Hace pocas semanas que nuevos reclutas traídos de su tierra le informaron de que su padre había muerto, que su mujer vivía en la mayor miseria y que algunas veces manifestaba rasgos de locura; que su madre estaba muy achacosa y la mayor de sus hermanas tullida a causa de una caída. Entonces resolvió pedir enérgeticamente su licencia. El jefe se la negó con dureza, y aquella misma noche desertó. Pero un piquete que andaba recogiendo caballos lo sorprendió en una casita y fue traído inmediatamente al cuartel. Como estaba de marcha se le condujo hasta aquí como preso. Apenas llegamos se celebró el consejo de guerra y al siguiente fue ejecutado. Como era bueno y generalmente querido, rogamos al jefe que nos eximiese del funesto deber de matarlo y entonces este ocurrió al general, quien le franqueó la escolta. Molina nos agradeció esto, y poco antes de morir me recomendó los adioses para su familia, en caso de que yo fuese alguna vez a su pueblo, y me hizo donación de su perro a quien amaba tanto.
+Adriano había escuchado con atención este relato que renovaba todos sus dolores y que le descubría las recientes pérdidas que había hecho y las miserias de su familia. Después de un rato de silencio, dijo:
+—Sí, yo era del número de los asesinos de mi hermano, él debió verme y, ¿qué habrá pensado de mí? Sin embargo, él sabía que yo le había hecho un juramento y debió creer que lo cumpliría. Mi bala pasó sobre su cabeza sin tocarlo. ¡Pobre Luis! Si él hubiera sabido el nombre de nuestro general, habría pedido verlo y estaría hoy de marcha para su casa. ¡Qué alegría para él y para su perro al acercarse a nuestro pueblo!
+Adriano empezó a llorar al hacer estas reflexiones.
+El soldado le dijo:
+—¿Y usted no conoció a Azabache?
+—¡Oh, no! —repuso Adriano&mdmdash;, al haber visto al perro, me habría sentado en el banquillo con Luis. Salí del cuartel ciego de pesar y despecho por lo que me obligaban a hacer y no quise mirar al infeliz. ¿Dónde estaba el perro?
+—Allí a sus pies, y por milagro no lo pasó una bala.
+—¡Fiel animal! —exclamó Adriano—, yo querría tenerlo conmigo.
+—Ya es tarde —respondió suspirando el soldado—, por más que he hecho no quiso comer y a los siete días murió de hambre sobre la sepultura. Lo enterré junto a su amo y esto era cuanto podía hacer por el pobre animal.
+Adriano volvió a llorar, y los dos soldados se separaron tristemente.
+El primer día que Adriano pudo caminar se dirigió a casa del general Salon. Cuando entró a presencia de este, después de saludarlo, le dijo:
+—¿Mi general, no me conoce?
+—No, ciertamente, ¿quién eres?
+—Soy Adriano, el reemplazo de Luis Molina.
+—¡Ah! sí, eres un buen muchacho, pero has debido estar enfermo, porque te veo muy desfigurado.
+—Sí, mi general, estoy dado de baja y hoy es el primer día que salgo del hospital.
+—¿Y venías a visitarme?
+—Sí, mi general, y a pedir mi licencia absoluta.
+—Cómo, ¿no estás contento con nosotros? Aún no tienes año y medio de servicio y tu enganche ha sido por cinco años; es verdad que estás malo, pero unas calenturas pasan pronto.
+—Sabe, mi general —preguntó Adriano con voz solemne—, ¿en dónde está Luis Molina de quien fui reemplazo para que no estuviera abandonada su familia?
+—Yo no sé, pero supongo que estará en su casa.
+—No, mi general, Luis está en el cementerio. Es el triste desertor contra quien me obligaron a disparar mi fusil, es el mismo a quien mi general dio su licencia, que a las pocas horas fue despedazada por otro oficial que reclutó de nuevo a mi hermano, a Luis Molina, de quien yo era reemplazo voluntario.
+—Eso es cruel e injusto —dijo Salon enternecido por el tono y la relación del soldado—. ¿Conque Luis fue el desertor a quien se hizo fusilar hace pocos días?
+—Sí, mi general, ¡y yo era de la escolta!
+—¡Pobre Adriano! Pero esto ya no tiene remedio, ni yo juzgué a tu hermano ni tú le tiraste por tu voluntad. Yo te haré dar algo para la viuda y olvidemos eso.
+—¡Olvidar! ¿Es que eso se puede olvidar? ¡Una licencia que a las dos horas no tiene fuerza ni valor! ¡Una mujer y tres niños que se condenan a morir de hambre y desnudez! ¡Un hermano que se admite de soldado sin libertar al otro, dejando así un padre, una madre y tres hermanitas sin apoyo, ni consuelo! ¡Un inocente que porque trata de ir a cumplir los deberes que Dios le impuso, es condenado a muerte y ejecutado en la flor de su edad! ¡Un desgraciado a quien se hace dirigir su bala al corazón del hermano que lo ama! Esto es atroz, mi general, y no se olvida. Yo quiero mi licencia.
+—No, hijo —respondió Salon con bondad—; tú eres un buen soldado y no creo que quieras dejarnos, ni que guardes resentimientos por frioleras…
+—¡Por frioleras! —interrumpió Adriano con amargura y enojo—. ¡Ah!, mi general, yo quiero salir de esta carrera en que hombres tan buenos como usted, se acostumbran a hablar con tanta ligereza de los dolores más atroces que puede sufrir el corazón.
+Y al decir esto dos lágrimas surcaron sus tostadas y enflaquecidas mejillas.
+—¡Por frioleras! —repitió—, ¡y él era mi hermano querido y yo uno de los de la escolta!
+—Pero, hijo —replicó el general un poco avergonzado—; yo no tengo la culpa de que tu hermano fuera desertor, ni de que te nombraran para la escolta. Consuélate, que pronto serás sargento, y si quieres te sacaré de asistente y tú no desertarás jamás.
+—Mi general —respondió Adriano con firmeza—, si no se me da hoy mismo mi licencia desertaré mañana, porque he jurado no volver a tomar nunca fusil en mis manos y pasado mañana estaré en el cementerio con Luis y su perro.
+El general miró un rato atentamente al soldado y enseguida escribió la licencia absoluta, dándole además, una cantidad regular y despidiéndolo con bondad y cariño. Adriano agradeció esta generosidad inesperada, y sus lágrimas se enjugaron con la esperanza de hacer bien y de consolar a su familia.
+El mismo día después de haber visitado el cementerio donde lloró amargamente, y después de haberse despedido con afecto del amigo de su hermano, y de todos sus camaradas, se puso Adriano en camino; pero a pesar de su diligencia, su poca salud no le permitía adelantar mucho en su viaje. Cerca de dos meses tardó en llegar a su pueblo en donde halló viuda, pobre y enferma a su anciana madre; enferma a su querida hermana Lucía y triste siempre a Anita que no cesaba de llorar la muerte de su padre. Lloró con ellas la pérdida de este y de su amado Luis, y las consoló con la promesa de no dejarlas jamás. Se informó de Magdalena, que aún permanecía en la casa del párroco, y de Paulina, cuya situación era lamentable. Al día siguiente se encaminó a su choza con el corazón oprimido de dolor. El camino estaba cerrado con la maleza y los arbustos, y se conocía que casi nadie transitaba por él. Adriano se paró a alguna distancia de la choza para ver si descubría a alguien, y vio, en efecto, a sus dos sobrinos enteramente desnudos, extenuados por el hambre y desyerbando con sus enflaquecidas manos los antiguos surcos de cebollas, y Paulina flaca, andrajosa y triste, que con una niña en los brazos ayudaba a sus hijos a corta distancia.
+Adriano dijo en voz alta: «¡Hermana!», y Paulina se enderezó; pero volvió a inclinarse al instante, temiendo, como tantas veces le había sucedido, ser engañada por su imaginación.
+—¡Querida hermana! —volvió a decir Adriano.
+A este segundo grito, Paulina se levantó azorada, los dos chicos corrieron a esconderse, y Adriano se adelantó con precipitación. Al reconocerlo, la pobre viuda, voló a arrojarse en sus brazos y el veterano la estrechó en ellos sin poder proferir una sola palabra. Largo rato permanecieron abrazados hasta que ella le preguntó:
+—¿Y mi Luis?, ¿viene pronto?
+—No —dijo Adriano—, debe tardar todavía mucho tiempo, y yo te acompañaré entretanto.
+—Como vuelva —dijo Paulina—, aunque sea tarde. Si yo no hubiera tenido esperanza de verlo, me habría dejado de sembrar cebollas y cultivar tomates, pero quiero que todo lo encuentre como lo dejó, aunque no he podido impedir que se enflaquezcan los niños.
+—Y si Luis no volviera —dijo Adriano—, ¿qué harías, hermana?
+—No sé —respondió ella—; yo no he pensado en eso, porque es imposible que no vuelva. Cuando se fue, casi ni adiós me dijo porque era ausencia de pocas horas, y ya ves que se han pasado cerca de dos años. Sólo me dijo, hasta la tarde, Paulina; y Dios no puede permitir que los casados se separen para siempre sin decirse algo más.
+—Sí —replicó Adriano—, muchas cosas suceden como no esperábamos, pero Dios está en todas partes.
+—Y dicen que el diablo también —replicó la viuda—. La verdad es —añadió—, que yo le temo a este enemigo y ya muchas noches he soñado que él apostaba con el ángel de mi guarda a que no dejaba volver a Luis; pero los ángeles deben poder más que el diablo, ¿no te parece, Adriano?
+—Sí —respondió este con tristeza—, así debe ser.
+Y al punto llamó a los muchachos para verlos. La madre entró y los sacó con trabajo. Adriano los acarició con lástima especialmente al mayor que era parecido a Luis, les dio pan y dulces y después les vistió dos blancas camisas, porque instruido por su madre de su desnudez se había provisto en el pueblo de algunas cosas necesarias. Paulina besó a sus hijos con trasporte al verlos vestidos, y les dijo: «Muchachos, esto lo da su tío, mientras que viene Luis. Él traerá cosas mejores porque dicen que los soldados hacen fortuna».
+Los niños se reían, al verse así ataviados, comiendo su pan, hacían cariños a su madre y se acercaban tímidamente al veterano que hacía increíbles esfuerzos para retener sus lágrimas. Aquel día se comió y se cenó mejor y la noche fue feliz y tranquila para toda la familia porque no se sentía hambre y porque Adriano trajo dos buenas frazadas para la madre y los hijos.
+Tardó aún dos días Adriano en instruir a su cuñada de toda su desgracia, y durante ellos trató de prepararla, haciéndole entender que era más que probable que Luis no volviese. Pero Paulina rechazaba esta suposición porque tenía entera fe en que un marido no puede morir sin haberse despedido de su mujer. Al fin el buen Adriano juzgó que convenía decirlo todo, para obligar a Paulina a prestarse a los planes que había formado en bien de su familia. Él quería sacarla de las montañas, comprarle una casita cerca de la de su madre y consagrar los cuidados y trabajos de su vida entera a aquellas dos familias que le eran tan queridas. Después de que almorzaron se sentó junto a ella y le dijo sin más preámbulos ni rodeos que ya Luis no existía. Al oír esto Paulina se levantó haciendo un ademán de amenaza contra el cielo, y luego sentándose y mirando fijamente a su cuñado, le dijo:
+—Cuéntamelo todo; yo quiero saber dónde y cuándo murió mi marido, qué enfermedad o accidente se lo llevó, qué hizo desde el día que salió de aquí, lo que me mandó decir cuando estaba para morir, y todo, todo lo que tiene relación con él y con sus últimos momentos.
+Adriano le contó detalladamente su determinación de partir a libertar a su hermano, la resistencia de Luis a admitirlo por reemplazo, su salida del servicio y luego toda la historia que le había referido el soldado hasta su muerte y el trágico fin del fiel Azabache. Le costó trabajo decir que él había sido de la escolta que ejecutó al desertor, pero resuelto a no ocultar nada a Paulina le refirió entre sollozos y lágrimas aquella atroz escena de su vida. Esta relación larga y minuciosa hecha en el lenguaje inculto de un soldado ocupó más de dos horas y Paulina la oyó sin interrumpir, sin hacer preguntas, ni siquiera pestañear. Solamente cuando Adriano contó que había sido admitido por reemplazo de su hermano y que había obtenido la licencia de este, la viuda le apretó la mano en señal de gratitud. Continuó largo rato mirando fijamente a Adriano sin hacer el menor gesto que pudiera indicar las impresiones que había recibido; permanecía en la misma actitud silenciosa, grave y atenta.
+El soldado esperó largo rato una respuesta; pero viendo que nada le decía, le preguntó si, siendo ya viuda y no teniendo a quién esperar, se iría con él y sus hijos a vivir al pueblo.
+Paulina entonces sacudió la cabeza con aire de misterio, y le dijo:
+—No, voy a ver una gran cosa hoy. Luis será atravesado por las balas que le mandará su hermano. ¡Esto es atroz!
+Adriano fijó entonces su atención, y notó que su relación había acabado de trastornar el juicio de Paulina. Trató de calmar sus pensamientos agitados y dirigirlos hacia otros objetos, pero ella no podía desechar de sí la imagen funesta que su cuñado acababa de transmitirle. Unos ratos se arrodillaba a rezar por el alma del desertor, otros salía a esperarlo debajo del laurel, donde principiaba a cantar la canción favorita de Luis, pero entonces su voz temblaba y las lágrimas brotaban de sus ojos. Algunas veces huía de Adriano con horror, gritando: «¡Él es de los de la escolta!», otras veces decía hablando consigo misma: «Sí, Azabache, has merecido estar sepultado en tierra santa porque no lo dejaste ni después de su muerte». Y enseguida tomando a Adriano por el brazo, parecía que se lo presentaba a alguno, diciendo: «Que me vuelvan a Luis porque aquí está su reemplazo».
+La demencia de la pobre viuda se aumentó de día en día hasta el extremo de no conocer ya a sus tiernos hijos.
+El buen hermano trasladó la familia al pueblo, puso a su sobrina en casa de su madre y se reservó a los niños, a quienes criaba con amor, enseñándolos a amar a Dios y al trabajo, e inspirándoles al propio tiempo terror y una aversión ilimitada a la carrera de las armas. Paulina permanecía unos días en la casa cantando o llorando y otros andaba por los caminos, ya averiguando la marcha del cuerpo en que servía Luis, ya preparándose a ver la tremenda escena de un hermano matando a su hermano, ya buscando en el cementerio el sepulcro de un pobre desertor.
+La desgracia del infortunado Luis hizo resaltar las virtudes de Adriano, la sensibilidad y amor de Paulina y la del de su perro, y si estos ejemplos no se renuevan todos los días, es a lo menos evidente que en cada revolución se cometen mil injusticias y crueldades con ese horrible sistema de reclutamientos, y que quedan cien viudas, que sino pierden la razón, se ven a lo menos tan desvalidas, abandonadas y miserables, como la infeliz viuda del desertor.
+¡CUÁN DIVERSOS SON LOS juicios de los hombres sobre los mismos objetos! Lo que a unos les parece ridículo o pueril, otros lo juzgan tierno e interesante. Admiran unos un acto de valor, donde otros no descubren sino la desesperación de un cobarde. Este califica de desvergüenza e imprudencia, lo que aquel mira como un noble ejemplo de franqueza; y lo que un hombre elogia por sublime, otro lo condena por bárbaro y atroz. Yo he visto reír a un sujeto a tiempo que otros lloraban durante la representación de una tragedia tierna y sentimental. He oído ensalzar hasta las nubes en una tertulia a cierto caballero que refería heroicos hechos de armas ejecutados por él mismo, y un compañero suyo refería de otra manera los mismos hechos, con el objeto de hacer resaltar la cobardía y mala cabeza del héroe. El lenguaje de Crátes tiene admiradores y censores igualmente exaltados, y Sócrates no carece de detractores. La acción memorable del antiguo Bruto es descrita por unos como el más sublime esfuerzo de la virtud y por otros como el delirio más indisculpable del orgullo y la crueldad. Difícil sería hallar el tribunal adecuado para decidir quién tiene razón; pero es triste cosa pensar que entre los hombres todo es mudable, transitorio y controvertible. Parece a veces que ni aun la virtud tiene ese carácter fijo y marcado que debería hacerla conocer y respetar por todo el universo. Los pobres hijos de Adán estamos tan sujetos a errores, disputas y versatilidades, que no sabemos seguir a la virtud por la misma senda y practicarla de la misma manera. Sin embargo, hay acciones que aunque tengan un círculo más o menos extenso de censores, son siempre buenas y honradas y dan a quien las ejecuta derechos a la estimación, o a lo menos, a las alabanzas de los que la conocen. Yo gusto de buscar esta clase de hechos, porque me inspiran benevolencia hacia el prójimo y respeto por esta triste raza humana a que pertenezco. Me parece más dulce amar que aborrecer, más honroso elogiar que maldecir y más satisfactorio publicar el bien, que decir el mal de nuestros semejantes.
+AMABLE ERA EL JOVEN VALERIO, pero sea por genio, sea por educación o por el influjo de las malas compañías, adolecía de defectos que a veces lo condujeron a cometer faltas graves. Era el jefe de los calaveras de su época, y dotado de gracia, salud, valor y fuerza física, ejercía un influjo irresistible sobre sus compañeros. Las personas de juicio lo hallaron frecuentemente censurable; las severas lo veían casi siempre culpado; las exageradas decían que era criminal. Las estrechas relaciones que tenía con hombres poco estimables, la ligereza de sus conversaciones y la envidia de sus émulos, hacían adquirir a este joven una mala reputación que muchas personas no se atrevían ya a negar, ni contradecir.
+Yo conocí a Valerio y me agradó. Su viveza, su agilidad y sus chistes llamaron al principio mi atención. Tenía una hermosa cabeza, frente espaciosa y blanca, adornada con rubios cabellos, y una sonrisa de bondad que daba a su fisonomía un encanto, que acaso no descubren en una sonrisa los que no ven a mi manera, ni sienten como yo. Siempre escuché a Valerio con placer, aunque no hallaba en sus ideas ni el juicio, ni la consecuencia, ni la exactitud que hubiera deseado. No obstante, como él era amable y urbano conmigo, a pesar de mi edad, me hallé siempre dispuesta a perdonar sus extravagancias en favor de sus buenos modales. Las personas amables y atentas, cuando lo son con naturalidad y sin maneras rebuscadas y ridículas, inspiran simpatías y muchas veces gratitud; y las mujeres que hemos pasado de cierta edad, nos sentimos dispuestas a la indulgencia y tolerancia hacia la juventud que nos distingue y trata con afectuoso respeto. Conocí que mi afecto por Valerio era improbado por personas que opinan que las mujeres viejas debemos arrugar la frente delante de la festiva y atolondrada juventud. Mas, encontrando en Valerio un buen corazón, sentí indulgencia para sus extravíos y esperé que en su pecho germinarían fácilmente todas las virtudes. ¡Y cuántas cosas se perdonan al que tiene un buen corazón!
+Valerio amaba con pasión —o por lo menos él lo creía así entonces— a una señorita por la cual aseguraba él, que se haría mahometano si fuera necesario esto para agradarla. Mil veces me habló de este amor profundo e invariable y me protestó que jamás amaría a otra mujer, y que ya sobre aquel punto estaba fijado su destino, aunque sólo tendría veinte años cuando hablaba así. Es cierto que él amaba con entusiasmo y que no perdía ocasión de hallarse cerca de su amada. «Cuando estoy a su lado», me decía, «nada veo sino a ella, porque con sus gracias y hermosura todo lo eclipsa; y si disfrutando de su conversación se me viene a avisar que el fuego ha prendido en mi casa, la dejo arder por no perder una palabra de aquella boca divina». Tal era la exageración con que hablaba de sus sentimientos. Mas, en tratándose de ejecutar alguna buena acción, Valerio olvidaba aquel entusiasmo romántico y se dejaba arrastrar por el encanto irresistible y positivo que la virtud ejercía sobre su alma noble y bella.
+Una tarde se hallaba con su adorada prenda en la casa de campo de una amiga. Una corta y escogida sociedad hacía más agradable la reunión. Debían bailar después de la cena, y ya Valerio había citado para dos o tres piezas a la señorita que lo tenía hechizado, esperando, decía él, gozar un siglo de placer en cada contradanza. Se aguardaba por todos la hora, con aquella inquietud bulliciosa que precede a las grandes diversiones y que tan deliciosa es para la juventud. Acababa de anochecer, cuando la señora de la casa se presentó en la sala llorando, con su niño pequeño en los brazos, el cual gritaba y lloraba con angustia. Ella refirió que la nodriza del niño, aprovechando la hora en que este dormía, para que no se notase pronto su ausencia, había huido de la casa, dejando así a la infeliz criatura, expuesta a perecer de hambre. Todos compadecieron a la señora y le indicaron los alimentos que debía dar al niño y todos ponderaron el mal manejo de la inhumana nodriza. Pero la madre aseguraba que el niño no sabía comer nada y lloraba con la angustia de una madre que cree en peligro la vida de un hijo adorado. Valerio salió sin decir nada. La desconsolada señora pasó a otro cuarto a tratar de distraer y dormir al chiquito, y el resto de la sociedad quedó en la sala gozando de los placeres de una agradable velada. Aunque se notó la falta de Valerio, ninguno la extrañó, pues suponían que sería algún capricho del Calavera. A las once de la noche se presentó en la sala donde ya se hallaba la madre del niño abandonado, y dijo: «He corrido hasta el lugar donde supuse que se habría retirado la nodriza, porque sé que allí tiene sus parientes. La hallé, en efecto: algunas reconvenciones, refiriéndole los lamentos de usted y los lloros del niño, que la han enternecido, y una ligera recompensa, han bastado para obligarla a volver. La he traído a pesar de la lluvia y la oscuridad que ella alegaba para esperar hasta mañana en su pueblo. Perdónele usted su falta, entréguele su chiquito y duerma tranquila». La madre quiso manifestar la más tierna gratitud al joven; pero este no dio oídos a sus expresiones, y dirigiéndose a su querida con el aire alegre y franco que le era natural, le dijo:
+Espero que mi falta de puntualidad para cumplir mis compromisos de baile, me será perdonada esta vez.
+Enseguida habló de otra cosa y nunca más volvió a acordarse de que había sacrificado sus placeres a la compasión. Su buen corazón le hacía hallar natural y sencillo lo que un hombre duro y egoísta no habría ni siquiera imaginado.
+HABÍA EN LA CIUDAD UN sacerdote anciano y ciego. Estas dos circunstancias se miraban con indiferencia y menosprecio por una gran parte de la loca e inconsiderada juventud, que nunca piensa que podrá llegar al mismo estado de vejez e infortunio en que otros gimen. Este sacerdote, por desgracia, unía a las dos calamidades referidas, un genio iracundo y extravagante, un mal humor perpetuo, y la manía de querer ocultar que era ciego. Por consiguiente no llevaba lazarillo, y a cada momento sufría golpes, tropezones, empujones y caídas, que por lo común excitaban la risa de los circunstantes, quienes se guardaban bien de ofrecerle socorros o guía, porque sabían que recibía con enojo y contestaba con insultos a cualquiera que le brindase apoyo. Un día estaba la calle llena de yuntas de bueyes cargados de madera, a tiempo que venía el pobre eclesiástico. Había cerca de aquel lugar un círculo de jóvenes que se divertían en ver la dificultad con que pasaban las gentes y que se preparaban ya para burlarse del embarazo en que se encontraría el ciego, de sus infalibles caídas y de sus impotentes furores. Valerio se separó de ellos, voló adonde estaba el anciano y tomándolo del brazo, le dijo:
+—Aquí hay mucho peligro para usted, y yo quiero conducirlo por el camino practicable.
+El viejo resistió, según su costumbre, gritó al joven mil desahogos y disparates, le reprendió lo que llamaba su grosera oficiosidad, le repitió que para nada lo necesitaba y quiso desprenderse del brazo de Valerio. Pero este tuvo firme, y aunque con trabajo, lo obligó a salir del mal paso, diciéndole en el tránsito con la mayor dulzura:
+—Permítame usted sacarlo de este peligro, y después insúlteme cuantoquiera.
+Al salir a un punto despejado soltó el brazo del clérigo, y añadió:
+—Puede usted marchar ahora por donde guste, y dispénseme la libertad que me he tomado.
+El ciego se retiró diciendo improperios al que acababa de guiarlo con tanta felicidad, libertándolo de un riesgo evidente, y los amigos del joven se burlaron de él, preguntándole qué se adelantaba con servirle a un desagradecido atrabiliario como aquel, y qué se perdía dejándolo romperse la figura en castigo de su mal genio y tenacidad.
+—¿Qué se adelanta? —replicó Valerio riéndose—; ¿es poca la diversión que causa oírle sus extravagancias? Y por otra parte —continuó con seriedad—, el placer de evitarle mayores penas sobre aquellas a que lo destinó la naturaleza. Cuando yo veo un viejo ciego me figuro que es mi padre que vive y que ha llegado a ese estado infeliz, y no puedo menos de interesarme por él.
+Este es el lenguaje de un hombre en cuyo pecho se abriga un excelente corazón.
+ERA UNA TARDE DE CORRIDA de toros. Los tablados estaban llenos de hermosas damas, y las barreras coronadas de numerosa concurrencia. El placer y la ociosidad habían atraído gran parte de la población del lugar hacia la plaza donde debían correrse estas fieras, a quienes el hombre ofrece su vida por vanidad, codicia o estupidez, en estas fiestas bárbaras que deshonran en nuestros días los pueblos civilizados. Un toro furioso recorría la plaza buscando salida no hallando ninguna, y viéndose hostigado por los gritos y rechifla de la multitud, se para, brama de coraje, escarba la tierra con sus manos, mirando a un lado y a otro con ojos centellantes, como para elegir el punto hacia donde dirigiría su formidable ataque. Entretanto, una pobre mujer había entrado en la plaza y conversaba con otras, con la descuidada imprevisión, propia del que carece de ideas. El toro se dirigió hacia el grupo que ellas formaban; al oír los gritos del concurso vuelven la cabeza; ya sólo distaban diez o doce pasos del terrible animal. Todos corren precipitadamente a agarrarse de las barreras y la infeliz mujer no solamente es atropellada y cae por tierra, sino que, desgarrados y arrollados sus pobres vestidos queda casi desnuda a vista de un pueblo inmenso. Una risotada inhumana, que parte de los grupos del populacho, y que es repetida por casi todos los cachacos —es decir, por los petimetres del concurso— resuena por todos los ángulos de la plaza. Algunos gritos de terror y compasión se hacen oír de los tablados ocupados por mujeres decentes. Un joven bien vestido, de una figura agradable, se precipita hacia el lugar de la escena, arrebata de paso la ruana de un aldeano que trepaba por las barreras, cubre con ella a la pobre estropeada y quitándose el sombrero, que mueve a derecha e izquierda, atrae sobre sí al animal irritado, para dar lugar de ponerse en seguridad a la mujer a quien quiere salvar. En efecto, el toro enviste al joven por quien es provocado, pero él saca el cuerpo con agilidad, repite un segundo lance y dando un brinco sobre el cercado queda libre del peligro, cuando muchos corazones temblaban por su vida. «¡Viva Valerio!», gritaron sus compañeros, y él sonriéndose se mezcló con la multitud del pueblo que lo bendecía; porque este pueblo que frecuentemente es una masa insolente y brutal que se ríe con estruendo de las desgracias de sus semejantes, cede siempre al ascendiente que sobre él ejercen el valor y la generosidad.
+DESGARRABA LA GUERRA CIVIL nuestra pobre República y el Gobierno hacía increíbles esfuerzos por ahogar este monstruo destructor. Valerio y un liberto de su casa, tomaron las armas en calidad de voluntarios, como hicieron otros tantos ciudadanos, para sostener el orden. Pronto se encontraron frente al enemigo y Valerio se manifestó impávido, alegre y dispuesto a cumplir con los deberes que se había impuesto. Una bala vino de repente a echar por tierra al honrado negro que peleaba al lado de su joven amo, y en el mismo momento hubo algún desorden en las filas de los ministeriales o sostenedores del Gobierno legítimo. Mas, Valerio no se intimidó a pesar de la lluvia de balas que caían a su alrededor; se desmontó de su caballo, tomó en brazos a su criado gravemente herido, lo colocó sobre la silla y poniéndose a la grupa para sostenerlo, logró sacar al fiel doméstico de un punto en que infaliblemente habría perecido bajo los pies de los caballos o a los golpes de las bayonetas y lanzas enemigas. Cuando los parientes y amigos reconvinieron a Valerio por haberse expuesto de aquella manera, él les contestó con naturalidad:
+—Yo he cumplido con un deber de gratitud y humanidad con este fiel criado de mi familia. Lo mismo habría hecho por mí el pobre negro si me hubiera encontrado en semejante caso.
+¿Quién no ama el corazón que mueve a tales acciones? ¿Quién no admira estas nobles inspiraciones del valor, que hacen que un hombre arriesgue su vida por salvar la de su semejante? ¡Y cuántos rasgos de la misma clase, podríamos citar de este amable joven! Sin embargo, en la sociedad se le califica siempre con algún nombre poco favorable; y el frío egoísta, el cobarde detractor, el maldiciente consuetudinario, murmuran sin piedad de Valerio, porque no quieren ver sus nobles y bellas cualidades, y porque no saben buscar el buen lado en las personas y las cosas.
+¡Tú no vives ya, sensible y generoso Valerio! Pasó tu existencia como un relámpago, y tus nobles acciones, tus infinitos rasgos de bondad han pasado también desapercibidos en medio de tus compatriotas que llevaban una cuenta exacta de los errores, calaveradas y deslices de tu juventud. Mas, existen casi todos los objetos que amaste, y ellos, si por casualidad leen estos renglones, al derramar nuevas lágrimas consagradas a tu memoria, dirigirán en el fondo de su alma una acción de gracias a la amiga que sabe olvidar tus faltas y quiere honrar tus virtudes. Tu muerte fue trágica, injusta y terrible; pero ella nos ha hecho conocer que tu interesante viuda era digna de tu amor. Cuando ella supo que tu asesino estaba en vísperas de ser condenado al cadalso, envió a pedir su perdón. «Que se le ordene», dijo, «que venga a contemplar mi profundo dolor y el infortunio en que ha sumido a mis inocentes hijos, y este será el castigo de su crimen». ¡Ah!, bien manifiesta esa queja amarga, todo lo que sentía el corazón de aquella viuda infeliz, y esto sólo hace el elogio de un esposo que merece así las lágrimas y recuerdos de su fiel compañera. ¡Oh Valerio!, ¡que tu amable viuda y tus tiernos hijos recojan el fruto de las bendiciones de que fuiste colmado tantas veces por los infelices y desvalidos, que recibieron de ti apoyo, consuelos y socorros!
+—¿Qué tienes, Angelina, que te noto tan silenciosa y pensativa? Hace apenas seis meses que nos casamos y ya estás cansada de mí. ¿Por qué me has aborrecido tan pronto?
+—No, Eduardo —replicó ella—, ni estoy cansada de ti, ni te aborrezco.
+—Entonces, ¿qué tienes?
+—Nada.
+Un silencio de uno o dos minutos siguió a esta lacónica respuesta, y Angelina suspiró profundamente. Eduardo pensó que era indispensable descubrir la causa de la pena y desvío de su mujer, y a falta de medios más suaves para obtener su confianza, resolvió hacer el papel, acaso fácil para él, de marido exigente y descontento.
+—No me dices la verdad —continuó—, tu indiferencia pudiera ofenderme si tuviera motivo para atribuirla a un origen culpable; pero creo solamente que será un capricho pasajero. No obstante, exijo que no estés triste.
+—No estoy triste —respondió con dulzura Angelina—; mas, si estuviera, ¿cómo podría alegrarme porque tú me lo mandas?
+—¿Conque te obstinas en tu reserva y en tu pena? Ya empiezo a creer que en esto hay algo grave.
+Angelina al oír esto trató en vano de reprimir otro suspiro.
+—¿Por quién suspiras? —tornó a decir el marido.
+—Por nadie.
+—¡Yo descubriré ese nadie y… que tiemble! —replicó Eduardo ya completamente enfadado.
+—¡Celos ahora! —exclamó la esposa con tono desdeñoso. Sabes bien que soy incapaz de faltarte ni con un pensamiento.
+—Cierto, o por lo menos ese es tu deber —dijo Eduardo—; pero las muchachas son variables y los seductores son activos. ¿Estás descontenta de mí? ¿Crees que haya un marido más amante y complaciente que yo?
+Angelina se sonrió tristemente sin responder.
+—¿Qué significa esa risa? ¿No te doy gusto en todo? ¿No eres dueño absoluto de cuanto tengo y de mí mismo? ¿Qué deseo has formado que yo no me haya apresurado a contentar?
+—No te he manifestado ninguno —replicó ella.
+—¿Luego tienes quejas?, ¿cuáles son? Respóndeme, Angelina, yo te lo mando.
+—Si yo hubiera tenido una respuesta afirmativa para todas tus preguntas —dijo ella—, el tono imperioso que acabas de usar podría hacerme vacilar al darla. Te diré con franqueza, que no pido más de lo que poseo, no estoy descontenta con mi suerte, no anhelo por ningún goce, ni aun de aquellos de que disfrutan todas las mujeres que están en circunstancias iguales a las mías.
+—Esa es una queja disfrazada, Angelina —interrumpió con viveza Eduardo—. Dime, ¿cuáles son los goces de que estás privada y de qué otras disfrutan?
+—No hablemos de esto —dijo Angelina.
+—Hablemos —replicó con enfado su esposo—. ¿Cuál es el goce que no tienes?
+—Yo podría —dijo ella con calma— concurrir contigo al baile a que nos convidan a los dos y al que tú vas sin mí. Yo podría pagar la visita de una vecina sin pedirte licencia ni estar en obligación de ir contigo; yo podría ir al baño con una amiga o una criada los días que tus quehaceres te impiden acompañarme; yo podría pasar la tarde del domingo en la ventana cuando estás ausente, sin que esto debiera molestarte, como ha sucedido; yo podría acostarme temprano cuando tengo sueño, sin necesidad de esperar tu vuelta a casa, que a veces es muy tarde; y a pesar de que todo esto es inocente y permitido a todas las mujeres, no lo hago porque te incomoda.
+—¿Conque hay quejas? —respondió Eduardo con mal humor.
+—No —dijo ella—, yo de nada me quejo; pero como me haces preguntas terminantes y me mandas con autoridad que responda a ellas, debo decirte la verdad.
+—¡Qué impertinencia! Tú no acostumbrabas antes ese tono, y veo que para tomarlo has debido contar con algo que te anime y estimule. En vano tratas de engañarme; yo lo descubriré todo.
+Diciendo esto Eduardo se alejó de su esposa, quien triste y desconsolada lloró un rato y después se ocupó, como siempre, en sus quehaceres domésticos, aunque con cierto aire distraído e inquieto y suspirando a cada momento apesar suyo. No era en verdad que ella extrañase la brusquedad de su marido, pues por desgracia él no era amable aunque quería a Angelina con mucha predilección, que era cuanto él podía hacer. Ya muchas veces había usado de un tono rudo y absoluto para imponer a su mujer las privaciones que ella acaba de enumerar y otras muchas que no tuvo tiempo de recordar, y así para la esposa no eran nuevos estos modales, pero aquella era la primera vez que se separaba de ella enojado y sin tratar de hacerla olvidar con una caricia la orden despótica que acababa de darle o el tono tiránico y absoluto con que le había hablado. Esa noche volvió más tarde de lo acostumbrado, quiso dormir en otro cuarto y pidió la cena a su criada y no a su esposa, como siempre lo había hecho. Al día siguiente no dirigió ni una palabra, ni una mirada a Angelina, y al entrar por la noche en la casa, no preguntó por ella a pesar de no haberla hallado en la sala donde siempre lo esperaba. Esta conducta había costado arroyos de lágrimas a Angelina; pero era tímida y no se atrevía a quejarse, temiendo importunar a un hombre que había logrado dominarla aunque ella le aventajaba en todo. Al tercer día ya el pesar de la esposa era insoportable y así determinó tener una explicación. Con este fin se acercó a él, en el momento en que se retiraba al dormitorio que nuevamente había elegido, y le dijo con un tono dulce y expresivo:
+—¿Qué tienes Eduardo? ¿Hemos de seguir siempre así?
+Él no respondió.
+—¿Quieres volverme loca? —añadió con acento desesperado.
+—Yo no quiero nada —dijo él con frialdad.
+—Pero vuelvo a preguntarte, ¿si hemos de vivir así siempre?
+Eduardo afectó no atender a esta nueva interpelación y tomó en silencio una luz para retirarse. Entonces Angelina, por un movimiento irresistible corrió, apagó la vela que su esposo tenía en la mano, se colocó entre él y la puerta y le dijo con resolución.
+—No te irás sin decirme por qué me aborreces.
+Este era el momento del triunfo de Eduardo. Él había pensado contentar aquella noche a su mujer, pero le era duro dar los primeros pasos después de haber hecho el papel de ofendido. Su buena y dulce compañera se le anticipó, y él conociendo que su aparente indiferencia afligía a Angelina, tuvo la crueldad, tan frecuente en los maridos, de gozar de una angustia que le probaba el amor de su esposa, que aseguraba su dominación, y que un hombre delicado y sensible se habría apresurado a calmar. La miró un rato con seriedad y sentándose gravemente en una silla, dijo:
+—Y bien, ¿qué quieres?
+—Quiero saber por qué estás enojado, saber qué he hecho yo para que me trates tan mal.
+—Yo no trato mal a nadie.
+—¿Y hemos de vivir siempre así? —volvió a preguntar ella.
+—Como tú quieras —replicó Eduardo, con frialdad e indiferencia.
+—¡Dios mío!, ¡qué tono! ¿Por qué me aborreces tanto?
+—Yo no te aborrezco, Angelina —respondió con tono solemne el marido, que volvía a caer en la tentación de hacerse temer y de mortificar un poco a su compañera—; pero tu seductor pagará con su sangre…
+—¿Qué seductor? —interrumpió Angelina—. No seas cruel, Eduardo, no me desesperes.
+—Sí —dijo él—, veo que tiemblas por el que te interesa; yo lo sé todo y…
+—¿Lo sabes todo?
+—Sí, y mi venganza será tremenda. Pero —añadió con voz más suave— a ti te perdonaré si una franqueza ilimitada te conduce a hacerme una relación la más circunstanciada de cuanto ha pasado.
+Es indefinible la expresión del semblante de Angelina mientras su marido pronunciaba estas palabras; mas un profundo fisonomista habría notado una mezcla de cólera, ironía y desdén. Eduardo no vio nada de esto, porque estaba ya realmente poseído de la violenta pasión de celos.
+—Y bien —dijo Angelina—, ¿cuál es el nombre de ese seductor?
+—Dilo tú —exclamó Eduardo irritado.
+—No lo sé —contestó ella con calma—, y desearía saberlo.
+—¡Ah!, piensas que no conozco a tu amante, porque te pregunto su nombre. Quería saber solamente hasta dónde llegaba tu atrevimiento. Pero callas y con razón; es duro pronunciar el nombre de la vil criatura que nos ha hecho faltar a nuestros deberes. No obstante —añadió creyendo haber discurrido un medio asombrosamente diestro para descubrir la verdad—, habrás de decirlo porque yo lo exijo de ti y a este precio te ofrezco mi perdón.
+—¿Tu perdón, Eduardo?
+—Sí —contestó este—, con tal de que no se haya cometido el mayor de los crímenes.
+Angelina se había contenido con pena, pero no pudo tolerar más largo tiempo la idea de que su esposo la juzgase culpable, y la palabra perdón en boca de este produjo en ella el efecto de una mecha inflamada sobre un barril de pólvora.
+—No puedo decirte lo que no es —replicó con energía—, y así me veo en la necesidad de confesarte que te amo mucho, y que tú eres el objeto único de todos mis desvelos y cuidados. Ni en un pensamiento te he faltado, ni conozco hasta hoy hombre alguno que yo sospeche siquiera que haya intentado, no digo seducirme, pero ni siquiera decirme una galantería. Te protesto esto por cuanto hay de sagrado; pero no olvidaré nunca tus ultrajantes sospechas y tus ofensivas expresiones. Jamás se borrará de mi memoria que me has hablado de perdón… ¡Tú!, ¡prometerme a mí perdón!
+Algunas lágrimas corrían por las mejillas de Angelina; pero se notaba fácilmente que trataba de reprimirlas y que su pecho estaba profundamente agitado. Eduardo la miraba con atención y no podía persuadirse que lo engañase aquella mujer que él estaba acostumbrado a amar con la preferencia de que era capaz. Sin embargo, deseoso de penetrar el secreto de la tristeza de su mujer, y no hallando en su imaginación otro medio para hacerla hablar sino el del enojo, se resolvió a llevar adelante sus primeras acusaciones, y en consecuencia añadió con severidad.
+—Yo no puedo alucinarme con protestas vanas cuando todas las apariencias te condenan, cuando el llanto del arrepentimiento te descubre tu falta, cuando tu mal disimulada tristeza en los últimos días me transmite el grito de tu conciencia. Sí, este grito debe hacerse oír muy penetrante en tu alma. Has faltado a la fe que debías a quien te ama exclusivamente, has menospreciado mi amor. ¿Qué tienes que responder a mis justas quejas? ¿Qué responderás a Dios por la profanación del Santo Sacramento que nos une? Di, mujer culpable, ¿qué responderás?
+—¿Qué responderé? —exclamó Angelina, levantándose con dignidad—; que he guardado, que guardaré siempre mi fe y mis juramentos, aunque tú te has burlado de tus compromisos contraídos al pie de los altares y tomando por testigo al mismo Dios. Sí, ingrato, tú me faltabas en premio de mi amor, mi obediencia y mi consagración. Este es el secreto de mi tristeza y sin tus injustas acriminaciones no me la habrías arrancado jamás. No tengo más que decirte.
+—¡Tú, celosa! —dijo Eduardo con aire burlón; esto no es creíble.
+—Celosa no —replicó Angelina con seriedad y haciendo ademán de retirarse—, sino resentida, ofendida hasta lo íntimo del alma.
+—Pero, dime —continuó Eduardo deteniéndola suavemente por la mano, que ella retiró al punto—, ¿de dónde te ha nacido este capricho? Yo no pienso sino en mis negocios; cuando estoy fuera de casa me ocupo en ellos, y a mi regreso podría decirte segundo por segundo en qué los he empleado, y qué he hecho. A nadie visito, y no he dejado de manifestarte siempre el mismo cariño. Ven acá, Angelina, y que se acabe esta reyerta.
+Eduardo tendió los brazos para estrechar en ellos a su mujer, pero esta se retiró pronunciando en voz baja las palabras ingrato y perjuro. Entonces Eduardo irritado al ver rechazada una caricia suya, prorrumpió en denuestos contra los chismosos que así habían engañado a su mujer; le suplicó seriamente que desechara sus sospechas, instándola con empeño para que le dijese de dónde nacían.
+—Por último —añadió—, te han contado mentiras por mortificarte, y quieren hacernos pelear. No lo lograrán, mi Angelina; yo tomo a Dios por testigo…
+—No acabes —interrumpió ella con vivacidad—, no blasfemes así invocando a ese testigo que te condenará, y cuyo nombre debería hacerte temblar. Sino, dime, ¿en qué casa pasas las horas de la noche desde las nueve hasta las once? ¿Con quién has paseado el jueves último por las orillas del río, cuando para no salir conmigo aquel día me aseguraste que tenías que arreglar cuentas con un amigo? ¿Para quién eran los dos bonitos pañuelos que separaste de la tienda en días pasados? ¿Quién te regaló las manzanas que traías el domingo y de las cuales me ofreciste dos, que acepté por no desagradarte? ¿Por qué ese mismo día renunciaste a tu papel de centinela dejándome sola durante la larga función de iglesia a donde tuviste cuidado de conducirme y colocarme en medio de la más apiñada concurrencia? Habla, Eduardo, ¿quién salió contigo esa mañana hasta el solar inmediato al cementerio? Pero, te callas, no te atreves a nombrarla, porque, como decías hace poco, debe ser penoso pronunciar el nombre de la criatura vil que nos hace faltar a nuestros deberes. Pero yo no estoy en el caso, y puedo nombrar a Marta, a la despreciable Marta, hija del sacristán de San Felipe, a la miserable Marta, que se ha puesto el primer traje decente costeado por ti, y que habiendo tenido siempre una conducta equívoca, rechaza ahora al honrado labrador que la quiere por esposa, para ostentarse públicamente como la favorita de un hombre casado. Ella es la que causa mi infortunio, por ella pasan desapercibidos de ti mis cuidados y cariños, mi retiro, mi consagración a mis deberes y mi resignación, y cuando a causa de ella me riñes y te enojas, cuando me abandonas tres días a mi solitario dolor, cerca de ella es que te diviertes y ríes, y en su mísera casa pasas las veladas, lleno de alegría y buen humor, para venir luego a colmar de injurias en tono altanero y agrio a la esposa que te ama y que es incapaz de ofenderte. ¡Ingrato!, ¡mil veces ingrato! Ya te lo he dicho todo; vuelve ahora donde tu Marta y déjame llorar.
+Angelina no acabó su terrible y enérgico discurso sin prorrumpir en llanto, y Eduardo que la había escuchado con asombro y notable confusión, se agitaba en su silla sin hallar palabras para responder a las justas quejas de su mujer. Por último, tomó su partido acercándose a ella:
+—No llores —le dijo, besando su cabeza que estrechó contra su pecho—, no llores, mi buena Angelina. Algo de lo que dices es cierto, pero no ha sido con el objeto que supones. He ido a casa del sacristán por negocios, y sino pregúntale y verás cómo vamos a emprender una siembra de trigo en compañía. Le regalé un traje para la hija, porque me aseguraron que estaba de novia y es muy pobre. Nos hemos encontrado algunas veces en el paseo, pero yo no lo he proporcionado. Me dieron en su casa unas manzanas, como pudieran habérmelas dado en otra parte, y el domingo te dejé en la iglesia, porque el día anterior le había ofrecido a nuestro vecino Andrés, hallarme en el camino del cementerio para ver con él un pedazo de tierra que por allí tiene, y que quiero comprar para tener cerca un potrerito para nuestros caballos, y si esa niña se encontró conmigo, fue por casualidad.
+Durante estos descargos las caricias de Eduardo se habían multiplicado, y las lágrimas de Angelina corrían con más abundancia. Las mujeres lloran siempre; su alegría, su compasión, su pena, sus dolores físicos, sus temores, todos sus sentimientos profundos se manifiestan con llanto. Hasta su enojo las enternece, y en este caso las lágrimas anuncian la calma próxima, así como una fuerte lluvia descarga a veces las nubes que amenazaban con una espantosa tempestad. Eduardo conocía esto instintivamente y no a causa de sus observaciones y así se complacía viendo llorar a su esposa. Sabía también, que esta joven buena y sensible tenía necesidad de ser amada, y le prodigaba sus caricias, para que estas hiciesen sobre el corazón de su mujer el efecto que dicen produce el aceite derramado sobre las olas agitadas de un mar embravecido.
+Por fin Angelina le preguntó sollozando, ¿es verdad que me amas? ¿Es verdad que esa otra no te interesa?
+—Sí, querida mía, sólo a ti amo y no debes creer en apariencias. No seas celosa, no estés brava, abrázame y que se acabe todo.
+Angelina lo abrazó sonríendose en medio de su llanto, y él continuó diciéndole algunas burlas sobre sus celos, sobre la inexactitud de las noticias que había adquirido y aun sobre la coquetería y defectos de Marta; porque la mayor parte de los maridos terminan con un tono chancero e insustancial estas graves explicaciones en que la razón está de parte de su esposa, y esta afectada ligereza les parece suficiente justificación a falta de justicia y veracidad.
+Angelina sabía bien a qué atenerse sobre las explicaciones que Eduardo había dado de sus relaciones con la familia del sacristán; pero contenta con las protestas y caricias recibidas, no quiso afligir a su marido con objeciones embarazosas, pensando que el mal se curaría con sólo haber hecho saber al culpable que su conducta era conocida, y persuadida de que la momentánea confusión que había causado a Eduardo, era suficiente castigo de sus faltas, se abandonó con delicia a la esperanza de un porvenir tranquilo, lleno de confianza y amor. Tal vez aquella noche de la primera reconciliación fue la más feliz de cuantas había pasado; tal vez se alegró de tener que perdonar, para gozar de la cariñosa gratitud con que era recibida su indulgencia; y Eduardo juzgándola enteramente desimpresionada, era feliz también con unas paces que disipaban sus dudas sobre la fidelidad de su mujer y que le daban la certidumbre de hallar siempre al volver a su casa, un semblante risueño y una acogida afectuosa. De este modo terminan casi todas las contiendas conyugales, cuando es el marido el ofensor, y en esto se ve indudablemente la mano de la Providencia.
+ALGUNOS MESES HABÍAN corrido después de la escena que acaba de leerse, y ningún disgusto grave había turbado la paz de los esposos. Es verdad que pasados los primeros días después de la reconciliación, se resfriaron un poco los tiernos sentimientos de Eduardo, que no dejó de ser exigente en cuanto a las privaciones y encierro que imponía a su esposa. Esta volvió a estar pensativa y a suspirar, y los negocios de Eduardo con el sacristán no se interrumpieron, porque una compañía para siembra de trigos no se termina en cuatro días. Es verdad también, que la pobre Angelina sufría ahora la mortificación de oír con frecuencia el nombre de Marta en boca de Eduardo, ya porque no había misterio en las relaciones de intereses conservados con aquella familia, ya porque habiendo recibido con aire risueño las burlas que su esposo le dijo a causa de sus celos la noche de su reconciliación, tenía que soportar siempre chanzas sobre el mismo objeto, y estas chanzas estaban muchas veces mezcladas de comparaciones mortificantes para Angelina, que era ciertamente menos bonita que Marta. Esta clase de imprudencia es muy común en los hombres poco delicados, que creen encubrir sus descarríos con una estudiada ligereza, y que jamás se ponen en el lugar de la persona cuyo amor propio ofenden, y cuya sensibilidad agravian hablando siempre en su presencia de una rival aborrecida. Si los hombres pudieran comprender cuánto hieren y ultrajan a sus mujeres con estas insulsas y desapiadadas burlas, si ellos supieran cuánta amargura van acumulando, y cuánta frialdad van engendrando en aquellos corazones que tanto les importa conservar tiernos y amantes, quizá se abstendrían del abuso indigno que hacen de una paciencia que están tan distantes de imitar. Es verdad que a veces Angelina respondía con mal humor y enfado a aquellas bromas importunas; pero entonces Eduardo se ponía serio y ella tenía que variar de tono por temor de enojarlo.
+Una tarde entre otras le presentó Angelina un plato de fresas que había cogido en su huerta.
+—¡Qué hermosas están! —dijo Eduardo—. ¿No sería bueno enviárselas a Marta? Ya ves que lo mejor debe ser para las buenas mozas.
+—Sí —replicó ella—, lo dices como en chanza y lo deseas de corazón, y puso el plato sobre una mesa.
+Un sujeto entró en aquel momento y se interrumpió la conversación. Angelina tomó el plato sin que su marido lo advirtiese, salió y dijo a una criada:
+—Ve a casa del sacristán, pregunta por Marta, y dile que Eduardo le manda estas fresas como a la más hermosa, y la respuesta que ella dé, se la dirás a él en mi presencia.
+La criada abrió tamaños ojos dudando si sería cierta o no la comisión; pero una orden imperativa de su señora la hizo obedecer. Al cabo de un cuarto de hora estando solos los dos esposos, entró la criada y dirigiéndose a Eduardo, le dijo:
+—Manda decir la señora Marta que las fresas están exquisitas, como regalo de su merced; que ella le tendrá una recompensa proporcionada al regalo.
+—¿Qué significa esto? —preguntó Eduardo a su mujer.
+—Es claro —replicó ella—, me dijiste que las fresas debían ser para Marta como la más hermosa, y estando tú ocupado, yo se las envié en tu nombre, cierta de complacerte con esto.
+—¡Qué ridícula sorpresa! —exclamó Eduardo luego que se retiró la criada. Jamás te perdonaré el que tomes así mi nombre para indagar mi conducta. ¡Esto es infame!, es una maliciosa provocación que me ultraja y te pone en ridículo. Un marido debe respetarse siempre, y un marido como yo, con doble motivo. Angelina, tu proceder es indebido, tus infundados celos me cansan y por fin me precisarás a dejarte. Te has puesto en el caso de que Marta se ría de ti al descubrir que estás celosa, y esto pudiera acaso inspirarle la idea de atraerme, si ella no fuera una muchacha tan juiciosa y recatada.
+Eduardo pronunció con afectación estas palabras de elogio que debían mortificar a su mujer, y ella se sintió humillada por el resultado de su burla. Conoció que había procedido con imprudencia, y como Eduardo hiciese el papel de muy quejoso y ofendido, ella pidió perdón, lloró, suplicó y por último logró la paz, no sin que su marido hiciese el caso grave y la hubiese obligado a prometer un sufrimiento que ella había puesto ya en práctica mil veces, antes de prometerlo.
+Desde esta experiencia se convenció la triste esposa de que sus penas no tenían remedio. Desde aquel día Eduardo la buscaba menos, tenía más asuntos fuera de su casa, y ella no osaba quejarse, porque no se le recordase con severidad el malhadado incidente de las fresas.
+Una noche, sin embargo, habían hablado largo rato con calma y complacencia de lo próximo que estaba el día en que tendrían la dicha de acariciar el primer fruto de su matrimonio. Eduardo se había recreado haciendo mil proyectos y manifestando a su esposa los planes paternales que había concebido respecto a la futura educación que daría al hijo que les nacería bien pronto. Ella, que esperaba este suceso como lo único que podía reconquistarle el corazón de Eduardo, se manifestó muy contenta y ostentó a su vista la curiosa y bien provista canastilla que había preparado para el deseado hijo, y daba las gracias a su marido que le había preparado con profusión todo lo que era necesario para este objeto.
+La noche estaba muy avanzada y ya pensaban en retirarse, cuando un ruido extraño que sintieron en su ventana atrajo su atención. Algunos minutos después dos fuertes golpes dados en la misma ventana los hicieron estremecer; pero ambos volaron a abrirla, para descubrir la causa de aquella novedad. La calle estaba oscura y sola, y fue después de un rato de pasear sus miradas por las tinieblas, que descubrieron un cesto amarrado a su ventana. Por un movimiento simultáneo salieron ambos a la calle, desataron el cesto y vinieron a registrarlo cerca de la luz. ¡Cuál fue su sorpresa al descubrir en el fondo del canasto un niño recién nacido! La criatura estaba envuelta en un pedazo de zaraza y tenía un papel sobre el pecho. Ambos esposos lo leyeron en silencio. Decía así: «Eduardo, yo soy pobre y no tengo medios para vestir y criar a nuestro hijo. Le pongo, pues, bajo tu paternal protección. Críalo, edúcalo y no olvides el amor que has tenido y prometido conservar a su madre».
+Eduardo permaneció mudo de asombro y vergüenza. Angelina echó sobre él una mirada de reconvención y se inclinó sobre el niño con una mezcla de lástima y curiosidad. Durante algunos segundos se guardó silencio de ambas partes, y Eduardo tuvo tiempo para recobrar su serenidad y decir:
+—¡Esta es una infamia!, ¡es una burla escandalosa y atroz que no debe dejarse impune!, que se arroje ese muchacho en la puerta de la iglesia, y yo iré en este mismo instante a averiguar de dónde procede esta indigna chanza. Yo castigaré al miserable que se atreve a atribuirme la paternidad de ese muchacho. Sí, Angelina, no temas que este juego indigno quede sin venganza.
+Al oír su nombre, pareció que Angelina despertaba de una meditación profunda.
+—¿Qué decías? —preguntó a su esposo.
+Este repitió con mayor energía sus desahogos y amenazas contra quien pudiese ser autor de lo que llamaba una burla atroz, y se levantó para ordenar a su criada que llevase el niño a la puerta de una iglesia donde debía perecer de frío y de hambre, o despertar en algún corazón cristiano la caridad que socorre al pobre y adopta al huérfano desvalido. Angelina puso su mano sobre la boca de Eduardo para impedirle pronunciar el cruel mandato.
+—No —le dijo con entereza—, el hijo de Marta a quien ella arroja de su seno, a quien niega la leche maternal, a quien Dios pone bajo mi custodia, no será huérfano en el mundo.
+—¡Ese no es mi hijo! —exclamó con impaciencia Eduardo—, es necesario hacerlo llevar a la puerta de la iglesia.
+Su esposa continuó sin manifestar que había oído sus palabras.
+—Sí, el hijo de Marta, cualquiera que sea su padre, es ya hijo mío, porque ella no lo quiere. Lo recibo como retribución de las fresas que una vez le mandé. Una parte de aquella canastilla será para él, y cuidándolo, vistiéndolo y acariciándolo haré un aprendizaje anticipado de los desvelos y deberes maternales.
+Después, tomando al niño en sus brazos y dirigiendo una mirada suplicante a su marido, que la observaba con aire descontento y embarazado.
+—Mira, Eduardo —le dijo—: este pobrecito es rechazado por su madre, no tendrá seguramente padre que lo reclame, y solamente nosotros podremos llenar este vacío que dejan esos padres desnaturalizados. Criemos al niño, para que nuestro hijo tenga con quién jugar, y acariciémoslo porque es hermoso como su madre. ¿No lo ves, Eduardo? Parece que se sonríe con mis besos. ¡Qué cruel sería su padre, si al verlo no lo amara! Eduardo, este es mi primogénito y su venida al mundo me ha causado muchos dolores en el alma, para que yo pueda rechazarlo; tómalo, acarícialo como hago yo.
+Y diciendo esto le presentaba el niño.
+Penetrado aquel hombre de gratitud por el delicado y noble proceder de su esposa, recibe el niño e impone sobre su frente un beso que parecía dirigido más bien al corazón de Angelina. Esta lo observa, ¡ya está reconocido el hijo! y entonces llora la virtuosa joven. Sería imposible discernir todos los sentimientos que dan origen a estas lágrimas; pero aunque a ellos se mezcle alguna debilidad humana, todo queda santificado con aquel heroísmo de perdón, de piedad, de dulzura y amor maternal. Angelina vistió al instante al recién nacido, envió a buscar ama para que lo criase y no se acercó a su marido hasta la madrugada, hora en que ya el niño quedaba dormido en una cama abrigada en el cuarto en que quedó instalada la nodriza. Eduardo permanecía sentado en una silla, cabizbajo, silencioso y pensativo. Su mujer se acercó a él por fin, y le dijo con dulzura:
+—Vamos a dormir que ya pronto es de día.
+—¿Qué has estado haciendo? —preguntó Eduardo.
+—Cuidando de nuestro hijo adoptivo.
+—¡Yo no he adoptado a nadie! —exclamó Eduardo.
+—Nuestro expósito, pues —continuó Angelina.
+—¡Esto no puede ser! —dijo Eduardo como hablando consigo mismo.
+Angelina fingió tomar aquella frase como respuesta dada a ella y se apresuró a añadir:
+—Tienes razón, sí, este niño no puede, no debe ser espósito en la casa de su padre. Mira, Eduardo, no debemos disimularlo. Tú sabes que este es tu hijo y yo sé que lo sabes. Afectar despego hacia él sería una injusticia cruel y sin objeto. ¿A quién engañarías? ¿A quién tendrías voluntad de engañar? No a Dios que ha visto tu conducta y conoce todos los secretos de tu alma. No a mí, porque esto es imposible, y la obstinación sobre el particular te perjudicaría. No me hagas dudar de tu sensibilidad y buen corazón de padre, como me has hecho dudar de tu amor conyugal. Sé buen padre con el hijo de tu amada; para que yo pueda esperar que lo serás también con el hijo de tu esposa.
+Eduardo prorrumpió entonces en llanto, y abrazando tiernamente a Angelina, le dijo:
+—Tú eres mi esposa y mi amada. Desde esta noche nadie podrá disputarte los derechos que tienes sobre mi corazón que posee en el tuyo su mayor tesoro. Me has dado una lección que no será perdida. Yo te había injuriado con sospechas indignas, te había tratado con frialdad, despego y dureza, y tú me perdonas evitando con delicadeza hasta la apariencia de una queja, cuando la ocasión se brindaba para que me abrumases con justas y terribles reconvenciones. Parece que sólo tratas de asociarme a tu beneficencia, al tiempo que me indicas que debo cumplir con los deberes que me impone la naturaleza. ¡Ah, Angelina! La culpable Marta, por quien yo te había dejado, no solamente trata de desavenirnos poniendo a tu vista el fruto de nuestro crimen y recordando y reclamando un amor que nunca mereció, sino que desnaturalizada y cruel niega su leche al hijo de sus entrañas y lo entrega a merced de los celos de una esposa justamente ofendida. Sin pudor ni remordimientos, ostenta su debilidad y expone la vida del ser que debía serle más querido. Pero tu bella alma ha burlado sus planes perversos; tus virtudes, tu generosidad, te vengan de esa mujer despreciable, y te vuelven íntegro mi corazón que sólo siente por Marta aversión y desprecio. Tú das una madre al hijo de esa mujer insensible, que desoyó la voz de la naturaleza, y de tu culpable esposo, que aún a vista de esa criatura desgraciada pensaba engañarte y añadir un nuevo crimen al que había cometido contra ti, y este acto de clemencia de tu parte, redobla mi amor y mi veneración por ti, mi buena e inimitable amiga. Yo te llamaba infiel, cuando te estaba traicionando, yo te hablaba del grito de la conciencia, cuando la mía adormecida me dejaba gozar en el crimen, ¡y tú olvidas todo, para tomar bajo tu protección al hijo de tu enemiga! Angelina, ¿cómo podré agradecer tu bondad y desagraviarte debidamente?
+La buena esposa interrumpió la efusión de gratitud de su marido, diciéndole:
+—No hablemos más de esto, mi pobre Eduardo; yo estoy recompensada ya de lo que he hecho, puesto que he recuperado tu afecto. No me ha costado trabajo proceder así, pues para ello estaban de acuerdo mi religión, mis inclinaciones y mi propio interés. Cuando una mujer tiene paciencia y perdona, cumple preceptos sagrados y cuando obliga a su esposo a la gratitud, labra su propia dicha.
+—Sí —dijo Eduardo abrazándola con ternura—, sí, mi Angelina querida, yo haré por tu dicha más de lo que piensas, pero mucho menos de lo que tienes derecho para exigir. La presencia de esa inocente criatura que has adoptado, me recordará mis deberes hacia ti, si por desgracia llego a olvidarme de ellos.
+La amable mujer quiso que no continuara este asunto de conversación y los dos esposos se retiraron contentos.
+Pero la alegría de Angelina era pura y sin mezcla, al paso que su marido estaba avergonzado, humillado y arrepentido. Mas, era feliz porque tenía una esposa llena de virtudes.
+Desde que ocurrió esta escena han pasado muchos años. Dios sólo sabe si aquel marido tan noblemente castigado, habrá cumplido sus compromisos, si el expósito habrá llenado sus deberes, y si Angelina recordará siempre que una mujer vengativa y desapiadada no merece ser feliz, ni puede hacerse amar; pero que la que procede como ella procedió, se hace digna de la adoración de su esposo y del respeto público.
+MARÍA Y CLEMENCIA, HIJAS de Montalvo, eran felices a pesar de que carecían de los cuidados maternales. Su padre bueno y cariñoso, tanto como laborioso y honrado, había procurado a sus dos niñas una educación esmerada, y había sembrado en sus tiernos corazones la semilla de todas las virtudes. Ellas gozaban con delicia de la bondad y caricias de su padre, de las medianas conveniencias que este había adquirido con su trabajo, y de la amistad de Felicia L… con la cual se habían ligado desde su infancia. Esta muchacha sensible, melancólica y piadosa, era sin embargo la más festiva y alegre en las reuniones de las tres amigas. Tenía hermanos y hermanas, ya casados; pero había perdido a sus padres de quienes era adorada, y en esta triste circunstancia, Montalvo y sus hijas le habían prodigado toda especie de consuelos. Desde entonces pasaba la mayor parte de sus días en casa de sus amigas; y aunque lloraba frecuentemente las irreparables pérdidas que había hecho, las dos señoritas y Montalvo ponían el esmero más cariñoso y delicado en distraerla y consolarla, y su buen padre decía que tenía tres hijas y que deseaba verlas a todas igualmente felices y contentas.
+Bien pronto tuvo María un amante correspondido y se trató con seriedad de su matrimonio. Con este motivo un día que estaban juntas las tres, dijo Clemencia que era un poco viva.
+—No sé por qué razón quiere casarse mi hermana, que aún no ha cumplido veinte años.
+—Es por no separarse de Roberto a quien ama —replicó Felicia.
+—Y, ¿qué necesidad tiene de no separarse de él?
+—La misma que tenemos nosotras de estar siempre juntas; porque se aman.
+—Lo sé, pero un hombre a quien hace pocos meses que se conoce no puede amarse tanto como una hermana o una amiga, y sin embargo, nosotras no vivimos siempre juntas.
+María que hasta allí se había sonreído al oír las observaciones de su hermana, se puso colorada y bajó los ojos.
+—¡Ah! —exclamó Clemencia—, es que lo quiere más que a ti y que a mí. ¿No es verdad, María?
+—No —replicó esta un poco turbada—, pero lo quiero de otro modo y no pudiendo verlo cerca de nosotros con la frecuencia con que vea a nuestra querida Felicia y deseando separarme lo menos posible de los objetos que amo, he pensado que seré más feliz siendo su esposa y teniéndolos a todos en mi compañía. Por otra parte, creo que en casa todos aman como yo, a Roberto, y haciéndolo de la familia estaremos todos más contentos.
+—Dices bien —repuso Clemencia—, y como no hemos de separarnos nunca, tú y Felicia, papá, Roberto y yo pasaremos la vida deliciosamente sin envidiar la suerte de nadie.
+—¡La vida! —dijo Felicia—, ¡qué imprevisiva eres!, tú no temes mudanzas en la suerte y crees que puede hablarse de una vida entera, como de una o dos horas cuyo empleo arreglamos de antemano. ¡Y aun esto, amiga, es contar mucho con lo porvenir!
+—¡Qué simple eres con tus previsiones! —dijo Clemencia—. Yo tengo ya más de catorce años y nunca he pensado en lo futuro. Catorce años he vivido feliz, pues aunque perdí a mamá, como estaba en la cuna no pude sentirlo, y ya ves que esta desgracia no perjudicó de una manera que yo sepa, pues papá ha sabido llenar el lugar de la madre que Dios me quitó. Desde que tengo recuerdos he visto a María y a papá contentos y felices, y en catorce años ni una nube ha oscurecido nuestro horizonte fuera de tres lágrimas, mi querida Felicia. Ya ves que esto no es poco para contar con lo porvenir.
+—Por lo mismo —replicó la amiga—, pues es raro que dure tanto tiempo la dicha de la vida. La fortuna puede cambiarse de repente y volverse adversa.
+—¿Y qué es la fortuna? Mira, Felicia, debiste decir la providencia, y entonces recordando que la providencia es justa y que nosotras somos buenas, pacíficas y agradecidas a sus beneficios, debías desechar el temor de que nos envíe desgracias. ¿No te parece bueno este raciocinio, María?
+—Sí —replicó esta mirando con afecto a su hermana—, por lo menos así se lo pido a Dios todos los días. Pero has de reflexionar que la desgracia no es precisamente el castigo de la maldad, de las discordias o de la ingratitud. Dios, cuyos juicios son impenetrables para nosotros, envía muchas veces el infortunio a las criaturas más justas y virtuosas, y así es bueno pensar en todo y estar prevenidos para si llega el caso…
+—¿El caso de qué? —preguntó Roberto que entraba en aquel momento.
+—El de una desgracia —dijo Clemencia—, porque estas niñas opinan que ahora que somos felices hemos de entristecernos pensando en que el infortunio puede venir a tocar a nuestra puerta. ¿Qué piensa usted sobre esto, Roberto?
+—Mi opinión —dijo él—, es que en estos días de dicha para nosotros, no debemos afligir nuestra imaginación pensando que pueden tener fin; ¿qué dices tú, de esto, amable María?
+—Bien —replicó la joven—, yo acepto esa opinión como un vaticinio.
+Roberto la miró con amor, la conversación tomó entonces un giro alegre, y la llegada de Montalvo acabó de poner a las jóvenes de buen humor. Clemencia convino en que no solamente sería agradable sino muy conveniente contar a Roberto como inseparable en sus reuniones íntimas, porque observó que cien veces en sus paseos habían deseado tener consigo al señor Montalvo o a otro hombre que pudiese trepar a los cerezos y alcanzarles la fruta cuyos brillantes racimos las habían tentado, pero que renunciaron con pena por no hallarse capaces de cogerlos; que en otra ocasión no habían podido hacer un hermoso ramillete por falta de quien les diese la mano o las pasase al otro lado de un arroyo donde había bellas flores y que en su último paseo no se habían atrevido a entrar en una huerta a comprar manzanas por temor de dos o tres perros que las habían intimidado con sus terribles ladridos. El joven prometió que nada de esto volvería a suceder, y que él sería su auxiliar, su compañero y su apoyo en todas sus empresas, diversiones y peligros.
+—¡Bueno!, ¡bueno! —exclamó la festiva Clemencia—; ya nada nos faltará para pasar muy buenos ratos en nuestros paseos. Tenía razón María para desear que Roberto estuviera siempre con nosotras, y ahora comprendo por qué es que algunos hombres son tan queridos y contemplados por sus madres y hermanas.
+El señor Montalvo y Roberto se rieron del descubrimiento de la muchacha y las dejaron para pasar al cuarto del primero a hacer los arreglos que faltaban para la realización de un enlace que era igualmente deseado por toda la familia.
+Pocos días después, ya era María la dichosa mitad del amado de su corazón, y su hermana y su amiga vivían con ella con la misma estrechez y confianza que antes de su matrimonio. Lecturas agradables, paseos, ocupaciones, todo se hacía en común, pero todo en el círculo de la familia. El señor Montalvo se había acostumbrado a tener a sus hijas bastante separadas de la sociedad, porque le había hecho falta su esposa para conducirlas a ella, y las niñas ya enseñadas al retiro, ni conocían, ni deseaban los placeres de que se disfruta en el gran mundo. Roberto halló muy bueno y acomodado a su genio este género de vida, y así fue que en lugar de alterarlo, trató de hacerlo más grato procurando a su nueva familia diversos goces en el recinto doméstico. El estudio de la física y de la botánica lo habían puesto en aptitud de dar útiles lecciones a su esposa y cuñada y a la amable Felicia, que era la inseparable compañera de las dos hermanas. Compró cerca de la ciudad una pequeña estancia, que llamó Tívoli, y los quehaceres campestres que les procuró esta posesión fueron un nuevo manantial de goces y distracciones. Allí criaban gallinas, palomas, corderos, y seis u ocho vacas daban a las jóvenes la satisfacción de cuidar tan útiles animales, y la grata ocupación de hacer quesos y mantequilla. Hasta el señor Montalvo había abandonado un poco su comercio, por atender a los trabajos del campo, y proyectaba realizar su corte capital para emplearlo en la agricultura.
+¡Cuán feliz era esta familia sin bailes, sin teatro, sin conciertos ni convites! ¡De cuántas maneras variaban sus placeres, sin necesidad de visitas, cumplimientos, ni extensas relaciones sociales! La paz doméstica y la abundancia de las cosas necesarias se logran con el trabajo, con un carácter dulce e indulgente y con gustos moderados. ¡Felices mil veces los que han logrado estos bienes y saben conservarlos! Pero, sin embargo, no es esto todo. La triste raza humana está sin cesar asechada por el infortunio que se burla a veces de todas las previsiones y cálculos de los hombres.
+ANTES DE UN AÑO DE MATRIMONIO tuvo María un niño robusto y hermoso, cuyo nacimiento no le costó ni la décima parte de los sufrimientos que padecen la mayor parte de las mujeres que llegan a ser madres. Montalvo y Clemencia fueron los padrinos del primogénito de la amable María, y Felicia se encargó de preparar la cuna y de cuidar a su amiga. Roberto bendecía al cielo que le había hecho elegir una compañera en aquella virtuosa familia, y viéndose cada día más dichoso y más querido, había llegado a pensar, como Clemencia, que la felicidad no abandona nunca a los que no cesan de merecerla. Se había fijado ya esta idea en su mente cuando empezó a notar que el señor Montalvo estaba con frecuencia distraído y pensativo. Pasaba muchas tardes solo en su habitación, sin buscar, como antes solía, la sociedad de sus hijos y aun inventaba algún negocio importante que le sirviese de pretexto para alejarse de ellos. Como Roberto conocía a fondo todos los asuntos de la casa, no creyó largo tiempo que ellos fuesen la causa de la mudanza de su suegro. Sin embargo, sólo a su querida María comunicó sus observaciones, y esta le dijo que ya había notado lo mismo, y que muchas veces había llevado intencionalmente su niño al cuarto de Montalvo y que este lejos de acariciarlo con ternura como cuando estaba recién nacido, se contentaba con mirarlo, sonreírse y dirigirle algunas palabras cariñosas fingiendo luego urgentes quehaceres para separarse de ellos. María, triste e inquieta por aquella novedad, encargó a su marido que tratase de inquirir la causa.
+Un día estando reunidas las dos hermanas y Felicia, extrañaron esta y María, que Clemencia estuviera tan silenciosa cuando era la que siempre mantenía animada la conversación.
+—Creo —le dijo Felicia—, que Carlos el rubio, primo de Roberto, te va haciendo mucha impresión y me parece también que has de haber pensado que si con un hombre basta para alcanzar las cerezas, ahuyentar los perros y ayudarnos a pasar el arroyo, necesitamos otro para conducir la barqueta en la laguna, para correr tras del ciervo en Tívoli, y para acompañarnos en nuestras corridas de caballos, puesto que Roberto está tantas veces ocupado con el gracioso Ernestico o con los negocios de la familia.
+Esta chanza de Felicia hizo poner encarnada a Clemencia; pero como una niña de quince años no sabe disimular, contestó con sencillez:
+—Sí, amiga mía, yo quiero mucho a Carlos, porque es bueno y me ama, y no sentiría llegar a ser con él tan feliz como lo es María con su primo, y esto sin pensar en la barqueta, en la caza del ciervo ni en las apuestas que hacemos para correr a caballo. Nada de esto es urgente ni me da cuidado; pero lo que me pone triste y silenciosa es que tengo un asunto serio en qué pensar.
+—Veamos —dijo Felicia—, un asunto serio que a ti te ocupe debe ser muy serio.
+—Sí, lo es —contestó la muchacha suspirando—; yo observo que papá no nos quiere ya como antes.
+—¿Lo habrás notado tú también? —exclamó tristemente María.
+—Sí, hermana, hace ya casi un mes que no me besa, ni a ti tampoco, pues yo he observado con cuidado, a ver si la frialdad era conmigo sola. A Ernesto no lo alza y casi no entra a nuestras habitaciones. ¿Has reparado todo esto, Felicia?
+—Es verdad —dijo esta—, que lo veo menos asiduo al lado de ustedes, pero supongo que sus negocios…
+—No —interrumpió Clemencia—, con los ojos arrasados de lágrimas, papá no tiene negocios reservados, y además, Roberto se ha encargado de todos los de nuestra casa. Es que ya nos quiere menos o… yo no adivino la causa de una indiferencia que amarga nuestros más dulces placeres; porque sin las caricias, compañía y buen humor de papá, ¿de qué sirven todos los goces de la vida?
+—¿Qué será esto? —añadió María, con un acento triste y con el aire de una persona que medita profundamente.
+Todas tres callaron largo rato y después se afanaron haciendo conjeturas para descubrir la causa de este resfrío del padre de familia, pero la una desechaba la suposición de la otra, y así estaban en la mayor incertidumbre cuando entró Roberto.
+—Y bien —le dijo María—, ¿qué has descubierto? Di lo que sepas sin rodeos, pues estas niñas habían ya observado lo mismo que nosotros, y todas deseamos saber qué es lo que tiene papá.
+—Nada positivo he podido indagar —replicó Roberto—, sólo tengo sospechas.
+—¿Sospechas de qué? —preguntó vivamente Clemencia.
+—De que mi primo Carlos quiere casarse contigo y que el señor Montalvo no gusta de este enlace.
+—¿De veras? —dijo la joven, y bajó la cabeza suspirando. Después con aire más calmado, añadió—: No importa; dile a papá que yo no quiero casarme porque estoy muy muchacha y porque mi felicidad la espero de él solo que es quien me la ha procurado hasta hoy, que se vuelva a poner alegre, que nos haga dichosas con sus caricias y que no piense más en eso. Pero que no vuelva Carlos a casa, porque me causaría pena verle.
+—Pero, es imposible —dijo María—, que papá se oponga a los votos de mi primo, a quien manifiesta tanto afecto y que es tan amable y honrado. Yo he creído que papá lo juzga digno de la mano de Clemencia, y por otra parte, este no era motivo para tratarnos a todos con frialdad, incluso mi amado hijito.
+—Cierto —dijo Clemencia—. Con ponerle ceño a Carlos o decirle su voluntad a Roberto a fin de que alejara a su primo, todo estaba remediado. Yo me alegro de que no sea esto, pero, en fin, ¿qué será?
+—Sólo quise hacer una experiencia en obsequio de Carlos —replicó Roberto riéndose—, y supuse esto para arrancar una confesión de boca de Clemencia que siempre me está negando lo que siente. Hoy veo que mi primo no tiene por qué estar muy contento puesto que tú consientes con tanta facilidad en alejarlo.
+—¡Ociosa prueba! —dijo Clemencia—, puesto que no tengo por qué ocultar que tu primo me agrada; pero sí te aseguro que si fuera necesario renunciar para siempre al gusto de ver a Carlos por contemplar sin nubes la frente de papá y por recobrar sus deliciosos cariños, yo te diría con serenidad que se alejase de aquí para siempre. Solamente a ustedes y a Felicia no me atrevería a sacrificar sin llorar mucho antes.
+—Y fuera de nosotros tres —dijo Roberto—, ¿todo lo darías sin pena porque recobrase su alegría el señor Montalvo?
+—No —dijo Clemencia—, lloraría también por Ernestico, por este precioso niño a quien papá ya no quiere.
+Diciendo esto se levantó, se acercó a la cuna en que dormía su querido ahijado y le dio dos besos con mucha ternura. Roberto y María la miraron complacidos, y luego preguntó esta:
+—Tú tienes sospechas, ¿y sobre qué se fundan?
+—He sabido, María —replicó Roberto—, que tu padre frecuenta la casa del doctor Arias, y que entra allí con una especie de cautela. Como el doctor tiene tres hijas grandes, es posible que el señor Montalvo que sólo tiene cincuenta y seis años, ame a alguna de ellas y quiera volver a casarse y acaso este proyecto lo ocupa y le causa embarazo.
+—¡Eso es! —exclamó Clemencia—, ¡estoy cierta de que es eso! Él quiere que nos enfademos con su afectada indiferencia para que se nos haga menos duro el golpe que nos prepara. Pero ¿cómo habrán podido gustar a papá esas niñas tan disipadas, tan amantes del lujo, tan orgullosas? Cada una de ellas cree ser una reina.
+—No es eso lo raro —dijo Felicia—, porque ellas son hermosas, tienen mil bellas cualidades y muchos medios para agradar. Lo extraño es que un hombre libre y que puede disponer de su persona, se ponga triste, pensativo y frío con ustedes y con su nieto a causa de un proyecto de matrimonio que ustedes no habían de improbar, aun cuando no fuera sino por no contrariarlo en su determinación, tanto más, cuanto que tú, María, estás ya establecida, y tú, Clemencia, lo estarás muy pronto.
+—Yo no puedo creer —dijo María—, que papá a los cincuenta y seis años esté enamorado; eso no puede ser.
+—Sí, es eso —replicó Clemencia—, a mí nadie me hace creer ya otra cosa. Pero él teme desagradarnos y por eso excusa una explicación. Mas, nosotras le diremos que estamos contentísimas con su elección y verán ustedes cuán contento se pone. Y al fin es cierto que hemos de tener madrastra, y más vale mirar esto por el lado bueno que por el malo.
+María suspiró tristemente, y Roberto dijo:
+—No hay que precipitar las cosas; yo haré por obtener la confianza del señor Montalvo, y entretanto, tengan ustedes paciencia.
+—Yo no creo —dijo Felicia—, que si él piensa en eso lo calle largo tiempo, ni comprendo siquiera por qué un hombre tan amado de los suyos, haya sido tan reservado.
+A esta observación se siguieron mil conjeturas y mil proyectos. Mas los de Clemencia eran todos relativos al modo como había de tratar a su madrastra, pues ya no dudaba siquiera que fuera otra la causa de la seriedad de su padre.
+María parecía inquieta y rechazaba casi absolutamente la idea de que su padre estuviese enamorado, y Felicia triste por un vago presentimiento que no se atrevía a profundizar, trataba de distraer a sus dos amigas haciéndolas esperar que de un modo o de otro cesaría la causa de la penosa mudanza del señor Montalvo. Clemencia se propuso hablar en primera ocasión, delante de su padre, de las hijas del doctor Arias y no solamente descubrir si pensaba en enlazarse con aquella familia, sino cuál de las tres niñas era la preferida. Roberto volvió a encargar la prudencia, y Felicia fue de su propia opinión, por lo cual todos resolvieron esperar del tiempo y de las diligencias de Roberto la aclaración del misterio que tanto inquietaba y afligía a toda la familia.
+ERA UNA HERMOSA TARDE DE verano, y Roberto, su esposa y su cuñada estaban en un pequeño gabinete rodeado de flores que María había hecho construir al extremo del jardín y que era el cuarto preferido por Montalvo en su habitación de la ciudad. Nada habían adelantado en sus indagaciones, pero la distracción, frialdad e inclinaciones solitarias del caballero se aumentaban diariamente y este era el asunto continuo de las conversaciones de las dos jóvenes. De esto se ocupaban cuando se presentó Montalvo en la puerta del gabinete. Todos enmudecieron al verlo, y se paró a mirar reunida su familia.
+—Entre usted, papá —le dijo María con tono cariñoso—; usted nos hacía falta, añadió Roberto; y Clemencia levantándose con ligereza se acercó a su padre y tomándole la mano con afectuosa familiaridad: venga usted, papá, le dijo, siéntese en medio de nosotros y hablemos de Tívoli que a usted le gusta tanto.
+Montalvo suspiró, y sin dar un paso adelante, retiró su mano de las de su hija con alguna rudeza.
+Esta se volvió a su asiento tratando de retener sus lágrimas y diciendo a media voz:
+—¡Esto es hecho!, ¡ya no nos ama! Las extrañas han llenado todo su corazón.
+Montalvo se estremeció y miró alternativamente a sus hijas con ojos inquietos. Ambas dejaban correr de los suyos gruesas lágrimas que no procuraban ocultar. Roberto quiso hacer cesar aquel doloroso silencio, y volvió a instar a su suegro que entrase. Este haciendo un esfuerzo entró y parándose cerca de las muchachas, les dijo:
+—¿De qué se trataba, hijas mías? ¿Parece que mi llegada ha interrumpido una interesante conversación?
+—¡Sí, por cierto! —exclamó Clemencia sin poder contenerse—. Hablabámos de usted y del poco afecto que en esta última época nos manifiesta: recorríamos nuestra vida entera consagrada a amar y complacer a usted, y no hallando nada por qué pueda acusarnos nuestra conciencia, le preguntamos ahora a usted mismo lo que nosotras recíprocamente nos hemos preguntado cien veces sin poder hallar la respuesta. ¿Por qué ha dejado usted de querernos, amado papá?
+—¡Dejar de quererlas! —exclamó Montalvo con amargura.
+—Sí, papá —añadió María—, eso es lo que nos ha parecido y nos aflige muchísimo esa idea.
+—¿Y tú también crees eso? —preguntó Montalvo a Roberto.
+—Señor —dijo este—, yo no pretendo explicar lo que pasa en el corazón de usted, pero experimento tanto como ellas una mudanza a la cual no podemos acostumbrarnos. Mi propio hijo, señor, su inocente y lindo nietecito es ya indiferente para usted.
+—Papá —añadió María con tono suplicante—, no abandone usted a mi hijo.
+—¿Quién te ha dicho que yo lo abandono?, ¿quién ha podido persuadirles a ustedes semejantes disparates? —dijo con precipitación Montalvo, afectando alguna severidad en su acento.
+—¿Entonces es falso que usted haya dejado de querernos? —dijo María.
+—Sí, es falso, hijas mías.
+—¿Y viviremos como antes, papá? —preguntó Clemencia.
+—Así lo deseo —respondió Montalvo.
+En aquel instante despertó el hermoso Ernestico; María lo tomó en sus brazos y acercándose a su padre, le dijo:
+—¡Cuán feliz me hace usted al asegurarnos que todo era aprensión! Mire usted su nieto, papá, jamás había estado más lindo; béselo usted puesto que lo quiere.
+—No —dijo el caballero—, desviando la cabeza para separarse del niño que María le presentaba, sufro hoy un fuerte romadizo y se contagiaría.
+—Hace ya más de un mes —dijo María—, que usted no lo acaricia…
+—¡Un mes! —repitió estremeciéndose Montalvo—. Un mes ha corrido ya y yo no he tenido valor para…
+—Para confiar en sus hijos —añadió Roberto—. Háblenos usted, señor, y ábranos su corazón, usted no hará sino confirmar lo que ya sabemos.
+—¿Lo que ya saben? —preguntó Montalvo sorprendido.
+—Sí, señor —continuó Roberto—, y las frecuentes visitas de usted al doctor Arias nos han descubierto todo.
+—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó el caballero comprimiendo con fuerza su frente con sus dos manos, y después levantando sus ojos al cielo con aire de profundo dolor, añadió—: ¡infeliz de mí!
+—¿Qué es esto, papá? —dijo con amargura Clemencia—, ¿usted se cree infeliz por eso?, no nos conoce usted puesto que duda de nosotras. Cualquiera que sea la elegida de usted, nosotras la amaremos como a una hermana, la respetaremos como a una madre, y la dicha y contento de usted se los deberemos a ella.
+—¿Qué es lo que dice? —preguntó Montalvo admirado.
+—Que usted puede casarse con cualquiera de las hijas del doctor Arias sin que María y Clemencia lo repugnen —dijo Roberto.
+—¿Piensan, pues, mis hijas que yo quiero casarme?
+—Sí, papá —dijeron ambas a un tiempo, y Clemencia añadió—: sabemos ya que este es el secreto de las visitas de usted.
+—¡Bendito sea Dios! —dijo Montalvo, como aliviado de un grande peso.
+Entonces Clemencia volvió a levantarse y corrió a abrazar a su padre diciendo:
+—Sí, amado papá, nosotras amaremos a la compañera de usted para que usted nos quiera más a causa de ella.
+María imitando el ejemplo de su hermana lo abrazaba también enternecida, y Roberto con su hijo en los brazos estrechaba la mano del caballero diciendo:
+—Creo que hemos vuelto a recobrar el afecto y la confianza de usted, y espero que mi Ernesto no carecerá en adelante de las caricias de su abuelo.
+Montalvo que cediendo al impulso de su corazón y a la voluntad de sus hijas las estrechaba entre sus brazos con ternura, al ver al niño que Roberto le presentaba volvió a retirarse con presteza diciendo:
+—Sí, yo lo acariciaré cuando esté bueno, cuando pueda, y salió precipitadamente del cuarto.
+Clemencia llena de alegría por haber calmado las inquietudes de su padre, no vio en aquella acción sino el deseo de preservar al chiquito del contagio del romadizo; María no quedó satisfecha a pesar de las tiernas caricias que su padre les había prodigado y Roberto inquieto por el ademán y la mirada que Montalvo había echado sobre su familia al salir, y persuadido de que no habían descubierto sino la mitad de su secreto, se apresuró a seguirlo con el fin de obtener de él una confianza absoluta. Al llegar a la puerta del cuarto que estaba entreabierta vio a su suegro que se arrojaba sobre un sofá con desesperación, gritando:
+—¡Dios mío!, ¿para qué he vivido tanto?
+Al ruido que hizo Roberto al entrar, volvió la cabeza y le dijo con afán:
+—Retírate, hijo.
+—No, señor —dijo este—, tenemos que hablar largamente y yo quiero que usted me conceda el favor de oírme ahora mismo.
+Diciendo esto fue a sentarse; pero Montalvo lo tiró con fuerza del brazo hacia el medio del cuarto y con voz alterada le dijo:
+—Habla ya, pero despacha breve.
+—Señor —continuó Roberto—, la conducta de usted encierra un misterio que nos hace infelices a todos, y yo vengo por mí y a nombre de sus hijas y nieto a pedir a usted con las más rendidas súplicas una explicación que nos tranquilice.
+—¡Pluguiese al cielo que yo pudiera darla! —exclamó el señor Montalvo.
+—Pero yo creo —dijo Roberto—, que es indispensable que usted nos descubra, o si no a ellas a mí solo, bajo mi palabra de honor de no revelarlo, ese secreto, ese misterio que nos atormenta a todos.
+—No es posible —dijo tristemente Montalvo, y luego añadió—: yo tendré que dejar a mis hijas, y tú debes prepararlas para esta separación de la cual estoy haciendo el aprendizaje hace ya más de un mes, como me lo ha recordado María.
+—¿Y eso es todo? —dijo Roberto—, no se aflija usted pues; ni nos diga si es el doctor o la señorita o toda la familia quien exige esa separación. Nos conformaremos con tal de que usted viva con nosotros como antes, mientras se verifica su matrimonio.
+—¿Qué matrimonio?
+—El de usted con una de las señoritas Arias.
+—Así es —replicó Montalvo—, lo había olvidado. Esta es idea de mis hijas y me conformo con ella. Sí, el doctor quiere absolutamente que nos separemos y que sea para siempre. Yo he convenido.
+Roberto miró fijamente al señor Montalvo porque le pareció que estaba loco, y entonces fue que notó cuánto había mudado su fisonomía lo que atribuyó a sus penas morales.
+—¿Cuándo se casa usted? —continuó diciendo—. Si fuera pronto nos dará usted unos días de contento viviendo con nosotros como si nada hubiera de suceder después; si tarde, podremos hacer un paseo a Tívoli y allí hablaremos más tranquilamente de esta separación que usted juzga indispensable y eterna, y que yo creo no será necesaria sino por un tiempo limitado para contentar algún capricho. Usted se explicará con nosotros francamente; y, sin que usted se mezcle en ello porque tal vez no se lo permiten los sentimientos de su corazón y algunas circunstancias particulares, nosotros trabajaremos por hacer desaparecer los motivos que han inspirado al doctor la idea de esta separación que para nosotros es un tormento y una desgracia verdadera y que para usted va a ser muy sensible por mucho que sea el amor que profese a la señorita. En fin, señor, nosotros queremos su confianza y ya que sabemos lo más importante…
+—¡Lo más importante! —dijo con amargura Montalvo—, no hijo mío, aún no lo sabes. Mas, puesto que en adelante serás tú el único apoyo y protector de mis amadas hijas, óyeme y compadéceme. Hace ya como dos meses que sintiendo mi salud alterada fui a casa del doctor Arias a hacerle una consulta. Me hizo mil preguntas, me dio medicamentos y me ordenó que cada tres días le comunicase el efecto que me hicieran y cuantas novedades sintiese. Hará cinco semanas que fui a su casa y después de un nuevo, atento y minucioso examen, me dijo: «Montalvo, usted está atacado de elefancia, su mal ha hecho rápidos progresos y yo lo creo incurable a pesar de tantos secretos maravillosos que todos los días se anuncian, y contagioso para sus hijas a pesar de la opinión de tantos sabios que aseguran que este mal no se pega. Las niñas de usted contraerán infaliblemente la enfermedad si usted no se separa de ellas cuanto antes y tal vez dentro de dos meses será ya tarde».
+Montalvo repetía las palabras del médico con la cabeza baja, con voz alterada y sin atreverse a mirar a Roberto. Este por un movimiento indeliberado dio un paso atrás cuando oyó la palabra elefancia, pero inmediatamente tomó con cariño la mano de su suegro y le dijo:
+—No se abata usted; el doctor no es infalible, ni es el único médico que hay en esta ciudad; consultarémos a otros, y yo espero que hallarán remedios para usted y que no tendremos que sufrir la tremenda desgracia que usted teme.
+Montalvo agradecido, dijo a su yerno:
+—No me huyes, hijo, y esto me consuela; pero yo no pienso ni hacer consultas ni exponer al contagio a mis adoradas hijas. A ti te toca prevenirlas para que sufran con resignación tamaño infortunio, y desde hoy renuncio para siempre a verlas porque no quiero poner nuestros corazones a una prueba tan dura. ¡Ah!, cuánto he padecido en las seis semanas que acaban de pasar. Vivir sin ellas, sin acariciarlas, notar su pena y no tener una palabra de consuelo que dirigirles, ver las sonrisas de Ernesto y no poder estrecharlo contra mi corazón, cuánto martirio para un padre, para mí, sobre todo, acostumbrado a la sociedad íntima, a los tiernos cariños de estas angelicales criaturas. Hoy mismo, ¡qué terrible combate entre mi razón y mi corazón!, y esta quedó vencida cediendo a los impulsos de mi amor paternal. He abrazado a mis hijas con desesperación, y temo que estos postreros cariños les hayan comunicado el veneno que circula en mi sangre.
+Al decir esto, Montalvo lloraba como un niño, y el corazón de Roberto estaba dolorosamente conmovido. Luego añadió:
+—Diles cuánto he sufrido si te es posible concebirlo y explicarlo. Sé su consolador, su amparo y su consejero. En este escritorio hallarás mi testamento, una instrucción sobre el modo como has de manejar los intereses de la familia y cuantas noticias puedas desear para el conocimiento perfecto de todos nuestros negocios. Si es cierto que tu amable primo Carlos ama a mi Clemencia y quiere ser su esposo, desde ahora doy mi consentimiento. Si este enlace no se efectúa y ella se inclina a otro hombre, no quieras saber mi voluntad, pues desde hoy muero para toda mi familia. Tú y María velarán por la dicha de mi hija menor, y Dios y su buen juicio la guiarán. Separémonos, mi querido Roberto, y tú que haces la dicha de María, que has sido tan buen hijo y tan buen esposo, ocupa en adelante mi lugar. El conocimiento de tus virtudes es al presente mi mayor consuelo con respecto a la suerte futura de mis hijas y mi nieto. Llévales tú mi último abrazo, mi bendición paternal.
+Roberto lloraba, pero al fin dijo:
+—No, señor, usted no nos dejará. ¿Quién habrá de cuidarlo en su enfermedad si no es su familia?, ¿quién recibirá sus últimos suspiros si no son sus hijos? ¿De dónde espera usted consuelos si rechaza los nuestros?
+—Todo lo he previsto —contestó Montalvo—, y lo único que no hallaba era la ocasión y el modo de hacer a ustedes esta cruel revelación. Pero la escena del gabinete y tus urgentes preguntas han allanado estas dificultades. Dios lo ha dispuesto y ya ha sonado la hora temida. Tengo un fiel y oficioso compañero en el buen Mauricio, liberto de mi padre. Mariana, la antigua cocinera de las monjas, que ha dejado el convento hace algún tiempo, será mi enfermera y mi ama de Gobierno y Dios me dará los consuelos que no puedo admitir de mis amadas hijas, puesto que la humanidad, la compasión y las conveniencias sociales me ordenan separarme de ellas. Esta es mi voluntad y seré inflexible. Adiós, hijo mío.
+Al decir esto, se retiraba el señor Montalvo; pero Roberto por un movimiento irresistible de afecto y ternura lo detuvo, lo estrechó mil veces en sus brazos, le prometió llenar con fidelidad y esmero los deberes de que lo encargaba, y por último salió, lleno de un pesar amargo a poner en conocimiento de su esposa y su cuñada la funesta noticia de que estaba encargado.
+DIFÍCIL SERÍA DAR UNA IDEA del dolor y desesperación que penetró en los corazones de aquellas hijas amantes y tiernas, al saber el irremediable infortunio de su buen padre. Después de haber exhalado sus quejas y amargos lamentos, después de haber llorado con el más acerbo desconsuelo, tuvieron entre sí una disputa de generosidad y amor filial. Ambas estaban resueltas a no abandonar a su padre; pero Clemencia decía: «Tú debes preservarte María, porque eres madre y esposa, y porque un deber tan sagrado como el que a mí me liga con nuestro excelente papá, es el que te liga a ti con Roberto y el inocente Ernesto, a quienes debes evitar con desvelo y vigilancia todos los males que puedan amenazarlos. Yo que soy sola, que a nadie hago falta, que no tengo deberes superiores a los de la gratitud filial, acompañaré a papá y correré la suerte que Dios me envíe, sin remordimientos ni responsabilidad».
+—No —replicaba María—, tú entras en la carrera de la vida y ya estás casi comprometida con el joven que te ama y cuya esperanza no debes engañar. Yo tengo una deuda mayor de gratitud que pagar a nuestro buen padre, porque siendo mayor que tú, he recibido más largo tiempo sus caricias y cuidados; porque él me dio el esposo querido, que hoy hace mi felicidad, y porque ha colmado de dones y caricias a mi hijo.
+Roberto interrumpió esta disputa diciéndoles que él creía que unas buenas hijas no debían abandonar a su padre cuando era más desgraciado; pero que podrían arreglarse las cosas de manera que, sin estar en íntimo contacto con el señor Montalvo, pudieran servirle, consolarlo, distraerlo con agradables lecturas y procurarle alimentos, vestidos y alojamiento análogos a su situación; «mas», añadió, «es necesario que ustedes mismas lo persuadan a que admita este arreglo de cuyos detalles me encargo yo, y eviten hasta donde sea posible causarle con su ternura vivas impresiones que traspasarían su corazón».
+Las dos hermanas se prestaron a las ideas de Roberto y después de haber serenado sus semblantes y enjugado sus lágrimas se encaminaron a la habitación de Montalvo, sin dudar siquiera del éxito que lograría su proposición. Mas, ya su padre había salido y sólo hallaron sobre su mesa la última despedida que este hombre respetable dirigía a sus hijas. Este incidente renovó sus angustias y lamentos y sólo se consolaban con la esperanza de descubrir el retiro de Montalvo. Mas, fueron inútiles todas sus diligencias para averiguar su paradero. No se pudo obtener ni la más leve luz sobre él, y un abatimiento profundo, un duelo acerbo cubrió a toda la familia. Felicia lloró con sus amigas una desgracia tan cruel y ofreció hacer por su parte las más minuciosas indagaciones, pero tampoco logró el objeto deseado. Es creíble que Roberto sí estuviera instruido de este secreto; pero ligado tal vez con una promesa solemne y convencido por las buenas razones del señor Montalvo, se guardó bien de hacer a sus hijas una revelación que les habría sido funesta o demasiado dolorosa. Por otra parte, él creía en el contagio y es natural que desease preservar de él a su hijo. El público entero participaba de estos temores y así fue que al divulgarse la noticia de la desgracia del señor Montalvo, muchas personas se retiraron de su casa y hubo algunos fatalistas o mal intencionados que supusieron que ya en las señoritas se notaban síntomas de la espantosa y temida enfermedad. Felicia misma, la buena y piadosa Felicia, no pudo defenderse del terror general y se retiró poco a poco, de suerte que al cabo de cinco semanas cesó absolutamente de ver a sus amigas. Estas sintieron profundamente su desvío, pero no se atrevieron a quejarse y tomaron el partido de aislarse de una sociedad que sin justicia ni piedad las rechazaba de su seno. Roberto las condujo a Tívoli y ellas consintieron en habitar el campo con condición de que él continuase sus pesquisas, porque no podían renunciar al deseo de volver a reunirse con su venerado padre y prodigarle todas las caricias y cuidados de que suponían estaría privado desde el día en que dejó su casa.
+DOS AÑOS HABÍAN CORRIDO y aquella familia afligida no gozaba sino a medias de los bienes de que la colmaba el cielo. Carlos instaba a su amada Clemencia para que fijase el día de su matrimonio, pero esta hija sensible no se atrevía a ser feliz mientras la suerte de su padre no solamente era infortunada sino que permanecía desconocida para ella. Mas el enamorado joven no podía avenirse a tantas dilaciones, y por fin hizo consentir a Clemencia, ofreciendo multiplicar sus esfuerzos a fin de hallar al infortunado Montalvo. Para la celebración de este enlace y el bautismo del segundo hijo de María, volvió toda la familia a la ciudad; pero no fueron a habitar en su antigua casa sino a otra en un barrio retirado.
+El primer día festivo salieron las dos hermanas a misa y se encaminaron a la iglesia más próxima. Hacía poco que estaban allí cuando vieron entrar a Felicia que se arrodilló delante de ellas. Clemencia estuvo tentada a acercarse a su antigua amiga y decirle una palabra de afecto, pero María la detuvo, recordándole que aquella muchacha las había abandonado en su desgracia hasta el extremo de no haber vuelto ni a dirigirles un simple recuerdo. Sin embargo, Clemencia no cesó de mirarla, deseando que Felicia la descubriese; mas esta oraba con la cabeza inclinada y con tan profundo recogimiento, que Clemencia no logró su deseo. Al terminarse la misa se levantó Felicia y las dos hermanas la siguieron a alguna distancia. En la calle se detuvo, dio limosna a una pobre vieja, le dijo algunas palabras en respuesta a algo que esta le preguntó, y se marchó apresuradamente. Pero las dos hermanas notaron que sus ojos se habían llenado de lágrimas. La curiosidad las impelió hacia la pobre a la cual preguntaron quién era aquella señorita.
+—Yo no sé sino que es un ángel y que se llama Antonia —respondió la vieja. Las dos muchachas se miraron sorprendidas por aquella mudanza de nombre, o por la asombrosa semejanza que había entre Antonia y Felicia en caso de no ser las dos una misma persona; pero por un principio de prudencia propio de las personas virtuosas y bien educadas, disimularon su admiración, y María dijo:
+—¿Podremos saber qué pena aflige a la buena Antonia, que ha llorado al hablar con usted?
+—Es que me pedía mis oraciones por su enfermo y jamás habla de él sin conmoverse.
+—¿Y a quién tiene enfermo?
+—Este es el secreto de su caridad —respondió la vieja—. Yo no sé si le toca por parentezco; pero ella vive con un viejo lazarino a quien cuida con sumo esmero sin decirle a nadie quién es ni cómo se llama.
+Las dos hermanas se miraron de una manera particular, y Clemencia se sintió desfallecer. María conmovida profundamente, pero resuelta a saberlo todo, ayudó a sostener a su hermana y suplicó a la vieja que las guiase a casa de Antonia.
+—No es posible —replicó ella—. Nos tiene prohibido a sus pobres que vamos a su habitación o que demos a nadie noticia de ella. Pero si ustedes quieren verla y conversar con ella, pueden hacerlo en mi rancho adonde va cuando le hago avisar que estoy enferma.
+—Vamos ahora mismo —dijo María.
+—No, señoras —contestó la pobre—; yo voy ahora a misa y como es la hora del desayuno, no quiero molestar a la señorita Antonia. Si ustedes quieren verla a las doce, mi casita es aquella pequeña choza de paja que se descubre al concluir la tercera cuadra, a mano derecha.
+—Vendremos —dijo María—, pero no prevenga usted a la señorita. Deseamos sorprenderla y sabemos que se alegrará de vernos.
+—Está bien.
+Las dos hermanas socorrieron a la vieja y tomaron el camino de su casa.
+Clemencia casi no podía andar. Un temblor involuntario se había apoderado de ella y lloraba sin poder reprimirse. María, más fuerte, más prudente y más calmada, la conducía dándole consejos que tal vez ella misma no estaba en el caso de practicar. Para ellas era evidente que habían hallado a su padre, pero este hallazgo confirmaba la horrible certidumbre de que padecía la más temible y cruel de las enfermedades y era indudable que Felicia lo cuidaba y acompañaba. ¡Cuánto dolor por la situación de Montalvo! ¡Cuánto arrepentimiento por el enojo que habían alimentado contra su inimitable amiga, y cuán inmensas la gratitud y la admiración que producía en ellas el conocimiento de esta noble y sublime consagración de la modesta y caritativa Felicia! Mucho discurrieron sobre aquel suceso inesperado, y como, por casualidad, estaba Roberto ausente aquel día, no tuvieron con quién consultar sobre lo que convendría hacer. Pero la verdad es que ellas no sintieron la falta de consejero, pues temían que este hubiese impedido o demorado la visita que debían hacer aquel mismo día a la pobre anciana. Mientras esperaron la hora convenida sintieron una agitación mezclada de un temor indefinible y de un pesar profundo. ¡Habían hallado a su padre y no podían alegrarse! ¿Cuál sería el estado presente del infeliz lazarino? ¿Hasta dónde habrían llegado los progresos de la espantosa enfermedad? Estos y otros mil pensamientos las tenían en una angustiosa inquietud; pero por fin llegó la hora. Trataron de recobrar la calma del espíritu y a las doce del día entraron en la pobre cabaña de la anciana. Sus corazones palpitaban con violencia y un temblor irresistible agitaba sus miembros y para ellas cada segundo era una hora de mortal tormento. Al cabo de buen rato se abrió la puerta del cuartico en que estaban y se presentó Felicia. No tuvo tiempo de reconocer a sus amigas antes de estar en sus brazos.
+—¡Felicia mía!, ¡amada amiga!, ¡virtuosa Felicia! —exclamaban ellas, y la joven las abrazaba con ternura, llena de sorpresa y placer sin poder proferir una sola palabra. Lágrimas de gratitud y gozo corrían de los ojos de todas tres. Por fin, calmados los primeros transportes, dijo Clemencia:
+—Llévanos donde papá, queremos verlo y abrazarlo ahora mismo.
+Al oír esto Felicia que sólo había creído deber aquel encuentro a la casualidad, viéndose descubierta se puso pálida y ocultando su rostro entre las manos, respondió:
+—¡Imposible!, ¡imposible!
+—¿Y por qué? —preguntó María.
+—No hablemos de eso —dijo Felicia—; es imposible.
+—Sí, lo veremos a pesar tuyo —replicó Clemencia—. Hace dos años que estamos separadas de papá y aunque tú lo hayas cuidado y cumplido hacia él con todos nuestros deberes, nosotras estamos obligadas por Dios, por la naturaleza y por el amor filial más tierno a reemplazarte. Hemos padecido mucho sin verlo. Llévanos a sus brazos, querida Felicia, y te deberemos la mayor felicidad que podemos esperar.
+Y al decir esto, la amable niña besaba la frente de su amiga y la estrechaba en sus brazos con ternura.
+—¡La mayor felicidad! —dijo Felicia—, ¡pobre Clemencia mía! No me pidas lo que sería perjudicial concederte. Si ustedes se presentan al señor Montalvo le causarán una impresión profunda y mortal y sufrirán también atrozmente.
+María dio un grito doloroso al oír esto. Había comprendido que Felicia quería evitarles un espectáculo horrendo y su corazón se partía de dolor. Clemencia sin atender a lo que decía su amiga, la acariciaba con ademán suplicante y volvía a repetir: «Llévanos donde está papá». Felicia enternecida, pero resuelta, le dijo:
+—Mira, voy a hablarte con franqueza, revelándote una verdad terrible. Si ustedes van, hoy mismo darán fin a la existencia de su infeliz padre. Él vive, porque está seguro de que ustedes gozan de salud; pero cree infalible el contagio de sus hijas si se le acercan y esta idea lo haría morir desesperado. No le quiten ustedes su único bien que es la resignación y la paz del alma. Cuando se separó de ustedes, su enfermedad principiaba, y, no obstante, él temió que ustedes la hubiesen contraído. ¡Cuánta pena me ha costado tranquilizarlo sobre ese punto! No, queridas amigas, ustedes no verán al señor Montalvo.
+—¿Papá teme el contagio? —dijo con viveza Clemencia—. ¡Ah!, yo no lo temo. Estoy cierta de que no se nos pegaría el mal, por lo menos a mí jamás me dará esta enfermedad; dile, que así como tú, yo estaré a su lado libre del contagio. Tú y yo somos de la misma complexión, del mismo humor y debemos resistir de la misma manera. ¿Por qué había de enviarme Dios tan terrible castigo teniendo tan buenas intenciones?
+—No, Clemencia —replicó con dulzura su amiga—, no debemos juzgar que las desgracias sean siempre castigo, pues en tal caso tu virtuoso padre no sufriría ninguna. Siempre te he visto penetrada de esta idea que me parece absurda. El germen de todos los males está en la naturaleza humana, y Dios permite que nos ataquen por miras y designios que no nos es dado comprender.
+Debemos solamente resignarnos, pero sin buscar temerariamente males de que podemos preservarnos.
+—Es verdad —dijo la joven—, pero yo no temo, y tu salud prueba bien que no hay peligro. Además tú sabes que estás ocupando el lugar que Dios me había asignado.
+—No —replicó Felicia—, tu deber es obedecer a tu padre y él te ha ordenado que te alejes; el mío es cumplir con una obligación que el agradecimiento y la caridad me impusieron, y que Dios y tu padre han aceptado.
+María volvió a insistir en que a lo menos consintiese su amiga en dejarlas ver a su padre sin que este lo supiese. Esta proposición hizo estremecer a Felicia. Hubiera preferido un martirio cruel al dolor de dejar ver a sus amigas aquel cuerpo mutilado y horrible, aquel semblante desfigurado y triste en vez del amable, robusto y risueño aspecto que tenía Montalvo dos años antes, cuando hacía la delicia de su amada familia. Guardó un instante silencio y después dijo con resolución y amargura.
+—No, mis buenas amigas, jamás me resolveré a tan bárbara condescendencia. Mi dolor al ver la desesperación de ustedes descubriría la verdad al señor Montalvo y esto sería darle el golpe mortal. ¿Y qué adelantarían ustedes con mirar este triste objeto? ¡Oh, amigas mías!, déjenme ustedes completar en paz mi tarea y rueguen a Dios por nosotros.
+—Sí, tienes razón —dijo María—, e inclinó tristemente la cabeza llorando. Clemencia al ver la resolución de su hermana se puso pálida y sus ojos manifestaron sorpresa y espanto.
+Un silencio penoso interrumpido por los sollozos y gemidos de las dos hermanas se siguió a esta conversación. Por fin Felicia lo hizo cesar diciendo:
+—Debo irme porque el enfermo necesita de mí. Yo haré que ustedes sepan de él todos los días y por fin nos reuniremos.
+—¿Cuándo? —preguntó Clemencia.
+Felicia calló y María volvió a llorar.
+—¡Ah!, sí —añadió Clemencia—, ¡cuando no tengas ya a quién cuidar! —después de una corta pausa continuó—: pero entretanto háblale de nosotras, dile que lo amamos más que nunca, ruégale que nos permita acompañarlo y servirle, asegúrale que sin él la vida es muy triste para nosotras.
+—¡Oh!, ¡no le digas eso! —interrumpió María—, porque esto sería afligir su corazón. Pídele solamente su bendición para sus hijas y haz lo que tu juicio y tu afecto por él te sugieran, porque tú eres muy buena y acertarás con lo más conveniente.
+Felicia estrechó con gratitud la mano de su amiga, que la libertaba de tan penoso combate, y Clemencia le preguntó entonces por qué circunstancia se hallaba al lado de su padre. Felicia dijo: «El día que ustedes me refirieron la desgracia del señor Montalvo y la determinación irrevocable que había tomado, mi corazón se llenó de compasión y dolor. Recordé que en los días funestos de la muerte de mis venerados padres, el señor Montalvo y sus buenas hijas fueron mis compañeros y consoladores. Conocí que la previsión del señor Montalvo era justa y que María no debía exponer su tierno hijo, ni Clemencia frustrar un enlace ventajoso con el amado de su corazón. Yo no tenía padres, esposo, amante, ni hijos; y esta era la ocasión de cumplir con un deber de humanidad y desempeñar una parte de la deuda inmensa de gratitud que había contraído con ustedes. No les referiré los medios de que me valí para descubrir el retiro de su padre porque el tiempo urge y debo irme pronto; pero lo cierto es que yo me presenté a él y le dije cuál era mi resolución. Primero con razones, después con severidad y finalmente con lágrimas y ruegos trató de apartarme de ella; pero yo también lloré, supliqué y por último para determinarlo besé sus manos y le juré no lo abandonaría hasta su último día, le dije que mi pensamiento era inspirado por el cielo y que no habría poder humano que me apartara de la cabecera de su lecho de dolor. Cedió por fin, creyendo someterse a la voluntad de Dios y yo he vivido estos dos años consagrada al cuidado de este hombre respetable cuya gratitud me recompensa con usura por mi corto trabajo. Fingí temer el contagio para separarlas a ustedes temporalmente de mi amistad y poder ocuparme más asiduamente de los deberes que me imponía sin que ustedes lo sospechasen».
+Calló Felicia, y sus amigas la volvieron a estrechar alternativamente en sus brazos dándole los nombres más tiernos y colmándola de elogios y bendiciones.
+—Y bien —dijo Clemencia—, dinos ahora si papá sufre mucho, si nos piensa, si está muy triste, si…
+—Muchas cosas me preguntas a la vez —replicó Felicia—; pero procuraré satisfacer tu justa curiosidad. No puedo conocer a fondo todos los sufrimientos del señor Montalvo, pues aunque veo la destrucción de su cuerpo, jamás lo oigo quejarse, y su resignación y paciencia pueden servir de modelo. Dios sólo sabe cuánto será el tiempo que se prolongue su peregrinación en este valle de lágrimas; en cuanto a ustedes, las piensa todos los días, me habla de ustedes sin cesar, y está instruído de cuanto les pasa.
+—Entonces —dijo María—, con una mezcla de placer y amargura, entonces sabe el nacimiento de mi segundo hijo.
+—Sí, y sabe que le has puesto su nombre, por lo cual te está muy agradecido.
+—¡Amado y buen papá! —dijo María llorando de nuevo—. ¡Cuánto le gustaría mi Ernesto si lo viera ahora!, ¡cuánto querría a mi Pedrito que tanto se le parece! ¡Dios mío! ¿Por qué vive mi padre lejos de mí sin que me sea dado verlo y servirle?
+Felicia se apresuró a romper esta conversación dolorosa, pero no se separó de sus amigas sin prometerles que instruiría poco a poco a su padre de esta entrevista y que trataría de obtener de él su consentimiento para que ellas se le acercaran y dividieran con su amiga el deber de cuidarlo.
+CINCO DÍAS DESPUÉS DEL QUE acabamos de referir, se presentó Felicia en casa de María. Las dos hermanas salieron a encontrarla hasta la puerta del aposento, pero retrocedieron aterradas al ver su traje negro, sus ojos llenos de lágrimas y su triste aspecto. Felicia las abrazó y les dijo estas palabras: «Yo he cumplido mi promesa y ya vengo a reunirme con ustedes, para que no nos separemos jamás». Un grito de dolor fue la respuesta de las dos muchachas, que abrazaban con tierno afecto y con aflicción amarga a su piadosa amiga. Afortunadamente Roberto y Carlos que habían regresado la víspera, ayudaron con sus consejos y consuelos a calmar el acerbo dolor de estas tristes huérfanas. La felicidad de Carlos y Clemencia fue emplazada para el año siguiente. Felicia convidó a las dos hermanas a regar con sus lágrimas el sepulcro de su buen padre.
+A la mañana siguiente tres jóvenes hermosas, vestidas de luto y puestas de rodillas, oraban silenciosas y bañadas en llanto cerca de una cruz aislada y solitaria colocada en un hondo valle lejos del poblado. Esta era la tumba de Montalvo cuyos restos mortales rechazaba lejos de sí la sociedad, porque, herido con un azote terrible durante su vida, no debía reunirse con sus hermanos ni en el silencio de los sepulcros donde se nivelan e igualan todas las jerarquías, todas las distinciones humanas. Allí descansaba el padre amoroso y tierno que había preferido la soledad y el pesar más profundo al peligro de sus hijas queridas, y hasta aquel postrer asilo había seguido Felicia al anciano de quien fue compañera y consoladora durante los dos últimos años de su vida. Allí la gratitud y el amor filial unieron sus plegarias y lamentos, y allí hallaron las huérfanas una amiga fiel e inimitable y esta unas hermanas tiernas y agradecidas. Pero ¿quién podrá llenar el vacío que deja un buen padre? ¿Quién minora la amarga pena que causa el saber que ha sufrido en su vida tan largo y espantoso tormento? ¡Sólo tú, Consolador Supremo, Padre universal de los tristes mortales! Tú llenas nuestra alma de esperanzas divinas, al paso que arrebatas del mundo los objetos amados de nuestro corazón.
+HAY EN LAS GRANDES CIUDADES una clase infeliz que no conoce familia, que no tiene nombre, no posee hogar ni fortuna y que vive como los perros sin dueño, y muere sin dejar quién llore sobre su humilde sepultura, ni quién recuerde siquiera durante ocho días que aquel ser gimió y vegetó sobre la tierra. A esta clase pertenecía Braulio el cojo, conocido en Bogotá hace cuarenta años por su nombre de bautismo y por su proverbial seriedad, pues entre sus conocidos se decía que sólo se reía una vez cada año. Encontrábasele muy de mañana en las calles, porque pasaba la noche en un portón, en un altozano o debajo del arco de algún puente. Desde las seis hasta las doce del día cargaba agua para varias casas y ganaba fácilmente un par de reales. La cuarta parte de esta suma la consumía en la chicha y tabaco del día y el resto aumentaba lentamente el fondo que llamaba sus ahorros. Su alimento lo tomaba ya en una casa, ya en otra, ya en la portería de algún convento, y su vestido se componía de algunas piezas desechadas que recibía como limosna o gratificación en las casas en que lo ocupaban; por eso unas veces gastaba una abrigada levita de paño viejo y roto, otras una chaqueta de listado, ya una casaca de militar y unos pantalones de grana, ya una camisa de fina irlanda, llena de agujeros, ya un chaleco de seda sin bolsillos; pero todo cubierto con su ruana negra, compañera inseparable del pobre bogotano. Pasaba Braulio las tardes caminando por los alrededores de la ciudad, o bien sentado con indolencia en el camino de algún paseo público, donde observaba silenciosamente las diversas escenas que se presentaban a su vista. Algunos días, que por reflexión o capricho desechaba su habitual pereza, se presentaba a la puerta de algún rico comerciante, en el momento de trasladar los fardos al almacén, y al punto era ocupado, con lo cual ganaba seis u ocho reales, que iban a la alcancía depositada en la casucha de su comadre Catalina. Diremos ahora lo que eran esta alcancía y esta comadre.
+La primera era una pequeña caja de madera de diez pulgadas cuadradas y seis de altura, cerrada por todas partes y que sólo tenía sobre la tapa una corta hendedura por donde podía pasar un real de plata. Era allí que Braulio guardaba al fin de cada semana sus ahorros de cada día. Catalina era una mujer de cuarenta o cuarenta y cinco años, viuda de un honrado chircaleño y lavandera de oficio. Había perdido sucesivamente los cuatro hijos que le dejó su esposo y vivía sola en la habitación heredada de sus mayores. Ella ignoraba cuándo y cómo se había formado la amistad de su marido con Braulio; pero lo cierto es que este fue el padrino de su primogénito y por tanto era siempre bien recibido por Catalina, quien le había permitido guardar en su casa su tesoro que estaba oculto en un agujero cerca del techo. Pero ella no quiso dar posada a su compadre para que pasase la noche debajo de cubierta, porque sus susceptibilidades de recato no le permitían dar un paso que pudiera haber sido mal interpretado por sus vecinos. Cuando Braulio llegaba a la casa a añadir algunos reales a los contenidos en la famosa alcancía, Catalina lo obsequiaba con una jícara de chocolate, y luego con la curiosidad y volubilidad propias de las lavanderas, le preguntaba noticias de la ciudad y le refería cuanto había sabido en la alegre sociedad de sus compañeras. El compadre la oía con atención y le respondía con laconismo, concluyendo por rogarle que aceptase un ovillo de hilo, un par de agujas, un espejito o una cruz de cobre que había comprado o pedido expresamente para ella.
+¿Quiénes habían sido los padres de Braulio? ¿Qué educación había recibido? ¿Dónde y cómo había pasado su infancia y juventud? Ninguno lo sabía y ninguno se interesaba por saberlo. Un miserable de esta clase no es notado por nadie y en su presencia se habla y se obra sin reserva; se le tutea desde la primera vista y se le propone el oficio más humillante y bajo, sin temor de que lo rehuse, con tal de que se le ofrezca un pobre real o una peseta en retribución. Millares de seres de esta clase viven y mueren desconocidos hasta de sus propios padres, después de haber alojado sesenta o setenta años una alma inteligente y racional en un cuerpo embrutecido y acosado por todas las necesidades de la humanidad. La sociedad civilizada no se digna arrojar sobre ellos una mirada protectora. Su humilde y desabrigada cuna es desamparada y desdeñada por los ricos de la tierra, así como será mirado con horror y repugnancia su frío y estrecho ataúd. ¿Crio Dios con este destino a tantas criaturas infortunadas? No lo creemos. ¡Cuántas veces palpitará un noble corazón bajo los envilecidos harapos de la miseria! ¡Y cuántas, un espíritu elevado, un talento superior, un heroísmo sublime, estarán encerrados en esos cuerpos macilentos y sucios que apenas nos inspiran compasión! ¡Oh raza humana degradada, infeliz y envilecida! ¿Cuándo recobrarás tus derechos? ¿Cuándo llegará el día en que todos los hombres participen igualmente del pan que sustenta el cuerpo, del vestido que lo abriga, de la educación que desarrolla la inteligencia y de la benevolencia general que regocija el corazón? ¿Cuándo despertarán las almas de tantos millones de criaturas de su frío y forzado entorpecimiento? ¡Generaciones futuras!, ¡preparad para ese día, que acaso no está lejos, un himno de gratitud digno del Eterno y proporcionado a la inteligencia del hombre!
+Pero volvamos a Braulio. Una noche en que según su costumbre llegó a reclinarse en el hueco de la puerta de una panadería, sintió que la cerraban con cautela y oyó que en el zaguán se tenía una conversación en voz baja. Puso alguna atención y distinguió el diálogo siguiente:
+—¿Dónde lo pusiste, Manuela?
+—En la puerta de la iglesia.
+—Hace mucho frío y temo que le suceda algo.
+—No temas, quedó bien arropado en el canasto y como pronto saldrá la luna y el sacristán irá a dar las ocho, es seguro que lo ve y se lo lleva.
+—Mejor habría sido echarlo al hospicio.
+—No, porque está muy lejos y no tenemos tiempo a nuestra disposición.
+—Estoy por enviarte a recogerlo otra vez, pues me da mucha lástima.
+—¿Y qué harías con él? Ya el cachaco te dijo que no lo reconocería y que se enojaba si seguías con tal idea; nosotras no tenemos a quién dárselo a criar y si la señora descubre lo que ha pasado, nos echa a las dos con escándalo, en presencia de todas las otras y no tendremos con qué vivir.
+—¿Y si se muere el pobrecito sin bautismo?
+—No lo creas; el sacristán lo bautiza. Ya que saliste con bien y que hasta ahora todo sucede como queríamos, vuélvete adentro, finge que aún te sigue el cólico para no salir mañana, y yo voy a poner la llave en su puesto, que no fue poca fortuna haberla podido sacar sin que la señora me viera. Si se hubiera acostado antes, la cosa habría sido imposible.
+—Bien, Manuela; pero mañana procura averiguar con maña qué se ha hecho del chiquito.
+—Sí, te lo prometo; pero no te olvides de lo que me has ofrecido.
+Braulio no necesitó oír más para comprender todo el negocio. Su corazón se oprimió y sus cejas se fruncieron involuntariamente. Tal vez pensó él que su origen habría sido como el del niño abandonado de quien acababan de hablar en aquel zaguán. Tal vez imaginó que un caballero le había dado el ser en medio de los desórdenes de su desenfrenada juventud y lo habría rechazado desde antes de nacer para escapar así al cumplimiento de los deberes paternales. Braulio se estremeció después de un momento de meditación y un suspiro ahogado salió de su pecho. ¿En qué pensaba entonces? Probablemente en la madre culpable e infeliz que en fuerza de circunstancias terribles o de la corrupción del alma, lo arrojó de su seno privándolo de la leche que debía sustentarlo y de esas dulces caricias que son la segunda vida del niño. Por fin se levantó con presteza y se dirigió a la iglesia más inmediata. Nada encontró y se encaminó con ligereza a la parroquial que estaba dos cuadras más lejos. Al llegar allí ya había salido la luna y sus rayos daban sobre un pequeño canasto arrimado a la puerta de la iglesia. En medio de unos pedazos de frasada de lana y de muchos trapos viejos dormía profundamente un niño recién nacido. Braulio levantó con emoción aquella pobre cuna y dijo en voz baja: «En el nombre de Dios». Se retiraba ya cuando oyó un débil gemido en la esquina opuesta del altozano. Dirigióse a aquel punto y divisó un bulto que la oscuridad formada por el ángulo del pretil no le permitió distinguir por lo pronto. Acercóse más y entonces vio una petaca de paja en que estaba acostada otro niño sobre una almohada de seda, envuelto en primorosas mantillas, con cofia de punto, guarnecida de encajes, y abrigado con un cobertor de algodón muy fino. Braulio después de haber hecho este examen se enderezó, cruzó sus dos manos sobre el pecho y dijo: «¡Oh Providencia!, ¡dos en una noche!». Esto era justo y aceptó el hallazgo. Pero van a confundirse los destinos del rico y del pobre, del noble y del plebeyo, del hijo de la seducción y del que tal vez es hijo del crimen. Después de un momento de silencio añadió: «¿Por qué permite Dios que sean madres estas mujeres crueles? Parece que fuera necesario que el mundo hormiguease de seres infortunados, que como yo, no tienen de dónde esperar una caricia, ni un recuerdo». Enseguida suspiró tristemente, se sentó, y con sus toscas manos despojó con cuidado a la criatura de la petaca, guardó en su bolsillo la faja de cinta plateada, arrojó las demás ropas con desprecio y envolviendo al chiquito en parte de los harapos que cubrían al del canasto, lo acostó a su lado. «Que no hayan distinciones entre vosotros», dijo, «los hijos adoptivos del mendigo desde este instante son hermanos gemelos». Después registró la petaca para ver si había en ella algún papel, y no hallando nada, se retiró llevando su canasto debajo de la ruana y dirigiendo sus pasos a la casita de Catalina. Al llegar, notó que su comadre no estaba sola, porque le hacían visita algunas mujeres y por tanto pasó de largo. Colocó su canasto en la orilla de una zanja y se sentó a contemplar los niños. Observó que el de la panadería era más robusto y dormía mejor, al paso que el otro, lloraba a cada instante, parecía débil y temblaba de frío. Pero ambos eran blancos, hermosos y bien formados. Trató Braulio de calentar con sus manos a la pobre criatura y se entregó al parecer a una meditación profunda. Mas su rostro permaneció impasible y ya había recobrado su aire de calma e indiferencia. Cuando le pareció que se habría retirado la visita, alzó su carga con cuidado y se encaminó a la casita. Tocó a la puerta de Catalina y esta que aún no se había acostado, al conocer la voz de su compadre vino al punto a abrir. Después de darse recíprocamente las buenas noches, le dijo ella:
+—¿Qué novedad es esta, compadre? ¿Por qué viene a estas horas? ¿Qué trae de nuevo?
+—Esto —contestó Braulio, presentándole el canasto.
+Catalina fue a tomarlo y al ver su contenido lo retiró, exclamando:
+—¡Dos muchachos! ¡Virgen Santísima! ¿De dónde trae esa encomienda, compadre? Lléveselos, que yo no quiero pasar malas noches.
+—No —replicó Braulio—, aquí se quedarán y usted será su madre.
+—Ni por pienso, compadre. Dios me quitó mis hijos y yo no seré tan simple que me haga cargo de los ajenos. No es mala semilla.
+—Será por caridad —insistió el buen hombre.
+—Digo que no. Llévese sus pichones porque no hay nido para ellos en mi palomar. Madre tendrán, que los crie, y a quien Dios se los dio…
+—No, comadre —interrumpió Braulio suspirando—, no tienen madre.
+—¿Qué fue, pues, murió del parto?
+Braulio no respondió a esta pregunta y continuó.
+—Un caballero me los ha recomendado, diciendo que él pagaría el ama, los vestiría y daría una gratificación regular a quien los cuidase. Usted es tan buena, comadre, que no me obligará a buscar otra parte donde ponerlos. Si Dios se llevó sus cuatro niños fue para dejarles lugar a estos dos.
+Catalina pareció convencida, ya fuese por las razones de Braulio, ya por la esperanza de la rica gratificación que sin duda daría el misterioso caballero. Hizo cuanto pudo por saber quiénes eran los padres de los gemelos, pero Braulio le contestó que no podía decirlo, como era la verdad. Después se ocuparon ambos en buscar con la imaginación la persona que pudiera hacerse cargo de los niños y Catalina indicó bien pronto a la hija de una lavandera amiga suya, que había perdido en aquella semana a una chiquita de dos meses. Convinieron en que durante aquella noche, la lavandera acallaría los lloros de los niños con un poco de agua de azúcar y que se diría a las vecinas que un desconocido había traído las dos criaturas, ofreciendo pagar su crianza. Arregladas las cosas de aquella manera, se retiró Braulio ya tranquilo y fue a colocarse frente del altozano de la parroquial.
+Apenas había pasado el primer toque a misa, cuando vio venir una criada vieja con una cesta debajo del brazo, lo que indicaba que iba a la plaza y que había mudado de dirección. La siguió para hacer sus observaciones y notó que la mujer, después de subir las gradas, echaba una mirada inquieta y furtiva hacia el rincón donde estuvo la petaca y del cual habían desaparecido ya esta y las ropas abandonadas por Braulio. La criada entró a la iglesia y volvió a salir casi al instante. Cuando se retiraba la vio Braulio recoger con presteza y guardar en su seno, con semblante inquieto y asustado, un objeto que estaba medio oculto entre la yerba de la calle. Para otro habría sido difícil adivinar lo que recogía y guardaba la mujer; pero Braulio conoció fácilmente la cofia guarnecida de encajes, que seguramente el viento había arrebatado hasta el lugar en que se hallaba. Braulio siguió a la criada y la vio entrar en la casa de un caballero rico, poseedor de una bella hacienda. Entonces volvió a colocarse cerca de la puerta de la panadería. Varias mujeres salieron de ella, pero Braulio no se movió porque conocía a la mulatica que había hablado la noche anterior en el zaguán. Cerca ya de las ocho de la mañana la vio salir y notó que después de haber andado una media cuadra hacia el norte, se volvió y subió el altozano de la parroquial. Entró con aire desembarazado a la iglesia, se detuvo un poco, salió luego y tomó el camino de la plaza del mercado. Braulio la seguía. La muchacha se paró en una esquina y al cabo de algunos minutos se acerca a ella un joven de muy buena presencia, a quien Braulio conocía por ser el hijo segundo de un comerciante a cuyo almacén había llevado mercancías en diversas ocasiones.
+—¿Cómo va, Manuelita? —dijo el joven con tono familiar a la muchacha.
+—Bien, mi amo —replicó esta—, pero por allá hay novedades.
+—¿Qué hay?
+—Que ya Ángela salió de su cuidado.
+El joven se puso serio y la mulata continuó.
+—Nadie lo ha sospechado en la casa, fuera de mamá Lucía y yo. Llevamos al chiquito a la puerta de la iglesia, muy bien abrigado, y ya lo quitaron.
+—¿Quién?
+—No se sabe, pero el corazón me dice que tendrá buena suerte.
+Entonces la frente del joven se desarrugó y dijo con buen humor.
+—Esto ha sido bien hecho, Manuelita.
+—Sí, señor; pero Ángela no quería. Trabajo me ha costado persuadirla.
+—¿Y qué habría hecho la pobre con un hijo? Dile de mi parte, que ahora no tiene ya qué pensar sino en restablecerse y que tendremos aguinaldos alegres. Toma estos ocho reales para ti y para ella.
+Diciendo esto, colocó el joven un peso en la mano de Manuela, le hizo una caricia un poco libre y se alejó.
+Braulio suspiró de nuevo, y queriendo hacer una prueba de la sensibilidad de aquel libertino, lo alcanzó pronto y llamándolo por su nombre, le dijo:
+—Un socorro por Dios, mi buen caballerito. Anoche ha dado a luz un niño mi pobre mujer y no tenemos con qué vestirlo para llevarlo a bautizar.
+—¿Tu mujer? —interrumpió el joven—, ¿y para qué se casan los miserables como tú?
+—Es, señor… que para no vivir mal… y luego el trabajo no alcanza y por tal de no abandonar nuestros hijos, pedimos limosna, porque duele el corazón al considerar con necesidades a una criatura inocente.
+—Pues mira, yo soy rico y no me casaré hasta que lo sea otro tanto, para que mis hijos no tengan que sufrir por la pobreza. Pero hombres de tu clase no piensan y luego se contentan con amostazar a todo el mundo con sus plegarias. En fin, tú no tienes la culpa de ser un animal, toma y márchate.
+Esto diciendo sacó dos reales del bolsillo y los puso en la mano de Braulio, aconsejándole que no tuviera más hijos para que no plagara la ciudad de limosneros. Viose el pobre en la necesidad de aceptar este ultrajante socorro y se quedó largo rato contemplando al joven que se alejaba, con sentimientos difíciles de explicar. «¡No se casará hasta que sea doblemente rico!», decía a media voz Braulio, «¡porque quiere que sus hijos vivan en la opulencia! Pero entretanto engañar a las muchachas honradas y laboriosas y los hijos que le produzca su mala conducta serán botados, como el de anoche, ¡en la fría puerta de una iglesia! No deben, en su concepto, tener hijos legítimos los hombres de mi clase para no plagar la ciudad de limosneros, y los hombres de la suya pueden vivir en el desorden y tener hijos naturales, que abandonados desde la cuna por sus corrompidos padres, ¡no serán mendigos, sino tal vez facinerosos!».
+Aún continuaba Braulio hablando entre dientes, cuando llegó a la puerta del hacendado donde había visto entrar algunas horas antes a la vieja criada. Tocó suavemente a la puerta y la misma mujer se presentó a abrirle.
+—Señora —dijo en voz alta—, vengo a hablar con los amos sobre un asunto que me interesa, sobre una criatura que me botaron anoche en la puerta de mi rancho.
+La mujer se turbó y dijo:
+—Los amos salieron a misa y la señorita está enferma a consecuencia de una caída que se dio anoche en la escalera.
+—Pero será bastante buena para oírme, vaya usted donde ella.
+La criada pálida se retiró y a pocos momentos volvió en busca de Braulio y lo introdujo a una pieza decente y abrigada, donde sobre un sofá estaba una hermosa joven reclinada en una lujosa almohada y cubierta con una capa de terciopelo.
+—¿Qué es lo que usted quiere? —preguntó con voz lánguida al pobre.
+—Que tengo una criatura desnuda y hambrienta que me botaron en mi puerta y venía a pedirle a su merced una limosna.
+—¿A qué horas le botaron a usted esa criatura?
+—Cerca de las ocho.
+—¿Sospecha usted de quién será?
+—No, señora.
+—¿Es hombre o mujer?
+—Es hombre.
+—Sin duda es hijo de alguna de esas vagamundas que no tienen escrúpulo en llevar una mala vida y después abandonan sus hijos. ¿Cómo estaba vestido?
+—Estaba desnudo, envuelto en un pedazo de frazada.
+La señorita suspiró, pero Braulio no pudo distinguir si aquel suspiro era producido por la compasión, por un recuerdo, o como un desahogo al ver desvanecida una duda mortificante.
+—¡Pobre criatura! —anadió, y enseguida llamó a su criada Petra, a quien ordenó que diese a Braulio alguna ropa vieja y un par de reales.
+—Yo quisiera saber el nombre de sumerced para ponérselo en la pila a mi futuro ahijado.
+La señorita pronunció su nombre. Braulio se rascó la cabeza y dijo: «A mí todo se me olvida; es mejor que su merced me lo escriba en un papel para dárselo al cura». La señorita tuvo la condescendencia de escribir su nombre en un papel y despidió pronto a Braulio, diciéndole que estaba muy mala.
+El pobre se retiró con amargura. No había sorprendido en aquel pálido y hermoso semblante ni una contracción, ni un gesto, ni la más leve sombra que pudiera traicionar la emoción del alma de una madre. Ella había condenado la conducta de las mujeres que abandonan a sus hijos y su voz no se alteró y su rostro permaneció sereno al pronunciar este fallo. Pero él sabía bien a qué atenerse, y un exterior hipócrita, una compasión fingida no podían hacerle mudar sus opiniones, ni dejarle duda ninguna sobre los padres de sus dos expósitos.
+Ya nada tenía que esperar de los sentimientos de la naturaleza, y desde aquel instante quedaron adoptados por el pobre Braulio aquellos dos niños que sus padres rechazaban tan inhumanamente.
+En consecuencia, se volvió a la casita de Catalina, a quien encontró ya ocupada en sus funciones maternales, pues en las casas donde lavaba había pedido algunas ropas que estaba arreglando para los niños. La Martina había aceptado y desempeñaba con gusto las funciones de nodriza. Braulio bajó su alcancía, la destapó con la punta de su cuchillo y en el más retirado rincón del rancho hizo un examen de su caudal. Tenía ciento trece pesos en reales, medios y cuartillos. «¡Cuánto dinero!», exclamó. «Bien ha hecho Dios en darme estos dos hijos, pues para ellos será toda esta plata». Pagó entonces el primer mes adelantado a Martina, dio una gratificación a su comadre, guardó el resto de su dinero y en seguida se acercó a la cuna en que dormían sus dos protegidos. Al contemplarlos bogó por sus labios una sonrisa de felicidad. No tenían hambre, ni frío y a él le debían estos bienes. Les hizo una caricia y salió con dirección al campo. Llegó a las márgenes del río de Fucha y allí se sentó. Aquel día no había trabajado, pero las facultades de su alma habían estado en la mayor actividad. Tenía necesidad de soledad, de silencio, de descanso. Quería saborear su dicha. ¡Ya no sería solo en el mundo! Tenía familia que se había creado con su beneficencia, y esta familia compuesta de dos expósitos recién nacidos le hacía ya formar deseos, proyectos y esperanzas hasta para un remoto porvenir. Braulio pasó la tarde en una meditación vaga y deliciosa en que por primera vez había encontrado el sentimiento de la dignidad del hombre y el noble orgullo que inspiran los buenos procederes. Al anochecer entró en la ciudad y acompañado de Martina y Catalina llevó a bautizar los niños. Él fue padrino de ambos y las dos mujeres tuvieron cada una a uno en la pila, para repartirse así los deberes de madrinas. El hijo de Ángela tuvo el nombre de su padre, y el de la señorita recibió el de su madre y el de su abuelo materno. Desde el día siguiente volvió Braulio a su género de vida ordinario, con la diferencia de que trabajaba algo más y que visitaba diariamente la casa de Catalina, adonde lo atraía el tierno y paternal amor que profesaba a los niños.
+Siete u ocho meses habían corrido sin que ningún suceso alterase la paz de su existencia, cuando una tarde fue cogido por dos soldados, conducido al cuartel, filiado y destinado irrevocablemente al servicio de las armas. A fuerza de instancias consiguió que lo dejasen salir con un cabo para avisarle a su comadre su paradero. Tres semanas permaneció en el cuartel adonde todos los días le llevaban sus hijos adoptivos para darles un beso, porque Braulio pretendía que aquella caricia le hacía bien a su alma. Por fin se trató de marcha y Braulio fue a despedirse de la familia. Jamás le habían parecido los niños tan hermosos, y así fue que los acarició largo rato con indecible ternura. Después bajó su alcancía y la puso en manos de Catalina, diciéndole:
+—Esto es de los niños: cuidado, comadre, con dejarlos carecer de nada. Su padre, que vive en esta ciudad, vigilará la conducta de usted y le pagará en proporción de su buen manejo. Por mí nada digo, porque no sé si volveré algún día. Yo había pensado —añadió tristemente—, que no tendría en el mundo otro deber sino cuidar de ellos, pero hoy tengo el de matar a mis prójimos y me ausento para cumplirlo.
+Enseguida abrazó a su comadre y a Martina, que estaban anegadas en llanto y salió apresuradamente de la casa por temor de llorar en presencia de las mujeres.
+Cinco años transcurrieron y durante ellos recorrió Braulio las tres Repúblicas del Sur, que debieron su libertad a los heroicos esfuerzos de Bolívar y del bravo e invencible ejército colombiano. El buen hombre había adquirido conocimientos, experiencia y mejores modales en este largo periodo de viajes y campañas; pero el fondo de su carácter era siempre el mismo: grave, callado, temperante y perezoso. Había cumplido su deber con la conciencia de un buen soldado; mas, como hombre detestaba su carrera y se avergonzaba de su oficio. El desenfreno de costumbres que había observado en las grandes ciudades, especialmente en Lima, le hacía recordar las aventuras de la memorable noche en que adoptó a los dos niños abandonados; pero a pesar de aquel suceso y de otros muchos de que había sido testigo en su país, siempre encontraba menos inmoral la sociedad bogotana, que la de otras ciudades en donde había permanecido. Sea por esto, sea por amor a sus antiguos hábitos o ya por el continuo recuerdo de sus hijos adoptivos, Braulio suspiraba por volver a Bogotá. Logró su licencia absoluta en el año de 1827, y a fines del mes de septiembre entró en la capital de la Nueva Granada. Sus pasos se dirigieron al punto hacia la casita de Catalina, mas encontró en ella a un nuevo propietario que no acertó a darle noticia del paradero de su comadre. Entonces se encaminó al río Fucha para interrogar a las lavanderas, y a fuerza de indagaciones, paciencia y súplicas, pudo averiguar que Catalina había muerto hacía dos años, que un vecino codicioso se había apoderado de la casita, y arrojado de ella a los demás habitantes, y que Martina, con su madre y los niños vivía en un miserable rancho por el lado de Egipto. «¡Qué desgracia es no saber leer y escribir!», pensó Braulio, dirigiéndose al sitio indicado. «Si Catalina, Martina y yo hubiéramos poseído estos cortos conocimientos, yo les habría dado algunas instrucciones sobre lo que tenían que hacer, habría sabido oportunamente la enfermedad y muerte de mi comadre y habría previsto todo. Pero los pobres nada tenemos sino el conocimiento amargo de nuestras necesidades y aislamiento. Pasamos la vida sobre la tierra sin que se perciba nuestra existencia, ni deje un lugar vacío nuestra desaparición. Si no se temiera la infección de nuestros cadáveres, no habría para nosotros ni una fosa donde sepultarnos. Un mueble de madera, una vasija de barro hacen más falta a los señores del mundo, que una docena de personas como Catalina y yo. Sin embargo, nosotros formamos la mayoría inmensa del género humano y cuando los poderosos nos necesitan dicen que es para hacernos dichosos, y que por nuestro bien se hacen las leyes, se dan las batallas y se conquistan las ciudades. Mas, yo hasta hoy no he conocido más felicidad sino la de hacer bien a otros más infortunados que yo…». Haciendo estas tristes reflexiones subió Braulio hasta Egipto. La primera choza que descubrió tenía un pobrísimo aspecto; junto a la puerta hilaba una anciana cubierta de andrajos y al frente sobre unos cueros inmundos y despedazados estaban sentados cuatro muchachos y tres muchachas, desde dos hasta seis años de edad, que casi todos lloraban, se mecían sobre sí mismos y manifestaban en su aspecto el hambre y las más penosas necesidades. Muy lejos estaba el honrado Braulio de imaginar que en aquel grupo de infortunados se hallaban sus queridos hijos. Se acercó a la anciana y le preguntó con afabilidad:
+—Patroncita, ¿por qué lloran estos niños?
+Ella levantó los ojos y le contestó con indiferencia:
+—Porque tienen hambre.
+—¡Hambre, señora!, ¿y no hay qué darles?
+—No —replicó ella—, somos muy pobres, y yo tuve que recoger los tres hijos de mi hija mayor que murió hace dieciocho meses, hay además los dos pequeños de mi otra hija y dos agregados que no podemos echar a puerta ajena porque a causa de ellos tuvimos comodidad durante tres años y esperamos todavía que nos venga algo. Entertanto, mi pobre Martina apenas puede mantener con su trabajo a toda esta chusma.
+El veterano enjugó con sus dedos dos lágrimas que corrieron de sus ojos y se acercó a los muchachos. Las dos mujercitas más grandes corrieron asustadas a ocultarse en la choza y los otros cinco miraron con asombro al desconocido, pero sin hacer ademán de huir. Braulio miró largo rato a tres niños que parecían de la misma edad, esperando descubrir entre ellos a sus dos protegidos. Pero la miseria marca con un sello uniforme y espantoso a todas sus víctimas. Las lágrimas y el desaseo hacían iguales aquellos rostros pálidos y afligidos. Los cuerpos extenuados, sucios y negros no presentaban de notable sino un abultado vientre; los cabellos enmarañados y enrojecidos con el sol, cubrían en desorden su frente, hombros y espalda, y sus manitas mugrientas y descarnadas estaban guarnecidas por uñas semejantes a las de una ave de rapiña. El dolor había embargado su voz a Braulio, quien por fin se separó de ellos sin proferir una sola palabra. Corrió a la primera tienda, compró pan, bizcochos, chocolate y huevos, y volvió a la miserable choza. Puso en manos de cada niño un bizcocho, y entregó lo demás a la anciana para que hiciese el almuerzo. Cuando acabaron de saciar el hambre, tomó Braulio de la mano a los dos niños, que apenas parecían de tres años. La naturaleza había ayudado a su desarrollo mientras tuvieron mantenimiento y abrigo, pero privados después hasta de lo más necesario, sujetos a todas las incomodidades de la miseria, había cesado su crecimiento, su hermosura había desaparecido bajo los rudos golpes del hambre y casi habían olvidado hablar. Braulio los acarició con amor y lástima y dijo a la anciana que los bañase y si tenían alguna miserable camisa los mudase mientras él iba y volvía.
+Su primera diligencia fue informarse en la panadería sobre la existencia de Ángela. Allí le dijeron que hacía pocos meses que aquella infeliz había muerto en el hospital, víctima de una deplorable enfermedad. Fue entonces a casa del comerciante a preguntar por el señorito, y supo que viajaba por Europa y que a su regreso se casaría y establecería en una provincia distante. Era, pues, evidente que el hijo de Ángela no tenía ya padres. Encaminóse entonces a casa del hacendado y supo que la señorita se había casado hacía quince meses con un hombre muy feo, muy rico, de bastante edad y de malísimo genio; pero que tenía una casa lujosísima y que era ya madre de una niña. Con tales noticias volvió Braulio a Egipto, tomó en sus brazos al hijo de la rica señorita, mudada con una camisa de lienzo ordinario llena de remiendos. Seguro estaba de no ser conocido por aquella dama, porque las señoras nunca miran con atención a un mendigo y porque los años, el bigote, el traje y el aire militar lo disfrazaban enteramente. Pidió ser introducido cerca de la señora y lo consiguió sin dificultad. Estaba ella en su comedor dando órdenes para la comida, pues esperaba varios convidados. Tenía en sus brazos a una linda criatura blanca y rosada de edad de seis o siete meses. Era singular la semejanza que esta chiquita tenía con el protegido de Braulio, cuando este partió para la guerra. El soldado lo notó con amargura, porque en la actualidad nada había de común entre los dos hermanos. Braulio saludó a la dama con aire marcial y desembarazado y luego añadió:
+—Ya vengo a implorar el favor de usted —ya el veterano no decía sumerced, como el abyecto altozanero— para este niño; es de buena cuna y está muy necesitado.
+—Bien —dijo la señora, dando un beso a su niña y sin mirar a Braulio—, si es de buena cuna ocurra usted a sus padres, que tendrán mucho gusto en servirle.
+—Es, señora, que el infeliz niño no es hijo de matrimonio, y como la señorita, su madre, está ahora casada, no puede reconocerlo.
+—Entonces que sufra la pena de sus culpas. Pero, en fin, esa señora si no es una mala madre, puede socorrer a su hijo en secreto.
+—De eso trato —replicó Braulio—, pero mire usted señora a esta pobre criatura, tal vez se mueva su alma en su favor.
+La dama miró al niño con aire indiferente, besó otra vez a su hija y exclamó con ternura: «¡Qué linda es!».
+Braulio conoció que acababa de hacerse una comparación desventajosa para su protegido, pero resuelto a apurar los recursos, añadió:
+—Es triste la suerte de esta criatura porque yo sé que podría estar al abrigo de todas las necesidades. La noche que una criada vieja lo expuso en un altozano, estaba vestido como hijo de un gran señor. Tenía una almohada guarnecida de encajes, una cofia de punto, que se quedó entre la yerba hasta el día siguiente en que la recogió la misma criada, y una faja de cinta plateada que yo conservo.
+Aquí hizo Braulio una pausa para observar a la señora, pero nada pudo ver, porque estaba inclinada sobre su niña, a quien daba de mamar y los rizos de sus cabellos ocultaban enteramente su rostro. Braulio prosiguió.
+—Al día siguiente de haber recogido yo a esta criatura, que había estado expuesta a ser devorada por los perros, fui a casa de la madre y me dio alguna ropa y un par de reales. Pero en compensación de tan pobre limosna, me dejó esperar que oiría en otra época mis ruegos, pues me dio su nombre escrito con su propia mano, seguramente para que con esta seña pudiese confiado reclamar su protección.
+La dama miró entonces al soldado con una atención indagadora. Sus mejillas eran de color de púrpura y un movimiento convulsivo, casi imperceptible, agitaba sus labios.
+—Todo eso es un cuento de usted —dijo—. Ninguna mujer decente, al verse en el caso de abandonar un hijo, caso que no creo posible, habría cometido la torpeza de darle a usted su nombre escrito, para autorizar reclamaciones que todos los días amenazarían su honor y su tranquilidad. Retírese usted, buen hombre, y si ese muchacho tiene hambre, puede usted enviar a las cuatro de la tarde con una vasija, y se le dará abundante comida para dos o tres días. Pero no ande usted mintiendo para obtener limosna.
+Braulio se mordió los labios de despecho, y dijo:
+—No, señora, ni miento, ni pido limosna; lo que busco es el corazón de una madre para este niño.
+—Entonces —dijo la dama—, vaya usted donde la persona cuyo nombre tiene escrito.
+—Esto es lo que hago —dijo el soldado, sacando de su bolsillo un pequeño tubo de lata y de él un papel que desdobló y presentó a la dama.
+Ella lo miró con curiosidad; pero al reconocer su nombre, una oleada de rubor se extendió por su frente, porque un vago recuerdo le representó la escena del pobre el día que ella estaba enferma. Pero no pudo soportar la idea de verse humillada por aquel desconocido, y la naturaleza calló delante del orgullo herido de una noble altanera. Rompió el papel, arrojó con desdén los pedazos, y dijo a Braulio con voz irritada.
+—Este es un nombre de bautismo que nada significa y la historia de usted es un tejido de imposturas. Yo he tenido demasiada paciencia en oírlas; retírese usted antes de que venga mi marido, porque si usted lo aguarda tendrá que arrepentirse.
+—¿Pero este niño? —preguntó Braulio con calma.
+—Lléveselo usted —dijo la señora—, y no vuelva jamás a presentarlo aquí.
+Tuvo Braulio por un momento la tentación de permanecer en la casa y de publicar delante de los convidados la vergüenza y la insensibilidad de aquella mujer, pero con mejor acuerdo mudó de resolución. Se acercó con audacia a la dama, llevando en sus brazos al expósito y tomando con su ruda mano el bracito blanco y torneado de la niña, lo arrimó al brazo ennegrecido y flaco de su protegido, y exclamó con voz severa.
+—Mire usted, señora, la diferencia; esta es la hija de la avaricia y la vanidad, y nada le falta; este es hijo del amor y muere de hambre y de frío. Pero yo, pobre inválido, cuidaré de él en esta vida, y usted dará cuenta a Dios en la otra, de la diversidad de destinos que han tenido sus hijos en el mundo y de cada una de las lágrimas que este infeliz derrame a causa de su pobreza y desamparo.
+Diciendo esto, volvió la espalda a la aterrada señora y se apresuró a salir de la casa. Llevaba un dolor de más en su corazón, pero acariciaba con delicia al expósito, porque había hecho infructuosamente este último esfuerzo para procurarle la protección natural: le parecía que Dios bendecía su adopción y que jamás podría faltarle la misericordia divina.
+Aquella noche se arreglaron las cosas con Martina. Se alquiló una habitación más cómoda para toda la familia, se compraron unos pocos géneros para dos mudas de ropa a cada uno de los niños y se fijó una pequeña cantidad para la mantención de las dos mujeres y los siete chiquitos. Dos meses después ya los muchachos estaban rosados, alegres y menos flacos. Braulio no vivía con ellos, pero pasaba las tardes con placer en medio de estos seres inocentes, felices e imprevisivos. Como él no olvidaba que una de las mayores desgracias del pobre pueblo consiste en no saber leer y escribir, resolvió evitárselas a sus hijos y se comprometió a hacer ciertos servicios en casa de un capitán retirado que vivía cerca, a trueque de que diese algunas lecciones a los niños. Al cabo de un año los niños leían bien en libro y empezaban a formar letras en una pizarra. El gozo de Braulio era inmenso, pero se le preparaba una desgracia espantosa.
+Un albañil que amaba a Martina, concibió celos de Braulio. Esta pasión más ciega que el amor, más violenta que una tempestad, no puede conducir al hombre sino al error o al crimen. El abañil acusó a Braulio de un robo que se había cometido en la ciudad. Sus oficiales y aprendices dieron falsas declaraciones, se siguió la causa y después de ocho meses de cárcel fue condenado el veterano a presidio en Cartagena. Cuando se le notificó la sentencia había agotado casi todos sus recursos y por desgracia se hallaba ausente de la ciudad un religioso con quien se solía confesar y que le tenía guardadas dos onzas de oro peruanas, que formaban su tesoro de reserva para un caso apurado. Nada podía hacer Braulio y los celos del perverso albañil lo ponían en el de no hablar con Martina. Logró únicamente ver al capitán; le recomendó sus queridos hijos y puso en manos de este improvisado protector una corta cantidad que aún le restaba, resolviéndose a bajar el Magdalena sin ninguna especie de recursos. No describiremos ni los tristes adioses que tuvieron lugar entre él y los niños, a quienes logró ver el día de la partida, ni las infinitas penalidades que sufrió en el viaje. El que haya visto una partida de presidiarios conducidos a la costa, apenas podrá creer que los legisladores no han tenido en cuenta los tormentos del tránsito para rebajar la pena que impone la ley. Los padecimientos de Braulio en el presidio, a que tan injustamente se veía condenado, fueron crueles e inauditos. Su espíritu sufría tanto más cuanto que sabía que sus hijos habían quedado en perfecto desamparo y miseria. Pero su fuerza de alma y su temperancia triunfaron de tantos enemigos como tiene el infeliz presidiario del interior que va a cumplir su condena en el mortífero clima de la costa. Cuatro años pasaron por fin con la lentitud con que pasa el tiempo para los infortunados, y Braulio se sujetó a manejar una palanca de boga para tener algún medio de regresar a su país. Mas en Nare se enfermó de fiebres tercianas y hubo de permanecer allí muchos meses esperando su salud que jamás venía. Sintiéndose cada día más enfermo y extenuado, resolvió continuar su viaje por tierra, mendigando. ¿Quién podrá describir un viaje como este? El infeliz soldado para no extraviarse en aquellas selvas inmensas seguía las orillas del río, pasando muchas veces cuarenta y ocho horas sin tomar un bocado, porque no hay a quién pedirle en el desierto y no siempre se presentaba una barca de cuyos conductores pudiese recibir un socorro. A los catorce días llegó a las playas de Honda. Su viaje de allí a Bogotá fue menos penoso porque hallaba caridad y hospitalidad en todas partes; pero dilató casi un mes en llegar, porque la fiebre, los dolores y la extenuación lo obligaban a detenerse cinco o seis días en las casitas de los pobres, donde se hospedaba. Podía creerse que vivía por un milagro especial de la Providencia y que sólo un pensamiento de caridad y beneficencia era el que daba valor a aquella alma probada con tantas tribulaciones, y fuerza a aquel cuerpo extenuado con tantas necesidades y miserias. Pero él pedía vida a Dios para salvar a sus hijos adoptivos de las desgracias que lo rodeaban al tiempo de su partida. Atravesó casi toda la ciudad para ir a casa del capitán. Este lo recibió con aspereza, le dijo que los muchachos no habían correspondido a sus esmeros y que sólo habían aprendido a leer y escribir muy mal, y que él viendo que eran unos vagamundos los había concertado hacía tres años en calidad de aprendices con el maestro albañil Mauricio Alcázar. Al oír este nombre dio Braulio un doloroso gemido, pues la desgracia de sus hijos había excedido sus previsiones. Preguntó con apresuramiento en qué obra trabajaba el maestro, y salió de casa del capitán con el corazón oprimido de dolor. Afortunadamente antes de ver a sus hijos encontró a la madre de Martina.
+La infeliz anciana le refirió llorando que su pobre hija, acosada de nuevo por la miseria, se había ido a vivir con Alcázar, quien no solamente estropeaba a toda la familia, sino que casi todos los días apaleaba a Martina sin piedad. Añadió que los peor tratados eran los hijos de Braulio, porque los antiguos celos hacían feroz con ellos al terrible maestro. Los muchachos recibían golpes a cada momento, estaban pereciendo de hambre, no tenían casi vestidos y dormían sobre la dura tierra en el zaguán inmundo de la casita que habitaba el maestro. Braulio no escuchó más y partió para la obra. No le costó trabajo como la primera vez distinguir a sus niños entre los otros muchachos. Eran los únicos flacos y desnudos que trabajaban allí. No tenían sombrero y la necesidad estaba pintada en sus semblantes. Al llegar Braulio acababa el maestro de dar dos fuertes palos a uno y llamaba al otro diciéndole una multitud de injurias. Braulio se precipita hacia el que lloraba todavía y lo estrecha en sus brazos, diciéndole:
+—¿No me conoces, hijo?
+El muchacho lo mira un instante con sorpresa, mas a pesar de sus andrajos, su tez amarilla, su espesa barba y su aspecto cadavérico, lo conoció. Tiró lejos el zurrón con arena y se dejó caer en los brazos del pobre, gritando: «¡Mi padre, mi buen padre!». El otro niño corrió también y ambos cubrieron de caricias el venerable rostro del mendigo. Mas el bárbaro maestro interrumpió esta escena, diciendo: «¡Afuera, vagamundos!, ¡que no se quite el tiempo a mis trabajadores!». Braulio era allí la parte débil y no podía sostener una lucha con el maestro, que alegaba el derecho de un contraro formal hecho por el capitán. Así se contentó con decir a los muchachos que continuasen trabajamdo, que pronto estaría de vuelta.
+Se dirigió al convento de su antiguo confesor, que era toda su esperanza, y no solamente tuvo la fortuna de hallarlo sino que el buen padre le devolvió su depósito y quiso acompañarlo a la obra para hacer por él la reclamación de los niños. El albañil se opuso tenzamente, alegando que aún faltaban tres años para que se cumpliese el contrato. Fue necesario ocurrir a la justicia, que en el primer juzgado estuvo también cubierta con una venda. Braulio estaba casi desesperado, el buen Padre hizo tales esfuerzos, que los muchachos fueron entregados a Braulio, diez días después de su llegada a la capital. El honrado veterano los estrechaba en sus brazos y no sabía cómo agradecer al sacerdote el servicio que le había hecho. Sintiéndose ya próximo a morir, hizo llamar a su confesor y le pidió un consejo sobre lo que debería hacerse con aquellos infelices huérfanos, cuyo nacimiento y desgracias le refirió menudamente. El religioso convino en que era imposible que el padre del uno y la madre del otro los reconociesen jamás, y que para los muchachos era peor saber que no eran hermanos y que pertenecían a una familia distinguida.
+—Me encargo de ellos —añadió el buen Padre—. Si quieren un día ser lo que yo soy, mejor para ellos. No tienen padres, familia ni fortuna, no tienen porvenir en el mundo y vale más que sean oscuros religiosos que grandes malvados o miserables pordioseros, y por desgracia su posición no les deja ver un horizonte risueño.
+Braulio bajó tristemente la cabeza. ¿Qué se habían hecho los proyectos que formó a orillas del Fucha el día del bautismo de los niños? Había luchado en vano contra el destino adverso de esas criaturas y los había visto casi perecer de hambre a dos pasos de las casas de sus ricos progenitores. Así, pues, exhalando un suspiro doloroso, dijo:
+—¡Oh padre!, yo tengo muchos recuerdos y mucha experiencia, y no puedo menos de temblar por ellos. Bien está, recójalos usted en su convento; pero que no sean sacerdotes sin vocación, porque esto sería peor que abandonarlos a su suerte.
+Después de haber conferenciado largo rato con el padre, llamó a sus hijos adoptivos, les dio algunos consejos saludables, y añadió:
+—Yo no soy sino Braulio, el cojo. No tengo apellido y esto depende de que tal vez era muy noble el que llevaba mi padre; pero he sido, como tantos otros, víctima de la hipocresía y la vanidad. No pensemos, pues, en esto, hijos míos. Ustedes son los hijos de Braulio, y este nombre oscuro y desconocido nada dice al mundo, pero a mis hijos les dice: Sed hombres honrados, haced bien al prójimo y huid de toda acción que necesite ser disimulada y encubierta a los ojos de las gentes virtuosas. En el cielo adonde voy a esperaros hay un ser poderoso que todo lo sabe y que nos juzgará infaliblemente según nuestras acciones…
+Braulio cesó en aquel instante de hablar y de vivir, y el buen sacerdote acompañado de los inconsolables niños, le hizo los últimos honores. ¿Dónde descansan sus cenizas? Nadie lo sabe. ¿Cuál ha sido la suerte de sus protegidos? ¿Qué se ha hecho el buen religioso? Todos tres existen y acaso alguno de ellos leerá estas líneas y adivinará su historia. El padre llena siempre con humildad sus santos deberes.
+¡SANTAFÉ! ESTE NOMBRE ES muy querido; encierra muchos recuerdos para los habitantes ancianos de la antigua capital del virreinato de la Nueva Granada. ¡Santafé! ¡Cuántos viejos darían el resto amado de su achacosa vida, y por añadidura la de tres o cuatro de sus hijos y nietos, porque existiera Santafé tal como era antes del año de 1810! Acaso tendrían razón, y yo por mi parte no quiero que se olvide lo que fue en otro tiempo el país de mi nacimiento.
+Esta ciudad, fundada hace más de tres siglos por Gonzalo Jiménez de Quesada, se asegura que tenía cerca de 40.000 habitantes en el año de 1810. Sus casas, sólidamente construidas, ofrecían espacio y comodidad a los que moraban en ellas, lo que según la opinión de muchos puede valer tanto como lo que se llama elegancia y buen gusto moderno. Macizos balcones, en cuya formación no se había economizado la madera; gruesas ventanas guarnecidas con espesas celosías que daban escasa entrada a la luz y al aire que circulaba por espaciosas salas colgadas de un papel lustroso en donde ordinariamente se representaban paisajes y flores; altos y duros canapés con cerco dorado, forrados en filipichín o damasco de lana o seda, cuyas patas figuraban la mano de un león empuñando una bola; cuadros de santos con anchos marcos labrados y sobredorados y algunos retratos de familia, al óleo, ejecutados por Figueroa y colocados lo más cerca del techo que era posible; enormes arañas de cristal; mesas pesadas con caprichosos recortes; cómodas barnizadas de negro con tiraderas doradas; escritorios con cien cajones embutidos de carey y concha de perla; enormes camas con espesas cortinas de lana o algodón, que corrían sobre varillas de hierro produciendo un ruido agudo y metálico; espejos ovalados colgados oblícuamente sobre las paredes, y sillas de brazos altos, forradas en terciopelo o damasco, cuya clavazón hacía comúnmente un dibujo poco variado. Tales eran los adornos comunes de la mayor parte de las casas de los nobles santafereños. No es esto decir que no hubiera habitaciones invadidas por modas más modernas, paredes adornadas con láminas de exquisito gusto, muebles más elegantes y ligeros, y balcones y ventanas de hierro con delgados balaustres que daban entrada libre al aire y a la luz; asientos menos altos y más blandos, camas de diversas formas con blancas colgaduras de muselina recogidas con grandes y vistosos lazos de cinta encarnada o celeste. Pero aquí no se trata de las excepciones, porque en tal caso este cuadro no tendría fin. En cuanto a las costumbres, eran cristianas, pacíficas y decorosas, salvo también las excepciones que no dejan de ser abundantes en la grande población de una ciudad que es capital de un extenso y rico virreinato, que encierra, aunque en menor escala, los mismos elementos para el mal que se encuentran en Roma, en París, en Londres, en Madrid y en todas las viejas capitales de la civilizada Europa. Los santafereños oían misa todos los días y después se ocupaban de su almuerzo y de sus negocios. Comían de las doce a la una del día, y durante las horas de sus comidas hacían cerrar cuidadosamente las puertas de sus casas. Por la tarde paseaban por la Alameda o el Aserrío, y a la oración se retiraban a sus casas a refrescar dulce y chocolate —orden en que se servía entonces este refresco y que después se ha invertido con escándalo de los amantes de los antiguos usos—. Luego se rezaba el rosario, se hacía o recibía alguna visita o se conversaba en familia hasta las 9 o 10 de la noche, hora ordinaria de la cena. Despachada esta, que era siempre abundante, se acostaban los buenos santafereños a dormir con tranquilidad para recorrer al día siguiente un círculo igual de quehaceres, paseos, comidas y conversaciones. El domingo era otra cosa; aquel día se almorzaba precisamente tamales. El padre de familia visitaba y era visitado; la madre se adornaba para ir donde las señoras de la alta aristocracia española, es decir, las esposas de los empleados públicos. Los criados y los niños iban por la tarde al Guarrus de Las Aguas o de Fucha, y casi todo lo mejor de la población paseaba por San Victorino, donde se veían pasar los tres únicos coches que había en la ciudad, a saber: el del virrey, el del arzobispo y el de la familia Lozano, llamado comúnmente el de las jerezanas. Algunas piezas dramáticas, casi siempre mal ejecutadas, uno que otro baile en que figuraban la compasada contradanza, el grave minuet, la fría alemanda, el elegante y gracioso bolero, y por remate, en casos de buen humor, el alegre semipianito; una que otra reunión de amigos en que se jugaba ropilla, y las anuales fiestas de Egipto y San Diego, en que se cenaba abundantemente y se jugaba con escándalo al pasadiez y al bisbis; tales eran las diversiones de los hijos de la capital. Mas, en circunstancias notables, en los días grandes y de larga recordación, había fiestas reales, es decir, una misa solemne con Te Deum y asistencia del virrey y los tribunales, cuadrillas ecuestres a imitación de los juegos árabes, carreras de sortija, corridas de toros, salvas de artillería, besamanos o visita de ceremonia en casa del virrey, y dos o tres bailes de tono en que no dejaban de ostentarse lujosos trajes bordados de oro y magníficos uniformes de oficiales reales y de coroneles en guarnición; bailes, en verdad, más a propósito que los de ahora para lucir las damas su agilidad, airosos movimientos, fino oído, paso acompasado y gracioso, que en el perpetuo brincadito a la indígena y en los trotes y carreras fatigantes de nuestros días. Pero sigamos. Todas estas funciones nocturnas se terminaban por un suntuoso y abundante ambigú, en que hacía sus habilidades de repostero algún liberto de casa grande que vestía también en estas ocasiones una gran casaca azul forrada con tafetán blanco. Pero ¿cuáles eran estas ocasiones singulares solemnizadas con tales fiestas? Voy a decirlo: cuando llegaba un nuevo virrey, cuando se publicaba la bula de la Santa Cruzada, cuando nacía un príncipe o se casaba una infanta de España. Había también solemne función religiosa y lúgubre cuando moría un pontífice o algún individuo de la real casa de Borbón. Así, todas nuestras esperanzas y alegrías, todos nuestros duelos y regocijos nos venían del otro lado del océano. ¡Nada era nacional para nosotros! Hasta las telas y alimentos se llamaban de Castilla cuando tenían alguna superioridad. De allá nos venían los virreyes, los oidores, los empleados de hacienda, los canónigos, los alcaldes y los soldados. De allá recibíamos las ropas y también los víveres que no produce el país. De allá nos venían las indulgencias, las reliquias, la salvación del alma. ¡Pobres colonos! ¡Nada teníamos! ¡Ni aun el sentimiento del amor patrio que había dormido trescientos años en nuestros fríos y esclavizados corazones!
+HABÍA EN LA CAPITAL ALGUNOS establecimientos públicos, un observatorio astronómico, un jardín botánico, seis conventos de hombres, cinco monasterios, un hospital de caridad muy bien dotado, hospicio y casa de expósitos. Tenía también una universidad y dos colegios donde se enseñaba latín y algunos otros ramos de instrucción, siempre dirigidos según el sistema colonial, siempre bajo la vigilancia de la Santa Inquisición que, como era natural, mantenía algunos empleados suyos en la capital del virreinato. Varios hombres dotados de talento y virtudes, hijos de Santafé y de las provincias, habían hecho sus estudios en estos colegios y recibido sus grados en la universidad. El espíritu de paisanaje, la identidad de suerte, la semejanza de educación, hacían que estos granadinos estuviesen ligados con lazos de amistad más o menos estrechos. Entre ellos se hablaba frecuentemente de la asombrosa revolución de Francia, de este acontecimiento extraordinario cuyas consecuencias debían abarcar al mundo entero. Mas, para discutir sobre tales asuntos, los amigos se reunían con sigilo, evitaban la presencia de un español y temían un denuncio que infaliblemente habría dado origen a una persecución. Admiraban en secreto los discursos de Mirabeau y las hazañas de los ejércitos de la gran República venciendo la formidable coalición de todos los déspotas europeos. Condenaban a solas los abusos del poder, y en voz baja pronunciaban la dulce palabra Libertad. Lozano, Herrera, Caicedo, Gutiérrez, Morales y otros hijos de la capital; Torres, Restrepo, Caldas, Benítez, Castillo y otros muchos provincianos de un mérito sobresaliente, se penetraban en estas conversaciones del amor sagrado de la patria y bullía en sus nobles pechos el deseo más ardiente de la independencia y la gloria de la América. El ejemplo de los Estados Unidos del Norte excitaba su entusiasmo, y el nombre inmortal de George Washington, despertando su admiración, daba a sus almas un temple heroico capaz de arrostrar los mayores peligros y de encargarse de las más arduas empresas. Había entre estos ilustres granadinos un hombre de 35 años de edad, de noble sangre, bella presencia, modales insinuantes y una imaginación viva y ardiente. Su fortuna era considerable y su instrucción bastante, a pesar de no haber recibido la educación de los colegios. Sus amigos lo amaban por su generoso carácter, por su genial franqueza, su despejado talento, su ánimo arrojado y su natural e impetuosa elocuencia. Este era don José Acevedo y Gómez: incansable cuando se trataba de arreglar un plan grandioso de libertad, los más distinguidos y sabios entre sus paisanos no desdeñaban oír sus opiniones, atender sus avisos y seguir muchas veces los consejos del patriota ciudadano. Poco a poco esas frecuentes reuniones produjeron una resolución firme y unánime de sacudir el yugo extranjero, y entonces el elocuente y virtuoso Torres elevó a las Cortes españolas un manifiesto lleno de verdad y energía, en que pintaba la abyección de su patria y hacía presentes los derechos de los americanos. Mas esto no bastaba. Los déspotas oyen rara vez las reclamaciones de aquellos que miran como a esclavos, y los pueblos de este inmenso continente parecían condenados a perpetua servidumbre por el arbitrario y decrépito Gobierno peninsular.
+Acevedo tenía una esposa digna de él y era padre de una numerosa familia. Una noche, después de que sus hijos y criados estuvieron sepultados en el más profundo sueño, este exaltado patriota llamó aparte a su esposa y tuvo con ella poco más o menos, la siguiente conversación:
+—Amiga mía, un suceso importante se acerca. Mi vida, mi fortuna, el porvenir de mis hijos, todo va a exponerse. ¿Tendrás valor para soportar el infortunio, si la suerte me es contraria?
+—No te entiendo —replicó ella—, y deseo saber de qué se trata. En cuanto a mi valor y consagración a tu persona, no debes tener dudas.
+—Bien —continuó Acevedo—, yo cuento contigo para mi consuelo y con la buena estrella de la América para el éxito feliz de nuestros planes. Se trata de romper nuestras cadenas y dar libertad a la patria.
+—He comprendido esto —replicó la esposa—, por lo poco que he oído de tus conversaciones con tus amigos. Pero ¿con qué medios cuentan ustedes para llevar a cabo tan grande empresa? Los americanos no tienen ejército, armas, ni dinero. Los empleados son todos españoles; los pueblos aman esta servidumbre a que están habituados y nada mejor conocen ni desean; el clero en general es monarquista, gusta de sus pacíficas ocupaciones y aborrecerá las ideas revolucionarias que en Francia le quitaron su riqueza y su influjo, y yo no podré creer que una transformación tan grandiosa se llegue a efectuar con tales elementos.
+—Te engañas, amiga mía —dijo el caballero—. Cuando los pueblos llegan a comprender que son esclavos y que se les quiere hacer libres, su entusiasmo suple a las armas y a los ejércitos. El dinero que se necesita lo daremos nosotros sacrificando toda nuestra fortuna en el altar de la patria. Los empleados españoles serán menos respetados cuando levantemos el velo que cubre sus abusos e iniquidades. El pueblo bajo es siempre un instrumento que nosotros manejaremos en bien y provecho de la causa de la libertad, y el clero realista callará cuando se persuada de su impotencia, cuando vea que aquí no se trata del culto de la razón, ni de ateísmo, ni de los desbarros de la Revolución francesa. Además, contamos con eminentes apoyos entre los sacerdotes; Caicedo, Rosillo, Esteves, Padilla y otros muchos eclesiásticos respetables e ilustrados están de acuerdo con nosotros. La opinión pública no podrá contenerse dentro de poco tiempo. Esa Francia que tanto se ha extraviado y sobre cuyo suelo ha corrido por arroyos la sangre de sus hijos, esa Francia hoy esclavizada de nuevo bajo el yugo militar del más atrevido, feliz y valiente de los déspotas, esa nación que se nos mandaba odiar por impía y revolucionaria y que es sin embargo la más magnánima e ilustrada del orbe, es la que nos ha enviado una luz brillante, que iluminando el abismo de nuestra ignominiosa servidumbre nos ha dejado ver ya minados y vacilantes los cimientos de la dominación española. Y el Norte América proclamando su libertad, desconociendo después de siglos de servidumbre al Gobierno británico, asegurando su independencia, lidiando con tesón hasta obtener el triunfo y constituyéndose después a la faz de las naciones, con regularidad y brío, nos ha ofrecido un digno modelo y nos ha comunicado este soplo de libertad que agita nuestros pechos, alienta nuestro espíritu y vivifica todo nuestro ser. No lo dudes, esposa mía, seremos libres o sabremos morir. Pero en este caso, a nuestras viudas toca conservar en el alma de nuestros hijos este germen de libertad que nosotros vamos a sembrar. ¿Me prometes inculcar estas ideas en nuestros hijos y enseñarlos a preferir la dignidad de hombres a cuantas ventajas y conveniencias pudieran prometerse bajo el yugo colonial?
+—Sí, te lo ofrezco —contestó la noble granadina—. Pero dime, ¿cuándo será el día en que estalle esta asombrosa revolución?
+—Nada sabemos —repuso Acevedo—. La mina está próxima a reventar, pero se ignora quién y cuándo le acercará la mecha encendida. Muchas conferencias hemos tenido los patriotas, y mil pareceres contradictorios se han emitido en nuestras juntas. El fogoso Carbonell quería un golpe atrevido; Lozano ha aconsejado proposiciones al virrey; Torres quiere que se pidan terminantes y prontas explicaciones al Gobierno español; Herrera aconsejaba una asonada ruidosa que intimidase a los gobernantes y que en caso de correr la sangre de estos, se mirase este hecho como un castigo ejemplar y una justa venganza; Benítez quiere que se indague con más atención la opinión pública, y no falta quien aconseje un sangriento atentado. En fin, casi todos hemos discordado en los medios, pero nuestro objeto es el mismo.
+—¿Y tú crees —le dijo su esposa—, que el Gobierno no oponga resistencia?
+—¡Imposible! ¡Duermen tranquilos confiados en la abyección americana!
+Al decir esto, la blanca frente de Acevedo se arrugó, sus cejas se arquearon y sus ojos despidieron una luz amenazante.
+—Sí —continuó—, confían en nuestra imbécil sumisión y apenas piensan en afilar las tijeras para esquilmarnos.
+—¿Y son muchos los conspiradores? —preguntó la señora.
+—¡No les des ese nombre! —exclamó Acevedo—. Los patriotas somos muchísimos; todo hombre de la capital o de las provincias que tiene algún talento, la más superficial instrucción o valor en su pecho, está pronto a colocarse bajo el estandarte de la libertad. Tenemos ganado mucho pueblo con nuestras prodigalidades, y los venerables eclesiásticos nos ayudan con eficacia y buen suceso.
+—¿Y qué hacer —preguntó la señora—, si entre tantos iniciados resulta algún traidor?
+—¡Qué niñería! —replicó el caballero—. Cuando se trata de recobrar la dignidad de hombres, la libertad nacional, los derechos naturales, la gloria y el honor de que nos han privado codiciosos y altivos extranjeros, todos son leales, porque esta causa es bella y gloriosa y porque cada uno combate en ella por reconquistar un derecho individual. Por otra parte, cada uno sabe solamente lo que debe saber del gran secreto, y porque —añadió con un gesto indefinible de burla y seguridad—, contamos también, según dice Lozano, con el carácter frívolo, novelero e insustancial que se atribuye a los santafereños. Cualquier novedad los enamora, atrae y entusiasma, y una mudanza de Gobierno es una novedad. Aprovechando con habilidad estos primeros momentos de exaltación patriótica, se logra el éxito en la capital, y los demás pueblos asombrados o arrastrados por el acontecimiento, siguen sin vacilar el ejemplo que se les presenta. Vargas teme que se irrite al pueblo de esta ciudad, porque, dice él, que cuanto más ligero parece un pueblo, más ardiente es para arrojarse a la lid, y que el populacho de las grandes ciudades es furioso cuando desencadenado una vez se resuelve a romper por sí mismo los ídolos que antes adoraba. Mas Camacho, Torres, Caicedo y Gutiérrez responden por el pueblo de Santafé, y aseguran que este pueblo no ensangrentará su triunfo. Después de hecho aquí el pronunciamiento, de nada les servirá a los cobardes o serviles suspirar por las antiguas cadenas. Sí, amiga mía, vuelvo a repetirlo, seremos libres o pereceremos para ser algún día vengados por nuestros hijos, porque una vez prendida esta chispa en los corazones americanos, nadie podrá extinguirla.
+—Bien —replicó la matrona—, yo lo creo todo y oraré por el buen resultado de tan hermosa empresa. Pero, mira, José… procura que no se derrame sangre.
+Acevedo hizo una caricia a su esposa, le encargó varias cosas relativas al gran proyecto y recomendándole el secreto, fue a unirse con sus amigos en la casa de uno de ellos.
+DOS DÍAS DESPUÉS DE LA conversación que acabamos de referir, entró Acevedo muy agitado y dijo a su mujer: «Se ha trabado ya la refriega. En la calle real hay un tumulto espantoso de resultas de un insulto hecho por un español a uno de nuestros paisanos. De una y otra parte se han proferido expresiones fuertes, injurias y amenazas. El pueblo se conmueve y ya brama la borrasca que parece inevitable. He venido a echar algunas onzas en el bolsillo, porque el dinero es una palanca poderosa en cualquier caso. Te advierto también que hagas ensillar mi caballo y que haya en casa abundantemente qué comer, por si los amigos de fuera llegan y lo necesitan».
+—Sí —dijo la señora—, y en cuanto a lo del caballo me parece importante, pues tendrás modo de escapar en caso de mal éxito.
+—¡No, yo no huiré!, ya tenemos todos nosotros señalado el lugar a donde hemos de ir si encalla aquí el proyecto. Volaremos a las provincias y allí exaltaremos los ánimos, despertaremos el amor de la libertad y encenderemos la centella inextinguible del entusiasmo nacional. Como las provincias no tienen a la vista al virrey, la audiencia y los uniformes, se arrojarán a la empresa sin temor y con más denuedo. Una vez pronunciadas ellas, no podremos retroceder, y la capital tendrá que seguir el impulso general. No dudes, esposa mía, que estos servidores de un poder tiránico son cobardes y no habrá resistencia. Ya nos han dado muestras de su valor en una ocasión solemne.
+Todo esto lo decía Acevedo con rapidez, mientras llenaba sus bolsillos de oro y plata y echaba sobre sus hombros una gran capa bajo la cual ocultaba sus armas.
+—No perdamos tiempo —añadió—, dame un vaso de vino y ruega a Dios por el suceso favorable de esta empresa.
+Luego que él se retiró, su esposa hizo ensillar el caballo, preparó una muda de ropa y guardó en lugar seguro los papeles importantes de Acevedo y las alhajas de más valor que poseía.
+Agitada estuvo la capital mientras se consumó aquella grandiosa e imponente revolución que debía hacer independientes tantos pueblos heroicos y dar en espectáculo al mundo las gloriosas hazañas que inmortalizaron la Guerra de la Independencia. No es de nuestro intento relatar aquí aquel noble pronunciamiento, ni bosquejar siquiera las acciones, los discursos y los sacrificios hechos por los ilustres caudillos del 20 de julio de 1810. Magnífico es este cuadro, pero ya está trazado con vivos y verídicos colores por el sabio y malogrado Caldas, escritor contemporáneo y patriota distinguido. Otras plumas igualmente capaces han continuado y habrán de detallar y esclarecer más y más la relación histórica de un hecho que nos ha dado independencia y nacionalidad y que marca el punto de partida para lograr el progreso y felicidad de estas ricas comarcas. La relación fiel e imparcial de la revolución del 20 de julio y de la Guerra de la Independencia, debería ponerse en manos de nuestros hijos y ser su primer estudio después de la religión y la moral; porque ciertamente, después del conocimiento de Dios y de nuestros deberes hacia él y hacia el prójimo, ¿qué cosa hay más bella, más interesante, más capaz de engrandecer el alma que el amor de la patria y de la libertad?
+Pero volvamos a nuestra historia. Acevedo no durmió, no reposó durante aquellos cuatro memorables días. Las facultades de su alma, su elocuencia[9] y su salud parecían a cada instante más vigorosas. Él visitaba los cuarteles, las casas de sus amigos, la plaza principal y las tiendas de los artesanos, sin desamparar en los momentos críticos la junta donde se discutían las más graves cuestiones y el balcón que daba a la plaza desde el cual arengaba con brío y aplauso general al inmenso concurso que allí estaba permanente. Amable, insinuante, generoso hasta la prodigalidad, no daba paso alguno que no fuera coronado del más feliz suceso. Por fin se consumó sin efusión de sangre esta memorable trasformación, en que cada uno de los americanos comprometidos llevó a un grado sublime las virtudes republicanas, y en que, salvo muy cortas excepciones, todos llenaron sus deberes con pureza, desinterés y valor. Acevedo se consagró al sostenimiento de la santa causa que había abrazado, al alivio y socorro de los infelices y a la educación de su tierna familia. El mayor de sus hijos, llamado Pedro, contaba apenas once años en aquella época gloriosa. Mas, superior a su edad por sus talentos, su aprovechamiento y sus virtudes, era el orgullo y la delicia de sus padres. La mengua que sufrieron los intereses de Acevedo a causa de la revolución y de los tristes acontecimientos políticos que se sucedieron, obligaron a este buen padre a separar a su hijo del colegio en que hacía sus estudios de una manera distinguida y provechosa.
+—Hijo mío —le dijo un día—, debes renunciar a la carrera literaria a que te llamaban tu capacidad y genio pacífico, porque la voz de la patria te señala otro puesto en que podrás serle más útil. La discordia ha soplado entre nosotros, y difícilmente podremos ahogarla y cimentar un Gobierno republicano, justo y bien constituido, si no destruimos antes las huestes formidables de los opresores de nuestro suelo. Tú eres aún muy niño, pero las lecciones del valor se reciben en tu edad como todas las demás. Los espartanos eran soldados desde la cuna, los demás griegos y el ilustre pueblo romano miraban los ejercicios militares como deberes imprescindibles de todo buen ciudadano, y en los casos de peligro bastaba tener la fuerza física necesaria para llevar las armas, para ser reputados soldados natos de la patria. ¿Te sientes capaz de presentar tu pecho al enemigo? ¿Podrás sufrir las penalidades de una campaña?
+—¡Oh, papá! —exclamó el niño—, yo seré uno de los defensores de la patria como lo son ya tantos de mis compañeros de estudios, y aprenderé a soportar las fatigas de la guerra puesto que se trata de conservar la libertad. He estudiado las historias de Grecia y Roma, he leído detenidamente a Plutarco, he aprendido de memoria casi enteras las bellas tragedias de Mitrídates, Bruto y Catón, y no puedo negar a usted que sacrificaría con gusto mi vida por parecerme a alguno de los grandes hombres cuyos retratos están en esos libros.
+Acevedo abrazó con ternura a su hijo y en seguida le hizo un elocuente discurso sobre el amor de la patria, los encantos de la libertad, las glorias militares y la gratitud nacional. El alma de Acevedo no respiraba sino patriotismo, magnanimidad y desinterés. Se acaloraba naturalmente hablando de los derechos del hombre, de los abusos de la tiranía y de los deberes de un buen ciudadano. Todo lo había inmolado con placer en las aras de la patria y hoy le ofrecía con orgullo y complacencia el primogénito de su familia, que apenas podía manejar una espada. Creía en la libertad y en las virtudes republicanas tales como las pintaban sus sabios amigos en las juntas preparatorias de la revolución. Esperaba la prosperidad de la patria con una fe inalterable, no dudaba de la gratitud de la nación y pensaba con embeleso en la gloria que coronaría los nombres de los defensores de la independencia americana. Él amaba a su país y a sus conciudadanos como un buen hijo ama a su padre, como una tierna madre a sus hijos. No podía imaginarse que hoy, después de cuarenta y cinco años de luchas, sacrificios, sangre derramada y tremendas conmociones políticas, estaría aún vacilante el edificio social que él y sus amigos con tan patriótica abnegación, quisieron establecer sobre bases sólidas desde el memorable y glorioso 20 de julio.
+Quedó satisfecho Acevedo de los sentimientos republicanos de su hijo, y bien pronto lo hizo partir para el ejército, encargándole que imitase en su nueva carrera las virtudes de Temístocles, Arístedes, Epaminondas, y tantos héroes antiguos cuyas historias habían admirado juntos. Largo tiempo militó Pedro bajo los estandartes de la libertad y participó de los triunfos y reveses que tuvieron los patriotas en aquella desigual y gloriosa contienda. Los generales Baraya, Cabal, Montufar y Serviez fueron testigos de la actividad, subordinación y denuedo del amable adolescente, y el segundo de estos jefes escribió a Acevedo una carta llena de elogios al joven soldado, en la cual había estas lisonjeras palabras: «Tengo envidia de usted: quisiera ser padre de Pedro».
+A fines del año de 1815 volvió Pedro al seno de su familia. Sería imposible describir la alegría de los padres y hermanos al abrazar sano y salvo al veterano de la patria, que tantas veces había arrostrado la muerte para cumplir con sus deberes. La madre, sobre todo, no se cansaba de ver y oír a su predilecto. Este había crecido; su cutis un poco ennegrecido con la intemperie, no afeaba en manera alguna su amable e inteligente fisonomía. Cuando se quitaba el sombrero, una ancha faja blanca marcada en su espaciosa frente hacía conocer cuál era su color natural. Había perdido el aire tímido que tenía al partir; pero, no por eso, había adquirido el descaro y audacia del soldado. Sus miradas eran más firmes; y su sonrisa amable, la expresión habitual de su rostro inspiraba interés y afecto hacia él. Hablaba de la campaña con verdad y sencillez, elogiaba el valor de sus compañeros y sus contrarios con candor y buena fe, y jamás mencionaba sus propios hechos, ni se jactaba de las distinciones que había logrado, porque todas las atribuía a la benevolencia de sus jefes. Cuando sus hermanos, locos de contento por su regreso, le hacían ponerse sus vestidos e insignias militares y le ponderaban la gentileza y gracia de su persona, él les hacía algunas caricias y les decía:
+—Es muy grato y honroso pelear por la patria: estos vestidos son bellos porque pertenecen a una profesión noble y recuerdan sagrados deberes.
+[9] Caldas, en su Diario, atribuye a este ilustre tribuno una gran parte del éxito de aquella gloriosa revolución.
+POCO TIEMPO DURÓ LA PLACENTERA embriaguez de aquella familia. El horizonte político se nublaba rápidamente y los pueblos intimidados con la invasión española, retiraban ya su apoyo a los patriotas y recibían humildes el yugo que poco antes arrojaran con tanta valentía. Se habían sufrido terribles descalabros, y la funesta derrota de Cachirí puso el colmo a la consternación y desaliento. En consecuencia, Acevedo reunió a algunos amigos y parientes, a su esposa y a su hijo, y les expuso sin rodeos el cuadro espantoso de la reconquista de la Nueva Granada, con el objeto de deliberar con ellos sobre lo que deberían hacer en tan apuradas circunstancias. «Los expedicionarios», les dijo, «vienen animados del deseo del pillaje y devorados por la sed de la venganza, y todos nosotros seremos víctimas de los serviles soldados del ingrato y estúpido Fernando. Sólo dos partidos podríamos abrazar para sustraernos al cadalso que nos espera. Una desesperada resistencia a fin de vender caras nuestras vidas, o la huida con el fin de preparar una ocasión oportuna para caer sobre sus enemigos y aniquilarlos. ¿Qué os parece?».
+Cada uno de los presentes opinó de diverso modo. Este contaba con la clemencia de los pacificadores; aquel con su propia astucia y viveza para evitar el castigo; tal con la facilidad de ocultar la parte que había tenido en la revolución hecha contra el Gobierno español; cual, con la esperanza de hallar protectores entre los que había protegido, o con recursos de varias especies para ablandar a sus jueces.
+El joven Pedro opinó por la resistencia hasta el último trance.
+—Que no nos reprenda la patria —dijo él— un abandono cobarde; sacrifiquemos todos nuestras vidas en el altar de la libertad, para que no se nos crea capaces de amar alguna cosa más que la dignidad de hombres libres. Tal vez un esfuerzo heroico de nuestra parte acobardará a los invasores y dará aliento a los patriotas. El ilustre Serviez debe tener consigo los restos de las tropas vencidas en Cachirí. Reunámonos con él llevando con nosotros a cuantos patriotas podamos animar, y buscando una posición ventajosa, probemos la suerte de las armas que acaso dará a nuestros soldados la gloria que cupo en otros tiempos a los griegos en las Termópilas. ¿Será el ejército de Morillo más numeroso y aguerrido que lo que era el de los antiguos persas? ¿Seremos nosotros menos patriotas, menos valientes que aquellos inmortales griegos? Por otra parte, yo creo que si sucumbimos, es para nosotros más glorioso morir defendiendo nuestra libertad y nuestro suelo que morir sobre un cadalso como criminales, o vegetar llenos de angustias y temores, en un escondite que a cada instante puede ser descubierto. Generosidad no debemos esperar de los crueles hijos de la Iberia, y así creo que la confianza es un delirio. Combatamos, pues, por la patria, y las nuevas generaciones que a su turno traten de sacudir el yugo, tendrán en nosotros un heroico modelo que seguir, levantarán un monumento a nuestra memoria y cubrirán nuestros sepulcros con coronas de laurel entonando himnos a la gloria y a la libertad.
+—¡Hijo querido! —exclamó Acevedo—, ¡cuánto me complace tu patriótico entusiasmo! Mas tu valor y tu juventud te extravían. El esfuerzo que unos pocos patriotas pudiéramos hacer, no alcanzaría a detener sino por unos cortos instantes la marcha victoriosa de esos expedicionarios alentados por sus triunfos y excitados por la esperanza de repartirse nuestros despojos. Nosotros no tenemos armas; los soldados de Serviez están ya desmoralizados con la derrota que han sufrido y un terror pánico se ha apoderado de ellos; nuestro Congreso ha enviado a solicitar humillantes capitulaciones y ya su voz, que acaso habrá sido oída y respetada por los pueblos, no inspira confianza. Nosotros no estamos en la Grecia, donde el espíritu público era uniforme, donde todos se unían para arrojar al extranjero, donde la libertad de la patria era la vida, el alma, la felicidad de todos sus moradores. En los primeros meses de la revolución nosotros habríamos hecho prodigios y opuesto con nuestro valor y entusiasmo un muro inexpugnable a los soldados españoles; pero la ambición desacordada de unos pocos y nuestras desgraciadas discordias civiles han resfriado el amor nacional y hecho desear al bajo pueblo la paz y el reposo de la servidumbre. Abrigamos en nuestro seno centenares de españoles que perdonó nuestra generosidad, e innumerables realistas que nos traicionan ya y tienden a una mano protectora a los peninsulares. Una empresa de armas es imposible por ahora; mas no es esto decir que desistamos del proyecto de ser libres. Yo he pensado que podemos reunirnos y emigrar llevando con nosotros el dinero, armas y hombres que podamos juntar. Atravesemos las selvas inmensas del Caquetá, procurémonos guías para el interior del país entre los indígenas de aquellas tribus salvajes y busquemos un asilo en el Brasil. Seguros allí, esperaremos los resultados de los sucesos que se acercan. Yo no dudo que los pacificadores se harán odiosos a los pueblos así que estos vuelvan a gemir bajo el yugo, que será pronto. Infaliblemente les parecerá ahora más insoportable y pesado, porque una soldadesca insolente, sanguinaria y codiciosa será la que viene a ejercer el poder. Entonces la necesidad de ser libres despertará a los indolentes y animará a los cobardes. Entonces las enfermedades habrán diezmado ya a los soldados europeos y será tiempo de que nosotros con mayor experiencia y concierto volvamos a la lid. Entretanto, no habremos estado ociosos; compraremos armas, escribiremos proclamas, solicitaremos auxilios y tal vez lograremos la protección del Gobierno del Brasil. De esta manera no expondremos inútilmente las vidas de nuestros conciudadanos en una empresa heroica pero temeraria. Por lo que hace a mí, declaro que no contando con la clemencia española y no hallándome con deseo de entregarme a su tremenda cuchilla, estoy resuelto a emigrar. Tú, mi amado Pedro, como joven, quedarás al lado de tu madre y hermanos, tanto para servirles de amparo y consuelo y para procurarme noticias de cuanto ocurra, como para vengarme si sucumbo en mi marcha o si soy al fin sacrificado por algunos de los servidores del rey.
+—Papá —dijo tímidamente Pedro—, yo debo irme también porque estoy comprometido; he peleado contra ellos y me matarán.
+—No, hijo querido —replicó Acevedo—, no temas. Los servicios militares de un subalterno apenas son conocidos, y además tu edad y tu semblante hacen posible persuadir a los invasores de que no has podido tomar las armas todavía.
+El semblante de Pedro se cubrió de un vivo encarnado. Pasó su mano con despecho por su rostro imberbe y fresco, y dijo a su padre con mal disimulada impaciencia:
+—Sí, papá, usted tiene razón. Soy todavía muy joven y no debí combatir antes de haber alcanzado a la edad en que ordinariamente se va a la guerra. No obstante, usted piensa que pueda ser ya el apoyo de mi familia, aunque para esto se necesita también, según creo, ser hombre como el que va a campaña.
+—Sí —replicó el padre—, fingiendo no advertir el enojo de Pedro; pero, puesto que supiste desempeñar tus deberes hacia la patria, espero que sabrás llenar los que tienes hacia tu madre y hermanos. Tu inteligencia y juicio me hacen esperar que llenarás dignamente mis encargos. Por lo que hace a tus peligros, no los creo graves. Repito que tu juventud te favorece, y te queda el recurso de ocultarte al principio.
+Pedro miró a su padre con una mezcla de fiereza y dolor, y dijo a media voz:
+—En verdad que no tengo miedo, Dios lo sabe.
+—Mira —continuó Acevedo—, si dentro de seis meses no has tenido noticia de mi paradero…
+—No prosiga usted —exclamó Pedro, prorrumpiendo en llanto y abrazando a su padre—. No, señor, no me quedaré. Creo a usted bastante justo para no atribuir a temor o a un deseo egoísta de conservar mi vida, el empeño que tengo en partir. Mas usted no se irá solo. Si la providencia me ha preservado de las balas y sables enemigos, ha sido para conservar a usted un compañero en su triste destino. ¿Piensa usted, papá, que yo no sé lo que es una emigración? ¿Supone usted que yo no comprendo los riesgos que se corren al atravesar esos bosques inmensos de nuestras cordilleras, en donde la fiebre, los tigres, las serpientes y otros mil enemigos amenazan a cada momento la vida del hombre? ¿Y quién no sabe cuánto se arriesga fiándose de esos salvajes a quienes la perfidia europea ha hecho crueles, desconfiados y vengativos? ¿Y espera usted persuadirme de que debo dejarle arrostrar solo tantos peligros? No, mi buen papá: yo seré el apoyo de sus pasos por en medio de esas selvas intransitables, yo lo cargaré sobre mis espaldas cuando usted esté cansado: mi mano preparará sus alimentos y haré la guerra a los animales feroces que puedan presentarse a nuestro paso, y cuando usted esté triste yo lo consolaré hablándole de los objetos que amamos, haciéndole vaticinios sobre la futura gloria de nuestra patria y recordándole las acciones heroicas que la historia nos refiere.
+—Mi querido hijo —dijo Acevedo estrechando a Pedro contra su corazón—, tu resolución es digna de tu alma grande, amante y agradecida; pero yo prefiero que te quedes con tu pobre madre.
+—No, papá, usted no puede preferir eso; mamá no necesita de mí, puesto que queda en su casa, rodeada de amigos y parientes y en medio de todos los recursos. Si la persecución de los expedicionarios ha de ser tan terrible como se teme, yo no haré sino aumentar los embarazos y congojas de mi madre que temblará a cada instante por mi vida, al paso que a usted puedo servirle de mucho. Usted siempre ha vivido cercado de comodidades y no sabe lo penoso que es marchar a pie, dormir a campo raso, comer mal, o acaso no comer, y carecer de todo lo que hasta hoy ha disfrutado. Solamente yo puedo servirle a usted con un amor inmenso, una consagración infatigable y una fidelidad de que mi corazón quede satisfecho. Así, pues, usted no me rehusará la gracia de llevarme en su compañía.
+—Tu madre llora y calla —replicó Acevedo—: que sea ella quien decida entre nosotros.
+—¡Dura decisión! —exclamó la señora ahogando sus sollozos—; pero la voz de mi conciencia es más fuerte que la del amor maternal. Mi hijo querido, tal vez voy a decirte el último adiós, pero tu deber y el mío es no dejar ir solo a tu padre.
+Pedro dio a su madre las más rendidas gracias por su fallo, pero Acevedo insistía en su negativa apoyado por sus amigos que ofrecían acompañarlo.
+—Y bien, dijo Pedro, yo regresaré si pasado el primer mes juzga usted que debo volver.
+A esto añadió mil caricias, súplicas y razones. Su cariño filial triunfó de todos los obstáculos, y quedó resuelto que partirían con sus amigos dentro de tres días; es decir, el 2 de mayo de 1816.
+No es fácil describir la triste escena que pasaba en casa de Acevedo la mañana de aquel funesto día. La madre que había pasado casi toda la noche conferenciando con su esposo y su hijo, tenía los ojos hinchados y enrojecidos por lo mucho que había llorado, pero se ocupaba con calma aparente en dar sus últimas órdenes a los criados que habían de acompañar a los emigrados, y en hacer servir el almuerzo a los viajeros. Pedro, lloroso también, se acercaba cada instante a su madre, quien le hacía una caricia, y luego corría a abrazar alternativamente a cada uno de sus hermanos, deteniéndose al lado de los mayores para recomendarles que cuidasen de su mamá mientras él y su padre regresaban de un largo viaje. Acevedo sentado en una silla frente a la mesa en que siempre escribía, con el rostro oculto entre sus dos manos, parecía entregado a la más profunda y triste meditación: hondos suspiros salían de su pecho, pero no levantaba la cabeza aunque su esposa y su hijo entrasen frecuentemente, con motivo de los aprestos de marcha. A las seis de la mañana uno de los chicos se dirigió al cuarto llamando a su papá. Este se estremeció y volviéndose a su esposa con voz turbada y miradas suplicantes, le dijo:
+—No me los dejes entrar aquí: si los veo no podré partir. Que los encierren en una pieza distante donde yo no los oiga.
+La orden fue al punto ejecutada y pocos instantes después la señora avisó que estaba pronto el desayuno. Acevedo no se movía, pero ella lo tomó del brazo y lo condujo hasta el comedor. Él se sentó maquinalmente, tomó una cuchara en su mano y al propio tiempo echó una mirada alrededor de sí.
+—Mi mesa está solitaria —exclamó dolorosamente—. ¿Dónde están mis hijos? ¿Por qué no vienen?
+—Ahora no pueden —respondió la madre con firmeza.
+—¿Y he de almorzar solo? ¡Imposible!
+—Es preciso, papá —respondió Pedro, cuya voz estaba casi cortada por el llanto—. Nos vamos dentro de una hora.
+—¡Yo! —replicó Acevedo—. ¿Me voy sin mis hijos? No puede ser…siempre he estado con ellos. ¿Por qué me los quitan hoy?
+—Acevedo —le dijo la señora con tono solemne y decidido—, tú mismo lo has dispuesto así porque si los vieras no tendrías ánimo para partir, y si te quedas, ellos serán huérfanos dentro de pocos días.
+—Tienes razón… —marchó al momento sin verlos ni acariciarlos—. ¡Ah!, que Dios los bendiga, ¡y a ti también mi amada y excelente compañera!
+Al decir esto las lágrimas brotaron como dos arroyos de los ojos del triste padre, y su esposa y su hijo se alegraron de verlo llorar, pues ya les causaba inquietud su silencio, su indiferencia y sus miradas extraviadas. Pasados algunos momentos, ya fue posible hacerle tomar algún alimento, y casi al punto el criado de confianza, que debía acompañarlos, entró a avisar que estaban prontos los caballos y que a la puerta los esperaban ya varios amigos. Acevedo echó los brazos al cuello de su esposa y le dijo con ternura el más triste y doloroso adiós.
+—Te recomiendo mis hijos —añadió—; cuida de sus corazones como de plantas tiernas y delicadas que sólo tú podrás cultivar en mi ausencia. Que sean honrados y patriotas… que… pero yo volveré a educarlos. Adiós, amada mía. Mis pobres hijos van a preguntarte por mí, ¿que les responderás? ¿Para qué época podrás anunciarles mi vuelta?
+Después guardó un rato de silencio y arrancándose con esfuerzo de los brazos de su esposa, exclamó:
+—¡Oh, patria!, ¡oh, libertad!, ¡cuánto vais a costar a los fieles servidores que levantaron vuestras banderas en esta tierra de esclavos!
+Entonces tocó a Pedro el turno de sus amargos adioses. Tierna y lastimosa fue esta escena. El hijo no se cansaba de encargar a su madre que se cuidara y conservara hasta su regreso su preciosa existencia. Enjugaba las lágrimas que ella vertía por él, le rogaba encarecidamente que se consolase y le prometía con voz cortada que pronto estaría de vuelta; ella repetía mil veces a su amado hijo que no se expusiera sin necesidad a los peligros, y que velara por la conservación y salud de su padre como ángel encargado por Dios para protegerlo y cuidarlo.
+POR FIN MARCHARON. EL movimiento, la variedad de objetos, la compañía de los amigos y las alarmantes noticias que recogían en el camino sobre la proximidad de los pacificadores, sacaron a Acevedo, no de su tristeza, porque esto no era posible, sino de aquel sombrío dolor que hacía temer el trastorno de su razón. Cuando llegaron a Neiva ya los habían abandonado algunos de sus amigos, desalentados con la idea del largo y peligroso viaje que iban a emprender, o lisonjeados con la vaga esperanza de obtener clemencia de los vencedores. En aquella ciudad resolvieron todos volverse o tomar otras direcciones, y Acevedo, viéndose solo con su hijo, determinó dejar allí a guardar en casa de un amigo, que no le fue fiel, varias alhajas, dinero, plata labrada, ropa y otras cosas, conviniendo en que en caso de necesidad enviaría por todo, o que si no mandaba ni volvía, el amigo lo mandaría todo a su familia residente en Santafé. Aunque sintió la poca constancia de sus compañeros de viaje con cuya separación se aniquilaba casi todo su plan, y a pesar del temor que tuvo por las vidas de los que incautamente se volvían a ofrecer sus cuellos a la cuchilla expedicionaria, halló, sin embargo, en su separación la ventaja de poder andar con más celeridad, y esto no era poco porque sus pesares y profundas cavilaciones hacían sobre su alma una impresión que sólo el movimiento y la agitación física podían debilitar. Al llegar a Timaná confió a un hombre virtuoso, en cuya casa se alojó, otro poco de dinero, y allí tuvo noticia de que el negro venezolano que lo acompañaba proyectaba robarlo y denunciarlo. En el último lugar de la provincia, antes de internarse en las montañas, llamó al negro, le dio una gruesa cantidad, le dijo que allí lo esperaría o que regresaría a esperarlo en Neiva bajo de un nombre supuesto, y lo despachó con una carta para su esposa. El negro aprovechó con gusto esta ocasión para separarse del amo, pues era cobarde y temía el viaje por las selvas, y se vio con placer dueño de una suma que ciertamente no había merecido, pero que le ahorraba el remordimiento de cometer un crimen. Desde luego hizo resolución de no volver ni entregar la carta. Pero en esto nada había perdido, pues Acevedo, que estaba impuesto de que el negro no sabía leer, fingió escribir con él, sólo por separarlo de su persona sin ofenderlo, puesto que lo encargaba de una misión de confianza.
+Tenemos ya solos a nuestros dos viajeros. En aquel pobre lugar concertaron su plan de partida. Cada uno hizo un lío con una muda de ropa, pocas provisiones, algunos objetos curiosos para encariñar a los indios, algunas armas y bastante oro. Tomaron de los naturales todas las noticias que fue posible adquirir, y confiando en la divina misericordia se internaron en las inmensas soledades, en los bosques gigantescos de los Andaquíes.
+El cansancio, el hambre, los bichos de varias clases que abundan en aquellas montañas, y las penas de espíritu, tenían muy abatidos a nuestros viajeros. No obstante, Pedro parecía infatigable; tomaba la maleta de su padre, le prestaba su brazo para ayudarle a trepar por aquellos caminos escabrosos y no dejaba de hacerle notar las bellezas de aquella naturaleza virgen y de hablarle de cuantos objetos podían distraerlo. Después de tres días de marchas penosas llegaron al punto que les habían designado como el más inmediato al que solían frecuentar los indios. En efecto, a poco rato descubrieron una rústica choza y un poco más lejos dos hermosos árboles, de los cuales pendía una hamaca de cuerda en la cual estaba tendido un indio. Dieron un silbo según se lo habían aconsejado, y al punto se puso en pie el indio, preparó una flecha y tendió sus penetrantes miradas por los bosques del contorno. Bien pronto divisó a los emigrados que con una rama verde en la mano le hacían señas de que se acercase. El indio se encaminó a ellos con paso lento, lo cual permitió que pudiesen observarlo atentamente. Era hombre bien formado, tenía ojos pequeños y negros, hermosa cabellera de color de azabache, talle delgado y flexible, frente espaciosa, y el ademán grave y pensativo que distingue a casi todos los habitantes indígenas de la Nueva Granada y otras comarcas de la América Meridional, cuando no han degenerado de la antigua raza con la mezcla de la sangre europea o africana. Ceñía la cintura del indio un ancho delantal de plumas y su cabeza estaba adornada con una hermosa gorra de la misma materia. Pero estas plumas de varios colores estaban con mucho arte y simetría y presentaban a la vista un todo sumamente bello y agradable. Sartas de cuentas azules y amarillas lucían en sus brazos, muñecas y pies. Un ancho tahalí de corteza de árbol sustentaba su carcax. En su mano izquierda llevaba una flecha con punta de hierro, y en la derecha el arco y un ramo que cogió para acercarse a los extranjeros. Estos se inclinaron respetuosamente delante del indio e iban a informarlo por señas del objeto de su venida; pero él los interrumpió diciendo: «Yo sé hablar el español y el portugués y soy el intérprete entre mis hermanos y los hombres de carne blanca. Decid, ¿qué buscáis en nuestras montañas? ¿No es bastante espaciosa la tierra que habitáis para conteneros?».
+Acevedo le dijo que eran comerciantes, que traían cosas útiles y hermosas para vender a los indios, y que su intento era pasar al territorio del Brasil donde esperaban hallar nuevos objetos para continuar su comercio.
+El indio movió lentamente la cabeza, y dijo: «Nada puedes traerme más bello que mis plumas, ni más útil que mi arco, mi hamaca y mis redes. El paso hasta el Brasil es largo y peligroso: puedes volverte a tu tierra».
+Embarazado Acevedo con esta respuesta y no pudiendo contener la impetuosidad de su genio, dijo:
+—Mira, yo soy más desgraciado que comerciante: necesito pasar al Brasil y si me conduces allí te doy cuanto poseo sin pedirte nada en cambio.
+—¿Vas huyendo? —preguntó el indio.
+—Sí.
+—Entonces eres cobarde o criminal.
+—Ni uno ni otro —exclamó Pedro con energía—. Mi padre es incapaz de cometer un crimen, y en cuanto al valor, tú puedes ponerlo a prueba y entonces verás hasta dónde puede llegar.
+El indio se encogió de hombros con desdén, y Pedro continuó:
+—Tú sabes que en el mundo hay hombres buenos y hombres malos, y cuando el Ser Supremo permite que estos sean en mayor número, los buenos se esconden en las montañas esperando la hora que Dios les señale para castigar a los malos.
+Bien sea que la voz dulce, la interesante fisonomía y la vivacidad de Pedro hubiesen tocado al indio en su favor, o bien que creyese en sus palabras, le contestó:
+—Joven, has dicho la verdad. No obstante, no podréis internaros en los ocultos senderos de estos bosques hasta que yo regrese de un viaje de tres o cuatro semanas que debo emprender hoy mismo. Soy jefe de una tribu numerosa. Mi nombre es Tonavirí, y a mi voz muchos guerreros asestan sus flechas y tiemblan nuestros enemigos. Esta choza que ves es mía, y hoy no habitan en ella sino mi hermana, su esposo y su recién nacido. Os tomo bajo la protección del Espíritu que vela sobre mi familia. Aquí podréis esperar mi regreso.
+Sabían Acevedo y Pedro, que no era fácil hacer mudar de dictamen a un salvaje, y así, aunque la demora contrariaba sus planes, resolvieron aceptar la hospitalidad del jefe esperando que durante su ausencia podrían adquirir algunos conocimientos sobre el carácter, costumbres y lenguaje de aquellos naturales. Siguieron, pues, en silencio a su conductor que los introdujo en la choza. Dos hermosas hamacas de cuerda, varias esteras de corteza y paja y dos bancos de raíz de palma, eran los únicos muebles de la cabaña. Por las paredes y en los rincones estaban distribuidos algunos cuchillos de monte, dos hachas y las redes, anzuelos, flechas y arpones de que se servían para la caza y pesca. Veíase también atravesada sobre las vigas de la choza una hermosa escopeta que manifestaba bien que para aquellos salvajes no era desconocido el tráfico con los europeos. La hermana de Tonavirí que era una joven hermosa y fresca, estaba sentada sobre una estera cerca de la puerta dando el pecho a su hijo, y con un manojo de hojas de palma ahuyentaba los innumerables mosquitos que venían a picar la piel delicada del niño. Su esposo, recostado en una de las hamacas, hacía con sus manos cierto ruido acompasado e igual como para acompañar el suave vaivén de su movible cama. Ni él ni la india manifestaron extrañar la presencia de los extranjeros, pero correspondieron a sus salutaciones, el indio cruzando sus dos manos sobre el pecho, y la joven inclinando su cabeza. El jefe les habló breve rato en su idioma y después se ocupó en reunir sus armas para la marcha. Ciñó a su cintura con una correa de cuero de tigre un cuchillo de monte, puso mayor número de flechas en su carcaj, colgó de su hombro izquierdo un zurrón con algunos cartuchos y bajó su escopeta, sobre la cual frotó un rato con un puñado de cortezas majadas que presentaban la apariencia y tenían la blandura de la esponja. Después encendió un gran cigarro y se puso a esperar en su hamaca la comida del día. A poco rato la india que había salido, presentó a sus huéspedes, a su hermano y esposo un trozo de carne asada y dos grandes pescados cocidos con algunas yucas y plátanos. Una vasija llena de casiri que los viajeros no pudieron tomar por parecerles muy fuerte, completó aquella rústica comida, que para ellos fue deliciosa porque habían pasado tres días sin comer nada caliente y porque la sazonaba una hambre devoradora. Al terminar les dijo el jefe:
+—Mi hermano se llama Ultaro y mi hermana Ayacuná; podéis contar con ellos, puesto que habéis comido bajo el mismo techo. Antes de que pase la nueva luna estaré de regreso.
+Diciendo esto se despidió de los huéspedes y de su familia y se alejó lentamente internándose en lo más espeso de aquellas montañas. Acevedo y su hijo que conocían su penosa posición, trataron de hacerse agradables a los indios a fuerza de cariño, atenciones y servicios. Pedro salía todas las mañanas a cazar y siempre traía algunos animales, ya aves, ya cuadrúpedos, que eran presentados por él a los dos indios y servidos en sus comidas: ayudaba a la madre a dormir al niño, aseaba los utensilios de la cocina, arreglaba las armas de Ultaro y lo acompañaba en sus correrías, y los divertía haciendo algunos experimentos sencillos de física, o cantándoles por la noche las canciones de su país. Acevedo procuraba inspirarles ideas religiosas, y valiéndose de toda la viveza de su imaginación les hacía por señas explicaciones y discursos que ellos casi no entendían, pero a los cuales prestaban la más dócil atención. Los salvajes estaban contentos y Ayacuná especialmente se distinguía por el afecto y benevolencia con que trataba a los extranjeros. Solamente notaron que manifestaba suma repugnancia de que ellos se sentasen en la hamaca, y muchas veces cuando al volver de sus quehaceres los hallaba en este lugar, les hacía un gesto imperativo mezclado de horror o impaciencia para indicarles que se levantasen luego. Pero, por lo demás, es cierto que los desgraciados fugitivos hallaron en medio de aquellas selvas inmensas y al lado de dos salvajes, consuelos, ocupaciones y aun placeres.
+El más activo y ocupado era Pedro. Temiendo que su amado padre tuviese mucho que sufrir, le preparaba algunos alimentos, lavaba con frecuencia su camisa que se ponía amarilla con el sudor, y pasaba largas horas sentado junto a la hamaca espantando los mosquitos, a fin de que su buen padre pudiese disfrutar un largo y pacífico sueño. Este, sin embargo, estaba muy melancólico. Un día se hallaban todos cuatro detrás de un gran tronco derrivado, observando los juegos que a bastante distancia de su habitación tenían tres pequeños tigres sobre las playas del río Caquetá. Ultaro se preparaba a salir por un sendero en que era práctico, a fin de matarlos, a tiempo que dos hermosos tigres salieron de la selva como para contemplar los juegos de sus compañeros. Parecían complacidos con este espectáculo cuando el dardo del indio atravesó el costado del tigre, quien dando un espantoso rugido cayó revolcándose en su sangre. Toda la manada huyó llena de espanto y Ultaro miró con satisfacción a sus compañeros. Pero Acevedo se había precipitado hacia él para detener su brazo, gritando:
+—¡Desgraciado, desgraciado!, ¡no prives a los hijos de su padre, ni a este de contemplar sus graciosos juegos! ¡Esto es cruel, yo lo sé, lo siento en mi corazón!
+Esta exclamación y este movimiento fueron rápidos como un relámpago, y así es que cuando el cazador se volvió triunfante hacia sus amigos, quedó admirado de la acción, el gesto y los gritos de Acevedo, cuyas palabras e intención no comprendía. Pedro sí penetró el sentido de aquellas frases y su alma se empapó en la amargura que encerraban. Otra vez sentados padre e hijo a la sombra de un majestuoso algarrobo, se complacían oyendo los cantos de Ayacuná que procuraba dormir a su hijo. Aquellos acentos monótonos y quejosos como el arrullo de la tórtola solitaria, penetraron el corazón de Acevedo.
+—Hijo mío —dijo mirando tristemente a Pedro—, cuando yo era feliz oía los dulces cantos con que tu madre te dormía a ti y a tus hermanos. Yo he contemplado a todos mis hijos dormidos sobre el regazo materno y… ¡ya jamás veré ese espectáculo encantador!
+—¿Por qué no? —replicó Pedro enternecido—. Lo que está pasando en Santafé no debe durar siempre, y nosotros volveremos al lado de mamá.
+—¿Lo crees tú?
+—Sí, papá querido, esto me parece indudable.
+—¡Ah! —dijo Acevedo—, ¡yo también espero que tú volverás allá!…
+Al decir esto ocultó su rostro entre sus manos. Las arrugas que se formaban sobre su bella y blanca frente, y la contracción y movimiento de sus cejas, hicieron conocer a Pedro que su padre lloraba, pero no se atrevió a interrumpir su dolor considerando que el llanto era preferible a esas meditaciones sombrías que como una mano de hierro comprimían aquel corazón sensible y que secaban su cerebro como los vientos abrasadores del desierto. Contempló con respeto aquel pesar profundo causado por los recuerdos que se retrataban en su propio corazón, y conmovido se dirigió a la cabaña en busca de la escopeta para distraer a su padre convidándolo a hacer una correría por el monte. Desde aquel día no lo dejaba un momento y agotaba su ingenio imaginando arbitrios para divertir la melancolía del que tanto amaba.
+Así se pasaron más de tres semanas hasta que, según lo había ofrecido, regresó Tonavirí. Manifestóse complacido por la buena armonía que reinaba entre sus hermanos y sus húespedes, y les regaló con profusión los frutos de la abundante caza que había hecho al atravesar los bosques. Al anochecer entabló conversación particular con Acevedo y su hijo. Díjoles que era imposible que se internasen en las montañas, ni mucho menos que pensasen en atravesar hasta el Brasil; que el consejo de su tribu acababa de prohibir toda comunicación con los hombres de carne blanca, porque se sabía que pocos meses antes habían desembarcado en ciertos puntos de las costas, poderosos ejércitos del otro lado de los mares, y que los indios temían que el intento de estos soldados fuese posesionarse de los últimos refugios que en medio de los bosques les habían dejado los primeros conquistadores. «Así, pues», añadió el jefe, «debéis volver a vuestro país, porque aquí no podréis subsistir solos, rodeados de fieras, cuando mi familia y yo nos retiremos, lo que será bien pronto, y pensar en seguir con nosotros es imposible». En vano trató Acevedo de hacerle comprender que aquellos mismos soldados europeos que alarmaban a sus hermanos, eran los perseguidores de quienes él iba huyendo.
+—No lo creerían mis hermanos —respondió Tonavirí—; las frecuentes astucias de que han usado los hombres de carne blanca para destruirnos o esclavizarnos han hecho a nuestra Nación muy desconfiada. No puedes permanecer entre nosotros.
+Cuando acababa el Jefe de decir estas palabras entró en la choza Ayacuná a quien él habló algo. Al punto la joven hizo un ademán de espanto y volviéndose a los emigrados les instó por señas que partiesen inmediatamente. Acevedo preguntó al indio por qué estaba su hermana tan afanada en despedirlos, y respondío:
+—Es porque os estima y va a venir mi padre.
+—¿Y esto en qué se opone a nuestra permanencia aquí? ¿Por qué manifiesta Ayacuná un aire espantado y multiplica sus ruegos a fin de que nos vamos? Mírala, llora delante de mi hijo, instándole para que verifiquemos nuestra partida. Yo deseo que me expliques esto.
+—Voy a explicártelo —replicó el Jefe—. Hará un año que teníamos en esta misma choza a un portugués que vino a comprar pieles de tigre. Mientras se reunía el número convenido, él era nuestro huésped y mi hermana, recién casada entonces, le hacía compañía casi todo el día. Sucedió que los otros portugueses que comerciaban con nosotros en el Aduar de que ahora soy Jefe y que gobernaba entonces mi padre, cometieron una perfidia atroz. No solamente partieron en oculto sin pagar los efectos que les habíamos entregado, sino que llevaron cautivos dos muchachos de nuestra tribu que ya sabían algo de su idioma y que les habíamos dado guías e intérpretes. Esta traición irritó a mis hermanos. Todos juraron venganza y con mi padre a su cabeza, partieron en busca de los fugitivos. Fue imposible alcanzarlos, y nuestros guerreros regresaron burlados en sus esperanzas, pero protestando venganza inexorable. Mi padre se encaminó a esta choza, y llegó en una hora en que el portugués estaba tomando fresco en su hamaca. Mi padre traía en su mano una hacha terrible cuyo filo era semejante al de esas navajas con que vosotros quitáis de vuestro rostro esa barba espesa que sólo os sirve para ocultar la vergüenza que debe causarnos el faltar a vuestra palabra y cometer malas acciones. Mi padre se presentó en la puerta en la puerta en pie el momento en que el portugués se inclinaba para dar impulso a su hamaca, y descargó tan furioso golpe sobre el cuello de aquel desdichado que la cabeza rodó sobre el piso como el coco derribado del palmero. Mas el cuerpo, lleno de vida por un esfuerzo de vigor increíble, se levantó de la hamaca, dio dos pasos, extendió los brazos hacia adelante y encontró con Ayacuná que se había levantado horrorizada. Aquellos brazos se enlazaron estrechamente a su cuerpo y la sangre que salía como un torrente de aquel tronco mutilado bañaba a mi hermana, cegaba sus ojos y llenaba su boca, que ella había abierto para pedir socorro. Costó trabajo a mi padre desprender los brazos nervudos y contraídos del cadáver, de la cintura de Ayacuná; pero al fin lo consiguió y esta sufrió tanto con aquella terrible impresión, que desde entonces no puede ver sin espanto a un hombre de carne blanca meciéndose en una hamaca. Partid, pues, amigos; mi hermana tiene razón, el hacha de mi padre no ha perdido su filo, su brazo es vigoroso, y está fresca en su pensamiento la memoria de las traiciones y crueldades cometidas por los europeos sobre nuestros inocentes hermanos. Muchachos, no sea qur mi padre haya hecho un voto sangriento para vengar a las madres cuyos hijos nos fueron robados por los portugueses.
+Es imponderable la dolorosa impresión que hizo en el ánimo de Acevedo el discurso de Tonavirí. Un abatimiento mortal le hubiera impedido tomar una resolución cualquiera si el amable Pedro no le hubiera dicho:
+—Y bien, papá mío, abandonemos este peligroso asilo y volvamos de noche al último pueblo que pasamos para venir aquí; con el cura del Ignar, que será probablemente caritativo y bueno, indaguemos el giro que han tomado las cosas públicas con motivo de la entrada de los pacificadores en la capital. De las noticias que logremos dependían nuestras ulteriores resoluciones. Tal vez encontremos ya un término a nuestros sufrimientos. Tal vez el monarca español habrá adoptado un sistema de clemencia que es el únicoque puede asegurarle por algunos años el dominio de estas comarcas, y entonces, no teniendo nosotros que temer, se hace innecesario que arriesguemos nuestras vidas entre salvajes ofendidos y sedientos de venganza.
+Acevedo sacudió tristemente la cabeza y dijo:
+—Iremos donde tú quieras, mi amado hijo; pero no te lisonjees esperando algo de los expedicionarios. Aun cuando el rey sea generoso y les haya dicho expresamente «Perdonad», los jefes de la expedición no lo harán. La codicia, la venganza, el placer de ser déspotas, el orgullo del triunfo, la cruel complacencia de humillar y de verse implorados y mil otras causas los harán inexorables. Tú no sabes lo que son los miserables subalternos, los hombres sin virtudes, los aventureros de todas clases, cuando se ven revestidos del poder y con grandes facultades. La peor suerte que puede caberle a un pueblo, es verse entregado al despotismo militar de un puñado de soldados inmorales y codiciosos. Ya lo verás, mi amado Pedro, nuestra nación no será libre hasta que la más ilustre sangre americana haya corrido por torrentes sobre el suelo de la patria.
+Pedro trató durante todo el día de distraer a su padre y de hacerle concebir algunas esperanzas, y al amanecer del día siguiente se pusieron en marcha después de haberse despedido con tierna gratitud del jefe y su familia. Mas estos quisieron acompañarlos una media legua y después regresaron a su habitación, dejando solos en medio del bosque a los emigrados.
+AL TERCER DÍA, YA MUY ENTRADA la noche, tocaban con precaución a la puerta del cura del lugar a donde se habían dirigido. Recibiólos con cariñosa y cristiana hospitalidad, les dio cena y cama, y procuró que pasasen tranquilos aquella noche. Al amanecer del día siguiente entró en su aposento con el objeto de darles las recientes noticias que había recibido de Neiva. Los pacificadores habían levantado cadalsos por todas partes; la muerte, las confiscaciones, el destierro de las familias tenían al país sumido en el más profundo terror. Acevedo era buscado del mismo modo que los demás patriotas que habían logrado sustraerse de las pesquisas de los verdugos.
+Dentro de tres o cuatro días se esperaba en aquel mismo pueblo una partida de soldados que venía en busca de los que —según las noticias dadas por los delatores— debían haberse internado en las montañas solicitando una vía para trasladarse al Brasil. Se arrancaban revelaciones a los patriotas tímidos y ya no había seguridades. El cura, Acevedo y Pedro entraron en una larga conferencia sobre lo que convendría hacer, y por último se fijaron en el siguiente plan. El cura conocía un hombre de confianza y práctico en todos los bosques del contorno, que podía conducirlos a un punto de las montañas que no era transitado ni por los salvajes, ni por los habitantes del pueblo, y allí podrían ocultarse durante tres o cuatro meses. El conductor fijaría un sitio a donde le fuese fácil trasladarse, cada tres o cuatro días, para dejarles los víveres necesarios para su sustento, que serían provistos por el cura con el dinero que los emigrados dejaron para este efecto, y uno de ellos vendría en los plazos convenidos a tomar sus provisiones para conducirlas al lugar, un poco más retirado, donde fijarían su mansión. El cura se comprometía a transmitirles todas las noticias que pudiera adquirir sobre el estado de los negocios públicos, y a proporcionarles los medios de internarse más en los bosques en caso de alguna alarma imprevista; pero era necesario partir en aquella misma noche y que nadie en el pueblo sospechase que habían venido forasteros al lugar, pues esto podría dar ocasión a alguna imprudencia que los comprometiese con la tropa que iba a llegar. Acevedo y su hijo aprovecharon el día para cumplir con todas las obligaciones de católicos y para fortalecer sus almas con el pan de vida. Escribieron allí para su amada familia y confiaron al cura esta carta, que fue fielmente remitida, y llegó a manos de la triste madre. Consolados por la religión, la caridad y la esperanza, se volvieron aquella noche a las montañas despidiéndose con afecto del buen párroco que les ofreció cordialmente sus servicios y oraciones.
+Era largo el tránsito, y como iban cargados y no querían caminar de día para no ser observados si por casualidad había algún cazador en aquellas selvas, tardaron dos días en llegar al punto deseado. Una gran cueva oculta entre la maleza, fue el sitio que eligió el conductor para depositar en él las provisiones, y allí se despidió de sus dos compañeros deseándoles resignación y pronto regreso. Un cuarto de legua más adentro, en medio de una espesa y corpulenta arboleda, determinaron fijar su mansión. Había en aquel paraje un ángulo de roca saliente que presentaba la forma de una pared a cuyo respaldo podían construir una choza de ramas, de regular tamaño. En ocho días quedó concluida, amueblada con una hamaca y entapizada con un cuero de res que les envió el cura. A distancia de dos o tres cuadras, pero teniendo que bajar un trecho bastante pendiente, corría un abundante y cristalino arroyo. El fiel guía les había llevado una olla, una vasija para cargar agua y dos escudillas con sus correspondientes cucharas, y era muy puntual en llevarles, en los días convenidos, arroz, plátanos, sal, carne, panela, tabaco y alguna otra cosa que el párroco proporcionaba. Pero el consuelo de recibir algunas provisiones era casi siempre acibarado con las funestas noticias que les participaba el cura, y que les hacía ver muy distante el término de su penoso destierro. Ya casi todos los compañeros y amigos de Acevedo habían perecido en el cadalso, y otros atravesaban el Atlántico para ir a dar en España cuenta de su conducta; y como resonaba aún en algunos puntos distantes el grito de libertad, los expedicionarios, lejos de aplacar su furor, eran cada día más severos y vigilantes. Estas nuevas llenaban de amargura a los tristes emigrados; pero el instinto de la conservación y una débil esperanza siempre burlada y siempre aplazada para la semana siguiente, sostenían su valor y sus fuerzas. Pedro se levantaba al amanecer a preparar el almuerzo, teniendo cuidado de encender muy poca leña, según el concepto del cura, a fin de que el humo no diese indicios de su retiro. Cuando Acevedo se levantaba de su hamaca, tomaban juntos su desayuno, y después trabajaban con ardor en limpiar e igualar una senda estrecha de cincuenta o sesenta pasos para que sirviese de paseo a Acevedo, que era muy afecto a esta distracción. Cuando estuvo concluido el camino se paseaba dos o tres horas seguidas sin cansarse. Después daban una vuelta por el monte, armados para cazar y para defenderse en caso de ser atacados por alguna fiera, y armaban trampas y lazos para coger algunos animales silvestres con los que aumentaban sus provisiones. Pedro hacía la comida, que tomaban al anochecer, para encerrarse luego en su choza, cuya entrada tapaban con gruesos maderos. El rezo y la conversación llenaban sus veladas, y luego se acostaban, el uno en su hamaca, el otro en el cuero, a esperar otro día igualmente triste, en que el sol que regocija al mundo alumbraría en aquel desierto su soledad, su miseria, sus privaciones y su profunda e inconsolable aflicción. Jamás se acostaba Pedro sin besar la mano de su padre deseándole buena noche; nunca se dormía Acevedo sin bendecir a su hijo y derramar una lágrima, encomendando a su Padre celestial la esposa y los hijos de quienes, a su pesar, se veía separado. Pedro era el que lavaba la ropa, quien ocurría a la cueva a buscar sus provisiones, quien traía el agua para su choza y preparaba los alimentos, ayudado a veces, en estos últimos quehaceres, por su buen padre.
+Esta vida en verdad era triste, y los días se pasaban entre la incertidumbre y el temor. Cinco meses habían corrido sin alteración alguna, cuando Pedro empezó a notar que la profunda melancolía de su padre tomaba un carácter alarmante. Ya casi no hablaba con su hijo, y pasaba horas enteras sentado sobre un tronco o una piedra, con la frente apoyada entre sus manos, y solamente por sus suspiros podía conocerse que aquel era un cuerpo animado y no la estatua de la melancolía. Pedro le rogaba con dulzura que no se entregase así a sus tristes reflexiones; pero Acevedo sonreía un instante con él, le decía dos o tres frases afectuosas, y volvía a caer en su melancólica distracción.
+Un pequeño incidente acabó de hacer comprender a Pedro que el pesar principiaba a turbar el cerebro de su padre. Un día se le rompió el calabazo en que cargaba el agua. Esto hizo que se dilatara más en volver, tuvo que llevar su única olla, y como el terreno estaba resbaladizo a causa de las lluvias, y era indispensable cuidar mucho aquella vasija tan necesaria, se tardó más de media hora en volver. Encontró a Acevedo con su machete a la cintura, la escopeta en la mano y próximo a salir de su habitación, cosa que no hacía jamás solo. Pedro le preguntó:
+—¿Adónde iba usted, papá?
+—A castigarlos o a morir.
+—¿A castigar a quiénes?
+—Me dijeron que tú no volvías porque ellos te habían llevado, y yo corría a arrancarte de sus manos o perecer. ¿Cómo te has escapado?
+Al decir esto, las miradas de Acevedo eran sombrías y un poco extraviadas. El triste hijo tembló al pensar en la desventura que le amenazaba; pero queriendo distraer a su padre le habló del accidente del calabazo, y le propuso que por medio de su mensajero de la cueva, encargasen otras vasijas al cura.
+Algunos días después, Acevedo dio en salir en las primeras horas de la mañana, y entraba tarde a almorzar. Pedro inquieto por estos misteriosos viajes, lo siguió y lo halló sentado sobre una piedra a la orilla del arroyo hablando, al parecer, con alguna persona. Pedro se acercó; pero luego que su padre lo vio le hizo seña de que esperase y guardase silencio. Al cabo de media hora Acevedo se levantó, tendió los brazos hacia la ribera opuesta y se separó de aquel sitio, enjugando algunas lágrimas que corrían de sus ojos. Al llegar a su hijo, le dijo:
+—Por poco no la haces desaparecer.
+—¿A quién, papá?
+—Escucha —continuó Acevedo, hablando muy pasito—. Es tu mamá que viene del otro lado del arroyo, detrás de la piedra grande que está al frente. Desde allí me habla; me refiere el estado en que está cada uno de tus hermanos; me cuenta las calamidades que llueven sobre nuestra patria, se informa de tu situación y de nuestro género de vida, me da consejos, consuelos y esperanzas; pero, me ha dicho que no puede hablar contigo y que a la menor interrupción que haya en nuestras conversaciones diarias, se irá y no volverá jamás. Le he rogado con lágrimas, que se deje ver, que me permita pasar donde está; pero me responde que Dios no consiente esto y que si intento oponerme a su voluntad desaparecerá para siempre. Así, todo mi consuelo es oírla, saber que está buena y preguntarle sin fin por cada uno de mis hijos. ¡Qué deliciosas son estas conversaciones! Conozco que sin ellas ya me habría desesperado o habría perdido la razón.
+Pedro prorrumpió en llanto al conocer por este discurso la completa demencia de su padre; pero este atribuyendo sus lágrimas al pesar que les causaba no ver ni oír a su madre estando tan cerca de ella, le prometió para consolarlo que le rogaría que lo admitiese a sus conversaciones y además le dio con complacencia circunstanciada noticia de cada uno de sus hermanos como si realmente estuviese instruido de cuanto les había pasado desde el día en que se separaron. El infeliz joven no pudo ya dudar de su desgracia; pero como su padre se mostraba más tranquilo y contento desde que alimentaba la idea de estas conferencias, resolvió no contrariar su manía, y antes bien dejarle toda libertad para salir, contentándose con ver de lejos los tristes paseos de su amado e infortunado padre. ¡Cuántas veces se oprimió su corazón y vertió amargo llanto al verlo alejarse precipitadamente y volver luego con semblante risueño como si hubiese recibido alguna alegre nueva! ¡Ah!, ¡cuánto hubiera preferido Pedro su triste silencio, sus ahogados suspiros, a esta sonrisa de placer debida al trastorno mental y a las ilusiones de su demente imaginación!
+Una mañana regresó Acevedo muy turbado y con cierto aire de terror que inquietó vivamente a Pedro. Ya principiaba a preguntarle la causa, cuando Acevedo lo tomó por el brazo y conduciéndolo al interior de la choza, le dijo:
+—¡Ya no es ella! La descubrieron y ha venido otra a tomar su lugar para conversar conmigo.
+—¿Quién ha venido, papá?
+—Óyeme, Pedro; ayer desconocí la voz, no me habló de mis hijos, pero me ofreció que hoy mismo treparía sobre la piedra para que yo la viese y que sería más larga su visita. Con esta dulce esperanza fui esta mañana más temprano; pero tardó mucho en venir. Cuando la oí llegar le recordé su promesa y al punto subió sobre la piedra. Estaba envuelta en una grande mantilla y yo no podía distinguirla. ¡Más valiera no haberla visto!
+—¿Pero quién era o qué tenía de extraño?
+—Espérate —contestó el padre haciendo un ademán misterioso y con el semblante asombrado—. Temo que me haya seguido aunque subí muy aprisa y por senda extraviada, pues tiene plegadas sobre sus espaldas dos grandes alas de murciélago que yo he visto.
+Al decir esto salió y examinó cuidadosamente las cercanías de la choza y volviendo tranquilo donde su hijo, continuó:
+—No ha venido, ya se ve, le ofrecí volver mañana. Yo no sé si ella quiere que yo te reserve su venida, pero no me encargó el secreto. Además, me convida a que haga un largo viaje con ella mientras duran las calamidades de la patria, y ya ves que esto es largo. Ya le he dicho que no iré o que irás con nosotros.
+Pedro preguntó con angustia:
+—Pero ¿quién es, papá?
+Acevedo le respondió al oído:
+—¡Es la muerte!
+Pedro se estremeció con horror.
+—¡Oh, papá! —dijo—, deseche usted esa vana idea. Su imaginación se extravía. La muerte no tiene cuerpo, ni voz, ni figura; la muerte…
+—Calla, Pedro —dijo con calma Acevedo—, tú no la has visto ni oído y yo sí. Es espantosa y le tengo miedo. Puesto que no me ha seguido, mudemos de domicilio sin que ella lo sepa. No quiero que la veas porque su aspecto es horrible y te intimidaría.
+Pedro guardó silencio; algunos instantes después convidó a su padre a tomar algún alimento y luego se retiró a solas a llorar tristemente pidiéndole a Dios que lo libertase del dolor inmenso de ver loco a su amado padre. Muchos días bajó Acevedo a la fuente, pero siempre manifestaba terror y repugnancia al emprender esta correría a que parecía arrastrado por una invencible necesidad. Unas veces regresaba abatido y decía que la muerte había venido a renovar su convite, y otras con el semblante alegre contaba a su hijo que no había encontrado al terrible espectro. Todo esto llenaba de amargura a Pedro; pero el colmo de sus infortunios ocurrió poco después. Fue, como de costumbre, a recoger sus provisiones, pero no halló nada.
+Refirió a su padre aquel contratiempo, y ambos se consolaron esperando que al día siguiente llegaría el mensajero. Pero en vano repitió sus viajes durante muchos días; el hombre no apareció. Entonces fue necesario ponerse a una escasa ración para hacer más larga la duración de sus escasos víveres. Al fin estos se agotaron casi enteramente, y el proveedor no aparecía. ¿Quién podrá pintar la situación de aquellos desgraciados? Veían acercarse el hambre con todos sus horrores, y para mayor desconsuelo los pocos animales silvestres de que antes cazaban, se habían ahuyentado de las inmediaciones de su choza, por temor de los lazos en que tan frecuentemente caían. Pedro vagaba tres o cuatro horas seguidas por los montes del contorno, y volvía lleno de pesar y desconsuelo, sin traer un ave, un conejo, ni el menor alimento para su padre. Entonces bajaba al arroyo y, alguna vez acaso, sacaba un pececillo o un cangrejo, y esta era toda la comida del infeliz Acevedo, quien jamás se resolvió a comer sólo el escaso alimento que su virtuoso hijo le presentaba. Desde que el hambre comenzó a afligir a Acevedo, ya no salía de la choza, «porque temo», decía, «hacer ejercicio y despertar el apetito». Sus ojos hundidos, su color pálido, la excesiva flacura de sus manos manifestaban su extrema necesidad; pero ni una queja salía de sus labios, ni un leve signo de impaciencia oscurecía su interesante y triste fisonomía. Una mañana convidó a su hijo, diciéndole:
+—Pedro, quiero que busquemos juntos algo qué comer, y si hoy no hallamos, mañana partiremos para el pueblo y esperaremos allí la suerte que Dios nos mande.
+En efecto, salieron, y a las ocho o las diez cuadras de su morada vieron un gran mono que trepaba alegremente sobre un árbol. Acevedo le echó una mirada satisfecha y codiciosa y con trémula mano le dirigió un tiro. El animal cayó muerto al pie del árbol y Acevedo se apresuró a cogerlo.
+—Este es para ti —dijo con emoción—, presentándolo a su hijo.
+Este besó con respeto y amor la mano que se lo daba y juntos volvieron a su choza a regalarse con aquella pobre carne. Al día siguiente, Acevedo volvió a salir con el joven, porque temía que agotada aquella mezquina vianda volviese el hambre a atormentarlos de nuevo. Pero en vano caminaron aquel día; ningún animal se presentó a su vista. Cuando regresaban tristes y desconsolados a su humilde albergue, descubrieron un aguacate silvestre cargado de fruta; mas no estaba en sazón todavía. Sin embargo, cogieron las más grandes esperando que madurarían en la choza, pues temían que al dejarlas en el árbol, algunas aves nocturnas les robasen aquella provisión. Como era preciso economizar la carne del mono, Pedro no estaba enteramente libre de hambre, pues tomaba apenas lo necesario para sustentar su cuerpo y así no pudo resistir a la tentación y comió algunos aguacates. Bien pronto se sintió atacado de fiebres tercianas; mas el deseo de servir a su padre y la esperanza de hallar algo qué comer en el bosque o provisiones en la cueva, le daban fuerzas bastantes para bajar hasta aquel punto; pero cada vez volvía más afligido y extenuado. Una mañana al entrar en su choza halló a su padre tendido en el suelo, revolcándose con los más horribles dolores. Su frente estaba helada y sus miembros se retorcían con convulsiones espantosas.
+—¿Qué es esto, mi amado papá? —exclamó Pedro, corriendo a tomarlo en sus brazos.
+—Hijo —respondió el moribundo padre—, yo tenía hambre, la carne del mono se nos acaba ya, y por no disminuir la ración de mañana comí aguacate a pesar de tus súplicas y encargos para que no probara esta fruta. Un dolor violento de estómago va a terminar mis días. Me parece que estoy envenenado.
+Pedro, lleno de terror, puso a tibiar agua y obligó a su desfallecido padre a que tomase una dosis muy considerable de ella, lo que provocó vómito y el infeliz Acevedo se sintió aliviado y durmió un rato sobre las rodillas de su hijo. Este cuidaba de separar los mosquitos, acariciaba aquella hermosa y venerada cabeza, y de cuando en cuando sus lágrimas mojaban los negros rizos que caían en desorden sobre el cuello de su padre. Por fin este despertó y dijo a Pedro:
+—Es preciso partir, hijo mío; la muerte recibida en un cadalso no puede ser más cruel que esta lenta agonía del dolor y el hambre que aquí nos consume y devora. Por otra parte, no tenemos víveres; el cielo ha retirado de nuestro alcance los animales que pudieran servirnos de sustento; tú estás malo y yo he sufrido hoy un ataque terrible que me ha hecho comprender todo lo que tu alma debe haber padecido. Abandonemos estas montañas y poniéndonos en manos de la Providencia busquemos de otro modo los medios de conservar esta triste existencia. ¡Oh, mi amado Pedro!, yo conozco que no puedo vivir sin mi familia y cuando no nos aquejaba el hambre, fue tanto lo que me aquejó aquel recuerdo dulce y querido, que he llegado a temer en algunos ratos el trastorno total de mi razón. Pero yo le pedía a Dios con fervor todas las noches que nos librase a ti y a mí de tamaño infortunio. Dime, mi amado Pedro, ¿no has notado que los dolores mentales principiaban a trastornar mi cabeza?, ¿adivinaste cuán punzantes eran las agudas espinas que desgarraban mi triste corazón? Mucho he padecido y padezco; pero hoy que ya estoy resuelto a arrojarme en los brazos de Dios sin buscar la prolongación de unos días que él tiene contados, me siento más tranquilo. Marchemos, mi hijo, y no luchemos contra la voluntad divina.
+Pedro respondió sólo con un diluvio de lágrimas. El tono sosegado, la triste resignación de su padre, los vagos recuerdos que conservaba de su demencia, el ataque atroz que acababa de sufrir, su aspecto macilento y extenuado, todo esto formaba en el corazón de aquel tierno hijo un cúmulo de penas desgarrador, cruel, inexplicable. Se conformó, pues, con la determinación de su padre, y aquel mismo día después de haber comido el último resto de la carne del mono, abandonaron su triste y solitario albergue y tomaron lentamente y en silencio el camino del pueblo, temiendo no tener la fuerza necesaria para llegar a él.
+HABÍAN ANDADO COMO TRES CUARTOS de legua y ya principiaba a faltarles el aliento, cuando vieron un hombre agobiado por una pesada maleta, que caminaba con dificultad por entre unos troncos derribados. El primer movimiento de Pedro fue ocultar a su padre; pero este, lleno de alegría con el hallazgo, levantó la voz gritando: «¡Acá, amigo!». El desconocido levantó la cabeza y al ver a los emigrados apuró el paso con un semblante en que se pintaba a la vez la alegría y la compasión. Al estar algo cerca les dijo:
+—En busca de ustedes venía.
+—¿Cómo? —preguntó Acevedo tendiéndole la mano con cordialidad.
+Iba a responder el hombre, pero el bondadoso Acevedo no le permitió hablar hasta que le hubo ayudado a descargar su fardo y que todos tres se sentaron cómodamente sobre un tronco. Entonces el desconocido dijo:
+—Yo me llamo Jaramillo: mi compadre, el cura de la aldea más próxima, ha llegado anoche de regreso de una prisión a donde fue conducido por un denuncio que se dio contra él como insurgente y protector de insurgentes. Ha tenido que sufrir todas las formalidades minuciosas de la purificación establecida por los pacificadores, y que no es otra cosa sino un nuevo tribunal organizado con el fin de hallar más culpables y por consiguiente más víctimas. Apenas llegó el cura, anoche, me hizo llamar. «Compadre», me dijo, «acabo de saber que el día mismo que me arrebataron de mi curato, sacaron también del lugar e incorporaron en las filas del Ejército al honrado y fiel Ávila…».
+Al decir esto se interrumpió Jaramillo, y metiendo la mano en su bolsillo, añadió:
+—Ya olvidaba yo el encargo principal de mi compadre.
+Entonces presentó a los emigrados un pan y un frasquito de vino aguado. Cruzó por los ojos de estos un rayo de alegría al ver aquel refrigerio de que tanto necesitaban. Acevedo tomó lo que le daba el mensajero y lo pasó a su hijo; pero este dijo: tome usted primero. En efecto, tomó un trago de vino y luego dijo con voz enternecida:
+—¡Dios salve a usted y al buen cura!
+Después partió el pan con Pedro y ambos comían en silencio, mientras Jaramillo, conmovido, continuaba en estos términos su relación:
+—«Ávila», me dijo mi compadre, «no ha vuelto del Ejército y él era quien llevaba el sustento a dos infelices caballeros emigrados que están ocultos en estas montañas. Mi edad y mis enfermedades me impiden ir a buscarlos, y aquellos desgraciados hace ya 23 días que no reciben socorro alguno. Es posible que hayan podido economizar hasta hoy sus provisiones, pero también es creíble que estén sufriendo todos los horrores del hambre. Vaya usted, búsquelos por la ribera del grande arroyo, luego que los halle deles pan y vino, y enseguida entrégueles ese tercio de provisiones y póngase de acuerdo con ellos sobre el modo de suministrarles en adelante lo necesario». Yo le dije a mi compadre que conozco un punto más retirado y seguro y que no está deshabitado. Una familia de negros esclavos de Popayán, habiendo huido hace algunos años de sus crueles amos, ha formado a orillas del río de Jesús una pequeña colonia; viven allí tranquilos, con algunas conveniencias y son hospitalarios. Ellos recibirán a los emigrados. Mi compadre aprobó este plan y yo vengo a ser el guía de ustedes hasta la habitación de Lorenzo y Luisa, que son los negros de quienes he hablado y con los cuales mantengo muy buenas relaciones, porque soy quien los provee de cuanto necesitan.
+—¡Qué! —dijo Acevedo—, ¿no podremos salir de aquí todavía?
+—¡Ah! —respondió Jaramillo—, usted no sabe lo que es su patria bajo la dominación de los expedicionarios españoles; pero es cierto que usted no viviría cuatro días si llegase a caer en manos de estos sanguinarios pacificadores. Le traigo a usted una larga carta de mi compadre el cura, que escribió durante toda la noche. En ella instruye a usted de cuantos pormenores quiera saber; aquí está.
+Acevedo la tomó, pero no pudo leer. El pan y el vino habían hecho tal efecto sobre su estómago debilitado, que cayó en brazos de su hijo casi desmayado. Jaramillo frotó sus sienes con vino, le hizo tomar un poco de agua y logró restablecerlo, y entonces el desfallecido padre ordenó a su hijo que leyese en voz alta. Era esta carta una relación funesta y detallada de las atroces venganzas ejercidas por los bárbaros pacificadores. El número y los nombres de las víctimas hicieron estremecer a los infelices emigrados. El cura les daba noticia de su familia hasta diciembre del año de 1816; pero de ahí para adelante nada había podido averiguar, y aunque esta noticia aseguraba a Acevedo que su esposa e hijos gozaban de salud, su corazón se oprimía al considerar cuánto podría haber mudado su suerte en los tres meses corridos desde enero hasta fines de marzo en que estaban. En fin, después de haber comido algo y de haber discurrido mucho sobre su triste situación y sobre la poquísima esperanza que conservaba de mejorarla, resolvieron seguir a su guía hasta la habitación de Lorenzo. Caminaron el resto de aquel día, y durmieron debajo de unos árboles. Al apuntar el alba continuaron su marcha y después de medio día llegaron a las márgenes del río de Jesús. Allí descansaron un rato y dio Acevedo algunas instrucciones a Jaramillo sobre el modo de adquirir noticias de su familia y de comunicar a esta en dónde y cómo se hallaban, escribiendo bajo un nombre supuesto, según había convenido con su esposa el día de su triste separación. Después remontaron por la orilla derecha del río, como tres cuartos de legua, hasta que descubrieron la ranchería de Lorenzo. Se adelantó Jaramillo a prevenir a los negros, y poco después volvió con estos a recibir y conducir a sus huéspedes. La habitación de aquellos esposos y de seis hijos pequeños que tenían, se componía de tres ranchos: uno servía de cocina, otro de habitación y dormitorio, y el tercero, más grande, era donde guardaba sus víveres, herramientas, redes, varios utensilios de caza, algunos libros devotos —porque Lorenzo sabía leer— y otros efectos que manifestaban que aquella familia había proyectado despacio su fuga, y había llevado consigo las comodidades posibles en su clase, contando de antemano con un asilo retirado y seguro. Esta tercera habitación fue el alojamiento de los emigrados. Jaramillo permaneció dos días con ellos, los recomendó eficazmente a la caridad de Lorenzo y Luisa, y ofreciendo volver a verlos dentro de dos meses, a lo más tarde, se ausentó de sus amigos cargado de bendiciones de los caballeros, y de mil agradecimientos y afectuosos recados para el buen cura.
+Parece que la naturaleza había estado sometida al amor filial, o más bien, que Dios había sostenido las fuerzas de Pedro, que no dejó de ser el apoyo, el consolador y el oficioso sirviente de su padre, hasta su llegada al río de Jesús. Mas, apenas halló seres benéficos que le ayudasen a cuidar a Acevedo, ya no resistió al violento efecto de la fiebre y quedó postrado en cama durante muchos días. Indecible dolor se apoderó del corazón de Acevedo, quien velaba día y noche a la cabecera de su adorado hijo. Luisa le prodigó los cuidados más tiernos, y a fuerza de remedios que ella sabía y había experimentado en su propia familia, logró mejorar a su joven enfermo. Acevedo observaba cuidadosamente el estado de su hijo y cuidaba con esmero aquella preciosa vida por cuya conservación habría dado mil veces la suya. Mas apenas se repuso Pedro cuando Acevedo, minado por el dolor moral, extenuado por el hambre y las fatigas pasadas, atormentado por la incertidumbre y oprimido por tantas penas de todas clases, cayó gravemente enfermo. Tocaba a Pedro su turno de inquietudes, cuidados y vigilias, y su alma noble y sensible padecía atrozmente viendo los sufrimientos de su buen padre. Un día le dijo este:
+—Pídele un espejo a Luisa, quiero examinar mi lengua.
+La negra dio el espejo en que se afeitaba su marido. Triste debió ser la impresión que experimentó Acevedo al ver su imagen retratada en aquel espejo, pues retiró la cabeza, cerró los ojos, y dos gruesas lágrimas surcaron sus enjutas y pálidas mejillas. Pero pronto, dominando su emoción, se contempló largo rato y dando un suspiro, dijo:
+—¿Piensas tú, Pedro, que me reconocería tu madre si me viera ahora?
+Mas, notando que su pregunta contristaba a su hijo, se puso a examinar la lengua, y añadió:
+—Estoy muy malo; estas manchas negras indican el peligro. Es preciso darme una sangría. En mi cartera tengo una lanceta, tómala, Pedro, y haz este servicio a tu padre.
+El joven se acercó vacilando, desnudó con pena el brazo de su padre y lloró al ver su excesivo enflaquecimiento. Después, profundamente agitado, lleno de terror, con sus ojos oscurecidos por el llanto, hizo vanos esfuerzos por romper la vena. Tres veces tomó la lanceta, y otras tantas una involuntaria convulsión la hizo caer de su mano. Por fin la dejó, y apoyando su frente sobre la cabeza de su padre, dijo:
+—¡No puedo, es imposible!
+—Pues bien, hijo mío —replicó Acevedo—, yo mismo lo haré.
+—¿Y si usted se da la muerte?
+—No, Pedro, no temas, yo he practicado ya otras veces esta sencilla operación, y creo que la haré con destreza; es lo único que puede salvarme.
+Entonces, teniendo Luisa una vasija para recibir la sangre, Acevedo picó la vena de su brazo derecho, y se puso a mirar su sangre que corría, con una sonrisa melancólica. Pedro sufría un accidente que no le era posible dominar, pero se le disipó para dar lugar al profundo terror que le causó ver caer desmayado a su amado padre. Entonces corrió a sostener su cabeza, y ayudó a Luisa a contener la sangre y poner un vendaje. Un cuarto de hora después volvió en sí el enfermo, y su primer cuidado fue tomar entre sus manos la cabeza de su hijo, que estaba reclinado sobre su pecho, y dándole un beso en la frente, le preguntó:
+—¿Por qué lloras?
+—He temido perderlo a usted, papá —respondió el joven enjugando sus ojos.
+—¡Ah!, sí, yo he podido morir —dijo Acevedo—, pero este es el término de toda existencia. Un día se acaba; pero en ese día, confiando en Dios, principia una dichosa inmortalidad. Y tú, mi Pedro, ¿habías pensado que tu padre estaba exento de la ley común?
+—No, señor, pero aún es usted muy joven para morir, y yo jamás podré acostumbrarme a la idea de ese golpe atroz, por más que usted me hable de esto todos los días.
+—¡Pobre hijo mío! —exclamó Acevedo acariciándolo—, ¡cuánto has sufrido ya por mi amor! ¡Cuánto te queda aún por sufrir! Mas, ármate de valor, tú que has mostrado tanto en otras circunstancias. Yo debo fallecer en estas selvas, y tú abrirás entonces mi pecho, sacarás de él mi corazón y lo llevarás a tu madre. Creo que ella, al verlo, podrá conocer el inmenso amor que he tenido por ella y por mis hijos, y los tremendos e inexplicables dolores que hace ya once meses lo despedazan diariamente. ¿Me das tu palabra, Pedro, de que cumplirás este encargo?
+—¡Oh, no, mi amado papá! ¡Yo no tendré valor para desempeñar tan cruel comisión! No lo tengo actualmente para oír estos tristes discursos de usted.
+—¡Pobre niño! —continuó con amargura Acevedo—, yo te amo mucho y sin embargo, te estoy afligiendo. Perdóname; pero es necesario que te acostumbres a la idea de perderme, de dejarme en estas soledades, de volver huérfano y abatido por la enfermedad y los pesares, a consolar a mi triste familia.
+Muchas escenas de esta clase pasaron entre Acevedo y su hijo durante algunos días en que la enfermedad iba haciendo rápidos progresos. Había ratos en que el enfermo no hablaba por debilidad, y entonces Lorenzo leía algo en sus libros devotos, y los dos emigrados escuchaban con recogimiento y atención. La mañana del 2 de mayo de 1817, Acevedo llamó a Pedro, quien a pesar de estar con el frío de las tercianas, se le acercó.
+—Hoy hace un año —le dijo—, di el último abrazo a tu mamá, y ella, sin duda, recordará este funesto aniversario y rezará por mí con todos mis hijos. ¿No te parece, Pedro, que las oraciones de los inocentes son un buen viático, a falta del que destina la iglesia a los agonizantes? Hoy me separo también de ti, mi amado hijo, mi fiel compañero, mi dulce consolador. No llores; pídele a Dios que me perdone y que se digne ser el padre de esa crecida familia de huérfanos que dejo hoy abandonada en este valle de miserias. Él lo ha dispuesto y yo me resigno…
+—¡Oh, papá!, ¡mi buen papá!, ¡no hable usted de muerte! Tal vez una crisis favorable salvará sus preciosos días.
+—Mi Pedro, no te alucines. Yo te hablo lo que te aflige, porque es preciso. Hoy me voy del mundo, y tú quedas encargado de obligaciones muy importantes y sagradas. Adiós, mi hijo, yo te bendigo, añadió con tono solemne y voz entera y calmada: te bendigo en nombre de la Santísima Trinidad; te recomiendo que seas siempre virtuoso, que cuides de tu madre, que ames y eduques a tus hermanos.
+—¡Mi amado papá! —exclamó Pedro con angustia—, ¿se irá usted sin mí?
+—Sí, mi buen hijo, y esta cruel despedida me hace conocer cuánto es lo que se ofrenda en el altar de la patria cuando se pronuncia el juramento de ser libre o morir. Hijo querido, no olvides nunca mis consejos; no abandones la santa causa que he servido, y persuádete que después del conocimiento de Dios, de la virtud y de un nombre honrado y sin mancha entre sus conciudadanos, el bien más precioso para el hombre es la LIBERTAD.
+La voz de Acevedo empezó a debilitarse, y llamó a Lorenzo.
+—Ven, amigo —le dijo—, ayuda a mi alma, que lucha con pena para separarse de este cuerpo ya casi destruido.
+Entonces tomó el venerable negro el libro piadoso en que leía frecuentemente. Con voz clara y pausada decía el Miserere, y Acevedo repetía en voz baja las palabras del salmo sagrado. Entretanto Pedro, puesto de rodillas, temblando con el frío violento de las tercianas y con la cabeza inclinada, cubría de besos y lágrimas la mano casi helada de su padre. Cuando Lorenzo concluyó su lectura, hacía ya algunos instantes que el alma de Acevedo reposaba en el seno de Dios. El negro puso su mano sobre la frente helada, y dijo:
+—¡Descansa en paz con los justos!
+Después, cerrando su libro, se arrodilló para orar en silencio, y su llanto silencioso caía gota a gota sobre el suelo de su choza. Luego llamó a Luisa… Ya la fiebre ardiente se había apoderado de Pedro, y los dos esposos lo trasladaron sin dificultad a su cama. Cinco horas estuvo agobiado con el fuego de la calentura, y durante ellas Pedro hablaba con su padre y le rogaba tiernamente que no lo dejara. Cuando se disiparon la fiebre y el delirio, el joven voló a la cabecera de su padre, pero estaba el lecho vacío.
+—¿Dónde se ha ido? —exclamó con amargura—. ¿Por qué me encuentro sin mi buen padre, en medio de los bosques?
+—¿Sin padre? —respondió Lorenzo, presentándose—. No, amo mío: todos tenemos nuestro padre que está en el cielo.
+Pedro suspiró, permaneció un instante en silencio estrechando su frente con sus manos, y después cruzándolas sobre su pecho, con dolorosa expresión, dijo:
+—¡Ya sé lo que ha pasado! ¡Quiero verlo, Lorenzo, llévame donde está, quiero darle el último abrazo y tal vez espirar de dolor sobre ese corazón que tanto me amó!
+El negro le entregó entonces un papel hallado bajo la cabecera del enfermo. Pedro lo tomó con mano trémula y lo leyó ansiosamente. Era una esquela de su padre en que le daba sus últimos consejos, le rogaba que tuviese valor y resignación cristiana para soportar el supremo dolor que iba a desgarrar su corazón; le encomendaba el cuidado y consuelos de su madre y hermanos, y le ordenaba que después de haber dado sepultura a sus restos mortales, abandonase aquellas soledades para volver al seno de su familia.
+Esta triste lectura hizo prorrumpir en un diluvio de lágrimas al infortunado huérfano. Cuando su dolor se desahogó un poco, dijo a Lorenzo:
+—¡Bien!, yo obedeceré su voz respetable; pero vamos a verle.
+Entonces Lorenzo lo condujo a su rancho. En la mitad de él sobre una estera de paja estaba colocado el cuerpo, blanco como el marfil, con una pequeña cruz sobre su pecho, alumbrado con cuatro velas, y al pie Luisa y sus tres hijos mayores que rezaban con devoción y recogimiento por el alma de su huésped. Aquel espectáculo hizo estremecer de dolor el extenuado cuerpo de Pedro. Corrió a abrazar el helado cadáver, gritando: ¡Dios mío!, ¡esto es cuanto me queda de mi amado papá! Más de un cuarto de hora permaneció con el rostro apoyado sobre la hermosa frente de su padre, mas de cuando en cuando se apartaba y ponía en ella su mano, diciendo con profunda tristeza:
+—¡Está helado!, ¡la fiebre que me devora no alcanza a comunicarle ni un átomo de calor!
+Los compasivos negros lloraban largo rato con él, pero Lorenzo le dijo:
+—Cumplamos, amo mío, la voluntad de Dios y la del difunto. Demos sepultura a este cuerpo.
+—Sea —respondió Pedro levantándose, y enjugando sus ojos, después de haber aplicado un beso respetuoso sobre los pálidos labios de su padre.
+Entonces Luisa y su esposo colocaron los restos de Acevedo sobre unos maderos y lo cargaron sobre sus hombros. Sus hijos y Pedro tomaron las velas, y todos se encaminaron a una colina inmediata. Allí, debajo de unos árboles elevados y frondosos, había cavado Lorenzo la sepultura del caballero. El buen negro regó con algunas flores silvestres el fondo de la fosa y ayudado por su mujer, colocó en ella el cuerpo: mas, antes de cubrirlo con tierra, dirigióse a Pedro y le dijo:
+—Amo mío, ahora vuelva sumerced una mirada postrera sobre este rostro donde está pintada la paz de los ángeles, ofrézcale su pena a nuestro Señor Jesucristo, y todos repitan conmigo las oraciones que nuestra santa madre Iglesia reza por los difuntos.
+Pedro dio un doloroso gemido y se dejó caer de rodillas. Luisa y los niños se arrodillaron también y todos rezaron con voz trémula y cortada por sollozos las oraciones que leía Lorenzo de pie, con acento piadoso y conmovido. Al fin la tierra cubrió el cuerpo del mártir de la patria, y los hijos de Luisa desgajaron ramas que arrojaron sobre aquella tumba solitaria y humilde.
+Lorenzo cavó un hoyo hacia la cabecera para colocar una tosca cruz de madera que había labrado desde que previó aquel lamentable suceso, y ayudado por su mujer, sus niños y el infeliz huérfano, la puso en el sitio designado. Pedro permaneció largo rato apoyado sobre el brazo de la cruz, exhalando tristes suspiros y dejando correr su llanto sobre aquella tierra que robaba a sus ojos el objeto más amado de su corazón. Sus ahogados sollozos hacían conocer que su alma estaba traspasada de uno de aquellos dolores que aniquilarían la existencia, si Dios no sostuviera a sus criaturas, para que conociendo su extrema miseria y la inmensa suma de dolores que encierra la vida, se acuerden de que tienen un padre y una patria en el cielo.
+El sol se había puesto cuando Pedro regresó a la habitación. ¡Cuán triste y solitaria le pareció! Recordaba con amargura las escenas de aquel día en que su padre había visto por la vez postrera la luz del sol, y no comprendía cómo había podido sobrevivir a tan acerbos pesares. Aquella pompa fúnebre del desierto no se borraba de su mente; una inocente familia de esclavos prófugos había llorado y orado sobre las frías cenizas del defensor de la libertad. Un anciano negro había servido de sacerdote en este entierro cristiano y salvaje a la vez, y él, el hijo primogénito, la esperanza de una familia, había ayudado a colocar la cruz, símbolo de la divina misericordia, sobre esa tumba solitaria hasta la cual no penetrará tal vez en muchos siglos la sociedad civilizada. El huérfano de un patriota ilustre, rico, amado de sus conciudadanos, se encontraba pobre, enfermo, solo y desgarrado su corazón por el dolor en medio de las majestuosas selvas de los Andaquíes, en donde, sin embargo, había hallado la hospitalidad de los hermanos, la caridad cristiana y las dulces simpatías que unen a todos los cautivos que desean romper sus cadenas, a todos los infelices que quieren comunicarse sus dolores. ¡Qué manantial tan fecundo en tristes reflexiones! Pedro pasó la noche meditando sobre estas visicitudes extrañas de su fortuna, llorando y rezando por el descanso eterno de aquel a quien había ayudado a llevar su cruz de dolores durante un año entero y a quien no volvería a ver ya sobre la tierra. Al amanecer del siguiente día visitó por última vez la tumba solitaria de su padre y al separarse de aquel lugar sagrado besó la cruz, diciendo: «¡Cúbrelo con tus alas, madero de salvación!». Después recompensó con prodigalidad a toda la familia, estrechó en sus brazos a los niños, se despidió con lágrimas de la buena y hospitalaria Luisa y, guiado por Lorenzo, se alejó a paso lento de aquellas montañas gigantescas en donde quedaba sepultado todo el porvenir de una familia que había sido dichosa porque tenía un buen padre. Al tercer día avistaron el pueblo, y allí el negro se despidió con verdadero pesar del triste huérfano, prometiéndole orar siempre con su familia sobre el sepulcro de Acevedo.
+Algunos días después Pedro se halló en la cárcel de la ciudad de Neiva, oprimido con el peso de unos enormes grillos, devorado por la fiebre y agobiado por el pesar. El bárbaro esbirro de Femando VII no supo tener piedad del tierno adolescente que acababa de llenar con tan sublime heroísmo todos los deberes del amor filial.
+Pero Dios protegió un día a la gran COLOMBIA, sus opresores huyeron para siempre de su suelo, y en aquella época de prosperidad y gloria para la patria, fue Pedro[10] el ídolo, el consuelo y el más bello ornato de su familia.
+Los sucesos aquí referidos son exactamente históricos y tomados de las relaciones repetidas por Pedro a su familia y de las minuciosas noticias recogidas en los mismos lugares, por nuestro amigo el estimable coronel Anselmo Pineda, cuando fue prefecto del Caquetá. Él visitó a Luisa Cuéllar que aún existía, y recogió de ella misma los detalles sobre los últimos momentos de Acevedo. Hemos sentido particularmente haber olvidado el nombre del respetable y virtuoso cura de Suasa.
+A MEDIADOS DEL AÑO DE 36 me hallaba yo en las inmediaciones de la parroquia de Tibacuy en el cantón de Fusagasugá, y recibí una atenta y expresiva invitación del cura, el alcalde y los principales vecinos, para que concurriese a la fiesta de Corpus que se celebraba el domingo inmediato. Jamás he gustado de fiestas ni de reuniones bulliciosas, por lo cual pensé excusarme; mas al recordar la pequeñez de aquella parroquia y la pobreza del vecindario, comprendí que no sería aquella fiesta de la clase de las que siempre he evitado, porque produce disipación en el espíritu y dejan vacío en el corazón. Fui, pues, a Tibacuy y llegué a las siete de la mañana.
+Compónese aquella población de una o dos docenas de casas pajizas sumamentes estrechas y pobres, esparcidas aquí y acullá por la pendiente que forma la falda prolongada de una alta y espesa montaña. Hay en el lugar más llano una pequeña iglesia de teja, pobre y aseada, a cuya izquierda se ve la casa del cura, también de paja como las demás del pueblo, pero menos pequeña que las otras habitaciones. Entre estas hay algunas que no pudieron cubrirse con paja a causa de la pobreza de sus dueños, y sólo les sirven de techado algunas anchas y verdes hojas de fique. La plaza no es sino la continuación de una colina cubierta de verde yerba, cuyo cuadro lo forman cuatro ermitas de tierra, y en sus costados solamente se ven la cárcel y cinco o seis chozas miserables. A la derecha de la iglesia, y paralela a un costado de la plaza, hay una hondonada verde y llena de árboles silvestres, por la cual corre en invierno un hermoso torrente, pero que en verano está seca y cubierta de mullida grama. Esta hondonada se prolonga como trescientas varas hasta el pie de la plaza, y los naturales la llaman la calle de la Amargura, por ser aquel el camino por donde suelen llevar las procesiones de Semana Santa. Estas pocas chozas sombreadas por verdes platanares, elevados aguacates y aromáticos chirimoyos, y rodeadas por algunas gallinas, patos, perros, cerdos y otros animales domésticos, presentan un aspecto pintoresco e interesante para quien no busca allí el lujo y las comodidades de la vida. El vecindario se compone de razas perfectamente marcadas: algunos blancos en quienes se descubre desde luego el origen europeo, y el resto, indios puros, descendientes de los antiguos poseedores de la América. Todos son labradores; todos pobres, y, casi puedo decir, todos honrados y sencillos, hospitalarios y amables. Allí no ha penetrado todavía la civilización del siglo XIX.
+Cuando yo llegué me rodeó la mayor parte del vecindario. Unos querían que fuese a alojarme a su casita, otros que admitiese su almuerzo, otros que les permitiese cuidar de mi caballo. Procuré manifestar mi agradecimiento a todos, y fui a desmontarme en la casa del cura, digno pastor de aquella inocente grey. Luego que conversamos un rato salí a tomar chocolate en casa del alcalde y a dar un paseo por la plaza. Jamás olvidaré ni la obsequiosa bondad con que se me dio un decente y abundante desayuno, ni la grata impresión que recibí al dar aquel paseo matutino. Con palmas y árboles floridos cortados en la montaña vecina, se había formado una doble calle de verdura por los cuatro lados de la plaza. Esta calle estaba cortada en varios puntos por vistosos arcos cubiertos de flores y de todas las frutas que brinda la tierra caliente en aquella estación: era el mes de junio. Aquí se veía un hermoso racimo de mararayes; allí dos o tres de amarillos y sazonados plátanos; más allá un grupo de aromáticas chirimoyas; después una multitud de lustrosos aguacates, de una magnitud poco común; acá un extraño tejido de guamas de diversas especies y figuras. En otra parte yucas extraordinarias y gran variedad de raíces, legumbres y hortalizas. Otros arcos ostentaban los productos de la caza: conejos, comadrejas, zorros, ulamaes, armadillos y otros animales silvestres. Más allá se veían pendientes, doradas roscas de pan de maíz, sartas de huevos de diversos colores cogidos por aquellos montes, y muchos pajarillos vivos y muertos cuya vistosa variedad atraía y encantaba la vista. Sería difícil decir detalladamente la multitud de objetos naturales que se habían reunido para adornar aquellos arcos de triunfo erigidos en obsequio del Santísimo Sacramento. Una inmensa profusión de animales, frutas y flores formaba la ofrenda campestre que ofrecía aquel puñado de cristianos sencillos al Dios cuya misericordia se celebra en esta solemne, misteriosa y sagrada fiesta. ¡Cuánto más bellos y dignos del Creador son estos rústicos y hermosos adornos que aquellas inmensas fuentes de plata, aquella multitud de espejos, cintas, fluecos y retazos de seda y gaza que se ostentan en esta fiesta en la capital de la república! Yo gozaba con delicia de este espectáculo, y las risas, cantos y alegría de este pueblo inocente alejaban de mí las tristes impresiones que casi siempre dejan en mi alma las reuniones en numerosas concurrencias. Mezcléme con los hijos de Tibacuy, y tuve el placer de ayudarles a componer sus ermitas, altares y arcos, procurando que los menos pobres no dañasen con adornos heterogéneos el gusto sencillo y campestre que allí reinaba.
+Las campanas repicaban sin cesar, y todo el mundo se manifestaba alegre, activo y oficioso. De repente oí el ruido de un tamboril y un pito. Entonces vino a bailar delante de mí la danza del pueblo. Componíase esta de doce jóvenes indígenas de 15 a 18 años, sin más vestido que unas enaguas cortas y unos gorros hechos de pintadas y vistosas plumas. Llevaban también plumas en las muñecas y las gargantas de los pies, y un carcax lleno de flechas sobre la espalda. El resto de sus cuerpos desnudos estaba caprichosamente pintado de varios colores. Presidía a estos muchachos un anciano de más de setenta años, vestido como lo están siempre aquellos infelices indios; es decir, sin camisa, con unos calzoncillos cortos de lienzo del país, muy ordinario, y una ruanita de lana que les cubre un poco más abajo de la cintura. Este viejo estaba sin sombrero, y llevaba colgando del cuello el tamboril, al cual daba golpes acompasados con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía y tocaba el pito. Con esta extraña música bailaban los jóvenes una danza graciosa llena de figuras y variaciones, arrojando y recogiendo sus flechas con asombrosa agilidad. Yo los miré un rato con ternura y complacencia, les di algunas monedas, y me retiré.
+Salió bien pronto la procesión. El pueblo se prosternó respetuosamente y ya no se oía sino el canto sagrado, el alegre tañido de las campanas y el tamboril y el pito de la danza que iba bailando delante del Santo Sacramento. Entonces empezó a arder un castillo de pólvora, preparado para la primera estación. Los indios de la danza fingieron terror, estrecharon sus arcos contra el pecho y se dejaron caer con los rostros contra la tierra. Al cesar el ruido de la pólvora volvieron a levantarse y continuaron ágiles y alegres su incansable danza. Pero cuantas veces se quemaron castillos o ruedas, ellos repitieron aquella expresiva pantomima. Confieso que no pude ya resistir la impresión que me causó aquella escena. Mis lágrimas corrieron al ver la inocente y cándida alegría con que los descendientes de los antiguos dueños del suelo americano renuevan en una pantomima tradicional la imagen de su destrucción, el recuerdo ominoso y amargo del tiempo en que sus abuelos fueron casi exterminados y vilmente exclavisados por aquellos hombres terribles que, en su concepto, manejaban el rayo. En el transcurso de más de tres siglos estos hijos degenerados de una raza valiente y numerosa, ignorantes de su origen, de sus derechos y de su propia miseria, celebran una fiesta cristiana contrahaciendo momentáneamente los usos de sus mayores, y se ríen representando el terror de sus padres en aquellos días aciagos en que sus opresores los aniquilaban para formar colonias europeas sobre los despojos de una grande y poderosa nación.
+MIGUEL GUZMÁN SE LLAMABA el respetable indio que conducía la danza de Tibacuy el día de la fiesta del Sacramento que acabo de pintar. Era este anciano de mediana estatura; tenía el color y las facciones de un indio sin mezcla de sangre europea. Sus pequeños y negros ojos estaban siempre animados de una expresión de benevolencia. Su amable sonrisa hacía un notable contraste con las hondas y prolongadas arrugas que surcaban su frente y sus mejillas. Sus cabellos y escasa barba eran blancos como la nieve, y la edad había destruido la mayor parte de sus dientes, a pesar de que casi todos los indios conservan blanca y sana la dentadura aunque vivan un siglo.
+Después del día de la fiesta, Guzmán y Mariana, su esposa, venían frecuentemente a mi casa. Yo les daba algunos socorros, les compraba sus chirimoyas, y con más frecuencia admitía el obsequio que de ellas me hacían. Jamás tuve ocupación bastante grave que me impidiese recibir a aquellos honrados ancianos. Me contaban sus miserias y sus prosperidades, me referían las tradiciones de la aldea, los acontecimientos notables que habían presenciado en su larga vida; solicitaban mi aprobación o mis consejos sobre los pequeños negocios de sus parientes y amigos, y jamás salían de casa sin haber comido y sin llevar pan para dos nietos que los acompañaban. Ya hacía más de catorce meses que yo veía semanalmente aquella virtuosa pareja, y jamás la oí quejarse de su suerte, pedirme cosa alguna, ni murmurar de su prójimo.
+Una mañana vino Mariana a decirme que Miguel estaba enfermo, y que ella pensaba sería de debilidad, porque hacía muchos días que no comía carne. Hice que le dieran unas dos gallinas y algunos otros víveres, y le encargué que si la enfermedad de su esposo se prolongaba viniese a avisarme. El día 16 de octubre de 37 llegó un indio llamado Chavistá y me dijo: «Esta madrugada murió Miguel Guzmán, y su viuda me encargó que viniera a decírselo a sumerced». No pude rehusar algunas lágrimas a la memoria del anciano: envié un socorro a la viuda y le mandé a decir que cuando pudiera viniese a verme.
+A los cinco días estuvo en casa Mariana. Esta mujer distaba mucho de tener la fisonomía franca, risueña y expresiva de Guzmán. Su cara era larga, sus ojos empañados y hundidos, su tez negra y acartonada. Era también muy vieja, pero su cabello no estaba enteramente cano. En fin, ella no inspiraba simpatías en su favor, a pesar de sus modales bondadosos y del cariño que su esposo le tenía. Yo la hice sentar y le dije:
+—Ya supongo, Mariana, que usted habrá estado muy triste.
+—Sí, sumerced —me contestó—, pero mi Dios es el que lo ha dispuesto así.
+—Esa es la vida —dije—, debemos conformarnos.
+—¡Sí!, yo estoy conforme y vengo a darle a sumerced las gracias por todo el bien que nos ha hecho.
+Al decir esto su voz era firme, su aspecto perfectamente impasible, y ninguna marca de dolor se pintaba en aquella cara negra y arrugada que me recordaba la idea que en mi infancia me daban de las brujas. Sin embargo, recordé que era la viuda de Guzmán, que tenía reputación de ser una buena mujer y le dije:
+—Mire usted, Mariana, aquí tengo un cuarto donde usted puede vivir; véngase a casa y no tendrá que pensar más en el pan de cada día: si se enferma, aquí la cuidaremos, y si tiene frío yo le daré con qué abrigarse. Guardó ella un instante de silencio y después me dijo:
+—No, sumerced, jamás.
+—¿Y por qué no?
+Entonces exclamó:
+—¡Qué!, ¿yo comería buenos alimentos de que no podría guardarle a él un bocadito?, ¿yo dormiría en cuarto y cama abrigados cuando él está debajo de la tierra? ¡Que Dios me libre de eso! Mire sumerced, más de 45 años hemos vivido los dos en ese pobre rancho. Cuando él iba a la ciudad a vender el hilo que yo hilaba y las chirimoyas, yo lo esperaba junto al fogón y ya tenía algo que darle. Llegaba, me abrazaba siempre, me entregaba el real o la sal que traía, y juntos nos tomábamos el calentillo (aguamiel), la arepa o la yuca asada que yo le tenía. Si era yo la que iba a lavar al río, él me esperaba junto al fogón, y si no tenía qué darme, siquiera atizaba la lumbre y me decía: «Esta noche no hay qué cenar, pero tengo bastante leña y nos calentaremos juntos». No; ¡jamás dejaré ese ranchito! ¡Ya nadie se sienta en él junto al fogón!, ¡ya no estará allí ese ángel! Pero su alma no estará lejos, se afligiría si yo abandonara nuestra casita.
+Al decir esto Mariana cruzó sus manos sobre el pecho con un dolor convulsivo. Dos torrentes de lágrimas corrieron sobre sus acartonadas mejillas, y por más de media hora escuché su silencioso llanto y sus sollozos ahogados. ¡Cuán mal había yo juzgado a Mariana por su fisionomía! ¡Ah! ¡Jamás había yo visto un dolor más elocuente y sublime, jamás había comprendido tanto amor en un discurso tan corto y sencillo! ¡Pobre anciana! Yo lloré con ella y no traté de consolarla. Cuando su llanto se calmó le dije:
+—Mariana, mi ofrecimiento subsiste, aunque conozco que usted tiene razón en no aceptarlo por ahora. Pero algún día, cuando usted pueda, recuerde que esta es su casa y venga aquí a vivir más tranquila.
+—No, sumerced —me dijo—, eso no será jamás, porque yo no sé que él se amañará sin mí en el cielo.
+Diciendo esto dio un profundo suspiro, y al propio tiempo se sonrió con cierto aire de calma e indifirencia. Apenas le di un corto socorro, temiendo que uno más abundante le hiciese sentir con más amargura su viudedad. Al despedirme besó dos veces mi mano e hizo tiernas caricias a mi pequeña familia. Le insté que volviese, y no me respondió.
+¡Seis días después Mariana descansaba en el cementerio de la aldea, al lado del venerable Miguel!