Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Varias cuentistas colombianas ; presentación, Patricia Aristizábal Montes. -- Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,3 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Literatura / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5419-48-3
1. Cuentos colombianos – Colecciones - Siglos XIX-XX 2. Libro digital I. Aristizábal Montes, Patricia II. Título III. Serie
CDD: Co863.3 ed. 23 |
CO-BoBN– a1011988 |
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ISBN: 978-958-5419-48-3
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© 1936, Editorial Minerva – Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana
© 2013, Universidad de los Andes
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Patricia Aristizábal Montes
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+LA ANTOLOGÍA VARIAS CUENTISTAS colombianas, publicada en 1936 en la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana, jugó un papel importante para la difusión de las letras femeninas, no sólo por indagar, clasificar y seleccionar piezas literarias procedentes de distintas regiones del país, sino por recoger lo que «mejor representa la mentalidad femenina colombiana expresada en prosa» (1936: 6).
+En el siglo XIX, las mujeres en Colombia no tuvieron acceso a las instituciones educativas en la misma proporción que los hombres. Muchas de ellas se beneficiaban de las clases que impartían profesores privados a sus hermanos o disfrutaban de la lectura de las obras que formaban parte de las bibliotecas familiares. Algunas de las escritoras fueron hijas de hombres dedicados a la política o al periodismo, lo que les permitió entrar en contacto con fuentes de información académica; otras acudieron a tertulias literarias o viajaron al extranjero, donde aprendieron otras lenguas y en no pocas ocasiones emprendieron labores de traducción. En cualquier caso, guarda mucho mérito que un buen número de mujeres consiguieran consolidar su labor como escritoras salvando las adversidades y adoleciendo de formación profesional, a lo que se sumaba el muro de prejuicios sociales que debían enfrentar. Aun así, al asumirse como escritoras, se atrevieron a dar el paso fuera de la esfera privada del hogar y sometieron su producción literaria al juicio de los editores para que fuera publicada. Así lo expresa Agripina Samper de Ancízar (que publicó bajo el seudónimo Pía Rigán) en su poema «Felicidad»:
+Vengan en la noche a dar descanso al alma
+después de los menudos quehaceres
+(graves para nosotras las mujeres)
+cuando la cara prole duerme en paz.
+Cantaré la quietud, la paz doméstica,
+la sacrosanta unción del himeneo
+cuanto me hace feliz, cuanto poseo,
+la salud, el amor, el bienestar.
+Samper de Ancízar deja claro que sólo podía entregarse a la escritura una vez terminaban para ella las tareas domésticas. Paradójicamente ese era el momento para cantar a la felicidad que significaban la vida hogareña, la salud, el amor y el bienestar. No hay en este caso un gesto de rebeldía que descomponga la integridad de la mujer por el hecho de tender hacia la escritura, aunque no se deja de reconocer que los «menudos quehaceres» eran «graves para […] las mujeres».
+Samper Ortega hace una selección de las escritoras tomando en consideración que algunas de ellas eran esposas de los denominados mosaicos, hombres que conformaban el círculo literario del periódico El Mosaico. Este grupo de mujeres escribía por entretenimiento, realizando tímidas incursiones en campos que se consideraban reservados para las mentes y los oficios masculinos. La antología recoge trabajos de autoras de Bogotá, Antioquia, la costa Caribe, Tolima, Huila, Popayán; se encuentran allí las referencias biográficas de Josefa Acevedo de Gómez, Soledad Acosta de Samper, Sofía Ospina de Navarro, Mercedes Párraga de Quijano y Waldina Dávila de Ponce. Otras escritoras son nombradas simplemente como pertenecientes al grupo de «fin de siglo», mientras que de otras más no se ofrecen datos tales como fechas de nacimiento, medios de publicación de sus escritos, etcétera. Al final del prólogo, Samper Ortega registra los nombres de las escritoras que aparecieron en el número 7.127 del periódico El Espectador, abriendo así la posibilidad de buscar sus obras, leerlas y estudiarlas.
+En la antología se incluye un cuento de Soledad Acosta de Samper, una de las mujeres más importantes en el ámbito literario colombiano del siglo XIX, quien dedicó gran parte de su trabajo a dirigir publicaciones para las mujeres con el propósito de que no sólo el público femenino tuviera lecturas que lo ilustraran sobre los temas de su interés, sino también de que otras escritoras publicaran cuentos, poemas o artículos. En la lista de los nombres de las escritoras colombianas que Acosta de Samper recoge en su libro La mujer en la sociedad moderna aparecen algunos que forman parte de la antología editada por Samper Ortega.
+Los lectores de la antología Varias cuentistas colombianas encuentran aquí cuentos representativos del costumbrismo y el romanticismo colombianos; otros donde las autoras dejan ver su intención de lograr que el público se apropie de los valores de la joven nación, recién independizada de España. Al mismo tiempo, hay cuentos cuya temática está relacionada con la fantasía y, por supuesto, aquellos que se destacan por su interés en los problemas de tipo social.
+PATRICIA ARISTIZÁBAL MONTES
+EN COLOMBIA NUNCA HAN faltado figuras femeninas que puedan presentarse con honor para las letras patrias, desde los días de la Colonia, donde tropezamos con la excelsa madre Castillo, el mayor valor intelectual de su tiempo, hasta el presente, en que podemos ufanarnos de que una compatriota, doña Mercedes Gaibrois de Ballesteros, haya sido la primera mujer que ingrese en una de las academias españolas.
+Los sectores literarios que nuestras mujeres han cultivado no son abundantes: aparte del místico, en que solamente descuella la madre Castillo —y en el cual se ensayó después doña Silveria Espinosa de Rendón—, y del histórico, donde son notables las señoras Gaibrois de Ballesteros y Acosta de Samper, apenas si han cultivado el cuento y la poesía y, en menor escala, el periodismo; con excepción de doña Manuela Sanz de Santamaría de Manrique, que cultivó las ciencias naturales, y doña Josefa Acevedo de Gómez, que también espigó en el campo de la historia y en el costumbrismo.
+En el presente volumen hemos querido reunir lo que a nuestro juicio representa mejor la mentalidad femenina colombiana expresada en prosa; en otro tomito de esta misma selección presentaremos las más conocidas poetisas colombianas, no sin descartar algunas que nos parecen imitadoras harto serviles de las escritoras del sur del continente, y que, sin el arte de una Juana de Ibarbourou, han apelado al recurso de exhibirse desnudas, para compensarnos así la falta de dotes.
+En el orden cronológico la primera escritora, en la república, que aparece a nuestra vista, es doña Josefa Acevedo de Gómez. Hacia la mitad del siglo florecieron las que con los «mosaicos» compartieron diversiones, sentimientos y penas, y aun los acompañaron en la vida, cual acontece con doña Mercedes Párraga de Quijano, doña Soledad Acosta de Samper o doña Eufemia Cabrera de Borda; esta última, encaja dentro del grupo que pudiéramos denominar de «fin de siglo», al cual pertenecen también doña Priscila Herrera de Núñez, doña Herminia Gómez Jaime de Abadía, doña Concepción Jiménez de Araújo, doña Ester Flórez Álvarez de Sánchez Ramírez y doña Julia Jimeno de Pertuz, que es como el eslabón entre las que ya pasaron y las que escriben en la actualidad, pues aún no ha colgado la péñola.
+De las modernas, son sin duda las antioqueñas las más interesantes; y aunque no todas quepan en la presente selección, y hayamos de limitarnos a doña Sofía Ospina de Navarro y doña Blanca Isaza de Jaramillo Meza, como a dos de las más caracterizadas, no por ello podemos olvidar que en la privilegiada región en donde vio la luz Tomás Carrasquilla, alentaron y alientan otras buenas cultivadoras de las letras, como Uva Jaramillo Gaitán, Ester Arango, Lorenza de Cock y Amelia Uribe.
+Las señoras Herrera de Núñez, Jiménez de Araújo y Jimeno de Pertuz representan aquí al litoral, como María Cárdenas Roa a las maravillosas llanuras tolimenses y Eco Nelly —payanesa de sangre— y María Castello, a la altiplanicie. Hay pues, en el volumen, mujeres de todas las épocas y de todas las regiones. El deseo de que ningún momento de nuestra historia ni sector alguno del país quede excluido, explica el que falten otros nombres bastante conocidos y dignos de elogio y acatamiento, pero de los cuales tuvimos que prescindir por carencia de espacio.
+A falta de cortesía pudiera tomarse el hacer aquí la biografía circunstanciada de las escritoras con cuyas producciones hemos querido honrar la presente antología del pensamiento colombiano: bien sabido es hasta dónde mortifica a la mujer de nuestra raza exhibirse fuera del recato del hogar y aun —¿por qué no decirlo?— que le lleven la cuenta de sus años. Nos limitaremos, pues, a indicaciones de carácter general que no molesten a las autoras vivas ni nos enajenen la buena voluntad de las que en la otra vida habremos de saludar con la simpatía y admiración que les guardamos.
+Doña Josefa Acevedo de Gómez, de quien se ocupó ya extensamente don José Caicedo Rojas, nació en Bogotá el 23 de enero de 1803 «de una familia distinguida por sus talentos y por su posición social, como que era hija del prócer don José Acevedo y Gómez y de doña Catalina Tejada». A los 19 años casó con el doctor Diego Fernando Gómez; mantuvo amistad con políticos de la talla de don Tomás Cipriano de Mosquera, o personajes tan misteriosos como el doctor Arganil. Hacia 1844 viajó por Europa, y falleció en las proximidades de Bogotá, en la hacienda de El Retiro, el 19 de enero de 1861.
+Doña Josefa cultivó desde niña la poesía, y escribió en prosa un «Ensayo sobre los deberes de los casados», un tratado sobre «Economía política» y un «Catecismo republicano»; con estas tres obras, destinadas más que todo a prestar servicios sociales, cumplió las obligaciones de su sangre procera. Literariamente podemos computarle las amenas narraciones «Cuadros nacionales», y un opúsculo intitulado «Oráculo de las flores y de las frutas».
+Doña Soledad Acosta de Samper, hija del prócer historiador don Joaquín Acosta y esposa del mosaico don José María Samper Agudelo, nació el 5 de mayo de 1833 y falleció en esta ciudad el 17 de marzo de 1913. Indudablemente doña Soledad quiso poner —como se dice en lenguaje teatral— a doña Emilia Pardo Bazán, que por entonces alcanzaba dilatada reputación en los países de habla española; aunque es necesario establecer que si la Pardo Bazán se reflejaba en su empaque, no alcanzó a trascender a sus obras, para las cuales prefería imitar a Fernán Caballero. En los escritos de doña Soledad no hay ni asomo de naturalismo; sus obras, en el fondo y en la forma están supeditadas al catolicismo y acendrado recato que la caracterizaron como matrona. Ella tuvo por eje de sus actividades intelectuales un bien entendido feminismo, tendiente a demostrar que el hombre se equivoca al suponer a la mujer inferior a él en capacidades intelectuales; y fue su norma ejercer una especie de apostolado en favor del hogar y de las buenas costumbres; así se explican sus repetidas incursiones en el periodismo, que supo enriquecer con sus revistas La Familia, La Mujer y El Domingo de la Familia Cristiana. Aparte de ellas colaboró en muchas otras hojas, especialmente en las que redactaba su marido.
+La señora Acosta de Samper ocultó su nombre con los seudónimos de Aldebarán, Bertilda, Andina y Renato. En lo abundante de su producción literaria no la aventaja ninguna otra escritora colombiana y, descartada doña Mercedes Gaibrois de Ballesteros, sólo compite con ella en cuanto a seriedad en sus trabajos, doña Josefa Acevedo de Gómez, autora de una inmejorable biografía de su padre; pues la Biografía del general Joaquín Acosta, de la señora de Samper, es quizá la pieza más sólida y erudita que haya producido pluma femenina en Colombia.
+De que doña Soledad espigó en la historia dan testimonio sus Cien lecciones de historia patria, su Biografía de Nariño y las de Hombres ilustres o notables, en todas las cuales si bien pueden notársele errores históricos, hay que reconocer un meritorio esfuerzo. Tales errores, por otra parte, no son exclusivos de doña Soledad si se considera que sólo en estos últimos diez años la historia se ha hecho en Colombia más meticulosa y analítica. Los escritores que cultivaron el género en los diez últimos lustros del pasado siglo, no eran muy superiores a doña Soledad; el mismo Enrique Otero D’Costa, que la ha censurado por su falta de sagacidad, se ha encargado de puntualizar cómo Plaza quiso hacernos creer que había conocido los escritos de Jiménez de Quesada, cuando en realidad apenas había visto las transcripciones que de ellos hacen Piedrahita y Zamora.
+Con todo y ser muchas, ninguna de las novelas de Doña Soledad sobrevive: José A. Galán, Constancia, Laura, Los hidalgos de Zamora, Gil Bayle, Una holandesa en América, Alonso de Ojeda, La juventud de Andrés, La familia del tío Añares, Las dos reinas de Chipre, El talismán de Enrique, Historia de dos familias, Historia de dos mujeres, Anales de un paseo, Una catástrofe, Los tres asesinos de Eduardo, El tirano Aguirre, Balboa, Buen corazón quebranta mala fortuna, Una reina del siglo VI y El esclavo de Juan Fernández, publicada en francés, idioma que ella dominaba admirablemente, lo mismo que el inglés. No obstante, su estilo, sin ser primoroso, es claro y corriente, y en la mayoría de sus obras se encuentran descripciones hermosas y pasajes de sentimiento.
+El 21 de febrero de 1870 falleció en Bogotá doña Mercedes Párraga de Quijano Otero. Esta dama colaboró en varios periódicos bogotanos con el seudónimo de María, y tiene mayor importancia en la historia literaria que en la literatura misma, pues su producción no es abundante. Algo parecido podría afirmarse de doña Waldina Dávila de Ponce y de doña Eufemia Cabrera de Borda, esposa primero del historiador y mosaico don José Joaquín Borda y casada en segundas nupcias con don Jorge Roa, el notable editor de la Biblioteca Popular. Esta señora era bogotana y usó el seudónimo de Rebeca. Doña Waldina Dávila de Ponce, neivana, alcanzó renombre por sus versos y sobre todo por su novelilla El trabajo (Bogotá, 1883), donde muestra buenas condiciones de narradora. Falleció en Anapoima el 11 de agosto de 1900.
+Más a pecho que las tres anteriores tomaron las tareas literarias las señoras Priscila Herrera de Núñez, Herminia Gómez Jaime de Abadía, Concepción Jiménez de Araújo, Ester Flórez Álvarez de Sánchez Ramírez —esposa de Luis Trigueros— y Julia Jimeno de Pertuz. Porque las compañeras de los mosaicos habían tomado esa tarea sólo en calidad de pasatiempo, de tímida incursión en campos hasta entonces reservados al hombre: temían, además, el calificativo de bachilleras, pues el ambiente de la Colonia se prolongó en muchos de sus aspectos hasta bien mediado el siglo, y era muy colonial la idea de que a la mujer le bastaba con saber coser y cocer para su recorrido en este «valle de lágrimas».
+Las escritoras de la siguiente generación vivieron ya en un medio más humano y avanzado. No les había llegado aún la época en que habrían de luchar a brazo partido por la vida. Sin apoyo de varón, como en estos días, que vuelan más que corren; pero a las consabidas lágrimas de este valle solían mezclarse las manchas de luz de las sonrisas inspiradas en una contemplación menos adusta del universo. Las señoras de Núñez, de Araújo y de Pertuz, todas costeñas, trajeron a la literatura femenina esa agradable franqueza de las gentes del litoral; y doña Herminia Gómez Jaime de Abadía, nacida en la tierra de la madre Castillo, tenía también, como Floralba —que es de familia de escritores— de dónde aportarle bríos.
+Un nuevo paso dan las escritoras de estos últimos años. Son sin duda las antioqueñas lectoras de Tomás Carrasquilla, las que, inspirándose en los tipos populares, traen a la literatura una buena dosis de verdad: Sofía Ospina de Navarro y Blanca Isaza de Jaramillo Meza se destacan por su constancia. Pero a su lado hay muchas otras que han avalorado tipos y paisajes de la montaña y contribuido a enriquecer el folklore con modismos y consejas. El día que se acometa en regla el estudio de este filón de la demosofía, se recordarán con gratitud las páginas que han escrito las señoras Ángela Villa, Uva Jaramillo Gaitán —hoy retirada del mundo—, Lorenza Quevedo de Cock y Elvira Zea de Defrancisco, bogotana esta de nacimiento, pero que tiene toda la fibra de su raza antioqueña; o las polemistas Paulina Uribe de Zuluaga y Elena Lopera Berrío; o Fita Uribe, Agripina Restrepo de Norris, María Cano y María Eastman, que más bien se han distinguido en el periodismo.
+Doña Sofía Ospina de Navarro, nieta del presidente Mariano Ospina, es mujer en extremo interesante por la amplitud de su cultura; y aun cuando se la aprecia mucho por sus campañas educativas en favor de la mujer, sus conferencias y su labor periodística, vale sobre todo por sus Cuentos y Crónicas, donde luce su estilo tan propio y despegado como castizo. Considera ella sus actividades literarias como puramente circunstanciales, pues ante todo le interesa su hogar. «Le bailaba la pluma», según su propia feliz expresión, por comentar episodios de la alta vida social medellinense que la sacaban de quicio por fútiles y ordinarios; pero de allí pasó a la observación de esferas más populares, y el resultado ha sido una buena serie de cuentos raizales que no morirán, como acontece a las producciones que carecen de apoyo real en la vida.
+Otro tanto podría escribirse de doña Blanca Isaza de Jaramillo Meza, que tiene sus cuarteles literarios en Manizales y ha sido una excelente compañera y colaboradora de su marido, el poeta J. B. Jaramillo Meza. Pero doña Blanca, periodista de todas las horas y poetisa de nacimiento, cultiva el cuento de manera más esporádica aunque no menos afortunada que doña Sofía Ospina de Navarro. Una y otra tienen mucha vida por delante, y hay derecho de esperar no poco de ellas todavía. Luz Stella, o sea María Cárdenas Roa, se nos presenta ahora con su paleta de variados matices; porque es el color su distintivo principal. Ninguna otra escritora la aventaja en la fuerza y luminosidad de algunas descripciones, como en sus novelas La llamarada y Los celos del río, donde el paisaje tolimense ardiente y dilatado, surge con pujanza inusitada en plumas femeninas. Luz Stella está hoy en la madurez de la vida y de su producción literaria, y aun cuando también cultiva el verso, es indudable que sobresale más en la prosa. Los cuentos de María Cárdenas Roa han sido reproducidos en varias revistas femeninas de Cuba, México, Uruguay, Venezuela y España.
+Cierran el presente volumen dos nombres nuevos: Eco Nelly, en sociedad Cleonice Nannetti y María Castello. Refinadísima en arte la última y notable pianista dióse a conocer no hará más de dos años con su cuento «La tragedia del hombre que oía pensar», alta y justamente elogiado, porque en él reveló originalidad y dominio del idioma. Su producción es limitada, pero hay que confiar en que el aplauso con que doña María ha sido recibida en la república de las letras la estimulará para regalarnos con otros escritos similares.
+Eco Nelly, la menor en edad, aunque no en importancia, de las autoras que van en este volumen, es de familia payanesa. Tiene mucho talento y sabe conmover, cual lo pedía Tomas Rueda Vargas, porque su cuerda es la del sentimiento. En sus cuentos hay cierta simplicidad que, lejos de restarles mérito, los avalora y les imprime un sello de distinción que bien quisiéramos ver en otras escritoras. Porque el cultivo de las letras no debiera demeritar en la mujer las condiciones que han permitido siempre a los poetas equipararlas con los ángeles.
+A manera de complemento de estas líneas, y con el objeto de servir a los estudiosos, insertamos a continuación una lista de escritoras colombianas en prosa y en verso, tomada del estudio que publicó D. Jorge Wills Pradilla en el número 7127 de El Espectador:
+Acevedo de Gómez, Josefa
+Acosta de Samper, Soledad (Aldebarán, Bertilda, Andina, Renato, Berenice)
+Álvarez Lleras de Bayona, Inés
+Álvarez de Velasco, Mercedes (Tagualda)
+Andrade Isaza, Elena
+Angulo, Enriqueta
+Antomarchi de Rojas, Dorila (Colombiana)
+Antomarchi de Vásquez, Hortensia (Resina del Valle)
+Antomarchi, Elmira
+Aranda, Ester
+Arenas Canal, Elena
+Arteaga Landínez, Leonor
+Arrubla de Codazzi, Teresa (Esmeralda)
+Blander, Leonor
+Bonilla Gálviz, Adelina
+Borda, Concepción
+Borrero, Lucila
+Botero de Bedoya, Elisa
+Brigard de Pizano, María Luisa
+Bunch de Cortés, Isabel (Belís)
+Cabrera de Roa, Eufemia (Rebeca)
+Calderón de Nieto Caballero, María
+Calvo de Gutiérrez Piñeres, Dolores
+Camacho de Figueredo, Pomiana
+Camacho de Gómez, Berta
+Camacho de M., María Josefa (María)
+Camacho, Ilva
+Camacho, Indalecia
+Camacho, Virginia
+Camargo Patiño, Leonor
+Cano, María
+Cárdenas Roa, María (Luz Stella)
+Consuegra, Inés Aminta
+Correa de Rincón Soler, Evangelista
+Dávila de Ponce, Waldina (Fanny)
+De la Roche, Berta
+Del Castillo y Guevara, Francisca Josefa
+Denis, Amelia
+Díaz de Romero, Carlina
+Díaz Otero, Margarita
+Durán de García Salas, Sinforosa
+Eastman, María
+Escobar de Olaya, Clementina
+Espinel, Isabel de
+Espinosa de Rendón, Silveria
+Faccio Lince, Elena
+Fernández de Ramos, Vicenta
+Fletcher, Georgina
+Flórez de Sánchez Ramírez, Ester (Floralba)
+Flórez de Azcuénaga, Luz
+Flórez de Serpa, Paz
+García de Moreno, Elvira
+Gómez Jaime de Abadía, Herminia
+Gómez, Elena S.
+Gómez, Mercedes
+Gónima de Restrepo, Inés
+González, Hersilia
+González Ramos, Matilde
+González Tapia, Julieta
+Grillo de Salgado, Rosario
+Greiffenstein, Inés
+Guzmán Blanco de Montealegre, María
+Haro de Gad, María Gregoria
+Haro de Roca, Dolores
+Herrera de Núñez, Priscila (Paulina)
+Hunter, María
+Hurtado de Álvarez, Mercedes
+Isaza de Jaramillo Meza, Blanca
+Jaramillo Gaitán, Uva
+Jimeno de Pertuz, Julia (Lydia Bolena)
+Loebel, Ana
+Londoño de Elfin, Azeneth
+Lopera Berrío, Emilia (Carmen Grey)
+López, Marina
+Madriñán de Ospina, Rosa
+Manrique de González García, Otilia
+Manrique Santamaría, Tomasa
+Marmolejo Ramos, Tulia (Gerardo del Mar)
+Martínez de Miser, María
+Martínez, Mercedes
+Mejía de Rico, Isabel
+Mejía María, Jesús
+Mendoza, Rafaela (Emma)
+Merizalde de Echavarría, Alicia
+Miralla Zuleta, Elena
+Montes del Valle, Agripina (Azucena del Valle-Porcia)
+Munera, Claudina
+Nannetti, Cleonice (Ecco Nelly)
+Neira Acevedo, Dolores
+Nieto de Cano, Paulina (Paulina)
+Nieto Ramos, Emilia
+Ordóñez, Emérita
+Ordóñez, Vitalia
+Ospina de Navarro, Sofía
+Pardo de Schroeder, Isabel (Diana Rubens)
+Párraga de Quijano, Mercedes (María)
+Peñaranda de Abello, Ana
+Peñuela de Segura, Gertrudis (Laura Victoria)
+Pérez de Mendoza, María
+Pineda de Caicedo, Vicenta (Corinta)
+Pinzón de Carreño, Isabel (Isabel de Monserrate)
+Posada de Posada, Leonisa
+Prieto de Torres, Francisca
+Quevedo de Cock, Lorenza
+Quijano de Ayram, Sofía
+Quiñones García, Berta (Violeta)
+Quiñones García, Carmen (Carmela)
+Ramírez Sendoya, Lourdes
+Restrepo de Norris, Agripina
+Ricaurte de Lozano, Andrea
+Rivas de Zamudio, Angélica
+Rodríguez de Echeverri, Gloria
+Rojas de Barriga, Victoria
+Rojas Tejada de Francky, María
+Rubio de Díaz, Susana
+Ruiz Escobar, Alicia
+Sáenz, Ana
+Sáenz, Raquel
+Salazar de Castello, Rosa María
+Salazar de Martínez Mutis, Sofía
+Salgar Pérez, Alicia
+Samper, Bertilda
+Samper de Ancízar, Agripina (Pía Rigán)
+Samper de García, Leonor
+Sánchez L., Ángela (Gloria Rienzi)
+Sánchez Lafaurie, Juana (Marzia de Lusignan)
+Santamaría de González, Teresa
+Santamaría de Manrique, Manuela
+Santofimio, Julia Inés (Mireya)
+Sarmiento Peralta, Julia
+Segura, Ana Rosa
+Serna de Mendoza, Justina
+Silva Pradilla de Camargo, Ester (Esmeralda)
+Suárez de Zawadzky, Clara Inés (Cíz)
+Suárez, María
+Suárez, Mercedes
+Toscano de Aguiar, Dolores
+Toscano Canal, Ana María
+Troyano de González, Lola
+Uribe de Martínez, Mercedes (Lina Dorel)
+Uribe de Zuluaga, Paulina (D. Asmodeo)
+Uribe, Fita
+Vargas Flórez de Argüelles (Emma)
+Vargas de Franco, Mercedes
+Vega Ranjel, Ana María
+Vélez, Amalia
+Verbel y Marea, Eva (Floral del Campo)
+Villa, Ángela
+Wills de Samper, Susana
+Zea Defrancisco, Elvira
+[1] Prólogo original a la edición de 1936, volumen 11 que la Editorial Minerva preparó para la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana.
+A ▪MEDIADOS DEL AÑO DE 36 me hallaba yo en las inmediaciones de la parroquia de Tibacuy, en el cantón de Fusagasugá, y recibí una atenta y expresiva invitación del cura, el alcalde y los principales vecinos, para que concurriese a la fiesta de Corpus que se celebraba el domingo inmediato. Jamás he gustado de fiestas ni de reuniones bulliciosas, por lo cual pensé excusarme; mas al recordar la pequeñez de aquella parroquia y la pobreza del vecindario, comprendí que no sería aquella fiesta de la clase de las que siempre he evitado, porque producen disipación en el espíritu y dejan vacío en el corazón. Fui, pues, a Tibacuy y llegué a las siete de la mañana.
+Compónese aquella población de una o dos docenas de casas pajizas sumamente estrechas y pobres, esparcidas aquí y acullá por la pendiente que forma la falda prolongada de una alta y espesa montaña. Hay en el lugar más llano una pequeña iglesia de teja, pobre y aseada, a cuya izquierda se ve la casa del cura, también de paja como las demás del pueblo, pero menos pequeña que las otras habitaciones. Entre estas hay algunas que no pudieron cubrirse con paja, a causa de la pobreza de sus dueños, y sólo le sirven de techado algunas anchas y verdes hojas de fique. La plaza no es sino la continuación de una colina cubierta de verde yerba, cuyo cuadro lo forman cuatro ermitas de tierra, y en sus costados solamente se ven la cárcel y cinco o seis chozas miserables. A la derecha de la iglesia, y paralela a un costado de la plaza, hay una hondonada verde y llena de árboles silvestres, por la cual corre en invierno un hermoso torrente, pero que en verano está seca y cubierta de mullida grama. Esta hondonada se prolonga como trescientas varas hasta el pie de la plaza, y los naturales la llaman La calle de la amargura, por ser aquel el camino por donde suelen llevar las procesiones de Semana Santa. Estas pocas chozas sombreadas por verdes platanares, elevados aguacates y aromáticos chirimoyos, y rodeadas por algunas gallinas, patos, perros, cerdos y otros animales domésticos, presentan un aspecto pintoresco e interesante para quien no busca allí el lujo y las comodidades de la vida. El vecindario se compone de dos razas perfectamente marcadas: algunos blancos en quienes se descubre desde luego el origen europeo, y el resto, indios puros, descendientes de los antiguos poseedores de la América. Todos son labradores; todos pobres; y, casi puedo decir, todos honrados y sencillos, hospitalarios y amables. Allí no ha penetrado todavía la civilización del siglo XIX.
+Cuando yo llegué, me rodeó la mayor parte del vecindario. Unos querían que yo fuese a alojarme en su casita, otros que admitiese su almuerzo, otros que les permitiese cuidar de mi caballo. Procuré manifestar mi agradecimiento a todos y fui a desmontarme en la casa del cura, digno pastor de aquella inocente grey. Luego que conversamos un rato salí a tomar chocolate en casa del alcalde y a dar un paseo por la plaza. Jamás olvidaré ni la obsequiosa bondad con que se me dio un decente y abundante desayuno, ni la grata impresión que recibí al dar aquel paseo matutino. Con palmas y árboles floridos cortados en la montaña vecina, se había formado una doble calle de verdura por los cuatro lados de la plaza. Esta calle estaba cortada en varios puntos por vistosos arcos cubiertos de flores y de todas las frutas que brinda la tierra caliente en aquella estación: era el mes de junio. Aquí se veía un hermoso racimo de mararayes; allí dos o tres de amarillos y sazonados plátanos; más allá un grupo de aromáticas chirimoyas; después una multitud de lustrosos aguacates, de una magnitud poco común; acá un extraño tejido de guamas de diversas especies y figuras. En otra parte yucas extraordinarias y gran variedad de raíces, legumbres y hortalizas. Otros arcos ostentaban los productos de la caza; conejos, comadrejas, zorros, ulamaes, armadillos y otros animales silvestres. Más allá se veían pendientes, doradas roscas de pan de maíz, sartas de huevos de diversos colores cogidos por aquellos montes, y muchos pajarillos vivos y muertos cuya vistosa variedad atraía y encantaba la vista. Sería difícil decir detalladamente la multitud de objetos naturales que se habían reunido para adornar aquellos arcos de triunfo erigidos en obsequio del Santísimo Sacramento. Una inmensa profusión de animales, frutas y flores formaba la ofrenda campestre que ofrecía aquel puñado de cristianos sencillos al Dios cuya misericordia se celebra en esta solemne, misteriosa y sagrada fiesta. ¡Cuánto más bellos y dignos del Criador son estos rústicos y hermosos adornos que aquellas inmensas fuentes de plata, aquella multitud de espejos, cintas, flecos y retazos de seda y gaza que se ostentan en esta fiesta en la capital de la República! Yo gozaba con delicia de este espectáculo, y las risas, cantos y alegría de este pueblo inocente alejaban de mí las tristes impresiones que casi siempre dejan en mi alma las reuniones de numerosas concurrencias. Mezcléme con los hijos de Tibacuy, y tuve el placer de ayudarles a componer sus ermitas, altares y arcos, procurando que los menos pobres no dañasen con adornos heterogéneos el gusto sencillo y campestre que allí reinaba. Las campanas repicaban sin cesar, y todo el mundo se manifestaba alegre, activo y oficioso. De repente oí el ruido de un tamboril y un pito. Entonces vino a bailar delante de mí la danza del pueblo. Componíase esta de doce jóvenes indígenas de quince a dieciocho años, sin más vestido que unas enaguas cortas y unos gorros hechos de pintadas y vistosas plumas. Llevaban también plumas en las muñecas y las gargantas de los pies, y un carcaj lleno de flechas sobre la espalda. El resto de sus cuerpos desnudos estaba caprichosamente pintado de varios colores. Presidía a estos muchachos un anciano de más de sesenta años, vestido como lo están siempre aquellos infelices indios; es decir, sin camisa, con unos calzoncillos cortos de lienzo del país, muy ordinario, y una ruanita de lana que les cubre un poco más abajo de la cintura. Este viejo estaba sin sombrero, y llevaba colgando del cuello el tamboril, al cual daba golpes acompasados con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía y tocaba el pito. Con esta extraña música bailaban los jóvenes una danza graciosa llena de figuras y variaciones, arrojando y recogiendo sus flechas con asombrosa agilidad. Yo los miré un rato con ternura y complacencia, les di algunas monedas, y me retiré.
+Salió bien pronto la procesión. El pueblo se prosternó respetuosamente y ya no se oía sino el canto sagrado, el alegre tañido de las campanas y el tamboril y el pito de la danza que iban bailando delante del Santo Sacramento. Entonces empezó a arder un castillo de pólvora preparado para la primera estación. Los indios de la danza fingieron terror, estrecharon sus arcos contra el pecho y se dejaron caer con los rostros contra la tierra. Al cesar el ruido de la pólvora volvieron a levantarse y continuaron ágiles y alegres su incansable danza. Pero cuantas veces se quemaron castillos o ruedas, ellos repitieron aquella expresiva pantomima. Confieso que no pude ya resistir la impresión que me causó aquella escena. Mis lágrimas corrieron al ver la inocente y cándida alegría con que los descendientes de los antiguos dueños del suelo americano renuevan en una pantomima tradicional la imagen de su destrucción, el recuerdo ominoso y amargo del tiempo en que sus abuelos fueron casi exterminados y vilmente esclavizados por aquellos hombres terribles que, en su concepto, manejaban el rayo. En el trascurso de más de tres siglos estos hijos degenerados de una raza valiente y numerosa, ignorantes de su origen, de sus derechos y de su propia miseria, celebran una fiesta cristiana contrahaciendo momentáneamente los usos de sus mayores, y se ríen representando el terror de sus padres en aquellos días aciagos en que sus opresores los aniquilaban para formar colonias europeas sobre los despojos de una grande y poderosa nación.
+MIGUEL GUZMÁN SE LLAMABA el respetable indio que conducía la danza de Tibacuy el día de la fiesta del Sacramento que acabo de pintar. Era este anciano de mediana estatura; tenía el color y las facciones de un indio sin mezcla de sangre europea. Sus pequeños y negros ojos estaban siempre animados de una expresión de benevolencia. Su amable sonrisa hacía un notable contraste con las hondas y prolongadas arrugas que surcaban su frente y sus mejillas. Sus cabellos y escasa barba eran blancos como la nieve y la edad había destruido la mayor parte de sus dientes, a pesar de que casi todos los indios conservaban blanca y sana su dentadura aunque vivían un siglo.
+Después del día de la fiesta, Guzmán y Mariana, su esposa, venían frecuentemente a mi casa. Yo les daba algunos socorros, les compraba sus chirimoyas; y con más frecuencia admitía el obsequio que de ellas me hacían. Jamás tuve ocupación bastante grave que me impidiese recibir a aquellos honrados ancianos. Me contaban sus miserias y sus prosperidades, me referían las tradiciones de la aldea, los acontecimientos notables que habían presenciado en su larga vida: solicitaban mi aprobación o mis consejos sobre los pequeños negocios de sus parientes y amigos, y jamás salían de casa sin haber comido y sin llevar pan para dos nietos que los acompañaban. Ya hacía más de catorce meses que yo veía semanalmente aquella virtuosa pareja, y jamás la oí quejarse de su suerte, pedirme cosa alguna ni murmurar de su prójimo.
+Una mañana vino Mariana a decirme que Miguel estaba enfermo y que ella pensaba sería de debilidad, porque hacía muchos días que no comía carne. Hice que le dieran unas dos gallinas y algunos otros víveres, y la encargué que si la enfermedad de su esposo se prolongaba viniese a avisarme. El día 16 de octubre de 37 llego un indio llamado Chavistá y me dijo: «Esta madrugada murió Miguel Guzmán, y su viuda me encargó que viniera a decírselo a su merced». No pude rehusar algunas lágrimas a la memoria del anciano: envié un socorro a la viuda y le mandé decir que cuando pudiera viniese a verme.
+A los cinco días estuvo en casa Mariana. Esta mujer distaba mucho de tener la fisonomía franca, risueña y expresiva de Guzmán. Su cara era larga, sus ojos empañados y hundidos, su tez negra y acartonada. Era también muy vieja, pero su cabello no estaba enteramente cano. En fin, ella no inspiraba simpatía en su favor, a pesar de sus modales bondadosos y del cariño que su esposo la tenía. Yo la hice sentar y le dije: «Ya supongo, Mariana, que usted habrá estado muy triste». «Sí, su merced —me contestó—, pero mi Dios es el que lo ha dispuesto así». «Esa es la vida —dije—, debemos conformarnos». «¡Sí!, yo estoy conforme y vengo a darle a su merced las gracias por todo el bien que nos ha hecho». Al decir esto su voz era firme, su aspecto perfectamente impasible y ninguna marca de dolor se pintaba en aquella cara negra y arrugada que me recordaba la idea que en mi infancia me daban de las brujas. Sin embargo, recordé que era la viuda de Guzmán, que tenía reputación de ser una buena mujer y le dije: «Mire usted, Mariana, aquí tengo un cuarto donde usted puede vivir; véngase a casa y no tendrá que pensar más en el pan de cada día; si se enferma, aquí la cuidaremos, y si tiene frío, yo le daré con qué abrigarse». Guardó ella un instante de silencio y después me dijo: «No, su merced, jamás». «¿Y por qué no?». Entonces exclamó: «¡Qué! ¿Yo comería buenos alimentos de que no podría guardarle a él un bocadito? ¿Yo dormiría en cuarto y cama abrigados cuando él está debajo de la tierra? ¡Que Dios me libre de eso! Mire, su merced, más de cuarenta y cinco años hemos vivido los dos en ese pobre rancho. Cuando él iba a la ciudad a vender el hilo que yo hilaba y las chirimoyas, yo lo esperaba junto al fogón y ya tenía algo que darle. Llegaba, me abrazaba siempre, me entregaba el real o la sal que traía, y juntos nos tomábamos el calentillo —agua-miel— la arepa o la yuca asada que yo le tenía. Si era yo la que iba a lavar al río, él me esperaba junto al fogón, y si no tenía qué darme, siquiera atizaba la lumbre y me decía: “Esta noche no hay que cenar, pero tengo bastante leña y nos calentaremos juntos”. No; ¡jamás dejaré ese ranchito! ¡Ya nadie se sienta en él junto al fogón! ¡Ya no estará allí ese ángel! Pero su alma no estará lejos, se afligiría si yo abandonara nuestra casita». Al decir esto, Mariana cruzó sus manos sobre el pecho con un dolor convulsivo. Dos torrentes de lágrimas corrieron sobre sus acartonadas mejillas, y por más de media hora escuché su silencioso llanto y sus sollozos ahogados. ¡Cuán mal había yo juzgado a Mariana por su fisonomía! ¡Ah! ¡Jamás había yo visto un dolor más elocuente y sublime, jamás había comprendido tanto amor en un discurso tan corto y sencillo! ¡Pobre anciana! Yo lloré con ella y no traté de consolarla. Cuando su llanto se calmó, le dije: «Mariana, mi ofrecimiento subsiste, aunque conozco que usted tiene razón en no aceptarlo por ahora. Pero algún día, cuando usted pueda, recuerde que esta es su casa y venga aquí a vivir más tranquila». «No, su merced —me dijo—, eso no será jamás, porque yo sé que él no se amañará sin mí en el cielo». Diciendo esto dio un profundo suspiro, y al propio tiempo se sonrió con cierto aire de calma e indiferencia. Apenas le di un corto socorro, temiendo que uno más abundante la hiciese sentir con más amargura su viudedad. Al despedirme besó dos veces mi mano e hizo tiernas caricias a mi pequeña familia. La insté que volviese, y no me respondió.
+¡Seis días después Mariana descansaba en el cementerio de la aldea al lado del venerable Miguel!
+Dedicado al señor Ricardo Carrasquilla.
+La dicha es un ensueño…
+y vivir es velar.
+ISAACS
+Mi querido Emilio:
+Al cabo de seis años de separación, he recibido ayer la primera carta tuya.
+¡Quién nos hubiera dicho que después de nuestra intimidad, de aquella dulce hermandad de colegio, habían de pasarse seis años sin volver a saber el uno del otro! Me preguntas lo que he hecho durante ese tiempo; quieres saber qué es de mi vida. Oye pues.
+Guardaba como un tesoro mis recuerdos. Hoy, por cariño a ti, abro mi corazón, desgarrando sus mal cicatrizadas heridas.
+Regresaba a mi patria después de cuatro años de ausencia. Es muy bello viajar, dicen. Un viaje a Europa es el sueño dorado de la mayor parte de los jóvenes. Todas las novedades de un viaje despiertan en nuestra alma vivas emociones que, deslumbrando la imaginación, nos hacen entrever la vida a través del más risueño panorama.
+Por desgracia, tantas y tan repetidas emociones acaban por gastar el corazón, y cuando volvemos al seno de la familia que con los brazos abiertos nos espera, ya nuestras ilusiones están muertas; los afectos que aún conservamos están vivos, y ¡ay, frecuentemente en la intimidad del hogar, al lado de la madre cariñosa y de los tiernos hermanos, suspiramos por otra vida, por otros placeres, por otras emociones!
+En cuanto a mí, había viajado por obedecer a mi padre, y lejos de mi patria suspiraba por ella, y más que por ella por mi madre a quien amaba con idolatría.
+Quince días después de mi llegada a Bogotá, propuso mi madre que fuésemos a pasar el mes de diciembre en una hacienda que poseíamos a algunas leguas de la ciudad, muy cerca del pueblo de…
+Acepté tanto más complacido cuanto que una tía mía, hermana de mi madre, a quien había yo querido mucho, vivía hacía algunos meses en una casa de campo contigua a la nuestra, y después de mi regreso había recibido dos cartas suyas en que me manifestaba el más vivo deseo de verme.
+Mi tía tenía dos hijas, un hijo de mi edad y cuatro niños. Yo tenía dos hermanas casadas, así es que con los niños de estas últimas, y mis hermanos pequeños, formábamos una familia bastante numerosa.
+Ahora, una de las niñas de mi tía, me llamó la atención desde el momento en que la vi. Acababa de cumplir dieciséis años; era alta, delgada, y tenía grandes ojos negros soñadores y tristes. Una de las cosas que más fijó mi atención fue su rubia cabellera que llevaba suelta aquel día, y que caía más abajo del talle en sedosos y abundantes rizos. La había dejado muy niña, y no me figuraba que su hermosura pudiese desarrollarse con tanta esplendidez.
+Aurora me mostraba un cariño fraternal, me invitaba a que la acompañase en los paseos, y por las noches me obligaba a bailar, burlándose de mí por la gravedad que había adquirido durante mi viaje. Una noche, el nueve de diciembre, me dijo con aquella voz dulce que ella sola poseía:
+—¿Recuerdas, Carlos, que hoy hace cuatro años te despediste de nosotras aquí mismo la víspera de tu partida?
+—Sí, lo recuerdo: y también que tú estabas dormida en aquel sofá, y fue preciso regañarte para que despertaras. ¿Pero cómo te acuerdas que hace hoy cuatro años de eso?
+—Fácilmente —me contestó—. Mis asuetos principiaban siempre el 8 de diciembre, y tú partiste el 10.
+Enseguida me obligó a que le refiriera mi viaje minuciosamente. Aquella noche, al tiempo de separarnos, me dijo que viniese temprano al día siguiente con mis hermanos, para que diésemos un paseo a caballo.
+Nunca me había parecido más seductora que aquel día con su vestido de amazona, manejando con maestría el brioso caballo que montaba. Íbamos muy aprisa: el viento agitaba los bucles de sus rubios cabellos, y la rapidez de la carrera animaba su fisonomía dando a sus mejillas los más bellos colores.
+De repente su hermana la llamó suplicándola no fuese tan aprisa, temerosa de que le sucediese algo; y añadió maliciosamente:
+—No olvides que estoy encargada de cuidarte.
+Estas palabras despertaron mi curiosidad, y pregunté a Aurora lo que significaban. Se sonrojó, bajó los ojos, y sin responderme se adelantó unos pasos.
+Sin comprender la causa, me puse pensativo, casi de mal humor, y no volví a dirigirla la palabra. Aurora se sonrió dos o tres veces al mirarme, pero su sonrisa me pareció en aquel momento un tanto burlona.
+De vuelta a casa interrogué a mi madre, juzgando que ella sabía lo que significaba la broma de mi prima. Mi madre sonriendo me dijo que Aurora se casaría muy pronto.
+—¿Aurora se casa? —exclamé sorprendido—. ¿Cómo no sabía yo nada de eso?
+—Mi hermana —repuso mi madre— me había suplicado guardar este secreto por algún tiempo, pero ya me parece inútil, puesto que el matrimonio tendrá lugar dentro de quince días.
+Callé por un momento: estaba como aturdido con tan inesperada noticia.
+—¿Con quién se casa Aurora? —pregunté tratando de disimular mi agitación.
+—Con una excelente persona —contestó mi madre—. Y mi sobrina será muy feliz. Y siguió enumerando las cualidades del doctor M… Era joven, buen mozo, rico, etcétera, etcétera, y adoraba a su prometida. Apenas la escuchaba: me parecía absurdo lo que oía. Al fin repuse como hablando conmigo mismo:
+—¿Es verdad que Aurora se casa?
+Mi madre un tanto sorprendida me dijo:
+—¿Qué tiene esto de raro? ¿No te gusta este matrimonio?
+—No, madre mía; nada tiene de raro, y conozco en el doctor M… Cualidades que nadie posee en tan alto grado; pero Aurora me parece demasiado joven para casarla tan temprano.
+En aquel momento entró mi tía que había oído mi última frase.
+—¿Qué dices, Carlos? ¿Que Aurora es demasiado joven? ¡Vaya! Si las mujeres esperasen estar viejas para casarse, se quedarían solteras. Aurora, por otra parte, tiene sobrado juicio.
+—¿Y… —pregunté, vacilando— quiere ella al doctor M…?
+—Sí lo quiere, puesto que lo ha aceptado. Además, como su padre le ha hecho conocer las ventajas de este matrimonio, sería una tonta en rehusar tan excelente partido.
+Desde aquel momento todos hablaban en casa del doctor M…, y fue preciso mostrarme contento con el próximo enlace de mi prima.
+Al fin conseguí olvidar este asunto, y por la tarde cuando volví a ver a Aurora, pude sin esfuerzo darla alguna broma. Como ella no la recibiera mal, le dije entonces:
+—¿Es verdad que te casas?
+—Sí —contestó ingenuamente—: ¡dicen que el doctor M… es tan bueno, y que seré tan feliz casándome con él!, y al decir esto frunció los hombros imperceptiblemente haciendo un gracioso gestico con la boca, lo que podía ser interpretado de mil modos. La tarde y la noche se pasaron alegremente. Las muchachas tocaron el piano, y Aurora quiso que yo la acompañara en el dúo de Norma y Polión: Ah troppo tardi t’ho conosciuta! La voz de Aurora tenía toda la suavidad, toda la pureza de un alma de dieciséis años. Le faltaba algo de la energía que exige esta música; energía que habría sentado mal en su boca.
+Al cantar yo la parte que me correspondía, creí sentir por vez primera lo que cantaba, y de seguro, si hubiera sido mujer, mi voz habría temblado. Miré a Aurora. Sus ojos encontraron los míos, pero no vi en ellos sino candor e inocencia, y su fisonomía estaba tan serena como siempre.
+La mirada pura de Aurora tuvo más poder sobre mi alma, que lo hubiera tenido una mirada llena de pasión. Comprendí lo que pasaba en mí desde el momento en que la había visto, y cuando me hallé solo en mi cuarto, me dije con tristeza:
+«La amo: sí, la amo, pero es preciso que ella lo ignore siempre, y… yo la olvidaré. ¡Es tan fácil olvidar a una mujer!…». Y riéndome de esta última frase me dormí.
+Reunidas casi siempre las dos familias, pasábamos los días en dulce intimidad. Aurora, sin embargo, me parecía pensativa, y su mirada, habitualmente triste, revelaba una honda melancolía. Al verme se sonrojaba siempre, pero se mostraba conmigo tan amable y franca como antes. Le hablaba algunas veces de su novio; ella no esquivaba la conversación, y se manifestaba agradecida al doctor M… Había tanto juicio, tanta rectitud en el carácter de esta niña, que a pesar mío pensaba en ella sin cesar, y soñaba… con ella.
+¿Por qué si Aurora era feliz estaba triste? Yo no comprendía nada, pero trataba de distraerla y hacerla reír. Inventaba por la noche algún juego, o si había en casa, como sucedía con frecuencia, algunas amigas de mis hermanas, proponía que bailásemos, lo que era acogido con entusiasmo. Bailaba siempre una pieza con Aurora, que era la mejor pareja.
+Una noche bailamos una galopa. Mi hermana que la tocaba, avivaba más la música a cada instante. Aurora, agitada por el baile, estaba admirablemente hermosa. El vivo carmín de sus mejillas daba a sus ojos un brillo extraordinario, y de sus pequeños y entreabiertos labios se escapaba un aliento tibio y perfumado. Aquel delgado talle se doblegaba bajo la presión de mi brazo, y su respiración anhelosa llegaba hasta mi mejilla. Lo que pasó por mí en aquel momento fue tan extraño que sería difícil explicarlo. Mi corazón latía fuertemente y sentía las palpitaciones del corazón de Aurora. Quise detenerme, pero ella dijo rápidamente: sigamos, sigamos. La galopa fue larga; cuando terminó la conduje a su asiento sin decirla una palabra. Su mano temblaba en la mía. Aquella noche no dormí; sufría horriblemente porque amaba a Aurora y la veía perdida para mí. Resolví alejarme de ella, pero al día siguiente cuando hablé de esto a mi madre se afligió tanto, que desistí de mi proyecto. Ella atribuía mi deseo de partir a una causa bien distinta de la verdadera, y por desgracia no tuve valor para abrirle mi corazón.
+El doctor M… era rico, muy rico: en cuanto a mí, lo único que poseía eran mis dos brazos para trabajar, y un mundo de esperanzas que me había dejado entrever el porvenir. La poca fortuna que recibiera de mi padre había concluido en mi viaje. Me sentía humillado: no podía pretender la mano de Aurora sin tener qué ofrecerla, y menos sabiendo que era pretendida por un hombre tan rico. ¡Ella me habría aceptado pobre, quizá, pero su madre, su familia!… Callé, y destrocé mi corazón para obligarlo a guardar su secreto.
+Tres días después llegó el doctor M… Principió entonces para mí una serie de tormentos incalculables. Mi amor por Aurora era diferente a todos los amores, pues sentía por ella, al lado de la pasión más exaltada, una ternura sin límites, un afecto fraternal inexplicable. Habría preferido morir antes de dirigirle una sola palabra de amor.
+Paso rápidamente por las pruebas dolorosas a que estuve sometido por cariño a mi madre, durante los ocho días que siguieron a la llegada del doctor. Aurora no tenía para su prometido más amabilidad que para ninguna otra persona. Con todas era igualmente dulce y afable.
+El doctor llegó el veinte de diciembre y el día del matrimonio fue fijado para el veintiocho. Debía partir poco después con Aurora para Medellín, donde lo reclamaban sus enfermos. Su padre venía con él a asistir al matrimonio, pero enfermó en el camino, y resolvió esperar a los recién casados en Guaduas. Aurora se había sentido algo indispuesta en los últimos días. La víspera del matrimonio estábamos reunidos por la noche en casa, y el doctor le suplicó no bailase, diciendo que le haría daño. Resolvimos, pues, que nadie bailara, y acercamos las sillas formando círculo alrededor del sofá en que ella estaba. Apenas tomaba parte en la conversación, y parecía distraída. De repente se llevó la mano al pecho y se levantó como buscando aire. Estaba muy encamada, como si toda la sangre se hubiera agolpado a su rostro. Corrí a abrir una ventana y el doctor la hizo acercar a ella. Un momento después sonrió de nuevo dulcemente, diciendo:
+—No sé lo que tengo hace días, pero vea usted, doctor, cómo me palpita el corazón —y cogiendo la mano de aquel, la llevó al pecho.
+El doctor sonrió con encanto al ver ese candor, pero al cabo de un instante haciendo un movimiento de sorpresa, aplicó no ya la mano, sino el oído al pecho de Aurora.
+—¿Qué es esto, Aurora? —exclamó—. ¿Desde cuándo tiene usted esa palpitación? ¿Por qué no había hablado de ello antes? Pero viendo que Aurora lo miraba sorprendida, temió haberla alarmado, y le dijo con más calma:
+—Esto no será nada; pero es preciso cuidarse, porque a una novia le sienta muy mal estar enferma.
+De roja que estaba la pobre niña un momento antes, se había puesto lívida enseguida.
+Cuando vi el movimiento que hizo al levantar la mano del doctor a su pecho sentí una conmoción tan violenta en todo mi ser, que estuve a punto de lanzarme sobre ella y detenerla, pero el espanto de este último calmó aquella angustia, despertando un nuevo dolor en mi corazón.
+El día fijado para el matrimonio llegó al fin.
+Hice un esfuerzo poderoso y fui con mi madre y mis hermanas a presenciar aquel acto solemne que debía arrebatarme para siempre la felicidad. Estaba resuelto a partir para Bogotá una vez concluida la ceremonia, a pesar de la pena que esto causaría a mi madre.
+Llegamos: la casa presentaba un aspecto de fiesta. Se veían flores por todas partes, y se aspiraban delicados perfumes. Toda la familia estaba ya reunida en el salón faltando sólo Aurora, que esperaba a mis hermanas para presentarse. El doctor se dirigió hacia mí; la felicidad se leía en su semblante. Temblé al estrechar su mano, y separé de él la vista. Aurora se presentó al fin, vestida de blanco, con un velo de finos encajes que sostenido en la cabeza por la corona de azahares, descendía hasta tocar el suelo. Blanca y vaporosa cual una visión, era como la sombra del primer amor que entrevemos en nuestros sueños de dieciocho años.
+Al entrar Aurora, me buscó con la vista, y al verme sonrió como siempre, pero su sonrisa tenía algo de lúgubre que me hizo estremecer. Ella, tan rosada siempre, estaba blanca como los vestidos que llevaba. Tuve necesidad de todo mi valor para manifestarme indiferente, pero sentía que a pesar de ser hombre estaba a punto de desfallecer.
+¡Es preferible la muerte a un sufrimiento semejante!
+Durante la ceremonia no tuve conciencia de lo que pasaba a mi alrededor: solamente cuando la voz trémula de Aurora murmuró tímidamente el sí que la ligaba para toda la vida, me pareció que era el alma que salía de sus labios dejando tan sólo un frío cadáver.
+Salí de la sala sin hacer el menor ruido para no llamar la atención, y una vez fuera, corrí, corrí sin detenerme, y buscando el bosquecillo más espeso me oculté en él, y lloré todas las lágrimas de mi corazón… ¡Nada había ya en el mundo para mí! ¡Ningún halago, ninguna esperanza! ¡Mi porvenir estaba destruido! Ideas locas, ideas de muerte agitaban mi cerebro, y exclamaba como fuera de mí:
+«¡Oh, yo que creía tan fácil olvidar a una mujer! ¿Cómo olvidar a Aurora? ¡Pero Aurora no es una mujer, es un ángel: una mujer no tiene nunca esa mirada; mirada sin amor, y sin embargo, llena de una dulzura melancólica que arrebata el alma!».
+Largas horas pasé de este modo. Resuelto a partir para Bogotá salí del bosque y me dirigí a la casa.
+A la entrada de la alameda vi un criado que llevaba de la brida un caballo ensillado, y no lejos un grupo de algunas personas entre las cuales vi el blanco vestido de Aurora. ¿Qué podía ser aquello? Me acerqué, y en aquel momento el doctor M… se despedía de las personas que lo rodeaban. Dirigió algunas palabras en voz baja a mi tía, enseguida tomó la mano de su esposa, se alejó con ella unos pasos, le dijo también algunas palabras con voz conmovida, besó aquella mano reteniéndola algún tiempo entre las suyas, y enjugando rápidamente una lágrima, saltó sobre su caballo y partió. Aurora lo siguió con la vista hasta que hubo desaparecido en un recodo del camino, y enseguida miró hacia uno y otro lado como buscando a alguien. Su mirada conservaba aún la misma expresión de tristeza que le había visto en la mañana.
+Mi tía se acercó a ella, y le abrió los brazos con ternura. Aurora se precipitó en ellos, inclinó la cabeza sobre el hombro de su madre y lloró. La amargura de mi corazón desbordó entonces. ¿Por qué lloraba Aurora? Yo sabía mejor que ella que no amaba al doctor; ¿cómo explicar entonces su tristeza? No comprendiendo nada de lo que acababa de pasar, interrogué a mi madre.
+Algunas horas después de terminada la ceremonia había llegado una posta de Honda con una carta en que avisaban al doctor que su padre quedaba de muerte. El doctor miró a Aurora, vacilando quizá entre su amor y su deber, pero pronto mandó ensillar el caballo, y pocos momentos después presencié su partida.
+Bendije a la providencia por aquel incidente, y me acerqué a Aurora que había entrado a la sala con las demás personas.
+Al verme se sonrojó más que de costumbre, pero me tendió la mano cariñosamente, diciéndome:
+—¿Qué te habías hecho, que no te vi en el almuerzo?
+Contesté cualquier cosa, y le manifesté mi pena por la partida del doctor.
+—Se ha ido muy triste —contestó—, y es una desgracia que su padre haya enfermado tan gravemente.
+—Pero si él se fue triste, tú lo estás aún más: ¿no es verdad? —le dije sin poder ocultar enteramente la amargura que a mi pesar revelaban mis palabras.
+—¿No es muy natural que esté triste? —me dijo—. Todo lo que ha pasado hoy es tan extraño, tan nuevo para mí, que estoy impresionada, y luego estoy nerviosa, me siento enferma —su voz al decir esto tenía una singular expresión.
+El día terminó tristemente. Los convidados se alejaron y pronto no quedaron en casa de mi tía más personas de fuera que mi madre, mis hermanas y yo. Habían obligado a Aurora a recogerse para descansar de las fatigas y las emociones del día.
+Julia, mi hermana mayor, que estaba sentada a mi lado, me dijo con aire misterioso:
+—Aurora no llora por su marido, ella está triste hace días, y la he visto llorar con frecuencia. ¿Qué puede tener?
+—Calla, Julia —le dije—; no repitas eso, ni lo creas tampoco. Antes lloraba por la ausencia del doctor; ¿hoy no tiene suficiente motivo para estar triste?
+Julia movió la cabeza en silencio, y después replicó:
+—Tú no conoces a las mujeres. Aurora está enferma y triste, pero ninguna parte tiene en esto el doctor.
+—¿Quién entonces? —le pregunté con ansiedad.
+Julia vaciló un momento y luego me dijo con aire solemne:
+—Carlos: vete mañana mismo para Bogotá. Si es preciso vámonos todos, Aurora te ama, ya no puedo dudarlo, y la pobre niña no lo sabe siquiera. Es preciso que te alejes al momento.
+La voz de Julia estaba conmovida, y sus ojos llenos de lágrimas.
+Me levanté de allí presa de la más viva agitación. Julia había adivinado el secreto de Aurora, y aquella confidencia era el último golpe que faltaba a mi corazón para acabarlo de matar. ¿Era pues verdad que Aurora me… amaba? ¡Desgraciado de mí! Ya no había remedio, ¡y por orgullo la había dejado sacrificarse! La noche que pasé fue espantosa. La partida inesperada del doctor me había hecho desistir por un momento de mi proyectado viaje; pero era preciso seguir el consejo de Julia, era forzoso volver a Aurora la calma y la felicidad.
+Si el matrimonio se hubiera retardado algún tiempo, mi amor por Aurora lo habría desafiado todo, y mi orgullo vencido habría callado; pero todos los acontecimientos se sucedieron tan rápidamente que no tuve tiempo de reflexionar ni de medir la enormidad de mi desgracia.
+Aurora amaneció más mala que la víspera, y no pudo levantarse. No tuve valor para ausentarme dejándola enferma, y esperé.
+Al día siguiente, temprano, fui acompañado de Julia a preguntar por su salud. La hallamos en la alameda que conducía a la casa; venía con su hermana, y como no me habían visto, dejé adelantar a Julia y me detuve medio oculto tras un árbol para verla. Llevaba el mismo vestido que le había visto el día de mi llegada. Traje claro de tela ligera sin más adornos que una cinta azul que ceñía su cintura, y un sombrerito de paja italiana adornada de azul. Estaba pálida como el mármol, y anchos círculos azules rodeaban sus ojos.
+Su hermana trataba de abrigarla con una capa de tela gruesa.
+Tardaron en acercarse: yo la contemplaba de lejos, comprimiendo los fuertes latidos de mi corazón. Cuando llegaron cerca de donde estaba, oí que su hermana le decía:
+—¿Qué tenías anoche cuando te desperté? Parecías estar con pesadilla.
+—¡Oh, tuve un sueño muy extraño: si supieras!…
+En aquel momento me adelanté hacia ellas.
+Aurora se estremeció y un vivo carmín coloreó sus mejillas tan pálidas poco antes; pero repuesta pronto me saludó afectuosamente. Le pregunté si estaba mejor, manifestándole mi alegría por haberla encontrado fuera de la casa, y me contestó que se sentía perfectamente bien. Julia insistió en que nos refiriese el sueño de que hablaba a mi llegada.
+—¡Es un sueño tan raro! —dijo Aurora riendo; y dirigiéndose a mí, añadió—: si tú lo supieras me harías mucha burla.
+—Vamos, cuéntanos ese sueño: te aseguro que estoy muy curioso.
+—Soñaba que habíamos subido a una montaña muy elevada, desde donde se veían grandes ciudades, hermosos edificios, mares inmensos.
+Estaba con mi vestido de novia: cuando llegamos a la cima de la montaña quise volar, porque tenía alas doradas muy bellas. ¡Me parecía tan sencillo volar! Ya iba a lanzarme el espacio, cuando sentí mi vestido enredado en la roca. Volví la cabeza y vi a mi madre que lo tenía asido con entrambas manos y lloraba. Miré al otro lado y… Pero vas a reírte de mí —dijo con timidez.
+—No, no; continúa, te lo suplico.
+—Pues bien. Del otro lado estabas tú, y tenías mi velo asido, como mi madre tenía el traje, y lo mismo que ella me suplicabas no me fuese. Me senté, pues, y pronto mi madre se durmió en mi regazo.
+—Te busqué con la vista, pero ya no estabas tú allí sino mi hermana. Levanté suavemente la cabeza de mi madre; enjugué sus lágrimas con un beso, y sin despertarla la recliné contra el pecho de mi hermana. Luego, poniéndome de pie en la cima de la montaña, levanté el vuelo; volé largo tiempo y tan fácilmente como vuelan las aves. De repente me sentí cansada y quise detenerme. En aquel momento una forma vaga que despedía una luz brillante, me tendió la mano. Lo que vi entonces, no podría referirlo. ¡Era tan lindo! Tan lindo como debe ser el cielo. Oía música por todas partes, divinas armonías, cánticos de alabanza. ¡Oh!… Por eso esta mañana dije a mi hermana que querría morirme, porque sólo en el cielo deben verse y oírse tan bellas cosas.
+Aurora miraba hacia el cielo con una especie de éxtasis, y todos callábamos. Mi corazón oprimido dolorosamente me decía que aquel sueño era un presentimiento. Su hermana y Julia tenían los ojos arrasados en lágrimas que trataban de ocultar a Aurora.
+Aquella noche dije a mi madre que tenía que ausentarme por algunos días, prometiendo volver pronto; era un sábado; debía partir el lunes temprano. El domingo invitó mi madre a comer a la familia de mi tía. Aurora había recibido dos cartas de su marido, por las cuales se sabía que su padre seguía cada vez peor. Después de la comida salieron a dar un paseo. Yo iba pensativo y más abatido que nunca, porque era la última vez que veía a Aurora, resuelto como estaba a alejarme de ella por largo tiempo.
+Si el alma de la pobre niña se revelaba a ella al fin, estaba perdida, porque lo que constituía hasta entonces su felicidad era la ignorancia misma de sus sentimientos. Era preciso separarme de ella para dejarla a su marido en toda su pureza. Aurora sería feliz con él, y mi recuerdo se borraría con la felicidad.
+Los niños iban adelante riendo y jugando. Julia y Aurora, abrazadas, seguían tras ellos, y luego venían mi madre, mi tía y otras personas. Julia volvía frecuentemente la cabeza para ver si yo las seguía: una de aquellas veces Aurora miró también hacia atrás y al verme se detuvo y me llamó.
+—¿Por qué no vienes con nosotras? ¿Qué tienes? —Y su mirada inquieta parecía interrogarme.
+—Tengo un negocio que me preocupa —le contesté—, y por el cual me veo precisado a partir mañana muy temprano.
+Aurora palideció visiblemente, y después de un momento de silencio me dijo con su más dulce voz:
+—Pero volverás pronto; ¿no es verdad?
+—Sí, volveré lo más pronto que pueda —y al decir esto incliné la cabeza y continuamos nuestro paseo en silencio. Si hubiera mirado a Aurora, ella habría visto mis ojos llenos de lágrimas.
+Volvimos a la casa de mi tía cuando principiaba a oscurecer.
+Los niños se quedaron en el llano jugando ruidosamente; todos los demás entraron a la sala, y Aurora, Julia y yo nos sentamos a la puerta del corredor que daba a los jardines. Todos tres callábamos. La noche principiaba serena y apacible. Las mirlas y los pajarillos buscaban sus nidos en los árboles. Las pequeñas mariposas color de lila nacidas de las flores, parecían buscar el regazo materno para dormirse en él. Todos aquellos mil ruidos de la naturaleza que se duerme, traían a mi alma tristezas misteriosas, hondas, inexplicables.
+Había detestado siempre el romanticismo, y héme aquí de repente más romántico que una niña de dieciséis años. Aurora dejó escapar un suspiro, y Julia le dijo:
+—¿Qué tienes, Aurora, estás triste?
+—Sí —contestó ella—, estoy triste: tan triste que creo que me voy a morir de tristeza.
+Y levantándose dio algunos pasos por el césped.
+—Mira— añadió luego—: cuando estoy triste me palpita tan fuertemente el corazón, que me ahogo; y levantaba las manos a su pecho como para comprimirlo.
+—Déjame ir a buscar el remedio que te dejó el doctor; eso te calmará.
+—No, no te vayas —exclamó Aurora deteniéndola—. ¿Sabes lo único que me calma?, llorar. Cuando me siento mala, lloro, y enseguida me encuentro bien —y rodeando el cuello de Julia con sus brazos, lloró largo rato.
+Aquella escena me mataba. Me levanté de allí y me alejé algunos pasos, con el alma despedazada. Un momento después Julia se levantó también con Aurora, a quien condujo a un banco de madera que había cerca de la puerta de entrada, y la hizo recostar allí. Aurora pareció dormirse. Julia la contempló algún tiempo, y se alejó enjugándose una lágrima. No pude resistir por más tiempo. Sin saber lo que hacía, pasé de un salto la baranda del corredor y me acerqué a Aurora sin hacer el menor ruido. Me detuve un instante, temeroso de que estuviera despierta, pero oyendo su respiración pausada e igual, me convencí de que dormía y me acerqué aún. La miré tras una nube de lágrimas que oscurecía mi vista. Estaba excesivamente pálida, y solamente en la parte superior de las mejillas se veían dos pequeñas manchas rojas.
+Me dejé caer de rodillas cerca de ella, tomé temblando una de sus manos que pendía fuera del banco en que reposaba. Aquella mano estaba tan fría que me estremecí involuntariamente. En su mejilla se veía una lágrima que había olvidado enjugar.
+Su hermosa cabellera caía en ondas hasta el suelo dejando descubierta la frente. La miré largo tiempo sin poder apartar la vista de aquella celeste visión: nunca la había mirado lo suficiente, temeroso de ser sorprendido por ella. ¡Su dulce y poética imagen estaba, en verdad, grabada en mi corazón, en mi alma! ¡Pero quería verla, mirarla, devorarla con la vista para no olvidarla jamás!… ¡Permanecí allí absorto, mudo en la contemplación de aquella figura tan bella, tan amada! ¡Estaba casi seguro de poseer su corazón, y a pesar de esa deliciosa seguridad, iba a separarme de ella para siempre quizá, sin que mis labios hubieran murmurado una sola palabra de amor, sin que una mirada mía la hubiera dejado comprender el fuego que devoraba mi corazón! ¡Ay, de cuánto valor tuve necesidad para callar! Con su mano entre las mías, trémulo de emoción, dejaba correr silenciosamente mis lágrimas, murmurando un triste adiós a esta bella niña que sufría tal vez por mi causa.
+—Adiós, Aurora —murmuré muy bajo: tan bajo, que nadie habría oído mi voz—. ¡Adiós para siempre! ¡Perdóname si te he hecho sufrir! ¡Dios te colme de felicidad, y yo le rogaré para que mi recuerdo se borre enteramente de tu memoria! ¡Qué importa que yo sufra, que sea desgraciado, siempre que sepa que tú eres feliz!
+En aquel momento oí las voces y las risas de los niños que se acercaban: era preciso huir para que no me viesen allí. Besé la pequeña mano de Aurora, me incliné para verla por última vez, y en aquel momento sus labios murmuraron muy bajo un nombre… ¡Era el mío!…
+Las voces se acercaban aún más. Delirante de dolor, me incliné hacia el suelo. Tomé en mis manos la extremidad de los bucles de la cabellera de Aurora, los llevé a mis labios, los cubrí de besos y de lágrimas, y me alejé rápidamente… Una vez en los jardines, hui como hubiera huido un criminal, y sin saber a dónde iba. Mis sienes latían, mi razón vacilaba…
+Hay sufrimientos tan intensos, que su misma intensidad embota los sentidos y entorpece la memoria.
+Aquella misma noche partí para Bogotá.
+Cuando perdí de vista la casa de Aurora que divisaba a la luz de la luna, sentí romperse todas las fibras de mi corazón. ¡Oh, no volverla a ver nunca o verla esposa de otro! ¡Sueño o estoy loco, Dios mío! ¿El amor causa, pues, tantos y tan crueles sufrimientos? ¡Y yo que creía tan fácil olvidar a una mujer!… Si mi orgullo fue un crimen, ¿no estaba suficientemente expiado? En aquel momento la campana del pueblo vecino dio el último toque de las ocho. Aquella campana halló en mi corazón un eco lúgubre, y dolorosamente impresionado clavé las espuelas al caballo y partí al galope.
+Llegué a Bogotá en un estado que causaba lástima: no quise ver a nadie y me encerré en mi cuarto.
+¡Ya no vería más aquellos ojos tristes que amaba tanto! ¡Ya no volvería a oír su voz, esa voz que era para mi alma como la fina campanilla de un timbre que resuena y vibra largo tiempo!…
+Dos días después me entregaron una carta de Julia. Mi mano tembló al recibirla, y la miré algún tiempo sin atreverme a abrirla. Creía que me anunciaba el regreso del marido de Aurora, y me sentía cobarde ante aquel nuevo sufrimiento. Al fin hice un esfuerzo y rompí el sello. La carta cayó de mis manos, y una nube cubrió mi vista.
+Julia me decía:
+Querido hermano: Aurora está gravemente enferma. Desde el lunes por la tarde se ha agravado de tal modo, que temo por su vida, yo que conozco la causa de su mal. ¡Pobre Carlos! ¿Por qué no te confiaste a mí cuando aún era tiempo? ¡Aurora se muere! Esto es, sin embargo, lo mejor que puede sucederle, porque para ella no hay ya felicidad posible sobre la tierra. Adiós, hermano mío. Prepárate para recibir un nuevo y espantoso golpe… Sobre todo, no vengas. ¡En nombre de Aurora misma te lo ruego!…
+A pesar de esta súplica de mi hermana, mil veces estuve a punto de partir para la hacienda. ¿Cómo pintar las horas que pasé antes de recibir otra carta de Julia?
+A las seis de la mañana del día siguiente, volvió el criado que envié a saber de Aurora. Tomé la carta que me traía, y palpitando de ansiedad la leí. Contenía estas palabras:
+«¡Valor, hermano mío: sé hombre!
+«¡Aurora acaba de expirar!… ¡El doctor, que llegó ayer, está loco de dolor. Mañana estaremos en Bogotá!».
+No supe lo que sucedió después de esto, caí al suelo sin conocimiento, y por más de un mes estuve entre la vida y la muerte.
+Muerta Aurora, parecía que mi alma hubiera volado con la suya…
+No he encontrado nada más a propósito para terminar, que esta sencilla frase con que Carlos Nodier termina su novela Serafina:
+«Después me han preguntado frecuentemente por qué vivo triste».
+TUYO, CARLOS
+Inscritos están en la columna de la plaza de los Mártires muchos nombres de próceres, y entre ellos se leen estos cinco: brigadier, José Díaz; teniente coronel, Francisco López; teniente coronel, Benito Salas; coronel, Fernando Salas; y don Miguel Tello.
+He aquí la historia de su sacrificio, que fue consumado el día 26 de septiembre de 1816, en la plaza de Neiva. Ellos eran miembros de una sola familia.
+Dos esbirros del general Morillo descendían por una de las calles que conducen del centro de la ciudad de Neiva al río Magdalena. La tarde era apacible y serena; un vientecillo suave y fresco rizaba apenas la superficie de las aguas, y las corpulentas palmeras de la vega movían voluptuosamente sus copas. Los pobres vivanderos que regresaban del mercado soltaban sin afán las barquetas para trasladarse a sus humildes casas de campo, cuando se apercibieron de dos esbirros que en ese momento les gritaban:
+—¡Alto ahí las barquetas, de orden superior! —y mientras los bogas oían esta intimación, varios soldados desembocaron por la misma calle, y sin aguardar razones, se apoderaron de las barquetas, llamando a cada una su piloto.
+—¿A dónde? —preguntaron estos.
+—Desembarcaremos en Opia —contestó el que parecía jefe de la gente armada.
+Los campesinos palidecieron y se miraron con asombro: se trataba de ir a la hermosa hacienda llamada La Manga, y no sería para nada bueno; ya cuatro de sus señores estaban en estrecha cárcel, y sólo quedaba en libertad don Fernando, el buen mozo de la familia, que era como niña mimada de todos cuantos le conocían: aficionado a la caza, a la pesca y a su guitarra, que tocaba con habilidad, prolongaba lo más posible sus excursiones en la encantadora mansión, que reunía para él todos los goces de su vida. Fue, pues, allí donde se prometieron hallarle los esbirros de Morillo.
+—¡Adelante! —dijo el oficial, y cada boga tomó su remo, que puso en juego perezosamente, pero a pesar de esto, muy en breve estuvieron del otro lado, y desembarcaron en Opia sin remedio. Los esbirros pidieron bestias al mayordomo, y siguieron camino hacia la casa principal de La Manga. Ya uno de los vivanderos les había ganado en agilidad y llegaba jadeante a las puertas de la casa.
+—¡Sálvese usted, señor! —le dijo a don Fernando—.Viene tropa.
+—Lo que quieren de mí son bestias y ganado —contestó con una despreocupación increíble y, pasándose la mano por la frente, quedó pensativo contemplando la llanura, que a la sazón figuraba un inmenso manto de esmeralda.
+La casa estaba entonces situada a la orilla de un gran lago, circuido perfectamente de corpulentos árboles, sobre los cuales se posaban, a mañana y tarde, centenares de garzas blancas y rosadas. Un hermoso bote a la orilla recordaba tiempos más tranquilos, en que don Fernando surcaba las aguas, ya con la escopeta en la mano, ya con los instrumentos de pesca; solo, algunas veces; otras, con sus amigos de predilección.
+Alguien le había dicho que en esos días le pedirían un empréstito, y recibió a los españoles con la cultura de maneras que jamás hace falta en hidalgos como él.
+Un pliego le fue entregado, y al concluir su lectura, dirigiéndose al jefe, le dijo:
+—Hay ganados y caballerías; tomad lo que quisiereis.
+—Es una suma fuerte lo que se os pide.
+—No hay plata en caja —contestó don Fernando—. Os doy lo que hay.
+—Es indispensable que nos deis la suma.
+—Está bien; voy a escribir para que la consigan.
+—¿A quién? —interpeló el oficial con sonrisa diabólica—. Todos vuestros allegados están prisioneros.
+—Entonces, me tarda reunirme con ellos —exclamó don Fernando, poniéndose mortalmente lívido—. No daré nada.
+—Seguid con nosotros.
+—La noche viene —dijo el compañero—, y no tenemos orden de marchar hasta por la mañana, y esto en caso de que este caballero se niegue absolutamente a entregar la suma.
+—Es verdad— contestó el primero, comprendiendo el partido que podía sacar.
+Quedó aplazada la partida para el día siguiente; condujeron a los españoles a una pieza decente, y don Fernando, sumergido en una poltrona, quedó por toda la noche presa de terribles reflexiones.
+Amaneció. Don Fernando vio y sintió la tibia luz de la aurora: luego fue poco a poco desplegando su esplendor una de esas mañanas verdaderamente tropicales, en que la frescura del aire, inoculando vida, despierta en el hombre, más que nunca, el instinto de la conservación. Miró con tristeza todo cuanto en aquellos momentos iba a abandonar, con esa ternura, con esa pasión con que se mira lo que se ve quizá por la última vez; pues no se ocultaba a su penetración el abismo sin fondo que probablemente iba a tragárselos. Jamás las brisas de la laguna habían acariciado más dulcemente sus cabellos; jamás había encontrado tan bellos y pintorescos los verdes matices de los árboles vecinos a la casa, y aquella bandada de garzas, unas en la orilla y otras sobre las ramas, le parecían guardar una actitud pensativa, como si suspirasen su adiós.
+El horizonte se dibujaba con la precisión de líneas y la frescura de colores que tanto admiró Colón en América; y el cañaveral y las plataneras, cerrando el paso a la vasta llanura donde pacían tranquilamente los rebaños de lozanas vacas, completaban el paisaje.
+Don Fernando descendió al fondo de sí mismo y comprendió cuán liberales habían sido con él la naturaleza y la fortuna. Era joven, hermoso, inteligente, rico, y toda esa fortuna, en su plenitud, iba a perderla. Allá a lo lejos un vago rumor de aguas y plantas, el balido de las ovejas, el zumbido de los insectos y el aleteo de los pájaros en la huerta; todo le parecía un concierto de voces cariñosas, un arrullo que le decía: ¡Quédate! Los criados andaban con disimulo cerca de él sin atreverse a dirigirle la palabra, pero con los ojos humedecidos de lágrimas. Los arrendatarios de la hacienda estaban mudos de pesar e indignación, y se sentían tentados a arrebatar al prisionero, pero comprendían que sería abreviarle la vida.
+—Si queréis traer algunos objetos, podéis disponerlo —le dijo el oficial.
+—Todo lo tengo allá, como aquí —contestó don Fernando desdeñosamente—. Partamos; Juan, mi caballo.
+—Dispensad, pero tenemos orden de conduciros a pie.
+—¡Miserables! —gritó don Fernando con voz estentórea, como si ya deseara que le atravesaran el corazón.
+Mudos los esbirros lo colocaron entre los soldados y marcharon.
+La prueba de tener que caminar a pie era más que dura para don Fernando, pero, no obstante que el sol abrasaba con sus voraces rayos toda la llanura, el prisionero no dio la menor señal de fatiga. ¡Qué mucho que sus sentidos estuviesen insensibles bajo las impresiones morales que tenían subyugado su espíritu! Iba a reunirse con su hermano y cuñados, pero, ¡cómo y en qué lugar! Si doña Francisca, su esposa, sabía la terrible nueva, saldría a encontrarle, ella, que pensaba reunirse con él al día siguiente. ¡Cuánto le acobardaría su vista!
+Esos temores se desvanecieron bien pronto al encontrar las calles y la plaza bastante solas. Las puertas de la cárcel se abrieron para dar entrada al prisionero y le fue permitido, por unos momentos, caer en brazos de sus hermanos. Allí estaba don Benito, casi cadáver: había hecho la campaña desde el año de 1813; largo tiempo en destacamento, al pie del Puracé había casi perdido la vista y el uso de las piernas, a causa de la refracción y el frío de la nieve. En tan infeliz estado, su prisión, que ya databa de tiempo atrás, afligía en extremo a la familia. Casado hacía bastantes años con doña Juanita López —así la llamaban por su estatura pequeña—, en su hogar había encontrado felicidad completa junto a la que podía compararse con los ángeles, por su sinigual bondad, su prudencia inalterable y la inefable dulzura que presidía todos los actos de su vida. Su caridad para con los desgraciados era inagotable; calladita y con menudo paso recorría todas las cercanías de la ciudad, en busca de necesitados que socorrer y de enfermos que aliviar; en su casa jamás una palabra imprudente, ni una queja amarga salía de su boca; el timbre de su voz era tan suave, que apenas se le oía. Esta era la compañera de quien don Benito se había visto separado largas temporadas, ya a causa de las campañas y últimamente en la prisión. Al verle don Fernando, sufrió por los dos.
+La nueva arrestación llegó a oídos de la familia con rumores siniestros. Las señoras, ya fuera de sí se agolparon a las puertas de la cárcel, pidiendo que se les permitiese ver a los prisioneros. La señora Mariana de Vives, casada con don Miguel Tello, era modesta; doña Feliciana Torrente, la esposa de don Fernando, altiva sobremanera; postraba con sus invectivas a los españoles; doña Juana Salas, casada con López, era severa y las reconvenía duramente; pero todos esos desahogos fueron vanos; sólo doña Juanita, con sus pequeñas manos juntas, en actitud suplicante, y quizá por su estado interesante, logró ablandarlos hasta el punto de obtener entrada.
+La entrevista fue desgarradora, aunque ningún arranque de desesperación desmintió el carácter de doña Juanita; bañada en lágrimas, solamente profirió palabras de paciencia, de resignación y de esperanzas celestiales. ¡Qué cosa tan bella es la piedad cristiana! Y ¡cómo levanta los corazones de la tierra! Esa aparición de ángel dejó más consolados a los prisioneros. Las palabras de conformidad y sumisión se cruzaban entre ellos como si ya comprendieran que se trataba de un desenlace irreparable.
+Había una anciana del pueblo que fue nodriza de Rafael, el hijo mayor de don Benito, y a quien todos llamaban mama Eulalia, y era ella quien desde el principio de la prisión iba diariamente a la cárcel, llevándoles alimentos y demás objetos que necesitaban; unas veces lograba penetrar a donde ellos, otras tenía que dejar con el centinela y volverse desconsolada; esto variaba según la índole de la guardia.
+Casi todas las familias de los prisioneros se habían reunido en una sola casa, para hallarse al mismo tiempo informadas de todas las peripecias que ocurrían.
+La noche que siguió a la captura de don Fernando, nadie pudo conciliar el sueño; por todas partes los sollozos y quejidos causados por dolencias corporales; el hondo desconsuelo de un futuro desconocido que presentían se acercaba con pasos de gigante. En medio de tal cuadro se destacaba la figura de doña Juana Salas, como la estatua del valor: su estatura elevada y un poco enjuta, guardaba algo como de impávida actitud, que contrastaba con su demacrada fisonomía, donde bien podían leerse todos los estragos de la profunda pena.
+Al amanecer del nuevo día, esperaban con ansiedad indecible a que mama Eulalia pudiera penetrar en la cárcel con el desayuno; llegada la hora se agruparon a esperar que regresara; tenían tantas cosas que preguntarle, y los minutos les parecían siglos; ese día se tardó más que de costumbre. Al fin apareció; desde lejos notaron que volvía con la cabeza inclinada sobre el pecho, y, enjugándose el rostro, salieron a su encuentro y la rodearon, apremiándola y asediándola con preguntas.
+—¿Qué hay? ¿Cómo están?
+El silencio era su sola respuesta; al fin pudo desatar el nudo de su garganta para proferir esta tremenda frase:
+—¡Van a ponerlos en capilla!
+—¡En capilla! —repitieron todas, tan acordes, que se oyó como un eco sepulcral.
+—¡Mañana! —añadió la anciana con voz casi inarticulada.
+Imposible pintar el trastorno mortal que alteró todas aquellas fisonomías.
+Jamás empeños más inauditos se pusieron en juego para obtener gracia; ofrecieron su cuantiosa fortuna. Se les contestó que todos los bienes estaban confiscados. Pero la crueldad irrisoria no omitió someter a don Benito a otra terrible prueba, proponiéndole que hiciese precipitar a su hijo mayor desde la torre, y así se salvaría. Inútil es decir que al niño se le dejó ignorar semejante propuesta.
+Es un día de ahorcado, dice el vulgo, cuando las nieves se agrupan y se tiñen de oscuro color gris, el viento silba con tristeza y las plantas se afligen. Y en verdad ese proverbio no carece de razón, porque frecuentemente vemos a la naturaleza revestirse de tétrica expresión en los terribles acontecimientos de la vida.
+Los prisioneros habían ya apurado a grandes tragos el amargo cáliz, y sufrido las mil muertes que pueden acabar con un hombre en el término de tres días, en que sabe que es irremisible su sentencia, y en que cuenta las horas, los minutos y los segundos que van reduciendo la cantidad de existencia que le queda. Delante de aquel santo Cristo y aquel paño negro habíanse agotado ya todas sus tristes reflexiones. Allí mismo se habían extendido, ante sus ojos, el enlutado porvenir de sus esposas, sus hijos y sus hermanas, a quienes comprendían que sólo iban a legarles un caudal de persecuciones y dolores. Y la libertad, aquel sueño esplendoroso que los había precipitado a tantos abismos, ¿tendría segura cima? ¿De veras habría patria? ¡Qué duda tan horrible para los que nada, nada habían omitido en el camino del sacrificio! Si la seguridad del triunfo les hubiera asistido, ¡con qué felicidad hubieran marchado al cadalso! Estos pensamientos de seguro pasaban por la mente de algunos, cuando un sudor frío les inundaba el semblante y un temblor involuntario los sobrecogía. Así los encontró mama Eulalia cuando fue a la cárcel por última vez, y de los labios de la pobre anciana, aniquilada e ignorante, brotaron las poderosas palabras de la fe, consuelo único en el trance terrible de la muerte:
+—¡Valor! Allá nos reuniremos todos.
+—Que así sea —le contestaron, abrazándola con ternura, y cada uno murmuró a su oído la súplica, el encargo más caro a su corazón.
+El tiempo transcurrió brevemente después de la desgarradora escena que sólo puede comprender quien haya visto un condenado a muerte. Cesó la debilidad inherente a todo ser humano, como Jesucristo mismo lo demostró sudando sangre. Los prisioneros enjugaron sus lágrimas. Una reacción se verificó en ellos, sintiéndose animados de patriótica resolución.
+Cinco patíbulos estaban en la plaza vistosamente colocados para escarmiento público. El esquilón sonó, y los cinco prisioneros, vestidos de negro sayal, desfilaron con la frente levantada, al mismo tiempo que el reverendo padre Bernal, amigo de la familia, los ayudaba a bien morir con voz conmovida.
+Cuando llegaron al punto de la ejecución, una agonía terrible se apoderó de don Fernando al pensar en ver morir a don Benito, y pidió que lo decapitaran primero. Don Benito lo sentó sobre sus rodillas, y las balas que mataron a don Fernando lo hirieron a él también. En fin, una descarga cerrada estremeció el alma de toda la población: el sacrificio quedó consumado.
+La medida de la persecución no estaba colmada todavía; promulgado el decreto de confiscación de los bienes y destierro de las viudas y huérfanos, Rafael, el hijo mayor de don Benito, que apenas contaba once años, fue condenado a seguir para Bogotá, con pena de presidio, marchando a pie y conduciendo la cabeza y las manos de su padre, que le habían sido cortadas y colocadas en cierto sitio del camino, por donde había de pasar el infeliz huérfano. ¿Qué crimen había cometido el niño para tanta abominación? Era descendiente de patriotas. Un grito simultáneo se levantó contra esta última parte de la sentencia; aun entre los mismos perseguidores hubo quienes se sintieran horrorizados, y el reverendo padre Bernal consiguió que fuera revocada.
+Rafael marchó a pie al presidio de Bogotá, pero no condujo la cabeza y las manos de don Benito. Mama Eulalia le acompañó hasta donde sus fuerzas le alcanzaron, llevándole a sus espaldas un lío con algunos objetos de vestido.
+En extremo fatigado y estropeado llegó Rafael al presidio de Bogotá, en donde se sorprendieron de que un niño delicado, para quien las penalidades eran enteramente nuevas, hubiese tenido resistencia para tanto. Un presidio, pero, ¡qué presidio tan bien habitado, en parte!, si se considera que allí estaban don Simón Burgos, el intrépido Rafael Cuervo y otros de la misma talla. Ellos eran los que en ese entonces salían a barrer las calles de la ciudad, y al ver al inocente niño sujeto a semejantes tratamientos, la ternura de sus ilustres compañeros atenuaba en lo posible el rigor de su suerte, tan prematuramente dura.
+Entre tanto las viudas, con los pequeños huérfanos, arrojados al destierro, sin haberles sido permitido sacar ni los objetos de uso más indispensables, vagaron a la pampa, como rebaño de ovejas. Los numerosos amigos del tiempo de su prosperidad, desde lejos las compadecían. El patriota era más temible que el leproso, cuyo contacto atrajera los padecimientos y la muerte.
+Un solo corazón magnánimo se sobrepuso a los temores, y les ofreció una pajiza casa de campo. Para los seres incultos el alimento es la primera necesidad; para las personas delicadas un techo que les abrigue y que ampare el pudor de la miseria. Así fue grande el consuelo e inmensa la gratitud que sintieron hacia la señora N. Zabala, que las protegía con esa generosa oferta.
+Una vez instaladas se apercibieron de que su viejecita Eulalia había conseguido sustraer de la vigilancia española alguna ropa y otras pequeñas cosas. Las viudas hallaron también en sus portamonedas algo para subvenir a los primeros gastos, pero un día llegó en que, completamente agotados los recursos, la terrible frase «tengo hambre», se escapó de los labios de los niños.
+—¡Qué estupidez! —dijo doña Juana Salas, mientras las otras señoras lloraban a torrentes—. Hemos perdido el tiempo que pudiéramos haber empleado en trabajar para nuestros hijos: ¿esto es honrado?
+—¿Qué quieres que hagamos? —contestó doña Catalina, soltera consentida.
+—Buscar el pan para nuestros hijos.
+—¿Buscarlo en dónde?
+—Trabajando —exclamó con imperio doña Juana.
+—¡Trabajando! —contestaron estupefactas.
+—¡Trabajando! —insistió doña Juana—. ¿Acaso no hay centenares de familias que viven de su trabajo?
+—Así será —contestó la orgullosa viuda de don Fernando.
+—Tengo hambre —repitió uno de los niños.
+—¡Eulalia! —dijo doña Juana—, vete a donde Tomás el cosechero, dile que me preste un poco de tabaco, que pronto se lo devolveré.
+Mama Eulalia regresó en breve, seguida de un hombre que traía a espaldas un tercio de tabaco.
+Los ojos de doña Juana brillaron de gozo, y abalanzándose sobre el material, les dijo sin vacilación:
+—Tú, Catalina, pronto, a abrir las hojas, y pásaselas a Juanita que las rociara con agua. Tú, Feliciana, separa las venas, y estira bien las hojas, colocándolas en montones, y así las dejaremos hasta mañana; pero improvisemos ahora mismo un paquete.
+Todas se pusieron a preparar el tabaco, más por obedecer que por la esperanza de alimentarse con su trabajo. Mama Eulalia, la más apta, porque tenía costumbre de fabricar sus cigarros, emprendió la labor.
+—Esto es ridículo —murmuró doña Feliciana—; si no inventas más que esto, estamos perdidas de recursos.
+—Tú no tienes fe, ¡pobre criatura!, no sabes que un templo se fabrica comenzando por colocar una piedra; que una ciudad se toma empezando por avasallar una casa, y que en todas las cosas de la vida el trabajo es empezar; ¡ánimo!
+—Principias, pues, a poner una fábrica de cigarros —dijo doña Catalina, con acento triste y burlón a la vez.
+—Principiamos —replicó doña Juana—; eso siempre nos producirá más que no hacer nada, y hablando así la activa matrona, procuraba imitar los cigarros de mama Eulalia, quedándole muy contrahechos y feos al principio, pero a poco rato ya se tenían cuatro paquetes, que mama Eulalia colocó en una cesta y llevó donde los vecinos.
+—Mucho me temo que nuestra pobre viejecita vuelva con sus cigarros —dijo doña Catalina, enjugándose las lágrimas.
+—Tengo hambre —volvió a gritar uno de los niños.
+—Ya volvemos a lo mismo —observó doña Juanita López, deshaciéndose en llanto, porque esta vez era el más pequeñito quien pedía.
+—¡Valor, Juanita! —dijo doña Feliciana—; tengamos esperanza; no, no puede ser que continuemos así, Dios no desampara a sus criaturas; algún milagro sucederá en nuestro favor.
+—Así me gusta oírte —exclamó doña Juana—, esperemos, esperemos.
+—Sólo para la muerte no hay remedio —suspiró doña Catalina, y al decir así, los cinco patíbulos se presentaron a la imaginación de las viudas, que a un tiempo lanzaron desgarradores lamentos.
+Larguísimo tiempo había transcurrido, y al través de la llanura se distinguió la silueta de una mujer, que resultó ser la diligente y activa mama Eulalia.
+—Aquí está —dijo, llegando casi ahogada por el afán, y presentóles la cesta llena de pan y chocolate.
+Había realizado todos los cigarros y llevaba lo suficiente para cenar.
+—¡Ya veis! —les dijo doña Juana—; comeremos de nuestro trabajo; él irá en progresión. Demos gracias a Dios —todas se pusieron de rodillas y balbucearon algunas oraciones.
+El gozo de mitigar el sueño de sus hijos les dio un sueño más sosegado, y al rayar el alba ya estaban de pie. Al principio costaba indecible dificultad hacerlas vencer el desaliento causado por los pesares. Poco a poco la ocupación les proporcionaba alguna distracción; el hábito de levantarse temprano restauraba sus fuerzas, y los semblantes demacrados iban animándose con el aspecto de la salud.
+Pronto se le pagó a Tomás, y hubo con qué comprarle más tabaco para la empresa, que siguió tomando mayores proporciones. Al principio ganaban para no morir de hambre, luego para alimentarse bien, y más tarde para satisfacer otras necesidades. El mismo aislamiento en que vivían les era propicio para el trabajo, pues empleaban útilmente todo su tiempo. Como se ve, bajo el punto material, no era la situación enteramente desesperada, aunque penosa, pero bajo el aspecto moral no había para qué pensar en tregua ni descanso.
+Doña Juanita callaba, sin que por eso se ocultase al resto de la familia el cúmulo de penas que la afligían; todas a porfía cedían en su favor las pequeñísimas comodidades que la situación les permitía; su estado avanzado y la perspectiva de su alumbramiento en semejante destierro, la hacían el objeto de las contemplaciones, que atenuaban un poco sus penalidades, pero, ¡cómo apartar de su memoria la imagen del cadalso! ¡Cómo consolarla de pensar en su hijo, habitando un presidio en lejana tierra!
+Otra desgracia sumamente dolorosa las afligía:
+El brigadier Díaz había dejado en la orfandad dos hijas muy mimadas, acostumbradas al lujo y a las comodidades que la elevada posición y el caudal del brigadier les permitía; llamábanse Matica y Genoveva, esta última perdió la razón; su locura, no furiosa, pero maniática, les proporcionaba mil incidentes dolorosos.
+La hija póstuma de don Benito trajo al mundo la herencia de los padecimientos; Joaquina, que así la llamaron, ha sido siempre víctima de terribles crisis nerviosas.
+Una de las viudas, la señora Mariana Vives de Tello, tuvo una suerte todavía más dura que las otras, si se quiere; confinada a La Mesa, lejos de toda la familia, vio morir de hambre a uno de sus hijos pequeños. Todavía en el destierro fue asaltada de una grave enfermedad, y para dejarle algún apoyo a sus muchos huerfanitos, a la orilla de su lecho de muerte hizo contraer matrimonio a Rafaela, su hija mayor, que apenas contaba trece años, con don Gregorio Castro.
+—¡Basta! Las penas tienen su pudor, ha dicho el célebre poeta antioqueño.
+Un murmullo general circulaba entre todos los patriotas, como por eslabones eléctricos. El grito de la libertad comenzó a oírse por todas partes, hasta quedar precisado en esta palabra:
+—¡¡¡Triunfamos!!!
+El ensueño estaba realizado; la tiranía extinguida; todos los ámbitos de la antigua Colombia repercutían el nombre de Bolívar, y nada puede compararse con el gozo que experimentaron los patriotas. Las lágrimas se enjugaron en todos los ojos; los dolores se ocultaron en el último rincón del corazón; las tumbas de los mártires se vistieron de gala, y fue todo un himno en frenesí de alegría.
+Pasado el tiempo bailaban en una de las principales casas de los patriotas, y el bondadoso don Domingo Cayzedo le dijo a la hija mayor de don Benito:
+—Pepita, voy a traerte un insurgente a ver si se cansa de bailar contigo; y a poco le presentó un joven de airosa presencia, ojos chispeantes y frente inteligente. La niña era dotada, como sus padres, de un alma superior, y comprendió al insurgente. Se llamaba don Pedro Dávila Novoa.
+De los seres que aquí figuran, hoy sólo existen Petrona, la segunda hija de don Benito, viuda de don Diego Herrera, y Joaquina, la que nació en destierro. Ellas han sido objeto de la popular consideración, y arrostran hoy una vejez escasa de recursos, con la resignación que les dan sus virtudes y su inteligencia nada común.
+BRILLABA SANTANDER EN TODA su gloria militar, en todo el esplendor de sus triunfos y en el apogeo de su juventud y gallardía. El pueblo se regocijaba con su adquirida patria, y el gozo y satisfacción que causa el sentimiento de la libertad noblemente conquistada se leía en todos los semblantes.
+Contaba yo de catorce a quince años. Había perdido a mi madre poco antes, y mi padre, viéndome triste y abatida, quiso que, acompañada por una señora respetable, visitase a Bogotá, y asistiese a las procesiones de Semana Santa, que se anunciaban particularmente solemnes para ese año. En aquel tiempo, el pueblo confundía siempre el sentimiento religioso con los acontecimientos políticos, y en la Semana Santa cada cual procuraba manifestarse agradecido al Señor que nos había libertado del yugo de España.
+Triste, desalentada, tímida y retraída llegué a casa de las señoritas Hernández, donde mi compañera, doña Prudencia, acostumbraba desmontarse en Bogotá. Las Hernández eran las mujeres más de moda, y más afamadas por su belleza, que había entonces, particularmente una de ellas, Aureliana. Llegamos el lunes santo a las dos de la tarde, y doña Prudencia, deseosa de que yo no perdiese procesión, me obligó a vestirme, y casi por fuerza me llevó a un balcón de la calle real a reunirnos a las Hernández, que ya habían salido de casa.
+Cuando vi los balcones llenos de gente ricamente vestida, las barandas cubiertas con fastuosas colchas, y me encontré en medio de una multitud de muchachas alegres y chanceras, me sentí profundamente triste y avergonzada, y hubiera querido estar en el bosque más retirado de la hacienda de mi padre.
+—¡Allá viene Aureliana! —exclamó doña Prudencia.
+—¿Dónde? —pregunté, deseosa de conocerla, pues su extraordinaria hermosura era el tema de todas las conversaciones.
+—Aquella que viene rodeada de varios caballeros.
+—¿La que trae saya de terciopelo negro con adornos azules y velo de encaje negro?
+—No, esa es Sebastiana, la hermana mayor. La que viene detrás con una saya de terciopelo violeta, guarniciones de raso blanco y mantilla de encaje blanco, es Aureliana.
+¡No creo que haya habido nunca mujer más hermosa!
+Un cuerpo elegante y gallardo, una blancura maravillosa, ojos que brillaban como soles, labios divinamente formados que cubrían dientes de perlas…, y por último, sinigual donaire y gracia. Subió inmediatamente al balcón en que yo estaba, rodeada por un grupo de jóvenes que como mariposas giraban en torno suyo. Los saludos, las sonrisas, las miradas tiernas, los elogios más apasionados eran para Aureliana. Sebastiana era también muy bella, pero su hermana arrebataba y hacía olvidar a todas las demás. Su gracia, sus movimientos elegantes, su angelical sonrisa y mirada ya lánguida, ya viva, alegre o sentimental, todo en Aureliana encantaba.
+Volví con las Hernández a su casa, pero era tal la impresión que Aureliana me había causado, que no podía apartar mi vista de su precioso rostro. Enseñada a que generalmente las demás mujeres la mirasen con envidia, la hermosa coqueta comprendió mi sencilla admiración, me la agradeció, y llamándome a su lado, me hizo mil cariños, halagándome con afectuosas palabras. Al tiempo de retirarse a su cuarto me llevó consigo, diciendo que me tomaba bajo su protección durante mi permanencia en Bogotá.
+El cuarto estaba lujosamente amoblado. Sobre las mesas se veían los regalos que le habían enviado aquel día: joyas, vestidos, adornos costosos, piezas de vajilla, flores naturales y artificiales, frutas raras y exquisitas… En fin, allí estaban los objetos más curiosos que se podían encontrar en Bogotá.
+—¿Es hoy el cumpleaños de usted? —le pregunté admirada al ver tantos regalos.
+—No —me contestó con aire de triunfo—. Mis sonrisas valen más que todo esto que me envían a cambio de ellas. Cada uno de los que se me han acercado hoy, al comprender algún capricho mío, me ha querido complacer enviando lo que deseaba.
+Un no sé qué de irónico y triste pasó por su lindo rostro al decir estas palabras, e instintivamente sentí que aquella existencia de vanidad me repugnaba.
+Durante las dos semanas que permanecí en Bogotá estuve continuamente con Aureliana, y al tiempo de despedirme vi brillar una lágrima de sentimiento entre sus crespas pestañas. A pesar de los homenajes de todos los altos personajes de la república, de las fiestas que le daban y de los elogios que le prodigaban, la humilde admiración de una campesina despertó en su corazón un cariño sincero.
+Me hallaba algunos años después en Tocaima con mi padre enfermo, cuando se supo que en esos días llegarían las Hernández. Este fue un acontecimiento para todos los que estaban en el pueblo. Aureliana se había enfermado, ¡qué calamidad! Se dijo que el presidente le prestaría su coche para atravesar la Sabana y que los mejores caballos de la capital estaban a su disposición. En La Mesa le prepararon una silla de manos, por si acaso prefería ese modo de viajar. En fin, cuando se supo que llegaba la familia Hernández, salieron todos los principales habitantes del lugar a recibirla.
+Les habían destinado la mejor casa de Tocaima, y cada cual envió cuanto creía que la enferma pudiese necesitar. Apenas supo Aureliana que yo estaba en el pueblo me mandó llamar con mil afectuosas expresiones. La encontré pálida, pero bella como siempre. Aunque la acompañaba una comitiva bastante numerosa de jóvenes y amigas de Bogotá, gustaba mucho de mi compañía y pasábamos una gran parte del día juntas.
+Una noche dieron en el pueblo un baile para festejar la reposición de Aureliana; pero ella, al tiempo de salir, dijo que no se sentía bastante fuerte para concurrir al baile y que permanecería en su casa; y en efecto, me envió a llamar para que la acompañase aquella noche.
+La hallé sola en un cuartito que habían arreglado para ella con lo mejor que se encontró en el lugar. Una bujía puesta detrás de una pantalla esparcía su luz suave por la pieza, y en medio de las sombras se destacaba la aérea figura de Aureliana, que ataviada caprichosamente con un vestido popular, dejaba descubiertos sus brazos torneados y ocultaba en parte sus espaldas bajo un paño de linón blanco. Estaba recostada en una hamaca y apoyando la cabeza sobre el brazo doblado, con la otra mano acariciaba sus largas trenzas de cabellos rubios que hacían contraste con sus rasgados ojos negros y brillantes.
+—¡Bienvenida, Mercedes! —dijo lánguidamente al verme—. Mi madre y mis hermanas se fueron al baile, y no las acompañé porque estoy demasiado fastidiada para pensar en diversiones.
+—¡Usted fastidiada! —exclamé.
+—¿Y por qué no? ¿Acaso no se encuentra siempre hiel en toda copa de dicha que apuramos hasta el fondo?
+—¡Qué poética está usted esta noche!
+—No soy yo; esa frase me la enseñó Gabriel el literato, uno de mis adoradores.
+—Pero no debía usted ni en chanza quejarse de su suerte.
+—No, no me quejo. He obtenido de los demás cuanto he querido… pero…
+—¡Cómo! —exclamé—. ¿No le basta aún tanta adoración, tanto amor como el que la rodea?
+—Siéntate a mi lado, Mercedes —me dijo, tuteándome de repente—: no sé por qué tengo por ti tanta predilección —y añadió en voz baja—: será tal vez porque eres la única mujer —no exceptúo a mis hermanas— que no se ha mostrado envidiosa de mí… ¡Ah!, exclamó un momento después con tristeza, ¡cuán poco fundamento tienen para ello!
+Yo no sabía qué contestarle y guardé silencio.
+—Dime—añadió—, ¿sabes lo que es amar?
+Bajé los ojos sin contestar: sabía lo que era amar, pero ese sentimiento lo guardaba en mi corazón como un secreto.
+—¿No me contestas?… No es una pregunta vana, ni una curiosidad mujeril. Deseo saber la verdad… quisiera comprender lo que hay en otro corazón…
+—Hace dos años —contesté— que estoy comprometida a casarme, y nunca me ha pesado. Eso le bastará a usted para comprender que sé lo que es amar.
+—Eres más feliz que yo entonces —repuso apoyando su mano afectuosamente sobre la mía—. Yo nunca he podido amar verdaderamente. Esa es la herida secreta de mi alma. Tengo cerca de treinta años y no sé lo que es amar con el corazón, con abnegación, con ternura. Mi vanidad ha sido halagada mil veces; mi imaginación se ha entusiasmado: pero mi corazón no ha sabido, no ha podido amar sinceramente. Nunca me ha ocurrido olvidarlo todo por el objeto amado: nunca he encontrado tranquilidad ni completa dicha al lado de uno solo. Me dicen que amar es vivir pensando siempre en el ser predilecto, asociándolo a todos los momentos de nuestra vida, siendo su nombre la primera palabra al despertar, y siendo él nuestro último pensamiento al dormirnos… Amar debe ser vivir en un mundo aparte, sintiendo emociones inefables de suprema ternura. Dime, ¿es así como amas?
+—Ha descrito usted mis más íntimos sentimientos. Pero —añadí— amar es también sufrir, ¿no es usted más feliz con su tranquilidad?
+—No, hija mía, hay más dicha en amar que en ser amado, me ha dicho muchas veces Vicente, el poeta, y lo creo. Tenía yo apenas catorce años cuando por primera vez comprendí que mi belleza inspiraba amor y avasallaba. Encantada, creí corresponder durante algunos días, ¡pobre Mariano! La ilusión pasó al momento que otro de mejor presencia se me acercó. Creí haberme equivocado en mi primer afecto y lo rechacé para acoger al segundo. Pero sucedió lo mismo con este y los demás. Para entonces sabía el precio de mi palabra más insignificante, de mis miradas más vagas y, te lo confieso, me hice coqueta con el corazón vacío y la imaginación ardiente. La sociedad entera estaba a mis pies: ninguna mujer podía competir conmigo. Las palabras de adoración que oía no causaban ninguna impresión en mi corazón: las recibía con frialdad, pero las contestaba con fingida ternura.
+Instintivamente me aparté del lado de Aureliana. Esta mujer tan fría y tan hermosa me horrorizaba. Su corazón parecía una de aquellas cumbres nevadas a cuya cúspide nunca han logrado llegar los viajeros.
+—Una vez —continuó, sin cuidarse de mi movimiento de repulsión—, una vez comprendí que en el círculo de mis admiradores que me rodeaban había un joven que criticaba mi modo de ser y que no sentía por mí ninguna admiración. Esto me chocó al principio y me dolió al fin. Fernando, así se llamaba, se manifestaba siempre serio y severo conmigo y aun a veces tuvo la audacia de censurarme. Su frialdad delante de mí y sus improbaciones me causaron tanto disgusto, que decidí conquistarlo a todo trance. Sin manifestárselo claramente, desplegué para él todas mis artes, mostrándome tan afectuosa, que pronto vi que le habían hecho mella mis atenciones. Pero aunque sus modales eran los de un hombre galante, no se manifestaba enamorado. Si no lo venzo, pensé, es un hombre superior y digno de un afecto verdadero. Sin embargo, Fernando no buscaba mi sociedad con preferencia, aunque ya no me censuraba como antes; y afectaba hablar delante de mí de la belleza de otras mujeres. Desgraciadamente mi carácter no es constante, y mi entusiasmo, que sólo dura un momento, cede ante cualquiera dificultad. No hubiera querido verlo a mis pies, pero no consentía mi amor propio que admirara a otras mujeres. Mientras tanto, nuevas conquistas y diversiones ocuparon mi pensamiento, y olvidé el noble propósito, apenas formado, de gozar con un amor secreto, aunque no fuera correspondido.
+—¡Qué carácter tan extraño tiene usted! Pero continúe: ¿qué se hizo Fernando?
+—Lo vais a oír. Hace algunos meses el Libertador dio un baile en una quinta en los alrededores de Bogotá. La noche estaba lindísima y la luna iluminaba los jardines. Fatigada del ruido y deseosa de encontrarme sola para leer una carta que se me había entregado misteriosamente, me escapé de la casa sin ser vista, y me dirigí hacia un pabellón situado en el fondo del jardín, en donde sabía que hallaría luz y soledad. Envuelta en un grueso pañolón que me escudaba del frío de la noche, atravesé prestamente el jardín y tomé una senda sombreada por arbustos, y cortada por un arroyo, que bajaba resonante del vecino cerro. El contraste del ruido, las luces, la armonía y la agitación de un baile con el tranquilo paisaje que atravesaba, me predispuso a una melancolía vaga muy extraña a mi carácter. Una lámpara colgada del techo iluminaba el pabellón: al llegar a él me dejé caer sobre un sofá y se me escapó un suspiro. Otro suspiro hizo eco a mi lado, y volviéndome hacia la puerta vi que un caballero estaba ahí en pie. Disgustada del espionaje impertinente iba a reconvenir al que había interrumpido mi soledad, cuando este desembozándose descubrió la pálida e interesante fisonomía de Fernando.
+—¿Fernando —dije—, es usted?
+—Tiene usted razón de admirarse, Aureliana, no debía hallarme aquí —dijo, y tomándome la mano, que instintivamente le alargaba, imprimió sus labios en ella.
+—¿Para qué luchar más? —añadió sentándose a mi lado—; ¿para qué fingir despego cuando no puedo menos que adorarla?
+No sé si el corazón de todas las mujeres es igual al mío; pero en vez de sentirme dichosa con mi antes anhelada conquista, mi corazón permaneció tranquilo e indiferente. La desilusión más profunda se apoderó de mí al comprender que no era capaz de amar al único hombre que tanto había admirado, y en lugar de contestarle como hubiera hecho a otro cualquiera, bajé la cabeza en silencio y con amargura pensaba que todos los hombres son iguales puesto que basta lisonjear su vanidad para verlos rendidos.
+Fernando me refirió entonces la historia de su amor. Me confesó que cuando me había conocido, primero sintió hacia mí cierta repulsión y odio, y miraba con desdén a todos los que se me humillaban; pero que el deseo que le manifesté de oír sus consejos y de agradarle, en lugar de resentirme por sus censuras, le había sorprendido y poco a poco su odio fue cambiándose en un afecto verdadero que se convirtió en amor violento. Disgustado y humillado al comprender que no tenía fuerza para defenderse, había luchado largo tiempo por vencer su inclinación, y al fin determinó huir de mí y me había hecho entregar sigilosamente una carta aquella noche. Era una tierna despedida.
+Logré que Fernando no partiera. Deseaba despertar en mi corazón aquel interés que había creído sentir por él en un tiempo. ¡Amar debe de ser tan bello! Pronto el mismo Fernando descubrió que yo misma procuraba engañarme y que nunca podría amarlo. Sentía sin embargo perder un corazón tan noble y quise convencerlo de que lo amaba, pero él no se engañó, y se despidió de mí resignado y triste, bien que sin manifestarse herido en su amor propio. Hace un mes supe que había muerto en Cartagena en un duelo por causa mía, defendiéndome de las calumnias que propagaba contra mí un oficial a quien había desdeñado. Esta muerte me causa a veces remordimientos. ¿Pero qué culpa tengo si no lo podía amar? Nunca le dije que no le correspondía…
+—En eso estuvo el error.
+—Tal vez, pues me decía que mis miradas y mis expresiones de cariño le habían hecho concebir esperanzas, y creía por momentos que no lo miraba con indiferencia. Sin esa idea jamás me hubiera amado.
+—¡Pobre joven! —exclamé—; desventurado el que la ame a usted.
+—No digas eso —contestó Aureliana con amargura—. El que ama está recompensado con el grato sentimiento que lo anima. Algunas veces me he sentido inspirada por ráfagas, desgraciadamente pasajeras, de una ternura que me ha henchido el corazón, ennoblecido el alma y llenándome de bellos pensamientos. ¡Pero cuán cortos han sido estos instantes! He pasado mis días buscando con ahínco el amor, único objeto de la vida de una mujer, pero en su lugar sólo he hallado desengaños y vacío. No creas que la coquetería que me tachan, quizás con razón, es el fruto de un corazón pervertido; no lo creas; es que busco en todas partes un ideal que huye de mí incesantemente.
+El lenguaje escogido, aunque sin verdadera profundidad de ideas que distinguía a Aureliana, la hacía en extremo agradable, pero no sabía hablar con elocuencia sino de sí misma.
+De vez en cuando llegaba hasta nuestros oídos el eco lejano de la música del baile a que Aureliana había rehusado concurrir. Sacó su reloj —objeto raro en aquel tiempo— que pendía de una gruesa cadena que llevaba al cuello; eran las doce de la noche.
+—Esta noche no podré dormir —dijo suspirando—. La conversación que hemos tenido me ha causado suma tristeza y me ha recordado escenas que quisiera olvidar. Fernando no es el único que se ha perdido por causa mía.
+—¡Qué alegres y triunfantes estarán mis hermanas y mis amigas sin mi presencia esta noche! —exclamó un momento después, poniéndose en pie y mirándose en un espejo que tenía a la cabecera de la cama—. Mejor hubiera sido emplear nuestro tiempo en el baile. ¿Quieres ir? ¡Qué! —añadió, viendo la seriedad con que yo acogía una propuesta tan descabellada—. ¿Te ha impresionado mi charla sentimental? ¡Bah! Eso es pasajero. ¡Ven al baile!
+—¿Yo presentarme a esta hora? ¡Imposible!
+—Mandaremos llamar quien nos acompañe.
+—No puedo, no quiero. Perdóneme usted, pero…
+—No te quiero obligar —me contestó—. Yo iré; mi sistema consiste en no dejarme llevar nunca por la tristeza, y a todo trance combatirla.
+No quiso ponerse adorno alguno. Soltó su rubia cabellera, se ató una cinta azul alrededor de la cabeza, se envolvió graciosamente en un chal del mismo color, y llamando a un negro esclavo le mandó que llamase quien la fuese a acompañar al baile.
+Mientras llegaban los amartelados ansiosos de obedecer su orden, me hizo acostar en su cama y se despidió afectuosamente de mí al partir. Quedéme aterrada con las revelaciones que me había hecho y admirada de los caprichos de aquella mujer tan extraña y… tan infeliz.
+Al cabo de pocos días la familia Hernández regresó a Bogotá; y se pasaron cerca de treinta años sin que yo volviera a ver a Aureliana ni tener de ella sino vagas noticias de que no hice caso.
+Al fin me casé, mis hijos crecieron y a su vez me rodearon de nietos.
+Veía mi juventud en lontananza, como un sueño que pasó; pero estaba satisfecha con mi humilde suerte.
+Descansaba una tarde sentada a la puerta de mi casa. El día había sido muy caluroso haciendo apetecible la sombra de los árboles que refrescaban mi alegre habitación. De repente veo salir de la posada del pueblo a una señora anciana, inclinada por la edad y las dolencias y apoyándose en el brazo de un negro viejo. Después de vacilar un momento y siguiendo la dirección que el negro le indicó, se dirigió hacia mí con suma lentitud y trabajo. Al llegar al sitio en que yo estaba, se detuvo y con voz apagada y triste me dijo:
+—¿Me conoces, Mercedes?
+—No, no recuerdo…
+—¿Pero tal vez no habrás olvidado a Aureliana Hernández? ¿No es cierto?
+—¡La señora Aureliana! ¿Acaso?
+—¡Soy yo!
+La miré llena de asombro. No le había quedado la menor huella de su singular belleza. Parecía tener más de setenta años: la cutis ajada por los afeites, y acaso también por los sufrimientos, estaba arrugada y amarillenta: los ojos, tan brillantes en la juventud, ahora turbios y enrojecidos: el cuerpo agobiado y el andar lento y trabajoso, indicaban que las penas de una larga enfermedad la habían envejecido aún más que el transcurso de los años.
+Inmediatamente la hice entrar y, recordando el cariño que me tuvo en otro tiempo, le prodigué cuantos cuidados pude, procurando hacerle olvidar el aislamiento en que la encontraba. No me atrevía a preguntarle por su familia que abandonaba así en la vejez a una mujer que había sido tan contemplada en su juventud.
+Indagando el motivo que le había traído a…, me contestó:
+—Mis enfermedades y la orden de los médicos.
+—¿Y la familia de usted está en Bogotá?
+—Sí, allí están todos.
+—¿Y la hija de usted por qué no la acompaña?
+—La pobre —dijo, con una sonrisa de resignación— está en vísperas de casarse, y no era justo que abandonase a su novio para venirse al lado de una inválida como yo.
+—¿Y el señor N…, su esposo?
+—El clima cálido le hace daño.
+—¿Y sus dos hijos?…
+—Sus negocios les impiden salir al campo. Pero vino acompañándome el negro, el mismo esclavo que conocerías en casa, y el único que comprende y soporta mis caprichos; él nunca me ha querido abandonar a pesar de ser ya libre.
+Un antiguo esclavo fiel era el único y el último apoyo que le había quedado a aquella mujer tan festejada. Se me aprestaba el corazón al oírla, y se me llenaron los ojos de lágrimas al contemplar una vejez tan triste después de una juventud tan brillante.
+Aureliana permaneció un mes en mi casa, atendida, me dijo, como no se veía hacía mucho tiempo. En las largas conversaciones que tuvimos, comprendí que la segunda parte de su vida había sido una terrible expiación de la loca vanidad de la primera. Poco a poco me fue descubriendo los secretos más dolorosos de su vida.
+Casada hacia el fin de su juventud con un hombre a quien ella no amaba, y de quien no era amada, pronto descubrió que él sólo había querido especular con su riqueza, y notó con terror que su belleza desaparecía paso a paso. Sin educación esmerada, sin instrucción ninguna, al perder esa hermosura que era su único atractivo, los admiradores fueron abandonándola sucesivamente. Veía con afán que su presencia no causaba ya emoción y que las miradas de los concurrentes a las fiestas a que asistía no se fijaban en ella. Deseosa entonces de abandonar el teatro de sus primeros triunfos acompañó a su esposo con gusto a los Estados Unidos; pero allí se vio aún más desdeñada. Desesperada, procuró hacer mil esfuerzos para recuperar su perdida hermosura, y pasaba largas horas delante de su espejo adornándose con todo el arte que una experiencia consumada le había enseñado. Ocasión hubo en que su espejo le hacía ver de nuevo la Aureliana de su juventud, y llena de ilusiones y colmada de esperanzas se presentaba en las fiestas y los bailes, pero los demás la miraban como se mira a una ruina blanqueada y pintada. Otras, no muy bellas pero más jóvenes, se llevaban la palma.
+¡Cuántos y cuán crueles desengaños tendría aquella pobre mujer, que había fincado su vida en sus atractivos personales! Sufría momentos de postración en que pedía a Dios la muerte más bien que dejar de ser admirada. En esas luchas, en este afán, pasó algunos años antes de llegar a persuadirse de la inutilidad de sus esfuerzos. Las aguas, los polvos y los cosméticos con que procuró hacer revivir su perdida frescura aniquilaron los restos de su colorido, y mancharon lo albo de su tez; las enfermedades apagaron antes de tiempo el brillo de sus ojos y destruyeron su hermosa cabellera, y por añadidura las lágrimas, los desengaños y las penas domésticas acabaron con el último resto de su singular belleza.
+Durante la niñez de sus hijos estos se habían visto abandonados por la madre, que perseguía sus últimos triunfos; y así perdió ese primer cariño filial tan puro y tan bello. Por otra parte, las palabras desdeñosas del señor N… habían hecho nacer en el corazón de esos niños un sentimiento de completa indiferencia hacia su madre desamada y poco respetada.
+Cuando al fin Aureliana se convenció de que habían pasado los últimos arreboles de vanidad mundana, se volvió hacia sus hijos, pero estos recibieron con disgusto sus expresiones de cariño, creyeron que era uno de los muchos caprichos pasajeros de que su padre la acusaba diariamente, y llenos de frialdad no le hicieron caso.
+Aureliana era, en efecto, impertinente y caprichosa, resultado natural e infalible de su mala educación y de la vida que había llevado en su juventud. Para consolarse de sus desgracias presentes, no dejaba de hablar de su antigua belleza y de los triunfos de su juventud, añadiendo así al vacío de ideas la locuacidad ridícula, y la ruina de su carácter de madre a la ruina de su belleza de cortesana.
+Continuamente enferma, su familia la envió a que cambiase de clima, acompañada solamente por el negro. Después de haberse visto adorada en su juventud por cuantos se le acercaban; después de acostumbrarse a que todos se inclinasen ante su más leve capricho y que su menor indisposición fuese una calamidad pública, ahora, cuando se encontraba realmente enferma y débil, se veía abandonada hasta por los que tenían el deber de procurarle comodidades.
+No hace mucho que Aureliana murió en Bogotá, olvidada y no llorada. En medio de sus sufrimientos, me dicen que todavía hablaba de sus antiguos triunfos y de su belleza. La vanidad y los mundanos recuerdos de sus primeros años la acompañaron hasta las puertas de la tumba, cuya proximidad no le sugirió un solo pensamiento serio. Murió como había vivido, sin acordarse de su alma, ¡tal vez ignorando que la tenía!
+Este episodio me fue referido no ha mucho por una venerable matrona de ** y esto me ha probado una vez más, cuán indispensable es para la mujer una educación esmerada y una instrucción sana, que adorne su mente, dulcifique sus desengaños y le haga desdeñar las vanidades de la vida. Los comentarios y las reflexiones son inútiles aquí: la lección se comprende solamente con referir los hechos, harto verdaderos para bochorno de lo que afrancesadamente solemos llamar «sociedad de buen tono».
+MUY POCO TIEMPO DESPUÉS de que fue descubierta la hermosa comarca que se extiende al pie de los Andes, por el mariscal Gonzalo Jiménez de Quesada, verificóse el hecho de que vamos a ocuparnos.
+Quesada había fundado ya la ciudad de Bogotá, y dueño de una gran fortuna, pensó en regresar a Castilla probablemente con el fin de gozar allí del fruto de sus riquezas. Emprendió el viaje acompañado de algunos de los más ilustres y ricos señores de su campo, encaminándose por el lado del norte para salir al Magdalena; mas volvióse sin coronar su deseo, a causa de habérsele informado que Lázaro Fonte, uno de sus más bravos capitanes, intentaba dar parte al rey de España, de que Quesada conservaba oculta en su poder gran cantidad de oro y esmeraldas, sin pagarlos reales quintos, ni cumplir lo pactado con el adelantado Lugo. Esta noticia hizo devolver inmediatamente a Quesada a Santafé, en donde condenó a muerte al capitán Fonte. Este apeló de la sentencia al rey, apelación que le fue negada. Quesada deseaba vivamente la muerte de Fonte; así es que ordenó a uno de los soldados que acusara a este capitán de que durante la ausencia había comprado a los indios una rica esmeralda, siendo así que estaba prohibido, bajo pena de muerte, hacerlo, no hallándose presente el general o el nombrado en ausencia de este para hacer sus veces.
+La orden de muerte fue dada, casi sin oír al reo ni guardar las formalidades establecidas para semejante caso.
+Cuando el Ejército tuvo conocimiento de orden tan cruel, quedó sumido en gran desconsuelo, porque Fonte era amado de todos por sus sobresalientes cualidades. Deseando salvarle los principales señores y capitanes del Ejército, le rogaron encarecidamente perdonara la vida a tan valiente capitán, manifestándole el gran sentimiento que esta sentencia había producido en ellos y en todo el Ejército. Gonzalo Suárez Rondón llegó hasta hacerle presente el menoscabo que se seguiría a su brillante reputación, y la endeble mancha que arrojaría sobre su corona de gloria si en esta vez cedía a los impulsos de su enojo. Quesada, aparentando clemencia, fingió perdonarlo, conmutándole la pena capital en destierro a la provincia de los panches; pero en realidad sólo pensaba en cambiarle el género de muerte. Él sabía que los panches le matarían al momento, y el ejército, que no ignoraba esto tampoco, volvió a rogar con instancia a Quesada para que variase el lugar del destierro. Muchas súplicas fueron necesarias para que accediese a esta segunda demanda.
+Escoltado por veinticinco soldados de caballería, fue llevado Lázaro Fonte al caserío de Pasca —pueblo enemigo de los españoles—, con orden de dejarlo allí, solo y cargado de prisiones. Los habitantes de Pasca, al divisar la escolta que conducía a Fonte, huyeron, presa del terror que les inspiraban los españoles, no dudando que estos vendrían a atacarlos. Solo, aprisionado con estrechos grillos, Fonte habría sido víctima del furor de los indios de Pasca, a no haberle salvado el amor de una india. Cuando esta supo que le llevaban desterrado, siguióle y fue su única compañía en la terrible noche que pasó en Pasca. Esforzábase en consolarle, a pesar de hallarse ella misma llena de dolor y sin ninguna esperanza. Colocada a su lado, le contemplaba tristemente, pensando con amargura en el triste fin que esperaba a tan gallardo caballero. La belleza de Fonte, su heroico valor, su infortunio, todo la interesaba y se estremecía a la idea de la horrible muerte que le amenazaba. Sumida en profundo abatimiento, buscaba en vano en su imaginación un medio de salvarle. «¡Pobre de mí —se decía—, no tengo valor para verle morir, ni poder para salvarle! ¡Ah! Si el amor más intenso alcanzara a preservar de la muerte, él no moriría». Y doblando la rodilla ante el sol, a quien creía su dios: «¡Oye, oh sol! —le dijo—, la súplica que tu pobre sierva te dirige. No permitas apague con sus ojos la mirada, esa mirada a la cual comunicaste tu calor y brillantez; no se marchiten esos labios que semejan a las flores que lleno de amor tú vivificas; si no… mañana, cuando salgas, tu luz de oro alumbrará el cadáver de tu humilde adoradora».
+De repente se para estremecida… Ha sentido ruido a lo lejos y no duda sean los pascas que vuelven. En efecto, eran ellos, pero esta vez estaban armados.
+Un pensamiento luminoso cruzó entonces por su imaginación. Adornóse con sus mejores joyas y vestidos y les salió al encuentro. Su airoso ademán y hermoso semblante agradaron a los indios e hicieron le prestasen atención.
+«Oíd —les dijo— mis palabras: soy de vuestra nación, por lo mismo aborrezco como vosotros a los españoles; mas hay uno entre ellos a quien no aborrezco y al cual amaréis vosotros al momento que sepáis lo que ha hecho por nuestra nación. Seguidme y os lo mostraré. Vedlo allí, es aquel gallardo joven cargado de prisiones. ¿Sabéis por qué se encuentra aquí y en ese estado? Voy a decíroslo: Quesada, el tirano que nos persigue, el que nos ha robado nuestras riquezas, el que inmoló a su ambiente a nuestro inteligente y valeroso jefe Zaquesacipa, intenta también que muera a manos de los de nuestra nación, el valeroso y compasivo guerrero que ha osado defendernos; porque, sabed que amar y defender nuestra nación es el crimen que contra él lo ha irritado. Sabed también que ha dicho, al tiempo de enviarlo entre nosotros, que la muerte sería el premio que daríamos en pago del interés que por nuestra nación manifestaba. Él lo ha mandado aquí para que creyéndolo enemigo le matéis; felizmente yo he presenciado cuanto acabo de referiros y sé lo que debo esperar de vuestros nobles corazones».
+Animada por el efecto que producían en aquellas gentes sus palabras: «¡Besad —les dijo— esas plantas, besadlas! ¡Los grillos que las aprisionan los lleva por vosotros! ¡Desatad, pues, esas cadenas! Colmadle de caricias y honores, porque él ha sido nuestro defensor».
+Enternecido con este lenguaje, el principal, llamado Pasca, se acercó a Fonte y después de desatar sus grillos, le manifestó la gratitud que él y toda su gente sentían por su generoso proceder, añadiendo que en adelante su voluntad sería para ellos una ley.
+Fonte no cabía en sí de admiración y alegría viendo convertidos en apasionados amigos a los que creía debían ser sus verdugos. Entre tanto la india que le había salvado con tan ingeniosa estratagema, le miraba llena de emoción, creyendo apenas en lo que sus ojos veían, y por sus mejillas corrían gruesas lágrimas, no ya de dolor sino de satisfacción y placer.
+Algún tiempo después de este suceso, Lázaro Fonte tuvo conocimiento de que las tropas de Federmann venían por los Llanos y se acercaban a Santafé, donde se hallaba Quesada desprevenido y cuyas conquistas podía este disputarle. Un alma menos noble que la suya habría encontrado en esto una ocasión propicia para vengarse y la habría aprovechado; pero Fonte era uno de esos seres que retribuyen las ofensas con beneficios; así es que lejos de pensar en vengarse, envió aviso de este suceso a Quesada. Mas, como no pudiera mandarle el mensaje verbal con los indios, le envió esta noticia escrita en una piel de venado.
+Cuando Quesada la recibió, quedó asombrado al ver cómo un hombre a quien había tratado como a mortal enemigo, le daba una prueba de la más cordial benevolencia, y conmovido con tan noble proceder escribió a Fonte:
+«Pensaba que sólo podría vencerme aquel que con su espada traspasara mi corazón. Veo que me engañaba; pues hoy me habéis vencido con vuestra generosidad y nobleza. Venid, para que seáis el amigo a quien yo más honre; venid a enorgullecerme con vuestra amistad, y a llenar de gozo con vuestra presencia a los que os aman».
+SOMBRÍA Y TRISTE AMANECIÓ la mañana del 14 de agosto del año de 1867 para la floreciente ciudad de Riohacha.
+Era la mañana del quinto día en que la sangre de hermanos corría a torrentes por las calles y plazas de aquella desventurada ciudad.
+Mil y tantos hombres comandados por el general F. F. se batían con quinientos que al lado del general L. H. batallaban como leones.
+Mucha desigualdad había en la lucha de aquellos dos ejércitos: de un lado todos los recursos, el apoyo del Gobierno, un vapor de guerra artillado con cañones Krupp y un número doble de soldados bien pagados; del otro lado tan sólo el valor y la decisión que infunden la justicia de la causa que se defiende.
+A pesar de tanta desigualdad los invencibles riohacheros habían triunfado, porque, como ya lo hemos dicho, aquel era el quinto día de combate y ellos no habían perdido una sola de sus posiciones. Estaban resueltos a vencer o a perecer todos, antes que dejar tomar la plaza de Riohacha.
+La diosa de la justicia los animaba en la pelea y su lema era vencer o morir.
+Los abusos del poder y las notorias injusticias que el Gobierno de Santa Marta venía cometiendo hacía algunos años con el departamento de Padilla, en general, y con la ciudad de Riohacha, en particular, irritaron a ese noble pueblo, cuna del benemérito y bravo general de quien lleva el nombre, y lo obligaron a buscar, en el extremo de la sublevación, heroico remedio para sus graves males.
+La victoria habría coronado los esfuerzos de los valientes riohacheros si el enemigo convencido de su impotencia para vencerlos, no hubiera resuelto incendiar la población para que el fuego destructor desalojara de sus posiciones y derrotara a aquel puñado de hombres libres, valerosos y entusiastas, que peleaban por restablecer sus derechos conculcados, y que defendían sus lares.
+El vapor de guerra Colombia lanzaba desde la rada bombas incendiarias sobre la población, y los soldados enemigos, con sus propias manos, arrojaban combustibles inflamados sobre las casas pajizas del lugar.
+Aquella escena digna de los soldados del bárbaro Atila o del feroz Francis Drake llenó de espanto, de terror, a todos los habitantes de la incendiada ciudad.
+El viento del nordeste que sopla allí con fuerza era un agente poderoso para ayudar al enemigo en su obra de destrucción, y con insólita saña lanzaba acá y allá enrojecidas serpientes de fuego que todo lo abrasaban y calcinaban.
+El negro y espeso humo del combate y del incendio, que hacía irrespirable la atmósfera; el desorden, la confusión; el llanto de las mujeres y de los niños; los gritos de horror, los ayes y los lamentos de los heridos, de los valetudinarios, que veían su casa, único bien que poseían, sola herencia de sus hijos, presa del destructor incendio, unido todo al estampido del cañón, al aterrador estruendo de incesantes descargas de fusilería y al toque de «a la carga», de cornetas y tambores: hacían de aquel espectáculo infernal, un cuadro digno del pincel del célebre Brueghel D’Enfer.
+En medio de tan horrible escena, de tan espantosa confusión, el general L. H. se replegaba hacia las afueras de la población, batiéndose en retirada y tratando de conservar en sus filas, muy claras ya, un orden imposible en aquellos momentos de general desconcierto.
+Los restos de aquel ejército tan frío e impasible en el combate lloraban de desesperación, al contemplar la destrucción de su querida ciudad. ¡Los justos también lloraron la ruina de Jerusalén!
+Después de diez días de tenaz persecución por parte de los vencedores, y de una heroica resistencia, digna de los cantos del ciego de Chio, por parte de los vencidos, el general L. H. fue capturado en el pueblo de San Ángel, solo, cuando había quemado su último cartucho, y puesto en salvo el resto de sus valientes compañeros —¡¡60 hombres!!—.
+Pocos días después del combate de Riohacha y del funesto incendio que dejó sumidas en la mayor miseria a muchas desventuradas familias, que antes del siniestro gozaban de comodidades, podía verse en una calurosa mañana, y en la opuesta ribera del río Hacha o Calancala, un grupo de tres personas que seguía a pie el arenoso camino que de esa ciudad conduce al territorio guajiro.
+La primera figura de aquel grupo era la de una mujer hermosa y joven aún, de aspecto simpático, pero extremadamente triste. Vestía de riguroso luto y llevaba en sus brazos un precioso niño. La otra figura, la de una primorosa joven de trece a catorce años de edad, talle gentil, tez morena y fresca, ojos negros, brillantes y expresivos, cabello abundante ensortijado y tan negro como el ébano, boca pequeña y graciosa, pie diminuto, aire candoroso. Su traje era también negro. La última figura era la de un indiecito guajiro que tendría poco menos de quince años. Hermoso, bien musculado, de mirada chispeante y maliciosa, era el tipo perfecto de su altiva raza. Vestía la manta guajira: flotante traje de vivos colores, y en lugar de tequiara llevaba en la cabeza un gran sombrero de palmas, que ellos mismos se fabrican.
+Alí, este era el nombre del indio, servía de guía y de compañero a las dos señoras arriba descritas, que eran la viuda y la hija del capitán Alí Silva, muerto pocos días antes en el combate de Riohacha.
+¿Qué buscaba aquella hermosa mujer con sus hijos, en los desiertos del territorio guajiro? ¿Qué iba a hacer allí, y cómo condenaba a su preciosa hija a vivir entre salvajes?
+La infeliz viuda estaba arruinada, abandonada por todos, perseguida, y buscaba entre los guajiros la piedad, la filantropía, la hospitalidad que no encontraba entre los que se llamaban civilizados, quienes, imitando a los bárbaros conquistadores, y olvidándose de que peleaban entre hermanos, incendiaban las poblaciones para sentar sus reales aunque fuera sobre calcinadas ruinas… La inconsolable viuda, sola con sus hijos, iba a llorar en aquellos desiertos la destrucción de su cara patria y su propia ruina, consumada con la pérdida del mejor de los esposos.
+Antes del incendio de Riohacha, los esposos Silva no eran cresos; pero tenían un buen capital. Poseían varias casas, una magnífica tienda surtida de buenas mercancías, almacenes llenos de artículos para exportar, etcétera. Silva comerciaba con los indios guajiros, tenía entre ellos grande influjo, muchos compadres y amigos sinceros; porque los guajiros son leales y buenos con el que los estima y trata bien.
+La señora de Silva era tan hermosa como inteligente y activa para los negocios. Amaba tiernamente a su marido, lo ayudaba mucho y por placer, más bien que por utilidad, lo acompañaba en alguno de sus viajes por las pampas guajiras. Hablaba muy bien el dialecto de los indios, y estos la querían, tanto por la amabilidad, dulzura y cariño con que ella los trataba, como por los frecuentes obsequios que les hacía. Los indios gustan mucho de los regalos y los estiman altamente.
+Silva llevaba a La Guajira para negociar con los indígenas abalorios, corales, cornerinas, telas, lanas e hilos de colores vivos, pañuelos de seda y de algodón, baratijas de toda clase, maíz y aguardiente, etcétera, que cambiaba por palos de tinte, dividivi, cueros, caballos, mulas, ganados, asnos y muchas aves domésticas que vendía en Riohacha, o exportaba, dejándole este negocio una ganancia fabulosa. También compraba Silva la sal de Bahiahonda, y cargando muchos buques con este artículo de primera necesidad, que tenía gran consumo, los enviaba a Cartagena, Barranquilla y otros lugares a realizar su valiosa carga y a traer de allí otros frutos.
+Prosperaba Silva cada día más y la caprichosa fortuna le sonreía por todas partes, tributándole a manos llenas sus espléndidos favores.
+Honrado, modesto en sus aspiraciones, era feliz porque amaba y era amado por una esposa bella, trabajadora, inteligente y económica, que él trataba como a su verdadera compañera. Tenía una hija, preciosa y encantadora niña, que alegraba con su infantil gracia aquel bienaventurado hogar donde reinaba la paz, la bonanza y la armonía.
+Tanta felicidad no era turbada sino por el disgusto que en ocasiones experimentaba Silva cuando no veía en su hogar un hijo que lo secundara en sus faenas, y que, después de su muerte, fuera el apoyo de su madre y de su hermana. Estos tristes pensamientos que de cuando en cuando lo asaltaban, arrugaban su ceño y dejaba escapar de su pecho ahogados suspiros.
+Una infantil caricia de la preciosa María y una juiciosa reflexión de la prudente esposa, desarrugaban el ceño de Silva, y hacían desaparecer de su rostro la huella de los suspiros; Silva era bastante feliz, no debía desear más; pero el alma humana, cuando se trata de la dicha, es insaciable…
+La señora Silva sentía gran disgusto cuando veía la tristeza de su esposo, y con tono de dulce reconvención le decía: «Alí, no provoques la ira de Dios quejándote y mortificándote porque no tenemos un hijo; no es tarde aún, y además, si lo fuera, ¿no tenemos a nuestra encantadora María, que podrá traérnoslo a casa? Confórmate, Alí, con la voluntad divina: cuando el Señor no nos da un niño, no nos convendrá. Somos bastante felices, no debemos pedir más». «Es verdad, mujercita mía», decía Silva, y el contento reanimaba su fisonomía varonil.
+Tranquilos se deslizaban los años para los esposos Silvas. María crecía tan hermosa de cuerpo como de alma. Sus padres no la amaban, la idolatraban; y ella correspondía al paternal afecto con frecuentes demostraciones de cariño, de respeto y de filial sumisión. Niña de admirables prendas, merecía bien el amor inmenso que sus padres le profesaban.
+María, hija única de padres ricos que le mimaban y consentían; siendo hermosa y adulada, podría ser una niña caprichosa, altanera, dominante y malcriada, como son en general las hijas mimadas; pero la señora Silva, aunque había mimado a María, había sabido educarla y hacer de ella una niña humilde, piadosa, caritativa, en extremo agradable, que formaba sus delicias, y se hacía amar por todos los que la trataban.
+En el año de 1866 la dicha de Silva no tuvo límites. Dios premiaba la conformidad de los esposos, y el ángel tan ardientemente deseado en aquel envidiable hogar, bajó por fin del cielo, en forma de un hermoso niño que colmó de dicha y alegría el alma de Silva y de su esposa. María también sintió gran contento y se prometía querer y cuidar mucho al hermanito que Dios le enviaba. ¡Pobre niña! ¡Quién hubiera podido decirle que el colmo de la ventura de sus padres eran los últimos reflejos de una dicha que se acababa, porque muy pronto les sobrevendrían grandes calamidades!
+Silva no cabía en sí de gozo, su felicidad era completa. ¿Sería duradera? ¡Imposible!…
+El afortunado padre no cesaba de dar gracias al Dios Omnipotente por el inmenso bien que recibía. La madre temblaba ante tanta ventura, rezaba porque su felicidad le parecía un sueño.
+Se le hizo una gran fiesta a la Virgen de los Remedios, patrona de la ciudad, bajo cuya protección se puso al recién nacido, y se repartieron muchas limosnas a los necesitados, rogándoles que pidieran por la vida de aquel niño tan deseado en la casa paterna.
+José fue el nombre que en la pila bautismal recibió el niño, en memoria del heroico general José Padilla, a quien Silva veneraba como a un santo mártir.
+Mil planes se forjaba Silva, allá en su imaginación, con respecto al porvenir de su hijo; ya no quería que lo acompañara en sus faenas y correrías por La Guajira; pensaba, al verlo algo crecido, enviarlo a Europa para que estudiara, y hacer de él un doctor o un general, lo que más agradara al niño. La fortuna que con su honrado trabajo había adquirido le permitía alimentar esta noble aspiración que Silva habría coronado sin la malhadada guerra de 1867.
+Hemos dicho ya que hacía algunos años que el Gobierno de Santa Marta cometía grandes injusticias con el departamento de Padilla.
+Es bien sabido que las injusticias agotan la paciencia de los pueblos y los lanza a las revoluciones.
+Los naturales de aquel departamento son activos y valientes hasta la temeridad; el yugo impuesto por los samarios los tenía exacerbados y resolvieron romperlo pronto: estaban cansados de él. Silva era muy patriota, amaba a su país natal, con ese amor loco y ciego con que algunas almas apasionadas aman la tierra donde ven la luz primera. El provincialismo en él era casi una manía. Riohacha, lugar de su nacimiento, era, a su modo de ver, el mejor país del mundo, y Silva no habría podido vivir feliz en ningún otro lugar. Las grandes y bellas poblaciones de los Estados Unidos del Norte y Europa habrían parecido a Silva aglomeraciones de lindos palacios y de hermosos edificios vacíos y sin ningún interés para él; una multitud de seres extraños, esa gran reunión de hombres indiferentes y la nostalgia lo habría matado en poco tiempo. Silva amaba a Riohacha con pasión, de la misma manera que amaba a su esposa y a sus hijos.
+Las glorias o las desdichas de Riohacha eran sus desdichas o glorias propias. Patriota por convicción y por familia, admiraba y envidiaba a los próceres de la Independencia, héroes de tan grande epopeya que lo entusiasmaban hasta la locura.
+Bolívar le parecía a Silva la figura más colosal de los tiempos antiguos y modernos, le tributaba respeto, admiración y gratitud.
+Padilla, el marino afortunado, el bravo entre los bravos, era riohachero, y Silva tenía fanatismo por este hombre singular, cuya sola presencia anunciaba la victoria en los combates, y a quien sus acciones distinguidas de valor y su habilidad de primer marino, le hicieron ganar muchas batallas y le conquistaron el título de Benemérito de la Patria.
+Testigos de las grandes proezas de este héroe son: Trafalgar, en España, cuando simple soldado de la marina, supo distinguirse; y en la antigua Colombia, Tolú, Cartagena, Ocuare, Angostura, Lorica, Ciénaga, Santa Marta, Riohacha, etcétera, y más que todos la barra de Maracaibo, donde la gloria colocó sobre las sienes de Padilla, una inmarcesible y brillante corona. Y este héroe tan valiente y afortunado, que supieron respetar las balas enemigas, murió tristemente en un banquillo, víctima de la más grande injusticia, despedazado su noble corazón no tanto por las balas asesinas, como por la ingratitud de sus amigos y compañeros de armas, y de la patria que, con su sangre y sus esfuerzos, había ayudado a fundar…
+Silva, a pesar de su admiración por Bolívar, no podía perdonar a este grande hombre que se hubiera ofuscado hasta el extremo de confirmar la injusta sentencia de muerte dada contra este valiente, a quien él mismo había llamado, con suma justicia, el Nelson colombiano, y que por sus muchos servicios bien merecía que le hubiera tocado mejor suerte.
+Los grandes hombres cometen también grandes faltas, porque en ellos todo está a su medida.
+Perdonemos a Bolívar la injusticia que cometió con Padilla, porque fue víctima de muchas otras, que sus conciudadanos cometieron con él. San Pedro Alejandrino, última morada de aquel genio colosal, fue testigo de las tristezas que amargaron sus últimos días. El Libertador de cinco repúblicas también tuvo que llorar la ingratitud de la patria y el abandono de los que todo se lo debían. Bolívar, lo mismo que Padilla, merecía una suerte mejor; la posteridad les ha hecho justicia. ¡Paz a sus tumbas venerandas!
+Silva, como lo hemos dicho, era muy amante de su país, y fue uno de los primeros y más entusiastas en trabajar para que se sacudiera el yugo que pesaba sobre la altiva Riohacha. La revolución del 67 estalló, y Silva puso su brazo y su dinero al servicio de ella.
+El 12 de agosto, una bala enemiga rompió sin piedad el noble pecho de Silva, que murió como un valiente, vitoreando a la libertad y creyendo en el triunfo de su causa, porque era justa, y corazones tan leales como el suyo la defendían.
+¡Infeliz! ¡Quién le hubiera dicho que dos días después de su gloriosa muerte, Riohacha, el país de sus afecciones, sería presa de las llamas; aquel ejército compuesto de un puñado de valientes, de que tanto se enorgullecía, sería destruido casi en su totalidad, y lo que es peor aún, que su adorada esposa y sus hijos, acostumbrados a gozar de todas las comodidades que proporciona la riqueza, se verían obligados, por causa del incendio, a sufrir las privaciones que impone la miseria!
+¡Cruel ironía de la suerte! La señora de Silva, tan acariciada y favorecida por la fortuna pocos días antes, vio a esta caprichosa voltearle la espalda y abandonarla para siempre. Aquella infeliz mujer, en sólo cinco días había perdido el esposo tiernamente amado, irreparable pérdida que acababa con su dicha, y las llamas habían consumido en pocos momentos todas sus propiedades, fruto de muchos años de asiduo y honrado trabajo.
+Viuda, pobre y sola con sus desventurados huérfanos, se veía obligada a refugiarse en La Guajira. Aceptaba la hospitalidad que los salvajes le ofrecían porque entre ellos encontraría la tranquilidad y los recursos para vivir, que le sería muy difícil hallar entre los civilizados que siendo hermanos se llaman enemigos y se portan como tales.
+El indiecito Alí, que servía de compañero y de guía a la viuda y a los hijos del capitán Silva, era el hijo único de Rita, india notable, muy rica, dueña de una extensa y valiosa ranchería, bastante poblada, y con muchos ganados, mulas, caballos, etcétera, y algunas comodidades en sus ranchos. Rita, india medianamente civilizada, de generoso y noble corazón, quería mucho al capitán Silva y a su esposa, padrinos de su hijo Alí, único heredero del poderoso caporal M…, hermano de Rita, que había muerto hacía poco tiempo.
+Los guajiros, cuando bautizan a sus hijos, tienen la costumbre de ponerles el nombre y el apellido del padrino si son hombres, y el de la madrina cuando son mujeres. Lo cual es entre ellos una gran prueba de afecto.
+Por eso el indio se llamaba también Alí, y en su ranchería lo habían enseñado a querer a su padrino, como a su propio padre. El indiecito era también algo civilizado, y lo mismo que su madre, de noble y generoso corazón.
+La india Rita al saber el incendio de Riohacha, la muerte de su compadre Silva y la total ruina de su viuda, envió inmediatamente a su hijo Alí para que buscara a su madrina y la llevara a su ranchería, en donde sería recibida con amor, y podría vivir tranquila, sin que los enemigos de Silva pudieran molestarla e insultar su pobreza y su dolor.
+Los indios guajiros observan con mucha exactitud las leyes de la hospitalidad. Generosos y caballeros, ceden con gusto su habitación al primero que se la pide, sin ninguna remuneración, y si es una señora quien la toma, no vuelve el guajiro a aparecer en el rancho hasta que ella voluntariamente lo haya abandonado, rasgo de delicadeza muy notable en un salvaje. Así como son generosos, son también vengativos con quien los ofende; no saben perdonar y sin embargo no pueden vengarse de su enemigo ni hacerle ningún mal mientras permanece en su casa, porque las leyes de la hospitalidad se lo prohíben, y desventurado del que falte a ellas.
+Estos salvajes son en general de carácter ingenuo y dulce, aunque altivos e indómitos con quien los maltrata. Sus costumbres son sencillas, tienen pocos vicios, creen en un dios, a quien en su dialecto llaman Mareigua, dicen que es un espíritu bueno porque cría al hombre y lo deja seguir su vida en paz sin meterse con él para nada; y en el demonio, llamado Yarojá, espíritu perverso e inquieto a quien atribuyen todo lo malo que les pasa y lo aborrecen mortalmente. Tienen algunas nociones sobre la inmortalidad del alma y mucha veneración por los muertos.
+Si nuestros Gobiernos pensaran seriamente en la civilización del extenso y rico territorio guajiro, Colombia ganaría mucho en todo sentido. Treinta o cuarenta mil indios útiles y esforzados aumentarían su población, y la inmensa riqueza que permanece estancada en aquella península, circularía por sus magníficos puertos, aumentaría el comercio y colmaría las arcas de la nación; pero desgraciadamente, a nosotros, los colombianos, nos falta tiempo para pensar en las fratricidas guerras civiles, que sólo sirven para desacreditarnos con las naciones extranjeras, para empobrecer y barbarizar cada vez más a nuestro propio país y para engendrar odios y rencores inextinguibles.
+Alí, enviado por su madre, llegó pocos días después del incendio en busca de su madrina, y le costó no poco trabajo encontrarla en una miserable casuca, de Tomperalta, donde una pobre y piadosa mujer había ocultado a la infeliz viuda y a sus hijos.
+El buen indio lloró mucho con María y con su madrina, les dijo el objeto de su viaje, les hizo mil protestas de sincera adhesión y las decidió a partir de la ciudad, por temor a las persecuciones de sus enemigos.
+A las cuatro de la mañana había abandonado, quizá para siempre, la afligida viuda, las arenosas y queridas playas de su país natal, en donde dejaba el sepulcro del adorado esposo, y encerrado en él, los más caros recuerdos de una felicidad perdida para ella, y que no volvería a encontrar sino más allá de su tumba.
+A pie y con su hijo en los brazos seguía por el mismo camino que en otras ocasiones había recorrido bien montada, acompañada de su amante esposo y de un séquito de amigos y negociantes que siempre iban con ellos a La Guajira. La señora Silva no sabía andar a pie, y sin embargo, hacía muchas horas que caminaba con febril agitación, muda y con su hijo en los brazos. Huía de aquellos lugares tratando de desechar los tristes pensamientos que la torturaban.
+Al fin, sudando a mares, jadeante, aniquilada, cayó sobre la arena, dejó al niño en el suelo y con dolorido acento y prolongados sollozos, exclamó:
+«María, hija de mi alma, ¡qué va a ser de nosotras! Yo no puedo dar un paso más, mis piernas se resisten a sostenerme; mis brazos no pueden soportar por más tiempo el peso del hijo de mis entrañas; y aún nos faltan muchas leguas para llegar a la ranchería de Rita.
+«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Apiádate de mí!».
+El llanto nublaba los ojos, y los sollozos casi rompían el pecho de aquella madre infeliz.
+María y el niño lloraban; y el sensible Alí hacía inútiles esfuerzos para contener las lágrimas. Se acercó a su madrina, trató de animarla, de consolarla y le dijo:
+«No te aflijas ni te abatas tanto, querida madrina, dame a José, yo lo llevaré en mis brazos con tanto cuidado como tú misma; toma este trago de anís; apóyate en el brazo de María, y haz un esfuerzo para llegar a ese manglar que está aquí cerca. Allí nos espera Rita, con buenos caballos. Ella no se atreve a salir del manglar por temor de ser vista por sus parciales, por esos pícaros españoles —así llaman todavía los guajiros a los que no son de su raza—, ¡pobre madrina! Debes haberte cansado mucho porque no estás enseñada a caminar tanto. ¡Ah! Si mi padrino viviera no habría permitido que anduvieras a pie por estos malditos arenales. Mas no tengas cuidado, madrina, yo también tengo muy buenos caballos que tú montarás. ¡Perversos españoles! —añadía el indio haciendo un gesto amenazador hacia el lado de la destruida población—, hijos malditos de Yarojá, les juro que cuando yo sea caporal, vendré con mi parcialidad a tomarles cuenta de la sangre de mi padrino y de tus lágrimas, madrina. Tú, José —continuaba el indio, dirigiéndose al inconsciente niño, que sólo sabía sonreír—, tú me ayudarás en la venganza, y la tomaremos muy cruel de esos malvados».
+Alí desahogaba su furor con mil denuestos y otras tantas amenazas.
+«No es bueno ser vengativo —le decía la bondadosa señora Silva—. Dios nos manda perdonar a nuestros enemigos, y sufrir con paciencia los trabajos y calamidades de la vida».
+«Mareigua —replicaba el indio— es bueno, no se mete con nosotros para nada; pero Yarojá, el espíritu malo, inspira a los perversos y nos molesta. Es necesario vengarnos de los malos, y castigar sus delitos».
+«La venganza es dulce, la venganza es buena», repetía el indio sin atender a los consejos de su madrina, que le agradecía su afecto y se proponía combatir los instintos vengativos del salvaje y sus falsas ideas religiosas, enseñándole a conocer al verdadero Dios, e instruyéndolo en la religión del Crucificado, santa y consoladora creencia, toda caridad y perdón.
+La adhesión del generoso indiecito y sus pruebas de afecto conmovieron mucho a la viuda y a María. Solas, sin recursos, abandonadas por todos, en aquellas inmensas soledades, podían contar con el leal corazón de un hijo del desierto, que era casi un niño, pero bien pronto sería un hombre, y el jefe de una numerosa tribu de salvajes que les sería adicta por amor a Alí.
+Apoyada en el brazo de María y andando muy despacio llegó por fin la viuda al manglar en donde, como Alí lo había dicho, Rita y los suyos los esperaban. Grande era la ansiedad de la india, pues habían tardado demasiado en llegar allí, y ella temía que su hijo y su comadre, sorprendidos por los vencedores, hubieran sido apresados. Su alegría al verlos fue inmensa; pero las lágrimas de la viuda y de su hija no le permitieron manifestarla. Casi todos los moradores de la ranchería de Rita habían venido con ella, a esperar a las españolas, y era de admirable belleza el cuadro que presentaba a la vista aquella partida de salvajes de ambos sexos, perfectamente montados en magníficos caballos —que pueden competir con los de raza árabe—. Vestidos con sus flotantes mantas, algo semejantes a las túnicas romanas, llevando su fusil y carcaj terciado al hombro, y así recibían en completa ovación y brindaban protección y hospitalidad a una infeliz viuda y a sus huérfanos hijos…
+A la espléndida acogida que les hacían los salvajes, comparaban la viuda y María los tristes desengaños, las amargas y dolorosas decepciones, que en poco tiempo habían experimentado entre los civilizados, que se titulaban sus amigos tan sólo en épocas de prosperidad; y se decían:
+«Nuestros compatriotas y amigos nos han abandonado, negándonos todo auxilio porque estamos arruinadas, y nada valemos. Además, temen comprometerse con los vencedores si amparan y protegen a la familia del capitán Silva. Estos hijos del desierto, nada tienen que temer, ni que esperar, y para ellos, valemos hoy, pobres como estamos, lo mismo que valíamos cuando éramos ricas. La Providencia vela por nosotras y se vale de ellos para protegernos. ¡Bendita sea!».
+La india Rita tenía preparado un desayuno que se componía de fresca y gustosa leche, servida en blancas totumas, pan de maíz, panela, queso, algunos mariscos y muchas frutas silvestres. Sólo unos sorbos de leche pudieron tomar María y su madre: la emoción y la tristeza que las dominaba no las permitía tomar ningún otro alimento.
+Cuando hubieron descansado un tanto las viajeras, montadas ya en buenos caballos, continuaron la marcha escoltadas por los indios, que gozosos se disputaban el honor de servir a las señoras.
+El buen Alí llevaba al niño, que alegre como unas pascuas, reía a carcajadas. El inocente no podía comprender ni las lágrimas ni la tristeza de su madre y de su hermana.
+María, al verlo tan alegre, lloraba con él, pensando en el triste porvenir que le esperaba en La Guajira. Su hermana lo miraba tristemente y le decía: «¡Pobre angelito, tu inocencia te impide conocer la inmensa desgracia que nos abruma! Tú no puedes comprender nuestra pena, por eso ríes y estás alegre. ¡Ángel cuya venida al mundo fue tan anhelada por nuestro padre, a qué mal tiempo bajaste de las regiones eternales! ¡Pobre hermano mío! Cuál será tu suerte entre estos salvajes. Cuál la educación que recibieras en una ranchería oyendo solamente el dialecto guajiro, el mugido de las vacas, el balido de las ovejas, el relincho de los caballos y el canto de los turpiales. Mi madre y yo te enseñaremos a conocer al verdadero Dios; con nosotras le adorarás en aquellas soledades salvajes; pero allí no tendremos ni un templo, ni un altar donde enseñarte a rendirle el culto que se le debe. ¡Dios mío! ¿Viviremos siempre así? Este horrible porvenir que yo entreveo, ¿será acaso el de toda nuestra vida? ¡Ah, Señor Dios de las misericordias, no lo permitas!…».
+La infeliz y juiciosa joven no pudiendo contener sus lágrimas, adelantaba su caballo, para que su madre no las viera, ni adivinara los tristes pensamientos que las hacían correr.
+Serían las dos de la tarde cuando llegaron a la ranchería de Rita, situada cerca del lugar, llamada el Pájaro, una de las rancherías más pobladas y ricas de la península Guajira.
+Rita echó pie a tierra la primera, y corrió solícita a desmontar a su comadre. Alí no abandonó al niño, y otros indios se ocuparon de María, la que aparentando un valor y una entereza que estaba muy lejos de poseer, y con sonrisas más tristes que las lágrimas, animaba a su madre y le daba los parabienes por el feliz término de aquel triste viaje.
+La ranchería de Rita tenía una situación pintoresca. Colocada en una gran sabana ligeramente accidentada por una verde colina, estaba sembrada de bosquecitos de mangles y palmichos que hacían variado su hermoso paisaje. Se componía la ranchería de 25 a 30 ranchos situados a la inmediación de una laguna cuyas orillas bordadas de juncos, de palmeras, trupillos e higuarayos, atraían con su frescura y sus sabrosos frutos bandadas de turpiales, oropéndolas y mil aves canoras de variado plumaje, de dulces trinos y agradables melodías que animaban la soledad.
+Esta ranchería tenía a su frente, y no muy distante, la hermosa vista del majestuoso Atlántico, de agitadas y bulliciosas olas. A lo lejos se divisaba la punta del Macuira, célebre cerro donde, según la creencia de los guajiros, hay un lugar llamado Itú destinado para morada de las almas de los indios ricos; porque entre ellos sólo los peaches —médicos— van al cielo llamado Aitú. Las almas de los indios pobres permanecen separadas de las demás en Jepira, lugar situado en el Cabo de la Vela.
+A los otros lados de la ranchería de Rita, la vista se perdía en inmensas sabanas donde estaban diseminadas infinidad de otras tantas rancherías, y abundantes y ricos pastales que alimentaban millares de ganados, innumerables caballos, mulas, asnos y otros muchos animales muy útiles al hombre, y de que son riquísimas esas pampas.
+Varias indias se habían quedado en los ranchos preparando el banquete con que los indios se proponían festejar a las españolas que aceptaban su asilo y protección.
+A la orilla de la laguna, debajo de un bosquecillo de palmeras, colocaron las indias chinchorros, extendieron juncos en el suelo, acercaron algunas piedras, y en grandes totumas, ollas, cazuelas, unos pocos platos de loza, y con poquísimos cubiertos de estaño y una que otra copa de cristal, sirvieron la abundante comida, compuesta de muchos trozos asados de ternero y del sabroso ovejo guajiro, pescados, tortuga, muchos mariscos, ñames, ahuyamas, maíz tostado, panela, frutas, aguardiente, etcétera, y el más delicioso manjar para el guajiro, la insoportable e inmunda chicha de maíz mascada por la india más joven y bonita de la ranchería.
+La viuda y su hija, abrumadas por el pesar más profundo, y conmovidas por las bondades de los salvajes, no pudieron probar un bocado de aquella suculenta y campestre comida que los indios devoraron con delicia, estimulado como estaba su apetito, por la larga correría que habían tenido que hacer.
+Concluida la comida, la india Rita eligió entre todos los ranchos el mejor y más aseado, tomó por la mano a las españolas y las llevó para darles posesión de lo que ella llamó su casa. Rita colocó en el rancho varios utensilios, colgó tres blancas hamacas, algunos chinchorros, e instalándolas lo mejor que pudo, se retiró prudentemente para dejarlas con libertad.
+La infeliz viuda y sus pobres huérfanos, tenían ya un hogar; pero ¡qué hogar, gran Dios! Un desmantelado rancho sin ninguna comodidad, que sólo irónicamente podía llamársele casa; mas al fin, era un asilo, allí podrían llorar tranquilas sus penas; a su lado tendrían corazones nobles y sencillos como los de Rita y Alí, que las cuidarían y protegerían. Dios, el buen Dios de los cristianos, que no abandona ni aun a los pajaritos que creía, velaría por ellas.
+Muchas y muy tristes reflexiones se agolparon a la mente de la señora Silva. Al quedarse sola en el miserable rancho, que la suerte le deparaba, lloró mucho; pero cristiana humilde, se resignó a cargar su pesada cruz y a esperar todo de la misericordia divina. Se prometió a sí misma hacerse fuerte y conservarse para sus hijos. Sin embargo, el súbito cambio de todas las comodidades de la vida social por las privaciones del aislamiento, las profundas heridas que había sufrido su corazón y la tristeza que la rodeaba, arruinaron totalmente su salud y la redujeron al más triste estado.
+María, la infeliz joven que no apartaba los ojos de su madre, veía con espanto que la vida se le iba; aunque su pobre madre hacía los mayores esfuerzos para detenerla. La desventurada María temblaba de horror a la sola idea de verse, de un momento a otro, privada del solo apoyo que tenía sobre la tierra y rogaba a Dios que la librara de desgracia tan grande.
+El peache —médico— de la ranchería, agotaba las yerbas medicinales conocidas por su empirismo, y sus lúgubres cantos y bárbaras recetas no tenían virtud ninguna. En aquella apurada situación no había más que un médico capaz de salvar la vida de la viuda. María lo conocía, e imploró su auxilio. Este médico era Dios; sólo él tenía bastante poder para devolver a aquel débil cuerpo una vida que casi lo había abandonado.
+¡Ah, cuántas noches de vigilia pasó aquella heroica criatura, sola en el mísero rancho en que vivía, colocada en medio de la hamaca de su madre y de su hermanito, dividiendo sus atenciones y cuidados entre aquellos dos seres que amaba con ternura y por los que daría con gusto su vida!
+¡Cuántas lágrimas derramó aquella infeliz joven en una larga noche de agonía, contemplando el descompuesto rostro de su expirante madre y la plácida sonrisa del dormido niño que no podía comprender la horrible situación de su desventurada hermana!
+La pobre María se sentía desfallecer cuando pensaba que podía faltarle el apoyo de su tierna madre; pero la fe en la divina misericordia la reanimaba. Ella pedía, clamaba, lloraba y esperaba…
+Al fin, sus votos, sus fervientes plegarias, fueron escuchadas. ¡Dios no desatiende jamás los ruegos del inocente! La madre de María volvió a la vida y poco a poco fue recobrando sus fuerzas y su salud. El amor y los cuidados de María, hicieron prodigios para restañar la sangre que chorreaba de aquel corazón profundamente herido, y devolverle la tranquilidad que tan necesaria le era.
+La generosa india Rita cuidaba con grande esmero de llevar al rancho de las españolas los víveres y todo lo demás que necesitaban sus huéspedes.
+Alí prodigaba a su madrina finas atenciones y amaba tiernamente a José, que también le quería mucho.
+La señora Silva recobró del todo su salud, con gran sorpresa del sabio peache, que la había dejado por muerta y que le parecía aquello una resurrección, incomprensible para él a quien nunca le habían fallado sus juicios.
+Se fue acostumbrando la señora Silva insensiblemente a la vida tranquila de la ranchería, y ella y María se propusieron enseñar a los dóciles indiecitos los saludables preceptos de nuestra santa y sublime religión.
+Pasados algunos años, María era una hermosa mujer en la plenitud de su belleza, su piel se había tostado un poco y perdido algo de su frescura, pero esto no la había desmejorado. Notablemente bella, los indios la admiraban como a un ser superior; si ella hubiera sido pagana habría podido hacerse adorar por aquellos sencillos salvajes; pero María era cristiana, y no quería que se adorase sino al verdadero Dios. Amaba mucho a los indios y los trataba como a hermanos, les había enseñado muchas cosas, y había aprendido con ellos a tejer las hamacas, las mantas, los sombreros y las tequiaras.
+María estaba siempre ocupada, trabajadora e industriosa, había logrado hacer de su primitivo miserable rancho, una cabaña bastante cómoda y bella.
+José, niño belicoso y montaraz, aunque dulce y cariñoso con su madre y con su hermana, crecía y se desarrollaba vigoroso y robusto, como la salvaje naturaleza que lo rodeaba. Montaba admirablemente a caballo, manejaba con primor el arco y las flechas, la onda y hasta el fusil; hablaba con perfección el guajiro y vestía la manta, por lo que sin su cabello negro y rizado, y su tez de un blanco mate, cualquiera lo habría tomado por un indígena de aquellas pampas.
+El indio Alí, completamente crecido y desarrollado, era un hermoso guajiro de atléticas formas, hercúleas fuerzas y extraordinaria agilidad. Caporal de la tribu, mandaba en jefe, y sus parciales lo amaban y obedecían ciegamente. Se había casado con una hermosa y rica india hija de un poderoso caporal, y este casamiento había aumentado su hacienda y su prestigio. Alí amaba mucho a José, lo tenía siempre con él en todas sus excursiones y en los asaltos que solía dar a las rancherías enemigas. Ocultaba a María y a su madrina que llevaba al niño a guerrear y lo sacaba con el pretexto de que fuera a conocer las costas de la península, a ver pescar las perlas, el carey, las tortugas, etcétera, etcétera.
+Por más que la señora Silva había enseñado al indio Alí muchos preceptos religiosos, él no había podido dominar sus instintos vengativos, y parece que no olvidaba el juramento que había hecho de vengar a su padrino cuando José pudiera acompañarlo, porque tanto él como todos los otros indios de la tribu, se empeñaban en adiestrar al niño en todo los ejercicios de la guerra y en sembrar en su alma tierna la semilla del odio y de la venganza contra los que habían matado a su padre y arruinado a su patria.
+José escuchaba con atención lo que los indios le decían, aprendía a guerrear, y la semilla regada germinaba y crecía a la par con su robusto cuerpo.
+María y su madre se asustaron al notar los instintos vengativos de José y los ímpetus de odio y de comprimida cólera, que se manifestaban en el rostro del niño, cuando en su presencia se hablaba de la muerte de su padre y del incendio y toma de Riohacha. Ellas temblaron al descubrir la pasión de la venganza arraigada en aquel tierno corazón, y procuraron arrancarla; pero se convencieron de que mientras José estuviera bajo la influencia de Alí y de los suyos, nada se podría conseguir. Era indispensable separarlo de ellos, para aprovechar las buenas cualidades del niño y combatir las malas. Abandonar La Guajira era un gran sacrificio para ellas; ¿pero qué sacrificios ahorrarían la señora Silva y su hija, por la salvación de José, única esperanza que les quedaba?
+Aquel niño semisalvaje tenia gran talento y cualidades latentes que sólo necesitaban estímulo para desarrollarse; José tenía necesidad de recibir una buena educación y de vivir entre gentes civilizadas, para domar su carácter y darle otra forma. Bien educado aquel niño, vendría a ser más tarde un hombre útil a su familia y a la sociedad. Sin ninguna educación, metido entre los salvajes, su odio lo arrastraría sabe Dios a dónde.
+La partida quedó resuelta entre la madre y la hija, que a nadie comunicaron su resolución, y se pusieron a trabajar con empeño para adquirir los medios de realizar su viaje.
+No contaban con otros recursos para salir de allí que los regalos de los indios hechos a José, consistiendo estos en grandes sartas de finas perlas, muchas conchas de carey, lindas hamacas, algunos ganados y caballos cuyo valor no les alcanzaría para establecerse fuera de La Guajira.
+María tenía también muchas hamacas tejidas por ella misma, y algunas otras cositas que aumentaban su haber; pero esto no era suficiente, y tanto ella como su madre, se esforzaban en fabricar efectos para la venta, con los cuales se proporcionaran los medios de establecerse en país civilizado.
+Tranquilas esperaban este momento, cuando un suceso desgraciado en que María, aunque inocente, venía a ser causa de cruda guerra entre los indios, las obligó a precipitar su salida de La Guajira.
+Una mañana, al ir las indias a llevar los rebaños a pastar, se notó que faltaba gran número de ganados. Huellas de muchos pies denunciaban a los ladrones, y entre los indios guajiros, esta clase de robos es el primer toque de guerra.
+La alarma cundió por toda la ranchería, la indignación del caporal Alí, que sospechaba quién podía ser el atrevido agresor, no tenía límites.
+Reunió a los indios y les dijo:
+«Sé poco más o menos quién es el ladrón de nuestros ganados, el audaz que me declara la guerra viniendo atrevidamente a desafiarme a mi propia casa; juro vengarme y hacerle pagar bien caro su audacia. Él es rico, todas sus riquezas serán nuestras y con su sangre lavará la infamia que intentaba cometer, si nosotros no se lo impedimos.
+«El ladrón debe de ser el caporal Blas, ese perverso indio, sobrino del malvado Pelo pegado, tan célebre por los crímenes que expió en un patíbulo. Blas está enamorado de María y quiere casarse con ella, o robarla. María es nuestra protegida, vive en nuestra ranchería, estamos obligados a defenderla aun a costa de nuestra vida, porque este precepto de nuestras leyes debe ser respetado y cumplido.
+«Una india me contó ayer que Blas aprontaba sus mejores cabezas de ganado para venir a mi ranchería a pedir a María, y que si no se la daban, el sabría tomarla, porque la española sería suya a todo trance. Blas dice que quiere a María, como no ha podido querer a ninguna de sus mujeres y que está dispuesto a perder la vida por ella.
+«Inmediatamente que la india me dio esta noticia, por la tranquilidad de mi madrina, de María y de todos, me fui a la ranchería de Blas, para disuadirlo de cometer semejante locura; tratándolo como amigo quise convencerlo, le dije que María no se casaría con él, y después agregué que la española estaba en mi casa bajo mi protección y la defendería como a mi propia esposa.
+«—¿También amas tú a la española y la quieres para ti? —me preguntó Blas con mal disimulada cólera.
+«—Yo no amo nunca las mujeres que no son de mi raza —le contesté—. A María la quiero como a una hermana, la venero y respeto como a un ser superior. Blas, yo te aconsejo que dejes en paz a esa española, tú tienes mucho ganado con qué comprar hermosas indias, cásate con todas las que quieras, pero no pienses en María. Las españolas de su clase no se casan con indios, ni aunque ellos sean caporales y ricos como tú y yo; nosotros tampoco debemos casarnos con ellas, es indigno mezclar nuestra raza.
+«Piensa y reflexiona, Blas, en lo que te digo. Si desistes en quererte casar con María, seremos buenos amigos; pero si continúas en el loco propósito de robártela, te declaro la guerra.
+«Blas no me contestó nada. Anoche vino a robar nuestros ganados, lo que me indica que quiere la guerra, y que hoy vendrá a robarse a María. ¿La dejaremos robar?».
+—¡¡Jamás!! —contestaron todos los indios.
+La revelación de Alí dejó mudas de espanto a la viuda y a María, el colérico José hacía ademanes de querer estrangular al atrevido Blas y pedía su arco y su flecha para matarlo como si fuera un tigre.
+Alí tocó los clarines y tambores, en señal de guerra, y toda la ranchería se aprestó para el combate. Los fusiles, las flechas, las paletillas y las rayas, todo se arregló en el menor tiempo imaginable.
+Los guerreros bien montados y armados hasta los dientes se preparaban para ir con gran brío a rescatar sus ganados y a lavar con sangre la ofensa que Blas les había irrogado. La guerra era inevitable, dada la primera señal.
+Los ranchos fueron abandonados, porque las mujeres y los niños seguían detrás de los guerreros a invadir la ranchería del indio Blas y a conducir el botín. La viuda y su hija no se podían quedar solas y tuvieron por necesidad que formar parte de la expedición. María estaba inconsolable. Ella era la causa —aunque inocente— de aquella injustificable guerra entre los indios; guerra que había podido impedir, emprendiendo la fuga, si ella hubiera sabido antes las pretensiones del indio Blas. Mas nada habían penetrado ni ella ni su madre, y la pobre joven tenía que presenciar temblando el combate que por su causa se trababa, y ver morir a muchos de los salvajes por quienes tenía afecto y gratitud.
+La vida del generoso Alí, que ella amaba como a un hermano, corría gran peligro, porque Blas era malvado, artero, y María le temía mucho a una emboscada.
+La justicia estaba de parte de Alí, él defendía la inocencia, pero María sabía que las causas justas sucumben muchas veces, y aunque Alí era valiente y más poderoso que Blas, María no podía dominar sus temores. Oraba y lloraba, único consuelo en tan grande conflicto.
+El indio Blas sabía muy bien que el pundonoroso Alí vendría con su parcialidad a reclamarle los ganados robados, y lo esperaba colocado en buenas posiciones y con muchos indios.
+Las emboscadas de Blas habían sido descubiertas y vencidas por la vanguardia de Alí, antes de llegar a las posiciones que ocupaba Blas con el grueso de su ejército.
+Alí con sus parciales atacó al caporal Blas, y horrible algazara se armó entre los salvajes de uno y otro bando. Una lluvia de balas, flechas, rayos, paletillas, piedras, partió de ambas filas; un rudo y bárbaro combate se trabó entre los salvajes.
+Después de largas horas de horrible batallar, cuando ya la noche empezaba a extender su negro crespón, como para ocultar a las miradas aquella escena de desolación y de matanza, Alí, ya victorioso, perseguía al fugitivo Blas, que trataba de escaparse a todo correr. Lo alcanzó y desafiándolo a singular pelea, que el indio no puede rehusar, lo venció también y, tirándolo al suelo, se preparaba a dar a aquel perverso indio el golpe mortal que lo libraría para siempre de un enemigo, cuando una mujer, que no era otra que María, se lanzó hacia él y cayendo de rodillas le gritó: «¡Alí, mi querido Alí, no lo mates, perdónalo por Dios! Blas está vencido, los jefes nobles y valientes como tú no deben matar jamás a un hombre vencido; eso mancha las glorias de los vencedores». El indio Alí se detuvo; miró tristemente a María que le quitaba el placer de la victoria, no dejándolo satisfacer su venganza, y le dijo: «María, este Blas es tan perverso como su tío, es tu enemigo y también lo es mío, no nos dejará en paz. Dios lo ha puesto bajo mi pie para que le aplaste como a la serpiente que trata de mordernos; déjame, María, por ti y por mí, matar esta culebra cascabel».
+«No, Alí, no lo mates, con las lágrimas te lo ruego por tu madre, por la mía y por mí, que soy tu hermana, tu amiga, tu compañera de tantos años, tu protegida y la causa inocente de la sangre que tiñe estas praderas. Alí, no más sangre, basta ya con la que se ha vertido. ¡Ojalá que por causa mía nunca se hubiera derramado una sola gota, y que yo hubiera podido evitar, aun a costa de mi vida, las desgracias de este funesto día!».
+María, abrazada a las rodillas de Alí, lloraba y gemía pidiendo la vida del perverso indio que intentaba robarla.
+Alí, conmovido por las lágrimas de aquella hermosa joven, perdonó la vida al indio y le dijo:
+—Blas, eres mi prisionero, debes la vida a esta española, aprende a respetarla.
+Muchos indios de los vencedores se les habían acercado. Alí los mandó que se llevaran al prisionero, que con todos los de la parcialidad quedaban a merced de Alí y de los suyos.
+Blas seguía cabizbajo, preocupado no tanto con la acción que acababa de perder y el peligro que había corrido su vida como con la irradiante belleza de aquella española que amaba locamente, y a quien había visto de rodillas delante de Alí, pidiendo con lágrimas la salvación de su vida. Si es mi enemiga, pensaba el indio, ¿por qué no dejó a Alí que me matara?
+El salvaje no era cristiano y no podía conocer el precepto sublime que mandaba a María perdonar las injurias, devolver bien por mal y amar a los enemigos…
+Después de este acontecimiento era imposible la permanencia de la señora Silva entre los indios, y aprovecharon esta circunstancia para comunicar a Alí su deseo de abandonar La Guajira con el fin de establecerse en Venezuela.
+La presencia de María había sido motivo de discordia entre dos tribus, y ellas no tenían ya ninguna tranquilidad para vivir allí.
+Alí les concedió la razón y les ofreció conducirlas él mismo a las Guardias; pero les dijo que tenían que esperar unos pocos días a una partida de riohacheros negociantes en ganados, que llegarían pronto a la ranchería, y él se había comprometido a escoltarlos y acompañarlos hasta allí. Era mejor irnos todos juntos.
+José lloró, se afligió, se desesperó, al persuadirse que tenían que abandonar sus queridas pampas, a todos los indios con quienes se había criado, sus pájaros predilectos, sus vacas, sus caballos, etcétera. Lloró porque comprendía que tenía que decir adiós a su vida selvática y sencilla; y por ese temor que nos infunde lo desconocido, tenía miedo a la vista de las ciudades. Los hombres civilizados le causaban terror y odio por los males que habían ocasionado a su familia, y el pobre niño, con poco discernimiento, los juzgaba a todos iguales en maldad, y lamentaba tener que ir a vivir entre ellos, cuando se encontraba tan feliz y tan querido, en medio de aquellos buenos y generosos indios.
+Llegaron los riohacheros que se esperaban para emprender el viaje a Venezuela; todo estaba arreglado y partirían con gran pena a la mañana siguiente.
+Entre los riohacheros que llegaron a la ranchería, había un antiguo conocido de la señora Silva, a quien costó no poco trabajo reconocerla, y gran sorpresa encontrarla allí, porque en Riohacha se creía que ella y sus hijos habían perecido en el incendio, pues nadie sabía nada de ellas.
+«Muerta estoy para los de mi país —dijo la viuda—; once años hace que abandoné sus queridas playas, ahora me voy a vivir a Venezuela, país extranjero para mí, y quizá dejaré allí mis huesos». Silenciosas lágrimas corrieron por sus pálidas y enflaquecidas mejillas.
+Alí, Rita y otros muchachos indios las acompañaron hasta las Guardias, a donde llegaron con toda felicidad. Instaladas en aquel lugar, Rita y su hijo propusieron a la señora Silva hacer negocios en compañía que podrían dejarles gran provecho. Esta última prueba de afecto y de generosidad de Rita y de su hijo, colmó la inmensa gratitud que por ellos tenía la señora Silva, y aceptó reconocida todo lo que los nobles indios le propusieron.
+Once años de penas, de retraimiento, hicieron perder a la señora Silva el gusto por la sociedad.
+Amaba el retiro, la soledad, vivía aislada y sentía profundo disgusto por el ruido y el bullicio. El carácter franco y hospitalario de los venezolanos volvió algo sociables a aquellas infelices expatriadas, e hizo menos triste su morada allí. La notable belleza de María y su dulzura, llamaron bien pronto la atención de un joven de honrada y buena familia, aunque pobre. No tardó mucho este joven en merecer el afecto de María, y en pedir su mano, que le fue concedida. Se casaron, y un destello de felicidad brilló para María.
+Su digno esposo, que sabía apreciar sus cualidades, se propuso hacer, con su ternura, olvidar a aquella virtuosa e interesante joven que los mejores años de su vida habían sido amargados por crueles pesares y por pruebas rudísimas que ella supo soportar con inimitable resignación y paciencia.
+El belicoso José fue colocado en un buen colegio en donde sufría algo, pero aprendía mucho porque tenía talento y aplicación; se esmeraba en aprender, pues le causaba enfado no saber lo mismo que los otros niños de su edad. Su carácter semisalvaje se dulcificaba y se pulía cada vez más. Sin embargo, tenía ratos de profunda tristeza; buscaba la soledad y echaba de menos las pampas guajiras, sus caballos, sus flechas y, más que todo, al generoso Alí, a sus compañeros y amigos de la infancia, que habitaban en la ranchería donde por tantos años halló asilo y pan.
+Lloraba muchas veces su libertad perdida, y así como un pájaro que, encerrado en estrecha jaula, bate inútilmente sus alas tratando de lanzarse en el espacio que divisa, José se movía agitado, anhelando montar en un brioso corcel, recorrer aquellas pampas, aspirar con todos sus pulmones la brisa fresca y embalsamada de tan inmensas sabanas.
+Su dulce madre templaba el fogoso ardor de aquel niño, y con tiernos besos enjugaba sus infantiles lágrimas. José amaba mucho a su madre, y por no afligirla, moderaba sus ímpetus salvajes: pronto sería un joven aprovechado y notable.
+María era feliz, su esposo la amaba tiernamente, y respetaba y quería a la señora Silva como a su propia madre. Todos trabajaban juntos, y aunque María y su madre no habían alcanzado todavía la riqueza que perdieron en el incendio, vivían cómodamente con el fruto de su trabajo.
+La señora Silva estaba tranquila al lado de sus hijos; pero el recuerdo del esposo perdido, la ausencia de la tierra natal, que quizá no volvería a ver jamás, y sus pesares de once años, habían impreso en su semblante un sello de tristeza, y eran el tormento constante de aquella infeliz expatriada, que tal vez moriría en extranjera tierra, sin que nadie más que sus hijos supiera quién era, quién fue…
+Bogotá, diciembre de 1879
+CAÍA EL SOL EN LAS ARDIENTES regiones del Bajo Caquetá. En la orilla izquierda, sombreada por las frondosas copas de algunos árboles gigantescos, asomaba la techumbre grisosa de una especie de granja rústica, sobre cuya parte más elevada sobresalían dos palmeras como gallardetes que adornaran aquella arquitectura primitiva.
+Medio recortado bajo el hojoso follaje de un oscuro caucho, en cuyo tronco se apoyaba, había un hombre de unos cincuenta años, cuyo origen distinguido se adivinaba a pesar de su vestido burdo y de su piel curtida por el rigor del clima.
+Examinaba con interés el confín del río cuya superficie argentada se extendía a su vista, bordándose a intervalos con arabescos de oro, cuando los sesgados rayos del sol atravesaban el ramaje.
+A su lado, en cariñosa actitud, había dos niñas de doce y catorce años. Dorada por el sol su piel caucásica, conservaba la suave tersura de la niñez y la magnificencia de los ojos de aquellas criaturas, plenos de luz y de inocencia, les daba un encanto de originalidad maravillosa. La mayor, sobre todo, más pálida que lo ordinario en aquellos lugares, donde no viven las rosas, imponía con el ligero ceño de sus delicadas cejas y la firmeza que revelaba el corte altivo de su boca desdeñosa.
+El caballero, convertido en colono, era originario de la altiplanicie de Bogotá y hacía quince años que la lucha por la vida lo había hecho partir con sus dos hijos pequeños y su joven y abnegada esposa, hacia las riberas del Putumayo. Allí permaneció tres años, y aunque prosperaron sus negocios, mortificado, y más que todo, humillado por la proximidad de algunos invasores peruanos, resolvió abandonar aquel río y avanzar hasta donde no llegaran por ningún motivo ni por ningún pretexto los usurpadores. Plantó su tienda a las orillas del Caquetá, después de haber cruzado muchas leguas, para formar el hogar de sus hijos en tierra netamente colombiana. Había conseguido, al cabo de muchos esfuerzos, una gran fortuna, y se preparaba a realizarla para volver con su familia a Bogotá.
+En el corazón de aquel valiente trabajador ardía el amor de la patria, y cuando terminaban las labores del día, su mayor placer consistía en hablar a sus hijos de las glorias de Colombia, inculcando en ellos, como base de todo bien, el amor a Dios y el de su país, por el cual, llegado el caso, debían sacrificarse.
+—Tardan mucho mis hermanos —dijo la mayor de las niñas—. ¿Hasta dónde los enviaste, papá?
+—Al puerto, allí deben recibir los bultos de Manaos.
+—Nuestros vestidos y también las banderas. ¿No es cierto?
+—Sí, las otras estaban inservibles y quiero tenerlas nuevas antes de nuestro viaje a Bogotá.
+—Dinos, papá, ¿Bogotá es tan bonito como decía ese extranjero que era Lima?
+—Son dos ciudades en condiciones diferentes: la nuestra está sobre los Andes a una distancia enorme del mar; todo lo que vale, que es mucho, se lo debe a su propio esfuerzo; Lima, muy próxima al océano, se habría colmado, aun cuando fuera a su pesar, de los inmensos bienes de su generoso vecino.
+Hubo algunos momentos de silencio.
+—Papá —dijo de pronto la mayor de las niñas, con su tono reposado—, ya sé bien los nombres de nuestros principales héroes. ¿Sabes que me encanta Córdoba?
+—No te falta razón; a él deben en gran parte su libertad nuestros vecinos los peruanos.
+—¿Sí? No me lo imaginaba. Cómo querrán en el Perú a los colombianos.
+El colono sonrió con tristeza y nada contestó.
+—¿No dices, papá —insistió la niña con entusiasmo—, que Córdoba ayudó a libertarlos?
+—No sólo Córdoba, sino nuestro ejército, nuestros soldados guiados por Bolívar y el mariscal Sucre.
+—¿Y los peruanos solos no habrían podido conseguir su libertad?
+—No, hija; carecían de jefes, de recursos, de abnegación; además, terribles disensiones intestinas inutilizaban todo esfuerzo en favor de la patria.
+—Enséñame los nombres de los héroes peruanos —agregó la niña con insinuante voz de ruego, fijando en su padre sus grandes ojos llenos de interés.
+El interpelado no contestó y guardó silencio por algunos momentos; llevóse luego la mano a la frente, y dijo como si meditara:
+—No sé qué decirte… O yo he olvidado cuanto sabía de historia… o no existen los héroes peruanos… Paréceme, según mis recuerdos, que ni aun Bolívar, el semidiós de la libertad, logró que nacieran laureles que no fueran sembrados por colombianos en la tierra de los incas.
+—Entonces… ¿Allá no hay libertadores, allá no hubo Nariños, allá no nacieron Ricaurtes? —exclamó la niña cruzando las manos y coloreándose su frente de dolorosa sorpresa.
+—Espera, espera… Voy a hacer un esfuerzo de memoria; para acordarme en orden, empezaré por la fundación de Lima…
+Calló el colono, y después de meditar, dijo con desaliento: «Es bien triste lo que viene a mi mente; apenas nacida la ciudad, veo un charco de sangre… Pizarro, el gran conquistador, el que acaba de fundar su capital, cae asesinado… Debe haber todavía muchos descendientes de aquellos españoles que podríamos llamar ¡parricidas!».
+—¿Quieres decir, papá, que debe haber allá muchos ingratos?
+—Has acertado, pero espera, espera… Viene luego Atahualpa, que sostuvo con su hermano una lucha fratricida y que luego se hizo amigo de los españoles, olvidando su patria hasta haber aprendido a jugar diestramente el ajedrez con sus opresores, ¡que acabaron por darle garrote ignominioso!
+—No; no pueden descender héroes de indios de esa clase ni de españoles de proceder semejante. En nuestra patria, Hernán Pérez, el alma negra de la Conquista, no dejó sucesores, y el Zipa de Bogotá guardó heroico silencio en medio de grandes sufrimientos, para no complacer a sus enemigos; y el Zaque de Tunja se dejó morir de hambre y no volvió a pronunciar una palabra desde que juzgó ultrajada su dignidad de soberano. Pero volvamos al Perú, deseo recordar. Después… después sólo halló los que con sus continuas disensiones, su traición, sus conspiraciones y su deslealtad, retardaron la hora de ser libres y entrabaron en un principio la acción poderosa del Libertador. Luego… únicamente consigo recordar, a pesar de mis esfuerzos, los nombres de los vencidos en el Portete de Tarqui, cuando el Perú pagó la libertad recibida de Colombia, con la más negra de las ingratitudes. Más tarde, cuando España pretendió someter de nuevo sus colonias, un héroe colombiano, Cornelio Borda, ofrendó generosamente su vida en favor del Perú, defendiendo la torre de la Merced que le había sido encomendada, cuando era atacado el Callao por los españoles. Después… en la guerra con Chile, toda la fuerza del Perú estuvo en el Huáscar, y sucumbió al perder a su valiente jefe, el almirante Grau, de origen colombiano. Decididamente, hijas mías, o mi memoria falla, o no existen héroes peruanos que fatiguen a la historia.
+El silencio se siguió a estas palabras y todos parecieron meditar en lo que acababa de decirse.
+—Papá —dijo al fin la menor de las niñas, que hasta entonces había dejado que hablara su hermana—, ¿cuál fue en nuestra patria el héroe que murió defendiendo la bandera?
+—Girardot, que era aún muy joven y murió en la cumbre del Bárbula.
+—Dinos, papá —continuó con interés la niña—, la bandera tiene mucha importancia; cuando los hombres mueren, ¿pueden conservarla las mujeres?
+—La bandera, hijas mías, es una enseña sagrada; se debe conservar a todo trance; la bandera es el símbolo de protección; bajo ella nos salvamos; emblema de la patria, el pabellón defiende cariñosamente a sus hijos; yo la amo tanto que en la tumba de vuestra madre la hago ondear en los grandes días de Colombia, porque creo que ella duerme bien bajo la cruz y la bandera.
+Volvió a hacerse el silencio; las niñas parecían hondamente preocupadas con lo que acababan de oír, y se hubiera creído que guardaban en su corazón las palabras de su padre, según la expresión misteriosa de sus ojos húmedos y profundos.
+El ruido de remos acompasados que golpeaban las aguas, turbó la calma de aquella tibia tarde: eran los hijos del colono que llegaban…
+Tres días después, el 20 de julio, flameaba orgullosamente la bandera colombiana en la parte más elevada de la granja, así como en la cúpula de un kiosco rústico, que a alguna distancia de la casa cubría la tumba de la inolvidable compañera del colono.
+Fue un día de fiesta que terminó plácidamente, sin que nada turbara la soledad de la llanura ni se cambiaran los ruidos misteriosos de la selva ni el musitar quejumbroso del caudaloso río.
+Empezaba el amanecer cuando un tumulto inusitado y un discordante vocerío turbó el apacible sueño de los habitantes de la granja.
+El dueño se asomó con precaución a una de las ventanas: dos lanchas se habían detenido en la orilla y numerosos hombres se dirigían a la casa a los gritos de ¡muera Colombia! ¡Viva el Perú!
+Comprendió que estaban perdidos y que les era imposible resistir; sus dos hijos y los pocos indios que los acompañaban eran insuficientes para aquel inesperado ataque.
+—¡Quita la bandera y sálvala! —gritó a su hijo mayor—. Y vosotras —agregó dirigiéndose a las temblorosas niñas—, salid por la puerta de atrás y ocultáos en la tumba de vuestra madre; allí nos reuniremos con vosotras, si logramos salvarnos.
+Se entabló luego una lucha desigual y terrible que duró corto tiempo. Los vencedores peruanos empezaron el saqueo, y la fortuna, fruto de tantos años de sufrimiento y de trabajo, fue repartida sobre los tres cadáveres aún calientes de sus poseedores legítimos.
+Entretanto, las niñas se habían colocado en la parte alta del kiosco, en que flotaba la bandera, para observar mejor lo que pudiera acontecer a los suyos.
+Morían de angustia y de incertidumbre, cuando vieron que una cortina de llamas cubría el lugar de la granja.
+—¡Papá ha muerto! —gritó la mayor en desgarrador sollozo.
+—¡Vienen hacia aquí! —exclamó la menor con desesperación delirante—. ¡Han descubierto la bandera; olvidamos quitarla!
+—¡Bájala, por Dios! ¡No olvides que papá dice que no se puede abandonar, que hay que salvarla a todo trance!
+Y ágiles y prontas, como dignas hijas de la selva, apoderáronse del pabellón y huyeron con velocidad hacia el río. Cruzaron un descubierto, en donde fueron vistas, y algunas balas silbaron en sus oídos.
+—¡Cubrámonos con la bandera! —gritó la más pequeña—. Papá dice que el pabellón defiende, que la bandera colombiana nos protege.
+Al decir esto, la desplegó confiada, cubriéndose las dos con la gloriosa enseña.
+Oyóse una descarga y una bala peruana cruzó aquella bandera que triunfó en Ayacucho para romper el corazón de una niña que buscó protección en sus pliegues sagrados.
+Cayó al suelo, extendiendo los brazos y sin decir un ¡ay! Era la más pequeña. Su hermana púsose de rodillas a su lado, y al oír sus gritos, parecía que en el bosque vecino le desgarraran las entrañas a un ave salvaje.
+De repente, el ruido que hacían los enemigos al aproximarse, le recordó la realidad.
+—¡La bandera, la bandera! —gritó levantándose con febril energía—. ¡Es preciso salvarla! —besó con anhelo el cadáver de su hermana, y delirante de dolor y patriotismo, siguió corriendo hacia el río.
+Al llegar a la orilla, ató la bandera a su cintura; desgreñada y pálida echó una última mirada a la niña cobardemente muerta, y haciendo un signo sagrado sobre su frente y lanzando con timbre poderoso un ¡Viva Colombia!, que vibró en la selva, arrojóse sin vacilar en la corriente.
+Nadaba con gentileza porque se hallaba en su elemento predilecto; los extremos de la bandera flotaban sobre ella y la asemejaban a un ave extraña de irisado plumaje que surcara la corriente.
+De pronto un héroe peruano tendió un arma de los últimos modelos, y con puntería hecha con reglas de verdadero progreso, tomó como blanco la cabecita grácil, de infantil belleza, que de cuando en cuando se levantaba sobre la superficie del río. Sonó un disparo, y herida de muerte la valerosa niña, hundióse en las aguas del majestuoso Caquetá, bajo la querida bandera de su patria.
+ESTE CASTILLO NO SE PARECÍA en nada a los otros castillos de genios y de hadas. Aquellos junto a este eran como humildes moradas de siervos junto al real alcázar de su señor.
+Aun los más suntuosos aparecían ridículos y mezquinos, con su ya tan conocida construcción de piedras preciosas sobre oro fino y plata calada, al compararlos con la soberbia magnificencia, con la espléndida sencillez del castillo en que habitaba el hada Eriona.
+Para poderlo describir es necesario dejar al espíritu que penetre en la región de lo imposible, en esa región ideal, a donde llega en alas de la fantasía y donde puede crear, forjar, inventar a su capricho y antojo, sin más límite que el que él mismo se trace, ni más meta que la que sus propias fuerzas le señalen.
+Era, pues, el castillo del hada Eriona una tan maravillosa construcción, que ningún mortal podía contemplarlo sin quedar deslumbrado, y hasta los genios más poderosos al mirarlo se sentían corridos y avergonzados.
+Tallado en un solo diamante grande, inmenso, imposible; lanzaba, cuando los rayos del sol se quebraban sobre sus artísticas facetas, luces irisadas de resplandores tales, que parecían gigantesco incendio cuyas llamas se revestían con los calores del prisma.
+De noche, la irradiación era blanca y tan intensa que iluminaba en muchas leguas a la redonda, facilitando así la estricta vigilancia que el hada tenía establecida por medio de terribles gigantes, monstruosos trasgos y contrahechos enanos.
+La espantable vigilancia tenía por único y exclusivo objeto mantener aisladas de todo contacto, de toda relación, a tres niñas hermosísimas, tres princesas de encantadora belleza que el hada Eriona había criado ocultas aun de los más suspicaces genios, para fines especiales sólo de ella conocidos.
+Las tres niñas eran: Brunilda, morena de espléndida belleza, altiva, resuelta y cruel como una verdadera hija de la antigua Germania; Gricelda, de flexible talle, sonrisa seductora y ojos en los cuales se reconcentraba una llama inquieta y sombría, y Gilda, que parecía una flor de alabastro, un sueño delicioso de amor, la hermosa representación de una alma buena y apasionada.
+¿Cómo, a pesar de la severa vigilancia establecida en el maravilloso castillo, había llegado hasta ellas el hermoso retrato del príncipe Eddín? ¡Misterio, misterio incomprensible que el hada aún no ha podido averiguar! Pero es lo cierto, que aquel retrato cayó allí como la manzana de la discordia.
+Enamoradas las tres niñas del bello príncipe, creía tener cada una mejor derecho que las demás al amor de él, y aquellas hermanas tan unidas antes eran ahora esquivas y recelosas y huían la ocasión de encontrarse reunidas.
+Ya no tañían juntas el arpa, ni bordaban en la misma labor, ni se sumergían a la vez en el mismo perfumado estanque, llenando el encantador recinto con sus alegres gritos, con sus risas de niñas felices, sino que retraídas y angustiadas se iban a los lugares más recónditos del jardín, donde la sombra era más espesa, los murmullos más dulces, para allí solas, enamoradas, entregarse libremente a sus sueños de amor.
+El hada Eriona, que leía en sus corazones como si fue-ran del cristal más puro y transparente, se puso a meditar, reclinada en el tallo flexible de un loto que sobrenadaba en las aguas del Ganges, sobre cuál de sus niñas tenía más méritos para obtener el corazón del hermoso Eddín.
+Tomada su resolución, después de haber meditado mucho, las llamó a su habitación tapizada de pétalos de rosa y plumas de colibrí y les habló de esta manera:
+—Hijas mías, conozco vuestro dolor, sé el pesar que os separa y aflige y querría complaceros a todas, pero como en un noble corazón no cabe más que un amor, el príncipe no puede amar más que a una de vosotras, y he resuelto que sea de aquella que exprese para él el mejor deseo. Habla tú, Brunilda.
+Arrogante la princesa, con la frente alta, la mirada ardiente, y la voz firme, clara y sonora, dijo:
+—Quiero para mi dueño y señor, todo el poder que un hombre pueda tener sobre la tierra; quiero que sus ejércitos innumerables como las arenas del mar, lleven su nombre glorioso al son de bélicos clarines del uno al otro confín; que la humanidad entera tiemble y se estremezca en su presencia, como tiembla y se estremece el tímido cordero en las garras del águila real.
+Quiero además para él, todos los tesoros que la tierra oculta en sus entrañas y los que guarda el mar en sus senos misteriosos. Quiero que sea poderoso por la fuerza y poderoso por el oro para que nada pueda resistir la voluntad de mi dueño y señor. Este es mi deseo —dijo, y sus cabellos desatados cayeron sobre sus espaldas, simulando un manto real, y en su frente parecía sentir ya el peso de una diadema imperial.
+El hada, severa la mirada, frunciendo el ceño, la contemplaba en silencio.
+—Habla tú, Gricelda.
+—Yo —dijo Gricelda levantándose con calma y arreglando los pliegues airosos de su vestido— quiero algo mejor para el elegido de mi corazón; quiero que la ciencia como mujer enamorada le entregue todos sus secretos, porque ese es el verdadero poder, porque junto a este, todo otro poder es nulo; y entonces su voluntad todopoderosa podría reducir a cenizas la más grande armada, el más numeroso ejército, con sólo oprimir un botón, con sólo tirar de una cuerda. De sus crisoles y retortas saldría, según su deseo, el oro por montones altos como las más altas montañas, los diamantes, los rubíes, las perlas, las esmeraldas como miserables guijarros, con los cuales podría empedrar siquiera las calles de su ciudad imperial.
+Quiero más: que la enfermedad y la muerte sean dominadas por él, y que los elementos sean bajo su mano armada con el látigo de la ciencia, como el brioso alazán bajo la fusta del domador…
+El hada, inquieta y estremecida, veía fijamente a la ambiciosa muchacha que seguía hablando como hipnotizada.
+—Quiero más aún: que sus inventos lo lleven más allá de todo lo conocido y que traspasando los límites de lo desconocido, penetre el secreto de esos mundos que están siempre a nuestra vista y como un enigma, como una tentación y…
+Gricelda, con la mirada perdida en el espacio, los brazos tendidos, parecía el espíritu de los siglos evocando lo por venir.
+—¡Oh, calla, calla! —le dijo el hada con expresión de profundo terror—. Ya es hora de que hable Gilda.
+Gilda, oprimiéndose con la mano el corazón cuyo agitado latir se veía al través del blanco cendal que cubría sus gracias virginales, —yo —dijo, con voz temblorosa de emoción— no quiero para mi bien amado el poder de la fuerza, que oprime y mata, ni el del dinero, que tiraniza y envilece, ni tampoco las investigaciones científicas, que secan el espíritu y petrifican el corazón.
+Quiero para él la bondad del alma, porque es en el ejercicio del bien en el que únicamente se encuentran los goces supremos. Mi deseo es que su nombre sea como iris de paz que lleve la dicha doquiera que se pronuncie, que su palabra sea como bálsamo maravilloso que cure las dolencias de la humanidad; que sus tesoros sean el manantial inagotable, donde todos los pobres y menesterosos alivien su miseria; que a su paso las madres agradecidas le presenten sus hijos con amor; que su nombre resuene del uno al otro confín, no al son de bélicos clarines y entre ayes de dolor y desesperadas maldiciones, sino llevado por el cariño y el agradecimiento de uno entre otro corazón…
+Gilda resplandecía con la luz de las cosas inmortales. Parecía el ángel del bien pidiendo misericordia para la desgraciada humanidad.
+—¡Oh, Gilda! —dijo el hada abrazándola con efusión—. Tú, sólo tú comprendes la verdadera misión de los reyes y poderosos en la tierra. Tu deseo es el mejor; pero quiero presentaros esta verdad de bulto para que no me tachéis de injusta. Mirad.
+Trazó en la pared un círculo con la varita mágica y apareció una gran lente, detrás de la cual como en un cinematógrafo ideal, pasaban las escenas de la guerra con el ruido de sus espantosas detonaciones. Una multitud horrorosa que apenas se veía entre el fuego y el humo batallaba con furia infernal; el brillo aterrador del acero se apagaba al hundirse en los cuerpos que caían vertiendo sangre por mil heridas, amenazando aún con los puños crispados por la ira.
+Mujeres afanosas, llevando cántaros de agua, se perdían en aquella masa compacta y luego salían pálidas, desgreñadas, con las ropas empapadas en sangre, para volver a su piadosa tarea…
+Luego aquel cuadro aterrador desapareció y apareció el campo de batalla, solo, desolado, los muertos sirviendo de horroroso festín a los voraces cuervos, multitud de heridos arrastrándose sobre un rastro de sangre o agrupándose para morir reunidos; y en medio de todo este horror, como figuras fatídicas y malditas, seres repugnantes profanando los muertos, maltratando los heridos para quitarles el dinero y las alhajas que llevaban encima, y a lo lejos el incendio devorando las hermosas ciudades y las feraces campiñas.
+—¿Ves, Brunilda? La guerra no es más que robo, incendio, desolación y muerte. Ahora mira tú, Gricelda.
+Brunilda había ido cubriéndose el rostro.
+Un movimiento de la poderosa varita presentó a la vista el laboratorio de un sabio: alambiques, retortas, hornos, telescopios, volúmenes in folio, en los rincones de la pieza oro hacinado como montones de arena debajo de las mesas, tirados aquí y allá, montones de diamantes, rubíes, esmeraldas, perlas cuyos rayos luminosos desaparecían bajo espesas capas de polvo, que nadie se cuidaba de quitar, y en medio de todo esto el sabio, el príncipe Eddín con la cabeza calva, las facciones rígidas, cadavéricas, como si fueran de piedra, todo el fuego de la vida reconcentrado en los ojos, que fulguraban mirando con tenaz insistencia el fondo de una redoma, de forma extraña en la cual se movían millones de seres más extraños aún.
+Después, pisando las piedras, empujando el oro con los pies, se acercó a una gran mesa de piedra, donde ella, Gricelda, extendida, con los ojos abiertos, palpitante de terror, viéndolo todo sin poder moverse, sujeta no sé por qué arte, esperaba sobre ella misma algún horrible experimento.
+—¡Oh, no, por piedad, no más!…
+Y Gricelda sollozaba, llorando el desencanto de su ambición.
+—Esto es la ciencia, Gricelda. Mira tú, Gilda.
+Apareció el más seductor cuadro que la mente humana puede concebir. Bajo un cielo azul donde se agrupaban nubes blancas, brillantes, se miraba una ciudad empavesada con lujo.
+Por todas partes se veían los adelantos de la civilización, el imperio del trabajo honrado, libre, la suavidad de las leyes imperando por la fuerza de la justicia y la razón; la claridad como ley fundamental y obligatoria.
+Por las calles una multitud feliz y risueña corría para ser cada uno el primero en ver al bienhechor, al fundador de todo esto, al príncipe Eddín, feliz porque era bueno, y bello porque la hermosura de su alma, reflejada en sus facciones, le hacían el ser más encantador y atrayente de la tierra.
+Gilda había caído de rodillas, contemplando embelesada la realidad de su deseo, y el hada, con las manos tendidas, parecía bendecir la unión de aquellas almas puras que se habían comprendido, en lo más bello y perdurable de la vida, que es el bien.
+—Decididamente no puedo menos de fastidiarme… —murmuró Edmundo Olreda, mientras veía desvanecer el humo de su cigarro; luego, haciéndose él mismo víctima de su terrible ironía, reflexionó:
+—¡Vamos, yo me gasto, me consumo como este cigarro, haciendo humo!… esto es, discursos en el Congreso con más palabras huecas que verdades… Largos artículos en la prensa con mejores giros que convicciones, y en sociedad viviendo de falsedades dulces, hasta que llegue un día en el cual otros ocupen mi puesto tanto en la política como en los salones, y habré concluido… Entonces, muerto; un montón de ceniza; y de no, viejo, gastado para la lid o inservible en el cotillón. ¡Vaya!, una colilla que se deja al paso…
+Edmundo arrojó el resto del cigarro y púsose en pie, pero antes de salir del restaurante detúvose en la puerta, indeciso en la dirección que había de tomar. ¿El hotel? ¡Ah, qué fastidio! Su cuarto solitario, frío. ¿Una reunión? ¡Uf! ¡La muchedumbre, el ruido, el calor!… Y en tanto, de la casa de enfrente, a favor de los postigos mal cerrados de una ventana, una lámpara con pantalla de encaje enviaba su luz suave, amorosa, como la mirada de una mujer de lánguidas pupilas; Olreda la miró reflexivo; vivía allí un adinerado comerciante, y su hermosa consorte, de trato dulce e ingenuo, dijérase poseía la varita mágica propia para disipar el esplín de un escéptico.
+Atravesó el amplio vestíbulo escasamente iluminado por un farol chinesco; sin duda alguna no se esperaba visita en aquella lluviosa tarde, pero Edmundo avanzó sin embarazo; la media luz, las puertas entrecerradas, reservando una atmósfera tibia, le hacían bien. Detúvose delante del boudoir e inconscientemente quedóse contemplando el hermoso cuadro que a su vista se presentaba; a la claridad de la lámpara hacía labor Lucila, la joven dueña de casa. Jamás la había encontrado más seductora, silenciosa y plácida; descansaba sobre ella la vista como sobre una flor. Amplia la bata que la envolvía, apenas diseñaba el esbelto talle, mas dejaba en descubierto la garganta, esa garganta que tanto admiraba él, de diosa griega en la forma y apenas humanizado el tibio mármol por el blanco rosa de un pétalo. Al pie de la adorable bordadora, la rafaélica cabecita de un niño se inclinaba sobre la alfombra, alineando un diminuto ejército.
+—¡Papá, papá! —alborozado gritó de pronto el chico, y sin dar tiempo a protesta alguna, fuese a Olreda y abrazólo por las piernas, con toda la fuerza de sus cinco años. Prontamente, al oír la exclamación de su hijo, levantóse Lucila, y a su vez llegóse con los brazos tendidos hacia el confundido visitante, interrogándole: «¿Amor mío, la lluvia te…?».
+No concluyó la cariñosa frase al darse cuenta de su engaño, retrocedió sobresaltada y articuló:
+—¡Dios mío!, ¡qué niño!… Olreda, excuse usted.
+Y, ¡cosa extraña! Olreda había sentido palpitar su corazón en dulce emoción y dar un vuelco por aquella tontería… Mas al oír las protestas de Lucila, sintió amargor que trató de dominar para responderle sonriendo:
+—¡Oh, señora, no se alarme usted! Lo he comprendido; una equivocación. Pero ¿sabe usted que esta afectuosa acogida, aunque cierto de no ser a mí dispensada, echó por tierra un tedio horrible, desesperante, que traía?…
+Sonrió Lucila, repuesta ya de su bochorno, y acariciando la cabeza de su hijo, que persistía en ocultarse contra ella. Le dijo maliciosamente:
+—Ve a dormir tranquilo, puesto que tu atolondramiento sirvió de algo plausible.
+—¡Qué, Lucila! —exclamó Edmundo al ocupar el asiento que le indicó la joven—. ¿No cree usted lo que le digo? Y no obstante soy sincero. Vea usted: no estoy ya fastidiado, pero en cambio estoy triste… Antes de entrar aquí reía de la felicidad; mas ese expansivo saludo de un chiquillo que abandona sus juguetes… la afectuosa acogida de una mujer impasible mientras no cree percibir unos pasos conocidos… me ha revelado su existencia y, ¡oh, Lucila!, he dejado por primera vez de ser el ángel rebelde, de indomable altivez, para tornarme en pobre diablo envidioso…
+—¿Pero envidioso de un hogar? Cásese usted —ingenuamente le arguyó la joven.
+—¡Ea! No soy tan obcecado en mi escepticismo para creer el matrimonio fuente de eterno infortunio, pero menos lo sobrado tonto para soñarlo origen cierto de felicidad; no, él es simplemente un lazo, el cual depende de uno mismo tornarlo de flores o de zarzas, según la elección que se haga.
+—Hágala buena; usted puede escoger; yo sé de muchas jóvenes casaderas que ufanas lo aceptarían.
+Rio Edmundo y objetó sardónicamente:
+—A pesar de haber pasado los cincuenta, ¿eh? Mas, como sueñan con magníficos vestidos, joyas deslumbradoras, brillante vida de recepciones, no me halaga su benevolencia; sería simplemente un cancelador de cuentas de modistas. ¡Abandonar los libros para ocuparme en exhibir como de venta, en todas partes, una muñeca que danza a maravilla y habla dulcemente con vocecita de fonógrafo! ¿Podría dar este calor en el hogar?… No; hubiérame hecho feliz una mujer virtuosa, sin mojigatería, dulce e inteligente, que sabiendo hacer lucido papel en sociedad prefiriera simplemente el home. Cuando me preocupé en buscarla hallé una caterva de loquillas, de pajarillos y aun de reptiles pequeños… y grandes. Entonces decidí colocarla entre los mitos.
+Guardó luego silencio y agregó:
+—Pero veamos: hoy soy un viejo, mis armas de conquista se han amellado lastimosamente, y pudiendo sólo, a semejanza del lidiador manchego, salir victorioso en embates imaginarios, creo poder decir lo que siento a una hermosa, sin que se tema la galantée…
+Lucila: aunque tarde, he llegado a comprender que esa mujer existía… ¡Usted, joven y bella, que con dinero no es ni bailarina infatigable, ni neurótica, ni beata! Resplandeciente y altiva como una diosa, hubiérala llevado orgulloso a los salones, sabiendo que luego, en el hogar, como ángel bueno, la encontraría tomando parte en todas mis preocupaciones y gozando sólo con mis alegrías.
+¡Oh, amiga mía! Si hay un Dios que ame al hombre, ¿por qué no la encontré a usted en mi camino?…
+Edmundo, de pie, atusando con mano nerviosa su bigote negro y abundoso, permanecía ante la joven que lo miraba y sonreía con expresión distraída, como alejada por el pensamiento. Al favor de la grata luz de la pantalla, rósea y de ligera opacidad, atenuábanse, desapareciendo casi, los quiebres que partían la hermosa frente de Olreda; su tez marchita recibía carnación de juventud, perdíanse los cabellos de plata que brillaban en sus sienes, mientras sus audaces ojos de águila, hundidos en las oscuras órbitas, parecían centellar con luz propia. ¡Ah, tal era el Olreda que diez años antes ella había admirado, ella había amado!
+Y Lucila, enigmáticamente, sonreía al mirarle. ¿Ángel, gozábase a la idea de confundir el deicida reproche, o simplemente mujer, a la sabrosa oportunidad de tomar una revancha, alguna vez ansiada? Es difícil sondear el corazón humano; mas de cierto sábese que el bien y el mal suelen formar en él amalgama extraño.
+Fijó en Olreda de lleno la mirada serena de sus ojos, y con una dulzura que en aquella vez parecía sutileza en la crueldad de Lucila, dijo:
+—¡Si conociera usted cuánto, cuánto lo amé yo diez años ha!…
+—¿Usted me amó? —interrogó Edmundo como herido de improviso por descarga eléctrica.
+—Sí, tenía yo entonces diecisiete años y era lo bastante romántica para enamorarme de un hombre que no me conocía. Algo así como Julieta en la pasión; y ni más ni menos que aquella Eugenia, de Campoamor, en la idealidad de mis sentimientos, miraba las estrellas pensando en que su alma era hermana de la mía…
+Hallábase usted en todo el vigor de la vida; en esa edad bella en que el hombre, porque los rasgos se acentúan con todo el atractivo de la energía varonil mientras el carácter aún posee las ilusiones de la primera juventud, unidas a la serenidad que quita todo vestigio de locura. Pertenecía a la política militante, y su pluma de notable polemista halagaba sobremanera mi femenil vanidad. Además, decíase de usted ser leal y valiente, y esto, unido a cierto prestigio y esplendidez y caballeresca galantería de otros tiempos, cosas todas propias para seducir mi romántica imaginación.
+—¡Lucila, Lucila, no prosiga, trastorna mi cabeza! Tal acontecía, y yo…
+—¿Usted? —le interrumpió la joven riendo—: claro, usted no podía suponer lo que en mí pasaba, ¡si ni aún me conocía!
+Yo era una pobre joven perdida en la multitud. No así usted: en todo concurso su gallarda figura se divisaba en los puestos de honor; además, era orador, ¡y qué orador! Domador siempre potente de esa sublime fiera que se llama turba, era así como entonces le analizaba a usted mi hiperbólica imaginación; pero de cierto usted tenía portentosa elocuencia, lo que, unido a una agradable voz de timbre claro y armonioso, y su arrogante apostura, le hacía en realidad avasallador. El auditorio le pertenecía desde que hablaba; usted lo sabía y era altivo con él, pero cuando este pendía de sus labios hasta contener el aplauso deseoso de oírle sin interrupción, dulcificábase su mirada y con ella parecía acariciarle. Era entonces cuando yo fijaba con mayor intensidad mi mirada en la suya, ansiosa de atraerla sobre mí para decirle con la mía: «Ámame, te comprendo, soy tuya». Mas ¿cómo detener una pobre florecilla la mirada del águila real que abarca el horizonte y mira al sol?
+Pertenecía yo a una noble familia tiempo hacía arruinada; y enorgullecida con el nombre que llevaba, sufría doblemente la tiranía de una pobreza que mi altivez quería ocultar. Érame preciso hacer mil combinaciones con jirones de seda para rejuvenecer el abrigo, para confeccionar un vestido nuevo. Me había formado con laborcillas de aguja una renta que no contaba antes de reunir.
+Bien: después de todo esto y de conseguir la invitación para la velada literaria en la cual debía hablar usted, pasaba sus centellantes ojos innumerables veces y no los fijaba en mí. Volvía abatida a casa, pero no desalentada; tan segura estaba de que me amaría apenas me conociera, que como la Spirite, de Gautier, habría muerto gustosa buscando el medio de llegarme a usted.
+—¿Y dejó de amarme, dejó de pensar en esto, por qué, Lucila, por qué? —interpeló Olreda desasosegado.
+—Óigame usted —le interrumpió la joven, riendo de su impaciencia—: tenía yo en la primera sociedad una elegante y rica prima; usted visitaba su casa y frecuentábala yo esperando encontrarlo alguna vez en ella, pero esto no había sucedido nunca. Era yo altiva y reservada. Lucrecia, indiscreta y por inclinación motejadora, no podía, pues, confiármele, y había de contar solamente con la casualidad. Sin embargo, llegó un cumpleaños de mi prima en que sus padres resolvieron dar espléndido baile; la alta sociedad iba toda a reunirse en casa de Lucrecia, y usted no podía menos de encontrarse allí…
+Con Spirite, decía yo en circunstancia igual: «En fin, je le tiens ce fugitif cet insaisissable: cette fois il ne pourra s’échapper»…
+Hacíame, como ella, las mismas promesas: nos sentaremos a la misma mesa, quizá uno al lado del otro, iluminados por cincuenta bujías; podrá verme bien. Sólo que no tenía, como la pobrecilla, un canastillo de flores o un sortu que me ocultase. Contaba hacerme al lado de mi prima, a donde usted debía llegar irremisiblemente.
+Pero ¡Dios mío! ¿No necesitaba un costoso tocado? ¡Usted era de gusto exquisito y yo tan pobre! Ocho o diez pesos en la alcancía, por todo capital, y sólo vestidos raídos en el guardarropa. ¿Qué hacer?… En otra ocasión habríame excusado de asistir por indisposición de mamá, ¡pero en aquella vez…!
+Salvada de los numerosos embates de lucha desesperada con la escasez, habíase conservado en casa una joya de familia con el blasón de esta. Mi madre, humilde y sensible de carácter, mirábala con cariño por ser el regalo que el día de sus bodas recibiera de la madre de su prometido. Apreciábala yo por ser un brazalete de mérito real en su trabajo artístico adquirido por su antigüedad, y de valor intrínseco para los descendientes de su primitiva dueña.
+No obstante, habíala sacado de su viejo estuche y la miraba a la luz, avalorándola simplemente; ¡oh!, muy bien podía dar la cantidad requerida aquella vez. ¿Pero salir de él? ¡Único vestigio de la retrospectiva grandeza! Observé una vez más los leoncillos rampantes y la inscripción latina Honor et polentia del blasón de la tradicional marquesa, madre de mi bisabuela. ¡Honor y poder! Sí, este era el lema de mis soberbios antepasados; el poder no les pertenecía ya a sus descendientes, pero restábales íntegro el honor; ¿y no era algo así como mancillarlo salir de aquella joya?… Sin embargo, metiéndola en una caja menos estropeada que su viejo estuche, la envié a un usurero. El ansiado día llegó: anticipéme a ir a casa de mi prima para que pudiese esta corregir, en caso necesario, mi tocado. No habiendo concluido de arreglarse ella, decidíme esperarla en la antecámara, vasta pieza escasamente iluminada y solitaria en aquel instante: esto me convenía; estaba tan inquieta, casi febril. ¿Dios mío, estaría bella?… Yo quería serlo por siempre aquel día. Divisando un gran espejo delante de mí, acerquéme y vi mi imagen, una como visión mía reflejada en su luna; esfumábase en el cristal el fondo penumbroso de la habitación, y sólo yo me reflejaba distintamente. Bajo los indecisos pliegues del vestido blanco y vaporoso, mis delgados miembros de líneas delicadas tomaban una apariencia incorpórea, ideal; ninguna joya humanizaba aquella fantástica figura, ni aun la coquetería de una flor; una ligera hiedrecilla entretejida en el rubio apagado de mis cabellos y en los volantes de la falda, semejaba que hubiera pasado por el bosque, y hacía pensar en la existencia de las hadas. Al verme, ¿ocurriríasele a usted esto?
+Interrogábame así cuando una doncella abrió la puerta del tocador de Lucrecia; estaba este profusamente iluminado, y ante un espejo de tres fases se hallaba mi prima, soberbia, resplandeciente. Llevaba un vestido gualda, de seda, sujeto con camelias rojas; la tela era regia, y después de ceñir esculturalmente el talle, caía en grandes pliegues que parecían hechos con buril en precioso metal que centellaba a todo movimiento. Una estrella de gruesos brillantes fulguraba espléndidamente en sus cabellos de un negro profundo, como el de la más oscura noche. Ante ella mi corazón se oprimió, no de envidia, no; era que pensaba si aquel pequeño astro, si no a un Dios en el establo señalaría en los salones a una diosa… Mas ¿no era mi amor una estrella más brillante aún, que resplandecería en mis ojos ante usted?…
+—¿Lucila, tú aquí? ¿Por qué no entras? —interpelóme Lucrecia cariñosamente al volverse, viéndome como perpleja en el umbral, y, acercándoseme, exclamó—: ¡Hola, hola! ¿Cómo has hecho para sujetarte esa hermosa neblina de verano por traje? Si pareces el vapor de un lago, la claridad de un lucero, en fin, algo que se va de la tierra o viene del cielo —Acercóse al joyero, y, sacando un hilo de perlas, agregó—: Pero veamos, este collar es ligero, parecerás rocío; puedes llevarlo.
+Retiróse luego a juzgar el efecto, y exclamó: «Vida mía, estás etérea; nadie dudará seas habitadora del aire en las altas regiones».
+Afirmaron estos elogios la confianza en mi corazón; llena de fe en mi ensueño, sentéme en el salón, al lado de mi prima.
+Empezábase la fiesta: un cotillón se había puesto ya y usted no había llegado aún; la intranquilidad que me dominaba tornábase en zozobra, cuando lo divisé a usted saludando a la madre de Lucrecia; la sangre toda agolpóseme en el corazón.
+—Vaya, ya llegó Olreda —díjome Lucrecia—; sabe que ninguna fiesta está bien sin él, y gusta hacerse esperar. He de reprenderlo.
+Tocaron la introducción de un vals. Lucrecia se negó a bailar; una ligera inquietud me asaltó, y neguéme yo también; usted se dirigió a nosotras, yo me estremecí, pero haciendo un esfuerzo lo miré, y el alma toda se asomó a mis ojos; usted no leyó nada en ellos, de lo contrario no se habría dirigido a Lucrecia para decirle con meliflua voz: «Qué fortuna hallar a usted sin compromiso»; en verdad dice la sentencia bíblica: «Los últimos serán los primeros».
+—Lo esperaba —respondióle Lucrecia, y, levantándose, apoyóse en el brazo que se le ofrecía.
+Alcancé a oír que usted le respondía:
+—Me esperaba usted y yo he tardado. Mas gracias a su magnífica estrella, que me iluminó al entrar…
+—Olreda —apostrofó dulcemente Lucila a su amigo—, usted aludía al valioso alfiler de mi prima; mi amor, mi grande amor, si no de diamantina luz, sí sideral, ¡no fue nada para usted!
+Edmundo había apoyado con abatimiento la cabeza en su diestra. Al sentirse interpelado por la joven, volvióse a ella diciéndole con amargura:
+—¡Válgame Dios, señora, en verdad no me explico… fui un tonto, un mentecato!
+—¡Oh!, no era nada de eso, todo consistió en que usted, seducido por el esplendor de Lucrecia, apenas reparó en mí. ¿Y podía ser de otro modo? Lucrecia no era bella pero tenía unas fogosas pupilas negras que sabían expresar más de lo que ella sintiera; y luego, ese donaire en el vestir y ese chispeante ingenio que constituye a una reina de salón. En cambio yo, pobre flor de convento, con mi tez incolora de muchacha anémica, mis cabellos rubios, mis ojos garzos de mirada tímida…
+—No, no —interrumpióle Olreda—; quizás no era usted hermosa como lo es ahora; faltaríanle color, redondez y hasta perfume, como a una fruta que aún no está en sazón; pero yo he debido reparar en esto y no tomar a la otra; ¡sabía que era una coqueta!
+—No pensé yo eso; y desairadamente sola, pasados los primeros reproches de amargura, lo disculpé; era mi prima la dueña de la casa, y por cortesía debía preferirla; luego, cumplido esto, ¿quién sabe?
+Volvió usted a Lucrecia a su puesto y usted se alejó, en tanto que ella riendo me decía: «¡Qué hombre es Olreda! Me divierte…».
+—¿Te gusta? —le interrogué con sobresalto.
+—¿Gustarme?… No sé; es un león que mira a las mujeres como aves; una golosina que apenas le satisface… Tiene un orgullo terrible, es un fatuo, pero su posición es brillante y su fortuna aceptable.
+—¿Podría usted amar a esa mujer que tan fríamente lo analizaba, valorizándolo como un negocio? ¡Imposible! Pedí a Lucrecia me lo presentara, ella accedió de buen grado e hízole una seña con el abanico cuando usted se acercó y le dijo con intención:
+—Venga usted; quiero que mi prima conozca un Mefistófeles con frac.
+—¿No será más bien el gastado Fausto, aunque sin ciencia alguna? —respondió sonriendo usted.
+—¡Qué! —le replicó ella con viveza—; ¿acaso, como el filósofo alemán, la diera toda por el amor de una sentimental Margarita?
+—¡Quién sabe! Mas por el de una rosa del trópico, sin duda —le respondió usted mirándola fijamente. Sonriendo ella con satisfacción, procedió a presentarnos en debida forma. Mas esto sólo fue un pretexto de Lucrecia para llamarlo, y usted así debió de comprenderlo, puesto que ninguno de los dos se preocupó de mí… Un maduro diplomático se acercó a invitarme al buffet; le acepté gustosa viendo el cielo abierto con alejarme de los dos.
+Cuando volví al salón, valsaban de nuevo y entonces, con dolor en el alma y fuego en la cabeza, me retiré a casa. Al entrar en mi fría y pobre estancia hallé sobre un velador el vacío estuche del brazalete, y llenáronseme los ojos de lágrimas; vacío como él estaba mi corazón.
+Meses atrás un rico industrial había pedido mi mano. De origen plebeyo, el blasón de marquesa hacíamele risible, en tanto que la elevación de mi ensueño menospreciaba su hombría de bien; ahora ni uno ni otro existían ya, y nunca se es tan escéptico como después del primer desengaño.
+Mi madre, que deseaba unirme a ese hombre honrado, de corazón excelente, no atreviéndose a violentar mi voluntad, esforzábase en conservarle sus pretensiones hacia mí.
+—No desalientes —solía decirle después de un des-dén—. ¿Tú no conoces a las mujeres? Gústanos poner el amor a prueba. Déjala, y de pronto te llamará para decirte espontáneamente que quiere ser tu esposa.
+La predicción de mi madre se cumplía, y cumplióse también su promesa de consuelo para mí…
+—La víspera de mi matrimonio había llegado; el traje blanco de larga cola estaba listo, y un cofre de joyas cerca de él; mi madre admirábalas complacida; la madre no tiene los defectos de la mujer; regocíjale más en su hija lo que no tiene ni tendrá ella.
+—Hija mía —díjome al cerrarle—, Juan ha pensado que tú eres una reina. ¡Qué bueno es!
+Pero tú le harás feliz; sólo deseas conseguir esto, ¿no es verdad?
+Bajé, avergonzada, los ojos; ¿habíalo pensado siquiera al tenderle mi mano de prometida? No, yo no recibía de él felicidad; ¿por qué había de preocuparme el proporcionársela? No reflexionaba que si esto era inicuo, vil era ofrecerle un corazón cancerado por el escepticismo, en cambio del leal que me entregaba él. La voz de mi madre sacudió mi conciencia: encontróme cruel, engañadora, y rompí a llorar.
+Alarmada ella me estrechó entre sus brazos.
+—Niña mía, ¿qué te pasa? ¡Habla, por Dios! —suplicábame entre caricias.
+Entonces le referí el amor que nunca debí haberle callado.
+Contrájose su noble frente, mientras me decía preocupada:
+—Mal has hecho en dar tu palabra a Juan si no le amas; a un hombre que da amor bien puede rechazarse; mas, de aceptarlo, preciso es pagarle en moneda igual… Sin embargo, tu palabra está empeñada, y retirarla la víspera de cumplirla sería hacerlo víctima de una burla infame. Cásate, pues; él es tan noble, que pronto ha de hacerse amar; además, cuando sea el padre de tus hijos, ningún hombre te parecerá mejor.
+¡Cuán prudente fue su cálculo! Pronto amé a mi marido, y hoy, al tenerle a mi lado, siempre amante, me digo satisfecha:
+—El mejor de los hombres es mi Juan.
+Paseábase Olreda agitadamente; al oír las últimas palabras de la joven, protestó con ojos febricitantes y rostro descompuesto:
+—¡Falso!, Lucila, usted era mía, usted lo ha dicho…
+—¡Alto, alto! —le interrumpió la joven alarmada—. ¿Puede usted creer que aún subsiste algo de tanta locura?… ¿Habríale yo hablado así? ¡Bah! Si he referido a usted esta vieja historia, ha sido para reír ambos un poco de ella, y aún más, para demostrarle que Dios es bueno en todo, y el hombre, cegado en su soberbia, suspira luego por lo que tuvo cerca y no tomó.
+—Me la encontré, mamá, ¡mírala!, me la encontré entre la hierba, allá en el robledal.
+Chanillo gritaba. Su vocecita fresca en la casa de sus padres resonaba como un toque de clarín.
+Era un chicuelo que aún no contaba dos lustros. De cuerpo endeble, todo su vigor parecía reconcentrado en el fondo de sus pupilas color de limo. Jadeante, a todo correr, llegó a su casa y mostró a su madre una moneda de cien céntimos.
+—Me la encontré —repetía palmoteando, ebrio de alegría—, y es mía, mía solito… El muchacho daba vueltas a la moneda y sonreía enseñándosela a su hermanita pequeña que extendía sus manecitas aún torpes hacia el objeto brillante.
+—Oye, hijo, cuidado la has tomado de alguien, ¡cuidado!
+Era una familia de humildes.
+El padre, obrero poco afortunado, traía apenas, el pan de cada día.
+Chanillo, pues, no conocía esos goces que al espíritu de los niños trae consigo el frágil mecanismo de un juguete ingenioso ni la fruición almibarada de una caja de confites. En su pobre vida, esos objetos sólo eran accesibles a sus ojos en las vidrieras de los bazares o entre las manos de algún niño bien trajeado que o le miraba con desdén o no le miraba. Por eso, con el encuentro de la moneda, ante su cerebro infantil se abrió un horizonte luminoso, ¡iba a comprar tantas cosas bonitas!
+Al atardecer, entre sus amiguitos del barrio, refería entusiasmado los detalles del hallazgo.
+—Oigan —decía, extendiendo su mano gravemente en mitad del círculo—: yo iba corriendo con Felipe, mi primo; jugábamos al tren; él era la máquina 12 y yo la 10. Apostamos veinte avellanas al que pasara primero la loma del arroyo. Me lo gané, y él dijo que era trampa; quería cogerse todas las avellanas, y reñimos. Me vine solo, camina, camina, camina… Al llegar a la vuelta vi en los matojos un vidrio relumbrante; era la moneda, y yo me la cogí. Y ahora voy a comprar un tranvía de seis caballos.
+—No —dijo un niño rubio y sonrosado—: mejor compra un coche con ruedas de caucho.
+—Un carrusel —exclamó otra voz.
+—O una bicicleta.
+—Un frasco de bombones.
+—Nada de eso, Chanillo —replicó una chica morena de mirada precoz, arreglándose la cinta que le tenía los cabellos—. Yo quiero que compres un automóvil para pasear por todas partes.
+Al anochecer se disolvió la contradictoria asamblea, y Chanillo, entre sus padres, deliberó con libertad y resolvió comprar como lo mejor, un billete de lotería y un par de velas para la virgen.
+—Ganaré el premio y entonces compro un almacén enterito, ¿verdad, papá? ¡Enterito!
+Al día siguiente, en un rincón de la infeliz vivienda, se vio un altarcillo fabricado con tablas forradas de papel y adornado con flores del monte. Al frente, en lo más alto, lucía una imagen de María. Allí, a mañana y tarde, Chanillo doblaba sus rodillas medio deformes, y siguiendo la voz de su madre, repetía oraciones y ruegos. Llegó el día de jugar la suerte, y el niño, ansioso, dividió el tiempo, primero por horas, luego por minutos, después por segundos… Decidida la caprichosa fortuna, el vocerío de la calle anunció:
+—¡1325! ¡El premio mayor, 1325!
+¿Sabéis? Chanillo no ganó. Tembloroso y mudo, al mirar sin valor el papelillo azul, dejó correr dos lágrimas inmensas que abrillantaron sus ojos y cayeron sobre su camisita remendada. Después, sus padres han tenido que reñirle varias veces porque dice que está convencido de que la Virgen no quiere a los niños pobres.
+—Dios se lo pague, mi amo, ta de pelar —exclamó Pedro, el contador de cuentos, limpiando con el dorso de la mano derecha las gotas de aguardiente enredadas en la maraña de su bigote entrecano, mientras colocaba la copa vacía en la bandeja de metal, sostenida a su alcance por una criada regordeta y sonreída, que aspiraba envidiosamente el maléfico perfume de sacatín… ¿En qué dejamos l’historia? Ah… sí… como íbamos contando, señores, cuatro días con sus noches llevaba don Juan de la Alcarracina echando pata, y el palacio de la princesa encantada más lejos qui antes… Subir subidas y bajar bajadas, pasar morritos y pasar cañadas… y el zambo dándole al camino… y el camino ai… Después de mucho andar, echando hasta Taima por las patas, logró ganar a un alto muy alto ende s’incontraba el bosque de los pinos di’oro, y onde habitaba el primer empedimento o sea el león, qui había ultimao al príncipe del Oriente, cuando se le metió entre ceja y ceja libertar a la princesa pa casase con ella… Entrar al bosque y salile ese mostro echando hasta candela por la boca, todo fue uno; y ese pobre sin con qué defenderse…
+—¿Y por qué no sacaba del bolsillo la «contra» de la culebra, como en el otro cuento que nos contó? —preguntó Jaime, un muchacho de seis años, que acurrucado a los pies de su madre en un rincón del oscuro corredor, escuchaba emocionado los percances de don Juan, dejando rodar una que otra lágrima por sus mejillas no muy limpias, cuando los sufrimientos del libertador de la princesa conmovían su corazón y apretaban su garganta, como dos manos de acero.
+—Porque pa encantamientos d’esa clase nu hay contr’e culebra que valga, niñito —contestó el interrogado, aprovechando la interrupción para sacar, de su mal oliente guarniel de piel de nutria, un larguísimo tabaco y el yesquero inseparable, que brilló fantásticamente en la oscuridad de la noche al roce de la piedra y del eslabón.
+Los altos muros de aquel antiguo caserón parecían crecer por momentos a los ojos de los pequeños oyentes, a medida que adelantaba la narración, asumiendo las imponentes proporciones de un palacio encantado; y fingían laberintos misteriosos aquellos anchos corredores de ladrillo cocido, que siempre habían recorrido solos y confiados. Los bellos eucaliptus que rodeaban la hacienda y se mecían suavemente, lanzando al aire sus sanas emanaciones nocturnas, no habían sido advertidos por ellos hasta entonces, pero el relato de los pinos de oro empezaba a revestirlos de fatídica luz… Pedro dio dos sonoras chupadas a su tabaco y continuó así:
+—Y, era tal l’injuria de esa fiera que cuando hozaba la tierra con la trompa, levantaba un hojarazcal qui oscurecía el monte y parecía eso mismamente el juicio final… Bueno, señores…, y viéndose don Juan sin más arma que una migaja de navajita de cacho que li había echao su mama al bolsillo’el pantalón pa que pelara puai fruticas, resolvió subirse al copo del pino más encumbrao, y esperar ai hasta que San Juan agachara el dedo… Pero el león, que nu era ningún bobo, se pegó a escarbar al pie del palo con esas mochas de garras; y el otro pobre all’arriba pensando qu’el animal escababa tanto y tanto que de pronto podía falsiar el pino… y entonces sí lo fregaba…
+Ya había pasao una hora y el palo se balanciaba pa lao y lao cuando don Juan si acordó de la navajit’e cacho y dijo pa su pellejo: no siamos «bobos» —porqui ai señoras aquí—… p’algo ha servirme a yo la navajit’e mi madre, y sacándola del bolsillo echó a cortar con ella una vara muy larga del mismo palo… después rasgó una tir’e la camisa, l’amarró con ella bien a la punt’e la vara y le pegó un chuzón tan hondu’en la pajarilla, que lo dejó muertecito, sin darle tiempo a testamentar…
+Entonces descolgó la guitarra, que la tenía encajada en un’horqueta y qu’era más buena qu’esta —dijo Pedro tomando la suya que descansaba a un lado sobre el banco—, y endespués de aclariar y escupir encima’el muerto, pa probarle que lu había humillao, empezó a cantar, más contento qui’hastay:
+Don Juan de L’Alcarracina
+se quiere casar
+con la pricensa bonita
+que van a matar
+que van a matar
+¡Ay! ¡Ay!
+Présteme la candela, mi amo, qu’este condenao no quiere dar humo y el negro sin el cabu’en la boca nu’es gente —interrumpió el cuentista, abandonando su asiento para acercarse al jefe de la casa…—. Dios se lo pague… hijue los cigarros tan olorosos fuman los blancos, ni an de tabaco los harán… Pues sí, señores, comu íbamos diciendo… ya don Juan había salido del mont’e los pinos di oro, o sea del segundo empedimento dichoso él qui había dejao al león espaturrao. Pero le faltaba lo pior, la serpiente de siete cabezas… la que no perdonaba vida, la que mataba con el mero vaho, y que vivía en una ciénaga del palacio encantado, echando unos silbidos tan duros que se oían a tres leguas a la redonda…
+La cabecita de Jaime, el argumentador incansable, no pudo resistir por fin el arrullo del canto montañés acompañado de la guitarra ronca y mal templada, y se dejó caer sobre la almohada tibia y mullida de las rodillas maternas, soñando quizá con alguna princesa encantada que cabalgaba sobre un león de fuego, o con una navaja gigantesca que intentara degollarlo…
+Después de media hora de descanso, un nuevo canto lo hizo entreabrir los ojos soñolientos, y enderezándose sorprendido, oyó que Pedro continuaba así su eterna narración:
+—Pues sí, señores, don Juan no sabía ni ónde se hallaba, de la dicha tan grande que lo ocupaba cuando se vio triufante de la serpiente o sea, del tercer empedimento, y echó a andar pal palacio, saboriándose el pico tan sabroso que l’iba a dar a la princesa en el saludo, y cantando a todo pecho:
+Don Juan de L’Alcarracina
+ganó la princesa.
+Porque mató la serpiente
+de siete cabezas.
+¡Ay! ¡Ay!
+En la primera agüita que encontró se lavó bien y se chantó la muda dominguera qui había llevado amarrad’e la guitarra… y de la pura contentura se largaba a hablar solo y a decir: «Ah de buenas que sí sos vos, princesita de mis entretelas… izque venir a libertarte un hombre tan bien parao como yo, y no cualquier hilachento».
+Los sirvientes del palacio, qu’estaban a esas horas en la huerta, desayunando las gallinas con perlas finas, que era lo que comían las que engordaban pa la mes’el Rey, lo vieron asomar y corrieron a avisar que por ai venía un señor con las cabezas de la serpiente; y entonces él salió pal mirador, y sac’un antiojo’e larga vistapa ver de qué se trataba… Cuando vigió al individuo con las cabezas terciadas, se le cayó el antiojo e las manos y corrió a decirle a la princesa que se pusiera la mejor saya pa recibir al hombre que sería su esposo… Y comu’él había prometido tres mil monedas di oro al que la desencantara, metió carrera al salón de los tesoros, y di’un morro de libras esterlinas qui había en un rincón, cogió un viajao y se lu echó en el cantu’e la ruana…
+—¿Y ese rey tenía ruana? Ja…, ja…, ja… —exclamó Jaime, riendo alegremente.
+—¿Y nu había de tener, con lo rico qu’era?… Y de muy buen paño, pa que sepa… Pues sí, señores, entraron abrazaos al palacio…
+—¿Y si ya llegó el novio, y está desencantada la princesa, por qué no se acaba ese cuento tan largo, Pedrito?
+—Porqui’a cada cuento mío, niño Jaime, le caben muy bien tres tragos di’aguardiente, y apenas vamos en dos… y si su papacito no mi’ajusta ligero el cárculo, nu’habrá di otra e ncimales la lun’e miel…
+EL MAYOR NO CONTABA TRECE años. Éramos un grupo de chicuelos alegres que manteníamos en perpetua conmoción al vecindario: la pesadilla, como nos llamaban por nuestras algarabías y travesuras incorregibles. Las muchachas imponíamos nuestra voluntad porque estábamos en abrumadora mayoría. Nadie nos aventajaba en astucia para robar claveles en el parque de Caldas, cuya verja era un mezquino cerco de alambre, burlando la vigilancia de Rudesindo, hombre bueno y simpático que murió como había vivido, entre las flores. Para las plantas que cultivaba eran todos sus mimos y caricias como si fueran sus hijas.
+Nadie como nosotros tan infatigables para aquellas marchas militares a paso de retirada, por el carretero polvoroso y soleado, al mando de Alberto, el capitán que esgrimía siempre, a manera de sable, un grueso palo de escoba, y al menor descuido, poco galante, las emprendía a garrotazos limpios con el regimiento.
+A veces organizábamos conferencias en casa de Estela. En el cuarto de los trastos viejos, entre cajones de pino llenos de basura, monturas que habían servido a cuatro generaciones enjalmas, rejos, santos desteñidos y tarros de lata, el orador, subido sobre un canasto, hablaba enérgicamente de la excelencia de los caramelos que vendían en la tienda del cojito Becerra, de la astucia que debía emplearse para robarle pasteles a la cocinera, de los regañones de los maestros que por simples monadas nos ponían uno en conducta, etcétera, etcétera. Cuando el conferencista no era del agrado de la mayoría, se le veía a poco rodar con canasto y todo y salir del recinto entre un chaparrón de pellizcos y correazos.
+Otras veces, bajo el amplio duraznero que sombreaba el patio de mi casa, hacíamos grandes comilonas. Sobre tres piedras se colocaba la pequeña olla de barro que guardaba en su interior, no muy limpio, por cierto, toda clase de carnes y legumbres, en la más extravagante y contradictoria mezcla imaginable. ¡Cómo se nos volvían los ojos de soplar, a ras de tierra, aquel fogón malhadado! Recuerdo que por aquel entonces me llevó mi padre, de cuelga, una vajilla primorosa, la misma que Manolo —en el guayabo de un desengaño amoroso sufrido en su noviazgo con Berta, cuya consejera me creía— volvió trizas con una piedra, sin hacer caso de mis desesperados chillidos ni de las amenazas de grueso calibre.
+Un día nos dio Juanillo una noticia extraordinaria. A su casa acababan de traer de la finca de su padre, una vaca con un ternero bravo, admirable para una corrida. Ya lo habían ensayado y era una fiera, una cosa nunca vista. Nos refería aquello para que estuviésemos preparados: el domingo habría corrida en su casa, a centavo la entrada; sería presidida por Fanny, su novia, una morena de perfil griego y anillados cabellos…
+¡Cómo hicimos de preparativos en el resto de la semana; cuántos comentarios; cuántos trabajos para transformar en capotes de lidia dos túnicas rojas de Mariette y de Fanny, túnicas que les habían servido antes para representar el papel de revolucionarias en una comedia de la época de María Antonieta, en un acto público del colegio; para fabricar rosetas y banderillas con papeles de color, y cuánto esmero en el arreglo primoroso del palco de Fanny, con colgaduras de encaje, viejos cojines de raso crema, carpetas verdes punteadas de rojo y sillones de mimbre!
+El domingo anhelado, desde muy temprano, se fijó con dos clavos en el portón de la casa de Juanillo, el siguiente programa;
+GRANDE Y NUNCA VISTA CORRIDA
+A las dos y media de la tarde del día de hoy.
+A CENTAVO LA ENTRADA
+Banderillas por Manolo
+Suertes de capa por Alberto
+Y muerte por el gran matador de toros
+«JUANILLO»
+A la hora precisa y tras un destemplado, ensordecedor e inarmónico toque de corneta, principió la corrida. Fanny, orgullosa de su novio, sonreía a Juanillo. Este vestía pantalón rojo, medias rosadas, chaqueta azul, gorro de papel con flequillo dorado y zapatos blancos prestados por Mariette a escondidas de la mamá. Hasta una veintena de chicos formábamos el respetable público que aplaudía frenéticamente las banderillas de Manolo, que se clavaban las más de las veces en la pared que limitaba el patio, y las inimitables suertes de capa de Alberto. Este, al ver cerca de sí a la tan ponderada fiera, echaba a correr a cada instante, cayendo de bruces enredado en el capote, entre los cabezazos furibundos del arisco ternero y los silbidos del público.
+Al fin llegó la hora de lucirse Juanillo. Iba a llevar a cabo la suerte suprema. Al animal se le había amarrado previamente una vejiga llena de agua de moras para simular la sangre. El espada se cuadró a pie firme en el redondel, se quitó el casquete color púrpura e inclinando la cabeza saludó a Fanny y brindó por ella, por sus hermosos ojos que no se parecían a los de gato de la pecosa Berta —un resentimiento del torero por un antiguo desaire—. El estoque era el cuchillo de cocina, de aguda punta, previamente amolado para el caso por el popular Felicito. Sonó un toque dado por Alberto sobre una caja de lata. Era el toque de muerte convenido, y la emoción se apoderó del público.
+—Que se deje venir —gritó el espada con el cuchillo en alto. El pobre ternero, acosado por tanta bulla y tanto trapo rojo, arremetió contra Juanillo con imprevista violencia. El muchacho no se inmutó, avanzó resueltamente y ¡zas! hundió el estoque hasta la empuñadura como todo un Belmonte. ¡Entonces sucedió lo inaudito: una oleada escarlata, pero de un tono más vívido que el del agua de moras, manchó la piel lustrosa del animal; dio unos cuantos pasos tambaleantes; sus flancos se agitaron con un temblor agónico y se desplomó pesadamente lanzando un doloroso bramido de muerte…!
+La confusión de la chiquillería fue indescriptible. Juanillo, loco de pánico, salvó la puerta y echó a correr como un desesperado, solar abajo, sin hacer caso de los compañeros que trataban de poner al corriente de lo sucedido a doña Cecilia, la mamá de aquel prodigio taurino… Fanny, en la confusión de la huida, dejó esparcidas por el suelo las dalias conseguidas para premiar el valor sin ejemplo de su novio. Mariette lloraba desconsolada: el infame de Juanillo se había ido con sus zapatos y le iban a pegaren casa… Y Berta, feliz, se reía a carcajadas exclamando:
+—Muy bueno, muy bueno, para que aprenda a insultar a una porque no le corresponde… —y brillaban con vengativa alegría sus grandes ojos malignos.
+¡Oh día de sol, de risa y de miedo! ¡Corrida inimitable! ¡Deliciosos recuerdos de infancia!
+CON ESTREMECIMIENTOS Y jadeos de monstruo herido, el tren parte en dos la llanura silenciosa, calcinada por los soles agosteños. Casitas blancas, plantíos, azulados cerros lejanos, todo desfila con cinemática rapidez. Al fin, el movimiento se hace menos acelerado, se oye un prolongado pitazo, y el pesado convoy parece esforzarse para detenerse, y la estación se ve invadida por el grupo heterogéneo de veraneantes, vendedores de periódicos, de frutas, de sabrosas viandas aún calientes. El conductor trata de contener la avalancha de chicos que suben a los carros en demanda de equipajes, y echa una ojeada admirativa a la linda pasajera que atrajo tanto sus miradas durante el trayecto. Ella le sonríe.
+—Parece que llegamos, ¿no? ¡Qué calor tan horrible! Pero es lindo todo esto… Adiós, señor Linares.
+Y despertando a su paso murmullos de admiración, por su belleza criolla, Gloria Villaflor atraviesa el vagón y baja ágilmente, deteniéndose en el andén a las lamentaciones de su tía, la pobre tía Goyita, que toda sofocada, cargada con un coco, un abanico, un número de Cromos y tres naranjas, no cesa de gritar:
+—¡Gloria, espérame!
+—Perdón, tiita. Olvidaba mi «señorita de compañía»… A ver: presta la mano. ¡Ayude usted, Eduardo! ¡Qué poco galante!
+Sus ojos burlones fulminan al atildado mozo, que mohíno al verse olvidado por ella entre el grupo de admiradores con quienes charla jovialmente desde Gualanday, baja detrás muy despacio, sin cuidarse de sostener el alto concepto que se tiene de la galantería bogotana. Entre los dos ayudan a la vieja señorita, quien, perdida toda pretensión de elegancia, semeja el casco desarbolado de un navío.
+Y son en la estación los saludos, los abrazos, las exclamaciones, entre Gloria y las amigas que han salido a encontrarla.
+—¿Qué milagro volver a verte, Glorita? ¡Estoy loca de la dicha!
+—Gracias, Cecilia querida. Mira: un amigo, Eduardo de la Torre.
+—Encantado, señora, encantado. Veo que eran pocos cuantos elogios me había hecho de las náyades de Luisa…
+El rebuscado piropo es interrumpido por la risa de Cecilia.
+—¡Ay, qué maravilla! ¿Es usted poeta?
+—Casi, señora. Ante usted, fuente divina de inspiración, ¿quién no es poeta?
+Y mientras Gloria, feliz y bulliciosa, besa a una de las muchachas, pellizca a otra y hace creer a la más fea que es a ella a quien mira un veraneante muy chic que a pocos pasos del grupo la devora con los ojos, las bullangueras muchachas, seguidas por las mamás y la tía Goyita, a las cuales se ha agregado el cabizbajo Eduardo, se interna por las calles de El Guamo, la simpática población de las acacias florecidas, de los ríos cristalinos, de las bellas mujeres, alegres como un bambuco y esbeltas como las palmeras que bordean el Luisa, tranquilo y murmurador.
+Florece la mañana, luminosamente. Gloria, sacada muy temprano del hotel por sus amigas, se dirige con ellas al río. A pesar de lo matinal de la hora, la brisa es ya tibia, y después de poner en desorden las hojas de las palmeras, juega descaradamente con los trajes ligeros de las chicas. Llegan al fin a la orilla del río, y buscan un sitio adecuado para el baño.
+Después de encontradas opiniones, se deciden por un remanso que a la sombra de frondosos caracolíes, escucha serenamente la canción juguetona de aguas más inquietas. Pero tan grave impasibilidad se ve bien pronto turbada: las linfas, antes inmóviles, se estremecen al reflejar las cabecitas negras entre las cuales los rizos rubios de Gloria fingen un sol que se entreabriera en medio de tinieblas, milagrosamente. El remanso tiembla, y con mimos de amante, con refinamiento de sibarita, besa los bellos cuerpos que se entregan a sus caricias.
+—¡Ay, qué rica está el agua! ¿Nadamos, Cecilia?
+Y las dos amigas, desprendiéndose del grupo de muchachas que con gritos y gestecillos nerviosos avanzan hacia el centro del río, cortan la corriente con rítmicos movimientos, propios de sus gráciles cuerpos de estatuas en formación.
+Y se van río arriba, despertando gorjeos de pájaros en las frondas, semejantes a las ondinas de un río de leyenda, mientras el sol cabrillea en las aguas doradas.
+Cansadas al fin, se sientan en una gran piedra en medio del río, contra la cual tejen las aguas sus encajes de espuma.
+—Bueno, Gloria, ahora sí cuéntame: ese muchacho que me presentaste ayer es el «Príncipe Encantado», ¿por fin?
+—Pues… no sé qué contestarte. En casa les gusta mucho porque es muy culto, muy distinguido, y… rico. Nos conocimos en Bogotá. Apenas me vine, inventó que estaba enfermo, que necesitaba un clima templado, como por ejemplo, Ibagué. Y allá fue a dar don Eduardo con su corrección bogotana, sus «chapitas» y su elegancia. A mí me gusta: charlo con él por la tarde en la ventana, le reservo la primera pieza en los bailes, guardo religiosamente los versos que me hace, muy bonitos, por cierto… En cuanto a amor… no sé… A veces, cuando me mira con esos ojos verdes tan bellos, como que siento algo… En fin… no sé…
+La ingenua confidencia es interrumpida por gritos lejanos:
+—¡Gloria!… ¡Cecilia!… ¡Que se hace tarde para el mercado de las frutas!
+Un pequeño grito de sobresalto, dos chapuzones soberbios, y las airosas cabecitas, rubia la una, negrísima la otra, emergen de la corriente, cuyos pliegues acariciadores envuelven los gráciles cuerpos de estatuas en formación…
+Primer premio en el Concurso de la Revista Lux
+UNA CASUCHA HUMILDE, EN el desolado abandono de la pampa tolimense. Es noche de Navidad, pero de Navidad silenciosa, sin risas, ni músicas, ni alegres cantos de niños. Gime el viento entre los gualandayes y los cocoteros. En la salita, cuyas paredes sin blanquear adornan ingenuas imágenes sagradas y un «ramo bendito», está una mujer, sobre un rústico lecho de guaduas. El soplo helado del misterio puso livideces en su rostro y le cerró los ojos, ayer brillantes y decidores bajo el ala picaresca del sombrero de paja. A su lado, con la encantadora medialengua de sus cuatro años un muchachito balbucea:
+—Mamita…, despiértese… ¿Por qué duerme tanto?
+Le mueve los brazos, que vuelven a caer pesadamente; y al hallar frías aquellas manos —para él siempre tibias y acariciadoras— y observar la siniestra impasibilidad del rostro que siempre tan tiernamente le sonriera, lo posee vago terror, y corre a refugiarse en brazos de su hermanita.
+—Tina…, tengo miedo…
+La niña oculta el llanto, y lo reclina en su regazo, maternalmente.
+—No llore, mi amo, mi rey… Ella despierta horita… Es que está conversando con el Niño Dios, pidiéndole para nosotros juguetes y dulces.
+—Entonces… ¿va a venir el Niño, Tina? ¿Y nos va a traer muñecos de esos que lloran?
+—Sí… y ovejitas, y caramelos… Pero dormite, Jermincito…
+Lo acuna dulcemente, y su canción navideña, interrumpida por mal reprimidos sollozos, evoca ingenuas alegrías.
+Vamos pastorcitos
+vamos a Belén
+qui ha nacío un Niño
+pa nuestro bien…
+El dulce ritornelo interrumpe por momentos el grave, triste silencio. Sonríe el niño, ya entre sueños, al Niño Dios, a los pastores, a las ovejitas, mientras las lágrimas de Tina resbalan por la carita morena, empalidecida por la angustia. En un rincón, otros dos niños hablan en voz baja.
+—Mirá, Pedro… —dice el menor—. Yo creigo que mi mamita está es muerta. Mi acuerdo cuando don Santiago, el de El Palmar, me llevó al pueblo, y endespués, por la noche, dijo quesque juéramos a la junción. Y había un trapo blanco, muy grande, y ai salió una señorita que no quería a otra porque li había quitao el novio, y le echó en la comía una cosa que sacó di un frasco, y entonces l’otra empezó a manotiar y manotiar, hasta que se quedó quieta… Y ella le puso un espejo en la boca, y don Santiago me dijo que era pa saber si estaba bien muerta. Que si el espejo se empañaba, taba viva, pero que si no… ¡Pedro! Yo le puse a mamita en la boca el espejito e Tina, y no se empaña… ¡no se empaña!…
+El pequeño llora. El mayor, con una expresión de intensa amargura en la cara delgada y demacrada, calla. Afuera todo es lúgubre. Lanzan las ranas su croar desde el pantano vecino, único ruido que turba el silencio de la dormida llanura. Pedro, como «todo un hombre», toma una resolución.
+—Anda, Tina, con Jelipe onde ña Andrea, y decile que venga… que se murió mamita.
+Salen los niños, y la estancia se torna aún más triste. La luz de la vela convierte en diamantes las últimas lágrimas de la madre, y acaricia la carita del niño dormido, haciendo brillar los nacarados dientecillos. El dolor de Pedro, tanto tiempo contenido para no asustar a los pequeños, estalla en un torrente de frases desesperadas.
+—¡Mama!… ¡Mamita!… Te juistes y nos dejastes solos… ¡Ay! ¡Solos! Hora, ¿pa quién cojo yo los pichones de mirla, los ramos di arrayán y las guayabitas de llano?…¿Pa qué te la llevastes, Niño Dios?… Llevame a yo también…
+Toma el muchacho entre las suyas las manos de la muerta, y como queriendo librarla de su frío glacial, se las lleva a los labios. Arregla con ternura las envolturas toscas que la cubren, y allí permanece, mirando sin ver, sumido en un océano de amargura. Se oyen las voces de Felipe y Tina, debilitadas por la distancia:
+—¡Ña Andrea! ¡Socorro!… ¡Venga, que se murió mamita!
+Pedro se estremece, y unidas las manos, reza. De pronto, en el silencio de la choza, suena una risa infantil que parece un gorjeo, y el muchacho mira asustado alrededor.
+—¡Ah! Es Jermín que se ríe… ¡Pobrecito! No sabe que si ha quedao solito pa siempre… ¡Ay! Siento en el pecho una cosa que me hoga… ¡Mama! ¡Mama querida!
+Las lágrimas tristes de su niñez abandonada resbalan por las mejillas de Pedro. Al fin, cansado de llorar, agotado por la trágica velada, se duerme.
+Y tiene, entonces, una visión magnífica: se ve en una hermosa ciudad donde nadie llora, donde no hay niños pobres ni huérfanos.
+Una señora muy bella los hace entrar a su casa, los colma de juguetes a él y a sus hermanos. No caben ya más en los lindos vestidos que han reemplazado a los harapos. Ríe dichoso Jermincito, haciendo correr un automóvil azul; prodiga mimos Tina a una muñecota rubia, casi tan grande como ella, y hace las delicias de Jelipe una peonza de vivos colores; y la madre, no ya humilde campesina sino «una señora como las de la ciudad», los mira sonriendo, mientras de sus ojos caen, en vez de lágrimas una lluvia de estrellas…
+El ruido de la puerta al abrirse despierta a Pedro. Todo cuanto viera en su sueño, ha desaparecido. Ve solamente el cadáver, en su terrible inmovilidad, el niño dormido, y a su lado, tristes y asustados, Felipe y Tina.
+—No juimos hasta onde ña Andrea, porque nos dio miedo… ¡Está tan escuro el llano! Pero la llamamos desde la lomita, y dijo que por la mañana venía a amortajar a mamita… Que mientras tanto, rezáramos.
+—Sí —dice el muchacho, volviendo a la realidad amarga—. Recemos.
+Y mientras, arrodillados en torno de la muerta, los temblorosos chiquillos tratan de recordar las sencillas oraciones que ella les enseñara, en la ciudad lejana, más allá de la dormida llanura, los niños que sí tienen madre, los hijos mimados de la fortuna, los pequeños héroes de la dulce fiesta, bailan en torno del árbol legendario, centelleante de luces y colmado de juguetes. Y sus claras vocecillas, rivalizando con las notas de flautas y violines, entonan el alegre villancico:
+Vamos pastorcitos,
+vamos a Belén
+que ha nacido un niño
+para nuestro bien.
+RECOSTADO EN LA VERJA DEL parque, mira pasar la ola de gentes; se está comiendo la tercera naranja y por los rotos de sus bolsillos se alcanzan a ver otras frutas sazonadas.
+Pasa rozándolo algún transeúnte, y aflautando la voz, haciéndola estridente para que se oiga, a pesar del ruido de los tranvías, grita;
+—¿Embolo, mesio?
+El transeúnte se tapa la oreja y hace ademán de tocar con el bastón al importuno. Este no se inquieta y sigue comiendo naranja, mientras de soslayo lo mira alejarse; sus labios bermejos dejan ver una hilera de dientes blanquísimos; hay picardía en sus ojos negros y en su risa.
+Al medio día el sol está radioso. La cúpula de la iglesia, las láminas de lata de los postes y los rieles reverberan.
+Él mira tristemente las cáscaras de naranjas esparcidas por el suelo, pues es la hora en que hace sol; el calor es insoportable. Se hunde el sombrerillo hasta los ojos y sentándose en el cajón de embetunar apoya los codos en las rodillas y la barba en las manos.
+Pasan gentes y ya no las incomoda, gritando:
+—¿Embolo, mesio?
+A veces sí dice estas palabras, pero con voz desfallecida, como de una persona que a esa hora no piensa en almorzar, que por desayuno ha tomado algunas frutas y que en la noche anterior más veló que durmió, temiendo que el agente de policía lo arrojara del quicio, o temblando por la dureza de las caricias del frío.
+Ahora el que lo maltrata es el calor, dijérase que lo tiene vencido, pues agachando la cabeza hundida entre los brazos, duerme.
+Por la calle viene otro gamín de paso ágil, vivaracho; no trae el vestido hecho jirones…
+Se detiene; sonríe al ver las cáscaras de frutas; le da a su compañero un golpe en la espalda, repitiendo:
+—¡Hola, Garoso! ¡Hola, Garoso!
+Con este nombre lo conocían los pilluelos limpiabotas. Cómo no, si era un apasionado por las golosinas. Llevaba el sombrero con un agujero que dejaba escapar mechones rubios, porque prefería comprarse a diario un ramo de ciruelas de oro que juntar los cuartos para hacerse a una cachucha.
+—¡Hola, Garoso!
+Garoso se levantó asustado.
+—¡Ah! ¿Eres tú, Carlos?
+Carlos pone en el suelo la caja, y sentándose al estilo de Garoso, con entusiasmo, empieza a hablar:
+—Te buscaba; desde esta mañana te buscaba; quería encontrarte, y nada. Ahora… por fin ¿Sabes para qué te buscaba? ¡Majadero! Desde hoy… ¡adiós, betún, adiós, cepillos! O, mejor dicho: ¡no! Estos los guardamos para caso de apuro o para recuerdo…, ¿sabes?
+Y Carlos lanzó una carcajada que sonó en la calle lo mismo que la escala de un instrumento musical, y siguieron más musicales carcajadas al tiempo que Carlos arrojaba como un loco al aire la gorra y los cepillos por aquí y por allá.
+Garoso sonrió al ver esta inusitada alegría.
+—Los guardamos para caso de apuros —continuó Carlos, recogiendo los cepillos.
+—Vamos a hacernos negociantes; pero puede ser que algún día la mala suerte… ¡No, no! —gritó lleno de risa y moviendo la cabeza—. ¡Yo no vuelvo a embetunar!
+—¡Ay, no! —exclamó Garoso, impaciente—. ¡Márchate, hombre, que tengo hambre, y no hacen ganas de reír!
+—¿Márchate, hombre? —remedó Carlos, haciendo una mueca—. No quieres entonces… ¿No quieres hacerte rico?
+—¡Bah!
+—¿Crees que miento? Me marcho, pues… —e hizo ademán de marcharse.
+—¡Carlos! —exclamó Garoso, angustiado.
+—¿Tienes confianza en mí? —preguntó el aludido a dos varas de distancia y dándoselas de gran señor.
+—¿Qué quieres?
+—Sígueme.
+Los dos chicuelos, uno en pos de otro, van calle arriba, mezclados a la ola de gentes.
+Se detienen en la plaza de Bolívar.
+—La cosa es en Chapinero; vamos a «tomar» tranvía —dice Carlos, significativamente.
+Asaltan un estribo, bajo las miradas curiosas del motorista. El carro va rápido. Los muchachos se quitan las gorras para evitar que se las robe el viento.
+Los bucles de Garoso se arremolinan sobre su cabeza; tiene el rostro como si lo iluminara el resplandor de una llama. Coge a Carlos del brazo y le clava los ojos en una pregunta muda:
+—¿A dónde vamos?
+—Sí —dice Carlos continuando un monólogo interno—. Tú le vas a gustar; él necesita hermosos muchachos; nos pagará bien… Ese extranjero paga a dólar por día.
+—¡De a dólar por día! —prorrumpe Garoso estupefacto.
+—Y nos necesita seis días seguidos. Podemos hacernos vendedores ambulantes de cualquier cosa: de café, de fósforos, de baratijas… lo mismo da…
+En la exaltación de su entusiasmo, los dos se han abrazado; ambos miran sin mirar las cosas que pasan vertiginosamente, y sin quererlo sonríen… Sonríen al porvenir…
+En la puerta de su quinta, el pintor espera, es un señor simpático, de cabello crecido, ojos brillantes y corbata de lazo.
+Lo rodean los emboladores, un voceador de periódicos y una señorita. Retirada del grupo está una chiquilla que no habla con el pintor como los cuatro.
+Es una chiquilla de aspecto enfermizo. Carlos se acerca y saluda al extranjero en tono familiar:
+—Aquí le traigo otro —exclama, señalando a Garoso.
+—Está bien, muy bien —acentúa el pintor, examinándolo de una ojeada. Seguid, pequeños.
+Y empuja a los niños hacia el jardín. Atraviesa las callejuelas bordeadas de rosas exquisitas.
+El estudio del pintor los deja desbordados: hay allí un conjunto de cosas que les llena de admiración.
+Mientras que el pintor corre y descorre cortinas arreglando la luz, Garoso se divierte en contemplar un cuadro que representa a un general con la espada en alto, pero una tosecilla que está oyendo hace rato le hace volver la cabeza.
+Cerca, muy cerca, está la niña de aspecto enfermizo. Ella es la que tose.
+Los otros muchachos hablan entre sí; ella está sola, sin hablar con nadie.
+Garoso la examina con detención.
+—¡Qué rara es! —murmura para sí.
+Tiene la cabeza horriblemente enmarañada, sus rotos vestidos mal le cubren las piernecillas torcidas y la espalda deforme. ¡Cuán pálidas tiene las manos, qué pálido el rostro! Hasta los labios…
+Pero lo que conmueve al muchacho son los ojos de la niña: tienen una mirada que da pena.
+Vuelve la cabeza hacia el general del cuadro, y como si hablara con él, exclama:
+—¡Pobrecita!
+Se acerca a ella y suavemente le dice:
+—Yo me llamo Garoso. ¿Y tú?
+—No sé —dice ella desconcertada—. Los niños que juegan en el parque me llaman Bruja…
+Los interrumpe el pintor; se oye su voz clara y riente:
+—Amigos: a recostarse aquí en conjunto, a acurrucarse los unos pegados a los otros, como lo hacéis para dormir en los quicios de las puertas.
+Como los niños no se atreven, él mismo los arregla en artístico grupo:
+—Allí el voceador de periódicos con su paquete olvidado en el suelo. Tú, pequeña, puedes poner la cabeza sobre sus rodillas. Venga aquí el del hombro desnudo. Recoge un poco los pies, chico. Levanta la frente, niña. Esta mano está bien así. Tú, hermoso —dirigiéndose a Garoso—, puedes doblar la cabeza; quiero hacer tu cabecita rubia. ¡Ya! ¡Bien! ¡Cierren todos los ojos!
+La pequeña Bruja se acerca con timidez; a ella no la han colocado.
+El pintor la mira despiadadamente, diciéndole:
+—Tú, puedes irte, chiquilla.
+Ella se atreve a balbucear:
+—¡Señor!…
+Y hay un gesto de súplica en su boca desproporcionada.
+—¡No vuelvas! —exclama el pintor arrojándole una moneda—. No quiero verte aquí; tú eres muy fea.
+Entre los muchachos se oye risa.
+Ella baja la cabeza, ruborizada, y se aleja dejando en el suelo la moneda que le arrojaron… Se aleja sollozando de un modo desgarrador…
+El pintor toma la paleta y los pinceles. Está frente al caballete.
+Garoso siente algo indefinible; el corazón le palpita con violencia. «¡Pobrecita!», es la palabra que con el llanto se le detiene en la garganta. Quiere levantarse, pero un «no te muevas», se lo impide; por un momento vuelve a meter la rubia cabeza en aquel nido humano; pero… ¿puede un niño dominar los impulsos del corazón? Garoso siente deseos de ir a ella, de llevarle un consuelo, y escapa. De un salto, y corriendo tras ella, la alcanza.
+Ella iba ya por el camino. No había cesado de llorar.
+—¡Bruja! —llama Garoso con dulce voz.
+Ella se detiene.
+—No quisieron admitirme —le dice al rapaz—. Ni a ti ni a mí nos admitieron. Pero… qué nos importa, ¿no es cierto?
+Ella con lentitud va levantando la frente. De sus ojos se ha borrado el dolor; hay consuelo en sus ojos. Hay sonrisa en su boca desproporcionada…
+—¡Adiós, Bruja!
+—¡Adiós, Garoso!
+Ella se queda en el camino; ha juntado las manos y murmura arrobada:
+—Qué nos importa, ¿no es cierto?
+Él se va por el camino meneando airoso la rubia cabeza, como para alejar la imagen de la pobrecilla, de la desventurada. A veces le parece escuchar la voz de Carlos: «¡De a dólar por día!». «¡Yo no vuelvo a embetunar!».