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DISEÑO GRÁFICO Y EDITORIAL
ISBN:
978-958-8827-92-6 (e-book)
Bogotá D. C., diciembre de 2015
Primera edición: A. Bethencourt e Hijos Editores, Curazao, 1888
Presentación: © Carolina Alzate Cadavid
Licencia Creative Commons:
Atribución-NoComercial-Compartirigual,
2.5 Colombia. Se puede consultar en:
+¿Qué hace esta holandesa en América?, ¿qué holandesa es, por qué viene?, ¿cuándo y cómo? Se trata de Lucía, una joven que llega a Colombia más o menos por la época en que María, el personaje de Jorge Isaacs, está muriendo en Cali tras una larga y penosa enfermedad, a comienzos de los años 1850. Una holandesa en América, escrita por Soledad Acosta de Samper en 1873 —y publicada en dos versiones en 1876 y 1888— nos cuenta sobre un país diferente, si bien contemporáneo, al de María (1867). María vive en la casa de la sierra, cuida el jardín y el oratorio, y sale de allí sólo para ir a morir a Cali. Lucía, la holandesa de esta historia, debe viajar a Colombia para encontrarse con su familia: su padre y su madre vinieron a vivir acá hace años buscando fortuna, como tantos inmigrantes europeos de la época, e hicieron una vida aquí. Esa vida está un poco descompuesta, por decirlo de alguna manera, y la hija, dejada de pocos meses de edad en Holanda al cuidado de una tía, debe ahora viajar a nuestro país para hacerse cargo de la familia.
+Esta movilidad del personaje produce un efecto interesante en la novela: la autora crea un personaje que lee sobre América, se llena de sueños, aprende el español para poder leer más, y finalmente viaja, se cuestiona y replantea su vida. Esto no es usual en las novelas de la época: las narraciones suelen comenzar en territorio americano, y su conocimiento se da por sentado. El relato de María comienza cuando Efraín, un niño de doce años que nunca ha salido de la casa paterna, debe irse a estudiar a Bogotá: esto significa que creció allí y que conoce de primera mano, y por eso «directamente» el territorio nacional. Soledad Acosta, por su parte, se queja del tipo de conocimiento que tienen colombianos y europeos sobre la nación y quiere contar una historia diferente. Tal vez por eso se distancia a través de Lucía: Colombia en la novela no es un país en el que se nace sino sobre el que se lee y en el que se aprende a vivir. ¿Qué se lee de él?, ¿sirve al proyecto nacional eso que se ha escrito, sobre todo desde fuera, sobre él? Estas son preguntas que parece hacerse la autora en su novela. Su novela —una de las muchas que escribió— quiere replantear la manera en que se describe a las mujeres y al continente —incluida Colombia— dentro de la literatura del romanticismo. Estos son dos temas clave del romanticismo europeo y americano, y nuestra autora decide intervenir en la discusión.
+Ya hablé un poco de María, pero habría que añadir que esta hermosa e inteligente —pero dócil— joven del valle del Cauca no tiene una biblioteca, lee poco, no se atreve a leer sola y muere de amor. Soledad Acosta no quiere personajes así para sus novelas, y escribe para ofrecer modelos alternativos de vida —en vez de muerte— para sus lectoras. María es de Jamaica y judía, y fue traída a Colombia por su tío cuando tenía tres años de edad, pero casi nadie se acuerda de eso: ¿qué pasaría si leyéramos María como Una jamaiquina en América? Debo hablar de la holandesa pero no puedo hacerlo sin hablar de María porque Soledad Acosta, como todo autor, escribe sobre y contra o a favor de lo que otros están escribiendo en su momento o han escrito en años pasados. Toda escritura es una propuesta de interpretación que dialoga con su momento, que quiere producir efectos sobre él. A esta autora, como a toda su generación, le interesa el futuro de la patria, como la llamaron, pero a diferencia de sus colegas varones ella quiso definir un lugar más activo para las mujeres dentro de la nación: madres y esposas sí, pero como opción, y por eso adultas y con capacidad de independencia, no infantilizadas ni débiles. Las heroínas usuales en la época o se casan o mueren de amor: Acosta quiere mujeres que puedan vivir sin un hombre a su lado si eso eligen, o si se ven precisadas a ello, que puedan imaginarse un proyecto de vida, de realización personal, que no giren sólo en torno al amor, como pueden hacerlo los varones en la época. Efraín, el amado de María, se va a estudiar a Londres, y ya antes ha estudiado en Bogotá: María lo ha visto partir dos veces. Las mujeres en la época no reciben educación formal y salen de su casa sólo para ir a vivir a la de su esposo. Por eso María se queja, al menos una vez en la novela, cuando él se va a Londres: «Dedicado al estudio, viendo países nuevos, olvidarás muchas cosas horas enteras; y yo nada podré olvidar…, me dejas aquí, y recordando y esperando voy a morirme» (capítulo l). Esto no es raro en la época, ni lo dice sólo Isaacs en su novela. Esto mismo podemos leerlo, también por esos años, en artículos de prensa como este: «El corazón de la mujer es un abismo de amor: parecen no haber sido creadas sino para vivir y morir de amor» (periódico La Caridad, 1869). Por esto es tan interesante que Lucía, la holandesa, viaje, lea y escriba, y que se encargue de sus asuntos y aprenda a crearse un proyecto vital que no gire sólo en torno al amor.
+Pero este no es el único tema de la novela. Arriba decía que la autora, como toda su generación, se ocupó en tratar de fundar una patria: los escritores de su época fueron los primeros nacidos después de la Independencia, y heredaron de sus padres un país que no sabían hasta dónde llegaba, cómo eran exactamente sus ríos y montañas, qué se podía cultivar y por dónde y cómo podría sacarse lo que se cultivara, qué clase de personas vivían en ese territorio tan poco conocido y en qué sentido esas poblaciones tan diferentes y tan regadas en esta compleja geografía podían hacer parte de una sola nación —preguntas que tal vez no nos hemos acabado de responder—. Por eso también Efraín viaja tanto por el valle y cuenta con tanto detalle lo que ve, y lo hace con emoción y con orgullo: los paisajes narrados en la época no buscan sólo describir sino también producir una relación emotiva de los habitantes con su territorio. Así que Lucía también viaja y ve; y lo cuenta en sus cartas y en su diario, esos espacios de escritura íntima que estaban permitidos a las mujeres. Debo destacar aquí el hecho de que Soledad Acosta escriba novelas: lo usual en la época es que las escriban los hombres, entre otras cosas porque estos son actos políticos y públicos importantes y que se salen del espacio privado asignado en la época a las mujeres. Y esta, además, no es una novela sentimental, sino una novela histórica y de viajes: la holandesa atraviesa el Atlántico, se queda unos días en Santa Marta, y luego remonta en vapor el río Magdalena hasta un lugar cercano tal vez a Honda. Ya instalada en la hacienda de su padre, viaja luego a Bogotá a visitar a su amiga Mercedes, y allí le toca vivir los comienzos de la Guerra Civil de 1854: es también, pues, una novela que nos permite acercarnos de otra manera a los conflictos que aún hoy vivimos.
+Pero leer el país en estas novelas del siglo XIX no significa enfrentarnos a una verdad pasada. Estas novelas no son en realidad retratos de cómo eran la vida y las cosas en esos tiempos: los retratos nunca se hacen solos, y el pintor, el fotógrafo o el escritor tienen siempre una perspectiva que está formada por lo que conocen y lo que no conocen, por lo que desean y por lo que temen, entre otras cosas. En este sentido, Soledad Acosta no es sólo una mujer, sino una mujer que pertenece a las élites intelectuales y políticas del país. Esto hace que su narración sobre las clases subordinadas sea menos liberal que su discurso sobre las mujeres de clase alta: se preocupa por fundar autonomía para ella y para las mujeres de su clase, pero la subordinación a la que sus colegas varones —conservadores y liberales por igual— relegan a las demás clases la encontramos repetida en ella también. En Acosta se repite el uso del catolicismo como instrumento de civilización, y también esa especie de colonialismo interno que leemos en buena parte de los escritos de la época: la civilización para ellos es sólo la occidental, y prospera mejor, supuestamente, en tierra fría que en tierra caliente. Todos los escritores tienen contradicciones, y estas son las de nuestra autora.
+Soledad Acosta (1833-1913) fue hija de un historiador y geógrafo muy destacado de la época, el general Joaquín Acosta, discípulo de Humboldt y que peleó contra los españoles durante las luchas de Independencia. Su madre, Carolina Kemble, nació en el mundo sajón, quizá en Nueva Escocia, Canadá. Soledad fue hija única, y por ella sabemos que su padre se empeñó en darle una educación que no era usual en las mujeres de la época: por esa razón fue capaz de dedicar su vida a la escritura y de trabajar con ella en la fundación de la nación. Siendo ferviente católica, la herencia sajona de su madre se percibe en su voluntad de autonomía. Es una mujer de su tiempo, y por ello podemos encontrar en su obra a la Colombia de entonces: sus gentes, sus paisajes, las vías de comunicación, las guerras, las facciones en conflicto. Pero sobre todo qué les preocupaba y cómo trataron de enfrentar esas preocupaciones, y por esta razón, qué país heredamos de ella y de su generación.
+CAROLINA ALZATE
+«En la ciudad de Bogotá, a cuatro de enero de 1889, compareció ante S. Sª. el Ministro de Instrucción Pública la Señora Dª. Soledad Acosta de Samper, y presentó tres ejemplares de la obra intitulada Una holandesa en América, novela de que es autora, de acuerdo con las condiciones exigidas por la ley 32 de 1886. Dicha obra fue impresa en la tipografía de los Sres. A. Bethencourt e Hijos, en la ciudad de Curazao, el año de 1888, edición en un tomo constante de 309 páginas, y se publicó tal edición en diciembre del mismo año. —Solicita la autora se haga constar en esta diligencia, para los efectos del caso, que ha cedido por diez años a los expresados Sres. Bethencourt e Hijos de Curazao el derecho exclusivo de publicar la citada obra. —En tal virtud se asienta la presente partida de inscripción, que firman S. Sª. el Ministro del Despacho y la autora de la obra, por ante mí el Subsecretario del Ministerio. —J. Casas Rojas. —Soledad Acosta de Samper. —Enrique Álvarez».
+Es copia conforme con su original.
+Bogotá, 5 de enero de 1889.
+El Subsecretario de Instrucción Pública.
+Enrique Álvarez
+El amor y el entusiasmo son dos aceites
+perfumados de la lámpara de la vida.
+LAMARTINE
+Hacia el norte de Amsterdam se avanza una lengua de tierra de forma extraña que divide al mar del Norte del golfo de Zuiderzee: aquel terreno más bajo que el mar y circundado por dunas o colinas arenosas está regado por multitud de pequeños canales, que cortan el suelo y forman innumerables islotes. Todas las aguas que allí se recogen van a caer en un gran canal que las utiliza para hacer circular embarcaciones, que viajan constantemente desde el puerto de Amsterdam hasta la isla de Texel, en donde se estaciona la flota holandesa. Aquellos terrenos siempre húmedos, puesto que han sido laboriosamente arrancados por palmos a las olas del mar, son naturalmente muy feraces y extraordinariamente poblados.
+Las orillas de los canales están ornadas con molinos, cortijos y casas de todos tamaños y variadísima arquitectura. Sobre el agua nadan anchos botes en donde moran familias enteras, que viajan constantemente de una a otra población: allí nacen niños y animales domésticos, y se crían y mueren como si estuviesen en tierra firme. Pero es de advertir que es preciso ser holandés, es decir, llevar en las venas agua estancada en lugar de sangre, para sufrir con paciencia semejante vida tan monótona y viajar con aquella lentitud, puesto que pasan uno o dos días recorriendo un trecho que pudiera transitarse descansadamente a pie en pocas horas.
+Pero este es el país de la paciencia: hombres, mujeres y niños pasan su existencia sosegada y tranquilamente, y llegan a la senectud sin haberse molestado jamás ni haber tenido nunca el menor afán. Los animales participan de aquella índole pacífica: los perros no se toman la pena de ladrar; los toros no embisten; los caballos tiran lentamente las embarcaciones grandes por las orillas de los canales, sin salir de su paso y sin que los apuren, griten o maltraten, porque tampoco han corcoveado ni espantádose jamás. Los niños juegan sin alterarse ni hacer ruido; las mujeres meditan apaciblemente en lugar de charlar unas con otras, y los hombres fuman sus largas pipas sin disputar ni reñir. No altercan ni porfían, porque creen que no puede haber en el mundo motivo suficientemente grave que les obligue a acalorarse y dejar de arrojar humo por la boca. Pero no se crea por esto que los holandeses son perezosos: al contrario, viven dedicados al trabajo y llevan a cabo empresas colosales con una paciencia ejemplar. Enseñados a luchar con un enemigo tan tenaz como es el mar, el cual sin cesar amenaza invadir sus tierras, los holandeses se han acostumbrado a vivir en presencia de un peligro constante, bien que silencioso, y se han conformado con sobrellevar callando su suerte, y meditar a toda hora con inconsciente solemnidad en una situación tan crítica como es la suya.
+Despuntaba la aurora tristemente sobre las bajas tierras de Holanda. A pesar del pleno verano, puesto que era 15 de junio, el sol permanecía oculto, cubierto con una niebla compacta y fría: esta llenaba el horizonte, arrastrábase perezosamente sobre las verdes praderas, arropaba con su denso manto las hileras de sauces (que salpicados con brillantes gotas de rocío se inclinaban sobre los canales y diques), caprichosamente cobijaba por algunos momentos todo el paisaje; rasgábase después para dejar descubiertos aquí y allí los altos brazos de los molinos o rojos techos de las quintas y cortijos, volviendo en seguida a desaparecer todo entre el vapor gris.
+No obstante lo matinal de la hora, todo ser viviente estaba en movimiento según las costumbres del país, es decir, una actividad sin ruido ni animación. Las puertas y ventanas se abrían unas tras otras, y en ellas aparecían robustas sirvientas armadas con escobas, plumeros y cepillos que deberían servirles para empezar la faena diaria, mientras que otras se dirigían a los aseados establos para ordeñar las vacas y dejarlas libres después en los prados, mugiendo suavemente para llamar a sus crías; la voz maternal del ganado se unía al sonido de las campanas que llevaba cada res atada al cuello, al balido de las blancas ovejas, y al destemplado chillido de los patos, gansos y cisnes que nadaban por centenares en los canales divisorios de las heredades.
+Las poco infladas velas de las embarcaciones aparecían aquí y allí a ras de tierra, y como fantásticas sombras se deslizaban pasando por delante y por detrás de los molinos y casas, y en seguida desaparecían entre la niebla como ensueños inverosímiles. Todos los canales estaban cubiertos de embarcaciones: veíanse botes tirados por caballos que caminaban pausadamente por la orilla, y aguardaban los tripulantes, sin impacientarse nunca, que se fueran llenando las compuertas de los diques para bajar hacia la mar; otros pequeños botes iban manejados con una percha larga, y estos avanzaban con mayor prontitud… Entre estos últimos nos fijaremos en la embarcación que guiaba un joven con singular destreza, y se adelantaba aceleradamente a través de las enmarañadas plantas de iris silvestre, de florido nenúfar y otros bejucos acuáticos, los cuales tenía que romper con la percha al hundirla en las orillas del canal.
+Nuestro viajero contaría poco más o menos unos veinticuatro años de edad; era blanco y rubio, y sus ojos azules y cabello crespo y abundante denotaban su origen en parte holandés, aunque su erguido talle y movimientos elegantes, mano pequeña y nerviosa, y cierta energía y fuego en la mirada, unida a su actividad, no dejaban duda de la mezcla que debería de haber en su sangre con alguna raza meridional.
+Después de pasar sin detenerse delante de varias casas que se levantaban a orillas del canal, el viajero se detuvo enfrente de una habitación. La casa era de tres pisos; edificada completamente de ladrillo rojo, y sus paredes parecían un tablero de ajedrez, tan llenas de ventanas estaban, y sobre el tejado se leía con brillantes colores la fecha y el año en que fue concluida. Al frente ostentaba un jardincillo simétrico, con alamedas de árboles cortados iguales todos y de blanqueados troncos para que se pudiesen lavar todos los días; de trecho en trecho se alzaban sobre zócalos de ladrillos vidriados jarrones de loza con plantas floridas; el suelo estaba perfectamente barrido, y en ninguna parte se veía una hoja seca ni la más leve basura ni mancha, y hasta la grama tenía un color uniformemente verde esmeralda. Algunas gradas de piedra blanca conducían a la puerta principal, la cual estaba coronada con una inscripción en holandés, que decía:
+Vreugde en vrede (Alegría y paz)
+Todas las casas de la dicha provincia llevan inscripciones como aquella, que caracterizan las costumbres y cándidas ideas de sus habitantes.
+Además del canal común, que era como si dijéramos el camino real, había otro particular que circundaba el terreno y por vía de cerca lo dividía de las heredades vecinas. Nuestro joven ató su bote a la orilla del canal principal, y pasando por un elegante puente, abrió la puerta del jardín y se dirigió a la casa, sin hacer alto en la congregación de gansos y de cisnes que se le habían agregado, marchando detrás de él y formando con sus chillidos una música discordante; lo que significaba que aguardaban con una impaciencia rara en aquel país su pitanza natural. En tanto el joven se limpiaba cuidadosamente las botas en un instrumento que para el caso se hallaba al pie de las gradas, y subiéndolas golpeó fuertemente con el picaporte en la cerrada puerta.
+Al ruido se presentaron simultáneamente a una ventana del segundo piso dos jóvenes blancas y rosadas, que le saludaron, y al mismo tiempo le abría la puerta una rolliza sirvienta.
+—¡Heer Carlos! —exclamó esta.
+—¿Muy de mañana vengo? —preguntó el joven.
+—No —contestó la criada—; ya las señoras están en pie… Entre usted.
+—Sólo vengo en calidad de correo —repuso él—, y quisiera hablar con la señora.
+—Aquí viene la señorita con su prima.
+—¡Abre la sala, Brígida! —exclamó una voz desde arriba; y aparecieron bajando las escaleras de los pisos altos las dos niñas que hemos visto asomarse a la ventana.
+—No puedo entrar —contestó el joven—, ni detenerme…, pero quisiera ver a la señora madre de usted, añadió dirigiéndose a una de las dos niñas, después de saludar a ambas con agradable sonrisa.
+—Mi madre está en la lechería… Brígida —añadió—, ve a llamarla.
+Esto dijo la más grande de las dos jóvenes: era esta de elevada estatura, blanca, bien carnada y de fisonomía franca y alegre. La otra era menos rosada, pequeña de cuerpo y delgada; tenía el pelo casi rojo, los ojos pardos y expresivos, la boca grande, la nariz bien formada; pero aunque no podía llamársela fea, no era hermosa como su prima, la cual parecía una rosa fresca, lozana y llena de vida y amabilidad.
+—¿Qué se ofrecía a usted con mi tía tan de mañana? —preguntó la más pequeña.
+—Traigo unas cartas para ella que me dieron en Amsterdam.
+—Esas deben ser para mí —repuso la joven alargando la mano para recibirlas.
+El llamado Carlos la miró con vacilación, pero no se las dio.
+—Démelas usted, señor Van Verpoon, pues mi tía no tiene secretos para nosotras; y además toda carta que llega de Amsterdam es de América, es decir, de mis padres…
+—No me crea usted incivil —contestó el joven algo turbado—, pero como me encargaron que entregara estos papeles a la señora Zest en propia mano…
+—¡Esto es muy extraño! —exclamó la niña palideciendo—, ¿será alguna mala noticia?… Suplico a usted me confíe las cartas para llevarlas a mi tía, que puede tardar…
+—Pero ella debe abrirlas…
+—Aseguro a usted que no las miraré…, ¡le suplico a usted!…, démelas pronto.
+Carlos tuvo que rendirse.
+—¡Dios mío! —exclamó la niña—; ¡una viene enlutada!
+Y sin aguardar más salió precipitadamente del vestíbulo.
+—Señorita Rieken —dijo entonces el joven deteniendo a la otra niña que quería acompañar a su prima—, óigame usted…, ¡siento tanto no haber podido desempeñar mejor mi comisión! Su prima de usted no debía de haber recibido esa carta.
+—¿Qué sucede, por Dios?
+—Una mala noticia, según entiendo, para la señorita Lucía: ¡parece que su madre ha muerto!…
+—¿Su madre?…, mi querida tía… ¡Pobre Lucía! —exclamó la niña con hondo sentimiento—. Adiós, señor Van Verpoon —añadió conmovida—, es preciso que vaya a buscar a mamá, que también quería muchísimo a su hermana, y a acompañar a mi prima…, ¡pobrecita!
+Y al decir esto se alejó aceleradamente, mientras que el joven se dirigía hacia el jardín, y atravesándolo llegaba al puente; allí se detuvo para mirar hacia la casa, en cuya puerta se leía como una amarga ironía:
+Alegría y paz
+En la orilla del canal encontró a Brígida, la sirvienta, que echaba de comer a los gansos y cisnes, los cuales la rodeaban con ruidosísima algazara.
+—Brígida —le dijo—, sus amas han recibido una mala noticia; tal vez la necesiten a usted…
+—¡Una mala noticia! —repitió la mofletuda holandesa sin afanarse sin embargo, ni moverse del sitio.
+—Sí, y repito, pueden necesitarla adentro.
+—¿Y cuál será la noticia? —preguntó otra vez la criada con la misma cachaza.
+—Como sé que usted ha sido la nodriza de las niñas, y aun de sus madres, pueda ser que le interese…
+—Todo lo que les toque a ellas es como si fuera mío… —repuso ella con menos flema.
+—Pues bien, la madre de la señorita Lucía, la señora Harris, ha muerto.
+—¡La hermana de la señora! —exclamó Brígida, y conmovida dejó caer entre el canal todos los granos que llevaba recogidos en el delantal—. ¡Pobrecita de mi Johanna! —añadió limpiándose las lágrimas que acudieron a sus ojos—; dicen que fue muy desgraciada con ese extranjero con quien se casó… Pero dígame usted, señor ¿cómo sucedió esa desgracia?…
+—¡Brígida, Brígida! —gritó una voz adentro.
+La criada echó a correr hacia la casa, o al menos si no corría en realidad, ella pensó que volaba; en breve entró al vestíbulo, cuya puerta había permanecido abierta.
+Entretanto Carlos pasó el puente, desató su barca, y al saltar a ella volvió los ojos hacia la casa que acababa de dejar, diciendo casi en alta voz:
+—A todos llega la hora de sufrir, ¿por qué he de quejarme de mi suerte?
+Pocos momentos después, Carlos arribaba frente a la vecina quinta: una alquería poco más o menos igual a la que acababa de dejar, sólo que en la puerta no había inscripción ninguna, ni en las queseras se confeccionaban los exquisitos quesos que daban fama en los contornos a los trabajados por la señora Zest.
+Un sirviente en mangas de camisa se paseaba por el jardín arrancando con impaciencia las hojas secas y podando las ramas de los árboles que sobresalían a las demás. Apenas vio acercarse a su amo cuando corrió a su encuentro, le ayudó a saltar a tierra, ató la barca a la orilla, sacó algunos líos que encontró en el fondo de la embarcación; y todo lo hizo con una animación y agilidad que probaban que aquel hombre no era natural del país.
+—¡Ah!, mi querido amo —dijo acercándose al joven, y hablando en lengua francesa—, ¿nos trae usted alguna noticia?
+—Nada de nuevo —contestó Carlos—: siempre la incertidumbre… ¿Mi madre?
+—Le ha estado aguardando…, y como es usted siempre tan puntual, temimos que le hubiera ocurrido alguna novedad.
+—Me fue preciso detenerme algunos momentos en la casa vecina… Pero no me has dicho si mi madre ha vuelto a sentir algún trastorno en estos días, desde mi partida…
+—Como madama la…
+—Silencio…, ¿cómo olvidas mi recomendación?
+—Quería decir que como la señora Van Verpoon no se queja nunca, no sé si ha sufrido algo…, pero Josefina dice que pasa las noches en vela.
+—¡La incertidumbre la matará al fin! —exclamó Carlos con doloroso acento.
+Momentos después penetraba en un pequeño aposento, lujosamente amueblado y adornado con ricas alfombras turcas, pesados cortinajes de seda, espejos, bellos cuadros de pintura y otras prendas de buen gusto.
+Recostada entre almohadones y sobre muelle diván, rebujada en un chal de la India, yacía una dama, aparentemente muy anciana, aunque no lo era en realidad, pues las penas la habían envejecido antes de tiempo, y las enfermedades la marchitaron prematuramente; sus males físicos y morales provenían de aquellas aflicciones hondas y constantes que sólo se sienten en la edad madura, y cuando ya no quedan en el corazón ilusiones que puedan consolar.
+—¡Carlos! —exclamó la señora levantándose para abrazar tiernamente a su hijo—, ¿qué me traes de nuevo? —añadió.
+—Esta carta.
+—¿De quién es?… Será de…
+—No, madre mía, no se alucine usted: yo por mi parte…
+—¿Qué?…
+—He perdido las esperanzas.
+—¡No digas eso, no lo digas! —exclamó ella con una energía nerviosa que hacía contraste con la singular fragilidad de su cuerpo extenuado.
+—Repito —repuso él—, he perdido las esperanzas; sería crueldad, por cierto, alimentárselas, madre mía, cuando no las hay.
+—¡Pues yo repito —contestó ella— que yo no perderé nunca la confianza en la misericordia de Dios! ¡Una madre espera siempre, espera hasta morir!
+Incorporóse; con temblorosas manos trató de romper el sobre de la carta, pero su misma impaciencia le impedía hacerlo: así fue que se la dio a Carlos para que la abriese.
+—Ahora léemela —dijo ella.
+Él la obedeció.
+La carta decía lo siguiente:
+Distinguida señora nuestra:
+La mercancía que usted nos pide está sumamente escasa en Francia; por consiguiente no podemos darle una contestación satisfactoria. Nuestros corresponsales en otras ciudades nos aseguran que será inoficioso el tratar de continuar sus indagaciones acerca de un artículo que no se halla en ninguna parte del mundo.
+De usted atentos servidores,
+Bertrand y Cíª.
+—¡Siempre la misma contestación! —dijo la señora con impaciencia.
+—Probablemente —repuso Carlos— nos lo explicarán con mayor claridad en el resto de la carta.
+Al decir esto tocó una campanilla. Presentóse el sirviente que ya vimos en el jardín.
+—Tráeme un braserillo con lumbre —le dijo.
+Un momento después, cuando quedaron solos madre e hijo, Carlos calentó el papel delante del fuego y la carta apareció escrita por tres lados. La señora se apoderó de ella, y acercándose a una ventana la leyó en silencio; entregósela en seguida a su hijo, y prorrumpiendo en amargo llanto, dijo entre sollozos:
+—¡Yo también pierdo ya la esperanza de hallarle!… ¡Moriré de dolor sin haberle vuelto a ver! ¡Oh, Carlos, Carlos! ¿Por qué me trajiste esa carta?…, antes de leerla tenía confianza… Mejor hubiera sido que te quedaras en Amsterdam…
+—¿Y tengo yo la culpa, madre mía, si las noticias son malas?
+—Es verdad —contestó ella—, ¡pero bien sabes que el dolor es siempre injusto! ¡Dios mío, Dios mío! —exclamó en seguida arrojándose sobre los cojines del sofá, y entregándose a todos los ímpetus de una ciega desesperación, sin escuchar la voz de su hijo, ni atender a sus tiernas expresiones de cariño.
+Pero antes de continuar nuestro relato, es preciso que hagamos algunas explicaciones indispensables, y con ese objeto hemos de retroceder algunos años. Más de treinta antes de aquel día de junio de 1852, vivía en la primera casa que visitamos en Noord-Holland un honrado y antiguo comerciante de Amsterdam, el cual se había retirado a gozar de los placeres del campo con su familia, compuesta de su mujer y dos hijas; manteníase de sus rentas, las que sin ser crecidas le permitían llevar una existencia tranquila y gozar una mediana comodidad, proporcionada a sus pocas aspiraciones.
+Siendo las niñas todavía pequeñas, murió la madre; y Rieken, la mayor, la reemplazó a las mil maravillas en el manejo de la casa, en tanto que Johanna, la menor, era enviada a un colegio de Amsterdam. Esta regresó a la casa paterna al cabo de algunos años muy docta en labores de mano y toda clase de bordados de ornamentación, amante del baile y de la lengua francesa, y habiendo adquirido la costumbre de ocuparse en futilezas que le hicieron perder el amor a los trabajos domésticos, cualidad indispensable en una familia holandesa de aquel tiempo. A pesar de la diferente educación que habían recibido las dos hermanas, Rieken y Johanna se querían entrañablemente.
+Eran las hijas del antiguo comerciante la flor y nata de la juventud noord-holandesa, y realmente no podían encontrarse en toda la provincia muchachas más blancas, más rubias, rollizas y virtuosas, aunque las buscaran como aguja. Era de verse cómo llamaban la atención cuando se presentaban en alguna feria o mercado de los alrededores, con sus hermosas peinetas de oro, vistosos corpiños de seda y ricas sayas a la moda de la provincia; manifestando a las claras que era muy bien puesto el nombre que se las había dado: los tulipanes del Zuiderzee.
+No tardaron mucho tiempo en presentarse dos novios a pedir de boca para las dos niñas. El de Rieken era un su pariente, honrado agricultor de las cercanías; y el de Johanna un joven marino que estaba en tierra por casualidad y en vísperas de partir para la isla de Java, de donde debería volver al cabo de tres o cuatro años, y deseaba dejar apalabrada una novia para su regreso. Esta clase de compromisos son muy comunes en Holanda y Alemania, en donde a veces duran tanto tiempo comprometidos los novios, que pasan diez y hasta veinte años antes de llevarse a cabo el matrimonio, y son tan viejos cuando al fin se casan que teniendo edad para ser abuelos ya no tienen hijos.
+Ambas jóvenes aceptaron las propuestas que les hicieron, y Rieken aguardó sin vacilar y con paciencia los diez años que faltaban a su agricultor para hacer fortuna; en tanto que Johanna con todo el romanticismo que había producido en ella una inadecuada educación se forjó toda suerte de ensueños inverosímiles, y pretendía que su novio se manejase como un héroe de novela y no como un sencillísimo holandés. Desde que recibió la primera carta de Andrés (que así se llamaba el marino), Johanna experimentó gran disgusto, pareciéndole frías y vulgares sus expresiones de cariño; proviniendo aquello, no de falta de afecto, sino de que con el positivismo de su raza creyó el marino que bastaba haber dicho una vez a su novia que la amaba y la deseaba para esposa, para no tener que repetírselo. Al cabo de un año las cartas del ausente se hicieron más cortas y menos frecuentes; disculpábase, sin embargo, asegurándole que su trabajo era tan constante que no le quedaba tiempo para escribir, pero que la fortuna le había sido propicia, y que creía que no tardaría muchos años en volver rico a su país. Esto no satisfacía a la ilusa Johanna, quien soñaba con un ideal que no podía existir en aquella tierra tan prosaica, ni tal vez en ninguna parte del mundo. Su salud se empezó a alterar, y su padre que adoraba en ella tuvo por conveniente enviarla a Amsterdam a pasar algunas semanas en casa de una parienta que regentaba una modesta casa de huéspedes.
+Desgraciadamente quiso la mala suerte de la triste Johanna que llamase la atención de un joven irlandés que estaba allí alojado, el cual empezó a galantearla, en un principio por mero pasatiempo, y en seguida por el interés de la corta dote que supo le tenía reservada su padre.
+Jorge Harris era un hombre audaz, exagerado, rumboso, embustero, como casi todos sus compatriotas, pero también ocultaba sus defectos bajo una capa de galantería y amabilidad que daba realce a su buena presencia. En breve descubrió el lado flaco de Johanna y para agradarla se manifestó tan sentimental como ella quiso, halagando su vanidad cuanto le fue posible, y al mismo tiempo le hablaba de las riquezas y mayorazgos de su familia; bien que olvidase añadir que cuanto le había tocado lo gastó en cenas y diversiones non sanctas, y que había tenido que abandonar su patria huyendo de los acreedores que le perseguían.
+En pocas palabras añadiremos que Johanna (embelesada con una conquista que halagaba su amor propio), no quiso oír las amonestaciones de su padre, los consejos que le daban los miembros de su familia, ni las súplicas de su hermana que le pedía que aguardase por lo menos el regreso de Andrés (que debería ir a hacerle una visita dentro de pocos meses), y arregló matrimonio con el extranjero. Cuanto le decían en contra de aquel improvisado noviazgo era contraproducentem, porque Johanna, que pretendía vengarse de la supuesta frialdad del ausente, deseaba a todo trance que la encontrase casada a su arribo a Holanda; y así apuró más aún su matrimonio y adelantó en lugar de retardar el día en que debería verificarse. Naturalmente, apenas tuvo Harris la dote en su poder, cambió completamente de conducta y se ocupó nada más que en darse gusto sin cuidarse gran cosa del de su mujer; perdió en gran parte su antigua cortesía a medida que menguaban los haberes recibidos, y mostrándose tal como era en realidad ante los ojos de todos, es decir, un hombre fatuo y de mal carácter, arrancó una a una las ilusiones que se había forjado Johanna. Esta no pudo ocultarse a sí misma la equivocación que había sufrido con aquel descabellado matrimonio, tanto más cuanto que a poco llegó el marino, tan constante como era de esperarse de un hombre que no había visto una mujer blanca durante tres años, y llevando una fortuna adquirida en mucho menos tiempo de lo que había pensado. Andrés no se quejó ni se manifestó, empero, desesperado, y aunque profundamente herido en el fondo de su alma, no la reconvino, sino que después de comprar una bonita propiedad con el producto de las arduas expediciones que había emprendido en lejanos países, tornó a embarcarse, y dejó por muchos años la tierra holandesa.
+Estos desengaños quebraron el espíritu de Johanna de tal manera que se dejó llevar de un completo desaliento, dando motivo a Harris para que la reconviniese agriamente por su desidia y poco cuidado en las faenas domésticas, a las cuales nunca se había acostumbrado, pues mientras vivió al lado de su padre, su hermana corría con el manejo de la casa, y ella no se ocupaba en nada útil. Entretanto fueron naciendo varios niños que no solamente le quitaban el tiempo, sino que fueron causa de que se marchitase su fresca tez de rosas, y su marido se fastidiaba más y más con la monótona existencia que soportaba en aquella provincia. En un viaje que este hizo a Amsterdam le propusieron un negocio al parecer lucrativo en la América del Sur; él se entusiasmó con aquello; con anuencia de su mujer, que era demasiado negligente para oponerse a cosa alguna, vendió un terreno que aún le quedaba y se embarcó con Johanna y los tres niños mayores, y dejando a cargo de Rieken (que ya se había casado) una niña de pocos meses que esta crió junto con su propia hija nacida en el mismo año.
+La apatía y el carácter desidioso de Johanna, que le impedía tomar interés en cosa alguna, ni aun siquiera en el bienestar de sus propios hijos, acarreó la muerte de dos de ellos durante la navegación, no llegando a Sudamérica sino una niña de los tres niños que había embarcado.
+Entretanto la niñita que había quedado con su tía en Noord-Holland había crecido lozana y feliz en aquel tranquilo hogar, y cuando Rieken perdió a su esposo, se dedicó enteramente al cuidado de su hija, que llevaba su propio nombre, y a Lucía su sobrina.
+Pasaron los años; y si las cartas de Johanna eran siempre tristes y desabridas, las cuales se reducían a dar parte cada año de algún hijo nuevo, la correspondencia de Harris estaba plagada de rumbosas descripciones de la regalada vida que llevaba él y su familia en la Nueva Granada (hoy Colombia). Allí, según él, era respetado y atendido por todos, y dueño de inmensos y valiosísimos terrenos que beneficiaba en grande escala; su existencia era igual a la de un príncipe de la India. Lucía se acostumbró, pues, a creer que sus hermanos vivían en medio del boato y del esplendor de una Corte, y sólo la sólida educación que había recibido y su excelente corazón le impedían mirar con desprecio y despego su propia existencia en un medio tan prosaico, mezquino y vulgar. Felizmente nuestra heroína había heredado las únicas cualidades de su padre: un constante buen humor y carácter alegre y una grande energía física y moral, lo cual unido a la sólida educación que su tía le había proporcionado (había llevado de Amsterdam una institutora que educó a ambas niñas, enseñándoles lo necesario sin sacarlas de sus costumbres caseras), formó un conjunto encantador. Lucía amaba muchísimo el estudio, pero como su prima Rieken no tenía los mismos gustos, aquella se acostumbró a crearse un mundo aparte, leyendo mucho, particularmente viajes; y como en la familia nadie quería hablar nunca de Harris, Lucía se propuso rendirle culto como a un ser que aquellas gentes sencillas eran incapaces de comprender; y en su ignorancia del mundo y entusiasmo juvenil, le revistió en su imaginación de cuantas nobles cualidades halló descritas en los héroes de las aventuras más extrañas.
+Pero no se crea que Lucía no fuese amada ni que ella no quisiese muchísimo a sus parientes, y sobre todo a su tía y a su prima; al contrario, rara vez se vería una familia más unida y un hogar más feliz que el de la señora Zest y sus dos hijas (como ella las llamaba), las cuales no se habían separado ni un día de su lado.
+Merced a su inteligencia y natural curiosidad, Lucía logró aprender sola la lengua española, y leía con gusto cuanto encontraba en aquel idioma, sobre todo, si se trataba de América. De aquella manera llegó a formarse una idea enteramente poética e inverosímil de aqueste mundo nuevo, en que creía que todo era dicha, perfumes, belleza, fiestas constantes, paseos por en medio de campos ideales; y por consiguiente, despertóse en ella un deseo ardiente de conocer país tan privilegiado. A las veces y en el fondo de su alma no podía menos sino quejarse de la suerte que la había tratado con mucho rigor, privándola de todo lo que gozaban sus padres y hermanos, aunque otras veces le parecía imposible poderse separar de su tía y su prima.
+Habían cumplido veinte años las dos niñas algunos meses antes de empezado nuestro relato, cuando se rugió que una abandonada quinta, vecina de la de la señora Zest, había sido refaccionada y ricamente amueblada para que se instalase en ella una señora de edad madura con un hijo, el joven que conocemos ya, el cual había recibido una brillante educación en París. Sin duda, con motivo de una larguísima permanencia en Francia, Carlos tenía todo el aspecto de un francés, a pesar del apellido holandés que llevaba, aunque su madre era vástago de una familia distinguida de Noord-Holland. Esto fue lo único que los curiosos habían logrado indagar, a pesar de que procuraron hacer hablar al sirviente de confianza de la familia de Van Verpoon, así como a la camarera francesa que la señora había llevado de Francia; pero los vecinos encontraron que aquellos sirvientes no sabían una palabra del idioma del país y se comunicaban por señas con los demás.
+Aunque la recién llegada no salía casi nunca de la casa, y lo más que hacía era pasearse algunas veces en el jardincillo de la quinta, Rieken y Lucía solían encontrarse con Carlos van Verpoon en los límites de sus respectivas heredades, puesto que, como ya hemos dicho, las dividía apenas un angosto canal. En breve, no solamente se saludaron, sino que entablaron conversación, y por último Carlos fue a visitar a sus vecinas. Esto no era, sin embargo, frecuente porque el joven se ausentaba a menudo de la casa de su madre, aunque nunca decía a dónde iba ni qué negocio le llevaba lejos de la provincia. Era Carlos muy reservado y hasta taciturno, y parecía agobiarle alguna secreta preocupación; sin embargo, una vez que cobraba confianza era alegre y expansivo, complaciente y servicial, sin descubrir por eso nada que le concerniese, ni hablaba nunca de su familia, pero a veces en la conversación no podía ocultar que había conocido de cerca a los personajes más importantes de la finada Corte de Luis Felipe, y que su posición social en Francia había sido de las más encumbradas.
+A pesar de la curiosidad que la familia había despertado entre las gentes de la comarca, aquel sentimiento se fue gastando poco a poco, merced al ningún alimento que recibía; y cuando la vemos por primera vez ya nadie se ocupaba de los Van Verpoon, puesto que sólo con la señora Zest se comunicaba Carlos, y que esta y sus hijas no habían logrado descubrir el evidente misterio que las rodeaba.
+Ahora, bueno será reanudar el hilo de nuestra interrumpida relación, volviendo a nuestra heroína principal.
+Inútil sería describir la pena que causó a Lucía la funesta noticia que le llevó Carlos van Verpoon aquella mañana de junio. A pesar de la casi indiferencia que la niña había creído notar en el afecto de su madre, que jamás la manifestaba en sus cartas, siempre desabridas y cortas, deseo alguno de tenerla a su lado, Lucía lloró sinceramente la muerte de una madre que no conocía. Una vez pasada aquella primera impresión dolorosa, su tía le señaló la carta que Harris le había escrito, en la cual le significaba que una vez viudo era llegado el momento de reclamar a su hija, cuya presencia, aseguraba, sería el único consuelo en su aflicción. Decíale en frases más estudiadas y retumbantes que tiernas, que considerara cuál sería la situación de un hombre sensible, como era él, sin una persona de su confianza a su lado. Su hija primogénita se había casado; los que la seguían eran varones, y las más pequeñas eran niñas que necesitaban alguien que atendiese a su educación y buenas maneras en la hacienda en que vivían, lejos de los centros civilizados del país, aunque rodeados de grandes comodidades y numerosa servidumbre.
+Al oír aquello, Lucía en el primer momento olvidó cuanto la rodeaba para dejarse llevar por la idea de ir a Sudamérica a vivir con su idolatrado padre y sus queridos hermanos, y vio pasar por su imaginación todos los ensueños de su ardiente fantasía… Pero de repente levantó los ojos, vio la mirada de angustia de su prima y constante compañera, que aguardaba su fallo, y recordando que para ir a América sería preciso que abandonase a la única familia que conocía en el mundo, exclamó sollozando:
+—¡Jamás, jamás, Rieken mía, podré abandonarte y dejar a mi querida tía, a mi verdadera madre, la única que tengo ya!
+Suplicó a su tía que en la carta que le escribiese a su padre no contestase nada acerca del proyecto de llevársela a América, pues separarla de la única familia que conocía era casi como darle la muerte. ¿Cómo vivir lejos de aquellos seres que tanto amaba? De allí en adelante la señora Zest y Rieken no volvieron a mencionar el viaje probable de Lucía, y ella trató de apartar aquella idea de su espíritu como una tentación. Sin embargo, cada día encontraba su existencia en Noord-Holland más monótona e insípida, y le fastidiaban mortalmente las inocentes diversiones que antes le gustaban tanto.
+Dos meses después de que le hubo llegado la noticia de la muerte de su madre, Lucía recibió otra carta de su padre, en la cual insistía en la necesidad que tenía de la presencia de su hija ausente, y le suplicaba que se preparase para atravesar el Océano en el siguiente verano, pues ya entonces estaba muy avanzada la estación para emprender viaje. Manifestábale al mismo tiempo tanta ternura, que aquello la acabó de convencer de la necesidad de ir al lado del que le había dado el ser; así sin decir nada llevó la carta a su tía suplicándole que consultara con su conciencia y le aconsejara lo que debería contestar a su padre, sin poner en la balanza el cariño mutuo que se tenían…
+Aunque hondamente afligida la señora Zest, pensó que el deber de Lucía le señalaba claramente que era preciso que fuera a acompañar a su padre, que parecía necesitarla urgentemente; acallando su pena, hizo presente a su amada sobrina que sólo cumpliendo con sus deberes puede una mujer ser feliz en la vida terrenal y después en la eterna, y que aunque le agradecía en el alma el amor que les tenía a ella y a Rieken, aquellos afectos eran menos sagrados que los que la llamaban al través de los mares. En seguida escribió ella misma a Harris, manifestándole que aunque amaba a su sobrina como a su propia hija, ella no vacilaría en devolvérsela puesto que él lo deseaba así, pero le suplicaba, como un favor que le permitiese darle el ajuar nupcial que hacía algún tiempo preparaba para ella (como lo hacía para Rieken) siguiendo las costumbres holandesas, según las cuales, en toda casa de familia honorable se empieza a preparar el ajuar de novia (sin que se haya presentado aún ningún pretendiente) apenas llegan las niñas de la casa a ser mujeres. La señora Zest había puesto sumo cuidado en escoger las mejores telas para los ajuares de sus hijas, y hacía tres años que las dos niñas se esmeraban en fabricar sus ropas nupciales. Cada pieza era una maravilla de laboriosidad y paciencia, pues se consideraba que según estuviese mejor o peor cosido todo, la niña sería buena o mala madre de familia, siendo aquel el crisol a que se le sometía. Se entiende que uno de los objetos de aquella curiosa costumbre era el acostumbrar a las niñas a que fuesen económicas, cuidadosas y laboriosísimas.
+En su debido tiempo se recibió la contestación de Harris. Este daba las gracias a su cuñada por su bondadoso ofrecimiento, que probaba su buena voluntad, pero al mismo tiempo le advertía que había dado carta blanca a su corresponsal en Amsterdam para que entregase a Lucía todo cuanto pudiera necesitar en el viaje, sin pararse en gastos. Felizmente no fue preciso apelar al corresponsal de su padre, porque la señora Zest fundó su orgullo en proporcionar a su amada Lucía cuanto pudiese necesitar en muchos años; y decimos que felizmente así sucedió, porque Harris tuvo la inadvertencia de olvidar remitir la dirección del comerciante encargado de entregar el ofrecido dinero.
+La conformidad que manifestó su tía con aquella separación hirió un tanto el impresionable corazón de Lucía, quien pensaba haberse hecho necesaria en aquella familia, en la cual ella se consideraba igual a Rieken; sentíase sumamente afligida con la supuesta indiferencia de la señora Zest, sin comprender que esta encubría una profunda y verdadera pena bajo aparente conformidad. Y a la verdad ella sentía la partida de la que había amado como a su propia hija, más que la misma Lucía, puesto que si la niña abrigaba en su corazón ilusiones y esperanzas juveniles, la tía había pasado ya la edad en que se encuentran nuevos afectos y se forman otras costumbres.
+Lucía debería partir en el siguiente mes de junio, y como faltaban aún muchos meses para irse habituando a la idea de la separación, hablaban de ella sin mucha tristeza, como sucede con todas las cosas que se sabe han de suceder sin apelación posible. Esta es la ventaja de las resoluciones firmes: en aquello que no cabe vacilación el espíritu se acostumbra a todo y se habitúa a lo que más pena le causa en un principio; es cosa cierta aunque dolorosa que el corazón se conforma al fin con todas las circunstancias, situaciones y cambios de la existencia y acaba por aceptarlos todos. Con todo se acomoda el alma humana, todo lo acepta al fin; sin embargo, hay corazones que no pueden resignarse a la pérdida de ciertas personas amadas, porque la esperanza se anida en todas las situaciones menos en aquellas en que la muerte ha tenido parte. Este sentimiento es una de las pruebas más patentes de que hay en el hombre una parte de sí mismo que es inmortal, y que se resiste a considerar posible el aniquilamiento total de lo que hemos amado.
+Rieken, que tenía un carácter suave y afectuoso, se ocupaba sin cesar en preparar obras de costura y sencillos adornos que debería llevar Lucía a América, a fin de que la tuviese presente a todas horas y en todas las partes de su nuevo hogar. Estas ocupaciones las tuvieron entretenidas durante los largos y fríos meses del otoño y del invierno, durante los cuales poco podían salir de su casa ni recibían visitas de sus parientes y amigos.
+Carlos van Verpoon permaneció ausente gran parte de aquel tiempo, y la señora su madre se eclipsó tan completamente, que a pesar de la desnudez de los árboles que rodeaban las quintas, nunca la llegaron a ver en el jardín y hasta las ventanas permanecían cerradas herméticamente.
+Con las primeras ráfagas menos frías de la brisa de la primavera que se acercaba, y los rayos más cálidos del sol de marzo, los prados empezaron a verdear y algunas florecillas se atrevieron a surgir entre la naciente hierba.
+Una tarde en que el sol parecía más brillante y soplaba un viento menos helado, Rieken invitó a Lucía a pasear por una dehesa que limitaba el cortijo por el lado de la propiedad de Van Verpoon. Caminaban descuidadas conversando con animación, bastante lejos de la casa, cuando de repente se oyó un lejano trueno por el lado de la mar.
+—¡Esta noche tendremos tempestad! —dijo Rieken—, y te aseguro que me atormenta.
+—¿Por qué? —preguntó Lucía.
+—Porque pienso que dentro de poco tú también estarás navegando en ese mar traicionero.
+—¡Bah!, no te aflijas, Rieken mía; bien sabes que las tempestades de verano son menos peligrosas y poco frecuentes.
+Otro trueno más cercano, acompañado de un fuerte golpe de viento, que trajo una lluvia repentina y violenta, asustó a las primas, que trataron de correr hacia la casa, pero dividíalas de esta un cercado de madera, que era preciso rodear perdiendo mucho tiempo; el susto al mismo tiempo las aturdió tanto, que no avanzaban. Buscaban algún árbol tras del cual resguardarse, mientras que pasara la fuerza de la borrasca, cuando oyeron que alguien las llamaba, y vieron a Carlos que ayudado por el sirviente francés les ponía una tabla para que pudieran atravesar el canal divisorio y pasaran a su terreno, pues su casa estaba por aquel lado más cerca que la de ellas.
+Temiendo molestar a la madre del joven que no quería tener relaciones con ninguno de sus vecinos, y cuya salud, según decía su hijo, no soportaba ningún ruido extraño a sus hábitos de anacoreta, las dos niñas se negaban a admitir el oportuno ofrecimiento de Carlos, cuando un relámpago seguido de retumbante trueno las hizo olvidar toda prudencia, y Rieken atravesó corriendo y sin vacilar el puentecillo; pero Lucía, que era más tímida (sintiéndose batida por el viento y deslumbrada por un rayo que cayó a poca distancia y los cegó a todos), al poner el pie sobre la vacilante tabla perdió el equilibrio, y se dejó caer dentro del canal, el cual, aunque angosto, era muy hondo en aquel sitio, yéndose al fondo como una piedra… Viendo aquello, Carlos se arrojó al agua sin vacilar y sacó a Lucía, pero no antes de que esta hubiese tragado mucha agua y perdido el sentido. Su salvador la tomó en los brazos y se puso a correr seguido de Rieken. Pero no había llegado a las puertas del jardín, cuando Lucía volvió en sí de su aturdimiento pasajero, y avergonzada trató de soltarse de los brazos de Carlos, lo cual no logró, empero, hasta que este no la hubo depositado sobre un banco del vestíbulo; y temiendo al mismo tiempo que su madre se asustase con aquel inusitado tropel, en una casa en que reinaba el silencio a toda hora, el joven entró en el aposento de la señora para darle cuenta de lo que sucedía, y llamar al mismo tiempo a la camarera para que proporcionase algunos vestidos a las empapadas niñas.
+Media hora después, Rieken y Lucía (esta enteramente restablecida) eran introducidas por su protector en el dormitorio de su madre. La dama misteriosa yacía reclinada entre almohadones, pero aunque al parecer enferma y muy débil, recibió a las niñas con exquisita cortesanía, y como continuase el mal tiempo, ella y su hijo instaron a las niñas para que permaneciesen en su casa hasta que pasara el temporal.
+Desde aquella tarde memorable notóse en Lucía un cambio: parecía a toda hora presa de un invencible abatimiento y de una negra melancolía que no la abandonaba un instante. No hablaba ya de su viaje sino cuando no podía evitarlo, y en vez de buscar la sociedad de Rieken, de quien hasta entonces no se separaba a ninguna hora, procuraba quedarse sola frecuentemente, y pasaba largas horas sentada a la ventana de su aposento, contemplando en silencio el monótono paisaje que se ofrecía a su vista: por aquel lado tenía por horizonte la quinta de los Van Verpoon, la cual ya empezaba a ocultarse tras de los árboles que la rodeaban, y que se hacían cada día más frondosos a medida que avanzaba la primavera y se cubrían de hojas y flores.
+—¡No te comprendo, por cierto! —exclamó Rieken un día en que estaban las dos primas solas bordando cerca de la ventana abierta para recibir el aire perfumado de la primavera.
+—¿Por qué? —preguntó Lucía.
+—He notado —dijo la otra— que desde aquel día de la borrasca en que estuvimos en casa de Carlos van Verpoon y conocimos a su madre, tú nunca quieres hablar de él, sino que cuando lo mencionamos cambias de conversación.
+—Será casualidad, Rieken —contestó Lucía, con las mejillas encendidas.
+—Si yo no te conociera tanto —repuso Rieken—, diría que en lugar de agradecer a Carlos que te hubiera sacado del agua…, le has cobrado mala voluntad.
+—¡Yo!
+—Pues…
+—¡Dices que me conoces!
+—Como mis manos…
+—Y sin embargo, no has entendido —dijo Lucía en tono enérgico, brillantes los ojos, animado el color— que vivo profundamente agradecida y que jamás olvidaré que Carlos van Verpoon me salvó la vida a riesgo de perder la suya.
+—¡No tanto, Lucía, no tanto! Tú siempre lo exageras todo.
+—¿Y no me salvó la vida?
+—Ahora pasas al otro extremo. La acción de aquel joven no fue un acto de heroísmo: él sólo arriesgaba una mojada y nada más: el canal es sumamente angosto en aquel punto y le bastaba agarrarse de la orilla para salir a tierra.
+—Entonces —contestó Lucía bajando la cabeza&mdmdash;, ¿te parece que no debería agradecerle absolutamente lo que hizo por mí?…
+—¿No digo que siempre lo exageras todo?… Van Verpoon nos sacó a las dos de un afán y a ti del agua como lo hubiera hecho con cualquier otra persona.
+—Entonces, repito —dijo Lucía—, tú crees que debo olvidar lo que hizo por mí.
+—¡Ah!, Lucía, tu sangre irlandesa, siempre hirviendo, te hace perder el justo medio a cada paso: lo único que te digo es que ni lo creas un héroe, ni tampoco le dejes de agradecer lo que hizo contigo.
+—¡El justo medio, el justo medio! —exclamó Lucía—. ¿No sabes que ese es el problema de la existencia humana y, según aquel libro que nos prestó Carlos y que leímos juntas, rara persona puede hallarlo en su debida forma?
+—Para algunas personas será quizás difícil hallarlo —repuso Rieken con seriedad—, pero he oído decir a mi madre que toda persona que se deja llevar de sentimientos exagerados tiene gran riesgo de encontrar en su camino a la desgracia. Yo por eso trato de buscar siempre ese justo medio de que te hablaba, y sin el cual tengo seguridad de que seré infeliz.
+—¡Ah!, cuán feliz eres —exclamó Lucía—; ¡con ese juicio y esa serenidad de espíritu que siempre te ha distinguido no dudo que hallarás la dicha!
+—Yo también confío en ello —contestó riendo dulcemente la amable niña.
+—¡Y haces bien! —repuso su prima—. Tu imaginación no te extraviará jamás de tu camino, puesto que ella no se exalta como la mía —añadió con ironía que Rieken no comprendió.
+Y levantándose Lucía de su asiento, dejó la aguja y bajó al jardín a encontrarse con su tía, que desembarcaba en aquel momento de regreso de Brocken, a donde había ido a una diligencia.
+Aquel mismo día recibieron la visita de Carlos, que iba a despedirse; díjoles que probablemente no regresaría a casa de su madre hasta el otoño próximo.
+—¡Es decir —exclamó Lucía—, que no volverá usted antes de mi partida!
+—¿Cuándo me dijo usted que debería embarcarse para América? —preguntó el joven.
+—En el mes de junio.
+—¿En el mes de junio?… No sé si mis negocios me obliguen a permanecer fuera de aquí hasta julio…, pero si así fuere, y no la vuelvo a ver a usted, desde ahora deseo a usted un feliz viaje… ¿Cuándo piensa usted que regresará a Europa?
+—Nunca —contestó Lucía con una honda tristeza que no pudo disimular.
+—¿Nunca?… Eso no se puede decir jamás. ¡Cuánta falta no hará usted a su prima y a su tía!
+—¡Más sentiré yo su ausencia que la falta que yo pueda hacerles! Una vez que yo me vaya nadie se volverá a acordar de mí.
+—¡Ingrata! —exclamó Rieken, mirando a su prima con los ojos henchidos de lágrimas—: bien sabes —añadió— que eso no es cierto, y que aquí todos te queremos mucho.
+—Con razón dice usted eso —dijo Carlos—. He notado que todos, hasta los extraños, la aprecian a usted muchísimo, señorita Harris. Por ejemplo, yo mismo, a mi regreso aquí, sentiré mucho no verla.
+Lucía no pudo contestar y salió del aposento para ocultar su llanto. Sin embargo, desde aquel día cambió otra vez su modo de ser. No buscaba ya la soledad, al contrario, procuraba no separarse un momento de su prima. Al mismo tiempo preparaba su viaje con cierta animación febril que le hacía parecer hasta alegre, aunque al descuido se limpiaba una lágrima y la voz se le ahogaba en la garganta y tenía que callar.
+Al fin llegó el tan temido mes de junio. Lucía recibió una atenta esquela de un caballero neogranadino con cuya familia ella debía hacer el viaje, avisándole que se hallaría con su esposa y su hija en el puerto del Hâvre (en Francia) de donde el buque que debería llevarlos a través del Océano saldría el 10 de junio.
+Una vez pasada la impresión de aquel anuncio, la señora Zest dijo a Lucía que le parecía que ella debería irse a despedir de la señora Van Verpoon.
+—Pero sola no puedo ir, querida tía.
+—Te acompañará Rieken, y Brígida las llevará hasta la puerta de la casa.
+El criado francés las introdujo a la casa, y abriendo la puerta del salón de recibo les suplicó que aguardasen allí mientras que iba a avisar a la señora y a su amo.
+—¿Luego el señor Van Verpoon ha regresado? —preguntó Rieken.
+—Sí, señorita —contestó el criado—, hace dos días que llegó.
+—¡Dos días! —pensó Lucía—, y sabiendo que yo debería partir no ha ido a vernos.
+La señora Van Verpoon mandó decir a las niñas que el estado de su salud le impedía recibirlas, pero en cambio entró Carlos, quien las trató con suma amabilidad.
+—Venía a despedirme —dijo Lucía.
+—¡Tan pronto! ¿No era acaso en agosto que usted debería partir?
+—Siempre había dicho que en junio.
+—¡Feliz usted! —exclamó el joven—. Usted se va a un país nuevo en donde se desconocen las intrigas y los vicios de esta vieja Europa.
+Las niñas no quisieron sentarse; Carlos las acompañó hasta la orilla del canal, y al pasar por el jardín les ofreció algunas flores de las muchas que cultivaba allí el sirviente francés, que había sido jardinero en su país.
+Al llegar a su casa, Rieken dejó secar en un rincón de su cuarto las flores obsequiadas por Carlos; pero Lucía guardó las suyas, disecándolas cuidadosamente para llevarlas consigo a América.
+FIN DE LA PARTE PRIMERA
+Nous ne vivons jamais, nous attendons la vie.
+VOLTAIRE
+CARTA DE LUCÍA A RIEKEN
+Hâvre, 10 de junio de 1888
+«Amadísima prima:
+«Aquí me tienes, pues, en manos de la Providencia y en vía para alejarme de vosotras, queridísimas mías… Durante el viaje de Amsterdam al Hâvre con nuestro amigo el señor Voert, mi aflicción fue tanta que él se vio precisado a regañarme, y dos veces abrí la puerta del carruaje para bajar en las estaciones y tomar el tren de regreso para volverme a mi querida Holanda. Sin embargo, comprendí que la suerte estaba echada, y que lo único que se sacaría con devolverme sería el tener que despedirme otra vez de ustedes, y causarles una doble pena.
+«En el desembarcadero del ferrocarril me aguardaba la familia Almeida. Por lo que hasta ahora he podido notar, el caballero es un hombre de más de cincuenta años, llano, franco y sencillo; su señora es la bondad misma; pero aunque ha pasado cuatro años en Europa, no ha podido aprender ningún idioma fuera del suyo propio, que es el español; la hija, que es algo menor que yo, es elegante, de ojos negros, pero reservada y seria, aunque creo que seremos amigas. Sólo con ella he podido comunicarme, porque el caballero sólo conoce algo de francés fuera del castellano, y como tú sabes, es idioma el primero que aprendimos ambas, pero no logramos entendernos, ¡lo pronunciamos de tan diferente modo! Con la señora no nos comprendemos absolutamente, pues mi español no sirve sino para leer algo, y no para hablarlo. Con Mercedes hablamos alemán, que ella aprendió con bastante perfección, y que yo considero como mi segunda lengua.
+«¡Ah!, querida mía, no sé cómo puedo escribir con tanta sangre fría aparentemente, cuando se me desgarra el corazón, cuando pienso que mi carta tendrá la suerte de llegar a tus manos, mientras que yo estoy en tierra extranjera, y sola, ¡sola! Dile a nuestra querida madre que antes de partir de este puerto, que será dentro de tres días, le escribiré a ella.
+«Me interrumpen para avisarme que ha llegado la hora de enviar estas pocas líneas al correo… Reciban, pues, ambas apretadísimo abrazo y todo el cariño de su ausente e infeliz
+Lucía
+«P. D. Si acaso tienen ocasión de ver a Carlos van Verpoon, denle memorias de mi parte».
+CARTA DE LUCÍA A RIEKEN
+Santa Marta, 2 de agosto de 1853
+(en Colombia)
+«Amada prima mía:
+«He resuelto, en lugar de hacerte una relación de mi viaje, trascribirte aquí una parte del Diario que he llevado desde el día en que llegué al Hâvre, como os lo había ofrecido. Por él verán que siempre y en todo tiempo las he tenido presentes, y que la memoria de mis queridas ausentes no se aparta de la mía a ninguna hora, asociándolas a mis pensamientos, ya sean tristes o alegres, y sintiendo cada día el peso de una ausencia que yo misma no había calculado fuese tan dolorosa. ¿Acaso yo os haré tanta falta en nuestra casa como vosotras me hacéis a mí? Aunque el deseo es egoísta y tal vez cruel, no puedo menos de hacer votos para que así sea».
+DIARIO
+HÂVRE, JUNIO 12
+“El aposento que me han señalado en el Hotel en que están alojados mis compañeros de viaje tiene una bellísima vista sobre el mar, y allí paso muchas horas del día. ¡Qué espectáculo es el de un puerto importante como este del Hâvre! ¡Se ven llegar a todas horas innumerables navíos de todas partes del mundo, entrando de uno en uno o de dos en dos en la bahía, deslizándose como sombras silenciosas, y trayendo la vida, la muerte, la desesperación o la angustia a miles de personas! Desde aquí acompaño con la mirada a los que llegan y a los que se van: felicito a los que llegan y compadezco a los que se van”.
+JUNIO 13
+“Hoy recibí una carta de mis queridas parientas, que me ha apesadumbrado mucho… ¡Qué ingrata he sido al dejarlas! Si no fuera por el entrañable cariño que mi padre ha sabido inpirarme y el sentimiento del deber que me anima, no tendría valor para partir”.
+JUNIO 14
+“Se ha demorado nuestro embarque por no sé qué motivos. El señor Almeida ha tomado todo el camarote de un buque mercante para viajar solo con su familia y llevar consigo su equipaje, más bien que pasar a Inglaterra y en el vapor inglés tener que hacer la travesía con multitud de pasajeros, gastando cumplimientos que detesta, y oyendo un idioma que ni él ni su esposa entienden1.
+Viéndome muy triste y cabizbaja, Mercedes le propuso a su padre que nos fuésemos a pasear hasta el pie de los faros, los cuales por la noche se iluminan, y parecen como si fuesen los dos ojos de la caridad que señalan el camino de la salvación. El señor Almeida, que da gusto a su hija en todo, accedió inmediatamente al deseo de la niña.
+Partimos orillando altísimas rocas cuya base se hunde entre las arenas de la playa, y se estrella a sus pies la mar, en unas partes espumosa e inquieta, y en otras mansas olas cantan suavemente su eterna armonía sobre las blancas riberas.
+Al fin nos encontramos sobre la cumbre de las rocas que sostienen los faros: dos torres cuadradas situadas a 150 metros sobre el nivel del mar. Desde allí la vista es sumamente imponente… El día estaba claro y bellísimo, y se veían, unos lejos y otros cerca, nadar los navíos sobre las olas como inmensas aves marinas; recordábanme a mis cisnes favoritos con su albo plumaje y graciosos movimientos…
+—Vea usted —me dijo Mercedes acercándose— la diferencia entre los buques veleros y los de vapor: los primeros se balancean y sacuden sus blancas velas obedeciendo al caprichoso impulso de la mar; mientras que los segundos, poco elegantes, llevando en pos de sí una cabellera de negro humo, cruzan los espacios como rapidísimas flechas…; los unos personifican la poesía de la mar, bella pero incierta, y peligrosa muchas veces a los que ponen su fe en ella; los otros, al contrario, son la imagen de la civilización actual con toda su prosa, pero que en cambio nos da rapidez, comodidad, confianza.
+Yo la miré sumamente sorprendida, pues aunque aquella niña, que no ha cumplido diecisiete años, parece seria y pensativa, no se me figuraba que fuese capaz de fijarse así en lo que veía y formar conclusiones filosóficas tan ajenas de su edad. Ella se sonrió al leer mi pensamiento en mis ojos, y añadió:
+—No me crea usted pedante y bachillera. La verdad es que, como me he criado siempre sola, y he sido muy amante de lecturas serias, más bien que de la sociedad de las otras niñas de mi edad, me he enseñado a reflexionar en lo que veo…, pero tal vez estas ideas no son para confiarlas a las demás personas…
+Y al decir esto, sin aguardar a que yo le contestase, se adelantó hacia el precipicio, y orillándolo, sin fijarse en el peligro, pasó corriendo hacia el otro faro. Esta niña es extraña y diferente de cuantas jóvenes he tratado hasta el día: es una curiosa mezcla de seriedad y de infantil alegría, que la hacen muy simpática y agradable.
+Volvimos a la ciudad del Hâvre por otro camino; dando las espaldas al mar, bajamos hacia el interior de la tierra por en medio de una risueña campiña, y atravesando campos y sembrados de linaza con sus azules florecillas, amarillentos higales, manchados por rojos ababoles y cuadros de diferentes clases de legumbres. Todo aquello rico, abundante y que da idea de los terrenos fecundos de Francia, de los cuales nos hablaba con tanto entusiasmo nuestro amigo Carlos van Verpoon.
+Miraba todo aquello con curiosidad, pero nada puede volver la paz a mi corazón atormentado por sentimientos encontrados: cada día que pasa, despierta en mi alma alguna nueva aprehensión que me quita la tranquilidad…”.
+JUNIO 16
+“Hoy fuimos a visitar el buque que debe ser nuestra habitación por más de un mes. Encontramos que estaban haciendo un camarote pequeño sobre cubierta para albergar a dos pasajeros más, y por eso se había retardado el viaje. Aquello mortificó mucho al señor Almeida, que había tomado para él y su familia todos los camarotes de pasajeros que contenía el buque, con el objeto de que fuésemos sin ningún extraño. Quejóse amargamente de aquello al Capitán, pues consideró que aquel manejo era una prueba de mala fe en el propietario del buque; pero no sacó nada de sus quejas, puesto que no podía impedir que se construyese sobre cubierta lo que a bien tuviesen los dueños, siendo circunscrito su derecho absoluto a los camarotes que había tomado, y nada más. Fue, pues, preciso conformarse con todo y permanecer en el Hâvre hasta que nos avisasen que era tiempo de embarcarnos”.
+JUNIO 23
+“Anoche nos avisaron que hoy deberíamos salir del puerto; después de un ligero desayuno entramos al buque y estuvimos arreglando los camarotes a nuestro gusto hasta el momento en que zarpó la embarcación definitivamente. El barco había dejado su puesto en el muelle, y bajado lentamente hasta situarse frente al hotel en que estábamos alojados; allí se paró y aguardó hasta que llegaron los pasajeros que deberían ir sobre cubierta. Mientras que mis compañeros miraban con curiosidad las escenas del embarque, yo me hice a un lado, y recostándome contra el palo mayor, vi cómo se separó el buque lentamente de la orilla y poco a poco desapareció a mi vista el muelle cubierto de gente, las casas, las torres, las rocas, los faros, y por último las costas se hundieron tras del horizonte, y al fin sólo se veía en torno nuestro agua que a lo lejos se confundía con el cielo… Entonces sentí como si algo se desprendiera de mí misma, al abandonar la tierra europea, y un dolor inmenso me apretó el corazón. ¿A dónde me lanzaba en busca de nuevos afectos, otras costumbres, diferente vida, cuando tenía todo aquello en mi casa de Noord-Holland?… Pero ya no había remedio, era necesario apurar aquel cáliz de amargura, cuyo sabor aún conservo y conservaré toda mi vida”.
+JUNIO 24
+“Todos los pasajeros están postrados con el mareo, menos yo; y no podía ser de otra manera, puesto que el mar ha sido siempre mi primer amigo, lo primero que vi cuando abrí los ojos a la luz de la razón, y su voz me arrulló desde la infancia, en ese gran navío anclado, en mi querida Holanda”.
+JUNIO 26
+“A medida que trato a esta amable familia de Almeida, más me interesa, y encuentro en ella nuevas cualidades, y hay mayores encantos para mí en ese carácter franco y sencillo que los caracteriza a todos tres. Oriundo de Bogotá, capital de la Nueva Granada, el señor Almeida acaba de pasar cuatro años en Europa, tanto para atender a la salud de su esposa, doña Francisca (que padecía un mal que logró curar con las aguas de Vichy), como para educar a sus hijos: a Mercedes y a dos niños varones que dejaron en un colegio francés”.
+JUNIO 28
+“Los dos pasajeros intrusos no nos han molestado en cosa alguna, son enteramente insignificantes, aunque característicos cada uno en su esfera. El primero es un sueco sencillote, cuya edad es inapreciable en medio de su fealdad de caricatura. No habla otro idioma que el suyo propio, y como ninguno de nosotros conoce su lengua, él no se trata con nadie. Por las tardes se anima a solas, y se pone a hacer piruetas gimnásticas entre los palos del barco; no se sabe si con el objeto de que le aplaudamos, o sólo para divertirse. Parece que va a Nueva Granada llamado por un hermano suyo que está establecido en América y desea que su familia participe de su buena fortuna.
+El segundo pasajero es un francés de baja esfera y de más bajo carácter, antipático física y moralmente, de modales ásperos y vulgares y opiniones comunistas; socialista y ateo, digno sicario de los revolucionarios franceses. En ocasiones este hombre permanece callado el día entero, fumando o durmiendo sin hacer caso de nadie, taciturno y atufado; pero sucede a veces que despierta con humor batallador, y como come con su compañero en la mesa con todos nosotros, se apodera de la conversación, grita, gesticula, echa tajos y reveses contra el mundo entero, pide un diluvio universal contra todos los nobles y los ricos de su tierra; mas, merced al genio benévolo del Capitán, que todo lo toma a chanza, y al pacífico del señor Almeida, no hemos tenido hasta ahora ningún disgusto. Las mujeres lo miramos y no le replicamos jamás, ni él tampoco trata de dirigimos la palabra; ‘sin duda’, dice doña Francisca, ‘el hombre no está enseñado a tratar con señoras’. El señor Almeida lo ha bautizado con el nombre de don Quijote, al revés, porque quisiera empuñar la adarga y ferir y maltratar a los ricos y a los buenos del mundo, no dejando en él sino a las personas de su misma opinión, para repartir entre estos solos los bienes de la tierra. Don Quijote es una novela clásica española que lleva consigo el señor Almeida; a veces nos lee en alta voz un capítulo de ella, y Mercedes me explica lo que no entiendo”.
+JUNIO 30
+“Nuestra vida a bordo, aunque monótona y sin ninguna distracción, tiene un carácter tranquilo que no dejará de aprovecharme antes de entrar de lleno en la vida que me aguarda del otro lado del Océano”.
+JULIO 7
+“Para el que navega con pocos compañeros en este gran desierto acuático, cualquier acontecimiento, por sencillo que sea, parece muy interesante; tanto más cuanto que lo que me ha pasado tiene sus puntas de romántico, y no deja de ser una curiosa y extraña casualidad.
+La mañana de ayer estaba espléndida; el cielo azul oscuro; las olas se encrespaban impulsadas por una brisa que inflaba las velas de nuestro navío y nos empujaba con gran ligereza; la temperatura (ya no estamos lejos de los trópicos) era deliciosa. Estábamos todos sobre cubierta, gozando de aquella honda sensación de bienestar que se experimenta en medio del mar en un buque de vela, con tiempo propicio y en clima suave. De repente gritó un marinero que veía en el horizonte otra embarcación. Corrimos al sitio desde el cual se descubría el buque, según nos dijo el Capitán. Pero aunque este nos prestara su anteojo marino, nada vimos; los marineros tienen una vista excepcional, de manera que ven los objetos mucho antes que los que hemos vivido siempre en tierra. Pasóse una hora antes de que lográsemos descubrir un punto en el horizonte, el cual fue creciendo gradualmente a medida que se acercaba. Resultó que era un barco francés, también velero, cuyo Capitán telegrafió que deseaba comunicarse con el nuestro: nos detuvimos, pues, como a unas dos cuadras de distancia, mientras que del otro barco bajaba una lancha con algunas personas, que a breve rato llegaron a nuestro costado y fueron izadas a bordo.
+Supimos entonces que aquel buque llegaba de la India por el Cabo de Hornos, y que hacía cerca de un año que no tenían los que venían en él noticias ningunas de Europa. El Capitán del otro buque se encerró en el camarote con el nuestro durante una media hora, y allí le pusieron al corriente de las últimas noticias políticas acaecidas en el mundo europeo, y diéronle los periódicos más recientes.
+Todos los pasajeros habíamos permanecido sobre cubierta, cuando un hombre vestido decentemente y que había permanecido en el bote con los marineros, se hizo izar a bordo, y dirigiéndose a un grumete, en abominable francés sembrado de muchas palabras en lengua holandesa, le pidió que le llevara un vaso de agua. Era este hombre de unos cincuentaicinco años de edad poco más o menos, grueso, colorado, calvo y fatigoso, pero cuyo aspecto bondadoso me llamó la atención, y viendo que era compatriota mío, me le acerqué y le dirigí la palabra en holandés. Se manifestó encantado con aquel acento que debió sonarle como música celestial, puesto que era la de la patria ausente.
+—¿Es usted holandesa? —me preguntó.
+—Sí, señor…, o al menos he nacido y me he criado en Noord-Holland.
+—Señorita —contestó él quitándose el sombrero—, me llamo Andrés van Rokin, y vengo como pasajero en aquel barco en vía para Amsterdam; para distraerme un poco quise venir a acompañar al Capitán hasta aquí.
+—¡Andrés van Rokin! —exclamé sorprendida—. ¿Es usted de la ciudad de Hoorn?
+—Efectivamente; allí tengo a mis parientes y vi la primera luz del día.
+—¡Entonces —dije aturdidamente—, es usted el mismo Van Rokin que fue amigo de mi madre y de mi tía!
+El buen hombre se sonrió, mostrando unos dientes desiguales y ahumados por el uso inmoderado de la pipa.
+—Eso se lo diré —contestó— cuando me diga cómo se llaman esas señoras.
+—Johanna y Rieken Zest.
+—¿Y usted es hija de cuál de ellas?
+—De Johanna.
+—¿De veras?
+Me miró de hito en hito, y sin añadir otra cosa, sacó del fondo de su bolsillo un pañuelo con el cual se limpió el sudor que le corría por la cara (resultado de los esfuerzos que había hecho para subir por el costado del buque), y con los ojos fijos aún en mí, dijo al fin:
+—Efectivamente, usted tiene algo de su madre…, pero también mucho más de su padre el irlandés, a pesar de ser tan pequeña de talle; dispénseme —añadió—, no quise ofenderla con esta observación, aunque así pareciere.
+Arrojó sobre mí una mirada un tanto desdeñosa al decir esto, lo que prueba que el esposo de mi madre no debió ser de su gusto.
+Yo no encontré nada que poderle contestar, y ambos guardamos silencio. Él entonces sacó su pipa, la cargó pausadamente, la encendió por medio de eslabón y yesca, mirándome a cada ratito, y sin duda observando que yo carecía de la frondosidad y el colorido de mis queridas compatriotas holandesas.
+—Sin duda está usted en vía para América —repuso una vez que le satisfizo la pipa, y que hubo arrojado por boca y narices algunas bocanadas de humo—; he sabido que su padre de usted se estableció en Sudamérica, ¿no es así?
+—Así es —le contesté lacónicamente.
+—Pues cuando usted llegue al lugar de su destino, salude usted a su madre de mi parte.
+—Mi madre —contesté— murió hace un año.
+—¡Murió Johanna! —exclamó, clavando en mí otra vez sus ojuelos azules claros ribeteados de colorado.
+En aquel momento noté que el Capitán del otro buque francés se despedía ya del nuestro y se preparaba para bajar a la lancha. Me apresuré entonces a decir a mi interlocutor, que continuaba echando humo, después de su última exclamación:
+—¿Piensa usted ir a nuestra provincia?
+—Probablemente… ¿Se ofrecería a usted alguna cosa? —preguntó con algo más de amabilidad—. Pero —añadió con cierta melancolía dormilona, cerrando en parte los ojos—, hace cerca de veinte años que no he vuelto, y quizás ya no encontraré conocidos.
+—Mi tía Rieken —dije— vive en la casa que fue de su padre, ¿la recuerda usted?
+—Perfectamente.
+—Pues bien, yo le estimaría a usted muchísimo, si tuviese la bondad de hacerle una visita y darles a ella y a mi prima noticias mías.
+—Lo haré con gusto —contestó despidiéndose de mí con un apretón de manos que me iba rompiendo los huesos…
+¡Así fue como se volvió aire una de las ilusiones más poéticas de mi juventud! Yo que siempre había ideado al exnovio de mi madre como un joven melancólico y tierno, el bello tipo de la constancia, lo encuentro en realidad bajo la forma de un hombre grueso, colorado y vulgar… ¡Quiera Dios que esta desilusión no sea el prólogo de las que puedan venir después!
+No sé por qué, a medida que me voy acercando al lugar de mi destino, me va entrando un susto, un afán, una tristeza, que suele agobiarme de día y producirme pesadillas de noche. ¿Qué será de mí en aquel país lejano, si mi familia no simpatiza conmigo, ni yo con ella?”.
+Continuación del Diario de Lucía
+JULIO 16
+“Son las tres de la tarde…, la hora de la siesta. Todos los pasajeros y aun el Capitán y oficiales superiores duermen aletargados por el calor tropical, pues ya pronto pasaremos el trópico. Sólo yo gozo aquí sobre cubierta de esta tranquilidad, belleza incomparable, compuesta sin embargo de sólo cielo, agua y luz. El sol brilla y se reproduce miles de veces en las aguas cristalinas y serenas como el cielo; un viento propicio riza de tiempo en tiempo las ondas e impele la embarcación suavemente; alegres y brillantes peces saltan por encima de las olas, y bandadas de nautilios (curiosos moluscos que parecen botecillos en miniatura con infladas velas) pasan meciéndose y nadando sobre las olas unos tras otros… En torno mío hay completo silencio, salvo el ruido de la cadena de la rueda, que guía un marinero con los ojos fijos en la brújula como un autómata, el repentino sacudir de las velas contra los palos cuando disminuye el aire. Del otro lado del buque, el carpintero, que es el orador de la tripulación, rodeado de varios marineros soñolientos (los cuales unos fuman estirados largo a largo sobre las tablas de la cubierta, otros remiendan su ropa), refiere a media voz alguna conseja de las muchas que sabe, o cuenta sus aventuras en la mar, que han sido peligrosísimas y numerosas, durante su larga vida y mucha experiencia.
+Comprendo muy bien el encanto indescriptible que debe de tener esta existencia para un marino: la misma inseguridad en que se encuentra a toda hora; el sentimiento del peligro que le amenaza en todo tiempo; la misteriosa soledad del Océano, turbada repentinamente por tempestades horrísonas y por calmas no esperadas; el rumor constante y siempre variado de las olas: todo aquello debe tener, para el que ha vivido en la mar, un encanto que de ninguna manera puede competir para él con la vida monótona de la tierra. Esto unido a las aventuras en lejanas tierras con hombres de otras razas, y con fieras, en medio de paisajes cada día diferentes, viendo otras costumbres, otras gentes, oyendo hablar de hechos maravillosos, y presenciando extraños acontecimientos, todo (no puedo dudarlo) tiene que interesar, agradar y embelesar al que pertenece al gremio marinesco… ¿Será acaso mi sangre holandesa lo que me hace pensar así?”.
+JULIO 18
+“Ayer pasamos la línea del trópico norte, y tuve ocasión de presenciar la curiosa ceremonia que tiene lugar en los buques veleros de todas las naciones; costumbre que ya va decayendo, y que al fin, merced al vapor, desaparecerá enteramente de todas las embarcaciones del mundo, según decía el Capitán, al explicarme aquellos usos paganos que se han conservado hasta el día y al través de los siglos, cuando se pasa la línea del Ecuador o la de los trópicos. Esta ceremonia, me decía el buen francés con cierta tristeza, ya ha pasado enteramente de moda, y no se permite en los vapores que se precian de savoir-vivre.
+En este día el marinero (como antiguamente sucedía entre los romanos) se hace dueño nominal del buque, el Capitán finge entregarle el mando a aquel que sus compañeros disfrazan de Neptuno y que se presenta con tridente en mano cuando se anuncia que se pasa ya la línea tropical.
+Pasajeros y tripulación se reunieron sobre cubierta a oír los disparatados discursos del dios pagano y del trópico, que personificaba un grumete listo y alegre. Este, acompañado de su séquito, obedeciendo a una señal que le hace Neptuno, se apodera de todos aquellos que no hubieren pasado antes por la línea del trópico, y tienen que someterse al dios trópico, el cual corta las barbas, unta la cara de alquitrán o les hace tomar un baño salado en sus dominios.
+Aunque los marineros se manejaron muy respetuosamente conmigo, sin atreverse a ejercer su dominio sobre mí, sino contentándose apenas con salpicarme con un poco de agua de mar, con lo cual dijeron que me bautizaban, el pobre sueco (que tampoco había pasado los trópicos antes) no salió tan bien librado. Como en un principio no se quiso prestar a las inocentes chanzas de los marineros, estos, viéndole al fin furioso, se apoderaron de él, le cubrieron la cara de alquitrán, lo inundaron de harina, y como continuaba resistiéndose y vociferando en su lengua, para todos incomprensible, preparábanse a darle un baño general de agua de mar, cuando al fin el Capitán salió en su defensa y se lo hizo entregar como prisionero de guerra. La ridícula figura del pobre sueco y la cólera impotente que le animaba aumentaban la hilaridad de todos, y creo que nunca nos lo perdonará, porque no nos ha vuelto a saludar ni a mirarnos siquiera, y hasta ha suspendido sus ejercicios gimnásticos, creyendo sin duda privarnos de un espectáculo interesante y divertido”.
+JULIO 26
+“Después de haber pasado más de un mes en alta mar, sin ver otra cosa que cielo y agua, la vista de la tierra causa una singular sensación…
+Hoy desde que aclaró el día señalaron tierra en el horizonte. Apenas lo supe me vestí prontamente y subí sobre cubierta. Pero tuve un desengaño: lo único que divisaba por el lado en que me decían se miraba la tierra era una cadena de nubes que se extendían entre mar y cielo… Permanecí largo tiempo con los ojos fijos en aquel punto hasta que poco a poco con el calor del sol se deshicieron las nieblas, y nos acercamos más hasta que vi con toda claridad la tierra prometida: era la isla de la Martinica que teníamos delante.
+—¡América, América —pensé—, yo te saludo!… Tú serás mi patria y en ti fundo todas las esperanzas de mi vida; sobre tu maternal regazo han nacido todos mis hermanos, y en tus entrañas encierras la tumba de mi madre; te saludo, ¡oh, América!, y te amo…
+Aunque pasábamos costeando la orilla norte de la Martinica, no debíamos tocar allí. A medida que nos acercábamos más y más a aquella preciosa isla, los cerros se hacían más visibles, y preciosos y pintorescos paisajes se nos presentaban, como si tuviésemos por delante un magnífico panorama que iba desarrollándose a nuestra vista: ya se nos presentaba una sucesión de hermosas azoteas, unas sobre otras como las de un jardín titánico; ya veíamos casas y quintas reclinadas perezosamente sobre las faldas de los cerros o semiocultas tras de magníficas arboledas de mangos, guayabos, altas y enhiestas palmeras, frondosos platanares y veinte clases de árboles frutales más. Más abajo los ingenios se ostentaban rodeados de verdes y relucientes manchas de caña de azúcar, que hacían contraste con el oscuro y espeso ropaje que coronaba las cumbres. Los arroyuelos saltaban de roca en roca y brillaban como bruñida plata en unas partes; se desataban espumosas en otras, como blanquísima niebla; iban a perderse en la espesura del bosque más allá, para volver a aparecer más abajo brillando como cascadas de diamantes bajo la luz del sol, y por último, llegaban a la playa, en donde confundían sus claras linfas con las verdosas y mugientes olas del mar… No cesaba de pedir explicaciones acerca de cuanto veía, pues todo era para mí nuevo, sonriente, encantador y aun más bello de cuanto había leído y soñado. ¡Qué contraste con las dunas y monótonas llanuras y paisajes de mi patria! ¡Aquí todo es vida, movimiento, exuberancia! ¡Allá silencio, estancamiento, tranquilidad!… Orillando aquellas playas, a pocas cuadras de distancia de la tierra, pasamos el día. Cuando cayó la tarde, los montes se cubrieron de nieblas trasparentes como gasas, las cuales se fueron haciendo más y más espesas hasta que desapareció bajo la sombra una parte del paisaje. Me dijeron que estaba lloviendo en la isla, y como era la primera vez que veía aquel espectáculo, no me cansaba de contemplar las revueltas nubes y nieblas que se paseaban por los cerros, dejando uno descubierto para arropar otro.
+Mercedes estaba a mi lado mirando también en silencio la isla, y en sus ojos brillaron dos lágrimas como gotas de diamantes.
+—¡Ah! —exclamó—, ¡qué sensación tan extraña me ha causado este espectáculo!… ¡Hacía cuatro años que no veía un aguacero sobre un monte, y esta sencillísima vista me ha traído mil recuerdos de mi infancia y de mi patria idolatrada! Hasta ahora comprendo de cuántas futilezas y memorias vagas se compone aquel amor profundo que llaman patrio.
+Yo la volví a mirar sorprendida al oír el acento apasionado de su palabra, pero ella se alejó sin aguardar mi contestación.
+El carácter de esta niña es cada vez menos comprensible para mí: mezcla de serias reflexiones y expansivas chanzas, de loca alegría y completa reserva, su carácter no es de su edad ni de su época, y rarísima vez permite que sus labios den cuenta de lo que pasa en su pensamiento.
+Al llegar la noche y salir la luna, cesó la lluvia y se disiparon las nieblas y vapores, y como aún estábamos costeando la isla, pudimos gozar hasta muy tarde del ideal paisaje al rayo de la luna: su luz bañaba el mar reproduciéndose en cada ola que se estrellaba contra la playa; un ambiente fresco y cargado de perfumes terrestres llegaba hasta el barco, y el silencio, la claridad misteriosa, el murmullo del agua, el movimiento de las velas, todo era bello, poético, encantador. ¡Oh, tierra privilegiada!, ¡cuánto se debe de amar en esta atmósfera que convida a vivir, a gozar y a ser dichoso!
+Pero al mismo tiempo, en medio de una naturaleza eternamente bella y fresca, la idea de llegar a la vejez y de perder los sentidos, que hacen gozar tanto con los objetos que se ofrecen a la vista, al olfato y al oído, debe de ser mucho más penosa que en otros países, donde el pensamiento de la decadencia y de la muerte se presenta cada año con la llegada del invierno que lo marchita todo y hace caer las hojas de los árboles y secar las hierbas de los prados”.
+“Al levantarnos esta mañana nos encontramos ya lejos de la Martinica, que había desaparecido como un sueño…; en torno nuestro no había sino cielo y agua…”.
+JULIO 29
+“—¡Venga usted acá, Lucía! —exclamó Mercedes esta mañana cuando subí al rayar la aurora sobre cubierta—: venga usted a ver la Sierra Nevada de Santa Marta.
+Y al decir esto me señalaba una faja de nubes de formas indecisas, iluminadas por los primeros rayos del sol.
+—Veo nubes —dije al cabo de un momento— y nada más.
+—Mire usted más arriba —me contestó.
+Di un grito de sorpresa y admiración. Efectivamente: a una altura que aun del sitio en que nos hallábamos se veía elevadísima se destacaba encima de las nubes que le servían de pedestal la famosa Sierra. Parecía de bruñida plata: tan deslumbradora estaba.
+Yo no tenía idea de un espectáculo tan bello y fantástico; semejante aparición tenía para mí algo de sobrenatural, y por largo rato guardé un religioso silencio. Sin embargo, apenas empezó a calentar el sol, el hermoso espectáculo fue desapareciendo, cubrióse de vapores y a poco rato la Sierra se ocultó como una sombra ideal, como un ensueño poético e inverosímil.
+—¡Qué casualidad! —exclamó a la sazón a mi lado el bueno del señor Almeida—, hoy hace trescientos años que el descubridor Bastidas entró por primera vez a la bahía de Santa Marta y le puso ese nombre por ser el del santo del día.
+El viento que, aunque no fuerte, había permanecido hasta hoy constantemente favorable a nuestra marcha, ha cambiado repentinamente, y las corrientes que llevan las embarcaciones casi sin sentirlo hacia las Antillas, al pasarlas pierden su fuerza, y si la brisa no les ayuda corren riesgo de durar muchos días sin poder arribar a tierra firme. Por otra parte, durante el día sopla una brisa de tierra que impide a los buques de vela acercarse a la costa, así es que siempre procuran, me explicó el Capitán, aprovecharse de la noche (en que sucede lo contrario) para ponerse a la entrada de los puertos y entrar a ellos cuando clarea el día. Esta noche quizás nos acercaremos a tierra…, me parece un sueño que al fin me encuentre en América”.
+AGOSTO 1º
+“No he escrito durante los últimos tres días. El 29 del mes pasado el mar se fue encalmando poco a poco para recibir de repente al cerrar la noche un furioso golpe de viento, de manera que el Capitán en lugar de continuar navegando con dirección al puerto, tuvo que virar de bordo, temiendo que se estrellara la embarcación contra la costa, y regresar a alta mar. ¡Qué contratiempo! ¡Cuando creíamos despertar dentro de la bahía de Santa Marta, volver a perder de vista la costa!
+Deseosa de presenciar un espectáculo que tantas veces había oído describir y que frecuentemente veía desde tierra en Holanda, y considerando al mar más como a un amigo que como enemigo, al empezar la borrasca no quise buscar el abrigo del camarote, sino que permanecí sobre cubierta en unión de Mercedes, la cual se entusiasma siempre delante del peligro, y escuchaba sin temor el bramar de las olas y la imponente música del viento entre las cuerdas y palos desnudos del azotado navío. Apoyadas contra el palo mayor y abrazadas para no caernos, nos pusimos a contemplar la lucha de la débil embarcación con el embravecido mar: la veíamos como un ser sensible huir de las montañas líquidas cubiertas de blancas espumas, encrespadas, amenazantes, que parecían que ya se desplomaban sobre el barco, pero este, ligero como una cascara de huevo, daba un salto y se subía encima de la montaña de agua, balanceábase allí durante un momento, teniendo un precipicio a uno y otro lado, para de repente bajar por el lomo de la ola, consumirse entre dos cerros de espumosas aguas, hundirse en las entrañas del mar, y cuando parecía desaparecer dentro de él dar nuevamente otro salto para dominar otra vez la siguiente ola. Cada movimiento del buque producía a bordo una curiosa confusión: todo crujía, resbalaba, caía y daba botes; el Capitán daba órdenes gritando como un energúmeno; los marineros subían y bajaban por los palos como arditas y con una agilidad asombrosa. Estábamos entretenidas mirando aquello cuando una ola golpeó el buque de costado, haciéndolo temblar y estremecerse y en seguida se derramó sobre cubierta, llevándose a su paso cuanto encontró: nosotras conocimos el peligro y nos agarramos fuertemente la una a la otra y, abrazándonos al palo…, sentimos que se torcía la embarcación, cerramos los ojos en el momento en que la oleada de agua salada nos cubría, pero no tuvo fuerzas para arrastrarnos. Al grito que dimos, el Capitán, que no había caído en la cuenta de que estábamos sobre cubierta, se acercó, y nos reconvino seriamente por nuestra imprudencia; ofreciéndonos el brazo nos obligó a bajar al camarote, en donde permanecimos el resto de la noche un tanto asustadas, pues la borrasca continuaba azotando la débil embarcación con una fuerza imponente, la cual fue creciendo hasta medianoche; felizmente a esa hora empezó a caer el viento y disminuyeron las violentas sacudidas que estremecían el buque; gradualmente se fue tranquilizando la mar, y al romper la aurora el cielo estaba sereno y la brisa que soplaba era favorable y nos impelía hacia el puerto de Santa Marta, a donde llegamos a mediodía.
+Después de pasar por en medio de dos rocas coronadas con castillos viejos que llaman el Morro y el Morrito, los cuales como dos centinelas guardan la entrada… Al cabo de treintaiocho días de navegación, entramos a la bahía y anclamos al fin en tierra americana el penúltimo día del mes de julio.
+Después de recibir la visita de los empleados de la Aduana y de sufrir otras formalidades, era ya casi de noche cuando logramos embarcarnos en la lancha del Capitán y dirigirnos a tierra, pues el buque no pudo llegar hasta el muelle; y además, como la marea estaba baja, fue preciso que nos dejásemos llevar en brazos por negros robustos, los cuales aguardaban a los pasajeros en la orilla de la playa; cosa que por cierto me repugnó muchísimo, pero no pude evitarlo, y so pena de que se me considerase melindrosa tuve que someterme a ello en silencio, como hicieron mis dos compañeras a quienes no disgustó menos”.
+*
+«Hasta aquí, querida Rieken, he trascrito una parte de mi diario, y como esta ciudad de Santa Marta no me ha sido absolutamente simpática, no me atrevo todavía a darte ninguna opinión acerca de sus habitantes, sus costumbres y demás. Te escribiré despacio desde la casa de mi padre a donde llegaré, según entiendo, dentro de unos quince o veinte días; y entretanto, amadísima Rieken, te abrazo tiernamente. Estoy triste, hermana mía; una aprehensión, un temor ridículo se ha apoderado de mí desde que llegué a este puerto, y confieso que ya más temo que deseo llegar a mi futuro hogar… ¡Oh!, ¿por qué os abandoné, queridas mías? ¿Por qué dejé mi tranquila vida a vuestro lado? ¿Por qué dejé esa casa en que era amada para venir a buscar una existencia nueva, costumbres distintas y afectos que no conozco y que no sé si llenarán mi corazón como lo espero?
+«Perdóname este angustiado grito de mi corazón afligido y abraza a mi tía, a mi madre diré más bien, en nombre de su hija ausente, saluda a los que se acuerden de mí, y recibe el corazón entero de tu prima.
+Lucía».
+Lucía sube el río Magdalena
+El triste aspecto de las playas ardientísimas y nada civilizadas del primer poblado a que llegó nuestra holandesa; la vista de los negros ordinarios y hoscos que miraba por las calles; los niños desnudos; las mujeres desaliñadas y poco vestidas; las calles y plazas abandonadas y solas; todo causó honda repugnancia a la pulcra y esmerada Lucía. Llenóse de pena, fastidióse en extremo a pesar de la buena acogida que tanto ella como sus compañeras recibieron de la culta sociedad de Santa Marta; pero aquella franqueza misma y modales, idioma y costumbres tan diferentes de los que le eran habituales le causaron impresión desagradable.
+Al cabo de pocos días, el señor Almeida consideró que habían descansado lo suficiente después de la larga travesía, y resolvió embarcarse con su familia (entonces no había vapores que hicieran el servicio entre Santa Marta y Sabanilla) en una goleta mercante que debería llegar en algunas horas a Sabanilla. Sin embargo, una hora después de salir de Santa Marta embraveciéronse las ondas, y fue preciso salir a alta mar para no estrellarse contra las costas. La situación no podía ser más penosa para los míseros pasajeros: hacinados en estrecho espacio, sin poder recibir más aire que el infecto del camarote, el cual nadie se había tomado jamás la pena de ventilar; no hay idea de la fetidez, del desaseo e incomodidad de aquel recinto, en donde penetraba el agua del cielo (pues llovía a torrentes) y la del mar, por las mal cerradas tablas de la cubierta.
+Llegó la noche, se aumentó la borrasca, creció el viento, inundóse el camarote oscurísimo y angosto de la goleta Bolívar (cuyo nombre era un insulto al Libertador), bramaban las olas, crujían las tablas y jarcias mal arregladas del barco; gritaban los dos capitanes (que había dos y ambos mandaban a un tiempo, el uno en un idioma llamado papiamento3 y el otro en inglés), se quejaban los pasajeros horriblemente mareados, y Lucía, por quien eran sentidos (pues no los veía en la oscuridad) los ejércitos de alados insectos que le paseaban por todo el cuerpo, lloraba en silencio, enteramente desconsolada, y se sobreponía con la serenidad de su espíritu al aturdimiento, a la incomodidad, al miedo de naufragar, y, ¿lo creerá el lector?, más que todo, a la sensación de asco que por la fetidez y el desaseo había despertado en ella la estrecha camilla, en donde se vio precisada a buscar asilo y refugio contra la lluvia que corría a cántaros de uno a otro lado del camarote.
+Felizmente la borrasca fue de corta duración, igual a la que habían experimentado en el buque antes de llegar a Santa Marta. Poco después de amanecer cesó la lluvia y se calmó el temporal; además habiéndose dormido uno de los capitanes, el otro hizo variar el rumbo del barco, y a medio día descubrieron otra vez la costa de tierra firme, de la cual se habían separado grandísimo trecho durante la tempestad. Cuando llegaron al puerto de Sabanilla, tan hermoso en apariencia, tan extenso y abrigado, sufrió Lucía otra desilusión, pues entonces no podía entrar a él ningún buque, estaba completamente cegado de arena4, y fue preciso que echaran el ancla a pocas varas de la entrada.
+¡Qué situación tan penosa para los pobres pasajeros que ansiaban salir de aquella pocilga el tener que aguardar dos o tres horas a que llegasen de tierra algunas lanchas que los sacaran de ella con grandes incomodidades! Una vez desembarcados encontraron que el único vehículo que en aquel tiempo había para conducir a Barranquilla los transeúntes eran caballos; y como el señor Almeida y su familia no llevaban a mano monturas, tuvieron que embarcarse en un bote cubierto con escaso techo, calor insoportable y molestias mil, para pasar a Barranquilla, en donde se alojaron en un hotel durante unas pocas horas.
+Como el vapor que debería subir el río Magdalena hacia el interior del país aguardaba tan sólo a los pasajeros anunciados y a su carga para emprender viaje, el señor Almeida, una vez trasbordado su equipaje, pasó directamente al vapor con su familia. Allí lograron acomodarse a sus anchas mientras llegaban los demás viajeros. Como estos habían de tardar dos días, el bueno del padre de Mercedes se propuso distraer a las niñas en el entretanto. Alquiló un bote con dos bogas para que los llevasen a pasear por los alrededores, cada vez que lo tuviesen a bien.
+La primera mañana la dedicaron a la aldea de Soledad, la que, les dijo el señor Almeida, nada tenía por sí sola que llamase la atención; pero el caño que conduce a ella es bellísimo y digno de verse.
+A las seis de la mañana ya estaban lejos del vapor; subieron un poco por la orilla del río y después tomaron un brazuelo que los condujo a la aldea. El caño se fue angostando hasta formar casi una techumbre de verdes ramas: a uno y otro lado se alzaban frondosos mangles cuyas raíces estaban entre el agua, y más lejos en la orilla cien clases más de árboles distintos alegraban la vista con las diferentes formas y matices de su ramaje frondoso y variado como sólo se ve en los países intertropicales. Multitud de pájaros de todos tamaños y colores cantaban revoloteando aquí y allí, apareciendo y desapareciendo repentinamente entre las ramas; sobre cada tronco caído o pequeña isla compuesta de plantas acuáticas se veían bandadas de elegantes garzas blancas, que levantaban sus níveas cabezas para mirar con curiosidad a los transeúntes del bote, que se deslizaba como una aparición bajo el sombrío follaje de los árboles; mostrábanse las feas caras de los monos tras de las hojas de los árboles más altos, formando contraste con las flores de vivos colores que se enlazaban y mecían como guirnaldas en un salón de baile. El cielo estaba azul y sereno, y el sol apenas iluminaba las altas copas de los árboles, y filtraban algunos rayos de luz brillantísima por entre las hojas formando fantásticos diseños sobre el agua; un ambiente fresco y perfumado hacía olvidar el calor del clima; veíanse levantar a lo lejos leves vapores azulosos; cantaba el agua suavemente bajo los remos de los bogas formando una música acompasada y agradable.
+Era aquella la primera vez que Lucía encontraba las bellezas tropicales mayores aún de lo que ella las había ideado, y gozosa y animada admiraba cada cambio de vista, cada planta rara, animal, pájaro o insecto desconocido que se le presentaba.
+Sin embargo, la mísera y tristísima población de Soledad con sus desvencijadas casas pajizas y calles cubiertas de arenales que quemaban como fuego con el calor del sol, con sus habitantes pobrísimos y escasamente vestidos y el aire de ruina que había por todas partes: todo aquello causó una impresión muy desagradable, a pesar de la bondad con que recibió en su casa al señor Almeida un antiguo amigo de este, el cual vivía allí con su familia, o más bien vegetaba lastimosamente olvidado del mundo, aunque había hecho algún papel en la provincia en los días de su juventud. La pobreza, los desengaños políticos y también su carácter poco enérgico le habían llevado a vivir en aquel desierto en que casi nunca encontraba un ser racional con quien cambiar dos pensamientos. A pesar de todo, el señor D. recibió con mucho gusto, como dijimos arriba, al señor Almeida y a sus compañeras, se esforzó en dar un suculento almuerzo calentano a sus visitantes, presentóles a su esposa (abnegada señora que había visto mejores tiempos), a sus numerosos hijos, niños pálidos, casi desnudos, pero amables y deseosos de servir y agradar a sus huéspedes.
+A su regreso, Lucía no tuvo ya ocasión de admirar el paisaje que tan poético le había parecido esa mañana, porque el sofocante calor y los mosquitos que se arrojaron sobre ellos no le dieron un momento de tregua, y llegó al vapor deseosísima de gozar de alguna sombra y respirar aire algo más fresco.
+A la mañana siguiente el paseo fue a otra parte. Se dirigieron en su barca al clarear el día hacia una pequeña isla llamada de Duncan, que relucía como gigantesca esmeralda engastada en las doradas aguas del río, siempre de color amarillo, como oro mate.
+Después de remar en contorno de la isla para encontrar un puerto o desembarcadero, al fin hallaron una abrigada ensenadilla en la cual atracaron, y, desembarcando, tomaron una vereda entre cañas y plantas diversas que los llevó hasta un trapiche muy pintoresco y característico.
+La enramada que servía de abrigo a los trabajadores estaba circundada de cocales, mangales, naranjos, limos y otros árboles frutales, que crecían en unión de útiles totumos y cerca de un platanar, cuyas lucientes hojas brillaban como si fuesen de raso, bajo los rayos del sol.
+No bien se presentó el grupo de los recién venidos frente al espacio abierto delante de la enramada, cuando salió a recibirlos un apuesto joven, que llevaba con elegancia y desparpajo el vestido popular, ruana (poncho) blanca de algodón muy fina; pantalón de dril y camisa de color blanco muy aplanchada y aseada, sombrero de paja y alpargatas. Era el hijo del dueño de la isla y del trapiche, hombre acomodado y de posición en Barranquilla, lo cual explicó el joven en pocas palabras, pues se avergonzaba de que lo encontrasen en aquel traje. Empero no por eso dejó de recibir a los viajeros con atención y con aquella franca hospitalidad que distingue a los colombianos, sea cual fuere su clase.
+Excusándose de no tener casa en que brindarles abrigo cómodo, el joven los condujo bajo un frondosísimo tamarindo; allí mandó extender algunos petates para que se sentasen, ofrecióles multitud de frutas que cogieron de los árboles cercanos, en tanto que hacía preparar el almuerzo campestre.
+Una hora después les llevaron bajo la sombra del árbol (cuyas ramas no permitían que penetrase un rayo de sol) un suculento sancocho compuesto de pescado que acababan de sacar del río, plátano verde, yuca y presas de gallina; el cual parecía más sabroso porque no habiendo platos ni vasija alguna, tuvieron que tomarlo como en los primitivos tiempos, en hojas de plátano frescas, y servirse de cucharas de totumo nuevas: la vajilla no podía ser más limpia. El sancocho fue seguido por un plato popular en los trapiches de la costa y del Magdalena, compuesto de plátano maduro, yuca y ñames cocidos en el jugo de la caña.
+La sombra bajo el tamarindo era deliciosa; la conversación del joven, agradable, pues había sido educado en la Universidad de Cartagena y además poseía un espíritu observador bastante desarrollado, del cual se aprovechó el señor Almeida para hacerle mil preguntas acerca de su provincia y de la ciudad de Barranquilla, que entonces empezaba apenas a prosperar, y aún no se había convertido en la población importante que es hoy.
+Allí pasaron el día y no fue sino al caer la tarde que nuestros viajeros regresaron al vapor.
+A la madrugada del siguiente día se puso al fin en marcha el buque y Lucía vio deslizarse como en un panorama el hermosísimo paisaje que se desplegaba a uno y otro lado de las riberas del río Magdalena.
+Nada particular aconteció a nuestra heroína durante los primeros dos días de navegación, salvo las miradas de curiosidad que fijaban en ella dos jóvenes bogotanos que le dijeron conocían mucho a míster Harris.
+La noche del segundo día era hermosísima: una verdadera noche tropical, luminosa y pura, serena y fresca; los bosques de las orillas del río se extendían a uno y otro lado oscuros, misteriosos, solitarios, y tan vírgenes como en la época de la conquista, aunque poblados sin duda por innumerables animales de toda especie. Sentadas sobre un banco, Mercedes y Lucía habían mirado arrobadas hundirse el sol en el horizonte, y mientras que la primera fue a recostarse en una hamaca que su padre había puesto sobre cubierta, la segunda permaneció callada y quieta, oculta detrás de un gran barril de harina que por allí había: una a una fueron presentándose las estrellas brillantísimas sobre un cielo de zafiro; constelaciones, algunas nuevas para ellas y otras conocidas ya en el país en que vio la luz, se ostentaban en aquel cielo tropical. Lucía se hallaba hondamente conmovida al considerar que antes de que se pasara la semana llegaría a la espléndida morada de su padre, cuya elegancia y lujosas comodidades él le había descrito tantas veces; y allí con él y su familia querida pasaría una vida como la de aquellas princesas de la India cuyas existencias parecían un sueño de hadas, de las cuales ella había leído tantas veces narraciones que le encantaban, y estando en Holanda la llenaban de una secreta envidia.
+De repente oyó su nombre pronunciado por uno de aquellos pasajeros bogotanos de que arriba hablamos. Conversaba este con su compañero en tanto que se paseaban juntos sobre cubierta.
+—¡Lástima —decía el joven— que esta Lucía Harris no sea bonita!
+—¿Eso qué importa?…, para la miserable vida que ha de llevar… —dijo el otro.
+—Si fuera muy hermosa —contestó el primero—, tal vez encontraría novio, a pesar de su familia.
+—¿Qué pretendiente bueno o malo se le puede presentar en ese desierto?
+—¡Bah! No faltaría quien fuese hasta la hacienda con cualquier pretexto si tuviera fama de bella.
+—Lo dudo; el viejo…
+Al llegar a este punto los jóvenes se alejaron en su paseo y hasta que no regresaron de la otra punta del buque Lucía no oyó más. Entretanto, las pocas palabras que había oído la dejaron fría; ¿qué significarían?
+—Cuando me case —oyó que decía uno de los interlocutores al regresar—, no quiero mujer demasiado hermosa.
+—¡Pues, ahí tienes una a pedir de boca! —respondió el otro—; Lucía es graciosa sin ser bonita.
+—¡Ni lo digas! —exclamó el primero—. ¡Aunque la niña fuera una mina de virtudes y un Potosí de riquezas!
+—¿Por qué?
+—¿Y el viejo Harris, y la hermana, y el cuñado?
+—En eso no te envidiaría por cierto…, pero…
+—El viejo es un loco, el cuñado un miserable carpintero de mala ley y la mujer de este una pésima persona.
+—El surtido de parientes sería perfectamente detestable —repuso el primero.
+—¡Ya ves! ¿Quién se atrevería a arrostrar semejantes peligros?
+—Pero Harris no es loco, sino un original, como son casi todos los ingleses que vienen a establecerse entre nosotros.
+—Yo sé de buena tinta que ese hombre no tan sólo es pretencioso e insoportablemente charlatán, sino que tiene raptos de locura.
+—¡No lo creas! Es que es tan exagerado y embustero, que llega casi a los límites de la locura… Si le hubieras oído el otro día la descripción que me hizo de las labores de su hacienda. ¡Yo que sé cómo anda eso!…
+En este momento llamaron a los dos interlocutores y se alejaron definitivamente. Lucía se quedó de una pieza, y un temblor nervioso le heló la sangre a pesar de la angustia que inundaba de sudor su faz ardiente de vergüenza, y le hacía latir el corazón que parecía querérsele salir del pecho. ¿Sería verdad lo que decían aquellos caballeros? ¿Acaso al notar que ella los escuchaba quisieron burlarse de su inexperiencia y dijeron todo aquello para molestarla y asustarla? Quiso salir de dudas, y sin querer reflexionar más fue a buscar al señor Almeida, el cual ella sabía que sería incapaz de engañarla, y sin más preámbulos le dijo de golpe:
+—Dígame usted, ¿qué profesión tiene mi cuñado Montúfar?
+—No le conozco personalmente —contestó el buen caballero con cierto embarazo.
+—Pero oiría decir algo cuando se casó con él mi hermana.
+—¿No recuerda usted que hace cuatro años que salí del país?
+—Es verdad —contestó ella tristemente—, ¿para qué le habían de escribir a usted esos pormenores?
+—¿Por qué me pregunta usted eso? ¿Qué le decía el señor Harris acerca del cuñado de usted?
+—Me escribió que el marido de Clarisa era un joven de posición independiente.
+—¿Y nada más?
+—Nada más…
+—Entonces así será —contestó el señor Almeida.
+Y a pesar de la oscuridad en que se hallaban, iluminados apenas por la luz de las estrellas, Lucía notó que Almeida miró a doña Francisca que se hallaba a su lado; que esta le puso la mano sobre el hombro, y que ambos procuraron cambiar de conversación.
+Llena de dolorosa aprehensión, pero temiendo oír ya la verdad, la holandesa no volvió a preguntar nada acerca de su familia. Cobró, sin embargo, honda antipatía a los bogotanos con quienes no volvió a hablar una palabra y aun el saludo procuraba excusar.
+En el puerto de Nare se embarcaron dos ingleses: un matrimonio de edad madura que tenía muchos años en Colombia. Era él ingeniero y estaba empleado en trabajos de minería, ganando en ellos bastante dinero, el cual con su mujer (que lo acompañaba a todas partes), gastaban sin tratar de economizar cosa alguna para su vejez.
+Apenas supo el señor Cox (que así se llamaba el ingeniero) quién era Lucía, cuando se acercó para saludarla afectuosamente; la inglesa le dijo que ella había sido muy amiga de su madre, la señora Harris.
+Lucía le hizo mil preguntas acerca de ella y acabó por preguntarle si en su última enfermedad había sufrido mucho.
+—Sufrió mucho toda su vida, ¡la pobrecita! —exclamó la señora Cox—; pero al menos tuvo el consuelo de morir en Bogotá, y bajo el amparo de algunas buenas señoras por quienes fue atendida como nunca lo había sido…, al menos desde que llegó al país.
+—Pero mi padre no pudo estar con ella en ese doloroso trance, y me ha escrito que esto lo atormenta.
+—¿De veras? —preguntó la señora con acento de incredulidad, mirando a Lucía de hito en hito, y al momento varió de conversación—. ¿Qué le ha escrito a usted el señor Harris acerca del matrimonio de Clarisa? —preguntó al cabo de un momento.
+—Poca cosa —contestó Lucía con algún embarazo, recordando la conversación de los bogotanos.
+—¿Le dijo acaso —añadió la otra—, que había sido contra su voluntad?
+—¿Contra la voluntad de quién?
+—Del padre de usted.
+—No, señora; al contrario, parece que no le ha disgustado.
+—¡Que no le ha disgustado!…, pues eso no lo sabía yo, sino lo contrario.
+—Díjome que no era rico, pero que le interesaba mucho por sus buenas cualidades.
+—¡Viejo hipócrita! —exclamó entre dientes el ingeniero inglés, alejándose.
+—¿Qué dijo el señor Cox, que no oí bien? —preguntó Lucía sonrojándose.
+—No puse cuidado… Y usted —repuso la señora—, ¿piensa acaso vivir con su padre en Los Cocos?
+—Naturalmente…, mi padre me necesita a su lado para que invigile a mis hermanitos, en lugar de Clarisa que no vive con él.
+—Esa tarea no dejará de serle difícil…, por no decir imposible.
+—¿Por qué, señora?
+—Porque a las niñitas nadie jamás las ha invigilado, no obedecen nunca y viven abandonadas a su capricho sin que nadie absolutamente se ocupe de ellas.
+—¿Cómo puede ser eso? Y la servidumbre de la casa, ¿en qué se ocupa?
+—¡Usted no sabe lo que son los sirvientes del país!
+—Mi padre me escribe que tiene muy buenas criadas.
+—Los hombres no entienden de eso… Verá usted que tendrá que hacer muchas cosas con sus manos, si quiere vivir con alguna decencia.
+—No lo extrañaré… Mi educación en Holanda ha sido muy casera.
+—Pero usted no tiene idea de lo que es vivir en una hacienda sudamericana lejos de toda población. ¡La pobre de la madre de usted solía encontrarse a veces en completo desamparo en ese campo retirado!
+—Yo siempre he vivido en el campo —contestó Lucía.
+—Los campos europeos son muy diferentes de los del Nuevo Mundo.
+—Señora, yo no puedo evitarlo. Mi deber me llama allí en donde pueda hacer algún bien a mi familia.
+—¡Pobre niña! —exclamó la señora bondadosamente—. ¿A qué vino usted a pasar trabajos si le dieron buena educación europea?
+Lucía no contestó nada.
+—¡Quiera el cielo —añadió la inglesa— que este viaje no le pese como lo temo!
+De allí en adelante los dos ingleses conversaron mucho con la holandesa, y la señora le daba consejos muy sensatos.
+Ya cuando llegaban cerca del fin de la jornada, el señor Cox dijo a Lucía:
+—Señorita, si algún día quisiera usted distraerse un poco y pasar algún tiempo fuera de su casa, la mía estará a su disposición, y la señora y yo tendremos el mayor gusto en ofrecerle hospitalidad.
+—Ahora estamos establecidos en Honda —repuso la señora—, en donde tenemos casa montada; y en adelante encontrará usted en ella un cuarto, que le prepararemos en el momento en que nos avise su deseo de pasar el tiempo que quiera… a nuestro lado.
+—¡Le agradezco en el alma su bondadoso ofrecimiento! —dijo Lucía—; pero temo que rara vez podré separarme de mi familia que tanto necesita de mis cuidados.
+A pesar de las amables palabras del matrimonio inglés, Lucía no dejaba de comprender instintivamente que aquellos ofrecimientos eran hijos de la compasión, más bien que del deseo de tenerla en su compañía, por lo cual la mortificó mucho aquello; sentíase humillada hasta cierto punto y a cada momento crecían sus temores y aprehensiones. Se despidió de sus presuntos protectores con cierto embarazo y frialdad que no pudo evitar, al desembarcar en las Bodegas de Bogotá, mientras que los Cox siguieron a Honda.
+Esperaba Lucía encontrar a su padre en aquel punto, según le había escrito, pero en su lugar se presentó un peón, que llevaba del diestro tres flacas mulas y en la mano una carta de Mr. Harris para el señor Almeida, que decía así:
+Estimadísimo amigo:
+No pudiendo y con motivo de las numerosas ocupaciones propias del dueño de una hacienda montada en grande como la mía, alejarme por más de un día de Los Cocos, me veo en la imposibilidad de ir a encontrar en persona a mi queridísima hija, a quien recibiré en el Valle de… a la pasada de ustedes por él. Entretanto, he ordenado a mis mayordomos que le envíen mi mejor mula, ensillada con el magnífico galápago que perteneció a su madre, y además dos bestias para el acarreo del equipaje de mi hija.
+Aguardo con impaciencia la llegada de usted y de su estimable familia para presentarles mis respetos y manifestarles mi reconocimiento por todas sus bondades… con mi Lucía.
+Quedo de usted afectísimo amigo,
+Jorge Harris
+(Squire y propietario)
+—¿En dónde está la mula ensillada? —preguntó el señor Almeida dirigiéndose al peón.
+—Esta es, señor —contestó el hombre—; pero el galápago está desvencijado, y las cinchas y demás aperos hechos pedazos.
+—¡Qué descuido el suyo! —exclamó el caballero.
+—No es culpa mía —contestó el otro—; así me la dieron; antes yo até la grupera con cabuya así como el freno que no tiene barbada.
+—Y la mula, ¿qué tal es?
+—Tiene una matadura grande en el espinazo; y es tan mañosa que ni suelta quiere caminar…
+—No me sorprende esto —dijo el señor Almeida a su mujer—, pues conozco a Harris…
+Después de acomodar y remendar lo mejor que se pudo el “magnifico galápago” de la difunta señora Harris, mandaron ensillar con él una de las cabalgaduras que habían llevado para el uso de la familia Almeida.
+Avergonzada y un tanto humillada con el incidente, aunque persuadida de que aquel desorden provenía del descuido de los mayordomos de su padre, montó Lucía por primera vez de su vida, y el miedo que aquello le ocasionara la hizo olvidar sus tristes presentimientos y temores que iban creciendo y tomando cuerpo en su espíritu.
+Cuando Lucía llegó a la villa de *** había vencido, en parte, merced a la elasticidad de su carácter y de su edad, los más de sus temores, y sólo pensaba en la dicha de conocer a su padre y ver a sus hermanos y hermanitas.
+Teníanle preparada una casita limpiamente aderezada al señor Almeida, y en aquel clima fresco y delicioso, Lucía se sintió regenerar después del sofocante calor del Magdalena. Durmió tranquilamente toda la noche y se levantó muy temprano al día siguiente, fresca, contenta y llena de plácida alegría.
+Como tardase algo Mercedes en acabarse de vestir, Lucía salió sola al patiecillo exterior de la casa, en que había una parra y otras plantas propias de aquel clima, y púsose a coger flores de las que allí había: jazmines blancos, estrellados y plorados de Arabia; flores de granada, rojos, caracuchos, etcétera, flores todas para ella enteramente nuevas.
+Vestía una fresca bata de muselina blanca con lazos rosados, y su delgado talle, abundante cabellera de un rubio dorado, blanca tez, sonrosadas mejillas y cándidos ojos, le daban cierto barniz de belleza delicada que hubiera llamado la atención en cualquier parte.
+Estando entretenida con las flores, haciendo un ramillete para su amiga, oyó pasos de varios caballos que se detenían a la puerta de la casa.
+—¡Mi padre y mis hermanos! —pensó Lucía, y de repente, sintiendo algo como miedo e involuntario aturdimiento se ocultó debajo de las ramas de un naranjo, sitio que le permitía ver sin ser vista. Los viajeros eran cuatro, los cuales se desmontaron frente al cercado; pero tres muchachones de catorce a dieciocho años permanecieron fuera, cuidando los caballos, mientras que entraba al patio un hombre que tendría sesentaicinco años poco más o menos, alto, descarnado, de nariz aguileña, vestido a la europea, pero de la manera más ridícula: botas altas muy viejas y jamás emboladas; sombrero de pelo que fue y ya no es, y aire importante y ensimismado; un guante de gamuza roto en una mano y en la misma una varita que le había servido de látigo para apresurar los pasos del huesudo y flaco rocín, retrato cabal de su amo, que había dejado a cargo de sus acompañantes.
+—¿Aquí es la casa en donde se ha desmontado el señor Almeida? —preguntó el fantasmón, haciendo sonar las espuelas al dirigirse a la puerta de la casa.
+Lucía tembló en su escondite y creció su angustia… ¿De veras sería aquel su querido padre?…
+—¡Míster Harris!, ¡sea usted bienvenido! —exclamó el señor Almeida, que salía en aquel momento a la puerta—. ¡Lucía! —añadió llamando; pero como ella anonadada y confusa no contestara ni se moviera, repuso—: creí haberla visto salir al patio pero entre usted, amigo mío, la iré a buscar en el interior de la casa.
+Ambos entraron a la sala y Lucía se cubrió la cara con las manos. ¿Conque aquel hombre de aspecto tan extraño sería su padre, su padre que ella había ideado de tan diversa manera?… En su angustia perdió casi el conocimiento, hasta que momentos después sintió una mano que le tiraba del vestido.
+—Lucía —le decía doña Francisca—, ¿por qué se esconde usted aquí? ¿No sabe usted que acaba de llegar su padre?
+Levantó la niña la cara inundada en lágrimas, y dijo:
+—¡Mi padre!…, tengo tanto susto.
+—¿Susto?
+—Le vi entrar y…
+No pudo continuar y bajó la cabeza.
+—¡Pobrecita!…, pero es preciso que venga a hablarle —y tomándola de la mano la llevó a la sala.
+Al verla entrar míster Harris se adelantó con los brazos abiertos:
+—My dear daughter! —exclamó en inglés—: ¡mi querida hija, venga usted a los brazos de su padre!
+Lucía le miró pero en lugar de acercársele, volvió la cara y la ocultó llorosa en el pecho de su protectora.
+El irlandés dio un paso atrás y miró a los circunstantes con sorpresa.
+—¡Niña! —dijo doña Francisca con severidad—: ¡es el padre de usted!
+—Tiene usted razón, señora —contestó la holandesa—, ¿cómo he de vacilar?
+Volvióse entonces con los ojos bajos para no ver lo que tanto la había impresionado (la corbata de color flamante, el prendedor de enormes piedras falsas que lucía sobre la arrugada pechera de la camisa, el chaleco de forma y color anticuado y demás arreos que daban un aspecto de caricatura al anciano) y se arrojó en los brazos de míster Harris diciendo:
+—Perdóneme usted, padre mío, pero la vacilación fue…
+—Causada por tu sorpresa, ¿no es verdad? —contestó, abrazándola con ternura no fingida.
+Apartóla después y quedósela mirando de hito en hito:
+—No te pareces a tu madre, por cierto —dijo al fin—; pero en desquite eres idéntica a la mía, cuyo nombre llevas.
+Aquellas palabras afectuosas reconciliaron en parte a Lucía con la extraña figura de su padre.
+—¿No ha venido a visitarte tu hermana Clarisa, que vive en el pueblo, y debe de haber sabido tu llegada?
+—No la he visto aún.
+—Desearía que no viniera mientras yo esté aquí.
+—¿Por qué?
+—Porque no estamos de buenas ella y yo.
+En seguida se empezó a hablar del viaje y de otras cosas, hasta que se oyeron voces fuera, y vieron atravesar el patio a una mujer alta, hermosa, algo morena o más bien tostada por el sol, y vestida a la moda de las gentes del pueblo, es decir, con enaguas de muselina, camisa bordada de colores, de manga corta, pañolón colorado de algodón, y sombrero de paja adornado con una cinta matizada de vistosísimos tintes. Esta mujer traía a remolque a dos de los muchachones que míster Harris había dejado detrás del cercado con los caballos, y en tanto que los tiraba, cada uno de una mano, gritaba con destempladas voces:
+—Vengan acá, grandísimos tontos. ¿Acaso se le debe de tener miedo a una hermana, aunque viniera de la Corte misma de la reina Victoria?
+Y volviéndose al muchacho que se había quedado atrás, añadió:
+—Ahora te iré a traer, ¡gran zoquete!, ¡y nos veremos todos las caras!
+—¡Es Clarisa! —exclamó el irlandés con despecho, arrugando el ceño y dando un paso adelante.
+—¡Aquí fue Troya! —dijo Mercedes a media voz: la cual acababa de entrar a la sala y presenciaba la escena.
+Clarisa entró al aposento con desembarazo, y dejando a la puerta a sus hermanos, dijo, mirando sin saludar a los circunstantes:
+—Veamos cuál es mi hermana…
+—¡Aquí me tienes! —exclamó Lucía adelantándose para tratar de evitar la borrasca que veía asomarse ya en el horizonte.
+—¡Conque es descolorida y chiquita! —repuso la otra con voz bronca y destemplada—. ¡Vean ustedes el contraste! —añadió acercándose para abrazarla y riéndose, y apretándola al estrecharla con tanta fuerza, que Lucía no pudo soportarlo sin quejarse—. ¿Eh? —exclamó apartándose—; ¿conque también es delicada?, ¿qué hará padre con ella en la hacienda? —añadió mirándola con desdeñosa curiosidad.
+—¿Qué haré con mi hija, preguntas? —dijo Harris—; pues cuidarla y tenerla a mi lado con las consideraciones que merece una señorita como ella.
+—¡Esas tenemos! —repuso la otra con violencia—. ¿Conque esta será la ama de la casa en que fui esclava, y en donde se me trataba como a una burra?
+Y volviendo la espalda a Lucía, se dirigió a la puerta en donde estaban los muchachos semiocultos.
+—¡Vengan acá, Moore y Burns, vengan a ver a su hermana, a la que será su señora y su dueña, según parece!
+Dos jóvenes de catorce a dieciséis años, vestidos pobrísimamente en mangas de camisa sin aplanchar, pantalones cortos de manta del país, ruanitas (ponchos) blancas a listas, sin medias pero con alpargatas, encogidos y con el pelo sobre los ojos como pollinos sin descrinar, entraron entonces al aposento. Lucía los abrazó con cariño y lástima al verlos tan desaliñados y les ofreció asiento; ellos obedecieron con tanto embarazo que no acertaban a permanecer sobre los taburetes sino volviendo la espalda a los demás.
+Míster Harris los miró desfavorablemente; pero le dio pena sacarlos del aposento y resolvió dorar la píldora a su modo.
+—Te admirarás, Lucía —dijo al fin con desparpajo—, y ustedes también —añadió dirigiéndose a los Almeida—, y tal vez me criticarán que yo tenga a mis hijos varones vestidos como la plebe del país, ¿no es verdad?
+Nadie le contestó.
+—Pero les quiero explicar —repuso el irlandés parándose en la mitad de la sala y mirando a todos consecutivamente—, les quiero explicar el motivo que he tenido para ello. Como estos niños, ¿oyen ustedes?, son ciudadanos de una República democrática, he deseado educarlos de manera que comprendan prácticamente que en ella no hay distinciones sociales… Ya me entienden, ¿no es verdad?
+—Sí, señor, perfectamente —contestó sonriendo el señor Almeida.
+—Sin embargo —continuó el padre de Lucía—, ustedes preguntarán que ¿por qué no me visto yo como ellos? La respuesta es clara, yo no soy americano, soy súbdito de Su Majestad la Reina Victoria y por consiguiente me presento como tal. Mis hijos pertenecen a este país, puesto que nacieron aquí, deben ser republicanos no solamente en sus sentimientos y en sus aspiraciones, sino también en sus vestidos, ¿no piensan ustedes que tengo razón?
+Antes de que el señor Almeida tuviese tiempo de contestar, Clarisa exclamó con tono insolente y de mofa:
+—¡Bien, muy bien!, padre; no dudo que este caballero y estas señoras piensen que usted tiene grandísima razón; pero, oiga usted: ¿por qué entonces le disgustaba tanto que yo me vistiera como cinturera5 y que me haya casado con un carpintero?
+Míster Harris arrugó el ceño, apretó con furia el látigo que llevaba en la mano; dio un paso adelante, pero se contuvo, y mirando a su hija, dijo:
+—Yo no hablo de las mujeres…, no es esa mi opinión respecto de las damas; estas deben ocupar siempre su posición en la esfera en que han nacido y…
+—¡Bonita y aristocrática posición tenía yo en Los Cocos, por cierto! —exclamó con voz dura Clarisa, interrumpiendo a su padre sin miramiento alguno.
+Una ola de roja sangre incendió el rostro del irlandés, e iba a contestar a su hija quizás con vías de hecho, cuando el señor Almeida se le puso por delante y le llamó la atención a otra cosa con tanta instancia que no pudo continuar la malsonante disputa con la seudocinturera.
+Doña Francisca entretanto llamó a un lado a Clarisa para preguntarle alguna cosa, y Mercedes y Lucía trataron de hablar con los vergonzosos tocayos de los poetas británicos, pero sin lograr obtener resultado alguno de sus esfuerzos; era tal el encogimiento y falta de mundo de aquellos pobres niños, que materialmente no podían pronunciar una palabra.
+—Señor Harris —decía en tanto el señor Almeida—, ¿cómo no nos ha de dejar a Lucía durante los días que permanezcamos en el Valle? Mi Mercedes le ha cogido tanto cariño a su niña de usted, que está afligidísima con la separación.
+—Yo haré lo que disponga Lucía —contestó el viejo con suma amabilidad y galantería; y volviéndose a la holandesa, le dijo—: ¿qué dices, hija mía? ¿Me dejarás volver solo a la hacienda?
+—De ninguna manera, padre —contestó Lucía, a quien enternecieron las palabras y sobre todo el acento bondadoso de aquel pobre anciano; afligiéndola la conducta indecorosa y la falta de respeto que con él usaba su hermana mayor.
+—No sea usted tonta —le dijo Clarisa al oír la contestación de Lucía—; le aconsejo que permanezca aquí el mayor tiempo posible. ¡Ya me dirá usted después lo que le parece la vida en Los Cocos!
+—Repito —dijo nuestra heroína sin hacer caso a las palabras de su hermana— que iré con usted, padre, a donde quiera llevarme.
+—Pero, ¿si te pesa separarte de estas excelentes señoras?
+—Me dolerá, sí, pues han sido tan buenas conmigo, pero jamás me pesará…
+—Yo te aguardaré los días que quieras…
+—La despedida será siempre penosa —repuso Lucía con voz turbada—, pero lo que se ha de hacer hoy no se debe dejar para otro día… Me iré a preparar para la partida…
+Al decir esto se levantó de su asiento y seguida de Mercedes entró en la inmediata alcoba en donde tenía su equipaje. El señor Almeida salió con el señor Harris con el objeto de vigilar personalmente la ensillada de la mula que debería llevar a la infeliz Lucía a la casa de su padre. Él comprendía que el esmero y los cuidados no eran las dotes más conspicuas del carácter de aquel irlandés; y le dolía en el alma tener que entregar aquella niña suave y delicada en semejantes manos.
+Profundamente conmovida y apesarada ante el porvenir que se la esperaba, Lucía procuró ocultar su angustia; pero cuando todo estuvo preparado, no pudo menos que dejar estallar su dolor, y arrojándose en los brazos de Mercedes que la ayudaba a arreglarse, le dijo llorando:
+—¡Mercedes, tenme compasión! ¿Qué haré en medio de mi familia, tan distinta de lo que me había imaginado?… Estaré tan fuera de mi elemento… ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué haré? —añadió con indecible angustia.
+—Cálmate, Lucía, cálmate —le dijo Mercedes acariciándola—; no llores, no te aflijas así…, siéntate aquí un momento y hablemos seriamente.
+Después de tratar de disculpar al señor Harris y a Clarisa, Mercedes añadió con una seriedad ajena a sus años:
+—Es cierto que la tarea que Dios te ha impuesto es muy ruda, no lo niego, pero Él, me decían los buenos padres franceses que me prepararon para que hiciera mi primera comunión, el Señor nunca nos manda trabajos que no podamos soportar… El deber cumplido es siempre dulce; dime, querida amiga, si no hubiera que hacer sacrificios, ¿existirían acaso virtudes? Que cada cual cumpla con su deber: esa es la ley de la Providencia divina, y esto es lo único claro y positivo que hay en el mundo.
+—¡Ah!, Mercedes —repuso Lucía limpiándose las lágrimas—, ¡cuánto bien me haces! El alma, que tienes dentro de ese cuerpo tan lindo, es heroica, lo siento así, ¡y procuraré no olvidar jamás tus palabras!
+Una hora después de aquella conversación, Lucía se encontraba sola con su padre y hermanos en el camino que debería llevarla a la hacienda. Después de dejar el pueblo del Valle, pasaron un río, y orillando una falda empinada empezaron a subir lentamente una escarpada cuesta cubierta de monte y de maleza, hasta llegar a una espesa montaña por en medio de la cual habían abierto una estrecha vereda.
+—¡Ah! —pensaba Lucía con angustia—, ¡cuán distinta es la ilusión de la realidad! ¡Nada he encontrado en América como lo esperaba!
+Pero pensó en seguida irguiendo su encorvado talle: «¡En adelante dejaré de ser niña, y procuraré que el sentimiento del deber reemplace toda aspiración de mi corazón!».
+FIN DE LA PARTE SEGUNDA
+Gran arte de vivir es el sufrimiento;
+hondo cimiento de la virtud es la paciencia.
+JUAN DE NUREMBERG
+CARTAS DE LUCÍA A MERCEDES
+Diciembre de 1853
+«Mi querida amiga:
+«¡No puedo ya ocultarte por más tiempo mi situación de ánimo y mis sufrimientos, pues los conoces en parte y en mucho los adivinas, y sólo tú me comprendes y eres capaz de simpatizar conmigo!… ¿No es así? Además, no puede el corazón encubrir siempre sus penas, y es preciso que al fin estalle si no quiere ahogarse… No dudo que habrás extrañado el tono embarazado de mis cartas, el laconismo que he usado y lo poco que he mencionado a mi familia y al lugar en que vivo. Hoy, sin embargo, quiero contártelo todo, y para que me comprendas bien, empezaré por describirte la hacienda de mi padre. La casa de Los Cocos está edificada sobre la cumbre de un cerro más bajo que otros que dominan un estrecho valle, cubierto enteramente de montes casi vírgenes, y en donde el pie humano no ha dejado huella, salvo en una estrecha zona en que se han desmontado los árboles altos para sembrar pequeñas cementeras de maíz, yucas, plátano o banano y arroz en la parte baja; y en la alta y en torno de la casa se siembra trigo, papas, frisoles, arracachas, repollos, zanahorias, remolachas y lechugas. Además, los terrenos más altos aún están cubiertos de fresales y uchuvas silvestres, y allí mismo sembró mi padre años atrás manzanos, duraznos y ciruelos, que fueron abandonados después, y hoy están entre la maleza y no producen nada. El clima es delicioso, ni frío ni caliente; el paisaje que se descubre de la casa es imponente, y ni soñado se encontraría otro más encantador… Pero ¿qué te diré de la casa misma, del desaseo, desorden e incuria que reinaban allí? Había ciertas imitaciones de comodidades europeas que me llenaron de tristeza, y eran una burla de una civilización que no se conocía en realidad. Creo que jamás se ocurrió a ninguno de sus habitantes que se podían barrer los patios, los corredores y los aposentos: sin exagerar, cubría el suelo una capa espesa de mugre y de polvo. Hasta en la alcoba de mi padre tenían entrada las gallinas, que depositaban sus huevos en los rincones, hacían nido las palomas y hozaban los cerdos, dueños y señores de toda la casa. No se conocía en la hacienda más escoba que una que usaban en la cocina de ramas frescas cortadas en las vecinas praderas. No se tenía noticia de que se pudieran lavar los suelos ni sacudir el polvo.
+«El mejor aposento era el que ocupaba mi padre como dormitorio, y me dijeron que mi desgraciada madre había pasado en él todos los años que vivió allí, porque jamás quiso atravesar los umbrales del aposento, desde que llegó a la hacienda hasta que la sacaron en una camilla, casi tullida, y la llevaron a Bogotá, en donde murió. Por las reliquias que aún quedaban, esa alcoba tuvo en un tiempo colgaduras de papel; el suelo era enmaderado y las puertas y ventanas estaban completas, cosa que no se veía en ningún otro aposento de la casa; la cama era grande y de buena madera (pero carcomida por el comején), y tenía además colchón, almohadas y demás enseres necesarios para el abrigo, pero ¡qué desaseo aquel en todo! Jamás habían mudado las sábanas, nunca habían quitado las fundas, que se caían a pedazos, ni había ropa de cama en toda la casa. Fuera de la cama, veíase en el desmantelado dormitorio un ancho canapé que en un tiempo fue aforrado con percal, pero entonces carecía completamente de forro exterior, y la paja con que fue henchido se salía por todas partes, amén de que le faltaba una pata, y un brazo estaba a medio arrancar. Al frente había una gran mesa cuadrada cubierta con una carpeta de damasco, cuyo color se ignoraba enteramente, y sobre ella muchos periódicos extranjeros que mandan de Bogotá a mi padre algunos de sus amigos; por último, en un rincón veíase un estante con algunos libros en holandés e inglés, que habían pertenecido a mi madre, así como otros objetos de su uso particular, regalos probablemente de sus parientas y amigas cuando se vino de su país. Ya puedes figurarte en qué situación se hallaría todo aquello: ¡sucio, mohoso, deteriorado, cubierto de polvo, de telarañas y de mugre!
+«En lo que llamaban sala de recibo no había más muebles que una mesa redonda, coja y rajada, algunas sillas de cuero en muy mal estado, un ancho sillón manco y un retazo de estera de esparto hecha pedazos.
+«Mis tres hermanos vivían con los trabajadores de la hacienda, comían con ellos en la cocina; dormían tirados en los corredores sobre cueros de res que les servían de camas, y cubiertos con inmundas cobijas que amontonaban durante el día en un rincón; además, mi padre, siguiendo adelante su idea de que sus hijos debían vivir democráticamente, no quiso darles ninguna educación; les exige que trabajen en los campos con los jornaleros, y se limita a pagarles un salario como a los demás peones.
+¿Qué te diré de mis desdichadas hermanitas… Clorinda, Virginia y Herminia? Estas vivían casi desnudas, vagando por la casa y los campos vecinos, a su capricho, sin temor a nada sino a mi padre, quien las reñía (cada vez que se veía con ellas) por sus sucios y escasos vestidos, sin pensar nunca que a él tocaba dar providencias para proporcionarles otros. Clorinda cumplirá pronto doce años y tiene un carácter excelente en el fondo, a pesar de su salvajismo y completa ignorancia; las otras dos (de nueve y diez años) son niñas mal criadas, temo que mal inclinadas tal vez, y de genio fuerte y violento, las cuales me proporcionan diarios disgustos, bien que bajo mi dirección empiezan a domarse un poco y a obedecerme bastante. Abrigo la esperanza de que con el tiempo acabarán por amarme, a pesar de la mala influencia que sobre todos ejerce Clarisa: esta trabaja sin cesar para ponerme en mal con mis hermanos cada vez que bajan a la población, y estos a su regreso aconsejan a mis hermanitas que no me obedezcan, so pretexto de que yo no tengo derecho para mandarlas. Parece que tanto a Clarisa como a mis hermanos ha disgustado muchísimo que mi padre me hubiese dado la dirección de la casa, pues me consideran como a una extraña y una intrusa en Los Cocos. ¡Dios me dé paciencia!
+«Felizmente mi padre se acordó que yo venía de un país civilizado, y había hecho limpiar, empapelar y esterar una bonita estancia con puerta sobre un corredor o galería que tiene vista sobre el lejano paisaje de que te hablé al empezar mi carta. En el cuarto mandó poner cama nueva con todo lo necesario (lo cual estaba limpio porque nadie lo había usado) y mesa de escribir y dos asientos… Al lado de mi dormitorio está otro en que dormían en compañía de la cocinera y las jornaleras mis tres hermanitas, acostumbradas ya a aquella vulgarísima sociedad.
+«Puedes imaginarte cómo me apesadumbró todo lo que vi al llegar a Los Cocos, y preguntando si cuando vivía Clarisa en la hacienda imperaba también el mismo desorden y desaseo, me contestaron que si fuera posible, todo andaba peor, porque mi hermana tiene un genio díscolo y pendenciero que no dejaba en paz a nadie, y ella sólo pensaba en adornarse y componerse para agradar a cuantos llegaban a la hacienda, quienesquiera que fuesen, sin cuidarse absolutamente del manejo de la casa y de las despensas, exasperando a mi padre con su mal carácter y lenguaje duro y frases siempre irritantes.
+«Parece que un día las disputas entre padre e hija llegaron a tal punto que él le dijo que puesto que no sabía manejarse como una señora, debería salir al campo a trabajar con las peonas. Ella contestó con tan malas palabras que él se enfureció, perdió enteramente el juicio y armándose con un cuchillo la persiguió por toda la casa; como las otras niñas aterradas trataron de defender a su hermana, las amenazó también, y todas cuatro para librarse de él huyeron al cercano monte y se ocultaron detrás de los árboles, pasando la noche a la intemperie.
+«Apenas aclaró el día siguiente, sabiendo las niñas que mi padre dormía hasta tarde después de que tomaba ciertas gotas negras (que hacía traer de Bogotá para su uso) volvieron a la casa todas, menos Clarisa, que rehusó entrar, jurando no volver a pasar los umbrales de la casa paterna. Mandó llamar a un carpintero que trabajaba en esos días en la hacienda componiendo unas puertas rotas, y le exigió que la llevara al Valle, en donde aquel tenía su casa y taller.
+«Cuando mi padre tuvo noticia de la fuga de su hija mayor, se llenó de indignación y de ira; armóse con una pistola, montó a caballo, bajó al pueblo y fue a pedir cuenta al carpintero de la suerte de Clarisa, mandándole que se la entregase inmediatamente para llevarla a Los Cocos, y allí castigarla severamente como lo merecía; contestóle el artesano echando en cara al padre su crueldad para con su hija; estando en este altercado se presentó ella en la palestra y declaró categóricamente que jamás volvería a Los Cocos y que pensaba casarse con su seudoraptor. Parece que la escena aquella fue horrorosa, y hubo de intervenir en ella el Alcalde, quien acabó por depositar a mi hermana en una casa honrada, mientras que se hacían las informaciones para llevar a cabo aquel improvisado matrimonio. Mi padre tuvo que dar su consentimiento al fin, pues en realidad no podía terminar de otra manera semejante escándalo.
+«—¿Y en dónde tiene mi padre esas gotas negras que toma? —pregunté a mis hermanitas, cuando me refirieron la historia del matrimonio de Clarisa.
+«Me habían dicho que cada vez que las tomaba se ponía de muy mal humor, después de haber dormido algunas horas.
+«—Las tiene en su cuarto en un frasco —me contestó Herminia—, y una vez las probé y me parecieron nauseabundas, ¡no sé cómo le gustan tanto!
+«Inmediatamente fui a buscarlas y efectivamente encontré un frasco vacío que tenía un letrero que decía OPIO. Comprendí en el acto que si mi padre persistía en la costumbre de tomar esa sustancia peligrosa, ¡qué de desgracias podrían sobrevenirle a él y a todos nosotros con sus actos de exasperación nerviosa!, tanto más cuanto que aquella afición era heredada, pues su padre (mi abuelo) había contraído ese hábito en la India, y murió de resultas de él. Resolví entonces, aunque incurriera en su indignación, sustraerle el opio cada vez que se lo mandaran de Bogotá.
+«Entretanto no había que perder un momento, era preciso trabajar sin descanso para ordenar y tratar de civilizar en lo posible aquella casa. Había que empezar por vestir a las niñas y dar a todos hábitos de limpieza. Supliqué a mi padre que hiciera comprar en el vecino pueblo algunas piezas de género blanco y de indianas o zarazas para hacer vestidos a mis hermanitas, y telas y lana para arreglar camas a todos.
+«Pero ya te puedes imaginar cuál habrá sido la lucha que he tenido que librar, primero, para obtener lo que se necesitaba (pues mi pobre padre es el hombre menos práctico del mundo, y absolutamente no comprende la necesidad de ciertas cosas), después, para enseñar a aquellos salvajes a vivir como gente culta.
+«Empero, al cabo de unos días mi padre empezó a elogiarme y a confesar que desde que estaba en América nunca había vivido con tanta comodidad y decencia; parece que jamás se le ocurrió exigir otra cosa en su casa sino ropa limpia para ponerse los domingos y que le sirvieran a él personalmente sus alimentos sin mucho desaseo. Mi desgraciada madre vivía siempre enferma y tan triste y desalentada que no pudo jamás ocuparse del gobierno de su casa; cuando murió, empeoraron todavía las cosas, pues mi padre no sabía ocuparse del bienestar de los demás miembros de su familia, y creyó que aquel desorden era irremediable. Aunque sentía gran malestar, no decía nada acerca de ello, y se contentaba con reñir a todos los que le rodean, y a sus hijos, quienes le temían y no podían amarle, puesto que en ningún tiempo le habían oído una palabra de afecto con respecto a ellos.
+«Aunque al fin obtuve cuanto pedí, mi padre me suplicó con entrecortadas y ambiguas palabras que procurase ser económica en mis gastos, confesándome que en realidad su fortuna era muy limitada, y a pesar de lo que había escrito a Holanda a la familia de su esposa, era pobre. La idea de que se le considere falto de recursos es su mayor tormento; parécele que aquello es una humillación, un descrédito, una vergüenza, y por eso exagera cuanto posee, viendo en un ratón un elefante y en una monedilla de cobre una onza de oro… ¡Pobre padre mío! Esto que te escribo no es con el objeto de desacreditarle ni quejarme de él, sino sencillamente para explicarte mi situación y confiarte mis afanes. Yo sé que tú me comprendes y sólo tú podrás aconsejarme y consolarme. Mira, aunque no he encontrado a mi padre como me lo había imaginado, hoy ya me inspira tanta compasión que le amo más que antes, y si tiene defectos, yo no soy la llamada a criticar su conducta ni afear sus actos. Creo firmemente que tendré fuerzas, valor y perseverancia, si Dios me lo permite, para reformar con el tiempo esta familia… Sin embargo, tengo momentos y aun horas de desaliento, ¡me siento tan fuera de mi elemento, tan sin apoyo, tan sin experiencia! Apodérase de mi alma una tristeza tan grande, un sentimiento de desamparo tal que tiemblo algunas veces de perder el ánimo y dejarme llevar por el acobardamiento y tedio mortal, que causó la desventura de mi madre, y por consiguiente de toda la familia.
+«Tengo, sin embargo, una fuente de consuelo, a saber: tus cartas, las de mi tía y las de mi prima Rieken. Pero a ellas no me he atrevido a referir mis penas ni mis desengaños; ni creo que lo haré nunca; debo guardar reserva acerca de todo; conozco cuánto disgustaría a mi padre si supiera que yo contaba a ellas lo que sucede aquí…
+«Así, pues, queridísima Mercedes, ya que te he abierto mi corazón de par en par, escríbeme más que nunca, consuélame como sólo tú sabes hacerlo, dime aquellas palabras que llenan mi alma y me hacen tanto provecho…
+«Saluda cariñosamente a tus excelentes padres, y ten compasión de tu más adicta amiga
+Lucía».
+*
+La anterior carta fue escrita en inglés; idioma que Lucía hablaba muy bien (y que Mercedes había aprendido en Europa con rara perfección), pues el castellano no le era aún fácilmente manejable.
+La siguiente carta también fue escrita en la misma lengua.
+LUCÍA A MERCEDES
+Los Cocos, enero de 1854
+«Queridísima amiga:
+«He bendecido a Dios por haberme inspirado la idea de confiarme a ti en mis tribulaciones; pues no dudo que esto haya sido inspiración del cielo: tanto ha sido el consuelo que he tenido con tu carta en contestación a la mía.
+«Me hablas de la necesidad que tiene todo ser humano de una Religión que le proporcione consuelos y fuerzas en sus penas y tribulaciones, y me dices que sólo la cristiana, y sobre todo la católica, podrá ser un amparo y un alivio en estos casos, porque no solamente nos da fuerzas, sino que nos inspira una resignación que no encontraremos jamás en otra parte.
+«Esto debe ser muy cierto, porque siempre que he levantado mi espíritu a Dios, me he encontrado fortalecida y tranquilizada mi alma. Una de las cosas que más me ha desconsolado en mi familia ha sido la anarquía que reina aquí con respecto a creencias. Como tú sabes, mi padre, cuya madre era católica, tomó la religión de su padre, que era protestante, pero, aunque es muy escrupuloso en sus palabras, no practica ningún rito ni eso le preocupa en lo mínimo. Clarisa, que estuvo algunos meses en un colegio de Bogotá, dice que allí la convirtieron al catolicismo; otro tanto sucede con mis dos hermanos menores, pero ninguno de ellos cumple con ningún precepto religioso, y creo que pretenden ser católicos por sólo molestar a mi padre, que notificó a sus hijos que les prohibía que cambiasen de religión. Byron, el mayor, se dice protestante, y como su padre, no pertenece a ningún rito, ni sabe absolutamente religión ninguna, salvo algunas oraciones que le enseñó mi madre en holandés, cuyo significado ignora. En cuanto a las tres niñas pequeñas, no sabían casi si había un Dios en el cielo, y no tenían idea ninguna de religión; me he visto en la necesidad de hacerles las explicaciones más triviales acerca de la existencia de una Providencia divina que ellas desconocían completamente.
+«Para decir verdad, hasta ahora nunca me había ocupado en estos asuntos, ni pensaba jamás en ello; creía que la teología era una materia abstracta en la cual sólo tomaban cartas las personas eruditas que tenían que ocuparse en controversias religiosas; bastóme hasta ahora la religión que me había enseñado mi tía para mi gasto particular. Pero cuando vi que tenía que entrar en ciertas explicaciones difíciles, y enseñar a mis hermanitas aquello que los niños aprenden casi por intuición al lado de su madre, me ha puesto a reflexionar hondísimamente, y quisiera ya instruirme en tantas cosas que ignoro absolutamente. Por otra parte, tu carta me ha abierto más los ojos, y sería muy dichosa si alguna vez llegara a comprender la vida como la comprendes tú; has deparado una nueva vía a mi pensamiento, y te suplico me proporciones algunos libros de controversia religiosa que me expliquen claramente tu religión.
+«No creas, sin embargo, que será fácil convertirme: yo me he criado en las ideas del libre examen y no me harán creer patrañas, ni podré admitir ciertas teorías que rechazan la razón y el buen criterio; empero, lo que me enseñaron desde la cuna, tampoco me satisface: quiero buscar esa verdad al conocimiento de la cual todos aspiramos. Hállase esta tal vez en otra parte, y no en donde la he buscado hasta ahora; pero no puedo creer que se encuentre en el catolicismo romano, en el cual no tengo ninguna confianza. Es posible, y hasta probable, que después de estudiar a fondo el protestantismo y el catolicismo, acabe por rechazar uno y otro, y no me quede con ningún rito ni práctica alguna…, pero espero, querida Mercedes, que no olvidarás mi súplica, y no tardarás en enviarme el alimento espiritual que tanto necesito.
+«Deseo ardientemente cumplir con los deberes que parece como que la Providencia me ha señalado, pero necesito un apoyo, un consuelo, una fuerza que no es de este mundo (apoyo, consuelo, fuerza que las personas piadosas encuentran en una religión)… ¿Hallaré yo eso que busco en el catolicismo, puesto que en el rito que me enseñaron en mi niñez no lo he encontrado? No lo creo; pero trataré de ensayar, y confío en que tú, Mercedes querida, me ayudarás en esto.
+«Mi vida diaria no puede ser más ocupada: no por virtud ciertamente, sino por hábito, jamás puedo estar ociosa. Si durante el día atiendo sin cesar a los oficios domésticos de la familia, por la noche enseño a leer y escribir a Burns y Moore, los cuales, a pesar de la edad que tienen, no lo saben sino muy imperfectamente. Los pobres muchachos no estuvieron en una escuela de primeras letras sino durante algunos meses en Bogotá, en la época de la enfermedad y muerte de mi madre. Como manifestasen pena por su ignorancia, yo ofrecí enseñarles.
+«A fuerza de paciencia y longanimidad he logrado que mis hermanos empiecen a no ver en mí una enemiga, intrusa y entrometida, sino una verdadera hermana que sólo desea su bien y felicidad. Sin embargo, suele suceder muchas veces que cuando pienso que navego viento en popa hacia el planteamiento de la luz de la civilización en estas mentes incultas, de repente encuentro que me he engañado, y que en lugar de adelantar por los senderos del progreso, he perdido mi tiempo, y me veo precisada a empezar de nuevo y por otro camino distinto. Entonces un penosísimo desaliento trata de apoderarse de mi alma, y si no fuera porque me he impuesto continuas y apremiantes ocupaciones, me dejaría llevar por el desconsuelo, pues hay momentos en que me veo tan sola, tan desamparada, y recuerdo la casita de mi tía a orillas del canal, la vida tranquila que llevaba allí, sin afanes, preocupaciones ni deberes, y entonces se forma un nudo en mi garganta, y tengo que hacer grandes esfuerzos para no prorrumpir en amarguísimo llanto…
+«Cuando después de las faenas del día logro buscar algunos momentos de soledad, me gusta mucho apoyarme en el barandal del corredor frente a mi cuarto, y de allí contemplar el hermoso paisaje que se desarrolla a mi vista. A medida que muere el día y empieza el crepúsculo, aquella región andina pierde su brillo y esplendor, y me gozo con la imaginación en evocar en su lugar un paisaje de mi cara Holanda: los cerros desaparecen a mi vista, y en aquel sitio se me presentan las llanuras, los canales, las dehesas, los molinos y las risueñas y pintadas quintas de la patria de mi infancia…
+«Por esta ligera descripción de mis pensamientos, verás, amiga mía, de cuántos consuelos necesito; y diré con no recuerdo qué autor: “Cuando las cosas de la vida real no pueden darnos la felicidad, es preciso buscarla en un mundo superior”. En tus manos está el proporcionarme la vía, y abrirme el camino que me conducirá hacia la resignación, si no al contento, y entretanto recibe todo el cariño de tu leal amiga
+Lucía».
+Era domingo, y por primera vez después de algún tiempo de casi continua lluvia, el cielo amaneció azul y continuó lo mismo y despejado todo el día; y merced a la humedad que había quedado en la atmósfera, esta ostentaba una diafanidad extraordinaria, y la naturaleza entera parecía sonreír, bajo su fresquísimo ropaje de variados tintes. Los más lejanos cerros se cubrían con un velo de niebla entre azul claro y morado; la serranía inmediata a esta se presentaba vestida de oscuro ropaje, y por último, las montañas cercanas estaban verdes y brillantes como esmeraldas y ostentaban de trecho en trecho manchas de árboles cubiertos de flores, aquí azules, allí moradas, allá carmines, acullá amarillas o blancas. A lo lejos serpenteaba el camino, de un color entre amarillo y gris, como una gran culebra que aparecía o se ocultaba entre la espesa montaña.
+Como era día de fiesta, los trabajadores se habían ausentado de la hacienda de Los Cocos, y no quedaban en la casa sino míster Harris, Lucía y las tres niñas pequeñas, pues hasta las criadas habían salido a pasear.
+Lucía, que aguardaba con impaciencia febril el correo de Europa que debía haber llegado por aquel tiempo al Valle, había pasado un día de intranquilidad y agitación, no pudo calmar su impaciencia, no acertó a tomar interés en cosa alguna, y cuando llegó la tarde, viendo que su padre se había quedado dormido en su sillón y que las tres niñas jugaban tranquilamente en un corredor fuera de todo peligro, no pudo resistir al deseo de salir al camino a encontrar a los que deberían llevarle las cartas que tanto ansiaba recibir. Tomó, pues, su sombrero, salió de la casa y empezó a bajar la empinada cuesta. A pocas cuadras, sintiendo que le flaqueaban las piernas de impaciencia, resolvió sentarse sobre un tronco caído a pocos pasos de distancia, y de donde podía descubrir una gran parte del camino. Después de un día de desasosiego y hondísima melancolía, nuestra holandesa se abandonó entonces a su tristeza y, llena de dolorosos presentimientos, dejó correr ardientes lágrimas que hasta esa hora pudo verter sin testigos… Al fin se fue serenando, y cuando volvió a levantar la cabeza, la lejana hondonada había perdido la claridad del sol y sumídose en la oscuridad, en tanto que la luz había ido trepando de cima en cima perseguida por las tinieblas, y se había fijado por último en la cumbre más elevada, la cual brillaba como iluminada por llamas de fuego. Aquel espectáculo duró apenas un momento, pues repentinamente y como por encanto la luz del día desapareció y el paisaje entero se cubrió de sombras… En aquel mismo instante se oyó a lo lejos por el camino el grito destemplado de un arriero, y el golpear del paso de varias cabalgaduras que se adelantaban rápidamente hacia la hacienda. Lucía se levantó de su asiento, y llegó a la puerta de la casa casi al mismo tiempo que Byron, Moore y Burns; los cuales ya dijimos que habían bajado a la cercana población con un peón y dos bestias mulares en busca del mercado hebdomadario en el cual se compraban los víveres necesarios en la hacienda.
+Lucía siguió a sus hermanos cuando entraron al patio y se desmontaron. Dirigiéndose a Byron, le preguntó:
+—¿Me traes cartas?
+—No sé —contestó él secamente, añejando las correas de su galápago y desensillando su caballo.
+—¿Cómo no has de saber?
+Byron se calló.
+—Sí sabe —dijo Moore acercándose.
+—¡Mientes! —exclamó el otro brutalmente.
+—Yo le vi meter entre los bolsillos de los zamarros6 varios paquetes de cartas y periódicos —repuso el otro—; y por más señas, el correo acababa de llegar cuando estuvo con Burns en la estafeta.
+—Eso es para padre —dijo el otro—; para Lucía no había nada.
+—Dame las cartas, que yo se las llevaré.
+—No se meta usted en lo que no le importa.
+—¡Byron!…
+—¡Lucía! —exclamó el joven con burla.
+—Entrégame las cartas; que dentro de las de mi padre habrá para mí.
+—En ese espejo no se verá usted, ¡tan exigente que la verán!
+—Dame acá…, que no estoy de humor de chanzas.
+—La señorita Lucía quiere que todos seamos sus criados, ¿no es así? Pues no lo logrará conmigo por lo menos.
+Y al decir esto, arrimó el galápago bajo el alero de la casa y se alejó llevando el caballo del diestro.
+En ese momento salió Harris a la puerta de la sala, y dirigiéndose a Burns, que ayudaba al peón a descargar las petacas y costales en que traían los víveres, le dijo que le entregara su correspondencia.
+—Byron la tiene —contestó este—, y ya se fue a soltar el caballo a la manga7.
+—Pero yo le vi guardar las cartas y periódicos en el cojinete de su galápago —repuso Moore, sacando varios paquetes cerrados y entregándolos a su padre.
+Lucía entró detrás de Harris a la sala.
+Aquel aposento estaba enteramente cambiado desde la llegada de Lucía: el suelo barrido y lavado se cubría en parte con esteras limpias; los muebles cubiertos y aforrados con percal no tenían una brizna de polvo; sobre la mesa del centro había una lámpara que Lucía encendió con temblorosas manos.
+Harris se sentó y examinó los sobrescritos de las cartas.
+—Padre —dijo Lucía—, ¿hay alguna carta para mí de Holanda?
+Este no contestó, y ella tuvo que repetir su pregunta.
+—Mucho te interesa —dijo él al fin.
+—Por supuesto, ¿no está allí mi tía, mi segunda madre, y mi prima?
+—¡Tu segunda madre! —exclamó Harris con acento de disgusto, y añadió—: sí, hay una carta muy gruesa…
+Lucía alargó la mano. Pero su padre la metió debajo de un paquete de periódicos, diciéndole:
+—Antes de entregártela, vete a prepararme el té; y ahora que me acuerdo, debes ir a recoger a esas chicas, tus hermanas, que ha rato las he oído en el corral chapoteando con los puercos y los perros entre el barro…
+—Padre —contestó Lucía con acento angustiado—, ¡deme usted la carta ahora, se lo suplico!
+—¡No! —gritó Harris dando una patada—, ¡obedece y calla!… Cuando yo mando, nadie me chista, ¿lo entiendes?
+Lucía se quedó de una pieza. Jamás su padre le había hablado así. Involuntariamente volvió los ojos hacia la mesa cerca de la cual había visto a Harris durmiendo esa tarde, y vio semioculto detrás de un libro un frasco medio vacío y una copa. Entonces comprendió la causa de aquella brusquedad; olvidó inmediatamente sus preocupaciones personales; recordó los deberes que tenía que cumplir, y dando un hondo suspiro, sin replicar una palabra, salió a buscar a sus hermanitas y a pedir el agua caliente para el té.
+¡Cuál no sería su disgusto cuando encontró a las tres chicas con los vestidos rotos (trajecitos nuevos que les había cosido esa semana), enlodadas hasta la rodilla, metidas entre la cochera jugando con los perros y los cerdos! Durante un momento sintió un movimiento de cólera e indignación; dio un paso adelante con intención de darles unas bien merecidas palmadas; pero se reprimió con mucho esfuerzo, y se contentó con llevarlas al dormitorio y obligarlas a que se acostaran, después de hacerlas lavar y sin permitirles que tomaran su acostumbrada merienda.
+Sin manifestar impaciencia, a pesar de las risitas burlonas de sus hermanos, presidió el té de su padre, cortó y sirvió la cena a los demás; y al cabo de una hora, como hubiese concluido de cumplir todas sus obligaciones, creyó llegado el momento de retirarse a su aposento:
+—Padre —dijo con serenidad, aunque en su interior la quemaba la impaciencia—, ahora sí me permitirá leer la carta de mi tía.
+Harris se había acostado sobre un sofá.
+—Todavía no —contestó enderezándose—. Quiero que me leas el artículo de fondo del último Times.
+Lucía abrió el periódico y leyó un larguísimo artículo acerca de una cuestión judicial que por aquel tiempo se debatía mucho en Inglaterra, y que naturalmente no le podía interesar.
+—Ahora sí… —empezó a decir la pobre niña.
+—Aguarda; antes de irte, es preciso que señales las lecciones a tus hermanos.
+—Si ya se fueron a acostar.
+—¡Holgazanes!
+—Es domingo —contestó ella—, y deben estar cansados con todo lo que han caminado hoy.
+—¡Tú siempre los defiendes!
+—Soy justa.
+—Mira —repuso su padre—, ¿qué láminas son esas del Illustrated News? —Lucía comprendió que Harris quería probar su paciencia y se resignó sin quejarse; abrió el periódico y explicó una a una lo que significaban las láminas.
+—Hija —dijo de repente su martirizador—, ¡en realidad eres un ángel!
+—¿Por qué así?
+—¡Porque hace tres horas que estás en ascuas y no te quejas!
+—Hubiera sido mal hecho contrariarle a usted…
+—Sin embargo, debes tener grandísimo deseo de leer las cartas de tus parientas, ¿no es cierto?
+—No lo niego…, y por eso —añadió levantándose—, ahora voy a cumplir mi deseo, ¿me lo permite?
+—¡Aguarda, aguarda! ¿Sabes, Lucía, por qué te he atormentado?
+—No, señor… No creo haber cometido una falta que merezca castigo.
+—Es porque envidio a tu tía y a Rieken.
+—¡Las envidia! ¿Y por qué, señor?
+—Claro está…, tu tía te educó mucho mejor de lo que yo hubiera podido hacerlo, y eres muy diferente de mis demás hijos. Así es que naturalmente amas más a tu tía y a tu prima que a mí.
+—Eso no, padre —exclamó Lucía con sincero acento—. ¡Usted, se lo aseguro, ha tenido siempre en mi corazón el primer lugar!
+—Eso dices, pero… no lo puedo creer.
+—Yo digo siempre la verdad, y si no fuera así, me callaría.
+—Si yo tuviera completa seguridad de que nunca me abandonarías, estaría satisfecho.
+—Puede usted contar con ello.
+—¿Me juras que jamás por ningún motivo me dejarás?
+—No, señor, no puedo jurar semejante cosa, pues no quisiera faltar a mi palabra, y no sé lo que sucederá después.
+—¡Ingrata! ¿Conque piensas abandonarme? ¿Acaso tendrás algún novio oculto por el cual me dejarías?
+—No, señor; no tengo novio… Pero nadie conoce lo porvenir, ni sabe lo que podrá suceder.
+Y al decir esto, Lucía tomó la carta deliberadamente, leyó el sobre y dijo con tranquilidad:
+—Permítame, padre, desearle buenas noches.
+—Bien, bien —contestó Harris con marcado mal humor—, ya sé que el día menos pensado te irás y me dejarás otra vez solo… Vete, vete a leer tu carta, que es lo único que te interesa.
+Lucía no aguardó a que le repitiera la orden, sino que salió del aposento y corrió a su dormitorio; cerrólo por dentro, puso la vela sobre una mesa, y abriendo la ventana que daba sobre el corredor, se detuvo un momento allí contemplando el bellísimo y dormido paisaje plateado por la luz de la luna, que se extendía a lo lejos… ¡Pobre Lucía! Ya en el momento de abrir la tan ansiada carta, tuvo miedo. ¡Cuánto mejor hubiera sido para ella que no la abriese esa noche, y pasara así siquiera una noche más de ilusión; que guardara algunas horas más en su corazón un poético y recóndito afecto que ella misma casi no se lo confesaba, y el cual le daba fuerza y valor para vivir sin desesperarse en aquel desierto.
+Cerró en seguida la ventana y tomó nuevamente en sus manos el sobre y lo abrió. La primera carta era de su tía, muy corta, en la cual le anunciaba el próximo matrimonio de Rieken; pero no le revelaba el nombre del novio, dejaba esa parte de la relación, decía, a su prima, la cual le referiría las cosas con todos sus pormenores.
+Presa de inquietud, abrió Lucía la carta de su prima, que era larguísima, y vaciló un momento antes de empezar a leer lo siguiente:
+CARTA DE RIEKEN A LUCÍA
+1º de enero de 1854
+«Querida Lucía:
+«Como infiero que debes de haber empezado por leer la carta de mi madre al abrir el sobre, ya tienes noticia de mi próximo matrimonio. ¿Qué te ha parecido este acontecimiento? ¡Sin preámbulos ni prólogos se abre el libro de mi nueva existencia y me encuentras de repente en vísperas de casarme! Lo más raro del asunto es que yo, el ser más prosaico del mundo, como bien lo sabes, tengo un novio misterioso y romántico. Esto es el colmo de lo inverosímil y lo absurdo, ¿no es así?
+«“¿Pero quién es?”, preguntarás llena de asombro, recorriendo con la imaginación a todos nuestros conocidos.
+«Lo vas a saber, querida mía, pero a su tiempo, y no antes de haberte referido los antecedentes desde su principio: ten, pues, paciencia.
+«Una noche, hace hoy tres semanas, al principiar el mes de diciembre, empezábamos mi madre y yo a desvestirnos para meternos en la cama, cuando oímos fuertes golpes en la puerta de la casa, y, como tú sabes, nadie nos visita a esas horas, tanto más cuanto que estábamos en el corazón del invierno, abrí la ventana y pregunté quién llamaba; contestóme la voz del sirviente francés de los Van Verpoon, suplicándome que le permitiese hablar con mi madre. Inmediatamente bajamos ambas con Brígida al vestíbulo, y cuando esta hubo abierto la puerta, vimos entrar al criado, el cual nos dijo llorando:
+«—¡Mi ama acaba de morir!
+«—¡La señora Van Verpoon! —exclamamos asombradas—, ¿y eso cuándo y cómo?
+«—Esta tarde —contestó—, la señora recibió una carta de mi amo, el señorito Carlos, que está en Amsterdam, y no bien la hubo leído, cuando le atacó uno de aquellos desmayos que hace algunos años sufre cada vez que algo la impresiona, ¡pobrecita!, y aunque inmediatamente le hicimos todas las aplicaciones que mandó el médico que se le hiciesen en casos semejantes, nunca volvió en sí, y ahora poco nos parece que expiró, pues a cada momento se pone más rígida y más fría… Como los médicos siempre han dicho que moriría en uno de aquellos accesos…
+«El pobre hombre no pudo continuar porque se le ahogó la voz en la garganta y empezó a sollozar.
+«—¿Y qué quiere usted que hagamos? —preguntó mi madre muy conmovida.
+«—Como esta casa es la más vecina —contestó—, y aquí la señora es persona de experiencia, pensé que tal vez al verla nos podría decir si le parece que realmente ha muerto, y si no, quizás se le ocurriría algún remedio…
+«—¿No sería mejor —contestó mi madre— que corriese usted al pueblo vecino a buscar un médico, y después a Amsterdam a darle la noticia al señor su hijo?
+«—Eso deseaba yo, pero Josefina, la camarera, y la cocinera me hicieron jurar que vendría aquí antes a buscar quien las acompañase.
+«—Yo iría ciertamente —dijo mi madre—, pero no me atrevo.
+«—Venga usted, señora, por piedad, no perdamos el tiempo…
+«—Si usted me asegura que esta oficiosidad mía no disgustaría a los dueños de la casa…
+«—¡Por Dios, señora, no vacile usted!
+«Pocos momentos después, mi madre, bien envuelta y embujada en su capa de pieles, salió apresuradamente con el impaciente francés.
+«Cuando llegó a la casa vecina, comprendió que la enferma había muerto, pero accedió a las súplicas de las dos sirvientas, y permaneció velándola hasta que llegó Carlos, a quien fue a llamar el criado. Parece que el pobre joven se afectó muchísimo al verse solo en la casa en que había vivido con su madre, a quien idolatraba con un cariño más que filial. Y como carecía totalmente de parientes y relacionados, mi madre, después del entierro, se lo llevó a casa.
+«(No dudo que dirás, después de leer la relación anterior, que todo esto a qué viene, y que por qué no digo de una vez quién es mi novio sin andarme más por las ramas, pero si sigues leyendo, verás que todo lo dicho viene al caso).
+«Algunos días después del acontecimiento fatal, estando yo sola en la sala, entró Carlos, y sentándose a mi lado, me dijo:
+«—Señorita Rieken, yo debería ya partir de esta casa hospitalaria, en donde tanto su madre de usted como usted misma se han esmerado en suavizar mis penas, pero aún no tengo valor…
+«—Ni mi madre —contesté— le permitiría que se fuera todavía…
+«—¿Sabe usted —repuso— que lo que ustedes han hecho conmigo es prueba de una bondad infinita?
+«—¡No diga usted eso! —exclamé—; cualquiera hubiera hecho lo mismo.
+«—No lo crea usted: pocos se atreverían a hospedar en su casa a un hombre extraño, desconocido, cuyo nombre siquiera ignoran…
+«—¡Qué dice usted!, ¿acaso no conocemos el nombre de usted?
+«—No lo conocen.
+«—¿No es Van Verpoon entonces?
+«—No, no es…
+«—¿Y por qué se presentó usted en el país con un nombre supuesto? —pregunté mirándole con sorpresa.
+«Pero al momento bajé la mirada porque leí en sus ojos algo que me conmovió hondamente.
+«—Tengo intención —dijo— de revelar a usted todo…, quiero y debo hacerlo, ¿me comprende usted?
+«Yo no le contesté, pero sentí que mis mejillas ardían como dos ascuas encendidas.
+«—Hace mucho tiempo —añadió él con temblorosa voz— que mi corazón abriga una dulce esperanza, y durante los pasados años de prueba, sólo una persona sabía hacerme la vida agradable, solamente una persona en el mundo me daba luz y valor a mi existencia, ¿y quién sino usted podría tener esa influencia sobre mí?».
+*
+Al llegar a esta parte de la carta de su prima, Lucía, cuyas manos temblaban tanto que casi no podía sostener el papel, y cuyos ojos se cubrían de espesa niebla, puso la carta sobre la mesa, y llena de indecible angustia apoyó el rostro sobre las cruzadas manos. Sin embargo, hizo un esfuerzo para serenarse, y continuó leyendo al cabo de algunos momentos.
+*
+«—¡Yo! —exclamé—, ¿yo tengo alguna influencia sobre usted?
+«—¡Cómo!, ¿usted no lo había adivinado antes?
+«No contesté, sino que bajé la cabeza.
+«—Usted es y será mi único consuelo —añadió—. Contésteme francamente con ese candor, con esa sencillez que forma su mayor encanto, ¿cree usted que no le repugnaría unir su suerte a la mía? Pero —repuso antes de que yo pudiera contestarle— no me diga nada todavía; primero tengo que decirle quién soy yo, lo cual procuraré hacer en pocas palabras.
+«Entonces me contó lo que te voy a escribir, aunque yo te refiero otros pormenores que he ido sabiendo en otras conversaciones que Carlos ha tenido con mi madre y conmigo.
+«El Almirante Saint-Clair era un francés de honrada familia que se levantó de la oscuridad a la luz, junto con tantos otros guerreros y marinos que sirvieron bajo Napoleón i. En una de las estaciones que hizo la escuadra imperial que él comandaba cerca del Zuiderzee, tuvo ocasión de tratar a una joven holandesa, huérfana, rica, muy hermosa, que vivía con sus tutores en una quinta cerca de la ciudad de Amsterdam. En breve le propuso matrimonio, y aunque Saint-Clair y la niña quedaron comprometidos a casarse, el enlace no pudo llevarse a efecto sino al cabo de muchos años.
+«Durante el reinado de los Borbones, el Almirante y su esposa vivieron en Inglaterra, en donde nació su hijo primogénito, que llamaron Leoncio, el cual por mucho tiempo fue hijo único de aquel matrimonio. En 1830 la familia Saint-Clair volvió a Francia, pues el rey ciudadano, al subir al trono francés, quiso congraciarse con los antiguos servidores de Napoleón, y el Almirante obtuvo honrosos destinos en la corte de Luis Felipe. Ya para entonces había nacido nuestro amigo Carlos, hijo menor del Almirante; pero este no fue el favorito de sus padres; su madre, enteramente entregada a la vida parisiense, confió el niño a manos de ayas y nodrizas, mientras que el padre sacaba a todas partes al hijo mayor y celebraba sur gracias sin cesar.
+«Carlos se crió retraído y vergonzoso; nadie le conocía; mientras que Leoncio, ídolo de su padre, y a quien su madre amaba ciegamente, era la diversión de cuantos visitaban la casa y deseaban adular a los dueños de ella. Semejante mimo perjudicó muchísimo al niño; creció en él una vanidad sin límites, y era el tirano y el tormento de su hermanito y de los sirvientes y maestros.
+«A pesar del amor que tenía el Almirante a su primogénito, tuvo al fin que meterlo de interno en un colegio militar no bien había cumplido quince años, y allí sirvió de escándalo a los otros niños y era la desesperación de los maestros, a quienes rehusaba obedecer, pues el infeliz siempre había hecho su antojo sin trabas ni prohibiciones. Resultó que Leoncio vivía la mayor parte de su tiempo en los calabozos del establecimiento; cosa que causaba gran disgusto a su padre, hondísima pena a su madre y exasperaba al joven hasta el punto de desear la muerte y la ruina de cuantos le castigaban.
+«Iba a cumplir Leoncio veinte años, y no había adelantado un paso en su educación, cuando tuvo la desgracia de perder a su padre. Aquello decidió de su suerte, pues desaparecida la única persona que podía tener sobre él alguna autoridad, no quiso continuar sus estudios, y como estallase poco después la Revolución de 1848 contra Luis Felipe, Leoncio tomó parte en ella, olvidando los beneficios que su padre había recibido del Rey caído. Desde aquel momento se declaró enteramente emancipado de toda traba; se entregó a los vicios sin rubor ni vergüenza; frecuentó la sociedad más corrompida: desatendió bárbaramente a las súplicas y a las lágrimas de su desdichada madre, y empezó a gastar desordenadamente su parte de herencia. Cuando tuvo lugar el golpe de Estado de Luis Napoleón, Leoncio no volvió a su casa una noche; como aquello sucedía frecuentemente, su madre no se alarmó, pero viendo que se pasaban los días y su hijo no daba señales de vida, mandó buscar al perdido en los círculos que habitualmente frecuentaba. Entonces supo que los amigos y compañeros de su mala vida tampoco tenían noticia de su paradero ni del de otros jóvenes de aquel círculo que también habían desaparecido en esos días. La señora madre, más y más alarmada, acudió a la Policía en el acto; pero cuando el empleado superior vio el nombre del que buscaban, calló durante algunos momentos, y manifestando turbación, dijo a la afligida madre que sería mejor que no insistiese en buscarle, pues no le podría ver: acabando por revelarle que aquella misma mañana lo habían embarcado a él y a otros compañeros en un buque del Gobierno que los dejaría en Cayena. Espantada y casi fuera de sí la infeliz mujer, preguntó qué había hecho su hijo. “Conspirar contra la vida del Príncipe-Presidente”, le contestaron. Fue tan honda la impresión que semejante noticia causó a la madre del deportado, que cayó sin vida en los brazos de Carlos, el cual la había acompañado a hacer las averiguaciones a la prefectura. Desde aquel día se le declaró a la mísera señora una enfermedad en el corazón que fue creciendo hasta que la llevó a la tumba. Loca de dolor, ella no quiso creer que su hijo había partido, y se hizo llevar a Tolón; allí supo que efectivamente se lo habían llevado cuando leyó su nombre en la lista de los pasajeros. A fuerza de ruegos logró que le diesen licencia para escribir a Leoncio, pero nunca obtuvo contestación a sus cartas.
+«De allí en adelante la señora Saint-Clair no tuvo sino un pensamiento, y en ello gastó parte de su patrimonio y agotó la fuente de su existencia: obtener la conmutación de la pena que sufría Leoncio. En breve comprendió que aquello era imposible, y entonces su idea fija era proporcionarle los medios para que pudiera fugarse de los presidios de Cayena; y trabajó con tan buen éxito que al cabo de algún tiempo tuvo la noticia de la fuga de Leoncio, después de haber asesinado a uno de los centinelas.
+«Entretanto, para escapar de la Policía de Luis Napoleón que sospechaba de ella y le tenía puesta espías, la señora Saint-Clair resolvió salir de Francia y venir a establecerse en Holanda, tomando el nombre de su madre, Van Verpoon, y pasando a vivir en la quinta cercana a la nuestra, antigua propiedad de su familia. Deseaba, además, establecerse fuera de Francia para que si algún día regresaba Leoncio a Europa, encontrara asilo en casa de su madre, y en un lugar que no fuera sospechoso a la asombradiza Policía francesa, la cual es tan poderosa, que vigila a todo francés que vive fuera de su país, y cuando a bien tiene, con facilidad logra de los demás Gobiernos la extradición de los que cree enemigos del Imperio. Como sucede con toda idea fija, la cual se vuelve una pasión indomable, la señora Saint-Clair no pensaba en otra cosa sino en volver a ver al idolatrado prófugo; y sin reparar en gastos, se puso en comunicación con cuantos agentes y hombres de negocios pudo en el mundo entero, ofreciéndoles pagar sumas fabulosas si le enviaban noticias de Leoncio. Con este motivo recibía frecuentemente comunicaciones de la China, del Japón, de Australia, de América y de la colonias francesas del mundo entero; pero siempre resultaban falsas las noticias, y, o Leoncio ha muerto o es el ser más ingrato del mundo, pues nunca le ha escrito a su madre. Esto desesperaba a la señora y exasperaba a Carlos, el cual veía los sufrimientos del ser que más amaba en el mundo, sin poder mitigar con su cariño, sus constantes cuidados y su abnegación, una pena que jamás se calmaba y que acabaría por acortar la existencia de su madre.
+«Un día estando en Amsterdam, Carlos descubrió el nombre de su hermano en la lista de los pasajeros de un buque que había naufragado en las costas de México. Todos habían perecido menos dos, los cuales pertenecían a la tripulación. Con el objeto de preparar a su madre a recibir el golpe de gracia, escribióle una carta dándole noticia del naufragio del buque en que iba embarcado Leoncio, pero diciéndole que se habían salvado algunos de los pasajeros, y que pudiera ser que entre estos estuviese su hermano.
+«Pero Carlos no contaba con que su madre comprendiese, como sin duda entendió, que su hijo había perecido, pues apenas leyó la misiva, cayó en uno de aquellos desmayos que sufría y del cual no volvió nunca a la vida.
+«Una vez que nuestro vecino me refirió (aunque no con los pormenores que yo a ti) la historia de su familia, añadió:
+«—Y ahora, Rieken, ya que sabe quién soy yo, y por qué motivo había vivido con un nombre supuesto, añadiré que la fortuna de mi padre, que era considerable, desapareció primero en pagar las deudas que dejó Leoncio en París, después en enviar fuertes sumas a Cayena para conseguir la libertad de mi hermano, y por último en mantener correspondencia con todos los agentes y espías secretos del mundo con el objeto de descubrir el paradero del mismo. Sin embargo, con los restos de aquel caudal podré mantener una casa modesta, y mi esposa no carecerá nunca de comodidades… Repito ahora, ¿querrá usted compadecer a este desgraciado que se halla solo en el mundo y ser mi compañera y mi consuelo?
+«Yo estaba tan conmovida que no acerté a darle ninguna contestación en un principio, pero como él insistiera nuevamente, dije tartamudeando:
+«—Debió usted haberse dirigido a mi madre.
+«—Probablemente —dijo— usted tiene razón, pero deseaba primero conocer la opinión de usted… ¡Oh! —exclamó de repente tomándome una mano—, ¡hace tanto tiempo, casi desde que llegué al país, que la amo a usted!… ¡Pero procuraba ahogar mi cariño, porque pensaba que nunca podría ofrecer a usted mi mano! Dígame la verdad, ¿acaso usted se ha fijado en mí alguna vez?… ¡Contésteme, Rieken, no me haga penar más!
+«—¡Nunca había pensado en otro tampoco! —respondí al fin, sin saber casi lo que decía, y salí de su presencia como una flecha, en busca de mi madre…
+«Inútil será añadir, querida Lucía, que el matrimonio se arregló ese mismo día, el cual se llevará a efecto cuando Carlos vuelva de Francia, a donde ha ido a buscar los papeles necesarios para nuestra unión. Aunque no puedo decir que le amaba desde que le conocí, siempre, tú sabes, me inspiró mucho interés. Me gustaba su conversación; pero jamás me había pasado por la imaginación que él pudiera pensar en mí, sino que me consideraba sencillamente como una vecina, y tal vez amiga estimable y nada más. Hubo una época en que creí que te prefería, pero tu marcada aversión y su indiferencia (cuando os despedisteis) me obligó a cambiar de opinión…».
+Lucía no pudo leer más; anubláronsele los ojos, llenáronsele de lágrimas, y prorrumpió en sollozos, en medio de los cuales decía en entrecortadas frases:
+—¡Su indiferencia, Dios mío!… ¡Oh, Rieken!, ¡qué poco me conoces… cuando hablas de mi aversión!… Yo abrigaba todavía una loca esperanza de que él me amaría en secreto como yo a él… ¡Pero era a mi prima; a Rieken prefería, y para mí no había sino indiferencia! ¡Dios mío!… ¡Dios mío! ¡Nunca más, nunca más podré pensar en él!…
+Cuando se hubo serenado un poco, volvió a tomar la carta. Por ella supo que el matrimonio se debería verificar el 26 de marzo, día de su cumpleaños, y que después de la ceremonia los novios deberían ir a pasear a las orillas del Rin, seguir a Suiza y al sur de Francia, en donde Carlos poseía una pequeña propiedad solariega. Regresarían en seguida a Noord-Holland para radicarse en la casa vecina a la de la señora Zest.
+—¡Ni siquiera Rieken se acuerda de mí en medio de su egoísta felicidad!… ¡Yo estoy sola en el mundo, sola, sola! —volvió a pensar la triste Lucía, arrojando sobre la mesa la carta—. ¿Por qué soy tan desgraciada? ¿Por qué estoy destinada siempre a perder todas mis ilusiones, las cuales han ido desapareciendo una a una para dejar mi vida convertida en un desierto? ¿Por qué son unos felices en el mundo y otros desgraciados? ¿Acaso no cumplo mis deberes estrictamente y me sacrifico sin cesar tratando de hacer el bien?… ¿Qué cosa es el bien? ¿Y por qué he de vivir yo dando mi vida y mi juventud por una familia que es la mía, es verdad, pero que no me agradece lo que hago por ella? ¿Por qué?… ¿La Divinidad, la Providencia lo quiere así? ¿Y qué es la Providencia? ¿Por qué me atormenta a mí y derrama dichas y felicidad sin cuento sobre mi prima, que nunca ha sufrido cosa alguna, y que no merece el amor de Carlos?…
+Hasta aquel día nuestra infortunada heroína no se había hecho cargo de la secreta influencia que el recuerdo de Carlos tenía sobre ella, y del valor y resignación que le inspiraba la loca idea de que él pensaba en ella, y que podría alguna vez ir a buscar fortuna en América. Recordaba que muchas veces le había oído decir que nada ansiaba tanto como alejarse para siempre de las viejas y gastadas sociedades europeas, y buscar en un país nuevo las virtudes sencillas que no se avienen con la corrompida civilización del antiguo mundo.
+¡Largas horas duró Lucía sentada junto a la cama, anonadada, profundamente abatida, repasando en la memoria lo pasado y sintiendo un frío y una soledad horrible en el corazón!
+—Pocas son las heridas morales que no se curan con la soledad —se decía, repitiendo una frase que había leído en algún libro—. ¡Cómo se conoce —pensaba— que ese autor no sabe lo que es realmente la soledad del alma, del espíritu, del corazón! Esa soledad enferma, aniquila, mata…
+Al fin se acostó y durmió pesadamente, como duermen los tristes, los desamparados, los que no tienen ya nada que aguardar en el mundo. Ya cerca de la madrugada tuvo un sueño que le hizo profundísima impresión y que jamás olvidó.
+Parecióle que se encontraba sola en medio de un gran desierto, en el cual no se veía nada que rompiese aquella árida monotonía: ni un arbusto, ni una hierba, ni la menor ondulación del terreno; perfectamente plano y cubierto de arena. No hacía ni tampoco calor; ni venteaba, ni llovía… El cielo no era azul, ni gris, ni brillaba en él astro ninguno; aunque no era de día, no había visibles estrellas ni luna, porque tampoco era de noche. Caminaba Lucía por aquel desierto, al parecer sin objeto; sentíase sumamente fatigada en cuerpo y alma, cuando de improviso se iluminó el horizonte con una luz, opaca pero clarísima, y al mismo tiempo comprendió por intuición que estaba en el dintel de la eternidad, es decir, que acababa de morir en ella la materia y que se había convertido en un espíritu. Sintió un deseo ardiente de llegar pronto al horizonte en donde brillaba esa luz, que se hacía más clara, más pura, más bella a medida que se acercaba; pero aunque apuraba mucho el paso, no podía andar a prisa: una fuerza misteriosa la detenía. Volvió entonces la vista atrás y se vio a sí misma, niña alegre y contenta cogiendo flores en el jardín de la quinta de su tía Zest; más cerca le llamó la atención un buque en medio del mar, y sobre cubierta estaba otra vez ella misma inclinada sobre un barandal del costado de la embarcación en actitud meditabunda, después había un vacío oscuro que no pudo penetrar con la vista, y volvió entonces la mirada hacia adelante. Ya para ese momento se había acercado mucho al resplandor que la atraía y que vio entonces que lo dividía del resto del desierto por una gran portada elevada sobre una gradería. Apenas puso el pie sobre el escalón inferior vio pasar a su lado a Rieken como una sombra impalpable, en el momento en que se presentaba, como a recibirla, Carlos van Verpoon, vestido de luz y como trasfigurado: Rieken se arrojó en sus brazos y ambos desaparecieron entre una nube de oro… Lucía se quedó inmóvil mirando cómo iban llegando multitud de personas, mientras que otras salían a recibirlas y penetraban llenas de felicidad dentro de aquel foco brillantísimo. «¡Y yo!», exclamó al fin, «¿quién me aguarda?». Una voz triste y misteriosa, que repercutió como un trueno prolongado, le contestó: «Nadie, nadie, nadie…». Vio entonces que se cerraba la puerta y ella se abalanzó a golpearla…
+En aquel instante despertó con el ruido de varios golpes que daban sobre la puerta de su cuarto. Levantóse al punto y preguntó quién llamaba.
+—Yo —dijo Byron desde el corredor.
+—¿Qué quieres tan temprano?
+—Son las seis de la mañana; y antes de irme a cuidar los peones, quería entregarle una carta de su amiga Mercedes, y un paquete de libros que me dieron ayer en el pueblo.
+—Esa es la respuesta a mi sueño —dijo Lucía para sí, abriendo la carta de su amiga—. Mercedes me manda lo que más necesito, un consuelo en estos libros, que quizás me enseñarán a buscar alivio a mis tribulaciones en algo menos variable que los afectos mundanos. Sin duda Byron quiso atormentarme, y por eso no me entregó la carta anoche; pero ha sucedido lo contrario; ahora recibo esto con más gusto, y en adelante procuraré no volver a pensar en lo imposible: buscaré distracción y aliviaré mis penas entregándome a un estudio serio e interesantísimo.
+Era ya plena la mañana y Lucía escuchaba el ruido que hacían en el vecino corral las aves domésticas y los cerdos que pedían su pitanza matinal; oía el relinchar de los caballos, el ladrar de los perros, el mugir de las vacas y terneros, todos aquellos sonidos campestres que significan vida, lucha y movimiento… Era preciso que ella también saliera a tomar parte y ocupar su lugar en las faenas domésticas y que ocultase en el fondo de su corazón los desengaños y sufrimientos de aquella noche de angustia que todos deberían ignorar en el mundo.
+¡Oh!, si adivinásemos en nuestra ardiente juventud cuán vanos e insignificantes son en realidad aquellos pesares que inventamos y forjamos nosotros mismos, por cuanto no nos cobija la sombra de la desgracia; si supiéramos entonces lo poco que valen esas ilusiones, esas penas en parte imaginarias, en comparación de los verdaderos dolores y angustias de la vida, cuando ya carecemos de elasticidad y de energía para rechazarlas, ¡cuánto mejores seríamos y cuánto bien no haríamos en el mundo!
+Pálida, mustia, callada y meditabunda pasó nuestra joven aquel día y los que le siguieron; cumplía con sus deberes como un autómata, sin ánimo y sin brío. Cuando concluía sus faenas caseras se encerraba en su cuarto, con intención de buscar consuelo y distraer su pensamiento de lo que la preocupaba, leyendo los libros que le había enviado Mercedes; pero no le produjeron los buenos efectos que esperaba: tenía el espíritu tan agobiado que se encontraba incapaz de fijarlo en cosa alguna. Como si le hubiesen administrado alguna bebida o bebedizo que le causara alucinaciones extrañas, la lectura en breve la cansaba y, cerrando los ojos, se le presentaba inmediatamente siempre la misma escena, la que Rieken le había descrito cuando Carlos le declaró su amor. No solamente veía a su prima y a su novio, sino que hasta oía el sonido de sus voces…
+Semejantes perturbaciones de los sentidos acabaron por causar en la pobre niña una verdadera enfermedad física, y su aspecto cambió tanto que su padre notó la palidez de sus mejillas, el decaimiento de sus fuerzas, y le preguntó si estaba enferma.
+—No, señor —contestó.
+—Pero algo tienes.
+—Nada.
+—¿Acaso —repuso él— empiezas a fastidiarte demasiado en la hacienda?
+—De ninguna manera.
+—Sin embargo, veo que todo te cansa y que te invade un tedio mortal, ¿no es así?
+—No, señor; no me fastidio aquí más que en otra parte.
+—¡Ah, pero confiesas que te aburres!
+—No tal; vivo demasiado ocupada… Nadie se fastidia cuando tiene mucho que hacer.
+—¿Ni te entristeces tampoco?
+—Eso es diferente… —contestó Lucía, y sintiendo que se le llenaban los ojos de lágrimas, se alejó precipitadamente del lado de Harris.
+Entretanto, ella no había olvidado vaciar el frasco de opio que había conseguido su padre. Este no dijo nada, creyendo quizás que inadvertidamente lo había derramado él mismo y sacó otro que tenía de reserva. Encontrólo inmediatamente su hija, y volvió, a derramarlo sin el menor escrúpulo. Al irlo a buscar Harris y encontrarlo vacío, se enfureció, y empezó a dar voces destempladísimas, preguntando quién había tenido semejante descuido.
+Todos los hijos del irlandés se escondieron temblando, pues bien sabían ellos cuáles eran las consecuencias de la cólera de su padre. Solamente Lucía se le presentó sin vacilar y resuelta a arrostrarlo todo.
+—Padre —dijo—, no pregunte usted quién derramó el opio: yo lo hice.
+—¡Tú!, me sorprendes; ¡siempre te he visto tan cuidadosa!
+—No fue por descuido…, sino con intención…
+—¿De qué?
+—De derramarlo.
+—¿Cómo y por qué te atreviste?…
+—Estaba decidida a impedir que fuese usted desgraciado y que nosotros todos sufriésemos las consecuencias.
+—¡Malcriada! ¡Insolente!
+Y añadió, mirándola de hito en hito y temblando de rabia:
+—¡Seguramente esta es obra de Clarisa! ¿Ella te habrá dicho, como me lo dijo a mí, que yo me embriagaba con opio?, pero eso es una falsedad…
+—Yo no he visto a mi hermana —contestó la joven— hace muchos días…, y yo no obro por consejo de nadie. Perdóneme usted, padre, le repito, lo que hice fue por el bien de todos y para cumplir un deber…
+—¡Sal de mi presencia! —gritó el anciano iracundo, cerrando la puerta con estrépito.
+Lucía estuvo alerta y no dejaba que llegase ninguna encomienda de Bogotá sin examinarla primero, pero seguramente Harris reflexionó, porque después de aquella escena no volvió a tomar opio, y su carácter se fue modificando lentamente bajo la suave y benéfica influencia de su hija. Rara vez se dejaba llevar por accesos de ira, como en los primeros tiempos de la llegada de Lucía a la hacienda, aunque en realidad sólo con ella era atento y poco caso hacía de sus demás hijos.
+Algunas semanas después de haber recibido la carta de Holanda que produjo en nuestra heroína tan dolorosa impresión, esta se sintió tan enferma que quiso levantarse una mañana y la desampararon las fuerzas, y tuvo que quedarse en la cama. Alarmóse muchísimo Harris y mandó llamar al médico de la vecina aldea. Este la examinó detenidamente; volvió a los pocos días; encontróla levantada pero tan débil que aconsejó a su padre que procurase llevarla lo más pronto posible a Bogotá, porque solamente un clima frío y fortificante podría aprovecharla. Aseguró a Harris que la señorita estaba tan anémica y tan débil que, si no le procuraban distracción y una vida descansada, su situación podría ser muy grave. «Los europeos», aseguró, «cuando hace poco tiempo que han sido trasplantados a América, necesitan formarse artificialmente estaciones para poderse aclimatar en nuestras comarcas, que no cambian nunca de temperatura».
+Dio la casualidad de que el padre de Lucía acababa de recibir una carta del señor Almeida en la cual invitaba con mucha instancia a su hija para que fuese a pasar una temporada con Mercedes, quien deseaba muchísimo volverla a ver, además de que aseguraba que tanto él como doña Francisca la amaban como a una hija.
+A pesar de la mucha falta que le había de hacer Lucía, Harris le mostró la carta y le advirtió que debería hacer prontamente sus preparativos de viaje. Pero nuestra triste holandesa había llegado a aquel estado de abatimiento que producen las enfermedades morales cuando se hallan unidas a las físicas, y rehusaba salir de la hacienda; unas veces aseguraba que se sentía demasiado débil para moverse, otras que ya estaba perfectamente buena y no había necesidad de cambiar de clima. Acabó al fin por decir que no podía dejar solas a sus hermanitas en la hacienda, pues a fuerza de trabajos empezaban a civilizarse, y si quedaban nuevamente abandonadas a su albedrío, era perder la labor de muchos meses de lucha. El médico allanó también esa dificultad, ofreciendo llevar las niñas al Valle, con el beneplácito de su padre, y encargar a una buena señora que las invigilara durante la ausencia de Lucía. Además, míster Harris le dijo que si le daba gusto cumpliría con una promesa que le había hecho de dar educación a Burns, llevarle a Bogotá y ponerle en un buen colegio; dejando entretanto la hacienda a cargo de Byron y Moore.
+Removidos al fin todos los inconvenientes, Lucía tuvo que acceder y ocuparse en el arreglo de su viaje.
+Empezaba el mes de abril cuando Lucía emprendió camino con su padre y Burns. Iba entre fastidiada y contenta, y aunque deseaba mucho ver a Mercedes y conversar con ella, había momentos en que hubiera querido ocultarse en un monte, no hablar con nadie y dejarse llevar por aquel marasmo que debilitaba su cuerpo, y abatimiento que postraba su espíritu.
+Al pasar por el pueblo del Valle quiso llegar a casa de Clarisa a despedirse, y aunque a su padre repugnaba muchísimo entrar a la carpintería de su yerno, y le humillaba tener que atravesar el taller para entrar en los cuartos que habitaba su hija, quiso dar gusto a Lucía y la llevó a la puerta de la casa, en donde Burns la ayudó a desmontar.
+Mientras que míster Harris conversaba con el marido de Clarisa desde su caballo, y escuchaba con muy mal humor las quejas que aquel le daba siempre de su mujer, lamentando amargamente un matrimonio que temía le llevase a la ruina, Lucía entraba por un pasillo oscuro hasta la sucia y descuidada estancia que Clarisa llamaba su sala de recibo.
+Al acercarse a la puerta, que estaba medio entornada, Lucía se detuvo; una voz que le hizo latir el corazón repentinamente, decía en el interior del aposento:
+—¡Bellísima Clarisa!, tenga usted piedad de Paris, y no me despida todavía ni me destierre de la amable presencia de mi hermosa Elena…
+Aquella voz era la misma de Van Verpoon; y el acento afrancesado era igual al que este usó una vez cuando leyó una frase en un libro que encontró sobre la mesa de la sala de su tía Zest.
+—Ya le he dicho, Leopoldo —contestó familiarmente la mujer del carpintero—, que ya es tiempo de que se vaya… a divertir a otra parte; pues, ni usted se llama Paris que yo sepa, ni yo soy la Elena de nadie.
+—Sapristi! —dijo el otro en voz baja—. Est-elle bête!
+—Repito a usted —repuso Clarisa— que he oído ruido de gente en la puerta y pasos aquí cerca, y no quiero que mi padre, si viene, lo vea a usted aquí.
+Al decir esto se acercó a la puerta para abrirla enteramente en el momento en que Lucía había resuelto entrar.
+—¡Hermanita de mi alma! —exclamó Clarisa echándole los brazos al cuello para disimular su turbación, haciendo al mismo tiempo una señal con la cabeza a su interlocutor para que saliera pronto.
+Pero Lucía se apartó pronto de su hermana y volvió los ojos hacia el francés, el cual permanecía con el sombrero puesto y recostado indolentemente sobre el único sofá que había en el aposento. Era un hombre como de treinta años, rubio, regordete, sumamente colorado, cuya sonrisa falsa y burlona repugnaba particularmente.
+—¿Conque la señorita es su hermana? —dijo este, calándose un lente en un ojo y mirándola de hito en hito con una insolencia que hizo subir los colores a la cara de la modesta holandesa. Sin embargo, le arrojó una mirada tal de indignación y sorpresa, que el joven instintivamente, y sin darse cuenta él mismo de lo que hacía, se enderezó y se quitó el sombrero.
+—¿No sería mejor que usted nos dejara solas? —preguntó Clarisa, muy disgustada, dirigiéndose al visitante, después de dar un revoloteo por la sala.
+—Voyons! —repuso él—, ¿por quién me toma usted? Est-elle ridicule avec ses airs de paon qui fait la roue! —añadió en francés; pero sin moverse de su asiento.
+—Aunque yo no entiendo su lengua —contestó Clarisa con mal humor—, mi hermana es una sabihonda de primera clase. Y en Holanda, que fue donde la educaron, la criaron para doctora, ¿no es así, querida?
+—¡En Holanda! —repuso el francés—. Sepa usted, señorita, que el país de usted es bien, ¿cómo diré?, vulgaire, quoi!, común, diría en la lengua española.
+—Gracias, caballero —exclamó Lucía—. Querrá usted decir que es un país serio, y no ligero e inconstante como el suyo, ¿no es así?
+—Yo sólo sé —contestó el otro sonriendo con expresión sardónica— que cuando nuestro más grande hombre, Voltaire, estuvo allí, creo que desterrado, al salir de Holanda, dijo con aquella dulzura quo le distinguía: Adieu canards, canaux, canaille! ¿Me comprende usted? —añadió levantándose de su asiento, y dejando caer el lente con un movimiento nervioso que le produjo un gesto desagradable.
+—Comprendo perfectamente —contestó Lucía—, usted es muy amable…, pero entre su país y el mío hay una diferencia notable: allí se enseña buena crianza a los jóvenes y…
+Clarisa, aunque no entendía bien lo que pasaba entre su hermana y el francés, temió un disgusto y se apresuró a interrumpir a Lucía. Plantándose resueltamente delante de su visitante, exclamó:
+—Por última vez digo a usted, Leopoldo, que oigo venir a mi padre y a mi marido, y que es preciso que salga de aquí.
+—¡Ah! Un malheur ne vient jamáis seul! ¡Esto es más grave! —dijo el joven haciendo un saludo, burlesco y teatral.
+Salió inmediatamente, y en efecto se encontró en el pasillo con míster Harris, el cual, sin contestar al saludo que le hizo el francés, preguntó a Clarisa:
+—¿Quién es ese hombre?
+—Un caballero que vino a visitarme.
+—Pregunto quién es, pues a lo que viene, bien lo veo.
+—Es un extranjero, francés, que vino al Valle con la compañía de cómicos que pasó para Bogotá, y tuvo que detenerse aquí unos días porque se enfermó. ¿Se ofrece otra explicación?
+—¡Insolente! ¿Por qué recibes en tu casa a un cómico?, ¿no sabes que es la clase de gente que más desprecio?
+—No lo sabía…, ni me importa.
+—¿Y por qué viene aquí ese hombre? ¿Quién lo trajo?
+—Sus pies…
+—¿Pero por qué viene?
+—Ya lo he dicho mil veces… a visitarme.
+—¿A ti?
+—¿Y si no, a quién? Presumo que no será a Patricio, mi marido, ni a Juana, la cocinera —respondió Clarisa riendo a carcajadas.
+—Te prohíbo que lo vuelvas a recibir.
+Clarisa siguió riéndose.
+—¿Se ha quejado mi marido otra vez de mí?
+—Dice que eres una ociosa, con un geniazo como una tigra, y que vives entretenida en hacer y recibir visitas que no son de su gusto.
+—¡Yo jamás le engañé! Bien sabía él cuando me cortejaba que usted nunca me había hecho aprender nada de provecho; y en cuanto al genio, todos saben que “hija de gato caza ratón”, y que siendo de la raza de míster Harris…
+El irlandés levantó el látigo con aspecto iracundo.
+Lucía se interpuso entre padre e hija.
+—¡Clarisa! —exclamó con angustia—, ¡calla por Dios!
+—Digo la verdad y nada más —dijo la otra, y retirándose algunos pasos, se puso las manos en la cintura, y añadió—: advierto que estoy en mi casa y aquí nadie tiene derecho de faltarme…, ¡ni mi padre!
+—¡Vayámonos, padre! —exclamó Lucía, poniendo la mano sobre el látigo que aún tenía levantado el viejo.
+—¡Serás el descrédito de la familia! —gritó este.
+—Eso es lo que quiero —contestó la hija.
+—Lucía —repuso Harris—, ven: te aguardo a la puerta —y añadió en voz baja—; aconseja a esa miserable.
+Con lo cual salió de la estancia, manifestando una prudencia nunca vista en él antes.
+Profundamente acongojada con aquella escena, Lucía se dirigió a Clarisa, que permanecía con aire provocativo en el mismo lugar.
+—Hermana —le dijo—, aunque usted es mayor que yo y mujer casada, le suplico que me escuche…
+—¡No quiero oír consejos de ninguna relamida como usted!… ¡Usted, la mata de la hipocresía, puede largarse de aquí lo más pronto con la música a otra parte! —gritó Clarisa con ímpetu interrumpiendo a su hermana.
+Lucía, que estaba muy débil, se dejó caer sobre una silla.
+—Yo no quería darle consejos —contestó con apagada voz—, sino hacerle algunas observaciones… Tenga paciencia…, no desagrade a su marido…
+—Usted habla de lo que no entiende —replicó la otra—, ¿le parece a usted que me divierto en esta carpintería, casada con un hombre como Patricio? ¡Vaya, vaya!… Pues tengo que buscar con quién conversar para no morirme de aburrimiento, ¿me entiende?
+Y al decir esto, se mesaba los cabellos.
+—Hablemos en paz, Clarisa, y dígame usted, ¿quién tuvo la culpa de su matrimonio?
+—¡Quién! —gritó la otra casi fuera de sí—. ¿Quién, pregunta? ¡Mi padre!, ¡mi padre!
+—Al contrario…, yo sé que él se opuso.
+—¡Tal vez!…, pero era porque quería que yo fuera su esclava, su estropajo, y después, una vez que salí de su casa porque no le pude aguantar, viene aquí a mandarme y ultrajarme… ¡Oh!, pero sírvame de testigo, Lucía, ¡que juro aquí vengarme de él!
+—¡No digas eso, Clarisa, no lo digas! —dijo Lucía, tomándole las manos y tuteándola.
+—¡Lo repito! ¡Juro vengarme en lo que más le duela!
+—Clarisa, escucha…, óyeme lo que quiero decirte…
+—Repito —gritó la otra empujando a su hermana— que no quiero oír sermones; no oigo ni los del cura, ¿e iré a escuchar a una hereje?
+Comprendió Lucía que su tiempo era perdido; que era inútil insistir, y además, se sentía tan débil y enferma, que no tenía fuerzas para entablar polémicas; por lo cual se despidió en silencio y fue a buscar a su padre que la aguardaba a la puerta de la carpintería.
+Pocos momentos después montaban y se dirigían hacia la salida del pueblo.
+A la vuelta de una esquina se encontraron con el francés, el cual, quitándose el sombrero, dijo con fingido respeto:
+—Adieu, Mademoiselle! Bon voyage!
+Volvió a hacer impresión a Lucía la voz de aquel hombre, cuyo timbre le recordaba vivamente la de Carlos Saint-Clair.
+—Lucía —le dijo su padre—, ¿hablaste a Clarisa? Tú que tienes tanto juicio, ¿le diste algunos consejos?
+—No quiso escucharme; me dijo que tenía necesidad de conversar y distraerse… con otras personas; que la compañía de Patricio le fastidiaba.
+—¡Siquiera es un hombre honrado! —contestó Harris—; y sin embargo, prefiere recibir en su casa a ese aventurero, el cual me dijo Patricio que es un perdido, ¡un jugador que escandaliza hasta a los mismos cómicos que venían con él!
+—Yo le escribiré de Bogotá a Clarisa —contestó Lucía—, pero temo que ni lea mi carta…
+No dijo más ni tampoco habló su padre cosa alguna durante muchas horas: ambos iban preocupados, aunque de diversa manera.
+FIN DE LA PARTE TERCERA
+Nunca somos débiles cuando Dios nos acompaña.
+BALZAC
+Una extraña e inesperada sensación acometió a Lucía cuando llegó a la gran Sabana de Bogotá, pues parecíale haber llegado a otro mundo.
+Después de una permanencia de largos meses en un temperamento templado y debilitante, el aire frío y vigorizador del clima de la sabana le hizo inmediatamente grandísimo provecho; sintióse curada casi de repente de aquella extraña languidez y desaliento que la agobiaba en Los Cocos; comprendió que aún había en ella mucha vida y elasticidad en su organismo, y una gran dosis de valor moral en su alma, suficiente para sobreponerse a todos los desengaños del corazón.
+Doña Francisca y Mercedes (el señor Almeida se hallaba ausente) recibieron a Lucía con mucho cariño y suma confianza; tratáronla con toda llaneza como a persona de la familia, cosa que nuestra holandesa supo apreciar y agradecer sobre manera.
+En los primeros días la joven permaneció casi continuamente encerrada en el aposento que compartía con Mercedes: aún se sentía muy débil y enferma para atreverse a presentar delante de los amigos de la casa, y deseaba descansar un poco a sus anchas; le bastaba para su dicha respirar aquel ambiente de civilización, comodidad y bienestar, el cual le faltaba hacía tanto tiempo; escuchaba con honda bienaventuranza la sencilla y bondadosa charla de doña Francisca y las serias y entusiastas conversaciones de Mercedes. Además, cuando la dejaban sola para ir a recibir visitas de sus amigas, escuchaba arrobada el sonido del piano en la sala vecina (cosa que no había oído desde que salió de Holanda), instrumento que tocaba Mercedes con un sentimiento y una maestría encantadora; y otras veces esta cantaba dúos con alguna amiga, lo cual deleitaba a la holandesa, que se había visto privada de todos aquellos signos de cultura y civilidad. Asimismo se entretenía largas horas mirando pasar la gente por la calle, sentada en el gabinete de cristales que la permitía ver sin ser vista; o leía atentamente algún libro que le prestaba Mercedes…
+Pasaban así los días casi sin sentirlos, pues los llenaba de íntimas conversaciones con su amiga, aunque Lucía no tocó jamás el asunto más secreto que guardaba en el fondo de su alma como en arca cerrada para siempre. En medio de sus propias preocupaciones, y a pesar de aquel egoísmo del que sufre, Lucía, que amaba tanto a Mercedes, notó en ella un cambio: un extraño brillo y animación en la mirada; ciertas distracciones repentinas y tan profundas, que nada oía en torno suyo, atenta nada más que a su íntimo pensamiento, y otras señales que dieron la clave a Lucía, la que instintivamente adivinó lo que aquello significaba.
+—Pobrecita —pensó—; ella ama, ¿pero a quién? Ella no me lo ha dicho, y yo no se lo preguntaré, ¿cómo no he de descubrirlo sin que me lo revele? ¡Quiera Dios que su afecto esté bien colocado! ¡Conozco el corazón apasionado de Mercedes, y estoy segura de que jamás se podrá consolar si tiene algún desengaño!
+Deseosa de conocer el objeto del cariño de su amiga, Lucía resolvió presentarse en la sala y ver por sí misma lo que allí sucedía.
+Varios parientes y amigos visitaban la casa del señor Almeida, pero Mercedes trataba a todos con tan natural desenfado que en breve comprendió que no debía ser ninguno de ellos el preferido, hasta que una circunstancia imprevista obligó a la niña a descubrir a su amiga el fondo de su alma.
+Pero antes de entrar en aquellos pormenores individuales, es preciso que demos una ligera reseña de la situación en que se encontraba el país en aquel tiempo.
+Hacía días, y aun diremos meses, que la atmósfera política del país entero se había enturbiado, y era tal la exaltación de los ánimos que parecía inminente algún cambio violento en la política, y hasta se temía alguna revolución social.
+El Partido Liberal, llamado entonces obandista, que estaba a la sazón en el Gobierno, y el Partido Radical, apellidado gólgota, que ya no gobernaba, se hacían una crudísima guerra, y ambos se hallaban en lucha con el Partido Conservador, que había dejado de imperar en el país desde 1849.
+Las sociedades populares o democráticas, que existían en Bogotá y en todas las ciudades y villas de la República, laudadas a imitación de las de Francia por los mismos gólgotas que habían tenido que abandonarlas, trabajaban activamente en el proyecto de proclamar Dictador al Presidente Obando, y derogar la Constitución promulgada por el Congreso de 1853. La situación se complicaba por estar la fuerza armada en manos del General José María Melo, soldado rudo e inepto, sobre quien pesaba una causa criminal, por haber muerto alevosamente a un Cabo del Cuartel de Caballería, el primero de enero al salir de un banquete en Palacio.
+En Popayán, en los pueblos del norte de la costa Atlántica y en las orillas del río Magdalena se habían producido motines más o menos serios, pero que todos ellos eran sintomáticos de las efervescencias de la opinión pública.
+Reunióse, pues, el Congreso de 1854 bajo siniestros auspicios, tanto más cuanto que le era adverso el partido que gobernaba la República. Circulaban sin cesar en la Capital rumores alarmantes que tenían a la población en continuos sobresaltos y temores.
+El Vicepresidente de la Nación, el señor José de Obaldía, recibió el denuncio de que se tramaba una conspiración para clausurar violentamente las sesiones del Congreso y apoderarse del mando supremo de la República; decíase que el promotor de aquella trama era nada menos que el General Melo, Comandante de armas de la Capital. Alarmado el señor Obaldía, dio parte al Presidente Obando y a sus secretarios de Estado de lo que pasaba, y al mismo tiempo la Cámara pidió al Jefe del Poder Ejecutivo que removiese de su empleo al General Melo; pero todo fue en vano: el Presidente no hizo caso ni prestó atención a los denuncios ni a las exigencias del cuerpo Legislativo. Al contrario, decíase que de Palacio salían los borradores de las hojas sueltas subversivas que se leían en todas las esquinas, en las cuales se llamaba a las armas al pueblo y se señalaban a la venganza de este las casas de los ricos.
+Entretanto, Melo recorría personalmente las calles con algunos de los oficiales de su mayor confianza, y en altas horas de la noche lanzaba inofensivas bombas contra el Palacio presidencial y los cuarteles, con el objeto de fingir que los contrarios querían asesinar al Presidente y apoderarse de los cuarteles.
+Esta era la situación de Bogotá aquel año cuando llegó el mes de abril y empezó la Semana Santa. Durante los primeros días de la Sagrada Semana no ocurrió novedad alguna, y el pueblo asistió a las iglesias en comparativa calma.
+Lucía asistió con sus amigas, y por primera vez, a los imponentes actos religiosos del culto católico; estos le hicieron hondísima impresión y contribuyeron en mucho a calmar su espíritu; despertóse en ella entonces grandísimo amor a Jesucristo, nuestro Redentor, que murió por salvarnos, y al pensar en el Hombre-Dios, comenzó a sentir que solamente en la Religión se encuentra alivio y consuelo, y que las cosas del mundo son todas engaños, ilusiones sin más fundamento que nuestra propia imaginación.
+El Viernes Santo, en la procesión hubo algunos desórdenes, disputas, gritos de «¡Viva Melo!» y «¡Viva Obando!». Oyéronse algunos tiros y tuvo que intervenir el Gobernador Gutiérrez Lee con fuerza armada. Empero, aquella alarma no duró, y al cerrar la noche la ciudad estaba en completa calma. Viendo aquello doña Francisca y Mercedes, que vivían cerca de la Catedral, quisieron llevar a Lucía al sermón de Soledad, que tal vez lo predicaría un famoso orador sagrado. Ofrecieron acompañar a las señoras tres jóvenes que visitaban la casa con frecuencia, y a más unas damas que vivían en la vecindad.
+Poco antes de las nueve de la noche se reunieron todos en casa de doña Francisca y salieron juntos a la calle, sin que ocurriese ninguna novedad durante el tránsito. Pero cuando quisieron entrar al templo por una de las puertas que se abren sobre el atrio, halláronla repleta de gente, particularmente de artesanos y democráticos, miembros conocidísimos de las sociedades populares más enemigas de los gólgotas y conservadores, partidos a que pertenecían los jóvenes amigos de las Almeida.
+Al notar las miradas provocadoras que los democráticos arrojaban sobre los jóvenes, doña Francisca comprendió su imprudencia y quiso devolverse con su comitiva, pero ya las niñas se habían adelantado y las dividía del grupo de atrás un núcleo de hombres de ruana (poncho) de bayetón hasta los pies, bajo el cual solían ocultar navajas y puñales, y los cuales miraban a las señoritas con aspecto amenazador. Adelantáronse los jóvenes para protegerlas y lograr que los artesanos se hiciesen a un lado; estos se ponían ya en actitud de resistencia, cuando uno de los democráticos que parecía hacer cabeza entre ellos, les dijo algunas palabras al oído; inmediatamente los que impedían el paso se abrieron, dejando llegar a todos sin tropiezo hasta el interior de la Catedral.
+Aquella escena apenas duró algunos momentos y en otras circunstancias nadie hubiera hecho alto en ello.
+Mercedes y Lucía se hincaron sobre una de las alfombras que las criadas habían llevado con ese objeto (al uso bogotano) y las demás señoras hicieron otro tanto; mientras que los jóvenes permanecieron de pie detrás de ellas.
+La solemne oscuridad del templo, colgado de negros cortinajes; el silencio pavoroso de las naves; el rumor lejano de la multitud que mugía en el atrio, y que aguardaba allí que subiese el predicador al púlpito para entrar; los acordes pausados, graves y tristes del órgano que resonaba como un eco por todo el ámbito; las sombras de las columnas, los bultos negros de las mujeres arrodilladas en el suelo…, todo aquello causó en Lucía una impresión de temor que casi no podía dominar.
+De repente oyó que Mercedes sollozaba por lo bajo, oculta la cara por en su mantilla de seda.
+—¿Qué tienes? —le preguntó al oído.
+—No me hables ahora —le contestó con dificultad—; a la salida te lo diré.
+En aquel momento cesó la música: subía al púlpito el orador sagrado. Desgraciadamente, Lucía y sus compañeras habían quedado en mal sitio, por lo cual apenas les llegaban por ráfagas algunas palabras del predicador. Mercedes se fue tranquilizando poco a poco, y cuando concluyó el sermón, ya estaba enteramente serena.
+Pusiéronse inmediatamente de pie, y apenas tuvieron tiempo para dejarse llevar por la grande ola de gente que salía precipitada, la cual tomó en su centro a nuestra comitiva y la arrojó en seguida al pie de un altar retirado, en donde permaneció aguardando a que saliese una parte de la multitud antes de volver a entrar en la corriente humana que se dirigía hacia una de las puertas del templo.
+—Lucía —díjole Mercedes al oído—, ¿hace un rato que me preguntabas qué tenía…?
+—Sí.
+—¿No oíste lo que dijo aquel hombre?
+—¿El predicador?… Muy poco pude entender.
+—¡Qué predicador!… No oí una palabra…, ¡hablo de los artesanos!
+—¡Los artesanos! No supe que dijeran nada.
+—¡Oh!, Lucía, ¡qué cosa tan horrible sentí entonces!… Pero la atmósfera de la iglesia me ha calmado, y he pensado: «¡Que se haga la voluntad de Dios!».
+—Pero, ¿qué dijeron esos hombres que tanto te pudo impresionar?
+—¿No recuerdas que cuando entrábamos unos hombres de ruana quisieron impedirnos el paso?
+—Sí, así fue.
+—Pero otro les dijo algo al oído, y entonces nos abrieron paso, ¿te fijaste?
+—Efectivamente, ¿y tú oíste lo que les dijo?
+—Sí: «¡prudencia, amigos!, no vayan a perderlo todo por unos pocos…; déjenlos pasar ahora…, el lunes los cachacos8 nos lo pagarán todo junto, ¡prevénganse para entonces!».
+—Eso parece realmente una amenaza contra los cachacos; pero eso ¿qué te importa a ti? Tu padre está ausente y no vendrá antes del lunes…
+—Mi padre no corre riesgo…, ¿pero él…?
+—¡Él!, ¿y quién es él?
+En aquel momento las señoras mayores dieron la señal de marcha y Mercedes no pudo contestar.
+Pasaron sin ninguna novedad, pero cuando se vieron en la calle a alguna distancia de la apiñada multitud que salía de la Catedral, Mercedes se acercó a su madre y en breves palabras le repitió las amenazantes de los artesanos. Alarmóse también doña Francisca, y como aquello no podía discutirse en la calle, suplicó a los jóvenes que las acompañaban, que entrasen a su casa para comunicarles algo que les podía importar.
+Mientras que las Almeida entraban a su domicilio con dos de los jóvenes, otro fue a acompañar a las vecinas hasta su casa, prometiendo volver a oír la comunicación de la madre de Mercedes.
+Cuando se repitió lo que habían dicho los artesanos, uno de los jóvenes contestó sonriendo:
+—¡Las quisieron asustar!, no lo duden ustedes; yo por mi parte no creo que este pueblo cometa ninguna tropelía…
+El que hablaba era un joven hacendado, amigo viejo de la familia, que se llamaba Federico Vallejo.
+—Creo lo mismo —repuso el otro, que se llamaba Santiago y era hermano menor de Federico; estudiante de Jurisprudencia que aún no había cumplido veinte años, y que estaba en aquella edad en que nada parece difícil—. ¿Cuánto apostamos —añadió— que no hay nada el lunes?
+—Apuesto lo que quiera —contestó doña Francisca—; aunque no quisiera ganar.
+—No se alarme usted —repuso—, recuerde usted aquello de que “en guerra avisada no muere gente”.
+—Pero —dijo la señora— hay otro refrán que asegura que “cuando el río suena, piedras lleva”.
+—No crea usted —exclamó Federico—; y en prueba de que no les tengo miedo, mañana no volveré a la hacienda, como tenía intención, sino que me quedaré aquí a ver qué me hacen.
+—¡No sea usted imprudente! —exclamó doña Francisca.
+—Ni se exponga usted sin necesidad —añadió Mercedes, hablando desde un rincón de la sala en donde se había sentado con Lucía.
+—¡Mercedes! —exclamó Federico acercándose a las niñas—, ¡no crea usted que soy cobarde!
+—¡Cobarde usted! —contestó Mercedes—, sería preciso que no llevara el apellido de su padre, ¡bien sé que todos los Vallejo son valientes!
+Doña Francisca conversaba con Santiago. Federico dijo luego en voz baja:
+—¿Por qué entonces me da usted ese consejo?
+—Porque no se han de buscar los peligros, aunque una vez que estos vienen se deben arrostrar, ¿me entiende usted? Además usted tiene a quién hacer falta.
+—¡Ojalá!…, ¿a quién?
+—A su madre, a sus hermanas…
+—¿Y a nadie más?
+Mercedes se sonrió tristemente.
+—Sí, a sus amigos… y amigas.
+—Y usted, Mercedes, ¿se interesaría también en mi suerte?
+—¡Cómo no!… —contestó ella fríamente con los ojos fijos en la puerta de entrada.
+—Mercedes —dijo Federico con acento conmovido—, dígame alguna vez si le importaría, si la afligiría que yo estuviese en algún peligro.
+Pero Mercedes no parecía prestar ninguna atención a aquellas palabras; siempre con los ojos clavados en la puerta de la sala, dijo, volviéndose a Lucía:
+—¿No has oído sonar el portón de la calle?… ¿No entraría alguien?
+Lucía iba a contestar cuando se presentó en la estancia el joven que había quedado de volver después de acompañar a las vecinas a su casa. Mercedes le vio, y tanto Lucía como Federico notaron en ella una extraordinaria transformación: perdió inmediatamente el aire abatido y triste que tenía momentos antes y pintóse en su expresiva fisonomía un sentimiento de profunda ternura y repentina alegría…; aquello duró un momento, es verdad, pues, poniéndose roja como un ababol, bajó los ojos, apagó la mirada, y momentos después había recobrado su habitual serenidad.
+Federico suspiró, pasó la mano por la frente como para apartar un pensamiento importuno, y levantando la voz, contestó a Mercedes que le preguntó qué pensaba hacer definitivamente.
+—Mañana temprano me iré de Bogotá; ya nada me detiene aquí. Tiene usted razón: yo haría gran falta a mi familia, y mis negocios no me permiten andarme en “quijotadas” inoficiosas…
+—¡Cuánto me alegro, Federico! Su determinación es muy juiciosa.
+Entretanto, doña Francisca llamaba al recién venido para darle parte de sus aprehensiones.
+Era este un joven de cerca de treinta años de edad; alto, delgado, de elegante porte y cultos modales, de ojos grandes, negros y melancólicos, cabello oscuro, bigotes espesos del mismo color y tez blanca y pálida. No era bogotano; pertenecía a una de las provincias del Sur de la República y era hijo de una familia muy notable por su patriotismo. Se había educado en Europa, y allí, siendo estudiante, había contraído estrecha amistad con la familia Almeida. Al volver a su provincia le habían nombrado Representante en el Congreso, y reanudó sus relaciones con el padre de Mercedes apenas llegó a Bogotá. Pertenecía al partido gólgota moderado, aunque toda su familia era entusiasta conservadora; por consiguiente poseía todos los títulos para ser odiado por los obandistas y democráticos, y habíase señalado desde que llegó a tomar parte en las discusiones en el Congreso por su palabra vehemente y sus denuncios contra Obando, Melo y sus copartidarios. Olvidábamos decir que se llamaba Rafael Hidalgo, y lo era no solamente de nombre, sino también por su comportamiento en la sociedad.
+—Señor Hidalgo —le dijo doña Francisca, después de haberle participado sus temores—, ¿no sería prudente que usted se fingiera enfermo y se alejara por algunos días de Bogotá, mientras que pasa esta efervescencia?… Almeida se encuentra actualmente en su hacienda por el lado de La Mesa; allí podría usted permanecer con toda seguridad…
+—¡Imposible, señora! —exclamó el joven—. ¿Cómo quiere usted que yo abandone mi puesto en la Cámara para huir como un cobarde?
+—¿Y si realmente se enfermara usted?
+—Pero no estoy enfermo, señora; e iría aunque estuviera muriéndome; en las actuales circunstancias todos debemos rodear nuestra bandera y sostener la Constitución.
+—¡Cómo exageran los hombres todo! ¿No ve usted, don Rafael, que usted y sus amigos llevan perdida la cuestión, puesto que el Gobierno mismo protege a los revolucionarios?
+—Bien puede ser; pero semejante acción sería indigna de un hombre de honor.
+—¡Tiene razón! —exclamó Mercedes desde su asiento.
+—¿Cuál será la opinión de Mercedes? —preguntó Hidalgo mirándola.
+Ella no contestó.
+—Lo que me acaba de decir a mí personalmente —dijo Federico—, es que debo ponerme en salvo a todo trance.
+—¿Y eso mismo me aconsejaría a mí? —preguntó Hidalgo.
+—No; de ninguna manera.
+—¿Y eso por qué?
+—Creo que usted debe permanecer en Bogotá y cumplir con su deber en el Congreso.
+—¡Válgame Dios con la niña! —exclamó doña Francisca—, ¿no acabas de decir lo contrario a Federico?
+—Sí, señora…, pero él no tiene compromisos políticos.
+—¿Y a ti quién te mete en esas cuestiones?…, las mujeres no entendemos de eso.
+—¡Cómo no he de entender, mamá, que un hombre que ha jurado defender la Constitución tiene que morir, si es preciso, más bien que faltar a sus deberes como ciudadano y patriota!
+Mercedes se había puesto de pie, con los ojos chispeantes y las mejillas ardiendo de entusiasmo: parecía la personificación de la Patria. Al menos así pensó Rafael Hidalgo.
+La discusión se hizo general; doña Francisca insistía en que los jóvenes deberían permanecer al menos unos pocos días sin salir a la calle; Mercedes no volvió a hablar, ni tampoco Hidalgo, pero Federico y Santiago aseguraban que no había riesgo de motín y que todo pararía en gritos y peroratas. Por fin los jóvenes salieron de la casa cerca de las doce de la noche. Mientras que los otros dos jóvenes se despedían de la dueña de casa, el congresista se acercó a Mercedes, y bajando la voz de manera que sólo ella y Lucía pudieran oírle, le dijo:
+—¡Cuánto le agradezco sus palabras, Mercedes!, ¡y qué pocas son las mujeres que saben como usted lo que vale el honor de un hombre!
+—¡Vea lo que son las niñas de ahora! —decía doña Francisca en confianza a Lucía, al tiempo de retirarse a su aposento—. Yo había sospechado que ella tomaba algún interés en Hidalgo…, ¡pero no, señor, no hay tal, puesto que le aconseja que exponga su vida como un tonto! ¿No te parece que es un cargo de conciencia?
+Lucía se sonrió al ver la candidez de la buena señora.
+—¡Pobre niña! —pensaba entretanto—. ¡Comprendo que se afligiera! Ella le ama con toda la ternura y abnegación de un corazón entusiasta como el suyo; y al mismo tiempo respeta y estima su reputación más que su vida… ¡Ah!, ¡cuán cierto es que el amor verdadero es un crisol puesto al fuego y en que se evaporan todos los sentimientos egoístas para no dejar en el fondo sino elevadas y nobles ideas!
+Aquella noche, al recibir Lucía por primera vez las íntimas confidencias de su amiga, olvidó sus propias penas, lo que hasta entonces no le había sucedido, sólo para simpatizar con Mercedes.
+Toda la noche del Viernes Santo, 14 de abril, recorrieron los democráticos las calles de Bogotá y despedazaron los vidrios de las ventanas y balcones de las casas de algunos de los gólgotas más conspicuos, acompañando aquellos desórdenes con gritos de «¡Viva Melo!» y «¡Viva Obando!».
+Viéndose el Gobernador al día siguiente incapaz de reprimir aquellos tumultos populares que alentaba el mismo Ejército Nacional, renunció su puesto con indignación y entregó la ilusoria autoridad al General Briceño.
+La situación de la Capital era a cada instante más angustiosa, y aunque el Domingo de Pascua trascurrió en comparativa calma, se aguardaba de un momento a otro que estallase la revolución tan anunciada. Esa noche cada familia se encerró en su casa, cada cual se trancó y guardó bajo llave, llena de vagos temores y grandes sobresaltos, pues se ignoraba qué forma tomaría el peligro que los amenazaba.
+Nadie se sorprendió, pues, cuando al clarear el lunes, 17, la población entera despertó al estruendoso ruido de los cañonazos que disparaban en la plaza mayor de la ciudad… Doña Francisca y las dos niñas se despertaron y, llenas de susto, se vistieron a toda prisa corriendo a asomarse a un balcón que daba a la calle. No había aclarado aún enteramente, pero a lo lejos se veía la plaza llena de tropa armada, y en las ventanas y puertas de toda la cuadra la mayor parte de los habitantes de ella, que espantados se preguntaban unos a otros qué sucedía.
+—No han cesado de pasar patrullas numerosísimas toda la noche —decía uno.
+—Los soldados mataron a una mujer en la calle del Rosario, porque se asomó a mirarlos pasar —añadió un pilluelo, que parecía muy contento con aquel hecho.
+—¡Jesús! ¡Jesús!
+—¿Qué haremos?
+—¡Se escapó un francés de que lo mataran también! —exclamó una mujer.
+—¿Y eso cómo?
+—Porque abrió el balcón cuando pasaba un escuadrón de caballería para la plaza y le hicieron una descarga cerrada.
+—¡Virgen Santísima! ¡Y si nos ven aquí nos volverán trizas! —exclamó una mujer, poniéndose las manos en la cabeza.
+Pero la curiosidad pudo más que el miedo, porque todos permanecieron en su lugar.
+Entretanto seguían disparando cañonazos de diez en diez minutos.
+—Pero en resumidas cuentas, ¿qué novedad hay? —preguntó doña Francisca a un hombre que regresaba de la plaza.
+—Dicen que han rodeado todas las casas de los representantes y senadores…
+—¡Válgame Dios! ¿Y qué les han hecho?
+—A unos llevaron a los cuarteles presos; pero otros se han escapado.
+Al oír aquello, Lucía miró a Mercedes. Esta había levantado los ojos al cielo como pidiendo a Dios protección y amparo para el que amaba. Y aunque palideció repentinamente, estaba serena y silenciosa.
+Como la casa de doña Francisca quedaba al lado del Palacio Presidencial, al ver asomado en un balcón a uno de los secretarios del Presidente, con quien ella tenía amistad, la buena señora le preguntó si aquellos cañonazos significaban que había estallado la tan anunciada revolución.
+—¡Creo que sí! —contestó el General B*** muy turbado.
+Y para evitar preguntas que pudieran comprometerle, entró y cerró el balcón, para no volver a presentarse más por aquel lado.
+Poco rato después ya se supo con certeza lo que había sucedido.
+El General Melo era dueño y señor de toda la ciudad y había enviado postas (entonces aún no había telégrafos) para notificar que había ofrecido la Dictadura al Presidente Obando. Pero, aunque parece que es cosa probada que los hechos del General Melo eran fraguados con conocimiento del Presidente Obando, este a última hora temió cargar con tan tremenda responsabilidad, y prefirió fingirse preso en Palacio con sus secretarios de Estado.
+Entretanto, mandó llamar para conferenciar con ellos al Vicepresidente señor Obaldía, al Designado y al Procurador de la Nación. Pero aquellos, temiendo, con razón, caer en una trampa, se negaron a ir a Palacio y permanecieron asilados en casa de un Ministro extranjero.
+Dueño del campo, el Jefe Supremo, como se tituló Melo, se apoderó de todas las rentas y nombró empleados de su devoción en todas las oficinas de gobierno. Circularon ese mismo día varias hojas sueltas en que se ensalzaba la nueva Revolución, y en que se pedía una convención para legalizarla. También convocó el Dictador una Junta de Padres de familia, «para atender», decía, «al reposo público». Pero nadie asistió a ella, pues se hablaba de que aquel era un ardid para apoderarse de los principales ciudadanos de la Capital y cometer con ellos tropelías.
+Durante todo el día circularon por la ciudad los más alarmantes rumores, y se decía que Melo, para tener contento el ejército, iba a dar orden de que las tropas saqueasen todas las casas que quisieran, pertenecientes a las familias más caracterizadas como gólgotas y conservadores.
+Como el señor Almeida era rico y se le consideraba adversario del Gobierno de Obando, doña Francisca se alarmó muchísimo, y resolvió, junto con otras madres de familia, enviar a las niñas a un convento en donde tenía una parienta, la cual obtuvo de la Comunidad que no solamente dieran asilo a Mercedes y Lucía, sino también a otras muchas jóvenes amigas suyas, de la alta sociedad bogotana. En aquel tiempo aún se conservaba la convicción de que el hombre más cruel y más descreído jamás se atrevería a penetrar en un convento de monjas…
+Felizmente para ella, Mercedes, antes de entrar al monasterio, había logrado obtener noticias de Rafael Hidalgo. Este pudo escapar la noche anterior de la casa en que estaba hospedado, momentos antes de que las tropas rodeasen la manzana; supo que se hallaba en parte segura, pero ignoraba el lugar; y a pesar de que aparentaba la mayor serenidad, estaba llena de angustia y sufría mortales aprehensiones que no se atrevía a expresar.
+CARTA DE LUCÍA A LA SEÑORA ZEST
+En Holanda
+Bogotá, Convento de… 20 de abril de 1854
+«Mi querida tía:
+«Como calculo que usted necesita de alguna distracción, más bien que Rieken, que gozará todavía de su luna de miel en el sur de Francia, por este correo no le escribo a ella sino a usted, a usted a quien considero como a mi verdadera madre y a quien amo con todo mi corazón.
+«Le escribo, como habrá visto por el encabezamiento, de Bogotá, en donde vine a pasar algunos días con mis compañeras de viaje, las señoras Almeida, las cuales han sido y son las únicas amigas que tengo, y son tan francas y bondadosas conmigo, que las considero casi como de mi familia. Pero lo que le habrá sorprendido más, mi querida tía, es ver que le escribo en el fondo de un convento de monjas, ¿no es así? Voy a explicarle lo que esto significa.
+«Una de aquellas revoluciones tan frecuentes en Sudamérica, que estalló en la ciudad hace tres días, obligó a la señora Almeida, temiendo un saqueo, que no ha habido ni creo que habrá, a meternos durante algunos días en el lugar más seguro, en el asilo más completo: en un convento de monjas.
+«Mucho he celebrado, sin embargo, esta ocurrencia. Aquí se respira una paz tan completa, hay tanta serenidad y dulce regocijo en la fisonomía de las religiosas, que creo que no pueden menos de estar contentas lejos del engañoso mundo que la mayor parte de ellas no conocen. Aunque las reglas y estatutos del Convento parecen muy severos y las obligaciones que tienen que observar, muy duras, su existencia es tan tranquila, ocupada y santa, que dudo hallará el corazón desengañado de las vanidades de la vida una que llene más su alma y produzca más resignación y conformidad. Hay momentos en que me provoca quedarme aquí para siempre, y siento que quizás esta sería mi vocación, pero otras veces me aterran la soledad y el silencio…, además, tengo grandes deberes que llenar fuera de estos claustros, que serán mucho más provechosos que mi sempiterno encierro.
+«Estas expresiones mías la afligirán tal vez, madre querida, pero yo no puedo mentir, y tengo que confesar que no soy feliz; ¿para qué negarlo? Ustedes me hacen grandísima falta, pero también últimamente me he persuadido de que la dicha no es planta de este mundo y que, tarde o temprano, todos tenemos que renunciar hallarla aquí abajo para buscarla fuera de la tierra. ¿No será, pues, mejor empezar por donde todos acaban y de una vez abandonar este cariño insensato hacia un mundo tan lleno de desengaños, para entregarnos en cuerpo y alma al amor divino, en el cual jamás se sufren engaños y contratiempos?
+«Verdadera y sinceramente creo que los que se entregan a una vida contemplativa son los únicos que han descubierto el camino de la tranquilidad y el contento. Pero no a todos es permitido cumplir con sus deseos y dejarse llevar por esas inclinaciones, quizás supremamente egoístas… Así, no se alarme con lo que le escribo, y no crea que tengo vocación y mucho menos tiempo para hacerme monja. Usted me conoce y sabe que soy impresionable y nada más. Mi pobre padre me necesita muchísimo, y nunca pensaría en dejarlo: así pues, apenas venga por mí, volveré con él a Los Cocos.
+«Una vez que regrese a la hacienda, será difícil volver a salir de ella; vine a Bogotá porque estuve algo enferma en la tierra templada; aquí me he repuesto enteramente. Probable es que jamás me vuelva a ver tras de los muros de un convento, y al dejarlos volará también mi pasajero anhelo, el cual tiene la misma probabilidad que el deseo que abrigaba cuando era pequeña (usted lo recordará) de que me nacieran alas para poder ir todas las semanas a América y volver a Holanda después.
+«Perdóneme, querida tía, si en esta carta sólo hablo de cosas extrañas a usted y a Rieken; pero de mi prima no quiero ocuparme ahora, porque de los felices de la tierra no hay nada que decir; ni sería prudente interrumpir sus dichosos días para recordarle los que no lo son. Sin embargo, cuando escriba usted a mi amadísima hermana, preséntele mis más sinceras felicitaciones, y salude a mi nuevo pariente en mi nombre, es decir, si se acuerda aún de que existe en la cumbre de los Andes una pobre mujer que nunca olvidará el nuevo matrimonio para rogar a Dios por su felicidad, así como por la suya, querida madre mía.
+Lucía».
+DIARIO DE MERCEDES EN EL CONVENTO9
+«… La pieza que nos han destinado (a las asiladas en el Convento) es triste y oscura, pero las puertas y las ventanas miran hacia un hermosísimo patio, rodeado por un ancho claustro y sembrado de plantas odoríferas que, enredándose en las columnas de piedra, forman guirnaldas de diferentes flores, cuyo perfume nos halaga y consuela. Las flores, esa sonrisa de la naturaleza, son siempre acogidas con gusto por los tristes, porque ellas les recuerdan la bondad de Dios y al mismo tiempo la inagotable belleza del mundo en que nos ha puesto…».
+ABRIL 21
+«He pasado ya varios días en el Convento y estoy persuadida de que no hay mejor sitio para calmar las penas del corazón que esta soledad llena de ocupación, este retiro tranquilo y suave, este asilo piadoso y sencillo que llaman un monasterio. Todo aquí respira pureza, suavidad, modestia, resignación. Desde antes de amanecer estoy en pie, y al oír tocar la campana de maitines, tan solemne y triste, me levanto a tientas y, mirando por la ventana, veo pasar por entre la oscuridad las blancas formas de las monjas que se dirigen hacia la capilla. Atraviesan los claustros y tranquilas, de una en una, silenciosas, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza cubierta con sus mantos blancos o negros, según su categoría.
+Esta mañana quise acompañar a las religiosas en sus oraciones. Adelante iba una llevando una luz, y la seguían paso ante paso todas las demás. Los claustros y los pasillos estaban profundamente oscuros, y la luz que llevaban sólo servía para hacer más patentes las sombras.
+El coro bajo, sitio en donde enterraban anteriormente a las religiosas, está separado de la iglesia por una doble reja y una gruesa cortina negra. Me arrodillé cerca de la cortina para poderla levantar y ver el interior de la iglesia. Reinaba en el templo la más completa oscuridad; solamente en el altar mayor ardía una pequeña lámpara; algunas veces, al mover su llama el viento, esta se iluminaba repentinamente y brillaban los puntos más salientes, los dorados y las joyas de los velos y los altares vecinos…; un momento después todo quedaba en tinieblas. En torno mío veía entre las sombras a las monjas, las cuales hincadas en diversas actitudes., oraban en silencio. Ese espectáculo tan quieto y melancólico me hizo tanta impresión, que se apoderó de mí un terror incierto, un pavor misterioso, y con los ojos fijos en la iglesia silenciosa, sentía que había perdido el poder sobre mis facultades intelectuales. De repente se eleva como un rumor vago, confuso, sordo, como si un lejano viento empezara a levantarse, y al mismo tiempo se oyeron las voces de las novicias en el coro superior que cantaban suavemente un himno a la Virgen. Ese sonido humano, esas frescas voces femeninas, aunque poco armoniosas tal vez, me volvieron los sentidos y pude unirme a las demás monjas en su oración.
+¡Y dicen que el interior de un convento no puede causar emociones! Rara vez he tenido yo conmoción más profunda que la que se apoderó de mi alma en ese momento de misterioso terror, y embargó mis sentidos sin saberse por qué».
+ABRIL 22
+«Durante el tiempo que he estado aquí, me he ocupado en estudiar los diferentes tipos que se encuentran entre las monjas.
+En primer lugar está la madre Asunción. Esta es una mujer de unos cincuenta años, gorda, rosada y siempre de buen humor. Su vida está escrita en aquella fisonomía franca y sencilla que la caracteriza. Sus padres se opusieron a que profesase en el Convento después de haberse educado en él, como ella lo deseaba, y la sacaron de allí precipitadamente. Ella obedeció al mandato de sus padres, y pasó varios años en “el mundo”, como dicen las religiosas, y aunque no manifestara tedio ni tristeza (su carácter no se lo permitía) abrigaba siempre la firme resolución de volver al monasterio apenas hubiese una coyuntura favorable. Al fin se presentó esta, profesó llena de alegría, y desde entonces vive aquí completamente feliz, tomando grandísimo interés en su pequeña esfera. Todo el día se la ve andando a prisa por todo el convento, componiendo las flores, visitando las despensas, riñendo a las criadas, pero a toda hora brindando sonrisas y chanceándose amigablemente con cuantas encuentra a su paso.
+Este es el tipo de la monja satisfecha.
+En oposición a la anterior, la madre Fortaleza está siempre seria y casi imponente. Cuando entra a nuestro departamento, callamos todas; en su fisonomía enjuta rara vez llega a dibujarse una sonrisa. Ha sido dos veces Priora, y es la que “gobierna” el Convento, aunque ahora no está “reinando”. Jamás se la encuentra en los jardines y mira con desprecio a las que se ocupan de las flores, la música u otras cosas que ella llama frioleras. Casi nunca levanta la voz; para ser obedecida ciegamente, le basta manifestar su opinión con una mirada de esos ojos fríos de color incierto. Por lo demás, es amable con todas y, aunque no manifiesta la curiosidad de las otras monjas, que todo lo preguntan y lo quieren saber, no se le escapa nada de lo que pasa dentro y fuera del monasterio.
+Esta monja hubiera sido una potencia en otro siglo y en otra sociedad, porque tiene todas las aptitudes de un hombre de Estado.
+El tipo más dulce y más conmovedor es el de la madre Catalina. Sus ojos son grandes, negros y profundamente melancólicos; hay en el fondo de ellos una luz apagada, reflejo de algún dolor olvidado, y se conoce que ha sufrido, aunque callada, inmensamente. Sus labios descoloridos tienen un movimiento nervioso y su sonrisa es singularmente triste. El timbre de su voz es delicioso por la dulzura; es una armonía que parece guardar en sí las lágrimas que nunca alcanzaron a salir. Tiene el talle esbelto y majestuoso y se conoce que su amplio vestido encubre formas perfectas.
+La historia de esta monja es corta y cruel: la oí siendo muy niña en casa de mis padres, que la habían tratado cuando estaba en “el mundo”. Había quedado huérfana bajo el cuidado de un hermano mayor, cortado al estilo antiguo español. Este la obligó a entrar en el Convento para impedir su matrimonio con un primo suyo a quien ella amaba desde la infancia de ambos. Sin embargo, ella rehusaba tomar el velo de religiosa… Un día apareció asesinado el joven primo suyo, ¿quién lo mató? Nadie descubrió jamás al criminal. Apenas tuvo Catalina noticia de aquella sangrienta tragedia, tomó el velo sin vacilar, pero su espíritu desde aquel día pareció abandonar su morada terrestre. Sin pronunciar nunca una palabra de desesperación, su aire, su mirada, su aspecto asombrado revelaban su penetrante y hondísimo desconsuelo. ¡Pobrecita!… Durante largos años rehusó perentoriamente ver a su hermano; pero últimamente ha ido calmando su dolor agudísimo, y ya empieza a tomar interés en lo que la rodea. Encontró su lacerado corazón refugio en un amor que no acaba jamás; halló remedio a sus congojas en una piedad entusiasta, vehemente, y eso la tranquilizó. Al menos ya se sonríe con aquel aire de mártir; ya habla con esa cadencia de melancolía penetrante; pero al fin habla y se sonríe. Después del primer ímpetu de devoción primera, que parecía quitarle el juicio, hoy cumple estrictamente con sus obligaciones sin desmayar, pero tampoco con entusiasmo; una piedad suave, tierna, natural, duradera y constante ha reemplazado los arranques de los primeros tiempos. Hace dos o tres años que recibe las visitas de su hermano sin manifestar emoción, y se conoce que, si no ha olvidado las ofensas que él le hizo, las ha perdonado enteramente. La única cosa que le llama la atención en realidad es la música: dedica todas sus horas libres al canto, y toca en su celda en un piano que su hermano le ha regalado y que le han permitido tener para calmar los accesos nerviosos que en un principio alarmaban a la comunidad. Todas las monjas la miman y la quieren con sumo cariño, y ella se presta a darles gusto en lo que le piden, con apática bondad. Esta es la monja resignada.
+Resignada, sí; pero ¡qué de combates no tendría que sostener ese triste y apasionado corazón! ¿Habría sido acaso menos desgraciada fuera del Convento? Indudablemente no, pues el que era dueño de su suerte había resuelto hacerla desgraciada. Al contrario, ¿qué mejor lugar para un corazón sin esperanzas terrestres que la existencia en este tranquilo refugio, estos vastos y silenciosos jardines, estos patios espaciosos, estos claustros tan llenos de misteriosa luz, en los cuales puede la monja meditar con libertad durante las horas en que se lo permiten sus diarias y tranquilas ocupaciones?… Aquí viene a encallar todo ruido mundano, y la que no quiera saber lo que sucede afuera, puede considerarse como en una tumba.
+Pasa a prisa y muy envuelta en su manto otra monja: la madre Concepción. Su edad es incierta; puede tener veinticinco años, o quizás cuarenta. Sus ojos azules están rodeados de anchas ojeras; su mirada es la de una persona presa de una profunda, inagotable desesperación; sus mejillas están ajadas por las lágrimas y arrugadas por los insomnios. Es poco querida de las demás religiosas; su indiferencia por todo, su abatimiento, su llorar casi continuo sin motivo aparente, su reserva y alejamiento, no ha inspirado simpatía. Parece que ahora diez años vino con una carta firmada por un santo sacerdote a pedir asilo en el Convento; dicen que entonces, aunque se manifestaba tan abatida y tan triste como ahora, su hermosura era sorprendente, arrebatadora… Viéndola tan desesperada cuando acababa su noviciado, la Priora le propuso que dejara el Convento y volviera al siglo, pues ella temía que su vocación no fuese el santo estado de religiosa. Al oír las palabras de la superiora sus ojos se iluminaron con una ráfaga de fuego; su figura tomó un aspecto radiante; pero esa expresión fue momentánea… Se precipitó a los pies de la Priora y le rogó con las más tiernas súplicas que no la arrojara fuera de esos muros, que no la abandonara a su suerte, que la recibiera en ese santo asilo, único refugio contra su despedazado corazón. Profesó poco después.
+No ha mucho tiempo que pidió licencia para visitar a la madre Concepción una mujer del pueblo acompañada de una niña de diez a doce años limpiamente vestida aunque sin lujo. Desde entonces vienen de tiempo en tiempo a verla con permiso de la Priora, y le han permitido salir a la portería en donde puede abrazar a la niña, que es su sobrina (han inferido las monjas). Hoy cabalmente vinieron a visitarla, ella y su criada (son las únicas personas que preguntan por ella), y desde que se fueron, hasta ahora ha permanecido hincada en la capilla como anonadada por una meditación sin fin.
+—Se vuelve como demente cuando la vienen a ver esas personas —y la que dijo esas palabras, me refirió lo que acabo de escribir.
+—¿La madre Concepción es bogotana? —pregunté.
+—No sé —contestó mi interlocutora—; pero cuando llegó aquí, me dijo que acababa de venir de las provincias del Norte, en donde parecía haber presenciado alguna batalla o batallas en la revolución que se llama de cuarenta…
+—Pero que duró tres años, según me cuenta mi padre —contesté.
+—Cuando vino al Convento, la madre Concepción —repuso mi interlocutora— traía muchas joyas valiosas, que regaló a las santas imágenes; sólo guardó una crucecita de diamantes, que suspendió al cuello de la niña el primer día que recibió su visita… En resumidas cuentas —añadió—, es una infeliz que vive sola y sin aceptar las simpatías de sus compañeras. Nadie entra a su celda y, cuando está adentro, dicen las que la han fisgado por el ojo de la llave, pasa horas enteras sentada en el único sillón que tiene, sin moverse y cubierta la cara con las manos.
+Este es el tipo de la monja por necesidad o arrepentimiento».
+ABRIL 24
+«Hoy estuve visitando todo el monasterio; la simpática madre Florentina me acompañaba. Esta excelente religiosa me ha servido de hermana desde que estoy aquí. Sólo tiene veintiséis años, y hace apenas uno que profesó. Su aspecto es bastante bello: posee hermosos ojos negros, labios rosados, dientes blancos y, al reírse, aparecen en sus mejillas graciosos hoyuelos; se le van y vienen los colores a la menor emoción; su hablar es vivo y aun bullicioso: es curiosísima de las cosas “del siglo”; le gusta oír conversar de fiestas y diversiones. Su celda está llena de adornos y arreglada con buen gusto; el balconcillo que corresponde a su vivienda está cubierto de tiestos en que lucen las flores más cuidadas y más hermosas del Convento.
+Florentina entró al monasterio a la edad de seis años; no tiene parientes ni amigos fuera de aquí; no sabe lo que es el mundo, ni la sociedad culta; pero la presiente y, a veces, después de habernos hecho contar algún pasaje o historia, se queda un rato cabizbaja y pensativa… Hoy, al pasar por el cementerio de las monjas, que llaman aquí panteón, le rogué que me permitiese entrar…
+—¡Qué triste será morir y ser enterrada aquí! —exclamé involuntariamente, al ver la hilera de bóvedas vacías que aguardaban futuras moradoras.
+La monja se inclinó sobre una tumba recientemente ocupada y noté que se limpiaba una lágrima. ¡Cuántos sueños estériles, cuántas esperanzas vanas, cuántos recuerdos vagos de una niñez dudosa, quizás de una madre vista entre las nieblas de la memoria infantil!
+Después subimos a la torre de la iglesia, y mientras que yo contemplaba la ciudad, ella miraba con tristeza las calles que se nos presentaban como en un mapa, esas calles que su planta nunca pisará y, al señalarme los diferentes edificios que de allí se ven, tenía la voz oprimida y apagada la mirada de sus bellos ojos. Pero aquellos deseos vagos, esas ideas apenas formadas en un espíritu naturalmente curioso y amante de la novedad, huyen y se ocultan si la llaman para que vaya a asistir a alguna enferma o auxiliar algún pobre que llama en la portería; entonces la monja vuelve a serlo: se levanta; su aspecto ha cambiado; su fisonomía es otra. Vuelve la luz a sus ojos, que brillan con suma bondad, y con presurosos pasos corre a enjugar las lágrimas del desgraciado o a aliviar a la enferma con sus cuidados.
+La madre Florentina es popularísima; todas sus compañeras la quieren mucho, y no se cansan de referir cuán caritativa es; es la enfermera predilecta y su paciencia, su arte para curar, su continuo buen humor y su carácter angelical son el tema de conversación de las demás monjas.
+No hay duda de que ese cariño con que se ve rodeada, esa vida tranquila y silenciosa, esa seguridad de cumplir con sus deberes, unida a la piedad sencilla y verdadera que la caracteriza, la hacen más feliz que si estuviera en “el mundo”, tal vez despreciada por su nacimiento e infeliz por su pobreza.
+Las enfermas se aprovechan de su abnegación y no permiten que otra les haga los remedios. Se levanta a todas horas de la noche para acudir a donde la llaman si ocurre alguna novedad, sea a la celda de la Priora o al humilde lecho de una pobre sirvienta, y, sin quejarse nunca, pasa a veces muchas noches sin dormir. Esta es la monja por obligación.
+Apoyada sobre el brazo de una novicia, con el rosario entre los dedos, los ojos bajos y los labios apretados y secos, llega la madre Martina. Siempre enferma a causa de sus innumerables cilicios y privaciones, esta monja causa mucha lástima y aun repulsión. Su alma es un abismo de ascetismo. La idea del pecado la espanta y horroriza. Sus oraciones no tienen fin, a toda hora está rezando y en donde quiera, y teme tanto a cuanto viene de las puertas afuera del Convento, que cuando nos encuentra, huye de nuestra presencia con marcado odio. Para ella el mundo, los que viven en “el siglo” que está plagado de criminales, son seres contagiados con una lepra moral que la aterra; toda idea que no sea enteramente religiosa le parece pecado mortal. Aunque se confiesa todos los días, vive atormentada por los pecados imaginarios que se figura cometer a cada paso. Su corazón es un desierto árido y triste, y su alma es para ella su única preocupación y su incesante tormento, pues a cada paso piensa que la va a perder. Hace muchos años que vive en el monasterio, a donde no quiere que vayan a visitarla sus parientes, porque se considera contaminada y manchada por el pecado si habla con ellos. Este es el tipo de la religiosa egoísta que no comprende la dulzura de la religión de Jesucristo, y que sólo en un convento puede hallar alguna paz y tranquilidad».
+En tanto que nuestra heroína continuaba encerrada en el Convento de ***, la revolución se organizaba: declarábase en campaña la provincia de Bogotá; llamábase al servicio activo a todos los militares retirados; se publicaron bandos y se fijaron edictos, por medio de los cuales se ordenaba que todo hombre desde los dieciséis hasta sesenta años se presentase al Jefe político para alistarle en la Guardia Nacional; con lo cual muchos ciudadanos pacíficos que no eran adictos a la Dictadura, fueron llevados a los cuarteles para incorporarlos en el ejército. Además, se decretó un empréstito forzoso exigible a todos los ricos (y los que lo parecían) de la ciudad, produciendo en todas las familias gran zozobra e inquietud.
+El Designado, General Herrera, logró escaparse de Bogotá con otros militares de experiencia y pericia, y todos juntos se dirigieron hacia las provincias del Norte; por allá se declaró en ejercicio del Poder Ejecutivo, de acuerdo con el Vicepresidente don José de Obaldía, el cual había permanecido en la Capital, asilado en la Legación de los Estados Unidos.
+Todos los días se escapaban de Bogotá los miembros de las Cámaras y los jóvenes más importantes de la sociedad bogotana, los cuales no admitían la Dictadura de Melo. Unos se dirigían al norte y otros al sur, con la intención de armarse y organizar fuerzas.
+El Gobernador de la provincia de Tequendama, Justo Briceño, reunió en La Mesa a los vecinos, declaró la provincia en estado de sitio, después de haber hecho una enérgica protesta contra la Dictadura; púsose en comunicación con todos los gobernadores de las provincias circunvecinas y los exhortó a que se aliaran contra Melo.
+De resultas de aquella conducta de todos los ciudadanos honrados, en breve se organizaron varios pequeños destacamentos al mando de patriotas que fomentaban la organización de un ejército constitucional. Todo esto lo sabían en Bogotá subrepticiamente, así como llegaban noticias diarias de escaramuzas que tenían lugar en diferentes partes de Cundinamarca, con varia fortuna. Estas procuraba Melo presentarlas siempre como favorables a su causa, lo cual publicaba en los diarios boletines oficiales.
+El General París en La Mesa y el General López en Neiva levantaron columnas de ejércitos y empezaron a marchar con dirección a la Sabana de Bogotá. Por el norte se movía Herrera con sus fuerzas sobre Zipaquirá. Bajo sus órdenes iban dos jefes veteranos de la época de la Independencia, los generales Buitrago y Franco. Desgraciadamente, este último, con un arrojo imprudente, avanzó con su columna y sin precauciones sobre Zipaquirá; entró en la ciudad como un héroe para morir con parte de la vanguardia, acribillados a balazos por las fuerzas melistas parapetadas detrás de las casas y muros. Pero no paró en esto la imprudencia de los jefes constitucionales: el General Herrera siguió los pasos de la vanguardia; atravesó la ciudad con un valor inútil y a la cabeza de todo el cuerpo del ejército, y dejando muchos muertos en las calles, los que salieron ilesos o apenas heridos fueron a acampar a la vista de la población. Después de una noche de alarma que acabó por desmoralizar al ejército y lo preparó para ser vencido al día siguiente (22 de mayo) en el combate de Tiquiza; en donde el desafortunado General Herrera dejó en manos del enemigo todas las armas y pertrechos que trabajosamente había reunido, amén de muchos muertos, heridos y prisioneros.
+Entretanto París y López, que ignoraban los sucesos de Zipaquirá, llegaban a la Sabana, pero al tener noticia del funesto acontecimiento hubieron de regresar a paso acelerado a la provincia de Mariquita, llevando consigo a Herrera y los demás derrotados que se les incorporaron.
+Semejantes nuevas sumieron a los habitantes de Bogotá, que eran enemigos de Melo, en la mayor desesperación y sin perspectiva de una pronta reorganización de los ejércitos constitucionales, de los cuales con tanta ansia se esperaba la libertad.
+Cuando se calmó un tanto la alarma; cuando se retiraron los partidarios de la legitimidad y quedaron los caminos en paz, míster Harris, que se encontraba casi solo en su hacienda, puesto que sus dos hijos mayores se habían reunido a los ejércitos constitucionales, no sólo con licencia, sino por orden de su padre, viéndose, pues, solo, resolvió ponerse en marcha para la Capital con intención de reclamar a su hija, cuya presencia a su lado era ya para él una necesidad. Todo parecía en paz bajo la férula del Dictador que se ocupaba, sin embargo, activamente en prepararse y defenderse si los constitucionales volvían pronto a atacarle, pero entretanto su tiranía fuera de Bogotá era nula y no había riesgo en ninguna parte.
+En vista de esto fue preciso a Lucía despedirse de sus amigas y regresar a Los Cocos, en donde encontró muchas novedades y un desorden tal, que le demostraba a las claras cuán necesaria era ya su permanencia en la hacienda.
+FRAGMENTOS DE CARTAS DE MERCEDES A LUCÍA
+15 de junio de 1854
+«Querida Lucía:
+«Inmensa ha sido la falta que me has hecho, pues, considero tu amistad como una nueva faz de mi vida; por primera vez he tenido una amiga a quien confiarme, cosa nueva para mí hasta ahora, lo cual no te sorprenderá porque sabes que no hay nadie más reservada que yo. Te advierto que pienso aprovecharme de esta confianza que me inspiras para hablarte de lo que ahora me interesa más que nunca, de manera que no recibirás carta mía en que no te hable de los acontecimientos políticos de la República… Por lo menos, si mis cartas llegaren a caer en manos masculinas, no me tacharían de frívola e insustancial. Aunque no sé qué dirían de mí si supieran que cuando las mujeres, y yo entre ellas, se ocupan de la cosa pública, es porque en el fondo hay algún interés personal, que toca a nuestro corazón, móvil que hace obrar a nuestro sexo sea en bueno o mal sentido en todos los acontecimientos de su vida.
+«Cuando me dejaste aún estábamos sumamente desalentadas con las derrotas de Zipaquirá y la retirada de nuestras fuerzas hacia el sur de la República. Desde entonces hemos tenido noticia de varios combates parciales entre amigos y enemigos en los cuales siempre han sido derrotados los nuestros. Habíamos perdido por entero la esperanza de rehacernos, a lo menos en muchísimo tiempo… Pero ya empieza a alborear la fortuna; sé de una manera positiva que el General Herrera ha constituido su Gobierno legítimo en Ibagué (la patria misma de Melo) y ha nombrado todo el tren de secretarios.
+«Mientras que se constituye el Gobierno civil, el General López levanta un ejército en las provincias del Sur, después de vencer en varios combates a los partidarios de la Dictadura, que se habían pronunciado allí.
+«El General Mosquera ha llegado a Cartagena con armas y pertrechos traídos del extranjero y aguarda algunas más para emprender viaje a atacar a Melo, viniendo por las provincias del Norte. Este se manifiesta triunfante y su único pensamiento es atemorizar a los habitantes de Bogotá con farsas y comedias: manda, por ejemplo, hacer descargas y fogueos en las afueras de la ciudad; pasea sus tropas por las calles con aspecto triunfal; toca repentinamente generalas…, todo lo cual prueba la debilidad moral en que se encuentra y lo imposible que le será sostenerse por mucho tiempo en una población en donde la gran mayoría de sus habitantes es adversa a su Dictadura.
+«Parece que el Gobierno de Ibagué ha encargado a los gobernadores constitucionales de las provincias que citen a los senadores y representantes a que vayan a reunirse en esa ciudad, hoy capital de la República, para el 20 de julio próximo. Según nos han dicho ya de todas partes empiezan a afluir a Ibagué, tanto los que habían permanecido ocultos en Bogotá como los que se escaparon antes de estallar el motín militar. Entre otros me dijeron que uno de los primeros que llegaron a Ibagué fue Rafael Hidalgo, cosa que he celebrado en el alma porque durante un mes sufrí mil martirios, habiéndoseme asegurado que había rehusado tomar las armas con otros compañeros suyos, marchándose más bien para su provincia… No sé por qué me encuentro muchas veces en desacuerdo con los sentimientos de las demás mujeres: cuando veo que otras tiemblan porque las personas que estiman están en peligro, yo me avergüenzo entretanto de que aquellas que aprecio no lo estén cuando su deber lo demanda así; o a lo menos cuando pienso que otros pueden creer que tienen miedo… No es porque yo no “sienta”; al contrario, es porque siento demasiado que no puedo amar sino donde admiro, y temo más que la muerte la pérdida de mis ilusiones. ¡Son tan bellas estas, amiga mía, que temo no podrán vivir sobre la tierra! Pero, ¿acaso no podrá haber en el mundo alguna excepción? ¿Será cierto que la humanidad es tan miserable, egoísta y ruin como la pintan? ¡Oh, desgraciada de mí si alguna vez encuentro que mi ídolo de oro no era sino de arcilla!…».
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+20 de junio
+«Son las cuatro de la tarde: el día, por una excepción en este mes, está bellísimo, puro, trasparente la atmósfera y el cielo color de zafiro… Todo en la Naturaleza es hermoso, encantador, menos el hombre, el hombre que sólo respira odios, venganza, crímenes y ambición loca de mandar, de gozar, de hacer su gusto… ¿De qué se habla en torno mío? Nada más que de revoluciones, alevosías, traiciones, actos de deslealtad y revueltas públicas, y esto no sólo en esta triste República, sino que todo el mundo está agitado y conmovido. Hay guerras en el Perú, en el Ecuador, en Venezuela; hay insurrecciones en España y disputas a mano armada entre Grecia y Turquía; ejércitos franceses, ingleses e italianos marchan contra Rusia; en tanto la China es víctima de una terrible rebelión en que mueren diariamente centenares de hombres… ¡El mundo entero, pues, es presa de la Discordia; y esto llaman siglo de civilización y de progreso, de luces e ilustración! Los hombres heredan el amor al combate, el deseo de gobernar a sus semejantes y las demás pasiones degradantes de sus antepasados, así como los animales heredan los instintos de sus progenitores… Y aunque bautizamos esas pasiones con los retumbantes nombres de gloria, noble ambición, indomable amor a la independencia, la mayor parte de las veces lo que inspira al hombre es un instinto más brutal que intelectual. Todas las generaciones que se suceden sobre la faz de la tierra nacen, combaten, sucumben, se hunden y desaparecen en las nieblas de lo pasado, sin dejar huella ni recuerdo de personalidades, ¡como las magnas luchas de los megaterios y rinocerontes en los bosques de los tiempos primitivos!
+«Desde aquí veo la sorpresa con que acabas de leer el anterior acápite de mi carta. Tienes razón de sorprenderte, amiga mía, todo eso no ha salido de mi cacumen. Estas sabias reflexiones no son mías sino el resultado de una conversación que tuve el gusto de oír esta mañana, en casa de una amiga nuestra, entre varios caballeros de más de sesenta años, únicos que tienen derecho de permanecer en sus hogares sin ser tachados de cobardes.
+«¡Cosa rara!, aunque nos llegan con frecuencia noticias del extranjero, nada sabemos de lo que sucede en las filas de los ejércitos constitucionales. La incertidumbre nos está aniquilando y quitándonos las pocas esperanzas que conservábamos, que eran nuestra alimento moral y nos daban energía para soportar nuestra angustiosa situación… Por ejemplo, sale una a la calle con la intención de obtener noticias de los nuestros, y he aquí poco más o menos lo que oye:
+«—¿Qué noticias se tienen del General Mosquera? —pregunta una a alguna persona respetable y que debería estar al corriente de lo que pasa.
+«—Nuevas excelentes —contesta— y enteramente ciertas: está para llegar a Honda con numerosas tropas, armas y pertrechos.
+«Más lejos se encuentra con otro sujeto igualmente respetable y al corriente de cuanto sucede.
+«—¡Vaya! —exclama—, ¿qué le parece la noticia? Estoy desesperado.
+«—¿Qué hay de Mosquera?
+«—No hay que contar más con él.
+«—¿Cómo es eso…?
+«—¿No sabe usted que le han puesto preso en Cartagena?
+«—¡Imposible!… Si me acaban de decir que le esperan en Honda…
+«—Se han burlado de usted…, yo sé lo que digo.
+«Sigue una su camino muy triste desalentada.
+«—¡Válgame Dios! —exclama una amiga—, ¿y qué cariacontecida viene usted?
+«—¡No ha de venir!…, pobre del General Mosquera…, ¡y de todos nosotros!
+«—¡Cómo pobre!, ¿y por qué?
+«—¿No está preso en Cartagena, pues?
+«—¡Preso!… Yo sé de muy buena tinta que entró al Socorro con mucha tropa.
+«—¡No lo crea! —añade otra—. Vi una carta de persona fidedigna en que dice que llegará a Ocaña, enfermo y con poca tropa.
+«Desesperada con la suerte del General Mosquera, que parece estar en todas partes y no está en ninguna, averigua, por ejemplo, por el General Patria.
+«—¡Le acaban de derrotar! —contesta alguna persona—, y aun le mataron un hijo.
+«—No, señor; esa es noticia difundida por los melistas; al contrario, avanza triunfante y populariza la causa constitucional en las provincias del Norte.
+«—¿Cuál es la opinión de las poblaciones de la Costa? —pregunta alguien.
+«—Decididamente adversa a la revolución de Melo —contestan.
+«—¡No hay tal! —salta diciendo otro—; yo he leído cartas de personas caracterizadas que aseguran que nuestra causa está perdida por allá…
+«Ya ve usted, querida Lucía, si con semejantes noticias, todas contradictorias y diferentes, podemos tener seguridad alguna de lo que sucede…».
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+12 de julio
+«Como casi no hay familia respetable que simpatice con la causa de la revolución, sino que al contrario, todas tienen algún miembro por lo menos en los ejércitos constitucionales, las señoras viven todas en continuos sobresaltos y temores; y cada vez que se tiene alguna noticia de un combate, aguarda cada una con indecible angustia la lista de los muertos y heridos que suelen mandar a Bogotá nuestros amigos. Se comunican estos con sus parientes unas veces por medio de los ministros extranjeros o mandan papeles escritos entre algún bordón de un campesino, entre algún pan u otro objeto de los que traen los indios que vienen al mercado y tienen orden de entregarlo a determinada persona. Suelen, sin embargo, descubrir las misivas, pues nuestros tiranos examinan cuidadosamente a cuantos entran y salen de la ciudad…».
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+1º de agosto
+«El señor Obaldía, que estaba asilado en casa del Ministro norteamericano, resolvió salir de Bogotá sin que Melo lo maliciara y, ayudado por los extranjeros (los cuales todos se han manifestado enemigos de la Dictadura), logró escaparse y ha ido a hacerse cargo del Gobierno en Ibagué, en donde ya está reunido el Congreso.
+«El General Herrera ha tomado su puesto en el ejército y las diferentes columnas al mando de Mosquera, Herrán, París y López empiezan a avanzar en diferentes direcciones sobre la Capital de la República. Melo se ocupa entretanto en organizar su ejército, el cual ha mandado que se eleve a 20.000 hombres.
+«Cada día tenemos noticias de algunos combates parciales que se libran en alguna parte del país, pero aquello no es sino el preludio del gran drama que se prepara y cuyo desenlace tendrá lugar en Bogotá…».
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+12 de agosto
+«Hoy, al pasar por frente al Cuartel de Caballería (en la plazuela de San Francisco), vimos amontonadas en la puerta a una turba de mujeres del pueblo, la mayor parte campesinas, que lloraban y se quejaban ruidosamente. Las infelices habían venido al mercado con sus padres y maridos, cuando de repente rodea la plaza una tropa y, sin atender a sus ruegos, les arrebatan sus parientes y les quitan las bestias… Mientras que ellas lloraban y gemían ruidosamente, los oficiales de Melo se reían y burlábanse cruelísimamente de aquel infortunio. Las pocas personas que pasaban por la calle y presenciaban aquella escena, cabizbajas y mustias, no se atrevían ni a mirar a las víctimas desdichadas, temerosas de llamar la atención de los verdugos. ¡Estas son las tristísimas consecuencias de la guerra civil!
+«Cada día escasean más en plazas y calles los hombres vestidos de caballeros: los pocos que no se han marchado a empuñar las armas viven ocultos, escapando de los impuestos que Melo decreta, de las cárceles en que arroja al que considera sospechoso. Aun las señoras no están libres de atropellos y hasta han llevado algunas a los depósitos de Policía. Las ventanas y balcones a los cuales por las tardes se asoman las niñas, ya están desiertos a toda hora, y la ciudad en general presenta un aspecto de desolación que no puede ser muy halagüeño para Melo. Las tiendas y almacenes de las calles de comercio se abren tarde y se cierran temprano, y aun muchas de ellas están cerradas desde el 17 de abril. En los barrios algo retirados del centro hay muchas casas deshabitadas: muchas personas han salido de la ciudad para no estar bajo la férula de Melo y he visto en las calles crecer la yerba hasta en los quicios de los portones…».
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+2 de septiembre
+«El General Reyes Patria, en dos reñidas jornadas, derrotó a las fuerzas melistas en Pamplona, etcétera, y en el último combate, que fue sangriento, quedaron muertos en el campo de batalla varios jefes enemigos y también algunos nuestros. Quedan, pues, reconquistadas las provincias del Norte y establecidas nuevamente en ellas la Constitución y las leyes.
+«Estas noticias, que no ha podido ocultar el Gobierno intruso, es lo único que tenemos de cierto; pero en compensación circulan sin cesar rumores alarmantes que nos llenan de sobresalto y no sabemos qué creer, qué dudar y qué rechazar de cuanto aseguran nuestros contrarios…».
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+15 de septiembre
+«¡Los ejércitos constitucionales se acercan, amiga mía! Desde el 11 del presente llegó a La Mesa Julio Arboleda, con una división del ejército del Sur, y en pos de él llegará el General López con el resto de las tropas. Entretanto el General Mosquera, que viene por el norte, después de varios combates en los cuales siempre ha salido triunfante, avanza hacia la Capital por Tundama; y el guerrillero constitucional, José María Ardila, tiene en continua alarma a los melistas, pues se aparece en diferentes partes y cuando menos se le aguarda, con una audacia fabulosa y llegando a deshora hasta las puertas de la ciudad.
+«El congreso reunido en Ibagué trabaja tranquilamente en deponer al Presidente Obando, seguir juicio de responsabilidad a dos de sus secretarios y atender a todos los asuntos que le conciernen…».
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+28 de septiembre
+«Hoy tuvimos la ciudad en grande alarma. Tocaron generala por las calles; reuniéronse en la plaza mayor gran número de democráticos armados; encerráronse en sus casas los vecinos pacíficos; los ministros extranjeros, temiendo un tumulto, echaron al viento las banderas nacionales; cada cual se ocultó en su casa, y en breve no circulaba una alma por las calles. Al cabo de algunas horas, viendo que no continuaba el ruido en la plaza, fueron saliendo los curiosos a preguntar qué sucedía, pero no se ha sacado en consecuencia sino que ha sido una tentativa de asonada para asustar a algunos y tomar presos a muchos para exigirles dinero como rescate. Parece que lo que empieza a alarmar al Dictador (que pasa la mayor parte del tiempo en banquetes y comilonas en Tacatativa) es el saber que la vanguardia del General Mosquera empieza a llegar a Ubaté…».
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+30 de septiembre
+«Las señoras ya no pueden salir a la calle: hay una orden del Dictador para que se proceda a arrestar a todas las más caracterizadas como “sospechosas”: es decir, las esposas, las madres, las hermanas de todos los que no se han presentado al Gobierno dictatorial para tomar armas en su favor o a llevar su contingente para sostenerlo. Como mi padre no ha vuelto a Bogotá desde el 17 de abril y nadie ignora que trabaja sin cesar en La Mesa en pro de los constitucionales, y que ha puesto su hacienda a la disposición de los nuestros; estamos sindicadas y no debemos exponernos a una tropelía. Sin embargo, el domingo último apareció fijada en la puerta de todas las iglesias y en algunas esquinas una proclama del General López en que pone de manifiesto la situación brillante de los constitucionales. Cuando la policía melista cayó en la cuenta de lo que sucedía, ya la mayor parte de la población se había impuesto de ello y las noticias calaron hasta en las últimas capas de la sociedad.
+«Mientras que permanecemos encerradas, todas nos hemos propuesto ayudar más que nunca a nuestros amigos: todos los días salen ocultos postas con avisos y recursos para los ejércitos, y además en todas las casas se bordan cintas para los sombreros y banderas para enviar fuera. El entusiasmo patriótico crece y se desborda en todos los corazones y la misma persecución nos aumenta el deseo de que sean vencidos nuestros enemigos.
+«Me preguntarás: ¿qué bordas en las cintas? Las divisas llevan los siguientes motes bordados con oro, plata y seda de colores:
+“Las señoras a sus valientes defensores”.
+“A los jóvenes de la Unión”.
+“¡Viva la Constitución del 21 de mayo!”.
+«Además, nos hemos esperado en enviar personalmente algunas más ricamente bordadas a los Generales López, París, Mendoza, Herrán, Vélez, Briceño, etcétera, según sean sus simpatías o sus amistades.
+«Desgraciadamente no siempre llegan las divisas a manos de los que deberían recibirlas; los destacamentos melistas suelen apoderarse de nuestras remesas y hoy mismo tuve la pena de ver pasar por aquí a un Jefe enemigo que ostentaba una magnífica cinta que yo misma había bordado para uno de los jefes constitucionales…».
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+1º de octubre
+«Parece que el Congreso reunido en Ibagué ha clausurado sus sesiones, y que casi todos sus miembros han sentado plaza modestamente en las filas de los ejércitos constitucionales Hoy, por conducto de mi padre, llegó a casa un papelito firmado R. H. que decía textualmente lo que te trascribo aquí:
+Señora doña F. de A.:
+Vengo, mi señora, a ofrecerle mis servicios como nuevo enrolado militar. He sentado plaza como soldado en la brillante Compañía de la Unión, compuesta de la flor y nata de la juventud bogotana; me considero muy honrado al verme en sus filas.
+Dígale usted a la señorita M. en mi nombre, que no solamente no huiré jamás del peligro, sino que vengo a buscarlo, porque recuerdo que “un hombre que ha jurado defender la Constitución tiene que morir, si es preciso; más bien que faltar a sus deberes como patriota”. Espero, mi señora, estar dentro de pocos días sano y salvo en la casa de ustedes, y en el mismo sitio en que recibí aquel consejo que no olvidaré jamás…
+Suyo de corazón,
+R. H.
+«—Ya ves —me dijo mi madre cuando leyó el papelito—, ya ves cuán cruel fuiste cuando le aconsejabas a ese pobre joven que se expusiera al peligro. ¡Como si una persona más o menos pudiera importar en un ejército!
+«—Pero, mamá —contesté—, ¿acaso yo le dije que se hiciera militar?…
+«—Tu consejo, sin embargo, eso significaba poco más o menos… Bien se conoce —añadió— que poco te interesas en su suerte; y tenlo por sabido: si le matan, ¡culpa tuya será!
+«—No puede usted decir —repuse— que también aconsejé a Federico que tomara las armas…, y ya sabe usted que está igualmente en la Compañía de la Unión.
+«Mi madre no me contestó. Sin embargo, te confieso que tuve uno de los ratos más amargos de mi vida después de eso. ¿Sería posible, me decía, que yo llegase a ser la causa de la muerte de Rafael, si acaso en algún combate le tocara un balazo? ¿Sería acaso una crueldad mía el darle semejante consejo?… ¿Acaso si yo no tuviera influencia sobre él hubiera obrado de otra manera, y ahora estaría mano sobre mano en su casa y en su provincia? Pues si así lo hubiera hecho, habría perdido para siempre mi estimación; y después de haber reflexionado concienzudamente, me he persuadido de que para mí la honra y el deber de un hombre valen mil veces más que su vida, y preferiría verle muerto más bien que cobarde. Así, pues, no me arrepiento del consejo que di, y por otra parte creo firmemente que, sin él, hubiera obrado lo mismo…».
+*
+16 de noviembre
+«El terror y la desconfianza de los melistas crecen a medida que las tropas constitucionales se van acercando… Los arrestos, las prisiones y las vejaciones de que son víctimas todos los que les son adversos lo prueban bien. Las patrullas atraviesan la ciudad a cada rato no ya de noche, sino a mitad del día. Han situado cañones en todas las bocacalles de las plazas y vías principales de la ciudad. Han arrojado de sus casas a los propietarios de aquellas que pueden ser puntos estratégicos y allí han puesto cuerpos de guardia. Obligan de noche a los vecinos a que pongan luces en sus balcones y ventanas; se ha publicado un bando que condena a prisión a todos los que se reúnan en mayor número de tres personas, y que se tratará como a sediciosos a los que salgan después de las ocho de la noche.
+«Pero, a pesar de que Melo ha hecho de Bogotá un verdadero campamento, él sabe muy bien que la opinión pública es tan contraria a su dictadura que tiene un enemigo en cada vecino honrado y un espía en cada mujer, en cada niño que pasa. Se enfurece, me dicen, de la falta de cuidado de sus policías, que permiten que los constitucionales sepan cuanto él hace y ordena, mientras que él ignora totalmente lo que sucede en los campamentos de López y Mosquera. Está resuelto empero a no rendirse y a atrincherarse a todo trance en Bogotá aunque tenga que entregar la población a fuego y sangre. No te alarmes, amiga mía; esto no sucederá; estas cosas se dicen, pero no se hacen.
+«Para asustar a la población, los melistas, que han sido derrotados en todas partes y han tenido que irse replegando sobre la capital, suelen fingir victorias y recorren las calles echando vivas y arrojando cohetes al aire. Pero como nadie se engaña, en breve tienen que abandonar la farsa.
+«Ya todas las tropas constitucionales han llegado a la Sabana, y hoy se vio sobre el cerro de Guadalupe, a espaldas de la ciudad, a algunos jóvenes de la Legión de Oriente, que venían a hacer algún reconocimiento. Desde allí dieron algunos tiros para llamar la atención, lo cual produjo el efecto esperado, pues los dictatoriales se conmovieron, recorrieron muchas patrullas las calles, pero no se atrevieron a perseguir a los atrevidos…».
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+21 de noviembre
+«Ayer tuvo lugar la batalla de Bosa. Desde muy temprano se nos dio aviso de que aquel día ocurriría un hecho de armas de mayor consideración que los anteriores. Y como la batalla debería librarse a campo raso en la Sabana, nos reunimos varias amigas para ir armadas con anteojos de larga vista a casa de una de ellas que tenía en la suya un altísimo balcón con extensa vista hacia el lado de Bosa.
+«Como a las once de la mañana vimos que las tropas de Melo empezaron a marchar por los terrenos de la hacienda de La Chamicera, con dirección al puente de Bosa, en donde, según se nos dijo, habían llegado la noche antes los constitucionales y estaban allí atrincherados. Desplegáronse después en orden de batalla: en el centro colocaron la artillería, a la izquierda la infantería y a la derecha la famosa caballería en la cual Melo ha fundado sus esperanzas y es todo su orgullo.
+«No era poca nuestra angustia cuando con el anteojo en la mano y con los datos que se nos habían dado, pudimos ver a las claras los 4.000 hombres del Dictador, muy bien vestidos, perfectamente montados y cuidadosamente disciplinados, frescos, mantenidos, que iban a combatir los nuestros, casi todos calentanos, muertos de frío, mal vestidos y poco ejercitados, sin caballería, y menos numerosos. Los constitucionales estaban atrincherados desde el puente de Bosa hasta Casa Blanca, y casi no se distinguían desde el sitio en que nos hallábamos, como a tres leguas de distancia.
+«Aquel momento, para nosotras, pobres mujeres, era muy solemne: todas teníamos en los ejércitos constitucionales alguna persona querida cuya suerte nos interesaba, y todas nos mirábamos pálidas y conmovidas, pues se pensaba que en esa batalla se decidiría la suerte de la guerra.
+«Melo en persona mandaba sus fuerzas, y le veíamos ir de una parte a otra por delante de las columnas formadas, montado en su magnífico caballo negro y acompañado de sus edecanes.
+«Las columnas iban avanzando en orden por terreno plano y despejado…, dieron las doce todos los relojes de la ciudad, después la una, las dos…, a esa hora notamos que llegaba la vanguardia dictatorial frente al puente de Bosa, y en el mismo momento se oyó el primer cañonazo seguido de una descarga cerrada, y de otra y otra, hasta que se cubrió el campo de humo, y perdimos de vista el centro de las operaciones; aunque sí distinguíamos los combates parciales que se libraban en la línea exterior. Melo parecía empeñado en forzar el puente a todo trance, y los otros lo defendían con gallardía. Eran ya las tres de la tarde y no notábamos diferencia en el campo de batalla, cubierto con una capa de espesísimo humo, el cual se levantaba de cuando en cuando impelido por el viento y nos dejaba ver ya un cuerpo tirado en el suelo, ya un grupo informe, ya un caballo sin jinete o un grupo indescriptible, y en seguida volvía a cubrirse todo de sombras, niebla y humo… Entretanto, seguía retumbando la artillería, las descargas cerradas y los tiros aislados.
+«Veíamos llegar del lado de Bosa de rato en rato compañías de constitucionales que iban a reforzar los atrincheramientos, las cuales se perdían entre el humo del combate encarnizado; entretanto que los melistas avanzaban sobre el puente y la caballería trataba de vadear el río, bajo el nutrido fuego de los que defendían esas posiciones… A las cuatro de la tarde notamos al fin que algunos cuerpos de melistas, en lugar de seguir avanzando, retrocedían, y que grupos aislados de caballería parecían abandonar sus puestos y huir; al principio lentamente y defendiéndose de los que parecían perseguirlos, después volviendo grupas decididamente y corriendo a rienda suelta.
+«—¡Corren! ¡Corren los melistas! —exclamamos todas al mismo tiempo; y llenas de alegría veíamos huir una, dos, tres compañías enteras y en seguida un escuadrón con sus jefes… Algunos de estos se detenían y procuraban hacer parar a los prófugos, pero en vano.
+«Sin embargo, aquel pánico no fue completo, el fuego continuaba muy activo sobre el puente, y la artillería melista hacía estragos entre los nuestros. A poco empezaron a cesar los estruendos de la fusilería, lo que probaba, nos dijo un anciano militar que estaba con nosotras, que el combate empeñado de más cerca debía de haberse librado al arma blanca.
+«—¡Pero se retira Melo ya! —exclamé de repente mirando por el anteojo. Hice notar que los que primero habían huido, aunque se detuvieron a alguna distancia del peligro, no habían vuelto al sitio del combate, sino que al contrario, su número crecía, retrocedían después mayor número de compañías hasta que vimos que todo el ejército de Melo se retiraba lentamente sobre La Chamicera, seguido hasta cierta distancia por los nuestros, pero sin poderlo perseguir hasta muy lejos, pues ya el sol desaparecía detrás del horizonte y no era prudente sin duda abandonar sus posiciones.
+«Nos retiramos nosotras también a nuestras casas antes de que oscureciera; la victoria indudablemente había sido nuestra, pero no era completa. Melo no estaba absolutamente desbaratado: se había retirado en orden y sus tropas estarían desalentadas y muchos morirían, pero era preciso volver a empezar el combate. Hoy, después de pasar una noche de angustia, recibimos noticias del campamento constitucional. Nuestras pérdidas fueron pocas. Perdimos, es cierto, al Capitán Rovira, joven valiente que pertenecía a una familia distinguida de la Capital, pero los muertos (todos soldados oscuros) no fueron numerosos, y aunque había heridos algunos caballeros conocidos, no lo estaban gravemente. El ejército del Sur había avanzado hasta las goteras de Bogotá; podríamos comunicar con los constitucionales diariamente sin que lo pudiese impedir el Dictador. La población entera está entusiasmada y muchas señoras irán al campamento a visitar a sus parientes…».
+5 de diciembre
+«Desde el 23 de noviembre había dejado de escribirte, querida Lucía, y desde entonces suspendí también mi diario, pues era tal la agitación en que se hallaba mi espíritu, que no podía con calma sentarme a escribir, ni me creía capaz de coordinar mis ideas dispersas y confusas; concluida ya esta situación de permanente alarma, trataré de referirte lo que sucedió en Bogotá desde el 23 de noviembre, aunque lo haré lo más brevemente posible.
+«Después del triunfo de los constitucionales en Bosa, tuvieron lugar dos combates bastante reñidos: uno en Tres esquinas y otro en Egipto, y otros parciales en varias partes, en los cuales siempre triunfaron los nuestros.
+«Aunque el ejército del Sur ansiaba por atacar a Melo, que se había parapetado en la ciudad, los generales que comandaban las fuerzas no quisieron hacerlo hasta que llegase también el ejército del Norte, que debería atacar la ciudad al mismo tiempo por el norte y el oriente. Empero, la impaciencia de los nuestros era grande con la tardanza del General Mosquera, hasta que el primero de diciembre se tuvo noticia de que avanzaba del Puente del Común para acá, y el 2 a las cinco de la tarde, oímos todos en la ciudad, amigos y enemigos, retumbar los veintiún cañonazos con que se había convenido que anunciaría su llegada al sitio designado más acá de Chapinero… Ya puedes figurarte cuáles serían los sentimientos encontrados que batallaban en aquel momento en nuestras almas: ¡alegría, susto, angustia, esperanza!… Al mismo tiempo empezaron a avanzar sobre la ciudad las vanguardias del ejército del Sur acampado a las orillas del Fucha.
+«No estará por demás decirte, amiga mía, que las tropas que comandaba Mosquera no bajaban de cinco mil hombres a órdenes de excelentes jefes y oficiales, y cuya vanguardia la regía el General Herrera. La primera división del ejército del Sur tenía por Jefe al General Rafael Mendoza, la segunda al General París; ambas a órdenes del General López. El General en Jefe de los dos ejércitos del Sur y del Norte era el General Herrán. Todos estos son discípulos de Bolívar, que hicieron sus primeras armas en la magna guerra de la Independencia; entretanto que el ofuscado Melo no cuenta en sus filas sino unos pocos oficiales veteranos.
+«El General Herrán recorrió en la tarde del 2 toda la línea de los dos ejércitos, y personalmente dio sus últimas órdenes para el ataque de la ciudad al día siguiente.
+«Melo se atrincheraba en los edificios más fuertes de la ciudad: en el Cuartel de San Francisco; en la carrera de San Diego hasta Las Nieves tenía tropa escalonada; en todas las torres de las iglesias; en el Cuartel y en el Convento de San Agustín, y sobre todo en la Plaza Mayor. Además, en la mayor parte de las casas de esquina altas tenía destacamentos muy bien parapetados y de donde podían matar a mansalva a cuantos entrasen a las calles.
+«Despuntó la madrugada del día 3 y la ciudad parecía desierta; nadie atravesaba las calles y sólo se oía en los diversos campamentos toques de corneta y se adivinaban los preparativos, pero nada se sabía…
+«No sé si te he dicho antes que tuvimos que abandonar nuestra casa por estar en sitio demasiado peligroso, y nos fuimos a vivir a una que se halla detrás de Santa Bárbara, no lejos ya de las avanzadas de los constitucionales.
+«Subía, sin embargo, el sol sobre el horizonte, y continuaba el ominoso silencio, calma amenazadora como la que anuncia la tempestad en alta mar.
+«Desde un alto balcón de la casa en que fuimos a asilarnos alcanzábamos a ver una parte de las afueras de la ciudad. A eso de mediodía vimos que simultáneamente, tambor batiente y banderas desplegadas, todas las tropas empezaron a marchar sobre la ciudad y a internarse por callejones y encrucijadas de la parte exterior de la ciudad… No bien iban desapareciendo detrás de los muros, comenzaron a oírse una, dos, diez, cien descargas cerradas por diferentes partes, toques de cometas, gritos y vivas lejanos. A poco oyóse la grave voz del cañón, el cual no llegó a callarse en todo el día, ya por parte de unos o de otros contendientes. El asalto estaba dado. No podíamos dudar que vencieran al fin nuestros amigos, pero ¿a costa de cuánta sangre preciosa?
+«Notando que por el lado del campo se habían eclipsado las tropas y no había nada que ver, corrí al balcón que daba sobre la calle. En el primer momento esta estaba solitaria y silenciosa; cada cual se había encerrado en su casa…, de improviso vi desembocar por una lejana bocacalle cuatro sombras, dos de cada lado de la acera, las cuales fueron deslizándose contra la pared; al acercarse conocí que eran cuatro soldados constitucionales, los cuales sin duda habían sido enviados a reconocer la calle, antes de aventurar el grueso de la tropa por allí. Cuando llegaban casi debajo del balcón a que estaba asomada, vi que se entreabría la puerta de una tienda y que una mujer llamó al que iba adelante para advertirle que en la cuadra siguiente se había parapetado un destacamento melista.
+«—¡Devuélvanse! —les decía—, ¡miren que les hacen fuego!
+«—¡Vaya!, ¡vaya! —contestó el que iba adelante—, ¿y acaso no hemos venido a pelear?
+«Mandó entonces a uno de los que le seguían que se devolviese a dar aviso de que hasta allí no había peligro, pero que él seguiría con los demás hasta donde lo hubiera.
+«Al decir esto me vio asomada, se sonrió y me saludó militarmente. ¡Era Federico! ¡Pero si lo hubieras visto! ¡Cuán diferente del Federico que conociste! En lugar del pulcro y elegante caballero que trataste, se presentó bajo la forma de un harapiento y pálido soldado, con el arma al hombro y los pies calzados con enlodadas alpargatas.
+«Así llegaron a Bogotá todos aquellos heroicos jóvenes; sin pensar en sus fatigas y peligros, sólo querían vencer en la causa que defendían: ¡separados de sus familias, sin recursos, sin vestidos, hambreados, muchos enfermos, el entusiasmo y el deseo del triunfo les hacían olvidarlo todo para atender a la defensa de la Constitución y a la libertad de la Capital de la República!
+«Federico pasó y momentos después se llenó la calle de soldados, que fueron avanzando hasta la cuadra siguiente, en donde estalló repentinamente un empecinado combate entre los que llegaban y los que defendían las casas adyacentes.
+«Como silbasen las balas en torno mío, mi madre me arrancó de aquel sitio peligroso y me obligó a quitarme del balcón. Desde adentro escuchábamos con indecible angustia el movimiento de la calle; el paso de las tropas, los gritos de mando, el toque de las cornetas, las descargas de fusilería; hasta que la entrada a la casa en que estábamos de una compañía de constitucionales, que se hicieron dueños de los balcones, nos obligó a dejarles aquellos cuartos y pasarnos a otros retirados de la calle.
+«Aquellos sucios y soeces soldados (estos no pertenecían a la Compañía de la Unión) eran para nosotros unos ángeles, ¿no venían acaso a libertarnos?, y procurábamos atenderlos con esmero, poner la casa y cuanto contenía a sus órdenes…
+«¡Qué noche la que pasamos! Encerradas todas las mujeres de la casa en un cuarto, escuchábamos con angustia lo que sucedía en las habitaciones vecinas convertidas en cuartel; oímos a los soldados que iban y venían de los lugares que tenían sitiados por allí cerca; y aunque a veces cesaba el combate, y por ratos no se oían tiros, la ciudad entera palpitaba, y a cada momento los “¡quién vive!” y el paso de las patrullas nos tenían en alarma; así como los gemidos de los heridos que llevaban a la casa vecina (transformada en ambulancia) y los lamentos y el ruidoso llanto de algunas “voluntarias” que habían visto morir a los soldados que acompañaban desde el principio de la campaña. Antes de la madrugada se encarnizaron de nuevo los combates en toda la ciudad: oíase el hondo estruendo de los cañonazos y el de las balas que pasaban silbando por encima de la casa, o caían sobre los tejados y patios: todo esto unido a la angustia y aprehensión que yo sentía particularmente me tuvo en pie toda la noche y, cuando al alborear el día, mis compañeras empezaron a rezar en alta voz, no pude menos que envolverme en un pañolón y soltarme en doloroso llanto. A medida que iba abriendo la luz, oyóse con mayor furia el ataque y la defensa, pues, si los unos eran valientes y denodados, los otros no lo eran menos. Notamos, sin embargo, que el toque de las cornetas y el ruido de la fusilería se había alejado de nuestra vecindad, lo que probaba que los nuestros habían tomado las casas más vecinas y que continuaban internándose hacia el centro.
+«Así era efectivamente, pero las calles estaban abandonadas; los constitucionales entraban por medio de las manzanas, abriendo brechas en las paredes, asaltando las casas por dentro y tomándolas con frecuencia al arma blanca.
+«Retirábanse los melistas palmo a palmo y defendiéndose sin cesar, para ir a concentrar sus fuerzas por el sur, en San Agustín, por el norte en San Francisco, y se hicieron fuertes principalmente en las torres de las iglesias, de donde barrían las calles con sus armas de fuego.
+«Poco antes de las doce del día desfiló por nuestra calle una parte de la Compañía de la Unión, comandada por el valiente joven Celestino París, hijo del General, y en cuya familia es hereditario el sereno valor, y muchos de los jóvenes, casi todos amigos nuestros, nos saludaron al pasar, pero entre estos no estaba Rafael Hidalgo. Yo, por supuesto, no me atreví a preguntar por él. Puedes figurarte si aquella incertidumbre no me tendría en un estado de afán que no puedo explicar…
+«La Unión iba a atacar la casa de Gobierno (Palacio Presidencial) en donde había estado encerrado Obando; pero de allí Melo lo pasó a otra parte cuando creció el peligro, aunque dejó en el edificio una guarnición respetable. ¡Cuántos de estos jóvenes, pensábamos, irán a buscar la muerte!
+«Al llegar a la manzana en que estaba el Palacio y al frente el Colegio de San Bartolomé, fortificado también (lo cual alcanzábamos a ver desde la calle lejana en que estábamos), nuestros jóvenes torcieron para arriba y entraron por una tapia, según supimos, por la espalda, horadando casas, corrales y huertas hasta llegar a Palacio. En medio de los tiros y la fusilería de los demás combates no podíamos distinguir el que se libró allí… Pero media hora después vimos flotar desde uno de los balcones del edificio, en medio de atronadores vivas y aplausos, la bandera tricolor.
+«—¡La casa de Gobierno es nuestra! —gritaron en torno nuestro los espectadores.
+«A la una de la tarde los repiques de las campanas de la iglesia de San Carlos nos anunciaron que San Bartolomé y toda esa manzana estaba tomada.
+«Nos dijeron entonces que la parte oriental de la ciudad había caído por entero en manos de los constitucionales; que del Convento de la Concepción para abajo también todo era nuestro, así como la calle de San Juan de Dios. Pero no todas las noticias que recibíamos eran halagüeñas; en el barrio de Las Nieves los combates habían sido sangrientos. Atacaba a Melo, encastillado en el cuartel de San Francisco, el bizarro General Herrera; pero este había caído mortalmente herido, así como el General Camilo Mendoza, cerca de la iglesia de la Tercera. Pero aquello no había desalentado a sus soldados, los cuales, furiosos con semejantes pérdidas, continuaban avanzando sin cesar.
+«La ansiedad de toda la población era grande: toda la gente estaba en las ventanas, balcones y puertas. De repente oímos el paso acelerado de un caballo: era un oficial, el cual al pasar a escape gritó alborozado, quitándose el sombrero: “¡Viva la Constitución! ¡Se acaba de entregar Melo al General Mosquera!”, y añadió más lejos, deteniendo un poco su caballo: “¡Dos mil hombres de los nuestros ocupan la plaza de San Francisco!”.
+«Sin embargo, continuaba el fuego incesantemente en las torres de San Agustín y en la Plaza Mayor. La impaciencia que todos teníamos de saber más crecía hasta el punto de causarnos dolor físico… De repente, como por obra de encantamiento, cesaron los fuegos en todas partes. Aquel silencio era aún más aterrador que el estruendo anterior…, nos miramos todos sin hablar, ¿qué sucedía?… Trascurrieron algunos momentos, cuando de súbito oímos en la Plaza Mayor el estrépito más pavoroso que nadie se puede imaginar, como si las armas de todos los ejércitos se descargasen simultáneamente en un mismo sitio; que la población entera de la Capital de la República prorrumpiera en un grito unísono y prolongado, al tiempo que todas las campanas de las veinticinco iglesias de la ciudad fueran echadas a vuelo…
+«—¡Victoria! ¡Victoria! —se oyó a lo lejos, grito que se fue acercando; y por todas las bocacalles aparecieron corriendo hombres, mujeres y niños, locos de alegría.
+«—¿Quién se rindió? —preguntó una voz; abriendo una ventana, se presentó en ella un hombre, probablemente partidario de Melo—. ¿Quién se rindió? —repuso.
+«—¡Quién, sino los melistas! —contestaron cien voces—. En los cuarteles, en las torres, ¡en todas partes se han entregado esos pícaros!
+«Y tomando la palabra un hombre cubierto de polvo, con las manos negras de pólvora, dijo apoyándose sobre un fusil que aún humeaba:
+«—Los parapetados en San Agustín se entregaron al General París, mientras que los nuestros tomaban con la punta de las bayonetas a los que se defendían en la Plaza Mayor. La columna del Coronel Viana con la caballería se apoderó al mismo tiempo de los destacamentos de la plazuela de San Victorino y de las alamedas cercanas… A medida que tomaban las calles, cada cual iba avanzando hacia el centro… El ejército del Sur fue adelantando por Santa Bárbara, San Agustín, calle de la Carrera y al mismo tiempo por San Victorino y la calle de San Juan de Dios, mientras que el del Norte entraba por la Calle Real y bajaba de las alturas de Egipto y de Las Aguas… ¡hasta que por último se dieron un abrazo en la mitad de la plaza, al pie de la estatua de Bolívar, Mosquera, López, Herrán!
+«—¡Todos tres han sido presidentes de la República, y hasta ahora jefes de diferentes partidos políticos! —exclamó uno interrumpiendo al narrador.
+«—¡Y todos querrán volverlo a ser! —dijo, cerrando con estrépito su ventana el curioso que preguntó quién había vencido.
+«—Pero —pregunté yo desde el balcón, sin poderme contener—, ¿qué causó aquel estruendo espantoso de ahora un rato?
+«—¡Qué había de ser!, sino que todos los que llenaban la plaza, al ver el abrazo fraternal de los generales, dispararon al aire todas las armas que tenían en las manos mientras arrojaban los pabellones y banderas que habían ganado en el triunfo como un homenaje al pie de la estatua del Libertador, ¡y todas las bandas de música congregadas allí rompieron a tocar las tonadas más alegres que sabían! Esto unido al repique de las campanas, los vivas y los cañonazos, produjo un ruido como jamás había oído Bogotá.
+«—¡Estamos libres!, ¡estamos libres! —exclamaban a grito herido todos los que oían aquello, y la ya compacta multitud de todo el barrio se alejó dando voces hacia la Plaza, con el objeto de vitorear a nuestros libertadores.
+«Una de las señoras de la casa en que estábamos, y que tenía varios parientes cercanos en las filas constitucionales, dijo entonces, tomando su mantilla:
+«—¡Vayámonos nosotras también a la plaza!
+«—¿Y si faltaran ellos? —preguntó una hermana suya palideciendo.
+«—Eso no puede ser —contestó la primera con fe sencilla—. ¡Yo se los he encomendado tanto a la Virgen del Carmen!
+«Yo temblaba de emoción y no acertaba a hablar, temerosa de que comprendieran mi pensamiento.
+«Nuestras amigas se envolvieron en sus mantillas, yo las imité casi maquinalmente: una fuerza independiente de mi voluntad me llamaba afuera. Y así, sin aguardar, o reflexionar si aquello sería prudente; sin consultar, nos pusimos en marcha dirigiéndonos a la plaza… Toda la población estaba entusiasmada, loca de alegría, y en las calles nos detenían personas desconocidas para abrazarnos y felicitarnos con palabras entrecortadas por el triunfo de la buena causa.
+«Todavía quedaban algunos empecinados melistas encastillados en algunas casas, y oíase de rato en rato tiros aislados que resonaban siniestramente en medio del gozo popular; en algunas partes tuvimos que atravesar por encima de charcas de sangre, y pasaron a nuestro lado, sombríos y con miradas aviesas, varios democráticos que sacaban de las casas en donde se habían refugiado; en otras vimos cómo eran conducidos los heridos y muertos que llevaban en camillas para el hospital… Pero nosotras no atendíamos a nada, sino que corríamos desaladas por las calles, hasta que llegamos a una esquina de la plaza, y entrando a la casa de una amiga que vivía allí, y acababa de volver a su habitación, que había sido tomada por los melistas, nos adelantamos a ella en la escalera, casi sin saludarla, y corrimos a abrir los balcones para ver desfilar las tropas…
+«Yo estaba tan aturdida, tan conmovida, que nada veía claro, ni distinguía a los que pasaban…; al fin oí la voz de una de mis compañeras, que decía:
+«—¡Mire, mire, y conteste el saludo de Rafael Hidalgo!
+«—¿Dónde está? —pregunté con entrecortada voz.
+«—Allí, vestido de militar, con quepi y espada…
+«No puedo explicarte, querida Lucía, lo que sentí entonces, ni decirte cómo resbaló de mis hombros la montaña de aprehensión, de muda e íntima angustia que había sufrido hasta entonces, para dejarme más libre y más feliz que un ave que se ha escapado de una jaula de hierro para volar libre por el aire…
+Mercedes».
+FIN DE LA PARTE CUARTA
+La vie est un travail, un métier qu’il
+fant se donner la peine d’apprendre.
+BALZAC
+En tanto que ocurrían los acontecimientos que hemos procurado narrar lo más brevemente posible en la parte anterior; mientras que cambiaba completamente la situación política de la República, nuestra humilde heroína vivía tranquilamente en Los Cocos, bien que su vida era una continuada lucha, pues le costaba más trabajo civilizar a su familia que lo que habían bregado sus antepasados maternos en la conquista de Batavia. Alentábala, empero, la convicción de que su obra, aunque lenta, adelantaba progresivamente, y veía que el termómetro moral de la hacienda subía y mejoraba notablemente bajo sus cuidados; con lo cual sentía un noble orgullo y una profundísima satisfacción.
+El primer ímpetu de su pena y sus desengaños se había debilitado con la enfermedad que sufrió y después la distrajo el viaje a Bogotá: allí le fue preciso contemplar la vida de los demás y tomar interés en los sentimientos de su amiga Mercedes, cuyos sufrimientos, mucho más reales que los suyos, le hicieron comprender cuán falsas habían sido sus esperanzas y cuán infundado su cariño por una persona que jamás se había ocupado de ella. A pesar de que todo aquel drama no había tenido por teatro sino su propio corazón y nadie en el mundo lo presenció, Lucía se avergonzaba al pensar en su mal correspondido afecto y se propuso hacer todo esfuerzo para olvidar sus desengaños. Entregóse, pues, con alma, vida y corazón a los deberes que se había impuesto, acallando para siempre en su alma todo idealismo y renunciando para siempre a toda esperanza de amar y ser amada.
+En medio de la satisfacción que le ocasionaba el progreso moral de su familia, afligíase hondamente cuando meditaba en el estado de desavenencia y disgusto en que se hallaban sus relaciones con su hermana Clarisa, cuya conducta nada juiciosa era el asunto de las hablillas del Valle, causando a su padre diarias molestias y desazones. Tenía Clarisa particular vanidad en desoír los consejos de las personas que tomaban por ella algún interés, sobre todo los de míster Harris, como también las súplicas de Lucía, a quien trataba de contrariar en todo, pues no ocultaba que le envidiaba la educación que había recibido, sus virtudes y carácter angelical, así como las consideraciones que con ella usaba su padre.
+En medio de tantas contrariedades, sin tener más solaz que las cartas que recibía de Mercedes y las que le escribían de Holanda, Lucía guardaba en el fondo de su alma una medicina que curaba todas sus dolencias morales y suavizaba las asperezas de la vida: la fe religiosa. Convertida a Dios desde que no encontró en la tierra consuelo alguno, gozaba en su nueva creencia desde el fondo de su alma, y aunque tardó mucho en publicar a los ojos de todos que para ella el catolicismo es la única religión que produce aquella dulce resignación que tanto facilita la virtud, ella enseñaba a sus hermanitas el catecismo católico y les explicaba los misterios de la Religión, obligándolas a cumplir con sus deberes, así como a los sirvientes y arrendatarios de la hacienda.
+Un día mandó suplicar al Cura del Valle (con quien ya había tenido varias conferencias) que le hiciese el servicio de conseguir un sacerdote que fuera a hacer una misión por aquellos lados.
+—¿Y con qué pagas los costos de la misión? —le preguntó su padre, a quien dio parte de sus proyectos—, pues bien sabes que últimamente mis entradas no alcanzan casi a cubrir los gastos del colegio de Burns en Bogotá, y aun tuve que dejar de comprar ciertas telas que me pediste para el vestido de las niñas. Tú haces aquí tu gusto, y realmente veo con sorpresa que se han moralizado mucho los arrendatarios desde que tú les enseñas religión; ya no me roban y son más cumplidos, y entiendo que sus costumbres han mejorado. Nada de esto niego, pero te aseguro que no tengo con qué hacer gastos superfluos.
+—¡No los llame usted superfluos, padre mío!, puesto que usted mismo me dice que se ha sacado fruto de mis pobres enseñanzas de religión…
+—¡Y lo más curioso —exclamó Harris interrumpiéndola— es que enseñas una religión que no es la tuya!
+Lucía se sonrojó, pero sin hacer caso a las palabras de su padre.
+—Me pregunta —dijo— con qué atenderé a los gastos de la misión, ¿no es así?
+—Sí.
+—Este es un secreto…, pero se lo voy a revelar. Por medio del señor Cura del Valle, hace meses que mis hermanas y yo recibimos costuras que nos pagan bien.
+—¡Cómo es eso! —gritó el irlandés dando una patada contra el suelo—. ¿Te atreviste a hacer semejante cosa, desdichada?… ¡Hijas mías cosiendo por paga! ¡Qué humillación!
+—No tenga cuidado, padre, pues nadie, salvo el señor Cura que nos ha guardado el secreto, sabe quién trabaja esas costuras…
+—¡Quién sabe! ¿Y si se le escapa decirlo?
+Lucía iba a contestar que eso no le importaría, pero, recordando las preocupaciones anticuadas de su padre, respondió:
+—No se le escapará; yo le conozco muy bien… Así, pues, como iba diciendo, con el producto de esas costuras, que hemos guardado religiosamente, y la venta de unos zarcillos de oro que yo no usaba nunca, tengo el suficiente dinero para hacer los gastos de la misión.
+Harris se sonrió tristemente, pero no le replicó una palabra: de día en día iba comprendiendo mejor que su hija era la Providencia de la hacienda, y se estremecía cuando pensaba cómo había andado aquello antes de la llegada de la joven. Tampoco dijo nada, sino que se le llenaron los ojos de lágrimas, cuando el día de la comunión de las personas que había confesado el Sacerdote que vino a la hacienda, vio que las dos niñas mayores hicieron su primera comunión, y que Lucía se arrodillaba con ellas a recibirla también.
+Al día siguiente de aquella fiesta religiosa todo volvió a seguir la rutina acostumbrada, y cuando Lucía se presentó por la noche a servirle el té, él la miró fijamente:
+—Hija —dijo míster Harris—, yo siempre había entendido que te habían educado en la religión de tu madre, y que eras protestante.
+—Así fue —contestó ella—; pero reflexioné después que preferiría la fe de la madre de usted… ¿Hice mal? —preguntó sonriendo dulcemente.
+—No…, ya te he dicho que te pareces a ella mucho…, y hoy más que nunca. No, repito, nada de lo que haces es mal hecho.
+Una mañana, Lucía recibió un papelito de su hermana Clarisa, en el cual esta le decía con mal formadas letras y peor ortografía lo siguiente:
+Ermana:
+Al fin mé desidí una ves por todas a pagar la deuda que devo ha mi padre por sus malos tratamientos con migo; y tanvien vengaré ha mi desgrasiada madre que tanto sufrió conel. Boy ha causarle ha él la maior umillasion que é podido inbentar.
+Adiós, Lusía; de usté no tengo más queja que sus muchas birtudes que tanto me an empalagáo. Adiós y aunque le pece siempre será ermana suia
+Clarisa.
+¿Qué significarían aquellas misteriosas palabras? ¿Qué nueva locura pensaría hacer aquella mujer sin seso? Lucía preguntó al muchacho que le llevó la misiva qué novedad ocurría en casa de su hermana. Pero, o el mensajero no sabía nada en realidad, o no quiso revelárselo.
+Discurrió entonces que lo mejor que podía hacer era ir en persona al pueblo e impedir a todo trance los proyectos de su hermana. No quiso, sin embargo, insinuar sus temores a míster Harris, sino que fingió que tenía que hacer personalmente una compra muy urgente en el Valle y le suplicó a su padre que la acompañase.
+Poco rato después, Lucía montaba a caballo y con el irlandés se dirigió por en medio del bosque al pueblo. Mil temores y aprehensiones turbaban el ánimo de la pobre niña, cuando de repente, yendo por la mitad del camino, vieron venir a pie, demudado, ebrio de cólera y también de licor, al esposo de Clarisa.
+Lucía se sintió desfallecer, ¿qué habría sucedido?… Al verlos, Patricio se detuvo, y quitándose el sombrero con aire de mofa, les regaló los oídos con una carga cerrada de insultos y de improperios que horrorizaron a Lucía, aunque no los entendió, y enfurecieron a su padre que los comprendió demasiado.
+Después de muchos gritos y amenazas cruzadas entre los dos hombres, al fin se sacó en limpio que Clarisa había desaparecido de la casa de su marido desde la noche anterior dejando a Patricio encerrado; y por este motivo él no pudo salir sino ya tarde a averiguar lo que sucedía; y apenas supo cómo había partido del Valle su mujer, cuando se puso en marcha para Los Cocos a dar aviso a su suegro y ponerle al corriente de todo.
+—Pero antes se tomó usted una botella de aguardiente, ¡miserable! —le gritó míster Harris. Y añadió—: pero hasta ahora no me ha dicho usted con quién se ha fugado Clarisa.
+—¿Con quién?, pregunta el digno padre de su hija —contestó el otro—; pues, ¿con quién había de ser sino con los cómicos?
+Y mientras que Harris, loco de ira, enmudeció de sorpresa, Lucía preguntaba:
+—¿Cuáles cómicos? ¿Y cómo lo sabe usted?
+—Lo sé porque muchas personas la vieron… Los cómicos son unos miserables que iban para la Costa de regreso de Bogotá, en donde nadie les hizo caso. Ahora los capitaneaba un pícaro extranjero a quien yo había prohibido la entrada a mi casa… Aquel Leopoldo, ¿lo recuerda usted?
+—Pero ese hombre no estaba en el Valle hace mucho tiempo.
+—Pero volvió…, y a la pasada para su tierra o para los infiernos volvió a armar relaciones con mi mujer… En su compañía va ahora ella; ¡buen provecho le haga! No le arriendo las ganancias; ¡ella es una serpiente, una fiera, un demonio!… ¡Extranjero ladrón!
+—¡Pero no es posible, Patricio —dijo Lucía con angustia—, que mi hermana se rebaje hasta el punto de hacerse cómica y cómica ambulante! Lo habrán informado mal, y a la hora de esta se encontrará escondida en el pueblo…
+—¿Que no puede rebajarse hasta hacerse cómica, dice usted? ¡Pero si la profesión le cuadra. Mil veces le he dicho yo que nació para saltimbanqui! —gritó furioso el marido.
+Entretanto Harris había vuelto en sí de su primera sorpresa.
+—¿Qué hacemos aquí —dijo al carpintero— perdiendo tiempo?… ¡Venga, corra usted, que es preciso ir a alcanzar a aquella miserable!… Volemos, y con mi mano, sí, ¡con mi mano castigaré a esa infame y a su compañero!
+—Aguarde usted, míster —contestó el otro con insolencia—, ¿no ve usted que si se fueron a la madrugada ya habrán pasado el río y estarán en Honda?
+—¡Ande usted, miserable! —gritó el irlandés fuera de sí—, ¡venga usted conmigo si no quiere que le mate también!
+Y levantando el látigo se le fue encima.
+Patricio salió corriendo camino abajo, vuelto en sí de su embriaguez con el susto, pues Harris parecía un energúmeno. Sin acordarse de otra cosa, y dejando a Lucía en medio de la escarpada vereda, breves momentos después desapareció en una encrucijada en el recodo del camino vociferando aún contra el marido de su hija.
+Poco a poco se perdió en el silencio el ruido de las voces y del paso del caballo, y Lucía, al verse olvidada por su padre, volvió riendas y regresó a su casa.
+Esa misma tarde llegó del Valle un peón llevando a la hacienda la escandalosa noticia de la fuga de Clarisa a la madrugada y de la persecución de la prófuga por el padre y el esposo ofendido. Pero naturalmente aún no se sabía si estos habían logrado alcanzarla. Aguardó Lucía el regreso de su padre con grande angustia, tanto más cuanto que aquello ocurría en la época en que tropas, unas veces melistas y otras constitucionales, recorrían, cada una a su vez, los caminos reales, tratando de enganchar gente; por lo cual los campesinos no se atrevían a salir fuera de sus casas, temerosos de que los cogieran para soldados.
+Lucía tuvo, pues, que contentarse con carecer de noticias absolutamente, sin más distracción que atender personalmente a las faenas de la hacienda, que se hallaba acéfala, habiéndose ausentado su padre, y cuando sus hermanos, como dijimos antes (salvo Burns, que permanecía en Bogotá), eran soldados bajo las banderas constitucionales. No había, pues, quién vigilara los trabajos y Lucía daba abasto a todo con una actividad asombrosa.
+Al cabo de una semana regresó Harris, flaco, mustio, callado y manifestando tan mal humor que Lucía no se atrevió a hacerle en el primer momento ninguna pregunta acerca de lo que había sucedido.
+Sin embargo, después de comer con un apetito voraz, lo que probaba que había carecido de alimentos o que no había tenido ánimo para tomarlos, el irlandés dio un fuerte puñetazo sobre la mesa y dijo:
+—¡No pude castigar a esa indigna Clarisa!
+Lucia respiró; hasta entonces había temido algún drama horrible.
+—¿No la alcanzó entonces? —preguntó.
+—No pude… La perseguí hasta el Magdalena; pasé a Honda; se habían embarcado ya los cómicos en unos champanes; tomé un bote y bajé el río; los bogas atracaron en Conejo; allí supe que la intención de aquellos miserables era entrar por Nare a Antioquia El viaje era largo, necesitaba dinero, que no había llevado; volvíme a Honda; allí me prestaron con qué pagar la barca; pasé el río otra vez; tomé mi caballo que había dejado en las Bodegas de Bogotá y sin un real en el bolsillo me vine…
+—¡Pobre padre mío! —exclamó Lucía; pero en el fondo de su alma daba gracias a Dios de que su hermana se hubiese salvado, pues temía que su enfurecido padre hubiera sido capaz de matarla si la encontraba.
+—¿Y qué fue de Patricio? —preguntó después.
+—Ese es un villano…, me acompañó hasta Las Cruces, pero de allí se devolvió. Dijo que iba a Bogotá a ofrecer sus servicios a Melo. Como dejó abandonada su casa y su taller; a mi pasada por el Valle cerré todo y entregué la llave de la casa al Alcalde… Entre esa gente y yo todo ha concluido… Ahora —añadió levantando la voz y mirando a sus hijas—, voy a dar aquí una orden que exijo sea obedecida religiosamente, ¿me entienden?
+—Sí, señor.
+—¡Jamás, óiganme bien, nunca se hablará en esta casa de Clarisa; ni su nombre se oirá mientras yo viva en la casa que ha deshonrado! Sepan que por ningún pretexto se faltará a la consigna, si no quieren encolerizarme.
+La orden de Harris fue obedecida estrictamente; y desde aquel día nadie volvió a pronunciar en Los Cocos el nombre de la desdichada Clarisa. Sucedió así que su recuerdo se fue borrando gradualmente de la memoria de las tres niñas menores, aunque Lucía no olvidaba jamás orar por ella y rogar a Dios por su conversión al bien.
+Cuando concluyó la revolución de Melo, Lucía suplicó a doña Francisca que recibiera en su casa por uno o dos meses a su hermanita Herminia, que se había enfermado, y el médico le recetó tierra fría. Doña Francisca aceptó con gusto la recomendación de su querida Lucía, exigiéndole en cambio la promesa de que iría pronto a hacerles una visita.
+Hacia la mitad del año recibió nuestra holandesa por tercera vez una invitación de los esposos Cox (aquellos ingleses que conoció en el vapor del Magdalena y que habían sido amigos de su madre), suplicándole que fuese a pasar una temporada con ellos en la antigua ciudad de Mariquita, cerca de la cual trabajaba por aquel tiempo en unas minas el señor Cox. Como ella contestara que no podía abandonar otra vez a las dos niñas (sus hermanas) que tenía a su cargo, la buena inglesa le contestó haciendo extensiva la invitación a sus hermanas también. Deseosa de dar alguna expansión a aquellas chicas, que no conocían más distracción que la de ir algunas veces en el año al pueblo del Valle y que vivían aisladas en aquella hacienda sin tener idea de nada, pidió y obtuvo licencia de su padre para aceptar la invitación. Sus dos hermanos habían vuelto al hogar paterno, muy reformado y modificado su carácter por el contacto con los hombres que habían tratado durante la campaña. No siempre sucede así, pero quiso la casualidad que los jóvenes Harris se hallaran con buenos compañeros, los cuales, en lugar de enseñarles vicios, como acontece frecuentemente, les dieron buen ejemplo, y a su regreso a Los Cocos Byron y Moore iban con el firme propósito de cumplir con sus deberes de ciudadanos y de hijos de familia. Además, la corruptora influencia de Clarisa había terminado (no se supo más de ella), mientras que la dulce y benéfica de Lucía se acentuaba más y más; y así ellos prometieron que durante la ausencia de sus hermanas, cuidarían de su padre y trabajarían sin descanso en la hacienda, en tanto que Lucía se daba alguna expansión y descansaba de tanta faena como había tenido durante los meses pasados.
+Cuando Lucía llegó con sus hermanas a Mariquita, obtuvo una franca hospitalidad en casa de sus antiguos compañeros de viaje, los cuales, a pesar de vivir en aquella antigua y arruinada ciudad, tenían el arte que poseen todos los ingleses para formarse una existencia “confortable”, pulcra y civilizada, sea en el interior de África o en las zonas polares. Aunque no cultivaban relaciones con las familias del lugar, poseían una escogida sociedad de hombres, pues aquella casa era punto de reunión para los ingenieros europeos que estaban empleados en las minas de oro y plata que había tan abundantes en aquellas comarcas; así como para los comerciantes extranjeros que estaban entonces establecidos en Honda y Ambalema. La señora Cox se complacía en pasear a las Harris y continuamente las llevaba a visitar las minas de Santa Ana.
+Habíase propuesto la señora Cox buscarle un esposo a Lucía entre los ingleses establecidos por allí. Como ella había sido muy feliz en su matrimonio, creía que el deber de toda mujer casada era procurar que cuantas amigas solteras tenía encontrasen también un marido a todo trance, y si no lo hallaban joven, aunque fuera viejo podía servir. Por otra parte, consideraba a Lucía como muy desgraciada con su padre y pensaba que era preciso “colocarla” pronto, bien o mal.
+En breve notó Lucía que un buen inglés de edad madura, más colorado que un arrebol y grueso como un tonel de cerveza, que, aunque honradote y respetable, carecía completamente de finura y educación, le empezaba a hacer la corte y que la señora Cox le protegía y proporcionaba ocasiones para que le hablase a solas; planes que Lucía se esmeraba en contrariar.
+Al fin la señora le habló con claridad, elogió muchísimo a su amigo, y manifestó a nuestra heroína, sin ambajes ni circunloquios, que si ella lograba que le propusiese matrimonio el inglés, se debería considerar como particularmente afortunada; más le dio a entender, y fue: que ella, ni por su figura ni por su familia, podía pretender una colocación mejor que aquella que se le presentaba entonces.
+Llenáronsele de lágrimas los ojos a la pobre niña, palpitóle el corazón de angustia, al figurársele por un momento que en algún tiempo llegaría a ser la esposa del vulgar vejete que le ofrecían; ella, que aún veía un ideal muy diferente en el fondo de su alma, rechazó horrorizada aquella propuesta.
+—No, señora —contestó a su protectora—, yo no quiero casarme con ese señor, ni con nadie.
+—¡Con nadie!, ¿está usted loca?… El señor N*** es un hombre a pedir de boca.
+Sonrióse tristemente Lucía.
+—¿Cree usted que es prueba de locura no creer un adonis a míster N***?
+—No he dicho a usted que es un modelo de belleza ese señor… Ni sirven para maridos los adonis. ¡Vea usted el mío! Es el mejor hombre del mundo…
+—Lo creo, señora; pero eso no impide la repugnancia que me produce su protegido. Usted se casaría con el señor Cox, cuando era joven, ¿no es así? Prefiero quedarme soltera de mil amores, más bien que ser la esposa de ese viejo.
+—¡Viejo!…, no ha cumplido cincuenta años, y mi marido pasa ya de los sesenta, y no me parece viejo.
+—Pero repito a usted que hace treinta años que se casó usted con él, y entonces era joven y usted también.
+—Efectivamente —contestó la otra bastante indignada con Lucía porque había insinuado que ella era vieja, o al menos que hacía treinta años era joven—, efectivamente —repuso—; en gustos no puede haber disputas, y si usted prefiere vivir hundida en Los Cocos, yo no puedo obligarla a que piense de otro modo. Yo, sin embargo, deseaba la felicidad de usted, pero no contra su voluntad…
+Lucía trató de nuevo de disculparse, pero la señora Cox, muy contrariada, la dejó sola. Esta, comprendiendo la mala impresión que había hecho en la buena inglesa, escribió inmediatamente a su padre suplicándole que mandara por ella; hacía más de un mes que se había ausentado y creía que ya era tiempo de volver a su casa.
+—¡Yo pensé —decía a solas la señora Cox a su marido— que Lucía era persona práctica y juiciosa!, pero no es así, se resiste a ser feliz y prefiere aguantar las necedades de su padre.
+—No en vano —repuso el ingeniero—, ni impunemente se tiene un padre como Harris. Tarde o temprano la sangre tira.
+Empero, Harris no era ya el mismo hombre que conocimos a la llegada de Lucía, y aunque se mostraba a veces jactancioso y ridículo, bajo la dulce influencia de su hija suavizóse su carácter de una manera notable, y bien que aún se dejaba llevar por la cólera, ya se sabía contener, y cuando estallaba, no cometía ningún desmán. Por otra parte, la economía establecida ahora en su casa había producido tan buenos resultados que, en breve, pudo tener tanto orden y manejar su hacienda con tanta propiedad y cordura que se le citaba como un modelo en los alrededores, así como antes no había quién no se burlara de él y de sus “ideas”.
+Regresó Lucía a su casa a tiempo en que le escribieron los Almeida para convidarla a la boda de Mercedes con Rafael Hidalgo. Ella hubiera concurrido con gusto a la celebración de aquel matrimonio, pues la felicidad de su predilecta amiga la tocaba muy de cerca; pero vio que por entonces no convenía ausentarse otra vez, y tuvo que renunciar a esa satisfacción. Contentóse con escribir una larga carta a Mercedes suplicándole que no la olvidara durante los días más dichosos de su existencia, que tuviera misericordia de ella y le escribiera algunas veces, asegurándole que necesitaba de sus palabras para continuar con valor y constancia cumpliendo con deberes que a veces eran muy penosos.
+CARTA DE MERCEDES A LUCÍA
+Bogotá, diciembre de 1856
+«Querida amiga:
+«Tú lo sabes: mi dicha, como mi aflicción, es muda; no puedo estallar en himnos de alegría, como tampoco comunicar mis tristezas. Siento mucho más de lo que pueden expresar las palabras y en mi impotencia me callo.
+«Me voy a casar; bien lo sabes, amo a Rafael con toda mi alma; creo haber encontrado en él el único ser que podrá amarme y corresponder a mi cariño como yo quiero… Pero (siempre en todo lo humano hay un pero) no sé qué encuentro a veces en el fondo de su mirada, de su pensamiento, que me asusta: algo que no me pertenece; un recuerdo quizás que le desvía de mí; y entonces siento que mi corazón se contrae, se estremece; tiemblo, un susto repentino e inmotivado me hiela… ¿Qué es eso? No lo sé. Fantasías mujeriles, dirían, nervios… Pero no es eso, sino algo misterioso que no puedo comprender, ni menos explicar. Veo que Rafael desearía hallar en mí una mujer más tierna, más sumisa, más femenina quizás. Los hombres me han dicho, y yo lo siento así: buscan en el ser amado absoluta sumisión; quieren ejercer un dominio completo sobre nuestra alma; figúraseme a veces que ellos querrían vernos moralmente a sus pies, a pesar de que se fingen nuestros vasallos y nos llaman ángeles y diosas. Entretanto, cada día le amo más, te lo confieso; repito: veo en él encarnado el ideal, aquel ideal con que soñamos cuando por primera vez palpita nuestro corazón, y por lo mismo no quisiera encontrar en él defecto alguno… Sin embargo, me atormenta aquello que creo vislumbrar en su íntimo pensamiento, algo que no es mío… ¿Sabes por qué tiemblo y me espanto? Porque me conozco; he ahondado mucho lo que pasa en el fondo de mi alma y sé que yo no puedo tener lo que se llama celos; si él alguna vez prefiriese otra mujer, aunque fuera un solo día, mi amor moriría de repente y para siempre. Así soy yo; no puedo evitarlo; Dios me formó de esa manera…
+«Ya me parece oírte decir: “si eres tan poco práctica; si quieres ver la vida bajo un prisma inverosímil; si quieres hallar en un hombre de mundo un Rafael de Lamartine, o un Manfredo de Lord Byron, ¿por qué te casas?”… Ya me lo han dicho: el matrimonio arranca las delicadas ilusiones del alma y la mujer casada nada tiene de poética, ¿creerás que varias veces lo he pensado? He pensado que debería romper con Rafael y quedarme soltera… Pero llega él, le veo, oigo su voz…, y todas esas locas fantasías huyen de mi espíritu como las nieblas a la salida del sol.
+«Perdóname, querida Lucía, este fárrago de disparates: no me creas loca; pero no tengo por qué negártelo: sólo tú me comprendes a fondo, y no temo que me creas demente, porque entiendo que tú también adoleces del mismo mal de idealismo.
+«Abrázame y no dudes jamás de la tierna amistad de tu amiga
+Mercedes».
+Quince días después de escrita aquella carta, Mercedes se casó.
+Corrieron dos años después de la fuga de Clarisa, y nada se había sabido más de su suerte.
+La hacienda de Los Cocos, en otro tiempo tan triste y descuidada, presentaba ya un aspecto risueño y de completo bienestar, que dejaba atónitos a los que la habían visitado antes de la llegada de Lucía. Al frente de la casa se ostentaba un ancho y barrido patio, con sus enramadas para los caballos a uno y otro lado; en contorno veíanse huertas y hortalizas sembradas a la manera europea y más lejos el corral de las gallinas, y estanques para gansos y patos formados con el agua de un riachuelo que pasaba en la vecindad, todo lo cual presentaba un perfecto modelo de aseo. Los corredores o galerías que circundaban la casa, en donde antes dormían los peones y los niños de la familia sobre montones de tierra, hoy limpiamente enladrillados, las paredes blanqueadas y cubiertas con gran número de láminas simétricamente colocadas, hacían frente a las pintadas barandas por cuyas columnas trepaban diferentes especies de enredaderas floridas que perfumaban el ambiente y alegraban la vista.
+Si damos la vuelta al frente de la casa, encontraremos a Lucía en su lugar predilecto, es decir, en una galería que daba sobre la huerta, en donde los árboles frutales empezaban ya a dar fruto, y de donde se abarcaba el hermosísimo paisaje andino que otras veces hemos descrito.
+Como empezara a caer la tarde, nuestra heroína había salido de su aposento para mirar mejor una guedeja de pelo rubio y finísimo, casi imperceptible, que acababa de recibir en una carta enviada de Holanda. Era el primer rizo que le cortaron a la hija mayor de Rieken, a quien habían puesto el nombre de Lucía.
+—¡Cuánto placer tendría si pudiera ver a mi querida sobrinita! —pensaba esta—; ¡así como contemplar nuevamente el sitio en que pasé mi juventud! Pero también sería para mí gran sacrificio abandonar esta casa y este país que ya quiero tanto. Aunque llevara conmigo a mi padre y a mis hermanitas, comprendo que ya no me acomodaría en Holanda… Todo lo encontraría cambiado, diferente, mientras que la verdad sería que yo era la que había variado… Allí nadie me necesita; aquí no puedo ocultarme a mí misma que he hecho algún bien. Ya estoy satisfecha y, gracias a Dios, que tuvo misericordia de mi alma, no deseo más de lo que tengo… Luché, sí, luché, ¡pero vencí! Ahora sólo quiero, Señor, cumplir con vuestra voluntad y acepto los deberes que me habéis impuesto…
+La luz iba menguando, y temiendo que se le perdiera la guedeja de pelo, la envolvió en el papel de seda en que se la habían enviado y, entrando en su cuarto, la guardó cuidadosamente. Momentos después volvió a salir al corredor; la tarde se oscurecía.
+—¡Cómo tardan! —pensó, fijando la mirada a lo lejos sobre el camino que se desenvolvía entre la montaña como una gran cinta gris, unas veces apareciendo y otras ocultándose detrás de las laderas y los árboles.
+Lucía aguardaba el regreso de sus hermanas, a quienes había enviado al pueblo vecino con su padre para que se pasearan e hicieran algunas compras con los cortos dineros que habían ganado con su trabajo. Clorinda había cumplido dieciséis años y era bastante bonita; las otras dos niñas menores, aunque graciosas, no eran bellas; pero todas tres estaban bien educadas y se manifestaban cultas, hacendosas y de agradable trato, merced a Lucía, la cual se esmeró tanto en cuidarlas física y moralmente como no lo hiciera mejor una madre tierna y abnegada.
+Largo rato permaneció nuestra heroína en el mismo sitio entregada a una meditación hondísima, cuando súbitamente notó que algo se movía en medio de un bosquecillo de la huerta; y como la naciente oscuridad no le permitiese distinguir la causa de aquello; temerosa de que algún animal hubiese entrado a la huerta a dañar los árboles, bajó prontamente las gradas de la galería y se dirigió al sitio en que vio un bulto semioculto entre las ramas. Al llegar a él se encontró cara a cara con una mujer alta, andrajosa y con el sombrero de paja calado hasta los ojos.
+—¿Quién es usted? —dijo, dando un paso atrás—, ¿y por qué se oculta usted aquí?
+Creyó que era alguna campesina que había entrado a robar las frutas.
+—¡Lucía! —exclamó la mujer con doloroso acento—, ¿ya no me conoce?…
+—¡Clarisa! —gritó esta sorprendida, y acercándose a la miserable, añadió—, ¿me equivoco acaso?
+—No…, soy yo —contestó la otra, inclinando la cabeza—; pero muy desgraciada y muy pobre; más pobre de lo que era cuando vivía aquí —añadió levantando la cabeza.
+—¡Dios mío! —repuso Lucía—, ¿por qué has venido aquí? ¿No sabes, desdichada, que mi padre sería capaz de maltratarte si te encontrara en casa?
+—Vaya, vaya si lo sé…
+—¿Entonces?
+—Vengo —repuso la otra irguiéndose y levantando el sombrero de la frente—, vengo a que complete su obra.
+—¡No digas esas cosas!
+—¿En dónde está nuestro queridísimo progenitor? —preguntó la otra con acento amargo e irónico.
+—Ahora mismo no está en la casa… Se fue al pueblo…, pero le aguardo de un momento a otro.
+Clarisa tuvo un momento miedo y dio un paso atrás; trató de envolverse en el despedazado pañolón de tela ordinaria que llevaba sobre las espaldas y se cubrió la cara con las manos.
+—Clarisa —dijo Lucía con infinita compasión—: no temas; él no vendrá aquí. Ven a mi cuarto y te daré con qué vestirte.
+—Estos harapos están buenos para una miserable como yo… Pero lo que sí necesito es algo que beber…, tengo sed…, mucha sed, ¿no tendrías por ahí algún licor?
+Lucía se horrorizó, pues al acercarse a su desdichada hermana, había notado que exhalaba un fétido olor de aguardiente.
+—No puedo darte licor —contestó—, pero, si quieres agua y alimentos, te puedo dar mientras que descansas en mi cuarto.
+—Acepto —dijo la otra—; desde ayer no como nada sólido…; un real que me quedaba lo gasté en la venta del camino, allá lejos, pero me dieron una miseria de aguardiente por él.
+En tanto que las dos hermanas conversaban en aquel rincón de la huerta, el señor Harris había llegado con sus hijas al patio de adelante, y Lucía oyó su nombre repetido varias veces por sus hermanas que la llamaban.
+—¡Aquí está! —dijo Lucía en voz baja.
+—¡Iré entonces a presentarme a mi buen padre! —exclamó Clarisa con amargura, y trató de pasar delante de su hermana, que se esforzaba por impedírselo.
+—¡No seas imprudente! —dijo esta poniéndole la mano sobre el brazo.
+—Iré, sí, iré…
+—¿No te he dicho que mi padre hasta ha prohibido que hablemos de ti? —repuso Lucía—. ¿Qué hará si te ve en su casa?
+—Lo más que podrá hacer será matarme, ¿no es así?…
+—Lo creo, ¡por Dios no te expongas a su ira!
+—¡A eso vengo!…, estoy desesperada de la vida.
+Hablando así las dos hermanas habían llegado al corredor frente al aposento de Lucía. Felizmente ya para entonces las niñas llamaban a su hermana por otra parte de la casa y se habían alejado. Clarisa, que vio el cuarto de Lucía abierto, quiso atravesarlo para pasar al patio exterior en donde debería estar su padre.
+—¡Esto no sucederá con mi consentimiento! —exclamó Lucía, y tomando a su hermana de una mano, empujóla enérgicamente sobre un pequeño sofá que allí tenía, y salió por la puerta opuesta, que cerró con llave por fuera. Es cierto, se decía, que Clarisa podrá salir a la huerta otra vez y, rodeando la casa, presentarse repentinamente en el primer patio; pero si acaso hacía aquello, pasaban algunos minutos, podía ocurrir alguna cosa que impidiera a su padre encontrarse con ello, o la oscuridad, que ya era casi completa, la haría tardarse, reflexionar y desistir de aquello.
+—¿En dónde te ocultabas, Lucía, que no te encontrábamos? —exclamaron sus hermanitas al verla aparecer repentinamente.
+—Estaba en la huerta…
+—Vayamos a tu cuarto —dijo Clorinda—, y allí te mostraremos lo que compramos en el pueblo.
+—¡Y para darte los regalitos que te traemos! —añadió Herminia.
+—¡Si vieras —dijo Virginia con entusiasmo— los primores que tenía un mercachifles recién venido de Bogotá!
+—¡A mi cuarto no!… —contestó Lucía, muy turbada—; primero vengan al suyo, hijas mías; y mientras que se quitan los vestidos de montar, iré a saludar a mi padre.
+—¡No, Lucía, no te acerques a él!
+—¿Por qué?
+—Viene furioso porque le dijeron que habían visto pasar a Clarisa por el pueblo, vestida de cinturera y hecha una miseria.
+—¡Válgame Dios! ¿Sabrá acaso para dónde iba?
+—Sólo le dijeron que había pasado… Parece que la expulsaron de la compañía de los cómicos por su mal genio…, ¡y dicen que se vino pidiendo limosna desde la Costa!
+—¡Qué cosa tan terrible!… ¡Dios mío! Cállense ahora, niñas queridas, no hablen de esto… Vayan a desvestirse y después vengan a la sala, en donde trataremos de distraer a mi padre: allí les tendré preparado el refresco; ¡deben estar muy cansadas, criaturas!
+Dio un tierno beso a cada una y corrió a buscar a su padre; se estuvo a su lado, aunque sin hablarle, preparándole el té, y aterrándose cada vez que oía algún paso en el corredor, y creía que iba a presentarse Clarisa. Media hora después toda la familia estaba reunida en torno de la mesa y a Lucía se le alcanzaba que Clarisa le había obedecido. Pero presa de la mayor angustia, resolvió salir con cualquier pretexto para ir a ver qué había sido de su miserable hermana. Abrió su estancia y entró a tientas; allí todo estaba oscuro; llamo en voz baja, pero nadie le contestó.
+—¡Si habrá salido! —pensó—, y mientras que yo estoy aquí, ¡hará su entrada en la sala!
+Pero al volverse, oyó la respiración fatigosa de una persona que dormía sobre el sofá. Comprendió entonces que encontrándose aquella desdichada por primera vez después de mucho tiempo en un lugar cómodo, permaneció quieta hasta que la fatiga le produjo un benéfico sueño. Salió inmediatamente del aposento, cerró nuevamente la puerta y volvió a reunirse al círculo de familia, sin que nadie hubiese caído en la cuenta de su ausencia.
+Harris no dijo nada del regreso de su infeliz hija, sino que se estuvo taciturno y callado y como entregado a alguna triste meditación.
+Era ya tarde cuando Lucía logró desprenderse de sus hermanas, que tenían mil cosas que contarle, para volver a su cuarto, llevando ocultamente algunos alimentos a la desventurada prófuga. Acababa esta de despertar y, cuando la hubo visto satisfacer un hambre devoradora, le arregló una cama allí mismo y le dio vestidos limpios para que pudiese pasar una noche tranquila. Todo esto hacía la holandesa con tanta ternura y angelical bondad que al fin tocó el alma de la infeliz Clarisa; la que por primera vez comprendió lo que era aquella hermana que tanto había envidiado. Ella la miraba callada, yendo y viniendo por el cuarto, cuidadosa y ordenada. Al fin, viendo que Lucía no le preguntaba cómo había pasado la vida durante aquellos años de ausencia y la trataba como a una querida hermana, de igual a igual…
+—¡Lucía —le dijo con ímpetu repentino—, Lucía! ¿No comprendes acaso mi degradación y no sabes lo que he sido acaso?
+—Eres mi hermana —contestó la otra sencillamente.
+—Sí…, por el nacimiento. Pero soy una mujer cuya conducta ha sido y será el descrédito de la familia; una miserable, una…
+—¡Una persona muy desgraciada es lo que veo en ti, Clarisa! No veo otra cosa —dijo Lucía interrumpiéndola.
+Al decir esto se metió en la cama y apagó la luz.
+—Duerme —añadió—, duerme tranquila; pero antes levanta a Dios tu espíritu dándole las gracias por haberte traído otra vez al redil.
+—Dices —contestó la otra— que soy una desgraciada y tienes razón; ¡pero ya empiezo a ver claro y a comprender que yo misma busqué mis infortunios!
+—Y vuelves arrepentida a buscar el calor del hogar paterno, ¿no es verdad?
+—¡No vine a buscar lo que nunca tuve!… Nunca, Lucía, he tenido hogar, ni casa, ni familia, ni cariño… verdadero.
+—¿Por qué entonces rechazabas el que yo te ofrecía cuando vine al país?
+—Te diré…, estaba envenenada; no creía en él, y me enfurecía la idea de las virtudes tuyas, que siempre me echaban en cara… Me devoraba la envidia, lo confieso, al ver que todas las atenciones de mi padre eran para ti, en tanto que a mí siempre me manifestaba odio y me trataba mal.
+—Olvidemos —dijo Lucía—, olvidemos lo pasado…
+—¡No; eso no se puede borrar!… Pero vuelvo a preguntarte, ¿no me preguntas en qué he pasado mi vida durante mi ausencia del Valle?
+—No pregunto porque quiero ignorarlo.
+—Pero aunque así lo quieras, yo tengo que hablarte de ello; necesito desahogarme y contarte mis penas y el motivo de ellas.
+—No, Clarisa ¡por Dios!, no me digas nada…
+La otra permaneció un rato callada, y Lucía oyó que lloraba; al fin volvió a llamarla.
+—¡Lucía, Lucía, tienes razón! —dijo—. Una persona como tú no debe saber cuál ha sido mi borrascosa existencia…, pero sí es preciso que te diga que Leopoldo…, que después fue director de una compañía de cómicos…, murió hace un mes en Barranquilla, y entonces los otros me expulsaron por segunda vez de la compañía, en la cual yo hacía un papel subalterno. Ya un año antes, en Antioquia, Leopoldo había peleado conmigo y me había despedido, y yo tuve que buscarme la vida como pude. A pesar de que aquel hombre era perverso, se gozaba en hacerme sufrir y tenía un corazón de hiena, yo no podía vivir sin él, y sin que lo supiera, me fui tras de la compañía a Barranquilla, en donde me volvió a recibir… porque estaba enfermo, los demás le abandonaban y sólo yo le tenía lástima. Su salud debilitada por la mala vida fue empeorando, empeorando, aunque yo le cuidaba como mejor podía, hasta que murió y me quedé enteramente desamparada y en la miseria.
+—¿Y ese hombre no dejó nada?
+—Durante su enfermedad me reveló lo que nunca antes me había dicho: que era hijo de una familia muy grande y rica de Francia, pero que él no hacía caso de esas cosas; así fue que se metió en no sé qué conspiración contra su Gobierno; le descubrieron y le metieron en la cárcel, y de allí le mandaron a un presidio aquí en América…
+—Pero él se fugó, ¿no es cierto?, ¿después de haber muerto al carcelero?… —preguntó Lucía repentinamente asaltada por una idea.
+—Eso me dijo…, ¿pero cómo adivinaste?
+—Continúa…, ya te lo diré después…, sigue ¡por Dios!
+—Después de su fuga, naufragó varias veces, pasó muchísimos trabajos, pero no podía volver a su tierra. Al fin supo, yo no sé cómo, que su madre había muerto…, entonces resolvió quedarse en América y se unió a una compañía de cómicos que le ofrecían pagar bien, y como esa vida aventurera era la única que no le repugnaba, se quedó con ellos…, pero el nombre que llevaba no era el suyo propio.
+—Ya lo pensaba yo, ¿y cuál era el verdadero?
+—Algo como San…, pero no sé el fin, se me ha olvidado, aunque me lo dijo varias veces.
+—Saint-Clair.
+—¡Así era!…
+—¿Y su nombre de bautismo era Leoncio?
+—¡Cabal!… Pero Lucía, ¿cómo lo sabías?
+—¡Válgame el cielo! —exclamó esta—. ¿No es una cosa providencial que ese hombre sea nada menos que un hermano perdido del marido de nuestra prima Rieken, de Carlos Saint-Clair?
+A Lucía no le quedaba duda de que aquello era cierto cuando recordó la impresión que le había causado la voz del cómico la única ocasión en que le oyó hablar. Los hermanos suelen parecerse mucho en el timbre de la voz.
+—¿Y no tenía ese hombre papeles, algo que lo pudiera identificar? —preguntó muy conmovida e interesada.
+—Sí, él me dio un paquete cerrado para que lo enviase al Cónsul de Francia, y que este lo mandase a un hermano suyo que dijo que tenía: encima está la dirección.
+Lucía encendió un fósforo, se levantó y recibió de Clarisa un paquete de papeles, sellado, y con esta inscripción escrita encima, que no le dejó duda: A M. Charles Saint-Clair — (fils de feu l’Amiral Saint-Clair).
+—Ya que sabes quién es ese sujeto, puedes tomarlo y mandarlo a donde te parezca; yo me descarto de ello y te hago responsable —dijo Clarisa al entregarle el paquete a su hermana.
+Ella aceptó la comisión y ofreció cumplirla religiosamente.
+Apenas amaneció, cuando Lucía vio que Clarisa estaba despierta y que se empezaba a vestir.
+—Dime —le preguntó la hermana menor—, ¿qué piensas hacer ahora?
+—No sé…, si la muerte no me causara tanto miedo, querría morir.
+—Patricio…
+—¡No me hables de ese hombre!
+—¿No sabes, Clarisa, que murió en la entrada de los constitucionales en Bogotá?
+—No lo sabía…, ni me importa… Quisiera olvidar que existió.
+Y al decir esto, ocultó la cara con las manos y permaneció callada.
+Lucía la miró con infinita compasión.
+—Si lográsemos que mi padre te recibiera… —empezó a decir Lucía; pero la otra la interrumpió.
+—¡Ni me lo propongas!… ¡Yo no aceptaría eso jamás! Bien sabes que no solamente no me quiere, sino que me aborrece…
+—¡No digas eso, Clarisa!
+—Es la verdad… Yo no podría tampoco vivir aquí sin volver a las andadas… Me volvería loca y peor de lo que soy…
+—¿Entonces qué hacer?
+—Quisiera irme lejos, en donde nadie me conociera; podría tal vez vivir de mi trabajo…, aunque fuera como sirvienta en una casa honrada.
+—¿Y de veras deseas trabajar? Nada ennoblece tanto como el trabajo…
+—Sí, quiero vivir honradamente.
+—¿Sabes coser?
+—Sí; aprendí con las cómicas…, y creo que tengo disposición para todo lo que sea cortar y armar; me decían que tenía buen gusto. Siempre había sido inclinada al ocio, pero aunque nunca me habían enseñado, yo sabía arreglarme mis vestidos… Mira, Lucía, anoche no he pegado los ojos y he reflexionado mucho, y ya antes lo había pensado, que el trabajo sería lo único que me podría salvar. ¡Oh, nadie sabe cuántas humillaciones he sufrido en los dos años pasados y en toda mi vida! Pero siempre cuando me he ocupado en algo, me he sentido más contenta…, lo que me hace mucho mal es estarme mano sobre mano.
+—Y entonces, ¿por qué te estabas siempre de ociosa aquí cuando vivías en la hacienda, y después durante tu matrimonio?
+—Primero, porque nadie me enseñó jamás a hacer nada, y segundo, porque me lo mandaba mi padre con mal modo, y lo quería exigir Patricio con brutalidad… Mira, no me creas enteramente perversa…, puedo corregirme, ¡te lo aseguro!
+Después de conversar y discutir largamente mil diferentes proyectos, al fin resolvió Lucía ir a hablar con Byron, que tenía a su cargo casi toda la dirección de la hacienda, y suplicarle, como a la única persona que podía salir y alejarse con alguna independencia, que diese amparo a Clarisa, la llevase a Bogotá, en donde bajo la protección de doña Francisca y Mercedes, ella esperaba que su pobre hermana lograría encontrar algún trabajo que le permitiese vivir con dignidad.
+Lucía tenía confianza en las señales evidentes de arrepentimiento que manifestaba Clarisa; comprendía que los muchos trabajos que debió de haber pasado, el abatimiento en que había estado y la situación vergonzosa en que se halló hubieron de haber domado un tanto su mal carácter y mejorado las pésimas disposiciones de su corazón, agriado y endurecido por la manera con que la había tratado su padre en su primera juventud.
+Dos días permaneció la hija pródiga oculta en la casa de la hacienda, en tanto que Lucía y sus hermanas, a quienes ella había puesto en el secreto, pensando que aquello no la haría faltar a las leyes de la caridad cristiana, le arreglaban un modestísimo pero decente ajuar, con el cual podría presentarse en Bogotá.
+En seguida Byron la acompañó hasta la casa de las Almeida, para quienes la introducción de Lucía era cosa sagrada; y dejándola allí, regresó a Los Cocos sin que míster Harris hubiese maliciado lo que sucedía en su casa.
+FIN DE LA PARTE QUINTA
+Cinco años después de la mañana en que la desventurada Clarisa salió compungida y en parte reformada de la hacienda de su padre con dirección a Bogotá, y diez años después de la llegada de Lucía a Los Cocos, volveremos por última vez al corredor o galería frente al magnífico paisaje que tantas veces hemos señalado al lector durante esta sencilla relación.
+La mejora de la hacienda, el crecimiento de los árboles, el aspecto de bienestar que presentaba la casa eran cada día más notables: todo había progresado y embellecido, menos el dueño de la hacienda, al menos en su parte física. Míster Harris tenía perdida enteramente la vista y las arrugas habían aumentado considerablemente sobre sus mejillas durante el tiempo trascurrido, como podríamos notarlo si nos acercáramos a la butaca en que se halla sentado el anciano en el corredor, recibiendo sobre su frente el sano airecillo y el suave ambiente de los bosques, y al mismo tiempo escuchando leer a Lucía algunos periódicos extranjeros recientemente recibidos de Europa (lectura que era para él una de las necesidades de su vida).
+Lucía había cumplido treintaidós años, bien que manifestaba más edad, como sucede frecuentemente a las mujeres que no se casan; como sabemos nunca había sido bella, y a más viviendo en el campo, sin cuidarse del sol y el aire, su tez había perdido aquella frescura que fue su principal hermosura en su primera juventud; pero, a pesar de esto, nada podía verse más suave, noble y digno que la fisonomía de esta mujer, siempre activa, ocupada, diligente, aseada hasta la exageración, bondadosa hasta el extremo; hacía, sin embargo, guerra crudísima a todo lo que no fuera bueno, y todos en la casa, así como los arrendatarios, temían más una mirada de enojo de ella que las amenazas y castigos de los fuertes y poderosos.
+Pero bueno será, antes de oír la conversación de padre e hija, que digamos brevemente cuál había sido la suerte de los demás miembros de la familia Harris en los pasados años.
+Byron, cuya educación primera había sido tan descuidada, se había casado con una pobre muchacha hija del dueño de una estancia vecina, pero aunque de humilde nacimiento, virtuosa y buena. Lucía le había enseñado a leer y algo de escritura, como también la manera de manejar una casa con orden y economía. Vivía aquella pareja en una pequeña casa que Byron había construido casi personalmente, en una hondonada a espaldas de la casa de la hacienda, y trabajaba con dos o tres jornaleros en sembrar legumbres que llevaba cada semana al mercado del pueblo, las cuales eran estimadas como las mejores y más frescas de los alrededores. Moore se había hecho cargo del manejo de la hacienda de su padre, desde que este perdió la vista hacía unos dos años, y, para decir verdad, desde entonces se vio prosperar todo de una manera asombrosa. Sin tener educación ni talento, había, empero, manifestado una singular capacidad para los negocios de campo; desprovisto de aquella fantasía perjudicial de su padre, que sin cesar hacía ensayos que nunca le salían bien, Moore poseía en cambio una especie de presciencia, debida a sus facultades de observación, generalmente inconsciente, que le hacían adivinar qué convenía y en dónde debería sembrar tal o cual sementera. De resto, era un joven complaciente que amaba muchísimo y respetaba a Lucía, y era el apoyo de sus hermanas.
+Burns, que era sumamente estudioso y recibió esmerada educación, vivía en Bogotá, en donde ganaba su subsistencia holgadamente dando lecciones en los colegios, y aunque no poseía un talento brillante, se le estimaba mucho y consideraba como uno de los mejores pedagogos de la Capital de la República. Él nunca olvidaba que debía su honrada posición a la influencia de Lucía, y conservaba por ella una especie de culto.
+Clorinda se había casado con un extranjero acomodado y vivía muy contenta en Antioquia, en donde su marido tenía una casa de comercio.
+Virginia y Herminia permanecían solteras al lado de su padre y, aleccionadas por su hermana, eran la Providencia de aquellos contornos: ellas visitaban y protegían a los campesinos y arrendatarios de la hacienda; los amparaban en sus tribulaciones y todos los días enseñaban a leer, coser y doctrina a los niños y niñas de las cercanías, produciendo con aquello un bien inmenso en las generaciones que se levantaban. Además, cada año costeaban con sus economías una misión en la hacienda, durante la cual hacían confesar a los adultos y promovían la primera comunión de los niños que habían preparado durante los meses anteriores.
+Como dijimos al empezar este capítulo, Harris y Lucía tomaban el fresco en aquel corredor, y una vez que la hija acabó de leer gran número de noticias que interesaban a su padre, dijo, sacando una carta del bolsillo de su delantal:
+—Padre, hágame el favor de escuchar esto que vino con los periódicos.
+—¿Y eso qué es?
+—Una carta; empieza así:
+Querido padre: aunque usted ha tenido razón, lo confieso con humildad, en prohibir que mi nombre llegue jamás a sus oídos y…
+—¡Silencio! —gritó el anciano dando una patada, y añadió con airado acento—: ¡no quiero oír cartas de Clarisa!
+—Cinco años hace que guardo silencio —contestó Lucía—; cinco años que…
+—¿No sabes que lo que digo lo cumplo? —preguntó el viejo—. Repito que ni ahora ni nunca quiero recibir recados de esa miserable.
+—Dije —repuso Lucía, sin hacer caso de la cólera de Harris— que hacía cinco años que guardaba silencio acerca de Clarisa; pero no es así; hace siete que el nombre de mi infeliz hermana no se ha pronunciado aquí, ¡y sin embargo, ella es hija suya, querido padre, y hermana nuestra!
+—Ella se gozó en manejarse mal; que sufra las consecuencias…
+—Pero su hija de usted…
+—No tengo más hijas que tú y las otras tres…
+—¡Sin embargo, Clarisa se ha arrepentido! Por Dios, escuche siquiera lo que tengo que decirle, permítame leerle la carta.
+—No escucharé palabras de ella…
+—Bien…, no leeré la carta; ¡pero le pido a usted por la memoria de nuestra madre común, que me permita explicarle la situación en que se encuentra esa desdichada!
+—Puesto que lo exiges así…, habla.
+—Como se lo dijo a usted doña Francisca la última vez que estuvimos en Bogotá, desde que Clarisa llegó hace cinco años a esa ciudad, arrepentida y desgraciadísima, y le dieron un cuarto bajo en casa de Mercedes, su conducta ha sido ejemplar. A pesar de que gana su vida con la punta de su aguja, y muchas veces sufre escaseces, las Almeida no cesan de elogiar su dignidad y, como mientras pudo jamás quiso admitir socorro ajeno…
+—Todo eso me lo dijo doña Francisca. ¿Qué ha ocurrido de nuevo?
+—Hace algún tiempo que esta vida de encierro y de penas le alteró la salud y, según dice en su carta, está tan enferma que no puede trabajar con constancia; ¡y usted sabe lo poco que da la labor de la mujer! Así ha tenido por precisión que aceptar recursos pecuniarios de la familia que la protege…
+—Eso no puede ser —exclamó el viejo, golpeando con el palo en el suelo—. No quiero que un miembro de mi familia viva a cargo de personas extrañas. Mándale alguna cosa por mes…
+—Pero eso no es todo —añadió Lucía—; no solamente las Almeida le han prodigado recursos para su mantención, sino que el mal estado de su salud es una rémora en la casa, quita el tiempo a la familia… En fin, ella desearía salir de Bogotá y venir aquí; lo más natural es ese deseo.
+—¿Aquí a mi casa?
+—Pues…
+—¡No, no hables de eso…, repito, no quiero… verla, iba a decir!… Sería mejor que Byron la tomase en su casa…
+—Eso no sería justo… Byron tiene ya tres chicos, su familia aumenta cada día, su casa es pequeñita, y su mujer no podría cuidar a una persona enferma.
+—Pero… me cierras todas las puertas.
+—Permítale usted, padre, venir a su casa. Mis hermanas y yo nos encargaremos de cuidarla y atenderla, sin que usted la tenga que oír siquiera, si así lo exige. ¡Pobre Clarisa! ¡Vendrá tan triste, tan arrepentida! ¡Cuánto gusto me dará el tenerla aquí y hacerle olvidar su anterior desamparo!
+Al decir esto Lucía en voz muy baja, se llenaron de lágrimas los ojos del anciano, el cual dijo con emoción:
+—¡Lucía, Lucia! ¡Ángel de mi casa!…, haz tu gusto, ¿quién podrá jamás negarte algo? ¡Sería yo el ser más ingrato, un monstruo de crueldad, si no fueras dueña y señora en esta casa! ¡Tú que has renunciado al matrimonio sólo por quedarte a mi lado y proteger a tus hermanos! ¡Tú que llevas aquí una vida tan triste y monótona sin quejarte jamás!
+—Padre —contestó Lucía, tomando una mano del anciano y besándosela—. Padre, usted se exagera y equivoca… ¿Quién dirá que mi vida aquí es triste y monótona?… ¿No ve usted que tengo todo mi tiempo ocupado, y que no hay una hora del día en que pueda estar ociosa y triste como usted dice?…
+—Así es la verdad, ¡no descansas nunca!
+—¡Descansar! Se descansa de un trabajo con otro, y no hay peor desgracia que no tener nada que hacer… Nosotros mismos nos labramos nuestra propia cruz, pesada o liviana. Lo único positivo en este mundo es el íntimo sentimiento y la sincera convicción de haber cumplido estrictamente con nuestro deber. Esa es suficiente recompensa para una alma cristiana…
+—Así será —repuso el anciano—, pero yo quisiera hacerte feliz.
+—La felicidad, padre, no es planta que crece en esta tierra, porque al primer soplo helado de la realidad se marchita y cae. Sin embargo, Dios es tan misericordioso que jamás ha dejado de poner un átomo de dicha en todas las existencias humanas, átomo que nunca dejará de hallar todo el que quiera tomarse la pena de buscarlo.
+En tanto que Lucía hablaba, la tarde se había convertido en noche y la oscuridad invadió la tierra, y los cielos se presentaron brillantes e iluminados con innumerables estrellas.
+¡Así, en este miserable mundo, cuando el corazón se cubre de luto, el cielo aparece a nuestros ojos brillante y espléndido, y la fe en sus promesas es lo único que nos consuela y endulza nuestras penas!
+FIN DE «UNA HOLANDESA EN AMÉRICA»
+1En aquella época no había línea francesa. La que esto escribe atravesó el Océano como la heroína de la novela (Nota de la autora).
+3Dialecto que se habla en Curazao, y es una mezcla de español, holandés, francés, inglés y portugués.
+4Desde 1871 se ha logrado abrir el puerto y hacerlo transitable, y hay un ferrocarril entre Sabanilla y Barranquilla.
+5Así llaman en ciertas provincias a las muchachas del pueblo; en otras las titulan ñapangas en lugar de cintureras.
+7Así llaman en Colombia un prado cercado próximo a la casa en que se tienen los caballos que se usan constantemente.