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DISEÑO GRÁFICO Y EDITORIAL
ISBN:
978-958-8827-86-5 (e-book)
Bogotá D. C., diciembre de 2015
Primera edición: Ministerio de Cultura, Biblioteca Nacional de Colombia, 2015
Presentación: © Santiago Londoño Vélez
Licencia Creative Commons:
Atribución-NoComercial-Compartirigual,
2.5 Colombia. Se puede consultar en:
+Nacida en el siglo XVII en Inglaterra, desde donde pasó a Francia y de allí a España, la literatura de costumbres fue una forma de retratar con palabras la sociedad, sus hábitos, entorno, valores y personajes. Propia del romanticismo, movimiento que reaccionó contra el clasicismo, surgió en un momento en el que no existían el cine ni la fotografía y el arte de la pintura era para unos pocos. Autores españoles como Serafín Estébanez Calderón, Ramón de Mesonero Romanos y Mariano José de Larra, entre otros, ejercieron influencia en la literatura de Hispanoamérica. El costumbrismo fue un estilo literario «internacionalizado», que atrajo editores, autores y lectores de narrativa, verso y teatro.
+La definición canónica del artículo de costumbres en Colombia se debe a José Manuel Marroquín, fundador de la Academia Colombiana de la Lengua en 1870, quien en sus Lecciones elementales de retórica y poética (1889) subrayó la intención moral del género:
+[…] Un artículo de costumbres es la narración de uno o más sucesos, de los comunes y ordinarios, hecha en tono ligero, y salpicada de observaciones picantes y de chistes de todo género. De esta narración ha de resultar o una pintura viva y animada de la costumbre que se trata, o juntamente con esta pintura, la demostración de lo malo o de lo ridículo que haya en ella; mas esta demostración han de hacerla los hechos por sí solos, sin que el autor tenga que introducir reflexiones o disertaciones morales para advertir al lector cuál es la conclusión que debe sacar de lo que ha leído.
+En este género tienen cabida los caracteres, las descripciones, los diálogos y cuanto puede adornar la historia ficticia; pero todo debe dirigirse al fin propuesto, esto es, a la pintura o al vituperio de una costumbre.
+Los primeros escritos costumbristas colombianos datan de finales de la década de 1830. El costumbrismo se convirtió en una suerte de programa de reconocimiento e integración nacionalista de manera decidida a partir de 1858, a raíz de la aparición de la tertulia de El Mosaico, nombre que por demás alude a una obra relativa a las musas y a una pieza artística elaborada con partes que conforman un todo. El grupo publicó una revista con el mismo nombre impulsada por el santafereño José María Vergara y Vergara, en la que participaron liberales y conservadores nacidos en varias regiones colombianas, en su mayoría varones y apenas unas cuantas mujeres. Los colaboradores tenían distintos orígenes sociales: desde el atildado gentleman y comerciante importador Ricardo Silva, el rico heredero agrario y futuro presidente de Colombia (1900-1904) José Manuel Marroquín, pasando por el sabio políglota Ezequiel Uricoechea educado en Estados Unidos y Alemania, el ingeniero, matemático y músico formado en Inglaterra Diego Fallon, hasta el campechano y autodidacta Eugenio Díaz, el jesuita Mario Valenzuela o José María Samper, quien pasó de ser furibundo liberal anticlerical a ferviente católico. Excepcional fue el caso de su esposa, Soledad Acosta de Samper, educada en Colombia, Canadá y Francia. Fundó y dirigió revistas, publicó en distintos países con varios seudónimos debido a su «natural desconfianza de echar a la luz mi nombre», y fue autora de veinte novelas, numerosos artículos, relatos, piezas de teatro y traducciones.
+Los cuadros de costumbres prosperaron en una época difícil que, de acuerdo con El Mosaico, se caracterizó por «la lucha enconosa de las pasiones públicas». Los partidos Liberal y Conservador estaban todavía en la infancia, pues habían nacido en 1848 y 1849, respectivamente. La escolaridad de la población era muy baja, así como el alfabetismo, reservado a una minoría. Las frecuentes pugnas regionales por causas económicas, religiosas o partidistas, impedían el conocimiento y la conformación de una nación unitaria en la que la vida diaria tuviera pocos sobresaltos, y en la que las mercancías y las personas fluyeran con facilidad. En efecto, las graves disputas entre centralismo y federalismo como modelo de organización social, entre protección y libre cambio como política económica, y sobre todo, en torno al papel de la Iglesia en el Estado y en la educación pública, llevaron a que en las cuatro décadas comprendidas entre 1843 y 1886, se libraran cinco guerras civiles de alcance nacional (1851, 1854, 1860-1862, 1876-1877, 1884-1885) y se aprobaran cinco constituciones (1843, 1853, 1856, 1863, 1886) que definieron el orden político.
+El costumbrismo identificó y pintó con palabras lo que entonces tenía en común la fragmentada y conflictiva sociedad colombiana: una serie variopinta de estampas de recuerdos y de modos de vida con particularidades regionales, en los que indios y negros tuvieron muy poca presencia. Pero sobre todo, afirmó la existencia de una lengua común para preservar y narrar el pasado y el presente. Tal como diría el filólogo Rufino José Cuervo en 1907, «nada, en nuestro sentir, simboliza tan cumplidamente la patria como la lengua».
+El género literario más divulgado por la revista El Mosaico fue la poesía, seguido de los relatos en prosa. A lo largo de sus casi tres lustros de existencia, contó con más de noventa colaboradores de distinto calibre, unos cuatrocientos suscriptores y con más de cincuenta agentes distribuidores que llevaron la publicación a distintas regiones e inclusive a Ecuador y Venezuela, según investigación de Andrés Gordillo Restrepo.
+En un aforismo de cuarenta y tres caracteres, apropiado para los tuiteros de hoy, el escritor Eugenio Díaz, autor de la novela Manuela, de 1858, dejó en claro que «los cuadros de costumbres no se inventan, se copian». En efecto, son «copias» de la realidad, una realidad captada por los ojos e intereses de los pocos letrados del momento, mediante palabras usadas como pinceles, que cumplen con la necesidad de representarla para reconocerse en ella. Operan como espejos que buscan constatar la existencia de la nación, promueven la legitimación, la preservación y valoración de lo propio, pero también, invitan a civilizar mediante la reflexión moral al burlarse de los malos hábitos o de tipos humanos censurables, caricaturizándolos.
+Los cuadros de costumbres sirvieron a los escritores liberales para desdeñar el pasado colonial y los antiguos hábitos; y a los conservadores, para vapulear las ilusiones modernas, el menosprecio de los liberales por la tradición y las reformas con las que alimentaron la fundación de las repúblicas. Para ambos, sin embargo, fueron útiles para contraponer lo nacional a la creciente influencia francesa e inglesa que se imponía en los gustos del momento y, además, para dar a conocer lo nacional en el extranjero, pues coincidían en la necesidad de atraer inmigrantes al país.
+En el contenido de los relatos predomina la descripción detallada de la naturaleza, la familia, el hogar, los objetos, las tradiciones, los viajes o paseos, los medios de transporte, la escenografía y la atmósfera donde se desarrolla la vida. Presentan el recuento pormenorizado de las acciones de un protagonista, que a veces es el mismo autor. No es raro que este, en las descripciones pintorescas y festivas, acostumbre «esparcir sales y gracejos de buena ley», como dijo Miguel Antonio Caro de los escritos de Ricardo Carrasquilla. Como novedad, la infancia aparece por primera vez como asunto literario, a menudo marcada por la nostalgia de lo que nunca volverá a ser y por la conciencia romántica de la fugacidad de la vida. Esta conciencia se aguzó ante la evidencia de los cambios acelerados en los modos de vida y en la cultura material, por lo que para los escritores costumbristas se vuelve imperativo preservar lo que está desapareciendo.
+Frente al énfasis descriptivo que recorre los artículos de costumbres, la acción o el drama tiene menor relevancia; puede aludir al pasado o al presente, pero los acontecimientos descritos no son trascendentales pues importa más el color local, el detalle convincente, la voz que mezcla el lenguaje oral con la prosa culta, y la lección moral. Pero fueron también los artículos de costumbres una suerte de ejercicio de tolerancia e integración social, pues los diversos autores que los produjeron depusieron las armas en el terreno literario y convivieron pacíficamente en tertulias, libros y publicaciones periódicas, donde quedaron interpretaciones de la historia y de la cultura, en las que la mayoría podía verse identificada. No en vano monseñor Rafael María Carrasquilla observó que estas piezas literarias consiguieron hacer «amigos y hermanos de hombres de las más encontradas ideas religiosas y políticas».
+En el espejo de los cuadros de costumbres se modelaron los ideales de las élites letradas colombianas, entre ellos, conformar la unidad nacional a partir de diferencias regionales y civilizar a la población. Como ha señalado Erna von der Walde, contribuyeron a crear la idea de Colombia como «un país de regiones». Mostraron lo habitual, señalaron lo distinto, marcaron lo censurable, resaltaron la importancia de lo propio como esencia de lo nacional. De esta manera, la literatura contribuyó a crear imaginarios colectivos basados en la valoración y divulgación de lo regional y sus características. Y así, las diferencias insalvables que la política no había logrado conciliar, se convirtieron, por el arte literario, en reconocimiento de lo autóctono como elemento compartido por todos.
+El costumbrismo literario tuvo su paralelo en la pintura costumbrista, al punto que se decía que los cuadros de costumbres eran «pinturas literarias» y las pinturas costumbristas eran relatos visuales. Entre el programa de El Mosaico y el de la Comisión Corográfica (1850-1859), existen paralelismos que convergen en el mismo fin: la descripción de un país de regiones desconocidas entre sí, la creación de una suerte de mapa social de la nación. Personajes como Manuel Ancízar y Felipe Pérez hicieron parte de ambos proyectos. Escritores y pintores costumbristas se esforzaron por clasificar, caracterizar y sintetizar a ciertos integrantes de la sociedad. Crearon toda una galería de «tipos humanos», a partir de profesiones u oficios —aguadoras, bogas, cargadores, gendarmes, tinterillos—, el origen regional —el antioqueño, el caucano—, el estado civil —monjas, solteronas, sacerdotes— y la posición social, como el chino bogotano, los avivatos y ociosos como los pepitos de Juan de Dios Restrepo, la vergonzante de Francisco de Paula Carrasquilla, o los guaches y los tipos de gente del pueblo, del pintor Ramón Torres Méndez.
+Hoy, los cuadros de costumbres se pueden leer y disfrutar como si fueran selfis y blogs heredados del pasado decimonónico. Admiten múltiples lecturas: desde el documento histórico producto de una élite ilustrada que permite seguir la invención de la tradición nacional, hasta la forma como estas buscaron integrar el lenguaje popular al lenguaje literario, lo que constituye uno de los primeros intentos por vincular lo marginal a la sociedad «culta». Son reminiscencias vivas de una época en la que no había transporte motorizado, ni teléfonos celulares, ni bebidas energizantes, ni rascacielos con ascensores, ni comidas rápidas, ni fotografías digitales, ni televisión de alta definición. A veces aflora en ellas la nostalgia por el pasado y el afán de conservarlo ante la amenaza de lo nuevo y la transformación irreversible de la cultura material. Entonces, también como hoy, había guerras, injusticia, pobreza, aspiraciones de ascenso social, petimetres por doquier, banalidad y necesidad de risa para hacer más llevadera la existencia. Eran distintos el sentido del tiempo y la aventura, los anhelos y las carencias. Las «redes sociales» eran análogas y se desplegaban, no en internet, sino en corrillos en la plaza de mercado, en el altozano a la salida de la iglesia, a bordo de un vapor o un champán en el río, en las chicherías, en un baile de gala, o en la penumbra doméstica, apenas alumbrada con velas de cebo.
+SANTIAGO LONDOÑO VÉLEZ
+A. Gordillo Restrepo, «El Mosaico (1858-1873): nacionalismo, élites y cultura en la segunda mitad del siglo XIX», Fronteras de la historia, ICANH, Bogotá, 2003.
+S. Londoño Vélez. «El cuento hispanoamericano en el siglo XIX», Cuento hispanoamericano siglo XX. Bogotá, Editorial Norma, 1992.
+J. M. Marroquín. Retórica y poética. Bogotá, Editorial Minerva, 1935.
+J. J. Ortega. Historia de la literatura colombiana, Bogotá, Editorial Cromos, 1933.
+E. von der Walde. «El ‘cuadro de costumbres’ y el proyecto hispano-católico de unificación nacional en Colombia», ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura, CLXXXIII 724 marzo-abril, 2007, pp. 243-253.
+A mi amigo José Manuel Marroquín
+Te empeñas, mi querido Manuel, en que, para el presente número de El Mosaico escriba un artículo de costumbres, y aunque yo tengo la de complacer a mis amigos, mis muchas ocupaciones no me permiten hoy emprender una tarea ardua y difícil aun para los que, como tú, manejan con notable gala y soltura la rica lengua de nuestros abuelos. Lo más que puedo hacer en tu obsequio es darte asunto y plan para que escribas un famoso artículo, en que yo mismo seré el protagonista.
+Después de que en la introducción demuestres lo irrevocable del destino, citando a Edipo y a otros personajes griegos o latinos, para que se vea que estás versado en la historia, píntame a mí mismo tal como era en la malhadada época en que, habiéndome graduado de doctor, tuve que dejar los estudios y meterme a escribiente de una oficina con la módica asignación de quince pesos mensuales; y asegura que si acepté el empleo no fue por patriotismo, sino con el fin de realizar el dorado sueño de toda mi vida: tener un caballo propio.
+Con los más vivos colores de tu paleta esmérate en pintar la desmesurada alegría que se apoderó de mi corazón cuando, después de dos años de ahorros y privaciones fui dueño de la enorme suma de cien pesos de a ocho décimos, encontrándome en la posibilidad de ser hombre de a caballo.
+Por muchos días anduve en busca de un corcel, tal como en mi acalorada imaginación lo había concebido, hasta que uno de mis amigos (pues siempre he tenido la desgracia de tener muchos), me dijo que para evitar que me engañaran, él iba a hacerme el servicio de venderme su alazán, por la mitad de su valor; y yo, que acaba de leer la Matilde o las Cruzadas, vi en la acción de mi amigo un rasgo caballeroso digno de la Edad Media, y a fin de que no me venciera en hidalguía, cerré el trato y le entregué el dinero, resistiendo a las instancias que me hacía para que probara el caballo antes de comprarlo.
+Al llegar a este punto te será muy fácil ponderar mi alegría al verme por fin dueño de un caballo, y pintarme paseándome muy ufano a lo largo del altozano de la Catedral, con ese orgullo que sólo es propio de quien por primera vez puede llamarse propietario o padre de familia; pero lo que será muy difícil es que les des a tus lectores una idea de la rabia y la angustia que de mí se apoderaron cuando cuatro peritos declararon, después de un propio examen, ¡que el alazán estaba completamente patón!
+Tuve que venderlo por la mitad de lo que me había costado, y compré en cincuenta pesos un haca, no sin cerciorarme antes de que estaba perfectamente buena de todas cuatro patas. Hice la compra un martes, despreciando el proverbio que prohíbe negociar en tan aciago día, y al domingo siguiente, héteme caballero en el Botafuego, que tal fue el nombre con que tuve a bien bautizar a mi nuevo corcel, dirigiéndome a todo galope a la venta del Placer. ¡Mas ay!, al pasar el río de Fucha el caballo dio vuelta de carnero, y cuando al volver de mi aturdimiento, pude darme cuenta de lo sucedido, me encontré sentado en la mitad del río con el agua hasta el pescuezo. El caballo salió antes que yo y, sin duda, para evitar mis justas reconvenciones, se puso a correr como un desaforado, y como el peso del agua apenas me permitía dar paso, resolví dejarlo en libertad; pero un orejón acertó a pasar por la misma vía que llevaba el fugitivo, lo enlazó y me lo trajo. En el acto se reunieron en torno del Botafuego media docena de facultativos declarando que yo, para evitar una caída mortal, debía volverme a pie llevándolo por la brida, pues estaba despechado. Así lo hice, no sin gran despecho y arrostrando repetidas veces la infame rechifla de los chinos y la maligna sonrisa de los pocos transeúntes, que se hallaban en el arrabal donde yo vivía por aquel entonces.
+Tras de nuevas pérdidas, y nuevos ahorros, y después de mil disgustos, que en gracia de la brevedad paso en silencio, tuve por fin un rucio que, salvo la pequeñez de su estatura, estaba adornado de eminentes cualidades y exento de todos los defectos que suelen afear a los individuos de la raza caballuna; pero mi implacable destino quiso que casi todos los días recibiese este o semejante recado: «manda a decir mi señá Fulana, que le haga sumercé el favor de emprestarle su rucio». Los días en que las damas lo dejaban descansar, no faltaba algún amigo que viniera a decirme: «dame tu rucito», haciéndome entender con este diminutivo que el favor que me pedía era sumamente insignificante.
+Quejábame a un amigo de que en Bogotá todos montaban el rucio menos yo, que era su legítimo dueño; y me aconsejó que para librarme de la polilla de los préstamos, cambiara mi caballo por otro que él tenía, sumamente chisquilloso al tiempo de ensillarlo y que brincaba al montarlo cuando no se tomaban ciertas preocupaciones, que en mucho secreto me indicó. Aunque siempre he sido un mal jinete, acepté el negocio, pareciéndome que mejor era morir de una caída, que de los frecuentes tabardillos que me ocasionaban los petardistas.
+Cuando describas este nuevo caballo, di que tenía:
+Despierto el ojo, la nariz hinchada,
+La frente erguida, trémula la crin…
+Que se asustaba de su propia sombra, y pondera los muchísimos trabajos que pasé para ensillarlo. La india Claudia lo tenía del cabestro, yo me le iba acercando muy lenta y disimuladamente con el sudadero escondido debajo de la ruana, y él, ella y yo temblábamos a trío. Cuando estuve a la conveniente distancia, saqué de repente el sudadero y quise ponérselo por sorpresa; pero el bucéfalo dio tan terrible estampida que la india tuvo que soltar el cabestro. Por fin, para taparle los ojos, le amarré en la cabeza un pañuelo de rabo de gallo, y al cabo de una hora, cuando ya estaba acabando de ensillarlo, golpearon a la puerta, y una criada de Leonarda, de quien estaba yo enamorado (no vayas a creer que era de la criada), me dijo que su señora mandaba a decir que si le hacía el favor de enviarle mi caballo para ir a un paseo.
+Dile a tu señora, le respondí, que se lo mandaría con mucho gusto, pero que es un caballo que no sirve para mujeres porque brinca siempre al tiempo de montarlo. Diez minutos después, y cuando ya yo tenía el pie en el estribo volvió la criada diciendo: «mi señá Leonarda, que siempre le mande el caballo, que no le hace que sea bravo». Volví a desensillarlo, con suma dificultad y lo mandé con la dulce esperanza de que al montarlo hiciera de las suyas escarmentando a todos los petardistas pasados, presentes y futuros; pero a la tarde me lo devolvieron empapado en sudor, con los ijares chorreando sangre y tan estropeado que apenas podía mantenerse en pie. Me le acerqué poco a poco y noté con no poca extrañeza que permanecía inmóvil, lo chupé y no se dio por entendido, di una recia palmada y ni siquiera pestañeó. Después supe que don Jerónimo, célebre profesor de manejo y equitación, le había dado a Leonarda su caballo manso, encargándose de domar el mío.
+Te suplico que cortes muy bien la pluma antes de contar el último recurso de que me valí para librarme de las importunidades de mis afectuosos amigos.
+Tenía el presbítero Corrales un caballo buchón, patituerto y que a consecuencia de haber rascado en cierto arbusto que abunda en nuestros climas templados, había perdido las crines y la cerda de la cola, asemejándose esta última a la de un lagarto. Además de estas cualidades tenía la de enarcar el cuello de abajo para arriba, presentando un conjunto tan feo y tan ridículo que era imposible mirarlo sin soltar la carcajada.
+Pero aunque en la parte física estaba tan poco favorecido de la naturaleza, en la moral tenía muchas y sobresalientes cualidades. Propuse al doctor Corrales que cambiáramos caballos y accedió a mi propuesta, quedando yo muy satisfecho con la idea de que nadie se atrevería a montar al Rabón, nombre que le di muy de intento para ponerlo más en ridículo.
+Se me olvidaba decir que el día que lo monté para probarlo me vi perseguido por unos cuantos chinos que me gritaban: «¡Qué feo!», arrojándome una lluvia de piedras; pero todos estos percances los daba yo por bien empleados, con tal de tener un caballo imprestable.
+Convine con un amigo en que el domingo siguiente al día en que me encontré poseedor de mi pobre Rabón, iríamos a pasear a Tunjuelo; pero el diablo, que todo lo enreda, hizo que el sábado por la noche fuera yo a casa de Leonarda, quien a pesar de mis finezas me trataba con el más cruel desdén. Esa noche noté, y no sin extrañeza, que Leonarda vino a sentarse a mi lado, y que me hablaba con suma dulzura, lo cual me hizo creer que el cielo quería hacerme completamente feliz, dándome en un mismo día un caballo a medida de mi deseo y el corazón de la mujer que amaba; pero pronto conocí que sus halagos eran peligrosos, pues me dijo:
+—¿Me hace usted un favor?
+—Sí, Leonarda, con muchísimo gusto.
+—Mañana tenemos un paseo a la Piedra Ancha (hazle notar al lector que no me habían convidado), y necesito que usted me dé prestado su caballo.
+—Pero, mi señora, si es rabón, y buchón, y…
+—No le hace, mándemelo, aunque sea más feo que el mismo diablo, siempre lo necesito.
+Al día siguiente le envié mi caballo a Leonarda y le avisé a mi amigo que ya no podía acompañarlo a Tunjuelo.
+Por la tarde, yendo por la Calle de los Carneros, alcancé a ver a lo lejos una mujer a caballo y rodeada de una nube de chinos, me acerqué y vi a la cocinera de Leonarda, que venía del paseo montada en mi caballo, el cual estaba más feo que nunca, merced al antiguo sillón con que estaba enjaezado.
+Al día siguiente vendí el Rabón por la tercera parte de su valor; y desde entonces, me he privado del único placer que pudiere tener en Bogotá: el de pasear a caballo los domingos.
+No concluyas el artículo sin echarles algunas indirectillas a los negociantes de caballos, que son unos grandísimos ladrones, y a los demás petardistas que quieren vivir a costillas del prójimo, haciendo imposibles los más inocentes placeres.
+Vino el editor donde mí y me dijo:
+—¿Por qué no escribe un artículo de costumbres?
+—¿Pero qué quieres que escriba? Ya sabes que en este país unos pocos son aficionados a leer artículos de costumbres, y eso si les emprestan los periódicos. Pues es buena que ni el mismo Emiro a pesar de su kastidad, logra todos los lectores que sus famosas producciones merecen; y luego quieres tú que uno se meta en camisa de once varas. ¡Vaya con tus peregrinas ocurrencias!
+—No venga ahora con comparaciones odiosas —me dijo—, es preciso que escriba un artículo de costumbres. Todo no ha de ser política.
+—Pero hombre de Dios o del Diablo, ¿qué quieres que uno escriba sobre costumbres aquí donde no hay costumbres?
+—Pues ponga manos a la obra, y verá cómo encuentra material abundante. La materia de costumbres apenas se ha desflorado.
+—Pues siempre que crees que un artículo de costumbres se improvisa como artículo de ley, ponte tú mismo a fabricarlo y puede ser que salgas con algo.
+—Yo no he presumido jamás de escritor público y menos en un género tan difícil como el de costumbres. Si fuera para escribirlo no vendría a importunarlo a usted.
+—Voy a proponerte un partido. Héteme aquí con la pluma en la mano, tú me apuntas los materiales y yo redacto el artículo.
+—Bien, ya que usted da en la idea, vamos al caso.
+Preparados y convenidos, me levanté, saqué cigarros de la cigarrera, y después de que mi interlocutor y yo empezamos a fumar, tomé de nuevo mi pluma, y le dije, estoy listo.
+—Pues en buen empeño me ha puesto usted sin embargo no me corro. Empecemos por las costumbres que se observan en la iglesia. Acaba de pasar la fiesta de la Patrona, y no hay duda de que usted vería como yo vi, pues que ambos somos muy devotos, vería digo, la lúcida concurrencia de cachachos de ambos sexos.
+—Sí, fue numerosa y muy escogida.
+—Pero tal vez repararía, cosa más que notable, a algunos jóvenes que asistían a las funciones religiosas con un desacato que rayaba en irreverencia. Cómo conversaban en voz alta, se reían a carcajadas estrepitosas, y llegó vez que cantaran a guisa de acompañar el canto y la música del coro. Otros jóvenes iban a la iglesia tan sumamente «distraídos» que se entraban hasta la cerca del altar embozados en su capa, y permanecían parados aun cuando estuviera el celebrante en aquella parte augusta y tremenda de la misa, que se llama «alzar a santos».
+—El primero de estos actos es tan incivil y tan grosero, que no se le perdonaría a ninguno en una reunión culta, pero en la iglesia es mucho más notable. El segundo es propio de esos jóvenes que creen que la ilustración consiste en hacer alarde de incredulidad, y que faltos de talento y de luces, no comprenden que se hace un insulto a los verdaderos creyentes befándose de lo que ellos acatan y veneran.
+—Así es sin duda. ¿Y qué opina usted de esa maldita costumbre que tienen los cachacos de salirse a las puertas y formar una especie de callejón por donde obligan a pasar a las señoras y señoritas que van a la iglesia?
+—Este es un acto muy incivil. El señor Carreño dice en su excelente obra de Urbanidad, con respecto a esto, que «los jóvenes de fina educación no se encuentran jamás en esa fila de hombres que, en las puertas de las iglesias, suelen formar una calle angosta por donde fuerzan a salir a las señoras para mirarlas de cerca».
+—Así es en efecto. Yo no recuerdo haber visto en esas filas sino a los cachacos que usted calificó de patanes. Ahora pasemos de la iglesia al teatro, y perdóneme una transición tan brusca. Entra usted al teatro, y encuentra una partida de cachachos que observan de hito en hito los palcos, con una manera tan insolente y audaz, que causa irritación. Hay veces que las señoras se azoran, y que pasan un malísimo rato. Parece que estuvieran enamorados de todas y cada una de las concurrentes, y que son tan noveles en materia de amores, que no saben que es un acto impropio de un hombre bien educado el de hacer manifestaciones de esta especie en público.
+—Tienes razón. Yo siempre he censurado esto, y junto con esto, la maldita costumbre de beber en el teatro y de hablar y reír tan alto que distraen al más aficionado y atento espectador.
+—También acostumbran formar calle en la entrada y salida del teatro.
+—Allí sí que se forma una buena calle. Todos quieren ver a la dueña de sus pensamientos, y hasta los que no tenemos ni dueña ni pensamiento, hacemos parte de esas filas, y aquí puede decirse: el que esté inocente tire la primera piedra.
+—Hay otra costumbre que siempre me ha repugnado, y es la de formar corros sentados en la calle.
+—Esta costumbre es muy mal vista. No dudo en asegurar que es un acto de mala crianza, y para ello me apoyo en que las señoras y aun los «caballeros» le temen mucho a esos corros, y cuando tienen que pasar por donde está alguno de ellos sufren mucho. Bien sabido es que la buena crianza es, y así lo han definido célebres autores, entre otros el mismo antes citado, el señor Carreño, «el conjunto de reglas que tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras, para manifestar a los demás la benevolencia, atención y respeto que les son debidos». Si, pues sabemos que les repugna un acto de que nosotros podemos prescindir, debemos apresurarnos a ello, para manifestar nuestra «benevolencia». Si no hacemos un ligero sacrificio por evitar a otros una molestia, mal podemos aspirar a tenernos por hombres bien educados.
+—Pero esto va muy largo. Bueno sería poner punto aquí, y otro día continuaremos.
+—No permito que te vayas sin que el artículo esté concluido del todo, pues luego quieres que yo solo continúe, y no estoy para el paso; y además tú conoces las costumbres mucho mejor que yo.
+—¡Buenos estamos! ¿Conque se han invertido los papeles? ¡Oh!, esto es gracioso: el editor se ha hecho «redactor», y el redactor simple amanuense, y de amanuense a «cajista» no hay más que un paso. Hágase usted editor para que el cambio sea completo.
+—Pues no sería malo que me hiciera editor, así quizás no sufriría tantos retardos la publicación, ni tantos chascos el público.
+—Ya varió la cuestión. Reclamo el orden. Sigamos el artículo.
+—Bien, a todo estoy dispuesto. Pero como los impresores también tienen costumbres, no será malo empezar por ellos la continuación. Veamos con ojo imparcial y atento algunas de estas.
+—Ahora sí está malo el asunto. ¿Conque he pasado del nominativo al acusativo?
+—Así son las vicisitudes humanas, y entre nosotros las transiciones son más fuertes y más frecuentes, a causa de nuestra inestabilidad. Pero hablando de las costumbres de los impresores te diré que no hay impresor que no se comprometa a publicar un periódico con la más puntual exactitud, y no hay tampoco ninguno que quede completamente bien, y mucho menos si el impresor es editor empresario. Y esto consiste en que se comprometen a más de lo que pueden. Tienen a su cargo un periódico y alguna otra obra, para lo cual apenas cuentan con el personal suficiente, y viene un cualquiera o no cualquiera, a ver si se compromete el impresor a publicarle una hoja suelta o el directorium eclesiasticum por ejemplo, obra larga y de difícil composición por ser en latín, y he aquí que el impresor sin acordarse de sus antiguos compromisos dice: «Sí, me comprometo». Luego entran a discutir el tiempo y la paga. Todo queda en un momento arreglado, pero el impresor no entrega jamás la obra el día señalado y gracias si la entrega quince días después.
+—Oh, ese juicio es demasiado severo. No siempre se queda mal.
+—Casi siempre. Mira, La Miscelánea debe salir los jueves, y jamás jamás ha salido el día señalado.
+—Eso no siempre consiste en el impresor. En esto tienen también su parte los redactores, pues hay veces y esto es lo más frecuente, que no dan los materiales hasta la antevíspera o víspera de salir el periódico, y luego ellos son los primeros que critican a uno y que reniegan por el retardo.
+—Es decir que ya la oración se volvió por pasiva y yo pasé al acusativo estando como estaba en el caso recto.
+Me levanté, tomé mi cigarrera y di a mi interlocutor otro cigarro, y continuamos el diálogo.
+—A propósito de cigarros —le dije—, recuerdo una maldita costumbre que me repugna mucho.
+—¿Cuál es?
+—Pues se asegura que en los países cultos no se fuma en la calle, no sé si en esto habrá exageración, pero lo que sí sé es que sería una costumbre muy útil y agradable. Sin pretender fundarla en este país, sí quiero hacerte notar la costumbre molesta que tienen todos aquí. Va un fumador con su luengo cigarro chisporreteando, y sale otro y le dice: «Emprésteme su candela». El otro se para y da la candela. Esto es tan frecuente y general, que aunque uno vaya muy aprisa no hay escape. Así, sucede frecuentemente que va un hombre en una diligencia urgente y le sale otro a demorarlo porque va fumando. Lo más molesto que hay es que luego el fumador que pide la candela saca un cigarro roto o de unos muy apretados que no «dan humo», y después de cansarse de voltearlo y revoltearlo, y de apretarle la punta, concluye por arrojarlo al suelo indignado. Entonces el fumador demorado tiene que usar de una galantería que ha llegado a ser imprescindible, y es la de sacar su cigarrera y ofrecer un cigarro; y es frecuentísimo el caso de que la cigarrera esté exhausta y que el fumador que pidió la candela lleve su mano a todos los bolsillos y no halle tampoco nada. He aquí una demora que no tuvo objeto. Luego se usa «emprestar la candela» a un fumador que va fumando un pequeño chicote, es decir que ya se acaba el cigarro, y como es un acto muy notable de poca cultura, dar un chicote pequeño, es preciso sacar un cigarro de repuesto, gasto que no habría necesidad de hacer si no fuera por el pedido de candela. Acostumbran algunos, y es una costumbre que raya en grosería, dar un pequeño chicote, y luego decirle al fumador que pide la candela: «bótelo». De todos modos el demorar a una persona en la calle para «pedirle candela» es un acto de mala crianza imperdonable, particularmente si esa persona es un hombre de negocios o por su paso y ademán manifiesta ir de prisa. Quiero para concluir, leerte algunos trozos de la obra del amigo Carreño.
+Alcancé el libro y leí lo que sigue:
+«Siempre es un acto incivil y tan sólo propio de gentes vulgares, el fumar por la calle; pero no podría expresarse nunca debidamente la enormidad de la falta que comete el hombre que lo hace cuando va con señoras.
+«No está admitido el detener a una persona en la calle, sino en el caso de una grave urgencia y por muy breves instantes. En general, el inferior no debe nunca detener al superior, ni el hombre a la señora.
+«Tampoco es lícito a un hombre, y mucho menos si es joven, el detenerse a conversar con una señorita o señora joven que se encuentre sola en su ventana, por muy íntima que sea la amistad que con ella tenga».
+El sábado seis de corrientes me encontré con Pepe en la esquina de la plaza donde está la Casa de Correos.
+—¿Vamos a una cacería? —me dijo.
+A lo que le respondí:
+—No soy aficionado a la cacería.
+—Cómo, ¿no has ido nunca a cacería? Entonces no conoces una de las diversiones más gratas. ¡Ah!, tú no sabes todavía el inefable placer que experimenta el cazador, cuando al levantar el venado ladra el perro. Aquello es uno de los goces más intensos, una de las emociones más profundas que puede uno experimentar. Al oír el latido del perro, al verlo correr infatigable tras el venado, uno se enajena, y fuera de sí se lanza en persecución de la presa con un entusiasmo que raya en delirio. Entonces corre uno como un lebrel, no hay valladar que no salve, no hay precipicio que lo arredre; y cuando después de correr un día entero, logra coger el venado, oh, entonces está uno como el general que ha ganado una gran batalla. Fija los ojos en la presa con avidez, acaricia a los perros con ternura paternal, y vuelve uno a su casa loco de contento. Anímate, y vamos mañana a una cacería.
+—Me has hablado con tanto entusiasmo; me has hecho una pintura tan patética, que a pesar de la natural aversión que tengo a la caza, te acompañaré mañana.
+—Convenido. Después de que salgamos de la misa primera, ensillaremos para marchar. Yo me encargo de llevar los perros, la escopeta, la munición y la bucólica. Cada uno ha de llevar una botella de buen brandy porque el brandy es el compañero inseparable del cazador. A las ocho estaremos de marcha.
+—Muy bien; pero ¿adónde iremos?
+—Iremos al alto de San Pedro; allí hay una excelente posada, podremos comer como un canónigo y beber como un inglés; y después de que hayamos cogido el venado, dormiremos tranquilos. La cama allí no es muy buena que digamos, pero como nos hemos de acostar muertos de fatiga, dormiremos como un lirón.
+—Bien, bien. A las ocho estaré pronto.
+El domingo siete de los corrientes después de haber oído la primera misa, salí a prepararme. Mandé por mi colorado, que estaba gordo y fullero, le puse mi chocontana con su correspondiente estribera de hechura antigua, su retranca y grupa. Mandé donde mi suegro a que me emprestara su bayetón, pues yo aunque andariego y travieso, no gasto, es decir, no tengo bayetón, puse una botella de buen coñac en los cuchuvos; y héteme aquí de cacería. Incontineti fui a casa de Pepe, que ya estaba listo también. Montó, fue a recoger los demás compañeros que eran cuatro, y volvimos a su casa por los perros. Estos eran en número de catorce, que iban unidos de dos en dos con unas cadenitas muy finas. Preparados todos, convenientemente emprendimos la marcha a las ocho en punto. No se podía exigir mayor puntualidad, ni aun para una cita amorosa, sin embargo de que a estas, según dicen los prácticos, suele uno adelantarse.
+Nos fuimos tan despacio como era posible, pues no convenía maltratar a los perros. En el puente de Hatoviejo hicimos la primera libación a Baco, y le pedimos fervorosamente que nos protegiera en nuestra campaña.
+Las libaciones se repitieron con frecuencia, en términos de que cuando llegamos al alto de San Pedro que serían como las dos de la tarde, habíamos desocupado dos botellas. Llegamos a la posada y nos instalamos en ella. Yo que no soy muy fuerte de cabeza que digamos, llegué un poco desvanecido y en la primera tarima que encontré tomé posesión extendiendo mi bayetón, o más bien el de mi suegro, puse la silla de cabecera y me dormí profundamente. Mis compañeros, que estaban más duchos y experimentados, llegaron frescos como una lechuga, y apetitosos como un reverendo. Mandaron preparar que comer, y mientras la dueña de casa se quemaba las manos revolviendo la cazuela, ellos preparaban el plan de ataque.
+Cuando estuvo la comida, que consistía en carnes fritas, con rebanadas de plátano y chorizos, me despertaron. Yo me levanté un poco refusilado y con no escaso apetito.
+—Antes de empezar —dijo Pepe— es preciso que «tomemos un trago».
+—Sí, sí —dijeron los demás, y yo que acato el querer de las mayorías hube de resignarme. Después de esta nueva libación, que hacíamos para «abrir el apetito», nos sentamos en una mesita estrecha para seis personas, y empezamos a comer de a dos en dos, pues el menaje de la posada no permitía etiquetas.
+—Hemos convenido —me dijo Pepe— en que a las cinco de la mañana estaremos en pie. Fulano se irá al cojido con «Fierabras» y «Guaricha», a levantar el venado. Junto a aquella quebrada, a donde debe caer indudablemente el venado, se apostará Zutano, con «Leal» y «Penderisco». Yo me iré a la cuchilla que queda más allá del cojido con los otros perros para atajar el venado y hacerlo descender a la quebrada. Conmigo irán tú y los demás muchachos.
+Trazado así el plan de ataque, y convenidos todos en el puesto que cada uno debía ocupar, y habiendo despabilado cuanto nos sirvieron, nos levantamos más aperezados que un canónigo después de dormir la siesta, compramos carne para los perros, que después de que cenaron bien, los amarramos para que no se huyeran. Era la oración, esa hora triste y melancólica aun en el bullicio de las ciudades, es horrorosamente triste en la soledad del campo. Allí apenas se oye el canto monótono de las aves nocturnas, que el silencio les comunica no sé qué de horroroso y melancólico.
+Mis compañeros tendieron sus camas, para lo cual les sirvieron sus bayetones y las sillas, lo mismo que a mí, y disputando sobre si tal perro era mejor que cual otro, se durmieron, pero yo como había dormido por la tarde no pude conciliar el sueño tan pronto como deseaba. Mis compañeros roncaban ya que era un gusto, y yo me volteaba y revolteaba desesperado de tristeza y aburrimiento.
+Ya hacía buen rato que mis compañeros dormían cuando empezó una plática familiar en la cocina entre el dueño de casa y su mujer. El dueño de casa era uno de esos hombres formalotes y honrados que hay en nuestros campos, de costumbres sencillas y puras, de carácter franco y dulce. Tendría como unos cuarenta y cinco años pero aún conservaba la robustez y lozanía de su primera juventud. Su mujer era una perfecta campesina, franca y servicial, pero de modales bruscos; tendría unos treinta y cinco años, aunque su fecundidad hebraica la había ajado mucho. Tenía esta feliz pareja, que hacía dieciséis años que se había casado, nada menos que doce hijos robustos y sanos. El mayor de sus hijos, que no era hijo sino hija, tenía quince años, era una muchacha robusta, de ojos negros y grandes, velados por unas pestañas crespas y pobladas, de nariz regularmente cortada, boca hermosa, color blanco sonrosado, cuerpo alto y bien formado. Su exterior era muy agradable, como lo es por lo regular el de todas las muchachas de quince años, a quienes se figura uno puras como los ángeles e inocentes como los niños. Pero en cambio, era tan corta y tan mimosa, que perdía uno toda ilusión desde que le dirigía la palabra y se quedaba estacada y seria como si tal no hubiera sucedido; era, puede decirse, un cuerpo sin alma.
+Yo, que como mis lectores habrán colegido, soy casado pues al no serlo no tendría suegro, no me devano los sesos buscando aventuras amorosas, y dejé a la muchacha tranquila en sus dominios, bien que a veces me daban tentaciones de hablarle de amores, y me estimulaba más la creencia de que yo le había gustado a ella. Uno es casi siempre tan creído y vano como don Agapito, el de la Marcela. Sin embargo, a pesar de mis buenas intenciones, hube de desistir de mi intento al encontrar un cuerpo sin alma. Todas mis ilusiones se desvanecieron y yo me avergonzaba de haber sido capaz de pensar en amarla por un instante siquiera.
+Como a las ocho en punto vinieron los dueños de casa a «recogerse», como dicen en el campo, pero para un campesino honrado y timorato es hasta un sacrilegio acostarse sin rezar, y así fue que antes de entregarse al descanso la familia de casa hubo de rezar un rosario, con su competente ofrecimiento, el Padrenuestro de cajón a Santo Domingo, las letanías en latín, etc. Y pongo este etcétera porque yo me quedé dormido cuando el dueño de casa dijo: «Fili Redentor mundi Dei», y su familia respondió… Qué sé yo qué respondió. Yo me había puesto a rezar también, no por devoción sino por conciliar el sueño: dicen que el rezo es un excelente y eficaz beleño.
+Como a media noche despertó Pepe, y con esa voz ahuecada del que aún no está perfectamente despierto, dijo, dirigiéndose al dueño de casa:
+—Patrón, ¿qué hora será?
+—Apenas será media noche, pues todavía no ha cantado el primer gallo.
+—Qué diablo de noche tan larga.
+Los cazadores son como los muchachos, siempre que están de viaje se despiertan desde media noche y están tan impacientes que les es imposible volver a conciliar el sueño; así fue que, a una hora cuando más, vuelve Pepe, a decirle al dueño de casa:
+—Patrón, ¿qué hora será?
+—Pues, señorito —respondió el dueño de casa—, apenas ha cantado el primer gallo; no amanece toavía.
+Pepe hubo de resignarse, pero a otro rato, volvió a llamar al dueño de casa, y le interrogó de nuevo:
+—Patrón, patrón, ¿ya amanece?
+—Ya casi, señorcito, los gallos están menudeando.
+—A las armas —dijo Pepe—, nos coge el día. —Y toda la caravana se puso en actitud de marcha.
+Todavía no brillaba el sol en el horizonte, cuando ya estábamos listos, después de haber tomado sendas jícaras de chocolate, y antes de todo un buen trago de brandy para «espantar el diablo».
+Cuando nos dirigíamos a nuestros respectivos puestos, mis compañeros manifestaron una alegría infantil, y yo como hombre adverso a la cacería ni aun pensaba en las aventuras de aquel día, y tiritaba de frío como un antioqueño de la ciudad de Antioquia en Santa Rosa.
+Media hora haría que Pepe y yo con los demás compañeros estábamos en la cuchilla que quedaba más allá del cojido, cuando oímos el latido del perro que había levantado al venado.
+—Oigan a Guaricha —dijo Pepe—, ¡ah!, ¡perra buena!
+Y él y todos sus compañeros experimentaban una especie de convulsión epiléptica: tal era su alegría. Yo era el único que permanecía indiferente al suceso.
+El venado tomó efectivamente la dirección de la cuchilla donde estábamos nosotros y corrió hasta la cima de la cordillera, de allí logramos volverlo, y tomó la dirección de la quebrada de Niquía, donde estaban unos de nuestros compañeros; pero burlando su previsión y agilidad se les pasó y vino en derechura al llano de Niquía. Los perros lo perseguían infatigables, pero en vano. Cuando decididamente debía caer a los llanos de Niquía, tomamos nosotros el camino, llegamos a la posada donde teníamos nuestras bestias; montamos y emprendimos de nuevo la persecución de nuestra presa.
+Como el camino es pedregoso y faldudo no nos fue dado bajar al llano primero que el venado. Uno de mis compañeros tomó la delantera y en su caballo palomo, emprendió una vigorosa persecución tras el venado, mas este estaba todavía fuerte, y corrió en dirección del río, lo pasó a nado y tomó la dirección de la loma del granizal. Siendo imposible la persecución a caballo por ser muy pendiente y montuosa esta loma, hubimos de declararnos vencidos. Eran como las tres de la tarde.
+Pepe se había estacado un pie y entumido ambas piernas, otros compañeros estaban aporreados, yo que como se deja ver no me expuse mucho, estaba sin embargo lleno de rasguños en la cara; la mayor parte de los perros estaba aún enrrastrada; y después de tantas fatigas y penalidades, nos vinimos sin venado. El chasco fue excelente para mí, pues he jurado que en mi vida vuelvo a cacería.
+Cuando nos reunimos en Niquía todos los compañeros, le dije a Pepe:
+—¿Qué clase de emoción se experimenta cuando después de perder dos días y sufrir toda clase de calamidades se queda uno «dándole palo al nido»?
+Y él me contestó:
+—No te burles, ¿qué quieres que uno haga?, ya ves que los perros han corrido como nunca. Azor estuvo admirable; Guaricha inmejorable; Penderisco inimitable.
+—Vaya hombre que has quedado lucido con tantos adjetivos en ble. Lo cierto es que no hemos cogido el venado, y que anoche pasamos mala noche, hoy hemos sufrido hambre, sed, lastimones y toda clase de intemperies; y todo, para aparecernos a Medellín con que «aquí están las velas». Vaya que tu decantada cacería debería llamarse con más propiedad «bobería».
+Con mis reflexiones se iba poniendo Pepe del peor humor, y yo tuve por prudente guardar silencio.
+Pero no se crea por esto que aquí para todo, no. Emprendimos la contramarcha, pero como los perros habían quedado espiados, no pudimos venir aprisa. Cada rato nos teníamos que parar a esperar a alguno de ellos, con estas frecuentes demoras, no nos fue posible llegar a Medellín hasta las ocho de la noche.
+Yo me aparecí a casa de mal humor, muerto de fatiga y de hambre, magullado de correr y renegando de las cacerías. ¿Qué?, ¿puede haber diversión —decía— en irse uno a correr todo un día tras de un venado con el objeto de matarlo? ¿Qué placer puede uno experimentar en darle la muerte a un animal inocente? ¿No es esta la mayor de las barbaries y la más inaudita ferocidad? Sin duda. En esta pasión hay algo de ferocidad y mucho de necedad y simpleza. En mi vida volveré a cacerías.
+Diciembre de 1856
+Es un edificio de paredes de barro y palos y de techo de rastrojo de trigo, que no alcanza a tener ni aun seis varas de longitud, y el alar es tan pequeño, que no cubre a un cuerpo humano que allí se ponga de pie; la sala es tan estrecha que casi la ocupa toda el hoyo lleno de agua que tiene en la mitad, vibrando desde el asiento con oscilaciones repentinas; sobre un fogón de tres piedras areniscas hierve la olla por medio de boñigas encendidas, que es la leña conocida de tales cocinas. Una larga red de pescadores, de la figura de un cartucho, abierta su boca por el arbitrio de un aro de bejuco, es el mueble que resalta más en uno de los rincones; en otro se ve una ruana colgada de una estaca, unos zamarros cortos y muy remendados, y una zurriaga pequeña; un azadón que por falta de trabajo se ha llenado de moho es la última alhaja de la mencionada casa. En la alcoba se ven los juncos de dormir, unas frazadas y ruanas viejas, y se ven con dificultad porque no tiene más ventanas que un agujero que está tapado con el envoltorio de una mantilla de bayeta de color azul.
+Hay una cruz que indica la última religión impuesta a los chibchas y junto está una reliquia monumental que es digna de ser mencionada: es un pequeño tambor, teniendo enredado en sus hilos de apretar, un pífano o pequeño clarinete de caña del país con tres agujeros por encima y uno por debajo, instrumento manejado por algunos de los antepasados de esta misma choza en esas danzas que hasta ahora pocos días fueron usadas por los indios para solemnizar a su modo las fiestas, formando hileras de a dos que avanzaban y retrocedían convirtiéndolas en círculos y desbaratándolas luego en un completo antagonismo gimnástico, golpeando simultáneamente unos pequeños garrotes, mientras que los movimientos de los pies eran ejecutados al son de este tamborcillo y de esta flauta, en una música por el tono menor, y en el compás de tututún, tututún, del currulao de los bogas o una cosa muy parecida. El traje era casquete, chaleco y calzón corto. Esta danza se les permitió a los indios de algunos pueblos de la Sabana como única práctica festiva de sus mayores; y tal vez religiosa, pues la he visto ejecutar dentro de la iglesia de mi parroquia.
+El padre del actual morador de esta choza era músico de estos dos instrumentos, que él tocaba a un mismo tiempo; el tambor con la mano izquierda y la flauta con la derecha.
+Ñor José Ticince era el ciudadano que habitaba el mansión que hemos descrito, por los años del Señor de 1852. Era de cuerpo pequeño, y moreno de color; tenía setenta años, y sin embargo sus dientes estaban cabales, y su pelo negro, con excepción de poquísimas canas. Sus ojos eran chicos y bastante oblongos, y la nariz corta, delgada y algún tanto curva, sus labios eran delgados aunque la boca era grande. En fin, tenía ñor Ticince la cara ovalada y tan grave como la de los retratos de los últimos tres emperadores del Perú, publicados en un grabado de Madrid del año de 1748, mostrando una completa salud, a pesar de tener metida una bala en un cuadril, desde el año de 40, en esa guerra que se extendió en la mayor parte de la República por hacer no sé qué reformas constitucionales o por elevar al solio supremo a no sé qué candidatos, y a los escalones del mismo solio, a no sé qué pretendiente; ello es que nunca llegó a saber ñor José por qué causa era la pelea, lo cual en la América del Sur es muy frecuente aun entre personas que creen que conocen sus derechos.
+El traje del ciudadano constaba de un sombrero viejo de trenza de cañabrava que le cubría los ojos, por su extraña figura de campana; la camisa era de lienzo, los pantalones de manta del Socorro; traje que desde muchos años atrás vienen usando todos los indios de esta Sabana.
+Así llamaban todos los del pueblo a la esposa del ciudadano, y era de la misma alcurnia de ñor José y una de las pocas indias que usaban el chircate, que es una tela acanelada del mismo tejido de las ruanas fabricadas en Guasca, seguramente en los mismos telares que dejó instituidos Nenqueteba, lo que manifiesta que aquel instructor de los muiscas era muy ilustrado, o que nosotros no vamos tan a la vanguardia como nos lo hemos soñado en algunas ocasiones.
+Gervasio, de doce años, y esta buena muchacha eran los únicos hijos que acompañaban a sus ancianos padres, porque Juan Cancio había muerto en Ambalema de la fiebre, con otros varios individuos desheredados de los resguardos de su pueblo, y en esos días Josefa se hallaba en esta capital por causa de una fragilidad, que no la dejó trabajar por algunos meses en las operaciones del campo; pero que en compensación de mil sinsabores le trajo la triste ventaja de venir a poner a precio, en esta ciudad, la leche de Josecito, que así se llamaba al triste fruto de sus amores, dejándolo al cuidado de la cariñosa Bautista. El pequeño Nepomuceno, llamado en la casa y las vecindades el chino o el chai, no servía sino para los mandados y para recoger la boñiga seca de la sabanas, que suele usarse por leña, o bien sea carbón, si se quiere.
+No era muy alta de cuerpo la graciosa María, y el color de su especial epidermis era muy parecido al color del café claro; su frente no era grande ni estaba guarnecida con aquellas cejas y pestañas renegridas y crespas que hacen disparatar a los aficionados de los buenos ojos de las razas latina y latinizada, porque tales adornos eran escasos en María; sus ojos estaban dominados por cierta melancolía que se atraía la compasión de cuantos la reparaban con algún cuidado. Los dientes de María eran sumamente pequeños y blancos, y resaltando por entre sus labios encendidos, dejaban ver cierta sonrisa muy apacible, que era el primero de sus atractivos; su nariz delgada armonizaba perfectamente con todo el conjunto de sus gracias. Los pies de María no eran grandes, para decir verdad, pero no tenían ni el lleno, ni el color rosado, ni la pequeñez de los pies de las estancieras de la raza blanca que habitan toda la Sabana de Bogotá.
+No por el temor de no presentar una beldad acabada dejaré yo de cumplir el intento de aproximar a la verdad mis cuadros de costumbres, aunque empañados por falta de las bellezas del estilo; y confesaré de llano en plano que María no poseía un talle de lo más perfecto, no precisamente por desidia, sino por la reacia costumbre de caminar al trote detrás de su anciano padre, y seguida de su perro llamado Silencio, trayendo los viernes al mercado su maleta de cangrejos, guapuchas y pescados y el tancho más grande de estos pescados en su diestra, mientras que empuñaba con la siniestra una zurriaga muy pequeña. Ahí quizá la vería nuestro amado lector en la Plaza de Bolívar, en la hilera del pescado, sentada con las rodillas juntas y los pies echados ambos para atrás, sufriendo pisotones y a veces malas razones de los soldados, de las criadas y hasta de algunas de su misma raza, que ya estaban vestidas de otra manera. El traje de la joven pescadora constaba de mantilla azul de frisa demasiado tosca y enaguas de la misma tela, porque al jichon de sus antepasados había renunciado desde que tuvo los quince cabales, y se sabía que en las enaguas blancas tenía adornos de labores de lomillo hechos con hilo azul, porque ella solía alzarse las de encima, aunque no podemos asegurar si era estudiosamente o si era por trotar con mayor expedición, porque ninguno es árbitro para juzgar de las intenciones ajenas, y mucho menos cuando las cosas tienen sus visos de moda. También era de lomillo con labores de piscos y gallos, y maureado y botijón, la tira de la camisa de María, y frente a su pecho se venían a juntar por un gracioso nudito las puntas de su pañuelo que llevaba extendido con la espalda en una aberturita, que sería un milagro que no se hubiese inventado por designios de coquetería, porque la dama muisca se estaba pasando de los dieciocho y era hija de Eva. Aun cuando hubiese habido un conquistador que hubiese clasificado a los primeros indios entre los micos o lo monos, existe en los trajes elegantes cierto género de voluptuosidad ambigua, o velada, que no deja de tener su mérito, aunque no sea más que el de seducir. Los domingos se peinaba la Ticince, para ir a misa, al frente de un pedacito de espejo, formándose sobre la nuca una trenza de su escaso pelo, el que estiraba para atrás poniendo en tormento el pellejo de su frente y de sus sienes.
+Las modas se encuentran en su largo viaje por el mundo, y se combaten o se desprecian. Las señoras del alto tono, que en otro tiempo se tapaban la frente, o se peinaban a la María Stuard, se peinan hoy a la María Ticince, que se peinaba para atrás como las criadas de las virreinas de ahora medio siglo, o como las criadas de las monjas de hoy, y estos no son fenómenos del siglo XIX sino fenómenos de todos los siglos, y no diremos que del buen gusto, porque en materia de modas, lo que hoy gusta mañana es horrible. El rosario de María estaba adornado con una cruz y con una medalla de cobre fino, y su cintillo con varias cuentas blancas, verdes y coloradas, ensartadas sin orden ni elección alguna; y de las dos sortijas que brillaban en sus dedos la una era de estaño y le había costado un cuartillo; la otra era de cobre y se la había regalado su prometido esposo. ¡Quién les hubiera dicho a las damas muiscas de ahora trescientos años, que había de llegar el día en que una bella de su propio linaje no había de conocer el metal que hizo subir a los blancos hasta la cumbre del Chingaza!
+María no poseía ni una sola cuenta de oro entre sus curiosidades. Su sonrisa tan afable, sus dulces y agradables miradas, su juventud y su pobreza le habían granjeado algunos aficionados de entre los blancos de la parroquia, que le obsequiaban con galanteos del orden que tal vez usarían con sus tatarabuelas los primeros blancos que vinieron con Gonzalo Jiménez de Quesada, porque la hermosura es seductora y no adorable, cuando la riqueza no la perfecciona. Pero entre los muchos que le hablaban de amor había un joven de su raza que la amaba tiernamente, solicitando su trato y su compañía en sus viajes a la parroquia, en sus trabajos del campo y en sus festines, que eran tristes, a la verdad, por el genio de la raza y por el estado de conquista que parece marcar todavía todos los movimientos de los indios de las altas sabanas de la Nueva Granada. María no bailaba strauss, ni varsoviana, que fueron inventados para quitar el frío en los países del norte de Europa: María bailaba torbellino y manta, en que no hay tacto de manos ni cintura, y para eso que, según el uso, llevaba los ojos dirigidos a la tierra, lo que le granjeó de entre los poetas de su círculo este cuarteto en su cantos tan triste como sus danzas:
+La niña que está bailando
+Se parece a Santa Rita,
+Por sus ojos tan humildes
+Y su boca tan bonita
+En tiempo de arada, María, contaba de seguro con quien le ayudase a uncir su yunta de bueyes; en la siega tenía un segador fijo que la obsequiase prestándole su ruana, lo que es un galanteo de regla para con la amarradora, porque en este trabajo es donde se mira todo el extremo de la etiqueta amorosa de los peones, como en un baile de tono la de los caballeros blancos o negros. En la parva en que trabajaba el amante de María allí se la veía de fijo, o bien de baleadora, o bien de simple sacudidora. Este último oficio, triste por cierto, como el que desempeñaba Ruth, es el mismo que ejecutan las tórtolas o palomas silvestres de la Sabana, recogiendo de entre el tamo o polvo los granos perdidos del trilladero de las haciendas. El feliz amante de María se llamaba Custodio Gantiva, simpático, bien conformado y excelente peón para toda clase de trabajos.
+A tiempo que la familia Ticince almorzaba mazamorra con unas papas criollas, casi tan chicas como las alverjas, se elevó la conversación a los derechos del ciudadano en la Nueva Granada y a las garantías de los indígenas.
+Gantiva era miembro de aquel congreso; y eran de oírse los discursos de la Asamblea por los pensamientos históricos, y por los rezagos del acento de los chibchas, más dentales que guturales, propensos al uso de la u y de la s y al multiplicado uso de la ch, que suena tanto en las voces nacionales chipaca, chite, chitacá, etc., de lo que resta entre ellos un acento indescriptible a los trescientos años de abolido un idioma, acaso por su configuración orgánica más extraña para el idioma español que la de los ingleses, los cuales a la segunda generación pueden pronunciar la r sencilla y la rr doble sin que les notemos diferencia alguna con los españoles.
+—María tiene la culpa —decía ñuá Bautista— por haberse bebido de chicha los cuartillos del derecho de las tierras.
+—La ambicia y la codicia de los blancos —dijo Gantiva—, que no hicieron repartir los resguardos.
+—Del pedasu de la tierra que me tocó, y nus comimus y nus bebimus con Bautista de eso no me duele, sino de las tierras que nos quitaron para la población y escuela; porque con la misma razón debían de haber quitado tierras de las haciendas.
+—Y lo que han de ver ustedes es que la tierras de la Sabana todas eran de lostrus antiguos, y se las quitaron los blancos que vinieron del otro lado del mar, porque no creyan en Lostro Señor, y porque se mataban los unos contra los otros, al según lo dijo lostru cura.
+—Entonces a lus blancus de este tiempo los vendrán a conquistar otros que sean más blancos —dijo la reflexiva María en estilo enteramente profético—; porque también se están matando, y sin saber por qué, ni con qué fin.
+—Y que hoy viene el cobrador del tributo de la subersión, y no tenemos plata, ni modo de hacerla, porque de eso no saben sino los blancos, ni modo de cobrar lo que nos deben porque los tramposos y los que se comen lo ajeno están defendidos por las leyes nuevas de los que ya no quieren gobierno —dijo ñuá Bautista.
+—Pero siquiera después que nos conquistó lostru reinos dejaron algu de las tierras, y la libertá para no ser soldado de los indígenas —dijo Gantiva.
+—Pero hoy todos votamos —dijo ñor José Ticince.
+—Eso es que dicen por engañarnos, pero los que votan son los blancos que saben más, los cuales nos dan unos papelitos que no sabemos lo que llevan escrito, y de esos papelitos echados en las urnias es que se fulminan las revoluciones contra todos los pobres; y cada día más miseria y más tropelías contra los pobres. Aquí estoy yo que lu diga sin medio chico ni grande, y sin poder trabajar en forma —dijo Ticince.
+—Y, ¿cúmu no se va a sacar lus pejes del río grande para llevar a Bogotá, con esos cuatro que están aquí adentru en el pozo? —dijo ñuá Bautista.
+—Porque ya lus hlancus ni nos dejan pescar en sus tierras.
+—¿Luego no es en el agua? —contestó María con tono de amargura.
+—Pues hasta el agua nos la quitaron ya.
+—Se van de noche como otras veces.
+—Lo haremos —dijo ñor José—; pero eso también tiene sus contratiempos.
+Quedó pactada la empresa, y al separarse de la sesión le gritó María a Gantiva, después de hablar solos con sumo interés:
+—¡Pero mire que va!, ¿no?
+—¿Y si no lus alcanzu?
+—Viva u muerta, por ahí me topa.
+María se quedó haciendo girar su huso de mano por el estilo muisca, mientras que Custodio Gantiva se alejaba trotando por la inmensa Sabana hasta perderse enteramente de vista.
+Ñuá Bautista aprontó medio de chicha, arepa y pescados para el fiambre, y a la noche tomaron los pescadores su camino en busca de las playas del Funza.
+No eran todavía las ocho de la noche cuando ñor José colocó sobre una balsa muy vieja, que tenía escondida entre unas matas de bijuacá, a su predilecta hija María, al tierno Gervasio, y los útiles más precisos de la jornada; y después de desplegar la red, y de hundirla entre las aguas, apartándose de la orilla con ayuda de la palanca, comenzó su oración acostumbrada:
+—En nombre sea de Dios y de la Virgen de Tuso y de Nuestra Señora de Chiquinquirá, y de todos los santos y de las ánimas benditas del purgatorio, que nos libren de todo mal y peligro.
+—¡Amén! —respondió la tierna y devota María, con una melancolía tan extremada como si hubiese previsto que sus labios iban a quedarse sellados para toda una eternidad, entretanto que amarraba el canasto medio hundido entre las aguas del Funza, sobre las que cayeron algunas gotas de sus últimas lágrimas.
+A pesar de que solía mostrarse la luna de cuando en cuando, su mismo aparecimiento le daba a la escena vistas que, por demasiado fantásticas, llenaban a los mismos navegantes de un pavor que nunca habían experimentado.
+Lleno de amargura el corazón de los pescadores por las noticias de la conquista, aunque atrasadas para ellos; por los sufrimientos de parte de los actuales blancos conquistadores de sus derechos de tierras, y de sus derechos políticos, y por los ultrajes que les alcanzan por motivo de las frecuentes revoluciones, ellos se deslizaban con el rostro lleno de hiel por encima de las aguas, disputándoles a los cuervos el alimento, a las horas de la noche en que los blancos advenedizos se entregan en la capital a los goces de su inclinación, o a los del blando sueño, si así lo tienen a bien.
+El silencio era imperturbable por parte de los navegantes: ellos tenían precisión de no darse a sentir de los astutos concertados de la haciendas, y de las playas tampoco se oía sino el ¡gua! de cierta ave solitaria llamada guaco, que pronuncia este grito de alarma cuando se ve sorprendida; o el estampido, parecido al cañón, de las manadas de patos emigrantes que se levantan a la vista o al ruido del más mínimo objeto. Los intervalos de luz dejaban ver al través de la monótona superficie de las aguas, los barrancos perpendiculares, lóbregos y pavorosos como las fortificaciones abandonadas en América, apareciendo de cuando en cuando los grupos mágicos que forman los grullones, y las garzas blancas y rosadas que posan en las orilla del río. Es innegable que las situaciones aterrantes de la naturaleza aumentan la ridiculez de las miserables preocupaciones. A María, que iba profundamente extasiada en la meditación de sus penas, le pareció que la mano de un muerto la había tocado, y se estremeció horrorizada en una vez que su padre la movió con el aro frío de la red para que les echase mano a los pescados que saltaban en el asiento.
+Era pasada la media noche y la balsa de los Ticince marchaba con cierta especie de fúnebre majestad sobre las aguas, pero sola, porque la balsa de Custodio no parecía. María levantaba sus ojos sobre el escaso trecho que la oscuridad o las revueltas le permitían, y los volvía a bajar desconsolada para que sus lágrimas fuesen a mezclarse libremente con las aguas del Funza, que corrían a perderse en el torrente pavoroso del alto, cuyos bramidos se oían rugir constantemente en el silencio de la noche.
+Por tierra marchaba otro aliado de la misma escuadra, que era Silencio, el compañero de María, gozque de nación, y fiel por instinto y gratitud, cuyo último instante estaba señalado con la misma raya que el de su señora, con muy corta diferencia. Algunas veces la sombra de Silencio venía a dar a la aguas, arrojada desde la margen de algún barranco elevado donde se sentaba para esperar el convoy de sus queridos amos, y a no ser por el peligro, María le hubiera dirigido un grito de cariño. ¡Oh!, ¡cuán triste es para un corazón sensible la necesidad tiránica del silencio!
+Los latidos espantosos de unos mastines hicieron comprender a los viajeros que estaban pasando por los dominios de algunas de las haciendas que bañan las aguas del Funza, y la noticia de un acto de crueldad con que habían tratado a un pescador los concertados de una hacienda los hizo someter a la ley del silencio con mayor ahínco.
+A poco rato se oyeron unos silbidos, y en seguida aullidos y lamentos de Silencio, que se había apartado de su ruta. María hubiera querido levantar su voz para llamarlo; pero ella misma tenía mucho que temer de los perros y de los concertados. El ruido cesó pronto, y la desgracia de Silencio es de las que son señaladas con el filo de la parca; pero no tuvo María libertad de llorarla a gritos para desahogo de su alma. Ahora lo que importaba era pasar sin ser sentidos.
+Las nubes se habían condensado, y ya las pinturas melancólicas se quedaban ahogadas entre los horrores del calor. María lloraba en el seno de la República más democrática del mundo, los ultrajes de un despojo en su familia, de un reclutamiento, de una prohibición sobre el uso libre de las aguas.
+María se había quedado hundida en el dolor más profundo con la cabeza reclinada encima del hombro de su hermano y compañero de viaje, después de echar cuatro pescados al canasto. Su pecho le latía con desconocida fuerza, y la respiración se le había puesto difícil. Yo la eximiré de la nota de un suicidio premeditado, mas no de un descuido muy culpable, en la angustiada posición en que se hallaba, y en la clase de balsa en que navegaba, sin la proa de las puntas del junco que todas ellas tienen, y casi inútil por los servicios dilatados que había prestado. Por un acceso de sus muchos sufrimientos se inclinó a la orilla, la balsa se ladeó, y al recuperar su equilibrio se sumió la orilla opuesta, y en esta novedad el canasto de los pescados se vació, Gervasio cayó a un lado y María cayó al otro, dejando su sombrero sobre el asiento.
+Ñor José acudió con toda la ligereza posible y pudo coger a Gervasio, que movía un pie y dejaba ver un canto de la ruana; pero la hija se había hundido, y clavando la palanca en la arena, detuvo la balsa para buscarla. Tentó con el cabo que sujetaba el aro de la red en todo el contorno, y no dando con el precioso objeto, con el mayor dolor de su alma, tuvo que consentir en la fatal certidumbre de que María se había ahogado. La noche estaba de lo más oscuro, el angustiado padre lloraba sin cesar, haciendo sus pesquisas más activas, hasta que se convenció por entero de que no era posible ni aun hallar el cadáver en aquellas horas pavorosas y siniestras. Lleno de la mayor angustia y surcado por las lágrimas que le rodaban de sus ojos, pasó ñor José a la ribera que quedaba del lado de su choza, y saltando a tierra, con el sombrero de María cogido en la mano, como finca de valor infinito, ya no pensó sino en ir a dar la fatal noticia.
+Seguido de su hijo y trotando sin cesar rodeaba pantanos y cruzaba potreros, hasta que llegó a la choza al rayar del día, sin hija, sin perro y sin pescados. Ñuá Bautista prorrumpió en la exclamación propia de una madre, y en su angustia no dejó de inculpar a su marido por algún descuido de que él se disculpaba con sus lágrimas y sus razones. En medio de sus alaridos y clamores al cielo, tomó ñuá Bautista una repentina resolución: dijo que quería tener el consuelo de ver el cadáver de su hija, y que se iba a buscarlo.
+Cargó al nieto sobre sus espaldas la desventurada madre, y cuando ya la Sabana comenzaba a presentar su verdura eterna a los ojos de todo viviente, los padres de María corrían sin cesar en busca de las playas del Funza, que les tenían oculto un verdadero tesoro. Dejémoslos gemir, andar, y aventurar sus conjeturas, para ocuparnos de la suerte de Gantiva, que estaba comprometido a ir a encontrar el pequeño convoy.
+Estaba amarrada su balsa mucho más arriba del puesto que ocupaba la de ñor José, y por una detención en unas raíces, y un banco de arena, no pudo alcanzar la balsa que cargaba, en su concepto, un tesoro más valioso que todos los tesoros de los zipas, porque él amaba con verdadero amor, y si no estaba casado era por falta de plata para pagar los derechos. Gantiva buscaba con sus ojos la balsa de la familia Ticince, con la ansiedad con que han buscado los comisionados los buques perdidos en las malhadadas exploraciones del polo; pero no veía sobre las aguas sino ciertos grupos de plantas acuáticas, que los indios llaman buchón, que suelen desprenderse y siguen el curso de las aguas como pequeñas balsas, sobre las que suele posarse algún chorlo momentáneamente.
+Una vez oyó el navegante solitario los ladridos de unos mastines a suma distancia y los aullidos de Silencio, y según sus conocimientos sobre las revueltas y explanadas de la ribera se puso a calcular la distancia que lo separaba del objeto de sus pensamientos; pero, ¡ay!, que esta distancia era infinita, nada menos que la que separa a los vivos de los muertos. Él no sabía que María había pasado a las regiones eternas de la paz, mientras que él arrastraba tristemente el aro de su red por entre las aguas, disputándole su alimento a los cuervos consumidores del Funza, por la costumbre heredada de sus mayores que los pobres indios siguen nada más que por un instinto.
+La balsa de Custodio era chica y bien construida, y con lo que se había ayudado con la palanca iba confundido de no haber dado alcance a la balsa de los Ticince, cuando reparó por el reflejo del agua en un objeto que zozobraba como detenido por unas plantas entre unas basuras de las que suele aglomerar el oleaje en ciertos puntos determinados, arrimó su balsa, tocó con el palo de la red y creyó levantar una pieza de ropa; repitió la indagación acercándose hasta poder tocar con su mano el objeto, y descubrió una mano en que brillaba una sortija que un golpe rápido de la imaginación le recordó que él mismo había regalado.
+Se quedó frío, sin necesidad de más exploraciones para satisfacerse de la más triste verdad: era un hecho que el cadáver de María se ocultaba debajo del agua y de basuras. Reunió el navegante sus fuerzas y continuó; al segundo movimiento apareció todo el brazo y en seguida el rostro que le era tan conocido, desfigurado horriblemente con la acción del agua y los ultrajes de la muerte. Lo levantó a su balsa y se quedó petrificado por unos momentos. En su febril estupor acariciaba las mórbidas facciones, retiraba el pelo de la cara, buscaba un movimiento, una señal de vida, un latido del corazón; y luego quedándose quieto, al ver la contracción y palidez de unos labios que veinte horas antes le daban sonrisas de amor, y la absoluta quietud de unos ojos que le encendían el alma, se entregó al llanto como un chiquillo, teniendo una mano de su adorada entre las suyas por muchos minutos seguidos.
+Emprendió Custodio el pasaje de María para el lado opuesto, que era el de lado de la choza, y sacándola en brazos la extendió sobre la arena, y se quedó junto, lleno de conjeturas, todas a cual más crueles y desesperantes. Un hecho era innegable: la pérdida eterna de su idolatrada; ¿pero qué se habían hecho los dos compañeros? ¿Dónde estaba Silencio? ¿Cómo se había ahogado María? Ir a avisar era lo más acertado; ¿pero cómo dejar botados en la playa los restos de lo que más había amado sobre la tierra?
+Dio Gantiva unos pasos sobre la arena, y formando una pequeña cruz de dos juncos que halló a la aventura, la puso en las dos manos de María, trayéndolas con suma dificultad sobre el pecho, por la rigidez que el frío de las aguas había dado a todos los miembros. Se puso luego de rodillas y despidiéndose para siempre de las ilusiones del amor, pasó a los temores religiosos, al respeto que se debe a los muertos; y cruzándose de brazos se puso a rezar por el alma de la difunta María Ticince.
+Es digno de describirse este cuadro de desolación.
+El sitio era una playa muy estrecha, encerrada entre una revuelta del barranco y la margen del agua, que se seguía hasta dar con la pared contraria, y extendiendo la vista unas varas más abajo, daba con un pequeño morro de tierra, sobre el cual estaba parado un cuervo con sus alas abiertas en cruz, procurándolas secar a los primeros rayos del sol, después de la operación de zambullir en busca de los pescados, como los buzos que sacan las perlas del asiento del mar. En esa actitud, de un verdadero crucifijo, duran estos animales las horas enteras de la mañana en los barrancos o piedras de las orillas del bajo Funza.
+El silencio era sagrado. La nivelación del terreno de la Sabana no le permite andar al río sino con una lentitud y una gravedad que recuerdan la idea de lo eterno y de lo infinito. Ni un chorlo, ni una garza blanca o rosada, ni un corpulento grullón. Un cadáver, un deudo y una balsa eran los únicos objetos visibles; la Sabana era otro horizonte separado. Gantiva lloraba, rezaba y gemía, como si se hubiera quedado solo en el mundo.
+De repente apareció sobre el barranco ñuá Bautista, la cual gimiendo a grito entero venía recorriendo la ribera en busca del cadáver de su hija. ¿Y qué halló? Se hiela la sangre solo de pensarlo. Un cadáver, un deudo, una balsa, y un cuervo a la parte opuesta, con las alas extendidas en cruz. El primer arranque de dolor fue en esa clase de metáforas, propias de la madre junto al cadáver de la hija; rasgos de elocuencia que a ninguna pluma le es dado el pintar; palabras santas que la naturaleza no sugiere sino en los momentos supremos, y que no hay quien las sepa expresar, sino únicamente las madres. Allí gemían Gervasio, los padres de la difunta, su amante, y hasta Josecito, aunque no comprendía lo trágico de la escena que estaba viendo desde encima de las espaldas de su abuela.
+El sol avanzaba, y ya la permanencia en la desierta playa no conducía en nada a mejorar las circunstancias de la familia en desgracia. Se trató, pues, de conducir el cadáver para hacerle los funerales. Ñor José extendió su ruana en la arena. Entre ñuá Bautista y Custodio levantaron el cadáver y lo pusieron encima, y recogiendo las puntas de la ruana y sujetándolas con una vara, como si fuera hamaca, lo levantaron al hombro y marcharon a buen paso.
+Por fortuna no se encontró el fúnebre convoy sino con los ganados de las haciendas, que asustados se retiraban a su paso. Era poco el acompañamiento, pero selecto: los padres, el amante y el sobrino; era el mismo sentimiento en esencia. Silencio era el que faltaba, porque la muerte lo había arrebatado dos horas antes. Cuando ñuá Bautista divisó su rancho, uno tras otro se le presentaron todos los recuerdos de la niñez y de la juventud de María, y prorrumpió en agudos gritos de llanto y desolación.
+Custodio se fue de pronto a la parroquia y de limosna consiguió una sábana para la mortaja, y fiadas consiguió unas cuantas velas, que puestas de cuatro en cuatro, en hoyos del suelo, alumbraron el cadáver al lado del pozo donde se depositan todos los pescados mientras que se llevan a Bogotá, por costumbre inveterada de los indios pescadores de algunos pueblos de la Sabana. Algunas gentes vecinas fueron al velorio; se rezó el rosario en toda la noche, y a las seis del día siguiente, sobre un ataúd hecho de dos varas largas de encinillo y de cinco travesaños de tuno muy bien amarrado, se levantó en hombros el cadáver acomodado sobre manojos de yerbabuena, para llevarlo al cementerio, pasándolo por la plaza, en donde se oyeron unos pocos dobles de las campanas, pero no los salmos cantados ni la música funeraria, porque María no era rica, aunque era una buena cristiana.
+La sepultura estaba ya escavada y colocado en ella el cadáver. Ñuá Bautista echó la primera tierra, rezando todos el Credo, y luego los oficiosos amigos y parientes la acabaron de repletar, viéndose correr lágrimas en abundancia, como única pompa de los funerales. Una cruz de palos rollizos fue la única insignia sepulcral para la tumba de María Ticince.
+La tumba fue el único atributo de igualdad para María; la fraternidad fue tal como se ejerce con los pobres de la Nueva Granada; los beneficios de la libertad, su historia los manifiesta. ¡Quiera el cielo que algún día tengamos los granadinos paz, para que mejore la suerte del pueblo, y con ella la de los pobres indios! ¡Quiera Dios que haya justicia, que es la mejor de las garantías para pobres y ricos, peones y propietarios!
+Una ramada cubierta de hojas de palma, donde se cuelgan, para secarlas, las hojas de tabaco ensartadas en cuerda de fique, es lo que en la provincia de Mariquita se ha llamado caney. Vamos hoy a tratar de uno determinado, por escribir sobre asuntos de nuestro país, más importantes tal vez, que algunos retazos de periódico extranjeros con que se suelen llenar los nuestros.
+El Caney del Totumo está situado en una vega interminable, entre los muchos rastrojos que sustituyen en nuestro tiempos a los diomates, dindes y guayacanes centenarios, de los cuales vemos todavía uno que otro venerable tronco, para honor de sus familias, como se ven en Roma las estatuas de los Césares. La estructura y las medidas de los actuales caneyes, levantados sobre seis entinales principales, son todavía conforme a las ordenanzas de los reyes de España cuando monopolizaron el ramo. Una adición de los mismos materiales del caney era la habitación del cosechero que intentamos historiar; y el único adorno de su patio era un totumo cargado de esos frutos esféricos como globos astronómicos y geográficos, y de corteza sumamente dura, que sirven de copas para la venta del licor nacional en casi todos los pueblos de Nueva Granada.
+Cenón Argüelles se llamaba el cosechero de quien vamos a tratar; su esposa, Mariana Quimbayo, y sus hijas, Carmen, Ruperta y María; tenían, además, otro hijo, llamado Jacinto. A este personal se agregaba una ahijada huérfana y algunos peones que solamente trabajaban por temporadas. Carmen, la hija mayor, era el ídolo de sus padres y de todos los que la conocían, habiéndose criado fama de buena moza en todos los sitios vecinos, de manera que iban a dar con aquel retiro muchos señores curiosos, con pretexto de comprar tabaco, de cazar guacharacas o de pedir la candela algunas veces.
+Lo ojos de Carmen eran, por cierto, hermosos y muy expresivos; su voz era blanda y delicada, y su locución tal como la usa la mayor parte de las estancieras y lugareñas pobres de Llanogrande y otros sitios del valle del Magdalena, que expresan en ocasiones el pensamiento con una frase o con una metáfora más feliz de lo que pudiera un estudiante de retórica de nuestros colegios. Vestía la graciosa estanciera enaguas de fula muy anchas, y camisa de muselina blanca, con unas arandelas apenas suficientes para los contornos limitados que graciosamente la engalanaban. Era descolorida y ligeramente aperlada, pero de un cuerpo bien repartido y robusto, mostrándose su talle mucho más interesante, con los pliegues que partían desde su delgada cintura, que lo hubiera sido con la estrategia de las varillas y de los alambres.
+Estaba toda esta familia ocupada en su trabajo el día 19 de mayo de 1854 por la tarde, cuando apareció de una trocha de los rastrojos un sujeto, montado a lo sabanero en una mula alazana, seguido de un compañero, el cual estimulaba su bagaje con una zurriaga de guayacán que llevaba en la mano.
+—¡Buena tardes! —gritó en el patio el referido caballero.
+—¡Bueeenas se las dé Dios!…, apéese y entre —contestó Carmen desde junto a la piedra en donde de pie, según el uso de tierra caliente, estaba moliendo un poco de maíz blanco.
+—¡Mil gracias!… ¿El dueño de la casa?
+—Está despulgando, pero ya no dilata… Entre usted.
+El viajero se había desmontado debajo del totumo, y Carmen, después de lavarse los brazos en una cuyabra de agua que cerca de sí tenía, avanzó unos pasos hasta darle la mano, y le ofreció la hamaca de costal que colgaba en aquel libre departamento, cuyos costados, de tabique de palma, no estaban todos cerrados.
+—¿Y cómo ha sido para dar usted con este caney? —preguntó Carmen a su huésped, con la tranquilidad y cariño de los que se han tratado por muchos años.
+—Por pedir posada y comprar dos manojos de tabaco para mi gasto.
+—La posada, de mil amores; pero lo demás ni pensarlo, porque mi padre es cosechero, y…
+—Por lo mismo. ¿No fuman ustedes del mejor tabaco de la provincia, de ese que llaman plancha?
+—¡Ni el olor! —contestó Carmen con una sonrisa lastimosa pero llena de gracia.
+—Lo creo, porque usted lo dice; pero no me parece corriente.
+—Es que se halla usted un poco escasón de noticias… ¿De Bogotá viene?
+—Sí, señora, de Bogotá.
+—Con razón, porque el que no sabe es como el que no ve.
+—Pero usted me iluminará, si es tan hospitalaria como linda y amable.
+—¡Naaada!…
+—Pues ningún hijo de Adán se merece tanto las obras de misericordia como el pobre viajero.
+—La posada y cuanto guste; pero lo demás ya sabe. Y si quiere hablar con mi señor padre, allá despulgando lo encuentra en medio de la labranza, porque los cosecheros somos esclavos de los gusanos y del que todo lo puede.
+—¿Esclava usted?… Yo la compraría por lo que pesa.
+—Y salía perdiendo, porque yo no sirvo más que para despulgar, y ni aún eso a ratos.
+—¿Esclava? —repetía el viajero como distraído—, ¿esclava?…
+—¿Y qué otra cosa?, cuando desde que nace el tabaco hasta que se entrega no hay para qué descansar en el día, ni en la noche, en ocasiones; y que el gusano tampoco entiende de días de fiesta, porque lo mismito come en sábado que en domingo; y para eso que en la tienda del dueño de tierras no han puesto de todo lo que necesitamos en los caneyes, aunque más caro y menos bueno, para no dejarnos ir a las muchachas los domingos a misa al lugar, a mirar y a que nos miren.
+—¿Conque están federadas las haciendas, según eso, y por consiguiente las muchachas cosecheras?
+—Y sin una capilla para las cosas de la devoción y todas las obligaciones de nosotras las cristianas. Pensando estoy que cuando yo vaya a la iglesia me he de asustar al ver al padre y a los santos del altar. Pero, en fin, vaya véase con mi señor padre, que yo le contaré después.
+Don Sixto, que así se llamaba el viajero, se fue por una calle formada por dos hileras de mata de tabaco, de una rectitud geométrica, sin exageración, y de una vara de ancho, a lo sumo, teniendo cada una de dichas matas cinco cuartas de altura, o poco menos. El extenso plantel de la nicociana daba una vista sumamente melancólica para los ojos del viajero, quien se había quedado en extremo pensativo desde que oyó hablar a la simpática cosechera acerca de la esclavitud y del destierro. El sol reflejaba ya sus rayos sobre la Sierra Nevada del Ruiz, huyendo de los ardorosos valles, y su amarillenta luz, combinada con el azul de las hojas de primera, le daba a todo ese cuadro el tinte más aflictivo del mundo, cuando el viajero se encontró con el ciudadano Argüelles, de estatura levantada y de brazos y cintura muy flexibles, lo que le viciaba, al menearse, su natural gravedad de hombre, como se ve en algunos hijos de Adán. Eran regulares sus facciones; pero muy habituado al sarcasmo y continua burla, se había creado un aire de brusca pedantería, que lo volvía insoportable: su traje era una gran camisa que le venía hasta las rodillas sobre sus calzoncillos únicamente, porque los calzones azules, de mahón o fula, los había dejado colgados en el totumo, donde se veían otras piezas de ropa, que a precaución se guardan por librarla de la sustancia melosa que del tabacal siempre se desprende. El sombrero del cosechero era de trenza, y tan ancho como un paraguas; por calzado tenía dos recortes de su cuero de dormir, atados con delgadas correas, que es lo que se llama quimbas.
+—¿Y qué vientos me lo han echado por aquí? —le dijo don Cenón Argüelles al viajero, después de contestarle su respetuoso saludo.
+—Por pasear y conocer sus tierras.
+—¡Quién sabe! ¡Cómo que usted viene de raspa!
+—Me salí de Bogotá, ciertamente, por no tener comprometimientos en la revolución actual.
+—Rogando a Dios estoy que gane mi paisano, para que los pobres tengamos más libertad. Bien que la tierra que nosotros pisamos es la tierra de la libertad.
+—¿Y tendrá usted la bondad de darme posada y venderme unos manojos de tabaco? —le dijo don Sixto al cosechero, interrumpiendo su perorata.
+—Lo que tiene es que el dueño de tierras… —contestó el ciudadano Argüelles, mudando de tono y clavando los ojos en tierra, como si hubiese sonado la campanada de alzar; y como para distraerse o distraer del objeto al forastero, le mostró una larva de fajas plateadas, con un cuerno en la frente.
+—¿Qué es eso? —preguntó don Sixto, sin atreverse a tocarlo con los dedos.
+—El cachudo, ¿no lo ve?
+—¿Y para qué sirve?
+—Para tragar tabaco y hacernos desbautizar a los cosecheros.
+—¿Y de dónde sale?
+—De esta perlita, mire —dijo el cosechero, reventando un huevo del tamaño de una semilla de repollo, o poco mayor, que estaba sobre una hoja—; y esta la deja —continuó diciendo— una mariposa blanca que no alcanza a tener una pulgada; y mire aquí el cogollero, verde como la misma herejía. Este amanece en el propio cogollo, y luego deja el puesto para que la mariposa, que es achocolatada y más chica que la del cachudo, venga a poner el otro; vea usted el gusanito; y el huevo es verdoso y puntiagudo.
+Esto decía el ciudadano libre, sin dejar de destripar gusanos con los dedos y con las pantuflas de cuero crudo, ni de explicar a su modo las variedades de los insectos.
+—Este es el pulgón —continuó diciendo, y sacudió una hoja de donde saltaban unas cucarachitas mayores que una pulga—. Y este es el gusano de tierra —dijo, escarbando los pequeños terrones, y sacando de allí un gusano de color cobrizo—. Todos estos enemigos nos combaten y persiguen…, y luego…, el dueño de tierras… ¿Conque qué vida es esta? —dijo Argüelles, volviendo a quedarse mudo por algunos instantes.
+—¿Y qué se hace con estos insectos?
+—Pues despulgar, ¿no me ve aquí como clueca con pollos hambrientos?
+—¿Y todas las semanas?
+—¡Usted está enteramente a oscuras!…, todos los días, y a tarde y a mañana, y en ocasiones por la noche con luces encendidas; porque ya sabe que el día que uno se descuida tantico se comen la mitad de la labranza; y luego el dueño de tierras…
+—Este último gusano, que usted llama de tierra, o dueño de tierras, es el que le falta mostrarme.
+—De ese no le puedo hablar a usted sino muy en secreto —dijo Argüelles, volviendo a deponer los arranques de pedantería que fluctuaban sobre su rostro, y continuó en su obra de reventar gusanos, andando a la cabeza de todos los peones, quienes suplían la Marsellesa con risotadas y burletas, de las cuales Bonilla, el compañero de don Sixto, entendió que no se escapaba él mismo, ni las venerables barbas de su patrón, que en Bogotá se merecían mil elogios, por lo menos de las muchachas buenas mozas.
+Nuestro viajero también extendió sus ojos sobre los otros espulgadores, que llevaban seis surcos de separado, y en todos no reparó como raro sino el traje caprichoso de la enhiesta y hermosa Ruperta, que únicamente contaba de sus enaguas de fula, chingadas, esto es, colgadas de sus hombros con ayuda de los cordones de atar a la cintura, a manera de la túnica de los israelitas.
+Empezaba ya a oscurecer, y los peones con su jefe empezaron a desfilar hacia el caney, atraídos por la esperanza de la cena de peto con carne asada, y de los afables cuanto alegres coqueteos de sus compañeras de trabajo. Carmen los esperaba con afán. También refrescaron don Sixto y su modesto compañero, y en seguida se puso el primero a darle muy afectuosas palmaditas a su mula. Es tan propio de un viajero acariciar el bagaje, como del candidato lo es acatar y complacer a sus amados electores. Pero con el fin de tributar un obsequio más positivo, le pidió al cosechero (en calidad de compra, se entiende), un palito de maíz para la mula.
+—¿Maíz?, caballero…, ni lo piense —respondió Argüelles—, porque está en vara de astilla en estos días.
+—¿También el cachudo?
+—El dueño de tierras que no lo consiente sembrar. Así es que el poquito que se consigue en las balsas es más caro que la salvación; y ese cuando más alcanza para que nos muelan el peto, y ni aun eso a ratos.
+Mientras que el hijo del cosechero amarraba las mulas a soga, Bonilla, el compañero de don Sixto, le colgaba su hamaca junto de la de costal del dueño de casa; y fumando sus cigarros los dos primeros personajes, se pusieron a conversar de gusanos, de sartas, de atados, de clases y calidades, y de lo demás que tiene relaciones con el arte cosechero, mientras que los peones, por su parte, tendidos al pie del totumo, sobre cueros o costales, procuraban pasar el rato lo mejor que se pudiese, galanteando con entera confianza a las niñas del caney, que ensartaban una hojas cogidas el día anterior.
+—Yo no sabía lo que era el caney —decía don Sixto, bien estirado entre su movediza y flotante cama—, y estoy pensando que los cosecheros (si es que hay otros como usted), son los israelitas del desierto de Canaán, por las 7.777 plagas que los persiguen; por ese gran gusano de tierras que se me figura el supremo Faraón; por el túnico judaico que le vi a Ruperta en la labranza, y que al llegar al caney ha reforzado con la camisa común, y por el maná, es decir, por el peto, que es de sal o de dulce, o de ninguna de las dos cosas, conforme al gusto de los cosecheros, como sucedía con el verdadero maná, que a la madrugada les llovía a los israelitas durante la peregrinación del desierto.
+—Pero es que aquí en lugar de peto lo que nos llueve son la plagas.
+—Y usted no me ha explicado hasta ahora cómo es ese gusano que usted llama de tierras, o dueño de tierras.
+—Ese es el amo, no sea usted tan zonzo: el amo, a quien le pago yo 30 pesos por el arriendo del almud de tierra que siembro y de los siete pies de tierra sobre que me acuesto, con algunas condiciones que no dejan de ser medio enfadosas luego.
+—¿Como cuáles?, por ejemplo.
+—La de venderle al amo todo el tabaco sin reservar una hoja de carola siquiera, ni guardar para el gasto ni un manojo de capa; y este me lo paga a dos pesos de a ocho, pero pesado en la romana de a 30 libras. Y yo tengo que comprarle a juro la res para matar, aunque en otro potrero me la vendan por la mitad menos; y yo tengo que comprarle las herramientas y los abastos en su tienda; y Carmen y las otras niñas tienen que comprarle la bogotana y la fula, también a juro, aunque pudieran sacarla con alguna comodidad de las otras tiendas, en donde se vende la fula libre, y en donde les hacen favor a ellas en ocasiones.
+—¿Y si usted no quiere?…
+—¿Y los celadores o guardas? ¿No ve que rondan y esculcan hasta las camas de mis caseras?
+—¿Pero eso de la carne?
+—Es como le cuento; que estoy obligado a venderle mi tabaco y a comprarle la carne y cuanto hay al señor Dueño de Tierras.
+—¿Y la carne se la pesan a usted en la romana de 30 libras?
+—¡Eso no!
+—Pero usted pisa la tierra de la libertad y de la igualdad.
+—¡Eso sí, mi caballero!, porque en cumpliendo con las leyes del Dueño de Tierras para elecciones, y para todo, por lo demás, ya sabe…
+—¿Y usted tiene escrita todas esas leyes judaicas, o mosaicas?, porque todo lo que veo en el caney tiene alguna semejanza en los usos y costumbres israelitas.
+—No, señor.
+—Pues si usted quiere yo se las escribiré en un momento, pero sin que usted se lo cuente a nadie.
+—¡Pues si me hace el bien!
+Y sacó Bonilla el recado de entre un maletón, y sobre un cuaderno, sin levantarse de la hamaca, codificó don Sixto todas las obligaciones del Caney del Totumo, y se lo entregó al cosechero, quien lo puso sobre una tabla con la libreta y con una instrucción impresa sobre el cultivo del tabaco, de tantas que se han repartido para la diversión de aquellas gentes. Don Sixto se quedó callado, moviendo por intervalos su grande hamaca para procurarse algún alivio. Las caseras, que se acababan de acostar a la vista de sus compañeras de caney, en la barbacoa central, exhalaban una que otra interjección oprimida por el sofocante calor que hacía; pero a poco rato nada interrumpía el sueño general, con excepción de unas voces ligeras de Ruperta, que soñaba con la matanza de los cachudos. Todos dormían.
+De golpe se despertó don Sixto, por unos golpes disimulados que sonaron en el empalmado, y con el trasluz que la falta de puertas le dejaba a la sala, vio salir a la hija mayor, con pasos silenciosos, cortos y mesurados, como una hurí de las mencionadas en las antiguas leyendas de los musulmanes, y atisbando en seguida por entre las persianas de hojas de palma, vio saludar a un caballero de botas y de chaqueta (o cualquiera de sus degeneraciones), y sentarse a conversar con él sobre un grueso tronco, cuyos despojos sin duda, estaban empleados en la construcción de aquel caney. Puso don Sixto cuidado, y les oyó esta parte de su conversación:
+—Te has deslucido, Carmen.
+—¿Y qué quería que yo hiciera? ¿No ve cómo está el celo mientras más días?
+—¿Y no has oído que al celoso cuernos?… ¿Para cuándo es ese talento?… ¡Y tan viva!…
+—¿Luego no sabe que estoy muerta? Por lo menos, para eso de contrabandos; y le encargo que no me vuelva a decir nada sobre este particular.
+—¡Entiendo!… Don Eladio pasa por estos lados muy tarde de la noche, con pistolas y machete…
+—Pues lo que le juro es que no hay nada de lo que piensa, porque si llega es a pedir la candela, y nada más.
+A este tiempo salió el dueño de casa, y creyendo don Sixto que una buena gresca se iba a ofrecer, lo que se siguió fue una larga visita, sentados los tres personajes sobre el mismo tronco mencionado.
+—¿Conque nada, don Cenón? —decía el misterioso caballero.
+—Nada, señor don Emigdio. Ya un contrabando lo tengo yo como una cosa imposible, ¿me lo cree?
+—¿Y pagándole yo el tabaco a cuatro pesos?
+—Aunque me lo pague a veinticinco.
+—Es que usted está muy retrógrado. ¿Para cuándo es, pues, esa libertad del cultivo?
+—Pero si han dado los celadores en rondarnos tanto, cristiano de mi alma; y que usted sabe ya que los ocho hilos componen una arroba por la medida de los doce pies de camarote a camarote, y que rondan y nos esculcan hasta no más.
+—¿Y cómo es que yo he colectado en la semana pasada quinientas arrobas de tabaco libre, con sólo pagarlo a dos pesos más de a como lo pagan las casas?
+—¡Es que usted no duerme, cristiano, y que usted es más vivo que un gavilán! De veras, don Emigdio.
+—¡Pero qué quiere usted, si en esas casas saben tanto!
+—¡Pues ya sabe!
+—Lo siento por usted; y me voy aprisa, porque tengo que ir a echar en la barqueta unas veinte arrobas de tabaco libre que compré por allá en otro caney de más adelante. ¡Adiós, don Cenón! ¡Adiós, Carmen! Conque hagan mucho empeño por acá, y si hay forma me lo llevan; pero a media noche, porque los vampiros de las casas tampoco se descuidan.
+Inquieta la imaginación de don Sixto por las relaciones de guardas y contrabandos, no había vuelto a dormir; y alzando la cabeza con motivo de un ligero ruido, vio desplegarse en guerrilla por toda la casa un pelotón de actores, unos en dirección a las camas de las muchachas, y otros hacia los rincones y trojes de la ramada. Tomó sus pistolas en las manos y se mantuvo en expectativa. De los que se habían quedado más afuera dio uno con la cama de Bonilla, y lo pisó. El bogotano, que había caído como muerto de cansancio, despertó gritando:
+—¡Que nos roban, patrón!
+Don Sixto dejó ir un tiro, preocupado con la voz, a tiempo que Bonilla repartía garrotazos a palo de ciego sobre los invasores, los cuales no acertando a defenderse por la sorpresa, y aturdidos por los repetidos golpes, fueron perseguidos hasta más allá de los límites del patio. Pero adentro vino a terminarse la refriega con el acto más terrible y espantoso. A tiempo que don Sixto forcejeaba con un prisionero. Carmen gritaba llena de espanto:
+—¡Fuego!, ¡fuego!
+Creyendo el adalid que la voz era para animarlo, tuvo a bien disparar la segunda pistola; pero los gritos, que no cesaban, le advirtieron del verdadero peligro en que todos se hallaban.
+—¡Fuego en el rincón! —decía la desdichada joven, a tiempo que la luz de una horrible candelada iluminaba ya toda la estancia. Es indecible la angustia y desesperación con que la gente se lanzaba a cortar los progresos del incendio, sabiendo lo veloz que corre en toda casa construida de hojas de palma. La vista de los ejecutores, por entre las llamas y el humo, era de lo más pavoroso del mundo. El cosechero cortaba la palma con un machete; Ruperta y su hermana Carmen botaban agua; María y su desolada madre cargaban de un pozo cercano este elemento de salvación; y fue cosa de primor ver apagado en un minuto el fatal incendio, tanto, que Bonilla no alcanzó a ver sino el humo y las cenizas, y la palidez de todos los rostros, cuando llegó atraído por los lamentos y los gritos, después de la carga a los enemigos.
+El fuego había terminado, y al recitar los vencedores el detalle, comprendió don Sixto que los derrotados habían sido los guardas del dueño de tierras, y que el fuego se había originado por los tacos de su primer tiro de pistola.
+—¿Y cómo no me lo dijeron a tiempo? —preguntó el vencedor, mostrándose disgustado.
+—Por un olvido —respondió el cosechero—, pero así sean todas las equivocaciones de esta vida, señor.
+—¿Y si la casa se hubiera ardido?
+—Eso sí; pero Dios nos ha sacado con bien.
+—¡Vaya, vaya!
+—Pero, ¡ah, mosquita!… ¡Cómo les repartía zurriaga!
+—Es un artesano albañil, de Bogotá, que se me quiso agregar por no comprometerse en la revolución del 17 de abril.
+—¡Vean!
+—¿Usted no sabe lo que es esta gente?… Pues entra cualquiera a una obra de Bogotá, donde se encuentra un gran número de trabajadores, casi siempre solos, o con sobrestantes de entre ellos mismos (porque los maestros confían en su honradez para recibir varias obras) y no dirigen a nadie burlas ni dicterios, sino que por el contrario, responden con urbanidad cuando son interpelados.
+—¡Vean!
+—Por las calles no dan ejemplos de beodez ni de riñas escandalosas, habiendo tres mil de ellos repartidos por toda la ciudad; y el día de tomar el fusil —dice el artesano de Bogotá: «Un cobarde podría matarme; pero diez valientes no podrían hacerme volver la espalda».
+—¡Vean! Y no parecía.
+—Pues ya lo vio con sus propios ojos. Este joven es pariente del sargento Bonilla, que murió en el campo de La Culebrera, el año de 1840, después de hacer una retirada con cuatro artesanos, más gloriosa que la del regimiento de Valencey en Carabobo.
+Sobre este mismo tema, que es una parte muy interesante de la historia de la Nueva Granada, siguió conversando don Sixto, hasta llegar a entender que ya su auditorio estaba dormido. Era pasada la media noche. Había visto desde su hamaca las estrellas, y también las candelillas que volaban sobre los tabacales; oía el grito fúnebre del currucú, y sus meditaciones sociales sobre el caney no le dejaban pegar los ojos, cuando advirtió un ruido nuevo hacia el lado del totumo. Sonaban espuelas y frenos, al mismo tiempo que oyó decir a Carmen, como arrebatada de alguna pesadilla infernal:
+—¡Ole!… ¡El dueño de tierras! ¿Y ahora?
+Argüelles salió en el momento al alar, mientras que doña Mariana, tiritando, trataba de prender un fósforo, desperdiciando la mayor parte de la caja. Las muchachas se enderezaron, y en el acto salieron al salón a recibir la visita, con la vela encendida, sin atender a componerse. Don Sixto veía disimuladamente cuanto pasaba, sin moverse de su hamaca. El teatro era muy interesante, parecido en lo material a esos teatros provisionales que se suelen hacer en tiempo de fiestas en los pueblos, formando una ligera enramada. Las decoraciones eran: una pila de atados de tabaco seco, dos asientos de tijera, de cuero en pelo, un banco y una mesita; unas agujas, de a dos varas de largo, prendidas en el empalmado, una tasajera con carnes, y algunos otros objetos del mismo género; a la izquierda una barbacoa con dos cueros de res por colchones, y a la derecha sillas, maletones y una gran hamaca de algodón junto a otra pequeña de fique. En un rincón estaba una gran tinaja para el agua, y en el fondo se veía el horizonte, hasta donde podía ser visto, según la escasa claridad de la noche, a los últimos reflejos de la luna en cuarto, ofuscaba al entrarse por los vapores acumulado sobre la sierra de la gran cordillera.
+Un caballero respetable se presentó del lado del patio, y empezó con Argüelles un diálogo bastante animado, sin que este se atreviese a levantar los ojos. Allí estaba Carmen, que aunque los levantaba, su aspecto mostraba otro género de humillación no menos abyecta. A sus miradas acompañaba una que otra sonrisa, como el relámpago en una noche de tempestad. Mas ¿quién podría asegurar que no fuese aquella sonrisa la de la esclava sacrificada violentamente a las circunstancias? ¿Quién podría asegurar que el tierno corazón de Carmen no pasase por una de las crueles pruebas de los ominosos tiempos del feudalismo?… Y no busquen mis lectores del feudalismo por los nombres de los gobiernos, ni por los nombres de los siglos, sino por los grados de civilización, y más que todo, por el grado de comodidad de que disfrute el arrendatario. Las demás caseras escoltaban las espaldas de Carmen, porque en estos casos, todo se confía a la mejor moza o a la más elocuente de la familia.
+—Argüelles, me desocupa la estancia —decía el nuevo actor, con la fría tranquilidad de quien todo lo puede.
+—¿Y mi trabajo?
+—¿Y mi tierra?
+—¡Señor!, mi familia…
+—No hay remedio: la tierra es mía y el camino es suyo. ¡Qué! ¿Apalearme a mis celadores?… Otro día me querrán apalear a mí también, como ya ha sucedido en otras partes.
+—Pero, óiganos, mi amo.
+—Yo no necesito de alegatos en estrados… Apalearme a mis guardas…
+—Fue un mosca, señor, un mosca.
+—Qué mosca, ni qué pan caliente… Ahora mismo se largan todos muy a la punta de un cerro.
+—¿También yo? —exclamó Carmen con los ojos llorosos, y con esa voz dulce y comprometedora que le hemos conocido en el curso de esta historia.
+A tan elocuente aunque lacónico rasgo de la bella interlocutora, no pudo quedarse don Sixto indiferente, y levantándose consternado, comenzó su papel de nuevo actor en el drama del Totumo.
+—Yo —dijo el bogotano, poniéndose la mano sobre el pecho—, yo soy el único culpable, si es que hay alguno. Vi desde la hamaca unos vampiros que allanaban, contra un artículo expreso de la Constitución, la casa del ciudadano y las camas de las ciudadanas; los tuve por bandidos, de lo más famosos, e hice fuego con mis pistolas; mi compañero trabó pelea con algunos de ellos, y parece que los maltrató: esto es lo que sucedió en el caso; esto y nada más.
+—Pues eran mis guardas —contestó el señor dueño de tierras.
+—Dispense usted, caballero, que ha sido una equivocación; y como yo no estoy impuesto en las leyes de los dueños de tierras, no conozco sus guardabosques tampoco.
+—Pues siendo por equivocación —dijo el dueño de tierras —¡qué se va a hacer!… ¿Conque teníamos huésped en el Caney del Totumo?
+—Sixto Ricaurte, un servidor de usted.
+—Soy quien debe servir. ¿Y qué tal lo han tratado?
+—¡Oh!…, perfectamente, y que además, cargo lo necesario, porque exigir de nuestras posadas las gallerías de la Europa, es un solemne disparate, y exigir, como algunos, sin aflojar la bolsa, eso es combinar la miseria con el tono, por lo cual yo nunca pasaré, francamente hablando.
+—Y qué le han parecido a usted mis cosecheritas, ¿eh?
+—Carmen es inmejorable, señor.
+—Y si la viera usted espulgar, trasponer y coger, eso da gusto; hoja que coge Carmen tiene, de seguro, el casco morado.
+—¿Y cuánto paga el ciudadano Argüelles?
+—Treinta pesos; pero cultiva más de un almud de tierra, y sin más obligación que venderme a dos pesos las cien arrobas de tabaco de cada cosecha (pero en mi romana) y de comprar en mi tienda todo lo que necesite. Y luego vendo el tabaquito a siete pesos, a cualquier comerciante.
+—¿Conque el amigo Argüelles paga treinta pesos de arriendo, y sin tener siquiera casa donde vivir?
+—Y si no, ¿cómo le sacaba yo cincuenta mil pesos a mi hacienda?, y ¿cómo valdría hoy cien mil la tierra que me costó cinco mil?
+—Pero con algunas condicioncillas, tal vez graves, si no me equivoco, como eso del allanamiento, etc.
+—¿Y si no fuera así, cómo ponía yo en ejecución la ley del año de 1849, sobre el libre cultivo?
+—Pues eso de legislación poco lo he estudiado; pero lo que sí le puedo decir a usted es que la ley del libre cultivo sin la ley de libre venta, es lo mismo que la libertad de tener escopeta, con la prohibición de tener pólvora, o la libertad de entrar, con la prohibición de salir.
+—¡Ah!, usted es benthamista; usted es proteccionista; ¡usted es humanitarista!… Eso es porque usted no tiene fincas raíces, seguramente; pero ya veremos, si Dios le llega a dar un mundito de tierra como las mías, ¡ya lo veremos!… Mis ordenanzas y mis guardas son una consecuencia lógica de la ley del libre cultivo, como corre en esto tiempos; ¡y haberme apaleado a mis guardas!… Pero eso se compone con esta ley adicional: «No se dará posada a gente de botas en el Caney del Totumo…». Argüelles, ¿lo oyes? No se dará posada en el Totumo a ninguno que tenga botas, lo oyes, ¿Carmen? (con excepción del señor don Sixto). ¿Lo oyes? ¿Lo oyen las muchachas?
+—¡Mil gracias! —dijo el forastero, accionando con una ligera venia.
+—No será malo que el amo me apunte la nueva ley en el papel en que está escrita la ley antigua, que me la dejó no hace mucho un pasajero para mi uso —dijo Argüelles, y alcanzó la recopilación que don Sixto le había codificado hacia dos horas.
+El dueño de tierras desdobló el papel y leyó con algún recelo, porque era malicioso como los chicoras:
+DECÁLOGO DEL TOTUMO
+Y con un gesto burlón preguntó, sin dirigirse a ninguno:
+—¿Y quién será el Moisés?
+Se quedó pensativo el lector, y a otro rato continuó:
+«Y descendió Moisés al pueblo y le refirió todas estas cosas sobre la tierra.
+«Y habló el Señor todas estas palabras:
+«1.º Yo soy el Señor tu Dios: no adorarás más Dios sobre mi tierra y sobre la tierra ajena.
+«2.º No jurarás ni votarás sin previo consentimiento.
+«3.º Santificarás todas las fiestas en la tienda del dueño de tierras, y no en las tiendas de los amorreos ni de los filisteos.
+«4.º Honrarás a tus padres, imitándolos en la paciencia para despulgar la labranza.
+«5.º No matarás res cebada en potrero ajeno».
+Botó el papel el lector, y dijo:
+—Se me pone que estas son vagabunderías de algún proteccionista.
+—Yo entiendo que es una Biblia, un poco adulterada; pero la entenderá cada uno como quiera, según la preciosa garantía del libre examen —dijo don Sixto muy disimulado.
+—Eso de libre examen no entra con mis arrendatarios, y lo que haré será prohibir esa Biblia adulterada.
+—¿Prohibición?, ¿censura? Siendo entre nosotros la imprenta tan libre como los letreros de las paredes y como los pasquines, ¿no serán libres también los manuscritos?… Nada: léanos otro poquito de Biblia, es lo que ha de hacer.
+—Pues oigan boberías que a nada conducen —dijo el caballero, tomando de nuevo el papel y leyendo lo que sigue:
+«6.º No cometerás contrabando.
+«7.º No venderás tabaco del caney.
+«8.º No mentirás delante de mis guardas.
+«9.º No desearás la cosechera de tu prójimo.
+«10.º No codiciarás los bienes del tabaco libre».
+—Siguen todavía más —dijo el caballero—, oigan ustedes simplezas:
+LEVÍTICO DEL COSECHERO
+«Esto dice el Señor vuestro Dios:
+«Toda res de potrero ajeno será execrable, aunque rumie y aunque tenga pezuña hendida.
+«Toda carne, bien sea de cecina o de tasajo, siendo de tienda ajena, es abominable; y si la comiereis, quedaréis inmundos.
+«Todo licor de tierra ajena es abominable.
+«Toda mercancía de tienda ajena es inmunda.
+«La fula de tienda ajena es execrable».
+—Dejaremos la lectura —dijo el dueño de tierras—, porque esto no conduce a nada, ni sirve para nada: ¿no les parece a ustedes?
+—A nada, me parece —contestó don Sixto—, con un tono malicioso.
+—Y que si es sátira que no valga, porque yo no le puse el puñal en el pecho a Cenón para obligarlo a ser mi cosechero. En fin, nos iremos, que ya pronto es de día. Adiós, señor don Sixto; adiós, Cenón; adiós, Carmen, adiós todos… Muchachas, adiós. ¿Dónde están las muchachas, que no se vienen a despedir de su dueño de tierras?… ¡Adiós, muchachas!, y cuidado con el contrabando, ¿eh?
+Después de la partida del dueño de tierras se quedó profundamente dormido don Sixto, sin despertar hasta las ocho de la mañana, y cuando se levantó se halló solo como en un desierto, porque el cosechero estaba despulgando con su gente, y Bonilla se había ido por las bestias. Carmen fue la única persona viviente que respondió a su voz, y esa se hallaba muy ocupada en los quehaceres del almuerzo.
+—No se vaya a ir sin almorzar, que le maté pollo y le estoy haciendo una arepa —le dijo con el dulce halago de una madre tierna.
+—Mil gracias, Carmen; le acepto a usted si me pasa la cuenta, y si no, no.
+Estuvo el almuerzo muy agradable, y sobre todo muy a tiempo. La arepa tembladora estaba exquisita y tan blanca como el maná del desierto.
+Antes de montar preguntó el viajero cuánto valía todo, y a fuerza de fuerzas se animó Carmen a pedir el valor del pollo solamente, valorándolo por real y medio. Don Sixto dio dos reales, y le dejó al cosechero una navaja que tenía en el bolsillo. Don Sixto clamaba por comodidades en las posadas, pero no de limosna, y donde no encontraba lo que deseaba, se conformaba fácilmente, acordándose de lo que había leído sobre la escasez de los caminos del Asia, y de algunos de Europa. Sus manifestaciones de gratitud fueron inmensas, y pronto desapareció de sus ojos el memorable Caney del Totumo.
+Es la sala capitular de un convento, lo que era la plaza entre los lacedemonios: el augusto local de las elecciones y de las transacciones de la mayor importancia. Permanece cerrada constantemente y está rodeada de escaños de nogal con separación de brazos, en forma de sillas en un solo cuerpo, como se usa en los coros; y en uno de los extremos tiene un solio, o mejor diremos, un altar muy elevado. No hay un lugar más serio, ni más imponente que la sala de capítulo; ni el senado de los romanos, ni el foro, ni el capitolio.
+Se hallaban reunidos en este solemne recinto los padres más graves del convento de *** a propósito de un negocio cuya importancia exigía su inmediata resolución. La puerta estaba con llave, y se había registrado cautelosamente para evitar la curiosidad de los coristas; estaban seguros los padres de que no llovía, y aunque la luz era la escasa de un grueso cirio, las coronas rapadas brillaban, presentadas al reflejo, porque los padres estaban muy agachados, teniendo los brazos cruzados entre sus anchas mangas.
+Sonó una campanilla como para avisar que la sesión se comenzaba.
+Se rezó un salmo, y después de una tosecilla que se oyó por toda la sala, una voz pausada y misteriosa pronunció estas notables palabras:
+—¡Reverendísimos padres!, el objeto de esta reunión es de los más graves de nuestro convento: la fuga del padre Serafín y sus escándalos en el siglo. Todos los medios suaves se han puesto en uso; pero Satanás ha triunfado de nuestra clemencia y actividad. Queremos consultar la opinión del santo capítulo para proceder con acierto. He dicho.
+EL PADRE SUBPRIOR: —Muy reverendos padres, cuando hay un profeso alzado que se burla del cariñoso llamamiento de sus hermanos, la Iglesia tiene sus medios coercitivos, que ninguno hasta ahora le ha podido disputar. Se toca a rebato en todas las campanas de la iglesia, se pone una mesa en el altozano con carpeta verde, se enciende una cera también verde, y delante de la concurrencia que naturalmente atrae los tremendos campanazos de alarma, se anuncia que si el prófugo no parece dentro del tercer día, queda, por el mismo hecho, excomulgado. Hágase; y se tendrá al hermano en el acto buscando su celda, y pidiendo el perdón por sus travesuras, así como la abeja que se atropella por entre la colmena cuando siente tronar a lo lejos.
+EL PADRE LECTOR: —¡Carísimos hermanos!, aun cuando sea legal el recurso, tiene el inconveniente del escándalo, aparte de que un toque a fuego o a rebato es un alarma para toda la ciudad, que nosotros vamos a causar abusando del derecho de tener campanas, que no deben servir sino para llamar pacíficamente a los fieles. Además, debemos atender a los avisos de la historia. No vamos a criar un Lutero granadino por nuestra demasiada severidad. Excogitemos los medios menos estrepitosos, y obremos con previsión.
+EL PADRE JUBILADO: —Me parece muy corriente la reflexión del hermano preopinante, y creo más expeditivo el medio de emplear un espionaje secreto, y luego que ya sea tiempo, pagar un par de jaquetones que le pongan la mano y nos lo entreguen como un cordero.
+EL PADRE TESORERO: —Pero quedamos en las mismas, mis amados hermanos, porque, ¿quién es el que le pone el cascabel al gato?… El padre Serafín parece estar encantado, porque tan pronto lo ven en San Victorino, como en Las Nieves, como en la Calle del Arco; es un duende completo. Así es que la receta es buena, pero no se puede aplicar.
+EL PADRE MAESTRO: —Hago una proposición, mis caros hermanos: ofíciesele al señor don Ventura Ahumada, para que, si cae en alguna de sus pesquisas, nos lo remita en el acto.
+EL PADRE PROCURADOR: —Me parece muy acertada la proposición.
+Después de discutido el punto, por más de una hora seguida, se vino a convenir en la proposición del oficio, y redactado y leído en alta voz por el padre secretario, fue aprobado por todos y decía:
+Convento de ***, agosto 20 de 1828
+Señor jefe político del cantón:
+De nuestro apacible redil se ha separado una desnaturalizada oveja: suplicamos a vuestra señoría, nos la encarrile sin el menor estrépito, si por acaso en sus pesquisas la encontrare. Esta desgraciada criatura, que es nuestro hermano el reverendo padre Serafín, hace más de un mes que se nos ha escapado. La filiación y las señas van incluidas en el mismo pliego para hacer más expeditiva la pesquisa.
+Dios guarde a vuestra señoría muchos años.
+El Prior, Fray N. de N.
+Se ha hablado mucho contra la delación, y es casualmente una de las acusaciones contra los jesuitas; pero nosotros no tenemos todavía formado nuestro juicio por algunos casos raros que se nos presentan. Soberanos y naciones hay que se han salvado por la delación. No vayamos muy lejos: por la delación se salvó el general Santander de la conspiración de Sardá; por la delación se salvó en una tabla la administración del 7 de marzo, y yo quisiera preguntar a los que tienen hijas, y a los que tienen huerta o hacienda, si se atreverán a taparle la boca a un delator, que les quiera avisar que por las tapias hay algún indicio de daño. Así es que, sin fallar en pro ni en contra de la una ni de la otra opinión, pasaré de ligero a mi asunto. Por la delación supo don Ventura Ahumada, jefe político de Bogotá, que el padre fray Serafín solía ir a una casa de las inmediaciones de la Calle de la Carrera, y una noche, acompañado de sus gendarmes, se fue a golpear a la dicha casa. Sobre las dilaciones en abrir no diremos nada: basta con imponer a nuestros lectores que la casa era de Bogotá3, que las criadas estaban jugando al tute en la cocina, que los niños hacían más bulla en la recámara que una jaula de periquitos, y que el dueño de casa debía el arrendamiento de ella, y además la hechura de una casaca y de unas botas, y la afeitadura de un mes, y que estaba nombrado de juez, que entonces no eran pagos como los de ahora.
+Por cinco veces había sonado el picaporte, cuando se oyó el «quién es».
+—Abra usted —dijo don Ventura— que soy yo.
+Otro cuarto de hora se perdió en las consultas de adentro, hasta que sonó el palo y apareció el muchacho.
+—Cojan este muchacho para soldado —dijo don Ventura a sus agentes.
+—¿Por qué, señor? —le preguntó el perezoso portero.
+—Porque me ha hecho usted detener una hora aquí parado; y esa es mala crianza con los particulares, y desacato con la autoridad… ¡Vamos!
+—¡Señor!, no me haga ese quebranto.
+—Sólo de una manera.
+—Cuanto usía quiera.
+—Que me entregue usted al padre Serafín.
+—¿Ahora?, señor.
+—Cuando se pueda.
+—Como él donde está es por allá…, en otra casa: y si viene aquí es por un alicuando…
+—¿Y dónde es allá?
+—En Belén, señor.
+—¿En qué parte?
+—Es en una casa que tiene un solar y que tiene una ventana para la calle.
+—Son mucho más claras las señas del cuartel de San Agustín… Lleven ese muchacho al instante.
+—¡No, mi usía! Es una ventana colorada que tiene una palma de ramo colgada, y en la palma hay un corderito de algodón atado con cinticas verdes.
+—¿Y qué hace el padre allá?
+—Juegan a ratos al dado.
+—¿Y si no es cierto?
+—Sí es, mi usía; lo que tiene es que esconden el dado entre el candelero, cambian la plata por chochos y se ponen a jugar a la baraja, cuando va alguno que no es de la cuenta.
+—¡Bueno!… ¿Y si no cojo al padre Serafín?
+—Pues yo no tendré la culpa, mi usía; porque él tiene un huraco…
+—¿En dónde?, muchacho de los diablos.
+—En el solar, entre unas matas de borraja, y cuando toca a la puerta alguna persona que creen sospechosa, corre y se mete allí, y cae a la calle entre unos zanjones, y de ahí coge zanjón abajo, y viene a salir por calles excusadas al puente del Carmen, y luego se viene a esta casa, con su garrote y su ruana.
+Con estas señas, y tres clavos de engalavernar y otros elementos estratégicos, que pidió del cuartel de caballería, se trasladó don Ventura al sitio de Belén. Las calles estaban oscuras, y como son disparejas, y el terreno elevado, no se marchaba sin tropezones. Sólo don Ventura caminaba firme, como si aquellos fuesen caminos que él hubiese practicado en otros tiempos. Había perros que con sus latidos hacían más alboroto que el necesario para la pesquisa de una oveja descarriada, como decían los padres; pero los guarantes los dejaban escarmentados para siempre con un bocado de longaniza que ellos usaban dar después de haber corrido el bando «para matar los perros». Pero al fin el impertérrito jefe de policía se halló en la calle de su anhelo, y convencido por las señas, se acercó a una puerta enmantecada y golpeó.
+¡Pum, pum, pum, pum!
+—¿Quién es?
+—Yo.
+—¿Quién es yo?
+—Buenaventura Ahumada.
+—¡El Chicharrón!, con mil diablos —exclamaron todos adentro.
+—Yo me boto por las tapias —dijo uno.
+—¿Y si la manzana está rodeada?…
+—Es mejor meternos en el horno —dijo otro cofrade.
+—¿Caliente? —dijo la dueña de la casa—; ese es un disparate…, ustedes le tiritan al Chicharrón más que los ratones al gato; y eso no es corriente. Metan al tigre en su jaula; pónganse todos serios; enciendan sus cigarros; y cojan las cartas en la mano, mientras que vuelvo yo. Verán cómo yo sí se la pego al Chicharrón.
+Mientras la patrona abría la puerta se cambiaba de tren en el cuarto, como se cambian en el teatro los bastidores para una escena repentina y variada.
+—Vengo en busca del reverendo padre fray Serafín —dijo don Ventura, así que estuvo adentro.
+—Aquí no hay serafines —dijo la casera— sino uno pintado en el cuadro de la Virgen.
+—¿Y usted no lo conoce?
+—Ni por el forro, como dicen los estudiantes.
+—No, señora: es un Serafín del mundo el que yo busco, ¡y bien mundano!… ¿Y los señores?
+—Divirtiéndonos un ratico.
+—Pero son las doce de la noche.
+—Era casualmente la última manita.
+—Es que por mí no lo dejen… ¿Y el otro cuarto?
+—Era la niña Nicanora; y como se fue a abrir el portón.
+—Pero ya está de vuelta.
+—Se está haciendo tarde —contestó la patrona— ¡y es tan malo trasnocharse una!…, y a mí que poco me divierte la ropilla.
+—A mí me divierte muchísimo… ¡Sigan! ¡Es un juego muy decente! El Libertador lo juega; pero nunca por interés… Yo quiero que ustedes sigan jugando.
+—¡Pero si no sé dónde tengo la cabeza —exclamó la patrona— pues con el sereno y el susto (porque no pensábamos que era una visita tan buena), me he quedado como desvanecida…, y vergüenza que le tengo a vuestra señoría… Solamente que vuestra señoría me haga la primera jugada.
+—¿Y si la hago perder?
+—¿Vuestra señoría?… Así fueran todas mis pérdidas.
+—Yo lo que quiero es verla jugar a usted.
+—Y yo lo que quiero es jugar con vuestra señoría.
+—No jugarán mucho… Eche su carta.
+—¡Me estaba dando tan mal!… Ahí va el as de espadas, pues, para hacerlos descartar a todo.
+Después de que todos hubieron jugado, continuó diciendo don Ventura: «No he comprendido nada de lo que han hecho los jugadores; ¿o es que hay una ropilla nueva?».
+—¿No lo había yo dicho que estaba atarantada?… Que juegue por mí el señor don Ventura.
+—¡Mil gracias!
+—Entonces lo dejo.
+—De fullerías es que se ha de dejar usted —dijo entonces don Ventura, acercando un taburete al de la dueña de la casa—. Usted juega ahora, porque se lo mando yo.
+—Así es imposible que yo haga ni un solo acuse. ¡Azarada, cuándo! —dijo la patrona y botó las cartas.
+—Pues si ustedes no pueden continuar su nueva ropilla de acuses, entonces encenderemos tabaco —dijo don Ventura.
+Levantó la vela don Ventura para encender su cigarro, y vio allá en el hueco del candelero un hermosísimo dado, tanto más brillante cuanto que estaba parado por los treses. Ladeó el candelero y lo vació sobre la carpeta, y, ¡oh, prodigio!, quedó otra vez por los treses.
+—¡Hola! —dijo con cierto gracejo irónico que usaba en ocasiones—. ¡Hola!, ¿con que este es un garito?… A ver, doña Nicanora, ¿qué profesión tiene usted para subsistir?
+—Pues yo, señor don Ventura, fabrico aquí chicharrones, matando un marrano gordo todas las semanas; y están tan acreditados, que los más hermosos los vendo a real, y me aburren por ellos de las casas grandes; y yo no he puesto en la puerta el anuncio «Chicharrones superiores», porque me comerían a demandas; y anunciar una cosa, y salir con que no siempre la hay, es sumamente ridículo… Ya usted ve, señor don Ventura: en Belén es donde se han hecho los mejores chicharrones del mundo… Si vuestra señoría gusta, vamos y verá el marrano.
+—Quiero conocer la fábrica —dijo don Ventura, y dejando tres guarantes en la puerta, se asomó al pequeño patio, de donde vio que corría para el solar un bulto negro.
+—¿Quién va ahí? —preguntó don Ventura.
+—Nadie, señor: es que en esta casa suelen espantar y seguramente…
+—Seguramente es el tahúr, cuyo interinato ha desempeñado usted tan mal; y si usted me sale con las patas tuertas…, la pongo a desyerbar calles: ya sabe.
+—Al libre Dios lo libra, señor don Ventura: no tenga usted cuidado por eso.
+En efecto, don Ventura dio la vista de ojos que necesitaba. El patio, aunque sembrado de duraznos y curubos, daba con la luz de la vela una tristísima pintura por sus ennegrecidas paredes, y por sus ventanas y puertas barnizadas de manteca. El anfiteatro de anatomía cerduna era un cuarto de sucias paredes y de vigas muy tiznadas, de una de las cuales colgaba un marrano, que iba a libertar a la niña Nicanora de la mala nota de ociosa; marrano que por cierto estaba gordo y bien abierto, esperando la operación, que en los términos de la profesión se llama deshacer. Los embudos, las tripas secas, el orégano y los cominos, todo estaba en la alacena; y las morcillas, ensartadas en una varita, se hallaban también de presente, luciendo entre todas las de la tripa más gruesa, que las profesoras llamaban obispo.
+El señor jefe de policía observaba todo con una gravedad indecible, y luego que la ronda de la casa estuvo efectuada, vino a preguntar por su profesión a cada uno de los tertulios de la niña Nicanora.
+—Maestro —le dijo don Ventura a don Alfonso Carrión—, ¿y usted todavía no se deja de eso? ¿No repara usted que un artesano no debe perder las fuerzas con las trasnochadas? ¿No ve usted que la raza humana no es nocturna, y que el castigo para los pecados contra la naturaleza es la aniquilación de la misma naturaleza?… Usted se halla flaco, ojerudo y en extremo débil. La naturaleza no hizo nocturno al hombre; eso lo puede usted ver en los hombres primitivos, en los salvajes, que se acuestan al comenzar la noche; al contrario de usted, que se acuesta al comenzar el día. Otra prueba de que el hombre no fue criado para nocturno, es que los animales nocturnos tienen barbas largas, movibles y erizadas, con que se ayudan en las tinieblas; y nosotros no.
+—Es verdad, señor don Ventura —le contestó el maestro—. Los militares, por tener bigotes, será que son un poco más nocturnos, ¿no es así?
+—Por otra parte, maestro Carrión, usted tiene niñas muy lindas que cuidar y una criada bonita. ¿Cómo abandona usted la plaza en las horas de más peligro?
+—Mi esposa cuida las fortificaciones.
+—¿Es ella la de toda la responsabilidad de la llave? ¿La encuentra usted todavía despierta a la madrugada?
+—Sin duda.
+—¿Y será justo despertar a la esposa y a los vecinos al aclarar el día con horrendos golpes de portón?
+—Para eso yo me llevo la llave las más veces.
+—¿Y si hay un incendio, o alguna enfermedad repentina?
+—Mi criada tiene otra, y mi esposa otra.
+—Tres llaves equivalen a tres puertas en la casa. Su casa está entonces como algunas de Tocaima o Guataquí, cuyos muros son de cerca de palos; y esta es una fortificación que no presta seguridad en donde hay preciosidades como sus hijitas, y asaltantes como los cachacos.
+—¡Pero, señor! ¿Y la educación del corazón no será bastante?
+—Entonces, no cierre ni tranque nunca… Mire, Carrión —continuó don Ventura, poniéndole la mano en el hombro al artesano—, yo le tengo a usted cariño, y le aconsejo que se deje de juego. Usted es hombre de bien y por lo mismo está expuesto a ser víctima de los pillos. ¿O es que usted entiende de pillerías?
+—¿Yo?, señor… ¡Ni pensarlo!
+—¡Tanto peor! Y usted no debe jugar nunca. Los artesanos de Bogotá son gente muy honrada; valientes y moderados; sumisos a la autoridad y respetuosos de los derechos ajenos… ¿Se acuerda, maestro, de que juntos nos hallamos en la acción del 9 de enero, bajo las órdenes de nuestro gran paisano?… Mire, Carrión: a usted no le conviene ser tahúr; y yo sé cómo se lo digo. Y cuenta con dejarse ahora enganchar para alguna revolución, con promesas que no les pueden cumplir jamás. Al Libertador le debemos la independencia y la libertad. ¡Cuidado, maestro!
+Después se dirigió don Ventura a otro de los cofrades, y le dijo:
+—¿Usted qué profesión sigue?
+—¿Yo, señor?…, tratante.
+—¿En qué géneros y con qué casas trata usted? ¿Con qué hombres de bien está usted acreditado?
+—Yo cambio pistolas por relojes, y ropa hecha por caballos, o por plata; o caballos por caballos, dando o recibiendo algún ribete: doy barato y sin engañar a nadie, y hago valer las cosas al mismo tiempo con hacerlas pasar por muchas manos; hago crecer la riqueza nacional con mi feliz industria.
+—La riqueza pública no se aumenta con el precio convencional representado por monedas, sino aumentando los objetos de riqueza; produciendo para el consumo, y todavía mejor, para la exportación. Porque una torta suba al valor de un real, y una vara de bogotana al de una peseta, y unas botas al de cuatro escudos, y una ventana al de dos onzas, no por eso habrá más riqueza; sino por el contrario, más pobreza, porque el que necesita ese objeto tiene que desembolsar el doble, viniendo a ser el pobre la víctima del sofisma… Y dígame, ¿usted es casado?
+—Lo mismo que si fuera.
+—¿Lo mismo?
+—Sí, señor, porque yo no doy que hacer a nadie con mi estado de célibe.
+—¿Y dónde es su casa?
+—No tengo, porque para mis negocios no la necesito, y yo solo me acomodo por ahí donde cualquier amigo.
+—¿Con qué personas de representación trata usted?
+—Esa clase de la sociedad no se rasca con los pipiolos.
+—¿Lo conoce a usted algún señor de valer, honrado y de categoría, de esos que no engañan a nadie?
+—No tengo la honra de conocerlos, señor.
+—Pues yo sí conozco uno que otro… En fin, si usted no me acredita mañana que tiene profesión u oficio, y que tiene casa o posada conocida, o que lo conocen algunas personas de respeto por un hombre inofensivo, lo declaro vago, y lo pongo a cargar parihuela… Hasta mañana, caballero.
+—Pero, señor, los que tienen una renta de qué subsistir, o son patrocinados, ¿no andan por ahí sin oficio ni beneficio, sin que por eso la autoridad los declare vagos ni mal entretenidos?
+—De esos tiene la autoridad garantías por su conducta, y porque hay quienes los conozcan, sobre todo la policía, que tiene a su cargo la tranquilidad y la seguridad de los habitantes de una población entera. Conque hasta mañana, y me lleva usted a la jefatura dos señores que lo conozcan por hombre útil a la sociedad… Y este caballerito —dijo don Ventura, fijándose con burlones ojos en don Juanito Galafate, que era el contrahombre de la señora Nicanora—; este caballerito, ¿qué carrera tiene?
+—La de estudiante, señor —dijo el interrogado.
+—No van tan mal sus estudios… ¿Y qué pruebas me da usted?
+—Estas —le contestó don Juanito, levantando los codos y mostrándoselos muy rotos.
+—Eso, y el cuello postizo de su camisa, y el capote de calamaco verde me indican su clase; pero quería tener pruebas en lugar de indicios… ¿Y qué estudia usted?
+—Segundo año de latín.
+—Es usted un cachifo, ¿no es esto?… ¿Y tan grande?
+—Como la dominación de los españoles y la guerra de la Independencia no han dejado tiempo para estudiar, por eso es que ahora estamos algunos patanes estudiando gramática.
+—¿Y qué está usted dando?
+—Nebrija, fábulas y Nepote… Aquí está el Nebrija en mi bolsillo: ¿lo quiere ver usted, vuestra señoría?
+Sacó don Juanito un libro en pergamino, con más grasa que las puertas de la casa de doña Nicanora, y se lo presentó a don Ventura, el cual le dijo, como con aire de desconfianza:
+—A ver: tradúzcame algún rengloncito.
+—Et nomen dogo finitum, caro jungitur illis —leyó don Juanito, y luego se quedó suspenso.
+— Pero ¿qué quiere decir eso?
+—Nomen, el hombre; dogo, de godo; finitum, está acabado; et, y, caro, caro les costará; jungitur, a los que se les junten; illis, a ellos.
+—Pues ni tanto, ni tan poco —dijo entonces don Ventura, como distraído—: ni tanto rigor como los godos, ni tanta soltura como en la patria boba. El Libertador lo que quiere es que haya gobierno… ¿usted es de la sociedad filológica? —le preguntó en fin al patán. —¿De esa sociedad estudiantil tan enemiga del Libertador?
+—No, señor don Ventura.
+—Pues cuidado con eso, porque esa sociedad nos hace la guerra, y de golpe… Y dígame, caballero, ¿la carrera de tahúr y la carrera de estudiante no son contradictorias?
+—No, señor… ¿Por qué?
+—Trasnochándose usted hasta la madrugada y levantándose a las nueve, ¿es posible estudiar?… Y con esa serie de ases y cuatros, ¿no se feria el Nebrija y hasta las fábulas?… Usted sigue ahora conmigo para entregárselo mañana a sus padres y a su catedrático, para que le metan veinticinco así, patán, o para que le pongan oficio, si es que la cachifa es vagancia; porque los estudiantes vagos son tan vagos como todos los vagos… Usted tiene condiscípulos que son la esperanza de Colombia, y debe usted imitarlos: lo que tiene es que no quieren al Libertador.
+Don Ventura se trasladó a la vuelta de la esquina, donde la más lúgubre de las escenas esperaba a su linterna, para lucirse ante los ojos humanos; unas paredes bardadas de polipodios y chupahuevo, un pavoro o zanjón que amenazaba la ruina de la calle y aun de la casa misma; un costalón de fique, de los de cargar tamo para las caballerizas, aplicado a un agujero de la tapia con tres clavos y recogido por un lazo corredizo, cuya punta iba a terminar en la brusca mano de un guarante… ¿Habrá un cuadro más espantoso para el lector sensible?
+—A ver, ¿qué tenemos por ahí? —preguntó don Ventura al acercarse.
+—Ha caído alguna cosa —le respondieron—; pero no sabemos qué… Algún espanto tal vez, porque para ser ratón o perro es bulto demasiado grande.
+—¿Y cuánto hace que está ahí?
+—Hará como diez minutos, y se siente resollar… Ya queríamos retirarnos, no fuese a ser alguna cosa de la otra vida.
+—¡Por cierto es cosa que me confunde! —exclamó don Ventura—: los licenciados del Rifles y Granaderos de la guardia, que no se asustaban de un encuentro con las legiones españolas, que despreciaban su metralla, su táctica y sus barbas hasta el pecho, se asustan ahora de las ánimas y de los espantos… ¡Hay cosas en esta vida!… Aflojen ese lazo, y veamos esa ánima en penas, o lo que sea… ¡Cobardes!
+Entonces se arrimó don Ventura muy despacio, y descorriendo la jareta del costalón introdujo su linterna y la cabeza, preguntando como admirado:
+—¿Quién está ahí?
+—Yo, señor… —le contestó una voz suplicante—, yo, el padre Serafín.
+—¿El reverendo padre Serafín?… ¡Imposible! ¿Luego ahí es su celda? ¿Y cómo se ha metido usted ahí?
+—Su señoría lo sabrá más bien, que será el autor de esta trama; pero, sea una trampa, una celda o un encantamiento, sáqueme vuestra señoría antes que yo me ahogue.
+Don Ventura volvió a alumbrar, y mirando al fondo con su rostro enjuto, y burlón en ocasiones, y con sus ojos indagadores y penetrantes, le alargó la mano al padre, quien trataba de evitar los rayos de luz que le martirizaban la vista.
+—Mi reverendo padre —le dijo en seguida—, ahora vea si tiene su paternidad posada donde vestirse, porque yo tengo que llevarlo a su convento. ¿Y qué diría su prelado de verlo así en pechos de camisa, y cubierto con esa gran capa negra?
+—Pues yo donde suelo posar es donde la niña Nicanora, la que vende chicharrones.
+—Un garito…, donde se juega a los dados, ¿no es verdad?
+—Ropilla es lo que solemos jugar a ratos, por no dejar, y eso con chochos.
+Custodiado el padre por los guarantes se acercó a la casa de los chicharrones, y tocó a la puerta; pero ¡cuál fue el asombro de la niña Nicanora al encontrarse cara a cara con el padrecito, así que la abrió!
+—¿Lo conoce? —le preguntó don Ventura, con cierto airecillo que expresaba una reconvención más dura que las leyes de Dracón4.
+Es fácil adivinar lo que pasó por el alma de la empresaria Nicanora. Había negado al huésped antes que el gallo cantara dos ocasiones, como San Pedro a su Maestro. No lo conozco, había dicho y protestado. ¡Oh!, este garito de chicharrones tenía, como la pasiflora, todos los signos de la pasión; un Judas de muchacho, sayones, clavos, linterna, dados, cordeles y sepulcro, mujer piadosa y qué sé yo cuánto más. Doña Nicanora se quedó petrificada. Se había tratado de burlar de don Ventura en el juego de la ropilla, lo mismo que con la alusión de los sefarines, y ella debía saber quién era don Ventura. Por más de dos ocasiones quiso hablar para disculparse; pero ¿qué disculpa cabía en aquel terrible lance?
+Mustia se quedó alumbrando la segunda entrada de don Ventura por su zaguán, más angosto y terrible que el estrecho de Magallanes. El padre no dilató en estar en traje de calle, llevando consigo sus hábitos envueltos en un pañuelo de seda lacre.
+—Cito —dijo don Ventura al despedirse— al maestro Carrión y a doña Nicanora para que oigan una notificación mañana a las nueve, en mi despacho. El cachifo, que siga con nosotros en patrulla. ¡Hasta hoy! ¡Hasta hoy! (porque ya son las dos).
+Bajaba don Ventura de Belén con sus filas engrosadas por un padre prisionero y por un cachifo marchando en el mayor silencio, hasta que a distancia de una cuadra, como saliendo de una meditación profunda, volviose el padre hacia el jefe, y le dijo:
+—¡Señor don Ventura!, si posibile est tranceat a me calix iste.
+—¿Cómo así, mi padre?
+—Que si puede caber en lo posible el que vuestra señoría no me entregue a mis prelados así como prisionero de guerra…
+—¿Por qué, mi padre?
+—Porque me sancochan.
+—¿Cómo?
+—Mañana, o más bien hoy, a horas de refertorio me ponen en vergüenza pública, y en seguida ayuno y encierro, ¡quién sabe por cuántos meses!
+—Pero si dizque es usted tan travieso.
+—Muchachadas, señor… Hágase usted el cargo: yo entré pequeñito al convento, sin sospechar siquiera en las emociones tiernas del corazón, las que forman la vida del hombre social, así como el capitán Cook, que bajó al cálido sepulcro, en una de las islas Marianas, antes de sospechar que los buques podrían volar algún día, como las águilas, por el portentoso móvil del vapor… Y que hay otra cosa…
+—¿Qué, padrecito?
+—Que en los grandes establecimientos como factorías, haciendas, trapiches, conventos y fábricas, a los magnates no se les notan mucho sus resbalones porque tienen la clientela a su favor.
+—¿Cómo así, padrecito?
+—Pues que a mí no tienen los padres maestros que echarme en cara sino una mera culebrilla, unas señitas por la ventana de mi celda, y el recibo de un cartucho de dulces… ¿Pero ellos?…
+—¿Ellos qué, padrecito?
+—Ellos (los padres maestros), que pueden andar solos por la calle, como señoritas bogotanas recién casadas, y que por ocasiones consiguen licencia de casa; que reciben petacas de tabacos con florecitas y mejorana, y tazas de dulce, y muchas cosas con que le hacen volver la boca agua a un pobre frailuco…, aunque es verdad que los hay muy santos también.
+—Eso será porque son padres maestros.
+—¿Y no hemos de comenzar por algo los padres aprendices?
+Un profundo y tétrico silencio se siguió a tan importante y seria conversación. El paso sonaba a un solo golpe en las piedras, porque los licenciados del Rifles y Granaderos estaban habituados a ello; don Ventura tenía sus pelos de militar; el estudiante era miliciano del maestro Arce, que disciplinaba a los colegios; y el padre, por afición y porque tenía buen oído; todos caminaban al compás, pero con mucho silencio.
+Una guitarra y dos voces humanas hacían retumbar ecos de profundo dolor a lo lejos de una calle: cantaban El Suspiro con inflexiones tan tiernas, tan suplicantes, que daban ganas de llorar a grito herido. Don Ventura se acercó, solo, y oyó patentemente los siguientes versos:
+Mas, ¡ay!, que cuando aspiro
+A verla enternecida,
+Yo encuentro a mi querida
+Más firme en su crueldad.
+En mí fue la locura
+Creer en su juramento;
+Feliz en mi contento
+Yo amaba su beldad.
+Como una sombra oscura
+Que huyó en el mismo instante,
+Así pagó mi amante
+Mi amor y mi lealtad.
+Y caminando con cautela, llegó el señor jefe de la policía hasta los músicos antes de ser advertido de nadie.
+—¿Qué hacen ustedes? —les preguntó.
+—Divirtiéndonos, señor.
+—¿Ustedes solos?
+—No más.
+&mdmdash;Entonces, ¿por qué no se divierten en sus casas?… Es un humor muy constante el de ustedes, por cierto, que ni el frío, ni la soledad, ni la dureza de las piedras los aterra…, ¡y una diversión tan triste y sin relaciones con terceras! ¿No es eso?
+—Tal vez nos oirán.
+—Y suspirarán y se desvelarán, y los maridos o padres celosos rabiarán, y habrá inquietudes por causa de ustedes.
+—De la armonía de la música, si es que tiene esa virtud, señor don Ventura.
+—¡Y qué buscan ustedes! ¿Unas horas?…
+—Pero esta libertad de la voz y de los dedos…, y de no dormir, si se quiere…
+—Serán ustedes filológicos, cuando menos, ¿no? ¡Pues cuidado, cuidado! Y no es malo que ustedes se retiren a sus camas, que el sereno puede ser dañoso, y las trasnochadas también, para las imaginaciones exaltadas por la política y el amor.
+Dio un silbo don Ventura, y en el acto lo alcanzaron sus gendarmes, y siguieron bajando sin más ocurrencia que la que pasaremos a referir, aun cuando ella no sea de importancia para nuestro asunto.
+Dos cigarros que ardían, el uno en una ventana y el otro al pie, por el lado de la calle, se habían apagado al pasar la ronda; pero inmediatamente después resplandecieron con fresco vigor, y se oyeron estas palabras:
+—Es el Chicharrón, Juliana.
+—¿A quién llevará preso? ¡Válgame Dios!
+—Como que es un padre.
+—¿En qué lo conoces, Miguel María?
+—¡Eh!, por el caminado, pues, y por el pañuelo blanco en la cabeza. ¿No ves que camina como mujer disfrazada de hombre?
+—¡Tal vez!, porque el Chicharrón es el diablo, y sabe dónde duermen las tortolitas, como dicen los cachacos. Y que lo que él manda se hace con la pepita del alma. Ahora tiene mandado que la chicha no se venda sino a dos cuadras de distancia de la plaza mayor; y se hace respetar la providencia, o cabras han de dar leche; y en fin, tantas cosas buenas. ¡Ave María! Si el Chicharrón es buenísimo.
+—Pero da sus descachadas contra la libertad.
+—Contra la libertad de alborotar, de ensuciar y de degradar la ciudad. Convenido.
+—¡Pero la tiranía!… ¿Por qué es, Juliana, que las mujeres se inclinan a los gobiernos fuertes?
+—Porque somos débiles, tímidas e inofensivas. Los violentos, los jaquetones, los arbitrarios, los que llevan adelante sus goces a pesar del daño de terceros, esos se acomodan mucho con los gobiernos débiles, y mucho más con la anarquía. Por eso es que hay tantas mujeres bolivianas en Bogotá, Miguel María. Ya lo estás viendo. ¿A mí en qué me ofende la dictadura, ni la policía, ni San Chicharrón?
+—Pero la dictadura y el Chicharrón se tienen que ir abajo, si el palito no se quiebra.
+—¿Revolución?… Algún día se arrepentirán, cuando conozcan a Bolívar y al país.
+—¡Eres muy boliviana! ¿Quién te mete esos cuentos?
+—Me voy a acostar —dijo la incógnita—, que es tardecito. ¡Ave María!… Su canto y su guitarra tienen la culpa. ¡Como yo amanezca mañana trasnochada…, eso sí!
+En medio de todo su rigor, don Ventura era un hombre accesible a los pobres y susceptible de discusión; era de los más compasivos del mundo, era amigo de la justiscia; lo era, pues, de la igualdad; era caritativo; era, pues, amigo de la fraternidad. La suerte del padre Serafín lo llevaba pensativo, y por último se le dirigió de esta manera:
+—Padrecito, usted puede haber hecho sus travesurillas; pero dice el refrán «que de los arrepentidos se sirve Dios»… ¿No me podría usted empeñar su palabra de enmendarse, si lo saco con bien de esta?
+—Con mucho gusto: si usted, señor, me quiere tener por ahijado…
+—¿Y por qué suspira, padrecito?
+—De considerar esas torres, esos muros y ventanas, señor don Ventura. Esa reja por donde se determina la luz de alguna vela acabándose, es de la celda de un corista muy amigo mío, que en el convento es mi consuelo. En esos claustros habré de terminar mis estériles días, porque lo he jurado delante de los altares.
+—Estériles, ¿por qué? Dondequiera puede el hombre llenar una misión gloriosa. Cenobitas ha habido en todos los tiempos. Ya usted ve: los sabios del Egipto se formaron en el encierro de mansiones muy parecidas a nuestros conventos; y, ¡cuánto no deben las ciencias a sus ayunos y a su clausura! De los conventos salieron los Padillas, los Garay, los Vásquez y los Cameros, y tantas lumbreras de nuestros claustros: no hay sino enmendar la plana; y que si lo cojo en otra trampa, es de número cuatro. ¡Conque métase a formal!
+Tocó don Ventura en la portería del convento, y el vigilante padre portero, no dilató en abrir, y dar el aviso al prelado de que el señor jefe político le necesitaba.
+Entonces la autoridad civil intervenía en el gobierno de la Iglesia: confirmaba los empleados-curas; elegía obispos y canónigos; colectaba diezmos, imponía obligaciones a los párrocos, prohibía funciones y suprimía ramos de renta; suspendía predicadores; pero un ministerio hubo que renunció medio gobierno de la República, como los reyes tontos; y hoy la cosa es muy distinta… Salió el padre provincial acompañado de dos padres más, con su capilla calada, y sus manos honestamente cubiertas por las mangas del grueso sayal, y le preguntó a don Ventura:
+—¿Qué novedad tenemos, señor don Ventura?
+—Que vengo a ver al padre Serafín, que unos dicen que está en su convento, y otros en la calle; y yo quiero satisfacerme de la verdad, tanto más, cuanto que en mi despacho se encuentra una requisitoria de su convento.
+—Es verdad, señor; pero su celda se encuentra fría como el nido de la ingrata paloma; por tratar de corregirle sus travesurillas a nuestro hermano Serafín, se nos ha fugado. ¡Dios tenga piedad de él!
+—¿Y están ustedes seguros, mis reverendos padres?
+—Si él estuviera aquí, ¿para qué lo íbamos a negar?
+—Sin embargo, yo deseo buscarlo en su misma celda.
+—No hay para qué, señor. Nosotros podemos jurar que no está en el convento.
+—Tengo antecedentes de lo contrario, y este punto pasa a ser de alta policía, porque, a no ser tan honrados sus paternidades, hasta una violencia se pudiera sospechar, un atentado contra la libertad por lo menos.
+—¿Violencia, señor? Esa es muy poca honra para nosotros. Y no hay para qué entrar.
+—Pues en nombre de la policía yo entro a este convento; y no hay más qué hacer.
+Cuando esto dijo don Ventura ya tenía adentro el pie, y sus policías lo seguían con el farol, que acertadamente lo habían encendido en la expirante lámpara del hermano portero. Cuatro padres graves lo acompañaban, y pronto la bota herrada del jefe político hacía retumbar el aire, marcando los ladrillos del inmenso claustro, mientras que los monjes reposaban en sus tarimas, próximos a ser llamados a maitines por las tristes campanadas del alba. De paso reflejaban los cuadros de la vida del santo, y el retrato del diablo con sus alas de murciélago y su rabo de iguana, y su cornamenta de chivo; lo cual causó tal impresión al antiguo granadero, que quiso santiguarse con la mano zurda, por llevar la derecha ocupada con la linterna.
+Al subir la escalera, la vista dio de frente con cuadros más sobresalientes aún, por agregarse a la luz pasajera de la linterna la de un farol que daba vueltas, por causa del aire que soplaba impetuoso. ¡Qué contrastes los que se le presentan a un jefe de policía, Dios eterno! Recuérdense por un momento todas las variaciones que pasaron por los ojos de don Ventura en esta sola noche: calles, claustros, cerezos, juegos, rellenas, músicos, un fraile en un costalón, coqueteos de política por la ventana, portería, padres venerables, cuadros de santos y de diablos, etc. Es un cosmorama completo la ronda de un jefe de policía sin que nos quede un ápice de duda. Si don Ventura hubiera tenido la manía de escribir, habría dejado materiales para formar de a doce tomos por año para el que tuviese genio, plata y colaboradores. Una obra con el título de los misterios del costalón o de los chicharrones, habría dado celebridad al escritor que la hubiese emprendido, compaginada con el salero y chiste, y con las reflexiones del genio de don Ventura. Pero habíamos dejado la ronda en la escalera, y es fuerza el acompañarla hasta el último rincón del apacible convento.
+Después de concluida la escalera, continuaron los viajeros por el corredor alto de un segundo patio, tan solitario y oscuro como el primero, y cuando menos se esperaba, se paró el reverendo padre Prior, y dijo: «Aquí vivía nuestro hermano Serafín»; y lo dijo con un tono tan lastimoso, como el viajero que dijese en las playas de Santa Marta: «En este sepulcro estaba el cadáver del Libertador Simón Bolívar; pero hoy está vacío».
+—Sin embargo —dijo don Ventura—, yo tengo esperanzas: mi bastón a ratos hace milagros; y tocó a la puerta con él.
+—¡Deo gratias! —respondió por allá en el fondo, una voz sumisa, como la de todos los monjes.
+—¡Traduzca! —le dijo don Ventura al cachifo prisionero.
+—Gratias, gracias, Deo, a Dios. No es más.
+—Ahora, explíqueme usted, padre provincial, el quid pro quo del asunto.
+—Que es el diablo el que nos ha respondido, señor don Ventura.
+—¿Y si es el padrecito?…
+—Me dejo emplumar, señor, porque estoy tan seguro…
+A este tiempo, abriendo la puerta un monje, saludó con reverencia al prelado, sin descruzar sus brazos de sobre su pecho.
+—¿Lo conoce? —le dijo don Ventura al prelado.
+—Es el diablo en forma de Serafín —dijo el prelado santiguándose él mismo, y tendiéndole el cinto bendito sobre la cabeza.
+—¿Quién nos entiende? —dijo don Ventura.
+—De parte de Dios, te digo que nos expliques quién eres y de dónde sales —continuó diciéndole el reverendo padre al diabólico espectro.
+—Soy el hermano Serafín; y salgo de mi celda —respondió el aparecido.
+—Y ahora, ¿qué dice su paternidad? —preguntó don Ventura.
+—Que sí es el padre; pero que en esto hay algún terrible misterio.
+—Pues yo lo que puedo decir es —continuó don Ventura— que los reverendos padres han quedado más deslucidos. El padre Serafín es a mis ojos el hijo pródigo, vuelto por sus pasos contados a la casa de su padre: está arrepentido…
+—¿No es así, padrecito? —le dijo al aparecido, con dulce voz— ¿No es usted hombre de cumplir con sus promesas?…
+—Sí, señor —contestó el padre Serafín, sin alzar a mirar siquiera.
+—Pues dele un abrazo, mi reverendo padre.
+—Ego te absolvo —le dijo el prelado al padrecito, echándole una solemne bendición por encima, y el penitente le respondió:
+—Amén.
+—¡Pero el abrazo!, ¿no me comprenden?…, ¡el abrazo! —dijo don Ventura—: todos los padres han de abrazar ahora al padre Serafín, en señal de fraternidad; y que toquen a comunidad para que lo abracen todos los que ignoraban que estaba en su celda.
+—¿Comunidad?… No es uno de los casos de la constitución, señor don Ventura.
+—Pues a nombre del patronato que ejerce el gobierno civil yo quiero que se toque.
+La sonora y muy triste campanada que vibra en los conventos y en toda la ciudad a las tres de la mañana, vino en transacción de esta difícil competencia. Los claustros resonaron con el tañido melancólico, y a poco tiempo crujían las puertas de las celdas, para encaminarse sus pacíficos moradores, con pisadas graves y recatadas, en ocupar sus asientos en los escaños del coro.
+—Ahora es tiempo de que los hermanos reciban al hermano en el recinto sagrado, que nosotros llamamos coro —dijo el prelado—, sin violentar nuestra santa constitución.
+Marchó don Ventura por los claustros, en medio de tres padres graves y de su ahijado, y del cachifo prisionero, y cuando ya estuvo en la puerta se verificó la reinscripción del hermano Serafín. Don Ventura se quedó absorto de ver en el extremo del silencioso templo a los padres hincados de rodillas, delante de un atril gigantesco, con los ojos fijos sobre unos libros monstruos, con caracteres como los de algunos avisos de talleres, pero claros, sin dibujos que desvirtúan el fin de ser leídos de pronto…
+El rezo de los coristas se comenzó por la sagrada deprecación Domine ad adjuvandum me festina, y la iglesia a tan devotos acentos resonaba con una armonía tan edificante que los dos veteranos del Rifles y Granaderos se pusieron de rodillas tocados de una emoción que nunca habían experimentado en su vida.
+Don Ventura quiso dar la última mirada sobre su ahijado, y lo vio arrodillado con los brazos cruzados, y con aire enteramente penitencial. Para don Ventura era un hecho que el padrecito era el que a las doce ocupaba el cuarto de ropilla, o más claro, el cuarto de dado, en la casa de los chicharrones, y ahora, a las tres, ocupaba en el coro su antiguo puesto. El jefe de policía era un hombre de mundo, de sufrimientos y de dichas, y él no podía pasar desapercibido este contraste de la vida humana, de la alegría y de la piedad, del vilipendio y del deber: un mismo individuo en el coro y en el garito, en menos de cuatro horas, forma una antítesis que los retóricos se pueden apropiar para sus textos, como cuando uno de ellos hizo mención de un sepulcro a un lado de un cuadro, y al otro una zagala de la Arcadia embebecida en la dicha de sus danzas.
+Al retirarse, le iba diciendo don Ventura al prelado:
+—He visto la comunidad muy grande en las procesiones de la Semana Santa, y ahora me parece reducido el cuadro: noto muchas sillas vacantes. ¿Ha habido peste en el convento?
+—No, señor: es porque por nuestra constitución también hay retiros y jubilaciones.
+—Pues mis reverendos padres —continuó don Ventura— dispensen el mal rato, y adiós, adiós; que no vayan a tener algún resfriado por mi causa.
+—No tenga usted, señor, cuidado por eso —dijo el prior— y vea en qué podemos servir.
+Don Ventura se fue a su casa, y los guarantes se fueron a depositar al cachifo al principal, para entregárselo por la mañana al catedrático, para los efectos del caso.
+Después que se fue don Ventura llamó el prelado al padre Serafín, y le dijo:
+—Ahora le mando a usted que bajo de santa obediencia, me diga cómo ha venido usted al convento.
+—Pues, señor, sucedió, que cuando estábamos parados en la portería del convento, con la linterna un poco oscura y los ánimos no muy claros, se me acercó el señor jefe político con mucho disimulo, y mostrándome la puerta de adentro, al tiempo de hacerme una castañeta con los dedos, me hizo una indicación con los ojos, y yo, adivinándole sus deseos, corrí por estos claustros de Dios, como el zorro que en la madrugada se regresa a su cueva, sin dejar sentir sus ligeros pasos; y para eso que yo venía calzado con sandalias de fique. Y así que estuve en mi celda, desplegué mis hábitos de entre el pañuelo en que los traía, y sin la menor detención me los puse, haciéndome otra vez monje, para siempre jamás. Amén.
+Peñol, 13 de diciembre de…
+Querido amigo:
+He llegado hoy a este pueblo con dirección a Medellín. A donde marcho a agitar un pleito de familia que se halla pendiente en el tribunal, y en donde permaneceré dos o tres meses. Haría traición a nuestra antigua y buena amistad de colegio si no diera a tu casa la preferencia para vivir en ella durante el tiempo de mi permanencia en esa ciudad. Estoy rabiando por hallarme a tu lado, para que charlemos indefinidamente.
+Hasta pasado mañana que tendré el gusto de abrazarte.
+Tu afectísimo,
+Felipe
+«¡Felipe! —exclamé yo al leer esta carta que me entregaron en la calle un día después de su fecha—. ¡Felipe en Antioquia, y de venida para Medellín! ¡Ninguna sorpresa tan agradable pudiera haberme proporcionado su buena amistad!».
+Un día después de recibida esta carta, Felipe y yo aguardábamos el almuerzo en el alto de Santa Elena, sentados en el corredor de la casa de Baenas. Yo había ido hasta allí al encuentro de mi amigo.
+Era Felipe en aquel tiempo un joven de veintidós a veintitrés años, de una gallarda figura, de talento vivo y despejado y de una imaginación ardiente y borrascosa.
+La mañana era magnífica. El cielo vestido de riguroso azul, cobijaba con modesta sencillez el valle encantador de Medellín. La llanura se extendía debajo de nosotros, con su profusa variedad de sombras y colores, como la paleta de un pintor. Medellín parecía dormir acariciada por la brisa de la mañana y el tranquilo murmullo de su río. Las pequeñas poblaciones de que está sembrado el valle, dejaban ver sus blancos campanarios rodeados de sauces y naranjos, semejantes al nido de una tórtola medio oculta entre las verdes enredaderas de un jardín… Y todo este magnífico paisaje estaba rodeado de una atmósfera luminosa y trémula, que parecía formada por el hervor de infinitas partículas de luz. Era que el valle de Medellín palpitaba a los besos del sol de diciembre.
+«¡Qué bello es este valle! —exclamaba Felipe, cuyo pecho se ensanchaba como para aspirar la atmósfera perfumada del paisaje que tenía a la vista».
+—Mira a Medellín —me decía—; parece una joven novia que despojada de sus principales galas, se reclina en su lecho de esposa, sonriendo amor y timidez. El ancho valle sembrado de cañaverales y tornasolado con los reflejos dorados de las espigas de maíz parece el vestido de boda de la esposa; y el río que la arrulla con su mansa corriente es el brillante cinturón de plata que yace a su lado desceñido. Y más lejos, allá al pie de las azules cordilleras, mira las colinas caprichosamente quebradas y cubiertas de grama, semejantes al manto de seda negligentemente arrojado en un rincón de la cámara nupcial.
+Yo contemplaba en silencio a Felipe, lleno de esa satisfacción que experimenta un casado cuando oye la alabanzas que le tributan a su mujer, o una madre cuando celebra las gracias de su hijo.
+—¡Qué dichosa debe ser la vida de Medellín! —continuó él—. ¡Yo había soñado con el oriente y ahora lo he alcanzado a ver! Rodeados de esa atmósfera, cobijados por ese cielo, alumbrados por ese sol, los habitantes de Medellín deben ser muy dichosos. Embriagados con el perfume de sus flores, aturdidos con el bullicio de sus fiestas, en medio de tantas bellas (porque las mujeres de Medellín deben ser divinas, todas con los cabellos negros y los ojos centelleantes), los medellinenses verán deslizar su vida como un prolongado festín. El oro de los capitalistas convertido en deleite, se debe derramar por todas partes. Voy a pasar unos días muy alegres, al lado de un amigo como tú, en medio de las bellas, rodeado de bailes, de paseos, de flores, de perfumes, de billetes, de álbumes, de amor y de felicidad. ¡Vamos pronto a esa tierra prometida! —Y quiso arrojarse sobre Medellín, como en otro tiempo los soldados de Alejandro sobre la desenvuelta Babilonia. Pero antes fuenos preciso almorzar, y atravesar en seguida el malísimo camino que separa a Medellín de Santa Elena.
+Un mes hacía ya que Felipe se hallaba en Medellín alojado en la pieza principal de mi habitación. Su mesa estaba llena de cubiertas para billetes, papel satinado, tarjetas, cuadernos de música, álbumes de viaje, cadenas, leontinas, anillos, mancornas, y todas esas superfluidades que constituyen la mitad del equipaje de un elegante. Ninguno que viera su habitación podría asegurar que había venido a seguir un pleito: no se encontraba en su mesa ni una hoja de papel sellado.
+Felipe salía muy poco de la casa; no había tenido ni el trabajo de corresponder visitas; pues a excepción de tres o cuatro amigos míos, nadie había ido a saludarlo. Me había olvidado decir que Felipe era gólgota.
+Una mañana entré a su pieza y lo encontré sentado en una poltrona leyendo un billete que tenía en la mano. Sorprendióse algún tanto a mi vista y trató de ocultar el papel; pero luego variando de intento me dijo:
+—Daniel, ¡qué diferente es Medellín de como yo me lo figuraba! ¿Qué les ha sucedido a los habitantes de esta tierra?, ¿son siempre así? ¡Ni teatro, ni bailes, ni paseos, ni nada que indique que estamos entre gente civilizada!
+—De ese modo —le contesté—, tendrás más libre el ánimo para consagrarte a tu pleito; esto por lo menos es una ventaja.
+—¡Gran ventaja por cierto!, mas lo peor no es eso, sino que a fuerza de no tener en qué ocuparme, mira lo que he hecho. Y me alargó el papel que tenía en la mano.
+—¿Has hecho qué? —le dije—; ¿algunos versos?
+—No, hombre; he recibido una carta. Mira, voy a decírtelo todo: pienso casarme.
+—¡Casarte tú!
+—Sí, señor, casarme. ¿Y qué tiene eso de raro? Desde que se pone el pie en territorio antioqueño, se siente deseo de ser casado. Yo no puedo explicarme esto; pero parece que a Antioquia la rodea una atmósfera matrimonial, a cuya influencia nadie puede sustraerse. Es que los cabellos negros y los ojos centelleantes de las bellas… No, nada de eso, no es Medellín lo que parece desde el alto de Santa Elena, y sus mujeres, aunque he visto muy pocas, parece que no son como me las había soñado. Es que en esta tierra hay que casarse para poder conversar con alguna mujer.
+—Y tú por lo tanto has resuelto tener con quién conversar.
+—Sin duda. La que esto me escribe es casi la única que he visto en Medellín. Al principio creí entablar con ella uno de eso amores que tanto entretienen en otras partes; ¡pero qué quieres!, lo que al principio no era más que una diversión, se convirtió al fin en un afecto serio; lo que empezó por señas y miradas concluyó por billetes y promesas; y hoy me tiene comprometido y enamorado como una bestia.
+Mientras Felipe hablaba, leía yo la carta que me había entregado. Era una de esas cartas que todas las mujeres han escrito por lo menos un vez en su vida, y que todos los hombres han leído por lo menos doscientas. En medio de mil tonterías escritas con ortografía chilena y en una letrica angulosa y tartamuda, había sinceras protesta de amor. Estaba firmada, Rosa.
+—¡Rosa —exclamé yo—, la señorita del frente, la hija de don Lucas!
+—¡Rosa, sí señor; una muchacha llena de gracia y de belleza, mujer encantadora y sencilla! Nada le decía yo sobre matrimonio en el billete que le escribí, y ella me contesta que conviene en ser mi esposa siempre que obtenga el consentimiento de sus padres.
+Hablando así nos habíamos acercado a la ventana. Casi al mismo tiempo, y como si supiera que se trataba de ella, apareció Rosa en el balcón del frente: sus mejillas se cubrieron de un encarnado vivísimo cuando nos vio, y sin dar lugar a que la saludáramos, volvió a entrar precipitadamente; pero no sin dirigir antes una mirada hacia nuestra ventana, al través de la vidriera que cerró tras sí. Estaba vestida con una sencillez, si no encantadora, por lo menos antioqueña. Un camisón de zaraza morada, sobre el cual tenía un delantal de zaraza más morada todavía; un pañolón de seda con grandes flores alegres y esponjadas, puesto en la espalda, y prendido sobre el pecho, a una altura poco artística, con un alfiler de cobre; he aquí todas las galas de la futura de mi amigo.
+Pero no, me equivocaba. Todo su adorno consistía en sus magníficos cabellos negros, peinados en dos trenzas, que caían negligentemente sobre su cintura, donde hacían un pequeño descanso y luego descendían con morbidez acariciando la falta de su vestido; consistía en la belleza de sus ojos llenos de miradas prisioneras, que se escapaban temblando cuando llegaban a burlar la vigilancia de su párpados severos; consistía en su boca pequeña, que sólo de tarde en tarde entreabría para dar paso a su voz dulcísima, quedando largo rato iluminada con una sonrisa que parecía crepúsculo de su voz.
+No pude menos que dar el parabién a mi amigo por la acertada elección que había hecho, luego que me convencí de que era seria su resolución. Hoy mismo, me dijo, voy a escribir a don Lucas pidiendo la mano de su hija. Y después de haber formado mil castillos en el aire, hablando mucho y pensando poco, nos separamos, quedando Felipe entregado plenamente a sus proyectos.
+Al día siguiente y al tiempo de salir de mi oficina, me entregaron un papel, reglado, a manera de factura, en el cual había escrito don Lucas unas pocas líneas, suplicándome que pasara a su almacén, pues teníamos que tratar sobre un negocio. La ortografía del escrito me hizo recordar la carta de Rosa, y no dudé que la excelente niña había aprendido a escribir bajo la inmediata dirección de su papá.
+Me dirigí, pues, al almacén, seguro de que el negocio de que don Lucas me hablaría no podía ser otro que el matrimonio de Felipe.
+Dicho almacén consistía en una vasta pieza dividida a lo largo por un mostrador, detrás del cual se veía a un lado, a manera de armario, una enorme caja de fierro, cuya fisonomía inflexible y estúpida daba cierto aire de salvaje gravedad a cuanto le rodeaba, y esparcía por todo el almacén una atmósfera fría y metálica. En el centro había un escritorio cuyos estantes estaban repletos de gruesos libros de cuentas: uno de estos, el más grande de todos, se hallaba abierto delante de un dependiente, que con una pluma detrás de la oreja, una regla en la boca y un cigarro en la mano, volvía pausadamente sus hojas con una gravedad enteramente mercantil.
+El dependiente (que contaría de catorce a quince años) volvió hacia mí su cabeza cubierta de un gorro griego, y sin contestar mi saludo, me preguntó:
+—¿Usted nos necesitaba?
+—No, señor —le dije—, sólo busco al señor don Lucas.
+—Hoy estamos de correo y tenemos mucho que hacer.
+—Es que el mismo señor don Lucas fue el que me suplicó…
+—Bien, pues espere usted —y volvió a su tarea con una calma envidiable.
+Después de algunos instantes, entró don Lucas por la puerta que daba a las habitaciones interiores, acompañado de un sujeto a quien al parecer trataba con mucha deferencia. Era don Lucas un hombre que se aproximaba a los cincuenta años, alto, seco y encorvado, de tez amarillenta, y de una fisonomía muy poco más despierta que la de su caja de fierro. Llevaba ordinariamente pantalones de hilo color de plomo, chaqueta blanca y zapatos amarillos.
+La persona que lo acompañaba era un joven de veinticinco a treinta años, de elevada estatura y de hombros desmesuradamente anchos. El color de su rostro demasiado encendido, tanto a causa de los rayos del sol de su pueblo como de su salud de buey, daba a su persona cierto aire arisco y montaraz, y se admiraba uno de encontrar sobre aquellos hombros tan robustos y debajo de aquella cabeza tan colorada, una casaca en vez de un bayetón. Estaba vestido a la última moda. Sus pantalones y su casaca conservaban intacto el brillo que habían sacado del taller de Sanín. Sin embargo, al menor movimiento que hacía, el cuello rebelde de su camisa se escurría por debajo de su corbata, y su falda más rebelde todavía, se asomaba por entre el chaleco y el pantalón, formando un bucle circular alrededor de su cintura. Sus pies de una dimensión fabulosa, estaban sometidos a la rigurosa clausura de unas botas de charol, en donde comprimidos pugnaban por recuperar su antigua independencia. Para concluir el bosquejo de este personaje, añadiré, que era hacendado en un pueblo cercano a Medellín, futuro heredero de una fortuna enorme, diputado a la legislatura, pretendiente de Rosa y llamado Braulio.
+Don Lucas se despidió de Braulio con una amabilidad y una cortesanía de que no había ejemplo en los anales del almacén, lo cual, me indujo a creer que las pretensiones de Braulio podrían muy bien ser mejor acogidas que las de Felipe. Esto por parte de don Lucas; pues por lo que hace a Rosa, bien convencido estaba yo del cariño que a Felipe profesaba y del comprometimiento que mediaba entre los dos. Y, además, no podía suponerse que Felipe, un joven elegante, honrado y de talento, fuera desechado, para aceptar en su lugar un pretendiente tan mal redactado como Braulio, cuyo olor a helecho se percibía a dos cuadras de distancia. Pero ¿quién sabe?, me decía yo: ¡todo puede ser… Las mujeres…!
+Don Lucas se me acercó, y sin más rodeos me dijo:
+—¡Qué tal, amigo!, lo necesitaba para consultarle a usted un negocio.
+—Sí, señor, me tiene usted a su disposición.
+—Dígame usted, ¿usted conoce a un joven de Bogotá… Felipe…?
+—¡Felipe! Sí, señor; es íntimo amigo mío y vive actualmente en mi casa.
+—Sí, bien; pero dígame usted, ¿qué clase de hombre es Felipe?
+Hay preguntas tan claras que no es fácil comprenderlas; así es que tartamudeando contesté:
+—Pues Felipe es un joven de Bogotá… Muy amigo mío… Y que vive conmigo…
+—Muy bien, muy bien; pero dígame usted, ¿qué tal en materia de honradez?, ¿qué tal en fortuna?, ¿qué tal para esto de manejar intereses…? —y siguió haciéndome un larguísimo interrogatorio, pero de tal naturaleza, que a veces se me figuraba que Felipe lo que había propuesto a don Lucas era que le fiara alguna suma o lo admitiera como dependiente; pues no trataba de encontrar en mi amigo las cualidades que pudieran hacerlo buen esposo, sino las que lo hicieran a propósito para administrador de bienes. Yo hube de contestar lo mejor que me fue posible a las multiplicadas preguntas de don Lucas; pero de mis respuestas, a pesar de mi buena voluntad, debió deducirse, que si era Felipe excelente para esposo, no lo era tanto para mayordomo. Así fue que con un tono marcado de lástima siguió el padre de Rosa:
+—Conque dice usted que el tal Felipe es un literato…, un poeta…, que hace versos…
+—No, señor, no hace versos, sabe hacerlos, lo cual ya ve usted que no es lo mismo.
+—¿Conque es hombre entregado a los libros?
+—Sí, señor, es un hombre entregado a su profesión de abogado, en lo que indudablemente lucirá mucho.
+—Mire usted —agregó don Lucas, bajando un tanto la voz—: desengáñese usted; esos hombres entregados al estudio no sirven para nada, ¿entiende usted?, para nada. Serían incapaces de manejar doscientos pesos, si por casualidad pudieran ganarlos. Yo le hablo a usted con toda franqueza: su amigo de usted pretende la mano de mi hija; pero hoy mismo la ha pedido también en matrimonio un joven estimabilísimo, el mismo que usted vio salir de aquí hace poco; es hijo de un amigo mío, y yo atendiendo a sus muchas cualidades y sobre todo a la inclinación de Rosa, seguramente no podré rehusar… ¡Ya ve usted, un padre…!
+Convencido yo de la inutilidad de insistir en un asunto tan delicado, y persuadido de la falsa posición en que me hallaba colocado, me apresuré a despedirme de don Lucas.
+Nada me dijo Felipe de la contestación que tuviera su carta, y yo por mi parte me guardé bien de hablarle sobre este negocio; pero pocos días después, y cuando ya era público el matrimonio de Rosa y Braulio, me anunció que estando ya terminado su pleito por medio de una transacción, le era forzoso volver a Bogotá.
+El día de su marcha resolví acompañar a mi amigo hasta el alto de Santa Elena. En todo el camino no nos dijimos una sola palabra. Llegados a la casa de Baenas, y mientras preparaban el almuerzo, salimos al corredor que queda frente del pintoresco valle. La escena que teníamos a la vista era la misma de otro tiempo; sólo los actores habían variado. Felipe sacó silenciosamente un lápiz de su cartera y empezó a escribir en la pared:
+De una ciudad el cielo cristalino
+Brilla azul como el ala de un querube,
+Y de su suelo cual jardín divino
+Hasta los cielos el aroma sube;
+Sobre ese suelo no se ve una espina,
+bajo ese cielo no se ve una nube…
+En esa tierra encantadora habita…
+La raza infame, de su Dios maldita.
+Raza de mercaderes que especula
+Con todo y sobre todo. Raza impía,
+Por cuyas venas sin calor circula
+La sangre vil de la nación judía;
+Y pesos sobre pesos acumula
+El precio de su honor, su mercancía;
+Y como sólo al interés se atiende,
+Todo se compra allí. Todo se vende.
+Allí la esposa esclava del esposo
+ni amor recibe ni placer disfruta,
+Y sujeta a su padre codicioso
+La hija inocente…
+—¡Está servido el almuerzo! —dijo en esto Genoveva, interrumpiendo a mi amigo, con grande disgusto mío, que por encima de su hombro iba leyendo a medida que él escribía, y que deseaba mucho la conclusión de la octava que dejó empezada, para ver si podía descubrir a qué ciudad trataba tan duramente. No pudiendo averiguarlo, dije para mí: «Seguramente habla de Bogotá».
+Daniel
+Acababa de salir de la imprenta de la nación, de comprar un cuadernito llamado Una ronda de don Ventura Ahumada, cuando empezó uno de aquellos aguaceros que no dejan duda. Por desgracia, me cogió con casaca y sombrero de pelo, sin paraguas ni zapatones y sin un pañuelo siquiera que ponerle a mi pobre cubilete que consideraba hecho armero, pues de cada golpe que le daba el granizo me parecía que lo pasaba de parte a parte. ¡Jesús!, ¡qué cosa tan terrible! El agua acompañada de un fuerte huracán pasaba de ramalazo en ramalazo con tanta violencia que levantaba humareda; los relámpagos se sucedían y el granizo saltaba en el suelo como confites en el óleo de un rico. Yo no tuve otro arbitrio que agachar la cabeza y correr por el paredón de Santa Inés abajo. Con las orejas hirviendo, la cabeza atolondrada, el agua entrándoseme por entre el cuello de la camisa, y corriendo yo por entre un charco, porque el caño iba de bordo a bordo, seguí corriendo calle abajo, pensando en que mejor sería llegar de una vez a casa. Pero como iba tan atolondrado, al llegar a la esquina, en vez de coger para la derecha, cogí para otra parte, y después de haber corrido unas cuantas cuadras, caí en la cuenta de que iba perdido; entonces me arrimé a un portón mientras pasaba el agua. Esta es una de esas casas sin zaguán en las cuales apenas se abre la primera puerta ya uno está en el patio. Como el agua me azotaba de frente con tanta violencia, procuré arrimarme contra el rincón, y hube de hacer tanta fuerza, que la puerta se abrió haciendo tal ruido que en el acto salieron dos perros a querer comerme, ¡y así mojado como estaba! «Que me traguen —dije—, pero yo no me voy de aquí». Me puse a defenderme con el sombrero, y ya uno me asestaba a un jarrete, otro a una rodilla, cuando salió una negra con un costal a la cabeza a espantarlos con el palo de la escoba. Luego que los perros estuvieron en el solar, la señora, dueña de la casa, me mandó decir que entrara mientras que pasaba el agua.
+Cuando ya estuve en la puerta de la sala y vi dos disfrazados, me puse a pensar si estaríamos en carnaval o día de inocentes, pero estaba tan atolondrado que, ¿acaso pude volver en mí? Después de haber saludado a esos dos personajes, me senté en un canapé y me puse a examinarlos despacio. Era el uno un señor no muy nuevo, alto, catire, con mirada de sabio a la moda, es decir, como miope; nariz de pitón, boca de bondadoso (que dicen que es gruesa, aunque yo he visto muchos boquigruesos y muy poco bondadosos); con barba de empobrecido, larga, tiesa y no muy limpia, y por último, con pelo de equitador o maromero. Ahora, para el vestido empezaré por abajo: en unos hermosos pies norteamericanos, tenia zapatos con rosas de cinta y hebilla, y después seguían las piernas con un cuero tal, que imitaban perfectamente las medias de seda color de carne; de las rodillas para arriba empezaba el calzón de oidor; después venía el chaleco blanco llegando hasta las caderas, y por conclusión tenía una casaca de corte recto y guarnecida de galones de oro como las que se ponen los que salen a acompañar las administraciones. Este era el uno; el otro era una señora, uno de lo restos de la antigua Colombia: baja de cuerpo, rechoncha, inquieta; la cara parecía manzana guardada, y en cada sien tenía una enorme rosca de pelo medio cogida por un pañuelo de seda morada y cuyo principal adorno consistía en el nudo o rosa que con tanta gracia (según ellas), se ostentaba del lado izquierdo. Estaba con un antiguo traje de entre casa: jubón negro angosto, cerrado hasta más arriba de los hombros y abierto por delante dejando ver una pechuguera blanca; mangas bobas guarnecidas de encajes negros, delantal color de aceituna, y por último, un pañolón de cachemira color de fuego con una punta sobre el hombro y las otras arrastrando como cola de canónigo.
+Después de los cumplimientos de costumbre, la señora me dijo que era preciso que me quitara lo mojado. Me excusé cuanto me fue posible, pero me convenció de que no escamparía tan pronto y que mientras tanto debía mudarme de ropa.
+—Mire usted —me dijo—: la ropa que le voy a dar y que es de la misma que le di al señor, era de mi marido que murió hace muchísimos años; después nadie se la ha puesto; conque así, no le vayan a tener asco.
+Mientras que ella se entró a abrir una enorme caja, según sonó la tapa, yo me quedé conversando con mi compañero.
+—Parece —me dijo— que a usted le habrá sucedido lo mismo que a mí; me arrimé a la puerta, la señora me dijo: «Entre usted que se moja», y me tiene aquí disfrazado, ni más ni menos que como usted saldrá ahora. ¿Sabe usted quién sea esta señora? Yo hasta ahora la veo por primera vez.
+—Yo también la veo hasta ahora; ni en mis pesadillas la había visto.
+A poco salió ella diciendo:
+—Porque los quiero tratar con confianza es que los hago entrar a mi alcoba; con otro no lo hiciera. Entre —me dijo—; ahí está la ropa sobre la caja; usted dispensará, pero peor es que tenga eso mojado encima.
+Quien quiera saber cómo salí después, que se figure un oidor en traje de jueves santo, con excepción de la larga cabellera blanca y la enorme y plegada golilla. Cuando yo me vi con esa ropa olorosa a poleo y mejorana, me figuré que íbamos a representar alguna comedia de Lope de Vega o Calderón de la Barca; y como tuve el cuidado de sacar de entre mi bolsillo el cuaderno que había comprado esa tarde, en el acto que salí, me dijo mi protectora:
+—Mire qué bien le sienta ese vestido, como mandado hacer; tal me parece que veo a mi marido; ¡tan buen mozo que era y tan poco que le traté!
+En seguida vino el suspiro de ordenanza acompañado de un ¡ay, ay!, tan indispensable.
+—¿Y qué libro —continuó— es ese que trae ahí?
+—Es uno llamado Una ronda de don Ventura Ahumada, escrito por un señor Eugenio Díaz.
+—¿Sí? Qué gracioso debe ser eso. ¡Ah!, si mi compadre era templado!, ¡terrible! Lo que él mandaba se hacía, aunque le costara un ojo.
+—Sí, dicen que era terrible.
+—¡Ah!, si yo le contara las que hizo aquí, verían si era hombre enérgico, y por qué lo llamaron juez de vivos y muertos.
+—Pero si yo les refiriera —dijo el otro—, la que me pasó con don Ventura… Por él no me he casado, mi señora.
+—¿Sí?
+—Y por él estoy como estoy.
+—¡Vea!
+—Y por él se murió mi madre.
+—¡Mire qué hombre!
+—Y por él no soy padre de San Diego.
+—Mire qué lástima —le dije yo.
+—¿Pues acaso no es bien misterioso usted con sus aventuras? Cuéntenos primero su historia, después les cuento la mía, y en seguida el señor nos lee el cuadernito. Que bien célebre debe ser. ¿Qué se van a hacer ahora?, está lloviendo todavía y no hay esperanzas de que escampe; esta es agüita de toda la noche; conque empiece.
+En esto nos trajeron el chocolate, rebosando de espuma atornasolada, en pocillos de plata y un coco con orejas de león en que le sirvieron a la señora. Mi compañero, no queriendo hacer uso de la cuchara de plata, buscó la oreja al pocillo, lo alzó con mucho cuidado hasta la boca, y estirando los labios y abriendo tamaños ojos, le dio un sorbo con entusiasmo tal, que de seguro le abrasó hasta el alma. En el acto dio un quejido, acomodó el pocillo entre el pan, arepas, bizcochos y queso, y sacó el pañuelo para enjugar dos lágrimas dignas de mejor ocasión.
+—¿Qué le sucedió, caballero? —preguntó la señora con sorpresa.
+—El recuerdo de esa historia —contestó con mucha unción—, no puede menos que hacerme llorar.
+—¡Ah, sí!, hay casos en que no se puede menos que llorar —respondió la señora con tono afligido—. ¿Y cómo fue su historia?, cuéntenosla aunque sufra, tengo curiosidad.
+—Pues han de saber ustedes —dijo después de una buena pausa—, que a tiempo en que estaba estudiando en San Bartolomé, me enamoré como buen estudiante, de una niña; pero de tal suerte, que ya no pensaba en otra cosa. Para no matarme la cabeza, resolví no volver a estudiar, pues antes me faltaba tiempo para pensar en ella. Me convertí en centinela perpetuo, y primero faltaba el sol que yo en la esquina. ¡Terrible pasión! Baste decirles que no había tenido otra, ni después tampoco he vuelto a querer a nadie.
+—¡Mire! —dijo la señora—; de eso no se ve en el día.
+—Sí, mi señora —continuó más entusiasmado y como olvidando la quemadura—, a todas partes que iba la seguía de lejos: me convertí en su sombra. Aunque nunca pude hablarle, porque la madre como que era terrible, sin embargo, sí notaba no sé qué expresión cariñosa en sus ojos que me tenía como atado a ella. Llegué a tal estado, que me iba jubilando; contaba los balaustres de sus ventanas, y no contento con eso, me propuse saber cuántas tejas tenía ese techo feliz que albergaba tanta hermosura, poco me faltaba para tirar pedradas. A este tiempo, se le antojó a un militar ir a pararse allí, y aunque no se estaba todo el día, como yo, sí tenía el tiempo suficiente para hacerme hervir la sangre. Yo que me consideraba con derecho a priori, empecé a refunfuñar, como perro que defiende el hueso. El militar, que era cascarillas, y yo, que me preciaba de ser más valiente que un estudiante de Salamanca, en menos de nada armamos la camorra más espantosa.
+—¿Con qué derecho —le decía— se viene a parar aquí?
+—¿Con qué derecho se para usted? —me contestó él.
+—lnterrogatio et responsio eidem casui cohaerent. Responda usted mi pregunta.
+—Mire —me dijo, arrimándome el puño a las narices—, a mí no me venga con vejeces, hábleme en castellano, so cachifo perdido.
+No fue necesario más: era el peor insulto que se le podía hacer a un estudiante. Me le fui encima, nos agarramos de donde se pudo, y hechos un envoltorio fuimos a templar al caño. Luego nos paramos un poco más frescos, convinimos en no irrespetar la calle e irnos a dar de trancazos a la Huerta de Jaime. Allí nos dimos hasta que nos supo a feo, sin que por eso se hubiera decidido quién podía pararse en la esquina.
+—¿Quién es por fin el que ha de ir a pararse allí? —dijo un curioso que nos había seguido.
+—¡Yo! —contesté inmediatamente; y no lo había acabado de decir cuando el otro me dio un pescozón que me dejó temblando. Allí pudiéramos estar todavía peleando como gallos, si ese buen hombre no nos hubiera hecho ver que tanto derecho tenía el uno como el otro, y que en ese caso, ocupásemos cada uno una esquina. Convinimos en eso y nos fuimos a tomar mistela, porque entonces no había brandy. Después que tuvimos cada uno nuestra copa llena, dijo el militar:
+—Brindo por esa china morena…
+—¡Miente usted! —le interrumpí—; que es más blanca que un alabastro.
+—Hombre —me dijo con sorna—, usted estará tan enamorado como yo; pero no por eso debe cegarse tanto así: diga que tiene buen cuerpo, que es alta, bien formada, y no diga que es blanca. ¿Dónde tiene los ojos?
+—¿Y dónde los tiene usted? —le grité inmediatamente.
+—Adios diantres —dijo nuestro tercero en discordia—; ustedes se van a volver a dar de moquetes por una simpleza.
+—Pero supóngase usted —le dije—, que si él dijera que es más blanca que la nieve, bajita de cuerpo, gordita y graciosa como un serafín, vaya con Dios, pero…
+—Alto ahí —dijo el militar después de haberse bebido de un sorbo la mistela—; los dos como que estamos dando fuera del blanco. ¿Cómo se llama la suya?
+—Yo no sé, pero lo que sí se decir es que ella nunca se casa con usted, porque ni la mamá ni yo lo consentiríamos.
+—¡Ah!…, ¿es decir que usted está enamorado de la señorita, no?, pues yo de quien lo estoy es de la criada.
+—¡Ja, ja, ja! —gritó el curioso—, esto sí que es lindo.
+—¡Cuánto me alegro! —exclamé fuera de mí.
+ —Yo lo mismo —dijo el militar—; no soy tan majadero para pretender a esa niña. Estoy seguro de que aunque fuera general y que yo sólo hubiera echado a los españoles de aquí, y que usted hubiera pagado la deuda de Colombia, no nos la darían a ninguno de los dos para casarnos con ella, mucho menos así lámparos como estamos. ¡Ea, pues!, esa chica está muy alto; dejémonos de eso.
+Desde ese día y con tales explicaciones no hubo compañeros más inseparables, y en vez de uno éramos dos que nunca dejábamos la esquina. Pero él, que no era hombre de hacer sitio por mucho tiempo sin intentar un asalto, se resolvió a mandarle un recado a la criada y que yo le escribiera una carta a esa niña, y para esto de la conducción se valió de un hombre que hacía los mandados en la casa. Por supuesto que yo me esmeré en decirle bellezas, y terminaba por darle una cita para que a la noche puidéramos tratar la cuestión que tanto me importaba. Por de contado que mi compañero hacía la misma cita a la chica, como él la llamaba; y todo quedó así, hasta que por la tarde, el hombre nos dijo que todo marchaba a las dos mil maravillas, que la criada se daría sus trazas de salir y que la señorita saldría a la ventana. Poco faltó para que yo besara a ese hombre, y llegó a tanto mi alegría que le di cuanto tenía en el bolsillo sin quedarme con qué almorzar al otro día; yo creo que un gusto de estos acaba tanto como un pesar.
+Serían las nueve de la noche cuando los dos nos encaminábamos llenos de esperanza hacia la casa. Apenas llegamos a la esquina, encontramos al hombre, quien al vernos, nos dijo en voz baja que lo siguiéramos. En el zaguán había un cuarto, abrió con mucho cuidado la puerta y me dijo:
+—Usted estese ahí mientras que voy y vuelvo.
+Lo que hizo con el otro no lo supe, porque no lo volví a ver más. Los momentos que pasé allí a oscuras, imagínelos cualquiera: el corazón se daba tales golpes, que yo creí que se me salía por la boca; era un toro bravo en el coso; además, sonaba tan recio como una tambora y tenía que estar con la boca abierta para no ahogarme.
+A cada ruido temblaba tanto que no podía estarme en pie y tenía que arrimarme a la pared para no caer. Si en ese momento hubiera llegado ella, nada le hubiera podido decir, porque tenía la lengua hecha una bola. Más de una hora me estaría esperando sin que percibiera más ruido que el de los ratones que andaban como riéndose, y cuyas agudas carcajadas parecían una injuria a mi triste situación. ¡Qué tiempo tan largo! Creo que esto era suficiente para un infierno. Ya había perdido la esperanza de todo, cuando empecé a sentir pisadas con botas en el zaguán; creí que era mi compañero que salía, y pensaba llamarlo, cuando abre el hombre la puerta y dice:
+—Somos perdidos: el jefe político ha tenido un denuncio y viene a rondar la casa; métase entre este cajón, que aquí nadie lo ve.
+Le obedecí maquinalmente, y sin saber a dónde me iba a meter, me dejé embodegar, quedando hecho tres dobleces hasta nueva orden. Entonces fue cuando me ardió la imaginación: pensar en que todo se iba a hacer público y que yo quedaría a los ojos de todos como un ladrón; lo que ella sufriría por mí, y lo que sufriría mi madre… ¡Ah!, no había tomado todavía resolución alguna cuando otro la tomó por mí, pues me sentí alzar con cajón y todo.
+—Cállese —me dijo el hombre consabido—; voy a sacarlo con bien. En la puerta están los gendarmes, pero como yo soy de la casa, no me impedirán sacar el cajón.
+Y esto fue diciendo y haciendo: cuando yo acordé ya estaba en la calle; pero no iríamos a dos varas cuando un policía gritó:
+—¡Alto ahí!, ese hombre lleva un cajón, ¿cómo diablos lo dejan pasar?
+—Pero si yo soy de la casa.
+—Qué casa ni qué jaramas; usted se va ahora mismo para la cárcel.
+—Sí, señor, pero permítase dejar aquí el cajón, ¿para qué llevarlo hasta allá?
+—No, señor; con cajón y todo va usted; y que le avisen inmediatamente al señor jefe político que un ladrón está ya en la cárcel.
+«Más valía —decía yo— estar entre el vientre de mi madre que entre este cajón. Si estuviera estudiando, nada de esto hubiera pasado». De esta clase de consideraciones hacía mientras me llevaban al trote, pero sin más provecho que el que causan las reflexiones hechas sobre lo que no tiene remedio. ¡Simplezas!, mejor sería no meterse uno en camisa de once varas, que por lo que hace a reflexiones, no falta sobre qué hacerlas aunque siempre sin provecho.
+Sentí, por fin, que estábamos en la cárcel, y después de que mi hombre me puso con tanto cuidado en el suelo como si llevara loza, se sentó muy sí señor encima, con la mayor frescura del mundo.
+¡Ah, caramba!, ya no podía de la nuca; tenía la cabeza en medio de las piernas y las rodillas pegadas a la tapa de ese infernal cajón. En tal posición pensaba yo en lo sabroso que estarían todos en sus camas y lo sabrosa que estaría la mía.
+A poco sentí tropel y uno de ellos decía:
+—Aquí está, señor; lo hemos cogido con ese cajón al tiempo que salía de la casa.
+—¿Sí? Pues que se prevenga.
+—Pero mi amo, si yo soy de la casa y salía a entregarlo.
+—¿Y qué hay adentro?
+—Nada, mi amo.
+—Nada, ¿no? Ábrelo ahora mismo.
+—Mi amo, no abro porque…
+—¿Porque qué?
+—Es un poco de carne fresca y huele…, no muy bien.
+¡Diablo! Cansado de aquella posición ya iba a pedir socorro, cuando alzaron la tapa y salté como muñeco de sorpresa, más tieso y recto que un caucho. ¡Cuánta gente rodeándome! Unos con faroles, otros con cabos entre cartuchos de papel, el carcelero con un mecho, don Ventura Ahumada en medio, ¡y todos muertos de risa!
+—¡Hola!, don carne fresca —me dijo—, ¿qué hace usted entre ese cajón?
+—Casi nada, señor.
+—Se lo creo, y sin el casi quedaría mejor. ¿Y usted? —dirigiéndose a mi hombre—; alcahueteando a los ladrones, ¿no? Llévelo ahora mismo al calabozo.
+El hombre se dejó llevar sin decir oste ni moste y yo me quedé esperando mi suerte.
+—Ahora tiene usted que decirme por qué se entró a esa casa y por qué se hizo sacar entre ese cajón.
+—Fui a esa casa porque la señora me mandó llamar.
+—No hay tal; usted iba a robar.
+—¡Imposible! —exclamé a grito entero—. Sostengo que me mandaron llamar; no soy ladrón como usted me dice.
+—Mire —me dijo, apretando los dientes y los puños y acercándose cada vez más con un ademán no muy cariñoso—; mire usted que quien va a sonsacar a una criada, no es otra cosa que un ladrón; el peor robo y que no tiene restitución es el del honor; y para enseñarlo a que no ande inquietando criadas, ahora verá lo que le pasa. «Vete —le dijo a un gendarme— a llamar al cura».
+«Pare en que tenga que confesarme», pensé con alegría.
+—Y, vos, Simón —continuó don Ventura—, dile a la señora que venga con la criada.
+—¿Y eso para qué, señor jefe político?
+—¿Para qué? Para que se case ahora mismo.
+—¿Con la criada?
+—Con la criada.
+—¡No, señor, ese es un atentado!, ¡una crueldad!, ¡una infamia inaudita!, un…
+—Cualquier cosa será, pero usted se casa con ella, y esta noche.
+—¿Con la criada?, ¡aunque me ahorquen!…
+—No será necesario ahorcarlo, mire —y me señaló el cajón.
+—¡Ah, hombre cruel!
+—Pero señor jefe político, yo no estaba inquietando a la criada.
+—Entonces, ¿a quién?
+—A la señorita sí quería proponerle; con ella sí más que me castiguen.
+—¡Mírenlo, qué sencillote! —dijo abriendo tamaños ojos—; y usted, pobre estudiante, ¿cómo pretende a esa señorita?… Lo peor es que ya no hay remedio, porque ella se casó.
+—¡Se casó! —dije dando un grito, y cogiéndome la cabeza con las manos.
+—Se casó —dijo don Ventura con calma.
+Fue tanto mi despecho, que quise meterme de cabeza entre el cajón para no volver a salir más.
+—Entonces, ¿no era usted quien estaba inquietando a la criada sino el otro?
+—Sí, señor, él era. ¿Y con quién se casó?
+—Con su compañero; era necesario poner fin a los escándalos de ustedes. Y cuánto siento esta equivocación; fue que me informaron mal. Creyendo que el otro era el enamorado de la señorita, lo hice casar con ella, y entonces era al contrario: ¡mire qué lástima! Y él sí se calló la boca y sin chistar se llevó buen bocado, porque la niña es bonita y rica.
+Salté como muñeco de sorpresa, más tieso y recto que un caucho. Yo no volví a hablar palabra porque me parecía simpleza todo lo que dijera después. Sólo al tiempo de irse don Ventura, le dije:
+—Espero que me dejará salir, porque me voy mañana.
+—¿Para dónde?
+—Para San Diego, a meterme de fraile.
+—No sea majadero, no haga tal cosa; por eso hay tantos malos frailes; casi todos entran en un momento como este o por necesidad, pero sin verdadera vocación, y después se arrepienten cuando no hay remedio. ¿Sabe lo que ha de hacer? Si quiere, le consigo una plaza de aspirante en uno de los cuerpos que salen mañana mismo. Hoy la carrera militar brinda mucha gloria a los jóvenes; por allá se distrae y si no se casa, cuando vuelva vendrá cubierto de laureles y entonces encontrará muchachas de sobra.
+—Consiento —le dije, sin acordarme de mi madre que moriría de pesadumbre.
+Al día siguiente salí de aquí sin atender a nadie: estaba loco.
+En mi correría siempre fui el mismo: serví en la carrera militar siete años; después me separé y anduve por Santa Marta, Cartagena, San Tomás, la isla de Cuba y Jamaica siete años más. La única que pudiera haberme hecho volver aquí era mi madre; pero dos años después de mi partida supe que había muerto.
+Yo creí que en mí el primer amor fuera como en casi todos, concentrado y vehemente, pero que después el tiempo y el olvido lo borran, dejando apenas un rastro en el corazón; que al fin se cambiaría en un recuerdo agradable, como la cosquilla que se siente en una cicatriz que está sanando. Pero no fue así; el mío es eterno, vivirá conmigo. Jamás he podido mirar a otra mujer, y así es que he vivido libre de las cuitas, intrigas, enredos y bajezas en que veo a los demás por causa de ellas. Jamás la olvidaré… Yo no oí de ella ni una palabra de consuelo, pero creo que sí me amaba; varias vece la vi fija en mí, y una mirada no engaña; hay miradas que se profundizan mucho más que mil palabras, palabras que en el curso de la vida se confunden con otras iguales o semejantes; al paso que la mirada escoge su asiento en el fondo del corazón; su guarda es el silencio; su protector la memoria.
+Hará unos cuatro años que supe que la señora estaba viuda e inmediatamente emprendí viaje para acá.
+—¡Oiga! —dijo la casera—; conque por fin…
+—Pero en Mompós supe que había muerto también.
+—¡Murió también! —dijo inmediatamente—; pues esperaba otro resultado.
+—Sí, murió también —contesté con resignación y haciendo ese gesto de quien se conforma porque no hay remedio; gesto y ademán que la señora imitó involuntariamente. Pues conversar delante de ella, es como hacerlo delante de un espejo; todo lo repite.
+—Seguí mi viaje —continuó—, y hace algún tiempo que me encuentro aquí, solo, sin amigos, y viendo todo nuevo y extraño para mí.
+—¿Y en qué tiempo moriría ella? —preguntó la señora.
+—No sé; me he propuesto no averiguar nada. ¿Para qué?, ya la perdí…
+—¿Y muy joven se fue usted de aquí? —volvió a preguntarle.
+—Tendría dieciocho años.
+—¿Y en qué calle vivía?, ¿no la conocería yo?
+—Vivía por la calle de las Águilas.
+—¿Por la de las Águilas?
+—Sí, señora —contestó abriendo tamaños ojos.
+«Adiós diantres —pensé yo—, esta le va a dar noticias de sus amores y ahora mismo se nos vuelve loco. ¿Quién lo aguanta?».
+—¿Y podrá decirme cómo se llamaba?
+—Laura.
+—¿Y la madre?
+—Carmen.
+—¡Carmen! —dijo, dando un grito y enlazando las manos. Al decir esto, sacó de un cajón de la mesa un papel, y le dijo:
+—¿Su nombre de usted?
+—Fernando Vizcaya.
+—¡Fernando! —gritó, señalándole la firma que tenía ese papel.
+El hombre se fijó en la firma, después alzó a mirar a la señora y como arrebatado o movido por un resorte, se lanzó sobre ella con los brazos abiertos y gritó:
+—¡Laura!…
+—¡Fernando!… —contestó ella recibiéndole en los brazos.
+Ese papel era la carta que él le había escrito el día de su casamiento con el militar.
+Yo me paré delante de ellos para contemplarlos. Lloraban; pero las lágrimas eran escasas, densas y pesadas; lágrimas de viejos que rodaban de arruga en arruga, con precipitación, sin dejar el más leve rastro por donde habían pasado; parecían gotas de azogue. Qué triste es ver llorar a dos viejos; se sufre mucho: las lágrimas como que se han hecho para los niños. Los viejos lloran más con la expresión que con las lágrimas, porque entonces el corazón está cansado, el labio torpe y el párpado seco de llorar. Dos lágrimas en ellos dicen más que todos los gemido juntos…
+Dejo a la consideración de mis lectores lo que se dijeron después, y únicamente les contaré, a guisa de epílogo, lo que ella le contó y que servirá para concluir este cuento.
+—Don Ventura, de quien fui comadre después, cediendo a la instancias de Antonio, mi marido, y de mi mamá, fue quien armó esa treta para llevarlo a la cárcel, cosas que hasta ahora sé y de que caigo en la cuenta, pues conmigo guardaron el mayor secreto. No hubo tales amores de Antonio con la criada; esa fue ocurrencia de él para engañarlo, y como yo dije repetidas veces que no me casaría con él hasta no saber la opinión de usted, entonces dijo que él la sabía muy bien, que de quien estaba enamorado era de la criada y no de mí. Antonio tenía de su parte a mi mamá, y usted no tenía sino mi afecto, pero afecto que nunca pude dar a conocer sino con miradas. Mi marido al día siguiente de casados, marchó con el otro cuerpo que salió para el norte el mismo día que se fue usted, y a poco tiempo murió de una fiebre en el puerto de lo Cachos, dejándome en libertad para dedicarme al único pensamiento que me acompañaba. Muchos quisieron después casarse conmigo, pero yo hice propósito de no unirme a nadie, ya que había perdido lo único que había amado en mi vida. Esta carta la encontré entre los papeles de mi mamá después de que ella murió, y la he conservado como única reliquia suya. ¡Y, cosa rara!, ¿creerá usted que jamás perdí la esperanza de volver verlo?
+Ahora, mi amigo don Eugenio, tengo muchísimo gusto en convidarlo a la boda, pues sabrá que me nombraron de padrino.
+Cuándo y en dónde serán las bodas, es cosa que todavía no sé.
+Sería ya más de media noche y yo no había podido dormir, porque sonaban más tamboras que casas había en el pueblo de E…
+Como era la primera vez que salía de Bogotá me hallaba poco ducho en buscar posada y me quedé en la primera que encontré; esta era de una vieja ochentona y con más arrugas que pelos tiene un cuero, más sorda que quien no quiere oír; la nariz de pico de águila y la barba puntiaguda estaban tan vecinas, que eran necesario conjeturas o cálculos matemáticos para adivinar dónde estaría la boca, que era como una cortadura; un colmillo creo que le había quedado para atestiguar que en un tiempo había tenido con qué morder.
+Pero antes de todo les haré una súplica a mis lectores y es que me perdonen el no poner disparates en letra bastardilla como se usa ahora, porque entonces tendría que subrayarlo todo.
+Serían, como les he dicho, más de las doce de la noche, cuando admirado de oír por la calle tantas tamboras, tiples, gritos y cantos, llamé a mi casera:
+—¡Patroncita!…, ¡patroncita!…, ¡patroncita!
+Después de algún tiempo, respondió:
+—¿Señor?
+—¿Por qué será que hay tanta gente por la calle y no dejan dormir?
+—Porque hoy es 23 de junio, señor.
+—Linda razón —dije yo; pero ella que comprendió que yo no le entendía, me volvió a decir:
+—Porque mañana es 24, día de mi padre señor San Juan.
+—¡Sí, esta es la víspera qué será el día! Y, ¿por qué empezará la fiesta desde esta noche?
+—Porque ahora se van a bañar: ¿no sabe que el señor San Juan se baña esta noche en todas las aguas del mundo para bendecirlas?
+Me pareció tan extraño oír decir que a esas horas se iban a bañar, que no pude menos de reírme; pero la abuelísima siguió explicándome cómo era que bailaban hasta media noche y después se iban al baño todos, hombres y mujeres en parranda; que volvían a la madrugada y seguían bailando hasta que amanecía.
+Yo no sabía nada de eso, porque era la primera vez que salía de mi casa y allá no había leído sino novelas y periódicos, y estos raras veces dicen algo de nuestras costumbres, y si a veces los literatos hacen alguna cosita, buscan asuntos en otra parte: todo a la europea.
+Al día siguiente, a las cinco de la mañana, empecé a sentir carreras de caballos y gritos de «¡San Juan!». Me levanté, no muy temprano porque estaba trasnochado, me bañé la cara, me saqué bien la carrera, porque era una de las cosas en que me esmeraba más, me amarré bien la corbata, me calé el sombrero un sí es no es a la izquierda y me fui a parar a la esquina de la calle que me pareció más pública porque era la más ancha. Allí, con ese aire de orgullo del recién llegado, me preparé a hacer mis observaciones, pareciéndome que toda la atención la llamaba mi persona y que yo era el único blanco de las miradas de todos, en particular de las calentanas. Si alguno me saludaba, yo le contestaba con una ligera inclinación de cabeza y con un modito entre sí es o no es afable o desdeñoso.
+Las carreras, gritos y tropeles se aumentaban a cada instante, así como mi orgullo se disminuía, porque empecé a ver que nadie me miraba. Entonces vi que esas gentes son las únicas que se divierten, y ese día vi desmentido el refrán de que «no pega San Juan en yegua»; porque no se paran en saber si es yegua o caballo, macho o burra, lo que importa es que corra y sea lo que sea. Había sus distinciones, por supuesto, porque la verdadera igualdad no se ha podido establecer ni en las democracias. La generalidad de los jinetes iban montados en gordos caballos, de paso y lustrosos; pero antes que se me olvide, les diré que el gusto de los calentanos consiste en templar la rienda y hacer que el caballo baile en dos patas, mientras que ellos gritan: «¡Santa María!». Con un calentano que le describiera quedarían todos, porque si alguno usa silla, zamarros, espuelas, todos esos adherentes que llevamos por aquí, no por eso deja de ser una excepción entre los suyos; todos montan en un fuste a medio forrar y para ablandar el asiento le ponen unos cueros de oveja; todos usan estribos de aro y algunos de ellos son de un cacho y rejos; el más rico usa espuelas de plata, pero pegadas al puro calcañar; ninguno se pone zamarros, ni ruana; si llevan una camiseta, esa va por delante, en la silla. Ahí tienen ustedes: lo que sí llevan todos es un machete metido por debajo de la coraza de la silla y cuya punta y manija con ribetes de plata, dan indicio de la calidad del señor que lo lleva; y de los cotudos no hablemos, porque, que unos sean más y otro sean menos, eso no quiere decir que no lo sean; para qué es quitarles nada. Me dirán ustedes que no todos los que van en esas parrandas son así como he dicho, que hay muchos buenos mozos y bien montados. Vaya, vaya; si quisiera describir otra clase de gente que no fueran los calentanos netos, entonces me metería a una plaza de toros en un pueblo de la Sabana y verían qué figuras tan bizarras las que me salían. Lo mismo sucede con las mujeres: ¿por qué no he de decir que todas usan pañolón colorado o azul, que tienen camisas muy bordadas y enaguas de fula con su arandela al pie, y que unas montan en silla como hombre y otras en sillones colorados con galones blancos y cantoneras de plata?
+La concurrencia se aumentaba cada vez más y más; ya no se veía en las calles sino una nube de polvo y al fin tuve que convencerme de que no solamente nadie se fijaba en mí, sino de que yo era un estorbo para mí mismo, porque a ellos poco les hubiera importado llevarme por delante a los gritos de «¡San Juan!». Me metí en el hueco de una puerta cerrada, para seguir haciendo mis observaciones, mientras que pasaba la caballería. Si las gentes de a caballo estaban de humor, las de a pie, no lo estaban menos; las calles estaban cuajadas y apenas habría uno que no tuviera su tiple, tambora o alfandoque. Una de las cosas que noté en las mujeres era que muy pocas había que no tuvieran zarcillos, gargantilla y rosario de oro. Y aquel su modo de andar meneándose todas y aquel su desabrido «maluco» con que le corresponden a quien les dice una palabra, me chocaron tanto, que llegué a pensar que jamás simpatizaría con aquella gente; sin pensar en que Dios lo castiga a uno con aquello que menos se quiere, menos con la plata, que cada día la aborrezco más y nada que me castiga con ella.
+Por variar de escena, y seguir paso a paso todas aquellas costumbres que me parecieron tan bárbaras, por no ser los paseos en ómnibus, las tertulias y el teatro, únicas diversiones de que disfruta un cachaco moderado en Bogotá, me eché a pasear a lo largo de una calle y donde vi bastante gente, una que entraba y otra que salía, allí me entré. Ahora me dirán que fue a alguna casa de juego. No, señores, que la escena no pasa en Bogotá; fue a una venta. ¿Dirán entonces que me entré a tomar? No, señores, no estaba en los portales; si entré allí fue a observar, sin tomar nada; así hacemos los críticos de costumbres. Pero si la calle era un mar agitado de gente, la venta no dejaba de ser un hormiguero, en donde unos tocaban, otros cantaban y tal cual que relataba largas aventuras con aquella verbosidad y elocuencia que da la chispa, tenía entretenido al auditorio, porque nunca faltan majaderos que celebren las gracia de un tonto. Entre tantos grupos había uno que me llamó más la atención; era un hombre con su hija y un allegado, cosa que nunca falta a las hijas de Eva, el cual le prodigaba mil floreos a su modo. Este tal era un hombre, que empezando desde su cabellera casi colorada, hasta sus grandes pies forrados en unos enormes zapatos, todo él era un solo contraste, o «un pasquín ambulante a la raza humana», como dijo Deidamo; su frente era angosta y sumida, la nariz tan ancha y aplastada como si se sentaran en ella; los ojos eran azules y encontrados de manera que para mirar, tenía que volver la cara para otro lado; nunca hubiera adivinado lo que aquel hombre sentía por lo que él mostraba en su cara, pues, si los ojos casi siempre son la expresión del sentimiento, como se ha visto, los tenía de tal manera trocados que nada se podía leer en ellos. Una cortada en el lado izquierdo y que le atravesaba un carrillo, le hacía los honores de un antiguo soldado o de salteador; tal era su cara. Además, era tan jorobado que parecía haber vivido debajo de una carga; las dos piernas eran cortas y abiertas y con los talones unidos, de manera que el hueco que quedaba entre una y otra pierna era un óvalo perfecto. El tal marchante, recostado detrás de una puerta daba seguro descanso a su persona, la que a pesar de eso, se le iba para un lado y otro, pues no tenía alientos ni para escupir. La otra persona era una muchacha, con su pañolón colorado, camisa de arandelas bordadas con seda negra, su correspondiente rosario y gargantilla de oro y enaguas azules; un sombrerito de murrapa con su cinta ancha daba fin al traje de la graciosa calentanita. El tercero era alto, derecho y seco como un varejón; vivaracho como una pólvora, de ojos chiquitos y bailadores y de boca inquieta, porque no se callaba, y para dar a entender que no era majadero hablaba de todo y mucho. El bizco y la muchacha haría tiempos que estaban en requiebros amorosos (de parte de él, porque ella se reía) cuando yo llegué.
+—Orirú sa —me dijo el bizco, tocándose el sombrero, y yo que estaba recién salido del colegio, le contesté, sin correrme:
+—Comaan sabá…
+Uno y otro quedamos satisfechos con nuestro saludo y ninguno de los dos supimos lo que nos habíamos dicho. El padre de la muchacha luego que nos oyó, le dijo:
+—¡Eh!, ¡mire cómo el cachaco sabe hablar en lengua!
+Entonces me le arrimé y le pregunté pasito:
+—¿Quién es este señor?
+—Es el señor que está herrando en el pueblo, y es de la extranjería.
+—Entonces herrará que es un primor, ¿no?
+—¡Ah, señor!, si ellos lo saben hacer.
+Ya iba volverme a hablar en idioma el hombre tuerto, cuando la calentanita le dijo no se qué, y le llamó la atención con su cara de relámpago, como decía él. Efectivamente, la muchacha tenía una de aquellas caras que juegan con el corazón de quien las contempla: un cielo azul en un día de verano con las nubes escarmenadas y esparcidas aquí y allá, era menos risueño que su cara, que sembraba la esperanza en el corazón y hacía asomar la risa del placer a los labios; pero de repente se quedaba tan seria y tan imponente que hacía contristar el ánimo y retroceder la esperanza que un momento antes había nacido bajo una sonrisa seductora. Era el relámpago que alumbraba en una noche de tormenta, para dejar después al viajero sumido en la duda y en la oscuridad… ¡Pero malhaya sea!, ya me sentía romántico cuando no quería; aunque viéndolo bien, todo en esta vida no es otra cosa; la vida misma no es otra cosa que un paréntesis o una digresión en grande; jamás hacemos lo que debiéramos, y si hacemos algo, es como por mientras tanto; piensen bien lo que les digo y verán.
+Cuando salí de esta venta fui a pararme en otra esquina a ver pasar aquellos jinetes, que corren con la barbaridad más grande del mundo. Frecuentemente vienen a todo escape pelotones de veinte o treinta, a tiempo en que de otra calle desembocan otros tantos, produciendo encontrones violentos y caídas peligrosas. Otros más pacíficos vienen con tiples, alfandoques, panderetas, tamboras, y cantando aquellos bambucos y bundes que sólo en tierra caliente se oyen; los caballos de estos músicos ambulantes parece que comprenden la misión que llevan y caminan tan despacio como el jinete lo necesita para llevar el compás de su tiple.
+Medio distraído con la música y los cantos de los que pasaban ya a pie, ya a caballo, consideraba cuán distintas son las costumbres de un lugar a otro, y cómo los regocijos populares sirven muy bien de medida de la civilización de los pueblos. Los romanos, por ejemplo, antes de la era cristiana, tenían espectáculos de fieras que luchaban con un hombre; de gladiadores, en que los gritos de agonía del vencido regocijaban al espectador y aumentaban el triunfo del vencedor; y los españoles y nosotros, tenemos todavía la corrida de toros a la mitad del siglo XIX… En esto pensaba yo cuando un golpe brusco dado en el hombro me hizo volver a mirar inmediatamente.
+—Señor —me dijo el hombre que me hizo tal cariño.
+—¿Señor? —le contesté.
+—¿Por qué no monta?
+—Porque no tengo en qué.
+—Camine a casa y yo le doy.
+Después de este diálogo tan lacónico como el de dos espartanos, me fui tras de mi hombre pensando en la franqueza de esas gentes y admirando la generosidad de aquellos hombres que en ese día no piensan sino en que todos se diviertan. Habíamos andado una cuadra, cuando me preguntó:
+—¿Usted sí se sabrá tener, no?
+Tal pregunta me puso en el embarazo de no saber qué contestarle, porque o me acreditaba de cobarde o me exponía a montar en un potro probablemente; pero al fin venció el orgullo y respondí:
+—Por supuesto, con tal que no brinque el animal en que yo monte.
+Se rió el picarón de mi hombre, y dijo:
+—Pues ese caballo que le voy a dar era manso, pero hace mucho que lo tenemos engordando, y quien iba a montar en él se arrepintió.
+Llegamos a la casa, y desde la puerta lo alcancé a ver amarrado debajo de unos mangos. Me le acerqué y vi que era alto, gordo, fornido, lustroso y de color castaño, el ojo vivo y de mirada alegre, nariz ancha y orejas pequeñas; no permitía que se le acercara nadie. En tanto que yo lo contemplaba sacó mi hombre con qué ensillarlo y me dijo:
+—Esta silla es nuevecita, nadie la ha estrenado todavía.
+—Peor para mí —le contesté—, porque tendré que amansar silla y potro.
+Para ensillarlo empezaron por taparle los ojos y sobarle el lomo hablándole quedo; pero aquel animal parecía nervioso, porque cualquier cosita, cualquier rejito que le tocara lo hacía fruncir y de vez en cuando bufaba como un toro que embiste. Por fin lo ensillaron, quitaron los estorbos que había en el patio, y a los chiquitos de la casa los llevaron para adentro, no fuera a ser que los atropellara; un hombre lo cogió de la jáquima bien cerca de la quijada y otro estaba pronto para tener el estribo, cuando don no sé qué, porque nunca supe cómo se llamaba mi protector, me convidó para que fuésemos a la sala. En el camino le pregunté por los zamarros y él me contestó:
+—Eso no usamos nosotros; espuelas sí hay, pero ojalá no se las ponga.
+Cuando entramos a la sala:
+—Aquí te traigo el cachaquito para que me le des un trago de pechereque —le dijo a su esposa, que era mujer ancha, espaldona y con un abdomen que al reírse se le movía como una gelatina; cada una de sus palabras era un grito y cada carcajada un estruendo.
+—¿Usted es quien va a montar en el potro? —me dijo, midiéndome con una mirada de pies a cabeza.
+—Sí, señora —le contesté con calma.
+—Pues entonces, téngase.
+—Eso pienso, mi señora.
+Pronto estuvieron llenas dos copas de un aguardiente tan puro que hacía escupir al verlo, y sin brindis ni ceremonias nos lo acomodamos entre pecho y espalda, y, ¡manos a la obra!
+No hubo novedad mientras montaba, y por lo que hace a mi figura no acierto a decir cómo quedaría, pero supongo que los calzones ajustados se irían a las rodillas, dejando al descubierto las medias y los botines. Un muchacho cabestreó el caballo hasta la puerta entre si brinco o no brinco, pero como en la calle había una multitud de gente que esperaba tan sólo para ver quién era el que montaba en semejante animal, cuando los muchachos vieron mi encogida figura y el caballo con las orejas arriscadas y la cola fruncida, gritaron: «Téngase de atrás»; las mujeres: «¡Mírenlo cómo viene!» y los calentanos: «¡San Juan!». Con esto y un lapo que le dieron, el tal caballo salió corriendo como la ira mala. Todos me gritaron: «¡Téngalo!», pero yo no tenía manos con qué hacerlo, porque la una era para la cabeza de la silla y la otra para el sombrero. Cuando el animal se sintió sin quien lo manejara, cuando los estribos (que muy pronto perdí) empezaron a golpearle los ijares, entonces sí que perdí la esperanza de salir con vida. Nadie lo pudo contener y unos gritaban: «¡Uiste!». Otros: «¡Arre!», todos lo espantaban, ninguno hacía por contenerlo, por donde quiera que pasaba cerraban las puertas y otros las abrían para ver correr aquella furia. Por fin empecé a perder el sentido y al principio vi niebla, después no vi nada y, adiós…
+Me contaron después que el caballo había dado vueltas por todas las calles y que viendo que no era posible contenerlo y temiendo que se estrellara conmigo, habían resuelto enlazarlo de cualquier manera; los rejos, según me dijeron, llovieron sobre mí; de eso sí pude dar razón por las peladuras y cardenales que me quedaron. Y fueron tantos lo enlazadores que sobre mí cayeron, que uno me echaba un chambuque al pescuezo, otro a la cintura, uno enlazaba el caballo, otro caballo y jinete, y todos tiraban, y ninguno aflojaba, como si yo fuera el tesoro. Después que pudieron sujetar el caballo me desenredaron y dicen que les costó un trabajo inmenso soltarme las manos de la cabeza de la silla, como si fuera contrato con el gobierno. Cuando volví en mí estaba en una venta rodeado de una multitud de gentes que jamás había visto, y como todos se interesaban tanto por mi salud, lo primero que hicieron cuando abrí los ojos fue darme aguardiente, es decir, hacerme perder otra vez la cabeza.
+El dueño de la venta, que parecía un canónigo en traje de entre casa, dijo que no me volvieran a hacer montar en ese caballo y que él daría uno manso. Era este sujeto de estatura regular y cilíndrica; cualquiera diría que era una pipa con cabeza; pero como es necesario hacer justicia, diré que si por la frente se mide el talento, este hombre era la inteligencia personificada, pues le empezaba desde más atrás de la coronilla; en una palabra toda la cabeza se le iba convirtiendo en frente; la nariz era arqueada, los ojos pardos sin cejas y sumidos entre dos enormes carrillos, que, agobiados por la gordura, caían más abajo de las mandíbula como caen los labios de un perro dogo.
+El caballo que me tocó en suerte era el reverso de la medalla del otro; así debiera sucederles a los que se casan después de haber perdido una buena mujer. Mi caballo era rucio mosqueado, chico y tan flaco que en él se hubiera podido estudiar anatomía sin necesidad de quitarle el cuero; tenía la mirada lánguida y la boca como la de los que están conformes con su suerte, es decir, con el labio inferior más largo que el otro y en continua convulsión, como si buscara consonante. Pero, eso sí, era animal que no necesitaba de espuelas, porque lo mismo se le daba de que se las arrimaran que de que no se las arrimaran.
+Ya eran las doce del día más hermoso del mes de junio, cuando los hombres empezaron a reunirse para ir a sacar a las señoras. La banda de músicos, presidiendo el paseo, hacía alto en cada casa de donde había que sacar a alguna de aquellas, a los gritos de «¡San Juan!», con que todos la recibían.
+Toda las señoras montaban en briosos caballos y la mayor parte de ellas tenía enaguas blancas largas, y jardineras de merino azul o verde ajustaban sus talles flexibles y delgados; muchas llevaban capas y alguna que otra iba con el traje de pura calentana. De una de esas casas salió un sol; un sol era según quemaban sus miradas. Montaba un caballo bayo naranjado, alto, gordo y muy proporcionado en sus formas; pateaba el suelo orgulloso con su carga (miento, que era tercio), tenía una obediente inquietud que lo hacía no estarse quieto en tanto que su dueña lo contenía; en su cuello arqueado que alargaba alternativamente ya hacia una, ya hacia otra de las rodillas como para limpiar la espuma del freno, tenía crin blanca y brillante que le caía del lado izquierdo, haciendo ondas en las que brillaba el sol; la cola, que dejaba a merced del viento cuando corría, parecía una pluma y en el movimiento airoso de las manos parecía mostrar el orgullo de quien comprende que lo que hace está bien hecho.
+La señorita que montaba en este hermoso caballo se llamaba Rosa, y bien lo era por su frescura, sus colores, su belleza y también por sus espinas; ¡qué agudas eran!, todavía siento sus punzadas. Supóngala, mi querido lector, tan amable como un niño, y con la risa de la inocencia que asome a sus provocativos labios, sin que caiga en cuenta de que sus ojos dejan una herida donde quiera que se fijan; que hieran sin querer; no le ponga más adorno que la sencillez y una camisa bordada de sedas de colores, tan blanca y fina «que las formas virginales del seno dibuje y guarde»; ahora, imagínela con el cabello estudiosamente abandonado por los hombros y con bucles negros que oscilen a los latidos de su corazón o al menor movimiento de su inquieto caballo; y por último, póngale un sombrerito negro con dos plumas y lazos de cinta color de cereza, que unas veces floten libres y otras vengan a acariciar sus rosadas mejillas, y tendrá usted, mi buen lector, una idea de lo que era la encantadora Rosa.
+Después que estuvimos todos a caballo, empezamos a recorrer las calles entre mil gritos, músicas y cantos hasta que salimos a un inmenso llano para ir al río, y aquí fueron mis apuros, porque mi caballo, aunque sonaba como una tambora al repique de mis calcañares, no se daba por entendido de que muy pronto nos dejarían atrás. Viendo que ni los gritos de «¡San Juan»!, los cohetes, los latigazos y ni aun las copas que yo tenía en la cabeza lo hacían correr para alcanzar a la del caballo bayo, determiné echarme a pie y dejar entregado a ese infeliz a su triste suerte; pero viendo esto uno de los de la comitiva, hizo desmontar a uno de sus hijos y me dio el caballo. Entonces sí que no dejé a quien no atropellara, con quien no apostara a las carreras, ni dejé traje que no rompiera con los estribos, en una palabra, corrí como en caballo ajeno.
+Ese llano por donde pasamos es de los más pintorescos que he visto en mi vida. La inmensa esplanada está rociada de casitas donde el sonoro plátano convida a gozar de la sombra que brindan sus anchas hojas, donde los naranjos y limoneros, unos cargados de flores y otros de frutas, recrean la vista y el olfato, y donde de entre espesos y cargados mangos se levanta la palma con su plumaje de dengosas hojas que se dejan mecer a los soplos de la brisa como se mueve el talle de una mujer para hacer un desdén. En todas esas casitas tenían precisamente un gallo colgado de las patas con la inocente intención de quitarle la cabeza, como hicieron con San Juan. ¡Dies iroe!, para los gallos y las gallinas también.
+Pasamos ese llano a la carrera, visitando todas esas casas, donde el saludo era un grito de «¡San Juan!». Y después una copa de aguardiente. En seguida empezamos a entrar a una vega de árboles coposos y tupidos que formaban una techumbre de verdura sin que en el pie hubiese ni una zarza que impidiera el paso. Íbamos despacio gozando de aquel espectáculo tan agradable, cuando de repente vimos el río… Parecía que acababa de abrirse paso por entre esa vega, porque de un lado y otro venía besando los troncos de los árboles y las gramas de la orilla, que se arrimaban hasta mojarse en las primeras olas. Este río, aparentemente quieto y silencioso, como el semblante de quien quiere ocultar la pasión que lo domina, copiaba en su seno las ramas de los árboles, que se alargaban como para mirar su imagen en el fondo de las aguas, antes que algún soplo rizase la superficie, así como un recuerdo agradable arranca una sonrisa que apenas asoma y muere. En este momento me olvidé de todo para contemplar aquella escena de que apenas tenía una idea. Yo no había oído la brisa que acompaña a los ríos y que unas veces parece dormida sobre la corriente y otras se levanta a las ramas de los árboles para mecerlas y arrancarles las hojas que caen y siguen a su pesar el curso de la aguas, como caen las horas en el pasado para no volver. Yo no había visto la golondrina que viene rastrera sobre la superficie del agua, que moja su pecho y se alza a su nido para amasarlo con el agua que lleva embebida en sus plumas, y meditaba en todo esto, cuando desperté al grito universal de «¡San Juan!», y «¡San Juan!» grité yo también para volverme a mezclar en aquel bullicio. Ambas riberas estaban llenas de gentes de todas clases: unos debajo de enramadas, otros debajo de los árboles, y muchos debajo de toldos, y en todas partes ardiendo la hoguera en que se preparaba la comida para después del baño, y en todas partes los chuzos con pollos ensartados. Día terrible, vuelvo a decir, ¡para el linaje gallináceo!
+Apuros de otra clase fueron los que tuve a la hora del baño, porque por allá es más fácil que muchos no sepan persignarse, que el que una mujer no sepa nadar. Ese día serví de diversión a todos, porque cuando me vieron preguntando dónde sería menos hondo, hasta los muchachos querían cogerme por su cuenta entre el río.
+Después del baño empezó la música y dimos principio al baile. Yo no sé si en los grandes salones y en medio de las riquezas haya un instante siquiera que dé idea de la felicidad y de la inocente sencillez de que se goza en escenas de esta naturaleza. Allí, sin más techo que las hojas de los árboles o el mismo cielo con su hermoso azul que no tiene una nube que cruce a esas horas el espacio, sin más alfombra que la grama o la ardiente arena; por un lado la vega, que entre el follaje y los troncos oculta cierto misterio que parece que convida a gozar o que «a los hurtos de amor brinda», como dice Saavedra, y por otra parte el río que pasa torciendo su paso como para entretenerse un poco más y gozar de aquella alegre fiesta; allí, digo, hay encanto que no han saboreado nunca los de las grandes ciudades y los ricos salones donde impera una tirante cortesía. Yo quisiera dar una idea a mis lectores de lo que es oír los gritos de alegría que, unidos a los ecos de la música y al murmullo sordo del río, llenan el aura de una armonía más propia para gozarla en silencio que para ser explicada.
+¡Quién pudiera hacerles sentir, lectorcitos míos, lo que es un bambuco entonado en las playas de un río por dos voces femeniles, sin más acompañamiento que los tiples! ¡Ah!, esto es para volver loco a un buen cristiano.
+Cuando el bambuco empezó, toda la gente fue formando un círculo y dejando el lugar suficiente para que los bailadores se exhibieran. No tardó mucho en presentarse un muchacho con alpargatas limpias y calzón blanco tan bien aplanchado como su camisa, con ruana de colores vivos y con un sombrero raspón que medio ocultaba, medio descubría sus picarescos ojos. De una mirada, buscó en todo el círculo la que quería sacar a bailar y se fue hacia ella.
+En tierra caliente no se usa más cumplimiento ni ceremonia para invitar al baile que llegar delante de la pareja haciendo una pequeña venia, y a esta invitación no se resiste nadie. Salió, pues, la bailadora entre tímida y vergonzosa, pero sin esquivarse, y luego que se colocaron uno al frente del otro como a ocho pasos de distancia esperando a que los músicos entonaran un verso con su estribillo, la muchacha pareció reconocer su puesto y se armó. Con sus enaguas de linón azul, camisa fina y bien bordada, el cabello negro y húmedo, suelto en bucles sobre los hombros y contenido por una ligera corona de helecho, un pañuelo blanco en la mano que apoyaba en la cintura y arregazando con la otra las enaguas de encima como para dar campo a su inquieto pie, parecía desafiar a la que más hermosa y modesta se presentase allí; pero ¿quién se había de atrever, si era Rosa, la que estaba en el puesto?
+Empezó el baile y el canto también con esa poesía lírica tan sencilla en su expresión como ardiente y constante en sus resultados: cuartetos sencillos como hijos del pueblo a quien sirven de intérprete; ¡pero cuánto sentimiento hay en ellos! Dos mujeres a dúo, acompañadas de tiples y del casi callado son de la tambora, o como dice Pombo: «Con salsitas de violín, alfandoque o pandereta», entonaron este cuarteto en tanto que Rosa bailaba:
+Cuando dices son mis ojos
+Los que tu alma están quemando,
+Se te olvida que los tuyos
+Me tienen desesperando.
+Después de repetido por mitades el verso, empezaron a cantar el estribillo de «que se quema el monte, déjalo quemar, que la misma cepa vuelve a retoñar».
+Yo no sé qué calificativo darle a este baile; si airoso, elegante o arrebatador; apenas oye uno su música, quisiera bailar o gritar y, ¡cosa extraña!, es triste el bambuco también cuando se quiere. Este aire nacional, tan antiguo como nosotros, es siempre tan nuevo como el día que está pasando, y tiene tanta popularidad como para el mundo la ha tenido la Ilíada de Homero. Siglos vendrán en que nuestra sociedad se haya regenerado al influjo de la civilización y en que nuestras costumbres sean enteramente francesas, y el bambuco será repetido como un recuerdo siempre agradable: La Marsellesa y el bambuco no morirán.
+En el baile me pareció ver representar en pantomima la historia de unos amores con todas sus peripecias, porque empieza el hombre con su paseo hasta la pareja, como para invitarla; ella cede y lo sigue, y ya se vienen, ya se van; el hombre escobilla, mientras la mujer zapatea; después se retiran desdeñosos y cuando el hombre vuelve hacia el centro, la mujer también se acerca, pero al tiempo de encontrarse, cuando ya parece que se tocan, la mujer con una media vuelta se esquiva desdeñosa y se va, y entonces el hombre la sigue siempre en tanto que los músicos suelen cantar el estribillo de «¡Cógela, cógela de la colita, que se te va!».
+Lo que me agradó también fue el ver que allá todas bailan, porque presentándose una mujer en el puesto, aunque sea una vieja, la que baila le cede el lugar, y el hombre tiene que bailarlas hasta que algún otro quiera venir a reemplazarlo. Después del bambuco bailamos valses confidenciales y sabrosos, elegantes contradanzas, caña y torbellino hasta que llegó la hora de la comida.
+Pocos de mis lectores habrá que no hayan gozado de una comida a la orilla de un río y rodeados de lo más querido de su familia y amigos, sin más asiento ni mesa que el mismo suelo, y muchas veces sin más mantel que grandes hojas de plátano. En este día nos sentamos alternando un hombre y un mujer, con el objeto de que cada uno le sirviese a una de ellas, a riesgo de que muy pronto ellas fuesen las que nos sirvieran, porque eso es lo que sucede siempre. La comida era exquisita, y el orden era mejor; pero muy pronto empezaron las lenguas a enredarse y los colores a salir a la cara, y ya un hombre por alcanzar una copa tropezaba con una botella, creyendo que no estaba tan cerca, ya una señora exigía a un hombre que tomase más de lo necesario, para lo cual se comprometía a tomar con él, y en tanto yo que gozaba de fama de talentazo, no sé si porque me callaba, fui invitado a brindar y en menos de nada dije más disparates que palabras; eché contra el partido caído y elogié al dominante, hablé de literatura y de ciencias como un estudiante de amores, todos me palmotearon y algunos gritaron: «¡Viva el orador!», no faltó quien dijera: «¡Que se repita!», como en función de teatro. Todos quedaron satisfechos y yo no supe lo que dije, ni los demás tampoco; pero así es como se gana la popularidad.
+Por la tarde volvimos a salir al llano, y como en cada casita había un gallo colgado, todos pasábamos con la inocente intención de arrancarle la cabeza, pero el que manejaba el rejo, en el punto en que pasábamos tiraba y hacía levantar el gallo dejándonos con la mano cerrada como quien sueña con una mochila de plata. En otras partes un gallo enterrado esperaba, o lo hacían esperar, a que alguno viniera a quitarle la cabeza de un machetazo. ¡Pobres gallos!, si ellos tuvieran conciencia del sufrimiento, cuánto padecerían al verse rodeados de gente que se ríe y oyendo los acompasados golpes de una tambora y los repetidos gritos de «¡San Juan!» y todo esto tan sólo porque alguno mal vendado venga a cortarles la cabeza.
+A mi amigo Luis F. Uribe
+Se aproximaba la época de los certámenes en la escuela del barrio de Las Nieves, en la cual estaba matriculado yo, pero a la que muy poco concurrí; me parecía más fácil correr al río Fucha o al del Arzobispo, que ir a que me mortificara el maestro Duque. Aquel maestro tan largo y tan delgado me producía crispatura nerviosa, sobre todo cuando se me acercaba con la férula en la mano. Pero, en fin, yo de todos modos debía concurrir a los certámenes, y por consiguiente habrían de hacerme vestido nuevo.
+Dije ya por allá en alguno de mis recuerdos infantiles, que yo había quedado huérfano cuando apenas tentaba dar los primeros pasos asido de la falda de mi madre. Desde entonces quedé bajo el amparo de un tío, y es en casa de este, mi segundo padre, que corren las escenas que voy a referir.
+¡Qué ilusiones las que me formé! Ya no volvería a estrenar la ropa vieja de mi tío, y me comprarían un sombrero que reemplazaría la cachucha de vaqueta en forma de mesa redonda, y a la cual se le daba lustre los domingos, como se hacía con el calzado. ¡Tendría por fin vestido nuevo!
+Notificado mi tío de tal desembolso, se acordó de los paños de los billares que tenía en la Calle Real, y los que por estar ya muy rotos y manchados de aceite, habían tenido que ser reemplazados por otros nuevos, y pensó en que nada mejor podía hacer que aprovechar aquellas telas en el vestido de su sobrino. Dicho y hecho, mandó llamar al maestro Moscoso, quien trabajaba cerca de nuestra casa, para que me tomase las medidas del pantalón, chaleco y chaqueta, y para completar la obra se convino en que me haría una cachucha del mismo paño. Cierto es que este recurso fue empleado después, hasta cuando ya me estaba apuntando el bozo, pero eso sí, con notables diferencias; porque unas veces me hacían pantalones, chaleco, chaqueta y cachucha del tal paño de San Fernando, y otras, para variar, me acomodaban cachucha, chaqueta, chaleco y pantalones. Y, ¡cómo son las cosas de este mundo!, esto ha decidido de muchos puntos de mi vida. Algunos facultativos hoy, que fueron condiscípulos míos o colegas, me han tomado como asunto serio de estudio y creen que mi color verdoso no es sino un reflejo solidificado del paño del billar5. ¿Pero hasta dónde habrá ejercido su influencia esta circunstancia en mi vida, cuando una vieja que me conoció desde niño y a quien le jugué una pillada, decía con gran formalidad que no en balde tenía yo el alma verde? Y, ciertamente que, ¡en cuántos días la he sentido así ante los recuerdos de mi niñez!
+Cuando vuelvo a mirar hacia atrás, cuando recuerdo la época de mi infancia, siento una impresión muy rara; es algo como susto gozoso mezclado de anhelosa curiosidad. Creo que si la fruta pudiera recordar la flor que le sirvió de cuna, por más que el sol la hubiera dorado con sus calientes rayos, por más que la savia la hubiera colmado de aromoso aliento y suaves carnes, y por más que su hermosura fuera la envidia de sus compañeras y la gala del árbol que la crió, desearía volverse a tan inocente estado. Y no se crea que esto suceda por anhelo de prolongar la vida, no; es porque cuando se piensa en la niñez, la imaginación se complace en revestir ese recuerdo con el cendal de la inocencia, con el ropaje del candor; es porque la conciencia siente el goce inefable de un recuerdo sin remordimientos, y así como el sol al partir dora hasta las últimas colinas que ha dejado atrás, así nuestra alma al acercarse cada día al ocaso de esta vida, vuelve retrospectivamente toda su ternura hacia una edad de tranquilos goces que ya nunca volverá. Si los niños comprendieran a qué los conduce su ambición de ser hombres, no llorarían y querrían volver más bien a refugiarse en el seno de la madre que les dio el ser.
+Tres días después de cortado el vestido en mi propia casa, mandó decir el maestro Moscoso que le mandaran al niño para probarle lo hilvanado ya. Efectivamente, lleno de esperanzas y henchida el alma de gozo, me fui al taller, y, ¿quién habrá de creerlo?, aquello me produjo la mortificación más grande que en mi vida de niño haya podido sentir.
+En tanto que el maestro me puso la chaqueta hilvanada apenas, sin mangas aún y sin cuello, y que le daba tironcitos por aquí, que sobaba por allí para sentarla, que fruncía los pliegues y que señalaba con tiza las partes que debía mermar; cuando, como a un figurín, me daba vuelta por aquí, me hacía volver por allá, acerté a fijarme en un racimo de caballos de los que habían sobrado desde el mes de San Juan, y que para tentar la codicia de los muchachos habían colgado en la puerta. ¡Qué combinación tan simpática de colores la que producía aquel conjunto de bustos ecuestres! Los había de telas y paños de lo más heterogéneos: blancos, negros, carmelitas, grises, rosados, verdes, azules; ¡qué más explicación!, el iris con todas sus combinaciones y degradaciones estaba representado allí.
+Yo jamás había sido dueño de un caballo, y por entonces creí que toda mi ambición y felicidad quedarían colmadas al poseer un juguete de esos. Pregunté al maestro cuánto valía uno y me contestó que eso dependía de la calidad de ellos, que los había con boca abierta y colorada que valían un real. Y otros que sólo valían medio. Casi con las lágrimas en las pupilas y con el aire suplicante de un niño. Le dije que si me regalaba uno.
+—No puedo —me contestó— porque cuesta mucho trabajo hacerlos.
+¡Ah, maestro cruel! ¡Seguramente ese hombre aún no sabía lo que es ser padre! Y más me atrevo a decir: él no conservaba recuerdo alguno de su infancia. El golpe dado en mí fue terrible, casi decisivo. ¿De dónde podría yo obtener un real, cuando creo que no lo conocía y jamás había sido dueño sino de algún cuartillo regalado en día de pascuas?
+Hubo en mi casa una criada que jamás conoció otro hogar, pues había nacido allí y por consiguiente formó parte integrante de la familia. Llamábase Josefa, pero nadie le decía sino Chepa, y yo, mamá Pepa. Era ella quien cuidaba de mí con tal cariño, con tal solicitud como si realmente hubiera sido mi madre. Nacida, como dije, en la casa, había sido nodriza lo menos de dos generaciones, de suerte que para ella, excepto mis tíos, todos, aun los casados ya, eran sus hijos a quienes regañaba cuando lo creía conveniente.
+Yo había sido herido de muerte al ver la imposibilidad de poder conseguir un caballo de paño. El niño inquieto y travieso enmudeció amilanado como ave cogida en la red, y en esa noche, no se me sintió en la casa; a mí que no dejaba de gritar y saltar un momento. Cuando mamá Pepa fue a buscarme para llevarme a la cama, me encontró en un rincón dormido, pero con las lágrimas aún pendientes de los párpados. ¡Había llorado en mis sueños!
+Averiguada la causa por mamá Pepa, le conté lo que me pasaba, y entonces la pobre vieja me dijo haciéndome cariños, que ella no tenía con qué comprarme el caballo, pero que le pidiera a mi tío que él me daría.
+Dormí con inquietud y desperté temprano, pero apenas vi la luz se presentó delante de mí, la idea del caballo y la imposibilidad de adquirirlo. Necesité de emplear un grande esfuerzo para resolver dirigírmele a mi tío, pero al fin lo hice.
+—Bien —me dijo él—, te compro el caballo, pero con la condición de que me traigas dos premios de primera clase, ganados en la escuela. Yo no sabía cómo pudiera ganarlos. Pero al menos había ya un camino.
+El maestro Amarillo era el zapatero que calzaba a las señoras de mi casa. Sus babuchas, según decían, eran siempre de un cordobán, tan suave al mismo tiempo que resistente, que no había quien las superara. Era por consiguiente el hombre del buen calzado y favorecido para todos, y allá me llevó mi tío para que me hiciera unos borceguíes. Con el objeto de que me duraran mucho tiempo, se convino en que los haría de suela doble claveteada y de cuero llamado becerro; es decir de vaqueta poco más o menos.
+En aquel tiempo la nomenclatura del calzado era muy distinta de la de hoy: además de las botas, chinelas y botines se usaban las babuchas, los borceguíes, los suizos, los washingtones y las brecas que aún hoy tienen su uso en algún estado. Las mujeres no calzaban sino babuchas de cordobán o zapatos de raso bordados de oro o plata; el tafilete también se usaba. No existían estos preciosos botincitos de resorte o botitas abrochadas, tentación de más de cuatro. Los tacones agudos y en la mitad de la planta del pie, ¿cómo habían de imaginarse entonces que pudieran usarse por las mujeres con tantas ventajas sobre los pobres hombres que las miramos?
+Los borceguíes que me iban a fabricar eran de aquellos con los que el pobre muchacho tiene que estarse quieto o resolverse a las peladuras en los calcañares y las llagas en los dedos. ¡Qué prisión tan terrible es aquella!
+Los premios que se repartían los sábados en la escuela eran de dos clases: los de primera y los de segunda; ocho de estos equivalían a uno de primera, y se obtenían por buena conducta, correcciones a los condiscípulos en las sabatinas y cierto número de lecciones buenas. La delación de malas acciones cometidas dentro o fuera de la escuela, también tenían su recompensa. Estos eran los medios legítimos de obtener premios; sin embargo, en el mercado extraoficial se había establecido un agio que, merced a la vista gorda del maestro, produjo una fluctuación de precios en la bolsa que alzaba y abatía fortunas en pocos instantes.
+He aquí los precios ad valorem a que se cotizaban los premios: por ocho botones de hueso se obtenía un premio de segunda; así pues, dieciseis botones o medio real en pura plata era el valor de uno de primera. El pan, las panelitas de leche y las cuajadas llegaron a tener tal crédito en el mercado, que superaron al de los bonos nacionales de aquella época.
+El camino para mí estaba abierto, yo no tenía que hacer sino conseguir unos botones para comprar los premios que necesitaba. ¡Pero cómo!, cuando la previsión en mi casa había llegado hasta el extremo de no ponerle a mis vestidos sino botones forrados en género. No obstante, con multitud de dificultades arranqué, dándole vueltas, algunos, de los vestidos de mi tío y con esa base me fui para la escuela a probar suerte de otro modo.
+El juego debía sacarme de apuros. ¿Quién no ha jugado en la vida? ¿Quién no ha librado a la suerte un porvenir entero? ¿No le deben las altas notabilidades políticas su posición a las jugadas sobre la carpeta que forman de los pueblos que componen el país? ¿Quién no ha jugado a los amores? ¿Quién entrega su mano y su porvenir en otras manos, qué otra cosa ejecuta sino hacer una jugada que decide de su suerte por toda la vida? Y si bien es cierto que el juego ha causado la ruina de tantas familias, tampoco puede negarse que muchas posiciones notables le deben su origen al manejo de los dados o de las cartas. Pero ¿qué extraño ha de parecer todo esto cuando los partidos y las naciones libran su existencia a la suerte de una batalla?
+Jugué en el zaguán de la escuela mientras llegaba el maestro, primero al pite, y luego al hoyuelo con buen suceso; pero la ambición de ganar me hizo aventurar lo adquirido ya en la rayuela, y ahí quedó toda mi esperanza. Volví, pues, a mi inquietud de siempre.
+ Me propuse entonces ahorrar el pan que me daban en casa, para comprar los premios; pero el maestro dio orden de recogerlos todos, con el objeto de hacer el cálculo definitivo de notas buenas y premiar el día del certamen a quien más lo mereciera. ¡Se me cerró esa puerta también!
+Mariano fue un criado de mi casa, a quien conocí algo entrado en edad y que por su bonhomía y ninguna rapidez de concepciones ni movimientos era de esos que hoy llaman bienaventurados: manso, pobre de espíritu, llorón, todo lo tenía para merecer tal título. Por supuesto que habría sido una calumnia atroz el haber pensado siquiera que él hubiera podido ser uno de los inventores de la pólvora, ni el que hubiera podido convertir más tarde el aire en agua tan fácilmente como se habrá de hacer de él una piedra. Él no era sino un cero en la humanidad, es decir, inventado para aumentar cifras sin que intrínsecamente valiera nada. Esta es una verdad. Y si no, dígaseme, ¿merecen el título de hombres capaces de formar en él catastro humano tantos seres que no hacen más que comer, dormir y oprimir la tierra en fuerza de la pesantez de sus masas?
+Suplico se tenga en cuenta a este sujeto, porque no tarda mucho en que me sirva de algo. Después de tantos años de muerto, cómo vino a servirme de otra cosa que no fuera de estorbo. ¡Dios le haya perdonado las que me hizo pasar!
+Los días corrieron y llegó el del certamen. ¿Creerán ustedes que yo pudiera dormir la víspera? Ni una pestañada: el gran pesar de no poder comprar el caballo y la idea de estrenar un vestido se apoderaron de mi espíritu para tenerlo en tensión.
+¡Un vestido nuevo para un niño…! ¡Ayudadme todos, lectores míos, con lo más risueño de vuestros recuerdos. Días brillantes, imperecederos, de los jueves santos, días de Corpus y de certámenes, venid con toda vuestra luz; y ya que no habréis de volver en nuestra vida, al menos volved en recuerdos a calentar nuestra alma tan llena ya de decepciones y frías amarguras!
+Mi vestido, excepto los borceguíes, estaba colgado delante de mi cama como una ilusión tentadora; me parecía que no habría de llegar el nuevo día en que emperejilado (¡ah, palabra la que salió de mi pluma!), con mi vestido verde hubiera de ser de lo más rozagante entre mis compañeros; así fue que apenas cantaron los pajaritos estuve en pie preparándome para ser el más feliz de los seres de la tierra. ¡Quién hubiera tenido un caballo para que aun hoy no sintiera ese recuerdo sin algo que me lo amargara! ¿Cuándo dejará de estar la vida llena de contradicciones?
+Al fin me vi con mi vestido nuevo, pero del cual no estrenaba realmente sino el hilo de las costuras, los forros y los botones. Sobre la tela de él, como sobre la túnica de Jesucristo, se habían jugado ya más suertes que los pelos que lo enlustraran cuando lo trajeron de España.
+Hoy, cuando pienso seriamente en mi modo de ser, veo que aquello no fue sino una predicción. Al penetrar dentro de mi alma, veo que ella jamás ha vestido de nuevo sino el afecto íntimo de los míos; por fuera, sólo la miseria andrajosa de los desengaños la han cubierto como a un mendigo.
+Momento es de suprema emoción aquel en que, sentados los examinadores al frente de los cursantes, se oye el último golpe de la tambora de una música ruidosa y la campanilla del maestro que anuncia se va a decir la resunta.
+Dejo al escolar más adelantado que discurra lo que el maestro había discurrido con meses de anticipación, para dar dos explicaciones previas, y sea la primera: que el maestro Amarillo no entregó los borceguíes y que por tanto hube de aparecerme con los rotos que tenía, lo cual me hacía estar allí buscando posiciones a los pies, para ocultar los dedos que se salían por todas partes; y la segunda, que el maestro dijo, para estimularnos, que a quien mejor respondiera en el certamen le daría un premio doble que sería convertible en dinero. Una rendija se había abierto para mi esperanza frustrada de conseguir caballo.
+¿Qué tenía de raro que acertase con una respuesta, aunque yo no sabía sino la doctrina cristiana, y aun en esa materia no pasaba del persignar? Es de calcular que por mis alcances y por mi edad me colocaron de los últimos; así fue que mientras preguntaban a los de arriba, pasé mi tiempo en una oración mental en la cual suplicaba a la Virgen y a todos los santos me inspirasen algo bueno. Si he de decir verdad, en las grandes aflicciones de mi vida, en los grandes peligros jamás he levantado el corazón a Dios con tanto fervor, con tanta unción como en aquel día. ¿Podrá caber más pureza en el miserere de David arrepentido que en la súplica de un niño inocente?
+Por aquellos tiempos el General Santander, Presidente de la República, concurría a los certámenes, desde los de las escuelas de los barrios hasta a los del colegio del Rosario y la universidad. Sí, señores; yo lo vi entrar con cachucha redonda y envuelto en su capa magna.
+Por fin, por allá como a las once de la mañana empezó a preguntar un viejo apergaminado, calvo hasta la nuca, de cejas pobladas, ojos hundidos, nariz aguileña, adornado con antiparras de resorte que lo hacían ganguear y por consiguiente incomprensible; no se le entendía nada. No lo describo más porque llegué ya a mi punto objetivo.
+Pues señores, este viejo empezó a hacer preguntas en la clase de doctrina, por los más adelantados. Las angustias que yo sentí son indescriptibles. El corazón me saltaba entre el pecho como a pajarillo acabado de aprisionar por un muchacho, las lágrimas casi se me saltaban a causa del susto, y era tal mi desesperación, que no podía estar un momento quieto en mi asiento. Dependía de una respuesta, de una sola, el colmar mi ambición.
+Faltaban tan sólo dos o tres de mis compañeros que estaban antes, cuando en medio del zumbido de oídos y la cuasi ceguedad que me producía el llanto que ya inundaba mis pupilas, acerté a fijarme en una puerta que estaba delante de mí colmada de gente. Allá en medio de todos estaba Mariano alzando los botines por encima de todos y gritando tan recio como podía:
+—¡Niño Aví!, ¡tome sus borceguíes!
+¡Aquel hombre me mató! Más valiera que me hubiera dado un balazo. No miré más para allá y esperé la réplica que ya casi, casi llegaba a donde mí. ¡Qué momento aquel! Quisiera borrarlo de entre los recuerdos de mi vida.
+Por fin oí una voz gangosa que pareció decirme:
+—Usted, niñito, el del vestido verde, dígame ¿cuáles son las virtudes teologales?
+—Mundo, demonio y carne —contesté con arrogancia. Una risa general colmó el salón y se repercutió en mis oídos como el rugido del oleaje en los oídos del náufrago.
+—¡No! ¡Dígame, pues, cuántas son las bienaventuranzas!
+Entonces contesté lo que el muchacho más cercano me dijo por detrás:
+—La primera, lujuria; la segunda, pacien…
+En medio de otra carcajada más estrepitosa sonó la campanilla del maestro y el acto terminó. Un bambuco tocado por la banda de músicos colmó los espacios, en tanto que yo, con las manos en la cara, quedé sumido en una profunda agonía.
+En seguida, el maestro Duque, con la solemnidad del caso empezó a llamar uno por uno a sus discípulos, para entregarles el premio dado por la escuela y un libro donado por alguno de los examinadores. Cada nombre dicho era para mí una acusación a mi falta de estudio. ¡Cuántos arrepentimientos no tuve entonces! ¡Qué de propósitos no hice para ser en adelante estudioso y formal!
+Las esperanzas que los niños conciben, puesto que están menos atormentados por las desilusiones, son más consistentes, tienen más apoyo en un quizá, que la del que lleva ya el alma hecha jirones a fuerza de sufrir. Yo no sé por qué concebí la idea de que el maestro Duque no me habría de olvidar, tanto más cuanto que yo oía que llamaban para premiar a otros que casi nunca concurrían a la escuela. ¡Qué necio!, yo no sabía que la mayor parte de los galardones que en la vida se dan, se deben a la posición, a la intriga y a la bajeza. Cuánto valor y méritos he visto yo, que no han merecido sino un olvido torpe y envidioso.
+Llegó a los de mi clase y empezó a llamar, hasta que por fin… Sonó la campanilla y terminó la distribución. Un grito agudo que sobrepujó al instrumento más alto de la música, salió de mi garganta y caí casi sin sentido. Cuando me sentí alzar en los brazos y abrí los ojos, vi que era el bueno de Mariano que como podía me consolaba ¡Y tuve la injusticia de decir que no servía para nada! Que su espíritu me perdone tal injusticia.
+Averiguada la causa de tal llanto por algunos de los concurrentes, quise contestar. Mas los sollozos me lo impidieron. Entonces uno de los niños que estaba cerca de mí dijo que estaba sentido porque no me habían dado un premio.
+«Eso es muy digno de ser premiado», dijo aquel hombre de cabello alisado sobre las sienes, mostacho fino y vuelto hacia arriba, a quien se le ha levantado una estatua en una de las plazas de esta ciudad. «Tome para sus dulces», me dijo, abriéndome una mano y dándome una palmadita en una mejilla. ¡Yo era dueño de un peso! ¡Cuántos caballos podía comprar ya! El hombre de las leyes, el vencedor en Boyacá, me había hecho más feliz que lo hiciera con su valor y su ciencia a la antigua Colombia!
+Desde luego que yo no me esperé a romper la férula ni a enterrar la disciplina, como entonces se acostumbraba, función a la cual concurría el maestro; sino que me fui directamente a donde el maestro Moscoso a escoger mi tan deseado caballo.
+En aquellos tiempos las casas de Bogotá solían pasar en fiesta continua el mes de diciembre. La novena de Santa Bárbara abría la era, venía la de La Concepción, seguíale el octavario y por último la del Niño, con su respectivo pesebre o nacimiento, de tan grata recordación para los niños y viejos. Por la mañana se concurría a las bochincheras y aun tumultuosas misas de aguinaldo, y por la noche las mujeres hacían la novena delante del pesebre en tanto que los hombres arrojaban cohetes, los muchachos quemaban triquitraques y los cantores acompañados de los músicos entonaban los responsorios de los versos. Venía en seguida el baile con todas sus consecuencias de horchatas, alojas, mistelas, ajiaco y tamales. ¡Esos sí eran tiempos!
+Es excusado decir que cuando me metí en dar la noticia anterior, fue para contar que en casa se hacía pesebre todos los años.
+Recuerdo que un día, doce de diciembre, tal como hoy, y día de mi certamen, se resolvió que al siguiente harían los de mi casa un paseo al Boquerón, con el laudable objeto de darnos un baño y de coger los líquenes o lamas de piedra como los han llamado; item más, el laurel. Flores silvestres, pajas, piedrezuelas y caracoles.
+Se me olvidaba decir lo principal de este mi cuento y es que apenas salí de la escuela me puse mis botines y corrí a comprar mi caballo donde el maestro Moscoso. Después de una reñida pendencia con la china barrendera de casa, me hice dueño del escobero y heme ahí caballero en un palo, dando brincos y echando carreras por todas partes. Ni Olmedo, ni Saavedra, ni Arboleda, ni Vergara, ni ninguno de los que han escrito sobre los caballos me ganaría hoy en la descripción del mío si yo me propusiera hacerla. Era de paño color de ceniza; tenía crin de calamaco deshilachado, orejas pequeñas y vueltas hacia adelante; el jaquimón de trenzas rojas tenía florecillas de trapos de distintos colores; las riendas de orillos de paño eran tan largas que muy bien podía azotarme con ellas, y por lo que hace al cuerpo mal haría en describirlo, porque, ¿quién no conoce un palo de escoba? Y si alguno quisiere saber cómo eran las patas no tiene más que fijarse en las de cualquiera de mis lectores (perdonándome la expresión), y haga de cuenta que ya las vio.
+Mucho di que hacer en aquel día; por la noche, rendido de fatiga por una parte, y por otra sintiendo los pies hechos una miseria por causa de mis botines nuevos, resolví ir a descansar de alma y cuerpo; pues como se ha visto, pocas veces sufre un niño tantas y tan fuertes emociones como las que pasaron por mí el día de mi primer certamen.
+Como era natural, antes de descansar llevé mi caballo a la alberca, acompañado de mamá Pepa, con el objeto de darle de beber; luego lo dejé en la pesebrera, al lado del caballo de mi tío, para que comiera, y en seguida fui a mi cama a dormir. Pero mi sueño fue intranquilo: la idea de mi vestido nuevo, el ser poseedor de tanto dinero, ser dueño de un caballo, el paseo del día siguiente y el pesebre en perspectiva era mucho para el cerebro de un niño. Luego se me metió en la cabeza que el caballo de mi tío se comía de un mordisco al mío y empecé a llorar, hasta que la pobre de mamá Pepa fue a traérmelo para dormir con él. Entonces sí quedé profundamente dormido hasta que me despertaron al día siguiente.
+Apenas acabaron de vestirme, tomé las riendas del caballo, eché encima con mucho garbo la pierna y le di una sofrenada, porque lo sentí con tanto brío como si no tuviera los pies con una peladura en cada calcañar.
+Después de un almuerzo ligero y de mil órdenes y vueltas, tropiezos y encontrones, partió la caravana, siendo yo, puesto que estaba a caballo, el que iba tan presto adelante como atrás para enredarle la falda a una criada. Para darle un golpe al perro que me seguía, para pasar de un salto la chamba, para salvar de un vuelo el obstáculo y aun para contener el bucéfalo en los momentos en que encabritado daba corcovos a más no poder. Llegamos al fin a un llano alfombrado de carretón, y allí sentamos reales para hacer la comida y formar punto céntrico de operaciones. Pero faltaba contar lo principal: apenas llegamos fue tanto lo que brincó aquel caballo, que me botó en la parte más mullida y allí quedé rendido. ¿Acaso había sido tan corta la tarea?
+¿Cómo olvidar aquel cielo de diciembre, tan azul, tan claro, tan profundo, tan sin nubes; aquellas brisas que parecían salir por su sutileza y frescura de entre las aguas; aquel río que aquí se convertía en blancas espumas al saltar entre las amarillentas piedras, que allá se ponía azul al formar un remanso, y sobre todo que con su eterno y ronco rumor parecía arrullar la imaginación para que durmiera? ¿Cómo pasar en silencio el baño bullicioso de los hombres aquí y lleno de gritos agudos de las mujeres allá; la ascensión trabajosa a los cerros, de donde muchas veces rodábamos para emprender la subida nuevamente; los trabajos y peligros pasados al coger algunas pajillas blancas para hacerle el lecho al Niño Dios, y luego la comida en el llano, los saltos, los volantines, las carreras y los sustos de mis tías al verme saltar de piedra en piedra? ¡Ah!, imposible olvidar esto; esos recuerdos viven con el alma para sólo extinguirse cuando ya bajemos a la tumba. ¿No nos seguirán más allá?
+Por la tarde, cuando ya todo estaba preparado para emprender marcha de nuevo a la ciudad, pasé el río por sobre unos pedregones para traer mi caballo que había dejado pastando en un pequeño llanito. A la vuelta empecé a brincar nuevamente, pero en uno de esos saltos se me resbalaron las suelas de los borceguíes y por allá fueron a dar jinete y caballo. Arrastrado por la corriente habría ido a dar a un pozo profundo, si mamá Pepa no se hubiera botado inmediatamente a salvarme. Mas la pobre vieja no estaba buena ya para gracias y al alzarme resbaló también y caímos juntos. Entonces el peligro fue mayor y hubiéramos sido arrastrados, si en medio de los gritos y la desesperación de todos no se hubiera lanzado Mariano a contenernos. ¡Y sin embargo, cometí la injusticia de decir que no servía para nada!
+La lavada no podía ser más completa; pero de todo, lo que sentí yo más fue que al salir a la orilla vi que mi caballo se había ido corriente abajo.
+¿Cómo no empecé yo a aprender desde entonces lo que es la inestabilidad de las dichas humanas? ¡Tanto sufrir para comprar el placer de un momento!
+Con mi vestido hecho sopa, los borceguíes llenos de agua, y sin mi encantador caballo, me volví para nuestra casa, no ya con el bullicio de la mañana. Pues todo había cambiado de aspecto para nosotros.
+Mamá Pepa tuvo fiebre aquella noche y al segundo día se le declaró una pulmonía violenta. A los siete días había perdido el conocimiento y murió al octavo, sin siquiera decirle adiós a quien había cuidado como a hijo después de la orfandad y quien le había causado la muerte.
+Vestido, caballo, paseo, pesebre y mamá Pepa, mi segunda madre, todo se perdió en un momento, como se ha ido perdiendo poco a poco el brío que en la juventud me animaba para contrarrestar los golpes de la aciaga fortuna.
+¡Dichoso el que no conoce
más rio que el de su patria,
y duerme anciano a la sombra
do pequeñuelo jugaba!
A. LISTA
+Carlos continuaba tocando, y lleno de un bienestar que jamás había sentido, repetía con gozo entre sí mismo: «Ciertamente que esto no se parece a las lindas cuadrillas con que se divierten los parisienses; ni estas playas ardientes rodeadas de bosques ignorados se asemejan a sus ricos salones alfombrados con los productos de las fábricas de los gobelinos; ni tienen nada de común los casi desnudo bogas del Magdalena con los perfumados leones de la capital de Francia».
+De pronto el patrón hace a Carlos una señal de terminar la música, y dice en alta voz:
+—¡Muchachos!, er sancocho se enfría. Y dirigiéndose a Carlos añadió: —Branco, venga y pruebe er cardo der boga, que le prometo que no le hará daño la comida der pobre.
+Carlos se levantó, el patrón tomó la calavera en que el músico había estado sentado, y se la colocó en un sitio próximo a una cazuela llena de sancocho y una totuma nueva rebosando de guarapo.
+La olla estaba ya sobre la arena dejando escapar de su seno una columna de humo blanco, y entre las rubias brasas del fogón humeaban grandes pedazos de bagre salpreso, mientras que al calor de la ceniza se doraban los plátanos verdes, los sabrosos amarillos y las blancas yucas que debían servir de pan.
+Los bogas, después de haber sacado del champán anchas hojas de plátano, las tendieron sobre la arena a manera de mantel, y derramando todo el caldo de su comida en una honda cazuela, colocaron sobre su rústica mesa las presas de res salada, los trozos de yuca más blancos que los colmillos del caimán y los plátanos verdes divididos por mitad. Algunos separaron su ración sobre las paletas de sus canaletes, y el resto comía en común hablando del baile con ademanes expresivos y altas voces.
+—¡Pero, ah, zambito! —decía Tigrillo—, ¡si estoy más liviano que una barsa!
+—Nadie como Juan-Sevá —repetía el patrón—: Juan-sevá aprendió con er diablo a bailá, porque eso es… ¡Ave María purísima!… ¡No diga!
+—Conmigo nadie se ponga —respondió Varasanta con un tono magistral—: yo sí que sé hacer ahí cuatro figuras con forma y con subilización.
+—¡Déjese de eso, viejo! —contestaba Caracol, embarazado con un hueso lleno de nervios que chupaba sabrosamente—. Vea que aprendí en Morales, que es donde se sabe hacer la cosa; y esto es que agora estoy un poco lerdo, desde que un mardito puerco-maná me mordió una pierna, ¡qué si no!…, ¡ah, negro de los demonios!…, ¡habías de ver a este zambito sapatear má que un peje-espada peleando con un manatí en la Boca de Tacaloa!…
+Oyendo tales alabanzas un boga sobrenombrado Tábano, que tenía cada brazo como el de una ceiba, el pecho del ancho de una piedra de lavar ropa, cada mano como un oso y la voz como el ronquido de un toro, dijo desde el lugar en que estaba apartado cenando sobre el extremo de su canalete:
+—¡Hombre, caracol!, me choca la gente alabanciosa. Qué vas tú a sabe bailá, cuando ere más lerdo que un burro viejo! Si fueras tan vivo como dices no te hubieras dejado golpeá por un animar tan zonzo como un caimán. ¡Y teniendo en la mano un macoco, con er cuar fuera yo jasta capá de comerme cruos mir caimanes!
+Oyendo esto Caracol, con el pecho hinchado de rabia y blanqueándole los ojos horriblemente, le contestó:
+—¡Ah, hijo e la rusia!…, cómo te duele todavía que er domingo pasao no te prestara mi señidó rojo para ponerte guapo con lo ajeno! ¡Cómo te duele que no te convidara a tomar las once6 la otra tarde cuando llamé a mi compae Perico a echar un buche! ¡Ya me la pagarás!… Todo es porque te quité la muchachona aquella caratosita, esa es la incomodación. Agradecé a que estoy estropiao por ese animal, que sino jasta te daba una mano de ventaja pa’ darte unas trompá.
+Al oír la amenaza Tábano, con la furia con que un torrente se lanza al abismo, apretadas las manos y rechinando los dientes, se precipitaba ciego de enojo sobre Caracol, que lo esperaba con calma, cuando poniéndose en medio Pericoligero, compadre de este, le grita:
+—¡Gallina! No querrás irte a lucí delante der branco, con estropeá a mi compae Caracó porque hoy lo ha descompuesto er caimán; ¡si tanta jambre tienes de peleá, mete mano por tu machete y verás lo que es un zambo aguardientoso!
+Esto dicho, con más varios reniego crudos, diole tan violento empellón que lo arrojó patas arriba gran trecho, y fue a esperarlo fríamente en medio de la playa. No con tanta viveza se vuelve la elástica pelota del muchacho sobre los lados de una pared angulosa, como el enfurecido boga sobre su machete, y de allí sobre su sereno enemigo.
+El patrón viendo esto, toma una raja de leña que aún no había sido puesta a la hoguera y se coloca entre los combatientes. Tábano, bramando de ira, descarga sobre el patrón golpes de muerte, dirigiéndole un torrente de desvergüenza e imprecaciones; este desquita los golpes con asombrosa destreza, y le suplica a gritos escuche antes de batirse. Desahogados los primeros arranques de la cólera del boga, empezó a oír las palabras del patrón que era su íntimo amigo. Avergonzado de haberle tirado a muerte en su ciega rabia, arrojó el machete sobre la arena con un mugido espantoso y derramando lágrimas, después de haberse echado a sí mismo una docena de maldiciones, fue a abrazarlo pidiéndole perdón por haber levantado su arma contra él y asegurándole que creyó tener delante a su enemigo.
+—¡No hay novedad, zambo! —le dijo el patrón—: ahí tengo er cuero der tigre, que maté yo solo er mes pasao sobre er mismo altar mayor de la iglesia der pueblo de San Pedro. No hay necesirá de derramá sangre para ir luego a Cartagena. Er que quiera probá que es hombre puede hacerlo en la lucha y er vencedó será dueño der cuero de ese animalito. Ambos sos arribeños, y luchaores de profesión, con que agora veremos.
+—¡Bravo, bravo! —exclamó Carlos involuntariamente.
+—¡Viva er patrón!, ¡viva er patrón! —añadieron los bogas con estruendo.
+Al instante el patrón pone ante todos los ojos la manchada piel de un jaguar monstruoso, en cuyos flancos se veían las anchas grietas de la lanza de su vencedor, y los bogas forman, teniéndose fuertemente de las manos, un gran circo dentro del cual deben combatir los dos enemigos, y para cuya formación Carlos no se desdeña de prestar sus brazos robustecidos por el gimnasio de los colegios europeos.
+El terrible Tábano arrojaba espuma de su pecho inflamado por la cólera y hacía oír un ronquido como el de un tigre que duerme. El recuerdo sin duda de alguna ofensa de consideración para él, lo llenaba de tremenda rabia. Pericoligero, por el contrario, permanecía en pie esperando a su enemigo, como un monte de rocas espera sin temblar la borrasca que en torno suyo se forma.
+Cerrado el arco, Tábano escoge por padrino al patrón y a Diego, Perico. Este último arroja con desdén su arma cerca de la hoguera medio apagada, y va con una negligencia temible a ocupar su lugar en el circo. Tábano lo sigue de cerca, midiéndolo de pies a cabeza con despreciadora mirada. Cada uno está en su puesto: la señal se oye, y los enemigos, como dos toros celosos que se provocan a tiempo, se precipitan el uno sobre el otro. Un turbión de arena se levanta de debajo de sus pies, y al ceñirse con los fornidos brazos se oyen crujir los huesos de los combatientes como los maderos de un bajel combatido por las ondas; y mil denuestos y amenazas salen en voz tartamuda de aquellos pechos oprirmidísimos a cada nuevo esfuerzo. Enterrados los pies en la arena, infladas las venas del rostro, dejan escapar de sus pulmones bufidos espantosos entre las exhalaciones de un aire abrasador; pero uno y otro permanecen inmóviles sin sacarse ventaja. De improviso sepáranse acezando y escupiendo la arena introducida por la respiración en sus bocas entreabiertas; pero de improviso también se vuelan encima, se traban y vuelven a quedar inmóviles; semejantes a dos rocas que, desprendidas de las cumbres de dos montes vecinos, se encuentran en su descenso, se traban con un choque horroroso y forman entre monte y monte un puente firmísimo. Los dos atletas parecen estatuas y los silenciosos espectadores hombres sin vida. La arena no se levanta más a sus ojos atónitos. Los músculos de los dos enemigos aparecen en un estado horrible de dilatación; sus venas anuncian el calor de la venganza; y vuelven y revuelven sobre sus membrudos brazos como un boa que se enrosca sobre la tosca corteza de un tronco centenario. Sus ojos se pierden bajo las cejas proyectadas por el furor, y mientras la victoria se muestra en equilibrio, la luna, desde un cielo sin mancha, platea sus anchas espaldas bailadas de sudor, pues en el largo bregar han pasado ya las horas de la tarde.
+He aquí el último esfuerzo: un nuevo torbellino de arena se levanta; las blasfemias y los denuestos favoritos se cruzan rápidamente. El circo se estrecha por el deseo que anima a los espectadores de no perder de vista ni el más leve matiz de la escena. Las simpatías están divididas en dos bandos, y un vivo interés sobrecoge los ánimos. Gritos tumultuosos, mezclados de amenazas. Van a perderse en las entrañas de las selvas que terminan la playa y al través de las dormidas corrientes del Magdalena.
+—¡Meté zancadilla!… ¡La mano por debajo!…, ¡con fuerza!, ¡ah, zambo viejo! ¡Cuidao te dejai dar contra er suelo! ¡Tábano! ¡Perico!…, ¡viveza, apretálo agora!… Arzalo en peso!…, ¡agora!., ¡ya!, contra er suelo zambo…!
+En vano los luchadores, aguijoneados por la vanidad y el deseo de poseer la magnífica piel, gimen y mugen de desesperación por sembrarse con violencia entre la playa. Sus dientes rechinan con estrépito destemplado; levantados en las punta de sus pies sobre la arena que se empapa con las gruesas gotas del sudor que inunda sus frentes y rueda por sus espaldas y piernas, se estrechan el uno contra el otro hasta perder la respiración. Semejantes a dos toros que desean el dominio del rebaño, y sangrientos los ojos. Las narices hinchadas por el fuego de los celos. Se acometen cien veces, se traban al fin con encarnizamiento. Se levantan encorvados sobre sus patas. Pierden el equilibrio y vienen a tierra con sorda caída, y se separan conociendo que ambos merecen el imperio de la dehesa; tal los dos luchadores levantados sobre las puntas de sus pies se equilibran un momento, vacilan, y yéndose lateralmente se siembran en la arena, sin que ninguno quede debajo ni merezca el premio de la victoria.
+Cien gritos confusos, entre carcajadas, imprecaciones e injurias, turban el silencio de las sombras y retumban hasta los confines de las laderas, aplaudiendo y vituperando simultáneamente a los atletas. El patrón declara que ninguno ha ganado la piel; todos lo repiten a una voz y Carlos, que se ha alegrado extraordinariamente con el combate, regala un escudo de oro a cada campeón. Los padrinos extienden mano firme a los fatigados combatientes que respiran anhelosamente, y los dos enemigos, no sin lanzarse de antemano algunas balandronadas descomunales, se abrazan para olvidarse de todo tomando un trago en una misma totuma.
+Terminado el combate los bogas se diseminaron por la playa en pequeños grupos, aplaudiendo o vituperando lucha, según quería cada uno que ella hubiese terminado. Después de algunos minutos, varios comenzaron a preparar sus lechos sobre la arena en diferentes sitios, mientras muchos, según lo acostumbrado, para mejor libertarse del mortificante aguijón del mosquito y habiendo vendido sus toldos para emborracharse dos o tres días consecutivos en Mompós, se enterraban en derredor de la moribunda hoguera, no dejando fuera de la arena sino la cabeza. Ya la luna tocaba al cenit, y en medio de los cielos, dejando caer sus rayos sobre la ribera silenciosa, parecía un ángel custodio velando por la paz y el reposo de la naturaleza dormida.
+Carlos estaba absorto en una profunda meditación y le parecía que deliraba poseído de una dulce melancolía. De trecho en trecho se veían blanquear los toldos de los bogas. Algunos de los cuales dejaban escapar sordos ronquidos del fondo de sus pechos, olvidados de los trabajos de la vida en un sueño profundo. Los toldos estaban asegurados por palancas enterradas en la arena y parecían al claro oscuro de la luna las tumbas de un cementerio. En este instante una negra nube cubrió la cándida faz de la luna, cayendo sobre la tierra suave oscuridad. La hoguera ya moribunda despedía de vez en cuando un lívido destello de entre la blanca ceniza, y a su derredor los bogas enterrados hasta la garganta parecían cabezas de guerreros mutilados por el acero enemigo, o más bien, muertos que abandonaban sus sepulcros para ir a turbar el sueño de los hombres. Algunas de estas cabezas tenían ya los ojos cerrados, y todas ellas dejaban ver a trechos sus caras quemadas por el sol de la zona tórrida, mientras que los labios de uno referían en voz baja los cuentos favoritos de hechicerías, brujas y apariciones de muertos.
+De allí a poco todo fue silencio…
+Las leyes forman las costumbres
C. COMTE
+Era una hermosa tarde de las más calurosas del mes de agosto. Corrían dispersas por el espacio algunas nubes, cual copos de algodón, impelidas por el viento que susurraba entre el follaje de unas ceibas frondosas. El Magdalena tronaba, rompiéndose en ocultas rocas, y a lo lejos se veían varios pescadores pasando de peñasco en peñasco con la mochila en la mano. En la orilla occidental del río, en una ladera pedregosa, sombreada por magníficos caracolíes, reposaban doce hombres guarecidos del ardiente sol, que empezaba a declinar. De vez en cuando se oían bulliciosas carcajadas, mezcladas de algunos denuestos enérgicos, trocados entre aquellas gentes como cosa bien recibida y acostumbrada. Un pañuelo rabo de gallo servía de cobertor a una piedra con oficio de mesa, sujetado por una botella de aguardiente de anís ya en las últimas, acompañada de una totumita muy blanca; no lejos de allí, algunos tabacos de dimensiones exageradas; un montoncito de granos de maíz y algunos reales, la mayor parte falsos, ocupaban el lado opuesto a la botella, y en el centro estaba parte de una baraja, cuyas figuras borradas por la mugre adivinaban los jugadores en fuerza de antiguas relaciones con aquellos naipes.
+—Envido —dijo muy serio uno de los jugadores, brujuleando sus cartas y atormentándoles las puntas superiores entre el índice y pulgar de la mano derecha, con ademán misterioso.
+—Quiero —repúsole otro con aguardientosa mueca y ojos abultados. Los demás jugadores se hacían signos con manos y ojos. Y prosiguieron jugando.
+Parte de aquellos hombres conversaban sin ocuparse en el juego de sus compañeros, al compás de los ronquidos de otro que, sin camisa ni sombrero, derramaba a todo sol por los poros una botella de anís que tenía en el estómago.
+En la orilla estaba amarrada una canoa de tamaño común; flameaba en la popa una bandera nacional, cuyo extremo venía a besar de vez en cuando la frente de un hombre de atlética musculatura, huraño semblante, el cual fumaba negligentemente un tabaco de primera que le agobiaba con su descomunal peso los morados labios y le envolvía por intervalos el tostado rostro en una nube de humo expelido por boca y nariz.
+Uno de los que conversaban en la ribera prorrumpió en una exclamación demasiado heterodoxa para ser reproducida, y dijo:
+—¡Cuándo volveremos a tener otro encuentro tan bonito como el del sábado pasado!… ¡Hasta una misa les mandaba decir a las ánimas si volviéramos a saludar a aquel caballero rodeado de otros tercios de aquella ropa del país, como él decía!
+—¡Linda ropa del país! —replicó a carcajadas otro—. Pero si el blanquito se puso de color de papaya, y por coger el sable cogió la vaina. ¡Vaya!, ¿para qué se meterán esas gentes en camisa de once varas?
+—Pedazo de bagre —prorrumpió un tercero—, bonito papel haríamos nosotros aquí en el río, matando jején de día, y aguantando aguaceros de noche, si esos mosiures no anduvieran con sus terciecitos de ropa del país, de panelas, de cordobanes y de tantas cositas, que en verdad verdad no son sino arrobas de comiso. Dios les conserve las intenciones, por los menos mientras yo sea guarda, que después veremos en qué paramos.
+—Sí —repuso el primero—; pero qué lástima me dio hace media docena de años con aquel niño tan buen mozo, pero que por poco nos fuma a todos él solo; era una fiera; parecía que tenía un tigre entre el corazón.
+—¿Cuándo fue eso? —preguntó el segundo interlocutor con interés.
+—Hará seis años; ninguno de ustedes era guarda entonces.
+—Ah, sí —dijo el tercero—, yo oí el caso. Yo no habría querido pleito con blanco tan rabioso, ni me gustan esos envites, porque uno está muy expuesto a comer tierra, o a beber más agua de la necesaria para la salud.
+—Ese es nuestro oficio —repuso el primero—, y el que no quiere ver lástimas no va a la guerra. Pero, ¡oh!, fue un lance aquel que a mí mismo me dio pena, y casi me salieron las lágrimas de pesadumbre. Era una madrugada, después de un ventarrón que levantaba olas espantosas en el río, cuando la luna empezaba a salir, pero no podía verse, porque el cielo estaba lleno de nubes espesas. Los relámpagos menudeaban, a tiempo que nosotros ganábamos el puerto de Chaguaní; cuando, al reflejo de un rayo que nos hizo temblar, vimos como de día una balsa grandísima que bajaba delante de nosotros. El comandante dio orden de partir sobre ella a boga-arrancada, y en pocos minutos conocimos que la tal embarcación no se movía absolutamente. Estaba cogida por el tronco de un árbol. Apenas estuvimos al alcance necesario, el comandante gritó:
+—¡Atraca a tierra, atraca a tierra, piloto de la balsa, atraca a tierra!
+—Vengan ustedes a atracarla con la pepita del alma —respondió una voz varonil en tono resuelto y amenazador.
+—¡Carguen! —mandó entonces el comandante.
+—Con ustedes deberían cargar los demonios en cuerpo y alma —dijo la misma voz—, ladrones hambrientos, que viven del sudor de los demás hombres. Es imposible atracar la balsa a tierra, porque está cogida por debajo; pero si no lo estuviera, sería lo mismo, porque no querría nunca regalar infamemente a unos canallas el pan de mis hijos; y sobre todo, porque no me da la gana de hacer lo que piden, porque no tengo por qué, ni se me antoja en este momento.
+—¡Qué bravo está el niño! —dijo Juan Mayor, que era el comandante de nuestra piragua. Eso lo veremos ahora mismo.
+La respuesta fue el tris tras de la llave de un trabuco que iba a reventarnos en las narices, porque ya estaba la proa de nuestra piragua en la balsa encallada. El comandante trató de poner el pie en la balsa, pero en el instante, el hombre cuya voz nos había hecho aquellos cariños, tomando un ademán amenazador y resuelto, gritó como un trueno:
+—Infames, este tabaco es el pan de seis hijos, de su madre, y de sus pobres abuelos, que no pueden valerse; os daré mi sangre; pero será después de haberme bañado en la vuestra.
+Y al decir esto rastrilló su trabuco casi en nuestros pechos; la ceba ardió con una luz funesta; pero el tiro no partió; el hombre dio una gran patada acompañada de tremenda maldición, y oímos que caían unas cosas pesadas entre el río; creímos que arrojaba el tabaco al agua en su desesperación. A la luz de los relámpagos, vimos nadando algunas cabezas de hombres que ganaban la orilla cercana: eran los bogas de la balsa que dejaban en aquel momento solo al contrabandista.
+—Ya sé que estoy solo —dijo con los dientes apretados y bramando como tigre—; pero nadie entrará aquí hasta que yo salga de este mundo, porque no lo quiero, y el que guste de entrar que avance.
+Y al decir esto metió mano por una espada muy larga, de esas que llaman toledanas, y continuó:
+—Si ustedes están autorizados, como de costumbre, para asesinar, manos a la obra, canallas, que tendré el placer de mandar al infierno algunos.
+—¡Háganle fuego! —dijo Juan Mayor.
+A estas palabras, la balsa desahogada por la falta del peso de lo bogas empezó a rodar río abajo, sobreaguada notablemente. Dos de mis compañeros descargaron sus carabinas contra el furioso comisero, pero fue en vano. Entonces el de la balsa dio un salto tan violento sobre el borde de nuestra barqueta, que fue imposible evitarlo; tomó mucha agua y la hizo bandear con tanta fuerza y prontitud, que se fue a pique sin más remedio. Afortunadamente no había a bordo más que las armas y las camas; estas salieron flotando río abajo; dos de mis compañeros se fueron a fondo enredados en una ataraya; y algunas noches, soñando, me figuro aún que veo sus manos asomarse sobre las aguas en señal de pedir socorro. Entretanto un boga llamado Macana, nadador como caimán, embistió con el comisero, armado de un cuchillo que tenía en la cintura, mas no lo encontró desapercibido; porque el blanco tenía una navaja machetona pendiente de un cordón de cáñamo, y se trabó entre los dos una riña de lo bueno; ambos eran pejes en el agua. El blanco se zambullía como danta, y cuando Macana lo buscaba arriba lo sentía por detrás santiguándole los lomos con la machetona. Parecían aquellos dos hombres dos animales ensoberbecidos. Entretanto la piragua se había volcado y cuatro de nosotros estábamos sobre ella, con la esperanza del día que ya nos alcanzaba al trote. Yo estaba viendo y oyendo al diablo, porque uno de los abogados era mi hermano, y el otro hermano de Macana. La riña seguía brava entre el agua con buenos zapatazos y cada palabra que metía miedo; la balsa, que nos había cogido ventaja, se pegó un estrujón contra un tronco de los muchos que hay entre el río, y dando una vuelta en círculo empezaron sus manojos a separarse y la carga a irse al agua.
+De pronto oímos la voz de Macana que nos gritaba:
+—¡Socorro, compañeros!
+—¡Socorro! —dijo también el blanco.
+Al primer grito, pensamos que Macana era vencido, pero al segundo conocimos que ambos combatientes estaban sin fuerzas.
+—Se les acaba la sangre —dijimos, a la vez, los que íbamos sobre la piragua.
+¡Era ya de día y los gritos de ¡socorro!, ¡socorro!, nos partían el corazón: el blanco y Macana habían hecho amistad como buenos compañeros, porque más de veinte caimanes venidos al olor de la sangre los acometían por todas partes; daba susto ver aquellos tamaños animales cómo formaban olas con la trompa, cortando el agua y remolineando. Macana había desaparecido; el blanco fue agarrado al través por un caimanazo que lo levantaba fuera del agua, a pesar de sus gritos y de los movimientos que el pobre hacía con los pies y las manos, acaso en las ansias de la muerte; el caimán lo llevaba hacia la mitad del río, y los demás caimanes perseguían al de la presa con una velocidad y un empeño que hacía temblar, tirándole repetidos colazos y tarascadas. ¡La Santa Virgen me guarde! ¡Cómo pataleaba y cómo gruñía el pobre blanco dando puñaladas al agua!
+Aquí llegaba la narración del guarda, cuando una voz magistral gritó:
+—¡Muchachos, listos!, ¡hay un pájaro en la jaula!
+Era el comandante, que fumaba en la popa de la piragua, el cual había hablado hacía un buen rato en muy baja voz con un mocito mal vestido, que le dirigía los gestos más enérgicos golpeándose el pecho.
+—¡A bordo todo el mundo! —dijo el comandante.
+Los jugadores recogieron su naipe, los que conversaban se levantaron desperezándose y sacudiéndose la ropa, el dormilón, al cual llamaron dándole un tirón brutal por una pierna, después de haberse sentado murmurando entre dientes: «Maldita sea el alma del que me ha llamado», se rascó la cabeza mirando a los demás, por debajo de las cejas con abotagados y huraños ojos, dio un prolongado bostezo ostentando toda la elasticidad de su descomunal boca, en un rincón de la cual se vio patentemente la mascada de tabaco; y esto hecho, entró en la piragua gruñendo. Los guardas miraban al mocito delator con cierta atención y gesto desconfiado, hablándose en voz baja mal contentos.
+—Bien, señores —dijo el mocito con aire de franqueza varonil—. Yo vengo a ver si recupero algo de lo perdido. Ustedes me cogieron el otro día un contrabando por denuncio de no sé quién; pues si hubo denunciante para mí, yo soy ahora también denunciante de otros; y ustedes no serán desconocidos con un hombre que ya es un amigo y un compañero en el peligro.
+—Ese es otro cantar, ese es otro cantar— decían los guardas bogando río arriba.
+—¡Silencio! —dijo el comandante.
+Y los bogas apenas pujaban, porque en tales circustancias el joi, joi, con que acompañan sus esfuerzos, les es prohibido. La noche entraba con una oscuridad que podía cortarse; cada tronco de la ribera parecía un hombre apostado, y aquella lóbrega oscuridad, apenas era surcada de vez en cuando por algunos insectos fosfóricos de los muchos que hay en nuestros bosques. Serían ya como las diez de la noche cuando llegaron a una alta barranca sembrada de corpulentos árboles; era uno de aquellos bosques magníficos, claro por debajo, pero formando un cerrado dosel, que negaba hasta la débil vislumbre de las pocas estrellas que un cielo de agua dejaba entrever por intervalos.
+—Aquí es —dijo con voz fuerte el mocito denunciante, a quien el comandante daba por nombre Pepe.
+—¡Chitón! —repuso el jefe celador con mal modo—. Usted no tiene maña para este oficio. ¿Ha visto usted cazador que cante cuando está cerca de la pieza?
+—Ah, es verdad —dijo Pepe con voz más fuerte—; pero aquí no hay peligro ninguno: los dueños del tabaco lo han puesto aquí, y a la madrugada debían venir a pasarlo por el Salto de Honda.
+—Los dueños han venido mucho más temprano de lo que pensaban —dijo el comandante en tono irónico—. ¿No le parece a usted?
+—Bien —dijo Pepe—, un par de hombres conmigo a tierra; pero de lo mejor, gentes de armas tomar, porque no gusto de las gallinas sino en el plato.
+—Juancho, a tierra conmigo —repuso el comandante; y Juancho tomó su machete; era el guarda que antes refería la historia de Macana.
+Los tres salieron de la piragua y tomaron un sendero blanquecino formado en la barranca, a cuya falda estaba la canoa amarrada. La noche parecía la boca del infierno.
+—Por aquí —dijo Pepe.
+Y echaron a andar en silencio. Al cabo de diez minutos de marcha dijo el comandante reteniendo el paso:
+—¿Hasta dónde demonios vais a buscar ese comiso?
+—Parece que vamos al otro mundo —repuso Juancho en tono de chanza—, veremos de qué color son los diablos.
+—¡Oh!… Me parece que…
+Iba a reproducir el comandante, cuando sintió de repente una cuerda entre las piernas, que tirada de un modo particular con gran fuerza, por una mano invisible, le hizo caer de cara…, bajando algo más que en abreviatura y con más uso de sus narices que de sus piernas, a una profundidad que correspondía a unas doce varas de altura. No bien hubo caído cuando un par de hombres desconocidos se le pusieron encima.
+—Buenas noches, querido —le dijo uno de ellos.
+—¡Amigazo! —dijo el otro—, ¿muy cansado viene usted de allá arriba?, parece que no habrá echado muchos años en el camino, porque ha llegado con una violencia endiablada.
+Entretanto, Juancho al oír el descenso del comandante, sin adivinar qué era aquello, ni con quién, empezó a decir en voz baja:
+—¡Comandante!, ¡comandante!…, ¿qué ruido ha sido ese?
+Iba a hacer otra pregunta, cuando una mano que parecía pertenecer a un elefante, le dio tan fuerte pescozón que lo trajo a tierra, y encima se le puso el dueño del pescozón.
+—¡Maldita sea hasta mi madre! —dijo el guarda con extremada cólera—. ¡Déjenme levantar, asesinos!
+—Vamos, chito, chito —le replicó una voz ronca—. No hay que acalorarse, o te sacaremos alguna sangre para que se te acabe el tabardillo. No tengas cuidado, que ya te pondrás más alegre que una pascua.
+—¡Déjenme levantar! —gritó el guarda forcejeando furiosamente.
+—¡Levantar! —repitió la ronca voz—; pero si el mal que padeces es de lengua, habrá que sacártela, vagabundo.
+Y diciendo esto le puso una mano enorme llena de callos sobre la nuca, apretándole como la prensa de un encuadernador.
+—Párate ahora, muchachito —díjole con ironía—, párate, nene —le repitió, apretándole más y haciéndole lanzar gritos lamentables—. Estás en poder del Tigre.
+El guarda se estremeció todo. Un profundo silencio se siguió luego. El Tigre era un antiguo contrabandista formidable.
+Momentos después el comandante y Juancho con las caras disformes y sangrientas se hallaban alojados en una cueva, alumbrada por una especie de pabilo encerado, puesto en el mango de un cuchillo clavado en la tierra. El comandante estaba desnudo, y a Juancho le pusieron en la mano un látigo tremendo. Pepe, el fingido delator, se hallaba presente, con la sonrisa en los labios y los brazos cruzados.
+—Bien, comandante de ladrones —dijo—, ¿te acuerdas del tabaco que me robaste en días pasados?, ¿te acuerdas de mis súplicas para que no me hicieras aquel daño?, ¿te acuerdas que con el tabaco venían otros objetos que no eran de comiso y que te los robaste tú con tus camaradas?, ¿te acuerdas que me tuviste una noche entera en cepo de campaña, al cielo raso bajo el más espantoso aguacero? Pues bien, canalla, infame, ladrón detestable, ahora sabrás lo que es ser pícaro y malvado; yo te enseñaré de tal manera, que no se te olvide aunque vivas mil siglos, lo que cuesta abrazar el partido de salteador de caminos, so pretexto de servir al gobierno; veremos qué gobierno te arranca lo que voy ahora a pegarte en las costillas.
+—¡Manos a la obra, guabina! —dijo dirigiéndose a Juancho y poniendo la mano en el cuchillo que tenía a la cintura—, menea el brazo o te meneo yo el alma a puñaladas.
+—Señor… —dijo el guarda—, por el amor de Dios, por las ánimas benditas, por el santísimo sacramento —y se arrojó a los pies de Pepe—, ¡a mi comandante yo no le pego!
+Un zambo que parecía un hércules de bronce lo hizo levantar dándole una patada, con la cual besó el suelo mal de su grado. Era el Tigre.
+—¡Ahora venimos con ánimas y pandorgas, ladronazo!… Y cuando dan ustedes con un zoquete le saquean el alma; pero ya saben que conmigo es gana, porque no tengo ni para empezar con todos ustedes.
+El comandante callaba y echaba miradas desesperadas a soslayo.
+—¡Manos a la obra te he dicho, bribón! —gritó Pepe—. Dale hasta que yo te avise. El me robó mil pesos de tabaco, del cual habría yo hecho dos mil con don Pacho el antioqueño; fuera de lo que no era tabaco y que ustedes se robaron. Bien: me pagará uno por todos, el principal, a razón de a peso el latigazo. Manos a la obra.
+—¡Mil azotes!, ¿mil azotes a mí? —dijo esta vez el comandante con entereza—. Quiero que se me apee la cabeza al instante.
+—Hola, ladrón, ¿eres guapo?, bien, te rebajaré porque amo a los valientes: llevarás doscientos; pero de ahí no te quito ni medio latigazo, porque entonces sería juego de niños.
+A estas palabras se metió en el estómago un buche enorme de brandy que le hizo rascarse el pecho. Juancho estaba remiso con el látigo temblándole la mano.
+—¡Vamos, despáchate, canalla! —exclamó Pepe.
+Y dicho esto hizo un gesto al Tigre, quien desnudando su largo machete descargó dos planazos tan violentos sobre el zurdo verdugo, que lo hizo doblarse como una culebra. Entonces, maquinalmente, el brazo de Juancho comenzó a subir y bajar sobre el cuerpo del comandante con tal torpeza, que así le daba por la cabeza como por las piernas; mientras que el Tigre con acento claro y sonoro llevaba la cuenta de los azotes que caían sobre la víctima.
+El comandante blasfemaba a la sordina; el ejecutor ya no podía mover el brazo salpicado de sangre.
+—¡Ciento noventa y nueve! —dijo el Tigre; y al caer el otro golpe la luz que alumbraba la caverna expiró, y quedaron solos la víctima y el verdugo, pues los contrabandistas se escurrieron descolgándose por unos bejucos a una quebrada inmediata.
+—¡Al brazuelo, al brazuelo! —ordenó Pepe, acelerando el paso.
+Tomaron pronto una canoa pescadora, que partió rápida, y entrando en un brazo del Magdalena arrimaron a un rancho. Un hombre estaba allí como en acecho; luego aparecieron otros dos, todos con machetes, todos de caras aviesas y endurecidas.
+—Braulio —dijo Pepe—, ¿la balsa está lista?
+—Desde prima noche está cargada, ¿cómo te fue con tu plan?
+—¡Oh!, están esperándome ahora mismo bien arriba. El bribón aquel ha llevado una felpa de satanás.
+—¡Toma!, eso sí me gusta; son unos ladrones, esa canalla infame.
+—Bien: ligero; vamos presto, que por el camino te diré todo lo ocurrido, y ya verás.
+Era la una de la mañana cuando pasaron el Salto de Honda, con la noche ya muy clara y buena luna; pero ¿qué importaba? El resguardo estaba esperando el comiso de Pepe, y su azotado comandante necesitaba de algunos meses y un buen médico para reponerse de su aventura. Pasaron, pues, serenamente y cantando. Una hora después los dos hermanos recibieron de un hombre desconocido, abajo de la Vuelta de la Madre de Dios, algunas onzas de oro, valor de doscientas arrobas de tabaco de primera clase, entregadas a salvo por Pepe y recibidas sin peso ni cuenta por el comprador, quien las hizo internar luego a hombros de muchos indios fornidos que allí esperaban.
+Braulio y Pepe volvieron a la canoa; y al amanecer entraban en Honda sobre buenos caballos, en traje de viajeros, bien embarradas las bestias, y ellos con todas las apariencias de gente honrada que venía de largo camino del interior.
+A mi caro amigo don José Benito Gaitán
+¿Y por qué no?
+¿Quién ha dicho que sólo de Europa puede irse al Asia ni que sea preciso ser un Chateaubriand, un Lamartine, o de entre nosotros, un Cordovez, un Duque, un Arosemena, un Cerón, un Pardo, un Aguilar, para ir en pos de las rubias regiones en que tiene el sol su cuna de lumbres?…
+¿Y suponiendo que alguien lo hubiera dicho, no dijo, seriamente, se entiende, el grave filósofo Anaxágoras que la nieve es negra? ¿No sostuvo siempre como un canon de su escuela el filósofo griego Zenón que el dolor no es un mal? Y en nuestros días, ¿no ha sostenido Carlos Fourrier la perfección social en la más zafada libertad para satisfacer hasta los más torpes apetitos? ¿Y qué importa que eso y mucho más que todo eso se haya dicho? ¡Se han dicho tantas cosas!, ¡tantas!, y algunas tan disparatadas, tan ridículas, tan monstruosas, que valiera más que jamás tales cosas se hubieran dicho.
+Y basta de exordio, y permítaseme referir mi viaje a Oriente; por más que en vez de ser de París a Jerusalén sea apenas de Bogotá a Choachí.
+Sí, señores, a Choachí; en donde si no hay grandes tradiciones que venerar, tampoco corre uno el riesgo de que lo degüellen los beduinos. Ni de que lo saqueen los ávidos infieles que explotan los santos lugares para eterna mengua del mundo cristiano.
+¡Nada de uno y otro; nada!
+Pero en cambio, tampoco hay en Choachí esa feroz peste que tan caro costó a nuestros distinguidos compatriotas Cordovez y Duque.
+Nada menos que la muerte en medio de las dulces ilusiones de una juventud acariciada por la fortuna.
+Y, además, Choachí posee aguas medicinales que no le ceden la palma a las afamadas de Biarritz o de Vichy.
+Fue, precisamente, en pos de esta fuente de salud, que yo me resolví a dejarme ir hacia ese apacible pueblecillo, el más quieto, ordenado e inocente de cuantos rodean a la culta metrópoli por ese lado de sus contornos. Choachí es, en realidad, una población de seres honrados, piadosos y consagrados a los pequeños quehaceres de su industria enteramente naciente, la cual consiste en el cultivo de la caña para la miel de la chicha favorita, un poco de destilación, frutas, legumbres y aves para el mercado de la capital; y algún ganado de pelo y de cerda para el uso doméstico, etc.
+El 7 de febrero del presente año de 1878, entre la once y doce de un día límpido, y dudando aún si sería hombre capaz de tenerme a caballo, después de todas las vueltas y revueltas que se dan y se repiten cien veces en tales circunstancias, me trajeron el caballo ensillado, me pusieron un taburete para montar, y ayudándome alguno a levantar la pierna derecha por encima de la grupa de mi cabalgadura, quedé instalado sobre mi galápago; o más bien, sobre los agudos huesos de mi muy descarnada humanidad, prófuga del otro mundo, en virtud de los ardides médicos del mágico profesor doctor Manuel Plata Azuero, autor y factor de esa milagrosa escapatoria.
+Una vez a caballo, me creí capaz de irme hasta la Patagonia sin echar pie a tierra; tanta así fue mi sorpresa al verme sobre la montura, yo que creía que con sólo colocarme en tal posición, me acometería uno de esos vértigos que de ordinario me acometen aún, y me derribaría al suelo sin conocimiento… Pero nada de eso; y aparte del penoso contacto con mis propios huesos sobre el asiento de mi galápago, me creí como bueno y sano en materia de viajar… Algo de imaginario había realmente en esto; pero sí tuve alguna razón para sorprenderme al poderme tener a caballo y andar a un paso regular sin sufrir ningún trastorno.
+Ahora, con un tiempo hermoso, escogí la vía que consultaba la practicabilidad para una persona que ya era una débil sombra del ser humano. Por detrás de Monserrate, la vía es sumamente corta, unas cuatro o cinco horas, bien jaladas; ¡pero de un camino!…, cuyas muchas y bruscas escabrosidades, causan tales y tan repetidos sacudimientos, que no digo yo a un pobre esqueleto en vísperas de federarse, o más bien, de independizarse como el mío, sino al del mismo Hércules o del célebre Sansón lo harían sentirse en toda su vigorosa estructura de aquel terrible maromear para no romperse la estampa a cada instante.
+La vía de Chipaque supone dos jornadas con equipaje; si bien está exenta de las mortificaciones y peligros de los pasos de Las Cabras que ofrece el camino del cerro; excelente para los viandantes de a pie, por la extraordinaria cercanía con la capital; además, la vía de Chipaque en tiempo de lluvias, es decir, a cualquier momento que al páramo se le antoje, se hace cenagosa y molesta, por ser de terreno suelto en su gran mayoría de extensión.
+Con todo, quien atiende al refrán de «más vale rodear que rodar», entre el camino del cerro y el de Chipaque tomará este de preferencia. Las dos jornadas de esta vía, tienen en sí la compensación de rendir la primera en una población; pues hay gran diferencia entre llegar a un poblado como Chipaque, y acercarse a una mala venta, o a cosa peor, en un desierto sin recursos de ninguna clase.
+Para un enfermo esto es de suma gravedad.
+Quedábame, pues, a escoger la vía del páramo de Cruz Verde, que va a Choachí por Ubaque. En tiempos lluviosos, esa vía tiene el inconveniente de su páramo largo, pendiente, resbaladizo y sumamente solitario y rígidamente frío para nosotros. Meter a un enfermo, a un convaleciente por ahí, sería exponerlo muy imprudentemente. Pero si el tiempo está sereno y hay esperanzas de que no haya un cambio súbito, esa vía es la preferible; porque entonces el páramo está tranquilo y sereno como el corredor de una abrigada casa de Bogotá. Entonces, nada de esa niebla que envuelve y ciega al caminante; nada de esa lluvia que azota la faz y crispa los nervios; nada de ese huracán helado, penetrante y mugiente, que empuja al viajero con brusquedad, y amenaza llevarle el sombrero con cabeza y todo…
+En esos días pasa uno el páramo, sin saber a qué horas.
+Hoy se ha hecho una mejora notable en ese camino: pues se le ha practicado una bifurcación hacia el sur, que permite, en verano, evitar la infernal bajada del páramo al Salteador, que deja al viajero desarticulado. En invierno esa nueva vía, por lo suelto del terreno, forma lodazales impasables, que hacen preferible la vía primitiva.
+Es claro que todo esto es desierto entero y verdadero; y que el viajero avisado, no debe aventurarse en tales soledades, sin llevar, como se dice, «desde la sal hasta el agua» consigo; porque de otro modo, habría de sufrir lo que Dios sabe. Con todo, como no se trata sino de algunas horas de marcha, sólo para un enfermo pueden tener una seria importancia estas indicaciones.
+De un modo o de otro, pronto se sale del mal paso y se halla uno rodeado de gentes por lo regular sanas y de buena voluntad, que lo acogen y lo hospedan y le sirven sin ceremonias como sin enojo.
+Es, pues, claro, que me decidí por la vía de Ubaque. Mi viaje no fue divertido: apenas empecé a sentir el vaivén de la bestia, subiendo y bajando a trechos, mi cuerpo demacrado por siete mortales meses de padecimientos gástricos cruelísimos, empezó a no tener asiento cómodo. Y yo a sufrir de una manera casi intolerable. Al fin salimos con la tarde al rancho del Salteador, nombre cuya historia está escrita en lo triste, lúgubre, solitario y hasta sombrío de la localidad. Allí no hay pájaros. Un viento siempre tenaz y desapacible reina en aquel paraje melancólico, sin más perspectiva que un cerro árido y abrupto cuya cima parece un serrucho desportillado.
+Cuando llegamos al Salteador, yo me sentía desbaratado textualmente. Me ayudaron a desmontarme, y casi arrastrándome me boté medio muerto sobre unos cueros de oveja y un poco de tamo que me ofrecieron dentro de aquella vivienda en la cual todo es afuera, por lo escueto y desabrigado del rancho. Tirado allí y quejándome de fatiga más que de algún dolor determinable, me adormecí por el cansancio que me abrumaba. Unos minutos después, abrí los ojos ante una taza de mazamorra, único alimento que había en aquella pobre habitación.
+El olor de aquel manjar despertó en mí algo parecido al apetito. Lo tomé, lo comí; más: lo comí con agrado, casi con delicia; y aun habría repetido la dosis, si no hubiera temido violar el saludable precepto en mi mal:
+No recargar jamás el estómago,
ni aún de hostias o agua bendita.
+¡Maldita dispepsia!, ¡enfermedad horrible, infernal! ¿Y cómo pudiera ser de otro modo, cuando el estómago es la tesorería general de la economía humana? ¿Qué podrá marchar bien cuando todo marcha mal en esa oficina general del mecanismo funcional de la vida?
+Al siguiente día, y previa una ligera parada en Ubaque, continuamos nuestra marcha, y a las cuatro de la tarde llegamos a Choachí, suspirado término de mi peregrinación.
+A mi llegada, mi anhelo fue irme a casa de la señora Cruz Rivero, que mis amigos me habían indicado desde Bogotá como excelente persona para el forastero. Desgraciadamente esta señora no tuvo una pieza para alojarme; pero me indicó la casa inmediata de la señora Concepción Rodríguez, la cual, sin conocerme absolutamente, me recibió con amabilidad en su casa y me proporcionó cuanto por el momento necesité en mi lamentable estado de postración en que el viaje me había sumergido.
+Al llegar, me tiré como un fardo sobre un canapé que había en la sala de la casa; y me quedé ahí casi sin conocimiento, hasta que se me trasladó a la pieza en que debía habitar.
+Hagamos justicia. La señora Concepción Rodríguez es una señora que ya no es joven, aunque tampoco es vieja. Es una mujer en el vigor de la vida. Su hijo Evangelista, excelente ebanista, es un joven como de unos veinticinco años, sencillo, inteligente y amable. La señora tiene sus caprichos de mujer, pero es buena en el fondo de su carácter servicial y atenta. En su casa, el servicio doméstico es decente, abundante y exacto. Yo allí viví como en Bogotá por lo tocante al servicio de la casa, cuanto cabe en un lugar pequeño en que los recursos marchan de frente con lo reducido del vecindario, que me pareció de cuatro a seis mil almas. El caserío, de paja casi todo, no carece de la necesaria comodidad.
+Choachí, desde lejos, inspira ideas que se disipan al conocer la población.
+En Bogotá, cree uno que en Choachí no hay sino estúpidos aborígenes, siempre huraños, desconfiados y medio en perica de chicha. Nada de eso. La población de Choachí es blanca en su gran generalidad. Cualquier labriego de ahí lo pone a uno fuera de duda por sus facciones europeas y su negra y tupida barba española. En el mercado, que tiene lugar los domingos, suele verse uno que otro indígena; pero la generalidad es blanca, o por lo menos de apariencia española.
+Entremos en algunos detalles:
+El poblado de Choachí se resiente del atraso general de nuestro país por razón de las convulsiones políticas que tantos males vierten sobre la actualidad y sobre el porvenir de nuestras poblaciones; pero difícilmente se hallará una población más honrada, más piadosa y más bien inclinada hacia las tareas de una vida sencilla e inocente.
+En Choachí, deja el campesino que viene el domingo a oír misa y a sus negocios de mercado, deja, decimos, su caballo ensillado a la sombra del primer árbol aparente que ve cerca de alguna habitación. Allí lo amarra sin quitar ni el cojinete ni las ruanas atadas en la delantera de la montura. Se larga, no se sabe hasta dónde, y cuando vuelve en pos de su casi olvidado rocinante, nada, nada falta en lo que dejó al partir; ni nadie se ha atrevido a poner la mano en cosa alguna de lo confiado a la leal honradez de los habitantes.
+El clima de Choachí, en punto a temperatura, oscila entre veintiún y veinticuatro centímetros. Es el clima de Caracas. En tiempo seco, deliciosísimo. Su situación lo presenta como sobre un descenso de las vertientes orientales de la gran cordillera.
+Los alimentos son abundantes y excelentes. La carne de res sólo se consigue los domingos; pero bañándola en zumo de limón, se conserva fresca durante toda la semana. Tanto los domingos como en los días intermedios se consigue muy buena carne de cerdo, y también muy agradable de oveja. Los cachacos bogotanos acostumbran decir, que en Choachí, los huevos y los pollos, ¡son silvestres!…
+La yuca, la papa, el malangay, que es una especie de ñame, por la blancura y la firmeza de su masa componente, son exquisitos. La arracacha de Choachí no tiene rival sino en nuestra Sierra Nevada de Santa Marta, en donde ha puesto Dios cuanto hubo en el antiguo Edén paradisíaco. No hay plátano común, o hartón; pero el dominico suple y aun supera al hartón por su suavidad y perfume.
+Los granos, como el maíz, las habas, arvejas, frisoles, etc., son buenos y nada caros. Dan diez curas por un cuartillo y doce exquisitos plátanos pacíficos por la misma moneda. Las naranjas son ricas y baratas; los higos son allí una especialidad gastronómica. Hay, además, excelentes repollos, lechugas, auyamas, y otras verduras siempre de buena calidad y jamás caras; por más que a veces escasean por no ser la cosecha, como sucede con las delicadas chirimoyas y las exquisitas granadillas, que en Choachí parecen envueltas en almíbar y ámbar. ¡Son frutas regias!
+Sólo un alimento no me pareció bueno en Choachí: el pan de trigo. En desquite, no conozco punto alguno en donde se amase un pan de yuca tan sano y exquisito; ¡es realmente delicioso! Además, como entre las innumerables ventajas de Choachí, está su cercanía a Bogotá, que un buen peón, tomando por el cerro, recorre en unas cuatro a seis horas; nada es más fácil que traer de la capital de vez en cuando, pan imperial, bizcochos calados, tortas, mogollas, galletas, etc., para el consumo de la semana.
+Preciso es ya tocar al punto cardinal de nuestra peregrinación: las aguas.
+Las aguas de Choachí son todas maravillosas. Para el baño, puede escogerse el agua que se quiera y de la temperatura necesaria, con el termómetro en la mano.
+Hacia el norte del poblado corren las aguas de las vertientes, hirviente sulfurosa, y fría ferruginosa, que ambas caen al riachuelo llamado Río Blanco, hacia el nordeste del pueblo. Es lástima que no pueda irse sino a caballo a esos baños; y cada caballo cuesta de quince a veinte centavos por viaje…, pero esto acaso sea modificable haciendo contratos por temporada para ir a los ríos. Por otra parte, las aguas son tan saludables, que el gasto es poca cosa en comparación de las ventajas que proporcionan. Como potables, las aguas de Choachí son una bendición. Yo recibí inmenso beneficio de esas excelentes piscinas; y sin contratiempos de otro orden, que me contrariaron y me perjudicaron hasta hacerme regresar extemporáneamente, me habría repuesto acaso enteramente de mis padecimientos gástricos. Bastará referir que a veces despertaba a la media noche, a la gran madrugada; y sintiendo hambre me comía, ¡a esas horas!, dos, tres plátanos pacíficos con buen queso salado y pan de yuca, me tomaba encima un gran vaso de agua y me dormía como un lirón y amanecía con excelente estómago…
+Eso sí, hay que advertir, que el plátano pacífico, debe sin duda su nombre a lo inocente de su alimento; pues de otras frutas del país no puedo hacer las mismas reminiscencias. La caña dulce me postró de una manera terrible.
+Yo empecé en Choachí mis baños por Río Blanco, agua que tomaba como bebida ordinaria, haciendo cargar una damesana (damajuana) a mi cuarto cada tres o cuatro días con la precaución de dejar destapada siempre la vasija para evitar que el agua se dañe de un día a otro; como sucede si se la priva del contacto continuo con el aire libre.
+Al cuarto baño en Río Blanco me acometió una fuerte erupción en la pierna. Que me obligó a suspender esas abluciones.
+Hube de pasarme al agua caliente.
+Ahora bien: ¿cómo es que una población como Choachí, que posee ese dulcísimo clima, con las regaladas termas que circuyen su recinto, con su maravillosa cercanía a Bogotá, con sus abundantes y sanos alimentos, y con sus habitantes pacíficos, benévolos y honrados, no ha alcanzado ninguno de aquellos progresos a que parecen destinarla sus favorables condiciones? ¿Cómo es que la población rica de Bogotá no tiene en Choachí habitaciones propias de temporada para ir, por lo menos, dos veces al año, a pasar detrás del cerro de Monserrate siquiera un par de meses? ¿Cómo es que nadie ha pensado hasta ahora en utilizar esas deliciosas y saludables aguas, saturadas la fría de hierro y la hirviente de azufre, estableciendo a sus márgenes una buena casa de asistencia, con todas las comodidades que ofrece la inmediación a la capital?
+Da pena, una profunda pena, llegar al baño termal, esas aguas que, ya mezcladas, ya puras, poseen propiedades medicinales de todo género, y ver el total abandono, la incuria más completa en que todo está allí sumergido.
+El admirable manantial del agua termal no es sino una charca rodeada de malezas al pie de un barranco, sin ninguna señal de cuidado humano, que siquiera la resguarde contra el acceso de los animales…
+El techado que cubre la mala alberca en que se toma el baño al abrigo del sol y del viento, amenaza ruina. Y allí no hay cosa ninguna para la comodidad de los parroquianos.
+Pero hay que decirlo todo.
+Nadie vaya a Choachí sin armas contra un enemigo, que no por mínimo es despreciable, ¡las niguas! Estos bichos como lo nota Alibert en su Fisiología de las pasiones, se ceban de preferencia en el infeliz forastero. Parece que los tales animalejos hallan algo de escandalosamente apetitoso en las carnes del pobre recién llegado; ¡porque lo acosan, lo martirizan, lo desesperan!
+Pero esto es remediable. Basta llevar consigo un frasquito con petróleo. Se escarba la nigua y se le aplica una gota del líquido y asunto concluido.
+Otros aplican la resina del mamey, el linimento veneciano, el amoníaco líquido y aún el ungüento de Holloway; podemos asegurar que el petróleo basta y sobra. Las exageraciones de las culebras, que tanto asustan a las damas bogotanas, ¡no son sino leyendas!
+A pesar de los estragos de nuestra última guerra civil, que a tantas familias ha cubierto de luto y a tantos mortificado o arruinado, Choachí, que fue teatro de operaciones militares, y sufrió más de un desafuero, hoy parece reponerse de esos males políticos; y algunos vecinos construyen, de tapia y teja, edificios que proporcionarán al poblado ornato y comodidad.
+Además, se ha hecho algo en el camino del cerro; bien que, ni con mucho, sea todo lo que exige un tránsito siquiera soportable. Ese camino, el mejor por su cercanía a y el peor por sus pésimas escabrosidades, debería considerarse por el Estado como asunto de policía en el ramo de salubridad.
+Si Choachí logra al cabo de hacer conocer y popularizar las saludables ventajas de su feliz topografía, ese camino hallará numerosos protectores en todas las condiciones sociales, y aun en las altas regiones de nuestras notabilidades políticas.
+Mientras tanto, hagamos conocer la interesante localidad. Llamemos con frecuencia la atención del público hacia las admirables condiciones medicinales que las aguas y el clima de Choachí contienen en su seno y que una dilatada experiencia viene comprobando de tiempo atrás; aunque siempre como en las sombras del olvido, por causa de la falta de gratitud y de patriotismo de los favorecidos en la curación de sus dolencias, los cuales casi todos la han conseguido con sólo beber esas aguas, tomar esos baños y respirar ese aire, impregnado quizá de efluvios geológicos terapéuticos, que más tarde analizará y calificará la ciencia.
+Bien sé que no es un periódico literario en donde deben tratarse materias tales como la que va a serlo de este artículo. La Biblioteca y El Mosaico perecerían si, abandonando el juicioso sistema que han observado hasta el presente, se mezclasen en las cuestiones que dividen los ánimos y que dan asunto a los artículos de fondo de los periódicos políticos, no menos que a las arengas de los diputados y a las declamaciones de los chisperos. Nada de esto se me oculta; pero estoy tan cierto de que las ideas que me propongo emitir se hallan en armonía con los más sanos principios económicos, con los intereses del país y con los de cada individuo, que no temo fomentar odios de partido, promover disturbios, ser contradicho por uno solo de nuestros economistas, ni hacer que la Biblioteca peque contra el deber en que, como periódico literario, se halla de ser indiferente a todo interés de partido, esto es, de ser políticamente descolorida.
+Como la publicación de este artículo pudiera hacer parte a que se me creyese enemigo de Bogotá y de la vida y costumbres santafereñas; como algunos, al leerlo, podrán juzgar que pertenezco a esa clase de hombres, desterrados de su propia patria, que quisieran que, olvidada nuestras costumbres y borrados los vestigios de la vieja Santafé, se trasformara Bogotá en una perfecta copia de París y nosotros en vivos retratos de los parisienses, o en trasuntos de los yankees, me veo en la necesidad de declarar que amo más a Bogotá con todos sus defectos que a cualquiera de las ciudades extranjeras con todas las grandezas que pueda contener; que me río de los que pretenden sustituir las costumbres europeas a las nuestras; que tengo a mucha honra el ser tenido, como en efecto lo soy, por un tipo cabal del raizalismo, y finalmente que merezco en tan alto grado la calificación de santafereño raizal; que no he dejado mis zapatones de suela por los de caucho; ni mi recado de candela en su chácara de piel de nutria por los modernos fósforos; ni la usanza de llevar linterna cuando salgo de noche, por la de andar a oscuras, como se estila en la actualidad.
+Proponiéndome especialmente demostrar que las contribuciones mencionadas son gravosas para cada particular y que no basta para pagarlas la renta de un obispo, como habríamos dicho en tiempos en que la renta de un obispo merecía ser proverbial, referiré la historia de un día en que, por un siniestro influjo de mi estrella, fui el blanco (¡negra blancura!) de todos los cobros y exigencias a que dan lugar la susodichas contribuciones.
+Afeitándome estaba a eso de la siete de la mañana y deseoso en gran manera de hallarme listo para salir a la calle a dar evasión a varios negocios antes de irme a la oficina, cuando se me anunció que una señora me buscaba; di orden de que la hiciese entrar, y sin haber dado fin a la rasura, pasé a la pieza de recibo. Encontreme en ella con doña Pía Santos, cuasi matrona, quien no deja de cuadrarle su nombre, pues, además de llevar hábito de beata, está dotada de la cabeza más fecunda para concebir piadosos proyectos. Traía entre manos la empresa de fundar un establecimiento en que pudiesen recogerse hasta ochenta señoras vergonzantes, las cuales habían de constituir una especie de comunidad religiosa, dejando por consiguiente de andar por la calle o pordioseando, y se habían de ocupar en no sé qué ejercicio que doña Pía me explicó latamente, sin que yo, que sentía fuerte escozor en la cara por no haber tenido tiempo de quitarme el jabón, hubiera podido estar atento. La peroración de aquella arenga se redujo a pedirme uno limosna para el proyectado establecimiento; yo empecé a formular una negativa fundada en la exigüidad de mis rentas, y en mala hora la empecé, pues di motivo para que doña Pía, entrando más de lleno en el fondo de la cuestión comenzase un nuevo y dilatadísimo discurso. Yo, teniendo presente que el tiempo vale dinero, resolví comprarle a aquella buena mujer unas cuantas horas por cuatro pesos fuertes que puse en sus manos.
+Acabé de afeitarme a toda prisa; pedí el almuerzo y me dejé alucinar por la esperanza de poder salir inmediatamente a la calle a ocuparme en mis quehaceres; ¡pero quiá!, aún no había empezado a tomar el café, cuando me asaltaron dos sujetos comisionados o agentes de cierta corporación a exigirme que me suscribiese por una suma que no debía bajar de veinticinco fuertes, para construir un puente que hacía falta en una calle que yo no conozco, y que debía levantarse sobre una corriente que jamás ha humedecido mis pies.
+—Tendría mucho gusto —dije a los señores comisionados— en contribuir para una obra que tanta importancia y hermosura debe dar a la Capital; pero la escasez de mis recursos no me permite hacer un gasto que de ninguna manera había hecho figurar en mi presupuesto.
+—¿Y renuncia, usted —me replicó uno de los sujetos—, a las ventajas de que usted mismo gozaría si llegase a construirse el puente? ¿Cómo pasa usted en una noche de lluvia, por el punto en que tanta falta está haciendo?
+—Espero que así como en treinta y dos años que hace que vivo en Bogotá no se me ha ofrecido pasar por allí, no se me ofrezca tampoco en lo sucesivo.
+Uno de los comisionados, por toda respuesta, apoderándose de mi pluma, que estaba a la mano, escribió mi nombre entre los de los contribuyentes, y me dijo:
+—Está usted suscrito por cuarenta fuertes.
+Mientras los dos verdugos bajaban la escalera y mientras les echaba yo mis primeras maldiciones, estaba buscándome don Candelario Cienfuegos, copartidario mío por mi desgracia, hombre dado a la política, intrigante, chispero y exaltado a más no poder. El ardiente y frenético patriotismo que lo poseía no le permitió saludarme.
+—¿Sabe usted —empezó a decir desde que me columbró—, que esos pícaros nos quieren ganar las elecciones a fuerza de trampas y de intrigas y de tropelías? Anoche se reunió una junta a que concurrieron muchas personas respetables adictas a la buena causa, y se acordó un plan magnífico para trabajar eficazmente por nuestra lista; pero se necesita de fondos para una multitud de gastos indispensables, y es preciso que hagamos cualquier sacrificio a fin de que hoy mismo se reúna la cantidad que se ha presupuesto; con que vea usted con cuánto puede contribuir.
+—Usted no ignora —respondí— que los recursos no me sobran: hoy mismo he tenido que hacer dos erogaciones que para mí son considerables, si se atiende a la escasez del sueldo que me produce mi destino…
+—¡Su destino! —me interrumpió don Candelario—, y si usted no trabaja para que se ganen las elecciones y si las elecciones se pierden, ¿espera usted que esos hambrientos, una vez adueñados del poder, le dejen su empleo y no lo priven de todo su sueldo? Usted, sin duda, no sabe las noticias que se han recibido de fuera; si usted cree que yo exagero al hablarle de las picardías que nos están haciendo, lea usted lo que me escriben de casi todos los pueblos.
+Y sacó un cartapacio.
+Antes de que hubiera podido desdoblar la primera carta, había yo puesto dos fuertes en las manos de aquel energúmeno, para que fuese con ellos a salvar la patria.
+Cuando hemos sentido un terremoto, cuando hemos visto caer un rayo junto a nosotros, cuando acabamos de ser afligidos por una de esas calamidades que, por fortuna, no sobrevienen todos lo días, nos consolamos juzgando instintivamente que estamos ya libres por mucho tiempo de toda penalidad o tribulación de la misma especie. Salí yo a la calle a las doce de aquel infausto día con la lisonjera certidumbre de haberle pagado su tributo a la fortuna y de tenerla satisfecha: habría desafiado todos los contratiempos, todas las calamidades, todas las plagas que pueden afligir a los hombres, seguro de que la suerte me debía una compensación y de que había pagado a buen precio algunos días de reposo siquiera para mi exhausto bolsillo.
+¡Menguada previsión humana!
+En el camino de mi oficina me encontré con un mozo algún tanto desharrapado y capiroto, cuya fisonomía me llamó la atención: mirele atentamente, y al punto conocí que aquella cara pertenecía a mi antiguo amigo y condiscípulo, el doctor Augusto Rey. Conocerle y estrecharle en mis brazos todo fue obra de un solo instante: yo estaba medio enternecido. Confieso sin embargo, que mi olfato celebró el encuentro y el apretón mucho menos que mis otros sentidos y potencias.
+—Mucho me alegro de encontrarlo, condiscípulo —me dijo mi antiguo amigo.
+—¡Toma! —le contesté—, ¡pues si hacía nueve o diez años que no nos veíamos!
+—Pues le digo que me alegro de encontrarlo. Porque ha de saber usted que me casé, y…
+—¡Hombre!, ¡conque te casaste!, ¿por qué no me has dado parte? Sin duda no habrás tenido tiempo todavía.
+—Y tengo ya cuatro niñitos —prosiguió sin hacer caso de mi interrupción.
+—¡Cuatro niñitos! —exclamé interrumpiéndole de nuevo—. ¡Qué ufano debes estar! Pero, hombre, ¿por qué no me habías comunicado tu matrimonio y el nacimiento de tus hijos? Si has creído que yo he variado, me has hecho un insulto. Y ya que por casualidad te veo, te diré que, puesto que te has venido a vivir a Bogotá, debes ocuparme con toda franqueza, y que tendré el mayor gusto en reanudar nuestras relaciones y en servirte cuanto pueda.
+—Como iba diciendo —prosiguió el doctor Rey sin corrresponder a las efusiones de mi amistad—, tengo ya cuatro chiquitos y todos están en la cama, lo mismo que la pobre madre; así es, condiscípulo, que si usted me hiciera la caridad de darme algún socorro…
+¡Pecador de mí! —exclamé para mis adentros—, ¡y yo que acabo de hacerte protestas de amistad y ofrecimientos de servicios!.
+Confieso que el ardiente cariño que se había despertado en mí al encontrarme con uno de los compañeros de mi juventud, quedó a diez grados bajo cero cuando descubrí en el doctor Agusto Rey, en el estudiante travieso y bullicioso de otros tiempos, un pordiosero. Por lo demás, yo no debiera haberme asombrado: no es aquel infeliz el único de mis antiguos colegas, ni el único de los jóvenes de esperanzas que conocí en el colegio, que ha descendido a la condición de mendigo.
+Está por demás decir que vacié mi bolsillo en el de mi cuitado camarada.
+Al pasar por cierta esquina me llamó la atención un grande aviso que acababan de fijar. Leílo y tuve el gusto de encontrar mi nombre en hermosas letras de molde. Se anunciaba una gran función a beneficio de una célebre artista: ella había tenido la bondad de acordarse de mí y me la había dedicado, lo mismo que a otras personas cuyo nombres figuraban también en el cartel. Al terminar la lectura, no pude contener una interjección un poco expresiva. Otro de los beneficiados por la beneficiada, que estaba por casualidad leyendo el aviso al mismo tiempo que yo, tradujo mi exclamación, y me dijo:
+—La lavada es bien regular, pero sería muy feo que no reuniéramos algunas onzas para obsequiar a esta señora.
+—¡Pero, hombre, si yo no la conozco ni he ido jamás al teatro!
+—¿Y qué dirán —replicó— los otros sujetos a quienes se dedica la función, si nosotros no contribuimos? Fuera una porquería dejarlos metidos y sacar el cuerpo.
+Nada tuve que oponer a una razón tan convincente, e hice ánimo de no dejar desairada a la famosa artista.
+A la puerta de la oficina me aguardaba una buena vieja, antigua criada de mi casa. Había hecho promesa de mandar decir una misa de limosna, y tuve que ofrecerle que por la tarde le entregaría mi contingente.
+El jefe de mi oficina es un patriota casi tan fogoso como don Candelario Cienfuegos. Recibióme con la noticia de que se trataba de fundar un periódico eleccionario para sostener cierta candidatura; y añadió que todos los buenos patriotas estaban en el deber de contribuir para una empresa tan laudable. Yo, que aguardaba una buena reprimenda por mi poca puntualidad en aquel día, me creí redimido ofreciendo suscribirme al nuevo periódico. Mas, ¡ay de mí!, la reprimenda vino el día último del mes en la odiosa forma de un descuento en el sueldo, descuento que debí a la amabilidad de doña Pía, de los señores del puente, y de don Candelario y de mi Augusto condiscípulo.
+Cuando volví a casa, encontré sobre mi escritorio dos esquelas que me habían dejado durante mi ausencia. Iba una de las dos con una hermosa cubierta rosada, y el sobrescrito estaba en bellísima letra. Dios sabe las halagüeñas esperanzas y los risueños pensamientos que me hizo concebir el exterior de aquel billete; estaba persuadido de que se me convidaba en él a una tertulia, o a una comida en que pudiese sacar de mal año mi vientre de empleado. Abrilo, y, ¡oh, desengaño! El editor de una obra me anunciaba que, siendo yo una de las personas más amantes de la literatura, y más decididas por los progresos intelectuales del país, esperaba me suscribiese por algunos ejemplarse y remitiese inmediatamente su importe, pues el pago debía ser adelantado. Confieso con pena que me avergoncé de contestar que no me suscribía, y respondí dando las gracias por la atención que se había usado conmigo y remitiendo el importe de un ejemplar. Diré de paso que el título de la obra era Mis delirios, o colección de poesías escogida de N. N. No bien la hube abierto me convencí de que por lo menos tenía el mérito de llevar un título nada engañoso, el único título que podía llevar. Por fortuna la edición era tan elegante que las hojas estaban casi en blanco, y el libro me sirvió desde aquel día para llevar mis cuentas, es decir, para apuntar créditos pasivos.
+Con el elegante, primoroso, comedido e intachable billete del editor de Sus delirios…, contrastaba la otra esquela que hallé sobre mi escritorio: era más bien que esquela un pedazo de papel mugriento, doblado en forma que carta y pegado con tres obleas de harina. El sobre decía: «Al señor don Pedro Pérez de Perales en S. M.». Era casi indescifrable, y servía de diagonal al paralelogramo que la carta formaba. El contenido de esta era el siguiente:
+Mi respetado señor conosiendo la jenerosida de su caritatibo corason que no deja vergonsadoz a los infelises que acuden a su benidnas entrañas con tanta necesidad como yo que estoi postrada en una cama ace dies i 8 meses y con tres muchachitos deznudos y la menor muriendose: i sin tener conque mandar a la votica por los rremedios que mandó el señor doptor N. Por pura caridad i de limosna pues yo me allo en la mas espanto a miseria por estas rrasones m atrebo aunque con arta verguensa a molestar su noble atension que yo en mis orasiones no lolvido i Dios N S se lo a de pagar i hecho denpeño a mi Sia presentasion (así se llama mi mujer) i a los niñitos que nuestro Sr. los aga unos antos por esta obra tan grande de caridad que yo ce lo uplico por loque mas quiera i sino meallara en tanta necesida no pasara por la verguensa de acerle esta suplica.
+Su mas umilde criada i cerbidora
Ma de los desanparados Pelaez.
+En cualquiera otra ocasión me habría sido difícil adivinar el sentido de esta embrolladísima epístola; pero en aquel malhadado día la clave estaba dada de antemano: todo escrito, toda palabra, toda mirada que se me dirigiese, no podía significar otra cosa que una petición de dinero. Al acabar de leer la carta de doña Desamparados me hice esta reflexión: he carecido de firmeza para resistirme a hacer desembolsos para objetos inútiles; los respetos humanos han influido en mi ánimo más que la obligación en que estoy de sustentar a mi familia, y, ¿será justo que estrene mi energía con una desgraciada que tan de veras necesita un socorro?
+Y aquella tarde le envié unos pocos reales, con los que los hijos de doña Desamparados lo estuvieron menos que otras veces.
+Salí a las cinco a buscar solaz y desahogo en una tienda de la Calle Real, en donde acostumbro hacer mi tertulia vespertina; allí encontré reunidos a varios de mis amigos, y llegué a concebir la esperanza de que la conversación me distrajera y me hiciera olvidar los contratiempos que tan abatido me tenían; ¡pero sí, ya escampa…, y llovían ruedas de molino!
+Por entonces había debido de notar mi amigo don Prudencio que su reloj no marchaba con toda la regularidad que era de desearse, y todos los relojeros que lo habían examinado habían estado acordes en decidir que el precio de todo el reloj no excedía, ni en un ochavo, al del oro de las tapas. Esto determinó a mi amigo a ponerlo en rifa, y, poco después de haber entrado yo a la tienda, vino a proponer a todos los concurrentes que tomásemos nuestros billetes.
+—Es una ganga —decía—, el reloj es magnífico, de dos tapas, montado en diamantes y de libre escape; me costó doscientos pesos que di a N. en pura plata; cada puesto vale sólo cinco fuertes, y la rifa se hace entre cincuenta personas no más.
+La primera víctima que escogió fui yo.
+—Con que te apunto, ¿no es así?
+—No, mi querido, me es absolutamente imposible por ahora, y hace mucho tiempo que tengo resuelto no entrar en rifas.
+—Pero, hombre, no seas bruto: pregúntale a don N. N. si no le di doscientos pesos en pura plata por el reloj. ¿Tan fácil es hacerse a un reloj de oro de dos tapas por cinco fuertes?
+—No te niego que te haya costado lo que dices, pero el caso es que no quiero ni puedo entrar en la rifa.
+—No te creía tan torpe: mira, hombre, está montado en diamantes.
+—Aunque estuviera ahorcajado sobre todos los diamantes del Brasil y de Golconda, con todos los demás habidos y por haber, te digo que no tomaría puesto en la rifa.
+—¡Qué miserable!, ¿no ves que es de libre escape?
+—¡Demonio! —repuse—, ¿y porque el escape del reloj sea libre, no he de serlo yo para escaparme de tus impertinencias? ¿Y he de dejar que se escapen de mi pobre bolsillo cinco fuertes, tras otros innumerables que se me han escapado muy a pesar mío?
+Mucho se engaña el lector si juzga que la desusada energía que desplegué en este lance me salvó de las uñas de Prudencio. Antes de las seis ya todos los miembros de la tertulia habíamos visto nuestros nombres inscritos en la lista de los aspirantes al exreloj de nuestro amigo.
+A los pocos días se hizo la rifa; mas, como los puestos eran cincuenta y Prudencio reservó para sí prudentemente unos treinta, volvió a quedarse en su poder la inestimable prenda. Supe que había vuelto a rifarlo; pero fue a tiempo que yo estaba afortunadamente con el tifo.
+A las siete de la noche, recibí la última visita y el último ataque.
+Don Deogracias Bueno se presentó en casa, y después de las salutaciones y cumplimientos que son de rigor, desplegó ante mis ojos una larga cuenta de los gastos hechos en la fiesta y procesión de San N.; fiesta y procesión que se habían celebrado dos meses antes en la iglesia de San Juan de Dios.
+—Impóngase usted de eso —me dijo don Deogracia.
+Cuando hube repasado todas las partidas de aquella cuenta, le contesté:
+—Y bien, señor don Deogracias, ¿en qué me atañe esta cuenta, si no es indiscreción preguntarlo?
+—Es que la fiesta se hizo al fiado, y los que intervenimos en su celebración, debemos todavía los ciento sesenta pesos que costó y estamos demandados.
+—¿Y cómo se resolvieron ustedes a promover aquella solemnidad sin contar con los fondos suficientes?
+—¡Qué se había de hacer! Usted sabe que ha sido costumbre celebrar la fiesta y hacer la procesión todos los años; llegó el día del santo y nada se había podido recoger, y fue preciso…, ya usted ve… Ahora esperamos que las personas piadosas, como usted, nos auxilien con algunas limosnas.
+En aquel día fui calificado de caritativo, de patriota, de literato y de hombre piadoso.
+Yo creí estar leyendo mi necrología.
+En el exceso de mi desesperación y de mi angustia, me sentí sin fuerzas para pronunciar un no. Me levanté de mi asiento, registré mi gaveta, encontré en ella doce reales, último y miserable resto del sueldo de un mes, sueldo que había cobrado el día anterior, y los deposité en mano de don Deogracias.
+Al dejarlos en ellas, exclamé: «¡Bendito sea Dios, ya no podré dar nada en este mes!».
+Un amigo que leyó lo que precede, me dijo: «Has creído escribir la historia de un día en Bogotá, y has escrito la historia de todos los días. A mí me han pedido hoy mismo diez botellas de brandy para un baile, y la cantidad con que quiera contribuir para hacerle un vestido bordado al buen ladrón de Las Nieves. Además, se trata de hacer fiestas, y tú y yo, estamos previstos para alféreces».
+Entre nosotros, nadie quiere descender de la posición en que lo colocó su nacimiento, o a donde la fortuna lo elevó. El que una vez calzó bota no se resuelve a usar alpargatas; la que una vez llevó saya, preferirá siempre la saya más raída a las mejores enaguas de bayeta. El que una vez fue cachaco, no quiere renunciar a la vida holgada y regalona, ni entregarse al trabajo.
+La ciudad carece de recursos para levantar monumentos y obras públicas, y para dar espectáculos al pueblo; sin embargo, los espectáculos han de tener lugar y las obras públicas han de construirse.
+He aquí algunas de las causas que principalmente influyen en que todos estemos sujetos a tantas contribuciones directas.
+Mi sobrinito Isidro había coronado ya su carrera literaria; es decir, había estudiado primer año de inglés, segundo año de matemáticas, tercer año de geografía y el curso completo de teneduría de libros; siendo de advertir que aquel año primero fue sin segundo y que el segundo fue sin primero, así como el tercero fue sin primero ni segundo. Llegó el tiempo de darle alguna ocupación, y él mismo sintió la necesidad de dedicarse a algún trabajo provechoso. Pero aquí fue el devanarse los sesos, el hallarles dificultades e inconvenientes a todas las profesiones y carreras, y el palpar la inutilidad de casi todos los estudios que había hecho. De inglés había aprendido harto poco y además, aunque lo hubiera poseído mejor que Byron, importaba muy poco, pues nadie vive de hablar inglés, ni tenía cosa alguna que decir en ese idioma. Las matemáticas y la geografía, tampoco pasaban de ser un adorno. La teneduría de libros ya era otra cosa, según parecía; pues los conocimientos que había adquirido en este ramo le hacían apto para desempeñar las funciones de dependiente de algún mercader; y con efecto, al cabo de muchas discusiones y consultas, se resolvió que tal había de ser su destino. No fue corto, en verdad, el número de comerciantes con quienes hube de hablar a fin de alcanzarle a mi sobrino la apetecida colocación; pues los de segunda categoría, es decir, los que no gastan caja de hierro ni cuchara, me hacían ver que ellos se servían a sí mismos de dependientes y que hasta el presente se hallaban satisfechos de sus servicios; y los que gastan caja de hierro y libros con guarniciones de cobre, estaban provistos de los dependientes que habían menester. Al cabo, y por una gran casualidad, vacó una plaza en la casa de uno de estos comerciantes, e Isidro fue llamado a ocuparla, con un sueldo de doce pesos mensuales y con las esperanzas que su patrón le hizo concebir de llegar con el tiempo a obtener una colocación infinitamente más ventajosa. En alto grado satisfechos quedamos mi sobrino y yo, y este se entregó con fervor a sus nuevas ocupaciones. Pero era el caso que la teneduría no la tenía él sino un tenedor de libros extranjero que el mercader tenía contratado, y mi sobrino no tenía otra teneduría que la del plumero con que se sacudía el polvo, y si por acaso llegaba a tener otra ocupación, era la de hacer despachar en la botica alguna receta para la patrona, la de llevar una carta al correo, u otra de aquellas para las cuales no es de provecho alguno el haber estudiado a Degrange y a Rafael Pérez, y el haber hojeado el Diccionario de comercio. Así, los progresos que hacía eran pocos, y lo peor era que, no siendo razonable que anduviera desarrapado, sacaba con frecuencia del almacén efectos y sumas de dinero que se cargaban a su cuenta, al mismo tiempo que yo cargaba solo con el peso de su manutención. A la postre, nos persuadimos él y yo de que la elección de carrera no había podido ser peor, y él hizo dimisión del plumero, después de cubrir el saldo que contra él resultaba en aquellos libros que algún día había esperado tener; y no hay para qué agregar que la suma con que se cubrió ese saldo no salió de otra parte que de mi bolsillo.
+Viniéronseme entonces a la memoria ciertas amistosas demostraciones que me había hecho un conspicuo personaje, que a la sazón ocupaba un puesto muy elevado. Ocurrí a él, y, mediante sus buenos oficios, conseguí para mi exdependiente una plaza de meritorio en cierta oficina, en la que trabajó por largos meses y con infatigable tesón, alentado por la esperanza de ver alguna vez su nombre figurando en aquellas nóminas que cada mes regocijaban la oficina. Entretanto aprendió a escribir, pues del colegio había salido menos que mediano pendolista, y a aplicar a la práctica las operaciones aritméticas. Ya su jefe decía que tenía bonita letra y que no le faltaba despejo y expedición para los negocios, con lo que, y con haberse tenido noticia de una promoción general que en la oficina debía verificarse, se creyó era llegado el día en que, dejando de ser meritorio, iba a ver recompensados sus méritos; pero no le avino, según sus esperanzas, porque a pesar de los empeños que se le echaron al funcionario que debía hacer el nombramiento, sus méritos fueron desatendidos y la plaza que esperaba ocupar sirvió de galardón para los de un mozo que, por haber escrito y publicado unos versos titulados «En el álbum de la señorita Fulana de tal», había cobrado fama de muchacho de esperanza.
+Mohíno quedó con este chasco el pobre de mi sobrino, y determinó hacer dimisión de la parte, como la había hecho del todo; quiero decir que soltó la pluma de empleado como lo había hecho con el plumero de dependiente.
+Recorrió en seguida los colegios solicitando la férula de pasante, y no tuvo más ventura que en sus otras pretensiones, porque casi todos los mancebos contemporáneos suyos le habían ganado de mano, y así era que en cada establecimiento el número de pasantes pasaba de lo mandado.
+Los partidos entre los cuales se podía escoger se iban, pues, agotando, porque para aprender un oficio manual o alguna de las bellas artes, era ya demasiado tarde; de suerte que no le quedó a mi sobrino más que un camino que tomar, y fue el del campo; cosa a que sentía él desde pequeñito cierta natural e irresistible inclinación, la que principalmente se había desenvuelto con ocasión de un viaje que, algunos años antes, había hecho a la Piedraancha, en un precio o caballito morcillo careto, de índole fogosa y delicados movimientos. Parecíale también que el nombre que (al parecer por acaso), había recibido en el bautismo, era un indicio de la vocación que alguna vez había de sentir y de la carrera que había de emprender para llegar a ser hombre de provecho.
+Por lo demás, el llevar a cabo el proyecto no era de lo más sencillo, y Dios sabe cuántos sudores me costó proporcionarle algunos fondos para que pudiese entregarse a los trabajos agrícolas.
+Muchas fueron las posesiones que diferentes propietarios me ofrecieron en arrendamiento para mi sobrino, y no pocos los viajes que este tuvo que hacer para elegir entre todas la que más le conviniese. Hizo estas excursiones en una mula que al efecto nos prestó un amigo, y con un tren de cabalgar, asaz inconexo y poco pintoresco. Iba con su sombrero viejo de castor, con la ruana pastusa y los estribos de aro que habían pertenecido a su padre, con el freno de jaquimón de mi mujer y con otros adminículos igualmente indignos de un presunto campesino.
+Desecháronse varias de las posesiones visitadas, por diferentes nulidades que Isidro les hallaba, y señaladamente por la de estar demasiado distantes de Bogotá, centro de gravedad que hace sentir su fuerza centrípeta a todo el que una vez se ha sometido a su atracción.
+Eligióse por fin una posesión que su dueño llamaba hacienda y que los imparciales llamaban estancia, situada a cosa de cinco leguas de la capital, cercada de vallado o más bien de vestigios de ellos; adornada con una risueña casita de paja, y cubierta con profusión de ciertas plantas que mi novel campesino calificó de ricos y abundantes pastos.
+Guardaban la casa, en ausencia del propietario, ñor Juan Ignacio y ña Marcela, patriarcal y adorable pareja de campesinos bonachones y serviciales, que, sabiendo de antemano el fin con que Isidro iba a visitar la estancia, y no ignorando que podía muy bien venir a ser su patrón, se esmeraron en asistirle y tratarle como a cuerpo de rey y en hacerle demostraciones de afecto y sumisión. Ganáronse los dos viejos la voluntad de mi sobrino; y esto y lo exquisito del agua que por el patio de la casa y en grande abundancia corría, acabó de decidirle a tomar en arrendamiento La California, que tal era el nombre que el dueño se había empezado en ponerle, si bien los campesinos de la comarca no la habían conocido jamás, ni la conocían aún, por otro nombre que el de La Chusquera.
+Enamorado mi buen Isidro de la que a él se le antojó pintoresca y productiva posesión, ya le parecía que se le iba de las manos; hízome de ella una pintura que me sedujo, y yo no opuse dificultad ninguna para que se perfeccionara el contrato, en el que tuve la honra de poner mi firma como fiador y principal pagador, por haberlo querido así el propietario, no sin afirmar que aquella era una formalidad inútil, pero…, que siempre era bueno.
+Diose el nuevo arrendatario de La California a transformar su persona en la de un verdadero campesino, y lo primero que hizo fue abandonar el traje y los arreos con que había hecho las expediciones preliminares. Dejóse crecer la barba (que a pesar de su poca edad abundaba ya en su rostro), y nadie a primera vista le hubiera podido conocer el día en que, con sombrero alón de funda, chaqueta de dril, ruana parda, zamarros de caucho, zurriaga de guayacán, tapaojos de lomillo, silla orejona bien aderezada y un amarillo y no nada blando rejo de enlazar, montó a caballo en el zaguán de casa, pronto a partir para La California. En aquella memorable ocasión, oprimía los lomos de un morcillo careto, escogido por su color en conmemoración de aquel morcillito de marras. Iba el corcel con herraduras, que aunque en rigor hubiera podido ahorrarse el costo de ellas, el que las tuviese convenía para la ejecución de un designio que mi sobrino había concebido. Era el caso que al hacer de su tierra aquella primera salida, se hallaba ya provisto, como el héroe de la Mancha, no sólo de caballo y de los arreos adecuados a su nueva profesión, sino también de dama de sus pensamientos, y se proponía no salir de la ciudad sin pasar por las ventanas de Guadalupe, no por las del templo compañero de la cruz monumental, sino por las de la casa que habitaba la susodicha dama, que aquel nombre llevaba; y le parecía cosa indecente y de muy escaso efecto ir a lucir a su vista la gallardía de su persona y el brío y la hermosa estampa del morcillo, sin que este hiriese estrepitosamente el suelo con los herrados casco.
+En la mañana de este mismo día salió para la California un arriero con el equipaje de Isidro. Llevaba en un buey el almofrej con la cama y la ropa, y en una burra las petacas con el mercado, plato y cubierto, una buena provisión de tabaco, dos cajas de a quinientos fósforos, una baraja, el Ivanhoe, dos tomos de El instructor, y Los tres mosqueteros.
+Ya establecido de asiento en su casa de campo, puso mano mi sobrino a las tareas mediante las cuales esperaba conseguir que el nombre de la hacienda no quedase por embustero; y, habiendo sabido que uno de sus vecinos tenía de venta algunas vacas de hato, fue a buscarle en compañía de ñor Juan Ignacio, asesor nato suyo en todas las ocasiones en que se necesitaba más práctica en los negocios campestres que la que mi sobrino tenía. El vecino presentó en efecto un hatajo de vacas paridas, cuya corpulencia y cuyos escogidos colores le fascinaron y sedujeron de todo punto. En vano fue que ñor Juan Ignacio le hubiese insinuado con disimulo, que de aquellas vacas, la que menos, tendría catorce años. «Catorce años», dijo para su capote, «catorce años es muy buena edad; cuando yo la tenía era un muchacho, casi un párvulo». Y tuvo por cosa averiguada que, con aquella insinuación, ñor Juan Ignacio no se había propuesto otra cosa que estimularle a hacer la compra, y se dejó hacer el favor, que su vecino le encomiaba sobre manera, de darle aquellas vacas por lo que le habían costado, callando eso sí la circunstancia de que a su poder habían venido cuando estaban en todo su auge y en la primavera de la vida.
+Grande fue luego el conflicto en que se vio mi deudo cuando el vecino (engolosinado con el negocio que acababa de hacer), le brindó vacas horras. Avergonzábase de dar a conocer su ignorancia, y para salir del paso respondió, no sin gran miedo de cometer un despropósito, que vacas horras no quería, y que prefería llevar algunas que no estuviesen paridas. Ni fue menor su perplejidad cuando se le habló de novillas, de vacas de vientre y de vacas machorras, ni más pequeñas las atrocidades que blasfemó a propósito de todas estas cosas, por no atreverse a confesar que no entendía los términos de la facultad.
+Muy corrido quedó cuando ñor Juan Ignacio le hizo ver las sandeces en que había incurrido; pero, a pesar de todo, nada puede compararse con la pura alegría que inundó su corazón al verse dueño de ganado y al arrear por sí mismo con su flamante zurriaguita aquellas hermosas vacas, que no veía la hora de ver ordeñadas para saber cuánto daba cada una; y es fama que, para reducir al hatajo una mansísima vaca colorada que se extravió un poquito, la enlazó de una mano, así para dar a la función la apariencia de una vaquería clásica, como para estrenar el rejo de enlazar.
+Por entonces fui yo a hacer una visita a mi sobrino, y hallé que, a semejanza de nuestro primer padre al principio del mundo, estaba entretenido en poner nombres a los animales, pero se hallaba en abierta pugna con ñor Juan Ignacio y con los muchachos de la hacienda, quienes no podían avenirse con los nombres que Isidro inventaba, y, o bien los estropeaban lastimosamente, o bien los desechaban del todo y les sustituían otros de pésimo gusto y faltos de originalidad. Al morcillo careto, de que tengo hecha mención, quiso llamarlo Djerid, en memoria de cierto corcel árabe que hace papel en no sé qué novela; pero fue preciso ceder al torrente de la opinión y conformarse con oírlo llamar el Espejito. Otro recibió el nombre de Mazeppa, pero las leyes de la concordancia lo hicieron llamar el Mazeppo. Un buey barcino de encendidos ojos, que debía haber sido Diocleciano, fue por fin Dioclesiástico. Para las vacas también suministraron nombres la historia, la novela y el drama; pero todo fue en vano. Toda vaca negra era conocida por la Cocinera, la Carbonera o la Azabacha; toda barcina, por la Granadilla o la Calamaca; toda hosca, por la Guayacana o la Mosca; toda blanca, por la Zura, y las otras por el mismo tenor.
+Había mandado hacer fierro para marcar sus ganados, y naturalmente se le había ocurrido formarlo de las iniciales de su nombre y apellido. Mas sucedió, que como estas letras eran, I. P. (Isidro Pérez), un gracioso del vecindario leyó indulgencia plenaria, sarcasmo que le hirió en lo vivo y le decidió a preferir la inicial de su segundo nombre de pila que era Basilio; pero, como le hubiesen hecho notar que entonces leerían bendición papal, dejó a un lado el abecedario y se dio a trazar arabescos y figuras no clasificadas basta ahora en la geometría, hasta que después de hacer y deshacer, delinear y borrar, componer y modificar infinitas, se decidió por una que vino a ser su fierro quemador y que se propuso no desechar, a pesar de todos los dicharachos que su vista pudiera sugerir a los bufones de la comarca.
+No todos los contratos que le hicieron dueño de los bueyes, ovejas y caballos con que vistió la hacienda fueron tan onerosos como el de las vacas. No obstante, siempre siguió comprando a precio bien subido la experiencia de consumado campesino, la que no llegó a ser completa (lo diré de una vez), sino cuando abandonó la profesión, es decir, cuando ya no era menester. Entre los bueyes que compró, se hizo inocentemente a un novillo de la Conejera, que puso a los peones en vergonzosa fuga la primera vez que se trató de sujetarlo al yugo. Una vez, creyendo comprar una potranca nuevecita, adquirió una yegua octogenaria, después de haberle registrado la boca y descubierto que todavía no le apuntaba el colmillo. En otra ocasión dio dos excelentes caballos que estaban flacos y despelucados en cambio de un execrable caballejo bien almohaceado y lucio.
+Pero todo lo daba por bien empleado con tal que su persona y sus cosas tuviesen un aire de campesinidad bien pronunciado. No perdonó diligencia a fin de que su manos y sus pies se ennegrecieran y se cubrieran de callos; estudió los más exagerados modos de montar a caballo; mandó hacer espuelas de inconmensurables dimensiones; atestó la casa de perros alborotadores y golosos, ladrones de la despensa y asesinos de los potreros; no menos que de gallinas y pavos indisciplinados que hicieron suya toda la casa; y aprendió a abrochar un patón y a dar una sentada con toda la gentileza de un cumplido sabanero. Y dado como estaba en cuerpo y alma a estos ejercicios campestres, lloraba los años que había perdido estudiando las matemáticas y la geografía, que de tan poco provecho le eran en la actualidad.
+Preciso será volver atrás para dar noticia de los primeros ensayos que, como agricultor, hizo mi sobrino. Pidió y oyó consejo de todos los vecinos, así sobre el tiempo en que había de sembrar, como sobre la elección de los terrenos y de las semillas, y halló tanta conformidad en las opiniones de los agrícolas, como suele hallarse entre las de los médicos, lo que le puso en perplejidades indecibles; al cabo, siguiendo alguna veces el parecer de ñor Juan Ignacio y dejándose guiar otras por su propios instintos, sembró sus semillas a salga lo que saliere. A propósito de estas primeras siembras, cuenta ñor Juan Ignacio que su patrón, habiendo oído referir que uno de los vecinos había sacado gran provecho sembrando una mitaca, le dio orden para que saliese a buscar unas cargas de esa semilla a fin de sembrarla al mismo tiempo que las demás.
+Entretanto los gastos no cesaban y La California no daba oro como su tocaya, sino esperanzas y más esperanzas; y como quiera que esta moneda no sirviese para pagar jornales ni hubiese para qué llevarla al mercado, Isidro se vio precisado más de una vez a tomar dinero al uno por ciento, verdad que las venerables vacas daban leche, que se fabricaban quesos y que estos se vendían casi todas las semanas; mas como no todo el monte era orégano, es decir, como las lozanas y viciosas praderas que mi sobrino había tomado por excelente pastales, fueron apreciadas por las vacas en su justo valor, y como, a proporción que las crías de las vacas crecían, la leche menguaba, el valor de los quesos apenas equivalía a los intereses que era forzoso pagar, y las pobres vacas no producían su leche ni los infelices becerros ayunaban sino en beneficio de los usureros; de suerte que, si bien las cosechas del primer año no fueron de las peores, su producto total hubo de invertirse en el pago del arrendamiento, y los fondos con que Isidro había planteado sus negocios estaban representados no más que por las decrépitas vacas y por las no muy medradas crías a que aquellas, viendo cercan su fin, confiaban el cuidado de reembolsarle a su dueño el exorbitante precio a que, por última vez y con no poca admiración suya se habían visto vender.
+Reveses, pues, no faltaron en el primer año, y en los dos siguientes se renovó aquello de la plata tomada al uno; y aun pluguiera al cielo que hubiera sido tomada al uno, pues en realidad hubo que tomarla a mucho. Una cosecha de trigo se perdió por el polvillo; otra de papas, por el muque; otra de maíz, por los hielos. Murieron dos vacas, y de muerte natural, que fue lo peor, y antes de que las demás tuviesen la misma suerte, fue menester venderlas, no ya como vacas de hato sino como ganado de ceba, lo que quiere decir que habían desmerecido como la renta sobre el tesoro o como los vales de manumisión; dos caballos se patonearon, y los restantes no podían venderse por la mitad de lo que habían costado. Verdad es que cierto día me dio aviso mi sobrino de haber vendido a Canrobert en cuatrocientos pesos, aviso que me llenó de asombro; pero este asombro menguó considerablemente cuando supe de qué se componía aquel inverosímil e inaudito precio. Recibía Isidro en cambio del caballo una obligación o documento contra el tuso Benavides, por valor de cien pesos; ocho cabras paridas, a cuatro pesos cabeza; un reloj de sobremesa, por cincuenta pesos; una caja y una rueda de carro, por noventa; un tratado de agricultura en seis volúmenes, por dos onzas; y cuatro onzas en dinero sonante, con plazo de ocho meses; siendo de notar que ni el dinero sonante ni el reloj llegaron a sonar jamás.
+Otra plaga más temible que el polvillo, el muque y los hielos había contribuido a devastar, ya que no las mieses, sí por lo menos los bolsillos de mi sobrino. Hablo de la visitas que en La California recibía. Las relaciones que había contraído en la ciudad eran numerosas y no pasaba semana sin que algún amigo, o bien alguna partida de amigos fuese a disfrutar en su casa de los placeres del campo, del baño (que era allí delicioso), y del gusto de pasear a caballo; por lo cual, aunque mi sobrino hubiera querido limitar su gasto y no tener su despensa demasiado bien provista, todo régimen económico era imposible. Forzoso era procurar, no solamente que la comida fuese regular y abundante, sino también que no faltasen en la casa una botellas de buen brandy, y aun alguna caja de vino generoso para la ocasiones solemnes. Pero cuando mi sobrino echó el resto fue cuando supo que la familia de Guadalupe deseaba salir al campo a pasar en él una temporada. El asegura que le echaron una que otra indirecta a fin de que brindase La California; pero yo, aunque no presumo de muy perspicaz, he maliciado siempre que fue él mismo el autor de aquella invención, y sabe Dios cuántas instancias hizo a fin de que el proyecto se llevase a cabo. Ello es que tanto en la hacienda como aquí en casa todo se puso en movimiento. La cocinera de casa partió para La California precedida de las dos terceras partes de su batería de cocina, de alguna docenas de platos de porcelana y de caja de fideos, jamones y chorizos, que no parecía sino que se trataba de abastecer una plaza fuerte para un largo sitio. Mi sobrino, a fuerza de cambalaches, préstamos y arbitrios de todo género, logró elevar la recogida de los caballos al pie de guerra; los trabajos se suspendieron, y por cierto que era tiempo de desherbar una sementera de papas. El viaje se hizo en bestia de Isidro; las camas y la criadas fueron conducidas en su carro, y sus peones llevaron a los niños. Durante la temporada hubo comidas campestres, baño diario, paseos a caballo, corridas de toro en la corraleja; se arrastraron las niñas en cueros (es decir, no desnudas, sino sobre pieles de res); los tres novios de las tres futuras cuñadas de Isidro y todos los amigos y tertulios de la casa de Guadalupe fueron todos los sábados y pasaron allá todos los domingos, y todos, todos, todos y otros más, se solazaron, y se divirtieron, y se recrearon, y comieron, y bebieron, y durmieron, y bailaron, y cantaron sin medida, y todo, todo a costa del cuitado de mi sobrino, quien lo daba todo por bien y rebién empleado, hallándose como se hallaba en la dulce compañía de Guadalupe, con la cual, en sabrosos y dilatados coloquios, formaba, sobre el terreno castillo en el aire, imaginándose hallarse ya unido por el sagrado vínculo y gozando solo, y en silencio, y escondiéndole al mundo su ventura, de una vida de amores, pasada en aquel risueño y solitario albergue.
+Muy razonable era, pues, que mi amartelado sobrino diera por bien empleados los gastos y la barahúnda que aquella peregrinación ocasionó. Pero yo, yo que no fui el objeto de ninguna hechicera sonrisa, ni de ninguna lánguida mirada; yo que no probé los jamones ni caté los vinos; yo que no me arrastré en cueros ni tuve modo de hacer castillo en el aire; yo, en fin, que, como se verá a su debido tiempo, vine a ser el principal pagador de las deudas de mi sobrino, no obstante lo inútil de aquella formalidad de que hablaba el dueño de La California, yo doy desde entonces a Barrabás las posesiones campestres que distan poco de la ciudad, y que halagan a los amigos y a las novias que gustan de visitar el campo.
+Por todas estas causas, y por otras que paso en silencio, se vio precisado mi sobrino a hacer por entonces su última dimisión; es decir, la del rejo de enlazar, no sin proponerse volver a empuñarlo cuando para ello se le presentase ocasión. Tan eficaz y tan misterioso es el atractivo que encierra la vida del campo para quien una vez la ha probado, mayormente si se ha gozado de ella en esta bendita Sabana de Bogotá, por más que uno la haya regado en vano con el sudor de su frente.
+Terminaré mi relación como se termina una novela, dando noticias al lector de la suerte que ha corrido cada uno de los personajes:
+Ñor Juan Ignacio y ña Marcela sirven ahora a un nuevo arrendatario de La California, y le tratan como habían tratado a mi sobrino; esto es, como si nunca hubiesen tenido otro patrón, y como si le hubiesen visto nacer.
+Isidro, que no había conseguido ser nada, ni comerciante, ni empleado, ni pasante, ni campesino, ya es algo…, ¡es casado!
+Respecto de Guadalupe, véase el párrafo anterior.
+Yo soy el mismo que al principio de esta historia y hago lo que antes hacía, con una pequeña diferencia: ahora me ocupo en buscar algún arbitrio para pagar las deudas que contraje a fin de colocar a mi sobrino en La California.
+Los romanos llamaban por antonomasia la ciudad a la capital del Imperio, y, siguiendo un ejemplo tan clásico, los campesinos de la Sabana de Bogotá llamamos el pueblo antonomásticamente a la parroquia o cabecera del distrito de que somos vecinos. Y no se extrañe que nosotros, colaboradores, aunque indignos, de El Mosaico, nos contemos en el número de los campesinos; pues por la misericordia de Dios, así hacemos al plectro y a la pluma, como al zurriago y al rejo de enlazar.
+Explicada ya en este breve preámbulo la palabra, tal vez demasiado vaga, en el encabezamiento de este artículo contenida, invitaremos de nuevo al lector a que venga con nosotros a misa al pueblo; en lo cual creemos proceder con más miramiento que los autores de novelas, que conducen a los lectores a donde se les da la gana, sin pedirles siquiera su consentimiento. Justo y natural parece que no llevemos el nuestro a otro pueblo que al de nuestra vecindad, así porque en él podremos servirle de cicerone mucho mejor en otro cualquiera, como porque estamos muy seguros de que en este puede hacer tantas y tan interesantes observaciones como en el mejor o como en el peor.
+Véngase, pues, conmigo, caro y curioso lector (perdonándome ante todas cosas el que deje a un lado el nos de que, por el privilegio concedido a los escritores públicos, he usado hasta ahora), y en una fresca y alegre mañana de verano, a la hora en que las últimas nieblas que engalanan las sierras vecinas se deshacen a los rayos del sol, dará usted conmigo un paseo por las veredas entapizadas de yerba fresca y olorosa que dividen las labranzas, ora recién surcadas por el arado, ora cubiertas de sementeras verdes todavía o ya sazonadas y amarillentas. A la hora en que el campanario de la iglesia, que no muy lejos se divisa y cuya cruz domina los árboles y las casa del lugar, suena el primer toque a misa, verá usted la multitud de campesinos y campesinas que van afluyendo de todas partes y que por todas las veredas se van encaminando a la parroquia. Lástima es que el traje de nuestras campesinas esté tan lejos de ser pintoresco: por adelantadas que estuviesen entre nosotros las artes del grabado y de la litografía, mal podríamos entretener a los extranjeros haciéndoles conocer el vestido y los atavíos de las doncellas de nuestros campos, como ellos nos entretienen enviándonos primorosas láminas que representan ya a la aldeana de Alsacia, ya a la vendimiadora de Sorrento, ya a la molinera irlandesa, ya a la pastora de los Alpes, graciosas siempre, y siempre ataviadas con encantadora sencillez y elegancia. Con todo, bajo el sombrero de ala tiesa y extendida, bajo la sombría mantilla de bayeta de cien hilos o tal vez de burda frisa, podrá usted, señor lector, maliciar, ya que no descubrir del todo, algunas fisonomías hermosas a menudo, frescas, rozagantes y rosadas casi siempre. En pos de las doncellas o a su lado se encaminan a la parroquia las matronas del vecindario, cuyo atavío sería el mismo que el de sus hijas si no llevasen sus sombreros forrados en hule reluciente, morado o amarillo y si su cuello grueso y fornido por lo regular como el de un novillo cebado, no estuviese guarnecido de numerosos hilos de cuentas gordas, de cruces y de dijes.
+Antes de pasar adelante, pondré en noticia del público que el lector (ente amado, curioso, desocupado y benévolo, según todos los autores de prólogos), seducido por la interesante pintura que acaba de hacerse, aceptó mi invitación con suma condescendencia, me siguió hasta mi pueblo, hizo en mi compañía el paseo de que le había hablado, y se dirigió siempre conmigo hacia la casa cural, en cuya puerta dimos principio al coloquio siguiente:
+—¿Cómo —me dijo— quiere usted hacerme visitar tan temprano al señor cura?, yo no tengo relaciones con él y…
+—No tenga usted cuidado, caro lector, que si en cualquiera sazón es la casa del cura «casa de todos», como lo dijo Rafael Pombo, puede asegurarse que en la mañana del día de fiesta y a la hora de misa, es casa de todos excepto del cura. Entre usted con satisfacción, que el señor cura está en la iglesia, y además, aunque no estuviera…
+—Pues bien, vamos adelante, ya que usted se empeña.
+Según mi deseo, nos instalamos en el balcón, que cae a la plaza, a tiempo que esta iba llenándose de gente que venía a asistir a la misa parroquial y al mercado.
+—Esto de que el mercado se verifique lo domingos —observó el lector—, no deja de parecerme cosa irregular y poco conforme con lo que la iglesia nos manda en orden a la santificación de las fiestas: yo no sé cómo los curas no tratan de corregir tal abuso.
+—Tiene usted razón en mirar esta costumbre como un abuso —le contesté yo—; pero lo cierto es que el mercado y la misa se favorecen recíprocamente; muchos vecinos dejarían de venir a la parroquia y de asistir a la función religiosa si el mercado no fuese para ellos un aliciente…
+—Bien, ¿y por atender al mercado no dejan muchos de entrar a la iglesia?
+—Así es; pero acaso no son tantos como los que dejarían de oír misa si el mercado se dejase para otro día.
+—Y dígame usted —prosiguió el lector, mudando de conversación—, ¿con qué motivo se ha reunido tanta gente en el corredor de aquella casa, que según las apariencias, es la del cabildo?
+—¿Qué casa dice usted?… Ah, ya sé; es que don Narciso está leyendo la Gaceta; tiene la devoción de leerla en voz alta todos los domingos mientras llega la hora de misa; alrededor de él se forma un gran corro; los indios oyen sin pestañear y con tamaña boca abierta la lectura de los proyectos de ley, las relaciones de reos prófugos, los decretos y las circulares; los vecinos más entendidos refunfuñan y hacen comentarios que trascienden a oposición siempre que se lee alguna amonestación sobre pago de contribuciones.
+—¿Y qué casta de pájaro es el don Narciso?, se me figura que ha de ser el tinterillo del lugar.
+—No, señor; es cierto que conoce la legislación municipal y que mal o bien da sus consejos a los que tienen algún pleito, motivo por el cual es conocido en el pueblo bajo el apodo de el Código; pero como es antiguo y honrado vecino del lugar y como es hombre ocupado y trabajador, no ha descendido a la categoría de tinterillo; por lo demás, es hombre que habla con tono magistral sobre el sistema representativo, sobre el despotismo, sobre las guerras de la Francia y sobre los progresos que hace en los estudios su hijo Inocencio, a quien destina para la Iglesia; es hombre que tiene a su señora indispuesta, en vez de tener mala a su mujer.
+—Por lo visto, aquí no tienen ustedes tinterillos.
+—Ojalá que así fuese, señor lector de mi alma. Si no nos hubiesen venido de fuera, de seguro no los tendríamos; pero hace algunos años nos vino de Bogotá un maestro de escuela, que habiéndose quedado sin su destino después de haberlo desempeñado, y sabe Dios cómo, por algún tiempo, se nos ha quedado en la parroquia y ha dado a los vecinos útiles lecciones sobre el arte de despojar a los indios de sus terrenos, sobre el de buscar camorras con el cura, sobre el de hacer trampas en las elecciones y sobre el de hacer una causa al más pintado por quítame allá esas pajas. Hasta el año pasado tuvimos otro leguleyo. Había venido el tal de pajecillo de uno de nuestros curas, quien lo mandó a Bogotá a que aprendiese a cantar y a tocar el órgano para que luego sirviera en el coro; volvió al pueblo al cabo de algún tiempo; pero al parecer se había consagrado en esta ciudad al culto de Témis y al de Mercurio más que al de Apolo y al de Euterpe; por lo cual solían decir los chuscos del pueblo que sí había aprendido a tocar, pero no el órgano sino el arpa sin cuerdas; por fortuna nuestra, hizo al cabo una bellaquería entre otras, de cuyas resultas tuvo que irse con la música a otra parte.
+—Estoy observando con no poca satisfacción —me dijo el lector— la diferencia que hay entre los gamonales viejos y los gamonalitos mozos. Vea usted aquel vejancón que lleva pañuelo en la cabeza y sobre él un sombrero de funda morada que no ha perdido ni perderá la figura que le dio la horma; note usted ese cuello descomunal y tres veces almidonado en que tiene la cara como engastada: ¿ha visto usted mayor aire de desmaña y de desaliño y tanta falta de garbo? Ahora pare usted la atención en el gamonalito que está de pie en la puerta de aquella tienda: vea usted qué sombrerito tan cuco, qué lazo el de la corbata, qué…
+—Bien veo todo eso, amado lector —interrumpí—, y bien despacio he mirado a esos dos sujetos: el primero, que es Nicasio, va a casa el día 30 de cada mes a pagarme el rédito de una estancia que le tengo dada en arrendamiento; el segundo, que es Miguelito, va también a menudo…
+—También será arrendatario…
+—No, señor, ese va a pedirme dinero prestado.
+—Ya, querrá emprender algún negocito.
+—Pues si le digo a usted que ya lo tiene emprendido.
+—Y, ¿quién es aquel sujeto que se para en el corredor del cabildo y en derredor del cual empieza a formarse un corro tan numeroso?
+—Es don Pascual, uno de los hacendados más notables del distrito. Él es quien provee al pueblo de noticias y quien juzga sin apelación a los generales y a los magistrados. Don Pascual es mirado como un oráculo: de ahí viene que apenas se desmonta los domingos se ve rodeado de todas las ruanas pintadas del lugar. Esto no se opone, sin embargo, a que sean oídas con interés las noticias que no dejan de traer otros vecinos que durante la semana han concurrido al mercado de La Mesa, al de Zipaquirá o al de Bogotá.
+—Según lo que estoy viendo y lo que usted me refiere, la vida del hombre del campo sería intolerable si la misa del día festivo no atrajese la gente a la parroquia como a un centro común, interrumpiendo así la fastidiosa monotonía y la soledad en que ustedes los campesinos deben de vivir ordinariamente.
+—No se engaña usted, señor lector; soy poco teólogo y no sabré decir si al establecerse el precepto de la santificación del domingo y el de oír misa, se tendría en cuenta la ventaja de que usted habla y mayormente la de impedir que cada individuo se vaya aislando más y más cada día, y renunciando por consiguiente a todos los bienes que emanan de la vida en sociedad y del trato con los demás; pero sí puedo asegurarle a usted que la misa es, por decirlo así, el único lazo que une a los vecinos de cada distrito, el único rendez-vous en que ellos se reúnen y en que pueden promover los intereses de la población; el único estímulo poderoso que pueden sentir para vencer la pereza que el salir de sus casas les cuesta. La misa proporciona a la mayor parte de los agricultores y de los ganaderos la única ocasión posible de conocer el estado de los negocios y la abundancia o carestía de los efectos que cada cual necesita expender o comprar. Hasta la administración política y la de justicia pueden ejercerse con más regularidad en un distrito cuya población se halla diseminada en un vasto territorio, habiendo un motivo que cada semana reúna en el lugar a la mayor parte de los vecinos.
+—Infiero —observó el lector—, de lo que usted me dice, que todos los vecinos vienen a misa: esta es señal de la moralidad de la población.
+—No, señor; aunque todos vienen al pueblo, no todos asisten a misa: generalmente los más ilustrados se quedan afuera durante la función religiosa, pero…
+—Permítame usted que le interrumpa: ¿dice usted que los más ilustrados son los que dejan de entrar a la iglesia? Esto me parece extraño, y más extraño todavía el oírlo de boca de un hombre como usted.
+—Pues hasta cierto punto, tiene usted razón; sin embargo, cualquiera de los del pueblo le dirá a usted lo mismo.
+—Y ese cualquiera que me diga lo mismo, ¿en qué le ha conocido la ilustración a esos señores que no oyen misa?
+—Pues en eso, señor lector; además, son los que frecuentan la buena sociedad.
+—Hola, ¿conque aquí hay buena sociedad?
+—Toma si la hay; ahí tiene usted a la vista la casa de don Hermógenes, que, como usted sabe, es una persona culta; con él vienen a veces sus hermanas; y entonces se baila y se juega tresillo, se juega a los…
+—Bien, pero usted me iba diciendo cuando le interrumpí…
+—Sí, le iba diciendo a usted que los tales no vienen a la parroquia por asistir a misa; pero vienen porque saben que con motivo de ella encuentran aquí reunidos a los individuos con quienes tienen relaciones o negocios, y no quieren renunciar a las ventajas que la misa les proporciona.
+—De manera que esos señores no toman de la misa sino lo que les conviene.
+Así es… Mire, mire usted, señor lector, aquella familia que llega, ¿ve usted aquellas niñas de sombreros de fieltro con plumas y lazos de cinta, de capita verde y de luengafaldas blancas?, ¿qué le parecen a usted?
+—Me parecen muy endomingadas.
+—Sobradamente riguroso está usted, amado lector: a mí me consta que en esos trajes se ha ido la mitad de una cosecha de trigo.
+—Pues en ese caso los que hicieron su agosto fueron los mercaderes.
+—No dudo que hayan gastado como gastan siempre las campesinas cuando pretenden ponerse majas; pero el buen gusto se ha encaprichado en no salir de Bogotá y en no visitar los campos; y le aseguro a usted que, para esto de la elegancia, ayuda más una onza de buen gusto que cien onzas de oro. Y hablando de otra cosa, ¡qué posada tan concurrida parece ser aquella en que las damas de las capas verdes se han desmontado!, los dueños deben de ponerse las botas cada domingo.
+—¡Ponerse las botas!, quizá: su casa es tratada en esta y en semejantes ocasiones como ciudad tomada por asalto sin que ellos saquen ni pizca de provecho; esa casa está a la hora de ahora atestada de caballos que pelean, que piafan, que se amusgan, que tiran coces y que se llevan en los tapaojos y en las ancas una buena parte de la tierra blanca con que las paredes están enlucidas, sin que de todo eso se les den dos pitos a las patronas, las cuales en esta ocasión observan al pie de la letra la máxima que dice: «quien tiene tienda, que atienda», por estar la suya inundada de mozos del pueblo, que aquende y allende el mostrador piden de beber, beben, gritan, disputan y camelan a las patroncitas. Los que van desmontándose, van tomando posesión de la sala y acomodando sobre la mesa, sobre la silla, sobre los tercios de papas y sobre la pila de las enjalmas los cojinetes, los zamarros, las espuelas y los trajes de montar. Para acomodar los rejos de enlazar y los zurriagos, se cuenta siempre con el dueño de casa, a fin de que proporcione una colocación más segura a aquellos utensilios, los cuales gozan de este privilegio por ser opinión recibida en toda la Sabana, la de que no es pecado hurtarlos; no obstante lo difícil que sería hallar la edición de la Biblia en que se haya agregado al 7.º mandamiento el inciso o parágrafo en que tales restricciones deben estar contenidas.
+—Hace rato —díjome el lector— me está llamando la atención aquel individuo que anda en un rucito: desde que llegó no ha dejado de recorrer la plaza, acercándose a todos los grupos, tomando parte en todas las conversaciones y entablando con algunas personas diálogos a que da grande aire de importancia y de reserva: mire usted, ahora mismo llama aparte, con mal fingido disimulo, a un mocito de los más apuestos; se paran los dos en lugar retirado; el de a caballo se cuelga en la silla de una pierna y se inclina como para hablarle al otro en secreto, mientras este peina con su dedos las crines del rucio. Mucho me engaño, o el tal debe de traer entre manos alguna intriga o algún negocio arduo y complicado.
+—Sí, por cierto; ya me parece que lo estoy oyendo: el de a caballo pregunta a su interlocutor si por fin le sacó ribete al viejo amero en el cambalache de caballos que hicieron ayer; el de a pie, informa que tuvo que contentarse con hacer el trato pelo a pelo, y sazona su respuesta con un desabrido vizcaíno.
+—Pero, si hablasen de cosa de tan poca sustancia, ¿cómo podría haber tomado ahora ese aire propio de quien busca una difícil solución? Vea usted cómo sigue el uno peinando el caballo, mientras el otro se acaricia la guacharaca; pero, no lo dude usted, el pensamiento del uno no está en las barbas, ni el del otro en las crines.
+—Pues, señor, todo lo que hay es que están callados porque no tienen qué decir.
+—¡Valiente simpleza!, ¿quién sería capaz de aguantar un solazo como el que está haciendo, por tan poca cosa?
+—Pues lo cierto es que todos estamos de tal manera acostumbrados a perder el tiempo, que sin dejar de renegar del sol y del cansancio que el estar de pie nos ocasiona, no dejamos de hacer por dos o tres horas cada día de fiesta lo que usted censura en aquellos dos individuos.
+Oyendo, al llegar aquí nuestro coloquio, que dejaban a misa, nos encaminamos a la iglesia, y mientras el lector atravesaba conmigo el corto trecho que separa la casa cural del altozano, me preguntó si varios vecinos que se quedaban a cierta distancia formando corros, eran de los ilustrados.
+—No, señor —le respondí—: estos oyen misa, pero no la aceptan con todas sus consecuencias. Están aguardando que pasen el asperges, la enseñanza de doctrina y la plática para entrar al templo. El cura hace todo lo posible para burlarse de sus precauciones, combinando de distinta manera cada día festivo las partes de que se compone la función dominical; pero los bellacos de los gamonales olfatean indefectiblemente la práctica y la doctrina y no caen en el garlito. A estos los oirá usted al salir quejarse de lo largo de la misa; pues estas quejas son tan de ordenanza y tan consuetudinarias, como el ponerse de pie al tiempo del Evangelio.
+—He estado considerando —me dijo el lector cuando hubo terminado la función y salimos de la iglesia—, que lo augusto y majestuoso del culto católico es independiente de la magnificencia de los templos y de la suntuosidad del aparato con que se celebren las ceremonias, sin que por eso dejen estas circunstancias de contribuir en gran manera a producir en el ánimo de los fieles el grande y a laudable efecto que la asistencia a las funciones religiosas debe producir.
+—Sin embargo —repuse yo—, durillo se me hace el creer que la apariencia de este templo, como la de casi todos los de las parroquias del campo, que parecen edificios sin concluir, y que por lo común están adornados con un gusto tanto peor cuanto mayor sea la devoción de los feligreses, no sea parte a debilitar el fervor y no ceda en mengua del decoro…
+—Pues con todo eso yo que he asistido a la más grandes festividades en las basílicas de Roma y en San Sulpicio y en Nuestra Señora (porque ha de saber el público que el lector ha estado en su ropa), no experimenté en ellas emociones más profundas ni más dulces que las que hoy he experimentado al ver los dos largos grupos, de hombres a la izquierda y de mujeres a la derecha, vestidos todos con el aseo compatible con su pobreza y todos penetrados de una fe sencilla, postrados en presencia de Dios que, siendo Dios de todos, gusta más, por decirlo así, de serlo de los pobres y de los ignorantes. Tal vez usted se reirá de mí; pero le confieso que al oír que la piadosa muchedumbre golpeaba sus pechos en el momento del Sanctus y que en ese punto empezaba a sonar en el coro el triángulo y el bombo, acompañando la música de los otros no muy bien tocados ni muy armoniosos instrumentos, sentí que mi alma se elevaba y que los más dulces sentimientos de piedad inundaban mi corazón. Y no vaya usted a atribuir estas cosas a extravagancia mía ni a sensibilidad exagerada: el acto de adorar un pueblo a Dios y de rendirle sus homenajes tiene siempre mucho de grandioso y de sublime, cualquiera que sea el aparato con que se solemnice. Y hasta me parece que esa música estrepitosa y desapacible con que los pobres aldeanos obsequian al Dios hecho Hombre y a la Madre de Dios, puede hallar en pechos cristianos el mismo eco que las melodías con que en las grandes capitales católicas se acompaña la celebración de las fiestas más solemnes.
+En estas pláticas estábamos, cuando un muchacho vino a convidarnos a almorzar de parte del señor cura, convite que aceptamos gustosos y que puso fin a mis coloquios con el lector y a la observaciones que juntos estábamos haciendo.
+No ha muchos días me hallaba yo en una tertulia, y como las materias de conversación se hubiesen agotado, uno de los concurrentes propuso esta antiquísima, trivial y manoseada cuestión: «¿Cuál es el más feliz de los mortales?».
+Varios fueron los pareceres. Unos atribuyeron al amor la virtud de hacer felices a los hombres, otros a la salud; quién se decidió por la riqueza, quién por el poder, quién por la paz doméstica. Dos de los que estaban presentes se acordaron de cierto pasaje de Telémaco, y el uno dijo que, en su sentir, el mortal más dichoso es un rey que teme a los dioses y que labra la felicidad de sus pueblos; el otro afirmó que la persona verdaderamente feliz es la que cree serlo. Suscitóse al oír este último parecer un murmullo aprobatorio; pero el sujeto que había propuesto la cuestión no se dio por satisfecho y sentó la proposición de que el mortal más feliz es una ama de leche. Añadió que, aunque esta felicidad es casi infinita, no deja de tener sus grados, y que, si los padres de la criatura que se cría son acomodados y aprehensivos, aquella dicha, pasando por encima de todos los grados de comparación, alcanza al superlativo, y no como quiera al superlativo absoluto (felicissimus) sino al superlativo relativo (felicissimus omnium), el más feliz de todos.
+«Me he penetrado de esta verdad», prosiguió el sustentante, «no por medio de reflexiones hechas al aire, sino por medio de observaciones diarias que he podido hacer en casa de un hermano mío, casado y padre de un hijo que vino al mundo después de otros dos que, ni de la cuna siquiera, sino de la artesa, pasaron al sepulcro.
+«Este nuevo infante vino a ser el objeto de todos los desvelos y aprehensiones de sus padres, quienes, temerosos de que aquella criatura se hallara condenada a tener el mismo prematuro fin que las otras dos, resolvieron disputar su víctima a la muerte sin ahorrar para ello esfuerzo ni sacrificio. Lo primero que vio Carlitos al abrir los ojos, ¡infeliz!, fue un médico encargado por los autores de sus días de llevarlo como de la mano por el camino de la vida, de reglamentar su sueño, su abrigo, sus movimientos y su alimentación, y de combatir en él cualquier preludio de enfermedad que llegase a mostrarse.
+«Pero esta precaución no fue bastante para tranquilizar a mi cuñada: si la respiración de su hijo alcanzaba a percibirse, “¡la angina!”, exclamaba, “¡la pulmonía!, ¡la muerte!”. Si dormía sosegadamente, “¡malo!”, decía también, “mi hijo se muere de apoplejía”. Si el estómago funcionaba activamente, aquello era disentería; si no funcionaba, era un cólico mortal.
+«Como mi cuñada había dado de mamar a las dos primeras y malogradas criaturas, no se creyó prudente que hiciese lo mismo con la otra. Una vecina aconsejaba se la criase con leche de cabra, abogaba otra por la de burra; cuál daba la preferencia a la de vaca, cuál al caldo de carne fresca o bien a las mazamorritas y el sagú; pero la opinión que sobre todas estas prevaleció fue la del médico, quien dispuso se le buscase una nodriza. Recorriéronse en busca de ella los campos y los pueblos circunvecinos, y entre otras varias candidatas en quienes se pusieron los ojos, se dio la preferencia a una india de Suba, mocetona rolliza, cuya cría era casi de la misma edad que Carlitos y cuya madre consintió en echarse a cuestas al nieto, sin pararse en pelillos respecto de los alimentos con que había de criarlo.
+«Traída Agustina (que este es el nombre del nuevo personaje que pongo en escena) a casa de mi hermano, fue en el mismo punto prolijamente tanteada y reconocida por el doctor, y cuando este hubo afirmado que no quedaba duda de su sanidad y robustez, se le hizo deponer el chircate, una mantilla cuyos hilos, si se quisiesen contar, no se perdería uno solo de la cuenta, y una camisa de que más tarde quiso ella misma sacar un remiendo para otra sin que aquello se hubiese podido conseguir. Vistió en seguida unas famosas enaguas de Castilla, y una flamante camisa de tira bordada, y vio por primera vez deshechas las marañas seculares de negros y cerdosos cabellos que cubrían su cabeza y que habían solido ser visitados con harta frecuencia, no tanto por el peine cuanto por las uñas.
+«Yo no sé si la india en los devaneos de su juventud habría soñado con el lujo y saboreado la idea de verse algún día ostentosamente ataviada; pero era mujer, y esto hasta para que, sin incurrir en la nota de ligero, pueda cualquiera presumir que no le fue indiferente la transformación que en su vestimenta se obró, ni es dudoso que, al mirarse por primera vez en uno de los espejos de la sala, experimentaría una íntima e inefable satisfacción.
+«Bien puede creerse que su ingenio no sería de aquellos que se pierden de vista; mas comoquiera que la facultad de comparar sea innata en nuestra alma, si hemos de admitir lo que la psicología nos enseña, se puede buenamente discurrir que más de una vez establecería parangón entre su vida pasada y su condición actual; de donde se ha de sacar por consecuencia que, además de los deleites corporales de que más adelante vamos a verla disfrutar, no dejaría de probar también aquellos de que fuera capaz su espíritu, por más estrecho y encogido que este se hallase dentro de aquella reducidísima mollera.
+«En efecto, ¿cómo era posible que no viniese frecuentemente a su memoria la imagen de aquel ranchito de piso húmedo y desigual, cubierto en todas sus partes de una negra y espesa capa de hollín y lleno de agujeros tan estrechos para el humo como espaciosos para el frío y la lluvia? ¿Ni cómo había de echar en olvido aquella cama compuesta de un costal agujereado, ni aquel ponderoso tercio de tallos que tantas veces trajo a sus espaldas desde su tierra hasta la plaza de la capital?
+«Y pensaba en estas cosas aspirando el aire tibio y embalsamado de una habitación elegante, o reclinada en una mullida y sabrosa cama, o viendo caer la lluvia por entre las vidrieras, o saboreando viandas nunca probadas por ninguno de su raza, ni por el mismísimo Nemequene en sus regios festines.
+«¡Y, cosa rara!, por más repentina que hubiera sido la transición de su antiguo modo de vivir al actual, Agustina se hizo sin esfuerzo alguno a las costumbres bogotanas; y es probable que nunca hubiera podido hacerse de nuevo a las de Suba, o sea a las subanas, si alguna vez hubiese determinado volver al hogar paterno: así lo deja discurrir a lo menos el ejemplo de tantas campesinas que cuando han llegado a probar los encantos de la vida bogotana, en lo que menos piensan es en echar de menos la que en su tierra solían llevar.
+«En los primeros días se sentía Agustina maravillada de todo lo que veía y satisfecha de la suerte que le había cabido; pero sucedió que, yendo días y viniendo días, se olvidó de la miserable condición de que se la había sacado, y maliciando que su presencia en la casa de mi hermano se miraba como indispensable, echó de ver que bien podía levantarse a mayores y que, de ama de leche que era, se podría convertir en ama verdadera de la casa.
+«Hacíale falta la chicha; ni pudiera ser de otro modo estando habituada a tomarla desde su más tierna infancia, y manifestó a mi cuñada su temor de que sin su bebida favorita se le mermase la leche o le sobreviniese alguna enfermedad. Una enfermedad de Agustina o la merma de la leche eran, a los ojos de su señora, las mayores calamidades, y así fue que se apresuró a disponer se le suministrase todos los días cuanta chicha pudiera apetecer; y como después de haber catado la que en las cercanías se fabricaba no la hubiese hallado de su gusto, se acudió a la tienda de ña María Chiquita, alta notabilidad arrabalera, que es al precioso licor lo que Dent a los relojes, o Didot a la tipografía, o nuestro Ramón Torres a los retratos.
+«Alcanzada sin dificultad esta primera ventaja, las pretensiones fueron aumentándose en rápida y creciente progresión. El angelito, que como todos los individuos de su ralea hacía las cosas de forma que causasen al prójimo la mayor incomodidad posible, dio en dormir de día y velar por las noches, con lo que se las hacía pasar execrables a la nodriza, y esta declaró que si no se arreglaban las cosas de suerte que ella pudiese dormir a su sabor, su salud padecería grave detrimento y el niño lo pagaría. Desde entonces el bonazo de mi hermano se hizo cargo de pasear toda la noche en sus brazos al caro, y bien caro objeto de su ternura.
+«La cocinera que había en la casa, era una de aquellas criadas a la antigua que ya no se hallan por un ojo de la cara, aunque se las busque con la misma diligencia con que aquel mentecato de Diógenes buscaba un hombre. Había visto nacer a mi cuñada y le profesaba el más entrañable cariño; sin que por mirarse como miembro de la familia se creyese dispensada de mostrar a sus amos la más respetuosa sumisión, ni de sazonar la comida de la más deliciosa manera. Pero a pesar de las prendas que la adornaban, Agustina, a quien no le había caído en gracia, le declaró la guerra, armó con ella una ruidosa quimera e hizo presente que si la cocinera no salía de la casa, saldría ella misma y dejaría la crianza de Carlitos en el punto en que se hallaba. Esto es, a lo que yo entiendo, lo que en el lenguaje de la política moderna se llama una cuestión de gabinete. Duro, durísimo era para mi cuñada despedir a aquella criada tan fiel y tan antigua que de seguro jamás podría ser reemplazada; se agotaron los medios de conciliación; se le ofreció a Agustina que en adelante comería, si tal era su gusto, no en la cocina sino en un sitio en donde no tuviera que rozarse con su antagonista; pero la implacable descendiente de los chibchas se mantuvo en sus trece, y la inocente cocinera fue despedida.
+«Un día sorprende mi hermano al ama conversando en el zaguán con un oficialito de albañil que pocos días antes había venido a la casa para cierto menester; siéntese poseído de una santa indignación; arroja ignominiosamente al atrevido galán, y dirige a la dama una furibunda filípica; esta por su parte, guarda un sombrío silencio; mi cuñada le echa también su reprimenda, y la muy taimada se obstina en no descoser sus labios. Al cabo de algunas horas se nota que Carlitos llora y se desgañita desaforadamente, se le pregunta a la nodriza cuál puede ser la causa, y ella declara entonces que está haciendo ayunar al niño, porque como le han hecho tener una cólera, su leche está alterada y lo mataría si le diese de mamar, y añade que está resuelta a partir al siguiente día para su tierra natal. Mi cuñada se deshace en llanto al oír esta nueva, y mi hermano se deshace en reniegos y jura que no sufrirá más el despotismo y los caprichos de aquella mala pécora; pero, ¡quiá!, la vida del heredero de su nombre podía peligrar y, observándose en esta ocasión aquella máxima de la Sagrada Escritura “que el sol no debe ponerse sobre nuestra cólera”, antes de que anocheciera se había celebrado ya una capitulación honrosa; si bien lo fue más para mi heroína que para mi hermano, cuya autoridad como cabeza de la casa no dejó de padecer menoscabo. Estipulose que Agustina no volvería a tener entrevistas clandestinas con el pretendiente y que, cuando sus servicios no fuesen ya necesarios, se le facilitaría todo a fin de que sus relaciones con él pudiesen tener un desenlace decoroso.
+«Confieso que siento tentaciones de conservar en la escena al amartelado albañil, con lo que mi relación se haría infinitamente más interesante; mas como no estoy componiendo una novela, sino refiriendo una verdadera historia, no vacilo en declarar de una vez que aquel olvidadizo Eneas abandonó a aquella moderna Dido; la cual, por otra parte, no estaba destinada a doblar su cerviz bajo el yugo del matrimonio ni bajo yugo de ninguna especie. Ella había de renunciar a los placeres del matrimonio y a los de la maternidad por los más positivos y seguros de una dichosa soltería.
+«Sin embargo, como ya ella había echado de ver que sus atractivos eran capaces de rendir algunos corazones, se hizo coqueta y presumida; dio en acicalarse y se aficionó al lujo, de suerte que no pasaba día sin que se le antojase ya un camisón de lanilla, ya un nuevo par de zarcillos, ya un pañuelo de seda, ya, ¿lo creerán ustedes?, una crinolina de rejo, ya finalmente, pasar de Agustina descalza a Agustina calzada. Arbitrio humano para rehusarle la satisfacción de alguno de los antojos no lo había, pues de la noche a la mañana se había vuelto atrabiliaria y la menor contradicción la hacía montar en cólera, contratiempo que a toda costa se trataba de evitar, por haber afirmado personas competentes que la leche que Carlitos mamara estando su nodriza encolerizada sería para él un veneno. Los gastos, pues, crecían que era un contento, a lo menos para ella, y ella se regodeaba, que aquello era para causar envidia a un bienaventurado.
+«Aquella venturosa situación hubiera podido tener la nulidad de ser, como todas las prosperidades humanas, de corta duración; porque al cabo Carlitos no había de mamar toda su vida; pero la suerte, que tan visiblemente la protegía, hizo que el angelito le cobrase una afición desenfrenada, tanto que no era posible separarlo de ella sin que pusiese los gritos en el cielo; a mayor abundamiento, a causa de ser hijo único, del temor de que se malograra y de haber costado su crianza tamaños sacrificios, era el muchacho más mimado de toda la cristiandad, y aun dudo que entre los gentiles y los perros mahometanos hubiera alguno tan malcriado y voluntarioso. Bajo el amparo, pues, del tiranuelo de la casa, la bellaca de la india conservó siempre los fueros y prerrogativas que, en gracia de su primitivo ministerio, se le habían otorgado, y ella goza aún en paz de todas las comodidades y regalos que tengo dichos, y gozará de ellos por luengos años, si una apoplejía no viene a ponerles término».
+Aquí tuvo fin la narración, y todos los circunstantes convinimos en que la historia de Agustina era, mutatis mutandis, la historia de todo el género a que ella pertenece, y en que la criatura más feliz es una ama de leche, que era lo que se quería demostrar.
+4El día de la famosa conspiración contra el Libertador, a eso de las once llegó a pie, a una de las haciendas del sur de la Sabana, el señor Luis Vargas Tejada, y diciéndole a uno de los hijos del hacendado que iba de fuga, este le dio un macho y los auxilios del caso. Al día siguiente pasó don Ventura Ahumada con tropa en solicitud del señor Vargas Tejada, preguntándolo a todos; pero no habiendo cogido sino la bestia ensillada, apareció con la tropa otra vez en la hacienda y al ver en la puerta al auxiliador, les dijo a sus secuaces: —Suelten ese machito al potrero, y entreguen aquí la montura para que me la guarden. Y luego, volviéndose al hacendado con un semblante entre risueño y compasivo, le dijo: —¿Lo conoce? En la hacienda se supo que las ejecuciones de los conspiradores y las prisiones de los cómplices y auxiliadores eran inexorables. Se esperaba de un momento a otro un resultado terrible; pero los días, las semanas y los meses se pasaban; y por último, el hecho quedó en silencio, debido a algunos cortos obsequios anteriores de aquella hacienda, que don Ventura no había olvidado. Don Ventura buscó con una prolijidad inaudita al prófugo; pero no faltó a la gratitud. Las casas de campo son en la Nueva Granada institutos de caridad; pero no todos son agradecidos como don Ventura.