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DISEÑO GRÁFICO Y EDITORIAL
ISBN:
978-958-8827-88-9 (e-book)
Bogotá D. C., diciembre de 2015
Primera edición: Ministerio de Cultura, Biblioteca Nacional de Colombia, 2015
Presentación: © Silvia Inés Jiménez Gómez
Licencia Creative Commons:
Atribución-NoComercial-Compartirigual,
2.5 Colombia. Se puede consultar en:
+Concordia es un municipio localizado en el suroeste del departamento de Antioquia, llamado por muchos «Cuna de la trova paisa», pues allí se originó una de la tradiciones más arraigadas de la región, consistente en hacer versos con música y rimas, que ponen de manifiesto el ingenio de la improvisación entre dos o más competidores. Allí mismo, el 19 de marzo de 1855, nació Antonio José Restrepo, conocido como Ñito Restrepo, a quien se le confiere ser el precursor de la copla paisa; una copla mucho más profunda que la que conocemos hoy, llena de picardías en el manejo de temas, que en la época —y aun hoy— eran altamente sensibles: religión, política, moral:
+¿Que se casan? Ya lo sé.
+¿Para qué? No se me responde.
+Pero esa chica, ¿por dónde?
+Y ese muchacho, ¿con qué?
+(Cancionero de Antioquia)
+Es así como aparece, en 1929, un libro que causó furor en el país: Cancionero de Antioquia, con coplas que recopilaba y anotaba don Antonio José Ñito Restrepo, y que sin duda ha constituido una de las fuentes más importantes para el estudio de la poesía popular en Colombia. Y muchas otras obras salieron de su ingenio y lucidez intelectual, como Ají pique, La moneda: oro, plata y billete, Diario de un emigrado, Contra el cáncer de la usura, Sombras chinescas, Fuego graneado, El pueblo colombiano, El moderno imperialismo, Exégesis natural. No obstante, esta faceta literaria es apenas una de las tantas en las que sobresalió este ilustre antioqueño, en una época en la que el mundo se estremecía y Colombia no era ajena, viviendo un incremento inusitado de apasionamientos políticos.
+A unos pocos kilómetros de Concordia se localiza el municipio de Andes, uno de los territorios más cafeteros del departamento de Antioquia, donde la denominada «cultura paisa» se manifiesta en todos sus rincones, y sus habitantes se enorgullecen de tener entre sus coterráneos a uno de los pensadores más sobresalientes de Colombia, nacido en 1859 y muerto en Ecuador, en el exilio, en 1900: Juan de Dios de María Uribe Restrepo, más conocido como el «Indio Uribe».
+Juan de Dios Uribe ha sido considerado como un «gran descriptor de la naturaleza y de las costumbres», además de ejercer en su época una crítica audaz, en la que dejaba entrever el odio que sentía hacia las injusticias, que denunciaba a través de artículos y panfletos de una escritura exquisita, tanto así que el escritor Tomás Carrasquilla lo llamó «Petronio del prosal», pues consideraba a Petronio un artista «elegante y del pensador profundo»:
+[…] ¡Nadie! En la evolución contemporánea del castellano, ninguno puede compararse como estilista, ni en las américas, ni en la península. Picón el aristócrata, Emilia la gallarda, Ricardo León el de las músicas, Bécquer el divino, se me hacen pálidos junto a este Petronio del prosal. Alguien le ha comparado a Montalvo, poniéndole debajo de este autor. ¡Oh santa libertad de opinar! No existieras, y fuera a la pira quien tal afirmara. Montalvo, el de los perendengues rebuscados, el de los muestrarios gramaticales, el acervantado que pierde su personalidad, ¿superior a Juancho Uribe?
+(Tomás Carrasquilla)
+Juan de Dios estudió durante tres años en la normal de Popayán, cuando era dirigida por Jorge Isaacs. Es allí donde a la temprana edad de quince años publica Vistas, la que parece ser su primera de muchas obras. A partir de ese momento comienza a granjearse un camino de intensa participación en la política del país, camino en el que encuentra grandes y verdaderos amigos, como su primo Antonio José Restrepo.
+Reconocido y ferviente liberal, a lo largo de su vida Ñito Restrepo ocupó cargos y posiciones de mucha influencia en el país en otra de sus facetas donde mejor se movía: fue diputado a la Asamblea Legislativa del Estado Soberano de Antioquia, secretario y miembro de la Cámara de Representantes, senador de la República, procurador general de la nación y del mencionado Estado Soberano de Antioquia, cónsul en El Havre —una ciudad del noroeste de Francia—, ministro plenipotenciario, miembro honorario de la Academia de Historia de Medellín y de Bogotá, y numerario de la Academia de Jurisprudencia.
+Juan de Dios Uribe describe a Restrepo:
+[…] Su palabra pausada, con el dejo característico de los antioqueños, tenía tonos y genuflexiones de voz para todas las circunstancias, siendo suave y musical en las recitaciones de salón y corrillo, llena y de cuerpo con más auditorio, y amplia y resonante si había de acomodarse a un gran concurso. Serio al parecer, sin vulgarizar sus preferencias, y a distancia conveniente de los que no eran sus amigos, se mantenía, en realidad, de excelente ánimo, pronto a divertirse, y con el corazón en la mano para los suyos, y para los que sabían interesar sus delicados sentimientos.
+(Autobiografía en la literatura colombiana, Pérez Silva, comp.)
+No obstante sus distintas actuaciones políticas, siempre que se habla de Restrepo sale a relucir un famoso debate en el Senado de la República, enfrentado especialmente con Guillermo Valencia, sobre un proyecto de Ley para restablecer la pena de muerte en Colombia, que se convirtió en un «memorial de agravios» a propósito de la pérdida de Panamá, y el enfrentamiento entre partidos, llegando hasta el límite de los ataques personales. Era un radical. Magnífico exponente del Partido Liberal colombiano, que defendía sus ideas con vehemencia sin igual, lo que efectivamente le granjeó también enemigos políticos y críticas de una parte de la sociedad colombiana, especialmente de los más conservadores y del clero. Era, sin embargo, la pluma su arma más contundente, no es en vano el fundador de numerosos periódicos como La Lechuza, El Estado, La Región de Medellín, La República, El Heraldo, La Tribuna, El Sagitario, siendo sus escritos las columnas más esperadas por seguidores y contradictores, que mantenían viva la llama de la vida política de la época.
+El «Indio Uribe» no se quedaba atrás en tales contiendas. Fundó con Diógenes Arrieta el periódico La Política, con Antonio José Restrepo El Sagitario y con Vargas Vila Los Refractarios; También La Balanza, La Batalla, La Actualidad, La Siesta, El Microscopio y El Correo Liberal, cerrado después por Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, régimen conocido como la Regeneración. Estaba claro que como periodista, con su pluma haría su lucha contra el régimen. Así fue. Sus acérrimos enemigos los conformaba el Partido Conservador en primera línea; la tradición católica, especialmente la relación Iglesia-Estado; y la esclavitud o negación de la libertad. En su texto La felicidad pública, advierte:
+[…] Menos se trata de consultarles a los poderosos, si consienten que su autoridad sufra menoscabo, en provecho del bien común, porque nadie tiene regalías cuando se trata de la felicidad pública. Sin la revolución no daría un solo paso la verdad; porque ella en cada uno de sus advenimientos tiene que desalojar la costumbre y combatir los intereses seculares que se defienden con empeño; donde no aparece armada materialmente, es porque de antemano se le preparó el campo con ayuda de la fuerza. ¡No se nos hable de tolerancia! A los radicales nos aconsejan la tolerancia los mismos que nos ponen fuera de la ley, cómo nos reclaman respeto por las creencias ajenas, todos los que atropellan los fueros de nuestro pensamiento [...].
+Pero también tomó las armas, pues Juan de Dios participó en 1876 en la Campaña del Sur, al lado del ejército que triunfó en Los Chancos, La Cabaña y El Arenillo, por eso entendía mejor de luchas y sabía elegir y dirigir sus apasionadas batallas, cualquiera que fuera el campo para la lucha. Sin embargo, todos los «librepensadores» de la época sufrieron la persecución, la recogida de publicaciones o el exilio. El «Indio Uribe» no fue la excepción. Aun así, su lucha pertinaz con la palabra continuó, y ya fuera desde Nicaragua, Estados Unidos o Ecuador, sus discursos siguieron haciendo parte de la arena política y suscitando debates, controversias y muchas veces cambios, en un país que podía llegar a desangrarse por la radicalidad ideológica de muchos ciudadanos.
+Ya sea desde la política, la literatura, el periodismo, la jurisprudencia, y muchas otras áreas, los grandes hombres demuestran su templanza y carácter para asumir los acontecimientos que les corresponde vivir, y cambiar la historia si así se requiere. Juan de Dios Uribe y Antonio José Restrepo compartieron más que una «cuna», más que una época; tuvieron los mismos ideales y defendieron vehementemente lo que ellos con sinceridad creyeron que era lo mejor para la sociedad. Ambos con el don de la palabra; los dos con la agudeza mental. Por eso esta es una invitación para descubrir esa revolución de las ideas a través de estos dos ilustres personajes, que le han dado a Colombia gran parte de su identidad.
+SILVIA INÉS JIMÉNEZ GÓMEZ
+Mi pobre amigo tenía la inocente vanidad de creerse muy amado de las mujeres, y esta preocupación le ocasionó las más dolorosas contrariedades. Mantenía sobreexcitados los sentimientos y pronto el pecho para recibir impresiones amorosas; deleitábase en fantasías eróticas y en proyectos conyugales, casi siempre inverosímiles. Bajo su piel negra la sangre se incendiaba con los deseos, y tenía necesidad de todo el dominio sobre sí mismo para no extraviarse o enloquecerse. Le sucedía que un capricho, la sombra siquiera de un sueño, tomaban a sus ojos cuerpo, crecían más, y desde entonces le dominaban con el imperio absoluto de las ideas únicas. Y como disponía de talento, de muy buen gusto artístico y de una estrepitosa alegría cerca a sus amigos, los incidentes diarios de su vida eran el pábulo de nuestras conversaciones, cuando fumábamos y bebíamos, en la mesa del festín, o en las horas plácidas de confidencias sosegadas. Cada periodo de la vida de Obeso se señalaba por un romance singular que pronto era del dominio del público, porque él aborrecía los secretos, y de sus aventuras no dejaba ninguna parte inédita. Tenía por indignos los pensamientos solitarios, y, además —esto hay que perdonárselo— creía a los otros muy interesados en su propia historia. Con frecuencia me preguntaba formalmente:
+—¿Qué dice el público de mí?
+Traté a Candelario por primera vez en 1878. Después de terminadas las clases diarias en San Bartolomé, salía a pasearme al atrio de la Catedral con algunos condiscípulos. El año era borrascoso, porque un nuevo círculo político venía al poder, en medio del clamoreo confuso y ardiente que alzan las parcialidades cuando se alternan en el mando. Los recién venidos al Gobierno representaban únicamente el ciego talión, aunque proclamaran nuevas prácticas administrativas y diversa aplicación de principios. En un periodo que inspiraba Lino Ruiz, se recomendó la represalia sin ningún escrúpulo y se alzó el puño colérico sobre las más eminentes personalidades de la política. El doctor Manuel Murillo fue escarnecido en La Camarilla por plumas oscuras, cuando el viejo lidiador perdía aparentemente su influencia. Murillo no sentía en la piel las heridas que sus enemigos creían hacerle incurables, y yo recuerdo sus imperturbable ceño ante las injurias, en el retiro de su casa, que me traía a la memoria el toro bravío en el sesteadero, que no inquieta por el ruido de las moscas.
+La tarde a que me refiero, Obeso se paseaba con botas altas, un fuete en la mano derecha y, en la otra, apretados, un montón de papeles impresos. Su continente y su fisonomía no cambiaron después: alto y nervudo, con los hombros pronunciados, el cuerpo derecho, casi vertical sobre el pavimento, el rostro huesoso y enjuto, los labios gruesos, la nariz chata, sin ser aplastada; los ojos pequeños y pardos, un poco saltados; la frente muy comprimida en las sienes, donde las arterias descubrían sus latidos, y adelante prominente, cónica, prolongada hacia arriba en forma de cápsula. Sobre la cabeza, el cabello como un morrión, alto, abundante, en anillos apretados: una lujosa cabellera de mulato. Lo había visto, pero jamás lo había tratado. Fuese hacia el grupo de estudiantes, y alargando a cada uno de nosotros una hoja, nos dijo:
+—Es preciso que la canalla respete al genio. Jóvenes: el valor es un don raro, pero es más raro todavía saberlo emplear con provecho.
+Se alejó, y leímos la hoja, que era un reto a Lino Ruiz, en la cual le hacía un formal desafío para esa tarde y le prometía darle con las suelas de las botas en el atrio de la Catedral, como castigo a sus intemperancias de lenguaje con el doctor Murillo.
+Obeso idolatra a este grande hombre y le correspondía Murillo con un afecto paternal. Le prodigaba su apoyo munífico y, sin dejar de darle provechosos consejos para su vida y el lustre de su carrera, reía y celebraba sus travesuras, aunque le costaran a su bolsa un poco caras. En cierta ocasión le sirvió de fiador en un banco por una cantidad que debía reembolsarse pasados tres meses. Cuando se cumplió el plazo, el poeta, que jamás tuvo dinero a fechas precisas, se encontró sin un solo centavo. En este aprieto fuese directamente al banco:
+—Señor —dijo al gerente—, sírvase hacer avisar al doctor Murillo que hoy se cumple el plazo de mi deuda y que mi firma está comprometida.
+Murillo rio de la ocurrencia y mandó inmediatamente al banco el capital y los intereses. El crédito de Candelario quedaba así incólume.
+Poco después del desafío a Lino Ruiz, que no tuvo consecuencias, apareció el primer número de un periódico de Obeso titulado Lecturas para ti. Aspiraba nada menos con esta publicación que a hacerse amar de una señorita que seguramente no lo conocía siquiera. A Obeso no se le hacía desistir de sus empresas, y como era de accesible para recibir consejos, y dócil para soportar represiones amigables, así era también de obstinado en los errores que lo apasionaban y de incorregible en momentos de vehemencia. Su fantasía creó ese amor y, sin darse tregua, sin reflexionar un instante, resolvió publicarlo a las gentes, en prosa de periodos cortos, llena de conceptos originales y con número semejante al del verso blanco; y en estrofas espontáneas, rebosantes de personalidad, con intimidades del corazón, como dichas al oído. Y si creía que su estro propio flaqueaba, antes que retroceder, se arrojaba a los senos de las literaturas extranjeras para sacar puñados de perlas que él pulía, con el más delicado esmero, y presentaba a su dama, engarzadas en formas de un puro sabor castellano. En ese periódico hay, además, un impulso de rabia que se desata en largo sollozo. Es cuando el poeta considera la diferencia de raza, las desigualdades de fortuna, la desgraciada condición del talento en Colombia; y la prosperidad creciente de la capa espumosa, inconsistente, banal, de esta sociedad hipócrita, que para valuar a los hombres no se asoman a la cabeza sino al bolsillo; sociedad concupiscente y egoísta que vive llena de harturas en medio de un pueblo miserable. Obeso sentía en sus músculos de titán las mordeduras sociales, porque era negro, pobre y poeta; mas no se resignaba a tolerar el insulto, ya verdadero o ya imaginado, y con su hoja ardiente daba en el rostro a la turba de presuntuosos de la clase rica, que tiene el descaro de llamarse nobles porque son judíos; devotos de la aritmética y no de las dulces Musas, que viven sin corazón, porque lo guardaron desde su más tierna infancia en una caja de hierro.
+Ese amor caprichoso de las Lecturas para ti, que los amigos de Obeso creíamos al principio un pasatiempo literario, fue más allá del límite supuesto, porque en ocasiones lo dominaba, hasta hacerlo perder tristemente el juicio. A última hora, deseó la presea aristocrática para satisfacer un apetito de vanidad, más bien que una pasión bien nacida, pues creía sinceramente que el público se hallaba interesado en su empresa, y su indómito orgullo no toleraba que los espectadores se retiraran sin presenciar su triunfo. Multitud de ideas contradictorias lo mortificaron, porque tan pronto se creyó correspondido como engañado; oyendo delante del Notario la promesa de la novia, o abochornado por las calabazas de la dama. Miraba tristemente su piel en horas de angustia, y se le oía decir:
+—¡He aquí mi desgracia!
+A socorrerlo eficazmente vino por este tiempo otro poeta. La más sincera amistad ligó a Obeso con Antonio José Restrepo. Se conocieron días antes, cambiaron sus versos, se contaron su historia, y he allí dos camaradas en su cariño recíproco. Para tender la mano de amigo estaba listo Candelario, y uno sabía que contaba desde entonces con dos manos más para defenderse, con otra nueva cabeza para pensar, con un pecho que era todo de uno; en fin, con el milagro de una doble existencia.
+Sin que fueran parte a entibiarlo la desemejanza de creencias y de gustos literarios, porque él, que esperaba en Dios y en la inmortalidad del alma, tenía entre sus amigos predilectos, los más queridos quizá, a más de un ateo y a más de un materialista; él, que sentía aguijones académicos y debilidades clásicas, amaba sobre toda ponderación a cerebros independientes, de fuerza progresiva y revolucionaria, como los de Diógenes A. Arrieta y Antonio José Restrepo.
+Este último quiso curarlo de ese amor, por lo estrafalario, casi fantástico, y empleó los buenos versos, que eran el único récipe adecuado para las dolencias morales de Candelario porque acostumbró su inteligencia a comprender mejor lo que revestía los velos de la prosodia. Restrepo le dijo, enojado y cariñoso:
+No más cantos, no más; si la hermosura
+por otro, no por ti, de amor suspiras;
+si no hay para tu negra desventura
+una sola mirada de ternura
+que haga vibrar las cuerdas de tu lira;
+si tu alma de poeta su ambrosía
+esparce en las arenas del desierto;
+si tu eterna y tenaz melancolía
+no ha de trocarse nunca en alegría;
+si náufrago tu amor no hallará puerto;
+si las flores que arrancas a tu mente
+para guirnalda de su sien de diosa
+son holladas con planta indiferente;
+si no ha de refrescar tu mustia frente
+el rocío de su alma candorosa,
+echa sobre su cuerpo una mortaja,
+toma las vestiduras de un querube;
+que del revuelto mundo en la baraja
+ella es la carne que al sepulcro baja,
+¡tú eres el genio que a los cielos sube…!
+Esta valiente poesía le impresionó y lo hizo reflexionar. Las Lecturas para ti se acabaron y Obeso volvió a encontrar su asiento calmado junto al costurero de Zenaida.
+Ya la he nombrado. Esta buena joven fue la compañera de Candelario durante catorce años. Cuando salió del colegio en 1867 se encontró solo; muy lleno de proyectos, pero sin rumbo; con deseos de obrar, de agitarse, pero sin dinero, que es el aceite de la máquina humana. Su vida fue en breve borrascosa. El antiguo estudiante era un calavera de esos a quienes si el sol alumbra, la luna no desampara, con lo cual quiero nombrar a un redomado tunante. Sin embargo, la irritadora orgía no maleaba sus sentimientos, que eran incorruptibles, ni maleaba su organismo de cíclope. El vino parecía ungir tan sólo sus músculos de atleta. Cuando Bogotá lo hostigaba, emprendía largos viajes en busca de mucho sol, de grandes bosques y de aguas caudalosas. Los viajes no agravaban sus gastos, porque los hacía a pie y sin dinero en el bolsillo. Un día el amor se le apareció en traje de dentrodera: una fresca muchacha del pueblo, de catorce años, respondió a los requiebros del negro, con esa esquivez sin arrogancia que es por donde principia el consentimiento. Los enamorados se entendieron y fundaron la casa que todos los bogotanos conocían bajo la razón social de Obeso & Zenaida.
+Una aventura curiosa le ocurrió a Candelario al principio de estos amores. Zenaida trabajaba con su madre en una casa vecina a la de Rojas Garrido. En ese tiempo el grande orador figuraba como candidato para Presidente de la República, y su nombre era muy combatido. Obeso deseó una noche conversar con Zenaida, y como no disponía de las llaves de la puerta, resolvió dirigirse por los tejados al lugar de su amada. Escaló una tapia y anduvo por los tejados con muchas precauciones. Se había quitado los botines para no hacer ruido y llevaba un revólver en la mano en previsión de ataque. Todo marcha bien un momento, pero al pasar sobre la casa de Rojas Garrido, los perros ladran, la servidumbre se levanta sobresaltada, el poeta deja caer el revólver al patio y emprende la fuga precipitada por el caballete de las casas, como un gato gigantesco, para ocultar no su crimen sino la vergüenza de su falta. Al otro día los amigos de la candidatura de Rojas publicaron la noticia de una tentativa de asesinato en la persona de este ciudadano, por odios políticos, y prometieron que los pormenores del siniestro plan los descubriría pronto la justicia. En efecto, los jueces se hicieron cargo del asunto. ¿Qué optar en este caso? Obeso tenía seguridad de ser descubierto, y se hallaba perplejo entre confesar el objeto de su extraña excursión nocturna, o declararse verdaderamente culpable. Lo uno, no era decente; lo otro, era estúpido. Tomó un tercer partido y se encerró en su buhardilla por tres días. Al cabo de ese tiempo salió de allí con un rollo de manuscritos debajo del brazo y se dirigió a casa de Rojas Garrido.
+—Tenga la bondad de sentarse —le dijo Rojas—. ¿A qué puedo atribuir el placer de esta visita?
+Candelario tomó una silla.
+—Maestro —respondió— me trae un asunto muy grave. ¿Es verdad que hace tres días intentaron asesinarlo?
+—Es evidente —contestó Rojas.
+—¿Y se conoce el nombre del responsable?
+—La Policía está sobre la pista: se ha reconocido el revólver y de aquí a mañana tendremos entre las manos al asesino.
+—Pues es lo que no sucederá, Maestro —repuso Candelario con voz grave.
+Rojas miró a Obeso de pies a cabeza.
+—¿Qué dice usted? —le preguntó sorprendido.
+—Digo que no buscará más al supuesto asesino, porque usted no lo ha de permitir.
+—Nada comprendo, absolutamente.
+—Pues lea estos papeles —dijo Candelario, alargando a Rojas el rollo de manuscritos—; ellos le darán alguna luz.
+Rojas Garrido leyó la carátula: «Qué cosa esa el asesinato del doctor…, Novela que responde a ciertas cosas del día, por C. Obeso». Después, colocándose los anteojos, empezó a leer la primera página, de pronto arrojó sobre la alfombra las hojas de papel.
+—¿Usted se atreve?…
+—Me atrevo, querido Maestro. La justicia me está haciendo una novela y yo se la hago a usted; pero vengo a proponerle una transacción: nada más fácil para Rojas Garrido que hacer suspender una causa injusta, ni nada más sencillo para Candelario Obeso que volver trizas una mala novela, conque así…
+Como Rojas Garrido estuviera cada vez más sorprendido, Candelario le contó su aventura con todos los pormenores, y le dijo cómo, en último extremo, había resuelto escribir esa novela para que la víctima intercediera por el culpable.
+Lo oyó con atención Rojas, y poco después la causa y la novela de Obeso desaparecieron a un tiempo.
+Ya en Santa Marta, con motivo de otros amores, estuvo en la cárcel treinta días, y para vengarse de sus enemigos escribió y publicó una novela que se titula: La familia Pigmalión, de la cual se conservan muy pocos ejemplares, porque la recogieron los interesados con un cuidado solícito.
+Al lado de Zenaida, Obeso trabajaba, para ganarse la vida, gramáticas, robertsons, aritméticas, etcétera. En una ocasión tradujo una táctica militar, que fue mirada con ojos piadosos por el Gobierno y produjo al poeta mil pesos de un solo golpe, con los cuales compró libros, muebles, flores, rancho, vino, linones y botas para Zenaida, y un vestido nuevo que estrenó con pompa y metiendo mucho ruido. Cuando las finanzas estaba en buen pie, como él mismo decía, la casa del poeta adquiría holgura: los escaparates se llenaban de brujerías, el patio se engalanaba con tiestos de flores nuevas, la mesa era opípara y en los rincones de la despensa había rimeros de botellas de buen vino y de excelente coñac. Durante los largos periodos de insolvencia, la casa engalanada iba quedándose poco a poco vacía, porque todo pasaba a poder de los usureros: libros y ropa, joyas y muebles, las flores del patio y las pinturas de la pared, sin que quedara otra cosa que la máquina Domestic que Zenaida volteaba incesantemente en el costurero, al compás de un cantar largo y perezoso, con que la cabeza de los pobres se desvanece en lánguida indiferencia. El mismo Obeso salía muchas veces con líos de ropa hecha por Zenaida, ya al comenzar la noche, para venderla por cualquier cosa o dársela en empeño a un israelita ladrón; volvía de continuo sin un solo real en el bolsillo, y colocándose sobre un cajón, su único taburete entonces, mojaba la pluma de oro que yo le había dado y que jamás quiso vender ni empeñar, y comenzaba o proseguía esos laborioso trabajos didácticos de encargo, con los cuales conseguía ocho o diez pesos para hacer mercado los viernes.
+Trabajaba con mucho escrúpulo; con un pudor literario enteramente virginal. Su pensamiento era maduro, sus frases ensayaban tres o cuatro vestidos antes de tomar la forma definitiva. Destilaba su idea lentamente como una rica esencia y retocaba y pulía el lenguaje hasta quedar satisfecho él mismo. Por donde se viene a comprender que era, si fecundo, sobrio; más bien calmado que bullicioso; de pulso tranquilo; el reverso de los literatos abrumantes, que escriben ochenta mil páginas y ponen la lengua y las ideas en bancarrota. Remolinos de viento, sin estilo ni dirección, a quienes toda la vida les falta el bautismo, y no pueden diferenciarse jamás de la masa gruesa y vulgar de sus consumidores.
+Solamente un gran sufrimiento o un largo viaje interrumpían los trabajos de Obeso. La muerte le arrebata sus hijos de pocos días de nacidos y sufría cruelmente. Cuando murió su último niño, estaba en la más absoluta miseria, a tal punto, que no tenía con qué comprar drogas, ni tuvo lo preciso para mandarle hacer un ataúd. Tomó al pequeñuelo debajo del brazo, envuelto en una sábana, y se dirigió a una agencia mortuoria. Solicitó un cajoncito fiado, y como se lo rehusaran, dejó en depósito el cadáver de su hijo, mientras iba a conseguir en la calle con qué pagar el ataúd. Después con el pequeño bulto debajo del brazo se fue al cementerio, relativamente feliz por haber conseguido una caja de cuatro pesos, diez reales que cuesta el derecho a un hoyo en el panteón y una cruz ordinaria de madera para señalar la sepultura.
+El Gobierno lo nombró Cónsul en Tours, dos veces, y fue a Europa en 1881. Se embarcó en tercera clase en un buque francés y llegó a El Havre sin un real. Al saltar a la tierra un golpe de viento le arrojó el sombrero a la mar, y he allí al poeta sin blanca en el bolsillo y sin sombrero en la cabeza. Un compatriota, que hacía la travesía con él, le prestó con qué cubrirse; otro le facilitó un tiquete de ferrocarril, y al amanecer estaba Obeso en París, perdido en esa inmensa capital del mundo, solicitando por la casa de algún amigo que lo guiara en el enorme laberinto. Dio al fin con un paisano, que se alegró muchísimo de verle, y que lo llevó por la noche al baile público de Bullier. Allí pasó el negro por un brasilero, mercader en diamantes, y las cocottes que creyeron esta broma, se disputaban el honor de agasajarlo y de atraerlo. Una de ellas le cayó en gracia al millonario, quien la acompañó a su casa y se hizo el mejor de sus amigos. La muchacha creía hacer un gran negocio en sus relaciones con el brasilero; seguramente soñó con ajorcas de diamantes y puñados de oro; con viajes románticos a la América y aun con un matrimonio fabuloso. Pasados cuatro días, quiso saber a qué atenerse y le mandó pedir en préstamo cuarenta luises. La respuesta de Candelario fue espontáneamente lacónica:
+—Hija —le decía—: ¡estoy en la lata!
+No faltó quien le explicara a la dama que esto quería decir que el supuesto comerciante era un pobre de solemnidad.
+Al regresar a Colombia escribió su poema titulado Lucha de la vida, que consta de 152 páginas. Estaba agotado por una disentería aguda y abatido por la miseria, de modo que muchas veces no podía comprar ni el vaso de leche cruda que soportaba su estómago diariamente. Bajo estos auspicios, esa obra tenía que ser pesimista, y lo es mucho. Como poema dramático carece de combinación, porque Candelario no podía desarrollar con novedad y desembarazo un argumento complicado. Presentaba a la escena muchedumbre de personajes, con los cuales no sabía después qué hacer, y los eclipsaba a destiempo: o cuando empezaba a interesar al lector, o demasiado tarde. Por otra parte, La Lucha de la vida es un golpe de vista sobre la sociedad, bien penetrante, y la historia elocuente de los íntimos dolores del poeta. Sólo agregaré que pinta allí personajes reales, que yo podría señalar con el dedo, y cuadros fielmente transcritos de la vida bogotana.
+En ese poema está ya determinado y persistente el hastío de la vida. El poeta, bajo el nombre de Gabriel, se queja amargamente de su suerte y aspira a morir con cierta especie de voluptuosidad. Se siente grande por la inteligencia, pero la piel negra lo quema como un baño de fuego, y entonces desmaya. ¡Infortunado poeta! Con su cuerpo negro y su cerebro resplandeciente, era un arrecife que se tornaba en faro.
+En 1881 quiso suicidarse. Era muy de mañana cuando fue a buscarme a mi casa, con el pretexto de que se iba en ese día para el extranjero. Salimos a tomarnos un trago de despedida y lo noté muy preocupado.
+—¿Qué tienes, Candelario? —le pregunté.
+—¡Estoy triste; ya se ve: es tan penoso dejar a Bogotá!
+Sentados, conversamos largamente. Cuando dieron las nueve en la Catedral me dijo que era hora de partir y me entregó una cartera.
+—Consérvala en mi nombre —me dijo—; la he comprado para ti, pero prométeme que no la abrirás hasta mañana.
+—¿Y por qué?
+—Es un secreto que adivinarás más tarde.
+Se lo prometí como deseaba, y él me dejó por un momento para recibir en un almacén algo que necesitaba para el viaje. Yo tenía la cartera en mi mano y no pude vencer la tentación de abrirla. Me sorprendió lo que estaba escrito allí dentro: era la despedida del que se va a morir, un testamento formal que hacía Candelario. Me puse en la calle y precipitadamente fui a buscarlo. Al llegar a la primera de Florián oí el ruido de un disparo cercano, a media cuadra de distancia. Fui allá. El proyectil había desgarrado el techo de una casa y caía sobre la acera una nube de polvo que tapaba los objetos. Cuando el viento desvaneció el polvo, vi a mi amigo de pie, con un rifle en la mano, el rostro ensangrentado y parte del cabello ardido. Llegué a tiempo para arrebatarle el arma que quería usar de nuevo, porque no había acertado la primera vez. Lo llené de reproches, y él exclamó solamente:
+—¡Soy muy estúpido; debí apuntarme a la cabeza y no al pecho; otro día será…!
+Ese día llegó, por desgracia, el 29 de junio de 1884. A media noche se disparó en las entrañas una pistola Remington. Se sabe el resto. Tres días de dolorosa agonía soportados con un valor ínclito; nada de sacerdotes ni plegarias a la cabecera del lecho; su vida que se apaga en un beso sobre la frente de Zenaida; un modesto entierro civil, y en el panteón el número 322, que señala la tumba del poeta.
+Candelario Obeso tomó la muerte por su propia mano en vez de esperarla calmado. «El libre muere ufano»; yo no le culpo, porque cada uno tiene el derecho de dejar la vida aunque sea por el escotillón.
+Bogotá, 10 de febrero de 1886
+El padre Piñeros es casi un anciano. Sobre su sotana se alza la cabeza, cubierta de hebras blancas recortadas, que semejan un manojo de lino en forma de plumero. Descansaba el bueno del clérigo en una tarde de este alegre mes de verano, cuando tocaron a la puerta de su casa.
+—¿Quién va? —preguntó con su gruñido extraño el ama de llaves.
+—Buscamos al señor cura —dijeron desde afuera, en acento extranjero, tres personas que sin esperar más se entraron al corredor.
+—¿El señor cura está en casa?
+—Acaba de merendar —dijo la dueña—. Pueden ustedes seguir —y les señaló la puerta de la sala.
+Los extranjeros —pues no eran de Colombia los recién llegados— entraron a la sala y tomaron asiento. El padre Piñeros no se hizo esperar.
+—Estoy a la disposición de ustedes, señores, ¿qué me quieren? —les dijo al entrar.
+Los tres caballeros saludaron cortésmente y luego uno de ellos respondió al sacerdote:
+—Nos trae a casa de usted un negocio.
+—¿Un negocio? ¿Cuál será? Hablen ustedes. Estoy pronto a servirlos: ¿se trata de una administración, tal vez de un bautismo, quizá de un casamiento? ¡Ah!, ya caigo, se casa el señor.
+Y el padre Piñeros señaló al más joven de los recién llegados, que por su traje pulcro y una sortija con diamantes, le pareció, ni más ni menos, un novio.
+—Ni administración, ni bautismo, ni casamiento —replicó el que había tomado la palabra—, es cosa muy distinta. Si Su Paternidad nos permite y no tiene cosa urgente qué hacer, lo enteraremos del asunto.
+—Hablen ustedes. ¡Hablen! Todavía no ha dejado el sacristán, y esto indica que el rosario se demora.
+—Somos italianos —principió el interlocutor—, Pichi, es de la Lombardía; Patrilli, del Piamonte; y yo, Biolo, de Roma.
+—¡Ah!, de Roma, sí. ¡Donde está el Papa! ¿Y cómo está el Papa?
+—Su Santidad no tiene novedad —respondió Pichi.
+—Teníamos un compañero —continuó Biolo— que trabajaba en el Canal de Panamá. ¡Pobre Francesco! ¡Era tan bueno! ¡Calcule Su Paternidad cuánto sentiríamos a Francesco que había trabajado en el Mont Cenis como ingeniero! Parece que lo miro —y el italiano inclinó la cara como para llorar—; parece que lo miro con su blusa gris, abotonada, con sus altas botas lustrosas y su pipa, porque, mi padre, Francesco fumaba. ¿No es verdad que la pipa es más agradable que el cigarro simplemente?
+—Pero es mejor el rapé, dijo el padre Piñeros, y tornó a escuchar después de sorber un polvo.
+—A Francesco lo queríamos como hermano —prosiguió Biolo. Cuando, lejos de Italia, recordábamos la patria ausente, él nos abrazaba a todos: «Amigos —nos decía— no tengáis cuidado: trabajad, trabajad que yo os prometo mejores días, días agradables en nuestra querida Patria». Si nos quejábamos del mal éxito de nuestro trabajo, él nos interrumpía y nos consolaba: «Descuidad, descuidad —nos dijo muchas veces—: el porvenir no está aquí, el porvenir está en otra parte…».
+—Y bien, ¿qué? —interrumpió el clérigo que ya se fastidiaba y oía el segundo repique del rosario.
+—Y bien, como decía a Su Paternidad, Francesco era casi nuestro hermano. Con él lamentábamos la Patria ausente; pero Francesco enfermó una vez. Los pantanos de Colón habían soplado sobre su cuerpo débil y nervioso, y la calentura surgió de pronto…
+—Y se murió, ¿eh?
+—Aguarde, aguarde, mi padre. Francesco se sintió enfermo y nos llamó a su lecho. ¡Pobre amigo nuestro! ¡Cómo lo encontramos! ¡Estaba desconocido…!
+Principiaba el campanero de Santo Domingo a dejar para el rosario, y el cura, levantándose, dijo a los italianos:
+—Señores, dejan para el rosario y tengo la pena de irme. Están en su casa.
+Y el clérigo se dispuso a partir.
+—Mi padre —dijo Biolo como suplicando—, háganos el favor de un momento más. Un instante solamente. Vea que es en su provecho y en el de fieles que le quedarán agradecidos.
+—Corriente, pero pronto.
+—Cuando estuvimos cerca a Francesco, con los ojos llenos de lágrimas, nos tendió la mano que ardía por la calentura. «Amigos —nos dijo— esto concluye. Las fiebres de Colón rematan, lo sabéis, en el cementerio de Panamá. Os he llamado para deciros adiós».
+—A qué desconsolarse —le dijo Pichi—; esa calentura pasará, y luego iremos todos juntos a nuestro país. La salud completa está en la Patria.
+—Nada de ilusiones, Pichi, yo muero; pero quiero antes que vosotros seáis felices. Está en mi mano el hacerlo. Escuchad.
+—Todos escuchábamos a Francesco.
+—«Allá lejos, después de remontar un gran río que se llama en la comarca el Magdalena, y de atravesar arenales ardientes, y subir empinadas cordilleras, hay una bella sabana, en donde está la capital de este pueblo que nos ha dado su pan y su techo. Yo he vivido mucho tiempo allí. Llámese el poblado Santa Fe de Bogotá y fue fundado por los españoles, meridionales como nosotros».
+—La calentura lo interrumpía a veces. Cuando cobró aliento, continuó así:
+—«En Santa Fe de Bogotá viví en casa de un sacerdote católico. Allí, afortunadamente, no hay otros».
+—¿Es esto cierto, mi padre? —preguntó Biolo al clérigo Piñeros, como para tomar aliento en su narración.
+—Sí, hijo; sí, hijo; continúe, que ya dan las últimas campanadas.
+—Francesco siguió: «Después de algunos años ese sacerdote fue atacado de una pulmonía fulminante. En los ministros del altar esto es mortal».
+El doctor Piñeros se tocó el pecho.
+—Cuando estaba muy malo me llamó y entregándome un mapa me dijo: «No tengo familia, deudos ni amigos. En los últimos años, todo lo has sido para mí. Toma este plano, él hará tu fortuna, que bien la mereces». Yo recogí el pergamino. Cuando enterramos al pobre anciano leí: se trataba de un tesoro antiquísimo y el plano contenía lo preciso para ir hasta él.
+—La calentura era más intensa cada momento y Francesco tuvo que descansar, luego continuó:
+—«Como lo sabéis, tuve que dejar precipitadamente a Bogotá, esperando para mejor ocasión hallar mi tesoro. La suerte ha querido lo contrario. Las enfermedades me han salido al paso; tomadlo para vosotros».
+—Y el enfermo, ¡pobre y buen Francesco! Nos alargó el plano.
+—«Id a Bogotá —agregó— buscad ese dinero, la mitad será para vosotros, una tercera parte para la Iglesia, y la otra… ya sabéis».
+—Es esto último una historia de amor bien triste. ¡Pobre Francesco! A los dos días lo enterrábamos debajo de una sencilla cruz, en el cementerio de los pobres.
+Biolo, al hablar así, quería como llorar.
+—Y bien, pero seguid —le interrumpió el sacerdote—. Tomaron el plano, vinieron a Bogotá, excavaron la tierra y, nada, ¿no es cierto? Yo conozco a los míos; ¡vaya si los conozco!
+—Nada de eso —continuó Biolo—, tomamos el plano, vinimos a Bogotá, escarbamos la tierra y hallamos el tesoro.
+—¡El tesoro! —murmuró el cura involuntariamente—. Lo hallaron y por supuesto dieron a la Iglesia la tercera parte, otra tercera a los amores tristes y se reservaron la otra mitad.
+—Eso pensamos, pero no basta buena voluntad. Hay un inconveniente y a eso vinimos donde usted.
+—¿Y cuál es ese?
+—Sabe Su Paternidad que las leyes de este país dan al Fisco derecho sobre la mitad de los caudales que se encuentren debajo de la tierra. Si ponemos en conocimiento de la autoridad nuestro hallazgo ni la Iglesia tendrá una tercera parte, ni los amores tristes otra, ni mucho menos nosotros la mitad.
+—¿Y bien?
+—Queremos los consejos de Su Paternidad. O, abreviando: queremos que usted tome la parte de la Iglesia y nos devuelva la parte nuestra y la tercera de los amores tristes.
+—Pero…
+—O tendríamos, mi padre, que decir lo acaecido a la autoridad, y como sólo habría la mitad, es claro que no habría dos terceras partes.
+—Y ustedes —preguntó el padre Piñeros—, ¿qué dicen, en fin? ¿Qué clase de tesoro es ese?
+—El tesoro consiste en diez barras de oro…
+—¡Ummm…!
+—De oro como esta —terminó Biolo—, y al mismo tiempo sacó del bolsillo de su saco una gruesa barra del color del oro.
+—¿Lo han examinado ustedes? —preguntó el clérigo acercándose hasta poner las narices sobre el precioso metal.
+—Los mejores joyeros han dado su opinión.
+—¿Y dicen?
+—Que no lo hay mejor en la redondez de la Tierra.
+—¡Oh!, ¡oh…!
+—Su Paternidad puede experimentarlo.
+—¡Ah! ¿Me dejan ustedes la barra?
+—La barra no, pero sí oro de la barra.
+—Es que no tengo lima.
+—Tuvimos la precaución de traer dos con nosotros.
+Al mismo tiempo, Pichi sacó de su bolsillo dos limas, y dirigiéndose al clérigo:
+—Tome usted, mi padre, sírvase limar donde quiera, para el ensayo.
+—Háganlo ustedes, hijos míos; háganlo ustedes.
+Ya el padre Piñeros no oía las campanas de Santo Domingo que acababan de dar al viento las últimas campanadas para el rosario. No las oía, aunque los fieles lo aguardaban hacía mucho tiempo y las beatas se encaminaban desde por la tarde a la iglesia del célebre fraile.
+—Mira que no faltes —decía una devota a otra beata—. No faltes, que es el bendito padre Piñeros el del sermón.
+—¡Habría de faltar, simplona, cuando este pobre sacerdote es el más milagroso!
+—Y el más sabio…
+—Y el más instruido.
+—De todo sabe.
+El padre Piñeros, a pesar de su compromiso, no pensaba ya en el rosario, y se decía para su capote:
+—Todos los días hay rosarios, pero no todos los días hay tesoros.
+Su cabeza hervía con mil proyectos al oír la lima que mordía la barra, y las granujas de oro volar a un tiempo profusas como insectos brillantes.
+—Aquí tiene usted —dijo Pichi, alargándole el oro en un lienzo—; aquí tiene usted, parece que hay lo suficiente.
+—Bien, sí, sí, lo suficiente.
+—Conque padre —volvió a preguntar Biolo—, si usted encuentra bueno el oro, ¿haremos negocio?
+—Es que…
+—¿Sí, o no?
+—Bien, por la mañana lo sabrán ustedes. Vénganse temprano a esta su casa y traigan las barras que faltan.
+– Está bien.
+Los tres extranjeros tomaron el zaguán y se echaron a la calle.
+—Esto marcha —dijo Biolo en italiano a sus compañeros.
+—Marcha —dijo Pichi.
+—Marcha —agregó Patrilli.
+Cuando los italianos doblaron la esquina, ya había cerrado la noche, y el padre Piñeros se arrebujó en su capa y tomó, a su turno, la calle. Nadie lo hubiera conocido con ese vestido. Al pasar por Santo Domingo, las beatas desfilaban burladas. El clérigo oyó este diálogo, de pronto, entre las mismas que conversaban con tanta unción antes:
+—¿Vuelves mañana?
+—¡Qué he de ir, simplona, si el padre Piñeros es un mentiroso!
+—Y un bruto.
+—Y un ignorante.
+—Y un cándido.
+—Allá lo veremos —dijo el cura por lo bajo. Mañana será otra cosa, grandísimas… holgazanas.
+***
+Los italianos estuvieron muy temprano al otro día en la casa del padre Piñeros. Un muchacho traía en un pequeño baúl las barras de oro.
+—Aquí estamos, mi padre. ¿Nos hemos tardado?
+—Es buena hora.
+—¿Y qué resolvió Su Paternidad?
+—Qué hago el negocio. Pero mi propuesta no es ventajosa.
+—Veamos…
+—Doy a ustedes por todo $6.000.
+—¿De ley?
+—De ley.
+—Es imposible.
+—Pues no puede ser más.
+—Vaya por $8.000.
+—Está hecho. Aquí está el dinero.
+—Y aquí están las barras.
+—Contando.
+—Contando.
+Los italianos entregaron las barras y el clérigo les dio, fuerte sobre fuerte, $8.000. Se despidieron luego como buenos amigos y los extranjeros se fueron diciendo:
+—Es un buen parroquiano nuestro cura.
+Y el buen cura decía:
+—¡Qué sujetos tan tratables! Y el oro que vale $20.000.
+***
+Veinte días habían pasado de inefables dulzuras para el sacerdote. El súbito negocio le había producido en menos de un día $12.000, libres, de ganancia. Durante los primeros diez días había pensado en enterrar, también, todo ese oro, como lo había hecho en otra ocasión uno de sus colegas, en la iglesia; pero «el oro a interés es más productivo», se decía, y después de mucho cavilar, resolvió enviarlo a la Casa de Moneda para que se lo acuñaran.
+Esa mañana —el día 20— había él mismo, acompañado de un fiel sirviente, llevado las barras a la Administración. El jefe no estaba allí y tomó un recibo de uno de los oficiales.
+—Mucho cuidado, ¿eh? ¡Mucho cuidado!
+El oficial le dio el correspondiente recibo; hecho esto, pensó el bueno del clérigo en el almuerzo. Sacó el reloj:
+—Son las diez, una hora más tarde de lo que yo acostumbro almorzar. Pero los tiempos todos no son unos.
+En el tránsito se enteró con un amigo de la suerte de sus antiguos conocidos. Se le dijo que hacía más de quince días que habían tomado el camino del extranjero, después de comprar letras en el Banco de Bogotá.
+—Pobres buenas gentes —murmuró el clérigo—: irán a cumplir la segunda parte de su compromiso. En cuanto a la santa madre Iglesia, yo la represento.
+Y luego en voz dulce:
+—Oremos por ellos.
+El almuerzo apetitoso estaba allí sobre el blanco mantel. La sopa humeaba en la ancha fuente, y una botella de vino rojo rociaba su licor en copas de clarísimo cristal.
+El padre Piñeros contempló aquel hermoso cuadro y tomó asiento en una de las más anchas poltronas. Puso su servilleta sobre las rodillas y tomó la cuchara. Iba ya a empezar el sabroso bocado cuando tocaron a la puerta. El cura dejó la cuchara.
+—Concepción —dijo al ama de llaves—, mira quién toca. Si es un pobre, dile que no hay nada; si es un feligrés, que estoy enfermo.
+Volvió nuevamente a empuñar la cuchara y atacó la sopa. La criada apareció en el umbral.
+—No es pobre ni feligrés, dijo la criada. Es un señor.
+—Dile que no estoy aquí.
+—Es que quiere hablar con usted sin falta. Dice que mucha la urgencia.
+—Que vuelva.
+—No quiere irse.
+—Pregunta quién es.
+Fue el ama y pronto estuvo de vuelta:
+—Mi amo, es el señor Administrador de la Casa de Moneda.
+El cura dio un salto de la silla y corrió al encuentro del Administrador. Pensó que como no había estado en el establecimiento cuando llevó las barras, sería preciso una nueva formalidad.
+—Muy a sus órdenes, señor mío; muy a sus órdenes. Dispense usted que lo haya hecho demorar. Siga por aquí.
+—Estoy aquí bien para lo que he de decirle.
+—Veamos qué es, veamos.
+—¿Sabe Su Paternidad que es usted muy bellaco?
+El padre Piñeros se quedó lleno de asombro.
+—¿Sabe usted que es un farsante?
+—¡Cómo! Explíquese usted —balbuceó el pobre clérigo—. Explíquese.
+—Es en vano que se finja inocente. La policía lo sabrá todo.
+—¡La policía!
+—Sí, señor. ¡La Policía sabrá que usted, un sacerdote respetable, ha llevado barras de cobre a la Casa de Moneda para que se le hagan morrocotas!
+Era un golpe tan tremendo, que el sacerdote de las hebras blancas, del cabello recortado, cayó para atrás sin sentido.
+Se supo lo ocurrido. Los tres italianos eran tres aventureros, y las diez barras, cobre legítimo.
+Un telegrama de Honda dio noticia del embarque de tres individuos con nombres ingleses: eran Pichi, el lombardo; Patrilli, el milanés; y Biolo, el romano. Seguramente se dirigían a visitar la tumba de Francesco en el cementerio de los pobres de Panamá…
+La Actualidad, diciembre de 1883
+(Dedicado a una mujer querida)
+Ya he separado de mi adoración de niño de Epifanio Mejía lo que ella tiene de justo para hacerla más ardiente, y lo que era irreflexivo culto parroquial, no para olvidarlo, que siempre son gratos los recuerdos candorosos, sino para que no pese en mis juicios. La vida de Epifanio contribuye mucho a recoger el mejor número de las simpatías, y para los antioqueños tiene cierta rústica entonación, una originalidad tan espontánea, que nos hace recordar las costumbres de nuestros pueblos, las montañas nativas, el lenguaje propio de nuestras gentes, y asocia su poesía en la memoria la agradable rima con cosas e ideas que nos son familiares y gustamos de oír repetidas en versos. Lo primero que me hizo saludar con alborozo a este poeta de la ternura, es la más rica de sus joyas que oí en la infancia. Curioso asistí a una serenata de esas que llenan las calles de un pequeño pueblo con sus ecos apasionados o rumorosos, en que las guitarras, los tiples, la bandola y los cantores despiertan a las vecindades. Habían cantado a la ventana de la mujer obsequiada cien canciones, unas hermosas, otras sin sentido y algunas detestables, cuando el dueño de la serenata —que así se llama el galán que la dedica— dijo a uno de los cantores:
+—Ahora cante usted La tórtola y que lo acompañe Pedro en la guitarra.
+A poco se llenó la noche con el canto más triste de cuantos había oído hasta entonces. Era una historia completa de una pareja de torcaces desgraciadas, escrita con sencillez pasmosa, al mismo tiempo que fuerte por el colorido y dramática por el movimiento. La música que le servía de alas para dilatarse en el espacio no tendría todas las reglas de una composición clásica, pero no le faltaba ninguno de los tonos que cautivan, deleitan y enternecen. La voz del cantor se alzaba sola como un lamento y la guitarra por lo bajo, en sus acordes que hablaban en secreto, servía como de puente mágico a la canción para ir a todas partes. Se repitió La tórtola muchas veces y al cabo la aprendí de memoria:
+… Joven aún, entre las verdes ramas
+de secas pajas fabricó su nido:
+la vio la noche calentar sus huevos,
+la vio la aurora acariciar sus hijos.
+Batió las alas y cruzó el espacio,
+buscó aliento en los lejanos riscos,
+trajo de frutas la garganta llena
+y con arrullos despertó a sus hijos.
+El cazador la contempló dichosa,
+y sin embargo, disparó su tiro:
+ella, la pobre, en agonías de muerte
+abrió las alas y cubrió a sus hijos.
+Toda la noche la pasó gimiendo
+su compañero en el laurel vecino:
+cuando la aurora apareció en el cielo
+bañó de perlas el hogar ya frío.
+Después de oír esta composición, que es una miniatura de alto precio, leí en un periódico de Antioquia, redactado en Manizales, unos versos al Ruiz, primorosos. Yo conozco este nevado, que se yergue hacia el oriente a un lado de Santa Isabel, sobre praderas extensas y lomas verdes, casi siempre arropado por la bruma. Epifanio jamás había ido a Manizales, y adivinó, sin embargo, el cuadro y le dio vigor de un modo naturalísimo:
+EL RUIZ
+Entre cordilleras verdes
+se alza cordillera blanca;
+el sol la riega con oro,
+la luna con oro y plata,
+los viajeros antioqueños
+me dicen que el Ruiz se llama.
+El toque era verdadero y maestro. Estaba, además, tan al alcance de una comprensión elemental, que me cautivó, y desde entonces formé el propósito de recoger en un libro todos los versos de Epifanio Mejía. Días y noches enteros los pasé sobre las colecciones de periódicos de Antioquia y de Bogotá buscando el nombre de Emilio, con que él acostumbró firmar sus versos y su escasa prosa. Fruto de ese trabajo de mis primeros años es este volumen, escrito con letra desigual, anotado sin orden, que contiene casi todos los versos del sencillo poeta. Te los regalo y me los agradecerás como un presente gratísimo a tu gusto literario y a tu sentimiento delicado y exquisito de mujer.
+Cuando en 1877, enrolado en el ejército liberal, entré a Medellín, un amigo, que había ido a encontrarme, me tomó las riendas del caballo al pasar por el frente de un almacén de mercancías.
+—¿Qué quiere decir esto? —pregunté a mi compañero.
+—¿No deseabas conocer a Epifanio Mejía? —me respondió—. Pues míralo: es ese que silba y que está recostado en aquel taburete.
+Me señalaba un hombre alto y grueso, vestido como los comerciantes de Medellín. De barba espesa, amarilla de oro, ojos muy dulces y frente ancha y en relieve. Sin advertirse de nosotros continuó silbando una tonada triste y distraída. Ya había estado loco.
+La locura y el modo antioqueño, tan marcado en sus composiciones, mantiene la popularidad de Epifanio. Bien entendido que fuera de estas circunstancias tiene también su fama una innegable justicia, porque después de Gutiérrez González, en el mismo derrotero, nadie en Antioquia le es superior.
+En 1863 escribió Epifanio una poesía titulada Historia de una tarde, en el álbum de Dolores. Cantaba allí, como buen católico, con gazmoñería aparente, pero con sinceridad en el fondo, la expulsión de las monjas del Carmen. Había algunas estrofas que no por mal pensadas tenían menos valor, como esta:
+¡Sí! ¡Les robaron su piedad, su calma!
+¡Las arrancaron de su virgen lecho!
+¡Ya no contentos con robar su dicha
+hasta su tumba les robaron luego!
+En Epifanio Mejía no hay que buscar otra cosa que sencillez y una disposición natural para descubrir los detalles de las cosas, fijarlos con propiedad, y hacer pequeños cuadros esmerados. Sorprende la poesía en la naturaleza, como diestro en sus secretos, pues es hijo de las montañas. No conoce sino su circuito y si quisiera ir muy lejos, su viaje sería desairado. Las pasiones humanas que estallan, los problemas sociales, la filosofía, es escenario de la historia, si los ha entrevisto es de un modo vago y no los recuerda. Es muy poco lo que sabe, como por propia experiencia, y a eso se atiene. Capaz de seguir los giros de un pececillo en el cristal de las aguas; de comprender los secretos de los nidos, el trabajo de las hormigas, la vida de las mariposas; propia su mirada para distinguir el juego de colores de las hojas, los matices de las flores, los caprichos de las nubes pasajeras, no sería capaz de uno de esos golpes de vista dilatados y profundos, ni de empinarse sobre lo que le rodea para aventurar una palabra en lo desconocido. Carece de audacia y, pues no la tiene, no la finge, lo que manifiesta su costumbre de ser poeta sincero. Cuando entrega al público una de sus miniaturas tan bien dispuestas, de tonos distribuidos con tanta facilidad, limpios y frescos, lleva un sello especial que no permite que la confundan en Antioquia con otras. Ya recordé La tórtola, quiero copiar ahora La muerte del novillo; son dos poesías gemelas:
+Ya prisionero, y maniatado y triste,
+atado al poste, quejumbroso brama
+el más hermoso de la fértil vega,
+blanco novillo de tendidas astas.
+Llega el verdugo de cuchillo armado,
+el bruto ve con timidez el arma.
+Rompe el acero palpitantes nervios,
+chorros de sangre la pradera esmaltan.
+Retira el hombre el musculoso brazo,
+el arma brilla purpurina y blanca;
+se queja el bruto y forcejando tiembla,
+el ojo enturbia... y la existencia exhala.
+Remolinando por el aire, vuelan
+las negras gualas de cabeza calva,
+fijan el ojo en el extenso llano
+y al matadero, desbandadas, bajan.
+Brama, escarbando, el arrogante
+todo que oye la queja en la vecina pampa,
+y densas nubes de revuelto polvo
+tira en la piel de sus lustrosas ancas.
+Poblando el valle de bramidos tristes
+corre el ganado por las verdes faldas,
+huele la sangre… y el olor a muerte
+quejas y gritos de terror le arranca.
+Los brutos tienen corazón sensible.
+Por eso lloran la común desgracia
+en ese clamoroso De profundis
+que todos ellos a los vientos lanzan.
+Debió terminar este cuadrito en la penúltima estrofa, porque la que lo finaliza no tiene mérito alguno.
+Es inútil buscar metafísicas o enseñanzas en los versos de Epifanio; él no sabe de eso. No alardea de moral, pero es pudibundo. Si no fuera una barbaridad hacer disquisiciones filosóficas tratándose de sus versos, diríamos que a pesar de su catolicismo, adora a la naturaleza como un panteísta. Él no la abarca toda, le sería imposible hasta ensayarlo, pero tiene en ella sus altares predilectos. Donde hay un nido, un árbol, una flor, una hoja, un insecto… vedlo acercarse con solicitud, y cantar. En general sus composiciones son melancólicas; los asuntos de sus rimas tristes. Sin embargo, no llora sobre el papel como Germán Gutiérrez o Adriano Escarpeta, a moco tendido. No es aficionado a la desesperación por escuela; a él la tristeza dulce y reposada le es genial, y se descubre hasta en su fisonomía. Ha dicho:
+¡Los cantos de la tristeza
+son cantos que no se estudian!
+El amor no lo enardece. Se diría de temperamento linfático. Ama a su esposa y a sus hijas. Derrama sobre ellas notas musicales, como sobre su nido y su hembra el pájaro cantor desde la rama vecina. A su compañera le dice al oído bellas palabras:
+A ANITA
+Es la mañana luz de ventura,
+el mediodía, fuego de amor;
+la tarde, ocaso de la ternura,
+la noche, luto del corazón.
+Fue tu sonrisa la aurora mía,
+fue tu mirada mi ardiente sol;
+¡no tenga tarde nuestra alegría!
+¡No tenga noche nuestra pasión!
+Pasó la aurora con su fragancia,
+el mediodía con su esplendor;
+llega la tarde con tristeza,
+¡la fría noche con su crespón!
+¡No pases nunca, sonrisa mía!
+¡No pases nunca, fuego de amor!
+¡Tarde, no llegues con tu agonía!
+¡Noche, no enlutes tanta ilusión!
+Poeta antioqueño, sumamente antioqueño. Ha escrito un canto para los hijos de las montañas, donde se mezclan escenas de las sierras a las notas marciales del vivac. Se canta en tono agudo, que va esparciéndose a medida que avanza:
+Nací sobre una montaña,
+mi dulce madre me cuenta
+que el sol alumbró mi cuna
+sobre una pelada sierra.
+Nací libre como el viento
+de las selvas antioqueñas,
+como el cóndor de los Andes
+que de monte en monte vuela.
+Pichón de águila que nace
+en el pico de una peña,
+siempre le gustan las cumbres
+donde los vientos refrescan.
+Amo el sol porque anda libre
+sobre la azulada esfera,
+al huracán porque silba
+con libertad en las selvas.
+El hacha que mis mayores
+me dejaron por herencia,
+¡la quiero porque a sus golpes
+libres acentos resuenan!
+Forjen déspotas, tiranos,
+largas y duras cadenas
+para el esclavo que humilde
+sus pies, de rodillas, besa.
+Yo que nací altivo y libre
+sobre una sierra antioqueña,
+llevo el hierro entre las manos
+porque en el cuello me pesa.
+Cuando desciendo hasta el valle
+y oigo tocar la corneta
+subo a las altas montañas
+a dar el grito de ¡alerta!
+¡Muchachos!, les digo a todos
+los vecinos de la selva:
+¡la corneta está sonando,
+tiranos hay en la tierra!
+Mis campesinos alegres
+el hacha en el monte dejan,
+¡para empuñar en sus manos
+la lanza que al sol platea!
+Con el morral a la espalda
+cruzamos llanos y cuestas
+y atravesamos montañas
+y anchos ríos y altas sierras;
+y cuando al fin divisamos
+allá en la llanura extensa
+las toldas del enemigo
+que entre humo y gente blanquean,
+volamos como huracanes
+regados sobre la tierra,
+y, ¡ay del que espere el empuje
+de nuestras lanzas resueltas!
+Perdonamos al rendido
+porque también hay nobleza
+en los bravos corazones
+que guardan las viejas selvas.
+Cuando volvemos triunfantes,
+las niñas de las aldeas
+tiran coronas de flores
+a nuestras frentes serenas.
+A la luz de alegre tarde,
+pálida, bronceada, fresca,
+de la montaña en la cima
+nuestras cabañas blanquean.
+Bajamos cantando al valle
+porque el corazón se alegra,
+¡porque siempre arranca un grito
+la vista de nuestra tierra!
+Es la oración: las campanas
+con golpe pausado suenan;
+con el morral a la espalda
+vamos subiendo la cuesta.
+Las brisas de las colinas
+bajan cargadas de esencias;
+y luna brilla redonda
+y el camino amarillea.
+Ladran alegres los perros
+detrás de las arboledas;
+el corazón oprimido
+de gozo palpita y tiembla…
+Caminamos…, caminamos…,
+y blanquean…, y blanquean…
+¡Y se abren con ruido
+de las cabañas las puertas!
+Lágrimas, gritos, suspiros,
+besos y sonrisas tiernas,
+entre apretados abrazos
+y entre emociones revientan.
+………………………………………
+………………………………………
+¡Oh libertad que perfumas
+las montañas de mi tierra,
+deja que aspiren mis hijos
+tus olorosas esencias!
+Poeta antioqueño. Demasiado antioqueño. Para Epifanio la patria es Antioquia. No quiere otra cosa y se limita en los linderos de su tierra. Es un poeta apegado al suelo que trabaja, satisfecho de los suyos, congraciado con las costumbres que lo rodean.
+Antioquia tiene un modo de ser singular. Su raza triunfa de las otras de Colombia en robustez y fecundidad; sus hábitos de trabajo están más arraigados, y los estados circunvecinos no sostienen la competencia con el brazo y la industria de los antioqueños. Hay un medio científico muy avanzado y gustos literarios que le son peculiares a ese pueblo. Tiene cancioneros que alegran las villas con sus improvisaciones; y poetas, como Epifanio, que se ponen al alcance de las gentes por la clase de impresiones que reciben y la manera especial de darles forma. Se dice que Antioquia posee una literatura, y si no es cierto del todo, por lo menos se acerca esta expresión a la verdad.
+Epifanio Mejía es paladín del espíritu provincial.
+Después de 1860 no quería escribir nada, porque el general Mosquera había vencido a Antioquia. Dice muy en serio:
+Es que mi patria se lamenta y gime
+como una niña en su prisión de hierro,
+y sin llorar con mi querida Antioquia,
+¡ay!, ¡yo no puedo levantar mi acento!
+En La ceiba de Junín se dirige a uno de estos árboles crecidos que hay en una avenida de la capital de Antioquia:
+Y aquella tierra y la tierra
+en que hoy airosa levantas,
+es toda tierra de Antioquia
+y Antioquia toda es la Patria.
+Ya se ha visto, Antioquia a todo trance.
+Desgraciado poeta loco, no puede darse cuenta de la grata popularidad de sus nombres. Sus versos son en Antioquia conocidos y queridos como un mensaje de familia. Los hará durar, siempre frescos, siempre puros, la fuerza de pasión sencilla que encierran y no solamente la forma, demasiado descuidada, pero muy al alcance de la mentalidad rural de sus lectores. Epifanio Mejía no conoce de lujos psicológicos, de novedad de giros, de atildamiento; su vocabulario es de los más pobres y sus recursos gramaticales bien escasos. Pero triunfa de todo la inspiración. En los versos del desagraciado poeta se siente el ritmo de un corazón entristecido y bondadoso; se descubre un pensamiento sano. Hacen recordar los paisajes de la infancia y se les tiene respetuoso cariño.
+Amé estos poemas hace muchos años, y los he copiado con letra de principiante de las hojas de periódicos efímeros. Los leo con placer ahora y al colocarlos entre tus libros, pienso que te doy, hermosa mía, en pocas páginas, la sorpresa de encontrar un gran poeta de las cosas pequeñas…
+Nota. El popular Ñito, de quien fuimos mandaderos —a mucha honra— allá en nuestras mocedades y en nuestra cara tierra sonsonesa, en su libro titulado Sobre el yunque, tuvo el propósito de recoger allí todos los escritos de Juancho Uribe, ya que lo llamó “obra completa”, pero no tradujo a la realidad ese pensamiento, pues prescindió, entre otros, hasta del prólogo con que Uribe exornara sus propias producciones poéticas. El viejo marrullero, decimos, al insertar en aquella obra los dos artículos que siguen, apenas insinúa que ambos salieron de la pluma del Indio. ¿En qué circunstancias? Va el lector a saberlo, pero antes debe percatarse este de que nuestro conterráneo Uribe admiraba al Tuerto Echeverri, a quien conoció en Medellín después de la guerra del 76, rindiéndole tal pleitesía que en cuanto escribió de allí en adelante se refleja la fascinación que sobre su espíritu ejerce aquel talento multiforme. Para comprobar este aserto, basta examinar la correspondencia que dirigía a La Balanza, lo pertinente del Prólogo a los Tipos de Bogotá, de Pacho Carrasquilla, escrito diez años más tarde, y el obituario a la muerte irrevocable de Echeverri, en 1888.
+*
+Juancho Uribe sostuvo ante varios amigos, tan admiradores como el del Tuerto insigne, que el estilo de este era incomparable, pero no inimitable. Chocaron los comentarios y, una vez divididas las opiniones, la discusión paró en lo que es común en tales casos: dirimirla por medio de una apuesta. Uribe, impertérrito, apostó que demostraría de modo fehaciente que había quien imitara a perfección a su compatriota el Tuerto, en tanto que sus contrincantes sostuvieron la tesis contraria.
+Días después, apareció en La Batalla (de cuyo primer número, correspondiente a octubre 3 de 1882 lo hemos transcrito textualmente) este artículo en que se da cuenta del suicidio de Echeverri, ocurrido en Medellín el 18 de septiembre anterior, suceso que por la magnitud del personaje así como por los toques de realismo con que fue revestido, caló en el público con la pesantez de lo fatalmente irremediable. Tal artículo era del Indio, quien más adelante, en el número 5.º de su citada hoja periódica, con un viraje genial de su talento respondió por Echeverri, usando exactamente la forma de este, con sus peculiares atributos y achacando a una ingente falsedad su voluntario retiro del mundo. Puso Uribe en la pluma de Echeverri imágenes tan relampagueantes, periodos tan estupendos y originalidad tan suma en la expresión del sentimiento vindicativo y cardinal que inspira la respuesta, que todo el mundo vio tras ella la mano temblorosa pero implacable del gran Tuerto.
+No había tal. El talento del Indio fue el creador magnífico de ambas piezas, que no tienen par en nuestros fastos literarios. El mismísimo Tuerto no hubiera escrito esa respuesta remontándose con tanta originalidad y vehemencia, porque para esos vuelos requeríase un alto voltaje intelectual, menguado ya en las alas del viejo luchador.
+Despejada la incógnita, quedó para los contertulios de Uribe el pago de la caja de brandy, materia de la apuesta; para el Tuerto un gesto de protesta que más tarde suavizó en carta cariñosa dirigida a Uribe desde el ocaso de su gloria, absolviéndolo tácitamente por su chuscada funeraria, y para el Indio, materia prima con qué irisar la efervescencia bullente en su cerebro como un licor capitoso. La apuesta referida dejaba también su mejor lote a favor de la literatura nacional, representada en este par de piezas incomparables.
+Benigno A. Gutiérrez
+*
+La Estrella de Panamá estaba mal informada cuando, a última hora, dio cuenta de este acontecimiento infausto, como proveniente de un pistoletazo. La muerte de Echeverri fue producida por envenenamiento voluntario.
+La escena final del drama complicado que forma la vida de Echeverri sella con extrema originalidad una larga historia, toda llena de peripecias y excentricidades. Nuestros lectores agradecerán un relato somero de la triste nueva.
+El domingo, 17 de septiembre, por la tarde, recibió Federico Jaramillo Córdoba una carta que en la cubierta tenía, además de la dirección, esta palabra: Urgente. El poeta rasgó el sobre con curiosidad y leyó:
+Federico:
+Te intereso. Me lo has probado.
+Aburrido, quiero darle la espalda al mundo.
+Es una hora grave esta en que quiero cerrar para siempre mi ojo único. Ven pronto a hacerle antesala a mi soledad y a mover tu pañuelo de despedida cuando yo empuñe los remos de lo desconocido.
+Además, el rato será agradable.
+C. A. E.
+Federico pidió su caballo, y sin demora partió a galope para El Guayabal. Queda este caserío a media legua de Medellín, hacia el suroeste, y era la habitual residencia de Echeverri. Días agradables pasó allí con Marina, su esposa, y Bermúdez, su hijo querido. Al doctor Manuel Uribe Ángel le decía, pocos días hace, mostrándole la campiña verde: «Manuel: la naturaleza me ha vuelto otra vez joven. Marina y mi hijo me volverán poeta».
+En menos de un cuarto de hora Federico estuvo en El Guayabal. Gruesas gotas de sudor caían de los flancos del caballo. Aquel Antar que conocemos todos sus amigos y del cual ha dicho Jaramillo con mucho ingenio: «Es tan bueno mi alazán, que merece que lo hubiera fusilado Mosquera».
+Camilo Antonio lo guardaba en la puerta. A la derecha, Marina, con su hermoso rostro de líneas seguras y suaves, severa y bondadosa, inteligente y cándida.
+Entre palmera y entre torcaz,
+como dijo de ella Epifanio Mejía, el pobre poeta loco; y enfrente, jugando con las piernas de su padre, Bermúdez, el chiquillo travieso pero serio, que ríe como Echeverri, más con una contracción nerviosa que con espontánea alegría, porque Camilo Antonio al reír recuerda el rictus que De Maistre encuentra en Voltaire, y ríe bien poco porque su alma ha estado bañada siempre de una atmósfera de tristeza combativa.
+Jaramillo se desmontó listo y presto, saludó a Marina, hizo una caricia al niño, y volviéndose a Camilo, después de apretarle la huesosa mano como otras veces, le dijo:
+—Tendremos un buen día hoy, ¿no es así?
+—Sin duda —respondió Echeverri—. ¡Feralia! (Día de difuntos).
+Federico miró a Camilo de pies a cabeza. Comprendió algo más la carta de su amigo, y como allí estaba Marina, usó de la misma precaución y le preguntó en latín:
+—In quas angustias adducti sumus? (¿A qué extremo hemos llegado?).
+Lentamente contestó Echeverri:
+—Non longe dies ille abest, qui mihi vitam fin est. (Cerca estoy ya de la muerte).
+Era preciso más explicaciones, y Echeverri entró a su escritorio seguido de Federico. Una vez adentro, dio vuelta a la llave de la cerradura, y los dos se instalaron cómodamente en sabrosos sillones cerca a la mesa de escribir, sobre la cual había, en unión de muchos manuscritos legajados, dos grandes botellas de Vermut y dos copas anchas y brillantes.
+—No comprendo lo que pasa, Camilo —dijo Federico.
+—Lo sabrás en breve. Oye: he resuelto acabar. Estoy viejo, y me falta el brío, que ha sido mi fuerza. Soy un granadero ametrallado. La vida en esta miserable sociedad tiene todos los desencantos y ni una cuerda sonora. Marina, es verdad, me cubre como un ramaje, pero la pobre deja penetrar a veces los rayos del sol canicular. Mi niño, es cierto que engalana mi vida, como esos querubines esculpidos en los arcos de las viejas catedrales, ¡pero lo he de dejar mañana… que lo deje hoy!
+Jaramillo iba a replicar atónito.
+—No me observes nada. Es resolución definitiva. Y, por otra parte, tú pensarás que hago bien cuando te diga esto otro. Acércate.
+El poeta se acercó.
+—Más todavía.
+Cuando estuvieron cabeza con cabeza, Echeverri le dijo unas pocas palabras que, seguramente, produjeron en Jaramillo un gran efecto, porque se irguió, y con resolución y en alto, le dijo:
+—Bien, Camilo. Eres un hombre honrado. Si así crees cumplir tu deber, ¡ve hasta el fin!
+—Gracias, mi buen amigo. Eso esperaba de ti, y por eso te he llamado. Ahora, encárgate de los pobres hijos de mi inteligencia. Aquí tienes —dijo, tomando los manuscritos—, aquí tienes esta obra: es fruto de largos años de vigilia; cuida de que se publique con esmero —Jaramillo leyó el título: La riqueza mineral de Colombia—. Toma esto —en la primera hoja tenía escrito: Cuadros al natural. Sucesivamente le entregó: Los hombres públicos, Mis confesiones, Teodicea, Jorge Robledo (drama), Un bastión de la Historia (estudio sobre Lord Macaulay), Los cuatro vientos del espíritu (traducción de Victor Hugo), Contradicciones morales, etcétera, etcétera.
+El Vermut había pasado de los vasos al estómago de los dos personajes. Un par más de botellas del rosado vino siguieron a las primeras, y les cupo la misma suerte. A las cinco, un criado les anunció que la comida estaba en la mesa.
+En el comedor reinó el contento propio de los hombres de mundo. Terminó la comida cuando la noche empezaba a oscurecer la sierra y el valle.
+Los dos miraban perderse en el confín las últimas claridades. Jaramillo tomó un lápiz y escribió en una hoja de papel:
+Tiende la sombra el ala cariñosa
+sobre la humilde choza,
+y alivia al labrador de su tarea.
+¡La muerte, que es la noche de la vida,
+cure tu honda herida,
+y dulce y blanda y amorosa sea!
+Echeverri, a su turno, escribió:
+¡Que venga el mal! ¡Que lágrimas y duelos
+nunca anublen el sol de mi esperanza!
+¡Vela, Diablo, mi sueño, y cuando muera
+lleva mi ser sobre tus negras alas!
+Todos saben que Echeverri había tornado a ser materialista y proudhoniano. El cólico aquel tan caprichoso lo abandonó, y con él la fe postiza de 1877. Además, los conservadores de Medellín, que nunca creyeron en su conversión, procuraban, por cuantos medios tenían a la mano, insultarlo y escarnecerlo. Esto ayudó a la reacción filosófica.
+A las ocho de la noche, Jaramillo montó para regresar a Medellín, ya menos contristado, porque Echeverri le había prometido no atentar contra su vida en los dos días siguientes, y conferenciar antes con sus amigos íntimos, los doctores Pedro Dimas Estrada y Manuel Uribe Ángel. Su asombro fue inaudito cuando al otro día leyó en cartelones, en las esquinas, la invitación a los funerales civiles de Camilo A. Echeverri.
+Esto probaba que había muerto en su ley; y, en efecto, él había ordenado en un codicilo que lo llevaran, en derechura, «de la cama al hoyo; que nada de latines, nada de campanas, nada de preces, porque los clérigos que estorban a los vivos, explotan y perjudican a los muertos, y el hombre liberal y filósofo debe morir como liberal y como filósofo».
+La autopsia probó que había un envenenamiento por arsénico.
+El día de los funerales concurrieron al cementerio las dos terceras partes de la población de Medellín. El doctor Mariano Ospina, enemigo político, ocupó la tribuna fúnebre. El discurso, severo en mucho, no por eso fue menos justo, lo que indica que el padre Rodín es a veces honrado.
+Calificó el carácter de Echeverri de «audaz unas veces, de versátil siempre».
+De su estilo, «que al principio fue enérgico y vigoroso como un torpedo, y después desfalleciente e insustancial».
+La muerte de Echeverri, como se ve, tiene todo el interés de un drama. Federico Jaramillo Córdoba es el guardador del verdadero motivo que abrió trágicamente esta tumba; empero, él nada puede decir a la sociedad hasta después de un año, por especial prevención del difunto.
+*
+¡Que yo me he suicidado!, dice La Batalla, periódico rojo, de Bogotá.
+Ayer vine del campo, como de costumbre, a Medellín y vi a muchos que me veían (¿cuántos me verían por el lado por donde no veo?).
+¿Qué será, me preguntaba, qué será esta imbécil pesquisa de mis paisanos? Y luego recordé una anécdota de Guillermo Pereira Gamba, que me hizo acertar. Se trataba de la tercera división que fue de Antioquia, en 1860, al Valle del Cauca. El gracioso poeta de Cartago ponderaba el número de mulas que los antioqueños conservadores sacaron del Cauca. Decía que no habían dejado una sola.
+—¿Cómo así? —le objetó un incrédulo.
+—Ni más ni menos que como yo le digo —respondió Guillermo.
+—Eso no puede ser.
+—¿Quiere usted una prueba?
+—Veámosla.
+—Pues amigo mío, piense usted en una mula de cualquier color, tamaño y cualidades. ¿Está?
+—Ya la pensé.
+—Pues hasta esa se la llevaron.
+Creí por esto que mis paisanos se fijaban, no en mí sino en mi mula, que es su gran pasión, y seguí.
+Llegué a El Cosmos.
+El Cosmos es un hotel.
+—¡Doctor! ¡Doctor! —me gritó un conocido—, ¿sabe usted que en Bogotá corre la nueva de su muerte?
+—¿De mi muerte? Eso no puede ser.
+—Tanto es así, que mire —y el conocido me presentó un periódico y me señaló con el dedo un artículo. Yo leí con sorpresa:
+«Suicidio de C. A. Echeverri».
+No, señor redactor de La Batalla, yo no me suicido. Usted, o quienquiera que haya escrito eso, ha mentido.
+Es cierto que hay tanta distancia de Medellín a Bogotá…
+*
+Se suicida el malvado que tiene en perspectiva la afrenta de la muerte o la infamia del desprecio.
+El que siente el remordimiento, que es el dragón de la conciencia.
+Al que se le derrumba bajo los pies el poder.
+El rico que se vuelve miserable. La mujer que se deshonra.
+El que mata a otro, si ese otro es su padre o su hijo. Y en todo caso obra mal.
+Este saco de polvo —que se llama el hombre— no lo debe vaciar en el cementerio sino la mano del Omnipotente.
+Se suicida el que no tiene hogar. Y yo soy feliz y dichoso con mi Marina y mis hijitos.
+Vivo en el campo alejado del mundo. Recuerdo la oda Beatus ille, qui proculi negotiis de Horacio, traducida por fray Luis de León, porque he realizado el sueño de Alfio.
+Soy campesino a quien gusta:
+… poner la vid crecida
+al álamo ayuntada,
+o contemplar cuál pace, desparcida
+al valle, su vacada.
+Ya poda el ramo inútil y ya ingiere
+en su vez el extraño,
+o castra sus colmenas, o si quiere,
+trasquila su rebaño.
+………………………………………
+Debajo un roble antiguo ya se asienta,
+ya en el prado florido;
+………………………………………
+El agua en las acequias corre, y cantan
+los pájaros sin dueño:
+las fuentes al murmullo que levantan
+despiertan dulce sueño.
+Vivo feliz, soy viejo, y deseo como Salvador Camacho Roldán, que mi tumba se abra «cabe el árbol en donde ama sestear el ganado».
+Camilo A. Echeverri
+Por la época a que me refiero, nuestro amigo Candelario Obeso, siguiendo su desordenada fantasía en materias de amor, se prendó locamente de una señorita, que, por de contado, no tenía noticia del literato, ni motivos ningunos especiales para ser la paloma blanca de aquel palomo negro y, por consiguiente, no le correspondió ni poco ni mucho. Para hacerse visible apeló Obeso a la prosa y al verso, que eran los miradores de sus castillos de naipes, y escribió las Lecturas para ti, páginas vehementes y fervorosas de amor, en que la sangre tórrida del negro se sentía bullir y de la cuales se exhalaban, entre timideces y madrigales, olores excitantes de canela y cardamomo de los bosques asoleados de África. Él mismo ponía a los pies de su dueña, cada domingo, la publicación aquella, junto con un ramo de flores, compradas en el jardín de Casiano; y como la circunspecta beldad no moviera sus labios para nada, ya temerosa de un desborde, el moro enamorado sacaba las consecuencias a propósito para engolfarse más y más en su empresa, y a medida que discurría el tiempo, íbasele poblando la cabeza de lastimosas quimeras que le hacían muchísimo daño. Percátese Antonio José de los riesgos de esta pasión, y llamó a su centro al delirante bardo, en unas quintillas de amor fraternal, que fueron lo suficiente para que desertara Obeso de su incansable pugilato con la sombra. Concluyen ellas así:
+[...]
+si las flores que arrancas de tu mente
+para guirnalda de su sien de diosa
+son holladas con planta indiferente;
+si no ha de refrescar tu mustia frente
+el rocío de su alma candorosa;
+echa sobre tu cuerpo una mortaja,
+toma las vestiduras de un querube;
+que del revuelto mundo en la baraja
+ella es la carne que al sepulcro baja,
+¡tú eres el genio que a los cielos sube!
+Debe entenderse que esta carne que al sepulcro baja y que ese genio que sube a los cielos son términos que indican lo perecedero de la hermosura individual y lo durable del talento, sin dárseles otro sentido, y menos el de la alegoría mística, porque no es la credulidad el lado flaco de nuestro poeta.
+Al caer la tarde del 20 de mayo de 1877 arribó a la plazuela de San Victorino de Bogotá, que es el paradero de los que vienen de Occidente, un joven, caballero en una mula, con trazas de venir de muy lejos, como se descubría por sus arreos de viaje, y de ser bisoño en la capital, lo que se echaba de ver por la manera de escudriñar con los ojos las muchas calles y callejuelas del contorno. Bien denunciaba ser antioqueño el jinete, por su airoso sombrero de Aguadas echado hacia atrás, su ruana de forros vivos terciada sobre el hombro, y, sobre todo, por el pendiente guarniel de nutria al costado, apéndice del montañés de Antioquia, en que mis paisanos suelen llevar las cosas menudas que más han menester en el tránsito. Para salir del paso, preguntó el viajero a un vecino dónde podría encontrar posada por ahí cerca; y, sabiendo lo necesario, picó la mula adelante, que lo llevó a una modesta casa de hospedaje, en el barrio de San Juan de Dios, a propósito para los estudiantes de provincia. Pidió y se le concedió hospitalidad.
+—¿Su gracia de usted, caballero, y perdone? —preguntó la dueña del mesón.
+—Me llamo Antonio José Restrepo, para servirla.
+—¿Y de dónde bueno?
+—Del Estado Soberano de Antioquia, señora.
+—Ah!, vendrá usted por negocios seguramente....
+—No, señora: vengo como estudiante a la Universidad Nacional.
+Despojado de zamarros y espuelas después de despachar una confortable merienda, y dar las disposiciones necesarias para la seguridad de su bagaje, mientras llegaba el arriero con la carga, se echó a descansar el viajero sobre el menguado catre que había de servirle de cama esa noche.
+Bogotá era para los jóvenes de mi tiempo lo que había que ver: se acercaba uno a esa ciudad, engrandecida por la imaginación, con zozobra y gozo, con curiosidad y temor, en una crisis de la juventud que no podría jamás olvidarse. Y la noche primera en que el mozo escolar se quedaba solo con sus pensamientos, delante del problema de la vida en la metrópoli, sentía en la cabeza una alborotada corriente de impresiones confusas, que le hurtaban las horas del sueño, y al amanecer, el grave campanazo de las cinco en la Catedral, sonaba para él como despertándolo a una existencia enteramente nueva. A los pocos días, sin embargo, era dueño del campo: habíase estrenado ropa flamante del taller de Vespasiano Jaramillo, ídose a cortar el cabello a casa de Saunier, recorrido toda la población, conocido de vista los hombres importantes y pasado el duro trance de hallarse frente a frente con el doctor Vargas Vega, para arreglar las condiciones del internado, si era el caso de recluirse en los claustros de San Bartolomé.
+El recién venido fue, más que nadie, dueño de sí mismo en el laberinto de cosas de Bogotá; porque si no llevaba excedente dinero en el bolsillo, ni tenía grandes relaciones de familia, ni iba recomendado a gente poderosa y de influjo oficial, le bastaban sus bríos naturales y su cabeza para darle la cara a la fortuna, con el más buen humor, la más absoluta confianza y el mayor desparpajo del mundo: que fue lo que hizo, y a poco la turba estudiantil, los catedráticos de la Universidad, los hombres de letras, todos aquellos, en suma, que están en capacidad de apreciar el talento, se sorprendieron con este aparecido de Antioquia, cuyo verbo encendía a los alumnos congregados, cuya facilidad pasmaba a los maestros, y que se exhibía al punto como orador, como poeta y escritor político. Pero no se crea que fuera una superioridad consentida y tolerada, por gracia de las simpatías, no; se le dio muchas vueltas y se le hicieron muchos reparos, por esas medianías de dentro y fuera del colegio, que no concilian el sueño cuando el mérito sobresaliente les estorba en su vanidad y pequeñez mezquinas. Desbarató por entonces la gavilla de envidiosos en La República, primero, y después en El Heraldo, hojas de las cuales fue redactor, sucesivamente; y donde quiera que se le presentó la ocasión para desarrollar los muchos recursos de su ingenio. Publicó prosa y verso, y cuando la crítica chocarrera quiso cerrar el paso a un soneto suyo, lo defendió con la pluma hecha lanza, en una réplica amarga, que comenzaba con esta cuarteta:
+Tarántulas literatas,
+un soneto va a pasar,
+si lo queréis atrapar,
+¡poneos todas de… patas!
+Fue verdaderamente popular en un extenso círculo, y se preguntaron con interés quién era este joven de mente privilegiada, que ofrecía mantener las tradiciones intelectuales de la juventud universitaria de Colombia.
+Conocí a Antonio José Restrepo en 1877, cuando la entrada del general Julián Trujillo a Medellín, con el ejército vencedor en Manizales y sus inmediaciones, el 5 de abril de aquel año. Con la victoria revivió el sentimiento liberal en Antioquia, como en sus tiempos prósperos, después de habérsele mantenido en el apócope desde la muerte de Pascual Bravo en 1864, por la dureza de Pedro Justo Berrío y sus albaceas políticos, que valían menos todavía que el anacrónico personaje de Patiburrú, que trató de plagiar a García Moreno, y lo hubiera conseguido a no cortársele las alas de murciélago con la Constitución de Rionegro de 1863. Concurrían a Medellín muchos liberales de los pueblos a saludar a los libertadores; regocijados y entusiastas los jóvenes que por primera vez sentían el alivio de un gobierno propicio, pareciéndoles, al transitar por estos nuevos rumbos, que el aire era más liviano y el paisaje de más dilatadas perspectivas, como a los que trepan hacia las cumbres; y en tan alentadora situación de ánimo de los ciudadanos, la mencionada capital de Antioquia ardió como un castillo de pólvora, en publicaciones y clubes revolucionarios, de los cuales fue eje, en mucha parte, el joven tribuno Antonio José Restrepo. Desempeñábase a maravilla como agitador de las buenas ideas en las masas populares, porque, erudito como en todo lo que atañe a la revolución y la revuelta, en su razón de ser y en sus incidentes, servíase del gran vehículo de la palabra suya, para arrastrar al auditorio por la historia antigua y los hechos contemporáneos, con la velocidad y firmeza de un tren que rueda sobre sus paralelas de acero. Poseía el instinto o el arte de la prensa canicular, de la que se mantiene a la temperatura máxima del entusiasmo, sin gastarse por la combustión como las hogueras de paja; y sabía darle novedad al grito, para no reventar el tímpano de los oyentes o romper el instrumento propio, como les acontece a los exaltados de oficio, que semejan a las estridentes chicharras de nuestros valles cálidos. De esas arengas tumultuosas no queda rastro escrito, y muy pocos conservarán los periódicos de aquella época, entre los cuales uno de humildes proporciones, llamado Los Tartufos, contiene versos de Restrepo, ardientes y humeantes como acabados de sacar de un horno.
+No aseguro que esas producciones pudieran prosperar en el ambiente de estos días, pero llenaron la necesidad de una hora dada y dieron principio a la fama de uno de nuestros más eminentes literatos. Las recuerdo con agrado, pues de ese tiempo viene mi amistad fraternal con Antonio José, que nada ha turbado en tantos años y que es hoy uno de los escasos atractivos de mi vida desencantada y triste.
+Bien presente tengo la ocasión:
+Era una noche de aquellas
+noches de la patria mía,
+que bien pudieran ser día
+donde no hay noches como ellas,
+cual dice Rafael Pombo. Noche de luna en Medellín; altas horas de la noche. Me lo presentó su cuñado y tío mío, el doctor José María Uribe, a la salida del teatro, y fuimos los tres a conversar sobre el poyo de un puente. Habló Restrepo de cuanto hay: de política, de guerra, de costumbres, de poesía, de agricultura, de minería; de todo, con gracia tan sostenida y palabra tan ágil, que no me cansaba de oírlo y de admirarlo. La quebrada se rompía con algazara sobre las piedras, bajo los grandes árboles; el cielo engrandecía sus senos lejanos de luz pálida y la brisa fresca de Santa Elena soplaba sobre nuestras cabezas, con sus alas cargadas de esencias y rumores. Nos separamos al amanecer: después nuestros dos corazones no se han apartado nunca.
+Nació Antonio José Restrepo el 19 de marzo de 1855, en Suroeste y Cauca, en el pueblo de Concordia, que queda suspendido a los flancos de la montaña como la canastilla de un globo, y que su abuelo paterno, don Juan José Restrepo, había fundado en propias tierras suyas, pocos años antes. Su padre don Indalecio, era un propietario muy considerado, por sus empresas de aliento y sus condiciones de trabajador, agregadas a un cerebro vigoroso y a una ilustración no común, metódica y vasta. De los Restrepo de cepa ilustre, mentados en nuestra historia como fundadores de la República; apellido, además, que cobija una mayoría de ciudadanos distinguidos en las ciencias, las letras, las artes, la industria, la guerra, por lo que se ha dicho que en las personas de aquella procedencia fluye el talento en manantial abundante, de suerte que casi se ve y se palpa. Doña Teresa Trujillo fue la madre de Antonio José, madre antioqueña, que es como decir excelsa, insigne creadora de pueblos, de rico pezón que amamanta esa raza de titanes cosmopolitas, que si hoy espantan al cóndor en las cumbres nevadas, mañana dormirán la siesta bajo las ceibas de las llanuras ardientes. Restrepo ha dicho de su madre:
+Sin galas de ciencia, sin oro heredado a montones,
+sin más que el trabajo unido a constante virtud,
+colmada te viste de todos los ínclitos dones
+que dan a las madres honor en el mundo y quietud.
+[…]
+Tu vida que avanza sin ruido al opuesto horizonte
+se puede con una sencilla palabra decir:
+¡ser madre perfecta! Encina sagrada del monte
+do el género humano renueva incesante el vivir.
+[…]
+Al verte y hablarte renacen mis fuerzas mejores;
+soy otro a tu lado; tu ser vivifica mi ser;
+del sol a los rayos oblicuos de otoño las flores,
+tal suelen su esencia más grata en los campos verter.
+La ejemplar señora Trujillo de Restrepo murió hace tres años, y adquieren, por esto, más solemnidad los últimos versos de la poesía que copio, escritos en El Havre en 1885:
+Tu imagen bendita que llevo encerrada en el pecho,
+al lado de aquella que amor a mis ruegos rindió,
+me guarde en bonanza, me guarde en el tiempo deshecho,
+¡y ampare mis sueños cual tierna mi cuna meció…!
+La crianza de un muchacho en las poblaciones pequeñas y en los campos de Antioquia no se pinta por lo prolija y esmerada, más por lo sumaria y recia. Crecen los niños al aire libre, pegados a la tierra, que los requiere desde temprano, robustos por la alimentación, fuertes, ligeros, diestros, porque cada paso que dan en esos riscos es una señal de pujanza, de equilibrio y de arrojo. Van cediéndose el campo los unos a los otros, en las caricias maternas, pues la fecundidad de las mujeres desborda, la familia se extiende y lo que era una nidada de gorriones se convierte de pronto en una tribu. Gozan sólo las hembras, por lo general, de los mimos y cuidados de flores que no deben estar a la intemperie.
+Por solícitos que fueran con Antonio José sus padres, siendo el quinto entre trece, hubo de correr la suerte de sus conterráneos de la misma edad y proporciones, desarrollados y embarnecidos en los campos, al sol y al agua, en estupendas cacerías y pescas, en lidias de ganados, asistiendo a siembras y cosechas, al movimiento y vocinglería de los trapiches, al laboreo de las minas, al aliño del tabaco, a cuanto se relaciona con el trabajo antioqueño; sin menoscabo de los meses de escuela, las fiestas de parroquia y romerías en montón a otros vecindarios en los días de huelga. Brota el niño y espiga el joven en tal escenario, sin que pueda más tarde redimirse de su influjo, aunque visite en otros hemisferios otras gentes; que el bosque natal como que le da siempre su sombra en el extranjero, la casa paterna parece que humea para él entre los alcores, la vacada se despereza a sus pasos, las aguas del río murmuran su nombre, y las aldeanas familiares lo llaman por señas, medio ocultas en el ramaje, si acaso adornados los cabellos de fucsia y de rosas silvestres. En enero de 1897 se encontró Antonio José en Londres, después de tanta experiencia de las grandes ciudades europeas como si acabase de salir de súbdito de sus montañas. Oídle:
+Esta caleidoscópica balumba
+mi pie detiene en infernal descanso,
+como si me parara ante una tumba,
+y mientras más su estrépito retumba,
+¡más me estrecha el tumulto en su remanso…!
+Y ando como escoltado por mi sombra,
+cual cazador furtivo entre las breñas
+pisando apenas la callada alfombra;
+paréceme que el ámbito me nombra,
+y todo cuanto miro me hace señas.
+Mis fieros atavismos de salvaje
+no sufren semejante desvarío
+de poder, que si abruma, da coraje.
+¡Esta mansión del genio es un ultraje
+al yermo erial del pensamiento mío…!
+En plena naturaleza creció, alternando sus primeros estudios con ocupaciones rústicas, apasionado igualmente por los libros y por las labores del campo, de donde vino a tener, desde sus comienzos, un cerebro nutrido en un organismo fuerte. Cobróles tal apego a la montañas, que ellas han sido más tarde su refugio, cada vez que el tráfago cortesano lo empalaga, que la política lo hastía o el mucho trajín de su profesión lo carga. Y si no es uno de nuestros agricultores científicos, apilado de conocimientos estrafalarios, sí puede afirmarse que pocos conocen como él los secretos del suelo y del bosque, el arte de conducirse en los desiertos, la vida en las cañadas antioqueñas y las sencillas y pintorescas costumbres de los campesinos. Reviven en su conversación los paisajes austeros de la soledad, los golpes de vista llenos de sol y follaje, las acuarelas de la campiña, junto a escenas bucólicas apacibles, y lances y aventuras de labriegos, que en boca de Antonio José echan chispas. Cargó su memoria con tal avío de versos populares en sus primeros años, que en 1884 quiso trasladarlos al papel en Europa, por matar el tiempo, y envió dos tomos de a doscientas páginas cada uno, por lo menos, de Versos populares de Suroeste y Cauca, que están en Venezuela en poder y al cuidado de mi amigo Martín Zuluaga y Tobar.
+La familia de Antonio José se trasladó a Titiribí, en cuyo círculo está la famosa mina de Zancudo, a la cual fue el joven Restrepo a trabajar como jornalero, o poco más, cuando los negocios dieron al traste con la fortuna paterna, que don Indalecio trataba de rehacer en el foro, vencido ya en otras lides. En Antioquia el trabajo manual no es humillante, por alta que sea la prosapia del que se ve en pobreza y tiene que apelar a sus muñecas. Emiro Kastos lo dijo desde 1855: «Es muy común entre los pueblos de la antigua Antioquia echar a un lado la negra honrilla cuando se ven apurados por la suerte, y entregarse a labores materiales; pareciéndoles más digno y honroso trabajar, aun en los oficios más vulgares, que imitar a los blancos en otras partes, que, cuando no pueden ser negociantes o empresarios de industria, se agrupan en las poblaciones a vivir de petardos o de empleos». Lo adquirido de aquel modo no fue vano para el novel minero, quien pudo ayudarse a sí mismo para concurrir al colegio dirigido en Titiribí por don Mario Escobar; de manera que bregaba en la mina cinco o seis meses para acorrerse igual tiempo en los estudios. Traspaso este incidente, en forma de apólogo, a todos los lechuguinos suramericanos, caídos en menos, que se dejan comer de los piojos antes que acercarse a la dura tierra, con los brazos desnudos, a pedirle el pan de cada día y campo abierto de acción para lo venidero. En los socavones, que se prolongan por millas, demoran los trabajadores días enteros sin ver el sol, alumbrados con luz artificial, pegados al taladro para reventar las rocas, a las carretas para acarrear el mineral, a las bombas para desaguar los apiques, a los mil quehaceres de una empresa tan laboriosa, reputada como la principal del país, en su género. Pues de ninguna penalidad se dolía Restrepo, porque las quejas son enervantes en el trabajo, y porque tenía un famoso cordial para no aburriese, en su juventud, en su buen humor y en sus libros. En libros descubiertos aquí y allá, en los polvorosos estantes de sus mayores, o a duras penas conseguidos quién sabe a costa de cuántas privaciones y sacrificios. A ese periodo de su vida corresponde el diseño de su gusto literario y de su criterio filosófico, en las obras de castellano jugoso, como La celestina, el Romancero, las de Calderón, Cervantes, Quevedo, Isla, Cienfuegos, Quintana, Bretón de los Herreros, Larra, Espronceda y el grupo ingenioso de los redactores de La risa; y en autores franceses, decisivos para la razón, en Voltaire, Rousseau, Holbach, Beaumarchais, los historiadores del 89 y 93, Pablo Luis Courrier, Blanc, Michelet, Quinet, Littré, Hugo, Sue, Renan y otros; amén de las historias clásicas y de los poemas venturosos que buenos o malos, son de obligatorio recibo para la juventud que ha de comérselos crudos y con los ojos cerrados, si así sufre decirlo. ¡Era cosa de hechicería ver aquel mozo leyendo sus infolios a la luz de un candil, sentado sobre montones de cuarzo, en una galería fantástica, de piedras resplandecientes, con el trueno de la minas, el resuello de las bombas, el golpe de las piquetas, el galope de las ruedas, el canto de los mineros, lejos él, allá, perdido y feliz en las entrañas de la tierra…! No se puntualizan hechos semejantes sino en pueblos de un vigor excepcional como el de Antioquia, donde ninguno de nuestros literatos verdaderos ha sido de sobremesa y adorno. Gregorio Gutiérrez González escribió su Memoria sobre el cultivo del maíz arrimado el hombro a minas y sementeras en las montañas de Sonsón; Camilo A. Echeverri produjo sus mejores artículos y ensayos descansando de las faenas agrícolas en sus tierras de Canaán; Juan de Dios Restrepo aparejó sus célebres correspondencias para El Pueblo desde sus trabajos mineros en las vegas del San Juan, y Epifanio Mejía (para no hablar de muchos otros escritores) se entregaba al concierto de sus hermosísimos poemas, al arrimar el hacha por la tarde en las montañas del Caunce.
+[…]
+Ayer fui a visitar la tumba de Gregorio Gutiérrez González, al cementerio viejo.
+Cuando uno ha leído las poesías de Gregorio, mil veces, como yo, y ha meditado en cada línea, y se ha embebido, por así decirlo, en el espíritu del poeta, no debía sentir una impresión de extraño dolor al visitar su tumba; porque en cada uno de sus versos está el pensamiento de la muerte, y sobre todos vaga, melancólica y pertinaz, la sombra del sepulcro…
+El genio busca siempre lo desconocido, y esto podría explicar esa idea fija de morir, en Gregorio, si antes accidentes de la vida y su profunda fe religiosa, no lo hicieran completamente. Y ahora que de fe religiosa hablo, creo que el exceso de misticismo perjudica mucho sus versos. La religión será buena para tenerla —si se quiere— pero para cantarla es detestable.
+Pensaba mientras hacía el camino del panteón en las peripecias de la vida del dulce bardo. Yo conocía la casita blanca, que aparece como un jirón de nube de verano en la montaña. Allí había pasado Gregorio los primeros años felices, sin inquietarse por el porvenir, en el descuido tranquilo del hijo del campo:
+Allí a la sombra de esos verdes bosques
+correr los años de mi infancia vi;
+los poblé de ilusiones cuando joven,
+y cerca de ellos aspiré a morir.
+De la casa paterna de Aures al cementerio de Medellín, ¡cuánto había sufrido ese corazón lleno de ternura! El amor, la gloria, la familia, la Patria, todo lo había preocupado; y las pasiones, levadura de las grandes almas, lo habían sacudido con terrible violencia.
+Un amigo me guiaba en esta peregrinación triste y llena de interés. Cuando llegamos al cementerio eran las seis de la tarde. El sepulturero nos abrió la ancha puerta y nosotros penetramos mudos al solitario recinto.
+Yo buscaba ansioso con los ojos el sepulcro del poeta. Creía encontrarlo en un lugar silencioso y retirado, bajo tupidas batatillas y a la sombra de erguidas matas de maíz.
+Sin darme cuenta había caminado mucho por entre humildes cruces y soberbias tumbas, cuando mi amigo me dijo:
+—¡Aquí es!
+—¿Aquí es?
+Él extendió la mano y, en esa dirección, leí entrelazadas a una lira, estas letras: G. G. G.
+Es la tumba de Gregorio, una humilde bóveda común. Allí ni una corona, ni una flor. Apenas si un poeta desgraciado como él, Guillermo Pereira Gamba, puesta una rodilla en tierra, y con los ojos arrasados en lágrimas, escribió en ella este epitafio que la intemperie casi ha borrado:
+Luz de mi patria, vate sin segundo,
+aquí Gregorio el inmortal reposa:
+paz y descanso bríndale esta losa,
+palmas el cielo, admiración el mundo.
+En días pasados conocí a Epifanio Mejía, a quien usted y yo hemos admirado juntos tantas veces.
+¡Está en el asilo de locos!
+Es de fisonomía dulce e inteligente: larga barba rubia, ojos grandes, frente ancha y levantada.
+Cuando lo vi estaba sentado sobre una piedra tosca bajo un coposo jazmín. Yo me llegué a él sin que lo notara y oí que silbaba algo muy triste y desordenado.
+Cuando me descubrió se vino hacia mí, y mirándome fijamente me preguntó:
+—¿Quién es usted?
+—Soy un amigo de sus versos —le respondí.
+—Versos… versos… —murmuró por lo bajo—. ¿Y usted la conoce? —me preguntó de nuevo.
+—Sí —le contesté al acaso.
+—¡Ah, es bella, linda, yo quiero verla!
+Luego se retiró cantando a media voz algo que yo no entendí.
+El que lo cuida me dijo que de continuo recitaba esta seguidilla de una composición a sus amigos:
+Serenas son mis tardes
+con arreboles;
+cargadas de silencio
+pasan mis noches;
+y mis mañanas,
+bulliciosas y alegres
+llegan a casa.
+¡Pobre loco! ¡Y son sus tardes tristes, y sus noches abrumadoras, y no tiene mañana su alma!
+Nadie sabe, con seguridad, la causa de la locura de Epifanio, aunque todos la explican de diversa manera.
+La que corre como más válida es un cuento a manera de historia de aparecidos.
+Epifanio vivía en una montaña, a alguna distancia de Yarumal. Allí tenía un campo llamado Caunce. Es este lugar pintoresco, con pequeños valles, altas montañas y selvas centenarias.
+Gustaba Epifanio bajar, por la tarde, cuando el sol se ponía, a la orilla de un río que por entre peñascos viene desde la cumbre del cerro. Allí, al pie de un sietecueros florecido, sentado sobre las hojas secas, leía la Biblia o dejaba vagar la mirada sobre las espumas que se perdían en la corriente.
+Cuando la noche venía, él cerraba el libro misterioso y, con las manos en las mejillas y los ojos apenas abiertos, permanecía largas horas callado, como atento al menor ruido de la floresta y de las aguas.
+Luego subía una pequeña eminencia donde estaba su casita y allí trasladaba al papel las inspiraciones de la soledad: una vez era La historia de una tórtola, otra La muerte del novillo, otra La hojas de mi selva; ya un canto bíblico, como La paloma del arca, ya una escena de su poema La Amelia, pero siempre alguna cosa nueva.
+Una noche llegó más tarde que las otras y todo tembloroso y sobresaltado. La familia le hizo mil preguntas y a ninguna quiso responder. A la siguiente se demoró aún más; y así fue aumentando por horas, hasta que ya no regresaba sino a la medianoche. Como un espíritu del amanecer, cruzaba la vega y las colinas desiertas.
+Un día, uno de los miembros de su familia lo siguió al lugar acostumbrado. Epifanio estaba silencioso; así pasaron muchas horas. Cuando la sombra era completa llegó a la orilla del río, en donde se formaba un pequeño remanso, y jugando con las espumas, como con rizos de su amada, les dirigía tiernas palabras de amor a las ondas. Comprendieron entonces que estaba loco, y lo trajeron al asilo de Medellín.
+Los campesinos, que lo aman mucho, dicen que una sirena lo hechizó en el río Caunce.
+En la semana pasada tuve unos momentos agradables. Había ido a conocer un pueblo que se llama Itagüí, en las cercanías de esta ciudad, y en una de las ventas del camino me encontré con el doctor Camilo Antonio Echeverri.
+Está el histórico Tuerto muy conservado todavía, a pesar de sus cincuenta y pico de años, y como en sus días más brillantes, es ahora de variada su conversación y de lúcido su talento.
+Tiene concluida una gran obra sobre moral, en la cual lleva a sus últimas conclusiones la teoría que ha sostenido de mucho tiempo atrás, a saber: que nada hay bueno ni malo en sí, que la moral cambia. Además, varios trabajos sobre ciencias naturales, que son, en concepto de personas idóneas, de primer orden, y muchas curiosidades literarias. No se puede decir, pues, de Echeverri, que sea una inteligencia destronada…
+Un poeta amigo nuestro, que acaba de llegar de Medellín, visitó a Camilo A. Echeverri cuatro días antes de su muerte. Vivía el ilustre escritor en las cercanías de la capital, en una granja pintoresca del sur. Esos parajes son encantadores; la vega
+Que moja al pasar
+la onda revuelta
+del manso Aburrá,
+vallecito dorado por un sol caliente; perfumado y florecido como la cabellera de una novia campesina; lleno de trecho en trecho de cortijos atractivos y aquí y allá de pueblos coquetos, como Envigado, que se están mirando en el río y le hacen un melindre de niñas, desde sus oteros, a la buena lozana villa de La Candelaria, que bota en el fondo del valle, sobre el azul, sus cúpulas y sus torres. Desilusionado de las agitaciones de la corte; huraño en medio de una época bulliciosa; odiando las costumbres mercantiles de los antioqueños de Medellín; con muchos sufrimientos, supuestos o reales, Echeverri había buscado en medio de la naturaleza, si no el descanso, el abandono; si no el espectáculo agradable, al menos la ausencia del espectáculo repugnante. Últimamente aparentaba ser un extravagante; pero cuidad de confirmar este juicio, porque podríais confundir el hastío con la desgracia. Fue en su quinta de El Guayabal donde nuestro amigo lo encontró al caer de la tarde, un día del mes pasado. Necesitaron el visitante y sus compañeros anunciarse varias veces, para que el dueño de la casa les saliera al encuentro. A Echeverri le disgustaban, como que son una impertinencia, las visitas de extraños; pero cuando tocaba una mano amiga a sus puertas, en el momento aparecía sobre el umbral su figura imborrable, mezcla de todas las fealdades y las armonías que hacen interesante el rostro de los que no son buenos mozos. Se mostró placentero y jovial; vestido de campesino antioqueño, rectamente sobre los pies y con la frente descubierta, que muchas veces se había alzado sobre el tumulto como una roca de color rojo, y que ahora estaba pálida con el sello de la muerte. Un apretón de manos, y Echeverri los condujo a su cuarto de estudios, donde pudieron considerarlo atentamente. Por más que uno haya visto a un grande hombre, lo mirará otra vez con insistencia, porque los mejores recuerdos de los tiempos viejos, los más orgullosos son los que traen a la memoria la imagen y derraman en el oído el acento de los hombres ilustres que han muerto.
+Camilo A. Echeverri tenía sesenta años; lo había envejecido pero no doblado la edad. Su cabeza no tenía pelo, y ya dijimos que su frente estaba pálida; en su rostro enjuto y rasurado, sólo rastreaba un pobre bigote duro y unas cuantas hebras en el extremo de la barba; dominábalo una nariz correcta, y se destacaban allí, en el rostro, el ojo derecho brillante y el izquierdo blanco y dormido en profunda noche. Su voz, naturalmente áspera, tenía entonces inflexiones más duras, que dado el aspecto de Camilo en sus momentos de cólera, se diría que su acento salía de una caverna.
+—Bienvenidos, señores —dijo a los recién llegados—. Voy a presentarles a mis muchachos.
+E hizo salir en el acto a sus queridos niños que con Marina, su esposa, constituyeron en los últimos años el refugio de sus tribulaciones.
+Echeverri ya era hombre reposado de hogar; no tenía más mundo a sus ojos que su casa; lo que se pondrá en duda por los que lo conocieron turbulento, con las velas desplegadas a todas las ráfagas, con el ojo puesto a todos los amores, con el corazón listo para todas las pasiones.
+Alma fiera e insolente,
+irreligioso y valiente.
+Lo que no es recordar cosa que ofenda su gloria, pues casualmente las pasiones le dieron una actividad extraordinaria a su entendimiento, que no se quedó reposado bajo la copa del sombrero como los de esos que no dan susto a una niña, pero que no llevan al concierto del mundo una nota vibrante. Amamos las pasiones fuertes como indispensables, tan indispensables al hombre para el estímulo, como el vapor a las máquinas para el movimiento; y no las confundimos con el delito. Conviene decir que Echeverri no hizo nunca el mal.
+Allí en esa casa campestre vivía con su familia, de modesta estirpe, entregado a los trabajos del campo, o a la meditación y al estudio en ese cuarto en que habían sido introducidos los viajeros al caer de la tarde. Sólo al girar la vista por los estantes, por los bancos de madera, por el suelo, sobre las mesas, se descubría que era la estancia de un espíritu inquieto, desordenado y febricitante; alturas de periódicos y de folletos, libros abiertos, rimeros de volúmenes, hojas de papel escritas y dispersas, manuscritos legajados; reverberos, retortas, minerales, armas, instrumentos de labranza… Señalaba todo eso las múltiples ocupaciones, los distintos deseos, en fin, la fiebre del trabajo.
+Nuestro amigo el poeta nos decía:
+—Aquel cuarto se semejaba al del doctor Fausto.
+Echeverri no se contentaba jamás con las sentencias o los descubrimientos de los otros; tenía vanidad en ser revelador y descubridor. A los libros sobre arte les pedía cuenta de su manera de apreciar la bella naturaleza mirándola él, a su turno, con una especie de sagrado culto panteísta, como por ver si a esa maga que él tanto quería, se le añadían o se le quitaban atributos; a las obras de ciencia las dejaba decir, pero se encargaba hasta donde era posible, de rectificar sus aseveraciones con experimentos hechos por él mismo. Lo propio para él eran las ciencias intelectuales y políticas; idéntica cosa la historia: las estudiaba, mas las sometía al ensayo, porque, cerebro sumamente investigador, se complacía orgulloso en no pasar dócilmente, con el sombrero en la mano, bajo los arcos consentidos del triunfo.
+Y a pocas personas en este país, y a muy pocas les fue dado en América Latina hacer cosa igual, porque para ello era preciso un entendimiento que pudiera adquirir los mayores y suficientes conocimientos para llenar esa gran capacidad.
+Echeverri tuvo el gaje natural del talento y la facilidad de adquirir, por la abundancia de recursos y de cuidados, una gran suma de sabiduría. No la empalagosa y estrecha que podemos llamar supuración del cerebro, por cuanto nace de la tortura, sino esa otra que al cerebro alivia, porque lo alza a aires más livianos, como a remolque de globos aerostáticos; la distancia que hay entre los conocimientos que se adhieren a uno por la fuerza, como la marca a la res, y los que se reciben libremente como un don de venturanza. Dogma y libre examen: lo hemos dicho.
+Se educó en Colombia y en el extranjero, sin pensar en los claustros en otra cosa que en el estudio, lo cual le formó un hábito para siempre. Sus estudios fueron una creciente, una magna avenida que no lo ahogó, porque su cabeza tenía suficiente cauce, y que no lo esterilizó, porque él filtraba las aguas para no quedar abrumado de sedimentos. Debiera ser imitado por más de un académico de aquí, seguramente sabio, pero de sabiduría al revés.
+En el cuarto de estudios de Echeverri estuvieron los recién llegados más de dos horas, durante las cuales él les leyó páginas recientes y páginas de otros días. Era indudable que ya no conservaba el estro, la poderosa palabra de la edad viril; mas como en la casa de los ricos en decadencia, siempre había allí una primorosa joya de oro, un viejo camafeo, una partitura de maestro, un eco perdido del violín de Paganini. Pedirle al cerebro que resista a los años y a la vida agitada es querer que el tiempo retroceda y que la tempestad recoja sus rayos sueltos.
+Enternecidos el poeta y sus compañeros, estrecharon aquella mano llena de fiebre.
+—¡Adiós! —le dijeron ellos… para vivir.
+—¡Adiós! —les respondió Camilo… para morir bien pronto.
+Cuatro días después, a nuestro amigo le tocó concurrir al cementerio detrás de un carro que llevaba un ataúd. Dieciséis personas, a lo sumo, lo seguían, la frente inclinada, los labios mudos, los ojos puestos sobre las ruedas que balanceaban el féretro. Era Viernes Santo y una gran multitud seguía otras cosas… que morirán también.
+Cuando se abrió la tapa del ataúd y el grosero proveedor de los gusanos acercó su caja con cal viva, el que por encima del hombro del sepulturero hubiera mirado al fondo de las tablas negras habría visto allí a Camilo A. Echeverri tendido, rígido, mas en ademán bravo, como quien todavía resiste; la mano caída a lo largo y el puño cerrado como cuando arengaba al pueblo. Y ese que lo hubiera visto así, lo habría visto por última vez.
+Alguno con la mano agitada, escribió en la cal blanda: C. A. E.
+Al señor doctor José Vicente Concha. Respetuosamente
+Para 1876 era Tomás Carrasquilla en la Universidad de Antioquia lo que ahora llaman en esta Bogotá un filipichín, que vale por pisaverde, petimetre y demás voces aplicables al que se acicala demasiado y cuida más de su persona e indumentaria que de sus libros o tareas o negocios. Estudiante frisador en los dieciocho a lo sumo, él y su compañero inseparable —el también hoy reputado novelista F. de P. Rendón— eran la pécora de nosotros los estudiantes puebleños, de pantalones inverosímiles, cuellos arrugados en acordeón y chaquetas a cuadros como carpeta de bisbís. Formaban Tomasa y Pacha, como familiarmente les llamábamos por enrostrarles su afectado emperejilamiento, parte integrante del grupo de pepitas o cachacos que asistían a las clases, pero que no estudiaban porque eran de familias ricas de allí de la capital del estado —Medellín— y sólo se ocupaban en mariposear alrededor de las muchachas bonitas, en montar a caballo los domingos y en hacerse tirar las orejas del padre Gómez Ángel, nuestro Rector, quien les motejaba a todos por malos estudiantes y los apodaba “la nube”, reservando sus preferencias y consignando sus esperanzas para y en los puebleños leales y perseverantes que nos metíamos de cabeza entre los libros, nos afeitábamos con la geometría plana (que era el fuerte del Rector) y no teníamos más novia que la maldita incógnita, o bendita, divisada entre sueños y desvelos, al través de esos libros y maestros, tejiéndonos las coronas de inmortales, mirto y laurel, con que habían de verse ceñidas nuestras sienes en no lejano porvenir y entre el estrépito y hurras de nuestros conciudadanos.
+Carrasquilla y Rendón eran para nosotros doblemente punibles ante el aula, puesto que eran también puebleños; puebleños desertores del gremio de las esperanzas patrióticas, como que habían nacido y criádose en Santo Domingo, que para nosotros era entonces, que ya no lo es, «un pueblo sin casas, en las ilusorias riberas de un río seco». Dominicanos infelices, rezanderos parroquiales, acompañantes revestidos de Nuestro Amo en las administraciones de la Extremaunción a los moribundos del villorrio, monaguillos en cierne que no hablaban sino de casullas y dalmáticas, corporales y vinajeras, muchachas, trajes, modas, chales, prendidos y prendedores, ¿quién diablos los metía a estudios serios y concienzudos y por qué se malgastaban en esos alfeñiques los afanes de sus padres mineros o mercachifles de aquel poblachón remoto, aislado en sus cañadas, con su doctor Alvear que era costeño y sus recuerdos ingratos de antiguas invasiones a Antioquia, por Santo Domingo Vila, Mendoza y otros “calungos”, a quienes el doctor Giraldo llevó amarrados con lazos a sestear entre la cárcel de Medellín? Decididamente, Carrasquilla y Rendón eran unos solemnes petulantes, no valían cosa y jamás darían qué decir si no a los peluqueros y sastres, por estrados y ventanas. Sus profesores eran de la misma opinión que sus condiscípulos, y los dos Brúmmeles dominicanos se sentían felices —¡impudentes!— en su olímpico apartamiento de futuros doctores, tinterillos en agraz, Sangredos en preparación y agrimensores de tres al cuarto. En esa expectativa nos sorprendió el toque de dispersión claustral que la guerra civil de 1876-77 nos impuso a todos. Nada belicosos nuestros dos Aramises, no tomaron armas, ni compraron ternos nuevos para venir a bailar al Capitolio, que era la consigna de los antioqueños, malamente soliviantados por truchimanes y tahúres políticos de la capital de la República.
+Carrasquilla y su paisano, repletos los baúles de corbatas y cachivaches de su exclusivo uso personal, dieron el chapuzón en su pueblo, siguieron acompañando a Nuestro Amo, vistiendo las imágenes en la iglesia, criticando esto, reformando lo de más allá y entonando hacia la última moda y los mejores estilos el gusto y las costumbres de sus conterráneos. No se volvió a saber de ellos fuera del radio estrecho de aquella parroquia excéntrica, a la cual bien pudiera aplicar hoy el autor de El padre Casafús lo que el autor de Gargantúa y Pantagruel decía de la suya entre burlas y veras:
+Chinon, deux, trois fois Chinon
+petite ville, gran renom…!
+Como en Medellín, mal de su grado, se habían encariñado con cierta clase de libros, los que deleitan la imaginación, cuentos y novelas, y habían vivido en la casa de estudiantes del doctor Villa Vergara, poeta jocoso, escritor serio también, profesor de Derecho y Física, nuestros trascordados amigos fueron buscando en los libros, en las visitas asiduas al señor cura y a ciertas casas de cadena, principales y leídas asimismo, el único alivio posible al tedio que roe como un gusano en aquellos pueblos sedentarios a los vivientes que no ponen tienda, o montan finca en los campos, o se hacen alcaldes, jueces, o propietarios del billar, el estanco de los aguardientes, o la gallera, el cuidado de los gallos, sus aporreos de prueba y las apuestas del día de las riñas. Rendón se hizo Notario, la máxima ganga en un pueblo en que haya transacciones territoriales y otras que deban ir a los protocolos.
+Carrasquilla era rentista; vivía, deambulaba y noctambulaba a la sombra del lar paterno, enriquecido por el laboreo de unas minas de que su familia era dueña y sobre cuya industria, penalidades y costumbres de las gentes dadas a perseguir el reluciente metal, por el Porce y el Nechí, nos tiene ofrecida una suculenta novela el desmedrado ricachón de otros días, hoy traído a términos de pobreza por el vuelco terrible que dio la rueda de la fortuna, para los que tenían oro impuesto a premio, al llegar el papel moneda con las adehalas que le cargaron los malos legisladores de declararlo retroactivamente igual al oro, de no poderse estipular otra moneda que él, y de haber emitido veinte veces más del necesario para las transacciones del país. El billetaje que a tantos consolidó, liquidó a Carrasquilla, por obra y gracia del célebre arbitrista y felón político, Rafael Núñez.
+Con lo que ya queda asentado que este ingenio montañés descolló por la novela y que en ella ha sido príncipe diadoco, si tenemos por rey de nuestra Grecia romancista a Jorge Isaacs, el autor de María, libro único en su género y en nuestra literatura. Así, pues, el estudiante desaplicado, que jamás le pudo contestar al doctor Pascual González su pregunta burlona de Quid est patria potestas, en el libro 1.º del Código Civil y con el latín que él les entreveraba a los malos alumnos, vino a ser andando el tiempo otro Lope de Vega de nuestras montañas, no por sus versos, poemas y comedias incontables, sino por lo de “prodigio de la naturaleza” que le aplicó el genio de las Novelas ejemplares, la Galatea y el Persiles que por contera y a punto el postre compuso esa nonada del Ingenioso hidalgo.
+Separados por el estruendo de la guerra que disolvió el núcleo universitario y botados al tráfago de la vida con varia inconstante suerte, no volvimos a saber del apuesto mancebo de blanquísima cutis, cabeza combada napoleónica, manos largas marfilinas, amanerado y relamido, un tanto cuanto repelente y petulante, que se había perdido de nuestra vista y que imaginábamos hubiera seguido vistiendo pasos y ordenando las procesiones en su rincón monacal y fisgando las modas y vestires de las muchachas domingueras que no le consultaran de colores, cortes, moños y perendengues para lucir por fuera lo que Dios les dio por dentro. Y nos equivocamos lastimosamente… Con gran gusto y sorpresa nuestra vimos a poco revolucionadas las Batuecas antioqueñas, su prensa, sus salones y tertulias, haciéndose lenguas todo el mundo acerca de un libro que acababa de publicar don Tomás Carrasquilla y que llevaba por título Frutos de mi tierra, novela de costumbres, caracteres, descripciones, ambiente, estilo, principio y fin antioqueños, con que el autor se erguía y se alzaba de rondón a la más alta cima del monte Parnaso maicero, que demora entre el Plateado y el Ruiz y extiende sus resplandores a todo el sistema orográfico de Colombia y a todas las otras montañas y laderas donde repercute sonora la lengua de Castilla.
+Porque no hay exageración en afirmar que el amigo a quien hoy dedica La Patria un número de gala, es un escritor de primera fila y un novelador sin rival, que así combina sucesos y personajes imaginarios, a que da vida intensa y hace hablar y conduce a desenlaces tan hábilmente preparados, empero sorprendentes y conmovedores, como maneja un estilo castizo, vigoroso y firme, en que mezcla sin fatigar el lenguaje del vulgo de su pueblo, produciendo un conjunto de bellezas armónicas y reales que serían la desesperación de quienes quisieran imitarlo, si hubiera audaces que lo pretendieran en noble anhelo de llegar a lo perfecto.
+Después de Frutos de mi tierra que asentó su fama en pedestal marmóreo, siguió un chorro de obras maestras a cual más admirable: El padre Casafús, Entrañas de niño, El ánima sola, Blanca, En la diestra de Dios Padre, Salve Regina, Dimitas Arias, San Antoñito (que rivaliza jocosamente con el Tartufo de Moliére), Simón el Mago, Grandeza, las Homilías (conceptos elevados de crítica y estética) y varias más que esperan ver la luz para tachonar de nuevos rayos fulgentes la corona que ya orla aquella cabeza de mozalbete casquivano, hoy despejada en ancha calva, pero recta y sólida sobre los hombros de un solterón empedernido, que continúa teniendo entrañas de niño, descuidada confianza en la vida y fe profunda en su obra poderosa1.
+Carrasquilla es antioqueño raizal por el alma, por los sentimientos, por el lenguaje en que escribe, sobre todo; habiéndose consustanciado de tal suerte con su tierra, que eso mismo en que estriba su gran fuerza de pintor eximio de sus cuadros, le quita público que pueda comprenderlo y apreciarlo en todos los consumados perfiles de sus obras, allí donde sea preciso al autor introducir personajes del vulgo y hacerlos hablar como ellos hablan. Las gentes del pueblo y de los campos conservan en Antioquia el español que llevaron allí los conquistadores y que muy poco modificaron luego los colonos en los trescientos años de su encierro e incomunicación en aquellas montañas casi inaccesibles. Sólo cuando sobrevino la guerra de Independencia y se revolvieron un tanto las poblaciones, entrando allí nuevas gentes y saliendo los hombres válidos a la gran lucha en todas las comarcas de América, aquel remanso adormido en que el castellano se había estancado y falto de aires renovadores parecía paralizarse en las formas o moldes de La celestina, Guzmán de Alfarache y aun las leyes de Partida y las más viejas traducciones de la Biblia; aquel remanso, decimos, comenzó a encresparse y a recibir con la marea de nuevas gentes y nuevos libros, aguas nuevas que desbordaron su caudal y lo juntaron por siempre al mar sin límites de la lengua madre, que abraza toda la tierra y une a veinte naciones en un solo haz de recuerdos y esperanzas. No creemos que haya otro ejemplo más palpable, con respecto al castellano, de la petrificación de la lengua en un pueblo vivo, pero verbalmente aislado para el trato diario de sus negocios y la diaria satisfacción de sus necesidades y deseos. Si vais ahora mismo a Salónica, donde nos dicen que hay ochenta mil judíos que hablan el español, notaréis al momento —como ya lo observó el gran Cuervo— que el español que hablan todos esos judíos, hace cuatro siglos expulsado implacablemente de España, es el mismo que se hablaba y escribía en tiempo de los Reyes Católicos.
+Así en Antioquia hasta hace un siglo. De donde resulta hoy todavía, que aun los escritores de aquella provincia de Colombia somos calificados de voluntariamente arcaicos, cuando apenas escribimos como hablamos, y aunque en los letrados el habla se ha modificado y enriquecido mucho más que en el común de las gentes de la tierra de Robledo, ello es que siempre y a pesar de nosotros mismos, los giros y modismos clásicos perduran en el corte general de nuestro lenguaje y estilo. Sobrarían los ejemplos, comenzando por don Marco Fidel Suárez, que hace cuarenta años que reside en Bogotá, hasta Carrasquilla, que apenas salió ayer de sus montañas. Por esto —entre otras cosas— decía el lamentado Bernardo Escobar, que el antioqueño tiñe y no destiñe. La marca de la montaña abrupta, de la raza fuerte y de la lengua viril de los conquistadores de Granada, del mundo viejo y el nuevo, la llevamos impresa en la desnuda planta del pie, la cara barbuda de don Pelayo y la voz áspera y golpeada del encomendero, del cura regañón y del alcalde enseñado a ser obedecido.
+Y Carrasquilla, aunque se rapa a cercén, es hijo dilecto de aquel medio; y aunque filipichín y maestro en modas y regodeos de sibaritismo petroniano, la lengua en que escribe lo delata como antioqueño inalienable e intransmisible, tan raizal como la Piedra del Peñol y tan genial exponente literario de su raza y abolengos como ningún otro que conozcamos. Hay, pues, que apreciar a Carrasquilla como escritor vernáculo, de su terruño, de su medio social y físico, cual es de rigor apreciar a todos los escritores y en general a todos los artistas. Y siendo esto así, como lo es sin jerónimo de duda, nos permitimos intercalar aquí, para no repetirnos y fastidiar, algunas observaciones que aventuramos en otra ocasión acerca de Antioquia, su vida en la Colonia y en la República, su aislamiento hermético, el núcleo estrecho de familias españolas que se enclavaron en aquellas breñas y angostos valles y formaron ese pueblo que hoy cuenta con cerca de dos millones de almas, desparramado en toda la República, que mantiene muchas escuelas y colegios, tiene ya tres ferrocarriles y va entrando en el desarrollo de su industrialismo manufacturero, sin abandonar su minería que ha elevado a labor científica, eliminando los riesgos en cuanto es posible, y que forma por sus condiciones étnicas, morales y económicas, uno de los baluartes más sólidos a que puede confiar la nación colombiana su estabilidad, cohesión y defensa en el presente y su grandeza y poderío incontenibles en un inmediato porvenir. Quien dice Antioquia dice orden, método, seriedad, constancia, inteligencia y confianza en sí mismo, que se comunica y traspasa a todos sus hermanos y connacionales.
+«¡Cosa rara! —decíamos en el discurso con que celebramos la clausura de la primera Exposición de Pintura, en Medellín y en 1892—. En nuestro territorio no dejaron huellas durables o valiosas ni el indígena primitivo ni el español conquistador. Belalcázar y Robledo barrieron a los aborígenes, tal como el fuego que atizamos barre con sus lenguas voraces la hojarasca de nuestras rozas; y a su turno Córdoba y Mejía, con miles más denodados compañeros lanzaron de aquí a los peninsulares con tal precipitación y modos tan presurosos, que no los dejaron levantar una torre, ni construir un puente, ni siquiera grabar algún escudo en un portón. Si se exceptúa nuestra admirable y por todos títulos veneranda ciudad de Antioquia, que fue el asiento predilecto de ellos, en las dos márgenes del Cauca que ocupamos no se hallan ni se ven los vestigios y sepulcros de nuestros sátrapas, que recordó tan bellamente el extranjero cantor del Magdalena, capitán Súmmer.
+«Y de la misma manera, si ellos no encontraron aquí caciques opulentos ni Atahualpas y Moctezumas a quienes arrebatar cetros de oro como encinas, tampoco se dignaron reemplazar en trescientos años aquella bárbara muchedumbre de otro modo que con alguna decena de honradas familias que vinieron de Castilla o de Asturias, de Andalucía o de las Provincias Vascongadas. Estas se procuraron algunos cientos de africanos, de los que la piedad extraviada de De las Casas logró poner bajo su imperio, y juntándose todos en la faena común con tal cual pegujal de indígenas que en contados parajes se adhirieron, formaron la provincia de Antioquia, que fue hasta hace poco la provincia por antonomasia en el lenguaje hoy colombiano.
+«Aquí en este valle del Aburrá, en el valle del Rionegro, y aun en el Arma hondo, bramador y raudo —sin caminos, sin canales, sin ríos navegables; sin más armas que el hacha, la azada, el almocafre y la batea, y en el más ingrato suelo del Virreinato de la Nueva Granada— comenzó esta colonia su lucha mortal contra la naturaleza durante tres centurias angustiosas. Ya para la guerra de la Emancipación pudo dar hombres a la Patria, que tiñeron con sangre antioqueña, así el banquillo como Liborio Mejía —el último presidente constitucional de las Provincias Unidas, después de las debilidades y flaquezas de Fernández Madrid— lo mismo la cima melancólica del Bárbula, que el campo en que Ricaurte salvó al Libertador y sus ejércitos, y aquel otro —no enlutecido por el sacrificio, sino iluminado por la final victoria— en que Córdoba dio a Sucre su bastón de mariscal. Ya para ese tiempo pudo ayudar con tantos recursos al Tesoro de la Independencia, que el general Santander —presidente de Colombia a la sazón— escribíale a Bolívar haciendo el merecido elogio de la munífica provincia, a quien él ya no se atrevía, a fuer de gobernante equitativo (según sus propias palabras), a pedirle más y más donaciones y subsidios.
+«Si como provincia fue siempre Antioquia, en la Colonia y en la República, medio olvidada y excéntrica en todo orden de ideas, como Estado Soberano acentuó más aquellos distintivos, pero sin posponer nunca, en ningún momento de su historia, ciertas leyes de su temperamento económico y moral que le han valido su prosperidad creciente y que yo compendio así: respeto a la ley; respeto a la palabra empeñada; amor al trabajo, al estudio y al ahorro; espíritu cosmopolita; fácil asimilación de buenas ideas y costumbres; carácter independiente, genio altivo, igualdad democrática de clases y condiciones; y, en fin, mano liberal para socorrer al que sufre o necesita: todo esto sobrepujado con un impulso indomable de empresa y de aventura, que revela en Antioquia un rincón del planeta llamado a grandes destinos.
+«Y porque las Bellas Artes son la corona lumbrosa que debe caer ya sobre sienes que tanto han sufrido y esperado; y porque las fruiciones que da el arte no dañan el corazón ni envilecen los caracteres, sino que por el contrario recompensan al que trabaja, estimulan al que ahorra y son lección objetiva de moral y freno suave al que pensó delinquir; por eso, y porque son complemento obligado de la Ciencia, que lleva a la realidad de las cosas, he querido saludar con vosotros a nuestros jóvenes expositores de Pintura y sorprender en ellos al artista del futuro que ha de ser la alta prez de Antioquia:
+¡Exóriere aliquis nostris ex óssibus últor!
+«“Quienquiera que tú debas ser, brota de nuestros huesos, oh tú que nos vengarás”. Tal decía el vate latino llorando las derrotas padecidas por su pueblo y profetizando el triunfador del porvenir. De nuestra carne y nuestros huesos —séame dado presagiar a mí— saldrán un día los Artistas y los Genios que nos habrán de vengar: sí, que nos vengarán, magnánimos de la obscuridad y del olvido… Por eso asenté al comienzo y lo afirmo para terminar, que infante de tal vagido tiene de ser un Cid, y que esta piedra pequeñuela habrá de ser pirámide».
+***
+De los artistas presentidos por nosotros en aquel entonces, sobresale hoy entre los primeros el pintor y escultor Cano, no apreciado aún en todo lo que vale; y Carrasquilla, el oculto zurcidor de ensueños en la aldea nativa, hoy célebre en su patria y fuera de ella. Hay que repetirlo para que no se extravíe el criterio, torciendo más de lo preciso hacia lo material, hacia el endiosamiento de la plutocracia y de los burros de oro: la riqueza material, efectiva, de las naciones, la que es extraída del fondo común de la madre naturaleza y se convierte en alimentos, abrigo, abundancia y suntuosidad, caminos, palacios, plantaciones, hatos, yeguadas, diques, regadíos, las monedas mismas y las joyas y piedras preciosas, además de que requiere un constante trabajo de conservación, viene a menos, huye, decae, muere y desaparece al vaivén de las edades y las instituciones, razas y costumbres, pasando de mano en mano hasta convertirse en humo, en un recuerdo a las veces aciago, dejando apenas la tierra inútil en que el hombre habita, ambos traídos a esterilidad y embrutecimiento por catástrofes superiores a toda fuerza de resistencia.
+En tanto que la riqueza inmaterial, la riqueza relativa, con que ciertos productores, quizá desestimados en vida, inmortalizan y engrandecen a su patria, esas riquezas, decimos, perduran por los siglos y se erigen vencedoras del destino y de la muerte. Un poeta, un novelista crean valores cotizables en el mercado y de superior calidad que los que hacen surgir los empresarios y los capitalistas. Si estamos por enriquecernos, por encaminar nuestro esfuerzo nacional al laboreo científico de los campos, al establecimiento nacional de las fábricas que puedan subsistir sin robarnos a los consumidores para darles a los magnates que montan esas fábricas, y si pensamos cuerdamente en llevar los rieles a todos los ámbitos del país, para hacerlo accesible a la inmigración de brazos y capitales y poder exportar nuestros frutos en condiciones de resistir la competencia del producto similar extranjero; si tal pensamos con perfecta cohesión y perseverancia, no olvidemos por ello los otros “vientos del espíritu” y al parque reconozcamos el mérito de los llamados hombres de acción, hombres prácticos del daca y toma, dignifiquemos y ensalcemos a nuestros hombres de inspiración artística, de labor meramente intelectual, que en fin de fines son los que salvan a los pueblos y naciones de la obscuridad y del olvido. Cuando las minas de Antioquia se hayan agotado, cuando sus cafetales dejen de botar al aire juguetón el aroma de sus blancas flores, y el puente que Caldas levantó en la Quebrada arriba se haya desmoronado y quizá de la gran Catedral de Medellín no queden sino escombros; entonces, repetimos, el nombre de Tomás Carrasquilla flotará sobre las ruinas y el desastre, retenido y glorificado en sus obras inmortales.
+«Así como la parte espiritual del hombre —dice el imponderable Henry George— entendimiento, voluntad y memoria continúa siempre la misma, mientras que la materia de que su cuerpo está compuesto se va continuamente transformando; así una impresión intelectual conservada por la tradición, la creencia o la costumbre, en lo que podemos llamar la mentalidad social, puede permanecer y perdurar, mientras que los cambios y alteraciones físicas de la materia, realizados por el hombre, desaparecen y se pierden. Es probable que los más antiguos vestigios de la presencia del hombre sobre la tierra se encuentren en las palabras que todavía se usan y que los cantos de la nodriza y los juegos de los niños sobrevivan a los más sólidos monumentos. No era falsa la vanidad de Shakespeare de que sus versos durarían más que los mármoles y bronces. Los palacios levantados por el poderoso primer ministro de Octaviano Augusto, no defendieron su nombre del olvido; pero mucho más allá de lo que su mundo se extendió, el nombre de Mecenas vive para nosotros todavía en las odas de Horacio».
+Dijimos que Carrasquilla es el primer novelista antioqueño, y lo es en realidad, por el tiempo en que ha florecido y por el espacio que ocupa en nuestro mundo de las letras. Creemos que no nos ciega el cariño al condiscípulo y el afecto incontrastable terruño. Pero desafiamos al más acendrado ingenio peninsular de los que ahora se llevan la palma en la madre Castilla, a que le ponga la ceniza a nuestro paisano, si como férreo constructor de tipos sociales, si como castizo parlador, si como abundosa fuente creadora de belleza literaria. Muy superior al santanderino Pereda, apenas se nos parece a él y se le encara el forzudo asturiano autor de La aldea perdida y Los majos de Cádiz, insigne señor don Armando Palacio Valdés. Carrasquilla se pasa apenas de los cincuenta años y está pleno de vida y lozanía. Apenas ayer salió de sus montañas a ver mundo y trabaja con tesón incansable. Hay todavía mucho que esperar de él. Es sencillo y pundonoroso como un montañés de arraigo. Vive con la ración de una golondrina. Honraría a Colombia del otro lado del mar, en España, la abuela noble y cariñosa a donde querría él trasladarse a editar sus obras, hoy dispersas en ediciones agotadas, o inéditas las mejores de ellas. Nuestro deseo —y nuestro interés— sería que se volviese a Antioquia para que siguiera pintando a ese pueblo en todas las fases por donde la novela y el cuadro de costumbres lo consienten. Pero el egoísmo regional no debe privar a la literatura de Colombia del gran maestro que nos resultaría en este artista, al ponerse en contacto con nuevos estímulos y en el teatro que acendra las glorias literarias de nuestra raza y de nuestra lengua.
+El generoso varón fuerte que dirige hoy los destinos del país y que es uno de sus más altos exponentes intelectuales, le proporcionará a esta golondrina de nuestro alero rústico —sin menoscabo, antes con acrecentamiento de los intereses públicos— los medios de volar al alero lejano solariego y de traernos al regreso nuevas canciones en el pico y tal vez algún reflejo de honra y motivos de orgullo para el suelo colombiano.
+Chapinero, 26 de enero de 1916
+Las obras de Juan de Dios Uribe no necesitan de recomendaciones. Este libro es el mejor elogio de su autor. Cosmopolita como Montalvo —con quien se le compara frecuentemente— y a quien aventaja en profundidad de ideas, brío y movimiento, si no iguala en la riqueza del léxico, fue como el sin par ecuatoriano, desterrado, peregrino, admirador y admirado de los varios países hermanos donde posó su planta. Estados Unidos, Venezuela, Centroamérica y Ecuador —donde vino a morir sirviendo la causa de las ideas revolucionarias que bullían en su cerebro y en aquel nudo de volcanes— le vieron sucesivamente, como un meteoro ígneo, esparciendo las llamas de su genio, ahora como torbellinos de lava, quizá como reflejos plácidos de la luz tibia de su corazón, inflamado para el bien y el amor de sus hermanos. Dondequiera fue el mismo, consecuente y sincero, recto, altivo y veraz, dulce y afable al propio tiempo. Todos cuantos le conocieron y trataron amáronle como amigos, aunque discreparan de sus puntos de vista y lo tuvieran en veces por errado en sus conceptos, aberrante en sus predilecciones y no siempre justificado en sus odios. Bien nacido, criado al amor de un hogar de excelsas virtudes —donde el fervor por la ciencia y la verdad era hereditario— surgió a la vida intelectual en Popayán, al estallido de la guerra de 1876-77, y oyendo perorar a Conto y David Peña en las Sociedades democráticas de Cali, al resplandor de las armas que iban con él y con su padre y correligionarios a vencer en Los Chancos, el Arenillo y Manizales. Vio el desastre de Antioquia, su tierra nativa que adoraba, en el empeño de esa guerra religiosa, présago de males que aún no acaban. Vino a Bogotá, siguió informales estudios de Filosofía y Letras, conoció y trató a nuestros grandes hombres, tomó parte en luchas candentes de la política de entonces, fue diputado y periodista, agitador de las masas en las Sociedades de Salud Pública y tuvo desde entonces a Núñez y su reforma reaccionaria católica por el enemigo capital de su existencia. Combatir esa reacción, avivar el fogón de las ideas perseguidas y en eclipse cuando ya la traición se consumó; provocar la guerra de restauración, con elementos de aquí y de cuantos nobles convecinos quisieran ayudar en esa campaña de liberación, ese fue el afán de sus afanes, la meta de sus esfuerzos, el anhelo de su alma combativa. Su arma fue la pluma, preparando los caminos a la espada; pues Juan no conoció el miedo en ninguna de sus manifestaciones, y así concurría al campo de batalla, como encabezaba el motín y daba una bofetada o un mentís a quemarropa. Escribió prosa desde muy joven, pero no comenzó a publicar sino en 1880. Su estilo fue siempre el mismo, es decir, inimitable, desde el primer bosquejo hasta su canto del cisne, el prólogo a las Poesías del que aquí estampa estas palabras. Poco antes de morir, al expirar el año de 1899, apenas sin cumplir los cuarenta años, cediendo a instancias nuestras, nos encomendó la publicación de sus escritos, advirtiéndonos que él no les daba importancia ninguna, pues eran breves plumadas nada más, chisporroteos instantáneos de la oscilante lámpara que en las posadas de sus destierros alumbraba sus horas de soledad y rabia. De rabia nada más y de coraje inextinguible, como que la melancolía y las lamentaciones amaneradas jamás se avinieron con su carácter entero y belicoso. Amaba la vida, no temió a la suerte; y cuando fue preciso conformarse con dejar de sentir, querer y combatir, se reclinó entre cipreses —allá en Quito, donde fue como otro Pichincha en ebullición mientras pudo con la vida— sin lanzar un ¡ay! ni un reproche ni una imprecación. Era taciturno como un dios Término; hablaba poco si no estaba entre amigos íntimos. Pero en la tribuna fue simplemente colosal. Los que le oyeron en León por Máximo Jerez y los que le aplaudieron en Medellín por Epifanio Mejía, no olvidarán jamás ni su figura, ni su ademán, ni su voz estentórea, modulada empero. Corto, fornido, de cabeza grande y hermosa, pelo bermejizo en el conjunto, lacio y rebelde, que le valió el apodo cariñoso de El Indio, con que le agasajaban sus amigos en confianza. Su pecho era un atambor, su mano una manopla, su espalda recia, un muro. Ágil, gimnasta, el agua helada de los torrentes era su fascinación. Exquisito gourmet, Uribe de los suyos, era al par un buen discípulo de Carême y la cocina refinada le había revelado todos sus secretos. Tiraba el dinero y, en servicio de sus amigos enfermos o desvalidos, nadie podía rivalizarle. Si su cabeza pensaba en la justicia distributiva que ha de venir y con ella la igualdad y socialización de las riquezas y servicios en la comunidad ciudadana, su mano abierta se adelantaba a las teorías y daba cuanto le era posible conseguir para los demás. Jamás tuvo sino el terno que llevaba puesto, porque apenas comprado otro, ya estaba regalado el mejor de los dos a quienquiera que lo necesitara. La gran farmacia de su padre era literalmente saqueada por él en beneficio de cuantos enfermos pobres le hacían saber sus angustias. La miseria ajena le dolía y le irritaba contra la mala organización de las sociedades modernas. El comunismo de los primeros cristianos y las obras ele Misericordia eran su ideal y su guía práctica de la vida; por supuesto, sin el más leve resquicio de superstición religiosa, para el abominable sonsaca de la bolsa popular y mazmorra del pensamiento y libertades públicas. Núñez, que temblaba de la pluma cuando ya tuvo a su servicio las espadas y el hisopo, le desterró por escritor, por escritor incontrastable de verdad y venganza, de castigo enhiesto al crimen coronado por el éxito y la general incurable sujeción de los conservadores colombianos. Trece años duró ese exilio, con una fugaz entrada a Medellín, a dar un abrazo a su querida madre. Habló allí, en el discurso inmortal a Epifanio Mejía, de los financistas que soplaban sobre los billetes de Banco y fraudulentamente los multiplicaban; habló con voz profética de vate de aquellas “emisiones clandestinas” del Banco Nacional, que nadie presumía entonces, pero que el orador supo presentir y denunciar, y al punto los conservadores de Antioquia, meros honrados lenones de los hábiles traficantes de la Altiplanicie, se lo denunciaron al Gobierno suspicaz del señor Caro, y fue preso allá en Medellín, en un cuartel, incomunicado de los suyos y sacado entre veinticinco soldados hasta ponerlo, fuera de hierros, entre las rocas golpeadas por las olas en el Archipiélago pútrido de San Andrés y San Luis de Providencia. «Aquí llegué vivo —nos escribía—, aquí llegué a este viejo refugio y madriguera del pirata Morgan, donde he debido encontrar, precediéndome, al pirata Núñez». Allí organizó unos cuantos negros y un esquife miserable y en ellos y con ellos se echó al mar. Militares valientes, como Abraham Acevedo, no quisieron seguirlo en la temeraria empresa de ganar la costa hospitable nicaragüense. En salvo allí, los radicales le tendieron los brazos, y volvió su pluma a reverberar al pie del Momotombo y su espíritu libre a respirar entre auras vívidas. Allá conoció y abrazó por primera vez a los futuros caudillos de la libertad ecuatoriana, Eloy Alfara y Leonidas Plaza Gutiérrez. Junto con ellos fue a Quito donde se le desarrolló una lenta pleuresía cuyos síntomas lo venían preocupando desde que en Centroamérica, en algún desfiladero peligroso, una caballería se rodó con él a un abismo, causándole graves lesiones externas, pero sobre todo internas, de donde tomó cuerpo y desarrollo la mortal dolencia que lo mató con cruel y paciente lentitud. Quito supo llorar al escritor valeroso, recatado y digno, que tanto luchó en pro de su cultura y resurgimiento liberal. El cable esparció la noticia en toda la América española y puede decirse que ningún centro intelectual dejó de conmoverse al conocerla. Venezuela, particularmente, donde Juan había vivido como huésped de la gentil Caracas, recibió con luto en el corazón la infausta nueva. La patria de Cecilio Acosta, de los grandes prosadores de lengua castellana, sintió que otra pluma de águila caía del Ávila de la vida al insondable mar del silencio y del no ser. Nosotros recibimos en Maracaibo, donde a la sazón nos encontrábamos, cien telegramas de pésame por aquella muerte inesperada. Cipriano Castro, andino, lo mismo que Andrés Alfonzo, espartano de Margarita, que Delfín Aguilera, poeta dulce del Guárico, que González Esteves y Raimundo Andueza Palacio, caraqueños, y Emilio Coll y tantos otros de lejos, así como Rafael López Baralt y toda la incomparable Maracaibo letrada y linajuda, abrazaron en nosotros a la sombra gigante que para ellos despertaba grandes recuerdos gloriosos y promesas de un largo vivir en honra de la lengua que nos comunica y de las ideas que nos hacen un solo haz en la desplegada falange humana. Un libro, que al fin de estas obras publicaremos, recogerá con orgullo cuanto de tierno y hermoso se estampó en todas las naciones de habla común como homenaje a Juan de Dios Uribe. Sus restos inanes reposaron en Quito, hasta que fueron trasladados a Medellín, por su señora madre, que allí vive. Los artesanos de esa ciudad, que comprenden cuánto hizo por su causa el ilustre hijo de Andes, y algunos jóvenes inclinados a las letras, le hicieron honores merecidos a su túmulo y guardan con cariño esas cenizas. En los tiempos pasados de su muerte a hoy, fue imposible al editor cumplir el compromiso contraído con su amigo y pariente moribundo. Aún en el extranjero que se hubieran editado estos escritos, no habrían podido penetrar a Colombia regenerada, donde un régimen infamante había imperado. «La libertad de imprenta —había escrito el autor desde Los refractarios, en Caracas—, no volverá a Bogotá y a toda la tierra colombiana sino en el morral de nuestros soldados». Y en efecto, el morral de nuestros soldados —después del titánico esfuerzo de 1899 a 1902— no volvió vacío: en él vinieron las libertades necesarias de que hoy goza el país y que el autor de este libro ayudó a fundar con su pluma fulminante. Los manumisos de la Regeneración —el vórtice profundo en que hundió Núñez cuanto hubo de prestigioso y honorable en este país le deben no pocos de los bienes hoy reconquistados al batallador tenaz que atizó como ninguno, en sus trece años de destierro, la hornaza purificadora, el inmenso horno crematorio donde se consumió entre pólvora toda la podredumbre de aquel sistema, que Ospina llamó «política de la morfina» y Uribe «la catalepsia de todas las virtudes y el hervir vividor de todas las concupiscencias en ejercicio del estrago». No le tocó volver a su patria redimida, santificada en el dolor y desmembrada geográficamente, pero integrada ya y resurrecta en la antigua nacionalidad gloriosa de otros días. Que duerma el Apóstol sueño secular de triunfo, reclinado en sus obras y su pluma. Mientras se hable español en estas latitudes; mientras la dignidad humana forcejee por arrojar de sí los harapos que el fanatismo y la ignorancia han echado sobre sus hombros en estos Andes ateridos, y mientras los que apreciamos sus ricos dones de corazón sensible y generoso respondamos a lista entre los vivos, su memoria no morirá. Sus libros lo vengarán del silencio, de la envidia, de la calumnia e insultos de los pillos y de la indiferencia de los necios. Nosotros cumpliremos el encargo que nos hizo ya al dejar la ribera, y velaremos con los suyos junto a su sepulcro, donde reverdecen, al pasar de los años, las siemprevivas e inmortales de la Gloria.
+Bogotá, abril 3 de 1913
+Yo fui amigo de don Jorge, de diez años acá, y pude apreciar cuánto valía por su carácter y talento. Leí su María en mis mocedades y lloré sobre sus páginas, como han llorado leyéndola tres generaciones de jóvenes. Amé el Cauca, sus valles y su cielo, contemplándolos en las melancólicas hojas de aquel libro, y concebí desde entonces la más grande admiración por su cantor glorioso. Por entonces, ya yo había leído al pomposo Chateaubriand, al amanerado y exótico Bernardino de Saint-Pierre, y al elocuentísimo y tierno, pero también exótico para mí, Alfonso de Lamartine. Los amantes salvajes de Meschacebé, los inocentes chicuelos de las orillas de los Lataneros, y aun la vagarosa Graciela, nada decían de muy hondo y conmovedor a mi enamorado corazón de dieciocho años…
+Nacido yo y criado en algún pueblo rústico de las montañas antioqueñas, sin trato ni comunicación con los indios del Chamí y del Hábita, a quienes mis padres y otros descendientes de españoles habían desalojado de aquellas tierras, que a la sazón se convertían en praderas que mansos ganados poblaban; rodeado de campesinos sencillos, si bien rozándome también con personas de linaje y de instrucción, para quienes la Villa de la Candelaria (Medellín) era como casa propia y que conocían a Santafé y Popayán, adonde habían viajado con algún tío canónigo de la Catedral de Antioquia; huyendo de las escuelas y colegios que mi padre creaba y ayudaba a sostener, y encovándome en las haciendas de mis tíos, orillas del rumoroso Cauca o del turbio Barroso; creciendo y desarrollándome entre el más precioso muestrario de Marías que apenas soñara Jorge Isaacs, grupo gentil de muchachas de mi familia o de familias amicísimas de casa, que así cosían una camisa como adornaban de flores rústicas un sombrero de caña que las guardara del sol, o traducían también en sus mejores ratos aquello tan hermoso de Lamartine sobre el Petrarca: Il y a deux amours, l’amour des sens et l’amour des ames…; ni siéndome tampoco extrañas —usted puede creerlo— las miradas de fuego de las ñapangas de Concordia y Titiribí, para quienes oía yo cantar a los respectivos ñapangos coplas como la siguiente, de que hay muchas excelentes muestras en la obra maestra de Isaacs:
+Por aquí te estoy mirando
+la puntica de la enagua;
+el corazón me palpita,
+la boca se me vuelve agua…
+O bien:
+En las calles de Concordia
+no se puede caminar,
+porque hay unas tijeritas
+que cortan sin amolar…
+En estas condiciones mías, perfectamente tropicales y arcádicas —si pueden juntarse esos dos epítetos— tan parecidas, empero, a las del insigne amigo que hoy lloramos (salvo el fausto rimbombante que él desplegó en su verde juventud según me cuentan, en estas condiciones, repito, que son las condiciones generales de todos los colombianos que no nacimos con chaqueta, como diría Gregorio Gutiérrez González, ¿qué sabor íntimo y profundo podían tener para mí René, Chactas, Pablo, Beppo y Raphael? Aquellos amores y amoríos, si es verdad que fueron imaginados por escritores de mucha fantasía y grandes localizadores de escenas y pasiones, ello es cierto que no fueron sentidos como yo sabía o podía sentir, como yo hubiera querido que sintiese la humanidad entera al influjo irresistible de mis dieciocho años… Así como sintió el mago prodigioso que se retrató en Efraín.
+María llegó muy a tiempo para mí. Aunque bastante lejos de Cali, de ese hermoso y resonante valle donde pasan las peripecias de nuestro poema inmortal, yo también vivía en las orillas del Cauca, había cruzado sus aguas en canoas y balsas, y sumergídome entre sus tumbos y remansos, a oír el chirrido de sus ondas, que repercutía —en la creencia de los estultos ribereños— el lejano clangor de las campanas del infierno… Yo también, desde ligera canoa, había matado guaguas con el canalete y había enlazado venados sobre aquel río tormentoso, y en sus playas de arena caliente sequé mi ropa mojada y comí el viudo de pescado cocido en tarro de guadua, que entre la tierra sazonó el fuego improvisado. Despierto ya mi amor a la lectura y devorados los libros forasteros de la biblioteca paterna; preparado retóricamente por el Genio del cristianismo, Campmany y Hermosilla, cuya ceguedad y majestad hueca no mucho de grandioso le decían a mi espíritu, María llegó junto con el Cultivo del maíz de Gregorio, a colmar el vacío de verdadera poesía, de pasión fogosa que yo sentía en mi corazón de joven. Ella, la mía, la de cualquiera de mis lectores, era la heroína de Isaacs; yo era Efraín; la hacienda, los campos, el medio ambiente del poeta, eran mi hacienda, mis campos, el medio en que yo estaba leyendo y sollozando. Yo también en ese entonces
+Soñé vagar por bosques de palmeras
+cuyos blondos plumajes, al hundir
+su disco el sol en las lejanas sierras,
+formaban resplandores de rubí…
+María fue una revelación para todos los corazones jóvenes del país, al tiempo en que ella apareció. Los héroes y los personajes que revoloteaban en nuestra imaginación, fingiendo semejanzas con las situaciones nuestras, o con las que veíamos agitarse a nuestro derredor desaparecieron como vanos fantasmas, como cruzados que Saladino degolló implacable, como Casandras ya para siempre mudas en los limbos del olvido.
+María nos dominó, nos sedujo, nos hipnotizó a todos en aquella época, y en Antioquia mucho más que fuera de él. Allá habían conocido a su joven y apuesto autor, de quien se sabía que amaba esa tierra con fervor de consanguíneo. Su nombre extraño de judío, que él reclamaba ante todo y, sobre todo, le despertaba afinidades secretas en todas partes. Él cantaba a las campesinas antioqueñas con una coquetería de salón que no se asemejaba al dejo sencillísimo de Gregorio y de Epifanio Mejía; y una vez que pasó por Sonsón y se internó en las montañas y breñales del Páramo, en busca de Victoria, para venir a Bogotá, esa vez sacó a su lira de poeta el mejor y más alto son que haya dado jamás, jugando con las rimas: esa vez cantó a Río Moro e inmortalizó para siempre el modesto y escondido afluente del Samaná y La Miel, cuyas aguas Isaacs y muy contados más hemos bebido. A Antioquia, en fin, le consagró el poeta su último canto del cisne moribundo, La tierra de Córdoba. En esa vigorosa poesía, en que el cantor abandonó su modo primero natural (que ya en Saulo había hecho a un lado también) y se encaramó a estrofa de estructura inaccesible al vulgo de lectores, vuelven a presentarse mujeres de la Biblia, el libro de Isaacs, como revelado, como poético, como histórico. Y la Biblia, que para Isaacs era un manual casero, un libro que le contaba la historia y hazañas de los de su familia y su solar, fue para nosotros los antioqueños un punto de comparación, una piedra de toque donde aquilatamos nuestro entusiasmo y devoción por la prometida de Efraín. Si en materia de novelas íbamos nosotros en las ya citadas, en Óscar y Amanda, y el Sitio de la Rochela (por lo que toca a lo sentimental), en historia estábamos aún en Los doce pares, por el Obispo Turpino, y en la Historia Sagrada que crea el mundo en siete días, le saca a Eva de una costilla del Padre Adán, y pasando por el diluvio y lo de Pentápolis, llega a maravillarnos con los sueños de José, las blasfemias del viejo Job y las muertes de los siete cuasimaridos de Sara. ¿Pero quién de nosotros podía entender ni menos apreciar las parábolas y apólogos del libro por excelencia (filológicamente hablando), ni siquiera gozar de sus metáforas y follaje orientales, que nos dejaban lelos y confusos? María y Efraín y demás personajes del libro recién llegado, nos daban, esos sí, una idea de Ruth la segadora, de Noemí, de Booz, de Abraham y de Jacob, de Eliécer y Rebeca. La vida patriarcal en nuestro trópico, la tragedia rápida y conmovedora de una familia y de unos amores, allí están pintados, sublimados, por la mano viril de un tataranieto de Esdras, y también Macabeo que supo luchar por sus ideas con la espada del soldado y la fortuna del mártir.
+¡Qué triste es decir, como nosotros tenemos que decir hoy en día, o digo yo al menos, hablando con la franqueza requerida, que María nos sedujo, nos dominó y nos electrizó a su aparición, como si nos refiriéramos a un libro viejo y de ocasión, de quien ya nadie se acuerda, porque le pasó la moda y cambiaron las circunstancias en que logró efímeros aplausos!
+Pero no. La gloria de Isaacs fue precisamente el haber escrito un libro que es imperecedero, como lo es el amor en nuestra especie; y mientras los hombres y las mujeres aprendan a leer, y enamorados humana pero noblemente, lean a María a los veinte años, esos hombres y esas mujeres llorarán estremecidos por aquellos amores malogrados, y sentirán, pensando en el adorado o la adorada ausente, revolotear sobre su cabeza entumecida las aves negras del olvido, los búhos del desengaño y de la muerte. Ellos, todos ellos, se fingirán volviendo del obligado maldecido viaje; entrarán trémulos, con paroxismo de ansiedad, a la casa antes alegre, ahora sombría, y llamarán con el nombre que en sueños han repetido mil veces: «¡María! ¡María!», para oír la respuesta abrumadora de una madre: «¡Murió! ¡Está en el Cielo!», y caer desvanecidos, apretando contra el pecho el libro que así describió su desventura, o que, semejando anhelosa pesadilla, les enseñó cómo se sufre y cómo deben llorarse los amores desgraciados…
+Ese es el privilegio de las obras de arte destinadas a la inmortalidad: son como las obras de la naturaleza, que por lo grandes asombran; son como las maravillas de la creación de que habla a nuestra niñez el afectuoso Carreño: basta dirigir una mirada para comprenderlas en su eterna quietud de bloques de belleza. Ellas no cambian, no, de modo alguno perceptible a los mortales; pero nosotros sí. Somos, tal vez por fortuna, una espiral infinita de sensaciones que, aun conservando el mismo centro —el corazón— nos vamos alejando del punto de partida, cada día más y más, bajando o ascendiendo, según los lances de la vida propia y el giro de nuestras inclinaciones. Sólo Caro, el poeta, se atrevió a decir en su orgullo de amante empecinado:
+¡Campos, montañas, cielo, todo cambia,
+pero no cambia, no, mi corazón!…
+Y Caro, amante correspondido y luego esposo enamorado, hubiera leído mil, cien mil veces a María. Hay naturalezas virginales que en la ebullición de los primeros amores no se aquietan; como los grandes volcanes, el penacho de humo y llamas que los corona, es el faro lumbroso de los otros amantes. Isaacs también era de estos estilistas del amor y por eso pudo lanzar al mundo su libro único en nuestra literatura. Otras almas siempre frescas son las almas de los sabios, de los verdaderos sabios que estudian, desentrañan y utilizan para los demás hombres las leyes de la madre naturaleza en la quietud del gabinete casto. Véase, por ejemplo, a Moleschott. Ya viejo y rodeado de su familia en Roma, le escribe a Isaacs una sentida carta, para darle las gracias por haberle proporcionado el placer indecible de leer a María. Las fibras todas del corazón del sabio anciano se removieron y hallaron el calor y la alegría de los años juveniles, al contacto de la creación del poeta colombiano.
+***
+Pero nosotros, el común de los hombres, los que ya —según otra frase de Gregorio— le sacamos todos los filos al dolor y les bebimos todas sus mieles a las pasiones cálidas; nosotros somos la insulsa prosa del mundo, que bajamos para no volver a subirlos, los círculos concéntricos de la espiral luminosa y vamos hacia las cavernas del no ser, con el Código Civil o el Formulario doméstico en la una mano y Las cartas de mujeres de Prevost y La tierra de Zolá en la otra, hasta parar en el Eucologio Romano o en las Ruinas de Palmira, según las inclinaciones de cada uno y los lances de la vida de cada cual. Pero volver a María…, ¡imposible! Ya lo dijo Teófilo Gautier:
+Virginité du coeur, hélas! sitót ravie!
+Songes riants, projects, de bonheur et d’amour,
+fraiches ilusions du matin de la vie,
+pourquoi ne pas durer jusqu’alá fin de jour?
+Cuanto más puede pedírsenos para la imagen desvanecida, es un recuerdo piadoso y sincero, como este que ahora le consagro, haciendo venir a mí brisas lejanas y aromas extintos, cuanto más podemos darle es una lágrima rencorosa que la lleve nuestra maldición contra el cuadrante de la vida, que no se detuvo a tiempo para siempre saber amarla y comprenderla. Consuélome con saber que María no necesita de mí ni de los que, como yo, hemos ya estragado nuestro gusto al pasar de los años. Si el corazón humano, el que palpita dentro de cada uno de nosotros, no se renueva ni aun con los filtros probados por el doctor Fausto, la santa madre tierra es por fortuna una fragua inmensa donde cada chispa vale por un corazón, y la última chispa sensible de esa fragua leerá a María y llorará por ella antes de extinguirse en el frío caos de la nada muda. La desaparición de Jorge Isaacs era el golpe de gracia que faltaba para la literatura moribunda de Colombia. El eclipse es total: y aun parece que la muerte misma se pone del lado de la superstición y las tinieblas. ¡Que así sea!
+Bogotá, junio 30 de 1895
+Estas tres ges que para nosotros los antioqueños son signos cabalísticos, como si dijéramos las letras por donde se abre el sésamo de la poesía, pues que ellas son las inconfundibles iniciales del nombre de nuestro poeta inmortal, Gregorio Gutiérrez González; estas tres letras, digo, me rememoran una anécdota referente a él, y por tanto digna de consignarse aquí, como introito a este recuerdo mío para su primer centenario.
+El poeta de Aures era alto de estatura, desgarbado y cargado de espaldas, como Pope o Cervantes. Era, además, en política, godo rematado, conservador de envolver en el dedo. Al regresar de un viaje, salieron a encontrarlo varios amigos, entre los cuales estaba el insigne médico medellinense, doctor Ricardo Rodríguez Roldán. Al darse los abrazos del encuentro, el poeta dijo a este doctor como saludo cordialísimo:
+—Venga ese abrazo, hombre Ricardo Rodríguez Roldán, rojo, recto.
+Pues en realidad el doctor Rodríguez era rojo en política y recto de pies a cabeza, con ribetes de Brúmmel, por lo elegante y buen mozo. Como además de estas prendas excelentes exteriores, era muy inteligente, respondió al punto a su amigo el bienvenido: «Toma mi abrazo, hombre Gregorio Gutiérrez González, godo gacho…»
+*
+Estas tres iniciales famosas las vi yo escribir en la propia lápida que cubría los restos del poeta, en el cementerio de los pobres de Medellín, situado por la Asomadera, después de atravesar el barrio de Guanteros, en ocasión muy digna de memoria.
+Recién entrado el general Trujillo, vencedor en Medellín, en 1877, vi subir por la calle de Guanteros, estando yo parado en la esquina de la calle del Palo que la cruza, a un hombre flaco, afeitado al rape, menos un bigotillo blanco y recortado, ojos zarcos vivos y chispeantes, que venía como con vino y vociferando más de lo que convenía, como explicándoles a unos seis u ocho negros caucanos que lo acompañaban, quién era Gregorio Gutiérrez González, cuya tumba solitaria iban a visitar y a dejar en ella una corona que uno de los negros llevaba incómoda y ceremoniosamente.
+El hombre blanco, de ojillos vivarachos, hacía posas a cada veinticinco pasos, y a voz en cuello quería transfundir su entusiasmo y veneración a sus oyentes de azabache (por aquellos días muy peligrosos huéspedes de los nefelinitas). «Gutiérrez González —les decía— valía más que todo Antioquia con su oro y su plata, sus minas, su comercio opulento y sus innúmeros judaizantes y moros tornadizos barbudos que poblaban todo su territorio y tenían por sanedrín y atarazana el marco de la plaza de la ciudad en que se hallaban. A Gutiérrez González lo habían sepultado esos judíos en el hueco para donde iban a descubrirlo, después de matarlo a pesares en toda su vida mortal, porque no fue codicioso ni aferrado a los negocios, pero él se vengó de ellos, vengando a otro poeta desdeñado; en unos versos famosos que Gregorio no repudió jamás. Él (el hombre blanco de los ojillos vivarachos) había entrado en la guerra con esos negritos de su tierra, porque los antioqueños quisieron invadirla y la invadieron audazmente al grito de ¡religión! violando la soberanía del Cauca, al comenzar no más. Por eso él, en defensa de la soberanía de los Estados, empuñó su espada («aquesta espada que me ciño ñanga…») y aun su lira, y antes de pelear animó a los negritos con aquella épica proclama que comenzaba:
+¡Caucanos!, los fanáticos
+de estas montañas próximas
+a nuestro suelo acércanse
+gritando ¡religión…!
+Y fueron los Chancos y el Arenillo y San Antonio y Otún y Bateros y Manizales y la entrega a discreción de los godos vencidos. Entonces el hombre blanco volvió a cantar para pedir cesación de hostilidades y reconciliación fraternal de todos los combatientes:
+¡Liberales!, oíd, cesad los fuegos,
+Antioquia dice que rendida está…
+Él —seguía diciendo aquel como fantástico profeta bíblico caído al callejón de Guanteros en aquel día insólito—, él entró vencedor en Manizales por complacer a sus compañeros; pero a fe de caballero que había querido volverse para su Valle sin pisarles su tierra a los barbudos. Él hubiera querido hacer lo que hizo el invicto David Peña después de Bateros y la rendición de Antioquia: saludar a esta con la espada en alto y la cabeza descubierta y no consentir que su caballo blanco pisara la tierra del oro y los capitales a premio, para que jamás se creyera que él había entrado en esa guerra con otro ánimo que el defensivo de sus lares invadidos, jamás por tomar venganza de los hermanos extraviados ni palpar los bolsillos de los Recaredos fugitivos… Pero el hombre blanco, una vez en Manizales, se acordó de su condiscípulo y viejo amigo Gutiérrez González, muerto apenas cinco años antes, y quiso proseguir su viaje sólo por dejar una corona en aquella tumba humilde, iluminada empero por todos los resplandores, «tumba silenciosa», como acababa de cantar otro poeta antioqueño Federico Jaramillo Córdoba llorando la muerte de Gregorio, en una inmortal parodia elegíaca del «¿Por qué no canto?»:
+¡El astro que se hundió su luz no avanza,
+ni rayos lanza ya desde el cenit:
+ya duerme en una tumba silenciosa
+la que amorosa lira de oro estremeció feliz!…
+Y volvió la esquina el hombre zarco, seguido de sus negritos, buscando el cementerio de los pobres. Yo, a conveniente distancia, los seguía también, curioso de ver en qué paraba aquella peregrinación inusitada, y seducido, casi arrobado, por los discursos de aquel hombre, que era de los vencedores, se veía bien, pero que no había venido a cosas humanas y vulgares, mas a cumplir ritos de la santa religión de las Musas, por aquellos días olvidadas en el fragor de los rencores políticos.
+Como se endilgaron por un zanjón arriba, dejando la calle de la Asomadera, ya estuvieron en la puerta o boquete del paredón de bóvedas semicirculares que constituía el cementerio, con más algunas cruces diseminadas en el prado o suelo empradizado que servía de centro al murallón. El guarda del lugar se puso a las órdenes del extraño visitante y lo condujo, tomando a la izquierda de la entrada, como unos treinta metros y allí le señaló una bóveda de la segunda o tercera serie del suelo al cielo, y le dijo: «¡Ahí está…!».
+El doctor Guillermo Pereira Gamba, (pues no era ni podía ser otro el hombre blanco que dirigía a sus negritos en aquella romería al lugar sagrado), arrojó al suelo su sombrero e hizo que sus fieles compañeros lo imitaran con sus kepis ahumados de muchas y muy sangrientas batallas; se puso de rodillas y ordenó a sus negros que se arrodillaran también, lo que hicieron al instante y con rápido y uniforme militar movimiento. Levantóse incontinenti y ordenó a sus negritos que rezaran un padrenuestro, que él encabezó con unción sincera; luego sacó del bolsillo de su chaqueta de coronel una cartera en que traía algo escrito, cogió un lápiz y escribió en la losa sepulcral un epitafio en latín, que no recuerdo ahora, pero que J. de D. Uribe, llevado por mí a pocos días al mismo lugar, lo copió y se lo sabía de memoria, y el siguiente cuarteto endecasílabo, que jamás he olvidado:
+¡Luz de mi patria, vate sin segundo,
+aquí Gregorio el inmortal reposa;
+paz y descanso ofrécele esta losa,
+corona el cielo, admiración el mundo!
+En seguida, colocó la corona que le llevaba prevenida, les pronunció otra breve oración a sus negritos y por sus pasos contados volvió a la ciudad, que desocupó con el alba del siguiente día2.
+***
+Por allá en 1867 estaba yo en un colegio famoso de Titiribí, la rica y muy sonada ciudad, patria de Ricardo Escobar Quijano, que libertó su alma grande de la prisión del cuerpo, imbuido en las doctrinas caóticas de Platón, que todavía hacían estragos con sus falaces transmigraciones; estaba, digo, estudiando el «quis vel quis» y el «eleolo guayabito, equisojo pandequeso», y vivía en la calle de Cantarranas, casa de ño Jacobo Arias, donde tenía una tiendecilla, entre pulpería y ultramarinos, don Cerbeleón Vélez, joven incrúspido de Salamina, liberal relapso, antiguo prisionero de don Julio Arboleda y que era uno de los políticos del lugar, de quien se podían tomar noticias frescas sobre las campañas del 60, de Mosquera, del Tuso Gutiérrez, de Marceliano y sobre todo del general Braulio Henao, antioqueño ilustre, jefe de la 3.ª división que asoló el Cauca, pero que por allá le quitó a la cólera peligrosa, por lo evaporada, de don Julio, un sinnúmero de antioqueños liberales, que por ello vivían agradecidísimos al general Henao, hombre compasivo y noble, muy diferente de la sarta de facinerosos galonados que han deshonrado luego las armas antioqueñas.
+Por motivos que hasta hoy ignoro, el general Henao incurrió en la inquina del Poeta. Por aquel año, Antioquia federalista, con su gran Berrío de portaestandarte, se rebulló en hervezón gloriosa contra los intentos dictatoriales de Mosquera, y quién sabe en esas circunstancias qué dicho o hecho del general Henao le produjo un remezón de ira al cantor de A los Estados Unidos de Colombia en 1864 cuando fue conveniente amenazar al Gobierno general para que reconociera el gobierno de facto de los conservadores revolucionarios triunfantes. Entonces decía Gregorio, azuzado por Berrío:
+Vednos aquí con el fusil al brazo,
+esperando el «¡Descansen!» o el «¡Alerta!».
+¿Queréis la paz? Se tornará en azadas
+el hierro de las mismas bayonetas.
+No creáis que las puertas del Estado
+como otro tiempo encontraréis abiertas;
+iremos a escuchar cerca de Bosa
+si el eco del cañón como antes suena…
+Conviene recordar que en Bosa, en 1854, cuando la guerra contra Melo alzado con el poder, fue donde se cubrió de gloria el susodicho general Henao, que mandaba las fuerzas antioqueñas contra la dictadura.
+Y contra el general Henao reventaba ahora el Poeta, que era, además, su paisano de Aures o del Arma o del alto Nare. El terrible don Cerbeleón estaba indignadísimo, un día que el correo de la Villa había llegado al pueblo, porque en su valija de impresos había aportado una hojilla suelta, no mayor que la planta del pie con que la estrujaba, en que podían leerse unas cuantas estrofas de G. G. G. contra don Braulio, una de las cuales, que se me quedó en la memoria, certifica así la marca de fábrica gregorina:
+Aquí yace por siempre sepultada
+de Antioquia la infeliz Federación,
+y en el mismo sepulcro está enterrada
+del Indio la fatal reputación…
+***
+Gregorio, que era de una familia acomodada e hidalga (por lo cual llama con desenfado “Indio” al buen general Henao, que no era muy de Castilla), vino de muchacho a educarse en esta capital, de donde tuvo que regresar a sus lares montañeses por causa de enfermedad. Recuérdese que el famoso médico escocés Cheyne lo había desahuciado, interrumpiéndole unos castísimos amores unilaterales que llevaba con aquella Temilda, a quien le decía:
+¡Morir!, ¡morir!, un eco misterioso
+parece repetir estas palabras,
+que del fondo del alma en otro tiempo
+nunca, Temilda, al corazón llegaban…
+¡Adiós, Temilda… El caprichoso mundo
+ya de mi vista ocultará sus galas.
+Y el nuevo sol alumbrará un sepulcro
+y un hombre menos lo verá mañana!…
+Por ti al sepulcro desdeñado bajo,
+buscando en él la apetecida calma:
+y nunca sentiré sobre mi losa
+de tus divinos ojos ni una lágrima…
+***
+Después que se doctoró de abogado aquí, fue en Antioquia magistrado del tribunal en Medellín. Pero el Poeta, empecinado en sus ensueños vagos de artista y llevado de la dulcedumbre del no hacer nada, apenas si acaso despachaba algún expediente de litigantes demasiado afanadores o si asistía a las audiencias con sus colegas de la Corporación; de tal suerte que hubo de retirarse del puesto dejando una fama nada envidiable de somero y maganzón.
+Años después fue el litigante a su turno, en un reñidísimo pleito que había de fallar en definitiva el doctor Pascual González, célebre jurista, que figura en las cartas sobre la Antioquia de aquella época (1856) de Emiro Kastos, el gran prosista de la tierra del Maíz. Después de estar ya citadas las partes para sentencia, hubo de volver el Poeta a esta capital y demorarse por acá buenos y largos meses, sin obtener noticia del resultado de su pleito, que lo aguijoneaba más que un dolor de muelas. Al volver a Antioquia, de Salamina o de otra población del camino, le puso a su homónimo González y reemplazante en la magistratura este despacho morsiano:
+«Señor doctor Pascual González. —Magistrado. —Medellín. ¡¡Cara……cho!, ¡ni yo!!».
+***
+Viajaba alguna vez Gregorio con el grande, insigne escritor, filósofo, poeta también, criminalista incomparable, sabio químico y matemático, doctor Camilo Antonio Echeverri, amigo fervoroso del Poeta, y habiendo llegado a una posada escueta y desabastecida en aquellas montañas, querían distraer la murria y la fatiga del viaje a caballo todo el día, leyendo alguna cosa de entretenimiento, pero no hallaron ni un Catón de San Casiano, ni unos Doce pares de Francia, ni nada absolutamente. Entonces Camilo Antonio hizo abrir sus alforjas y sacó reverentemente el tomo de poesías de Gregorio Gutiérrez González, que el poeta acababa de publicar en Medellín (1869). Al verse en manos de su amigo que se disponía a leer en alta voz, el Poeta pidió y rogó afanoso que se le suprimiera aquel suplicio. Camilo, por de contado, insistió con su modo de ser autoritario, imperativo; y entonces el bardo suave y gentil del Cocuyo, dijo, sentándose resignado como para sufrir una descarga a quemarropa: «¡Leamos…, pues…, mé!».
+***
+Estando Gregorio en una tienda de Sonsón, conversando con sus amigos y matando el gusano del aburrimiento, le llamaron la atención hacia un forastero que se había colado a la tertulia, con el ímpetu de un ventarrón y la sorpresa pintada en el semblante montaraz. El entrometido quería conocer al Poeta y venía de una población lejana a satisfacer ese gustazo y ese honor. Pero al ver a Gregorio en su sencillo porte y talante, que nada tenían de ideales ni sublimes como sus versos, el hombre vaciló confuso y soltó su duda de que aquel señor fuera el Poeta de Julia:
+—Aquí me tiene, mi amigo, para servirle —dijo Gregorio—; es que en realidad, yo soy mejor para no conocido.
+¡Qué tal si ese bausán hubiera visto a Sócrates o a Leopardi…!
+***
+Gregorio dijo con modestia no fingida que él no escribía español sino antioqueño; es decir, que él no rebuscaba la frase castiza, el giro elegante, las voces poéticas, sino que se dejaba llevar de la medida y la rima y acomodaba dentro de ellas el vocabulario usual de los negocios y menesteres familiares, tales como estos son tratados por el común de las gentes con quienes el poeta se ponía en contacto. Extremó gallardamente esta libertad en su poema del Maíz, donde no aventuró ningún término técnico, ni castizo siquiera, para describir maravillosamente las cosas y personas de su tema. Él fue todo naturalidad, sencillez, emoción. Sus imágenes y comparaciones, que se desgranan en sus estrofas como mazorcas del diezmo en traje de campesino rico, salvan todos los escollos del prosaísmo, de suerte que mientras más trivial parece, es más profundo y más conmovedor:
+Y como ruedan mansas, adormidas,
+juntas las ondas en tranquila mar,
+nuestras dos existencias siempre unidas
+por el sendero de la vida van…
+Son nuestras almas místico ruido
+de dos flautas lejanas cuyo son
+en dulcísimo acorde llega unido
+de la noche callada entre el rumor…
+Cual dos suspiros que al nacer se unieron
+en un beso castísimo de amor;
+como el grato perfume que esparcieron
+flores distantes y la brisa unió…
+¿Por qué no canto? ¿Has visto a la paloma,
+que cuando asoma en el oriente el sol,
+con tierno arrullo su canción levanta
+y alegre canta
+la dulce aurora de su dulce amor?
+¿Conoces tú la flor de batatilla,
+la flor sencilla, la modesta flor?
+Así es la dicha que mi labio nombra;
+crece a la sombra,
+mas se marchita con la luz del sol…
+No hay sombras para ti. Como el cocuyo
+el genio tuyo ostenta su fanal;
+y huyendo de la luz, la luz llevando,
+sigue alumbrando
+las mismas sombras que buscando va…
+Cuelga el gulungo su oscilante nido
+de un árbol en las ramas extendidas,
+y se columpia blandamente al viento
+incensario de rústica capilla…
+Sería enfadoso copiar más. El procedimiento espontáneo del poeta de nuestras montañas es la imagen viva de la cosa o el sentimiento descrito, puestos al alcance del menos letrado de sus lectores, por medio de comparaciones tan elegantemente poéticas, que se graban en la memoria y hieren hondamente las más recónditas fibras del corazón. Y eso es ser poeta, gran poeta, más que natural, nativo, más que primitivo, prístino, casi paradisiaco, si ciertas notas amargas de su libro no nos recordaran que el eglógico Gregorio sabía también de quejas como rebeldías y de sonrisas que eran carcajadas sarcásticas…
+***
+Dolorosamente se hubiera reído el Poeta si, al despertar por un momento de su eterno sueño, le leen por la fuerza sus amadas poesías más íntimas y populares con las correcciones estúpidas que se permitió hacer en ellas don Rafael Pombo. Como muestra del tino y buena elección de las susodichas “correcciones”, sírvame la última estrofa citada atrás, del famoso gulungo, rabiamarillo, y otros varios nombres, con que en Antioquia y en todo el país se conoce a la oropéndola americana, o pájaro áureo colgante, que dice el diccionario. Describiendo Gregorio ese avechucho, entre los que hacen daño en las rozas o sementeras de maíz, dice bella y exactamente, cual ya se vio:
+Cuelga el gulungo su “oscilante” nido;
+y al señor Pombo se le ocurrió cambiar el trágico endecasílabo por este esperpento:
+¡Su nido “conoidal” cuelga el gulungo!
+Ese adjetivo conoidal, que da al lector un golpe en el tímpano y en todo el aparato intelectivo, dizque se le ocurrió al remendón atrevido porque el nido del pajarraco tiene una forma que puede medio parecerse aína, así tal vez, a la figura geométrica que los iniciados en matemáticas llaman cono… ¡Cono!, con la razón tan recóndita y peregrina para llamar así una gran bolsa colgante, que oscila al viento blandamente, como que lleva dentro el mullido nido de plumas y pajas leves, unos huevos empollando y quizá un par de gulunguitos ya prontos a salir a dañar mazorcas en la roza vecina. Por lo de bolsa que oscila llaman también en Antioquia muchilero o mochilero a este pájaro que vive y saca entre una muchila o mochila, si no mienten los cantares que se oyen del Quindío al Penderisco y al Barroso; del Nechí al San Jorge y al Atrato:
+El pájaro muchilero
+le pregunta al diostedé:
+¿Con ese pico tan largo
+cómo come sumercé…?
+Aquella roza de Guarne
+tuvo muy mal pajarero,
+se la dejaron comer
+al pájaro muchilero…
+N. B.: pajarero es el muchacho que espanta de la roza los pájaros y demás animales dañinos. Un mal pajarero es el que mal pajarea, el que descuida el sembrado y tiene terrible lucha con esos enemigos, que una glosa muy bien pergeñada enumera pata por pata, pico por pico. He aquí la cuarteta, glosada en cuatro décimas redondas, que es lo que se llama una décima de las mil que alegran las cocinas en el campo, mientras hierve la olla y se restaura el jayán que ha sudado todo el día:
+Esto dijo el pajarero
+cuando s’iba a pajarear:
+mucho daño hay en la roza
+y el patrón me va a matar…
+También debe notarse bien que entre roza y Rosa, cuando aquella está en choclo, tiernecilla, antes de secarse para cogerla, y esotra está muchacha soltera, el pueblo hace un buen juego del vocablo, con su sal y su pimienta. La Rosa de Guarne, se entiende maliciosamente de una Rosa muy linda que hubo antaño en aquel pueblo —hoy sonado por su casi aéreo tranvía— y que según fue voz y fama, tuvo muy mal pajarero y se la dejaron picar al pájaro mochilero. Aquella Rosa de Guarne sería, quizá, como aquella donosa chica de Calatayud, de que cantaban allá nuestros mayores, los que enseñaron a los de Guarne:
+Si vas a Calatayud
+pregunta por la Dolores,
+que es una chica muy guapa
+y que hace muchos favores…
+Muerta la cual, los calatayudenses mudaron la copla:
+Si vas a Calatayud
+pregunta por la María,
+que hace los mismos favores
+que la Dolores hacía…
+***
+Fortuna ha sido para Gregorio el tener un sobrino literato de tan buen gusto como lo es don Emiliano Isaza, que ha hecho ahora para este centenario una nueva edición de las poesías del vate, restableciendo el texto tal como lo hizo imprimir él mismo en 1869. Desgraciadamente en esta correcta edición faltan muchas composiciones. En La Siesta, semanario de literatura que publicábamos J. de D. Uribe y yo en 1886, comenzó a escribir Demetrio Viana, antioqueño insigne también, unos artículos muy bien hilados, en que demostraba la estolidez de las correcciones audaces; y yo también protesté desde entonces airadamente contra aquella profanación. Allí decía, y vale la pena recordarlo hoy:
+«Pero entre todos los autores que, “in ánima vili” han servido de pasto a la plaga de remendones, ninguno llevó peor parte que Gregorio Gutiérrez González. De este sí que no quedó ni la armazón. Parodiando su estrofa celebérrima, pudiéramos decirle:
+Ya no hay sombra de ti: como el gusano
+el necio insano
+en tus bellos poemas se fartó…
+y concluir con Cantú, citado por Merchán: “Mientras vive un autor, a él sólo incumbe reformar, mejorar y completar sus propias obras” y después de muerto… a ninguno. A todos estos señores de la escuela rapista recomendamos la mesura y honradez de don Rufino José Cuervo, que ni aun los yerros manifiestos de los autores que reproduce o comenta se atreve a enmendarlos. “Hago notar estas menudencias, dice hablando de Bello, como una mera curiosidad, y advierto que no he hecho corrección ningún relativa a tan ligeras y a veces necesarias infidelidades”. En las obras de Dickens han publicado sus herederos errores “ortográficos” hallados en los originales, para hacer constar la ignorancia del autor en la materia, o por respeto a su voluntad…».
+Lo más recomendable para mí, de la edición actual de don Emiliano, es el haber vuelto a poner al frente de ella (como la había puesto Gregorio mismo) la sencilla y elocuente carta de Camilo Antonio Echeverri, el amigo y férvido admirador del Poeta, carta que habían suprimido en la edición rapista de 1881. La supresión de esa carta en las poesías, había sido una mutilación sacrílega por lo irreverente. Don Emiliano dice, como con cierto acento imperioso de quien restituye a su pedestal y puesto histórico una estatua zarandeada sin respeto ni conciencia artística por un peón con vasallos: «Y óigase ante todo la palabra expresiva y férvida de Camilo Antonio Echeverri». Óigase ante todo, después de citar a Menéndez Pelayo y a Gómez Restrepo, dos cumbres. ¡Bravo, doctor Isaza!
+***
+Es imposible que yo cierre estos apuntes sobre nuestro gran poeta, sin copiar lo que de él dijo otro poeta y hombre eminentísimo, por su numen y letras, don Manuel Pombo, cuando lo visitó en su casa de Sonsón, en 1852, en su admirable relación de Viaje de Medellín a Bogotá, que se publicó aquí en 1914. Conviene retener que este don Manuel Pombo es, en mi sentir, el famoso Felipe de Gutiérrez González, héroe del tremebundo artículo como de costumbres, que escribió este para vengar a aquel de los reales o fingidos agravios que a su amor le hiciera un tiazo judiazo de los del marco de la plaza, que encocoraban también al fundador de Pereira, don Guillermo y Gamba, atrás nombrado. Don Manuel Pombo dice así:
+«En las márgenes del Aures que acabamos de dejar, el calor del sol y de la temperatura nos hacían transpirar en abundancia, y ahora el viento y las nieblas de Capiro casi nos entumecían las manos: tan rápidas así son las transiciones en este país, eminentemente montañoso. Con razón me decía mi conductor que en todas estas comarcas no había dónde amarrar un gallo sin que quedase colgando.
+Al cabo de un corto descenso llegamos a Sonsón, en donde me acogió bajo el techo paterno Gregorio Gutiérrez González.
+«Volvía a ver, en su propio hogar, en el seno de su familia, al lado de sus padres, de sus hermanas, de su esposa y del primer renuevo de su amor, al amigo a quien tanto habíamos querido en el colegio, y a quien por su organización sensible y fina, exceptuábamos quizá únicamente del régimen de ruda franqueza y de implacable burla de aquella vida retozona y atolondrada.
+«A un gran talento, a un corazón honrado, unía Gutiérrez rica imaginación, trato jovial, y cierto olvido de sí mismo, cierto recato, cierta cortedad que, como un velo de gasa, se extendía sobre sus cualidades para hacerlas más simpáticas. Era una alma apasionada, pero púdica; independiente, pero blanda; expansiva, pero discreta.
+«Gutiérrez era un buen compañero, que en todo seguía nuestra suerte y estaba sometido a nuestras comunes vicisitudes; pero sin que él se diese cuenta de ello, gozaba de un prestigio que todos acatábamos: era una ave canora que se nos había revelado desde sus primeros gorjeos, un poeta precoz, un destino en que intuitivamente presentíamos algo del Tasso.
+«En efecto, en aquella edad casi adolescente, en aquella época apenas rudimentaria, entre aquella atmósfera de inquietud y veleidad, cantar, cantar de un solo arranque Mi muerte a Matilde, Una lágrima, La desgracia, A un niño expósito, Super flumina Babylonis, Poesía, A una calavera, Al Diablo, Coquetería, Tu ramillete, Una visita, etcétera, era adelantarse a su generación, ser maestro desde el primer ensayo, tener genio, ser poeta.
+«De los claustros del colegio, de ese almácigo de donde después resulta, al trasplantarlo a la sociedad, toda especie de vegetación, desde la ortiga inútil y el manzanillo maléfico hasta el mirto sagrado y el victorioso laurel; de esos claustros de grato recuerdo, cada cual salió a cumplir su vocación, a arrostrar su suerte:
+¡Quién será de los sabios de la tierra
+el que rumbo señale a su destino!
+¡Quién a sus pasos marcará camino
+por el caos fatal del porvenir!
+«Gutiérrez regresó a su provincia y, ajeno a toda ambición, queriendo esconder la luz debajo del celemín, se acogió a la sombra de su pueblo, y a su abrigo buscó su compañera y formó su nido. Casó con la bella señorita Juliana Isaza, a quien él, siempre poeta, llamaba “Sulamita”.
+«Es hijo del Señor José Ignacio Gutiérrez y de la señora Inés González, hermana de la señora María Antonia González, madre que fue del almibarado Aranzazu (Juan de Dios). Tiene tres hermanas: la señora Carlota esposa del señor don Valerio Isaza, y las señoritas Juana y Bárbara.
+«Creo que Gutiérrez González nació en jurisdicción de La Ceja del Tambo, en 1827, y que hoy, por consiguiente, tiene veinticinco años.
+«Gutiérrez, al par del más fino trato, tuvo la condescendencia de franquearme el libro en que guarda originales sus versos. Es un bello volumen en 4.º, escrito con limpieza y adornado con viñetas de su propio puño, pues reúne al numen del poeta las manos del artista: conservo un primoroso utensilio, obra de talla suya, que me regaló para memoria de la visita que le hice.
+«Para los dos, sus versos tenían doble interés, nos retrotraían a épocas pasadas, embellecidas ya por el recuerdo: así era que a cada estrofa venía un comento, ya repasando un suceso, ya evocando un amigo; tan pronto entristeciéndonos con las amarguras, como riendo con las alegrías de entonces. Y como reflexionábamos que cuando esto hacíamos empezábamos a vivir, los acontecimientos estaban aún recientes y los amigos iniciaban apenas su destino, comprendíamos cuánto aumentaría de valor todo esto cuando el tiempo pusiese su sello definitivo sobre los resultados de los hechos y la suerte de los hombres…
+«¡Con razón, decíamos, que los viejos echen tanto de menos sus mocedades! ¡Con razón que les parezca tan insulsa y descolorida la realidad del presente, viendo el pasado al través del prisma de los recuerdos!
+«¿Y nosotros llegaremos a ese estado? ¿Alcanzaremos la madurez? Si hasta allá vamos, ¿por cuántas averías, por cuántos desengaños tendremos que pasar?
+«De eso no hablemos, decía Gutiérrez, esos son romanticismos; se alquila la casa con sus goteras…».
+***
+¿Que a Gutiérrez González le faltaba cultura, que no era un fino letrado conocedor de los secretos de la lengua y de la rima? Sí. Tengo la pena de convenir en ello, porque yo pienso como Théophile Gautier en el prólogo admirable que les puso a las poesías de Charles Baudelaire (poesías «de una forma doctísima y curiosamente trabajadas», que lo han llevado a la inmortalidad por su acabada perfección), que el todo del verso está en la forma y que hay un lenguaje poético especial, y principios, reglas y procedimientos para la obra poética, que el artífice debe conocer y de que, conociéndolos, puede sacar ventajas muy apreciables. Sin duda alguna la vena poética de Gregorio, su exquisita sensibilidad, dirigidas por un criterio literario menos condescendiente, más exigente de la rima sabia y el giro rigurosamente castizo, habría dejado a la posteridad un bloque de belleza más austera y serena, más sugerente y educativa, más universal, en fin. Los versos de Gregorio que hoy andan en boca de todos, son precisamente aquellos en que el más refinado buen gusto y la más rica rima sirvieron de molde a la idea más noble, sutil y sabiamente envuelta en una forma impecable.
+Algunos aventureros de la literatura, panfletarios menesterosos u oradores de ocasión y paso enseñado, han pretendido entre nosotros fundar la escuela de Beocia, ruda, sin gracia, sin sintaxis ni régimen y concordancia, sin gramática que ellos dicen, sin trabajo, porque no tuvieron tiempo ni escuela hogareña dónde aprender nada y escriben por ahí sus pataratas para el gran público rumiante, único al bajo nivel de tales corsarios, cuya fama humillante morirá antes que su ficha antropométrica y las plebeyas ediciones de su pornografía en jerigonza y sus catilinarias en germanía. A esa escuela de jornaleros chambones de la pluma se les ha recordado mil veces que la Belleza tiene sus líneas geométricas y su expresión científica en el idioma que la sirve de vehículo y la fija y la plasma para la inmortalidad; que nada mal escrito puede sobrevivir al ruidajo de su altisonante aparición; que ciertas reputaciones anfibias más descrédito dan que no alabanzas merecidas; pero ello es predicar en desierto. La desvergüenza suple al estudio y el aplauso de la plebe ignara satisface a los que se parecen a ella y que por más que pretendan ser unidades siempre serán turba.
+Volviendo a nuestro poeta inmortal, pues lo dicho para los hombres de la prosa no toca con él, y como una enseñanza para los jóvenes principiantes (si los jóvenes de ahora no son todos acabantes), quiero copiar aquí unas palabras de Eça de Queiroz, el gran novelista lusitano, artista de perfección que a bruma, y que tomo de una de sus cartas a un amigo, gran literato también, pero sin duda, descuidado o desconocedor de las reglas, que reza así:
+«Mis parabienes por su trabajo sobre don Sebastián. Ninguno más bello, más patriótico, ni más poético. Pero perfeccione la forma. ¡Pula, cincele, cristalice! No se deje llevar por las teorías abominables del amigo Oliveira Martins sobre “la sinceridad de la emoción” (la escuela de la Beocia). El sentimiento más artificial puesto en un verso de factura maravillosa, es una obra de arte; en tanto que el grito más verdadero de pasión en un torpe alejandrino, es una vulgaridad insulsa. Sólo hay Belleza donde hay Orden. ¡Pula su forma!».
+Orden, armonía, ritmo, mesura, proporciones, acentos, cesura, rima, metro… palabras sin sentido para los pretendidos poetastros de estos tiempos, que fabrican unas escaleras de ripios enteleridos y los bautizan de poemas muy orondos. Ya no necesitan ni escribir, cosa que les haría subir los colores a la cara “al ver” sus páginas de dislates: le dictan al linotipista, lo mismo un poema de cuatro renglones que otro de cuatro mil…
+Gregorio, que no escribía en español sino en antioqueño, como él dijo por chanza y llevado de su indolencia dejativa, tampoco sabía lenguas extrañas ningunas. Mi amigo don Carlos Latorre, comerciante muy leído y viajado, del marco de la plaza de Medellín, me contaba (y era hombre de una veracidad escrupulosa) que él le hizo conocer al dulce Antíoco (seudónimo que usó Gregorio mucho tiempo) las poesías de Byron, de las cuales le tradujo algunas hermosísimas, que Gregorio puso en versos castellanos tan perfectos como los quería de Queiroz. La lágrima, el Canto a Grecia, y muchas otras fueron vertidas así del francés o del inglés, de un modo inrivalizable. Compárese, por ejemplo, la traducción del Canto a Grecia de Gregorio, con la que luego hizo el profundo conocedor de la lengua inglesa, César Conto, y se verá que es mucho mejor la del primero. Sin duda viene aquí aquello de Larra: para traducir a un poeta se necesita ser tan poeta como él o más si se puede. Y Gutiérrez era cien veces más poeta que Conto, en el sentido de poeta lírico, sentimental, sagrado. Conto era un admirable repentista, un poeta jocoso apenas superado entre nosotros por Joaquín Pablo Posada. Era más indicado para traducir a Byron Gregorio que César. Gregorio rico hubiera sido un Byron. Pero, así y todo como él fue, quizá no tenemos en Colombia otra gloria poética mayor que la suya, más universalmente conocida y más hondamente apreciada. El siglo que hoy cumple esa gloria es apenas modesto pórtico de años para el templo que a su fama imperecedera levantarán los siglos por venir.
+En este día glorioso, saludo conmovido su risueña cuna en La Ceja, el más bello y poético valle de Antioquia; a Sonsón, donde el poeta se casó y vivió lo más felices años de su vida, porque en aquel otro vallecico todo respira felicidad, y a mi tierra toda donde se adora a la santa trinidad gregorina —«¡salve frisoles, mazamorra, arepa!»— que en este día honra con altares dignos de su afecto a su genial poeta.
+Bogotá, 9 de mayo de 1926
+Ayer se inauguró la estatua de don Rufino J. Cuervo, en la plazoleta de San Carlos, calle 10.a frente al templo del mismo nombre, que ahora llaman de San Ignacio, quitando ese recuerdo al gran Rey don Carlos III, el único Borbón de España que fuera digno de nuestra gratitud en varios sentidos. La estatua es pésima como todos los moharrachos que artistas adocenados franceses confeccionan sobre medida y por el precio de tanto para estos países. Si el arte nacional no se estimula, que se encarguen nuestros bronces y mármoles a la tierra de ellos, Italia. El autor de las Apuntaciones sobre el lenguaje bogotano, que se convirtieron en las últimas ediciones en apuntaciones sobre todo el lenguaje español, dormirá bien en ese rinconcito tranquilo de nuestra villa, pues al pasar la Cámara de representantes del Salón de Grados, donde está hoy, al Capitolio, quedará libre de pedreas y garroteras, si el futuro nos las guarda todavía, gracias al sistema de legislar que conservamos aún, de compañía los elegidos del pueblo con todos los vagos y malcriados que forman en Bogotá lo que en otros países son las barras respetuosas, que asisten como en misa a las sesiones del Congreso. El doctor Gómez Restrepo, de los pocos literatos de verdad que nos quedan, y el historiador Posada, hicieron el elogio del señor Cuervo, de fama universal, y cuyo testamento fue un ejemplo de benevolencia y amor a su ciudad natal. Queda allí su estatua junto a los libros de su Biblioteca, que donó al Estado y en la misma calle por donde pasaba a misa todos los días, cuando nosotros lo conocimos en 1877, como que vivía un poco más arriba, hacia Oriente, donde compartía su tiempo en el estudio de la Lengua madre y en la fabricación de la primera cerveza tolerable que se bebió en la tierra de la chicha, o fácora, como la llamaba el Padre León, también de grata memoria por Egipto, La Peña, Santa Bárbara y Las Cruces. La filología comparada, que Cuervo cultivó con alta sabiduría, es una ciencia profunda que ayuda a muchas otras a rastrear los orígenes del hombre y las nacionalidades. Limpiar, purificar y expurgar el idioma, para conservarle su unidad indispensable como vehículo de las ideas en los veinte pueblos que tenemos la fortuna de servirnos del castellano, es obra meritoria, en que Cuervo excedió a todo otro español, si exceptuamos a Bello, cuya Gramática —anotada, explicada y comentada por Cuervo— es un monumento que descuella en el lenguaje como los Andes en los sistemas orográficos del mundo. En la irrupción anglogabachense a que estamos abocados, estos diques que levantan los Cuervos, Caros, Bellos, Baralts, etcétera, son de suma utilidad. Por eso debe honrarse a esos hombres y con ellos acudir a la propagación y defensa del buen hablar y del correcto escribir. Escritores agabachados, gerundianos, apestados de la lengua, tartamudos del decir, encalabrinados en jerga y avecindados en Babel, deben ser proscritos de la atención pública como corruptores de la más noble argamasa que nos junta, asimila y envalentona para las alianzas y pugnas del porvenir. Es bello ver y leer en nuestro Diario oficial, en puro español, las notas de Cuba, de Argentina, de Chile, de México, Santo Domingo y Paraguay. ¿Qué sería de nuestras cancillerías el día que tuviéramos que traducirnos a latín o a esperanto los diferentes dialectos y las plebeyas germanías a que hubiésemos dejado caer el habla de Moratín, del Príncipe de la Paz y el Conde de Toreno? Si la gramática enseña a hablar y a escribir conforme al uso de la gente educada, ¿quién querrá tomar cartas en el juego de la hez humana hablando como ella? Si no se puede pensar sin palabras, ni se puede escribir o perorar sin haber pensado, y la oración se forma de juicios expresados con vocablos, en relaciones siempre existentes entre sujetos y atributos, en un tiempo y un modo determinados, el que no sepa de eso, ¿qué diablos va a escribir, ni a perorar, ni a coordinar, ni a embellecer, ni a sublimar? Los gansos del Capitolio que en la historia romana son símbolo y realidad de vigilancia contra el enemigo, personifican en nuestras democracias a esos hombres cuidadosos que velan por la indeficiente perpetuidad del nervio de las naciones, de su íntimo estambre, de eso que cuando se rompe, se debilita o se degrada, ya indicó que la nacionalidad toca a su fin y que otra lengua, otros resortes mentales y sentimentales se aposentan y ejercen la devastación allí donde la lengua primitiva enantes imperara. No se pudre —en las naciones— primero la carne que el espíritu; este pierde sus blancas alas cuando ya bastardeó la lengua que le dio su calidad, lo recogió en pueblo, lo infundió en historia, lo eternizó en baladas y leyendas y lo armó caballero en la sociedad y orden de la humanidad. El Diccionario de régimen y concordancia de la lengua castellana enseña a construir, a ordenar las palabras con que se representan las ideas y cómo dependen unas de otras y se sostienen y apoyan entre sí para que esas ideas y pensamientos puedan expresarse con ilación, concatenación y subordinación; de modo que produzcan en el que las oye o las lee la sensación de la comprensión, de la claridad, de la sencillez, y por consiguiente de la persuasión, de la creencia, de la convicción, de la emoción y el entusiasmo y del arrebato heroico. Los que vengan a Bogotá y admiren ese soberbio Capitolio que Reed y Mosquera y Reyes y Restrepo y Araújo han plantado allí —y que Concha se dará el lujo de ponerle la última mano y consagrarlo como emblema de nuestra nacionalidad compenetrada, sólida, segura, unida, libre y próspera— que busquen también en la estatua de Cuervo, por ahí debajo de su silla, aquel otro Capitolio de la Lengua Castellana: su Diccionario, ese monumento espiritual, que desafía a las edades, con más confianza que los mármoles y bloques de esotro. Loor, pues, a este artífice paciente de una gloria apacible. Bolívar, el orador más elocuente, el escritor más pomposo y robusto de nuestra magna Epopeya, se regocijará de que le acompañe a corta distancia ese Filólogo, ese Gramático, ese espíritu sutil y transparente de las Apuntaciones, que con las cadenas rotas de la vieja España negrera e inquisidora que se fue de aquí, formó un haz de lazos fabladores para atar por siempre —cual conviene a destinos imperecederos— las hijas bien educadas a la madre educadora.
+1En este año de 1928 dio a la estampa nuestro novelista su grande obra sobre la minería de oro corrido en Antioquia, con el título de La marquesa de Yolombó, que ha sido muy merecidamente alabada por la crítica. Nosotros la hemos hallado simplemente magnífica. Y no es la última de este sazonado ingenio (Nota del autor).
+2Años después, traduciendo las Narraciones épicas de Cooppée, al verter Las dos tumbas, la del guerrero que nada en sangre y la del poeta que duerme entre rosas, recordamos esta visita de los militares caucanos a la tumba de Gregorio:
+El que asoló a la India y a la Persia,
+divino Tamerlán, que, cual rebaños
+que dispersa el león, miró los pueblos
+presurosos huir ante sus hordas;
+ese divino Tamerlán, tenía
+el culto de las tumbas. Si ya ufanos
+entraban sus mongoles por las brechas
+de alguna gran ciudad; cuando segaban
+a la vil población cual mies madura;
+cuando habían levantado arcos de triunfo
+con cabezas cortadas y cal viva,
+pasaba Tamerlán en su caballo
+(sin dignarse mirar la horrible escena),
+dominado de graves pensamientos
+y al cementerio penetraba solo:
+allí vagaba en medio de las tumbas,
+y si encontraba la de algún poeta
+o guerrero o imán o abuelo suyo
+célebres ya por gloria o por hazañas,
+como el divino Tamerlán tuviese
+la fúnebre piedad de los que saben
+que de morir habrán, se descubría
+inclinando la frente en los sepulcros… (Nota del autor).