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Adán Farías
DISEÑO GRÁFICO Y EDITORIAL
ISBN:
978-958-8827-90-2 (e-book)
Bogotá D. C., diciembre de 2015
Primera edición: Imprenta de Silvestre & Compañía, Bogotá, 1886
Presentación: © Carmen Elisa Acosta
Licencia Creative Commons:
Atribución-NoComercial-Compartirigual,
2.5 Colombia. Se puede consultar en:
+Tránsito es una historia de amor que no llega a un final feliz. El lector recuerda los amores imposibles en María (1867) de Jorge Isaacs, Dolores (1867) de Soledad Acosta, y posteriormente Aura o las violetas (1889) de José María Vargas Vila, De sobremesa (1896-1925) de José Asunción Silva y la más reciente Rosario tijeras de Jorge Franco (1999). En todas estas novelas, que tienen en su mayoría como título el nombre de una mujer, el lector puede encontrar cómo el amor incumplido y la muerte son el eje central de los relatos, y una forma de expresar una propuesta social. Entre todas, será Manuela (1858) de Eugenio Díaz la novela que se emparente más con Tránsito por su relación con el campo, con los paisajes de la región y con la construcción de un personaje femenino que por su belleza, naturalidad y rebeldía permite encontrar expresiones del pasado nacional. Estos personajes femeninos probablemente creen en el lector asombro y deseos de indagar por él y los factores que contribuyeron a la consolidación de la nación y de esta manera renovar su mirada sobre el presente.
+Luis Segundo de Silvestre (1838-1887), como ocurría regularmente con los escritores de su siglo, participó de la vida pública además de como literato, como periodista y como político. Tomó parte en contiendas militares, como la Guerra Civil de 1876, y en cargos públicos que lo hicieron estar al lado de presidentes como Mariano Ospina Rodríguez y fue nombrado magistrado de la Corte Suprema Nacional, magistrado en el Tribunal Supremo del Tolima, entre otros compromisos de importancia tanto regional como nacional. Escribía bajo el nombre propio o los seudónimos de «Aldaña», «González Cortina», «H. P. de P.», y «Hernando Pérez del Pulgar», entre otros, que lo vinculaban a la tradición española y nacional. Fue así como realizó una amplia producción como redactor y como fundador y editor en publicaciones periódicas como La Patria, El Orden, La República y el Papel Periódico Ilustrado. Entre sus escritos se encuentran los cuentos «Un par de pichones» y la novela histórica ¿Por qué no tengo patillas?, que dan continuidad a la tradición de los cuadros de costumbres, además de la biografía del general Manuel Briceño y como ya se dijo varios artículos de prensa.
+Como es usual durante el siglo XIX, en la mayoría de las novelas pueden identificarse algunos rasgos autobiográficos. Es probable que Luis Segundo de Silvestre viviera al menos transitoriamente en los lugares en los que transcurre el relato. Cuando joven viajaba con su padre, quien fue comerciante de tabaco, recorriendo lugares como Ambalema, Girardot, Saldaña y Coello, a los que años después retornó como político y por medio de la escritura literaria.
+También es posible identificar al autor con los dos personajes que enmarcan la historia y que introducen la novela1. Uno es adulto, pertenece a la élite política, se desempeña como congresista y recibe el manuscrito para su publicación; el otro es un poco más joven y ha vivido la historia de amor años atrás, la escribe para la posteridad y la entrega al hombre mayor. «Para que dentro de un siglo se conozcan los usos de estos tiempos». Los dos son viajeros que recorren con frecuencia desde Bogotá las zonas tabacaleras del centro del país. La novela se apropia así de una tradición literaria en la que en apariencia el autor presenta o transcribe la historia de otro, la que ha encontrado en un mercado o en un baúl, o la que surge, como en este caso del diálogo que se da con un desconocido, también viajero, quien relata con nostalgia y una tristeza que ha cambiado su rostro por años, la historia «de una persona a quien he querido después de muerta». Este diálogo inicial, entre los dos hombres, apela al lector y lo invita a adentrarse en historias nuevas, tragedias que cambian la vida, y que surgen del recuerdo.
+Así, Tránsito se presenta como una novela que transita por una región que es recordada entre los campos de Tolima y Cundinamarca, y en la que ha transcurrido una historia privada, la tragedia del amor imposible. Es la travesía de una joven campesina, que ha sido acosada sexualmente por hombres que pertenecen a una clase social diferente a la de ella. Urbano, el que sin duda por su nombre da cuenta de su origen citadino, no limita su persecución a «sus chocanterías» sino que ante su rechazo expulsa a su familia de sus tierras y la conduce al desplazamiento, con las demás mujeres y a la prisión de su padre. Don Antonio, también dueño de las tierras y los cultivos del tabaco la asedia y por su rechazo nuevamente se encuentra expulsada huyendo.
+Esta situación contrasta con la relación que establece Tránsito con Andrés, de quien se enamora en un amor imposible por su diferencia social. Ella es una trabajadora del campo, «una cinturera», que como el autor señala en una nota, es un tipo de mujer que se distingue por su indumentaria de enaguas, camisa blanca con arandelas, un sombrero diminuto, y es alegre, desenvuelta de maneras y dicharachera. Él trabaja con su tío en el comercio del tabaco. Es bogotano, blanco, joven de «líneas puras y angulosas», preocupado por sus modales y trajes, tanto así que sufre vergüenza cuando se ve obligado a vestir alpargatas y sombrero de caña.
+La mujer como eje de la obra es el pretexto para mostrar las contradicciones de una sociedad que se sostiene en la apariencia, en la falsedad de las normas, pero que a la vez, no logra producir una crítica total de ellas al sostener los principios conservadores centrados en los valores y la moral católica. Esta será una de las contradicciones expuestas en la novela. Las diferencias sociales saltan a la vista, si bien son exhibidas en la violencia de los hombres dueños de las tierras frente a la campesina. De igual manera se plantea la distancia social como una barrera frente al amor al que aspira Tránsito y las dificultades que enfrentan los dos jóvenes cuando quieren comunicarse, si se tiene en cuenta las convenciones que implica el diálogo entre un hombre y una mujer de clases sociales diferentes2.
+Este hecho es respaldado por los refranes que introducen los capítulos, con lo que el autor asume la tradición hispánica, a la vez que las diferentes formas en las que se presenta la oralidad campesina y la burla que frente a las creencias populares como el Mohán y el Indio Brujo, el Poira que vive en el cerro de Pacandé —descritas de manera detallada—, realiza el joven citadino. Pero sin duda alguna la mayor muestra de diferenciación social está dada por la necesidad de parte del joven bogotano de esconder, hasta para sí mismo y quizá ahí está su gran tragedia, el amor que comienza a sentir por la joven. En varias oportunidades recuerda que su tío le ha dicho que ese tipo de mujeres son «peligrosas»3.
+Tránsito es la mujer que se asimila a la naturaleza. Ella habita el campo y no requiere mediaciones para relacionarse con las personas que la rodean, porque no finge y es directa. Comparte con los demás campesinos un mundo que no es racional, que se expresa y comprende en la oralidad de mitos y leyendas. Ella es natural y en su tierra tiene el encuentro con el amado y después de una vida trágica lucha por la felicidad. A la vez es él, el bogotano, el que viene de la ciudad, el que describe los paisajes de una nación, que posterior a la Independencia de España, merece ser contada para aquellos que, como nosotros los lectores del futuro, no debemos desconocer su belleza y diversidad. «… Aconsejo a los que tengan gusto por los bellos paisajes, que no se mueran sin visitar las bocas del Saldaña». Los personajes se detienen a contemplar el paisaje, entre las montañas y el río. Los extranjeros y los jóvenes que visitan las tierras calientes permiten al narrador en pequeños cuadros, en comparación con lo que ocurre en la ciudad, describir los habitantes que allí encuentran, sus costumbres, sus bailes —en especial el bambuco—, los trajes y las relaciones entre los administradores de las tabacaleras y los trabajadores. Como señalé, Tránsito plantea desde varios aspectos la idea del desplazamiento de un lugar a otro, el viaje por el río Magdalena, por las montañas del departamento del Tolima, el tránsito entre la vida y la muerte; con el lector se desplazará por el trabajo, el beneficio, la explotación y el comercio del tabaco.
+La ciudad describe al campo desde la literatura. Es el final del siglo en el que la modernización pone el énfasis aún mayor en las ciudades y se ratifica el poder de Bogotá como centro administrativo, político y militar. Debe recordarse que la obra se publicó en 1886, en la imprenta del autor, el mismo año que bajo la dirección de Rafael Núñez se firmó la Constitución Política que regiría a Colombia hasta finalizar el siglo siguiente, en 1991. El pensamiento regenerador está fundamentado en los preceptos de la Iglesia Católica y en un proyecto nacional centralizado y homogéneo.
+En este sentido Tránsito puede leerse como la expresión de una de las grandes contradicciones de la historia nacional: por una parte la presentación, casi que denuncia, de la tragedia de la vida subordinada de los campesinos frente a los propietarios de las tierras. Al igual su sometimiento a las desigualdades sociales, frente a las tensiones que les exigen las formas de vida y el poder que provienen de la ciudad. Por otra parte, la preeminencia y ratificación de estos últimos a partir de las diferencias de clase y los valores católicos y conservadores.
+Como novela de finales del siglo XIX permite volver la mirada sobre las regiones como lugares privilegiados por sus recursos naturales y los valores de sus habitantes. En este último hecho el lector encuentra una memoria portadora de representaciones y símbolos que llevan a pensar en nuevas formas de convivencia nacional en una diferente dimensión social a la que ha optado la historia nacional. En circunstancias históricas como las actuales, en las que emergen discursos renovados sobre las relaciones entre los centros y las periferias, la identidad y el multiculturalismo, es importante para los lectores reconocer las tradiciones que se han tejido sobre las regiones, sus contradicciones y participar así de la memoria individual y colectiva y del encuentro de las múltiples identidades del territorio y el paisaje.
+CARMEN ELISA ACOSTA PEÑALOZA
+Señor general en jefe D. Manuel Casabianca4
+Mi querido amigo.Cumplo mi oferta hecha a usted ahorados años en Santa Lucía, el día en que ensayó usted en su ingenio de azúcar lacentrífuga; y en esta obrilla, que le dedico,no vea usted sino el cariño deSu afectísimo amigo,
+LUIS S. DE SILVESTRE
+Bogotá, agosto de 1886
+Es muy natural que el lector quiera saber de dónde saqué la historia que le voy a referir.
+Espiraba el año de… 1875, iba a decir año de gracia, pero me arrepiento, porque aquel, maldita la gracia que me hizo; y puedo decir que estaba en su último bostezo, pues era, ni más ni menos, el 31 de diciembre.
+Mi amigo M. S. y yo íbamos camino del Guamo, capital a la sazón del entonces Estado soberano del Tolima y asiento de su gobierno; y no se crea que en esto hay redundancia, pues épocas ha habido en que el gobierno resida en otras poblaciones que no son la capital titular.
+M. S. iba a veranear, y yo a tomar posesión de mi puesto de Magistrado del Tribunal Superior de Justicia, nombramiento con que me había agraciado el Gobierno del Tolima.
+Ese día que, como dejó dicho, era el último del año, ameneciónos en Girardot, pueblecillo situado sobre la banda oriental del río Magdalena, frontera entre Cundinamarca y el Tolima. A la madrugada llamé a mi compañero de viaje, mas no pude reducirlo a que se levantara antes de que entrase la luz del sol; y a fe que tenía razón, porque no abrigaba él mucha confianza en mi práctica de los caminos: sabía que emprenderíamos marcha por una llanura cruzada de sendas; y quería que todo el mundo estuviese levantado para ir preguntando si íbamos bien al término de nuestro viaje.
+También hallo muy natural que el lector quiera saber por qué tenía razón mi amigo, y voy a referírselo.
+Dos días antes, al despertar en La Mesa de Juan Díaz, muy temprano, antes de aclarar entablamos el diálogo siguiente:
+—Arriba, amigo, es hora de marchar.
+—¿Qué hora es? —me preguntó.
+—Las cuatro.
+—Es muy temprano, está muy oscuro y podemos perder el camino, esperemos a que aclare —díjome, se volvió y empezó a roncar.
+Me acerqué a su cama y lo sacudí.
+—Vea usted que el sol de verano pica mucho, levántese.
+—Ya verá que nos perdemos. ¡Qué ocurrencia ir a caminar a oscuras!
+—Aunque quisiéramos perdernos de aquí a Anapoima, no podríamos: el camino es ancho y no hay más que uno.
+Dio dos o tres bostezos, estiró los brazos y al fin se puso de pie.
+Cuando cabalgamos en nuestras mulas todavía estaba oscuro; mas, al llegar al sitio que llaman «El Tigre», como a una milla de La Mesa ya empezaba a aclarar.
+Los nevados de la cordillera Central se divisaban desde allí como enormes masas de plata brillante destacadas sobre un fondo azul magnífico.
+—¿No vale esto la pena de levantarse temprano? —pregunté a M. S. señalándole los nevados.
+—Ya lo creo —me contestó.
+Seguimos nuestro camino contemplando el Tolima y el Santa Isabel, y así caminamos como dos horas en silencio, hasta que topamos con una puerta. En aquel momento salí de mi distracción y comprendí que íbamos perdidos.
+—Este no es el camino —dije a mi amigo.
+—He aquí lo que yo me temía —me contestó.
+Abrimos la puerta, llegamos a una casita de campo y preguntamos a una mujer:
+—¿Para dónde va este camino?
+—Para San Javier —nos contestó.
+—¿Y por aquí podremos salir a Anapoima?
+— Sí, señor, si los dueños de tierras los dejan pasar.
+—¿Y estarán por ahí para pedirles permiso?
+—El dueño de San Javier sí está; pero quién sabe si los de las otras posesiones estarán.
+—De modo que la cosa es problemática —dijo M. S.
+—Mucho —le contesté.
+—Entonces volvámonos.
+—Volvámonos —le dije; y a la casera—: adiós, patrona, muchas gracias.
+—Dios los lleve con bien —nos contestó.
+Pusimos las mulas a gran trote y en otras dos horas llegamos a dos millas de La Mesa. M. S. tenía ganas de almorzar; pero yo sólo cólera de ver mi torpeza, y así hube de rechazar la propuesta de mi amigo de ir a almorzar a la población.
+Figurábame yo lo que dirían al saber que nos habíamos perdido: habríamos sentado plaza de sonámbulos, y poca gracia me hacía aquello.
+¡Perderse uno de La Mesa a Anapoima! Es lo mismo que desorientarse en las calles del pueblo natal.
+—Nada, nada —le dije—, piquemos, y a almorzar a Anapoima.
+Él no había andado por aquel camino; y se le figuró que tras una hora más de marcha llegaríamos a almorzar, y se resignó porque es el hombre del mejor carácter imaginable, a pesar de las apariencias contrarias.
+A las dos de la tarde almorzamos. Desde ese día, M. S. iba preguntando en todas las casas del camino si íbamos bien para Girardot. Las gentes nos contestaban asombradas, creyéndonos ingleses, que sí, y nos hablaban a gritos, como si no les entendiésemos. Las grandes botas charoladas, los espolines y el largo Schmith & Wesson de frontera, que tiraba a carabina, de M. S., contribuían mucho a que nos creyesen extranjeros.
+Ya ve el lector que mi amigo tenía razón, o por lo menos pretexto, para no levantarse temprano.
+Serían las seis de la mañana cuando logré reducirlo a que dejara la hamaca.
+Otra de las reglas de M. S. es no emprender marcha en ayunas. En esto también creo que tiene razón, porque el día en que nos perdimos nos tocó el desayuno dos horas después del medio día.
+Empezábamos a desayunarnos en Girardot el último día del año 1875, cuando llegó a nuestra posada un caballero bien montado en una buena mula. Representaba como cuarenta años, y su tipo era cervantino neto: cara huesosa, facciones notables de líneas puras y angulosa.
+Como ni M. S. ni yo hemos ido a Europa, no tuvimos necesidad de presentación previa para entrar en conversación con aquel caballero, quien se ofreció a ser nuestro compañero de viaje hasta el Espinal. Agradable fue mi sorpresa al reconocer en el recién llegado a un antiguo compañero de colegio.
+No poco se tranquilizó mi amigo a quien tenía preocupado la idea de que a mi mula se le antojase coger por donde le diese la gana y extraviarnos en el llano. Preguntóle si él conocía el camino, y como le asegurase que tanto como sus manos, replicóle:
+—Pero supongo que no serán sus conocimientos en materia de caminos como los del señor —le dijo mostrándome; y hubo de contarle lo del camino de Anapoima, de que no poco reímos todos.
+Al concluir la historia, el caballero le dijo que cada seis meses atravesaba ese camino, y que era natural que lo conociese, mayormente habiendo pasado en la comarca sus mocedades.
+—Pero el señor —le dijo M. S.—, según me ha referido, también las pasó por aquí, y ya ve usted que bien poco le sirvió eso.
+—Es usted implacable —le dije.
+—Como los manes de Aquiles6 —contestóme M. S.
+Emprendimos marcha los tres, atravesando el río por el paso de Flandes y pusimos las mulas al trote, que ellas acompasaban con las orejas. Ganas nos daban de galopar al ver aquella llanura tan nivelada, pero el caballero que nos acompañaba nos aconsejó que no hiciésemos tal si queríamos tener en qué llegar.
+Nuestro compañero de viaje nos llevó entretenidos con su agradable conversación. Empezó por hacernos notar que la configuración del terreno indicaba que aquella parte del valle del Magdalena había sido un antiguo lago encerrado entre las vertientes de las cordilleras Central y Oriental de los Andes, cuyas aguas, con las de otros lagos superiores y sucesivos se habían recogido en un cauce, formando el gran río. Nos mostró en los contrafuertes de la cordillera Oriental las señales del oleaje de las aguas marcado en los flancos de la serranía; y después el portillo por donde pasa el Magdalena, estrechado entre el contrafuerte de la cordillera Oriental que va a morir en él, en el cerro de La Culebra y el de la cordillera Central en que se recuesta el pueblecito de Coello. Veíamos un anchísimo círculo limitado por la línea azul de las cordilleras, y allá, a lo lejos, perderse entre las nubes las crestas y picos nevados de la Central, que al decir de nuestro compañero de viaje, habían vomitado arenas volcánicas sobre la llanura, probablemente en una época posterior al desagüe del lago.
+La vegetación que nos rodeaba era espléndida, vegetación tropical con todo su lujo y robustez. Caminábamos sobre una verde alfombra de gramíneas y por entre bosquecitos de lo más pintoresco imaginable; a lo lejos veíamos los rebaños de ganado mayor acogiéndose a la sombra de los árboles para favorecerse del sol; y más allá, entre neblinas, árboles, palmeras y habitaciones rurales de aspecto agradable.
+Aquella parte de la llanura es muy poblada, tanto, que si damos crédito a lo que nos refirieron, la hacienda de Santana, cuyo territorio íbamos pisando, tiene más de ochocientos arrendatarios o cabezas de familias, y se extiende por muchas leguas.
+Hablábamos nuestro compañero Andrés, pues tal era su nombre, de lo indefinible de la raza que puebla la comarca, mezcla confusa de todas las conocidas sobre el haz de la tierra, pero que conserva pronunciadísimos rasgos de la mongólica, y algunos de la africana, sin que por esto falten tipos de raza blanca pura.
+Hombres y mujeres, todos nos parecían —por su aspecto sano, robusto y contento— felices en medio de su pobreza; y esto lo atribuía nuestro compañero a las facilidades que hay para la vida en una comarca tan feraz7, en donde con sembrar una platanera y tener una red de pescar, basta para vivir sin gran trabajo, lo que les da cierto espíritu de independencia indolente, pero no hasta el punto de sumirlos completamente en la pereza y el abandono, porque no desdeñan las faenas varoniles, y son, por el contrario, muy buenos jinetes, domadores de ganado salvaje, expertos en el manejo de las embarcaciones, nadadores y andarines a pie, pero no tan aficionados al trabajo como es fama que son los antioqueños; gustan mucho del descanso y hacen trabajar a sus mujeres sin cesar, en términos que para ellas es un hábito lo que para los hombres una especie de solaz. La vida fácil los mantiene siempre de buen humor, cuando no han bebido con exceso, pues entonces se tornan iracundos e intratables; y son decidores y dispuestos siempre a la broma y al bureo8. En la guerra no hay soldados mejores, porque reúnen a la resistencia de los indios de la sabana de Bogotá y de Tunja, la inteligencia y la iniciativa que falta a estos; y su educación física los hace aptos para la profesión de las armas, pero también les da gran facilidad para desertar de sus banderas, cuando la causa que defienden no es la de sus simpatías, pues todos tienen sus opiniones propias.
+Andrés me dijo, para hacerme patente la verdad de sus observaciones sobre lo predispuestos que están siempre a la broma, que dirigiera una chanza al primero que se presentara, y que vería que me contestaba pronto y con agudeza, siempre que la entendiera como tal.
+Propúseme hacerlo así por pasatiempo, y a poco andar encontramos una muchachona fea y muy morena, que cabalgaba a la jineta, es decir, a horcajadas sobre un caballejo de andadura, bastante gordo, pero que no tenía sino una sola oreja y la otra achicharrada, accidente frecuentísimo en aquellas tierras en que las garrapatas devoran las orejas de los caballos. Al verla, parecióme un mameluco con pantalón bombacho azul y con caftán9 encarnado. Cuando nos acercamos le dije:
+—Adiós, mi hija.
+Miróme sorprendida y contestó entre dientes:
+—¡Eco chay! —interjección que manifiesta repugnancia; pero cayendo en la cuenta de que trataba de chancearme con ella, me contestó con desenfado:
+—Adiós, papá —y siguió su camino como si tal.
+Pocas cuadras antes de llegar a la quebrada de Santana, nos alcanzó D. Manuel Laverde, quien venía montado en un buen caballo, luciendo su delgada figura en cuerpo gentil y vestido con un pantalón blanco, botas amarillas, guantes del mismo color, casco de fieltro a la americana y en camisa y sin corbata. Acompañábale un vaquero montado al uso del país en una silla sin forro, de cuyo arzón colgaba un enorme rejo de enlazar envuelto en chipas tan grandes, que casi llegaban a la rodilla del caballo.
+D. Manuel era muy amable y culto. Riñónos por no habernos detenido en su casa de Flandes, y poco tardó en trabar conversación con M. S., con quien tenía más relaciones de amistad que conmigo.
+Por mi parte seguí departiendo con Andrés, quien perdió su locuacidad cuando nos acercábamos a la quebrada. Notélo triste y meditabundo, y aunque hacía esfuerzos para seguir la conversación conmigo, se distraía a las veces. Hube de dejarlo sumido en sus pensamientos. Pocos pasos antes de atravesar el cauce de la quebrada se dirigió, sin decirme palabra, por una senda que se abría por entre la maleza. Me figuré que iría a pedir agua, y como me aquejaba la necesidad de refrescar las fauces, lo seguí y llegamos los dos al patio de una casita de campo, de aspecto aseado, aunque muy humilde. M. S. y D. Manuel habían seguido el camino hacia el Espinal sin notar nuestra detención.
+Al ver llegar a Andrés, las gentes de la casa salieron a recibirlo como un antiguo amigo, brindáronle cuanto pudieron y lo invitaron a descabalgar; pero él les ofreció que al día siguiente, al regresar, les aceptaría la posada.
+—Pero no vendré solo —les dijo—, pues traeré conmigo a una persona que tuvo mucho que agradecerles.
+—¿Quién será? —le preguntó la casera.
+—Es una persona muerta hace muchos años.
+—¡Qué!, ¿ya va a sacar los huesos de la difunta?
+—Voy a sacarlos como lo había pensado para llevarlos a Bogotá.
+—¿Y eso por qué?
+—Porque cuando uno va para viejo le cuesta trabajo moverse y se me hacen pesados los frecuentes viajes a visitarla.
+Lo demás del diálogo fue insignificante.
+Tomamos una copa de aguardiente y un poco de agua y seguimos nuestro camino. Andrés serio y meditabundo, y yo lleno de curiosidad.
+Había algo que no comprendía bien, y quise preguntarlo a mi condiscípulo; pero no me atrevía, y esperé que el misterio se aclarase por sí mismo; mas como Andrés no daba señales de tener ganas de hacerme su confidente, le dije:
+—¿Por qué no dejar a los muertos en paz?
+Miróme con asombro y me contestó:
+—No sé qué te diga: en realidad de verdad, una vez devueltos los despojos mortales a la madre tierra, no debiera turbarse su reposo…
+—Es casi una profanación —le contesté, más animado al ver que su pensamiento iba acorde con el mío.
+—Es verdad —me replicó—; pero el corazón se apega a las cosas de la tierra, y es este el signo de su debilidad; y cuando ya avanzaba uno en la carrera de la vida, cuando dobla el cabo o empieza a bajar la pendiente, se adhiere a los recuerdos de lo pasado de tal manera, que vive de ellos y en ellos. ¡La edad de las esperanzas es tan fugaz! Cuando uno menos piensa se halla viejo.
+Este párrafo de filosofía indecisa me dejó desconcertado, sin saber cómo adelantar hacia el punto que deseaba; y era preciso, para llegar a él, seguir hablando de los muertos.
+—Creo que he leído en alguna parte —le dije— que los natches10 emigraban cargando los huesos de sus padres; y eso para salvajes, pase, y aun quiero hallarlo poético; ¡mas para hombres civilizados!
+—¿Y tú crees que nosotros somos gente civilizada?
+Aquí me volvió a desconcertar, pero no quise darle gusto en irme por otro camino: me había propuesto saber aquella historia.
+—No creo que seamos en civilización un modelo; pero sí me figuro que estamos más adelantados que los natches.
+—¿Y de ahí se puede deducir claramente que yo no debo ir a sacar unos restos queridos para llevarlos a otra parte?
+—No quiero decir tanto, porque no sé los motivos que tengas para hacer esa exhumación.
+—Suponte que fueran los restos de una persona querida y que no quiera yo o no pueda volver por estas tierras, ¿no te parece natural llevarlos adonde pueda tenerlos cerca?
+—Basta con que guardes su memoria, porque uno está cerca de las personas queridas cuando no las olvida y ora por ellas. Así, para mí, la presencia material de unos restos me importa poco; eso se queda en polvo, es nada; y digo con fray Luis de León11:
+La parte principal volvióse al cielo.
+—Es preciso que te diga —me contestó— que si se tratase de alguno de los tuyos, no obrarías con tan cristiana filosofía, tan fácil de aplicar a los demás. De fijo todos tus muertos descansan junto a ti, y por eso te encoges de hombros al tratarse de los otros.
+—Unos descansan junto a mí y otros no; y mi repugnancia de rebullir los muertos me viene de que hallándome ausente de Bogotá cuando triunfó la revolución de 1861, no supe que el panteón de Santo Domingo, en donde reposaban mis abuelos, iba a ser ocupado por el Gobierno12; y los huesos de mis antepasados fueron a rodar quién sabe adónde: jamás lo he podido averiguar; y por lo que toca a aquellos de los míos que después han muerto, ando como un salvaje de la Luisiana llevándolos conmigo, esperando que haya estabilidad en algo en esta tierra infeliz para depositarlos en ella, en un lugar adonde no llegue la mano del Gobierno. Muchas veces he pensado comprar en el cementerio de una aldea un área para enterrarlos. Me gustaría mucho el cementerio de Usaquén, pongo por caso, pero me quedarían lejos…
+—¿Te quedarían lejos?, y por eso andas con ellos como un natche; y yo por la misma razón vengo a hacer otro tanto, porque no quiero que me queden lejos, aunque, si he decir la verdad, no se trata de mis antepasados, ni de mis parientes.
+—¿Entonces…? —le pregunté.
+—De una persona a quien he querido después de muerta.
+—¿Amores de ultratumba?
+—Amores de ultratumba, si gustas.
+—Eso pica ya mi curiosidad.
+—He visto que te la he picado antes de ahora, y la satisfaría si no fuese historia larga y triste.
+—¿De manera que me dejarás en cavilaciones?
+—No, pero no te contaré la historia, porque he resuelto no contarla jamás.
+—Pero entonces no te entiendo. Si no me la refieres me quedaré con la curiosidad.
+—Puedo dártela a leer, la tengo escrita.
+—¡Que me place! —le dije—, ¿y eso cuándo?
+—Cuando regrese a Bogotá te la daré.
+—¿Cuándo regresas?
+—Mañana.
+—Yo no podré estar en Bogotá antes del 20 de enero; iré al Congreso.
+—Realmente, sabía que eres diputado; y no debes faltar, porque este Congreso es muy interesante, y un voto puede hacer falta.
+—Como que en él se hará la elección de presidente.
+Habíamos llegado a la entrada del Espinal; el vaquero de D. Manuel Laverde nos esperaba allí y nos dijo:
+—El doctor M. S. les dejó dicho que los aguarda en la hospedería de D. Francisco Reyes.
+Andrés acostumbraba a alojarse en ella; y allá nos dirigimos con el vaquero.
+M. S. estaba ya tendido largo a largo en una hamaca, con intenciones de dormir mientras nos servían de almorzar, porque desde que leyó en un libro alemán que el espíritu trabaja más durante el sueño que en la vigilia, no tiene inconveniente en poner el espíritu a trabajar cada vez que se le presenta un cuero de res, una estera, una hamaca o una cama. Nunca he visto persona en quien el clima cálido ejerza efectos más soporíferos.
+Allí pasamos el día. M. S. durmiendo a ratos, Andrés en su fúnebre ocupación y yo ayudándole en ella.
+En los primeros días de febrero me hallaba una mañana en la Cámara de Representantes, y el inolvidable Escamilla se acercó a mi asiento para decirme:
+—Lo busca un señor, allí está —y me señaló a Andrés, que recostado en una barandilla me esperaba.
+Salí del salón, abracé a mi amigo con mucho gusto; y él, como hombre de mundo, me dijo:
+—No vengo a quitarte tiempo, sino a cumplir lo prometido —y me entregó un rollo de papeles.
+—¿Esta es la historia? —le pregunté.
+—La que te ofrecí.
+—¿Cuándo debo devolvértela?
+—Quédate con ella, es una copia que saqué para ti.
+—Mil y mil gracias. ¿Podré darla a leer a algunos amigos?
+—Por ahora no, pasados que sean diez años puedes hasta publicarla, si te place.
+—No dejaré de aprovecharme del permiso —le contesté, y nos despedimos.
+***
+Trascurrió el calamitoso año de 187613, y ya entrábamos en mayo de 1877. Muchos de mis amigos habían venido a visitarme y a darme la bienvenida, según decían ellos, a mi regreso de la desgraciada campaña de aquel año, pero en mi sentir, a saber algo más de lo que ya sabían. Andrés fue de los visitantes; a él le había tocado por un lado distinto del que a mí me tocó, pues entonces sólo los inútiles para la guerra y los muy avisados se quedaron sin empuñar las armas, temerosos estos últimos de que otros penetrasen por las ventanas del Capitolio antes que ellos. Largo rato conversé con mi amigo, me contó sus trabajos, le conté los míos; y al fin hablamos de la historia.
+—Me he quedado con la curiosidad de saber en qué paró el agresor. ¿Lo dejaste vivo para que lo absolviese un jurado?
+—Ese «lo dejaste vivo», me da a entender que has tomado como invención mía la narración que te di; y debes desengañarte: es historia real y efectiva.
+—¿De veras? ¿Hablas seriamente?
+—Con toda la seriedad de que soy capaz. ¿No te acuerdas qué iba a hacer yo cuando nos encontramos en Girardot?
+—¿No me he de acordar?, a exhumar unos huesos; mas me figuré que sobre algo cierto hubieras forjado una novela; pero historia o novela, supongo que el agresor…
+—No supongas nada, porque no pudo caminar mucho después de la agresión.
+—¡Qué!, ¿lo alcanzó tu pariente en su carrera y lo castigó?
+—Nada de eso…, nos llevaba un día de ventaja; y lo que menos pensamos fue en seguirlo, dejamos a Dios el castigo, y no se hizo esperar.
+—Refiéreme eso antes de que llegue otra visita, pero refiérelo como si fuese un capítulo adicional a tu narración, cosa que no te costará trabajo teniendo la memoria que tienes para retener los disparatados diálogos calentanos.
+—Serían como las diez de la mañana cuando nos retiramos del cementerio; era preciso pensar en tomar la vuelta de Girardot, y nos pusimos en marcha, no sin haber ido a casa del señor cura a encargarle que dijese algunas misas por el descanso de la víctima. Emprendimos viaje con un sol canicular, que bañaba la llanura con una luz vivísima que se veía reverberar a lo lejos como se ve sobre los hornos de alfarería. La eterna compañía de mi pariente no me había dejado dar rienda suelta a mi dolor ni a mis lágrimas. Su locuacidad inagotable me abrumaba; pero al fin lo comprendió, picó su caballo y me dejó solo un largo espacio. Cuando ya creyó que mi corazón se había desahogado, me esperó y tornó a reunirse conmigo. Anduvimos hasta la quebrada, y allí nos detuvimos un momento; borramos con nuestras propias manos las sangrientas huellas estampadas a trechos; estuvimos en la hospitalaria casita —la misma en que tomé contigo un poco de agua—, hablamos del suceso de la víspera con aquellas buenas gentes y seguimos nuestro camino en silencio. A las dos de la tarde llegamos al paso de Flandes; y en lugar del pasero, a quien conocíamos, se presentaron dos muchachos a pasarnos; preguntamos por él y nos dijeron que estaba en Girardot preso.
+«—¿Preso, por qué? —preguntó mi pariente.
+«—Por la volteada de la barqueta —le contestó uno de los muchachos.
+«—¿Y eso cómo fue? —inquirió mi primo, mientras subíamos por la orilla del río para llegar al embarcadero.
+«El muchacho le contestó lo siguiente:
+«—Vino un blanco medio achispado ayer, como a la hora de almorzar, y con tanto afán, que no quiso dejar refrescar el caballo que venía acesón, y se empeñó en embarcarse. Como la canoa grande estaba llena de agua, mano Agustín lo pasó en la chiquita; y cuando íbamos en la mitad del río, el pobre caballo no pudo más, aflojó la cola y se echó de medio lado. Entonces el blanco quiso cogerlo de las orejas para que no se le ahogara; pero se enmarañó en las espuelas, dio un barquinazo y se fue al agua, y la canoita, que es celosa, se volteó con mano Agustín y con yo, que por suerte salimos nadando; pero el blanco, aunque chapaleó un ratico, se consumió y no fue posible dar con él. Dicen que esta mañana amaneció ahogado y sobreaguado en el puerto de Upito».
+—¿Y el ahogado era…?
+—El agresor —me contestó mi condiscípulo.
+Quedamos en silencio largo rato; al fin lo interrumpí para preguntarle:
+—¿Y por qué no escribiste este último capítulo de tu narración?
+—Porque hubiera sido dañarla; naturalmente ella concluye en el momento en que sembramos la enredadera al pie de la cruz.
+Mi condiscípulo se despidió.
+Han transcurrido los diez años de plazo.
+Allá por los años de 18** vivía yo en uno de los pueblos de la orilla del Magdalena, de dependiente de una acreditada factoría, cuyo dueño solía recomendar a mi cuidado algunos encargos de importancia, o que yo consideraba tales para mis pocos años. Había fiestas en la Villa, y ninguna ocasión más propicia para dar con un deudor que no contestaba cartas y que ponía orejas de mercader a las exigencias de sus acreedores. Era preciso asirle por los cabezones; y como sabía mi principal que era mi tío y protector, que yo solía sacar agua de las piedras, me ordenó arreglar la maleta para ir a fiestas. Nunca con tanto gusto hice ensillar un trotón de que me servía para mis correrías, el cual era el encanto de mis juveniles años, por su aire garboso y por su galopar acompasado, que me hacía olvidar la oreja que tenía de menos. ¿Qué me importaba la oreja de aquel inolvidable castaño, si yo procuraba presentarlo siempre a la gente por el lado bueno?
+Mil castillos en el aire hacía yo por el camino: llego, me decía, le aprieto las clavijas al deudor fallido, bailo con las muchachas de Purificación, veo maniobrar a los diestros toreadores de Saldaña, y me vuelvo en una balsa con cinco mil pesos con que he de sorprender a mi principal, quien se ha de quedar con la boca abierta al ver que puso el pandero en tan buenas manos. Pero hacía la cuenta sin la huéspeda: apenas llegué a la famosa Villa, lo supo el deudor, quien, como hombre hábil, en vez de tomar las de Villadiego, fue a mi posada y me convidó a comer, empezando por un trago de anisado tal, que no se podía beber sin echarle dos tantos de agua; y del trago a la comida, de la comida a los toros, de los toros al baile, que duraba hasta la madrugada; del baile a la cama, de la cama al baño, del baño al almuerzo, del almuerzo a la repetición de la misma faena, se me pasaron tres días, sin que yo le hubiera dicho al deudor esta boca es mía. Amostazado por mi mal proceder, y temeroso de volverme a encontrar en ese vertiginoso remolino de las fiestas de tierra caliente, echaba yo mis cuentas una mañana en el puerto después de un largo baño que me despejó un poco las potencias, y dije para mi capote; «más me vale echarme río abajo en una balsa y aparecerme con las manos vacías, que andarme por estos trigos, con los cascos a la jineta, dejando aquí reputación y salud». Dicho y hecho; y como no se me ocultaba que por dinero baila el perro, y había llevado alguno para lo que se ofreciese, llamé al primer boga que se me presentó, mocetón robusto y ancho de espaldas, tostado por el sol, de fisonomía franca, y que vestía, si aquello era vestir, unos calzoncillos de lienzo arremangados hasta donde no se podía más. Se preparaba para desbaratar una balsa a fin de sacar los maderos a tierra; y en dos por tres arreglamos el trato, cuyos pormenores tengo en la memoria como si fuesen de ayer. La balsa que se proponía desbaratar tenía seis manojos de maderos y tolda de hojas de plátano; reforzada con algunas cuerdas que compré en el puerto, quedó lista para el viaje. El mocetón se comprometió a conducirme siempre que buscásemos un buen piloto.
+—¿Y usted no sabe pilotear? —le dije.
+—Sí, blanco, pero yo no he piloteao sino balsas de loza y plátanos, y no es lo mismo pilotear a un blanco.
+—Yo no veo diferencia, pero busca un piloto.
+—Sí, señor, yo no me atrevo porque no quiero ser corresponsable. Mi tío Cipriano Quimbayo, que vive aquí cerquita, puede ir, y ese viejo sí que es baquiano, conoce el río como su cama.
+Fuese el peón a buscarle, y entre tanto yo, que rabiaba de hambre, porque ya era tarde, me dirigí a una de las casas del puerto, que, como todas las de por allá, se componía de tienda, sala y la alcoba, y una cocina lejana y aislada. En la tienda no vi sino varios frascos y botellas llenos de aguardiente, algunos bizcochos tiezos, medio envueltos en una especie de servilleta, y varios hacesillos de masatos de arroz. Poco había allí para almorzar, pero como yo sabía que las mujeres del Tolima guardan el chocolate y los huevos en el baúl, y la carne a la intemperie, colgada en una tasajera, pedí de almorzar, seguro de que algo me daría aquella gente al parecer inhospitalaria, pero que da todo cuanto tiene cuando el forastero sabe abrirse camino y se les hace amable.
+—Buenos días, patrona —dije a una mujer alta, seca como un varal y más puntiaguda que un estoque, y cuya armazón de huesos se traslucía al través del ligerísimo vestido que llevaba, compuesto de una camisa de tela blanca muy limpia: notablemente despechugada y sin adorno de ninguna especie, que le dejaba descubiertos los secos brazos desde el hombro, y una falda de corte redondo, de tela azul de algodón tan pegada al cuerpo que parecía un palo vestido.
+—Buenos días, señor —me contestó con ese dejo quejumbroso, medio cantado, medio suspirado, que tienen las calentanas.
+—¿Puede usted darme de almorzar?
+—¡Almuerzo! Si no hay de qué.
+—¿Ni un plátano?
+—Plátanos sí hay en la platanera, pero no hay quien vaya a cortarlos.
+—¿Carne?
+—Sí, señor, hay un chimbo en la tasajera.
+—¿Chocolate?
+—Eso sí no hay ni para remedio.
+—¿Huevos?
+—Están muy caros.
+—No importa, los pagaré bien.
+—Pero si no los hay; por las fiestas no se encuentran y las gallinas no quieren poner.
+—¿Pan o bizcocho?
+—Pan, Dios lo dé y del cielo baje; ¡la harina está tan cara!, y los amasijos son trabajosos; la semana pasada se me quemó media cocina por el amasijo, y el bizcocho que tengo es de ese que les da dolor de tripa a los reinosos.
+—Entonces deme usted lo que pueda.
+—¡Si no hay nada…!
+Vi en este «no hay nada» un punto final; no insistí y me disponía a irme con la música a otra parte, cuando alcancé a ver a un chico panzudo, amarillento y sumamente flaco, cuyo aspecto cadavérico picó mi curiosidad.
+—¡Hola!, ¿qué tiene el niño? —le pregunté.
+—Está entecado.
+—¿Y desde cuándo está así?
+—Para San Juan va a hacer un año que mi comadre Consejo estuvo amortajando a la difunta Rosario; después vino y cogió el muchachito: pero fue lo mismo que si la muerte lo hubiera tocado: empezó a secarse, se puso panfilito y tripón, y aunque come, no medra. No me ha bastao meterlo en un menudo, que dicen que es cosa buena, y ya lo he dejao…
+—¿No lo ha visto algún médico?
+—Sí, señor, por aquí pasó para Neiva un dotor de Bogotá y le dio unas pepas que lo prepararon un poquito, pero después volvió de para atrás.
+—Vea usted, si yo tuviera tiempo, le daría un buen remedio; pero no he almorzado y voy a buscar por aquí una alma caritativa que me dé algo.
+—Pero señor dotor, si ya yo le iba a hacer alguna cosita.
+—¿No me dice usted que no tiene con qué hacer de almorzar?
+—Sí, señor, pero voy a ver.
+Ya yo sabía que los huevos y el chocolate saldrían del baúl, que no faltaría algún plátano maduro o verde, frito o asado, y estaba seguro de almorzar regularmente. Tenía esperanza aquella pobre mujer de que le resucitase el chico canijo que se le moría, y eso era más de lo necesario para que yo estuviera servido a cuerpo de rey. El almuerzo, si no bueno, fue oportuno; y como con buena hambre no hay mal pan, comí como un estudiante; puse una receta para el chico, lo primero que me ocurrió inofensivo, pagué mi almuerzo y me dirigí al puerto, en donde la balsa aparejada ya y atada a un árbol con una sirga muy larga, parecía convidar al perezoso viajero a dormir bajo su tolda, mecido por la corriente del río que se desliza allí perezoso y como cansado del largo viaje que ha hecho desde la laguna del buey.
+El viejo Cipriano Quimbayo era un hombre rechoncho y forzudo, mas no se sabía el color de su rostro por las pintas de carate que le daban el aspecto de un ladrillo recocido; pero me pareció muy campechano. Vestía amplios calzoncillos de lienzo del país, camisa de tela de algodón de color de rosa con la falda por fuera, una ruana blanca de algodón, doblada y colgada sobre el hombro izquierdo, y sombrero de caña de anchas alas y copa baja. No hallé gran dificultad en engancharlo para el viaje; mas me puso por condición que había de permitirle llevar una pisquita en la balsa. Sabía yo que pisquita suelen llamar por allá una damajuana de aguardiente; y como aquello no había de estorbarme, convine en que la llevarse.
+Aparejada la embarcación, Juan Briñes, que así se llamaba el peón o boga, desataba la sirga con que estaba sujeta, y Quimbayo, armado de un canalete enorme, la despegaba de tierra apoyándolo contra un barranco de la orilla, cuando se presentó en el puerto una muchacha de tez bastante limpia, ojos muy negros y vivarachos, andar desembarazado, como si toda fuese de goznes, y muy bien parecida.
+—Allá viene mana Tránsito —dijo Briñes a Quimbayo.
+—Ya yo creía que se nos quedaba —replicó este.
+—¡Qué! —les dije—, ¿esa muchacha va con nosotros?
+—Sí, patrón —me replicó el viejo—, esa es la pisquita de que le hablé…
+—¿Conque eso se llama pisquita?
+—Sí, señor, así las llama mi tío Cipriano —dijo Briñes.
+—¿A quiénes? —le repliqué.
+—Pues a las muchachas que cogen río abajo, como esa.
+—Esa pisquita no se embarcará conmigo —dije en el tono más resuelto que pude hallar; y para mis adentros pensaba lo que daría mi buen tío, hombre severo y de rígidas costumbres, al verme llegar, con las manos vacías de dinero, y con semejante empanada.
+—Mana Tránsito —dijo Briñes a la muchacha—, el patrón no quiere que se embarque, y… ¡frente a retaguardia! —este había sido cabo de escuadra.
+—¡Cómo, que no me embarco! —replicó la muchacha—. Ya me lo ofreció mi tío Cipriano, y me voy.
+—¡Desprenda usted la balsa, piloto!… —le grité en voz alta.
+El piloto obedeció, la balsa se desprendió del puerto, y aquella Dido sin Eneas, se quedaba en la orilla al sol canicular del Magdalena. Así pensaba yo, cuando sentí un sacudón tan violento que parecía que la balsa se iba a pique.
+—¿Qué ha sido? —grité sacando la cabeza por la bocatolda, y antes de que me respondieran los balseros vi a Tránsito a bordo con su maleta debajo del brazo, de pie, junto a la tolda.
+Por muy enérgica que fuese mi resolución de no dejar embarcar a aquella muchacha, ese acto de audacia me subyugó; me puse a reír para mis adentros, y como no había de echarla a ahogar, me resigné a llevarla, contando con tiempo suficiente para pensar cómo saldría del atolladero en que me veía metido.
+Quedéme dormido, y una hora después desperté, arrullado por el canto de Tránsito, que entonaba una canción cuyo estribillo decía:
+Llorad mis ojos, llorad laurel,
llorad mis ojos llorad por él.
+Todavía me parece oír aquellla voz argentina, vibrante y extensa como la de una prima donna, pero ineducada y semisalvaie, en cuyas notas creía oír el chillido estridente del cernícalo.
+Fingí que seguía durmiendo y oí la conversación siguiente, interrumpida a las veces por el chis chas de los canaletes que rompían el agua.
+—Mana Tránsito le está cantando el adiós a don Antonio —dijo Briñes.
+—No sea conversón, mano Juan —replicó Tránsito.
+—Sí, conversón, ¿y para quién en es ese «llorá laurel?»; pues para él.
+—¡Para él! ¿No habrá otro mejor?
+—No sé, pero él.
+—Pues dice mentira y es un alabancioso de cuenta.
+—¡Mano a la palanca! —gritó Quimbayo—; ¡el peñón está con las narices afuera!
+Cesó la conversación y sentí que la balsa crujía como si se desbaratase: hervían las espumas debajo de ella, y los balseros inclinados cortaban el agua con los canaletes, haciendo una fuerza capaz de reventar los músculos de un caballo. Briñes, casi desnudo, bañado en sudor, parecía una estatua de bronce barnizado; Quimbayo jadeaba como un cíclope en la fragua, y Tránsito sujetaba el atado en que llevaba todo su haber, temerosa de que el oleaje del río se lo llevase. Corría un airecillo fresco que parecía retener el curso del río, y a entrambos lados se extendían playas magníficas, en donde los caimanes se deleitaban al sol.
+—¡Ah mal haya una escopeta para tirarle al lagarto! —dijo Briñes.
+—¿Y qué sacabas con eso? —replicó el piloto.
+—¡Cómo!, pues hacerle cerrar la jeta a ese bobarrón.
+¿Y qué sacabas con eso? —repitió Quimbayo.
+—¡Siempre está usted con «¡qué sacabas con eso»…! —le replicó Briñes— ¿Acaso todo se hace para sacar?
+—¿Y si no…? —dijo el viejo quien seguramente pertenecía a la escuela positivista.
+—Sacábamos divertirnos —agregó Tránsito.
+—Bien divertidos vamos aquí al sol, sudando la gota —murmuró el piloto de mal talante.
+Hasta entonces yo no había atravesado palabra; el calor era sofocante, estaba de un humor de perros, y para disiparlo eché un trago de ron; mas apenas oyeron los bogas destapar la botella, empezaron a quejarse del calor y de la sed.
+—Pues beban agua —les dijo Tránsito—, otra cosa no hay.
+—¡Agua para los caimanes! —contestó Briñes—, a ellos no les hace daño aunque estén sudando; pero a los cristianos…
+—De veras —gruñó el piloto—, no me haría daño un lapo.
+—Si hubiera traído usted una pisca verdadera —dije al piloto, haciendo alusión a la damajuana de aguardiente—, habría con qué quitar la sed…
+—¿Y luego esa pisca no es verdadera? —me preguntó Briñes, guiñando el ojo hacia la muchacha.
+—Sí, pero no da de beber —le repliqué.
+—Porque no tengo —dijo ella terciando en la conversación—. Si yo tuviera como el patrón una botellita…
+—¿Qué harías?
+—¡Qué confianzudo! —murmuró ella—, y cómo me echa el bozal. —Y con mucha viveza me replicó—: daría de beber al sediento.
+ —¡Toma! —la dije, dándole la botella—, dales tú, ya que quieres hacer el papel de Rebeca.
+—¡Bebeca! ¿Acaso yo soy bebeca? Si lo fuera, ¿cómo me habría ido con la resolana?
+No pude menos que reírme de aquel quid pro quo, y comprendí la indirectilla.
+Aquella Hebe calentana escanció ron al viejo Neptuno y al joven Marte, y no se atrevió a mojar el gaznate, porque no se creyó autorizada para ello.
+—¿Y tú por qué no tomas? —la pregunté.
+—Como el patrón no me dijo sino que les diera…
+—Pues date a tí misma un buen trago.
+—¡A la salud de don Antonio! —dijo Briñes, quien estaba ya a medios pelos.
+Apuró ella el trago y dijo a Briñes lo más quedito que pudo:
+—¡Vaya al demonio el fullero!
+El licor había hecho sus efectos de siempre: nos había igualado y la confianza reinaba en la balsa. Tránsito se puso a la sombra bajo cubierta, y la embarcación seguía bajando lentamente y sin más impulso que el de la corriente del río.
+Así bajamos largo trecho.
+Sentíame cansado de leer y de dormir, el paisaje era monótono y no merecía la pena de contemplarlo, y así hube de entablar conversación con Tránsito, en que no dejaron de tomar parte los balseros.
+—¿Cuántos años tienes? —le dije para empezar.
+—¡Yo qué sé! —me contestó con alguna sequedad.
+Esas gentes del Tolima, por humildes que sean, no gustan del tuteo. Así lo comprendí y le repliqué:
+—¡Pues cómo no ha de saber usted cuántos años tiene!
+—Como yo no sé hacer cuentas…
+—Vamos despacio…
+—Sí, vamos tan despacio como quiere el río, que está muy flaco, tan flaco que se ven corcovear las sardinas.
+—No, no es eso, vamos despacio…
+—Sí, señor, vamos despacio, ya lo sabía.
+—¿Y no sabe usted hacer cuentas?
+—Eso es en la extranjería, me contestó.
+—Pues aquí también sabemos hacer cuentas.
+—¡Eso sí que no!
+—¡Cómo que no! Pues yo hago cuentas.
+—Pero no como estas —me dijo, sacando del seno un rosario de corales.
+—¡Vaya, vaya! De esas sí no sé hacer yo.
+—¿Pues no le decía que en la extranjería?
+—Yo no hablo de esas.
+—Yo sí…
+—Hablo de cuentas para contar.
+—¿Y estas no son para contar? Yo cuento con ellas las avemarías del rosario.
+—No, digo que no; me he explicado mal.
+—Pues entonces explíquese bien.
+—Quieres que me explique bien —le dije, volviendo a tutearla—, pues eres muy bonita y muy ladina.
+—Lo mismo decía don Antonio —replicó Briñes.
+Tránsito se hizo desentendida a la pulla de Briñes, y me contestó con ese tonillo de desenfado tan peculiar en las calentanas:
+—¡No embarre!…
+—¿Qué es embarrar?
+—Decir cosas que no se sienten.
+—Entonces yo no embarro, porque lo que digo lo siento. Eres muy bonita.
+—¡Qué moler! Si sigue, no platiquemos.
+—No conversemos —le contesté—, y cogí un periódico para hacer que leía.
+Poco rato soportó ella mi fingida lectura y me interrumpió con estas palabras:
+—¿Me preguntaba el patrón cuántos años tengo?
+—Sí, pero como usted no se dignó contestarme, resolví conversar con este amigo, que es muy juicioso y no vuelve broma la conversación —le dije mostrándole el papel.
+—¿A que yo soy más juiciosa?
+—Vamos a ver; pero entendámonos; ¿debo decir de usted o de tú? El usted es muy estirado, el tú es de más confianza, es de cariño.
+—Pues si es de cariño, dígame de tú.
+—Bien; te preguntaba cuántos años tienes y no quisiste contestarme.
+—Lo pasado, pasado; no hay que mirar para atrás. Yo no sé cuántos años tengo, pero mi mama sí sabe.
+—Y el cura también —agregó Briñes.
+—Pero como ni tu mamá ni el cura están aquí —le dije—, vamos a adivinar…
+—Pues no es más que verle el colmillo —dijo el viejo Quimbayo.
+—Eso será con las yeguas —replicó Tránsito con viveza—, pero no con las cristianas.
+—Es fácil hacer la cuenta —la contesté—. ¿De cuántas revoluciones te acuerdas?
+—De la del Mocho Vargas y de la del general Melo.
+—¿Qué tan grande estabas cuando la del Mocho Vargas?
+Entonces hice mi primera comunión, y mi mama decía que tenía nueve años.
+—Pues ya está hecha la cuenta; tienes… —y le dije cuántos le calculaba.
+—Así será; ahora pregunte, pues.
+—¿Tu padre se llama…?
+—Fermín Atuesta, mi mama Úrsula Perdomo y mis hermanas, Petronila y Micaela…
+—Basta… ¿Y dónde naciste?
+—En el Hato de Paime.
+—¿Ese en dónde queda?
+—Allá por los lados del Guamo.
+—De modo que eres guamuna: con razón que seas tan linda.
+—Vuelvo a decirle que no embarre.
+—Dime más bien que no sea tan franco —y agregué—: ¿te gusta mucho vivir en Paime?
+—Sí, y no, porque cuando chica la pasé muy bien; cuando crecidita muy mal.
+—Cuéntame esa historia.
+—Es historia muy triste —y se le llenaron los ojos de lágrimas.
+—Aunque lo sea…
+Largo espacio se quedó la pobre muchacha en silencio y como tratando de recoger sus recuerdos. Respeté su meditación y esperé.
+—¿Y para qué quiere saber mi historia?
+—Porque me interesa todo lo tuyo —la contesté.
+Con tal argumento, que ponía en juego su vanidad femenina, quedó vencida y empezó su relato.
+—No me acuerdo sino desde que se murió el difunto don Pantaleón, dueño del Hato de Paime, quien se fue muy malo para Bogotá, y por allá se quedó. Era un buen patrón, muy cristiano, mejorando lo presente y mi taita decía que mejor patrón que ese, sólo en la gloria. Era mi taita mayordomo del Hato, y los niños del difunto don Pantaleón, luego luego mandaban razones de que se venían al Hato a manejarlo. Yo estaba entonces chica y mi mama me decía que aprendiera pronto a rezar para que comulgara el día de la Pura y Limpia. Me aplicaba mucho, y la difunta Marta, que vivía junto a nuestra posada, iba todos los días a enseñarme el padrenuestro, el avemaría, los mandamientos y las obras de misericordia. Después se murió la difunta Marta…
+Aquí no pude menos de sonreír; ya iban dos difuntos muertos: don Pantaleón y Marta. Tránsito suspendió su relación para preguntarme:
+—¿De qué se ríe?
+No quise contestarle lo que pensaba, porque habría cortado con mi burla su relato; pero era necesario contestar, y le dije:
+—Me estaba acordando de un cuento muy gracioso —y fue lo peor que pude hacer, porque se calló, como sentida de que no le prestase atención.
+—Sigue —le dije.
+—¿Para qué? El patrón no atiende…
+—¡Vaya si te atiendo! Decías que se había muerto la difunta Marta, tu maestra de doctrina.
+—Sí, patrón, eso es; y como por allá no había quien supiera enseñar, se me olvidó todo lo que había aprendido. Pocos días después de muerta la difunta Marta, llegó la patrona Pachita con sus niños a manejar el Hato, y ella siguió enseñándome a rezar y me daba buenos consejos. Era buena conmigo, y aunque de cuando en cuando me daba algunos torcidos, yo la quería, porque me regalaba zarcillos y uno que otro pañuelito, y me llevaba a misa al pueblo los domingos. Siempre me acuerdo con gusto de mi patrona Pachita, y de mi primera comunión. Supóngase, patrón, que me vistieron de linón blanco y me pusieron corona, zapatos blancos y medias, porque decía la patrona Pachita que así se usaba en el reino. Aquel día no se me borra jamás de aquí —dijo tocándose la frente—. Todos me miraban en el pueblo, y yo me sentía tan sabrosa con mis zapatos y mi corona, que varias veces me asomé al espejo y me pareció que estaba linda. En una de esas mi patrona me cogió y me dijo: —¿Qué te parece? ¿Estás bonita? —Sí, señora —le respondí porque no me atrevía a decir mentira antes de comulgar. —Pues mira —me dijo—, estás bonita porque vas a recibir a Nuestro Señor, y las niñas se ponen bonitas cuando lo reciben. Aquellas palabras no se me olvidan nunca, nunca… Ojalá que no hubiera pasado aquel día, o que me hubiera muerto en él.
+—¿Fue tu último día dichoso?
+—No, patrón, como tres cuaresmas seguidas volví a cumplir con la parroquia, y siempre, siempre me decía la patrona: —Hoy te toca estar bonita, porque vas a comulgar—; pero ya no me asomaba al espejo, porque unos militares que se habían quedado en la casa del pueblo, se lo llevaron o lo rompieron. Me sentía dichosa entonces, pues no sabía qué cosa era la desgracia, hasta que empezó a ser chocante el niño Urbano, el mayor de mi patrona Pachita. Un día se lo dije a ella, y al siguiente llamó a mi mama y estuvieron platicando solas largo tiempo. Al salir, mi mama me dijo que me fuera con ella… y me recomendó que no volviera a la casa del Hato. Muy alegre me fui para mi posada, porque estaba cansada de cargar agua y leña. Poco tardaron en empezar las visitas del niño Urbano en mi posada, ya a pedir agua, ya a pedir candela; y mi mama estaba lista para recibirlo, y no me dejaba salir; pero él no se anduvo por las ramas, y un día que venía medio rascao se desmontó y dijo que me llamaran. Mi taita, que, o no sabía lo que había, o no se atrevía a negar nada al patrón, me llamó, y el niño Urbano empezó con sus chocanterías, mientras mi taita iba a darle de beber al caballo. Yo me paré en la puerta de la salita, y aunque me decía el niño Urbano que me acercara, no quise hacerle caso; y al fin, cansado de rogarme y rogarme, y yo de decirle que no y que no, porque le tenía miedo, se levantó de la banca en que se había tendido y alcanzó a cogerme de las trenzas. En este momento llegó mi taita, que traía el caballo de la quebrada. —Eso sí no, patrón Urbano —le dijo con cólera—, yo le sirvo al patrón en todo lo que me mande, pero me deja la muchacha en paz, o si no, me voy de la hacienda. Se enfureció el patrón Urbano y le tiró unos palos a mi taita; pero como él no aguantaba pulgas, le echó una cintura, lo puso en el suelo, después cerró la puerta, y los dos nos quedamos en el patiecito esperando a ver en qué paraba, cuando sentimos traquear un fósforo; mi taita abrió la puerta y vio al patrón Urbano que le alumbraba candela al techo; pero ya era tarde, porque la casa era de palma y ardía como manteca. Todo se quemó allí, y mientras nos afanábamos los dos en apagar, el patrón montó en su caballo y se fue.
+Estaba yo horrorizado de aquello. Tránsito, de cuyos negros ojos se desprendían dos chorros de lágrimas, empezó a sollozar. Por mi parte, apenas podía contenerlas, y aun creo que algunas se me deslizaron hasta la boca. La dejé que se calmara y prosiguió:
+—Ese fue nuestro último día. Cuando mi mama volvió de la quebrada, todo se había ardido; no teníamos sino lo encapillado; hasta la montura de mi taita se quemó. Mi mama, como loca, salió y repartió los hijos como quien reparte perros entre los vecinos, y mi taita se fue para el pueblo a poner la queja. El pobre no encontró justicia. Le escribió a Bogotá a la patrona Pachita, y la carta como que no llegó, porque nunca se recibió contestación. El patrón Urbano, furioso porque mi taita se había quejado, nos echó de la hacienda; mi taita empezó a jornalear, pero de a pie, porque no tenía ni montura para las vaquerías, y como ganaba poco, se lo bebía en aguardiente, y cuando llegaba a la casita, que nos habían fiado en la hacienda vecina, le daba a mi mama unas tundas de dejarla en cama. Así pasaron algunos años, hasta que mi mama, desaforada, se embarcó para Ambalema en una balsa con mis hermanas Micaela y Petronila, y a mí me dejaron en el pueblo sirviendo en una casa. Mi taita siguió bebiendo sin que nadie lo pudiera contener, hasta que un día de San Juan, ya va a hacer dos años, se topó en una tuna con don Urbano y le dio otra zancadilla y le metió el cuchillo por las tripas…
+Volvió a callarse Tránsito. Aquel drama me tenía conmovido, y tal me parecía ver triste hogar de aquella muchacha convertido en escombros en un minuto, por un mozo borracho y corrompido. Nuestro silencio fue cortado por el piloto quien agregó:
+—Pero no le has contado al patrón por qué fue que mano Fermín le zampó el cuchillo a don Urbano.
+—¿Por qué fue? —interrogué a Quimbayo, no atreviéndome a interrumpir la silenciosa distracción de la muchacha, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas.
+—Porque don Urbano, que también andaba guasquiladeao, le pegó un tiro a mano Fermín con una pistola.
+—¡Ese es un malvado! —exclamé.
+—Sí, señor, una mala res —replicó el viejo—. Supóngase, blanco, que mano Fermín no le dijo sino que él era el causante de sus desgracias, y por tan pequeña palabra sacó la pistola y le metió el tiro.
+—¿Y se lo pegó?
+—Sí, patrón, en el brazo izquierdo, y el pobre, herido, furioso, le metió la zancadilla y le zampó el cuchillo.
+—¿Y don Urbano murió?
+—No, patrón, yerba mala nunca muere; llamaron al dotor Arciniegas, que le cosió la barriga, y a los seis meses andaba ya dando carga por ahí; y tan malo, que no paró hasta echar al presidio a mano Fermín, y allá está por tres años.
+Tránsito rompió a llorar. Yo torné a callarme, y Quimbayo agregó:
+—Pero falta lo mejor…
+—¿Todavía hay más? —le pregunté.
+—Pues vea, patrón, a esta pobrecita la dejó la mama concertada en el pueblo con una señora que dio en tratarla mal; y como el concierto se había hecho por mano del alcalde, un día, de desaforada, se salió y pidió concierto nuevo; pero el mal hombre del alcalde, en lugar de depositarla en otra casa, la mandó a la cárcel con su segunda intención, y allí la tuvo sin comer y sin beber, hasta la noche en que se le apareció a molestarla y a ofrecerle este mundo y el otro; pero Tránsito, que le tenía miedo, porque por mano de él se había hecho el concierto, no quiso, y no quiso; y yo digo que hizo mal, porque, ¿qué mejor cosa se quería que un casorio con el alcalde…?
+—¿Qué hice mal, qué hice mal? —replicó Tránsito con viveza—. Aquel hombre me veía afligida y desamparada…, y… ¡ni picada de raya!
+—Tuvo razón —agregó Briñes—; yo habría hecho lo mismo.
+—Pero, en fin, ¿en qué paró la historia?
+—Paró —contestó Quimbayo— en que una buena señora del pueblo, que conocía a mano Fermín y a mana Úrsula, se robó a la muchacha, a la madrugada, por un fuerte que le dio al alcaide de la cárcel, y la tuvo escondida todo el día entre el horno hasta que al anochecer acerté yo a llegar de regreso de Ambalema. Entonces la señora sacó a Tránsito y me la entregó para que la llevara a la Villa. Esa noche nos quedamos a la salida del pueblo y al día siguiente llegamos a Purificación, en donde vivió en mi posada con mi mujer, hasta que…
+—¡No diga más tío Cipriano! —exclamó Tránsito—; lo demás no se cuenta. Ojalá que nadie lo supiera.
+Aquí se me avivó la curiosidad; pero mi discreción la superó.
+Volvimos a quedar en silencio.
+Habíamos llegado a la embocadura del Saldaña. Ningún paisaje tan bello como aquel: el río parecía un lago de playas doradas; palmeras y bosquecillos orlaban sus orillas. La balsa andaba lentamente dando vueltas a merced de las aguas, de manera que unas veces se presentaba a la vista un paisaje; daba media vuelta y cambiaba la decoración; otra media, y ya era diferente. Aconsejo a los que tengan gusto por los bellos paisajes, que no se mueran sin visitar las bocas del Saldaña.
+Ya eran las tres de la tarde y me sentía con ganas de comer, pues el almuerzo había sido parco y nada bueno. Como no llevásemos provisiones para hacer de comer en la balsa, fue preciso arrimar un poco más abajo de la embocadura del río Luisa, a una orilla en donde se veía una de esas casas de regular apariencia para aquellas tierras, cuyas comodidades están reducidas a defenderlo a uno del calor del sol. Así, dondequiera que haya sombra, cree uno hallarse a las mil maravillas. Briñes aseguró que en aquella casa nos darían de comer; saltamos a tierra él y yo; Tránsito se quedó en la balsa con el piloto Quimbayo, y emprendimos la subida desde la playa a la explanada en que se veía la casa, por un sendero angosto, abierto en el barranco. A poco andar llegamos al patio sombreado por un tamarindo, bajo cuya sombra podrían guarecerse del sol hasta veinte jinetes. Una platanera cargada de racimos opulentos se veía en segundo término detrás de la casa, y entre ella descollaban los penachos elevadísimos de algunas palmas. Una cerca de guaduas entrelazadas encerraba una dehesa en que pastaba tranquilamente una desmedrada yegua, falta de orejas, acompañada de un potrico que aun no había llegado a la edad de perderlas.
+—¡Buenas tardes! —gritó Briñes al llegar al patio de la casa.
+—Buenas se las dé Dios —nos contestó un hombre ya entrado en años, muy robusto y caricontento, que estaba componiendo un chinchorro, y cuyo vestido, salvo el color de la camisa, que era azul, y la ruana, que no la tenía, era de la misma sencillez del que gastaba Quimbayo.
+—¡Buenas, don Matías! —dijo Briñes—. ¿Conque componiendo el chinchorro?
+—Pues ya lo ve —contestó Matías.
+No se había fijado en mí, porque me presenté por el lado contrario del que tomó Briñes.
+—Busca el patrón —dijo Briñes, señalándome con la mano—, que le preparen algo de comer.
+Creí que ya era tiempo de tomar parte en la conversación y saludé a Matías del mejor modo posible.
+—Buenas tardes, amigo don Matías; ¿cómo está usted?
+—Pues ya lo ve, aquí sentao —replicó volviéndose a mí y poniéndose de pie, y agregó: —Buenas tardes, dotor, coronel o mestro.
+Aquel saludo me pareció original, y no pude menos de replicarle:
+—¿Y ese saludo qué quiere decir?
+—Que alguna de las tres cosas tiene que ser el blanco; eso no tiene cuje; piénselo bien y verá: si no es dotor, es coronel, y si no es dotor ni coronel, tiene que ser mestro de algún oficio.
+—Y bien: ¿qué le parece a usted que sea yo?
+—Para dotor me parece muy mocito, para mestro muy delgadito y para coronel…
+—¿Para coronel, qué?
+—Pues de coronel no tiene sino las botas napoleonas.
+—Entonces ya ve usted, mi buen amigo, que su teoría falla, pues no soy ni doctor, ni coronel, ni maestro.
+—El blanco lo dice, pero tiene que ser una de las tres cosas.
+—¿Y cuál de los tres le parece a usted que tenga más hambre: un doctor, un coronel o un maestro?
+—Pues si el mestro es de escuela, tiene más hambre el mestro; si el dotor es de leyes, tiene más el dotor, y si el coronel es meliciano, tiene más hambre el coronel.
+—Yo tengo el hambre de todos tres.
+—Entonces no hay en el caney con qué llenarle la primera muela, ni con todos los plátanos de la platanera, ni con aquella sardinata que cogí esta mañana… ¿No le parece, blanco, que sería bueno ir a echar la atarraya para pescar un bagre bien grandote?
+—Se conoce que usted ya ha comido, don Matías.
+—¿En qué lo conoce, blanco?
+—En que gasta usted buen humor.
+—Cuando es cosa de gastar, yo gasto plata.
+—Pues vamos a ver, gástela usted conmigo.
+Aquella conversación se hacía interminable, y el hombre tenía más ganas de bromas de las que convenían a mi estómago vacío. No habríamos acabado jamás, si la esposa no hubiera intervenido.
+Era una mujer esbelta, graciosa y como de unos treinta años, que conservaba rastros de haber tenido un buen palmito de cara tres lustros atrás.
+—Buenas tardes, patrón.
+—Buenas se las dé Dios, mi señora —le dije con una gran cortesía, y dirigiéndome a Matías, agregué:
+—Pues ya que usted no quiere darme oídos, me dirigiré a la señora casera.
+—¿Y si ella no le da oídos?
+—Ya veremos, don Matías. La señora no tiene el corazón tan duro como usted. Es el caso mi señora, que tengo un hambre atroz…
+—¡Ave María Purísima! —replicó ella.
+—Y quiero que me proporcione usted algo qué comer.
+Entre tanto Matías hablaba con Briñes, a quien preguntaba qué casta de pájaro era yo.
+—Le daremos sancocho de peones, tasajo y un maduro asado… Si con eso se conforma… —me dijo la esposa de Matías.
+—¿Y aquella sardinata? —le repliqué.
+—Esa es para la cena del casero; entiéndase con él. —Y nos dejó.
+—¡Hola! don Matías: estoy en la empresa de comerme la sardinata.
+—Pues, blanco, es bueno que imprente otra cosa.
+—¡Nada!, don Matías: dar de comer al hambriento, dicen las Obras de Misericordia.
+—Pero no dicen que se den de comer sardinatas… —Damiana: componé la sardinata y todo lo que se pueda.
+Briñes se dirigió a la balsa a llamar a Tránsito y a Quimbayo. Yo me tendí en el suelo en un cuero de vaca que yacía en la mitad del caney y me puse a contemplar atento aquella morada, rústica sobre toda ponderación. Érase una enramada cubierta de palmas como de veinte varas de largo sobre nueve de ancho, sostenida por dos grandes horquetas, sobre las cuales iba tendido un madero que servía de cumbrera; a lado y lado de cada horqueta, estanteroles más cortos, sobre los cuales descendía el techo. En cada extremo del caney había dos puertas que daban a cuartitos de servicio o alcobas de familia. En el tramo central estaba el hogar formado de tres piedras.
+No tardó Tránsito en llegar con el piloto. Briñes se había quedado cuidando la embarcación. A pocas vueltas quitóse Tránsito el pañolón que la cubría, y como si fuera en su casa, se puso a ayudar a la casera a hacer la comida. Era de verla ir y venir en cuerpo gentil luciendo la camisa de tela blanca bordada de seda negra, la falda de tela morada y las blancas y sueltas alpargatas en que llevaba metidas las puntas de los pies más bonitos que he visto; sin sombrero y con el pelo levantado sobre la parte superior de la cabeza, llena de la gracia y del donaire de la juventud.
+La faena de la cocina que deseo consignar aquí, para que dentro de un siglo se conozcan los usos de estos tiempos en que yo escribo, se redujo a avivar el fuego, echándole algunos maderos, poner sobre ellos una olla con agua y sal, único condimento que se acostumbra en aquellas tierras entre las gentes campesinas (las civilizadas gastan a rodo el intolerable comino), mondar algunos plátanos verdes aún, sirviendo de cuchillo la uña del pulgar, y con el mismo instrumento partirlos en menudos pedazos desiguales, agregar algunas yucas frescas arregladas del mismo modo y ponerlo todo en la olla, de manera que el agua no cubra sino la tercera parte de lo sólido; encima de todo esto colocar algunos trozos de carne y de sardinata y dejarlo cocer. Para la carne y para el pescado sí emplearon el cuchillo en vez de la uña del pulgar.
+Entre tanto, yo permanecía en el cuero de vaca con los ojos medio cerrados, porque la luz era muy fuerte; pero solía abrirlos, ya para saber en qué estado iba la labor culinaria, ya para espantar con el pañuelo al implacable zancudo, tormento insoportable en algunas épocas del año. Tránsito notó que yo no dormía, y me dijo:
+—Patrón: voltiése para el otro lado.
+—¿Por qué? —le dije.
+—Porque si sigue mirando, se va a dañar el viudo.
+—¿Acaso sé yo hacer mal de ojo?
+—No digo eso, sino que se daña la comida.
+—No comprendo…
+—Pues no ve que tanto mira y mira que no podemos hacer nada de puro cortadas…
+—Bien, pues, si peligra la comida, hasta luego —y me volví sobre el flanco derecho.
+—Así me lo conserve Dios —dijo Tránsito.
+Tras corto espacio púseme a improvisar entre dientes unos versos a los lindos pies de la muchacha.
+—¿Qué es lo que dice? —me preguntó ella.
+—Nada, nada; una copla antigua que se me vino a las mientes.
+—¿Por qué no la dice?
+—Porque ya se me olvidó.
+—Mala cosa es el olvido —dijo Tránsito.
+—Eso va en opiniones; para mí el olvido es cosa muy buena —le contesté.
+—Entonces será veleta —dijo la casera Damiana.
+—Tan veleta que unas veces apunto al sol y otras a la luna.
+—¿Cómo así? —dijo Tránsito.
+—Ahora estoy apuntando a la luna y hace un momento al sol.
+—Pues si no explica nos quedamos ayunas —dijo Damiana.
+—Cosa muy fácil: cuando no me habían obligado a voltearme miraba al sol…
+—De modo que el sol somos nosotras —agregó Damiana.
+—Sí, señora casera, ustedes son ahora mi sol.
+Algo se dijeron al oído que no alcancé a oír, y agregué:
+—¿No ven que con su candelada me están tostando?
+Efectivamente hacía un calor de todos diablos.
+—Lo que vamos a tostar es una arepa —dijo Tránsito.
+No pude menos que faltar a mi consigna y me volví para saber si aquel regalo era broma o no; pero ya Tránsito tenía entre las manos una esfera blanca de masa de maíz que se disponía a aplanar con los dedos, y vi que aquello era una realidad.
+—¿Conque tendremos arepa? —pregunté.
+—Sí, patrón, y maduro asado, y si quiere chocolate también —agregó Tránsito.
+—Me pronuncio por el chocolate, pero si es hecho en totuma.
+—Entonces voy a la balsa —dijo la muchacha, y antes de que yo le contestara, se lanzó por el sendero corriendo, con los codos hacia atrás, como corren las mujeres.
+—No se le olvide el canalete —le gritó Damiana—, ni las hojas.
+—¿Canalete para qué? —dije a la casera.
+—Pues para la comida —me contestó.
+—Yo no sé comer canalete.
+—Si no es para que el patrón se lo coma.
+—Entonces bien puede usted comérselo.
+—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! —reía Damiana, y no acababa de reír nunca, hasta que entró su marido.
+—¿Y de qué es la risa? —dijo Matías.
+—Que el blanco pensó que yo le iba a dar canalete asado en la comida —y volvía a reír.
+—¿Qué es eso de canalete asado? —agregó Matías.
+Ella le contó lo sucedido y lo conversado, y el marido no halló chistoso el cuento y se quedó serio como un palo.
+—¿Quiere el blanco espantar al diablo? —dijo Matías sacando una botella de aguardiente y una copa, de uno de los cuartitos.
+—¡Qué! —le dije—, ¿eso es mata-burros?
+—No, señor, es ocañero, y muy ocañero, de unas botellas que me regaló un bajero en la feria de Magangué.
+—Me apunto al ocañero; venga el trago.
+Matías había llenado la copa.
+—No, amigo, yo no me echo entre pecho y espalda ese lapo tan grande.
+—Pues beba y deje lo que guste.
+Bebí la tercera parte de la copa y la devolví a Matías, dándole las gracias.
+—Échese ese lapito, taita Cipriano —dijo Matías alargando la copa a Quimbayo, y agregó:
+—De ese no habrá tomado usted en su vida.
+Quimbayo recibió la copa, la apuró hasta el fin, y después escupió la mitad de lo tomado, costumbre que vi siempre en los pueblos del alto Magdalena y cuyo motivo no se me alcanza.
+—Mejor lo hacen en la Villa —observó Quimbayo.
+—¿Mejor que el ocañero? —dijo Matías—, esa si no la creo ni con palanca.
+—¿No es verdad, patrón —me preguntó Quimbayo—, que el anisado de don Antonio Ospina es mejor que este?
+No me atreví a decir la verdad, por no ofender a Matías, y tomé un término medio.
+—Es igual a este —le contesté.
+—Con una diferencia —agregó Matías—, que este es ocañero y el de la Villa, villano.
+—¿Y usted no toma, don Matías? —le dije, viendo que se disponía a guardar la botella.
+—Yo no, señor, desde que me dio la rema gálica ni más lo he vuelto a probar.
+En este momento regresó Tránsito trayendo en la mano una totuma, dos peladillas sacadas del río y una bola de chocolate, y en la otra, el canalete al hombro, a guisa de armas a discreción, y con la misma sujetaba un manojo de hojas de plátano.
+—Tengo curiosidad de saber cómo se come canalete —dije a la casera Damiana, quien seguía ocupada en la faena de la cocina.
+—Pues ori verá; pero sálgase, blanco, porque me corto y me quemo.
+Volvíme de espaldas y seguí conversando con Matías, quien me contaba sus viajes a la feria de Magangué. Tras de corto espacio de plática, Tránsito anunció que la comida estaba servida. Al volverme vi, en vez de mesa, el canalete apoyado en dos troncos, y en lugar de manteles y platos, hojas sobre las cuales se ostentaban una pirámide de trozos de plátano verde, otra de yuca blanca como copos de algodón, y una tercera de carne y pescado. En el puesto de honor había una arepa del tamaño de un plato.
+—Amigos míos, vamos a comer, vamos, don Matías… —dije a los presentes.
+—Yo ya comí —respondió Matías.
+—Tránsito, señora casera, Quimbayo…, ¿quién me acompaña?
+—Tiene que dispensar los platos —dijo Damiana—, y no lo acompaño porque ya acompañé al casero.
+—¿Y tú? —dije a Tránsito.
+—¡Yo!…, yo no…, porque tengo que hacer el chocolate.
+—Quimbayo: el viudo está que provoca, ¡eh!, vamos.
+—No, patrón —me contestó—, a mí me gusta comer con satisfacción.
+Comprendí su embarazo. Me senté en un banquito y empecé mi comida con los dedos; pero no pude soportar largo rato aquello a que no estaba acostumbrado, y eché mano a mi navaja, pues aunque me pusieron un cuchillo, era este tan afilado y tan puntiagudo, que me dio miedo usarlo. El cortaplumas abierto me sirvió de tenedor. A pocas vueltas me sentí repleto, y ya me iba a levantar de mi rústica mesa, cuando Tránsito me observó que faltaba el chocolate.
+—Pero si no está hecho —le repliqué.
+—Está a medio hacer.
+—¿Pero en dónde…? —en el fuego no veía nada.
+Estése quietecito y no venga a mirandear —dijo Tránsito—; y entre tanto ponía agua en una totuma blanca y nueva y disolvía en ella la bola de chocolate. Aquella operación llamaba mi atención, pues aunque había oído decir que se hacía chocolate sin olleta, no había visto de qué manera. Disuelta la bola de chocolate, sacó Tránsito del hogar las dos piedrezuelas redondas que había traído del río: estaban hechas ascuas, las sopló para quitarles la ceniza y las echó en la solución de chocolate; hirvió el agua inmediatamente, bajó y volvió a subir, y Tránsito, sacando las piedras apagadas ya, me dio la totuma diciéndome:
+—Ya está.
+Creí que el chocolate quedaría detestable con semejante procedimiento, y pretendí rehusar tomarlo pretextando la plenitud de mi estómago.
+—Tómelo, que no le hace daño.
+—Imposible; estoy hasta aquí —le dije llevándome la mano a la garganta.
+—Tómelo —insistió—, no me haga perder mi trabajo de ir a traerlo a la balsa; es limpiecito, del que yo traigo en mi avío, y lo hice con tanto cariño y con tan buena voluntad…
+—No has de decir que te dejo desairada —le respondí recibiéndole el chocolate.
+—Vea, patrón, que le cojo la palabra.
+—Por cogida —le repliqué, después de probar el chocolate, que hallé excelente—, ya ves que estoy tomándolo.
+—Eso sí, ya lo veo; pero como me dice que no se ha de decir nunca que me deje desairada…
+—Yo no he dicho «nunca».
+—¿Entonces sí piensa dejarme desairada algún día?
+—Nadie sabe el porvenir —le dije, pensando en que dentro de poco habría de ponerla en tierra y seguir sin ella para Girardot, a donde había resuelto no aparecerme acompañado. Púsose triste y calló; yo acabé de apurar el delicioso chocolate y encendí un cigarro que me fui a fumar con delicia debajo de un tamarindo que sombreaba el patio.
+Quimbayo y Tránsito empezaron a comer. El viejo acabó en dos por tres, y se dirigió a la balsa a reemplazar a Briñes, quien a su turno comió con buen apetito.
+Ya era hora de partir para alcanzar a llegar a Girardot con luz. Al ir a despedirme de aquellas gentes tan hospitalarias, pregunté a la casera qué le debía, y antes de que ella me contestase cuánto, pues tal era su intención, que leí en sus ojos, dijo Matías:
+—La buena voluntad, blanco.
+En vano insistí; el buen hombre permaneció inflexible. Yo no sabía qué hacer; no había por allí un chico a quien regalarle una moneda, pues eran marido y mujer solos; ni llevaba en los bolsillos objeto ninguno bonito que darles, y hube de resignarme, prometiéndome hacerles después algún obsequio.
+Matías llevó su amabilidad hasta acompañarnos a la balsa, y cuando zarpamos se quedó en la orilla, poniendo el anzuelo para reponer la sardinata que me había cedido con tan buena voluntad.
+Quiero dejar constancia aquí de que no olvidé mi propósito de enviar algún obsequio a tan amables amigos. En esto falté al genial olvido de los bogotanos, que tenemos fama de ser una miel fuera de la capital, y en ella estirados y olvidadizos hasta más no poder.
+Iba ya el sol de vencida, la tarde estaba fresca, y como el piloto me dijese que no alcanzaríamos ya a Girardot con luz, les ofrecí aumentar la paga con tal que llegáramos. Me prometieron hacer lo posible, y bogaban sin descanso. Entre tanto trabé conversación con Tránsito sobre el Mohán; y ella me refirió lo que decían del fantástico personaje que suele habitar en los charcos profundos del río, al pie de las rocas en donde se forman remansos; especie de demonio lleno de malignidad, como todos los de su casta, que se divierte en espantar a los peces para que no caigan en las redes; que suele romper estas a fin de que se escape el pescado; que llena de pavor el corazón de los pescadores nocturnos y los ahoga, si los puede atrapar; que se roba a las muchachas bonitas; que corta las sirgas de las barquetas en las noches de tempestad; que muge como toro cuando está enojado, y suspira como el viento cuando está triste; personaje que nadie ha visto, pero que se hace sentir por sus diabluras. Preguntéle cómo era el Mohán, y me dijo que era un indio cabezón, con las piernas cortas y con aletas de pez en las espaldas, «muy moreno, con el pelo flechudo y caritriste». Era todo cuanto sabía ella del Mohán; y para probarme que existía real y verdaderamente, me dijo:
+—¿No se fijó el patrón en la atarraya de don Matías?
+—¡Ah!, sí, ¿en la red que estaba remendada?
+Nada le vi de particular.
+—Esas coscojas de cobre y de plomo son para espantar el Mohán.
+—Yo creía que fueran pesas para hacer bajar la red.
+—Sirve para eso y para el Mohán, y por eso ponen unas de cobre y otras de plomo; si fueran pesas no más, bastarían de plomo.
+No comprendí aquella teoría de los dos metales contra el Mohán.
+Agotado el tema de conversación, era preciso callar o buscar otro; pero por más que hice no le hallé, y aburrido hasta el tope, bostezaba de fastidio sin cesar.
+—Vea que se descumbamba —me dijo Tránsito.
+—Estoy cansado ya con este día tan largo —le respondí.
+—A mí se me ha hecho cortico.
+—¿No tienes alguna otra historia que contarme?
+—No, patrón, ya le conté la mía. Ahora cuénteme usted la suya.
+—Yo no tengo historia —le dije medio distraído.
+—Será que no me la quiere contar.
+—Dile a Briñes que nos cuente la suya o al viejo Quimbayo, que la de este debe ser larga y curiosa.
+—Pero si platican no bogan.
+—Que no boguen, pues, pero que conversen algo.
+—Vea, blanco, que si lo dejamos, no alcanzamos a Girardot sino con la noche —diio Briñes.
+—¿A qué hora sale la luna? —pregunté.
+—Como a las ocho.
+—Entonces llegaremos con la luna.
+—Eso sí, blanco —replicó Quimbayo—, lo que es llegar llegamos hoy.
+—¿Quién cuenta una historia? —insistí.
+Mis interlocutores se miraron y ninguno respondió. El ataque había sido tan brusco que resolvieron callarse; vi que aquel no era el camino y hube de tomar otro para lograr mi objeto.
+—¿Saben ustedes que yo daría algo por conocer al Mohán?
+—Eso sí que está trabajoso —repuso Quimbayo—, porque hace tiempos que no asoma por ninguna parte, desde la tunda que le metieron, que fue de las buenas.
+—¿Y quién fue ese guapetón? —pregunté.
+—El Poira —me contestó Quimbayo.
+—¿Y quién es el Poira?
+—¿No ha oído el blanco hablar del Poira?
+—Qué he de haber oído; es la primera vez que oigo tal nombre.
+—El Poira —dijo Quimbayo— es un indio brujo que vive en el cerro de Pacandé.
+—¿En dónde queda Pacandé?
+—¿No ha visto el blanco un cerro que parece un pan de azúcar, grandototote, que se alcanza a ver desde Purificación?
+—Sí, sí, ¿allá por el lado de Natagaima?
+—El mismito —replicó Quimbayo—, pues ese cerro es de oro.
+—¡Aprieta! ¿Y por qué no recogen de ese oro? No sería malo ir a desportilarle algo al pan de azúcar —le dije.
+—Pero como eso no se puede —respondió Briñes a su turno.
+—¿Por qué?
+—Porque el Poira no deja: al Poira lo dejaron cuidando los caciques de los indios, y no crea, blanco, que deja trabajar el cerro; comience porque se bebe todas las aguas y no deja con qué lavar el oro.
+—Yo creía que era cosa de cortar el metal con cincel. ¿No dice Quimbayo que el cerro es de oro?
+—Sí, patrón, de oro, pero revuelto con tierra, y para quitarle la tierra se necesita agua, y esa es la que se bebe el Poira. Ese cerro lo hicieron los indios y pusieron al Poira para que lo defendiera, y sólo cuando no andan mineros por allá, es cuando viene hasta el río a pescar —dijo Briñes con mucha seriedad.
+—Y en una de esas ocasiones —agregó Quimbayo—, fue cuando le pegó la tunda al Mohán y lo desterró del río.
+—Cuénteme esa historia, Quimbayo, y le doy un trago.
+—No es por el trago que se la voy a contar como me la contó mi taita, que era de Natagaima y la sabía de pe a pa. Póngame cuidado, blanco, y verá que la historia es bonita y cierta, como que el río corre de para abajo.
+—Veamos…
+Quimbayo empezó su relato.
+—Un día que el Poira quería pescar, porque se le había acabao el bastimento que tenía en Pacandé, se bajó al río, y con todo un aguacero se botó al otro lao en La Caimanera y sintió un tropelón de pescao que traquiaba, porque iba por el puro seco: parecía como cuando uno jala una barqueta que chirrea contra las piedras; llegó el Poira a onde sintió el tropelón, y ya iba más arriba, tiró un atarrayazo y no sacó nada; y estando recogiendo la atarraya sintió otro tropelonón de pescao y vio un bagre grandototote que estaba en la punta del chorro; entonces alevantó la atarraya y le jondió un tiro y no brincó pescao; pero sí sintió un golponón en la agua más arriba como a dos brazadas; pues era el Mohán que se divertía en espanarle el pescao; y como el Poira se la tenía ya jurada, porque una vez en el Peñón Moreno le voltió la balsa, se la volvió a jurar y se fue para Pacandé sin decir nada. Al otro día trajo de su casa un freno de oro de tres arrobas, que dicen que valía un platalón; y a lo que llegó en derecho a onde debía ser la botada, le dijo a los peones que llevaba que lo aguaitaran y se zambulló hasta el otro día en que sacó al Mohán con el freno puesto y lo apegó a un palo, le dio cuero hasta que se cansó, luego lo largó para que se fuera, y desde ese día no ha güelto a molestar a nadie en el río.
+—¿Sabe usted que el Poira me parece un buen muchacho, muy guapetón?
+—¡Muchacho! Si tiene los años de Matusalén, y hasta más; pero guapo sí es, porque atrevérsele al Mohán y siendo tan antiguo, que dicen que ya no le quedan dientes de puro gastaos…
+—Ahora me da antojo de conocer al Poira —le dije.
+—Eso es más trabajoso, porque no se deja ver sino de sus peones, unos indios flecheros que lo acompañan y que son tan guapos como él.
+—¡Qué buen general será el Poira! —exclamó Briñes.
+—Ese —dijo Quimbayo—, era el que le aconsejaba al viejo Bolívar lo que había de hacer para sacar de la tierra a los chapetones; y sin el Poira, aquí estarían todavía.
+Púseme a pensar cómo se enlazan las tradiciones de los héroes con las preocupaciones populares, y cinco minutos después mi mente andaba en pos de Bernardo del Carpio y del Cid y de tantos otros cuyas hazañas atribuye el pueblo a causas maravillosas. De mi distracción me sacó Quimbayo con este reclamo:
+—El patrón me ofreció un lapo y como que ya está haciendo sequía.
+Efectivamente, el cuento del Poira bien valía un trago, y le pasé la botella de ron.
+—¿Cada cuándo baja usted a Ambalema? —pregunté a Quimbayo.
+—Por temporadas, patrón, cuando hay que bajar con plata que mandan los blancos de Neiva y de la Villa.
+—¡Hola! ¿Y mucho dinero le confían a usted, Quimbayo?
+—Una vez bajé yo solo con un boga quince mil pesos en seis cajitas; en otra ocasión me mandó el patrón Ignacio Aldana con cinco mil pesos; en otra me recomendó un señor de Ambalema que le llevara unos muchilones, no sé cuánta sería, pero era harta, y nunca me faltó ni un real; y eso que si yo no hubiera sido tan hombre de bien pude haber soltao la balsa río abajo hasta Barranquilla o hasta la extranjería, como me aconsejaba un antioqueño que se comprometía a acompañarme al partir de por mitá; pero yo me mantuve firme, y como no quería que se dijera nada del viejo Quimbayo, lo que hice fue irme a media noche sin despertar al malo del antioqueño, y llegué a Ambalema con toditica la plata y la entregué a su dueño sin faltar ni el negro de la uña.
+—Amigo Quimbayo, deme usted esa mano —le dije tendiéndole la mía.
+—¿Para qué, blanco? —me preguntó asombrado.
+—Para apretar la mano de un hombre de bien.
+—Es que yo nunca le doy la mano a los blancos; pero si el patrón quiere hacerme la bondá… —dijo y metió la mano en el agua, la sacó, la sacudió y la enjugó con la falda de la camisa, que llevaba por fuera al uso del país, y me la tendió.
+—¿Tránsito va para Ambalema? —pregunté al piloto.
+—No, patrón, ella lo que quiere es salirse de la Villa, porque allá no puede vivir.
+—¿Por qué?
+—Pregúnteselo a ella, patrón.
+—¿Y tú qué dices, Tránsito?
+—Eso es lo que yo no tengo ganas de decir.
+No insistí más sobre el asunto, y como ya estábamos cerca de Peñalisa, punto que había escogido para desembarcada, afronté la cuestión resueltamente.
+—Tú no puedes ir a Girardot conmigo.
+—¿Se puede saber por qué, patrón?
+—Porque yo dependo de una persona muy rígida y muy brava, y me costaría muy caro si llego acompañado.
+—¿Pero entonces qué hago yo?
+—Desembarcar en Peñalisa.
+—¿Y solita?
+—¿Y qué quieres?
+—Si el patrón desembarca allá, desembarco; y si no, no.
+—¡Pero muchacha!, ese es un disparate.
+—Pues lo dicho, dicho.
+—Entendámonos, aquí mando yo, y lo dicho, dicho.
+Se quedó como aterrada, y se puso a llorar.
+—No se le dé nada, mana Tránsito —le dijo Briñes—, Peñalisa está cerquitica de Girardot y por tierra se va mejor que por agua.
+—Pero para ella es lo mismo Girardot que Peñalisa: que se quede en Peñalisa —dije resueltamente—. Cuando se embarcó no llevaba más objeto que salir de la Villa, y ya lo consiguió.
+—Eso era esta mañana, pero ahora me interesa ir a Girardot —replicó ella con energía—, y me iré por tierra si no me quieren llevar por agua.
+—Haz lo quieras, pero ten entendido que en Girardot no conozco a nadie, y que si allá te presentas y te veo, será como si no te viera.
+—Ya verá el patrón que sí me ve. Esas son cuentas mías.
+Aquel carácter me daba cuidado, pero pensé: lo que importa es salir del paso y acabadas son cuentas.
+Estábamos en la embocadura del Fusagasugá, que bajaba crecido, arrastrando la corriente enormes troncos, plataneras, trozos de casas desbaratadas y hasta reses muertas. Nunca había visto una avenida tan grande como aquella. Trabajo nos costó arrimar a Peñalisa ya a boca de noche.
+Allí desembarcó Tránsito con su modesto equipaje. Me dio las gracias, y habiéndole preguntado si llevaba dinero, me respondió:
+—Tengo todo el que necesito; Dios lo lleve con bien, patrón —agregó, volviéndome la espalda; y empezó a subir el barranco con paso ligero, después de despedirse de Quimbayo y de Briñes.
+Estábamos ya desprendiendo la balsa, cuando ella se volvió apresuradamente y me dijo:
+—Patrón, perdóneme, pero tengo aquí —añadió poniéndose la mano sobre el corazón— que le va a pasar algo; el río está por los montes… desembarque, es mejor.
+—Imposible, dentro de una hora ya estaremos en Girardot.
+—Vea, patrón, que se lo ruego.
+—Vete, muchacha, que te coge la noche, y a mí también.
+—Hasta mañana —me dijo.
+—Adiós —le contesté—. Y se sentó en la playa a esperar perdernos de vista.
+De Peñalisa para abajo todo fue zozobras: parecía que la balsa se desbarataba, y encrespadas olas jugaban con ella como con una pluma, llevábamos una celeridad vertiginosa, y Quimbayo aseguró que a ese paso llegaríamos con luz.
+Al llegar a la embocadura del Bogotá, me creí perdido: el río bajaba potente y represaba al Magdalena, formándose en la confluencia un oleaje irresistible que nos lanzó al lado de Flandes. Fueron vanos todos los esfuerzos para arrimar a Girardot, y pasámos por aquel puerto como flecha disparada. Briñes y Quimbayo estaban ya sin aliento; los canaletes se les caían de las manos, e íbamos a chocar con los peñones de Flandes, en los cuales estrellaba el río con gran fuerza su inmensa mole de agua.
+—Desnúdese, blanco —exclamó Briñes.
+—¿Para qué?
+—Para la nadada.
+—Es inútil, no sé nadar.
+Quimbayo no decía una sola palabra; atento a dirigir la balsa, ni pestañeaba. Al llegar al peñón de Flandes, no sé por qué la balsa dio media vuelta y pasámos rápidamente sin sumergirnos. Ya no se veía, la noche estaba oscura; pero Quimbayo declaró que nada había que temer y que procuraríamos arrimar a donde se pudiera. El río mugía como un gigante, e íbamos sobre los lomos de aquel monstruo como en alas del viento; la oscuridad era completa y lo mismo era tener los ojos abiertos que cerrados. En un momento de calma me dijo Quimbayo, que no había atravesado palabra:
+—Vea, blanco, que no es bueno burlarse del Mohán. Esta tarde estuvo riéndose de él, y ya se ve que altiramente nos mojamos.
+—Bien mojado voy yo —le contesté, y así era, pues el oleaje me había empapado de la cintura para abajo—, pero en cuanto al Mohán, siempre me reiré de él.
+—Ave María, patrón, no diga herejías, que todavía estamos en el agua, y más ahora que nos acercamos al río Coello, en donde tiene segura la vivienda al pie del peñón del Chicoral.
+Calléme, porque dije para mis adentros: si disputo con esta gente sobre el Mohán, cosa en que creen a pie juntillas, al menor obstáculo se figurarán que es obra de él, y somos perdidos.
+Anduvimos largo espacio y tratamos de arrimar la balsa al puerto de Potrerillo, pero la corriente era impetuosísima, y el piloto y Briñes estaban fatigados; mas hicieron un esfuerzo supremo y logramos acercarnos al puerto. Briñes se echó al agua con la sirga en los dientes y llegó a la orilla, en donde pudo amarrar el extremo del cable a un árbol; pero aquello de nada sirvió, porque reventó la sirga con la fuerza de la corriente, y fuimos arrebatados el piloto y yo en brazos de una fuerza incontrastable. Briñes se quedó en la orilla, y el piloto me dijo:
+—Ahora sí, patrón, trabajoso está encontrarle la comba al palo, pues si la balsa no se dejó gobernar de dos, mucho menos de uno.
+Nada le respondí, y no las tenía todas conmigo: estaba seguro de que aquella sería mi última noche, y pensaba en la corazonada de Tránsito, al despedirse de nosotros en Peñalisa. Por fortuna la luna empezaba a salir, y se había disipado la densísima oscuridad de las primeras horas.
+Seguíamos río abajo, y mis temores eran encontrar crecido el río Coello, con lo cual habrían aumentado nuestros peligros; pero Quimbayo, más geógrafo que yo, los disipó, haciéndome caer en la cuenta de que el Coello tiene su hoya hidrográfica en la cordillera Central y que por allí no había llovido como en la Oriental, de donde se desprenden los ríos Fusagasugá y Bogotá. El viejo sabía lo que decía: el río Coello estaba con su vestido de verano.
+Al llegar a los chorros de Gallinazo, en donde el ruido del agua era espantoso, me encargó Quimbayo nuevamente que me desnudara, mas insistí en permanecer vestido, porque consideraba que aquello sería trabajo inútil. Preguntéle si había algún peligro, y me dijo que temía no poder gobernar la balsa y que se nos hundiera. Así fue: clavóse sobre varias puntas de peña que parecían una sierra y la sentí crujir, temblar y desbaratarse.
+—¡Se reventaron las cadenas! —exclamó el piloto—. Procure, patrón, cogerse de un balso…
+No había acabado de decir estas palabras Quimbayo, cuando empezaron los maderos sueltos a tomar cada uno por su lado. No sé cómo quedé con uno de ellos, bastante grueso y resbaloso, debajo de los brazos. A lo lejos veía flotar la cubierta de la balsa, pero a Quimbayo no lo vi, ni supe qué se hizo. Dejéme llevar a merced de la corriente, sin esperanza de ninguna clase. Aunque estaba bien agarrado al balso, y este era muy grueso, apenas podía sostenerme, y entonces fue cuando me pesó no haberme desnudado, como me lo aconsejaba el piloto; ni siquiera me había quitado las botas; las sentía como de plomo y no podía ni intentar moverme para darle impulso al balso, temeroso de que se me escapase mi tabla de salvación. El lector calculará cómo serían de fervientes los actos de contrición que hice repetidas veces en aquellas dos horas de angustia, que fueron siglos para mí, tanto más fervientes mis súplicas, cuanto mi conciencia estaba recargada con todas las locuras de las fiestas de Purificación, que no eran pocas ni leves.
+Me sentía sin fuerzas, los brazos me dolían y ya no podía sostenerme en ellos, e iba a soltar el balso para dejarme ahogar, cuando sentí ruido detrás de mí y un grito lejano que me pareció voz del otro mundo… Extingióse aquel grito y sus ecos, pero el ruido seguía, y entonces mis temores crecieron, porque me figuré que algún caimán colosal venía detrás de mí, y ya sentía la dentellada del animal que me partía por la cintura. Encomendéme a la Virgen del Carmen, y me resigné a servir de cena al voraz anfibio; ya lo sentía encima y el terror me hizo bajar un brazo del balso; el otro no tenía fuerza para sostenerme; veía iluminada una parte del río por la luna; lo demás era oscuridad, y aquello se me figuraba cosa de la otra vida; me creía muerto, y una especie de delirio embargaba mis potencias.
+—Arriba, patrón —gritóme Briñes cuya voz no supe de dónde salía; pero cobré ánimo y torné a agarrarme del balso, mas no volví a saber de mí, ni lo que pasó después.
+Cuando torné en mi acuerdo, hallábame tendido en un caney en un cuero de vaca, desnudo y cubierto con una sábana. Me parecía que estaba todavía en el caney de Matías, veía allí las cuatro puertas de los cuatro cuartitos; el hogar en el centro y tres o cuatro personas conversando; una mujer me estaba aplanchando, como si fuera ropa, por encima de la sábana, y el calor de la plancha me hizo dar un grito, o un quejido, no sé qué.
+En el momento vi a Briñes que se acercaba y me alumbraba la cara con un tizón del hogar.
+—¡Ya abrió los ojos…! ¡Ya abrió los ojos! —decía.
+Todas las personas que había allí se acercaron y me miraban con curiosidad. No podía moverme; todo me dolía y volví a cerrar los ojos.
+—Sería bueno volverlo boca abajo —decía la mujer—, para que trasboque el agua que se tragó.
+—Qué agua va a tener en la tripa —dijo Briñes—, si cuando se iba a consumir lo cogí de la ropa; por suerte no se la había quitao.
+¡Qué tal! Pensé para mi capote.
+—Pero, pobrecito el blanco —dijo uno de los del grupo—, y como que es jovencito.
+—Si apenas le apunta el bigote —añadió otro.
+—Mire, háganme caso —insistió la mujer—, vuélvanlo boca abajo, pues estará lleno de agua; pobrecito señor.
+—Cuando yo le digo que no alcanzó a tragar casi nada de agua —agregó Briñes—, es porque sé lo que le digo; no ve que yo mismo lo alcancé a coger de la corbata, y más a más en la canoa trasbocó todo lo que tenía adentro.
+En esto se acercó la mujer a mí; me examinó atentamente y sostuvo que era preciso soplarme por la boca para llenarme de aire. Briñes saltó inmediatamente, y ya me iba a soplar; entonces hice un esfuerzo; puse las manos en señal de plegaria; dirigí al Altísimo ferviente acción de gracias y después dije a Briñes:
+—Amigo Briñes: ya sé que a usted debo la vida y se lo agradezco con toda mi alma; pero cuénteme usted cómo fue aquello.
+—Ahora no, ahora no —dijo la mujer interviniendo—; que descanse y que lo dejen dormir para que no le dé un causón.
+Todos se retiraron. Briñes me obligó a acostarme, me arropó con la sábana y con una manta y me encargó que durmiese. Él y los demás se salieron y me dejaron solo. No tardé sino pocos momentos en quedarme dormido hasta que rayó la aurora. Al despertar, no me sentía bien, experimentaba un malestar indefinible, pero ya no tenía gana de dormir y no podía levantarme porque estaba literalmente desnudo. Pasó largo rato, cuando Briñes se acercó a mi modestísimo lecho y me dio los buenos días preguntándome qué noche había pasado. Le contesté que había dormido muy bien y que quería levantarme, pero que no tenía vestido.
+—Ya su ropa está seca, patrón —me dijo—, y me la entregó.
+Con mucho trabajo me vestí, pues no tenía fuerzas y me sentía adolorido, en especial de los brazos, que me parecían como si fuesen ajenos.
+—¿Quiere el patrón desayunarse?
+—Yo no tengo ganas de comer, pero no será malo.
+Briñes salió, volvió con la mujer que me estuvo aplanchando y que parecía la médica, supuesto que ella era quien prescribía todo.
+—Buenos días patrón. ¿Ya le va pasando el susto? —me dijo la mujer mientras avivaba el fuego y preparaba el desayuno, faena que me dio a entender que era la casera.
+—Ya lo ve… —le contesté—. ¡Y cómo me han servido ustedes! ¡Les estoy tan agradecido!
+La mujer siguió en su trabajo; Briñes de pie junto a mi lecho, en el cual me había vuelto a tender vestido, me miraba con ese cariño natural que uno profesa siempre a las personas a quienes presta un servicio, cariño siempre mayor en el que da que en el que recibe, pues tal es la condición humana; y sirva para corroborar mi aserto el cuarto mandamiento de la ley de Dios, que previene a los hijos amar y honrar a los padres, lo que prueba que es preciso el mandamiento, mientras no hallaremos el que previene a los padres, amar a los hijos, por innecesario.
+No me sentía bien, y de fijo estaba enfermo, y con pocas ganas de conversar; pero como comprendí que Briñes deseaba ser interrogado, le pregunté:
+—¿Cómo ha pasado todo, amigo Briñes?
+—Sí recordará el patrón —me contestó él—, cuando la balsa me dejó en el puerto de Potrerillo.
+—Sí, amigo mío, lo recuerdo bien.
+—Pues vea, patrón: cuando toteó la toa mi intención fue tirarme a nadar para alcanzar la balsa; pero temí no lograrlo, y como había en el puerto una canoíta, me dije: mejor es irme detrás en la canoa, porque el viejo Quimbayo solo no puede gobernar la balsa; el blanco no sirve para maldita la cosa, con perdón de su persona, porque los blancos no sirven para eso, y si me les aparezco embarcado los saco a la orilla y… no sé qué me dio; dicho y hecho, fui a desatar la canoa, pero me acordé de que no tenía canalete. ¿Sin canalete qué iba yo a hacer? Nada…, por aquí debe estar el dueño de la canoa y él me dará el canalete, y como quien se quita avispas, me puse a buscar la casa que por allí debía estar, porque latían los perros; no tardé en dar con la posada del dueño de la canoa, y le dije: —Vengo a esto y a esto, pero pronto. —Yo sí le prestara la canoa y el canalete —me contestó—, pero… como yo no lo conozco a usted. —Pues entonces véngase conmigo, si tiene desconfianza. —¿Y yo qué voy a ganar? —me dijo el hombre—. Pues lo que pida —le contesté—; el blanco es rico y le pagará bien. —Si no me dan dos pesos, no voy ni doy la canoa. —Vamos por los dos pesos —le contesté. Cogimos dos canaletes y nos echamos a bogar, a boga-arrancada, seguritos de poder alcanzarlos en cuatro canaletazos; anda y anda, y nada; nos habían tomado mucha delantera, y el hombre de la canoa estaba ya aburrido y quería dejarlo, y a fuerza de ruegos no lo dejó. Íbamos de para abajo, cuando me gritaron de la orilla y conocí la voz de mi tío Cipriano. —Allí están —dijo—, y arrimamos, pero sólo estaba allí el abuelo, y él me dijo que el patrón iba ahí abajito no más, cogido de un balso. No lo había acabado de decir, cuando soltamos la canoa otra vez, y boga que boga; a poquito encontramos los pedazos de la balsa, y dijimos: —Por aquí anda el blanco, si no se ha consumido, pero bajamos y bajamos, y nada; me puse a gritar y pensé: —Si el blanco anda por aquí y está vivo, contestará; y así fue: a poquito lo alcanzamos, cuando gritaba en latín, y lo alcancé a ver consumirse. A lo que soltó el balso, le grité, me tiré al agua y lo saqué a la orilla como muerto. Mi compañero arrimó la canoa; lo echamos boca abajo y le quitamos la ropa; ¡qué trabajo nos costó sacarle las botas!, pesaban una arroba. A poco le empezaron las abocaciones seguiditas, y yo le metí un palo en los dientes, porque estaba trabao, y así lo trajimos hasta el caney, lo acostamos en el cuero de res; la casera lo tapó con una sábana y dijo que iba a plancharlo, que era buen remedio para que entrara en calor, pues estaba frío como un difunto; pero ella decía que estaba vivo, y que estaba vivo.
+—Pues si eso se conocía —dijo ella—; supóngase, blanco, que no estaba amoratao, ni echaba espuma por la boca.
+—¡Hola!, ¿conque usted es médica, patrona? ¿De dónde sabe usted tantas cosas?
+—Pues lo que es estudiar, yo no he estudiao, pero sí le curo cualquier enfermo que me ponga, con tal que no esté rematao, y yo aprendí muchas cosas con un dotar inglés que vivió en Santana y que era médico de las minas.
+—¿Y con él aprendió usted a aplanchar a los ahogados y a soplarlos por la boca?
+—Sí, patrón, con el dotor Uley (Dudley) que ahora está en Bogotá.
+—Pues sepa usted que me hizo un servicio muy positivo.
+Ya estaba el desayuno y me lo sirvieron con la mejor voluntad: un poco de chocolate hecho en olleta de cobre, y pan de trigo bastante bueno. Como manifestase mi admiración, me dijeron que muy cerca estaba el pueblo de Nariño, noticia que no dejó de causarme gusto, pues allí podría encontrar sombrero y calzado, que era lo que había perdido en el naufragio: las botas, porque tuvieron que romperlas, y el sombrero, porque había resuelto seguir río abajo sin su dueño.
+Mandé a Briñes que me comprara estos objetos con el dinero que había sacado de mi chaleco, que con el reloj, antes de poner a secar la ropa, había la casera guardado religiosamente en su baúl.
+Mientras Briñes volvía, trabé conocimiento con el dueño de casa, que era un honrado cosechero de tabaco, dueño de un platanal y de unas veinte mil matas que le producían en tabaco de 150 a 200 arrobas al año, con lo cual vivía con algún desahogo, como podía notarse al hallar en su casa utensilios de cobre, planchas y otras gollerías, que en vano hubiéramos buscado en la casa del pescador Matías. Pregunté por el dueño de la canoa, y me dijeron que era un Cedeño, que se había ido al pueblo. ¡Cuál no sería la admiración de aquel buen hombre al volver y conocer en el ahogado de la víspera al empleado de la factoría en que entregaba tabaco todas las semanas, y representante muchas veces del dueño de tierras en donde él trabajaba! Púsose contentísimo, porque me tenía cariño, y cuando le hablé de darle una gratificación por su trabajo y por su canoa, no quiso aceptar sino los dos pesos que Briñes le había ofrecido, y eso, porque tenía que pagar el jornal de dos peones que había tenido que poner en su casa para reemplazarlo. Despidióse de mí y emprendió marcha en su canoa, con un peón que le dí para que le ayudase a subirla al puerto de donde salió, y aunque estaba yo algo resentido con el viejo Quimbayo por haberme abandonado, le encargué que le dijese, al pasar por Buche, en donde se había quedado, que con Briñes le enviaría ropa, pues el pobre debía estar tan desnudo como la palma de la mano.
+No tardó Briñes en volver con la mala noticia de que no había encontrado más calzado que unas alpargatas, ni más sombrero que uno de caña.
+Disfrazado así, después de despedirme de mis generosos huéspedes, que no me cobraron sino la décima parte de lo que valían sus cuidados, emprendí marcha, caballero en un caballejo que me dio el dueño del caney, aparejado con un fuste de silla cubierto con una sábana. El caballejo era muy duro, y yo iba paso entre paso, conversando con Briñes, quien solía decirme que apurásemos para evitar la fuerza del sol, que en aquellas tierras es el peor enemigo del hombre; pero me sentía muy mal, y los movimientos del caballo me destrozaban el cuerpo. Así anduvimos largo trecho, hasta que en una encrucijada tropezámos con un caballero inglés montado en un soberbio caballo y que estaba visitando algunas de sus plantaciones de tabaco; acompañábale uno de los empleados de su factoría. Un sombrero finísimo de paja de anchas alas defendía del sol la noble y benévola fisonomía del caballero, y su blanco vestido de lino no era otro que el usual en nuestras tierras cálidas; pero tan limpio y acicalado que hacía contraste con el de la persona que le acompañaba, vestida con camisa de lana de color rojo, zamarros de piel de chivo, sombrero de caña y enormes espuelas, bastantes para atravesar con ellas el caballo que montaba.
+Yo no tenía por entonces relaciones con él, pero debí llamarle la atención, pues me saludó cortés y afablemente; le dije mi nombre y mi aventura, de que quedó no poco maravillado, e inmediatamente hizo desmontar al empleado que lo acompañaba, me hizo cabalgar en el caballo de este, que también era bueno; y en vez de seguir su correría, me invitó a almorzar a su casa, situada en el puerto de Nariño, especie de barrio desprendido de la población, y que formaba una calle pintoresca de edificios pajizos pertenecientes todos a la casa inglesa de que era gerente mi anfitrión. Pocos hombres he visto en mi vida que sean tan amables y tan bondadosos como aquel caballero. Tuve, andando el tiempo, ocasión de tratarlo íntimamente en todo el apogeo de su fortuna, y después lo vi desgraciado, abandonado de todos y en la mayor miseria imaginable; pero siempre conservaba la distinción de sus modales, su afabilidad exquisita, los rasgos nobles y benévolos de su fisonomía y, siempre generoso, aun en medio de su pobreza, todo lo daba como en sus buenos tiempos. Fue muy infortunado, mas su memoria ha sido, es y será grata para muchos: llamábase Abraham Crostwaite. ¡Descanse en paz el buen caballero en una comarca que llenó de beneficios y en que sólo cosechó ingratitudes y desdén!
+Mr. Crostwaite me hizo los honores de su casa con la franquesa, cordialidad y finura que le eran habituales.
+Empezó por hacerme cambiar de vestido, pues el mío le pareció muy estropeado; envió al pueblo a un empleado inteligente que me trajese calzado y sombrero; en fin, hizo por mí cuanto es imaginable.
+Recibióme en una sala adornada con muebles de mimbre, frescos y cómodos, la cual tenía a lado y lado aposentos amoblados con decencia.
+Sirviéronnos un almuerzo excelente en un corredor ancho, muy fresco y defendido del sol por un emparrado cubierto de opulentos racimos, que preferí a todo, aun al rico café con que lo terminamos. No se olvidó de Briñes, a quien recomendó a las gentes de la cocina.
+Como le hubiera manifestado mi deseo de llegar a Girardot pronto, a causa de mis temores de que la noticia de mi naufragio llegase antes que yo, lo halló muy justo, y al acabar el almuerzo, encontré el famoso caballo en que lo vi por la mañana, perfectamente aderezado para conducirme, y otro para Briñes; el caballejo del cosechero le fue enviado con un paje.
+Díjome Mr. Crostwaite que vivía habitualmente en Ambalema, y que cuando gustara ir por allá, esperaba que le hiciera el favor de posar en su casa, donde podría atenderme mejor que en Nariño. Era el colmo de la amabilidad y de la bondad que ejercía con todos. Yo no era para él sino un desconocido aquel día, y me trató como a un hermano.
+Púseme en marcha a medio día, con un calor sofocante, y después de una hora de buen paso llegamos a Buche, en donde encontramos a Quimbayo, para quien llevé un vestido completo; le hallamos como yo me lo había figurado, casi desnudo, porque sólo había logrado salvar los pantalones. Allí le pregunté por qué me había dejado abandonado, y me contestó que por bien servido se daba de haberse salvado, y así era la verdad. La canoa de Cedeño no había llegado todavía. Vistióse Quimbayo y se dispuso a marchar; Briñes y yo no lo esperamos, porque hubiera retardado nuestra marcha.
+Habíamos andado a buen paso por el pintoresco llano de San Lorenzo, y antes de emprender la subida de unas colinas escarpadísimas que separan el valle de Nariño del de Girardot, nos detuvimos al pie de un chicalá frondosísimo, cuyo ramaje, convertido en flores todo, parecía de oro y de fuego. El aroma que se respiraba allí era embriagador, y la verde grama que crecía al pie del árbol convidaba a sestear y a llenar los pulmones de aire menos tibio que el que habíamos estado respirando todo el día. Aflojamos las cinchas a nuestras cabalgaduras, dímosles de beber y nos sentimos con pocas ganas de emprender la subida de las colinas bañadas por un sol de fuego, y sin más vegetación que paja amarillenta y corta y esqueletados chaparros, cuyas hojas, semejantes al papel de lija al tacto y a la vista, no defienden del sol, pues harto tostadas están ellas para tener sombra que dar al fatigado viajero.
+Sentíame mejor; la frescura del sitio, el agua de un arroyuelo que corría a nuestros pies y que mitigó mi sed, me habían repuesto algún tanto, y así hube de trabar conversación con mi compañero de viaje.
+—Tengo una curiosidad, amigo Briñes.
+—Diga, patrón…
+—¿Por qué se vino Tránsito de la Villa?
+—Yo sí le dijera al patrón, pero que no sepa ella nunca que yo se lo conté.
+—Eso es entendido —le respondí—; hable usted, seguro de que es como si se lo dijera a un muerto.
+—Pero no se le escape nunca, patrón, porque es mi prima, y no quiero que se incomode con Juan Briñes, ni que crea que no soy hombre de pecho.
+—Cuente usted con que nunca le hablaré de lo que me diga.
+—Confío en la palabra del blanco. Supóngase, patrón, que la pobrecita vivía en la posada de mi tío Cipriano, y como es tan bonita, la verdá sea dicha, dio en visitarla don Antonio a mañana y a tarde; poco tardó en saberlo la señora del patrón Antonio, y como es celosísima, porque es ya medio viejona y arregionada, no se anduvo por las ramas sino que aguaitó a que estuviera solita, se le apareció con látigo en mano y se le fue encima y le pegó tanto, como quien le pega a una vaca ajena y golosa. La cogió de sorpresa, y como es tan poquita a ratos, se dejó pegar, y cuando ya la mujer aquella se cansó de pegarle, se salió y le juró que si no se iba de la Villa, la habría de matar. Desde ese día no vivió la pobrecita, y aunque mi tío Cipriano la tuvo escondida, el patrón Antonio, que poco caso le hacía a su mujer, quería que le dijéramos en dónde estaba, y amenazaba con echarnos de la casa que está en tierras de él, y mi tío le metió la mentira de que se había escapado río abajo, esperando que hubiera modo de embarcarla, y en esas estábamos, cuando el blanco nos buscó para que lo bajáramos en la balsa…
+—¡Y yo que no la quería dejar embarcar!
+—Pues ella siempre se embarcó, porque cuando se le mete algo en la cabeza es firme como un guayacán. Ya la vio el patrón.
+—¿Y qué habría hecho ella si la dejamos en la Villa? —pregunté a Briñes.
+—Se habría tirado al agua hasta alcanzar la balsa, pues ya mi tío Cipriano estaba convenido en salir despacio por si el patrón no la dejaba embarcar.
+—¿Es decir, que ustedes contaban con que yo fuese un Juan Lanas?
+—Para decirle la verdá, blanco, y como mi tío es tan marrajo, él había platicao de que el blanco era mocito y ella bonita, y que no había remedio sino que tenía que dejársela llevar, pues, ¿cómo le iba a decir que no, si ella decía que sí?
+—Mucho se expuso…
+—Pero, ya ve, blanco, que todo salió bien; y así tenía que ser, porque es tan devota de Nuestra Señora de la Candelaria, que nada le niega de lo que le pide.
+—¿Y ella quería a don Antonio?
+—No, patrón. Es más resbalosa que una babilla.
+—¿Y por qué le daba usted bromas con él?
+—Por verla brava, patrón; ¿no ve que hace un gestico tan bonito cuando se incomoda?
+Aquí íbamos en nuestra conversación, cuando llegaron en busca mía dos empleados de la factoría de Girardot. No podía explicarme cómo había llegado la noticia de mi naufragio tan pronto a aquel lugar; y así lo manifesté a los dos empleados. Uno de ellos, muy mi amigo, me dijo con sorna:
+—Como usted despachó embajadora para llevar la noticia, nada tiene de particular que la hayamos recibido.
+—¿Embajadora? —le pregunté.
+—Sí, y muy buena moza.
+—No entiendo lo que usted me dice.
+—Pues mana Tránsito —dijo Briñes mezclándose en la conversación.
+—¡Ah, ya caigo! —repliqué—; y como la llegada de Tránsito a Girardot me causase viva inquietud, pregunté a los que venían a buscarme:
+—¿Y esa muchacha habló con mi tío?
+—Por supuesto —me dijo el mismo empleado—, y agregó con cierto tonillo burlón, que no dejó de aumentar mis temores.
+—Y le dijo que usted la había traído en la balsa; que la había dejado en Peñalisa y que a boca de noche se había despedido de ella para…
+—Acabe usted, por la Virgen.
+—Para verse al día siguiente, es decir, hoy en Girardot.
+—¿Tal dijo? Pues eso estuvo peor que el naufragio —exclamé—; más valiera haberme ahogado. ¿Ahora con qué cara me presento a mi tío, tan rígido y tan serio? Me vuelvo a donde no me vea él —dije montado a caballo, y di la mano a los dos empleados, agregando:
+—Adiós, amigos.
+—No hay que tomarlo así tan al pie de la letra —me dijo el otro empleado, que no había atravesado palabra—; lo que Amaya le ha dicho a usted no es tan grave. Ella no habló con el factor sino conmigo, y me dijo que se había venido en la balsa, que usted no la quería dejar embarcar, pero que ella había saltado a la embarcación a tiempo de partir, y que la había hecho quedarse en Peñalisa. Eso es todo, y así como me lo dijo ella se lo referí al señor su tío, de manera que Amaya no ha hecho sino agregarle algo para alarmarlo a usted; conque tranquilícese.
+—¿Es verdad eso, amigo Sarmiento?
+—Usted me conoce —me contestó—; yo nunca exagero ni miento.
+—Pero cuando Amaya ha dicho que ella habló con mi tío, y que le dijo esto y lo otro…
+—Lo que es hablar, sí habló ella con él, o su tío con ella —dijo Amaya—, porque cuando supo él que ella tenía noticias de usted, fue a buscarla; pero no sé lo que hablarían. Lo demás que le dije a usted fue pura broma.
+—¿Y qué dijo mi tío cuando supo que yo había bajado?
+—Se afanó muchísimo de que usted no hubiera llegado; despachó una canoa río abajo, y a nosotros nos mandó por aquí a buscarlo —contestó Sarmiento.
+—¿Pero de la muchacha no dijo nada? —insistí yo.
+—Nada, como que ni se fijó en ella; tal fue su afán —agregó Sarmiento.
+—Entonces, amigos, marchemos para Girardot, aunque se me caiga la cara de vergüenza; quiero ahorrarle momentos de desazón. Sería pagarle muy mal su cariño. Vamos, y salga el sol por Antequera.
+Lentamente subimos la escarpada cadena de colinas bajo un sol abrasador, mudos, porque el bochorno no nos dejaba ni aliento para hablar; hasta las cigarras callaban, y sólo el chillido del grillo y el sonido del cascabel del crótalo, que abunda en la cañada, solía oírse como para decirnos que había alguien despierto en aquel sopor general de la naturaleza fatigada por el calor.
+Tras breve espacio coronamos la altura del cerro de la Culebra. Nada más hermoso que el espectáculo que se presentó ante nosotros: a la derecha se veía la llanura en una extensión de leguas, semejante a una rica alfombra de terciopelo verde, en donde a trechos se divisaban como bordados de verde más oscuro los matorrales y guaduales que crecen a la orilla de los arroyos y riachuelos que la surcan, y desde lejos aparecía el tortuoso curso del Magdalena como ancha sierpe de plata que venía a perderse al pie de la colina desde donde dominábamos aquel panorama espléndido. Más allá de la llanura la gigantesca barrera de la cordillera Central de los Andes, en donde están amontonados cerros sobre cerros, sostenes de las moles inmensas de los nevados que asoman sus blancas cabezas ateridas de frío para mirar el valle caliente y pintoresco tendido a sus pies. A nuestra izquierda el valle del Bogotá, inmensa floresta semejante a un mar verdinegro de encrespadas ondas, esmaltado a trechos por islotes de verde claro formados por los prados artificiales que el hombre industrioso ha logrado crear en aquel océano de verdura. Al frente veíamos extenderse la llanura hasta perderse en los confines del sur, en una línea confusa que separa el cielo de la tierra, y en el fondo de aquel vastísimo cuadro el cerro de Pacandé destacado y solitario, a manera de juguete de forma piramidal, sobre ancha mesa de carpeta verde. ¡Qué esplendor y qué vida en aquella palpitante naturaleza tropical donde todo luce y resplandece bajo la bóveda azul de un cielo en que no se ve ni el ligero copo de una nubecilla!
+Detuvímonos allí algunos minutos, como tiene que detenerse todo el que pase por aquel sitio a contemplar tan sorprendente panorama. Un posta que pase por allí se detiene; y hasta un derrotado, cuyo enemigo venga pisándole los talones, se olvida de lo que tanto le urge y roba a su miedo y a su afán algunos minutos.
+Continuamos en marcha, y como ya íbamos de bajada, caminábamos bastante de prisa. Al llegar a Potrerillo pusimos los caballos a galope. Iba yo preocupado con la maldita aparición de Tránsito, y su imprudencia de ir a preguntar por mí en Girardot, y pensando en el primer disparo de mi tío, quien, si bueno como pocos, era vivo de carácter y de arranques terribles; pero me consolaba al considerar que el afán que le había entrado le impediría fijarse en lo demás, y sobre todo contaba con su magnífico carácter.
+En Potrerillo dimos razón a la familia de Cedeño que él venía río arriba en la canoa. Mucho nos lo agradecieron, pues ya estaban alarmados.
+Tras breve espacio íbamos a llegar a Girardot, me encontraría cara a cara con mi tío, y toda mi resolución me había abandonado; ya no confiaba en nada, contaba con una filípica terrible y deseaba que la tierra se abriera y me tragase. Hasta había olvidado que iba enfermo. Tránsito se presentaba a mi imaginación, y maldecía a aquella muchacha y al viejo Quimbayo, que me había metido en tales andanzas. Al fin llegamos. Mi tío salió a recibirme con los brazos abiertos y me dijo:
+—¡Muchacho, por Dios!, me has tenido en ascuas.
+Contéle en doblones el naufragio y todo lo demás que me había pasado desde mi salida de Purificación, pero tuve buen cuidado de no mencionar a Tránsito para nada.
+—Aquí tuvimos motivos de alarma —me dijo—, porque una muchacha llegó de Peñalisa como a las nueve de la mañana y aseguró que habías seguido río abajo ayer, a las seis de la tarde, y como no llegaste, supuse que te había pasado algo.
+—Sí, una mujercita que venía de Purificación y que se quedó en Peñalisa.
+—Pero, hombre, ¿estás alelado? ¡Me dices lo mismo que te digo! Sé que se vino sin tu consentimiento, y como eres inexperto, te diré que tengas cuidado, porque esas mujeres son peligrosas.
+No agregó nada más sobre el asunto. Ya yo había salido del susto, y mejor librado de lo que creía.
+Averiguóme en seguida si había dado alguna gratificación a Briñes; le contesté que no, y que pensaba darle diez pesos.
+—¡Diez pesos! —me dijo.
+Creía que le parecía mucho y le contesté:
+—Entonces le daré cinco.
+—¡Cómo!…, por haberte salvado la vida; no seas tan económico; en esos casos se paga bien: le daremos ciento.
+—Pero si yo no gano cien pesos sino en dos meses —le repliqué.
+—Mas no tendrás que dar tú nada; se los daré yo.
+—Pero tendré que pagarlos, y eso es mucho para mis recursos.
+—¿Pagarlos?, no, yo se los daré de mi bolsillo, y llamó a Briñes.
+Cuando este se vio con cien pesos puestos sobre la mesa de la caja, no sabía si estaba despierto o dormido.
+—¿Esto es para mí? —decía.
+—Sí, para usted —repuso mi tío—, por haber salvado a este muchacho.
+—Es que yo no lo hice por eso, sino porque me nació del corazón.
+—Ya lo sé, amigo mío, y yo te doy esos cien pesos porque me nace del corazón.
+—Si el blanco lo quiere así, me conformo.
+—Te resignas a ser marqués —díjole mi tío con tono picante.
+Briñes no supo qué contestar, ni entendió aquella fina chanza. Guardó sus cien pesos sin contarlos, y dijo que esperaría a Quimbayo para seguir su viaje a la Villa de Purificación.
+Quimbayo llegó por la tarde, casi al caer la noche, y como Briñes le contase lo de los cien pesos, se tiraba el pelo de envidia. Figurósele que si se acercaba a mi tío, este le daría alguna gratificación; buscólo en efecto y le dijo:
+—Yo venía donde el patrón a decirle que yo fui el piloto de la balsa en que bajó el blanquito de Purificación.
+—Tengo mucho gusto en conocerlo —le contestó mi tío—, para no ocuparlo jamás en mi vida.
+Quimbayo se quedó de una pieza, pero no desistió de su propósito.
+—¿Y eso por qué, patrón? Yo soy piloto viejo, muy baquiano en el río y hombre de bien, respetuoso con los blancos y buen cristiano.
+—Sí, tan cristiano —le replicó mi tío, en cuyos ojos vi brillar un relámpago de ira—, tan cristiano que sabiendo usted nadar, dejó a ese pobre muchacho abandonado en el río y ganó usted la orilla… Pero el piloto no cejaba, e insistió:
+—Oígame, patrón, y verá que no fue por falta de voluntad, sino por una cosa que me pasó un día…
+Mi tío se puso a escucharlo. No olvidaré aquella escena jamás; me parece que veo a mi tío, vestido de blanco, con una pulcritud exquisita, con sus grandes patillas negras, sus cejas espesas que parecían mostachos, sombreando unos ojos grandes hundidos y vivos que brillaban al través de sus gafas montadas en carey; impaciente, a medio sentar en una silla mecedora colocada en la puerta de la casa. Quimbayo recostado en una columna del corredor, Briñes, más allá, en cuclillas, esperando el resultado de la entrevista, y yo en un taburete.
+Quimbayo continuó en la misma postura:
+—Estábamos en el hato de Calzón, en una herranza de ganao con el patrón Severiano Corvaleda, con el patrón Pacho Caicedo y otros blancos que habían convidao a la herranza para apartar unos novillos que le había comprao al patrón Pacho un señor de Ambalema, que tiene casa en la esquina de la calle del Retiro y que se llama…, se llama…, ¿cómo es que se llama?
+—¡Perico el de los palotes! —le gritó mi tío con voz de trueno.
+—No, no, señor, no era Perico el de los Palotes, sino…, aguáiteme a ver si me acuerdo…
+Entre tanto mi tío golpeaba impaciente y repetidas veces el brazo de la silla en que permanecía medio sentado, y ya yo lo veía saltar sobre el difuso piloto; pero se moderó y sólo le dijo:
+—¡Adelante, al grano, al grano! —y al mismo tiempo hacía sonar los dedos de las manos imitando castañuelas, de pura impaciencia.
+Quimbayo continuó, no sin colocarse medio cubierto con la columna, y dispuesto, según se veía, a dar media vuelta en torno de ella al menor amago de la impaciencia de su interlocutor, como quien sortea un toro en torno de un botalón o bramadero.
+—No me acuerdo, pero es un señor blanco, gordo y que tira a parecer inglés.
+—Inglés o francés, acabe, viejo caimán —decía mi tío, mordiéndose el dorso de la mano.
+—Viejo sí soy, blanco —contestó Quimbayo—, pero caimán, eso sí no.
+Aquí mi tío sonrió, y el piloto, animado, continuó, avanzando hacia al frente de la columna, pero sin abandonarla:
+—El señor blanco, gordo que tiraba a parecer inglés…
+—Póngale usted un nombre más corto, y llámelo el inglés —dijo mi tío, en quien la impaciencia volvía a tomar creces.
+—Pero si no era inglés; era venenzuelano que tiraba a parecer inglés.
+Mi tío perdió los estribos, y se levantó rápido como el rayo; fuése sobre Quimbayo con los puños cerrados y trémulo de ira; mas volvió a sentarse resignado al parecer a oír aquel relato.
+Quimbayo continuó, mientras Briñes y yo reventábamos de risa:
+—El venenzuelano dijo que estaba muy acalorado e imprentó un baño después de la herranza de los novillos, y el patrón Covaleda y el patrón Pacho y todos los blancos dijeron que sí, y se fueron para el río con todos los peones, después de dejar el ganado en la corraleja. Yo me eché al charco al tirito y el señor venenzuelano que tiraba a inglés…
+—¡Dale! —murmuró mi tío.
+—También se tiró al charco —continuó el piloto—, pero como no sabía nadar, fue tirarse y consumirse como una piedra; yo que lo vi, metí una consumida para sacarlo, y eso porque me gritó el patrón Covaleda, que todavía no se había desnunao; y el paranada del venezuelano se me agarró de una zanca y ni él ni yo podíamos salir, y por poquito nos ahogamos juntos, hasta que el patrón Pacho y el patrón Covaleda se tiraron al agua y a cabezazos nos sacaron a entrambos medio ahogados y llenos de agua hasta el pescuezo. El paranada estaba amoratao y con la tripa tan grande como una tambora, y ese día juré no volverme a tirar al agua a sacar a ningún flojo, y por eso fue que no quise meterme a treque a sacar al blanco.
+—¿Y eso le parece a usted muy bueno? —le preguntó mi tío.
+—Pues…, cuando uno jura tiene que cumplir con Dios.
+—¡Viejo hipócrita, bellaco! —exclamó mi tío, y se le fue encima vivo e iracundo.
+Quimbayo volvió a su posición defensiva; pero logró mi tío ponerle la mano, y como era vigorosísimo y ágil, cogió de un brazo al viejo, lo sacudió como si fuera un muñeco y le dijo con voz estentórea.
+—¿Y eso es ser cristiano? ¿Y eso es ser cristiano?
+—Y si no hubiera cumplido lo jurao, mi Dios me hubiera castigao, y ni el blanco ni yo habríamos escapao, y era mejor que me salvara yo y que los caimanes se comieran al blanco, que no que nos comieran a los dos.
+—¡Hipócrita, miserable! —le gritó mi tío dándole un empellón—. Quite usted de aquí.
+—Sí, señor dotor, pero es que yo solicito de su persona que a mí me dé también mi gratis, como se lo dio a mi sobrino Juan.
+—¿Y a usted por qué?
+—Porque yo fui el piloto de la balsa.
+—A usted cien palos por camastrón.
+En este momento varios vecinos atraídos por la disputa llegaron e intervinieron, y uno se puso a convencer a Quimbayo de lo injusto de su pretensión; pero el viejo no cejaba y quería insistir. Al fin le dijeron que el factor era terrible y que si quería verse molido a mojicones, siguiera con la música con esto desistió Quimbayo.
+Cuando ya los vecinos se retiraron, mi tío estaba calmado y arrepentido de sus arrebatos. Entró a su cuarto, sacó del cajón diez pesos y le dijo al viejo Quimbayo:
+—Tome usted eso para que le lleve a su mujer un vestido en mi nombre, y sepa que juramentos malos no se hacen nunca, y aunque se hagan no se cumplen.
+Quimbayo tenía entre ceja y ceja por lo menos cincuenta pesos, y no se fue contento.
+Pocos momentos después nos retirámos a dormir. El piloto y el boga se despidieron, pues marchaban por la mañana.
+Al siguiente día no pude levantarme; estaba con fiebre, y así pasé tres días, hasta el cuarto, en que perdí el conocimiento. Veinte después despertaba en Bogotá, rodeado de los cuidados de mi familia.
+Tres meses pasé en la capital para reponerme de aquella enfermedad tan grave, efecto de mi naufragio en el Magdalena y de mis calaveradas en las fiestas de Purificación. Mediaba el mes de mayo, y era preciso pensar en el regreso que mi tío reclamaba correo tras correo, porque había mucho que hacer en la factoría.
+Tras un viaje de cuatro días que hice acompañado de un pariente mío, quien se proponía ir a mudar de aires, llegué a Girardot, caballero en una mula arrogante que parecía mula de arzobispo, y al entrar por la única calle que a la sazón tenía el pueblo, alcancé a ver a Tránsito muy bien vestida e instalada detrás del mostrador de una tienda, especie de pulpería, taberna y posada que yo conocía, establecimiento de un socorreño muy dado a sembrar tabaco y a comprar de contrabando el ajeno que hacían sembrar los dueños de tierras, lo que motivaba que siempre estuviese de punta con los empleados de la factoría en que yo trabajaba. Tránsito me vio pasar, me llamó llena de contento y me dio la bienvenida, elogiando lo lozano que volvía y ponderando todo lo que me había pensado en mi enfermedad y ausencia. Procuré cortar pronto la conversación, porque al extremo de la calle, y como a unos cuatrocientos pasos, estaba la factoría y alcancé a ver a algunos de los empleados de ella destacados del grupo que formaban en la puerta, quienes se dirigían a donde nos habíamos detenido. Me despedí de Tránsito, piqué espuelas a la mula, y la muchacha me dijo:
+—Que vuelva, que vuelva, porque tengo que contarle muchas cosas.
+—Está bien —le contesté, y seguí mi camino acompañado de mi pariente, quien a guisa de buen conocedor, me dijo:
+—Esta chica no está fea. —Ya lo creo —le contesté.
+—Aunque el convite no fue a mí, espero que me llevarás cuando vayas.
+—Es cosa convenida.
+Llegamos a la factoría y descabalgamos con el mayor placer imaginable, que sólo comprende quien haya caminado siete leguas en mula bajo un sol de fuego y por peñascales tan áridos y tan calientes como los que sirven de planta al camino que media entre Tocaima y Girardot.
+No estaba mi tío en la factoría: había salido a caballo a visitar algunas plantaciones y no me esperaba hasta el día siguiente, y como había anunciado que no volvería hasta la noche, sirvieron la comida a la hora de costumbre, sin esperarlo, pues tal era su orden: no le placía que lo esperasen y se hacía sentir lo menos que podía de sus dependientes; y como era tan campechano, no se le ponía nunca en la cabeza que su mérito se disminuyese por una ceremonia más o menos: las esquivaba siempre para no verse obligado a ser ceremonioso a su turno. La comida, a la cual se sentaron todos los empleados presentes, fue placentera, como comida de jóvenes solteros en que cada uno decía, sin reserva, lo que le saltaba en la mollera; presenté mis compañeros a mi pariente, quien fue bien recibido de ellos; y no se desataron las lenguas hasta después de haber comido la sopa en silencio, como gente de buen apetito. Ya con aquel refuerzo entramos en conversación.
+—¿Quién de ustedes ha pensado más en mí? —pregunté a mis compañeros.
+—Eso se puede saber por el que más le haya escrito —dijo Sarmiento, hombre serio y buen amigo, que me había escrito varias veces.
+—Es cierto —le repliqué—, en primer lugar Sarmiento, después Amaya y por último Cardona, que se ha limitado a escribirme para encargarme unos botines.
+—¿Y yo para qué le escribía más? —observó Cardona—, si no tenía más que decirle; y como no se me ofreció otra cosa…
+—Pero ha habido una personita —agregó Amaya—, que no le ha escrito y que lo ha pensado más que nosotros. Comprendí que aludía a Tránsito y me callé; pero mi pariente, que no tenía motivos para ser discreto, y que genialmente no lo era, tomó la palabra.
+—¿Se puede saber quién es?
+Amaya me miró como para preguntarme si decía o no. No me di por entendido y mi pariente repitió su pregunta.
+Amaya no pudo dejar de contestarle, y dijo:
+—Una buena moza.
+—¡Ah! ya caigo —agregó mi pariente—, una muchacha muy guapa que salió al extremo de la calle y nos llamó, o mejor dicho, llamó a Andrés; si me hubiera llamado a mí, allí estaría junto a ella. ¡Qué ojos de terciopelo negro aquellos! ¡Qué cejas! ¡Qué pestañas! ¡Qué boca! ¡Qué dientes! ¡Qué gracia para hablar! ¡Qué dejo tan quejumbroso! ¡Parece el arrullo de una tórtola enamorada! ¡Qué donaire al andar! Sería capaz de tirarme al río por ella. ¡Caramba! Es necesario que sea muy bonita para que me lo parezca, cuando vengo de Bogotá. ¡Propongo un brindis por la ojinegra!
+Todos alzaron la copa, menos yo, pues me acordaba de la paternal advertencia de mi tío:
+«¡Esas mujeres son peligrosas, cuidado!».
+—¡Pero el interesado no nos acompaña! —observó Amaya—, eso sí no lo toleramos.
+Todos me miraban en señal de espera.
+—Entendámonos —les dije—: yo no soy el interesado, no he propuesto el brindis, ni me parece tan bonita la ojinegra.
+—¡Protesto! —gritó mi pariente—. ¡Es bonita hasta la pared de enfrente, hasta el patio, hasta la calle, hasta el río, hasta el llano, hasta el monte, hasta el mar, hasta lo infinito… hasta más allá…!
+Esta protesta levantó una carcajada general, y todos apuramos las copas.
+—Este jerez, aunque bueno, no está bueno para brindar por la ojinegra; si no hay otro mejor, no vuelvo a brindar por ella —dijo mi pariente, quien seguía todavía en alas de su entusiasmo.
+—Que traigan vino de Tocay para brindar —agregó Amaya—: es el que sirve para las princesas.
+El paje que nos servía sabía bien que vino de Tocay llamábamos el aguardiente de Tocaima, y trajo un botellón lleno.
+Aquí la risa fue incontenible, todos reíamos, pero mi pariente, que no estaba iniciado en el secreto, se amostazó de vemos reír sin saber de qué.
+Cuando le explicamos lo que había. Se puso las manos en la cabeza, y decía: ¡delicioso, delicioso!
+—Aquí tienes el vino de Tocay —dije a mi primo, sirviéndole una copa—; brinda con él por tu princesa.
+—Eso es detestable, no hay que deprimir las cosas buenas —dijo con seriedad, retirando su copa—. Yo nunca he probado el vino de Tocay, pero sí me lo supongo topacio líquido, y es una extravagancia poner un nombre tan aristocrático a un detestable aguardiante; y ahora que hablo de nombres, ¿qué nombre tiene la ojinegra?
+Sarmiento, que aunque grave y serio, solía ser chancero, le contestó:
+—Olga.
+—¡Olga!, ¿pues no lo decía yo? Era preciso vino de Tocay para brindar por la princesa Olga; pero sí se me hace raro semejante nombre en esta apartada ribera, prosaica sobre todo lo prosaico. ¡Vaya, eso parece broma!
+—Si a usted le parece chanza —le replicó Sarmiento—, es porque halla el nombre demasiado bueno para la persona.
+—Demasiado bueno no —dijo mi pariente—; me parece apenas demasiado exótico para estos climas.
+—Pues entonces bautícela usted a su acomodo.
+—Yo la llamaría Diana —agregó mi pariente.
+—Y tú Endimión —le repliqué.
+—Sí, yo Endimión y ella Diana, es decir, como cosa de aparición en noche oscura, porque aparecerse tan linda muchacha en Girardot, es cosa de asomarse la luna en medio de la oscuridad de la noche.
+—Propongo un brindis por Endimión, y propongo que mi pariente no se llame jamás sino Endimión.
+—¡Sea! —dijeron todos—, y vaciamos las copas.
+—Y que Diana me quiera —dijo Endimión al acabar.
+—Y que lo busque —añadió Sarmiento.
+—¡Que me idolatre! —gritó Endimión loco de entusiasmo.
+—Pues con tu pan te lo comas —le dije.
+—A propósito de pan —observó Endimión—, estamos comiendo sin pan. ¡Muchacho, trae pan!
+El paje puso en este momento sobre la mesa algunos plátanos asados.
+Sarmiento le dijo:
+—Este es nuestro pan de cada día; y esto es lo que le pedimos a Dios que no falte jamás.
+—Pues no vale la pena —replicó Endimión—; de eso no se debe pedir nunca: es comer corchos —apartó su ración.
+—Querido Endimión, sabrás que aquí suele haber pan los sábados, pero es tan malo que más valía que no lo hubiese.
+—Entonces me pasaré sin pan y sin plátano.
+Después de la sopa nos sirvieron una enorme fuente llena de patacones y otra de carne y huevos fritos.
+—¡Pero qué! ¿Esto es almuerzo? —dijo Endimión.
+—Es el segundo almuerzo del día —respondió Sarmiento.
+—¿Cómo es eso? —preguntó mi primo—. ¿Aquí se almuerza dos veces?
+—Y hasta tres —le contesté—, porque las cocineras de esta tierra no saben hacer sino frito, y nos dan tres fritos diarios.
+El paje que nos servía era hijo de la cocinera, y nos aseguró que aquel día tendríamos arvejas de añadidura. Comimos el frito y pedimos las arvejas, que nos sirvieron en una fuente cubierta. Al destaparla, hallamos algo como miel; metí el cucharón y serví en un plato para mi pariente, quien se fijó en el contenido de él y dijo:
+—Esto será melote; pero arvejas no.
+Serví a los demás y empezaron a comer: miel, pura miel, y en ella nadando arvejas fritas.
+—¡Vaya una cocinera original! —agregó Endimión; y apartó aquel bodrio infernal. Los demás hicimos lo mismo y pedimos otra cosa. Sirviéronnos panela raspada con un queso bastante malo, y a esto se redujeron los postres. Después de comer tomamos café tinto bastante bueno, único regalo que gastaba mi tío en su parca mesa, fuera del vino. Siempre decía que él comía para vivir y no vivía para comer; y de cuenta de ello con cualquier cosa se conformaba, y hallaba buenos los bodrios de Rosa, sin pensar jamás en cambiarla, porque estimaba en ella la fidelidad y la buena voluntad, sin parar mientes en su mal servicio.
+Acabábamos de comer cuando llegó mi tío que se alegró mucho de verme, y me anunció que al día siguiente tenía que emprender un viaje y que me dejaría encargado de la factoría. Atendió con mucha amabilidad a mi pariente y me llamó a la oficina a darme sus órdenes e instrucciones. Allí estuvimos hasta tarde de la noche. Terminó sus encargos, despidióse de mí, me entregó las llaves y entróse en su dormitorio.
+Los empleados se habían retirado a un cuarto a formar sus cuadros de situaciones de hilos de tabaco contados en el día en los caneyes, y cuando entré en la pieza en que trabajaban, hallábanse situados los tres, Sarmiento, Amaya y Cardona, en torno de una mesa pequeña en que había un tintero y un cabo de vela expirante, colocado sobre un tarro de pólvora a guisa de candelero. Mi pariente se había tendido en un catre y estaba medio dormido. Al entrar, alarmado con el candelero que tenían aquellos señores, les grité:
+—¡Se acaba la vela!
+—Se mete en el tarro —dijo Amaya.
+—Se quema la pólvora —agregó Cardona.
+—¡Y nos lleva el diablo! —gritó mi pariente incorporándose.
+Soplé la vela, quedamos a oscuras y Sarmiento salió a buscar otra; mientras tanto mi pariente hacía notar que habíamos empezado unas coplas, y nos invitó a concluirlas. Así era en efecto: reunidas las cuatro exclamaciones, resultaba una cuarteta regular.
+Cuando Sarmiento vino con la luz, mi pariente se disponía a seguir haciendo versos, pero le hice presente que tenían que madrugar los empleados, y los invité a irse cada uno a su nido. A mi pariente le habían preparado cama en mi habitación. Caímos rendidos hasta la aurora del día siguiente, en que nos despertó el ruido de las espuelas de mi tío, quien en sus arreglos de viaje pasaba y repasaba cada rato de puntillas para no despertarnos. Poco después lo sentimos alejarse a caballo, y ya estábamos vestidos. Me encaminé a las oficinas, repartí el trabajo e invité a mi pariente a ir al río a quitarnos el polvo del camino.
+Aquella mañana pasó muy ocupada para mí, para quien había oficio atrasado, y muy aburrida para mi pariente, que no tenía en qué gastar el tiempo. Durmió, leyó, se paseó en los corredores, bostezó, en fin, hizo cuanto hacer puede un aburrido, hasta las diez, en que nos pusieron el almuerzo. Almorzamos los dos solos, porque los empleados andaban en sus visitas en las fundaciones de tabaco; y al concluir el almuerzo me dijo que se iba a visitar a la princesa Olga, en mi nombre. Efectivamente, fuese y yo volví a mis quehaceres. Habría pasado una media hora, cuando vino a avisarme un muchacho que había gritos en la calle; salí y alcancé a ver un grupo en la casa del socorreño donde se oían grandes voces. No sabía qué era aquello, pues la distancia me impedía conocer la causa de tanto ruido. Corrí para averiguarlo, y hallé a mi pariente esgrimiendo la mano de un pilón de pilar maíz, especie de maza de Hércules, que iba a descargar sobre la cabeza del socorreño, quien blandía un garrote con aire amenazador. Me interpuse, y en este momento mi pariente suspendió su ataque y retrocedió al verme; el socorreño que, como he dicho, tenía inquina con todo lo que fuese de la factoría, me amenazó con el garrote, y ya iba a darme con él cuando Tránsito se interpuso entre los dos, exponiéndose a sufrir el golpe que me asestaba don Trino; pero como este era corpulento, por encima de ella me lo descargó violento en la cabeza, dejándome sin sentido en el suelo.
+Mi pariente, indignado de ver ataque tan brutal, dio con su maza de Hércules sobre el socorreño, a quien dejó como muerto en la calle. Repuesto del golpe y curada que fue la herida que recibí sobre la ceja derecha, refirióme Endimión este último pormenor que yo no pude ver; y me contó que habiendo ido a visitar a la princesa Olga, y estando con ella en plática sabrosísima, él por fuera del mostrador y ella por dentro, había llegado el socorrreño echando ternos y regañando a la ojinegra porque trataba con la gente de la factoría, llevando su brutalidad hasta el punto de maltratarla, al ver lo cual el galante Endimión no pudo contenerse, y en vez de empuñar la jabalina tradicional, que por lo visto no halló a mano, se armó con la maza del pilón, porque el brutal socorreño lo amenazaba con un garrote. Ese momento fue el de la mala ventura de mi llegada a recibir el golpe de aquel animal bravío.
+Muchos vecinos vinieron a visitarme y a informarse de mi salud, y por ellos supe que el socorreño, como le llamaban, estaba a las últimas del golpe que le había dado mi pariente.
+—Es una diablura lo que ha sucedido —dije a mi primo.
+—¡Vaya, vaya! —me contestó con impavidez—; lo que yo siento es tu garrotazo y los estrujones que dio aquel bruto a la princesa Olga.
+—¡Y si ese hombre se muere!
+—¡Qué me importa!, que se muera, mejor, así saldremos de un animal.
+—¡Pero vernos expuestos a una causa criminal y llevar encima la sangre de un prójimo!
+—¿Prójimo de quién?, será de los marranos del monte, porque prójimo mío no puede ser un bruto tan bruto como ese. Si se muere que lo entierren, y si nó, que lo dejen podrir —agregó con el mayor desenfado del mundo.
+Los empleados llegaron en este momento. Sarmiento, que era hombre muy compasivo, se fue a casa del socorreño a servirle en todo lo que pudiese. Amaya voló a la alcaldía a poner el denuncio antes de que lo pusieran los amigos de don Trino, pues decía que así debía hacerse para dirigir el sumario y encaminarlo sin dejar meter baza a los enemigos de la factoría. Cardona sacó su navaja y se puso a amolarla «por si acaso había chirinola». Mi pariente se tendió en una hamaca y se quedó dormido.
+Cada rato venía Sarmiento, quien las daba de médico y cirujano, a decirme que don Trino se moría, hasta que al fin, alarmado yo, resolví despertar a mi pariente para convencerlo de que debía irse río abajo en una embarcación cualquiera y hasta expatriarse.
+Cuando me hubo oído, dijo:
+—No seas majadero, eso sí no lo hago yo ni cohechado… ¡Salir corriendo!, es una de las cosas más desairadas del mundo.
+—¿Pues entonces qué hacemos? —le dije angustiado.
+—Tú, quedarte aquí, porque estás estropeado y te haría daño salir; Sarmiento, Cardona y yo, ir a hacerle remedios a aquel animal montaraz, y resucitarlo, si se puede. De fijo estaba borracho y por eso se ha hecho grave el golpecito que le di; si apenas lo toqué y se desplomó, prueba de que no estaba en sus cabales.
+Cardona dijo que no iría a la casa de don Trino, sino a matarlo cuando se ofreciera, porque ese canalla no le dejaba tabaco en la fundación, y le disminuía su sueldo eventual constantemente.
+Sarmiento y Endimión salieron, pero este último se volvió apresuradamente y me dijo:
+—Te busca la princesa Olga.
+—¿Quién, Tránsito?
+—¿Luego se llama Tránsito y no Olga? ¡Qué diablura!, no se puede decir la princesa Tránsito.
+—¿Qué le digo?
+—Que entre, para saber qué quiere.
+—¡Qué ha de querer, dijo Cardona, sino cobrar los daños y perjuicios!
+Tránsito entró afanada y medio llorosa; pero cuando me vio de pie se le fue despejando el semblante y casi reía de contento. Sentéme y la hice tomar asiento enfrente de mí.
+Hablóme del susto que había tenido al ver a don Trino amenazarme con el garrote, y agregó:
+—El patrón no me lo creerá, pero hubiera querido recibir yo el golpe en su lugar.
+—Cómo no he de creértelo, si te vi meterte de por medio. Te lo creo y te lo agradezco.
+—No es porque me lo agradezca, pero sí le digo que más me dolió el garrotazo en su cabeza que si hubiera sido en la mía.
+—Afortunadamente para ti, don Trino es corpulento y pudo darme por encima de tu cabeza, que fuiste a presentarle imprudentemente para recibir el golpe.
+—Imprudentemente no; si fue de intento.
+—Esa sí que no la creo, ni con juramento hecho con un manojo de cruces —dijo Cardona.
+—Tiene razón de no creerlo —le replicó con viveza Tránsito—, si usted no es capaz de dejarse pegar por otro… pero el patrón sí lo cree, y eso es lo que me interesa.
+Miré a Cardona para imponerle silencio, y me volví a Tránsito y le dije:
+—Lo vi y lo creo, eres muy noble criatura; pero no sé por qué fuiste a hacer eso.
+—¿Por qué hice eso? —me dijo—, porque lo quiero.
+—¿A quién? —le repliqué.
+—A usted, patrón.
+—¿Y por qué me quieres —le pregunté por decir algo.
+—Porque cuando le conté mi vida en la balsa, vi que se le humedecían los ojos al patrón.
+—¿No más que por eso? Poca cosa es.
+—Por eso y por muchas cosas; y desde ese día hice un juramento…
+—¿Se puede saber cuál fue?
+—Sí, patrón, no es cosa mala.
+—Dilo, pues.
+—Sacrificarme por el patrón, y desde ese día no pienso ni he pensado sino en su persona.
+—Muchas gracias —le respondí. No me creía tan dichoso.
+—A eso debía venir a parar —murmuró Cardona entre dientes.
+La muchacha no hizo caso de lo que decía Cardona, y continuó:
+—Por eso me metí a recibir el garrotazo, y qué contenta estaría si me hubiera abierto la cabeza.
+—Y yo estaría tristísimo.
+—Pues ahora siento más que no haya sucedido así.
+—¿Por qué?
+—Porque eso sería probarme su cariño.
+—Con poca cosa te contentas —le dije.
+—Eso sí no, patrón, yo me contento con mucho.
+—¿Como, con qué?
+—Con vivir junto al patrón.
+—¡Vivir junto a mí! ¡Imposible, imposible!
+—¿Por qué? —dijo resueltamente la muchacha—. Yo seré su esclava, no sabré querer sino lo que el patrón quiera, ni aborrecer sino lo que el patrón aborrezca.
+—¡Estás loca, muchacha! —exclamé.
+—¿Que si estoy loca? Sé bien lo que digo, y lo tengo pensado hace muchos días.
+—Pero yo no lo he pensado —le respondí.
+—Pues entonces piénselo.
+—Pero yo necesito ocho días para pensarlo.
+—Piénselo una semana. De hoy en ocho días vuelvo a saber si lo ha pensado; y que se mejore, patrón. ¿Podré venir a preguntar todos los días por la salud de su persona?
+—No, no hagas eso, por Dios.
+—Pues yo me daré mis trazas de saber cómo sigue —y salió.
+Quedéme pensativo; Cardona me miraba y como que quería decirme algo y no se atrevía; al fin dijo:
+—¡Vaya una moza más…! —y no se atrevió a seguir.
+Cinco minutos después llegó Endimión, quien se tendió en la hamaca diciendo:
+—¿No te lo decía? Lo de aquel animal no era sino pura turca, está ya casi bueno, le aplicamos un sinapismo y ya se le va espantando.
+—¿Pero no está herido? —le dije.
+—Una cosita ligera, así como medio palmo, pero sólo el cuero cabelludo está roto; ya verás que no es cosa; ¿y qué se hizo la ojinegra? Yo la dejé aquí.
+—Aquí la dejaste y se fue.
+—¡Y yo que me vine para encontrarla…!
+—Pues ya ese tiro se vanó —le dijo Cardona—; salió de aquí como perro con vejiga.
+—¿Y volverá?
+—Creo que dentro de ocho días —le contesté.
+—¡Pues buen resuello tiene! Para pescar perlas no tendría precio; ¿y no sabes en dónde encontrarla?
+—Supongo que en casa de don Trino —le repliqué.
+—Si ya salió de allí, porque la mujer de don Trino estaba celosa y la despidió; ¡y qué mujer tan brava es esa! Si quería arañarme, y me llamó asesino de su marido; pero le pasó el sofocón, y cuando me vio haciendo sinapismos, se volvió una miel conmigo; y no paró en esto, sino que hicimos las paces de tal modo, que voy a ser el padrino del chico que le nazca.
+—¡Y eso!
+—Yo se lo propuse.
+—¿Tú?
+—Sí, yo.
+—¿Y cómo te compusiste para semejante tratado de paz?
+—Esa es mi habilidad; no hay como tener chispa.
+—¿Y cuál fue tu chispa? Refiéreme eso.
+—¡Toma! Le dije a quemarropa que yo iba a ser su compadre, y aceptó.
+—¡Caramba con tu chispa! Tienes el talento de la oportunidad.
+—¿Y qué, no fue oportuno? La prueba está en que aceptó, y por supuesto el sumario quedará cortado, y tú te curarás tu herida, el montaraz aquel la suya, y todo se acaba, menos mi desenfrenado amor por la ojinegra; pero ya como que es hora del segundo almuerzo, porque estoy sintiendo algo así como ganas de comer.
+—Cardona —dije a este—, hágame el favor de mandar llamar a Sarmiento y a Amaya, y dígale al muchacho que ponga la comida.
+Amaya llegó lleno de contento, porque había encarrilado el sumario de modo que a don Trino no le fuera muy bien, e iba a explicamos todo cuando Endimión le dijo, poniéndole una mano en el hombro:
+—Amigo Amaya, convénzase usted de que en estos casos vale más la diplomacia que la abogacía.
+Amaya lo miró con la boca abierta, y Endimión continuó:
+—Ya no se necesita sumario: un golpe mágico, teatral y diplomático ha desbaratado todo.
+—¿Cómo, desbaratado? —dijo Amaya—, si vengo de la alcaldía; y allí están escritos el denuncio y tres declaraciones contestes, en que se comprueba que él fue el agresor; y nombrados todos los peritos reconocedores que deben ver a los dos heridos; en fin, hecho cuanto se podía, y echados los cimientos del proceso tan en firme, que desafío a Santa Úrsula y a las once mil vírgenes a que desbaraten mi obra.
+Endimión lo miraba sonriendo, y le dijo:
+—Pues todo eso que usted ha hecho es tiempo perdido.
+—¡Tiempo perdido! ¿Es decir que yo no sé hacer las cosas?
+—No digo tanto, sino que yo con una palabra he tumbado ese edificio.
+Amaya estaba lelo.
+Al fin, para cortar la conversación le dije:
+—Este vagamundo de Endimión ha celebrado un tratado de paz y amistad con la mujer de don Trino y va a apadrinar al chico que les nazca.
+—¡Qué tal! —dijo Endimión—. ¿No es mejor la diplomacia que la abogacía? Ya lo ve usted.
+—Sí, señor, así lo cree usted; pero como la autoridad tiene conocimiento oficial del hecho y tiene obligación de proceder de oficio… Usted será compadre de don Trino y de doña Trina, pero lo que es el sumario tiene que seguir legalmente hasta la condenación del culpable… ¿Y se le había de perdonar el garrotazo…? Si así sucediera, los fueros de la justicia se verían menospreciados.
+—¡Qué fueros ni qué justicia! —dijo Endimión—, déjeme usted, señor Amaya, manejar diplomáticamente el negocio y verá que rasgamos el sumario y que no se vuelve a hablar del asunto.
+—¡Y el delito del alcalde sí tapa esto!
+—Señor Amaya, no nos entendemos. Aquí importa que no me empapelen, y déjese usted de los fueros de la justicia. ¿Está usted creyendo en la justicia? ¡Vaya, vaya!
+—Si no creemos en la justicia, la desterramos de la tierra —dijo Amaya.
+—Creamos por ahora en la comida, que tengo más hambre que un buitre, y después en la diplomacia.
+—Por eso anda el mundo como anda —dijo Amaya.
+—Pues déjelo usted andar, y no se ponga a contenerlo, porque lo arrolla.
+—Triste porvenir se le espera a esta tierra, en donde dominan ideas tan disolventes —replicó Amaya.
+—La sopa está en la mesa —dijo a la sazón el paje.
+—Gracias a Dios y a Rosa —replicó Endimión, sin hacer caso de Amaya. —Vamos a comer… pero el señor Sarmiento no ha venido. Ese sí que es un mozo campechano y bueno: callado como una monja; hábil como un fraile de San Juan de Dios para esto de las heridas, y caritativo hasta más allá de lo imaginable.
+—Es la verdad —le dije—, es una excelente persona; pero váyanse ustedes a comer.
+—¿Y tú?
+—Yo no saldré de aquí, porque me siento con fiebre.
+Mi pariente echó el brazo sobre los hombros de Amaya y le dijo:
+—Vamos, señor abogado, a hacer por la vida, que en otra ocasión haremos algo por la justicia —y salieron.
+Llamé a Cardona para encargarle que procurase que en la comida no disputaran.
+—¿Y cómo hago yo eso? —me preguntó.
+—Métales usted conversación por otro lado, y que no hablen de la justicia ni de la diplomacia.
+—Pierda usted cuidado, ya verá que les cuento una historia y no los dejo hablar a ellos.
+—Convenido; veré cómo se porta usted.
+—Como en Sopetrán —me contestó al salir.
+Poco después entró Sarmiento, quien me dio razón de don Trino: habíale dejado tranquilo y durmiendo con un sueño franco; y fue a sentarse a la mesa.
+Desde mi habitación oía yo la algazara de mi pariente y la de los empleados; y eran tales sus carcajadas, que comprendí que la comida estaba bien sazonada de chistes; pero nunca llegué a figurarme que el taciturno Cardona hubiera sido el del gasto; y por lo visto, y por lo que me refirieron después, había estado chistosísimo y había cumplido su palabra de divertir a mi pariente. No quiero alargar esta historia con el relato de lo que pasó en la comida, porque sobre ser chistes de color subido, que no son para leídos y menos para escritos, no afectan en nada el curso de ella.
+Los ocho días restantes pasaron sin incidente alguno notable. Todos estábamos dedicados a nuestras ocupaciones habituales; don Trino se había repuesto, y ya no se manifestaba de punta con los de la factoría; Endimión había tomado en arrendamiento, por tres pesos mensuales, el único billar del pueblo, y la pasaba jugando con el alcalde, con el sacristán, o con el primero que se presentaba; y cuando de jugar se aburría, venía a tomar parte en los trabajos, y se dedicaba a reemplazar al encargado de la cigarrería, quien a la sazón se hallaba enfermo.
+No dejaba de preocuparme Tránsito, de quien no volví a tener noticia: ya era el octavo día; y yo decía para mi capote: si hoy no viene, no vendrá nunca; y casi, casi me sentía tranquilo; pero cuál no sería mi sorpresa al ir al taller ver allí a Tránsito instalada delante de una mesa, torciendo cigarros con rara habilidad.
+—¡Hola!, ¡usted por aquí! —le dije.
+—Sí, patrón, ya me ve; y no sé por qué le coge de nuevo. ¿No le dije hoy hace ocho días que vendría…? Pues aquí estoy.
+Nada quise adelantar, trasladéme a otras mesas, vi los trabajos ejecutados, y pasé como todos los días la revista acostumbrada. Al salir llamé a Endimión, de quien ya he dicho que solía reemplazar al empleado del ramo.
+—Estoy seguro —le dije—, que tú has colocado a Tránsito en el taller.
+—¿Y qué tiene eso de particular? Sabe hacer los cigarros como la mejor; y como el bárbaro de don Trino la había echado de su casa, y la pobre necesita ganar para vivir…
+—No sabes los inconvenientes que tiene eso para mí.
+—No sé… ni me habías dicho nada.
+—¿Y cómo remediar esto?
+—¿Remediar qué? ¿Acaso es una desgracia ver cada rato a una muchacha bonita?
+—No sabes, mi querido Endimión, en lo que me has metido.
+—Como eres tan reservado, no estaba al cabo de nada.
+Entonces le referí las advertencias de mi tío y sus prevenciones de no recibir sino feas en el taller.
+—Como yo no estaba en los antecedentes y ella me hablase de su situación, le dije que esperase a que Bernardo estuviera bueno para que hablara con él; pero insistió con mil aleluyas, y como había una mesa vacía, y no me figuré ponerte en aprietos, la recibí; pero no tengas cuidado yo te sacaré de ellos —me contestó con su habitual desenfado.
+En los tres días siguientes no quise ir al taller, y veía desde mi oficina entrar y salir a Tránsito, sin que mirase siquiera hacia el sitio en que yo estaba.
+Al cuarto día llegó mi tío de su correría, y según su costumbre, todo lo vio en media hora. Cuando estuvimos solos me preguntó:
+—¿Quién recibió a esa muchacha buena moza?
+—Mi primo, cuando estuvo encargado del taller, por la enfermedad de Bernardo —le contesté.
+—¡Cuidado! —me dijo—, ¡cuidado!
+No agregó una palabra más, ni a Endimión le dijo nada; pero sí noté que se había encargado él de la visita diaria del taller, y que nunca permitía que yo fuera a tal oficina.
+Un día en que estaba muy ocupado con un comprador de cigarros, olvidó enseñarle una de las muestras, y se volvió a mí para decirme:
+—Hazme el favor de traerme una muestra de «Londres» fino.
+Levantéme para obedecerle, y ya iba camino del taller cuando me llamó y me dijo:
+—No vayas; yo iré.
+Y así lo hizo.
+Hallábase por aquel tiempo en el pueblo un joven proscrito político, muy estimable y que las daba de artista. Frecuentemente salía a pasear con su álbum y sus lápices Y sacaba vistas admirables. Por las noches iba a la tertulia que se formaba en el gran corredor de la factoría, y allí, acompañado de la guitarra, que tocaba con primor, solía cantar trozos de las óperas que empezaban a conocerse en Bogotá. Las primeras noches se formaban grupos de gente para escuchar al artista, pero al fin se cansaron; y el auditorio vino a quedar reducido a las pocas gentes de alguna cultura que habitualmente iban a la amena tertulia de mi tío, y a una mujer que se sentaba al frente de la casa en el tronco de un árbol que recataba el rostro y se retiraba siempre al disolverse la tertulia.
+Un día, al entrar yo en la factoría, oí que dijo una de las obreras a otra, que le iba a rogar al retratista, como le decían, que no cantara más responsos por las noches, porque eso daba tristeza. No hice caso de la observación y fui a mis quehaceres riéndome para mis adentros de lo que diría el artista al verse tratado de sacristán; pero alcance a oír la disputa de la obrera con Tránsito.
+—Pero eso sí que es ocurrencia —dijo Tránsito—, ¡llamar responsos esos cantos tan bonitos!
+—¡Qué bonitos —replicó la obrera—, si eso es canto de difuntos!
+—Ponga bien el oído y verá cómo parece a raticos que lo llevan a uno al quinto cielo —contestó Tránsito.
+—¡Eco chay! —dijo la otra con desdén.
+—No le parezca mentira —replicó Tránsito—; esa música y ese canto como que me exprimen el corazón, y después como que me pongo a soñar, y no despierto sino cuando se acaba el canto.
+—Si siquiera tocara bambuco…
+—Los bambucos son bonitos —dijo Tránsito—, pero no como lo que canta y toca el retratista.
+—Se me está poniendo que usted está enamorándose del retratista.
+—¡Eho!, no diga eso; es decir que porque me gusta su sonaja, ¿ya he de estar echando la lengua por él?
+—Y si no, ¿a qué son esas serenadas que se mete todas las noches para oírlo?
+En tal momento entró un cosechero a entregar tabaco y no pude oír el fin del diálogo.
+Algunos días después me envío mi tío al Espinal a pasar allí una temporada, haciendo algunos cobros, y Endimión, que no tenía qué hacer, convino en acompañarme. Hallándome allí, recibí carta de Sarmiento en que me decía que mi tío había despachado a Tránsito en una balsa para Ambalema, en donde estaba la casa principal de la cual era sucursal la de Girardot; y agregaba que iba con colocación para la cigarrería de allá.
+Púsome triste aquella noticia, pues tal es el corazón humano: mientras nadie me impidió querer a Tránsito, no la quise; pero desde que hallaba tantos obstáculos, el principal de ellos la vigilancia de mi tío, le cobré cariño sin poderlo remediar; y eso que no me atrevía a mirarla sino a hurtadillas, miradas que ella fingía no notar y que no correspondía, pues tal era la táctica que se había propuesto observar para mejor prenderme en sus redes, cosa que indicaba en ella más talento del que se la podía suponer.
+Dime a pensar de qué medios me valdría para ir a Ambalema a verla; y ya tenía mi plan para desarrollarlo apenas terminase mi encargo en el Espinal.
+Escribía a Sarmiento para que me dijera de qué medios se había valido mi tío para obligar a Tránsito a irse, y me contestó que ni él ni nadie lo sabía.
+Entre tanto llegó el San Juan, época de diversión y jarana en los pueblos de las tierras calientes. Mi tío, que tenía por mí el cuidado de padre, me llamó del Espinal con la intención de que no me enrolara en las bacanales de aquellos días; y con gran pena de Endimión y mía pedímos los caballos la vispera del día de San Juan y tomamos la vuelta de Girardot.
+Allí pasámos aquel día y los dos siguientes, haciendo torear en la plaza algunos temeros que nos dieron varios porrazos, estropeando varios caballos con carreras brutales y enronqueciéndonos, al estilo del país, con gritos de «¡iii San Juan!», el primer día, «¡iii San Eloy!», el segundo, «¡iii San Juan Cucufato!», el tercero.
+Como mi tío era hombre serio y rígido y enemigo acérrimo de los borrachos, la mayor parte de los cosecheros que querían divertirse a sus anchas fomentaban corridas de gallos al otro lado del río, es decir, en Flandes; y puede decirse que en Girardot no quedábamos sino los que podíamos divertimos a secas en cosas inocentes. Así, oíamos el bombo sonar incesantemente del lado de Flandes, y no teníamos ni ese mísero instrumento para hacer ruido y acompañar nuestros desacompasados gritos. Endimión se volvía loco, y más de una vez tuve que contenerlo para que no se fuera a los bundes del otro lado: los demás todos subordinados y acostumbrados a la obediencia militar que mi tío establecía en dondequiera que mandaba, no llegamos a abrigar el pensamiento de insubordinación, pues sabíamos que la menor infracción nos habría de costar cara, porque así como era de bondadoso, era de enérgico cuando se ofrecía.
+No quiero pasar en silencio un hecho que revela las costumbres semibárbaras de los habitantes de la orilla del río, y que tuve ocasión de observar el día de San Eloy.
+Uno de los que regresaban, como al medio día, nos llevó la noticia de que la esposa de un tal Curacas, cosechero, había caído muerta bailando un bambuco; no hicimos alto ni nos volvimos a acordar del desdichado fin de aquella mujer, con excepción de mi tío, que entre dientes murmuró un Pater noster. Por la tarde, al caer el sol, estábamos descabalgando en el corredor de la factoría, cuando vimos llegar a Curacas con el convoy fúnebre de su esposa reducido a una camilla de cañas en que traían a la difunta vestida con traje de fiesta y con las manos cruzadas sobre el pecho, en las cuales estrechaba una tosca cruz de madera. Venía conducida por cuatro peones. Acercámonos todos a Curacas, que era un buen hombre, muy formal en sus compromisos, y le manifestamos nuestro sentimiento por la desgracia que le había ocurrido. El pobre hombre estaba afligido, porque quería mucho a su mujer, quien le ayudaba a trabajar con empeño. Refiriónos con lágrimas en los ojos, que ella había salido a bailar con un su compadre, y que en una revuelta se cayó, y viendo que no se levantaba habían ocurrido varios y la hallaron muerta.
+—¿Y usted qué hizo? —le preguntó Endimión.
+—Yo, patrón, la arrimé a la sombra del alar de la casa.
+—Sí, ¿pero desde esta mañana en que murió, qué hizo usted?
+—Yo, patrón, seguir bailando.
+—¡Usted siguió bailando! —le dijo Endimión sorprendido.
+—Sí, patrón, ¿no ve que yo estaba convidado para todo el día?
+—¿Es decir que usted bailó hasta que se acabó el día, y su mujer estaba muerta allí junto a usted? ¡Vaya un modo de querer bien raro! ¡Usted no quería a su mujer!
+—¡Cómo!, ¿que no la quería? Míreme, patrón, cómo estoy atajando las lágrimas; y eso que se me desgranaron muchas allá en Flandes.
+¡Qué ideas las de aquellas gentes! ¡Qué etiqueta tan rígida la que observaba aquel buen hombre, que llegó hasta seguir bailando, porque estaba convidado, a pesar de su dolor y de sus lágrimas. Ni en la corte de Luis XIV se hubiera visto tanta finura.
+Llegaron a Girardot noticias de que en el Espinal no se había celebrado la fiesta de San Juan; y esto determinó a mi tío a volverme a mandar a aquella población a activar los asuntos de que estaba encargado en ella. Endimión me acompañó; y por el camino iba formando su plan de celebrar la fiesta de San Pedro del mejor modo posible. Apenas llegamos empezó a dar pasos, a fomentar un paseo y baño a la madrugada, suplicio de gallos, cabalgata universal y baile por la noche. Todos estaban dispuestos a divertirse, pero al llegar a aquello de aflojar el dinero, ya se resfriaban y callaban. Decía Endimión con mucha gracia, que si a aquellas gentes se les daba un golpe en el codo para que soltaran los dedos, con toda seguridad abrirían los de los pies, pero los de las manos, nunca.
+En proyectos irrealizables llegó el día de San Pedro; y como Endimión se había propuesto divertirse a todo trance, mandó ensillar los caballos, convidó a tres o cuatro amigos, y el grupo de jinetes en la plaza del Espinal en vano trataba de mover a las gentes para que montasen a acompañarnos. Al fin Endimión, cansado y aburrido de tanto trabajar sin fruto, alcanzó a ver un grupo de ollas y tinajas y nos invitó a romperlas para hacer algo; los amigos que nos acompañaban no quisieron acometer la empresa, temerosos quizá de tener que pagar los tiestos; mas apenas les aseguramos Endimión y yo que las pagaríamos, arremetieron sobre el puesto, y entre todos destrozamos en dos minutos aquellos cacharros.
+La algazara que se levantó en la plaza empezó la fiesta. Endimión pagó las ollas y tinajas por lo que le pidieron; compró el aguardiente que había en el mercado y puso quien lo distribuyese con profusión; contrató todos los licores de una tienda y llevó a beber a cuantos pudo. Una hora después todos estaban locos en el pueblo: los hombres buscaban caballos para ellos y para las señoras, y puede decirse que no se quedó uno solo a pie. A mediodía la locura había penetrado hasta en la clase media de aquella sociedad, lo que allí llaman de segunda; y por la tarde el regocijo era general. Los tacaños, que al darles en el codo habrían abierto los dedos de los pies, pero no los de las manos, se olvidaron de su acostumbrada sobriedad, impuesta por la circunstancia de ser gentes de pequeños capitales que no resisten gastos extraordinarios; y empezaron a gastar como si fuesen capitalistas y cachacos rasgados. Era de verse en aquella batahola, caballos para arriba, caballos para abajo; aquí pedían un freno prestado; más allá, una señora de las de primera, que no tenía vestido para montar, trataba de convencer a gritos a una señora de segunda de que debía prestarle el suyo, en atención a que sólo montaban las de primera. En tal momento acerté a pasar, y la señora de primera me detuvo, diciéndome:
+—¿No es verdad, don Andresito, que sólo las de primera montan hoy?
+—Creo, mi señora, que deben montar todas las que puedan.
+—¡Chúpate esa! —gritó la de segunda, que no quería dar su traje prestado.
+—Pues si montan las de segunda —me dijo la otra—, no montamos las de primera.
+—Yo no sé, mi señora —le respondí—; yo poco entiendo de estas distinciones aristocráticas.
+—No montarán las que no tengan traje —añadió de la segunda.
+La de primera iba a contestar con otra pulla, y entonces intervine con los mejores modos posibles; y estaba tratando de aplacar a aquellas dos señoronas, cuando llegó Endimión, a quien informé de lo que había; este, que ya estaba un poco alumbrado, dijo:
+—¡Que monten las de primera, las de segunda, las de tercera y las de cuarta! ¡Viva la democracia!
+Un grupo de jinetes llegó en este momento a pedir de beber a la señora de primera, que despachaba licores en una tiendecita de mala muerte; sirvióles lo que pedían, cobró y dio el cambio.
+—¡Que viva la aristocracia! —gritó Endimión.
+—¡Que viva! —le contestaron de muy buena fe los jinetes.
+Organizada la cabalgata en que iba todo el señorío y el no señorío, hombres y mujeres, todos revueltos, dando carreras desaforadas, nos dirigimos a un sitio en que habían preparado toros para torear, enormes garrafones de aguardiente y novillas asadas.
+No se quedó uno en el pueblo; y al llegar nosotros al campo de la corrida, nos recibió una salva de gritos y de aplausos.
+—¡Iii San Pedro!
+—¡Viva don Endimión!
+—¡Viva el bello sexo! —gritó este.
+Dos vaqueros aparecieron en el llano conduciendo a dos rejos un toro furioso, que bufaba y escarbaba de puro bravo: levantaba la cerviz como para escuchar la música, y partía sobre los grupos de a caballo, los cuales desperdigaba en un abrir y cerrar de ojos.
+Endimión era el alma de aquella fiesta.
+Descabalgó, se quitó la ruana blanca de algodón y se puso a torear con la gentileza de los cachacos bogotanos. Innumerables toreadores, diestros todos, lo imitaron; y era de verse aquella maestría con que ejecutaban prodigios de valor y destreza. Toreador hubo que llamó al toro, lo esperó a pie firme, y poniéndole la planta sobre la cerviz en el momento en que la fiera se agachó para atacarlo, se levantó en el aire y cayó detrás del toro, erguido y ufano. Nada hay más hermoso que aquella lucha de la destreza con la fuerza.
+Endimión pretendió hacer lo mismo, y lo que consiguió fue granjearse un porrazo que afortunadamente no le causó daño.
+Así pasamos una hora, al cabo de la cual las señoras de primera y las de segunda, fraternizando, habían hecho un grupo, y las cintureras14 otro; los hombres nos colocamos en medio, en torno de las fogatas en que se asaban las novillas, y cada uno servía a la que le cuadraba. Los hombres pasaban de un grupo a otro, ya obsequiaban a una señora aquí, ya a una cinturera más allá, atenidos a que la barrera de músicos, vaqueros y demás hombres, impedía que el señorío viera los requiebros y obsequios que hacían a hurtadillas a las que no eran del señorío. Endimión iba y venía y a todos agasajaba.
+En un momento se me acercó y me dijo:
+—¿A que no me adivinas quién anda por aquí?
+—¿Pues cómo he de adivinarlo?
+—Tránsito —me dijo.
+—¿Tránsito? —le repliqué—, ¿estás borracho?
+—Ven y verás —me dijo cogiéndome del brazo. Llegamos a un grupo que estaba medio oculto en un bosquecillo, y señaló con la mano.
+—Se parece —le dije—; pero no es ella.
+—Si estás tan corto de vista, acerquémonos.
+Nos acercamos, y efectivamente allí estaba Tránsito con traje de a caballo: falda larga de merino color de tabaco, capita del mismo color adornada de botones de azabache y un sombrerillo de caña, de ala corta, ornado con una cinta de terciopelo y velillo verde. La acompañaban de tres a cuatro mujeres que vestían poco más o menos lo mismo; y hallábanse escoltadas por dos mancebos vivarachos y despiertos, por cuyos vestidos se comprendía que habían venido a caballo. Restregábame los ojos, pues me parecía estar soñando, y no acababa de salir de mi asombro, cuando Endimión dijo, dirigiéndose a Tránsito:
+—¿Qué le parece? No quería creer que estuviera usted por aquí.
+—Pero si es increíble —repliqué.
+—Pues vea y crea —díjome Tránsito—, y me cogió una mano, estrechándola entre las suyas enguantadas.
+—No; no puede ser —le dije retrocediendo.
+La Tránsito que yo conozco no gasta guantes ni botines. La que yo conozco es una pobre muchacha que se viste conforme a sus recursos, y la que veo ahora no es la misma; y volví la espalda, porque me asaltó la idea de… aquel lujo inusitado.
+—¡Óigame! —me dijo cogiéndome del vestido—, óigame, y después podrá irse, si quiere.
+Me detuve.
+—Voy a contestarle a lo que usted está pensando; quisiera contarle a solas lo que deseo; pero es mejor contarlo aquí delante de mis dos hermanas y de mi mamá, que están aquí presentes.
+Fijéme en las mujeres que la acompañaban, y se me parecieron algo a Tránsito; saludélas diciéndoles que tenía gusto en conocerlas. Contestáronme ellas con algún desembarazo y me dijeron que los dos mancebos que allí había eran sus maridos, cosecheros de tabaco en los Rastrojos de Lagunilla.
+Sentéme en el grupo; Endimión se fue a alborotar el cotarro, y Tránsito me refirió que mi tío le había dicho un día que en la casa de Ambalema le pagarían mayor jornal que en la de Girardot; que ella había resuelto hacer el viaje, porque tenía sus razones.
+—¿Cuáles son? —pregunté.
+—Arrímese para decírselas en secreto.
+—Dime, pues —y me acerqué a ella.
+—Porque allí regaron la noticia de que su persona se había ido para Ambalema a quedarse de empleado en la casa.
+Después continuó en voz alta:
+—Llegué a Ambalema, me concerté en la casa y allí estuve una semana, y como no encontré lo que buscaba, es decir, buen trato y buen jornal, resolví irme para los Rastrojos, porque supe que allá vivía mi mamá con mis hermanas y que estaba bien de fortuna. Estuve allí algunos días, hasta que resolvieron venirse al Espinal a pasar el San Pedro, a visitar a los conocidos y a traer algunos regalos para mi pobre padre. Por eso estoy aquí.
+—¿Y todo ese lujo que gastas? —le pregunté, dejando brotar lo que tan atormentado me tenía.
+—Eso sí pregúnteselo a mi mamá, que ella es quien me ha puesto así.
+—¿Cómo la había de dejar venir peor vestida que las hermanas, cuando esta es la cuba y la más querida? —dijo la madre de Tránsito.
+—Ahora que ya le he dicho todo, váyase, si quiere —replicó Tránsito.
+—Ahora no quiero irme; me siento muy bien aquí —le contesté—, y me acerqué más a ella.
+—Así me gusta —agregó Tránsito—, quietecito y cerquitica.
+En este momento vino un mozo a anunciar que empezaba la corrida de gallos. Tránsito dijo que no quería cabalgar y que se quedaba ahí esperando.
+—Pero te vas a quedar aburrida —observó una de las hermanas.
+—¿Por qué?, si el patrón se queda también —le contestó.
+—En eso estás equivocada —le respondí—, porque si no voy a recoger mi caballo y mis arreos de montar, Dios sabe quién dará cuenta de ellos. Hasta luego, hasta luego; nos veremos en la corrida.
+No quería quedarme solo con Tránsito; y tomé este pretexto como hubiera tomado cualquier otro.
+Mis instintos honrados, debidos a la educación que me había dado mi buen tío, cuya memoria no dejaré de bendecir jamás, se sobreponían a toda tentación en aquellos días felices de mi primera juventud. ¡Pero cuán pronto las pasiones oscurecieron la luz de mi conciencia juvenil!
+Me separé del grupo y me interné en el bosquecillo para salir al sitio en donde había dejado mi caballo. Habría caminado seis pasos cuando noté a Endimión agazapado en un matorral, detrás del lugar en que Tránsito y yo habíamos estado conversando, y me hizo señas de que callase. Seguí mi camino y lo esperé a la salida. Al llegar me tomó de bracero; y no pude menos de preguntarle:
+—¿Qué hacías allí?
+—Oía.
+—Eres más curioso que una mujer.
+—Eso no lo niego, cuando algo me interesa…
+—Cuando te interesa y cuando no te interesa. ¿Y qué podía interesarte de nuestra conversación?
+—Más de lo que piensas —me contestó.
+—No comprendo… Hay algún misterio en tus palabras, y eso peca contra tu modo de ser. Vamos, hábla con franqueza.
+—Pues allá va, si así lo quieres —dijo deteniéndome en pleno llano—. Has de saber que estoy loco por Tránsito.
+—Lo había sospechado, aunque no lo entiendo, ¿No me llamaste para que la viera? ¿Por qué, si tanto te gusta, llamaste a quien te hiciera mal tercio? Esas son chanzas tuyas.
+—Veras, y muy veras; escúchame… Cuando la vi en Girardot me gustó, como tú sabes, y hasta la defendí de aquel bruto de mi compadre don Trino; después la vi muchas veces, y para tenerla más cerca, la hice entrar en la factoría a trabajar. Siempre le hablaba de lo que la quería; pero ella nunca quiso dar oídos, aquello me picaba más, hasta que un día me dijo: —¡Yo no soy tan boba!, ¿no sabré yo que él le ha dicho que tiente el vado? Pues sepa usted y sepa él que no hay nadie más firme que yo. Por el momento no supe quién era él, pero se lo pregunté, y me dijo que don Andresito. Esto fue para mí una revelación, y admiré tu disimulo; nunca hablabas de ella ni te acercabas al taller.
+—¡Bobo!, porque nada tengo que ver con ella —le contesté.
+—Eso era lo que yo quería saber cuando te llamé para que la vieras; y me escondí a fin de oir lo que conversabas con ella.
+—¿Y qué sacaste de la conversación?
+—Nada en dos platos. Lo que oí después me da a entender que si tú no tienes que ver con ella, ella si tiene que ver contigo.
+—¿Lo que oíste después? ¡Ah!, ¿cuando estabas agazapado y me hiciste señas de que callase?
+—Sí, eso es. Hablaba con una de sus hermanas y te puedo repetir su conversación.
+—Repítela, pues…
+—Mirá Tránsito, que ya te lo he dicho —le dijo la hermana—: esos cachacos de Bogotá son orgullosísimos, y te ponés a ponerle cariño, y él maldita lo que te que quiere.
+—¿Y ella qué contestó? —pregunté a Endimión.
+—No quisiera decirte lo que contestó; pero en fin, sea. Le contestó en doblones, que a ella no le importaba nada; y que como nadie podía impedirle quererte hasta morir, se contentaba con ello, aunque tú no la quisieras.
+—¿Y la hermana qué le dijo a esto?
+—Le dijo que eso era pura bobería; que pensara en casarse con alguno de su clase, y que ya veía lo felices que eran ella y la otra hermana.
+—¿Y ella qué replicó?
+—¿Parece que te interesa el asunto…?
+—No, no; es pura curiosidad.
+—Tú también eres curioso.
+—Sí, cuando me interesa…
+—¿Conque te interesa? Ya caíste en el garlito.
+—¿No me ha de interesar, si se trataba de mí?
+—Bien, pues; replicó que ella no pensaba casarse y que prefería a todo en el mundo ser tu esclava…
+—¡Caramba!
+—Así como lo oyes. Se conoce que te quiere con toda el alma.
+—Eso pica en novela sentimental. ¡Déjate de tonterías!
+—Picará en lo que quieras —me contestó—; pero no te he dicho sino la verdad pura.
+—Voy a hablarte con franqueza —le repliqué—. Tengo por Tránsito no sé qué especie de cariño. No es amor, no te lo figures; no me gustan los amores de escaleras abajo. —Pues entonces querrás decirme, ¿qué especie de cariño es ese?
+—¡Hombre!, no lo sé; pero calculo que sea algo así como simpatía.
+—¿Algo como atracción?
+—Sí, eso es, algo como atracción.
+—¿Y ese algo no se llama amor en todas las lenguas del mundo?
+—Te digo que no es amor.
+—¿Pero entonces qué es?
+—Estás necio esta tarde; como que te han hecho daño los tragos.
+—Algo alumbrado estoy, pero no tanto que no sepa en dónde estoy parado.
+—¿En qué estás parado? Dime.
+—En terreno falso.
+—¿Y yo?
+—Tú en terreno firme —me replicó.
+—¿Quieres que cambiemos de sitio?
+—De mil amores; pero no nos toca a nosotros hacer el cambio. Tócale a Tránsito.
+—Realmente; te la cedo; pero tú sabrás cómo te las has de componer para que yo ocupe tu lugar y tú el mío.
+—¿Me prometes hacer cuanto yo quiera?
+—Te lo prometo.
+—¿Aunque sea una canallada?
+—No; eso no, nada que desdiga de mi carácter ni de mi educación —le repliqué muy ufano como si no estuviera cometiendo ya la tan odiosa villanía.
+—Bien; acepto la promesa con esa salvedad —me contestó Endimión.
+—Convenido —le repliqué.
+Pero en tal convenio no había de mi parte ni hidalguía ni buena fé, porque no llegaba a figurarme que Tránsito cambiase —y si cambiaba, tanto mejor, me decía, tendré motivo para aborrecerla—, y deseaba aborrecerla, porque me sentía débil. Desde que mi tío me había hecho su paternal advertencia, Tránsito me ponía miedo. Cuando estaba junto a ella no pensaba sino en sus lindos ojos, mas al separamos, hasta me figuraba que sería capaz de morderme como un animal dañino; y las palabras de mi tío zumbaban en mis oídos, tomando proporciones tan grandes, que llegaban desde el ruido del moscardón hasta la voz del trueno. Mi tío, que era muy pintoresco en su conversación, solía decir que las mujeres son los ángeles de Klopstock y los demonios de Milton; y para mí Tránsito era un ángel cuando la tenía a la vista, y un demonio cuando dejaba de verla. Así interpretaba yo las palabras de mi tío. El miedo, pues, me había obligado a hacer cesión de Tránsito, como si fuera un perro. ¡Qué villanos somos los hombres con las mujeres!
+Habíamos llegado al sitio donde estaban nuestras cabalgaduras; montamos y nos dirigimos a la corrida de gallos.
+Entre dos árboles tenían tendida una cuerda, en cuyo centro un pobre gallo colgaba de las patas; todos los concurrentes habían formado calle, por la que se lanzaban a escape varios jinetes, dando alaridos capaces de obligar al diablo a hacer gestos. Cuando el grupo de jinetes llegaba debajo de la cuerda, levantaban esta y pasaban ellos hasta el fin de la calle. Otras veces el encargado de levantarla no andaba listo, y algunas de las muchas manos de los jinetes que pasaban corriendo, alcanzaban a coger algo del gallo: quien plumas, arrancaba plumas; quien ala, ala, y quien cabeza, cabeza. Y con los trozos palpitantes y ensangrentados del gallo, iban aquellos bárbaros salpicando caras y vestidos de todos los presentes. Aquel brutal espectáculo me cargaba tanto, que no pude soportarlo, y me retiré con Endimión a ver qué hacían en un grupo que se alcanzaba a ver a lo lejos.
+Allí tenían un gallo enterrado hasta el pescuezo: una mujer vendada empuñaba el cuchillo, cuyo tamaño tiraba a ser el de un sable, y daba machetazo aquí, machetazo más allá, sin tocar al gallo, al cual defendían otras mujeres interponiendo palos que recibían los sablazos; pero el pobre gallo, azorado y jadeante, no dejaba de recibir uno que otro golpe, ya del sable, ya de los palos que metían para defenderle. Aquello me pareció igualmente bárbaro, algo más cruel, si se quiere, porque la agonía del animal se prolongaba hasta que algun golpe bien certero le quitaba la vida. Cuando esto sucedía, la mujer de la venda se apoderaba de su presa, que le pertenecia; pero sus compañeras se la arrebataban, y los trozos de gallo ensangrentado volaban por el aire, y se tiraban con ellos, manchándose caras, sombreros y vestidos que daba grima.
+Aquellos pueblos no le perdonan al gallo el haberle avisado a San Pedro que había pecado; demuestran su saña contra toda la especie; y el que orgulloso se paseó en su serrallo levantando la cabeza todo el año y cantando sus triunfos, tiene su día en que paga, como los pagamos todos los vivientes, todos sus placeres, con réditos usurarios.
+Disgustados de aquel espectáculo en que —es preciso decirlo para ser justo—, no tomaron parte las señoras de primera, que ni siquiera se acercaron a contemplarlo; lo que nos hizo ver que había alguna diferencia entre las de primera y las de segunda, que Endimión y yo como forasteros no alcanzamos a notar antes, nos dirigimos al pueblo a organizar el baile para la noche, que ya se acercaba. Al llegar a él alcanzamos a Tránsito y a sus hermanas y cuñados, que llegaban también. Endimión no tardó en trabar conversación con los del grupo.
+—¿No aguardaron ustedes a ver descabezar gallos?
+—¡Qué íbamos a aguardar, si esta —dijo la madre de Tránsito, mostrándola con el látigo que llevaba en la mano— no quiso detenerse!
+—¿Para qué nos deteníamos a ver cosas tan crueles? —replicó la muchacha.
+—Si es de lo más melindrosa —agregó la madre—; no le gustan ni las carreras a caballo, ni la corrida de gallos, ni nada.
+—Es cansera, mamá —repuso Tránsito—; a mí no me lleven donde hay ruido, ni carreras, ni gritos: me gusta vivir en paz.
+—¿Pero bailar sí le gustará? —preguntóle Endimión.
+—Me gustaba mucho, pero ya perdí la afición.
+—Entonces estás buena para beata —le dijo una de sus hermanas—. No hace más que vivir enjerida y triste; le decimos:
+—Tránsito, ¿vamos al bunde?, y contesta:
+—Yo me quedo en la posada; no quiero bailar. —Pero iremos a ver bailar. —No quiero ver bailar. —Hacemos una parranda para ir a bañarnos. —No quiero ir en parranda; déjenme sola, que más ganas tengo de llorar que de otra cosa.
+—¿Y eso desde cuándo? —dije a Tránsito en voz baja.
+—¡Ingrato! —me contestó—, desde que lo conocía usted.
+Endimión siguió conversando con las demás. Yo me callé, hasta que al fin, no sabiendo qué hacerme, invité a mi pariente a que siguiéramos más aprisa, a lo del baile.
+Aguijamos los caballos, y a poco andar, llegamos al pueblo.
+No fue posible organizar baile: los músicos, lo mismo que los danzantes, andaban alumbrados, y nadie se sometía a nada; el espíritu de insurrección aguardentosa remaba en todas partes, y hubimos de desistir, aplazándolo para el otro día.
+Molidos y quebrantados nos levantamos al siguiente, y con pocas ganas de divertirnos; pero estábamos comprometidos y arreglamos el baile para la noche.
+Pasamos todo aquel día en pagar cuentas de aguardiente y carne, del paseo de la víspera, que por cierto nos costo un dineral; y al caer el sol, Endimión me dijo que le acompañase a paseo. La tarde estaba fresca y serena, y el ambiente impregnado de vapores y aromáticos; veíamos descender el sol por entre las palmeras de occidente como un globo de fuego cuyos reflejos doraban los penachos de las palmas; los limoneros floridos esparcían aromas deliciosos, y ráfagas suaves de aire tibio rozaban nuestras sienes. Nos internamos al través de varios matorrales, pensativos entrambos y como envueltos en aquella suave voluptuosidad que se experimenta en los climas cálidos, cuando el sol va de vencida. Pocas cuadras habíamos caminado cuando llegamos a una casita encantadora, rodeada de árboles frutales, cuyo patio sombreaba un caucho copiosísimo. Al pie del caucho estaba Tránsito sentada en una raíz que se desprendía del tronco, abismada en la contemplación del sol poniente. No sintió nuestros pasos sino cuando estuvimos cerca.
+Endimión ya sabía en dónde la había de encontrar, y no podía explicarme cómo quería él suplantarme llevándome consigo.
+Algún tiempo después me dijo que cuando él iba solo, ella se escondía y que no lograba que entrase en conversación.
+Poco tardaron en salir la madre y las hermanas, y aunque nos invitaron a entrar a sentarnos, preferimos permanecer bajo la sombra del árbol, y allí nos llevaron dos taburetes forrados en cuero crudo para que descansáramos.
+A pocas vueltas la conversación rodó sobre el proyecto de baile de por la noche, y nos despedimos temerosos de que la oscuridad nos impidiese regresar sin contratiempo al pueblo.
+Habríamos caminado unos veinte pasos, cuando Tránsito me llamó. Endimión quiso retroceder conmigo, pero ella le dijo a gritos:
+—No llamo sino a él.
+Él para las cintureras es el único en quien ponen cariño.
+Endimión se quedó, yo retrocedí hasta el sitio en que ella me aguardaba.
+—¿Qué ocurre? —le dije.
+—Usted me va a hacer un favor.
+—Todo lo que esté a mi alcance —le contesté—.
+Vaciló un poco, bajó los ojos y me dijo:
+—No vaya al baile esta noche.
+—¡Que no vaya! Si estoy comprometido. Endimión y yo damos el baile, y no puedo dejarlo solo.
+—Enférmese y no vaya.
+—¿Y si de la enfermedad me muero? —le dije sonriendo.
+—De ese mal sí no morirá; esté segurito.
+—Pero el caso es que no puedo dejar de asistir.
+—Está bueno…, está bueno…, no me da gusto, y es porque no me quiere.
+—No es eso; es… que sería muy feo convidar y no ir a hacer los honores a las señoras.
+—¡Bueno! ¡Está bueno!… —repitió, y rompió a llorar.
+—¿Pero a qué vienen esas lágrimas?
+—Esas lágrimas vienen —me dijo con resolución— porque yo no quiero que vaya al baile; tengo celos.
+—¿Celos, de quién?
+—De todo y de todas; no quiero, y no quiero que vaya al baile.
+—Eso no se puede evitar —le dije—; estoy comprometido y no hay más qué hablar.
+—Pues yo lo impediré.
+—¿Y cómo? —le pregunté con algo de burla.
+—Así —me contestó, y sacó un cuchillo pequeño, pero muy puntiagudo, y haciendo ademán de herirse, agregó—: si no me promete no ir me mato.
+Tomélo a chanza y empecé a hacerle reflexiones; pero como viese ella que Endimión, a quien yo daba la espalda, venía corriendo, me dijo:
+—A la una…, a las dos…, a las…
+—Había tal resolución en su mirada y en su ademán que le dije:
+—No iré, no iré.
+—¿Palabra de honor?
+—Palabra de honor.
+En este momento llegó Endimión y dijo:
+—¿Qué es eso?
+—¿Qué es qué cosa? —pregunto Tránsito.
+—¿Ese cuchillo…?
+—Este cuchillo es un cuchillo —contestó ella entregándomelo; y agregó, para disimular lo que había pasado—: pero que sea igualitico, porque si no, no me sirve; ya sabe que en la tienda de don Agustín Mogollón los hay.
+Con esto nos despedimos, Endimión, lleno de curiosidad, me preguntó por el camino:
+—¿Qué es lo del cuchillo?
+—¿Pues no oíste que me encargó que le comprara uno igual?
+—Sí oí; pero me pareció notar alguna alteración en el semblante de Tránsito.
+—Aprensiones tuyas.
+—¿Y por qué amagaba herirse con él?
+—¿Herirse? No noté tal cosa.
+—¿Y estando tan cerca? No me hagas tan tonto; lo vi yo de lejos, ¿y de cerca no lo verías tú…?
+—Si no quieres creer lo que te digo, no lo creas.
+No atravesamos más palabra. Al llegar a nuestra posada empecé a quejarme de dolor de cabeza; y poco después dije a Endimión que no podía ir al baile.
+—¡Pero, hombre! ¡Qué dirán!, ¿es decir que me dejas metido?
+—Pues te quedarás metido porque no puedo ir, me siento malo.
+—Entonces yo no voy tampoco.
+—Eso sí no puede ser. Si estamos comprometidos… —le dije.
+—Pero tú tanto como yo…
+—Es verdad, pero tú no tienes dolor de cabeza y yo sí.
+—Creo tanto en tu dolor de cabeza como en el penitente de la otra vida.
+—No creas si no quieres; pero no voy al baile.
+—Pues yo tampoco.
+—Pero, hombre, es necesario ser razonable.
+—Eso mismito digo yo… —me contestó.
+—¿Y qué hacemos? —le dije.
+—No sé —me replicó; y se tendió largo a largo en un catre.
+Así pasamos una hora en silencio los dos. Al cabo de ella nos llamaron a tomar chocolate. Yo dije que no tomaría, porque estaba enfermo. Endimión se acercó a mí con una bujía en la mano y me miró fijamente.
+—¿De veras estás enfermo?
+—Sí, hombre, me duele la cabeza.
+—Mayor razón para que yo no vaya al baile estando tú enfermo.
+—No es cosa… No es cosa… como que lo que tengo es cansancio, flojera.
+—¡Flojera! eso sí es lo que tienes; pero vamos a tomar chocolate, que con eso se te quitará.
+—Vamos —le dije levantándome de la hamaca, porque quería aprovechar el pretexto para no dejar de cenar aquella noche; tenía el hambre de los veintidós años, y no me resolvía a acostarme como un anacoreta.
+Acabábamos de tomar el chocolate, cuando oímos el redoble del bombo, señal de que los músicos estaban listos. Dábanme ganas de ir; pero no podía hacerlo porque había una promesa de por medio.
+—¿Qué dices? —me preguntó Endimión, acabando de arreglarse la corbata y el cabello—. ¿Vamos?
+—No, no voy —le contesté.
+—Pues yo sí, porque tú no tienes tal dolor de cabeza; te he visto arremeter al chocolate con muy buen apetito. ¿Y qué piensas hacer?
+—¿Yo?, acostarme a dormir.
+—Pues que pases buena noche. Déjame la puerta abierta.
+—Muy bien; hasta mañana; que te diviertas.
+—Y tú que te aburras por… zoquete.
+Salió y me dejó solo. No tenía sueño, pero me tendí en la hamaca a pensar en Tránsito cuyo imperio sentía muy a mi pesar y cuya voluntad enérgica estaba respetando yo allí, aburriéndome hasta el tope. Hice la resolución formal de volverme al día siguiente para mi pueblo, sin despedirme de ella, pues quería romper aquellos lazos que tendían desde los comienzos a convertirse en un dogal para mí. Me sentía débil y quería huir; y así, me levanté de la hamaca, llamé al paje que nos servía y le di orden de traerme un caballo al amanecer; arreglé la cuenta de la posada, y me disponía a acostarme de firme, para lo cual me acerqué a la ventana con el objeto de cerrarla. Al hacerlo, vi una cara asomada: era Tránsito, y más lejos sus hermanas y sus cuñados.
+—Así me gusta —me dijo—: formalito y obediente.
+No tuve valor para cerrar la ventana, ni tiempo para contestarle, cuando llegó el paje a preguntarme cuál de los dos caballos quería.
+—El «Sacatripas» —le contesté; y salió el muchacho.
+—¿Como que se trata de viaje? —me preguntó Tránsito.
+Siempre me ha costado mucho trabajo mentir, y no quise hacerlo por segunda vez después de la mentira del dolor de cabeza.
+—Sí —le contesté, acercándome de nuevo a la ventana.
+Las personas que habían venido con ella se habían separado un poco.
+—¿Y para dónde?
+—Para mi pueblo.
+—Afortunadamente no está lejos; y aunque estuviera.
+No comprendí por el momento lo que quería decir Tránsito.
+—No está lejos —le dije—, tres horas y media a caballo.
+—Y unas seis a pie —me replicó.
+Entonces comprendí que pretendía seguirme, y me pesó no haberla dicho alguna mentira; pero ya no había remedio, y quise echarle la capa al toro de una vez.
+—Comprendo que intentas irte detrás de mí…
+—O adelante… —me contestó.
+—Pues has de saber que no lo consiento.
+—Si yo no le estoy pidiendo licencia.
+Ocurrióme una idea.
+Llamé a las hermanas y a los cuñados y les dije que Tránsito tenía el proyecto de escapárseles a la madrugada y que la cuidaran mucho.
+—¡Pero no sea conversón, don Andrés! ¿De dónde saca usted eso? —dijo ella con el aire más candoroso del mundo.
+—Aunque Tránsito diga que no, encargo a ustedes que tengan cuidado, porque si no, se les escapa —dije a los que la acompañaban.
+—Trabajo le costará —me contestó una de las hermanas.
+Despidiéronse para ir a ver, desde la calle, el baile, y Tránsito me dijo un ¡hasta mañana!, tan marcado y con cierto tonillo, que no me dejó duda de que me seguiría.
+¿Qué hacer? Acostéme, pero no pude pegar los ojos; y cuando Endimión llegó, como a las dos de la mañana, todavía estaba yo despierto. Notólo al entrar y me dijo:
+—¿Como que de veras estás enfermo?
+—No sé, hombre; tengo la cabeza caliente y no he dormido.
+—Me voy a buscar al médico —dijo, poniéndose la levita que ya se había quitado.
+—Déjate de médico. Creo que no tengo sino insomnio.
+—Por ahí empiezan las calenturas; déjame ir a llamar a un doctor.
+—¡Qué doctores! Ninguno es capaz de curar mi mal…, porque no tengo ninguno…
+Acercóme la vela a la cara y me dijo:
+—¡Tienes los ojos colorados!, pero como que no hay fiebre —agregó pulsándome.
+—¡Qué fiebre ni qué nada!, lo que tengo es rabia.
+—¡Rabia tú…! Eso sí que se me hace raro; ¿te ha pesado no ir al baile? Pues nada perdiste: no he visto nada más soso que estos bailes de tono de por aquí. Suponte una fila de silletas ocupadas por unas cuantas muchachas vestidas todas de blanco, y parecidísimas; al extremo de la fila una mesita con un candelabro y algunas bujías; después la puerta de un aposento en que se apiña una multitud de viejas, las mamás, con algunas muchachitas volantonas cabeceando de sueño, las viejas fumando; más allá otra mesita parecida a la anterior; después de la mesita otra fila de ánimas benditas interrumpida por la puerta que da a la calle; y en esta un apretado grupo de hombres, fumando unos, otros limpiándose el sudor con los pañuelos, conversando de la pareja que les toca para la siguiente pieza, animando a otros remisos a bailar, en fin, hablando tonterías; después de la puerta, la otra media fila de muchachas, copia de la copia de las tijeras de la página anterior; después otra mesita, otra fila, otra mesita y otra media fila hasta la puerta que da al patio, en donde estaban los músicos, que parece que van de balde a hacer su oficio, según lo que se hacen de rogar. Allá en el fondo del corredor, la cantina, en donde se ven una o dos bandejas de bizcochuelos blancos, tres o cuatro botellas de coñac, una docena de medias botellas de champaña, algunas docenas de vasos de naranjada y para de contar. Los hombres no se acercan a las señoras, sino cuando van a sacarlas a bailar; ni hay modo de acercarse, porque aquellas filas son tan rígidas, tan apretadas que no tiene uno por dónde abordarlas, si no es por vanguardia. Decían que yo había de ser el bastonero, es decir, el que arreglaba el programa; o mejor dicho, mis funciones estaban reducidas a decir a los músicos: «Polka, redova, varsoviana, Strauss». Empiezan los músicos tocar; los caballeros, vestidos de levitas blancas o de color de mahón se dirigen a las señoras y señoritas, tienden la mano sin guante para sacar la pareja; esta vacila, pregunta qué van a tocar, el galán no lo sabe; al fin rompen con una polka, y la señorita dice: —«¡Ah!, polka tengo pareja…».
+—Señorita, yo creía que esta era mi pieza…
+—Se engañó usted, los dos quedamos de bailar la primera redova, y esta es polka.
+—Don Endimión —me dijo el galán—: don Endimión, que toquen redova, se lo suplico por lo que más quiera.
+Yo, complaciente, dije a los músicos:
+—¡Redova, redova!
+Aquí fue Troya: muchas se sentaron, porque ya el compromiso variaba. Trabajillo me costó restablecer el orden; y resigné en manos del que me pareció más despierto mis funciones de bastonero; en resumen, abdiqué.
+Después siguió la misma cosa, hasta que empezaron a menudear los tragos; los hombres se pusieron alegrones; pero cuando cesaba la música, se replegaban a la puerta o a la cantina; y los más expansivos se divertían en hacerle la corte a alguna que se había quedado sentada, lo que llaman «comer pavo». Para sentarse, tenían que levantar el pañuelo que la dueña del asiento había dejado sobre él, lleno de bizcochos, y no pocos regueros de ellos hubo. Eran de verse los trajes blancos de las señoras, con la señal de la mano del hombre sobre la espalda, y aquel contacto de manos sudosas sin guantes, y aquel ruido sobre los ladrillos desnudos, que ahogaba la música aunque soplaran los músicos los instrumentos con toda la fuerza de sus pulmones; y aquel chillar de los clarinetes y del requinto, sin bajos suficientes, música que me pareció apropiada para que bailaran títeres y no gente; y aquel brincar tan coreográfico como se quiera, pero tan poco apropiado para una sala. Cuando ya los tragos habían hecho su efecto y los hombres empezaban a manifestarse más expansivos, y los tímidos se sentían audaces, y los lerdos ágiles, se alarmaron las viejas, empezó la deserción, y principiaron los ruegos para que no se fuera fulanita; las invitaciones de tragos al padre de la joven, la copa de champaña ofrecida a la mamá, quien a poder de ruegos acababa por preferir… un vaso de naranjada, y esperarse una piecesita más; y así, al fin, nos disolvimos, porque si valían súplicas para con las viejas y tragos para con los viejos, estas armas se embotaban en los músicos, que al fin se fueron, dejándonos plantados a más de cuatro. Poco perdiste, pues, con no ir a semejante baile. ¡Vaya una diversión bien majadera! ¿Sabes a la que vi en la puerta del baile? ¿A que no adivinas?
+Al fin Endimión pasaba saliva; ¡qué tirón de charla el que me había echado encima!
+—No adivino —le contesté.
+—A Tránsito; y mucho que contribuyó a desorganizar el baile, porque algunos hombres se pusieron a cortejarla, a darla bizcochos y licor, y entre ellos un don Urbano, quien, según me refieren, le ofreció una copa, y al ir a apurarla ella lo conoció y le echó la buchada de champaña en la cara, lo exasperó a don Urbano en términos que le tiró un manotón y unas patadas, pero se interpusieron los dos mocetones ambalemeros, cuñados de Tránsito, y sujetaron al mastodonte aquel, en lo cual les ayudaron muchos del baile; pero el hombre estaba tan furioso, que juró que el día que ella cayese en sus uñas no se le escaparía. Como que entre Tránsito y don Urbano había obra cortada…
+—Tanto, que él fue quien le quemó la casa paterna —le contesté; y hube de agregar toda la historia de Tránsito; y al acabar esta dijo Endimión.
+—¡Pero ese es un infame!, ahora me pesa no haberle medido a palos las costillas a ese animal… Quemarle la casa… echar al padre a presidio, pase… pero ¡pegarle!…, ¡pegarle a una mujer!…, ¡tirarle pescozones y coces!…, ¡qué canalla!, ¡qué canalla! Y algunos decían que había tenido razón por lo de la buchada en la cara. ¡Brutos…! Nunca hay razón para pegarle a una mujer. Gentes tan salvajes así, no se civilizarán nunca; y aunque se pongan botines como el don Urbano, que blasona de caballero, te juro que entre sus progenitores ha tenido que haber por lo menos algún arriero; eso es si no son dos. ¡Qué cobarde aquel! ¿Sabes que tengo ganas de irle a buscar riña antes de que se vaya para Girardot a la madrugada, como nos dijo que lo haría?
+—A buenas horas, repuse; eso debiste haberlo hecho sur le champ.
+—Tienes razón; pero no me atreví a meterme en aquel escándalo. Ese es siempre el pecado de los bogotanos: huímos del ruido.
+—Por lo que me refieres, celebro mucho no haber ido al tal baile.
+—Es lo que te estoy diciendo; y ahora sí a dormir —dijo al acostarse.
+Al amanecer, tras un corto sueño, me despertó el paje para avisarme que el caballo estaba cogido. Llamé a Endimión y le pregunté si se quería ir conmigo.
+—¿Y para dónde es el viaje?
+—Para casa.
+—No me habías dicho nada —dijo, y se volvió en ademán de seguir durmiendo; pero se arrepintió de su resolución, y agregó:
+—¿De veras te vas? ¿No es grilla?
+—¿No sabes que hoy estamos a lo de julio y que tengo que hallarme en la factoría para arreglar los libros y cuentas? Pero si no quieres irte, quédate.
+—¿Y qué papel me quedo haciendo…? No, no; me voy contigo. Ahora caigo, me quedo para hacerle la corte a Tránsito.
+—Como que llevarás chasco, porque ella se va también.
+—¿Que se va? ¡Estás loco! ¡Entonces te la llevas!
+—No; yo no me la llevo, pero ella se va, si puede.
+—No te entiendo; explícate.
+Nuestra conversación fue interrumpida porque tocaron en la ventana. Abrió Endimión y me dijo:
+—Son los cuñados de Tránsito que preguntan por ti.
+—¿Qué se ofrece, amigos míos?
+—Se nos escapó el pájaro a media noche.
+—¿Quién, Tránsito? ¿No se lo dije a ustedes?
+—Pero nosotros lo tomamos a chanza.
+—¿Para dónde cogería?
+—Yo sé para dónde se fue.
+—Díganos, patrón, para ir a alcanzarla, porque la mamita está inconsolable.
+—¿Irán ustedes a caballo?
+—¡Pues!
+—Entonces vayan a montar y aquí los aguardo. Nos iremos juntos; yo los acompañaré
+—Y yo también —dijo Endimión—. ¡Mi caballo, mi caballo!
+—Dile al muchacho que lo coja.
+Salió Endimión a dar la orden, y pidió chocolate para él y para mí.
+Los dos cuñados de Tránsito tardaron como una hora en volver, bien montados; y a las seis y media de la manana nos pusimos en marcha, camino de Girardot. Nada hubo digno de referirse. Marchábamos en silencio muy aprisa, porque la mañana estaba muy fresca y los caballos podían andar a buen paso.
+Serían las ocho cuando llegamos al arroyo de Santa Ana, que corre por un cauce arenoso poco profundo, por entre árboles y matorrales. Al llegar a la banda opuesta, notamos huellas de sangre, y nos internamos por una vereda siguiéndolas. Llegamos a una casita. Endimión iba adelante; en el patio de ella había un gran charco de sangre. Nos acercamos todos, y al mirar hacia la salita, un grito se escapó de todas las bocas. Tránsito estaba allí moribunda. Descabalgamos todos, invadimos la casita, y las mujeres que rodeaban a la muchacha nos abrieron paso. Entreabrió la pobre los ojos, me miró y me dijo:
+—¡Me muero…!
+—¿Qué es esto, Dios mío? —pregunté y cogí de un brazo a una de las mujeres—. ¿Qué ha sido esto?, ¡por Dios! —repetí.
+Nadie respondía; todo fue contusión en los primeros momentos, e hice salir a la mujer cuyo brazo tenía asido. En el patio la interrogué, y me refirió que habían oído sonar un tiro hacia el lado de la quebrada y que poco después vieron pasar por el camino que va a Girardot a un señor montado en un caballo a todo correr; que habían ido a la quebrada y encontraron a la pobre muchacha tendida en el suelo y bañada en sangre, con una herida en la espalda.
+Volví a la salita. Acerquéme a Tránsito, que yacía tendida en una estera. Procuré reanimarla, la di agua con aguardiente, y una mujer le lavó la herida.
+A poco rato volvió a abrir los ojos, me miró con fijeza y me dijo con voz entrecortada:
+—Qué dichosa soy… en morir así… junto… a lo que más quiero… sobre la tierra…
+—¡Morir!, ¡morir!, ¿tú tan joven? ¡Imposible!, ¡imposible! —le dije.
+—No tengo remedio…, me hizo el tiro…, a boca de jarro…
+—¿Pero quién fue? ¿Cómo fue?
+—Don Urbano…, mi perseguidor…
+—¡Ah, canalla! —gritó Endimión—, vamos a matarlo —y salió acompañado de uno de los cuñados de Tránsito.
+Había vuelto la infeliz a cerrar los ojos. Salí a detener a Endimión, quien ya estaba recogiendo el ronzal de su caballo para montar.
+—¿A dónde vas?
+—A matar a aquel canalla.
+—Sí, a matarlo —dijo el cuñado de Tránsito.
+—¡Pero qué! ¿Están ustedes locos? —les pregunté—. ¿Acaso no hay más que hacer que ir a perseguir a un hombre que nos lleva más de una hora de ventaja y que va a mata caballo?
+—¿Pero entonces qué hacemos? —preguntó Endimión.
+Preparar una camilla para llevarla al pueblo y poderla prestar los auxilios que necesita.
+—¡Dices bien!, ¡dices bien!
+En pocos momentos la preparamos y la cubrimos con las sábanas que llevábamos en las monturas. Los dos cuñados, ayudados de dos peones emprendieron la marcha, cargándola. El viaje fue lento y fatigoso. La pobre enferma sufría mucho, el calor era insoportable, y aunque los cargueros eran vigorosos, no dejaron de descansar cuatro o cinco veces. Serían las cuatro de la tarde cuando llegamos al pueblo, y la instalamos en la primera casita que vimos. No quisimos llevarla a la posada de la madre, por no darla una sorpresa tan triste.
+Pocos momentos después llegó el médico, doctor Carrizosa, quien sondeó la herida, la declaró mortal, por no ser posible la extracción del proyectil, y prescribió lo que había que hacer.
+En seguida fue llamado el señor cura, quien vino inmediatamente. Me acerqué a Tránsito con el cura y le dije:
+—Aquí está el señor cura.
+Parecióme que no había oído; mas, tras breve espacio, abrió los ojos, me miró, miró al sacerdote y los volvió a cerrar.
+—Hija mía —le dijo el cura—, hija mía, es necesario pensar en Dios.
+Volvió a abrir ella los ojos y me miró fijamente. Comprendí que me interrogaba.
+—Es preciso, amiga mía, hacer lo que desea el señor cura —le dije.
+En tal momento anunciaron al alcalde, quien venía a tomar declaración a la agonizante. Le dijeron que se estaba confesando y se volvió para su despacho con Endimión, quien, sabedor de que la noche anterior había amenazado don Urbano a Tránsito, fue a rendir declaración. El cura y yo permanecimos junto a la cama en que yacía Tránsito. Seguía ella con los ojos cerrados, pidió agua, y después de tomarla, me dijo:
+—No puedo confesarme.
+—¿No puedes hablar? —le pregunté.
+—Hablar sí puedo, pero…
+Comprendí que no quería hablar delante del cura, y le supliqué que se saliera por un momento. Convino en ello el buen sacerdote.
+Quedamos solos, me acerqué a la enferma nuevamente y la toqué la frente, que ardía.
+—¡Tránsito!
+Asióse de mi mano, la cubrió de besos. Yo no sabía qué hacer; el tiempo pasaba, y aquella pobre se agravaba a ojos vistas.
+—Te confesarás, ¿no es verdad?
+—¡Si usted me lo manda, sí!
+—No te lo mando; te lo suplico; es preciso pensar en Dios, en la otra vida.
+—¿Y podré confesarme? —dijo ella.
+—¿Y por qué no?
+—Pero si me confieso… no lo volveré a ver más a usted… ¡Ah!, no me confieso.
+—Tránsito, amiga mía, —le dije cayendo de rodillas delante del lecho—, naciste cristiana, Dios te llama a gozar de su gloria; has sido muy desgraciada; puede decirse que no has vivido; va empezar la vida eterna para ti… Confiésate. ¿Qué importa separarnos ahora, si nos hemos de separar mañana, quizá esta noche, tal vez dentro de una hora?
+—Si he de morir, quiero morir sin soltar esta mano —me dijo asiéndose nuevamente de la mía, que no había soltado por completo.
+Mi angustia era idecible; gruesas gotas de sudor me caían de la frente; y me parecía que una mano de hierro me ahogaba la voz en la garganta.
+Largo rato continuó ella así, asida de mi mano, y veía yo dibujarse las sombras de la muerte en aquel rostro peregrino; hice un esfuerzo, volví a rogarle, mas permaneció inflexible. Llegué hasta amenazarla con irme, y entonces se sonrió y me dijo:
+—Aún tengo fuerzas y me iré detrás.
+Aquella lucha no podía continuar, y ya iba yo a llamar en mi auxilio al señor cura; pero no quise provocar una sacudida violenta; intenté el último esfuerzo y le dije:
+—Dime: ¿no me contaste que cuando recibías la comunión en tu niñez, te ponías bonita…? ¿Quieres privarme del gusto de que te vea transformada en ángel?
+Siguióse un espacio de angustioso silencio. La pobre muchacha reflexionaba; en sus pálidas facciones se veía retratada la lucha entre el ángel bueno y el malo.
+Al fin triunfó el ángel bueno: dos lágrimas rodaron por las pálidas mejillas de la muchacha.
+Aquel recuerdo de su primera comunión la había vencido.
+—Me confesaré —dijo—, que entre el señor cura —volvió a besar mi mano y me dijo al soltarla:
+—¡Adiós, adiós, no me olvide nunca, nunca!
+—¡Jamás! —le contesté.
+No pude resistir: tuve la debilidad de imprimir en su frente mi primero y último beso, y salí conmovido y con los ojos llenos de lágrimas.
+Hice una señal al señor cura, sin articular una palabra, porque no podía. El buen sacerdote entró. Yo me puse de hinojos y oré con todo el fervor de mi alma.
+Así trascurrió media hora, al cabo de la cual salió el señor cura y se acercó a mí y me dijo al oído:
+—Le ruego que no entre más ni hable recio de manera que ella lo oiga. Lo mejor sería que usted se fuera de aquí.
+—Irme, imposible, señor cura; no entraré, me estaré callado.
+—¿Me lo promete usted?
+—Sí, señor cura.
+Bien, muy bien; voy a traerle el Santo Viático y la Extremaunción.
+En ese momento llegaron la madre y las hemanas de Tránsito. No quise presenciar aquella escena de dolor, y salí con el cura. En el camino encontramos a mi primo, que venía con el alcalde: invitólos el cura para que le acompañasen a traer al Santísimo, y fuimos con ellos a llenar tan santo deber.
+Al llegar, no pasé del umbral del aposento; quedéme en la salita.
+Después de que le administraron los sacramentos, pudo el alcalde tomar su declaración a Tránsito. Según ella, se había puesto en camino para Girardot a la madrugada, y anduvo hasta el arroyo de Santa Ana, descansando dos o tres veces en el camino, porque la fatigaba el peso de una maleta de ropa que llevaba a cuestas.
+Al entrar en el arroyo sintió los pasos de un caballo muy cerca; volvióse a mirar y vio a don Urbano. Ella, aterrada con tal aparición, en un camino desierto y en un bosque se desembarazó de la maleta de ropa y corrió por el cauce del arroyo hacia arriba. Don Urbano la gritó para que se detuviera; pero ella, poseída de miedo, siguió corriendo hasta que sintió la detonación de un arma de fuego y cayó sin sentido.
+Como a las siete de la noche volvió el cura; la pobre enferma estaba ya en la agonía. Endimión y yo permanecíamos en la salita; la madre y las hermanas de Tránsito entraban y salían en la mayor consternación.
+Rezó el cura las oraciones de los agonizantes, encomendó el alma de aquella infeliz a Dios, y cuando salió, ya había exhalado el último suspiro. Al salir me dijo el cura:
+—Ya acabó, pero está en el cielo; mañana temprano la enterraremos, será a las seis. Yo le enviaré la mortaja, porque así se lo prometí.
+Después de que salió el cura entré en el aposento. Jamás olvidaré aquella cara angelical en cuyas facciones se marcaba la señal del reposo absoluto. Tenía los ojos cerrados como si durmiese, y una sonrisa celestial parecía vagar en sus pálidos labios.
+Todos los presentes nos arrodillamos, y empezó la señora dueña de la casa el rosario: al terminar este, entró el sacristán, de parte del cura, con el sudario que había ofrecido. Lo recibí: era un vestido blanco de desposada, una corona de blancas flores y una palma.
+Entregué a la madre el vestido y salí al patio, porque me ahogaba. Quería llorar y gritar donde nadie me viese ni oyese.
+Endimión me siguió.
+—¡Cuán bueno es el cura! —me dijo.
+—Sí; me parece un santo.
+—¿Nos vamos?
+—¿A dónde?
+—A dormir, anoche no hemos dormido, ni hoy hemos comido.
+—Ve tú si quieres; yo no quiero ni comer ni dormir. Aquí me quedo.
+—No me figuré nunca que la quisieras tanto… Estás que no puedes ni hablar… ¡Raro destino el de esa criatura! —agregó Endimión. Una miserable oruga… y cuando llegó la hora de la transformación en bella mariposa, se escapó hacia el cielo.
+Mi primo me dejó, y cuando me vi libre de su presencia, pude llorar solo, hasta que se alivió algún tanto mi corazón. Al cabo de una hora volvió y entrambos pasamos la noche velando el cadáver.
+Jamás la olvidaré; parecíame con su vestido blanco una estatua sepulcral de mármol; y aun después de tantos años, cuando cierro los ojos y pienso en ella, me parece que la veo.
+Al siguiente día trajo un carpintero el cajón que yo le había pedido. Pusiéronla en él y la llevamos a la Iglesia a las siete de la mañana. El cura había dispuesto el entierro con sencillez cristiana, aunque Endimión y yo lo habíamos autorizado para hacerlo lo mejor que se pudiera. Después del oficio de difuntos y de la misa rezada, el cura, con capa pluvial y precedido de la cruz y de los ciriales, acompañó el cadáver al cementerio. Diez o doce personas formábamos el fúnebre cortejo.
+Cuando llegamos, ya la fosa estaba abierta. El cura rezó el salmo De profundis y el ataud fue clavado y puesto en el fondo de ella; el pisón del sepulturero empezó a golpear… y yo sentía los golpes sobre mi corazón. A poco rato el suelo estaba nivelado: clavamos allí una tosca cruz de madera, en cuyos brazos habíamos trazado, con un clavo ardiendo, lo siguiente:
+TRÁNSITO
+POST TENEBRAS, LUCEM
+Y sembramos al pie de ella una enredadera que llaman en la comarca cundeamor.
+FIN
+1En las ediciones realizadas a partir de la de la Biblioteca Aldeana esta introducción literaria fue suprimida.
+2Al respecto Hoyos Mazuera, María Ximena. «Sexualidad y control social en la novela colombiana del siglo XIX», revista La Manzana de la Discordia, enero-junio, 2012. Vol. 7. Nº 1. pp. 81-89.
+3Carolina Alzate desarrolla la hipótesis del amor de Andrés después de la muerte y la relación de esta propuesta narrativa frente a los principios de la Regeneración. Alzate, Carolina, «Introducción». Tránsito. Editorial Diente de León, Bogotá, 2011. p.13.
+4 El general Manuel Casabianca Wélsares fue el primer gobernador del Tolima en el periodo de 1885-1887 y en tres oportunidades más en 1889, 1890-1897 y 1899.
+5 Esta introducción, que ha sido suprimida en otras ediciones, se incluye a petición de la presentadora de esta obra, Carmen Elisa Acosta. Retomamos el texto que fue publicado por la editorial Diente de León en 2011. (Nota de los editores).
+6 En la mitología griega los manes son dioses infernales o almas de difuntos, considerados benévolos. También se entiende como las sombras o las almas de los muertos. Aquiles fue el más importante héroe de la guerra de Troya y sobresalió por su carácter guerrero. Sombra amenazadora de Aquiles.
+9 Entre turcos y moros, vestimenta que cubre el cuerpo desde el cuello hasta la mitad de la pierna, abierta por delante, con mangas cortas y usada por hombres y mujeres.
+10 Pueblo que habita en el estado de Arizona en los Estados Unidos. Reconocido en el siglo XIX porque sus historias dan origen a las novelas Atala y René del escritor francés Francois-Rene de Chateaubriand autor muy leído por los colombianos durante ese periodo.
+11 Fray Luis de León (1527-1591). Poeta agustino español reconocido por su poesía ascética en la que expresa su búsqueda de la beatitud y el deseo de sosiego espiritual. El verso referido pertenece al Epitafio al túmulo del Príncipe Don Carlos: «Aquí yacen de Carlos los despojos; / la parte principal volvióse al cielo, / con ella fue el valor; quedóle al suelo, / miedo en el corazón, llanto en los ojos».
+12 Revolución de 1861 dirigida por el liberal Tomás Cipriano de Mosquera quien con su toma a Bogotá depuso al presidente conservador Mariano Ospina Rodríguez, logrando la victoria definitiva en 1862. (Tirado Mejía, Álvaro. Aspectos sociales de las guerras civiles en Colombia, Colcultura, Bogotá. 1976).
+13 Los motivos de la guerra van a ser el problema religioso (el control del aparato educativo) y la soberanía de los estados (Tirado Mejía: 1976).
+14 La cinturera deriva su nombre de su traje: una especie de basquiña exterior muy sencilla (enaguas) de zaraza, percal o tela azul llamada fula, que en bailes y fiestas es de muselina, recogida en la cintura; camisa de tela blanca, ceñida por las enaguas, con una arandela sobre el pecho y la espalda, bordada de negro o de rojo; el cuello y busto cubiertos con un paño o chal muy largo y angosto, de tela blanca, o un pañolón de fondo rojo o morado con ramazón y flores de colores; un sombrero diminuto, de fina paja o de ramo, según los recursos, y algunas joyitas de poco valor. Anda descalza por completo, y sólo en bailes o fiestas se pone zapatos. Pertenece a la clase plebeya, y por lo común es cigarrera, planchadora, costurera o campesina. Es de ordinario pizpireta, ladina, desenvuelta de lenguaje y maneras, y muy dada al trabajo y a diversiones, incansable en el baile, celosa y no poco dispuesta a riñas femeninas. Modesta en sus gustos, con todo se conforma, con tal de que la quieran, la vistan y la diviertan. (Debe el autor esta nota a la bondad del distinguido literato, señor don José María Samper, individuo de número de la Academia Colombiana, espíritu observador, y oriundo del Tolima, país de las cintureras).