Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Cruz Vélez, Danilo, 1920-2008, autor
El misterio del lenguaje : obras completas / Danilo Cruz Vélez ; presentación, Roberto Palacio. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,2 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Filosofía / Biblioteca Nacional de Colombia)
Incluye índice conceptual y de nombres.
ISBN 978-958-5419-16-2
1. Cruz Vélez, Danilo, 1920-2008 - Colección de escritos 2. Filosofía del lenguaje 3. Filosofía colombiana 4. Libro digital I. Palacio, Roberto, autor de introducción II. Título III. Serie
CDD: 401 ed. 23 |
CO-BoBN– a1011836 |
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ISBN 978-958-5419-16-2
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© Rubén Sierra Mejía
© 2015, Universidad de los Andes, Universidad de Caldas,
Universidad Nacional de Colombia
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Roberto Palacio
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+En nuestra época, que es la época de la técnica, el hombre se ha convertido en el dueño absoluto de la naturaleza, para quien esta parece carecer de misterios
+La decadencia en la historia y la paradoja de la libertad
+DANILO CRUZ VÉLEZ
+CUENTA DANILO CRUZ VÉLEZ EN El misterio del lenguaje que la filosofía se salvó dos veces en la historia. La primera cuando Heráclito acosado por su pasado aristocrático se ve abocado a la política y debe huir al sosiego de los bosques de Artemisa para poder escribir su obra filosófica; la segunda cuando Platón la saca de los debates de poder para ponerla en uno de los gimnasios apartados de la Acrópolis, en la Academia. Poco se advierte que a la filosofía fue preciso salvarla una tercera vez, en tiempos más cercanos, una que no narra Danilo, porque es en este libro, el suyo, el que el lector sostiene en la mano. Me gustaría imaginarlo así: Danilo huyó con filosofía ya no a los bosques o a la Academia, sino a su apartamento. La primera vez la filosofía estuvo a salvo por la magia de Artemisa. La última en custodia de uno de sus últimos artesanos. En ambos casos la filosofía fue salvada por el silencio.
+Hay una diferencia significativa en esta última vida de la filosofía. No se salvaba de la política, como en el caso de Éfeso y Atenas. Danilo creyó que debía salvarla de otra especie de filósofos que sin duda la despedazarían por medio del análisis lógico hasta que no quedara en ella un solo girón de carne ni una sola ínfula del espíritu que la concibió. Sabía bien que el lenguaje «se había ido convirtiendo en nuestro tiempo en el campo de las decisiones filosóficas fundamentales», como bien lo dice en la introducción a su obra y que los que habían tomado la bandera del análisis del lenguaje eran los positivistas lógicos como Rudolf Carnap y otros de su tribu como Ludwig Wittgenstein. No veía en ellos nada que los hiciera merecedores de ese premio deseado de todo filósofo, cual es ser declarado un tipo que entiende el lenguaje corriente. Los positivistas vivían, eso creía Cruz Vélez, de lenguajes lógicamente prioritarios, que no eran el lenguaje real. No recordaba Danilo que muchos, entre ellos Carnap y Wittgenstein, tuvieron con el tiempo la honestidad de mirar el lenguaje común a la cara y reconocerlo como una de las fuentes del ejercicio filosófico: Carnap con su idea de marcos de referencia, Wittgenstein con la bella prosa que produce sobre los juegos de lenguaje.
+El libro de Danilo ansía apropiarse del lenguaje corriente por medio de algo más insidioso que el accidente de asomarse a él al final de una carrera. Fue escrito cuando aún había misterios en el mundo. No me refiero al misterio en ese tono del progreso como algo de lo que hay que deshacerse. Lo que Danilo llama misterio es algo que mucho se asemeja a un auténtico dilema, los quiasmos de las comunidades humanas efectivas y reales, para las cuales no vendrá una verdad revelada a señalarnos qué hemos de hacer, como bien lo señala en un artículo del libro, «Max Scheler y las ideas éticas del padre Wojtyla», hablando sobre el intento del buen sacerdote polaco Karol Wojtyla, quien alcanzaría la fama como Juan Pablo II, de poner a la base de la ética cristiana el pensamiento de Max Scheler: «… para resolver el problema le da espalda a la filosofía y recurre a la fe. Lo cual equivale a darle la espalda al problema, porque la fe no resuelve problemas filosóficos, sino que los salta con pie ligero». Un verdadero misterio parece arruinarse cuando uno tiene un expediente salvífico universal.
+La primera gran incógnita de este libro no admite tal remedio. Está expuesta en el ensayo más sistemático y en mi opinión el más destacado del conjunto: «¿Qué es el lenguaje?». Allí Cruz Vélez explora cómo este no puede ser entendido como un fenómeno puramente biológico porque entre lo que nosotros hacemos y los gemidos de los animales, piensa muy en el espíritu cartesiano, hay una diferencia cualitativa. Tampoco ha de ser un fenómeno puramente cultural ya que, como lo había explorado Rousseau, el lenguaje parece ser la condición de la cultura y no su efecto. El lenguaje, en la medida en que presenta lo dicho —la flor, el horizonte, la estrella—, oculta el lenguaje mismo.
+En terrenos como este, sólo un esfuerzo de pensamiento tenaz e insistente nos puede señalar un camino, si bien no una solución. La filosofía es esa disciplina de plantear preguntas que nos permiten avanzar más en la comprensión que en las respuestas. Así la concibieron los filósofos de su generación y de varias antes que él y probablemente algunos más por venir, que tuvieron el valor de recordar en primer lugar que la filosofía sigue siendo un ejercicio intelectual y en segundo lugar que se es intelectual, como lo señala con tanta gracia Slavoj Žižek, justamente porque no se es un especialista.
+Yo tengo algo al menos tan bueno como lo que estos positivistas lógicos se traen entre las manos para analizar el lenguaje, imagino a Cruz Vélez diciendo si pudiéramos robarle a la literatura esa idea genial de André Gide de hacer reportajes imaginarios. Por eso digo que el lector sostiene en las manos uno de los últimos intentos de salvarla. Tengo algo tan bueno, sigue Cruz Vélez en mi imaginación, más bien olvidado, pero tan valioso para nuestra concepción de lenguaje como lo fue el Crátilo para la antigüedad, algo capaz de golpear la dura nuez de los misterios que nos rodean. Esa concepción del lenguaje, como materia de indagación, como misterio y como ejercicio la encuentra Cruz Vélez en las ideas del científico y humanista Wilhelm von Humboldt, condensadas en esta bella cita:
+«El lenguaje concebido en su genuina esencia, es algo en cada momento y constantemente pasajero. El lenguaje no es una obra acabada —érgon—, sino una actividad —enérgeia—. Por eso su verdadera definición sólo puede ser una definición genética. El lenguaje es el trabajo eternamente renovado en el que el espíritu hace al sonido articulado capaz de expresar el pensamiento».
+El lenguaje se presta en especial para ese análisis filosófico que no sólo es técnico. Cruz Vélez ve en la aproximación de von Humboldt una metafísica del lenguaje —signifique esto lo que signifique—, que no cae en la división de la idea y lo sensible que viene desde Platón o en el racionalismo de Kant. El lenguaje se analiza desde el sonido, desde la voz. Pero, al tiempo, es un mundo en sentido propio; actividad, energía y no pensamiento transmutado en materia inerte.
+Es increíble lo cerca que estaba Danilo sin saberlo de los filósofos de los cuales creía estar salvando a la filosofía. Willard van Orman Quine diría por los mismos años que con el lenguaje se construye un mundo, las raíces de la referencia. Y Richard Rorty recordaría, al igual que Humboldt, que, para comprender el lenguaje, hay que hablar de palabras, una sencilla lección que la filosofía parecía haber olvidado.
+Esa pauta, esa idea del lenguaje desde la voz jugará un papel preponderante a la hora de entender el lenguaje poético, otro de los misterios de este libro. El lenguaje de la poesía se caracteriza por la «vibración de las palabras», dice con deleite en el ensayo que lleva el mismo nombre del sujeto de esta oración. En efecto, en el poema la palabra alcanza su máximo esplendor como palabra. Con la obra de Aurelio Arturo, el lector cobra plena conciencia de ello, como lo señala en el ensayo «Aurelio Arturo en su paraíso de palabras»; la poesía se hace con palabras no con ideas, una tamaña confesión para un filósofo de la talla de Danilo, fácilmente reconocible como el hombre más destacado de esta disciplina en Colombia.
+En la poesía, el lenguaje se torna sobre sí mismo: es en el sentido de von Humboldt, acción, voz y espíritu, porque la palabra poética transforma el objeto nombrado, como cuando decimos con Homero que las velas de las naves son sus alas. La idea de vela, nave y ala entran en un mundo poético quebrantando la lógica del lenguaje usual para significar con sus propias voces. Esto es lo que los positivistas no entendieron en su análisis y es lo que Cruz Vélez quiere recuperar; una concepción de la filosofía que no tenga que sacrificar la profundidad de la máscara, por la frialdad austera de la lógica como alguna vez la llamara Bertrand Russell. No en vano, el epígrafe de este libro es la cita de Nietzsche que afirma: todo lo profundo ama la máscara.
+El último gran misterio de este libro, me atrevo a decir, es uno personal de Danilo Cruz Vélez: el nihilismo. El lector no podrá dejar de percibir a la vez una contención y una extraña fascinación del autor por esta forma de pensar, como la que se siente por todo lo que se oculta. Citando la novela de Turgenev Padres e hijos, recuerda que el nihilista es el que «no cree en nada». Pero al mismo tiempo, en la misma obra, y en un sentido laudatorio, el nihilista es el que «nada respeta», «que a todo aplica un punto de vista crítico, que no acata ninguna autoridad, que no tiene fe en ningún principio, ni les guarda respeto de ninguna clase…». Qué tanto de esto emulaba Danilo en su propia vida y qué tanto rendía culto a un orden más optimista con el segundo comienzo y el “otro” comienzo de Heidegger es algo que el lector deberá reconstruir por sí mismo.
+Por ello mismo, por su cercanía con el misterio, el libro de Danilo no se ha desligado del ensayo, de la expresión literaria. Esto mismo lo percibía Cruz Vélez en la obra de Sartre, como lo pone de manifiesto en un delicioso ensayo que hay en el libro: «Sartre de cerca». A Cruz Vélez no le interesa su filosofía, ni su influjo sobre el pensamiento posterior, ni siquiera su obra como escritor prolijo, sino algo infinitamente más sutil y misterioso, resumido en una cita, arte en el cual Danilo es un maestro: recordando en las Conversaciones con Simone de Beauvoir el gran papel que había jugado la filosofía en la formación de Sartre, se trae a colación este comentario del filósofo: «… la consideré el mejor medio para escribir; me daba las dimensiones necesarias para crear una historia». La filosofía es un género literario.
+El ensayo no tiene sentido en un mundo en el que todo está resuelto. Sigue siendo un malabarismo mental, un jugar con los elementos como quien manipula una serpiente frente a otros. No en vano duró lo que duró el circo: el ensayo es ver a alguien haciendo sentido de un mundo y no tiene ninguna gracia si los resortes del truco se tienen por evidentes. El ensayo ha quedado relegado en los centros educativos a ser un mero simulador del pensar que como un transportador o una plastilina, nadie en sus años adultos usaría para representar cosa alguna. La única literatura en un mundo sin misterios es el insufrible registro de lo que otros han dicho, corroborado a su vez por otros que han dicho lo mismo, narrado por una voz esterilizada en off; se le llama paper académico. Y pareciera haberse convertido en el único vehículo de expresión de la filosofía contemporánea.
+Esto es justo lo que el libro de Danilo no es. A pesar de que se trata de un libro compuesto por ensayos escritos en distintos momentos entre 1960 y 1990, se trasluce una sola voz, modulada por el pensamiento, nunca engorrosa. Me llegué a acostumbrar y a apreciar esa voz tan propia de Danilo; racional, pero sin necesidad de hacer alarde de razonamientos; pausada, pero siempre capaz de seguir la línea, cada elemento en el texto empujando por lo que viene. Moderada, pero sin necesidad de hacer de la moderación un fin en sí mismo. Poco imagina el lector hasta qué punto la filosofía profesional es ilegible, hasta dónde un pensador de la talla de Danilo realizó un esfuerzo divulgativo en el cual el lector agradecerá verse acercado al misterio de la filosofía como un todo, mientras se desglosan ante sus ojos las ideas que había tenido por las más extrañas y oclusivas.
+El ensayista Emerson alguna vez afirmó algo que nunca había visto tan claramente aplicable como a este conjunto de ensayos: la claridad es condición de la profundidad, no su antítesis. Como en un lago de aguas muy profundas, sólo vemos hasta el fondo cuando esta es prístina, como un diamante.
+ROBERTO PALACIO
+EL MISTERIO DEL LENGUAJE ES el último libro que publicó Danilo Cruz Vélez[1]. No es una obra de unidad temática. Es sólo una agrupación de artículos, escritos en diferentes épocas y que atienden a exigencias externas de naturaleza diversa. Sin embargo, es necesario advertir que los dos grandes temas en que está ordenado el material obedecen a intereses intelectuales que desde temprano atrajeron la atención del autor. Estos temas son el lenguaje y, como temas derivados, el fenómeno poético, en primer lugar, y en segundo, la crisis del mundo moderno.
+La esencia del lenguaje es un problema del que Cruz Vélez se ocupó tan pronto regresó a Colombia, después de una larga estancia de estudio en Alemania; y la poesía, como materia de reflexión, fue una de sus preocupaciones intelectuales desde la época en que se instala en Bogotá, en 1939. El subtítulo de la primera parte del libro es el mismo título que le da nombre al volumen, lo que pone de manifiesto la importancia que el autor concedió al problema del lenguaje.
+El artículo inicial, «¿Qué es el lenguaje?», es el desarrollo de dos textos que Cruz Vélez escribió en 1960, poco después de su regreso de Europa. El primero de ellos se llama justamente «El misterio del lenguaje», publicado en El Tiempo (Bogotá, 7 de agosto de 1960), y el segundo es una reseña del libro colectivo Die Sprache (Múnich, 1959), publicada en la Revista de la Universidad de los Andes (n.º 11-12, Bogotá, 1960). A estos dos artículos agregamos, como complemento de este volumen, el que dedicó a la poesía de Antonio Llanos, que publicó la Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (n.º 329-330, Bogotá, 1939), pues es una muestra de ese interés suyo por el fenómeno poético en una época temprana de su producción literaria. Hubiéramos podido sumar además los que publicó en El Tiempo, de Bogotá, por la misma época, sobre poetas ya famosos como Francisco Luis Bernárdez y Jorge Luis Borges, artículos que serán incluidos en el último volumen de Obras completas[2], donde se compilarán todos los ensayos periodísticos de sus primeros años en Bogotá (1939-1950). También como complemento, incluimos en este volumen el artículo que escribió para responder a la encuesta promovida por la Revista de la Universidad de los Andes, acerca del ensayo «La crisis del verso en Colombia», de Fernando Charry Lara[3].
+Los ensayos dedicados a dos poetas colombianos con los que mantuvo una estrecha amistad, Aurelio Arturo y Eduardo Carranza, los escribió Cruz Vélez con ocasión de sus muertes, acaecidas en 1974 y 1985, respectivamente: «Aurelio Arturo en su paraíso de palabras» (Golpe de Dados III, n.º 13, Bogotá, 1975), y «Arte poética de Eduardo Carranza», que reproduce con variaciones meramente formales el artículo «El puesto singular de Carranza en la poesía nacional» (El correo de los Andes, n.º 31, abril-mayo, 1985).
+Por último, en este tema del lenguaje y la poesía, «El puesto singular de la poesía en la historia de nuestra cultura», es una ampliación del discurso, titulado «Nuestra vocación para la poesía», que como homenaje a Mario Rivero, leyó Cruz Vélez en la Casa de la Poesía Silva, en Bogotá, con motivo de la publicación del número 100 de la revista Golpe de Dados (Revista Casa Silva, n.º 3, Bogotá, 1990).
+La segunda parte del libro es propiamente un apéndice de Tabula rasa, el libro anterior de Cruz Vélez, como lo insinúa el propio autor al nominar esa sección «Variaciones sobre la crisis», que es justo el tema de su libro que acabo de citar. El volumen, por lo demás, es una agrupación de artículos provenientes casi todos de su columna en El correo de los Andes.
+«La crisis del mundo actual y la filosofía» es la ponencia que, con el título de «El mito del rey filósofo en el mundo actual», presentó Cruz Vélez al III Congreso Nacional de Filosofía, de Buenos Aires (Actas del Tercer Congreso Nacional de Filosofía, 1980, vol. I, Buenos Aires, 1982).
+En «La decadencia en la historia y la paradoja de la libertad», Cruz Vélez reúne dos artículos publicados previamente en El correo de los Andes, con cambios insustanciales pero oportunos para darle unidad al capítulo del libro. Los títulos de los artículos y sus fechas de publicación son los siguientes: «Una nueva teoría de la decadencia» (n.º 29, noviembre-diciembre, 1984), y «La paradoja de la libertad» (n.º 30, enero-marzo, 1985).
+Los demás capítulos de El misterio del lenguaje tienen los siguientes orígenes:
+«La ciudad frente al campo» fue publicado inicialmente en la revista Eco (n.º 200, 1978). Años más tarde, Golpe de Dados (vol. XVIII, n.º 108, Bogotá, 1990) hizo una edición especial del artículo sin variaciones.
+«Max Scheler y las ideas éticas del padre Wojtyla» (El correo de los Andes, con el título de «Las ideas éticas de Karol Wojtyla», mayo-junio, 1984). «El nihilismo ruso» (El correo de los Andes, n.º 13, enero-febrero, 1982). «Sartre de cerca» (El correo de los Andes, n.º 25, marzo-abril, 1984). «Heidegger y el otro comienzo» (Lecturas Dominicales, octubre I.º, Bogotá, 1989).
+Para esta edición de Obras completas agregamos, como complementos, además de los artículos citados sobre «La crisis del verso en Colombia» y el dedicado al poeta Antonio Llanos, los siguientes:
+«Los comienzos del nihilismo», El correo de los Andes, n.º 10, julio-agosto, 1981.
+«Los primeros nihilistas», El correo de los Andes, n.º 11, septiembre-octubre, 1981.
+«El nadaísmo de Stirner», El correo de los Andes, n.º 12, noviembre-diciembre, 1981.
+RUBÉN SIERRA MEJÍA
+3 de octubre de 2014
+[1] Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1995.
+[2] La presente edición está basada en la publicación de Ediciones Uniandes (2015), que hace parte de la colección Obras completas, publicada entre 2014 y 2016. (Nota de la edición de 2015).
+[3] Ambos artículos, el de Charry Lara y el de Cruz Vélez, tienen el mismo título. Para el primero, consúltese: Revista de la Universidad de los Andes II, n.º 3, septiembre 1959. Para el segundo: «La crisis del verso en Colombia», Revista de la Universidad de los Andes II, n.º 4, diciembre 1959.
+LA PRIMERA PARTE DE ESTE libro se abre con una vieja pregunta: ¿Qué es el lenguaje? Desde que fue planteada por primera vez en el Crátilo de Platón, esta cuestión ha suscitado grandes dificultades. Pero nuestro interés por ella no proviene del vano afán de averiguar y recontar los tropiezos que ha tenido la filosofía del lenguaje desde entonces, sino de la necesidad de aclarar un fenómeno histórico reciente.
+Se trata del hecho de que, en lugar del ego cogito cartesiano, del yo y sus cogitaciones, es decir, de la razón humana, el lenguaje se ha ido convirtiendo en nuestro tiempo en el campo de las decisiones filosóficas fundamentales.
+Aunque esta vuelta de la subjetividad hacia el lenguaje se venía insinuando a lo largo de la Época Moderna, sólo a principios del siglo XX adquirió un carácter expreso y programático, sobre todo desde que se constituyó el llamado Círculo de Viena, por cuyo conducto entraron en la escena filosófica internacional una serie de corrientes del pensamiento occidental que luchaban por un renacimiento del positivismo.
+Lo mismo que el viejo positivismo, este neopositivismo sólo acepta el saber que ofrecen las ciencias positivas y rechaza el saber metafísico como un saber ilusorio. Pero su campo de trabajo no es, como lo era en tiempos de Comte, la realidad social y la clasificación de las ciencias, sino el lenguaje.
+En una de sus direcciones, en el positivismo lógico, el afán en torno al lenguaje se centró en la tarea de lograr para las ciencias positivas, con la ayuda de la lógica formal y de las matemáticas, un lenguaje preciso y exacto, tarea que debía cumplir la «sintaxis lógica», como la llamó Rudolf Carnap, su fundador.
+Carnap coincide con todo el positivismo en el rechazo de la metafísica. El único saber válido es, en su entender, el que ofrece el lenguaje científico liberado, mediante la labor purificadora de la sintaxis lógica, de los equívocos y ambigüedades del lenguaje corriente y del lenguaje metafísico. Dicho lenguaje debía constituir un sistema del saber fundamental y último, válido para toda clase de objetos. Por ello, Carnap crea una nueva «ontología», palabra que parece encerrar una renuncia al espíritu antimetafísico del neopositivismo. Sin embargo, este no es el caso. La disciplina que designa aquí dicha palabra no es la misma ontología clásica, centro de la metafísica, es decir, un saber sobre los entes desde el punto de vista de su ser esencial, sino una construcción lógica, en la cual el ser de los objetos queda reducido a las propiedades formales que resultan de las múltiples relaciones que hay entre ellos.
+De suerte que para Carnap el lenguaje corriente carece de interés. Lo que a él le interesa es el lenguaje científico, que es un lenguaje artificial. Esto hace cuestionables sus pretensiones. Pues el saber que comunica este lenguaje no puede ser algo fundamental y primario. El lenguaje científico supone la existencia previa de un lenguaje natural y de un saber oriundo de este. Sin dicho saber, sin un mundo ya articulado y ordenado por la actividad nominadora del hombre en actitud natural, que es una actitud precientífica y prelógica, el lenguaje científico carecería de correlatos objetivos para sus sistemas de conceptos y de símbolos, mediante los cuales convierte lo dado originalmente en una serie de esquemas abstractos.
+En el mismo neopositivismo, la dirección que representa Ludwig Wittgenstein sí orienta su trabajo en la esfera del lenguaje corriente, dejada a un lado por Carnap. Pero su intención es igualmente constituir mediante reflexiones sobre este lenguaje un saber fundamental. Y, a pesar de su rechazo de la metafísica, le da al lenguaje un carácter metafísico. Pues para él el lenguaje es el fundamento explicativo último de todas las cosas que constituyen nuestro mundo, un fundamento último más allá del cual no se puede ir, tal como ocurría en la metafísica tradicional con lo Absoluto, es decir, con Dios, las ideas, la subjetividad trascendental, el espíritu universal, la materia, la energía, la voluntad de poder, el élan vital, etcétera, que han sido los conceptos centrales de la metafísica en las diversas etapas de su historia.
+Semejante encumbramiento del lenguaje humano exigía una filosofía del lenguaje como disciplina filosófica fundamental. Y Wittgenstein la postula efectivamente. Él dice que «toda filosofía es una crítica del lenguaje», aludiendo quizás a su posición opuesta a la de Kant, para quien toda filosofía es una «crítica de la razón». Wittgenstein, sin embargo, no llegó a cumplir dicha exigencia, y terminó más bien, olvidando sus intenciones originarias, en una investigación de lo que él llama los «juegos del lenguaje».
+En su opinión, el lenguaje es un juego. Cada lengua es un juego peculiar de cada pueblo. Y todas las formas especiales de lenguaje son tipos diferentes de juego. Pero ¿qué son estos juegos? Wittgenstein no responde a esta pregunta, porque según él no hay una determinación esencial que los cobije a todos. Por ende, la conducta adecuada frente a ellos es ver cómo funcionan y aprender sus reglas de juego.
+Esto significa que lo que importa respecto al lenguaje no es su ser, sino su uso. Lo cual implica la renuncia a una filosofía del lenguaje y, sobre todo, un abandono de la pretensión de convertirla en un sistema de saber fundamental como base de toda otra clase de saber.
+A pesar de todo, es claro que el neopositivismo instaló de nuevo al lenguaje en el centro del interés filosófico, y pese a su propósito de hacer desaparecer todo rastro de metafísica, con su encumbramiento de la filosofía del lenguaje abrió, contra su propio querer, el horizonte de una rica tradición olvidada de reflexiones metafísicas sobre el lenguaje.
+Las figuras centrales de dicha tradición son Platón y Wilhelm von Humboldt. Los escritos de este último sobre el lenguaje son para la Época Moderna lo que el Crátilo platónico para la Antigüedad y la Edad Media. De ahí que, para poder salir del laberinto en que me sentí arrojado al plantear claramente la pregunta por el ser del lenguaje, haya decidido tomar como hilo de Ariadna los escritos pertinentes de estos dos grandes pensadores.
+Como lo verá el atento lector, el empeño de primer plano de Humboldt fue superar la filosofía del lenguaje tradicional, destacando el sonido como el momento esencial de la palabra, el cual había sido minimizado por Platón, para quien lo esencial de la palabra se encontraba en lo ideal, es decir, en la significación. Pero lo que en el fondo realmente movía a Humboldt era el anhelo de ir más allá de Kant, reemplazando la metafísica de este, basada en la razón, por una metafísica basada en el lenguaje. Pues lo que él se propuso fue hacer ver que el lenguaje pertenece a un estrato de la constitución de la realidad más profundo que la razón pura; o lo que es lo mismo, que el lenguaje natural lleva a cabo una ordenación y articulación de lo dado al hombre caóticamente, antes de que la subjetividad lo haga, como enseñara Kant, mediante sus formas a priori de la sensibilidad y del entendimiento.
+Los cuatro capítulos siguientes de este libro, que tratan temas particulares —el lenguaje de la poesía, la obra de dos poetas colombianos y el puesto preeminente que ha tenido el lenguaje poético en la historia espiritual de nuestro país—, se deben leer en conexión con las precisiones sobre el lenguaje en general logradas en el primer apartado. En el primero de ellos se rozan algunas cuestiones propias de una filosofía del lenguaje poético, una rama de la filosofía del lenguaje que debe ser desarrollada y sistematizada si se quiere que las disciplinas literarias que se ocupan de la poesía alcancen seriedad y rigor. Los dos capítulos dedicados a Aurelio Arturo y a Eduardo Carranza intentan interpretar la poesía de cada uno de ellos, aunque por lo pronto atendiendo sólo a las líneas y caracteres más generales. El tema es en ambos casos la obra poética como obra del lenguaje. Esto significa que se prescinde de sus biografías, de sus anecdotarios, de sus condiciones económicas y sociales, de las influencias sufridas por ellos y de las influencias que ejercieron. Pues la obra poética es una obra del lenguaje, y allí hay que ir a buscarla, no en las circunstancias de diversa índole en medio de las cuales surge, que pueden ser muy interesantes, pero que tienen poco que ver con la obra ya creada. Esta puede existir sin ellas, como ocurre en la obra poética anónima que, liberada de toda referencia de su creador, gana intensidad y pureza al quedar reducida a su elemento esencial, que es el lenguaje. El último de dichos capítulos llama por primera vez la atención sobre un hecho histórico-cultural singular: sobre el papel que ha tenido el lenguaje poético entre nosotros en la constitución de una visión del mundo y de la vida humana, quizás porque a lo largo de la mayor parte de nuestra historia no hubo una filosofía viva y activa, que es normalmente la encargada de cumplir dicha tarea en las culturas superiores.
+Los otros textos, que integran una segunda parte del libro, son una serie de escritos ocasionales, que al ser compuestos, sin que yo me lo propusiera, fueron convergiendo inevitablemente sobre el problema de la crisis de nuestro tiempo.
+En «La crisis del mundo actual y la filosofía», el origen de la unión de esta última con la política se busca en Heráclito, un siglo antes de Platón, quien le dio a dicha unión el cuño literario que todos conocemos en el mito del rey filósofo. Allí se intenta, además, precisar en qué medida puede justificarse tal unión dos mil quinientos años después y en vista de la crisis actual.
+«La decadencia en la historia y la paradoja de la libertad» pretende resolver la contradicción existente entre la evidencia, por una parte, del progreso, la prosperidad, el bienestar y el ascenso ingentes, incesantes y acelerados en que nos envuelven como en un remolino la ciencia y la técnica modernas y la convicción, por otra parte, de que el hombre está viviendo actualmente una de las crisis más profundas de su historia.
+«La ciudad frente al campo» cuenta una historia de nostalgia. La historia en que la pólis se va desligando de la naturaleza viviente en medio de la cual fue instalada como la morada peculiar del hombre, hasta convertirse en la megalópolis actual de cemento y de hierro, replegada sobre sí misma y de espaldas al campo que la rodeaba antes como un visible cinturón de verdura. Esta historia traza el trasfondo de las crisis de toda índole que vivimos permanentemente en nuestras grandes ciudades.
+La base de «Max Scheler y las ideas éticas del padre Wojtyla» es la experiencia que hice hace algún tiempo del derrumbe de la ética de los valores, el único gran sistema de filosofía moral surgido después del derrumbe del formalismo ético de Kant, y mi convicción de que los intentos de renovación de una ética cristiana no podrán llenar el vacío que dejó la ruina de esos dos grandes sistemas éticos de la Época Moderna, y de que ello agudizará la crisis moral del hombre actual, obligado a vivir sin un ethos fundamentado filosóficamente o asegurado mediante la fe religiosa, un fenómeno histórico que anunció Nietzsche a fines del siglo XIX como la irrupción del inmoralismo.
+«El nihilismo ruso» tiene que ver con otro de los signos de la crisis de nuestro tiempo anunciados por Nietzsche. Pero mi propósito no era estudiar el nihilismo, sino precisar la participación de los rusos en este inquietante fenómeno histórico, sobre el cual se habla y se escribe casi siempre con gran vaguedad.
+En «Sartre de cerca» mi intención no fue exponer su pensamiento filosófico ni analizar su obra literaria, sino sólo poner de relieve su figura de gran escritor, el último que gozó del enorme poder social que se le concedió al intelectual a partir del siglo XVIII, poder que ha entrado en crisis en la Época de la Técnica, cuando la clase social que le otorgaba ese poder, la clase media ilustrada, se desentiende de las ideas y de los modos literarios de comunicarlas, para prestar atención principalmente al bienestar, a la prosperidad, al confort y al entretenimiento.
+En «El nuevo comienzo» lo que me propuse primeramente fue informar sobre el libro póstumo de Heidegger titulado Contribuciones a la filosofía, pero sin quererlo expresamente me desvié de dicho propósito, para atender predominantemente a la figura radical y dramática que adquiere allí el problema de la crisis. Heidegger divide toda la historia del pensamiento occidental en dos grandes épocas. La primera la hace comenzar en Grecia. Este es el «primer comienzo», cuyo despliegue en dos mil quinientos años de historia ha conducido al hombre a una gran crisis, de la cual sólo podrá salir, en su opinión, merced a un «nuevo comienzo», diferente al que tuvo lugar en Grecia. Esta es sin duda una idea fascinante, a pesar de sus visos de utopía, ya que el hombre es un ser histórico, y no puede saltar sobre su propia sombra, que es su pasado esencial.
+¿QUÉ ES EL LENGUAJE? A ESTA pregunta responden de modo diferente, según sea su punto de vista especial, cada una de las ciencias particulares del lenguaje: la gramática, la lingüística, la filología, la fonética, etcétera, que desde sus comienzos han venido progresando sin cesar en sus diversas esferas de trabajo. Pero la pregunta puede también tener un sentido ontológico. Por lo que se pregunta entonces es por el ser del lenguaje en cuanto tal. Esto es lo que hace la filosofía del lenguaje, la cual no ha tenido la marcha segura de dichas ciencias; por el contrario, su historia ha sido más bien una historia de fracasos.
+El primer escollo de esta disciplina aparece ya en la búsqueda del campo en que ha de estudiar su objeto. Pues han resultado muy cuestionables los intentos de acotar dicho campo en cualquiera de las dos grandes regiones en que se divide la realidad, que son la naturaleza y el mundo histórico-cultural.
+El lenguaje no pertenece a la naturaleza, porque no brota de ella como la planta o el animal. El evolucionalismo darwinista, confirmado en gran medida en su doctrina sobre la evolución de las especies, no ha podido, sin embargo, comprobar el origen animal del lenguaje humano. Partiendo de las fuerzas naturales que impelen al animal a expresar mediante sonidos inarticulados el temor frente al peligro que se acerca o la necesidad de alimento o de pareja, no se puede explicar el surgimiento de dicho lenguaje. Esos fenómenos tienen un carácter exclusivamente biológico. Entre ellos y los fenómenos oriundos del lenguaje hay un abismo infranqueable. Mientras el lenguaje del hombre funda todo un nuevo mundo —el mundo del sentido—, dichos actos animales cumplen su función biológica y desaparecen sin dejar huella.
+El lenguaje tampoco pertenece al mundo histórico-cultural, del cual, por su parte, lo deriva el llamado evolucionalismo histórico. Sin embargo, esta hipótesis contradice el hecho de que la creación de dicho mundo supone el lenguaje como su condición de posibilidad. La puesta en marcha de la historia humana y de la constitución de la cultura, aun en sus formas más elementales, como, por ejemplo, en la que representa la fabricación de instrumentos de piedra labrada, no se pueden comprender sin la existencia previa de un hombre cuyo ser y cuyo hacer dependen del lenguaje.
+Otra dificultad semejante radica en el modo como nos son dados los fenómenos del lenguaje.
+Fuera de la atención que hay que prestar a unos pasos metódicos preliminares, la apertura de una relación con la realidad natural o la realidad histórico-cultural no ofrece ninguna dificultad. Esas dos grandes formas de la realidad están siempre abiertas a nuestro afán de conocimiento y, si empleamos métodos de trabajo adecuados, podemos entrar en contacto con ellas en una relación cognoscitiva directa y segura.
+Lo contrario ocurre con el lenguaje. Aunque nos rodea por todas partes y nos acompaña en todos los actos de nuestra vida, cuando intentamos establecer una relación cognoscitiva con él, se escapa a nuestra mirada. La causa de ello es que el decir es el modo como el lenguaje se nos ofrece. Y lo que se muestra en el decir no es el decir mismo, esto es, el lenguaje, sino lo dicho mediante él: la piedra, la flor, la estrella, los otros hombres y sus acciones y creaciones, etcétera. El lenguaje, por decirlo así, se oculta altruisticamente, para dejar aparecer ante nosotros todas esas cosas, que obviamente no son el lenguaje.
+Lo más asombroso y lo más misterioso de todo es que el lenguaje se nos presenta como él mismo, y no como otra cosa, sólo cuando se perturba la relación habitual en que vivimos con él. Por ejemplo, cuando en el diálogo o en el monólogo nos falta una palabra, un giro, una locución. Entonces intentamos restablecer dicha relación habitual con el lenguaje extendiendo las manos, no hacia un objeto determinado —hacia un vocablo, un sonido, un signo o un concepto—, que es justamente lo que hemos perdido, sino hacia el lenguaje mismo como pidiéndole ayuda. Sólo en semejante momento podemos vivir realmente nuestra referencia a él y su clara presencia en cuanto tal y sin mezcla.
+Otra causa de extravíos en este campo es el hecho de que el lenguaje se realiza también mediante los órganos de fonación —boca, labios, lengua y garganta—, lo cual induce a explicarlo en relación con ellos. Es sorprendente que los griegos, que iniciaron la meditación sobre el ser del lenguaje, no tuvieran una palabra adecuada para designarlo. Lenguaje es en griego glōssa, que significa igualmente lengua como órgano de degustación y de fonación. Lo mismo ocurre en los pueblos románicos. Lingua tiene en italiano ese doble sentido, lo mismo que en francés langue y en español lengua. Pero esta interpretación del lenguaje partiendo del fenómeno fisiológico del hablar deja por fuera aspectos del lenguaje que no tienen nada que ver con la fisiología. Y, además, no tiene en cuenta algunos hechos que la contradicen. La capacidad de hablar, por ejemplo, se puede perder transitoria o definitivamente. Pero con ello no se pierde el lenguaje. El mudo continúa instalado en el lenguaje; puede entender el lenguaje escrito y crear un lenguaje de gestos. Es más: el hablar encierra en sí el callar como un momento suyo. Sólo el que puede callar puede hablar realmente. El hombre tiene que recogerse en el silencio, cuando quiere hablar de verdad.
+En este campo ha estado también en acción nuestra tendencia inveterada a comprenderlo todo recurriendo a las categorías de causa y efecto. Y como el lenguaje está indisolublemente ligado al hombre como su atributo esencial, se piensa que antes de que el hombre comenzara a existir no existía el lenguaje y que, por tanto, el inventor del lenguaje es el hombre, es decir, que este es su causa y el lenguaje el efecto de un acto creador del hombre, determinado por la necesidad que este tiene de comunicación y de expresar sus estados internos.
+Contra esta hipótesis, sin embargo, desde los griegos se viene definiendo el hombre como un zoon lógon échon, como un «animal que posee el lenguaje». Esto significa que lo que constituye el ser propio del hombre es el lenguaje, y que sin el lenguaje es un mero animal. ¿Cómo pudo, pues, un animal haber sido la causa del lenguaje? Este enigma ha encontrado su expresión en las famosas palabras de W. von Humboldt: «El hombre es sólo hombre por el lenguaje; de manera que para inventarlo tenía que ser ya hombre».
+Se podría seguir acumulando datos semejantes a los anteriores. Mas sólo queríamos llamar la atención sobre la atmósfera de misterio que rodea al lenguaje. A las ciencias positivas del lenguaje esto las tiene sin cuidado, porque en el fondo ellas no preguntan por el ser del lenguaje. Cuando plantean la pregunta, ellas ya saben qué es el lenguaje. Dichas ciencias parten de un supuesto incuestionado sobre el ser del lenguaje. Este es para ellas sonido, palabra, frase, signo… Por ello pueden dedicarse tranquilamente a la investigación de las cuestiones que encierran dichos títulos, sin preocuparse de los problemas que implica tal supuesto.
+La filosofía del lenguaje, en cambio, ha vivido en permanente inseguridad, revisando siempre de nuevo sus conceptos. Y en la hora actual se anuncia algo inquietante en los senos de ella. Ya no se trata de la acostumbrada revisión periódica de sus conceptos capitales, sino de algo más grave: de una revisión de sus fundamentos.
+En 1959, la Academia Bávara de Bellas Artes organizó un ciclo de conferencias, que se dictaron en Múnich, y que aparecieron después recogidas en un volumen, bajo un sencillo título: El lenguaje[4]. Al lado de una conferencia de M. Heidegger, aparecen allí las de algunos pensadores, científicos y hombres de letras de primer rango en Alemania. Por todas ellas circula ese viento revisionista de los fundamentos de la filosofía del lenguaje. Además, en el mismo año Heidegger publicó su libro titulado En camino hacia el lenguaje[5], donde recogió sus trabajos de varios años sobre el lenguaje, y donde se pueden ver desde el fondo los orígenes de dicha revisión de los fundamentos de la filosofía del lenguaje.
+La revisión radical de la filosofía del lenguaje está en conexión con la revisión de la metafísica occidental, en marcha desde hace varias décadas. La metafísica suministró los modelos con que venían operando la filosofía del lenguaje y las ciencias particulares del lenguaje. Pero en nuestros días la metafísica ha llegado a su plenitud, lo que ha permitido verla en su evolución total, y preguntar por su esencia y por sus límites. La consecuencia de ello es que ya no se opera sencillamente con sus modelos como supuestos comprensibles de suyo, sino que se los tematiza y se pregunta por su legitimidad. Ahora bien: ¿qué tiene que ver la teoría del lenguaje con la metafísica?
+La primera investigación sistemática sobre la esencia del lenguaje la encontramos en el Crátilo de Platón. En el vaivén dialéctico de este diálogo, el sonido, la imagen y el signo se revelan como los elementos constitutivos del lenguaje.
+En los comienzos de las reflexiones de los griegos sobre el lenguaje, la imagen había sido considerada como su elemento fundamental. Aquí hay que buscar el origen de la teoría naturalista del lenguaje, en la cual las palabras eran concebidas como imágenes naturales de las cosas, en lo cual se veía la razón de que los nombres de estas no podían ser cambiados arbitrariamente —a la cosa rosa sólo le convenía el nombre rosa, y no admitía, vergibracia, el nombre piedra—.
+Posteriormente, los sofistas le habían dado la preponderancia al signo, interpretándolo como un producto de la convención. Para ellos, los nombres de las cosas eran signos arbitrarios, intercambiables a voluntad, convenidos por los hombres de un círculo cultural determinado para poder entenderse entre sí. De ahí surgió la teoría convencionalista del lenguaje.
+Pero Platón, por su parte, introduce en el diálogo un nuevo elemento. Lo significante en los nombres, según él, no es el resultado de una convención entre los hablantes, sino la expresión de su contenido ideal, de la idea que encierran. Este es el punto de partida de la teoría ideal del lenguaje.
+Aquí no nos interesa exponer la complicada estructura del Crátilo. Sólo queríamos destacar en él un modelo que ha servido de pauta a toda la filosofía del lenguaje. Este modelo, que ha prevalecido durante más de dos mil años, está constituido por las nociones de sonido, imagen, signo e idea, para no hablar de sus múltiples variantes. A través de Aristóteles llega a la Edad Media, para reaparecer posteriormente en la Época Moderna. Y en nuestro tiempo sigue vigente. Recuérdense las teorías naturalistas sobre el origen del lenguaje, las doctrinas lingüísticas de E. Husserl y A. Marty y la concepción convencionalista del lenguaje del positivismo lógico.
+Pues bien, dicho modelo de la filosofía del lenguaje tiene un origen metafísico. Su base es la doctrina de los dos mundos, la cual divide la totalidad de lo que hay en el mundo sensible de los sentidos y el mundo inteligible de las ideas. En la esfera del lenguaje, lo sensible es el sonido y la imagen, y lo inteligible es el signo, el símbolo, la idea, el pensamiento, la significación y el sentido.
+En la historia de la filosofía del lenguaje, todos estos momentos aparecen. Ellos constituyen, pues, un marco interpretativo permanente. Sus variaciones históricas, causa de la multiplicidad de las doctrinas contrapuestas sobre el lenguaje, provienen de las diferentes maneras de concebir cada momento y, sobre todo, de las diferencias en la importancia o en la predominancia que se le fue dando alternativamente a cada uno de ellos.
+Es de sobra sabido, sin embargo, que en la Época Moderna la metafísica sufre una transformación radical en manos de Descartes, la cual determina una modificación fundamental del modelo metafísico de la filosofía del lenguaje.
+Gracias a Descartes, el marco metafísico constituido por la relación entre el mundus sensibilis y el mundus intelligibilis, imperante aún en la Edad Media, llega a ser remplazado por el que configura la relación del sujeto con sus objetos. El ego cogito se convierte entonces en el campo donde se constituye la objetividad de todas las cosas. Todo lo que hay comienza, por tanto, a ser visto como un producto objetivo de la actividad constituyente del sujeto humano.
+Wilhelm von Humboldt es el primero que aplica sistemáticamente este esquema metafísico moderno a la filosofía del lenguaje. Uno de sus tratados sobre el lenguaje, el titulado Sobre la diversidad de la estructura humana del lenguaje y su influjo sobre la evolución espiritual del género humano es para la Época Moderna lo que el Crátilo para la Antigüedad y la Edad Media. La disparidad entre estos dos escritos radica en la diferencia de los horizontes en que se mueven sus autores.
+En el Crátilo, Platón ve el lenguaje a la luz de la doctrina sobre los dos mundos. Encuadrado en este marco, cualquiera de los nombres que lo integran, verbigracia, el nombre árbol encierra en sí la idea árbol, siempre la misma y válida siempre para todos los árboles reales y posibles; y, junto a esta idea universal, encierra también sonidos, sílabas y letras, ingredientes del mundo sensible, que son individuales y cambiantes. Esta mezcla de lo universal, esencialmente invariable, con lo sensible, que es esencialmente cambiante, permitió explicar por primera vez, sin caer en la teoría convencionalista de los nombres, el hecho asombroso de que en lenguas diferentes se pueda expresar el mismo ser esencial con sonidos y letras diferentes, por ejemplo, la idea mesa mediante las palabras trápeza, mensa, Tisch, table, tavola, etcétera.
+En el tratado de Humboldt, en cambio, la doctrina de los dos mundos ya ha perdido toda vigencia. Ni el mundo de las ideas, ni el mundo sensible, ni la unión de ambos acotan el campo en que se pregunta allí por el ser del lenguaje. El campo es ahora la subjetividad humana, el Geist o espíritu, como dice Humboldt, de acuerdo con la terminología imperante en su tiempo.
+El núcleo de todo el tratado se encuentra en el siguiente pasaje, que en nuestra opinión encierra lo nuevo y lo esencial de la filosofía del lenguaje de Humboldt:
+Die Sprache, in ihrem wirklichen Wesen aufgefasst, ist etwas beständig und in jedem Augenblicke Vorübergehendes… Sie selbst ist kein Werk —Érgon—, sondern eine Tätigkeit —Enérgeia—. Ihre wahre Definition kann daher nur eine genetische sein. Sie ist nämlich die sich ewig wiederholende Arbeit des Geistes, den artikulierten Laut zum Ausdruck des Gadanken fähig zu machen[6].
+El pasaje dice en nuestra lengua:
+El lenguaje, concebido en su genuina esencia, es algo en cada momento y constantemente pasajero. El lenguaje no es una obra acabada —érgon—, sino una actividad —enérgeia—. Por ello, su verdadera definición sólo puede ser una definición genética. El lenguaje es el trabajo eternamente renovado en que el espíritu hace al sonido articulado capaz de expresar el pensamiento.
+Este texto está rigurosamente construido y habla con gran precisión. Ello, no obstante, no se abre inmediatamente a nuestro primer intento de intelección. Por ello tenemos que explicar sus pasos principales.
+Lo que salta a primera vista es que Humboldt desplaza el lenguaje del campo formado por la unión del mundo de las ideas y el mundo sensible, y que lo sitúa en el campo de la subjetividad humana. De ahí que comience atribuyéndole la característica principal de esta —su movilidad y cambio incesantes— y determinándolo, primero negativamente y después positivamente, mediante dos conceptos de la metafísica de Aristóteles que permiten elucidar en él dicha característica: los conceptos de érgon y enérgeia.
+El lenguaje, dice Humboldt, no es un érgon. Ello significa que no es un resultado, un producto final, una obra acabada, un objeto terminado, una cosa lista para ser utilizada como un utensilio para la comunicación entre los hombres. El lenguaje es más bien para él enérgeia, pura actividad, una actividad que no cesa en su despliegue infinito, despliegue en el cual es lo que es, tal como le ocurre a la subjetividad misma.
+Una de las consecuencias de lo anterior es que el lenguaje no puede ser determinado por una definición normal. Como se sabe, esta puede ser una definición real o una definición conceptual. En la definición real se ponen a la vista las propiedades de una cosa; pero esto es imposible en nuestro caso, porque el lenguaje no es una cosa con propiedades fijas. En la definición conceptual, en cambio, se desenvuelve lógicamente el contenido del concepto de un objeto; mas esto también es imposible aquí, porque el contenido de un concepto es un contenido objetivo, constituido en sus referencias mentales a un objeto, y el lenguaje no es un objeto. Por esta razón dice Humboldt que la única definición adecuada al lenguaje es la definición genética. Esta es la que los escolásticos llaman definición per generationem, en la cual algo es considerado en su generación, en el modo de producirse, en su devenir. Que es justamente lo que hace Humboldt en el texto que estamos interpretando.
+Pero antes de todo tenemos que poner de relieve algo que nos lleva inmediatamente al núcleo de la idea peculiar que tiene Humboldt del lenguaje. Se trata de lo siguiente.
+A pesar de considerar el lenguaje como una actividad incesante que se justifica por sí misma en cuanto pura agilidad, tomando esta palabra en su sentido etimológico, Humboldt le fija un fin preciso, al cual se refiere al principio del tratado diciendo que lo que persigue el lenguaje es «la conquista de una visión previa del mundo»[7].
+Con estas palabras, Humboldt da un salto desde el ámbito lingüístico hacia el centro de la metafísica moderna de la subjetividad, cuyo gran problema era el de la salida hacia el mundo, para poder superar la soledad del yo después de que la duda metódica cartesiana había destruido teóricamente todo lo que no fuera el «yo pienso», el ego cogito.
+En la plenitud de dicha metafísica, Kant había encontrado una salida, gracias a un análisis de las funciones trascendentales de la subjetividad, en las cuales había descubierto las condiciones a priori de posibilidad de todo lo objetivo. De este modo, había logrado mostrar el proceso en que en su opinión el sujeto sale de sí y se refiere a sus objetos y a un mundo como unidad de todos los objetos.
+Dicho proceso de salida equivaldría, pues, a un proceso de constitución del mundo objetivo. El siguiente esquema nos puede explicar ese doble proceso que implica la doctrina de Kant.
+El sujeto recibe del exterior un caos de sensaciones. En el caos no hay mundo ni hay objetos. Pero el sujeto le impone a ese caos las formas subjetivas de la sensibilidad y el entendimiento —espacio, tiempo y categorías—. Dentro de estas formas suyas, que posee a priori, ordena el caos en un tejido de relaciones espacio-temporales —arriba-abajo, delante-atrás, ahora-antes-después…— y de relaciones categoriales —substancia-accidente, cosa-propiedades, causa-efecto, acción recíproca entre varios…—. El resultado de este proceso sería, por tanto, la superación del caos y la constitución de un mundo de objetos como un tejido de todas esas relaciones, al cual quedaría referido el sujeto. Con otras palabras: la constitución de lo que podríamos llamar la relación fundamental sujeto-objeto, yo-mundo.
+A esta altura alcanzada por la metafísica moderna entra Humboldt en la escena filosófica. Su entrada no fue pacífica. Desde el primer momento se aparta de dicha metafísica y, en lugar de continuar escudriñando en la subjetividad las funciones constituyentes de los objetos y la salida hacia el mundo, retrocede a un estrato más profundo de fundamentación, al estrato del lenguaje, donde creyó poder encontrar las condiciones de posibilidad de esas funciones y el camino hacia el mundo.
+Es de sobra evidente que este cambio de horizonte implica ya un intento de superación de la metafísica de la subjetividad, el primero que se puede registrar en la historia de la filosofía moderna. Porque lo que pretende Humboldt con su paso hacia atrás desde la conciencia hacia el lenguaje es que, antes de estudiar la constitución de los objetos como un tejido de relaciones espacio-temporales y categoriales puestas por el sujeto, se estudie el lenguaje como fuente de una visión previa del mundo, sin la cual, en su entender, es imposible toda actividad constituyente de objetos.
+Es claro, además, que Humboldt polemiza aquí contra Kant como representante de la plenitud de la metafísica de la subjetividad. Él no lo dice expresamente. Pero el asunto central que aborda, que es el mismo de Kant, y el empleo del mismo lenguaje de Kant no dejan lugar a dudas al respecto. Pero sobre todo hay unas palabras suyas muy elocuentes que se encuentran en un breve pasaje del estudio titulado Über das vergleichende Sprachstudium —Sobre el estudio comparado del lenguaje—, que fue presentado a la Berliner Akademie el 29 de junio de 1820. Este estudio inicia los trabajos filosóficos de Humboldt sobre el lenguaje y encierra un programa de ellos. De ahí que sus editores lo hayan colocado a la cabeza de sus Schriften zur Sprachphilosophie —Escritos sobre filosofía del lenguaje—, que integran el tomo III de las Obras completas de Humboldt que venimos citando. Dicho pasaje reza: «Die Sprache ist der grosse Überganspunkt von der Subjektivität zur Objektivität», «el lenguaje es el gran punto de tránsito de la subjetividad a la objetividad»[8]. Parece que estuviéramos oyendo a Kant. Aquí lo único ajeno a él es el sujeto de la oración. Este es para Humboldt el lenguaje. Lo cual significa que, en lugar de las condiciones subjetivas a priori de la objetividad, él pone el lenguaje como punto de partida de todo, como diciéndole a Kant que, aunque ambos persiguen la misma meta, él por su parte toma otro camino.
+Además, y aunque ello parezca obvio, conviene poner de relieve lo siguiente:
+1. Al convertirse Humboldt en filósofo, saltando de las ciencias del lenguaje a la metafísica, el punto de partida seguro del filosofar que había buscado y encontrado Descartes deja de ser el «yo pienso», la conciencia. Para Humboldt ese fundamentum inconcussum es el lenguaje y su visión previa del mundo.
+2. En el título «filosofía del lenguaje», el genitivo del adquiere en manos de Humboldt el doble sentido de un genitivus objectivus y de un genitivus subjectivus. Esto significa que para él la filosofía del lenguaje no es sólo una filosofía sobre el lenguaje, sino también una filosofía desde el lenguaje; y que los problemas filosóficos debían ser enraizados en el lenguaje, pero sólo para perseguirlos en su raíz última, no para vaciar a la filosofía de las cuestiones que la han movido desde los griegos, reduciéndola a una analítica del lenguaje, tal como ha ocurrido en algunas formas del positivismo contemporáneo.
+Por otra parte, desde el punto de vista terminológico hay que subrayar que en la Weltansicht, en la concepción previa del mundo, este no es el mundo real como la unidad de los objetos ya constituidos, tal como lo concibe Kant; ni, como lo conciben las ciencias positivas, una multiplicidad de esferas de la realidad dadas sin más de antemano y cuyas estructuras hay que esclarecer mediante la investigación. La Weltansicht no va tan lejos. Lo único que el mundo de esta ofrece es un marco de ordenación de lo dado primeramente en desorden, unos puntos de orientación y de ubicación, unas nociones preconceptuales sobre las regiones y las dimensiones de la realidad, todo lo cual configura el esbozo previo de un cierto cosmos que excluye el caos. Este cosmos primario no es el cosmos que funda la filosofía ni el cosmos que diseñan las ciencias. La visión previa del mundo es prefilosófica y precientífica, como ya lo hemos insinuado. Pero sin ella, el filósofo carecería de un horizonte para sus preguntas y sus cogitaciones, y las ciencias no tendrían unos campos más o menos delimitados para poner en marcha su investigación.
+No se puede negar que es muy difícil describir sistemáticamente dicha visión previa del mundo que el lenguaje constituye antes de toda filosofía y de toda ciencia, y en la cual el mundo tampoco es el contorno natural que suponemos actuando a través de los datos de los órganos de los sentidos u oponiéndose a nuestros impulsos o ejerciendo presión sobre nuestros cuerpos. Humboldt no nos da ningún punto de apoyo firme para la descripción. Sus hábitos expresivos, que comparte con la generación de filólogos a que pertenece, no le permite decir las cosas con energía y sin vaguedades, lo cual ha sido en gran medida la causa de la escasa resonancia que han tenido sus doctrinas fuera de Alemania.
+Una aproximación indirecta al contenido de la visión previa del mundo nos la podría facilitar, sin embargo, la actualización de cualquiera de las formas del ser en el mundo de la existencia humana en su cotidianidad. Porque ninguna de ellas se puede pensar sin una referencia a un mundo interpretado preconceptualmente. La actualización, por ejemplo, de la del hombre mítico podría servirnos muy bien para dicha aproximación, porque ha sido estudiada intensamente, a causa de su importancia para el esclarecimiento de los orígenes del pensamiento filosófico y científico, que los historiadores han interpretado como un paso del mythos al lógos, es decir, de la interpretación preconceptual de lo real a la conceptual. Pero inclusive en un caso extremo de humanidad, como lo es el del hombre primitivo, tan próximo al puro ser natural, encontramos esa referencia a un mundo interpretado preconceptualmente, y podemos ver aproximadamente el contenido de este tipo de mundo. Porque el hombre primitivo no es un mero viviente inserto en la naturaleza y delimitado por un mundo circundante prefijado por su propia estructura orgánica y sus instintos, como le ocurre al animal. El hombre primitivo vive en un mundo mágico fundado por el lenguaje. Este establece las diferencias entre las diversas regiones y dimensiones de la realidad, verbigracia, las que existen entre lo sagrado y lo profano, lo vivo y lo muerto, lo normal y lo asombroso, lo natural y lo social. El lenguaje, además, fija las relaciones mágicas de causalidad y de acción recíproca entre las cosas y personas, entre las personas y entre las cosas. Pero su función más importante es la producción de las palabras fundamentales, que no se refieren en particular a las regiones de la realidad, ni a las cosas ni a las personas, sino a lo que conviene a todos estos modos de ser. Ellas nombran la totalidad de lo que hay en su unidad. Esta unidad funda la unidad del mundo mágico, que es el de la visión previa del mundo del hombre primitivo, la cual constituye el marco general de su existencia. El mundo es aquí un mundo preconceptual, pero no es el mundo circundante del animal, sino un mundo interpretado mágicamente. Aquí puede producirse también un paso de este mundo a un mundo interpretado filosófica o científicamente, como ocurre cuando el hombre primitivo se incorpora totalmente a la «civilización». Pero, de todos modos, el mundo mágico es el ámbito en que el hombre primitivo se instala y se orienta en la realidad. De suerte que el nuevo mundo, el filosófico o el científico, tiene que crecer para el hombre primitivo desde el suelo de este mundo mágico o, lo que es lo mismo, desde el lenguaje mágico que le ofreció originariamente la primera apertura de todas las cosas unificadas en un cosmos.
+Pero ahora tenemos que volver al texto de Humboldt que venimos interpretando, el cual, en su parte final, trae la definición genética del lenguaje que se exige en la primera, a saber: «El lenguaje es el trabajo eternamente renovado en que el espíritu hace al sonido capaz de expresar el pensamiento».
+En esta definición genética se habla de un trabajo en que se constituye el lenguaje. De suerte que ella no define el lenguaje en el sentido normal de la definición; no da, por tanto, las notas esenciales o accidentales del objeto llamado lenguaje. Lo que pone a la vista la definición es el modo de producirse el lenguaje, el proceso infinito en que está fluyendo sin cesar, gracias al trabajo del espíritu, o sea, gracias a la actividad de la subjetividad humana, de acuerdo con la terminología actual.
+A pesar de su carácter específicamente moderno, en esta definición reaparecen, siguiendo las leyes inquebrantables que rigen en la historia de la metafísica occidental, los momentos esenciales que vimos en la doctrina platónica sobre el lenguaje.
+En efecto, el mundo inteligible de las ideas se evapora en la metafísica moderna, pero las ideas no desaparecen; transformadas en pensamientos, surgen ahora en una nueva dimensión, en la dimensión de la subjetividad humana. Los otros momentos que tiene en cuenta Platón en la constitución del lenguaje también reaparecen: las imágenes, transmutadas en representaciones, y el sonido, convertido en el fundamento único del lenguaje.
+En esta metamorfosis, lo que más asombro produce es que aquí la materia de que habla Platón queda reducida al sonido; y, sobre todo, que el sonido se convierte en el momento fundamental de la constitución del lenguaje.
+En dicha constitución, Platón le había atribuido al sonido un papel secundario. Para él, el sonido era, en calidad de materia, casi nada: un mero dato sensible que sólo mediante su unión con una idea adquiría forma y sentido. Humboldt, en cambio, le da el papel principal. Es más: el sonido es para él el fundamento del ser del lenguaje. ¿A qué se debe semejante potenciación ontológica del sonido?
+Como ya vimos, en conexión con el problema del ser del lenguaje a Humboldt le interesa igualmente el problema metafísico de la salida de la subjetividad hacia la objetividad. Y justamente aquí, en el sonido, encuentra la vía de salida buscada. Porque el sonido en la palabra tiene un doble carácter: al mismo tiempo es algo interior y algo exterior, lo que no ocurre con el pensamiento ni con la representación, que pertenecen sólo a la subjetividad. El sonido de la palabra, en efecto, es producido por el sujeto al ser emitido; pero, por otra parte, es escuchado por el oído, lo que supone que ha sido transmitido desde fuera por el aire, que es un medio físico exterior. En suma, en el sonido del lenguaje se encuentran la intimidad humana y la exterioridad de las cosas como dos caminos contrapuestos que se unen para formar uno solo. Razón por la cual el sonido puede funcionar como el «gran punto de tránsito de la subjetividad a la objetividad», de acuerdo con las palabras de Humboldt que citamos anteriormente. Esto explica dicha potenciación ontológica del sonido, que, a causa de una interacción entre lo metafísico y lo lingüístico, coadyuva, por otra parte, a la nueva determinación del ser del lenguaje.
+Consecuente con dicha potenciación, Humboldt deriva del sonido todos los ingredientes del lenguaje; no sólo las representaciones y los pensamientos, que corresponden respectivamente a las imágenes y las ideas en la doctrina platónica del lenguaje, sino también la concepción previa del mundo, tal como él la entiende.
+De acuerdo con la genealogía de la relación sujeto-objeto tal como la describe Kant, pero modificada ahora al poner el lenguaje como la fuente última de dicha relación, lo primero que encuentra Humboldt en la subjetividad es un material caótico de sonidos. Mediante el trabajo del «espíritu», los sonidos dispersos y sin forma se convierten, según Humboldt, en sonidos articulados. Estos, a su turno, se constituyen en centros de unificación del caos de las representaciones. Las representaciones unificadas dan origen, por su parte, a las nociones, en las cuales hay ya una referencia mental a objetividades. Finalmente, el sujeto construye un sistema total de representaciones y nociones. Este sistema es el mundo de que habla la visión previa del mundo.
+No sobra insistir en que este mundo no es el mundo conceptual de la filosofía y de la ciencia, sino un marco preconceptual de orientación y ordenación, sin el cual el pensar filosófico y la investigación científica no se pueden poner en marcha. Es, pues, una especie de esquema previo esbozado por el lenguaje y colocado entre el hombre y lo real, a los cuales remite en direcciones contrapuestas. De ahí que pueda servir de punto de transición de la subjetividad a la objetividad. A este carácter intermedio del mundo que es el lenguaje se refiere expresamente Humboldt: «El lenguaje no es un mero medio de intercambio para la comprensión mutua, sino un verdadero mundo, que el espíritu tiene que colocar, por medio del trabajo interior de sus propias fuerzas, entre sí mismo y los objetos»[9].
+Mediante este mundo, hecho de palabras, interpuesto entre la subjetividad y lo real dado originariamente, el hombre se abre a una posible objetividad. Si antes de esta apertura lo real era una multiplicidad subjetiva de datos caóticos, ahora es algo objetivable, y el sujeto puede poner en marcha la objetivación, el proceso en que se van constituyendo los objetos, de acuerdo con las categorías establecidas previamente por el lenguaje. De este modo, va surgiendo el mundo real de los objetos. De ahí que este pueda ser un mundo social, es decir, un mundo en común con los otros hombres abiertos a la misma realidad. Esto explica igualmente por qué la lengua de los partícipes de ese mundo es una lengua común y está sometida a unos principios y a unas normas válidas para todos. Si no fuera así, cada uno tendría sólo su propio mundo subjetivo.
+Como dijimos anteriormente, esta teoría de Humboldt ha sido para la modernidad lo que la platónica fue para la Antigüedad y para la Edad Media. Y si se tiene en cuenta su larga vigencia y el poder de convicción que ambas han tenido a lo largo de los siglos, se podría suponer que son modelos de claridad y solidez. Pero este no es el caso. Pese a que han proporcionado las bases para resolver múltiples problemas del lenguaje, ambas están llenas de lagunas.
+Respecto a la teoría ideal del lenguaje, ya desde la Antigüedad se ha venido llamando la atención sobre la obscuridad de su fundamento. Este está en la teoría de las ideas, en lo que Nietzsche llamó después la «fábula del otro mundo», o sea, la invención de un mundo ideal inteligible diferente del mundo sensible de la experiencia.
+La ficción de este mundo de las ideas, puesto como base de la teoría ideal del lenguaje, arroja obscuridad sobre cada uno de sus momentos. La teoría no logra explicar, por ejemplo, cómo es posible la fusión de las ideas con los sonidos, sus dos ingredientes totalmente heterogéneos. El agente de dicha fusión es obviamente el hombre. Sin embargo, ¿cómo puede el hombre incorporar algo que es sólo pensable, como lo son las ideas, a algo material y sensible, como lo son los sonidos? Además, aun suponiendo la existencia de un hombre que pudiese, por decirlo así, operar con las ideas, ¿cómo podría este hombre sin ayuda del lenguaje, no existente aún, encontrar el camino hacia las ideas que debe unir con los sonidos? El hombre no puede conocer, verbigracia, las ideas árbol, flor y estrella, ni nombrarlas ni distinguirlas de otras, si no posee sus nombres, es decir, si no posee ya el lenguaje.
+Otrosí: si como lo indican las diversas formas específicas del comportamiento humano, el lenguaje acompaña expresa o tácitamente todos los actos del hombre, ¿para qué disgregar sus ingredientes esenciales —el significado y el sonido, lo lógico y lo físico, lo semántico y lo fonético—, en lugar de investigarlos junto en el ser del hombre?
+La teoría naturalista del lenguaje también lo deja flotando en el misterio. Si los nombres son imágenes naturales de las cosas, estas los poseen independientemente de la actividad nominadora del hombre. En este caso resulta insoslayable la pregunta por el origen de los nombres. Su respuesta casi siempre remite a la región de lo numinoso. Esto ocurre ya entre los griegos, que recurren a un Logos divino, esto es, a una Palabra divina, de la cual hacen salir los nombres de todas las cosas. Esta hipótesis aparece también al comienzo del Génesis, donde Dios va sacando las cosas de la nada al darles sus nombres. En el prólogo al cuarto evangelio, San Juan, influido por las interpretaciones filosóficas del Antiguo Testamento que había hecho Filón de Alejandría, llega inclusive a identificar a Dios con la Palabra: En archê ên ho lógos, kai ho lógos ên pros ton theón, kai theos ên ho lógos, «al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios». Como se ve, la teoría naturalista del lenguaje, llevada hasta sus últimas consecuencias, nos puede alejar de los dominios de la ontología del lenguaje y conducirnos a los de la teología y sus misterios.
+La teoría convencionalista del lenguaje, por el contrario, busca su origen en unos supuestos hablantes que se ponen de acuerdo para darles a las cosas sus nombres. Pero así sólo se desplazan los enigmas en otra dirección. Pues dichos hablantes concordes tendrían que poseer un lenguaje y un repertorio de nombres para escoger los convenientes a cada cosa. El acuerdo mismo en cuanto tal supone, por tanto, un lenguaje ya constituido. Sin él, sería imposible concordar en lo referente a los nombres. La interpretación del lenguaje como convención, aunque parte de una base fenoménica evidente —del hecho de que los hombres de común acuerdo les dan nombres a las cosas—, no es menos enigmática que la interpretación teológica que lo concibe como creación divina.
+Por lo que hace a la teoría subjetivista de Humboldt, insuficientemente estudiada y valorada por las ciencias del lenguaje y la filosofía, es necesario llamar primero la atención con gran energía sobre su originalidad y su formidable fertilidad potencial. Ella sacó a la luz una serie de momentos del lenguaje que habían permanecido desatendidos en detrimento no sólo de los estudios lingüísticos, sino también de la metafísica y de la antropología filosófica.
+Ante todo, hay que hacer hincapié en la noción de un mundo fundado por el lenguaje y diferente del mundo natural. Si del mundo hecho de palabras surge el marco categorial que le sirve al hombre de pauta en el proceso de objetivación y de constitución de la realidad objetiva, es decir, del mundo de objetos en que se despliega su existencia, el lenguaje deja de ser un mero instrumento de comunicación entre los hombres y se convierte en una potencia metafísica de alto rango y en el campo en el que debe comenzar a moverse una nueva metafísica. De igual manera, si el hombre no se hace hombre por su nacimiento, es decir, al ingresar en el torrente de la vida animal, sino al instalarse en el mundo que es el lenguaje, podría cancelarse la interminable disputa sobre el origen animal del hombre, y el problema de su ser peculiar podría plantearse en un terreno más firme y controlable. Así, se podría además desarrollar lo que implica la vieja definición del hombre como un zoon lógon échon, como un «viviente que posee el lenguaje», activa en el pensamiento y en la vida de los griegos, pero que cayó en el olvido o fue malinterpretada desde la Edad Media, cuando la expresión griega se tradujo por la expresión latina animal rationale.
+Pero no menos innovadora fue la colocación del sonido en el primer plano de los estudios lingüísticos. Desde entonces, elementos sonoros como el tono, la melodía, el timbre, el ritmo, las pausas, los silencios, etcétera, no son sólo vehículos físicos de las significaciones, sino también ingredientes semánticos del lenguaje, momentos esenciales del decir. Lo cual ocurre inclusive en el caso extremo del silencio y las pausas, por medio de los cuales adquiere presencia significativa algo que no se debe o no puede decir expresamente, o se llama la atención sobre lo dicho antes o se anuncia lo que viene, una función que tienen también en la música.
+Gracias a esta unificación del sonido y el sentido, Humboldt supera la separación llevada a cabo por Platón de la idea y el sonido mediante el cual lo ideal se encarna en la realidad de la palabra, y los vuelve a entrelazar, ateniéndose a la experiencia del hablante, en la que ambos componentes se dan en una unidad indisoluble. A la reconquista de esta unidad le debe su existencia la actual fonología, que vino a llenar un vacío que dejaba la vieja fonética. Mientras esta estudiaba los sonidos sólo como fenómenos físicos o fisiológicos, la fonología los considera como elementos semánticos, como contenidos significativos de la palabra y de la frase.
+A lo anterior hay que agregar algunos fenómenos que se pueden interpretar partiendo de la indicada relación entre el mundo y el lenguaje y entre el sonido y el contenido significativo de las palabras.
+Uno de ellos es el de la dificultad para aprender las lenguas extranjeras, incluso cuando se vive por largo tiempo en los países donde se hablan. En circunstancias favorables, la lengua ajena se puede «dominar». Pero, en sentido estricto, el dominio se reduce al aprendizaje de un caudal de vocablos que para el extraño nunca llegan a significar exactamente lo que significan para el nativo; y al manejo torpe de unos mecanismos sintácticos y estilísticos que nunca alcanzan la naturalidad que tienen en la boca del que habla la lengua respectiva desde niño.
+En último término, esto se debe a lo difícil que es instalarse en otra lengua. Al intentarlo, el hombre lleva inevitablemente al seno de la nueva lengua su mundo y su lengua propia, la cual encierra la historia de su pueblo con sus creencias, valoraciones y actitudes fundamentales. Esta mezcla de elementos heterogéneos en su lenguaje es lo que da al extranjero ese aire inconfundible de cuerpo extraño en un mundo que no es el suyo, no importa el grado de perfección que haya alcanzado su «dominio» de la nueva lengua aprendida.
+Un fenómeno conexo con el anterior es el del «acento» propio de los hablantes de una lengua, en el cual intervienen la entonación, el timbre, la cualidad e intensidad de los sonidos en una misteriosa combinación sonora con implicaciones semánticas cuyo origen no ha sido aún explicado científicamente. Lo único que se puede decir de esa combinación peculiarísima es que surge en una comarca determinada y que es propia de los hombres oriundos de ella. De ahí que el acento extraño no se pueda aprender. Su remedo no es auténtico aprendizaje, sino más bien un acto caricaturesco momentáneo que no puede convertirse en una verdadera habitualidad.
+Como se ve, la teoría de Humboldt ofrece puntos de apoyo para resolver muchos problemas lingüísticos. Pero su fundamento último carece de solidez y claridad. Su hipótesis de un «trabajo del espíritu», del cual resulta la visión previa del mundo, es una construcción sin base en los fenómenos. Humboldt no nos dice qué es ese espíritu, ni describe con rigor el trabajo que realiza. ¿Qué son las «fuerzas» que lo mueven? ¿Cómo lleva a cabo la articulación de los sonidos y la unificación de las representaciones y los pensamientos? ¿Cuál es el origen de esas representaciones y esos pensamientos? En sus escritos no encontramos bases para responder a estas cuestiones, y su gran construcción, cruzada por todas partes de intuiciones geniales, queda circundada de misterio.
+Si dirigimos la atención a algunas formas especiales del lenguaje, este misterio que lo circunda sigue creciendo. Las más conocidas de ellas son: el lenguaje metafísico, el lenguaje religioso y el lenguaje de la poesía.
+El lenguaje metafísico habla del ser de todas las cosas, es decir, de lo que es común a todas ellas, y no está sometido necesariamente a las leyes lógicas y ontológicas válidas para el lenguaje corriente. Por eso decía Hegel que la metafísica es el mundo al revés. La metafísica tiene su propio lenguaje, el cual dice a veces lo contrario de lo que dice el lenguaje usual. Ejemplos de dicho lenguaje son la dialéctica hegeliana y lo que su creador llama el «lenguaje especulativo», cuyo principio es: «El ser y la nada son lo mismo».
+El lenguaje metafísico se ha usado desde Heráclito y Parménides hasta Nietzsche, en una historia milenaria que se ha ido potenciando cada vez más el misterio que lo rodea. Pero, pese a sus enigmas, en él se han expresado las palabras fundamentales sobre las cuales se ha ido construyendo el mundo histórico llamado Occidente. E inclusive en la compleja y multiforme Época Moderna, no hay ningún factor político, bélico, industrial o comercial que haya influido tanto en su configuración como los filosofemas metafísicos de Descartes, Kant, Hegel y Nietzsche.
+En el lenguaje religioso el misterio es todavía más denso, al menos en su forma más pura, que es la de la mística. Este lenguaje tampoco apunta en último término a los objetos intramundanos de que habla la lengua común. Su decir se mueve predominantemente en un diálogo entre el alma solitaria y Dios, como lo declara fray Juan de los Ángeles, místico español del siglo XVI: «Yo para Dios y Dios para mí, y ¡no más mundo!». El lenguaje religioso se refiere, por ende, a algo que no se da en la experiencia con las cosas del mundo. Lo que mienta es lo numinoso, expresión acuñada por el teólogo alemán Rudolf Otto para designar lo divino, lo sagrado, lo omnipotente, lo que se apodera del hombre y lo hace temblar —de ahí su otro nombre: mysterium tremendum—. Por ello, no es definible ni captable racionalmente. Sólo el sentimiento da noticias de ello; pero lo buscado y anhelado huye de su buscador. «Ninguna cosa de la tierra ni del cielo pueden dar al alma la noticia que ella desea tener de ti», le dice a Dios San Juan de la Cruz en El cántico espiritual. Todas las cosas aluden a Dios o son sus mensajeras, pero lo que se expresa de este modo es sólo un decir balbuciente de un «no sé qué» que no ofrece la presencia del Amado, sino que mata al amante con el «dolor de la ausencia» , como lo expresa magistralmente San Juan en esa unidad intraducible de la música y el sentido que es la poesía:
+¿A dónde te escondiste,
+Amado, y me dexaste con gemido?
+Como el ciervo huiste
+Habiéndome herido;
+Salí tras ti clamando y eras ido.
+[…]
+¡Ay, quién podrá sanarme!
+Acaba de entregarte ya de vero;
+No quieras enviarme
+De hoy más mensajero,
+Que no saben decirme lo que quiero.
+Y todos cuantos vagan
+De ti me van mil gracias refiriendo,
+Y todos más me llagan,
+Y déxame muriendo
+un no sé qué que quedan balbuciendo.
+El lenguaje religioso no ha logrado constituir un saber claro y distinto sobre la realidad a que alude lo numinoso. Lo único que ha logrado es hacernos flotar ingrávidos en el misterio mismo. A pesar de todo, ha podido ayudar a mantener vivo un sentimiento que une al hombre con algo que se cierne sobre todas las cosas, eso que Schleiermacher llama das Gefühl schlechthinniger Abhängigkeit, el «sentimiento de la dependencia absoluta».
+En las dos formas especiales del lenguaje que hemos considerado —en el metafísico y en el religioso— hay una relativa libertad frente al lenguaje corriente, pero en ambos se mantiene una estrecha relación con algo que está más allá de la subjetividad, algo que los frena y les impone una cierta normatividad, lo que no ocurre en el lenguaje poético, como lo veremos en el capítulo siguiente.
+En el lenguaje metafísico esa instancia trascendente es el ser, bajo cuyo dominio cae todo lo que hay: los objetos o cosas en cuanto son, y el yo o sujeto humano, que también es, aunque de modo diferente. Esto tiene que tenerlo en cuenta el decir sobre el ser, so pena de fallar en su tarea. No debe, verbigracia, confundir ninguna de las cosas que son —la materia, la vida, el espíritu, lo numinoso, la subjetividad humana— con el ser. Ninguna de esas cosas es el ser. Si alguna lo fuera, tendrían que ser reducidas a ella todas las demás. Que es lo que ha ocurrido en casi toda la historia de la metafísica, hasta tal punto que semejante proceder ha engendrado en ella una confusión y una discusión interminables; así, aún hoy hay pensadores que dicen que todo es energía, otros que todo brota del Espíritu Universal, de Dios o de la Vida, y otros que todo es constituido por la actividad trascendental de la subjetividad humana.
+En el lenguaje religioso esa instancia es lo numinoso, que también tiene sus propias leyes, a las cuales tiene que someterse el decir que pretende expresarlo, so pena de cerrarse el camino a sus dominios. Así, por ejemplo, vulnera esas leyes el decir que llama a Dios causa primera o causa de sí. Identificado con dichos nombres, Dios es sólo el resultado final de un proceso lógico que sigue el hilo de la cadena causal que impera en la naturaleza hasta el punto en que ya no se puede seguir preguntando por otra causa. Aquí no se puede hablar de una presencia de lo numinoso, que es lo que exige el impulso religioso. La causa de que se habla en ambas expresiones no es un auténtico Dios, sino un producto lógico, ante el cual no se puede orar, ni suplicar, ni temblar de pavor, ni experimentar el sentimiento de dependencia absoluta.
+El resultado positivo de las anteriores reflexiones sobre dos formas especiales del lenguaje es el crecimiento del muro de misterio que circunda al lenguaje en general, muro que no ha podido ser roto por la filosofía del lenguaje tradicional. Ni la teoría ideal del lenguaje de Platón, ni la teoría naturalista, ni la teoría convencionalista, ni la teoría idealista de Humboldt nos dan un punto de apoyo para ello. Todas nos ofrecen medios para explicar fenómenos particulares del lenguaje, pero todas fallan en la explicación de su ser.
+Con clara conciencia de este fracaso, los participantes en el ciclo de conferencias de Múnich de que hablamos al comienzo intentaron seguir caminos diferentes de los recorridos por la filosofía del lenguaje tradicional. Pero los resultados fueron decepcionantes. Cada una de las conferencias, sin embargo, ha quedado como un testimonio de una audaz aventura en busca de nuevos horizontes para esta vieja rama de la filosofía.
+Para Walter F. Otto, filólogo clásico y filósofo, ese nuevo horizonte es el mito y el ritmo. Según él, el lenguaje no es un producto de la subjetividad humana. Su origen hay que buscarlo en otra parte: en la realidad del mundo. Esta realidad es, en el fondo, sólo ritmo. Y el ser del hombre hay que verlo desde aquí. Cuando supera su condición animal, el hombre se eleva a la región de los dioses. Así entra en contacto con el ritmo divino que baña todas las cosas. De este contacto brotan la danza, la melodía, el canto y el lenguaje, que son originariamente los medios mediante los cuales se revelan los dioses. Aquí están, pues, las raíces del lenguaje y surgen los nombres de las cosas que, por ello, tienen un aura divina y un origen mítico. Friedrich Georg Jünger, que ya era conocido no sólo por su libro La perfección de la técnica, sino también por su importante trabajo sobre El ritmo y lenguaje en el poema alemán, también ve el lenguaje en el horizonte del ritmo. El historiador de la música Thrasybulos Georgiades intenta en su conferencia corroborar las ideas de sus colegas con un análisis del poder del ritmo en la música y en la poesía. Y Martin Heidegger insiste en su conferencia en la necesidad de liberar a la filosofía del lenguaje de los modelos de la metafísica occidental y de buscar una relación con el lenguaje, diferente de la que ofrecen dichos modelos. Él no quiere, por ello, crearse una representación del lenguaje por medio de conceptos prefijados que, según su expresión, «asaltan el lenguaje», sino seguirlo fiel y dócilmente, tal como se presenta él mismo. Pero los resultados de la realización de este deseo son desconcertantes.
+A la pregunta por el modo como se presenta el lenguaje, Heidegger responde: «El lenguaje habla». Y allí tenemos que ir a buscarlo: en su hablar, no en el hablar de los hombres. El lenguaje no es un producto de la fusión de la idea con el sonido que lleva a cabo el hombre, como pensaba Platón. Tampoco es el resultado del trabajo de la subjetividad humana en el proceso de la constitución de un mundo objetivo, según la doctrina de Humboldt. Todo lo contrario. El lenguaje es lo que constituye al hombre. Por ello, el hombre no es un zoon lógon échon, «un viviente que posee el lenguaje», según la definición de los griegos. El hombre es más bien el oyente, el oyente que escucha lo que dice el lenguaje mismo. El lenguaje humano no es más que la traducción de lo que dice el lenguaje al hombre.
+Lo mismo que las tesis de los otros participantes en el ciclo de conferencias de Múnich, estas de Heidegger están llenas de tantos enigmas como los que hay en las teorías de Platón y Humboldt. Las dificultades de comprensión persisten cuando Heidegger formula los resultados de sus cogitaciones. Él utiliza giros como este: «El lenguaje es el lenguaje, y nada más». Otras veces insiste en su vieja tesis: «El lenguaje es la morada del ser». O interpreta nuevamente viejos términos de la teoría del lenguaje, volviéndolos al revés. Así, el signo no es para él el significante de la cosa significada, sino una señal y una pista que nos da el lenguaje mismo.
+En vista de lo anterior, creemos que esta nueva búsqueda de nuevos horizontes para la filosofía del lenguaje puede considerarse igualmente fallida. Ello significa que la pregunta por el ser del lenguaje continúa rodeada de misterio, a pesar de que las ciencias particulares del lenguaje siguen progresando sin cesar en el esclarecimiento de la evolución histórica de las lenguas y en el estudio del léxico, la morfología, la sintaxis, la estilística y la fonética.
+No es aventurado pensar que el misterio es constitutivo del ser del lenguaje. Hay otros fenómenos que comparten con él este carácter. Ya rozamos, por ejemplo, el fenómeno de lo numinoso, uno de cuyos múltiples nombres es justamente el de mysterium tremendum. De ahí que la conducta más adecuada frente a semejantes fenómenos sea la de dejarlos intactos en su propio elemento, es decir, en el misterio. Y la más inadecuada, la de «asaltarlos» con nuestros vanos conceptos. Pero en el caso del lenguaje dicho asalto es inevitable.
+El lenguaje nos rodea por todas partes como el aire, y así como del aire depende nuestro ser biológico, del lenguaje depende nuestro ser específicamente humano. No hay, por tanto, nada que esté tan cerca de nosotros como el lenguaje. Todo lo que somos, lo que hemos sido y lo que seremos —los tres modos temporales de nuestro ser— se despliega en el tiempo: en el presente, en el pasado y en el futuro. Pero todo ello está entretejido con el lenguaje. El tiempo y el lenguaje son, pues, los dos grandes poderes. Los diferentes modos de nuestra temporalización necesitan el lenguaje, por cuanto carecen de la inteligibilidad que le da el lenguaje a nuestra existencia temporal, una inteligibilidad que es esencial en nuestro ser.
+Por esta razón, el lenguaje está siempre presente de modo ostensible frente al hombre, y este no puede evitar la pregunta por su ser. Pero, como hemos visto en este trabajo, ni si quiera las más importantes teorías del lenguaje, que tienen sus raíces en esta necesidad originaria, logran responder adecuadamente a dicha pregunta. El mismo planteamiento de la pregunta es en ellas erróneo. Casi siempre se apunta a otras cosas que tienen que ver con el lenguaje, pero que no son el lenguaje mismo. La culpa de esto no está en las teorías, sino en el lenguaje. Como este es misterio, cuando se lo «asalta» y se lo obliga a mostrar su rostro, ofrece una máscara. Esto recuerda las palabras de Nietzsche: Alles, was tief ist, liebt die Maske. «Todo lo profundo ama la máscara»[10].
+[4] Martin Heidegger et al., Die Sprache (Múnich: Oldenburg, 1959).
+[5] Martin Heidegger, Unterwegs zur Sprache (Pfullingen: Neske, 1959).
+[6] Wilhelm von Humboldt, Werke tomo III: Schriften zur Sprachphilosophie (Darmstadt: Wiss. Buchgesellschaft, 1960-1981), 418.
+[7] Humboldt, Schriften zur Sprachphilosophie, 390.
+[8] Humboldt, Schriften zur Sprachphilosophie, 18.
+SI AHORA VOLVEMOS LA MIRADA al lenguaje poético, hallamos algo sorprendente. Mientras en el lenguaje metafísico y en el lenguaje religioso la libertad de que gozan frente al lenguaje cotidiano es parcial, por cuanto ambas formas especiales del lenguaje mantienen una relación estrecha con algo trascendente que les recorta la libertad, el lenguaje poético es completamente libre. En el uso del lenguaje, el poeta tiene a su disposición todos los expedientes y recursos imaginables, y como le ocurría a nuestro padre Adán nada le está prohibido. Quizás por eso decía Valéry que la poesía es el paraíso del lenguaje.
+A diferencia del lenguaje de uso cotidiano, el poético no es un lenguaje en común, sometido a normas válidas para toda la comunidad lingüística, sino un lenguaje peculiar del poeta; y su mundo no es un mundo social, es decir, de todos, y en cuya imagen, en sus rasgos generales, todos tienen que coincidir, sino un mundo individual. El lenguaje de la poesía, sus objetos y su mundo son una expresión de la subjetividad concreta del poeta, de su imaginación creadora, de su fantasía verbal y de su «oído».
+Con la palabra «oído» aludimos a la enorme importancia que tiene el mundo del sonido en el lenguaje poético, lo cual habría podido ser aducido por Humboldt para corroborar su doctrina sobre la preeminencia del sonido en la constitución del lenguaje, y para rebatir la interpretación platónica del sonido como mera materia sensible horra de toda inteligibilidad.
+Ya vimos que en el lenguaje corriente los sonidos pueden rebasar lo meramente físico en ellos y adquirir un contenido semántico. Obviamente, esto ocurre también en el lenguaje de la poesía. Pero en ella esa función del sonido no es sólo concomitante, sino también constituyente del ser esencial del poema. No es que en él deba reinar lo de la musique avant toute chose de que habla el primer verso del «Art poétique» de Verlaine. Pero es evidente que el ropaje sonoro le es esencial al poema. El sentido, el carácter y la estructura de la obra poética dependen en gran medida del modo como se articulan en ella la melodía, el ritmo, el tono, el timbre y la intensidad de las palabras, todo lo cual se funde en una unidad con los pensamientos que quiere expresar el poeta.
+En esta urdimbre misteriosa de sonido y sentido rozamos una esfera del lenguaje que no se puede elucidar racionalmente, que se sustrae a ser apresada por conceptos, como ocurre con todo lo misterioso. Lo único que cabe aquí es vivirla personalmente en una experiencia que puede hacer cualquier lector atento. Léanse, por ejemplo, estos tres versos de las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique:
+Nuestras vidas son los ríos
+que van a dar a la mar,
+qu’es el morir.
+Si se expresa en prosa corriente lo que dicen estos versos, el pensamiento poético se convierte en un lugar común. Si, por otra parte, se conservan los versos, pero cambiando el orden de las palabras en ellos, el todo poético se rompe como un fino cristal, y su sentido profundo se desvanece. El mismo percance poético ocurre si se cambia en los versos una expresión por otra equivalente; por ejemplo, si en lugar de «que van a dar a la mar» se pone «que van a desembocar en el mar». O si se sustituye «el morir» por «la muerte», o «nuestras vidas son los ríos» por «nuestras vidas transcurren como ríos», e inclusive si se disuelve la sinalefa «qu’es» —en la que se suprime la vocal e por razones de acento y ritmo— y se vuelve a poner la expresión normal «que es».
+Lo que se desvanece en los versos en nuestro caso no es propiamente su estrato semántico, es decir, su sentido. Este se puede conservar en cierta medida, a pesar de la pérdida de su ropaje sonoro. Lo que se desarticula es la totalidad semántico-sonora debido a alteraciones del ritmo y la melodía, del tono, de los acentos y del timbre de las palabras.
+La desarticulación de dicha totalidad menoscaba el poema en múltiples aspectos. Pero lo decisivo aquí es que por su causa se ahoga una cierta vibración del lenguaje que resulta de la conjugación en una unidad de los componentes sonoros que hemos mencionado. Pues esa vibración es un ingrediente esencial de la obra poética. Casi siempre presente en ella desde los primeros versos, es como un eje melódico en torno al cual se va enrollando el hilo poético. Si el lector repite con oído atento los pocos versos citados de Manrique, podrá sentir la presencia de esa fina vibración sonora que sigue luego fluyendo a manera de fuente subterránea a lo largo de las Coplas.
+Si se piensa en esta complicada estructura de la obra poética, no es difícil comprender por qué se ha dicho siempre que su traducción es imposible. Lo único de ella que, dentro de ciertos límites, se puede traducir es su contenido semántico, los pensamientos que encierra. Lo que pertenece al mundo del sonido, sin lo cual lo semántico pierde expresividad, se esfuma en el vano intento de trasvasarlo a otra lengua. En la traducción, la obra poética adquiere un nuevo ropaje sonoro. Por ello, el poema traducido, cuando la traducción es obra de otro poeta, es una nueva obra poética diferente de la anterior.
+Finalmente, vamos a referimos a otro fenómeno que corrobora el carácter singular del lenguaje poético. Como observamos al comienzo, lo esencial de las palabras en la lengua usual es en general su intencionalidad, de acuerdo con la cual ellas mismas desaparecen, para hacer aparecer en su lugar las cosas que mientan —la casa, el árbol, el ave, etcétera—, o para poner de presente los pensamientos que se formulan, las cuestiones que se plantean, las órdenes que se dan, los deseos que se expresan, los sentimientos que se manifiestan, las promesas que se hacen. Sin embargo, este altruismo no vale sin excepción para el lenguaje poético. Pues puede ocurrir que, en lugar de perderse en lo mentado, en lo pensado, en lo ordenado, en lo deseado, en lo sentido o en lo prometido, las palabras poéticas se replieguen sobre sí y se desentiendan, por decirlo así, de sus correlatos objetivos, afirmándose de este modo a sí mismas como puras palabras. En este caso, lo que tiene frente a sí el lector no es aquello a que ellas se refieren, sino las palabras mismas, verbigracia, la palabra melancolía, la palabra amor, la palabra azul, la palabra María, las palabras las violetas, el Sur, la mar…, las cuales, apoyándose en la estructura musical del poema, alcanzan una presencia en el fulgor de su propio ser como palabras.
+Contra las indicadas características del lenguaje de la poesía —su singularidad, su autosuficiencia, la ausencia en él de controles diferentes de los que el poeta se imponga a sí mismo, su pertenencia a la subjetividad concreta e individualísima de su creador— se podría argüir que, a pesar de todo, dicho lenguaje surge del seno de la lengua común del pueblo a que pertenece el poeta.
+Este es un hecho innegable. El poeta no es un «pequeño Dios» que va sacando de la nada los nombres de las cosas. El poeta también está instalado en un lenguaje cotidiano y sometido a sus presiones. Pero tampoco puede negarse el hecho histórico de que el lenguaje poético se ha ido constituyendo en un ataque permanente al lenguaje corriente. Dicho ataque comienza ya en la traslación del sentido de las palabras que ocurre en el lenguaje metafórico. En la metáfora poética, lo mismo que en la metáfora del lenguaje común, se traslada el sentido de una palabra a otro objeto diferente del suyo propio, pero en la poesía ocurre esto en tal forma que el nuevo objeto sufre una metamorfosis: se transforma en un objeto poético, tan legítimo como los objetos reales a que se refiere el lenguaje usual, y de cuyo carácter entran a participar las otras palabras que forman el marco en que se produce la transformación. Así, por ejemplo, cuando el nombre que designa las partes del cuerpo de las aves de que se sirven para volar, se aplica a las naves, y se dice con Homero que las velas son las alas de las naves, la palabra vela y la palabra ala y la palabra nave ingresan en el mundo poético quebrantando la lógica del lenguaje usual, y las cosas que designan en este quedan relegadas al mundo prosaico.
+Como se ve, en el lenguaje de la poesía no sólo se produce un ataque al lenguaje corriente, sino también un distanciamiento de él. La distancia entre ambos, establecida por el poeta, es la misma distancia que hay entre el mundo poético y el mundo en común. El primero es el mundo individualísimo del poeta y el otro es el mundo cotidiano válido para todos los hablantes de una lengua determinada.
+Claro está que el poeta permanece instalado en el mundo en común y en comercio con sus objetos. Pero su actividad poética no se refiere a ellos de modo directo y por las vías habituales de la experiencia, sino por medio de rodeos. Este es el método que emplea para producir el distanciamiento. Desentendiéndose en cierto sentido del lenguaje corriente y basándose en la experiencia poética y en la imaginación creadora, se refiere a ellos mediante metáforas, imágenes, alusiones, símbolos, mitificaciones, alegorías, personificaciones, parábolas. Esto llega hasta tal punto, que el distanciamiento termina en ciertos casos por convertirse en una destrucción del mundo objetivo real de la experiencia, para ser remplazado por un mundo de palabras.
+Respecto a la autosuficiencia del lenguaje poético, su distanciamiento del mundo objetivo real equivale a una liberación frente a las instancias que deciden sobre la corrección lingüística. Los intérpretes de grandes obras poéticas han sacado a la luz las múltiples contravenciones que hay en ellas contra la lógica, contra la gramática, contra la preceptiva literaria, contravenciones que, de acuerdo con la esencia del lenguaje poético, se justifican, si se piensa en ese proceso en que se destruye el mundo firme y seguro de la realidad objetiva, para reconstruirlo en la ondulante e inestable subjetividad del poeta. Esto puede servir de justificación inclusive de la audaz supresión de la puntuación en el poema, frecuente desde hace algún tiempo entre importantes poetas, la cual no se debe a su capricho ni a su arbitrariedad, sino a la necesidad de «enfatizar esa sensación de totalidad que se disgrega y se rehace», para emplear unas palabras certeras del poeta Octavio Paz.
+Ahora bien, el distanciamiento que se lleva a cabo en la poesía frente a la realidad cotidiana, la destrucción de esta realidad y su reconstrucción mediante palabras en la subjetividad del poeta, ¿no encierra todo esto un abandono de lo verdaderamente real y su metamorfosis en un mundo imaginario horro de toda verdad y todo conocimiento?
+Si la verdad no es sólo adecuación de nuestras representaciones a los objetos, sino algo más originario: un sacar a luz lo que está oculto, la respuesta a la anterior pregunta tiene que ser negativa. La poetización, la poíēsis, está más bien al servicio de la verdad. Desde Homero hasta nuestros días, los poetas les han dado presencia en la luz de la palabra a muchas cosas. Sin ellos, habrían permanecido ocultos u olvidados muchos aspectos del mundo de los dioses y de la naturaleza, de las ciudades y de los Estados de los hombres, de su coexistencia en ellos, de sus amores y de sus odios, de sus sueños y de sus grandes creaciones, de sus triunfos y de sus luchas estériles.
+¿Cómo es posible esto? ¿Cómo logra una creación de la subjetividad autosuficiente y autónoma del poeta penetrar en el ser de las cosas y sacarlas a la luz? Este sería el problema radical de una filosofía del lenguaje poético. Su planteamiento es legítimo. Pero aún no poseemos las bases suficientes para resolverlo. Por lo pronto, la cuestión es todavía un misterio.
+«LOS VERSOS NO SE HACEN CON ideas, se hacen con palabras», on ne fait pas des vers avec des idées mais avec des mots. Este dicho, que se suele citar cuando se habla de la poesía pura, fue el comentario que le hizo Mallarmé al pintor Degas, quien también hacía versos ocasionalmente al margen de su actividad de artista, cuando este le manifestó lo difícil que le resultaba expresar sus ideas en el poema.
+Dicha anécdota, transmitida por Paul Valéry, discípulo del poeta y amigo del pintor y uno de los maestros de la poesía pura, nos da una clave para comprender la técnica de Mallarmé en la creación poética.
+El primer acto en esta es la exclusión de todo lo que no pertenezca al lenguaje. La creación poética comienza, pues, con una purificación. En una carta, Mallarmé emplea también el vocablo élimination. Ese primer acto en la creación de la obra del lenguaje que es el poema equivale, por ende, a un echar fuera de los lindes del orbe poético todo lo ajeno a él. En esta eliminación hay que distinguir dos momentos diferentes, a saber:
+1. La eliminación de los intereses oriundos de los sentimientos, los afectos y las emociones, los cuales habían adquirido una importancia enorme en la poesía romántica del siglo XIX, y la eliminación de los intereses históricos, culturales, morales, pedagógicos y políticos, activos en la poesía desde el siglo XVIII.
+2. La eliminación de las referencias directas a la realidad objetiva, la cual debía ser substituida en el poema por puras palabras y por los ingredientes musicales de las palabras.
+Respecto a lo primero, no cabe duda de que en la época de Mallarmé era indispensable volver a instalar la poesía en su campo propio, en el lenguaje, liberándola de intereses adventicios.
+Lo segundo —la eliminación de la referencia a la realidad objetiva—, por el contrario, encerraba un gran riesgo: la pérdida de ese elemento esencial del lenguaje poético que es el sentido, con lo cual el poema corría el peligro de convertirse en un juego de palabras.
+El lenguaje poético, como todo lenguaje, es un decir algo sobre algo desde cierto punto de vista. El decir poético tiene, pues, una intencionalidad, una significación, un sentido. Desde su punto de vista peculiar y mediante sus artificios lingüísticos, este modo de decir apunta a la realidad objetiva mediante imágenes y símbolos nombrándola metafóricamente, eludiéndola, evitándola, rodeándola, de todo lo cual resulta su transfiguración. En el poema no hay, por tanto, una destrucción de las cosas, sino su transfiguración, en la cual deponen su ser superficial y revelan su ser recóndito.
+Teniendo en cuenta los dos sentidos de la élimination que hemos caracterizado, se puede comprender por qué la empresa poética de Mallarmé provocó, al mismo tiempo, un gran entusiasmo y un decidido rechazo.
+Su programa de una purificación de la poesía de los lastres ajenos a ella fue acogido como necesario y como una conquista duradera de la poesía contemporánea; pero su intento de extremar la purificación, convirtiéndola en la anulación de la relación de conocimiento con la realidad que ha tenido siempre la poesía, encontró fuerte resistencia. En suma, la consigna fue: poesía pura, sí, ma non troppo, como decía Jorge Guillén, su principal representante en nuestra lengua.
+Pero el propósito de este largo preámbulo era abrir un horizonte que nos permita comprender el carácter de la poesía del poeta colombiano Aurelio Arturo, muerto en 1974.
+Aunque él tuvo poco que ver con Mallarmé, lo más característico de su obra poética es que ella, de acuerdo con la exigencia del maestro francés, regresa al lenguaje como su ámbito esencial, superando así una larga etapa de la poesía colombiana, la que se inicia después de Silva, la cual, olvidada del poeta del «Nocturno III», había estado rondando el peligro de ser ahogada por el sentimentalismo y la sensiblería, por el filosofismo, por la erudición histórica, mitológica, literaria y musical, por los afanes pedagógicos y patrioteros y por el moralismo y el inmoralismo.
+Para Aurelio Arturo, el poema es una obra del lenguaje, hecha ante todo con palabras. Pero las palabras de que se compone no están atadas exclusivamente por estructuras sintácticas especiales, ni animadas sólo por el sonido y el ritmo. El poema está también lleno de sentido, el cual lo mantiene unido semánticamente a la realidad extralingüística. Con todos estos materiales construye su mundo poético, que superpone como su propia morada al mundo de la experiencia natural.
+La concepción de la poesía como esa morada en que se instala el hombre como poeta, determina en gran medida el quehacer poético de Aurelio Arturo. En 1963 reunió su obra en un libro que lleva por título Morada al Sur, el mismo del extenso poema con que comienza el volumen. Pero él no escogió este nombre caprichosamente, sino que la colección se lo exigía, pues constituía un ciclo poético, en el cual, exceptuando cuatro poemas —«Interludio», «Qué noche de hojas suaves», «Canción de la distancia» y «Madrigales»—, todos los demás gravitaban en torno a un punto central. Este punto de gravitación poética era la «morada al sur». ¿Qué es el Sur allí? ¿Cómo se construye esa morada? ¿Cuál es el orden de distribución de los materiales con que se construye?
+El Sur es el símbolo del país de la infancia, la adolescencia y la primera juventud del poeta. Este, arrojado por su adverso destino en una situación prosaica, lejos de ese ámbito primero de su existencia, lo revive como un objeto de nostalgia, desde el fondo de la cual una voz lo invita a recobrarlo: Torna, torna a esa tierra donde es dulce la vida («Morada al Sur, IV»).
+Esta voz, que pone en marcha su actividad poética, la escucha el poeta en la gran ciudad, donde vive como un desterrado. El Sur tiene, pues, sólo una realidad en el recuerdo. En el proceso de la poetización esta realidad mnémica comienza a sufrir una transfiguración: se va convirtiendo en un paraíso vivido en el pasado que se contrapone a la realidad prosaica.
+La transfiguración se produce poéticamente, es decir, el paraíso vivido en el pasado se configura mediante la articulación en la unidad del poema de una serie de estructuras sintácticas poéticas, de imágenes y metáforas, de sonido, ritmo y sentido.
+La distribución de todos estos materiales de la construcción poética está determinada por la noción de lo paradisiaco, a la cual hay que darle una figura poética transfigurando en paraíso la realidad recordada, esto es, el país que añora el poeta.
+Esto ocurre mediante una selección que se suma al normal recorte de lo vivido que siempre lleva a cabo la memoria, la cual retiene sólo lo que le interesa. Pues para cambiar la realidad recordada en el paraíso es necesaria una nueva abreviatura: el poeta tiene que escoger los elementos favorables a la transfiguración.
+Estos elementos son los mismos que constituyen lo paradisiaco y arcádico en la rica literatura de evasión tradicional, en la que se pinta un mundo feliz situado en el pasado, al cual se anhela retomar para olvidar las miserias del presente: un río, un prado, un bosque, una floresta, unos árboles, una casa, una montaña, compañeros de juego y de trabajo, unas palomas, la noche, la luna, las estrellas, etcétera, elementos que aparecen como desnudos y sin propiedades, formando un mundo en el que no pasa casi nada y en torno al cual parece que se hubiera detenido el tiempo.
+Para darle figura poética a este mundo paradisiaco, tan simple y tan lejano de las miserias y complicaciones de la vida prosaica, el poeta no necesita un lenguaje complicado y sutil. La función primordial del lenguaje consiste aquí en suscitar la presencia grata y reparadora de dicho mundo y la presencia del aliento suave que lo envuelve y que mueve cada cosa dentro de él, y que mueve también la palabra del poeta.
+Esto último lo confiesa expresamente en dos versos autobiográficos, insertos en una de sus visiones de esta «tierra donde es dulce la vida», versos que queremos destacar especialmente, porque en ellos Aurelio Arturo habla claramente del origen de su poesía, de la voz que lo inspira como poeta:
+Te hablo de noches dulces, junto a los manantiales, junto a cielos,
+que tiemblan temerosos entre alas azules:
+te hablo de una voz que me es brisa constante,
+en mi corazón moviendo toda palabra mía,
+como ese aliento que toda hoja mueve en el sur, tan dulcemente
+toda hoja, noche y día, suavemente en el sur.
+(Morada al Sur, II)
+La voz que mueve su poesía es el mismo aliento que mueve su «mundo feliz». Por ello, en la transfiguración de la tierra del sur de Colombia, de su tierra nativa, que lleva a cabo Aurelio Arturo poéticamente, el Sur aparece como una morada de música, aislada y protegida de las múltiples relaciones en que está trabado el hombre con el mundo en la primera edad de su vida, que es la que tiene en cuenta aquí el poeta. La «morada al sur» es allí «un murmullo lánguido» («Remota luz»), «un rumor hondo, un fluir sin fin, un árbol suave» («Canción de la noche callada»), una «tierra protegida por un ala perpetua de palomas» («Morada al Sur, IV»), cuyo centro unificador es una casa «entre años, entre árboles, circuida por un vuelo de pájaros» («Morada al Sur, II»), con un «bosque extasiado que existe sólo para el oído» (ibídem). Y recorriendo este mundo encantado, donde lo único que sucede es este fluir, rumorear, murmurar, susurrar, aletear y revoletear, palabras todas que quieren suscitar la vivencia de lo melódico y rítmico, va siempre un viento, «un viento fiel» («Nodriza»), como el personaje central de este suceder multiforme, el cual —«un viento lento» (ibídem) es el símbolo máximo del ritmo.
+Al final del poema «Morada al Sur», el poeta nos ofrece una autointerpretación que vale para todo el libro del mismo nombre:
+He escrito un viento, un soplo vivo
+del viento entre fragancias, entre hierbas
+mágicas; he narrado
+el viento; solo un poco de viento.
+La poesía se hace con palabras, no con ideas. La fuente primaria de donde brota es la experiencia que hace el poeta con el mundo circundante, con el prójimo y consigo mismo. Pero la poesía se independiza de esa fuente, y viene a parar en su elemento propio, que son las palabras. Sin embargo, a pesar de su autosuficiencia, la poesía sigue ligada a la realidad extralingüística vivida por el poeta en la experiencia. Pero no indicándola, como le ocurre a la señal caminera con el camino; ni copiándola o imitándola, como pretende el poeta realista, sino ofreciéndole al hombre sus artificios lingüísticos, para que pueda orientarse en ella. Aquí tropezamos con una relación semejante a la que hay entre las cosas y la luz. La luz es autosuficiente e independiente de las cosas, pero es la dimensión que hace posible la visibilidad de las cosas.
+La poesía es, pues, una de las formas que tiene el hombre para introducir, mediante el lenguaje, claridad y concierto en la espesura que le es dada originalmente. La primera de ellas es el lenguaje corriente, en el cual la mera nominación de las cosas origina su primera ordenación. De este modo surge un cosmos articulado por medio de los nombres. El lenguaje de la filosofía y el de la ciencia ordenan después las cosas y sus múltiples relaciones lógicas y físicas. Esta es la etapa de la conceptuación. Pero esta tropieza con un muro, en el cual se estrella el concepto. Entonces viene el lenguaje poético. La poesía no es sólo nominación ni ordenación, sino ante todo transfiguración. Lo que no puede ser apresado conceptualmente, la poesía lo saca a la luz convirtiéndolo en figura poética. Las nuevas figuras en la transfiguración las construye con palabras, empleándolas no sólo como contenidos significativos, sino simultáneamente como materiales melódicos, rítmicos y semánticos.
+A la esfera de los fenómenos que adquieren figura y presencia claras en el lenguaje poético, sobre todo en el lenguaje lírico y en el lenguaje del drama, pertenecen la oculta belleza de las cosas y su paso presuroso y huidizo; la existencia humana arrojada en medio de la naturaleza y de la historia; nuestra soledad y nuestro ser para la muerte; nuestro ser en común con los otros, atados a ellos por lazos de amor y de odio, y el misterio del ser del hombre como persona, haciéndose en el tiempo mediante el lenguaje y la libertad y a golpes del azar y del destino.
+Mucho de esto está ausente del libro Morada al Sur. En el arte de atenuar el estrato semántico del poema, para atender preferentemente a su estrato musical, Aurelio Arturo llegó a la perfección, pero a costa de todo lo demás que es la poesía. Él iba por nuestras letras como un Caballero del Desdén y del Renunciamiento, instalado en su paraíso de música, rechazando como material poético las experiencias que le ofrecían la vida, su tiempo y su mundo.
+Pero en los últimos años de su vida, el autor de Morada al Sur ya había roto el círculo mágico en que había quedado encantado desde su primera juventud. Respecto a su producción poética en este nuevo periodo, no sabemos cuándo comenzó; él dio a la luz pública sólo tres poemas, que publicó la revista Golpe de Dados en 1972, a saber: «Palabra», «Lluvias» y «Tambores». Después de su obra anterior, que es la de un pequeño gran poeta, dichos poemas revelan la «manera grande» de su arte.
+El tema de «Palabra» es el lenguaje del hombre. Este es posiblemente el primer gran poema sobre este tema escrito en nuestra lengua. Cuando lo leímos por primera vez en Golpe de Dados, quedamos asombrados de que la poesía, es decir, el lenguaje poético, pudiera esclarecer el lenguaje mismo, sacando a la luz aspectos de su ser ignorados por la filosofía del lenguaje y por las ciencias particulares del lenguaje.
+En «Lluvias», el gran maestro del ritmo poético se deja llevar por el ritmo del mundo, representado aquí por el fenómeno cósmico de la lluvia. Y ello en tal medida que, leyendo el poema, de pronto parece que el poeta hubiese desaparecido y que la lluvia misma hubiera ganado presencia poéticamente cantando su propia historia milenaria.
+En «Tambores», estos, el medio más antiguo de comunicación colectiva entre los hombres, son el símbolo del lenguaje. Y el poeta los oye sonar a través de los siglos y los milenios,
+transmitiendo en la tierra hasta muy lejos
+la palabra humana
+la palabra del hombre y que es el hombre
+la palabra hecha de fatiga y sudor y sangre
+y de tierra y lágrimas
+y melodiosa saliva.
+El poeta publicó estos tres poemas probablemente como una muestra de algo nuevo que apenas comenzaba a alborear. Si ello es así, y si no se encuentra una continuación del nuevo ciclo en su legado póstumo, se puede decir que con la muerte de Aurelio Arturo en 1974 se hundió por segunda vez en la sombra la promesa de un poeta colombiano de significación universal. La primera vez fue en 1896, cuando muere José Asunción Silva a los treinta y un años de edad.
+DESDE LOS AÑOS TREINTA HASTA 1985, año de su muerte, Eduardo Carranza estuvo siempre presente en el espacio ideal de primer plano que nuestra poesía contemporánea ha logrado conquistar en la literatura nacional. En ese lapso de tiempo, él fue entre nosotros una encarnación de la vida poética. En una de esas tipologías al uso, en las cuales se extreman, con propósitos clasificadores, los caracteres esenciales de las formas de vida más significativas, Carranza sería en nuestros días el colombiano que más se ha acercado al tipo ideal del poeta.
+En una época adversa a la vida poética, cuando el poeta había perdido el poder social de que gozó hasta comienzos de nuestro siglo, y cuando, paradójicamente, los poetas mismos comenzaban a predicar y a practicar una especie de antipoesía, Eduardo Carranza ejerció resueltamente la profesión de poeta. Sin desfallecimientos, sin defecciones, sin desvíos ni falsificaciones, se dejó llevar incondicionalmente por esa fuerza misteriosa, irresistible en los mejores, que se llama la vocación. Ningún otro interés pudo ahogar la voz que lo llamaba al oficio de poeta y a la existencia poética. Para él, el existir no consistía en hundirse en la gris rutina de la vida cotidiana, ni en el disfrute del confort o del deleite; ni en el afán en torno a una seguridad económica que nunca llega, porque engañosamente nunca se la considera suficiente; tampoco consistía en la lucha por el saber científico o filosófico, ni en los desvelos por la salvación del alma, ni en la contienda por el poder crematístico o político. En el fondo, el único interés que lo movía era la poesía. El único oficio que ejercía con agrado era el de convertir todo lo que tocaba —sus amores, sus amistades, sus dolores y alegrías, sus ideales políticos y sus sueños— en un mundo de formas poéticas. Este era el mundo en que existía genuinamente. El mundo no era para él ni voluntad ni representación, sino un tejido de hermosas palabras.
+Pero el hecho de haber sido durante algún tiempo un representante par excellence de la forma de vida poética, no basta para asegurarle una perduración en nuestra literatura. En la historia literaria lo que, en último término, importa no es la biografía de sus protagonistas, por muy interesante que haya sido. Esta termina con la muerte, para ser cuando más relegada a la esfera de la anécdota y la leyenda. Lo único que verdaderamente cuenta es la obra. Y la que dejó Eduardo Carranza es de tan excelente calidad y ocupa un lugar tan singular en la poesía colombiana, que puede esperar tranquila la acción del tiempo, que corroe inexorablemente toda obra de los mortales que haya sido mal hecha o hecha de un falso material.
+No tendría sentido detenernos en la cuestión de dicha excelencia de la poesía de Carranza. La mayoría de sus lectores la reconocen. Y, sobre todo, cuando se trata de una obra poética, los juicios de valor son estériles. Pues no esclarecen la obra en nada; y, además, no pueden ser demostrados plenamente. Por ello, preferimos examinar la singularidad del puesto que Carranza ocupa en la poesía nacional. Este tema tiene la ventaja de que puede ser tratado partiendo del suelo firme de unos datos históricos verificables y del testimonio del poeta mismo. Por otra parte, el asunto es muy importante. En poesía, al revés de lo que ocurre en filosofía y en las ciencias, la singularidad es una cuestión de vida o muerte. El poeta tiene que aportar a la poesía algo nuevo —nuevos contenidos, nuevos modos de decir o nuevas maneras de ver—, so pena de convertirse en un simple epígono de algún innovador.
+Para ver lo nuevo que aportó Carranza a la poesía colombiana es necesario, en primer lugar, tener en cuenta el carácter anómalo de esta en el primer cuarto de nuestro siglo. Pues, a pesar de que a partir de 1900, con el movimiento poético español representado sucesivamente por Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Rafael Alberti y Vicente Aleixandre, y, a lo largo de los años veinte, con los poetas hispanoamericanos Vicente Huidobro, Pablo Neruda, César Vallejo y Jorge Luis Borges, se venía produciendo una revolución profunda en el lenguaje poético hispano, nuestros poetas no se dieron por entendidos. Varios de ellos hicieron una obra relevante y duradera, pero extemporánea, un reparo que no se les podría hacer a nuestros grandes poetas del siglo XIX —a José Eusebio Caro o a Gregorio Gutiérrez González, a José Asunción Silva o a Guillermo Valencia—, los cuales cantaron en la lengua poética de su tiempo.
+El primer libro de Carranza, Canciones para iniciar una fiesta (1936), el libro de un joven poeta de veintitrés años, llevó a cabo una ruptura clara, decidida y programática con esa tradición de extemporaneidad de nuestros maestros de principios del siglo. Por ello, su autor se convirtió en la cabeza visible de los jóvenes poetas que venían trabajando en la preparación del terreno para dar el salto definitivo de nuestra poesía hacia lo nuevo, salto que quedó protocolizado, por decirlo así, con la publicación de su libro.
+En esta ruptura se produjo un cambio en la relación del lenguaje poético con la realidad. En nuestra poesía inmediatamente anterior, influida por el romanticismo, el realismo y el modernismo, el lenguaje tenía una función reflejante de lo real, esto es, de la naturaleza o de la cultura, de la vida subjetiva o de la vida social. Según se acentuara uno de estos aspectos de la realidad, la relación se modificaba. Unas veces el lenguaje era descriptivo, otras sentimental o cogitativo, y las más de las veces la expresión de contenidos culturales.
+En los poemas reunidos en su libro, Carranza hacía ver, muy ostensiblemente, que el lenguaje poético podía moverse en un horizonte diferente; que su función no era solamente la de describir lo dado por medio de los sentidos, ni la de expresar y comunicar banales o sublimes sentimientos, ni la de dar a conocer pensamientos agudos o lugares comunes sobre el mundo y la vida, ni mucho menos la de fabricar productos literarios hermosos por su perfección armónica, su brillantez melódica, sus asociaciones cromático-musicales y sus ingredientes históricos, musicales o mitológicos.
+En lugar de su función reflejante y cuasi pasiva, el lenguaje adquiere en la poesía de Carranza una función predominantemente activa. Se convierte en un ataque a la realidad objetiva y subjetiva, para destruirla, pero con el fin de reconstruirla en su propio dominio, en la dimensión de las palabras. Y la fantasía del poeta deja de ser una fantasía reproductiva, para convertirse en una fantasía predominantemente productiva. En suma, el lenguaje del poeta se hace productor de realidades, pero de realidades poéticas.
+Esto aparece ya con gran claridad en la primera estrofa del soneto «La niña de los jardines», con el cual se abren las Canciones para iniciar una fiesta:
+¿En qué jardín del aire o terraza del viento,
+entre la luz redonda del cielo suspendida,
+creció tu voz de lirio moreno y la subida
+agua surtió que te hace de nube el pensamiento?
+He aquí un ejemplo de un mundo al revés y de un lenguaje que no copia las cosas sino que se crea sus propios objetos. El poeta habla de un jardín en el aire y de una terraza en el viento, de una luz redonda suspendida del cielo, de un lirio moreno y de una voz hecha del mismo material de este, y de un pensamiento hecho de nubes. Ninguna de estas cosas existe en la realidad, ni entre ellas existen las relaciones y alusiones que hacen posible el lenguaje metafórico. Todas ellas surgen de una fantasía productiva y de un lenguaje autónomo frente a lo real, y existen sólo en el lenguaje.
+Pero, si bien se mira, estos objetos poéticos producidos autárquicamente por el lenguaje están referidos a la realidad, a la realidad que es «la niña de los jardines», la cual aparece transfigurada a la luz de las palabras poéticas.
+Teniendo en cuenta la autosuficiencia, autonomía y libertad del lenguaje poético frente a todo lo que lo trasciende, no es fácil explicar dicha referencia a lo trascendente.
+Posiblemente lo que ocurre aquí es que, al desplazar las cosas tal como se ofrecen en la experiencia usual, lo que el poeta hace es eliminar en ellas el aspecto sin relieve, gris e indiferenciado que tienen casi siempre en nuestra vida cotidiana, para convertirlas en palabras, en elementos de un lenguaje poético, el cual como todo lenguaje está referido a la realidad.
+En suma, a la par que destruye la apariencia indiferenciada que tienen las cosas en nuestra vida cotidiana, el poeta se refiere a ellas sacando a la luz sus propiedades ocultas en la cotidianidad.
+Si esto es así, se puede decir que el poema destruye la realidad abriéndose al mismo tiempo un camino que permita descubrirla en su ser propio. El poema es, pues, destructor y descubridor. Y la poesía es el arte de sacar algo a la luz a través de lo prosaico. Un sentido que tiene la palabra griega poíēsis, de la cual se deriva nuestra palabra poesía.
+No sabemos si Carranza tuvo conciencia de que semejante idea de la poesía era la que nutría su actividad poética. Pero, de todos modos, su quehacer poético estuvo siempre gobernado por una noción preconceptual de esa idea, noción que en el artista llega a veces a ser más certera y segura que el concepto mismo. Además, existen muchos versos dispersos en su obra que la insinúan. No es necesario citarlos, porque hay un poema suyo que contiene una declaración explícita al respecto, válida para toda su poesía, a juzgar por el título. El poema se titula «Arte poética». Allí leemos:
+Todas las olas, digo
+todos los hombres cantan en mi lengua.
+Todos los ríos, todas las ciudades,
+los pueblos, las palmeras, las campanas,
+los años, las muchachas, las guitarras,
+las frutas y los besos y los pájaros,
+los recuerdos, los mares de esta Patria,
+reunidos se pronuncian y se sueñan
+alucinadamente en la palabra
+que me dieron ahora, antes, después,
+y existen, fulgen, porque yo los nombro.
+Adviértase que todo lo que se enumera aquí pertenece a la realidad frontera al poeta. Carranza, en efecto, permanece durante casi toda su vida vuelto hacia lo que trasciende su subjetividad. Lo que entonces hace «fulgir» en el verso, dándole presencia en el resplandor de la palabra, son los otros —la amada, los hijos, los padres, los amigos y las amigas— y la belleza y las maravillas del mundo, olvidándose de sí mismo «muerto de amor», para usar una de sus expresiones favoritas. Su actitud entonces es, pues, la extraversión, y su temple de ánimo el amor y el entusiasmo.
+Pero la enumeración que aparece en «Arte poética» es parcial. Allí faltan los temas que irrumpieron en la poesía de Carranza al final de su vida, cambiándolo todo: su concepción del mundo y de la vida, su temple de ánimo y su lenguaje poético.
+Semejantes cambios se producen cuando, en el crepúsculo de su vida, el poeta se vuelve sobre sí mismo, no para expresar sus emociones y sus sentimientos, sino acosado por el misterio de su propio ser. En esta vuelta hacia su intimidad tropieza con el tiempo. No con el tiempo físico, sino con el tiempo del hombre. El tiempo físico es el de las cosas, que es un tiempo universal en que todas ellas están inmersas, y un tiempo infinito, por cuanto nunca se acaba aunque se acaben las cosas. En cambio el tiempo del ser humano es individual, es el tiempo mío, el que me ha sido dado para que yo lo gaste en la realización de mi existencia, y es así mismo un tiempo finito, porque se me acaba con mi muerte.
+El misterio de su propio ser, el misterio del tiempo de la existencia humana y el misterio de la muerte son los nuevos temas en la última etapa creativa de Carranza. Todo esto se produjo de repente y al mismo tiempo que el bello mundo en que había vivido el poeta y que él había cantado en sus bellos versos se rompe como un frágil cristal. Él nos lo cuenta en la «Kasida de la oscura región»:
+De repente se oyó un cristal
+que se quebraba no sé dónde
+y anocheció en mi corazón
+y como un vino derramado
+el tiempo vino a recordarme
+mi manera de ser mortal…
+Y todas las cosas me revelaron
+el horror que tienen detrás…
+El poeta ve en su nuevo horizonte algo totalmente diferente de lo que veía antes: su ser en el tiempo, su ser mortal por estar hecho de tiempo y, a través del tiempo y de la muerte, un nuevo ser de las cosas, que antes formaban un cosmos lleno de sentido y de hermosura, y que ahora aparecen flotando en la nada.
+Instalado en este nuevo horizonte, el temple de ánimo del poeta es el horror y el desengaño. El horror por la nada que encuentra en el fondo de las cosas, y el desengaño de haber amado y cantado largamente sólo sus bellas apariencias.
+En semejante temple de ánimo, la función del lenguaje poético se modifica. Lo que ahora debe «fulgir» en el ámbito de luz que crea el poema, no es la hermosura del mundo, sino el fluir de todo —la vida del poeta y de su bello universo— en el río del tiempo, que va a dar a la mar, que es el morir, como lo dejó dicho en claras y sencillas palabras don Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre, poema con el cual se inició hace más de cinco siglos la poesía temporalista de nuestra lengua.
+NO ES AVENTURADO AFIRMAR que la poesía ha sido en Colombia la única rama de la cultura superior que, desde los tiempos coloniales hasta hoy, ha podido mantener una ininterrumpida continuidad y una posición eminente.
+Esto se ha debido en gran medida a la fuente de que casi siempre se ha alimentado desde el comienzo. Nos referimos a la poesía española, que ha sido en la Época Moderna y en el primer tercio del siglo XX una de las más importantes de Europa.
+En los siglos XVI y XVII, justamente en el momento de la instalación cultural de España en América, la poesía peninsular llegó a una de las más altas cimas de su historia, de lo cual se benefició nuestra poesía en su punto de partida.
+Semejante buena estrella no la tuvieron entre nosotros otras actividades espirituales dependientes de la palabra. La historia de nuestro pensamiento científico y filosófico, por ejemplo, ha sido una historia desastrosa.
+El origen de este lado negativo de nuestra vida cultural hay que buscarlo en la historia intelectual de España en la Época Moderna. Pues, al revés de lo ocurrido en la poesía, el pensamiento español en dicha época, la cual coincide cronológicamente con la de su hegemonía en América, se caracterizó, en comparación con el del resto de Europa, por su mediocridad y anacronismo.
+Como es bien sabido, a principios de la modernidad, a partir del siglo XVII, cuando comenzaba a constituirse un Nuevo Mundo bajo su dominio, los españoles se encerraron detrás de los Pirineos, resueltos a ignorar la aparición de la scienza nuova de Galileo y la nueva filosofía de Descartes y empeñados en prolongar el pensamiento medieval que, después de haber cumplido su misión histórica esencial en la Edad Media, ya pertenecía a un pasado caduco.
+Por ello, mientras en los comienzos de nuestra vida cultural nos llegaban de la Península la poesía de Góngora y la del clasicismo español, en el campo del pensamiento sólo recibíamos una Edad Media tardía, que perduró entre nosotros desde la época colonial hasta principios del siglo XX.
+En vista de este fondo histórico, no es difícil comprender por qué tuvimos que vivir durante varios siglos ignorantes de lo que estaba pasando en Occidente en las ciencias y en la filosofía, y por qué nuestra poesía, desde su punto de partida, pudo echarse a andar con pie seguro e impulsada por vientos propicios.
+El impulso recibido entonces no se debilitó después, sino que se hizo más fuerte, sobre todo cuando, a partir de nuestra emancipación política de España, se multiplicaron los contactos culturales de nuestro país con la Europa transpirenaica. Pero el contacto decisivo fue el que tuvo lugar, a fines del siglo XIX, con la poesía francesa, la más importante en ese momento en Europa. El vuelo que adquirió de este modo nuestra poesía la llevó a su mayoría de edad con José Asunción Silva y Guillermo Valencia.
+Luego vino la presencia eruptiva de Rubén Darío en la poesía de nuestra lengua. Con ella, la relación de dependencia de América con España, creada por el hecho de la conquista y la colonización, se invirtió definitivamente. Desde entonces, la poesía americana comenzó a influir en la española.
+Por lo que toca a Colombia, la influencia directa de Darío en la poesía del primer tercio del siglo XX fue enorme. La obra de nuestros poetas mayores de ese tiempo —Porfirio Barba Jacob, León de Greiff y Rafael Maya— es un testimonio de ello.
+Indirectamente, Darío estuvo también presente en la obra de los poetas colombianos que salieron a la luz pública en los años treinta. Directamente, ellos estaban bajo el influjo del movimiento poético español iniciado por Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado a comienzos del siglo. Pero dicho movimiento era una resonancia de Darío. Uno de sus representantes, Gerardo Diego, lo reconoce en su Antología de la poesía española contemporánea (1901-1934). En el prólogo dice que el «punto de partida» para ellos había sido Rubén Darío, gracias a su «esplendorosa renovación de las esencias y modos poéticos». Y consecuentemente abre la antología de los más importantes poetas españoles de nuestro tiempo con una selección de poemas del indio nicaragüense.
+Pero esta vuelta a España de los poetas colombianos de los años treinta se llevó a cabo desde un mundo poético que estaban fundando en América Pablo Neruda, Vicente Huidobro, César Vallejo y Jorge Luis Borges, los cuales ya comenzaban a gravitar sobre la poesía española.
+Con las anteriores consideraciones sólo queríamos ilustrar nuestra tesis sobre la normalidad de la evolución de la poesía colombiana, en contraste con la anormalidad imperante en la historia de nuestro pensamiento. Dicha normalidad ha sido continua desde los comienzos de nuestra vida cultural superior. Nuestra poesía ha tenido «épocas deslucidas» y de «borrachera del corazón», épocas de esterilidad, de patrioterismo y de sentimentalismo, de exuberancia verbal y culturalista. Pero esto es normal en un largo proceso histórico. Todo ello es la ganga que acompaña a la veta de oro puro, la cual se puede perseguir, como un hilo de lirismo de la más pura ley, desde el poema gongorino «A un salto por donde se despeña el arroyo de Chillo», del poeta colonial del siglo XVII Hernando Domínguez Camargo, hasta la Morada al Sur de Aurelio Arturo y la «Epístola mortal» de Eduardo Carranza, para hablar sólo de lo que ya es historia de todos conocida.
+De ahí se origina el dicho según el cual Colombia ha sido una tierra de poetas. Comúnmente se piensa que ello se ha debido a una disposición natural del hombre colombiano para la poesía, esto es, a un don de la naturaleza. Pero lo que se posee por naturaleza, se tiene por nacimiento, como el pájaro tiene el don del canto. Aquí no se trata de eso. Nuestra vocación para la poesía no la recibimos de la naturaleza, sino de la historia. En medio de todas nuestras desventuras culturales provenientes de España, nuestras circunstancias históricas favorables a una creación poética excelente fueron posibles gracias a la existencia de una gran poesía española en la Época Moderna, que para nosotros fue la época de la Colonia. A esta coyuntura histórica le debemos, pues, nuestra gran tradición poética, así como le debemos la ausencia de una tradición en el campo del pensamiento.
+Si añadimos a dicha tradición poética las tres grandes novelas María, La vorágine y Cien años de soledad, por cuanto en ellas los ingredientes poéticos son tan importantes como los meramente narrativos, podemos comprender por qué la poesía ha ocupado un puesto preeminente en el conjunto de nuestra cultura a lo largo de su historia.
+Pero la historia cultural de un pueblo en la que la poesía ha tenido la preeminencia que hemos caracterizado aquí es irremediablemente una historia singular y atípica, si se la considera, por ejemplo, a la luz de la «ley de los tres estadios», formulada por primera vez en 1829 por Auguste Comte en su Prospectus des travaux scientifiques nécessaires pour réorganiser la société, a la cual casi siempre se recurre en estos casos.
+Según dicha ley, en los intentos del hombre de organizar, nominar y articular la multiplicidad de experiencias y de fenómenos que se producen en su encuentro con el mundo y con el prójimo, lo típico es que cada pueblo tenga que pasar por tres estadios de su evolución espiritual: el teológico, en el cual esa multiplicidad es referida a causas sobrenaturales y divinas; el metafísico, en el que esas causas son buscadas en un mundo suprasensible de las ideas, y el científico o positivo, que finalmente adviene cuando el hombre sólo tiene en cuenta los fenómenos intramundanos que se le dan en la experiencia y las relaciones entre ellos que puedan ser determinadas cuantitativamente y formuladas en leyes.
+La ley supone una sucesión de los estadios, en la cual el estadio metafísico viene después del teológico y lo niega y elimina, para ser a su turno eliminado y negado por el siguiente estadio, que es el científico o positivo, el cual es el final y definitivo y con el cual quedan los dos anteriores superados y cancelados.
+Este esquema histórico ha sido muy útil en el estudio de la evolución espiritual de la humanidad. Pero a menudo se lo utiliza sin beneficio de inventario, a pesar de que reposa en una hipótesis contraria a la realidad histórica.
+La evolución espiritual del hombre no tiene un carácter lineal. Los tres estadios se generan en tres actitudes fundamentales del hombre que pueden coexistir en la misma etapa evolutiva de la humanidad. El impulso religioso no desaparece cuando entra en acción el afán metafísico, y el espíritu científico no anula el espíritu metafísico. Esto no ha ocurrido ni siquiera en el momento histórico que estamos viviendo, en la Época de la Técnica, en la cual el «estadio científico» ha llegado a su plenitud y a una preeminencia total. Las religiones siguen moviendo a los hombres y la metafísica sigue buscando el ser oculto de las cosas. De ahí que esta etapa histórica no se pueda considerar como la etapa final de la evolución de la humanidad.
+La razón de lo anterior es que las tres actitudes fundamentales que dan origen a los tres estadios de que habla Comte corresponden a tres posibilidades esenciales de la existencia humana, las cuales no se realizan una tras otra en una línea recta, sino que pugnan en la historia por el predominio en la vida individual y colectiva y que siempre vuelven de nuevo, una y otra vez en un movimiento circular, en el que el hombre va evolucionando y progresando en profundidad en las tres direcciones, en ninguna de las cuales puede fijarse un punto final evolutivo.
+Pero el mayor defecto que encontramos en el esquema histórico de Comte es que en él no aparece la poesía, a pesar de que casi siempre ha coexistido con los otros estadios. Esto es evidente sobre todo en los comienzos de las religiones y la metafísica. Con frecuencia, los textos religiosos se han servido del lenguaje poético como medio expresivo de las revelaciones que encierran o, al contrario, los poetas han tomado de las religiones el material de sus construcciones. Lo mismo ha ocurrido con la metafísica. Así, por ejemplo, uno de los primeros textos de la metafísica occidental, el de Parménides, es un poema. Y si queremos comprender muchas obras poéticas antiguas, modernas o contemporáneas, tenemos que interpretarlas como si fueran tratados metafísicos. Por otra parte, algunos pueblos no han expresado su concepción del mundo y de la vida religiosa o metafísicamente, sino de modo poético.
+Y lo que más nos importa: nuestra historia espiritual no cabe en el esquema de Comte.
+En ella no hubo un estadio teológico. Asentado en un substrato religioso mágico, pero que había sido estigmatizado por los conquistadores, el pueblo que nació de la colonización no pudo producir una vida religiosa auténtica. La forma de la religiosidad y los mitos religiosos los impusieron los colonizadores. Pero esta imposición no logró desalojar totalmente el substrato mágico aborigen. Esto dio origen a una mezcla espuria de ingredientes religiosos heterogéneos, partiendo de la cual no podía constituirse una concepción teológica del mundo y de la vida en sentido estricto.
+Tampoco hubo un estadio metafísico. Como ya lo hemos dicho en múltiples giros, a pesar de estar insertos cronológicamente en la Época Moderna, no tuvimos ningún contacto con la metafísica de la modernidad en marcha en el mundo occidental, al cual pertenecíamos como prolongación colonial de España. La metafísica que esta envió a sus colonias fue la metafísica medieval, la cual sólo ofrecía una serie de fórmulas muertas incapaces de despertar el eros filosófico.
+Un estadio científico o positivo tampoco lo tuvimos. Las modernas ciencias de la naturaleza y las ciencias históricas venían progresando a lo largo del siglo XVIII, al final del cual la técnica moderna, basada en el saber físico-matemático, pudo hacer los descubrimientos que la impulsarían a una expansión universal incontenible. Pero los españoles, que eran nuestra fuente de información, ya se habían desviado de Occidente, y no estaban participando en esas empresas comunes de los pueblos europeos. Y la suerte que corrió España en dicha actitud la tuvieron que correr sus colonias en América.
+Todo esto pertenece, pues, a nuestro destino hispanoamericano. Surgimos de una colonización llevada a cabo por un gran pueblo, cuya cultura había entrado en una etapa de decadencia y de anormalidad, si se lo ve en el marco de la historia de Occidente, del cual era una parte. Nos instalamos en el mundo a través de una bella y poderosa lengua que no habíamos creado, de una lengua que llevaba ya siete siglos de existencia y cuya literatura había alcanzado la etapa de la clasicidad. Y en medio de la Época Moderna, tuvimos que vivir durante tres siglos en una especie de Edad Media, distantes de la teología, la metafísica y las ciencias modernas.
+Pero pese a nuestras desventuras culturales, nuestro destino hispanoamericano nos hizo partícipes de la gran poesía española que, con la pintura, fue lo único que en la Época Moderna no fue arrastrado por la corriente de la decadencia de España. Esta es la razón de que ahora podamos hablar de nuestra vocación para la poesía.
+Determinados por nuestro destino hispanoamericano, para nuestra instalación en el mundo y en la vida no tuvimos el lenguaje mágico del mito, ni el lenguaje estricto de la filosofía, ni el lenguaje exacto de la ciencia, pero tuvimos el lenguaje poético, que en ciertas circunstancias históricas puede ser suficiente para ello. Aquí no caben juicios de valor. La poesía ejerce una función diferente a la que ejercen la religión, la metafísica y la ciencia, pero no inferior.
+Apoyándose en el formidable poder expresivo del lenguaje metafórico y de la música de las palabras, y operando con símbolos y mitos, la poesía también es capaz de producir pautas para interpretar el mundo y la vida humana análogas a los conceptos y categorías de la filosofía y la ciencia.
+Claro está que estas últimas poseen el rigor y la exactitud que le faltan a la poesía. Pero el lenguaje poético puede, a su manera, sacar a la luz de la palabra estructuras, figuras y procesos de la realidad y situaciones y estados, acciones y formas de comportamiento de la existencia humana individual y colectiva inaccesibles al pensamiento filosófico y a la investigación científica.
+Por otra parte, el poeta posee el poder de captar el relumbrar instantáneo de lo individual y de fijar en el verso su presencia efímera y fugaz, lo que no logra el filósofo ni el científico, que van siempre en pos de lo universal y lo abstracto propios de la idea platónica y de la ley válidas para una pluralidad.
+Lo que sí es innegable es el carácter atípico que le dio, durante varios siglos, a nuestra evolución espiritual esta preeminencia de la poesía en el conjunto de nuestra cultura. Pero ese carácter atípico fue un fenómeno histórico transitorio. Desde hace aproximadamente cincuenta años, impulsados por el despertar de su sueño medieval de los pueblos de nuestra lengua, hemos comenzado a abrirnos a la modernidad en todos los campos de la cultura. En lo filosófico y en lo científico nuestra tarea ha sido la de llevar a cabo una recepción del pensamiento moderno en marcha desde el siglo XVII, cuando iniciamos nuestra vida cultural superior de espaldas a él. De este modo hemos comenzado a superar el anacronismo y la anormalidad de nuestra situación histórica. En el campo científico, una anticipación de dicha apertura fue la eclosión entre nosotros de un gran movimiento en las ciencias del lenguaje a fines del siglo XIX. El corifeo de este movimiento, Rufino José Cuervo, se convirtió entonces en la figura más importante en el mundo de la lingüística hispánica. Pero este es también un capítulo de la anormalidad de nuestra trayectoria cultural, pero con signo positivo. Porque, de acuerdo con las leyes de la causalidad cultural, este es un fenómeno inexplicable. Cuervo no fue producto de nuestra historia. Cuervo salió de la nada. Quizás la única manera de explicar su caso es refiriéndolo al gigantismo intelectual característico del siglo XIX. Se podría pensar que los dioses decidieron no privar a Colombia de este fenómeno histórico extendido por todas partes, y nos enviaron a Cuervo.
+Así, pues, la poesía comenzó a perder su puesto preeminente entre nosotros. Sin embargo, ha conservado la función normal que le corresponde de acuerdo con su ser peculiar e insustituible. Por ello, nuestros poetas tienen una tarea enorme: la de mantener la altura que ha tenido nuestra poesía a lo largo de su historia, además de continuar cumpliendo el deber de todo poeta que dejó expresado Mallarmé en el soneto a la tumba de Poe: el de donner un sens plus pur aux mots de la tribu, el de «darles un sentido más puro a las palabras de la tribu».
+EL LLAMADO MITO DEL REY filósofo no era para Platón, de quien proviene, una mera quimera, un producto de la imaginación, sino una rigurosa teoría política, cuya elaboración podemos seguir paso a paso en los primeros cinco libros de su obra titulada Politeía. La posteridad le dio el nombre de mito a dicha teoría, quizás porque nunca pudo llevarse literalmente a la práctica.
+En general, la Politeía es un esbozo en un plano ideal de un Estado justo. Platón supone allí de antemano que la justicia es algo objetivo, y rechaza, por tanto, la concepción corriente en su tiempo de un Estado basado sólo en el poder y la fuerza. Por ello se puede decir que el mito del rey filósofo, al que se llega en la obra después de una larga investigación, estaba ya implícito en su punto de partida. Pues si la justicia, a la que tiene que someterse también el rey, es objetiva, y nadie puede decidir subjetivamente y de buenas a primeras qué es lo justo, quien quiera buscar su esencia tiene por fuerza que proceder metódica y sistemáticamente, es decir, siguiendo lo que Platón llama el «camino largo» del filosofar, que es el camino de los filósofos. De modo que estos son los únicos que pueden saber, desde su fundamento, qué es el Estado y qué es una administración pública justa; y, por consiguiente, son también los únicos llamados a gobernarlo, así como los que conocen a fondo las naves y las cosas de la navegación son los que deben guiarlas por el mar.
+Platón formula lapidariamente esta convicción con las siguientes palabras: «Mientras no reinen los filósofos en los Estados o los que ahora se llaman reyes o soberanos no se conviertan en filósofos auténticos y capaces, y mientras no se unifiquen el poder político y la filosofía…, no se pondrá fin a los males de los Estados, ni tampoco a los del género humano»[11].
+Como se sabe, Platón mismo intentó varias veces llevar a cabo dicha «unificación del poder político y la filosofía» en la corte siciliana de Dionisio de Siracusa, pero, como consta en la Carta VII, que es una historia de sus fracasos políticos, cada uno de los tres viajes que hizo a Sicilia con este fin terminó desastrosamente. Después de estar cada vez a punto de perder la vida y de sufrir prisión y sinnúmero de vejaciones, tuvo que regresar siempre de nuevo a Atenas maltrecho y decepcionado. Al término del último viaje, decidió retirarse definitivamente a la Academia, dándole la espalda a la política, para dedicarse exclusivamente a la filosofía.
+Pero la política, tomando esta palabra en su sentido griego, quedó incorporada a la filosofía, que desde entonces hasta nuestros días no ha dejado de reflexionar sobre la justicia, sobre el Estado y las diversas formas de gobierno, sobre la ley y el derecho, sobre las relaciones entre el individuo y el Estado, etcétera. Además, el ideal platónico de llegar a unir algún día el poder político con la filosofía, ha seguido atrayendo a grandes pensadores, empujándolos frecuentemente a aventuras políticas, de las que casi siempre han salido maltrechos y decepcionados, como salió Platón de las suyas en Siracusa.
+De manera que, en estas cosas, como en muchas otras, los sucesores de Platón parecen no poder dejar de recorrer nuevamente los caminos recorridos por él. Pero la incorporación primigenia de la política a la filosofía no fue obra suya. Esto había ocurrido antes, en el momento de la constitución de la filosofía en sentido estricto, en la obra de Heráclito de Éfeso. Por cuanto de esta obra, que nos ha sido transmitida bajo el título de Perì phýfseōs, «Acerca de la naturaleza», sólo se han conservado algunos fragmentos, es muy difícil saber exactamente cuál era su tema central. Pero a juzgar por lo que quedó de ella, es seguro que allí lo político ocupaba un puesto de primer plano. Quizás por haber sido incluido Heráclito desde un comienzo entre los filósofos de la naturaleza, este aspecto de su obra ha sido muy poco atendido por la historia de la filosofía, a pesar de que ya en la Antigüedad, como cuenta Diógenes Laercio, el gramático Diódotos sostenía que dicha obra no era Perì phýfseōs, sino perì politeías, «acerca de la vida política», es decir, acerca de la coexistencia de los hombres en la pólis.
+En la fórmula de Heráclito hèn pánta eînai, contenida en el fragmento 50 —según la numeración de Diels—, quedó registrada la partida de bautismo de la filosofía. De todo lo que hay —pánta— se predica allí el ser —eînai— uno —hén—. Así, aquella queda caracterizada textualmente como un intento de ver todas las cosas a la luz de lo Uno. Como es sabido, esto lo logra desatendiendo en los entes las propiedades, para atender exclusivamente a lo que Heráclito llama lo xynón[12], lo común a todos ellos. En la fórmula, lo común a todos los entes es el eînai, el ser, que es uno —hén—.
+Ahora bien, la palabra pánta, en la fórmula, hay que tomarla en toda su extensión. Ella no designa la totalidad que forma una de las regiones de la Realidad, verbigracia, la naturaleza, sino todas las cosas, incluyendo las cosas específicamente humanas, cuyo ámbito propio es la pólis, es decir, la totalidad de las cosas políticas.
+Semejante totalidad universal, que abarca las totalidades parciales que son la pólis y la natural, es el tema de la segunda parte del fragmento 114, cuya primera parte identifica lo Uno con lo común a todas las cosas. Ahora lo Uno se interpreta como la «ley divina». A esta ley no se la llama aquí divina para indicar que tiene su fundamento en Dios, pues en este caso ella no podría ser el fundamento último y único de todo, sino para diferenciarla de las «leyes humanas». Según Heráclito, estas leyes que crean los hombres y las formas de coexistencia humana que ellas ordenan y regulan y el orden total de todo esto, que es la pólis, se fundan en esa ley increada y universal. Pero, al mismo tiempo, dicha ley es el fundamento ordenador de ese otro orden que es la naturaleza. Por ello, de la ley divina se dice al final del fragmento que «es superior a todas las cosas y las trasciende a todas».
+Platón se mueve en este amplio horizonte que le abre Heráclito a la filosofía, donde el problema político ocupa un lugar tan importante como el del problema ontológico. Esto nos explica el hecho extraño de que la exposición sistemática de su metafísica aparezca en una obra titulada Politeía. Además, nos aclara, aunque sólo en mínima medida, el problema más difícil que plantea al intérprete la filosofía platónica. Me refiero al que encierra la Idea del Bien como principio último de todo lo que hay. Esta idea alude a algo valioso, a algo que debe ser y, por tanto, a algo normativo idealmente, lo mismo que la ley divina de Heráclito. A pesar de ello, la Idea del Bien no es solamente el fundamento de la justicia y de las leyes justas en que debe reposar la pólis, sino también el fundamento de todas las cosas naturales. Este último se había buscado antes entre los elementos intramundanos —agua, aire, fuego, átomos, etcétera—; después, en las metafísicas influidas por el cristianismo, se busca en un principio creador, y a partir de Descartes, en la subjetividad humana.
+Viendo el mito platónico del rey filósofo en este horizonte, se destaca con más claridad el puesto singular y fundamental que allí se les asigna a los filósofos en el Estado. Por cuanto el Estado justo con sus leyes justas debe basarse en ese fundamento último y único que es la Idea del Bien, y como los filósofos son los únicos que pueden seguir el camino hacia él, ellos son los únicos que pueden ver dicho Estado desde su fundamento y en su esencia. Los no filósofos, por el contrario, se pierden en la multiplicidad de los fenómenos que en la comunidad política originan la administración de justicia, la defensa del orden interno del Estado y de sus fronteras, las relaciones económicas de producción y distribución, la educación de los ciudadanos, etcétera. Ellos no pueden conocer la esencia del Estado, porque no lo pueden ver desde su fundamento, que es lo que unifica y mantiene junta esa multiplicidad fenoménica, constituyendo un Estado justo.
+De acuerdo con lo anterior no sería difícil interpretar, desmitologizándola, la tarea concreta que se les adscribe a los filósofos en el Estado platónico. Ellos son allí los phílakes, los guardianes. Pero como hay otros guardianes, los soldados, que defienden el Estado con las armas, los filósofos reciben el nombre de phílakes panteleîs[13], los guardianes totales, es decir, los que tienen la vista vigilante puesta en la totalidad del Estado, visto desde su fundamento. Los filósofos son los guardianes de los fundamentos del Estado, esto es, los custodios de su esencia, lo cual implica que son los garantes de una coexistencia auténtica en la comunidad política, coexistencia que es imposible en un Estado espurio.
+Como dijimos al comienzo, todo esto es una consecuencia necesaria del punto de partida de la Politeía. Lo que sí es una subrepción es la exigencia de que los filósofos intervengan en la administración pública y en la política activa. Esta exigencia está en contradicción con dicho punto de partida. Si los filósofos atendiesen a ella, se perderían en una muchedumbre de fenómenos, olvidándose de su tarea esencial. Platón mismo encarnó esta contradicción en sus aventuras sicilianas. Su fracaso allí fue lo que lo impulsó a retirarse a la Academia, para dedicarse a la filosofía. Algo parecido le había ocurrido antes a Heráclito. Lo mismo que Platón, Heráclito era descendiente de reyes, y desde su niñez estaba destinado a la política. Pero sus intervenciones en ella terminaron tan mal como las de Platón; fue perseguido y aislado de la comunidad política; por ello, el autor de las Epístolas pseudo-heraclíteas pone en su boca estas palabras para un griego tan amargas: mónos eimì en tê pólei, «estoy solo en medio de la pólis»[14]. De ahí que haya preferido retirarse al Artemisión, un paraje consagrado a la diosa Artemis, donde vivió como un anacoreta en un bosque cercano al templo, dedicado a escribir su obra. Es curioso el paralelismo de estos dos casos. Así como la Academia platónica, situada en un gimnasio suburbano de Atenas, era un mundo aparte con sus propias leyes, el Artemisión era un circuito amurallado y desligado de Éfeso por los muros y por la magia de la diosa. Ambos lugares tienen un simbolismo profundo. Ambos se contraponen a la pólis —lugar del tumulto y del ruido—, y se protegen contra ella por medio de la soledad y del silencio. Y en ambos se salvó la filosofía en dos momentos decisivos de su historia de ser ahogada por la política.
+Con todo, la «unidad de la filosofía y el poder político» que postuló Platón siguió atrayendo a los filósofos como un poderoso imán. Esta es la razón por la cual, más de dos mil años después, Kant se haya visto obligado a amonestar a sus colegas con estas palabras: «No hay que esperar ni siquiera desear que los reyes se hagan filósofos, ni que los filósofos se conviertan en reyes, porque la posesión del poder echa a perder el libre uso de la razón». Pero después de Kant dicha atracción siguió creciendo hasta tal punto que Karl Marx a mediados del siglo XIX, en su polémica juvenil con Hegel, llegó al extremo de sostener que la filosofía no tiene otra función que la de servir de instrumento en la lucha por el poder político.
+En este último fruto del mito del rey filósofo la filosofía desaparece y queda sólo la política. De aquí que sea necesario preguntar, independientemente de semejante extremismo, por el sentido y la vigencia que puede tener aún este mito en el mundo actual, si no es que ya ha agotado todas sus posibilidades de desarrollo. Para ello, habría que comenzar con una amplia caracterización de dicho mundo. Pero esto llevaría demasiado lejos. Por lo pronto, se pueden enumerar sin más unos rasgos suyos que pueden servir de orientadores, rasgos que aparecen en los siguientes enunciados que se escuchan y se leen por doquier: 1º. el mundo actual es el mundo de la ciencia; 2º. el mundo actual es el mundo de la técnica; 3º. el mundo actual es un mundo totalmente politizado, y 4º. el mundo actual es un mundo en crisis.
+En esta enumeración parece como si el cuarto rasgo, la crisis, abarcase los otros tres. Pero no es así. Lo que está en crisis en el mundo actual no es la ciencia. Cuando se habla de la ciencia actual casi siempre se piensa en las ciencias exactas de la naturaleza, que se convirtieron en un saber ejemplar y en un poder histórico desde el momento de su constitución a principios de la Edad Moderna, y que en más de tres siglos de vertiginoso desarrollo no han hecho más que progresar. Lo mismo puede decirse de la nueva técnica, que es una prolongación de las ciencias exactas de la naturaleza. Lo que está en crisis es nuestro mundo no es esa técnica científica. Al contrario, ahora sí se puede tocar con las manos lo que el poeta F. G. Jünger llamó hace ya casi medio siglo la «perfección de la técnica». Lo que está en crisis en el mundo actual tampoco es la política, tomando esta palabra en el sentido restringido de la lucha por el poder. Al revés, la supremacía en nuestro mundo de semejante política es cada vez mayor. A causa de la crisis, las estructuras sociales y de poder se han hecho fluyentes e inestables, lo cual exige la acción política permanente, para conquistar una estabilidad, que nunca llega. Esto explica la politización total de nuestra vida. La política en dicho sentido está en acción por doquier, en un grado desconocido hasta hoy: no solamente en la plaza pública, sino también en el campo del deporte, en la Universidad, en el teatro, en los laboratorios, e inclusive en el refugio del pensador y del poeta.
+Entonces, ¿qué es lo que está en crisis en el mundo actual? La respuesta es digna de Perogrullo, pero es la única posible. Lo que está en crisis en el mundo actual es el mundo. Y lo que pasa en un mundo en crisis es muy conocido. Como el mundo es un sistema de seguridades que le permiten al hombre establecer relaciones firmes y claras con la Realidad y orientarse sin titubeos respecto a sus tareas, cuando un mundo histórico determinado está en crisis, el hombre de este mundo no sabe a qué atenerse respecto a las cosas y al prójimo, ni sabe qué es lo que debe hacer ni cómo debe comportarse. Para designar la ausencia de estas formas tan primarias del saber, Nietzsche, quien anunció a fines del siglo XIX los primeros signos de la crisis de nuestro tiempo, emplea las palabras nihilismo e inmoralismo. Él habla también de una crisis de los valores vigentes hasta entonces. Estos valores eran dichas seguridades sobre el ser y el deber ser.
+Ahora bien, cuando un mundo está en crisis, el hombre se pone siempre a buscar una salida de ella. En épocas anteriores, la mayor ayuda en la superación de las crisis históricas vino de la filosofía. Ahora se cree que la ayuda sólo puede venir de la ciencia, de la técnica y de la política. Esto se comprende de suyo. Desde Auguste Comte se viene considerando a la filosofía como un estadio de la evolución del espíritu humano ya definitivamente superado por el estadio de las ciencias positivas. Esta creencia se podría considerar como un quinto rasgo característico del mundo actual. En nuestros días, hasta los mismos filósofos hablan del fin de la filosofía. Pero, a pesar de todo esto, lo angustioso es que aquellos poderes dominantes en el mundo actual se han revelado como impotentes frente a la crisis en que vivimos. Es más, en cierto respecto, dichos poderes se han convertido en potenciadores de la crisis. La ciencia y la técnica científica pueden someter a sus cálculos y a su control casi todo lo que hay, pero al mismo tiempo deterioran el habitat del hombre, incrementando así su inseguridad constitutiva, que se intensifica dramáticamente en las épocas de crisis. Fuera de eso, aumentan su incertidumbre ingénita respecto al futuro, al crear una posibilidad que no había existido antes en la historia de la humanidad: la de la destrucción subitánea de la biosfera y demás bases materiales de su existencia. La política, a su turno, tampoco puede ofrecer ayuda. Pues al quedar supeditados sus afanes en este sentido a su interés primordial, que es la porfía en torno al poder, no hace más que atizar en todo el planeta la lucha a muerte, potenciando así en grado sumo el peligro anteriormente indicado.
+Pero lo que hay aquí en el último fondo es también algo perogrullesco, a saber, que a dichos poderes en cuanto tales los tiene sin cuidado la crisis, porque, como ya dijimos, esta no es una crisis científica o de la técnica, ni una crisis política, sino una crisis del mundo. El mundo, en el sentido que tiene esta palabra en expresiones como «mundo medieval» o «mundo moderno», es un ordo universalis, un orden de todas las cosas físicas y humanas resultante de su articulación en dirección a una cierta unidad, versus unum, y, como ya sabemos, a dichos poderes no les interesa ni un tris ese unum o hén, esa unidad que mantiene las cosas juntas en una totalidad, unidad en torno a la cual se vienen afanando los filósofos desde Heráclito.
+Esta es, en efecto, una cuestión de la incumbencia exclusiva de la filosofía. De modo que, al menos desde este punto de vista, ella está facultada para intervenir en la crisis. Claro está que no la va a resolver. En la superación de una crisis histórica obran otras fuerzas, algunas de las cuales son totalmente desconocidas. Pero mediante una reactivación de sus viejas preguntas por el ser del hombre y de su mundo peculiar, por el ethos, por el ser de la historia, por el ser de la comunidad y del Estado, etcétera, que parecen haber caído en el olvido, la filosofía podría esclarecer algunas dimensiones esenciales de la crisis y ayudarle al hombre actual a ver con claridad en el túnel oscuro en que se encuentra y a mirar en la dirección de salida hacia un nuevo mundo.
+Pero si examinamos lo que es la filosofía en las universidades y en los institutos de investigación filosófica, tenemos que concluir que para cumplir semejante tarea tendría que llevar a cabo una gran reflexión sobre sí misma, regresando a su figura originaria. ¿Regresando de dónde? De los campos de las diversas ciencias particulares surgidas de su propio seno, con las cuales ha tenido siempre la tendencia a confundirse. En nuestros días, semejantes confusiones son más numerosas que nunca, y muy a menudo, cuando se cree estar haciendo filosofía, de lo que en el fondo se trata es de teología o de matemática, de psicología o de sociología o de lingüística. De modo que dicha reflexión equivaldría a una purificación de la filosofía, a una vuelta a lo que ella es sin mezcla, a su mismidad.
+Además, así podrían los filósofos cumplir la tarea que les adscribe Platón en el mito del rey filósofo. Claro está que hoy, después de más de dos mil años de historia, todo ha cambiado. Pero estructuralmente todo es lo mismo.
+En primer lugar, gracias a los numerosos y reiterados fracasos de los filósofos en sus esfuerzos por intervenir directamente en la política, se han hecho patentes no sólo la contradicción interna en la construcción platónica, sino también su carácter utópico. Los «filósofos en el poder», esto es, en definitiva, una utopía. Pero la función que les atribuye Platón de custodios de las formas justas de coexistencia humana, purificada de sus ingredientes utópicos, esta función esencial sí es defensable aún.
+Por otra parte, el ámbito político actual no es el reducido de la pólis, sino un ámbito planetario cuyo rasgo capital es la interdependencia e interconexión ineludible de todos los terrícolas. Pero en este ámbito hay una función que sólo los filósofos pueden ejercer adecuadamente, a saber, la de la afanarse, por medio del pensar constructivo y de la crítica, en torno al ser de todo lo humano y en torno de las condiciones esenciales de la posibilidad de una coexistencia de los hombres concorde con el ser del hombre.
+En este caso, la filosofía recobraría esa unidad de lo ontológico y lo político que encontramos al comienzo en Heráclito y Platón. La filosofía no sería entonces sólo teoría, como lo fue desde Aristóteles durante muchos siglos, sino también praxis. Es decir, no se ocuparía únicamente de interpretar el mundo, sino también de transformarlo, de metamorfosearlo, en colaboración con otras fuerzas históricas. —La palabra mundo la tomamos aquí en el sentido que le dimos antes de un horizonte de la vida humana constituido por un sistema de seguridades que le permiten al hombre establecer relaciones firmes y claras con la Realidad y orientarse sin titubeos respecto a sus tareas y sobre el modo como debe obrar—. Y los filósofos, a su turno, no serían sólo philotheámones, amigos de mirar, como también los llama Platón, sino al mismo tiempo phílakes panteleîs, guardianes solícitos en torno al ser fáctico del hombre.
+UNIDA A LA ALABANZA DEL tiempo pasado, se escucha ahora la queja sobre la decadencia actual, sobre la «crisis de los valores», sobre el inmoralismo, sobre la corrupción de las costumbres y el deterioro de las instituciones. Esta queja va casi siempre acompañada de vaticinios sombríos sobre el porvenir. Pero nada de esto es nuevo. Desde el tiempo de los profetas bíblicos, la nostalgia del pasado y la quejumbre sobre el presente en ruinas y sobre el futuro aciago han sido algo normal, cada vez que termina una época histórica y comienza una nueva.
+Así, al fin de la Antigüedad, después de la huida de los dioses paganos y de la irrupción en el mundo romano de pueblos nuevos, que traían nuevas creencias y costumbres, se presentó algo similar. Las calles de Roma se llenaron de lamentadores y profetas. Del Oriente llegaron sectas religiosas que hablaban de la perdición del hombre y de la pronta llegada de un redentor que lo habría de salvar. Lo mismo ocurrió a fines de la Edad Media. El cristianismo que, gracias a la unión de la Iglesia universal con el Imperio universal, se había convertido en eje de la historia universal después de la conversión del emperador Constantino, comenzó a debilitarse hasta tal punto, que el mundo medieval, que se había construido en torno a él, se vino al suelo. El hombre occidental entró entonces en una crisis semejante a la anterior. Quien después vino a superar esta crisis fue René Descartes, punto de partida de la Época Moderna, que es la que está ahora en crisis.
+El hecho de que una época histórica llegue a su fin y la desolación que esto le causa al hombre son, pues, fenómenos normales. Pero el fenómeno de la decadencia histórica no siempre ha suscitado una teoría que lo explique. Al comienzo, la decadencia fue sólo vivida y sufrida; cuando más, vislumbrada, pero sin la claridad que da la explicación teórica.
+El término mismo décadence, empleado como categoría histórico-cultural, aparece por primera vez en francés a principios del siglo XVIII en la obra de Montesquieu titulada Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence (1734), dedicada a describir el fenómeno en un caso especial. Más tarde en sus obras tempranas tituladas Discurso sobre las ciencias y las artes (1750) y Discurso sobre los orígenes y fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1758), Rousseau amplía el campo del problema, centrándolo en la relación antagónica entre la naturaleza y la cultura, relación en la cual se desarrolla la historia humana. En su opinión, el adelanto cultural tiende a destruir lo natural en el hombre; de donde se desprende, paradójicamente, que el progreso en las artes y en las ciencias conduce necesariamente a una decadencia, la cual sólo se puede superar enraizando al hombre de nuevo en la naturaleza. A fines del siglo XIX, Nietzsche plantea expresamente el tema de la decadencia del mundo moderno. Además, lleva el problema de la decadencia al campo metafísico. Así, la explica como la manifestación del debilitamiento de la voluntad del poder, que es para él el principio metafísico de todo lo que hay, es decir, de la naturaleza y de la cultura. Y partiendo de aquí, intenta explicar, en un buceo infatigable en las profundidades de la modernidad, las causas del agotamiento de las fuerzas que habían dado origen a la decadencia y la habían mantenido viva.
+Las ideas de Nietzsche no tuvieron ningún eco. Pero el sentimiento de decadencia se fue extendiendo poco a poco a amplios círculos. A principios de nuestro siglo, sobre todo a raíz de la Primera Guerra Mundial, cuando los protagonistas de la historia universal hacían la primera experiencia en común del fracaso de las ideas de que se habían nutrido en la Época Moderna, ese sentimiento se apoderó de todo el mundo occidental. Spengler encontró la expresión feliz para designar su causa y comenzó a hablar del Untergang des Abendlandes, de la decadencia de Occidente. Esta expresión le sirvió de título para su famosa obra, cuyo primer tomo apareció en 1918, año de terminación de la terrible guerra y comienzo de la época actual.
+Desde entonces, las teorías sobre la decadencia de la cultura occidental han crecido copiosamente. Sin embargo, la claridad sobre el asunto no ha aumentado en la misma medida. Spengler mismo, influido por una tosca filosofía de la vida de moda entonces, vinculó su doctrina sobre la decadencia a un biologismo que ha sido enérgicamente rechazado por los historiadores y los filósofos de la historia. En su entender, la decadencia es un fenómeno de envejecimiento de las culturas, las cuales nacen, se desarrollan, envejecen y mueren como las plantas y los animales. En su opinión, la cultura occidental se encuentra en la etapa de la anquilosis y el envejecimiento, pregoneros de la muerte próxima. Ni la teoría general de Spengler, ni su interpretación de la época actual concuerdan con los datos de la experiencia. Pero las teorías que vinieron después tampoco han logrado esclarecer el fenómeno de la decadencia. Por cuanto han sido obra de sociólogos, psicólogos y economistas, filósofos e historiadores, la multiplicidad de puntos de vista, la disparidad de las categorías con que se opera y los diversos supuestos de que se parte en cada campo especial de trabajo, no han hecho más que enmarañar las cosas, sin lograr explicar la decadencia desde su fundamento último.
+Si se quiere encontrar este fundamento, hay que partir del ser del hombre, que es el protagonista de la historia, marco de la decadencia. Ahora bien: frecuentemente se ha identificado al hombre con la libertad. De ahí que a menudo se recurra a ella como base explicativa para diferenciarlo de la piedra, la planta y el animal. Así, mientras a estos se los ve sometidos al imperio de la necesidad, al hombre se le atribuye un ser abierto, en el que nada es considerado como permanente y necesario, salvo la libertad misma, la libertad aventurera de inventar siempre nuevos modos de ser y de regirse por leyes que él mismo se da.
+A la idea del hombre que resulta aquí, con la cual operaba ya dentro de ciertos límites la antropología antigua, se unieron en la Edad Moderna las ideas de evolución y de progreso. Cuando dicha época llegó a su plenitud, Hegel, al recoger en su sistema filosófico todos los motivos impulsores de la modernidad, definió la historia universal como un «progreso de la conciencia de la libertad», una definición en el fondo de la cual late la fe en el progreso, tan característica del hombre moderno.
+Pues bien, si se acepta que el fundamento del ser del hombre es la libertad, esta podría ser un adecuado punto de referencia para explicar el fenómeno de la decadencia de la cultura moderna y el sentimiento de frustración que se ha apoderado del hombre actual. Kant, quien vincula la evolución humana con la libertad, podría servirnos de punto de partida. La libertad fue un tema capital de sus meditaciones. Dos de sus obras más famosas giran en torno a ella: la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y la Crítica de la razón práctica. Pero la libertad se ve en estas obras desde el punto de vista moral, que no nos interesa aquí. El concepto de libertad que ahora viene a cuento para nuestros propósitos es el presentado por Kant en su Antropología en sentido pragmático, una obra tardía que no se suele tener en cuenta cuando se habla de la idea kantiana de libertad.
+Allí aparece la libertad en el marco de una nueva delimitación del concepto de evolución, que hasta entonces había sido referido predominantemente a la evolución del mundo y de los entes meramente naturales. Kant le da al término un sentido antropológico, pero no el sentido naturalista usual en las ciencias biológicas del hombre. El sentido especial que él le da al concepto surge cuando habla de una evolución del hombre del estado de animal rationabile al estado de animal rationale[15].
+Como lo indican estas expresiones latinas, la evolución que tiene a la vista Kant no es la evolución biológica, sino una evolución que empezaría precisamente al terminar la evolución biológica del hombre. En este momento final de un proceso meramente natural, el hombre habría encontrado su estructura orgánica peculiar, la estructura que lo convertiría en un animal capaz de racionalidad. Partiendo de aquí se iniciaría una nueva serie evolutiva. Esta sería nueva, porque en ella el hombre estaría regido por la razón, no por las leyes naturales que rigen la evolución natural de los organismos.
+Las expresiones animal rationabile y animal rationale aluden a un animal en evolución, tanto en el punto de partida como en el punto de llegada del proceso evolutivo, no importa que en el de llegada se trate de un animal determinado predominantemente por la razón. De suerte que si nos atuviéramos literalmente a dichas expresiones, tendríamos que decir que el campo de la evolución es la naturaleza, pues la animalidad es un modo de ella. Pero así malentenderíamos a Kant. Él conserva las antiguas expresiones para designar al hombre. Pero, superando el naturalismo larvado de toda la antropología tradicional, rompe el marco conceptual naturalista que dichas expresiones encierran. Lo cual le permite descubrir tanto el fundamento de la libertad moral, es decir, de la capacidad que tiene el hombre de negar los mandatos oriundos de sus impulsos naturales y de sus instintos y de darse su propia ley, como el fundamento de ese otro tipo de libertad de que habla en la Antropología. Esta es la libertad frente al mundo natural, no frente a la naturaleza humana, como ocurre en la libertad en sentido moral. Gracias a esa libertad frente al mundo natural, el hombre se puede liberar de la legalidad natural, expresa en el principio causal, según el cual todo fenómeno natural tiene como causa otro fenómeno natural anterior. Al liberarse del principio causal, el hombre puede introducir en el nexo causal que reina en la naturaleza un principio que no es natural, una causa que no está en la naturaleza sino en el hombre mismo. Por eso, el hombre puede originar en la naturaleza nuevos fenómenos naturales cuya causa no está en otros fenómenos naturales, sino en la libertad del hombre —en sus propias ideas, en sus propios planes y proyectos—. Esto explica el nombre que le da Kant a este tipo de causalidad. Él la llama en la Crítica de la razón pura una «causalidad por libertad», para contraponerla a la causalidad natural[16].
+A semejante libertad que tiene el hombre de «comenzar por sí mismo un nuevo estado de cosas» la caracteriza Kant en dicha obra como una «libertad en sentido cosmológico». Mediante esta caracterización se puede ver con claridad la diferencia entre este tipo de libertad y la libertad en sentido moral. Pues mientras esta es una libertad frente a los instintos, apetitos e inclinaciones naturales del hombre, la otra es, como lo dice la expresión «libertad en sentido cosmológico», una libertad frente al cosmos o mundo natural en que el hombre se hallaba al comienzo perdido.
+Esta libertad frente a la naturaleza es la dimensión en que Kant ve en la Antropología la evolución histórica del hombre. De este modo traslada el concepto de evolución, que estaba confinado desde Anaximandro en el campo de la naturaleza, al mundo específicamente humano, que es el de la libertad. Además, caracteriza, por vez primera en un esquema conceptual claro, la naturaleza como reino de la causalidad natural frente a la historia como ámbito de la libertad.
+De lo anterior resulta que Kant ve al hombre inmerso en la naturaleza, pero no confundido con ella como la piedra, la planta y el animal, sino como un centro de libertad. En semejante contexto, la naturaleza aparece como un objeto, como algo frontero al hombre, a lo cual este se opone para dominarlo. Esta relación es, en último término, el marco dentro del cual surge la técnica, inclusive en el hombre prehistórico. Por eso, en el momento en que va a entrar en acción en grande escala la técnica moderna con el invento de la máquina de vapor, a fines del siglo XVIII, Kant ata la evolución histórica del hombre al desarrollo de la técnica, al progreso de lo que él llama la «capacidad técnica del hombre», que define como la «destreza específica del animal racional»[17].
+Dicha capacidad técnica la posee el hombre desde que, utilizando la piedra, fabricó las primeras herramientas y las primeras armas, las cuales le permitieron comenzar lentamente a afirmarse en medio de la naturaleza y a asumir una posición preeminente en ella, superando así su estado evolutivo anterior, en el que se confundía con la planta en el pantano o con la fiera en la selva. Esa capacidad técnica se fue perfeccionando a lo largo de los milenios. Al llegar a la Edad Moderna, da un salto cualitativo enorme, al convertirse en una técnica científica, cuando las ciencias exactas de la naturaleza, puestas en marcha por Galileo, se ponen al servicio de ella.
+La evolución en esta última dirección fue rapidísima. Las estaciones más importantes en el despliegue de esa técnica moderna fueron el invento de la máquina de vapor a finales del siglo XVIII, la cual permitió convertir la energía calórica en energía dinámica; el desarrollo de la electrotécnica y de la técnica química en la segunda mitad del siglo XIX, y, finalmente, la irrupción de la técnica atómica en nuestros días.
+En cada una de estas etapas de la historia de la técnica, el hombre, en su relación con el mundo natural, se fue acercando cada vez más a la meta que estaba implícita en los primeros actos técnicos de sus remotos antepasados prehistóricos, esto es, al dominio de la naturaleza y a la afirmación de su libertad frente a ella.
+Gracias al poder que le ha conferido la tecnología, el hombre actual ha alcanzado un dominio total de la naturaleza. Pero no sólo eso. Al irrumpir con su ciencia y su técnica en el interior de la naturaleza, el hombre la transforma hasta tal punto, que la imagen que resulta de ella en esta irrupción es más un producto de la mente humana que un reflejo de la naturaleza misma. Por eso, Werner Heisenberg, uno de los grandes físicos de nuestro tiempo, dice que en la relación del hombre con la naturaleza ya no se puede hablar de una naturaleza en sí. Y agrega: «Por primera vez en el curso de la historia del hombre en la Tierra, el hombre se halla enfrentado sólo consigo mismo»[18].
+Pero hay algo más aún. El hombre, inserto en la naturaleza, no sólo se ha liberado de las barreras que esta le oponía a su voluntad de dominio y se ha señoreado de ella, sino que también comienza a actuar como creador de la naturaleza. Así, por ejemplo, después de conquistar el interior de la célula, la biotécnica ha llegado a producir nuevos organismos. Esto no ha pasado de las esferas vegetal y animal, pero ya se habla de la posibilidad de producir, mediante la manipulación de la substancia vital, un ser humano con las características ideadas y planeadas por la ingeniería genética. Y en el mundo inorgánico, la tecnología química puede crear muchas nuevas entidades artificiales, los llamados productos sintéticos. Estos pertenecen al mundo natural, pero su causa eficiente no se encuentra en la naturaleza, sino en la cabeza del hombre.
+Como lo dijimos al comienzo, Kant vinculó el fenómeno de la causalidad por libertad con el progreso técnico del hombre y con la realización plena de su racionalidad. Empleando su lenguaje y dentro del marco de su problemática, podríamos preguntar ahora: ¿ha llegado el hombre, después de dos siglos de acelerado progreso técnico, a ser efectivamente un animal rationale?
+Si se piensa en el sentido originario de la palabra ratio, hay que responder afirmativamente a la pregunta. Ratio, razón, se forma partiendo de ratus, participio del verbo reor, el cual significó en primer lugar contar, calcular y relacionar, para pasar después, a través de la capacidad de operar mentalmente con número y medida, a significar en general la facultad de pensar y de juzgar. De suerte que, en el sentido primigenio de rationalis, no se puede negar que el hombre ha llegado a ser un animal rationale. La tecnología le ha permitido, mediante la medición y el cálculo, adueñarse de la naturaleza en que primero se hallaba perdido.
+Pero la respuesta a la pregunta tiene que ser negativa, si en la expresión animal rationale se toma la razón como lo que distingue al hombre del animal y como lo que capacita para construir en medio de la naturaleza una morada específicamente humana, adecuada para el desarrollo de su ser como persona, es decir, como libertad, todo lo cual estaba contenido en la idea que tenía Kant de la razón.
+Aunque nadie desconoce el inmenso crecimiento del poder del hombre sobre la naturaleza y el consecuente aumento de su libertad frente a ella, posibles gracias a la tecnología actual, desde hace algún tiempo se viene hablando de los aspectos negativos de semejantes conquistas. A la vista están ciertamente el creciente deterioro del contorno natural del hombre y, en general, el peligro de desaparecer en que está la vida por falta de un habitat adecuado de los seres vivientes o por la acción de los agentes destructores creados por la tecnología. Además, en amplios círculos filosóficos y científicos ha comenzado a despertar la conciencia de que las formidables conquistas de la técnica no han hecho más que incrementar la falta de libertad del hombre.
+Esta es la gran paradoja de la libertad. A lo largo de su historia, el hombre ha venido progresando en libertad frente a su contorno natural. De las fuerzas de la naturaleza, que su temor convirtió al comienzo en potencias mágicas que influían poderosamente sobre su conducta y que determinaban su destino, se fue liberando paulatinamente, mediante el conocimiento de sus leyes y mediante la utilización de estas en sus actividades técnicas. Este proceso ha culminado en nuestra época, que es la Época de la Técnica, en la que el hombre se ha convertido en un dueño absoluto de la naturaleza, para quien esta parece carecer de misterios. Pero justamente en este momento culminante, el hombre comienza a sentirse menos libre que nunca. Pues al llegar a la cima de su evolución histórica, la técnica misma, que ha sido su instrumento de liberación, lo ata a fuerzas más aterradoras e insondables que todas las que ha tenido que dominar hasta ahora.
+En efecto, más amenazadoras que los poderes míticos que antes llenaban el éter son las partículas contaminantes que arrojan sobre ciudades y campos las grandes fábricas y los automotores. Más peligrosas que los ríos salvajes y la mar embravecida son las aguas cargadas con los desechos de las centrales atómicas y los complejos industriales, las cuales aniquilan la vida acuática y, al ser utilizadas para el riego, convierten en desiertos las tierras labrantías. Más destructora que la tempestad y el rayo es la desaforada tala de los bosques, que erosiona la tierra, seca las fuentes y hace desaparecer las aguas necesarias para la producción agropecuaria. Más desoladores que los campos agostados por el sol son los roquedales que deja tras de sí la industria extractora del carbón y del petróleo. Más terrible que las fuerzas de los elementos que se pueden desencadenar de un momento a otro, son la energía nuclear activa en la producción industrial y la «basura atómica» recogida en depósitos cercanos a aldeas y ciudades, a pesar de que sigue siendo radioactiva durante quinientos años. Más aterrador que las guerras convencionales es el «equilibrio del terror», logrado mediante la constitución de grandes centros bélicos de poder y de destrucción que, en caso de una guerra nuclear, podrían hacer desaparecer de la Tierra toda forma de vida.
+Si bien se mira, se siente uno tentado a pensar paradójicamente que, en el fondo, en la historia no ha habido progreso hacia la libertad, tal como la hemos considerado aquí. En todo progreso hay un movimiento hacia adelante en pos de una meta. Pero en el incesante progreso humano no se alcanza la meta, esto es, la libertad. Allí no se avanza siempre en línea recta hacia el fin, sino en círculo. El movimiento vuelve a su punto de partida, no va más allá, no progresa. Cada progreso del hombre hacia la libertad se anula a sí mismo, va siempre acompañado de un regreso hacia una dependencia más profunda.
+Esta paradoja de la libertad puede servir de base para explicar el sentimiento de decadencia que se ha apoderado del hombre actual. La decadencia de que se habla ahora no es una decadencia científica ni técnica; tampoco es una decadencia de la capacidad inventiva y productiva del hombre. Lo que ha entrado en decadencia es la concepción del mundo de la Época Moderna. La realización de su ideal con ayuda de las ciencias físico-matemáticas y de la técnica científica: el dominio absoluto de la naturaleza y las conquistas de la libertad absoluta del hombre frente a ella, se ha revelado como una ilusión. Desilusionado de su libertad, el hombre se ve caer cada vez más en el fondo de una dependencia más abisal. Sólo en este sentido se puede hablar hoy de caída y de decadencia.
+[15] Immanuel Kant, Anth., A 316, B 314.
+[16] Immanuel Kant, KrV A 569, B 573 ss.
+[17] Immanuel Kant, Anth., B 315, 316, A 317-319.
+[18] Werner Heisenberg, Das Naturbild der heutigen Physik (Hamburg: Rowolth Taschenbuch Verlag, 1955), 12, 17.
+AL COMIENZO DE LA POLÍTICA de Aristóteles se encuentra la famosa definición: ánthrōpos phýsei politikón zōon[19]. «El hombre es por esencia un viviente urbano». En ella Aristóteles determina el ser del hombre, por primera vez en la historia de la filosofía, en el horizonte de la ciudad. Los pensadores griegos anteriores habían considerado al hombre como parte del mundo sensible o como parte del mundo inteligible y, desde Platón, como un habitante de estos dos mundos. De manera que la definición aristotélica ofrece una nueva imagen del hombre. Lo que ella dice es que el hombre, a diferencia del animal, no se reduce a ser un organismo, sino que además trasciende toda vida orgánica para convertirse en un ciudadano.
+Pero la definición aristotélica encierra también una tesis sobre el origen del hombre en cuanto tal. Pues tácitamente afirma que el hombre se constituye en la ciudad, tomando esta palabra en su sentido más amplio, en el que tiene la palabra pólis de los griegos. De lo cual resulta que la ciudad es una condición a priori de posibilidad de ser del hombre, y que sin ella el modo de ser del ente peculiar que llamamos hombre es imposible. Para Aristóteles, por tanto, fuera del ámbito urbano o político el hombre, como es obvio, no sería una pura nada, pero sería de otro modo. Por ello dice más adelante en la Política que fuera de la ciudad el hombre podría ser un animal o un dios, pero no un hombre[20].
+Tal prioridad de la ciudad respecto al hombre parece encerrar una contradicción. Si la ciudad es una creación del hombre, ¿cómo va a poder ser anterior a su creador? Aristóteles no pasó por alto esta dificultad. Sin embargo, proclamó resuelta y claramente dicha prioridad: Kaì próteron dē tē phýsei pólis ékastos ēmōn estín. «La ciudad es por esencia anterior a cada uno de nosotros»[21].
+Es que, a la luz de la concepción aristotélica del ser, la contradicción es sólo aparente. Según Aristóteles, el ser de un ente se constituye en el movimiento; tiene, pues, que pasar durante su génesis por varias fases. La última de ellas es la de la enérgeia, en la cual el ente está ahí frente a nosotros como un érgon, como una obra acabada. La génesis del hombre es semejante, pero el ámbito en que se despliega es la ciudad. De ahí que se pueda decir que, al fundar la ciudad, el hombre establece la condición de la posibilidad de su ser peculiar. Y, por tanto, que el hombre es anterior a la ciudad, en cuanto es su fundador; pero que la ciudad es anterior al hombre, porque este sólo en ella puede lograr su ser pleno.
+Aquí ocurre lo mismo que con el lenguaje. Este es un producto del hombre, pero sin el lenguaje, como sostenía Humboldt, el hombre no podría llegar a ser hombre en sentido estricto.
+Lo anterior vale también, en general, para las otras ramas de la cultura —para la religión, la ciencia, el arte, la economía, la moral, el derecho…—. Pero respecto a todas ellas, la ciudad es lo fundamental.
+La ciudad, en efecto, ofrece un campo donde acotar el «recinto sagrado» para los dioses. Es asimismo el lugar del encuentro regular con el tú. De este encuentro salen las relaciones sociales, que hacen necesaria la regulación de la producción, la distribución y el consumo de los bienes. Las relaciones dialógicas, por otra parte, crean el medio en que se desenvuelve el lenguaje, como lenguaje artístico y poético y como vehículo de la comunicación y del pensar. El encuentro del yo con el tú es igualmente la base del ethos, fuente de la moralidad y del derecho.
+La instalación del hombre en la ciudad como su morada peculiar, cuya significación para una ontología del hombre sacó a la luz por primera vez Aristóteles, no tiene que ir acompañada necesariamente de una ruptura de los lazos que mantienen atados tanto al hombre como a la ciudad con la madre naturaleza. Pues por ello el hombre no deja de ser un cuerpo en comercio con la naturaleza mediante los sentidos y los instintos; ni la ciudad deja de estar incrustada igualmente en la naturaleza, que es el suelo en que reposa y el marco dentro del cual dibuja su figura entre la luz del cielo y la oscura tierra. Por otra parte, desde la ciudad la naturaleza se le hace presente al hombre como campo y paisaje: como agro y fuente de energía química o hidráulica y horizonte abierto a la mirada contemplativa.
+La ciudad primigenia no niega su contorno natural. Entonces es la ciudad frente al campo. Desde la plaza se contemplan los sembrados, el río, el mar, los cerros, el bosque y los caminos que los unen. Así, la pólis griega, que es la que tiene a la vista Aristóteles, era el recinto amurallado y el contorno eusýnoptos, es decir, el contorno «fácilmente abarcable con la mirada».
+Pero en etapas posteriores de su desarrollo la ciudad pierde este equilibrio originario. Como centro de las decisiones políticas, de la administración y del comercio, y como escenario de la vida lúdica, artística y literaria, la ciudad corre el peligro de hipertrofiarse. Cuando esto ocurre, casi siempre la ciudad se traga al campo, lo que trae como consecuencia una total urbanización de la vida.
+A fines de la Antigüedad, Roma y Constantinopla eran ya urbes inmensas, centradas en sí mismas y de espaldas al campo, y en todos los territorios europeos comenzaban a surgir grandes ciudades. Esta explosión urbana, sin embargo, se interrumpió bruscamente en la Edad Media por causas exteriores. La más importante de estas fue el cierre del Mediterráneo debido a las invasiones de los árabes, como lo ha demostrado Henri Pirenne[22]. Las grandes ciudades habían podido crecer gracias a este mar interior, que, como medio de comunicación entre Oriente y Occidente, se había convertido en el centro de la vida económica. Pero ya en el siglo IX el Islam dominaba sus aguas y había paralizado el comercio de los puertos mediterráneos y de las grandes ciudades del interior europeo. La ruina de sus economías obligó a sus habitantes a huir hacia el campo. Fuertes oleadas migratorias, que les daban la espalda a las ciudades, cambiaron radicalmente la estructura de la sociedad medieval. Semejantes migraciones produjeron, en efecto, una general ruralización de la vida en el mundo occidental, la cual fue la base de la economía feudal, que se sustentaba en la propiedad territorial, la agricultura y el trabajo rural, y para lo cual la ciudad carecía de importancia. Por ello, las ciudades medievales se vieron pronto despobladas. Los otrora florecientes emporios comerciales se convirtieron en «ciudades episcopales», centros del poder de la Iglesia —que no podía aislarse en el campo—, en las cuales un obispo estaba a la cabeza de una sociedad de monjes, clérigos, maestros y estudiantes, además de los servidores laicos que demandaba semejante organización eclesiástica.
+Esta parálisis en la evolución de la ciudad occidental se superó ya en el siglo XI. Cuando cedió la presión de los árabes, el Mediterráneo se abrió de nuevo a los navegantes europeos, lo que hizo posible la reanudación del comercio entre Oriente y Occidente y una formidable reanimación de los puertos mediterráneos y de las ciudades del interior conectadas con ellos. Entonces se inició un movimiento migratorio de signo contrario. El campo quedó abandonado y la población retornó a las ciudades, en las cuales comenzaron a florecer la industria y el comercio, y donde, frente al señor feudal solitario en su castillo en el campo y frente al obispo recluido en su palacio en la ciudad, se afirmó enérgicamente el ciudadano, es decir, el burgués como el amo en el ámbito urbano. Esta clase, la burguesía, desarraigada de la tierra, que produce una nueva economía basada en la venta y en la producción de valores de cambio para la cual lo más importante era el dinero, es la clase que va a dirigir la evolución de la ciudad en la Edad Moderna.
+Al espíritu mercantilista de la burguesía vino a agregarse en el siglo XVII la ciencia físico-matemática y, en los tiempos posteriores, la nueva técnica salida de ella, todo lo cual hizo posible en Occidente una tremenda explosión urbana. Decisivo en el proceso que llevaba a ella fue también el surgimiento del comercio mundial gracias a los mercados ultramarinos, abiertos por el descubrimiento del Nuevo Mundo y de nuevos mares. Finalmente, en el siglo XIX se sumó a lo anterior la fe en el progreso: la fe ciega en el avance indefinido de la ciencia y la técnica y en el continuo mejoramiento, mediante ellas, de las condiciones de vida del hombre. De todo esto resultó la sociedad industrial, de la que la sociedad de consumo es una consecuencia necesaria. Otro resultado fue la megalópolis actual. Pues como los aparatos, las máquinas y los servidos que ofrecía dicha sociedad eran accesibles sobre todo en los grandes centros de población, la urbe gigante se convirtió en la promesa de un nuevo Paraíso en la Tierra, y siguió creciendo cada vez más, impulsada por el éxodo masivo de los campesinos hacia ella buscando la felicidad.
+La megalópolis presenta la última etapa de la evolución de la pólis de los griegos. Como vimos, en su primera etapa hay un equilibrio perfecto entre la naturaleza y la ciudad. En la última etapa, la ciudad se vuelve sobre sí y le da la espalda a su marco natural. El campo desaparece de su horizonte. Tal movimiento de repliegue sobre sí misma es un movimiento de liberación. La ciudad se desliga de los vínculos que la mantenían atada al campo, para convertirse en una ciudad in se, absuelta de toda vinculación. Por eso Spengler lo llama die absolute Stadt, la ciudad absoluta[23]. Este título nos hace pensar en el yo absoluto de la metafísica moderna, el cual no admite fuera de sí nada que pueda tener su mismo rango ontológico, pues él pretende ser el fundamento absoluto de todas las cosas. Frente a la megalópolis, en efecto, el campo pierde su propio ser y recibe el que ella le ofrece. El campo es entonces sólo el proveedor de los alimentos y de la energía que necesita la gran ciudad. Esta se encierra en sí misma; su horizonte es un horizonte urbano de hierro y cemento, sus símbolos supremos; y todo cuanto toca del mundo natural se le transforma en sustancia urbana: la tierra, en el solar para la construcción; los ríos, en energía hidráulica o en basureros; los restos de vegetación, en «zonas verdes», rodeadas de redes de servicios y de vías de circulación, o en el parque domesticado y polvoriento que se muere de sed entre dos avenidas.
+En esta ciudad de espaldas al campo, la naturaleza viviente no se borra del todo. Pero lo que la gran ciudad tolera de ella tiene una existencia precaria. A veces, aparece aquí y allá, mas sólo como las gaviotas en los parques en el poema de Luis Cernuda, arrojadas por «un viento de infortunio» en un mundo extraño que les niega un espacio:
+Dueña de los talleres, las fábricas, los bares
+todas piedras oscuras bajo un cielo sombrío,
+silenciosa a la noche, los domingos devota,
+es la ciudad levítica que niega sus pecados.
+El verde turbio de la hierba y los árboles
+interrumpe con parques los edificios uniformes,
+y en la naturaleza sin encanto, entre la lluvia,
+mira de pronto, penacho de locura, las gaviotas.
+¿Por qué, teniendo alas, son huéspedes del humo,
+el sucio arroyo, los puentes de madera de estos parques?
+Un viento de infortunio o una mano inconsciente,
+de los puertos nativos, tierra adentro las trajo.
+Lejos quedó su nido de los mares, mecido por tormentas
+de invierno, en calma luminosa los veranos.
+ahora su queja va, como el grito de almas en destierro.
+Quien con alas las hizo, el espacio les niega.
+(«Gaviotas en los parques»)
+Pero el habitante de la gran ciudad, el megalopolítes, también se transforma. Simultáneamente con ella, pierde sus raíces naturales. El marco rural del ámbito urbano, parte del escenario de la instalación del hombre en el mundo, se le desvanece. Y como su vida se desenvuelve entre cemento, hierro, aparatos, máquinas de diversa índole y automotores, sus instintos y sus sentidos se atrofian. En él lo que prima es la inteligencia, la razón, la facultad calculadora, que es todo lo que necesita para moverse en un mundo artificial.
+El habitante de la gran ciudad se convierte en lo que Spengler llama el «nómade intelectual»[24], el hombre que no se siente atado a nada, que puede cambiar de Estado, de ciudad o de barrio sin el menor menoscabo de su ser, porque esté donde esté, allí estará siempre alentado en un medio que le es conocido y familiar, en el medio creado por él mismo mediante su inteligencia como una red invisible de esquemas, símbolos, convenciones y artificios mentales de toda índole, los cuales le permiten cuantificar todas sus relaciones con la realidad y someterlas a cálculo y medida.
+En la gran ciudad, el hombre no solamente pierde sus raíces en la naturaleza. En la megalópolis tampoco puede arraigar en sentido estricto, quizás porque no hay más raíces que las naturales. De ahí que parezca casi siempre como flotando o ingrávido de aquí para allá en una agitación incesante.
+Georg Simmel explicó por primera vez este fenómeno en su ensayo Die Grosstädte und Geistesleben (1903), donde pone en claro la estructura de la vida anímica del habitante de las grandes urbes, comparándola con la que se configura en las formas de vida de la existencia lugareña y rural.
+Según Simmel, el fundamento psicológico del predominio de lo meramente intelectual en el habitante de la gran ciudad es la «intensificación de la vida nerviosa», causa de su desarraigo, con lo cual alude a un rasgo característico de su vida anímica: en ella, el curso de las impresiones oriundas del mundo exterior es inesperado, abrupto, atropellado y siempre cambiante, y produce por ello una aglomeración desordenada de imágenes que impide el establecimiento de relaciones firmes, claras y estables con la realidad.
+En esto se diferencia el habitante de las grandes urbes del habitante de las pequeñas ciudades, de los pueblos y del campo, en el cual el mundo circundante está enlazado indisolublemente con el núcleo más íntimo de la personalidad, gracias a una vida anímica más quieta, a la persistencia de las impresiones, a la regularidad habitual del decurso de estas y a la lentitud de su ritmo, lo que hace posible que el alma, en lugar de estar moviéndose sin reposo de un objeto a otro y de una impresión a otra, se sienta siempre llena de algo firme y duradero y unida a las cosas mediante los sentimientos y con lazos afectivos, y no a través de esas construcciones mentales a que tiene que recurrir el megalopolítes, para poder remediar su desarraigo y para reconstruir su relación con el mundo.
+La evolución descrita de la ciudad no ha sido caprichosa. En ella se rompió ciertamente el equilibrio originario entre la ciudad y el campo, pero siguiendo una tendencia esencial del hombre: la tendencia a rechazar la naturaleza invasora, de la cual salió para constituir su propio mundo, pero a la cual tiende siempre a regresar, corriendo el peligro de confundirse de nuevo con la planta y el animal en la pradera, en la selva o en el pantano.
+La última etapa en la evolución de la ciudad es la megalópolis. Pero esta sigue viva y evolucionando. ¿Hacia dónde? En dirección de la autodestrucción. En ella ya no hay posibilidades que le permitan dar un salto cualitativo y transformarse en otra cosa. La única posibilidad esencial que le queda es la muerte. En el sistema de los servicios públicos, en las comunicaciones, en el transporte, en las condiciones ecológicas, etcétera, le surgen problemas que cada vez serán más graves, hasta que llegue el momento en que se conviertan en verdaderas aporías, en situaciones problemáticas sin salida.
+Hasta aquí no hemos tenido en cuenta la ciudad hispanoamericana, porque este es un caso anormal y requiere, por ello, un tratamiento aparte. La anormalidad de la ciudad hispanoamericana proviene de su origen colonial. Respecto a su relación con el campo, dicha anormalidad es evidente.
+El colonialismo se caracterizó, de parte del substrato cultural encontrado por los españoles en América, por la falta de una recepción adecuada de la cultura extraña que se superponía a dicho substrato; y de parte del colonizador español, por el desprecio de ese substrato y por el ánimo de ignorarlo o de destruirlo cuando no lo podía ignorar. Por eso nuestra cultura colonial no fue una cultura nueva, resultado de la simbiosis de dos culturas, sino la cultura española transterrada. No nació, pues, en la tierra americana, sino que fue implantada en ella como un producto ya hecho. Esto se ha observado con frecuencia respecto al lenguaje, a la religión, a las instituciones jurídicas, a la filosofía, al arte y a la literatura. Pero no se había llamado la atención sobre ello en relación con nuestras ciudades. Ahora este vacío ha sido llenado por José Luis Romero con su libro Latinoamérica: las ciudades y las ideas.
+La ciudad fundada por los españoles en América no era una ciudad americana, sino una ciudad española. Surge de la cabeza del conquistador, que la erige sin importarle nada de lo que le rodea. «Se fundaba —dice Romero— sobre la nada. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se daba por inexistente. La ciudad era un reducto europeo en medio de la nada»[25].
+Esto explica la ausencia del campo en nuestra vida colonial, que fue predominantemente urbana. Esto explica en gran medida la actitud del hispanoamericano frente a la naturaleza. No hay otro hombre con un sentimiento de la naturaleza tan débilmente desarrollado como el suyo. Comparado con el alemán, por ejemplo, que, aunque esté perdido en la gran urbe, siempre busca una salida hacia sus bosques, hacia sus lagos y ríos, el hispanoamericano es un citadino constitucional, siempre encerrado en sus ciudades horribles.
+Esta falta de enraizamiento en su contorno natural es quizás la causa del crecimiento rápido y caótico de las grandes ciudades hispanoamericanas. Pero el prestissimo de su desarrollo comienza a partir de la gran crisis económica de 1930, la cual intensifica el éxodo del campo hacia la ciudad. Dicho crecimiento se hace eruptivo, y rompe todos los marcos naturales de la ciudad. Los lindes de esta, que antes eran frecuentemente el bosque y el río, se borran. Los cerros se cubren de barriadas miserables, carentes de los servicios públicos más elementales. En lugar del cinturón verde que antes rodeaba la ciudad, aparece el «cinturón de la miseria», mescolanza de chozas hechas de latas, restos de tablas, cajas de cartón y guaduas. En el interior de la ciudad surgen barracas espectrales construidas cerca de los basureros, en los baldíos o en los terrenos anegadizos. Además, la megalópolis devora todos los restos de naturaleza que quedaban en ella. Los ríos y los riachuelos que cantaban su canción de cristal por calles y parques se secan debido al embalse de sus aguas para la central hidroeléctrica o para el reservoir del acueducto, o se los hace desaparecer en el subsuelo para dar paso por encima a las avenidas. La ampliación de las vías públicas destruye los parques y jardines. Y, en general, las calles ya no se construyen para los peatones sino para los vehículos. La ciudad entera se pone al servicio de la circulación de ellos, como ocurre de modo impresionante en Caracas. Un urbanista colombiano decía, refiriéndose a Bogotá, otro de los monstruos urbanos: «La ciudad es una gran estructura de circulación vehicular. No es una ciudad de hombres. Es una ciudad de vehículos, de aire viciado y de intenso ruido»[26].
+La megalópolis, como ya dijimos, es el resultado del desarrollo de una tendencia esencial del hombre. Pero, desde el punto de vista de lo que Aristóteles llama el fin último de la ciudad, es indudablemente un producto malogrado. Aristóteles establece claramente en la Política dicho fin último. Allí dice que la ciudad surgió por necesidades naturales; pero que existe para eu zen[27]. Esta expresión eu zen se ha traducido deficientemente por «vivir bien», y el adverbio «bien» se ha interpretado, también deficientemente, en un sentido moral. La partícula griega eu no tiene siempre tal sentido. Más frecuentemente expresa lo logrado, lo no fallido, lo perfecto, lo que resulta bien. Este es el sentido que tiene en el texto de Aristóteles. De manera que el eu zen significa aquí el vivir como debe vivir el hombre de acuerdo con su esencia. El fin último de la ciudad es, por tanto, hacer posible el ser pleno del hombre, su desarrollo en todas sus dimensiones esenciales. Pero la megalópolis es contraria a este fin. Ella mutila al hombre: le atrofia los órganos naturales que lo mantenían unido a la madre naturaleza y le hipertrofia la inteligencia, la razón, la facultad de cálculo, destinadas más bien a destruirla. Hace posible, además, esas formas de existencia marginal e infrahumana de que hablamos antes.
+Ahora bien, es muy probable que la megalópolis esté condenada a desembocar en un callejón sin salida. Pero el hombre no tiene que correr necesariamente la misma suerte. El hombre puede elegir caminos que lo saquen al campo libre. Estos caminos se vienen buscando desde hace algún tiempo. Se ha postulado, verbigracia, una ética basada en el principio de la veneración de la vida universal, con la cual se debería unificar el hombre, si quiere superar su existencia mecanizada en la sociedad actual. También se ha esbozado una ética destinada a controlar el «demonismo» de la técnica, para evitar que esta convierta al hombre en un esclavo de las máquinas y en un mero instrumento de la producción industrial masiva. La ecología, por otra parte, está empleando todos los recursos disponibles para preservar el tan deteriorado habitat del hombre.
+Y arquitectos y urbanistas no se cansan de llamar la atención sobre las potencias negativas que amenazan con destruir nuestras ciudades.
+Pero todos estos afanes del pensamiento, de la ciencia, de la técnica y del buen gusto serán infructuosos mientras el hombre no reconstruya su relación viva con la naturaleza. Y esto sólo lo logrará abriéndose emocionalmente a ella. Si la relación tiene un carácter predominantemente vital, no se puede reconstruir por medio de la razón, de la inteligencia o de la voluntad. Aquí lo que decide es el corazón. Sólo por actos de amor se puede conquistar dicha relación. Pero esto tiene que ser aprendido y enseñado. En semejante enseñanza los poetas han solido prestar un buen servicio. Ejemplo de ello fueron los románticos alemanes a fines del siglo XVIII, los cuales enseñaron a sus contemporáneos a vivir de nuevo la naturaleza, que se había ocultado a la mirada bajo la acción de un racionalismo a ultranza. En nuestro tiempo, Azorín hizo lo mismo con nosotros. En sus libros Los pueblos y Un pueblecito —testimonios del poderío de la palabra poética para sacar a la luz lo que está oculto— aprendimos a amar de nuevo el campo y los valores de la vida rural.
+Y en general, independientemente de lo anterior, el fomento del amor a los pueblos puede ser también un camino para conquistar la relación viviente del hombre con la naturaleza. La naturaleza está en ellos como campo. Esto se puede vivir en cualquiera de nuestros encantadores pueblitos que tiritan de frío cerca de los páramos, o se cuelgan de las vertientes de la cordillera, o sueñan a las orillas de los ríos. En ellos, el marco del pueblo es un cinturón de árboles, a veces visible desde la plaza o desde la torre de la iglesia. Su contorno son montes y praderas. El humo de las casas del pueblo se enreda en los árboles del camino real o de la carretera. En las lindes del pueblo las callejas se dan un abrazo con los caminos que vienen de los potreros, de los sembrados y del bosque. A veces un turpial extraviado, que vuela del campo a la mata de plátano en el patio de una casa urbana, une en su melodía el monte y el poblado. Los animales domésticos circulan entre el campo y el pueblo como si se tratara del mismo espacio.
+La relación entre el pueblo y el campo es de concordia, no de dominación y de subordinación. Mientras que la gran ciudad le impone al campo sus leyes, el ritmo de producción, los precios, además de explotarlo y contaminarlo, el pueblo se abre a él, se deja determinar por él, en suma, se hace campesino. Esto se refleja en el hombre del pueblo. No es un nómade en un desierto de cemento y de hierro, como le ocurre al habitante de la megalópolis, sino que está enraizado en la naturaleza de modo viviente. Casi siempre, el habitante del pueblo vive en el casco urbano y trabaja en el campo. Cuando se levanta por la mañana, ya tiene su mente y su corazón puestos en el campo; y cuando regresa por la tarde al pueblo, trae el campo en la suela de los zapatos, en el olor de su traje, en el color de sus manos y de su rostro.
+Aquí también es necesaria la pedagogía. Hay que enseñar a amar y a ver los valores peculiares de la vida en el pueblo, pues la atracción deslumbradora que ofrece la gran ciudad ha producido una ceguera para ellos. Esta es tan tenaz, que hasta los que se quedan en el pueblo y no emigran, los desconocen o los desdeñan, pues se desviven por la megalópolis, que les llega a la casa a través de la televisión, la radio y el periódico.
+[19] Aristóteles, Pol., I, 2, 1253 a 2-3.
+[20] Aristóteles, Pol., I, 2, 1253 a 28-29.
+[21] Aristóteles, Pol., I, 2, 1253 a 18-19.
+[22] Cfr. su libro Las ciudades de la Edad Media (Madrid, 1917), 7 ss.
+[23] Oswald Spengler, Der Untergang des Abendlandes (Múnich: Beck, 1969), 673.
+[24] Spengler, Der Untergang des Abendlandes, 661, 674.
+[25] José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (Buenos Aires: Siglo XXI, 1976), 67.
+[26] Luis Raúl Rodríguez, El desarrollo urbano en Colombia (Bogotá: Ediciones Universidad de los Andes, 1967), 51.
+EN COMPARACIÓN CON OTROS campos de la filosofía, en la Época Moderna y en nuestros días resultan muy escasas las grandes obras sobre los problemas morales. Después de la Crítica de la razón práctica y de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, en las que Kant logra al fin convertir el saber sobre la moralidad en un sistema bien articulado y fundamentado, la obra más original y de mayor vuelo en este respecto es El formalismo en la ética y la ética material de los valores, de Max Scheler, con la cual la fenomenología, preocupada en sus comienzos predominantemente de problemas lógicos, psicológicos y de teoría del conocimiento, entra en la escena filosófica destruyendo, renovando y abriendo nuevos caminos en el campo de la ética.
+Esta obra se publicó originariamente en el Anuario de filosofía e investigación fenomenológica, fundado por Edmund Husserl como órgano de difusión del movimiento fenomenológico. La primera parte apareció en la entrega de 1913 de dicho Anuario, con la cual este inició su vida; la segunda parte, en la entrega de 1916.
+La obra tuvo un éxito fulminante desde su primera aparición. Pero cuando la buena estrella de Scheler llega a su mayor altura es en 1926, año en que sale a la luz pública la Ética de Nicolai Hartmann, uno de los corifeos de la Escuela Neokantiana de Marburgo, quien se había pasado a las filas de la fenomenología, seducido justamente por el genio de Scheler. Ya en las primeras páginas, Hartmann declara sin ambages que su obra es una sistematización de los grandes hallazgos que Scheler había dejado esparcidos rapsódicamente en El formalismo en la ética y la ética material de los valores. Además, le asigna a su autor un puesto preeminente en la historia de la ética de la Época Moderna. En su opinión Scheler había logrado alcanzar plenamente las metas que se habían propuesto Kant y Nietzsche, las dos más grandes figuras en dicha historia.
+A pesar de que en la obra de Scheler de lo que se trata es, como lo indica su título, de destruir el formalismo y el racionalismo que le habían permitido a Kant construir una ética a priori, lo fundamental según Hartmann en El formalismo en la ética y la ética material de los valores es, de acuerdo con sus propias palabras, «el cumplimiento de dicho apriorismo, que constituye ya en Kant lo esencial del asunto»[28]. Scheler siguió un camino diferente del seguido por Kant. Su tarea original fue la comprobación de la objetividad del reino de los valores y de la legitimidad de la intuición emocional pura para su captación. Pero esto le permitió fundamentar un apriorismo moral. Pues ambas conquistas le permitieron establecer una esfera objetiva, para construir sobre ella un sistema de normas morales a priori, enraizado en el reino de los valores y en sus leyes, no en la razón pura práctica, es decir, en la subjetividad, como ocurría en la ética de Kant.
+Por otra parte, a pesar de que Nietzsche niega de pleno toda objetividad de los valores, haciéndolos brotar de la cambiante subjetividad humana, él es para Hartmann el verdadero descubridor de la «rica plenitud del cosmos ético»[29], concebido como un reino de los valores. Y, en su entender, la hazaña de Scheler se redujo a tomar posición de dicho reino, para salvarlo, contra el subjetivismo nietzscheano, fundamentando su ser objetivo, describiéndolo minuciosamente, fijando su orden jerárquico, estableciendo las leyes axiológicas que lo rigen y derivando de él, en oposición al formalismo de la ética kantiana, compuesta de unos imperativos vacíos y ajenos a la vida real, un conjunto de normas morales a priori, pero llenas de contenidos valiosos, que el hombre debe incorporar en su vida, si quiere vivir moralmente.
+Con todo, la buena estrella de la doctrina ética de Scheler comenzó a descender en 1927, cuando, en el mismo Anuario de filosofía e investigación fenomenológica que había publicado El formalismo en la ética y la ética material de los valores, apareció Ser y tiempo de Heidegger, discípulo y asistente de Husserl. Heidegger le da allí, contra las intenciones de su maestro, una nueva orientación a la fenomenología, en la cual los valores comienzan a perder el puesto central en filosofía que les había dado Scheler.
+Pese a ello, los intentos de restauración de la ética axiológica y de hacerla fructificar en otros campos, principalmente en la filosofía jurídica y en la filosofía de la religión, no cesaron hasta hace poco tiempo. Uno de esos intentos se encuentra en un pequeño libro, compuesto por el entonces padre Karol Wojtyla y publicado en 1951, en el cual se estudia la relación de la ética axiológica con la ética cristiana. A este escrito se le ha prestado muy poca atención, a pesar de que su autor ha llegado a ser después una figura histórica universal, al convertirse en el guía supremo del mundo católico. ¿Se debe semejante desatención a que la ética axiológica ha perdido su vigencia o a que la ética cristiana ha perdido el poder de convicción que tuvo en otro tiempo?
+El librito del padre Wojtyla viene circulando en español bajo el título de Max Scheler y la ética cristiana[30]. Este título es una abreviatura, hecha por el traductor, del título original polaco, el cual expresa más exactamente el tema de la obra: Ocena mozliwosci zbudowania etyki chrześcijańskiej zatoźeniach systemu Maksa Schelera, «Evaluación de las posibilidades de construir una ética cristiana basada en el sistema de Max Scheler».
+El padre Karol Wojtyla ya se había doctorado en Roma en la Universidad Pontificia de Santo Tomás de Aquino, y no tenía ninguna otra aspiración que la de ser un simple profesor de filosofía y un escritor. Gracias a su trabajo sobre Scheler, recibió la venia legendi de la Universidad Jaguelónica de Cracovia. En el seminario de esta ciudad enseñó después ética social. Por este tiempo escribió también poesía y compuso dos obras dramáticas: El hermano del Señor y El taller del orfebre.
+Max Scheler había muerto en 1928, a la edad de cincuenta y tres años, al final de una rauda y tormentosa carrera por la vida, y cuando comenzaba al fin a configurar su sistema filosófico. El fundamento de este sistema iba a ser una Antropología filosófica, cuya inminente publicación anunciaba ya en 1926 en el prólogo a la tercera edición de El formalismo en la ética y la ética material de los valores [31]. Dicho libro no se publicó en vida del autor, y sólo vino a ver la luz pública en 1987, editado por Manfred S. Frings en el marco de la publicación de sus Obras póstumas[32].
+De suerte que el padre Wojtyla no pudo conocer dicha Antropología filosófica cuando escribió su libro, es decir, no conoció el fundamento del sistema de Scheler. Pero sí conoció muy bien un fragmento de dicha obra, el cual le sirvió a Scheler de texto para una conferencia dictada en 1927, un año antes de su muerte, en la Escuela de Sabiduría que dirigía en Darmstadt el Conde de Keyserling. Este texto fue publicado en el año siguiente bajo el título de El puesto del hombre en el cosmos, un escrito muy leído en el mundo hispánico en la traducción de José Gaos que publicó la editorial de la Revista de Occidente en 1929.
+Ahora bien, en esta obra Scheler aparece como una negación radical de todo lo que el padre Wojtyla representaba: la tradición cristiana de Occidente, la Iglesia católica, la filosofía escolástica… Baste recordar que Dios es allí un Dios en devenir; es decir, no un ser absoluto y perfecto creador de todas las cosas, sino un ser imperfecto que se está haciendo en un esfuerzo incesante por armonizar dos potencias antagónicas, que son sus atributos fundamentales: el impulso irracional y ciego y el espíritu, armonización que sólo comienza a lograrse con la aparición del hombre, en cuya historia la compenetración de los dos atributos se hace posible, haciéndose así posible igualmente la realización de Dios.
+Como se ve, Scheler está aquí muy lejos de ese Dios personal, trascendente, puramente espiritual y perfecto que el cristianismo había instalado en el centro del acontecer histórico de Occidente. Por ello sorprende la pregunta del padre Wojtyla por las «posibilidades de fundar una ética cristiana basada en el sistema de Scheler», pues su único sistema filosófico es el anunciado por él en 1926 en el prólogo a la tercera edición de El formalismo en la ética y la ética material de los valores como un sistema basado en su Antropología filosófica en preparación, y de la cual es una parte esencial El puesto del hombre en el cosmos, un escrito muy conocido en todas partes desde 1929.
+Hay que presumir, pues, que lo que el padre Wojtyla llama el «systemu Maksa Schelera» se refiere a uno que él supone existente en El formalismo en la ética y la ética material de los valores, una obra que sí da pie para una confrontación de la ética de los valores y la ética cristiana. Aunque con ella Scheler se incorpora al movimiento fenomenológico, después de haber pertenecido al neokantismo en sus comienzos en Jena, dicha obra es representativa de su llamado periodo católico, en el cual logró formar una escuela de filosofía católica inspirada en su pensamiento, la que contó con representantes de algún rango como Dietrich von Hildebrand y Johannes Hessen.
+Lo que se propuso Scheler en su temprana obra fue destruir el formalismo ético de Kant y, con ayuda del método fenomenológico, referir de nuevo la vida moral del hombre a los contenidos valiosos en que casi siempre se había basado la ética antes de que Kant los desterrara de ella.
+Kant rechaza tales contenidos —la bondad, el amor al prójimo, la compasión, la honradez, la felicidad, la salvación, etcétera— por miedo al relativismo. En su entender, todos los valores, los bienes y los fines poseen una validez cambiante y siempre relativa a los individuos y grupos. Lo cual haría imposible la constitución, apoyándose en ellos, de una ética a priori y de validez universal, que, según él, debe ser una ética pura, es decir, purificada de todo contenido «material», y estar compuesta de mandatos totalmente formales y vacíos, que no digan qué se debe hacer, qué valor o fin se debe perseguir, sino cómo se debe obrar para que la acción en cada caso pueda ser considerada como buena. Este carácter de su ética aparece claramente, como se sabe, en lo que él llama la «ley fundamental de la razón pura práctica», la cual dice: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda servir siempre, al mismo tiempo, como principio de una legislación universal».
+La gran hazaña de Scheler consistió en introducir orden y legalidad en esos contenidos valiosos, que a los ojos de Kant eran algo caótico y menesteroso de la organización y regulación que impone la razón. Ellos forman, según Scheler, un reino de valores objetivos, independientes del hombre e inaccesible por los caminos de la razón. Su orden es un ordo amoris que no impone sino que descubre en ellos la «lógica del corazón» pascaliana, es decir, una lógica imperante en la esfera de las emociones y los sentimientos. No son, pues, un reino del capricho y de la arbitrariedad, sino un dominio especial de la realidad muy bien ordenado y que ofrece un suelo suficientemente firme para construir en él una ética rigurosa y a priori.
+Un signo de dicho orden es la escala jerárquica de los valores, sobre la cual construye Scheler toda su ética. Conforme a su jerarquía, que se vive en los actos emocionales del preferir y postergar a que dan origen los sentimientos de amor y de odio, los valores están entre sí en relaciones de rango. El rango más bajo lo poseen los valores de lo sensible —de lo agradable y de lo desagradable—; por encima de estos están los valores vitales —sano y enfermo—; después siguen, con un rango cada vez más alto, los valores intelectuales —verdadero y falso—, los estéticos —bello y feo— y los valores religiosos —santo y profano—. Estos últimos son, según Scheler, los más elevados de rango.
+Como se ve, los valores morales —bueno y malo— no aparecen en la escala jerárquica. Esto se explica porque ellos no existen por sí como los otros valores, sino que surgen en los actos del preferir y postergar dentro de la escala y en las acciones humanas correspondientes. Su único portador es, por tanto, la persona humana. Pero son objetivos, porque resultan de la estructura objetiva de la escala jerárquica. La persona es buena cuando obra de acuerdo con ella, es decir, cuando prefiere un valor positivo y superior —verbigracia, cuando prefiere el valor de la buena salud al del placer sensible—; y es mala cuando su acción ha sido determinada por un valor negativo o por un valor inferior dentro de la escala —como cuando prefiere el valor negativo de la falsedad al valor positivo de la verdad o cuando prefiere el valor inferior de la utilidad al de la belleza—. Y el perfeccionamiento moral de la persona va aumentando gradualmente a medida que va ascendiendo en la escala, hasta llegar a la suma perfección, cuando se pone bajo el signo de los valores religiosos, y se acerca a Dios, haciéndose semejante a él.
+Scheler dice que la escala de los valores tiene una validez a priori y permanente y que, por ello, debe funcionar como un marco fundamental de la ética material de los valores. Pero esto no le impide dedicarle una gran atención al fenómeno de las variaciones del ethos a lo largo de la historia. En su entender, dichas variaciones no conducen a un relativismo moral, pues son más bien expresiones de un perspectivismo necesario, dada la finitud del hombre, que le impide captar desde un comienzo y de una vez el reino entero de los valores y las leyes esenciales que los rigen, lo cual le impone la ardua tarea de ir conquistándolo en un largo proceso histórico, lleno de ensayos fallidos y de rodeos incesantes. Como potencias promotoras en este campo, Scheler estudia algunos genios de la valoración, gracias a los cuales se producen las grandes transformaciones del ethos, convirtiéndose de este modo en modelos y guías de la humanidad. Uno de ellos, según él, es Jesucristo, a quien llama un «genio del corazón», y cuyo Sermón de la Montaña considera como el testimonio del cambio más radical y decisivo en la historia del hombre.
+No cabe la menor duda de que Scheler se mueve aquí en el horizonte del cristianismo, a pesar de emplear en sus estudios sobre la moralidad el método fenomenológico y de estar firmemente instalado en la filosofía de nuestro tiempo. De ahí que no se puede negar que, la pregunta del padre Wojtyla sobre «las posibilidades de construir una ética cristiana basada en el sistema de Scheler» sí tiene pleno sentido. Sin embargo, la respuesta a esta pregunta es resueltamente negativa. El padre Wojtyla desconfía de las audaces ideas de Scheler. Sobre todo, siente miedo de abandonar la moralidad del hombre a ese medio sutil y voluble de las valoraciones, emociones y sentimientos. Este es el mismo miedo que había impulsado a Kant a buscar un suelo más firme para ella. Pero el suelo que encuentra el padre Wojtyla no es el de la razón pura práctica de Kant, sino el de «las fuentes originales de la ética cristiana», que en su entender son la palabra revelada en los escritos bíblicos, la tradición doctrinal de la Iglesia católica y la fe.
+Se comprende de suyo que, instalado en este suelo, el padre Wojtyla no podía considerar la filosofía moral de Scheler como adecuada para fundar en ella una ética cristiana. Así, por ejemplo, la interpretación scheleriana del fenómeno del seguimiento de Jesús le parece una desviación errónea de las enseñanzas bíblicas. A la luz de estas, Jesús es, en su opinión, realmente el maestro y el modelo por excelencia, pero no por ser un «genio del corazón», sino por ser el camino, la verdad y la luz de toda existencia humana; y su perfección no radica en un ethos determinado que sirva de marco de su vida, sino en su divinidad, por cuanto es un representante de Dios en la tierra; y sus discípulos y seguidores no van en pos de él porque sea un «ideal racional», esto es, por tender a un sistema especial de valores, sino porque es un «ideal real», un ideal que radica en la persona misma de Jesús y sólo en ella.
+Por otra parte, el ethos cristiano, según el padre Wojtyla, no se puede fundar en una articulación determinada de los valores lograda en un largo proceso histórico lleno de variaciones, tropiezos y fracasos. Dicho ethos es, al contrario, el que resulta de la enseñanza definitiva de Jesús y sus discípulos. Es, por tanto, un ethos invariable y dado de una vez por todas. Y Jesús no es un personaje histórico como cualquier otro, que articula un nuevo sistema de valores, sino la perfección misma y la fuente de toda valoración moral. Lo que él enseña, verbigracia, el amor al enemigo, la sinceridad, el amor a la pobreza, la pureza, etcétera, son emanaciones de su propio ser, no valores descubiertos por él.
+En suma, para el padre Wojtyla la ética cristiana no es el resultado histórico de las conquistas en el orden axiológico llevadas a cabo por genios de la valoración, como pensaba Scheler, sino un sistema de principios basados en un orden sobrenatural, cuyo último fundamento es Dios. Este aserto no es más que una variación de las palabras de Jesús en el Evangelio de San Lucas (18, 19): «Quid me dicis bonum? nemo bonus nisi solus Deus», «¿por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios».
+Esta polémica del padre Wojtyla con Max Scheler nos recuerda las luchas medievales entre los teólogos y los filósofos. Pero lo que entonces le contraponía era la razón y la fe, y de lo que se trata ahora es de la fe y la experiencia. Scheler había intentado destruir, contra Kant, la razón como fuente de las normas morales, para fundarlas en la experiencia, en nombre de la cual había iniciado a principios de nuestro siglo el movimiento fenomenológico de Husserl una nueva etapa de la historia de la filosofía. Este es el sentido del lema de Husserl Zu den Sachen selbst, «a las cosas mismas». Esto es: ¡lejos de las construcciones de la razón basadas en supuestos y prejuicios sin comprobar!; ¡atención sólo a la experiencia, fuente última de toda intelección! Pero la experiencia de la fenomenología no es la experiencia de los positivistas, basada unilateralmente en los datos de los sentidos, sino una experiencia abierta a todo lo que ofrece la multiforme realidad a través de todos los canales de recepción intuitiva que posee el hombre. Husserl dirigió su atención predominantemente a la intuición de la esencia de las cosas, a lo que él llama «intuición eidética». Scheler amplió el campo de la experiencia mediante la intuición de los valores y de sus leyes, mediante la «intuición emocional», e intentó introducir orden en un reino muy difícil de conocer sistemáticamente.
+El padre Wojtyla rechaza los valores y la intuición emocional como base para construir una ética cristiana. Pero también rechaza la razón como dicha base. Por ello, no sólo rechaza al grupo de los pensadores católicos en torno a Scheler, sino también a Kant y a Santo Tomás y toda la tradición racionalista del tomismo desde la Edad Media hasta nuestro tiempo. Con otras palabras: para resolver el problema, le da la espalda a la filosofía y recurre a la fe. Lo cual equivale a darle la espalda al problema, porque la fe no resuelve los problemas filosóficos, sino que los salta con pie ligero.
+Pero con semejante salto los problemas no quedan abandonados a nuestra espalda, sino que nos siguen acosando. En nuestros días el problema de la moralidad se ha exacerbado. Se ha exacerbado con la irrupción del nihilismo y del inmoralismo, fenómenos históricos de nuestro tiempo que tampoco se pueden esquivar ignorándolos. A causa de la acción de esas potencias destructoras, el último intento de fundamentar filosóficamente la ética, que fue el de Max Scheler, se ha revelado como vano. Los valores, punto de apoyo de la fundamentación, han resultado ser un último vástago del gran árbol platónico, elementos del «mundo de las ideas», que era un mundo más allá del nuestro. El nihilismo y el inmoralismo son justamente el resultado, según Nietzsche, de la pérdida de la fe en dicho trasmundo.
+Ahora bien, si estamos condenados a contar sólo con nuestro mundo y a renunciar al «reino de los valores», y si tenemos que desasirnos de la ilusión del «otro mundo» y de la «otra vida» que nos ofrecía el cristianismo, la fundamentación de una nueva ética se hace terriblemente difícil. Pero, queramos que no, tenemos que empeñarnos en ello, porque el hombre necesita un ethos y una ética para poder existir plenamente como hombre. Mientras se logre este empeño, tendremos que construir una «moral provisional», como lo hizo Descartes cuando se derrumbó el teocentrismo medieval. En épocas de crisis, cuando todo se tambalea, tenemos que aprender a vivir sin supuestos, sin ilusiones y sin perjuicios, pero de acuerdo con la dignidad del hombre y con su ser peculiar.
+[28] Nicolai Hartmann, Ethik (Berlín: Walter de Gruyter, 1949), V.
+[30] Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1982.
+[31] Max Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik (Bern: Francke, 1954), 17.
+[32] Max Scheler, Philosophische Anthropologie, Schriften aus dem Nachlass (Bonn: Manfred S. Frings, 1987).
+EN RUSO, EL VOCABLO NIHILISMO aparece por primera vez en Padres e hijos de Ivan Turgenev, quien lo tomó de la lengua alemana, donde había sido acuñado por el filósofo Jacobi en 1799. Con él se designa allí especialmente el ideario del médico Basaror, que es el protagonista de la novela. Pero en el fondo de esta podemos columbrar las sombras siniestras de algunos conmilitones suyos, que podemos considerar como los representantes del nihilismo ruso. Hablando de ellos, otro de los personajes dice: «Antes eran hegelianos, pero ahora son nihilistas»[33]. Lo cual nos orienta sobre el camino seguido por el nihilismo desde Alemania hacia el fabuloso imperio de los zares.
+La novela Padres e hijos se publicó en 1861. Hegel había muerto en 1831, y el hegelianismo que floreció después de su muerte era ya un pasado liquidado. Pero, como se ve, Hegel estaba aún presente en Rusia como el promotor del nihilismo eslavo.
+En boca de Turgenev el nihilismo no tiene el mismo sentido que le da Hegel. Para este, el nihilismo es el nombre de la metafísica en su punto de partida, en razón de que, en su entender, ella no debe apoyarse al comienzo en ninguna de las cosas cuyo ser pretende dilucidar, sino exclusivamente en la nada —nihil—. Para el novelista ruso, en cambio, el nihilismo es más bien un concepto socio-cultural, tal como lo había empleado el hegeliano de izquierda Stirner: como un término para designar la crisis del sistema de ideas y creencias del hombre moderno. Como se ve, inclusive en este sentido del nihilismo, este es, aunque de modo indirecto, un testimonio de la presencia de Hegel en el mundo ruso, la cual se ampliará después, también indirectamente, merced al influjo de otro representante de la izquierda hegeliana, de Karl Marx, a través del cual el hegelianismo llega a convertirse en un poderoso factor de la historia rusa contemporánea.
+Lo que nos interesa aquí, sin embargo, es el nihilismo que entra en escena en la novela de Turgenev. ¿Cómo ocurre esto? No se puede desconocer que lo que allí es predominantemente ficción literaria refleja fenómenos de la vida social y política rusa en la primera mitad del siglo XIX. Tampoco se puede ignorar la existencia en el «alma rusa» de una cierta propensión a actitudes y conductas que podríamos calificar de nihilistas. Testimonio de ello es la figura del antiguo cosaco, cuyo temple anímico conocemos gracias al Taras Bulba de Gogol. Con todo, tanto la palabra nihilismo como el aparato conceptual para captar los fenómenos nihilistas llegaron a Rusia por el camino del hegelianismo.
+Turgenev, nacido en 1818, estudió de 1833 a 1836 en Moscú y en San Petersburgo, pero en 1838 viajó a Berlín a completar sus estudios. A su regreso a la patria, fue empleado en un ministerio; pero cuando, por motivos políticos, tuvo que dejar su puesto, volvió a Alemania, en 1847, y pudo asistir de cerca en Berlín a la lucha entre los grupos que se habían repartido la herencia de Hegel y a la escisión de la izquierda hegeliana, protagonizada por Marx y Stirner. Como queda dicho, su concepción del nihilismo es afín a la de Stirner.
+En Padres e hijos, a la par que entreteje la trama novelesca, Turgenev va articulando su concepción del nihilismo. Al comienzo de la novela, este no es más que el vago sentido que brinda la etimología de la palabra. «Nihilismo… —dice un personaje—, esto viene del latín nihil —nada—, según creo recordar; probablemente, esa palabra indica… que el nihilista no cree en nada»[34]. Pero enseguida se dice más concretamente que el nihilista es una persona que «nada respeta», que «a todo aplica un punto de vista crítico», «que no acata ninguna autoridad, que no tiene fe en ningún principio ni les guarda respeto de ninguna clase, ni se deja influir por ellos»[35].
+Como se ve, lo que Turgenev entiende por nihilismo no tiene nada que ver con la metafísica. Su concepción del nihilismo se nutre más bien de un cuestionamiento, entonces en marcha, de los fundamentos de la sociedad y del Estado, provocado por la pérdida de la fe en los valores en que se venían apoyando desde comienzos de la Época Moderna. Esto es lo que después llamará Nietzsche «el derrocamiento de todos los valores» como rasgo definitorio del nihilismo. Para el nihilista no hay autoridad ni principios ni leyes, porque en su opinión los valores que les daban validez y legitimidad se han hecho caducos. Por ello, lo que toca en tal situación histórica es negar radicalmente. «En los tiempos actuales —dice Bazarov— lo más útil es negar»[36]. Y él niega implacablemente y con furia. Niega la familia, la sociedad, el Estado, los principios morales y jurídicos, los usos y las costumbres imperantes e inclusive niega las formas de la vida afectiva como el respeto, la veneración y el amor. Del amor dice que no es más que «romanticismo, absurdo, podredumbre, literatura»[37]. Y no solamente los principios de toda índole y las instituciones de la vida privada y pública, sino también la filosofía, la religión, el arte, la ciencia y la literatura caen bajo la acción de esa fuerza aniquilante que anima a Bazarov, con lo que da cumplimiento a lo que había declarado al comienzo de la novela: «Yo no creo absolutamente en nada»[38]. Lo único ante lo cual se detiene la negatividad de dicha fuerza es frente a la muerte. Al final de su vida, en presencia de su próximo fin, dice Bazarov: «Fuerza, fuerza; aún la conservo intacta, ¡y, sin embargo, tengo que morir! Prueba a negar la muerte… Ella te niega a ti»[39].
+El nihilista fracasa ante la muerte. Sus sofismas y falacias se estrellan contra esta roca de granito. Mediante ellos es incapaz de convertir la muerte en una nada. La muerte habita en la cercanía de la nada, y es anihilante. Pero posee una presencia poderosa que me envuelve por todas partes, que no puedo negar, y de la cual no puedo huir, no importa en qué dirección dirija mis pasos. «Voy pegado a mi muerte como un pájaro al cielo», dice Vicente Huidobro en el lenguaje de la poesía.
+Lo anterior se explica por la función singular que tiene la muerte en el ser entero del hombre, que se constituye en la realización de una multiplicidad de posibilidades, una de las cuales es la muerte misma. Pero esta es una posibilidad diferente de todas las demás. Con su cumplimiento, llega el ser humano a su última meta, para desaparecer, lo que no ocurre con las restantes. Pero mientras el hombre existe, la muerte es una posibilidad permanente, que puede realizarse en el momento menos pensado, y justamente como lo que no ha sobrevenido aún, como posibilidad, posee dicha presencia poderosa. Y, además, como tal es la condición de posibilidad de todas las otras posibilidades que es el hombre. Prueba de ello es que cuando la muerte sobreviene y se convierte en realidad, ya es imposible realizar cualquiera otra posibilidad, pues todas desaparecen.
+Esta es la base ontológica de la concepción de la muerte que tiene Bazarov —posteriormente, Turgenev, cuando con los años comenzó a acelerarse su marcha hacia la muerte, plasmó la misma concepción, refiriéndola a sí mismo, en el impresionante poema en prosa «La vieja», escrito en 1878—. El nihilista niega todo y convierte todo en nada, salvo la muerte. La muerte está por encima del nihilismo. No es como este una contingencia histórica, sino que está presente como posibilidad en todo lo que el hombre hace o emprende, y cuando se va a realizar en él, el nihilista se da cuenta de que su actitud negativa y destructiva queda negada y destruida por la muerte que sobreviene haciendo en adelante imposible toda empresa humana, inclusive el nihilismo.
+Una forma del nihilismo semejante a la anterior se encuentra más tarde en las novelas de Dostoyevsky. Este, sin embargo, no era un «occidentalista» como Turgenev, sino un «eslavófilo» firmemente enraizado en su mundo propio. Por eso el nihilismo que él describe es típicamente ruso. Cuando se le preguntó de dónde venía el nihilismo, respondió: «No viene de ninguna parte. Todo el tiempo ha estado con nosotros, en nosotros y en torno a nosotros». Dostoyevsky reconoce su deuda literaria con Turgenev. Pero el nihilismo de sus personajes no es el de un ente de ficción como Bazarov, sino el nihilismo latente en la vida rusa: el que él mismo respiró en los bodegones de San Petersburgo frecuentados por la plebe; el de los vagabundos y mendigos con quienes dialogaba en su juventud en las calles y los parques de esta ciudad; el de los grupos políticos desesperados, a uno de los cuales perteneció, lo que le valió una condena a la pena de muerte, conmutada después por la de prisión; el que vivió en los presidios de Siberia en compañía de criminales, de desarraigados y marginados.
+En Los demonios (1870), la novela de Dostoyevsky más importante para estudiar su concepción del nihilismo, este no es un fenómeno aislado de un individuo, de un partido político o de una agrupación, sino la expresión de un estado social general. Ello se ve claramente en la enumeración que le hace Pyotr Stepanovich Verkhovensky a Stavrogin de los posibles colaboradores en los planes políticos de ambos:
+¿No sabe usted que ya somos enormemente fuertes? Los nuestros no son solamente los que degüellan y queman. Yo les tengo contados a todos. El maestro que se burla con sus alumnos de Dios y de su cuna, es ya nuestro. El abogado que defiende el asesinato de un individuo culto, alegando que el asesino tiene más cultura que sus víctimas, y para procurarse dinero no tiene más remedio que matar, es ya nuestro. El jurado que absuelve todos los crímenes, nuestro. El fiscal que teme mostrarse en el juicio poco liberal, nuestro, nuestro. Los administradores, los literatos, ¡oh, nuestros!; terriblemente nuestros, y ellos mismos lo ignoran… Cuando salí de Rusia, hacía furor la tesis de Littré, según la cual el crimen es una locura; vuelvo, y ya el crimen no es una locura, sino precisamente el buen sentido, casi un deber, por lo menos una noble protesta… El dios ruso ha huido ya ante el alcohol. La gente se emborracha, se emborrachan las madres, se emborrachan los hijos; las iglesias están vacías…[40].
+Al lado de estos nihilistas pasivos, que van arrastrados por los demonios de la negatividad en todos los órdenes, Dostoyevsky nos describe también a unos nihilistas activos, afanosos por destruir todo lo existente. Estos nihilistas lo confiesan paladinamente: «Nosotros proclamamos la destrucción, porque es una idea seductora». Pero lo que los seduce realmente es el caos que quieren instaurar. Al preguntárseles por qué habían cometido tantos crímenes, escándalos y fechorías, uno de ellos responde: «Para la sistemática destrucción de los cimientos, para la sistemática descomposición de la sociedad y de todos los principios». Esto es, para destruir desde su raíz y en total el orden vigente. Por ello agrega el mismo personaje que ellos están haciendo «el primer ensayo de un desorden sistemático»[41].
+Pero el nervio que mueve todas esas manifestaciones de nihilismo es lo que identificará posteriormente Nietzsche con su propio nihilismo: la «muerte de Dios». El primer título que le había puesto Dostoyevsky a Los demonios era el de Ateísmo, pero lo cambió por un nombre que abarcara todas las restantes fuerzas nihilistas. Sin embargo, aquí como en Crimen y castigo, El idiota y Los hermanos Karamazov, lo que él llama la «huida del dios ruso» es el telón de fondo del ventarrón nihilista que agita a algunos de sus personajes. Esto se comprende de suyo. Si Dios era el fundamento en que para el hombre ruso reposaba el mundo y la vida humana en todas sus expresiones, con su huida tenían que hundirse en el remolino de la nada.
+La «muerte de Dios» determina una nueva idea del hombre, la idea del hombre propia de la época del nihilismo. Ya desde comienzos de la Época Moderna, en Occidente había comenzado a actuar calladamente esta idea, como consecuencia de la crisis del teocentrismo medieval. Pero el primero que la expresa claramente, en el contexto de la «huida del dios ruso», es Dostoyevsky. En Los demonios, el ingeniero Kirillov lo dice sin ambages antes de suicidarse: «Si no hay Dios, yo soy dios»[42].
+Como secuela de este antropocentrismo delirante, que coloca al ser humano en el centro del cosmos como su fundamento y señor, dicho personaje predica una potenciación enorme de todas las facultades del hombre, inclusive desde el punto de vista corporal. Esta es la primera formulación de la idea del superhombre, que presentará después Nietzsche también en conexión con la «muerte de Dios». De semejante deificación del hombre deduce Kirillov la necesidad de suicidarse. Pues si soy dios, concluye sin más, y el atributo de mi divinidad es la libertad absoluta, tengo que destruirme a mí mismo, para poder dar testimonio de mi libertad. Y su suicidio, algo macabro y sin sentido —aunque desde el punto de vista literario, una pieza maestra de la literatura universal—, reduce al absurdo toda la doctrina nihilista presentada en la novela.
+Acompañando al nihilismo expresado en el lenguaje de la gran literatura rusa, corre en Rusia, a lo largo del siglo XIX, un nihilismo práctico, el de la política, cuyo principal representante fue Bakunin, un hegeliano de izquierda que como Turgenev también viajó a Berlín, donde estudió a partir de 1840. Pero esta forma de nihilismo desembocó en una absurda negación de toda forma de coexistencia en la pólis, con lo cual la política misma quedó reducida al absurdo. Sin embargo, ni la labor negativa y destructiva del nihilismo literario ni la del nihilismo político se volatilizaron en Rusia. Sin su trabajo de zapa, los rusos no habrían podido, a principios de nuestro siglo, hacer tabula rasa de una serie de valores, principios, creencias, ideas e ideales de los que habían vivido durante siglos, lo cual hizo posible en la práctica esa «sistemática destrucción de los cimientos» que proclamaba el personaje de Los demonios.
+[33] Citamos la traducción de R. Cansinos Assens de las Obras escogidas de Turgenev (Madrid: Aguilar, 1964), capítulo V.
+[34] Turgenev, Padres e hijos, capítulo V.
+[35] Turgenev, Padres e hijos, capítulo V.
+[36] Turgenev, Padres e hijos, capítulo X.
+[37] Turgenev, Padres e hijos, capítulo VII.
+[38] Turgenev, Padres e hijos, capítulo VI.
+[39] Turgenev, Padres e hijos, capítulo XXVIII.
+[40] Citamos la traducción de R. Cansinos Assens de las Obras completas, tomo II, de Fyodor Dostoyevsky (Madrid: Aguilar, 1949), parte II, capítulo VIII.
+EN LA IMAGEN DE UN ESCRITOR famoso suelen ir mezclados confusamente lo inherente a su ser peculiar e ingredientes adventicios, que vienen de fuera, casi siempre de la fantasía del público, que, cuando carece de ideas claras sobre un hombre prominente, se complace en tejer su leyenda. Esto vale en gran medida de Jean-Paul Sartre, quien gozó en vida de fama internacional, y cuya muerte en 1980 conmovió al mundo entero, no porque se supiese a ciencia cierta qué era lo que él había aportado a la humanidad ni qué era lo que esta perdía con su muerte, sino justamente por su leyenda, avivada sin mesura por los medios masivos de comunicación.
+La índole misma de Sartre contribuía igualmente a fomentar su leyenda. Él era una naturaleza escurridiza. Como una especie de Proteo intelectual, cambiaba fácilmente de figura, de medios de expresión, de estilo y de actitud. Lo cual entorpecía todo intento de filiarlo, de fijarlo en un marco determinado, en la tradición de un género y en la relación con sus congéneres. Y le dejaba a la gente el campo libre para que diera rienda suelta a su natural tendencia a crear mitos.
+En vista de algunos de los primeros escritos salidos de su pluma —La trascendencia del ego y La imaginación, ambos de 1936, Esbozo de una teoría de las emociones (1939) y Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la imaginación (1940)—, se pensó que Sartre era un nuevo filósofo, un representante francés del movimiento fenomenológico que había fundado Husserl en Alemania a principios de nuestro siglo. Pero semejante encasillamiento resultó apresurado. Pues por el mismo tiempo Sartre comenzó a dar a la luz pública obras de imaginación, como La náusea (1938) y El muro (1939), con las cuales se reveló como un original novelista y un magistral narrador.
+En 1943, al publicar El ser y la nada, Sartre se colocó a la cabeza de la filosofía francesa del momento. Mas esto no lo ató al gremio de los filósofos. Otros frentes le demandaban con mayor insistencia su atención. En ese mismo año compuso Las moscas, que lo convirtieron de un golpe en un dramaturgo importante. Su prestigio como tal creció como la espuma en los años siguientes con el estreno de nuevas obras. Dramas como A puerta cerrada, La putain respectueuse y El diablo y el buen Dios le permitieron conquistar rápidamente los escenarios europeos y americanos.
+A partir de 1945, la dispersión de Sartre llega a su colmo. Abandona definitivamente su labor de profesor de filosofía, y comienza a vivir como escritor libre en el barrio parisino Saint-Germain-des-Prés. Funda Les Temps Modernes, una revista predominantemente política. Intenta organizar un partido de izquierda. Viaja con fines no filosóficos ni literarios a Rusia y a Cuba. Escribe incesantemente ensayos sobre filosofía y literatura, novelas, obras de teatro, un guion cinematográfico, amén de artículos para revistas y periódicos. Participa, además, en la política activa nacional e internacional, y ejerce sus funciones de jefe supremo del «existencialismo», un movimiento que ya tenía poco que ver con la filosofía, de donde había tomado su nombre, pues se había convertido en una extraña moda que ligaba una turbia ideología con mala literatura y bohemia.
+De acuerdo con lo anterior, no debemos asombramos de la falta de ideas claras sobre Sartre. Dada su importancia, sin embargo, ya es tiempo de que comencemos a averiguar qué es lo que está quedando del inmenso prestigio de que disfrutó en vida y de su vasta y ruidosa obra.
+De todas las publicaciones sobre Sartre aparecidas con ocasión de su muerte y en los años transcurridos desde entonces, la que mejor nos puede prestar ayuda para ello es el libro de Simone de Beauvoir La ceremonia del adiós seguido de Conversaciones con Jean-Paul Sartre, cuya traducción al español publicó en 1983 la Editorial Sudamericana. Más próxima a él que nadie durante más de cincuenta años, la autora ha podido ofrecernos en su libro un Sartre de cerca, dando así un paso decisivo para separar en él la leyenda de la realidad.
+En La ceremonia del adiós, crónica basada en un diario que llevó Simone de Beauvoir de 1970 a 1980, vemos de cerca a Sartre a lo largo de la enfermedad que acabó con él. Pero este impresionante documento carece de interés para nuestro tema. Lo que nos importa son las Conversaciones, las cuales nos acercan al fondo de las convicciones más íntimas de Sartre sobre sí mismo, convicciones que conservó ocultas mientras estuvo en el primer plano de la publicidad mundial. La obra surgió de los diálogos de Simone de Beauvoir con Sartre en Roma, en el verano de 1974, y en París, a principios del otoño del mismo año.
+Ya al comienzo de las Conversaciones encontramos una confesión sorprendente. Al recordarle Simone de Beauvoir el gran papel que había jugado la filosofía en su formación, comenta Sartre: «Sí, porque la consideré el mejor medio para escribir; me daba las dimensiones necesarias para crear una historia»[43]. La filosofía, en la que casi siempre se piensa cuando se habla de Sartre, no tenía, pues, para él un valor en sí; no era más que un medio para escribir, para «escribir una historia». Semejante confesión se refuerza más adelante con esta otra: «No quería ser filósofo, estimaba que eso era perder el tiempo… La filosofía se relacionaba con la verdad, con las ciencias, que me aburrían»[44].
+De suerte que el horizonte en que se movía Sartre desde el principio no era el de la filosofía ni el de la ciencia, sino el de la literatura. Pero si, apresuradamente, lo situamos allí para filiarlo, de inmediato se nos escurre por entre las mallas de nuestro esquema clasificatorio; pues al ir a precisar lo que él entendía por literatura, nos vemos remitidos a algo que no es propiamente literatura. La concepción que tenía Sartre de la literatura aparece por doquier en las Conversaciones, pero sin tematizarla expresamente, quizás porque ya la había expuesto sistemáticamente en 1948 en su famoso libro ¿Qué es la literatura?
+Como es sabido, la literatura es allí littérature engagée, literatura comprometida. En semejante literatura no se trata de narrar historias; en ella, el escritor engagée no escribe con el fin de «relatar historias hermosas»[45]. Él se dirige al lector más bien para transformarlo, despertando en él el sentimiento de libertad, que se supone siempre coartada. La literatura es, pues, una faena de liberación del individuo y de los pueblos. El lenguaje en ella no tiene, por ende, una función creadora de nuevos mitos, de nuevos mundos y nuevos seres, como en Balzac, Stendhal o Proust, sino una función práctica. O mejor: una función moral, tomando la moral en el sentido que le da Sartre, a saber, como una mezcla de la moral individual con la política, que sería la moral colectiva. Por eso dice Sartre tajantemente contra todo intento de no hacer literatura no comprometida: «Bien que la littérature soit une chose et la morale une tout autre chose, au fond de l’impératif esthétique nous discernons l’impératif moral». Filosofía, literatura, política y moral… Si la filosofía no es más que un medio para hacer literatura, si la literatura se confunde con la moral y si la moral es política, ¿dónde vamos a situar a Sartre? La respuesta a esta pregunta es ciertamente difícil. Sartre se nos escurre de un campo a otro, y todo intento de fijarlo en uno de ellos fracasa.
+Si, por última vez, escuchamos sus propias palabras, le oímos insistir en la literatura: «Yo deseo obtener la inmortalidad por la literatura; la filosofía es un medio para alcanzarla»[46]. ¿Se va a cumplir este deseo de Sartre? Es aventurado anticiparse a la sentencia del tiempo. Pero desde su muerte, cuando ya no produce titulares, cuando su leyenda comienza a evaporarse, y ya no actúan los motivos extraliterarios que la alimentaban, parece cada vez más improbable el cumplimiento de ese deseo. Al contrario, se principia a ver claramente que sus obras literarias están demasiado cargadas de un lastre filosófico, ideológico y circunstancial que las hace bastante plúmbeas. Quien no esté especialmente interesado, por ejemplo, en la tragedia de la ocupación de Francia por los alemanes, en las peripecias de la Segunda Guerra Mundial y en los problemas de la política europea de entonces, es incapaz de leer ahora las tres voluminosas novelas que integran Los caminos de la libertad. Lo mismo puede decirse de obras dramáticas como Las moscas, Muertos sin sepultura y Las manos sucias. La náusea, la novela mejor lograda de Sartre, es igualmente ilegible para quien no quiera revivir, en la contemplación de la raíz de un castaño que se hunde en la tierra, un modo de ser que se describe en el clímax de la obra: el ser precategorial y prerreflexivo de las cosas, es decir, su ser antes de haber sido revestidas con «las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie»; en suma, el ser antes de que la subjetividad humana lo haya llenado de sentido y racionalidad estructurándolo mediante las formas espacio-temporales y categoriales que estudia Kant en la Crítica de la razón pura.
+Los anteriores son ejemplos extremos. Pero, en mayor o menor medida, se podría decir algo semejante de otras obras de «imaginación» de Sartre, ninguna de las cuales se puede leer por el sólo placer de sumergirse en el mundo de la fábula.
+Esa inmortalidad que, contrariando su deseo, quizás le va a negar el mundo literario, ¿la irá a alcanzar Sartre, a pesar suyo, por la filosofía? Esto también parece improbable. Acallado el ruido que hacía la publicity internacional, que siempre lo siguió fielmente, se va haciendo visible el modesto puesto que ocupa Sartre en el conjunto de la filosofía contemporánea.
+Como se sabe, Sartre pertenece como pensador a la filosofía de la existencia, que representa la etapa final de la filosofía de la subjetividad inaugurada por Descartes en los albores de la Época Moderna.
+Descartes descubre la subjetividad humana, el ego cogito, como el único fundamento suficiente para explicar filosóficamente el ser de todo lo que hay. Pero el estudio de ese campo fue una tarea en común de las mejores cabezas de la modernidad. Los ingleses exploraron las funciones sensibles del yo; Kant esclareció las funciones no sensibles, lo que él llama las actividades trascendentales de la subjetividad pura, por medio de las cuales se constituye el sentido de las cosas; y el llamado idealismo alemán —Fichte, Hegel y Schelling—, al ahondar en esas funciones, en un arrebato especulativo las hipertrofian hasta el infinito, convirtiendo al humilde ego cogito cartesiano en un Yo absoluto y divino, del cual hace salir, en rigurosos pasos lógicos, todo lo existente.
+Este es el momento en que aparece la filosofía de la existencia como una reacción contra semejante arrebato especulativo, pidiendo una vuelta al sujeto humano, con el cual Descartes había puesto en marcha la filosofía de la subjetividad, pero sin limitarlo al puro pensar como había ocurrido en la filosofía moderna, sino en su plena concreción.
+La filosofía de la existencia pone, pues, a la vista al sujeto humano concreto, finito, «arrojado» en el mundo y en la historia, viviendo en vista de la muerte, sin un ser fijado de antemano como el de las cosas, sino condenado a realizarlo proyectándose hacia sus propias posibilidades.
+El descubridor del nuevo campo de investigación fue el danés Kierkegaard. Jaspers y Heidegger escudriñaron las estructuras de ese campo. Sobre todo Heidegger, quien le dio rigor, método y sistema a la filosofía de la existencia. Pero esta no es para él un fin último, sino un camino para elucidar el misterio del ser. Por eso la llama ontología fundamental, cuya tarea es el estudio del ser de un ente determinado, el hombre, para establecer el fundamento de un saber que garantice el adecuado tratamiento del problema del ser en general. Este era el mismo fin que perseguía la egología cartesiana.
+Ahora bien, en sus análisis de la existencia humana Sartre parte de la ontología fundamental que desarrolla Heidegger en Ser y tiempo, obra que comenzó a estudiar en el año de 1933, cuando viajó a Alemania como becario del Institut Français de Berlín. Pero, a pesar de que su obra filosófica fundamental se llama El ser y la nada, se olvida de lo que más le importaba a Heidegger: del problema del ser en general. A Sartre sólo le interesa la existencia humana. Además, a pesar de que El ser y la nada lleva como subtítulo Ensayo de una ontología fenomenológica, sus análisis de la existencia humana no tienen un carácter ontológico en sentido estricto. Él se limita a lo óntico, es decir, a describir situaciones y casos concretos existenciales, como lo hace el novelista o el dramaturgo, sin lograr destilar de ese material lo ontológico, esto es, las estructuras generales de la existencia humana, sencillamente porque no tenía ojos para ellas.
+El atento lector se habrá dado cuenta de que, en la evolución de la filosofía de la existencia, a la cual pertenece, Sartre no alcanza la altura a que la llevó Heidegger, y que se queda en un estadio anterior de ella ya superado. Por eso hablamos del modesto puesto que ocupa en la filosofía contemporánea. Quizás su mayor aporte a la filosofía de la existencia son esas descripciones de que ya hablamos de situaciones y casos concretos existenciales con todas sus implicaciones morales, en las cuales alcanza igualmente sus mayores alturas literarias.
+En un artículo publicado en 1960, con ocasión de la muerte de Camus, decía Sartre que este «encarnaba en este siglo, y contra la historia, al heredero actual del antiguo linaje de los moralistas, cuyas obras constituyen quizás lo más original de las letras francesas»[47]. Estas palabras valen exactamente para el caso de Sartre, en cuyas manos todo se convertía en una cuestión moral, como les ocurría a sus más legítimos antecesores, los moralistas franceses. Con ellos tenía también en común la genial manera de decir. Él encarnó mejor que nadie esa tradición tan francesa de los grandes escritores. Y esto fue Sartre, en último término: un gran escritor. Que era lo único que, en el fondo, le importaba realmente. Él se lo dice a Simone de Beauvoir al final de las Conversaciones: «Escribí. Eso fue lo esencial de mi vida. Lo que exigí desde los ocho años, lo logré»[48]. Y en Las palabras nos cuenta cómo descubrió en su niñez el tipo humano que encarna el gran escritor, como la única posibilidad de la existencia humana en que podía realizar su auténtico ser. Toda su vida la dedicó a alcanzar ese ideal, contra todo y renunciando a todo. Él habla de ello como de una salvación, como una salvación de lo que era en verdad. Las últimas líneas de Las palabras lo dicen bellamente: «De lo único de que trataba era de salvarme —nada en las manos, nada en los bolsillos— por el trabajo y la fe. Mi pura opción no me elevaba por encima de nadie: sin equipo, sin herramientas, me he metido entero en la tarea de salvarme entero…». Una última lección moral para sus compañeros de oficio, los escritores, que actualmente están cada vez más en peligro de ser devorados por el Leviatán de la sociedad de consumo, olvidados de su misión.
+[43] Simone de Beauvoir, Conversaciones (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1983), 208.
+[44] Beauvoir, Conversaciones, 209.
+[45] Jean-Paul Sartre, Qu’est-ce la Littérature? (París: Gallimard, 1967), 79.
+[46] Beauvoir, Conversaciones, 207.
+[47] Jean-Paul Sartre, Situations IV (París: Gallimard, 1964).
+A MEDIDA QUE PASAN LOS AÑOS desde su muerte, acaecida en 1976, se va haciendo cada vez más evidente que Martin Heidegger, nacido en 1889 en un pueblecito alemán llamado Messkirch, ha sido la fuerza filosófica más poderosa del siglo XX. Messkirch, ámbito de su niñez y adolescencia; Freiburg im Breisgau, centro de su formación académica y de su actividad docente, y Todtnauberg, en una de cuyas laderas tenía un albergue alpino donde escribió la mayor parte de su obra, constituyeron el marco geográfico de su sencilla y laboriosa vida. Todos estos lugares, muy cercanos unos de otros, pertenecen a la Selva Negra, en cuyo suelo granítico Heidegger se sintió siempre enraizado, al igual que uno de sus miles de pinos oscuros.
+Desde un comienzo, el pensamiento de Heidegger se desplegó movido por un impulso incontenible de ir hasta las últimas raíces de las cosas y de la existencia humana, rompiendo para ello la costra de ideas, creencias y categorías que se había ido formando sobre ellas a lo largo de más de dos mil años. Como vehículo de este pensamiento radical, su lenguaje, desnudo de todo adorno retórico y libre de la jerga filosófica usual, adquirió un poder de sugestión irresistible, un poder que no perdió ni en los escritos de su ancianidad.
+En cierta medida, lo anterior explica la acción electrizante que produjo su entrada en escena en el medio universitario, primero en Freiburg, donde inició su labor docente al terminar la Primera Guerra Mundial; después, de 1923 a 1928, en Marburg, adonde había sido llamado como profesor por la nombradía que le habían dado los apuntes de sus clases y seminarios, que circulaban de mano en mano, pues entonces no había publicado casi nada; y luego de nuevo en Freiburg, a partir del semestre de invierno de 1928 hasta su muerte.
+Con todo, su rápido triunfo en Alemania, y después en el mundo entero, a raíz de la publicación de Ser y tiempo en 1927, no se debió sólo a la magia de su lenguaje ni a la hondura y novedad de su pensamiento. Ni mucho menos a su personalidad. Heidegger parecía un pequeño campesino de la Selva Negra, y su atuendo y su porte tenían algo de provinciano y envarado. Su rauda carrera hacia la fama se debió más bien a que desde el principio se pensó que él iba a hacer posible una salida del estancamiento en que había caído la filosofía moderna.
+A principios de nuestro siglo, en efecto, la filosofía moderna, que había puesto en marcha Descartes en el siglo XVII, había perdido su fuerza creadora, a pesar de su febril actividad y de su copiosa producción bibliográfica. Aunque parezca paradójico, su esterilidad se debió a que ya había llegado a su plenitud. Casi todas las posibilidades encerradas en el ego cogito, en el «yo pienso» de la subjetividad humana, que Descartes había propuesto como fundamento explicativo de todo lo que hay, se habían realizado plenamente. Y esto hasta tal punto, que la fenomenología de Husserl, que entonces era el movimiento filosófico predominante en Europa, había llegado a poder explicar el ser de todos los objetos y de todos los fenómenos como un producto de la actividad constituyente del yo puro. Las ciencias psicológicas habían escudriñado, hasta en sus últimos rincones, el yo empírico en sus funciones conscientes e inconscientes. El sueño de Descartes y Leibniz de una mathesis universalis, de un saber aplicable a todos los objetos gracias a una formalización universal mediante la matemática y la lógica formal, se estaba comenzando a cumplir. Parecía, pues, que la filosofía había resuelto todos sus problemas y logrado todos sus anhelos, pero que por ello se estaba quedando sin una tarea. Esta era quizás la causa de que se hubiera vuelto sobre sí misma, no para preguntar por su esencia, como había ocurrido a menudo en el pasado, sino con el ánimo de corregir sus fallas lógicas y gramaticales, por medio de un análisis lógico-lingüístico de las proposiciones filosóficas.
+De otra parte, la tradición filosófica de más de dos mil años, reconstruida a la perfección por la filología y la historia del siglo XX, aún no había podido ser repensada y dominada plenamente. Por el contrario, ella dominaba a los pensadores, en cuyas cabezas y sistemas imperaba una amalgama de teorías viejas y nuevas, de valoraciones caducas, de representaciones y conceptos válidos sólo por tradición. Esto, y la esterilidad indicada, explican igualmente la gran floración de renacimientos que se produjo entonces. Recuérdese el neokantismo, el neopositivismo, el neovitalismo, el neomarxismo, la neoescolástica, el neotomismo…
+Heidegger entró en esta selva selvaggia como un viento renovador, que no venía a renovar ninguna corriente filosófica del pasado, sino a renovar la filosofía misma. En sus manos los viejos dogmas comenzaron a vacilar, y problemas que estaban cristalizados dentro de las doctrinas de las escuelas, recobraron su capacidad de inquietar y se volvieron a plantear con gran pasión. De estos, el más inquietante de todos era el problema del ser, que había puesto en marcha la filosofía entre los griegos y que, en opinión de Heidegger, desde hacía tiempos había caído en olvido.
+Dicho problema, que sigue siendo para él el problema fundamental de la filosofía, como en la época de Parménides y Heráclito, aparece enunciado en el título de la obra que le dio fama mundial: en Ser y tiempo.
+Sin embargo, en el primer tomo de esta obra, el único que se publicó, el tema central de la investigación no es el ser. Allí siguió Heidegger un camino que lo debía sacar de la situación histórica en que él se encontraba. Esa situación histórica era la que había creado la fenomenología trascendental de su maestro Husserl. Pero Husserl había convertido la fenomenología en un «cartesianismo radical», como él mismo la llamó. Lo que buscaba Heidegger, por lo tanto, era una salida lejos de la metafísica moderna de la subjetividad, representada en su punto de partida por Descartes y en su plenitud por Husserl. Con todo, a la salida no se podía llegar sino a través de dicha metafísica, que es lo que ocurre en Ser y tiempo.
+En cumplimiento de este propósito, Heidegger pone en cuestión todas las formas de la subjetividad que habían servido de fundamento de la metafísica moderna —el ego cogito de Descartes, el yo trascendental de Kant, el pensar absoluto de Hegel, la voluntad de poder de Nietzsche, el ego laboro de Marx, el yo puro de Husserl—, y en lugar de ellas introduce el Dasein, palabra alemana intraducible en todo su alcance significativo, pero que puede ser parafraseada en cada caso.
+El Dasein es el ser propio del hombre, un modo de ser que nosotros podemos designar tranquilamente con la expresión existencia humana. Heidegger mismo emplea esta expresión en alemán —menschliche Existenz— como equivalente a Dasein.
+El Dasein no es el ego solitario que conquista artificialmente Descartes mediante la duda metódica, del cual la metafísica de la subjetividad moderna hace salir los objetos y el mundo como productos de su actividad constituyente. Lo que el Dasein designa, en cambio, es lo que Heidegger llama el ser-en-el-mundo del hombre, una estructura que abarca al sujeto, a los objetos y al mundo en una unidad originaria, a la cual pertenece igualmente el ser con los otros hombres. Esta unidad, que está siempre sustentada por el hombre gracias a su comprensión del ser de los elementos integrantes del todo estructural, se revela a la postre como una urdimbre de múltiples temporalizaciones, es decir, de modos de ser en el tiempo de la existencia humana.
+Esta hermenéutica de la existencia humana en el horizonte del tiempo es lo que realmente se lleva a cabo en el primer tomo de Ser y tiempo, el cual habría podido muy bien titularse Hombre y tiempo, porque el tema expreso del ser sólo viene a reaparecer al final del libro, en la pregunta que lo concluye: «¿Se revela el tiempo mismo como el horizonte del ser?».
+A esta pregunta por el ser en general se debía responder en la continuación de Ser y tiempo, pero esta no apareció después de la publicación del primer tomo de la obra. Heidegger siguió meditando sobre el problema durante diez años. Y cuando lo creyó oportuno, de 1936 a 1938 redactó lo que debía ser la segunda parte de Ser y tiempo. En 1939, su hermano Fritz hizo una copia en máquina del manuscrito. Pero Heidegger no se decidió a dar el texto a la luz pública, el cual permaneció inédito hasta 1989, cuando se publicó, después de medio siglo de haber sido escrito, en el marco de la edición de sus Obras completas, iniciada en 1975. Pero su título produjo una gran sorpresa. Pues el libro no apareció como el segundo tomo de Ser y tiempo, sino bajo el nombre anodino de Contribuciones a la filosofía[49], de acuerdo con el título que él le puso al manuscrito y con las recomendaciones que les dio antes de morir a sus editores. Ante este hecho sorprendente, no se pueden evitar las siguientes preguntas: ¿Por qué le cambió Heidegger el título a la obra que había anunciado como continuación de Ser y tiempo? ¿Por qué le dio un título que no dice casi nada?
+Lo que ocurrió fue lo siguiente. Durante el trabajo en la continuación de Ser y tiempo, su autor se dio cuenta de que el camino seguido hasta entonces —a través de la metafísica moderna buscando una salida hacia un campo abierto— había hecho un recodo, torciendo la dirección que traía. A este accidente de camino lo llaman los campesinos de la Selva Negra una Kehre. Y este fue el nombre que Heidegger le dio a su cambio de ruta, después del cual Ser y tiempo resultaba un nombre demasiado estrecho para el vuelo que estaba tomando su pensamiento. Pero ¿por qué le dio al resultado de sus meditaciones el título anodino de Contribuciones a la filosofía?
+Después del cambio de ruta experimentado en la Kehre, el pensar se había salido del carril tradicional de la filosofía, en el cual se movía aún Ser y tiempo. Su tarea ya no podía consistir en refutar teorías para reemplazarlas por otras, en verificar hipótesis, en desmenuzar conceptos y en construir nuevos sistemas. Lo que ahora tenía que hacer era registrar paso a paso una serie de experiencias que venía haciendo el hombre occidental, experiencias que habían sido expresadas, no por los filósofos profesionales, sino por poetas como Hölderlin y por pensadores casi poetas como Nietzsche. Y, en vista de estos cambios, lo más adecuado era no atarse a un título comprometedor, y dejarle al lenguaje el campo abierto para las sorpresas, con el fin de que pudiese nombrar libremente los nuevos hallazgos.
+Y todo esto se explica porque, con el cambio de ruta, la tarea del pensar se había ampliado considerablemente. Ya no se trataba de analizar la existencia humana con el fin de superar la metafísica moderna basada en la subjetividad constituyente de todos los objetos. Esta tarea se había llevado a cabo ya en Ser y tiempo. Ahora se trataba del hombre occidental en su historia, en una historia determinada, no por factores religiosos, políticos, científicos, económicos o técnicos, sino por la relación del hombre con el ser.
+Todo el mundo sabe de esta relación con el ser. Expresamente o en un lenguaje silencioso, el hombre está siempre hablando de lo que es, de lo que era, de lo que será y de lo que debe ser, es decir, del ser. Lo que no siempre se sabe es que dicha relación tiene esa historia de que nos habla Heidegger, la cual equivaldría a una especie de intrahistoria, esto es, a una historia profunda, respecto a la cual la historia de las costumbres, la historia de los acontecimientos políticos, la historia de las artes y de la ciencias, la historia de las ideas y la historia de las grandes etapas de la filosofía no serían más que manifestaciones de los cambios fundamentales a través del tiempo del modo de estar referido el hombre al ser.
+Esta historia profunda la divide Heidegger en dos grandes etapas, cuya caracterización centra en el comienzo de cada una de ellas. Por ello habla de un «primer comienzo» y del «otro comienzo».
+El «primer comienzo» tuvo lugar en Grecia en el siglo VI a. C. Pese a que la existencia del hombre consiste en un estar en relación con las cosas comprendiéndolas en sus múltiples modos de ser, a diferencia del animal que está referido a ellas empujado por sus instintos y por sus necesidades orgánicas primordiales, antes de dicha época semejante relación comprensiva del hombre con el ser había permanecido oculta. La gran hazaña de los griegos fue la de haberse dado cuenta de ella. No mediante la razón, como se cree erróneamente, sino gracias a un sentimiento fundamental. Este sentimiento fue el del asombro, como lo dijeron Platón y Aristóteles. Cuando uno de los primeros pensadores griegos al decir, verbigracia, «la rosa es roja y bella», se desentendió de la rojez y de la belleza, y se detuvo asombrado frente al «es», percatándose de que las cosas son algo y no nada, asumió la actitud que hizo posible el preguntar metafísico por el ser de las cosas, y abrió el ámbito en que se iba a desplegar la historia de Occidente.
+La tarea que les tocó a los griegos fue la de fijar las categorías determinantes del ser de las cosas: idea y forma, substancia y accidente, causalidad y finalidad, etcétera. Entregados al cumplimiento de esta tarea, sin embargo, se olvidaron de lo más asombroso y enigmático de todo, del ser mismo en cuanto tal. La filosofía, la ciencia y la historia humana estuvieron determinadas posteriormente por dicho trabajo de los griegos, pero también estuvieron determinadas por lo que Heidegger llama el «olvido del ser». Este olvido no fue superado cuando se identificó al ser con Dios, con la materia, con la subjetividad humana o con la energía, porque dicha identificación no fue en cada caso más que una confusión del ser con cada uno de esos entes, los cuales, en cuanto «son», remiten al ser como su fundamento.
+En la Época Moderna llega a su culminación dicho «olvido del ser». El hombre occidental se entrega cada vez más al dominio de las cosas. En lugar de la actitud contemplativa frente a ellas predominante entre los griegos, se impone ahora una actitud operativa. El anhelo de poder prima sobre el afán de conocer: scientia est potestas, «saber es poder», es la divisa que le acuña Bacon a la época.
+Como una expresión de ese anhelo de poder surge la técnica científica, mediante la cual el hombre ha logrado poner a su servicio la naturaleza entera. Pero, a la postre, bajo la presión violenta de su amo y señor, la naturaleza empieza a ojos vista a ser desfigurada y menoscabada en su ser propio en tal medida, que el hombre adquiere conciencia de que corre peligro de destruirla, destruyéndose a sí mismo al mismo tiempo. Esto deja al descubierto una contradicción interna en el ejercicio desaforado de la voluntad de poder. Esta se revela como un querer por el querer mismo, como un querer sin una meta determinada más allá del mero querer, como un querer que lo único que quiere es aumentar su poder sin fin y sin sentido.
+La falta de un fin último, la sospecha de la inutilidad y vanidad de la hazaña en que ha consistido su historia, la caducidad de todos los valores por que luchó en ella, la «fuga de los dioses» de que habló Hölderlin y la «muerte de Dios» que anunció Nietzsche, todos estos son signos de que el hombre actual se encuentra al final del proceso histórico que comenzaron los griegos. Pero este fin no significa para Heidegger un acabamiento, sino un fin que apunta al futuro, hacia el futuro del «otro comienzo». Nosotros nos encontramos, pues, en un momento de transición.
+Ahora bien, lo que le permite al hombre en transición vislumbrar el «otro comienzo» en la otra orilla es, no una reflexión de carácter lógico sobre todo lo ocurrido, sino un sentimiento diferente del asombro, que fue el que puso en marcha el «primer comienzo». Este otro sentimiento es el sentimiento de espanto, que sería el temple de ánimo característico del hombre actual.
+La conciencia, por muy vaga que sea de estar sumida en el remolino de la destructora voluntad de poder, sin una meta distinta de la del poder por el poder mismo, es lo que hace surgir en la existencia humana el espanto, el espanto de que detrás de todo no esté sino la nada. Pero por la experiencia de la nada, que es la negación del ser, el hombre hace la experiencia de la ausencia del ser, forma en la cual se hace presente y sale del olvido. Y así como el sentimiento de asombro hizo surgir entre los griegos la pregunta por el ser de las cosas, ahora el sentimiento de espanto hace surgir la pregunta por el ser en cuanto ser, la pregunta que había sido olvidada desde los griegos.
+Este es el tema de las Contribuciones a la filosofía. El problema de primer plano es la relación hombre-ser, una relación que se había visto en el primer tomo de Ser y tiempo desde el hombre, es decir, como una relación del hombre con el ser. Ahora, después de la Kehre, de lo que se trata es de una relación del ser con el hombre.
+El concepto central de esta relación es el Ereignis, un vocablo alemán que, por lo pronto, es intraducible al español en el sentido etimológico que le da Heidegger. El Ereignis es el modo como el ser entra en relación con el hombre, un tema que ni siquiera podemos rozar aquí, porque requiere extensas y arduas reflexiones, y porque por lo pronto sólo nos proponíamos anunciar la aparición de la tan esperada continuación de Ser y tiempo.
+[49] Martin Heidegger, Beiträge zur Philosophie, Gesamtausgabe, tomo 65 (Frankfurt am Main: Vittorio Klostermann, 1989).
+EN LA ENTREGA CORRESPONDIENTE al mes de septiembre publicó nuestra revista un lúcido ensayo de Fernando Charry Lara sobre «La crisis del verso en Colombia». Tema vivo e incitante planteado por Charry Lara, hondo poeta y agudo glosador, con diamantina honestidad.
+Analiza Charry, en primer término y con evidente simpatía el carácter del grupo poético llamado Piedra y Cielo y su influjo y presencia en los últimos veinte años de nuestra vida literaria. Señala la existencia de un «estilo común» entre sus integrantes, su ruptura con el modernismo, la vocación hacia lo hispánico y lo americano, la ambición de su intento en el orden formal y en lo que alude a las más radicales vivencias de la poesía. Señala también su persistencia «en la tradición formalista de la poesía colombiana». Y apunta, finalmente, a lo que considera su falla esencial: la falta de preocupación por «la situación de todos los hombres».
+Toca luego el problema, tan debatido en nuestro tiempo, del lenguaje poético. Parece decidirse por el «lenguaje coloquial», el «idioma cotidiano», acogiéndose a las tesis de Eliot. Y alude a los estilos oscuros y herméticos de poesía.
+Se refiere luego, de paso, al problema, vigente al rojo vivo, de la poesía con intención, política y social. Y dice que los deberes del poeta son «esencialmente éticos».
+Y, al llegar al corazón del tema, atribuye «la crisis del verso en Colombia» —(¿del verso, de la poesía?)— a la dramática crisis institucional y política que ha vivido nuestra patria en los últimos años, y que ha conmovido hasta sus raíces nuestra existencia colectiva. Por último parece señalar como inaceptable y fuera de tiempo la actitud simplemente lírica, la poesía de testimonio personal, pues no la juzga acorde con la historia dramática que nos ha tocado vivir y en la que es nuestro destino participar.
+Este nítido e inteligente planteamiento ha suscitado un vehemente debate. Nosotros queremos llevarlo al público en las páginas de la Revista de la Universidad de los Andes. En orden a tal propósito hemos elaborado y distribuido entre un grupo de distinguidos escritores el siguiente cuestionario:
+1. ¿Cuáles son —a su juicio y ya con perspectiva histórica— las aportaciones del grupo llamado Piedra y Cielo a la poesía colombiana?
+2. ¿Puede hablarse de un «estilo común» en relación con los poetas de Piedra y Cielo?
+3. ¿Cuál es hoy su opinión sobre la polémica planteada en 1940 por un poeta de Piedra y Cielo en torno al tema Modernismo-Valencia?
+4. ¿Comparte usted la opinión según la cual el modernismo, como tendencia triunfante y excluyente, se prolonga en Colombia hasta 1935 y aún más acá?
+5. ¿Puede exigirse al poeta —según parece exigirlo Charry Lara— la expresión de la totalidad humana? —«… entender la poesía como una grave y profunda respuesta a los interrogantes del ser, a los problemas propios del destino y de la situación de todos los hombres» F. Ch. L.—.
+6. ¿Cómo plantea usted la relación poeta-lector, poeta-pueblo, tan inquietante en nuestro tiempo?
+7. ¿Puede aceptarse como argumento valedero para explicar la «Crisis del verso en Colombia», la dramática situación de nuestro país en los últimos diez años?
+8. ¿Puede exigirse al poeta que ponga su poesía al servicio de designios políticos, así sean ellos tan nobles como «los que tocan con la libertad y bienestar de sus semejantes»?
+9. ¿Puede vedarse al poeta en nombre de cualquier estética, o ideología política o transitoria circunstancia histórica, la expresión de sus «concretas particularidades» es decir, de su intimidad?
+Publicamos las respuestas de Danilo Cruz Vélez y Eduardo Carranza.
+En entregas sucesivas de nuestra revista de 1960, ampliaremos esta encuesta con las respuestas de Ramón de Zubiría, Andrés Holguín, Rafael Maya, Antonio Panesso Robledo, Indalecio Liévano, Eduardo Mendoza Varela, Pedro Gómez Valderrama, Joaquín Piñeros Corpas, Gerardo Valencia, Eduardo Guzmán Esponda, Oswaldo Díaz, Eduardo Cote Lamus, Hernando Valencia, Dora Castellanos y Elisa Mújica.
+El ensayo tema de la encuesta lleva por título «Crisis del verso en Colombia». ¿Qué significado tienen aquí los vocablos «crisis» y «verso»? En el sentido corriente, crisis significa la mutación radical de algo, mutación que lo potencia o lo precipita a la caída. Creo que Charry Lara emplea el vocablo en el último sentido. Identifica, pues, crisis con decadencia. Lo que yo no veo claro en su exposición es el punto de partida de la mutación, ni la altura de donde cae el verso en Colombia. Pues su juicio sobre la poesía colombiana, desde el modernismo hasta Piedra y Cielo, pasando por Los Nuevos —títulos que reúnen lo mejor de nuestra historia poética—, es inequívocamente adverso. Aquí no se dibuja una línea de diferentes niveles. Todo se nivela a la misma altura, y el instrumento nivelador es la categoría literaria llamada formalismo. Su ensayo debería llamarse más bien Enjuiciamiento del verso en Colombia. Yo no sé si él no se decidió por este título pensando en el sentido etimológico de la palabra crisis pues crisis viene del griego krineín, que es juzgar y someter a juicio. El punto de vista desde el cual se enjuicia la poesía colombiana está indicado, de antemano, en el título. El título habla del verso y no de la poesía. ¿Pensó el autor en el significado de esta palabra, o le jugó la lengua una mala pasada, revelando un pensamiento que no quería expresar claramente? El verso no es más que lo formal en el poema, aquello de que se ocupa la retórica. ¿No será su ensayo una acusación a la poesía colombiana de formalismo y retoricismo?
+En realidad, Charry Lara acusa de formalismo a la poesía modernista. Tal acusación no nos comunica nada nuevo. Este es un viejo topos en la historia literaria, del cual echaron mano también los poetas de Piedra y Cielo en su polémica contra Guillermo Valencia en 1940. Lo nuevo es la extensión de la acusación a Los Nuevos, que pretendieron ofrecer una novedad respecto a lo anterior, pero que, según Charry Lara, no son más que «prolongación de las tesis parnasianas»[50]. Y lo más nuevo de todo es la extensión de la misma acusación a los poetas de Piedra y Cielo, que de acusadores se convierten en acusados. Se nos dice que ellos aportaron algo nuevo a la poesía colombiana. Pero ¿en qué consiste el aporte? Ellos «trajeron a la poesía colombiana un aire de ligereza, de levedad, de esbeltez, ausente casi del todo en el verso de quienes los antecedieron»[51]. Y más abajo se nos dice: «En algunos de ellos se observa el propósito de no ser elocuentes». Y aunque de continuo sea su acento declamatorio… «en sus mejores manifestaciones pretende mantenerse aéreo, en una atmósfera de vuelo y transparencia». Pero son «ligereza», «levedad», «esbeltez», «falta de elocuencia», «atmósfera de vuelo y transparencia», ¿otra cosa que cualidades formales del poema? Y Charry Lara lo dice paladinamente más adelante: «Nuestros poetas de Piedra y Cielo continúan la tradición formalista de la poesía colombiana…».
+En cambio, los poetas que vienen después de Piedra y Cielo estarían, de acuerdo con Charry Lara, bajo un signo contrario: bajo el signo del antiformalismo y en el camino hacia el «verdadero lirismo». Esta última expresión encierra una decisión sobre la esencia de la poesía. Ella no radica en la manera de decir, en el modus dicendi, sino en el dictum, en lo dicho. Pero él no se contenta con esto. Al referirse a lo característico de dichos poetas frente al formalismo de sus antecesores, nos dice que ellos «entienden la poesía como una grave y profunda respuesta a los interrogantes del ser, a los problemas propios del destino y de la situación de todos los hombres».
+De esta manera, Charry Lara divide la poesía colombiana de los últimos setenta años en dos bandos, que se mueven en dos extremos del poema en el de la forma o en el del contenido. Además, aísla estos dos extremos como los únicos campos donde se puede responder a la pregunta por la esencia de la poesía. ¡O lo uno o lo otro! Parece como si aquí tuviera uno que decidirse a tomar partido. Pero una decisión en este sentido hace imposible toda pregunta rigurosa por la esencia de la poesía, toda discusión serena y toda historia literaria objetiva. Aquí, como en todo extremismo, no ha habido más que una lucha de opiniones contra opiniones in infinitum, en la cual no se llega a ningún resultado, pues los argumentos y contraargumentos de los teóricos y de los grupos literarios son inagotables.
+Pero ¿es necesario moverse entre estos dos extremos, al plantear la pregunta por la esencia de la poesía o al considerar con mirada crítica un periodo histórico de ella? Y si no lo es, ¿cuál es la causa de la mecánica fatal que impulsa a ello, cuando estas cuestiones se ponen en marcha? Yo creo que la causa es el olvido de la poesía y del poema mismos en las consideraciones teóricas o históricas sobre ellos. ¿Y cuál es la causa de este olvido? El imperio de dos conceptos surgidos en el seno de la filosofía griega, que han dominado tiránicamente, durante muchos siglos, en la filosofía y en las ciencias, y, de manera especial, en la estética y en la ciencia literaria. Me refiero a los conceptos hyle y morphé, materia y forma, los cuales aparecen en innumerables giros a través de su historia triunfal. Ellos son lo que se tiene en cuenta al enfrentarse con la obra poética, no a esta misma, que se olvida. La mirada se dirige al poema como forma o como contenido. Pero el poema mismo permanece en la sombra.
+Pues bien: tanto la encuesta del poeta Eduardo Carranza como el ensayo del poeta Charry Lara se mueven dentro del esquema materia-forma. Por ello no me atrevo a responder, de buenas a primeras, a las preguntas planteadas, por temor a dejarme arrebatar por la mecánica infalible de dicho esquema, que obliga a decidirse por uno de los dos extremos o por un compromiso entre ellos, con la consecuencia fatal de tener que repetir una serie de lugares comunes que dejan las cosas en el estado en que estaban y que ya están gastados de tanto uso. Antes de responder a la encuesta, prefiero intentar liberarme de la tiranía que sigue ejerciendo la filosofía griega sobre nosotros, sobre nosotros, gente prosaica, y también sobre la casta de los poetas, a pesar de su desafecto por la filosofía.
+Para ello es necesario preguntar: ¿qué es el poema mismo, es decir, él mismo, no su forma ni su contenido? Esta pregunta abre una dimensión, distinta de la hyle y de la morphé, a la cual hay que dirigir la mirada al considerar el poema, porque en ella es el poema lo que es. Pero para que esto ocurra es necesario dejar ser al poema lo que es, antes de toda teoría, antes de violentarlo por medio de categorías heredadas de la ontología griega. ¿Cómo se nos da el poema despojado de tales categorías? El poema desnudo no es otra cosa que el producto de la actividad poética, es decir, la obra poética. Este es el primer horizonte en que se nos da el poema. ¿Y qué es la actividad poética? El poetizar es una de las formas del poiein. Poiein es producir, en el sentido original que tiene en producere, «conducir hacia fuera, hacia la luz». La luz es el elemento de toda presencia. En el poema, como producto del poetizar y como forma del lenguaje, se hacen presentes las cosas y la vida del hombre en la luz de la palabra. Presencia es un nombre para el Ser. El poema dice el ser de los fenómenos.
+Pero Charry Lara entiende la poesía «como una grave y profunda respuesta a los interrogantes del ser…». ¿Dice él lo mismo que nosotros? De ninguna manera. Él cofunde la poesía con la filosofía. La filosofía pregunta por el Ser, por el sentido del Ser. Pero a la poesía no le interesa esto. El poema trae solamente a presencia los fenómenos, dándoles nombres. Las respuestas de la filosofía a su pregunta son ciertamente «graves y profundas». Los afanes en torno a esta pregunta se han llegado hasta a llamar una gigantomaquia en torno al Ser. Pero la poesía en su función nominadora no tiene siempre este carácter heroico. Pues a veces está también movida por el solo afán juguetón de la nominación de las cosas más insignificantes.
+Situados en la dimensión que hemos ganado, aparece como vana la disputa entre subjetivismo y objetivismo, que sirve de fondo a la pregunta 9.a de la encuesta. Si el poema le da nombre a todos los fenómenos, carece de sentido plantear la cuestión de si debe expresar la subjetividad o la objetividad. Tanto el mundo objetivo como la intimidad ofrecen fenómenos. El poema les da presencia a todas las cosas: a la rosa, a la estrella o al ciervo; a los sueños, a la alegría o a la melancolía, y hasta a los acontecimientos decisivos en la vida de un pueblo.
+La encuesta pregunta también por las relaciones poeta-lector y poeta-pueblo. El poeta sólo tiene relación con el lector y con el pueblo a través del poema. De manera que las relaciones son más bien poema-lector y poema-pueblo. El poema está hecho de palabras con un contenido significativo, que debe ser actualizado por alguien. Está, pues, referido al lector. Pero esta es una relación puramente formal. La relación poema-pueblo sí tiene un contenido. Aquí se trata de saber qué es lo que le debe decir al pueblo. El decir del poema es un decir actualizante del ser de las cosas, en el cual, con la ayuda de otras fuerzas, que no necesitamos tematizar aquí, se constituye un mundo, en el que vive un pueblo y en el que toma sus decisiones históricas. Pero no es un decir práctico, es decir, que tiende a provocar la acción. Práctico es el decir del pedagogo o el del político. La dimensión en que se mueve es la praxis, mientras que la dimensión del poema es la pura presencia de las cosas.
+Charry Lara sostiene que para superar la «crisis» de la poesía colombiana sería menester crear un nuevo lenguaje poético, y que, para ello, debería el poeta usar «el lenguaje coloquial, que es aquel con el que todo individuo está por fuerza más familiarizado…»[52]. ¿No sería esto, precisamente, la negación de la poesía? La nominación poética es una nominación especial. Ella les da nombres a las cosas y las saca a la luz. Pero ¿en qué oscuridad están las cosas antes de que la palabra poética les dé presencia? En la oscuridad del lenguaje cotidiano. Este lenguaje nos sirve como instrumento para movernos entre las cosas de nuestros afanes diarios, pero no tiene ninguna fuerza actualizante. Por el contrario, él sume todo lo existente en una niebla indiferenciada. La función de la palabra poética consiste en sacar los fenómenos de esta niebla y en darles presencia. El lenguaje poético es la superación del lenguaje cotidiano, del lenguaje «con el que todo individuo está por fuerza más familiarizado». Es, pues, un lenguaje original. Lo que no significa, naturalmente, que tenga que ser inventado. La semántica poética y la sintaxis poética le dan a la palabra la fuerza reveladora del ser que no tienen en el lenguaje cotidiano. El poema resulta, a veces, hermético para hombres que viven dentro del lenguaje corriente como en una prisión. Pero esto no importa. Ya llegarán hombres que estén a la altura de su lenguaje inusitado.
+En lo que se refiere a la «crisis del verso en Colombia», tomando la palabra crisis en el sentido de decadencia; creo que Charry Lara ha tocado un fenómeno real. En realidad, hay un desgano en la actividad poética entre nosotros. Pero no creo que este desgano se pueda explicar por causas políticas, ni por el desinterés del público por la poesía. Si fuera así, la historia de la poesía sería la historia de una decadencia, porque la historia política ha sido una historia de crisis, y los poetas han vivido, en su mayor parte, en conflicto con su tiempo, que no quería escucharlos. Las causas hay que buscarlas en otra parte. Pero el problema de las causas es siempre un problema muy espinoso. La crítica literaria internacional lo ha atacado, por todas partes, sin llegar a una fórmula convincente. Porque la decadencia de la poesía es un fenómeno universal. En Europa, por ejemplo, los buenos poetas de la última generación hay que buscarlos como una aguja en un pajar. En todas partes se comprueba que el poeta ha perdido la fuerza nominadora característica de la poesía. ¿No será que el lenguaje moderno ha perdido su relación con los fenómenos como fenómenos? ¿No será que las cosas se están disolviendo en ecuaciones matemáticas, y los fenómenos humanos en la sociología, en la estadística o en el psicoanálisis? ¿No será que en la época de la técnica y de la ciencia no hay un sitio para el poeta, porque esas formas de aprehensión de los fenómenos —o de su disolución— ejercen un imperio exclusivo sobre todos los hombres? Si así fuera, esto no significaría la muerte de la poesía, pues el imperio de dichas formas no es eterno. Ya vendrá un tiempo en que los fenómenos comiencen de nuevo a ser lo que son. Y en cuanto a Colombia: ¿no será que la poesía colombiana había sido una poesía colonial, es decir, una poesía de resonancia, y que, al no llegarle nuevos modelos de fuera, no encuentra nuevas formas pata combinar? ¿No será que en Colombia no ha habido más que «verso», y que un poco de dolor y de complicación de la vida en un periodo de crecimiento han revelado la «triste vanidad» de una ocupación con puras formas sin ninguna función esencial? Estas no son preguntas retóricas. El estilo interrogatorio obedece a lo embrollado del asunto y a la falta de autoridad. Pero estas preguntas sí podrían abrir un horizonte que valdría la pena examinar con serenidad, suponiendo que, en realidad, se quiere investigar seriamente las causas de la «crisis del verso en Colombia».
+[50] Fernando Charry Lara, «La crisis del verso en Colombia», Revista de la Universidad de los Andes II, n.º 3 (septiembre 1959), 87.
+ANTONIO LLANOS ES YA UNA estrella fija en el cielo lírico de América. Su poemática habita en una zona perfectamente mística, cruzada por la voz seráfica de Juan de la Cruz, por el ardor herido de congoja de fray Luis, y donde la sencillez melódica de los vocablos y la trasparencia conceptual alcanzan altas cimas de pureza. Su trayectoria poética ha sido una dolorosa ascensión hacia las alturas, un ansia de desgajarse de la carne que lo hace gemir, una lucha brutal por dominar los elementos estructurales del verso que se resisten a interpretar la armonía interior. En él se realiza fielmente la definición según la cual la poesía es el pensamiento divino hecho melancolía humana.
+Su mundo poético —gritos contenidos, subidas oraciones, fluidos, sombras, vientos y matices— es una abstracción de lo concreto y una concreción de lo abstracto. Las verdades eternas siguen el mismo proceso de existencia del lirio y de la rosa, y lo humano se fuga de la tierra hacia una geografía estelar donde crece en presencias divinas la voz de Dios. Todos los seres tienen una vida apenas aprehensible que se realiza en imágenes de alta pureza lírica: la fuente que canta como un motor o como una campana, la voz del viento comentada por un rigodón de mariposas, los órganos que alzan sus manos de música por los campanarios, el ala de la brisa que trae el mensaje de las golondrinas, los relojes que se duermen dando las horas, «la venda del cielo sobre los ojos de las ventanas, las hojas como húmedas miradas vegetales, la madre que sintió una vez cómo el canto del hijo por venir le subía hasta los labios como una rosa espiritual». La imagen se constituye aquí en piedra de toque, viniendo a ser la voz auténtica de las cosas inefables, de las cosas que no podrían contarse con las consabidas y vulgares palabras. Así, escrita en imágenes, la poesía encuentra un nuevo lenguaje inaccesible para el vulgo y que la reconcilia con su eterna posición de tabú, «tan acercada a la expresión religiosa», como lo señaló ya Tomás Vargas Osorio.
+Con Bernárdez y Cruchaga, Antonio Llanos fabrica la más alta poesía mística en América. Sus maestros los encontramos en los tipos representativos del siglo XVI, atravesado por la ardiente espada del Medioevo y por las doctrinas neoplatónicas que llegan en el pensamiento de León Hebreo, quien, según Menéndez y Pelayo, es el punto de partida de todos los grandes místicos: Juan de la Cruz, Manón de Chaide, fray Luis, Teresa de Jesús y el Greco; por esa ansia de alcanzar una perpetuidad de la existencia en el tiempo infundida por el espíritu de las caballerías que llega hasta el gran místico que se llamó Quijote; de darle una tonalidad épica a la vida espiritual dirigida hacia la unión del hombre con Dios, porque «Dios es el fin de todos los caminos y el camino de todos los pensamientos».
+La poesía de Antonio Llanos podemos dividirla en dos partes: la humana y la divina. La primera es el espejo del hombre desgarrado que va alumbrando con su pensamiento túneles en la noche. Del hombre que lleva la carne como cadenas, que grita en la cárcel de su cuerpo, alzando la voz como un mástil destrozado en la tempestad del alma, mientras los ojos se le «mueren en lo alto como Jesús».
+Oh leves pies crucificados,
+guiadme en la noche aridecido,
+cuando se arrastre por mis venas
+la pesadumbre de la cruz.
+Sangre de Cristo, sé mi vida.
+Sombra de Cristo, sé mi egida.
+Alma de Cristo, sé mi luz.
+Esta parte de la vida espiritual ya la señaló Alexis Carrel en los grandes místicos, cuando se implora la gracia de Dios, y se sienten amargas desgarraduras por un desmerecimiento, cuando la humana creatura se va despidiendo de sí misma y las oraciones se tornan en contemplaciones. Al fin penetra en la vida iluminada. «Es incapaz de describir sus experiencias. Cuando intenta expresar lo que siente, se apropia, a veces —como hiciera San Juan de la Cruz— del lenguaje del amor carnal. Su espíritu se escapa del espacio y del tiempo. Alcanza el grado de la vida unitiva. Está en Dios y en Él obra».
+A esta segunda parte pertenece lo que hemos llamado, casi impropiamente, poesía divina en Antonio Llanos. Lo que antes era caótica oscuridad es ahora seráfica luz, gracia divina. Está clavado en el madero de las nubes y las estrellas doran ya sus pensamientos.
+Ya estoy de tu hermosura embellecido
+y tú de mi belleza estás llagado.
+Tan blandamente mueves mi pasado
+que me parece, Amor, que nunca he sido.
+Ha alcanzado el estrellado cielo de fray Luis. Ya no lo mira con pávida mirada prendiendo los labios sedientos al costado de la plegaria, sino que le habla cara a cara, en la mística hora del ángelus, cuando en las ventanas está crucificada la tarde cansada de pájaros y cipreses, y cuando la ciudad es una herida que llora en los campanarios.
+Ya no me turba el ansia de tu acento
+fray Luis. De mi verdad estoy seguro,
+ya es transparente el estrellado muro,
+ya las pupilas ven el pensamiento.
+La poesía de Antonio Llanos se ha limpiado de todo ripio retórico, de la falsificada épica, de las florecillas del modernismo: preponderancia del ritmo, colorinescas y exóticas palabras, decoración externa. Ausente está del grito erótico, y la mujer apenas asoma leve y grácil; la colegiala que va bordando de pensamientos la tarde, la hermana que corona la enredadera del balcón o la madre que es «como un árbol al viento blando y suave». En esta poesía no puede precisarse dónde termina la orquestación melódica y se inicia la encadenación ordenada de vocablos. Sólo se siente, como después de escuchar los oratorios místicos de Bach, el cuerpo leve de la música verdadera apoyándose en el silencio. Y la lucha por dominar el externo ropaje del canto, por asesinar el poema y sólo recrear el milagro de la poesía, la abscóndita esencia de las cosas que tiembla sobre leves, estremecidas, delgadas palabras. Esta es una poesía dolorosa, jubilosa, sembrada de metafísico gemir, infantil, mística. ¡Quiero decir que es una poesía escrita bajo el temblor de los ángeles!
+Temblor bajo los ángeles. Este es el nombre del libro que nos entregará próximamente Antonio Llanos. Temblor bajo los ángeles: nueva estrella en el cielo lírico colombiano que forman: Canciones para iniciar una fiesta, Espejo de naufragios y La forma de su huida.
+DESDE 1918, AÑO DE LA PRIMERA aparición de La decadencia de Occidente de Spengler, han menudeado los ensayos de interpretación de nuestra época. Los mejores de ellos han logrado ciertamente poner en claro algunos de sus rasgos característicos: el fracaso de la razón y del racionalismo en su aspiración a descifrar todos los «enigmas del universo» y a fijarle al hombre las normas de conducta que debían conducirlo a lo mejor y a la felicidad; la imperiosa presencia de la técnica moderna en todas las esferas de la realidad; la embrutecedora masificación de las comunidades humanas; la azorante planetarización de la economía y la política, etcétera. Pero aún no hay claridad sobre su rasgo cardinal, a pesar de que cada vez se hace más palpable. Nos referimos al nihilismo, del cual ya a fines del siglo pasado decía Nietzsche: «El nihilismo está a la puerta. ¿De dónde nos viene este, el más terrible de los huéspedes?».
+Casi siempre se hace comenzar el nihilismo con Nietzsche, quizás porque es el primero que se percata de que el nihilismo era consubstancial a su época y el primero que lo emplea como concepto metódico para comprender la decadencia del mundo occidental, diagnosticada por él por primera vez. La decadencia era, en su entender, el resultado del derrumbe de los valores, ideas e ideales, principios y normas sobre los cuales había sido edificado dicho mundo. Él estaba convencido de que si el hombre había perdido su mundo y había quedado flotando en la nada, no tenía ya más punto de apoyo, para asentar el pie y dar un salto hacia un mundo nuevo, que esa misma nada.
+Con todo, Nietzsche es una manifestación tardía del nihilismo, un heraldo suyo, un heraldo que anuncia algo que venía desde muy lejos. Pues, casi un siglo antes de sus patéticos anuncios, ya había corrido la voz sobre el nihilismo, la cual había salido del seno impasible de la metafísica. Lo que no es extraño. Todos los grandes cambios históricos se producen primero en el seno de la metafísica. Esta es una especie de intrahistoria subterránea de donde brotan los acontecimientos que narran después los historiadores y cronistas.
+A semejantes comienzos metafísicos del nihilismo queremos referirnos aquí. Así podremos verlo en sus orígenes, en su estado puro, y antes de las transformaciones que sufre posteriormente, en muchas de las cuales se deforma o pierde su sentido genuino. Por esta razón, vamos a hacer por lo pronto tabula rasa de todas ellas.
+Aun cuando en forma soterránea ya venía de mucho, mucho más atrás, el nihilismo sale a la luz pública por primera vez a fines del siglo XVIII en la polémica de Jacobi, el filósofo del romanticismo, con el idealismo moderno que, fundado por Descartes, había alcanzado su forma extrema en Fichte. Esa polémica quedó registrada en la obra de Jacobi Misivas a Fichte, que se publicó en 1799. En una de esas misivas, Jacobi le dice a Fichte:
+Nosotros entendemos una cosa sólo cuando podemos construirla, cuando la hacemos surgir mentalmente ante nosotros. Por ende, si una cosa ha de llegar a ser un objeto captado plenamente por nosotros, tenemos que destruirla primero mentalmente como algo subsistente por sí, para hacerla subjetiva, una creación nuestra…[53].
+Esta no es una exposición del pensamiento del propio Jacobi, sino una presentación de la doctrina idealista que él combate. Aunque Jacobi no lo hace resaltar suficientemente, en dicha doctrina está latente un cambio profundo en la concepción del ser de las cosas. Jacobi no tematiza ese cambio, como tampoco lo tematiza ninguno de sus contemporáneos, porque todos ellos carecían de la distancia necesaria frente al tema. Todos eran hombres modernos justamente porque alentaban en ese elemento de la concepción moderna del ser. Esta era entonces, por lo tanto, algo comprensible de su yo, que se aceptaba sin más y por lo cual no era necesario preguntar. Fue necesario que transcurriera más de un siglo de historia, que la Edad Moderna llegara a su plenitud y, por ello, al comienzo de su decadencia, para que dicha concepción pudiera saltar a la vista como algo cuestionable.
+En la concepción moderna del ser, las cosas no son cosas sino objetos. ¿Qué significa esto? A primera vista, parece un mero cambio de nombres, caso en el cual se trataría de un fenómeno de historia de la lengua. Pero se trata de algo más profundo. Lo que cambia aquí es el mundo y el ser del hombre. Y en este cambio hay que buscar el origen de la Edad Moderna y del nihilismo.
+Antes, en la Edad Media, se hablaba también de objetos. Sin embargo, el objectum no era la cosa misma, verbigracia, este árbol frente a mí ahora allí en el jardín, sino un pensamiento mío, lo representado por mí, lo imaginado o fantaseado. Un monte de oro, por ejemplo, podía ser un objeto, aunque no existiera. Y aquí la palabra objectum ejercía su función semántica normal, pues no es más que el participio pasado substantivado del verbo objicere, «lanzar frente a sí, colocar o poner delante». El objeto era, pues, lo que ha sido puesto por mí, en contraposición a la res, a la cosa, que no era puesta sino subsistente por sí, con independencia de un yo, y cuyo ser era obviamente la realidad.
+¿Por qué se convirtió en el idealismo moderno la palabra objeto en un nombre para todas las cosas? ¿Por qué el ser de las cosas es ahora la objetividad? La respuesta a estas preguntas nos demandaría largas explicaciones, para las cuales carecemos de espacio en esta nota. Nos limitaremos, por tanto, a unas rápidas indicaciones orientadoras, con el sólo propósito de hacer comprensible la crítica que le hace Jacobi al idealismo, en la cual sale a la luz pública el nihilismo.
+En el fondo, lo que cambia es la concepción del fundamento del ser de las cosas. Este cambio es lo que determina el cambio de la concepción del ser de las cosas y el cambio de la palabra cosa por la palabra objeto.
+En la época anterior, en la Edad Media, el fundamento de las cosas era Dios, y las cosas se concebían como productos de la creación divina, como criaturas. Y el hombre era visto igualmente como una criatura. Ahora, en cambio, desde Descartes, el verdadero fundador de la Edad Moderna y el padre del idealismo moderno, el hombre, el yo humano, el ego cogito, movido por un antropocentrismo incontenible cuyo origen se desconoce, se convierte en ese fundamento de las cosas. El yo, con su innata tendencia hacia la soledad, se ve entonces obligado a cambiar de nombre, y recibe un nombre concorde con su nueva función de fundamento. El yo se convierte en sujeto. En este cambio, la palabra originaria, subjectum, sufre una transformación semántica tan arbitraria como la que describimos antes en relación con el objeto. Subjectum viene de subjicere, «poner debajo, colocar en el fondo». El subjectum no tenía, pues, nada que ver con el yo; era sencillamente lo que estaba en el fondo. Filosóficamente, era un nombre para el ser de las cosas. Significaba lo mismo que substancia. Designaba, por ende, lo firme y permanente en el fondo de cada una de ellas, el ser substante, que, desde los griegos, se consideraba como el ser en sentido estricto, en contraposición a los accidentes, inseguros y cambiantes siempre. De modo que todas las cosas eran subjecta: la piedra, la flor, el ave y la estrella… Y ahora, por cuanto el yo comienza a considerarse como el fundamento de todas las cosas, como lo que está en el fondo de todas ellas sustentándolas, resulta ser también un sujeto, pero un sujeto preeminente, el sujeto absoluto del idealismo.
+Así se clarifica la crítica de Jacobi al idealismo. Si una cosa es un objeto para un sujeto, su ser depende de la subjetividad, de las funciones subjetivas, tan magistralmente analizadas por Kant en la Crítica de la razón pura, en virtud de las cuales el sujeto se la representa —la presente, la pone frente a sí: «El ser es posición», decía Kant—. Por ello, para entender una cosa, como dice Jacobi en el pasaje que comentamos, es necesario primero destruirla como cosa, para construirla después como objeto, como lo puesto o representado por un sujeto. En este proceso de destrucción y de nueva construcción, el ser originario de las cosas no se reconquista; su ser se convierte en un producto de la subjetividad, para Jacobi, en un nihil, en una nada.
+Al sacar Jacobi esta consecuencia, surge la palabra nihilismus. Esta palabra no existía en la lengua latina. Es, pues, un latinismo de la lengua alemana. El pasaje de las Misivas a Fichte en que Jacobi la acuña es el siguiente: «En verdad, mi querido Fichte, no me irrita que usted designe como quimerismo lo que yo contrapongo al idealismo, el cual es para mí sencillamente nihilismo». —Lo que Jacobi se había propuesto era salvar las cosas devolviéndoles su ser en sí; pero Fichte había dicho que una cosa con un ser independiente del sujeto no era más que una quimera—.
+En relación con la identificación que hará posteriormente Nietzsche del nihilismo con la «muerte de Dios», es interesante observar de pasada que Jacobi también identifica el idealismo, como nihilismo, con el ateísmo. Esto puede parecer extraño, si se piensa en el carácter profundamente teológico de la metafísica idealista, tan bien estudiado por la historia de la filosofía de los últimos años. Pero para Jacobi el Dios del idealismo es una mera construcción conceptual, hecha después de la destrucción previa del Dios vivo de la fe. Y con un mero concepto no se puede, según él, entrar en una relación religiosa, en una auténtica religación, como la que ocurre con el Dios de la fe, la cual es una relación entre dos personas reales: el Padre y su criatura.
+Las Misivas a Fichte de Jacobi son de 1799. En los años subsiguientes continúa la discusión estrictamente filosófica en torno al nihilismo. Hegel la coloca en el primer plano de la atención en su obra Creer y saber, publicada en 1802. Allí polemiza con Jacobi y hace una defensa de Fichte. Esta defensa corre pareja con una defensa del nihilismo, tal como él lo entiende. En su entender, después de haber llegado en su tiempo la filosofía a su plenitud, su tarea tenía que ser el nihilismo. Por eso dice allí: «Lo primero de la filosofía es conocer la nada absoluta».
+Pero, poco después, el nihilismo se sale del ámbito filosófico y comienza a invadir otras esferas. En Rusia se convierte en un partido político, animado por los hegelianos Aleksandr Herzen y Mikhail Bakunin. Enseguida entra en el mundo de la literatura en la novela de Ivan Turgenev Padres e hijos, aparecida en 1861; y, en los años siguientes, corre como un ventarrón de locura por las novelas de Dostoyevsky. Antes, a fines de la primera mitad del siglo XIX, se había presentado en una forma extrema en un libro de filosofía popular, titulado El único y su propiedad, escrito por un extraño discípulo de Hegel, Max Stirner, quien, paradójicamente, era profesor en un colegio de señoritas de Berlín. Pero todas estas formas del nihilismo anterior a Nietzsche serán el tema de nuestra próxima tabula rasa.
+[53] Friederich Heinrich Jacobi, Werke (Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1980).
+«LO QUE VOY A CONTAR ES LA historia de los dos próximos siglos… Esta historia se puede contar ya, porque lo que en ella ocurre es obra de la necesidad». Con estas palabras presenta Nietzsche las páginas que le dedica al nihilismo al comienzo de La voluntad de poder. Escritas hace ya aproximadamente cien años, dichas páginas cuentan una especie de historia al revés, pues no se refieren al pasado sino a lo por venir. Es, por tanto, una historia que se confunde con la profecía. Sin embargo, en el siglo transcurrido, las predicciones sombrías de Nietzsche se han venido cumpliendo con inexorable necesidad. Y parece que los tiempos que vienen van a ser una continuación de esa historia anticipada del nihilismo que él esbozó.
+Por eso nos parece tan extraño que no se le dedique suficiente atención a este importante fenómeno histórico. Al estudiar, por ejemplo, la crisis de nuestra época, se traen a cuento las más variadas causas de ella, mas casi siempre se olvida el nihilismo, que es la corriente subterránea que, calladamente, viene impulsando desde lejos todos los factores de la crisis, la cual no se podrá ver desde su raíz mientras no se lo conozca bien. No se puede negar que ya está en marcha la discusión en torno al nihilismo. Pero esta vino a comenzar sólo al fin de la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, quizás porque allí la acción destructora del nihilismo se había hecho tan ostensible, que ya no se podía ignorar su presencia. Después de la guerra, en efecto, los alemanes habían quedado flotando en la nada; en una nada oriunda, en último término, del nihilismo que los había invadido desde la terminación de la Primera Guerra Mundial, y del cual fueron los nazis solícitos agentes y beneficiarios. Lo que a Nietzsche le interesaba era la acción del nihilismo en lo que para él era un futuro. Pero el nihilismo también tenía un pasado, un pasado anterior a Nietzsche que hay que comenzar a conocer. Esto último es más fácil, porque ya no se trata de profecías, sino realmente de una historia como exposición e interpretación de hechos pretéritos.
+Ya nos referimos[54] a la primera salida del nihilismo a la luz pública a fines del siglo XVIII, en la polémica de Jacobi con Fichte, quien era en ese momento el máximo representante del idealismo. Este era para Jacobi nihilismo, porque, en su entender, destruía la realidad de las cosas —su ser en sí—, para reemplazarla por la objetividad, que es el ser para un sujeto, la cual le parecía, al compararla con la subsistencia inconmovible de lo real, un nihil, una nada engendrada por una subjetividad humana siempre cambiante e insegura.
+Pues bien, poco tiempo después de iniciada esta polémica, Hegel tercia en ella con su obra Creer y saber (1802), donde les dedica sendos capítulos a Jacobi y Fichte. Pero él extiende la polémica a toda la historia de la filosofía. Partiendo del supuesto de que el pensar filosófico ya había alcanzado la meta que venía persiguiendo desde sus orígenes, ve dicha historia como un todo concluso. El idealismo de su tiempo sería la culminación y plenitud de lo iniciado por los griegos. De aquí que pida un nuevo comienzo del filosofar. Convencido de que ya se habían agotado todas las posibilidades de desarrollo de la filosofía habida hasta entonces, pensaba que el nihilismo era ese nuevo comienzo. Semejante convicción es lo que mueve su polémica con Jacobi, a favor de Fichte y el idealismo. Y lo que lo impulsa a decir taxativamente: «Lo primero de la filosofía es conocer la nada absoluta»[55]. De modo que en boca de Hegel la palabra nihilismo no es un vituperio, sino el nombre mismo de la filosofía en el punto de partida de una nueva etapa de su historia. Y la nada no tiene sólo un sentido negativo, sino también un sentido eminentemente positivo: ella es el nombre del ser, cuando se lo contempla desde cierto punto de vista. ¿Qué significa, pues, aquí el nihilismo? ¿Cuál es la nada que tiene a la vista Hegel?
+En la historia de la filosofía, el ser de los entes —lo que determina qué es y cómo es una cosa y lo que hace posible su llegar a ser— se había buscado entre los entes mismos. De entre ellos, se elegía uno que, desde un punto de vista especial en cada caso, parecía estar presente de algún modo en todos los demás, como, por ejemplo, el agua, el aire o el fuego, los átomos o Dios, el sujeto humano o la materia; luego, al ente preferido le atribuía un rango preeminente y se lo suponía como fundamento explicativo de todas las cosas. Este era el modelo del pensar filosófico que, según Hegel, había agotado todas sus posibilidades de desarrollo. Por ello, al principiar a buscar un nuevo punto de partida, lo primero que tenía que hacer la filosofía era desechar de plano toda identificación del ser con uno de los entes, con cualquiera de las cosas cuyo ser había que esclarecer, aceptando únicamente lo que quedase como residuo de esa operación negadora.
+Obviamente, lo que quedaba era la nada, que es la negación universal de todas las cosas, desde la gota de agua hasta Dios. Este fenómeno con que tropieza Hegel lo expresa nuestra lengua de un modo perfecto, y, por decirlo así, plástico. La palabra correspondiente a la nada en la lengua alemana es Nichts, la cual designa sólo un acto lógico de la negación. Nada, en cambio, viene de la expresión latina res nata, que se usaba en frases negativas, con elisión del non, y que significaba «ninguna de las cosas nacidas», es decir, nada de lo que integra el conjunto de la naturaleza, que se tomaba como la totalidad de las cosas. Res nata —non— se formó por analogía con la expresión homines nati —non—, «ninguno de los hombres nacidos», también negativa y con non también elidido, de donde viene nuestro pronombre indefinido nadie.
+Como se ve, al comenzar a desarrollar la pregunta por el ser de las cosas en una situación determinada para casi dos mil años de historia de la filosofía, lo que Hegel encuentra es la nada. Por eso dice: «Al comienzo, el ser y la nada están ante los ojos como algo idéntico»[56]. Aquí la nada no tiene, como decíamos antes, sólo un sentido negativo. También tiene un sentido positivo. La nada es la negación universal de todas las cosas, pero es al mismo tiempo una afirmación del ser y un nombre del ser. La frase citada de la Lógica, en que se identifican el ser y la nada, es la primera proposición fundamental del sistema filosófico de Hegel. En la construcción de ese sistema, Hegel no permaneció siempre fiel a ella. Pero esto no nos interesa aquí. Lo que queríamos era señalar el punto de partida de Hegel para poder hacer ver con claridad porqué para él «lo primero de la filosofía es conocer la nada absoluta», y por qué, al terciar en la discusión sobre el nihilismo, lo identifica con la filosofía misma, y por qué defiende a Fichte y al idealismo contra los ataques de Jacobi.
+Sin embargo, lo que Hegel alaba en Fichte y, en general, en el idealismo no es propiamente el nihilismo, sino más bien una tendencia hacia él. En su entender, la filosofía no había podido aún alcanzar el nihilismo auténtico. El de Fichte le parecía un nihilismo incompleto, lo mismo que el de Kant. Semejante posición de Hegel frente a sus maestros requiere una explicación.
+A lo que el idealismo aspiraba desde un comienzo era a explicar el ser de las cosas como un producto del pensar, del cogitare. Claro está que el cumplimiento de semejante anhelo exigía ya en el punto de partida del pensar y en su despliegue, una exclusión sistemática de todas las cosas, para quedarse sólo con el pensar puro. Esto se había hecho imposible, según Hegel, debido a la incapacidad del pensar de mantenerse en la nada, que es su propio elemento, y a su tendencia natural a apoyarse en las cosas y a perderse en ellas. En Descartes, en efecto, frente al puro pensar de res cogitans, subsisten el mundo como res extensa y Dios como res infinita. Y en Kant todavía hay un dualismo: el del pensar y la «cosa en sí», la cual, aunque no se sepa qué es, por ser por principio incognoscible, le hace frente al pensar como algo independiente de él. Y en Fichte, este dualismo se transforma en el dualismo del yo y del no-yo o mundo. Este dualismo, en el cual las cosas de algún modo están ahí como algo independiente frente al pensar, era lo que en opinión de Hegel le había impedido al idealismo convertirse en un auténtico nihilismo.
+Este nihilismo auténtico debía, pues, hacer abstracción de una vez para siempre de todos esos restos realistas existentes en el idealismo, y partir realmente de la nada absoluta. Esta es la empresa que lleva a cabo Hegel en la Lógica, donde se describe el reino del puro lógos, del puro pensar, que sólo se piensa a sí mismo, sin preocuparse, por lo pronto, de las cosas. Este es el verdadero punto de partida de su sistema filosófico. Al comienzo, con lo que se enfrenta allí el pensar no es con ninguno de los entes, sino con el nihil, con la nada, para después hacer salir de esta, en sucesivos pasos dialécticos, todas las cosas, las naturales y las humanas —la naturaleza y la historia—, de la misma manera como en la doctrina cristiana de la creatio ex nihilo Dios saca todas las cosas de la nada.
+Hasta aquí, la discusión en torno al nihilismo no ha abandonado el hermético mundo de la metafísica. Pero, después de la intervención de Hegel en ella, rebasó esta esfera e ingresó en el mundo de las cuestiones de interés público. A principios del siglo XIX se ligó con la discusión en torno a la decadencia de Occidente, que era ya un tema candente, cien años antes de la publicación del famoso libro de Spengler. El primero que vincula ambos temas es Franz von Baader, un pensador muy influyente en Alemania, salido del seno del idealismo. En una ocasión solemne, en el discurso de apertura de la Universidad de Múnich, en el año de 1826, planteó públicamente el problema de la crisis de su tiempo en el horizonte del nihilismo. Dicha crisis era, según él, un producto del nihilismo que había resultado del uso destructor del pensar, de un pensar liberado de todos los vínculos y atenido sólo a sí mismo.
+Lo que hizo posible semejante vinculación de un problema metafísico con un problema sociológico y de filosofía de la historia fue la consciencia, que se generalizaba rápidamente, de que había unas fuerzas en acción que estaban socavando las bases de la sociedad y del Estado, fuerzas que, por sus caracteres formales, parecían salidas del nihilismo. De ello hay numerosos testimonios. Léase, por ejemplo, la introducción a La democracia en América (1835), del conde Alexis de Tocqueville, una de las cabezas más claras de la época, y quien no sólo era historiador y publicista, sino también un hombre de Estado y un político, lo que le permitía estar en contacto directo con todos los vientos que movían la sociedad de su tiempo. Allí pinta un cuadro de la época, donde se respira la atmósfera nihilista y se palpa esa «desvalorización de todos los valores» que va a considerar después Nietzsche como el rasgo definitorio del nihilismo. La descripción concluye con una serie de preguntas retóricas que dejan ver un mundo que se tambalea y donde ya no hay nada donde apoyar el pie:
+¿Es que todos los siglos se han parecido al nuestro? ¿Es que el hombre había tenido ya antes los ojos como en nuestros días un mundo donde las cosas ya no se enlazan entre sí…; donde el amor al orden se confunde con la devoción a los tiranos y el culto a la libertad con el desprecio a la ley…; donde nada parece prohibido ni permitido, ni honroso ni vergonzoso, ni verdadero ni falso?
+Desligado de este modo de la metafísica, el nihilismo comenzó a asumir las más diversas formas. Pronto aparece en Rusia como nihilismo político, fundado por Aleksandr Herzen y el príncipe Kropotkin. Después invadió la novela rusa. Turgenev introduce la palabra nihilismo por primera vez en la literatura en su novela Padres e hijos (1861), donde se describe la primera figura novelesca de un nihilista, la del médico Bazarov. Más adelante, Dostoyevsky llena su mundo novelesco de impresionantes encarnaciones del nihilismo. En Alemania, Max Stirner presenta una forma extrema del nihilismo en su libro El único y su propiedad (1845), escrito en un lenguaje seductor y accesible a todo el mundo, lo que le permitió convertirse en un filósofo popular y en un eficaz propulsor del nihilismo.
+[54] Danilo Cruz Vélez, «Los comienzos del nihilismo», El correo de los Andes, n.º 10 (julio-agosto 1981), 75-77.
+[55] Georg Wilhelm Friederich Hegel, Glauben und Wissen (Hamburg: Felix Meiner, 1962), 195.
+[56] Georg Wilhelm Friederich Hegel, Logik (Leipzig: Felix Meiner, 1934), 38.
+MAX STIRNER, DISCÍPULO DE Hegel y autor del extraño libro El único y su propiedad, es el representante de un nihilismo a ultranza. Pero, como ocurre casi siempre con los extremismos, cuando en sus manos el nihilismo se desmesura, este pierde su sentido originario y se convierte en otra cosa: en un nadaísmo insostenible.
+De nihilismo en sentido estricto puede hablarse sólo a partir de 1799, cuando el filósofo Jacobi acuña el término en una polémica con Fichte, máximo representante del idealismo en ese momento. La palabra nihilismo nace como un denuesto. Aplicándosela al idealismo, lo que quiere Jacobi es acusarlo de ontofobia, de odio al ser. Pues el idealismo moderno, inaugurado por Descartes, había terminado a la postre por explicar el ser de las cosas como una objetividad que el hombre extrae de sí mismo, lo cual equivalía para Jacobi a convertirlo en un nihil, en una nada.
+Este sentido peyorativo del término desaparece, sin embargo, cuando Hegel, en su obra Creer y saber (1802), tercia en la polémica. Convencido de que la filosofía, en la orientación que le habían dado los griegos, había agotado todas sus posibilidades de desarrollo, él pretende iniciar una nueva época del filosofar. Por ello le busca un punto de partida diferente del que había tenido hasta entonces. Y como cada uno de los filósofos anteriores, de acuerdo con su punto de vista peculiar, había partido de alguno de los entes —el agua, el aire, el fuego, el átomo, Dios, la idea, la vida, la materia, la energía, el yo…—, del cual, elevado en cada caso al rango de última causa, hacía salir la realidad entera, Hegel, consecuente con su creencia en la caducidad de semejante proceder, comienza haciendo a un lado todos los entes, resuelto a poner en marcha el filosofar apoyándose únicamente en lo que quedase después de esa operación. Lo que queda es, obviamente, la nada, que es por definición la negación de todas las cosas. De aquí que haga comenzar la filosofía como una meditación sobre la nada y como un nihilismo; y que la palabra nihilismo ya no sea para él un vituperio, sino el nombre propio de la filosofía al comienzo de la nueva época que debía iniciar.
+Pero en el transcurso de la primera mitad del siglo XIX el nihilismo rebasa esta esfera de la pura metafísica e invade otros campos. Al lado del nihilismo metafísico, surgen el nihilismo político o anarquismo, el nihilismo religioso, más radical que el ateísmo tradicional, el nihilismo literario, sobre todo en la novela y el teatro, y el nihilismo moral o inmoralismo. Además, desde fines de dicho siglo, el nihilismo en el sentido que le dio Jacobi se emplea como concepto hermenéutico para interpretar algunos fenómenos característicos de los tiempos nuevos. Como, por ejemplo, el de la técnica moderna, la cual, en efecto, sería inconcebible sin tener en cuenta esa actitud nihilista en que se planta el hombre frente a las cosas como si fuesen sólo objetos para un sujeto que las puede manipular a su antojo. O como el de la imagen de la realidad que ofrecen las ciencias en que se basa dicha técnica, en la cual las cosas aparecen como estructuras lógicas categoriales expresadas en fórmulas, lo que explica las palabras de W. V. Quine, profesor de la Universidad de Harvard y figura eminente del mundo científico: «Los objetos físicos son un mito como los dioses de Homero». O, finalmente, como el de la interpretación de lo real que se encuentra en las más significativas corrientes del arte nuevo, que al perder el interés por lo que se ofrece al ojo y al tacto, remplaza ese ser óptico y háptico de las cosas por un ser puesto por el hombre. Recuérdese al respecto lo que confesaba Picasso: «Yo no pinto las cosas como las veo, sino como las pienso». Una frase que parece tomada de la Lógica de Hegel.
+Pero la primera expresión sistemática de un nihilismo generalizado es el libro de Stirner El único y su propiedad, publicado en 1845. Stirner, nacido en 1806, se forma en la época del imperio filosófico que gobernó Hegel en la Universidad de Berlín de 1818 a 1831, año de su muerte. Su actividad como escritor se desarrolla cuando este imperio se derrumba y es repartido entre sus herederos. Perteneció a la izquierda hegeliana, de la cual fue, al lado de Feuerbach y Marx, uno de sus más significativos representantes.
+El marco en que se mueve el pensamiento de Stirner es el formado por la relación entre lo individual y lo universal. Esta relación es el eje del sistema de Hegel, quien luchó con todas las armas de la dialéctica por salvar el equilibrio entre estas dos potencias ontológicas contrarias, convencido de que ese equilibrio era el nervio de todo lo real; pero, en la esfera de la historia, había dejado abierta la posibilidad de preferir una de estas dos, en detrimento de la otra, lo cual, en último término, fue la causa de la escisión del hegelianismo en un ala derecha y un ala izquierda.
+Hegel había concebido la historia universal como un proceso dialéctico en que la contraposición originaria entre el hombre como individuo y la universalidad del Estado era absorbida en una síntesis que llamó lo «universal concreto», un invento genial que le permitió dejar intactos el ser peculiar del hombre y el ser peculiar del Estado: este, como algo universal, como un querer absoluto por encima del querer de los individuos, pero dependiente de los individuos, por cuanto su querer consiste en un imperio sobre ellos; y el hombre, como individuo libre, pero sumido en la universalidad del Estado, pues, en su opinión, el hombre no es hombre como mero individuo aislado, sino como ciudadano dentro del Estado, siempre que esté ajustando su querer individual al querer universal del Estado, el cual se expresa en un sistema de leyes y mandatos que le crean al individuo un ámbito para la libertad y las condiciones para ejercerla de modo cabal.
+Pero la derecha hegeliana, aislando de semejante trama dialéctica la idea del Espíritu universal como sujeto de todo acontecer, y la del Estado como el representante suyo en la tierra, rompió el equilibrio de fuerzas encontradas que postulaba Hegel, y subordinó el individuo totalmente al Estado, es decir, lo individual a lo universal, sin tener en cuenta que para el maestro la historia universal también era «un progreso en la conciencia de la libertad», de la cual no hay más sujeto conocido que el individuo humano. Tal libertad individual fue lo que, por su parte, exageró la izquierda hegeliana. Pese a que según Hegel la libertad individual sólo es realizable dentro del Estado, los representantes de esta corriente la desvincularon de dicha instancia universal, limitándola al individuo. Pero entre ellos, sin embargo, se presentó pronto una escisión, protagonizada por Stirner y Marx. Esto es lo que nos interesa aquí.
+En 1846, es decir, al año siguiente de la aparición de El único y su propiedad, terminó de escribir Marx La ideología alemana, que en su mayor parte es una crítica mordaz al libro de Stirner. En estas dos obras quedarán protocolizados, no sólo el enfrentamiento de estos dos herederos de los despojos del imperio hegeliano, sino también el enfrentamiento de dos posibilidades fundamentales de existencia histórica del hombre contemporáneo.
+Mientras que según Stirner el hombre podrá ser libre sólo cuando se haya liberado de las instancias universales alienantes, sobre todo de la sociedad y del Estado, para Marx, quien relega todo lo individual a la esfera de lo privado, subjetivo y caprichoso, la libertad sólo podrá alcanzarse en lo colectivo, es decir, en lo universal, y la liberación habrá de restringirse a romper las cadenas impuestas al hombre por una clase privilegiada de la sociedad.
+El encumbramiento del individuo por encima de la realidad sociopolítica que lleva a cabo Stirner, lo conduce, en el campo metafísico, a exaltar al individuo hasta tal punto, que provoca, sin quererlo, una especie de reductio ad absurdum del principio egológico del idealismo.
+Si exceptuamos a Leibniz, que es un caso aparte en dicho idealismo, en este el Yo como fundamento explicativo de todas las cosas no es individual. Tanto el ego cogito de Descartes como el yo trascendental de Kant y el yo absoluto de Fichte son algo supraindividual, una instancia universal que abarca a todos los yos individuales. Para Stirner, en cambio, ese Yo soy yo, yo solo. De ahí el nombre que le da: el Único, manantial de donde brotan todas las cosas, las cuales no son más que su propiedad.
+Esto último es lo que se propone demostrar Stirner en El único y su propiedad. Pero como en la actitud natural el individuo se halla determinado por la naturaleza y sus leyes, por instancias trascendentes de carácter divino, por instituciones, imaginaciones y creencias, la primera parte de esta obra está dedicada a la destrucción teórica de todos esos poderes. Su atención se dirige predominantemente a lo que no había destruido el idealismo moderno; pues este, según Stirner, había reducido a la subjetividad el mundo y su supuesto fundamento divino, pero dejando intactos otros poderes más sutiles, aunque no menos esclavizantes del individuo. Estos poderes eran, según él, las ideas y los ideales, los valores y sus mandatos, y un sinnúmero de leyes y de principios, fuentes de «ideas fijas» que persiguen al hombre impidiéndole realizar su ser individual aquí y ahora, al empujarlo permanentemente hacia metas quiméricas inalcanzables. En su opinión, ellos eran, además, la base de una serie de «fantasmas» —la familia, la patria, la sociedad, el Estado, el derecho, la moralidad, los usos y costumbres…— que lo hunden en lo anónimo y colectivo. Armado de todos los recursos empleados desde los sofistas para probar la relatividad de todas las cosas a los actos subjetivos con que el hombre las capta, Stirner hace todo lo posible para convencernos de que esos poderes no son más que engendros del yo que, después de creados, se independizan de él y tratan de sojuzgarlo.
+Pero, tras de semejante destrucción de todas las ideas y creencias y de todo punto de apoyo para elaborar una metafísica, Stirner fracasa al ir a determinar ese nuevo Absoluto que es el Único. Al fin de cuentas, lo único que nos dice es que el Único no es nada. Esto nos recuerda la identificación hegeliana del ser y la nada. Pero para Hegel esta identificación es sólo un paso metódico, un primer paso en el comienzo del filosofar. Por cuanto en este comienzo el ser no tiene aún ninguna determinación, el único nombre que le conviene es el de nada. Pero en los pasos siguientes del filosofar esta nada es superada en el despliegue dialéctico del ser. En Stirner, al revés, la nada es lo último que se puede alcanzar. Y la última palabra de la filosofía es: todo es nada. Lo cual equivale a renunciar al filosofar.
+Al mismo nadaísmo desesperanzado se llega en la parte práctica de El único y su propiedad. Destruidos todos los posibles puntos de referencia de la conducta humana —el debe ser, la esfera religiosa, la moralidad, la sociedad, etcétera—, los actos del hombre carecen de todo sentido. Flotando en la nada y existiendo, por decirlo así, para nada, su existencia es el reino del absurdo y del sinsentido.
+El nadaísmo de Stirner desemboca, pues, como todas las formas del nadaísmo extremo, en un callejón sin salida. Si lo real no es nada, cualquier intento de apresarlo conceptualmente está de antemano condenado al fracaso. Pues ya al comenzar el lenguaje a decir qué es, se cierra el camino. Partiendo de semejante supuesto, lo único que resta después de enunciarlo es el silencio. Y si el ser del hombre no tiene sentido, la única conducta humana consecuente sería el suicidio. Porque a diferencia del mineral, del animal y la planta, el ser peculiar del hombre radica en un afán incesante de darle sentido a una vida que le es dada como tarea, trascendiendo su «aquí y ahora» hacia un reino del sentido.
+Fuera de producir algunos tipos humanos de existencia alucinada y de algunas obras literarias de auténtico valor, el nadaísmo de Stirner y sus derivaciones no ha conducido, pues, a nada. Sin embargo, Max Stirner es un símbolo de la lucha por los derechos individuales.
+Después de la polémica entre él y Marx a fines de la primera mitad del siglo XIX a que nos referimos arriba, la historia se ha puesto de parte del segundo. La creciente omnipotencia del Estado y de lo colectivo, y la masificación progresiva de la existencia humana han venido ahogando cada vez más al individuo. Pero en el vaivén de los destinos humanos, muy parecido al movimiento dialéctico de la historia universal que describe Hegel, no hay que excluir la posibilidad de un retorno del principio de lo individual como fuerza indispensable para poder volver a aspirar a ese equilibrio de fuerzas encontradas que él postulaba. En ese momento se habrá de recordar a Stirner y a su libro, hoy casi totalmente olvidados.
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+Absoluto
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