Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Molano Bravo, Alfredo, 1944-, autor
Antología de crónicas periodísticas / Alfredo Molano ; presentación, Alfredo Molano. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2018.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,9 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Periodismo / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5488-40-3
1. Crónicas colombianas - Siglo XX - Colecciones de escritos 2. Libro digital I. Molano Bravo, Alfredo, 1944-, autor de introducción II. Título III. Serie
CDD: 079.861 ed. 23 |
CO-BoBN– a1030560 |
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ISBN: 978-958-5488-40-3
Bogotá D. C., diciembre de 2018
© Alfredo Molano
© 2018, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Alfredo Molano
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+CON CIERTA NOSTALGIA NO exenta de una sutil alegría, he revivido en estos relatos autobiográficos y de personajes anónimos los días en que todo lo que caía en mis manos era nuevo: el río Guayabero con sus orillas desbarrancándose en la época de la lluvia blanca y de crecientes llamadas conejeras que arrancaban árboles gigantescos como si fueran hojas secas; las colonas haciendo cola en las peluquerías de San José del Guaviare para mandarse cortar el pelo y maquillarse, dejando sus botas de caucho en la entrada; las droguerías —las farmacias habían pasado de moda— llenas de gente esperando turno para inyectarse sueros reconstituyentes —azules, rojos y morados—, y unas casas en la periferia de pueblos nuevos a donde llegaban los campesinos con caras temblorosas y salían resplandecientes de felicidad, pisando firme y mirando a la cara. Era otro mundo.
+Un mundo que parecía recién nacido, cuyo secreto todos conocían y sobre el cual nadie osaba hablar, como si al nombrarlo fuera a escabullirse. Eran gentes que traían a cuestas un pasado ignominioso y miserable, que habían atravesado el valle del Magdalena y trasmontado la Cordillera Oriental para tumbar la selva y encontrar un lugar donde los niños pudieran volver a comer panela, las mujeres leche de la palma milpé para amamantar a sus crías y las bestias revolcarse en el suelo para quitarse el peso de las enjalmas y el peso que las enjalmas llevaban.
+Los pueblos eran hervideros los domingos, y los lunes se vaciaban hasta de los maestros de escuela y los curas párrocos. Los policías y los soldados se mantenían en alerta constante. Ni unos ni otros sabían ya de aquellos oficiales que astutamente habían regalado a los indios huitotos uniformes del Ejército para que les cargaran los equipos de guerra cuando iban a combatir a los peruanos en Guapi; tampoco los policías recordaban a otros policías que se habían ahogado en el río Guaviare al arremolinarse en un costado del planchón en el que navegaban para ver los caimanes asoleándose en un playón. Eran las primeras autoridades que pasaban el raudal de Mapiripán hacia donde medio siglo después los paramilitares entrarían a saco contra la población acusada de prestarles auxilio a las guerrillas.
+Más allá, por otros ríos de aguas cristalinas que el sol y las sombras de las matas de monte hacen cambiar de un anaranjado sutil a un sepia oscuro, nacen ojos de agua protegidos por morichales y esteros, donde anidan las garzas que lograron sobrevivir a las grandes matanzas que por concesión permitía el Gobierno a particulares para exportar las plumas altivas de la cabeza de esos pájaros tristes para que las señoras de la crème de París las lucieran en sus sombreros extravagantes en Les Champs-Élysées. Los ríos que corren hacia el sur buscando el oriente se encuentran en la Estrella Fluvial que sedujo a Humboldt y a su amigo Bonpland con el espejismo de un río que corría en direcciones opuestas y comunicaba el Amazonas con el Orinoco.
+Más allá, digo ahora, donde comenzaba el abismo de lo desconocido, se navegaba por aguas negras que alimentaban el río Guainía, que había que remontar para llegar a la pata del cerro del Naquén, alto como una torre, desde donde miles de improvisados mineros colombianos competían con empresas brasileñas que desconocían la frontera para explotar el oro. La coca sufría en el Guaviare su primera caída de precios por superproducción y la gente que la volteaba a mercancía se echó un par de picas y una barra al hombro para buscar fortuna mineando. Allí topé al Joyero, que todo lo había vendido en Bogotá por irse tras el nuevo Dorado y terminó secuestrado por la guerrilla. Seguramente el hombre estuvo enamorado de la Gata, que echó sus hijos al lomo y buscando la vida llegó a manejar la remesa que cambiaba grameado por oro. En aquel cerro conocí a don Antonio, un guerrillero entrado en años que había sido compañero de Marulanda en Marquetalia. Era la autoridad, la única autoridad colombiana que dictaba la ley y la cobraba en la región. Me lo volví a topar —no hace mucho— más viejo, pero no menos convencido de su fe en Arauca, donde escribe sus memorias de guerra. Fue él quien me contó cómo se llegaba a La Uribe y cómo desde La Uribe, cogiendo el camino a Ucrania, a orillas del río Duda, podía encontrarme con las avanzadas de Manuel —así llamaba a Marulanda Vélez— y pedir una entrevista con el Viejo. Seguí la ruta que me trazó con un palo sobre un arenal y llegué una tarde a La Caucha, campamento del Secretariado que había autorizado mi entrada al Sanctasanctórum de las Farc porque Alfonso Cano había sido compañero mío en la Universidad Nacional y porque el gobierno de Betancur andaba en negociaciones con la guerrilla. Con los relatos de los “alzados” comencé a escribir Trochas y fusiles, un libro que a muchas guerrilleras no les gustó porque no todas las “compañeras” lloraban al subir lomas con un bulto de cinco arrobas a la espalda.
+Para esos días ya había contado la otra violencia, la de los años cincuenta, con relatos de un viejo chulavita de Boavita —donde los chulavitas fueron criados por don Pepe Villarreal como guerreros defensores de Cristo y Bolívar que tronchaban cuerpos de los liberales después de oír hablar de un editorial de Laureano Gómez—. Nacianceno Ibarra me lo contó. Como me contaría después una mujer lo que fueron los Bombardeos de El Pato en el año ochenta, en el estadio de Neiva, donde miles de colonos habían marchado para denunciar el nuevo operativo del Ejército contra la región que Álvaro Gómez había sindicado como República Independiente.
+Una violencia que también me había contado en Soplaviento una mujer que había sido bella porque se sentía igual a la amante que había amado al general Gaitán Obeso cuando guerreaba en la costa y había sido derrotado en Cartagena porque Margarita, La otra Margarita, lo había enamorado la noche de la batalla a la que el general no llegó.
+Mariana tampoco llegó al entierro de su hijo, masacrado por los paramilitares cien años más tarde al borde del río Putumayo después de la matazón de El Tigre, tierra de caucho al comienzo del siglo y de petróleo al final. Un gigantesco cementerio clandestino. De esas tierras y de otras —de todas las tierras— salían en los sangrientos años del filo entre dos siglos los desterrados a buscar otras tierras dónde echar raíces y otros techos para guarecerse. Tierras y techos donde volvía a comenzar el ciclo de horror.
+Otros huían detrás de las promesas de una nueva vida hecha con bolitas de coca envueltas en guantes de cirugía y tragadas de afán. O aquel niño que no podía tomar agua del río porque temía que los cadáveres navegantes abrieran los ojos. Siento aún a ese niño que terminó de polizón en un barco turco del que fue botado en altamar como un fardo para que el capitán no tuviera que dar explicaciones en Nueva York por transportar menores de edad.
+A los viejos nos da por recordar aun lo que hemos escrito.
+ALFREDO MOLANO
+PUERTO INÍRIDA PARECÍA AQUELLA mañana transparente más agitado que cuando pasamos hacia el Orinoco, apenas un año atrás. En realidad, en esa oportunidad no habíamos tenido ocasión de conocer la capital de Guainía ni de empaparnos de su ambiente.
+El hotel donde nos hospedamos, El Safari —cuyo aviso descolorido cuelga de mala gana en una pared sucia—, fue en una época centro turístico y deportivo que su propietario, mister Ciruti, tenía organizado para gringos. El programa comenzaba en los Estados Unidos, congregando cazadores y pescadores aficionados que trasladaba directamente a Puerto Inírida con una breve escala en Bogotá. Los gringos creían llegar al borde mismo del mundo. Mister Ciruti les tenía organizadas de antemano pesquerías y cacerías en las que cada cual probaba sus capacidades, y por las noches, envanecidos por los logros, se emborrachaban. Mister Ciruti traía de los Estados Unidos no sólo a los gringos sino todo lo que ellos consumían o podía consumir: whisky, en primer lugar, pero también la comida —pues las piezas cobradas con sus rifles o sus cañas por los intrépidos turistas sólo servían para establecer puntajes—, los refrescos y hasta el agua potable. Era un viaje redondo que llenaba los bolsillos del señor Ciruti, pero que a Inírida —dicen los viejos— sólo le dejaba los esqueletos de los animales.
+En El Safari tratamos de averiguar la causa de la agitación que observábamos en la calle, pero su administradora, una cabuca, nada supo o quiso aclararnos. No sólo por ser ella medio indígena, sino porque al manejar un hotel por donde pasan los más variados personajes, había aprendido a conservar un silencio que no pudimos saber si era timidez o discreción.
+Nos dirigimos entonces a la calle principal y nos sentamos en un singular establecimiento llamado Tinto Frío. Venden allí revistas y periódicos —no se puede comprar el del día sino la colección completa de la semana—, empanadas, ponqué y, naturalmente, tinto que, a decir verdad, no lo sirven frío. Es un punto estratégico para observar y conocer la vida del pueblo. Allí se cierran negocios, se definen candidaturas, se habla mal del Gobierno y se conocen los horarios de los aviones. Sus dueños, una pareja de maestros pensionada, están encargados de manejar el correo aéreo y, por lo tanto, controlan el flujo y el reflujo de la información.
+En Tinto Frío nos enteramos de que el día anterior un tal Roberto había matado a un venezolano en Maroa y se había refugiado en Puerto Colombia, y que por consiguiente, se esperaba de un momento a otro una invasión de la Guardia Nacional a ese puerto sobre el río Negro. El hecho era un acontecimiento porque, cada vez que aparece un cadáver en la frontera, es colombiano. Sólo en una oportunidad —hacía de eso varios meses—, un comerciante de Guainía había herido a un venezolano y ello significó la movilización de la Guardia Nacional por agua, aire y tierra sobre el territorio colombiano. La gente, además, estaba nerviosa porque cualquier hecho de sangre equivale al cierre de la frontera y, por lo tanto, a que los precios de los alimentos básicos se disparen hacia arriba. Sin embargo, de alguna manera se notaba cierta satisfacción cuando nombraban al tal Roberto.
+Roberto, un quindiano, había llegado al Guainía atraído por el oro, pero muy pronto concluyó que «ese rebusque» no era para él. Compró un betamax, un televisor, unas películas y una batería en Venezuela y se dedicó a «dar cine» por todos los pueblitos ribereños entre Caranacoa y Puerto Colombia. El día del «insuceso» había ido a Maroa a mandar arreglar el televisor, mas siendo domingo no encontró un taller abierto. «Ya se devolvía —nos contaron— cuando un sapo, no se supo, si de la Guardia o no, le pidió papeles. El hombre se encrespó y les reviró que si todo televisor necesitara papeles, el pueblo sería un basurero; los otros trataron de quitarle el aparato a la fuerza, y Roberto sacó el mazo y ¡pan, pan! A uno lo mató en seco y al otro lo dejó mal herido». Después logró escapar por el río y refugiarse en Puerto Colombia, motivo por el cual la Guardia no tardó en pasar, requisar casa por casa y luego disparar ráfagas sobre la inspección de Policía, la única edificación que los venezolanos no pudieron revisar, ya que el inspector se negó a darles permiso.
+En Tinto Frío, tanto como en El Mirador, todo eran cábalas sobre el futuro inmediato. Nosotros dedicamos, ingenuamente, nuestra atención a escuchar las diferentes versiones y a estudiar las distintas reacciones, sin darnos cuenta de que los estudiados éramos nosotros. ¡Y con qué finura! ¿Seríamos narcotraficantes o guerrilleros, mineros o evangelistas, funcionarios del Estado o políticos en busca de votos, pilotos de aviación o ingenieros de Ecopetrol? Todos estos interrogantes tenían el propósito de saber por dónde nos abordaban y cómo podían beneficiarse de nuestro viaje. Eso lo supimos después, cuando ya estábamos matriculados inocentemente en un circuito.
+En forma habilidosa, mientras nosotros avanzábamos en la investigación de Roberto, los comerciantes despejaban incógnitas y establecían nuestra identidad y propósitos. Lo primero que hicieron ver, durante muchas horas, fue la dificultad y el costo de cualquier movilización. Progresivamente nos mostraron el peligro que corríamos en una tierra llena de guerrilleros, agentes de la Policía secreta, narcotraficantes y comerciantes inescrupulosos. Y cuando todo estaba cocinado y nosotros habíamos confesado nuestra misión, concentraron sus esfuerzos en descubrirnos con todo detalle y con bases testimoniales lo que eran las rutas hacia Naquén y el mundo minero.
+A partir de allí comenzó la competencia entre nuestros interlocutores sin que, por supuesto, nosotros lo notáramos. Cada uno era más amable y deferente que el otro, cada cual encontraba soluciones y trataba de ganarse nuestra confianza. Hasta que nos fuimos interesando en el viaje hacia Naquén y olvidamos a Roberto.
+La ruta más cómoda era por avión: bien a Maroa por San Fernando de Atabapo, bien por Caranacoa, en el Alto Guainía. En Maroa podíamos conseguir un expreso que nos llevara a Puerto Colombia y, de allí, un bongo aguas arriba por Maimache. Naturalmente, la vía por Venezuela estaba cerrada debido al «incidente», y, por Caranacoa, el problema consistía en que el avión Curtís que hacía el vuelo no tenía horario. Podía salir en media hora o dentro de quince días o un mes. Cancelamos, por lo tanto, esta opción, y a medida que suprimíamos las alternativas, se iban retirando sus defensores o eventuales guías e intermediarios.
+Quedaban todavía dos posibilidades: viajar en avioneta a Macanal, también sobre el Guainía, o «hacer la trocha» por Huesito, El Pato y el caño Guamirza (Venezuela), para salir a Macanal. Por su parte, el vuelo ofrecía dos inconvenientes. De un lado, debíamos contratar un expreso porque la línea regular se había suspendido, y, de otro, el equipo de investigación no cabía en una sola avioneta. El viaje por la trocha podía durar tres días en caso de que confluyeran varios factores: que de Inírida a Huesito encontráramos un bongo saliendo cuando llegáramos al puerto, que la volqueta estuviera esperándonos en Huesito para llevarnos al campamento, que el roligón —un extraño tractor anfibio— se hallara listo para transportarnos a El Pato y, sobre todo, que a la Guardia Nacional no le diera por patrullar el caño Guamirza. De lo contrario, el viaje podía tardar cinco, diez y hasta quince días.
+Llegados a este punto, los comerciantes ya sabían que optaríamos por la trocha y entonces uno de sus comisionistas nos cogió por su cuenta. Nos llevó a hablar con el dueño de un bongo para definir el precio y la hora de salida hacia Huesito; luego nos presentó en la comisaría y averiguó de paso si la volqueta y el roligón estaban varados y, por último, nos invitó a acompañarlo a donde el comandante de la Armada Nacional de Colombia, para saber cómo estaban las relaciones con Venezuela. Establecidas las condiciones, se ofreció a guiarnos hasta Maimache. Nosotros dudábamos, no obstante, de tanto interés por nuestro trabajo.
+Ya habíamos aceptado esta solución cuando se nos acercó un muchacho que dijo llamarse Mauricio a contarnos que él mismo estaba empeñado en el viaje a Macanal y que por eso había conversado ya con el piloto de la avioneta. Mauricio pagaría dos cupos, y nosotros tres. Le hicimos caer en cuenta de que nosotros éramos seis, pero que además no teníamos dinero para dos vuelos. Él tenía ya resuelta nuestra objeción: la comisaría podía prestarnos la avioneta. Nos aseguró que el comisario era un hombre muy cordial que accedería a nuestro pedido y, en efecto, el comisario nos recibió en su casa. Le explicamos nuestro objetivo y el problema económico y de tiempo en que nos encontrábamos. No lo pensó dos veces, resolvió favorablemente la sugerencia y Mauricio fue nombrado por el equipo guía oficial de la comisión a la Serranía de Naquén.
+Aquella noche conocimos por casualidad al Cabo Chispas y, sin que nosotros se lo propusiéramos, nos contó su historia. La necesitábamos.
+Cuando la chalana iba a salir de Puerto López, mi teniente nos dijo que del puesto que nos tocara no nos podíamos mover hasta que atracáramos, al final del día. «Ni para orinar», gritó. Cuando dejábamos el puerto, volvió a repetirnos la orden: «No pueden mover ni la cabeza; no pueden voltear a mirar así vean a su mamá en una playa; todos tienen que tener los ojos al frente». Como estábamos en invierno y el río hacía bombas de agua; como ninguno habíamos navegado porque todos habíamos nacido en la cordillera, pensábamos que mi teniente tenía razón y que así era el cuento. Pero cuando a las seis horas nos cruzamos con otra chalana, y vimos que todos los pasajeros subían conversando, haciendo chistes y moviéndose de un lado a otro, la cosa se puso oscura. Sin embargo, arreglé la duda pensando que la vaina se explicaba porque nosotros éramos policías, y cuando las moyas comenzaron a mostrarnos su chupa y a tragarse por esa boca hasta los palos grandes, le dimos definitivamente la razón a mi teniente. Al anochecer del primer día de viaje, atracamos en Remolinos.
+Nos mandaron a dormir en cuanto pisamos tierra, sin comer. Pero como el hambre era mucha, dos agentes, Lazo y el loco Castillo, se escaparon después de que mi teniente nos hizo numerar y nos contó a uno por uno. Volvieron a medianoche. Lazo, que dormía a mi lado, me despertó de un codazo en los riñones que todavía siento y me dijo: «Oiga, güevón, ¿usted sabe por qué nos llaman el segundo contingente?». Le contesté, sin despertarme del todo, lo mismo que a mi teniente: «Porque el primero cumplió con su deber». Sin más, volvió a cargar el hombre: «No sea imbécil; porque al primero se lo tragaron los caimanes, enteritico; se lo engulleron con armas y todo». Quedé seco, sentado. A Lazo se le salían los ojos. El loco Castillo roncaba, bien comido, y entonces Lazo me contó que cinco días aguas abajo de donde estábamos, en un pozo llamado Miti-Miti, donde el río hace un recostadero jodido, los quince agentes perecieron. Había sucedido el verano anterior. Cuando la chalana llegó al pozo, alguno descubrió una manada de caimanes asoleándose medio dormidos, los unos encima de los otros. Eran decenas. Los agentes, que nunca habían visto a esos animales porque también eran «guates», se echaron todos sobre una banda para mejor ver los bichos. El piloto comenzó a gritar que se quedaran quietos, pero como el teniente no dio la orden por estar tan arraigado como todos, nadie hizo caso y la chalana dio el bote. Los caimanes se despertaron con los gritos de auxilio y se tragaron todo el contingente. Después, muchos años después, entendí por qué a los del segundo contingente nos habían enviado en invierno, a pesar de ser más peligrosa la navegación que en verano, y por qué el teniente nos había prohibido parpadear.
+El cuento se regó. Yo se lo conté a Rizo, Rizo a Abril, Abril a Chacón, Chacón a Salabarrieta, Salabarrieta a Gallo, Gallo al Chivas. Nadie volvió a mover los ojos en las cuatro semanas que duró el viaje. Hasta el loco Castillo se contagió del culillo que llevábamos todos. No supimos por dónde habíamos llegado. Al desembarcar, mi teniente se mostró orgulloso y nos dijo que nunca había conocido un contingente tan disciplinado, y cuando se despidió de nosotros para regresar a Bogotá, durante la ceremonia en la cual nos entregó al doctor Bonilla, primer comisario del Vichada, dijo que «el horizonte de la patria estaba seguro en nuestras manos».
+El primer contingente, al que reemplazamos, había sido enviado para hacer frontera, para hacer respetar la soberanía de Colombia en el Orinoco. Estábamos estrenando posesión y volviendo efectivo el tratado de límites que se acababa de firmar, porque antes, un buen pedazo nuestro era venezolano: la línea iba de La Culebra, en el Meta, a La Raya, en el Vichada, y a Mapiripaná, en el Guaviare, pero Colombia llegaba hasta el Apure. Aunque en esa época todo era lo mismo, nadie reparaba en fronteras. La «balisa» la vino a establecer una comisión que nombraron en el 22 ambos países y en la que, para más veras, venía José Eustasio Rivera. Poco se ha querido aquí al tal Rivera, a pesar de que por causa suya el país supo que estas tierras existían. Don Carlos Palau Ospina decía: «Ese cachifo era un mentiroso que no llegó sino hasta El Coco en el Inírida, no salió del mosquitero por miedo a los mosquitos y nunca conoció a los Barrera ni mucho menos a La Madona, ya que ellos vivían en San José de Ocuné. En El Coco lo cogieron unas fiebres que lo devolvieron medio muerto. La tal Alicia nunca existió, y Arturo Cova era un cauchero de Puerto Espín que tenía dieciséis peones y que fue tan malo o tan bueno como Barrera. La vorágine son puras fantasías de muchacho. Cuando La Madona conoció el libro, lo quemó de la rabia».
+Don Carlos Palau Ospina era un caballero. Lo conocí muy de cerca. Un hombre ejemplar, que había llegado al Orinoco después de la guerra de los Mil Días, desde el Vaupés, navegando por el río Negro y el brazo Caciquiare. Había sido enviado a Mitú como jefe civil y militar, pero a él no le gustaba la guerra. La Casa Rosas del Brasil lo empleó como contabilista y luego la Casa Arana del Perú en lo mismo. Fue cauchero en el Caquetá y el Putumayo, con una empresa que formó con don Pablo Villamil, el padre de Jorge, el de «Los Guaduales». No obstante, el Orinoco lo tenía cogido y volvió. El coronel Funes lo contrató también como contabilista. Conoció muy bien el entrecijo de todo el negocio del caucho y por eso fue que, cuando estalló la guerra contra el Perú, se quedó quieto, mirando de lejos.
+Esa guerra fue, según decía él mismo, una guerra que, como todas las guerras en estas tierras, no tenía banderas. Era puro caucho lo que tuvo en ascuas a las partes, porque ni batallas hubo. Lo mismo fue el alzamiento de Funes contra su compadre Juan Vicente Gómez y otro tanto hay que decir de la guerra de Arévalo Cedeño contra Funes. Pura siringa, un olor que enloquecía. Igual, pero más chiquita, fue la revolución de los Tres Brincos, a la que el buenazo del doctor Tulio Bayer prestó su nombre. Ahí no había sino chiqui-chiqui de por medio entre los Guarines y los Marines. Problemas comerciales y hasta familiares, porque un Marín estaba casado con una hermana de los Guarín. Celos y ambiciones. Negocios mal planteados. En todas esas vainas la bandera se ponía después para disfrazar los hechos.
+Don Carlos Palau Ospina era sobrino de Pedro Nel Ospina y primo de don Mariano. Cuando este llegó a la presidencia, le mandaba avión expreso para llevárselo a Bogotá, pero don Carlos nunca quiso aceptar la invitación. Él sabía —no se sabe cómo— el día que el avión venía, y desde la mañana arreglaba las cosas para no estar. Era muy vanidoso. En el Putumayo, un indio curiaca lo había rezado y le había hecho salir carate. Don Carlos, mitad blanco y mitad de color propia-piel, nunca quiso volver a mostrarle la cara a la familia. Era muy pulcro, tanto como don Benigno Blanco, el primer comisario especial del Vichada, que había sido por mucho tiempo corregidor del Alto Orinoco en Maipures. Don Benigno, gobernante de estas tierras, ocupó todos los cargos porque gobernaba como vestía: todo de blanco. Liqui-Liqui blanco, sombrero blanco de jipi-japa, zapatos blancos y, a pesar de ser conservador, corbatín rojo. Pero a él nunca se le vio la más pequeña mancha de barro, ni de sectarismo, porque andaba con mucha delicadeza. Uno le veía venir desde lejos y ya lo distinguía por el vestido. Mientras vivió Funes, nunca quiso ir a Venezuela. Para llegar de El Picacho —como se llamaba Carreño— a Maipures, iba por la trocha colombiana. Claro que en esa época la carretera entre Ayacucho y Samanapo no existía, como tampoco existía, a la hora de la verdad, el propio Ayacucho, que en aquel entonces era un caserío fundado por doña Catalina Escala donde se acumulaban los bolones de caucho que los vapores transportaban hasta Ciudad Bolívar primero y, después, a Europa. Ayacucho echó a crecer fue con la guerra que contra el coronel Funes decretó su compadre en el Amazonas. A eso vino desde la Guayana cuando se dio cuenta de que aquí se podía hacer dinero y se podía establecer un reino. Funes no era coronel de carrera sino de batalla, como todos los militares de esa época, que no salían de guerras sino de peleas. Juan Vicente le dio el título de coronel por haberse destacado, pero no porque supiera, lo que no le impidió ser un tirano. Yo conocí algo del hombre porque durante un tiempo fue mi suegro, aunque ya para esas era finado. Viví con una hija suya que hoy se encuentra en La Guadalupe y que está tan vieja como yo. Me contó cosas. Unas que se pueden repetir y otras que no, ya que uno debe ser siempre un caballero.
+El coronel Funes, como dije, llegó en 1916 y en cinco años fabricó, a punta de sangre, su dominio. En Ayacucho, que no eran sino tres casas, destacó hombres armados para impedir el paso de los raudales por tierra. No sacaba el caucho por el Orinoco sino por el brazo Casiquiare al río Negro y, por allí, al Amazonas. Hacía tratos con los brasileños, que siempre han ambicionado un pedazo del Orinoco. El coronel tenía, pues, la vía libre hacia el mar y tres barcos de fierro en los que llevaba el caucho. Eran tres barcos de vapor que subían por el Orinoco venezolano y por el Orinoco colombiano hasta Mapiripaná. Funes mantenía en esas tierras indios dirigidos por caporales armados que eran sus tenientes. Dicen que llegó a tener dos mil indios a su mandar. En falcas por el Vichada, por el Atabapo, por el Guainía y hasta por el Vaupés recogía los bolones, que iba llevando a las costas de los ríos para que los vapores de fierro los negociaran, y todas sus empresas las basó en la fuerza bruta. Nunca hizo negocios sino robos. A su servicio había siete pistoleros —dos de ellos, los más malos, colombianos—, que eran la llave del negocio. Uno se llamaba El Picure, de Boyacá, y al otro lo conocían como La Avispa, santandereano. Hombres malos, sin miramientos con nadie, a quienes el coronel no dejaba ni de día, ni de noche.
+Cuando llegaba a las barracas a pagar el caucho, le preguntaba a un indio cualquiera, en presencia de los siete guardaespaldas y de los caporales: «¿Cuánto te he avanzado?». El indio decía: «Una camisa, un pantalón, un machete». El coronel reviraba, furioso: «¿Un pantalón? No. ¡Dos! ¡Uno que te di y otro que llevas puesto suman dos!». Los guardaespaldas desenfundaban las armas y le decían al indio: «El coronel está equivocado; no fueron dos, fueron cuatro». Si el indio volvía a responder sumaban otros cuatro, para ocho, y así iban doblando a cada revire, y si algo le quedaban debiendo se lo pagaban en morrocotas, en monedas de dólar o de libra, que era la plata que corría, porque allí se llegó a conocer el billete colombiano después de la tal guerra con el Perú. El indio cogía su morrocota y salía en volandas a esconderla, ya que si no lo hacía los guardaespaldas de Funes lo liquidaban para quitársela. Así se escondió un tesoro, un verdadero tesoro en las playas del Orinoco.
+El Picure y La Avispa tenían un matadero en un lugar llamado Barranco de Lara, cerca de San Fernando de Atabapo, donde Funes vivía, y donde murió fusilado el 19 de enero de 1921 por oficiales de Arévalo Cedeño. Ese barranco ha mirado pasar mucho cadáver. El coronel mandaba fusilar a sus indios, a sus contratistas o a sus caporales porque sí o porque no. Era agrio el hombre, como buen cabuco.
+Por eso también guardaba el oro con tanto celo, con tanta mezquindad. Dicen que debajo del sanitario que sólo él usaba había mandado construir una caja fuerte y que era allí donde metía el dinero que le producían sus indios. Ese cuento era de su hija, que tenía por qué conocer las vueltas que daba su padre antes de acostarse. Ella también conoció un cepo llamado El Tigrito, donde llevaban a los rebeldes y donde —dicen— lloraban hasta los más guapos. El coronel era el terror. Tanto así que 38 años después me encontré en Caño Bocón a un tal Ramón Pesquera, caporal, que «se hizo» en los pantalones cuando lo descubrimos en una cueva porque creyó que éramos todavía tropa de Funes. Él había matado, ni más ni menos, a La Avispa, y se había internado en el monte. No le tenía confianza a ningún cristiano, indio o blanco. Huía y huía. De vez en cuando salía a conseguir sal con los curripacos, pero desconfiaba de todo lo que oliera a hombre blanco. Por eso nos tocó amarrarlo ocho días, hasta que convino en hablar. Poco a poco se fue dando cuenta de que no éramos de Funes. Terminó aceptando que hacía muchos años el coronel había muerto y que ya a nadie desvelaba el caucho. El pendare era el nuevo amo del sudor. Nosotros, todos los del segundo contingente, nos habíamos dedicado a ese negocio, ya que la nómina nunca nos llegaba o, lo que casi equivalía a lo mismo, nos llegaba cada seis meses.
+Una vez en Carreño nos distribuyeron en todo el territorio: Chacón para La Culebra, Rizo para Mapiripán, El loco Castillo para Inírida, El Chivas para Amanavén, Lazo para el Vichada. Cada cual a su puesto. A mí me tocó El Atabapo, nuestro fuerte frente a Venezuela, a donde llegué por el río Orinoco saltando los raudales. Cuando desembarqué creí que se habían equivocado porque no había sino una rastrojera, una media-agua y un atracadero. Como ahora, era todo lo que Colombia tenía para guardar su frontera. Yo llevaba papeles completos, dos uniformes, una carabina de dotación y un revólver propio. Era mi plante. En ese momento no sabía que también era todo lo que tenía para sobrevivir. Pensé que quizás me vería obligado alguna vez a usar la carabina para cazar un pato o una lapa, pero no que llegaría a usar el uniforme y las armas para sostenerme.
+Ese día, como el resto, me quedé solo. Icé la bandera que llevaba y me puse a cortar leña para la comida. Al rato vino la Guardia venezolana a investigar quién había izado el pabellón veneco en tierra colombiana. No lo distinguían del propio. Los tipos nunca habían visto el nuestro. Les expliqué quién era yo y qué iba a hacer. Ignoraban todo. Eran analfabetas. No tenían comunicación con sus superiores hacía más de dos años. Por ese me aceptaron. Al fin y al cabo, allí toda autoridad, fuera de quien fuera, hacía la misma cosa, o resultaba haciéndola, porque no había nada más que hacer. Nos volvimos amigos y me prestaron unas ollas y una curiara, muy celosa ella.
+Yo de aguas nada sabía. Comencé por aprender a mover el canalete sin soltar la amarra, dele por aquí y dele por allá, y al mes me atreví a navegar solo. Pero una mañana, la corriente me arrastró río abajo hasta Castillitos y quedé tirado en la costa del río durante tres días, hasta que don Agustín Amaya me avistó. No volví a moverme. Perdía el tiempo mirando cómo las aguas del Guaviare, o del Atabapo, se mezclaban en el Orinoco. No tenía nada que hacer. Los venezolanos me invitaban a San Fernardo y fue en esas cuando conocí a la hija de Funes. Nadie venía a ponerme una queja ni a decirme esto o aquello, y lo más grave era que los días se transformaban en meses y el correo del Gobierno, o sea, la nómina, no llegaba.
+Así, mirando el río, o los ríos, duré un año. Aprendí a comer mañoco, fariña y yucuta; a meter ajicero, a cazar terecay, a pescar y enamorar las ánimas. Veintitrés meses y quince días después de haber llegado a El Atabapo recibí el primer pago, pero para entonces ya había perdido la vergüenza y trabajaba de agente en lo que saliera. Le ayudé a don Carlos Palau a llevar la contabilidad de los Manilia en Ayacucho, a don Nepo a manejar el negocio del mañoco y la sarrapia en San Fernando y a don Amaya a negociar en cerveza por el Vichada. Me volví un agente móvil del Gobierno. Poco a poco eché alas y un día me lancé solo, cuando don Nepo me hizo caer en la cuenta de que en el Orinoco no se necesitaba el dinero sino la autoridad, algo que para entonces yo tenía. No volví a joder con el cuento de la nómina. Sin abusar, claro está, el uniforme y el título de agente eran más importantes para vivir que el giro de treinta pesos.
+En esas exploré todos los ríos y todos los atracaderos. Como agente de la Policía también ganaba, porque todo pleito era yo quien lo arreglaba. Me llamaban de una parte y otra como autoridad que era y yo resolvía a favor de unos o de otros. El que ganaba era el que pagaba, ya que el otro quedaba resentido, y así hice unos pesos.
+Los problemas más frecuentes eran desacuerdos por palabras incumplidas, por territorios de trabajo, por deudas pendientes o cosas menores. Los indios no lo reconocían a uno y además no tenían cómo pagar el servicio de la autoridad. En esa época no se presentaban diferencias graves no había robos ni asesinatos. Los blancos eran contados, todos se conocían, muchos eran compadres. El oficio lo daban quejas que ponían los blancos contra los indios, que robaban por robar, como los micos; no sabían cumplir la palabra; se contrataban por un tiempo, y luego se picuriaban. El mayor problema se presentaba con los avances, porque ellos no los respetaban. Había que enseñarles a cumplir y esto costó mucho trabajo, sin llegar, claro, a los excesos del coronel. Siendo uno civilizado, había que civilizarlos a ellos, y si al pariente se le habían dado dos camisas, dos camisas tenía que pagar.
+Como dije, yo tenía mi cuartel en El Atabapo, el sitio de la autoridad. Allí izaba la bandera y allí me iban a buscar. Pero era, al mismo tiempo, móvil. Me quedaba a dormir en San Fernando con Emilia, la hija del coronel, quien me enseñó mucho, o le ayudaba a don Carlos Palau a llevar números en Ayacucho, o salía a comprarle el mañoco a don Nepo. Para ese entonces ya negociaba él también en terecay, chiqui-chiqui y pendare.
+Yo estudié la psicología de los parientes para poder tratarlos. Ellos son muy curiosos. Don Carlos Palau sabía cuatro idiomas civilizados y 41 lenguas indígenas. Me enseñó curripaco y piapoco. Aprendí a defenderme con esos dos dialectos para lo que necesitaba, que eran las pollonas y los tratos. Yo tenía 26 años, me hervía la sangre en el cuerpo y había pollonas en un lado y en otro. Uno a ellas puede usarlas hasta cuando se matrimonean. Después no. Las pollonas eran hembras indígenas, ya mujeres, que todavía no habían elegido varón. Gozaban de libertad y podían echarse con quien escogieran, así fuera civilizado, pero después de que hubieran mirado a otro como marido, y vivieran con él, meterse con ellas era la guerra. A los parientes uno los podía matar por un robo o por un avance incumplido y se aguantaban, pero que no se les fuera a tocar la mujer, porque ahí sí no pasaban de agache. Querían mucho a sus hembras, que eran educadas para eso, para ser hembras, y en realidad lo eran. Cuando estaban volantonas la vieja-madre las llevaba a los partos de otras y les enseñaba cómo nace un indio. A ellas nada se les daba. Era como tomarse un vaso de agua. Cuando sentían los dolores se iban al monte, los maridos les arreglaban un rozado con hojas de platanillo y salían corriendo a coger cama mientras las mujeres parían solas. Si se les complicaba, la madre-vieja les ayudaba. No hacían aspavientos. Uno podía estar al lado suyo y no se daba cuenta sino cuando el chino gritaba, al tiempo que los maridos se amarraban la cabeza, daban gritos y alaridos, sólo podían probar la yucuta y así tenían que aguantarse nueve días, hasta que el brujo llegaba a soplarles las flechas y el arco.
+Las parienticas, pues, aprendían todo. Nosotros los civilizados diríamos que maduraban biches, pero a ellas, cuando les llegaba por primera vez la regla, las encerraban durante tres días, las pintaban de verde y las amarraban a un palo; luego las soltaban, les daban ajicero, y para terminar la ceremonia las azotaban hasta que cayeran al suelo y así como caían debían permanecer hasta el otro día. Era lo que llamaban el blanqueo, y tenía como misión que la pollona demostrara que podía aguantarse un marido. A partir de ese día podían hacer lo que quisieran hasta que se casaran, pero una vez casadas era para el resto de la vida. Eso es cierto. Mi mujer es piapoco y todavía vivo con ella. Me enamoró y me dejó enamorado hasta hoy. Y no volví a mirar a nadie. Algo debió hacerme, porque a mí se me secaron las ganas con otras. Ella tenía 16 años y yo la doblaba en edad cuando la saqué a vivir.
+Los parientes han perdido su mundo por culpa de Sophía Müller, una mona que llegó a estas selvas siendo todavía bonita y que hoy vive ya gecha en Puerto Ayacucho. Ella, según me contó, era alemana de nacimiento, hija de un pastor protestante que estuvo de misionero en la China. Cuando la guerra mundial, viajó a los Estados Unidos y allí se enamoró de un pastor, pero el hombre no la miró y entonces se hizo misionera, como su padre, y llegó a la región cuando la Rubber salía. Creo que algo tuvo que ver con los ingenieros del Ejército gringo que vinieron a tratar de hacer un canal de Panamá en los caudales del Orinoco. La idea era construir unas esclusas para que los barcos cargados de caucho pudieran pasar. Estudiaron el terreno, vieron que la obra no era posible y que tampoco tenían bombas tan fuertes como para dinamitar el lecho. Sólo quedaban dos posibilidades: hacer por el lado un canal o mejorar la carretera, y cuando se habían decidido por esta, se acabó la guerra y dejaron quieta la vaina. Uno de los ingenieros volvió, cuando ya Sophía estaba aquí, y le ayudó un tiempo a evangelizar.
+Sophía comenzó a vivir con los indios, conociéndoles sus costumbres y su psicología, y aprendió 41 dialectos que hablaban. Andaba sola en curiara por los ríos y los caños. Poco a poco fue traduciendo a sus lenguas la Biblia y a volverse su diosa. Se puso de parte de ellos y les metió en la cabeza de idea de que los blancos éramos el diablo y ella la enviada de Dios. Empezó por prohibirles el alcohol y la borrachera. Después les prohibió sus ceremonias y sus tradiciones y les enseñó a adorar a su dios, un dios que odiaba a los caucheros. Les cambió sus bailes por las cenas, y los parientes asistían como animalitos, cada mes, a las benditas cenas: tres días de canto, de bautizos y de rezadera. Entonces ellos, que son bien perezosos, pues ahí sí, ¡quién dijo miedo! Mientras iban a las cenas y volvían se perdían quince días, dejando botado el trabajo la mitad del tiempo, y para rematar el daño les regalaba camisas, pantalones y vestidos. Total, el indio perdió el motivo para trabajar.
+Caímos en la ruina. Tocaba por la fuerza porque, ¿cómo más? El finado Funes volvió a nacer. Sophía fue la culpable de tanta arbitrariedad que había que cometer para que los parientes trabajaran. Los árboles llenos y ellos cantando… Tocaba arriarlos. La vieja, entre más problemas había con los indios, más diosa de ellos se hacía, más la querían y más oídos le paraban a su cuento. La autoridad se volvió inservible. Ni los corregidores, ni los comisarios indígenas, ni nosotros los agentes podíamos contra tanta terquedad. Al Gobierno Central se le puso la queja pero eso fue como echar un bolón al río: allá en la hondura de la profundidad quedó. Seguro que ella estaba respaldada por los gringos y los gringos, como se sabe, son la ley. Dicen que la gente, amenazada por lo que ella hacía, llegó a atacarla, a hacerle emboscadas, y alguien contó que hasta la habían violado. A mí, como autoridad que todavía era, no me consta. Lo que sí supe de primeras lenguas fue que un día que ella había descuidado su mochila, alguien se la robó y le encontró la imagen de madera de un ídolo en forma de falo con que ella se hacía maravillas. Nunca se le conoció un macho; al parecer se consolaba con su ídolo. Cuando la gente supo, todo fue risas y algarabía, y Sophía tuvo que irse un tiempo porque nadie volvió a creerle. Ni los indios.
+Fue entonces cuando comenzaron a llegar de Mitú los misioneros católicos. Llegaron tarde, porque el mal para ellos y para nosotros ya estaba hecho. Una cosa trae otra y esta, a su turno, otra. A veces el destino se vuelve una maraña y cuando se desenreda todo es distinto. La salida de la Müller coincidió con la nuestra y con el 9 de abril. A nosotros no nos pagaban sino muy de vez en cuando. Nos pasábamos el año y hasta los dos años sin nómina, hasta que un día no volvieron más. Ni a pedirnos uniformes y armas de dotación volvieron. Días después de la muerte de Gaitán, un cabo llegó a buscarnos con una carta de destitución. Ya para ese entonces nos habíamos acomodado, trabajábamos el pendare y no necesitábamos la autoridad, porque todo el mundo nos conocía. El cabo hizo un atado de fierros y se los llevó. Total, ya los habíamos dejado de usar y estaban herrumbrosos. Por esos mismos días llegó la Aída, la compañía de don Miguel Dumil, en reemplazo de la Chiclé Devoló, con la cual habíamos trabajado muy bien desde cuando la Rubber se había ido. Una cadenita.
+Yo con la Rubber no trabajé. Para este lado del Orinoco, la compañía no fue tan fuerte como para otros lados: el Guaviare, el Vaupés, el Caquetá o el Putumayo. Aquí la calentura no fue la de la siringa sino la del pendare, pero dicen —y yo mismo lo miré— que el sistema era el mismo. El producto no, porque el pendare era más molestoso y el palo se trabajaba distinto.
+Aquí vino a enseñarnos, por parte de la Chiclé Develó, un superintendente mexicano de nombre Monge Montul. Duró poco. Lo reemplazó el indio Pacheco, heredero de la raza maya, según decía, y pariente, pues, de nuestros parientes. Por eso supo por dónde acaballárselos. Nos enseñó los diferentes cortes que había que hacerles a los palos, la manera de cuajar el látex y de empacarlo, todo lo que necesitábamos para hacer rendir los avances. El trabajo del pendare se abría con las primeras lluvias, hacia marzo o abril, porque en verano, estando las aguas mermadas, el transporte se hacía más difícil. Para esa época del año ya pacheco nos había puesto en hidroavión la mercancía en Ayacucho, en Amanavén o en San Fernando. La recibíamos con precios de Bogotá. Nos traía lo que uno se sintiera capaz de trabajar: treinta, cincuenta, cien pesos o más siempre y cuando nuestro crédito con la Chiclé estuviera sano. Con esa mercancía nosotros avanzábamos a los parientes por medio de caporales o de intermediarios. Citábamos a los indios, con toda su parentela, en un barranco o en la boca de un caño y ahí, en presencia del comisario indígena, uno lo avanzaba: una camisa, un machete, unos cuchillos para hacer los cortes, un cinturón para que no se cayeran de los árboles y claro está, remesa, lo que quisieran. Durante el año de trabajo, que duraba hasta noviembre, se les avanzaba lo que ellos o, mejor, sus mujeres, fueran pidiendo. Ellas eran su ruina y nuestro negocio, porque se antojaban de todo. La vanidad no respeta color, ni edad, ni sexo. Pedían peines y perfumes, espejos y cuentas de colores, telas y más telas, zapatos de tacón y cintas para el pelo. Había que conocer su psicología. Los indios, en cambio, además de lo necesario para trabajar, pedían trago, dulzainas italianas y radios alemanas. Les gustaba la música y la parranda. Los avances eran a precios del Orinoco y no a precios de Bogotá, y esa era la primera punta de la ganancia de nosotros los comisionistas.
+Los indígenas que uno tenía avanzados se distribuían por caños. A cada caño correspondía un número exacto de trabajadores. Antes de mandarlos se sabía cuántos palos había, para que no fueran a perder el tiempo y a pelear. Cada indio marcaba sus palos y comenzaba a hacerles desde la raíz a la copa, en redondo, una canal. Había palos altísimos, de diez o veinte metros, y por esos tenían que guindarse con una guaya o cinturón. La leche bajaba por la rajadura casi hasta el piso, donde se recogía en unas burras o tulas hechas de cumare. Luego la pasaban a latas de cinco galones que depositaban en los barrancos, donde uno se iba a recogerlas cada ocho días. Cada barranco, que era el puerto del caño, tenía un caporal que respondía por la leche que los otros llevaban y la guardaba en canoas, y cada indio tenía que recoger por lo menos cincuenta kilos diarios de leche.
+Había tres clases de árboles, o sea, de leches: la del pendare propiamente dicho, que se usaba para ligar las otras dos; la del capure amargo, y la del mazarandú. El pendare daba cuerpo, consistencia, y el capure elasticidad. A una bolita de pendare se le podía sacar un hilo de treinta centímetros sin que se rompiera, y en cuanto al mazarandú que era el verdadero chicle y que llamaban «hilo de seda» o «invisible», estiraba hasta un metro. El pendare daba en banquetas y el capure y el mazarandú en rebalses. Estas tres clases se procesaban igual: la leche se hervía en tinajas de cobre o de hierro hasta que diera el punto de espesor; después se sacaba y se echaba en cubetas, y por último se botaba al río para que acabara de enfriarse y tomara cuerpo. Las cubetas eran de tres, cuatro o cinco kilos exactos, y así se entregaban a don Pacheco. Este procesamiento se les tenía prohibido a los indígenas y nadie podía comprarles a ellos la leche en cubetas. Al principio, Pacheco compraba las tres clases de chicle y la mezcla la hacía la fábrica, pero después nos dio la fórmula de liga a nosotros, los comisionistas, para hacerles más difícil la vaina a los parientes.
+Todas las tardes, hacia las cuatro, llegaba la fila de indios con la leche, que se pesaba en balanzas y luego se apuntaba lo que cada uno había entregado. Esa era la segunda punta, como la llamábamos, porque los fieles de las balanzas eran fieles a nosotros, sus dueños, y lo mismo lo que se apuntaba en la lista. El peso que llevaba el pariente no era el peso que la balanza pesaba, y el peso que la balanza pesaba no era el peso que se apuntaba. Total, la ley de Funes. La Sophía hizo mucho daño porque enseñó a los parientes a conocer de cifras y comenzaron a presentarse problemas cada rato. Los indios, descontentos, se picuriaban. A ellos no es más que se les contemple para que les salga toda la pereza que tienen guardada. Tocó inventar el paz y salvo. Ningún patrón podía avanzar indígenas si los indios no presentaban el paz y salvo debidamente firmado por el comisionista anterior y por el corregidor. Ese papel decía si el pariente debía algo o no. Si estaba a paz y salvo con el patrón, no había problema: podía irse a trabajar donde le diera la gana; pero si quedaba debiendo algo, o si al final de año, después de sacar en blanco lo que se le había avanzado y lo que él había entregado en pendare, las cifras estaban en su contra, el certificado lo decía. Si a mí me quedaba debiendo, podía irse en el caso de que otro patrón se hiciera cargo de la deuda, comprándola, es decir, pagándomela a mí. Me compraba el avance y él, de su cuenta, tenía que hacérselo pagar al indio. Ya era negocio del otro patrón hacerle rendir lo que me había pagado a mí. Había indios que alcanzaban a pagar el avance y hasta les quedaba un saldo, pero otros no. Eso casi iba en el patrón. De él dependía. Había unos patrones que alargaban la cabuya para que el pariente no lograra pagar nunca. Don Nepo, por ejemplo, era así. Sin embargo, había otros muy humanos que sólo apuntaban lo que el indio pedía. Lo que pasaba con los parientes era que siempre se pasaban de la raya porque se antojaban de todo. Les daba por beber aguardiente y por oír música de cuerda y, claro, no rescataban el avance.
+La goma se llevaba ya lista, ligada y formaleteada a los puestos de compra de Ayacucho o de San Fernando de Atabapo. El superintendente de la Chiclé Develó hacía las cuentas, descontaba lo que había entregado en mercancía y el saldo lo pagaba al contado. Esa era la tercera punta. La diferencia a favor nuestro siempre resultaba muy crecida, y así se juntaban los setecientos u ochocientos mil pesos libres, muy buena plata para la época. El sistema de las tres puntas era un sistema bendito.
+La Chiclé juntaba la goma de todos y en Ayacucho la embarcaba en barcos grandes, la transportaba hasta Ciudad Bolívar y allá, en alta mar, la pasaba a los trasatlánticos. Una parte, la mayor, la llevaba directamente a Nueva York, y otra la menor, la ponía, dando la vuelta por Panamá, en Buenaventura para transportarla a Cali, donde estaba ubicada la fábrica de Adams. Allí hacían parte del chicle que se vendía en cajitas.
+De este modo, a comienzos del verano uno tenía repletos los bolsillos, y había patrones, como los de la compañía Churuquera, compuesta por agentes del segundo contingente, que viajaban a Villavicencio a gastarse la moneda. Llegaban al café Mocambo, donde años después Remache mató a Álvaro Parra, el guerrillero liberal, mandaban cerrar el establecimiento para el público y se lo ponían de ruana con todo lo que hubiera dentro: trago, mujeres, músicos. Duraban bebiendo e invitando a los amigos ocho días o más, y no volvían a salir hasta que la estantería quedaba vacía. Ahí dormían con dos o tres mujeres cada uno, comían y hacían lo que tenían que hacer después de haber aguantado todo el año en una selva de estas. De parranda en parranda se mantenían hasta que el bolsillo ya no daba más. Entonces le enviaban un telegrama a don Pacheco diciéndoles que les colocara tanta mercancía en tal parte para hacer los avances, y en marzo estaban otra vez en el Orinoco volviendo a comenzar la ronda. Fue durante una de esas parrandas en Villavo cuando, reunidos varios del segundo contingente, me nombraron cabo, por aclamación, y con ese nombre me quedé.
+Sin embargo, no todos íbamos a Villavicencio. A veces nos quedábamos algunos a pedirle cerveza a don Amaya, que nos traía las botellas que quisiéramos, siempre y cuando pagáramos con anticipación cien o doscientas canastas, una vitrola y diez discos. Nos echábamos en las playas a beber y a oír música, a comer terecay y a gozar del río hasta el final del verano.
+Otros, más aplicados, siringaban en esos días. Se metían con sus indígenas río arriba, por el Guaviare, a cauchear. Un indio se rayaba cien o doscientos árboles en el verano y cada árbol podía dar los doscientos o trescientos gramos en cada sangrada. El negocio no era malo, pero era aburridor. El látex que los indígenas entregaban había que procesarlo, ahumándolo y haciendo bolones, un trabajo cansón, aunque también dejaba. Lo que sucedía era que con la plata que dejaba el chicle no había necesidad de siringar en el verano.
+En ciertas ocasiones, hablando con sinceridad, no era mucho el caucho que se conseguía porque Funes y la Rubber habían acabado con los palos y porque la demanda, después de la guerra, bajó mucho. No obstante, el que quería encontraba palos y compradores. Los Manilia de Ayacucho pagaban bien lo que se les llevara. También los Coimbra, de El Cocuy, que tenían una casa comercial muy bien establecida en el mismo cuartel del Ejército brasileño. Compraban no sólo caucho sino chicle mazarandú, y vendían sobre todo armas: carabinas Winchester 72, muy afamadas.
+Entre el 47 y el 55 alcanzó a explotarse caucho para la Croydon, un negocio que poco a poco fue cogiendo don Miguel Dumil, el de la Aída, sobre todo después del 9 de abril, una fecha que, como dije, marca el cruce de varios destinos: Sophía salió, la Chiclé dio paso a la Aída, a nosotros nos pidieron las armas y, de contera, nos echaron de la Policía. En esos días también se abrió la carretera a Santa Rita, siguiendo el Camino de Dios y la trocha que la Texas había abierto buscando petróleo y que Nicolino Mata adecuó para camiones. El Camino de Dios es una vía que va desde Maipures, en el Orinoco, hasta San Martín, y por lo tanto hasta el Sumapaz, descabezando caños. Uno se moja el tobillo. Los indios lo usaban para catear y decían que los civilizados les habíamos ganado la guerra cuando el «diablo de los blancos» había descubierto por dónde era el camino.
+Don Miguel tenía dos hidroaviones «Catalina» y un capitalito más o menos sólido. El superintendente fue primero Reincoff y después don Alberto Levy, el que más duró. Ambos eran judíos, buenas personas. Establecieron cuatro puestos de compra: San Felipe, en el Guainía, Amanavén en el Orinoco; Barranco Picure, en el Guaviare, y El Coco, en el Inírida. Del Gobierno Central habían conseguido una concesión para explotar cacao, que en esa época era posible porque nadie lo sacaba. Sin embargo, poco a poco le fueron metiendo de todo al negocio: fibra de chiqui-chiqui, para hacer escobas, pendare, lo que quedaba de siringa y hamacas de cumare. Descontando el cacao, cada artículo de estos, aun las hamacas, había tenido su día y su bonanza. La Aída vino a raspar la paila. Al Chivas lo nombraron encargado de Barranco Picure, a Nepomuceno lo colocaron en Amanavén, a Lazo en El Coco y a mí en San Felipe. Éramos contratistas encargados y, claro está, seguimos trabajando con el sistema de las tres puntas. Uno tenía sus indios de servicio personal que lo seguían por donde fuera porque se mantenían avanzados, y cuando un pariente salía bueno para el trabajo, uno bregaba a darle lo que más pudiera para conservarlo. En esas yo tenía unos veinte indígenas permanentes. Me los llevé para San Felipe como semilla y allá comenzaron a hacerle depósitos al hidroavión, que venía cada mes a cargar lo que tuviera y a dejarme lo que necesitara.
+El cacao se daba en las vegas al natural y lo cosechábamos sin tener que pedir permiso a nadie, ya que todo era considerado como pepas para la Aída. El chiqui-chiqui también lo explotábamos sin tropiezos. La cosa iba bien, pero al final yo me aburrí de tanto embrollo.
+En esos días don Alberto Levy, que tenía mucho olfato para el dinero, me dijo que él estaba seguro de que en estas tierras había oro, esmeraldas y hasta diamantes, y me propuso que hiciéramos una compañía. Me sonó el cuento. Él ponía un detector de metales y yo el trabajo. Dejé un encargado en San Felipe y me dediqué a buscar oro en todos esos breñales con la ayuda de dos compañeros, ambos blancos, que venían derrotados de la Guerra del Llano. Un día, cerca del Orinoco, la aguja del detector se clavó. Dimos vueltas y no, ella cogía para donde era. Les dije a los compañeros que se quedaran cuidando mientras yo iba a traer herramientas y trabajadores, y cuando regresé encontré la máquina y el hueco. Los vivos se habían llevado lo que debió ser un buen entierro, porque después vine a saber que tenían un almacén en Barranquilla. Casi me deshago de la ira al verme tan pendejo.
+Boté el detector al río y me acordé de un sistema que Nepo me había confiado para rescatar el oro que los indígenas escondían en las costas de los ríos. Se trataba de conseguir de por allá de Chipaque cacao sabanero, es decir, lo que también llaman borrachero o arboloco, hacer un sancocho con las pepas y dárselo a tomar al indio. El pariente entraba en un estado de locura, de alucinación rara, y confesaba dónde se encontraba el oro. Después lo conducía a uno hasta el lugar donde tuviera el entierro y, luego de cavar un poco en la playa, o donde fuera, uno lo amarraba a un árbol y continuaba trabajando hasta dar con el tesoro. Al indio le pasaba con el tiempo la locura. El todo era tenerlo bien amarrado para que no se enmontara y se perdiera. Y así, mientras él se curaba, uno cavaba y encontraba. La cosa daba resultado. El indio borracho con arboloco era mejor que cualquier detector.
+Trabajé así unos cuantos meses, porque me daba pena con los parientes, que quedaban mal. Mi idea era sacarme el clavo y no dejar que se rieran de mí por el fracaso que había tenido. Encontré unos tres o cuatro entierros, conseguí unas morrocotas para mostrar y volví a San Felipe a seguir trabajo con don Alberto. Uno, al fin y al cabo, no podía ser como Funes.
+MUY TEMPRANO, SERÍAN LAS seis y media de la mañana, nos despertó Mauricio. Venía acompañado por el comandante y sus escoltas, cinco muchachos jóvenes, armados y uniformados. Nuestro amigo nos presentó como un grupo de investigadores sociales que tenían interés en conocer la «vida de la mina». El comandante se identificó como Henry, nos tendió la mano mientras se acomodaba el fusil y nos preguntó, como si fuéramos viejos conocidos:
+—¿Y qué más?
+Tendría unos cincuenta años y era el único que no vestía el uniforme reglamentario. Usaba una camisa rosada con pintas amarillas, un pantalón carmelito y una chaqueta azul eléctrico. En su mano derecha exhibía un anillo enorme, coronado por una piedra roja, y en la izquierda un reloj enchapado en oro. Llevaba el pelo corto y olía a perfume, lo que contrastaba con la imagen que nosotros teníamos de un guerrillero. Comenzó a hablarnos lentamente, en un tono sosegado y un tanto femenino, que nos evocó al sacristán de algún pueblo antioqueño.
+Una vez aclarado el motivo de nuestra presencia en Maimache, lo que duró más de una hora, nos invitó a desayunar. La gente nos miraba con el rabo del ojo tratando de adivinar lo que conversábamos y de calibrar la actitud del comandante, quien nos contó que la avioneta de la comisaría que nos había dejado en Macanal se había estrellado al tomar pista en Inírida y que el piloto estaba medio muerto. La sorpresa nuestra fue mayúscula. La sensación de haber compartido con nuestro interlocutor la avioneta accidentada, su imagen optimista y alegre y su interés por nuestro viaje nos sumió en un profundo malestar. Posteriormente nos informarían que el aparato había sido desviado por un vendaval al acercarse a Inírida, hacia las seis de la tarde, hora en que empieza a oscurecer, y que cuando se disponía a tomar pista la energía eléctrica del pueblo se suspendió, el piloto quedó prácticamente a oscuras y se estrelló contra unos árboles. La patrulla que salió en su auxilio duró más de media hora en llegar, porque la avioneta había caído en una zona pantanosa. El piloto perdió una pierna, pero logró salvar la vida al haber tenido la precaución de abandonar la cabina antes de que explotara el tanque del combustible.
+El comandante Henry, quien después del desayuno —y como prolongándolo— cambiaba de lugar un palillo de dientes en la boca, pasó a comentarnos los problemas fronterizos con Venezuela y con Brasil. Eran —enfatizó— problemas diferentes, pero ambos tenían que ver con el abandono del Estado colombiano en la frontera.
+—Colombia no tiene ni la voluntad ni los medios para imponer su presencia, lo cual conduce necesariamente a que el vacío sea llenado por las autoridades vecinas. Venezuela toleró el contrabando hacia Colombia durante muchos años porque convenía a sus intereses, pero desde la caída de los precios del petróleo su posición ha cambiado y ha comenzado a perseguirlo con saña y, a decir verdad, con poco éxito. La Guardia Nacional, que es la única autoridad en la frontera, confisca las mercancías y las embarcaciones y detiene y golpea a los contrabandistas y a quienes no lo son. Las arbitrariedades que comete, sin que las autoridades colombianas intervengan, ha desatado una creciente hostilidad hacia Venezuela y una animadversión manifiesta con relación al Estado colombiano. Los dos países han acordado luchar contra el narcotráfico y contra la guerrilla y utilizan ese argumento para reprimir a la población civil, pero dado que la Guardia no teme sino a la guerrilla y que la población colombiana no confía en otra fuerza, los insurrectos hemos ganado un notable prestigio como defensores de la frontera. Tanto es así que los comerciantes, para pasar el matute por el caño Guamirza, hacen correr previamente la voz de que la guerrilla anda cerca. Entonces la Guardia abandona la zona y los comerciantes pasan los cargamentos que necesitan. La propia Policía simpatiza con la guerrilla en esta causa y, en ciertos casos, ella misma viene a poner las quejas y a pedir que ataquemos. Nosotros nos hemos negado a hacerlo, porque esa es una obligación del Gobierno, pero si siguen pegándole a la gente vamos a tener que reaccionar.
+«Con Brasil la cosa es distinta. El Estado brasileño tiene una política menos agresiva, pero más sólida. Ha diseñado una estrategia de colonización fronteriza basada en un cuerpo especializado, civil y militar, que vigila la frontera y fomenta la gran empresa minera y agropecuaria».
+En el mismo tono, el comandante nos comentó que en el río Peguá existen dos grandes firmas: The Gold Amazonas Company y la Panapamena, dos empresas que con la ayuda del Estado han creado una gran infraestructura en la zona fronteriza, infraestructura que incluye la construcción de aeropuertos militares y de carreteras y la fundación de pequeños centros de poblamiento. La soberanía brasileña, según el comandante, ha rebasado los linderos. Nos aseguró que los «braches» habían corrido los mojones por lo menos una legua, para que quedara dentro del territorio brasileño una zona considerada excepcionalmente rica en oro. Al comienzo, un indígena colombiano conocido como Curipara destruyó los mojones corridos por los brasileños; después, ante el desdén de las autoridades colombianas, las guerrillas habían apoyado la iniciativa del indígena logrando reubicar el mojón, y sólo cuando Ecopetrol comenzó la exploración del área tuvo el Gobierno a bien mandar una comisión para definir la ubicación de la línea fronteriza.
+—De todas maneras —concluyó—, la posición de Colombia no es muy fuerte. Cualquier día vuelven a correr la frontera, y por eso también estamos ahí.
+Se refirió igualmente a las medidas que las guerrillas han tomado en la zona minera.
+—En primer lugar, hemos tenido que prohibir las armas, porque las armas son ley y aquí no puede haber más que una autoridad: la nuestra. Los pleitos y las diferencias entre mineros son la regla general de sus relaciones personales y económicas, y si hay armas a discreción, todo se arregla con muertos, lo que permitiría que los más fuertes dominaran las minas y cometieran todo tipo de abusos contra los más débiles. Prohibiendo las armas, todos son iguales y las diferencias se resuelven pacíficamente.
+La segunda medida fue la prohibición del alcohol en el área minera y de la prostitución y el homosexualismo en el pueblo.
+—Las prostitutas —nos dijo— son aquí una mercancía más por medio de la cual los comerciantes explotan a los mineros. La gente las llama el último tambre porque en ellas se queda enredado el oro que los mineros han podido ahorrar. Ellos llegan solos, permanecen solos en los trabajaderos hasta seis meses, y es lógico que cuando bajan a Maimache lleguen con ganas. Y como se sienten ricos, gastan hasta cien gramos, lo que un hombre ha podido hacer en un mes de trabajo. Eso no es justo. Además, la prostitución crea un ambiente de despilfarro, de irresponsabilidad, de vicio, que perjudica al minero y lo corrompe. Por eso, a pesar de las protestas de los comerciantes, hemos prohibido la prostitución. El homosexualismo también, porque los mineros son dados a esa degeneración y, además, porque trae el peligro del Sida.
+Nos explicó después que la guerrilla estaba empeñada en cambiar a Maimache haciendo una urbanización y dando lotes para que la gente construyera y trajera a su familia a vivir en el pueblo, ya que si los mineros vivían con su señora y sus hijos, se volvían formales, podían ahorrar y salir adelante. El problema que había antes, según él, era que los comerciantes tenían monopolizado el terreno y vendían carísimo para lucrarse por esta vía del crecimiento del casco urbano, por lo cual los mineros se veían obligados a vivir en los cambuches.
+Tratamos, sin mucho éxito, de aclarar las relaciones existentes entre los alzados en armas y los comerciantes. El comandante sostuvo todo el tiempo que no cobraba impuestos a los mineros, pero aceptó que a algunos comerciantes solía cobrarles en gasolina o «remesa» de vez en cuando. Naturalmente, nosotros no estábamos en capacidad de profundizar, por esta vía, el tema, y buscamos la manera de concluir la entrevista, al cabo de la cual salimos a la calle y comenzamos a conversar con los más diversos personajes: el propietario de un bar, un minero en bancarrota, el socio de una compañía de antioqueños y un insólito joyero.
+El propietario del bar Las Delicias nº 2 era un valluno de unos treinta años, delgado, que conocía la zona como la palma de su mano y que tenía una forma de hablar y de moverse marcadamente femenina. Cuando le preguntamos la razón de la numeración del bar nos contó que Las Delicias n.º 1 había sido incendiado por unos mineros borrachos cuando él había cancelado el servicio de mujeres.
+—Esa medida me perjudicó —nos dijo—, y los muchachos no quisieron reconocerme los daños, a pesar de que fueron ellos los que ordenaron la prohibición de las niñas.
+Nos contó también que acababa de regresar de São Gabriel, Brasil, adonde había ido a vender oro porque el precio era allí más elevado y la legislación favorecía el intercambio. Según pudimos deducir, son muchos los compradores que van a vender el oro a São Gabriel, y no sólo porque los precios son relativamente mejores, sino porque evitan la posibilidad de caer en manos de la Guardia venezolana al pasar por el Guamirza. En cambio, «en Brasil el oro es siempre respetado y bienvenido, a pesar de la animadversión de las autoridades de ese país hacia los colombianos».
+El minero arruinado era un santandereano que antes de llegar a Maimache había vivido en el Guaviare y en el Caquetá trabajando con la coca. A raíz de la operación de Tranquilandia, realizada por el Ejército en los llanos del Yarí, huyó primero hacia el Putumayo y después hacia el Guainía. Pudo salvar sólo unos pesos, porque todo su capital estaba representado en mercancía que el Ejército y la Policía quemaron con el objeto de hacer subir los precios. Llegó a Maimache porque una tarde en Puerto Asís leyó un artículo de El Espectador en el que se decía que en los caños del Guanía se encontraban «cochanos» hasta de trescientos gramos. Ilusionado con la perspectiva, gastó todos sus ahorros en viajar y lo «último que me quedaba me lo bebí cuando llegué, porque aquí dizque el oro se encontraba tirado en los caños». Sin embargo no era así. «Para sacar la foto que publicó El Espectador, los comerciantes tuvieron que desocupar sus frascos y juntar sus puchos, pues nadie nunca ha logrado obtener tal cantidad». Pero la noticia se divulgó por todo el país, atrayendo a la Serranía de Naquén a cientos de rebuscadores, desempleados y barequeros.
+Después de dos años de minear, se consideraba definitivamente arruinado. Había trabajado solo y en compañía, había recorrido las principales minas, había «pesquisado» en Matapi y «cateado» en Campoalegre, había sido carguero y miembro de la Junta de Mineros, pero el resultado siempre había sido el mismo: unos gramos, muchas ilusiones y una deuda creciente con los comerciantes. En el momento de la entrevista, su sueño ya no era hacerse rico sino que la suerte lo favoreciera con una «guaca» para pagar lo que debía y regresar al Guaviare, «donde de una u otra forma se vive».
+Entrevistamos también a un antioqueño de Amalfi que hacía parte de una compañía compuesta por cinco socios cuyo objetivo era instalar un lavadero en el caño Naquén. De los cinco socios, dos ponían el capital y tres el trabajo, distribuyendo las ganancias por partes iguales. El equipo había llegado con dos bongos repletos de mercancía, herramientas, bombas de agua y combustible como para iniciar una explotación en gran escala. No tenían reservas sobre la productividad de las minas, puesto que previamente habían hecho un reconocimiento técnico, y afirmaban que el oro de aluvión se había acabado y había llegado la hora de las vetas. Pensaban, además, que dada la crisis de los mineros, no tendrían obstáculo para reclutar mano de obra barata y especializada.
+Por último tuvimos la oportunidad de conocer a un joyero cuya insólita historia, mitad grabada en Maimache y mitad, grabada en Bogotá, un mes después, queremos transcribir en su totalidad.
+La víspera del viaje me volvió a llamar don Arturo. Me dijo que la producción de oro en el Guainía era excelente, que las minas estaban brotando más que nunca, que los mineros bajaban cargados de metal y que la actividad económica se encontraba en su máximo apogeo. Recuerdo el término que usó: apogeo. Añadió que los precios de las mercancías subían día a día, hora a hora, mientras que los del oro bajaban al mismo ritmo, y que lo que él había dicho se estaba cumpliendo al pie de la letra. Y repitió: al pie de la letra. Me dijo también que en el caso de no encontrar cupo en Satena hablara con el coronel Manrique, presentándome a nombre de don Arturo Laguado Espinosa. Me recomendó no olvidar de ninguna manera la verdura, porque en Inírida era muy cara, y se despidió tan amable como siempre.
+Yo había preparado el viaje con mucho esmero, a pesar de que a Julia no le entusiasmaba la idea de que me convirtiera en un vendedor ambulante de joyas. Ella me decía —nunca lo olvidaré— que no creía en el negocio de cambiar oro virgen por oro procesado, tal como me lo había pintado don Arturo, porque la gente no era tan pendeja. Pero yo confiaba plenamente en él. Lo había conocido por intermedio de unos viejos amigos, los hermanos Tinoco, comerciantes, que habían llegado a Inírida desde Santa Rita, por el Orinoco. Nunca supe —y ahora ya no quiero saberlo— por qué los Tinoco dejaron el oficio de la contabilidad pública para dedicarse a vender y a comprar. Los libros de contabilidad son una cosa y el mundo del comercio otra; saber de entradas y salidas, de pérdidas y de ganancias, no es lo mismo que hacer negocios por cuenta propia. Uno como contabilista mira desde afuera pero no se unta de nada; sabe que el cliente está ganando o perdiendo —y hasta puede poner cara de angustia o de felicidad—, pero no está metido en la pomada y se limita a cobrar sus servicios sin miramientos de ninguna clase, como un médico que nada tiene que ver con la enfermedad del paciente. Yo duré llevando la contabilidad de una empresa de curtiembres muchos años, veinticinco años, y nunca vi un cuero. Tampoco tenía por qué verlo. Los dueños de la empresa se fueron arruinando poco a poco. En el último año me limité a cuidar lo que me debían, y antes de que la bancarrota fuera declarada me pagué y renuncié.
+Con el dinero que obtuve puse un taller de joyas. Esa era mi ilusión desde joven: trabajar con oro. Me seducía poder moldearlo a mi gusto, fundirlo, amalgamarlo, es decir, jugar con él, sabiendo que para el resto de los mortales era una maldición. Mientras llevaba la contabilidad de la empresa de cueros fui aprendiendo con un vecino joyero el secreto del oro, y cuando los Tinoco volvieron del Guainía trajeron tres gramos para que yo los examinara y estableciera su ley. Ellos confiaban en mí plenamente, porque me habían conocido como contabilista y me conocían como joyero experimentado. El metal se hizo desde el principio de buena calidad: oro de 22 kilates. Mejor que el de Barbacoas por el color, y mejor que el de La Miel por la luz.
+Los Tinoco habían llegado a Puerto Inírida vendiendo gaseosa y cerveza en plena bonanza de la coca, e hicieron muy buen dinero porque dinero era lo que había, y a rodos. Allí fue donde conocieron a don Arturo, un comerciante con fama de hombre acaudalado quien les propuso que le dieran la cerveza al cuarenta por ciento con plazo de tres meses. Los Tinoco convinieron en el porcentaje de ganancia, porque era alto, pero no pudieron aceptar el plazo, porque lo que le hubieran dejado a don Arturo en mercancía representaba para ellos la ganancia. Don Arturo les reviró diciéndoles que no había ningún problema si de lo que se trataba era de plata, ya que él podía pagarles inmediatamente en oro. Los llevó a la casa y les desparramó sobre la mesa un talegado de cochanos. Ellos quedaron boquiabiertos, sin atinar a responder. Miraron los cochanos por un lado y por otro, los olfatearon, los mordieron —como si fueran expertos—, pero al final optaron por no hacer el negocio, razón por la cual don Arturo volvió a echar en el talego los cochanos mientras les decía que a él le parecía muy razonable que ellos establecieran la ley del oro antes de hacer trato con una persona que no conocían suficientemente.
+—No todo lo que en este mundo brilla es oro —les dijo, y los Tinoco quedaron muy bien impresionados.
+Ese mismo día comenzaron los sueños. Los Tinoco, ya baquianos en la región y establecida la confianza en don Arturo por medio de la calidad del oro, me hicieron socio del negocio. Se trataba simplemente de entrar por Santa Rita, en Vichada, con un cargamento de cerveza y cambiárselo a don Arturo por oro en Inírida. Si el oro era bueno, como había quedado establecido, no había pierde. Nuestro amigo prometía pagarlo a 2.300 pesos el gramo, mientras que el Banco de la República lo recibía a 2.800. La merma no era exagerada, puesto que de 3,77 gramos que ellos habían traído, el banco les había liquidado 3,44, lo que quería decir que era un metal bastante limpio. La ganancia sólo por el oro era clara y apreciable, a lo que había que agregar la ganancia comercial propiamente dicha. En Villavicencio una cerveza de agencia valía cuarenta pesos; en Puerto Inírida ciento veinte; el costo del transporte no podía pasar de diez; total: el beneficio líquido por unidad llegaba a los setenta pesos, y en diez mil botellas, que era la capacidad del plachón, la utilidad podía significar una suma cercana a los setecientos mil pesos.
+Con los Tinoco echamos lápiz y calculadora toda una noche, hicimos todo tipo de hipótesis, nos imaginamos cuanta eventualidad fuera posible y el resultado final siempre era el mismo: un negocio fabuloso. Yo estaba un poco cansado con la joyería; no con el trabajo mismo, que todavía me apasionaba, sino la cartera. En épocas difíciles, como las que vivimos, la gente suele comprar joyas a plazos —porque el oro sube todos los días— para que la platica no se le evapore, y mientras más tarda en pagar mejor negocio le parece. Sin embargo, para el joyero los pagos diferidos de sus deudores representan un pésimo negocio. La cuestión es que nadie —como mil veces le expliqué a Julia— compra joyas de contado, salvo los mafiosos, y ese es un mercado vedado para mí por principio. Es inmoral que uno participe en una actividad que arruina a la juventud, y para mí esa ha sido la norma.
+La cartera me aburría hasta más no poder y el inventario ni se diga. Cuando hablé con los Tinoco tenía más de un millón de pesos en mercancía, ahí quietecita, sin salida; la repercusión mensual de cartera no pasaba de sesenta mil pesos, y los gastos de la casa ascendían a más de ciento cincuenta mil; total: estábamos en bancarrota, y con el agravante de que el sueldo de Julia como maestra del Liceo de Bogotá apenas aumentaba lo mío en unos cuantos pesos.
+Nos encontrábamos examinando la situación cuando los Tinoco me llamaron una tarde para decirme que el hombre, don Arturo, había llegado a Bogotá y que, si yo quería conocerlo, para formarme mi propia opinión, esa noche irían a conversar con él en el Café Avenida a las siete. Allá me aparecí muy puntual. Don Arturo ya había llegado. Era un hombre bien parado y parecido al Libertador: flaco, de nariz larga pero recta y fina, labios carnosos y mentón fuerte. Ya entrado en años, aunque con el cabello todavía negro y abundante. Muy cordial, pero seco. Se llevaba la mano al mentón cuando permanecía en silencio y escuchaba a los demás con mucha atención. Al hablar no le sobraba —pero tampoco le faltaba— una palabra.
+Conversamos, naturalmente, sobre el oro, al que llamaba «el metal precioso». Nos habló del estado de los negocios en Inírida y sobre todo de la crisis, muy profunda, de la coca, un producto que, según él, había sido el motor de todas las actividades durante los últimos tres años. Nos dijo que con el dinero de la coca se habían hecho buenas fincas, construido locales y hoteles, ampliado el comercio y dado facilidades a mucha gente. La caída del precio de la «harina» —como él llamaba el bazuco— había creado una situación muy peligrosa, pero por fortuna «el metal precioso» había resultado de gran beneficio para todos. Nos habló de las enormes posibilidades que se presentaban para hacer dinero, y nos dio a entender que la ocasión para hacerlo estaba madura. Todos lo escuchamos excitados. Dirigiéndose a mí, me preguntó si podía acompañarlo al día siguiente al Banco de la República a vender 950 gramos que traía, y yo le respondí que era un honor la confianza que esa invitación demostraba.
+Muy puntual, como habíamos convenido, llamó a las nueve de la mañana. En el banco era conocido, se dirigían a él por su nombre y le compraron el oro sin que yo pudiera ayudarlo en nada. Ya me estaba sintiendo medio pendejo cuando, notándolo, me dijo que en realidad me había invitado para tener la oportunidad de conocer más a fondo la preparación del «ácido envenenado» que se usa para establecer por medios químicos la calidad del oro. Me refirió que, para él, el «ácido envenenado» era muy útil pero que no sabía prepararlo, y mientras hablaba contaba con facilidad desconcertante la gruesa suma de billetes que le habían pagado. Cuando terminó, partió el fajo por mitad y me dijo:
+—¿No le molestaría ayudarme a cargar tanto papel…?
+Le respondí que no, que con mucho gusto le ayudaba, porque me parecía una medida sana, habida cuenta de la cantidad de atracos que ocurrían en Bogotá.
+Del banco salimos a la una de la tarde y, siendo hora de almuerzo, lo invité a que me acompañara a recoger a Julia y después a almorzar en mi casa. Muy cortés me respondió que a lo primero sí pero que a lo segundo no, por tener un compromiso con unos ingenieros de Ingeominas, pero que por la noche lo podía recoger en el hotel, a eso de las siete, para continuar dialogando y para conocer el taller. Volví a sentirme muy honrado. Recogimos a Julia y lo llevé al hotel. Cuando se iba a bajar le alargué el fajo de billetes que yo guardaba, pero él me dijo:
+—No, don Ignacio, si antes quiero que usted me guarde todo el dinero para poder moverme con tranquilidad —y le dio el paquete a Julia.
+A las siete en punto lo recogí en el lobby del hotel y nos fuimos directamente a la casa. Me contó que los ingenieros de Ingeominas le habían dicho que el Gobierno iba a iniciar la explotación de la Serranía de Naquén en serio, instalando en Caranacoa y Maimache campamentos de investigación, porque tenía la intención de crear una empresa multinacional. Me hablaba con mucha soltura sobre el proyecto del Gobierno, llamaba a los ingenieros por el apellido —como si fueran viejos conocidos—y hacía cálculos prodigiosos sobre producción, costos y ganancias de la futura empresa. Un joyero está acostumbrado a pensar el oro en gramo; si es muy ambicioso, en onzas troy, pero ya en toneladas… se sale de la cabeza. No obstante, don Arturo hablaba de 55 toneladas de oro en veta y de un promedio de explotación de mil kilos-año como si estuviera hablando de un negocio casero.
+Recordando las cifras que don Arturo manejaba, me sentí verdaderamente avergonzado cuando le mostré mi taller de joyero. Él, haciendo caso omiso de mi modestia, se admiraba de cada una de mis explicaciones como si fueran dadas por un funcionario de Ingeominas. Le enseñé el proceso de producción del «ácido envenenado» mientras tomaba atenta nota, con papel y lápiz, y en esas estábamos cuando Julia nos llamó a comer. En la mesa se encarretó con los niños contándoles historias de los indios. Les juró que los nativos no sabían español ni comían como nosotros; les explicó cómo hacían la yucuta, el mañoco y el cazabe; cómo construían barcas, cazaban y pescaban, y cómo se pintaban. Los niños estaban encantados, al igual que nosotros los adultos. Al final de la comida me pidió el favor de mostrarle algunas de las joyas que yo fabricaba y vendía, y yo le traje la colección completa: él apartó unas piezas y me preguntó cuánto valían. Le dije que se las daba al peso, porque el trabajo no se lo cobraba, pero no convino y me obligó a hacer la cuenta como si se tratara de cualquier fulano de tal. Así lo hice. Eran 83.400 pesos. Mientras detallaba mi trabajo, me dijo que en Inírida vender oro labrado debía ser muy buen negocio, porque no había joyeros, y que nadie había pensado en esa posibilidad.
+—En casa de herrero —añadió—, azadón de palo… —y dejó en silencio la conclusión.
+Hacia las diez de la noche nos confesó que estaba un poco cansado y yo le hice una seña a Julia para que bajara el dinero. Dijo que no necesitaba sino unos cuantos pesos para cerrar un negocio que tenía al otro día y cogió del bloque unos billetes que me metió al bolsillo sin contar. Apartó el resto y le rogó a Julia que se lo guardara hasta el día siguiente, agregando que podíamos sacar los 83.400 pesos. Yo me sentí corrido ante tanta confianza, pero él hizo un gesto desdeñoso y se despidió dándonos las gracias.
+Al día siguiente habíamos quedado de encontrarnos nuevamente en el hotel, donde me dijo que había decidido viajar por tierra a Villavicencio para coger el avión al otro día, ya que el vuelo sobre la cordillera lo ponía muy nervioso. Me invitó a que lo acompañara al terminal de transportes y por el camino le dije:
+—Don Arturo, aquí está el dinero que me confió —y él lo metió en el maletón de mano sin contarlo siquiera.
+A los tres días me llamó desde Inírida para agradecer todas las atenciones y preguntar por los niños. Quise decirle que estaba interesado en viajar a conocer la plaza, pero él no me dio oportunidad.
+Pasaron varios meses. Ni razón chica ni razón grande de don Arturo. Yo hablaba con los Tinoco de vez en cuando y ellos me entusiasmaban más y más. No obstante, el negocio que me pintaban me interesaba menos que el que había dejado flotando don Arturo. Yo le daba vueltas y vueltas a la cosa, hacía cuentas y más cuentas, y me sonaba. Cada vez me sonaba más, pero don Arturo no aparecía.
+Una noche me llamó por teléfono. Me pidió el favor de que le averiguara el precio del oro en el Banco de la República y quedó de volver a llamar al otro día. El banco estaba pagando a tres mil pesos el gramo, cuando volvimos a hablar me dijo:
+—Hombre, esto está ni mandado a hacer, porque el oro no lo compran a más de dos mil doscientos. ¡Va bajando! Las piezas que usted me vendió salieron rapadas, y eso que las coloqué a doscientos mil. A los mineros les gustan las joyas, y todos los días pienso que usted debería traer las existencias y salir de ellas de una vez por todas.
+Yo le respondí que bueno, que yo sólo había pensado en viajar a conocer, pero que si la cosa era así, llevaría lo que más pudiera. Me contestó que además le estaban ofreciendo dos kilos, y que si yo consideraba conveniente conseguir unos pesos prestados, él no se opondría a que participara en la compra. Que lo pensara bien y que él volvía a llamar en dos días. Así quedamos.
+Hablé con Julia y con los Tinoco. Ella le había tomado gran aprecio a don Arturo, mas desconfiaba de negocios tan fáciles. Los Tinoco le decían que no era que el negocio fuera fácil, sino que había que aprovechar las buenas ocasiones; que la plata se hacía precisamente así, aprovechando las ocasiones que se presentaban, pero que claro, ese era el riesgo que nadie corría porque todo el mundo —salvo los ricos— buscaba la seguridad. «Los pobres son pobres porque le tienen miedo al dinero».
+A mí me quedó dando vueltas la frasecita, y mucho más cuando me acordé de que por aquellos días habían nombrado a un primo de Julia gerente de una sucursal del Banco de Occidente en Kennedy.
+—Mija, ¡es un signo del cielo! —le dije—. Todo está hablándonos de ser ricos, y si dejamos pasar la ocasión seguiremos en las mismas toda la vida.
+Y así fue. Hablamos con el primo y el primo nos prestó un millón de pesos a tres meses, respaldados por la casa. Nunca habíamos querido hipotecarla. Firmamos y nos soltó el dinero, el millón, 933.000, para ser exactos. En joyas yo tenía otro tanto, así que cuando volvió a llamar don Arturo, le dije que sólo me faltaba el tiquete.
+No tuve necesidad de recurrir al coronel Manrique, con quien don Arturo me había recomendado hablar en caso de tener dificultades en Satena, porque no hubo problemas de cupos. Compré el pasaje en las oficinas del centro y al otro día muy cumplido, a las cinco y media de la mañana, estaba haciendo fila en el aeropuerto. Me atendieron muy bien. Yo llevaba sólo una caja con las verduras para don Arturo, mi maleta y el maletín con toda mi fortuna. Cuando nos hicieron pasar al avión, un avión grande con cabineras y todo, pensé que definitivamente los pobres son pobres porque le tienen miedo a la plata. Me acomodé en mi silla, me puse el cinturón de seguridad y esperé a que se iniciara el carreteo, seguro de que cuando el avión se elevara yo iría a comenzar una nueva etapa de mi vida. No me equivocaba.
+Estaba ansioso, pero contento. Cerraron las puertas del avión, los pilotos entraron saludando a todos los pasajeros y se pusieron al frente de la nave. La azafata nos ofreció una manta. El primer motor prendió con pereza, aunque pronto emparejó con fuerza; pasaron unos minutos, y el segundo no se oía. La azafata volvió a ofrecernos dulces. De un momento a otro un «estartazo» logró poner en movimiento el motor que faltaba, pero el avión no se movía. El piloto abrió la portezuela de adelante e invitó a un militar de anteojos verdes que venía de pasajero a mirar los relojes. Después de que pasara un largo rato sin que el segundo motor emparejara, los pasajeros empezamos a preguntar si algo ocurría y yo noté que en la cabina había mucho movimiento. El militar de anteojos verdes movía palancas y les daba fuertes golpes, como si estuvieran trabadas. El copiloto hacía lo mismo con los relojes del tablero. Yo pensé que, aun sin saber nada de aviones, esa no debía ser la forma de arreglar un motor dañado, y así pasó el primer cuarto de hora, al término del cual el capitán decidió llamar por radio a un mecánico. Apagó los motores y aguardó a que apareciera el mecánico, quien llegó en medio de la expectativa y los aplausos de los pasajeros. El hombre se metió a la cabina y prendió los motores. Todo perfecto. Pasó el capitán al puesto de mando, pero bastó que se sentara para que los motores se apagaran de nuevo, uno tras otro, y ahí quedamos. Nos dijeron que era mejor esperar, mientras reparaban el daño, en las salas de espera, y hacia allá nos dirigimos a las siete y media.
+A las ocho nos avisaron que el avión salía a las nueve y media y, a las diez, uno de los pasajeros contó que habían cancelado el vuelo. Nos acercamos al mostrador de Satena para ver si era cierta la noticia, pero allí no había nadie, salvo un maletero que nos contestó que el avión a Inírida «había quedado despachado». Al rato pasó una azafata. Ya todos estábamos acalorados y le dijimos que Satena era una empresa irresponsable, incumplida y grosera. Ella se limitó a contestarnos que el avión había sido remitido a inspección, y que si lo considerábamos conveniente podíamos hablar con el coronel Manrique. Nadie dijo nada. Alguien preguntó si había vuelo al otro día y la niña respondió que no sabía, que le dejáramos el número del teléfono de nuestras casas para avisarnos, pero que el vuelo del sábado, es decir, el siguiente, ya estaba lleno. Yo me enfurecí y pedí hablar con el coronel Manrique, ante lo cual la niña me contestó que lo podía buscar en las oficinas del centro. Los demás pasajeros, muy tranquilos, fueron pidiendo su maleta y desfilando. Yo decía que eso no podía ser así; alegaba con la azafata y con el maletero, y ellos, sin alterarse, me aconsejaban tener mucha paciencia.
+Uno de los pretendidos pasajeros, al ver mi ofuscación, me comentó que si tenía prisa podía viajar en el Supercurtis que salía a mediodía. Sin saber muy bien de qué se trataba y pensando que don Arturo me estaba esperando en Inírida, acepté, y a eso de la una estaba entrando al avión o, mejor, a lo que debía haber sido un avión, porque el tal Supercurtis era un depósito con alas lleno de mercancías. No había asientos, ni sitio donde pudiera uno sentarse; varias ventanillas estaban rotas; olía a combustible y a la plaza de mercado. De golpe entró el piloto y nos aconsejó que nos tuviéramos duro mientras despegaba y que no fumáramos durante el viaje, ya que llevaba gasolina. Cerró la puerta, amarrándola con un cable, porque no tenía cerradura, y así, de pie, como en buseta, llegamos a Puerto Inírida a las cinco de la tarde.
+Si la pista de aterrizaje no tiene pavimento —pensé—, por lo menos que el aeropuerto tenga taxi. Pero no. No había taxis ni nada que se les pareciera. Me eché al hombro la caja de verduras para don Arturo —me imaginaba que al hombre le fascinaban las ensaladas y me reprochaba no saber prepararlas— y la maleta con mis bártulos. Caminé por la carretera hasta cuando anocheció y me recogió un camioncito. Le expliqué al chofer que iba para el centro en busca de don Arturo Laguado Espinosa, pero no me contestó nada. Al rato paró el vehículo, me informó que habíamos llegado, me cobró ochocientos pesos y arrancó.
+Al primer parroquiano que pasó cerca le pregunté por don Arturo, pero me respondió que no lo había oído mentar nunca. Volví a indagar una segunda vez y en esas estaba cuando lo vi venir a lo lejos. Lo distinguí por el carriel. Me saludó muy afable, me preguntó por el viaje, me contó que ya no me esperaba sino hasta el sábado, me invitó a una cerveza y, muy atento, cargó la caja de verduras. Se disculpó de no poderme recibir en su casa, dado que no había luz eléctrica, y me llevó al hotel El Safari, donde le pidió a la empleada que trasladara a él la cuenta, puesto que yo era su invitado.
+Al día siguiente me despertó a las seis de la mañana haciéndome saber que había mucho que hacer, y mientras me bañaba me preguntó por las verduras y yo le contesté que estaban en la caja.
+—¿Pero cómo? —saltó—. ¡Usted ha perdido la oportunidad de traerse unos veinte guacales! ¡Eso aquí es bendito! Una caja no sirve para nada.
+Le repuse que había entendido que las verduras eran para hacer ensalada y no para negociar. Puso mala cara. Para disimular mi estupidez, le dije que en todo caso las joyas y el dinero estaban en el maletín.
+Convinimos en que antes de abrir ventas era mejor que me conocieran, y entonces se dio a la tarea de presentarme. No habíamos recorrido cien pasos cuando se nos cruzó la primera oportunidad. Era el juez de Inírida. Don Arturo me presentó como su socio, al tiempo que pronunciaba mi nombre, con toda claridad. Luego me relacionó con don Avelino, un comerciante muy acaudalado, según dijo, que se había enriquecido con la «harina» y a quien también me presentó como su socio. En ese plan estuvimos toda la mañana. Almorzamos en su casa, donde conocí a su señora, y por la tarde volvimos a la plaza. Cada vez que pasábamos por lo que yo supuse que era la calle principal, se nos acercaba un demente que la recorría de arriba a abajo, todo el día, y a quien don Arturo llamaba cariñosamente Luisito. Cada vez que nos cruzábamos con él, don Arturo sacaba de su mochila un billete de cien pesos y se lo daba. Haciendo cuentas, en el día le regaló más de ochocientos pesos, y cuando yo le dije que estaba muy impresionado por su generosidad, me contestó que más me debían impresionar los precios de Inírida.
+En la tarde seguimos saludando a medio pueblo. Me presentó contratistas del municipio y de la comisaría, comerciantes de oro y de fibra, transportadores, profesionales y hasta un hippy antropólogo que trabajaba en Bienestar Familiar. Por la noche me invitó, en medio de mil aspavientos, a conocer a un guerrillero que se parecía más al capitán del Supercurtis, lleno de cadenas y de dijes, que a un terrorista, y a las nueve de la noche me dejó en el hotel.
+Como el día anterior, llegó a las seis de la mañana, aunque esta vez yo lo esperaba ya vestido y listo. Poco me ha gustado que otro hombre se meta en mi cuarto. Durante el desayuno me dijo que todavía debía presentarme a mucha gente para que yo me pudiera mover solo, y a la salida del hotel nos encontramos con un tal doctor Vélez, quien comenzó a preguntarle por una vieja cuenta de servicios. Don Arturo, muy dueño de sí, le respondió que todo estaba arreglado con don Juan, el hermano de Vélez, y que le parecía muy extraño que no lo supiera. El otro empezó a alegar cada vez más airado y don Arturo a explicarle el arreglo en un tono que a mí me pareció intachable. En realidad, yo me perdí en el alegato. Razones van, razones vienen, y al final el doctor Vélez convino en recibirle cien mil pesos para cancelar el incidente.
+—Présteme cien barras para calmar a este tipo —me dijo don Arturo, y yo le di cien mil pesos sin pestañear siquiera porque, siendo un hombre tan pudiente y tan conocido, ¿cómo podía desconfiar de él?
+Fuimos después a la comisaría. Me relacionó con los secretarios del despacho y con el mismo comisario, siempre presentándome como su socio, y quedamos en que al día siguiente abríamos las ventas.
+La primera fue con el guerrillero que había conocido el día anterior y a quien nos encontramos tranquilamente —eran las diez de la mañana— en la calle principal. Don Arturo me dijo que era conveniente estar respaldados por los «muchachos», unos «tipos muy decentes», según me comentó, a quienes si uno les daba a guardar oro puro, oro puro le devolvían. El hombre se mostró interesado, miró todas las piezas que llevaba y manifestó que le gustaban algunas. Escogió un lote por valor de trescientos mil pesos, y el negocio se planteó de la siguiente manera: sobre el precio que las joyas tenían en Bogotá, yo le aumentaba el sesenta por ciento: diez por ciento para mi socio y cincuenta por ciento para mí, mientras que el revendedor, en este caso el «muchacho», podía liquidar la mercancía con un margen máximo del cuarenta por ciento. Yo me comprometí a respetar el trato cuando vendiera al detal, y así arreglamos. Entregué entonces los primeros trescientos mil pesos, respaldados únicamente por la amistad de don Arturo.
+Luego nos dirigimos al almacén El Abasto y allí me presentó a doña Amelia, su propietaria y gerente. Doña Amelia no estaba interesada en negociar, pero de todos modos me compró cien mil pesos en cadenas, que agregó a la ya abultada colección que lucía en el cuello. Quedó de pagarnos «cuando hiciera cuentas».
+Por la tarde don Arturo me insinuó que por qué no pensaba en acompañarlo a Naquén, es decir, a donde estaban las minas de oro. Me confesó por primera vez que tenía cuarenta obreros trabajando cerca al río Peguá, que debía viajar a pagarles y a recoger el oro, y que yo podía aprovechar para comprar aún más barato «el precioso metal». Completó el argumento manifestando que de todas maneras la mercancía que habíamos colocado o que podríamos colocar en los siguientes dos o tres días no la podíamos recoger hasta después de una semana, el tiempo justo para ir y volver. En realidad, yo no incluía tal viaje entre mis proyectos, pero las razones de don Arturo eran contundentes, así que convine. No tenía por qué dudar de la existencia de la mina, habiéndolo visto vender en Bogotá y habiendo conocido a las personas que me había presentado. Esa noche colocamos, ya sabiendo que nos íbamos, otros doscientos mil pesos en manos de un primo suyo que negociaba en fibra con los indígenas y quien me aseguró que ellos comprarían para sus mujeres todo lo que fuera aretes.
+Don Arturo se dio entonces a la tarea de preparar el viaje. Consiguió con doña Amelia cincuenta potes de leche en polvo, fideos, aceite, sal, jugos, enlatados, sardinas, todo menos la sal, de origen venezolano.
+—Más de cien mil pesos —me dijo.
+A renglón seguido compró un tambor de gasolina porque, según él, era un gran negocio, y en el momento de ir a pagarla me preguntó si tenía inconveniente de prestarle el dinero puesto que, siendo domingo, la Caja Agraria estaba cerrada.
+—De ninguna manera, don Arturo —le respondí—. Usted manda.
+—Pues siendo así, tampoco tendrá inconveniente en prestarme para comprar un repuesto que necesito para la draga —añadió con su sonrisa de siempre.
+Y así fue. Nos quedamos de encontrar al día siguiente, hacia la diez de la mañana, en la Caja Agraria, donde iba a sacar la plata para pagarme. Esa noche no podía dormir pensando en que algo malo estaba haciendo, en que algo me iba a pasar, y salí del hotel a dar una vuelta. Me senté en un café a reflexionar y a esperar el sueño, encargué un par de aguardientes y cuando iba a pedir el tercero se me acercó un tipo joven, medio tuerto, que dijo llamarse Pedro Salamanca. Me preguntó si yo conocía bien a don Arturo. Le dije que sí, que era mi socio y que desde hacía varios años teníamos negocios juntos.
+—Pues raro, porque a él los socios no le duran. Apenas lo de un viaje —comentó sin mirarme—. De todos modos perdone, y confíe en Dios.
+Yo quedé frío. De un momento a otro todo se me vino abajo. No poseía ni un papel, la mayor parte del dinero lo había colocado o gastado, y hasta para la avioneta que íbamos a coger al otro día había tenido que prestar. Estaba a punto de pedir otro aguardiente cuando en esas entró don Arturo. Lo noté afanado. Me preguntó si hacía mucho tiempo había salido del hotel y si me encontraba bien. Le contesté que no podía dormir y que apenas estaba en el cuarto aguardiente. Se tranquilizó, prendió un cigarrillo, aunque yo nunca lo había visto fumar, y me dijo que él estaba preocupado por las joyas que le habíamos dado al «muchacho».
+—De todos modos —comentó después de un largo silencio—, en la mina hablamos con el comandante. Él nos responde por el negocio. Es buen amigo mío.
+La actitud de don Arturo me tranquilizó. El tal Pedro era, sin duda, un envidioso, y con ese pensamiento en la cabeza me fui a la cama.
+Al otro día, cuando salí del hotel con la maleta, la dueña me pasó la cuenta. Alegué que don Arturo había quedado de pagarla, pero ella se rió y me dijo:
+—Ni Dios lo permita. El que durmió aquí fue usted, no él.
+Una afirmación contundente. En ese momento comprendí que estaba en manos de mi socio, pagué y abandoné el hotel. El hombre me estaba esperando en el aeropuerto, y apenas me vio me saludó con su habitual cortesía y me contó que en la Caja Agraria se había ido la luz esa mañana y que, por consiguiente, como el télex no funcionaba, no se había podido confirmar el giro que alguien le había puesto desde Bogotá y con el cual esperaba cancelarme lo que yo le había prestado en los días anteriores. No me acuerdo qué le contesté, pero cuando la avioneta despegó y el cielo se me abrió de par en par, sentí que estaba arrumado. ¡Qué verduras para vender, ni qué oro para comprar, ni qué joyas para colocar! El guerrillero y el sobrino habían desaparecido; los cien mil pesos del tal Vélez no tenían recibo; la gasolina, el repuesto y la avioneta los había pagado yo, y era posible que la leche, las sardinas, los fideos y demás mercancías las hubiera sacado don Arturo a buena cuenta de la deuda que doña Amelia había contraído conmigo. En el maletín me quedaban escasos doscientos mil pesos en joyas y trescientos mil que todavía llevaba en billetes; de dos millones con que había llegado a Puerto Inírida, tenía sólo medio. Se me descompuso el mundo.
+El vuelo a Macanal fue para mí eterno. Me sentía como un ratón caído en una trampa. Todo lo bueno y comedido que yo le atribuía a don Arturo se volvió malo y perverso; no lo quería ni mirar. Sólo pensaba en la casa hipotecada, en Julia y en los niños, en lo que íbamos a quedar si se perdía el dinero. Yo tenía que responderles a ellos con mi vida. No podía presentarme y decirles que todo se había ido al diablo. En ese caso era mejor que recibieran mi cadáver, y por lo tanto no había de otra: o recuperaba el dinero, aunque no ganara, o me moría en el intento. Por la ventanilla pasaron los cerros de Maricure, bellísimos e impotentes, pero yo no tenía con qué admirarlos.
+Al rato la avioneta viró, perdió altura y aterrizó en un arenal blanco: el aeropuerto de Macanal. El aparato rodó hasta casi tocar la selva y, cuando ya creíamos que nos estrellábamos, paró. Yo esperaba que alguien se acercara a recibirnos, pero no había nadie y nos tocó bajar a nosotros toda la mercancía y el timbo de gasolina. Duramos una hora en la operación. Nunca había hecho tanta fuerza en mi vida. Mover un timbo lleno es casi imposible, y como es redondo y pesado no hay por dónde alzarlo. Sin embargo, lo más duro fue que cuando ya estaba todo al borde de la pista, el piloto nos dijo que le diéramos una mano porque «el avión» se había enterrado.
+En efecto, las llantas se habían hundido entre la arena húmeda y blanda y casi no se veían. Comenzamos a sacarlas. Don Arturo se disculpó diciendo que la arena le producía no se qué reacción y nos tocó a mí y al piloto —con las meras manos— hacer dos zanjas adelante y atrás de cada rueda. No obstante, como había tanta agua las zanjas se tapaban de inmediato, por lo que era necesario hacerlas muy anchas. Duramos más de dos horas en esa tarea, y durante las dos horas don Arturo se sentó sobre las latas de leche en polvo a pensar, con la mano puesta en el mentón, parecido a una estatua famosa. Yo ya no podía de la ira. El piloto trató de arrancar el aparato, pero la fuerza de la hélice lo hundía cada vez más en la arena. Hubo que hacer contrapeso contra el ala, de abajo para arriba, momento en el cual don Arturo se apiadó de nosotros y así, poco a poco, lo fuimos sacando. El piloto alzó vuelo a eso de las seis de la tarde, cuando ya casi no se veía, y él que alza el vuelo y a mí que me coge una horrible sensación de desamparo, de soledad y de miedo.
+—No sea flojo —me dijo don Arturo—. La plata no se consigue fácil…
+Me dieron ganas de asesinarlo.
+De donde «cae el avión», como decía el piloto, hasta el puerto, hay un kilómetro. El camino es un fangal de arenas movedizas en el que ahí no más se ve el desierto. Tuvimos que empujar la caneca de gasolina y transportar las mercancías que había comprado don Arturo, y llegamos al puerto a las nueve de la noche. Yo lloraba empujando la caneca y maldecía mi suerte, aunque el hombre poco hablaba.
+En un rancho llamado Hotel de los Mineros nos metimos. Don Arturo sacó su hamaca y la guindó. Yo sentí mucha rabia y le dije que si él sabía a qué veníamos, por lo menos me hubiera debido recomendar que trajera cama. Contestó que a partir de ese momento cada cual iría por su cuenta, enredó su toldillo en la hamaca, abrió una caja de sardinas, comió y se durmió. En aquel zancudero me quedé completamente solo, oyendo el rugido de los tigres, aterrorizado por las culebras y muerto de frío. Varias veces tuve intenciones de levantar a don Arturo a patadas, pero por fuerza tuve que calmarme.
+La rabia y el resentimiento aumentaban a medida que comprobaba lo pendejo que había sido. Recordé el viaje al Brasil, un viaje que él me había propuesto para negociar el oro que sacáramos de las joyas. Decía que en São Gabriel el «precioso metal» era bendito, que se lo rapaban a uno, que lo pagaban a cuatro mil pesos colombianos y que con ese dinero podíamos comprar armas para vendérselas a los «muchachos». Me acordaba de los cuentos sobre los indígenas que les había contado a los niños, y caí en cuenta de que cada paso suyo había sido estudiado con toda frialdad. Me preguntaba de dónde había sacado el oro que yo mismo le había visto liquidar en el Banco de la República y qué negocios tenía con los Tinoco, de quienes a esa hora también desconfiaba. No sabía qué hacer conmigo. Pasé la noche rascándome las ronchas de los zancudos y oyendo los rugidos de los araguatos que habitan esa selva, y no supe cómo llegó el día.
+El río Guainía pasa por Macanal lento y perezoso. Sus aguas parecen negras de lejos, pero de cerca tienen un tono anaranjado muy extraño. La selva a su alrededor, como lo imaginaba, es muy densa, sin flores ni grandes árboles. Allí duramos dando vueltas durante más de veinticuatro horas, hasta cuando a eso de la madrugada oí el motor de un bongo. Me levanté rápidamente y me fui al puerto a hacerle señas para que nos sacara de ese desierto, pero don Arturo no se dio por enterado. Él ya no tenía interés en el viaje después de darse cuenta de que yo me había pillado su plan.
+El indígena del bongo, aunque no hablaba mucho español, aceptó llevarnos si le dábamos el combustible y le pasábamos diez mil pesos. El viaje era hasta un punto que llaman Tonina, donde, según había entendido, «mi socio» tenía una voladora aguardándolo. Todo iba bien hasta cuando el indígena vio que el otro pasajero era quien era. Entonces comenzó a tildarlo de tramposo, a decir que le debía gasolina y que con él no hacía el viaje, la primera evidencia que tuve de la fama negra que acompañaba a don Arturo a todas partes. Después de alegar con el indio, sin embargo, convino en llevarnos por treinta mil pesos, puesto que había que pagarle el «perjuicio de la deuda» así yo no tuviera nada que ver en el asunto. Para el indio, nosotros éramos ambos blancos y, además, amigos; por lo tanto, teníamos que pagar.
+A pesar de la incomodidad y de la angustia, que a esa hora ya no me dejaba en paz, la selva me impresionó y me gustó. Poco a poco el ruido del motor —siempre igual—, la cara de la selva —siempre la misma— y el sueño acumulado que llevaba me hicieron caer en una modorra profunda, y cuando me desperté estábamos en Tonina, un pueblito limpio y bien dispuesto, con escuela, capilla evangelista y calles barridas, a pesar de no haber señas de Gobierno ni atención del Estado. Aparte de unos panales inservibles de energía solar abandonados en la escuela, ni una bandera colombiana, ni un escudo, ¡nada! Uno siente vergüenza de ser colombiano cuando observa que en los caseríos venezolanos hay maestros, estatuas de Bolívar, bandera, puestos de salud y, a veces, hasta indigenistas.
+En Tonina arreglamos la continuación del viaje en la voladora que —efectivamente— tenía don Arturo amarrada en el puerto. A esas horas yo no había comido nada, salvo una lata de sardinas que Julia me había echado a última hora en el maletín. Mi compañero, en cambio, llevaba carne enlatada, galletas y Coca-Cola, pero era tanta la rabia contra él que fui incapaz de pedirle.
+Salimos hacia las cuatro de la tarde, y cuando don Arturo arrancó, sentí pánico. Aunque yo nunca había montado en una voladora, me di cuenta de que él no sabía controlar bien el aparato. Caracoleó de lado a lado por el río, hizo innumerables piruetas y, por fin, tomó rumbo, sin dirigirme nunca la palabra. Él manejaba y yo miraba el río desde la proa.
+Al anochecer llegamos a San José. Estaba tan cansado que ni supe dónde me acostaba, aunque recuerdo que me amarré el maletín a una pierna porque no podía confiar en nadie. Soñé que estaba en la calle 155 con carrera 44, frente a un apartamento que queríamos comprar con Julia, haciendo un hueco grandísimo con una máquina muy extraña.
+Era como un tractor, pero con motor de voladora y antena parabólica. Yo intentaba manejar el aparato cuando de repente vi que desde la esquina me miraba un indio, sin decir nada, al tiempo que afilaba un machete. El indio afilaba y afilaba el machete y yo bregaba y bregaba con el tractor. Era terrible.
+Al otro día salimos de San José sin desayunarnos. Don Arturo se veía muy nervioso, excesivamente nervioso, y casi no podía estabilizar la voladora. Al rato avistamos una canoa de indígenas que bajaba, y cuando don Arturo la vio se ofuscó todavía más y dejó apagar el motor, con lo que quedamos a la deriva. Maldiciendo, comenzó a darle pita para iniciarlo de nuevo, y de un momento a otro prendió a moverse en cabriolas, como enloquecida. El viejo se fue al agua del empujón y yo resulté izado en la proa porque la canoa se paró de culo. Me agarré de donde pude, y al rato comprendí que habíamos naufragado.
+Se me zafó el maletín y comencé a tragar agua. Como poco nado, no podía sostenerme a flote. Me hundía y volvía a salir, y cada vez que salía veía más lejos el maletín. Yo le gritaba a don Arturo, pero él andaba tras las joyas y, en vez de ayudarme, lo que hizo fue tratar de salvar lo que le interesaba. Cuando ya no podía más pensé «¡Dios mío, socórreme!», y comprendí que me iba a ahogar, pero en esas sentí que una mano me cogía del poco pelo que tengo y me empujaba hacia fuera. Hice un esfuerzo y me agarré de la mano que me sacaba, la mano de un indígena que me condujo a una canoa, me acostó boca abajo y me presionó el estómago. Vomité medio río, y cuando pude medio distinguir me encontré frente a una cara que me pareció conocida. Era la misma del sueño.
+—¿Trambucaron? —me preguntó.
+—Yo no sé, no sé —le dije—. ¿Dónde está el maletín?
+Era lo único que me importaba. El pobre indio no comprendía. Remó un poco y recogió a don Arturo. Quise matarlo, pero no tenía fuerzas ni nada con qué hacerlo, y hasta me costó muchísimo trabajo quitarle el maletín, que había salvado milagrosamente del naufragio.
+Regresamos a San José, donde me atacó el hambre. Ya llevaba cuatro días, prácticamente, sin comer nada, y estaba desfallecido. Los indígenas me miraban impasibles. Les pregunté si podían venderme una gallina, y el que se había presentado como capitán me contestó:
+—Indios no vender gallinas.
+—¿Cazabe tampoco?
+—No vender —respondió— hasta no pagar sacada del agua.
+—Bueno —dije—. ¿Y cuánto vale?
+—Mostrar joyas —contestó el indio.
+Laguado les había contado que yo traía oro, y eso me entusiasmó un poco porque podía sacar a relucir mis habilidades de vendedor. Extraje la colección que todavía me quedaba, la boté al piso y pregunté cuánto querían por el asunto de la «trambucada». Los indios se quedaron como haciendo cuentas, hasta que mi salvador señaló los anillos que valían treinta mil pesos. Les dije que no, que por ningún motivo, que no era justo. El indio me indicó que los dos anillos equivalían al doble salvamento: uno por mí y otro por Laguado, ante lo cual estallé. ¿Cómo iba yo a pagar por quien había tratado de ahogarme y de robarme? Dije que no, que si tenía que morir me moría, pero que yo no pagaba por Laguado. Los indios se rieron y se fueron.
+Cuando me pasó el ataque decidí buscarlos y entregarles los dos anillos, y cuando estaba en esas llegó una india con cazabe y yucuta.
+—Cazabe, a lo que se moja sabe— me dijo.
+La yucuta me dio asco porque se trataba de un líquido espeso y morado, un poco viscoso, razón por la cual comencé por el tal cazabe, que se me parecía más a la comida nuestra. Partí la tortica y empecé a masticar como si siempre hubiera comido.
+—Cazabe, a lo que se moja sabe —volvió a repetir la india.
+Yo seguí sin entender el doble significado de la sentencia. No quería mojar el cazabe en la yucuta porque me daba fastidio semejante baba, pero viendo que ya mi saliva era incapaz de humedecer la torta decidí hacerlo. No sabía feo. Terminé en dos volandas el almuerzo y para reposar, salí a dar una vuelta. Caminé hasta una casa que ellos llamaban maloca; adentro, acurrucadas alrededor de una tinaja, había tres mujeres que comían una especie de yuca masticada y luego escupían en la tinaja. Pregunté qué estaban haciendo, creyendo que se trataba de una ceremonia de brujos, y me contestaron que esa era la yucuta.
+Sentí que mi estómago se comprimía y estaba a punto de volver a vomitar cuando se oyó una campana.
+—La cena —dijeron las mujeres, y salieron dando salticos y soltando sus risitas.
+En ese momento se me acercó el capitán y me dijo que los blancos estábamos invitados a la cena. Le respondí, después de dudar un instante, que bueno, que mil gracias, y pensé en una cena, en una señora cena con carne de monte, yuca, plátano y arroz. Era en la iglesia. Los hombres entraban por un lado y las mujeres por otro. Yo quedé junto al capitán y, a continuación, Laguado. Los nativos comenzaron a rezar. Uno leía una biblia en lengua india mientras los otros contestaban cosas absolutamente incomprensibles, y cuando terminaron aparecieron unas viejas que traían torta de cazabe y… yucuta. Quise pararme, mas el capitán me detuvo. Yo sentía una bola seca en el estómago, como si me hubiera comido un kilo de estopa, y así era: el cazabe seco se expande en el estómago y puede matar al cliente. Sin embargo, cuando me pasaron la totuma llena de baba de vieja no pude más y vomité delante de todos. A los indios no les importó, pero yo me paré y fui a echarme en la primera casa que encontré.
+Debieron pasar unas horas. El escalofrío aumentaba y noté que estaba sudando. Un indígena se me acercó y me dijo:
+—¿Querer una hamaca? Vale anillo.
+Hicimos negocio —otros diez mil pesos por la hamaca—, y me acosté a ver si allí, suspendido y guindado, me alentaba. El escalofrío se volvía cada vez más fuerte y la carraca no paraba de batirse, y estando así llegó Laguado y me preguntó si conocía el salmo 38. No quise contestarle, pero me quedé tratando de recordar qué decía el salmo 38.
+A la mañana siguiente, ya de nuevo en la voladora, continuamos aguas arriba buscando el caño Naquén. El escalofrío y la fiebre se me habían convertido en soltura de estómago, por lo que debíamos parar cada media hora. En pleno río desembarcamos y compramos una lapa ahumada que por fortuna estaba exquisita, como jamón de cerdo. Me comí la mayoría y guardé el hueso. También compré veinte latas de Coca-Cola para el mal de estómago y unos cigarrillos para Laguado, que estaba agonizando por la falta de humo.
+Más arriba encontramos las bocas del Naquén y nos metimos por ahí. La selva me tenía aburrido de lejos, pero de cerca era todavía peor. El caño estaba medio tapado por árboles y troncos de toda clase, y yo me encontraba ansioso de llegar a donde fuera con tal de que fuera rápido. No obstante, entre más afán me entraba, más difícil se me hacía la navegación.
+A Maimache llegué derrotado. En el maletín tenía unas pocas alhajas y doscientos mil pesos, la gasolina se había gastado en el viaje y la mercancía se había trambucado. Yo seguía creyendo que era mejor llegar muerto a Bogotá que sin el plante. Laguado me dijo que si quería pagar hotel bien podía hacerlo, pero que si quería ahorrarme unos pesos, su casa estaba a la orden.
+Como él me había contado que tenía cuarenta obreros, pensé que su casa era una construcción de material, si no lujosa, por lo menos modesta. Pues no. Era una casa de madera que había sido un almacén, ya que aún podían verse la estantería y el mostrador. En los estantes había 35 libras de café, seis libras de sal y dos tarros de leche, y encima del mostrador una gramera. No había duda: Laguado estaba en la ruina.
+En la casa vivía un sobrino suyo, medio tonto, quien me dijo que su tío escondía el oro bajo tierra porque era muy rico pero muy tacaño. Me pasé toda la noche pensando cómo podía recuperar mi dinero y al otro día se me ocurrió llamar a Julia por el radioteléfono que funcionaba en Maimache. Hablé con ella y le conté que estaba bien, que había colocado todas las joyas y que ahora iba a comprar oro. Ella me contestó que más bien por qué no pensaba en regresar, y que si ya no habíamos hecho plata, no era la hora de hacerla. Les mandé saludes a los niños, le envíe la bendición y, antes de despedirme, le pregunté si sabía qué decía el salmo 38 y que por favor me buscara en un diccionario el verbo «trambucar». Quedé de volverla a llamar esa misma tarde.
+Me puse a dar vueltas por el pueblo mientras decidía qué hacer con don Arturo. Maimache tenía unas veinticinco casas, tres hoteles y tres bares-discotecas. Todas las casas eran al mismo tiempo tiendas y en todas se negociaba con oro. Una Coca-Cola valía una raya; unas sardinas valían dos rayas, y un «golpe» —cualquiera que fuera— valía tres rayas. Había muy pocas mujeres, apenas cinco niños y dos gemelos morenos, acabados de nacer, hijos de una pareja de negros venidos del Chocó en busca de oro, como todos los habitantes del rancherío. La negra era primeriza y sólo cuando no aguantó el dolor le comunicó al marido que iba a parir. El negro contrató una voladora para llevarla hasta Victorino, en Venezuela, único lugar donde hay puesto de salud, o por lo menos hasta El Tigre, donde había una comadrona indígena, pero no alcanzaron a llegar y la mujer comenzó a parir en pleno río. El marido le ayudó y, con mucho trabajo, recibió al primero. Lo lavó y ya estaban calmados cuando el otro o, mejor, la otra, porque la segunda fue hembrita, nació. Y así los pusieron: Primero y Segunda. Yo le regalé unos aretes a Segunda, los únicos pequeños que llevaba, para poder distinguirla de su hermano.
+Poco a poco, mientras hablaba con los habitantes del pueblo, me fui informando sobre don Arturo. Ciertamente había sido un hombre rico, fundador del caserío, minero con suerte, comerciante. Nadie tenía un mal concepto suyo. Algunos se referían a él como «el pobre don Arturo», y todos le debían algún favor. La cuestión para mí iba de mal en peor, porque no había concordancia entre lo que él me había hecho a mí —de eso estaba tan seguro como estar diciéndolo—, y el servicio que le había prestado a la gente. Comencé a pensar que de golpe yo había sido injusto; que quizás el hombre no era tan perverso ni tan ladrón, y que a lo mejor el don Arturo que me pintaban en Maimache no era el mismo que yo había conocido en Bogotá.
+Al fin decidí recurrir a «los muchachos», a quienes abordé para decirles que quería hablar con el comandante. Me contestaron que, casualmente, ellos también tenían deseos de conversar conmigo, y que querían saber quién era yo, qué hacía, de dónde venía y cómo había llegado. Les conté. Duré dos horas alegando solo, mientras ellos se limitaban a tomar notas sin decir palabra. Les costaba trabajo escribir rápido y, para no perder detalle, me hacían un gesto con la mano cada vez que necesitaban que hablara más despacio. Terminé prácticamente dictándoles, y cuando acabé mi historia me dijeron que estaba por cuenta de ellos hasta nueva orden. No podía salir del caserío, no podía llamar por teléfono, no podía embarcarme. Les rogué el favor de que me permitieran hacer una última llamada a mi señora, pero me contestaron que no, que era una orden terminante, y cuando yo insistí se reafirmaronen lo dicho.
+—Negativo —repitieron—. Ya oyó: ¡no!
+Válgame Dios. Salmo 38. ¿Qué hago, señor? Tú que todo lo das y todo lo quitas, no me sueltes así del tanganazo, en esta olla. ¿Qué he hecho, Dios mío, para terminar aquí arruinado y abandonado, en manos de estos bandidos? Esa fue mi oración desde cuando los muchachos me dijeron «no» hasta cuando volvieron a decirme «camine». Ya después ni pensaba ni rezaba. Me consideraba condenado a muerte y presentía lo peor.
+Subí al bongo llorando y una guerrillera, tierna en medio de tanto salvajismo, me dijo que me iba a vendar. Sentí sus manos femeninas como dos palomas benditas. Luego comenzó el bongo a dar vueltas, al principio sobre un mismo sitio y después siguiendo el río, lo cual era para mí como lo mismo. Nadie hablaba. Las imágenes de mis hijos saliendo recién bañados para el colegio se me atravesaron, no sé por qué, de seguido, lo mismo que sus juguetes tirados en el suelo, Julia peinándose, Julia maquillándose, Julia hablando con su mamá de la hipoteca y vendiendo la casa. Poco a poco esas imágenes familiares se fueron haciendo lejanas y comenzó una serie más ordinaria: yo embolándome los zapatos en un café, mi padre haciendo pipí, mi hermano mayor rascándose, Julia limpiándose las uñas y yo masticando, jugando billar, echándome pedos. Y así hasta cuando el bongo paró.
+Cuando me quitaron la venda lo primero que vi fue a una mujer en brasier y en cucos, con una ametralladora terciada a la espalda, que lavaba su uniforme en el río. ¿Dónde estoy?, pensé. ¿Qué es esto? En ese momento me acercaron un asiento, me ordenaron sentarme y una compañera, un compañero y el comandante me preguntaron quién era, qué hacía, de dónde venía y qué relaciones tenía con don Arturo. Otra vez conté toda la historia, desde el principio hasta el fin, y cuando terminé me ofrecieron una taza de agua de panela y me dijeron que dentro de un rato volvían.
+A la hora regresó el comandante, acompañado por los mismos guerrilleros, y comenzó a decirme que ellos habían sido informados de que yo era del B-2. Yo le respondí que no sabía qué era el B-2 y él repuso que ser del B-2 era ser «sapo, sapo hijueputa». Le contesté que debía estar mal informado porque yo nunca había sido militar y que, con todo respeto, siempre había odiado las armas; que ellos podían matarme, pero que yo no podía decirles que era del B-2, porque yo era un contador y un joyero.
+—Conque contador —repitió burlón el comandante—. Contador es el que cuenta, y eso es lo que hacen los sapos. ¡Cuac, cuac! —hizo la boca.
+No me produjo mucha risa. Insistí en que estaban equivocados y añadí que, como no podía probarles que no era un sapo, por favor me miraran bien, ante lo cual la compañera se rió y dijo que, efectivamente, yo no tenía cara de sapo sino de sacristán.
+—Bueno, asumamos que usted no es un sapo —habló el comandante—, pero cuéntenos ahora por qué vino a dar aquí y por qué no acusó a don Arturo de tramposo en Puerto Inírida. ¿Es que allá no hay autoridades, o es que usted no cree en ellas?
+—Pues mire, comandante —le reviré—, lo que pasa es que yo me vine a dar cuenta de que don Arturo era un estafador ya en la avioneta, cuando seguirlo era lo único que podía hacer para recuperar mi dinero. Él me trajo hasta aquí porque quería ahogarme, salir de mí, agarrar el maletín y con ello pagar las deudas que tenía y recuperar su prestigio. A tal conclusión he llegado. No contó con que yo me salvaba, y eso es lo único que sé y puedo decirles, además de que don Arturo me puso en contacto con un compañero de ustedes al que le di en depósito trescientos mil pesos en alhajas para vender.
+—¿Cómo? —me preguntó después de que se puso pálido—. ¿Hizo usted eso? ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Qué está creyendo don Arturo: que somos unos negociantes? Nosotros tenemos otras ideas. Yo le aseguro a usted, amigo, que ese tal guerrillero no es compañero nuestro. ¡Y ahora tráiganme a don Arturo! —ordenó.
+Volví a respirar y a vivir. El enredo se había podido —gracias a Dios— aclarar. El comandante me explicó que todos los días alguien se presentaba con una queja y que la quejadera lo tenía aburrido; que los escándalos y los problemas se debían más que todo a las faldas de las mujeres —y pronunció la palabra «mujeres» como quien quiere decir prostitutas—, a quienes iba a tener que prohibir; que mi caso había sido fácil de aclarar porque no había «ingredientes de esos» y que la guerrilla, aunque tenía muy buen concepto de las mujeres —«por eso hay tanta compañera metida en la lucha»—, no podía permitir que la gente peleara entre sí. El discurso fue largo, aunque yo no era capaz de ponerle atención porque la deuda del tal guerrillero me daba vueltas en la cabeza. Si no era guerrillero, sino un calanchín de don Arturo, ¿quién me iba a pagar?
+Mientras uno de ellos llamaba a don Arturo, los demás trajeron comida: un plato enormemente grande de yuca y plátano y un pedazo de cazabe. No había, por fortuna, yucuta. Me ofrecieron gaseosa, y cuando llegó el cliente ya habíamos hecho hasta siesta.
+—Conque negociando con los compañeros, ¿no, don Arturo? —dijo el comandante apenas lo vio—. ¿Quién es ese tal compañero—y golpeó la palabra— en quien este señor depósito su confianza?
+El hombre se puso pálido y me miró con odio. Era la primera vez que le veía esa mirada.
+—No, si yo nunca dije que él fuera guerrillero —contestó—, sino que era un muchacho por el que ustedes respondían, como responden por todos. Si yo hago un mal negocio, ustedes son los que responden, ¿o no? Y eso fue lo que yo dije: que aquí los negocios están respaldados por la ley de ustedes, y que ustedes no permiten la estafa.
+—Y no la vamos a permitir —añadió el comandante—. Usted debe pagarle hasta el último gramo al señor aquí presente, incluidos los trescientos mil pesos del depósito. No hay nada más que agregar. Le advertimos, eso sí, don Arturo, que esta es la segunda vez que tiene usted problemas con nosotros y que, como usted sabe, no hay tercera vez. Así que cuídese o váyase. De todos modos mañana, siendo la misma hora de ahora —y miró el reloj—, el señor debe haber recibido lo que usted le debe.
+Y en efecto, al día siguiente, siendo las cuatro de la tarde, llegó don Arturo con un frasco de oro. Le hice las cuentas desde la caja de verduras hasta los «gastos de la trambucada». Estando la ley de parte de uno, sería pecado no acogerse a ella. Total, el paseo le salió en 1.750.000 pesos con algunos centavos, y el hombre aceptó la cuenta sin chistar.
+Los muchachos vinieron por la noche a buscarme porque querían saber si habíamos arreglado. Les dije que sí, que todo estaba listo, y me preguntaron si no me daba miedo salir con el oro así no más. Ofrecieron escoltarme si yo pagaba la gasolina ida y vuelta hasta Macanal. Estuve de acuerdo y salimos al día siguiente.
+No sólo corrió por mi cuenta la gasolina sino también la comida, la gaseosa y cuanta cosita se les ocurrió por el camino. Iba con nosotros un nuevo compañero al que llamaban El Cura, un muchacho ciertamente parecido a un sacerdote que me preguntó si había colaborado con las juntas de acción comunal de Maimache. Le contesté que no había tenido tiempo. Hizo silencio y agregó que todavía podía, con lo que se me quedaron enredados unos cuantos gramos más.
+Más tarde inquirí por qué lo llamaban El Cura y me contestó que porque él leía mucho la Biblia. En parte porque era enseñanza de los padres y, en parte, para poder entenderse con los indios que habían sido domesticados por la CIA a través de una tal Sophía Müller, una evangelista gringa. Le averigüé si llevaba una Biblia y si sabía qué decía el salmo 38. Se puso a pensar y me contestó:
+—El 38 dice algo sobre la maldad del pecador, sobre lo poco que es el hombre ante Dios y sobre la desgracia.
+Y así, conversando, llegamos a Macanal. Al otro día estaba en Inírida, de donde llamé a Julia para decirle que me había ido bien, que todo estaba listo y que, si conseguía pasaje, al otro día estaría en Bogotá. Se puso feliz. Le pregunté por el salmo 38 y me dijo que se trataba de una oración en la desgracia.
+Me la leyó por teléfono y se me grabó una frase: «Son muchos los que buscan mi muerte; son incontables los que sin causa me odian; ven rápido en mi ayuda, señor». Olvidé preguntarle si el verbo trambucar estaba en el diccionario, pero eso ya no me importaba.
+APARECIÓ A LA HORA EXACTA. Venía sudando, como si acabara de jugar un partido de básquet; usaba una trenza larga, castaña, que después tuvo que cortarse para el viaje. Llegó de bluyines, suéter amarillo y tenis de colegio. Puso sobre la mesa una revista Cromos y pidió una soda con limón. La cafetería estaba llena de estudiantes y de empleados. No parecía nerviosa, aunque trataba de cortarse los padrastros del dedo medio con los dientes.
+Se llamaba Lucía y estudiaba bachillerato en el colegio Camilo Torres. Creo, según me contaron, que la había vinculado el novio porque planeaban casarse. Al rato llegó un muchacho moreno de unos veinticinco años y se sentó muy cerca de ella. Puso sobre la mesa la revista Cromos y pidió una soda con limón. Siguieron llegando una por una todas las mulas: dos chicas, una señora muy bien vestida y un hombre ya maduro. Todas seguían las instrucciones al pie de la letra. Las observé detenidamente sin que ellas supieran que lo hacía. Ni siquiera sabían para qué las había citado con una revista en la mano a tomar soda con limón. Para nosotros era una prueba que nos permitía conocerles las caras y mirarles los defectos. Había que descontar las secas, las nerviosas, las tímidas, las miedosas. Durante una hora larga les miré hasta el más mínimo detalle.
+Tres días después, y casi en el mismo orden en que habían llegado a la cafetería, entraron al avión. Se sentaron regadas. Ninguna conocía a la otra ni, claro está, a mí, que era el que las iba a cuidar. No parecían más nerviosas que los demás pasajeros, aunque cada una llevaba en promedio un kilo entre las tripas.
+Cuando las azafatas cierran las puertas y los ruidos se quedan afuera, uno se siente a medio coronar porque ha pasado dos pruebas: la de la entrega del equipaje y la de identificación del DAS. Uno sabe que lo están estudiando los tiras, y que en cualquier momento se le puede acercar alguien a decirle: «Acompáñeme». Entonces el viaje se acaba ahí. Cuando el avión despega y se siente temblar, uno sabe que desde ese momento está en otro país, que pertenece a otras autoridades, que nuestros polochitos de mil y de diez mil pesitos se quedan en tierra. Pero de todas maneras, uno se siente más tranquilo cuando el avión toma la velocidad que es y el pasado se va volviendo pasado, así las bolas le recuerden a uno quién es. Porque uno no deja de sentirlas entre el estómago. Las mujeres que han tenido hijos dicen que se siente la misma náusea que con tres meses de embarazo.
+Y no puede ser de otra manera porque son treinta, cuarenta, cincuenta pepas, algo más pequeñas que una génova, que van entre el intestino. Es cierto que las mulas tienen prohibido comer durante las veinticuatro horas anteriores al viaje, pero de todas maneras un kilo es un kilo. Unas se toman las bolas con Coca-Cola, otras con agua de panela, y unas pocas con agua. Unas tratan de trasbocar y otras no pueden pasarse la bola con nada. Son las que pierden el avión. Las mulas están citadas una a una desde temprano con sus maletas, sus papeles y sus dólares, listas para dar el salto. Se cargan y se mandan al aeropuerto, donde uno las espera. En este trayecto nunca se ha volado una sola; el sitio peligroso es Madrid, y por eso uno va vigilándolas.
+Cuando apagaron los letreros me paré para volver a verles las caras, saber en qué lugar les había tocado y tranquilizarme. Me costaba trabajo no hacerle ojos a Lucía, porque me parecía que yo le gustaba. Pero los amores en los aviones son de mal agüero. Mejor, pensé, una vez descargada puedo decirle quién soy y confesarle que le estoy mandando ojitos desde la cafetería. Para hacer el trabajo de arriar uno tiene que saberse controlar y saber dar todos los pasos que hay que dar. Los arrieros todos, todos, han sido mulas, y han coronado más de una vez.
+Yo hice cinco viajes antes de que me dieran la responsabilidad de cuidar a otros. O mejor, de cuidar la mercancía que llevan y que, en parte, es de uno mismo. A uno le pagan cuando se entrega la mercancía a satisfacción, es decir, cuando las mulas descargan y lavan las pepas con agua y jabón para que no huelan feo. Lo más duro del viaje es la comida, porque hay que comer un poco para que las azafatas no pillen el desgano. Casi todas son sapas, aunque muchas también son mulas. Algunas son sapas y mulas, o sea, sapamulas. La diferencia es que no llevan la mercancía como nosotros, entre la barriga, sino entre las varillas de los carritos donde cargan su equipaje o entre la caja de cosméticos. Ellas sapean para ganarse la confianza de las autoridades, para eliminar competidores o para quitarse de encima los malos sueños.
+Entre las mulas hay de todo. Hay gente sana y gente corrompida; gente que hace el viaje por necesidad y gente que lo hace por vicio. Conocí una mula de buena cuna, con apellidos pomposos, que viajaba sólo para poder comprar ropa fina en Madrid. Era costeña ella, alta, de ojos grandes y verdes. Muy viciosa. Metía perico vendado, aun de mula, y viajaba en primera clase. Era escandalosa y le coqueteaba al que se le acercara, grande o chico, viejo o joven, hombre o mujer. Le echaron mano porque llegó en una pasada de tres días. Desde que subió al avión comenzó a hacerse notar. Bien vestida, con pieles y botas altas de cuero. El novio también muy elegante, de sobretodo y maletín ejecutivo. Dieron lora desde que mostraron los pasaportes, ambos diplomáticos. Tomaron champaña todo el viaje, que hicieron en una recocha ni la berraca. A ratos dormían y cuando se despertaban volvían a pedir champaña. El viaje era a París. En Martinica se bajaron a comprar ron y casi no regresan. Cuando el avión aterrizó en Orly no sabían de dónde venían ni para dónde iban. Tampoco dónde amanecieron, porque la policía les echó mano por groseros y, al esculcarles las maletas, encontró dos kilos. Se debieron despertar de la perra, amarrados a una cama de la comisaría del aeropuerto, y luego fueron remitidos a la cárcel Rogny Marigni, una de las catorce cárceles de París, donde me los volví a encontrar un año después. Ella estaba en la de mujeres y él en la de hombres. Por una llavería que visité supe que eran ambos ricos y que traficaban sólo para poder rumbear, vestir bien y mantenerse en su mundo. A la mujer le clavaron cinco años y al hombre uno, porque la mercancía la encontraron en el equipaje de ella.
+También conocí mulas «llevadas», que viajaban por pura necesidad. Señoras abandonadas por sus maridos con cinco muchachos. Una, doña Tila, paró en Carabanchel «por aeropuerto», es decir, con un kilito en la barriga, porque había quedado viuda con tres niños. Al marido que era chofer de bus en Bogotá, lo habían matado por robarle el producido de un día. Una noche, como a las nueve, estacionó su bus en el paradero de siempre, se bajó, se despidió del guachimán y se dirigió a su casa. A la cuadra le salieron los bandidos y lo dejaron botando sangre. Ella quiso volverse loca, pero con tres criaturas le tocó ponerse seria y buscar salida. La encontró. Ligó con un balandro que la llevó a trabajar. En un viaje si todo sale bien, se pagan entre dos mil y tres mil dólares, según el trato al que se llegue. Porque no todos vamos iguales. Doña Tila se cotizó por necesidad y se le habían prometido sólo mil quinientos dólares. Le dieron quinientos en el aeropuerto y quedaron de darle quinientos en Madrid. El saldo se le acababa de pagar a su regreso a Bogotá. El negocio se hace así para que el trabajador regrese, y como no lleva plata en el bolsillo le queda difícil abrirse de la línea porque uno lo está llevando cortico y vigilado. Pocas mulas hacen más de dos viajes. No se les puede dejar descubrir mucho el rodamiento del negocio porque cogen velocidad y se desparchan a montar su propia línea. Ellas no conocen a las otras compañeras de viaje por seguridad, y tampoco el sitio al que llegan. La seguridad es seguridad de la mercancía. Las mulas saben apenas lo que necesitan para descargarse a lo bien y devolverse por su billete, que las espera pulpito. Pero doña Tila era muy campesina. Comió en el avión todo lo que le daban y hasta pedía más. Nunca había volado y pensaba que las bolas se le habían acomodado quién sabe dónde. Total que le preguntaron para dónde iba y a pesar de haberle dicho muchas veces lo que debía contestar, no pudo, se azoró, se quedó callada. Le preguntaron cuánto llevaba, sacó los quinientos dólares —que para ella era toda la plata que había visto en su vida— y, claro, el guardia sospechó, la requisó, la obligó a botar las bolas y ella, tan ingenua, contó lo que sabía, que era todo lo que necesitaba para condenarse sólita. En Carabanchel se dedicó a trabajar en todo lo de la prisión y con eso mantenía a sus hijos en Bogotá. Cuando cumplió su sentencia no quería salir de la cárcel porque sabía que en Colombia no iba a encontrar con qué acabar de criar a los sardinos, que ya estaban haciendo bachillerato.
+Aquella vez llegamos a Madrid sin problemas. Hay dos estaciones, que son las dolorosas. Una es cuando se sale del avión, se pasa por un corredor largo, donde lo miran a uno y lo detallan bien: comportamiento, soltura, miedo, vestido, pinta. De ahí salen los candidatos a la segunda estación, una vez presentan los papeles. En esa estación es donde se acerca un guardia y le dice a uno: «Acompáñeme a una diligencia». Ya se sabe: ocho años, tres meses, un día. Pero Lucía pasó sin problemas con sus ojitos de mosquita muerta. Pasaron todas las mulas, la recua completa, y a la salida de Barajas cada una, sin saber de la otra, tomó un taxi para el hotel, que esa vez fue el hostal Rey de Bastos.
+No me aguanté y abordé a Lucía saliendo del aeropuerto. Le pregunté sin más si ella iba al Rey de Bastos. Se sintió pillada. Yo la tranquilicé y le dije, para hacerla entrar rápido en confianza, que yo la venía cuidando. Teníamos prohibido hacer confidencias, quedar al descubierto, pero ella me llevaba enamorado; era tan suave, tan inocente, que caí en el pecado de contarle quién era yo. Sabía que necesitaba ayuda para llegar al hotel. Uno sabe sentirse muy desamparado, como un huérfano, cuando después de nueve horas de avión, de pasar miedos y de malgastar esperanzas, llega a una casa donde nadie lo espera. Ella me agradeció la mano que le ofrecí y aceptó mi ayuda. La dejé en el hotel después de haber comprobado que todas y cada una de mis «encomiendas» estaban en su respectiva habitación. Las llamé por teléfono desde la esquina para darles instrucciones: «Boten las bolas, lávenlas con cuidado, cuéntenlas, ténganlas listas, que Arturo pasa a recogerlas. Yo vuelvo a llamar en media hora para saber si hay problemas». A veces el Lomotil, que toman para no cagarlas en el viaje, les hace demasiado efecto y hay que hacerles tomar aceite de ricino para que puedan descargarse. Le pasa a una de cada cinco mulas.
+Mientras mis mulas dormían y descansaban me fui a comentarle a Saúl, un paisano que vivía cerca a la Puerta del Sol, que ya había llegado la mercancía para que mandara a recogerla. Ese era mi trabajo. Por la noche, cuando ya todo se había recogido y pesado y la cosa estaba en orden, le caí a Lucía. Nos fuimos de rumba por los bares de La Castellana a celebrar a punta de Chinchón, el único aguardiente que se parece al nuestro. Rumbeamos hasta el alba. Amanecimos juntos. También amanecimos juntos la mañana siguiente y la siguiente, hasta que una noche sentí que me había enamorado y entonces, por motivos profesionales, la dejé y regresé a Bogotá a preparar la siguiente remesa. Duré quince días y en el nuevo envío volvió ella a atravesarme sus ojitos. Andaba más bonita que la primera vez. Cambié de asiento con el señor que le tocó a su lado y llegamos a Madrid embabados de tanto querernos.
+Para mí Lucía era un pago que la vida me debía. Yo comencé a trabajar en la línea porque Virginia, mi primera compañera, me había dejado por plata. Ella era hija de una vieja dañada y corrompida que traficaba con mujeres. Tenía una casa en el barrio Santa Fe, a donde llevaba compañeras de colegio de su misma hija, las engatusaba con promesas y se las trasteaba para Cartagena, donde las ponía al servicio de los cruceros que llegaban de Canadá repletos de monos arrechos que venían a hacer de las suyas en el calor del Caribe. Virginia sabía del negocio pero quería estudiar para abogada. La conocí cuando yo trabajaba en la Licorera 24 Horas haciendo domicilios en moto. Fue una tarde que venía de jugar canitas en el parque. Ella era la capitana de uno de los pocos equipos femeninos de fútbol de salón que había; vestía con un uniforme todo blanco con una raya roja en el pecho. Sudadita se veía linda, y la invité a dar una vuelta en moto y a tomar malta. Me aceptó y nos hicimos amigos. La fui enamorando y cada domicilio que yo hacía, era una disculpa para ir a tocarle la cuquita. Cada viaje era una visita. De noche le pitaba y seguía de largo. La vaina era que yo me demoraba el doble en cada domicilio; y en lugar de hacer veinte al día, como era el promedio para poder tener moto, comencé a bajar a quince y luego a diez. Entonces me quitaron las llaves de la moto y me cancelaron.
+Mi hermano, al verme llevado porque perdí el trabajo de la licorera y de rebote ella casi me bota —o mejor, la suegra—, me dijo que no fuera jilipollas, que habiendo «oficio» para qué me ponía a rebajarme trabajando a órdenes de un patrón, matándome por un sueldo infeliz que nunca podía compensar. Me llevó por allá a la Estación de la Sabana a beber, y en medio de la rasca recuerdo que me preguntó: «¿A usted le gusta viajar lejos? ¿A usted le gusta conocer y vivir a lo bien? Pues bueno, le voy a presentar un man que lo saca del hoyo y le devuelve la mujer; y no sólo esa fea con quien anda, sino que le da todas las chimbas de la tierra. ¡No llore, no sea güevón!».
+El día que me presenté para ser cargado con bolas, ese día, a la misma hora —cuatro de la tarde—, estaban matando a mi hermano en la calle cien con la quince. Se la tenían cantada. El hombre era reservista del Ejército, afamado entre lanceros, y manejaba fierros desde niño. Eran su pasión. Tenía negocios en El Dorado con un capitán de la policía, disgustaron a muerte por un envío y el hijueputa ese se «enamoró» de mi hermano. Tenía que matarlo. Lo cazaron sin darle tiempo al revire y lo hicieron pasar como un bandido.
+No sé cómo pude mantener esas bolas entre la barriga. Al principio uno siente que se mueven y producen ganas de vomitar; luego pesan y dan sed. Pero uno sabe que lleva ahí metido su destino. Desde el momento en que se tragan uno depende de ellas. Si los cauchos se rompen, uno dura pocas horas; si no se rompen pero las cogen, son ocho años de la vida que se quedan en la cana; si uno corona, pone la primera hilera de la pared que lo va a separar de la pobreza. Yo soy harto devoto del Niño del Veinte de Julio, y sé que él me ayudó a salir bien librado las cinco veces que llevé mercancía entre el estómago.
+La basecita que fui juntando me dio para que Virginia me acompañara. Ella sí estaba limpia de polvo y paja. Que uno caiga, pase; pero que la mujer quede agarrada en esa telaraña de guardias, jueces y abogados, es faltarle al respeto. Le saqué un piso en Madrid, y a la familia le hicimos creer que había ganado una beca para aprender modelaje. Entonces dejé de traer bolas para volverme arriero de mulas y, por fin, después de hacerme hombre de confianza en la línea, de conocer Madrid y recorrer España, me dediqué por completo a mover aquí la mercancía que llegaba. Renté un buen piso en la Puerta de Oro y Virginia invitó a su mamá a pasar vacaciones con nosotros. Los arrieros me avisaban de la llegada de un envío y entonces iba a los hoteles, rescataba la mercancía y la ponía a circular. Comencé a manejar «trapicheros», gentecita que vende al detal. Un gremio muy jodido, muy tramposo, muy peligroso. Había que mantenerlos apartados a punta de pistola. Pero todo bien.
+Con Lucía seguía manteniendo amores. Me gustaba su cuerpo menudito y la punta de sus teticas, siempre paradas y listicas, como si tuvieran antenas. Virginia no se daba cuenta porque mis amores con Lucía estaban envueltos en los secretos del traqueteo. Sin embargo, a Lucía no le podía mentir porque Virginia se movía a la luz de todo el mundo. Muchas veces pensé que yo no dependía tanto de Virginia como de Lucía. Me equivoqué, porque la puta de la mamá de Virginia se dio cuenta de Lucía y me echó los perros. Sin que yo me pillara el juego, invitó a su hija a Miami y ellas que salen del piso y la guardia que me cae. El Niño del Veinte de Julio me defendió, porque yo acababa de despachar un paquete de cuatro kilos para Holanda y sólo tenía unos pocos gramos, que eran casi mi dosis personal, y en España con lo poquito no se meten. De todos modos la cantidad daba para pasar de la plaza de Castilla a Carabanchel. Como pasé. Lucía se puso al frente de mi caso, vendió lo que podía y pagó un abogado español que me sacó libre pero me dejó sin cinco. Pagué siete meses. Lucía quedó sosteniendo la línea.
+No sé cómo hizo, nunca lo supe, pero un día domingo se me presentó al locutorio Virginia en vez de Lucía. Me faltaba muy poco para salir, y desde ese día ella volvió a manejar las cuerdas de mi negocio. Sacó a Lucía, amenazándola con sapearla, y se mostró como si nada hubiera pasado. Yo me dejé caer otra vez en sus brazos. Sin protestar. Lucía, de todos modos, siguió trabajando en Madrid.
+Pagada a pulso mi deuda volví a los negocios. Recuperé en par voleones mi prestigio, porque yo era hombre de cartel, retomé los mandos y los hilos, los contactos y, a lo bien, el rodaje del cuento. Las mulitas me traían cumplidamente la mercancía y yo despachaba la parte que Madrid consume, más la que se chupaban en Barcelona, más la que pedían de Sevilla. No daba abasto. Los chapetones habían dejado el hachís y el caballo para liarse a fondo con un producto más serio, como es la periquita. Bendita entre todas. Gracias a ella compré coche y piso y pasé vacaciones en Ibiza. Virginia era feliz. El margen de riesgo va disminuyendo a medida que uno gana responsabilidades en la línea y escala posiciones. La escalerita del poder. Pero siempre se olvida que una caída desde lo alto duele más y es más peligrosa. Todo va parejo en la vida.
+Dejé el manejo de las mulitas en manos de Virginia. Le había planteado con toda franqueza que yo con ella iba al infierno pero que con su mamá no iba ni al cielo. Estuvo de acuerdo y dejó de llamarla por teléfono y hasta de mentarla. Tanta seguridad me dio su comportamiento y tanto era el respeto que me mostraba que no me volví a entender con la mulada. Era prácticamente un negocio de ella y hasta se metió a hacer cambios en el modo de accionar y no volvió a trabajar con hombres. La línea era toda de mujeres. Ellas iban y venían, enamoraban guardias y policías, pasaban o las dejaban pasar. Cayeron muy pocas. El caso más raro que le tocó lidiar fue el de una muchacha que llegó cargada y no pudo soltarlas. Le dábamos todas las pastillas posibles, se le hicieron lavados con cuanta fórmula conocíamos y nada. Esas bolas parecían amarradas adentro, como en una caverna. La muchacha lloraba del dolor y tocó devolverla de afán para Colombia porque en España no encontramos un cirujano de confianza para operarla y, de todas maneras, para que si se moría se muriera en su patria. La muchacha estiró la pata en el avión de regreso sin decir esta boca es mía. Para todos los legistas del aeropuerto fue —según me contaron— un rompedero de cabeza entender cómo era eso de que estuviera metiendo perico desde España hacia Colombia. Estuvimos de suerte habiendo alcanzado a devolverla, porque casos ha habido que sí son graves. Antes de que yo llegara, dicen que a una mulita se le reventaron las bolas a la llegada y no se las alcanzaron a sacar. La mujer murió en el hotel y el problema con el cuerpo dicen que fue el más berraco. Para esas que era verano, cuando todo se pudre fuera de la nevera, y, para más agite, las noches son corticas. Cuentan que la sacaron alzada como si estuviera enferma, la montaron al coche, le cortaron los dedos para evitar su identificación, y al río con las tripas abiertas, no sólo para poder sacarle lo que traía sino para que el cuerpo se hundiera rápido. Son percances que pasan y que hay que dejarlos pasar y olvidarse de ellos, porque no se puede quedar uno dándole vueltas a la cosa en la cabeza hasta que la cosa se encone y termine uno de loco.
+Yo me dediqué de tiempo completo a mover lo que llegaba de abajo, del país. Movíamos toneladas y no gramos. Venían por las islas Azores en barcos pesqueros de Galicia y llegaban a esa costa fría y horrible del norte. Un paisano algo cruel y poco dado a las amistades manejaba la línea y me fue haciendo camino porque yo sabía moverme y mover la mercancía sin que se desperdiciara ni un gramo. Teníamos un socio boliviano, alto empleado de un lord inglés que manejaba el billete por encima. El problema era manejar ese billetón. De una cantidad dada en adelante manejar el polvo, la perica, deja de ser el problema, para dejarle ese honor al billete. Contar millones de pesetas cuesta mucho. Había que pesar los billetes, porque ninguna saliva ni ningún tiempo alcanzaba para saber cuánta plata hay metida en un cuarto de baño, por ejemplo. Y mover ese billetón de un lado a otro es más jodido que mover la mercancía en polvo. Es más escamoso el billete que el polvo. Por la vía de Suiza y gracias al lord, lo devolvíamos a Colombia porque allá había nacido. Aquí se hacían inversiones y hasta yo mismo llegué a meter mis ganancias en una cadena hotelera de Bilbao. Pero uno sueña con hacer lucir su plata en Colombia, su país, que es donde vale el prestigio. Aquí pasa uno por ser rico, pero abajo pasa como don Fulano. Donde uno no es conocido de nada vale que lo admiren. El mero gusto por la plata se acaba cuando se tiene mucha, y lo que vale es la envidia que despierta. Por eso el anhelo es volver a disfrutar lo que uno hace aquí arriba, allá abajo. Ese era mi pensado. Virginia lo sabía y lo fue viendo llegar con miedo, porque entonces peligraba el entable que ella estaba montando.
+Así que una mañana me cayó la ley. Ella había salido al aeropuerto y yo estaba solo, en calzoncillos. Me permitieron ponerme los pantalones y sin poder avisarle a nadie, caí en el hueco hondo que tantas veces había saltado. No obstante, yo confiaba en que ella, que había salido a «hacer un aeropuerto», se diera cuenta una vez que dejara las mulas en el hotel. Mi traslado hacia la plaza de Castilla fue al mismo tiempo demasiado rápido y demasiado lento. Pasábamos por todas aquellas calles, esquinas y plazas que eran ya como mías por haber sufrido tantos sustos y haber hecho tantas cosas en ellas. Entre la gente que veía desde el carro de la guardia en que viajaba y yo había unos pocos centímetros, pero en realidad estaba de por medio el mundo entero, el mundo de la libertad. Depender de otros, estar bajo su autoridad, a merced de su voluntad y en manos de su capricho, lo vuelve a uno un menor de edad, un niño olvidado, y ya no se reconoce. Se me mezclaban recuerdos de mi casa, de mis padres, de mis hermanos, de la escuela, con lo que me estaba sucediendo, con la entrada a la plaza de Castilla, con el interrogatorio, con el alegato de mi inocencia, con todo lo que estaba pasando a una velocidad que daba miedo. Nunca me había dado cuenta de la responsabilidad de hablar, del poder y del valor de cada palabra. Cada frase iba al expediente y el expediente se volvía la pieza clave de mi futuro. Todo lo armé pensando en que al regresar Virginia del aeropuerto se iría a dar cuenta, llamaría a un abogado y buscaría sacarme cuanto antes. La realidad era que yo no tenía nada en el piso. No acostumbraba a guardar nada conmigo. Ni plata ni polvo. Teníamos en el armario unos ciento ochenta gramos y unos mil seiscientos dólares: en el peor de los casos veinte meses. Con mi cabeza yo la seguía a ella del aeropuerto al hotel, del hotel a la plaza del Sol y luego al piso, mientras yo llegaba a la plaza de Castilla, me enchapaban, me interceptaban y me daban licencia para llamar a una persona. Calculaba yo que en ese momento —y por eso hice roña y roña—, ella estaba ya en la casa y se pillaba que algo me había pasado porque el coche había quedado en el garaje y yo no salía ni a la esquina a pie. Marqué despacio, despacio, como dándole tiempo a ella. Los ruidos del teléfono sonaron normales, los números dieron su vuelta hasta que la comunicación entró. «Mija», iba a decirle, «estoy por aquí. Una equivocación la verrionda; quién sabe con quién me están confundiendo. Llame sumercé al abogado y dígale que se está cometiendo una gran injusticia, que aclare todo rápido. Usted sabe cómo hacer para pagarle». Así pensaba, pero nadie contestaba y el guardia me decía: «Bueno, hombre, ya está bien; nadie lo va a salvar de la que le tienen cogida».
+Y así fue, nadie levantó el teléfono. Pedí permiso para una segunda llamada y marqué entonces el número de Lucía. Me contestó. Le dije que me habían cogido preso por equivocación y que llamara a un abogado. «Sí», me contestó ella, «ya sé qué es lo que tengo que hacer. ¿Te acuerdas de lo que me quitaste, de lo que me robaste? ¿Te acuerdas de cómo me explotaste, de lo hijueputa que has sido conmigo? ¿Te acuerdas del engaño? ¿De cómo me tenías como una mula haciéndote plata y como una moza comiéndome? ¿Te acuerdas de todo? Pues bien. Púdrete, porque yo fui quien te entregó y no sólo a la justicia, sino a Virginia también. Ella está enterada de todo: del aeropuerto salió para Colombia. Hijueputa, púdrete en esa cárcel, que la humedad y el frío te maten. Así como nos robaste, ahora paga. Se acabó todo. Se acabó», y click, click. Se acabó. La vida se me partió en dos. Quedé como sin saber por dónde salir de la cabina. Me sacaron gritando y llorando. El inspector me dijo: «Aquí te dejaron tus mujeres veinticinco años. Lo que te falta por vivir. ¡Anímate!».
+Todo sucedió entonces a brincos, muy rápido, como si no fuera a uno a quien le estuviera pasando. Yo era como un muñeco de cuerda que hacía y decía sin saber quién era. Como si me habitara otra persona que declaraba, mentía, acusaba, aceptaba y que al final entraba en la Séptima Galería de Carabanchel, la enchapaban en una celda y la condenaban, en efecto, a veintiséis años. ¿Sería yo el mismo que nació, se crió, hizo y volteó, el que estaba ahí acostado en un catre, llorando y gimiendo, llamándose Ancízar y respondiendo al número 3376? Me iba en llanto hasta que la risa lo cortaba de un tajo. Entonces dormía hasta que saltaba del catre, como si me hubiera picado un tábano. No comía. O comía muy poco. Me dejaba vivir por quién sabe quién o quién sabe qué. Pero día a día el llanto fue pasando y se fue volviendo rabia, y la rabia y el odio me invadieron y me envenenaron.
+Un día me desperté estrenando destino. Me limpié los ojos, me bañé la cara y salí a hacer la vida, a jugármela tal y como me la había jugado. Ajustaba ya un mes. El abogado de oficio me ayudó a localizar a mi abogado y a contactar a mis socios españoles, que me dijeron lo que me tenían que decir: «Tus bienes han sido congelados por la justicia; tu plata está en sus manos». Total: sólo quedaba el depósito que manejaba el agente boliviano. Con eso comencé a pagar el abogado, una rata que me fue vendiendo ilusiones con nombre de artículos del código, mentiras con el número de las leyes. Esperanzas y esperanzas. Más corrupto que un guardia y que un juez, más degenerado que un narcotraficante, que un bandido, que un asesino, es el abogado que se vuelve rico a costa de manejarle a uno su pena. El hijueputa ese, dizque egresado de la Universidad de Salamanca, lleno de títulos y de remilgos para hablar, me fue sacando uno a uno todos los dólares que tenía el boliviano en instancias, demandas, apelaciones y contrarréplicas para, al final, dejar en firme veintidós años.
+El recuerdo de Virginia me atormentaba tanto como el de Lucía. No me dejaba ni de día ni de noche. La historia del odio de Lucía debió comenzar cuando, en vez de pagarle a una mulita de nombre Jacinto, cogí su plata para pagarle a otra. No era que se la fuera a tumbar, pero la hijuepuerca esa así lo tomó. El tal Jacinto se gozaba a Lucía; yo lo sabía, y lo aceptaba, porque al final de cuentas ella era mi moza y, si yo quería que fuera sólo para mí, hubiera tenido que sostenerla. No era fácil porque Virginia conocía todo el tejemaneje. Sabía dónde y cuánta plata teníamos, dónde tenía firmas y en qué bancos, conocía los entronques, las líneas, todo. Yo creo que a Lucía la fue envenenando el hombre hasta que tanto veneno la hizo ir a buscar a Virginia, contarle los amores que teníamos escondidos y ya. De ahí en adelante las cosas sucedieron solas, como manejadas por el Patas mismo. Todo lo pensó, lo planeó mientras yo seguía sano, inocente y haciendo cruces. Nos acostábamos y la sentía enamorada; sabía entrarme hasta ese adentro que sólo ella me conocía. Supe que yo quería más a Virginia porque después de hacerle el amor la seguía queriendo; y eso no me pasaba ya con Lucía a quien, después de amarla, me daban ganas de tirarla al tacho de basura. Ella debió ir guardando ese desgano por ahí entre las piernas, o entre el pecho y la espalda, hasta que se le convirtió en una mina de odio.
+Como me fue pasando a mí con Virginia, sintiéndola gozar con mi castigo y disfrutando al mismo tiempo mi plata; gozándose lo que yo había hecho con tanto trabajo, con tanto sufrimiento y, sobre todo, aguantando tanto miedo. Eso de que la plata que uno recoge en el oficio de traerles a estos chapetones lo que tanto les gusta no cuesta trabajo es una gran mentira. Traer bolas o traer un barco lleno, pasar aduanas, salir de los aeropuertos, es un sufrimiento que nadie se imagina. Cada persona con que uno se cruza —y no digamos los de uniforme sino los de civil— es o puede ser un enemigo, y cada amigo de uno en una línea puede ser un sapo. Por eso uno mismo se va volviendo tan sin sentimientos: uno sabe que cualquiera lo puede vender y que en caso de necesidad uno puede vender a quien sea. En el negocio de la droga las lealtades son como el dinero. El que le es fiel al dinero es fiel con la línea y con la gente que trabaja en ella. Pero una persona que atesora y guarda el billete, no es fiel con él, le tiene desconfianza y teme que se le vaya. A algunos nos gusta el dinero y lo gastamos como lo recibimos. Por eso en la línea somos confiables y firmes.
+Virginia se me fue pudriendo adentro de mí. Me conseguí un destino en la Galería, un trabajo para hacer algo y no enloquecer machacando recuerdos. Me dieron el encargo de vigilar la limpieza e higiene de un pabellón donde el 80 por ciento somos colombianos y donde muchos lo conocen a uno desde antes. Algunos habían trabajado conmigo, sabían quién era yo y me obedecían. Me hice respetar porque todos sabían que yo nunca andaba con cuentos, que no era un faltón, que lo que hacía lo hacía de verdad; los miraba a los ojos para que supieran quién era yo y qué quería, para que supieran que yo no cañaba. Me tocó jugármela más de una vez en El Tigre, hasta que cogí fama.
+No quería, pero Virginia se me volvió un monstruo que me consumía la poca alma que me quedaba. Sin quererlo, sin pensarlo, comencé a idear la forma de cobrársela, de que me pagara con su vida lo que yo estaba pagando con mi libertad. Era terrible la idea, pero no podía evitarlo, ni siquiera esconderlo. La venganza se fue haciendo sola y de sólo pensar en las que andaría con mi dinero y quién sabe con quién.
+Me acordé de un muchacho, malandro él, que vivía en Armenia y era amigo de mi hermano. Un tipo jodido, muy fiel a nosotros y a nuestro apellido. Lo llamé en una de esas llamadas personales que nos permiten, le hablé tan claro como pude y él, como buen perro que es, entendió todo. No fue más que datiarlo para que comenzara a trabajar, localizándola, siguiéndola. Vivía con su cuñado y todo lo mío lo manejaba en compañía de su madre, que seguía en el negocio de siempre. Yo fui alimentando de odio mi decisión, buscando cómo hacer para pagarle al pistoloco. Aceptó hacer el encargo a cambio de unas gemas que me debían y que él se encargó también de cobrar. A la hora de la verdad yo estaba en sus manos, porque el malandro podía hacer una cosa sin hacer la otra. Todo dependía del respeto que él tuviera por la memoria de mi hermano.
+No volví a dormir esperando el desenlace de la historia que había armado, esperando el fin de Virginia. Era tanto el odio como el amor por esa mujer, que no volví a vivir para mí. Yo hacía el oficio con orden, dándole vueltas y vueltas a la misma película. Mi hombre en Bogotá la pisteaba, le conocía el itinerario, los caminos, el horario, la ropa, los amigos, y comenzaba a montarle la trampa. Yo pensaba que lo más fácil era darles a ella y al cuñado a la salida de una casa que yo le había escriturado gracias a un embarque que habíamos coronado por La Coruña y que luego de reempacarlo logramos meter a Nueva York vía Montreal. Era una casa grande como un edificio. Yo me acostaba en mi chaborro a darme miedos y satisfacciones. Así es la venganza, un sentimiento gozoso que se acaricia y se acaricia envuelto en miedos. Lo que no se sabe es que el destruido por la venganza es uno mismo.
+Sucedió entonces lo peor. Cuando todo estaba dispuesto y el montaje estaba listo desaparecieron ella y su cuñado. Los sacaron de la casa a la madrugada, los montaron en un carro y se los llevaron por los lados de Subachoque. Los encontraron asesinados y quemados, con un tiro de gracia cada uno en plena sien. Los habían matado con una pistola que mi hermano me había dejado de herencia, una Luger bañada en plata que nunca usé y que tampoco nunca sabré quién usó para matarla a ella y a su cuñado.
+La pistola es la única pista que tengo hoy para no volverme loco y para saber yo mismo que no fui quien los mató. La pistola la guardaba Virginia y ella la cogió con todas mis pertenencias. Mi malandro no podía saber de su existencia y por tanto, concluyo, él no pudo matarlos. Debieron tener otras deudas que les cobraron antes que yo. Me madrugaron.
+Durante un año entero pagué el crimen en mi cabeza y lloré a la mujer muchas noches. Yo la quería. Cuando apareció lo de la pistola, el pecado se cayó del altar donde lo tenía. Dejé de sufrir el crimen para comenzar a llorar su muerte y a pagar con el peso de mi mala conciencia el crimen que quise cometer y no cometí. Ella, Virginia, es ahora la dueña de los muros y de las puertas de esta cárcel que yo construí con el deseo y la gana de matarla.
+Carabanchel, 21 de agosto de 1993
+Amadísima Madre Superiora:
+Yo, Mercedes del Padre Damián de Veuster, sierva de Nuestro Señor Jesucristo y esclava en él para la comunidad de las Hermanas Redentoras, a la que he entregado mi vida y he hecho votos de obediencia, pobreza y castidad, me arrojo a vuestros pies, llorando lágrimas vivas de dolor, con la esperanza de que en vuestra sabiduría e infinita piedad oigas mi súplica y aceptes mi sincero y profundo arrepentimiento. Sé que soy, como la que más, indigna del hábito que llevo, que lo he manchado y ultrajado, que mi pecado debe ser purgado en la cárcel porque he ofendido a mi prójimo, y que sólo el Altísimo sabe cuánto arrepentimiento y llanto me ha costado —y me cuesta— el error cometido. Me dirijo a vos segura de que acogeréis mis palabras y les daréis crédito, y de que como pecadora que soy, me permitiréis ser acogida en vuestro regazo para encontrar allí el perdón que imploro.
+Amadísima Madre: haré a vos un relato detallado del viacrucis que he vivido desde que salí de vuestra amada misión en San Antonio, a orillas del río Guaviare, hace ya ocho meses. Ocho meses en que he escrito a vuestra reverencia sendas cartas exponiendo mi dolor. Hoy quiero y necesito comunicaros todos y cada uno de los padecimientos que alojo en mi pecho y, a manera de confesión, todos y cada uno de los hechos que rodean mi pasión.
+Serví en San Antonio más de tres meses seguidos, llevando a ese oscuro rincón la luz del evangelio, hasta que un día la hermana Lourdes me comunicó que yo había recibido una dispensa para irme a vivir un tiempo en mi casa y hogar, donde mis padres ancianos, rodeados de las virtudes que adornan su edad, me esperaban ansiosos. Obedecí, a pesar de que me causó un gran pesar dejar mis selvas y mis gentes amables y buenas unas, y pecadoras —como las que más— otras. Más dolorosa era mi partida en cuanto yo sentía que mi trabajo contribuía a llevar la obra de Dios a los hombres y que en mi ausencia las otras hermanas debían reemplazarme y aumentar su carga, pesada en sí.
+San Antonio es un pequeño pueblo fundado por allá en los tiempos de la guerra con el Perú. Nuestra casa queda en la orilla del río y desde allí se ve cómo llegan falcas grandísimas cargadas con bagres que pueden medir hasta dos metros de largo y pesar ciento sesenta kilos. El Guaviare es un río muy rico en estos animales, y por más que el hombre los persigue a muerte desde hace muchísimos años, su pesca no merma. Los cazan los indígenas, y no digo los pescan porque matarlos es una faena en que vencen los arpones y los ganchos más que los anzuelos. Son indios buenos y limpios que respetan a Dios y a los hombres a pesar de haber sido tan perseguidos como los bagres por otros hombres, nosotros, los llamados blancos, que les negamos el título de prójimos y en ocasiones hasta de semejantes. Ellos antes pescaban lo que necesitaban; salían en su canoa por ahí a mirar la selva y sacaban sólo un par de peces, o cazaban una guatinaja. Nada les faltaba; yo digo que ni el santo evangelio, porque ellos saben escuchar la palabra de Dios a través de los murmullos de la selva y la corriente de los ríos. Quizá no sabían quién era Jesús, pero sabían amar a sus hijos y a sus ancianos. Tenían sus chamanes, que no enseñaban propiamente la Biblia, pero que sabían distinguir el bien del mal.
+Hace cien años o más llegó el blanco a imponerles la locura del caucho; los obligaban bajo pena de muerte a ordeñar los siringales. Se les prohibió trabajar como antes, para que tuvieran que depender del blanco; se les hizo tener vergüenza de sus cuerpos desnudos para que tuvieran que comprar ropa; se les envició a la sal y al azúcar para que tuvieran que endeudarse con el comerciante; se les emborrachó con aguardiente y ron para que dejaran la chicha. Se les fue esclavizando y cortándoles los vínculos con su pasado, con su trabajo, con su comunidad.
+Cuando pasó la fiebre de la siringa los pusieron a cazar y a matar cuanto animal de piel se moviera por la selva. Les cambiaban las pieles por la pólvora, por el aguardiente, por la sal. Un día llegó a estos parajes la coca y entonces los pusieron a trabajarla. Ellos la conocían y la usaban —como el blanco usa el café— para ayudarse, para no aburrirse, para hablar con sus dioses. Construyeron laboratorios en las orillas de los ríos y todo el mundo se dedicó a sembrar y a producir pasta. Los comerciantes de pescado empezaron a comprarla. Instalaron cuartos fríos para congelar los grandes bagres, que en realidad se volvieron maletas llenas de coca. Los pescados salían congelados con cinco y hasta diez kilos de coca en sus vientres. Había dos empresas aéreas para transportar el pescado. La Policía le cobraba a una y el Ejército a otra. Todo el mundo sabía que cada embarque de pescado era un embarque de coca y de eso vivía el pueblo.
+Yo regresé a Bogotá en uno de esos vuelos. Salimos a las cinco de la tarde y aterrizamos a las ocho de la noche. El frío era terrible y el avión prácticamente una nevera. Una vez en el aeropuerto El Dorado trasladaron el pescado a unos camiones y se perdieron a toda velocidad. Eso lo hacían siempre.
+En mi casa me recibieron con mucha alegría. No veía a mis padres desde hacía tres años, y tres años, para un par de ancianos, son mucho tiempo. Se pusieron felices de verme y sobre todo, Madre, de que usted me hubiera dado la dispensa de poder vivir con ellos. Mi hermana mayor, Amanda, me cedió su alcoba y todos se desvivían por atenderme. Mi padre había sido sargento del Ejército hasta que lo dieron de alta y gastaba los pocos días que le quedaban de vida en jugar al tute con sus amigos, en hacer cola en los seguros sociales para que el médico lo viera, y en cobrar el cheque de su pensión en la Caja Agraria. Mi madre hacía todo lo que hace una madre: rezaba, ordenaba y limpiaba la casa, cosía, pero no cocinaba. Tenía una plata a interés y con los réditos pagaba una empleada para que le preparara de comer a mi padre tal y como a él le gustaba: sin sal, frío y simple como en el cuartel. Todos aprendimos a comer desabrido y de afán, porque mi padre comía como si estuviera saliendo para la guerra. Mi madre decía que cocinar para él resultaba muy desagradecido y por eso gastaba su plata en una cocinera.
+Amanda trabajaba en un salón de belleza. Era una peinadora muy afamada en el barrio. Los viernes y los sábados le hacían cola las muchachas para que fuera ella quien les cortara el pelo o las peinara. Aunque no me gustaba el ambiente de la peluquería —las intimidades de las clientes me chocan—, di en acompañarla y en aprender manicura. Pensaba que me sería útil aprender a cuidar las manos para ponerlas al servicio de la Eucaristía. En San Antonio, el primer domingo de cada mes llegaba desde San José el padre Eustaquio a celebrar la misa y nos obligaba a presentar las manos limpias y sanas para poder participar del sagrado acto.
+Amanda es, Madre, una mujer bella. Tiene los ojos claros y las cejas espesas; ha sido muy loca en su vida y no ha querido casarse. Tiene amigos, muchos. Todos le proponen matrimonio, pero ella no los toma en serio porque dice que con las obligaciones vienen las penas. Me presentó a uno de sus más fieles admiradores, Otto —con doble t porque es hijo de austríacos—, quien dijo ser comerciante, constructor y exportador. Me pareció un hombre muy serio, de pocas palabras pero siempre atento. No le gustaba el trago, vivía con un hijo y parecía muy enamorado de mi hermana.
+Una tarde nos invitó a conocer la Catedral de Sal de Zipaquirá. Yo no había ido nunca y siempre tuve la intención de admirarla porque Monseñor Augusto Aristizábal, mi tutor, me hablaba bellezas de ella y la consideraba como la octava maravilla. Nos fuimos, pues, con Otto y con Amanda. En Chía nos invitó a comer pandeyuca y en Cajicá paramos a mirar unos tapetes de lana virgen que quería negociar para mandar al extranjero, donde los pagaban muy bien. Mientras almorzábamos en la Hostería El Libertador, me hacía preguntas sobre mi vida en la comunidad, sobre mi trabajo, sobre mis necesidades. Yo le contaba todo porque me parecía un señor muy respetable, aunque Amanda no lo tomaba en serio.
+Una semana después llegó a la peluquería. Nos esperó hasta que acabamos nuestros quehaceres y se ofreció a llevarnos en su coche a casa. En el camino me preguntó, sin malicia, si yo conocía España. Le respondí que nunca había salido del país porque aquí había mucho oficio, pero que en Valladolid teníamos la casa rectora. Le conté que la comunidad también tenía misiones en el África con los negritos y que mi deseo era, algún día, volverme una sierva en ese continente. El ejemplo de mi vida era el padre Damián, tanto que mi nombre religioso, Madre mía, así lo recuerda: Mercedes del Padre Damián de Veuster.
+—Hermana —me dijo—, tengo un viaje la próxima semana para Madrid. Voy a llevar una muestra de tapetes típicos de lana, pero se me está dañando el paseo porque para esas fechas llega mi hermana de la Argentina a visitarme. ¿Usted no podría ayudarme? Sólo es llevarme las muestras y ya. Yo le pagaría el viaje y además unos dos mil dólares para sus gastos y para compensar las incomodidades.
+No le dije ni que sí ni que no. Pero me quedó sonando porque quizá estando en España podía pedir traslado al capítulo de Valladolid y saltar de ahí al África.
+Madre Serenísima: le ruego que considere en su santa sabiduría la pureza de mi decisión. Duré más de ocho días orando a los sagrados corazones de Jesús y de María para que me iluminaran y puse en mi alma la plegaria de Santa Teresa:
+Vida dulce, sol sin velo,
+pues del todo me hundí,
+¿qué piensas hacer de mí?
+Dios lo coge a uno a traición y le manda la cruz con los emisarios más desconocidos. Usted conoce mi alma y sabe cuánto amor hay por servir, así mis capacidades sean tan escasas y mis luces tan cortas. Le respondí a Otto que bueno, que yo con mucho gusto le hacía el favor. Amanda me lo agradeció y en mi casa todos se pusieron felices, porque para todos era un honor que alguien de la familia tuviera la oportunidad de conocer el extranjero.
+Otto me explicó los pormenores del viaje: en el aeropuerto de Barajas un señor llamado Samuel se me acercaría tan pronto me bajara del avión; me saludaría; yo le entregaría la maleta con las muestras, él me llevaría a donde yo le pidiera y listo. Asunto terminado. Otto me daría los dos mil dólares con anticipación.
+Mi error, Madre, que nunca pude enmendar y que nunca podré lavar, así vierta todas las lágrimas que quedan en mis ojos, fue no haber consultado con la santa comunidad, y en especial con usted, la decisión que tomé. Quizá el demonio, que siempre se nos aparece como vanidad, me robó la palabra y me aconsejó no consultarle a Su Reverencia en Colombia sino anunciarle desde España mi decisión de servir en África. Quería darle una sorpresa para que no pudiese echarse para atrás. Yo lo tenía en secreto, y reconozco que mi aspiración estaba llena de soberbia. Es ese el pecado que tengo que purgar llevando aquí la cruz que llevo.
+Le pregunté a Otto cómo haría don Samuel para saber que yo era la que era, y me dijo que muy fácil. Que yo iba a ir vestida como todas las monjas cuando viajan: falda larga y negra, camisa blanca, suéter negro. Él me había estudiado muy bien y yo no tenía que decirle más que sí a todo. Todo encajaba tan bien que yo no tenía por qué sospechar nada. Quizá el día del viaje me pasó, como una sombra, la duda de si yo llevaría de verdad muestras de tapetes. Pero al instante rechacé mi desconfianza como una mala inclinación hacia un semejante sobre el que no tenía derecho a sospechar nada malo, porque nada malo me había hecho.
+La mañana del viaje Otto llegó muy temprano a la casa con dos maletas. Yo había pensado que era sólo una. Dos maletas grandísimas que abrió delante de todos y me dejó ver las muestras de tapetes. Todas eran justo del tamaño de la maleta. Me dijo que, claro está, él pagaría el exceso de equipaje. Me dio mil ochocientos dólares y cinco mil pesetas sólo para mí. Dólares para mostrar a las autoridades y pesetas para propinas y taxis, y para que no me pusiera yo a buscar el Change, bien cansada como iba a llegar a Barajas.
+Me despedí de mi adorado padre con mucho amor porque, pensando como pensaba que partiría para el África, aunque nadie lo supiera, mi adiós podía ser el último. Le pedí de rodillas la bendición, escuché con amor sus consejos y me despedí de todos y cada uno de mis familiares porque sabía que mi ausencia iba a ser larga. Volví a sentir la arrogancia del que puede, del que es más, del que es admirado, y lloré mi debilidad y flaqueza.
+En el aeropuerto no tuve mayores problemas. El avión me daba miedo por ser un vuelo tan largo, pero me consolé pensando que mi Dios la tiene a una destinada, y que contra su poder no cabe sino la sumisión. El viaje se demoró en Santo Domingo, donde debimos esperar más de seis horas. Al avión se le dañó alguna cosa porque cuando aterrizamos sonó como si lo hubieran rasgado por dentro. Recé en la capilla del aeropuerto por todos mis semejantes y le rogué al Padre Damián que intercediera con su luz para que mis superiores aceptaran mi deseo de servir en el África. Habiendo servido en mi patria, en Puerto Mastranto, en los Llanos Orientales, en El Palmar de la Sierra Nevada, en el San Benito ecuatoriano y en Poparandó, en el noroccidente antioqueño, había cubierto los puntos cardinales de Colombia y quería encontrar, Madre mía, un Molokai para repetir con el Padre Damián: «Me hago leproso con los leprosos y si no puedo curarlos al menos puedo consolarlos».
+Llegamos a Madrid de día. Yo había perdido la cuenta de la hora porque había visto amanecer y anochecer varias veces. Me bajé cansada del avión. Aturdida de tanto entresueño que había tenido llegué a la aduana y presenté mis papeles. Me preguntaron a qué venía; respondí que a pasar vacaciones. El guardia no encontró nada irregular. Cerró el pasaporte y me dijo:
+—Felices vacaciones, hermanita. Adelante.
+Recogí mis maletas y comencé a extrañar que don Samuel no se acercara a saludarme. En mi azore ni había preguntado cómo era Samuel. Me hice a un lado para no molestar. Todos me parecían ser Samuel. Pero no. Nada. Nadie aparecía. Yo no había contemplado esa posibilidad. Pensé en llamar por teléfono a Bogotá, pero me dio miedo no saber cómo hacerlo. Esperé más de una hora y me dije: «Bueno, como el vuelo se demoró y el señor no llegó, voy a un hotel y llamo a Bogotá». Cogí un taxi, le pregunté si me podía llevar a un hotel bueno y barato, y cuando estaba el coche arrancado noté que un guardia corría a nuestro lado.
+—¡Deténgase! —ordenó.
+Pensé que había olvidado algo en el andén, pero no. El guardia se dirigió a mí y me dijo:
+—¿A usted le revisaron las maletas, Su Reverencia?
+—Sí —le respondí—, ya todo está en orden.
+—¿Quiere usted acompañarme?
+—Sí, claro —le dije. Me bajé. Estaba rodeada de guardias. Un señor gordo, medio calvo, me habló:
+—Usted es religiosa, ¿no es cierto?
+—Sí, sí, señor. Soy hermana de la Congregación de las Hermanas Redentoras.
+—Mucho gusto —dijo él—. Yo soy Samuel. Casi se nos escapa con el alijo, ¿no?
+—¿El alijo? —pregunté yo—. Usted me confunde. ¿Qué es eso? Si yo traigo para usted las muestras de tapetes que le mandó don Otto.
+—Ajá, muy bien, muy ingeniosa. Vamos a ver la muestra que nos mandó el amigo Otto.
+Abrieron las maletas y registraron mis cosas. Yo me ruborizaba al ver que los guardias miraban, examinaban y olían cada una de mis prendas. Le dije a don Samuel:
+—Usted sabe quién soy. Por favor, explíqueles quién soy. Señores: no me traten así. ¿Qué es esto? ¿De qué se trata? ¿Qué buscan?
+Uno encontró el hábito, lo sacó, lo desdobló y lo extendió delante de todos:
+—Aquí está, es ella a quien esperábamos: la monjita. Su Reverencia, ¿qué trae en las maletas?
+—Tapetes —dije.
+—¿Tapetes? Miremos. Miremos los tapetes —dijo don Samuel, y comenzaron a sacarlos.
+Yo seguí tranquila aunque cada vez más preocupada. Los tapetes venían cosidos unos con otros y entre uno y otro, también cosida, una bolsa larga y delgada de plástico que tenía muchos compartimientos aplanados. Todos me miraban. Yo no atinaba a entender qué era lo que venía en esas bolsitas tan bien empacadas. Los guardias se reían y me miraban. Fueron reuniendo el polvo y poniéndolo en una pesa. Una pesa, amadísima Madre, igual a la que usaban en San Antonio para pesar la coca. Entonces caí en cuenta de que lo que yo traía era coca, pura coca. Era el alijo del que se burlaban. No tenía nada que decir, nada que explicar. No podía decir que no traía lo que traía. El médico legista dijo:
+—Eso le da, hermanita, entre dieciséis y veinticinco años, dependiendo de su colaboración.
+Un guardia frente a mí contó los mil ochocientos dólares y las mil pesetas. Otro guardia se me acercó, me pidió que extendiera los brazos y me puso las esposas. Yo me vine en llanto. Me llevaron a una oficina donde apuntaron todos mis datos y me hicieron un interrogatorio de más de dos horas. Lo que no sabía, Madre mía, era que estaba escribiendo mi expediente y que una no escoge la cruz que ha de llevar porque si así fuera no sería cruz.
+Me llevaron esposada y arrastrando como podía mi maleta de ropa; las otras, donde venían los tapetes, o el alijo, se quedaron como parte del expediente. A la una de la mañana entré a lo que después supe que se llamaba la plaza de Castilla. Me aislaron en una celda. Allá llegó una doctora, abogada de oficio, a aconsejarme que negara todo, que no era justo, que yo no podía pagar por otros, y después me permitieron hacer una llamada. Mi hermana Amanda comenzó a gritar y a decir que cómo era posible semejante crimen conmigo, que iba a matar a Otto, que iba a sacarle los ojos. No pudo, porque Otto no volvió a dejarse ver.
+No pude yo tampoco decir mayor cosa sobre Otto porque —la verdad brille—, nada sabía distinto a lo que he dicho y eso era insuficiente para ser tomado por la autoridad como una colaboración. Pero no podía mentir. A Samuel, a don Samuel, le dije mirándolo a los ojos:
+—¿Usted para qué hace esto? ¿Usted para qué hace sufrir a otros? ¿Usted para qué quiere ganarse la vida de manera tan miserable? ¿Puede usted querer a sus hijos con ese corazón tan sucio?
+Me dio una bofetada. No volteé la cara para que me diera otra porque de la rabia, Madre, olvidé que Cristo había sepultado el «ojo por ojo» para hacer nacer la «otra mejilla».
+Me llevaron luego a una celda donde había unas gitanas que gritaban y se arrancaban el pelo a tirones. Las habían detenido vendiendo heroína, que en España llaman caballo. Tenían «la mona», un ataque de nervios que da por consumir drogas. Estaban como locas. Vomitaban y gemían. Sólo una, llamada Victoria, lloraba sola, arrinconada sin hacer ningún escándalo. Me miraron como si no hubiera entrado, pero se fijaron en la maleta que arrastraba. Al rato se me acercó una que llamaban Feliciana y me gritó:
+—Todo lo que hay en el baúl es nuestro, y quítate lo que llevas puesto porque también es de nosotras.
+Botaron todo al suelo y se lo fueron repartiendo, poniéndose una cosa encima de la otra. Victoria seguía llorando en su sitio sin entrar en la fiesta, y Feliciana me agarró del pelo y ordenó que me desnudara y me pusiera el hábito. Obedecí por miedo a que me hicieran algo, y cuando me quité la ropa todas, hasta Victoria, soltaron la carcajada. Tanta alharaca llamó la atención de la guardia, que se acercó a mirar por el ojo de la puerta, y al rato el director de la cárcel me envió el uniforme del penal, un vestido verde y unas zapatillas negras. Me sentí como saliendo del purgatorio.
+El juez me condenó, sin que yo protestara, a ocho años, tres meses y un día. La única prueba que existía contra mí era haber cargado una maleta con coca. De los dos kilos que habían aparecido en el aeropuerto faltaban 328 gramos que se quedaron enredados entre Samuel, los guardias y quién sabe quién más. Me acusaron de ser miembro de la línea San Jacinto. Yo no entendía la acusación, pero después vine a saber que se trataba de una cadena de narcotraficantes colombianos que metían droga a España. De vez en cuando esos malvados mandan a una persona delatada. Los guardias, los investigadores y la Brigada Antinarcóticos —que tienen todos negocios con los grandes de la droga en Colombia— arreglan las cosas para que alguien caiga y así pueden esconder su colaboración con la mafia. Yo salí delatada desde Bogotá y me escogieron a mí, Madre, que era religiosa, porque con ello mostraban su habilidad como investigadores: hasta una monja caía en sus manos. Eso lo supe hace poco, porque en prisión todo se sabe. Todo. Una prisión es tan abierta hacia adentro como cerrada hacia afuera. Aquí, Madre mía, nada se puede esconder.
+Como usted sabe, yo vi la luz primera en Abriaquí, un pueblo que nunca conocí porque muy poco después de haber nacido a mi padre lo trasladaron a Frontino, donde crecí y me crié. Soy pues, me gusta recordarlo, de la misma raza antioqueña de la eminentísima Madre Laura Montoya, fundadora de la Orden de Las Lauritas. Frontino es un pueblo martirizado por la violencia donde todo mundo es minero, fue minero o quiere ser minero, pero donde nadie se ha vuelto rico siendo minero. Terminé mi bachillerato en el Colegio de La Presentación y quería estudiar para maestra cuando un buen día, como a las cuatro de la tarde, venía subiendo por la carretera central a pie, sola, y de golpe, mirando la tarde, sentí el llamado del Espíritu Santo, huésped de las almas, consuelo en el llanto, plácida sombra en el tenaz calor, quien con su luz iluminó mis sentidos. Una gran nube tapaba el sol pero dejaba que grandes corredores de luz atravesaran el firmamento. Oí un largo trueno y dije: «Señor, os seguiré hasta el fin de mis días». El párroco de Frontino, amigo que era de monseñor Augusto Aristizábal, por aquel entonces deán de la Catedral de Medellín, me dio una carta para él después de hacerle conocer mi decisión y el modo en que el llamado se me hizo. Monseñor me dio alientos, me pidió reflexión y modestia, pero me dijo que si en tres meses persistía buscando el camino del sacrificio, él me ayudaría. Me aconsejó leer las vidas de los santos y me regaló la biografía del Padre Damián.
+Tres meses después no tenía duda. Mi fe se había fortalecido y en mi decisión no había reversa posible. Quería ser misionera, quería poner mi vida al servicio de la propagación del evangelio. El problema era que siendo mi padre un honrado agente del orden, no tenía cómo conseguirme la dote. Cuando así se lo dije a Monseñor, me tranquilizó:
+—Hija, Dios proveerá para esos requisitos. La voluntad es el verdadero oro.
+Por eso, Madre, un día golpeé en la casa de las Hermanas Redentoras en Medellín. Huida del hogar, es cierto, pero obedeciendo el llamado de Dios, allí comencé mi vida religiosa. Escribí a mis padres contándoles y a los seis meses estaba de postulante en Popayán. Aprendí a permanecer en silencio. Fue difícil. Una vive llena de voces, voces que gritan y voces que mandan; voces que alaban y voces que amenazan; voces que son nuestras y a la vez no lo son. Si el silencio no se gana afuera, nunca llega adentro. Me lo enseñó la hermana Elisa. Fue un tiempo que defiendo y que aquí en Carabanchel me ha dado la fortaleza necesaria para no desfallecer y tomar mi cautiverio como una obra misionera. En Medellín, después de mi noviciado, fui recibida como joven procesa.
+Todavía recuerdo aquella mañana llena de sol en que tomamos el hábito. Los pasos para llegar al altar fueron catorce; las novicias duramos acostadas en el suelo treinta y tres minutos con la cabeza puesta sobre una corona de espinas y los pies en un lecho de rosas, aceptando que el sufrimiento es purificado por el fuego. Cuando acabaron de sonar las veinticinco campanadas que anunciaban al mundo que viviríamos en él sin pertenecer a él, que moriríamos para las vanidades del hombre y naceríamos para la gloria de Dios, sentí que los coros celestiales cantaban el Hosanna y, cuando me colocaron las clavijas, sentí toda la alegría de ser esclava de Cristo.
+Fuimos destinadas a Mutatá. Yo lo conocía desde niña porque es con Dabeiba otro de los grandes pueblos del noroccidente antioqueño. Allá sólo permanecí unos pocos días, los necesarios para preparar con la hermana Martha la fundación de la misión de Poparandó, un río que bota sus aguas al Atrato. Fuimos a hacer lo que hace una misionera: fundar un puerto de luz evangélica. Lo hicimos tal como nos lo ordenaron y tal como, usted sabe, es costumbre en nuestra orden: empezando de cero. La hermana Betsabé, que conocía como nadie la región, nos había instruido a fondo sobre cómo llegar, dónde llegar y a quién pedir ayuda.
+Poparandó es el nombre de un pedazo de selva que hace parte de un resguardo embera. Nos quedamos en un playón vecino a unos tambos habitados por negros. Cuando llegamos con la hermana Martha, estaban cantando alabaos a un bebé muerto la noche anterior. Los padres, acompañados por toda la comunidad, velan a los niños difuntos la noche entera. Rezan, cantan y beben ron. Los cantos por los niños recién muertos son muy bellos. Llegan muy adentro. Todos dicen que el difuntico se volverá un angelito y le dan gracias a Dios por haberlo salvado de la esclavitud de este mundo. Hay en los negros una fe muy grande recogida en canciones tristes que siempre recuerdan su pasado. No hay que olvidar que nosotros los blancos los sacamos a la fuerza de un medio que, según entiendo, es muy parecido al de nuestras selvas; los pusimos a trabajar a punta de látigo en las minas —un trabajo desconocido por ellos—, y les prohibimos hablar su lengua, tener sus leyes, apoyarse en su familia. Nosotros tenemos con ellos una deuda muy grande que quizá nunca podamos pagar. Las Hermanas Redentoras, usted bien lo sabe, creemos que los caminos hacia Dios son infinitos y no tenemos por qué imponer uno u otro, ya que el pecado de la arrogancia no es sólo personal sino también colectivo, de un grupo, de una comunidad religiosa, de un país.
+Tan pronto echamos pie a tierra, como Redentoras que somos, nos pusimos a hacer casa, a construir un cambuche dónde dormir y dónde comenzar nuestra obra misionera. Cortar una vara no es fácil, cortar muchas es difícil, y hacer huecos para enterrarlas unas con otras y amarrarlas es casi imposible para personas acostumbradas a dar por hecho lo que es más necesario para sobrevivir. Lo mismo digo, Madre, del arroz. Una no sabe la cantidad de trabajo que hay detrás de un plato de arroz: tumbar y limpiar un lote al lado de un río, conseguir la semilla, preparar la tierra, rogarle a san Isidro que llueva a tiempo y ni mucho ni poco, espantar a los pájaros para que no se coman la semilla, recoger las espigas, pedirle a san Lorenzo que ayude a separar el grano de la paja, pilar luego y golpear con el pilón el grano para que se suelte de la vaina y por fin, ir por leña, hacer fuego y no dejar ahumar. Cualquier cosa que hacíamos para sobrevivir era un aprendizaje en el sufrimiento, una oportunidad para mirar nuestra veleidad, un medio para edificar nuestra nueva vida y ponerla al servicio de los negros y de los indios.
+Nuestra obra en Poparandó fue creciendo poco a poco. La comunidad nos fue abriendo camino hasta hacernos parte de ella. Compartíamos necesidades: las materiales nos las ayudaban a resolver, las espirituales les ayudábamos a encontrarlas en el camino de la fe y la esperanza. Vivimos dos años con ellos, Madre, y dejamos hecha una obra que no fue propiamente una iglesia sino el principio de un vínculo. Con los muchachos de la guerrilla, que a veces pasaban por la casa misional —un rancho con una cruz y una mata de azalea traída de Medellín—, hablábamos de lo que para ambos es la entrega a la causa, llámese Dios, llámese prójimo, llámese revolución. La dificultad y el sacrificio en mí y en otro son los mismos y la fe, así esté puesta sobre fuerzas diferentes, es la misma.
+El mismo vínculo construimos en Puerto Mastranto, Arauca, a donde fuimos trasladadas. Allí, como recordará, nos conocimos, siendo usted la superiora de la obra y rectora del internado. Recordará mi trabajo y mi celo por hacer más útil al amor nuestra misión con los indios sálivas, con los colonos, con los llaneros. Recuerdo la tarde en que, mientras hacíamos las manualidades que usted nos recomendó, se tomaron el pueblo los muchachos de la guerrilla. La casa nuestra y sobre todo la capilla fueron usadas como trincheras para dispararle a la Policía, a pesar de nuestra protesta y nuestra indignación. Nosotras ya los conocíamos, y aunque las armas que cargaban no nos gustaban, tampoco les teníamos miedo. Sin embargo, en Puerto Mastranto las vimos disparar; sentimos toda la fuerza de destrucción que tienen y vimos cómo fueron acabando con la estación de Policía, cómo obligaron a los agentes a rendirse y cómo juzgaron a gritos al sargento y lo amarraron. Todas las hermanas llorábamos y le rogábamos al comandante que no lo fuera a matar, que eso sería un asesinato, que la revolución debía ser ante todo cristiana y saber perdonar, pero no logramos conmoverle el corazón. Asesinaron al sargento. Nosotras lo enterramos y lo lloramos sin lágrimas, ya que las lágrimas las habíamos llorado todas.
+De Puerto Mastranto me dirigí a San Benito, un pueblo que, aunque queda en el Ecuador, es colombiano. Allí llega nuestra gente, sobre todo indígenas de Túquerres, Cumbal y Guachucal, y de las regiones de Tumaco, del Patía y Guachicono, a trabajar en las plantaciones de palma, en los cultivos de algodón y sorgo, en la minería. Es un pueblo caliente, lleno de movimiento y de vicios. Hay prostitutas y ladrones, cantinas y bares, comercio de contrabando y calles llenas de algarabía. Nadie obedece a la policía ni le hace caso al cura. Para nosotras hacer nuestra obra en un mundo lleno de afán por el dinero es un gran reto. Hacernos notar, hacer un eje, era casi imposible. Nadie nos ayudaba porque todo el mundo andaba haciendo lo que tenía que hacer para llevar unos pesos a sus casas en Colombia. Nos tocaba trabajar en silencio, sin que nadie lo reconociera y sin la esperanza de ser escuchadas. Lo más difícil de todo era tener que ir al basurero a buscar desechos de alimentos, porque nadie nos daba limosna para sobrevivir. Los comerciantes nos echaban a gritos de sus negocios; la Policía nos vigilaba de día y de noche, y todo porque habíamos descubierto que unos con otros habían asesinado a un indígena. Fueron días de mucha soledad porque las autoridades colombianas no quisieron encargarse del caso y las ecuatorianas tomaban nuestro testimonio como un ataque a su patria. El asesinato de trabajadores y de jornaleros es una historia que se repetía y se repite en San Benito sin que nadie la denuncie. Sufrimos mucho, y por eso descansé cuando me trasladaron a El Palmar, en la Sierra Nevada, donde me alivié de todos los males.
+Por unos días, porque allá estaba sembrado también el mal, que llevaba el nombre de marimba. La manejaban los hermanos Pérez. Tolimenses ellos, primos hermanos de Teófilo Rojas, quien se hizo célebre como Chispas. Habían llegado perseguidos por la violencia. Se fundaron y sacaron adelante su trabajo, se hicieron ricos y conocidos. Cuando apareció la marihuana la cogieron por su cuenta y mantenían plata y fama. No les quedó difícil dar a los colonos semillas para cultivar y sacar pacas de hierba que compraban en El Palmar y vendían en Ciénaga. Como sabían de armas, no les quedó tampoco difícil hacerse respetar de los costeños que la compraban y la embarcaban para el exterior, y como las armas atraen otras armas, tampoco les quedó difícil hacerse amigos del capitán del Ejército que tenía su base en el pueblo y asesinar cosecheros para no pagarles. Sembraron de muertos El Palmar, La Tebaida y Año Entrante. Después, cuando pasó la marihuana, llegó la guerrilla. Los Pérez, ricos en casas, en negocios y fincas, organizaron uno de los primeros grupos de paramilitares que hubo en la Sierra Nevada. Los muertos siguieron contándose por decenas. El sufrimiento de los campesinos era grande y nuestro trabajo difícil entre tanta sangre. Sentí mucho dolor cuando el Capítulo me pidió que me fuera a trabajar a San Antonio, ya que en El Palmar no había podido sembrar ni siquiera una esperanza.
+Me gusta escribir, Madre, estos recuerdos, porque me hacen vivir de nuevo mi país; porque a pesar de la sangre y del dolor, allá sigue amaneciendo y la gente sigue burlándose de su propia adversidad. La gente vive y, por eso, la matan. Y entre más la maten, más fuerza y valor cobra su vida. Cada vez que aquí llegan colombianas —y llegan cada rato—, yo me les cuelgo para que me cuenten qué pasa en la tierra, porque ellas traen el país a cuestas.
+Cuando entré a este lugar, que el sufrimiento va volviendo santo, creí que me estaba volviendo loca y que todo lo que vivía era mentira. Sin embargo, traía arrastrando un hilo que me conectaba con mi gente; traía todavía frescas las sensaciones de la última noche en familia; el rostro serio de mi padre, despidiéndose de mí desde lo profundo de sus ojos, con la certeza de que no me volvería a ver; el beso de mi santa madre, siempre sufriendo, siempre apoyando a todos sus hijos, siempre pendiente de nuestra suerte; el ánimo de mi hermana, que veía en mi viaje algo así como un acuerdo entre ella y Otto. Pero además traía pegada a mi alma la fuerza con que crece la selva en el Guaviare, la claridad del aire de la Sierra Nevada, el llanto de los niños negros, el tuteo de los indígenas de Cumbal, el frío del avión que saca el pescado y la coca de San Antonio, la misma coca que traen las mulitas entre sus barrigas o entre sus maletas a Madrid. Llega una aquí con toda esa vida, y aquí se vuelve melancolía.
+No olvidaré, Madre, el momento en que crucé las puertas de Carabanchel, una tras otra. Se abrían como tragándome y se cerraban haciendo un ruido seco que resonaba en la galería como una campanada en misa de difuntos. No olvidaré tampoco el encuentro con el chabarro, como dicen en España, donde debía permanecer ocho años: un cubículo de dos metros por tres con veinte, donde vivimos dos mujeres dejadas de nuestras familias, olvidadas por nuestra gente. Ella se llama Mónica; tiene cuarenta y cinco años y lleva cerca de cuarenta meses de encierro. Es bogotana, casada y con tres hijos. Me acogió en su regazo desde que entré. Me presentó a las demás y me contó los pequeños secretos que uno necesita para vivir:
+—Tú aquí no eres una monja, eres una colombiana que tiene que hacerse respetar como tal. Las colombianas aquí somos un grupo que se defiende por los cuatro costados, espalda con espalda. Esos cuatro costados son, en primer lugar, la guardia penitenciaria, que busca siempre joderte y anotarte los partes negativos que valen tres meses de prisión extra cada uno. Las guardias nos odian porque no bajamos la cabeza. El segundo costado son las españolas que, estando en su tierra, creen que nosotras somos las indias que descubrió Cristóbal Colón y nos tratan como huéspedes fatales. El tercer costado son las gitanas. Cuídate de ellas porque no reconocen a nadie y a nadie respetan; para ellas los collai, los no gitanos, somos sus enemigos. Manejan el mercado del caballo o heroína. El cuarto costado son las negras. Son violentas y fuertes y controlan el mercado del hachís. Con todas, incluidas las guardias, debes hacerte respetar: no hacer chanzas, no bajarles la mirada, no entrar en negocios. Aquí los negocios que tengas que hacer los haces con tus paisanas o con nadie. Nosotras manejamos los destinos de trabajo que ayudan a pagar más rápido las penas; manejamos la basura de este establecimiento, la limpieza y la higiene de las galerías, las secciones de ebanistería, costurería, panadería y lavandería. Somos mujeres que hemos trabajado toda la vida y si estamos aquí es porque dimos un paso en falso y no por viciosas y corrompidas, como las españolas. Muchas de nosotras hemos estudiado aquí en España en la Universidad de Educación a Distancia, en el Instituto Nacional de Bachillerato a Distancia y en el Centro Nacional de Educación a Distancia. Aquí se han graduado colombianas en leyes y en literatura española; muchas han hecho su bachillerato; algunas hasta han aprendido a leer y a escribir, y no faltan las que no permiten que sus familias sepan que están presas sino que sostienen el engaño de que están estudiando y llegan a Colombia con sus títulos. Nosotras las colombianas somos las que más rendimos y a las que menos partes nos ponen, a pesar de que viven buscándonos el quiebre. Porque para la gente de aquí, coca y Colombia son una misma cosa.
+Mónica es una mujer gruesa, llena de fuerza, que no sabe rezar con los labios sino con los brazos. Es nuestro centro. En ella lloramos y a ella acudimos; nos consuela y nos defiende. Dice haber querido mucho a su hombre hasta que, pasado el tiempo, el alcohol lo fue dominando, lo doblegó y entonces ella se abrió y se encargó de la casa, de los hijos y de las deudas. Pero las deudas le fueron ganando la carrera y los abogados le iban a quitar la casa. Dijo: «No. Yo la salvo», y aceptó hacer un viaje. Se ganaba cinco mil dólares por traer la coca y ella, con obligaciones y con la amenaza de tener que vivir en la calle, decidió aceptar la oferta y venirse cargada en una recua.
+Se vino como todas. Para los narcotraficantes somos puras maletas, como lo son, Madre, los bagres del Guaviare. Nos usan como recipientes ambulantes y nos dejan botadas si caemos, a pesar de que nos prometen todo tipo de garantías y de ayudas. Yo he resuelto aceptar que fui usada, que soy por tanto una mula más, aunque con eso no reconozco haberme prestado consciente y voluntariamente a traer la coca. Fui engañada, como muchas, y he resuelto aceptar que soy mula porque debo pagar mi pecado como todas las demás mujeres que estamos aquí, sin dejarme tentar por la vanidad de ser religiosa y por tanto superior o distinta a las otras. Las Redentoras debemos ser pueblo sufriente y aceptar el sufrimiento de los demás sufriendo como los demás, y no desde lo alto de la vida religiosa, viendo a los otros desde un pedestal. La única manera de saber ayudar al rebaño es siendo ovejas, y no sólo ovejas blancas y rizadas, sino cabras negras, chivas y hasta lobos.
+Y así, por necesidad, Mónica aceptó montarse cargada de droga en el avión. Les dijo a sus hijos que iba a comprar mercancía para revender. No había acabado de levantar el vuelo cuando a una compañera que ella no conocía le comenzó como un trastorno con mareo. Las azafatas, que son duchas en pillarse los males, le dieron leche caliente, que dicen que revienta las bolsas, la niña comenzó a llorar desesperada y luego a gritar y a gritar. Entró en pánico. Todo el avión se enteró. Una azafata le aconsejó que soltara las bolsas para que no se muriera, y la pobre muchacha corría del baño al pasillo y del pasillo a la cabina pidiendo auxilio. Otra niña se impresionó tanto que confesó que ella también estaba cargada y entonces entró en pánico y contagió a todas, o casi todas las demás. El avión se volvió una casa de locas. Cogieron toda la recua, incluyendo a Mónica que, como las demás, empezó a sudar. Luego le entraron escalofríos, hasta que terminó entregándose. Era una nave de Iberia y por lo tanto española. Así que en Santo Domingo, bajo la custodia de la Policía, las trasladaron al hospital, las llevaron en voladas a soltar las bolsas y, luego de limpiarles el estómago, las remitieron presas en el mismo avión, que debió esperar seis horas a que las mulas se recuperaran. Eran ocho niñas y todas llegaron a España con las bolsitas en la mano.
+Los primeros días, Madre, fueron días duros, largos y oscuros porque eran de invierno. Yo tenía mis remilgos y me reprochaba todo el santo día, me inculpaba y me acusaba a mí misma hasta que descubrí que cargarse de culpas es una manera de no aceptar el peso de la cruz. El momento en que caí en cuenta de mi propia trampa fue milagroso. Ocurrió el día del cumpleaños de la infanta, la hija del rey, que en las cárceles españolas celebran repartiendo cerveza con la comida. Cuando me dieron la mía una gitana me rapó el vaso y trató de bebérsela. Yo me paré y la empujé. Ella me dio un puño y después otro, me botó al suelo y me cogió a patadas hasta que llegó la guardia y me sacó a empujones del comedor. Me llevaron a la celda de castigo y me dieron tres días de encierro. A ella, por ser paisana de las guardias, no le dijeron nada. Así que salí resentida y armada de valor y al poco tiempo me crucé con la española en un pasillo. La miré, me le acerqué sin miedo, le doblé un brazo, la llevé a la fuerza a los baños y allá le mostré quién era yo. Estuvo tres días en la enfermería. Yo no soy fuerte, Madre, pero tenía que intentarlo y aceptar, peleando como todas, las reglas del juego de la vida en cautiverio. Desde ese día me llaman las otras reclusas «Aquí-no-volveré». Nadie sabe quién me puso ese sobrenombre, y menos por qué.
+Sintiéndome parte del penal y de las penadas, encontré abrigo. Me ofrecieron un destino que me tocó el alma desde el primer día: trabajar en el kínder de los gitanos, que son como una gran familia. No se separan ni se dejan separar. Cuando uno se enferma, todos van al hospital y el hospital se llena; cuando uno cae preso y lo traen a Carabanchel, los demás se paran en una loma que hay al lado del penal, desde donde se alcanza a ver el último piso del edificio, y desde allá le gritan lamentos que son como llantos largos. El preso les contesta y así se la pasan todo el día. No se abandonan y no están solos en la cárcel, así duren veinte años. Siempre hay gitanos en la loma, acompañando a los que han perdido la libertad. Es muy triste, Madre, pero al mismo tiempo muy bello.
+Victoria, la gitana que se mantenía llorando en un rincón el día de mi ingreso, cuando me robaron mi ropa, es una persona a quien el marido no ha abandonado un solo día. Llega temprano todas las mañanas y comienza a llorar sus penas y a gritarle sus amores. Ella le contesta lo mismo. Uno grita, mejor diré que canta, y la otra le responde. A veces las dos voces se encuentran y forman un dúo que le deshace a uno el corazón. A veces pelean, a veces se reprochan y creo que hasta se ofenden. Uno no entiende sus palabras porque hablan «calé», pero las siente.
+Victoria cayó vendiendo caballo. Su esposo Manuel había sido su novio desde que tenía cinco años. Vivían en Sevilla y desde niños estaban destinados por los viejos de ambas familias a ser marido y mujer. Se veían sabiendo que algún día se tenían que casar, y cuando llegó por fin la época del matrimonio, las mujeres viejas se reunieron y consultaron con los ancianos si ya había llegado el tiempo para que Victoria dejara «caer la gota que florece». Ellos dijeron que sí —Manuel tenía quince años y ella catorce— y se arregló la fiesta. El padre del novio pagó la dote por la novia, que en este caso fue un automóvil último modelo —en vez de un caballo andaluz, como se hacía antes—, y llegó el día de la celebración. Desde temprano comenzó la fiesta, que duró hasta tarde, hasta que las mujeres les hicieron una seña a los jóvenes para que esperaran en la calle y al resto de la familia para que dejaran solos a los recién casados. Victoria y Manuel se fueron a la alcoba. Todos esperaban que ella saliera al balcón y mostrara la falda manchada con la gota de sangre, pero como no lo hizo los jóvenes dejaron las chanzas y los mayores comenzaron a afilar sus navajas. El tiempo pasaba y Victoria no aparecía, hasta que los hermanos de Manuel desenvainaron sus cuchillos y se fueron a cobrarle en sangre al padre de Victoria la sangre que no había manchado la falda.
+Manuel y Victoria, avergonzados, huyeron. Nadie los vio salir, a pesar de la vigilancia. Se fueron a Jaén y allí vivieron odiándose, hasta que un día Manuel compró una revista de sexo para aprender cómo era el cuerpo de la mujer, para saber qué se escondía debajo del corpiño. Pasó el tiempo y regresaron a Sevilla. Nadie los trataba, nadie los saludaba. Habían sido expulsados de la tribu, pero una tarde la mujer más vieja salió gritando al balcón y mostró la falda con la gota hecha una gran flor, seca ya, pero tan grande y brillante que parecía viva. La tribu se fue reuniendo poco a poco. Abrazaban a la pareja, la besaban; llegaron los músicos, los viejos y, después de tres meses, la fiesta suspendida volvió a reanudarse. La pareja salió a bailar la alegría del llanto, que es el verdadero baile de los gitanos.
+El trabajo con los niños gitanos, Madre, me fue agarrando tanto que se me perdió la cruz, y entonces solicité que me permitieran trabajar en el hospital atendiendo a los enfermos de Sida. El ejemplo del padre Damián con los leprosos me muestra el camino, y por eso dedicaré hasta el último de mis días de prisión a acompañar a los pobres condenados, a hacerlos sentir seres humanos muriendo y no trastos vivientes. Acompañar a los moribundos en su hora suprema es un acto final de amor, porque la muerte es la única experiencia de la vida que no es compartida. Mi presencia en la muerte de otros es para mí la manera de no olvidar mi cruz, de no sentirme una simple condenada.
+Madre mía, a sus pies suplico que leáis esta comunicación ante el Capítulo de Bogotá, próximo a reunirse. La comprensión de ustedes es el perdón y el perdón es para mí un nuevo nacimiento. Yo expío aquí no sólo mi pecado sino el pecado de los míos, de mi gente. Llevando mi cruz ayudo a mi pueblo a cargar la que han puesto sobre sus hombros.
+Resignada espero,
+MERCEDES DEL PADRE DAMIÁN DE VEUSTER
Hermana Redentora y Sierva de Nuestro Señor Jesucristo
+CUANDO CALÉ EL PIE EN LA huella, sentí que había hecho ya el camino, que yo era otro, y que todo esto ya me había pasado una vez. Se lo pregunté a Guaracas, con quien venía haciendo una travesía larga, desde La Esperanza, una vereda escondida en el Sumapaz, donde nací, hasta el Coreguaje, donde quedaba el comando del Segundo Frente. Nada me contestó. Me miró sí, pero no chistó palabra. Eso me acabó de confundir porque no sabía si le había preguntado en voz alta o si había hablado para mis adentros. Resolví que no me importaba la respuesta y seguí metiendo mis botas en las huellas que dejaba Guaracas. Era una manera de caminar que me había enseñado, como todo lo que sé, el Mono Mejías. Meter la pata donde la saca el compañero de adelante no lo deja a uno rezagar y lo va empujando en un ritmo, en un traque-traque, traque-traque, donde uno se puede dejar dormir si quiere.
+El Mono Mejías había hecho la misma travesía diez años antes. En el 58 llegó al campamento que teníamos en La Esperanza, en las cabeceras del río Duda, un correo del compañero Richard pidiendo refuerzos porque Dumar Aljure, un guerrillero del Llano muy liberal y muy anticomunista, lo tenía sitiado en el Alto Guayabero. El Mono Mejías, que era político, había organizado un festival con Diamante y Vencedor —dos mandos militares— para salir de la tristeza que da cuando se anda huyendo, porque a La Esperanza llegaba la gente con la noticia de los muertos que habían dejado. A mi papá mismo lo mataron en una comisión que habían echado desde Galilea para cubrir las zonas altas del Sumapaz, cuando ya no les quedaba otro camino, cuando ya le habían aguantado al Gobierno nueve meses de pelea en La Cortina, que no era sino una forma de defendernos. La Cortina está hecha con hombres guapos para no dejar pasar para adentro al Ejército.
+A Galilea habían llegado trescientas familias huyendo de la guerra que tronaba en Mercadillas, en el Cerro Pelón, y donde en quince días mataron treinta y tres compañeros e hirieron a setenta. Fue un combate tan enganchado, que la gente entró pisando monte y salió pisando barro amasado con sangre. Es que para ese tiempo no era como cuando se comenzó en el sur del Tolima. No. En Villarrica los chulos peleaban como perros, avanzaban y se metían encima. Cayeron hombres guapos con el Español, hermano de Richard, un excombatiente del Ejército que había estado en Corea y conocía todas las mañas del Batallón Colombia.
+El centro de gravedad de toda esa región era Villarrica. La guerra comenzó allí cuando los compañeros de la dirección política embadurnaron el pueblo con consignas contra la dictadura de Rojas Pinilla, contra los muertos de la Plaza de Toros de Santamaría, contra la ilegalización del Partido Comunista. Yo no me hallé en esos hechos ni en otros muchos que conozco como mi propia vida, pero nací y me crié oyéndolos contar a los mayores.
+La cosa pudo comenzar con los veintisiete mil volantes que se repartieron en Villarrica después de que cogieron preso al Mayor Lister, el 5 de marzo del 54, y de que los compañeros de la dirección habían prohibido tomarse el pueblo en represalia. «Eran demasiados volantes, la cosa era exagerada», le oí decir mil veces al Mono Mejías. Además de semejante boleta, los compañeros pintaron todas las paredes del pueblo y hasta los animales, los burros y las vacas. Dicen que al alcalde le colocaron en las costillas uno de los volantes. Entonces, ¿qué querían? ¿Que el Ejército soltara a Lister y condenara a Richard? ¡No! Había que pelear sin quejarse porque habíamos hurgado el avispero. El cura, los hacendados y las autoridades concluyeron después de esa noche que el comunismo se había tomado la región. Y era cierto. Allá éramos mayoría. Ese fue el error: prender la mecha en una región donde éramos la mayoría. Pero los compañeros creyeron que todavía se combatía con el Ejército de antes, en el que la caballería era el arma secreta. Resulta que la guerra nos cambia a todos y el que no se pone al día pierde. En una pelea como la nuestra, de años y años, la clave está en salir adelante todos los días con cosas nuevas.
+El arma secreta del Ejército era Marcos Jiménez, un liberal que combatió en la primera violencia al lado de los compañeros y del viejo Juan de la Cruz, con el nombre de «Tominejo». Era valiente y traicionero, doblemente peligroso. Los hacendados cafeteros de Villarrica lo compraron para combatirnos, y el Ejército lo armó, lo apoyó y lo defendió. Mientras los chulos atacaban La Cortina con tropa, artillería y aviación, Tominejo se encargaba de los civiles. Él le dio dedo a Lister, que conocía muy bien, y como Lister, también conoció toda la primera cochada de guerreros, que eran los mejores, los más experimentados. Los guerreros viejos son como los gallos de pelea jechos, que llegan a serlo porque no han perdido nunca.
+La lucha se abrió muy sangrienta. En menos de seis meses Richard, Diamante y Tarzán, los tres combatientes más nombrados, le hicieron al Ejército veinticinco combates. Se inventó La Cortina, una fila de hombres que iba desde Pasca hasta Dolores, pasando por Prado, Villarrica, Cunday, Icononzo, Pandi, Cabrera y San Bernardo. Todo el oriente del Tolima. La Cortina se defendía a cacho, es decir, a cañazo: cuando la tropa entraba se hacía sonar el cacho de sitio en sitio, de vereda en vereda, recorriendo todo el territorio como una onda. El Ejército le huía al toque y los combatientes le daban gracias a Dios. La Cortina fue una táctica de guerra regular hecha por autodefensas. En las mismas regiones se peleó nueve meses. Los hombres reemplazaban a los hombres, las mujeres a los hombres, los niños a las mujeres. Todo el mundo tenía un puesto y una hora. La Cortina fue una vaina muy berraca, después no la ha habido. Ni la volverá a haber porque sería un suicidio.
+Llegó un momento en que tocaba sacar a los chulos de Mercadillas y de Ramón Santo, porque nos tenían arrinconados. Venía la gente del comando pidiendo parque, pidiendo drogas, pidiendo hombres. No podían sostener la pelea. El Mono Mejías y Richard hicieron un plan para jalar al Ejército para un lado, hacia Villarrica, y poder descongestionar la zona que tenían castigada. Hicieron tres catalicones grandes, que eran tubos de seis pulgadas de diámetro y de seis a ocho metros de largo, donde echábamos grapas, vidrio, puntillas, pólvora, pedazos de todo. Eran morteros. Se ubicaron en la loma de Los Cámbulos, un sitio alto que dominaba la plaza de Villarrica, y se emplazó también un grupo de fusileros de élite.
+En la plaza del pueblo el Ejército hacía gimnasia todas las mañanas y recibía instrucción militar. A las seis y media de la mañana comenzó el operativo. Los compañeros colocaron el primer tiro en la casa de un señor Cortés, donde los chulos habían instalado el cuartel; el segundo pasó sobre la Alcaldía. Se descolocaron los techos y el terror fue general. A cada tiro de catalicón, los fusileros, que eran los mejores tiradores que había, como Gavilán, Tarzán, Diamante, descargaban sus armas. El estruendo era de terremoto. A los catalicones había que ponerles el culo contra un árbol y amarrarlos con rejos, bien fuerte. El tercer catalicón se disparó cuando todos corrían. El cura tocaba las campanas y los chulos disparaban hacia el cielo. El fuerzón del disparo fue tan tremendo, que rompió los rejos y alzó vuelo con tubo y todo. Parecía un cohete. Cayó en el atrio de la iglesia. El alboroto fue mayor; no quedó cristiano en varias cuadras a la redonda; a los soldados no los podía atajar capitán alguno; los sapos de Marcos se guarecían debajo de la cama. Fue el día del juicio final. Cuando el cohete se apagó, todo el mundo quedó en silencio. A la hora se fue acercando, con mucho cuidado, el Ejército. Nunca habían visto, ni los oficiales superiores, un aparato tan extraño. Le dieron tiros desde lejos y así fueron cogiendo confianza hasta catearlo de cerca. No se explicaban qué podía ser un tubo negro, todo quemado, que había llegado volando y haciendo ruido. Resolvieron que tenía que ser un arma rusa. A los días, un grupo de oficiales gringos se lo llevó para analizarlo.
+Sea por una cosa u otra, el Ejército soltó el bocado de Mercadillas y se concentró en Villarrica, donde no tenía enemigos. Eso les dio un respiro a los combatientes y sobre todo a nosotros, que éramos las familias. Tenían por fuerza que defender su centro de gravedad, donde tenía armamento pesado y arsenal. Despejaron Cerro Pelón y Mercadillas.
+Pero el Ejército no se durmió, sino que volvió a contragolpear y se metió a la colonia agrícola del Sumapaz, ya bastante retirada. Allí le tocaba los talones a Juan de la Cruz Varela. Se metieron a la colonia entre el 5 y el 15 de julio del 55. Cayeron sobre esa pobre gente miles de tiros de fusil y de mortero y miles de bombas napalm de la aviación. El Gobierno gastó mucha más plata en destruirla que la que gastó en fundarla.
+Ya no quedaba nada ni nadie en La Cortina. Todos se fondearon a establecer guardaderos en el monte. Con esta derrota tan despiadada, el personal sufrió mucho. A los comandos llegaban a pedir comida, droga, ropa, sopa y sobre todo, orientación. Nada, nada se les podía dar. No había abastecimiento, las bodegas del movimiento y del personal estaban vacías. Drogas nunca hubo, y orientación tampoco, porque se habían perdido los contactos con la dirección regional y con la dirección nacional del partido. El compañero Juan de la Cruz estaba muy lejos. El camarada Jacobo, que era de la regional del Tolima, le dejó a la gente unos manifiestos largos, llenos de palabras, porque él era político. Richard era, según dicen, un gran comandante, pero tenía la desventaja de empecinarse en combatir hasta el final y entonces se volvía un guerrero de gatillo.
+Se tomó la decisión de enviar al Mono Mejías a localizar a Juan de la Cruz para que definiera qué se iba a hacer. Él era la cabeza y tenía que responder por ella. La otra orientación que dio la dirección del oriente del Tolima fue la de acabar La Cortina y dividir a los combatientes en cinco comisiones de combate para pelear como guerrilla rodada y para defender a la gente que se había organizado para huir. Esa fue la orientación que se siguió. Las cinco comisiones quedaron así: la número uno, comandada por Richard, tenía ciento y pico de hombres y se fue a operar en Prado y Dolores. Era la del sur. La número dos era la del norte: ocupaba El Roble, La Aurora, Icononzo y Cabrera. La comandaba Tarzán. La tercera, comandada por Diamante, actuaba en Prado, Lozanía, San Pablo. La cuarta operaba en Cunday y estaba dirigida por Aventuras. La quinta tenía como destino Santa Ana, El Sinaí, Pradera, Palacio, Hoya de Pelcar, Barandilla, San Miguel, Los Quecos, y la comandaba Abuelito, que fue en vida mi señor padre. En total serían unos seiscientos hombres en armas.
+La dirección resistió un tiempo en Galilea con la comandancia y las familias, amontonadas, sin comida. Pero de Galilea tocaba salir. ¡Con ese mundo de gente! ¡Un pueblo entero! Quedarnos concentrados era morirnos, porque el Ejército no iba a tener piedad aunque estuviéramos desarmados. Teníamos por obligación que defendernos huyendo. La decisión la tomaron los viejos y la gente aceptó salir de ahí costara lo que costara. Las trochas de salida eran al comienzo picas donde apenas se podía poner el pie, pero después de pasar un contingente de familias, quedaba hecho un camino. Abajo todo era puro barro, y encima, copas de árboles que nunca dejaron secar la trocha. Los sabañones casi acaban con la revolución. En la evacuación quedaron muchos cadáveres, no sólo de animales sino de cristianos. Se andaba por ventiaderos de mortecino. Los niños llegaron casi los mismos porque por el camino nacieron unos y se murieron otros. Las comisiones caminaban por el lado de afuera, peleando, comidiando, y los niños, las mujeres y la dirección íbamos en el centro, aguantando. Todo mundo acorralado, disgustando unos con otros, llorando, consolándose.
+El Mono Mejías salió de Galilea con la misión de pedirle orientación a Juan de la Cruz Varela, que a los primeros tiros se había ido yendo de El Palmar para Icononzo, de Icononzo para Guatimbol y de Guatimbol para el Nevado. Iba subiendo a medida que los tiros aumentaban abajo. No porque fuera cobarde el hombre, sino porque tenía que organizar el páramo, que era su retaguardia más importante. Sin él nos hubieran liquidado. Don Juan había peleado sin tregua desde cuando era joven y peleó siempre. Él decía: «Yo soy el mismo de toda la vida; por eso no me cambio de camisa».
+El desplazamiento que tocaba hacer era un crucero extensísimo. Se cogió camino en unas agrupaciones llamadas La Estrella, cerca a San Pedro, para llegar por la tarde, caminando seguido, al Riachón, que era posada. La jornada siguiente se cogió con la fresca de la mañana para alcanzar el cerro de La Mistela y a mediodía bajar a Barandillas para pernoctar en la Hoya de Palacios. Al otro día subimos hasta Los Quesos para descolgarnos a Francia, coger el Duda y reventar a Ucrania. Después venían las Lomas de los Tempranos, La Esperanza, La Alegría, y por último, El Peine. Ahí salió don Juan, porque él no dejaba llegar hasta el cerro. En el camino cambiamos de clima varias veces, entre subidas y bajadas. Había caminos altos, donde El Duda se veía abajo pequeñito; una piedra que se rodara salía pum, pum, pum y duraba tiempo hasta el tazzz allá en el río. Había partes ventiscosas, que bregaban a devolverlo a uno. Yo trillé ese camino muchas veces, porque nacido en La Esperanza fui muchas veces a ver a la familia de mi padre, que vivía en Villarrica.
+El Mono Mejías se topó con un grupo de la quinta comisión que andaba de la Hoya de Palacios para arriba, acompañando a un contingente de civiles que buscaba salir de la guerra y quedarse en Francia. Esa comisión colaboraba con los civiles, defendiéndolos y enrutándolos hacia diferentes partes. Los caminos se iban haciendo cada vez más profundos al paso del personal. Esos caminos han sido muy transitados. En el cincuenta, cuando la primera violencia, por allí llegaron de una y de otra parte a fundar La Esperanza, Ucrania, La Hoya. Con la violencia del 56 también llegó gente del Tolima, de todo el Tolima, del norte, del sur, y del oriente. En el 64 llegó personal de Marquetalia, en el 67, del Guayabero; en el 72, de El Pato. Esos caminos se han ido profundizando con la pasadera de gente huyendo. El Mono Mejías bajó con unos finqueros del Tolima en el año 35, cuando tenía quince años, y no había vivientes. Después lo mandó don Juan de la Cruz hasta San Juan de Arama a buscar a la guerrilla liberal. Salieron treinta y llegaron cinco; los demás se devolvieron porque eran selvas espesísimas, cerradas. Fundaron Los Tambos, Palmarcito, La Esperanza, La Francia, con la ambición de regresar a hacer finca cuando la guerra amainara. Nunca pudieron quedarse a vivir porque la guerra los sacaba de ahí o los llamaba de otro lado.
+Con Juan de la Cruz bajó esa vez Arboloco, una belleza de hombre. Yo lo conocí ya viejón. Fue el mejor tirador del Alto Sumapaz y no se podía comparar con ningún otro porque no tenía resabios. Don Juan sabía a qué llegaba el Mono Mejías y, sin explicaciones, le fue diciendo que ya había citado una reunión en la Hoya de Palacios para analizar el caso y decidir si el Sumapaz entraba en guerra. A la reunión asistieron Vencedor, Barbajecha, Leobrín, Curro, Arboloco, don Juan y el Mono Mejías. La situación era muy grave, desesperada. Don Juan propuso hacer un comando unido ahí en la Hoya y sumar los dos movimientos: las cinco comisiones de los compañeros de oriente del Tolima, y la organización de don Juan en el alto Sumapaz. La cosa era justa y no había otra. En la Hoya de Palacios también se crearon las Columnas de Marcha: la que salió con Richard y Gavilán hacia El Pato-Guayabero y la que salió con Diamante y el Mono Mejías hacia el Duda-La Uribe.
+El Mono Mejías con su gente, unos diez hombres bien armados, dejó la conferencia antes de que se terminara porque le ordenaron llevar la noticia a los chulos que se acababan de tomar a Villarrica. Lo acompañaban Monte Oscuro, Velázquez, que llegó a ser el teniente Chispitas, Ojizarco y Rapidol. El Mono, de orgulloso, no quiso llevar comida o «gato», que llamamos, porque tenía pensado caer a la hora de almuerzo a El Barcino, que era una región tranquila. Así que salió a mediodía y dijo: «Conmigo llegamos». Pero quien ensilla no es el burro, y cuando fue arrimando vio, desde unos potreros extensísimos que hay ahí, un tropel allá, casi en la boca del monte. El hombre pensó: «Los compañeros pusieron ya un puesto; qué bueno, hombre», y siguió. Cuando de golpe se dio cuenta de que era el chulerío que estaba asoleándose. El Ejército se había tomado la región. Bueno, ¿qué hacer? Correr por esos potreros, pero los chulos los pillaron y comenzaron a quemarles con ambición de matarlos por fin. El Mono dio la orden de mandarse al monte para que la sombra de las matas les hiciera trinchera. Los otros dispárenles y dispárenles y los compañeros ábranse para el oscuro. Rapidol, que fue reemplazante de Joselo en El Pato, le dijo al Mono Mejías que la única salida era meterse por la hoya del río hacia arriba. El Mono le mostró que era peligrosísimo, porque la Hoya se orientaba hacia donde estaban los chulos y porque el paso al lado de ellos era la muerte. Rapidol le contestó que con cuidado se podía. Que el todo era que nadie quebrara una rama seca porque el trinnn sería la quemazón más hijueputa. El Mono, a quien no le costaba trabajo darle la razón a otro, aceptó y se montaron en semejante aventura. Cada paso era la vida. Los chulos todo se imaginaron, menos que los compañeros fueran a pasar por encima de su nuca. La respiración se hacía un vaho que tenía que soltarse despacio, acompañándolo, para que no hiciera bulla. Así pasaron, uno a uno, todos los compañeros. Fueron subiendo, subiendo, haciéndose los delgaditos, hasta salir. No los ventiaron. Los chulos eran perros sin olfato. Arriba estaban las montañas.
+Pero no pudieron hacer economía. Les tocó seguir derecho sin fríjol, sin panela, sin plátano. Allá las montañas son filos y cuchillas que se desprenden desde lo alto y caen al río sin un pliegue donde pueda sembrase comida. Llevaban de guía a un muchacho llamado Cardenal, que quería abandonarlos al menor descuido. Llevaba ganas de irse. El Mono lo notó y le puso el revólver en la cabeza: «Si no nos sacas de aquí, te mueres». Tocaba imponerse. Les contó que más arriba quedaba la hacienda San Miguel, donde se podía conseguir avío. A estas alturas llevaban dos días de hambre y las cosas comenzaban a brillar y a esconderse. Al tercer día llegaron a la hacienda San Miguel. Nada de nada. Había sido saqueada hacía poco. Estaban mirando el fracaso cuando de golpe saltó una ternera, corrió y se escondió en unos matorrales. Los guerreros salieron detrás a manearla para sacrificarla. Pero no era ternera y ni siquiera animal. No se dejaba ni ver, ni saber qué era. Hasta que alguien le acertó un tiro: tampoco era demonio, era una puerca tan flaca, que daba al otro lado. La despresaron casi viva y casi viva se la comieron. El hambre no hace ascos.
+Una tardecita, ya entrada la noche, les olió a tabaco. Pensaron que era el Ejército y montaron un dispositivo a los lados del camino. Pronto apareció la columna y la dejaron entrar, entrar hasta que ya estaba en el seno de la emboscada. Entonces el Mono descubrió que eran compañeros y que el comandante era el sargento Mirador, uno de los Naranjo. El Mono le pegó con la peinilla a la culata del fusil para hacerlo caer en cuenta de que estaban emboscados, y cuando Mirador vio que era el Mono Mejías comenzó a pedir perdón, a gritar con la cabeza agarrada a dos manos: «¡Alma bendita de Mejías, alma bendita de Mejías, perdóname!». A poco cayeron en la cuenta de que el medio resplandor de la hora y el cansancio hacían ver fantasmas. Razón no les faltaba, porque con el cuento de los tiros en el río Cabrera, don Juan de la Cruz había mandado a Mirador a recoger los restos del Mono y de la comisión, que ya daban por muertos en la pelea.
+Yo nací en uno de los repliegues del movimiento al alto Sumapaz, cuando todavía se luchaba contra la dictadura civil de los godos. A mi padre lo mataron durante la guerra con Rojas Pinilla y crecí oyendo hablar de los Vargas, una familia vieja de la Esperanza a la que don Juan expropió la tierra. Don Antonio Vargas, el padre de todos, era conservador, y las haciendas le venían de herencia de su señor abuelo. No convino con los agraristas de don Juan y menos con nosotros. Mandó matar mucha gente, y a mí me contaron que por cuenta de él mataron a mi padre y a mi hermano mayor. Pistoleaba a cuanto compañero se le atravesaba, y llegó hasta atravesarse él mismo en Cabrera. No se podía pasar porque ahí mismo lo quebraba a uno. Después de la guerra de Villarrica, él era el motivo para mantener vivas las autodefensas.
+Estuve en la escuela hasta que me expulsaron por decir que la hostia era simple, que no sabía a nada y que sería rica si se le echaba membrillo de guayaba. La maestra me acusó de hereje y el partido respaldó la sanción. En cosas de educación, la dirección siempre respalda a las autoridades.
+Acepté la expulsión porque tenía oficio con las autodefensas, que era lo que me interesaba y porque siempre me han gustado las armas de combate. Cuando niño me sentía culpable de sólo mirarlas. Las autodefensas nos entrenaban matando pájaros con caucheras. El que más pájaros, más negros y más grandes trajera, ganaba: y ganar era igual a que a uno lo miraran bien y no le tacañearan el dulce, la panela. Matamos mucho pájaro: éramos unos expertos en volarles la cabeza con munición hecha con barro colorado secado al sol. Hacíamos una especial que llamábamos Dum-Dum y que tenía una bolita de hierro en el centro. Era muy efectiva. Las guerras entre nosotros eran castigadas porque más de una vez hubo alguno a punto de sacar la mano a causa de un dumdunazo.
+Cuando comencé a crecer y ya tenía unos doce años, servíamos de guía a las guerrillas para ayudarles a hacer las travesías. Nosotros conocíamos todas esas hoyas, filos y páramos como nuestra propia casa y por eso los guerreros confiaban más en nosotros que en nadie. En una de esas me ordenaron acompañar a unos compañeros desde la Hoya de Palacios hasta el Sinaí. A uno no le decían sino lo que tenía que hacer: «Vaya y llévelos de tal parte a tal otra». Nada más. Pero en el camino, entre silencio y silencio, uno va haciendo conversa. A mí me dio la corazonada de que los compañeros eran camaradas, gente de mando, y comencé a indagar con mucho cuidado. Los noté cansados, como si llegaran de pelear, pero no había oído de encuentros en esos días por la zona. Venían ocho hombres muy bien armados y se trataban unos a otros con mucho respeto y como combatientes. Había un camarada, amplio de cuerpo y de cara, con unos ojos muy finos y rápidos, que hablaba poco y que lo llamaba a uno «joven». Me gustó porque daba órdenes secas. Traté varias veces de hacerle conversación, pero el hombre tenía la cabeza en otro lado. Yo sentía que él pasaba y pasaba la misma película, aunque nada decía ni lado daba. Me le puse al corte y ni por esas. No fui capaz de saber a qué rosario le daba vueltas. Los dejé en El Sinaí y me devolví a La Esperanza. Mucho después me vine a dar cuenta de que el hombre era Marulanda y que la conferencia era la segunda, de la que salió la fundación de las FARC.
+También fui correo y en esas andaba desde Viotá hasta La Uribe, desde Dolores hasta San Juan del Sumapaz. Me sancionaron una vez por demorarme en las tiendas y me pusieron a cargar sal a la espalda entre El Salitre y La Caucha, y otra vez, por indisciplina, me mandaron a cultivar fríjol en El Palmar. Esos castigos se cumplían sin dolor porque eran como puestos por el papá de uno. En general uno conoce un mando desde siempre. Yo anduve mucho toda esa región pero nunca hice la travesía entre La Uribe y el Guayabero; por eso, cuando después pensé que yo había estado en ese camino, sentí como si estuviera metido en una piel que no era la mía.
+A los quince años me aceptaron en las autodefensas, mi ambición desde niño. Primero vino el entrenamiento militar, aunque uno ya sabía de esas artes mucho: lo de armar y desarmar, lo de hacer catalicones y trincheras, vivir en el monte, pagar guardia, aguantar hambre, todo eso lo viene uno aprendiendo desde antes de nacer. Lo que a mí me hacía falta era el título: miliciano. En las autodefensas no aprendí nada diferente a montar emboscadas y abrir caminos para los guerreros.
+Tuve un problema serio. Resulta que había un compañero que llamaban Arsenio Serrato, un dirigente del partido que tenía mando sobre las autodefensas. Era uno de esos camaradas ventajosos que querían vivir de los demás explotando su puesto. El hombre le tomó en arriendo a un hermano mío un lote que colindaba con el nuestro, una hijuela que nosotros, los hermanos, nos habíamos repartido. El compañero Serrato, haciéndose el que no era con él pero montado en el mando, dio en soltar su ganado en ese lote. Seguro, como estaba acostumbrado a que los compañeros no le brincaran, se hacía el güevón. Yo le dije una y otra vez y le puse de presente que el mando que tenía no le servía para atropellarnos. No acataba. Un día que amanecí en reversa y vi el ganado pastando en lo que no era de él, alcé la carabina y le quemé unos novillos que después me tocó comprarle al precio que quiso. Pero peor, tenía que hacerme una autocrítica. Hice lo que me ordenaron, entregué el arma y fui a templar como simple civil en el sur del Tolima. Allá estuve trabajando: conocí Ibagué, Neiva y Cali. Pero un día me dio como soledad y volví al comando.
+En esas me enviaron a un curso al Guayabero para poder presentarme a prestar servicio de filas en la guerrilla; para allá iba yo cuando me sentí otro. Seguro, de oírle tantos cuentos al Mono Mejías me dio por sentirme el héroe de sus historias.
+El cruce entre La Uribe y el Guayabero fue para él inolvidable porque en un mismo día los atacó una manada de guacamayas azules y amarillas y mataron una danta y un venado. Al teniente BBC, que iba mandando el cruce, le dio por hacer un tiro a la bandada, que estaba sobre una pared alta que hacía cañón con el río Papaneme. Las guacamayas, miles, pero miles, se arrebataron y gritando furiosas alzaron el vuelo, dieron una vuelta en redondo y cayeron sobre el teniente BBC. La comisión se botó al río, defendiéndose los ojos con el brazo porque era a eso a lo que los bichos tiraban. Se salvaron pero salieron más rasguñados que tigre en espinero. La cosa pasó y al mediodía mataron una danta hembra que pesaba más de cinco arrobas, y ya entrando la tarde, un venado con cacho de siete ramas.
+Pero volviendo al comienzo, la carta en que Richard pedía apoyo porque Aljure lo tenía acorralado estaba firmada también por Diamante y por Gavilán, es decir, era una orden pesada. Sin embargo, como todo mundo en La Esperanza estaba de festival, nadie quería apuntarse a la travesía. Silencio, silencio. Hasta que el teniente BBC, que en la primera violencia se había nombrado sargento Espejo, dijo: «Yo voy si va de político-militar el Mono Mejías». El Mono respondió: «Bueno, yo lo acompaño si me dejan escoger armas y personal». No hubo votos en contra y el Mono Mejías escogió cuarenta hombres con cuarenta armas, más las de cacería para no mermar el parque, y seis mulas cargadas con economía.
+Del río Papaneme para abajo se oía en los vientos que Aljure venía a encontrarlos. Él no era hombre de hacerse buscar: salía si lo llamaban. La comisión del Mono Mejías cruzó el caño de Lagartija, el de La Indiana y El Platanillo para salir al Guayabero. Eran regiones solitarias. No había vivientes porque Aljure había matado a unos y había hecho huir a otros. El Mono iba desconfiado a pesar de que llevaba una carta de don Juan para Aljure. Ellos se conocían de lejos.
+En el Alto Guayabero se toparon. Muela Hueca, un subalterno de Aljure, se presentó una noche diciéndoles que el jefe quería hablar con los mandos de la comisión y que los esperaba al día siguiente para definir las vainas. Malencarado el tipo. Pero a BBC no le temblaba tampoco. Así que se toparon. Era un hombre dizque moreno, de bozo áspero, sombrero y M1. Se le plantó y le dijo: «Yo no tengo nada que discutir con usted porque estos territorios me los asignaron a mí desde el Congreso de La Perdida en 1953, así que los intrusos son ustedes y yo vine a sacarlos». El Mono Mejías, que era un zorro viejo, le contestó: «Hombre, capitán, nosotros no sabíamos, pero si eso es así, si está la voluntad de un Congreso de por medio, no hay problema. Se lo voy a comunicar a Varela para que él entonces tenga en cuenta esa orden». Había que hacerse el delgadito para salir porque Aljure andaba con cien hombres bien armados. «Usted perdonará, capitán —continuó el Mono—, y si no le importa desocupamos y no hay problema». Entonces se replegaron y le mandaron correo a Richard, que andaba por el caño de Los Perros, para combinar una acción. Se planeó el operativo y cayeron a los tres días a enseñarle a Aljure cómo era que se peleaba. Pero el hombre también, para que va uno a decir, peleaba duro. Estuvieron dándose fruta un buen rato hasta que Aljure se les fugó por un flanco y casi hace ahogar una comisión que salió a perseguirlo, porque esos llaneros sabían de aguas y los camaradas no. En el Sumapaz no hay cómo aprender a nadar.
+De todas maneras, Richard quedó muy satisfecho porque habían hecho correr al capitán. Él, que sale embalsado por el Guayabero abajo, y los compañeros que meten las autodefensas y las familias. Eran tierras bonitas, amplias, parejas, con buena marisca y buenas aguas. BBC y el Mono se devolvieron. Richard les había regalado una mula. Un animal recio, rápido y seguro que llamaron Araguata.
+La comisión salió con lo que llevaba. A los tres días comenzó el racionamiento y al cuarto día naufragó una balsa con la poca economía que quedaba al vadear el río Tigre. Comenzó el hambre. Día tras día detrás de un zaino, una guagua, cualquier cosa de pelo, de pluma o de escama. Nada. Como si hubieran requisado esas selvas. El Mono Mejías comenzó dizque a ponerse nervioso y a hacer valer su mando con cualquier disculpa. El hambre era mucha. La gente comenzó a mirar muy de seguido a la mula, y el Mono a marearse por cualquier guiño de ojo. Pero gracias a Dios a los pocos días se toparon con una finca y se salvó la Araguata.
+Casi lo mismo nos pasó a nosotros en la primera comisión de orden público a la que salí: iba estrenando las jinetas que me había ganado en la escuela militar cuando quedaba en el río Coreguaje. Como terminé con buenas calificaciones, Jacobo Arenas me mandó a un curso de filosofía dictado por Alfonso Cano, que subía esporádicamente al monte. Alfonso tenía una voz muy gruesa que lo hacía oír muy serio hasta cuando se le soltaba la risa por cualquier pendejada. Pero él tomaba todo a pecho y a conciencia. Éramos seis alumnos, además de Joselo, comandante del II Frente, y yo. Alfonso trataba de explicarnos que al mico se le había caído la cola en su evolución. Joselo lo interrumpió diciéndole que no se le había caído sino corrido para adelante. La cosa fue para risas y Alfonso terminó riéndose. Pero de todas maneras echaron a Joselo del curso, lo que no impidió que comandara la comisión que tenía como objetivo tomarse a Colombia, Huila, en 1975.
+Íbamos apenas treinta y seis hombres porque la inteligencia había reportado nueve policías. Íbamos sobrados. El ataque fue con doce hombres. El grupo de asalto en el cual íbamos Carlos Pizarro y yo soltó los primeros truenos a las cuatro de la mañana; otro grupo de seis hombres se fue a buscar a un viejo que necesitábamos, y el tercer grupo asaltó la Caja Agraria. La Policía se rindió a las nueve, cuando se le colocaron dos bombas por la parte de atrás. Se portaron bien, valientes, arrechos. Carlos Pizarro fue el encargado de hablarle a la gente reunida en la plaza. Reconoció el valor de la Policía. Él era un tipo muy echado para adelante, buen peleador, disciplinado, nada de bla, bla, bla. Al viejito no lo encontraron por ninguna parte. La caja fuerte de la Caja Agraria no la lograron volar, así que sólo pudimos cargar con algo de ropa, droga y calzado. La comisión de economía estaba a cargo de un muchacho llamado Otoniel, pelado que se ganó ese día el apellido de Galguerías porque en vez de remesa de arroz, manteca, fríjol, sardinas, lo que el hombre empacó fue puro confeti, chitos, chocolatinas, sin que nadie se diera cuenta.
+El repliegue fue de hambre porque nadie quería comer más dulce. La gente empalagada dio en no comer. Joselo aceptó que nos alimentáramos de pepas de palma milpé, pero advirtió que comiéramos poquito. Nos soltamos por el Guayabero abajo, cuando a los tres días estábamos que no podíamos dar paso, todos trancados. El milpé forma un cemento en la tripa. El mismo Joselo cayó enfermo.
+Tocó desatrancar la gente con una manguera porque la cuestión pintaba mal. De ahí en adelante nadie volvió a probar comida. Llegamos extenuados al Coreguaje, pero como los guerrilleros son tan golosos, el campamento se puso alegre cuando descargamos el dulce que traíamos y que casi nos había costado la vida. Joselo fue el único que no perdió el humor. Estaba en su ambiente.
+La vida del movimiento está en los pies. El Mono Mejías me enseñó a respetar mis pies, a cuidármelos, a no tenerles asco. Los pies no son la última parte del cuerpo sino la primera, la base. Sobre ellos anda todo. El Mono lo sabía a conciencia porque fue mucha la pata que echó. No había acabado de llegar, cuando tenía que volver a salir. Él se preocupaba más por las botas que por los fusiles.
+No se había acabado de hacer el primer acuerdo de la conferencia en la Hoya de Palacios con don Juan, que ordenó la concentración de las comisiones en el Duda, cuando llegando a El Placer, en los altos de Prado, se recibió un correo en el que se anunciaba la convocatoria a un pleno nacional del Partido Comunista en Viotá. Se pedía que de la región fueran Martín Camargo y Luis Morantes, es decir, Jacobo Arenas, que andaban enfrentados. Era Una reunión supremamente clandestina porque el partido acababa de ser declarado ilegal. En cuanto Martín supo del Paseo dijo que él estaba muy viejo, muy cansado para meterse esa caminada. Jacobo, por su lado, estaba enredado en sus vainas por allá por el Saldaña. Había candela por todo lado. La invasión al oriente del Tolima estaba en pleno desarrollo. Miles de operarios se cruzaban. La operación contra Galilea y Villarrica no había terminado. Desde el alto Sumapaz se miraba la polvareda.
+Martín, que era bien manzanillo, postuló al Mono Para hacer la travesía. La misión era delicada no sólo en lo militar, en el viaje mismo, sino en lo político, porque la decisión tomada en la Hoya de Palacios era simplemente el repliegue. Había que llamar la cosa por su nombre. Los chulos nos estaban matando y huir era la única salida. En el partido hay gente que nunca ha entendido el movimiento armado y lo quiere ver o triunfante o destruido. El Mono le salió al negocio.
+Como el pleno era en Viotá, había que atravesar varias regiones donde la guerra estaba al rojo. O mejor, donde los operativos del Ejército se cruzaban unos con otros, porque la verdad era que el personal ya no combatía, estaba desmoralizado. No había un Ave Negra, ni un Gavilán, ni un Vencedor, ni un Resplandor que lo sacara del hueco. El Mono salió sumiso al Tequendama, escoltado por el teniente Peligro y por el sargento Panadero, dos jodidos que tenían para misiones especiales, malísimos ambos.
+En La Colonia encontraron un puesto del Ejército bien instalado por donde tenían que cruzar. Estudiaron el caso. Estaban en invierno y el río estaba crecido hasta los topes. Decidieron cogerse de un chamizo y pasar ahí prendidos. El puesto tenía motores, luz eléctrica, reflectores y era sede del Estado Mayor. Se mandaron y salieron sin pantalones, sin camisa, pero vivos. Cuando estaban medio desentumiéndose comenzaron los perros del comando, que eran especializados en chusma, a ladrar y a joder. Les tocó salir como estaban, sin botas, sin camisa, casi en calzoncillos, a correr por unas charrasqueras espinosas que los protegieron por lo espesas. La tropa les quemó varios tiros pero no los alcanzaron.
+Más adelante se encontraron con el camarada Tarzán, que era el defensor de Villarrica. El Mono tenía orden de pedirle el mejor combatiente que tuviera la comisión para sumarlo a la escolta. Cuando Tarzán leyó el correo, dijo: «Voy yo. Yo soy el mejor combatiente de este comando». Echó las pistolas más completas entre el mochilo, un gato más o menos regular y siguieron camino. Pasaron por Icononzo, después por Pandi y Arbeláez, cruzaron por Fusagasugá y Tibacuy para salir a Viotá: veinte noches de marcha.
+El pleno ya había comenzado y el Mono estaba programado para dar el informe en quince minutos. ¡Quince minutos para explicar la situación de miles de personas derrotadas y huyendo! ¡Quince minutos para evaluar una guerra que se perdía! Se tomó seis horas sin que nadie protestara. Criticó a don Juan y a la gente del Alto Sumapaz por no haber acudido a tiempo a defender al movimiento del oriente; criticó a Jacobo y a García por las peleas continuas; contó qué estaba pasando en realidad, sin tapar nada, sin ninguna reserva. Dijo que al movimiento armado se le debía respetar la iniciativa propia. No faltaba más, alegaba él mismo, que un vergajo de por allá de Bogotá le viniera a decir a un guerrero cómo debía hacer las cosas. Si quería corregir algo, debía meter los pies al barro. Con corbata las cosas se ven distintas. El pleno tuvo que aceptar las palabras del Mono.
+La comisión se devolvió por donde llegó. En el oriente, me comentaba el Mono, la gente no creía que él volviera, por una cosa, por otra, pero nadie apostaba al hombre. El camino de regreso fue más largo porque la entrada a una zona de guerra siempre es más difícil que la salida. Tuvieron que romper monte muchas veces y repetir la salida: El Palmar, Piedecuesta, Hoya Grande, La Colonia, La Aurora. Por las cabeceras de La Colonia pasaba el reguero de refugiados que venían de la guerra a encaletarse en un sitio llamado Cueva Loca. Había más de doscientas personas enfermas, agotadas, derrotadas. Se le colaron a la guardia y Peligro, que era un bandido, iba a liquidar a un compañero porque se había dormido. El Mono lo regañó y le dijo: «Respete el hambre. ¿No ve que están muertos?».
+La gente huía sin saber para donde. De La Colonia salían con la esperanza de que en Galilea los protegieran. Los de Galilea habían echado para La Colonia a lo mismo. La región toda se volvió un cruce de caminos porque cada familia hacía lo propio para romper los anillos del Ejército. En las trochas se moría la gente tirada sin haber podido acertar por donde salir. Era un tropel que andaba de un lado para otro como una manada de cafuches encorralados. Cuando supieron que el Mono llegaba se le prendieron porque a él le tenían mucha fe. El Mono, que nunca descansaba y que vio la situación de la gente, aceptó ayudar a encontrar una salida.
+Andando y andando llegaron por fin al Alto Prado, donde más o menos había sosiego. La comisión llegó con una cola de algo más de mil familias. En esa zona se fue congregando mucho personal porque estaban Vencedor, Ave Negra, Gavilán y sus señoras, y Resplandor, que lo llamaban así porque era caratejo azul. Pero nadie sabía qué hacer. El partido les había autorizado la iniciativa cuando, como se dice, estaban todos colgados del mismo palo: el río por debajo crecido, el tigre subiendo por el tronco, y la rama llena de avispas.
+El día en que la comisión de Viotá llegó al comando, había habido un problemazo: la mujer de Gavilán, que era hermana del Mono, cogió a rula a la sargento Gitana porque la pilló con su marido. Ella era una de las pocas guerreras que hubo en esa guerra y era muy estimada, pero Gavilán, que era fullero y jodido, le arrastraba el ala. Así que aprovechando la confusión la puso a vivir en el comando. La compañera le caló dieciocho machetazos y le bajó la mano izquierda.
+Es que de las derrotas siempre resultan problemas entre los mismos compañeros. A Vencedor, por ejemplo, lo mató el compañero de otro capitán, llamado también Vencedor, porque lo confundió y no lo logró identificar. A Tarzán, días después, lo mató un compañero borracho.
+El Mono llegó justo a resolver problemas. Citó la continuación de la conferencia de la Hoya de Palacios y para allá se encaminó casi sin haber almorzado. La comida escaseaba hasta el punto de que les tocó cortar unos cueros de res en pequeños trozos para hacer la sopa, y cada tira de esas duraba hirviendo una semana. Todos los días el caldo se hacía sobre las sobras, echándole sólo agua. El pedazo de cuero de res duraba hasta que se desleía.
+Las cinco comisiones se encontraron en la conferencia porque era tanto política como militar. Se discutió mucho la situación, las intenciones de don Juan y del partido y la posición del Mono. Al final se decidió la formación de una comisión de marcha que Martín Camargo bautizó como La Columna del Nudo de los Andes. Él tenía pega con ese nombre, porque ni sitio era. Se nombró a Richard como mando militar y a Gavilán como comisario político y se les encargó la defensa de las familias, que debían encontrarse en el Alto Guayabero. Una travesía arriesgadísima. Si era peligrosa una comisión, ¿qué no serían cientos de familias andando con niños, con viejos, con perros y gallinas por esas cordilleras por donde ni caminos había?
+La otra comisión se llamó «de Queda», al mando de Tarzán. Su destino era entretener al Ejército para que la otra columna pudiera salir y sobre todo llegar. Era un suicidio. Tarzán dijo: «La cotiza hay que buscarla donde se perdió. Yo nací aquí y aquí me quedo». Hombre guapo y desprendido.
+La conferencia de todas maneras dejó en libertad a todo el mundo de hacer lo que creyera conveniente. Por eso un personal ni se fue con Richard ni se quedó con Tarzán, sino que se fue con el Mono para el Duda, por donde ya a esa hora había cogido camino mucho refugiado. Buscaban la protección de los páramos del Sumapaz y del cañón del Duda, y sobre todo la de don Juan, que tenía una sombra como de Dios. La ruta era difícil y larga. Se salía por el río Cabrera hasta Palacio, y por la subida de Santa Ana se arrimaba por los Quesos al páramo Cara de Zorro. De ahí se pasaba el larguero de Tripa de Yegua para caer al Confín y bajar al Palmar, al Sinaí y por ahí a La Caucha. De La Caucha a La Francia eran dos jornadas escoteros y luego a Ucrania.
+La marcha al Duda no fue una comisión. El camino era más bien un corredor vigilado por destacamentos y avanzadas de las autodefensas. No eran guerrillas móviles como las que protegían a la columna que iba al Guayabero. El Duda y todos esos cañones venían siendo fundados desde el comienzo de la violencia. La gente llevaba gente y así se avanzaba, andando y fundando. En Francia y Ucrania había puestos de control montados por las autodefensas para vigilar el Duda, y en Pasca y La Uribe también, para manejar la entrada y la salida al Sumapaz.
+El Mono Mejías hizo la travesía con unas treinta familias, atrás de muchas y adelante de otras. Lo bueno era que en esas regiones había comida. No sobraba, pero tampoco faltaba el fríjol. Pasando Tripa de Yeguas y el Confín ya no había persecución. Así que allá se llegaba acezando, pero detrás de esas líneas se podía soltar el resuello.
+Aguas abajo de La Uribe no se podía tampoco pasar por el mando que allá tenía Aljure. Hasta que eso se pudo romper y cerrar el círculo hacia el Guayabero y El Pato. Porque la columna de marcha se dividió en dos: una se quedó en el sitio para donde iba y otra siguió buscando el tal Nudo de Los Andes, que encontraron hacia los lados en El Pato y Balsillas.
+El Duda se volvió un bolsón donde se podía vivir y trabajar. A nadie le interesaban esas tierras por lo quebradas y encerradas. La persecución del Ejército no llegaba hasta allá. El oriente del Tolima se perdió, pero la gente, que era lo importante, sobrevivió desplazándose hacia el Duda, el Guayabero y El Pato. Con la amnistía del año 59 todo ese personal que habían tenido represado se soltó montaña abajo y fundó un círculo al pie de la cordillera, desde el Ariari hasta el Guayabero y desde el Guayabero hasta el Caguán.
+En la guerra no sólo se camina mucho, sino que se vuelve a pasar por donde se ha pasado o por donde se ha peleado. Del Coreguaje me echaron para la Cordillera Central, para la cuna de Marulanda, que me había cogido mucho cariño y que me recordaba desde la travesía del año 65 por el Sumapaz. Me habían nombrado por conferencia comandante de guerrilla y tenía mando sobre veinticuatro unidades. Nos metimos el viaje a pie, llevando unos fusiles: de Vegalarga en la Cordillera Oriental a Roncesvalles en la Central. De ahí a Cumbarco, donde establecimos el comando y nos regamos a trabajar por toda la región: Ceilán, Génova, Sevilla, Bugalagrande, Palmira.
+Bajamos bandera, principiando el año 78, con una operación a pistolazo limpio contra un retén de policía instalado en un punto llamado Canán. Hicimos inteligencia, determinamos la rutina de la policía y un día que venían de bañarse les rapamos los fusiles con las armas cortas que cargábamos y nos abrimos a tiro limpio. Recuperamos dos carabinas M1, que no era mucho, pero era un plante propio. La gente no nos respaldó. Nosotros estábamos acostumbrados al apoyo de la población. En el Quindío, como habían dejado de pelear tantos años, se volvieron sapos. Nos dieron dedo y tocó ponernos pilas y comenzar desde el principio con el trabajo psicológico. Adelante mandábamos a un grupo civil, con tres escopetas y un par de granadas, a que hablaran con los vivientes; después mandábamos una comisión uniformada como el Ejército, con armas largas, botas e hijueputazos. Todo en regla. La mayoría de la gente sapeaba y decía por dónde, cuándo y cuántos. Entonces ahí les decíamos que éramos de la guerrilla. Como era gente rápida de mente que, como dicen, le volaba al mosco, cambiaban de idea y en ese cambio nosotros sembrábamos las ideas que defendíamos. Pero les advertíamos, eso sí, que la siguiente cagada la castigábamos con el fusilamiento.
+Nos vimos obligados a ser muy drásticos porque el Ejército se mantenía detrás de nuestros pasos; nos apretaba mucho. Dormíamos en el destapado porque era un peligro confiar en la población civil; era poco amable y poco solidaria. Llegaba uno a las fincas y no le daban ni aguadepanela. Tocó financiarnos con secuestros. No los llamemos de otra manera. Arrimábamos donde un ganadero bien acomodado a pedirle colaboración y no alcanzábamos a recibirla cuando con la otra mano estaba llamando al F2. Para evitar eso tocaba cargarnos al paciente. Una lucha muy dura. Vivíamos pobres y perseguidos que ni que anduviéramos haciendo el mal. Era que todos los dueños de finca eran cafeteros más o menos acomodados; los viejos no querían saber de una nueva violencia; los jóvenes estudiaban en Cali, Tuluá, Armenia y eran señoritos. Los pobres eran recolectores que nada tenían en la región, que no creían en nadie ni en nada y les daba lo mismo cualquier cosa. Peligrosos porque el Ejército los usaba mucho.
+Con todo nos mantuvimos, crecimos, nos armamos. La táctica del pistoletazo para conseguir fusiles nos dio varios, hasta que la Policía se atrincheró en los puestos. La misión nuestra era hacernos a una región que Marulanda consideraba muy estratégica. Lo es. Al cabo de un tiempo nos llamaron del Secretariado. Dejamos la causa en obra negra.
+Cuando volví al Secretariado, Joselo acababa de salir de un cerco que le habían tendido en el Coreguaje y que duró varios meses. Mataron muchos compañeros. Hubo días en que estaba prohibido hablar porque se pasaba por debajo de las piernas del Ejército. Hasta zapatos tuvieron que comer. En esa misma época acompañé a Manuel a una escuela especial que llamaban La Móvil, y al final me enviaron nuevamente al Guayabero como mando de una operación grande en la que se iba a ensayar una nueva táctica ofensiva. Teníamos comando en Puerto Crevaux, a mitad de camino entre La Uribe y el Alto Guayabero.
+La misión era contrarrestar un gran operativo ofensivo del Ejército llamado Operación Cisne Negro. Comenzamos nosotros con ciento veinte hombres a montar lo que se llamó el Plan Chiquito, tapando los caminos que salían de La Uribe al Guayabero por La Julia y oriente. Hicimos una red, pero el Ejército dio en no pisar caminos sino en andar a campo traviesa. Cuando acordábamos, estaban al lado de nosotros asaltándonos. Entonces estudiamos la cosa y pusimos en marcha la segunda parte del plan, que era tomar nosotros la iniciativa y concentrarnos alrededor del séptimo frente de La Móvil y de una unidad que mandaba Argemiro Martínez. La orientación era mantenernos en continua movilidad hasta que el Ejército nos contraatacara para así ubicarlo y luego concentrar fuego contra él. Un 18 de agosto se hizo contacto a las seis de la mañana con una patrulla en el sitio donde las guacamayas habían atacado al Mono Mejías; se llamaba, precisamente, Guacamayas. En tres horas se copó el objetivo y se rindió la patrulla de veinticuatro unidades. Hubo tres muertos y dos heridos. Los demás rindieron armas. Se enterraron los muertos, se curaron los heridos y se les dio avío y ropa civil para que salieran de la zona. La prensa dijo que nosotros habíamos devuelto los soldados en calzoncillos. Es posible, porque esa selva es muy brava. Nosotros los largamos vestidos con lo que encontramos, pero vestidos. Fue la primera vez que en una ofensiva táctica se reducía y cazaba el Ejército en una operación al descubierto.
+Nos costó caro porque el revire del Ejército fue bombardear toda la región del Alto Pato, Balsillas y Guayabera. A la gente que vivía y trabajaba en esas tierras le tocó salir hacia Neiva a denunciar los atropellos y a guarecerse de los bombardeos.
+Yo no tengo por qué,
+Señor, irme a lavar en
+los ojos suyos.
+S. E.
+SÍ SEÑOR; COMO LE DIGO, CON esta son tres las derrotas que nos han tocado. Primero fue por allá con don Rojas; después me parece que en el año 65, y ahora esta. En la violencia vieja yo andaba por Vegalarga y entonces fueron los chulos. Los chulos entraron a pelear, a chocar. Jode el uno, jode el otro: no hay pelotera en que no lo metan a una. Los chulos son los chulavitas, los godos, los que hicieron la matanza en Algeciras, porque ellos han de andar buscando, ellos siempre tienen que buscarla, tienen que agarrarla a una y llevarla y camine y vaya coja, allá, aquí y échele. En después vino la de Vegalarga. A mí me cogieron allá los «secretos». Nosotros veníamos de para afuera con las bestias y la muchachita. Cuando acordamos fue que nos alcanzaron en Municiones. Uno de particular me alcanzó en un jeep. Cuando lo vi fue que dijo: «¿Quién de las que va ahí se llama Sofía?». Yo le dije: «¿Qué fue lo que pasó?». Entonces me dijo: «¿Usted es Sofía? Usted es la que sabe. Tengo orden de captura contra usted». Estaban buscando la grande, porque yo no les debía nada: yo no he robado, yo no he matado. ¡Que el diablo nos lleve porque yo no le he dado de jartar a nadie! Entonces me echaron en el jeep y dé vueltas y vueltas y vueltas. A Neiva quince días y después para Florencia. Sólo me hicieron preguntas; todos los días preguntas, preguntas y preguntas. Pero como una no es tan majadera… A mí me daba rabia que me averiguaran tanto una sola cosa. Se arrima el uno bien bravo; el otro, así tranquilito, pregunte y grite y joda. Hasta que me los quitaba de encima. Me acusaban de ser sabedora de la gente. Y que si yo era sabedora, y que si yo era mensajera, y que si yo les llevaba comida. ¡Si una jamás ha tenido que jartar de sobra! Bueno, entonces me cogieron y me echaron para Florencia, donde estuve trece meses: ¿bonito número, no le parece? Y me decían por aquí y por allí. «Bueno, Mircha —porque así dieron en llamarme—, usted aquí echa bueno; es mejor que nos diga; díganos y aquí le damos sopa, comida. Díganos: ¿si le damos la libertad, para dónde se va?». «Pues para El Pato —les contestaba—, yo voy a buscar mi parcela porque allá es donde tengo lo de comer; yo afuera no tengo dónde trabajar». «De modo que usted se va para El Pato, ¿y por qué?». Y yo de porfiada les decía: «Porque allá tengo mis animales, porque allá tengo todo lo mío». Bueno, volvían y me cogían para adentro; a guardarme allá. A los tres días, otra vez: lo mismo. En las mismas condiciones, a hacerme las mismas preguntas. Así se completaban trece meses. Hasta que me dio rabia y entonces ellos dijeron: «Retenida Sofía Espinosa por delinquir». ¿Delinquir? «Caramba —dije yo—, ¿y eso qué es?». Otra detenida me dijo pasito: «Eso es ser sabedora de la chusma». Yo los dejé arrimar; me voltié y les dije: «¿Qué es lo que ustedes me están adjudicando ahí? Puede ser que algún día… Aquí no me voy a quedar… Yo no soy una perra, yo estoy viva, soy cristiana». Entonces, vuelva y joda. «Haga usted el favor de zafarse de donde está metida», decían ellos. «Sus hijos la están hundiendo». Yo les contestaba: «Yo sé lo que es el respeto por la familia; lo que están haciendo con mis hijos es una injusticia. Ustedes les están diciendo a ellos lo mismo que me dicen a mí. Yo soy fea, pero no tonta; a mí no me desayunan con ese cuento. A los muchachos no les metan mentira por verdad; no les pregunten cosas que no les han de preguntar. Ellos son chicos, son tonticos todavía, ellos del miedo son capaces de decirles lo que no han visto». Y así todos los días durante trece meses. Pregunten y pregunten boberías: que dónde está Pata-de-perro, que dónde está Richard, que quién es fulano, que cuándo estuvo el otro. Yo a nadie conocía. Y volvían a preguntar: «Y cuando la soltemos, ¿para dónde se va?». «Pues para El Pato, señores, ya me tienen aburrida. ¡Para El Pato! No me pregunten más esas tristezas porque les digo lo mismo. Yo sabiendo que nada debo, no me molesten más, cojan oficio que hay harto que hacer». Por allá en septiembre de 1966 llegó un señor y dijo: «Suelten a la vieja, que ella no debe nada. Denle la libertad. ¿Usted cómo se llama?», me preguntó. «¿Cómo? ¿Usted me va a soltar y no sabe cómo me llamo? ¿Entonces por qué me han tenido todo este tiempo aquí?». Pero bueno, al fin me dieron la libertad y una boleta para presentarme cada quince días. Yo salí y me dije: no me pongo a más vueltas, me echaron para afuera y me voy; no más oficinas; no más vueltas… ¡Hasta hoy fue! Yo tengo mi finca, mis hijos, mi marido por allí. Voy a buscarlos y para la finca otra vez. ¿Finca? ¿Cuál finca, señor? Si daban ganas de llorar. Todo se lo habían jartado, ¡ay, señor!; se jartaron la vaca parida, las gallinas, los marranos; le metieron candela al rancho, trozaron la platanera, así, de raíz; trozaron la caña dizque para que los muchachos se salieran. Cuando la tropa entra, lo que no hace con la mano lo hace con la boca y hasta con lo demás. A la mamá de esta tontica que ve ahí, señor, la dejé yo cuidando el rancho, y entonces un soldado le hizo el perjuicio; la agarró por ahí, le hizo el mandado, la picardía. Afortunadamente el angelito se murió; él no tenía la culpa, ¡pobrecito! Así se lo dije a un capitán que me preguntó cuando salíamos: «¿Bueno, ¿y por qué se van? ¿Quién los ha echado? ¿Por qué se van?». «¿Qué por qué se van?», contesté yo. «Porque les tenemos miedo. Porque yo tenía una tontica a la que le hicieron un hijo; porque ustedes ofrecían matarnos si decíamos que el hijo era de ustedes. A mí no se me olvida. Me robaron mi crédito diciendo que nosotros éramos amigos de la chusma y era falso; me zamparon trece meses y me los deben toda la puta vida. Además, yo me estoy volviendo vieja para que otros traguen». Así les dije… Porque, señor, fueron los tiros y las bombas los que nos sacaron esta vez en derrota. Hace veinte días, como a eso de mediodía, un sábado. El domingo también, el lunes lo mismo: bombas, tiros; joda para acá, joda por ahí. Cuando sentíamos las bombas era porque ya las habían tirado abajo, por el lado de Las Perlas, porque hacen una explosión muy extensa. Ya estábamos sordos y todavía nos preguntan: ¿y por qué salieron? Porque nos asustaron. No la gente de los montes, señor, no los diablos, no las gentes del particular. ¡No! Cuando se revuelca, es la tropa la que daña todo. Así es. Nosotros no podemos decir que hay otros que nos molesten. Es que, señor, eso les da pica. Allá nadie nos dice nada. Yo dejo esta tontica de diez años cuidando el rancho y cuando vuelvo pregunto: ¿quién ha venido? Ninguno. Y da vergüenza mostrarle el rancho. Es de puro palo pegado, donde quiera se ven los huecos y allí dentro vivimos todos, sin puerta, sin nada y nadie nos estorba; las gallinas, los animales, andan todos por ahí sueltos y nunca se pierden. ¿Quién nos atormenta de noche? Nadie. ¿Quién nos estorba de día? Ninguno. Y a ellos es por eso que les da rabia, porque nosotros decimos que no sentimos maldad ninguna, que sentimos maldad es cuando ellos llegan detrás de las guerrillas. ¿Pero qué guerrillas?… ¡Si los guerrilleros son ellos! Por ahí no hay nada, por ahí-hubo. Nosotros lo que vemos es montaña, aguas, matas. ¡Ahora que estaba tan bonito!: caña, plátano, yuca, todo bonito… Pero una no siembra mucho porque, ¿para qué? Yo me digo: yo no siembro para que ellos jarten. Porque es preciso: cuando todo está bonito, entonces llegan. No, señor, no, no, no. Sólo siembro como para nosotros, puro-para-nosotros. Yo dejé arriba en El Pato sólo dos arrobas de fríjol que no alcancé a tapar, dos arrobas de panela, las gallinas, los marranos y una vaca. ¿Pero qué vamos a encontrar? ¡Nada! ¡Y nosotros aquí con hambre! Porque, ¿qué hace uno aquí? De limosna no vamos a vivir. Uno allá, si le dio hambre, se come un huevo; si tiene mucha, una gallina. Aquí somos limosneros; allá tenemos la leche, el huevo, el pollo, lo que salga. Nosotros lo que queremos es trabajar. Al que está quieto que se quede quieto, esa es la ley. Yo no cobro peloteras ajenas, yo cobro es la que me deben. Nosotros queremos es ir a donde está lo de nosotros. Aquí estamos explotando a los demás para que nos mantengan. Eso está mal. Claro que uno no va a decir que la gente de aquí de Neiva no nos ha ayudado: aquí todo mundo ha sido muy formal. Pero uno se siente mejor en lo que es de uno. Allá en El Pato tenemos nuestro vividero, nuestro pasar. Somos muy unidos. Lo que le hagan a uno es para todos. Somos, como un decir, una familia, porque todos hemos sufrido persecución: que en El Pato, que en el Tolima, que en el Valle… Porque allí, señor, habemos gente de toda parte. Ese que va allá, ese carialto, cejudo, ese es paisa. Usted sabe que ellos meten mano en toda colonia que se hace. Tiene dos hijos y está escribiendo un libro para completar… Él tiene sus cuenticos y quiere hacer un escrito para los hijos, para que la descendencia sepa lo que hemos sufrido. Como le iba diciendo, es antioqueño. Los antioqueños siempre han tratado de poner su granito de arena, pero para que perdure y no sea machacado. Él entró hace años, en el 75; venía de San Vicente del Caguán detrás de la tierra buena, que un amigo, por allá, le dijo. El paisa ha recorrido medio mundo. Nació en Abejorral, donde el papá tenía un cafetalito. Cuando el viejo murió, vendió y se hizo pintor de brocha gorda. Pintó la iglesia de Jericó y después, con el mismo cura, echó una compañía de fríjol y con la platica se fue a negociar a la costa. Pero al hombre le gustaba la picardía y fracasó. De ahí se metió al Gobierno y trabajó por todo eso de Urabá hasta que se casó. Entonces se fue a Bogotá a vender Marlboro, y vendía Marlboro en todas las esquinas. Pero esa no es vida, porque uno tiene conciencia y uno sabe que la única seguridad es medio tener un puchito de tierra. Le entró el aburrimiento, el hastío y se dijo: hombre, yo me vuelvo otra vez a cosechar a tierra caliente, y así diciendo se fue para el Ariari y trabajó una finca en compañía, hasta que se hizo un capitalito. Y ya ahí se fue para San Vicente y después para El Pato. Llegó con todo: puntillas, alambre, mujer y suegra, a tumbar monte donde la junta le asignó un pedazo de montaña. Sí, señor, porque la junta es la única autoridad por allá. Todos militamos en ella. Como un decir: todos participamos en ella. La junta fue petición del Ejército cuando volvimos a entrar en el 71. Los militares fueron los que la fundaron y ahora, porque la junta es el acuerdo nuestro, señor, dicen que es comunista. Porque allá en El Pato todos vivimos de acuerdo a lo que la junta diga: cualesquiera cosa que se necesita, entonces nos llama la junta: bueno, tal cosa. Entonces nos ponemos de acuerdo y se hace. También la junta hace pedidos, peticiones: que ya una escuela, que ya un puesto de salud, que ya caminos. Así, lo que haya necesidad en la región. Que haya un enfermo sin recursos, diga usted, ¿a qué acude? Pues a la junta. Entonces un militante da parte a la junta y entre todos lo sacamos en camilla para acá, para Neiva. Entonces, la junta toma un acuerdo, una solución para todos, para bien de todos. O parcelar. Pongamos por caso: usted, señor, llega de nuevo a El Pato; entonces va a la junta y les dice: «Miren, compañeros, que yo quiero trabajar honradamente, que yo quiero hacer tierra». Entonces la junta en acuerdo le dice: «Mire, señor: de este barranco a ese claro y de estas matas a aquel guarumo floriado puede usted fundarse», y usted se mete a trabajar de fuerza. Esa es la ley que tenemos allá. Todos vamos al compás. La junta tiene que parcelar, ¿porque si no cómo sería?… Ella es la autoridad para ayudamos a todos. ¿Quién nos apoya allá en la pura soledad? Pues la junta. ¿Quién nos da una mano allá en medio del monte? Pues la junta. La comunidad hace la lucha por nosotros, porque la junta es del mismo personal. Por eso es que nosotros allá no le quitamos una gallina a otro, no le quitamos un atado a ninguno. ¿Por qué? Por la junta. Porque nosotros tenemos una organización entre nosotros mismos, en cordialidad. Ya diga usted que uno se emborracha y quiere pelear y quiere hacer mal, entonces viene un compañero de la junta y a lo primero le dice: «Compañero, que aquí somos de todos». Así… Pero entonces, si el compañero se desmanda, y sigue jodiendo en escándalo, peleando como sucedió qué día, entonces los compañeros de la junta, todos a una, lo amarraron, sin aporrearlo, claro, hasta que le pasó la borrachera y ahí lo soltaron y en después el compañero se da de cuenta y sigue tranquilo, sin alegatos con nadie. Porque todos respetamos el acuerdo de la junta. Porque el presidente, señor, allá sí es elegido por el pueblo, por todo el pueblo en acuerdo: por votación se nombra al que lleve la mayoría. Se elige un tipo responsable en que uno confía, que está de acuerdo en todo: un trabajador, que no sea por ahí un vicioso; un hombre honrado, porque la honradez manda, señor. Porque pongamos por caso, la confianza que hay entre todos. Nosotros que ya somos amigos, señor, por un decir: usted es el tesorero, pero ya hay una persona que tenemos escogida y nos parece a nosotros que es honrada, responsable a los hechos; entonces le decimos a usted: mire, señor, fulano nos gusta más, y usted no se va a ofender, ¿no? Porque sabe que es el gusto de todos, porque sabe que hay confianza. Entonces usted renuncia y nosotros nombramos a otro en acuerdo, sin peleas, porque la comunal es para ayudarnos todos. Si hay cualesquiera anomalía, que sea el robo, que sea que no trabaje, entonces primero se le explica, en después se deja pasar un tiempo, a ver si hay acuerdo, y por último, si sigue atrincherado, entonces se le dice: «Bueno, mire, compañero: acepta las cuestiones de no hacer maldad, de hacer bien como lo manda la junta, o no trabaje más aquí, porque así no podemos, estamos todos en acuerdo». Y si el cliente, en lugar de aceptar tal o cual propuesta que se le haga de trabajo, no quiere, como le digo, entonces se le hace una reunión y se le dice: «Bueno, si usted no quiere trabajar, no acepta las condiciones de trabajo, desocupe». Sí, señor, porque esa tierra es para trabajar, es una tierra de trabajo. Mire usted: allá no hay marihuana, porque la junta ha dicho: la marihuana es para el perjuicio de todos. Entonces: ¡prohibida la marihuana en la zona! Ahora, diga usted en el caso de los linderos. La junta también arregla esos problemas, porque allá no hay inspección de Policía. Una discusión entre vecinos, pongamos por caso, de animales. La junta les da el consejo, hace la llamada para evitar problemas. Porque a eso sí le dan importancia los militares. Si llegan a saber una vaina de sangre, es lo primero que publican. Pero gracias a Dios, jamás hay heridos por machetazos o esas cosas. No, señor. Si hay heridos es en el aserradero, pero no por rencillas. No se da el machete o la bala o esas cosas, nada. Todo mundo ha sido unido, allí prácticamente todo el personal obedece a la junta. No, señor. ¡No! Nosotros tomamos el acuerdo en votación, a la vista de todos. Nos reunimos y votamos. Todo mundo puede manifestarse, decir, hablar lo que quiera sin ofender. Y entonces se apoya. Por lo menos yo, que no soy comunista, si tuviera un ideal que fuera a favor de la comunidad, a mí no me lo van a rechazar nunca. Y si otro que sea conservador dice a favor de la comunidad, de la colonia, pues también. Nosotros dejamos de joder, que eso no es a favor nuestro sino a favor de los políticos. A los políticos no les creemos, porque siempre nos dan es garantías de boquilla. A eso ya no le paramos mientes. Lo que hacemos es por nosotros solos. Para eso está la comunal, que es como si dijéramos la vocería de todos. Es como decirle: cuando veníamos de Balsillas para abajo, llegó Jaime Ucrós García, el que fue gobernador del MRL; él nunca se había hecho presente. Pero ahí sí. Llegó a ofrecernos ayuda y mire, señor, a nosotros los periódicos y las emisoras nos han difundido siempre como guerrilleros y no como colonos verdaderos: el otro día salió un retrato en el periódico, un retrato así, grande, del paisa, ese que le cuento, diciendo: «El niño, el perro y el machete acompañan a este colono que va con rumbo a Neiva por órdenes de las FARC». A nosotros nadie nos ha ordenado nada y menos que nos salgamos, sino porque nosotros tenemos miedo de que nos mate el Ejército con sus bombas. Pero-como-le-digo, al tal don Ucrós sí lo retrataban todos los periódicos diciendo que nos apoyaba, que nos ofrecía solidaridad. ¿Y sabe qué? Que cuando él llegó nos dijo: «¿Qué necesitan, qué quieren?». Él se dio cuenta de todo, de la cantidad de tonticos y de pechos que andaban con nosotros. Entonces nos dijo: «Les voy a mandar buses, camiones, para que nadie camine, para que no se recalienten. Les voy a mandar médicos». Él nunca había aparecido, pero cuando el problema… ahí sí llegó. Como nosotros no rechazamos la ayuda de ninguno, dijimos: «Si nos traen buses, mejor; así más rápido». Y nosotros espere y espere y nada. ¡Eso qué buses!… Como a las tres llegó con unos médicos. Eso sí para qué, buenos. A un tontico que venía sin orinar, hinchado así, le pusieron una inyección y se alentó. Pero los buses sí nada. Una no sabe si fue que la tropa no los dejó pasar. Porque la tropa ponía el retén, pongamos un caso, en el puente. Cuando llegábamos ahí, echaban los carros para abajo, para Neiva, y así. Nosotros andábamos y el Ejército echaba los buses más para abajo. ¡Con semejante solonón tan grande! Eso es un asesinato, señor, quitarles media vida a esos angelitos con esa insolación que les dio. Porque la cosa de los buses fue así: los buses sí los vimos, pero eso fue por don Vicente, el de Cootranshuila, el que los mandó, porque él sabe que nosotros somos trabajadores, porque él nos ha visto siempre trabajando. Entonces, a resultas de que don Ucrós no salió con nada, salió con puras fotos en los periódicos. Eso es para él, no para nosotros. Por eso, señor, nosotros a los políticos no les creemos. Porque diga usted, eso es como antes, cuando Jorge Eliécer. A él lo acabaron por decir justicias, por decir de la oligarquía de este país, que son los mismos jefes actuales todavía y descendientes de los que ya murieron, como Laureano y Ospina Pérez, que en el infierno han de estar. A él lo acabaron por eso, lo malograron por eso. Eso fue la violencia. Yo eso lo tengo muy concentrado. Cuando en eso se veía la muerte así, que andaba… no había cómo atajarla. La cuestión fue que la chusma y los chulavitas, que eran del Gobierno, se mataban. Este mataba porque era chulavo y el otro mataba porque le habían matado a un amigo, un familiar. Los godos mataban y los liberales corrían. Así, me imagino yo que nuestros taitas no sabían qué decir al que llegara y les preguntara: «¿Y ustedes por qué se matan?». Sí, señor, tenían que salir corriendo envaporidos. Era el engaño. Se mataban unos con otros. Esta es la vaina que uno no entiende. Estaban encartillados tal vez por los superiores, por los ricos, para mantener el problema, para mantener el agobio y salir en beneficio ellos. Eso no lo entendíamos bien. Y así hubo muertos por montones, señor, por montones. Y dígase la humillación. Llegaban a una casa y cogían la mujer y la atollaban delante del marido, de los tonticos. Cogían a los más tiernitos y los ensartaban. A los hombres les hacían la capihorca, que era la muerte en este sentido: los empelotaban y los amarraban con una cuerda de tiple. Una punta en la garganta y la otra punta en las nobles; y la apretaban bien, que no corriera; la apretaban hasta que la boca quedara al pie de las güevas; quedaban bien acurrucados. Entonces les pegaban una puñalada aquí, al lado de los riñones, y al sentir la puñalada el cristiano se enderezaba, levantaba la cabeza y de una vez se ahorcaba y se capaba. Quedaban limpios de todo. Así fue la violencia, señor. La muerte era mala en esa vez. Mire, señor, esos señores con que usted estaba hablando ahora mismo, ellos no le dijeron nada porque son amojonados por dentro, ellos son muy melancoliados. Él tiene setenta y ocho años y ella como sesenta y cinco; se vinieron a conocer aquí. Pero ellos sí han sufrido, lo-que-se-llama. Él es de Ataco y ella de Algeciras. Al viejo, pregúntele, le mataron la esposa los limpios. Él salió a hacer un negocito, porque tenía tierrita, y cuando volvió le habían destrozado la mujer y los tres tiernitos, le habían quemado el rancho, le habían matado el ganado. Si él cada vez que lo cuenta le dan ganas de hacer lo mismo, de no existir. Claro, entonces se tuvo que salir para guarecer la vida y regalar la finca por cinco mil pesos, una tierrita que dizque valía sesenta mil pesos de ese entonces. Se la compró un grande de esos por allá… En después de dieciocho años vino la rehabilitación, que llamaban, y ahí sí quedó en la miseria, completamente. El Gobierno le prestó para recuperar la tierrita como treinta mil pesos, pero la tierra no daba, y entonces se la embargaron, se la quitaron, quedó con una bestia de carga que fue la que se trajo para acá. Llegó con esa bestia y los calzoncillos puestos al revés. En ese tiempo la cosa era por política, por dar un voto para la cochina de los políticos. Él era conservador. Pero mire, señor, la mujer era liberal de Algeciras, como le digo, aunque ella en propiedad es del Valle, de Palmira, para más cuentos. Ella salió con su marido del Valle por política: tenían una tierrita y un día hubo un abaleo puro-frente-a-la-casa. Entonces el inspector de Policía, que era pájaro de pluma y todo, llegó al otro día a decirles que desocuparan, y así, se fueron para el Cauca, para el Norte del Cauca a jornalear, pero de allá también los desterraron. Entonces se vinieron para Algeciras y después de una matazón que hicieron por allá los chulavos, el marido se echó para el monte a defenderse. Él sí que era guerrillero. Y de los buenos, de Algeciras. En después llegó la amnistía de don Rojas. Vino un general a hablar con todos y como no los pudieron matar peleando, les dieron la amnistía y a él lo llevaron amarrado de pies y manos para el Valle y por allá dizque lo pusieron en dos muletos: uno a cada pierna, los soltaron y le volvieron una hilacha la vida. Uno no sabe, ¿no? Pero ella siguió trabajando sola la tierrita que le había dejado el difunto, haciendo la mejorita. Cuando dentró una vez el Ejército… Porque en las partes de arriba, o entendimientos superiores, se calcula que en los campos no hay ciencias; que no hay conocimiento sino que todo es ignorancia, que todo es tramposo y entonces meten el Ejército… ¿Será, señor, imposible que salgamos siempre a estos pasos tan malos cada vez que se le da a las grandes autoridades por molestar al campesino? ¿Será que nunca nos van a dejar trabajar con honradez, con el sudor de la frente? En lugar de hacer como nos dicen: que nos prestan apoyo, que nos ayudan, que nos dan escuelas, puestos de salud. Mentiras, señor, siempre mentiras. Ellos lo que mandan es la inquietud, nos meten es el sufrimiento. Si cada uno de nosotros tenemos entendimiento y tenemos manos para hacer lo conveniente… ¿Y el Gobierno qué nos da? Todos son impuestos, de día en día las cosas más y más caras y lo que uno saca más y más barato. ¿Será esa la ayuda que mientan? Como le iba diciendo, la señora quedó en Vegalarga, trabajando, ¿porque qué más? Cuando la tropa entró como decir aquí de por medio, pues claro: unos cogieron para abajo y otros para arriba, unos para un lado y otros para el otro. Entonces dijeron que los habían cogido para allá, para abajo, que se habían ido con los muchachos, que se habían rendido a la chusma. Mentiras. Usted sabe que uno con miedo corre para cualquier lado; ellos lo que buscaban era la protección de la montaña. Los que salieron para afuera, a unos los apresaron, y a todos los humillaron. Y los que cogieron para adentro pues peor, porque la tropa tenía orden de disparar a todo lo que se moviera y como uno no puede convertirse en piedra, en árbol, sino que sigue siendo cristiano, pues se mueve. Ella echó con todos para abajo y se fondearon por allá por un despeñadero-barranco-abajo. Tratando de salvar lo poquito que tenían se fueron con ataditos, así, unos fríjoles, una panelita, una gallinita. Pero en eso tenían que botar para aligerarse, hasta que sólo les quedaban de cargar los tonticos, los niños que no podían volear quimba. Entonces, la señora que le cuento llevaba a las espaldas un tontico, pero la tropa la apretaba, la apretaba, la apretaba mucho y ella, con miedo a que los fueran a coger vivos, echó el niño al río. ¡Lo ahogó! ¡Ahí mismito, delante de todos! Otros hicieron lo mismo y hasta para más veras, por ahí anda, ya volantona, una tontica, bonita ella, que la encontraron viva más abajo. Pero imagínese: no tenían nada qué comer, comían pepas de caucho. El compadre Querubín cuenta que-por-allá-en-el-llamado Nervio-Azul estuvieron como dos meses. Tuvieron que jartarse hasta las bestias que llevaban. Eso no es cristiano, señor, jartarse uno a un caballo… eso da mucho bochorno, se pone una así calenturienta de la sangre del caballo, porque las bestias son más calientes que el cristiano. Por allá, así… anduvieron enmontados sin deber nada, del puro susto y los tonticos lloren, lloren, lloren: y eso le va a uno taladrando las entendederas. ¿Y para qué tanto sufrimiento, tantas tristezas? ¿Para que la tropa lo coja a uno y lo mate? ¡Como pasó…! A la señora del cuento le-pueden-decir-de-todo, señor, pero tenía razón, porque como a diez que cogieron después los hicieron perdedizos. En esta ocasión murió mucha gente de hambre, de sed, de muchas maneras. Yo que me recuerde, esa gente que se enmontó se entregó en grupo y a la salida, rummm, los mataban. Que yo me diera de cuenta, mataron a diez personas. La gente al verse con los tonticos muriéndose de hambre, pues salía y rummm. Los agarraban así, señor, les amarraban las manos, padres con hijos y todo; los ponían así, señor, en fila y rummm, los mataban, y rummm y rummm… ¿Para eso es que nos quieren? ¿Para mostrarnos como guerrilleros muertos? Porque esa vez hasta vinieron fotógrafos a retratar. A los hombres los mostraban así muertos, como guerrilleros, y uno muerto, señor, no habla. A las mujeres y a los niños, todos despedazados, los mostraban como la gente que había matado la guerrilla. Mentiras, señor, si yo vi. Una dice lo que ve, no va a decir otra cosa, porque ¿para qué? Una es cristiana. No, señor, que no, mire le explico: lo que pasa es que la tropa nos quiere poner de colchón, nos quiere poner de en medio y es el campesino el que paga el pato. Uno no tiene favor de nada, uno es el pagano de todo, porque dígase, en una persecución de estas, uno es de profesión agricultor, a uno le preocupa es el monte; la tropa va y como no encuentra los muchachos, entonces les da rabia y la cogen con uno; como no los encuentran, no tienen con quién descargarse sino con uno, con el pagano… Y con la ley que hay hoy que la cogen y lo hacen el perdedizo, lo acaban; hacen de cuenta que uno es un cuero que se murió, y listo. O si no, llegan como el buey manso y cuando uno acuerda lo cogen, y deje que haya fiestas, señor, para que vea… lo echan a uno por delante, lo ponen de blanco para que los otros lo pelen. Yo me recuerdo del 64. La finca estaba arregladita otra vez… y entra la represión. Yo estaba ahí en la finca cuando venían los aviones, unos para arriba y otros para abajo, totazos van y totazos vienen. Entonces llegó el Ejército y comenzaron a matarse unos con otros. El Ejército arriba y la guerrilla abajo y nosotros en medio. La situación del campesinado ya no era entre dos paredes, sino entre las balas. Porque, señor, nosotros vivimos, como un decir, en una balanza. Si se va para allá, malo; si se viene para acá, malo. Para pelear se necesitan dos, y si los dos permanecen vivimos en la purita zozobra. Si permanece Ejército y permanece guerrilla sabemos que en cualquier momento hay bombardeo, y la represión, y la humillación. Porque, como le estaba diciendo, uno con la guerrilla tiene que… Por ejemplo, supongamos que llegue a mi casa y haya veinte o treinta guerrilleros. ¿Qué va uno a hacer? ¿Negarles el tintico? Pues, mi señor, yo con mucho gusto les mando preparar algo. Y si llega el Ejército, la misma cosa. ¿No es cierto? Y si llega cualquier persona a pedir comida, una la da. Entonces el caso es ese. Una no le niega nada a nadie desde que haya la comidita. Pero la guerrilla no le hace a una nada por darle al Ejército, pues no va a tomar la represión contra una, porque para eso la guerrilla nos hubiera represionado cuando hubo la Acción Cívico Militar. Ellos absolutamente nada dijeron de eso, ni se asomaron, ni se vieron, ni nada. Al general sí le dijimos: mire, general, ese es el caso. Recuerde que comienzan sacando muelas y terminan metiendo bala; no sabemos, general, si usted es el que manda, pero así lo hacen. Así se lo dijimos. Y preciso. A poco que vino la Acción Cívico Militar soltaron las bombas. Además, a mí me da rabia, señor. En veces está una por ahí, orillada y descansando, y llega el Ejército disfrazado, tramposiando; llegan de guerrilleros, y una como no le niega nada a nadie y dicen: compañeros, que venimos trozados del hambre, que venimos jodidos de sed, que venimos a que nos apoyen. La gente les da lo que tiene mirándolos así, con hambre. Otra vez llega la Policía: que si nos dan comida. Una vez fueron por allá donde la tontica a pedirle comida y ella les mató una gallina, culeca que estaba; se la tragaron y al otro día subieron y la hicieron bajar dizque porque era auxiliadora de la chusma y ella les dice: pero si fueron ustedes, por allá no se ve sino la Policía y el Ejército. Así lo humillan a uno. Así es que joden al campesino. Para no joderlo a uno, ¿sabe qué, señor?, se tiene que exterminar la guerrilla, porque el Ejército solo no va a pelear. Por eso desocupamos: para que los acabaran, para dejarles el campo libre y que se maten. Eso se lo dije a mi general: vaya, mi general, y acábelos si es que se considera capaz de acabarlos. Porque creemos que no es capaz de acabarlos. Ya tantos años tratando de acabarlos y nada, porque entre más persecución haya menos se acaban. Es porque el Ejército es incapaz de acabarlos, por eso desocupamos, para-que-ellos-hagan-como-quieran, lo que les provoque, para que no se disculpen con nosotros, señor. Pero como a esa gente no la pueden controlar, entonces que se salga el Ejército. Que se salga el Ejército y que nos dejen volver, que lo único que nosotros queremos es trabajar. Dése de cuenta en una cosa, señor; ¿qué tal que la guerrilla estuviera aquí en la ciudad, como ya está? ¿Entonces desocupan a Neiva y la echan para El Pato? Si aquí estuvieran —en Neiva, digo— los muchachos, ¿entonces bombardean aquí la ciudad? Por eso yo le echo la culpa al Gobierno, por esta manera: lo culpo toda mi puta vida mientras yo viva y mientras los campesinos piensen bien. Si es cierto que quiere hacer una militarización en la zona, entonces que nunca más desocupen para que así haya un sólo Gobierno, como se dice. Pero no. Se están allá, jodiendo, haciéndolo a uno sufrir, humillándolo, haciéndolo perder lo que hemos trabajado, y para afuera. Cuando una ya ha trabajado, ha recuperado montaña, ha hecho rancho, vuelve y joda. Vuelve y se posesiona del vividero de una. Si nos hubiera dejado trabajar en paz ya seríamos ricos. Mire, señor, primero con don Rojas cuando estábamos descapotando; después en el 64, cuando ya las cosechas estaban bonitas, cuando ya la tierrita estaba mansa, y no nos dejaron volver sino hasta el 71, cuando ya estaba todo enmontado, cuando ya la escoba de bruja se había hecho Gobierno por todo lado. Cuando ya el café, la caña, el cacao, todo estaba perdido. Vuelva una y comienza, porque una es como los chanchos que se queman la trompa y vuelven a meterla; eche una para afuera cuando ya parece que las cosas van bien. Mire, señor, yo estoy en acuerdo con el Gobierno: que dos Gobiernos no pueden existir. Está muy bien. Que nos desocupen la zona pero para siempre o que la ocupen para siempre y entonces nos paguen lo que hemos perdido, porque perdemos es por el gusto de ellos. Que nos paguen todos los daños, todo lo que hemos tenido, todo lo que hemos hecho para poder mantener la familia, que paguen lo que debemos a la Caja, lo que debemos al Fondo Ganadero, que nos den tierra para poder trabajar. Pero que sea para siempre. Que nos quiten para siempre la ilusión de trabajar, para renunciar para siempre. Pero como ve, señor, una se pone a pensar: por eso es que hay tanta juventud que se le daña el corazón, tiene que coger otras ideas, otro rumbo, pues si a uno no lo dejan trabajar en el trabajo material, que es el que sabe, pues coge uno el rumbo de las ideas. ¿Que qué es eso? Ah, señor… Por eso es que la juventud va por ahí, porque esas son las garantías que nos están dando; porque con esas garantías a uno lo reniegan del trabajo. Es como le pasa al compadre Eusebio, que llegó como se dice de las meras manos y ahora abandonó setenta hectáreas descapotadas, como treinta en puro potrero y las otras en fríjol, plátano, maíz, lulo, arveja, café, tabaco y ajo. Él tiene de todo. Es que esa tierra sí… Lo que no se da es lo que no se siembra. Ahora que nos vinimos estaba madurando el café, ¿y quién lo coge?; ¿y el plátano, que ya estaba dando corte?; ¿y el fríjol? Él siembra fríjol y no alcanzó a topar sino como dos cargas, cuando él siembra quince… La tropa siempre suena sus bombas por esta época, cuando hay trabajo. Lo mismo fue en el 64. Lo jode a uno de plano. ¿Y el ganado qué? Él tiene doce vacas que se las comerán como en la vez pasada. ¿Todo eso quién lo paga? Mire el fríjol: da hasta un quince; si usted siembra una carga se le dan quince cargas y cada carga vale de seis mil quinientos a siete mil pesos. Usted, que es inteligente, eche cuentas: el compadre Eusebio no deja de sembrar sus doce cargas. Por ahí coge no menos de cien mil pesos, ¿no es cierto? Y en arveja dos cargas que siembre, le dan a uno diez, que las vende, diga usted, a tres mil quinientos pesos, son por ahí cuarenta o cincuenta mil pesos. ¿Y el ajo? El lotecito que sembró no baja de media arroba y ya le ha sacado seis arrobas, como cincuenta mil pesos, por lo menos. Es que el ajo está supremamente caro. Eso es bendito. Ahora diga usted, el lulo… El lulo se da silvestre. Una lo regala porque no sabe qué hacer con él. El compadre Eusebio tiene por ahí doscientas matas. Pregunte usted: ¿cuál es el mejor lulo que traen a Neiva? El de El Pato. Es que esa tierra es santa, por eso día a día llega gente; por eso nosotros no queremos perderla. El compadre Eusebio podía ser, pongamos por caso, un maestro agrícola, pero no, como no llega así vestido con corbata, nadie lo mira; como no es doctor, en toda parte le dicen: espere un momentico. No, señor, uno también es cristiano, a uno le faltará mucha cosa de cultura, o de inteligencia, pero deberíamos ser más atendidos por el Gobierno, porque la pobrecía campesina es la más desprotegida y la más importante. Si nosotros no trabajamos, ¿quién come? Somos tontos, pero tenemos pleno conocimiento que si no hay campesinado no hay pueblo que se mueva. ¿Si nosotros no sacamos el atadito qué pasa? ¿Qué hace una ciudad si no hay campesino? De modo que, yo, por ejemplo, para decírselo mejor, mire: ¿quién sabía que El Pato producía tanto ajo, tanta cebolla, tanto fríjol? Nadie lo sabía. Todo el mundo pensaba que éramos chusma, porque las autoridades y los primeros cerebros así lo dicen. Pero no. El Pato lo que hace es hacerle a Neiva un mejor medio de vida. Inclusivamente, si tuvieran que importar todo desde Bogotá, con fletes y todo, ¿todo no sería acá más caro? En lugar de ir a Bogotá, uno lo trae a Neiva. Para mi parecer, hay necesidad de que cada zona cultive lo que la tierra produce para no desfavorecer al pueblo. Pero no. Ellos no quieren entender, no quieren sino el perjuicio. El pueblo día a día tiene que comerse todo más caro, tiene que restringirse de mucha clase de agricultura, y el campesino es el que ayuda, el que colabora. Eso lo sabe hasta un tontico que disvaría. Opinadamente el pueblo de Neiva, ¿por qué nos ha ayudado ahora? Porque saben que nosotros trabajamos para ellos. Es que al compañero Eusebio ya le pasó en el 64. Mire, él tenía la parcelita, pero más pequeña que ahora, porque no le había trabajado tanto. Él tenía como unas once hectáreas abiertas y entonces su ilusión era el cacao: le-encantó-una-belleza-de-cacao que vio por allá en San Venancio. Entonces desocoló y sembró cacao, como algunas mil matas alcanzó a sembrar. Cuando ya las pepas estaban llenas, rojas, entró la tropa y lo hizo desocupar y cuando volvió, ya estaba adueñada la escoba de bruja. Diga usted, señor: ¿quién tiene la culpa? ¿Quién le paga el perjuicio? Cuando volvió, eso era pura maleza; entonces le dio rabia y le metió candela a todo. Todavía por ahí parpadeaban algunos palitos, como de recuerdo. La vida en El Pato es muy buena si no nos dieran leña a cada rato. Nosotros no tenemos la culpa de que los muchachos anden, como dicen, por la misma región donde uno trabaja. Si la guerrilla pasa, uno le dice adiós, adiós; eso si pasa, cada año, cada dos años; uno no sabe dónde viven, ni cómo, ni dónde. Ni uno les pregunta, porque uno sabe cómo es esa vaina. Uno se los encuentra de bulto, sin saber cuándo. Mire, señor, el-cuento-que-le-voy-a-hacer. El compadre Querubín, ese-que-le-dije, un día venía de para acá, con la provisión. Y llueva, y llueva, y llueva. Bajaba por un barranco así limpio que hay. Entonces, con el peso, perdió el aire y se fue así de culo por el barranco abajo, derecho a la quebrada, que estaba rumosa por la lluvia. El compadre dizque apenas decía: ¡Virgen Santísima, Virgen Santísima! Entonces, ¿qué pasó? ¡Los muchachos que andaban por ahí lo atajaron, señor, lo atajaron! Él ya se había despedido de la cochina. Entonces le dijeron: no se asuste que nosotros lo sanamos. Y así fue, porque a ellos como no les faltaba la medicina… Ya pasado el frío le dieron una panela así, señor, así-de-grande: de ocho libras. Don Querubín se puso feliz y eche a comer panela y eche la conversa con él solo. Así fue. Es que a nosotros nos tienen confundidos porque pasan por ahí. Mire, señor, ¿acaso nosotros nos hacemos, pongamos por caso, tropa, si ella pasa por ahí donde anda uno? ¡No! Por eso. A mí una vez me preguntaba un capitán: «Bueno, y si ustedes no son chusma, ¿entonces por qué se van para esa zona, por qué vuelven siempre para El Pato?». Le dije: «Capitán, por la sencilla razón de-que-si-aquí tenemos diez mil pesos, no compramos con eso ni una remesa de plátano para mantenernos un mes, y allá con diez mil pesos compramos diez o veinte hectáreas de tierra agradecida; y si tenemos cincuenta mil pesos, ya compramos una finca. A la hora de la verdad, por eso es que nos gusta esa tierra». Y el capitán dijo: «Sí, ustedes tienen razón, con cincuenta mil pesos por aquí afuera ustedes no compran nada; cualquier media hectárea vale millones». Por-eso-nos-metemos y nos metemos, por eso peleamos. Sí, señor, claro que sí: nosotros tenemos una cooperativa para ayudarnos, para ayudar a la tierra que es tan bendita. Así, lo que no hace la tierra, que es poner el precio, lo hacemos nosotros de común acuerdo, militando en la cooperativa. Así nos recargamos en nosotros mismos y nos defendemos. La cooperativa nuestra tiene como unos cuarenta miembros, pero hay otra cooperativa en El Pato. Le estoy hablando de una. Tiene permiso del Gobierno y todo. Ya lleva, ahoritica, cuatro años de fundada y en la última cuenta tenía dizque por ahí medio millón de pesos. Es una cooperativa para favorecernos. Compra las cosechas y vende las remesas que la gente necesita; lo único que saca es el flete, el transporte. Tiene ocho mulas; la remesa es más barata allí que aquí mismo en Neiva y por la cosecha nos pagan un tantico más que aquí, porque eso es para defensa del campesino, del gremio campesino. La cooperativa compra en el depósito y lo vende menudiado; todo lo que sea; como un decir, lo que uno necesita. Y al contrario, nos compra así, a uno por uno, y vende aquí en Neiva. En veces, pongamos por un ejemplo, el ajo, lo llevan para Bogotá. No, señor, hasta el momento no ha habido fracasos. La gente se afilia para militar con quinientos cuarenta pesos, hasta completar dos mil quinientos cuarenta, y se le da un plazo de seis meses para pagar el resto. De ahí en adelante sigue pagando setenta pesos mensuales. Allá-compra-y-vende-el-que-quiere. Por ejemplo, el que quiere comprar el mercadito, como decir los aliños, la pasta, los fideos; herramientas no, porque el capital no resiste. Pero lo que es la provisión allá la compra uno. El que quiere vender allá su cosecha también se la venden, sin recargos, porque la cosa es para que no haya explotamientos. Como en la Caja, que nos ha prestado dos enviones de cien mil pesos. Uno para comprar unas mulas y otro para comprar una trilladora de maíz, para trillar el maíz y sacarlo trillado. Porque en el año no hay sino una cosecha de maíz y entonces lo trillamos, y cuando está a buen precio lo sacamos para ganarle alguito. El Gobierno, fíjese usted, señor, habla mucho de ayuda al campesinado, de alfabetización, de apoyos, pero hace cinco años no hay maestro. A ese motivo sí no se acuerda de que es el Gobierno, de que es autoridad, de que nosotros somos colombianos. Al maestro que había le tocó venirse porque no le pagaban y lo que le pagaban no le alcanzaba ni para lavar la ropa. A un ejemplo, yo le voy a decir: este año hay como cuarenta y cinco niños de escuela. ¿Y la gente enferma? Habíamos algunos que nos toca caminar hasta dos días para salir al despejado, ¿y uno enfermo cómo puede salir? Pero el esfuerzo nuestro, ese sí, es peligroso, ese sí es malquerenciado. ¡Es como un decir! La cooperativa, como le vengo diciendo, es para defendernos, para aliviarnos del explotador que le sube día por día al suministro y claro, nosotros compramos hasta para que alcance para todos. Entonces la tropa dice que es que nosotros llevamos remesa para la chusma, que la auxiliamos. Lo hacen a uno identificarse. De eso yo no me aparto: la identificación es muy legal, pero la cédula no es la que vale, lo que vale ahí es el salvoconducto, que ahora lo dan laminado: no como antes, que era un cartoncito que se mojaba y ahí sí a joderse uno. Como ve, las cosas progresan. Y mire, señor: el salvoconducto se lo piden a uno hasta en la Caja para prestarle… y en después dicen que la Caja es de uno, del campesino. ¡Mentiras! Pero entonces es la humillación que nos hacen. Una lleva la remesa para la cooperativa o para la familia y dicen que es mucha y le hacen regalar el mercadito a la pobre gente. No dejan pasar la sardinita y una la necesita para uno; porque cuando a una la coge el filo por allá entre el monte, ¿qué come? Pues no, no le dejan pasar el enlatado, ni a la cooperativa para vender a los colonos. La humillación es muy jodida. Es ilegal. Por esa sencilla razón: a ellos no les interesa que comamos mal o que comamos bien; nunca les ha interesado; entonces no es esa la forma para que la humillen a una regándole todo por el suelo. Una llega a la casa con el azúcar toda embarrada, con la harina mojada, porque es en el mismo suelo donde la echan para mirarla. Y cuando es mucha se la quitan a uno y ellos mismos se la jartan. Es que por eso ya está la primera base en Nicaragua, por toda esa humillación. Sí, apunte bien, señor, digo Nicaragua y póngalo así. Para que digan que a una lo que le pasa es que la tienen convencida los agitadores, como nos dijo el gobernador. Cuando una no es tonta y se da cuenta, entonces son los agitadores. Lo que quieren es que una sea pendeja toda la vida. Se me alisa la piel de puro pensarlo, señor. Lo que pasa es que a ellos les da pica que no nos hayan podido tramar como ellos quieren. Mire, le voy a contar un cuentico. En el año 61, más o menos, volvieron otra vuelta a dejar entrar. Entonces nos avisaron a todos que se abría otra vez El Pato, que podíamos volver, y una que no había hecho más que ilusionar con su mincha de tierra, una que no había hecho más que añoranzas con sus bellezas, entonces echó para arriba otra vez. El Ejército reclutó su gente para meter en lo abandonado, reclutó compañías por allá en eso de Algeciras, de Colombia, de Villarrica, de una parte y de otra parte, y las llevó. La base era que ayudáramos a meter la carretera hasta El Pato, y así fue. Metimos la carretera. Pero también nos encartillaron: que el comunismo para allá, que el comunismo para acá, como decir, nos infundieron el que las FARC mataban. Y uno viendo todo, y recuerde, y piense. Así… pensando melancolías… Pues bueno, nos dieron unos cursos, todos los días desde por la mañanita, de defensa civil que llamaban, y háblenos de la chusma y haga el camino. En esa vez también nos tocó dormir como ahora, en lo sucio, al destapado, aguantando agua y frío para llevar el camino, para poder volver a lo nuestro. Diga usted. Uno con el amor de trabajar hace de todo, hasta que se mete en la boca del volcán. Pero entonces ellos organizaron la defensa civil, que es la definición para mandar a los padres de familia a enfrentarse con las guerrillas. Inclusivamente les repartieron por ahí unas escopetas de cápsulas. Pero si el Ejército no puede con esa gente, el Ejército que es disciplinado, ¿qué-va-uno a poder enfrentárseles con auto-defensa?… Era una pura carnada para joderlo a uno. Si el Ejército no puede, ¿cómo va a mandar a un poco de campesinos que no tienen gente disciplinada, gente que mande, a guerrear con los que sí saben? Eso es no tener conciencia. ¡Cómo van a coger gente ignorante! A últimas nadie comió nada de eso. ¿Las escopetas, dice usted? Pues por allá las fondeamos en el monte, ¿eso para qué uno? En después el mismo Ejército se la encontraba a uno y decían que uno era de las FARC o que uno mismo se la había quitado al Ejército. Lo mejor era despeñarlas por allá en un barranco para pasar de tranquilidad. Pero entonces, señor, a ellos les da rabia que uno no coma cuento. Les da pica que uno no sea un tronado como antes, que uno pida lo que es de uno. Porque uno está pidiendo lo que es, no lo que no es. Y es que con eso de la metida de la tropa, del salvoconducto, pasa otra cosa. Usted ya se dio cuenta que ahora no es como antes, que ahora ya no hay tanto manovoltiada como había aquí a otros años. ¡No! Ahora un finquero como el compadre Eusebio necesita trabajadores. Trabajadores para socolar, para sacar la cosecha de café, para la alverja, para tantas cosas. Él necesita jornales y como allá cada uno tiene su mejora, pues no hay jornales, porque cuando sale la cosecha cada-uno-está-en-lo-de-uno. Entonces necesita trabajadores y para allá nadie quiere irse por la ofensa del Ejército. Para trabajar más-que-sea unos días, el hombre necesita un permiso, un salvoconducto. Y la preguntadera por la familia, por el trabajo, que qué va a hacer, que cuánto tiempo, que dónde, que cuándo. Entonces le alargan un permiso que dice: «El teniente Rodríguez autoriza a trabajar al señor tal en la finca de tal». Mejor dicho, no se puede trabajar sin el permiso del teniente Rodríguez. Y si lo cogen a uno así, sin ese permiso, dése de cuenta, lo echan para el puesto plantoniado, uno, dos o tres días: pero allá sí lo ponen a uno a trabajar en lo de ellos: pelando papa, partiendo leña, trayendo agua y así. Entonces, cuando están emperezados, salen y cogen al primer tonto que pasa, le piden los papeles y se inventan lo que quieren para ponerlo-a-uno-a-hacer-lo-de-ellos. Señor: ¿para eso les paga el Gobierno? Entonces los trabajadores no suben por aquí. Primero, porque eso es para gente guapa que se aguante las tres horas caminando; y después, porque la gente se aburre de tanta requisadera, de tanta zozobra. La gente no entra con voluntad. También-hay-otra-cosa: hay gente que la destierran, que no puede parar por ahí. ¡Habiendo tanto desempleo! Pecado será, ¿no? Porque cuando uno está sin trabajo y no lo dejan trabajar, eso-es-pecado. Yo me recuerdo todo lo que sufrimos la pasada invasión. Trabajé aquí un poquito, trabajé allá otro poquito, salté para un lado, salté para el otro. Que Neiva, que no, que Gigante, que no, que mejor Ibagué, que Girardot, y échele-a-volear quimba. Eso cuando lo dejan, ¿pero qué tal, diga usted, cuándo no lo dejan? Así, en épocas pasadas nos encontrábamos ya los treinta, ya los cuarenta trabajadores por ahí, asoleándonos-no-más, ¿porque qué se hacía?
+Sofía interrumpió abruptamente el relato al acercarse una comitiva y socarronamente me dijo: «Señor, son de la presidencial». Quien presidía el grupo, a juzgar por la ampulosidad de su figura, saludó:
+—Compañeros, buenas tardes.
+—Buenas, señor.
+—Yo soy funcionario público, soy el doctor Félix Trujillo. Nosotros ya nos conocemos porque yo fui a El Pato con Mantallana a izar la bandera allá. Eso fue en el 71, yo ya estaba de secretario de Gobierno. Bueno, es esto: yo vengo en representación del presidente y de la primera dama, especialmente de la primera dama. La primera dama quiere presentarles un mensaje a los niños, a los niños de ustedes, y entregarles unas cositas que ella les manda. La primera dama tiene un censo que le mandaron, inclusive desde Quito; ella desde Quito, la primera dama, me llamó y toda esa cosa. Entonces mañana me mandan eso y quiere la primera dama que yo en su representación les entregue esas cosas para los niños, y hay una carta… una carta muy bonita para ellos.
+—Sí, claro; está bien, gracias.
+—¿Entonces a las doce puedo venir?
+—Sí, claro.
+—Entonces a las doce.
+—Nos gustaría que la doctora también se diera cuenta del estado de salud en que se encuentran los niños…
+—Precisamente.
+—Y de la situación de techo en que se encuentran…
+—No, ¡claro! ¿Cuántas personas hay?
+—No hay censo preciso, porque hay uno por allí y otro por aquí y no ha habido lugar de hacer un censo. Pero de Balsillas sacaron cabeza más de dos mil personas.
+—¿Anoche vino la señora del gobernador e inclusive las hijas?
+—¿Anoche, dice?
+—Sí.
+—Anoche fue el anuncio de la segunda visita y antenoche la primera.
+—¿Médicos han traído?
+—Los de la Cruz Roja.
+—Bueno, entonces a las doce… Compañeros, ustedes podrían contestarle la carta a la primera dama.
+—Pues primero hay que verla, a ver qué dice…
+—Es que es una carta muy bonita.
+—Pues ya le digo…
+—Bueno, compañeros, entonces hasta mañana a las doce.
+—Bueno, doctor…
+—Y no olviden la carta para la primera dama.
+Como le venía diciendo, eso de jornalear es muy jodido. Jornaleando fue que conocimos al compadre Vitelio, en Girardot. Andábamos como decir aquí, en la plaza, y dé vueltas y vueltas y más vueltas, hasta que de tanto encontrarnos nos saludamos: ¿qué tal, compañero?; ¿nada? No, nada; ¿y usted tampoco? No, yo tampoco. Y dele vuelta a la plaza. Pero él no se zozobraba; en cambio nosotros sí. El finado de mi marido, que le pintó un mal a los hígados, me decía: «Mire, mija; mire, Sofía, lo que es la vida; nosotros con todo eso por allá y uno por aquí sin poder hacer nada; varados como mico sin cola. Eso es pecado». Y dé vueltas con el compañero Vitelio, que es de por allá del propio Rafael Reyes, que también llaman Apulo; pero la gente le cambió de nombre porque el nombre se da para risas. Pero fue peor, dizque Rafael Reyes… Inclusive es fama que el tal don Reyes andareguió por El Pato, buscando caucho por allá, con la gente del otro siglo. Se metió a El Pato y en después fue presidente. Lástima que hubiera sido tan antes… Porque es que la autoridad no se da cuenta lo bueno que es El Pato, porque anda dizque por allá en el Ecuador. Como no han metido la quimba por aquí, por todo esto, que sí es Colombia… Pero bueno, le iba diciendo que Vitelio es de Rafael Reyes, de Apulo, o para mejor decirle, de Las Juntas. Él nació allá, pero el taita estaba muy jodido y entonces se echaron para arriba, para Viotá. Por allá anduvo un tiempo, cuando en Viotá se peleaban la tierra. Porque nosotros, nosotros siempre hemos luchado para poder trabajar. En eso estaba tiernito, pero él se recuerda de los colinos que sembraban de noche, con el papá, con los tíos, para defender la colonia, porque en ese tiempo el Gobierno defendía la colonia. Uno sembraba un colino y al otro día lo hacía respetar. Ese era el sistema. Anduvieron por toditico eso: por Viotá, por La Mesa, hasta Arbeláez fueron a trajinar. Allá se establecieron, allá les tocó la violencia y allá les tumbaron lo que habían trabajado. Entonces Vitelio ya estaba varejudo. Voleó rula por todo eso, siempre sin tierra, con la pura rula. Un contratico por aquí, otro por allá, y así se casó en Villarrica. Y se fue a trabajar a la finca del suegro, una parcelita que quedaba en la vereda de Mercadilla. Se vio siempre trabajando, para mejor decir, trabajándole a los ricos, porque no tuvo la libertad de salir a trabajar por cuentas de él. Eso lo tenía mamado y por eso se casó. Para echar raíces en la tierra. ¡Pero eso qué! Cada ocho días, uno o dos muertos entre los unos y los otros: eran dos enemigos. Donde salieran al camino, los tostaban. Sí, señor, él habla todavía de los bombardeos a Villarrica, y por eso tuvieron que salirse de por allá. Cuando eso dizque pasaban los dos, los tres aviones y bombas van y bombas vienen todo el día. Hasta que los sacaron como aquí. Todos echaron a andar para guarecerse del Ejército. Entonces cogieron el monte, eche para las montañas del Galilea y-allá-fue-peor: los encerraron y los bombardearon. Entonces fue que se granearon y se derrotaron de ahí para la montaña, y se regaron, para acá, para Prado, Dolores, Alpujarra y Colombia, por toditico esto, derrotados, huyendo, salvando el hilacho. En después vino dizque la amnistía. Todos se amnistiaron para poder trabajar. Como ellos estaban en persecución, como a ellos eran los que el Ejército los zozobraba, pues la amnistía les sirvió. En eso era otra amnistía; daban tierra, daban plata para trabajar. Ahí hubieron unos cuantos que se echaron para El Pato, porque todo eso de El Pato fue tierra para amnistía, para la rehabilitación que llamaban. A unos les sirvió, a otros no; depende, ¿no? Por ejemplo don Rojas, después de la amnistía, mató a muchos liberales. Cuando eso yo estaba en Playarrica y allá llegó un general a hacer reuniones y a conferenciar sobre el asunto de la amnistía. En ese caso sí fue una amnistía, porque llegó todo un presidente a llamar al personal y decir: aquí venimos a hacer esto, con estas y estas condiciones. Y así fue. Vinieron a ayudarle al que trabaja. Pero ahora, por aquí no hemos visto eso esta vez para poder decir que es una amnistía, para poder evitar el asunto de la humillación del Ejército, para poder evitar los problemas del campesino, para poder evitar distintos casos que se pueden sobrevenir sobre esto. En nuestro caso, nosotros somos colonos de El Pato que deseamos es que se levanten los militares de allá, de Las Perlas; pero como el Gobierno no da un paso atrás… Ya donde cogió raíces ya no echa para atrás. Para mi experiencia, yo no creo que vaya a haber amnistía, señor. ¿En estas condiciones qué amnistía va a poder haber? ¡Donde hay guerra no hay paz! Yo creo que hay una contrariedad, señor. Entonces no se pueden desarrollar las dos cosas; lo que pasa es que se dice una cosa y en después va otra. Es lo mismo que la comisaría que dizque van a hacer. Puede que se haga, pero de aquí a tres o cuatro años, cuando ya en la región no haya sino monte. Mire, señor, si la amnistía que dice el Gobierno fuera cierta, no nos mandaría el Ejército a ponernos problemas. Pero busca la amnistía y nos manda el Ejército… Eso es preparar una amnistía… pero en viceversa. Porque así, a candela, ¿qué paz va a haber? Eso pasa como cuando el conejo fue y le dijo a Nuestro Señor Jesucristo que el que pegara un grito más duro; entonces el Señor Jesucristo le dijo que lo pegara él primero, y el conejo llegó y gritó; entonces el Señor Jesucristo le dijo que aquí iba el suyo y le soltó un trueno, y entonces el conejo le dijo: «¿Ah, sí? ¡Hágase el pendejo! ¡Dizque con candela!». Así está el cuento de la amnistía. ¿Qué gracia tiene la amnistía con candela para sacar corriendo al campesino? Eso no es justo. Porque nosotros nos salimos fue por la candela que nos soltaron, como le contaba. El bombardeo fue de mediodía para abajo y hasta las cinco de la tarde dieron vueltas cuatro helicópteros. La tropa llegó también en helicópteros y la descargaron ahí donde está el aeropuerto. No, señor, no. Mire: eso del aeropuerto es-aquí-así: eso lo hizo un señor Martiniano González que ya murió, y que había comprado una finca y le iba a meter maquinaria y todo. Un día se estrelló una avioneta y la dejó tirada. Yo mismo le robé unas latas que necesitaba para la casa. Así fue lo del helicóptero que dizque nosotros habíamos bajado, que salió en la prensa. Lo de los huecos que dijeron es también aquí-así: esos fueron huecos que habían hecho las bombas por allá en el 74, y dizque trincheras, ¡si son puros mataganados! ¿Trincheras para qué necesitamos nosotros? Para escondernos de los tigres será… porque hay mucha clase de tigres, señor, y a todos les tenemos miedo. Unos buenos para los animales, otros para los cristianos. Esa es la pura verdad. Uno que bajó ayer de por allá me dijo que la tropa lo está arreglando; ¿para qué será? ¿Será que van a volver a llevar a las autoridades a poner la bandera de Colombia? Ellos primero sueltan las bombas y en después entran la bandera, ese es el sistema. A un viejito mero jecho que vive por ahí le bombardearon el rancho. Un señor de Guayabera contó que eso habían bombardeado verracamente, y eso es contra uno, ¿porque a la guerrilla qué la van a ver desde un avión? Si uno no la ve, que está en el suelo… Nosotros ya sabíamos que la terronera venía, porque desde febrero se lo estamos diciendo al Gobierno: nos van a bombardear, nos van a bombardear. Y no paró bolas. Y nosotros entonces nos organizamos para el caso, para salir juntos y no graneados como la otra vez. Al salir graneados, usted sabe, señor, ¡pues al que cojan por ahí solo lo tuestan tristemente! Acordando eso, es la petición de aquí. Esta vez no, dijimos, esta vez le vamos a hacer saber a la ciudadanía que nos invadieron. Esta vez no nos íbamos a salir familia por familia, como ellos querían, sino todos con mayor facilidad. Esta vez vamos, dijimos, a preguntarle al Gobierno por qué nos hace todas estas cosas, por qué hacen zozobrar a la gente pacífica. La junta dijo: no nos vamos a dejar joder, no nos vamos a dejar asesinar, nosotros somos colombianos, somos cristianos, somos gentes que estamos trabajando por nuestras familias. Vamos a pedirle al Gobierno que el Gobierno nos proteja. La cosa fue así: nos reunimos en Balsillas y allí acordamos venirnos para Neiva. Hubo gente que para llegar a Balsillas necesitó hasta tres días. Ahí dijimos que en todo caso los colonos nos salimos porque el relámpago venía. Todos estábamos contentos, porque estábamos juntos y votamos todos por la salida; todo el personal apoyó el rumbo y nos vinimos. En el puesto nos dijeron que no nos dejaban pasar. El único problema que tuvimos era romper ese cordón y cuando ya fuimos llegando al puesto vimos soldados de un lado y de otro lado, con fusil. Nosotros veníamos con alegría, señor, charlando, y entonces se mostró el silencio, pero se mostró así: no se oía sino el sonsonete de los zapatos y el casquete de las bestias. Nosotros teníamos la causa encima y teníamos que defenderla, y la tropa siempre ha negado, y seguirá negando, que continúa haciendo la represión. Ellos no aceptan eso. El coronel fue y nos dijo: «¿Por qué se salen, por qué?». Pues porque si nos quedamos nos matan, como siempre. Como al campesino lo catalogan de guerrillero, entonces vamos a ver qué es la cosa: si somos guerrilleros o auxiliadores, entonces que nos torturen; si no somos, entonces que nos dejen trabajar. Así se lo dijimos al coronel. El coronel dijo: «Ustedes no pueden pasar y yo no puedo solucionarles nada. Hablen con el gobernador». Entonces era el gobernador el que tenía que dar la solución; había que ir por el gobernador para hablar. Entonces fue allá el gobernador y dijo que él iba a ver qué solución se le daba a la cosa, pero que él no podía arreglar nada ahí. Entonces la solución que dio fue atajarnos los carros que subían por nosotros. Pero dijimos: si el gobernador no puede dar la solución aquí, vamos allá donde él está, para que nos solucione todo. Y diciendo y haciendo: a echar pata. Tres jornadas de camino. A pleno sol, con ochocientos tonticos, con jotos de comida, con atados de semilla que tuvimos que traer para que no nos la robara la tropa, con viejos, con mujeres. Señor: pasábamos el retén y la tropa se bajaba más abajo y otra vez nos obstaculizaba. Eso no es el Gobierno, eso lo hace el Ejército, para jodernos: todo eso es una injusticia. Eso es el Ejército; entonces, ¿a qué se debe? ¿Es que tiene alguna orden de sus superiores para hacerlo? Mire usted, señor, al compañero Moncada, que es el presidente de la junta, como le dije: lo agarraron hace un mes, lo trajeron para Neiva y lo torturaron. Lo llevaron para el F2 y allí lo torturaron. Y luego lo mandaron a la Brigada Novena y allá la misma cosa: lo tuvieron seis horas colgado de las manos y después seis horas en el horno, que es una pieza con aumentación de calor que a medida que les da la gana la calientan y pregunten y pregunten: que dónde, que cuándo, que por qué. Al compañero Arturo Borrero también lo torturaron. Para él como que se emplearon otros métodos, pues tantos métodos como hay… Le hicieron hacer su sepultura donde lo iban a tirar. Así se le dijo al presidente cuando estuvieron los dirigentes con él en julio. Él dijo desconocer eso. ¿Entonces qué, señor? ¿Quién es el que manda? ¿Quién es el que sabe? Como haberle dicho al compañero Moncada uno de esos mandones de la Brigada Novena que eso que le había pasado no era nada, que no le habían sacado un ojo ni le habían quitado una güeva. ¡Que eso era una caricia! ¡O sea, que la amenaza está! ¿Entonces qué, señor? ¿Qué hacemos? A todo el que cogen lo vendan y lo tienen plantoneado días y pregunten: que dónde está don Marula, que si se sabe de este, del otro, así. Eso es a todo el mundo, y diga usted, señor, eso es joderlo a uno, ¿o no? Entonces, ¿qué? ¿Será que el Ejército hace las cosas y el Gobierno no sabe? Porque mire usted: nosotros sabíamos de la invasión desde el año pasado, cuando comenzaron con la acción cívica y en después, porque el Ejército por ahí se salía; y nos decían: esperen y verán que no va a quedar uno. Y cuando se le dijo a don Turbay, él dijo que no, que estuviéramos tranquilos. Entonces, ¿qué? Lo que pasa, señor, es que los militares no querían que nosotros nos saliéramos para poder matarnos y entonces presentarnos como chusma muerta. Por eso no dejaban subir los buses que nos mandaron, porque querían que nos quedáramos. Porque de salirnos, tienen que enfrentarse a la guerrilla y eso les da miedo, o no encuentran a nadie, como no han encontrado, y entonces, ¿qué le dicen al Gobierno? ¿Ah? ¡Ahí está la cosa! Pero al fin nos dejaron pasar porque no nos podían matar a todos ahí, ni dejar que nos muriéramos de hambre en frente de ellos. Entonces camine, camine, camine, a pleno sol. Con angelitos. Muchos se insolaban y hay compañeros por ahí, señor, melancoliados, corridos, atronados del puro sol, y a los niños con el agua de Neiva se les arrebató la gastroenteritis y vomitan gusanos, puros gusanos, del sol, claro. Dígame usted: así fue que fuimos llegando a Neiva, a la Gobernación, a que el señor gobernador nos solucionara el problema: y ahí nos plantoniamos. El ideal nuestro era hablar con el gobernador. Así, cara a cara: donde él dijo que nos solucionaba la cuestión. Entonces nos rodeó la tropa. No dejaban entrar, ni salir nada. Ni los teteros para los tonticos. Los únicos que entraban era los sapos, los particulares, los detectives, a charlar con nosotros, y como nosotros hablábamos con todo el mundo, pues con ellos también, y nos decían que los compañeros estaban recibiendo plata, que nos iban a dejar tirados aquí, solos. Pero eso qué… uno sabiendo que son de los mismos. Por eso, cuando llegaron los de los derechos humanos hicimos una rueda para que los compañeros pudieran hablar con ellos sin civiles. Entonces ahí comenzaron a llegar estudiantes, el Concejo, y hasta un senador Bahamón o Nerón, yo ya ni sé. Pero nada del gobernador. Estaba por allá cagado del miedo; porque lo que es no quiso dar la cara; mandó a otros. Él no quería solucionarnos el problema, sino que nos fuéramos de ahí. Nos quiso mandar dizque para La Gaitana, que es un claro junto al río. Nosotros no quisimos darle la espalda al río, porque la tropa nos sitiaba y nos echaba a ahogar. Nosotros somos pacíficos pero no tontos. Entonces me parece que por fin alguien les dijo que nos mandaran para el estadio. Pero faltaban las garantías para irnos de la Gobernación y nosotros les dijimos que nos dieran la libertad para los compañeros detenidos; que nos dieran carpas para no aguantar la intemperie; que nos dieran alimentos, y que nadie entrara al estadio sin autorización de los compañeros. Todos estuvieron de acuerdo. Ellos decían que les diéramos los niños para meterlos al hogar, pero, ¿cómo darles los tonticos…? Entonces se quedó de que a las cuatro de la tarde nos íbamos para el estadio.
+Pero entonces, ¿qué pasó? A-los-de-la-cola, a los compañeros que se quedaron de últimos, la tropa-se-les-echó-encima. Querían dividirnos. Entonces nosotros nos devolvimos y la gente sacó el machete y dijo: si han de matarnos que sea ya, y así hubieron muchos compañeros que alcanzaron a trozar esos plásticos que tiene la Policía con el machete, esas como corazas. Yo creía que iba a haber una matazón: como unos cincuenta compañeros estaban con el machete en la mano y la tropa cargó las metrallas. Entonces nosotros quisimos volver a entrar a la Gobernación, que era el único sitio donde nos sentíamos seguros. Ahí fue cuando un coronel del Ejército le gritó a la tropa: ¡Alto! ¡Atrás! Un grito que se oyó en toda Neiva. Si no hubiera sido por eso, nos matan. Unos momentos más y la tropa dispara. La gente de Neiva estaba ayudándonos a echarle piedra a la Policía. Así pudimos volver a la Gobernación. Pero el Ejército se fue y así, poco a poco, nos sentimos tranquilos. Entonces, por la noche, los compañeros fueron a hablar con el gobernador y después vinieron a hablar con nosotros, a preguntarnos los compañeros que qué decíamos, que qué acuerdo tomábamos. El compañero Moncada dijo que él creía que debíamos salir si el Gobierno nos daba las garantías. Pero no de boca en boca sino firmadas. Por ahí anda el papel. Que los de los derechos humanos servían de fiadores. Entonces todo mundo estuvo de acuerdo y al otro día, a las seis de la mañana, nos vinimos para acá. Y aquí estamos, señor, esperando a ver, esperando…
+Yo lo único que quiero decir, señor, es esto: queremos paz y tranquilidad para poder trabajar. Ese es nuestro destino. El deseo de todos es luchar hasta que haya alguna expresión que nos diga: hay paz. Esa es mi conversación, señor.
+El altoparlante, que había estado transmitiendo todo el día música, mensajes, consignas de organización, partidos de básquet, dándole al estadio un ambiente de bazar, se silenció: Humberto Moncada iba a hablar: «Bueno, compañeros —dijo—, simplemente quiero decirles que se organicen un poco. Se van a recibir los regalos que va a repartir el doctor Félix Trujillo. Va a leer un mensaje de la primera dama. Entonces, compañeros, hagamos orden, lo más que se pueda, con el fin de evitar la insolada que vamos a tener, porque este es el momento más caliente del día. Le damos las gracias al doctor Trujillo porque nosotros no rechazamos la ayuda de donde venga. Tiene la palabra el doctor Trujillo».
+El doctor Trujillo dijo:
+«Bueno, muchas gracias al señor Humberto Moncada. Quiero decirles a los señores colonos que están en el estadio, que una delegación remitida por la primera dama de Colombia ha querido hacerse presente en el día de hoy con unos regalos que ella envía a los niños de los colonos. Me place sobremanera estar en este lugar compartiendo en este momento las inquietudes de la primera dama, doña Nidia Quintero de Turbay Ayala. Está presente la señora Gladys de Gaviria, que es asistente de la primera dama; la capitana Urrea, el señor comandante de la Policía y lógicamente, la señora esposa del señor gobernador. Quiero pedirles un poco de atención a la carta de la primera dama, que dice así:
+“Septiembre 13 de 1980. Mis queridos niños: Era mi propósito ir a Neiva y visitarlos y llevarles mi ayuda, pero no pude cumplir con mi deseo por hallarme un poco indispuesta después de llegar de mi viaje a Ecuador. Es por ello que estoy haciéndoles llegar algunas cositas que espero les sean útiles. Especialmente quería decirles que pondré todo mi empeño en la creación y funcionamiento de un centro de niños en la región donde ustedes habitan. Reciban todo mi afecto y un abrazo cariñoso para cada uno de ustedes. Nidia Quintero de Turbay. ¡Viva Colombia!”».
+ME LLAMO NACIANCENO IBARRA pero ya no me importa. Ahora estoy hecho y la gente no hace burla de mi nombre. Todos me respetan: pago diezmos y primicias a la Iglesia; atiendo los llamados del partido, así no me escuche; vivo con las hijas de mis hijas, porque tuve once hijas y un hijo y todas mis hijas han parido meras hembras. Pero mejor. Por lo menos así se acaba ese apellido que tanto me disgustó. Al único hijo me lo palomiaron en Tame en el 47. El Ibarra, pues, se acabó. Mejor será. Ya dejó bastantes recuerdos que me cuesta recordar. Para poner un ejemplo: cuando presté servicio, el teniente de la compañía, sólo para joderme, dio en cambiarme de ortografía y me llamaba Nacián Seno y Barra. La gente en el cuartel se vuelve maliciosa, burlona. El teniente dio en decir que yo era «encontrado», que tenía al mismo tiempo senos y barra, y todo mundo se reía. Fue entonces cuando me di cuenta cómo me llamaba y que yo era distinto de mi nombre. De ese tiempo para acá me dicen el Encontrado. Yo en ese nombre no me hallaba, y por eso fue que me gustó tanto la ortografía; porque con ella me defendía; era como una manera de buscarme. Fue en el cuartel donde aprendí lo que sé. Yo entré sin saber ni cómo me llamaba. Apenas bautizado con la mera agua y la salecita. Allá me enseñaron a leer y escribir. Me enseñaron la geografía, la cívica y sobre todo la historia, que era lo que más me gustaba después de la ortografía. Al principio creí que las letras eran como la decoración de las palabras, como sus galas. Si uno quería hacer más bonita una palabra le acomodaba otras letras; uno podía escribir conservador o también konzervador, si se veía más bonito. Después explicaron que la ortografía era para distinguir palabras iguales que no dicen lo mismo, y ahí fue que comenzó mi desgracia, porque el teniente puso mi nombre como ejemplo.
+La historia patria también me ha gustado mucho. Eso de saber de Bolívar y de Santander, de Santos Gutiérrez y de Próspero Pinzón, eso de saber que por donde uno pasa ya han pasado los grandes, eso es muy emocionante, eso lo hace a uno sentir más importante. Y así uno va haciéndose amigo de los padres de la patria y va conversándolos. Yo por ejemplo tengo mis conversas con Bolívar en las madrugadas, cuando no puedo dormir. El padrecito Bolívar llega y se sienta al pie de la cama y nos ponemos no más a conversar. Lo mismo me ha pasado con Laureano. Él llega aquí como a su casa y me cuenta todo. Me contó verbigracia que tuvo que dejar la presidencia porque lo envenenaron y quedó hablando como si le hubieran amarrado la lengua. Yo con ellos lo que es me aclaro mucho.
+En el cuartel aprendí harto. Yo estuve en el Batallón Guardia Presidencial cuando gobernaba Abadía Méndez. Ahí estuve cuatro años y salí con el grado de Cabo Primero. Éramos tropa de élite y nos enseñaron más cosas que a los demás, porque de nosotros dependía la vida del presidente, es decir, de la Constitución que, como nos decían, era el alma del país.
+Abadía Méndez era un gran hombre, muy serio, muy señor. Con nosotros nunca habló pero en las navidades siempre nos mandaba hacer un almuerzo especial; y cuando teníamos que acompañarlo a cazar patos, o a Choachí, donde temperaba, nos dejaba tomar alguna cervecita.
+A él se le cayó el partido, pero no por su culpa, sino por la desunión. Él había dicho en el Senado de la República: «El Partido Conservador es un cuero viejo y duro; si lo pinchan de un lado se levanta del otro lado. Pero si el cuero está cortado por la mitad, si el partido está dividido, y lo llegan a pinchar de este lado, el otro lado ni siente». Santos y López, que lo estaban oyendo, cayeron en cuenta y se fueron donde el Mono Olaya a ofrecerle la candidatura presidencial. Así fue que ganaron. Porque el Partido Conservador estaba dividido en dos partidos: los partidarios de Vásquez Cobo y los partidarios de Valencia. Esa sí fue división. Un encono entre los mismos conservadores que no dejaba tastaciarse los unos con los otros. Se peleaban donde se veían. En la misma plaza de Boavita un día domingo se toparon dos vivas y hubo heridos y hasta un joven resultó muerto. Se dieron zurriago que era un gusto. Para mí digo que la culpa de la división no la tuvo Abadía. Claro, uno dice las cosas como son, aunque uno no es juez. Para mí tengo que el causante del problema no fue el partido. Uno tiene dificultad de hablar de ciertas cosas, porque uno no es Dios. Pero yo creo que fue la Iglesia la de la culpa. La Iglesia al fin y al cabo puede equivocarse porque los sacerdotes son como nosotros. Ella no lo hace de mala fe, pero sus ministros pueden fallar cuando hacen política. Porque yo digo que en esas reuniones secretas que tienen para hablar de política, hay mucho sectarismo. Ellos también caen víctimas del virus del sectarismo porque, debajo de la sotana, que es la bendita, hay un par de pantalones como los de uno.
+El error fue apoyar primero a Valencia y después a Vásquez. Así lo hizo la Iglesia. Al principio, el hijo predilecto, como diría su señoría Peñuela, fue don Vásquez; pero después, a resultas de quién sabe qué desavenencia, el predilecto resultó ser Valencia, y eso fue lo que confundió al partido y nos jodió a todos. Los jefes ya habían escogido partido cuando vino el retruque y entonces surgieron otros jefes que combatían a los primeros. Ese fue el problema. Si el arzobispo Perdomo, el finado que Dios ha de tener a su derecha, no hubiera echado de para allá y después de para acá, el partido no se cae. Pero él, tratando de enseñarnos lo mejor, dudó y ahí pecó. Claro que era muy difícil escoger entre esos dos patriarcas porque juntos eran justos. Si uno hubiera sido malo y el otro bueno no habría habido confusión; pero como eran tan buenos ambos, la cosa se prestó a duda y detrás de la duda vino la caída.
+Además, los jefes no creyeron que el Partido Liberal, haciéndose el pendejo, había crecido tantísimo. Nosotros aquí en la provincia de Gutiérrez sí lo sabíamos. Habían crecido a resultas de que el Partido Conservador, sin maliciar una jugada, había repartido los puestos importantes entre los liberales. Porque el partido fue muy honesto con los liberales y no los había perseguido, como después hicieron con nosotros. Yo recuerdo que en Boavita, para poner un ejemplo, si un liberal, uno de los cinco que había, se emborrachaba y se quedaba por ahí jumado, los conservadores lo recogían y lo llevaban a la casa, lo acompañaban hasta dejarlo acostado. Había mucho respeto.
+Pero por ahí en el año 27 las cosas comenzaron a dañarse, no sé por qué sería. Como que los liberales se sentían más seguros, más soberbios. Eran gente sabida y ya con plata. Por allá en el 27 los del Cocuy, que eran todos liberales, agarraron al cura de Güicán y lo pusieron preso en la cárcel del Cocuy, lo incomunicaron. Pero él, que era muy conocido, logró decirle a la mujer que le llevaba la comida que avisara al cura de Chita. Y así fue. La señora se escurrió y le contó al otro cura y ahí las hubo. Este cura era un tipo recio. Convocó en el atrio a los feligreses. Los armó y atacaron al Cocuy. Rodearon el pueblo a las cinco de la mañana y dieron plazo de una hora para soltar al preso. El plazo se cumplió sin ninguna respuesta, y entonces el cura y sus feligreses decidieron entrar. Cuando los liberales vieron que los conservadores se venían encima comenzaron a disparar. Pero el cura de Chita estaba bien persignado y al grito de «Viva Cristo Rey, Señor Dios de los Ejércitos», avanzó y ganó la entrada. Al curita de Chita le quedó la sotana hecha un jirón de tanto agujero que le hicieron las balas liberales, pero no le pasó nada. Ya ganada la plaza, los liberales se entumieron del susto y comenzaron a correr despavoridos y los conservadores a ganar terreno. A las ocho de la mañana los guardias de la cárcel rindieron las armas al enemigo y el señor cura del Cocuy recibió a sus súbditos en la propia puerta de la cárcel. Vencer a los liberales fue fácil porque, por más herejes que sean, siempre le tienen miedo a la sotana. Lo que digo es que esa vez los liberales se habían crecido. Porque, ¿cuándo en épocas anteriores se les había pasado por la cabeza apresar a un sacerdote, ministro de la Iglesia y representante de Dios? No, eso no lo soñaba ni el mayor enemigo de la Iglesia, por más liberal que fuera…
+Hasta esa fecha la provincia de Gutiérrez estuvo en paz, aunque hubiera liberales. Había mayoría conservadora, pero había regiones liberales que siempre se respetaron. Había liberales a resultas de la guerra de los Mil Días. Para dar un ejemplo, en el Cocuy tenía su hacienda el Tuso Gutiérrez, el general Santos Gutiérrez, y todos sus arrendatarios eran liberales que fueron a las guerras siguiendo a su señor. Lo mismo sucedía en Tipacoque; allá el jefe era el general Calderón, quien tenía una gran hacienda. Todos sus trabajadores eran liberales porque el general lo era. En cambio en Güicán eran conservadores porque allí vivía el general Gallo, y Chulavita era también conservadora porque en esa vereda tenía su asiento el coronel Figueroa. Y así. Claro que los conservadores éramos y somos mayoría, porque la mayoría de los hacendados de esa época eran conservadores y todos obedecían al generalato de Próspero Pinzón, el triunfador de la guerra. Es más: las tropas que vencieron en Palonegro eran en su mayoría gentes de esta provincia. La gente de esta tierra, los propios nacidos aquí, han sido siempre valerosos. Muy valerosos. Hacen fama en toda la patria. Los chulavitas son gente muy valiente. ¿En qué parte no se sabe de los chulavitas y en qué parte no se les respeta? Es fama en todo lado. Esa fama viene de la guerra de los Mil Días.
+Resulta que el coronel Figueroa, que era el propietario de una gran hacienda llamada, precisamente, Chulavita, arriba de San Francisco, venía derrotado con sus hombres y los liberales le pisaban los talones. Él, hombre muy ladino como era, lo que estaba haciendo era jalar al enemigo, llevándolo a las montañas de Chulavita, donde el coronel era el amo. Los liberales no se dieron cuenta de la jugada, hasta que en un desfiladero que hay allá en Chulavita, el coronel dijo: «Alto. Armas a discreción. Fuego a los liberales». Ahí los detuvieron. Pero a poco los soldados le dicen a Figueroa: «Mi coronel, se acabó el pertrecho». Entonces él ordena: «A botar piedra». Y así fue. Los chulavitas, que habían ganado la cuchilla y estaban en lo alto, comenzaron a fondear piedra loma abajo. Piedras grandes, piedras que hicieron talud y el talud se llevó a los liberales. Quedaron destripados y enterrados de una vez.
+La gente de por aquí es brava y siempre lo ha sido. Nosotros somos descendientes de los indios tunebos y de los laches. Unos bravíos y los otros zorros. Tenemos de los dos. Hubo aquí un indio que les dio guerra a los españoles y no los dejaba entrar. Corría de monte en monte con sus indios dándoles aquí y allí, sin presentarles nunca una batalla pero sin dejarlos dormir. Y cuando ya los había trasnochado, entonces les caía y los castigaba. Los españoles no sabían qué hacer. Hasta que se les ocurrió echar por delante cierto curita misionero. El curita los enfrentó con una mera custodia. Conversó con ellos y poco a poco los acristianó y así logró que el indio se arrepintiera de su rebeldía y se fuera para el páramo, a trabajar en paz.
+Bueno, ya en vida del gobierno de Abadía Méndez, los liberales comenzaron a indisciplinarse y cuando Olaya llegó a palacio ahí sí fue. Ahí sí la encontramos.
+Cuando subió el Mono Olaya me licenciaron del Ejército. Volví a la Cabeza del Espigón, un plano muy raro porque por aquí no hay sino breñales, despeñaderos. Uno no sabe cómo la gente se agarra para trabajar. El Espigón era todo entero la hacienda de un liberal, don Luis Felipe Aponte, un hombre que gustaba mucho del progreso. Él fue el que construyó la toma y el regadío, ese zanjón ancho que se topa allá abajo. Por ese zanjón viene el agua de arriba, de la toma que está en el propio páramo. Con esa agua don Luis regó El Espigón y la volvió tierra agradecida; las sementeras se dan como amparadas por la mano de Dios. El tabaco crece que es una belleza, lo mismo la caña y el maíz. Uno larga una semilla y amanece una mata. Eso es una bendición. Con la llegada de Olaya y más grave, con la llegada de López, don Luis Felipe, que tenía por allá en Bogotá sus conversas con los jefes, se enteró de que iba a haber una ley que castigaba a los hacendados grandes. Entonces, para no disgustar con su partido, pero tampoco perder la tierra, decidió parcelar El Espigón y entregar en vida a cada hijo un pedazo grande, claro, porque ese plano es sumamente extendido. Pero los hijos de don Aponte salieron flojos para la tierra, o qué se yo, y entonces comenzaron a vender, a parcelar y a irse para Bogotá. Cogieron sus centavos y hágale, a vivir en la capital. El Espigón se deshizo; cada comprador volvió a parcelar, y así el plan quedó dividido y vuelto a dividir. Porque si se hubiera mantenido la hacienda como era en vida de don Luis, sería una fiesta. Fue que los liberales metieron susto con esa ley. Los liberales siempre meten susto con todo. Susto nada más. Ahora pronto, cuando lo de los arrendatarios y aparceros, aquí casi volvimos a las mismas de hace años. Porque, ¿a quién se le ocurre que a uno pobre, que tiene tres días de arada y que trabaja con aparceros, le vayan a quitar la cejita para dársela a otros? Si ahí todos son casi iguales y trabajan en junta sin rencillas. En cambio, con lo de los aparceros empezó un problema, un problema porque los dueños no querían ceder y los otros, los aparceros, comenzaron a joder, a descontentarse con los dueños, cuando antes eran amigos y hasta parientes. Ya nadie trabajaba a gusto. Con lo de los aparceros se soltó la cizaña en todo esto, pero no sucedió nada porque los liberales no hacen sino amagar, ellos no sostienen las vainas sino sólo amagan, meten el miedo. Después se arrepienten, claro, pero ya han hecho el mal, ya han sembrado el disgusto.
+Yo nací en esta vereda llamada La Cabeza, por ser la cabeza del Espigón, y aquí volví cuando me largaron del cuartel. Eran los años 30 o 31, no recuerdo bien. Pero me acuerdo que un tiempito después de volver, cuando ya la tierra estaba cogiendo otra vez cara, Olaya nos llamó para la guerra del Perú. Nosotros obedecimos porque Laureano se puso de parte del Gobierno y nos mandó a la guerra. Estuve entonces en el batallón Juanambú y cuando llegamos a combatir, ya López había arreglado la vaina con los peruanos. Mi Dios es grande. El Mono Olaya fue el culpable de que se dañara todo en este país. Él fue el que metió la revolución en Leticia, el que se inventó el robo de la moneda. Él acabó con las morrocotas que existían y recogió todo el oro que había. Sin contemplación de partido les quitó a las mujeres las alhajas, a los hombres las argollas; se apoderó de lo que no tenía derecho de apoderarse. Desde esa época para acá la moneda no vale nada, y los matrimonios menos. Uno antes, con dos morrocotas, se sentía feliz. Uno podía comprar dos bueyes con dos monedas. En cambio, ¿hoy cuánto valen dos bueyes? El Mono Olaya se apoderó de lo que no era de él para hacer el bochinche con el Perú, y desde esa época este país se desbarató. Se acabó la paz de la república, que durante treinta años habíamos tenido. Los conservadores nos quedamos sin voz ni voto. Los colombianos sin las morrocotas, y las mujeres sin argollas.
+Con Olaya la cosa no fue como cuando mandaban los conservadores. Uno para viajar de aquí a Bogotá tenía que decir que era de Tipacoque o si no no lo dejaban pasar. La política que los liberales iniciaron fue terrible. Era el terror, los señores liberales vinieron y se metieron aquí en Boavita, en la propia Boavita.
+Nombraron un alcalde de apellido García, nacido y criado en el pueblo, pero liberal. Fue tan desvergonzado que nombró policía liberal, uniformada y armada, y la mandó a Chulavita a quemar las despensas que había por allá, que en esas había mucha despensa, porque Chulavita ha sido muy rica a resultas de que ha comerciado la harina de trigo con sal de La Salina. Chulavita es un cruce de caminos. Pero no se comerciaba con plata sino a puro trueque. Tanta harina por tanta sal. Los chulavitas vendían la sal por toda la región y así se hicieron muy ricos. Las casononas de por allí todavía están paradas. Bueno, ese tal García, Óscar propiamente, mandó quemar las despensas de Chulavita. Y eso no fue todo lo que hizo. En la plaza de Boavita, a chulavita que veía lo encendía a zurriagazos, lo lavaba en la pila y lo echaba todo maltrecho para arriba. La cosa siguió así, maltrate y maltrate conservadores, jódalos por un lado y por otro, persígalos. Hasta que un día el finado Enrique Figueroa se vino a plantar a García. El finado Figueroa era el mandacallar de Chulavita; un hombronón rubio al que tenían que conseguirle bestias fuertes porque tumbaba los caballos tan pronto se montaba, sobre todo cuando había bebido. Era bebedor el hombre. Llegaba al pueblo los sábados a beber brandy como si fuera agua pura. Bebía el sábado. Bebía el domingo. Bebía el lunes. Por ahí en la madrugada se montaba en la bestia y echaba para arriba sin saber cómo se sostenía en el caballo. Se deschavetaba por los caballos, los metía donde bebía y les mandaba picar caña, ahí sobre la mesa donde tomaba. Claro, la bestia hacía sus necesidades. Uno sabía dónde andaba don Enrique por el olor como de pesebrera que salía de donde anduviera. Todo mundo sabía con qué mujer se refundía, porque él no dejaba el caballo ni siquiera en la puerta, no; él lo tenía que entrar, dicen, hasta la pura alcoba.
+Don Enrique, pues, se indispuso con tanto atropello y llegó a hacerle el reclamo a García. No se supo qué pasó, pero no volvió a salir de la Alcaldía sino que ahí mismo lo pusieron preso, en el cepo. El cepo era muy despiadado; era entre el agua y todo ese frío le invadía a uno los huesos. Pero los chulavitas ya estaban avisados y se vinieron a sacar a su hombre del calabozo. Ellos siempre han tenido buenas armas. Rodearon la Alcaldía y se trabó la batalla: la Policía adentro y los chulavitas afuera. Corría plomo que daba gusto. Al fin, los chulavitas le botaron a don Enrique un rejo largo y él, no se supo cómo, se desató del cepo y se mandó del segundo piso agarrado del rejo. Pero no se percató de que iba derecho para el portón y los policías, que estaban adentro parapetados, apenas vieron el bulto encima dispararon y lo tumbaron. No lo dejaron llegar al suelo. Ahí quedó muerto. Los chulavitas se envalentonaron más y mandaron echarle candela a la Alcaldía con todo y Policía adentro. Un muchacho regó la casa con gasolina y cuando prendió el fósforo, como estaba empapado, se convirtió en un fogón, y así gritando corrió por toda la plaza, pero quedó como un tizón. Los policías, en medio de aquel infierno, se prendieron por las paredes, se mandaron a la calle del cementerio y buscaron la vía de El Sausal. Cuando los chulavitas entraron no encontraron a nadie. Al mismo alcalde lo hicieron correr y el Óscar no pudo volver nunca más a Boavita. Eso fue el escándalo, porque los policías eran de Tipacoque y allá llegaron corriendo, acezando como perros que toparon al diablo. Entonces los tapisques se organizaron, se armaron y vinieron a atacar a Chulavita. Yo andaba en esas trasplantando unos colinos de tabaco, cuando me avisaron: «Mire que los tipacoques van a atacar a Chulavita». Como yo era reservista y sabía de artes, me llamaron para ayudar a organizar la defensa. Dejé todo como estaba porque el llamado de la obligación es sagrado. Me fui y les dije: «No, no nos parapetemos aquí; eso es un peligro; más bien salgámosles al encuentro». Y así fue. Me fui al mando de veinticinco hombres armados. Los tipacoques venían por el camino de la Cruz Perdida, echando vivas al gran Partido Liberal y mueras a su Señoría Peñuela, que era el patriarca de Soatá. Nos agazapamos detrás de una lomita y cuando pasaron los seguimos. A la entrada de Boavita, cuando estaban echándole candela a la gente que teníamos apostada en el pueblo, llegamos nosotros y ellos quedaron entre dos fuegos. Ahí los jodimos. Tuvieron que replegarse dejándonos sus muertos para que nosotros los enterráramos; así lo hicimos, porque era deber de cristianos.
+Los tipacoques juraron vengarse y decretaron la muerte de su Señoría Peñuela. Cuando monseñor supo de la sentencia nos mandó llamar. Acudimos diez hombres. Día y noche, durante un mes, comimos y dormimos en la casa cural para defender a Su Señoría. Él era inmensamente odiado por los liberales porque era defensor de la fe, un verdadero defensor. Él no permitía que nadie atentara contra la Iglesia, ni contra la fe de los mayores. Estuvimos un mes en la casa cural. No la dejábamos sola un momento. Él se incomodaba y nos decía que Dios cuidaba de los pastores, pero nosotros teníamos órdenes de no desapercibirlo porque los liberales eran como lobos hambrientos que podían, si nos descuidábamos, mandarse el rebaño con todo y pastor. Al fin las cosas se fueron calmando. Los tipacoques vieron que nosotros éramos un hueso duro, que con nosotros no era fácil guerrear y desistieron. Se tuvieron que tragar sus muertos sin chistar palabra. Así derrotamos a los liberales, pero sólo para mantenerlos quietos, para que se volvieran gente de paz como nosotros. Teníamos que defendernos porque si no los liberales nos acababan. Como hacía tiempo no estaban en el Gobierno, querían desquite. Tocó forzarlos a la convivencia porque si aflojábamos tantico así, se nos venían encima. Después de la derrota de los tipacoques no hubo bochinches hasta el año 48. Mejor dicho, durante los gobiernos de López y de Santos se arreglaron las cosas, aunque hubo emergencias, como cuando los liberales mataron en Gachetá un poco de conservadores en una manifestación. Aquí en Boavita se alcanzó a dar la alarma y nos despertamos por si el clima se dañaba. Pero nada. No sucedió nada.
+Fue que el Mono Olaya, yo no sé aconsejado por quién o por quiénes, hizo el arrebato. No dejó tranquilo a nadie. En Soatá había muertos cada rato, a la Policía la corrompieron los alcaldes liberales, a la Iglesia le echaban piedra, a uno no lo dejaban transitar con su abasto tranquilo sino que echaban a joderlo, a hostilizarlo. Así pasó con Alcides García. Fue por tanto joderlo que el hombre se alzó y se las hizo ver negra. Con toda razón. Era un cristiano de paz, pero la Policía, o mejor, los guardias de las rentas, comenzaron a perseguirlo.
+Alcides García era tratante de aguardiente. Tenía un saque por allá en el páramo. Él no vendía el palito que llamaba hacia este lado, es decir, hacia Chicamocha, sino que lo cambiaba en el Llano por novillos «llaneros», que llamaban. Él llevaba aguardiente y traía «llaneros» a vender aquí. Los guardias de las rentas, que eran todos liberales, nombrados por el tal Óscar García, comenzaron a hacer rondas y a cobrarle dinero para no decomisar el alambique. Cada semana los de las rentas subían para donde Alcides por su palada y bajaban contentos y jumos.
+Pero Alcides se cansó del abuso. Se cansó porque a los de la renta se les abrió la agalla. Ya no le pedían plata sino le cobraban en llaneros. Así que Alcides dijo: «Hasta aquí fueron fiestas». Y un día, cuando los vio arrimar, los recibió a candela. Mató dos guardias, incendió el saque y se derrotó. Se derrotó por estas breñas. Juró vengarse de los liberales y morir de viejo. Él decía: «Si los liberales no me dejan en paz, yo tampoco los dejo dormir. Ellos acabaron con mi negocio, yo voy a acabar con el de ellos».
+Alcides era un tipo muy jodido, un cristiano al que no le pesaba el dedo para defenderse. Una vez derrotado no descansó. A los pocos días de haber pasado a mejor vida a los de la renta, se apareció en el Cocuy. El directorio liberal del Cocuy estaba celebrando no sé qué fiesta, como que era la candidatura de López. Alcides llegó solo, armado eso sí, como siempre andaba; entró a la juerga, y comenzó a disparar sin explicaciones. En el griterío se escapó y les dejó tres difuntos.
+A resultas de esos muertos la Policía dio en buscarlo como los perros al armadillo. Pero él les saltaba de lado a lado. Cuando creían que estaba por aquí, Alcides les mataba un liberal por allí; cuando lo buscaban allá, el hombre ya se había escabullido y aparecía otro liberal muerto por acá. La gente llegó a decir que Alcides estaba empatado con el diablo, que le había vendido su alma. Era que era de una ligereza el hombre.
+Al fin un día le echaron mano, borracho que andaba, en la vereda Lagunillas. Él se escondía en Lagunillas porque era una región muy pacífica, muy tranquila, donde nunca había bochinches. La gente trabajaba en concordia desde siempre. Por eso, cuando terminó la guerra de los Mil Días se inventaron unos versos:
+Ya se acabaron las guerras,
+terminaron las guerrillas,
+con ser que no se metió
+la gente de Lagunillas.
+La Policía, pues, lo agarró preso y lo llevaban para Soatá, cuando al llegar al Chicamocha Alcides se botó al río. Era un nadador muy poderoso. Manejaba el agua a sus anchas. Se botó al río y no valió el plomo que le echaron porque Alcides se fondió corriente abajo. Cuando ya estaba por ahogarse vio dos piedras, como dos riñones a la orilla, y se metió entre ellas, allí quietecito. La fuerza del agua lo había dejado desnudo pero él, sabido que era, se untó de barro y no lo distinguieron. ¿Pero qué hacer? De allí no podía salir porque la Policía seguía buscando. Entonces —dicen— el diablo le deparó un arbolito, pequeño pero tupido. Él lo cortó y así metido dentro del árbol fue moviéndose y moviéndose hasta que estuvo fuera de peligro.
+Pero eso qué. Él no tenía pacto con el diablo. Él tenía era un trato con la Virgen del Carmen. Días después de habérseles volado, cayó otra vez en manos de la Policía. Lo avistaron en San Mateo y cuando Alcides se dio de cuenta, salió corriendo, y al pasar por debajo de una cerca una de las púas lo enganchó de la pierna y le rajó el músculo. Entonces lo apañaron. Lo desarmaron, lo amarraron y lo echaron en un camión para Soatá. Lo iban custodiando cinco policías, apuntándole. Alcides decía que él se veía ya finado. Cuando de golpe se acordó del trato con la Virgen y le dijo: «Si es cierto que usted es Virgen y Madre de Dios, favorézcame que no me maten». En ese momento notó algo duro debajo del sobaco: era una pistolita con cinco tiros. El hombre se dio mañas de desatarse una mano y encendió a plomo a los policías. Todos quedaron muertos ahí y Alcides corriendo potrero abajo.
+Claro que no se puede decir que todo fue la Virgen. Alcides había estado en el cuartel y era muy mañoso. Eso del árbol es una trampa que le enseñan a uno allá; lo mismo lo del barro y la puntería que él tenía, ¿de dónde la sacó? ¿De dónde le salió ese ojo tan delgado? Del cuartel. Por eso, por haber estado en el cuartel, era que el Ejército lo respetaba. Otra vez que andaba ya con varios, cinco creo que eran, lo volvieron a apañar a resultas de una balacera que él presentó en Soatá. Había llegado al pueblo con sus propios, porque él buscó gente para enfrentarse con la Policía, para cobrar una deuda que tenía. Era una deuda para él santa: los liberales de Soatá habían impedido a bala que los conservadores de la vereda de Queseras se acercaran a las mesas de votación. Entonces Alcides fue a cobrar, pero lo denunciaron y la Policía le cayó por sorpresa y no le dio tiempo de nada. Quedaron en la calle los cinco cadáveres. Cuando llegó el Ejército y el teniente reconoció a Alcides le dijo a la Policía: «Estúpidos, han matado al hombre más importante del país sin darle tiempo de explicarse». Alcides, que no estaba muerto sino entumido, apenas oyó eso se levantó y dijo: «No, mi teniente, Alcides García todavía puede hacerlo». Entonces, el teniente, blanco como un papel, le dice: «¿Pero usted no está muerto?». Y el hombre le responde: «No, mi teniente, yo quiero morir de viejo, parado en mis dos piernas. A mí no me matan los liberales mientras la Virgen me proteja con su manto». Bueno, así fue: el teniente le dio toda clase de garantías, lo llevaron a la cárcel, lo juzgaron y lo condenaron a veinticinco años, once de los cuales pasó en Santa Rosa de Viterbo. Es decir, hasta cuando volvió el Partido Conservador al Gobierno. En esas, en el año 47, el directorio conservador le ayudó a escapar de la cárcel. Alcides y dos compañeros hicieron un hueco debajo del muro y una noche se escurrieron. Al otro lado los esperaba un carro. Cuando se voló, la prensa lo anunció con letras grandes; alertó a todos los liberales del norte de Boyacá que una fiera andaba suelta. La voz obligó a los liberales de Soatá, que lo habían denunciado, a irse del pueblo, e inclusive otros de La Uvita también tuvieron que salirse.
+Pero aquella vez cesaron las persecuciones contra Alcides. Se vino para Boavita de asilado. Andaba por ahí trabajando y de vez en cuando arrimaba al pueblo. El Ejército no se atrevía a requisarlo ni a capturarlo, a pesar de que se había volado de la cárcel. Tenía mucha fama. La gente y los curas le ayudaban y lo protegían. Pero él tampoco volvió a molestar. Hasta que estalló el 9 de abril. Ese día armó como pudo una cuadrilla de veinticinco hombres y se fue al Cocuy a detener a los liberales. Él como que sí alcanzó a cruzarse plomo con los del Cocuy, porque en realidad nunca bajaron. Después de lo del Cocuy, se retiró para siempre. Nadie lo molestaba, el pueblo lo miraba como a un patriarca, todos lo querían, todos lo respetaban. Una vez que iba para Bogotá, acompañado de sus hermanos, hizo parar el taxi en pleno páramo de Guativa, arribita de la Vuelta del Bobo. Ya estaba muy enfermo. Se bajó del carro, les dijo a sus hermanos que lo sostuvieran por debajo de los brazos y, así sin chistar, largó la cabeza y quedó muerto.
+El 9 de abril fue un tropel muy duro, un bochinche muy agitado. Esto se puso feo, los demonios sacaron su cara más fea ese día.
+El propio 9 de abril yo andaba sacando panela del Espigón para el puente Pinzón, cuando como a eso del mediodía sonó el cacho. Aquí siempre hemos usado el cacho para dar la alerta. Cada vereda hace sonar el suyo y así, de vereda en vereda, nos comunicamos. Yo dejé las cargas, subí por el Grass y me fui corriendito al pueblo. Cuando llegué eran como las tres. El sargento Sánchez y el cura Goyo ya estaban dando instrucciones. Todos los hombres mayores de dieciocho años, todos los buenos cristianos, y todos los conservadores, debían presentarse para defender el Gobierno, para defender la patria, para defender la Iglesia.
+En medio de aquellas carreras se nombraron comisiones; una para detener a los liberales del Cocuy, otra para defender el pueblo, otra para atender el llamado de don Chepe Villareal, gobernador de Boyacá, y alistarse a marchar sobre Bogotá para restablecer el orden, la vida, la honra y los bienes de los conservadores. Yo quedé en el grupo que iba para Bogotá.
+El 9 de abril fue un día agitado, un día jodido. Decían que la chusma liberal marchaba sobre palacio, que los jefes habían sido colgados de los postes de la plaza de Bolívar, que la revolución había estallado en Bogotá y que los comunistas iban para el poder. Lo que el padre Goyo y el sargento Sánchez nos contaban daba miedo. Uno no sabía qué hacer con tanto calor en la cabeza; era un calor como de sangre, daba tumbos entre la cabeza. Cogía para un lado y después para el otro, como alzándole a uno los brazos. El señor cura sudaba recio. Uno le miraba la sotana toda mojada de tanto dar carreritas entre el atrio, la oficina del telégrafo y el directorio conservador. El sargento Sánchez estaba más tranquilo. También gritaba, pero órdenes. Él organizó la gente. Nos hizo formar frente a la iglesia, nos dividió en compañías de cincuenta y nueve hombres y a cada una le puso un nombre: la del Divino Niño, la de la Virgen de Chiquinquirá, la del Señor de Soatá, la de la Inmaculada Concepción. Cada cual con su jefe. A quien hubiera estado en el cuartel lo nombraban ahí mismo jefe de compañía y le largaban un máuser con veinticinco tiros. Esas armas las daba el directorio conservador, que en aquellos días tenía plata y se movía mucho. Yo lo que nunca supe era si los fusiles los tenían guardados o los llevaron ese día. En todo caso, todos a los que nos nombraron jefes teníamos máuser. La otra gente se armó con lo que pudo. Sobre todo con grasses viejos que se tenían escondidos desde la guerra. Todo mundo tenía debajo del colchón, bien empavonado, su grassesito. Porque esas armas nunca se entregaron, nunca nadie las reclamó, y entonces ahí andaban lamiéndole a uno las costillas por entre el colchón.
+El señor cura y el sargento Sánchez nos organizaron. Había tres comisiones principales: detener a los liberales del Cocuy; defender a Boavita, y marchar sobre Bogotá. Todo el pueblo colaboró, eso sí. Cada quien nos daba de lo que tenía: que ropa, que abastecimiento, que plata. El pueblo parecía un avispero. El viernes por la noche salieron los que iban para el Cocuy; nosotros nos quedamos organizando el viaje, y el cura Goyo encabezó las patrullas para defender el pueblo. Apostó vigías en los montes altos, en los caminos, en la torre de la iglesia; hizo trincheras en las entradas y recorrió el pueblo toda la noche animándonos, rezándonos y dándonos instrucciones. El sábado a mediodía llegaron los camiones y los buses para llevarnos a Tunja. Eran como diez carros y en ellos nos echaron, primero a Soatá, después para Tunja.Ya estaba construida la carretera de Soatá a Boavita, para mejor decir, estaba recién inaugurada, aunque hacía varios años se estaba construyendo, porque esa carretera tuvo un accidente. Resulta que comenzaron a abrirla durante el gobierno de López, pero nosotros no queríamos que entrara estando los liberales en el Gobierno porque eso animaba al liberalismo. En una época, los tipacoques, que eran muy jodidos, llevaron para unas elecciones un poco de personal liberal a votar en Boavita, sólo con la mira de que aparecieran liberales en el pueblo y así poder pedir la carretera. Pero a nosotros, más sabidos que ellos, nos tocó echarlos para que no nos hicieran la carretera. Porque eso le hubiera dado alas al liberalismo de Boavita y claro, no convenía. Cuando el presidente Ospina ganó en el 46, entonces sí dejamos arrimar la carretera porque eso ya no nos perjudicaba. Así pues que los tipacoques se quedaron con las ganas de meter esa vez el camino y con las ganas de meter la discordia política en Boavita. Aquí siempre hemos sido unidos en política, todos hemos sido conservadores y los pocos liberales que había se fueron.
+Bueno, el sábado a eso de las doce del día llegaron los carros. Venían con banderas azules, con corazones de Jesús y con letreros que decían ¡Viva el Partido Conservador! ¡Viva José María Villareal! ¡Viva Cristo Rey! Antes de montarnos el cura nos echó un sermón. Nos habló sobre la fe que íbamos a defender, sobre el peligro del comunismo ateo, sobre la necesidad de apoyar a Ospina Pérez porque él representaba la Constitución y las leyes. El cura hablaba muy bien, tenía una garganta como hecha de guayacán y una voz dura que lo ponía a uno a temblar. Nos hizo arrodillar y jurar defender la doctrina de Cristo. Entonces nos montamos en los carros. A mí me parecía que íbamos más bien a una peregrinación a Chiquinquirá que a una pelea con los comunistas. Todo mundo se veía contento, y como ya teníamos muestras agrias, pues uno no se apercibía de que iba para una guerra. Porque de eso se trataba al fin y al cabo. Se trataba de ir a aplastar la rebelión. Pero a mí no se me quitaba de la cabeza el parecido que tenía esta marcha con otra que habíamos hecho en el año 46. Todo fue igualito, sólo que ahora llevábamos fusiles.
+En el 46, don Chepe Villareal nos llamó para hacer una manifestación, para demostrarles a los liberales que íbamos a ganar las elecciones con Ospina. Era una manifestación como para respaldar al partido, pero sobre todo al doctor Villareal. Era un hombre muy querido y muy poderoso. Manejaba a la gente con el dedo chiquito. Sabía el nombre de todos; por su nombre de pila los mentaba uno a uno. Recuerdo que una vez yo iba para Soatá y me lo encontré en el Puente Pinzón, el puente que estaba ahí en el Chicamocha y que fue bautizado así en honor del gran general. Bueno, ahí estaba don Chepe y cuando me vio, dijo: «Hola, Encontrado, ¿dónde te habías metido? ¿Que dizque andás trayendo sal de por allá de La Salina? ¡Cuidado, hombre, vas y te volteas de tanto tratar con la chusma!». Yo no le quise parar bolas a la puya, pero me sorprendió que conociera mi nombre y supiera en qué andaba. Él sabía, no sé cómo se enteraría, todo lo que uno hacía y claro, así manejaba su gente. Porque a uno que un doctor de esos tan importantes le diga por su nombre lo agarra; uno se siente como respaldado, como siendo alguien, como si uno fuera igual. Por eso, cuando él nos llamó para esa manifestación a Bogotá en el 46, todos fuimos. Esa vez nos echaron en bus hasta Tunja y de ahí en tren para Bogotá. En el tren nos dieron a todos un cartón azul que decía ¡Viva el Partido Conservador! Pero eso sí, nos requisaron en todos los retenes. Como el Partido Liberal estaba en el Gobierno, entonces tenía miedo de que nosotros fuéramos a armar bochinche y nos hacían bajar en todas las estaciones. Como los jefes del liberalismo nos tenían miedo, no nos querían dejar llegar, nos querían desanimar y al ver que nosotros seguíamos y seguíamos, todos gritando al mismo tiempo «el Partido Conservador no se para, no se para; el Partido Conservador no se para, no se para», entonces ellos mandaron reunir su gente entre Usaquén y Chapinero. De golpe el tren paró sin ser estación, y cuando nos dimos cuenta estábamos rodeados de liberales que nos echaban piedra y mueras. Nosotros no atisbábamos salida; caía piedra por todo lado. Sólo oíamos los hijueputazos y el estallido de los vidrios de las ventanas de los vagones. El personal me dijo: «¿Qué hacemos, Encontrado? —porque yo era el que iba mandando el vagón donde íbamos—. Nos van a matar». Yo no sabía qué hacer. No teníamos para responderles porque en un tren qué piedra podía haber y además, ¿cómo hacíamos para salir de debajo de las bancas? Bueno, yo no sé cómo se me ocurrió echar mano de las panelas que nos habían dado de ración. Y así fue. Les dije: «A panelazo limpio abrámonos paso». Y comenzamos a bolear panela. A punta de panela los hicimos retroceder. Cuando vieron que nosotros les respondimos, se asustaron y se parapetaron detrás de una tapiecita. Entonces comenzamos a sentir bala. ¿Nosotros con qué íbamos a responderles si nos habían requisado desde las cotizas hasta la corrosca? Volvimos a meternos debajo de los asientos y ellos a avanzar sobre nosotros, cuando un tal Puerto dijo: «Encontrado, yo tengo por aquí guardado un revólver; a mí no me lo toparon». Cuando él me lo estaba mostrando llegó otro y dijo: «Muestre a ver que esto es aquí así», y sacó el revólver por la ventana y pum, cayó uno; y pum, cayó el otro; y pum, otro; así. Cuando los liberales vieron que nosotros también teníamos fuego, desaparecieron en desbandada. Ahí tocamos la campana, súbase la gente y para la Estación de la Sabana.
+Al llegar a la estación comenzó el desfile. ¡Ay, madre santísima, si había gente por esa avenida para arriba! ¡Qué gentidón tan terrible, y no digo sólo gente en la calle, sino que de todas las ventanas salían señoras y señoritas con pañuelos azules! ¡Eso era una belleza! Todo el mundo gritaba: «Uno, dos y tres, los godos otra vez; uno, dos y tres, los godos al revés». Caminamos hasta la plaza de Bolívar, en medio de ese mar de gente, pero apenas cabíamos. Oímos los discursos. El del doctor Villareal fue el más largo y el más bonito. A las seis se largó un aguacero que Dios mío; yo no había visto llover así en mi vida. Caía agua como si el cielo se hubiera agrietado. Con esa manifestación subimos al Partido Conservador.
+El día que salimos de Boavita para Bogotá a defender el gobierno de Ospina se me vino el recuerdo de la manifestación del 46, porque el ánimo era el mismo. Es que la manifestación fue como el entrenamiento de la marcha. Así, todos los que fuimos en el 46 fuimos después en el 48 y ya sabíamos cómo hacer; ya todos le habíamos perdido el miedo a la capital, a la gente, a los carros; ya conocíamos.
+En el 48, pues, salimos de Boavita ya organizados en compañías y armados. En Soatá nos recibió un tal capitán Quiñónez que venía de reclutar gente, un tipo muy atravesado. Nos dio órdenes de no detenernos ante nada. Nombró jefes de cada compañía y nos dijo que la pelea iba a ser muy verraca porque la Policía se había unido a la rebelión. Ese día estuvimos marchando todo el tiempo, haciendo ejercicios con los fusiles. A la madrugada del 11 de abril viajamos hacia Tunja. Unos nos quedamos en Duitama restableciendo el orden, porque allí los liberales se habían sublevado y habían nombrado autoridades. A Duitama llegamos temprano a reforzar la guarnición que había venido de Bonza. Restablecimos el orden con facilidad, unos cuantos tiros y ya, y los liberales se rindieron. Hubo unos pocos muertos, pero no los pusimos nosotros. Esa gente se murió fue del susto.
+Al día siguiente nos trasladaron a Tunja a esperar la orden de marchar sobre Bogotá. Nos acantonaron en la sede del batallón a hacer ejercicios de tiro y a marchar. Todo el día que carrera mar, que acostarse, que levantarse, que… bueno, sacándole a uno la leche. Pero nunca llegó la orden de marchar sobre Bogotá. Los que no fueron a Duitama sí alcanzaron a llegar, pero nosotros nos quedamos en Tunja, ahí, esperando que los jefes decidieran.
+En Tunja estuvimos como ocho días. Haciendo prácticas. Practicando y oyendo discursos del capitán Quiñonez. Unos discursos larguísimos que nadie entendía. Uno echaba a bostezar y si no hubiera sido por los gritos de mi capitán, uno se dormía.
+Después nos soltaron y volvimos a Boavita. Contentos sí, porque no nos había tocado hacer bestialidades. En Boavita seguía la nerviosidad. Todos preguntaban por lo que pasaba en Tunja y en Bogotá. Todo el mundo, eso sí, dispuesto a colaborar con la autoridad.
+Fue entonces cuando el padrecito Goyo me nombró instructor. Él sabía que yo conocía el arte porque había estado en el Batallón Guardia Presidencial y porque en la marcha a Bogotá había sabido de mis habilidades para mandar la gente y para organizar el personal. Me llamó y me dijo: «Hombre, Encontrado, ándate para el páramo que allá te mando gente para que me afines, para que les enseñes el arte, para que me la hagas buenos soldados de Cristo». Y así fue. Me eché para el páramo. Allá hice un rancho para recibir la gente que me mandaba el sargento Sánchez. La gente llegaba resabiada porque este hombre la reclutaba un poco a la fuerza, pero al fin se acomodaba.
+Yo les enseñaba en primer lugar a manejar las armas. Porque es necesario saber armar y desarmar un fusil, una pistola. Les enseñaba el alcance de cada calibre, su uso y las mañas para disparar. Les enseñaba a planear una operación, a reconocer el terreno, a saber dónde se podía esconder el enemigo, a montar una emboscada, a aprender cómo se mueve uno de noche o de día. Les enseñaba todo el arte.
+Bueno, andaba yo enseñando mi lucha cuando, un domingo, me llegó una orden firmada por el alcalde y el señor cura que decía: «Encontrado: marchad con la gente en armas, marchad hacia Pusaguí a atajar la chusma liberal que se nos viene encima». Yo sabía que por los lados de Chita andaba el tal Juan Hernández, un chusmero liberal que atacaba las comisiones que iban por la sal a La Salina y que mataba todo conservador que se le atravesaba. Él era de La Playa, es decir, de esta región, pero se había ido para el Llano.
+Porque resulta que hubo gente que se fue para el Llano. Unos se fueron por allá en los años treinta cuando el tropel de Olaya, porque eran tipos que no convenían a la región, que ha sido siempre muy unidamente conservadora. Tener un liberal aquí era como tener una cuña, y no hay cuña que más apriete que la del mismo palo. Entonces se fueron. Claro que por convite de los de por aquí, sin que se presentaran desacuerdos. Se les decía: «Mire, don fulano, que para que no haya problemas es mejor que usted se vaya. Venda con tiempo y desocupe la región». Así se fueron muchos. Así se fue Juan Hernández.
+Pero con lo del 9 de abril las cosas se pusieron feas y ya no se convenía en que los liberales se fueran cuando quisieran; había que apurarlos. Fue cuando inventamos el destierro. Uno le hacía llegar al tipo una carta en la que le decía que por considerar que en la región no debía haber liberales, debía irse con toda su familia antes de tal día. Claro que se les daba un plazo para que pudieran arreglar las cosas, para que pudieran vender la tierrita y las bestias y para que pudieran buscar alojamiento. Pero teníamos que desterrarlos porque estábamos en guerra. Esa era una ley que había que respetar.
+Cuando Juan Hernández supo de la revolución del 9 de abril se trató de meter. Hacía sus andanzas cada vez más cerca, en la cordillera de Chita. Eso era muy peligroso. Peligroso si nos cortaban el abastecimiento de sal, y peligroso si se nos venía encima, porque unidos los de Juan Hernández con los del Cocuy nos jodían. Era necesario detenerlo, y nos fuimos. Mandé a la gente a sus casas a traer el abasto para la campaña. Nos reunimos en Pusaguí, en la casa del difunto Campo Elías Chávez, y allí nos instalamos. Nombré las patrullas de comunicación. Que la del flanco derecho, que la del flanco izquierdo, que la de los exploradores. Todos con la orden terminante de no dejar pasar ni grande ni pequeño, ni mujer, ni hombre ni niño. ¡Nadie de Pusaguí para acá! Todo mundo quedaba retenido así tuviera la urgencia que tuviera, y si no obedecían la orden, entonces había que proceder… En ese operativo estuvimos como tres días. Al cuarto, viendo que no salían de abajo, de La Salina, ni aparecía cristiano por esas soledades, decidimos ir a buscarlos. Organizamos la movilización hacia La Salina, donde sabíamos que se hallaban.
+La Salina es un puro hueco, un hueco que queda ya en la cabecera del Llano, pero un hueco. Allá el sol llega tarde y uno alcanza a ver el rocío hasta bien entrado el día. Pero también el sol se va temprano, y a eso de las tres de la tarde ya las gallinas comienzan a encaramarse a los palos. El sol allá no es puntual. Pero siendo un hueco, más fácil. Para tomarnos La Salina ordené al personal que se dispersara y avanzara así, disperso, de frente hacia La Cuchilla, donde Juan andaba, y que dispararan un tiro de escopeta de tanto en tanto. Yo quería hacer creer que éramos muchos para que se tuvieran que concentrar. Y así fue. Juan tuvo que atrincherarse en La Cuchilla. Mientras tanto cuatro de nosotros, montados en unos caballos que nos dio Joaquín Galvis, el papá del músico Eliseo, nos les fuimos por la espalda y los encontramos embobados oyendo los disparos, tratando de saber de dónde salía el humo para saber por dónde veníamos. Y nosotros ya estábamos encima. Les respondimos sin que se dieran cuenta. ¿Y qué hicieron los liberales? Pues sacar un pañuelo blanco y batirlo al viento, porque creyeron que estaban rodeados. No hicieron ni un solo disparo. Nos entregaron las armas, los amarramos y los trajimos. En La Uvita salió a recibirnos el cura párroco y le hizo firmar a Juan Hernández un pacto de paz que todavía está ahí en el despacho parroquial y que hasta el presente se ha cumplido. Juan Hernández no volvió a meterse con nosotros, ni a quitarnos la sal. Se metió en su hueco.
+En aquella época era muy peligroso un ataque de los liberales del Llano, que ya estaban organizados y muy bien armados. Yo pensé: si Juan Hernández fracasó, otros pueden triunfar. Se sabía que en el Llano había mucho personal, porque yo había estado en Tame y me había dado cuenta de que esa gente estaba dispuesta a caer sobre nosotros.
+Yo estuve en Tame a resultas de la muerte de mi hijo, por allá en el 47. Él andaba allá ayudando a una comisión de la Policía. Varios de la región andaban en esas, ayudándole a la Policía a controlar el orden. Cerca de Tame tenía un hato el finado Aristóbulo Gómez, un conservador de Boavita que se había ido para el Llano hacía mucho tiempo, creo que cuando los liberales comenzaron a joder en el año 32 o 33. Don Aristóbulo comerciaba con ganado, que vendía en Venezuela. Como era conservador y muy acaudalado, la chusma liberal le cobraba impuestos por movilizar el ganado, pero un día se aburrió y dijo: «Yo no le pago más a la chusma». Los chusmeros no le chistaron nada, dejaron pasar el ganado, pero cuando iban llano adentro emboscaron a los vaqueros de don Aristóbulo y mataron varias reses. Entonces el hombre, ardido, vino a Tunja y puso la queja. Despacharon una comisión para dar con el paradero de los chusmeros, pero como ese Llano era territorio de los liberales la Policía vino primero a Boavita y reclutó gente fiel a don Aristóbulo, gente de Chulavita y gente de La Chorrera. En esa comisión se fue mi hijo.
+A los días me avisaron que lo habían asesinado. Yo me fui a averiguar y a ver si podía localizar el cadáver. Eso fue mucho dolor, un dolor que nunca se me quitó. Yo lloraba en junta con la mamá todo el día. Lo veía andar por todas estas breñas, lo sentíamos llegar de noche. Ahí todavía tengo su foto. El único varón que el cielo me dio. No, todavía lo lloro… Me fui para Tame sabiendo que no lo iba a encontrar. Pero me fui porque no podía aguantar el llanto de la mamá. Por eso me fui. Llegué a Tame disfrazado, diciendo que venía de Sogamoso. La gente estaba toda organizada y uno no podía entrar sino con recomendación de un jefe liberal. Yo expliqué que había tenido que salir huyendo, que era liberal y que venía a ayudarles. Entonces me dejaron entrar. Un hombre con quien hice amistad me contó dónde estaban los cadáveres de los «chulavitas» que habían liquidado. Una noche me fui a mirar, a ver qué era lo que habían dejado, a tocar el propio cadáver del hijo para echarle la bendición y dejar de esperarlo en las noches. Y así fue. Lo encontré. Lo topé porque los chulos estaban ahí encima de unas guaduas con que los habían medio tapado. Los chulos estaban ahí encima, metiendo la cabeza por entre las guaduas, sacando para afuera todo el tripaje de esos pobres cristianos. Yo los espanté, pero ellos apenas se hicieron a un ladito, como si yo fuera el forastero. Eran trece, incluida una niña, pequeñita. El hijo no era de los que los chulos alcanzaban a destrozar, sino que estaba más abajo, perdido entre los otros. Me tocó buscarlo en medio de toda esa podredumbre, en medio de todo ese olor, en medio de todos esos ojos que lo miraban a uno desde esa como idiotez que da la muerte. Por fin lo descubrí. Era un jirón. Estaba casi desnudo y todo destrozado por delante, porque los tiros se los habían hecho por la espalda. Cuando vi eso dejé de llorar. Me dio fue una rabia santa. Ni que Satanás me hubiera echado azufre. No quise despedirme. Le acomodé la cabeza, lo tapé con otro finado y salí corriendo. No sabía para dónde. No supe tampoco cuánto tiempo duré corriendo. A los pocos días llegué otra vez aquí. No quise contarle nada a la mamá pero por dentro yo era una llaga. Bueno…
+Me di cuenta entonces en el Llano que la chusma estaba muy bien organizada y que su ánimo era atacarnos. Eso era así porque nos temían, sabían que de aquí salía gente a apoyar a la autoridad y sobre todo, porque los de Chulavita habían cobrado fama. Y se sabe que la fama de un enemigo lo despierta a uno en la madrugada.
+Después de lo de Juan Hernández me puse a organizar la defensa de la región. En los páramos destaqué un personal para vigilar todo movimiento, para observar quién entraba y quién salía y sobre todo para atalayar cualquier desplazamiento de la gente del Llano. En las veredas organizamos con el padre Goyo grupos con armas, gente que estaba siempre lista para ayudar. Tenían orden de avisar cualquier novedad por medio del cacho, y de concentrarse en tal y tal sitio si nosotros pedíamos. Teníamos señas bien claras y así podíamos comunicarnos rápidamente. Además, para esa época ya se habían instalado los teléfonos en Chulavita y en otros dos o tres sitios. Nos podíamos comunicar con el presidente si queríamos. Teníamos comunicación directa con Tunja y con Bogotá, y así podíamos movilizar el personal en un momentico. El teléfono de Chulavita todavía existe; lo instaló don Julio Figueroa por allá en el 48 por orden del directorio.
+Cuando terminamos de organizar las cosas con el padre Goyo, volví al páramo a entrenar en el arte a la gente que me mandaban. Llegaban no sólo de Boavita sino de toda la provincia de Gutiérrez, e inclusive personal de Santander y de Cundinamarca. Ahí llegaban con una recomendación y el visto bueno del padre Goyo. En dos meses los teníamos sabidos. Después volvían a su tierra y echaban para otra parte. Hubo muchos que pararon por allá en el Tolima y en el Valle. Eran clientes obedientes. Duchos. Duros cristianos.
+El alma de todo ese ajetreo era el padre Goyo, que en paz descanse. Era de Socha pero murió en Belén: un curita muy nervioso, muy conservador y muy corajudo. Muy amigo de su Señoría Peñuela y de don Chepe Villarreal. Él acabó con los limosneros en Boavita, los puso a trabajar en el campo, porque tenía mucha influencia. Y para allá los echó. Anteriormente los curas de Boavita mantenían un poco de limosneros ahí pegados a la casa cural; no se les veía hacer nada. En elecciones votaban, pero de resto no hacían nada. El padre Goyo cambió todo eso. Los puso a trabajar en el campo. Tenía fincas, o mejor, fincas de él, pero que entonces no eran de él. Él fue el que fundó el asunto de la iglesia. Él sí trabajó muy duro para esta cuestión. Llegó hasta inventarse unas bolsas de trapo colgadas de unas varas largas para pedir limosna en la iglesia. Y pida y pida limosna. Se inventó también eso de llevar el Sagrado Corazón a las veredas. Iban y dejaban la imagen y uno tenía que hospedarla, además de llenar con plata un cajoncito. Y así, pida y pida. Y compre tierras, y compre tierras. Pero no a nombre de él sino que él recibía la escritura por manos de otras personas. Ni siquiera a los sobrinos los dejaba meter en el asunto. Eran personas fieles al curita las que le hacían la cuestión. ¿Ahí no están la mujer del profesor Castañeda, la señora Ana y la señorita Zoila, la Pativuelta, y el loco Ignacio? Todos ricos. Porque como el cura no dejó herederos, ni manera de reclamar cuando murió, entonces los que habían hecho el favor se quedaron con la tierra. Él murió de repente, subiéndose al campanario: se rodó y ahí quedó; contra la pila de agua bendita. Todo lo que había comprado quedó en manos de otros. Él llegaba, hacía el negocio y pagaba. Pero la escritura la recibía fulano de tal. Yo fui testigo de dos compras que hizo el mismo día. Una a don Chepe Alvarado, de Soatá. Le compró la finca de Santa Cecilia por sesenta y cinco mil pesos. La otra a don Miguel Otálvaro por treinta y cinco mil pesos. Ambas escrituras se hicieron a nombre de doña Ana. Doña Ana era casada, y cuando el marido se dio cuenta le dijo: «¿Usted sigue con el socorro de los pobres o sigue con mi negocio?». A doña Ana no le dio nada, dejó al marido y se fue a administrar sus fincas. Mientras el padre Goyo vivió, recibía el producto de la tierra y allá mandó a los limosneros a trabajar, pero cuando murió, ¿a dónde iban a parar esas tierras? Él era en vida muy poderoso. Sacó la iglesia adelante y la gente lo respetaba, a pesar de que no daba limosnas. Con su influencia se logró organizar la milicia. Porque él entendía también del arte. No era como el padre Lorenzo Torres, el cura de La Uvita.
+El cura Torres trató de meterse un día con los del Cocuy y le mataron cinco hombres en el Alto de la Chorrera. Se metió sin conocer y sin tener ninguna experiencia. Se ofuscó y se fue sin precaución. No nombró patrullas de exploración ni de reconocimiento. No tenían buenas armas, apenas peinillas y palas. Y así se adentraron. Claro, los otros, los del Cocuy, esos sí estaban emboscados y bien atrincherados… Antes no acabaron con todos. Además, meterse con los del Cocuy era muy jodido. Son gente valiente y muy enterada. A los del Cocuy no se les podía andar así pasito, porque lo hacían a uno retroceder. Allí no pudo entrar sino el Ejército y no le fue fácil.
+Por allá en el año 50 la gente decía que los del Cocuy se estaban organizando y que de allá salían comisiones de chusmeros a hacer bellaquerías, a matar mujeres y a quemar despensas. Esa fama fue creciendo y las quejas sobre sus bellaquerías fueron aumentando. Nosotros no los podíamos detener más, porque estaban que nos la ganaban. Y así fue que por ahí en eso del 51, cuando estaba el presidente Urdaneta, entró el Ejército. Primero les hicieron un bombardeo desde los aviones, principalmente a la zona de Rechíniga, que duró como diez horas. Asolaron toda la región, quedó arrasada. Dicen que la gente se metía en las cuevas para ampararse de las bombas. Después entró la tropa, ayudada por la Policía y por las milicias que habíamos organizado. Ahí habíamos unos trescientos hombres de Boavita colaborando con el Ejército en esa operación. Pero ni así fue fácil. Antes de que el Ejército pudiera llegar mataron mucha gente. Pero al fin pudieron poner orden. Dicen que hubo más de mil muertos; yo no supe, a mí no me consta. Pero como que la batalla fue dura porque los del Cocuy estaban armados con fusiles que entregó el directorio liberal. Yo sí me acuerdo que cuando los dominamos se echaron a ver botados unos fusiles nuevecitos, como recién hechos. La gente nuestra bajó del Cocuy con todas esas armas nuevas y con los niños. Niños que agarraron por allá entre todas esas cuevas ateridos del frío. Eran niños que no se podían dejar en manos de los liberales, niños que había que bautizar y acristianar porque no eran animalitos. Todavía hay mucho hombre aquí que vino de niño en esos días y que creció al lado de la gente que los trajo, hombres que se criaron como domésticos de los otros, pero que ya son gente de bien.
+La del Cocuy fue la peor batalla que hubo en estas tierras. ¿Pero qué se podía hacer? Había que castigarlos antes de que nos cayeran. Porque uno no se va a meter con ninguno si no se meten con uno. ¿Pero cómo va uno a vivir con un enemigo así encima de la cabeza? Era gente peligrosa. Nos podía envenenar el río, nos podía madrugar, y sobre todo podían servir de vía para que los del Llano se nos metieran por el páramo. Así era la cosa.
+Uno no atropella a ninguno si acepta vivir en paz y convivencia. Hubo muchos liberales que en eso del 49 y del 50, cuando las vainas estaban más difíciles y cuando nos veíamos atacados por todos lados, se pudieron quedar y nadie los molestó. ¿Por qué? Porque ellos se volvían liberales de orden, juraban defender la religión porque eran bautizados, juraban colaborar en todo lo que se les pidiera, juraban no decir nada a nadie. Entendieron y ahí se pudieron quedar sin que nadie les tocara una uña. Pero había otros que nos tocó desterrar. Yo mismo inventé eso del destierro. Me lo inventé un día que fui a donde Luis Mariño, el dueño de La Villa, a pedirle una colaboración, y él, en vez de ayudarme, me insultó, me sacó corriendo a bala, diciendo que yo era un tal por cual, un godo y, lo que más me ofendió, gritando que me llamaban el Encontrado porque yo no tenía madre. Bueno, la cosa pasó. Me aguanté sin chistar nada. Como a los quince días me aparecí una tarde con mi personal y le dije: «Don Luis, tiene quince días de plazo. Su finca no puede ser más de usted. Desocupe, venda o arriende, pero no lo queremos más por aquí». A los pocos días vendió; echó para los Llanos.
+Hubo otros, como don Nicolás Aponte. Él atendió el llamado. Hizo publicar por la prensa un anuncio diciendo que él era liberal de orden. Hizo público su cambio de política y su respeto a la causa conservadora. Algún tiempo después llamó a sus apareceros y les vendió la tierra que cada cual trabajaba. Por eso, esa hacienda, llamada La Carrera, se parceló. Don Nicolás no quería problemas y se fue tranquilo. Nadie lo molestó, ni nadie se disgustó con él. Pudo vender su hacienda a buen precio y se volvió un liberal de orden, aunque él dijera que era conservador.
+En esos días se vendió tierra barata. Era la ley. Hasta cuando subió Rojas Pinilla y prometió la paz. Rojas hizo un contrato con Urdaneta Arbeláez, firmado y todo, para traer la concordia. Permitió que todos los desterrados volvieran a sus fincas y puso en calma la república, aunque para hacerlo tuviera que ir a tomar chicha en totuma con los grandes asesinos del Llano, como el tal Guadalupe Salcedo, y a regalar tierra a los chusmeros. Eso no estaba bien. ¿Cómo iba a regalar tierra, con escritura pública y todo? Esa tierra no era de él, esa tierra era de la nación, esas selvas inmensas no son de un presidente. Por eso fue que Rojas comenzó a fracasar. Porque le gustaba la tierra. Por ejemplo, eso de Melgar era baldío, mera selva, y él la cogió. Por eso fue que Rojas se cayó. Al principio todos lo queríamos, pero después, cuando comenzó a hacer bellaquerías, a perdonar bandidos y a regalar tierra, entonces se vino abajo.
+En Boavita todos fuimos muy rojaspinillistas porque la gente no olvidaba que él había prometido la carretera pavimentada a Chulavita y el aeropuerto de Boavita. En una elección aquí no hubo sino cinco votos distintos a la corriente del general. Pero después del fracaso de las elecciones del año 70, la gente volvió a ser ospinista o laureanista. La política da muchas vueltas. Para mejor decir, en los años cuarenta Boavita era laureanista; cuando subió Ospina era ospinista; cuando subió Laureano otra vez laureanista; cuando cayó Rojas era ospinista, y después, cuando Rojas hizo la Anapo, volvió a ser rojaspinillista, y así. Hoy hay unos pocos liberales, y los demás se reparten por igual entre alvaristas y pastranistas.
+La política se volvió una porquería. Ahora es cuestión de puros votos, de pura conveniencia, de puro negocio. Los políticos llegan y prometen todo lo que ellos saben que uno quiere; prometen el camino, el acueducto, el hospital, la escuela y después, cuando quedan elegidos, voltean la espalda y no lo saludan a uno.
+Para poner un ejemplo, para que no se diga que soy mal hablado, mentiroso, un desagradecido con el Partido Conservador, al que he pertenecido y seguiré perteneciendo, resulta que mi hija menor tuvo un accidente y se rompió la clavícula. Entonces eché con ella medio muerta para el hospital. Allí casi ni la recibe. La china era un solo grito. Quizás de tanta lágrima se compadecieron y la metieron para adentro, a operarla. Pero entonces, cuando ya le juntaron los huesos, no querían entregarla porque la operación costaba siete mil pesos. Yo no tenía tanta plata, nunca la he visto junta. Junté por un lado, junté por el otro y nada. No conseguía sino centavos, meros reales. Me vine para El Espigón, vendí un ganadito que tenía y el resto me lo prestó un compadre, para más veras liberal. Con eso saqué a la china. Pero la cosa no paró ahí. Ya en la casa había que tratarla, hacerle un tratamiento para que los huesos se abrazaran bien. Pero, ¿yo cómo hacía para pagar unos doctores que ya me habían dejado más pelado que un risco? Una madrugada, estando desvelado —porque cuando uno no tiene con qué ni el sueño lo acompaña—, la Santísima Virgen me iluminó: pídele al doctor Gómez Hurtado una ayuda. Así fue. Cuando alumbró le escribí una carta que decía:
+Señor Doctor
+Álvaro Gómez Hurtado
+Directorio Nacional Conservador
+Bogotá
+Estimado doctor.
+Le manifiesto que soy campesino que habita una breña de la vereda El Espigón, en el municipio de Boavia. Soy padre de doce hijos. El mayor murió combatiendo las guerrillas en el año 48, y con este percance mi vida se ha desenvuelto en un cúmulo de dolores. Últimamente, doctor Gómez, mi hija me sufrió un accidente al rodar por un risco escarpado de la vereda. La trataron varios médicos, sin resultado positivo, cuando ya se presenciaba su muerte.
+La retiré, y con mil sacrificios la traje para mi choza y aquí con remedios caseros tuve la esperanza de salvarla. Pero me encuentro muy pobre y pido al doctor Gómez me ayude con cualquier medio para sostenerla y seguirle su tratamiento de cuidarla. Me dicen que hay institutos destinados a ayudar en estos casos, pero no he podido conseguir nada. Concretamente pido ayuda para alimentarla, para alguna ropita, para drogas de toda clase, pues tengo que curarle las heridas vivas de la operación dos veces diarias. Yo sé que si el doctor Gómez me da una carta o allega su prestigiosa influencia, consigo algo para esa niña postrada. Mi hija tiene diecinueve años, es una niña paralítica, para su referencia, y se llama Amparo. Para despedirme le manifiesto que he sido militante del Partido Conservador por convencimiento y credo político y fui militar con servicios especiales en la Guardia Presidencial y en el conflicto de Leticia. Viajé a Bogotá en defensa del partido en compañía del señor José María Villareal y otros copartidarios. Si en las próximas jornadas Dios así lo dispone, reforzaré mi voluntad, como lo fue en el 48 y en el 51, y si estoy vivo mis hijas y mis parientes irán bajo la sombra de la gran bandera azul y con el nombre de su señoría a la victoria…
+Bueno, ni una palabra me respondió el doctor Álvaro, ni una sola palabra, y la hija todavía está aquí, paralítica, sin poder moverse. Uno tiene que ver todas sus necesidades porque ni eso es capaz de hacer. Es que eso no es así. No. Cuando ellos le piden a uno ayuda, así sea para cosas que uno no comprende, uno está dispuesto a jugarse la vida, pero cuando uno les pide un auxilio, así sea pequeño, se hacen los pendejos.
+Por eso es que la política ya no entra y uno no cree. ¡Qué va uno a creer, qué va uno a creer tanto embuste! Después de tantos años de uno jugarse por ellos, ellos ni lo miran siquiera. Pero también uno, día a día, los mira menos. Ellos también se van ahorcando con el propio lazo con que lo llevaban antes de las narices. Uno ya no les cree, así digan lo que digan. Y es que el Partido Conservador ha olvidado a su gente, la ha irrespetado y la gente ya no le marcha. Desde hace mucho tiempo uno ya no confía como antes, porque ellos, o sea, los políticos, en vez de defenderlo a uno y de ayudarlo, lo que hacen es traicionar el partido, traicionarlo a uno.
+El Partido Conservador ya no sabe para dónde va, ya no levanta la cabeza solo. Porque negociaron con los liberales el reparto del Gobierno en vez de haberlo mantenido como lo había ordenado Laureano. Pero los camaleones, que son conservadores por fuera y liberales por dentro, entregaron el Gobierno, entregaron el poder por puro negocio, por puro provecho para el bolsillo. A esos camaleones les interesa más su propio peculio que la suerte de sus copartidarios, y por esa razón ya no nos atienden, ni nos miran. Porque ellos están interesados es en sus componendas.
+Para mí tengo que todo eso comenzó con la desmoralización de los dirigentes, de sus cabezas más importantes y, principalmente, de la Iglesia. Porque la Iglesia se vino abajo de unos años para acá. Ya el cura no es el cura, la doctrina no es la doctrina, los feligreses no son los feligreses. Ahora se dice que Dios no creó al hombre sino que el hombre salió de los animales y de las plantas. Dios no le dio la lectura y la escritura al hombre sino que él se las inventó solo. Así, el hombre puede ser conservador, liberal, ateo o hereje y se salva. Ya no importa ser bueno o malo porque todos nos salvamos; todo el mundo va al reino de Dios si sigue su conciencia. Entonces, me pregunto, ¿cómo hace la Iglesia para ser Iglesia? ¿Cómo hace el partido para distinguir el bien del mal? Si nadie se condena en la otra vida, nadie puede salvarse en esta. Todo es desorden, caos, y entonces, claro está, si todo es caos, pues a los jefes del partido no les importa su gente, ni su doctrina; si todo es caos, si todo da lo mismo, entonces ellos pueden traicionarlo a uno, pueden dejarlo botado sin apoyo, pueden negociar los votos que uno les da por puestos para sus amigos y por dinero para sus bolsillos.
+Faltando Dios, todo se viene abajo. El partido deja de ser de la Providencia y así no se puede luchar, no se puede aspirar a vencer. Por eso el Partido Conservador no se volverá a levantar, y por eso nosotros los conservadores ya no creemos en nada. Ni siquiera en lo que hicimos.
+MARIANA, MI PRIMER NOMBRE en español, lo llevé hasta que tuve la edad para que mi abuelo, el taita de los sionas, me diera el nombre en lengua materna. Desde ese entonces me llamo cuï cuï, nombre de una pepa de monte que es comida de los saínos. Ahora tengo 76 años. De mi familia pasada sé más por el yagé que por la boca de algún pariente.
+La mamá de mi mamá era de Santa Cruz de Piñuña Blanco, pero mi abuelo, el papá de mi mamá, era de Orito. Se llamaba Casimiro Castillo y trabajaba con los padres capuchinos. Pero después salió, ya con mi mamá criatura, a vivir a Puerto Asís. En Orito las tierras se acababan porque los blancos llegaban. Nos corrimos para Asís. No fuimos solos, fuimos muchos. Solos no sabemos andar, ni pensar, ni defendernos. Necesitábamos tierra y levantamos ranchas de yaripa. El rancherío creció con otros parientes. Fueron llegando muchos con la misma idea: hacer chagras, comer. El Pueblo creció. Entonces los hombres se fueron a traer de Pasto al señor obispo. De Pasto no podían traerlo a pie. Él sabía caminar, y caminaba, pero se cansaba. Tuvieron que hacerle una cama —donde se acostaba—, y cuatro hombres, los más acuerpados, lo echaban al hombro. Después otros cuatro los reemplazaban porque el padre era grande, pesaba como si estuviera muerto. La comisión duró dos semanas en atravesar esos páramos y esas selvas. Río crecido que toparan, río en el que tenían que construir una tarabita para cruzar a Su Reverencia santiguándose y tapándose las vistas. Eran pasos feos y peligrosos. Más de un pariente se resbaló y cayó dando botes al fondo de esos abismos que parecían no llegar a ninguna parte porque ni los ríos se oían. Las bajadas eran largas y tan plagadas de zingas o curvas, que hacían el camino sin fin. Había que parar la procesión para que el padrecito se limpiara el hígado. Nosotros le ofrecíamos nuestras yerbas, pero él, soberbio, nunca convino en tomárselas.
+En ese viaje se llegó a pie sólo hasta Puerto Caicedo, que todavía se llamaba Achote y que era tan pequeño que Su Reverencia no lo bautizó. Fue después, no sé cuándo, que le pusieron apellido. De ahí para abajo, hasta donde estábamos nosotros y donde había salido la comisión para traerlo en guando, lo llevaron por aguas, en potrillo. No se había acabado de bajar de la canoa cuando, mirando para todo lado y como asustado, dijo:
+—Hay que sacar de aquí a Satanás. Hay que construir una iglesia.
+Y nos puso a hacerla en pura hoja de canambo. Vino, dio bendiciones, acristianó a grandes y pequeños, a hombres y mujeres, casó a unos y a otros, y bautizó el pueblo Asís, un santo que los padres nombraban para todo menester. Se quedó llamando Puerto Asís porque el río es navegable y por sus aguas baja uno al Amazonas —a Leticia— y puede subir hasta Iquitos; y por el Ñapo, otro río como el Putumayo, puede llegar hasta Ecuador. Los antiguos conocían todo ese territorio. Era de ellos.
+Mi papá, Lorenzo Piaguaje, pertenecía al pueblo coreguaje; era de Caquetá. Su padre murió cuando él tenía doce años y quedó a cargo de su madre, que terminó viviendo con un blanco. No le dio buena vida el hombre. Le gustaba el trago y era mañoso. Mi abuela se vio tan perdida, que le dio al padre Estanislao, un capuchino, sus dos hijos. Ellos se criaron en el internado, donde aprendieron a leer, a escribir y a sacar cuentas, que era lo más importante para no dejarse hacer trampas de los blancos. Mi padre conoció a mi mamá, que era siona, en ese mismo internado. Ella era también huérfana. El padre Estanislao los separó de la manada para juntarlos en matrimonio cuando crecieran. Ellos no sabían del cruce hasta que los llamó al despacho parroquial para decirles que tal día, de tal mes, iban a casarse Lorenzo con Enriqueta. Fue un arreglo hecho también con las monjas franciscanas que tenían a mi madre de sirvienta en el otro internado, el de mujeres. Los casó el padre Bartolomé y los recasó el padre Estanislao, y les dio de regalo un solar para que hicieran «casa y labor», como se decía.
+Con el tiempo mi papá desertó de la agricultura y se volvió remero y mandadero del internado. Llevaba a los curas hasta Puerto Leguízamo a evangelizar indígenas, bautizarlos, matrimoniarlos y salvarlos del demonio. En ese tiempo no existían motores; se bajaba por el río a remo y se subía a palanca. Tres días dejándose llevar por la corriente y dos semanas, contradiciéndola. En el primer viaje que hizo mi papá a Leguízamo llevó a mi mamá. Cuando pasaron por Piyuya, hoy Piñuña Blanco, se encontraron con la familia de ella, que no la dejó seguir aguas abajo con mi padre. No valieron ruegos órdenes ni amenazas del padre Estanislao. Nada. Mis abuelos se rancharon en el no. Entonces se quedaron viviendo ahí. Al padre le tocó buscar remeros para devolverse porque él tampoco quiso seguir para donde iba.
+En el Piyuya los viejos le cogieron aprecio a mi papá porque era entendido y respetuoso. El taita Rafael lo miró. Ellos, los taitas, saben mirar quién es quién; quién les sirve para trabajar el yagé y quién no. Le dijo:
+—Usted sirve para cocinar bejuco —y lo puso a su pata.
+Mi papá andaba con el taita día y noche para poder aprender, porque ese trabajo es de mucho celo y mucho trasnocho. Los taitas no duermen y los alumnos tienen que aprender ese arte de no dormir. El taita le enseñaba sin hablar y él tenía que aprender sólo mirando. Él cocinaba una vez y después mi padre tenía que saber hacerlo. Tenía que clavar los dos ojos y todas las entendederas en mirar. Así aprendió a preparar el bejuco. Trabajaban en el monte, al lado de una quebrada, sin que los vieran. El yagé es muy delicado, no le da la cara a todo el mundo.
+A las seis de la tarde llegaban con el remedio a la casa. El yagé se toma cada vez que es necesario. El taita decía un día, sin saberse por qué:
+—Tiempo está malo; va a venir vendaval, taita Dios está bravo. No hay cacería, no hay pescado. Vamos a cocinar yagé para conversar con el dueño de los puercos, de los micos, de las pavas, de los pescados, que nos dé permiso para que haya cacería.
+Entonces se tomaba yagé. Cuando mi papá traía el remedio a la casa del yagé, me daba cuenta de cómo practicaba la toma el taita Rafael para que el remedio pintara bien. Por eso es que a los taitas de ahora no les creo, porque yo miré con mis propios ojos la ceremonias del yagé, aquí mismo en el Resguardo de Santa Cruz de Piñuña Blanco. Para tomar el remedio él tenía preparada la casa o residencia del yagé, hecha de hoja de canambo cerrada con paja yaripa y guadua. Tenía cuatro puertas que las orientaban hacia el norte, el sur, el oriente y el occidente. Nadie podía entrar, sólo los discípulos y los que iban a hacerse curar. Las personas que entraban tenían que estar limpias, bañarse ocho días antes con albahaca morada, hacer dieta y no utilizar perfumes de blanco; sólo podían echarse los perfumes indígenas que son regalados por el taita. Sólo esas personas podían entrar a su casa.
+La ceremonia empezaba entre diez y once de la noche. Digo yo, como por decir una hora, porque nosotros no sabíamos de tiempos distintos a los marcados por el día y la noche, por las cosechas y por las aguas de luna. El taita Rafael tenía una ollita de remedio curada por medio de cantos y rezos. Él tomaba y luego les daba a sus aprendices y a los que iban a hacerse curar. A partir de las doce de la noche el taita salía cantando al patio. No era permitido mirarlo cuando danzaba y cantaba. Como la casa del yagé era de hoja de canambo y de yaripa, uno de niño atisbaba por las hendijas. El taita estaba vestido como un rey, tenía una corona de plumas, una cusma negra, collares de colmillos de tigre, collares de cascabeles y unos collares de palitos cortados; tenía brazaletes con plantas de perfume, plumas en las orejas y una pluma azul guacamayo que le atravesaba la nariz. En sus piernas, de la rodilla hacia abajo, se pintaba con un algodón blanco y se hacía unos puntos rojos con achiote que parecían medias blancas con bolitas rojas. Se pintaba la cara con crucecitas y otros signos en los pómulos. Los labios se los pintaba de color negro masticando una hoja; el color combinaba con la cusma negra, y él se miraba bien bonito.
+Cuando entraba a la casa del yagé se sentaba en un banco de madera muy fina, donde sólo él podía sentarse porque era hecho para el pensamiento. Comenzaba a ramear la olla del yagé, a cantar y a conjurar. Se sentía que sonaba como cuando crece el río y se oye el chapaleo de los pescados, pero el sonido venía de la olla de yagé. El taita cantaba y cantaba y cuando metía la totumita dentro de la olla sacaba un pescado pintadillo que se movía en sus manos, lo alzaba y con la cola empezaba a fofoguear: fo-fo-foo-fo-fooo-fo-foooooo… Y cuando soltaba el pescado, chapaleaba, así el agua estuviera hirviendo. Después el taita danzaba y seguía cantando en el patio, pero no pisaba tierra. Volaba.
+Como a la una de la mañana comenzaba otra vez a cantar. Cante y cante, cante y cante. Y baile, y baile, y baile. De pronto, empezaban a bramar los puercos de monte como si estuvieran al pie de la casa. Se escuchaba como si partieran mil cocos a la vez y se oía a los pequeñitos resoplar como si tuvieran el mismo miedo que sentíamos nosotros los niños. Los puercos salvajes huelen feo, son hediondos, sueltan su almizcle para que los demás animales huyan creyendo que el mundo se va a morir. El taita no miraba ni oía ni olía lo que todos oíamos y olíamos. Él se veía bien sentado, tranquilo, sin mirar a nadie, mientras sus secretarios, o sea, los aprendices, tomaban la toma en el matecito de totumo que sólo él podía darles. Nadie puede meter mano ni totumo en la olla de yagé. Los puercos venían a decir que detrás llegaban todos los animales y que ya se podía cazar para que la comunidad tuviera qué comer. Al otro día, en la mañana, me fui a mirar a donde habían sonado los cocos, y sí, había un poco de coco partido del que los puercos habían comido. Por eso yo estoy segura de que el taita que teníamos era muy sabio. Esa experiencia también hace que yo no crea en los taitas de ahora que toman yagé con ron Medellín. Nuestros taitas no toman esos alcoholes, ni necesidad de ellos tenían. Eran sabios y nosotros, los sionas, les creíamos y los respetábamos.
+Un día él cantó y cantó y luego me llamó. Yo me sostuve de la hamaca; me daba miedo. Mi papá me dijo:
+—Bájese, vamos donde el taita. Le va a poner nombre en el idioma nuestro.
+Fui y me arrodillé delante de él y empezó a curarme ramiándome. Me dijo, haciéndome la señal de la cruz en la frente:
+—Bueno, hija, de ahora en adelante su nombre va a ser en lengua de nosotros: cuï cuï.
+Después de eso siguió cantando y danzando, se convirtió en tigre y en diablo. Nos dijo que al otro día, a partir de las once de la mañana, había que estar listos con las canoas y las lanzas de chonta bien preparadas porque en la orilla del río iba a cruzar una manada de puercos. Y así fue. Empezaron a bramar los puercos a la hora que el taita había manifestado, y el río se llenó de animales. Los garroteamos y los subimos a las canoas. Recuerdo que mi hermana mayor estaba señorita y ella solita alcanzó a matar dos puercos que estaban subiéndose por el barranco.
+Cuando yo era niña vivíamos en nuestra aldea. Recuerdo la casa de mi papá; la casa de don Santiago; la casa de don Basilio; la casa del yagé, que era la del taita Rafael; la casa de don Ángel Criollo, y la de mi padrino Gaspar. Ninguna existe hoy día. Todos se fueron a conformar otras comunidades. Primero se fue Basilio para El Hacha; después, Santiago para Caquetá; mi padrino Gaspar echó para arriba, para la Primavera de Remolino, y el abuelo Ángel se pasó a la isla. Entonces quedamos nosotros aquí, mi papá y el taita Rafael. Los que se fueron a vivir al otro lado del río se dedicaron a trabajar en la crianza de animales de cuatro patas. En la aldea no se podía tener marranos porque los patios estaban sembrados de remedios y de comida.
+Nosotros fuimos siete hermanos, cinco mujeres y dos varones. Un hermano y una hermana murieron de fiebres cuando llegaron a los doce años. Cuando yo tenía diez, el padre Bartolomé fue a la casa y me llevó para el internado. Él andaba en una lanchita y nos recogió a todos los niños que estábamos por ahí jugando sin oficio, y nos llevó a estudiar. Estudié de los diez a los doce años. Sufrí mucho. La alimentación no era la nuestra; la barriga se me rebeló, no se quedaba con nada, todo lo devolvía. Nos cocinaban una sopa de un plátano que al sancocharlo cogía un color morado. De verlo me vomitaba. El desayuno era un agua de panela simple con un pedacito de maduro frío. Se aguantaba hambre. Yo me miraba enflaquecer día con día; los domingos cocinábamos debajo de los chíparos algo de lo nuestro porque entre semana no podíamos hacerlo. Mis padres viajaban tres días a remo en canoa para visitarme. ¡Era una alegría! Ellos me traían carne y pescado moqueado. Una mañana llegó la monja supervisora al comedor y dijo:
+—Bueno, muchachas, vengo a preguntarles quiénes de ustedes quieren trabajar en la cocina, porque la muchacha que tenemos se va.
+Yo pensé que trabajando como muchacha podría comer de lo que se les preparaba a las monjas, a los profesores y a los sacerdotes. Grité, sin pensarlo mucho:
+—Yo, yo, yo, ¡supervisora, yo!
+—Mariana, ¿usted sí se siente capaz de manejar las ollas?
+—¡Sí, su reverencia, yo me siento capaz!
+Así empecé a trabajar en la cocina del internado. Eran unas ollas grandotas de orejas. El fogón era alto y grande, tenía una hornilla de varios puestos y, para alcanzar, yo tenía que subirme en un asiento. Éramos cuatro indígenas en la cocina: una cocinaba para los niños; otra para las monjas, los padres y los profesores; la otra se ocupaba del aseo general, y otra, yo, lavaba las ollas. Teníamos quince días en la cocina y quince días en el costurero, donde se lavaba la ropa de los padres, de las monjas y de los niños. Había siete máquinas de coser para remendar la ropa que estaba descosida. Así, de oficio en oficio, de la cocina al corredor donde cosíamos, pasaron los días. Nos levantábamos a cocinar a las cuatro de la mañana para servir el desayuno a las ocho, pero cuando había que amasar y hornear, teníamos que madrugar a la una de la mañana para que el pan estuviera servido a las siete. No era pan para las alumnas sino para las monjas, el sacerdote y los profesores.
+La rutina me enfermó. Casi me entierran. Por fortuna mi papá y mi mamá tenían de amiga a una monja que habló con la superiora para que me diera permiso de salir de la cocina y pasar la fiebre en la cama. Tuvieron que inyectarme porque yo estaba muy mala. Cuando me alivié un poco me mantuvieron con papa al vapor y agua de panela con leche. Al mes me tenían comiendo en el comedor de las monjas. Tuvieron miedo de que me muriera. Me fui mejorando. Un día el sacerdote me preguntó por qué me había salido de estudiar. Yo le dije que me había ido a cocinar porque yo sufría mucho comiendo ese sancocho morado y que aunque era india, en mi casa yo comía carne, pescado, fariña y de todo; que a mí, en mi casa, no me hacía falta nada. La tripa se fue acostumbrando y trabajé cinco años en la cocina de las monjas. Aprendí a cocinar, a manejar la máquina de coser; me enseñaron a trazar la ropa, a cortar, a bordar, a tejer en hilo. Sufrí mucho, pero algo aprendí.
+En el internado había sionas, ingas, cofanes y blancos. La mayoría de los sionas eran de Buenavista y del valle del Guamuez; los blancos venían de Orito y de la trocha que sale Caicedo y termina en Puerto Asís. Esa trocha era empalada porque no había forma de cruzar esos pantanos; uno se hundía hasta más arriba de la rodilla y el barro se lo chupaba. Por eso todos teníamos que andar acompañados y cada uno con una vara larga, para no quedar ahogado. Los empalados fueron hechos con el trabajo de los indígenas, mandados por los franciscanos. La carretera llegó poco a poco.
+Dejé el internado cuando tenía dieciocho años, en el año 57. Me devolví para la casa y encontré al taita Rafael enfermo. Cuando llegamos estaba todo en silencio y el taita acostado en la hamaca. Le dije:
+—Abuelo, ¿estás enfermo?
+Él me respondió que sí, que creía que se iba a morir porque lo habían mansalveado. Había ido a pescar cuando, estando en esas, voló el sombrero. O mejor, se lo quitaron. El sol le fue taladrando la cabeza, lo dejó como si hubiera tomado la droguita. Le pregunté por qué no se había defendido, él que tanto poder depositaba. Me respondió:
+—No, hija, ya está hecho, y con lo que está hecho, no hay nada que hacer.
+Era cierto. Él contaba que por más que trató de sacar pescado, no pudo. Los bichos no cogían la carnada, la olían y la esquivaban. Hasta que sintió un tironcito de jo-jo, un pescado pequeñito que no hace daño en la olla. Tiró el taita de la vara y el jo-jo, que tiene una aleta como cola de alacrán, le pegó en la cara con la ponzoña. Ahí venía el veneno y el taita cayó. Si hubiera tenido el sombrero, nada le habría pasado porque el pescadito venía nadando en el aire, de arriba para abajo, colgado del anzuelo. A los días, los dedos se le fueron secando. Y así, por partes, se fue secando.
+Me quedé triste pensando qué íbamos a hacer nosotros solos ahora si el abuelo se moría. Como él había visto tantas cosas, le pregunté si esos diablos que había visto no vendrían a devorarnos. Y dijo:
+—¡No, hija! Yo voy a morir como cualquier persona. Y cuando yo me muera, no se vayan a poner a cepillar tablas. A mí fórrenme con yaripa y me dejan en una canoa vieja, río abajo. No quiero morirme aquí, quiero morir viajando. Ustedes no saben para dónde voy. Lo único que les aconsejo es que no vayan a ir a donde me dejan porque ahí les puede dar un mal viento y no encontrarán quién se lo cure.
+Yo fui a contarle a mi padre lo que el taita decía. Se confundió. Salió de madrugada a preguntarle si había dicho lo que yo decía. Le dijo que sí, que era cierto, pero que a mí se me habían olvidado los pedazos de pegote para hacer humo que me había pedido. Mi padre se los llevó. Los quemó con comején. El humo hizo el remedio y antes de amanecer mi padre se lo llevó al río. Con sus compadres lo metieron en una canoa vieja, le taparon los huecos que dejaban entrar el agua porque no era bueno que se inundara, le quemaron sus yerbas, lo ramearon con uña de gato y lo largaron al agua de un caño que ahora lo llaman «La Cocha de Taita Ñato», unas aguas lentas que dan vueltas antes de coger rumbo. Al soltarlo, se soltaron también los cielos. Tronaba desde muy alto y el trueno se quedaba en el aire como si no quisiera irse. Relampagueaba en colores y los rayos se cruzaban unos con otros, partían las nubes, viajaban de lado a lado. El mundo temblaba cuando se oyó el bugido del tigre en el mismo sitio donde las centellas pegaban. El taita iba de camino. Mi padre quemó pegote y la gente lloraba con el ahúuuu, ahúuuu, ahúuuu que parecía que nunca terminaba. Había que espantar los males que podían entrar al salir el taita. Morirse es dejar la puerta abierta sin guardián. Al otro día todo estaba en silencio. Parecía que con el taita también nuestras almas se hubieran ido.
+Estuve en la casa dos años, acompañando a mis viejos. Les ayudaba a sembrar palos de yuca, de plátano, que cuando crecían los limpiábamos para que acabaran de crecer sanos. Cargábamos leña, traíamos agua, cuidábamos gallinas, preparábamos la yuca para sacar la fariña y el cazabe. Mi mamá rallaba la yuca, la escurría, y después la tostaba con paciencia y la fariña quedaba así bien rica. Lo mismo el cazabe. Lo asaba el mismo día y luego lo ponía sobre hojas de plátano para que el sol le entrara. El cazabe es el alimento de los sionas. Se come untado con angobü, que es un alimento que se prepara con el agua de la yuca melada y se come con ají, pescado o carne, y se pasa con chucula de plátano, chicha de maíz choclo, chicha de chontaduro o chicha de ñame. La chicha de ñame se prepara con ñame y yuca cocinada y se maja con una piedra especial que la llaman batán; la masa se revuelve con guarapo de caña y agua de maduro y se deja quieta. Al otro día se cierne y se sirve; queda como la avena. Bien delicioso. A mi papá le gustaba tomar café cuando no tomaba yoco. El yoco es un bejuco que se raspa hacia abajo y se toma como tinto. También lo dan para limpiar, o sea, para vomitar. Los viejos lo levantan a uno a la madrugada y le dan a tomar yoco. Quiera o no quiera. Es amargo y cuando entra al estómago quiere devolverse, pero no solo, sino con todo lo que topa adentro. Hay que detenerlo un rato hasta que hace convite con todo lo que uno tiene guardado haciéndole daño, como una baba amarilla como chicha de chontaduro. Cuando no se puede aguantar más, toca ayudarlo a sacar, a vomitar en pluma, que salga por todas partes, por las narices, por la boca, por el rabo. Hay que soltarlo porque viene acompañado. Después el sueño se lo lleva a uno a sus mundos y amanece con alegría, como recién parido, livianito, no le duele nada, ni le da pereza ni siente sueño. Se hace uno resistente. No nos enfermábamos.
+Ahora yo me enfermé hace poco con un dolor en la pierna que se me quiere secar como una tabla. Me ha vuelto floja el dolor y ya ni el yoco me ayuda. Mis padres nos enseñaron a usar el yoco para poder trabajar sanos y cuando él se cansa de ayudar, las cosas se ponen feas. El yoco espanta la pereza, trae ánimos de trabajar, despeja el pensamiento. Mis padres se levantaban a las tres de la mañana, tomaban el yoco y empezaban a rallar la yuca cuando había que hacer el cazabe o había que hacer canastos de yaré, gigras de chambira, matafríos, que son los escurridores de yuca, tejidos con cogollo de palma o con la cáscara del árbol de guarumo. A veces también había que torcer chambira para hacer guascas y tejer hamacas. Mis padres vivían trabajando y sembrando la comida. A mi mamá la picó una culebra y pudieron curarla. Era muy joven. Sufrió mucho porque después de que se le cerró la heridita y se deshinchó, y volvió a poder ver y a poder hablar, le quedó un dolor que se le subía por la pierna enferma y se le regaba por todo el cuerpo. Entonces ella desfallecía. Duró unos años, pero como habíamos quedado sin taita, le tocó morirse.
+A mi marido lo conocí aquí en la misma aldea. Nos distinguimos muy niños, nos casaron y así fue pasando el tiempo. Fuimos haciendo hogar, nos pusimos a trabajar y de ahí ya vinieron los hijos y se me acabó la vida de juventud. Él salía a trabajar, pero no conseguía nada y se quedaba en la casa. Con tanta necesidad que nos acosaba y él mirando el techo y fumando. Yo no estaba para cargarlo de todo a todo, pero ese señor no se podía separar de mi enagua. Vivía ahí como escondido del mundo. No cogía camino. Muchos de nuestros hombres iban y venían como trabajadores. Salían a Puerto Asís, a Mocoa, a Cali, a Neiva. Se rebuscaban y traían lo que conseguían, pero a mi marido lo fue invadiendo el miedo de todo. Una hoja que volara, un pájaro que cruzara, un viento que corriera lo ponía a temblar. Nosotras las mujeres salíamos poco. Las únicas salidas que yo hice fue al internado trabajando en la cocina y después cuando me hice maestra. Y la de ahora, la del 2001, que no fue salida sino sacada de todas partes: de Santa Rosa de Sucumbíos, de Yarinal, de Palestina, de El Hacha, de Santa Helena, de Piñuña Blanco, de El Tablero.
+Muchas gentes, muchas familias tuvimos que salir porque no se contentaron con echarnos los tigres, sino que nos llenaron de veneno las tierras y la vida. Fumigaron desde sus avionetas todo, todo lo que encontraban. Dicen que tenían que gastar el veneno que echaban para echarnos a nosotros. Dejaron todo quemado. Convirtieron las chagras en quemados. A los pilotos les dieron la orden de soltar su muerte en las chagras creyendo que toda chagra es un cocal. No es así. Los indígenas llaman chagra el sitio donde cultivan la comida y la coca para mambear, que también es comida, no sólo de los espíritus sino de la barriga. La coca coge fuerza en la sangre. Uno puede dejar de comer tres días, y no come no porque le quite el hambre, sino porque uno está bien, no le falta comida. Cuando se acaba de almorzar, ¿quién quiere seguir comiendo? Todas las plantas con que sabemos vivir, todo crece y se da en la chagra: los cultivos de yuca, pida, chontaduro, plátano, maíz, vota, borojó; y los remedios: el yagé, la sábila, el paico, la yerbabuena, el descansel, y las frutas: naranja, piña, zapote. Y todo eso es lo que esos malditos tigres de los blancos fumigan y queman. Su malquerencia es la coca y creo que más que la coca, los que no les gustamos a ellos somos nosotros, los indígenas. Es la historia que nos han contado los abuelos y que los curas han querido borrarnos. Ellos saben que quitándonos la comida nos acaban, y ese era el propósito de tantísimo veneno como nos cayó esa vez. ¿Y las bombas? Acaso es que para matar una mata, o unas matas, ¿era necesario soltar tantísimas bombas? Bombas que atronaban, que hacían temblar la tierra, que hacían vomitar a los niños.
+Los viejos dijimos:
+—Hay que salir de aquí. Los venenos nos hacen mal. Nos acaban.
+Muchos de nosotros fuimos atacados de babaza, vomitábamos una baba espesa como de perro; a los niños los picaba un mal que era el que les daba a los raspachines, un picor en la piel que terminaba en llagas. A todos se nos soltó la barriga como si hubiéramos tomado yagé. O nos hubiéramos emborrachado con pipire, o sea, con chontaduro. Los viejos se metieron a la casa del yagé tres días a ramearse, a mirar qué decían el tigre, el cafuche, la tortuga, los animales de monte todos. Ellos estaban también enlocados.
+—Salgan —les dijeron los animales a los viejos— para que nos dejen quietos, ya que fueron ustedes los que los trajeron; salgan para quedarnos nosotros.
+Y salimos. También los animalitos de chagra salieron con nosotros porque se estaban muriendo. Las gallinas paraban el pico, volteaban los ojos y se enredaban en la muerte. Los perros tosían el bofe, los pájaros se caían muertos volando. Después, cuando ya habíamos salido, nos dimos cuenta de que el veneno había quedado en el aire, en el agua, en la misma tierra. Notamos cuando también los animales de monte tuvieron que salir. Las guatinajas, los morrocoyes, las charapas, las babillas, los churucos, los venados, los osos palmeros, todos corrían a buscar refugio. Nosotros íbamos adelante con los corotos puestos. Sólo se llevaba lo que se podía cargar. Los viejos y los niños casi no podían llevar lo que necesitaban. Los corotos encima, y más encima el miedo porque los aviones no dejaban de pasar ni de botar sus bombas ni de regar sus venenos. La primera estación fue Santa Elena entrando por la madrevieja y de ahí a palanca por el río Pucachi hasta la carretera que va para Lago Agrio. Tres días dándole para llegar con una cola larga de familias humilladas, con hambre y sin destino.
+Nosotros sabemos tener familia, ser indígenas. Nos movemos con casa, de río en río, por nuestra propia voluntad o porque llega una enfermedad como la viruela, o porque a las chagras se les acaba la sustancia, como a uno, como a los árboles, y entonces uno tiene que cambiar de río. Pero a nosotros nunca nos habían obligado a irnos de nuestra tierra espantados como perros con sarna. En Ecuador tenemos una madre que nos cuida a los sionas en el Cantón de Shushufindi, parroquia San Roque. Somos una comunidad que se pasa el río Putumayo por encima. Vamos a visitarlos y ellos vienen a vernos. Nos contamos cuentos, tomamos juntos yagé, ellos también son buenos yageseros.
+Llegamos a Lago Agrio y nos protegieron en el internado de las hermanas carmelitas casi dos meses. Las monjitas nos daban sopa, y corredores para poder estirar el cuerpo de noche. Todos los corredores del internado los llenábamos, parecíamos un enjambre de abejas o una manada de cafuches. Guindábamos donde podíamos. De lejos nos mirábamos como una camada de murciélagos. En el internado las cosas no habían cambiado desde cuando yo fui niña y estuve interna. La misma campana para levantarse y acostarse, para comer, jugar, alegrarse. La misma gruta con la misma virgen. Los mismos miedos. Los jóvenes se desaburrían jugando básquet. Los viejos no salían de la tristeza; los derrota el cemento, no saben pisarlo; los asusta el ruido, los acongoja no saber de caminos. Viven perdidos. El tiempo no se dividía entre noche y día sino entre comida y comida. No se hacía más que esperar a que tocaran la campana para recibir la arepa, la sopa, el recalentado.
+El Gobierno nos ayudó a sobrevivir y nos llevó hasta Tarapoa, donde encontramos la mano de nuestros hermanos los sionas de Ecuador. También nos dieron casa y comida; la diferencia con las monjitas era nuestra comida y nuestras costumbres. Ellos están organizándose en una comuna o lo que se llama aquí resguardo. Tienen muchos problemas con las petroleras porque les invaden el territorio donde siempre han vivido. Sin territorio no hay comida propia ni animales de monte ni ley de respeto. Las máquinas tapan los ríos y borran los caminos. Nuestros hermanos se han movido. Han protestado en el mismo Quito caminando mil kilómetros, y aunque el Gobierno ahora los oye, no es mucho lo que al presidente le dejan hacer.
+Los sionas de Tarapoa nos dieron tierra para hacer nosotros chagras para poder sembrar y cultivar nuestra comida. Todo era igual allá que aquí: tumbar y quemar, luego echar maíz y echar yuca. Todo lo mismo. Para sembrar se necesita un año. Tumbar con hacha es duro. Dejar secar es largo. Hay que esperar a que se vayan las aguas. Y después, toca esperar a que el maíz florezca y pepee, que la yuca engruese y que el pipire enfuerte. Antes no hay comida. Las familias nos ayudaban mientras tanto con pura chucula de plátano y cuando había pescado, pescado le echábamos al plátano. Es nuestra costumbre. También por allá da el remedio. No es distinto. El bejuco da bonito, fresco, y hacíamos costumbre con él y con nuestra gente. No había diferencias. Pero cuando la petrolera entró a hacer un hoyo en lo de los sionas, ellos se corrieron para donde nosotros ya habíamos cultivado y ya teníamos tierra domada, y entonces se vinieron los problemas. Ellos huyendo como habíamos llegado nosotros, querían lo que ya teníamos cultivado. Decían que les pertenecía porque estaba en su territorio; que así como una danta que comiera en un monte de la comuna era de ellos, así lo nuestro también, por estar en sus dominios. Les dijimos que no. Que una danta la creaba Dios, pero que la yuca la sembrábamos nosotros. No era lo mismo. Los yucales eran trabajados con nuestras manos, así estuvieran en tierra de los sionas de Ecuador. El cazabe era de nosotros y no de ellos. Los viejos se metieron a la casa del yagé a soplarse yerba. Salieron fue ahumados y sin acuerdo. Nosotros veíamos que la compañía petrolera los llevaba de la mano como a niños. Nosotros los colombianos, así seamos indígenas, somos más rebeldes y la petrolera adivinó la diferencia. Nos tenía miedo. Seguro las compañías en Colombia ya les habían dicho que nosotros éramos resabiados.
+La petrolera fue la que nos los echó encima. Se ganaron a una gente con las envidias que saben sembrar, se la ganaron diciéndoles que éramos del otro lado, de Colombia, del Putumayo, que las aguas del Aguarico corren para el río Napo y no para el Putumayo, que nosotros veníamos a cultivar cocaína y que veníamos de parte de la guerrilla. Así fueron sembrando la intriga. A nosotros no nos dejaron más que la pelea o la huida. Y nos fuimos. La sangre entre hermanos es maldita. Otra vez metimos el rabo entre las piernas.
+Llegamos a otra comuna, pero no siona sino cofán, que se llama A’i Doreno. Ahí había gentes llegadas —también corridas— de Santa Rosa del Guamuez, que venían huyendo de la muerte de Obencio Criollo, un payé que habían matado los paramilitares hacía apenas un mes porque dizque era colaborador de las guerrillas. Es un cuento conocido que sacan cuando a uno le quieren hacer mal. Huyeron de esa sangre por miedo, como nosotros habíamos corrido por el veneno. Aquí nos encontramos todos. Vivimos juntos, pero unos por un lado y los otros por otro. Ya no hay chagra común, ahora cada cual se rebusca a su modo, ya cada cual va a jornalear donde consiga. Nos desgranaron al quitarnos la tierra. Ahora se trabaja al jornal que pagan los colonos para hacer lo que ellos mandan. En estos días siembran café y cacao. Nos mantenemos de contratos, limpiando potreros, parando cercas y comiendo lo que se compra en las tiendas. Los taitas que antes nos guiaban no existen. Para nosotros el que manda ahora es el patrón. Los hombres viejos y las mujeres viejas no servimos ya ni para contar historias.
+LO MATÉ. LO MATÉ DEL TODO. Lo maté en paro. Se le fueron las piernas y cayó redondo como un bulto de cemento que hubieran tirado desde el piso de arriba. Me asustó el golpe porque el tiro ni lo oí; era tanto el miedo de que me matara, estuvo tan cerca su cuchillo de mi cuerpo, que la pistola se disparó sola. Quedó tirado a mis pies. Me embadurnó con su sangre. Eché a correr. Sabía que lo había matado porque se siente la muerte. La foto me persiguió mucho tiempo: lo veía venirse encima con esa pala que no sé de dónde sacó. Ya me habían contado que venía a matarme y por eso se lo pregunté antes de soltarle el balazo:
+—¿Qué? ¿Es que vino a matarme, hijueputa?
+Yo siempre he andado enfierrado, aunque el único enemigo era él. Esa noche tenía una 9 milímetros bien engallada. No hacía mucho que la había cambiado por un 38 largo. Me daba más seguridad la pistola que el revólver, aunque es fama que se encascaran más ellas, son más caprichosas, pero uno se siente más mancado. Rayé el camino rápido. No podía irme en lamentos ni en lágrimas. La guerrilla es rápida y camina ligero. Es la ley. Controla todo. Cierra el río y uno queda dentro de su atarraya y poco trabajo le cuesta achicarla para sitiarlo a uno. Todos sabíamos cuál era su proceder siempre que había una emergencia o una alarma. Cierran aguas y trochas y alargan su mano hasta que topan al que buscan. No era que yo tuviera tropel con esa gente; no me metía con ella, aunque siempre pasaban por la discoteca La Danta Roja a mirar quién estaba, quién había llegado y qué se decía. Miraban y preguntaban, pero con nadie se metían. Yo les daba el informe, les colaboraba. Pero un muerto para la guerrilla es un muerto, es una cosa de orden público y manda su gente a investigar. Henry, mi cuñado, tampoco hacía mingas con los guerrilleros; más bien al contrario, porque cada vez que se emborrachaba la montaba. O mejor, me la montaba a mí. Me la montó desde que me conoció porque nunca se avino a que yo me casara con su hermana. Ellos habían crecido juntos, se llevaban escaso año de diferencia. Quedaron huérfanos muy tiernos y se levantaron como pudieron. Llegaron a El Triunfo de la mano de su padrino, un tipo malencarado que negociaba en coca, como ya todo el mundo en el pueblo, un pueblo que había sido sano, que vivía de engordar marranos o de criar ganado. Mi padre hizo lo uno y lo otro porque fue mi abuelo el que entró a derribar montaña. Yo me levanté buscando las marranas entre el monte y ayudando a ordeñar las vacas. Vivíamos de eso. El viejo era muy cismático y sólo cuando cumplí diecisiete me dio permiso de salir solo al pueblo. Y yo me iba directo a la discoteca. Las primeras veces no salía del marco de la plaza, pero poco a poco fui recorriendo todo el pueblo, que era el mundo para mí. Fui encontrando sitios y sobre todo muchachas. Nosotros éramos cinco hijos, todos hombres, la única mujer era mi mamá. Yo no vi otra mujer de niño. Vine a descubrir que había muchas en las discotecas y vine a descubrir las discotecas de una en una. Al principio, que yo me acuerde, no existían. Había bares, pero de un día para otro abrieron varias. El pueblito ya se había entusiasmado con la coca. Y yo, después de haber probado una mujer, me puse por oficio criar mis propias reses. Mi padre me pagaba en terneros y me daba la comida. Yo apartaba, ordeñaba, arriaba y hasta curaba. Había mucho nuche y tocaba tener limpio el ganado para que no se atrasara. Así, con maña, hice un lote de ganado y unos pesos. Muchos me los gastaba en la discoteca.
+Me hice conocido y un día me propusieron administrar una, PK2, y me sonó el negocio. Tenía veinte años. Eché mi ganado al aumento con un vecino y me fui a trabajar en el pueblo. Prácticamente vivía en la discoteca. Se abría por la tarde y cerrábamos a la madrugada. La plata corría de mesa en mesa y a la caja iba a parar. Fue ahí donde conocí a Marlene. Me tragué de la mujer. Pero su hermanito no me tragaba a mí. Ella era alta, bonita, usaba unos yines ceñidos, bailaba, se reía y sabía que tenía ojos. Desde que el hombre se pilló que yo miraba a su hermana se le acabó la vida. No sabía por dónde desatar la pelea. Venía a la discoteca en chaques de tomarse un aguardiente y se tomaba una botella. Cuando el trago le calentaba la barriga y se sentía valiente, madreaba a todo el mundo, trababa enemistad con el vecino, quería bailar con todas las mujeres, pero sobre todo con las casadas. Y en esas cosas los hombres son delicados, y más delicados cuando han hecho billete y lo cargan en el bolsillo. Lo salvé de varios problemas y había tal cual ofendido que se la tenía medida. Siempre que comenzaba a camorrear con otro, terminaba cangrejeado conmigo. Yo lo calmaba hasta que podía acostarlo en mi cama, que todavía no era la de mi mujer. Quedaba redondo, boquiabierto, despanzurrado. Así que cuando lo maté, no fue su cara la que me quedó sonando, sino su sangre en mis botas.
+Yo crecí al mismo tiempo que crecía el pueblo. Lo vi progresar sin darme cuenta de que también yo me iba haciendo grande. El ganado y los marranos nos dieron a muchos la base. Pero base fue lo que nos dedicamos a hacer con la coca. A la finca llegó una tarde un señor al que mi padre llamaba cuñado. No era cuñado, pero era conocido de él. Quizá por allá en una de sus andanzas de muchacho lo habría conocido. Llegó con un bulto de estacas en una mula. Lo descargó en el patio de la casa y llamó a mi padre:
+—Mire, cuñado, esta es la famosa peruana, el oro blanco en rama. El que no quiera, que no se queje.
+Mi padre no se daba por entendido. No sé si haciéndose el pendejo o porque de verdad estaba sano. Creo hoy más bien que no sabía lo que el otro hablaba. No sé cómo serían las cosas; yo apenas tenía quince años y estaba encarretado con un transistor que había conseguido vendiendo una marrana. El caso fue que mi padre terminó comiendo lo que su cuñado le venía a ofrecer. Tumbamos una chagrita en mitad de la montaña, quemamos y sembramos las estacas de coca. A los seis meses estaban ya robustas. Al año se les sacó el primer corte, que se echó en compañía del cuñado. Él mismo nos enseñó a trabajar la hoja hasta sacar la base o merca, que comenzó a llamarse para no decir lo que era ese polvo pesado que parecía la tierra misma. Pero era una bendición. Los primeros gramos —dos mil, si no me traiciono— se vendieron como pan caliente. El segundo corte fue mejor y el tercero ni se diga. Al cuarto vinieron del pueblo a conocerlo y el cuñado se fue en pura proclama. A la gente le quedó sonando tanto, que una noche anocheció la coca pero no amaneció. Se la llevaron toda. Quedó el pateadero. La saquearon y dejaron el mero tronco que no se pudieron trastear por lo difícil que es de arrancar. La coca es una mata que mucho arraiga y es dura de sacar donde se mete.
+Yo aprendí a sacar la base. Tenía buen pulso para cortarla. Mi padre no permitió que la plata que daba se fuera en ferias y fiestas. Compraba más ganado. No pasaba lo mismo en la región, sino más bien lo contrario. La gente se rumbeaba lo que cogía. El pueblo fue cambiando. No sólo se abrieron dos o tres discotecas, sino que se echaron a ver bodegas que vendían desde arroz y maíz —lo que se dejó de cultivar para sacar la base— hasta televisores. La plata se oía sonar en las calles. A la gente le cambió la cara y aprendió a mirar de frente y a reírse. Yo nunca había visto a mi padre feliz ni contar cosas de su vida. Mi madre era distinta. Era nacida en Pandi y la habían traído en angarilla al Caquetá. Mis abuelos buscaron la oscuridad de la selva para poder vivir. Su madre la enseñó a leer y por eso, ya señorita ella, enseñaba a leer y a contar a los niños de la vereda. También a nosotros sus cinco hijos. Más tarde la nombraron maestra. Era muy conocida y muy querida porque le ayudaba a todo mundo. Sacaba la cara no sólo por la escuelita, que era una pieza de nuestra casa, sino por la vereda. Iba a reuniones a la Alcaldía, discutía, peleaba y así consiguió una partida para construir una escuela. O mejor, un techo con un tablero. Fue haciendo fama. La querían. Le consultaban en las votaciones y para una elección salió al Concejo, sólo con la idea de mejorar la escuela. Pero cuánto quieres, cuánto tienes. Los políticos la sabían medir. Hizo campaña en la política de don Hernando Turbay, pero nunca quiso ir a la Asamblea. A la finca fue una vez el doctor Turbay a un piquete, acompañado de su mujer y de su hijo Rodrigo. ¿Quién podía pensar en esos días que esa familia tendría un final tan feo? Nadie. Tampoco nadie pensaba que Iván Márquez, que también estuvo en la finca haciendo campaña, terminaría metido en el monte y en el Secretariado. Sí se decía que era de las FARC, pero tampoco mucha gente creía y si lo creía, se lo guardaba. Iván y Carlina Bohórquez hacían política por la Unión Patriótica, que apenas despuntaba. Los políticos del Caquetá les tenían celos porque eran rivales de peso, de mucho peso. El pueblo iba a encontrar el modo de vivir con la bonanza y eso le dio confianza. Ya no necesitaban estar de sapos de los políticos para conseguir una ayudita, ni una trochita, ni un préstamo. La coca daba de todo y para todos. Los que no la cultivaban, la comerciaban, y los que ni la comerciaban ni la cosechaban, le chupaban rueda. Eso envalentonó a la gente, y los políticos tenían que ir a pedir ayuditas para el Concejo, para la Asamblea. Y, además, la UP se sentía respaldada por las FARC. No eran la misma cosa, pero las guerrillas eran enemigas del Gobierno, y la UP enemiga de los políticos, así que no fue difícil encontrarle la comba al palo. Hubo muertos hasta para tirar al cielo.
+Del Triunfo me fui para no tener que matar al hermano de mi mujer. Tenía yo que andar piloso porque me le metí al hombre en la cabeza y tal vez en el corazón. Me fui a esconder a Las Camelias, un puerto con trocha, arriba de Remolinos del Caguán. O mejor, a enterrarme en el infierno. Yo había tenido negocios con unos tales Escobar, paisas de profesión, jodidos, charlatanes y charladores, pero a mí me convenía trabajar con ellos. Sabían que yo era una abeja para moverme y así me nombraban.
+—Oí, pues, Abeja, vení pues hacele a tal cosa.
+Y a la cosa me le metí. Tenían un trabajadero grande pero grande es grande. Contrataban para el corte hasta cien pintas, que llegaban cada cual por su lado aunque todos se conocían y por eso mismo en cada chagra hacían una especie de sindicato. No trabajaban a cualquier precio. Lo imponían porque la hoja se pasa en la mata y se cae, y ya en el suelo no sólo es más difícil de recoger, sino que pierde fuerza, no da el mismo porcentaje. En la sola caída se pierde el setenta por ciento del alcaloide. No da la medida. Pero además en esa zona andaban las FARC como Pedro por su casa. Esa gente no dejaba pagarles a los raspachines cualquier cosa, había que pagarles bien. Yo creo que ellas arreglaban con los patrones el precio por arroba y del trato, algo les quedaba. Y como las guerrillas son las que tienen los fierros, pues hay que acatar lo que manden. En otras partes donde no pasan ni están, los patronos arman a sus propios y pagan lo que les conviene y hasta se les llegó a pagar el trabajo con base. Los Escobar contaban que en Puerto Rico, Caquetá, después de que entró el Ejército y se instalaron los paramilitares, el jornal se puso a huevo porque el negocio de los raspachines lo manejaban contratistas armados. Pero así no eran las cosas en Las Camelias. Aquí las FARC mandaban. Yo llegué sin una moneda entre el bolsillo porque salí sin despedirme. Me regalé como Cosechero. Es decir, me daban un tajo para trabajar y yo les respondía por él. Me fue bien, no me quejo. Pero yo aspiraba a balsear solo, sin la base que había hecho ya en El Triunfo. Esa la dejé para que Marlene la manejara a su gusto. Ya teníamos una niña y esperábamos otra. Ella era guapa y sabía el rol del negocio.
+Un día los patronos me propusieron hacerme cargo del cuidado de los cultivos. Les acepté. Me financiaron la compra de una bomba estacionaria que estaba fija en un sitio y bombeaba desde ahí remedio ventiado para donde se pusieran las mangueras. La maña consistía en mezclar bien los ingredientes para acabar con la mosca blanca o palomilla, que también llamaban, y mantener vigilancia para no rociar más de lo necesario. Ese sistema lo usarían después también para fumigar la coca con melaza fina, hecha con miel de purga, para que los venenos que soltaban las avionetas del antinarcóticos no les hicieran daño a las maticas. El veneno caía, sí, pero nada le hacía a la hoja. Antinarcóticos sabía que sus fumigas de nada servían, pero como se trataba de mostrar cuánto habían fumigado, la cosa hasta les servía. Tenían que hacerlo una y otra vez y por cada mil galones regados les ponían una estrella a los generales y sabrá Dios cuántas cosas más les metían en los bolsillos.
+Por Las Camelias no sólo pasaban, sino también caían avionetas. De tiempo en tiempo, a gusto de los patronos, aterrizaba la de los traquetos. Venían a comprar la merca. Los Escobar hacían el negocio por radio:
+—Por acá hay tantas arrobas de merca, traigan tantas arrobas de billete.
+Y llegaban con los costalados de billetes nuevos, acabados de planchar, oliendo todavía a tinta. Los propios examinaban la calidad de la merca, bulto por bulto, paquete por paquete; luego, pesaban uno por uno, sumaban y comenzaba el pago. Era tanto el billete, que llegaron a traer hasta cinco máquinas de contar. Se contaba de millón en millón y luego se totalizaba y se volvía a contar por parte de los Escobar, que también tenían sus máquinas y su gente especializada en billetes. Era un operativo de todo el día. La avioneta llegaba apenas la soltaban del aeropuerto de Florencia y tenía que regresar antes de oscurecer porque no recibían a nadie de noche. En esa época la guerrilla no se metía para nada. Miraba sí, estaba al tanto de todo, pero nada decía. Arreglaban con los Escobar en el campamento. Los comandantes sabían cuánto producía cada hectárea, sabían cuánto rendían los trabajaderos y cuánto llevaban a la pista, y sobre eso cobraban gramaje: veinte por ciento sin fueques.
+Después eso cambió. Cuando el Ejército dio en montar operativos grandes y en disfrazar a su gente de raspachines y traquetos, la guerrilla no dejaba entrar a nadie que no fuera conocido y dio en comprar directamente la merca para vendérsela a los traquetos en puntos acordados. Yo también me independicé de los Escobar y abrí mi propia chagra, vecina de ellos: unas diez hectáreas para comenzar. Y comencé a cultivar el oro blanco por mi cuenta y riesgo. Me dio también. Yo le hacía a todo, desde la compra de una nueva semilla que comenzó a ponerse de moda, llamada la tingomaría, hasta el trabajo de laboratorio y el trato en la pista con los señores traquetos. Toda la línea. Pero uno es como las marranas, que se queman la trompa en un quemado y la vuelven a meter. Organicé otra discoteca en Puerto Camelias, como ya era nombrado lo que antes era un mero punto y que no se debe confundir con otro caserío llamado Jardín Camelias. Construí un entable grande de madera sobre pilotes de cemento, compré una planta eléctrica, hice un mostrador-bar y unos reservados para los propios que pudieran pagarlos, porque hay que saber quién entra sólo a abejorrear y quién a gastar, y el que gasta tiene derecho a que no lo miren. Mandé pintar un letrero grande: «Discoteca Camaleón Colorado». Compré también un buen equipo de sonido. Sin ruido, no hay negocio. Conseguí una colección de cidís con puro corrido norteño de los más sonados, como «La Banda del Carro Rojo»; «El hijo de la Camelia», que enloquecía al pueblo, y el que más pedían, «Ya encontraron a Camelia». Oían mucho también a Los Tucanes de Tijuana con «Cien por uno», que hablaba de los colombianos y de su ley: «La muerte del perro no acaba la rabia». Corría el billete. Todo el mundo tenía con qué gastar y como no había nada más que tomar y pelear, el sitio preciso fue la discoteca. Hubo muertos ahí antes de que yo matara a Henry. La gente se enloquece con la plata, el trago y la música. Uno se va como apretando, buscando con quién encontrárselas, sin saber quién es hasta que lo encuentra. Ahí se dio un caso que después cantó Uriel Henao, el rey del narcocorrido colombiano: El Paraco y el Guerrillero. Dicen —como empiezan los corridos— que estaban dos manes tomando, cada uno en su mesa; nadie supo si se estaban buscando. Yo creo que sí porque la balacera fue a muerte. Los tipos tomaban Bucanas, allá no se toma otra cosa, así se haya tomado toda la vida aguardiente. Pero la plata da con qué, dicen, y pedir Bucanas es decir quién es quién. Cada uno pidió una botella, así estuvieran solos. No invitaron a ninguna mujer de compañía, lo que fue raro porque cuando se va a derrochar, después de la botella, se pide la mujer. Y se recocha con ella. Ellos nada pidieron. Andaban malencarados, con la cara agria como un limón sancochado. No tomaron mucho, apenas lo que necesitaban para envalentonarse. Tampoco guapearon. Iban con el arma pelada, digo yo. El más viejo, un hombre de bigote, abrió primero el juego y le dijo al otro, un muchacho joven moreno, recién tusado:
+—¿Usted permite?
+—Sí —contestó el Tuso.
+Se sentó pues el amigo del bigote frente al otro. Dicen que se dijeron:
+—¿Y a usted qué lo trae por estas tierras tan peligrosas?
+—Pues lo mismo que lo trajo a usted, la gana.
+—Pues, muéstrelas a ver qué tantas son.
+Y ahí fue. Se dispararon por encima de la mesa. El Tuso era paraco; el otro era guerrillo. Se mataron infamemente. Uno quedó de rayo y el guerrillo aleteó un rato más hasta que también se fue. La guerrilla mandó a cerrar el negocio hasta que no se investigara. Tres días después mandaron a decir que abriera.
+El sitio donde se mataron esos dos hombres fue el mismo donde dejé muerto a Henry. La vida no da explicaciones. Nunca he podido saber por qué el hermano de Marlene se fue a buscarme y tampoco por qué yo lo maté. Me dan vueltas las razones. No sé qué tenía él conmigo. O con su hermana, digo ahora. Porque yo siempre lo miraba buscándola. O buscándole pelea por una cosa o por la otra. Él poco trabajaba, ella lo mantenía. O mejor, lo mantenía yo, porque yo a Marlene le daba todo lo que pedía. Pienso que eso me cargó tal como yo había cargado la pistola con que le disparé. Cada vez que pienso en ese momento me sale por el ojo visor, el que se usa para apuntar, su cara llena de miedo cuando se me vino encima. Digamos que me tenía miedo o que me tenía celos. Eso se quedará así. Y si eso no se sabe, tampoco se sabrá lo mío. Yo no lo sé. Tengo todavía la carrera en la garganta cuando recuerdo el salto que di sobre su cuerpo, el salto que di al salir de la discoteca porque tenía un desnivel de dos metros con la calle, el salto que di a la voladora y el viento del río que me fue devolviendo el resuello. Matar es matar.
+Cuando llegué a la chagra de doña Carlota estaba ya amaneciendo. La trocha era un hundidero de barro, llegué mirando por un sólo ojo y no quise llamarla hasta que los perros le dieran el aviso, para no dejar saber que por ahí andaba un cristiano. Ella era curandera, medio india del Putumayo, sabía sus cosas y yo le tenía confianza. Llegué no tanto a esconderme como a que me dijera qué había pasado, pero ella tampoco lo sabía. Entonces me quedé a vivir con ella. Fueron apenas unos días mientras la brújula me mostraba el camino. Una noche lo vi claro, y ella también: seguir bajando por el Caquetá hasta Peña Roja, que no es lo mismo que Peña Colorada, que queda mucho más arriba, pero por donde también tenía que pasar. Era una zona peligrosa para mí porque era patria de las FARC. Fue ahí donde después le bajaron al Ejército sesenta y cinco soldaditos y se llevaron a otros sesenta en febrero del 98. La guerrilla venía siguiéndole la pista a la Móvil 3 y al Batallón 52 desde hacia meses. Los habían atraído poco a poco, los habían desordenado a punta de darles confianza. La tropa se fue metiendo en las discotecas a rumbear y a comerse las chinas jóvenes del pueblo porque no sentían el peligro en que andaban. La guerrilla les hacía inteligencia. Más salida tenía un mico churuco seguido por un tigre mariposo que esa gente. Hasta que vino el zarpazo y los dejó viendo para adentro y buscando el afuera. El Gobierno tuvo que sacar toda la tropa porque donde la deje ahí, la acaban. Eso fue mucho después de mi huida por esas selvas.
+De donde doña Carlota salté a Cartagena del Chairá en camino para mi destino, que era Peña Roja. De Cartagena me sacó el jején. Nubes de animalitos metiéndose entre las orejas y los ojos; picando donde pudieran, pero sobre todo los codos y las rodillas; zumbando y zumbando a toda hora. Me derrotaron. Seguí hacia abajo por La Tolda y Peña Colorada para reventar en Las Ánimas y El Billar. Ahí busqué al comandante, que era el negro Joaquín Gómez. Un tipo serio y peligroso. Le conté el cuento de mi cuñado. Se sonrió y me dijo: «Espere aquí hasta nueva orden, si es que la hay». Me dejó temblando. Uno en manos de un hombre enfierrado poco o nada puede opinar. Me dejaban amarrado por la noche en un cambuche, pero de día me soltaban y me ponían a cortar madera, que es el oficio que más puede detestar un guerrillo. A la semana, mandó a que me largaran y a que me largara. Me dijeron: «Dese el ancho antes de que nos echemos para atrás». Pasé por Los Tudos y Los Cotudos y por fin Peña Roja: cuatro entables, más cambuches que casas, un embarcadero y una montaña brava. Había boyacos y tolimas; un paisa de Salgar, pueblo de matones, que tenía una bodega y una discoteca. Era lo que yo traía pensado organizar. El caserío se llenaba de cocaleros los días sábados, cuando caía la avioneta a comprar la mercancía. Me arrendé como químico y me puse formal a sacar lo del pasaje para Santa Bárbara, boca del Caguán en el Caquetá. Más abajo, pero cerca, sería después el ataque de Fabián Ramírez a Las Delicias, donde mataron a treinta soldados y se llevaron a noventa. Por allí, como por un tubo en una voladora con un motor de doscientos caballos, llegué a La Tagua. Dudé de bajar hacia el Putumayo y luego seguir a Puerto Leguízamo Pero decidí regresar por Solita a Milán y desde allí, volver a El Triunfo, donde estaba mi gente. Un viaje muy largo y con la sombra de Henry arañándome el pescuezo.
+Corría peligro y por eso no quise demorarme. El Triunfo es mi pueblo, ahí nací y me crié. Y donde fui a la escuela. Mi mamá había ayudado a fundarla y a construirla. Ella entusiasmó a sus vecinos de la vereda para colaborar en la construcción del local. Todos tenían hijos pequeños, como éramos nosotros, y todos habían llegado huyéndole a la violencia y echando el bofe por la boca, como regresaba yo después de matar a ese vergajo. Esa sombra me perseguirá mientras viva. A veces creo que se hizo matar para poder hacerme daño el resto de mi vida. Ya se le había avisado. Marlene misma le repitió muchas veces que yo no era cualquier pintado en la pared, que yo sabía aguantar pero no agacharme, que, al menos, tuviera él consideración con ella. Que si tanto la quería, que pasara de agache. Pero el hombre no pasó y así me obligó a mí a pasarlo a la otra vida, desde donde seguirá mirando a su hermana. Lo duro de pensar es que ellos dos fueron también hijos de la violencia. En la vereda había mucha gente de por ahí que fue perseguida a muerte. Los vecinos de la vereda, llamada El Cinco porque quedaba a cinco kilómetros del pueblo por la carreterita hacia Milán, eran del Tolima y huyendo habían dejado caminos enteros empedrados en muertos. Como mis abuelos, nacidos en Pandi, donde, según contaban, las volquetas del municipio descargaban los muertos en la Cueva de los Guácharos. Pandi era un pueblo viejo, tendría cien años, doscientos. ¿Quién iba a saber de qué edad estaba cuando sucedieron esas historias? Y así. Había gentes de Purificación, de Melgar, de Icononzo, de Cunday. A esos pueblos los acabó la violencia y se quedaron estancados porque la mayoría de sus vecinos terminaron huyendo a esas tierras del Caquetá, abriendo fincas y, al final, cultivando coca. La coca trajo vida a las trochas y a los puertos. En cinco años, El Triunfo era casi más grande que Pandi, decía mi abuelo. La coca atrajo a muchos pobladores, abrió muchos negocios, empujó el progreso.
+En el Triunfo, mi padre me contó lo que yo no sabía. El catorce me lo había hecho él. Cuando se enteró de mi desgracia comenzó a buscar a la guerrilla porque sabía que ella debía andar buscándome. No pasarían una muerte así sin haberla investigado y haber juzgado si uno u otro merecía ser ajusticiado. Mi padre es ducho en esos negocios porque le ha tocado vivir siempre a medio ahogar, zozobrando. Ni ahogado ni balseado. Sabía el peligro que yo corría y por eso fue a buscarlos. Los conocía porque trataba con ellos, les pagaba el gramaje, les colaboraba y les obedecía. No tenían del viejo ninguna queja. Fue a Cartagena del Chairá y ahí lo orientaron al Comando por la confianza que le tenían. Los comandos de las guerrillas tienen muchas puertas y muchas cuerdas. Hay que ir abriéndolas jalando las piticas, haciéndose el chiquito, sin mirar mucho y hablando apenas lo necesario. Más que todo no preguntar nada. Cualquier pregunta se puede responder con un «¿Y usted para qué quiere saber eso?». Y entonces ya, queda uno en investigación.
+Llegó al Comando y fue cosa de pocos minutos. Joaquín Gómez conocía el problema y además estaba de buen genio. Eso pasa. Un guerrillero de buen genio es un angelito armado; uno de mal genio es un demonio. Así que fue un trámite rápido. Pero como siempre sucede: un favor por otro favor. Mi padre sabía el precio y fue a pagarlo. De regreso a El Triunfo, contó lo que había tenido que hacer: poner sus motores al servicio de ellos, dos motores 80, con todo y embarcación, que le habían costado mucho trabajo. Pero no había otro camino. Cada semana tenía que subir hasta Rionegro, otro embarcadero, a bajarles remesa. Dos cascos llenos con unas veinticinco a treinta toneladas. El combustible lo pagaba el Comando. Pero el peligro lo corría mi padre.
+En El Triunfo yo no me sentía seguro. En cualquier momento las cosas podían dañarse y había que volver a huir. Mejor hacerlo sin tener el corazón en la garganta. Con tiempo Marlene ya tenía la otra niña. Yo quería vivir con ellas, pero en El Triunfo no estaba tranquilo. No por la mujer, porque ella aunque lo lloró y hasta me maldijo, terminó entendiendo y perdonándome. Si no lo mato, él me mata. Todo mundo lo vio. Conversamos y el arreglo fue: «Yo me voy para Neiva, busco levantarme otra vez y la llamo cuando tenga dónde cobijarnos». Neiva no está lejos. Ellas podían pasar de un día para otro. Así que hice mi atado y al Huila fui a parar con la ilusión de trabajar a lo bien. Aunque yo no había aprendido sino a manejar finca con ganado y a cultivar coca, pensé que algo encontraría para sacar a mi familia adelante.
+Neiva es un pueblo muy extenso, muy grande. Demasiado Pueblo para uno salido de la montaña. Yo a la edad que tenía y no lo conocía. Florencia es grande, pero Neiva es mucho más grande, o mucho más desconocida para mí. Por Florencia yo había pasado apenas bordeándola, por las afueras, porque no me convenía que por ahí me vieran los amigos de ellos. Yo tenía el pueblo por cárcel. No podía salir sin su permiso o, por lo menos, sin avisar. Por eso les avisé que iba a pasar por Florencia. Pero ese «pasar» no era un «irme» sino un volver. Pero como la cosa quedó en punta, en punta quise dejarla. En Neiva mi papá tenía un amigo, otro «cuñado» de esos que él tenía y que al comienzo, cuando la merca iba por la libre, él era uno de los traquetos que negociaban con ella. Por eso, ahí le llegué, a ver qué me ponía a hacer. Don Carlos es —porque no lo han matado— un hombre jodido. Pilo, nervioso, no perdonaba ningún movimiento sin anticiparlo, parecía siempre estar dispuesto a disparar. Muy mosca. Un papel volando lo hacía pegar el brinco y sacar el fierro. Pero buena persona. Gran persona. Me dijo en cuanto entré a su casa por allá en el barrio Santa Isabel, al pie del río Loro:
+—Aquí la cosa está difícil. Yo no quiero protegerte, mijo, tienes que rebuscarla solo para no amarrarnos.
+Él creía que yo estaba buscándolo para trabajar con la mercancía, pero yo estaba aburrido de ese mundo. Quería trabajar, como las putas arrepentidas, a lo bien. Yo le di largas a la cosa. No tenía mucho tiempo porque en cualquier momento debíamos darnos la cara. Busqué un camello legal, pero el que no está acostumbrado a que le cierren las puertas no tiene genio para volver a golpear en otra. Fui al parque principal a ver si algo se me ocurría. Al frente está la Gobernación y pensé que por ahí podía arrimármele a alguno para pedirle canoa. Di vueltas y vueltas antes de decirle a un man con cara de doctor que si él podía decirme dónde estaban buscando obreros porque yo tenía necesidad de trabajar. En ese tiempo no había desplazados, o si había, no se conocían. Me contestó que me presentara en la Secretaría de Obras Públicas, que por ahí podía, si tenía suerte, encontrar algún empleo. Fui a ver si algo salía. La secretaria me preguntó que por quién venía recomendado.
+—Por nadie —le respondí.
+Entonces me dijo:
+—Siéntese ahí y espere a ver si el doctor lo atiende.
+A la hora salió y me dijo que fuera al otro día. Duré una semana y me decían lo mismo, mejor dicho, nada. De pura desesperación me fui a tomar y tomando terminé donde las putas. Yo tenía unos pocos pesos encaletados para un afán y me los gasté. El problema no fue ese, sino que me encoñé de una mujer de la vida, llamada Yaely. Joven y avispada. Me gustó por sincera y aseada. En una semana quedé en la lona. Yo la noté más interesada en que yo gastara que en mi persona o en lo que yo le daba, que algo era, porque yo venía seco. Desde que dejé a Marlene, yo no había tenido ganas con ninguna. Llegué a pensar que con mi cuñado también se habían ido las ganas de gozar una mujer. Es que el miedo que me dejó su sangre y ese empeño con que fue a que yo lo matara, como si quisiera pagar una deuda, me dejó en ceros. La máquina no se movía de ahí, como cuando a uno le cortan la energía eléctrica. Nada que hacer. No sé cómo fue haciendo caminito otra vez hacia la gana y yo me le fui dando. El caso fue que a la semana de estar gastándole, ella misma me dijo:
+—Pues entonces, si no tiene para mantenerme, yo le colaboro.
+Y me colaboró. Me dio una flecha: Fercho o don Fernando, o el Chulo. Vivía a la salida para Balsillas, o sea por la carretera que ahora va para San Vicente del Caguán. Decidí hacerlo porque o trabajaba con el «cuñado» de mi padre, o trabajaba con ella. El pecado era el mismo, pero no la cama. Yo vivía en un rincón con él, en cambio con ella la cama era de ambos.
+El Chulo me examinó. Sabía que iba de parte de Yaely y por eso me recibió, pero tuve que contarle todo lo que me había pasado y todo lo que no me había pasado, para darle confianza. Y me la dio en quinientas papeletas de bazuco, contadas una sobre otra, como base para trabajarle. Y yo me abrí a vender esa mercancía. La punta del ovillo me la dio Yaely: a los pelados que cuidaban las «casas», los bares, las discotecas les pagaban, más que por vigilar, por tratar con la Policía. El patrón no trata con ella, tratan son esos muchachos y el trato es pagarles a los agentes en bazuco cada vez que pasan. Ellos son revendedores también, o jíbaros, como era yo y como, al fin y al cabo, eran mis clientes. El patrón les reconocía por noche veinte mil o treinta mil pesos, pero iba por cuenta de ellos la compra de papeletas para transar a la Policía. Y de ahí salía lo que yo necesitaba para convivir con Yaely. Al principio, todo bien. Y después, muy bien. Duré un año largo en esa cadena; vivía con ella por ratos, entre semana porque viernes y sábados eran de ella, y domingo y lunes descansaba. O descansábamos porque tampoco hacía yo nada esos días.
+Me fui ganando la confianza de don Fercho. Ya no eran cien papeletas, sino doscientas o quinientas o las que yo quisiera, las que yo estimara que podía colocar. Siempre le quedaba bien no sólo por miedo a su gente —malandros de verdad— sino porque yo sabía que detrás de él, la cadena tenía anillos más gordos y yo me propuse ser uno de esos. A mediados del segundo año, una noche, bebiéndonos unos rones, me dijo:
+—Mijo, ¿a usted le daría miedo echarme una mano traer unos pacos de por allá de Puerto Rico?
+—Nooo, jefe, yo estoy para las que sea, diga no más dónde, cómo y con quién, y ya, le hacemos a la vuelta.
+—Consígase una moto a buena cuenta, sáquela fiada con Neiva Motors, yo la fío y en usted confío: váyase por entre el humo…
+Me dio los datos. Y me fui en una Monoshock de 175 centímetros, llamada La Morocha, una tatareta calidosa, como se dice ahora.
+La zona de Puerto Rico ya estaba asegurada por el Ejército. El Gobierno había roto el negocio con las FARC y las tenía golpeadas y las estaba empujando hacia Cartagena del Chairá. Eso me daba seguridad y, para completar, confianza. Llevaba la «flecha» de la trocha donde estaban los cristalizaderos, sobre el río Guayas, un río que baja siempre verraco, llueva o no llueva. El laboratorio no era muy grande, estaba camuflado en una hacienda ganadera, pero se tenía prohibido bajo la pena máxima el cultivo de la coca para evitar que la autoridad entrara a joder y no pudiera ni trabajar ella ni trabajar nosotros. Yo había aprendido la química de la base y medio sabía sacar el cristal. No era ducho en ese arte, pero tampoco mostré interés en aprender para que no se sospechara. Yo iba a lo que iba y era simple: llevar la merca de Puerto Rico a Neiva. Pesada a la salida, pesada a la entrega. Sin tocarla. Lo primero era estudiar bien la ruta para saber dónde estaban los retenes de la Policía y los de la guerrilla: por dónde se movían porque, en general, no se están quietos en un sólo lugar. Lo segundo era conocer la gente, saber sospechar, identificar a los que eran o podían ser sapos. Lo tercero, hacer apoyos para casos de necesidad, de urgencia, de coge-coge; se debe tener amigos en la ruta y mientras más sean, mejor, y mientras más importantes sean, mucho mejor. Lo cuarto, saber presentarme como un comisionista de obra, es decir, el tipo que cobra comisión por la plata que se consiga para hacerla a nombre del Gobierno, del departamento o del municipio. Es importante tener un pasaporte y que la gente lo mire a uno como una persona que hace algo y que tiene conocidos y sobre todo, que pregunta, porque quiere hacer un negocio entre legal e ilegal, que es ganarse la mordida del contrato.
+No fue idea mía, fue de mi patrón. Así duré los primeros dos meses de un lado para el otro con muy pocas pasadas por la flecha o mejor, por el cristalizadero. Había que mantener todo sano. Lo quinto era hacer un mapa de trochas por donde pudiera brincarme los retenes. Ese trabajo fue el más peligroso porque me tocaba meterme en tierras desconocidas y por donde los carros no circulaban. Al final llegué a tener tres mapas: las rutas usuales, las de urgencia para carro y las de urgencia para moto. Fueron meses de estudio, de mucho estudio, de mucha psicología. Yo llegué hasta a consultar con brujos de la región para saber, además de lo que había, lo que podía pasar y evitarlo. Había una señora en El Doncello muy sabia, muy sabia. Adivinaba a punta de yerbas. Pedía que se cogieran verdes, en la mata, bija, guamo, ortiga, yarumo, guayusa, palo bocachico, palo cruz, chondur; las secaba con humo y luego las quemaba, y en sus cenizas leía mi suerte y mi desempeño. Doncello es un pueblo raro: lleno de brujas, de templos protestantes y de salones de belleza atendidos por maricas; allá hacen convenciones de ellos y de ellas a cada nada. Mejor dicho, yo las tenía todas de mi parte.
+Comencé a trabajar con la moto. Salía de Neiva un lunes por la mañana y regresaba cargado los jueves. Paraba en Florencia para no recansar la atención porque la madre de toda ciencia es la atención y más en negocios tan delicados como los que yo hacía. Pelar los ojos, ser mosca, andar abeja era mi regla. En Florencia me quedaba en una residencia llamada Brisas del Hacha, o sea, del río que pasa por el borde de la ciudad. Me conocían, doña Anita me consentía y llegó a quererme tanto que hasta estación se volvió esa residencia. O para mejor decir, allí descargaba y si la ruta estaba caliente, la dejaba enfriar echando bueno en su negocio. Al Guayas llegaba atardeciendo y esa misma noche encaletaba. Habíamos hecho una caleta en el tanque de gasolina y para reemplazarla la llevaba colinchada en un bidón de plástico. Así que el tanque de combustible original era casi todo de mercancía. Era difícil descubrir porque ni golpeándola se oía vacía. Al otro día, pateaba La Morocha antes de aclarar y el sol me venía a alumbrar cuando ya andaba a medio camino entre Puerto Rico y el Doncello. Allí acostumbraba a haber dos retenes tan cerca, que los comandantes se saludaban como diciéndose, primero el trabajo. Si estaba uno, estaba el otro. Pero a mí siempre me dateaban y me tocaban la campana. Entonces me desviaba por una ruta más larga: de La Esmeralda salía a Puerto Manrique, para reventar, una hora después, en el Doncello, entrando por Maguaré. Lo curioso de la vuelta era que siempre la Policía y la guerrilla se daban cuenta de que yo hacía el atajo y al regreso, pasaban la cuenta. Era un acuerdo para ellos no dejar de ganar, pero que no los comprometía con sus mandos. En otros pasos, la cosa era franca. Yo paraba y sacaba de una el ají para aceitarlos y dejar sano el negocio. La guerrilla era más que la Policía y la Policía más cismática que inclusive el Ejército. Esos soldaditos comían hasta paja si uno se la echaba; como los tenían aguantando filo, arreglaban por cualquier cosa, siempre y cuando el cabo no los tuviera vigilados. Y si les tenía el ojo puesto, al cabo también se arreglaba fácil. Todo es billuyo, el aceite de la máquina. Había otro paso difícil por Montañita, porque ahí está la base militar de Larandia, mandada por gringos, y los retenes estaban más mirados que el Ecce Homo los jueves santos. Entonces sí tocaba tirar trocha por el puro monte, una hora más. Muy segura sí porque por ahí nadie sabía pasar. Nunca se calentó ese camino. Yo no sé si era que había algún acuerdo por lo alto o que nadie se atrevía a caminar una trocha que pocos caminábamos. Lo concreto era que ahí nadie molestaba, nadie miraba. Uno podía entrar seguro y salir sano.
+Mi temor no era ni la guerrilla ni la Policía ni el Ejército, ni siquiera el otro personal que trabajaba movilizando cristal. Mi verdadero miedo era Marlene. Ella se había quedado en Las Camelias a vivir con las dos niñas y cuantas veces la llamaba por radio o por teléfono, me decía y repetía que el culpable de todo era Henry, que ella sabía que yo era inocente. O mejor: que yo me había defendido y que uno tenía el derecho a la autodefensa. Yo creía y creo lo mismo. Igualito, sin una palabra más y sin una palabra menos. Pero a uno la sangre de otro no se le quita de encima ni perdonándose ni siendo perdonado. La sangre pesa mucho, unta mucho, se riega por dentro. Yo no quise volver a verla por más que yo quería ver a mis hijas y sobre todo conocer a la segunda, que nació cuando yo andaba de huida.
+De buenas a primeras, mi padre me llamó un día a comentarme que Marlene estaba preguntando por mí. Que si estaría vivo, que si estaría en el monte, que si me había organizado con los guerreros, que si me habían desaparecido. Dizque era día y noche preguntando por mí. Le dio por ahí, y eso era raro, raro. Sin más. Sin razón. Sin por qué. Yo le dije al viejo:
+—Déjela sana, no le vaya a decir nada. Siga dándole lo que le corresponde, que cuando yo salga adelante, cojo la obligación.
+Pero día de por medio mi padre me llamaba a decirme que Marlene estaba cada vez más insistente, que no tenía otro pensamiento. Entonces le dije:
+—Padre, dígale que me dé un tiempito, que yo la saco a vivir en Neiva cuando haya hecho la base para poder estar juntos. Que yo quiero mucho a las niñas y también a ella.
+Pasó el tiempo. A mí me iba bien en la moto, hacía fama de abeja. Me tenían confianza y yo le tenía confianza a la línea, y hasta me cambiaron la moto por un carro. Un campero «Mitsubichi» rojo, engallado, con wíncher, exploradoras, mejor dicho, como para volver la trocha una autopista. Lo que quiere decir que ya no eran unos tres o cuatro kilitos, sino veinte o treinta en cada viaje. El carro se acondicionó y se le hizo una caleta blindada en la plancha de abajo. Los guardabarros, las puertas, el techo, el tanque de la gasolina, la tubería, todas eran caletas conocidas. La de la plancha era nueva. No era muy gruesa, pero sí blindada contra golpes de trocha o de martillete de oficial. Así que ahí la prensábamos y con ella para Neiva-York. A mí me pagaban bien. La mitad en billete y la otra mitad en compañía, es decir, una partecita del embarque era mía, una parte pequeñita, pero una con otra no era poca. Y eso cada semana, era dinero: un apartamento en el conjunto residencial de la urbanización Villa Carolina, casi al frente del Batallón Tenerife, un lugar muy seguro. Puse la cuota inicial, el patrón me fió y todo iba para adelante. Llamé a Marlene y le dije: «Véngase a conocer con las dos niña». Mi pensado era atenderla, conocer a las niñas, porque ni a la mayorcita había mirado bien, pero que después se fuera otra vez para El Triunfo. Ella de continuo en el apartamento, sin hacer nada, miraba mucho; vivir de asiento se prestaba para que conociera todo y ya dateada, yo quedaba abrochado con doble lazo: el de Henry, que apretaba, y el de la línea, que me daba para vivir. Las recogí en la terminal, las llevé a la casa. Las niñas estaban ya casi señoritas porque de todos modos yo llevaba por fuera tres años. No se hace base en un día.
+Me sentí feliz con las niñas, pero no con Marlene. Había un mirar de lado que me ponía nervioso; me parecía que buscaba pillarse hasta el último detalle de mi rutina. Preguntaba poco, lo que para mí era más sospechoso. Con la niña pequeña celebramos su cumpleaños. Tres añitos. Le hice fiesta con helado y con payaso. Les tomé fotos a las tres. Marlene me tomó a mí varias. «Papito, una para su gorda, otra para sus taitas, otras para las niñas». Y yo por allá en mis adentros: y otra para el DAS y otra para Antinarcóticos y otra para la DEA. Era que yo no sentía que ella me quisiera. Estaba haciéndome un paro, yo me sentía su payaso. Pero, a pesar de todo, las cosas iban bien. Eso se sabe en la cama. No al principio sino al final, cuando ya no se quiere más y se conversa. Ahí la monta la sinceridad, ahí se dicen cosas. Hay confianza y el pez muere por la boca. Después de que una mujer abre la cintura, el hombre abre la boca.
+Las cosas se dañan de un día para otro. Ellas regresaron a Las Camelias. Yo las arreglé con billete y le aseguré a la mamá una plata mensual para las niñas. Marlene miró dos cosas, el apartamento y mi mujer, que seguía siendo Yaely. No la conoció pero mirando mi rutina, hizo el mapa y por ahí llegó a donde quería ir: sacó la cuenta. Y la cuenta me la pasó un capitán de la Policía que salió sin saber de dónde una mañana que yo venía cargado. Yo tenía aceitada toda la línea y bien aceitada, porque además de lo que le daba por arriba a la Policía yo los arreglaba por abajo. Pasó y sucedió que entrando a Paicol, un retén de la Policía con capitán y todo. Mejor dicho, un operativo montado y sapeado. Dije yo: «Marlene. A la fija. Marlene, cobrando cuentas». Ella sabía del carro, lo conoció en el garaje, yo le había dicho que trabajaba en el chance y ella pasó de agache, pero anotando todo. Y cobró.
+El capitán me esperaba. Un agente se puso frente a mí apuntándome con el Galil; paré haciéndome el desentendido. Tenía la esperanza de que fuera una casualidad, de que no fuera yo el que andaban buscando. Había que jugar esa posibilidad aunque yo entendiera que era poca, que el margen era estrecho. El capitán se vino despacio, rastrillando las botas sobre el pavimento, con la mano en la pistola y la gorra echada con sobrades un poquito hacia atrás, como diciéndome «por fin te pillo». Eran las seis de la mañana del 14 de abril de 1991. Me dijo sin más:
+—¿Cuánto lleva?
+—¿Lleva? —le pregunté contestándole—, más llevará usted en esas botas.
+No alcancé a terminar las palabras cuando sentí que me puso la pistola en el hocico:
+—Bájese, so malparido, y entregue lo que lleva. Sabemos cuánto, no sabemos, por ahora, dónde. Dígame o le rompo ese carro y de paso lo rompo a usted, hijueputa, malnacido.
+—Sin malas palabras, mi capitán, sin malos tratos; usted me confunde.
+Sentí un tironazo del cabello y sin abrir la puerta, me sacó la cabeza por la ventana. Traté de defenderme con las manos, pero llevaba el cinturón de seguridad abrochado y quedé maniatado como un becerro en el matadero. Me sacaron entre varios agentes; me tiraron al suelo. Uno tomaba fotos con un video, otros esculcaban el carro: guardabarros, techo, tanque de la gasolina, capó, dónde no metieron la mano. Nada. No topaban la caleta. El capitán dijo:
+—Traiga el soplete y échele candela al piso.
+Volcaron el carro entre todos, me amarraron a un eje, echaron soplete y salió mi coca, desnudita ella.
+—¿Conque 18 kilitos de cristal?
+—No son los 18, le faltan unos gramitos.
+Yo que digo eso y el hombre que me cruza la cara de un bofetón con el que perdí un diente delantero. Quedé sangrando y aleteándome el pulso.
+Me juzgaron en par semanas, me condenaron. Me habían cogido con las manos en el timón de un carro con diecisiete kilos y ochocientos gramos de cocaína de «la más alta pureza». Cierto: nuestro cristal era el más fino que salía del Caquetá. Esa cuenta sumó seis años. Mi padre se movió rápido, pero Marlene fue más viva. Yo le había aceptado eso de que «las niñas no tienen papá», y les habíamos hecho los papeles con Bienestar. En el juicio estuvo con las hijas. Me preguntó:
+—Papi, ¿quiere que le ayude? Las niñas lo necesitan.
+—Sí —le respondí, sabiendo lo que me iba a pedir—: ¿dónde le firmo?
+Firmé, cerrando los ojos, un poder universal sobre mis bienes. Hechos los papeles, vendió el apartamento y hasta el sol de hoy. Mi padre se pellizcó tarde, pero se pellizcó bien. Ya tenía sus reses porque plata que sacaba de las chagras, plata que volvía res. Ya juntaba un hato de seiscientos animales. Remató la mitad y consiguió un par de abogados, unas fieras no tanto para litigar, como dicen que hacen, sino para untarles la mano a los que se atravesaran: al juez, al capitán, al fiscal, a los testigos. El secreto del ají eran los votos que los doctores le ponían al Partido Conservador, que en esos días —como casi siempre— gobernaba el Huila. Así que la cosa no fue tan difícil, aunque fuera cara. Media finca. Seis años, pagados con dos. Y afuera.
+Pagué en Picaleña y en Rivera, donde conocí a una pinta llamada Leoncio Carreño. Recorrido. Varias entradas, muchos sumarios. Lo tenían bien asegurado esperando su traslado al Barne. Hicimos migas. Me dijo:
+—Usted, pinta, saldrá primero que yo. Le doy un consejo: no la pelee más por ahí; busque a Rogelio Gutiérrez en Neiva. Él conoce por dónde va el agua al molino o, como se dice ahora, dónde pone la pava.
+Me notifiqué de la flecha. Una vez afuera, busqué al tal Rogelio. Había sido capitán del Ejército y conocía los hilos. Me dijo, a fiado:
+—Ahora están de moda las Convivir, si usted conviene, y a ellos usted les conviene, negocio arreglado. Están organizando una en Colombia, Huila. O mejor, están por abrir un curso en ese pueblo. Vaya con mi recomendación y hace el curso.
+Convine. La escuela quedaba —o queda— entre Colombia y Baraya. Era una escuela vieja, abierta por allá en el año 70, pero había cobrado fuerza cuando los pactos entre el gobierno de Betancur y Tirofijo en el año 80 y tantos. Ahí se habían preparado comandos para asaltar al Secretariado de las FARC, pero nunca obtuvieron el visto bueno del Ejército. Más que escuela era la boca del embudo. Éramos un grupo de 24 hombres, seleccionados por el Batallón Tenerife. Nos dieron los cursos que saben dar: prácticas de tiro, sobrevivencia, comunicación, simulación, inteligencia y contrainteligencia. La palabra clave, como nos dijeron, era: política. La subversión es un virus, hay que detectarlo a tiempo y combatirlo como los combate todo organismo, con sus mismas armas. Eso era todo. En Neiva nos vincularon al DAS y nos dividieron en subgrupos de apoyo a sus operativos de inteligencia. Al comienzo era un servicio de comunicaciones, pero día a día, la cosa se fue calentando. Me tocó en un grupo llamado de «contención estratégica» y actuábamos en la región de Balsillas, una zona muy jodida porque la guerrilla la controlaba. Nos dieron buenas armas, buenos carros y buenos equipos de comunicación. Nuestro objetivo era infiltrarnos en la población civil para saber cómo y por dónde se movía el enemigo. Se comunicaba a diario lo que se encontraba y hasta ahí era nuestro cuento. De ahí para adelante, les tocaba otros, y hacían lo que debían hacer. Yo nunca supe lo que pasaba, pero pasaba.
+A mí siempre me daba un cosquilleo. Después de ser yo un delincuente de la mafia organizada, pasar a trabajar con el Estado, hijueputa, eso era tenaz, pero se sentía uno asegurado por la derecha. Yo era un mero informante, no tenía que ver con operativos más delicados. Había un grupo de más confianza, que era el que, como se decía, despachaba. A mí me pagaban en ese tiempo doscientos mil pesares y eso era plata. Me tiraban ese sueldo cumplidamente, no había razones para protestar. Después de trabajar en el grupo, me largaron sólo con una XL. Yo debía andar en la universidad, en las reuniones a las que invitaban los sindicatos y la ANUC del Huila, la Asociación de Profesionales del Huila que dirigía un tal doctor, un médico que estuvo en bochinches cuando joven y que la brigada no dejaba de seguir. A la hora de la verdad, yo sólo daba informes de lo que oía y miraba. Y punto. Nosotros andábamos con mujeres y trabajábamos con ellas. Son muy aviones para conseguir información gratis y sobre todo, datos duros, que llamábamos positivos. A veces nos daban una pista y nosotros la seguíamos, la analizábamos y si se veía el positivo, el otro grupo lo reclamaba. Hasta que a un compañero mío, el que me hacía la segunda, el «pato» de la moto, lo buscaron en su propia casa y lo mataron cuando, sano del negocio, abrió la puerta y se encontró con un revólver disparándole en la cabeza. Cayó ahí al pie de la entrada, frente a la mujer, que trabajaba en el hospital, y los niños, que desayunaban para ir al colegio. Cuando me contaron volví a sentir los tiros que mataron a Henry, el miedo que le vi en los ojos cuando recibió el primer plomazo en el corazón. No sé por qué recordé que, cuando yo disparé, estaban tocando «La cruz de madera» de Los Bravos del Cruce. La muerte de mi llave en las Convivir me dio el mismo miedo que la de Henry. Parecía como si yo los hubiera matado a los dos. Yo me decía: «Pero si usted nada tiene que ver, si usted en ese caso nada hizo». De día me aguantaba, pero cuando llegaba la noche, me miraba las botas untadas de sangre, y dije: «No, aquí me calenté, aquí paila ya». Una mujer de las que nos apoyaban me dijo:
+—Mire, se la están preparando a usted, usted ha dado mucha información y le tienen montada una celada. Usted sabe que el que mucho sabe, mucho aprieta y por eso los pasaportean. Mejor váyase, mejor pobre y desempleado que muerto.
+Era una mujer calidosa y me dio otra flecha:
+—Mire a ver si sirve para vender un producto que está al día llamado Omniplus, una vaina que sirve para curar cuanto mal se tenga. El caso es para trabajar en Putumayo.
+A Putumayo fui a parar: Pitalito, Mocoa, Puerto Asís. Allá fui yo a conocer la tal pirámide. El Omniplus se colocaba en tiendas, se dejaba en consignación y servía para dar fuerza, flexibilidad; vencer la fatiga, quitar arrugas. Yo no sé de qué era hecho, pero se vendía. La gente se sentía siempre débil y como tenía platica cosechada por la coca, compraba todo lo que le vendieran empacado. Eso sí, empacado y bien empacado, con sellos y marcas y colores. Se vendía mucho. Fue un producto para bajar bandera, para hacer una clientela, para abrir un mercado, porque el verdadero objeto era vender televisores de plasma, que eran desconocidos, nadie los tenía. El negocio era una luz de bengala: el paciente daba cinco melones y se le daba el producto; a los seis meses, regresaba, se le devolvían los cinco melones más el diez por ciento, o sea, quinientos mil pesitos, y se le escrituraba el plasma. Ganaba el televisor y además medio melón. En seis meses. El negocio crecía como espuma en orines de mula parda. Se desbordaba como Alka-Seltzer con limón en un vaso de Bretaña. Nada lo paraba y ni ganas de ser parado. A mí se me dañó el corazón contando la plata que pasaba por mis manos. DMG no tenía cómo contarla. No podía llevar cuentas de tanta moneda junta. Todo el mundo quería hacer el negocio porque además abrió otras líneas: neveras, equipos de sonido, lavadoras. Y para redondear plata, ya sin la disculpa del plasma, ni de la cámara de video, ni de la nevera. Platica saltante y sonante. La gente empeñaba, a la misma agencia, la nómina y la ponía a criar billete. Las colas de clientes daban la vuelta a las manzanas. Se vendían los puestos; había puesteros que hacían cola desde el día anterior y vendían el turno. Los cocaleros dejaron de trabajar la chagra, los cultivos se enmontaron; los traquetos se dedicaron a colocar plata y a recibirla. Dicen —digo dicen— que los grandes traquetos se vieron amenazados porque los embarques no llegaban; el precio de la cocaína subió a los cielos. No había producción. Dicen que fue alguno de los grandes carteles el que sapió y desató la guerra. Porque los carteles también invirtieron y yo digo que la base para echar a andar tanto dinero tuvo que pasar por ahí. El Gobierno le cogió la caña porque, además, los bancos estaban quebrando y hasta los gerentes de sucursales de pueblo metían los depósitos a trabajar en la pirámide. Fui a buscar a Leoncio Carreño al Barne y a pedirle consejo. Me dio vueltas y al final me dijo:
+—Yo le tengo la ficha para que se mueva a San Lorenzo, Ecuador. Allá lo defienden.
+Fue entonces cuando se me dañó el corazón de plano. Regresé a Puerto Asís, encaleté en pocos días cien melones sin que nadie me pidiera cuentas y pegué para Cali; no me quedé sino un día. Yo no sabía dónde quedaba San Lorenzo, pero Leoncio me había dicho:
+—Póngale agua de por medio y váyase por Tumaco. Hay rápidas que salen del puerto a Cabo Manglares y de ahí carros que lo llevan al pueblo. Pregunta en la bomba de gasolina por el Paisa y él lo enruta, va de parte mía.
+No fue más. Tumaco es un pueblo peligroso. Allá han zozobrado muchos. Hay quiñadores de cartel; no se puede andar de turista. Hay que tener los ojos abiertos. Una rápida me puso en tres horas por el canal de Bucheli y Cacahual en el Cabo, y de ahí a Ancón de Sardinatas, Ecuador; más adentro, Pampanal de Bolívar, y, por fin, San Lorenzo, un pueblo polvoriento, caliente y estrecho. Fue una travesía larga. Horas mirando pasar olas. Y pensando por dónde hacerle al negocio. Tenía seguridad en la ficha que me dio Leoncio, pero otra cosa es entrar a un sitio del que no se sabe dónde están las puertas, que es lo que se debe pensar cuando uno está acosado. Me metí a un hotel que me dio confianza, Palatino Palace, en el puro centro, en la única calle que tiene pavimento, o mejor adoquines, como se dice en ecuatoriano. Todavía hay rieles de un tren que dejó de pasar hace años. La habitación que me dieron quedaba al lado de una discoteca donde se oía salsa toda la noche y toda la madrugada. Si hay salsa, dije, hay colombianos. Así es. San Lorenzo es un pueblo de Colombianos manejado por ecuatorianos. Los negocios son nuestros, la plata que corre es nuestra. El peso circula a la par con el dólar y se cambia a dos mil colombianos por un dólar.
+Había apuntado el nombre de mi contacto en un papel que metí doblado y sin cuidado en el pantalón. Se me olvidó. La travesía por el mar nos mojó a todos y nos mojó todo. El papel se deslió y se borró el nombre del cliente. Sabía sólo que era dueño o gerente o empleado de una bomba de gasolina. Hay varias bombas en San Lorenzo y en la mayoría, para no decir todas, trabajan paisanos. No sabía qué hacer. Me tocó llamar al Barne a rogar que me permitieran hablar con Leoncio. Me respondieron:
+—La comunicación con los internos es por turnos y a don Leo le toca la semana entrante.
+Gran noticia: don Leo. En una cana ese don es un título de caché, de prestigio, de mando. Yo tenía afán de ubicarme y de sentirme seguro. Pregunté:
+—Perdone, guardia, pero, ¿podría usted hacerme el favor de decirle a don Leo que si puede llamarme?, y le di el teléfono del hotel.
+Más me demoré en colgar que Leo en timbrarme. Me dio el nombre del hombre: era mi llave del Ecuador y el seguro del billuyo que yo traía una parte en dólares y la otra en oro colgado como engalle: anillos, cadenas, pulseras. Tuve mucho miedo con esa joyería puesta, pero no encontré un modo más seguro. Di vueltas hasta encontrar al paisano y lo encontré: don Augusto, dueño de una estación de servicio que les vendía casi con exclusividad a los palmeros de Esmeraldas, es decir, de toda esa costa. Era un hombre flaco, pálido, nacido en Jardín, Antioquia, muy volteado por toda la patria y muy conocido en el vecindario. Me dijo:
+—Tratándose de Carreño, vos tenés las puertas abiertas. Permitime un par de días y hablamos.
+Me llamó como tres horas después y me preguntó:
+—¿Será que vos te le medís a manejar una discoteca?
+—Esa es mi profesión —le respondí— y le añadí la historia de las que manejé haciéndolas pasar por propias en El Triunfo y en Camelias. Él conocía de oídas esas regiones. O eso me dijo. Total, a la semana de llegar a la «hermana República» yo estaba sentado en el mostrador de la discoteca La Estrella de Manabí, con trece mesas y tres reservados. Aquí se servía lo que el cliente pidiera. Al principio, como se dice, escoba nueva, corazón contento. Todo en orden. Me respetaban por haber sido nombrado por don Augusto. Poco a poco fui descubriendo el crucigrama. Había líneas, unas venían de Colombia y cruzaban por donde yo había llegado sano. Es decir, Tumaco, Ancón, San Lorenzo. Era la más fuerte. Propios armados, tránsito arreglado. Pero era una línea que no se detenía en San Lorenzo sino que seguía a Esmeraldas, Manabí y Guavas, toda manejada por paisanos. Era muy segura porque a las autoridades ecuatorianas también les gusta el ají. Yo no había venido para oír a Olimpo Cárdenas sino para hacer crecer mis melones. Esa línea me daba garantías porque de seguro, pensaba yo, Leo era un punto de la cadena. Había otras líneas: Cali-Ipiales-Ibarra, manejada en asocio con ecuatorianos de Imbabura. Más peligrosa porque la sostenían comerciantes. Y la de Sucumbíos, con la que yo no quería meterme para evitar que me localizaran. Por tanto me puse a detallarme la de Ancón. Compraban en Bocas de Satinga y en El Charco, cristalizaderos manejados por socios de Cali, muy bien defendidos, pero lanzas afiladas para los negocios. Yo no podía contar con el consentimiento de Leo sin pasar por la cadena, pero así y todo, me decidí a hacerlo porque tampoco había otro camino. Con sólo nombrarlo, me volví un hombre importante. Puse una base para ensayar, y resultó. Un embarque que tenía como destino el sur, como me informaron, y no se dijo más. Las líneas son hechas de confianzas. Y de desconfianzas, porque detrás de todas hay armas, hay quiñadores. Aposté otra vez y también dio resultado, pero a la tercera estaba escondida la Vencida y se cayó todo el personal y toda la merca en el Callao, Perú. Brinqué, peleé, pero al final don Augusto me aconsejó pasar de agache.
+Era mi intención, pero no mi destino. Mi destino fue otra vez el mismo: un morraco en la discoteca. Se me despertó otra vez Henry, al que ya tenía acotejado y hasta enterrado. Volvió otra vez esa sangre. Al cliente nuevo lo mataron por detrás, a traición, como se mata a los animales. No supe o no quise saber, los motivos, para no tener a nadie pidiendo cuentas, aunque Henry me las seguía pidiendo a mí. La Policía criminal investigó, cerró la discoteca, don Augusto pagó por lo alto y a las dos semanas volvimos a abrir con personal nuevo y mesas limpias y desinfectadas. Dejé pasar unos días para no levantar escamas, pero mi idea era retirarme a un trabajo que no me calentara, así no ganara mucho. Un cliente de la discoteca me habló una noche de una ganadería que tenía en un pueblito llamado Montalvo. Yo le mostré que conocía de ganado porque me había criado oliendo boñiga. No era mucho el ofrecimiento, pero sí el enfriamiento, y me fui a trabajar como administrador de la hacienda La Suerte, con mil cabezas de ganado, casa, camioneta cuatro por cuatro y veinte vaqueros. Me dotó con un Galil y una pistola Beretta 92, «para lo que se ofreciera».
+Me situé pues en Montalvo. Me hice conocer pronto porque la hacienda dominaba el pueblito. Había sido de una viuda, doña Rosa Maldonado, una matrona que manejaba la finca a punta de fusta. Muerta, sus hijos, señoritos pelucones en Quito, le sacaron el cuerpo al trabajo y buscaron un admirador. No es fácil encontrar un tipo en Ecuador que se le mida a la ganadería, y menos a una tan grande. Arreglamos por una cría de cada cinco. A mí me convenía porque los patrones ponían sal y droga y «tiros asegurados», me dijeron. Como quien dice, use las armas, que nosotros respondemos. Me fui y terminé viviendo con una muchacha del pueblo, llamada también Rosa, en honor a la patrona. O de seguro al patrón. Una muchacha atenta, cumplidora del deber, muy sana. Duré un año. Hicimos cuentas. Había una diferencia de unas ciento cincuenta crías con el ganado que me habían dado. Ellos hacían cuentas de trescientas.
+—¿Trescientas? —pregunté—, ¿de cuándo acá cien reses dan treinta crías? Eso será en Ecuador, porque un hato en Colombia no da eso ni haciéndolas con la mano.
+Pues, así es acá. Me salieron pues pataschuecas. Disgustamos. Volví a San Lorenzo con la cola entre las piernas y una ira que me brotaba por dentro, se me salía por las manos. Pero en casa ajena, nadie es rey. Tocó aceptar. Hice fama sí de buen vaquero y de patrón duro. Tuve bretes con varios trabadores que me tocó espantar. Para eso me habían dotado con lo que me dotaron. Pero fama en esos tropeles son enemigos comprados a bajo precio.
+Volví a la discoteca. Augusto supo el rollo entero y me pintó un negocio: vender seguridad. La cuestión era sencilla: la Policía colaboraba en ajustarles cuentas a los bandidos, fueran de donde fueran; los comerciantes ponían el billete, y yo, con Augusto, ponía hombres, armas y administración. Pasaba y sucedía que a Esmeraldas, y más al cantón de San Lorenzo, llegaban diario y mal contados veinte paisanos. Unos por mar, por La Tola; otros por Tulcán e Ibarra, en carro, y otros por el río Mataje, a pie y huyendo. Llegaba de todo: buenos, malos, regulares, rojos y amarillos, hombres, niños, mujeres. Eran los días en que el Gobierno se había dedicado por oficio a fumigar cultivos de coca en la frontera: en el Patía, en el propio Mataje, en el Mira, en el San Miguel, en el Putumayo. Llegaban sin saber a dónde llegar, sin trabajo, con necesidades. Robaban. Más que robar, atajaban lo que pasara. Llegó a haber diez muertos en una noche: muertos por una cosa y por otra, pero muertos. Las autoridades miraban para otro lado. La orden era hacer orden, parar o patrasiar la «invasión» colombiana. Ecuador no podía pagar los platos rotos de la guerra que había en Colombia. Y nos habilitó para oficiar de espantapájaros.
+Yo acepté porque no tenía más que hacer. No me gustaba, pero tenía que poner a producir lo que tenía. Una empresa que embotellaba agua de grifo y la vendía como de manantial fue nuestro primer cliente. Era una compañía legal aunque vendiera lo que no anunciara. Fue un buen contrato: limpiar de malhechores la zona. La Policía se encargó de hacer la vuelta y nosotros de asegurar la región. Mandábamos gente armada a que fuera vista para hacer correr a los «malhechores», que eran meros ladronzuelos. No hicimos ni un solo morraco. Todos eran de la Policía aunque nos los cargaran a nuestra cuenta, lo que para nosotros era bueno porque con esa fama nos pagaban. A los pocos meses me aburrió la socia. Renuncié. Le dije a Augusto:
+—No, hermano, eso es muy pesado; ya no duermo tranquilo.
+Yo no podía administrar la sombra de mi cuñado. Me retiré a trabajar en la construcción. Tenía amigos. Yo sabía hacerle también a ese arte y me conseguí por medio de Augusto unos contratos para construirle puentes a una empresa palmera.
+Si el cultivo de palma es un negocio en Colombia, en Ecuador es un negociazo. Hay palma en Sucumbíos, en Carchi, Pichincha, Los Ríos, Manabí. Los gobiernos ecuatorianos —que son muchos y muy seguidos— agradecen que se siembre palma, no importa lo que cueste. Las tierras nuevas, con agua, con monte, son mejores y más baratas que las otras. Por eso el cultivo se ha regado por las zonas de selva como verdolaga en playa. En Esmeraldas muchos palmeros son colombianos y sus cultivos son como una extensión de los que tienen en Tumaco, en La Guacamaya, en Llorente, en todo ese lado; pero con ventajas porque los ecuatorianos se les abren de piernas y les permiten todo lo que piden. Sigo diciendo que los palmeros de Esmeraldas son colombianos porque los dueños son colombianos, los patrones paisas, los técnicos costeños y los obreros pastusos, y la semilla de las palmas traída de San Alberto, Cesar; de María La Baja, Bolívar; San Carlos de Guaroa, y hasta los machetes, llamados malayos, son de marca Collins, colombiana. Las aceiteras, que llaman extractoras, donde se espicha la pepa para sacar el guarapo de donde viene el aceite, son nuestras. Como si dijéramos, el norte de Ecuador es colombiano. Ahí no hay límite ni frontera que valga. Más difícil es pasar de Los Ríos a Manabí que de Llorente a San Lorenzo. Hay un señor Salomón Gutt que tiene miles y miles de hectáreas; la más grande en Ecuador se llama Palmas de los Andes. También ricos y muy ricos ecuatorianos tienen sus platicas en palma: Jamil Mahuad Witt, hermano del expresidente de la República, y Juan José Pons Arizaga, expresidente del Congreso, tienen sus huevos puestos en ese nido. Gente de poder.
+Me contrataron para hacer puentes en una palmera grande en Najurungo, a diez kilómetros de San Lorenzo por la nueva carretera a Ibarra. La empresa tiene más de dos mil hectáreas sembradas en palma produciendo; tiene otras dos mil que están sembrando; dos mil más en montaña entera y un problemita: quinientas familias campesinas peleando tierras que la empresa les compró a un precio convenido con los colonos que ahora no aceptan. Un problema jodido, grande y que se podía enconar e hinchar. Sobre todo porque muchos de esos colonos son campesinos colombianos que se han pasado a este lado por falta de trabajo y porque la cosa allá, en lo nuestro, está cada vez más caliente. Comencé a trabajar como contratista de obra. Puse mi billete para comprar herramienta, hacer campamento, conseguir una cuatro por cuatro para mi trabajo y negociar con los patrones de La Suerte en Montalvo la Beretta 92, que era mi novia. Aunque mi novia de carne y hueso era Rosa. Me acomodé con ella. Me gustaban su cuerpito ligero, sus ojitos inquietos y curiosos y su modo de atenderme en la mesa y en la cama. Sabía lo que me gustaba sin decírselo, lo adivinaba, tenía instinto de gata. Miraba a una persona y sabía quién era, me lo decía. Yo no le creía al comienzo, pero después, cuando vi que las cosas le salían, comencé a escucharla. Creo que fue por su causa que dejé la ganadería, que era buen negocio, pero ella era empeñosa. Vio que me cercaban sin yo saberlo, sin sospecharlo, y por eso se volvió hasta cansona repitiendo:
+—Vámonos, vámonos, aquí le van a hacer daño.
+Me preparaba lo que me gustaba, digo. Yo llegaba del corral sudando y ella me tenía todo a mi gusto. Después, lo mismo. Yo nada le enseñé. Ella lo sabía.
+El trabajo consistía en hacer puentes con tubos en las trochas de los cultivos. La finca aceitera está cuadriculada por trochas, avenidas, caminos que otros llaman estradas. Pero al mismo tiempo que se lleva agua por canales, sobre los que hay que construir los puentes, se le saca agua por canales de drenaje para que las palmas no se pudran. También sobre ellos hay que construir puentes. Es decir, a la palma hay que darle de beber lo que necesite, una medida difícil. Ni tanto que se pudra ni tan poco que se seque. Por las trochas se entra a platear los cultivos, o sea, a desyerbarlos, y por ahí mismo se saca la fruta, se entran los abonos y por la tarde se saca el personal para que nadie, nadie se quede. El robo de fruta es continuo porque las matas la botan de seguido. Tiene que haber vigilancia día y noche. Se controla también el robo porque las aceiteras sólo compran a conocidos, a gente registrada porque tiene también cultivo, y a un aparecido con tres racimos no sólo no le paran bolas, sino que termina en la Policía. Pero la fruta se usa mucho para engordar marranos y hasta para criar gallinas, trampas que el campesino sabe hacer para vivir.
+Comencé a trabajar con una cuadrilla de quince obreros, todos paisanos. Los hermanos ecuatorianos son lentos, muy lentos, y necesitan que se les explique las cosas muchas veces. Ensayé con un par de muchachos de San Lorenzo, o más exactamente de Calderón. Yo les mostraba con mis propias manos cómo se hacía una mezcla de cemento: tanto de arena, bien cernida; tanto de cemento; tanto de agua al principio, tanto de agua después, tantear cómo queda «colada», y a ver, hermano, hágale. Nada, no le hacían, desperdiciaban cemento y arena. Les repetía la enseñanza. Nada, no entendían. Y hasta ahí fueron negocios con ellos. Los colombianos no necesitan nada sino trabajo, todo lo hacen de algún modo, porque lo saben o porque se lo inventan. Pero lo hacen y si el patrón es colombiano, lo hacen bien; si el patrón es ecuatoriano, le maman gallo. No tuve problemas. Entregaba la obra el día en que me había comprometido, con las medidas y la calidad convenidas. Así que por ahí no hubo queja. Construí en once meses quince puentecitos. Me gané la confianza de John, como se llamaba el gerente de la compañía. Me dio otro contrato para limpiar drenajes y canales de agua. Contraté otros diez obreros. Tenía en la finca tres campamentos y todo andaba como Dios manda hasta el día en que a un par de mingas les dio por robarme de un campamento la herramienta. Yo tenía mis propios de seguridad, un tolimense y un caucano. Hombres bravos. Se pillaron el robo, buscaron a los ladrones y me los trajeron amarrados con alambre. Eran dos ecuatorianos medio indios y los míos estuvieron para lincharlos, tal como se acostumbra en Ecuador. John estaba de acuerdo en darles su merecido, pero a mí se me hacía peligroso echarse encima a esa gente analfabeta que a ratos parecían más animales que cristianos. Sucios, malolientes, ladrones y para ajustar, colaboradores de la guerrilla, como la misma Policía de San Lorenzo decía. Los castigó la autoridad y yo quedé con la sartén por el mango: con la confianza de la empresa.
+Hubo otro problema, más grave. A los colonos que ocupaban la zona, muchos paisanos, se les había negociado la mejora por un precio que ellos mismos pusieron. Yo no me encontré en ese negocio, pero era sabido de todos que la empresa les había pagado lo comprometido. En el año 98 el dólar se pagaba a cinco mil quinientos sucres; un año después, a once mil quinientos, al año siguiente ya los sucres no valían y se pagaba en dólares. Así que había una gran confusión: los colonos se juntaron para pedir que se les pagara en dólares, y la empresa les reconocía en la moneda en que fue hecho el trato convertido a dólares. No les convino. Exigían mucho más, más del triple porque decían que la moneda ecuatoriana valía menos. Decían que los palmeros sabían para dónde iban las cosas y por eso en el año 98, a mediados, hubo compras y compras de tierra, o de mejoras, que era lo que se compraba porque esa gente no tenía títulos. Alegaron y la empresa no cedió. Al fin sus dueños eran del Gobierno y de los bancos, como el mismo señor Salomón Gutt. Total, no llegaron a un acuerdo y los colonos antiguos que pedían que se les diera la diferencia en dólares, bloquearon las entradas a la finca, rompieron los canales de agua y hasta dinamitaron un puente de los que yo había construido. Por eso John me llamó y me dijo:
+—Van a acabar con su trabajo, párelos usted que los conoce.
+No quise meterme yo. Mandé al Tolima y al Cauca a resolver el problema. Se fueron con barras para desbloquear una volqueta que yo había comprado y unos malayos, por si acaso. El por si acaso tuvo lugar y los míos, que tenían malas pulgas, trataron de desbloquear a las buenas, pero al ver que los otros se atravesaban, sacaron los malayos y a malayazo limpio —con la plana y con el filo— sacaron en desbandada a los huelguistas. Hubo heridos, me dijeron. Contesté:
+—Que la Policía los cuente.
+Los contó, dos heridos con las rodillas peladas. Al hospital llegaron varios y hasta hubo uno que tuvieron que operar. Se le reconoció la invalidez. La información que la Policía dio fue cierta: unos eran cocaleros, los otros, guerrilleros. La cosa quedó así resuelta. Y yo quedé hecho porque al otro día me llamó John y me dijo:
+—Amigo, le hago una propuesta para que no diga que no, manéjenos usted la seguridad de la empresa, diga qué necesita, cuánta gente, cuántos carros, cuántas armas y de qué tipo, y le hacemos al asunto.
+Me desconcerté un poco a pesar de que era lo que yo buscaba. Tenía experiencia, tenía necesidad de limpiar mis papeles ecuatorianos; Rosa estaba embarazada, yo había logrado librar una finca en la vía que se estaba construyendo entre Borbón y Mataje, así que le dije, por mantenerme en la raya:
+—Déjeme pensar la oferta.
+La finca de Borbón eran unas mejoras que les reconocí a unos negros de la zona a los que poco les gusta trabajar porque viven del pescado y de la culebra. Cuando escasea la pesca, comen culebra, o cualquier cosa que en el monte se mueva: guagua, pero de agua; conejo, venado, tucán, hormiga, lagartija. Les había hecho la oferta de comprarles las mejoras, que una con otra hacían un globo de ochocientas hectáreas. La zona prometía, la carretera San Lorenzo-Borbón-Mataje en Ecuador iba a ser parte de la carretera de la costa para unir por la vía La Espriella, pasando los ríos Pusbi y Mira, con Tumaco. No eran sólo ideas, eran verdades: las grandes palmeras, sobre todo las colombianas que tenían cultivos en esta región del Mira, querían hacer una sola frontera de palma, y para eso, tanto las ecuatorianas como las nuestras presionaron para trazar la carretera. Más aun, tumbaron miles de hectáreas de selva, compraron otras tantas mejoras y se pusieron formales a sembrar palma. El Gobierno fue a ver si las denuncias que se hacían sobre el derribe de montaña eran ciertas y sí, así era: dos millones de dólares les costó a los palmeros el daño que hicieron, pero la tierra quedó en manos. Eso me animaba porque mi finca quedó cubierta por los vecinos, que todavía hoy me hacen oferta de compra. No vendo todavía. O quizá nunca si me hacen socio de sus empresas aportando yo la finca, que es lo que están haciendo.
+Les contesté a la otra oferta, la de seguridad, que sí, que concretáramos. Me dieron cuatro carros Toyota, uno blindado para mis desplazamientos; armas protegidas por el Ministerio de Defensa, salarios y prestaciones legales, uniformes para algunos de mis hombres porque los otros actuarían como civiles. Sólo yo conocería a los unos y a los otros. Ni la empresa metía el ojo en ese circuito. Me dieron una oficina base con equipos de comunicación; líneas ocultas con la Policía, el Ejército y las empresas. El Grupo de Intervención y Rescate de la Policía Nacional —GIR— fue el apoyo principal del trabajo. Era un grupo de policía especializado que había combatido y triunfado sobre los terroristas de Alfaro Vive. Carajo, la sucursal del M-19 en Ecuador. Yo manejaba mis dos brazos como si fueran míos. Eso que dicen los curas de que tu mano derecha nunca sepa lo que hace tu izquierda fue mi guía en los trabajos que nos tocó hacer y que consistieron en defender a las empresas. Los terroristas colombianos eran los más peligrosos porque las bandas de malandros no lo eran tanto. Muchas eran organizadas por ecuatorianos que contrataban quiñadores colombianos para hacer sus vueltas, pero no tenían mucha cancha, eran malevos como de los años ochenta, medio brutos para operar contra sistemas enlazados como los nuestros. Trabajé dos años manejando la seguridad de cinco empresas, unas colombianas, otras mitad y mitad, y las menos, puras ecuatorianas. La prueba de mi trabajo está en la ampliación de las palmeras en Esmeraldas. Cuando yo me hice cargo del negocio de la seguridad había en San Lorenzo unas ocho mil hectáreas, hoy hay veinte mil y se dice que diez mil más están por entrar en la suma.
+El único cacharro que me ocurrió fue el que me pasó una noche en mi tierra de Borbón. Al regresar a la casa, de noche ya, me pillé que había un par de malandros buscando un hueco para entrar. Rosa estaba sola. Yo los vi desde lejos, hice un rodeo a pie, les busqué la espalda y dije: «Voy por ellos». Mi Beretta estaba limpia, nunca la había disparado contra una persona y ni siquiera contra un animal. Apunté, no me temblaba el pulso, pero mi ojo derecho, el ojo visor, el de apuntar, me lloraba, no me dejaba ver. Lloraba sólo el ojo derecho, el mismo con que le había apuntado y matado a Henry. Desmonté la pistola y me le rendí al difunto.
+NO ME FIJÉ EN ELLA PORQUE era diminuta, una mujer pequeña y vieja como muchas otras, quizás más curiosa pero también más callada que las demás. Empecé mi perorata de siempre, con la misma voz de siempre que comienzo a hablar en público, que siento como si fuera de otro, generalmente del vecino. Hablé de lo mismo: de la guerra, de la paz, de la historia, de su importancia, de sus caprichos, de sus modos de contarla, de recuperarla. Nada nuevo.
+Cuando terminé, juagado en sudor, se me acercó a decirme con una voz suave pero afirmativa:
+—El mercurio está que bulle.
+Gasté un par de minutos en entender de qué se trataba esa frase medio alquímica, mientras ella sacaba de su cartera —una fina cartera de señora— un cuaderno escrito con una letra de trazos largos, ligeramente inclinada y, sin duda, elegante. Me concentré en ella una vez descifrado el misterio del mercurio: el calor era insoportable. Yo sudaba a mares, no sé si por el cuento del mercurio o por el deseo —cercano a la lujuria— de tener entre mis manos el cuaderno de la vieja. El momento estaba lejos.
+Así me lo hizo saber desde el principio, aunque yo esperaba utilizar mis dotes seductoras para hacerme al cuaderno. Una mujer es siempre una mujer, me dije, mientras ella me invitaba a su casa «para mostrarle, doctor, algo que le va a gustar, porque usted sí sabe apreciar lo que yo tengo y que este pueblo siempre ha despreciado. Yo lo estaba esperando, aunque parezca mentira, desde hace muchos años. Y para que las cosas que digo no me las sigan poniendo en duda, voy a contarle con mucho cuidado que soy la nieta menor y la única que queda viva de Vidal González, un español nacido en Navarra que se vino con don Bacardí a fabricar ron de caña en Cuba cuando Cuba era española y se hacía el ron de caña pura. Nunca se casó en la isla, y vivió y murió siempre enamorado de una mulata a quien le escribía las cartas que tengo aquí, en este rollo, sin que mi abuela, que fue nacida y criada en Fonseca, Guajira, a donde él llegó a montar un alambique grande como una fábrica, se diera cuenta. Tampoco nunca las mandó, y por eso las tengo en mis manos».
+La vieja me invitó a sentarme con una voz casi perentoria, sugiriendo de paso que la cosa iba a ser larga. Su casa era amplia y fresca: un patio atrás con tamarindos y naranjos y un patio adelante con una gran mata de plátano y una enredadera que llaman Copa de Oro. Rosada por fuera y verde-clara por dentro. La sala daba la sensación de haber sido pensada al detalle: dos mecedoras momposinas, un sofá de terciopelo rojo, pelado como matadura de mula, y un sillón grande de cuero crudo, que supuse de entrada que había pertenecido al tal Vidal González.
+—Mi señor abuelo, nacido como queda dicho en un pueblo pequeño cerca de Pamplona, España, llamado Puente la Reina, antes Gares, sitio donde se juntan los caminos peregrinos que iban de Francia y de Aragón a Santiago, era un hombre que según se dice descollaba como práctico de la herrería y la mecánica. Tanto que, durante la guerra de los Mil Días, se lo llevó el general Sabas Socarrás como armero, y tanto sabría que el general Uribe Uribe lo nombró coronel y como tal acompañó al liberalismo haciéndole armas, bombas y sobre todo recalzándole munición por todas aquellas desgraciadas batallas. Mucho lo admiraba también el general Herrera, quien se lo llevó a Panamá, donde llegó a dirigir los cambios que tuvieron que hacerle los revolucionarios al barco Almirante Padilla para pelear contra el Gobierno.
+Yo traté de interrumpirla para preguntarle algo, pero ella continuó como si nada.
+—Después, cuando los liberales fueron derrotados, el general Robles se lo trajo a trabajar al ingenio de Central Colombia en Sincerín, de propiedad de los Vélez, que eran conservadores. Ahí se desempeñó mi abuelo como jefe de taller a órdenes del general Robles. Los Vélez le hicieron jurar por Cristo y por Bolívar que nunca más volvería a la guerra, hasta que un día le cayó una rueda catalina encima y lo dejó inválido: le pegó primero en el cuello, luego en el hombro y por ahí le destrozó un brazo, afortunadamente el izquierdo, porque fue con la mano derecha que le escribió a mi abuela.
+Doña Rosalba, como después de un buen rato me confesó llamarse, era una persona instruida. Su lenguaje, sus maneras, su forma de vestir y cada uno de sus detalles me mostraban que sabía hacer bien lo que se proponía, pasando por encima de mi incredulidad.
+—Sinceramente —dijo mirándome a los ojos mientras yo trataba de tomar notas en mi libreta de campo, puesto que no me permitió utilizar grabadora—, no deberían llamarse cartas sino esquelas. Porque Vidal González escribía a pedazos, saltándose quién sabe qué temas secretos y omitiendo muchos acontecimientos que uno esperaría que hubiera registrado. Por eso algunas cosas me correspondió buscarlas a mí. Óigame:
+Mulata mía:
+Después de que perdimos la guerra contra el poderoso imperio norteamericano, me embarqué para Cartagena de Indias. Sin embargo, antes de llegar a mi destino el paquebote tocó tierra en un puerto llamado Río del Hacha y allí me detuve porque había fama de que todavía quedaban playas perleras. Poco me quedé en el puerto y casi de inmediato me embarqué de nuevo hacia el noreste, hacia el famoso Cabo de la Vela. No pudimos internarnos en tierra firme porque los naturales son feroces y estaban en guerra entre ellos. Levamos anclas y fuimos a fondear a la provincia de La Ramada, al suroeste, donde se estaba montando una fábrica de alcohol, y como yo había trabajado con los señores Bacardí, me dirigí allí con la esperanza de encontrar oficio y, de pronto, de hacerme socio de la empresa. No lo logré, pero me indicaron que más adentro, en una provincia llamada Fonseca, estaban trabajando la caña en alambiques. Fui y encontré lo que necesitaba para poder comenzar; porque son muchos alambiques sueltos.
+—Aquí —me dijo doña Rosalba— se interrumpe la carta. Debemos suponer que en Fonseca encontró trabajo, techo y amor, porque lo perdemos de vista y lo volvemos a encontrar en Colón casi dos años después. Vea lo que escribe:
+Colón, 2 de junio de 1900
+Mulata mía:
+Vuelvo nuevamente a coger la pluma para hacerte llegar mis dolores después de hacer la guerra contra el Gobierno colombiano. Aquí estallan las guerras por cualquier causa. Todos saben hacerlas. Hombre que tenga más de cincuenta años ha participado en por lo menos tres, de las cuales ha ganado dos y ha perdido una. En la que estamos ahora hasta el pescuezo la perderemos sin falta, porque otra vez, como pasó en Cuba, los yanquis meterán sus armas y acabarán ganando. Si en la guerra contra España se quedaron con la isla, en esta se quedarán con el istmo. Es lo que necesitan para seguir avanzando hacia el sur. Colón me recuerda a Matanzas, aunque resulta más húmedo y malsano. Aquí el que no muere de paludismo y miasmas tropicales es eterno y puede llegar a cumplir los cien años. Llueve mucho. Llueve cuando hay sol, o cuando no lo hay, cuando va a salir o cuando ya se fue. Pero más llueve en el Mar del Sur, en el Océano Pacífico. Estamos acabando de blindar el buque Lautaro para atacar al Gobierno por este flanco, donde es extremadamente débil, y ayer no más, después de muchos días de trabajo, quedó convertido en el Almirante Padilla.
+Cuando perdamos la guerra, seguiré con tu recuerdo y mis promesas para reunirnos en Quito o quizás en Lima. El destino sólo le abre a uno el camino cuando se lo cierra por el que llegó.
+—La tercera carta —prosiguió doña Rosalba— la escribe desde Cartagena y la fecha dos años después. Es un trozo pequeño y a medio destruir por la humedad. Aquí está:
+Mi amada:
+Como te dije en la última carta, el barco nos dejó en el puerto de Tumaco, desde donde te escribí contándote que en la ciudad de Popayán me habían contratado para fabricar miles de tiglerillas, que son los cuchillos que se usan para cortar los árboles de caucho y sacar su leche. Era un oficio muy dispendioso y, además, un oficio que las compañías caucheras están acostumbradas a no reconocer. Por esa gran razón, pasé la cordillera de los Andes por el Páramo de las Moras y llegué al Huila, donde tuve a bien embarcarme en una pequeña chalupa que nos condujo a Honda, al puerto de Arrancaplumas, sobre el río Magdalena, a donde llegan algunos barcos de rueda movida por vapor. De Honda viajé a la ciudad de Calamar y de allí por tren a Cartagena. No te imaginas lo que es pasar de un barco incómodo, donde el sol derrite hasta el metal y hay nubes de zancudos que persiguen al cristiano hasta debajo del agua, a un tren como los mejores de Europa. O como el que dicen existe ya entre Santiago y Camagüey. Los camarotes son en raso, la madera es caobo y el metal una fina aleación de bronce; hay camareros uniformados, controladores impecables y amables, comida excelente. Uno viaja encantado mientras por la ventanilla pasa la selva, pasan los ríos, pasan las ciénagas. Es un milagro. En un día se recorren los 105 kilómetros que hay entre Calamar y Cartagena de Indias, y el ferrocarril, acabado de construir, pertenece a una compañía americana.
+—Nueva interrupción, nuevos vacíos, doctor, nuevos vacíos que me atormentan —me confesó doña Rosalba—. Por eso le leo la siguiente carta —añadió en tono confidencial—, escrita en Sincerín dos años después. Reza así, saltándome los párrafos más íntimos:
+Mulata:
+Vivo en una gran fábrica de azúcar. Hay muchos operarios cubanos y los técnicos que manejan el negocio son justamente de Santiago. Se trabaja mucho, los obreros son mulatos y negros, y los tratan bien porque si los vejan, cogen camino como hicieron sus abuelos cuando el amo los lastimaba con el látigo. Cerca de Sincerín conocí un pueblito que hicieron los negros cimarrones o libertos, llamado Palenque de San Basilio. Es un pueblo verde. Todo es verde, salvo la piel y los dientes de los negros, que hablan un idioma salvaje que sólo ellos entienden. Aquí también se les tiene prohibida esa lengua, pero ni falta les hace porque saben comunicarse con tambores y como aquí no hay, hacen sus ruidos con palitos, o con las manos y los dedos, o tocándose el tobillo y de todas maneras se hablan. Son gente rara. Fuerte sí, y muy fuerte, pero extraña. Hay un cimarrón que todavía vive enmontado como un animal. Nada lo saca de su guarida. Ni siquiera saber que ya el blanco no lo busca y que ya no hay amos. Es viejo y se escapó hace cincuenta años, pero no sale donde haya un hombre blanco, o medio blanco, como son aquí todos los hombres. Sólo lo saca el agua. Tiene un nido en la ciénaga y cuando el agua sube y desborda todo, a él se le anega la casa y tiene que salir a esconderse en las isletas que se forman. Nadie lo ha visto, salvo doña Quinta, la mujer de don Cicerón, un hombre rico que la compró cuando ella era esclava; se casaron y tuvieron muchos hijos. Don Cicerón era blanco, grande y muy respetado. La negra Quinta era la única que sabía dónde se escondía el negro cuando la ciénaga se salía de madre, y para que no se muriera de hambre le llevaba comida y le hablaba para que no se olvidara. Sucedía cada año, cuando los ríos crecen y los huevos de bocachico, que sus madres han puesto aguas arriba, bajan buscando ensenadas tranquilas.
+—El pez —comentó doña Rosalba, explicándome las afirmaciones de su abuelo— sale a desovar en las aguas limpias de arriba y pone sus huevos allá donde no hay otros peces, como la cachama y la dorada, que se los comen. Los huevos vuelven agarrados a grandes mantas de una yerba flotante, llamada buchón, para nacer y crecer aquí cuando las ciénagas se llenan. Es el ciclo —agregó triunfante—, un ciclo muy distinto al de los manatís, que no necesitan salir nunca de las aguas mansas: comen sólo yerbas y nunca atacan al hombre. Son animales reposados hasta para aparearse. Buscan las aguas pandas y se juntan en cruz, uno para cada lado, casi siempre tocando el fondo. Las hembras poseen senos, como las mujeres, y alimentan a sus crías con leche. Se han mermado mucho porque las persiguen para sacarles el aceite, que es fino y abundante, pero el pescador les tiene cariño y si les echa el arpón es por necesidad. Los manatís dan una manteca muy codiciada que sirve para aliviar el asma, para curar las torceduras y para hacer candela, y su carne es de pollo, es de res y es de pescado. Dicen que el caimán también se aparea en cruz. El abuelo también lo dice. Permítame seguirle leyendo, si usted no está cansado de oírme.
+La tranquilicé, aunque ya a esa hora y sin desayuno, sentía que en cualquier momento podía desmayarme. Ella, sin embargo, y sin inmutarse, comenzó a leer la próxima carta:
+Mulata:
+Gozan los aborígenes de estas tierras con una ceremonia extraña, aunque debo decir que en mi pueblo, en Pamplona, y en otros pueblos menores, hay fiestas parecidas. No tan bárbaras, pero tampoco tan divertidas.
+Se trata de las fiestas del caimán. Hay en estas lagunas y ríos millones de esas asquerosas y peligrosísimas bestias. Son voraces casi siempre, así hayan comido, y poseen unos colmillos de cuatro y hasta seis dedos de largo; su poderosa mandíbula les permite triturar como una miga de pan tostado un becerro, un burro o una canoa. Pero mucho más mortal que sus fauces es su cola. Algunos la tienen de hasta tres metros de largo y, en su parte más ancha, de hasta un metro completo. Es su arma preferida, porque de un coletazo son capaces de hundir un barco pequeño o de quitarle el sentido a un buey. Es un aspa que destripa a un cristiano de un sólo golpe. Lo he visto.
+Pues bien, querida, semejantes animales son cazados por estos aborígenes no menos bestiales en un abrir y cerrar de ojos: se les acercan de noche con peces muertos enterrados en estacas y, cuando la bestia da el bocado, queda presa en la lanceta sin poderse zafar. El truco está en hacer estacas tan grandes que, una vez que entren en la boca del saurio, este no pueda abrirla más, pero tan pequeñas que lo inciten a dar el tarascazo. Luego, otros le enlazan la cola con cueros de buey, que llaman por aquí rejos, y se la tuercen hacia la cabeza. En ese momento otros meten la curva que han logrado hacerle a la cola entre un saco de henequén, y cuando el caimán se da por vencido, le amarran la trompa. No lo matan cuando hacen fiestas, porque para eso es que lo cazan.
+Las fiestas del caimán son en Semana Santa. O mejor, al finalizar la Semana Santa: el domingo de Resurrección, y a veces siguen hasta el domingo siguiente. Primero reducen, como queda dicho, una docena de caimanes cazados desde el domingo de Pascua y los encierran en un corral a cada uno. En el centro de los corrales hay otro corral más pequeño, donde encierran a una hembra. Los machos, apenas la huelen, se vuelven verdaderas fieras y empiezan a darles coletazos a sus corrales, que parece que ya los tumban, pero ni los mueven. Los negros los construyen sumamente fuertes. Tampoco les dan comida durante ocho días; de noche les echan un poco de agua en los lomos para refrescarlos y evitar que se mueran ahogados de sol, como dicen estos zafios. Mueren algunos. Los que quedan vivos ven aumentar su furia en cuanto van pasando los días sin alimento, y el domingo de Resurrección los animales están locos de verdad. No están agotados, porque son fieras muy poderosas, pero están listos para pelear.
+Entonces los sacan a una plaza que han hecho de vara en tierra. Todo el pueblo se reúne a mirar. Sueltan a los animales untados de la baba de la hembra y ellos comienzan a matarse entre sí. Se tiran coletazos a la barriga, porque es la única parte del cuerpo que no tienen blindada, y buscan romperse por dentro. Parece una pelea de gallos, como hay en tu tierra, o de toros, como hay en la mía. El pueblo grita y se emborracha. Apuestan lo poco que les pertenece: gallinas, días de trabajo, reses, solares, burros y hasta la mujer, si están muy borrachos. Siempre queda uno muerto y hay caimanes tan fuertes y que aprenden tanto en la pelea que, amarrados y alzados, los llevan de pueblo en pueblo a pelear en desafíos, como los llaman, tan célebres que en esas semanas nadie trabaja, ni le hacen caso al cura, ni la Policía se mete. Ha habido excomuniones y nada; estos naturales siguen con sus fiestas.
+Pero ahí no para la cosa. El domingo por la noche sueltan a los caimanes que no han muerto y los barnizan con brea, aceite y grasa de tren o manteca de manatí, y les prenden candela. Cuando sienten las brasas, los animales salen corriendo por el medio de la calle principal en busca del río. La gente grita como loca y apuestan a cuál llega primero. Dicen que fue invento de un cura para representar la huida del demonio cuando el Señor triunfa.
+—Es cierto que los caimanes —anotó doña Rosalba— se arrojan desesperados al agua con aquella piel ardiendo en llamas, pero no todos se salvan de las quemaduras. A veces, tal cual queda mal herido, como fue el caso del que mordió a mi padre quien, a resultas del hecho desgraciado, doctor, vino a morir después de días de dolores intensísimos también para nosotros sus deudos.
+—Lo siento —le dije con cierta timidez.
+—Él salió para San Estanislao, un pueblo que, como usted sabe, queda atravesando el canal, y que por mal nombre lo llaman Arenal. Un pueblo seco, muerto de tanto sol y de tanta gente pendenciera por lo goda. Yo no le estoy preguntando su política, doctor, pero le estoy diciendo la verdad. Por aquí los versos hablan de que Soplaviento y Arenal han sido buenos vecinos: el uno pone la yuca, y el otro el pechofino.
+—¿Pechofino? —me atreví a preguntarle.
+—El pechofino es un pescado al que también llaman arenque, enjuto y de mal sabor, más sapo que pez y, digamos, más de barro que de agua. Nosotros los de Soplaviento somos agricultores y como tales hemos defendido la tierra, pero allá en Arenal se la dejaron quitar de los ganaderos que llegaron con sus reses a abarcarlo todo echando alambre. Y usted sabe que, como dice la gente, el alambre es cerca de hambre.
+—Cierto.
+—Pero bueno. Iba, pues, mi padre para el pueblo vecino, cuando al pasar una medio charca que hay al otro lado del canal, en terrenos de Arenal, se topó con un caimán toreado que estaba más muerto que vivo y que no quería irse solo para el otro mundo. El bicho le mandó primero la palada con la cola y luego, de un tarascazo, le quitó una pierna. Los vecinos se hicieron los desentendidos, mientras mi padre se arrastraba herido y el caimán se iba con la pierna en la jeta. No pudo sobrevivir el hombre ni al desangre ni a la infección. Murió, sí, gracias a Dios, con el manto de Santo Tomás.
+—Lo siento mucho —alcancé a decirle con la misma timidez de antes.
+—Pero así es la vida, doctor —continuó doña Rosalba—. Mi padre trabajaba en la fábrica de mantequilla que funcionaba aquí en Soplaviento, porque en esa época había fábricas de mucha cosa: de velas de cebo, de quesos, de tejas y ladrillos de barro, y hasta de hielo. La de mantequilla era la más importante. Mi abuelo fue uno de sus fundadores. Él instaló el gran barril de descremación. Era una caja redonda hecha con la madera en que venían empacadas las importaciones de Europa que se vendían en Calamar, pueblo que llegó a ser muy rico y que tenía hasta hoteles con porteros de uniforme, taxis y orquestas para amenizar las veladas. Orquestas muy diferentes a nuestras bandas, que no sabían qué era un violín ni una partitura. El barril de descremación era una caja grande que tenía un ojo de vidrio por donde se veía lo que le iba pasando a la crema de leche por dentro: primero, blanca, pero después, grumosa y espesa. De un momento a otro se separa el agua blancuzca, llamada suero, de la mantequilla, que es amarilla. Por el ojo de vidrio se veía todo eso y la gente se arremolinaba para mirar a qué horas salía la mantequilla, porque el suero lo regalaban y el pueblo lo usaba para criar marranos y para levantar terneros. Antes, la gente rica era amplia. No le dolían los codos y le regalaba al pueblo lo que le sobraba. No ambicionaba tanto como ahora, con tacañería cismática.
+—¿Y quién era el dueño de la fábrica?
+—Don Julio Castillo —me contestó—, un hombre muy fino que compraba la leche de la región para sacar su mercancía. Era una mantequilla de fama, de gran fama. Se conocía como mantequilla de Soplaviento o de tarro, porque era enlatada. Mi abuelo les montó también la enlatadora, porque la gracia era que la mantequilla no se ranciara y pudiera llevarse a vender lejos. Y tan lejos llegó, que se ganó un premio en Roma, la capital del Papa. Hasta allá llegó su fama, y don Julio se puso orgulloso, pretensioso por merecedor. Le avisaron lo del premio, arregló las cosas y se fue en el tren. Todo el pueblo salió a despedirlo y a darle razones para que se las llevara al Papa. Doña Ernestina, la esposa del alcalde, le pidió que le trajera una astilla de la cruz de Jesús. El tren pasaba hacia Calamar a las nueve de la mañana y regresaba hacia Cartagena a las tres de la tarde. Se oía desde lejos, sobre todo ese día, cuando la gente estaba nerviosa y engalanada. Don Julio metió en el compartimento una caja de latas de mantequilla: la mitad para la Congregación del Santo Oficio, como le aconsejó el señor cura, y la otra mitad para el jurado. El pueblo comenzó a mover los pañuelos y las mujeres a secarse las lágrimas, y cuando don Julio sacó la mano por la ventana hubo gritos, pólvora y hasta desmayados. Don Julio había pagado doce cajas de ron para que el pueblo lo acompañara, pero las cosas no salieron como estaban previstas.
+—¿Por qué?
+—Porque imagínese que el barco en que viajó dio muchas vueltas por las Antillas y por las Canarias, y al llegar a Roma, cuando el hombre destapó las cajas, los asistentes casi se desmayan. La mantequilla, de tanto aguantar, olía a muerto, y el jurado terminó por declarar desierto el premio. Aquí se dijo otra cosa, pero la verdad fue que nadie salió a recibir a don Julio cuando regresó y eso lo afectó mucho, hasta el punto de que poco tiempo después cerró la fábrica.
+—Y de la vida del abuelo —pregunté después de un largo silencio—, ¿qué más se sabe?
+—Que duró varios años sin acordarse de su amada. ¡O vaya uno a saber qué pasaba en su corazón! Allá nadie se mete. Se sabe que anduvo con una mujer que vino de por allá de San Andrés, porque los barcos de San Andrés y Providencia llegaban hasta aquí, al propio puerto de Soplaviento, y óigame bien lo que le digo, doctor: atracaban aquí y no en Arenal. Venían también del Chocó, del mismísimo Quibdó y de San Francisco; bajaban por el río Atrato cargados de madera para hacer polines de ferrocarril, llegaban a Turbo y navegaban por las costas del Caribe, por todo eso de las islas de Tortuga, San Bernardo y del Rosario. Entraban a la bahía de Cartagena y, por último, se enrumbaban por el Dique hasta aquí. De aquí llevaban la mantequilla que le cuento y quesos, porque en el Chocó, por ser tan húmedo, no había reses. La mujer que le digo era la esposa del capitán, pero se enamoró del coronel, mi abuelo. Secretos también del corazón, ese tirano…
+—¿Y entonces?
+—Pues sucedió lo que tenía que suceder. En ese tiempo se estaba comenzando a construir el ramal del ferrocarril que partía para Medellín desde Soplaviento. Llevaban ya varios kilómetros y, precisamente, los polines que venían del Chocó eran para eso. Decían que Soplaviento, con esa gran obra, desbancaría a Calamar y sobrepasaría, según algunos, a la misma Cartagena. Y ocurrió una historia en ese tramo muy curiosa, doctor, muy curiosa, una historia nuestra. Mi abuelo vuelve a escribirle a su mulata y le dice cosas lindas que ella nunca recibió y que, por respeto a su memoria, no voy a divulgar ahora en público, a pesar de que quien las escribió murió hace mucho. Pero le habla de Soplaviento, y le escribe una carta de la que me gustaría leerle algunos trozos. Escuche:
+Mulata:
+Soplaviento también tiene su historia. Hace algunos días el suichero, don Luciano, se tomó unos rones y se le olvidó cambiar la dirección del suich, ese aparato que hace que el tren coja para un lado o para el otro, igual a las cascaritas que pone el destino.
+El tren venía de Calamar a las tres de la tarde. Hacía mucho calor; porque no había llovido en varios meses. Todo estaba quieto. El viento no corría ni por el Dique. La gente dormía, como en mi pueblo, la siesta. El tren no pitó ese día, como lo hacía siempre, y eso me hace pensar que también el maquinista venía dormido. La locomotora avanzaba a toda máquina. Tomó la carrilera que estaban construyendo y anduvo un tramo de unos cinco kilómetros, al final del cual se apilaba la tierra que sacaban los obreros para hacer la trocha. La máquina iba loca y el maquinista dormido, hasta que fue a estrellarse con el montón de tierra. Gracias a Dios estaba floja, y así la máquina entró entre ella hasta quedar completamente cubierta, amortiguando el golpe y evitando que se descarrilara.
+Los pocos pasajeros que iban despiertos gritaban y sus gritos despertaron a los demás, que también a gritos fueron a despertar al pueblo para que viniera a ver lo que había pasado. La gente llegó a mirar y a opinar, a admirar el tren sin máquina y a curiosear. Nadie se acordó del maquinista, porque no era del pueblo y ni siquiera conocido, hasta que alguien preguntó por él y entonces todo el mundo comenzó a sacar la tierra de encima de la máquina, para ver cómo había quedado el cadáver y poder hablar de eso en los siguientes años. La gente apostaba, ya que pueblo caliente y pueblo pobre es pueblo jugador: que si tendría los ojos abiertos o cerrados, porque esa era la gran prueba para saber si iba dormido o despierto. A nadie se le ocurrió que podía estar vivo. Se sacó toda la tierra que tapaba la locomotora, poco a poco, para que el difunto no fuera a cambiar de posición, y entre más sacaban más excitación había. Retiraron todos los escombros, pero el señor maquinista nunca apareció, ni muerto ni vivo, ni dormido ni despierto. No había nadie. No había ningún ser humano en la locomotora, y entonces comenzó la gran discusión. Unos opinaban que se había botado antes, cuando vio que la tierra se le venía encima: eran los que habían apostado a que estaba despierto y tendría los ojos abiertos; otros opinaban que el golpe lo había hecho caer en la caldera y que esta última lo había consumido: eran los que habían apostado a que había muerto. Los primeros organizaron una cuadrilla para ir a buscarlo por este rosario de ciénagas, caños, hundideros y sabanas, pero no encontraron ni siquiera una huella. La discusión entre unos y otros se fue acalorando y al rato, de vuelta al pueblo, todos comenzaron a tomar ron. Se hicieron partidos y hasta había jefes de uno y otro bando, y como en el pueblo de Soplaviento no hay conservadores, que son los partidarios del orden, la gente se dividió entre los amigos y los enemigos de doña Eufracia.
+—¿Doña Eufracia? —la interrumpí.
+—Doña Eufracia era una matrona que preparaba unas empanadas muy gustosas y que se vendían muy bien —me respondió con impaciencia—. Las preparaba con una masa blanda y crujiente, como las empanadas gallegas, pero en vez de atún les añadía un pescado que hace las delicias de este rincón del mundo, el coroncoro, y para sazonarlas les ponía un poco de huevo, un poco de ajo y el secreto mayor: anacardos molidos. Lo mejor, sin embargo, no eran las empanadas sino la hora que escogía para sacarlas, las once de la mañana, cuando se paga lo que pidan por un buen bocado, y mejor que la hora era Lucía, la hija, a quien todos llamábamos «la niña». Tenía los ojos negros de las moras, unas caderas que batía contra el viento y un pelo largo que se le quedaba a uno enredado en el recuerdo. Todo el mundo la quería y muchos la deseaban; no pocos le compraban la empanada por hablar con ella y verla sacar de su delantal los trueques: tenía que encorvarse para encontrar las monedas en el fondo del bolsillo, y eso hacía que todos le dieran piezas gruesas y ella rabiara. Hasta que a doña Eufracia le dio por vender sus empanadas en el pueblo de enfrente, en Arenal, y hasta ahí hubo calma y dicha. La gente se dividió entre los que opinaban que tenía derecho y los que alegaban que era una traición a Soplaviento, un pueblo al que según se afirma bautizó el mismo Bolívar cuando pasó por aquí en sus recorridos y dizque dijo que en sus calles soplaban buenos vientos. Arenal, en cambio, fue bautizado por un cura que los feligreses no querían porque era amujerado.
+Doña Rosalba se levantó de la mecedora de cucaro donde estaba sentada, me pidió permiso para ir a la cocina y al rato regresó con dos tazones de café cerrero. Me ofreció uno, se sentó de nuevo y, mientras saboreaba el suyo, tomándoselo muy despacio, prosiguió la historia.
+—«La niña», muy buena hija y muy obediente, pasaba el río con su canasto lleno de empanadas y todos los vecinos de allá salían a recibirla al puerto, para envidia de los de aquí, que también salían a mirar desde la playa. Unos decían que tenía libertad y derecho de hacerlo y otros que no. En la calle todo era rumor cuando ella salía, y la discusión se encendía hasta que la siesta llegaba como un bálsamo a cambiar los ánimos. ¡Y fíjese cómo es la vida! Los que opinaban que al maquinista lo había consumido la caldera eran los mismos que opinaban que «la niña» no podía ir a vender las empanadas a Estanislao, y los otros, los que respetaban su derecho, fueron los mismos que organizaron la cuadrilla para tratar de rescatar al hombre.
+—Pero no me ha vuelto a hablar de don Vidal González, el abuelo —le dije para provocarla—. ¿Al fin cuándo llegó a Soplaviento?
+—Cuando mi abuelo llegó por estas latitudes traía la guerra de los Mil Días a sus costillas, doctor. Muchos de los guerreantes se refugiaron en estas tierras cuando fueron derrotados y otros, los ganadores, llegaron a hacer fortuna, aprovechando que tenían Gobierno. Fue el caso del general Robles, que venció a los conservadores en el mismo Mahates y se quedó a vivir aquí, aunque con derecho, porque él era de la Media Luna. Pero se quedó bajo el mando de sus antiguos enemigos, como administrador de la tienda del ingenio de Sincerín, llamado Central Colombia. Pomposo nombre que le dieron los godos para decir que todo lo de ellos era colombiano y que todo lo colombiano era de ellos. Ese ingenio, el más grande, fue fundado por los Vélez Daniels, una familia netamente conservadora, y uno de sus miembros, el general Joaquín Vélez, fue uno de los vencedores de la guerra. Fundaron el ingenio antes de la guerra y por eso el ferrocarril también nació antes de ella, porque se necesitaba para sacar el azúcar. Pero lo fundaron con los liberales nuñistas y por eso lo llamaron Central Colombia. Cuando otro de los vencedores, el general Reyes, pasó por aquí, no quiso bajarse en Soplaviento por ser un pueblo liberal. El tren llegó, todos estaban en la estación, todo estaba listo, los discursos, la champaña fría —se había traído hielo desde Cartagena—, la gente endomingada, los músicos ensayados, y el tren no paró, no paró ni a tomar agua, como siempre lo hacía. Por puro sectarismo. Mi abuelo escribió algo muy diciente al respecto —añadió mientras abría otra vez el rollo—. Oiga y verá:
+Mulata:
+Hay en estas soledades dos pueblos que rivalizan a muerte desde la guerra. Uno se llama Puerto Escondido y en él hay un arsenal, y el otro se llama Lado Solo y allí hay un contingente organizado pero sin armas. Cada cual tiene sus jefes, sus generales y sus oficiales. La gente vive atemorizada de que cualquier día vuelva a estallar la guerra, así uno tenga sólo los hombres y el otro sólo las armas, y por eso fue que a don Nicanor Rey le dio por fundar otro pueblo, que se llama El Medio. Pero se quedó fundado porque no se mueve. No hay comercio, no hay industria, no hay civilización. Los nativos están acostumbrados a que sin guerra no hay progreso y prefieren afiliarse a uno de los dos bandos con tal de que alguien los proteja, ya que Puerto Escondido es liberal y Lado Solo es conservador. Este se formó en el sitio donde el general Robles, liberal, derrotó al general Bedoya, conservador. Lo iba a matar. Le rompió la espada y le dijo: «General, te voy a fusilar». El general Bedoya le contestó: «General, no estoy de acuerdo». Entonces Robles no lo fusiló sino le concedió la ley de fuga. Sin embargo, avisados los soldados, erraron los tiros y Bedoya se fue con su gente a Lado Solo. Allá se estableció sin armas, porque las armas fueron confiscadas por el general Robles y fueron ellas las que garantizaron la vida de Puerto Escondido, que está cerca de Soplaviento.
+—Y mire, doctor, lo que dice el abuelo en la última carta que le escribió a su enamorada. La escribió en 1936, un año de esplendor y brillo del liberalismo. Mi abuelo llegó a pensar entonces que la guerra no había sido inútil y, gracias a Dios, murió con esa creencia:
+Mulata:
+El tren es el gran invento del siglo. La historia nos recordará como la Edad del Tren. A Soplaviento llegó en el año 1895, antes de la guerra, que a pesar de la barbarie lo respetó, porque nunca lo utilizó ni como recurso ni como botín. El momento más importante del tren fue hace poco, cuando llegó aquí un presidente liberal, el doctor Enrique Olaya Herrera. Al doctor Olaya le gustaba el tren. Su candidatura se lanzó en el Hotel Estación del Ferrocarril, en Puerto Berrío, un puerto sobre el Gran Río de la Magdalena, un río que no tiene similar o equivalente en Cuba… La tribuna para recibirlo en Soplaviento se había preparado con varios días de anticipación, y aunque muchos creían que el señor presidente no iría a apearse en el pueblo, nosotros, los que lo conocíamos, creíamos que no nos defraudaría, y más sabiendo que el general Robles lo esperaba con su espada y su uniforme francés, junto con el general Manuel de Jesús Álvarez, también guerrero de los Mil Días y un egregio patriota.
+El tren llegó aquel día a las tres de la tarde, resoplando como siempre, pero más limpio y engalanado que nunca. Se detuvo y nosotros, los antiguos luchadores de la guerra, entramos a la cámara donde viajaba Olaya Herrera a darle la bienvenida. Nos saludó muy serio, como era, y nos preguntó, como para decir algo, si estaba haciendo calor. «Sí, presidente, a esta hora nunca baja la temperatura de cuarenta grados», le dijimos. Se paró, se puso el saco de su traje blanco y salió a la escalerilla. El pueblo lo recibió con vivas, pólvora y música de banda tocando «La Emancipadora», una pieza que se toca desde la época de Bolívar. A continuación, el general Álvarez leyó su discurso, que fue respondido por el presidente, y cuando las mujeres sirvieron el almuerzo, los vecinos de Arenal comenzaron a hacer sonar su banda con la «Marcha Militar Número 2» de un tal Miguel Espeleta, que los conservadores veneraban. Nosotros no quisimos darle importancia al asunto, pero el presidente preguntó y hubo que contarle que el pueblo vecino era conservador. Él dijo: «No importa, ahora somos todos de la Concentración Nacional», y dejó la cosa así. Pero nosotros nos quedamos con la espina, y cuando el presidente se fue, los jóvenes, que andaban detrás de la hija del general Robles, que de puro ser perseguida y acosada murió siendo señorita, fueron y golpearon brutalmente al director de la banda. Mal hecho, muy mal hecho, los regañamos los mayores, aunque por dentro la acción nos gustó porque nos dijo que el liberalismo aguerrido estaba vivo. El único que no se mostraba satisfecho sino, por el contrario, muy bravo, era el general Álvarez.
+El general Álvarez era hombre muy ilustrado. Conocía la historia, pero sobre todo la de Roma, y por eso era siempre el escogido para hacer los discursos de bienvenida a todos los visitantes ilustres que llegaban al pueblo. Sabía matemáticas, porque había sido artillero; sabía anatomía, porque había estado convaleciente durante mucho tiempo en un hospital después de la guerra; sabía inglés, porque traducía los instructivos que la dirección del ferrocarril, que es de una compañía americana, le enviaba al jefe de la estación. Él era el faro de este pueblo. Fundó escuelas porque sin la luz del conocimiento, decía, no puede vivir la inteligencia. Casi todos los muchachos iban a la escuela del general, que él sostenía con su pensión de militar retirado, y cuando los primeros acabaron su primaria, se los llevó para Cartagena y los matriculó en el colegio Rafael Núñez, para que hicieran su bachillerato. Esos muchachos cogían el tren los domingos a las tres de la tarde y regresaban el sábado a las siete de la mañana. La compañía del ferrocarril aceptó llevarlos sin pagar pasaje a cambio de que ellos, que son como cincuenta hoy día, ayudaran a empujar en las lomas de Turbaco, donde siempre se cansa la locomotora. La verdad es que se trata de una disculpa para no decir que el tren regala pasajes. Para los muchachos es una diversión, porque el viaje resulta muy monótono. La gente quiere el tren, pero opina que si se hacen cuentas es lo mismo que ir en burro, ya que llegan a La Matuna a las siete de la noche, cuando ya no hay oficinas ni almacenes abiertos. El sábado compran las mercancías que van a buscar o hacen la diligencia que fueron a hacer, y tienen que regresar el domingo.
+Pero el tren y la educación están unidos aquí, en Soplaviento, indisolublemente. El tren trajo las fábricas de mantequilla, jabón y teja de barro, y hasta hielo últimamente; las escuelas han dado los trabajadores que mueven las fábricas, fomentándolas y haciéndolas progresar. El país entero debe aprender de esta sociedad porque entre el tren y el trabajo, fuente de la riqueza, la educación y la sabiduría, los dos sumados hacen la felicidad…
+—Hasta aquí mi abuelo, doctor. Fueron sus últimas letras. Murió a los pocos días, mas la felicidad, digo yo, no duró mucho, porque las fábricas fueron quebrando pero no las escuelas, de manera que Soplaviento se convirtió en una fábrica de doctores. Los muchachos que se educaron en Cartagena y que regresaron a trabajar en las fábricas, cuando estas fracasaron se volvieron maestros y en el pueblo se abrieron escuelas por todas partes: en todos los locales públicos, en las bodegas abandonadas, en las casas de todas las solteronas y viudas jóvenes, cada bachiller quería tener su propia escuela y sus propios alumnos. El general Álvarez era el rector de todos los establecimientos de enseñanza, pero los niños ya no soñaban con ser maquinistas y fogoneros sino con ser contabilistas, cardistas, secretarios, superintendentes. Nadie quería ganarse la vida en labores materiales, al sol, en trabajos que produjeran callos en las manos. Era por eso que los estudiantes, cuando se graduaban, no encontraban oficio distinto al de maestros, y prueba de que lo que le digo es cierto es que hoy, doctor, todos los viejos de este pueblo son pensionados del sector educativo.
+—Increíble —le dije, y me sentí como un estúpido.
+—¡Porque claro! —siguió doña Rosalba, sin pararle bolas a mi comentario—. Una vez que Bocas de Ceniza comenzó a funcionar como tocaba, la carga ya ni llegaba a Cartagena y, por lo tanto, no tenía que salir por aquí. Barranquilla se volvió la Puerta de Oro, el Dique se acabó y el ferrocarril perdió importancia. Dicen que fue así porque el doctor Jorge Leyva vendió los rieles. Mentira: esos rieles terminaron en Puerto Berrío. Dicen que también vendió el puente giratorio que había sobre el canal y que permitía que el tren pasara al otro lado. Mentira: todo ese fierro se lo llevaron para hacer el puente de Girardot. Tampoco fue la causa el cambio de locomotoras. Hay gente que dice que las viejas eran de mejor acero que las nuevas y que las calderas antiguas tenían más presión, y alguien llegó a sostener que las de antes conocían el camino y no necesitaban maquinista. La verdad fue que el contrato de concesión se cumplió, que los ingleses se fueron y que el tren quedó en manos de los políticos de Bolívar y del sindicato de ferrocarrileros. Y entre ambos se repartieron el botín, un botín que ya no daba porque, como le digo, la carga ya no pasaba por Cartagena.
+Doña Rosalba se quedó pensativa. Del patio de atrás de la casa nos llegaba la alharaca de los loros que revoloteaban entre los naranjos y los tamarindos. Yo me puse a escribir pendejadas en mi libreta de apuntes, dándomelas de muy sabiondo, y de pronto ella, como si acabara de regresar de un largo viaje, retomó el hilo de su historia.
+—Yo era una polla volantona cuando el tren pitó por última vez. Todos veníamos llorando con la noticia desde hacía varios días, pero todos guardábamos la esperanza de que el Gobierno se arrepintiera y de que el tren siguiera pitando, porque ese pito marcaba nuestra vida. El tren era el que ponía los días, el que los abría a las siete de la mañana y los cerraba a las tres de la tarde, ya que antes de las siete no había amanecido y después de las tres todo el mundo jugaba dominó. La última vez nos encontrábamos todos en la estación para despedirlo, como si fuera un presidente o un rey. Llegó como siempre, esforzándose, resoplando, pero cumplidor y alegre. Todos querían tocarlo, todos querían un pedacito de vagón, y así la gente comenzó a arrancarle de un lado y de otro. El maquinista se asustó, soltó la máquina y el tren arrancó por última vez, lento, lento, luego rápido, más rápido y pitó, dejó ese pito ahí tirado sobre la estación, y se fue. Si es triste el pito del tren, doctor, imagínese cómo será de triste cuando uno sabe que no va a volver a oírlo. El tren se fue y llegó la Policía, porque desde el otro lado, desde Arenal, los mandamases hicieron correr la bola de que los de Soplaviento lo iban a desvalijar y a quemar, y entonces el comandante decidió intervenir para evitar, según sus palabras, «acontecimientos desgraciados». Nosotros sabíamos por quién, para qué y por qué habían sido mandados los policías, que eran por aquellos días hampones uniformados sacados de las cárceles para acabar con los liberales. Vinieron, pues, declararon nuestro luto una asonada y nos dieron garrote hasta que se cansaron. La gente quedó aporreada, pero sobre todo ardida, y como las cosas mal hechas no se olvidan, una noche me invitó un muchacho de Arenal a una fiesta. Yo le dije que no, que eso no se podía, pero él, empeñoso, me fue ablandando hasta hacer camino y yo le dije que bueno, que sí pero que sólo un rato. A mis hermanos los engañé con el cuento de que me iba para donde unas amigas, pero ellos ya estaban avisados y sin que yo me diera cuenta me siguieron y encendieron la batalla.
+No se necesitaron palabras. Trompadas para lado y lado, chichones, gritos, groserías, sangre. A las primeras gotas derramadas por los muchachos de Arenal, las mamás llamaron a la fuerza pública, que llegó, como siempre, medio borracha. Los pelados de Soplaviento, sin embargo, no se amilanaron sino que, por el contrario, se envalentonaron y comenzaron a darles semejante muenda a los agentes. Los tenían reventados, hasta que uno de ellos sacó el revólver y comenzó a disparar a la loca. Murió un muchacho nuestro y la guerra estalló. Todos nos vinimos, pero la pelea quedó casada y a los pocos días hubo otro muerto de allá. Y una noche, sabiendo los muchachos que quien protegía a los de Arenal era la Policía chulavita, se le metieron al puesto. No había sino un sólo uniformado, porque los demás se habían ido a cobrar el sueldo a Cartagena, y al que quedó de guardia, doctor, lo encontraron vestido de mujer con el vaquero de una hacienda. La sorpresa de todos fue tanta que nadie pudo hacer nada.
+—¿Y usted? —le pregunté sin mucho tacto.
+—Pues fui la gran perdedora, porque a resultas de tanta discordia, los muchachos de aquí creyeron que allá, en Arenal, sus enemigos me habían perjudicado, y los muchachos de allá siempre me consideraron una de las de aquí, de Soplaviento. Total: moriré señorita, doctor, como la hija del general Robles, a quien ojalá mi Dios proteja en el cielo.
+TOÑITO FUE EL ÚLTIMO NIÑO bautizado por la cruzada evangelizadora del padre Eustaquio. La prueba es que todos sus amigos menores llevan nombres que no son de cristiano: Bryan, Wilmer, Hayler. Los curas franciscanos pasaban cada año bautizando a los que habían nacido y casando a sus padres. No volvieron desde que aquellas tierras del río Atrato se vieron inundadas de paisas que llegaron a montar aserríos para llevarse la madera y después dedicarse al narcotráfico. La vida no volvió a ser la misma de aquellos días en que las mujeres le cantaban a San Lorenzo para que el viento soplara y se llevara la cascarilla del arroz que iban pilando.
+Toño se crió en la orilla del río Chajeradó. Aprendió a nadar antes que a caminar y se fue haciendo niño mirando a las mujeres en currucas lavar ropa sobre tablas de madera, ya que en esa tierra no hay piedras; una piedra es allá un tesoro. No fue a la escuela porque no había y porque a nadie le interesaba aprender a leer habiendo radio. Los viejos sabían sólo sumar y restar para saber cuánto les debían los aserríos de Riosucio, tres días aguas abajo, donde les compraban la madera. Toñito ni nadie sabe cómo ni por qué un día llegaron incendiando las casas. Todavía tiembla de miedo cuando cuenta lo que ha vivido desde aquella madrugada.
+Yo estaba haciendo un trompo porque me había aburrido de los barcos y de las cometas. La cosecha de arroz no había llegado y por eso teníamos tiempo para jugar. Porque cuando llegaba el arroz, se venía como una creciente del río y no había lugar dónde guarecerse para descansar. Los hombres grandes lo cortaban con machete, y las mujeres lo arrimaban al pueblo. Los niños hacíamos mandados, y no nos dejaban quietos; a los hombres había que llevarles biche para que no se aburrieran y a las mujeres agua con limón para que aguantaran el sol. Lo malo de ser niño es que todos los trabajos que a nadie le gusta hacer los tenemos que hacer nosotros, y cuando todos se echan a descansar, uno tiene que seguir haciendo mandados.
+Hacer trompos es difícil. No hay con qué redondearlos para que se queden dormidos sin derrotarse. Los mejores son de chachajo, un palo duro para trabajar, que por eso mismo dura. A mí me gustaba más hacer barcos y soltarlos río abajo a que encontraran su destino. Me gustaba acompañarlos desde la orilla hasta que se perdieran de vista. Los motores que suben y las trozas de madera que bajan me ahogaron muchos barcos, pero yo seguía haciéndolos porque quería que alguno llegara al mar. Todas las aguas van al mar, decía mi papá; y mi abuelo creía que se iba a morir allá. Es verdad: el río todo se lo lleva al mar, ya sea los chopos que tumban los rayos, las cosechas de arroz que se desbarrancan, la ropa y los tenis que se dejan secando a la orilla, los animales que se confían. Hasta la basura que uno bota, al mar llega.
+Hice en palo de balso todos los barcos grandes que pasaban por el Atrato y que miraba cuando acompañé a mi tío Anselmo a bajar unas trozas de cativo a Riosucio, donde las negociaba. Allá los barcos son grandes como casas, tienen techo, estufa y televisión y adentro hasta se crían gallinas. Uno puede vivir en ellos toda la vida, sin bajarse, porque, ¿a qué se baja uno si todo anda con uno? Van hasta Cartagena jalando madera y vuelven trayendo remesa y loza, y duran hasta dos días en llegar y dos días en volver. Mi tío me decía que había barcos más grandes que esos en el mar, pero yo no le creía. No le creía, aunque él era mi amigo y me había enseñado a caminar el monte, que tiene su maña. Una culebra mapaná mata un novillo mientras uno mira dónde lo mordió; un tigre mariposo puede romper de un puño una panga; una espina de chonta atraviesa una bota de caucho de lado a lado.
+Mi tío Anselmo había andado mucho por el mundo. Conocía Quibdó y conocía Istmina, donde corren las aguas al revés y van al otro mar, y había trabajado en el aserradero de la boca del río León, que recoge la madera de todos los ríos. Un día entró en disgusto con los patronos porque no querían reconocerle una plata que le debían. Se fueron a las malas y mi tío, que conocía el daño que puede hacer una rula, le zampó dos planazos al encargado y lo dejó boqueando como un pescado embarbascado. La Policía dio en perseguir a mi tío y por aquí llegó y no volvió a salir.
+Sin embargo, vino sabiendo cómo era el cuento de las maderas. Hacía cuentas: aquí nos pagan a tanto, en Riosucio vale tanto, en el río León vale tanto y, ¿cuánto no valdrá en Cartagena? Se puso de valiente a sacar cuentas y a contárselas a los aserradores del río Curvaradó, y por eso lo mandaron matar y lo mataron: lo ahogaron a palazos. Salió a los tres días por allá abajo, en las bocas del Murrí, hinchado como un manatí y blanco como paisa descolorido. Mi abuelo dijo que esa muerte se debía dejar quieta, porque la venganza trae más muertes. Pero no le hicieron caso. Hubo muertos de aquí y de allá, hasta que el negocio de la madera se acabó.
+Un día pasaron los guerreros, gente que maneja el monte y maneja los fierros. Nadie los conocía: venían de travesía y traían dos heridos, flacos y acabados como el santo Cristo de Buchadó. Pidieron ayuda. Al que llega al pueblo se le curiosea, aunque siempre se le ayuda. Descansaron, comieron, lavaron ropa y durmieron. Se veían nerviosos por los heridos, que cada noche se miraban más blancos. No valieron remedios, ni aguas, ni hierbas, ni rezos. Se murieron porque tenían ya poca sangre. Los enterramos en el cementerio, por ahí disimulados, y el comandante nos dijo que no podíamos decirle a nadie.
+—Si lo hacen —añadió—, volvemos, y no a preguntarles qué pasó.
+Pero el tiempo pasó y vinieron otros tiempos peores. La gente del río Curvaradó aguantó tres años comiendo arroz y mazamorra de plátano, porque no quería vender su madera regalada, hasta que llegaron otros paisas con su mochila llena de negocios y lo pintaron todo facilito y pulpo; mucha gente se matriculó en esa suerte y aceptó entrarle al negocio de la coca: sembrarla, trabajarla y meter los billetes entre la mochila. No había ni riesgos ni pierdes. Se trabajó bonito al comienzo, los afueranos cumplían y pagaban. Yo me fui dando cuenta de todo porque ya estaba volantón y mi ilusión era salir del río, conocer Cartagena, mirar el mar. Era lo que soñaba.
+La coca es un negocio que tiene la fuerza del agua cuando la atajan. A la gente que se mete con ese mal, mal le va. A mi mamá no le gustaba el vicio de vivir detrás de los billetes, pero hubo gente que vio por ahí un hueco para salir adelante y se comprometió hasta el mango del hacha, como dicen. Yo no sé cómo sería. Lo cierto es que un día los compradores llegaron armados y hablando duro.
+—Pagamos a tanto, y si no les gusta nos importa poco. Además, ya sabemos que ustedes colaboran con la guerrilla y queremos advertirles que eso no lo permitimos más.
+—El trato no era ese —les dijo mi abuelo—. Si ustedes no pagan lo prometido, aquí no se tienen más negocios con ustedes —y todos los hombres grandes estuvieron con él.
+—¡Guerrilleros de mierda! Por eso es que no quieren colaborar con nosotros —volvieron a decir los diablos.
+Era gente muy cismática, que nada permitió. Tocó aceptar que pagaran la mercancía al precio que les dio la gana y se fueron sin despedirse. Todos creímos que las cosas habían quedado así, sin más peleas, en puras amenazas, pero mi abuelo nos aterrizó:
+—No, esos diablos vuelven; es mejor guarecernos en la montaña.
+Y volvieron. En la noche de ese día mi abuelo se levantó muchas veces; yo pensé que los orines no lo dejaban dormir, porque él siempre se levantaba tambaleando, salía al jardín y volvía descansado. Aquella vez, sin embargo, fue distinto. Tampoco los animales estuvieron quietos, y yo me dije que si los perros no ladraban era que ya no llegaba nadie. Entre oscuro y claro me acuerdo que se oyeron los primeros gritos:
+—¡Guerrilleros de mierda! ¡Los vamos a quemar en los ranchos! ¡Salgan para verles la cara!
+Mi abuelo alcanzó a decirme:
+—Métase entre los costales del arroz y no se rebulla, que ahí no le pasa nada —y salió.
+En la puerta lo mataron; cayó casi al lado mío; yo ni siquiera pude darle la mano para quedarme con su último calor.
+Después fueron sacando a los mayores y amarrándolos uno con otro como trozas para echar al río. Las mujeres gritaban y rezaban y los niños corrían sin saber para dónde. El jefe de los diablos disparaba como si fuéramos guatines. Yo no me podía mover, el aire no me pasaba y el poco que me pasaba hacía un ruido que me hacía bullir de miedo. Todo eran carreras de unos y de otros, el pueblo era un sólo dolor. Como mandado por mi abuelo, me desencostalé y corrí a buscar salida al monte. Los disparos me seguían, nadie corría para el mismo lado, los diablos disparaban a la loca. Los muertos quedaron en los patios, en el puerto, entre las casas. A quien cogían con la mano, lo mataban a machete. Yo no sé de dónde me salió tanta carrera. Me caía y era como si me hubieran botado en un colchón; me espinaba y era como si me hubieran hecho cosquillas.
+Corrí hasta donde dejé de oír gritos, muy lejos del río. Creo que por allá nunca habían pasado cristianos, porque la maraña era oscura de lo puro espesa. Tanto corrí que la noche llegó rápido, y entonces fueron los mosquitos los que me arrinconaron. No había manera de salirse de la nube que hacían alrededor de uno. Parecía que se podían coger a manotadas, pero ninguno quedaba en mis manos, y cuando dejaron de atormentarme, comenzó el frío. Yo casi nunca había sentido frío y esa vez lo sentí porque llegó acompañado del miedo. Miedo a que alguien llegara y miedo a que no llegara nadie. Miedo a la noche y miedo al tigre. Miedo a los muertos que habían matado, miedo a que hubieran caído mis papás y mis hermanos. Miedo a que no los hubieran matado sino que anduvieran perdidos por esos andurriales. El miedo siempre escoge con qué cara lo quiere a uno mirar. Lo peor es cuando lo mira con varias caras y uno no se le puede esconder a ninguna.
+Me desperté cuando el sol ya estaba calentando. El miedo se había quedado entre la noche, y entonces fue el hambre la que llegó a acorralarme. Yo dije: mejor morirme a que me maten, no salgo. Y aguanté así, buscando pepas todo el día para matarla, pepas que mi abuelo me había mostrado. Pero con la noche llegó otra vez el miedo y no llegó solo, sino de la mano del dolor de tripa. Esa noche los ruidos de animales grandes se vinieron cuando los mosquitos se fueron. Estaba el runruneo de los búhos, que no me daba miedo. Estaba el gruñido del mariposo, que hacen los micos para que el tigre no se acerque. Los gruñidos son tan iguales que ni la tigra se da cuenta. Un rato los sentía por allá, y al otro rato por acá, más tarde habían cambiado de sitio, y después volvían a aparecer por donde habían llegado. Me encomendé al Cristo de los Milagros y así, acompañado, me quedé dormido.
+Cuando amaneció me levanté y me dije: no, mejor salir a buscar la muerte que dejar que venga por mí. Sin embargo, ¿para dónde coger si había dado tanta vuelta que ya no supe ni por dónde había llegado? Las aguas lo llevan, recordé que mi abuelo me había dicho. Y siguiéndolas fui llegando a corrientes más gordas y así, poco a poco, al río y por su orilla, al pueblo, donde todo estaba quieto, vacío y no se oía pasar ni el viento. Nadie había para darme razón de quién había quedado vivo. A los muertos alguien los había desenterrado y los perros los habían desparramado por todas partes. Me eché a llorar en el sitio donde habían matado a mi abuelo; ni él ni ninguno de los cuerpos de nosotros estaba por ahí, pero los rastros de las sangres llevaban al río. Lloré mucho, mucho, y entonces arrimé a la playa y esperé a que alguien me llevara hacia abajo. Pero ninguna panga, pequeña o grande, arrimaba a la orilla, así yo le hiciera señas y le gritara y le gritara. Nadie quería saber nada de lo que había pasado en el pueblo para no tener que dar cuenta a la ley de lo que había visto. Todo el mundo sabía y nadie quería saber.
+Eché a caminar río abajo por la orilla hasta que me quité el pueblo de encima. Por la tardecita, de pronto, un motorista se apiadó y me recogió en su panga. Los pasajeros venían hablando del fracaso del pueblo, de lo que nos habían hecho, y alguien dijo que a los muertos los habían tirado al río para que nadie los reconociera; que a unos los habían rajado para que nunca boyaran; que a otros los habían botado enteros y que estos, al tercer día, salían a flor de agua en la Moya de los Chulos, que por eso así se llamaba. Decían que los chulos navegaban sobre los muertos inflados como vejigas, hasta que a picotazo limpio los reventaban y el difunto se profundizaba entre las aguas. Comencé a rogar porque a mis papás no los hubieran rajado ni que los chulos los hubieran reventado, para poder hacerles siquiera un alabado. Al poco rato llegamos a la Moya y yo le dije al marinero que me dejara ahí. No estaba solo. Había gente del pueblo esperando el tercer día para ver quién llegaba. Las mujeres rezaban en un altar que le habían hecho al Señor Milagroso; los hombres bebían biche y hablaban sin hacer ruido. Todo mundo con la esperanza de recoger su muerto y enterrarlo en tierra. Una vecina mía, doña Edelmira, juraba y rejuraba que los muertos que se hunden en el agua se vuelven pescados.
+A la tarde llegó el primer finado, don Anastasio, el dueño de una tienda llamada Mi Orgullo. Lo sacaron. Parecía que lo hubieran cebado, por lo gordo, y no tenía ojos. Lo sacaron a pedazos, le rezaron y al hoyo. La familia no se hallaba. Al rato llegó un primo mío.
+—Ese es mío —grité.
+Me lo sacaron y me ayudaron a enterrarlo. Yo me sentí importante, porque todos me dieron el pésame, y triste, porque era mi propia sangre.
+A la madrugada comenzó la cosecha. Llegaba uno tras otro, tantos, que los huecos que se habían abierto no alcanzaron. Sólo se oían los «ese es mío», «ese es mío». Hacía frío de ver tanto muerto. Aunque mi gente, la que yo esperaba, no llegó. Cada muerto era la ilusión de que fuera mi papá, mi mamá, mis hermanos. Pero no. Ninguno, por más que mirara y mirara los que iban arrimando, y tratara de que alguno fuera el que esperaba. Uno necesita el cuerpito del muerto para poder llorarlo, y para que descanse ese arrebato que le deja a uno el finado por dentro. Sin muerto, el muerto sigue vivo. Un muerto da vueltas alrededor de los vivos como los tábanos alrededor de las bestias.
+Esa tarde llegaron los diablos y dijeron que estaba prohibido pescar los muertos, que había que dejarlos seguir río abajo y que si alguien desobedecía la orden lo echaban a hacerle compañía al difunto que sacara. Con la última familia que quedó, los Mosquera, nos fuimos en la línea. No hubo nunca más. Al poco tiempo llegamos a Vigía del Fuerte. La panga se acercó y alcanzamos a ver que el cuartel de la Policía, la Alcaldía, la Caja Agraria, todo estaba derrumbado y todavía echaba humo. Alguien dijo:
+—Fue la guerrilla retaliando por lo del río Chajeradó. —Y nadie volvió a hablar.
+Mi abuelo —me dije— tenía razón.
+Por el río bajaban las tarullas despacio, y el motor runruneaba y runruneaba. Medio dormido, me despertó un golpe sobre una de las bandas de la panga: era una ola que casi nos hace dar el bote. Me restregué los ojos porque no entendía dónde estaba. El río se había vuelto una ciénaga grandísima. El marinero dijo:
+—El golfo está picado —y diciendo eso aparece de porrazo el golfo, es decir, el mar. Me puse arrozudo de verlo y sobre todo de olerle ese olor que viene de sus propias profundidades. Me dio por abrir los brazos como los pájaros y por llorar como un recién nacido; sentí como si esa inmensidad me bañara la pena. Al rato desembarcamos en Turbo, donde arreglé con el patrón para que me llevara a Cartagena a cambio de lavarle la panga y de ayudarle a atracar donde fuera arrimando.
+Toñito llegó al hospital entre la vida y la muerte. Yo cumplía mi turno de urgencias y lo recibí en coma. Había estado en el agua tanto tiempo que se encontraba al borde de una hipotermia fatal. Lo reanimamos y poco a poco lo fuimos sacando del hueco y devolviéndolo a la vida.
+La historia es corta: Toñito se había escondido en un barco de bandera turca que zarpó rumbo a Nueva York, y al rato los marineros lo descubrieron y el capitán ordenó botarlo al mar. Toñito no opuso resistencia, sino que le dio la cara al agua y no se dejó empujar sino que se echó solo. No le tenía miedo al agua porque había nacido en ella y desde niño la manejaba. Pero un barco es un barco y puede tener veinticinco metros de alto; el agua lo azotó, pero no lo reventó. La turbulencia de las hélices casi lo ahoga, aunque él sabía que a las corrientes no hay que contrariarlas y se dejó llevar por ellas hasta que el barco se fue alejando y la calma retornó.
+Flotó mucho tiempo; entendió que nadando no podía llegar a la playa. Eso lo salvó de la desesperación. Duró sobreaguando más de tres horas, hasta que unos pescadores que regresaban de las islas de Barú lo rescataron, según ellos, muerto. Lo frotaron con aceite de tortuga para sacarle el frío y le dieron agua de coco hasta que volvió a respirar. Sin embargo, respirar no era lo mismo que revivir y por eso me lo trajeron al hospital, donde me fue tomando confianza. Yo lo acompañaba a comer y él me miraba con su miradita agradecida. Me contó que había resuelto irse de Cartagena para donde «el viento fuera», porque en Cartagena lo habían tratado de «incendiar».
+Yo vivía con una gallada en la calle. Nos rebuscábamos por donde podíamos. Éramos cuatro: tres nacidos en el Chocó y uno nacido en un pueblo llamado Chengue, en los Montes de María. Comíamos lo que el día nos procurara. Por la noche dormíamos en la puerta de los almacenes finos, en los cajeros de plata y hasta debajo de los carros. Nos vivían sacando a palo de todas partes porque decían que ensuciábamos, que olíamos feo, que robábamos. La ley nos mantenía derrotados y siempre de huida; los guachimanes nos daban patadas si nos dejábamos apañar. Nos pareció muy buen negocio vender aceite de coco en la playa, pero nunca se pudo. Ahí los enemigos eran los vendedores que habían arreglado con la Policía y le pagaban para poder vender ellos solos. A los hoteles no podíamos arrimar porque ahí contratan sapos con guayacán de día y machete de noche; los turistas a veces querían darnos plata y la ley no los dejaba. Decían que metíamos basuco y que más encima vendíamos coca. ¿Coca? ¡Si no teníamos para comer! A veces chupábamos sacol contra el frío y contra el hambre, porque el sacol es una cobija que quita el frío y seca la tripa. Los que venden coca y marihuana son la Policía y los guachimanes.
+El parche había salido del barrio Mandela, a donde llega todo el que no tiene casa. Cuando la panga me dejó en el puerto de Cartagena, lo primerito que hice fue ir a buscar ese barrio. El marinero me dijo:
+—Vaya que allá algo consigue, y hasta puede encontrar a su papá y a su mamá.
+Se me alegró el alma de sólo pensar en volverlos a ver, aunque fuera por un ratico. Es lo que uno quiere de la gente que se va: volver a verla para decirle que uno está vivo. A mí me atormentaba pensar que a mi gente la hubieran matado creyendo que a mí me habían matado. Eso los hubiera puesto más tristes. Aveces me conformo pensando que los diablos no les dieron tiempo de pensar en nada.
+En el Mandela hay miles de familias. Todos han llegado de huida, dejando el camino de los muertos. Pero quieren seguir viviendo y les toca aceptar la vida como viene. Uno no puede ponerse a regatear con el destino cuando le ha visto la cara a la muerte. Había mucho pueblo del Atrato y unos pocos del río Chajeradó. Cartagena ha sido desde siempre como la mamá de esos ríos, y todo mundo tira para acá cuando le va mal y también cuando le va bien. Cuando llegué al Mandela lo primero que pensé era que los diablos que acabaron con mi pueblo debían de andar por ahí. Pero también me dije que era imposible que aquí, en medio de tanta gente, nos fueran a rematar.
+El día que entré al barrio ya era noche y lo primero que me topé fue a un familiar, don Tato, primo de mi papá. Era un viejo acomodado y buena persona. Me puse contento porque creí que me iba a dar hospedaje, como es siempre la costumbre en los ríos. El que llega, así sea de noche y lloviendo, tiene asegurada la comida y la dormida. Pero don Tato me dijo, sin que yo hubiera abierto la boca:
+—Aquí no es como allá; aquí cada uno es cada uno. Nada de que me ayude, que fue que tal cosa y tal otra. No, nada. Aquí lo que se usa para poder vivir no son las manos sino los codos, que sirven para dar codazos. Entienda que no es que yo no quiera; es que aquí no se puede. O sobrevive usted o sobrevivo yo. Así que vaya cogiendo camino.
+Me dije: pues bueno, el viejo tiene su genio, pero no será así todo el mundo. No obstante, nadie me quería alojar en su pedazo de rancho, porque no eran ni ranchos siquiera, sino meros tapados hechos con plástico y cartón sobre el barro de la ciénaga. El agua había que traerla de un tubo que la botaba de tanto en tanto, y para hacer del cuerpo había un zanjón donde todos descargábamos y nadie tapaba. Di vueltas hasta que encontré a una señora sola, que no era ni siquiera de la tierra. Me quedé mirando un crío que gritaba y lloraba. Le dije que si ella quería yo le arrullaba la criatura; me contestó que no, que la niña lo que tenía era hambre y eso no se resolvía meneándola. Le dije:
+—Pues déjeme quedar en un rinconcito y yo le ayudo en la casa y salgo a buscar para los dos.
+—Mire a ver si encuentra sitio —me respondió.
+Y me quedé a vivir con ellas. Casi no podía dormir porque la niña gritaba y lloraba día y noche, y la vieja le daba agua de arroz. Yo salía por la mañana y volvía con algo por la tarde, y en esas andanzas conocí al parche. Salíamos juntos y mientras unos campaneaban, otros buscábamos. Conseguíamos para nosotros y para llevar a la casa, pero eso no fue suficiente y la niña amaneció muerta un día. Era que traía un hambre muy brava y no pudimos dominarla. Muerta la niña, la señora vendió el encapullado que tenía y el nuevo dueño me hizo volar.
+Para mejor fue, porque pocos días después de salirme a vivir a la calle, llegaron los diablos y mataron a siete muchachos, todos salidos de los ríos de por puro miedo. Por eso nunca más quise volver al Mandela. Con los parceros hicimos un trato: todo lo que consiguiéramos era para todos, nadie podía rebuscarse solo. Si uno busca entre las canecas, si uno le hace el rápido a un turista, si uno se jala un vidrio, pues todo tiene que ser ayudado, y para no pelear, que a quién le toca cuánto, pues lo mejor es que a todos nos toque todo. Nos iba bien, vivíamos. Uno sin los diablos detrás puede respirar. Pero hay muchos diablos, unos que son de verdad y otros que les ayudan. Un día encontramos una puerta para dormir y allá hicimos el parche. Salíamos por la mañana y volvíamos por la noche, hasta que el dueño del almacén se disgustó y nos echó la ley. Entonces, en venganza, le pinchamos las llantas del carro y nos abrimos. Hicimos el parche en una alcantarilla que tenía una sola entrada. Era como un hueco largo y allá nos metíamos. Hasta que una noche, como a las dos de la mañana, oí un ruido como de alguien hablando; los otros estaban volando porque habían sacoliado, pero como yo tenía esa vez mucho dolor de cabeza, no quise meter. Cuando me di cuenta, estábamos ardiendo. Yo salté gritando y como fui el primero en despertarme, las llamas no habían cogido fuerza. Pero de todas maneras, una pata se me alcanzó a incendiar; los otros no pudieron salir. Se murieron como pollos en un asadero. Yo me di cuenta de que eran órdenes del cucho del almacén, porque al otro día, sin que nadie avisara, y muy de madrugada, fue la Policía a sacar los cadáveres en bolsas negras de plástico. Nadie sabía que allá había muertos; sólo yo y los que habían hecho el mandado. Yo me dije ahí mismo:
+—Me voy, me voy, me voy para donde vayan los barcos.
+Y se fue Toñito en el barco turco.
+Yo he pedido en adopción al pelado y he hecho todo el papeleo, pero el Instituto de Bienestar Familiar me ha salido con el cuento de que él no es huérfano, porque sus padres no han sido declarados legalmente muertos, ni tampoco desaparecidos, porque nadie ha puesto el denuncio de su desaparición, y que, por lo tanto, hay que esperar un tiempo a ver si alguien lo reclama, o si los padres aparecen y van a buscarlo al Instituto. Eso significa varios años de espera y de trámite. A juzgar por la agilidad con que se hacen los trámites, Toñito cumplirá la mayoría de edad antes de que el juez tome una decisión que me permita adoptarlo.