Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Fuenmayor, José Félix, 1885-1966, autor
Cosme [recurso electrónico] / José Félix Fuenmayor; [presentación, Ramón Illán Bacca]. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2016.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Literatura / Biblioteca Nacional de Colombia)
Incluye datos biográficos del autor
ISBN 978-958-8959-71-9
1. Novela colombiana - Siglo XX 2. Libro digital I. Bacca, Ramón Illán II. Título III. Serie
CDD: Co863.44 ed. 23 |
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ISBN: 978-958-8959-71-9
Bogotá D. C., diciembre de 2016
© Rodrigo Fuenmayor
© 2016, Ediciones Uniandes – Universidad de los Andes
© 2016, De esta edición: Ministerio de Cultura
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Ramón Illán Bacca
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+LA NOVELA COSME FUE PUBLICADA por primera vez en 1927. En las décadas siguientes ha tenido cuatro ediciones, incluyendo esta digital. Para esas fechas, finales de los veinte, su autor José Félix Fuenmayor había decidido encerrarse en su casa: allí escribió la novela Cosme y, al año siguiente, la primera novela de ciencia ficción escrita en este país: Una triste aventura de 14 sabios (1928).
+Al salir, Cosme tuvo una reticente acogida del público y una desconfiada mirada de la crítica. En la actualidad, hay un total reconocimiento, entre los estudiosos y el creciente número de lectores, por ser una novela de ruptura que dio aportes de agudeza, humor y picardía, poco frecuentes en su época.
+Después del triunfo literario de Gabriel García Márquez y los numerosos estudios sobre los inicios de su escritura y su relación con el Grupo de Barranquilla, las miradas recayeron sobre José Félix Fuenmayor (1885-1966), mentor y miembro de ese grupo. El viejo, en las décadas de los cuarenta y cincuenta, era una figura venerable que frecuentaba ocasionalmente las tertulias. Era un amante del cine y un hombre solitario por vocación.
+Su perfil lo trazó Álvaro Cepeda Samudio cuando escribió:
+Al principio fastidiaba un poco al salir a las cuatro y media del Colegio Americano, bajar hasta la calle San Blas, tirar los textos de literatura sobre una mesa del Café Colombia, ver llegar a don Félix con su papelera negra y su sombrero blando y descubrir, otra vez asombrado, otra vez desconcertado, que el viejo sabía más que yo, que era más liberal que yo, que sus ideas iban más lejos que las mías, y sobre todo que resultaba siempre mucho más joven que yo[1].
+Otro periodista, Juan B. Fernández Renowitzky, lo describía como «un hombre sencillo y cultísimo, sensato y agudo, cordial y burlón al mismo tiempo»[2].
+Desde joven, José Felix Fuenmayor ejerció el periodismo y fundó las revistas Repórter, Mundial, y Semana Ilustrada. A los veintinueve años fue el director de El Liberal, en la Barranquilla de los años treinta. En las revistas sus artículos eran atrevidos para la época. Así cuando escribió que en Tasajera, un pueblo de pescadores, «el consumo de pescado aumentaba la población», las autoridades sintieron la frase malsonante y cerraron la publicación.
+Desde la publicación póstuma de su libro de cuentos La muerte en la calle (1967), no se discute que José Félix Fuenmayor es uno de los mejores cuentistas del país en toda su historia. El juicio definitivo lo dio nuestro premio nobel de Literatura cuando afirmó: «Yo entendería perfectamente a un lector de cuentos, cuyo buen gusto me merezca entera confianza, si me dijera este es un buen cuento porque sí. Es en pocas palabras lo que me sucede con José Félix Fuenmayor»[3].
+García Márquez cuenta, además, cómo en la ocasión en que el viejo Fuenmayor les leyera a los del Grupo La muerte en la calle, él le anotó la falla insalvable de que el protagonista iba a morir y no podría contar lo que decía. Fuenmayor se encogió de hombros y dijo: «Lo escribió después de muerto».
+El mismo García Márquez hace notar que faltaban seis años para que Juan Rulfo escribiera Pedro Páramo, donde todos los protagonistas están muertos. Ahora se ha desatado un alud de estudios comparando a Rulfo y Fuenmayor.
+Para el crítico uruguayo Ángel Rama, José Félix Fuenmayor ocupa el mismo sitio de precursor, raro y outsider que los argentinos Macedonio Fernández y Xul Solar, los mexicanos Julio Torri y Gilberto Owen, el ecuatoriano Pablo Palacio y el venezolano Julio Garmendia, para mencionar sólo a sus contemporáneos[4].
+Más cercanos en el tiempo, sobre su novela Cosme también se acumulan los adjetivos. El crítico Juan Gustavo Cobo Borda la calificó como la primera novela urbana en este país y Ángel Rama opinó que su autor había ejercido «el magisterio livianamente burlón de Voltaire».
+El argumento de Cosme consiste en una serie de desventuras y malentendidos del protagonista. Este nace cuando sus padres, don Damián, boticario de oficio y pusilánime de carácter, y su esposa Ramona, una mujer siempre cansada, han perdido la ilusión de tener un hijo. El doctor Patagato, médico, homeópata y espiritista le recomienda a ella tomar una infusión y al marido aprovechar las noches. A los cuatro meses ella estaba embarazada. Hay el hecho premonitorio de la caída en el regazo de la madre de un macaco del patio vecino, lo que trajo un desorden posterior en la vida de Cosme, como había previsto Patagato. Obsérvese que en los dos primeros capítulos no hay la presencia de Cosme, el protagonista de la novela, porque aún no ha nacido. ¿Un guiño a la lectura del Tristam Shandy de Lawrence Sterne, que presenta en su novela la misma situación? Fuenmayor, que había vivido en Estados Unidos y hablaba inglés, era un lector asiduo de las novelas inglesas y norteamericanas.
+Desde niño y a través de toda la novela, Cosme se nos revela como una persona de buen corazón, mal poeta y enamoradizo. Pero siempre retardado al actuar, un tanto imbécil. A ese defecto contribuyeron una madre protectora, que quería tener una hija y no un niño, y una maestra, Dora, excitada y reprimida. También ayudaron los “matoneos” en la escuela y la traición de Lucita, su primer amor, cosa que dio paso a sus dolidos y primeros versos imitando a Julio Flórez. Su bachillerato clásico no le ayudó después en el tremedal de su vida, que se hizo más difícil al conocer a una chica rolliza, pizpireta y de virtud complaciente, la señorita Tutú.
+Hay un retenido sarcasmo en todos los capítulos y también un morbo diluido. Asimismo, se muestra como literatura carnavaleada. Todos los personajes tienen un aspecto cómico o grotesco: Fregolín es un abogado fastidioso, Pechuga un comerciante tramposo, Patagato un filósofo cínico, Severina una novia difícil, y así los demás.
+La ciudad portuaria, de la que no se menciona su nombre en ningún momento pero que a todas luces es Barranquilla, se hace presente con su navegación marítima y fluvial, sus conflictos comerciales y la moda del “espiritismo” de los años veinte.
+Al salir la primera edición de Cosme, la crítica fue mezquina. «No hay nada extraordinario, ni interesante, ni siquiera un drama intenso de amor o extraños conflictos mentales o situaciones trágicas o emocionantes», escribió Rafael Sánchez Santamaría, un crítico que curiosamente era el prologuista de esa edición[5].
+En los diversos comentarios del momento, hay el tema recurrente de tildar como de una total «grisura» a esta novela, frente a las otras de mayor aceptación del público lector como eran las novelas costumbristas, lecturas predominantes en esos años y que tenían en Tomás Carrasquilla su mejor exponente. Tampoco se encontraban en Cosme los entusiasmos paisajistas de La vorágine de José Eustasio Rivera, novela de un torrencial lirismo y con un triunfo clamoroso.
+Menos aún podría situarse a Cosme en lo que llamaríamos novela «psicológica» o «social», de amplio cultivo por aquellos lustros. Todas ellas con mejor acogida de la prensa que del público, y hoy tan sólo curiosidades bibliográficas. (Es posible conseguir la lista y su descalificación en el libro La novela en Colombia de Antonio Curcio Altamar). Novelas, como nos dice este autor, llenas de vientos freudianos, de Cleopatras santafereñas, de personajes de la estepa rusa, con gentes desadaptadas, presas del mundo del opio o enloquecidas por enfermedades secretas.
+En Cosme —a diferencia de las mencionadas— se daba la aparición del antihéroe, o héroe en cursivas, una figura sin antecedentes en nuestra novelística. Sin duda, las aventuras del protagonista son prosaicas y los personajes de su entorno están llenos de rarezas.
+También, como anotaba Alfonso Fuenmayor, «en Cosme no se encarnaban los atributos carismáticos de los protagonistas que apasionaban y ganaban el corazón de los lectores»[6].
+Una de las pocas voces entusiastas fue la de Porfirio Barba Jacob, que escribió: «trágica a las olas humanas, el autor de Cosme habrá producido una obra superior, un reflejo de lo que es la América Tropical…»[7].
+Hoy se considera a Cosme una novela de un radical espíritu contemporáneo. Como dijo María José Bustos, «el particular uso del absurdo y el humor que lo emparentan por momentos con la desmitificante novela picaresca, lo sitúan entre las mayores manifestaciones novelísticas de vanguardia de la época»[8].
+Menudean los estudios académicos sobre Cosme. Hay dos o tres estudios sobre la relación de Fuenmayor y el cine. Del porqué en Barranquilla se dieron las primeras novelas de ciencia ficción en el país, como son La triste historia de los 14 sabios de José Félix Fuenmayor (1928) y Barranquilla 2132 (1932) de José Antonio Osorio Lizarazo, es un tema para la sociología de la cultura.
+El hecho es que al año siguiente de la publicación de Cosme, el mismo autor publica esa novela. Al parecer había entrado en una honda depresión que lo recluyó en su casa. Esta etapa de su vida se traduce cuando escribe a un amigo «aquí bien de males y mal de bienes». Al parecer una de las pocas personas que lo visitaba con frecuencia era Porfirio Barba Jacob, que llegaba indefectiblemente a la hora del almuerzo y exigía que le pagaran el taxi.
+En esos años, por el puerto de Barranquilla entraba toda clase de novedades, y así en la biblioteca de Alfonso Fuenmayor, donde hay parte de lo que se ha salvado de la biblioteca de su padre, se encuentran revistas de ciencia ficción, historietas y, entre novelas de Edgar Allan Poe, H. G. Wells y Julio Verne, incontables novelas policiacas, historias del cine y curiosidades bibliográficas de toda especie.
+Esta novela de anticipación —obsérvese el uso de los términos la triste aventura…— se desarrolla en dos planos y en uno de ellos se advierte al lector que «el señor Currés se había marchado al cine», confesión del autor de su afición al séptimo arte. Hay una influencia cinematográfica detrás de estas dos novelas, menos obvia en Cosme, pero es algo que no se da en ninguna de las novelas contemporáneas a la suya en el país. En 1959, este Félix de los ingenios escribió en la revista del cineclub el revelador artículo «En los tiempos del cine mudo», en el que confesaba sus influencias[9].
+Uno de los personajes es Hamat, un mago que quiere escapar de la muerte succionando la sangre de sus compañeros, un émulo de Nosferatu, el vampiro en el film de F. W. Murnau.
+«Tranquilo, muchacho, por mucho que corras no podrás escapar a tu destino», dice el Conde Orlok, el vampiro. Palabras completamente aplicables al joven Cosme.
+Al preguntarle sobre esa posible influencia, Alfonso Fuenmayor me contestó: «Mi padre era de un paladar universal en materia de cultura»[10].
+RAMÓN ILLÁN BACCA
+[1] Cepeda Samudio, Álvaro. Antología. Bogotá: El Áncora Editores, 2001.
+[2] Fernández Renowitzky, Juan B. En La muerte en la calle. Medellín: Ediciones Papel Sobrante, 1967.
+[3] García Márquez, Gabriel. Textos costeños. Barcelona: Editorial Bruguera, 1981.
+[4] Bacca, Ramón Illán. Escribir en Barranquilla. Barranquilla: Ediciones Uninorte, 1998.
+[5] Sánchez Santamaría, Rafael. «Prólogo», en Cosme. Bogotá: Cromos, 1927.
+[6] Fuenmayor, Alfonso. «Prólogo», en Cosme. Bogotá: Valencia, 1979.
+[7] Barba Jacob, Porfirio. «Una página crítica». En Intermedio. Barranquilla: 7 de abril de 1981.
+[8] Gómez Ocampo, Gilberto, «Luis Tejada y José Félix Fuenmayor: la ruptura del sistema estatoquinético en Colombia». En https://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v08/gomezocampo.html
+[9] Bacca Ramón Illán. Escribir en Barranquilla. Barranquilla: Ediciones Uninorte, 1998.
+[10] Fuenmayor, Alfonso. Entrevista en «Magazín Dominical». El Espectador. Bogotá: mayo 23 de 1993.
+PUEDE DECIRSE QUE ÚNICAMENTE a partir de la publicación de La muerte en la calle la crítica colombiana empieza a interesarse en la obra de José Félix Fuenmayor, quien un año antes, a los ochenta y uno de edad, había fallecido en Barranquilla.
+Quizá sea algo más que simplemente curioso el hecho de que esa crítica, en todo momento entusiasta y encomiástica, provenga primordialmente de los escritores jóvenes, quienes al leer un escritor que para ellos era desconocido, tienen la febril y noble sensación de haber hecho un descubrimiento. Advierten o creen advertir que José Félix Fuenmayor influyó decisivamente en Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio, quienes con aquel alternaron, no obstante la diferencia de edad, todos los días y en el curso de varios años en las tertulias que celebraban los integrantes del Grupo de Barranquilla. El profesor Brushwood, de la Universidad de Kentucky, y el profesor Alberto Múnera, de la Universidad de Columbia, son de esa misma opinión. Por otra parte, Álvaro Cepeda Samudio en alguna parte escribió: «Todos venimos del viejo Fuenmayor».
+Sobre este particular, espero que no se considere una incongruencia recordar aquí el breve episodio que se relata lacónicamente a continuación.
+En Barcelona, años atrás, García Márquez le había dicho al autor de estas líneas lo siguiente: «Si tienes oportunidad de hacerle llegar el libro del “viejo” a Juan Bosch, no dejes de hacerlo. No tengo la menor duda de que disfrutará mucho leyéndolo».
+Quien esto escribe hubo de pasar una semana en Santo Domingo, República Dominicana, y aprovechó la ocasión para visitar al expresidente Bosch en su casa de la calle C. N. Person. Se puso en manos del profesor Bosch un ejemplar de La muerte en la calle. Abrió al azar el libro y se quedó unos minutos leyendo. Hizo lo mismo dos o tres veces más y cerrando el ejemplar preguntó los años en que esos cuentos que aparecen en esa obra fueron escritos. Al serle proporcionada la información que solicitó, el profesor Juan Bosch cerró el libro y, a manera de comentario, pero también como si sintiera alivio en algo que venía preocupándolo, dijo:
+—Ahora sé de dónde proviene García Márquez.
+Al día siguiente, muy temprano, el profesor Juan Bosch llamó por el teléfono a su visitante de la víspera y le dijo:
+—Acabo de leer el libro de su padre… estoy asombrado… definitivamente ya sé de dónde proviene García Márquez.
+Sin embargo, no era esa la primera obra de José Félix Fuenmayor que salía a la luz pública. Ya en 1910, cuando tenía veinticinco años de edad y se desempeñaba como secretario de un banco, había publicado un libro de poemas, Musa del trópico, en el que se incluían unas traducciones del francés y del italiano. Aludiendo a sus propios versos, José Félix Fuenmayor dice en el prólogo: «No los quemo pero los publico».
+Nacido en Barranquilla el 7 de abril de 1885, del matrimonio del doctor Heliodoro Fuenmayor Reyes y Ana Elvira Palacio, José Félix Fuenmayor publicó la novela Cosme en 1927. Es el libro que ahora se reedita, se diría que a manera de la celebración de un cincuentenario. Al año siguiente aparece una nueva obra suya. Se llama Una triste aventura de catorce sabios. Se le ha considerado generalmente como un cuento fantástico, pero una profesora soviética, experta en literatura, lo considera un cuento de «anticipación». La colección de cuentos La muerte en la calle es una obra póstuma.
+Ni en historias de la literatura colombiana tan amplias, tan acogedoras, tan poco selectivas, tan complacientes, tan contemporizadoras como la que escribió el padre Ortega se encuentra la más leve alusión a José Félix Fuenmayor. ¿Lo ignora el padre Ortega? Es posible, pero ello no sería una excusa o una explicación que en su defensa pudiera alegar quien, como él, tiene el rango de tratadista. ¿No encuentra el padre Ortega en la obra del escritor barranquillero valores literarios que justifiquen que de él se ocupe? Es posible también, pero en este caso quedaría muy en entredicho la idoneidad del laborioso levita para escribir obras como la que ha salido de su pluma.
+En la época en que se editó Cosme, la narrativa colombiana era pobre, rural, costumbrista, abrumada de convencionalismos, como en los buenos tiempos del inocente Mosaico, eutrapélico y todavía santafereño. Ciertamente que ya, eso fue en 1924, se había publicado La vorágine en una prosa que Rivera se vería precisado a revisar para desbrozarla de interferencias provenientes de Tierra de promisión. La obra de José Eustasio Rivera es el polo opuesto de la obra de José Félix Fuenmayor. Mientras aquel es emotivo, apasionado, huracanado, grandilocuente, el segundo es cerebral, sobrio, irónico, sabe darle la intensidad adecuada a cada episodio. En fin, aquel es la selva y este es la ciudad.
+Alérgico a lo torrencial, las peculiaridades del libro de José Félix Fuenmayor contrastaban y puede decirse que se excluían con obvia incompatibilidad con respecto del gusto de la época, en relación con cuanto, con excepciones tan escasas como honrosas, se entendía por literatura. Quizá esas circunstancias le cerraron las puertas del gran público a Cosme. Bogotá, la Atenas Suramericana, seguía bajo la influencia, ya un poco espectral, de los versificadores y repentistas de la Gruta Simbólica, aunque ya Los Nuevos estaban insurgiendo en la literatura, estaban pisándole los callos al adocenamiento. Luis Vidales había puesto a sonar sus timbres, León llevaba de la mano sus pingüinos peripatéticos, Luis Tejada había rezado en el Café Windsor para que Lenin no muriera, en la sombra Rafael Maya tocaba el elegíaco caramillo al que, a pesar de su catolicismo, le sacaba sonidos paganos.
+Por diversas razones y circunstancias, Cosme aparecía como una novedad en el escenario literario colombiano. Era una novela que nada tenía en común con cuantas se habían publicado en el país. Empezando por el ambiente. Porque Cosme, está dicho por Cobo Borda con su habitual agudeza, es la primera novela urbana que se escribe en Colombia. Un crítico español dijo: «En Cosme está Barranquilla… una Barranquilla transfigurada, una Barranquilla sublimada, naturalmente». En efecto, allí está Barranquilla, la de hace cincuenta años, de cuerpo entero, inclusive con sus viejos capitanes de buque.
+El personaje que le da el nombre al libro, el «antihéroe», como le llamó un crítico, no encarna los atributos carismáticos de los protagonistas que apasionan y que se ganan el corazón de los lectores. La de Cosme es casi una vida sombría que discurre entre el matizado diálogo de dos plácidos platicadores, el farmacéutico don Damián y el doctor Patagato, un médico que a ratos es el propio José Félix Fuenmayor.
+El paso de la infancia a la adolescencia y de esta a la juventud son edades de muy difícil manejo en el área de la novelística. Seguramente a esta circunstancia se deba que quienes cultivan este género literario generalmente eludan su tratamiento y prefieran que sus protagonistas hayan alcanzado, con fijeza, un cierto grado de madurez desde el punto de vista de la psicología. Las etapas sucesivas de la existencia de Cosme se enlazan de una manera discreta y más bien acertada. Se alude a ese lapso en el que todavía no hay personalidad, cuando ya no se es niño ni adulto, cuando apenas están ocurriendo lo que acaso podrán denominarse precipitaciones psíquicas, cuando los actos obedecen más a impredecibles caprichos, a inopinadas contingencias, que a esas leyes o a esas normas según las cuales, no importa su sentido moral, cada individuo parece tener para regir su comportamiento ante la diversidad de estímulos a los cuales se enfrenta.
+No podrá decirse, en forma alguna, que el libro de José Félix Fuenmayor pasó inadvertido cuando se publicó. Hombres de letras tan calificados por su formación intelectual, por su sensibilidad, por su amplia captación de matices, como es el caso de Eduardo Castillo, de Armando Solano, de Porfirio Barba Jacob, se refirieron a Cosme en términos laudatorios destacando las virtudes, característica que seguramente encontrarán quienes lean el libro en la presente edición. Sin embargo, con más acerbidad que talento, la obra fue frontalmente atacada por un tal señor Gómez Corena.
+Para el tiempo en que José Félix Fuenmayor escribió esta novela —tenía cuarenta y dos años de edad— sobrellevaba con sosegada filosofía una especie de agorafobia que se prolongó hasta casi dos años y que lo confinó a los términos de su casa en donde se formaba una tertulia a la que solían concurrir Leopoldo de la Rosa, Porfirio Barba Jacob, Víctor Manuel García Herreros, Antolín Díaz, Adolfo Martá, Clemente Manuel Zavala y otros amigos.
+Lector incesante que hasta el último día de su vida se interesó por la literatura —García Márquez escribió: «Sabe de literatura norteamericana más que todos nosotros»— para el tiempo en que escribió Cosme era asiduo lector de Freud, de Dickens, de Eça de Queiroz y de Anatole France.
+Por ser inencontrable la otra desde hace varias décadas, la presente bien podría considerarse como la primera edición de Cosme.
+ALFONSO FUENMAYOR
Barranquilla, 27 de marzo de 1978
+Tengo la persuasión de que en la vida el mal es transitorio y finito, como un accidente o como la desesperación de un niño. Creo que Dios es mi padre y que puedo fiarme de Él, aunque la vida me hiera hasta hacerme gritar y no me ofrezca otro resultado que el fracaso u otra promesa que el dolor.
+H. G. WELLS,
El nuevo Maquiavelo
+—Ya sabes —decía don Damián— que a Ramona no se le pasa la idea de tener un hijo. Yo también me preocupo por ello. Pero ¿depende de nosotros el conseguirlo? Hice lo que pude, y ya queda suficientemente comprobado que moriremos sin descendencia. Por favor, Patagato, interpón tu crédito de facultativo, y convence a mi mujer de que sus esfuerzos seguirán siendo inútiles. No puedo más. Ayúdame.
+—Entiendo, Damián —contestó el doctor Patagato—, me hago cargo de lo que sucede. Ramona es de corazón magnífico pero de inteligencia poco radiante. Posiblemente ella, al advertir que dando ganchazos y ganchazos en el crochet produce su labor de aguja, haya deducido que, como los niños se hacen a besos —más o menos—, debe apurar el trabajo que, por comparación, juzga adecuado a su propósito. Confieso que no es lógica. Pero, quién sabe…
+Don Damián lo interrumpió:
+—Patagato, ¿qué duda sensata puede ocurrírsele en esto? ¡Después de una experimentación continua de veinticuatro años!
+—No iba por ahí mi pensamiento —repuso el doctor Patagato—. Pero lo que observas no es indiscutible. ¿Quién puede afirmar que el chico no venga de pronto? Muchos matrimonios han visto llegar el primogénito después de transcurrido un tiempo mayor. Los hechos demuestran que en algunos hombres y en algunas mujeres sobreviene tardía la capacidad para reproducirse. También acontece que, cuando menos se piensa, desaparecen rémoras desconocidas que sin saberse por qué, ni cómo, se oponían a la conveniente preparación del germen. A veces los obstáculos se despejan con una intervención quirúrgica. Y aún hay más: a lo mejor, un ángel en forma de robusto mozalbete se presenta, como en los tiempos bíblicos…
+Don Damián, riéndose, iba a manifestar su renuencia a esa laya de milagros, cuando doña Ramona asomó su hermosa cabeza.
+La buena señora, dulce y gorda, conservaba, distintos, aunque medio inmergidos en la adiposis, muchos de los rasgos de su prístina belleza. Su suave vida era como un deslizamiento. Quería entrañablemente a su marido, y tal vez su único defecto doméstico fue esa consagración amorosa no gastada por un largo uso. A una edad ya tan lejana del delirio de la primera noche, doña Ramona persistía en apetecer tiernamente a su marido, y aunque don Damián la adoraba, veía con alguna contrariedad la insistencia de su consorte en continuar, a los cuarenta y tres, tomándose al pie de la letra, en sus raíces, la significación del epitalamio. A estas cuestiones íntimas se refería la queja discreta de don Damián al doctor Patagato.
+Cuando la presencia de doña Ramona interrumpió la conversación de los dos amigos, el médico, levantándose y saludando, dijo:
+—Señora, me disponía a retirarme, pero al verla a usted, me detengo para avisarle que, dentro de breves días, ensayaremos un tratamiento que espero la pondrá pronto en condiciones de ser madre.
+Doña Ramona acudía muy raras ocasiones a las palabras para comunicarse. Su lenguaje habitual era el de las sonrisas. Parecía un don mágico esa facultad suya de expresarse por medio de las graciosas muecas. Con sonrisas lo decía todo, desde un fácil «estoy triste, amor mío», hasta un complicado «Damián, tráeme algo de dinero». Así que con una sonrisa contestó al doctor Patagato: «Acepto contentísima. Pero ¿por qué no empezamos de una vez?».
+El doctor Patagato explicó:
+—Porque del tratamiento hace parte una infusión que debo preparar yo mismo, y espero una tregua en mis ocupaciones profesionales. No puedo, por varias razones, confiarla a Damián, aunque este es inimitable farmacéutico.
+Doña Ramona sonrió: «¡Es una lástima!».
+—Pero —agregó el doctor Patagato— hay una advertencia de suma importancia. Óigala, Ramona, y no la olvide: desde la primera dosis tendrá usted que dedicar todos los días del mes a su marido.
+Don Damián miró con inquietud al doctor Patagato, y doña Ramona sonrió de una manera que preguntaba: «¿Todos?».
+—Todos —repitió con autoridad el doctor Patagato.
+Y mientras don Damián se hundía en una especie de angustia, doña Ramona expresó claramente, con una sonrisa alarmada pero satisfecha: «He entendido».
+El doctor Patagato se despidió, y cuando se puso en marcha hacia la puerta, don Damián lo siguió estrechamente, murmurándole al oído con precipitación:
+—Por Dios, te olvidas de la pobre alimentación a que me tienes reducido por mi enfermedad del estómago. Estoy débil.
+El doctor Patagato no hizo caso y salió, riéndose por dentro y metido desde el hongo hasta los tacones en la bonachona majestad que era una de sus más simpáticas características.
+Tres o cuatro meses después, el doctor Patagato, oficialmente, declaraba encinta a doña Ramona. Don Damián, gozoso, anunció que sería varón y se llamaría Cosme. Doña Ramona convino en que así fuera, porque la dicha la hacía extremar su condición generosa y renunció sin pena a su anhelo de arrullar una muñeca con algún nombre de flor, como Margarita.
+Por su parte, el doctor Patagato quedó más sorprendido que halagado por la imprevista eficacia de su receta, al verificar la extraordinaria emergencia de este embarazo. Meditó mucho sobre el «todos» que había prescrito por guasa —impertinente guasa propia de médico— y concluyó que se trataba del resultado natural de una «exageración» de ciertos principios genésicos académicamente aceptados. Así puso sobre una base científica su involuntario descubrimiento.
+UNA EXPOSICIÓN DE DATOS PRECISOS acerca de la prehumanidad de Cosme sería, a no dudarlo, muy interesante.
+El doctor Patagato pensaba que, desde luego, la importancia de tales informaciones dependería de su mayor o menor desviación de ciertas revelaciones espiritistas. «Porque —decía él— existe una clase de mediumnidad que ha logrado hacer demasiado fácil, a la mano de cualquiera, el seguir punto por punto, bajo los dedos de una compañerita y en el recogimiento de una habitación a oscuras, los accidentes todos sufridos por el ánima, desde el torbellino de captación hasta la metamorfosis en llama blanca. En cambio, mi ciencia de retortas es más exigente que aquella otra ciencia de patas de mesa». Y si alguien se mostraba desagradado al oírlo expresarse en tales términos irreverentes, el doctor Patagato se apresuraba a añadir: «No me burlo. En mis palabras véanse, si se quiere, juegos de lenguaje, pero no indicios de ceguera de entendimiento. Ignoro si el espíritu ha descendido ya sobre toda carne, iluminándola. Pero he aprendido que en toda investigación aparecen experimentadores ilusos. Mi química, en cuya exactitud confío, tuvo quien pretendió fabricar ratones con el fermento de una camisa sucia». El doctor Patagato, pues, sólo garantizaba, según sus métodos, que Cosme había preexistido en los tomates y en los limones. La verdad de esta aseveración la demostraba con el elemento técnico, concluyente en estudios semejantes, aportado por la circunstancia de encontrarse don Damián sometido a dieta de los expresados vegetales, por la época en que ciertas cuentas de doña Ramona situaron el salto de bodoque de la nueva criatura.
+Por el contrario, la prehistoria de Cosme es bastante conocida. Puede hallarse, mutatis mutandi, en cualquier tratado de embriogenia.
+Con admirable sabiduría, aquel microscópico animalito condujo de una vez, sin titubeos, la actividad de su segmentación, hacia formas determinadas. Sus primeras aglomeraciones las dispuso exclusivamente para digerir. Momento hubo en que no fue sino un estómago —un estómago standard de la zoología, que aparentemente lo colocaba en la ventajosa situación de elegir a su amaño cualquiera de los revestimientos corpóreos de la fauna universal. Pero realmente no se encontraba en tal posición, y aunque en ese estado un biólogo lo mismo hubiera podido certificar que Cosme sería cocodrilo o pulgón, parece que Cosme, por su parte, no hubiera podido ser indiferentemente cualquier animal. Cosme debía conformarse a una estructura de hombre, ya para él predispuesta. Como que entre bastidores alguien le había leído la cartilla, y ello sugiere que sus habilidades para construirse no lo hacían acreedor a otro mérito que el de tenerse la lección bien aprendida.
+Mas no se crea que el desarrollo de Cosme se sometió estrictamente a los impulsos iniciales. Hasta los lineamientos del molde, extraños agentes conducían su acción secreta, estableciendo algún desorden en la armonía del vaciado.
+No hay cómo nombrar, ni medir, ni ponderar esas fuerzas transformadoras. Fluyen intangibles de mil oscuros e ignotos criaderos. Pero existen y obran siempre en el sentido de echar a perder un poco o totalmente la obra perfecta que es de suponer se inicia en toda gravidez.
+Entre las fuerzas de esa clase que actuaron sobre Cosme, dos pueden ser anotadas. La una debió partir de un macaco de la casa vecina que súbitamente cayó una tarde, pared abajo, con los brazos abiertos, en el regazo de doña Ramona. La otra surgió sin duda de la tenacidad puesta por don Damián en aprenderse de memoria el texto íntegro de un Formulario magistral. Las largas y peludas manos de Cosme se consideraron después por el padre como una influencia perniciosa de las manos del mico. Y así también el referido empeño mnemónico que don Damián realizaba cuando comía los frutos de la solanácea y la auranciácea ya dichas, debió contribuir a la especie de relativa imbecilidad que por algún tiempo afectó a Cosme, aunque no calculara nunca nada sobre este particular el farmacéutico.
+El doctor Patagato, mientras cerca de doña Ramona aguardaba el advenimiento de Cosme, estuvo repasando en la cabeza las fases de la concepción, maravillosas como las peripecias fantásticas de un cuento de hadas. La buena señora, en cuyo seno se cumplía el misterioso fenómeno, lo movía a la admiración, y se sintió poseído de profundo respeto hacia el nuevo ser que iba a llegar. Pero cuando doña Ramona palideció mortalmente, gimiendo desde las entrañas, y salió Cosme, indefenso y desnudo, lanzando chillidos, el doctor Patagato tuvo lástima de la miseria de la madre y de la del hijo.
+DESDE QUE FUE CRÍA, COSME empezó a fallar en una lamentable desorientación. Y tuvo que afrontar extravagantes incidencias que tal vez no había previsto en el claustro materno, su primer gabinete de trabajo.
+Ya sin el tino del cordón umbilical para la regulación de los nutrimentos, se vio amenazado continuamente por la ternura alimenticia de doña Ramona, que no se lo descolgaba del pecho.
+Riesgos mayores habrían sido para él, que no le faltó el médico un solo día y que su padre era un notable farmacéutico. Las prescripciones del facultativo, indicadas al tanteo, se hubieran complicado hasta contingencias terribles al pasar por las manipulaciones deliberantes del boticario, en primer lugar, y, en segundo, por el consejo administratorio de las viejas experimentadas, amigas influyentes de doña Ramona. Pero, por fortuna, el doctor Patagato y don Damián, tratándose de Cosme, tuvieron poca fe en los menjurjes.
+El mismo Cosme incurría en actos estúpidos. Se echaba de las camas al suelo, se orinaba la boca, se arrancaba el pelo; se chupaba los deditos largamente, creyendo, es seguro, que extraía de ellos algún jugo nutricio.
+Después de haberse arrastrado como los reptiles y gruñido como el pitecántropo, comenzó Cosme a hablar y a andar en dos pies.
+Durante cierto tiempo, miró con hostilidad a la gente grande de fuera, y con desconfianza a los animalitos congéneres de su mismo tamaño. Llevó vida intranquila, amargada por el temor y por la presencia constante de peligros espantosos, y sólo comparable al inquieto existir del Cro-Magnon en la selva primitiva. Cosme temblaba al deslizarse por el piso entre gigantes que hubieran podido aplastarlo con las pesuñas cubiertas de cuero. A veces se encontraba de improviso ante un gran dogo, para Cosme de tan atroz pergeño como el tigre de los dientes de sable.
+A los cuatro años Cosme entendía, satisfactoriamente hasta cierto límite, el manejo de su maquinaria personal. Porque es evidente que, ya más avanzado en su desarrollo, había perdido mucho de su talento vividor de cuando era como un pez sumido en las aguas de su saco de embrión. Hasta entonces había ignorado más o menos la manera de poner en concertado movimiento el aparataje que instaló en sí mismo para su propio servicio. Tuvo que aprender —esta es la desconcertante palabra— a utilizar los resortes creados por él mismo.
+A la edad dicha, Cosme empleaba procedimientos cuyos antecedentes es cómodo encontrar en la conducta de los trogloditas. Cualquier deseo que nacía en él, le llegaba acompañado de un sentimiento de urgencia irresistible. Con las uñas y los dientes, y provisto de garrote y armas arrojadizas, caía sobre las presas fáciles, casi siempre a traición, y arrebataba cualquier objeto que hubiera despertado su pasión de rapiña. Su deseo era su derecho, y no conocía otro modo de afirmarlo.
+PERO A LOS SIETE AÑOS COSME acudía rara vez al despojo violento. Ya no esgrimía habitualmente su hacha de piedra. Tampoco combatía con la explosión descubierta de los chillidos y los pataleos, ni mordía, ni arañaba. Entre sus recursos nuevos figuraron las carantoñas y los votos. Entraba en negociaciones. Proponía compras o permutas, u ofrecía retribuciones posteriores sin cuidarse por cierto acerca de la posibilidad en que se hallara de cumplir la promesa.
+De regreso de un largo viaje, el doctor Patagato, padrino de Cosme, dijo de su ahijado:
+—¡Es otro!
+En la casa todos lo admitieron así, aunque no pensaron antes en la cosa. Asistían a las fases imperceptibles de la transformación y no las notaban. Pero a la primera advertencia vieron de golpe el cambio.
+—¡Es otro!
+—¡Es otro!
+El doctor Patagato pareció no entusiasmarse con este asentimiento unánime.
+—Conviene —comenzó a explicar— que precise el sentido de mis palabras. En el fondo, mi ahijado sigue siendo y será siempre el mismo.
+«Anteriormente sus impulsos corrían directos a la acción. De este modo ponía al desnudo sus imaginaciones y sus sentimientos, que entonces se contaban en número tan corto, como los sentimientos y las imaginaciones de un perro, según lo que hasta ahora conocemos de los perros. Esos mismos impulsos pasan hoy en mi ahijado a través de la reflexión y el cálculo, complicando su coloración moral con matices que escapan al espectroscopio de la psicología.
+«¿Recuerda usted, Ramona cómo una mañana mostró Cosme su deseo de seguir en el aire a una golondrina?»
+—Sí —contestó don Damián—. Levantó los bracitos y se estiró sobre la punta de los pies. Como no pudo alcanzarla, dio gritos y acometió las paredes a cabezadas.
+—Eso hizo entonces —continuó el doctor Patagato—. Hoy, Cosme anhelará igualmente lanzarse tras un pájaro. Pero mediarán ahora la ideación y el conocimiento, escasos aún pero ya suficientes para presentarle el propósito irrealizable. Y Cosme no se empinará para tenderse en el viento; pero, silencioso e inmóvil, hendirá tal vez con vuelo de mayor arrebato el cielo de las ensoñaciones.
+—¿Efectos de la educación, Patagato? —dijo el farmacéutico.
+—No, Damián —contestó el doctor Patagato—. La educación, si es contraria a las inclinaciones naturales, podrá perturbar estas, pero no substituirlas.
+«En Cosme se echaron las bases de todas las disposiciones del alma que la sociedad clasifica como vicios o como virtudes, según dañen o beneficien los intereses de los grupos directivos. Esas disposiciones nacen de las necesidades del espíritu y del cuerpo, y su intensidad y su variedad están en relación con las propiedades del aparato que las pone en juego. Esto es pura anatomía y pura fisiología y mi ahijado permanecerá, quieras o no, cogido por una y otra. Estas no obedecen, hoy por hoy, a la voluntad que llamamos libre. Para rendirlas nos faltaría, Damián, ser ya muy viejos antes de haber nacido, o vivir después muchas vidas. Cosme no podrá, en su corta existencia, regir a su amaño ciertas vísceras y ciertas glándulas determinantes de la personalidad.
+«Pero aún hay en él algo más que la regularización y el ritmo admirables de su inervación y sus circulaciones.
+«Vemos que el estado de bruto impulsivo es casi siempre el comienzo de los animales de nuestra clase. Cosme sale ya de esa situación y continúa su marcha hacia adelante. Adónde se llega por fin, lo ignoro».
+—Pero —interrumpió don Damián— ¿no estás diciendo que Cosme cambia, que va siendo otro?
+—De ningún modo —replicó el doctor Patagato—. Mi ahijado sigue la evolución moral. Cambian los que se paran en la bestialidad o a ella sojuzgan los nobles atributos del verdadero hombre. Esos tuercen el curso del espíritu humano que, partiendo acaso del bolo alimenticio, alcanzan la suprema elevación de las meditaciones religiosas.
+CUANDO COSME CUMPLIÓ OCHO años, don Damián dispuso que fuera a un colegio. Doña Ramona dio su consentimiento de mala gana. Se resistía a soltar su único juguete y temía por su hijo entregado al áspero aprendizaje, bajo una mano dura. Pero don Damián la convenció de que ya Cosme estaba con la razón suficientemente despierta para entender las lecciones sin grandes sufrimientos. Según lo entendía el farmacéutico, Cosme iba a aprovechar en un año y con poca fatiga, lo que en tres o dos consiguen penosamente otros chicos que comienzan con las entendederas cerradas por la edad menor.
+—Se dice —argumentaba don Damián— que la educación comienza desde la cuna. Interpretemos, Ramona. La educación que comienza en la cuna no es meterle al rorro en la cabeza el abecedario. La educción que comienza en la cuna es dejar al muchacho que grite sin calmarlo con jarabes morfinados; que corretee y se caiga de las mesas y rompa la vajilla y registre todo, bolsillos y cajones, sin tratar de hacerle entender con azotes, que tales actos sean impropios de un caballero.
+Don Damián dejó la elección de la escuela a su mujer, y esta escogió la de la señorita Dora.
+La señorita Dora proclamaba métodos de enseñanza a la sazón en boga periodística. Los autores y agentes comerciales de esos métodos no buscaban sólo vender a buen precio y en grandes cantidades los textos y aparatos accesorios. Un noble ideal además los encendía. Pero el famoso sistema reclamaba ejecutores geniales. Y parece que la señorita Dora no estaba a la altura de aquella hermosa pedagogía.
+Alguna vez apareció en La Cofa, diario de la tarde, una gacetilla en la que se trató inicuamente al plantel de la señorita Dora. Pero la señorita Dora pertenecía a una casa distinguida, no era completamente fea ni completamente vieja y la sociedad se irguió indignada contra los quejosos incapaces de admirar aquel inmenso sacrificio de la posición, la juventud y la belleza. El reportero autor de la malhadada gacetilla fue despedido de la redacción del periódico, y en este se insertó al día siguiente un artículo de desagravio a la dama.
+En la fiesta que con ese mismo motivo organizó en honor de la señorita Dora la aristocrática cofradía del Santo Leño, se dio un nombre a la escuela que antes se conocía simplemente por de la señorita Dora. La iniciativa la tomó una socia de mucha autoridad en la congregación.
+—Llamemos al colegio de Jesús, María y José —dijo, dándose con el abanico en el muslo tres golpes correspondientes a los tres últimos nombres de su frase creadora.
+—¿Por qué olvidar —objetó otra dulcemente— al burrito, que era como de la familia? ¿No estaría bien Colegio de Jesús, María, José y el Asno Sagrado?
+—Carolita —exclamó la primera con visible contrariedad, pues en toda deliberación sus compañeras le prestaban acatamiento—. ¿Cómo va a estar bien ese asno al lado de las divinas personas?
+—¿Lo despreciaremos nosotras, doña Chula —replicó, aún con mayor dulzura, Carolita— cuando Jesús lo amaba tanto, que sobre su lomo fue a Belén? Como a Él le habría costado tan poco el enganchar a un carro de fuego, tres o cuatrocientos querubines, yo veo en esa elección una señal de su complacencia en la compañía del burrito.
+En esto, el director de La Cofa se movió, indicando que iba a hablar. Todos prepararon una actitud respetuosa para oír al hombre cuya sabiduría era tal, que a diario profundizaba los temas más difíciles y variados al correr de la pluma.
+—¡El burro —declamó—, el burro! ¡El asno! ¡El solípedo ceniciento! ¡Mansa y sufrida caballería de resignación eminentemente cristiana! La historia nos cuenta que Juana de Arco amó a un alado pollino...
+Pero entonces el obispo tendió la mano en dirección a la boca del periodista. Este calló enseguida, no sin que entre sus labios quedara como un borbotar del discurso refrenado, e inclinándose, besó el anillo episcopal.
+—Hijo mío —dijo el obispo—, en tu erudición se atropellan y confunden los conocimientos. Refiriéndote a una patraña grosera que con ruin ingenio ideó un hereje, ibas a herir la santidad de aquella virgen.
+—Su ilustrísima me perdone —murmuró el director de La Cofa, humillado—. Su ilustrísima me perdone, pero el pensamiento del diarista es ciego como el rayo.
+—En cuanto a ti, hija mía —continuó el prelado, dirigiéndose a Carolita—, hablaste con corazón sencillo, y yo te imparto mi bendición. Tienes razón en lo que dijiste, porque el amor de nuestro Padre cobija a todas sus criaturas.
+«Pero, veamos. ¿Qué os parece Colegio de la Sagrada Familia?».
+Un aplauso general se levantó en torno del obispo, y ese nombre fue adoptado. Doña Chula hizo notar de sus amigas que la idea del obispo era en el fondo una adopción de la que ella había expresado, porque de la Sagrada Familia equivalía a de Jesús, María y José. Por su parte, Carolita preguntó a la concurrencia, en alta voz, pero con tono delicadísimo, si debía dar las gracias a su ilustrísima por haberla atendido tan gentilmente en su deseo de que no se dejase fuera al burrito.
+—¿Cómo? —preguntó doña Chula furiosa, conteniendo un embate.
+—Digo —contestó Carolita, con suavidad mucho más fina—, como en Sagrada Familia entran todos…
+Cuando doña Ramona propuso a don Damián este colegio, el farmacéutico se rascó un rato la cabeza mientras reflexionaba, y decidió luego:
+—Bien, me parece bien. Cualquiera está bien. Hay que admitir que la señorita Dora tiene la paciencia y la dureza de sentimientos necesarios para mortificar todo el día a los niños con el martilleo de las letras. Y por el momento, esto es suficiente. Lo demás lo dejaremos después a la inteligencia y a la curiosidad estimulante de Cosme. De él mismo dependerá que aprenda o no aprenda lo que le enseñen o no le enseñen en cualquier parte. Ramona, el impulso propio del discípulo sacude las estultas sofrenadas del institutor incapaz, o queda por debajo del vuelo docente del profesor sabio y certero.
+Doña Ramona sonrió: «Esas cosas no las entiendo. Aquí lo grave es que no vayan a darle a Cosme un trato cariñoso». Y dijo:
+—Debes recomendarlo mucho. ¿Cuándo lo llevas?
+—Yo no, Ramona —respondió don Damián—. Patagato se encargará de eso. El padrino que se tome alguna molestia por el ahijado.
+Y Cosme llegó la primera vez al Colegio de la Sagrada Familia conducido por el doctor Patagato.
+La señorita Dora se persignó al saber la edad de Cosme.
+—¡Cuántos años perdidos! —exclamó.
+Para la señorita Dora, el tiempo que un niño no permanecía en la escuela era tiempo botado.
+—Porque —dijo— todo es perdición fuera del hogar y la escuela.
+El doctor Patagato sintió de pronto el capricho de interpelar a la señorita Dora, y no pudo contenerse.
+—¿A qué clase de hogar, señorita, y a qué clase de escuela se refiere usted? —la interrogó, poniendo tiernas inflexiones en la modulación de sus palabras—. Señorita, hay ciertas escuelas y ciertos hogares… Pero, en fin, usted alude a instituciones modelos en su línea, ¿verdad?
+La señorita Dora miró con leve asombro al doctor Patagato. Este continuó:
+—Señorita, la escuela es un templo y el hogar es otro templo. En aquella balbuce el entendimiento su primera oración a la ciencia, y en este eleva el corazón sus preces al amor de la familia. En la una adquirimos la disciplina intelectual y nos capacitamos para acometer más tarde estudios o empresas formales. En el otro, hallamos la mesa cotidiana y el descanso generoso. En resumen, la vida del aula es una estación y la vida de casa unas horas diarias de cocina y de dormitorio. ¿Es eso, pues, todo lo de la vida? ¿No necesitaremos, señorita, aparejarnos para cualquier otra cosa en cualquier otra parte?
+La señorita Dora se iba echando hacia atrás en su silla, poco a poco, a medida que el médico hablaba. Cuando este terminó, se hallaba aquella distante del doctor Patagato todo lo que pudo de ese modo. Y desde allí, sintiéndose inaccesible, repitió con desabrimiento.
+—El hogar y la escuela.
+Entonces el doctor Patagato se avergonzó repentinamente de haberle propuesto tal cuestión. Queriendo justificarse ante sí mismo, consideró que de todos modos se había dirigido a una maestra. Pero no quedó por entero tranquilo, y se despidió precipitadamente, dejando a Cosme en poder de la señorita Dora.
+NO MARRÓ DON DAMIÁN SU CONJETURA, pues Cosme aprendía que era un gusto en el Colegio de la Sagrada Familia. También acertó doña Ramona en sus cálculos de amable tratamiento para el hijo, aunque con una excepción que no volvió a presentarse.
+La señorita maestra no castigaba a los alumnos con golpes ni otras penas infamantes. Pero incapaz de zurrar a un chico, había ideado un calabozo furente que obtuvo la aprobación eclesiástica.
+La habitación que constituía ese encierro era húmeda y asombrada. Del techo pendía un Satanás de cartón con rabo batiente y en actitud de caer sobre el discípulo prisionero. En un infierno pintado al aceite sobre la pared del fondo, se retorcía un condenado dentro de la pez inflamada, sujeto al borde de un tacho por un tridente que le atravesaba el estómago. En un rincón, la cabeza de Holofernes sobre un trípode manaba por el cortado cuello de yeso sangre hecha con cañutillos rojos.
+Allí fue recluido Cosme una semana después de su entrada al colegio, y cuando transcurrido el término de la pena, la señorita Dora fue a darle libertad, halló al muchacho tendido en el suelo y exánime.
+Desde el siguiente día, la señorita Dora consagró a Cosme tantas delicadezas, que estuvo en un punto se hicieran notorias. Pero, recobrándose a tiempo, no suspendió las atenciones, sino que, en adelante, las prodigó con astucia.
+Este porte diferente no lo motivó —como extraviadamente pudiera imaginarse— la mortificación de haber hecho pasar a Cosme aquel mal rato. Para explicar lo que realmente sucedió, precisa revelar un caso íntimo.
+La señorita Dora había tenido, en su no muy lejana mocedad, un amor, un verdadero y único amor a escondidas. Nunca nadie supo nada. Nunca nadie supo cómo ella se las entendía con su primo Rodolfo, porque el poema de su corazón florecía en los pasillos y en el zaguán de la casa cuando estos lugares se encontraban desiertos. El primo Rodolfo le encargó guardar sigilo, porque —le dijo— no era él hombre de noviazgo público sin matrimonio inmediato, sino que estaba preparándose para anunciar las relaciones en la mañana y casarse en la tarde. La señorita Dora esperó con ardimiento silencioso. Pero una noche el primo Rodolfo murió de repente, después de la cena, en un oscuro corredor de la casa de la señorita Dora, y esta, erizada de horror, vio a su discreto pariente —a quien sólo el morir logró privar de todo tacto—, bocarriba sobre el pavimento y con los ojos perdidos y las manos encontradas.
+En posición igual contempló ella a Cosme inmóvil sobre el piso del calabozo, y la hirió muy a lo profundo la singular y trágica semejanza en la postura del alumno desmayado y la del primo difunto.
+Con este choque, el sellado amor de la señorita Dora fue lanzado desde el mundo secreto del ensueño a un electrizante contacto con la vida real que se movía en torno de la maestra. La figura del novio, jamás desteñida en el recuerdo, pareció que se armara parte por parte ante los ojos alucinados de la señorita Dora. Las orejas de Cosme eran como las del héroe del zaguán y los pasillos, con igual vuelo airoso de los pabellones. La nariz, ligeramente arriscada también, contenía las mismas veintisiete pecas, las mismas veintisiete plaquitas de sol seco que tantas veces contó ella en el adorado órgano nasal del cariñoso genio de los pasadizos solitarios.
+Y la señorita Dora acariciaba con marcada ternura la cabeza evocadora de Cosme, y haciendo como que se pinchaba con la aguja, derramaba tierno llanto.
+Cosme sentía obrar misteriosamente en su ser el efluvio sentimental que, partiendo de la señorita Dora, lo envolvía y lo inquietaba. Sin que pueda decirse que descubrió nunca el irradiador de aquellas ondas ni que él mismo tuviera conciencia de su receptividad, el efecto se producía. Su imaginación siguió a la señorita Dora, confusa pero necesariamente, como cogida por un engranaje.
+Una tarde la maestra, que se estaba comiendo hacía rato con miradas melosas la nariz y las orejas de Cosme, se estremeció de pronto invadida por el temor repentino de traicionarse. Queriendo substraerse de aquellos incentivos de pecado poderosos, condenó a Cosme a la prisión, con un pretexto cualquiera. Pero en vez de la cámara del diablo le dio por encerradura la alcoba perfumada, con paredes de color de rosa y lecho de blanco y azul vestido.
+La señorita Dora llevó a Cosme por un brazo, y pensaba que otras maestras azotan a sus alumnos a nalga pelada. Acogió la idea con fruición caliente. Mas comprendió que no se atrevería a tanto, y se conformó, recelosa, con apretar la mano sobre la dulce carne del niño. Bruscamente empujó a este al cuarto, y después de amarrarlo a una silla con una faja de cuero, salió y echó candado por fuera.
+La ligadura quedó floja, y Cosme pudo deslizarse sin soltarla. Anduvo aquí y allá, y por último se paró ante la cama. Sin él saberlo, la señorita Dora asomaba insidiosamente en su imaginación, incitándolo a hundir la boca en las frescas almohadas.
+Indeciso, se sentó en la alfombra que solía recibir los pies desnudos de la maestra. Allí vio un bacinejo y acercándose a gachas se quedó en postura de sapo, absorto ante el innoble recipiente. Se sentía invadido por deseos nebulosos y pensamientos vagos que giraban en su cabeza como un poco de humo. Y sin darse cuenta clara de lo que hacía, metió un dedo en aquel vaso, donde alguna extravagante deidad voluptuosa montó su espejuelo, y probó extasiado las aguas menores de la señorita Dora.
+Cuando el encantamiento comenzaba a desvanecerse, le pareció que pasos furtivos se aproximaron a la puerta y tras una breve pausa se alejaron con ahogado apresuramiento. Luego creyó percibir otra vez los mismos leves ruidos, y entonces, como despertando, volvió a la silla de su atadura en la que se escurrió y se arregló tal cual allí lo habían dejado.
+Al fin fue por él la señorita Dora y asiéndolo del hombro lo condujo muy despacio hasta la sala de estudios, ya vacía.
+La maestra le dijo allí: «Puedes irte». Cosme, con los ojos bajos y la gorra en la mano, echó a andar.
+Pero la señorita Dora lo siguió y, al llegar a un pasillo solitario, llamándolo, le dijo:
+—Cosme, aguarda un momento. Me duele haberte castigado. Desearía ahora que también ganaras un premio. Voy a hacerte unas preguntas, y cuida no te equivoques.
+Calló, visiblemente turbada. Con voz insegura, y tan bajo que apenas se oía, agregó:
+—El premio será un beso.
+Enseguida le interrogó sobre dos cuestiones fáciles, y Cosme respondió correctamente. Entonces la señorita Dora murmuró temblando:
+—Has ganado el premio.
+Pero no se atrevió a besar a Cosme.
+—Ya es muy tarde —susurró—. Vete.
+Y Cosme se alejó corriendo, mientras la señorita Dora se apoyaba en la pared para no desplomarse tumbada por los sollozos.
+Pasaron los meses, y otra tarde, en clase de geografía, sorprendió la maestra al pequeño Vito que dibujaba un elefante en la pizarra. Su impresión fue violenta. Y comprendiendo que iba a anegarse en lágrimas, acudió a su genial recurso de simular que se pinchaba una mano con su larga aguja de tejer. Dibujar elefantes era la diversión favorita del primo Rodolfo. En cuanto pedazo de papel cogía, en las paredes y aun con el mango del cuchillo sobre el mantel, el primo Rodolfo trazaba la ruda figura de ese paquidermo. Y la señorita Dora encontró de una vez en los ojos de Vito las genillas de su malaventurado caballero.
+En adelante, la pobre maestra dio en la manía de examinar uno a uno a sus alumnos, y en todos surgía a su turno el fatal parecido. Pero atada por su cortedad, no fue con ninguno de sus discípulos más allá de donde había ido con Cosme.
+Andando el tiempo, la señorita Dora se aficionó a los perros falderos y procuró también hallar en las inteligentes caras caninas rasgos de la fisonomía del primo Rodolfo. No es dudoso que lo consiguiera. Pero su osadía con esos fieles animales no pasó de algún rápido beso en el hocico al cruzar un corredor solitario. La irresolución, la hipocresía, la pusilanimidad, velaron siempre sobre ella, por la gracia de Dios, como virtudes protectoras, no permitiéndole nunca gustar las cosas que más apetecía.
+UNA MAÑANA, A LA HORA DEL RECREO, la tropa infantil triscaba en un patio del Colegio de la Sagrada Familia.
+Alejados de los grupos bulliciosos, Roque y Paleto hablaban clandestinamente.
+—No importa —aseguraba Roque—. Basta que yo te lleve. Pero tienes que darle veinte centavos.
+—¡Veinte centavos! —respondió Paleto—. Es mucha plata.
+—Pues tú verás —terminó Roque—. Ni un centavo menos. En mi presencia rechazó a Corcho, que le puso quince sobre el baúl.
+Y dicho esto, Roque saltó a caballo sobre las espaldas del mansejón y robusto Penjito, que en esos momentos pasó a su alcance, y entró con su espantada montura en el desorden general gritando: «¡Burro, burro!».
+Paleto no se movió. Con los pulgares en los bolsillos del calzón y la cabeza caída buscaba una idea de a peseta. Revolvió primero posibilidades y probabilidades honradas. Pero pronto se trasladó al campo de la picardía, que era su terreno natural, y casi enseguida dio con el expediente y precisó el condiscípulo que para el caso necesitaba. Obrando sin demora, llamó a Cosme a un rincón y le dijo:
+—Mira estos tres balines. ¿Les notas algo de particular?
+Paleto mostraba los balines en la palma de la mano abierta. Cosme, después de examinarlos ligeramente, contestó:
+—Son como los otros.
+—¿Como los otros? —repitió Paleto—. Mira, ¿tú tienes tino con la honda?
+Cosme no había manejado nunca esa máquina y respondió con una negativa.
+—Pues eso era lo que yo me esperaba —exclamó Paleto—. Estos balines son de imán y persiguen a los pajaritos. Aunque tires para otro lado, dan la vuelta y ¡zas! Te los vendo por veinte centavos.
+—Ahora no tengo dinero.
+—Me los traes esta tarde.
+—¿Esta tarde?
+—Sin falta esta tarde. Ve que me has dado tu palabra.
+Privándose de sus dulces y engatusando a doña Ramona, Cosme reunió la suma del negocio, la dio a Paleto dentro del término que este había fijado, y recibió los tres mágicos balines.
+Mientras Paleto se burlaba por dentro de Cosme, este, silencioso, en su pupitre y con un libro delante para esconder su rostro aureolado por el ensueño, se entregaba en la imaginación a una batida fabulosa. Comenzó por lanzar sus milagrosos proyectiles contra mil pequeñas aves que, tocadas siempre por los certeros tiros, descendían entre irisados torbellinos de plumas. Animándose, enderezó sus balines hacia una remota banda de cóndores y vio cómo se desprendieron sus alas y sueltas en el aire vagaron largo tiempo proyectando sobre la tierra grandes sombras tranquilas. Después se internó en una selva y atacó leones. Las cualidades falazmente atribuidas por Paleto a aquellos pedacitos de plomo se multiplicaban hasta donde el embaucador no podía sospecharlo. ¡Cuán atrás se quedó Paleto! Sentado al pie de un árbol, Cosme plantaba las acometidas formidables de enemigos gigantescos, con los saltos mortíferos de las encantadas esferitas.
+De pronto, la voz zumbona de Roque lo sobresaltó. Lo llamaba bajito:
+—¡Cosme!
+Todavía con la niebla soñadora en los ojos, Cosme contestó:
+—¿Qué?
+—¿No me invitas a cazar con tus balines?
+Súbitamente irritado, Cosme gruñó:
+—¡Déjame!
+Y acercó más la cara al libro. El embeleso se quebró y, avergonzado, recelaba haber sido descubierto.
+EL DOCTOR PATAGATO CONSIDERABA peligrosa la teoría de don Damián acerca de que la instrucción sea obra propia del alumno, independiente de la buena o mala influencia del maestro. Por este motivo, cuando Cosme, a la edad de diez años, estuvo listo para la enseñanza secundaria, el prudente padrino declaró que no entendía la cuestión de la misma manera que su compadre.
+—No lo afirmo rotundamente —alegó don Damián—. Es un concepto que tiene sus limitaciones.
+—Tampoco yo te quito la razón en redondo —dijo el doctor Patagato—. Pero ¿no está expuesto a extraviarse un muchacho si lee a la diabla y estudia sin método? ¿No ganará mucho mi ahijado con la dirección de un guía experto que al paso de la inteligencia naciente aparte la basura? Y, ¿no admites que un error que vicie los comienzos en el orden intelectual o en el moral, además de hacer difícil la poda cuando arrancar se quiera el brote falso, puede obrar desastrosamente en la conciencia o en el entendimiento con esas potentes y misteriosas catálisis de las iniciaciones?
+—Mi idea es sencilla —repuso el farmacéutico—. Verás tú: Jesucristo aprendió solo.
+—¿Aprendió solo? Las revelaciones del Espíritu Santo, ¿no le enseñaron?
+—Pero Patagato, cada cual tiene su Espíritu Santo.
+El médico no contestó nada a esto y quedó un instante pensativo.
+—En cambio —siguió don Damián—, Heliogábalo tuvo los mejores instructores de su época.
+—Damián —dijo entonces el doctor Patagato— me encamino a algo concreto. Pero antes observaré que en la educación resultan aún más graves las estupideces de un conductor inepto, porque la educación es un conjunto de costumbres, y los hábitos y los usos suelen acompañarnos hasta la muerte.
+«Deseo, pues, que ahora sea el doctor Colón el maestro de Cosme.
+«El doctor Colón es un anciano instruido y bondadoso, a quien admiro y quiero; carácter íntegro, depurado en la austeridad y el estudio, y con verdadera vocación pedagógica.
+«En su colegio regenta una cátedra peregrina en establecimientos de esa clase: la de dignidad. Constantemente se oye allí su voz grata y solemne: «Dignidad, señores, dignidad».
+«Acá para nosotros, Damián, te digo que estoy lejos de creer que el doctor Colón haya inculcado la dignidad a uno solo de sus discípulos refractarios. Pero su autoridad imponente y seductora ha creado en el colegio un noble ambiente, aunque artificial en mucha parte, adecuado en forma feliz al florecimiento de la sociabilidad.
+«Con el permanente incitamiento, el sentido honorable se desarrolla mejor en los jovencitos de natural decoroso, y los muchachos a quienes la índole impulsa en contrario, se ven obligados en medio de aquella hostilidad activa a llevar postizo ese benemérito sentimiento».
+—He entendido —repuso don Damián— que el doctor Colón descubre a los dignos y cubre a los indignos. Lo primero no está mal. Pero lo segundo, ¿estará bien?
+—Parece —respondió el doctor Patagato— que tu moralidad repugna el que se traiga a las relaciones sociales el mimetismo consagrado por la naturaleza como un medio legítimo de defensa. Pero reflexiona si la descalificación que insinúas no alcanza hasta lo que llamamos cortesía y buenas maneras.
+«El disimulo es de grande utilidad en la vida en común. Ya que las deformidades morales y las pasiones perversas nos afectan a todos, mejor será que, aun con la hipocresía, se vele el horror de su terrible y grotesco espectáculo.
+«Si soltáramos las máscaras, ¿cómo podrían tratarse con amabilidad el vendedor y el comprador?
+«Pero vamos a lo que quiero. Déjame encomendarle mi ahijado al doctor Colón».
+—Desde luego —accedió el farmacéutico—. Yo hablo por hablar, y nunca tengo la intención de que mis actos se arreglen a mis teorías.
+—Todos hacemos lo mismo —concluyó el doctor Patagato—. Y se equivocará siempre quien calcule lo que somos capaces de hacer por lo que somos capaces de pensar.
+UNA TARDE QUEDÓ COSME detenido en el colegio del doctor Colón hasta una hora después de la ordinaria de salida. Se le castigó por una falta que no había cometido. El bedel Chamorro no era un exacto aplicador de la justicia distributiva. Para el cargo que desempeñaba Chamorro, poseía la condición excelente de obrar sin reflexión. Oyó frases descompuestas, y volviéndose, vio cinco alumnos revueltos, y abarcó todo el grupo con la orden punitiva.
+Cosme no reclamó, comprendiendo que las apariencias lo condenaban; pero en su corazón había esperado que Chamorro lo distinguiera de los demás. No fue así, y por ello una gran tristeza lo llenaba.
+Crispín, Florián y Senén permanecieron alegres. Y sólo el pequeño bandido a quien llamaban Mandarria, torció el gesto y reveló en el rostro su furia reconcentrada.
+En cierto momento los chicos se fueron colando uno a uno a un reducido patio comunicado con el principal por un postigo, hasta reunirse allá todos, y se pusieron a jugar con el mejor humor, inclusive Cosme, y aun Mandarria que parecía ya serenado.
+De pronto, por una bagatela, Mandarria lanzó contra Cosme una lluvia de sucios insultos. Cosme, sorprendido, miró a su provocador, más alto y más fuerte y trató de calmarlo. Pero Mandarria lo acometió de improvisto y, agarrándolo por el cuello y zarandeándolo, vociferó:
+—¡Pídeme perdón!
+Y como Cosme no se allanaba a humillarse, Mandarria comenzó a descargar sobre aquel violentos puñetazos. Crispín, Florián y Senén se apartaron encogidos. Los combatientes rodaron por el suelo. Cosme, físicamente incapaz de resistir aquel enemigo, se encontraba además irresoluto en la perturbación moral que le ocasionó la inesperada agresión de que era víctima inocente. Mandarria, sin misericordia, como un mulo pateó a su fácil contrario hasta que lo dejó molido y sin movimiento.
+Entonces Mandarria dijo: «Ahí tiene ese canalla». Y se alejó, seguido por Crispín, Florián y Senén, a quienes hizo una seca advertencia:
+—Si se presenta el bedel, ¡cuidado con acusarme! ¡Cuidado!
+Crispín y Florián protestaron que antes perderían la vida. Senén no pudo articular una palabra, porque el llanto se le venía a los ojos.
+A poco rato Cosme recobró el sentido. Incorporándose, miró alrededor y se vio solo. Luego limpió y arregló sus vestidos como mejor pudo y pasó también al patio principal en donde, alejado de los otros, permaneció taciturno, altivo y estropeado. Pensaba con amargura en la injusticia de Chamorro, en la bestialidad de Mandarria y en el egoísmo y la cobardía de los amigos que no le dispensaron la más pequeña muestra de simpatía. No supo entonces, ni nunca, que las lágrimas de Senén lo acompañaron, tímida y dulcemente, desde lejos.
+Cuando el bedel Chamorro permitió la salida, Cosme siguió solo hacia la casa. Aunque magullado el cuerpo y afligido el espíritu, marchaba con aire quieto, procurando esconder a los transeúntes su abatimiento y los deterioros sufridos por sus ropas en el combate. Pero en sus calzones había prendido una desgarradura que fatalmente se completó en el camino hasta dejar al descubierto la zona de los fondillos.
+No lo advirtió Cosme, y cruzó gentilmente las calles con las nalgas afuera.
+Cuando llegó a la casa tuvo que contar lo sucedido. Doña Ramona escuchó el relato sacudida por los sollozos. Don Damián cogió el sombrero y el bastón para ir enseguida a reclamar a Chamorro y a destripar a Mandarria. Pero el doctor Patagato se encontraba allí y halló la manera de tranquilizarlos a todos.
+—Prohíbo como médico —dijo— las lamentaciones y las rabietas. Son perniciosas para la salud.
+Lo que ha pasado no vale la pena. Esas manchas del traje de mi ahijado no son de sangre sino de polvo de ladrillos. Alégrese, Ramona, porque de las luchas entre chicos resultan a veces ojos saltados y huesos rotos, y ya ve usted que aquí no ha habido nada de eso.
+Doña Ramona se sosegó, con fe cariñosa en la palabra del facultativo.
+—Tú, Cosme —continuó el doctor Patagato—, anima a tu madre. Eres valiente y algún día irás a la guerra, serás general y te portarás como un héroe.
+Cosme se irguió como para indicar que se sentía seguro de realizar el vaticinio.
+—En cuanto a ti, Damián, te pido preventivamente depongas el bastón o suavices el gesto con que lo sostienes, porque al contemplarte así, conocidas tus intenciones, me pareces de peores sentimientos que el propio Mandarria.
+El farmacéutico, tirando sus trastos de paseo, dijo:
+—Lo que me importa en esta cuestión no es sino la injusticia de Chamorro, que dio lugar a todo lo demás. El caso era simple, al alcance corto de ese infeliz bedel.
+—De todos modos —alegó el doctor Patagato—, era un caso de justicia. Y, ¿cómo pedir al pobre Chamorro que lograra en el colegio del doctor Colón lo que nunca ningún juez acertó en parte alguna de la tierra?
+—¿Ni el sabio Rey hijo de David, Patagato?
+—Ni el sabio Rey hijo de David, Damián.
+Doña Ramona, comprendiendo que sobrevendría una de aquellas sutiles pláticas a que su marido y su compadre eran tan aficionados, cubrió a Cosme con los brazos y con la sonrisa, y lo condujo al comedor.
+—Me encantaría —dijo don Damián— oír tus objeciones a un juicio como el que decidió la querella del niño disputado por las dos mujeres.
+—En esa gran causa… —comenzó el médico improvisando la crítica, porque sólo se proponía distraer a su amigo.
+—Ten presente —interrumpió el farmacéutico— que es un procedimiento fuera de concurso. La justicia se considera en él perfecta y como producto de la intervención divina.
+—Así es —respondió el doctor Patagato—. Pero yo voy a exponerte mis ideas, no las de los otros.
+«En aquel corto proceso, si el fallo salomónico dio con la verdad —suponiendo que diera— ese prodigio se operó casualmente, no como consecuencia necesaria de la previsión del Sabio.
+«La sentencia de primera instancia fue un brote de barbarie y se dirigió contra el más inocente: “Partid por medio al niño vivo, y dad la mitad a la una, y la otra mitad a la otra”. Si el ejecutor es rápido, taja en dos al tierno chico».
+—Pero, Patagato —indicó don Damián—, de seguro Salomón no tenía en el magín la consumación de ese crimen. Ahí descubrimos, precisamente, lo admirable del recurso. El verdugo estaría avisado, o el Rey listo para interponerse en el momento oportuno.
+—Así lo imaginas tú, Damián, y debió ser como supones. Pero sin examinar qué haya de honorable en el expediente de aturdir al acusado con el aparato de una crueldad fingida, dime si fue sensato contar con que la madre clamase como clamó, en vez de prever que podía venirse de arriba a abajo desmayada, cual es propio de mujeres y era tanto más de esperar en aquella que, a la corriente debilidad del sexo, debía unir la accidental de las recién paridas. De no haber pasado las cosas como, contra lo que parece natural, pasaron, se le echa a perder la argucia a Salomón, y el efecto buscado no se hubiera producido.
+—Patagato —dijo don Damián—, después de lo que acabas de destruir, aún escapa a tus frías y burlonas demoliciones la belleza substancial de aquel juzgamiento: en él, la justicia se hizo.
+—¿Lo crees tú, Damián? Sin embargo, no es imposible tampoco que la mujer gananciosa procediera con astucia, lo cual considero también muy de mujeres, más cuando son públicas como esas que ante el Rey parecieron en el célebre altercado, porque entonces saben muchos triques y no le tienen miedo a nada. Hay, por tanto, razón para que sospechemos si el Sabio cayó en un lazo hábilmente tendido.
+Además, la sentencia definitiva también tendría puntos que coger. «Dad a la primera el niño, y ya no hay que matarle, pues ella es su madre». ¿Quién, Damián, merecía mejor la adjudicación: la mujer que reclamaba la cría por ley animal, o la que solicitaba al niño ajeno con amor desligado del instinto? En aquella habló más alto la carne que el espíritu, y en esta habló más alto el espíritu que la carne. Allan Kardec habría entendido de preferencia la última voz.
+—Olvidas —observó todavía el farmacéutico, bostezando— que la reclamante perdidosa dijo: «Ni sea mío ni tuyo, sino divídase».
+—Esa frase —contestó el doctor Patagato esforzándose por no sucumbir al contagio del bostezo— es ilógica en los labios de quien luchó con tanto brío por quedarse con el infante de teta del litigio. El afecto desinteresado de esa mujer no puede negarse. Lo sentía tan fuertemente que en él cegó hasta el punto de no mirar cuánto mayor provecho sacara con el acabamiento de los cuidados de la lactancia, grandemente calamitosos en su oficio.
+«Esa frase, Damián, si aquella mujer la dijo, es inválida como índice de los sentimientos que tal mujer abrigase, pues con más cordura se presume que fue un exabrupto arrancado por la desesperación. Aunque yo tengo para mí que figura en el cuento como una simple gala retórica».
+COSME TENÍA POCO MÁS DE TRECE años cuando una mañana, en camino para el colegio y ya cerca de este, lo detuvo una criada vieja y entre guiños picarescos le dijo:
+—La señorita Lucita, que muchos saludos.
+Cosme se aturdió y no supo qué contestar. Sintió inquietud, zozobra, sonrió forzadamente y, sin pararse sino a medias, murmuró:
+—Gracias, gracias.
+Trasponiendo la puerta del colegio, Cosme malhayó no haber preguntado siquiera quién fuera Lucita y dónde vivía. Entonces, mil cosas que pudo haber dicho se le ocurrieron. Pensó volverse en busca de la desconocida emisaria. Pero mientras meditaba todo esto, tampoco se detuvo, y entró al aula. Ocupando su puesto, determinó hacer esa misma tarde una averiguación completa sobre Lucita.
+Sin embargo, pasaban los días y Cosme no comenzó las pesquisas que se propuso. En el fondo, le complacía más el misterio que rodeaba la aventura. Imaginaba ver a Lucita por todas partes, sus cabellos en esta cabeza, sus ojos en aquel rostro, como si estuviese dispersa entre todas las mozas lindas que encontraba al paso. De noche, ella acudía, enamorada y sublime pero sin contorno preciso, gaseosa, a las citas de los ensueños. Cuando don Damián, sacudiéndolo suavemente lo amonestaba: «¿Qué cara es esa, Cosme? ¿Te has vuelto un idiota?», Cosme estaba arrobado en la contemplación de Lucita atomizada en un poema inefable. Cuando el pasante le gritaba: «Cosme, atienda, no se distraiga», Cosme sonreía a Lucita disuelta en una nube de oro.
+Otro día la misma criada lo abordó nuevamente y entregándole un papelito, le susurró:
+—Que le conteste. Véala allí dónde está.
+La embajadora esta vez no se detuvo más de lo justo, y Cosme le echó la culpa de que por la precipitación no llevara a su señora las rendidas expresiones del galán. Sin embargo, no miró francamente a la ventana que le indicó la vieja. Un movimiento profundo de su ser lo impulsaba, como a escondidas de su conciencia, a rehuir la materialización de su Lucita fantasma. De un reojo no más columbró a la niña que seguía atisbando, ruborosa y atrevida.
+Cosme se dijo: «¡Tan cerca de mi colegio!». Y al entrar a este miró otra vez con disimulo hacia Lucita. Entonces reconoció a su deidad vagarosa en aquella figura que adivinaba y no veía.
+Desde esa mañana, Cosme dejó de pasar por el frente de la casa de Lucita. Para la ida al colegio, y para el regreso, adoptó la vía contraria. Cuando por algún contratiempo se veía obligado a tomar su antiguo camino, se iba por la acera opuesta sin levantar la vista del suelo. A esta singular conducta lo llevó su resolución de evitar la más leve sospecha que pudiera comprometer la reputación de su dama. En cambio, aprovechó cuanto pudo las ocasiones de acercarse a las ventanas del colegio, desde las cuales acechaba, hundiendo los ojos en la luz de marco amarillo de la casa de Lucita. Para él, siempre estaba allí la belleza impalpable de Lucita.
+Habiendo descubierto Hilario, condiscípulo de Cosme, las maniobras de este, pronto penetró el secreto. Y una tarde en el recreo se llevó a Cosme aparte y le dijo:
+—Conque de amores con Lucita, ¿no?
+Cosme empezó por negar y acabó contándolo todo.
+—Muéstrame la carta —le respondió Hilario.
+Cosme le entregó el papel que recibió de la criada de Lucita. Hilario, después de leerla le preguntó:
+—¿Qué le contestaste?
+Cosme se corrió. No había contestado nada.
+—¿A qué horas hablas con ella?
+Cosme se ruborizó. No se habían hablado nunca.
+—Pero ¿no te citas con ella ni en misa los domingos?
+Tampoco le había dado Cosme cita alguna en ninguna parte.
+—Bueno —terminó Hilario—. Voy a ayudarte, para que veas cómo adelanta este asunto.
+Desde el otro día, a las ventanas del colegio se asomaban juntas dos cabezas en demanda de Lucita: la una grave, inmóvil; la otra riente, agitada.
+Un mes después, Hilario en medio de un corro de compañeros leía unas cartas que comenzaban: «Hilario de mi alma» y concluían: «tu amorcito, Lucita». Eran como veinte.
+Procopio oía su lectura con semblante adusto. Rechazado con calabazas continuas desde un año atrás por Lucita, el despecho lo envenenaba. Y alguna bellaquería se le ocurrió, porque acercándose a Hilario, le propuso:
+—Déjame una.
+Hilario cubrió rápidamente los papeles como para precautelar una posible violencia y respondió:
+—Te las vendo. Cinco centavos cada una.
+Procopio buscó en sus bolsillos y sacando medio peso pidió diez cartas.
+—¿Cuáles quieres?
+Procopio las fue señalando y, una vez apartadas, las guardó con cuidado bajo su blusa.
+Cosme presenció ocultamente toda la dolorosa escena. Mortal congoja lo abatía. Y se consultaba, desesperado, qué es lo que corresponde hacer en un caso como ese. Por lo pronto no se le escapó que le convenía alejarse de allí cuanto antes sin ser visto, porque ya los muchachos del grupo abominable se dispersaban. Luego aceptó que lo menos que le cumplía era caer atravesado el pecho por una bala, a los pies de la falaz Lucita. Por último, decidió hacerse a paciencia mientras se daba trazas para conseguir un revólver.
+LA TRAICIÓN DE LUCITA METIÓ A Cosme de cabeza en la poesía mortuoria, y en una semana de meditaciones negras compuso unas estrofas que tituló Mi dolor infinito.
+En estos versos, Cosme se hacía llamar perentoriamente por una tumba, con la que entablaba un diálogo. La tumba había sido cavada para él por las propias garras de la Parca y más con protervia que con su azadón, según advertencia consignada en la primera estrofa, y en cuanto a que hablara, lo podía, porque su hueco era negra boca con lengua de horror.
+Cuando esa huesa dijo: ¡Te estaba esperando! ¡Tarda tu venir!, Cosme respondió: ¡Quiero tu capuz! Y como la sepultura lo urgiera: penetra, penetra, Cosme planteó algunas condiciones: Pues bien, ¡aquí estoy! ¡Pero garantízame que bajo tu polvo me das el olvido que buscando voy! La tumba, antes de comprometerse, inquirió: ¿Quién era tu novia? Y Cosme contestó llorando: ¡Lucita, Lucita, que me traicionó! Entonces, aquel hoyo trágico que todo lo traga, con todo se mete y en todo es fatal, estimó insuficiente su poder aniquilador, ¡tratándose de Lucita! Si amas a Lucita, perdido estás, joven. Lucita es más fuerte, ¡más fuerte que yo! Y Cosme declaraba, para terminar, que esto lo constreñía al abandono de su honrado propósito de morir: Vedada me tengo la paz del sepulcro, vivir es mi sino, mi sino cruel.
+Se resignó, por tanto, a continuar su mísera existencia. Y aún lo consoló el considerar que sin su infortunio no habría tenido argumento para Mi dolor infinito.
+Además de la satisfacción literaria, tan avasalladora, salvó a Cosme del suicidio —que con tan hermosa teatralidad había imaginado— su presteza de buen sentimental para descender desde la altitud romancesca de los elegidos hasta el llano común donde todos trajinamos. Así que su desolación romántica no le impedía comer con gran apetito y divertirse a cuál más entre los de sus años, y aun tirando con el deseo hacia los entretenimientos menos inocentes de los mayores.
+Se alegró, pues, mucho, cuando un día, después de haber dado a Mi dolor infinito el remate feliz que conocemos, le fue concedido por la autoridad paterna un permiso excepcional.
+Era un treinta y uno de diciembre, y a eso de las siete de la noche, el doctor Patagato, viendo bostezar a Cosme, propuso:
+—Damián, déjalo que vaya a divertirse solo.
+—¿Te parece, Patagato?
+—Sí. Un acto de confianza como este, sería saludable estímulo para el muchacho. ¿Verdad, Cosme, que te mostrarás digno de él?
+—¿Por qué no? —respondió Cosme, buscando palabras y estilo para convencer, porque desconfió de la esperanza que se le abría—. Voy solo al colegio, solo vuelvo a la casa…
+—Pero es muy distinto —dijo don Damián—. En una festividad como la de hoy no faltan tentaciones, y un mal amigo podría arrastrarte. Pero, anda. Quiero hacer la prueba. Antes de las diez…
+—Antes de las doce —enmendó el doctor Patagato.
+—… antes de las doce, estarás de vuelta.
+Doña Ramona aprobó con una sonrisa que expresaba: «Tengo susto, pero no puedo negarle nada. Y, ¿qué empedernido lo sería tanto que no se ablandase ante un ángel como Cosme? Volverá sin daño, el corazón me lo avisa».
+—Por supuesto —especificó el doctor Patagato—, hay que proveer al chico de dinero suficiente.
+Don Damián dio a Cosme algunas monedas. Doña Ramona aumentó a su hijo la dotación sigilosamente. Y el doctor Patagato, acompañando a su ahijado hasta la puerta, le deslizó en el bolsillo un billete.
+Cosme anduvo a la ventura mientras se trazaba un plan de operaciones. Lo primero era llegar a barrio desconocido para asegurar mejor su libertad.
+Cuando halló el medio que buscaba, se plantó en una esquina para formular el programa.
+—Esta noche —se dijo— haré barbaridades. Voy a beber en una cantina, voy a jugar en un garito, voy a visitar a una…
+En ese momento rompió por allí cerca estruendosa música. Cosme se dirigió al lugar donde se pergeñaba aquel escándalo armonífobo.
+En una pequeña sala se confundían numerosas parejas bailadoras. Los instrumentos de viento asordaban gloriosamente a los danzarines, orgullosos de aquel poderoso estrépito. Los hombres parecían contorsionistas de circo. Manejaban a las mujeres, en cuanto a la mecánica de los pasos, con la confianza con que un artesano se sirve de su utensilio, y en cuanto a lo demás, con desahogo de maridos. Las mujeres, bajando los ojos o mirando al soslayo, dejaban hacer. Ninguna espiaba a otra, porque todas se ocupaban en lo mismo.
+Cosme siguió su camino, y andando, vio en la puerta de una casa de humilde aspecto, un grupo hasta de siete mujeres de todas edades, muy adornadas, y se detuvo entre ellas porque imaginó que allí también habría baile. Notó enseguida su error; pero cuando comenzaba a tartamudear una disculpa surgió una señora a todo boato puesta y a toda pompa conformada, y se precipitó sobre él inundándolo en cintas, gasas, colores y perfumes. Oprimiéndolo en su seno de crespón de la China, le dijo con voz dulce, que penetró hasta el alma del sensible muchacho:
+—¡Dios te manda, mi niño! ¡Prométeme que serás bueno, ya que eres tan bello como un San Luisito Gonzaga! ¡Hijas mías, el Señor se ha apiadado de nosotras!
+Cosme, aunque sin disgusto, se asfixiaba comprimido contra el gran aparato de crianza de la señora. Así le habría sido imposible hablar; pero la amable desconocida dio por formulada la respuesta y exclamó:
+—Gracias, mi lindo. Parece un príncipe, ¿verdad? Ven pronto para que sepas lo que tienes que hacer.
+Arrastró a Cosme hasta un cuarto en donde lo presentó a una anciana ciega, adormitada en un gran sillón.
+—Esta es la tía. ¿Cómo te llamas?
+—Cosme.
+—Tía —advirtió la señora—, aquí está el compañero. Cuando necesite algo, llama: ¡Cosme! ¿Oyó? No se le olvide: Cosme.
+—Cosme, Cosme —rezongó la tía—. Me acordaré.
+La cariñosa señora empujó a Cosme hasta otra pieza en la que estaba una chicuela también muy emperejilada, meciendo en una hamaca a un niño de pocos meses.
+—Mariquita, este es tu nuevo amiguito. Ven a darle un beso.
+Cosme, ruborizándose, sintió en sus mejillas una boca húmeda, fragante y nada tímida.
+De la hamaca partieron entonces unos chillidos.
+—Pronto —dijo la señora, poniendo en las manos de Cosme el cabo de la cuerda que Mariquita acaba de soltar—. Mécelo. Volvemos enseguida. Cinco minutos.
+Y salió, llevándose a la graciosa criatura cuyo nombre ya repetía Cosme en sus adentros con adoración. Se oyó a poco distinto el ruido de un cerrojo al correrse y el tac de un candado al cerrarse.
+Cosme, sin desconfianza, esperó más de una hora que corrieran los «cinco minutos». Mientras aguardaba, su imaginación hacía pasar visiones halagadoras. Se contemplaba recitando ante aquella familia deliciosa Mi dolor infinito, entre aplausos y exclamaciones admirativas. Veía a Mariquita que le daba otro beso pero en la boca, y espontáneamente, sin mandato de la señora, y no en público, sino a escondidas, detrás de una puerta.
+Pero transcurría el tiempo. El ejercicio de mecer la hamaca agobiaba a Cosme. Cuantas veces intentó descansar, la hamaca estalló en chillidos, y del cuarto contiguo salía una voz de hojalata:
+—¡Mécelo! ¡No me van a dejar dormir!
+Hasta los oídos de Cosme llegaban los ecos alegres de la ciudad en fiesta. Un reloj dio las once. Cosme estaba ya aburrido de su soledad y muy cansado de su trabajo. Entonces perdió la fe en la tierna señora. «Me han engañado», se dijo. «¡Miserables!». Pero en la imposibilidad de huir se resignó.
+De pronto la tía, entre golpes de tos que parecían ladridos de perro, llamó destempladamente:
+—¡Cosme, Cosme! ¿No es así como te llamas? ¡Cosme!
+—Señora —contestó Cosme.
+—¿No oyes que te estoy llamando? Ven inmediatamente.
+Cosme soltó la cuerda; pero no dio tres pasos cuando la hamaca comenzó a chillar, y se volvió a mecerla.
+—¡Maldito! ¿Por qué no vienes?
+—Señora, el niño…
+—¡Qué niño ni qué diablos! ¡Qué reviente! Primero soy yo. Esta casa es mía. ¡Ven!
+Cosme llegó a la tía.
+—Debajo de la mesa. ¡Condenados chorizos! ¿No ves por ahí una mesa? ¡Mi sobrina ha querido matarme con esos chorizos! ¡Tráeme el bacín! ¿No hay un bacín debajo de la mesa? Tráelo. Ponlo en la banqueta. ¿No acabas todavía? Ayúdame a pasar allá. ¡Bruto! ¿Me vas a dejar caer?
+Cosme hacía cuanto se le ordenaba.
+—No te muevas de aquí. El otro que se desgañite. ¿Qué tendrían los chorizos? Siempre me dan algo que me pone lo mismo.
+Cosme esperó, y un rato después recibía nuevas instrucciones.
+—Por ahí hay un platón. Échale agua y tráemelo. Bota ahora el agua. Busca un paño. ¡Idiota! ¿Me haces ascos? Sécame bien. Ayúdame a volver a mi sillón. ¿Otra vez quieres tumbarme?
+Los gritos de la hamaca no cesaban. La tía siguió:
+—Limpia el bacín y ponlo donde lo encontraste. ¿Ya está todo? Vete a mecer la hamaca. ¡No puedo sufrir esos chillidos!
+Un rato después la despótica vieja volvió a llamar, y se repitió la escena:
+—¡El bacín pronto! ¿Por qué comí esos chorizos? ¡Quieren matarme!
+Esta nueva ocupación continuó reclamando a Cosme con intervalos cuya brevedad desesperaba.
+Por fin, clareando ya el día, se descorrió el cerrojo y entró la encantadora familia. De las ocho mujeres, siete se atropellaron disputándose las dos únicas mecedoras que había en la sala, y sentándose cada una donde pudo, con ¡ahs! de alivio se descalzaron precipitadamente y lanzaron las zapatillas contra el suelo. Pero la amable señora no se detuvo. Venía furiosa, porque los chillidos de la hamaca la denunciaron, desde dos cuadras arriba, que el niño había sido abandonado.
+En esos momentos Cosme transportaba un bacín completamente lleno, y se vio de cara a la señora, inesperadamente.
+—Canallita —vociferó esta—, de aquí no te vas sin castigo. ¡Mi hijo es primero que nadie!
+Y se abalanzó sobre Cosme. Este logró hurtar la embestida. El bacín, escapándose de sus manos, cayó, y al chocar contra el pavimento disparó la infecta materia que salpicó las pasamanerías de la agresora y el rostro de la carraca del sillón. Se oyeron dos rugidos simultáneos.
+—¡Maldito, cójanlo!
+Aterrado Cosme, abrió de un salto la carrera. La encantadora familia, convertida en una bandada de arpías, lo persiguió. Cosme pudo escapar pero no sin llevarse una buena cantidad de golpes y de arañazos.
+Al regresar a su casa, Cosme encontró a sus padres zozobrantes en la inquietud por su tardanza. Don Damián y el doctor Patagato habían pasado casi media noche buscándolo. Por último dieron aviso a la Policía, y no hacía nada que volvieron de esa diligencia cuando apareció Cosme. La llegada del hijo puso fin inmediato a los sentimientos penosos inspirados por el temor de los peligros. En cambio se hizo presente en don Damián la conveniencia de proceder a aplicar a Cosme un castigo. Doña Ramona, de quien propiamente puede decirse que había resucitado, tal había sido su abatimiento, se interpuso con sus sonrisas: «Primero que hable. Mi hijo es inculpado de toda falta». Y el doctor Patagato intervino a su vez, diciendo con cierta amargura:
+—Sin saber yo lo que haya sucedido, tengo asimismo, de antemano, la seguridad de que mi ahijado ha sido también en esta ocasión una víctima inocente. Vamos, Cosme, cuéntanos qué te pasó.
+Cosme refirió lo acaecido.
+Doña Ramona, que no necesitaba más que a su hijo para estar del todo contenta, atisbó con desasosiego si su marido y su compadre presentaban signos de querer encañar filosofías a aquellas horas, a propósito de las artes malignas con que fue apresado Cosme. Pero con la tranquilidad moral los dos amigos habían recobrado la potencia de dormir, y soñolientos, sólo desearon ya meterse en la cama.
+Fuese, pues, cada mochuelo a su olivo. Y todos cayeron como un plomo, excepto Cosme, a quien no le bajó el sueño tan prontamente, porque, maltrecho y todo, el recuerdo del beso de Mariquita le cosquillaba en el corazón.
+COSME SE BACHILLERÓ ANTES de cumplir los diecisiete años.
+Don Damián mandó poner en un marco negro con doraduras el gran cartón blanco en donde, con letras de imprenta azules y firmas autógrafas verdes bajo sellos rojos engalanados con banderitas tricromas, quedó expuesta la idoneidad del nuevo bachiller, y lo colgó en la sala de tal modo que fuese lo primero que al entrar se viera.
+Doña Ramona no se cansaba de admirar aquel cuadro que, a poco tiempo, quedó como impregnado en sus sonrisas. Cada momento la buena señora dejaba sus quehaceres y volvía, de puntillas, a contemplar el diploma cuya austeridad imponente se dulcificaba entre los juegos luminosos de sus varios colores.
+Estando el doctor Patagato en casa de don Damián, se presentó el doctor Colón a hacer una visita al farmacéutico. Quería el pedagogo ampliar de viva voz sus conceptos sobre Cosme, demasiado comprimidos en las dos o tres palabras del título.
+—Señor —dijo—, Cosme ha sido uno de mis mejores alumnos y el que más se captó mi estimación y mi afecto.
+Don Damián se inclinó y levantó después la mirada al magnífico cuadro. El doctor Patagato también alzó hasta allí los ojos, y reprimió una sonrisa. Advirtiólo el doctor Colón y explicó discretamente:
+—Mi colegio ha adoptado para los diplomas que expide un modelo llamativo, no con vistas al arte pintoresco sino por una noción de utilidad. Los documentos oficiales de esta clase, dotados de hermosa apariencia, cautivan el ánimo y predisponen al respeto.
+—Su finalidad no es otra —apoyó el médico— y estarán mejor cuanto más impresionen.
+—Cosme —continuó el doctor Colón— no lee ni habla ninguna lengua muerta; pero aprendió las raíces griegas y las latinas, conocimiento que aprovecha para el dominio de su propio idioma.
+—Es triste —observó el doctor Patagato— que no sepa el griego y el latín. Yo los ignoro, aunque obtuve en esos estudios altas calificaciones. Pero sería una dicha apechugar con La Ilíada o La Eneida en las lenguas originales.
+—Lo sería, también sin duda —dijo el doctor Colón—, leer el Mahabarata en sánscrito. Pero si no se trata únicamente de retóricas, a Cosme le quedan otros caminos para ahondar en la comprensión de las civilizaciones india y griega, y las demás.
+—Aquella era una bella literatura —murmuró don Damián.
+—También —contestó el doctor Colón— se ha hecho amable literatura en lenguas vivas que he puesto al alcance de su hijo.
+—Pero —insistió el farmacéutico— no sé qué tendrá la otra, que se apodera por completo de los doctos en esas letras humanas, ofreciéndoles a sus iniciados extraños y majestuosos placeres.
+—Tienes razón, Damián —repuso el doctor Patagato—, pero la felicidad que alcanzan esos humanistas es una pobre felicidad que no pueden compartir con los suyos.
+«Tuve un amigo que estudió a fondo el griego. Se llamaba Picón, y era inteligente y de buen gusto. El helenismo lo absorbió tanto que se lo pasaba hundido hasta la coronilla en el baño espiritual de las bellezas remotas. Como en ellas encontró la perfección, sus trabajos no mejoraron nada la obra antigua. Lo más que hizo fue completar un verso truncado de Esquilo, tan propiamente como si Picón hubiera sido Esquilo. A pesar de lo cual, necesitó escribir diez gruesos tomos con la intención frustrada de convencer a sus colegas de que lo que él, Picón, puso, era lo que el otro, Esquilo, había puesto.
+«La fama lo compensó con creces. Pero su hogar no era dichoso.
+«La mujer de Picón se quejaba porque el marido no estaba nunca con ella donde debe estar el marido con la mujer, sino con Ifigenia en Áulide, con Tecmesa en la tienda de Áyax o con las hijas de Dánao en Argos.
+«Si Picón hubiera hecho cualquier cosa por tener hijos y lo hubiera logrado, sus hijos se habrían entristecido mucho por la negación de caricias paternales, y por los días sin pan, pues es seguro que no hubieran envidiado la propiedad que el grande hombre poseía, de desayunarse con alguna forma del fuego de Heráclito y cenar con una rana de las de Aristófanes. Los amigos de Picón no gustaban de su compañía, porque a Picón no le importaban los últimos libros, los estrenos teatrales, los acontecimientos políticos del día, los progresos recientes del comercio y la industria, y mucho menos el escándalo de ayer y las fiestas de mañana. Picón se apergaminó tanto que al fin no parecía sino una hoja desprendida de algún apolillado cuaderno.
+«Picón murió en la Biblioteca Nacional, aplastado en un derrumbe de infolios. El empleado a quien tocó volver los libros a su sitio no se dio prisa en su tarea, y Picón vino a ser hallado un mes después del accidente, sin que en ese tiempo ni su mujer ni nadie hubiera advertido su ausencia.
+«He recordado esto con motivo de lo que dijo Damián, y porque me parece que, según son el temperamento artístico y el claro intelecto de mi ahijado, fue muy prudente el no franquearle el mundo grandioso de los ropálicos y los asclepiadeos. Empujarlo hasta allí habría sido exponerlo a los peligros de que el sabio Picón no pudo salvarse».
+—No sé por qué —manifestó el doctor Colón— solemos llamar sabios a los Picones y aun a los coleccionistas de hierbas, a los observadores de insectos cautivos, etcétera. Sus notas, muy interesantes, sirven a veces al hombre de genio; pero más parecen maníacos y monomaníacos que sabios. La división del trabajo responde a conveniencias relativamente bajas que no suben hasta los filósofos. La sabiduría no es la especialización sino la extensión del estudio y el conocimiento.
+Don Damián deseaba que el doctor Colón volviera a hablar de Cosme e instó al maestro a que dijera con absoluta franqueza si el aprovechamiento del muchacho había sido realmente satisfactorio.
+—Yo —respondió el pedagogo— estaría orgulloso de ese discípulo, si no fuera porque conozco que mi papel en estas cuestiones es el de comadrón que Sócrates se asignaba.
+«Ahora desea usted una indicación rápida sobre la instrucción de su hijo. Bien, Cosme conoce los grandes clásicos en versiones que le he recomendado. Sabe lenguas modernas, quiero decir, las entiende en la lectura, y a este fin empleé el tiempo que hubiera gastado en conseguir que las pronunciara como nativo y como tal las hablase, y las comprendiese al oírlas. Juzgué lo primero más importante que lo último.
+—Y con mucho acierto —opinó el doctor Patagato—. A Darwin nunca le hizo falta hablar el alemán, que leía perfectamente.
+—Si le hizo falta —dijo don Damián—, sería para cosas como pasar el rato, pues ni para viajar por territorio germano entiendo yo que sea indispensable, ya que en todas partes se encuentran intérpretes baratos, fuera de que la necesidad de comunicarnos en tierras extrañas nos aguza para coger lo preciso de cualquier idioma en poco tiempo. Y sabiendo ya leer un idioma, lo demás se facilita mucho cuando las circunstancias lo requieren.
+«Si lo que busca el instructor es ampliar el campo del pensamiento, con leer basta. Se exagera la utilidad de hablar lenguas, cuando se dice que por cada una que poseemos somos un hombre más. Cierta vez dirigí algunas preguntas a un camarero de café, y un amigo que me acompañaba me informó que el pobre criado podía responderme en siete idiomas. Recordando la sentencia que he citado, pensé que aquel hombre era siete veces un camarero, o lo que da lo mismo, siete veces un infeliz».
+El doctor Colón sonrió, prosiguiendo:
+—Cosme redacta bien. Se ejercitó en esto hasta lograr que sus palabras se ajusten por hábito a las leyes de construcción gramatical.
+—Efectivamente —exclamó el doctor Patagato—, poco o nada se harán valer las ideas si el lenguaje es incomprensible o defectuoso. También los pensamientos se desfiguran o se achican en las frases formadas sin una discreta elegancia.
+—Así es —asintió el pedagogo—, y sin tal condición, la cultura falla.
+«Y en ciencias, Cosme ha dado los primeros pasos tan en firme, que podría avanzar dentro de ellas sin titubeos, cuando lo quiera…
+«No hay más, don Damián».
+—¿No enseña usted religión?
+—Religión, no; pues en su aspecto substancial, el de la fe, no la creo enseñadera. Religiones, sí, como una materia de la historia.
+—Querría, doctor Colón —rogó el farmacéutico—, que nos dijera usted algo de su clase de fisiología, de la que he oído hablar mucho. ¿Compuso usted el libro de texto?
+«—No se da por libro de texto —respondió el doctor Colón— sino por conferencias.
+Las ciencias son en número de ciento veintiocho, según Ampere, de seis según Comte, y aun de tres, según Bacon. Yo no las reduzco a una. Pero de mi clase de fisiología me deslizo a todas.
+—¿Cómo? —inquirió el doctor Patagato.
+—Lo expondré brevemente. Inicio a mis alumnos en la química, al tratar del proceso digestivo, del respiratorio, etcétera; en la física, al explicar la locomoción, la audición, etcétera; en las matemáticas, al examinar la multiplicación de las células, las progresiones anatómicas, etcétera, y en la astronomía, al considerar los glóbulos que nadan en el plasma sin chocar unos con otros, aunque pasan de veinticinco trillones en cada hombre. La biología, la sociología y la psicología guardan tan estrecha relación con la manera como se gobierna el cuerpo humano en la salud y en la enfermedad, que es fácil y aun natural el extenderse hasta ellas desde la fisiología.
+«Por último, agregaré en cuanto a su hijo, don Damián, que Cosme está tan bien preparado para ser un Picón no grecizante como para abrazar sin riesgos de chambonadas el arte de corte de los zapateros.
+—Permítame —dijo el doctor Patagato al dar la mano al doctor Colón para despedirse—, permítame felicitarlo, porque barrunto que en su colegio se resolvió el problema de la bifurcación del bachillerato.
+—Ese problema —contestó el pedagogo— lo resuelve en definitiva el discípulo. Mi colegio ha dado otros bachilleres de quienes no podría decir yo lo mismo que he dicho de Cosme.
+Cuando el doctor Colón se fue, don Damián se dolió de no haber solicitado el parecer del maestro sobre la carrera que convendría a Cosme.
+—A mí —dijo el farmacéutico— nada se me ocurre sobre esto. De que mi hijo tiene vocación a rentista no paso. Ramona va al otro extremo y quiere a Cosme bravo general, santo sacerdote, famoso juez y noble caballero, todo junto. Dime cuál es tu opinión, Patagato.
+—Aplacemos eso —respondió el facultativo— porque ahora me marcho a visitar a mis enfermos.
+Por su parte, Cosme dejaba correr las vacaciones sin que le preocupara lo que sucedería el año siguiente en cuanto a sus estudios superiores.
+Y ACONTECIÓ QUE, ANTES DE terminar las vacaciones, los negocios de don Damián, bastante complicados hacía algún tiempo, empeoraban de tal suerte, que el meritorio farmacéutico tuvo que entregarse a sus acreedores.
+Entre las muchas obligaciones sin pagar a cargo de don Damián, la más importante, la capital, estaba en poder de Richardson and Williamson. Un representante de estos, míster Perheth —originariamente Pérez, pues acondicionó su nombre a la grafía y la fonética de su nacionalidad postiza— precipitó la quiebra del farmacéutico negociante en drogas. El procedimiento de míster Perheth fue hábil, dechado de celo leal por los intereses de la casa e indiscutiblemente lícito conforme a las más sanas normas del comercio: obtuvo la firma del cliente apurado, al pie de varios confusos poderes, y el resultado fue que Richardson and Williamson salvaron toda su acreencia, y míster Perheth, además de la comisión extra que le fue reconocida, se llevó pulcramente cuanto quedaba de los haberes de don Damián, a título de gastos secretos.
+—Estas inversiones —explicó míster Perheth misteriosamente— le han evitado a usted entrevistas molestas… Como caballero, lo he olvidado todo. No me pregunte nada. Ni una palabra, don Damián.
+El farmacéutico intentó protestar; pero apenas abrió la boca, míster Perheth se la tapó con mano cariñosa:
+—Nada de expresiones agradecidas tampoco. Lo que hice por usted me lo inspiró la amistad. ¡Y era mi deber!
+Don Damián cambió de actitud, comprendiendo de pronto que sus quejas serían ociosas, y se limitó a preguntar:
+—¿No tengo ya nada qué hacer aquí?
+—Nada —contestó míster Perheth—. Estoy en posesión legal del establecimiento, y yo solo haré frente a lo que venga. Debe usted retirarse, grande y amado amigo mío.
+El farmacéutico echó una última mirada al radioso conjunto de la botica y se partió, suspirando. Pero de la primera esquina se volvió. Míster Perheth, adelantándose a recibirlo o a atajarlo, dijo, con el ceño fruncido:
+—¿Qué ocurre?
+—Una tontería, míster Perheth —respondió con humildad el farmacéutico—. Si le parece a usted, ¿podría dejarme un morteruelo, una espátula y mi formulario magistral?
+Generosamente accedió míster Perheth y entregó al farmacéutico lo que este pedía.
+Don Damián hizo además, como pudo, un modestísimo acopiamiento farmacopólico, en el que había mucho de lo que el viejo farmacéutico llamaba sus armas mayores, bicarbonato de soda y agua. Y con estos elementos se dispuso a continuar ejerciendo su oficio en la casa.
+CON LA ESCASEZ DE RECURSOS, se hizo en la familia un descubrimiento que amenazaba con funestas repercusiones domésticas: doña Ramona estaba desprovista por completo de capacidades para la administración de la casa en momentos difíciles y de conocimientos para llenar los claros abiertos por la economía forzosa en el servicio.
+Doña Ramona ponía manos a todo, sin pereza ni remilgos. Pero su excelente voluntad no rendía la eficiencia. Queriendo instruirse en la culinaria, arte en el que más desbarraba, pidió a su marido le procurara un libro de recetas de cocina en francés.
+Don Damián aceptó la nueva vida de privaciones con buen humor. Ante su exigua y mal condimentada ración se sentaba sin amargura, con ánimo libre y sentenciaba amablemente:
+—Sólo hay dos clases de preparados en bucólica, uno malo y otro bueno. El malo es el que se toma con desgana y el bueno, el que se aboca con apetito. Yo tengo siempre buen apetito, luego para mí no hay comida mala.
+Sin embargo, don Damián aprovechó la ocasión que le ofrecía su mujer para recriminarla por su incompetencia como ama de casa, deseoso de que el regaño la estimulara.
+—¿En francés dices, Ramona? —contestó al pedido de su mujer—. ¡Ramona! ¡Ves cómo estamos, y piensas en dindon rôti y mayonnaise! Pon tus cuidados en la yuca y el mondongo. Tu francés realizó ya su misión como número de mucho atractivo en aquella fiesta de tus encantos que me arrastró al matrimonio. Hoy no sirve para nada. Ahora, economiza los centavos que tan raramente produzco, y no ahúmes la leche.
+Don Damián creyó haber ido demasiado lejos y se detuvo, temeroso de que sus palabras hubieran ofendido a doña Ramona. Pero esta sonreía. Don Damián se animó:
+—Toma ejemplo de Bartola, la mujer de Bartolo, que hace prodigios con las entradas mínimas de su marido. ¡Sé como Bartola!
+Doña Ramona se alejó con una sonrisa que decía: «Nada de eso. Tú me quieres como soy. Te conozco».
+Y así era, en efecto. Don Damián había observado, precisamente en Bartola, que la virtud del ahorro se toca mucho con el vicio de la avaricia. Bartola reclamaba íntegro, y con ferocidad, el dinero que ganaba el exhausto Bartolo. Bartolo libraba tremendos combates con Bartola para cambiarse de camisa. Y don Damián había visto a los Bartolitos hambreados tragarse las migas del plato de Cosme.
+En cuanto al desorientado bachiller, no entendía el tal al principio lo que pasaba. Cosme, solicitado a todo instante por la general protección domiciliaria pronta sobre su sueño y su vigilia, había encontrado siempre la mesa puesta y la ropa lista. No pensó si alguna vez podría desquiciarse aquel sosegado disfrutar de la sopa caliente y la sábana limpia, y aun parece que se estaba creyendo que estas cosas no eran del todo necesarias. Pero los hechos implacables lo despertaron con un desabrido tirón de orejas. Entonces se sintió como aplastado. Huyó del tratamiento de personas extrañas, y se pasaba largas horas solitario en su habitación. Pero se aficionó a la lectura y en ella encontró al fin lenitivo cuando la realidad insensible lo colocaba frente a las desazones de un botín roto o de un almuerzo insuficiente.
+Así, el desastre suspendido sobre el hogar de don Damián se iba conjurando, no por la implantación de un sistema económico sino por las vías inmateriales que ningún derrumbe puede obstruir: los deleites del pensar, la gracia del buen humor y la fortaleza de la conformidad.
+Pero quiso la buena fortuna conducir hasta las puertas de aquella casa a Saturita, que buscaba dónde servir. Doña Ramona, sin saber por qué ni cómo y sin calcular cómo haría para pagarse esa criada, la recibió cual si la hubiera estado esperando.
+Saturita tenía a la sazón diez años. Hija de una fraudulenta sociedad conyugal del hampa, desde los cinco tuvo que cuidar de los hermanitos menores. A los seis salía con su madre, o sola, a vender por las calles los comestibles más abyectos a la peor clase de gente. No hacía un mes la Policía cargó con su padre una mañana, y por la noche del mismo día otro hombre entró a mandar en el tabuco. A Saturita no le agradó el nuevo papá, y decidió largarse. En la primera oportunidad saqueó el zaquizamí y se marchó sin volver la cara.
+El mismo día de su entrada a la casa de don Damián, Saturita hizo el primer milagro: las comidas fueron abundantes y se sirvieron temprano.
+A más de la limpieza general, el lavado y la cocina, Saturita tomó sobre sí el manejo de fondos y el movimiento de créditos en las tiendas más distantes. En la despensa había siempre bastimento para una semana. Y aún tenía que ver con el ron y el tabaco del farmacéutico y con el suministro de libros para Cosme.
+Doña Ramona se confió toda a Saturita. En cuanto a experiencia, al lado de la criaduela el ama vieja era la niña.
+—Pensaba en ti —dijo don Damián al ver entrar al doctor Patagato.
+—¿Hace mucho? —preguntó el médico, colocando su hongo sobre una silla.
+—Cosa de veinte minutos —respondió el farmacéutico.
+—Me desilusionas, Damián —repuso el doctor Patagato—, porque así no tenemos fenómeno de telepatía. Va más de una hora que salí con la intención de esta visita.
+—Pensaba en ti —respondió el farmacéutico sin interesarse en la observación de su amigo— porque deseo que hablemos sobre Cosme. Oye este soneto de mi hijo. Lo hallé por el suelo, donde debió quedar para siempre. Se titula «La miseria rondante».
+Y comenzó a leer:
+La pobreza llegó. ¡Ya la esperaba!
+—¿La esperaba, dice? —exclamó el facultativo—. ¿Nuestro bachiller es embustero?
+—Ya verás —repuso don Damián— si esta mentira va acompañada de algunas otras.
+Y siguió leyendo:
+Tiene infecta pesuña y espolones;
+su cara es espectral, ¡y en ocasiones,
+por no tener jabón no se la lava!
+—En esto —comentó el doctor Patagato— sí ha dicho el poeta unas verdades.
+—Oye todavía —dijo don Damián.
+Y continuó:
+Sé cómo, sucia y fiera, me acechaba,
+pero, advertido en mis contemplaciones,
+tras el viril de sus admoniciones
+la vi sin miedo cuando se acercaba.
+—Vamos pasando a algo serio —dijo el doctor Patagato.
+—Muy grave es lo que viene —previno don Damián—. Escucha:
+Ahora, conmigo está. Sobre mi pecho
+la resguardo amoroso en lazo estrecho.
+La puerta que le abrí, aún está abierta,
+no porque salga sino porque luego,
+tras la Pobreza, con su paso ciego
+¡la miseria también cruce mi puerta!
+—Si hubiera continuado con espolones, pesuñas y no se lava la cara, nos habría divertido —observó el doctor Patagato—. Pero esta otra manera entristece.
+—Yo he llorado un poco del primer terceto abajo —confesó don Damián—. ¡Y cuánto habrá llorado, componiendo sus versos, mi pobre hijo!
+—Cuando se está buscando consonantes no se llora —dijo el médico.
+—¿Crees tú —inquirió el farmacéutico— que realmente estos sufrimientos del soneto sean simulaciones? Mi idea es que Cosme está angustiado, y lo que hace un momento te decía lo dije por distraerme de esa preocupación.
+—No creo —contestó el doctor Patagato— en el contento de Cosme por aquella perspectiva de una penuria completa. Creo, sí, que se dejaría aplastar, sin resistir, por «La miseria rondante». Las ficciones poéticas de Cosme son de un lado la mentira retórica y, de otro, la verdad de su carácter.
+Don Damián, acariciando sus níveos tolanos con el pulgar de la mano izquierda, hundió la mirada en el aire que mediaba entre sus ojos y el suelo, como si la perdiera en un infinito.
+—Si es así —murmuró—, Cosme está perdido. Pero ¿no hay nada qué hacer en su provecho?
+—Desde luego —contestó el médico—: darle de comer y dejarlo que haga versos.
+—¿Te burlas, Patagato?
+—También podríamos conseguirle un empleo.
+—¿No sirve para otra cosa?
+—Tú, ¿qué querrías?
+—Ya que no puedo enviarlo a una universidad, darle ánimo para que entrara en actividades comerciales. Pero mi autoridad es nula como predicador en estas cuestiones de los negocios. Ya tú viste cómo soporté apaciblemente el despojo de que me hizo víctima míster Perheth. En aquel trance no pensé siquiera que la conservación del bienestar propio y el de la familia imponen sacrificios, aunque estos sean simular ventas, escamotear mercancías y lo demás. A mí me espantan esas luchas que requieren audacia y estar en todo momento vigilante y como sobre las armas.
+—Eres un hombre honrado, Damián.
+—Y, ¿qué será ser honrado? —repuso este—. ¿Lo soy yo? Tú lo dices. Pero tal vez mi botica te desmiente. Los propietarios de boticas, ferreterías, papelerías y otros negocios que pueden llamarse cositeros, ¿no prosperan reposadamente por una larga suma de pequeñas lesiones enormes?
+Desechemos, Patagato, la corriente noción de honradez. Si esta fuera el cartabón moral, tendríamos una honradez graduada según la cual distinguiríamos delitos sin importancia y buenas acciones despreciables, a proporción de vicios y virtudes insignificantes.
+—Así es —dijo el médico—. Filosofaste con acierto.
+—Con acierto o sin acierto —replicó el farmacéutico— lo hago siempre que me cae a la memoria aquel míster Perheth. Y a ello tengo derecho, pues en mi caso filosofar es como patalear.
+—Bien —repuso el doctor Patagato—. Cuando te dije: eres un hombre honrado, no quería elogiarte, créeme, Damián, ni pretendí calificarte. Decir de un hombre que es honrado es decir muy poco de todo lo que se necesita para hacer determinación de una personalidad. Equivale a indicar una droga por su color sin designar sus propiedades, su composición, etcétera.
+«Advertí que “La miseria rondante” acusa el apocamiento de Cosme. El carácter de este es lo que deberíamos apreciar para deducir qué papel le convendrá en la vida. El carácter es el rasero o patrón universal de las evaluaciones sociales.
+«Tú conoces este episodio de la gloriosa historia de Camajorú. El potentado aborigen quería a Kala, mujer de su mayordomo Titiribí. Sabiendo que obraba mal pero sintiéndose poderoso, Camajorú tomó a Kala y la llevó consigo. Titiribí lloró a su mujer, y un día que se halló casualmente a solas con ella, arrastrado por la desesperación se postró a sus plantas y la mordió en un dedo del pie que le asomaba por la puntera del cáñamo de una alpargata.
+«Después de esto, y aunque entre ratos calculaba que no estaba procediendo bien, Titiribí continuó en la mayordomía sin más protestas, sisando y sin dejar de gemir por Kala. En cuanto a esta, lo mismo le dio vivir con Camajorú que con Titiribí. Ni Titiribí ni Camajorú, entre los cuales no encontraba diferencias apreciables, constituían para Kala un bien ni un mal.
+«En ese paso, los tres personajes son síntesis de los tres tipos característicos. Camajorú era un gran carácter. Titiribí era un carácter minúsculo y Kala no tenía carácter.
+«Los grandes caracteres se apasionan y sacuden con sus desplazamientos el teatro en que actúan. Se agitan en el bien y en el mal, y salen a escena con una espada, un código, una doctrina o un libro mayor.
+«Los caracteres minúsculos, pegados al foro, gesticulan sin mover el drama. Tambalean más acá del bien y el mal, y son la masa modelada por el mercader, el apóstol, el legislador y el guerrero.
+«Por último, los que no tienen carácter se presentan a la comedia con un balancín de acróbata en las manos. Espectadores indolentes no aplauden ni arrojan tomates a los actores, y son el equilibrio indiferente de las sociedades. Tal vez, deslizándose más allá del bien y el mal, esperan algo que los otros no vislumbran —vaciló Damián, en el intento de asignar a Cosme uno de esos grupos—. Pero si dudo que sea Kala o Titiribí, me parece al menos que no es Camajorú. Abandona, pues, tu proyecto de inducirlo a que tome una acción de primera parte. Lo prudente sería ponerlo por ahora en observación. Tal pienso, y por eso te dije que le busquemos un empleo».
+EL DOCTOR PATAGATO PUDO AL FIN encontrar para Cosme un empleo en la Pan Comercial del señor Pechuga. Y una mañana, el bachiller se presentó, hecho una almáciga de todos los sustos, ante don Barbo, jefe del departamento donde se le señaló ocupación.
+Pegado a la puerta, Cosme no podía avanzar. Don Barbo le dijo:
+—Acérquese.
+Cosme deseó fugarse. Pero quería desaparecer en alguna forma misteriosa, desvaneciéndose en el aire o hundiéndose súbitamente en el piso. Anheló también un incendio, un terremoto, alguna catástrofe que arrebatara la atención curiosa y maligna con que a solapa lo miraban cuatro escribientes que allí había, sentados ante mesas manchadas de tinta.
+—Acérquese —repitió don Barbo.
+Esta vez, como agarrado y tirado por aquella voz, Cosme logró desprenderse del suelo; pero dio un traspié y tumbó una silla. Se oyeron risas ahogadas. Y entonces Cosme sintió un vago alivio, porque aquel rumor le permitió descubrir, de pronto, algo familiar en el ambiente de la oficina: advirtió que don Barbo, desde su alto escritorio, dominaba el salón como un maestro el aula, y que los escribientes parecían muchachos de escuela. Ya con menos miedo, pues, oyó y aun entendió las disposiciones de don Barbo. Este le destinó un sitio a su lado.
+En aquella primera jornada Cosme sólo rotuló sobres que le iba pasando don Barbo. Con mano temblorosa escribía la dirección, y varias veces dañaba la cubierta, equivocándose. Don Barbo se decía con desaliento: «¿Esto es un bachiller?».
+Pero al otro día, Cosme tuvo el pulso firme. La segunda semana puso en limpio borradores de don Barbo. La tercera, redactó cartas conforme a indicaciones de don Barbo. Después fue tomando papilla de don Barbo. Por último, desempeñaba totalmente el trabajo de don Barbo. Y don Barbo pudo así entregarse por completo a la lectura de periódicos y a la composición de hermosas epístolas enderezadas a cierta dama cuarentenal pero esquiva, a quien acosaba, de años atrás, con su literatura de babador.
+Don Barbo retenía a Cosme a la hora de salida, lo cargaba con un vademécum atestado de papeles para que el bachiller trabajara de noche en la casa, y muy temprano, antes de que entrasen los otros empleados, Cosme devolvía todo hecho.
+Don Damián decía a su hijo:
+—Velas demasiado, Cosme; pero el señor Pechuga te admirará y te apreciará como su colaborador más útil. ¿Por qué alguna vez no debía surgir un hombre honorable en el comercio? Lo es, seguro, el señor Pechuga. Pronto, tal vez mañana mismo, te aumenta el sueldo.
+El tiempo corría, y este vaticinio no se realizaba; pero el farmacéutico no desesperó. Después de un año, con fe no robustecida pero aún existente, todavía exclamaba:
+—Creo aún en esa rara probidad que he atribuido al señor Pechuga. Cuando menos lo pienses, Cosme, te reconoce alguna suma importante como participación legítima en las utilidades de la casa.
+Mientras tanto, los progresos de Cosme en la honrosa confianza de don Barbo subían hasta alturas vertiginosas: Cosme intervenía ya en la correspondencia galante de don Barbo, y desde que el bachiller poeta comenzó a poner tumbas y espectros en las amorosas misivas, Barbo feliz registraba los primeros signos de ablandamiento en la reacia pretendida. Pero una catástrofe debía afligirlo, en la que perdió aquella pluma maestra.
+Un día el señor Pechuga llamó a don Barbo y, presente este, aquel dijo:
+—La Pan Comercial asume desde mañana la administración del vapor fluvial Zangamanga, y Cosme pasará a él como contador. Recíbale usted lo que tenga pendiente de su ramo, y envíeme a Cosme enseguida.
+Don Barbo hizo un esfuerzo por salvarse.
+—Ese joven —declaró, interiormente avergonzado de su embuste— es incapaz para el cargo. Hasta ahora rotula muy bien los sobres. Si me lo dejara usted para acabar de instruirlo…
+Pero el señor Pechuga, mostrándose agradecido del celo de don Barbo, insistió y no hubo más remedio que obedecer.
+El señor Pechuga se había entendido ya a puerta cerrada con su viejo amigo Truco, capitán cesante pero acaudalado, pues no perdió el tiempo en el oficio de mandar buques. Ambos se conocían bien, y hablaron con franqueza. El capitán Truco aceptó sin muchas vueltas.
+—Pero —observó— necesitamos un contador novicio. No quiero gente experimentada.
+—Los veteranos se dan cuenta de todo —dijo sonriendo Pechuga.
+—Además —agregó el capitán Truco— echan unas espuelas tan grandes que, al pasar cualquier negocio, ensartan algo en ella, aun sin proponérselo.
+—Pues tengo listo uno adecuado —exclamó el señor Pechuga—. Se llama Cosme, un infeliz bachiller. Naturalmente, tendrás que llevarle tú las cuentas, porque aquí no ha pasado de rotular sobres.
+—¡Magnífico!
+—Le estoy pagando una insignificancia, como a todos, y en eso quedará.
+—¿Qué te parecería un pequeño aumento, como estímulo? De este modo el muchacho rendirá mejor.
+—De ninguna manera —replicó el señor Pechuga—. La experiencia me ha ilustrado sobre el problema de los salarios. Estos deben bajarse todo lo posible.
+«Los empleados que poseen el honor de la función, sirven con esmero, ganen poco o mucho, y los que no tienen esa condición noble trabajan siempre con sordidez. Si son cortos de espíritu, nos lamen la mano fuerte para conmovernos; si son ambiciosos, también nos halagan para conquistarnos. Nada se consigue, pues, con la retribución congrua, como no sea un efecto pernicioso; porque a medida que un empleado va disponiendo de mayor sueldo, adquiere comodidades y se torna cada día más exigente».
+—Pero —dijo el capitán Truco—, no sienta mal de vez en cuando algún ofrecimiento de mejora y alguna gratificación.
+—Eso sí —respondió el señor Pechuga—, pero cuidando de ser, como se dice, largo en el prometer y parco en el cumplir. Al empleado debe tenérsele con hambre y esperanzado. Tal es la fórmula que otros patrones se han dejado arrebatar por el socialismo.
+Cuando Cosme dio la nueva a don Damián, el farmacéutico se pavoneó un tris y exclamó:
+—No me equivoqué, Ramona, cuando creí descubrir la probidad del señor Pechuga en la vasta rapiña del mercantilismo. Aquí ves cómo premia los méritos de nuestro hijo.
+Doña Ramona, sobresaltada, vio cruzar por su imaginación fiebres malignas, naufragios, explosiones de caldera, levantamientos de la marinería. Pero escondió sus temores y abrió la sonrisa.
+Don Damián quería detalles:
+—¿Es hermoso el barco? ¿Quién lo manda? Ese gran caballero Pechuga, ¿cómo pensó en ti y te escogió entre su admirable personal subalterno?
+Cosme sólo sabía que en el Zangamanga iba a servir bajo la pericia del capitán Truco.
+—Y, dime —pregunto el farmacéutico—, ¿cuánto anarás en este cargo?
+—Pues, por ahora lo mismo. El señor Pechuga me hizo notar que esta incumbencia es una gran distinción.
+Don Damián se rascó la cabeza, como apurado.
+—¿Quién duda —dijo— que es una gran distinción? Una gran distinción, Cosme. Pero… ¡no te aumenta el sueldo! ¿Me he equivocado, Ramona, al calificar al señor Pechuga?
+DOS DÍAS DESPUÉS ZARPÓ EL Zangamanga. Las pitadas con que el barco anunció la partida llevaron en la noche sus ondas de melancolía hasta el corazón de doña Ramona. Don Damián fue sensible también, desde la casa, a la tristeza de aquella despedida con tanto color musical expresada por los inefables sonidos.
+—Qué extraña impresión me producen ahora esos golpes de pito —decía el farmacéutico a su mujer—. Unos son largos y lentos cual los mugidos solemnes de la vaca que llama al ternero. Otros, breves y rápidos como los toques de angustia y estrangulados, especie de alarido de guerra, que el toro grita a veces con alarma.
+Allá, sobre cubierta, Cosme recibía el viento en el rostro atildado por una gorra galoneada. La proa del barco iba levantando en la plomiza ondulación del río dos culebreos que, abriéndose en parábola sobre la directriz del eje de la nave, corrían continuamente, como cabelleras agitadas, con un inquieto peinetón de espumas. Las luces reproducidas en el agua parecían descender infinitamente hasta un mundo fantástico. En las orillas próximas, luminarias dispersas iban como señalando confines más allá de los cuales acampaba el misterio.
+Cosme, a poco rato, no veía ya sino mar y cielo en redor suyo. Luego cien puntos blancos saltaron el horizonte, y como avanzaban crecían hasta levantar el porte de grandes bajeles de filibusteros. Se oyó una voz: «¡Al abordaje!». Cosme empuñó un hacha y se lanzó a combatir. Hizo estragos diabólicos, y por su bravura en el encuentro fue proclamado capitán, capitán bandido de la piratería. Desde el castillo ordenaba las ejecuciones. Todas las perchas se vencían al peso de los ahorcados. Y de pronto advirtió que un grupo de sus hombres, a sangre en el puente, se disputaba la posesión de una hermosa joven que había sido hallada en el bergantín jefe enemigo. La mujer, bellísima y desnuda, tendía los brazos a Cosme y este la arrebataba para sí, cuando el viejito Cheque, ayudante del contador, se acercó y dijo:
+—Señor Cosme, ya es el momento de pedir los tiquetes a los pasajeros.
+Y Cosme se dedicó inmediatamente a sus tareas.
+La señorita Tutú, que viajaba sola y era linda y metidita en carnes, al entregar su billete le dijo con un arrumaco de encantadora:
+—Ya ve usted. No tengo camarote.
+Cosme, turbado, no contestó nada. No se le ocurrió nada. Pero por la noche, pensando en el incidente, comprendió que aquella frase había sido una insinuación discreta. Estuvo sin poder dormir largas horas lamentando su ceguedad inexplicable, y decidió apresurarse la mañana siguiente a corregir su falta de galantería, ofreciendo a la señorita Tutú el camarote en que él cómodamente se hallaba, mientras ella en el salón sufría sin duda trastornos y molestias.
+Pero llegado el momento no se atrevió a hacer la oferta por sí mismo, y acudió a la amabilidad experimentada de Cheque; al explicar el caso, se enredó; pero el viejo, cortando de una vez y guiñando un ojo, dijo:
+—Comprendido. Yo arreglo el asunto.
+Y así fue. Cheque dio rápida evasión a su cometido. Él se encargó de las mudanzas. Y cuando Cosme salía de acomodar como pudo su baúl y su catre en la oficina, separada por sólo un tabique del camarote que acababa de dejar, vio venir hacia él a la señorita Tutú entre el halo de una gran sonrisa. Cosme huyó de su presencia, pero le dio tiempo para una mirada deliciosamente agradecida que penetró hasta el alma del contador caballeroso.
+Llegada la noche, el viejo Cheque cogió a Cosme por un brazo, lo arrinconó y le sopló al oído:
+—En el camarote de la señora dejé olvidadas las zapatillas de usted.
+Y se alejó frotándose las manos y comentando para sí: «¡No lo parece el muchacho. Pero, palabra, es una fiera!».
+En la cantina, situada hacia la popa, Cheque se detuvo y pidió un ron. Lo bebió rápidamente, y se dirigía otra vez a la oficina de Cosme cuando un sirviente le avisó que el capitán lo necesitaba. Presuroso, Cheque volvió a la cantina, se echó velozmente otro trago y subió con agilidad una escalerilla.
+El capitán Truco lo recibió golpeándole la cabeza con confianza y lo condujo agarrado por el pelo hasta el camarote. Allí, sin soltar a Cheque, le dijo:
+—Tírate al pecho este whisky.
+Cheque bebió.
+El capitán Truco sirvió otro trago.
+—Repite.
+Cheque obedeció.
+—Bien. Ahora, vamos a ver si todavía sirves para algo. Busca a una pasajera…
+—La señorita Tutú.
+—¡Ah, zorro! ¡Veo que eres el mismo! Y le entregas esta llave…
+—¡Capitán! ¿Por qué no me lo encargó ayer?
+—Hoy es mejor, Cheque. ¡Mi vieja táctica! La dejé pasar mal una noche para que ahora valore más el servicio.
+—Capitán, ya es tarde. Se le adelantó el contador.
+—¿Cómo?
+—La señorita Tutú está ya instalada en el camarote del joven Cosmito, quien pasó sus cosas a la oficina, dejándose olvidadas las zapatillas, para ir a recogerlas oportunamente.
+—¡Demonio! Eso no puede ser. Cosme es un pazguato.
+—Lo mismo he creído yo. Pero…
+—Sí. Eso de dejar las zapatillas...
+—Bueno. Eso de olvidar las zapatillas fue ocurrencia mía, por ayudarlo. ¿No soy su ayudante?
+—¡Vaya! —exclamó el capitán Truco, tranquilizado—. Siendo así, no hay complicaciones. Cosme ha hecho la cesión tontamente, con toda seguridad. Sin embargo, baja, ponte en sitio estratégico y vigila hasta que yo llegue. ¡Ojo avizor!
+A la medianoche, el capitán Truco se acercó a su espía.
+—¿Qué hay?
+—Nada.
+—Lárgate, pues. Voy por las zapatillas.
+Todos dormían a bordo. El capitán Truco llamó con tiento. Pareció que allí aguardaba alguien, porque casi enseguida la puerta se deslizó suavemente. Sintióse un ¡ah! ligero de sorpresa. Pero el capitán desapareció en el interior del camarote.
+Mientras tanto, Cosme no reposaba sin desazón, imbuido de inquietud por la fantasmagoría punzante de un amor sin esperanza. Se reconocía loco de remate por la señorita Tutú, y contemplaba mohíno y lloroso las circunstancias fatales —él se las creaba— que le vedarían siempre, siempre, alcanzarla. Pero aunque juró sellar en su pecho aquella pasión ofensiva para tan digna dama, se atrevió a lanzar fuertes suspiros, con íntimo deseo de ser escuchado a través del tabique. Y al fin, adormecido ya después de una larga vigilia, le pareció que del camarote vecino correspondían sus suspiros con otros más anhelantes y profundos. Se sintió feliz entonces, y durmió hasta bien subida la mañana.
+COSME CONSIDERÓ QUE LA HIDALGUEZ le prohibía cortejar a la señorita Tutú. Aun evitó las ocasiones de hablarle, pues tuvo por indelicado hacerse la oportunidad de que ella le expresara su agradecimiento. La señorita Tutú, por otra parte, salía muy poco del camarote, donde tomaba las comidas. En su comportamiento había algo furtivo que Cosme achacaba al recato propio de una señora que viaja sola.
+Dos o tres cruzamientos oblicuos de miradas cada veinticuatro horas habían bastado hasta entonces para alimentar espiritualmente al muchacho. Pero pasados cuatro días de navegación, al siguiente muy temprano la señorita Tutú abandonaría el Zangamanga, y esta cruel expectativa revolucionó a Cosme induciéndolo a un paso atrevido.
+Después de haber hecho cien veces la resolución de llamar al camarote, y de proponerse otras tantas escribir congojosos versos de adiós y pasarlos misteriosamente por debajo de la puerta, cedió al fin a una idea que acaso parecerá extraña, aunque también asombrar puede el que esa idea no se le hubiese ocurrido desde un principio. Cosme determinó hacer un agujero en el tabique para sorprender en el sueño, con una mirada licenciosa, la belleza en camisa de la señorita Tutú.
+Estremeciéndose de dicha por anticipado, se entregó en el pensamiento a verdaderos disparates de audacia. En la presencia real de la señorita Tutú, Cosme temblaba incapaz de balbucir siquiera los ¡buenos días! Pero lejos de ella y frente a su imagen encendida en la mente, el mozo tímido se transformaba en amante capaz de asustar a Mesalina, y aun a la señorita Tutú.
+Por lo más jugoso de un sueño de esos iba, cuando vio llegar a Cheque con una botella de whisky en la mano.
+—Regalo del capitán —dijo el viejito—. Está descorchada. ¿Hacemos un brindis por la señorita Tutú?
+Cosme se estremeció, porque en la boca de ella acababa de libar un licor ignito de libídine.
+Y para sustraer su imaginación de la hipotética orgía que dejaba ya señales de palidez en su rostro, preguntó a Cheque:
+—¿Cómo puede usted beber tanto sin emborracharse?
+—Yo bebo mucho más de lo que usted imagina —respondió Cheque—. Vea esto.
+Y poniéndose el pico de la botella en la boca, tragó hasta la mitad del contenido.
+—Eso es bárbaro —exclamó Cosme.
+Cheque rio con carcajaditas rápidas, como en serie de pequeños saltos.
+—Nada, mi querido amiguito, nada —contestó—. Esto es para mí un juego ahora. Al comienzo me costó trabajo, pues yo no bebía por gusto, sino por curarme. Pero ya estoy acostumbrado.
+Cheque se acomodó en una silla y cruzando las piernas continuó:
+—Voy a contarle este interesante episodio de mi vida, que es casi toda mi vida.
+«Cuando yo tenía, como usted, menos de veinte años, cogí un reumatismo Dios sabe cómo, aunque yo creo que fue por accidente. Para mí, joven, todas las enfermedades sobrevienen por accidente. Aunque algunos han tratado de explicarme lo contrario, yo estiro las patas como mulo resistido. No encuentro grandes diferencias entre recibir una bala perdida y acertar en el café un vaso untado de sífilis. Le diré más: veo tanto de eventualidad en el salir con una pierna destrozada de una colisión de trenes como en el nacer con organismo débil de un matrimonio insalubre.
+«Un año llevaba yo de no poder valerme de mis miembros, y mi situación era deplorable, por el día en un sillón, por la noche en una cama. Cuando ya nadie tuvo nada más que indicar a mi madre —ella me daba todo cuanto le decían— mi padre resolvió acudir a un facultativo».
+—Por ahí debió haber comenzado —dijo Cosme.
+—Tal vez —respondió Cheque—. Pero mi padre, pobre en extremo, sentía verdadero terror por las cuentas de los médicos. También se detenía, pensando qué iba a hacer si le ordenaban meterme en un sanatorio o simplemente disponían un cambio de aires.
+«Además, el doctor Confalonier, de nombre famoso, a cuya asistencia fui encomendado, en otros doce meses no alivió mis dolencias, y aun aseguraba mi madre que en todo ese tiempo no recetó medicina que ella no me hubiera hecho tragar antes por consejo de alguna amiga.
+«Pero un día el doctor Confalonier le dijo a mi padre, a quien con el trato cobró mucho cariño: “Quiero ensayar un tratamiento, a condición de que me guardes una reserva absoluta. Lo que voy a prescribir no es académico”.
+«Después de una pausa con que dio solemnidad al compromiso de sigilo, el doctor Confalonier se expresó así: “Julián, tú bebes, e igual bebió tu padre, y lo mismo tu abuelo y tus bisabuelos. Si entre tus antepasados hubo alguno que no bebiera, no tomemos en cuenta esa anormalidad”. El doctor Confalonier miró al techo un instante y continuó:
+«“No puedo precisarte desde cuándo bebe la inquieta familia humana. En el Rig Veda encontramos ya un himno al Soma. Allí se canta que Indra solía emborracharse con esa sagrada bebida. Dudémoslo, si te parece; pero así queda al menos demostrado que los primitivos arios, fundadores de la mejor civilización del mundo, sabían bien cómo añadirse un ala más y elevarse por encima del aire. Esto va quizás más lejos, pues no es imposible que la sabia y curiosa Eva, que lo registró todo en el Paraíso, hubiera proporcionado a Adán el jugo de palmera fermentado, salsa excelente para aderezar su manzana. Mas, como esto es leer entre líneas, atengámonos a expresiones claras y precisas del Libro Sagrado, para sacar de ellas conclusiones irrebatibles. Recordemos a Noé, no por el hecho en sí mismo de que se le hubiera sorprendido en embriaguez, ¡y en qué estado, Julián!, sino para comprender, por el abuso de la uva en que incurría el patriarca, cómo el uso digno de la divina baya era ya conocido. Noé bebía, Julián. Y después del diluvio, no quedó otra gente que la familia de Noé. Conforme a la verdad eterna de la Biblia, la humanidad actual parte toda entera de un hombre que bebía. ¿Vas entendiendo, Julián?”. “Ahora sí”, contestó mi padre. Y el doctor Confalonier prosiguió: “Pues si la ley de herencia es evidente, ¿no será que a Cheque le hace falta el alcohol? Pero hay que ocurrir a un método científico. Desde hoy le darás ron…”».
+Cosme interrumpió a Cheque, deseoso de que terminase de una vez:
+—No creo que el doctor Confalonier, si era un médico serio e ilustrado, mandase tal. Pero adivino el fin de la historieta. Se curó usted bebiendo. No se lo discuto.
+—Amiguito mío —replicó el viejo—, no existe un solo médico, austero o no, sabio o ignorante, que en el seno de la amistad y en sana confianza no haya recomendado alguna vez un buen trago a sus amigos.
+«El doctor Confalonier me hizo tomar el primer día una cucharadita de ron; al otro, dos; luego tres, después cuatro. Cuando alcancé dosis de medio litro, ya las bebía por la calle. Me había curado radicalmente».
+Cosme cogió papel y pluma, como para dar a entender que deseaba trabajar y no oír más el cuento. Estaba impaciente por comenzar el agujero del tabique.
+Cheque se levantó para retirarse; cogió la botella, sosteniéndola bajo el brazo, y dijo:
+—Poco es ya lo que me falta por decir. Contento de mi capacidad para beber, quise exhibir esta fuerza. Pero, inspirado por mi penuria, busqué el modo de tirar provecho de aquella, y lo hallé, concertando apuestas en lugares públicos. Con un vaso lleno de ron en cada mano, yo iba a que los despachaba uno tras otro de una sola empinada de codo. Gané con esto una regular cantidad de dinero que llevó cierta holgura a mi casa. Y aunque no siempre me pagaron los perdidosos, cobré gran fama, me respetaban mucho y bebí siempre de balde.
+Salió Cheque, y Cosme, después de guardarse bien, manejó su navaja con celosas precauciones, cubierto por un ropón colgado de un clavo. Realizó la obra con paciencia infinita. Pero, no obstante su seguridad de haber procedido con toda cautela, lo intranquilizaba el temor de haber sido descubierto, y aun pensó si el secreto se le leería en la cara. Zozobroso, esperó el supremo instante de aquella última noche.
+Al acercarse por fin al agujero, contuvo su respirar, y recelaba que se oyeran, fuera de su cuerpo, las palpitaciones de su corazón agitado como si se hubiese vuelto loco. Al principio no distinguió nada en la oscuridad suave y uniforme. Luego fue percibiendo varias sombras, unas más acentuadas que otras. Cosme sabía el lugar donde quedaba la cama, y allí concentró la vista.
+De improviso se sintió un breve crujido. Por algún brusco movimiento del buque, la ventanilla acababa de abrirse. Por ahí tiró la luna un puñado de su polvo de nácar. Y a esa luz, el ojo de Cosme vio, sobre los labios de la señorita Tutú, los bigotes del capitán Truco.
+LISTA YA PARA DESEMBARCAR, la señorita Tutú sorprendió a Cosme en la oficina y le dio las gracias «por lo amable que fue con ella al cederle el camarote».
+—Siempre le estaré muy reconocida, y a sus órdenes.
+Cosme trató de sonreír irónicamente; pero la cara se le torció en una mueca amarga y cómica. La señorita Tutú lo miró compasivamente.
+—Adiós, pues —dijo—. Seré muy dichosa si volvemos a encontrarnos algún día.
+Cosme deseaba a un mismo tiempo golpearla con furia y acariciarla dulcemente; llamarla ángel y lanzarle al rostro una palabra sucia. Y quitaba los ojos para esconder la mirada.
+La señorita Tutú penetró fácilmente en su pensamiento. A la amorosa le agradó aquella adoración atormentada de un ingenuo. Y súbitamente encendida, tendió los brazos para agarrar a Cosme.
+Pero apareció el capitán Truco.
+—¿Qué hace usted, señora? Vamos, no puedo perder tiempo.
+La señorita Tutú salió delante del capitán, y cuando bajaba la escalera Truco le dijo:
+—Ya sabes. En el otro viaje.
+Ocultamente, tras la ventanilla del camarote, Cosme siguió con la vista a la señorita Tutú que a pie andaba como una reina y volvió en breve una esquina. Cuando ya no la vio más, Cosme, apretándose los ojos con el pañuelo, quería detener el llanto; mas no pudo y se tiró al fin en el catre, hundiendo la boca en la almohada para ahogar los sollozos.
+Pero esa misma noche Cosme crucificó en una terrible décima a la perdida que hizo de su camarote un uso tan oprobioso.
+Y a la otra mañana, con el mismo don poético que le permitió transformar a la «basura» de la señorita Tutú en una estrella, comenzó Cosme a esculpir una talla de diosa sobre la nube de punto de la señorita Cata, otra pasajera graciosa y huesudita, atmosférica y con papá y mamá.
+Manejando estaba su maravilloso cincel de jorguín, cuando el capitán Truco lo despertó brutalmente:
+—¿A ver, lleva usted al día el trabajo que le corresponde?
+Como el capitán esperaba que Cosme no tendría nada hecho, sin aguardar respuesta agregó:
+—Yo me encargo de eso. Deme los libros.
+Pero Cosme le presentó todo en regla. Truco no pudo contener una exclamación de sorpresa:
+—¡Je! ¿Qué es esto?
+Practicó una revisión minuciosa, y no halló objeción que hacer a nada.
+—¿Es este —pensó— el bachiller que sólo rotulaba sobres en la Pan Comercial Pechuga? Pero, por mucho que sepa, a mí no me la pega.
+Se tiró los bigotes hacia arriba, y tronó:
+—De una vez por todas, aquí soy yo quien mando. Esos libros no valen ni ante mí ni ante Pechuga. Échelos acá.
+Y se apoderó de ellos.
+Cosme se creyó acusado. Le faltaba confianza en sí mismo, y admitió, sin análisis, que había incurrido en enormes disparates. Con un aire de aplastado que daba grima, guardó silencio.
+Truco no tuvo lástima de Cosme; pero al verlo tan manso y tan simple, concibió una idea. Pensó que, después de todo, este infeliz era mejor que cualquier otro y se conformaría con muy poca cosa. Atenuó un tanto el tono, y le dijo:
+—Vea, jovencito. La vida a bordo es pesada, y algo hay que hacer para ayudarse. No sea idiota. Venga acá.
+Lo llevó al fondo de la oficina y, sin circunloquios le dijo algo que Cosme oyó palideciendo y con un leve temblor en las manos. Como Truco no proponía ni consultaba sino imponía, terminó:
+—Comience inmediatamente.
+Cosme no se movió.
+—Manos a la obra, he dicho.
+Cosme abrió la boca para hablar; mas no lo pudo, y la boca se le quedó entreabierta. El capitán, montando en cólera, volvió a tirarse los bigotes.
+—¿Qué le pasa, imbécil? ¿Es que va a decirme que no? Conteste, o le arranco las orejas.
+Ante el insulto, Cosme reaccionó. Prendiendo el suelo con los ojos pero firme la voz, dijo:
+—Me niego.
+El capitán Truco levantó el puño. Cosme irguió entonces la cabeza y miró de frente. Pero el capitán pudo dominarse y se alejó con ímpetu, resoplando sordamente y halándose los bigotes hasta arrancarse algunos pelos.
+A partir de ese día, Cosme no tuvo sosiego en el Zangamanga. La malquerencia del capitán Truco fue pronto conocida, y todos a bordo hostilizaron al oficial en desgracia. Cosme contaba los minutos, aguardando como una liberación el fin del viaje. Y aún víctima de tanta injusticia, en sus adentros se culpaba, no sabía de qué, y apesadumbrado temía por lo mal que —pensaba— le iría a Truco con el señor Pechuga.
+AL REGRESO DEL ZANGAMANGA, el capitán habló primero con Pechuga, y luego este citó a Cosme a una entrevista reservada, en la que expuso:
+—Estoy al tanto de lo ocurrido entre usted y el capitán Truco. Lo felicito, Cosme, siento inmensa satisfacción al ver que la ayuda de usted es en tal alto grado benéfica a mis intereses y a mi buen nombre. Ese rasgo de enérgica probidad me obliga, por justicia y por gratitud, a estimar a usted como uno de los más meritorios entre mis nobles compañeros de trabajo. Naturalmente no me limitaré a las palabras. Elogiar las buenas acciones es saludable estímulo moral, y yo sé que la delicadeza de usted le da más valor a mis expresiones de reconocimiento que a cualquier compensación material que le ofreciera. Pero le ruego, Cosme, vencer sus escrúpulos, y aceptarme que le aumente el sueldo.
+Cosme se inclinó emocionado.
+—Ahora bien —prosiguió el señor Pechuga—. Me es imposible conseguir para el viaje que mañana mismo debe emprender el Zangamanga un capitán que de urgencia reemplace a Truco. Usted se hace cargo de esta dificultad, y de la situación tirante que se crearía entre usted y Truco.
+El señor Pechuga se puso de pie.
+—Cosme, una inteligencia tan clara como la suya no necesita más explicaciones. Mientras tanto, espere que yo le llame. Quiero ahorrarle molestias. Aguarde un aviso mío.
+Confusamente, Cosme entrevió en aquella promesa una falacia. Sin embargo, preguntó si debería volver a su anterior puesto en la Pan Comercial, en tanto se resolvía lo concerniente al Zangamanga.
+—No es posible —respondió el señor Pechuga—. El empleado que tuvo que sustituir a usted cumple sus obligaciones, y me falta un pretexto para retirarlo. Ya se lo dije, espere usted a que lo llame.
+Y con un gesto dio a entender que la conferencia había terminado.
+PASÓ EL MES Y COSME NO fue llamado. El capitán Truco continuaba mandando el Zangamanga.
+Al fin, don Damián dijo:
+—Pechuga es un mercachifle bellaco.
+Sonrió su amigo el médico al oírlo expresarse así, después de una confianza que había resistido tantas pruebas, y el farmacéutico creyó ver en los ojos del doctor Patagato una vislumbre de ironía.
+—Reconozco —dijo don Damián— que erré cuando mantenía un juicio favorable a aquel bandido. Si por ello me atraigo tus burlas, sea mi consuelo que todos alguna vez nos equivocamos.
+—Damián —replicó el doctor Patagato—, no pienso en lo que se te pone. Al contrario, considero que siempre has estado en lo cierto, tanto ahora que según la fe o el testimonio de tu legítimo enojo gradúas badulaque a Pechuga, como cuando calificabas a este gran caballero, por influencia de los beneficios que recibías o esperabas de él.
+«Por los vocablos gruesos que empleaste, conozco que hablas con sinceridad, pues la sinceridad se vacía siempre en fórmulas sencillas como esas de bandido y bellaco».
+—No argumentes más, que ya me convenciste —repuso don Damián—. Veo clara mi razón, pues si alguien nos tiende un día la mano y otro nos suelta una coz, ¿debe merecernos igual aprecio en una y otra postura?
+—No debe —respondió el facultativo—, y sería injusto reprocharnos el que reaccionemos opuestamente en los dos distintos casos.
+—¿Por qué, entonces, sonreíste?
+—Satisfecho, Damián, de que no sigas haciéndote ilusiones y te decidas a buscar por otro lado. Te conviene haber perdido, acerca de Pechuga, toda esperanza.
+—Dices exactamente. En redondo he perdido toda esperanza.
+No obstante esta rotunda afirmación, don Damián de vez en cuando indicaba a Cosme:
+—Hijo mío, acaso no esté de más que hagas porque te vea el señor Pechuga. No le preguntes nada; pero pásale por delante, a ver si te llama. ¿Quién sabe?
+Cosme obedecía, y rondaba el edificio de la Pan Comercial.
+Una ocasión, al pasar distraídamente la calle, por poco alcanza al señor Pechuga en momentos en que este llegaba a la oficina. Mas, paró Cosme a tiempo, y aquel traspuso la puerta.
+Otra vez se hallaron frente a frente, como traían dirección contraria; pero Pechuga no vio a Cosme.
+Y, cierta mañana, se encontraron por fin las miradas de los dos. Pechuga saludó, muy amablemente, y nada más. Esto tranquilizó por completo a Cosme, quien, en lo sucesivo, dio ya sin sobresaltos sus vueltas alrededor de la Pan Comercial.
+Una tarde, estando por allí, oyó una voz conocida que lo llamaba. Al volverse, vio a don Barbo que lo abrazó efusivamente y le dijo:
+—Cosme, ¡cuánto me alegra verlo! Y me parece mentira. ¡Hay cosas! Vea: tenía resuelto ir a la casa de usted esta noche. ¡Y lo topo!
+Echaron a andar juntos.
+—Por aquí, Cosme, sigamos por aquí. Tenemos que hablar mucho.
+Luego, permanecieron silenciosos. Después don Barbo comenzó:
+—Necesito…
+Calló, para empezar de otro modo:
+—Deseo…
+Pero no pudo, en dos intentos más, asir la inicial conveniente.
+Llegaban ante el Café Lairén y, en un arranque, don Barbo empujó a Cosme.
+—Entremos ahí —dijo.
+Sentados ante una mesita, don Barbo pidió dos copas de whisky. Cosme no quería, pero a otra instancia fue reducido.
+Bebieron, y don Barbo metió la mano en el bolsillo, para pagar, pero sacándola vacía, enérgicamente dispuso:
+—Traiga dos más.
+Después, dijo a Cosme:
+—Ignoro por qué fue usted retirado de la Pan Comercial. Pero el señor Pechuga procedió en eso sin mi consulta. ¿Querría usted volver a la Pan Comercial?
+—Sí, don Barbo.
+—Y, ¿quién lo desea más que yo? Pero es inútil. El señor Pechuga no lo recibirá a usted.
+Cosme suspiró.
+Don Barbo, mirando con desconfianza a todos lados, se inclinó sobre Cosme:
+—No se duela. Si el hambre lo mata a usted de corrida, le irá mejor que allí, donde los empleados agonizamos siempre, muriendo a medias.
+Registró de nuevo en torno con la vista, y sus ojos encontraron los del camarero.
+—¿Otros? preguntó este. Y sin aguardar respuesta volvió a servir whisky.
+Don Barbo continuó:
+—¿Quién era yo antes de sujetarme al señor Pechuga? Un hombre audaz y libre. Lo demostré en ocasiones decisivas. En una —le empeño mi palabra— me negué a trabajar toda la Nochebuena, y me retiré de la oficina a las doce, pretextando un dolor de vientre. En otra —¡lo juro, Cosme!— escribí al jefe una carta para pedirle aumento de sueldo. Hoy no soy capaz de realizar actos de carácter como aquellos, tan hermosos, ¿verdad?
+Don Barbo se acercó más a Cosme.
+—Un tiempo amé a Pechuga. Se interesaba mucho por mi salud, y cada mañana iba a preguntarme si yo había dormido bien. Lo creí generoso, y pensé que sólo un olvido le permitía dejar tan corta mi remuneración mientras multiplicaba mis ocupaciones. Me propuse, pues, hablarle sobre esto en la primera oportunidad. Pero antes de que yo diera ese paso, el señor Pechuga salió a mi encuentro y me rogó le informara, con franqueza, si tenía yo los muebles necesarios y buenos trajes en cantidad decorosa. Respondí lo que era evidente, y entonces el señor Pechuga calculó para tales gastos una suma, y me la entregó. Le firmé un documento que no leí, porque me dijo que lo extendía por simple fórmula, para el orden de las cuentas.
+Don Barbo miró distraídamente al camarero, y este acudió con nuevas copas.
+—¡Vana alegría, Cosme, la de mi flamante cama, mis sillones lustrosos y mis dignas vestiduras! A la larga tuve que comerme todo eso.
+«Pero antes, pedí un aumentito; y el señor Pechuga me contestó que el aumento me lo había concedido ya y consistía en no deducirme nada para la amortización de la cantidad que le debía. Aún, Cosme, era yo valeroso, y le pregunté qué pensaría él si yo buscaba un empleo en otra parte. “Barbo —me respondió— guárdese de un comportamiento desleal, porque me obligaría a meterlo en la cárcel. Siga portándose bien, y algún día obtendrá su recompensa”. Entonces supe la terrible verdad: en el documento que firmé sin leer, yo aparecía como depositario de la suma que creí recibir a título de préstamo.
+«Dos veces he renovado ya el documento, en la misma forma del primitivo, para evitar la prescripción. ¿Qué puedo hacer yo? El señor Pechuga mantiene su promesa de premiar mis servicios, y precipitarme sería ayudarlo a no cumplir su ofrecimiento. Además, si me niego, la deshonra caería sobre mi nombre. Usted dirá: ¿y qué vale su nombre, si él es no más que como el rótulo de una esclavitud? Pero, no sé. Yo celo mi nombre».
+Don Barbo se irguió con prosopopeya; pero volvió a aplastarse enseguida.
+—En veinte años, mis mejores días fueron aquellos en que usted, Cosme, estuvo conmigo en la Pan Comercial. ¡Con qué rapidez se versa usted en cualquier asunto! Le confieso que a nadie revelé esa capacidad suya, sus grandes talentos. Comprenda que así lo salvé. Si el señor Pechuga se percata, lo entrampa a usted en un documento como el mío.
+«Pero, no es nada lo que me descargué en usted de mi trabajo. ¡Aquellas cartas, Cosme, que usted me escribía para Severina!».
+Don Barbo, soñador, miró lejos.
+El camarero, ya sin esperar órdenes, ni siquiera insinuaciones, iba y venía, quitando las copas desocupadas y poniendo las llenas.
+—¡Severina! —prosiguió don Barbo—. ¡Severina gorda, Severina quieta, no sé qué manos tiene para guisar; ni qué senos para ofrecer reposo abundante y lactancia munífica, ni qué pies para caminar globosa como una estrella! Posee una casita en la ciudad, otra en el campo y una pequeña renta. ¡Mi sueño! Vivir tranquilo y engordar como ella. Adoro a Severina. Su amor, su casita. ¡Es la única ilusión de mi existencia!
+Don Barbo puso la boca al oído de Cosme:
+—Necesito… deseo… que usted me escriba otras cartas para Severina. ¿Me lo promete?
+—Sí, don Barbo.
+—Ayúdeme, Cosme, a la fundación de este hogar. Usted será en él como un hijo nuestro. Cuando llegue un Barbito, usted tendrá en ese ángel un hermano. ¿Podría darme la primera carta esta misma noche?
+—Mañana, don Barbo.
+—Bueno. Mañana, muy temprano. Ya sabe: frases bonitas, y muchas huesas y muchos espectros. Tampoco olvide las desesperaciones y los suicidios. Yo sé que eso la impresiona.
+De pronto don Barbo sintió como si le exprimieran la cabeza por dentro. Sus párpados tendieron a cerrarse. Cual si lo tiraran de la nariz hacia abajo, se inclinó sobre la mesa. Vagamente pensó que sería delicioso dormirse allí mismo.
+Pero el camarero presentó la cuenta, y don Barbo logró aún registrarse los bolsillos, alcanzando a reunir menos de una décima parte de lo que se adeudaba por consumo de whisky.
+—¿Qué hacemos ahora, Cosme? —murmuró—. Saque usted algo. ¿No tiene ahí para completar?
+Cosme no comprendía nada. Sonreía con los ojos ardientes. Don Barbo dio un ronquido, se fue de bruces, y el filo de la mesa lo sostuvo por la calva.
+El camarero se indignó, porque sospechaba que todo era una comedia para eludir el pago, y advirtió a gritos que iba a llamar a un policía.
+A sus voces, vino la señora propietaria del establecimiento. Cosme admiró su planta. Elegante, fina, le dio la impresión de la gracia y de la fuerza. Cosme reconoció en ella el tipo de mujer que seduce a los hombres inteligentes. En un instante estableció relaciones extrañas entre los ojos y la melena de la dama. Con los cabellos aliñados, los ojos eran duros. Revolviendo aquella soberbia mata de pelo, veía los ojos de una loca. Desplegada esa cabellera sobre los cojines de un lecho, los ojos se tornaban dulces y cariciosos…
+Con una mirada en que había la luz del sentido humorístico, la señora contempló el cuadro.
+—¡Atiza! —dijo y corrió fuera con el pañuelo metido en la boca, porque no podía contener las carcajadas.
+Entretanto, volvió el camarero con el policía, y los dos levantaron a don Barbo.
+Medio dormido, don Barbo se sintió muellemente ajustado a la masa carnosa del corpulento agente de seguridad pública. Se dejó oprimir, y soñando con Severina, echó lánguidamente los brazos a la cintura del policía.
+De Cosme nadie hizo caso, ni él entendía lo que pasaba. Salió detrás del triste grupo, y se fue rezagando sin darse cuenta. En su imaginación crepitaba y resplandecía la magia de aquellos ensueños suyos por los cuales era todopoderoso.
+Llevaba consigo a la hermosa señora del café. En el corazón la condujo hasta su estancia, le hizo campo en su lecho, y allí vio los rizos de la embrujada cabellera retorcerse y temblar cerca a los ojos cariciosos y dulces.
+HACÍA ALGÚN TIEMPO LA SALUD de doña Ramona andaba mal. El doctor Patagato preguntó un día por su comadre.
+—¿Qué es de Ramona? Desde ayer no la veo.
+El farmacéutico, que seguía en mínima escala su negocio, trabajando raramente para una clientela menuda y azarosa, estaba batiendo un ungüento, y respondió sin volverse:
+—Seguro está acostada. Los achaques la rinden.
+—Hay que darle ánimo —replicó el facultativo.
+Don Damián soltó una carcajada teatral. El médico lo miró con sorpresa, y dijo:
+—Eso no es reír, compadre. Eso es la risa del conejo.
+El farmacéutico se acercó lentamente al doctor Patagato.
+—¿Tú conoces la enfermedad de Ramona?
+—Sí y no, Damián.
+—¿Por qué sí y no en este caso?
+—Sí y no en todos los casos.
+—¿No me hablas así porque quieres ocultarme la verdad?
+—¿Tengo yo la verdad en nada, al menos conscientemente? Si alguna vez alcanzara sabiendo que era ella, no sólo la diría sino moriría gritándola, para inculcarla a los demás.
+—Te me escurres, Patagato. Pero la bacteria que mina a Ramona, tú la conoces, aunque no cabría en el lente de tu microscopio. Produce lo que en tu terminología puede definirse como una caquexia del sentido práctico por infección de cobardía en la sangre moral. Su nombre es la pobreza.
+—La pobreza resignada —rectificó el doctor Patagato.
+Y añadió luego, por consolar:
+—Pero bendigámosla, porque ella nos trae el dolor, que purifica.
+—En ciertos extremos —replicó don Damián— lo que viene con la pobreza es la inmundicia que nos ensucia.
+—Ese modo de pensar —observó el médico— no lo encuentro autorizado por ningún venerable convencionalismo.
+—¿No nos está permitido zafar el espíritu y predicar noblemente?
+—¿Quién lo duda? Pero los dominadores arrebatan de las manos humildes las armas invictas de las ideas generosas, y las cruzan en panoplias burlescas.
+Ve, si no, cómo para afirmar la libertad erigen las cárceles; cómo establecen la igualdad, pero según la ley que ellos dictan, y cómo para ejercer la caridad crean la miseria.
+—Si un día se rebelaran los infelices… —dijo don Damián.
+—Ya lo han hecho —repuso el doctor Patagato.
+—Sí, pero sin un plan sensato, enloquecidos por la desesperación o alucinados por los embaucadores.
+—No pueden obrar de otra manera. Cuando no los desquicia la cólera o la utopía, viven en la abyección o en la conformidad.
+—También —agregó con amargura don Damián— beben, como yo.
+El doctor Patagato hizo un gesto para indicar que reprobaba ese hábito. El farmacéutico sirvió ron en una probeta graduada, y dijo:
+—He pensado alguna vez inducir a Ramona a que se dé a la bebida. Para los abúlicos atormentados por la estrechez, el alcohol es como una eutanasia. Pero escrúpulos sin duda ajenos de razón, me han impedido cumplir ese deber de misericordia.
+—No lo hagas, Damián —replicó el doctor Patagato—. Toda enfermedad, a la larga, es llevadera, y, enfermos o no, todos vamos al fin.
+«Aún el más terrible morbo, probablemente no ocasiona los espantosos sufrimientos que suponemos. No hay calamidad física que no consienta un poco de alegría.
+«Conocí a un pobre ser sin piernas que manejaba penosamente sus muñones a lo más de veinte centímetros. Su rostro amarillento, huesudo y lleno de costurones, infundía repugnancia. Transitaba las calles vendiendo baratijas, y los transeúntes lo apartaban con el pie como a un trasto inmundo. Por caridad lo asistí una vez, y supe entonces que confiaba en la vida y que su ánimo era valeroso.
+«Como una bendición de la naturaleza, la costumbre nos permite sobrellevarlo todo. La tortura de muchos dolientes no es motivada por los daños de la enfermedad en sí misma, sino por la angustia mental, no propia exclusivamente de los trastornos patológicos. Las congojas que afectan a ciertos enfermos se presentan también en personas sanas. Se originan, por ejemplo, en las pequeñas desavenencias del matrimonio que no es exactamente una enfermedad.
+«El horror que nos producen las dolencias de los otros más es cosa nuestra; porque, involuntariamente, calculamos la mortificación que nos aparejaría un estado como el que contemplamos. Pero ¿es sensato guiarnos por tales comparaciones? No, Damián, porque faltaría ponerse en el activo y en el pasivo. Pensando en un dispéptico, por ejemplo, nos aflige considerar cuánto sufriríamos si estuviésemos como él prohibidos de engullirnos una abundante y bien condimentada comida. Y no vemos que no la apeteceríamos, si nosotros fuésemos los dispépticos.
+«Pero, en fin: ¿cuál te parece el mal que más consterna? ¿El de Lázaro? Pues yo medicinaba a un leproso y en visita importuna sorprendí una demostración muy a lo vivo, por la que me enteré de que Afrodita no le volvía las espaldas. El elefanciaco se rascaba con su casco de teja pero los dones del amor lo amparaban. ¿Qué más podría ambicionar él, ni nadie?
+«Damián, no le des de tu ron a Ramona».
+—Te obedeceré, Patagato —respondió el farmacéutico—, pues, realmente, si ella no lo pide, será que no lo necesita. Pero yo sí continuaré bebiendo.
+ACABABA COSME DE DESAYUNARSE, cuando oyó un ruido extraño y voces de la criada Saturita. Salió precipitadamente, y se dio con don Damián que también acudía.
+Saturita los llamó desde el cuarto de doña Ramona. Allá fueron y encontraron a esta desmayada en el piso. Alzáronla entre todos y la llevaron a la cama.
+—¿Qué ha sido? —preguntó don Damián tembloroso.
+—No sé —respondió Saturita—. Cayó de pronto. Yo estaba allí, de frente a la puerta…
+Los detalles quedaron cortados, porque doña Ramona comenzó a agitarse en el lecho. Abriendo los ojos, miró al principio sin ver y luego sonrió a su marido y a su hijo.
+—¿Qué te pasa Ramona? —preguntó don Damián.
+—No fue nada —respondió ella, como hablando remotamente—. Ya estoy bien…
+Pero enseguida volvió al silencio y a la inmovilidad.
+Don Damián no sabía qué hacer. Su calma habitual había desaparecido, y daba vueltas por la habitación, inquieto. Cosme de pie, estaba como clavado y ausente.
+Saturita salió, callada.
+—¿No te parece, Cosme, —dijo el farmacéutico— que convendría traer a Patagato? Llama a Saturita para que le avise. O mira, anda tú. No. Mejor voy yo mismo.
+No iría don Damián por la esquina cuando regresó Saturita acompañada de la señora Pabla y la señora Ambrosia, caritativas vecinas que, atendiendo los ruegos de la criada, venían a encargarse de ciertos cuidados de la enferma. Apenas se instalaron las dos comadres, Cosme, deslizándose, salió del cuarto de doña Ramona y fue a aislarse en el suyo.
+Después, llegó el doctor Patagato. Puso el sombrero sobre una mesa; tomó el pulso a doña Ramona; le observó la lengua; con el dedo meñique le haló hacia abajo el borde inferior de los párpados; la auscultó, aplicando el oído al pecho y al vientre, y cogió su sombrero:
+—¿Ya? —exclamó don Damián.
+—¿Qué otra cosa quieres que haga? —contestó el doctor Patagato—. Que venga Saturita conmigo para enviar algunos medicamentos.
+Doña Ramona no volvió a levantarse. Se fue consumiendo poco a poco.
+En aquella situación, Saturita despachaba sola los quehaceres de la casa, aumentados por la presencia de la señora Ambrosia y la señora Pabla, quienes acabaron por colocarse allí de un todo, y pedían tabaco cada momento.
+Un día las dos comadres se quejaron de que no hubiese en la casa un crucifijo de tamaño conveniente para rezarle con la comodidad que no permitían los pequeños que ellas llevaban al cuello, pendientes de cadenitas de plata. Al otro día, Saturita trajo un lucido cristo de yeso, grande como debió haber sido Él y que se tenía con su cruz sobre una pesada base de madera. La señora Pabla y la señora Ambrosia quedaron deslumbradas.
+—¿Es prestado? —preguntó la señora Pabla.
+Saturita evadió la respuesta. Lo había comprado con dinero contante y sonante; mas no debía decirlo. La hija de vagamundos encontró la manera de sisar en aquella pobrísima casa, y fue acumulando el producto de su chica rapacería en un escondrijo. Realizaba por instinto aquellos hurtos prodigiosos, y sin mortificaciones egoístas, a la primera necesidad común cercenaba la hucha. Y esta, que era de ordinario volátil por las continuas exigencias domésticas, quedó en su sombra con la adquisición del Santo Cristo.
+Una tarde, la señora Ambrosia insinuó a don Damián la conveniencia de traer al cura.
+—La confesión —dijo— salvará a doña Ramona. El milagro es más seguro si viene el padre Balda. No hace más que llegar este sacerdote, y la gente se pone buena.
+Saturita oía con grande interés.
+—Como lo dices —confirmó la señora Pabla—. Y ya es tiempo. Si con los rosarios que llevamos no la hemos hecho mejorar, es que le falta la confesión.
+Saturita escapó sin ser notada.
+—Me parece —respondió don Damián— que debemos dejar tranquila a Ramona. La presencia del cura es como el anuncio de los últimos momentos del enfermo.
+—¡Vaya una ocurrencia! —replicó la señora Pabla—. Al contrario, le trae la salud. El cura se llama cura porque cura.
+—¿Cura el cuerpo, o el alma?
+—El alma, y también el cuerpo.
+Don Damián quedó un instante como absorto en una cogitación. Doña Ramona se movió ligeramente en el lecho, y el farmacéutico se acercó, temeroso de que hubiera oído lo que hablaban.
+—¿Qué deseas, Ramona?
+—Quizá me conviene —respondió ella con sus sonrisas—. Tal vez mi enfermedad es un castigo de Dios.
+La señora Ambrosia y la señora Pabla aprobaron con un murmullo.
+—Si lo quieres, así se hará —dijo don Damián con dulzura—. Pero ¿me oyes antes unas reflexiones?
+Doña Ramona asintió, sonriendo.
+—Tu caso, Ramona, no es desesperado. Padeces un mal que te postrará aún por muchos días; pero Patagato responde que te restablecerás por completo. Para entonces, yo habré salido de apuros, porque estoy recogiendo algunas viejas acreencias, y Cosme tiene prometido un buen empleo con un gran sueldo. Además…
+Don Damián se detuvo, porque no obstante su piadosa intención, repugnaba la mentira. Doña Ramona sonrió: «¡Cuánto bien me haces!».
+—No te tortures vanamente —continuó don Damián— creyendo que tus sufrimientos evidencian tus culpas y la cólera del Señor. Dios, Ramona, no castiga.
+La señora Pabla y la señora Ambrosia se persignaron en señal de protesta, y exclamaron a dúo:
+—¡Ave María Purísima!
+Don Damián, cohibido, trató de recoger velas:
+—Quiero decir, Ramona, que las penalidades de esta vida no son siempre un castigo de Dios. También Dios sume en tribulaciones al justo. A veces descarga su furor de elefante por capricho, y aun para satisfacer la malsana curiosidad de algún ente protervo.
+—¡Ave María Purísima! —repitió la señora Ambrosia.
+Don Damián consultó con ojos tímidos a doña Ramona. Esta lo animó con una sonrisa: «Sigue, marido mío». El farmacéutico no hizo ya concesiones.
+—¿No consta en las Sagradas Escrituras —dijo— que el Señor, cediendo a una insidia del diablo, torturó a Job tan duramente como todos sabemos? Señora Ambrosia, señora Pabla: ¿por qué fue Dios tan dócil a la perfidia del malvado y tan cruel con el inocente? En el mismo libro se explica: el Padre quiso demostrarnos así que Él nos da protección paternal, y que Satanás es malicioso.
+—¡Qué cosas las de don Damián! —dijo la señora Pabla.
+—Señora Pabla: ¿esas cosas son mías?
+—¡Ave María Purísima! —masculló la señora Ambrosia.
+—Ramona —prosiguió don Damián—. Los designios divinos son impenetrables. En nada nos es permitido rastrear el propósito de Aquel que está en los cielos. Huye la soberbia, Ramona. No afirmes, cual si te fueran familiares los más augustos misterios, que tu enfermedad sea un castigo de Dios. Tú has obrado según tu conciencia…
+—¡Ay! —suspiró la señora Pabla—. Si fuera fácil seguirse por la conciencia, nadie se condenaría.
+—Señora Pabla —replicó don Damián un tanto vacilante—. No he dicho a Ramona la conciencia sino tu conciencia. Lo que parece laborioso no es ceñirse, sino apartarse de la propia conciencia.
+—Cuando se procede mal, remuerde la conciencia —insistió la señora Pabla.
+—La conciencia que nos remuerde —contestó don Damián— no es ya la misma conciencia que nos había impulsado al acto que más tarde nos atribula.
+—¡Ave María Purísima! —musitó la señora Pabla.
+Don Damián, desalentado por estas oposiciones, abandonó a sus colocutoras y se dirigió a su mujer:
+—En fin, Ramona, tu conciencia es obra de Dios, y tú sabes, en ti, que por ella se reguló tu vida. Si esto es así, ¿quién podrá juzgarte?
+«Pero es cosa tuya, Ramona. Admitido que tu enfermedad no es grave ¿quieres que venga el sacerdote?».
+Doña Ramona sonrió:
+—Ya no lo quiero, Damián. Acabo de sentir que mi corazón y mi conciencia se elevan directamente hasta Dios.
+Pero en ese momento apareció el padre Balda en el umbral de la puerta. Detrás de él, un poco por encima de su hombro derecho, se cernían como alones graciosos las crenchas de Saturita, más negras que la sotana.
+Las dos comadres se levantaron, sorprendidas y aliviadas. Don Damián, confuso, saludó varias veces mientras perquiría una forma de rechazo cortés.
+—Señor cura… —comenzó, titubeando.
+Pero doña Ramona, haciendo un gran esfuerzo en la voz, intervino:
+—Deja, Damián. ¿Qué importa? Padre Balda, acérquese.
+El sacerdote cruzó majestuosamente la estancia y tomó asiento a la cabecera del lecho. La señora Pabla y la señora Ambrosia cayeron de rodillas y juntaron las manos. Don Damián, de pie, inclinó la cabeza.
+Desde la puerta, Saturita contempló un momento el cuadro y se fue luego a la cocina.
+LA SEÑORA AMBROSIA MANEJABA con movimientos torpes su voluminoso cuerpo. Inesperadamente solía chocar con los muebles, y siempre se excusaba, regañando:
+—¿Por qué pusieron ahí eso?
+En la desmesurada barriga de la señora Ambrosia residía principalmente aquel constante peligro de las colisiones. Nunca logró coger el cálculo preciso de la trayectoria que, al cambiar ella de posición, describiría aquel redaño de fatal gordura, cuya embestida era poderosa. Y un día, al volverse para acudir a un llamado de la señora Pabla, la señora Ambrosia derribó una mesa donde había un reloj y estaba todo el recado de medicinar a doña Ramona. Allí fue la gran tortilla.
+Don Damián, al saber el desastroso suceso, salió de prisa en busca del doctor Patagato, a ver si este lo remediaba.
+Cosme se encontraba por fuera, a caza de don Barbo. Saturita, sabe Dios dónde estaría a esas horas librando sus combates para conquistar el abastecimiento del día.
+Aprovechando el sueño de doña Ramona y la ausencia de los demás, la señora Pabla y la señora Ambrosia hicieron algunas visitas a la botella de don Damián. La señora Pabla encontró, además, en el cuarto del farmacéutico, un paquete de cigarros con rojos anillos, y la señora Ambrosia descubrió en la cocina, debajo de un caldero roto, una buena provisión de butifarras. Se refocilaron, pues, a gusto, y tras el inocente merodeo, repachingadas en sus mecedoras reanudaron sus cotidianas murmuraciones.
+—Al fin Urbana se salió con la suya —dijo la señora Pabla.
+—¿Cuál era la de Urbana? —preguntó la señora Ambrosia.
+—¿No sabes? —contestó la señora Pabla—. Se casó con Fermín, y tuvo de él cuatro hijos. Desde su primer parto le dio el antojo de estar viendo a Fermín mientras daba a luz. Al segundo, apenas le entraban los dolores, Fermín tenía que acompañarla sin moverse de su lado. En el tercer alumbramiento fue lo mismo. Y en el último, peor, porque Urbana necesitó ya coger del pelo a Fermín cuando estaba en el momento.
+—Esos antojos son sinvergüenzuras —repuso la señora Ambrosia.
+—Ahora verás —prosiguió la señora Pabla—. Urbana se volvió de mala cabeza, y Fermín la dejó, como se lo merecía. Dos años después de separados, Urbana quedó embarazada, y ninguno quería cargar con el hijo. Pero lo mejor es que cuando salió de cuentas, se la pasaba llamando a Fermín.
+«Llegó el día, y Urbana, cruzando las piernas, gritó que si no venía Fermín se moría ella y se moría lo que fuera. La comadrona, asustada, llamó a un médico que era amigo suyo y la recomendaba en los periódicos. Y, ¿qué te crees que dijo el médico? Pues que Fermín tenía que ir o no respondía de lo que sucediera».
+—¿Y fue el pobre hombre?
+—Entre el doctor y otros amigos lo convencieron y lo llevaron. Apenas vio Urbana a Fermín, se puso como debía ser. El médico empujó a Fermín hasta la cama, y Urbana lo agarró por el pelo y alumbró con toda felicidad.
+—Verdaderamente —dijo la señora Ambrosia— las mujeres hacen con los hombres lo que les da la gana. Fíjate en lo que le pasó a Fabio, el tullido, con su mujer Angelita.
+«Tres años después de haber caído Fabio con su mal, Angelita tuvo un niño. Fabio sabía muy bien que el muchacho no podía ser suyo, y se desesperó tratando de averiguar cómo se las había compuesto Angelita, pues tenía la seguridad de que en todo aquel tiempo no había dejado a su mujer en la posibilidad de engañarlo. Al principio se puso rabioso e insultaba a Angelita. Después no le preguntó más; pero la miraba horas y horas, como queriendo ver dentro de la bandida. Él muy pronto les perdió el gusto a las mazamorras, que antes lo alegraban tanto. Y creo que de pensar en eso fue de lo que al fin murió. ¿Tú sabes, Pabla, qué hacía la Angelita?
+—No, Ambrosia.
+—José, el que la dejó encinta, lo contó un día, borracho y riéndose, el muy canalla.
+«Por la noche, Angelita ponía al tullido en un corredor, cerca a la puerta que daba al patio. Angelita se quejaba del calor, y sacando una toalla y un abanico se acostaba en el patio sobre una estera, de modo que Fabio sólo podía verle la cara y un poquito más allá de los hombros. José saltaba la cerca. Entonces Angelita se ponía a cantar y a echarse fresco. A veces Fabio le preguntaba algo y ella no le contestaba, como si no lo oyera…».
+Se interrumpió, porque doña Ramona comenzó a agitarse bajo las sábanas. Acercándose, vieron que giraba los ojos.
+La señora Pabla y la señora Ambrosia creyeron que era llegado el momento de alarmar el vecindario, y después de consultarse una a otra con la mirada, rompieron a llorar a gritos. Pero al estallido infernal de aquellos aparatosos lamentos, doña Ramona hizo algunos ademanes, indicándoles que callaran. Las dos comadres suspendieron su siniestra alharaca y se aproximaron a la enferma.
+—¿Qué espantoso ruido era ese? —interrogó con voz apenas perceptible doña Ramona.
+—¡Dios mío! —contestó la señora Pabla—. ¡Nos asustamos tanto! ¡Creíamos que el Señor se la había llevado!
+—¿Morir yo sin estar aquí Damián? —susurró doña Ramona— ¿Cómo puede ocurrírseles eso?
+Minutos más tarde regresó el farmacéutico con un bulto debajo del brazo.
+—Aquí traigo todo —dijo.
+Puso el lío en manos de la señora Pabla, e inclinándose después sobre doña Ramona, le dio un beso en la frente. Doña Ramona lo miró con profundidad, y, envolviéndolo en la última sonrisa, expiró con un leve sacudimiento.
+DESPUÉS DEL ENTIERRO, DON Damián y Cosme regresaron a la casa con el doctor Patagato. El bondadoso médico los entretuvo con divertidas historietas en las que mezclaba delicadamente rasgos conmovedores de la santa vida de doña Ramona. De este modo el doctor Patagato contenía en el viudo y en el huérfano el flujo sentimental que, sin poner remedio a nada, sólo conduce a un dañoso desequilibrio de los nervios.
+—Empuñemos el escobajo —decía— y demos un limpión a la cabeza sucia de telarañas románticas. No convirtamos el dolor en orgía negra. No nos restreguemos mucho las penas morales, porque puede saltar la locura.
+Cuando el doctor Patagato se fue, don Damián y Cosme volvieron al cuarto que ocupaba doña Ramona y se sentaron frente al lecho vacío.
+Cosme tenía los ojos enrojecidos y cada momento suspiraba o sollozaba. Don Damián, secos los suyos, repiqueteaba en los brazos de la silla con la punta de los dedos, y después de un largo rato de silencio, dijo:
+—Si en nuestras manos, Cosme, estuviera el resucitar a Ramona, ¿lo haríamos?
+«Tu madre nos era muy útil. Empleaba sus días, todos sus días, en prepararnos los alimentos y en desempeñar, para tu provecho y el mío, tantos otros quehaceres fatigosos que deben ser recomenzados al punto en que se cumplen.
+«No paraban ahí los beneficios que nos proporcionaba: sus sonrisas, que no sé cómo brotaban tan dulces de su corazón lacerado, eran también para nosotros.
+Agotándose, se vertía toda en ti y en mí. Con su trabajo nos alimentó el cuerpo; con su amor nos confortaba el alma.
+«¿Qué conservaba para sí misma? ¿Cuáles fueron sus alegrías sino las terribles del sacrificio? ¿Cómo era esa vida suya que pudiéramos desearla de nuevo para ella?
+«¡Qué torturas, hijo mío, nacen del pensar! Si Ramona viviera, me horrorizaría la idea de matarla. Hoy que ha muerto, la lloro, y llorarla me avergüenza como un brutal egoísmo. Ni viva, ni muerta, reposa con quietud mi pensamiento en su memoria».
+Don Damián se llevó la mano a la frente y cerró los ojos.
+—Sin embargo —murmuró después de su meditación—; sin embargo, una voz ahora apagada, comienza a balbucir en mí mismo cosas que aún no alcanzo a comprender, pero cuyo sentido presiento. Tal vez, algún día, esa voz me diga la palabra de paz.
+Calló don Damián, y se presentó allí Saturita. La pequeña criada, como insensible al padecimiento o acaso más fuerte que el dolor, había prestado con despejo sus múltiples servicios en aquella amarga noche, y en esta mañana, tan triste, no descuidó la cocina. Llegaba, pues, para avisar a los señores que el almuerzo estaba listo.
+Mientras se dirigían a la mesa, don Damián se detuvo por primera vez a examinar el importante papel que Saturita venía desempeñando en la familia. Le mortificó haberle dado antes un trato casi indiferente, y conoció que le debía gratitud por su adhesión y consideraciones por sus talentos. Se propuso distinguirla y amarla en adelante.
+Pero el cariño de Saturita había sido todo para doña Ramona. Faltando esta, Saturita no tenía ya ningún interés en continuar al servicio de aquella casa, y había decidido marcharse.
+El doctor Patagato volvió pronto y acompañó toda la tarde a sus desolados amigos. Entrando la noche se despidió. Don Damián y Cosme se retiraron enseguida a sus habitaciones.
+Entonces Saturita salió sigilosamente en busca del médico, a quien pidió dinero prestado en nombre del farmacéutico. El doctor Patagato se registró los bolsillos, revolvió el armario y entregó a la criada cuanto pudo reunir en ese momento.
+Saturita hizo algunas compras, y luego en la casa, puso sobre una mesa de la cocina comestibles suficientes para algunos días; acondicionó los carbones en el fogón de modo que no hubiera sino acercarles el fósforo, y sobre el montoncito de aquellos, en un cartón, dejó unas cuantas monedas.
+Lo que le quedaba del dinero, lo aseguró Saturita en un nudo de su pañuelito, el cual, levantándose la falda, se amarró a la cintura con la lazada del pantalón.
+Después, arregló sus ropas en un envoltorio, y poniendo este al alcance de la mano, se echó vestida en su camastro y cayó en un tranquilo sueño casi instantáneamente.
+Poco antes del alba, Saturita despertó. Levantóse ligera, se lavó la cara y las manos, se peinó, se empolvó y cogió el paquete. Después, deslizándose como una sombra, fue abriendo las puertas sin ruido, y en el claroscuro de la calle desapareció para siempre.
+AL TERCER DÍA DE LA MUERTE de doña Ramona se venció una obligación contraída por don Damián con hipoteca de la casa en que vivía, único bien raíz del farmacéutico.
+No tenía don Damián humor para estar en eso. Mas el doctor Fregolín, abogado de los acreedores Boca Hermanos, llegó en la fecha precisa a recordárselo.
+Enjuto, nervioso, el doctor Fregolín expuso primeramente, con calor, sus sentimientos de condolencia.
+—Mi pesar por el duelo de ustedes —afirmó, con la mano en el pecho—. Lo mantendré aquí, siempre intacto, créame, como un depósito de la sinceridad confiado al afecto.
+Dicha esta frase, el doctor Fregolín hizo una pausa, se aclaró el pecho con tres golpecitos de tos y fue abriendo, diente a diente, una sonrisa.
+Luego se alisó los cabellos, se palpó las sienes, y entonces su expresión se tornó grave, como si de aquel modo se hubiera untado solemnidad en toda la cabeza.
+—Digo —comenzó a declamar—. Digo: bajo el imperio de las rectas costumbres, no se ha de consentir que el deber ni el derecho se corran una línea de la plomada. Créame, prevarica la honorabilidad, sin la afirmación de uno y otro —derecho y deber— en su sazón jurídica.
+«Boca Hermanos me cometen el cobro de una acreencia. ¿Qué importó a Boca Hermanos la próxima pasada viudez del deudor? Boca Hermanos, llorosos por la inolvidable, extinta doña… doña… la esposa de usted, sólo una voz oyeron en los estrados de su aflicción: la voz del vencimiento. Créame: si la totalidad de habitantes de nuestro país se articulara en sus procesos comunes económicos según esta jurisprudencia moral de Boca Hermanos, nuestro país, en corte augusta de cobros y pagos en su día, hora y minuto, cesaría el fallo notoriamente injusto que nos condenó a una celda de retaguardia en el avance de las naciones».
+El farmacéutico, sudando frío, intentó cortar la exposición.
+—He podido entender.
+El doctor Fregolín extendió el brazo hacia don Damián.
+—Espere —exclamó— me falta esto, sin lo cual el alegato no redondea: una celda de retaguardia en el avance de las naciones. Presos allí estamos. Y, ¿quién es nuestro carcelero? El deudor moroso. ¿Quién su cómplice? El acreedor negligente. ¿Y quiénes serán los salvadores? Boca Hermanos y su abogado Fregolín.
+Don Damián aguardó lo que le pareció discreto y después dijo:
+—Entiendo que usted viene a cobrarme…
+El doctor Fregolín volvió a interrumpirlo:
+—Me dejé arrastrar por mi hábito elocuente, pero ya desciendo al nivel vulgar. No se impresione usted, créame. Digo: cuando se trata con caballeros, es fácil entenderse.
+Don Damián respiró. Por un momento vio conjurado el peligro de ser arrojado enseguida de la casa. Pero el doctor Fregolín pasó sus finos dedos por su rostro. Al concluir este ademán, presentaba una nueva fisonomía, cual si se hubiera puesto una máscara. Sus facciones destilaban dulzura y el pobre farmacéutico tuvo el presentimiento de que iba a ser cogido en aquella miel pérfida como una mosca en el jugo de una planta insectívora.
+—Veamos —continuó el doctor Fregolín.
+—La situación de usted, ¿le permite retirar de sus fondos tanto como lo que es necesario para cancelar la obligación? No. Recursos que quedan: (a) negativa de pago; (b) remate voluntario; (c) ni negativa de pago ni remate voluntario.
+«Ahora bien: el punto primero se resuelve en el tercero, al que es equivalente. No vamos a distinguir pasividad o actividad del ánimo de obrar en lo civil.
+«Digo pues: (a) y (b). Y tenemos: si (a), juicio ejecutivo; si (b), Boca Hermanos se disgustarían. Lo declaro de una vez: no lo consentirán. ¡Los edictos! ¡Las pujas! Un escándalo. ¡No! El nombre honrado de un farmacéutico viudo no será pasto de los maldicientes. Y se hace lo que Boca Hermanos quieren, o habrá pleito para rato. Todo eso es para mí un juego de niños. Algo entiendo mi profesión».
+Don Damián escuchaba entontecido. El doctor Fregolín, en una zancada de avestruz, se aproximó a una mesa y sobre el tapete extendió varios papeles.
+—Aquí está todo —dijo—, todo preparado por mí para usted. No tiene sino que estampar su firma. Amigo mío, venga.
+El doctor Fregolín enlazó tiernamente a don Damián.
+—Querido farmacéutico mío, notable; meritorio, venerado viudo. Boca Hermanos cancelan la obligación de usted. ¡Qué nobleza! Créame: y usted recibe, además, una suma exactamente igual a la décima parte del monto total de la deuda. Venga usted, afortunado caballero. Ven, Damián, firma.
+Por la mente de don Damián pasó el recuerdo de míster Perheth, pero se levantó y cogió la pluma.
+En ese momento Cosme gritó:
+—¡Papá!
+El farmacéutico, con la pluma en alto, preguntó:
+—¿Qué dices, hijo mío?
+—¿Has oído bien la propuesta? Una décima parte es lo que te ofrece. ¡Una décima parte! ¡Eso es una infamia!
+El doctor Fregolín se puso pálido.
+—Cosme, hijo mío —respondió don Damián—. Corresponde a tu padre la solución de este negocio.
+Y firmó sin leer.
+Cosme quedó agotado después de su intervención audaz, y miraba fijamente el suelo, con cólera inofensiva. Quería gritar, patalear, romper los muebles, pero más por desconcierto que por odio al doctor Fregolín.
+El abogado recogió sus papeles con rostro ceñudo; tomó su bastón, su sombrero, y se despidió secamente, diciendo:
+—La casa debe estar desocupada dentro de ocho días.
+Alcanzaba ya la puerta, cuando don Damián lo llamó con voz tímida:
+—¡Doctor! Tal vez un olvido… La décima parte… el dinero… no me lo ha dado usted.
+El doctor Fregolín, deteniéndose, azotó ligeramente la punta de su bota con el bastón.
+—¿Es el jovencito —preguntó— quien lo induce a la desconfianza? ¡Boca Hermanos! Digo: ¡desconfiar de Boca Hermanos! Divertido. Créame: ¡divertido!
+Volvió las espaldas y se marchó.
+—Cosme, hijo mío —dijo entonces don Damián—. ¿Por qué te exaltaste? ¿No entendiste que me amenazaba con la justicia?
+—Pero tienes la razón de tu parte —replicó Cosme.
+—Y, ¿qué sabemos tú y yo —repuso el farmacéutico— de lo que son capaces los hombres de negocios, y por qué hilos que ignoramos, los Bocas nos tengan cogidos?
+DON DAMIÁN NO ENTERÓ AL doctor Patagato del desgraciado ajuste que convino con el abogado Fregolín.
+—Ahorremos a tu padrino —dijo a Cosme— su parte de disgusto en esta pequeñez calamitosa.
+Como de costumbre, esa noche a prima se presentó el médico a pasar la velada con don Damián. Halló a este más decaído que de ordinario, y consideró con pena los estigmas de asolamiento que en el rostro del farmacéutico marcaba el vicio de la bebida.
+—Hablemos de algo divertido —dijo el doctor Patagato—. Voy a contarte un cuento…
+Don Damián lo interrumpió:
+—Cuando el humor es melancólico, lo mismo da un grano de mostaza que un grano de acíbar. Todo tiene su lado triste y su lado alegre y, según nuestra propensión del momento, sólo nos hará vibrar simpáticamente el tono acordado al temple en que estemos. Yo no puedo descombrar mi imaginación de la idea de la muerte desde que vi expirar a Ramona.
+—Y, ¿eso te contrista, Damián?
+—¿Cómo explicártelo? Sí, pero serenamente.
+—También la muerte nos da lugar a comentarios regocijados, sin que seamos irreverentes.
+—¿No todo es horror en torno a ella?
+—Te diré, Damián. Hay el miedo vil que desatenta a quienes tienen el alma fofa, inspirándoles grotescas imploraciones a la Parca. Y hay el respeto que al hombre, cuyo espíritu es sin mancha de orgullo volatinero e insana cobardía, inspira la solemnidad natural de la tremenda visita.
+«Como médico, vi morir a muchos, y nunca el horror por que me preguntas vino a estremecerme. Sentimientos distintos me embargan ante ese espectáculo.
+«Si en la tragedia cada parte conserva su dignidad, yo me recojo en la contemplación religiosa. Si el moribundo lanza vanos ruegos o imprecaciones desesperadas, compadezco su ceguera».
+—Pero —inquirió don Damián— ¿cuándo te dio la muerte motivos para reír?
+—Algunas veces —respondió el doctor Patagato— una decoración de floripondios y cintería chillona arrasa la majestad de la muerte, y el drama grave bastardea entonces hasta la revista jocosa.
+«En una ocasión oí al actor principal —un pobre diablo que atribuía a un hartazgo de morcillones la enfermedad de que iba a morir— quejarse de este modo: “Dios mío, ¡perdóname la morcilla! ¡Tú viste que fue mi misma hija quien hizo el mondongo! ¡Sálvame, y te juro que no como más morcilla y le pongo a la Virgen una tripa de plata!”.
+«En otra, aunque el difunto había cumplido bien su papel, se encargaron de producir efectos cómicos la viuda y una de esas caricaturas de plañideras que no faltan en nuestros velorios. Como en heroicos tiempos, se recordaban a voces los hechos del difunto. La viuda dijo:
+—«Tan bueno eras, Ceferino, que nunca me pusiste la mano encima.
+«Y la plañidera agregó:
+—«¡Ni aquella noche que te la encontraste con otro!
+«La viuda replicó:
+—«Mentira, ¡Ceferino! ¡Yo nunca te engañé con nadie!
+«La plañidera se lamentó:
+—«Ay, ¡Ceferino! ¡Cómo me lo niegas a mí, y tú me lo contaste la misma noche, que te fuiste, más rabioso, a dormir en mi casa!
+«Y la viuda se sacudió:
+—«¡Ay, Ceferino! Si te fuiste a dormir a su casa, ¡sería para acostarte con la madre de ella!
+«En tales casos, Damián, ni el recogimiento ni la conmiseración pudieron penetrarme».
+El doctor Patagato notó que sus cuentos no divertían al desolado farmacéutico. Entonces, exclamó:
+—Pero esas bufonadas, Damián, se presentan raramente. Como te dije, he visto morir a muchos, y casi todos, cuando ya estaba cerca el trance final, parecían desentenderse de cuanto dejaban en torno y volverse tranquilos hacia el misterio presente en su espíritu y a ellos sólo revelado.
+Bruscamente, don Damián declaró:
+—Patagato, anoche vi a Ramona.
+El médico le observó, prudentemente, que esa impresión pudo tenerla aun sin la presencia real de su mujer, y echó una mirada recelosa a la botella del farmacéutico. Advirtiéndolo don Damián, dijo:
+—De cuanto está en mí, yo sé qué es mío y qué de mi botella.
+El doctor Patagato guardó silencio.
+—Te ruego —pidió el farmacéutico— me expliques, como lo entiendas, el espiritismo.
+—¿Qué puedo decirte sobre eso? —contestó el doctor Patagato—. Es el eterno problema, y no podemos aspirar a resolverlo sino simplemente a ordenarlo.
+«Primero, te declararé que no estoy muy convencido de que el hombre sea el ápice, no digamos de la vida en general, sino, más estrechamente, de la zoología. Dios mismo, Damián, anunció desde un torbellino que Behemoth fue el principal de los animales entre sus obras. No desacreditará, pues, mucho, a un pobre médico como yo, el que dude si ciertos insectos demuestran mayor cordura en su gobierno que la mayoría o la totalidad de los seres humanos. Pero lo más probable, Damián, es que ni el comején ni el hombre constituyen la suma de la vida.
+«En todo caso, examinemos el asunto en la parte que nos es más familiar.
+«Lo que llamamos alma humana no necesita definirse, Damián. Todos sabemos lo que es, aunque nadie precise en qué consista. Por medio de la dialéctica, se nos convencerá de que no la tenemos; pero aún después de la convicción intelectual, la fe moral en el alma continuará rigiendo nuestra vida interior, que es en definitiva toda nuestra vida.
+«Aun en el aspecto de concepción, la negativa del alma podría rechazarse inteligentemente, si abrimos de par en par el criterio. Pues dime: ¿por qué hemos de arrodillarnos ante los axiomas científicos de hoy, que rectifican los de ayer y podrían ser a su turno rectificados por los de mañana?
+«Nada nos es dado afirmar en relación a las leyes de la Naturaleza, porque ello supondría un conocimiento total y absoluto de la misma. Mas es lo cierto que estamos muy distantes de abarcar enteramente los fenómenos universales.
+«Así, la creencia en el alma inmortal no se destruye con postulados cuya evidencia y claridad se hacen precarias, por el carácter transitorio de sus fundamentos. Y, en cambio, la noción de mortalidad del alma no se aniquila con sólo oponerle un sentimiento.
+«Ahora, el espiritismo contempla el alma como una materia especial no bien conocida, y nos hace pensar que su supervivencia no sería un hecho aislado en el mundo físico. En efecto, Damián, admitimos científicamente que la materia se transforma pero nunca cesa.
+«Y he aquí ya lo esencial: en esa evolución, que puede extenderse hasta el mundo invisible, ¿conserva el alma una existencia consciente como conciencia continua?
+«No lo sé, Damián. Pero mientras conquistamos o se nos revela la verdad definitiva, oigamos con respeto la palabra de los investigadores, quienes han franqueado ya al estudio el campo nuevo de la metapsíquica».
+—Dime, Patagato —consultó don Damián—. Tú, como hombre de ciencias, ¿consideras milagrosos los fenómenos del ocultismo?
+—¿Cuáles, por ejemplo?
+—Que un médium se suspenda en el aire; que un cuerpo atraviese un muro sin dejar huellas de su paso; que un objeto se desvanezca, y la creación de fantasmas, las comunicaciones de ultratumba, y lo demás.
+—Todo eso —contestó el doctor Patagato— lo explica el espíritu conforme a esa ciencia de que me crees poseedor, y según la cual la materia puede expandirse y como substraerse a la gravitación; sutilizarse y colarse por los espacios intermoleculares o interatómicos; ser invisible en ciertos estados como en el gaseoso y en el de determinada frecuencia vibratoria y animarse por ondas que transitan caminos ignorados.
+«Por tantas cosas que hacemos en el laboratorio y que nos parecerían sobrenaturales si aún no supiéramos cómo producirlas a voluntad, calculemos, Damián, que hay otras cuyas condiciones de manifestación no logramos aún preparar fácilmente».
+—Patagato —dijo don Damián—, yo me acojo al espiritismo como a una religión. No trato de comprobarlo por los métodos experimentales. Entro en él por la contemplación.
+«En los libros que leí sobre esto, junto a hechos y a razonamientos potentes, hallé proyecciones delirantes e ingenuidades fungosas. Pero ni los unos ni las otras me interesaron. ¿Qué hago yo con teorías que hoy son y mañana no parecen?
+«Las evocaciones de espíritus tampoco me atraen. Se han desacreditado bastante. Oye este caso que quiero referirte, entendiéndose que garantizo, no la autenticidad de los sucesos, sino que lo contaré cual me lo contaron».
+—Tampoco asegures eso —observó el facultativo—. No es raro que, con el tiempo, tras una serie de modificaciones involuntarias, la versión que damos de buena fe, conserve muy poco de la verdad y aun sea contraria a esta.
+—Así será —condescendió don Damián—. Pero has de ver que en lo que voy a relatar no existe aliciente para la fantasía.
+«Estebana, una infeliz lavandera, habiendo notado la falta de su único vestido decente, se dirigió a una amiga suya que sabía evocar espíritus. La amiga de Estebana despachó rápidamente el negocio. Reveló el espíritu que Indalecia, notoriamente enemiga de Estebana y que vivía en la misma casa donde esta tenía su habitación, había robado el traje por maldad y lo había echado al fondo de la letrina. Estebana, haciendo uso de una escalera, sacó el vestido; pero lo halló en tal estado que volvió a tirarlo allí mismo.
+«Algún tiempo después, Estebana acudió de nuevo a la ocultista. Quería saber si su marido, muerto tres años atrás, la recordaba desde el otro mundo. El espíritu dijo que sí, y que velaba por ella y por sus hijos.
+«Y en una tercera ocasión, Estebana, afligida por una tirantez desesperante que no le permitía dar de comer a los chicos ni alimentarse ella misma, suplicó a su amiga le trajera un espíritu para pedirle un socorro, bien en dinero contante o en la forma de una indicación eficaz para conseguirlo. El espíritu acudió; pero se retiró al punto, indignado de que se le hubiera hecho venir del astral para sufrir una tentativa de sablazo».
+—No todas las sesiones espíritas son como esas —dijo el doctor Patagato—. Algunas dan resultados muy importantes cuando en ellas intervienen personas entendidas y serias.
+—Es verdad —repuso don Damián—. Pero yo no me apuro por saber cómo funciona el periespíritu ni pretendo poner en un tubo de análisis un poco de ectoplasma. Mi corazón es sencillo y no reclama demostraciones.
+«Mi espiritismo es conocer la alegría serena de los sufrimientos que van haciéndome inmune a los deseos terrestres, como una preparación para reintegrarme en Dios; es sentir que hay algo más en mí, mucho más de lo que se me ha revelado en mi vida presente; es vislumbrar la existencia invisible de seres sabios y amables que me otorgan el don de sus inspiraciones para anunciarme su mundo perfecto; es, en fin, creer que algún día la paz será conmigo».
+—Damián —dijo el doctor Patagato—, Damián, mientras hablamos vaciaste una botella, y ya tienes lista la otra. No continúes abusando de la bebida.
+—Déjame —respondió don Damián—. Tu consejo de médico es frío. Si te hubiera inspirado la compasión, habrías callado.
+ERA LA MEDIANOCHE CUANDO el doctor Patagato se despidió de don Damián.
+El bondadoso médico, sensible al infortunio de su pobre amigo, iba con el corazón aquejoso.
+Como su vista sufría las deterioraciones naturales del tiempo, caminaba con precaución por las calles semioscuras.
+De pronto oyó una vocinglería, y sin dejar de andar alzó la cabeza. Cuadra y media arriba, a las puertas de un establecimiento público por cuyo frente debía pasar el doctor Patagato, camino de su casa, una escandalosa disputa se había suscitado.
+Y, cerrando la marcha del facultativo, surgió un personaje de extraordinaria flacura, vestido de negro, que más parecía la silueta de un cuerpo que un cuerpo cierto. El doctor Patagato buscó instintivamente en contorno quién proyectaba aquella sombra; pero no vio más que esa sombra.
+—Caballero —dijo el aparecido—, ese altercado no terminará bien. Los contendientes portan armas de fuego y son gente de alma echada atrás. Venga por esta otra vía. Váyase recto por aquí, y allá tome su izquierda y baje hasta el Palacio de Justicia. Allí, caballero, se encontrará usted libre.
+El médico se sintió como empujado, y adelantó por el trayecto que se le señalaba. Y aún creía que lo acompañaba el sujeto de la fúnebre vestidura, cuando se sorprendió de hallarse solo. Entonces, vagamente, pensó en los espíritus.
+Pero continuó con paso quieto, aunque un tanto asombrado de sí mismo por la docilidad y la precisión con que seguía la línea de marcha fijada por el desconocido.
+Alcanzaba ya el Palacio de Justicia cuando vio a un hombre que corría en dirección contraria a la que él traía. Otros dos hombres saltaron tras el fugitivo. Los tres se habían destacado de la reyerta ocurrida en el sitio por donde el médico dejó de pasar, aunque era su vía de todas las noches.
+El doctor Patagato se detuvo, indeciso. Por un momento creyó columbrar en la sombra al misterioso personaje que lo indujo a dar el rodeo. Sintió que este ser extraño lo vigilaba y, desde lejos, lo influía.
+Aunque era duro de acobardarse, el médico se desasosegó, dudando entre seguir adelante o volverse. Pero arrastrado por un recóndito impulso subió al atrio del Palacio de Justicia y allí se dijo, sin saber por qué: «Aquí me encuentro libre».
+De improviso resonó una detonación. El doctor Patagato, llevándose las dos manos al pecho, tambaleó un instante y dio de bruces en el enlosado. Uno de los hombres que perseguía al huidor acababa de disparar su pistola, y el proyectil, mal dirigido, fue a hundirse en el corazón del doctor Patagato.
+MUY DE MAÑANA ENTRÓ COSME a llamar a su padre. El farmacéutico despertó sobresaltado. Pero, serenándose pronto, escuchó sin pestañear, de los labios de su hijo, el relato del accidente en que perdió la vida el doctor Patagato.
+—¡Qué contento me produce esta buena nueva! —exclamó don Damián—. Aunque con un poco de envidia, acompañaré gustoso a mi amado compañero en su último paseo. ¡Cuán cómodamente irá mi compadre entre los negros tablones, al tiro lento de las empenachadas caballerías, sin que le importen ya los traqueos en el carruaje, ni la curiosidad de los transeúntes, ni el arreglo del viaje con el cochero!
+Cosme miró a su padre con dolorosa sorpresa, por entre el nublado de sus ojos, próximo a resolverse en lágrimas.
+—Hijo mío —dijo don Damián—. Me explico tu asombro al oírme hablar en una forma que no es la de uso en estos casos; porque sin entenderlo, más te preocupes por ti y por mí al llorar a Patagato. Te contrista en lo íntimo la falta que sabes nos hará el generoso amigo. Pero yo pienso en él más que en ti y en mí. Yo estoy ya como tomado del cogote por el espíritu de sacrificios.
+Don Damián se acercó a su botella y, sirviéndose ron en la probeta, murmuró:
+—Sin embargo no me desagradaría que míster Perheth viviera hasta el ridículo torturado de una vejez centenaria.
+Enseguida se vistió su mejor traje, y se trasladó con Cosme a la casa del doctor Patagato.
+Allí permaneció sentado ante el féretro, sin cruzar con nadie una palabra, hasta el momento en que la caja se clavó para ser conducida al cementerio.
+Los asistentes a la ceremonia eran numerosos. No muchos de los incontables protegidos del médico se encontraban allí. Pero, en general, la sociedad quiso hacer una demostración de duelo suntuoso a la extinción de aquel ilustre médico, varón puro, caritativo, sabio y gloria de la ciudad desde el mismo día de su muerte.
+—Ha sido muy acertado —dijo don Damián a Cosme, por lo bajo— que se aprovechara esta oportunidad del entierro de Patagato, para honrarlo como se ha hecho; porque, si no, ¿para cuándo iban a dejarlo?
+Terminadas las exequias, de que hicieron parte diez oraciones fúnebres pronunciadas frente al panteón, don Damián dijo entre dientes: «¡Hasta luego!», y emprendió a pie, como había ido, el largo camino de regreso, apoyado en el brazo de Cosme.
+Don Damián quería andar ligero.
+—Apresurémonos —decía—. Me hace falta la casa.
+Al pasar frente a un café, insinuó:
+—Cosme, si entráramos ahí un momento…
+Pero, tocándose los bolsillos, apretó el paso.
+Y más adelante dijo:
+—Ya casi llegamos, hijo mío. Pero no sé cómo no se me ocurrió esta mañana, antes de salir, utilizar un frasco que tengo, capaz hasta para un litro, y que puede llevarse cómodamente en la faltriquera.
+DOS DÍAS DESPUÉS, DON Damián dijo a Cosme:
+—Es corto el tiempo que nos queda para dejar esta casa. Anda, hijo mío, a ver si esos señores Bocas me envían el dinero. Preséntales mis excusas, y explícales bien cómo la necesidad me apremia. Por si repara algo el doctor Fregolín, lleva esta autorización para que recibas esa suma en mi nombre.
+Cosme cogió el papel que le ofrecía su padre, y salió, convencido anticipadamente de que el intento sería inútil.
+Cerca ya de la oficina de Boca Hermanos, acortó el paso, con un impreciso deseo de no llegar nunca. Sin embargo, entró y preguntó por el señor Boca al primer empleado que le salió al encuentro.
+—¿Cuál de los dos señores?
+—Cualquiera de los dos.
+La timidez de Cosme aparentaba el desparpajo, y ese falso viso se impuso. Cosme fue introducido con miramiento al despacho de Boca Mayor.
+Allí entregó la autorización de don Damián y expuso el objeto de su visita, secamente, pues la emoción lo obligaba a hablar poco.
+Boca Mayor estaba ante su escritorio, en una gran silla de extraordinaria figura. Envolventes, fluctuantes, sus carnes se derramaban en el asiento, con el que parecían amasadas. Los amplios faldones de su rara levita bajaban desde más arriba de la cintura de Boca y cubrían el respaldo y los flancos del sillón, como para ocultar algo que ciertas nauseabundas emanaciones delataban tercamente.
+Boca Mayor respondió también con brevedad, dándose en las piernas palmaditas que hacían bailar sus movedizos molledos.
+—Perfectamente, jovencito. Enterado. Muy bien. Pero, ahora, imposible. Atenderlo, imposible. El correo, ¿sabe? La correspondencia. Otro día. ¿Le parece? Otro día. ¡Coronado, acompañe al jovencito!
+Cosme se vio en la calle, sin saber cómo había salido.
+Cabizbajo, enteró a su padre del resultado de la entrevista. Don Damián lo oyó sin interrumpirlo. Después preguntó:
+—¿Cómo es el Boca con quien te entendiste, Cosme? ¿Hay mucho lujo en esa oficina?
+—Así… así… —contestó Cosme.
+Trataba de recordar, pero no pudo.
+—¿Y te dijo «vuelva otro día», Cosme?
+—Ya ves. No dará nada.
+—Nos dio ya mucho, Cosme: la esperanza, y en su forma más bella: ¡algún día!
+«Pero me parece que los filántropos Boca extremarán conmigo sus ejercicios generosos hasta negarme la deuda».
+—¡Eso sería inicuo! —exclamó Cosme en una llamarada de energía que se apagó inmediatamente.
+—No lo creo —repuso don Damián—. Este asunto nuestro con los Boca, ¿no es una litis? ¿Y deben los ciudadanos dirimir por sí mismos las cuestiones de la justicia? Los Boca, movidos por su profundo respeto a las leyes, acudirán a los tribunales. Allí presentarán ante los jueces el recibo que entregué al doctor Fregolín, y los jueces fallarán contra nosotros. Si así no lo hicieran, desmantelarían ominosamente la augusta fortaleza de la justicia.
+«Considera, además, hijo mío, considera que en la redacción del contrato de préstamo e hipoteca debe haber cláusulas que acrediten la sabiduría y la sagacidad del doctor Fregolín. Si este jurisconsulto no entrega siempre atado al cliente, ¿merecería ser el abogado de los grandes Boca?
+«Cuando en los pactos interviene la capacidad forense de un Fregolín, la función práctica del juez no es otra que garantizar a la parte más avisada el fruto de su malicia.
+«Mas ¿qué habrá en ello reprobable? Una ley universal y natural consiente y ampara los triunfos de la fuerza y la astucia sobre la debilidad y la sandez».
+AL OTRO DÍA, COSME, HABIÉNDOSE formado una resolución, iba a salir, cuando don Damián, vestido de calle y con el sombrero calado hasta las orejas, entró al cuarto de su hijo.
+—Quédate en casa, Cosme —dijo el farmacéutico—, mientras voy a definir mi cuestión con los Boca. Sin duda, yo no estaba ayer en mi juicio cuando te envié ante aquellos señores en representación mía.
+Pero Cosme desvariaba en una ilusión de fuerza.
+—¿Me tratas como a un niño? —replicó.
+—¿Qué dices, hijo mío? —murmuró don Damián—. No te entiendo…
+—Nada —respondió Cosme—. Que eres tú quien esperará aquí, y soy yo quien va a habérselas con los Boca.
+Y salió.
+El farmacéutico permaneció un rato con la boca abierta, y volvió a su habitación. Allí se arrancó el sombrero con trabajo; se despojó de su traje de gala y se metió en sus cómodos calzones y su blusa acostumbrados. Fuese luego a la cocina, y echando agua en un barreno empuñó el estropajo y fregó la descabalada vajilla. Terminó pronto, y pasó al lavadero, en donde comenzó a jabonar la ropa sucia.
+Entretanto, Cosme llegaba frente a la muestra de Boca Hermanos, y ante la placa de cobre, viva como el oro, donde aquel nombre resaltaba con lustre agresivo, Cosme perdía las arrogancias de su pensamiento.
+Sin voluntad para avanzar ni para retroceder, se detuvo en la puerta. Después, entró. Pero Coronado se le interpuso.
+Coronado era el servidor íntimo de Boca Mayor, el fámulo de confianza que, aparte de otros quehaceres miscelánicos, atendía centralmente las necesidades del amo relacionadas con lo que velaban aquellos peregrinos faldones, hacia la parte trasera del horadado sillón. Coronado tenía lastimoso aspecto, y a un grito de Cosme se hubiera desmayado. Pero Cosme se aturdió cuando el lánguido sujeto, con un vagido, le intimó que no debía seguir adelante.
+—El señor no puede recibirlo. No puede, no puede, no puede.
+Y Coronado movía la cabeza con tanta rapidez que mostraba dos narices.
+Cosme se vio otra vez en la calle.
+Mas no regresó enseguida a la casa. Fue antes aquí y allá, por cosa de una hora, para evitar que su rápida vuelta le permitiera sospechar la verdad a su padre. No se proponía mentir; mas tampoco quería que se conociera exactamente lo sucedido.
+Cuando llegó, don Damián lavaba aún y no preguntó nada a su hijo.
+—Papá… —dijo Cosme.
+—¿Qué ocurre, hijo mío?
+—El señor Boca…
+—¡Ah, ciertamente! Dime, ¿qué te prometió ahora el señor Boca?
+—No, papá. Tengo que volver, porque…
+—¿Así fue, Cosme? Pero ven, ayúdame a terminar este noble trabajo.
+El farmacéutico y Cosme se pusieron a extender sobre una cuerda la ropa que aquel había lavado.
+Cuando dieron fin a la tarea, don Damián contempló los limpios trapos que el viento alisaba o henchía, animándolos como una asamblea de títeres.
+—Ignoro —dijo el farmacéutico— por qué este oficio de lavar se reputa como más propio de mujeres. El cepillo pide un brazo viril, y las flexiones continuas sobre la batea reclaman riñones poderosos.
+Una camisa, prendida por el cuello, agitó las mangas.
+—Esa prenda es tuya, Cosme —observó don Damián—. No estás ahora dentro de ella, pero te veo ahí. Tú la reconoces mejor, profundamente como algo tuyo. Si te vendara los ojos y te pusiera sin decirte que era esa camisa, tú lo sabrías.
+«Lavar nuestra ropa es como asear partes de nuestro cuerpo. Y, ¿no te parece, Cosme, que esta ocupación cuadra bien, por lo humilde, a un caballero cristiano? Y si se repudia como función asquerosa, ¿no podemos alegar que más sucio es contar dinero?».
+Don Damián pasó a su cuarto, seguido de Cosme. Sentáronse el uno frente al otro, y el farmacéutico continuó hablando:
+—Creo, Cosme, que pronto terminará mi vida de lavandero. Se acabará, también, en breve y de un golpe, ese otro entretenimiento mío, menos inocente, de preparar medicinas.
+«He ahí sobre esa gran mesa rústica mi pequeña farmacia. Los frascos, inmóviles como cadáveres, se cubren con una mortaja de polvo.
+«Allí ves el barril del bicarbonato, y cerca la tinaja. Pero no aparecen los clientes, y mis manos no esgrimen ya esas armas mayores».
+Don Damián se levantó, echó ron en su probeta y volvió a sentarse.
+—Hijo mío, la botella de que nos hablan los higienistas moralizadores, ¿existe realmente? ¿No es una creación fantástica? Descríbenla como un ente diabólico. Las propiedades que se le atribuyen son las de un omnipotente taumaturgo.
+«¿Creeremos que la botella crea poetas, héroes, bandidos, locos, en una palabra? Asombra que ella manufacture la poesía y el heroísmo; pero lo que más admira es considerarla trabajando en su gran fábrica de delincuentes.
+«A su taller dantesco entra a veces la ley y lo arrasa. Mas la botella renace siempre. Es inmortal. Y renueva la trágica cosecha, sin parar nunca.
+«Pero ¿cómo se ha sorprendido a la botella en esa producción del crimen en grande escala? Sólo, hijo mío, por estadísticas concernientes a la vida de los miserables. Pero dime: ¿no habrá allí algo más que la botella?
+«Impetro a Dios, hijo mío, que si bebes algún día, tu botella no sea la de los tugurios. Sea tu vino el vino alegre de las fiestas, no el triste del fracaso».
+Guardó silencio el farmacéutico un buen espacio, y luego prosiguió:
+—Desde que existe el hombre está en él la noción de que vivir es padecer y morir; mas, con el llanto primero, quedó prendida en su espíritu una llamita de esperanza.
+«El temor de lo desconocido nos liga a la existencia. Pero aún más nos retiene en la ruta pesada la delirante ficción de una felicidad próxima o distante.
+«Y, sin embargo, signos de desesperación pueden advertirse ya en los humanos. Mientras en los otros peldaños de la escala zoológica el resto de los animales sigue su curso al parecer sin inquietud, el hombre busca febrilmente novedades y alteraciones, y no sosiego ni reposo. Se lanza a la vorágine del progreso, y con alma de jugador comprime en condensaciones fabulosas grandes sumas de vida, cuyo peso lo abate.
+«Los plutócratas, con las cargas de la dirección social, consumen sus nervios en las preocupaciones del mando y la riqueza.
+«El proletariado se agota en las fábricas y en las pesadillas rojas de sus ilusiones políticas.
+«Y la clase media, masa informe, alimenta aquellas dos grandes destrucciones.
+«¿No ves, también, cómo nuevos vicios suicidas, nuevos abusos aniquiladores y aun nuevos deportes cuyo peligro es la muerte, surgen y prosperan cada día?
+«Las mujeres, Cosme, que antes se substraían en masa de esta hecatombe, se precipitan ahora en la civilización para ser devoradas por esta en sus infernales mecanismos.
+«¿Alienta ya en el hombre la voluntad secreta de acabar pronto, como efecto escondido de la verdad largamente experimentada del sufrir, y de la mentira constante de un estado dichoso en el que jamás nadie estuvo?
+«¿Han penetrado en su sentir y en su pensar el cansancio de una congoja siempre renovada y la certidumbre de una espera inútil?
+¿Conoce ya el hombre que, en el mundo porque ahora pasa, no se descubrirá nunca a sí mismo?
+«Lo ignoro, Cosme. Pero consciente o inconscientemente, todos van, cual yo con mi botella, halando aprisa el hilo de su vida».
+Don Damián, de pie, impuso las manos con majestad natural sobre la cabeza de Cosme.
+—Hijo mío —murmuró—. Dios te ampare, y a Él seas vuelto sin más pruebas.
+AL RETIRARSE A DORMIR, CONSIDERÓ Cosme una circunstancia que antes no lo impresionó, pero que en la soledad de su cuarto recordaba, intranquilo. ¿Por qué don Damián, después de haber mostrado empeño en solucionar el asunto pendiente con Boca Hermanos, se desentendió de lo mismo por completo? Su ahínco en la cuestión fue tan evidente, que en persona quiso ir a ventilarla. Y luego no preguntó nada a Cosme, y aun evitó que este le explicara lo ocurrido. ¿Escondía aquella actitud un reproche desdeñoso al hijo robusto y joven, que no defendía al padre débil y anciano?
+La idea de obrar con vigor le cruzó por la mente. Pero su imaginación sobreexcitada no tardó en representarle una escena terrible: con un cuchillo clavado en el pecho, Boca Mayor gritaba: «¡Socorro! ¡Al asesino!». La gente, agolpándose, perseguía a Cosme: «¡Al ladrón! ¡Al asesino!».
+Con angustia, se pasó la mano por la frente.
+Después, desvaneciéronse las imágenes conturbadoras y reposó en sosegado sueño.
+Pero en la mañana volvió a alterar su ánimo la sospecha de que don Damián en sus adentros lo despreciara como inútil para apoyar en él su vejez.
+Entonces fue en busca de don Damián, con el deseo de acertar algún indicio que le revelara la verdadera impresión del padre sobre la conducta del hijo.
+No se atrevió a inquirir francamente.
+—Papá —dijo—. ¿Qué quieres que haga?
+—¿En qué, Cosme?
+—En… eso. Tú sabes…
+De pronto, el farmacéutico comenzó a recorrer la estancia de un extremo a otro, extrañamente agitado. Su expresión, en instantánea mudanza, se hizo torva.
+Cosme bajó la vista, porque sintió venir la acusación que temía. No vio, pues, que a su padre se le desorbitaron los ojos, cual si de ellos tirasen garfios invisibles.
+Sin levantar la cabeza, Cosme murmuró:
+—Papá, si tú me ordenas…
+—¡Cobarde! —gritó de súbito don Damián.
+Cosme recibió esa palabra como un latigazo en el rostro, y, sin mirar a su padre, salió precipitadamente.
+Iba ciego, y sin saber a qué. Una voluntad que no parecía suya lo llevaba.
+Así llegó a la oficina de los Boca, y así entró, dando traspiés de borracho.
+En el pasillo, Coronado corrió a detenerlo. Pero ante el paso tambaleante de Cosme, retrocedió, y en la puerta del despacho de Boca Mayor se afirmó de espaldas, abriendo los brazos hacia atrás, contra las paredes. Allí comenzó a balar:
+—¡Joven! ¡Yo no tengo la culpa! ¡El señor no quiere que usted venga aquí! ¡Por favor retírese! ¡Se lo suplico!
+Cosme empezó a reflexionar. Provocaría un alboroto inútil. Debía ser prudente. Tal vez otro día…
+Se oyó la voz de Boca Mayor:
+—¡Coronado!
+A la llamada del amo, el siervo acudió presuroso, sin cuidarse ya de otra cosa.
+Entonces Cosme, sin deliberación, automáticamente, siguió detrás de Coronado.
+Por un momento, la presencia de Cosme no fue notada.
+En la atmósfera de la pieza se esparcía el factor peculiar del ambiente de aquel Boca. Coronado, con las rodillas hinchadas en el piso, apartaba los faldones de la levita del señor, cuando este vio a Cosme.
+—¡Coronado! —exclamó Boca con tono de contrariedad.
+Coronado se enderezó mortalmente pálido.
+—Coronado —repitió Boca, esta vez con frío acento—. Coronado, sal.
+Coronado salió, torcido, dando la impresión de que se pegaba al suelo como perro amenazado.
+—¡A ver! —dijo Boca.
+Inmóvil, silencioso, enigmático, Cosme miraba a Boca con ojos que no veían. Boca se estremeció ligeramente.
+—¡A ver! —volvió a decir, entreabriendo una gaveta del escritorio.
+Cosme, mudo, dio un paso adelante y se detuvo.
+—¡A ver! —gritó de nuevo Boca con voz dura.
+Entonces Cosme avanzó lentamente hasta el escritorio de Boca, y apoyándose en el tablero, porque las piernas le flaqueaban, dijo, con aliento corto:
+—¡El dinero!
+Boca no penetró el afecto que se manifestaba en los oscuros ademanes de Cosme. En la actitud de este creyó sorprender un encogimiento de tigre que prepara el salto. Herido por el pavor comenzó a deslizar billetes entre sus dedos, y ajustada la cantidad que debía, la puso al alcance de Cosme.
+—Cuente —dijo.
+Cosme recogió maquinalmente el dinero y, conservándolo en la mano, salió sin despedirse.
+MIENTRAS TANTO, DON DAMIÁN todo trémulo, con el rostro hinchado y rubro, la mirada iracunda, veía ante sí un fantasma subido en un semicapro.
+El farmacéutico retrocedió hasta respaldarse en el muro, y el fantasma, estrechándolo, no alcanzaba a asirlo, pero le tendía muy de cerca amagos angustiosos.
+Con el aparecido venía un rumor de combate; ecos confusos de imprecaciones, truenos sordos de hierro lo escoltaban. Y una resonancia de marcha remota movía en el aire áspero viento de caballos.
+Detrás, una sombra inmensa se arremolinaba hasta más allá del horizonte, cual si el ámbito del aposento se hubiera proyectado al infinito.
+Monstruos efímeros, como los que el mar crea de sus tumbos en la noche, fluctuaban, en el siniestro torbellino, con trazos más negros que su ambiente de tinieblas, e irguiéndose y estallando en sucesión continua, clavaban en la frente de don Damián miradas instantáneas que le producían en el cerebro dolor de quemadura.
+De pronto, el farmacéutico se puso a dar gritos breves y roncos. Corrió a lo largo de las paredes, para escapar a los espectros que lo acorralaban. Pero con él iba girando el espectáculo de locura, sin cambiar la perspectiva; en primer término, siempre, el fantasma a horcajadas sobre el semicapro, y siempre al fondo y en escorzo, el oleaje de vestiglos.
+Don Damián destrozó con furia cuanto hallaba, hasta que, arrinconándose, contuvo su fuga desesperada.
+Entonces el espectro cabalgante, con una mano modelada en vapor amarillento, apuntó la mesa donde se amontonaba la polvosa botica hecha añicos. El fantasma fijó ese ademán en un gesto petrificado de estatua.
+El farmacéutico siguió con sus ojos furentes la dirección señalada por la mano traslúcida que se había alargado ya hasta un pequeño frasco escapado de la destrucción y cuyo rótulo mostraba una calavera encima de dos huesos cruzados.
+Don Damián, de súbito, se precipitó sobre ese frasco y tragó su contenido.
+Después sus piernas dieron pasos absurdos, y cayó en cuclillas, jadeante.
+Fuese luego de bruces; pero se empujó hacia arriba con las manos, y aun anduvo hasta el centro del cuarto, a cuatro patas, como una bestia aturdida e insegura.
+Más tarde, bocarriba, agitó los brazos y las piernas con sacudimientos convulsos, como para rechazar a manotazos y a patadas, invisibles acometidas de asaltantes misteriosos.
+Al fin, no se movió más.
+Y un soplo leve pasó por sus facciones, desvaneciendo en ellas las marcas de horror de su agonía.
+COSME, AL SALIR DE LA OFICINA de Boca Hermanos, tomó instintivamente el camino de su casa, y, al par que andaba, fue cobrándose.
+Como a la mitad del trayecto, al atravesar una calle, tuvo que detenerse improvisamente mientras pasó un coche que a poco lo arrolla. Este incidente acabó de despertarlo.
+Y entonces vio que por la portezuela de aquel carruaje un rostro de mujer parecía y se ocultaba, mostrándose otra vez y volviendo a velarse dentro de la capota, en un juego gracioso.
+Cosme reconoció la linda cabeza de la señorita Tutú, y advirtiendo que aún tenía el dinero de Boca en la mano, se ruborizó pensando que ella juzgara ese detalle como una ostentación de mal gusto. Avergonzado, se repartió los billetes por los bolsillos, diciéndose: «Seguro no me los vio».
+Enseguida se le ocurrió comprar de una vez algunas cosas de las que tanto se necesitaban en la casa.
+Y en busca de un almacén donde efectuar las compras, siguió tras el coche de la señorita Tutú, que había moderado la marcha y paró al fin muy cerca de la acera por donde Cosme iba.
+Esta maniobra turbó a Cosme; pero no se atrevió a volverse, porque se sentía vigilado desde el carruaje. Considero fatal el paso por allí, y continuó avanzando, con los ojos puestos en las paredes de los edificios.
+Cuando alcanzaba el coche, la señorita Tutú lo llamó:
+—¡Cosme!
+Se sintió paralizado. Sin contestar, se detuvo.
+—Necesito hablar con usted, Cosme. Por caridad, no me rechace.
+La señorita Tutú exploraba con mirada sagaz la fisonomía de Cosme.
+—Entre usted, allí, y aguarde un aviso mío —le dijo por último señalándole la puerta de un café a corta distancia de donde se encontraban.
+Dio luego orden de seguir al cochero, y el carruaje se alejó a trote largo.
+Cosme después de un punto de vacilación, se encaminó al lugar indicado por la señorita Tutú.
+COSME ENTRÓ AL CAFÉ Y SE sentó lo más lejos que pudo de un sujeto que allí había, único visitante del establecimiento a aquella hora.
+Acudió el camarero, y Cosme dijo que no quería nada. Pero el camarero se entregó a limpiar, pacientemente, con un paño el mármol de la mesa. Cosme pidió entonces una limonada, para alejar al criado, pues deseaba prepararse, en el aislamiento, para su conversación con la señorita Tutú.
+El individuo que allí estaba, ante una mesa vacía, comenzó a dirigir miradas insinuantes a Cosme. Pero este no las advirtió, entregado a la composición de objeciones, réplicas y contrarréplicas para la entrevista.
+Un momento después, aquel sujeto tosió fuerte, y Cosme sufrió una sacudida nerviosa.
+Entonces el importuno exclamó:
+—¡Joven caballero! En su faz veo la aureola meditativa. Perdón si, a pesar mío, turbé las serenas contemplaciones de un pensador. Rebelde a mis potencias espirituales, ese áspero ruido brotó de mi garganta seca. Perdón, caballero y joven.
+Cosme murmuró:
+—De nada, señor…
+—¡Cuánta gentileza! —repuso el desconocido—. En tres palabras, ¡qué hermosa síntesis de cortesanía! Permítame usted que me presente.
+Y se acercó a Cosme.
+—Remo Lungo.
+—Cosme.
+Remo Lungo llevaba con dignidad una vestidura maltrecha. Su expresión era varonil y alegre y brillaba en su talante como un despique genial contra los manifiestos reveses de su fortuna. De pie, aguardaba que Cosme lo invitara a tomar asiento. Mas no se le ocurrió tal a Cosme, y Remo Lungo, volviendo a toser, dijo:
+—Joven caballero, Cosme, perdón. Tengo la garganta seca.
+Cosme sonrió, inexpresivamente, con la imaginación embargada por la señorita Tutú. Remo Lungo no esperó más, y ocupó una silla a la mesa de Cosme, diciendo:
+—Su sonrisa, caballero, joven, Cosme, a acompañarlo me invita, me señala asiento y me ofrece vino. Todo, en una sola chispa mímica. ¡Es prodigioso!
+Llamó al camarero:
+—Una botella de jerez y un vaso grande.
+El camarero consultó a Cosme con la mirada, y este hizo un signo de asentimiento.
+Cuando la botella estuvo sobre la mesa, Remo Lungo la acarició primero con los ojos, luego con las manos, y la despachó enseguida.
+—Caballero, Cosme, ¡qué gran día puede ser este para mí! ¿No me equivocaré? ¡Disertar ante un joven de talento! Exponer ideas y ser comprendido, ¿no es la aspiración máxima de un intelectual? Pero presiento que la inspiración va a arrebatarme.
+Y temo que al hablar largo y tendido mi garganta vuelva a ponerse seca. Cosme, caballero, soy prudente y consulto: ¿dispondremos de medios para ahuyentar en todo el tiempo del discurso mi tos desapacible?
+Cosme no entendió la pregunta.
+—Joven, caballero, Cosme —explicó Remo Lungo—. Soy ciudadano pacífico y repugno la aparición de la Policía en estos lugares por causas mezquinas. Con lealtad, pues…
+Remo Lungo se interrumpió. Acababa de ver en un bolsillo de Cosme, al hacer este un movimiento, un grueso fajo de billetes.
+—Con lealtad, pues —siguió—, ordenemos otra botella.
+Mientras el camarero la traía, Remo Lungo arrugó el entrecejo.
+—¿Qué voy a decirle, caballero Cosme?
+Pareció preocupado.
+—¡Ah! —dijo de pronto.
+Y sacando del lugar menos limpio de su cuerpo un paquete hecho con las tapas grasientas de un libro y amarrado con un cordel negrecido, lo ofreció a Cosme. Mas antes de que este lo cogiera, lo retiró, oprimiéndolo contra su pecho. Luego pidió papel, pluma y tinta, y escribió en una hoja que metió por entre las amarraduras del envoltorio, sin soltarlas. Y poniéndose de pie, presentó a Cosme el paquete.
+—¿No parece un libro? Pues un libro es, joven caballero, mi libro. Dedicatoria: Al alto espíritu de Cosme, el alto agradecimiento de Remo Lungo. Este es mi homenaje: mi novela. No vaya usted a leerla aquí. No la toque siquiera. Déjela para las tardes de su hogar. Ahora, circunscribámonos a la celebración de este literario acontecimiento. Con su venia, más vino. ¡Camarero!
+Volviendo a sentarse, prosiguió:
+—Pongamos a prueba mi imaginativa, que el caso lo merece.
+«Vamos a ver cómo sería… cómo es mi novela. He aquí una idea general sobre el escenario en que situaría… en que he situado la acción. Expliquemos también la época en que esa acción se desarrolla y después indicaré los personajes que muevo y el asunto que trato. Muy bien.
+«No he creído indispensable apropiar una palabra para distinguir el lugar donde pasa mi invención. El uso de dar nombre a las poblaciones obedece a necesidades extrañas a la novela. Es un convenio universal y sencillo que nos facilita dirigir una carta, emprender un viaje, localizar un pedacito de tierra en el mapamundi, etcétera. Sin el alistamiento geográfico serían imposibles, caballero Cosme, tantas cosas útiles en la existencia práctica. Pero, en el romancesco mundo, ¿para qué nos sirve la cartografía?
+«Más bien considero absurdo el incrustar seres imaginarios en guías de Baedeker. Lo fantástico tiene su lógica, y el movimiento de una vida que es ideal tiende naturalmente a enmarcarse en la ciudad que no existe.
+«No dudo que esa lógica se burle por autores de alma topográfica. Pero el poeta no puede evadirla. Su manera de ver y su manera de pintar transforman virtualmente el objeto en imágenes que casi nada conservan de la exactitud fotográfica, y, en el fondo, siempre crea el teatro, como crea el personaje. ¿Pedimos otra botella?».
+Llenó el vaso, bebió con serenidad, y continuó:
+—Los sucesos que narro no tienen época. Son de todo tiempo, porque en ellos agito los mismos títeres humanos que, desde la soledad extrema del Edén hasta la extrema compañía de… del comunismo, poco o nada han cambiado de su perversidad fundamental y de su miseria nativa. Al principio, aguzaban el sílice para matar y comer. Después, han establecido instituciones ya venerables. Pero estas siguen siendo el hacha de piedra.
+«Cosme, caballero Cosme, la diversidad de las costumbres es sólo aparente. En la forma no más se ponen como de nuevo los sistemas de gobierno, las religiones, las comidas, los vestidos, las ceremonias nupciales.
+«¿Qué va de los reyes sacerdotes de Sumeria a nuestros presidentes de República? La vida de los pueblos era entonces dirigida como ahora por reglas que dictaba el Estado, y de las cuales no dependía la bondad o la maldad del régimen, pues de esto decidía, como hoy, la benignidad o la protervia del gobernante.
+«Si usted, joven caballero Cosme, hubiera sido un personaje de la Biblia, habría quemado sus corderos en los holocaustos. Mas ¿no es sacrificio semejante el gasto actual de sus monedas en el cepillo de las ánimas?
+«¿Difieren mucho, como alimento, el maná y los macarrones, y, como abrigo, la túnica y el sobretodo?
+«¡Ah, joven Cosme, caballero Cosme! Y, ¿adónde iba la carrera a caballo con la mujer al anca, que ya no vaya ahora el viaje de novios en tren expreso?
+«Pero estoy notando que el uso de botellas con capacidad uniforme es una costumbre que sí ha sufrido cambios esenciales. Esto me obligará a una revisión de mis teorías. Mas, de pronto, hallo remedio. Pidamos dos en vez de una…».
+Cosme empezaba a impacientarse con aquella charla. Pero Remo Lungo no lo advertía, y prosiguió:
+—Mis personajes son también hombres fantasmas, como el teatro y la época de mi cuento.
+«Yo no sé hacer historia, y estimé incómodo el transportar solapadamente sujetos reales a la retórica de mi novela. Por la más imprecisa indicación se les habría descubierto enseguida. De ello se encargan siempre, pescando con acierto o desacierto algún rasgo mortificante, los seres malignos, pícaros, embusteros, que son, pero no abundan por desdicha, en el seno sin ellos apagado de las sociedades. Permítame usted que, de paso, apunte agradecido la tarea amable de esos diabólicos animadores. Ponen la sal gustosa en el huevo saludable pero insípido de la moral disciplinada.
+«Consideré el trasplante inútil, además, y dañoso al vuelo alto de una bien aireada literatura.
+«Caballero Cosme, vea usted lo que yo hice. Con mezclas y combinaciones de mis propios elementos morales, instituí el carácter de todos los personajes de mi obra. Soy un hombre honrado y bondadoso. Poco inclinado a la dominación, a la rapiña y al engaño… y al engaño, como si estuviese desprovisto en gran parte del instinto de conservación, la conformidad me acompaña en la miseria. Pero no me ha sorprendido el comprobar que pude, sin violencia, extraer de mí mismo, para mi libro, algunos déspotas, unos cuantos bellacos y aun tipos de más fuste en la ciencia de vivir, cual son sin duda los buenos sinvergüenzas.
+«¿Se le ocurre a usted que a pesar de esto algún periodista, algún político, llegue a entreverse a sí mismo en esas páginas? Mía no será la culpa. Pero en verdad la confusión es posible, pues mis personajes han salido con atributos bestiales, ya que no los deformé con ninguna monstruosidad. Modelados fueron dentro de la normalidad animal y espiritual. Los rige el vientre y la cabeza, y son dóciles al temor, a la crueldad, a la hipocresía, al fraude, a la debilidad.
+«Esquilo componía tragedias espantables, era adusto, y bebía mucho vino. Yo también empino el codo cuando puedo, aunque vivo sonriente mis días funestos y escribo cualquier cosa alegremente. Sin embargo, hable alguien de borrachos, y yo me sentiré aludido, con Esquilo.
+«Pero me entristece considerar que el bravo poeta griego no puede ya vaciar un tonel… Beberé yo más, en su nombre, si me hace usted el favor de pedir… Muy bien. Gracias».
+En ese momento entró al café el cochero de la señorita Tutú, y Cosme intentó aprovechar, para retirarse, el momento en que Remo Lungo alzaba el vaso. Pero Remo Lungo continuó, aún con el caldo en la boca:
+—No me falta sino hablarle del asunto.
+«Cuando me dispuse a escribir el libro, me pareció fácil hallar un tema original. Pero un rato de meditación descubrió ante mis reflexiones la inocencia de ese propósito.
+«¡Rapsodias, rapsodias! Todas las producciones, literarias, filosóficas, son más o menos centones de las mismas formas y los mismos pensamientos de todas las épocas. Escasean tanto las ideas en nuestro pobre mundo, que la cosecha se recogió y se gastó de una vez en poco tiempo. Si se aplica usted la lupa, verá que es de calca el papel de los libros.
+«Ni las biografías son originales. Los hechos de un hombre, por singulares que parezcan, tienen precedentes y repeticiones. La relación consta de un limitado número de actividades y, como la materia, las ideas están compuestas de una corta cantidad de simples.
+«Naturalmente, un puñado de elementos puede enredarse de manera que surja de su barajamiento un viso extraño, una apariencia nueva. 621 no es lo mismo que 126. Los distintos planes en que están dispuestas unas mismas cifras establecen una diferencia que, para mí particularmente, sería muy apreciable, si se tratara de una suma de pesos en mi escasez aflictiva. Así, no me será igual leer el Quijote de Cervantes o el Quijote de Avellaneda.
+«Concreté, pues, mi deseo de originalidad a la determinación de apartar modos ajenos y salir adelante con los míos propios. Resolución sencilla, pero que de fijo no ha ido, en la práctica, más allá del intento. Realizarla sería conseguir la independencia intelectual, empresa que no acaban sino los capaces de erguirse sobre la rasadura de los catecismos y los catálogos, sin dar en el charco del ridículo o en el topo de la soberbia extravagante.
+«Le aseguro a usted que, cuando no se revela espontánea esa independencia, es laboriosa y abnegada con exceso. Entraña el vencimiento de la cobardía que no deja soltar un concepto sin respaldo en famosas autoridades. Implica el enfrenamiento del espíritu de robo que induce a aprovechar el trabajo de los otros. Supone el puntapié a las mecanizaciones. Y es, sobre todo, la afirmación aguerrida de la confianza en sí mismo».
+El cochero urgió a Cosme. Remo Lungo se levantó.
+—Pero debo ya irme —dijo— porque una mujer me espera. También a mí me es dado, alguna vez entre semana, ceñir con brazo cariñoso redondeces muy a menudo maritornescas, pero sanas y apetitosas. Si usted lo permite, llevaré una botella. Confíe, caballero Cosme, que mi dama pronunciará el nombre de usted en un brindis, cuando animosamente apure la parte que le toque de ese vino.
+Remo Lungo se inclinó con gracia en un saludo, y caminó para salir. Pero volviéndose como si repentinamente se le hubiese ocurrido alguna idea, se llevó aparte a Cosme.
+—Joven, caballero —dijo en voz baja—, mi novela debe ser puesta en limpio. Como está, regala al espíritu, pero injuria a una mano aseada. Permítame recogerla para lavarla… para llevarla. En tres días quedará cual cumple, y entonces le haré de ella entrega solemne. Joven, caballero Cosme, déjeme usted algunos pesos para remunerar al mecanógrafo.
+Cosme le dio, sin contar, y subió con rapidez al coche, que arrancó enseguida. Ya lejos de allí vio a su lado el paquete de Remo Lungo.
+—¿Por qué se encuentra esto aquí? —preguntó al cochero.
+—Como vi que era suyo —respondió el auriga— lo cogí de la mesa, no fuera usted a olvidarlo.
+Remo Lungo, emocionado profundamente al recibir de Cosme una suma que no soñaba, repasó los billetes, dudoso de que aquella dicha fuera cierta y comenzó a formar planes para una inmediata inversión. Cuando recobró la serenidad, no halló el paquete sobre la mesa. Lo buscó por el suelo, lo reclamó al mozo, y por último corrió a la puerta y se lanzó a la calle para alcanzar a Cosme. Pero el coche en que este iba ya había desaparecido.
+EL TIEMPO QUE COSME ESTUVO aguardando en el café, lo necesitaba la señorita Tutú para arreglar algunos preliminares de la entrevista.
+El capitán Truco se encontraba a la sazón de viaje en el Zangamanga. Pero ella tenía que alejar a Harmodio, un jovencito despachado que, así como aquel con los gastos de la casa, corría con las exigencias del corazón de la señorita Tutú.
+Esta rogó a Harmodio que no pareciera por allí hasta el mediodía siguiente.
+—¿En qué lío andas? —preguntó él, desperezándose en el lecho.
+—Voy a levantar los fondos para nuestra fuga —contestó ella.
+—¿Estás cierta de no fracasar otra vez?
+—¿Siempre ha de ser lo mismo?
+—A juzgar por la frecuencia con que fallas…
+—Aun así, no puedes quejarte. Si nos atuviéramos a lo que nos da Chacho, ¿cómo la pasaríamos? Pero ya verás que a este sí lo pelo.
+—Ojalá.
+La señorita Tutú ayudó a Harmodio a vestirse, y cuando estuvo listo le recomendó que no fuera «donde ninguna mujer».
+—¿Y tú, mientras tanto? —replicó Harmodio.
+—¡Qué distinto! —respondió ella—. Yo lo hago por ti.
+—Pero ¿no es mucho hasta mañana a las doce?
+—Lo pongo como máximo, aunque es seguro que necesitaré menos tiempo. ¡Si conocieras a ese pobre monigote!
+—Entonces volveré antes.
+—Bueno. Pero no vayas a entrar de pronto.
+Harmodio salió, y la señorita Tutú ordenó al cochero que trajera a Cosme.
+La morada donde el capitán Truco dejó a la señorita Tutú mientras él hacía su viaje, era un cuarto pequeño dividido en dos por un tapiz rojo. En la sección que servía de sala, el mobiliario lo componían un canapé, dos sillas, dos merecedoras, dos consolas, una mesa y adornos a porrillo. La otra sección, más reducida, era la alcoba y tenía una espesa alfombra en el piso, colgaduras a todo lo largo y a todo lo ancho de las paredes y un enorme lecho cortinado y abundadosamente mórbido. Justificaba este aposento la palabra «nido» que se aplica por los enamorados a habitaciones de la laya de esta. Un perfume de mucho ímpetu y fuerza se esparcía por la estancia.
+Cosme llegó a poco y entró con la novela de Remo Lungo bajo el brazo. No quiso ceder a las súplicas de abandonar el sombrero, que conservó en la mano. Tampoco accedió a sentarse.
+—Le ruego, señora —dijo— comunicarme brevemente lo que desea de mí.
+La señorita Tutú levantó los ojos al cielo, y exclamó:
+—¡No sabe, Dios mío, cuánto arriesgo recibiéndolo a solas!
+Cosme bajó los ojos.
+—Pero —agregó ella— si esta vez me pierde, no será la primera. ¡Y ya, para lo que importa!
+Cosme la miró con extrañeza.
+—¿Quiere usted decir, señora, que yo le he causado, alguna vez, algún perjuicio?
+—Sí, Cosme, y tan grande, que sólo por el amor que le tengo puedo perdonarlo.
+La cara de Cosme se contrajo y convulsionó en una risa sardesca. Y sin saber cómo, empezó a formular una acusación:
+—¿Sabe usted, señora, que en el Zangamanga, por un agujero del tabique…
+La señorita Tutú se echó sobre él y le tapó la boca con sus lindas manos.
+—¡Cállate! —dijo—. Dejaste en el camarote tus zapatillas para que el capitán Truco fuera por ellas. ¿Puede haber una conducta más infame?
+Entonces Cosme dejó de atacar para defenderse.
+—¡Eso es una calumnia! —exclamó—. ¿Quién dijo eso?
+—El mismo capitán…
+—¡Miente!
+—También el viejo Cheque…
+—¡Miente! ¡Mienten!
+—Aquella noche, Cosme, labraste mi desgracia de toda la vida.
+—Señora, yo no podía prestarme a eso. ¿Por quién me toma usted?
+La señorita Tutú mostró alegrarse de pronto.
+—Pero ¿es mentira, Cosme? ¡Qué dicha! ¡El corazón me lo avisaba! Repíteme que es mentira.
+—¡Mentira!
+—¡Júramelo!
+—¡Lo juro!
+—Te creo, Cosme. Gracias.
+La señorita Tutú se levantó murmurando «¡aire, me ahogo!»; caminó, vacilante, y cayó en el canapé. Cosme, asustado, iba a pedir socorro; pero la señorita Tutú volvió en sí. Lánguidamente dijo:
+—Ya me pasó. He sido siempre tan desgraciada, que un soplo de felicidad me tumba.
+Hundió el rostro en sus manos y luego alzó la cabeza, mostrando dos grandes lágrimas. Después, entre sollozos, continuó:
+—Todo fue verte, Cosme, y comprender que estaba a merced tuya y que no hubiera podido negarte nada. Por eso no te devolví las zapatillas.
+Cuando tocaron a la puerta del camarote, creí que eras tú. Pero entró aquel hombre y me dominó como un animal. Sola en el mundo, ¿a quién pedir amparo?
+—¡Por qué no me llamó!
+—No hubiera soportado esa vergüenza. ¡Me hubiera resuelto a morir antes de que tú lo supieras!
+«Soy huérfana, Cosme, y aquel bandido abusó de esa pena que amarga mis días. Yo le suplicaba… ¡Yo le suplicaba un poco de piedad; pero Chacho, encima!».
+—¿Quién era Chacho?
+—A ti, Cosme, a ti te amo —siguió la señorita Tutú haciéndose la desentendida—, y te supliqué esta cita para probarte que soy una mujer honrada, caída en poder de un hombre feroz. Conoce mi infortunio, Cosme, y no me desprecies. Tú eres un ser superior y lees la verdad en mi pensamiento. No puedo mentir a quien así me penetra con su mirada.
+—Yo nunca he dicho que la desprecié —murmuró Cosme.
+La señorita Tutú volvió a llorar, abundantemente.
+—¡Con qué frialdad me lo dices! —se quejó.
+—No la desprecio —repitió Cosme alzando un poco la voz.
+—Hablas tan bajo, y tan lejos, que apenas te oigo. Siéntate a mi lado y vuelve a decírmelo.
+Cosme obedeció, colocándose en un extremo del canapé y encogiéndose para no tocar a la señorita Tutú.
+—Dime, pues, ahora —pidió ella.
+—No la desprecio.
+La señorita Tutú apoyó las manos en los muslos de Cosme y se fue inclinando sobre él. Con ese movimiento, sus manos se deslizaron, como al descuido.
+—Así tampoco —suplicó—. Trátame de tú.
+Cosme dijo, con la vista baja y el acento trémulo:
+—No te desprecio.
+La señorita Tutú retiró las manos e inclinó la frente.
+—Gracias, Cosme, amor mío.
+Y más lágrimas brotaron de sus ojos.
+Después de un largo silencio, habló así:
+—Esta hora es la más solemne de mi existencia. Mañana, Tutú habrá muerto. Mas antes de que se cumpla mi destino, quiero, Cosme, confiarte mi secreto, para que no ignores los martirios que me humillaron y puedas algún día bendecir mi memoria.
+«La virtud fue mi inclinación, y pura me conservé hasta aquella noche de las zapatillas fatales. ¡Qué castigo, Cosme! ¡Cuando a ti te esperaba, sucumbir a la violencia de Chacho!
+«Aquel hombre perverso no se contentó con destrozar mi honra. Me ha esclavizado de tal modo que hoy no tengo salvación, pues sólo una fuerte suma de dinero me libertaría.
+«Es un enredo; pero voy a contártelo. Un día…».
+La señorita Tutú miró al techo.
+—Un día… ¡Es una cosa horrible!
+La señorita Tutú se rascó la cabeza.
+—Un día…
+Se levantó, anduvo un instante, y de pronto se volvió, decidida, como si hubiera resuelto la dificultad. Entonces se arrodilló delante de Cosme.
+—Óyeme…
+Los sollozos le impidieron seguir. Y para llorar, dejó caer la cabeza en las piernas de Cosme.
+Poco después, por signos que le eran familiares, la señorita Tutú comprendió que no tenía para qué entrar en detalles.
+—Cosme, a ti te lo digo. ¡Qué asco! Tener que morir por un apuro de dinero. Pero yo soy una mujer honrada.
+Cosme, con los ojos brillantes y los labios secos, preguntó:
+—¿Necesitas dinero?
+Su voz era ronca e insegura.
+—Sí —contestó ella—, y por dos días nada más. Pero es para hoy mismo. Mañana sería tarde.
+Cosme se llevó una mano a un bolsillo.
+—Para hoy mismo, ¡y ya es de noche! —agregó la señorita Tutú—. Y yo juro que el dinero que se me diera prestado sería restituido por mí en veinticuatro horas. ¡Dios mío! ¡No tengo quién me proteja!
+Cosme metió la mano en el bolsillo. Estaba como en un sueño.
+—Cosme —continuó la señorita Tutú—, te hablo así, porque sé que eres pobre. Si tuvieras dinero, yo moriría sin hacerte esta confesión.
+Ahora, sólo falta a esta infeliz el beso de amor que la santifique.
+Y ofreciéndose en un ademán voluptuoso, esperó en la boca la caricia. Pero Cosme no hizo sino suspirar.
+Entonces la señorita Tutú lo miró en los ojos, con los de ella entornados, y asiéndolo suavemente por la nuca, atrajo su cabeza.
+Primero, se juntaron sus alientos. Luego, sus labios. Después, sus dientes. Por último, las lenguas.
+POCO ANTES DEL AMANECER volvía Cosme a su casa.
+En el silencio de las calles desiertas oía sus pisadas como un ruido nuevo y como algo suyo que le era extraño. Dejó la acera y marchó por el arroyo para ahogar la resonancia de sus pasos.
+Un vago temor de su padre comenzó a inquietarlo. Mas todo en su pensamiento era confuso: las ideas se amontonaban y perdían pronto sus formas, como un proceso de nubes. Aspirando en su carne los efluvios de la carne de la señorita Tutú, una sensación de orgullo perezoso lo dominaba.
+Lejos de la casa todavía, al doblar una calle, vio venir a un transeúnte que, según pudo observar, andaba de puntillas, equilibrándose con los codos en alto. Bruscamente, aquel hombre se pegó contra la pared, como para ocultarse.
+Cosme siguió avanzando, sin impresionarse mucho, y cuando dejó atrás al misterioso trasnochador, oyó que lo llamaban.
+—¡Cosme! ¡Cosme!
+Volviéndose reconoció al transeúnte.
+—¡Don Barbo!
+—¡Cosme, amigo mío! ¿Cómo lo hallo por aquí en este momento? La dicha me ahoga, y se presenta el único a quien puedo hacer una delicada confidencia. ¡Abrace, Cosme, a Barbo feliz!
+Don Barbo prendió a Cosme por la solapa.
+—Óigame, Cosme: ¡Severina me ama!
+Miró a todos lados y acercó la boca al oído de Cosme.
+—Tú me preguntarás: ¿no te miente ella, tu certidumbre no será una ilusión? Y yo te respondo: ¡qué prueba, Cosme, la que me dio Severina!
+Empujó a Cosme a la mitad de la calle.
+—Por esas paredes pueden oírnos. No todos duermen en la madrugada. Yo lo sé. Por ejemplo: Severina y yo todavía estuviéramos despiertos en la cama, si la prudencia no me hubiera inducido a no esperar el día en sus brazos.
+Don Barbo se pasó la mano por la frente.
+—No me explico bien, Cosme, cómo pudo ser eso. Ni Severina ni yo pensábamos nada.
+«Su señora madre se recogió temprano. Pero no era la primera vez que quedábamos sin ella en la sala, y, como las anteriores ocasiones, nuestra conversación tocó temas decentes.
+«No muy tarde nos despedimos. Salí, y Severina corrió enseguida el cerrojo de la puerta. Pero yo me paré en la calle. Deseé contemplarla mientras cerraba la ventana, y, no sé por qué, temí que se machucara un dedo. Viéndola, yo no pensaba que era hermosa, sino que iba a maltratarse la mano.
+«Severina me preguntó: “¿Qué le pasa?”. Yo le oculté mi verdadero pensamiento, por no inquietarla. Contesté: “Se me ocurre que esa ventana tiene poca altura”. Ella, riéndose, me dijo: “Querría ver a Barbo saltándola”. De ahí vino todo. ¡Parece mentira!
+«Creí conveniente hacer una demostración de mi agilidad. Tenía sabido el aprecio de Severina; pero quise convencerla de que a mis años conservo la energía juvenil. Y salté la ventana, Cosme.
+«Pero me sentí mal enseguida. Las piernas me bailaban, la respiración se me trastornó, veía rayas de lluvia. Y tuve que sentarme. Era la emoción de mi acto audaz y comprometedor. Era eso, porque te pregunto: ¿qué otra cosa podía ser? Fatiga no, porque soy fuerte. Ya Severina lo sabe».
+Don Barbo, poniendo una mano sobre el hombro de Cosme, le rogó:
+—Déjame que me apoye en ti.
+Y continuó:
+—Severina, muy asustada, me refrescó con su abanico. Y de pronto se puso a gritar, a gritar, pero muy bajito: «¡Ay! ¡Ay! La puerta cerrada y la ventana abierta. ¡Y yo sola con Barbo! Si pasa alguno y nos ve, ¿qué pensará de mí?». Corrió y cerró la ventana.
+—Mi malestar se disipó en uno o dos minutos. Mas yo me quedé quieto, porque Severina me acariciaba la cabeza. Así estábamos…
+Don Barbo se pasó otra vez la mano por la frente. Sus rodillas se aflojaban.
+—Ahora sigue lo que no puede revelar un caballero. Pero tú me comprendes, Cosme. ¡Severina! ¡En mis sueños la invocaba como a una virgen! Y no me equivoqué. ¡Severina! ¡Para Barbo guardabas intacto aquel abundante y macizo tesoro!
+Don Barbo apenas podía ya tenerse en pie.
+—Estoy muy débil —dijo—. El amor es un combate cuyas victorias derrengan.
+Cosme ardía en el deseo de comunicar a su vez la felicidad que le rebosaba, y replicó con vehemencia:
+—El amor es una dulce batalla, y aligera tanto el cuerpo, que la materia por él se torna alada y vuela con el espíritu por regiones divinas. Yo también, don Barbo, esta misma noche que ahora pasa…
+Don Barbo bostezó con un lamento.
+—Cosme, voy a caerme. No puedo más. Lo espero mañana a la salida de la oficina, para contarle todo. Adiós, Cosme. ¡Abrace a Barbo feliz!
+Y se alejó, pisando de nuevo con las puntas de los pies y doblando los brazos como alas de pingüino.
+Cosme echó a andar a su turno, prosiguiendo mentalmente la interrumpida narración.
+Cerca ya de la casa, se palpó los bolsillos y los sintió vacíos. ¿Qué le daría a don Damián? Cuarenta y ocho horas se pasan rápidamente. La señorita Tutú le devolvería el dinero, y resultaba fácil aplazar para entonces la gran noticia.
+De lejos, le pareció que su casa estaba iluminada y que había gente a la puerta. Se frotó los ojos, miró con cuidado, y se cercioró de que no se engañaba. Tuvo un presentimiento terrible.
+Cuando llegaba, la señora Ambrosia salía y se adelantó a recibirlo.
+—¡Por Dios, niño! —le dijo—. ¿Dónde se había metido usted? ¡Desde esta tarde don Damián muerto, y la casa sola! Si no venimos, aún estaría tirado ahí como un perro. Por fortuna yo, de curiosa…
+Cosme cayó a plomo.
+Corrieron a levantarlo y lo condujeron a su cama, donde fue atendido por la señora Pabla y la señora Ambrosia.
+Cuando recobró el sentido, fue a arrodillarse ante el cadáver de don Damián, y con los brazos apoyados en el lecho mortuorio inclinó la cabeza y no pudo llorar.
+De allí lo quitaron para levantar el cuerpo del farmacéutico y meterlo en el ataúd. Después, mientras duraron los fúnebres preparativos, lo empujaban aquí y allá y Cosme quedaba inmóvil donde lo ponían.
+Cuando sacaron el féretro, un vecino tomó a Cosme del brazo, y Cosme se dejó llevar. Así asistió como un sonámbulo a las ceremonias del entierro. El mismo vecino lo condujo otra vez a la casa, donde sólo estaban ya la señora Pabla y la señora Ambrosia.
+Las caritativas comadres ofrecieron a Cosme un refrigerio. Pero Cosme no hizo caso. Las dos buenas mujeres no pudieron arrancarle una palabra.
+—Ha quedado idiota —dijo la señora Pabla.
+—¡Pobrecito! —repuso la señora Ambrosia—. Ya no tiene a nadie en el mundo.
+LLEGADA LA NOCHE, COSME se echó vestido en la cama. Estuvo largas horas con los ojos abiertos.
+De pronto se deslizó en su boca, como un sabor amargo, el nombre de Lucita. Luego, el aposento se fue poblando de fantasmas, cuya presencia sentía Cosme de un modo indefinible.
+Hilario estaba allí, de bracete con Paleto, y ambos reían haciendo con los dedos señas burlonas. Chamorro y Mandarria se les unieron. Los cuatro acercaron a Cosme unos ojos en sombra que no parecían ojos, y con manos que le pasaban a través del cuerpo, le daban capirotes, causándole un tormento sin dolor físico que lo hacía sudar de angustia.
+El capitán Truco sobrevino, vestido de casaca pero con pergeño de patán. De uno de sus hombros venía colgada con las dos manos la señorita Tutú en camisa de dormir. La amable señora de las gasas y los perfumes, presentándose con Mariquita empujó a esta hacia la enamorada pareja, y Mariquita se arrimó al otro hombro del capitán Truco, en posición igual a la de la señorita Tutú. Entonces aquel rodeó a ambas el talle con los brazos, y alternativamente tapaba con los pelos de sus bigotes los labios de la señorita Tutú y los de Mariquita.
+Repentinamente se oyó una voz grave. Un anciano de expresión bondadosa y que sólo se mostraba desde los blancos cabellos hasta la cintura, sobre el suelo, con un libro abierto en las manos, leía a la luz de un melampo una sola palabra: ¡dignidad, dignidad, dignidad!
+Una risa sarcástica respondió. Llegaba don Damián, encorvado al peso de doña Ramona, subida sobre las espaldas del viejo jadeante. Cubierto de harapos y con una botella enorme en un bolsillo, el farmacéutico arrancaba a mordiscos pedazos de la carne de doña Ramona, y gritaba, imitando relinchos: ¡dignidad!, ¡dignidad! Detrás de ellos el doctor Patagato tocaba un acordeón y decía: «¡Baila, Damián! ¡Baile, Ramona! ¡Cosme va a venir!». En este grupo se hallaba míster Perheth, que se deshacía en reverencias de payaso. Doña Ramona le sonreía y por entre sus dientes dejaba ver un cráneo vacío.
+Boca Mayor apareció después en el aire, sentado en su gran silla horadada; metía un hisopo debajo de los faldones de su levita y lo sacudía sobre la cabeza de don Damián.
+Don Barbo surgió en un rincón, con una montaña de papeles encima, cuya pesadumbre le doblaba las piernas. Risueño, miraba a Cosme y lo llamaba.
+Cosme intentó huir, y rodó por el piso.
+Entonces, el señor Pechuga se destacó de la pared y caminó hacia Cosme, que en vano pretendía hacerse a un lado. El señor Pechuga, sin perder el reposo de su continente, lo apartó de un puntapié discreto, y siguió de largo.
+Tendido ya en el suelo, Cosme advirtió, inclinada sobre él, a la señorita Dora. Con su larga aguja la maestra pinchaba los ojos y las narices. Luego, arrufaldada, le pasó una pierna por encima y le descargó sobre el rostro una lluvia fétida.
+Cosme se volvió al tranquilo anciano que parecía partido en dos por las baldosas y que le ofrecía, en un ademán amoroso, el refugio de sus brazos. Empezó a arrastrarse hacia él; pero no llegaba nunca…
+Un rayo de sol, colándose por una hendedura de la ventana, picó a Cosme en los ojos, despertándolo.
+LLAMARON A LA PUERTA. ABRIÓ Cosme, y entraron la señora Pabla y la señora Ambrosia. Traían leche y pan, e instaron a Cosme a que tomara ese desayuno.
+Aunque Cosme se negó, las buenas mujeres lo condujeron hasta la mesa.
+La señora Ambrosia lo amenazó:
+—Si se resiste, le apretamos la nariz y le damos la leche a la fuerza, como a una criatura.
+Las dos se retiraron a un extremo de la pieza y cuchichearon, sin dejar de vigilar a Cosme y animarlo a que lo comiera todo.
+Después se le acercaron, y la señora Pabla le dijo:
+—Ambrosia y yo creemos que usted debiera vender algunos de estos muebles.
+—¿Qué le parece?
+Cosme indicó que sí, con un movimiento de la cabeza.
+—Pero —agregó la señora Pabla— tiene que ser hoy mismo. Nosotras somos francas: para hacernos cargo de la casa, necesitamos algún dinero.
+—Lo mejor —indicó la señora Ambrosia— es que nos autorice a nosotras para venderlos. ¿Qué resuelve usted?
+Cosme hizo una señal afirmativa.
+—Entonces —repuso la señora Pabla— no hay más qué hablar. Vamos, Ambrosia, a despachar esto enseguida.
+Salieron, dejando la puerta entornada. Cuando estuvieron fuera, la señora Ambrosia dijo:
+—Yo compro el cristo.
+—Muy bien —asintió la señora Pabla. Pero yo compro la cama de doña Ramona. Ahí iremos pagando poco a poco.
+—Con nuestro trabajo en el servicio de la casa, Pabla.
+—Claro, Ambrosia, porque no siempre tenemos que ser nosotras las perjudicadas.
+Cosme volvió a echarse en la cama. Sus recuerdos, aun de los sucesos más recientes, eran borrosos y distantes. Su pensamiento estaba como fuera de él, más allá de sí mismo. La vida había hecho como una larga pausa en su conciencia.
+De pronto, una mano brusca lo sacudió por el hombro. Incorporándose a medias vio que varias personas habían penetrado en la habitación. El doctor Fregolín, acompañado de un jefe de Policía y diez agentes de la seguridad pública, llegaba a tomar posesión de la casa, en nombre de Boca Hermanos.
+Cosme se levantó, y el doctor Fregolín le dijo:
+—Nada de comedias. Hemos hecho ruido para despertar a un occiso, y usted fingía dormir. Sus evasiones son de las clásicas. Créame. Yo las registro: simulación del estado inconsciente por pena de padre muerto. Digo: ahora mira usted con aire imbécil. Después, dirá que no entiende. Créame. Conozco el cuadro completo.
+Al contrario de lo que el doctor Fregolín imaginaba, Cosme, ante el aparato del lanzamiento empezó a salir de su postración. Sentía ya y comprendía la inmensa desolación de su desamparo, y las lágrimas vinieron por fin a sus ojos. Su llanto fue abundante y le descargó el pecho.
+El doctor Fregolín rio sarcásticamente.
+—Clásico —exclamó—, también clásico. Créame. Digo: la compasión digna del perro que aúlla por nuestro bocado es el puntapié que lo calla. O con criterio jurídico: la misericordia de la autoridad es la aplicación de la ley.
+El doctor Fregolín se dirigió al jefe de Policía:
+—Aunque tenemos demostrada la resistencia del tenedor ilegítimo a la restitución del bien ajeno, créame, soy el representante generoso de una firma humanitaria, y verá usted mi noble conducta.
+Y dando el frente a Cosme, dijo:
+—Aún pregunto, por la última vez, al joven Cosme, hijo del finado Damián, aquí presente: ¿resiste la entrega de esta finca a sus propietarios legales Boca Hermanos?
+Cosme no respondió. Pensaba, con mortal congoja, a dónde iría…
+—A la una… —comenzó a contar el doctor Fregolín.
+Cosme buscó su sombrero.
+—A las dos y a las tres —terminó el abogado—. Ahora, obre la fuerza judicial.
+Enseguida empezaron a remover los muebles, y Cosme salió junto con el primero de estos que tiraron a la calle.
+A la mitad de la cuadra lo detuvieron la señora Ambrosia y la señora Pabla que habían visto desde lejos lo que pasaba y acudían precipitadamente.
+—¿Qué es eso? —regañó la señora Pabla—. ¿Cómo le vende usted a otros, si nos había encargado buscar los compradores?
+—Yo no he vendido a nadie, señora —respondió Cosme—. Es que me arrojan de la casa.
+—¡Dios mío! —exclamó la señora Ambrosia—. Y, ¿adónde va usted ahora?
+—No sé…
+—¿Por qué no se viene con nosotras?
+—Más tarde, tal vez…
+—Pero esos muebles —preguntó la señora Pabla— ¿qué va a ser de ellos?
+—Recójanlos ustedes.
+Las dos comadres miraron hacia la casa de don Damián.
+—Pabla, ¡el cristo!
+—Ambrosia, ¡la cama de doña Ramona!
+Y echaron a correr.
+Cosme continuó su marcha sin rumbo, la marcha espantosa del que no sabe adónde va, ni qué busca, ni qué lo aguarda, ni cuándo ha de detenerse.
+Vagó al azar largo tiempo.
+Y, andando, una luz fue rompiendo en sus tinieblas. La señorita Tutú había aparecido en su pensamiento.
+Ya no se sintió solo. Ella lo esperaba. Ella le había dicho: soy tuya. Y él iría, no para reclamarla, sino para ser de ella toda la vida. Su ilusión no revivía los besos ardientes. Libre de toda impureza, su espíritu flotaba en un ensueño de santidad y de renunciamiento.
+Creyó ver entonces delante de sí una estrellita que se movía para señalarle el camino, y la siguió amoroso y confiado.
+POCAS HORAS ANTES, EL Zangamanga había aportado, y el capitán Truco, apenas quedó libre de sus ocupaciones, se dirigió al nido de la señorita Tutú.
+Andaba aprisa, con su grueso bastón cogido por la contera.
+El capitán Truco tenía algunas cuentas que arreglar con la señorita Tutú. Por informaciones anónimas estaba al tanto de las fechorías de esta dama, y había resuelto conducirla enseguida al buque para encerrarla en un camarote y cogerla allí con una traba de mula. Pero antes, naturalmente, la mediría, bien medida, con el garrote.
+A pocos pasos de la casa de la señorita Tutú se hallaba una vecina vieja que veía venir al capitán como aguardándolo. La extraordinaria malicia de Truco le avisó que algo pasaba.
+—¿Qué es la cosa? —interrogó a la vieja.
+—¡Ay, señor! —contestó ella—. Todas son lo mismo. A la mejor, dan la patada.
+—Te pregunto qué es la cosa —gruñó Truco.
+—¡Ay! ¡No se merecía un hombre como usted!
+—Cantas claro —rugió el capitán, preparando el bastón— o vas a ver, ya, cómo te pongo.
+—Señor, se fue esta mañana —dijo asustada la vieja—. Por aquí todas veíamos entrar y salir al jovencito que se la llevó.
+—¿Qué jovencito?
+—El que estaba ahí metido siempre.
+—¿Y cómo se llama el jovencito?
+—Pues, el nombre no se lo sabemos.
+El capitán Truco apartó a la vieja de un empujón, y sacando una llave abrió la puerta y entró.
+La habitación estaba completamente vacía. Sólo se encontraban papeles rotos y paja esparcidos en gran cantidad por el suelo. El capitán Truco comprendió que allí se trabajó duro en desempaques y empaques.
+—Estos malditos tenían plata —se dijo.
+Con el bastón removía los papeles. Después se agachó y los cogía, uno a uno, examinándolos, con la esperanza de encontrar alguno escrito, en que la señorita Tutú se despidiera, o que lo iniciara en una pista para averiguar su paradero. De vez en cuando bufaba y tiraba un mandoble contra un pedazo de papel en que falsamente había imaginado hallar algo de lo que buscaba.
+La vieja, curiosa, se asomó. Pero el capitán Truco, alzando la cabeza y viéndola, gritó con rabia:
+—¡Fuera, bruja!
+La vieja desapareció instantáneamente. Pero se quedó por allí cerca, rondando.
+El capitán Truco se sentó en el suelo y con la punta del palo acercaba los papeles.
+De pronto, descubrió un paquete amarrado con una pita, y con una hoja, metida entre la amarradura, en la que vio algunas líneas manuscritas. Resoplando, leyó:
+Al alto espíritu de Cosme, el alto
+agradecimiento de Remo Lungo.
+Se puso en pie de un brinco.
+¡Conque Cosme! ¿Era este el jovencito?
+«¡No le va a quedar costilla sana!», —pronosticó.
+Y como para adelantar algo mientras daba con Cosme, destripó el lío de la dedicatoria. Los forros destrozados dejaron escapar, como entrañas inmundas, tres calcetines agujereados y una camiseta deshilachada.
+—Buen baúl te dieron —dijo el capitán Truco—. Es lo que te mereces ¡Aguarda ahora mi regalo!
+Blandió el garrote, y acometió la pared con una serie de puntazos. Luego, se dispuso a salir, haciendo molinete con el bastón y mesándose los bigotes.
+Pero ya en la puerta, vio a Cosme que venía a paso lento. El capitán Truco retrocedió bruscamente.
+—Vienes por esa porquería —se dijo, mirando los restos de la novela de Remo Lungo—. Pero no sabes lo que vas a llevarte.
+Dejó la puerta a medio cerrar, y escondiéndose detrás de una de las hojas, enarboló el palo, listo para tundir a Cosme, tan pronto pusiera los pies dentro.
+Cosme caminaba sin premura, con sosiego melancólico. La fe de redención por el sacrificio serenaba su ser profundamente cansado.
+La estrellita que lo guiaba se detuvo, anunciando el término del viaje.
+Halló la puerta entreabierta y conoció que era esperado.
+Entró, con la frente inclinada y las manos juntas sobre el pecho.
+El capitán Truco disparó su garrote. Cosme recibió la porrada en la cabeza y miró a su agresor con vista turbia, sin reconocerlo. E inclinándose primero a un lado como para girar sobre sí mismo, dio después un paso al frente, con los brazos en alto. El capitán Truco creyó que Cosme lo embestía, y volvió a descargar el palo. Entonces Cosme se fue hacia adelante, sobre el capitán Truco, y este, soslayando el cuerpo, sacudió de abajo a arriba un tercer bastonazo, siempre a la cabeza, que detuvo un momento a Cosme en su caída.
+Cuando el capitán Truco vio a Cosme tendido en el suelo, gruñó:
+—Si quieres más, levántate.
+Y le dio con el pie.
+Pero Cosme no se movió.
+Entonces el capitán Truco dijo:
+—Que venga otro a echarte agua.
+Y se fue. Lo apremiaba el deseo de encontrar cuanto antes a la señorita Tutú, para zurrarla como se lo tenía jurado.
+Cosme quedó allí, con la cabeza ladeada y los brazos extendidos en cruz.
+Pasó un rato, y la vecina vieja volvió a asomarse, con precauciones, y temerosa fue acercándose a Cosme. Inclinada sobre él, lo llamó. Como no obtuvo respuesta le puso la mano en el hombro y moviéndolo, primero con suavidad, después con fuerza, volvió a llamarlo. Alzóle un brazo, y el brazo cayó pesadamente. Aterrada, corrió entonces a la puerta y clamó a gritos:
+—¡Un muerto! ¡Un muerto!
+La faz quieta de Cosme quebraba rayos de una luz que nadie veía. Su boca se iba entreabriendo para recibir una sonrisa que bajaba hasta él con un rumor que no podía oírse.
+Barranquilla, diciembre de 1926