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DISEÑO GRÁFICO Y EDITORIAL
ISBN:
978-958-8959-02-3 (e-book)
Bogotá D. C., diciembre de 2015
Primera edición:
© Herederos de Tomás Carrasquilla
© Ministerio de Cultura, Biblioteca Nacional de Colombia, 2015
Presentación: © Iván Hernández Arbeláez
Licencia Creative Commons:
Atribución-NoComercial-Compartirigual,
2.5 Colombia. Se puede consultar en:
+Don Tomás Carrasquilla cuenta en su autobiografía que nació en Santodomingo, «… poblachón encaramado en unos riscos de Antioquia. Según unos, se parece a un nido de águilas; según otros, es un taburete. Opto por el asiento. En todo caso, es un pueblo de tres efes, como dicen allá mismo: feo, frío y faldudo».
+El pueblo del que Carrasquilla procede estaba, por la época en la que él vivió, aislado de la República debido a lo montañoso de su geografía y a la dificultad de conectarlo con buenos caminos al resto de la nación. Pero si material y físicamente Antioquia estaba aislada, algunos de sus hombres célebres, en las bibliotecas de sus casas y de sus pueblos estaban conectados espiritualmente con el pensamiento y la cultura. Para escapar seguramente del aburrimiento natural de los días y las noches en un pueblo perdido, en las ilusorias riveras de un río seco, don Tomás se aficionó a la lectura de libros que deleitan la imaginación, de cuentos y novelas que «enferman» el alma, ocupación que fue la única que se le conoció y que había de permitirle escribir la más variada y amplia obra literaria de cuantas se escribieran en este país entre finales del siglo XIX y la primera mitad del XX. En efecto, la obra de don Tomás dio sus primeros pasos con «Simón el mago», cuento magistral que tuvo su origen en una enconada discusión en la que se debatía si había o no materia novelable en Antioquia; tertulia a la que asistía don Tomás y cuyo mentor fuera Carlos E. Restrepo; es decir, se discutía si en este pueblo rezandero y laborioso, inculto y aislado como ningún otro, podría alguien hallar sustento y materia prima para novelar. El autor, haciendo gala ya de lo que sería su fuente nutricia, el manantial del que beberían sin excepción todas sus obras, el conocimiento del habla y el sentimiento populares, escribe un cuento, una historia que más parece la obra de un escritor maduro, de un cuentista consumado, que de un novato en estas lides. «Simón el mago», pionero en su trabajo, reúne felizmente todo lo que es más apreciado en la obra de don Tomás Carrasquilla: talento en la combinación de hechos, situaciones, ambientes y personajes; y además, es en «Simón el mago» en donde el conocimiento de la psicología infantil se expresa de manera más cautivadora. En realidad, el lenguaje, los modos y decires de los seres sencillos adquieren en Carrasquilla toda la fuerza, la elocuencia que no poseen quizás en ninguna obra literaria nuestra. Y precisamente fue esta una de las razones por las cuales su obra no mereció el favor de algunos críticos que la veían sólo como expresión folclórica de la mentalidad y el sentir del pueblo. La verdad es que Carrasquilla elevó a la más alta dignidad las cualidades de la tierra y las gentes de su provincia y de su región. Él exaltó el genio altivo de su pueblo, democratizó su condición; dio muestra de su liberalidad con todo aquel que sufre o necesita; de hecho, no hay otro escritor en este país que haya dado mejor prueba de su cariño por los pobres, que posea un poder tan grande para describir sus hábitos, sus usos y costumbres; y, sobre todo, no ha habido otro con tanta capacidad para emplear los recursos, posibilidades y magia que este pueblo utiliza en su lengua cotidiana. Además, Carrasquilla —y esto hay que destacarlo— no idealizó, no disfrazó, no ocultó los vicios, los excesos, el fanatismo, la envidia y la tontería natural que en esta región fueron y siguen siendo elementos constitutivos de su alma.
+«El padre Casafús», para citar tan solo un ejemplo, es tal vez la radiografía más elocuente de los extremos y locuras a que puede llevar a las almas pequeñas y enfermas el fanatismo religioso y partidista. Casafús es, cuando concluye el relato, ya no un personaje inventado por alguien, sino un apóstol, un mártir cuyas cenizas aún siguen estremeciendo al lector.
+Luego de «Simón el mago», Carrasquilla publicó Frutos de mi tierra. La novela tiene como escenario Medellín; si «Simón el mago» deja entrever la maestría en la pintura de las costumbres, con esta novela se afirma como escritor poseedor de un estilo tan personal, de alguien que conoce todas las posibilidades expresivas que el lenguaje ofrece a quien lo conoce bien; y es que Carrasquilla se mueve en el lenguaje como pez en el agua. El lenguaje popular, expresión del alma popular, hace para él lo que él quiere: da vueltas, se contrae, se estira, hace llorar, hace reír sobre todo.
+Mucho se ha discutido si Carrasquilla pertenece a la escuela del realismo o del naturalismo. En realidad no es fácil clasificarlo; pero si fuera necesario, pensaríamos que su obra por su intención, por sus procedimientos retóricos y estilísticos, está más cerca del naturalismo de Zola que de los otros escritores de su época; a pesar de que en su visión se advierten muchos de los elementos que caracterizaron la obra de Flaubert, la manera, el lenguaje, la gracia, y el humor, sobre todo el humor, establecen entre los dos una distancia insalvable.
+Se ha dicho muchas veces que la mayoría de los cuentos y de las novelas de Carrasquilla están escritos en un lenguaje indescifrable, inclusive para muchos lectores cuya lengua es el español. No sé. Es probable que algo de esto sea cierto. Seguramente que el más grande de los escritores antioqueños no va a ser nunca un escritor universalmente reconocido. A menudo nos encontramos con libros de cuentos, con novelas, que al ser traducidos pierden buena parte de su belleza y aún de su verdad; no alcanzamos a imaginarnos qué pasaría con un cuento como «En la diestra de Dios Padre» al ser traducido. De verdad que luego de ese trasvasamiento no quedará casi nada de la maravilla, del absurdo, del disparate, de la gracia, de la locura, en fin, de la libertad y el sueño que el cuento posee en antioqueño vernáculo. Muy poco quedará, casi nada. Y «En la diestra de Dios Padre» es, de lejos, la pieza más perfecta de cuantas se hayan escrito en Antioquia. Como es sabido, la leyenda pertenece a la tradición universal, y en Carrasquilla adquiere, a pesar de su brevedad, características de epopeya. Esta leyenda se encuentra, muy hermosa, en un capítulo de Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. La de Carrasquilla, sin embargo, no admite comparación.
+Los otros cuentos que hacen parte de esta antología completan el cuadro e iluminan y afianzan la noción de que estamos ante un escritor enorme, cuyos méritos se consolidan cada día en el amplio panorama de la literatura colombiana. De estos cuentos, maravillosos por su gracia, por su ingenio; de estos cuentos, instantáneas de la apacible y tormentosa vida de los pueblos aislados de las cordilleras antioqueñas, podría decirse lo que John Cowper Powys dijera a propósito de los cuentos de Guy de Maupassant: «si se los pincha sangran; si se les hace cosquillas ríen». De si están escritos en español o no, habrá que esperar a que los lectores no antioqueños digan la última palabra. Es sabido que si el escritor gozó de algún reconocimiento y de él han tenido noticia unos cuantos lectores extranjeros, ello se debe al minucioso, inteligente, muy documentado libro de Kurt Levy, Vida y obras de don Tomás Carrasquilla, quien empleó buena parte de su talento y su vida en el análisis y estudio de la obra del maestro antioqueño. También es sabido el elogio que mereció la obra de Carrasquilla al maestro salmantino Miguel de Unamuno. Para él, el lenguaje de la obra de Carrasquilla es español, español antiguo y olvidado que se habló y se perdió en muchas regiones de la América española.
+Es verdad que para apreciar toda la belleza y la gracia de sus escritos es preciso conocer el lenguaje antioqueño en sus matices y vericuetos, pues sólo quien lo conoce bien podrá admirar en su justo valor el escritor que es don Tomás Carrasquilla, el mago burlón que se esconde en él, los prodigios y artificios de los que es capaz.
+Para terminar, quiero citar las palabras de su ilustre amigo, Antonio José Restrepo —más conocido cono Ñito Restrepo—: «… cuando las minas de Antioquia se hayan agotado, cuando sus cafetales dejen de botar al aire juguetón el aroma de sus blancas flores, y el puente que Caldas levantó en la quebrada arriba se haya desmoronado y quizás de la gran catedral de Medellín no queden sino escombros; entonces, repetimos, el nombre de Tomás Carrasquilla flotará sobre las ruinas y el desastre, retenido y glorificado en sus obras inmortales».
+IVÁN HERNÁNDEZ ARBELÁEZ
+Este servidor de vosotros nació, ha más de once lustros, sin que hubiera anunciado el grande acontecimiento ningún signo misterioso ni en el Cielo ni en la Tierra. Fue ello en Santo Domingo, un poblachón encaramado en unos riscos de Antioquia. Según unos, se parece a un nido de águila; según otros, a un taburete. Opto por el asiento. En todo caso, es un pueblo de tres efes, como dicen allá mismo: feo, frío y faldudo.
+Mis padres eran entre pobres y acaudalados, entre labriegos y señorones y más blancos que el rey de las españas, al decir de mis cuatro abuelos. Todos ellos eran gentes patriarcales, muy temerosas de Dios y muy buenos vecinos.
+Como querían que fuera doctor y lumbrera, me pusieron, desde chico hasta grande, en cuanto colegio hubo por esas cordilleras. ¡Pobres viejos!
+Fue mi primer maestro «El Tullido», por antonomasia, protagonista, luego, de algún cuento mío.
+Parece que esos mis primeros pasos en la carrera de la sabiduría me imprimieron carácter desde entonces, porque en ninguna parte aprendía nada. La indolencia, la pereza y algo más de los pecados capitales, a quienes siempre he rendido ardiente culto, no me dejaban tiempo para estudiar cosa alguna ni hacer nada en formalidad. Mas, por allá en esas batuecas de Dios, a falta de otra cosa peor en qué ocuparse, se lee muchísimo. En casa de mis padres, en casa de mis allegados, había no pocos libros y bastantes lectores. Pues ahí me tenéis a mí, libro en mano a toda hora, en la quietud aldeana de mi casa. Seguí leyendo y creo que en el hoyo donde me entierren habré de leerme la biblioteca de la muerte, donde debe estar concentrada la esencia toda del saber hondo. He leído de cuanto hay, bueno y malo, sagrado y profano, lícito y prohibido, sin método, sin plan ni objetivos determinados, por puro pasatiempo. De aquí que sea casi tan ignorante como el tullido consabido. Lo que tengo en la cabeza es un matalotaje caótico de hojarasca, viruta y cucarachas.
+Cualquier día me dio por escribir, sin intención de publicar; y ahí me emborronaba mis cuartillas, lo mismo que ahora o menos mal, acaso; pues creo que en vez de adelantar retrocedo en el tal embeleco literario. A nadie le contaba de mis escribanías. Ni siquiera a mi familia. Pero como la gente todo lo husmea y el Diablo todo lo añasca, el día menos pensado recibí una nota por la cual se me nombraba miembro de un centro literario que dirigía en Medellín Carlos E. Restrepo en persona. Acepté la galantería, y como fuera obligación, sine qua non, producir algo para ese círculo farfullé «Simón el mago», para los socios solamente, según rezaba el reglamento. Pero Carlosé, que desde mozo la ha puesto muy cansona y por lo alto, determinó modificar la constitución y echar libro de todas nuestras literaturas. Aceptadísima fue por el publiquito antioqueño la miscelánea aquella. Allí salió mi relato, con seudónimo, por supuesto. ¡Y malón fue el que yo me levanté con todo y anagrama...!
+Por eso descubrieron quién era el incógnito principiante.
+Tratábase una noche en dicho centro de si había o no había en Antioquia materia novelable. Todos opinaron que no, menos Carlosé y el suscrito. Con tanto calor sostuvimos el parecer; que todos se pasaron a nuestro partido; todos a una diputamos al propio presidente como el llamado para el asunto. Pero Carlosé resolvió que no era él sino yo. Yo le obedecí, porque hay gentes que nacen para mandar.
+Una vez en la quietud arcadiana de mi parroquia, mientras los aguaceros se desataban y la tormenta repercutía, escribí un mamotreto, allá en las reconditeces de mi cuartucho. No pensé tampoco en publicarlo: quería probar, solamente, que puede hacerse novela sobre el tema más vulgar y cotidiano.
+El manuscrito fue leído por gentes competentes, que lo encontraron bien. De él se publicaron varios fragmentos. Constreñido luego por amigos y parientes, resolví sacarlo a la calle, en la seguridad de que nadie lo leería y de que echaba al río el valor de la edición. No resultó así: el libraco fue leído, comentado, y se vendió muy pronto. ¡No fue ni gracia! Encontré aquí padrinos muy buenos e influyentes, que me lo ampararon antes y después de su salida. Entre ellos, Diego y Rafael Uribe, José A. Silva, Laureano García Ortiz, Jorge Roa, Antonio José Restrepo, Mariano y Pedro Nel Ospina y los redactores de la Revista Gris.
+Don Rafael María Merchán y don José Manuel Marroquín, que leyeron todo el manuscrito, encontraron aquello poco menos que detestable. Tal es la historia de Frutos de mi tierra.
+Casi estoy de acuerdo con estos dos maestros. En verdad que a esa obrilla, por más que haya gustado, le concedo muy poco mérito artístico. De tener alguno, será, probablemente, como documento literario, por ser esa la primera novela prosaica que se ha escrito en Colombia, tomada directamente del natural, sin idealizar en nada la realidad de la vida. Y digo que la primera, porque Manuela, si muy hermosa, meritoria y realista, es más bien un estudio de costumbres que de caracteres, amén de estar inconclusa.
+Después he publicado tres novelas extensas, varias cortas, algunos cuentos y muchísimas chilindrinas, a guisa de crónicas, que llaman ahora. El año pasado publiqué en El Espectador de Medellín, una serie de cuadros rústicos y urbanos, alternados, con el título de «Dominicales», que por ser enteramente regionales, agradaron bastante en esas beocias.
+Nada de lo que he publicado, fuera de «Salve Regina», me parece bueno. Mal podría parecerme: tengo idea altísima del arte, muy baja de mis facultades, y conozco los grandes autores. Si he publicado y publico, es porque me pagan, y no muy mal, relativamente. Soy, pues, una pluma alquilada y como a tal se me debe apreciar.
+Al cuarto poder tengo qué agradecerle. Verdad que algunas veces, por rencillas o antipatías personales, o por rivalidades del oficio, o porque así lo merezco, se me ha tomado el pelo, a pesar de mi calvicie; se me ha insultado y hasta se han escrito libelos contra mí; pero también se me han prodigado muchísimos elogios, que estoy muy lejos de merecer. Si agradezco lo uno no me quejo de lo otro, ni por ello me amilano. Quien le salga al público, en cualquier campo, está expuesto a todo. Debe tener, por ende, el valor y la sangre fría que para ello se requiere.
+La labor del novelista que quiera reflejar en su obra la vida ambiente, es de suyo agria y espinosa; mayormente en ciudades reducidas. La maledicencia, que a todos nos enferma, encuentra en cada novela de esta índole amplio campo para sus lucubraciones. Y es lo hermoso del caso que nadie se fija en los personajes buenos o elevados de una ficción novelesca, para buscarles el original en la vida real y efectiva; pero no se trate de algún tipo malvado o ridículo, porque al punto vemos en él la vera efigie de zutano o de fulana, a cada cual nos faltan pies para correrle con el enredo. Con frecuencia ni los conoce el autor. Pero, ¡vaya usted a probarles que no! El lector está siempre más enterado que el autor. Los odios, las enemistades, el rompimiento de vínculos dulces que estas suspicacias ocasionan al pobre novelista, no las compensan ni lauros ni dinero. Lo digo con harta experiencia. Mas no me quejo, tampoco, ni pretendo hacerme víctima del arte. No es la mía para tanto, ni puedo ser hostia, ni mis condiciones personales ni mis circunstancias son para esperar consideraciones de ninguna especie. Poco importa: por un amigo enajenado surgen otros; cuando unos se van, otros vienen porque la vida es un hacer y deshacer que nunca cesa. Y puesto que existen enemistades y odios, será porque la misma armonía de la vida lo necesita y lo impone.
+No tengo, en formalidad, ninguna otra obra inédita; pues no pueden llamarse tal unos papelorios fragmentarios y embrionarios, que ni sé dónde están ni qué contienen. Acaso los haya perdido del todo. No hacen falta: mis manuscritos, que son unos mapamundis, de nada sirven: lo poco que les puedo descifrar; lo cambio por completo.
+El de Medellín por dentro, que muchos han visto y del cual han leído capítulos enteros; ese horror donde figuran, con sus pelos y señales, todas las maldades de nuestra capital de provincia, sólo existe en la imaginación creadora del algunos Homeros. Ni soy yo, tampoco, el inventor de tal título: es de otro novelador antioqueño. Me cumple decir aquí que sólo he tomado modelos verdaderos, cuando sirven a mis planes personas de alma bella y elevada. Bien así como se publican en cualquier revista los retratos de damas notables y hermosas. Aquí se me ha instado, se me han dado datos, se me han ofrecido los que quiera, para que escriba una novela de la alta sociedad. No haré tal, probablemente. Las clases altas y civilizadas son más o menos lo mismo en toda tierra de garbanzos. No constituyen, por tanto, el carácter diferencial de una nación o región determinada. Ese exponente habrá de buscarse en la clase media, si no en el pueblo. Tampoco es Bogotá para conocerse a las primeras de cambio; es ciudad muy complicada, que necesita largo estudio. Y yo, ni he vivido en ella ni puedo escribir por referencias: necesito la documentación personal. No quiero tampoco, con la polvareda que levantan siempre obras de esa índole, granjearme la animadversión de una sociedad que tanto quiero y de quien he recibido tantas finezas, tan inmerecidas como cordiales. No lo extraño. La buena bandera acoge y guarda la más exigua mercancía.
+No tengo escuelas ni autores predilectos. Como a cualquier hijo de vecino, me gusta lo bueno en cualquier ramo. Diré sí, porque a los colombianos nos atañe, que, en mi pobre concepto, puede gloriarse nuestra patria de tener el primer prosista y el segundo lírico de esta lengua castellana. Me refiero al «Indio Uribe» y a José Asunción Silva.
+TOMÁS CARRASQUILLA
+Entre mis paisanos criticones y apreciadores de hechos, es muy válido el de que mis padres, a fuer de bravos y pegones, lograron asentar un poco el geniazo tan terrible de nuestra familia. Sea que esta opinión tenga algún fundamento, sea un disparate, es lo cierto que si los autores de mis días no consiguieron mejorar su prole no fue por falta de diligencia: que la hicieron y en grande.
+Mis hermanas cuentan y no acaban de aquellas encerronas, de día entero, en esa despensa tan oscura, ¡donde tanto espantaban! Mis hermanos se fruncen todavía, al recordar cómo crujía en el cuero limpio, ya la soga doblada en tres, ya el látigo de montar de mi padre. De mi madre se cuenta que llevaba siempre en la cintura, a guisa de espada, una pretina de siete ramales, y no por puro lujo: que a lo mejor del cuento, sin fórmula de juicio, la blandía con gentil desenfado, cayera donde cayera; amén de unos pellizcos menuditos y de sutil dolor, con que solía aliñar toda reprensión.
+Estos rigores paternales —¡bendito sea Dios!— no me tocaron.
+¡Sólo una vez en mi vida tuve de probar el amargor del látigo!
+Con decir que fui el último de los hijos y además enclenque y enfermizo, se explica tal blandura.
+Todos en la casa me querían, a cuál más, siendo yo el mimo y la plata labrada de la familia; y mal podría yo corresponder a tan universal cariño, ¡cuando todo el mío lo consagré a Frutos!
+Al darme cuenta de que yo era una persona como todo hijo de vecino, y que podía ser querido y querer, encontré a mi lado a Frutos, que, más que todos y con especialidad, parecióme no tener más destino que amar lo que yo amase y hacer lo que se me antojara.
+Frutos corría con la limpieza y arreglo de mi persona; y con tal maña y primor lo hacía, que ni los estregones de la húmeda toalla me molestaban, cuando me limpiaba «esa cara de sol»; ni sufría sofocones, cuando me peinaba; ni me lastimaba, cuando, con una aguja y de modo incruento, extraía de mis pies una cosa que… no me atrevo a nombrar.
+Frutos me enseñaba a rezar, me hacía dormir y velaba mi sueño; despertábame a la mañana con el tazón de chocolate.
+¿Qué más? Cuando antes del almuerzo, llegaba de la escuela, ya estaba Frutos esperándome con la arepa frita, el chicharrón y la tajada.
+Lo mejor de las comidas delicadas, en cuya elaboración intervenía Frutos —que casi siempre consistían en chocolate sin harina, conservón de brevas y longanizas—, era para mí.
+¡Válgame Dios y las industrias que tenía! Regaba afrecho al pie del naranjo, ponía en el reguero una batea, recostada sobre un palito; de este amarraba una larga cabuya, cuyo extremo cogía yendo a esconderse tras una mata de caña a esperar que bajara el pinche a comer… Bajaba el pobre, y no bien había picoteado, cuando Frutos tiraba y ¡zas!… ¡debajo de la batea! ¡El pajarito para mí!
+Cogía un palo de escoba, un recorte de pañete y unas hilachas; y, cose por aquí, rellena por allá, me hacía unos caballos de ojo blanco y larga crin, con todo y riendas, que ni para las envidias de los otros muchachos.
+De cualquier tablita y con cerdas o hilillos de resorte, me fabricaba unas guitarras de tenues voces; y cátame a mí punteando todo el día.
+¡Y los atambores de tarros de lata! ¡Y las cornetillas de abigarrada cola!
+Con gracejo, para mí sin igual, contábame las famosas aventuras de Pedro Rimales —Urde, que llaman ahora—, que me hacían desternillar de risa; transportábame a la «Tierra de Irasynovolverás», siguiendo al ave misteriosa de «la pluma de los siete colores»; y me embelesaba con las estupendas proezas del «Patojito» —que yo tomaba por otras tantas realidades—, no menos que con el cuento de Sebastián de las Gracias, personaje caballeresco entre el pueblo, quien lo mismo echa una trova por lo fino, al compás de acordada guitarra, que empunta alguno al otro mundo de un tajo; y cuya narración tiene el encanto de llevar los versos con todo y tonada, lo cual no puede variarse, so pena de quedar la cosa sin autenticidad.
+Con vocecilla cascada y sólo para solazarme, entonaba Frutos unos aires del país —dizque se llamaban corozales— que me sacaban de este mundo: ¡tan lindos y armoniosos que parecían!
+Respetadísimos eran en casa mis fueros. Pretender lo contrario, estando Frutos a mi lado, era pensar en lo imposible. Que «este muchacho está muy malcriado», decía mi madre; que «es tema que le tienen al niño», replicaba Frutos; que «hay que darle azote», decía mi padre; que «eso sí que no lo verán», saltaba Frutos, cogiéndome de la mano y alzando conmigo; y ese día se andaba de hocico, que no había quién se le arrimase.
+¡Y cuando yo le contaba que en la escuela me habían castigado! ¡Virgen Santa, las cosas que salían de esa boca! Contra ese judío, ese verdugo de maestro; contra mamá, porque era tan madre de caracol y tan de arracacha, que tales cosas permitía; contra mi padre, porque era tan de pocos calzones, que iba y le metía unos sopapos a ese viejo mala entraña. Con ocasión de uno de mis castigos escolares, se le calentaron tanto las enjundias a Frutos, que se puso a la puerta de la calle a esperar el paso del maestro; y apenas lo ve se le encara midiéndole puño, y con enérgicos ademanes exclama: «¡Ah, maldito! ¡Pusiste al niño como un Nazareno! ¡Mío había de ser…, pero mirá: ti había di arrancar esas barbas de chivo!». Y en realidad parecía que al pobre maestro no le iba a quedar pelo de barba. El dómine —que fuera de la escuela era un blando céfiro— quedóse tan fresco como si tal cosa; y yo me la saqué, porque Frutos en los días de azote o férula, me resarcía con usura, dándome todas las golosinas que topaba y mimándome con mil embelecos y dictados a cuál más tierno: entonces no era yo «El niño», solamente, sino «Granito de oro», «Mi reynito» y otras cosas de la laya.
+En casa el de más ropa que relevar era yo, porque Frutos se lamentaba siempre de que el niño estaba en cueros, y empalagaba tanto a mi madre y a mis hermanas que, quieras que no, me tenían que hacer o comprar vestidos; no así tal cual, sino al gusto de Frutos.
+De todo esto resultó que me fui abismando en aquel amor, hasta no necesitar en la vida sino a Frutos, ni respirar sino por Frutos, ni vivir sino para Frutos; los demás de la casa, hasta mis padres, se me volvieron costal de paja.
+Qué vería Frutos en un mocoso de ocho años, para fanatizarse así, lo ignoro. Sólo sé que yo veía en Frutos un ser extraordinario, a manera de ángel guardián, una cosa allá, que no podía definir ni explicarme, superior, con todo, a cuanto podía existir.
+¡Y venir a ver lo que era Frutos!
+Ella —porque era mujer y se llamaba Fructuosa Rúa— debía de tener en ese entonces de sesenta años para arriba. Había sido esclava de mis abuelos maternos. Terminada la esclavitud, se fue de la casa, a gozar, sin duda, de esas cosas tan buenas y divertidas de la gente libre. No las tendría todas consigo, o acaso la hostigarían, porque años después hubo de regresar a su tierra un tanto desengañada. ¡Y cuenta que había conocido mucho mundo!, y, según ella, disfrutado mucho más.
+Encontrando a mi madre, a quien había criado, ya casada y con varios hijos, entró a nuestra casa, como sirvienta en lo de carguío y crianza de la menuda gente. Por muchos años desempeñó tal encargo, con alguna jurisdicción en las cosas de buen comer, y llevándola siempre al estricote con mi madre, a causa de su genio rascapulgas y arriscado; si bien muy encariñada con todos, allá a su modo, y respetando mucho a mi padre, a quien llamaba «Mi Amito».
+Mi madre la quería y le dispensaba las rabietas y perreras.
+Frutos había tenido hijos; pero cuando mi crianza, no estaban con ella, y no parecía tenerles mucho amor, porque ni los nombraba, ni les hacía gran caso, cuando por casualidad iban a verla. Por causa de la gota, que padecía, casi estaba retirada del servicio cuando yo nací; y al encargarse del benjamín de la casa, hizo más de lo que sus fuerzas le permitían. A no ser porque su corazón se empeñó en quererme de aquel modo, no soportara toda la guerra que le di.
+Frutos era negra de pura raza, lo más negro que he conocido; de una gordura blanda y movible, jetona como ella sola —sobre todo en los días de vena, que eran los más—, muy sacada de jarretes y gacha. No sé si entonces usarían las hembras, como ahora, eso que tanto las abulta por detrás; sí lo usarían, porque a Frutos no le había de faltar; y era tal su tamaño que la pollera de percal morado, que por delante barría, le quedaba tan alta por detrás, que el ruedo anterior se veía blanquear, enredado en aquellos espundiosos dedos; de aquí el que su andar tuviese los balanceos y treguas de la gente patoja.
+Camisa con escote y volante era su corpiño; en primitiva desnudez lucía su brazo roñoso y amorcillado; tapábase las greñudas pasas con pañuelo de color rabioso, que anudaba en la frente a manera de oriental turbante; sólo para ir al templo se embozaba en una mantellina, verdusca ya por el tiempo; a paseo o demás negocio callejero, iba siempre desmantada. Pero eso sí: muy limpia y zurcida, porque a pulcra en su persona nadie le ganó.
+¡Muy zamba y muy fea! ¿No? Pues así y todo tenía ideas de la más rancia aristocracia; y hacía unas distinciones y deslindes de castas, de que muchos blancos no se curan: no me dejaba juntar con muchachos mulatos, dizque porque no me tendrían el suficiente respeto cuando yo fuera un señor grande; jamás consintió que permaneciese en su cuarto, aunque estuviera con la gota, porque un blanco —decía— «metido en cuarto de negras, se emboba y se güelve un tientagallinas»; iguales razones alegaba para no dejarme ir a la cocina, y eso que el tal paraje me atraía (cuestión bucólica). Sólo por Nochebuena podía estarme allí cuanto quisiera y hasta meter la sucia manita en todo; pero era porque en tan clásicos días, toda la familia pasaba a la cocina. Mi padre y mis hermanos grandes, con toda su gravedad de señores muy principales, se daban sus vueltas por allí, y sacaban con un chuzo de la hirviente cazuela, ya el dorado buñuelo, ya la esponjosa y retorcida hojuela; o bien asiendo del mecedor revolvían el pailón de natilla, que, revienta por aquí, revienta por más allá, formaba cráteres tamaños como dedales.
+Las horas en que yo estaba en la escuela, que para Frutos eran asueto, las pasaba esta en hilar, arte en que era muy diestra; pero no bien el escolar se hacía sentir en la casa, huso, algodón y ovillo, todo iba a un rincón. El niño era antes que todo; sólo el niño la ponía de buen humor; sólo el niño arrancaba risas a esa boca donde palpitaban airadas palabras y gruñidos.
+Admirada de este fenómeno, decía mi madre: «¡Este muchacho lo tendrá mi Dios para santo, cuando desde niño hace de estos milagros!».
+¡Al amparo de tal patrocinio iba sacando yo un geniecillo tan amerengado y voluntarioso que no había trapos con qué agarrarme! Ora me revolcaba, dándome de calabazadas contra todo lo que topaba; ora estallaba en furibundos alaridos, acompañados de lagrimones, cuando no me daba por aventar las cosas o por morder.
+Tía Cruz, persona muy timorata y cabal, al ver mis arranques, se permitió una vez decir delante de Frutos que el niño estaba «falto de rejo». ¡Más le hubiera valido ser muda a la buena señora! Frutos la hartó a desvergüenzas y le cobró una malquerencia tan grande, que siempre que la veía, resoplaba de puro rabiosa.
+Viendo los hilos que yo llevaba solía protestar mi padre y hasta manifestaba conatos de zurra; pero mamá lo aplacaba, diciéndole con las manos en la cabeza: «¡No te metás, por Dios! ¡Quién aguanta a Frutos!».
+Y como de todo lo malo casi siempre me daba cuenta, comprendí que por este lado cogidos los tenía; y me aprovechaba para hacer de las mías. Cuando veía la cosa apurada, las prendía a asilarme en los brazos de Frutos; tomábamos camino del jardín, lugar de nuestros coloquios, y una vez allí… como si estuviéramos en la luna.
+A medida que yo crecía, crecían también los cuentos y relatos de Frutos, sin faltar los ejemplos y milagros de santos y ánimas benditas —materia en que tenía grande erudición—; e íbame aficionando tanto a aquello, que no apetecía sino oír y oír. Las horas muertas se me pasaban suspenso de la palabra de Frutos. ¡Qué verbo el de aquella criatura! Mi fe y mi admiración se colmaron; llegué a persuadirme de que en la persona de Frutos se había juntado todo lo más sabio, todo lo más grande del universo mundo; su parecer fue para mí el Evangelio, palabras sacramentales las suyas.
+Narrando y narrando llególes el turno a los cuentos de brujería y de duendería. ¡Y aquí el extasiarse mi alma!
+Todo lo hasta entonces oído, que tanto me encantara, se me volvió una vulgaridad. ¡Brujas…! ¡Eso sí era la atracción de la belleza! ¡Eso sí merecía que uno le consagrara todita su vida en cuerpo y alma!
+Ser payasito o comisario me había parecido siempre grande oficio; pero desde ese día me dije: «¡Qué payaso… ni qué nada! ¡Como brujo no hay…!».
+Cuanto entendía por hazañoso, por elevado, por útil, todo lo vi en la brujería. Las calenturas del entusiasmo me atacaron. A fuerza de hacer repetir a Frutos las embrujadas narraciones, pude grabarlas en la memoria, con sus más nimios detalles.
+Del cuento pasábamos al comentario.
+—Coger brujas —me dijo una vez— ¡es de lo más fácil! Nues más qui agarrar un puñao de mostaza y regala por toíto el cuarto: a la noche viene la vagamunda…, y echa a pañar; a pañar fruta e mostaza; y a lo questá bien agachada pañando, nues más que tirale con el cinto e San Agustín… ¡Y ai mesmito queda enlazada de patimano, enredada en el pelo! Un padrecito de la villa de Tunja cogía muchas asina, y las amarraba de la pata diuna mesa; pero la cocinera del cura era tan boba que les daba güevo tibio, ¡y las malditas se embarcaban en la coca! ¡Consiá, cuando a las brujas no se les puede ni an mentar coca e güevo, porque al momentico se güelven ojo di hormiga…, y se van!
+—¡Ajaaa! —dije yo—. ¡Y cómo hace pa caber?
+—¡Pis! —replicó—. ¡Anté que si achiquitan en la coca a como les da la gana! ¡María santísima!
+—¿Y no se pueden matar? —le pregunté.
+—Eso sí; pero al sigún y conjorme: si se les metí una cortada bien jonda se mueren; pero como son tan sabidas ellas mesmas se meten otra y se empatan y güelven a quedar güenas y sanas.
+—¿Y matadas cómo hacen?
+—¡Tan bobo! No ve quellas no se mueren del tiro sinuna qui otra vez. Hay que tirales a toda gana la primera cortada, pa que queden ai tendidas. ¡Pero con el cinto de mi padre San Agustín sí no les valen marrullas!
+—¿Y ónde hay deso? —prorrumpí.
+—¿Cinto? —dijo mi interlocutora, con gesto de cosa dificultosa—. Eso es muy trabajoso conseguir: tan solamente el obispo se lo impresta a los curitas jormales.
+—¡Amalaya que mamá se lo mandara a prestar! —exclamé entusiasmado.
+—¡Ave María, muchacho, y qué vas hacer con cinto!
+—¡Eh! ¡Pues pa coger brujas y amarralas de los palos!
+A pesar de lo difícil que era conseguir el cinto, salí en busca de mi madre con la empresa. Halléla muy empecinada jugando al tute con otras señoras.
+—Mamá —le dije—, óigame un escuchito —y poniendo mi boca en su oreja, le expuse mi demanda con ese secreto susurrante de los niños.
+Las señoras, que no eran sordas, largaron la carcajada.
+—¡Quitáte de aquí, empalagoso! —exclamó mi madre—. ¡De dónde sacará este muchacho tanto embeleco!
+Salí rezongando y muy corrido.
+En muchos días no pensé sino en cómo se conseguiría el cinto.
+La brujomanía se me desarrolló con tanta furia, que no hablaba sino del asunto.
+—¿Quién ti ha metido todas esas levas? —díjome una vez mi hermana Mariana, que era la más sabia de la casa—. ¡No hay tales brujas! ¡Esas son bobadas de la negra Frutos! ¡No creás nada!
+—¡Mentirosa! ¡Mentirosa! —le grité furioso—. ¡Sí hay! ¡Sí hay! ¡Frutos me dijo!
+—Y lo que dice Frutos no puede faltar… ¡Como si Frutos fuera la Madre de Dios…! ¡Animal…!
+—¡Pecosa! ¡Pecosa! —aullé, embistiendo hacia ella, con ánimo de morderla.
+Me detuvo cogiéndome por los molledos y estrujándome de lo lindo.
+—¡Voy a contarle a papá —dijo— para que te meta una cueriza! ¡Malcriado, que ya no hay quién te aguante!
+Corrí llorando en busca de Frutos, y, casi ahogado por el llanto, le grité al verla:
+—¡Qué te parece, Frutos!…, ¡ji!, ¡ji!, ¡ji!…, que esa boba Mariana me dijo quiz que nu’hay brujas…, ¡ji!, ¡ji!…, ¡quiz que son cuentos que me metés!
+Ella hizo una cara como de susto; me enjugó las lágrimas; y cogiéndome de una mano con agasajo, fuimos en silencio a sentarnos en un poyo detrás de la cocina.
+—Vea, mi hijito —me dijo—. Es muy cierto que hay brujas… ¡puu!… ¡De que las hay, las hay! Pero… no hay que crer en ellas.
+Mis ojos ya enjutos debieron de abrirse tamaños: tal fue mi sorpresa.
+Aquello no podía acomodarlo; pero Frutos lo decía y así tenía que ser.
+Hablamos de largo sobre el tema, y como yo no perdía ocasión de desentresijarla, le pregunté:
+—Y decíme: ¿las brujas son gente que se vuelve bruja, go es mi Dios que las hace?
+—¡No sea bobito! Mi Dios no hace sino cristianos; pero se güelven brujas si les da gana.
+—¿Y también hay brujos?
+—¡No ha dihaber!… ¡pues los duendes! ¿No le he contao, pues? Pero como no tienen pelo largo como las brujas, no se encumbran por la región sino que güelan bajito.
+—¡Y cómo se aprende a ser brujo?
+Guardó corto silencio, y luego, con aire de quien revela lo más íntimo, me dijo a media voz:
+—Pues la gente se embruja muy facilito: la moda es quiuno siunta bien untao con aceite en toítas las coyonturas; se queda en la mera camisa y se gana a una parte alta; y así questá uno encaramao, abre bien los brazos como pa volar, y diciuno, pero ¡con harta fe!: «no creo en Dios ni en Santa María», y güelve a decir hasta quiajuste tres veces sin resollar; ¡y antonces si avienta uno puel aire y se encumbra a la región!
+—¿Y no se cae uno?
+—¡Ni bamba! Con tal quel unto esté bien hecho y se diga comués.
+Sentí escalofríos. No debía de saber que el arrodillarse fuera señal de adoración, que de saberlo, viérame Frutos de hinojos a sus pies. Me había hecho el hombre más feliz: había hallado mi ideal.
+Esa noche cuando, después de rezar, me metí en la cama, repetía muy quedo: «No creo en Dios ni en Santa María; no creo en Dios ni en Santa María», y me dormí preocupado con esta declaración de ateísmo.
+Al día siguiente, muy de mañana, corría yo por los corredores, con los brazos abiertos y repitiendo la embrujada fórmula. Mariana, que tal oye, grita: «¡Mamá, venga y verá las cosas que está diciendo este ocioso!». Pero mi madre no alcanzó a ver mi dicho, porque antes que llegara, había yo tendido el vuelo a la calle, camino de la escuela. No sé por qué, pero me dio recelillo de que mi madre me viera haciendo tales cosas.
+A mi vuelta no salió Frutos a recibirme. Fui a buscarla y a reclamar sus obsequios, y por primera vez la encontré hecha la ira mala conmigo: que mamá había ido a querérsela comer viva, por las cosas que me contaba y enseñaba; que yo tenía la culpa por icendario; y que ya sabía que no volviera a jorobarla, diciéndole que me contara cuentos, porque así como era tan picón…
+Al almuerzo me dijo mi padre con una cara muy arrugada: «¡Cuidadito, amigo, como se le vuelve a oír las cositas que dijo esta mañana…! ¡Le cuesta muy caro!».
+Tales razones me desconcertaron.
+¡Amenazarme mi padre! ¡Ponerme Frutos casi en entredicho! ¡Y precisamente cuando tenía tanto que consultarle! ¡Quedarme sin saber a qué atenerme en lo del pelo largo, en lo del aceite!
+Por tres días rogué a Frutos que tan siquiera me dijera dos cositas, prometiéndole no decir esta boca es mía. ¡Andróminas inútiles! No pude sonsacarle una palabra.
+¡Qué malas! Y lo peor era que eso que al principio no pasaba de un capricho, me fue alborotando con el obstáculo, que se tornó en deseo, en deseo apremioso, irresistible.
+¡Ser brujo…! ¡Volar de noche por los techos, por la torre de la iglesia, por la región! ¿Qué me encargan, que me voy esta noche para Bogotá?; y que conteste mamá: «Traéme manzanas»; ¡y que al momento vuelva yo con un gajo bien lindo, acabadito de coger! ¡Y cuando me encumbre serenito, como un gallinazo, tejado arriba…!
+Sí, yo tenía que ser brujo: era una necesidad. ¡Si hasta sentía aquí abajo la nostalgia del aire! Por la gran pica —pensaba— que aquí en casa me regañan, y que Frutos ya no me cuenta nada, yo sabré qué hago… Y al primero que se embrujó, ¿quién le enseñó? Yo siempre consigo aceite…, manque sea de palmacristi…, pero ese cuento del pelo largo, como las mujeres… ¡quién sabe!
+Aquí el rascarme la cabeza.
+Yo, que desde el último amén del rezo hasta las seis dormía a pierna suelta, tuve entonces mis ratos de velar. En la excitación del insomnio veía sublimidades, facilísimas de llevar a cabo: dos veces soñé que en apacible vuelo giraba y giraba, alto, muy alto; que divisaba los pueblos, los campos, allá muy abajo, como dibujados en un papel.
+Pepe Ríos, hijo de un señor que vivía vecino a nuestra casa, era un mi compinche; y al fin determiné abrirme con él y comunicarle mis proyectos. En un principio no pareció participar de mi entusiasmo, y me salió con el mismo cuento, de que sí había brujas pero que no había que creer en ellas, lo que me hizo afianzar más, viendo cuán de acuerdo estaba con Frutos. Pero le pinté la cosa con tal fuego, que al fin hube de trasmitírselo.
+Pepe no era de los que se ahogan en poca agua: su inventiva todo lo allanó.
+—¡Mirá! —me dijo—, mañana que hay salve en la iglesia tengo que ir de monarcillo. Yo sé ónde tiene el sacristán guardado el aceite, y cuando vaya a vestirme, le robo. Conseguite un frasco bien bueno, pa que lo llenemos.
+—¿Y de pelo qué hacemos? —le repuse—, ¡porque la gracia es que volemos bien altísimo…! Bajito, como los duendes…, ¿pa qué?
+—¡Eso sí ques lo pilao —exclamó Pepe—. Las muchachas de casa y mi máma se ponen pelo, y se lo robamos. ¡Qué lihace que no sea pelo de nosotros: en siendo largo y que gulungué harto…, con eso hay!
+Este sí es el muchacho —pensaba entre mí, mientras abría la boca pasmado—. ¡Hasta ai! ¡Qué tal que se ajuntara con Frutos!
+Al otro día —en son de buscar un perico que dizque se nos había perdido— invadíamos Pepe y yo las alcobas de las señoritas Ríos. Rebuja por aquí, ojea por más allá, dimos con un espejo de gran cajón, y en este una cata de cabellos de todos colores, enredados y como en bucles unos, otros trenzados y asegurados con cáñamo, esotros lacios y flechudos, cuáles en ondas rizosas y bien pergeñadas, el cual pelerío se hacinaba entre peines grasientos y desdentados, peinetas desportilladas, horquillas y otras cosas nada bonitas ni perfumadas. Un frasquito de tinta colorada me tentó, y como fuese a echarle mano con mucha golosina, me dijo Pepe:
+—¡No lo cojás! Eso es las chapas de mi mama, y… ¡hasta nos mata!
+¡Qué pocos pelos le quedaron al cajón!
+—Pero eso sí —me dijo al entregármelo— escondé bien todo en tu casa, ¡y que no vayan a güeler nada! Ve que vos sos muy cuentero…, y si nos cogen… Ni digás tampoco nada de lo que vamos a hacer.
+—¡Eh! ¡Vos sí crés! —repliquéle con gran solemnidad—. Mirá… ¡no hay ni riesgo que yo cuente!
+Desde ese día se nos vio juntos. Y nada que le agradaba a Frutos mi compañía con ese Caifás, como llamaba a Pepe.
+Esa noche declaré en casa que no me acostaba, sino cuando se acostaran los grandes, porque iba a cumplir diez años. Y así fue. Para distraer mis veladas, me pasaba cerca a la vela, volteando como una mariposa, quemando papeles, o despavesando, lo que incomodada a Mariana, única que en casa me hacía oposición.
+—¡Ah, mocoso! —decía—. ¡Ya nian de noche nos deja en paz! ¡Andá a acostarte, sangripesado!
+Mas yo me sentía entonces tan gratamente preocupado, que sólo respondía a tales apóstrofes, sacándole la lengua y haciéndole bizcos.
+—¡Ah, mohán! —gritaba Mariana—. Que si papá no te da una tollina… ¡yo sí te cojo! ¡Pero he de tener el gusto de amansate!
+Aumento de bizcos.
+Doña Rita, madre de Pepe, asistía con sus hijas a la lotería que se jugaba en casa algunas noches, y Pepe no faltaba; pero desde nuestra alianza dejaba este las delicias del apunte para irse conmigo. Así, a nuestras anchas pudimos concertar el plan: la elevación quedó fijada para el domingo siguiente por la noche.
+¡Faltaban dos días! ¡Qué expectación aquella! Hasta la gana de comer se me quitó; hasta Frutos —que en esas le atacó la gota— se me olvidó.
+—¡En qué inguandias andarán! —decía con aire de mal agüero, cuando pasábamos cerca de su cuarto.
+Al fin ese domingo tan deseado amaneció. Desde las doce ya estábamos en el solar de casa apercibiéndonos para arreglar los cabellos. Un forro viejo de paraguas, que pudimos arbitrar, nos sirvió para pergeñar sendos peluquines, que, como Dios nos dio a entender, aseguramos con cera negra y con amarradijos de cabuya.
+Terminada la grande obra, verificamos la prueba, ante el espejo de Mariana, que fue sacado clandestinamente. ¡Qué bien nos quedaban! ¡Cuán luengos nos caían los mechones! Convinimos, no obstante, que, más que brujos, nos parecíamos al Grande Hojarasquín del Monte.
+Guardamos todo con gran cuidado, y nos salimos a la calle a disimular; pero eso sí, devorados por dentro.
+Después de angustiosa espera, apareció por la noche Pepe con su madre; y no bien la lotería se estableció… como pajaritos para el solar.
+Trabóse entonces reñida disputa sobre cuál sería el punto a donde debíamos trepar para tender el vuelo. Pepe decía que sobre el horno, que estaba en el corredor del solar; yo que sobre la tapia del corral, alegando que el horno no era bien alto y que, como estaba bajo tejado, se torcía el vuelo y no podíamos encumbrarnos. Al fin nos decidimos por el chiquero, que reunía todas las condiciones. De él volaríamos al Alto de las Piedras, que domina el pueblo por el sur, y del Alto… a la región. La elevación debía ser simultánea.
+Aunque hacía luna, llevamos cabo de vela, y, encendido este, principiamos en el comedor el brujístico tocado. Colgados que fueron de un palo los vestidos de dril; remangadas las camisas, tomamos sendas plumas de gallina y principió la unción. ¡Válgame Dios, y qué efluvios los de aquel aceite!
+Agotado el frasco, y luego que las coyunturas nos quedaron hechas un melote, nos colocamos la rebujiña de cabellos, asegurados con barboquejo de cabuya.
+Trémulos de emoción, salimos solar abajo, con la bizarría de acróbatas que salen al circo saludando al público.
+En lo más remoto del solar, allá tras el movible follaje del platanar, al principiar un declive —que llamábamos el rumbón— estaba el chiquero de recios palos y techumbre de helecho; desaguaba por la pendiente aquella, formando cauce de negro y palúdico fango, que fertilizaba los lulos, las tomateras, el barbasco, allí nacidos espontáneamente.
+Amenazantes por demás fueron los gruñidos con que a manera de protesta, nos recibió el cerdo, cuando, en tan desusadas horas, vio invadidos sus dominios; pero nosotros proseguimos impertérritos haciendo caso omiso de tales roncas.
+Adelantándomele a Pepe, no paré hasta poner el pie en el último travesaño. Allí, apoyado en uno de los palos que sostienen el techo —cual otro Girardot con su bandera— me detuve un segundo. ¡Mis ojos abarcaron la inmensidad!
+Toda la fe que atesoraba la gasté entonces, y, con voz precipitada, por temor de faltar al precepto con un resuello intempestivo, dije:
+—¡No creo en Dios ni en Santa María! ¡No creo en Dios ni en Santa María! No creo en Dios ni en Santa María… —y me lancé…
+¡Cosa rara! En el vértigo me pareció no volar hacia el Alto… Sentí frío, no sé qué en la cabeza y… nada más.
+… Abrí los ojos; alguien que me cargaba, tendióme en una tarima; algo como sangre sentí en la cara; me miré: estaba casi desnudo y enlodado. Por el desorden de los muebles; por las tablas y fichas de la lotería, dispersas por el suelo; por los regueros de maíz; por el movimiento de alarma, sospeché lo que pasaba. Una ráfaga glacial me heló el corazón: cerré los ojos para no verme, para no presenciar no sé qué espantoso que iba a suceder.
+—¡Toñito! ¡Antoñito! ¿Se aporreó? ¿Está herido? —preguntaban.
+Sentí que me tocaban, que me acercaban la vela.
+—¡No es nada! ¡No es nada!… —clamaban.
+—¡No fue nada…, es que está aturdido!
+—¡Abra los ojos! ¡Antonio! ¡Antoñito!
+—¡Cálmese! ¡Cálmese, misiá Anita! ¡Nu’es nada!
+Un ruido como chasquido de dientes me llegó al alma. Abrí los ojos, ¡y vi! Mi madre estaba tendida en una butaca; con los brazos rígidos; los puños contraídos y apretados; la cara lívida, torcida hacia un lado; los ojos en blanco; la nariz ensanchada, como buscando aire; anhelaba gritar y se quedaba seca, agitada por opresora convulsión; unas señoras la tenían, la rociaban, la friccionaban, la hacían aspirar esencias; mis hermanas lloraban.
+Salté de la tarima prorrumpiendo en gritos: «¡Mamita! ¡Mamita!».
+—¡No tiene nada! —vociferaron—. ¡No tiene nada!
+—¡No está ni descompuesto!
+—¡Cómo fue eso, por Dios…! ¿Cómo se puso así?
+—¡Pero sí se hirió la cara! ¡Toñito, no se arrime… que está imposible!
+Horrorizado fui a huir.
+Me atajaron en la puerta con un platón de agua tibia; la cocinera me paró en medio del humeante baño, sin que yo tratara de hacer resistencia; quitóme la inmunda camisa; y, así hecho un Adán automático, principió el lavatorio, ayudada de unas señoras.
+—¡Eh! ¡Pero en qué se cayó este niño, que esto no despega! —dijo una.
+—¡Si está apestado! —replicó otra, tapándose las narices y haciendo extremos de asco.
+—Traigan jabón, a ver si esto sale.
+Pronto la pelota de jabón de la tierra, corrida por hábil mano, untó todo mi cuerpo.
+—¡Pues, mis queridas! —exclamó la enjabonadora—, esto es aceite de higuerilla y no cosas del chiquero.
+—¡Pues verdá! ¡Pues verdá! —repitieron las demás.
+—¡Eh! ¡Pero cómo puede ser eso!
+Del platón fui trasladado a la tarima, y me enjugaron con una colcha. Mariana, ya sosegada, trajo camisa, e iba a vestírmela, cuando, con gran tropel, se llenó la pieza de gente. Mi padre venía allí.
+—¿Se mató? —preguntó con voz que nunca le había oído.
+Sin esperar respuesta, salió. No había transcurrido un segundo cuando volvió: traía una soga.
+—¡No le vaya a pegar! —prorrumpen mujeriles voces.
+—¡Pobrecito! —dice la del jabón—. ¡Qué culpa tiene él!
+—¡Es una injusticia, papá… véalo herido! —plañían las de casa.
+Papá no atendió: se acercó a mí; y, cogiéndome de un brazo con una mano, levantó con la otra un extremo de la soga, y dijo trémulo:
+—¡Te he tolerado todas las que has hecho; pero con esta se llenó la medida! ¡Tomá, vagamundo…, para que aprendás! —y la soga crujió en mis carnes.
+Un grito, como aullido de animal, resonó en la pieza: era Frutos que entraba.
+—¡Mi Amito! ¡Mi Amito! —gimió, tratando de cogerle la soga e interponiéndose entre él y yo—. ¡Mi Amito, por Dios! No le pegue, por los clavos de Cristo —y se arrodilla, le abraza las piernas, casi lo tumba—. ¡Él no tiene culpa…, no tiene…, no tiene!
+Mi padre la rechaza; pero Frutos se pone en pie; y, saltando hacia mí, me envuelve en sus faldas.
+—¡Vieja bruja! —grita él, arrancándole el pañuelo y cogiéndola de las greñas—. ¡Lárgalo… o te mato! —la arrastra con una mano, mientras que con la otra me saca del envoltorio.
+—¡Quítenmela… que la mato! —vocifera con coraje.
+Ella se endereza, y, como un fardo, se va de espaldas contra el entablado suelo, lanzando extraños sonidos.
+Él, entonces, toma la soga, como la vez primera; y, contando… uno…, dos…, tres…, hasta doce, va asentando azotes sobre mi desnudo cuerpo, que se zarandea como maniquí colgado.
+¡No lancé un ay! ¡Yo que ponía los gritos en el cielo porque una mosca se me asentara!
+Frutos seguía en el suelo, retorciéndose; de repente se levanta y torna a caer; en impúdica rebujiña se revuelca, haciendo apartar la gente y tropezando con los muebles; algunos van a cogerla, y los rechaza a puñetazos, a patadas y mordiscos. Pudo entonces articular con voz espantosa:
+—¡Déjenme… que ahora mesmo me largo de esta maldita casa!
+Todos los hombres la acometen, y —arremolinándose en apretada lucha, en que se sentían respiraciones de cansancio y traquear de huesos— logran sacarla al corredor.
+En el desorden pude verla, y se me antojó, no obstante mi amor a ella, cosa diabólica. Estaba desgreñada, con los ojos crecidos y sanguinolentos, echando espuma por la boca.
+El médico entra, me examina; declara no haber fractura ni dislocación de hueso, ni cuerda encaramada; tocóme el rasguño de la mejilla, sacó un instrumento, y sin dolor extrajo del rasguño aquella pequeña astilla de palo; me dio a tomar un bebistrajo que tenía aguardiente; tomó una copa, puso en ella un papel encendido, y, asentándomela en la espalda, la fue corriendo, inflándome las carnes en dolorosa tensión; manos femeniles empapadas en aguardiente alcanforado frotaron mi cuerpo; y, por último, pegáronme en varios puntos pingos de trapo mojados en una agua amarillenta.
+Aún no habían terminado estas faenas, cuando se oyeron pasos precipitados, acompañados del crujir de almidonadas faldas. Doña Rita apareció en la puerta: traía en las manos uno de los peluquines de marras.
+—¡Vengo muerta de pena! —exclamó sofocada, haciendo visajes—. ¡Allá le hice dar de Ríos una cueriza a aquel bandido!… ¡Vean las cosas de estos diablos! —y exhibió la peluca—. ¡Pues no estaban de brujos…, y esto fue lo que se pusieron en la cabeza dizque pa volar! ¡Qué les parece: el pelo que teníamos pa… la cabellera de Jesús Nazareno!
+Todos se agruparon para examinar la cosa, prorrumpiendo en mil extremos de admiración. También el doctor tomó el peluquín en las manos, riendo a carcajadas.
+—¡Ave María, dotor! —siguió doña Rita—. ¡Pues no ve! ¡Un milagro patente fue que estos enemigos no se hubieran desnucado! Qué le parece, dotor: ¡aventarse de aquel chiquero tan alto!, ¡y a aquel rumbón! ¡La fortuna que cayó entre el pantanero, y que se enredó en una mata…! Que si no, ¡tiesecito lo levantan del zanjón! Estábamos jugando la lotería muy a gusto; me acababa de cerrar por las tres pelotas, ¡cuando, dotor!, oímos que aquel mío grita: «¡Corran, que Antonio se mató!». ¡Li aseguro, dotor; que me quedé muerta! Corrieron todos con las velas…, ¡cuando a un rato nolo traen en guandos! ¡Con la mera camisita! ¡Con porquería de chiquero hasta los ojos! ¡Chorriando sangre! ¡Muertecito…, muertecito…, mismamente! El mío se escapó, porque, como es tan haragán, no se atrevió a volar primero. ¡Pero qué le parece, dotor, que tuvieron cara, los indinos!, de empuercarse todos con aceite de higuerilla, que le robaron al sacristán… ¡dizque es preciso pa ser brujos! ¡Pero así bien untao… se chupó su buena cueriza! ¡No le digo… si estos muchachos dihoy en día aprenden con el Patas!
+—¡No es con el Patas! —prorrumpe mi padre desde el cuarto vecino, saliendo a la escena—. ¡No es con él! ¡Este diablo de negra Frutos, que ha tolerado Anita, es la que los ha metido en esas! Y no crean ustedes que este niño escapa: puede morir de las consecuencias. ¡El cimbronazo debió ser horrible!
+—¡El peligro es muy remoto!, y el caso no se presenta alarmante —repuso el esculapio—. Tanto es así que no he tenido que apelar a un tratamiento enérgico.
+—¡Ojalá así sea! —dijo mi padre—. Pues sí —agregó—, la maldita negra es la de todo. Desde que me llamaron y supe que la caída había sido del chiquero, todo lo adiviné. ¡Ya él se había chupado su regaño!
+Contó, entonces, lo del ensayo de vuelo por los corredores y lo de las palabras aquellas.
+Aclarado el misterio, llovieron las admiraciones y repreguntas.
+Estas pláticas me sacaron del sonambulismo. Me sentí el hombre más desgraciado. Qué le hace que me muera —me decía—, ¡siempre que Frutos me engaña con mentiras!, ¡siempre que es tan mala! ¡Siempre que uno no puede volar! Así como así mamá se murió (porque la creía muerta). Así como así papá me ha pegado con rejo, ¡delante de tanta gente! Así como me han desnudado… Siempre que Pepe es tan traicionero que contó…
+Sentíame como si todos los resortes de mi alma se hubiesen roto, sin fe, sin ilusiones… Cerraba bien los ojos para irme muriendo y descansar, pero no: tristezas espantosas pasaban por mi cabeza. Exhalaba hondos suspiros.
+Muy tarde, cuando ya se había ido casi toda la gente, me dormí. ¡Más me valiera velar! Cosas horribles y extravagantes estremecieron mi espíritu: veía a Frutos que volaba, que se reía de mí, haciéndome contorsiones; oía que las campanas doblaban tristes…, muy tristes; en esa vaguedad de los sueños, aspiraba el olor del ciprés, de luces ardiendo; y veía a mi madre en un ataúd negro…, muy negro. Luego estuve en un pantano, sumergido hasta el pescuezo; quería gritar, y no podía.
+Al fin, merced a extraño impulso, pude salir; lancé un grito y desperté temblando, con el cabello parado y empapado en frío sudor. Había luz en la pieza; mi madre, teniéndome de las manos, me sacudía.
+—¡Toñito!, ¡Toñito! —me gritaba—. ¡No se asuste, mi hijito! Es una pesadilla.
+¡Mamá viva!, pensé. ¿Todavía estaré soñando?
+Me tomó como a un chiquitín, y estrechándome contra su pecho, me besó la frente y me dijo llorando:
+—¡No ve, mijo, las cosas que hace… para que papá lo castigue! ¡Y si se ha matado…, ¿qué había hecho yo? —y seguía llorando.
+—¡Mamita querida!… ¿Usté no se ha muerto? ¿No es cierto que no?
+—¡No, mi hijito! ¿No ve que estoy aquí, con usted? Eso fue que me dio la pataleta del susto…, pero ya estoy aliviada… Tome otra vez la pócima que dejó el doctor, ¡está muy sabrosa!
+¡Sí estaba viva!
+Incorporéme para recibir el vaso, y vi que mi padre estaba sentado al extremo de la cama.
+¡También lloraba!
+Me pasó la mano por la frente, me tomó el pulso y dijo muy triste:
+—¡Tiene mucha fiebre…, pero mucha!
+Fue a despertar al doctor, que se había acostado en la pieza contigua; me dieron unas gotas en agua azucarada.
+Sosegué por completo, y lloré mucho; pero lloré con alegría.
+Seis días estuve en cama, oyendo a doña Rita y a las visitas los comentarios, ya cómicos, ya tristes de mi propia aventura. Por ellos supe que Frutos se había ido de casa y que había mandado por los corotos. Esto, que el día antes me hubiera trastornado, me fue entonces indiferente.
+Don Calixto Muñetón —lumbrera del pueblo, que arengaba siempre en los veintes de julio y cuando venía el obispo; que leía muchos libros y que compuso novena del Niño Dios— vino también a visitarnos. Sin ser veinte de julio, se dejó arrebatar de la elocuencia, a propósito de mi caída; disertó sobre las grandezas humanas, poniendo verdes a las gentes orgullosas; y al fin se planta en pie, toma en su siniestra su bastón de guayacán, levanta la diestra a la altura de su cara, como manecilla de imprenta, y como quien resume, se encara conmigo con aire patético, y dice:
+—Sí, mi amiguito: todo el que quiere volar, como usted…, ¡chupa!
+Cuento de la señá Ruperta
+Este dizque era un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en un pajarate muy grande y muy viejo, en el propio camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el rey. No era casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.
+No había en el pueblo quien no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él lavaba los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba los muertos; se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por eso era que estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa. ¿Qué te ganás, hombre de Dios —le decía la hermana—, con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre, casáte pa que tengás hijos a quién mantener. —Calle la boca, hermanita, y no diga disparates—. Yo no necesito de hijos, ni de mujer, ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir. Mi familia son los prójimos. —¡Tus prójimos! Será por tanto que te lo agradecen; será por tanto que te han dao. Ai te veo siempre más hilachento y más infeliz que los limosneros que socorrés. Bien podías comprarte una muda y comprármela a yo, que harto la necesitamos; o tan siquiera traer comida alguna vez pa que llenáramos, ya que pasamos tantos hambres. Pero vos no te afanás por lo tuyo; tenés sangre de gusano.
+Esta era siempre la cantaleta de la hermana; pero como si predicara en desierto frío. Peralta seguía más pior; siempre hilachento y zarrapastroso, y el bolsico lámparo, lámparo, con el fogoncito encendido tal cual vez; la despensa en las puras tablas y una pobrecía, ¡señor!, regada por aquella casa desde el chiquero hasta el corredor de afuera. Figúrese que no eran tan solamente los Peraltas, sino que todos los lisiados y leprosos se habían apoderado de los cuartos y de los corredores de la casa «convidaos por el sangre de gusano», como decía la hermana.
+Una ocasioncita estaba Peralta muy fatigao de las afugias del día, cuando, a tiempo de largarse un aguacero, arriman dos pelegrinos a los portales de la casa y piden posada. Con todo corazón se las doy, buenos señores —les dijo Peralta muy atencioso—, pero lo van a pasar muy mal, porque en esta casa no hay ni un grano de sal ni una tabla de cacao con qué hacerles una comidita. Pero prosigan pa dentro, que la buena voluntá es lo que vale.
+Dentraron los pelegrinos, trajo la hermana de Peralta el candil, y pudo desaminarlos a como quiso. Parecían mismamente el taita y el hijo. El uno era un viejo con los cachetes muy sumidos, ojitriste él, de barbitas rucias y cabecipelón. El otro era muchachón, muy buen mozo, medio mono, algo zarco y con una mata de pelo en cachumbos que le caían hasta media espalda. Le lucía mucho la saya y la capita de pelegrino. Todos dos tenían sombrerito de caña, y unos bordones muy gruesos y albarcas. Se sentaron en una banca muy cansaos, y se pusieron a hablar una jeringonza tan bonita, que los Peraltas, sin entender jota, no se cansaban de oírla. No sabían por qué sería, pero bien veían que el viejo respetaba más al muchacho que el muchacho al viejo; ni por qué sentían una alegría muy sabrosa por dentro; ni mucho menos de dónde salía un olor que trascendía toda la casa: aquello parecía de flores de naranjo, de albahaca y de romero de Castilla; parecía de incensio y del sahumerio de alhucema que echan a la ropita de los niños; era un olor que los Peraltas no habían sentido ni en el monte, ni en las jardineras, ni en el santo templo de Dios.
+Aunque estaba muy embelesao, le dijo Peralta a la hermana: «Hija, date una asomadita por la despensa; desculcá por la cocina, a ver si encontrás alguito que darles a estos señores. Mirálos qué cansaos están; se les ve la fatiga». La hermana, sin saberse cómo, salió muy cambiada de genio y se fue derechito a la cocina. No halló más que media arepa tiesa y requemada, por allá en el asiento de una cuyabra. Confundida con la poquedá, determinó que alguna gallina forastera tal vez se había colao por un güeco del bahareque y había puesto en algún zurrón viejo de una montonera que había en la despensa, que lo que era corotos y porquerías viejas sí había en la dichosa despensa hasta pa tirar pa lo alto, pero de comida ni hebra. Abrió la puerta, y se quedó beleña y paralela: en aquel despensón, por los aparadores, por la escusa, por el granero, por los zurrones, por el suelo había de cuanto Dios crió pa que coman sus criaturas. Del palo largo colgaban los tasajos de solomo y de falda, el tocino y la empella; de los garabatos colgaban las costillas de vaca y de cuchino; las longanizas y los chorizos se gulunguiaban y se enroscaban que ni culebras; en la escusa había por docenas los quesitos, y las bolas de mantequilla, y las tutumadas de cacao molido con jamaica, y las hojaldras y las carisecas; los zurrones estaban rebosaos de frijol cargamanto, de papas, y de revuelto de una y otra layas; cocos de güevos había por toítas partes; en un rincón había un cerro de capachos de sal de Guaca; y por allá, junto al granero, había sobre una horqueta un bongo de arepas de arroz, tan blancas, tan esponjadas y tan bien asaditas, que no parecían hechas de mano de cocinera deste mundo; y muy sí señor un tercio de dulce que parecía la mismita azúcar. Por fin le surtió a Peralta —pensó la hermana—, esto es mi Dios pa premiale sus buenas obras. ¡Hasta ai víver! Pues, aprovechémonos.
+Y dicho y hecho: trajo el cuchillo cocinero, y echó a cortar por lo redondo; trajo la batea grande, y la colmó; y al momentico echó a chirriar la cazuela y a regarse por toda la casa aquella güelentina tan sabrosa. Como Dios le ayudó les puso el comistraje. Y nada desganao que era el viejo; el mozo sí no comió cosa. A Peralta ya no le quedó ni hebra de duda que aquello era un milagro patente; y, con todito aquel contento que le bailaba en el cuerpo, sargentió por todas partes, y, con lo menos roto y menos sucio de la casa, les arregló las camitas en las dos puntas de la tarima. Se dieron las buenas noches y cada cual se acostó.
+Peralta se levantó escuro, escuro, y no topó ni rastros de los güéspedes; pero sí topó una mochila muy grande requintada de onzas del rey, en la propia cabecera del mocito. Corrió muy asustao a contarle a la hermana, que al momento se levantó de muy buen humor a hacer harto cacao; corrió a contarle a los llaguientos y a los tullidos, y los topó buenos y sanos, y caminando y andando, como si en su vida no hubieran tenido achaque. Salió como loco en busca de los güéspedes pa entregarles la muchila de onzas del rey. Echó a andar y andar, cuesta arriba, porque puallí dizque era que habían cogido los pelegrinos. Con tamaña lengua afuera, se sentó un momento a la sombra de un árbol, cuando los divisó por allá muy arriba, casi a punto de trastornar el alto. Casi no podía gañir el pobrecito de puro cansao que estaba, pero ai como pudo les gritó: —¡Hola!, señores, espéremen que les trae cuenta—, y alzaba la muchila para que la vieran. Los pelegrinos se contuvieron a las voces que dio Peralta. Al ratico estuvo cerca de ellos, y desde abajo les decía: —Bueno, señores, aquí está su plata. Bajaron ellos al tope y se sentaron en un plancito, en una sombra muy fresca y muy sabrosa, y entonces Peralta les dijo: —¡Caramba que el pobre siempre jiede! Miren que dejar este oral por el afán de venirse de mi casa. Cuenten y verán que no les falta ni un medio.
+El mocito lo voltió a ver con tan buen ojo, tan sumamente bueno, que Peralta, aunque estaba muy cansao, volvió a sentir por dentro la cosa sabrosa que había sentido por la noche; y el mocito le dijo: —Sentáte, amigo Peralta, en esa piedra, que tengo que hablarte —y Peralta se sentó. —Nosotros —dijo el mocito con una calma y una cosa allá muy preciosa— no somos tales pelegrinos; no lo creás. Este —y señaló al viejo— es Pedro, mi discípulo, el que maneja las llaves del Cielo; y yo soy Jesús Nazareno. No hemos venido a la tierra más que a probarte, y en verdá te digo, Peralta, que te lucites en la prueba. Otro, que no fuera tan cristiano como vos, se guarda las onzas y se había quedao muy orondo. Voy a premiarte: los dineros son tuyos: llevátelos; y voy a darte de encima las cinco cosas que me querás pedir. Conque, pedí por esa boca.
+Peralta, como era un hombre tan desentendido para todas las cosas y tan parejo, no le dio mal ni se quedó pasmao sino que, muy tranquilo, se puso a pensar a ver qué pedía. Todos tres se quedaron callaos como en misa, y a un rato dice San Pedro: —Hombre Peralta, fijáte bien en lo que vas a pedir, no vas a salir con una buena bobada. —En eso estoy pensando, su Mercé —contestó Peralta, sin nadita de susto. —Es que si pedís cosa mala, va y el Maestro te la concede; y, una vez concedida, te amolaste, porque la palabra del Maestro no puede faltar. —Déjeme pensar bien la cosa, Su Mercé —y seguía pensando, con la cara pa otro lao y metiéndole uña a una barranquita. San Pedro le tosía, aclariaba, y el tal Peralta no lo voltiaba a ver. A un ratísimo voltea a ver al Señor, y le dice: —Bueno, Su Divina Majestá, lo primerito que le pido es que yo gane el juego siempre que me dé la gana. —Concedido —dijo el Señor. —Lo segundo —siguió Peralta— es que cuando me vaya a morir me mande la muerte por delante y no a la traición. —Concedido —dijo el Señor. Peralta seguía haciendo la cuenta en los dedos, y a San Pedro se lo llevaba Judas con las bobadas de ese hombre: él se rascaba la calva, él tosía, él le mataba el ojo, él alzaba el brazo y, con el dedito parao, le señalaba a Peralta el cielo; pero Peralta no se daba por notificado. Después de mucho pensar, dice Peralta: —Pues, bueno, Su Divina Majestá, lo tercero que me ha de conceder es que yo pueda detener al que quiera en el puesto que yo le señale y por el tiempo que a yo me parezca. —Rara es tu petición, amigo Peralta —dice el Señor, poniendo en él aquellos ojos tan zarcos y tan lindos que parecía que limpiaban el alma de todo pecao mortal, con solamente fijarlos en los cristianos—. En verdá te digo que una petición como la tuya jamás había oído; pero que sea lo que vos querás. A esto dio un gruñido San Pedro, y, acercándose a Peralta, lo tiró con disimulo de la ruana, y le dijo al oído, muy sofocao: —¡El Cielo, hombre! ¡Pedí el Cielo! ¡No sias bestia!—. Ni an por eso: Peralta no aflojó ni un pite; y el Señor dijo: —Concedido. —La cuarta cosa —dijo Peralta sumamente fresco— es que Su Divina Majestá me dé la virtú de achiquitarme a como a yo me dé la gana, hasta volverme tan chirringo corno una hormiga—. Dicen los ejemplos y el misal que el Señor no se rió ni una merita vez; pero aquí sí le agarró la risa; y le dijo a Peralta: —Hombre, Peralta, otro como vos no nace, y si nace no se cría. Todos me piden grandor, y vos, con ser un recorte de hombre, me pedís pequeñez. Pues, bueno…—. San Pedro le arrebató la palabra a su Maestro, y le dijo en tonito bravo: —¿Pero no ve que este hombre está loco? —Pues no me arrepiento de lo pedido —dijo Peralta muy resuelto—. Lo dicho dicho. —Concedido —dijo el Señor—. San Pedro se rascaba la saya muslo arriba, se ventiaba con el sombrero, y veía chiquito a Peralta. No pudo contenerse y le dijo: —Mirá, hombre, que no has pedido lo principal y no te falta sino una sola cosa. —Por eso lo estoy pensando; no se apure Su Mercé —y se volvió a quedar callao otro rato. Por allá, a las mil y quinientas, salió Peralta con esto: —Bueno, Su Divina Majestá, antes de pedirle lo último, le quiero preguntar una cosa, y usté me dispense, Su Divina Majestá, por si fuere mal preguntao; pero eso sí: me ha de dar una contesta bien clara y bien patente. —¡Loco de amarrar! —gritó San Pedro juntando las manos y voltiando a ver el cielo como el que reza el Bendito—, va a salir con un disparate gordo. Padre mío, ¡ilumínalo! El Señor, que volvió a ponerse muy sereno, le dijo: —Preguntá, hijo, lo que querás, que todo te lo contestaré a tu gusto. —Dios se lo pague, Su Divina Majestá… Yo quería saber si el Patas es el que manda en el alma de los condenaos, go es vusté, go el Padre Eterno. —Yo, y mi Padre, y el Espíritu Santo, juntos y por separao, mandamos en todas partes; pero al Diablo le hemos largao el mando del Infierno: él es el amo de sus condenaos y manda en sus almas, como mandás vos en las onzas que te he dao. —Pues bueno, Su Divina Majestá —dijo Peralta muy contento—, si asina es, voy a hacerle el último pido: yo quiero, ultimadamente, que Su Divina Majestá me conceda la gracia de que el Patas no me haga trampa en el juego. —Concedido —dijo el Señor. Y Él y el viejito se volvieron humo en la región.
+Peralta se quedó otro rato sentao en su piedra; sacó yesquero, encendió su tabaco, y se puso a bombiar muy satisfecho. ¡Valientes cosas las que iba a hacer con aquel platal! No iba a quedar pobre sin su mudita nueva, ni vieja hambrienta sin su buena pulsetilla de chocolate de canela. Allá verían los del sitio quién era Peralta.
+Se metió las onzas debajo del brazo; se cantió la ruanita, y echó falda abajo. Parecía mismamente un limosnero; tan chiquito y tan entumido; con aquella carita tan fea, sin pizca de barba, y con aquel ojo tan grande y aquellas pestañonas que parecían de ternero.
+Al otro día se fue p’al pueblo, y puso monte. ¡Cómo sería la angurria que se le abrió a tanto logrero cuando vieron en aquella mesa aquella montonera de onzas del rey! —¿Onde te sacates ese entierro, hombre Peralta? —le decía uno. —Este se robó el correo —decían otros en secreto. Y Peralta se quedaba muy desentendido. Se pusieron a jugar. La noticia del platal corrió por todo el pueblo, y aquella sala se llenó de todo el ladronicio y todos los perdidos. Pero eso sí; no les quedó ni un chimbo partido por la mitá; por más trampas que hacían, por más que cambiaban baraja, por más que la señalaban con la uña, les dio capote, con ser que en el juego estaban toditos los caimanes de esos laos. —Con esta no nos quedamos —dijo el más caliente. —A nosotros no nos come este… —y ai mentó unas palabras muy feas—. Voy a idiar unas suertes, y mañana no le queda ni liendra a este sinvergüenza —y ai salió del garito, echando por esa boca unos reniegos y unos dichos que aquello parecía un condenao.
+Al otro día, desde antes de almorzar, emprendieron el monte. Hubo cuchillo, hubo barbera; pero Peralta tampoco les dejó un medio. Como no era ningún bobo, se dejaba ganar en ocasiones para empecinarlos más. Determinaron jugar dao, y montedao, y bisbís, y cachimona, y roleta, a ver si con el cambio de juegos se caía Peralta; pero si se caía a raticos, era pa seguir más violento echando por lo negro y acertando en unos y en otros juegos.
+Lo más particular era que Peralta con tantísimo caudal como iba consiguiendo, no se daba nadita de importancia, ni en la ropita, ni en la comida ni en nada: con su misma ruanita pastusa de listas azules, con sus mismitos calzones fundillirrotos se quedó el hombre, y con su mismita chácara de ratón de agua, pelada y hecha un cochambre.
+Pero eso sí: lo que era limosnas ni el rey las daba tan grandes. Su casa parecía siempre publicación de bulas, con toda la pobrecía y todos los lambisquiones del pueblo, plañendo a toda hora; y no solamente los del pueblo, sino que también echó a venir cuanto avistrujo había en todos los pueblos de por ai y en otros del cabo del mundo. ¡Hasta de Jamaica y de Jerusalén venían los pedigüeños! Pero Peralta no reparaba: a todos les metía su peseta en la mano; y la cocina era un fogueo parejo que ni cocina de minas. Consiguió un montón de molenderas, y todo el día se lo pasaba repartiendo tutumadas de mazamorra, los plataos de fríjol y las arepas de máiz sancochao. Y mantenía una maletada de plata, la mismita que vaciaba al día.
+Siguió siempre lavando sus leprosos; asistiendo sus enfermos; y siempre con su sangre de gusano, como si fuera el más pobrecito y el más arrastrao de la Tierra.
+Pero lo que no canta el carro lo canta la carreta: la Peraltona sí supo darse orgullo y meterse a señora de media y zapato. Con todo el platal que le sacó al hermano compró casa de balcón en el pueblo, y consiguió serviciala, y compró ropa muy buena y de usos muy bonitos. Cada rato se ponía en el balcón y, apenas veía gente, gritaba: —Maruchenga, treme el pañuelón de tripilla, que voy a visitar a la Reina; Maruchenga, treme los frascos de perjume pa ruciar por aquí que está jediendo—. Si veía pasar alguna señora, decía: —No pueden ver a uno de peinetón ni con usos nuevos, porque al momento la imitan estas ñapangas asomadas—. Cuando salía a la calle, era un puro gesto y un puro melindre; y aunque era tan pánfila y tan feróstica caminaba muy repechada y muy menudito, como sintiéndose muy muchachita y muy preciosa. —Maruchenga, daca la sombrilla que hace sol; Maruchenga, sacáme la crizneja; Maruchenga, componéme el esponje que se me tuerce; y no dejaba en paz a la pobre Maruchenga con tanto orgullo y tanta jullería.
+La caridá de Peralta fue creciendo tanto que tuvo que conseguir casas pa recoger los enfermos y los lisiaos; y él mismo pagaba las medicinas, y él mismo, con su misma mano, se las daba a sus enfermos.
+Esto llegó a oídos de Su Sacra Rial y lo mandó llamar. Los amigos de Peralta y la Peraltona le decían que se mudara y se engalanara hartísimo pa ir a casa del Rey; pero Peralta no hizo caso, sino que tuvo cara de presentársele con su mismito vestido y a pata limpia, lo mismo que un montañero. El Rey y la Reina estaban tomando chocolate con bizcochuelos y quesito fresco; y pusieron a Peralta en medio de los dos; y le sirvieron vino en la copa del Rey que era de oro; y le echaron un brinde con palabras tan bonitas, que aquello parecía lo mismo que si fuera con el obispo Gómez Plata.
+Peralta recorrió muchos pueblos, y en todas partes ganaba, y en todas socorría a los pobres; pero como en este mundo hay tanta gente tan mala y tan caudilla echaron a levantarle testimonios. Unos decían que era ayudao; otros, que ofendía a mi Dios, en secreto, con pecaos muy horribles; otros, que era duende y que volaba de noche por los tejaos, y que escupía la imagen de mi Amito y Señor. Toíto esto fue corruto en el pueblo y los mismos que él protegía, los mismitos que mataron la hambre con su comida, principiaron a mormurar. Tan solamente el curita del pueblo lo defendía; pero nadie le creyó, como si fuera algún embustero. Toditico lo sabía Peralta y nadita que se le daba, sino que seguía el mismito: siempre tan humilde la criatura de mi Dios. El cura le decía que compusiera la casa que se le estaba cayendo con las goteras y con los ratones y animales que se habían apoderado de ella; y Peralta decía: —¿Pa qué, Señor? La plata que he de gastar en eso, la gasto en mis pobres: yo no soy el rey pa tener palacio.
+Estaba un día Peralta solo en grima en la dichosa casa, haciendo los montoncitos de plata para repartir, cuando ¡tun, tun! en la puerta. Fue a abrir, y, ¡mi amo de mi vida!, ¡qué escarramán tan horrible! ¡Era la Muerte, que venía por él! Traía la güesamenta muy lavada, y en la mano derecha la desjarretadera encabada en un palo negro muy largo, y tan brillosa y cortadora que se infriaba uno hasta el cuajo de ver aquello. Traía en la otra mano un manojito de pelos que parecían hebritas de bayeta, para probar el filo de la herramienta. Cada rato sacaba un pelo y lo cortaba en el aire. —Vengo por vos —le dijo a Peralta. —Bueno —le contestó este—, pero tenés que darme un placito pa confesame y hacer el testamento. —Con tal que no sea mucho —contestó la Muerte de mal humor— porque ando de afán. —Date por ai una güeltecita —le dijo Peralta— mientras yo me arreglo; go, si te parece, entretenéte aquí viendo el pueblo que tiene muy bonita divisa. Mirá aquel aguacatillo tan alto; trepáte a él pa que divisés a tu gusto.
+La Muerte, que es muy ágil, dio un brinco y se montó en una horqueta del aguacatillo; se echó la desjarretadera al hombro y se puso a divisar. —Date descanso, viejita, hasta que a yo me dé la gana —le dijo Peralta—, que ni Cristo con toda su pionada te baja de esa horqueta.
+Peralta cerró la puerta, y tomó el tole de siempre. Pasaban las semanas, y pasaban los meses, y pasó un año. Vinieron las virgüelas castellanas; vino el sarampión y la tos ferina; vino la culebrilla, y el dolor de costao, y el descenso y el tabardillo, y nadie se moría. Vinieron las pestes en toítos los animales: pues, tampoco se murieron.
+Al comienzo de la cosa echaron mucha bambolla los dotores con todo lo que sabían; pero luego la gente fue colando en malicia que eso no pendía de los dotores sino de algotra cosa. El cura y el sacristán y el sepolturero pasaron hambres a lo perro, porque ni un entierrito, ni la abierta de una sola sepoltura güelieron en esos días. Los hijos de taitas viejos y ricos se los comía la incomodidá de ver a los viejorros comiendo arepa, y que no les entraba la muerte por ningún lao. Lo mismito les sucedía a los sobrinos con los tíos solteros y acaudalaos; y los maridos, casaos con mujer vieja y fea, se revestían de una enjuria, viendo la viejorra tan morocha, habiendo por ai mozas tan bonitas con qué reponerla. De todas partes venían correos a preguntar si en el pueblo se morían los cristianos. Aquello se volvió una batajola y una confundición tan horrible, como si al mundo le hubiera entrao algún trastorno. Al fin determinaron todos que era que la Muerte se había muerto, y ninguno volvió a misa ni a encomendarse a mi Dios.
+Mientras tanto, en el Cielo y en el Infierno estaban ofuscaos y confundidos, sin saber qué sería aquello tan particular. Ni una alma asomaba las narices por esos laos: aquello era la desocupez más triste. El Diablo determinó ponerse en cura de la rasquiña que padece para ver si mataba el tiempo en algo. San Pedro se moría de la pura aburrición en la puerta del Cielo: se lo pasaba por ai sentaíto en un banco, dormido, bosteciando y rezando a raticos en un rosario bendecido en Jerusalén.
+Pero viendo que la molienda seguía, cerró la puerta, se coló al Cielo y le dijo al Señor: —Maestro, toda la vida le he servido con mucho gusto; pero ai le entrego el destino: esto sí no lo aguanto yo. Póngame algotro oficio que hacer o saque algún recurso…—. Cristico y San Pedro se fueron por allá a un rincón a palabriarse. Después de mucho secreteo, le dijo el Señor: —Pues, eso tiene que ser; no hay otra causa. Volvé vos al mundo, y tratá a ese hombre con harta mañita, pa ver si nos presta la Muerte, porque si no, nos embromamos.
+Se puso San Pedro la muda de pelegrino, se chantó las albarcas y el sombrero y cogió el bordón. Había caminao muy poquito, cuando se encontró con un atisba que mandaba el Diablo para que vigiara por los laos del Cielo, a ver si era que todas las almas se estaban salvando: —¡Qué salvación ni qué demontres —le dijo San Pedro—, si esto se está acabando!
+Esa misma noche, casi al amanecer, llovía agua Dios misericordia, y Peralta dormía quieto y sosegado en su cama. De presto se recordó, y oyó que le gritaban desde afuera: —Abríme, Peraltica, por la Virgen, que es de mucha necesidá—. Se levantó Peralta, y, al abrir la puerta, se topó mano a mano con el viejito, que le dijo: —Hombre, no vengo a que me des posada tan solamente; vengo mandao por el Maestro a que nos largués la Muerte unos días, porque vos la tenés de pata y mano en algún encierro. —Lo que menos, Su Mercé —dijo Peralta—, la tengo muy bien asegurada, pero no encerrada; y se las presto con mucho gusto, con la condición que a yo no me haga nada. —Contá conmigo —le dijo San Pedro.
+Apenitas aclarió salieron los dos a descolgar a la Muerte: estaba lastimosa la pobrecita: flacuchenta, flacuchenta; los güesos los tenía toítos mogosos y verdes, con tantos soles y aguaceros como había padecido; el telarañero se le enredaba por todas partes, que aquello parecía vestido de andrajos; la pelona la tenía llena de hojas y de porquería de animal que daba asco; la herramienta parecía desenterrada de puro lo tomaíta que estaba. Pero lo que más injuria le daba a San Pedro era que parecía tuerta, porque un demontres de avispa había determinao hacer la casa en la cuenca del lao zurdo. Estaba la pobrecita balda, casi tullida de estar horquetiada tantísimo tiempo. De Dios y su santa ayuda necesitaron Peralta y San Pedro para descolgarla del palo. Agarraron después una escoba y unos trapos; le sacaron el avispero, y ello más bien quedó medio decente. Apenas se vio andando, recobró fuerza, y en un instantico volvió a amolar la desjarretadera… y tomó el mundo. ¡Cómo estaría de hambrienta con el ayuno! En un tris acaba con los cristianos en una semana. Los dijuntos parecían gusanos de cosecha, y ni an los enterraban, sino que los hacían una montonera, y ai medio los tapaban con tierra. En las mangas rumbaba la mortecina, porque ni toda la gallinazada del mundo alcanzaba a comérsela. Peralta sí era verdá que parecía ahora un duende, de aquí pa acá, en una y en otra casa, amortajando los dijuntos, consolando y socorriendo a los vivos.
+La Muerte se aplacó un poquito; los contaítos cristianos que quedaron volvieron a su oficio; y como los vivos heredaron tanto caudal, y el vicio del juego volvió a agarrarlos a todos, consiguió Peralta más plata en esos días que la que había conseguido en tanto tiempo. ¡Hijuepucha si estaba ricachón! Ya no tenía onde acomodarla.
+Pero cátatelo ai que un día amanece con una pata hinchada, y le coló una discípula de la mala. Al momentico pidió cura y arregló los corotos, porque se puso a pensar que harto había vivido y disfrutado, y que lo mismo era morirse hoy que mañana go el otro día. Mandó en su testamento que su mortaja fuera de limosna, que le hicieran bolsico, y que precisadamente le metieran en él la baraja y los daos; y como era tan humilde, quiso que lo enterraran sin ataúl, en la propia puerta del cementerio onde todos lo pisaran harto. Asina fue que apenitas se le presentó la Pelona, cerró el ojo, estiró la pata y le dijo: —Matáme, pues—. ¡Poquito sería lo duro que le asestó el golpe, con el rincor que le tenía!
+Peralta se encontró en un paraje muy feíto, parecido a una plaza. Voltió a ver por todas partes, y por allá muy allá descubrió un caminito muy angosto y muy lóbrego casi cercao por las zarzas y los charrascales. Ya sé aónde se va por ese camino —pensó Peralta—. El mismito que mentaba el cura en las prédicas. Cojo puel otro lao. Y cogió. Y se fue topando con mucha gente muy blanca y de agarre que parecían fefes o mandones; y con señoras muy bonitas y muy ricas que parecían principesas. Como nunca fue amigo de meterse entre la gente grande, se fue por un laíto del camino, que se iba anchando y poniéndose plano como las palmas de la mano. ¡María madre, si había qué ver en aquel camino! Parecía mismamente una jardinera, con tanta rosa y tanta clavellina y con aquel pasto tan bonito. Pero eso sí: ni un afrecherito ni una chapola de col ni un abejorro se veía por ninguna parte ni pa remedio. Aquellas flores tan preciosas no güelían sino que parecían flores muertas.
+Peralta seguía a la resolana, con el desentendimiento de toda su vida. Por allá, en la mitá de un llano, alcanzó a divisar una cosa muy grande, muy grandísima, mucho más que las iglesias, mucho más que la Piedra del Peñol. Aquello blanquiaba como un avispero; y como toda la gente se iba colando a la cosa, Peralta se coló también. Comprendió que era el Infierno, por el jumero que salía de pa arriba y el candelón que salía de pa abajo. Por allí andaba mucha gente del mundo en conversas y tratos con los agregaos y piones del Infierno.
+Él se dentró por una gulunera muy escura y muy medrosa que parecía un socavón, y fue a repuntar por allá a unas californias onde había muchas escaleras que ganar y unos zonjones muy horrendos por onde corrían unas aguas muy mugrientas y asquerosas. A tiempo que pasaba por una puertecita, oyó un chillido como de cuchinito cuando lo están degollando, y se asomó por una rendija. ¡Virgen! ¡Qué cosa tan horrenda! No era cuchino: era una señora de mantellina y saya de merinito algo mono, que la tenían con la lengua tendida en el yunque, con la punta cogida con unas tenazonas muy grandes; y un par de diablos herreros muy macuencos y cachipandos le alzaban macho a toda gana. ¡Hijue la cosa tan dura es la carne de condenao! Aquella lengua ni se machucaba, ni se partía, ni saltaba en pedazos: ai se quedaba intauta. Y a cada golpe le gritaban los diablos a la señora: —Esto es pa que levantés testimonios, vieja maldita; esto es pa que metás tus mentiras, vieja lambona; esto es pa que enredés a las personas, vieja culebrona—. Y a Peralta le dio tanta lástima que salió de güida.
+De presto se zampó por una puerta muy anchona; y cuando menos acató, se topó en un salón muy grandote y muy altísimo que tenía hornos en todas las paredes, muy pegaos y muy junticos, como los roticos de las colmenas onde se meten las abejas. No había nadie en el salón; pero por allá en la mitá se veía un trapo colgao a modo de tolda de arriero. Peralta se asomó con mucha mañita, y ai estaba el Enemigo Malo acostao en un colchón, dormido y como enfermoso y aburridón él. De presto se recordó; se enderezó y, a lo que vio a Peralta, le dijo muy fanfarrón y arrogante: —¿Qué venís hacer aquí, culichupao? Vos no sos de aquí; rumbáte al momento—. —Pes como nadie me atajó, yo me fui colando, sin saber que me iba a topar con Su Mercé —contestó Peralta con mucha moderación. —¿Quién sos vos? —le dijo el Diablo. —Yo soy un pobrecito del mundo que ando poaquí embolatao. Me dijeron que estaba en carrera de salvación, pero a yo no me han recebido indagatoria ni nadie se ha metido con yo.
+Al momento le comprendió el Diablo que era alma del Purgatorio o del Cielo. ¡Figúrese, no entenderlo él con toda la marrulla que tiene! Pero, como los buenos modos sacan los cimarrones del monte, y la humildá agrada hasta al mismo Diablo, con ser tan soberbio, resultó que Peralta más bien le cayó en gracia, más bien le pareció sabrosito, y querido. —¿Su Mercé está como enfermoso? —le preguntó Peralta. —Sí, hombre —contestó Lucifer como muy aplacao—. Se me han alborotao en estos días los achaques; y lo pior es que nadie viene a hacerme compañía, porque el mayordomo, los agregaos y toda la pionada no tienen tiempo ni de comer, con todo el trabajo que nos ha caído en estos días. —Pues, si yo le puedo servir de algo a Su Mercé —dijo Peralta haciéndose el lambón—, mándeme lo que quiera, que el gusto mío es servirle a las personas.
+Y ai se fueron enredando en una conversa muy rasgada, hasta que el Diablo dijo que quería entretenerse en algo. —Pues, si Su Mercé quiere que juguemos alguna cosita —dijo Peralta muy disimulao—, yo sé jugar toda laya de juegos; y en prueba de ello, es que mantengo mis útiles entre el bolsico —y sacó la baraja y los daos. —Hombre, Peralta —dijo el Diablo—, lo malo es que vos no tenés qué ganarte, y yo no juego vicio. —¿Cómo no he de tener —dijo Peralta—, si yo tengo un alma como la de todos? Yo la juego con Su Mercé, pues, también soy muy vicioso. La juego contra cualquier alma de la gente de Su Mercé—. El Enemigo Malo, que ya le tenía ganas a esa almita de Peralta, tan linda y tan buenita, le aparó la caña al momentico.
+Determinaron jugar tute, y le tocó dar al Diablo. Barajó muy ligero y con modos muy bonitos; alzó Peralta y principiaron a jugar. Iba el Diablo haciendo bazas muy satisfecho, cuando Peralta tiende sus cartas, y dice: —Cuarenta, as y tres, no la perderés por mal que la jugués. —Así será —dijo el Diablo bastante picao—, pero sigamos, a ver qué resulta—. Pues, ¿qué había de resultar? Que Peralta se fue de sobra. Se puso el Diablo como la ira mala, y le dijo a Peralta, con un tonito muy maluco: —¿Vos sos culebra echada go qué demonios?. —Tanté, culebra; lo que menos, Su Mercé —le contestó Peralta con su humildá tan grande—. Antes en el mundo decían que yo dizque era un gusano de puro arrastrao y miserable. Pero sigamos, Su Mercé, que se desquita. Siguieron; a la otra mano salió Peralta con tute de reyes. —¡Doblo! —gritó Lucifer con un vozachón que retumbó por todo el Infierno. La cola se le paró; los cachos se le abrían y se le cerraban como los de un alacrán; los ojos le bailaban, qui ni un trompo zangarria, de lo más bizcornetos y horrendos; y por la boca echaba aquella babaza y aquel chispero… —Doblemos —dijo Peralta muy convenido. Ganó Peralta. —¡Doblo! —gritó el Diablo. Y doblando, doblando jugaron diecisiete tutes; hasta que el Patas dijo: —¡Ya no más! —estaba tan sumamente medroso, daba unos bramidos tan espantosos, que toitica la gente del Infierno acudió a ver. ¡Cómo se quedarían de suspensos cuando vieron a su Amo y Señor llorando a moco tendido! Y aquellas lagrimonas se iban cuajando, cuajando, cachete abajo, que ni granizo. En el suelo iba blanquiando la montonera y toda la cama del Diablo quedó tapadita. Un diablito muy metido y muy chocante que parecía recién adotorao, dijo con tonito llorón: —¡Nunca me figuré que a mi Señor le diera pataleta! —Pero ¿por qué no seguimos, Su Mercé? —dijo Peralta como suplicando—. Es cierto que le he ganao más de treinta y tres mil millones de almas; pero yo veo que el Infierno está sin tocar. —Cierto —dijo el Enemigo Malo haciendo pucheros—, pero esas almas no las arriesgo yo: son mis almas queridas; son mi familia, porque son las que más se parecen a yo. Siguió moquiando; y a un ratico le dijo a uno de sus edecanes: —Andá, hombre, sacále a este calzón sin gente su ganancia, y que se largue de aquí.
+Como lo mandó el Patas, asina mismo se cumplió. Mientras que una vieja ñata se persina, fueron echando toditas las puertas del Infierno la churreta de almas. Aquello era churretiar y churretiar, y no se acababa. Lo que a Peralta le parecía más particular era que, a conforme iban saliendo, se iban poniendo más negras, más jediondas y más enjunecidas. Parecía como si a todos los cristianos del mundo les estuvieran sacando las muelas a la vez, según los bramidos y la chillería. Sin nadie mandárselos, aquellas almas endemoniadas fueron haciendo en el aire un caracol que ni un remolino. Los aires se fueron escureciendo, escureciendo con aquella gallinazada, hasta que todo quedó en la pura tiniebla.
+Peralta, tan desentendido, como si no hubiera hecho nada, se fue yendo muy despacio, hasta que se encontró con los tuneras del caminito del Cielo. Aquello era caminar y caminar, y no llegaba. Él tuvo que pasar por puentes de un pelo que tenían muchas leguas; él tuvo que pasar la hilacha de la eternidá que tan solamente Nuestro Señor, por ser quien es, la ha podido medir. Pero a Peralta no le dio váguido, sino que siguió serenito, serenito y muy resuelto hasta que se topó en las puertas del Cielo. Estaba eso bastante solo, y por allá divisó a San Pedro, recostao en su banco. Apenitas lo vio San Pedro, se le vino a la carrera, se le encaró y le dijo, midiéndole puño: —Quitá de aquí, so vagamundo. ¿Te parece que te has portao muy bien y que nos tenés muy contentos? Si allá en la tierra no te amasé fue porque no pude, pero aquí sí chupás. —No se fije en yo, viejito; fíjese en lo que viene por aquel lao. Vaya a ver cómo acomoda esa gentecita, y déjese de nojarse. Voltió a ver San Pedro, estiró bien la gaita y se puso la manito sobre las cejas, como pa vigiar mejor; y apenas entendió el enredo, pegó patas: abrió la puerta, la golvió a cerrar a la carrera y la trancó por dentro. Ni por esas se agallinó Peralta, ni le coló cobardía ni cavilosió que en el Cielo le fueran a meter macho rucio.
+No bien se sintió San Pedro de puertas pa dentro, corrió muy trabucao, y le hizo una señita al Señor. Bajó el Señor de su trono, y se toparon como en la mitá del Cielo, y agarraron a conversar en su secreto tan largísimo que a toda la gente de la Corte Celestial le pañó la curiosidá. Bien comprendían toditos, por lo que manotiaba San Pedro y por lo desencajao que estaba, que la conversa era sobre cosa gorda, ¡pero muy gorda! Las santas, que aunque sea en el Cielo siempre son mujeres, pusieron los anteojos de larga vista para ver qué sacaban en limpio. Pero ni lo negro de la uña. El Señor, que había estao muy sereno oyéndole las cosas a San Pedro, le dijo muy pasito a lo último: —En buena nos ha metido ese Peralta. Pero eso no puede de ninguna manera: los condenaos, condenaos se tienen que quedar por toda la eternidá. Andáte a tu puesto, que yo iré a ver cómo arreglamos esto. No abrás la puerta; los que vayan viniendo los entrás por el postigo chiquito.
+Se volvió el Señor pa su trono, y a un ratico le hizo señas a un santo, apersonao él, vestido de curita, y con un bonetón muy lindo. El santo se le vino muy respetoso, y hablaron dos palabras en secreto. Y bastante susto que le dio: se le veía porque de presto se puso descolorido y principió a meniarse el bonete. A esas le hizo el Señor otra seña a una santica que estaba por allá muy lejos, ojo con él; y la santica se vino muy modosa y muy contenta al llamado, y entró en conversa con Cristico y el otro santo. Estaba vestida de carmelitana; también tenía bonete que le lucía mucho, y en la una mano una pluma de ganso muy grandota.
+¡Esto sí que fue lo que más embelecó a las otras santas! Por todos los balcones empezó a oírse una bullita y unos mormullos, que la Virgen tuvo que tocar la campanita pa que se callaran. Pero nada que les valió. Figúrese que en ese momento salió un ángel muy grande con un atril muy lindo, y más tarde un angelito de los guitarristas, con la guitarra colgada a un lao como carriel, y que llevaba en las dos manitos un tinterón de oro y piedras preciosas; y después salieron dos santicos negros con dos tabretes de plata; y los cuatro arreglaron por allá en un campito de lo más bueno un puesto como de escribano. El cura y la monjita se fueron derecho a los tabretes; y cada cual se sentó. El angelito se quedó muy formal teniendo el tintero.
+¡Valientes criaturas las de mi Dios! En este angelito sí se esmeró él: tenía la cabecita como una piña de oro; era de lo más gordito y achapado, con los ojos azulitos, azulitos que ni dos flores de linaza; y sus alitas de garza eran más blancas que una bretaña. Casi estaba en cueritos: tan solamente llevaba de la cinta pa abajo un faldellín coposo de un jeme de ancho, de un trapo que unas veces era de oro y otras veces era de plata, flequiao de por abajo y con unos caracoles y unas figuras de la pura perlería. Pero lo más lindo de todo, lo que más le lucía al demontres del angelito era la cargadera de la vigüelita, que era todita de topacios y esmeraldas; la guitarra también era muy linda, toda laboriada y con clavijitas y cuerdas de oro. Dizque era el ángel de la guarda de la monjita, y por eso estaba tan confianzudo con ella.
+La santica entró como en un alegato con el cura; pero a lo último, él se puso a relatar y ella a jalar pluma. Esa sí era escribana: se le veía todo lo baquiana que era en esas cosas de escribanía. Acomodada en su tabrete, iba escribiendo, escribiendo sobre el atril; y a conforme escribía, iba colgando por detrás de los trimotiles esos un papelón muy tieso, ya escrito, que se iba enrollando, enrollando. Sólo mi Dios sabe el tiempo que gastó escribiendo, porque en el Cielo no hay reló. Por allá al mucho rato, la monja echó una plumada muy larga, y le hizo seña al Señor de que ya había acabao.
+No bien entendió el Señor, se paró en su trono, y dijo: —Toquen bando y que entre Peralta—. Y principiaron a redoblar todas las tamboras del Cielo, y a desgajarse a los trompicones toda la gente de su puesto, para oír aquello nunca oído en ese paraje; porque ni San Joaquín, el agüelito del Señor, había oído nunca leyendas de gaceta en la plaza de la Corte Celestial. Cuando todos estuvieron sosegaos en sus puestos y Peralta por allá en un rinconcito, mandó Cristo que se asilenciaran los tambores, y dijo: —Pongan harto cuidao, pa que vean que la Gloria Celestial no es cualquier cosa—. Y después se voltió ponde la monjita, y, muy cariñoso, le dijo: —Leé vos el escrito, hijita, que tenés tan linda pronuncia.
+¡Caramba si la tenia! Eso era como cuando los mozos montañeros agarran a tocar el capador; como cuando en las faldas echan a gotiar los resumideros en los charquitos insalvaos. La leyenda comenzaba de esta laya: «Nos Tomás de Aquino y Teresa de Jesús, mayores de edad y del vecindario del Cielo, por mandato de Nuestro Señor, hemos venido a resolver un punto muy trabajoso…», tan trabajoso, tan sumamente trabajoso, que ni an siquiera se puede contar bien patente las retajilas tan lindas y tan bien empatadas escritas en la dichosa gaceta. ¡Hasta ai mecha la que tenían esos escribanos!
+Ultimadamente, el documento quería decir que era muy cierto que Peralta le había ganao al Enemigo Malo esa traquilada de almas con mucha legalidad y en juego muy limpio y muy decente; pero que mas sin embargo, esas almas no podían colar al Cielo ni de chiripa, y que por esto tenían que quedase afuera. Pero que, al mismo tiempo, como todas las cosas de Dios tenían remedio, esta cosa se podía arreglar, sin que Peralta ni el Patas se llamaran a engaño. Y el arreglo era asina: que todas las glorias que debían haber ganao esas almas redimidas por Peralta, se ajuntaran en una gloriona grande, y se le metieran enterita a Peralta, que era el que la había ganao con su puño. Y que la cosa del Infierno se arreglaba de esta laya: que esos condenaos no volvían a las penas de las llamas, sino a otro infierno de nuevo uso que valía lo mismo que el de candela. Y era este infierno una indormia muy particular que sacaron de su cabeza el cura y la monjita. Esta indormia dizque era de esta moda: que mi Dios echaba al mundo treinta y tres mil millones de cuerpos, y que a esos cuerpos les metían adentro las almas que sacó Peralta de los profundos infiernos; y que estas almas, manque los taitas de los cuerpos creyeran que eran pal Cielo, ya estaban condenadas desde en vida; y que por eso no les alcanzaba el santo bautismo, porque ya la gracia de mi Dios no les valía, aunque el bautismo fuera de verdá; y que se morían los cuerpos, misma fiesta hasta el día del juicio; que de ai pendelante las ponían a voltiar en rueda en redondo del Infierno per sécula seculórum amén.
+Que por todo esto dizque es que hay en este mundo una gente tan canóniga y tan mala, que goza tanto con el mal de los cristianos. Porque ya son gente del Patas; y por eso es que se mantienen tan enjunecidos y padeciendo tantísimos tormentos sin candela. Estos quizque son los envidiosos. Y por eso quizque fue que el Enemigo Malo no quiso arriesgar las almas aquellas del Infierno porque estas también eran de envidiosos.
+Peralta entendió muy bien entendido el relate. Y muy contento que se puso, y muy verdá y muy buena que le pareció la inguandia. Pero era este Peralta tan sumamente parejo, que ni con todo el alegrón que tenía por dentro se le vio mover las pestañas de ternero; ai se quedó en su puesto como si no fuera con él. Pero de golpe se vio solo en la plaza del Cielo. ¡Hasta ai placitas!
+Aquello era una cosa redonda, enladrillada con diamantes y piedras preciosas de toda color, que hacían unas labores como los dechaos de las maestras. En redondo había una ringlera de pilas de oro que chorriaban agua florida y pachulí de la gloria; y cada una de estas pilitas tenía su jardinera de cuantas flores Dios ha criao, pero toditas de oro y de plata. También era de oro y de plata el balconerío de la plaza; y al mismito frente de la entrada, estaba el trono de la Santísima Trinidá. Era a moda de una custodia muy grandota, encaramada en unos escalones muy altos. En el redondel de la custodia estaban el Padre y el Hijo, y allá en la punta de arriba estaba prendido el Espíritu Santo, aliabierto y con el piquito de pa abajo. De la punta del piquito le salía un vaho de una luz mucho más alumbradora que la del sol, y esa luz se regaba y se desparpajaba por arriba y por abajo, de frente y por todos los costaos del Cielo, y todo relumbraba, y todo se ponía brilloso con aquella luminaria.
+El Padre Eterno, que en todas las bullas de Peralta no había hablao palabra, se paró y dijo de esta moda: —Peralta, escogé el puesto que querás. Ninguno lo ha ganao tan alto como vos, porque vos sos la humildá, porque vos sos la caridá. Allá abajo fuiste un gusano arrastrao por el suelo; aquí sos el alma gloriosa que más ha ganao. Escogé el puesto. No te humillés más, que ya estás ensalzao—. Y entonaron todos los coros celestiales el trisagio de Isaías, y Peralta, que todavía no había usao la virtú de achiquitarse, se fue achiquitando, achiquitando hasta volverse un Peraltica de tres pulgadas, y derechito, con la agilidá que tienen los bienaventuraos, se brincó al mundo que tiene el Padre en su diestra, se acomodó muy bien y se abrazó con la Cruz. ¡Allí está por toda la eternidá!
+Botín colorao; perdone lo malo que hubiere estao.
+Aguedita Paz era una criatura entregada a Dios y a su santo servicio. Monja fracasada, por estar ya pasadita de edad cuando le vinieron los hervores monásticos, quiso hacer de su casa un simulacro de convento, en el sentido decorativo de la palabra; de su vida algo como un apostolado, y toda, toda ella se dio a los asuntos de iglesia y sacristía, a la conquista de almas, a la mayor honra y gloria de Dios, mucho a aconsejar a quien lo hubiese o no menester, ya que no tanto a eso de socorrer pobres y visitar enfermos.
+De su casita para la iglesia y de la iglesia para su casita se le iba un día, y otro, y otro, entre gestiones y santas intriguillas de fábrica, componendas de altares, remontas y zurcidos de la indumentaria eclesiástica, toilette de santos, barrer y exornar todo paraje que se relacionase con el culto.
+En tales devaneos y campañas llegó a engranarse en íntimas relaciones y compañerismo con Damiancito Rada, mocosuelo muy pobre, muy devoto y monaguillo mayor en procesiones y ceremonias. En quien vino a cifrar la buena señora un cariño tierno a la vez que extravagante, harto raro por cierto en gentes célibes y devotas. Damiancito era su brazo derecho y su paño de lágrimas: él la ayudaba en barridos y sacudidas, en el lavatorio y lustre de candelabros e incensarios; él se pintaba sólo para manejar albas y doblar corporales y demás trapos eucarísticos; a su cargo estaba el acarreo de flores, musgos y forrajes para el altar, y era primer ayudante y asesor en los grandes días de repicar recio, cuando se derretía por esos altares mucha cera y esperma, y se colgaban por esos muros y palamentas tantas coronas de flores, tantísimos paramentones de colorines.
+Sobre tan buenas partes, era Damiancito sumamente rezandero y edificante, comulgador insigne, aplicado como él solo dentro y fuera de la escuela, de carácter sumiso, dulzarrón y recatado; enemigo de los juegos estruendosos de la chiquillería, y muy dado a enfrascarse en La monja santa, Práctica de amor a Jesucristo y en otros libros no menos piadosos y embelecadores.
+Prendas tan peregrinas como edificantes, fueron poderosas a que Aguedita, merced a sus videncias e inspiraciones, llegase a adivinar en Damián Rada no un curita de misa y olla, sino un doctor de la Iglesia, mitrado cuando menos, que en tiempos no muy lejanos había de refulgir cual astro de sabiduría y santidad para honra y glorificación de Dios.
+Lo malo de la cosa era la pobreza e infelicidad de los padres del predestinado y la no mucha abundancia de su protectora. Mas no era ella para renunciar a tan sublimes ideales: esa miseria era la red con que el Patas quería estorbar el vuelo de aquella alma que había de remontarse serena, serena, como una palomita, hasta su Dios; pues no, no lograría el Patas sus intentos. Y discurriendo, discurriendo cómo rompería la diabólica maraña, diose a adiestrar a Damiancito en tejidos de red y crochet; y tan inteligente resultó el discípulo, que al cabo de pocos meses puso en cantarilla un ropón con muchas ramazones y arabescos que eran un primor, labrado por las delicadas manos de Damián.
+Catorce pesos, billete sobre billete, resultaron de la invención.
+Tras esta vino otra, y luego la tercera, las cuales le produjeron obra de tres cóndores. Tales ganancias abriéronle a Aguedita tamaña agalla. Fuese al cura y le pidió permiso para hacer un bazar a beneficio de Damián. Concedióselo el párroco, y armada de tal concesión y de su mucha elocuencia y seducciones, encontró apoyo en todo el señorío del pueblo.
+El éxito fue un sueño que casi trastornó a la buena señora, con ser que era muy cuerda: ¡sesenta y tres pesos!
+El prestigio de tal dineral; la fama de las virtudes de Damián, que ya por ese entonces llenaba los ámbitos de la parroquia; la fealdad casi ascética y decididamente eclesiástica del beneficiado formáronle aureola, especialmente entre el mujerío y las gentes piadosas. «El curita de Aguedita» llamábalo todo el mundo, y en mucho tiempo no se habló de otra cosa que de sus virtudes, austeridades y penitencias. El curita ayunaba témporas y cuaresmas antes que su Santa Madre Iglesia se lo ordenase, pues apenas entraba por los quince; y no así, atracándose con el mediodía y comiendo cada rato, como se estila hogaño, sino con una frugalidad eminentemente franciscana, y se dieron veces en que el ayuno fuera al traspaso cerrado. El curita de Aguedita se iba por esas mangas en busca de las soledades, para hablar con su Dios y echarle unos párrafos de Imitación de Cristo, obra que a estas andanzas y aislamientos siempre llevaba consigo. Unas leñadoras contaban haberle visto metido entre una barranca, arrodillado y compungido, dándose golpes de pecho con una mano de moler. Quién aseguraba que en un paraje muy remoto y umbrío había hecho una cruz de sauce y que en ella se crucificaba horas enteras a cuero pelado, y nadie lo dudaba, pues Damián volvía siempre ojeroso, macilento, de los éxtasis y crucifixiones. En fin, que Damiancito vino a ser el santo de la parroquia, el pararrayos que libraba a tanta gente mala de las cóleras divinas. A las señoras limosneras se les hizo preciso que su óbolo pasara por las manos de Damián, y todas a una le pedían que las metiese en parte en sus santas oraciones. Y como el perfume de las virtudes y el olor de santidad siempre tuvieron tanta magia, Damián, con ser un bicho raquítico, arrugado y enteco, aviejado y paliducho de rostro, muy rodillijunto y patiabierto, muy contraído de pecho y maletón, con una figurilla que más parecía de feto que de muchacho, resultó hasta bonito e interesante. Ya no fue curita: fue «San Antoñito». San Antoñito le nombraban y por San Antoñito entendía. «¡Tan queridito! —decían las señoras cuando lo veían salir de la iglesia, con su paso tan menudo, sus codos tan remendados, su par de parches en las posas, pero tan aseadito y decoroso—. Tan bello ese modo de rezar, ¡con sus ojos cerrados! ¡La unción de esa criatura es una cosa que edifica! Esa sonrisa de humildad y mansedumbre. ¡Si hasta en el caminao se le ve la santidad!».
+Una vez adquiridos los dineros, no se durmió Aguedita en las pajas. Avistóse con los padres del muchacho, arreglóle el ajuar; comulgó con él en una misa que habían mandado a la Santísima Trinidad para el buen éxito de la empresa; diole los últimos perfiles y consejos, y una mañana muy fría de enero viose salir a San Antoñito de panceburro nuevo, caballero en la mulita vieja del señó Arciniegas, casi perdido entre los zamarras del Mayordomo de Fábrica, escoltado por un rescatante que le llevaba la maleta y a quien venía consignado. Aguedita, muy emparentada con varias señoras acaudaladas de Medellín, había gestionado de antemano a fin de recomendar a su protegido; así fue que cuando este llegó a la casa de asistencia y hospedaje de las señoras Del Pino halló campo abierto y viento favorable.
+La seducción del santo influyó al punto, y las señoras Del Pino, doña Pacha y Fulgencita, quedaron luego a cual más pagada de su recomendado. El maestro Arenas, el sastre del Seminario, fue llamado inmediatamente para que le tomase las medidas al presunto seminarista y le hiciese una sotana y un manteo a todo esmero y baratura, y un terno de lanilla carmelita para las grandes ocasiones y trasiegos callejeros. Ellas le consiguieron la banda, el tricornio y los zapatos; y doña Pacha se apersonó en el Seminario para recomendar ante el rector a Damián. Pero, ¡oh, desgracia!, no pudo conseguir la beca: todas estaban comprometidas y sobraba la mar de candidatos. No por eso amilanóse doña Pacha: a su vuelta del Seminario entró a la Catedral e imploró los auxilios del Espíritu Santo para que la iluminase en conflicto semejante. Y la iluminó. Fue el caso que se le ocurrió avistarse con doña Rebeca Hinestrosa de Gardeazábal, dama viuda riquísima y piadosa, a quien pintó la necesidad y de quien recabó almuerzo y comida para el santico. Felicísima, radiante voló doña Pacha a su casa, y en un dos por tres habilitó de celdilla para el seminarista un cuartucho de trebejos que había por allá junto a la puerta falsa; y aunque pobres, se propuso darle ropa limpia, alumbrado, merienda y desayuno.
+Juan de Dios Barco, uno de los huéspedes, el más mimado de las señoras por su acendrado cristianismo, as en el apostolado de la oración y malilla en los asuntos de San Vicente, regalóle al muchacho algo de su ropa en muy buen estado y un par de botines, que le vinieron holgadillos y un tanto sacados y movedizos de jarrete. Juancho le consiguió con mucha rebaja los textos y útiles en la Librería Católica, y cátame a Periquito hecho fraile.
+No habían transcurrido tres meses, y ya Damiancito era dueño del corazón de sus patronas, y propietario en el de los pupilos y en el de cuanto huésped arrimaba a aquella casa de asistencia tan popular en Medellín. Eso era un contagio.
+Lo que más encantaba a las señoras era aquella parejura de genio; aquella sonrisa, mueca celeste, que ni aun en el sueño despintaba a Damiancito; aquella cosa allá, indefinible, de ángel raquítico y enfermizo, que hasta a esos dientes podridos y disparejos daba un destello de algo ebúrneo, nacarino; aquel filtrarse la luz del alma por los ojos, por los poros de ese muchacho tan feo al par que tan hermoso. A tanto alcanzó el hombre que a las señoras se les hizo un ser necesario. Gradualmente, merced a instancias que a las patronas les brotaban desde la fibra más cariñosa del alma, Damiancito se fue quedando, ya a almorzar, ya a comer en casa; y llegó día en que se le envió recado a la señora de Gardeazábal que ellas se quedaban definitivamente con el encanto.
+—Lo que más me pela del muchachito —decía doña Pacha— es ese poco metimiento, esa moderación con nosotras y con los mayores. ¿No te has fijado, Fulgencia, que si no le hablamos, él no es capaz de dirigirnos la palabra por su cuenta?
+—No digás eso, Pacha, ¡esa aplicación de ese niño! ¡Y ese juicio que parece de viejo! ¡Y esa vocación para el sacerdocio! Y esa modestia: ni siquiera por curiosidad ha alcanzado a ver a Candelaria.
+Era la tal una muchacha criada por las señoras en mucho recato, señorío y temor de Dios. Sin sacarla de su esfera y condición mimábanla cual a propia hija; y como no era mal parecida y en casas como aquella nunca faltan asechanzas, las señoras, si bien miraban a la chica como un vergel cerrado, no la perdían de vista ni un instante.
+Informada doña Pacha de las habilidades del pupilo como franjista y tejedor, púsolo a la obra, y pronto varias señoras ricas y encopetadas, le encargaron antimacasares y cubiertas de muebles. Corrida la noticia por los réclames de Fulgencia, se le pidió un cubrecama para una novia… ¡Oh!, ¡en aquello sí vieron las señoras los dedos de un ángel! Sobre aquella red sutil e inmaculada cual telaraña de la gloria, albeaban con sus pétalos ideales, manojos de azucenas, y volaban como almas de vírgenes unas mariposas aseñoradas, de una gravedad coqueta y desconocida. No tuvo que intervenir la lavandera: de los dedos milagrosos salió aquel ampo de pureza a velar el lecho de la desposada.
+Del importe del cubrecama sacóle Juancho un flux de muy buen paño, un calzado hecho sobre medidas y un tirolés de profunda hendidura y ala muy graciosa. Entusiasmada doña Fulgencia con tantísima percha, hízole de un retal de blusa mujeril que le quedaba en bandera una corbata de moño, a la que, por sugestión acaso, imprimió la figura arrobadora de las mariposas supradichas. Etéreo, como una revelación de los mundos celestiales, quedó Damiancito con los atavíos; y cual si ellos influyesen en los vuelos de su espíritu sacerdotal, iba creciendo, al par que en majeza y galanura, en las sapiencias y reconditeces de la latinidad. Agachado en su mesita cojitranca, vertía del latín al romance y del romance al latín ahora a Cornelio Nepote y tal cual miaja de Cicerón, ahora a San Juan de la Cruz, cuya serenidad hispánica remansaba en unos hiperbatones dignos de Horacio Flaco. Probablemente Damiancito sería con el tiempo un Caro número dos.
+La cabecera de su casta camita era un puro pegote de cromos y medallas, de registros y estampitas, a cual más religioso. Allí Nuestra Señora del Perpetuo, con su rostro flacucho tan parecido al del seminarista; allí Martín de Porres, que armado de su escoba representa la negrería del Cielo; allí Bernardette, de rodillas ante la blanca aparición; allí copones entre nubes, ramos de uvas y gavillas de espigas, y el escapulario del Sagrado Corazón, de alto relieve, destacaba sus chorrerones de sangre sobre el blanco disco de franela.
+Doña Pacha, a vueltas de sus entusiasmos con las virtudes y angelismo del curita, y en fuerza acaso de su misma religiosidad, estuvo a pique de caer en un cisma: muchísimo admiraba a los sacerdotes, y sobre todo, al rector del Seminario, pero no le pasaba, ni envuelto en hostias, eso de que no se le diese beca a un ser como Damián, a ese pobrecito desheredado de los bienes terrenos, tan millonario en las riquezas eternas. El rector sabría mucho, tanto, si no más que el obispo; pero ni él ni Su Ilustrísima lo habían estudiado, ni mucho menos comprendido. Claro. De haberlo hecho, desbecaran al más pintado, a trueque de colocar a Damiancito. La Iglesia Antioqueña iba a tener un San Tomasito de Aquino, si acaso Damián no se moría, porque el muchacho no parecía cosa para este mundo.
+Mientras que doña Pacha fantaseaba sobre las excelsitudes morales de Damián, Fulgencita se daba a mimarle el cuerpo endeble que aprisionaba aquella alma apenas comparable al cubrecama consabido. Chocolate sin harina, de lo más concentrado y espumoso, aquel chocolate con que las hermanas se regodeaban en sus horas de sibaritismo, le era servido en una jícara tamaña como esquilón. Lo más selecto de los comistrajes, las grosuras domingueras con que regalaban sus comensales, iban a dar en raciones frailescas a la tripa del seminarista, que gradualmente se iba anchando, anchando. Y para aquella cama que antes fuera dura tarima de costurero, hubo blandicies por colchones y almohadas y almidonadas blancuras semanales por sábanas y fundas, y flojedades cariñosas por la colcha grabada, de candideces blandas y flecos desmadejados y acariciadores. La madre más tierna no repasa ni revisa los indumentos interiores de su unigénito cual lo hiciera Fulgencita con aquellas camisas, con aquellas medias y con aquella otra pieza que no pueden nombrar las misses. Y aunque la señora era un tanto asquienta y poco amiga de entenderse con ropas ajenas, fuesen limpias o sucias, no le pasó ni remotamente al manejar los trapitos del seminarista ni un ápice de repugnancia. Qué le iba a pasar; si antes se le antojaba, al manejarlas, que sentía el olor de pureza que deben exhalar los suaves plumones de los ángeles. Famosa dobladora de tabacos, hacía unos largos y aseñorados, que eran para que Darniancito los fumase a solas en sus breves instantes de vagar.
+Doña Pacha, en su misma adhesión al santico, se alarmaba a menudo con los mimos y ajonjeos de Fulgencia, pareciéndole un tanto sensuales y anascéticos tales refinamientos y tabaqueos. Pero su hermana le replicaba, sosteniéndole que un niño tan estudioso y consagrado necesitaba muy buen alimento; que sin salud no podía haber sacerdotes, y que a alma tan sana no podían malearla las insignificancias de unos cuatro bocados más sabrosos que la bazofia ordinaria y cuotidiana, ni mucho menos el humo de un cigarro; y que así como esa alma se alimentaba de las dulzuras celestiales, también el pobre cuerpo que la envolvía podía gustar algo dulce y sabroso, máxime cuando Damiancito le ofrecía a Dios todos sus goces puros e inocentes.
+Después del rosario con misterios en que Damián hacía el coro, todo él ojicerrado, todo él recogido, todo extático, de hinojos sobre la áspera estera antioqueña que cubría el suelo, después de este largo coloquio con el Señor y su Santa Madre, cuando ya las patronas habían despachado sus quehaceres y ocupaciones de prima noche, solía Damián leerles algún libro místico, del padre Fáber por lo regular. Y aquella vocecilla gangosa, que se desquebrajaba al salir por aquella dentadura desportillada, daba el tono, el acento, el carácter místico de oratoria sagrada. Leyendo Belén, el poema de la Santa Infancia, libro en que Fáber puso su corazón, Damián ponía una cara, unos ojos, una mueca que a Fulgencita se le antojaban transfiguración o cosa así. Más de una lágrima se le saltó a la buena señora en esas leyendas.
+Así pasó el primer año, y, como era de esperarse, el resultado de los exámenes fue estupendo; y tanto el desconsuelo de las señoras al pensar que Damiancito iba a separárseles durante las vacaciones, que él mismo motu proprio, determinó no irse a su pueblo y quedarse en la ciudad, a fin de repasar los cursos ya hechos y prepararse para los siguientes. Y cumplió el programa con todos sus puntos y comas: entre textos y encajes, entre redes y cuadernos, rezando a ratos, meditando con frecuencia, pasó los asuetos: y sólo salía a la calle a las diligencias y compras que a las señoras se les ocurrían, y tal cual vez a paseos vespertinos a las afueras más solitarias de la ciudad, y eso porque las señoras a ello lo obligaban.
+Pasó el año siguiente; pero no pasó, que antes se acrecentaba más y más, el prestigio, la sabiduría, la virtud sublime de aquel santo precoz. No pasó tampoco la inquina santa de doña Pacha al rector del Seminario: que cada día le sancochaba la injusticia y el espíritu de favoritismo que aun en los mismos seminarios cundía e imperaba.
+Como a fines de ese año, a tiempo que los exámenes terminaban, se les hubiese ocurrido a los padres de Damián venir a visitarlo a Medellín, y como Aguedita estuviera de viaje a los ejercicios de diciembre, concertaron las patronas, previa licencia paterna, que tampoco en esta vez fuese Damián a pasar las vacaciones a su pueblo. Tal resolución les vino a las señoras no tanto por la falta que Damián iba a hacerles, cuanto y más por la extremada pobreza, por la miseria que revelaban aquellos viejecitos, un par de campesinos de lo más sencillo e inocente, para quienes la manutención de su hijo iba a ser, si bien por pocos días, un gravamen harto pesado y agobiador. Damián, este ser obediente y sometido, a todo dijo amén con la mansedumbre de un cordero. Y sus padres, después de bendecirle, partieron, llorando de reconocimiento a aquellas patronas tan bondadosas, a mi Dios que les había dado aquel hijo.
+¡Ellos, unos pobrecitos montañeros, unos ñoes, unos muertos de hambre, taitas de un curita! Ni podían creerlo ¡Si Su Divina Majestad fuese servida de dejarlos vivir hasta verlo cantar misa o alzar con sus manos la hostia, el cuerpo y sangre de mi Señor Jesucristo! Muy pobrecitos eran, muy infelices; pero cuanto tenían, la tierrita, la vaca, la media roza, las cuatro matas de la huerta, de todo saldrían, si necesario fuera, a trueque de ver a Damiancito hecho cura. ¿Pues Aguedita? El cuajo se le ensanchaba de celeste regocijo, la glorificación de Dios le rebullía por dentro al pensar en aquel sacerdote, casi hechura suya. Y la parroquia misma, al sentirse patria de Damián, sentía ya vibrar por sus aires el soplo de la gloria, el hálito de la santidad: sentíase la Padua chiquita.
+No cedía doña Pacha en su idea de la beca. Con la tenacidad de las almas bondadosas y fervientes, buscaba y buscaba la ocasión: y la encontró. Ello fue que un día, por allá en los julios siguientes, apareció por la casa, como llovida del cielo y en calidad de huésped, doña Débora Cordobés, señora briosa y espiritual, paisana y próxima parienta del rector del Seminario. Saber doña Pacha lo del parentesco y encargar a doña Débora de la intriga, todo fue uno. Prestóse ella con entusiasmo, prometiéndole conseguir del rector cuanto pidiese. Ese mismo día solicitó por el teléfono una entrevista con su ilustre allegado; y al Seminario fue a dar a la siguiente mañana.
+Doña Pacha se quedó atragantándose de Tedeums y Magnificats, hecha una acción de gracias; corrió Fulgencia a arreglar la maleta y todos los bártulos del curita, no sin chocolear un poquillo por la separación de este niño que era como el respeto y la veneración de la casa. Pasaban horas, y doña Débora no aparecía. El que vino fue Damián, con sus libros bajo el brazo, siempre tan parejo y tan sonreído.
+Doña Pacha quería sorprenderlo con la nueva, reservándosela para cuando todo estuviera definitivamente arreglado, pero Fulgencita no pudo contenerse y le dio algunas puntadas. Y era tal la ternura de esa alma, tanto su reconocimiento, tanta su gratitud a las patronas, que, en medio de su dicha, Fulgencita le notó cierta angustia, tal vez la pena de dejarlas. Como fuese a salir, quiso detenerlo Fulgencita; pero no le fue dado al pobrecito quedarse, porque tenía que ir a la plaza de Mercado a llevar una carta a un arriero, una carta muy interesante para Aguedita.
+Él que sale, y doña Débora que entra. Viene inflamada por el calor y el apresuramiento. En cuanto la sienten las Del Pino se le abocan, la interrogan, quieren sacarle de un tirón la gran noticia. Siéntase doña Débora en un diván exclamando:
+—Déjenme descansar y les cuento.
+Se le acercan, la rodean, la asedian. No respiran. Medio repuesta un punto, dice la mensajera:
+—Mis queridas, ¡se las comió el santico! Hablé con Ulpianito. Hace más de dos años que no ha vuelto al Seminario… ¡Ulpianito ni se acordaba de él!…
+—¡Imposible! ¡Imposible! —exclaman a dúo las dos señoras.
+—No ha vuelto… Ni un día. Ulpianito ha averiguado con el vicerrector, con los pasantes, con los profesores todos del Seminario. Ninguno lo ha visto. El portero, cuando oyó las averiguaciones, contó que ese muchacho estaba entregado a la vagamundería. Por ai dizque lo ha visto en malos pasos. Según cuentas, hasta donde los protestantes dizque ha estado.
+—Esa es una equivocación, misiá Débora —prorrumpe Fulgencita con fuego.
+—Eso es por no darle la beca —exclama doña Pacha, sulfurada—. ¡Quién sabe en qué enredo habrán metido a ese pobre angelito!
+—Sí, Pacha —asevera Fulgencita—. A misiá Débora la han engañado. Nosotras somos testigas de los adelantos de ese niño; él mismo nos ha mostrado los certificados de cada mes y las calificaciones de los certámenes.
+—Pues no entiendo, mis señoras, o Ulpianito me ha engañado —dice doña Débora, ofuscada, casi vacilando.
+Juan de Dios Barco aparece.
+—Oiga, Juancho, por Dios —exclama Fulgencita en cuanto le echa el ojo encima—. Camine, oiga estas brujerías. Cuéntele, misiá Débora.
+Resume ella en tres palabras: protesta Juancho; se afirman las patronas; dase por vencida doña Débora.
+—Esta no es conmigo —vocifera doña Pacha, corriendo al teléfono.
+—Central… ¡rector del Seminario!…
+Tilín…, tilín…
+Y principian. No oye, no entiende; se enreda, se involucra, se tupe; da la bocina a Juancho y escucha temblorosa. La sierpe que se le enrosca a Núñez de Arce le pasa rumbando. Da las gracias Juancho, se despide, cuelga la bocina y aísla.
+Y aquella cara anodina, agermanada, de zuavo de Cristo, se vuelve a las señoras; y con aquella voz de inmutable simpleza, dice:
+—¡Nos co-mió el se-bo el pen-de-je-te!
+Se derrumba Fulgencia sobre un asiento. Siente que se desmorona, que se deshiela moralmente. No se asfixia porque la caldera estalla en un sollozo.
+—No llorés, Fulgencia —vocifera doña Pacha, con voz enronquecida y temblona—, ¡dejámelo estar!
+Álzase Fulgencia y ase a la hermana por los molledos.
+—No le vaya a decir nada, mi querida. ¡Pobrecito!
+Rúmbala doña Pacha de tremenda manotada.
+—¡Que no le diga! ¡Que no le diga! ¡Que venga aquí ese pasmado! ¡Jesuita! ¡Hipócrita!
+—No, por Dios, Pacha…
+—¡De mí no se burla ni el obispo! ¡Vagamundo! ¡Perdido! Engañar a unas tristes viejas; robarles el pan que podían haberle dado a un pobre que lo necesitara. ¡Ah, malvado, comulgador sacrílego! ¡Inventor de certificados y de certámenes! ¡Hasta protestante será!
+—Vea, mi queridita, no le vaya a decir nada a ese pobre. Déjele siquiera que almuerce.
+Y cada lágrima le caía congelada por la arrugada mejilla.
+Intervienen doña Débora y Juancho. Suplican.
+—¡Bueno! —decide al fin doña Pacha, levantando el dedo—. Jartálo de almuerzo hasta que reviente. Pero eso sí, chocolate del de nosotras sí no le das a ese sinvergüenza. Que beba aguadulce o que se largue sin sobremesa.
+Y erguida, agrandada por la indignación, corre a servir el almuerzo.
+Fulgencita alza a mirar, como implorando auxilio, la imagen de San José, su santo predilecto.
+A poco llega el santico, más humilde, con su sonrisilla seráfica un poquito más acentuada.
+—Camine a almorzar, Damiancito —le dice doña Fulgencia, como en un trémolo de terneza y amargura.
+Sentóse la criatura y de todo comió, con mastiqueo nervioso, y no alzó a mirar a Fulgencita, ni aun cuando esta le sirvió la inusitada taza de agua de panela.
+Con el último trago le ofrece doña Fulgencia un manojo de tabacos, como lo hacía con frecuencia. Recíbelos San Antoñito, enciende y vase a su cuarto.
+Doña Pacha, terminada la faena del almuerzo, fue a buscar al protestante. Entra a la pieza y no lo encuentra; ni la maleta, ni el tendido de la cama.
+Por la noche llaman a Candelaria al rezo y no responde; búscanla y no aparece: corren a su cuarto, hallan abierto y vacío el baúl… Todo lo entienden.
+A la mañana siguiente, cuando Fulgencita arreglaba el cuarto del malvado, encontró una alpargata inmunda de las que él usaba; y al recogerla cayó de sus ojos, como el perdón divino sobre el crimen, una lágrima nítida, diáfana, entrañable.
+La causa de todo fue la atrabilis, esa maldita atrabilis del padre Casafús que, sobre sacarlo de quicio y ennegrecerle el ánimo, lo arrastraba a la paradoja imprudente y al espíritu de oposición. A tener bien repartidos y equilibrados los humores e igual el genio, hubiera sido el tal padre, si no el número uno, el dos por lo menos de nuestra clerecía. Bien podría haber pasado en sus buenos tiempos por un sabio, no sólo en lo eclesiástico, sino también, y acaso más, en lo médico y leguleyo. Sin ser un Bossuet, precisamente, hacía el gran efecto en el púlpito con su voz sonora, su lenguaje figurado y pomposo, las frecuentes citas del apóstol, ya que no tanto con la claridad y exposición. Para nada ni en nada dio gusto y ajonjeo a su cuerpo amojamado y flacuchento. Su caridad, en lo que toca a socorrer, rayaba en vicio, toda vez que lo fomentaba dando limosnas a cuantos perdidos y logreros se la implorasen; y, si por esta parte se excedían, fallaba un poquillo por la lengua, pues, sin ser levantatestimonios ni inventor de ajenas faltas, le cantaba la tabla al prójimo clarito clarito, lo mismo por detrás que por delante; y, si a mano venía una frase preñadita de hieles y corrosivos, se la espetaba al más pintado, con un guiño de ojos y una risita que se iban hasta las mismas entrañas. Odiaba de muerte cuanto oliese a bajeza, a lisonja y a deseos de granjearse honores y conveniencias, y a quien le notase conatos de ello le ponía de servil, de lambón y tirabeque que daba asco. En sus genialidades periódicas, cuando el humor aquel se le subía al padrecito Casafús, era de rezar el trisagio y de quemar ramo bendito.
+Con tales mañas y tal temperamento no era para conseguir muchos ascensos y prebendas. Así fue que siempre tuvo curatos paupérrimos, muchos cambios, andanzas y trashumancias, varios disgustos con feligreses, y tal cual pelotera con sus superiores, el obispo inclusive. De todo lo cual resultó que el bendito sacerdote vino a quedar a la postre de clérigo suelto y en situación harto precaria y lastimosa.
+Con él vivían y de él dependían dos bienaventuradas hermanas suyas, solteronas y achacosas, y un sobrino huérfano, entre orate y bellacón, que respondía al mote de «Maleta».
+Acaso por las muchas novenas y oncenarios de sus hermanas; acaso por las recomendaciones de doña Milagros Lobo logró Casafús, no que lo tolerase el cura de San Juan de Piedragorda, que era la misma mansedumbre, sino aguantarse él mismo, hasta asentar allí esos penates suyos tan mal traídos y zarandeados. Con unas miajas que le cedía el párroco por desempeñarlo en el confesonario, con las misas que le caían y con alguno que otro sermón en los pueblos vecinos, vivían los cuatro, por allá tras un callejón en una casita vieja y remota, y en un pie de ahorro y parsimonia, por parte de las señoras, que aquello parecía cosa de milagro. Y digo de parte de ellas, porque lo que fue el padre, siguió siempre entregado a los horrores de la caridad, dando con frecuencia el peso de la misa y llegando hasta el extremo de entregarle íntegra a una vieja pedigüeña y urdeachaques la paga de un sermón, peseta sobre peseta.
+De todos estos desmanes y calaveradas se querellaban las dos hermanas ante su amparo y égida, la misiá Milagros ya nombrada, señora tan pobre como ellas, pero de mucho fuste y gran representación en el pueblo y fuera de él, por su piedad honda y bienhumorada, su trato y don de gentes, y, más que por todo esto, por su labia y sus argucias de mujer criada en las intrigas y campañas de la vida. También era solterona, último vástago de una familia, y sostenía a su padre octogenario y paralítico.
+Misiá Milagros tenía sus malquerencias —que a ninguna grandeza han de faltarle— y la ponían siempre en solfa, motejándola de curera, bachillerona y entrometida, lo cual no le quitaba a ella el sueño ni las ganas de comer. Y cuando, con el chismorreo e infidencias lugareñas, le salía alguno con que Mengano dijo esto y Zutano agregó aquello, decía siempre en tonito filosófico: «¡Bah, ¡bah!, enemigos como esos me dé Dios…». Y tan amiga como antes, más acaso, que si daba con ellos se les metía por el ojo de una aguja con amables chanzonetas y con las donosuras y sales de su cosecha. Y los deslenguados, sabedores de que ella estaba al cabo de todo, aumentado y corregido por los chismosos, se quedaban tamañitos, no sabiendo si eso era humildad o picardía, de veras o de mentiras.
+Mal podrían, pues, atajarla las hablillas en su empeño de meterse hasta el gollete con la familia Casafús, máxime cuando ella olió, no bien les hizo la primer visita, que allí podía gestionar y emplear dignamente su iniciativa, su celo por el prójimo y su don especialísimo de consejo. Y tú que lo pensaste: dirigió e industrió a las pusilánimes viejecitas, influyó en el párroco en favor del curita forastero, y creóle atmósfera en todo el pueblo a aquella gente justa y evangélica. Lenguas e idiomas se volvía la señora al hacer el panegírico casafusesco: hasta el infeliz «Maleta» entró en colas.
+A la sombra generosa de la Milagritos, que la llamaban sus dos protegidas, entre economías y oraciones, en rabietas y arrechuchos del descurado sacerdote, las chocheces y lloriqueos de las señoras y la mentecatez del sobrino, fue arreando la vida esa familia. Si tasado, no faltó el pan; si viejos y zurcidos, trapos aseados cubrieron aquellos cuerpos. ¿Y qué más? Que doña Milagros descubrió que «Maletica», tartajoso y todo, tenía buen oído y mejor voz, y que, mediante diligencias, recomendaciones y elocuencias, consiguió que la gente de coro, consistorio supremo de la parroquia, lo admitiese en su seno, y que el bárbaro se sometiera al aprendizaje. Mucho se rio la gente con las invenciones de Milagros; pero un jueves, el de los treinta y tres credos por más señas, trepó coro arriba el gran «Maleta», y al son costipado y carraspiento del melodio que teclaba el negro Nicolás, entonó un trisagio que partía el alma.
+—¡Es mucha gente esta Milagros! —decía el párroco, encantado—. ¡Miren que encontrarle la merijunjuña a este avistrujo de «Maleta»!
+Sí, señor: el vozarrón del papanatas fue de ahí adelante en esa iglesia, cosa de ángel que transmitiese al Cielo las preces, los fervores, el alma colectiva de la parroquia. Eso al menos sentía la Milagros. Y al oírle un Kyrie o un Sanctus de aquellos, se le figuraban esas notas bandadas de pajaritos de plata y de cristal que se escapaban por las ventanas y que subían derechito al trono del Padre Eterno. Y toda ella se sobrecogía de unción y se transportaba con los pájaros «hecha un puro arroz por todo el pellejo». Y cuando en algún pueblo vecino celebraban cuarenta horas o santo titular, a la vez que por el padre Casafús, para el púlpito, mandaban por «Maleta» para el coro. Tras de Bossuet y Gayarre se iban las gentes, y se iba la Milagros, y por las mejillas de las viejecitas Casafuses corrían lágrimas de reconocimiento. Esas perlas todas, para la corona de su protectora.
+¡Qué auge, qué grandeza!
+Pero… «las torres más altas se ven por tierra», canta la guabina de nuestras breñas, y un día la fábrica estupenda se cuarteó, y otro día se vino abajo.
+Ello fue que una mañana arrimó una penitente a la reja de Casafús. Oyóla él por espacio de hora y media, y cuando ella declaró haber terminado, díjole el padre: «Hágame el favor de volver a principiar, porque no le he entendido: hasta ahora no ha hecho sino contarme enredos y acusarse de virtudes, y yo no he encontrado faltas ni materia para darle la absolución». Sobrecogida ella, principió de nuevo, y, cuando hubo acabado, díjole el sacerdote: «No sabe confesarse, mi señora: no trae espíritu de penitencia, no sabe apreciar sus faltas ni acusarse de ellas. Si no recorta y precisa, si no se acusa con sencillez, pierde su tiempo y me lo hace perder a mí». No le oyó más razones la señora: levantóse disparada, anegada en llanto.
+¡Qué escándalo! Aquella penitente era doña Quiteria Rebolledo de Quintana, la dama más piadosa, más rica e influyente del pueblo, llegada dos días antes de la ciudad de Marinilla, donde había pasado una larga temporada.
+Y fue esta la cuarteada de la torre. Escrito estaba que su caída fuese a empuje del cataclismo.
+El cataclismo…
+***
+Cometa no hubo por los cielos que le anunciase; goterones de sangre no llovieron sobre la tierra; ni a monja ni a santo alguno le fue revelado de un modo perentorio. Aquello, empero, no pudo acaecer inopinada y repentinamente: «Densas brumas entenebrecen el horizonte», dijo un papel de la épica, en siniestros, sugestivos caracteres. Un club político estalló en bombas periódicas con este lema: «Si queréis la paz, preparaos para la guerra». Esta paz —grita un moderno Eusebio— es la paz del eunuco en el serrallo.
+¡Abajo la infame oligarquía, abajo el sapismo impío, abajo las escuelas sin Dios! Antioquia la soberana, la agreste soberana, cifra en su fe su orgullo, en su fe su tesoro, su vida. ¿Y pretenden arrancársela los malvados? ¡Que vengan! —brama el pueblo—. ¡Atrás los pérfidos! —grita el Gobierno—. ¡A ellos!
+Y fuego bélico inflama los corazones; la fe les exalta y les sublima. Truena el club y la tribuna. Viento de epopeya silba en las breñas, vibra en las sierras, se desata en los ámbitos. Cada hogar es una fragua, un Sinaí cada púlpito. Surgen los apóstoles, aparecen los evangelistas. Al infinito tiende la mujer bíblica de estas montañas: si es preciso, su sangre también la ofrendará, que vírgenes y mártires la derramaron siempre por su Dios. ¡A la lid las milicias todas del Señor! No es soldado únicamente quien combate en el fragor de la pelea: gloriosas e incruentas se libran con otros héroes y otras armas. ¡Al templo, niños inocentes, desvalidos ancianos, mujeres inermes, al templo!
+Y se colma la casa del Señor. Nuestra Señora de las Victorias es paseada por la capital. Santos milagrosos, Vírgenes doloridas, sangrientos Nazarenos son sacados de sus nichos y llevados a hombros por calles y por plazas. Tócase a rogativa en todas las aldeas; las romerías acuden a todos los santuarios. El clamoreo sube unísono al Dios de los Ejércitos. No le bastan a la piedad las fórmulas imprecatorias de la madre Iglesia: algo más concreto ha menester, y una dama ilustre vierte su corazón y su cerebro en rezo inmortal a Santa Elena. Cunde y se propaga: el ritornelo de los gozos, coreado, declamatorio, óyese en ciudades, aldeas y cortijos:
+Dadnos el triunfo completo
+De la Cruz del Redentor.
+No para en esto la antioqueña: bórdanse banderas y escapularios para los héroes cristianos; ensártanse rosarios a millares. Crece el fervor, crece el entusiasmo. Un apóstol levanta estandarte; apellida al pueblo; el pueblo le sigue, y, entre plegarias y clamores, peregrina hasta allende el Chinchiná. Un hombre misterioso, de blancas talares vestiduras, tez de alabastro, y luenga cabellera de oro diluido, surge de improviso. Su aire iconógrafo, su acento, sus preces públicas y autoritarias de supremo oficiante, sugieren al punto el sentimiento de lo maravilloso. Quién le teme y le huye con recelo; quién le venera de rodillas; para unos es profeta del Altísimo, Anticristo para otros, para muchos Jesús de Nazareth, Mi Dios le llaman y como a Dios le siguen…
+Ayer como quien dice pasó aquello: veintitrés años ha.
+Obra magna para aquella fusión de fe y patria era el pueblo de San Juan de Piedragorda. Cuajó allí refinada, en concentro admirable, mucho antes que otros pueblos de Antioquia se percatasen del asunto. Villorrio montañés sencillo si no aislado, vio invadido su terruño y extinguidas sus creencias.
+Lago apacible que no conocía tempestades era el alma del párroco de Piedragorda; pero he aquí que los pasos de Jesús, al revés de los de Tiberíades, fueron el cordonazo de San Francisco.
+Bentham y Tracy; Ezequiel Rojas, el hediondo a azufre; Rojas Garrido, el vocero de Satanás; el Diario de Cundinamarca, ese papel escrito en los infiernos; esa escuela laica, donde se enseñaba a medirle puño a los santos y a escupir a la Virgen; y ese matrimonio civil y ese amor libre y la ley de tuición y los oligarcas y los sapos y todo el rojismo impío, en montón y por separado, tuvieron su merecido. El horror que les daba a las señoras: como no fueran a degollar a los curas esos sapos…
+El párroco, presbítero Ramón María Vera, curita de misa y olla, de una simplicidad enteramente evangélica, aficionado en exceso —por pasatiempo e higiene solamente— a las faenas y asuntos pecuarios, sabía más de terneros y muletos que de embelecos filosóficos, literarios y canónicos.
+¿Pero qué Numa no tuvo su Egeria? Era la del párroco don Efrencito Encinales, paño de lágrimas de todo el vecindario y el ser más útil, ocupado e improductivo de la creación. Sin tener industria ni profesión alguna, las ejercía todas, fuesen serviles o científicas, rurales o urbanas, artísticas o mecánicas. Era universalista en remiendos, componendas, remontas y soldaduras: lo mismo se las había con máquinas de coser que con totumas desportilladas, lo mismo con lozas rotas que con latas carcomidas. Le cortaba al cura el pelo y las sotanas; le hacía la barba y la corona; retocaba los santos; arreglaba la iglesia en los grandes días y labraba la pólvora para las fiestas, con todo y girándulas y castillo. Recetaba por Bouchán, lo consultaba a cada paso, y, mediante una antonomasia admirativa de su cosecha, le llamaba siempre El autor. En eso de pólizas, memoriales y escribanías era el número uno de Piedragorda. Rayaba muy alto por lo artístico e inventivo: esculpía en raíces de guayabo unos crucifijos extenuados, de llagas azules y anatomía sarmentosa y antihumana, y hacía estupendas creaciones en todo asunto suntuario o decorativo.
+Era lector incansable de La caridad, Augusto Nicolás y Frayssinous; se sabía al dedillo al padre Jaén, Cartas de un sacerdote católico y Las sirenas, libros y autores que citaba con frecuencia. Con decir que fue él quien leyó varias veces las siete palabras en el púlpito, está dicha su religiosidad.
+Increíble era la duración de sus ropas y prendas de vestir y ejemplares su pulcritud en traje, palabras y acciones. Nunca se supo a ciencia cierta su estado; las malas lenguas aseguraban que era descansado y que su cara mitad andaba muy campante por esos mundos del Cauca. Lo cierto es que un día apareció en el pueblo; procedente, según él, de la Vega de Supía; que resultó ser tío segundo de las señoritas Encinales, y que de tiempo atrás vivía con ellas en el santo temor y amor de Dios, sin que él hubiera precisado nunca qué clase de vínculos dejara en Supía.
+Sólo el padre Vera estaría en el secreto, por ser el tío un su hijo de confesión. Y ello no debía ser cosa mala ni pecaminosa, por parte de Efrencito, porque su confesor le quería como a las niñas de sus ojos, lo admiraba por sus muchas industrias y sapiencias y le había hecho, luego luego, su consejero y factótum, creyéndole a ojo cerrado cuanto dijese y opinase.
+A tal sombra, con tal cultivador y en terreno tan propicio como era el corazón del párroco, fue creciendo y lozaneando, cual cedro del paraíso, el santo odio al liberalismo. Y como el cura no fuese para digerir y asimilarse directamente los inflamados conceptos, las hipérboles candentes y la algarabía retórica de los papelorios políticos de la época, don Efrén, merced a muchos descartes, y a un poder raro de selección, le hacía tragar al curita la miga, la sustancia y el meollo del asunto. Una vez la luz en el indisciplinado cerebro del sacerdote, el maestro le desprendía los corolarios y le señalaba el derrotero. Mediante la repetición y machaqueo de frases gordas, de epítetos retumbantes, de esos que en fuerza de su crasitud y efectismo se incrustan en las mentes sin cultivo, le diseñaba los sermones, se los formulaba casi, sin que el curita mismo se diese cuenta clara de tales sugestiones y aprendizajes. Para refuerzos de tales homilías estaba el cura a qué quieres boca, pues don Efrén le historiaba a toda hora las horripilancias ejecutadas por los liberales, haciéndole cada biografía de corifeo rojo, que el cura los veía a todos haciendo borbollones en la paila mocha.
+En honor de la verdad, cúmplenos decir que don Efrén se sentía llamado por la Providencia a iluminar a aquel oscuro sacerdote, y que obraba, por ende, con el celo de una madrina que enseñase el catecismo a algún su ahijado huérfano.
+Auxiliar poderoso de don Efrén, alma tal vez de tan laudable empresa, era la señora Rebolledo de Quintana; pues si él se iba a la cabeza del discípulo, ella, a fuer de hembra, le asestaba derecho al corazón, y se lo henchía de fervores y lo hacía hervir en entusiasmo.
+Todo se reunía en Quiterita para el caso: una amistad santa con el cura, que día a día se acendraba más; una de esas piedades ostentosas, que necesitan ruido y aparato; una susceptibilidad, siempre enconada, por los intereses de la Iglesia, unas ansias de apostolado que la devoraban; la comezón de figurar, de ser la dueña de todas las situaciones altas y piadosas; un espíritu inquieto, ávido de novedades; su instinto de dominio y protección, desarrollado por el caciquismo lugareño, ese instinto suyo que la ponía en pugna abierta con cuanto se apartase de sus gustos y opiniones o no estuviese bajo su influencia y jurisdicción, que la hacía amar, con adhesión insana, todo lo que llevase su sello y la marca de su fábrica; y, por remate de tal castillo, el trueno gordo: su firmeza y su desprendimiento políticos, célebres en todo el orbe desde los tiempos del viejo «Mascachochas». Tampoco era ninguna ignorante la señora de Quintana: sabía mucho, pero mucho Telémaco, había leído El Evangelio en triunfo y todo el Año cristiano, y entendía en liturgia bastante más que el padre Vera. Era viuda muy rica y sin hijos; y si en la guerra de Mosquera había gastado trescientos pesos en postas y pertrechos y en comprarles chopos a los soldados enemigos, ¿iba ahora a reparar en unos ridículos miles? ¡Mentarle rojos a misiá Quiteria! En cuanto se le ponía que había rojos en la costa, ya estaba la señora brotada de ojos, inflada de carrillos y gaga, gaga perdida, de la pura incomodidad.
+Así fue que cuando oyó el pun pun de la tambora y la voz del alcalde que declamaba el decreto guerrero desde los balcones de la Casa Consistorial, voló la viuda trasfigurada a la Alcaldía. Ofreció doscientos pesos en empréstito para los gastos preliminares, hizo alistar varios sobrinos y allegados, y, con pasmo del párroco y de la autoridad, declaró que, a tener diez años menos, estaría pronta a ceñirse las bragas, el chafarote y demás arreos bélicos y a arremeter contra la canalla impía, cual otra doña Marucha Martínez.
+Con el decreto había venido la orden de levantar en el pueblo un batallón. Ni el alcalde, ni el cura, ni misiá Quiteria trepidaron un instante. Investido el primero de la doble dignidad de Jefe Civil y Militar de aquella plaza, corre a casa de su cuñada y saca de entre una alacena el espadín dos veces glorioso de su suegro; un espadín esgrimido en los sangrientos campos de Playas y de Carolina. Con estregones de polvo de loza por lo metálico, con unción de gordana por las correas, sacóle al arma aquellos intensos resplandores y aire indudable de reciente desempaque. Y como no era él para llevarla así a la diabla, se hizo cortar al rape la ya ondeante greña, afeitóse a dos repasos las balcarrotas, y, a fuerza de sobijos y torceduras, logró sacarle al bigote unas puntas de lo más imponente y marcial. Calzado que se hubo los magnos botines de vaqueta, herrados con carramplones; cambiados que fueron el pantalón semanero y la ruana habitual por el flux de paño negro de las grandes festividades, ciñóse al cinto la ilustre espada, y, con estruendo horrísono de cobre y de herraduras, tiró por media plaza hasta la Comandancia, transformado, desconocido, entre la admiración de todo el pueblo.
+El padre Vera, tan escaso enantes de la divina palabra, se desbordaba ahora en la misma, en la visita al Santísimo, en el rosario vespertino, en las salves de los sábados y en el trisagio de los domingos. Cada cristiano de catorce a sesenta y cuatro años estaba en la obligación de ir a defender la religión. Y a cada prédica se enrolaban diez o doce voluntarios, cuatro o cinco tibios y algún oliscado de rojismo, sacado de por ahí de alguna madriguera. Don Efrén se gloriaba en su discípulo.
+Misiá Quiteria, entretanto, sudaba las mantecas en mil andanzas y ajetreos. Apenas le llegó de Medellín el valioso encargo de rasos y tafetanes, de sedas, hilo de oro y lentejuelas, reclutó todas las señoras más hábiles en el arte de Penélope, armó en su casa un bastidor…, y a bordar, a bordar.
+¡Qué delicia! Ella influyendo de ese modo. Su trascendencia política y religiosa puesta en evidencia. Su piedad, en triunfo. ¡Qué éxtasis! Una emoción de tiernos escalofríos le pasaba a misiá Quiteria para entrarle un rapto de elocuencia. El séquito bordante, tan pronto prorrumpía en jubilosas interjecciones, tan pronto callaba subyugado. La señora tomaba resuello por momentos. Oíase entonces el trabajo. Y aquel crujir unísono de agujas, al pasar por el templado trapo, era para misiá Quiteria el himno augusto del civismo femenil.
+El tiempo se angustiaba: trabajaban día y noche: el chocolate de canela con almojábanas y las cocadas con ajonjolí —timbres privativos de la repostería de Quiteria— iban y venían apetitosos y fragantes. Una vez entre pecho y espalda el agasajo, seguían las obreras inclinadas sobre el bastidor. La patriótica fatiga fue recompensada: la antevíspera de partir el batallón diéronse las últimas puntadas. Aquel monumento de trapo no podía dedicarse así de cualquier modo; y la arquitectura que le construyó, molida y todo como había quedado, abrió nueva campaña. Regó sus gentes por esos contornos para que acaparasen cuanta leche hallaran, a fin de hacer la natillada monstruo para los soldados; encargó para los mismos a las tres chicheras más insignes del lugar la cantidad inaudita de trescientas puchas; hizo reclutar de casa en casa vajilla, mantelería, aves y demás ingredientes del caso; y ayudada de varias señoras, prendió el horno y diose a preparar el comistrajo para los jefes y oficiales.
+En su propia sala tuvo lugar el banquete. En él aparecieron las riquezas y excelencias de la cocina parroquiana: allí la densa sopa de pan, oleosa, azafranada, con tronchos de chorizos y menudencias de aves; allí las gallinas enjalmadas, crecidas como pavos por las costras superpuestas de bizcocho pulverizado; allí el pastel de bodas, servido en la enorme cazuela de barro, cubiertas con papeles de seda y pétalos de caracucho las fealdades y negruras de la inevitable vasija; allí el perfil de marrano entre espesores de tomate y frondas de perejil, el bocado de la reina, la sopa borracha, el manjar blanco, y el huevo hilado y cuanto mazacote fino inventó la gula hispanoantioqueña; que, en acometiéndole el pujo político-religioso, no se paraba en gollerías la anfitriona.
+Ella misma, con sus propias manos y medio embargada por la emoción, presentó el obsequio, terminados los postres. Ella y otra dama desdoblaron la bandera: a un golpe deslumbraron letras y emblemas, flecos y lentejuelas, en relampagueo de gloria.
+La combinación de los colores nacionales había sido rechazada desde luego, que mal podía aceptar misiá Quiteria el rojo infame junto al azul divino de los cielos. Eligió un blanco acalostrado para el fondo, y para la guarda —que eso era guarnecido— un colorcillo indefinible.
+Pasado el deslumbramiento, pudo admirarse aquello: arriba una cruz áurea y dos espadones de seda, amarrados lo mismo que un tres de bastos. Era el moño de felpa celeste, y sus puntas se iban culebreando, culebreando, hasta formarle cerco protector al escudo nacional; allá en el medio, se sospechaba con el águila muy agallinazada, la pobre, las banderas más que confusas, los cuernos vacíos y la granada muy patente y encendida. Abajo en letronas de oro y de azul iba el busilis:
+LAS MATRONAS PIEDRAGORDEÑAS
+AL
+BATALLÓN PÍO IX
+Y en la bordadura de aquellas matronas había una corrección de ternura, una valentía de patriotismo, un grito de protesta. Al contemplar misiá Quiteria esas ocho letras y el simbólico moño, ideado por Efrencito, toda se estremecía de fruiciones, veía la religión triunfante, rematada la rojería y a Parra aplastado entre los escombros del Capitolio. Don Efrén iba traduciendo el lenguaje del bordado. Oído lo cual por jefes y oficiales, declararon: primero, que esa bandera era lo más hermoso y expresivo; segundo, que las matronas piedragordeñas eran las más decentes del mundo; y tercero, que misiá Quiteria era la matrona de las matronas. Don Efrén agregó por su cuenta y riesgo y con énfasis profético, que los emblemas y dibujos eran la intuición de la piedad, la «prenda segura de la gloria» —como decían las letanías del Santísimo Sacramento—; y que antes de un mes la religión católica envolvería toda la República, ni más ni menos que el moño alegórico al bordado escudo. Cura, damas y milicianos quedaron persuadidos; y el banquete terminó entre efusiones y discreteos dulcísimos, algunas frases del Telémaco, vapores de oporto en más de una cabeza, y más chisporreante aún la llamada religiosa.
+***
+—¡Te luciste, Quiteria! —díjole el párroco, no bien la dama, Efrencito y él quedaron solos—. Con tres Quiterias me comprometía a acabar con los malvados.
+—No diga eso, padre. Yo no soy más que una pobre vieja inútil, que sólo trato de servir a Dios. Ojalá pudiera hacer algo por mi partido. ¡Qué feliz sería yo!
+—¿Poco te parece lo que has hecho?
+—Mi sangre diera, padre…, y la daré por mi religión y por mi patria, en caso que Dios quiera castigarnos con el triunfo de los rojos. ¡Si ellos llegaran a triunfar (aire sublime de martirio) ni usted ni yo quedábamos con vida en este pueblo! Ni el cojo Pino, ni las Valderramas me perdonaban mi patriotismo. Pero no le hace; todo lo soporto por Dios, todo: hasta la calumnia. Ya ve, padre, cómo me desguazan. ¿No sabe que me llaman «La mula conservera» y «El sargento Pipa»? Y el cojo dizque habla de mí cosas tan horribles que no me atrevo a contárselas; y las Valderramas han tenido el cinismo de decir que apenas triunfen, nos pican a usted y a mí y nos componen en mote, para que coman los jefes conservadores; y que el mondongo dizque se lo van a echar a los perros.
+—¡Qué infamia! —interrumpe don Efrén.
+—¿Pero qué se puede esperar de esa gente —repone la dama en tono filosófico—, unas mujeres sin religión; que siempre han dado tanto escándalo con sus bailes y sus pasos con toda la guacherna; que casi no van a misa; y que ni en la cuaresma se confiesan? El año pasado, ninguna de ellas cumplió con la Iglesia y se quedaron lo más orondas. Aquí está el padre que no me dejaría mentir.
+—Sí, hija; así fue. Son muy oliscadas.
+—¡Ay, señor, y la lengüita de esas mujeres! —exclama don Efrencito, santiguándose—. A mis sobrinas como las llaman es «Las carangas del Señor» por lo virtuositas e iglesieras, y como son tan monitas…
+—¡Eso ya no se puede tolerar, padre Vera! —prorrumpe Quiteria, disparada—. ¡Eso es una blasfemia! ¿Decir que Dios tiene carangas? ¡Y van al templo! ¡Podían ir a adorar sus dioses falsos!… ¡Herejes, oligarcas! ¡Si no hay nada tan horrible como gente sin religión! Dios puede mandarnos un castigo, por esas mujeres.
+—Esas son cosas que les enseña el cojo, que es uña y carne con ellas —dijo don Efrén—. Figúrese ese hombre que fue el discípulo amado de Rojas Garrido, y el Tantasguascas del Colegio del Rosario. Apenas cumple con su deber.
+—Por eso tiene el pelo que tiene —vocifera la señora—. Esa llaga que le pudrió la pata fue castigo de Dios, por sus blasfemias. ¡Qué tal, si no le cortan media! Si así, mocho, es tan insoportable y tan perverso, ¿cómo sería bueno y sano?
+—Pero, ¿qué están pensando las autoridades —replica Efrencito—, que no destierran a ese hombre, o le ponen una mordaza? Es el peor enemigo del Gobierno.
+—¡Mordaza! —exclama la señora con desprecio irónico—. ¡Las cosas que se le ocurren a Efrencito! ¡Si le dieron la ciudad por cárcel: si van a premiarle su rojismo!
+—¡Ah, Quiterita esta, pa tremenda! —dice el cura.
+—No, padre Vera —replica ella, pasando de lo burlesco a lo patético—. Mientras los jefes de esta plaza anden con ese mimo y esas consideraciones; mientras haya sacerdotes que se callen y lo autoricen todo con su silencio, tendrá enemigos la Iglesia en este pueblo y los tendrá el Gobierno. Vea, padre, los oligarcas están como gusanos de cosecha. (Aquí se puso la señora en pie, hizo la lista e incluyó en ella a doña Milagros y al padre Casafús). Todos son rojos solapados, toditos. No se destapan en público de miedo al destierro y a los compartos; pero son los peores enemigos que tenemos.
+—Así es —apoya don Efrén muy convencido.
+—A usted, padre —prosigue ella—, lo tienen embotellado la Milagros y el padre Casafús. Usted no ha querido creer en el rojismo de ellos; pero me dejo cortar la cabeza si no son sapos declarados. ¡Figúrese Milagros que fue mosquerista de las tres efes! Y no aflojó ni con la persecución del clero, ni con la echada de las monjas, ni con el destierro del arzobispo. Ahora se ha metido a beata, eso sí, pero, ¿por qué?… ¡No le supiera yo las cosas a Milagros! Es más supuesta y más hipócrita que los fariseos. ¡Yo no sé taparle a nadie, cuando me tocan estas cosas! ¡A nadie! Si es malo decir la verdad, soy casi tan mala como Aquileo Parra.
+—Es que vos no querés harto a la Milagros —le dijo el párroco con socarronería.
+—No debiera quererla, padre; pero a mí la sangre me tira, y ella es mi prima segunda. Pero amor no quita conocimiento. Yo la conozco y le sé todas sus mañas: ella es la que tiene así al padre Casafús. Estoy persuadida, está persuadido Efrencito, y todo el pueblo, aunque usted no lo crea.
+«Vea, padre: Milagros es una zorra, y con su hipocresía y su mieleja, y echándoles gracias y ocurrencias a las viejitas Casafuses, que ya están chochas, se ha metido al padre en el bolsillo, y los dos se han entendido en el rojismo, y se burlan escondido de nosotros los conservadores, y se han pactado para no decir esta boca es mía en cosas de nuestra política, nada más que por mostrarnos el desprecio con que nos miran. En ella no lo extraño: es por darme en qué morder a mí. ¡Si viera el modo como ha visto la cosa de la bandera! Ni siquiera vino a verla acabada, con lo curiosa que es. Y lo mismo fue con el banquete. He averiguado que dobla la hoja, apenas le mientan estos asuntos. Ella es así: ¡envidiosa como ella sola! Le parece que es la única que puede llevar la voz en el pueblo y supeditar en todo, y cree que yo le hago sombra; pero se equivoca tristemente: mal puede una vieja, como yo, hacerle sombra a una sabia, como ella».
+Efrencito y el cura enmudecían como avasallados por las potencias de esta alma recalentada, y la matrona piedragordeña prosiguió luego:
+—Lo que yo no me explico es que el padre Casafús, que se las echa de muy independiente, se haya dejado sonsacar de esa manera. Porque el que no vea, en la conducta del padre, las tramas de Milagros, es porque no quiere ver. Y no es que yo me admire mucho de que haya curas rojos: el Diablo sabe mucho y es enemigo del alma…
+—Ahí están —interrumpe don Efrén— el padre Lutero, el padre Calvino, el padre Jacinto…
+—¡Y el padre Casafús! —dijo la dama, con acento triunfante de calderón final.
+Y la última sílaba de aquel apellido, ese fus agudo y sutil, que parecía silbo de viento a medianoche, vibró en el alma del párroco como el soplo medroso de un anatema. Diole un salto el corazón, quedose en su silla sobrecogido, y reinó el silencio. Rompiólo al cabo el párroco, quien, después de toser para disimular la tragadera, preguntó con tono inseguro:
+—De veras, Quiteria: ¿usted sí cree que el padre Casafús sea rojo? ¿O es por verme?
+—¿Por verlo? ¡Válgame Dios, señor! Sólo usted puede ponerlo en duda.
+—Expóngale sus razones, Quiteria —saltó don Efrén, con aire retador de quien ha pasado por una prueba y no la ha resistido—. ¡Expóngaselas, para que opine!
+—Si el padre quiere —repuso ella haciéndose la ingenua— no tengo inconveniente.
+—Sí quiero —dijo el cura.
+Y ella, acercándosele más y con tono de profesor que inicia clase, hablóle así:
+—Permítame que le diga, primero que todo, que Efrencito, y yo, y otras personas, creemos que usted se está haciendo de la oreja gorda con el liberalismo del padre Casafús. Será por prudencia, probablemente, porque ninguno puede conocer mejor que usted las ideas del padre…
+—¡Pero Quiteria! —interrumpe Vera muy querelloso y suplicante—, ¿cómo voy a saber qué piensa él de estas cosas, si él no me ha dicho, si ni siquiera se confiesa conmigo, hace añísimos?
+—¡Precisamente por eso! No se confiesa con usted después de que anda en esas. Se va a buscar hasta Mercedes al padre Malta, que ya está sorombático, y lo envuelve bien envuelto, con su palabrería.
+—¡No se meta tan hondo, Quiteria, que eso es malo! Usté tiene ese viciecito.
+—Así será, padre, cuando usted me lo dice (con voz en que ya estalla el berrinche). Yo siempre le he parecido a usted muy mala y perversa. Pero no soy la sola: Efrencito también es un malvado, porque él también cree en el rojismo del padre Casafús. Pregúnteselo, que no me dejará mentir.
+Calló porque el llanto la ahogaba.
+—Pero, Quiterita, por eso no vas a prender el mundo —dijo el párroco pasado un momento—. ¡El rojismo del padre tampoco es artículo de fe! ¡Y, si es de rabia que llorás, pecás!
+—¡Ay, señor!, sí tengo mucho sentimiento con usted, para qué voy a negárselo: usted me cree muy temeraria, muy imprudente. Pero ojalá fuera por esto que lloro: eso sólo sería una falta en esta pecadora (serie de sollozos). Es que me ofusca y me aflige el escándalo… ¡Ver a un ministro del Señor apoyando a los herejes con su silencio y con sus relaciones, porque apenas principió la guerra, no se aparta de ellos: es uña y carne con el cojo Pino y con las Valderramas; ver que persiguen la Iglesia, y él…, como si no le importara, como el perro mudo, de que hablan los libros! Y así quiere usted que no creamos y que yo no me aflija.
+(Aumento de lloriqueos, pausa y silencio de los tres).
+—Hablá vos, Efrén —dijo al fin el cura—. No seás vos tampoco el perro mudo, y explicáme bien claro todo este enredo, sin poner ni quitar, que entre vos y Quiteria me están poniendo orejón.
+¡Aquí de Efrencito Encinales! Botó el tabaco, asumió de pronto el aire sublime que él gastaba en tales casos, y, como si se escuchase a sí mismo, moduló así:
+—Señor cura: yo no soy el llamado, bajo ningún pretexto, a juzgar la conducta de un sacerdote tan ilustrado como el padre Casafús; pero considero este asunto como caso de conciencia, y creo de mi deber darle a usted una alerta y exponerle mi parecer, con toda la sinceridad e hidalguía de un hombre honrado y de un hijo muy adicto de la Iglesia. Ahora bien, padre: le suplico me preste atención. (Tos, pausa y crecimiento de sublimidad).
+La Iglesia católica, una e indivisible, es como la hostia consagrada, ¡de una sola pieza! Quien pretenda quitarle un pedacito, niega el todo y deja de ser católico. En esto no hay término medio. O todo o nada, porque Jesucristo ha dicho: «El que no está conmigo está contra mí».
+—¡No, no, hombre! —interrumpe el cura con brusquedad nerviosa—. ¡Dejáte de arengas y retajilas, y decí pan pan, vino vino, y ligero!
+—Para ser claro, señor, hay que ser lógico y principiar por el principio (sin inmutarse un ápice). Déjeme hablar con calma, y exponerle la doctrina evangélica, que después se la aplicaremos al asunto.
+—¡No! No acabás en toda la noche y me ponés la cabeza grande con tanta cosa. Decí de una vez por qué es rojo Casafús, o me voy.
+—Hay argumentos muy poderosos —dice el otro renunciando a prólogos e introitos— para probar el liberalismo del padre Casafús. Primero: no ha predicado una palabra contra los liberales, cuando todo el clero…
+—Esa no es razón, hombre —replicó el cura reventándole a Efrencito una nueva sarta que al fin iba a acomodar—. Casafús no ha predicado contra los rojos ni contra nadie, porque yo no le he dado tiempo y aquí no hay sino una mera iglesia y un mero púlpito. ¿Pero no has visto, hombre, que desde antes de turbarse el orden público, estoy dale que dale a las prédicas a tarde y a mañana, hasta ponerme ronco? ¿No has visto que todo lo que vos y yo hemos hablado sobre los impíos, lo he echado en mis sermones? Y si yo me lo he hablado todito, ¿cómo querés que le alcance a Casafús? Y, pa decirte mi verdá, yo no he pensado, tampoco, en que él predique sobre estas cosas, porque se encumbra con finuritas y palabras trabajosas, como vos, y estas cosas hay que decírselas a la gente bien claro y bien patente, pa que las entienda bien entendidas: macho, macho, así como yo. Decí otro argumento.
+—No solamente con la palabra divina y en el púlpito se predica, señor cura —dice doña Quiteria, ya consolada—; también se predica con el ejemplo y con las conversaciones; y el padre Casafús, he sabido yo, no habla ni permite que le hablen de política conservadora y ha cortado relaciones con los conservadores.
+—Decí otro argumento, Efrén.
+—El padre Casafús se sometió cuando Mosquera; y…
+—¡Piss, hombre! —exclama Vera—. Eso fue cuando Mosquera; y yo también en un tris me someto. Si no me amparan y me mantienen en casa de mi compadre Jaramillo, la necesidad me habría acosado. ¡Y ya me ves ahora!
+—Señor —replica don Efrén, apasionado—, no crea, si no quiere; pero es rojo, rojo del cacho largo: dice que La Caridad es un periódico fanático e intolerante; lee el Diario de Cundinamarca y todos los papeles prohibidos que le venían al cojo Pino; tiene en su biblioteca obras de Bentham y de Victor Hugo, y desea el triunfo de nuestros enemigos.
+—¡Muy cierto! —confirma Quiterita—. Y tampoco cree en el trecenario de San Francisco, y se ha burlado de la novena de Santa Elena. Pero no le diga más, Efrencito: no hay peor sordo que el que no quiere oír.
+Y don Efrén obedeció. Rascóse el cura la cabeza y dijo:
+—Yo tampoco alego más: tal vez será cabecidurez mía. Si ustedes no me están embotellando, si eso de esos libros malos es cierto, siempre será liberal mi compadre Casafús.
+—No, señor. ¡No hay tal! —dice la matrona con sarcasmo—. Son mentiras de Efrencito y mías, son calumnias que le levantamos a un pobre sacerdote. Mañana debe levantarnos del confesonario: somos indignos de la absolución. Pero puede ir donde su Milagros, la santica, que ella nos desmiente y le da consuelos.
+Y volviéndose a don Efrén agrega:
+—Y usted hágame el favor de no volver a mentarle al señor cura una palabra del asunto. Los embusteros no tenemos derecho para hablar.
+—No te calentés, Quiteria —dice el párroco en tono de paternal reproche—, ni seás tan satírica, que no hay motivo. Si Casafús es rojo, hay que ver cómo arreglamos eso, y pedirle a Nuestro Señor le quite la venda de los ojos… Es que a mí se me vuelve cuesta arriba convencerme que ese demontres de cabecipelao, que sabe tanto y que es tan virtoso, aunque tan volao como esta Quiteria, vaya a resultar a estas horas con esa indecencia. ¡Pero en el mundo estamos! Yo voy a ver cómo le saco la cosa, y si es cierto, ¡que se forre! No faltaba más. ¡Mucho lo quiero, mucha es la falta que me hace; pero que se largue! No me conviene tenerlo más en mi curato.
+—¿Que no le conviene, padre? —repone Quiteria en el colmo de su triunfo—. Vaya, oiga al doctor Juan Pino, a las señoras Valderrama y a su santa. Llenan la boca con el padre Casafús: ese sí es el modelo del sacerdote, dizque es mejor, mucho mejor que Jesucristo. ¡Sí! El Cielo dizque se les va a abrir de par en par a todos los sapos y oligarcas, y a todos nosotros nos va a empuntar a las llamas del negro Averno y del Cocito (erudición telemaquística). Conque, si no se hace al lado de su padrecito y de los rojos, se amoló, mi padre.
+Tiróse este una carcajada con las ocurrencias de Quiterita, y le dijo a don Efrén:
+—Caminá, hombre, vámonos, que esta hasta a mí me va a enrojar.
+Con lo cual hubo de levantarse la sesión. Cuando los dos iban por la calle, camino de sus casas, díjole el cura a su mentor:
+—Hombre, Efrén: ¡esa sí es la vieja más caloria y más refinada que yo he visto! Si hubiera sido macho, ¡qué general o qué sacerdote tan macuenco habíamos tenido! ¡Y tan matronaza y virtosa! ¡Porque barajo si es buena persona esa Quiteria!
+—¡Calle la boca, señor: eso es un encanto! ¡La fe de esa mujer y ese interés por la religión!… Lo único que la saca de quicio son los impíos. Pero vea, señor: es la cólera de los santos. La tiene tristísima y ofuscada el padre Casafús, porque teme que esa alma tan querida se vaya a perder y a ser la causa de la perdición de muchas otras; porque, ¡figúrese usted!, si él llegara a destaparse y a declarar su liberalismo, con esa palabra que tiene, ¿cómo se cargaría de mesas la impiedad? ¡Cómo sería el estrago!
+—¡Nos mataba, mataos!
+—Vea, señor: cuando yo pienso en estas cosas y veo el liberalismo en un sacerdote, me aterro: me parece que ya se acerca el fin del mundo. ¿Qué sabemos si es el Anticristo que ya viene?
+—¡Eso sí no, hombre! El mundo apenas está mudando mamones. Mañana mismo voy a ver cómo se arregla esto, pa que se acabe el escándalo y se le quite a Quiterita el entripao.
+Despedido Efrencito, entróse el párroco a su casa, trancó las puertas, y, a la vez que mascullaba sus oraciones, entre bostezo y bostezo, cambió los trapos que luciera en el banquete por el balandrán de zaraza con que dormía, echóse la triple santiguada de costumbre… y a su camita.
+¡Pero quién te dijo!
+Aquel sueño suyo que le acudía siempre, no bien acomodaba su individuo, se lo había espantado en toda regla el demontres de Casafús. ¡Valiérale la Virgen con la churumbela esta! Por esto sí no pasaba él.
+Contó hasta doscientos… y nada; sin haber leído al Buen Ricardo, coincidió con él en el remedio del desbarate… y tampoco. Vera, que cifraba en el sueño la dicha suprema de la vida, no podía conformarse. Descolgó la camándula, se puso en la presencia de Dios, por ver si un rosario le valía. ¡A buen recurso apeló!: a cada cuenta corrida se le encarnizaba más y más el demonio de la obsesión, y, cuando iba en la mitad, tuvo por irreverencia el continuar aquello. La cabeza se le iba con esa devanadera incansable. Y que sí y que no, y que esto y aquello, y aquí ato un cabo y allá lo suelto, y ahora me explico un hecho o una frase, y caigo luego en mil contradicciones y desempates, hasta que, fatigado, sudoroso y en pleno estado de encalabrinamiento, tiróse de la cama, y así en camisón pelado y a oscuras, vino a sentarse en su poltrona. Aquí fue lo negro: de pronto, sin que él pudiera determinar cuáles y cuántas razones le asistían, sintióse de acuerdo, enteramente de acuerdo con Quiterita y don Efrén.
+Levantóse de la silla, prendió luz y echó a pasearse, atontado y nervioso, del aposento a la sala. Una tristeza, una aridez, que no creyera posibles un día antes, le ennegrecieron el espíritu. En su angustia, se le figuraba que el corazón le dolía con dolores materiales. ¿Casafús rojo, Casafús contra la Iglesia? ¡Imposible! ¡Imposible! Casafús, un sacerdote que él había admirado tanto por sus virtudes y sabiduría; un hombre que con su sola palabra hubiera levantado ejércitos a la causa de Dios, ¿convertido ahora en su enemigo? ¿Sí sería esto una pesadilla? No; quería cerrarse a la verdad, y la verdad lo inundaba. Qué vergüenza para la Iglesia, para el clero antioqueño, para él, que tanto le había querido y considerado. Satanás se valía siempre de los sabios, de los inteligentes para hacer de las suyas. Ya no le parecieron disparates los temores de don Efrén: tales abominaciones eran para acabarse el mundo. Tan enorme le pareció el pecado, que se declaró ante sí mismo incapaz de apreciarlo; y en aquel corazón sencillo, henchido de amor por sus semejantes, de tierno cariño por su amigo y compañero en Dios, hirvió de pronto odio contra el traidor, contra el apóstata. Reventó en sollozos. Recostado boca abajo contra el borde de la cama, lloró largo espacio como un niño.
+Calmado un tanto con el estallido, trató aún de darse a sí mismo algún consuelo. Acaso fuera todo engañifas del Demonio para turbarlo a él, a Quiterita y a don Efrén; acaso fueran designios del Altísimo para probarlos a los tres. Mas al cabo hubo de rechazar el lenitivo, por parecerle sofistería de un alma que no quiso torturarse. Cierto era todo: su corazón se lo gritaba; Quiterita y don Efrén no podían engañarse hasta ese extremo. Quiterita y don Efrén eran incapaces de mentir. La cuestión estaba ahora en que el impío tornase a Dios y expiase de algún modo su apostasía. ¿Cómo obrar? ¿Cómo avistarse con Casafús y hacer que confesara la falta? Le tenía tanto miedo, era tan acerbo y exaltado. Imploró los auxilios del Espíritu Santo, pidiéndole que le alumbrase, especialmente con los dones de paz y sabiduría. Después de fervorosa oración, ocurriósele el medio. Al día siguiente suplicaría a Casafús que arengase a la tropa, con motivo de la bendición de bandera y la partida de la tropa. Así sabría definitivamente lo que había en el asunto: mentira todo, si el padre accedía; verdad, si se denegaba. Tal ocurrencia túvola desde luego por inspiración de lo alto; mas la misma proximidad de la prueba, que a él se le antojaba algo como una ordalía, fue poderosa a que pasara la noche de claro en claro.
+Aún no había sonado la diana por esos cuarteles, y ya él, azorado y nervioso, golpeaba en casa del sacristán. No bien abrió este, pidióle las llaves, y sin esperarle, fuese a la iglesia y tocó a misa precipitada y largamente, con no poco irrespeto a las reglas del campanero. Esta misma anomalía, lo inusitado de la hora y la circunstancia de hallarse todo el vecindario en expectativa con la marcha del batallón, atrajeron al punto a la iglesia mucho mujerío, algunos devotos, y por último al padre Casafús; quien, después de cortísima oración, fuese derecho a su confesonario, ya invadido a tales horas.
+El padre Vera, entre tanto, discurría por sacristías y corredores, sin asomar las narices por parte alguna.
+Quiterita, a quien le eran familiares los íntimos parajes de la casa del Señor, traspasó, con raudos andares y huracanada faldamenta, presbiterio arriba, y, previa y rendida genuflexión ante el Santísimo Sacramento, colóse sacristía adentro en busca del padre Vera. En cuanto le echó los ojos encima, le suplicó muy humilde:
+—Padrecito: camine, hágame el bien de reconciliarme, que no puedo comulgar con la soberbia de anoche.
+—¡Válgame! —dijo el párroco con aire que quería ser risueño y resultaba atediado y displicente—. ¿Y al Alcalde quién lo ronda? Más rabia que la que yo tengo…, con la noche de perros que he pasado. ¡Barajo, hija, que esta churumbela!…
+—¡No me diga, señor! Yo no he dormido un rayo —y recordando que iba a confesarse, rectificó—: tanto así no, pero sí muy poco; tal vez menos que de costumbre.
+Sacerdote y dama bajaron luego y, al pasar por junto al confesonario de Casafús, vieron en él una penitente toda recatada bajo el pañolón que extendía a dos manos contra la tabla sebosa de la reja. A pesar de la penumbra y del tapujo ambos a dos adivinaron que no era otra que la Milagros, y ambos a dos alzaron a mirarse, y dijo Quiterita a media voz:
+—Me parece que están encabados desde que él entró, porque ella es la primera que coge reja: tiene privilegio.
+Larga, por demás, fue la reconciliación de la señora, pasada la cual, tornó Vera a recoletarse, dejando a Efrencito y a un grupo de mujeres que asediaban el confesonario, ansiosas de lavar sus almas. No había cómo echarle a mala parte ese abandono: el pobre no podía.
+A la noche toledana, a la marcha de la tropa, se le unía ahora la proximidad de la entrevista casafusesca y un conflicto de conciencia que de pronto le había asaltado, y para el cual no le valieron los dones de paz y sabiduría que ya creía alcanzados.
+Y no era un grano de anís el tal escrúpulo. En sus adentros lo formulaba así: «Si este demontres de Casafús no resulta rojo nada, le he levantado un falso testimonio en materia grave; ¡además de grave!; le aborrecí un rato como hereje, y me parece que hasta mal le deseé. Entonces he cometido tres pecados mortales de un pipo; y en este estado no puedo salir a decir misa, sin haberme confesado. Pero si va y sí es rojo de veras, ¿cómo voy a confesarme con un cura hereje y cismático y oligarca, con un cura que ya no es cura? ¡Ay, Dios mío! ¿Para qué me contarían estas churumbelas? Me amolaron, bien amolado. Tal vez este juicio no será temerario enteramente, tal vez sí tengan razón para creerlo algo rojo y oliscado. Si fuera Efrencito solo, tal vez lo dudaba, porque, aunque sabe mucho, es algo idiático a ratos; ¡pero esa Quiteria!… Todo le sale, como si fuera zaurí. ¿Cómo demontres lo averiguo? Tiene que ser pronto, porque tengo que decir la misa primera: no aguanto a la otra. Y a Casafús que no le vale salecita. ¡Esa es otra! ¡Si le pregunto con maña, me coge en la trampa, me jarta a pipos, si bien me va, y en las mismas me quedo; si se lo pregunto así, claro claro y sin recovecos, entonces sí que es verdad que no larga prenda! Con tal que yo le sacara algo, aunque me pusiera que ni puerco pa matar. No hay remedio: tengo que tantear y tiene que ser ahora mismo».
+Y volviendo de aquí para allá la distraída mirada, topó entre la penumbra con el Buen Ladrón, un muñeco recortado en tabla, muy braciabierto y tristón, que junto a su compañero de suplicio, colgaba, con todo y cruz, por allá sobre un ventanillo. Con él se encaró el padre Vera y le dijo con el alma: «Hombre, Dimas: vos que fuites tan guapo, quitáme este recelo que le tengo a Casafús».
+Debió de oírle el santo, de chiripa, porque de allí a poco salió Vera de la sacristía, bajó hasta el confesonario de Casafús y con tal cara y tales afanes le llama, que el penitenciario de la parroquia, cortando de un tajo el haz de paja con que lo enredaba una beata, acude al llamamiento.
+—¿Qué es, padre Vera? —pregunta Casafús, muy sorprendido, no bien entran a la sacristía—. ¿Le ha dado alguna cosa? ¿Se siente mal?
+—No, no es que esté mal (con aire no muy seguro), pero me pasa una churumbela muy maluca.
+—Explíquese pronto, que tengo cuñado el confesonario.
+—Hombre, Casafús —murmuró el párroco quemando las naves—. ¡No te vas a calentar!… Pero por ai andan diciendo que dizque vos sos rojo y apoyás a los herejes.
+La cara que le puso Casafús fue tan acerba, tan ácida, tan hosca, que Vera cortó el discurso y se cortó él.
+—¿Y qué? —preguntó el acusado con aire de acusador.
+—Pues hombre…, no era nada; pero yo quería preguntártelo, porque… tal vez será verdá.
+—Será verdad para unos, será mentira para otros —contestó Casafús con hastío profundo—. Los actos y las intenciones humanas sólo Dios puede juzgarlos.
+—Pero contestá claro, hombre, y no te ofusqués.
+—Lo que yo diga de mí mismo nada vale, ni tengo derecho a que me crean. Sólo los dogmas se imponen como creencias, y son indiscutibles; lo demás es potestativo.
+—¡Pero, hombre Casafús, eso es salirse por la tangente!
+—¡Será o no será! Pero ni usted ni nadie puede obligarme a que yo conteste a una pregunta tan impertinente y tan capciosa. Ninguna ley divina ni humana me obliga a ello. Califíqueme usted como quiera: su calificación no cambia en nada la esencia de las cosas. Si soy impío, no dejaré de serlo, aunque usted me tenga por un San Alfonso de Ligorio; si soy católico y ministro fiel de Jesucristo, siempre lo soy, lo seré, aunque me crea heresiarca y apóstata.
+—Pero mirá, hombre: no basta ser bueno, también se necesita parecerlo; y aquí aseguran…
+—¡Que aseguren cuanto quieran! —exclama Casafús, en completo estado de exaltación—. ¡Ay, padre Vera! ¡Qué bajo, qué poco alumbrado del Espíritu Divino está el hombre que da asenso a las insinuaciones del vulgo!
+—Pero si yo no creo, hombre. Si por eso te lo pregunto.
+—Y yo no contesto. Mi dignidad de sacerdote y de hombre me impide defenderme. Hay defensas que deshonran más que la misma acusación. No contesto. Si usted ya no necesita mis servicios, si mi presencia en su curato le perjudica, me iré: soy clérigo suelto. El mundo no es la aldea de San Juan de Piedragorda, y si en otra parte me faltare el pan, cumplo el voto de pobreza que hice al ordenarme.
+—¡Hombre Casafús, por María Santísima, no pongás las cosas en el último punto ni seás tan canónigo y ardiloso! ¡Un mal pensamiento lo tiene todo el mundo, y yo no quiero que te vayas, porque te necesito!
+—Bueno, hombre, dejá la rabia, que eso te hace daño y echémole tierra a todo…
+Iba a decirle lo otro; pero al temor que siempre le inspiraba se unían ahora el de irritarle más de lo que estaba y el sobresalto del momento supremo, de esa ordalía terrible.
+¡Y qué sudadera le entró! Mas, viendo que el otro iba a retirarse, hizo el cura de tripas corazón, y, con vocecilla temblona y medio trabajo de lengua, se atrevió a decirle, y eso en tercera persona:
+—Espérese, compadrito: yo quería que usté… me hiciera un favor muy grande. (Tos y atrancada). Ahora…, a la bendición de la bandera, hay que decirle algo a la tropa; pa no dejar así…, como regañaos a esos pobres. Como usté sabe, compadrito, yo no sé hablar sino mis bobadas; y he pensado que usté me les diga cuatro palabras de las suyas y me los exhorte bien bonito.
+Midiólo Casafús de los pies a la cabeza con mirada de centella; hizo una mueca como de calavera que se sonriese; cruzó los brazos, e irguiéndose en actitud espectral, escupióle luego estas palabras:
+—¡Padre Vera…, usted es un imbécil!
+E impetuoso, desencajado, bailándole las cajas de los dientes y la cumbamba, salió de la sacristía dando cada zancajo que se rajaban los ladrillos.
+***
+Como habíamos dicho, la reconciliación de misiá Quiteria fue cosa larga. El tema así lo exigía. La noche antes, apenas habían salido el párroco y don Efrén de casa de la señora, compareció en ella, hecha un mar de lágrimas y un incendio de cólera, Lalita Encinales, sobrina de aquel, la criatura más piadosa y entusiasta del partido. El caso no era para menos: que las Valderramas y el cojo Pino estaban en sus glorias, porque dizque habían ganado en el Cauca; que el padre Casafús llevaba tres visitas en la tarde a casa de las tales; que se hallaban en concilio; que era mucha la chacota que hacían de la bandera y del banquete; que ese padre les aconsejó salieran al día siguiente a los balcones hechas unas mugres y en alpargatas, para mostrarle al batallón con cuánto desprecio lo miraban; que las autoridades no tenían calzones si no confinaban a esas mujeres; que el padre Vera no merecía la sotana, si no tomaba alguna medida contra el padre Casafús; que todos estos horrores los sabía Lala por Petrona, la pulpera de su esquina, quien en son de buscar unas gallinas, se había colado al solar de las oligarcas, y oídoles todas sus tramas e indecencias.
+Todas estas enormidades más el llanto de Lala y la intervención de don Efrén —que había vuelto esa misma noche a casa de misiá Quiteria—, las réplicas y discursos de esta sobre el particular, salieron a girar en la reconciliación, diluidas, realzadas con la casuística y las retóricas de tan ilustre penitenta.
+Tal relato, primero, y luego la cruel negativa de Casafús, probáronle al padre Vera que no había ni juicios temerarios ni falsos testimonios, y que, por ende, podía misar en perfecto estado de gracia, ya que no con su calma y serenidad habituales.
+Quitados el peso y la envoltura de conciencia, surgió honda y definitiva la pena del justo ante la abominación del réprobo. Y por ver de disipar eso tan amargo y tan horrendo tuvo por conveniente dar de mano al confesionario, tirar iglesia abajo y echar a pasearse en el atrio, desaforado de cuerpo y obeso de alma. Tanto, que ni cuenta se daba del movimiento, ajetreo y embolismo que reinaba por esas calles y plazas, ni siquiera de las maniobras que ejecutaban el negro Nicolás, el sacristán y otros cristianos, armando una tolda para el altar en que debía celebrarse la misa de tropa.
+Aurora, la blonda, la radiante, no topó nunca en aquel lugarón tanto olor de comestible, tanto hálito caliente de sancochones y ajiacos, ni aquel matalotaje de cosas, ni gentío tan embelecado y ansioso, como en esa memorable efemérides.
+De los tres cuarteles salían por pares, por grupos, por pelotones, soldados, jefes, oficiales; a la plaza, a las esquinas, a los andenes acudían las vivanderas, con ollas, cajones, coyabras y bateas. Abríanse los ventorrillos, los fonduchos, el estanco. Por caminos y atajos llegaban las gentes de los campos; salían las brigadas de mangas y corrales, y sobre el concierto de voces, de exclamaciones, de golpes y pisadas, de compras y ventas, de puertas que se abren, de herraduras que se clavan, de pilluelos que enredan, de oficiales que mandan, de viejas que comadrean, destacóse estridente, clamoroso, el primer toque de marcha. Entrañas de madre se conmueven, corazones de novia se oprimen; acude la chiquillería entusiasmada y se injiere entre cornetas y tambores; revuélvese azogada la soldadesca; alármanse las venteras por los reales y pesetas aún no cobrados; siente Efrencito angustia en el estómago; el alma de doña Quiteria se dilata, se escapa y vuela serena por las regiones del Telémaco y de Matilde o Las Cruzadas, libre de las estorbosas fementidas faldas mujeriles; en tanto que Lala, fija en los balcones de las Valderramas, no acababa de enfurecerse al ver que ellas cumplen la consigna.
+Tras la corneta, lento, vago, indefinido, ahora cercano, luego distante, preludia el himno herrado de la caballería. Cómo no; si antes de la marcha, si antes de la misa, la flamante oficialidad ha de lucir, sobre mulas y trotones, los quepis refulgentes, los botones que relumbran sobre el fondo sangriento, épico de la bayeta; si ha de ostentar, sobre el caucho mugriento de los zamarros, las espadas, si no flamígeras como las de guerreros celestiales, limpias sí y deslumbrantes y vírgenes. ¡Cuán bizarros y gallardos! Pasa este y repasa por junto a los balcones de su amada; despídese aquel de la suya, entre ternezas y juramentos; danles ellas, ya el escapulario bordado por sus manos, ora el relicario de que se despojan, cuándo la flor del cabello o la sortija; mientras las madres y esposas, doloridas si cobardes, serenas si espartanas, se asoman a las puertas, trasiegan por las esquinas, andarean por las tiendas, en atisba de hijos y maridos. Término de tales escarceos y expansiones fue el toque segundo de marcha y el primero de misa, que sonaron a un tiempo, cual si providencial coincidencia probase al orbe que guerra y religión eran una misma cosa. Así, al menos, creyólo don Efrén, y en ello, más que en los emblemas de la bandera aquella, vio el triunfo y la glorificación de la santa causa.
+De las caballerías fuéronse apeando los jinetes, la muchedumbre toda fuese concentrando hacia el atrio. Óyese de redoble acompasado de tambores, y por dos esquinas, por la puerta del Cabildo, uniformes, unísonas, surgen las tres compañías, como otras tantas enormes cientopiés. Alineadas en doble fila cubren los tres lados de la plaza.
+Pagado de la tropa estaba el instructor: aquellos labriegos que sólo habían sentido el humo de sus quemas y el disparo de sus cacerías, asumieron por milagro acaso, aire arrogante de militaría al ceñirse la blusa colorada, el emborlado gorro y la cartuchera; al agarrar aquellos carramplones que no pasaron de dígitos, esos fusiles de piedra que no alcanzaron a centena, las escopetas guagüeras de todo calibre y edad, las lanzas que, como las águilas de Núñez, «eran más de doscientas…».
+Si Quiterita y los émulos de Penélope tuvieran cien ojos, esos serían pocos para clavarlos en aquella cosa alta, larga, que ondeaba entre cuatro sargentos, entre cuatro bayonetas emboladas, emboladas con corchos para no rozar tanta riqueza y esplendor tanto. Destácase la escolta, avanza hacia el atrio, redoblan los tambores y estallan las cornetas; presentan el arma los soldados. Aparece en la puerta de la iglesia el padre Vera; brilla al sol el alba de calado; resaltan más agudas las puntas del bonete, y la gran capa pluvial, ancha, rígida, acampanada, se le antoja a Quiterita el áureo manto de Nuestra Señora de Atocha. Acerca el sacristán la caldereta, toma Vera el hisopo, y… en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, llueven sobre las bordaduras y tafetanes, sobre el asta, sobre el feliz abanderado los salobres goterones de agua bendita.
+Enternecido, inspirado por la solemnidad de la ocasión, acaso por la angustia que hinche su alma, se desata el padrecito. Dejó que hablaran sus sentimientos y estuvo elocuente, conmovedor; y tanto mejor se produjo aquel corazón sencillo cuanto ni gramáticas ni retóricas le entraban.
+Terminada la misa, y ya acuarteladas las compañías, oyóse el toque postrimero. Corren los oficiales, acuden los ordenanzas, resuenan herraduras, estribos y arneses y los soldados, con sus morrales de talegón morcilliforme, con sus gorros sobre los sombreros de caña, con sus chácaras mugrientas y repeladas, de cuyas orejas penden y se agitan las totumitas de tarralí, aparecen en formación. Álzase en el centro la bandera; agólpase el gentío; corre anhelante a la calle de la salida; suena la marcha, y el Batallón Pío IX, entre un ¡viva Antioquia! que resuena por los montes, va desfilando, desfilando. El son de las cornetas y los tambores se va extinguiendo, extinguiendo; corre por el pueblo aire de soledad y de tristeza; óyese el silencio y se siente una nostalgia extraña, la nostalgia de lo masculino, de lo guerrero. Suspiran las vivanderas; van regresando las campesinas a sus lares; siéntase Quiterita en la ventana, con la mirada en el vacío; sale Vera a desayunarse, y Casafús, ajeno, extraño al grande acontecimiento, sale a decir su misa como de ordinario…
+***
+Aunque hambreado, vacío de estómago, se le volvía aquel chocolate al padrecito Vera. ¿Cómo dudarlo ya?
+¡Casafús era rojo, lo que se llama rojo: un malvado, un hereje!
+El párroco, esa alma limpia, olorosa a espliego y a romero, siempre había visto en Casafús un concentro de pureza y santidad, alumbrado por el temor de Dios; y he aquí que de improviso aquel vaso de nardo y cinamomo se le convierte en podredumbre, en negrura del Averno los divinos resplandores. Y el hálito pestífero y envenenado llega hasta él y lo malea, y, en su angustia, teme contaminarse, verse envuelto en las tinieblas. ¿Por qué no? ¿Quién era él para que Satanás no lo tentase? Si era ignorante y simple, si en su cabeza no cabían honduras teológicas, si cualquier lego se lo llevaba en cánones, ¿podría por ello cantar victoria? Lucifer lo mismo enredaba a sabios que a ignorantes, y en el Infierno bien podía haber tontos y carboneros. Acordóse, entonces, de un ejemplo del padre Jaén, y se le figuró el alma de Casafús algo como costal henchido de sierpes, de sapos y bichejas asquerosas que le ahogaban. ¡Ah, si hombre tan sabio volviera al buen camino, si Dios lo tocare con su gracia! Y aquí se arrodilló el padre Vera, y con la fe que atesoraban sus entrañas, pidió el regreso de aquel hijo pródigo. Con las preces vínole la calma y con la calma la persuasión: sí, eso era una prueba, solamente, una prueba para él y para Casafús, una operación de la Providencia que él no podía ni intentaba comprender. Dios permitía a veces la caída de muchas almas, para alzarlas luego a las cumbres de la santidad: San Pablo, por ejemplo. Era eso a modo de resurrección y un sacerdote como aquel no podía malograrse: Dios lo quería para su gloria.
+No volver, pues, a pensar más en eso, sino para pedirle a Dios la pronta resurrección de esa alma; no pensar en tomarle asco ni fastidio a Casafús, y preocuparse sólo del triunfo de la Iglesia.
+Tal su propósito. Para cumplirlo no tenía que violentarse demasiado aquel corazón tan dulce. Salió, breviario en mano, a rezar el oficio, paseándose por los corredores, como tenía de costumbre; mas, después de persignarse, fue a prepararse con la jaculatoria Domine labia mea aperies, y, a tiempo de articular el «purifica mi corazón de todo vano, perverso y ajeno pensamiento» (digámoslo en castellano), se le coló muy adentro el diablillo del escrúpulo, y le dijo: «Pero, estando metido en las porquerías rojas, ¿cómo ese hombre va a celebrar y a administrar sacramentos?». ¡Adiós rezo y paz de su alma! Tornó a su cuarto a desatar aquel nudo. ¡Demontres de churumbela! Otra como esa no le había caído ni le caería en su vida. ¿Echaría a Casafús de su cuarto? ¿Lo dejaría? Pero si no mandaba en él, ¿cómo obrar? ¿Consultaría el caso con el obispo? ¡Con buena churumbela iba a salirle a Su Señoría! ¡Valiérale la Virgen con el enredo! Lo peor era que ni a Efrén ni a Quiterita podía mentarles ni una palabra del asunto, porque, él no sabía bien; pero los dos, de puro buenos y entusiastas por la religión, eran medio sobaos a ratos, y ponían las cosas en el último punto.
+Por la tarde tenía fiebre. Mandó llamar a don Efrén, que era su médico. Voló este, y detrasito, atraída por la novedad, misiá Quiteria, en persona, quien, asesorada por la señá Cobas, ama del cura, y por las sobrinas de Efrencito, se apresuró a conseguir, preparar y aplicar cuanto la ciencia había prescrito: plantillas, friega de aguardiente, tisana de cebada y el terrible remedio de la cigüeña.
+Entre idas y venidas, afanes y carreras, repetía la señora, con aire de misterio:
+—Lo va a matar el bendito padre Casafús.
+—A mí, que no me importa tanto, me tiene enferma.
+—¡Esto es espantoso!
+—¡Cállese la boca, Quiterita! —confirmaba don Efrén a cada nota.
+Y por allá, junto a la forja, cuando ella y la pudibunda Lala verificaban la delicada operación de verter en el clásico guargüero la mixtura revolucionaria de aguamiel, sal y manteca, dijo la señora:
+—Pueda ser que esto le valga, porque, si no, ¡se nos va el señor cura! Tiene delirio; dice Efrencito que es calentura inflamatoria, ¡pero terrible! ¡Dios le perdone al padrecito Casafús!
+—¿Está, pues, muy malo, mi señá Quiteria? —pregunta la señá Cobos, sumamente asustada.
+—Siempre está malo, porque la enfermedad es muy peligrosa —y volviéndose a Lala, agrega—: ¿no le vio la cara esta mañana, cuando le habló a la tropa? Parecía un cadáver. ¡Ay, mijita! ¡Es que esa ofensa a Dios en un sacerdote y ese apoyo a los enemigos de la religión!… Esta pena va a matar al señor cura. Nicolás dizque les oyó la discusión en la sacristía: eso dizque fue horrible. Y él, como todo se lo traga…
+—¡No me diga nada, misiá Quiteria, que me dentra el temblor de la muerte! —dice Lala, con el pico fruncido y los ojos en blanco.
+Inflamatoria o no la calentura, grave o leve el achaque, ello fue que el padre Vera amaneció peor al día siguiente. La noticia, transmitida por mil bocas, corrió por la parroquia y su jurisdicción con los caracteres de una calamidad pública.
+Las mujeres que, en nuestros pueblos de la montaña, más que en cualquier otra parte, juntan la caridad a la novelería, invadieron la casa del párroco, ansiosas de prestar sus servicios y de figurar como heroínas en aquella catástrofe. Pero misiá Quiteria tomó la palabra y la batuta, y a nadie se la largó. Desde luego que Casafús acudió de los primeros; y fue recibido por la señora y don Efrén con un silencio y una sequedad que hubieran turbado y cohibido a otro. Pero él, no dándosele mucho ni poco de tales manifestaciones, examinó al enfermo, conversóle de todo como si tal cosa, y delante del médico y enfermera, con la frescura del mundo, declaró que todo ello era una simpleza, un derrame de bilis que se curaba con carbonatos, y que estaban alarmando al padre y al pueblo todo, con tantas alharacas y ganas de hacer el gran papel. Por fortuna que a Quiterita se le embargó la mano y se le pasmó la lengua con la rabia que le entró; si no, hay allí quién sabe qué atropello contra el cuerpo sagrado de un sacerdote rojo.
+Quien pagó el pato fue doña Milagros: ido apenas Casafús, se le ocurrió apoyarle la declaratoria, en un discurso que dirigió en el corredor a diez o doce señoras. Quiterita, que desde adentro alcanza a oírla, sale, y, con plebeya grosería y arrogancia de magnate, le grita:
+—¡Quitá de aquí, leguleya, conservirroja! No necesitamos de tus instrucciones: ¡andá donde tu padre Casafús a que te lea su Diario de Cundinamarca y sus libros de Bentham!
+—No pretendo instruir a nadie —replica la apostrofada, con aire vehemente de seguridad—, ni el padre Casafús lee obras de Bentham, ni periódicos liberales. ¡Quien ha dicho eso, lo calumnia!
+—¡Qué sabés vos si lee o no lee!
+—Lo sé, me consta, lo puedo jurar ante Dios y ante los hombres. Conozco su biblioteca, libro por libro, y sé que no tiene obras de Bentham, ni de ningún autor prohibido.
+—¡Cómo no has de conocerla si te mantenés allá metida, soperiando!
+—Por lo mismo, hablo con conocimiento de causa. Quisiera ir a su casa, Quiteria, para que habláramos de ciertos asuntos, y vería cuánto cambiaba de ideas sobre el padre Casafús.
+—¿Cambiar yo de ideas? ¿Yo?… ¿Y por enredos y mentiras tuyas?… ¡Risa me da! No quiero que me instruyás, ni que pongás los pies en casa. Y ojalá no volvieras nunca a dirigirme la palabra.
+—¿Me excomulgás? ¿Me vomitás de tu boca? —exclama la Milagros, dejando ver sus dos hileras de dientes postizos—. ¡Gracias, Dios mío!
+Y se arrodilla en medio corredor y, con voz y ademanes cómicos, de irónica unción, entona el Tedeum. Sin terminarlo toma el portante murmurando versículos. Por lo pronto no comprende Quiterita; pero, no bien se hace cargo de la injuria, se dispara hasta la calle, en pos de la agresora. Mas ya Milagros ha doblado la esquina. Lo que le sale al paso es un brelán de ases: las cuatro Valderramotas, que van de baño, con los peines en el pelo, sendos atados bajo el brazo y unas vestimentas que parecían cumplir el mandato de Casafús.
+Eran las representantes de la herejía piedragordeña, sumamente zafias, ladinas y malcriadas; y tenían hebra cortada con misiá Quiteria desde mucho antes de la exaltación política. Así fue que, en cuanto la vieron, principiaron a guiñarse los ojos y a reírse a carcajadas. Una de ellas exclama:
+—¡Fo! ¡Sí que siento un hedor a conserva quemada!
+—No, ole —agrega otra—, es a religión rechinada. ¡Fo! ¡Fo! (Y se tapan las narices con muchos ascos y aspavientos).
+—¡Ah, zambas!… —les grita Quiteria hecha un serpentón—. ¡Dizque están muy triunfantes estas rojas sinvergüenzas! ¡Ah, creídas! ¡Se han de quedar con las piernas juagadas!
+—¡Hoy sí, pues! —chilla la Valderrama número segundo, sin mirar a Quiterita—. Como que amaneció irritado el sargento Pipa, con toda la rellena que jincharon en el banquete.
+—No la hurgués, ole Eucaris —replica otra—, porque te ajusta una coz la mulita conservera.
+—¡Ah, canalla! —aúlla Quiterita—, yo les haré tapar la boca del alcalde a estas sapas insoportables.
+Y las señoritas Valderramas tiraron calle abajo, reventándose de risa, chancletín chancleteando.
+No estalló Quiterita, porque en la tarde de ese día tan agitado y reñido tuvo su premio: llegó un expreso del Gobierno, con la nueva de haber triunfado en Los Chancos y no haber quedado guardia colombiana ni para semilla.
+El alcalde, que con la partida de la tropa había recobrado su prístino esplendor y la dignidad de Jefe Civil y Militar de aquella plaza, tuvo la gloria de leer, desde los balcones del Cabildo, el primer parte oficial y dar el primer viva; y, aunque sólo había quedado una guarnición de «diez patojos, armados con palos de tabaco» (usurpándole la expresión a las Valderramas), esos diez valieron por ciento para victorear y echar cada ¡viva Antioquia! que se fatigaban los ecos.
+A los bramidos largó Quiterita el mando en casa del cura, y se descolgó hasta la plaza; y por más que el triunfo de su causa no fuera para ella ni sospechoso, embriagóse con tan hermosa realidad, y… ¿dineros, para qué os quiero? Se la hizo de cohetes: tres docenas mandó a comprar y que se los tirasen arreo, frente a la casa de las Valderramas, en las propias narices de esas zambas; se la hizo de pólvora para que dispararan los dos carramplones que en el parque habían quedado; y si no dio el aguardiente libre, fue por inadvertencia probablemente.
+Mas no hay dicha cumplida en este indino mundo: la de Quiterita tuvo su punto negro. Era el pensar que el Batallón Pío IX, iba acaso a devolverse sin haber entrado en lid; sin que aquella bandera esplendorosa se orease con los vapores de la sangre, ni con la humareda de la gloria; ¡sin que fuera para el soldado de Cristo la tutelar enseña que le guiara en el combate! Y en esta hora y punto de su vida se estremeció el corazón de la matrona piedragordeña con ventolina de poesía y sentimentalismo, recargadita con los perfumes de El Evangelio en triunfo.
+Tornó a su enfermería, y, contra el deseo y la opinión del enfermo, designó a varias señoras de toda su confianza para que velasen por turno; y, en vista de tales aparatos e insistencia, hízole el párroco la propia pregunta que la señá Cobos. Contestóle ella negativamente, pero que, como necesitaba alimentos, o algún remedio, se quedarían las señoras, y con ellas Efrencito, para estar a la vela por si algo ocurriese; y que, de no hacerse así, ella no dormiría ni una pestañada con la tranquilidad. «Pues siempre tengo que estar muy malo», dijo como conclusión el padrecito.
+Si lo estuvo o no, ni él lo supo. Casafús y la Milagros estuvieron siempre por la negativa; don Efrén, Quiterita y comparsa —que representaban la mayoría— se sostuvieron en sus trece.
+Entre si me levanto o guardo cama, ajonjeado con las finezas de la señora, alegre a ratos con los comentarios del triunfo, a ratos triste por el asunto aquel, con buen sueño y regular apetito, pasó encamado obra de quince días, y como la iglesia y cura de almas quedara en ese tiempo a cargo de Casafús, la piadosa dama viose por esos días privada no solamente del cuotidiano pan eucarístico, sí que también del sacrificio incruento.
+¿Cómo iba ella a recibir la gracia sacramental por ministerio de un sacerdote contrario a Jesucristo? ¿Cómo oírle sus misas? Si para los fieles fueran nulas las celebradas en otros tiempos por curas sometidos, ¿cuánto y más no lo serían ahora esas misas sacrílegas en que oficiaba un hereje?
+Tan lindo, así como lo decimos, no lo formulaba Quiterita, valga la verdad, pero esa era su idea, y, conforme lo pensaba lo sentía, o al revés, sin que le entrase el más leve escrupulillo, al llevarse por calle el primer mandamiento de su Santa Madre Iglesia.
+Nostalgias de lo divino no podían faltarle en ese tiempo; mas no sintió arideces la señora: para las almas de Dios enamoradas y de Él poseídas, no puede haber ausencia. Y Quiterita, mediante la jaculatoria consagrada, poníase cada instante en presencia de su Amado; y, mediante esa otra que formuló el corazón ardiente de Agustín, recibía en el suyo el espíritu de Dios, ya que no también el cuerpo y la sangre, vedados ahora por su conciencia. Cuanto a su «misa espiritual», cónstanos de buena fuente que fue invención de Quiterita. Si está informado del espíritu teológico el tal invento, si puede autorizarse con ejemplos, no se nos alcanza. Cúmplenos sólo explicar cómo era esa misa.
+A las seis, hora en que según sus cálculos debían celebrarse la mar de misas en el orbe católico, poníase en presencia de Dios, abría el devocionario, y, suponiéndose en cualquier iglesia conocida o imaginada, iba siguiendo el ordinario…, parejo con el cura.
+En la iglesia de Jesús de Marinilla pasaba la cosa con frecuencia, y en aquel lugar en que se siente el silencio, y en ese silencio en que Quiterita sentía a Dios, recogíase su espíritu cual la llama mística del santuario en vaso de alabastro. Y decía la inventora que estas misas suyas le inspiraban más unción, le traían más hálitos del Cielo que las misas de verdad.
+Al fin pudo decirla el padre Vera, al fin pudo trabajar en el confesonario; y aquella corza sedienta de los divinos manantiales corrió a saciarse; pero no se sació, porque al cura, a quien el achaque había dejado quebrantadillo y flojo, le produjeron tales mareos y sudadera las retahílas penitenciales de la dama, que tuvo que cortarlas precisamente cuando ella principiaba su paréntesis más sentido, fraseado y patético, su canto a Teresa, como si dijéramos.
+***
+Lo que fue para prédicas sí no estuvo Vera en mucho tiempo, por más que su fuego bélico-religioso ardiera y chisporroteara día por día. Tanta fue su inhabilidad oratoria en esas emergencias, que hasta San Miguel Arcángel, el santo de su nombre, y a quien él celebraba siempre con todo y exposición del Santísimo Sacramento, iba a quedarse sin que el tocayo le hiciera desde el púlpito ninguna carantoña, sin que le pidiera nuevo triunfo sobre el dragón infernal, armado, ahora más que siempre, contra la Iglesia. Se pasaría en silencio día tan propicio, como se había pasado el de las Mercedes, porque ni él suplicaría a Casafús que predicase, ni Casafús, en lo referente a petición, haría la cosa al derecho, máxime cuando iba a celebrar en misa cantada y enormemente larga.
+Pero cátate que a Casafús, sugestionado acaso por el introito de «Maleta», que se alzó broncíneo y tremente coro arriba, éntrale de improviso, al terminar el Evangelio, ansia insólita de púlpito, y vase a él derecho, con ríspidos andares, ácido y avinagrado de rostro. Siéntese un rumor especial entre los fieles; angustiadas y recelosas se encuentran las miradas de Quiterita y la Milagros; cada cual vacila; teme esta oír la nota sospechosa; teme aquella no oírla. ¡Quién vencerá a quién! ¡Qué expectativa!
+Murmura el padre los latines, tradúcelos en voz alta, y misiá Quiteria se yergue: «La paz os doy, la paz os dejo». «Toda autoridad viene de Dios». «Debemos obedecer la autoridad, aunque sea díscola y mala». Y principia…
+Fue como chorro de agua comprimida: ni una mención siquiera merecióle San Miguel; puso arriba, muy arriba el olivo de la paz; en las nubes, la obediencia a los gobiernos; y declaró la guerra como el triunfo supremo de Satanás. ¡Qué horror! Misiá Quiteria, congestionada por santo regocijo, ebria con la copa deliciosa del escándalo, salióse con Lala a los primeros envites. Si en don Efrén cupiera duda, hasta de Dios mismo hubiera dudado, al ver cómo aquel templo no se venía abajo; a la Milagros un trasudor le iba y otro le venía abajo; al padre Vera le dio hipo, y las viejecitas Casafuses, sin entender bien lo que su hermano predicaba, acabaron llorando a moco y baba. Al salir de misa, se desbordaron las Valderramas en pleno atrio. ¡Qué sermón y qué ministro de Cristo: a este sí le soplaba el Espíritu Santo!
+Tal panegírico y tales panegiristas acabaron de convencer al pueblo, por si algo le faltaba; nadie dudó ya del liberalismo de Casafús.
+Hora y media después reuníanse en sanedrín misiá Quiteria, el señor alcalde, el padre Vera y Efrencito. Resistíase el pobre párroco al corte de aquel nudo que los tres rabinos restantes proclamaban a una, como remedio único y salvador: la queja al obispo.
+Buscaba y rebuscaba en su magín algo menos violento y extremado, y más y más se confundía y ofuscaba, pues a cada recurso que pretendía exponer le dejaban aplastado. Efrencito ya agotaba su elocuencia, cuando misiá Quiteria, hecha un Cicerón y un Demóstenes, álzase de su banqueta y exclama:
+—¡Ni una palabra más, Efrencito! Ya hemos cumplido un deber de conciencia; pero, si el padre no quiere atendernos, no lo fastidiemos más. Medios podemos darle; pero voluntad no. Ya se lo hemos advertido: él sabrá. De los males que resulten, de las ofensas a Dios, ni usted ni yo, ni el señor alcalde somos responsables. Camine vámonos.
+—¡Pero, Quiterita, por los clavos de Cristo!…, ¡si yo no tengo cabeza! —exclama el párroco rascándosela, estregándosela, en el colmo de la angustia—. ¡Si yo no le topo la comba a esta churumbela! Y si me dejan solo me embedoyo más de lo que estoy. ¡Qué campaña esta!… ¡Hijuepucha!
+Y dejándose caer en la poltrona dio un resuello gordo, silbado, de cansancio y rendimiento…, y se rindió al cabo con armas y bagajes. Bajo precepto de santa obediencia, resignó en los tres todo el asunto. Por obedecer, por obedecer solamente terciaba Quiterita, que si no, ¿cuándo y cómo iba ella a meterse en tales incumbencias? Declarado esto por la dama, tomaron soleta puerta afuera, dejando al párroco amargo de boca y corazón, la cabeza como avispero alborotado.
+Antes que el Alcalde y Efrencito partieran a las perentorias diligencias del caso, brindólos la gran señora con media de Oporto que destapó al efecto y con dulces y pastas, remanentes del banquete. Y tal actividad y celo desplegaron estos dos cristianos, que veinticuatro horas después corría un expreso, camino de la capital, con pliegos para Su Ilustrísima. Contenían ellos: una información sumaria, ante el Jefe Municipal, por memorial del párroco, de la cual constaba, por la declaración unánime, idénticamente extendida en lo sustancial, de cinco testigos presenciales y de lo más granado de la parroquia, que el presbítero Pedro Nolasco Casafús «vertió en un sermón incendiario expresiones contra el Gobierno y contra nuestra sacrosanta religión». Ítem más: una nota remisoria firmada por párroco y alcalde, en la que Efrencito regó las dalias de su retórica y la perfumería toda de su saber teológico.
+Cuatro días después le vino al acusado su merecido: una suspensión como una torre. ¡Esta sí era la churumbela monstruo! Y Vera entró en tortura y en cuentas consigo mismo. Pues, señor: era un animal de cuatro patas. ¿Cómo no midió él las consecuencias de la queja? ¿Cómo se le pudo ocurrir que la cosa no pasaría de una raspa bien dura? Si él no debió ordenarse; si aún le olía, no dijera él la crisma de las órdenes, sino la que le pusieron en el bautismo; si era una bedoya y un alma de cántaro, si con él jugaban todos como si fuera un muñeco… ¡Efrencito y Quiterita!… ¡Sí eran muy buenos, efectivamente, y muy refinados en su partido; pero también eran muy canónigos e ideaban tanto!, y lo habían vuelto taramba con tanta andrómina como sacaban de la cabeza. ¡Una suspensión! ¡Y por su causa! Y el demontres de la prédica que él no pudo oír bien, por lo sorombático que había quedado, y que tal vez no había entendido tampoco, aunque lo hubiera oído todo, y en su cabal juicio. Y la tal prédica, ¿quién sabía bien en el pueblo si era cosa roja o impía? Esas cosas altas de religión no eran así no más para que las fuera entendiendo, y así de pronto, y máis máis el primero que las oyera. ¡Y ese malvado vicio que tenía Casafús de predicar esas cosas tan confusas! Pues, señor: si para predicar el Evangelio no se necesitaba tanto enredo. Y aquí entró el párroco a analizar los cinco testigos de la información, a quienes conocía de pe a pa; y, al fin y al cabo, juzgó que ninguno de ellos era capaz, ni con mucho, de sacarle la sustancia ni el sentido al sermoncito aquel. Desde luego le chocaba eso de que Efrencito, único en el pueblo que alcanzara a tanto, no hubiera declarado. ¿Qué contendría eso? Si estaría sacando la brasa con la mano del gato. ¡María Santísima con laberinto! Había hecho suspender un sacerdote sin comerlo ni beberlo; y, sin comerlo ni beberlo, se había echado a cuestas toda la responsabilidad: luego estaba en pecado mortal. Y esta sí no era con él.
+Al momento mandó al negro Nicolás que le ensillara la mula y dijo que se iba a una confesión muy distante; en lo cual no mentía, pues iba a Mercedes, pueblo limítrofe, a cinco leguas de Piedragorda, en busca del cura, para confesarse y consultarle el caso.
+El cabalgar, que era su gran pasatiempo, el aire libre y la solemnidad de los campos que transitaba, los puntos de vista que disfrutó, serenáronle un algo los espíritus.
+Entretanto en el pueblo corría el espanto. ¡Un sacerdote suspenso! La sola idea era para santiguarse; y aquel vecindario sencillo y rústico vio en esto un hecho extraordinario, precursor de castigos espantosos; vio en el padre Casafús algo como un réprobo; y todos, cual más, cual menos, sintieron por él una mezcla indecible de lástima y de horror. A la memoria de muchos viejos vinieron, entonces, las espeluznantes consejas de sacerdotes encerrados a pan y agua, por el obispo Gómez Plata, en aquella torre de la Catedral de Antioquia. Engendradas acaso por estas leyendas del pasado, fuéronse esbozando otras del presente, por no decir del futuro, en torno de Casafús. Quiénes suponían que, después de excomulgarle y azotarle públicamente, le encerrarían en la torre aquella, aherrojado contra un poste, con cadena de presidiario; quiénes aseguraban que pararía en la reclusión el pobre sacerdote; pero la versión más socorrida, la que tuvo más caracteres de actualidad y más sabor local, fue la urdida en la tenducha de Petrona, por un congreso de comadres. La trama esa tenía sus puntos romancescos.
+Por allá, en la región selvática de Patiburrú, entre las espesuras abruptas de una cañada, corre, cubierto por la virgen espesura, un arroyo de linfas cristalinas, donde se bañan las culebras y aplacan su sed los tigres y leones. Guardasol llámase el arroyo. Un peñón se le opuso, e «hizo valentía con su brazo»: rompiólo por el centro, formó en el interior mil bóvedas y laberintos, para resurgir luego violento y espumoso. Pues bien: a esas cavernas misteriosas, pobladas de murciélagos y bichos venenosos, iba a ser deportado por siempre jamás el pobre sacerdote.
+Quiterita trinaba con tales invenciones. ¡Era mucha ignorancia y muy poca caridad! Ni torres, ni presidios, ni cavernas. ¿Estaba, acaso, el suspenso separado de la Iglesia? Bastaba que él se retractase, que abjurase de sus errores, por medio de una hoja volante, para tornar al pleno ejercicio de sus funciones.
+Y, como el padre debía tener, después de suspendido, una cara muy extraña y peregrina, todos querían verle esa cara…, pero de lejitos; deseo que lograron muy pocos, porque él se retrajo en su casa en el mayor apartamiento, iba a misa muy de mañana, oíala en el rincón más escondido y volvía a casa, cuando pudiera recatarse de todas las miradas.
+Muy otro regresó el padre Vera de su excursión a Mercedes. El cura de esa parroquia, un viejecito achacoso, claro de cerebro y la bondad misma, le quitó los brincos de conciencia, y, poniéndole de manifiesto los inconvenientes de influencias y sugestiones de los amigos que obligan y de los sabios que convencen, exhortóle, bajo reato de conciencia, a que obrase en lo sucesivo por los dictados de la suya, en absoluta libertad.
+Apenas desmontado de la mula, corre a casa de Casafús, y en cuanto le ve se le pone de rodillas y le dice:
+—Vengo a que me perdonés, porque yo fui el que te acusé.
+—¡Levántese, padre Vera! La cosa no vale la pena —dice Casafús, con aire de ingenua sinceridad y mansedumbre, asiendo al párroco por un brazo—. Levántese que, en caso de haber culpa suya, yo no se la imputo, ni me doy por ofendido. Por lo tanto, nada tengo que perdonarle.
+Vera, enternecido hasta las entrañas, se levanta; va a decir algo y las lágrimas se lo impiden. Repuesto al cabo, y después de encender su tabaco, dice:
+—Hombre, Casafús: pa decite mi verdá, me ha pesado mucho. ¡Pero mucho! Yo sí creo que sos algo rojo y que tal vez saldrías con alguna pendejada en tu sermón, pero yo no tenía por qué irle con el cuento al señor obispo, ni meterte en mal con él. Yo tampoco creí que él se calentara hasta el punto de suspenderte. Eso fue una churumbela que me resultó: ¡no faltó quien me hiciera ver que tenía que acusarte, y te acusé!
+—Así lo he comprendido, padre. No necesita de hacerme ninguna propuesta, ni disculparse conmigo: lo sé todo, sin que nadie me lo haya contado. Ya me suponía, de antemano, que mi silencio en el púlpito, sobre la guerra actual, iba a calificarse como hostilidad al Gobierno y como prueba de liberalismo. Desde mucho antes de mi sermón sobre la paz, vi las consecuencias, y siempre lo prediqué. Lo prediqué porque es el dictado de mi conciencia: siento que la paz es Dios y no la guerra, bajo ningún pretexto. Si esto ha de tomarse a liberalismo, si por eso me suspenden, que sea en buena hora: la conciencia no se puede cambiar como se cambia de sotana.
+—Eso es muy verdá, hombre; pero tal vez fue imprudencia haber salido a estas horas con tus cuentos de obediencia a toda laya de Gobierno.
+—Bien lo veo, padre: fue imprudencia ante los hombres; falta saber si es imprudencia ante Dios.
+—¿De modo —replica Vera, inundado de súbita alegría— que no sos rojo nada?
+—Si por rojismo se entiende no predicar la guerra actual, soy rojo, y lo seré siempre, porque nunca predicaré ninguna guerra.
+—Bueno, hombre. ¿Pero no es porque tengás ideas rojas, ni las apoyés?
+—¿Yo ideas rojas? ¿Yo apoyarlas? —prorrumpe con fuego el sacerdote—. ¡Ah, padre Vera, qué distante se halla usted de la verdad! Sé que los liberales filosóficos están contra la Iglesia católica; yo soy ministro de esta Iglesia y, por lo mismo, no puedo apoyarlos. Pero esto no obliga ni me autoriza siquiera a azuzar los católicos contra ellos. Los gólgotas —como lo dice la palabra— han proclamado siempre la ley de Jesucristo. Si la entienden mal, si disienten de los católicos, allá se las hayan con el Supremo Juez; pero de ninguna manera debo considerarlos como paganos.
+«Guerras de religión ha habido muchas, padre Vera, pero la sangre derramada en esas guerras, lejos de extinguir la herejía y el terror, los han exaltado más y más con el odio de secta; por diez herejes exterminados, ciento heredan la herejía y con la herejía el rencor. Es que las ideas no se acaban a cañonazos ni se propagan a bayoneta calada: los misioneros cristianos no usan más arma que su palabra; oponen la idea a la idea.
+«La Biblia registra infinidad de guerras mandadas por Jehová directamente; pero ya no estamos en los tiempos bíblicos, ni podemos regirnos por las leyes civiles de Moisés, ni tampoco ajustar nuestros hechos a los sucesos extraordinarios de un pueblo elegido por Dios. Siendo el pueblo escogido para propagar la ley divina y para que el Mesías naciera de su raza, Dios no podía dejarlo inerme, a merced de naciones guerreras y conquistadoras, porque entonces no se habría extendido la revelación, y la estirpe y nacionalidad de Cristo habrían quedado en duda, y no se habrían cumplido las profecías. Por esto en las guerras de los hebreos intervenía Dios.
+«Pero llegó la época de la gran revelación, vino Cristo, predicó a todo el mundo, murió por toda la humanidad, estableció la ley de gracias, y la guerra quedó abolida. De ahí en adelante Dios no quiere sino la paz, para que el mundo disfrute y se aproveche de la redención. Todas las otras guerras de carácter religioso que ha habido en nuestra era, con excepción de Las Cruzadas, no las considero inspiradas por Dios, sino por ambiciones humanas o por espíritu nacional.
+«Ahora bien, padre Vera: la Iglesia de Cristo siempre ha tenido enemigos, porque así lo quiso Él; pero no tengo noticia que ella se haya armado como beligerante, para defenderse, ni aun en tiempos de las mayores persecuciones. Y si ese fuera el espíritu de la Iglesia, el santo padre sería un Napoleón; los obispos, generales; los seminarios, escuelas militares; cada cuarto, un batallón; cuarteles los templos y la vida una guerra hasta el día del juicio, porque lo que es nuestra religión, nunca se acabará».
+(Todo este despotrique era de pie, con mucho fuego y a toda oratoria).
+Y habiendo Casafús cesado un punto, para tomar aliento, metió baza el padre Vera, de este modo:
+—Mirá, hombre Casafús: esas cosas me quedan a mí muy fundillonas. Pero así será, cuando vos lo decís. El consuelo que me queda es que no soy el único clérigo que se ha metido en estas calenturas de guerra: ¡todos se han metido hasta el pescuezo! Me he quitado un peso de encima, porque, aunque quede mal con el obispo y en vergüenza pública, ya sé que no sos rojo ni apoyáis a los impíos. Lo mal del cuento es que no me lo hubieras dicho a tiempo. Pero vos, ¡cuándo!, con ese maldito vicio tuyo de callarte la boca, o de decir las cosas bien confusas y de meterle misterio y palabras bonitas a cualquier pendejada. Mirá: si desde el otro día, que te toqué el punto, me hubieras contestado sí o no, como Cristo nos enseña, en lugar de calentarte; si en vez de aquel sermón tan entreverado de latines y tan trabajoso de entender, nos explicás que «la paz es don de Dios», como dice en la Citolegia, ¡no haiga miedo que yo te hubiera acusado! ¿Pero qué? Te largaste como una tripa rota a echar enredos, y me enredates a mí, y enredates a todo el sitio: porque de rojo cachilargo no te rebajó nadie. Pero, ¡todo tiene remedio en este mundo, menos la muerte! Hoy mismo le pongo un pión al señor obispo con una carta, contándole que me engañé, que no hay tal rojismo tuyo; y esta noche, en el rosario, se lo explico todo al pueblo.
+—¡No, padre Vera! —exclama Casafús todo alarmado—. Por lo que le debe a Dios no intente semejante cosa.
+—Sí lo intento, porque te he quitado el crédito y tengo obligación de devolvértelo.
+—No, mi padre: mi crédito, si es que me lo ha quitado con su acusación, tiene tiempo para devolvérmelo. Espérese unos días: su retractación, cuando apenas acaba de acusarme, es agregar un escándalo a otro escándalo, un conflicto a otro conflicto. Tenga en cuenta, padre, que hay de por medio cinco testigos jurados que abonan la acusación, cinco hombres de buena fe que van a resultar perjuros, y un sacerdote, incapaz de mentir, que va a pasar por iluso o por embustero.
+—¡Pues siempre dije mentira, aunque no pensé decirla!
+—¡No, señor!: no la dijo, porque eso era la verdad en el entendimiento suyo, y en el de los cinco testigos, aunque no lo es en la cosa entendida.
+—¡La cosa entendida!… ¡Juú! Dejá tus bobadas: yo digo que me equivoqué… ¡Y sanseacabó! Yo no soy mi Dios pa entenderlo todo por dentro y por fuera. ¡Barajo, hombre, que vos ni hacés las cosas al derecho ni las dejás hacer!
+—¡No, señor; la suspensión de un sacerdote indigno nada vale, ante males tan graves como los que usted va a ocasionar. Yo la recibo en penitencia de mis culpas y como castigo a mi vanidad de orador y de hombre ilustrado. Y esto ha estado muy bien, padre: quiere decir que descanso unos días, que me doy asuetos.
+—¡Pero, hombre, por Dios! —le dice Vera, metiéndole los dedos en los ojos—. ¡Si estás pasando por un Lutero y por un Calvino!
+—¿Y eso qué importa, padre? «No eres mejor porque te alaben, ni peor porque te denigren: sólo eres lo que eres ante Dios», ha dicho Kempis.
+—¡Kempis! —dice Vera remedándolo—. Esos Kempis tuyos son los que te tienen relatando de memoria. Dejá tanto enredo y dejáme enmendar la plana.
+—Padre —repone Casafús, con aire reposado de imponente solemnidad—, ¿usted me cree su amigo?
+—¡Cómo no he de creerte, hombre!
+—Aunque suspenso e indigno, ¿me considera ministro de Jesucristo?
+—Tengo que considerarte, aunque sos tan idiático.
+—Pues bien, padre: no se desdiga ante el obispo ni ante nadie. Como amigo se lo suplico, como sacerdote se lo ordeno.
+—Bueno, hombre: si así me la ponés…, ¡adelante con la cruz que el muerto jiede! Y seguí vos tu rezo que yo me dentro a saludar a las niñas Casafuses.
+Y colándose patio adentro llegó hasta la cocina, donde halló a las pobres viejas emperradas a moco tendido, por la centésima vez.
+—¡Ea, pues, mis hijitas! —les dice por vía de saludo—. Ponga la cazuela bien puesta que la cosa está pa eso. Yo también la pusiera parejo con ustedes, si no fuera tan feo un hombre llorando. Y pa que lo sepan de una vez, si acaso no lo saben, yo fui el que acusé a Casafusito. Pero estoy muy arrepentido y muy contento, al mismo tiempo, porque ya sé que no hay tal rojismo ni tal enredo.
+—¡No será nada rojo, padrecito! —exclama doña Estefa, que impuesta de todo y timorata como ella sola, ya veía para siempre perdida el alma de su hermano—. Como lo suspendieron…, yo pensé. ¡Bendito sea mi Dios! ¿Y sí volverá a ejercer?
+—¿Que si volverá? ¡Puú! Apenas quiera él. Como es tan estrafalario en ocasiones, dice que es mejor esperar unos diítas; pero como resultó inocente, la suspensión no vale. No se ofusquen más, que esto lo arreglamos muy prontico.
+Y sacando una mochila que al efecto llevaba, díjola a doña Estefa, con aire de misterio:
+—Esto es unos realitos de mi compadre Casafús. Cuando se le acaben podés pedirme, que todavía le resto. Y cuidado con decirle nada, porque los coge, y te los chirrea de un bolión.
+—¡No te lo decía, Eulalia! —exclama la anciana transportada, al recibir aquel dinero caído del Cielo—. ¡No te lo decía! Si Santa Ana no podía dejarnos en esta necesidad.
+Y no se engañaba: limosna que así se vela y ofrece, de lo alto viene.
+No le oyó el párroco las efusiones a la viejecita, porque, sin más despedida ni ribete, tornó al cuarto del suspenso, quien le dijo:
+—Bueno, mi padre: también le prohíbo, como sacerdote, hablar con nadie una palabra de esta entrevista. No le hace que me crean impío y apóstata.
+—¡Prohibíme cuanto querás! Me ganates con gabela y me tenés por debajo: mientras vos resultaste más blanco y más limpio que un corporal, yo resulté un puerco encenegao. Echáme, pues, cuchillo, que harto lo merezco. No chistaré, aunque me reviente. Y avisáme cuándo le carteo al señor obispo.
+Y salió muy persuadido de su pequeñez y suciedad, al par que satisfecho de este su primer paso en la vía del desagravio.
+Las viejas, en el ínterin, contaban la mochila. ¡Caramba con Santa Ana para cachaca: cuarenta pesos! ¡Qué deslumbramiento aquel! ¿Cuándo soñaron ellas riqueza tanta? ¿Qué harían, qué acontecerían con ese dineral inagotable? Ante todo, reponerle los pantalones al hermano, esos pantalones que ya no resistían más remiendo; luego la mudita para las camas, que la pedían a gritos; y después… después, ¿por qué no realizarle a «Maletica» su sueño dorado? El pobre que les llevaba íntegro lo poco que le daban por el canto. Cuatro pesos más o menos nada significaban en caudal tan enorme. Pues sí: le comprarían el acordeón.
+Por ahí andaba la Petrona en la manga husmeando, por entre los palos de la talanquera que resguardaba aquel corral vacío.
+***
+Solo, recostado en su poltrona, rumiando las últimas complicaciones de su vida, hallábase el padre Vera, cuando oyó el ruido, tan familiar para él, de las alpargatas de Efrencito, y la figura langaruta del grande hombre se destacó en la puerta.
+Qué de efusiones y de cariños: venía a saber qué era esa pérdida tan larga, y cómo le había ido en esa confesión de dos días. Pronto sacó el tema palpitante de la suspensión, y aunque no era ningún adivino, bien comprendió desde el principio que el curita no estaba para comentarios ni explicaciones; por lo cual tuvo por conveniente volver la hoja y disertar sobre el pronto y definitivo triunfo de la religión. Y, a propósito de un artículo del último número de El Repertorio Eclesiástico, entraba en peliaguda disquisición, cuando las opulentas faldas de Quiterita se hicieron sentir, más rumorosas que de ordinario.
+Esta sí que estaba alarmada con la tardanza. Y sin tanteos ni preámbulos, se fue despotricando, despotricando sobre la cuestión de Casafús. ¡Había llorado tanto! Era tan triste ver a un sacerdote en ese estado. Le pedía a Dios con tanto empeño ablandase el corazón del impío, que, indudablemente, vendría una pública retractación: esa hoja suelta que caería por todas partes y apagaría el escándalo, como lluvia milagrosa. Casafús, de suyo tan terco, estaría ahora más que obcecado; pero Lala y ella y otras señoras tenían altos a San Agustín y San Pablo, y el camino de Damasco sería pronto emprendido, y Casafús, golpeado por la gracia, vendría a tierra desde los lomos del caballo. (No hubo nada de Telémaco: a qué mentir). ¡Pero, mientras tanto, qué ignominia y qué tribulación! Ignominia, ver cómo se congregaba en casa del suspenso, y cómo se hacía solidario con él todo el rojismo vil de la parroquia: las Valderramas, esas mujeronas disipadas; Milagros, esa dios Jano que con una cara miraba a Dios y con otra a Mosquera; aquel cojo Pino, que llevaba en la negrura de su entraña todo el Colegio del Rosario. Tribulación, ver en la miseria, tal vez con hambre a un sacerdote, a dos viejas achacosas y a un infeliz idiota, y no poder valerles; pues, mientras el impío no se retractase, incurría en grave falta quienquiera que le socorriese, porque con el socorro daba pábulo y galardón a la impiedad. No mediara esa incursión y con cuánto gusto remediaría ella las necesidades de esa familia. ¿Pero cómo? Ella no incurría.
+Aquí iba la señora, cuando Vera la interrumpió con este exabrupto:
+—¡Callá la boca, ala, que ya me tenés borracho con tanta pendejada!
+Efrencito, que le estudiaba rato hacía, no extrañó esta salida; mas la dama, que pensaba estar diciendo mil honduras y sabidurías, quedóse suspensa y corrida; mas luego se rehizo y murmuró con voz templona y quejosa:
+—Permítame, padre, que le diga que extraño mucho esas palabras en usted: ¡está tratando con una señora!
+—¡Y vos me permitís —repuso Vera con entereza y actitud inusitadas— que te diga que te entiendo todos tus enredos, y que estoy resuelto a no dejarme cabestriar más ni por vos, ni por Efrén ni por nadie!
+«¡Ya te conozco, pava!: todas esas cismas tuyas es que ya te pusieron en pico que le di un socorro a mi compadre Casafús, y venís a encargarme la conciencia. ¡Eso es todo! ¡Pero te pelaste! Sabé y entendé que pienso darle a mi compadre lo que me den ganas, y que estoy resuelto a no dejarme poner más cartilla de nadie. ¡De hoy en adelante haré lo que me parezca…, y nójese el que se nojare!
+—¡Yo no vine aquí a oír insultos! —dijo la matrona acezando y poniéndose en pie—. ¡Camine, Efrencito, vámonos!
+—Me parece muy bueno —dijo el cura— que me dejen en paz, y que no vuelvan a perturbarme más con tantas calenturas y churumbelas.
+Pero Quiterita no pudo, porque cayó en la tarima con el patatús. Voló Efrencito a su casa y tornó con Lala y con botella de agua de Florida para fregar a la atacada. El párroco se paseaba por los corredores como si tal cosa. Recobrada la señora con tan buenos servicios, se levantó lloriqueando y, entre sollozo y gimoteo, exclamaba:
+—Estas son cosas de Milagros… No tiene vida si no me hace algún mal.
+—Está loca —dice el cura con aire entre enojado y amargo, siguiéndolos hasta el zaguán—. Nos va a enloquecer a todos. Ya se ve: ¿cómo no ha de creer que esto es obra de Milagros, si a mí me trae y me lleva y me zamarrea cualquier avistrujo, aunque sea un espantajo de vieja? ¡Pero ya se les acabó su muñeco! ¡Si quieren cabestriar, compren su burra!
+Y misiá Quiteria, sostenida por tío y sobrina, salió hecha una Magdalena.
+Como en las aldeas se sabe dónde pone la garza, y como las Valderrarnas eran muy capaces de descubrir lo que pasara en Londres, si allí vivieran, la anterior escena, adornada de circunstancias descomunales, como la de azotaina, por ejemplo, les dio tema a las tales y al cojo Pino, para un famoso trisagio, en loor de Quiterita, Lala y don Efrén, cuyos gozos principiaban así:
+El chirrión del padre Vera,
+Con que amansa sus potrancas,
+Se oyó crujir en las ancas
+De «la Mula Conservera».
+Para que de esta manera
+Los rojos tengan su encanto.
+Juan Pino y las Valderramas
+Gozan tanto, tanto, tanto.
+Para que Quiteria conociera obra tan inspirada, no tuvieron sus autores más que tirarla por la ventana de Lala, a quien le faltó tiempo para llevarla a su destino, hecha un mar de lágrimas.
+Ni a don Efrén ni a la gran señora se les hizo extraña la ocurrencia. Este y muchos mayores sacrilegios aún tenían que resultar en ese pueblo donde se apoyaba la impiedad y eran rechazados los servidores de la religión. Hoy era con el trisagio, mañana sería con la misa, pasado con el Santísimo Sacramento, y todo a cargo de los conservirrojos, más dañinos a Dios y al Gobierno que los sapos mismos. ¡Santa Milagros Lobo y San Ramón María Vera deberían estar qué contentos de sus servicios a Dios!
+A misiá Quiteria le acometió tal nostalgia de conservatismo puro, que a Marinilla fue a dar al día siguiente.
+Allí recibió oxígeno durante una semana.
+***
+A todo esto el padre Vera se sentía muy mal: con frecuencia le sobrevenían palpitaciones y fatigas, desvanecimientos y opresiones. Achacábalo todo al mucho trabajo del confesionario, que siempre le había fatigado demasiado.
+Un día, a tiempo de revestirse para la misa, le acometió un vértigo, y no cayó redondo porque el negro Nicolás acertó a sostenerlo y a sentarlo en una silla. Llevado a la casa inmediatamente, acudió al pueblo, y en esta vez sí declararon Casafús y la Milagros que la cosa iba de veras. Don Efrén y Quiterita, reacios al principio, acudieron por la noche un tanto cohibidos y cautelosos; y es tal la fuerza de las circunstancias, que, al fin y al cabo, entraron en concilio con Lutero y la conservirroja.
+Y no en vano: la gran dama lanzó la idea de pedir al punto médico a Medellín, idea que fue aprobada por aclamación y puesta en práctica desde esa misma noche. Diose con esto la señora por rehabilitada ante sí misma, ante don Efrén y ante el mundo entero y principió a obrar. Estaba pletórica. Privada en esos días del ruido y aparatos que le eran necesarios a su vanidad y a sus actividades de mujer vehemente y apasionada, sintió tal gusto y reblandecimiento de corazón, al recuperar la privanza en el curato y su prestigio en el pueblo, que se excedió a sí misma. Aún ignoraba el mundo las represalias de un alma grande; pues ahora lo sabría. Y el padre Vera, ¿qué hizo el pobrecito? Pues enternecerse hasta las entrañas y pedirle perdón, entre lágrimas y suspiros. Cuando llegó al médico, todo corría por cuenta de la gran señora.
+¡Y qué malo le pareció el enfermo! Era una hidropesía de pecho que se lo alzaba en vilo. Si por milagro escapaba del ataque, era preciso tierra caliente, muy caliente, para mejorar y prolongar la vida nada más, porque curar de eso era imposible. ¿Milagro, dijiste? Y principiaron los memoriales de Quiterita ante la corte celestial. A falta de cura que pidiese, estableció en el templo un coro diurno, alternativo y permanente de mujeres que, postradas ante San Roque, Nuestra Señora de la Cueva y San Blas, pedían y pedían, entre los incendios de velas, costeadas por la señora. Consigna sine qua non era pedir, al par que la mejora del curita, le reemplazase uno muy virtuoso y muy amoldado a los tiempos calamitosos que corrían.
+Todo se lo oyeron los santos a misiá Quiteria: a la semana siguiente llegó al pueblo, en calidad de interino, el padre Abad, un pico de oro, un alma inmensa, inflamada por el fuego sacro del conservatismo y del odio a la impiedad. Y veinte días después, bajo muy buenos auspicios y entre los rigores del invierno, partía Vera para la ciudad de Antioquia, en compañía de la señá Cobos, el negro Nicolás y la sobrina más vieja de don Efrén, quien la ofreció como asistenta y señora de honor. Quedó este encargado de los haberes del párroco, y de suministrar a las viejecitas Casafuses lo que le pidiesen.
+Cura nuevo y era nueva, una misma cosa son en las aldeas. ¡La era de Abad se iniciaba solemne e imponente, con notas y perfiles nunca sospechados en el pueblo!
+Todos los arcanos, el engranaje entero del poblachón lo supo al instante, cual si leyera en los corazones. Era un sacerdote imponente, de efectos admirables, de audacias casi regias. A la primera homilía apostrofa a los fríos y oliscados, y a cuatro señorones, tachados de tales máculas, les interroga en plena misa, les enreda, y allí mismo les hace confesar que el liberalismo está contra la Iglesia, y que no se puede ser liberal y católico a un mismo tiempo. Otra vez a la entrada de las Valderramas, sale el presbítero y dice que si en el templo hay alguna «sacerdotisa del error», alguna «parodiadora sacrílega de oraciones», se salga al punto. El cojo Pino no vuelve a reírse de las beatas; las viejecitas Casafuses entran temblorosas a la iglesia; le acometen los recelos a la propia doña Milagros; sólo el suspenso permanece inmutable en el rincón elegido. Quiterita cree soñar. Se le figura el padre Abad un producto de su cerebro y de su corazón.
+Pasa esto a fines de octubre. El ardor político, lejos de amenguar, se encona más y más. Los Chancos, ya indiscutibles, son el ultraje que pide el pronto castigo. Todos lo esperan de un momento a otro. Lala, que no pierde ripio de las intimidades valderramescas, vacila por momentos.
+***
+Doña Milagros, a todo esto, suda y se enflaquece y se le pronuncian las ojeras. No es que tema triunfos ni derrotas, es que está presenciando, sin poderlo remediar, el proceso del hambre. «Maleta», ha sido destituido del coro: se ha declarado rojo, deschavetadamente rojo, y la Iglesia no admite liberales en su seno. La señora, enterada de las disposiciones del padre Vera, ha ocurrido a Efrencito en demanda del socorro para los Casafuses; pero Efrencito le ha declarado no haber recibido orden sobre el particular. Ha escrito a Vera y no ha obtenido respuesta. Ella misma se ve y se desea para sostener a su anciano padre, tullido hace trece años. El cojo Pino está para que le socorran; para que las socorran están las Valderramas. Ha implorado con tres o cuatro conservadores tibios, con más de un oliscado y… todos incurren. La situación no cesa ni cesar puede, porque Casafús —lo ha declarado terminantemente— no se retracta, porque no tiene de qué, no se explica, porque no quieren entenderlo; no pide nada al superior, porque quiere padecer, porque necesita el padecimiento. Y Milagros se ofusca, no sabiendo si es un santo sublime o un loco rematado. Su misma adhesión a la Iglesia, con ser tan honda y entrañable, vacila por momentos, al pensar si ese castigo de la suspensión causará mayores males que la falta castigada. Cuanto a aquel liberalismo escandaloso del suspenso, sí que duda. Muy tonta debe de ser, cuando nunca le notó nada que fuese contrario a la Iglesia, cuando no tradujo el sermón aquel por herejía, ni ahora ni cuando lo oyó. Y en este punto y consideración, manda a sus sentimientos que se callen, porque siente que se sublevan; manda a su memoria no ate cabos sobre Quiterita y don Efrén, sobre el mismo padre Vera, a quien, si le sobra la candidez de la paloma, le falta en absoluto la astucia de la serpiente. Prohíbe a sus potencias que analicen estos particulares; pero los hechos se le imponen, y, contra su querer, la luz de la verdad entra en su alma. Ella, que siempre tuvo libertad de conciencia y criterio propio, se halla ahora enredada en sutilezas y contradicciones, no queriendo dar crédito a su íntimo dictamen y no pudiendo conseguirlo. Todo esto la tiene un tanto retraída del comercio humano.
+En cuanto a que se incurra en falta por socorrer a Casafús y su familia, sí que no lo cree ella aunque se lo prediquen capuchinos descalzos: algo le grita adentro que esto es falso, falsísimo. Ha tratado de sostener esta idea, y se ha granjeado disgustos, se ha enajenado amistades; mas por ello no puede vacilar: si no viera en esto tan claro como ve, dudara de la caridad de Jesucristo. Y, sin embargo, ¿cómo ejercerla? Consuelo y compañía cuantas quisiese la infeliz familia. Pero no se trataba de consuelos, sí del miserable pan material, que ella, en su pobreza, no podía suministrar. En el pueblo siempre había habido la mendicidad vagabunda que imploraba de puerta en puerta; pero nunca estos pobrecitos de media y zapato que perecían de hambre, antes que rebelarse. Por eso en el pueblo no consideraban esta miseria, ni la concebían siquiera, tal vez ni la creían posible en familia de sacerdote. Quiteria era rica y desprendida; pero salirle con la embajada era tanto como herirla en su fibra más delicada: su opinión manifiesta y sostenida. Ni por mano de ella daría un cuadrante; ni era fácil valerse de segunda persona, e imposible ocultarle el nombre de los menesterosos. Otras gentes, si eran ricas o acomodadas, no estaban para extras; bien lo sabía ella que conocía más que nadie la roña y mezquindad de nuestros pueblos. Por tanto, su idea de suscripción era un disparate, bien fuese diaria, hebdomadaria o mensual. Y en los tres o cuatro reales que ella recogía de cuartillo en cuartillo, a trueque de desabrimientos y malas caras, entraba más el Diablo que Dios, toda vez que ella sacaba pecadillos de estas peticiones y se los hacía cometer a los demás.
+Y los puertos se le cerraban. Verdad que los domingos salían señoras al mercado a recoger limosnas en especies, para los pobres del Corazón de Jesús; verdad que tan piadosa hermana prefería, sobre todas, la pobreza vergonzante; pero, ¿cómo pensar en auxilio del Sagrado Corazón cuando Quiterita era la presidenta? Y esto sí que le parecía a la Milagros cruel sarcasmo de la caridad.
+Y ella, ¿qué era lo que podía suministrarle a esa gente? Carne no, porque de cuatro libras que podía comprar en la semana, tres y tres cuartos eran para el pobre anciano; cacao tampoco, porque, a causa de la guerra, estaba a ocho pesos; y ni panela por esto, y ni huevos por lo otro… En fin, que cuanto podía darles semanalmente era una pucha de maíz y un puño de fríjol. Con esto y con el guineo y las arracachas que ella cultivaba en su huerta, ¿podrían vivir aquellos tres viejos quebrantados y flacuchentos? «Maleta», el cesante «Maleta», tenía al menos el arte de velar, de pedir con las miradas, y tal cual vez lograba sus hartazgos. Pero, ¿y los otros? Con ella solamente se franqueaban las viejecitas. Las encontraba siempre frías y temblorosas: la una se quejaba de dolores de cabeza, la otra de vientos encajados. Era la ausencia del chocolate en esos estómagos desjugados, era tanta mancha de guineo, tanto tarugo de arracacha. El padre…, ¡pobre padre! Todo lo hallaba a maravilla, y, mientras más engañoso y mezquino el condumio, más contento se ponía. ¡Sí sería loco de veras el padre Casafús! ¿Loco un hombre que así se despreciaba, que era humilde hasta ese extremo? Y, sin embargo, el padre Abad decía con frecuencia que Casafús tenía la soberbia de Luzbel… Tampoco le entraba esto a la Milagros; razones poderosas le asistirían al sacerdote para no explicarse; tal vez el deseo de mortificarse, acaso el temor de rebajarse ante su conciencia de hombre sufrido; en fin, cualquier causa, que ella no alcanzaba; pero soberbia… ¡jamás! ¿Soberbio Casafús? ¿Un hombre que se ponía a la mesa y se comía esos plátanos, como si fueran opíparo festín?
+Y la buena señora se confundía.
+Más que de la miseria de esa gente, tenía obsesión de guineos y arracachas. En su angustia y compasión, llegaron hasta serle antipáticos. Llegó un día, sin embargo, en que la misma pobre platanera se vio sin un vástago, y otro en que del arracachal no quedara sino el recuerdo. Comamos viento, se dijo, entonces, la Milagros, y quiso partir con los Casafuses el sustento; pero este milagro sólo lo hizo Jesucristo. Cuanto sacó, fue que al anciano paralítico y a ella misma les alcanzara el hambre, ese hambre que enfría el cuerpo y abate el espíritu.
+Sacaba la vieja su escaso pan, no digamos de una panadería —que el vocablo es muy grande para el caso— sino de un amasijo ratero de aldea; e ingeniándose la pobre el modo de crearles a los Casafuses algún recurso, ocurriósele dedicarles semanalmente una hornada extraordinaria de bizcochuelos, gaje supremo de su industria. Principió la ganga con un batido que parecía cosa de ángeles. Pues, señor: hasta en el horno mismo perseguía la desgracia a esa gente; aquellos bizcochuelos resultaron con una suela enorme y se perdieron por completo. No intentó segunda hornada: tomó tabaco para que las viejecitas lo doblasen, y, a pesar de sus industrias, consejos y ayuda, no sacaron el principal. ¡Ni para el llanto de las infelices!
+Dejóse de industria y se acogió al crédito; les fio ante un carnicero y ante Petrona, y cuando iba la cuenta en quince pesos, le exigieron el pago y la amenazaron con demanda. En tal aprieto no tuvo más remedio que hacer un descalabro en las joyitas que guardaba para el entierro de su padre. La gargantilla de uchuvas, que su madre luciera en «bailes de voladores y música seria», fue cambiada al peso. Con los veintiséis de su importe cubrió el crédito, y el resto se lo endosó de un voleo a las viejecitas, para que compraran otro acordeón, si les daba su real gana. ¿Qué otras eran las buenas obras sino calaveradas enormes? No hubo en esta vez acordeón ni instrumento alguno; pero sí parvidades de carne y chocolate tres veces al día. ¡Lo que les duró aquello!
+Entonces la Milagros se deschavetó: paladinamente, incurriera la gente o no incurriera, imploró para la familia del suspenso el grano de sal y la tabla y «el cuarto de dulce» y la arepa.
+Tragando mucha hiel, estomacándose con las cuchufletas que se le quemaban adentro, al ver adulterado el espíritu cristiano con la política lugareña, al descubrir tanto parecido de roña, logró tener en pie a aquellos pobres cuerpos unas semanas más.
+Tamaña miseria parecíale el ápice del colmo. Mas no había tal: después vino lo bueno.
+Sucedió que Quiterita, por uno de esos rasgos fastuosos y exagerados, tan propios de su carácter —o acaso porque no hallase otro medio de hacer ruido y de dar porrazo—, determinó echar la voltereta de una manera regia. Y fue y arregló uno como banquete; lo puso con todo y vino, desde la sopa hasta el café, en dos cajones muy grandes, con muchos alemaniscos y mucha cristalería; y, a la cabeza de Petrona y la otra mulata, lo envió a las Casafuses, con un recado amabilísimo. Pasmadas de gratitud y de vergüenza se quedan las dos viejas con tan espléndido regalo. A «Maleta» se le alegró todo el mondongo, y exclama transportado:
+—¡Vean la gallina! ¡Pero no’staba gorda di a nada, María Santísima! Tanté que yo soñé dormido comiéndome un’entera yo solo.
+—Pues le salió el sueño, niño Rosendito —dice la lagarta de Petrona muy insinuante y aduladora.
+—Como que más bien sí.
+A los aspavientos del infeliz idiota, aparece, larga y sombría, envuelta en caracol de calamaco, la escuálida figura del padre Casafús.
+—¿Quién manda eso? —pregunta imperativo. Y al oír el nombre de la obsequiante, exclama fuera de sí—: ¡No! ¡No! ¡Eso no!
+Y estremecido, desatentado, corre a la calle; ve a la negra Brígida, que pasa con olla enorme de aguamasa, y se le aboca; quítale la bacía y la derrama; salta a la casa y, a dos manos, empecinado, frenético, un chisguete aquí, un choque acullá, vierte, arroja, revuelve en el ollón de las botellas, los líquidos, los sólidos de la gran comida. Torna a la calle, devuelve a la dueña su cacharro, y le dice con mueca sonreída: «Toma para que llenes a tus negritos». Éntrase enseguida; dirígese a Petrona y, casi afónico, murmura: «Dile a tu señora que Dios le pagará». Toman las sirvientas los revolcados trebejos y salen aterradas.
+A doña Estefa se le aguzan las dolencias, Eulaila lloriquea, se sienta el sacerdote, los tres enmudecen; pero «Maleta», se desfoga en perrera de chiquillo.
+—¡Tanté dáselo toíto! —plañe sollozante—. ¡Y’uno con tanta gana de presa y de gallina!… ¡Uno que no prueba más que plátano a tod’hora! ¡Tanté plátano!
+—¡Calla, Rosendo —exclama Casafús—, y vete a tocar tu acordeón.
+—¡Tanté acordión!… ¡Vuste’stá descomulgao!
+Y mediante una de esas transiciones tan violentas como insanas de los idiotas, se encara con el sacerdote y le grita con voz atronadora:
+—¡Descomulgao! ¡Cura descomulgao!
+Saltan las dos ancianas electrizadas por aquel grito de horror. En boca de «Maleta», se les antoja a ambas algo como maldición divina por misterio de un párvulo.
+—¡Calla, imbécil! —ruge Casafús desfigurado, saltando de la silla como una fiera—, ¡calla, miserable…, o te mato!
+Lanzadas por el espanto, a grito herido, se arrojan sobre «Maleta», para protegerlo. Forcejea, las rechaza, derriba a la una y se flecha a la calle bramando:
+—¡Descomulgao! ¡Descomulgao! ¡Descomulgao!
+***
+Terminó noviembre con sus días sin sol y sus noches diluviales; pasó un diciembre sin aguinaldos, ni pesebres, con una Nochebuena desolada, henchida de presentimientos; vino un Año Nuevo sin promesas, y la guerra en su auge: todos los días un triunfo…, pero no se acababa de triunfar.
+En el alma de Quiterita soplaban ya hálitos de sospecha. Las Valderramas, cada vez más encenagadas en su fétido sapismo, echaron segunda edición del trisagio, aumentado con el escándalo de la comida rechazada. El padre Abad prohibió la obra y cualesquiera otras que escribiesen las Valderramas, bajo la pena severísima de levantar del confesonario a quien las leyese, propagase o comentase. Las autoras, al verse incluidas en el índice, se creyeron unas Jorge Sanes. El cojo Pino, temeroso —según dijo— de que le negaran la absolución, salióse al campo. La sobrina de Efrencito escribía muy alarmada con la situación del padre Vera: de la hidropesía parecía mejorar; pero estaba «elemento, elemento». Su administrador mostróse inconsolable con la nueva.
+Entretanto, ¿qué era de la Milagros y sus protegidos? Ni para contado.
+Con el rechazo del obsequio aquel habíanse puesto en evidencia la soberbia satánica del Lutero y su atroz odio a los servidores de la Iglesia; la leyenda de Patiburrú renovóse más tétrica y espantable; y ya Milagros no tuvo el coleto de mendigar de casa en casa. No sabía, no se explicaba, cómo los tres Casafuses viejos estaban vivos; pues lo que era «Maletica» hallábase en sus glorias: Quiterita, conmovida en lo más profundo y delicado de su caridad, con el escándalo del idiota, túvolo desde entonces a su mesa, y varias veces le realizó el sueño de la gallina entera. «¡Qué matrona!», decía don Efrén.
+Milagros, en su misma compasión a los Casafuses, en fuerza de las mismas apuradas circunstancias, creía perdida su imparcialidad para apreciar los acontecimientos, y hasta se le suponía en ocasiones hallarse ella misma contaminada, no de liberalismo herético, sino de algo peor: de un espíritu de protesta y rebeldía, que le hacía dudar de virtudes excelsas por todos proclamadas, que la obligaba a regatear méritos que nadie discutía y a no admitir, en su fuero interno, «el estilo nuevo para ser buen cristiano, que estaba usando». No era ilustrada, bien lo sabía ella; pero sí inteligente. ¿Cómo negárselo a sí misma, cómo desconocerlo? Trató de estudiarse en sus nuevos sentimientos, y no encontrando nada que le oliese a envidia, ocurriósele que podría ser soberbia, soberbia de la mala, de esa que le achacaban al padre Casafús. Siempre se había sentido libre de conciencia, y lo era en efecto; mas en esta vez tuvo por conveniente irse ante el padre Abad en son de consulta y fue tal la indignación del sacerdote que casi la trata como a lectora del trisagio.
+Del confesonario fuese derecho al suspenso, a suplicarle por la vez última, se explicara por medio de la hoja. ¡Y cuál se puso él!
+«¡Retírate, mujer estúpida e insensata!», fue su ultimátum.
+Vuelta a su casa, se dijo la Milagros: «Puesto que soy insensata obremos como tal. Intentaré al menos el último esfuerzo».
+Y a la obra. Va al gasto para el entierro; saca los zarcillos de lámpara y el rosario de filigrana, y los empeña en veintiséis pesos. Con el mayor sigilo alquila un caballejo y un chicuelo que le sirva de escudero; busca quien le acompañe a su padre, arregla una muda, les deja tres pesos a las Casafuses y, al amanecer del día siguiente, sin que nadie lo sospeche en el villorrio, emprende viaje.
+Treinta horas después se apropincua a Medellín. En las afueras de la ciudad, casa de unos conocidos suyos, deja a buen recaudo caballería y espolique. A las ocho de la mañana golpea en la puerta de una vieja amiga, señora muy renombrada por sus virtudes. Pasadas las primeras efusiones, le dice: «Vengo a que me des posada por uno o dos días y a que me ayudes en una obra de caridad».
+A las doce hallábanse las dos ante Monseñor el Obispo de la Diócesis. Su Ilustrísima, que era director espiritual de la señora medellinense y que de tiempo atrás, cuando aún era cura de pueblo, conocía a la Milagros y le reía las salidas y jovialidades, las recibió con cuanta llaneza cabe entre damas piadosas y prelado antioqueño.
+Sin ambages, con la seguridad de quien pide en justicia y por deber, expúsole Milagros su demanda, pintando la miseria y la humillación de las Casafuses.
+Prestóle el prelado benévola atención, y dijo al cabo:
+—Te alabamos tus intenciones; pero no podemos, por ahora, concederte lo que nos pides. Muy doloroso nos ha sido la suspensión de Casafús; pero estábamos en el deber de decretarla. La miseria de él y su familia son consecuencias de la falta. Esto puede remediarse: la suspensión sí no podemos levantarla, mientras él no haga un acto público de desagravio y abjure de sus errores.
+—Y si él no cree, Su Señoría, haber sostenido errores —se atreve a replicar doña Milagros—, ¿sí estará, en conciencia, obligado a retractarse?
+—Casafús no puede creerlo así —dice el prelado con aire severo de autoridad— porque es un sacerdote demasiado ilustrado para ignorar las ideas que condena la Iglesia. Esto es su mayor agravante. No podemos levantarle la suspensión. La fe es un tesoro que estamos obligados a custodiar, hoy más que nunca; y, como pastores, no podemos permitir que nadie, ni mucho menos un sacerdote, nos menoscabe este tesoro.
+—Así es, Su Señoría —repone la abogada, asustando a su compañera—. Pero la caridad también es un tesoro, y se está menoscabando: hay gente con hambre y nadie quiere socorrerla porque creen hacer mal.
+—No dejas de tener razón —dice Su Ilustrísima, sonreído con la réplica—. Pero este menoscabo puede resarcirse, sin faltar a ley alguna. Haremos porque se socorra a esa familia. Te lo prometo.
+Y, como quien da por terminada la consulta e insinúa la despedida del consultante, dirígese a la otra señora, con cualquier pregunta de fórmula.
+Ellas se levantan, y la Milagros, con chancera prosopopeya, mucho visaje e inflamiento de narices, exclama:
+—Sí, despidámonos: Su Señoría, cual otro Coriolano, no se deja seducir por las matronas romanas.
+Riose el prelado muy sinceramente y, con gorja patriarcal, le dice a la dama medellinense:
+—¡Esta!… Es tan sumamente bachillera que, si me descuido, es capaz de citarme toda la historia. Si no fuera que le conozco todas sus marrullas. Siempre ha sido malvada y metida en todo. Y no se compone. ¡Mala gente, mi señora!
+(Aquí, despedida, besada de anillo y reiteramiento de la promesa).
+Al otro día, después de misa de ocho, Milagros, sola, en Palacio. Sabe por el familiar, que Su Ilustrísima está en el despacho con el secretario. No consulta, no pide audiencia, no permite que la anuncien: se cuela de rondón. Hace el saludo de rúbrica al prelado, una reverencia al secretario, y dice:
+—Soy como la Cananea y vuelvo a importunar a Su Señoría.
+—¡Ahora sí! —exclama Monseñor—. ¡Se complicó la cosa! ¿Con qué otra demanda vendrá ahora la matrona romana?
+Y, dirigiéndose al secretario, agrega, por vía de presentación:
+—Esta es la tal Milagros Lobo, la abogada de Casafús. Tiene más leyes que un concilio.
+—Una inútil servidora —dice ella, saludando al sacerdote.
+Los tres toman asiento. Milagros comprende que el trabajo en que se ocupan no es perentorio y que Su Señoría se halla en disposición favorable.
+Tanto lo está que, sabiendo de años atrás que Milagros, como buena hembra, no los confesaba, se le ocurre darle bromas por este lado, y le dice al secretario:
+—¡Aquí donde la ven, fue confirmada, ya vieja, por el señor Garnica! ¡Pero nadie ha podido sacarle los años! Se va a ir a la tumba con el secreto. A ver: confiésalos siquiera una vez. ¿Cuántos tienes?
+—No, Su Señoría —contesta ella, haciéndose la azorada—. Esa pregunta no se le hace a una mujer que acaba de comulgar —prelado y secretario celebráronle la respuesta, y Milagros dice luego—: Su Señoría quiere atajarme, para que no pida; pero vengo resuelta a pedir. Hace un momento, al recibir a Dios, le he pedido que hable a mi alma, y… creo que ha hablado. Me ha dicho que vuelva donde Su Señoría; que le hable con franqueza; que se lo cuente todo; que le implore justicia por un sacerdote inocente. ¿Por qué no ha de pedir por un ministro de Jesucristo una pobre vieja? Le suplico a Su Señoría me oiga un instante.
+—Habla —dice Su Ilustrísima, con aire de indulgencia.
+—¿Me cree Su Señoría capaz de mentirle? ¿Me cree capaz de juzgar la conducta del padre Casafús y la del padre Vera?
+—Te creo incapaz de mentir; pero puedes engañarte.
+—Soy mujer, Su Señoría, y las mujeres solemos engañarnos nosotras mismas: creemos muchas veces, no lo que son las cosas realmente, sino lo que queremos que sean. Sin embargo, en esta vez me tengo confianza. En mi conciencia, el padre Casafús es inocente. ¡Podría jurarlo aquí y en el tribunal de Dios! Se le acusa de ideas anticatólicas, y me consta que no las tiene; se dice que en un sermón se declaró contra la Iglesia: yo oí ese sermón, yo lo oí con mucha atención… y no deduje eso. Por muy torpe y simple que sea, algo debí comprender en este sentido. Tal vez los textos de aquel sermón pudieran alarmar a algunas personas, en las circunstancias actuales; pero en el desarrollo nada oí, nada entendí que me pareciera contrario a la fe y a la religión.
+—Pero, señora, ¿cómo se explica entonces la acusación del padre Vera y las declaraciones de testigos, que confirman el hecho?
+—Ilustrísimo señor: no acuso ni hago inculpaciones a nadie. Que me perdone Dios si lanzo juicios temerarios; pero creo firmemente que el padre Vera ha sido engañado; engañado por su mismo celo y por la influencia de cierto círculo.
+—Pero, ¿y los testigos?
+—¿Los testigos, Su Señoría?… Primero los convencieron de la herejía del sermón, y luego los llamaron a declarar sobre ella.
+—¡Ah, caramba! —exclama Su Ilustrísima, con aire severo de incredulidad—. ¡Eso sí es grave!
+—Tan grave, que yo me resuelvo a manifestárselo a Su Señoría. Hoy se lo he expuesto todo al sacerdote que me confesó, y me ha facultado para que se lo expresara así a Su Señoría, si me atrevía.
+—Pero, ¿no estaba presente Vera cuando el sermón de Casafús? —pregunta el prelado con extrañeza.
+—Presente estaba, ilustrísimo señor. Pero yo le diré a Su Señoría: el padre Vera, por lo mismo que es muy bondadoso y sencillo de corazón, por lo mismo que es muy humilde, no se cree capaz de juzgar nada por su propio juicio, sino por el juicio de sus amigos. Los cree muy sensatos, y lo que ellos le digan eso es: no lo pone en duda. Este es su criterio. Estas influencias e intrigas políticas de los pueblos, no podemos sentirlas a fondo sino los mismos puebleños que las hemos sentido. No extraño que Su Señoría no crea tan poderosos los amigos del padre Vera.
+—¿Pero no oyó Vera el sermón?
+—Creo que no. Él estaba en el presbiterio, y desde allí no se oye bien, lo sé por propia experiencia, lo que se dice desde el púlpito, y, como el padre acababa de pasar una enfermedad, estaba un poco sordo, sumamente preocupado y como deshilado de ideas. Además, el sermón del padre Casafús fue muy alegórico y en un estilo allá parecido al Apocalipsis; y el padre Vera, así lo ha dicho siempre, dizque no le entiende los enredos al padre Casafús.
+Medió corto silencio, miró el prelado al cielo raso del despacho, y luego dijo:
+—Pero, ¿Casafús por qué no se explicó, por qué no se defendió ante nos?
+—No quiso, Su Señoría. Cansada estoy de suplicárselo. Tal vez quiere imitar a Jesucristo que no se defendió de ningún cargo. Levántele la suspensión, ilustrísimo señor. Levántesela.
+—No podemos, por ahora. Esto es cosa muy seria. Averiguaremos mejor el asunto, y entonces verá. La época es de prueba, y cualquier falta contra la fe, por insignificante que parezca, puede tener ahora funestos resultados. Acaso Casafús no sea un apoyo a la impiedad; acaso no haya predicado nada condenable, pero se ha mostrado indiferente a los intereses de la Iglesia, y esto ha bastado para alarmar y escandalizar a un pueblo tan católico como Piedragorda.
+—Cuando Su Señoría así lo juzga, así es. Pero medite de nuevo el punto. Se lo suplico en nombre de dos almas inocentes, de dos ancianas con hambre, que se creen envueltas en una reprobación. Tal vez ese escándalo de que habla Su Señoría puede ser escándalo farisaico; tal vez cese con la clemencia del Pastor.
+—Tus súplicas son muy laudables y muy puras tus intenciones; pero no insistas. Y, dado caso que le levantáramos la suspensión a Casafús, en nada mejoraría su situación pecuniaria, porque, como se ha hecho sospechoso en el pueblo, ni Abad le pagará porque le ayude ni los fieles le mandarán a decir sus misas.
+—Es que mi petición tenía cola, ilustrísimo señor —dijo la cananea piedragordeña—: sé que el cura de Mercedes le ha pedido coadjutor, y yo venía a pedirle, no sólo que levantara la suspensión, sino también que lo nombrara excusador del padre Malta.
+—¡Milagros, por Dios! —exclama el prelado antioqueño, como quien apela al último recurso—. Póngase usted en mi lugar por un momento; sea en esta vez el obispo de la Diócesis.
+—Acepto el nombramiento, Su Señoría. Y el diastre de la vieja se pone en pie y con el aplomo del mundo, relata: «Nos, Milagros Lobo, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, obispo de Medellín, levantamos la suspensión al presbítero Pedro Nolasco Casafús, y lo nombramos cura excusador de la parroquia de Mercedes. Dado en nuestro Palacio Episcopal y refrendado con nuestro sello, a 26 de marzo de 1877»1. Y se sentó.
+—Te faltó la firma y, ¡no vale! —dijo Su Señoría, riéndole muy bondadoso la originalidad, mientras el secretario fluctuaba entre si celebro o repruebo.
+Nunca nos metimos en psiquiquerías de obispo, que confundido ha de ser quien analice la majestad. Cónstanos sí, y de consignarlo hemos, que el prelado diocesano, o porque entreviera las redes en que envolvieron a Casafús, o porque le cautivara el ingenioso atrevimiento de un buen corazón, o porque le dio su episcopal gana, tuvo por válido y efectivo cuanto decretara la prelada. Allí mismo ordenó al secretario extendiera los documentos del caso. Hizo más: le dio a la Milagros sesenta pesos, para que la familia Casafús se trasladase a Mercedes.
+La afortunada mensajera parte de Medellín el mismo día. Al siguiente, el alma embellecida por la dicha, aligerado el corazón, trasmonta, caballera en su jamelgo, el Alto de la Niebla. Despídese el sol con pompa regia de púrpura y brocados; como envueltos en tules se difuman los confines; reina la calma augusta de la tarde; abajo, entre el rastrojo de los setos, se divisa el pueblecillo. Se detiene un instante a contemplarlo. ¡Cuán hermoso! Recostado en su colina, con sus casitas congregadas alrededor de su iglesia que destaca en azulada lejanía el banco campanario, se le figura Jesús entre los niños. Siente la paz, la paz de los corazones limpios e inocentes: allá abajo se le espera la alegría más honda, más pura de su vida. Y principia a rezar.
+De pronto llégale adentro, a lo íntimo, una vibración extraña. Extraña no: demasiado la conoce. Es que doblan, que doblan muy triste, más que siempre. Al volver de un recodo encuéntrase un campesino. No ha menester interrogarle.
+—¡Qué pesar traigo, doña Milagritos! —dícele el montañés—. Si acaba de morir el padrecito Casafús. Cayó anoche no más con el mal de la muerte. Quizque fue que transantier llegaron al sitio unos confinaos de las Malfias; y’uno d’ellos, qu’es muy rico, le mandó mucha plata al padrecito, y fue y las hermanas pusieron muchos potajes enteramente, y el padrecito…
+—¡No me diga más! —exclama ella, mirando el cielo al través de sus lágrimas—. ¡Murió de hartura! Se le veía.
+Las cuatro hijas de doña Felicinda, viuda de Peraza, se citaban en el pueblo como prototipos de simplicidad e insignificancia. Parecía que todas cuatro hubiesen saltado de los catorce a los dieciséis; que ninguna logró en su vida incolora ni una mañanita de primavera; eran unas otoñales de nacimiento. Ni siquiera se distinguía la primera de la última, ni cuál fuese, tampoco, la figura más saliente de las cuatro. Dijérase que habían surgido en un mismo brote desde los profundos del limbo. El rasero de lo anodino las había emparejado en esa como identidad por la cuna y la convivencia.
+Amores, ni divinos ni humanos jamás se les supieron: no eran beatas ni iglesieras, ni el galán más desdeñado rondó por sus ventanas, por más que ellas se mostrasen en sus rejas tarde por tarde y el domingo entero.
+Como eran pobres y sencillotas, no disponían de los recursos del trapo y del afeite, del buen gusto y de la moda. A su casa no asomaba ni la comadrería lugareña, con ser que la Peracitas cumplían con todos, lo mismo en parabienes que en dolencias: a enfermo su recado, a cada muerto su corona, a cada novia su baratija. Mas ni por esas: donde no hay mieles ni relumbrones, no acuden moscas ni mariposas.
+No se ocupaban de ellas ni para ponerlas en solfa, por lo pasmadas y poquitacosa: la maledicencia no para mientes en lo opaco. Sólo algunas viejas levíticas se hacían lenguas de oro ponderándoles a los mozos casaderos las virtudes, la laboriosidad y fundamento de las Peracitas. Pero todos los sermones se predican en desierto.
+En verdad que madre e hijas trabajaban como abejas, ya costuras, ya tabaco, ya dulces, ya planchado.
+Era rector del villorrio, por aquel tiempo, un varón raro, de santidad extraña, discípulo castizo de Francisco de Sales.
+A fuer de tal, no veía pecado en los regocijos sociales ni en los coloquios amatorios de la gente moza; pero ni de la vieja tan siquiera. «Las Hijas de María» podían danzar con todos los yernos. De aquí que no faltasen de vez en cuando, en aquel recogimiento pueblerino, reuniones promiscuadas y bailables, por bodas, paseo, y ocasión rodada. Claro que no contaban con las Peracitas para ninguna de estas diversiones. Las pobres, por su parte, jamás mostraron hieles ni despechos por esta jubilación prematura, por este desaire perpetuo a que parecían condenadas desde jóvenes.
+Aquella villa oscura con pujos de ciudad tenía como lugar de esta distracción un casino o cosa así, no muy mal montado, ciertamente, con una treintena de socios de lo más prócer y granado. El Club Córdoba, con todo y personería jurídica, era el timbre de la localidad y el agasajo de cuanto forastero de nota arribase a ese rincón escondido de montaña. Pues cátame que el tal club acordó celebrar la fiesta magna de la patria, con una fiesta culta y aristocrática, nunca vista ni soñada en muchas leguas a la redonda: un «baile de salón», a todo taco. Convidarían a los caciques de los pueblos circunvecinos, no tanto por obsequiarlos, cuanto por deslumbrarlos con aquellas novedades y elegancias. Reunieron, al efecto, la suma presupuesta, y desde el primero de aquel julio extraordinario principiaron los preparativos, encargos y trasteos.
+El doce lanzaron a la calle las invitaciones despampanantes, tipografiadas en la capital del departamento. ¡Y cosa inaudita! Por gentileza, por guasa, por patriotismo acaso, invitan a las Peracitas. ¡Qué comentarios! Más que los aprestos mismos les maravilla la ocurrencia.
+Doña Felicinda piensa por el primer momento que, sin ser veintiocho de diciembre, las quieren inocentar como a unas tontas. No falta un alma caritativa que se los asegure. Cuando al fin se persuaden que aquello va de veras, se ponen, según la propia frase de la viuda, «en mil titilaciones y parangones»: malo si van, malo si no van. Ilusiones y temores, novelería y ansiedad se barajan y contraponen ante aquella cosa tan complicada como imprevista.
+La señora, sin explicárselo ella misma, siente que allá adentro se le impone la categoría social de su familia, y que debe honrar la invitación. Con todo, vase en consulta al señor cura. Él le declara que si ello no le desequilibra el presupuesto lleve a las niñas en buena hora; pero que las ensaye antes si no están bien duchas en coreografías. La consultora sale radiante. ¿Y qué hace? Vende el cerdo que cuida en el chiquero, y pellizcando aquí y completando allá, entre unas y otras, salen a compras las cinco reunidas, y se traen los cortes de gasa y los zapatos y los adornos. No bien tornan, avisan la aceptación.
+La nueva cunde por el pueblo. Las Peracitas se elevan quince codos en su posición de la víspera. Aquella invitación emanada del sanedrín supremo de magnates; aquellas compras de artículos valiosos, son banderas que cubren y valorizan toda carga. Su casita, de las oquedades y lobregueces, se ve de pronto invadida por insólito visiteo; todas van a informarse, a tomar lenguas, a animarlas, a ofrecerse, en un jubileo de felicitaciones. Las Mogollones, las más ricas y entonadas, las que imponen moda y protocolo, dirigen los indumentos de las niñas. Ellas mismas, con sus manos milagrosas, las perfilan para el baile; y como un luto repentino les impide asistir, suministran a las protegidas cuantas más galas y arreos necesitan. Unas vecinas, grandes tañedoras y bailadoras, prometen enseñarles cuanto quieran. Llevan hermanos y amigos, con tiples, bandolas y guitarras, y principian los ensayos. Que «hay academia donde las Peracitas» se difunde por los cuatro vientos, y desde la segunda noche se les agregan varios veteranos en el arte.
+Madre e hijas están completamente embelecadas y fuera del carril. Madrugan con los pájaros al tráfago de los trajes y de los comestibles que para la fiesta les tienen encargados. «¡Qué laberinto!», exclama a cada paso la señora. Aquel conflicto de horno, de modistería, de amasijo y bailoteo, la tienen por los aires. No bien anochece principian los ensayos, hasta las once bien corridas; y como a toda hembra moza la favorece Terpsícore, en seis noches y un domingo se inician, cual más, cual menos, en los arcanos del valse y de la polka, de la galopa y del estrós. Se sienten tan enervadas, que la madre pide a María Auxiliadora se las tenga en salud mientras que pasa todo.
+La Virgen le oye: se aproxima la hora suprema y las cuatro están en pie. Desde la tarde las tienen las Mogollones en su laboratorio. A las ocho y media, cuando la madre va por ellas, siente el vértigo: las cuatro se le revelan como otras tantas beldades. ¡Oh magia soberana del arte y de la química! Tres están crespas, dos rubias; la penúltima, con pelo liso, crencha caída y diadema en las sienes, como una virgencita bizantina. Bendijera Dios las ciencias ocultas de las gallardas Mogollones. ¡Cómo aprendían las señoras en Medellín! Apenas pudiera, iba a mandar a Romelia, que era la más talentosa.
+Pero he aquí que en medio del desvanecimiento, nuevo recelo le asalta: teme «el pavo», el terrible pavo. De nuevo invoca el mariano auxilio para que libre a sus hijas del ave hórrida.
+A las nueve entran por entre el gentío novelero. Desde ahí principia «el golpe». ¡Qué pasmo el de aquella plebe! Los dos policías despejan. Desde el zaguán las recibe la Comisión. Por la madre las conocen; que si no, las tomaran por las forasteras que han venido a la fiesta. Han perdido el encogimiento: su nueva posición, su repentina hermosura, así como las lecciones mogollescas, les imprimen por ensalmo el aplomo y los mohínes de las mujeres triunfadoras. La viuda, que no tapa el curte de los años va verdosa. Sus ojos son un poema de sustos encontrados. Les ofrecen el brazo de la galantería y las suben como a unas princesas. La reina madre es la primera. El caserón del club, tan disfrazado como las Peracitas, deslumbra y cabrillea. Flores y espejos, cuadros y cortinajes cuelgan áulicos y joyantes por todas las paredes. Allí se ha recogido todo el boato suntuario de los cresos.
+Los invitados van entrando, las damas se van acomodando; el mariposear empieza. «La lira andina», reforzada por bajo y clarinete, preludia magnética y cosquilleante. Ella que rompe y los galanes más conspicuos que les corren a las Perazas. Así a la segunda pieza; así a la tercera. Doña Felicinda pasa del verde a los tintes simpáticos del azúcar sonrosado. Ya no hay susto en sus ojos de tórtola afligida; resucitan juveniles y brilladores en un sortilegio de ventura. Compara, analiza: sus hijas resisten las comparaciones y el análisis.
+Los anfitriones más egregios entran con azafates de copas y de pastas. Con esa cortesía estudiada de parroquia, ofrecen, muy inclinados y supuestos, primero a doña Felicinda y a sus niñas. Tal se sienten, que dos de ellas, con un dengue inspirado, acometen un efecto muy revolante de abanico. ¡No perdieron su tiempo las Mogollones!
+El vino espumoso, servido a guisa de champaña, aparece como tal a los ojos ignorantes, en el cuenco bullente de las copas desparramadas. La viuda recibe la suya, temblorosa, y la apura antes que nadie, por miedo de verterla. ¿A qué le sabe aquella copa de la gloria?
+Sigue el baile, siguen los obsequios, y sigue como una consigna individual y colectiva el atender y disputarse a las Perazas. Hasta el diminutivo se les quita; que el entusiasmo, por contagio o por sistema, ve un milagro en el vuelo de una mosca.
+Sólo Graciela Acosta, la belleza indiscutible de la villa, se va ofuscando con aquel fanatismo por estas grandezas improvisadas. Más habrá de ofuscarse, porque la ovación no se desmiente ni un momento.
+Por capricho, por simulación, por sinceridad, las Perazas no decaen.
+A las doce se abre el comedor. A doña Felicinda, a sus hijas y a las señoritas forasteras se les conduce antes que a todas. La viuda, que ha libado tres copillas, se cierne en uno como ensueño. Ha vuelto a los livores; las ojeras se le acentúan y el corazón se le desborda. De repente se para; hace pucheros, suelta las lágrimas, y, dirigiéndose al vacío, exclama sollozante y entrecortada:
+—¡Cómo hubiera gozado Aquilino esta noche! ¡Sus hijas lo mismo que unas láminas!... ¡Sus hijas figurando entre el cogollo!... ¡Y tan bien vestidas! ¡Tan cortejadas por los gamonales! ¡Ventiándose con los refrescantes, como principales de Medellín! ¡Cómo hubiera gozado el pobre! ¡Él que era tan tonable y de tanta educación!
+—¡Por Dios, mamita! —clama una de las cuatro— ¡No salga ahora con esas cosas! ¡Pa qué iría a beber ese champán!
+—No, María Eudoxia; ¡no me quités este gusto tan grande! ¡Es que vos no sabés lo que es una madre tan tierna como yo! ¡Es que vos no sabés lo que era Aquilino!... —trata de abrazar a dos y sigue gimiendo—. ¡Pobres mis hijas tan huérfanas, pero tan queridas y acatadas!... ¡Si Aquilino las viera, él que nos dejó tan pobres!...
+Ellas se alzan, gimen, la rodean, le suplican, le imploran. Varios anfitriones tratan de calmarla. Le ofrecen carne, pechuga, galletas, de cuanto hay. Todo en balde: sigue el llanto y Aquilino sigue. El comedor se va llenando. Por las rejas asoman los espectadores, que no quieren perder aquel número que no figura en el programa. Recetan café; se lo traen al punto; se lo hacen apurar... Merma el llanto, mas crece la elocuencia. Tanto auditorio la estimula. Se vuelve un Tácito; narra las ternuras de Aquilino, sus últimos consejos, su muerte «tan linda y tan tranquila». Llega al presente, y salen las compras y el marrano, el cura y los ensayos, las Mogollones y María Auxiliadora. Se confiesa en público. No basta el disimulo, no basta la caridad: las risotadas se oyen. Báñase en agua de rosas la Graciela Acosta. ¡Eso sacaban de meter en costura a esas «carangas resucitadas!».
+No eso: ¡microbio se quisieran volver las infelices, para escaparse de esta cosa tan horrible que las levanta en vilo! ¡Piérdanse las piezas comprometidas, piérdase todo, antes que seguir un instante en el suplicio! Es inútil el ruego. La viuda se opone, mas Romelia le declara que se irán sin ella, y al fin se somete.
+Para mayor escarnio, varios las acompañan a la casa. Al verse en la calle con los fastuosos abrigos de las Mogollones, se les antoja algo como los sambenitos de la afrenta. Entran y lloran hasta que las rinde la propia amargura... El baile sigue, entre tanto, más animado que antes. Graciela derrocha ingenio a propósito del caso. Lamenta con sarcasmo lacerante la caída repentina de aquellos ídolos de un día.
+Esta fue la boga de las Peracitas; este el rayo de sol mañanero que alumbró su existencia.