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DISEÑO GRÁFICO Y EDITORIAL
ISBN:
978-958-8827-87-2 (e-book)
Bogotá D. C., diciembre de 2015
Primera edición: Ministerio de Cultura, Biblioteca Nacional de Colombia, 2015
Presentación: © Santiago Londoño
Licencia Creative Commons:
Atribución-NoComercial-Compartirigual,
2.5 Colombia. Se puede consultar en:
+Nacida en el siglo XVII en Inglaterra, desde donde pasó a Francia y de allí a España, la literatura de costumbres fue una forma de retratar con palabras la sociedad, sus hábitos, entorno, valores y personajes. Propia del romanticismo, movimiento que reaccionó contra el clasicismo, surgió en un momento en el que no existían el cine ni la fotografía y el arte de la pintura era para unos pocos. Autores españoles como Serafín Estébanez Calderón, Ramón de Mesonero Romanos y Mariano José de Larra, entre otros, ejercieron influencia en la literatura de Hispanoamérica. El costumbrismo fue un estilo literario «internacionalizado», que atrajo editores, autores y lectores de narrativa, verso y teatro.
+La definición canónica del artículo de costumbres en Colombia se debe a José Manuel Marroquín, fundador de la Academia Colombiana de la Lengua en 1870, quien en sus Lecciones elementales de retórica y poética (1889) subrayó la intención moral del género:
+[…] Un artículo de costumbres es la narración de uno o más sucesos, de los comunes y ordinarios, hecha en tono ligero, y salpicada de observaciones picantes y de chistes de todo género. De esta narración ha de resultar o una pintura viva y animada de la costumbre que se trata, o juntamente con esta pintura, la demostración de lo malo o de lo ridículo que haya en ella; mas esta demostración han de hacerla los hechos por sí solos, sin que el autor tenga que introducir reflexiones o disertaciones morales para advertir al lector cuál es la conclusión que debe sacar de lo que ha leído.
+En este género tienen cabida los caracteres, las descripciones, los diálogos y cuanto puede adornar la historia ficticia; pero todo debe dirigirse al fin propuesto, esto es, a la pintura o al vituperio de una costumbre.
+Los primeros escritos costumbristas colombianos datan de finales de la década de 1830. El costumbrismo se convirtió en una suerte de programa de reconocimiento e integración nacionalista de manera decidida a partir de 1858, a raíz de la aparición de la tertulia de El Mosaico, nombre que por demás alude a una obra relativa a las musas y a una pieza artística elaborada con partes que conforman un todo. El grupo publicó una revista con el mismo nombre impulsada por el santafereño José María Vergara y Vergara, en la que participaron liberales y conservadores nacidos en varias regiones colombianas, en su mayoría varones y apenas unas cuantas mujeres. Los colaboradores tenían distintos orígenes sociales: desde el atildado gentleman y comerciante importador Ricardo Silva, el rico heredero agrario y futuro presidente de Colombia (1900-1904) José Manuel Marroquín, pasando por el sabio políglota Ezequiel Uricoechea educado en Estados Unidos y Alemania, el ingeniero, matemático y músico formado en Inglaterra Diego Fallon, hasta el campechano y autodidacta Eugenio Díaz, el jesuita Mario Valenzuela o José María Samper, quien pasó de ser furibundo liberal anticlerical a ferviente católico. Excepcional fue el caso de su esposa, Soledad Acosta de Samper, educada en Colombia, Canadá y Francia. Fundó y dirigió revistas, publicó en distintos países con varios seudónimos debido a su «natural desconfianza de echar a la luz mi nombre», y fue autora de veinte novelas, numerosos artículos, relatos, piezas de teatro y traducciones.
+Los cuadros de costumbres prosperaron en una época difícil que, de acuerdo con El Mosaico, se caracterizó por «la lucha enconosa de las pasiones públicas». Los partidos Liberal y Conservador estaban todavía en la infancia, pues habían nacido en 1848 y 1849, respectivamente. La escolaridad de la población era muy baja, así como el alfabetismo, reservado a una minoría. Las frecuentes pugnas regionales por causas económicas, religiosas o partidistas, impedían el conocimiento y la conformación de una nación unitaria en la que la vida diaria tuviera pocos sobresaltos, y en la que las mercancías y las personas fluyeran con facilidad. En efecto, las graves disputas entre centralismo y federalismo como modelo de organización social, entre protección y libre cambio como política económica, y sobre todo, en torno al papel de la Iglesia en el Estado y en la educación pública, llevaron a que en las cuatro décadas comprendidas entre 1843 y 1886, se libraran cinco guerras civiles de alcance nacional (1851, 1854, 1860-1862, 1876-1877, 1884-1885) y se aprobaran cinco constituciones (1843, 1853, 1856, 1863, 1886) que definieron el orden político.
+El costumbrismo identificó y pintó con palabras lo que entonces tenía en común la fragmentada y conflictiva sociedad colombiana: una serie variopinta de estampas de recuerdos y de modos de vida con particularidades regionales, en los que indios y negros tuvieron muy poca presencia. Pero sobre todo, afirmó la existencia de una lengua común para preservar y narrar el pasado y el presente. Tal como diría el filólogo Rufino José Cuervo en 1907, «nada, en nuestro sentir, simboliza tan cumplidamente la patria como la lengua».
+El género literario más divulgado por la revista El Mosaico fue la poesía, seguido de los relatos en prosa. A lo largo de sus casi tres lustros de existencia, contó con más de noventa colaboradores de distinto calibre, unos cuatrocientos suscriptores y con más de cincuenta agentes distribuidores que llevaron la publicación a distintas regiones e inclusive a Ecuador y Venezuela, según investigación de Andrés Gordillo Restrepo.
+En un aforismo de cuarenta y tres caracteres, apropiado para los tuiteros de hoy, el escritor Eugenio Díaz, autor de la novela Manuela, de 1858, dejó en claro que «los cuadros de costumbres no se inventan, se copian». En efecto, son «copias» de la realidad, una realidad captada por los ojos e intereses de los pocos letrados del momento, mediante palabras usadas como pinceles, que cumplen con la necesidad de representarla para reconocerse en ella. Operan como espejos que buscan constatar la existencia de la nación, promueven la legitimación, la preservación y valoración de lo propio, pero también, invitan a civilizar mediante la reflexión moral al burlarse de los malos hábitos o de tipos humanos censurables, caricaturizándolos.
+Los cuadros de costumbres sirvieron a los escritores liberales para desdeñar el pasado colonial y los antiguos hábitos; y a los conservadores, para vapulear las ilusiones modernas, el menosprecio de los liberales por la tradición y las reformas con las que alimentaron la fundación de las repúblicas. Para ambos, sin embargo, fueron útiles para contraponer lo nacional a la creciente influencia francesa e inglesa que se imponía en los gustos del momento y, además, para dar a conocer lo nacional en el extranjero, pues coincidían en la necesidad de atraer inmigrantes al país.
+En el contenido de los relatos predomina la descripción detallada de la naturaleza, la familia, el hogar, los objetos, las tradiciones, los viajes o paseos, los medios de transporte, la escenografía y la atmósfera donde se desarrolla la vida. Presentan el recuento pormenorizado de las acciones de un protagonista, que a veces es el mismo autor. No es raro que este, en las descripciones pintorescas y festivas, acostumbre «esparcir sales y gracejos de buena ley», como dijo Miguel Antonio Caro de los escritos de Ricardo Carrasquilla. Como novedad, la infancia aparece por primera vez como asunto literario, a menudo marcada por la nostalgia de lo que nunca volverá a ser y por la conciencia romántica de la fugacidad de la vida. Esta conciencia se aguzó ante la evidencia de los cambios acelerados en los modos de vida y en la cultura material, por lo que para los escritores costumbristas se vuelve imperativo preservar lo que está desapareciendo.
+Frente al énfasis descriptivo que recorre los artículos de costumbres, la acción o el drama tiene menor relevancia; puede aludir al pasado o al presente, pero los acontecimientos descritos no son trascendentales pues importa más el color local, el detalle convincente, la voz que mezcla el lenguaje oral con la prosa culta, y la lección moral. Pero fueron también los artículos de costumbres una suerte de ejercicio de tolerancia e integración social, pues los diversos autores que los produjeron depusieron las armas en el terreno literario y convivieron pacíficamente en tertulias, libros y publicaciones periódicas, donde quedaron interpretaciones de la historia y de la cultura, en las que la mayoría podía verse identificada. No en vano monseñor Rafael María Carrasquilla observó que estas piezas literarias consiguieron hacer «amigos y hermanos de hombres de las más encontradas ideas religiosas y políticas».
+En el espejo de los cuadros de costumbres se modelaron los ideales de las élites letradas colombianas, entre ellos, conformar la unidad nacional a partir de diferencias regionales y civilizar a la población. Como ha señalado Erna von der Walde, contribuyeron a crear la idea de Colombia como «un país de regiones». Mostraron lo habitual, señalaron lo distinto, marcaron lo censurable, resaltaron la importancia de lo propio como esencia de lo nacional. De esta manera, la literatura contribuyó a crear imaginarios colectivos basados en la valoración y divulgación de lo regional y sus características. Y así, las diferencias insalvables que la política no había logrado conciliar, se convirtieron, por el arte literario, en reconocimiento de lo autóctono como elemento compartido por todos.
+El costumbrismo literario tuvo su paralelo en la pintura costumbrista, al punto que se decía que los cuadros de costumbres eran «pinturas literarias» y las pinturas costumbristas eran relatos visuales. Entre el programa de El Mosaico y el de la Comisión Corográfica (1850-1859), existen paralelismos que convergen en el mismo fin: la descripción de un país de regiones desconocidas entre sí, la creación de una suerte de mapa social de la nación. Personajes como Manuel Ancízar y Felipe Pérez hicieron parte de ambos proyectos. Escritores y pintores costumbristas se esforzaron por clasificar, caracterizar y sintetizar a ciertos integrantes de la sociedad. Crearon toda una galería de «tipos humanos», a partir de profesiones u oficios —aguadoras, bogas, cargadores, gendarmes, tinterillos—, el origen regional —el antioqueño, el caucano—, el estado civil —monjas, solteronas, sacerdotes— y la posición social, como el chino bogotano, los avivatos y ociosos como los pepitos de Juan de Dios Restrepo, la vergonzante de Francisco de Paula Carrasquilla, o los guaches y los tipos de gente del pueblo, del pintor Ramón Torres Méndez.
+Hoy, los cuadros de costumbres se pueden leer y disfrutar como si fueran selfis y blogs heredados del pasado decimonónico. Admiten múltiples lecturas: desde el documento histórico producto de una élite ilustrada que permite seguir la invención de la tradición nacional, hasta la forma como estas buscaron integrar el lenguaje popular al lenguaje literario, lo que constituye uno de los primeros intentos por vincular lo marginal a la sociedad «culta». Son reminiscencias vivas de una época en la que no había transporte motorizado, ni teléfonos celulares, ni bebidas energizantes, ni rascacielos con ascensores, ni comidas rápidas, ni fotografías digitales, ni televisión de alta definición. A veces aflora en ellas la nostalgia por el pasado y el afán de conservarlo ante la amenaza de lo nuevo y la transformación irreversible de la cultura material. Entonces, también como hoy, había guerras, injusticia, pobreza, aspiraciones de ascenso social, petimetres por doquier, banalidad y necesidad de risa para hacer más llevadera la existencia. Eran distintos el sentido del tiempo y la aventura, los anhelos y las carencias. Las «redes sociales» eran análogas y se desplegaban, no en internet, sino en corrillos en la plaza de mercado, en el altozano a la salida de la iglesia, a bordo de un vapor o un champán en el río, en las chicherías, en un baile de gala, o en la penumbra doméstica, apenas alumbrada con velas de cebo.
+SANTIAGO LONDOÑO VÉLEZ
+A. Gordillo Restrepo, «El Mosaico (1858-1873): nacionalismo, élites y cultura en la segunda mitad del siglo XIX», Fronteras de la historia, ICANH, Bogotá, 2003.
+S. Londoño Vélez. «El cuento hispanoamericano en el siglo XIX», Cuento hispanoamericano siglo XX. Bogotá, Editorial Norma, 1992.
+J. M. Marroquín. Retórica y poética. Bogotá, Editorial Minerva, 1935.
+J. J. Ortega. Historia de la literatura colombiana, Bogotá, Editorial Cromos, 1933.
+E. von der Walde. «El ‘cuadro de costumbres’ y el proyecto hispano-católico de unificación nacional en Colombia», ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura, CLXXXIII 724 marzo-abril, 2007, pp. 243-253.
+Al saberse por ahí que vivo soltero, en un país en que los hombres y las mujeres están en proporción como de uno a siete, pensará cualquiera que soy un hombre sin corazón y sin pasiones, un misántropo aburrido de la existencia, o un parapoco, que no he tenido valor de declararle a alguna beldad mi atrevido pensamiento; pero, ¡voto a bríos!, el que lo piense se equivoca de medio a medio.
+Verdad es que dejé pasar mis mocedades sin pensar en el matrimonio, como lo hacen muchos; pero luego, habiendo sentado los cascos, volví a mirar a mi alrededor, y púseme a escoger la mujer que pudiera convenirme, teniendo en cuenta mi posición social, mi genio y sobre todo, mi gusto.
+Ofrecióse desde luego a mi vista la romántica Julia; pero Julia, la de breve y donosa cintura, sabía más que yo. «¡Tate! —dije—, ¿cómo podré sufrir a mi lado una mujercita bachillera? Eso no en mis días», y salté con la música a otra parte.
+En pos de Julia, vino Delfina; Delfina, la encantadora Delfina, la de los brazos de nieve, la del mirar atrevido, la de la boca de rosa; pero Delfina era muy rica, y lo que para otro hubiera sido un atractivo para mí era un inconveniente; Delfina hubiera podido comprarme, al no estar ya rendido mi corazón a sus mimos y a sus caricias. «Esta mujer me hechiza —dije—, pero no me conviene, porque me dominaría completamente», y lo que yo apetezco es mandar en mis calzones, en mi casa, en mi mujer, y
+Non bene pro toto libertas venditur auro.
+Pasaron mis amoríos con Delfina, cual dorada nubecilla por encima del horizonte. En pos de la tarde vino la noche. No sé si me explico: en pos de Delfina vino una morena con un lunar asombroso, y con ella la pasé malísimamente. No me podía ver, me aborrecía de muerte. Y yo seguía porfiando, cuando salió a la palestra un tercero en discordia, un jayanazo de la Sabana de Bogotá. ¡Me insultó, púsome de vuelta y media, y al fin y al cabo me desafió! Admití el duelo, porque no supiera Paulita que me había corrido, lo cual hubiera sido dar un nuevo triunfo a mi rival.
+El desafío que me propuo el sabanero era en esta forma: ¡vea usted qué bárbaro!, dijo que tanto él como yo y nuestros segundos montaríamos en los mejores caballos que tuviéramos; que saldríamos al llano de Fucha; que a la primera señal, desatando nuestros rejos de enlazar, le echaría yo a él y él a mí bonitamente una lazada al pescuezo; que a la segunda señal amarraríamos los rejos a las cabeza de la silla; y a la tercera meteríamos las espuelas a los caballos, y echaríamos una carrera abierta que diera punto a nuestro combate. Y debo declarar aquí, para descargo de mi conciencia, que admití tan bárbaro duelo con la dañada intención de desnucar al sabanero. No se me ocultaba que yo moriría sin remedio; pero ¿qué le importa morir al hombre que se ve despreciado de su bella, y que está devorado por la rabia de los celos?
+Los padrinos que habíamos nombrado se opusieron a lo que ellos apellidaban un doble asesinato, y viéndonos firmes en el propósito de llevarlo a efecto, dieron parte a la autoridad. Temiendo las persecuciones de la justicia, el sabanero se fue para el Perú, y yo para San Francisco de California. Al cabo de tres años regresé a la Nueva Granada con algunas águilas americanas en mi baules, con no poca experiencia y tan soltero como me había embarcado en Panamá.
+Pasados algunos días después de mi llegada a Bogotá, y así que hube contado cien veces a mis amigos cuán hermosa es la bahía de San Francisco, en la que estaban anclados a mi arribo más de ochocientos buques; después de haberle pintado la Laguna de Pájaro, en el centro de la cual se eleva una gran pirámide de granito, que parece obra de los genios, y en cuyo alrededor vuelan grandes bandadas de alcatraces; después de haberle descrito las costumbres y los placeres del Sacramento y del San Joaquín, etcétera, volví al cuento empezado, volví a pensar en la mujer que pudiera acompañarme en la difícil senda de la vida. Vi cien jóvenes bogotanas a cual más donosa, a cual más apuesta; pero la una, que era muy linda, sabía más que yo, la otra era muy rica, la de más allá un berbesí, y la que manifestaba buen genio tenía una parentela en la cual sólo Satanás se hubiera atrevido a emparentar; en fin, todas tenían sus gracias, y sin embargo, todas tenían sus peros, y peros de más de la marca. Así fue que al encontrar una niña gorda, blanca, colorada, en la flor de su edad, sin pizca de coquetería, pues era el mismo candor y la inocencia misma, me figuré que había encontrado un grano de oro, más precioso que el que vi en San Francisco, que pesaba ciento sesenta libras, ¡cosa asombrosa!
+Mi corazón se había fijado en la hija de un labrador de la Sabana, que tiene una hacienda inmediata a Zipacón. Mi futura no sabía sino leer y medio escribir. Por ese lado no podía dominarme. Era pobre, porque aunque su padre tenía unos veinte mil fuertes, ¿qué podría tocarle a Rosa, que era la penúltima de los veintidós hijos que alegraban el hogar de don Braulio Ramírez? Por ese lado tampoco podía darme la ley. Rosa no era modista, ni romántica, ni coqueta; era la que me convenía, era mujer de mi gusto por todos cuatro costados. Su cuerpo era bellísimo, sus carnes firmes como el mármol, sus dientes blancos como la leche, sus cabellos lustrosos del color del carey y sus ojos, ¡ay!, hablaban al alma.
+Yendo días y viniendo días enloquecí de amor por aquella serrana; no pensaba sino en Rosa, no hablaba, no soñaba sino con la linda sabanera; y el fuego que me devoraba el alma, crecía en proporción a las dificultades que se me presentaban para verla, porque su padre era un hombre adusto que no le permitía hablar con alma viviente, ni me dejaba llegar a su casa. Don Braulio era un sabanero recachamudo, capaz de hacerle perder la paciencia al santo Job, y por fin me sacó de mis casillas.
+Una vieja fue la tabla de mi salvación en tan apuradas circunstancias. La primera misiva que llevó a Rosa me costó cuatro duros. ¡Oh, pesos de California bien empleados! La respuesta que me trajo valía un millón. Largas horas gasté en descifrar las palitas de mosca de que se valía la hermosa sabanera para decirme, en sustancia, que ya había reparado en mi persona, tanto en el mercado de Funza como en la puerta de la iglesia de Zipacón; y que si, como de un caballero debía esperarlo, eran honrados mis intentos, no perdiera las esperanzas.
+Nuestra correspondencia se hizo periódica, y no obstante el trabajo que me costaba traducir o adivinar las dos terceras partes de lo que Rosa me escribía, experimentaba sumo placer al descifrar aquel guirigay, aquellos palitos, aquellas palitas de mosca, aquellas barrabasadas que usaba la infeliz en vez de la escritura castellana. En una de mis cartas me atreví a decirle que pasaría a hablar con don Braulio; pero me contestó que no hiciera tal; que no fuera a precipitarme; que era preciso aprovechar un momento favorable en que don Braulio estuviera de buen humor, y que ella me avisaría.
+El tiempo volaba entretanto y mis ansias crecían, cuando he aquí que una mañana me trajo la buena vieja carta de Rosa, en que me decía que ya era tiempo de hablar con don Braulio; pero que antes deseaba tener una entrevista conmigo, y me indicaba el sitio en que podría verla, sin más testigo que su tía Catalina.
+Esto fue el 16 de diciembre, día de la primera misa de aguinaldo.
+Debía hallarme, pues, en la quebrada de Los Arrayanes, cerca de los grandes sauces que sombrean el lavadero de la ropa, el 17 de diciembre de 1855, entre dos y tres de la tarde; precisamente a la hora en que don Braulio echaba su siesta acostumbrada.
+El que no haya estado enamorado debe suspender aquí la lectura de esta relación, que no podrá interesarle; el que lo haya estado alguna vez, puede continuar.
+Mi primera diligencia fue buscar desde la víspera una cabalgadura, y don Timoteo me alquiló un macho retinto, grande, gordo, fuerte, asegurándome que era alhaja de príncipe. Apenas aclaró emprendí mi viaje por la plazuela de San Victorino abajo, con mi ruana pintada, sombrero enfundado, zamarros de león, grandes espuelas y la zurriaga de ordenanza. A la cabeza de la silla llevaba el caucho y en los cojinetes una pistola, un paquete de cigarros y media botella de brandy, por si se ofreciera hacer algunas libaciones a los buenos genios que acompañarían mi marcha solitaria.
+El macho tenía buen paso ciertamente, y el garbo con que empezó a andar prometía que llegaríamos yo y él a la fuente de Los Arrayanes, antes de la hora señalada. ¡Ah!, ¡no hay que fiar en las apariencias!
+Hasta Fontibón no hubo novedad. Más allá de Fontibón el macho metió la cabeza, y se fue derecho a una casa. Y no valieron a contenerlo ni el freno, ni las espuelas, ni la zurriaga. En el patio de la casa había una cuerda con ropa que estaba secándose al sol; me hizo pasar por allí; la cuerda se reventó, cayó la ropa al suelo, mi sombrero también, el gallo y las gallinas se espantaron, salió una manada de perros que quería tragarme, y yo me defendí con la zurriaga; la ventera y su hija se presentaron a insultarme, los indios que bebían chicha en la tienda se reían a carcajadas, y el macho de la trampa a todas estas se había arrimado a la pared, y se estaba quieto, mientras caía sobre mi aquella granizada de insultos, en parte merecidos. Yo callaba y sufría. Así que hubo pasado el chubasco, metí espuelas al retinto para coger el camino; ¡pero qué!, mientras más lo espoleaba, más se fruncía y más se arrimaba a la pared.
+Tuve que desmontarme, que desatar el cabestro y pagarle a un indio de los que había en la venta, para que me arreara el macho. A fuerza de látigo lo sacamos al camino. Monté y seguí sin mayor novedad. Paradas como aquella hizo el bendito macho unas cuantas, antes de llegar a las puertas de Facatativá. Esa fue la más considerable. Dos calentanos de Anolaima acudieron a favorecerme: el uno cabestreó al macho, en tanto que el otro descargaba sobre este una docena de zurriagazos que le hicieron muy buen provecho, porque tomó un trotecillo muy suave, tal que yo me prometía que aquella sería su última parada; cuando de repente sin más ni más, se paró de redondo el perverso animal en medio del camino.
+Se quedó plantado allí como una columna, y no hubo fuerzas humanas que le hicieran cambiar de resolución. Desastillóse la vara de la zurriaga, se volvió pedazos de tantos palos como le di, le gritaba con todo mi aliento: «¡Arriba so gran demonio!, ¡arriba so macho!, ¡so diablo!», rasgándole los ijares con las espuelas; pero el macho no se movía, cuando mucho reculaba, como queriendo echarse para atrás; y fue tanta la brega, tanta la ira que me infundió el perverso animal que, habiéndome acordado de que venía cargada la pistola, lo condené a muerte, resolví hacer con la alimaña un Linch law, a semejanza de los que vi ejecutar a los yanquis en California. Allá, cuando en despoblado se comete un robo o un asesinato, los circunstantes, en nombre del pueblo, improvisan un jurado, cuya sentencia es ejecutada sin tardanza, irremisiblemente. ¿Qué otra cosa era el macho en mis circunstancias, sino el ladrón de mi dicha y el asesino de mi felicidad? «Yo seré el juez que te condene —dije— y el verdugo que ejecute la sentencia».
+Eché pie a tierra, le quité la silla, y habiéndole zafado el freno, lo dejé sólo con el ronzal para sujetarlo. Saqué la pistola, le apunté al ojo, a boca de jarro, y… ¡zas! La pistola negó, porque el fósforo se había humedecido. Ciego de cólera, le tiré el arma a los hocicos, y entonces el macho se espantó y echó a correr; me cargué al rejo de la jáquima, pero no pude contenerlo; me arrastró, me revolcó en el polvo y siguió corriendo al galope; y el camino estaba desierto, sin alma viviente que lo pudiera atajar.
+Renegando de mi suerte, del macho, del mulero y de todo el género humano, saqué el reloj y vi… ¡la una y veintisiete! Era imposible llegar a Zipacón oportunamente.
+Cargué a las espaldas la silla, que me pareció que pesaba quintales, y me volví triste, sudando, y dado a todos los santos del ciclo por no decir otra cosa. Al primer indio con quien encontré le endosé la carga y seguí con él a pie, hasta que un labriego, compadecido de mi desdicha, me alquiló una yegua de cargar leña, en la cual regresé a Bogotá. El indio quedó encargado de buscar el macho, que al cabo de tres días apareció, y fue devuelto a don Timoteo con un millón de gracias.
+El 18 recibí una carta de Rosa, en que ponía en duda mi amor, por haber faltado a la cita. La contesté al instante pintándole el suceso, y pidiéndole por quien ella era, que me disculpara. Puesto que la falta no había consistido en mí, sino en el macho de don Timoteo. Sin embargo, la sabanera me castigó privándome por ocho días del gusto de ver sus patitas de mosca, pues en aquella temporada recibía, pero no contestaba mis cartas.
+El Domingo de Pascua la vieja me trajo carta de la enojada sabanera, en que me decía: «Creo que ya estará usted un poco castigado, y pongo esta deseándoselas muy felices», y terminaba así: «Si puede usted conseguir una bestia que no se le canse en el camino, lo espero mañana a la misma hora y en el sitio que le indiqué, para tratar de cosas que quizá le interesen».
+«¡Bendito sea Dios! —exclamé—, ¿puede darme mejores pascuas la linda sabanera?».
+Un amigo tenía un macho pardo famoso. Contra mi propósito de no pedir prestado nada a nadie, lo quebranté esa vez, me humillé, y se lo pedí. Inmediatamente estuvo en casa un muchacho trayendo aquel soberbio animal, apellidado El Tragaleguas por buen caminador.
+El Lunes de Pascua, muy temprano, me puse en marcha para concurrir a la segunda cita.
+En el mes de diciembre sonríen los cielos con la hermosísima Sabana de Bogotá; entonces el color del firmamento es del más puro azul turquí; la dilatada llanura presenta a la vista el encendido verde de la esmeralda; el aire fresco y perfumado restaura las perdidas fuerzas; se siente la vida y se respira el aura del placer y de la felicidad. ¿Cuál sería el contento del que, en una de esas mañanas, iba caballero en un arrogante macho a una cita amorosa? Ese era yo que tarareaba unos versos y formaba castillos en el aire; mi corazón estaba de pascua de gaudeamus, al ver ese cielo tan puro y esas verdes dehesas llenas de innumerables vacadas.
+El tiempo corría sin dejarse sentir el fastidio, y cuando menos lo pensé, el reloj señalaba las dos de la tarde, y El Tragaleguas estaba muy cerca de la quebrada de Los Arrayanes.
+Al torcer un recodo del camino vi a lo lejos en la falda del monte la casa de don Braulio.
+Más lejos, dos colinas cubiertas de arboleda formaban la rambla, por donde baja murmurando la fuentecilla de Los Arrayanes, que discurre de un bello prado a otro más bello todavía, cruzando el camino parroquial. Vi por fin los sauces, y sentadas sobre la grama, a veinte varas del camino, dos mujeres: una de ellas era Rosa, que se paró al verme pasar.
+Estaba vestida de blanco; sus trenzas hermosísimas caían por sus espaldas y casi rozaban el césped de la pradera. Llevaba puesto un sombrero de anchas alas, ajustado con dos cintas de color de fuego, que flotaban al aire como los gallardetes de las naves ancladas en la bahía de San Francisco. ¡Qué embeleso!, ¡qué bella aparición! El corazón se me salía del pecho de puro regocijo.
+Sofrené el macho para hacer a Rosita una cortesía con mi sombrero, pero el animal siguió sin hacer caso de la brida ni del bocado. «¡Adiós, caballero!», me gritó la muchacha. Al ir a responderle, piqué al macho con las espuelas. ¡No hiciera tal en mi vida! El soberbio animal arrancó a corcovear. Me tuve en la silla como jinete de la Sabana; de modo que no consiguió sembrarme en el suelo, pero no pude contenerlo, porque metiendo la cabeza siguió caminando a un pasitrote que igualaba a la carrera tendida. El viento unas veces levantaba y otras aplastaba contra mi rostro el ala de mi sombrero, que hubiera volado sin duda al no tener tan apretado el barboquejo.
+El Tragaleguas bufaba y seguía caminando como un desesperado; de modo que cuando volví la cabeza y miré atrás había traspuesto un montecillo, y no vi ni el humo de la casa de don Braulio.
+No tenía a mano la consabida pistola, que al tenerla, hubiera dejado en el sitio al macho de Satanás. No me atreví a arrojarme al suelo, temiendo que hiciera conmigo alguna diablura, y me resigné a esperar que llegaran algunos pasajeros que me ayudasen a detenerlo; pero el camino estaba desierto y el macho me alejaba más y más de la casa de Ramírez.
+Con todo, debo confesar aquí que la vista de la sabanera me había confortado, y aunque iba hecho una furia contra el perverso macho, mi cólera se templó reflexionando que tantas dificultades para vernos aumentarían el incendio en el pecho de Rosa, y que hablando inmediatamente con su padre acerca de nuestro enlace no dilataría en poner remedio a nuestros males.
+Cualquiera pensará que el macho se paró rendido de la jornada: no, siguió incansable hasta dar con mi persona en mitad de la plaza de Anolaima a las cinco de la tarde. Allí me contaron primores del animal, asegurándome que si no tuviera el resabio de ser volvedor, no habría dinero con que pagarlo.
+Torné a Bogotá, de donde escribí a Rosa con la indiacorreo, explicándole extensamente que me había sido imposible contener el macho; motivo por el cual había faltado a la segunda cita. La respuesta no se hizo esperar, vino al día siguiente concebida en estos términos:
+«Si ha creído usted, caballero, que soy alguna de esas que parecen nacidas para ser juguete de los hombres, usted se ha equivocado.
+«¿Con que unas veces su macho no alcanza a rendir la jornada, y otras no puede contenerlo? ¡Vaya!, ¡me río de sus disculpas!
+«Confieso que usted tiene muy buenos modales, y sabe escribir cartas muy bellas y capaces de alucinar a una campesina.
+No me enojo, y en prueba de mi estimación, le remito con la portadora esas flores de mi jardín».
+—A ver, ¿dónde están las flores que venían con esta carta? —pregunté a la india.
+—Aquí, señor amo —me contestó, sacándolas de debajo de su mantilla.
+¡Eran unas flores de calabaza!
+Desde aquella época Rosa no ha vuelto a saludarme; si la encuentro en alguna parte clava los ojos en el suelo por no verme, motivo por el cual…
+He aquí el relato que me hizo el señor W. W. W. en abono de su soltería, no hace muchas tardes.
+¡Extraño título, por vida mía!, me decía don Dieguito. Don Dieguito es una segunda edición de El mozo de buen humor que no pena por nada, gastrónomo por excelencia, y que tiene como de veintiocho a treinta años de edad.
+—Sí, por cierto, extraño título —le contesté.
+—¿Y verdadero?
+—Verdadero, como usted puede cerciorarse leyéndolo.
+—¡Hombre!, ¡una taza de chocolate! ¿Qué podrá decirnos usted de una taza de chocolate?
+—Ya lo verá usted. ¿Y si son muchas tazas? ¿Le parece estéril el asunto?
+—Toma, si me parece…
+—Y lo será tal vez: convengamos, sin embargo, en que una taza de chocolate es bebida muy confortable.
+—Y un manantial de recuerdos, añada usted.
+—Cabalmente bajo ese punto de vista es que la considero.
+Tales palabras se trocaban entre don Dieguito y un umilissimo servitore, como dicen en Venecia, hallándonos, los dos solos, en un estrecho aposento perfumado (¡reniego de sus perfumes!), por el humo del cigarro, en una de las tardes del pasado octubre.
+Don Dieguito había venido a verme, como lo acostumbra, y sobre mi mesa, enteramente demócrata en lo de estar todo en desorden, vio por casualidad un pliego escrito con el título que lleva este artículo, y de ahí provino su extrañeza.
+Quiso satisfacer su curiosidad, y con previo permiso, comenzó a leer lo que sigue:
+«Apártense de aquí todos los bebedores de té; hágame a un lado los tomadores de café; retírense los que ponderan el punch; vayan lejos los que acostumbran desayunarse con agua de azúcar o de panela, y los que ensalzan las virtudes de la coca. Salgan, he dicho y vuelvo a repetir, y déjenme solo con el lector, o si quiere lectora, de este artículo, que voy a desahogar el corazón trayendo a estrecho juicio algunas reminiscencias ya casi borradas de la memoria. Quiero recordar los favores que he debido a algunas tazas de chocolate».
+En 1801, cuando no había ni asomos de transformación política, era yo, umilissimo servitore, un gallardo rapaz, de calzón de tripe, charretera de oro, media blanca y zapato de hebilla. Usaba chaleco de brocado y casaca sin cuello, de anchos faldones, y camisa de olán batista, pañuelito de lino envuelto en el pescuezo a manera de corbata, gran capa de grana y sombrero de París completaban mi adorno. Blancos dientes, negros ojos animados por un alma de fuego, largas trenzas de negros cabellos, y las mejillas rosadas como un durazno y como él pobladas de un ligero vello, me daban tal preponderancia en la tertulias (entonces no eran círculos como ahora), que las mamás aplaudían los donaires de mi conversación, y las niñas, inocentes como la Galatea que le tiraba manzanas a Virgilio y corría a esconderse detrás de los sauces, me dirigían miradas convencionales (palabra francesa) que traducía yo sin equivocarme en corredores y jardines. ¡Qué tiempos los de antaño!, ¡oh, recuerdos de mis juveniles victorias! Ahora si me miro al espejo, no me conozco. ¡Tan mudao estoy! La cabeza se me ha pelado y parece un melocotón; los dientes se los llevó la trampa; la espalda se ha encorvado; los colores se han perdido; la voz suena ronca y el fuego de la juventud duerme en mi pecho entre las cenizas. Sólo conservo las memorias, y por eso me consuelo con hacer reminiscencias, viendo cuán mudao estoy
+Que ayer maravilla fui,
+Y hoy sombra de mí no soy.
+¿Han visto ustedes en Bogotá, por la Alameda vieja, una casita de piso alto, que hace poco era del señor Gual?, pues esa casita con su corredor alto, esa casita que parece de baraja, pertenecía en lo antiguo a una hermosa quinta. El dueño de ella era un canónigo que, después de cantar vísperas en la Catedral, salía infaliblemente todas las tardes, no a pasearse, porque estaba gotoso, sino a ver el paseo del Virrey; y al efecto se instalaba en aquel balcón en medio de tres o cuatro señoras viejas, tan gruesa cada una como un confesonario, y de cinco o más doncellas de su parentela, muchachosas frescas, coloradas y robustas. El paseo del Virrey, de lo Oidores, oficiales reales y demás notabilidades (dispénsenme ustedes esta otra palabra que tampoco se usaba entonces), era en coche, con acompañamiento de lacayos y de alabarderos. Aquellos buenos viejos se daban toda la importancia posible, sabían gastar sus reales dándose gusto; y aunque muchos eran hijos de las favoritas o sobrinos de los Grandes de España de primera clase, pasando a Indias representaban un papel principal; porque en aquella época no había elecciones de Presidente, ni sueldos retenidos, ni deuda pública, ni revoluciones periódicas, ni libertad de imprenta para decirnos unos a otros pícaros, ladrones, borrachos y asesinos, finezas que son ya moneda corriente, pero que no dejan de perturbar el espíritu. Entonces los ladrones no robaban con la ley en la mano, ni los usureros daban dinero al seis por ciento, ni los Congresos… Entonces eran comedidos los amantes y gastaban algunos rodeos y circunloquios: ahora van ni grano, con bayoneta calada, entonando el ¡marchons!, ¡marchons! de la Marsellesa.
+Pero mientras me salgo de la cuestión, como si fuera ya diputado, el señor Virrey pasa en su coche con toda la Corte para volver a Palacio a refrescar (que entonces se comía a la hora de comer), y para asistir más tarde a oír a la Cebollino o a la Nicolasa. El canónigo tenía dadas órdenes perentorias, y era obedecido, pues los criados de aquel tiempo, ¡esos sí que llame usted criados!, sin haber estudiado el Contrato social ni Los misterios de París. Apenas el séquito de su excelencia había regresado, cuando se oía en el corredor del canónigo, como un redoble guerrero, el sonoro batir de los molinillos, y dos negras, como dos gallinazos, muy prensadas y cubierto el pecho con sus blancas líquiras, salían trayendo los humeantes pozuelos de plata con exquisito chocolate, molido en las monjas (vea usted si las monjas sabrán moler o no), servidos en platillos de plata, y a veces en cocos con pie del mismo metal. La jícara se alzaba oronda al lado del queso del Rabanal, o de las sabrosas tostadas de pan con mantequilla, y todo sobre sus respectivas servilletas. Venían después los ricos bocadillos de Vélez y el dulce de duraznos, y encima un jarro de agua de la quebrada del Arzobispo.
+Daban las seis, y al toque de Oraciones, Angelus Domini decía el canónigo, y toda su familia rezaba devotamente, lo que ahora no se reza, y rodeado de dueñas y de doncellas regresaba a su casa. Entre aquellas jóvenes había una que interesaba mis afectos, y cuando al descuidito podía darle una rosa, o estrecharle una mano; ¡arre viejo!, me contemplaba más feliz que el canónigo con toda su renta, y que el señor Virrey con toda su pompa. Algunas veces comí con ella el dulce en un mismo plato, ¡oh!, ¡qué dulce tan dulce!, y bebí el agua en un mismo vaso, ¡tocado antes por sus labios más lindos que las flores! ¡Oh, chocolate del señor canónigo, enlazado con los recuerdos de mi amor!, ¿cómo es posible que yo te olvide?
+Vino la patria (mal dicho, la patria estaba en casa, como cosa perdida), vino la libertad, vino Nariño, vino Baraya, vinieron los venezolanos el año 14, vinieron los godos el año 16, en fin, vino la revolución, que es como decir que vinieron todos los diablos juntos; y yo que me hallaba metido en la danza escapé, por un prodigio, de que me hiciera arcabucear en la Huerta de Jaime don Pablo Morillo, teniendo que asilarme en la ciudad de los barrancos, quiero decir, en la ciudad de Tunja. Tunja no es una bella ciudad; pero es hospitalaria, abundante en víveres, y ciudad donde saben moler muy bien el chocolate y prepararlo con primor. Era mocetón, con la sangre caliente, y no podía sufrir el encierro a que estaba reducido. Corría el año 19, y ya se barruntaba algo de la venida del viejo Bolívar. Así es que bonitamente me salía de mi escondite para ir donde una tía que Dios me dio en aquella ciudad, que tenía una hija, tunjana al fin, donosa en extremo. Mis visitas eran por la tarde y siempre a horas de chocolate. Mi tía se confesaba con un fraile de San Francisco, que la visitaba con frecuencia para hablar de la patria, pues en aquel tiempo todos éramos patriotas prácticos: ahora es que se usan los especulativos.
+Me parece que estoy viendo el cuartito donde tomábamos el chocolate. Fray Pedro, gordo y corpulento, estaba sentado en una butaca; mi tía sobre un cojín, tenía delante una mesita en la que hacía cigarros. Los que usaba fray Pedro eran descomunales, de cuatro pulgadas de largo y una de diámetro. Clarita, en el hueco de la ventana, escarmenaba algodón con sus manos más blancas que el algodón mismo, y sus ojos picarísimos mantenían en lo míos un diálogo continuado. El viento de Runta doblaba los tallos de las flores que había en el balcón, y hacía temblar las hojas de una pasionaria (curuba) que reverberaban con el sol de la tarde.
+Después que fray Pedro nos había referido algunos cuentos de duendes y aparecimientos del enemigo malo, decía mi tía con su voz ronquilla, que me parece que estoy oyendo (Dios la tenga en descanso): «Niña, andá a la dispensa y trenos el chocolate, que me quieren dar estas morideras». Bajaba Clarita y volvía en breve a servirnos ella misma el refresco. Al religioso se le olvidaban los duendes y los diablos en presencia de una gran taza de loza rebosando de chocolate, que se encajaba su paternidad muy reverenda con una torta y dos almojábanas de Tunja, que es cuanto puede decirse (cuanto puede caber en un almofrej), ración cumplida para seis prelados benedictinos, hubiera dicho Moratín. Después se metía con una cucharita de naranjo un platillo de melado en el cual había desmoronado, con el índice y pulgar de su mano consagrada, media libra de queso de Ocusá; bebíase un jarro de agua de La Fuente, y empezaba a chupar uno de aquellos cigarros monstruos, que ni más ni menos parecía que tuviese un tizón cogido con los labios; y mientras su paternidad conversaba con mi tía de que Bolívar estaba en Paya, y que venía con Rondón, Carvajal, Anzoátegui y los otros héroes de Boyacá. ¡Clara!, cuya imagen hace palpitar todavía mi corazón, después de tantas navidades; ¡sí, me acuerdo de las tazas de chocolate!
+Pasaron los años y Clara se casó, como se había casado la sobrina del canónigo, por aquella regla general que dice: «no hay real que no pase, ni mujer que no se case»; y el que las vea hoy y recuerde lo que fueron, no las conocerá ni por el forro. Yo, servitore umilissimo, como la hormiga siempre cargada con su hojita, he ido andando, andando, abrumado con el peso de mis recuerdos.
+Siempre me ha gustado cultivar la sociedad de los literatos y de los artistas. En 1840, año que no deja que desear en punto a revoluciones, contraje amistad en Bogotá, con mi caro Manuel, oriundo de Zipaquirá, a quien arrastró el viento de la revolución a playas extranjeras desde su tierna infancia. Manuel es hombre de orden metódico como un jesuita y patriota como un puritano. Ama la artes con delirio, y con hijo de vizcaíno tiene una probidad y una buena fe a la antigua, que no le sienta mal con los anteojos, el peinado a la moda y la levita cortada por lo últimos figurines de París. Manuel es un solterón apreciable, si los hay, y nuestra amistad se estrechó con algunas tazas de chocolate.
+Mis visitas eran nocturnas; Manuel escribía para los periódicos; me leía a veces sus trabajos, y quería que yo le leyese los míos que no están escritos. En una pieza sencillamente amueblada, cerca de una mesa de mármol blanco, dos mullidas poltronas nos recibían en sus brazos, a él con su levita y sus anteojos, y a mí embozado en mi capa. Una lámpara encima de la mesa, con su velador de papel a la chinesca, como una gasa sutil, disminuía los reflejos de la luz haciéndola más suave. Allí nos agarrábamos a pico, como suele decirse, y Manuel me hacía pedir cacao, hablándome en italiano y leyéndome en inglés interesantes artículos de los diarios que acababa de recibir. Allí me leyó la Silvas a la luz, y embelesado, extasiado gozaba un placer interior tan vivo que no sé cómo expresarlo. La poesía es una lengua aparte, que no todos entienden. Yo deletreaba apenas algunas voces.
+Manuel se levantaba, y apretando el resorte de una campanilla de sobremesa, resonaban tres martillazos hasta los últimos aposentos. Al instante se presentaba un criado trayendo una mesita, cuya tabla pintada al óleo entretenía la vista con un paisaje muy lindo. Dicha mesa se cubría con dos tazas de chocolate, queso salado, pan francés, riquísimo dulce de almíbar y copas elegantes con agua cristalina; servido todo con una coquetería, como decía Manuel burlando, o con una delicadeza extremada, como digo yo. Cada sorbo de chocolate iba alternando con un chiste, con una ocurrencia feliz, con algún recuerdo de la hermosa Cuba, o de la bella Caracas, ciudades en que Manuel ha residido por mucho tiempo. Debo, pues, a la tazas de chocolate que nos embaulamos, a las ocho de la noche en punto, mucha parte de la amistad de Manuel.
+No hace mucho que estaba yo, umilissimo servitore, haciendo de enfermero. Rosana estaba convaleciendo de una grave enfermedad. Ya habían vuelto las rosas a hermosear su cara; ya sus ojos, lánguidos siempre, habían recobrado su antiguo brillantez, ya no estaba flaca ni extenuada cual la vimos un día. Rosana tiene el cabello corto, todo rizado, ¡primorosamente rizado! Su cabeza no tiene más adorno que lo manojos de crespos cabellos que le caen por el cuello y por las espaldas; los cabellos negros como el azabache, y las espaldas y los hombros blancos que parecen de mármol exquisito. ¡Ojalá no fuera también de mármol su pecho! La luz de una esperma, puesta sobre una consola, se reflejaba de un espejo tan grande como la joven que en él se miraba, esparciendo su benigna claridad en un dormitorio perfumado con la esencia de los jazmines, puestos en grandes jarras de China sobre la mesa. Una cama de caoba, cubierta con un pabellón de raso color de rosa, que la envolvía toda como una gran capa de seda, era la de la enferma. Al lado, sentada en taburetes de paja, estaban varias amigas, y un joven cerca de la cabecera estaba leyendo unos versos compuestos exprofeso para la habitadora de este retrete, quien los oía con gusto y a veces interrumpía con una estrepitosa carcajada. A las once se tomaba el chocolate de la despedida, a la catalana. Una jícara muy pequeña, y muy espesa, oliendo a canela, y dos rebanaditas de pan tostado; encima un vaso de agua; y la escena se cerraba con decir:
+—Que mañana la encuentre a usted mejor, Rosanita.
+—Gracias, Santiago, gracias.
+—Que duerma usted mucho.
+—Y usted también.
+La viveza, la gracia, el talento natural de Rosana, sus infortunios mismos, me interesan por ella, y aunque es planta muy rara la amistad sin interés, soy su amigo sin más aspiraciones. Es tan chistosa como una andaluza, y tan despreocupada como una francesa. Muchas veces, al dar las once de la noche, me acuerdo del chocolate que tomaba en casa de Rosana.
+Así es que a esta exquisita y deliciosa bebida debo buenos ratos, varias amistades, muchos consuelos y algunas inspiraciones. Los botánicos llaman al cacao Theobroma, que en griego quiere decir «bebida de los dioses», como lo saben mis lectores perfectamente. El de Caracas se ufana con su nombradía. En nuestro país, el de los valles de Cúcuta, el de los llanos de Neiva, el del Cauca y el del Magdalena obtienen la preferencia. ¡Qué agradable es pasear a la sombra de esos cacaotales tan frondosos (porque el caso se siembra a la sombra de la ceibas y de otros árboles que lo protegen con su extendidas ramas), y ver los montones de mazorcas (bayas) que son el patrimonio y la riqueza agrícola de tantas familias!
+El chocolate es bueno para los enfermos y para los sanos: niños y viejos lo toman a porfía. El viajero en la Nueva Granada siempre lleva algunas pastillas en el cojinete. El fraile piensa en el chocolate cuando canta vísperas, los empleados se refocilan de vez en cuando con una tacita; y para la jaqueca, para el constipado, para el dolor de muelas, para todo mal el chocolate es lo primero. El chocolate es una panacea universal, es el consolador de los afligidos. Al fin de un baile, ¿quién apetece otra cosa sino un pocillo de chocolate? ¿Y al fin de una partida de juego? Chocolate. Y después de un temblor, el hombre aterrado y sin saber dónde está, lo primero que hace es pedir chocolate. Con una taza de chocolate el escritor público cobra fuerza; el orador que toma una jícara, antes de subir a la tribuna, es elocuente, sus pensamientos adquieren cuerpo y vida. ¡Infeliz el que busque sus inspiraciones en el licor!: perderá los estribos. El poeta, el músico, el pintor, cantan, tocan y pintan con más gusto si se han saboreado con una taza de chocolate: sí, del chocolate celebrado por el Metastasio y por nuestros paisanos Marroquín y Gutiérrez. El señor Aiguals de Izco ha propuesto recientemente el gran problema de huevos o chocolate, y tuvo que decidirse al fin por que se deben tomar ambas cosas, dando a conocer así su buen gusto.
+Pero así como el buen chocolate merece todos los elogios, hablo de aquel que es molido con aseo, y al que se le ha puesto su proporcionada cantidad de azúcar bien blanco, y su poco de canela, clavos, vainilla o nuez moscada; hay una purga malísima que se usurpa el mismo nombre, y es una bebida insípida y mal sana. Hay personas que primero se levantarían de la cama sin persignarse, ¡cosa horrenda!, que sin tomar una jícara de chocolate; y provincias en que se toma muchas veces al día, a pique de que empalague; pero no haya cuidado que tal suceda con una bebida tan nutritiva y agradable.
+—¡Feliz aquel a quien no le falta una jícara de buen chocolate! ¡Feliz el pueblo donde hay una chocolatería bien establecida!, y más feliz yo, si…
+Don Dieguito interrumpió aquí su lectura para decirme que le habían entrado ya ganas de sorberse una taza de chocolate. Fue servido inmediatamente, y me pidió este artículo para publicarlo. Yo lo dejé hacer, seguro de que en toda sociedad de tono el chocolate es bien recibido, y que este artículo de costumbres tendrá muchos lectores; y me atrevo a decir de costumbres, pues sin disputa la mejor, la más general y la más inocente de todas, es la de tomar chocolate.
+Hay en la cumbre de los Andes una llanura de figura irregular, que mide ocho leguas de oriente a poniente y dieciocho de norte a mediodía, según Codazzi. Esa llanura es la Sabana de Bogotá, poblada por trescientos mil habitantes, riquísima en pastos y tierras de labor, cubierta de innumerables greyes y de caseríos y poblaciones, entre las cuales levanta su cabeza, coronada de torres, nuestra ciudad natal.
+Si subimos a los montes vecinos, Monserrate o Guadalupe, se ofrece desde allí a nuestra vista un mar de verdura, circunscrito en lontananza por los montes azules de la cordillera, el cual tiene encima el alegre cielo de las montañas que nos deslumbran la vista con su resplandor.
+«El cielo—, decía Salazar en el Semanario del Nuevo Reino, —varía a cada instante de formas: ya se cubre de nubes, ya se aclara, ya brilla con un azul oscuro muy superior al de la costa. Este es el término del horizonte…».
+Catorce torrentes mayores, o llámense ríos si se quiere, y cien quebradas o arroyuelos que se desprenden de la cordillera, derraman sus aguas en el Funza, que, naciendo más allá de Las Pilas, discurre perezosamente por medio de la Sabana; y después, rugiendo como un león, se abalanza y se arroja furioso por la cascada del Tequendama.
+El ingeniero don Domingo Esquiaqui la midió con la sondaleza y con el barómetro, y halló que su altura, desde el nivel del río hasta las piedras que sirven de recipiente a sus aguas, es de doscientas sesenta y cuatro varas castellanas.
+«Es preciso figurarse el Tíber», escribía don Francisco Antonio Zea, «que se despeña por una roca escarpada, tres veces más alta que la cúpula del Vaticano, para formarse tal cual idea de este Salto… Suspendido el viajero como en el aire, entre árboles y peñas, registrando espantosas profundidades, viendo estrellarse en una y otra roca aquel soberbio río y levantar al ciclo nubes de espuma y torbellinos de humo con un ruido como el de mil truenos que retumban mil veces en el hondo valle, y contemplando luego el anchuroso abismo, aquel infierno de agua en millares de olas que, batiéndose contra millares de rocas, ya caen precipitadas, ya se levantan más enfurecidas, braman, conmueven el monte, y lanzándose unas sobre otras, desaparecen como relámpagos. ¡Qué sensaciones debe experimentar el que, desde un balcón, al parecer suspendido en las nubes, mira tales horrores!».
+Y después, hablando de la amenidad del sitio, añade:
+«Todo contribuye a la ilusión, pero nada tanto como los iris tan hermosos y variados que hacen resaltar el color de las peñas vecinas, el resplandor de la cascada y de la niebla, y la situación del espectador que, teniendo los unos a sus pies, ve los otros sobre su cabeza… No hay quizá en el globo otro recinto en que, a un tiempo y perpetuamente, se presenten a la vista las flores y frutos de diversos climas, y tanta variedad de aves, insectos y cuadrúpedos que, atraídos de la abundancia, concurren de todas partes a esta capital de Flora».
+Parece que la Sabana fue en otros tiempos una gran laguna.
+«Si hubiéramos de creer una tradición, recibida desde la antigüedad más remota», dice el citado Salazar, «se vio algún día anegado el terreno por las inundaciones del Funza, y apoderándose de esta comarca la consternación y el espanto, huían despavoridos sus moradores a buscar las cimas de los montes como un asilo de seguridad. Los animales, los sembrados y las posesiones, todo se hallaba sumergido por las aguas, no le quedaba al muisca otro auxilio que el de una fuga precipitada. Entonces apareció un hombre divino, cuya memoria ha existido en el espíritu de estas generaciones, llamado con el triple nombre de Zhué, Bochica y Nemqueteba… Este hirió con la punta de su cayado una de las más duras serranías y dio libre curso a las aguas, que, precipitándose con la mayor violencia, formaron la cascada del Tequendama, obra admirable de la naturaleza… ¿Qué diremos de esta antigua fábula consagrada por la superstición de los pueblos? ¿Sería que los indios conservaban algunos vestigio del diluvio?».
+Pero sea de eso lo que fuere, ya se figuran nuestros lectores que todas las aguas de la Sabana de Bogotá no tienen otro cauce para bajar de la cordillera y reunirse al Magdalena, que ese gran canal de roca viva hecho por la mano de Dios, cuyas altísimas paredes golpea el Funza con estupendo empuje, antes de precipitarse en el abismo. ¡Bien! No debe echarse en olvido lo que dice Zea:
+«No hay quizá en el globo otro recinto en que a un tiempo y perpetuamente se presenten a la vista las flores y frutos de diversos climas, cuánta variedad de aves, etcétera».
+Porque, en efecto, en las llanuras de Bogotá reina una primavera eterna, fenómeno que asombra a algunos extranjeros que no aciertan a explicárselo. Aquí todo el año hay rosas, geranios, anémonas, jazmines y las mil y mil flores que brotan bajo el cielo del trópico, sin sentirse un calor sofocante ni un frío que moleste. Pero al bajar la cordillera, a medida que crece el calor, cambia la vegetación, y el que se asoma a gozar de este admirable paisaje, descubriría, si no se lo impidieran los pretiles del alto, las palmeras, los naranjos, los entables de caña de azúcar y los trapiches del pueblo de San Antonio de Tena, a tiempo que ve las rocas de Cincha y de Canoas coronadas por una selva de pinos y nogales, de robles y laureles. Abajo revuelan clamoreando las pintadas guacamayas y se oye la voz de los verdes papagayos habitadores de la zona tórrida, en tanto que arriba gime la paloma torcaz y se cierne en las nubes el águila altanera.
+Veamos ahora lo que escribió el sabio Caldas:
+«El Bogotá, después de haber recorrido con paso lento y perezoso la espaciosa llanura de su nombre, vuelve de repente su curso hacia el oeste, y comienza a atravesar por entre un cordón de montaña que están al sureste de Santafé. Aquí, dejando esa lentitud melancólica, acelera su paso, forma olas, murmullos y espumas. Rodando sobre un plano inclinado, aumenta por momentos su velocidad. Corrientes impetuosas, golpes contra las rocas, saltos, ruido majestuoso, suceden al silencio y a la tranquilidad. En la orilla del precipicio todo el Bogotá se lanza en masa sobre un banco de piedra; aquí se estrella; allí da golpes horrorosos; más allá forma hervores, borbollones y se arroja en forma de plumas divergentes, más blanca que la nieve, en el abismo que lo espera. En su fondo el golpe es terrible y no se puede ver sin horror. Estas plumas vistosas que formaban las aguas en el aire, se convierten de repente en lluvia y en columnas de nube que se levantan a los cielos. Parece que el Bogotá, acostumbrado a recorrer las regiones elevadas de los Andes, ha descendido a pesar suyo a esta profundidad, y quiere orgulloso elevarse otra vez en forma de vapores.
+«Las márgenes del Bogotá desde que entran en la garganta del Tequendama, están hermoseadas con arbustos y también con árboles corpulentos. Las vistosas beffarias, resinosa y urcus, las melástomas, la cuphea… esmaltan esos lugares deliciosos que ponen a la sombra el roble, las aralias y otros muchos árboles. El punto más alto de la catarata, aquel desde donde se precipitan las aguas, está 312 varas más bajo que el nivel de la explanada de Bogotá, y esto basta para comenzar a sentir la más dulce temperatura. A la derecha y a la izquierda se ven grandes bancos horizontales de piedra, tajados a plomo y coronados de una selva espesa. Cuando los días son serenos y el sol llega de los 45º a los 60º de altura sobre el horizonte del lado del este, el ojo del espectador queda colocado entre este astro y la lluvia que forman las aguas al caer. Entonces percibe muchos iris concéntricos bajo de sus pies, que mudan de lugar conforme se va levantando el astro del día.
+«La cascada no se puede ver de frente, y es preciso contentarse con observarla de arriba a abajo. Por el lado del norte ofrece el terreno un acceso más fácil y más cómodo. Aquí hay un pequeño plano horizontal de piedra al nivel mismo del punto en que se precipitan las aguas, y desde este lugar es que los curiosos y observadores han visto esta célebre catarata.
+«Cuando se mira por primera vez la cascada del Tequendama, hace la más profunda impresión sobre el espíritu del observador. Todos quedan sorprendidos y como atónitos: los ojos fijos, los párpados extendidos, arrugado el entrecejo, y una ligera sonrisa, manifiestan claramente la sensación del alma. El placer y el horror se pintan sin equivocación sobre todos los semblantes. Parece que la naturaleza se ha complacido en mezclar la majestad y la belleza con el espanto y con el miedo, en esta obra maestra de sus mano».
+Como la catarata dista apenas cuatro leguas de la capital, es el paseo favorito de los bogotanos. Ella también ha sido visitada por muchos extranjeros.
+En 1801 vino a verla el barón de Humboldt, quien la describió elocuentemente en su Viaje a las Cordilleras.
+En 1826, el general Bolívar, entusiasmado con tan magnífica escena, no pudo contenerse y saltó a una piedra de dos metros cuadrados que forma como un diente en la horrorosa boca del abismo. A la misma piedra salté yo en una de mis excursiones, pero con esta diferencia, que el Libertador llevaba botas con el tacón herrado y yo tuve la precaución de descalzarme previamente; yo estaba en la fuerza de mis dieciocho años, y eso excusa en parte mi temeridad. Un paso falso, un resbalón, hubieran bastado para que no estuviera contando el cuento. Veces hay en que se me erizan los cabellos al pensar en aquella barbaridad.
+En 1827 estuvo a pagarle su tributo de admiración el duque de Montebello.
+En 1832 el joven Pedro Bonaparte, hijo de Luciano, príncipe de Canino, primo de Napoleón III, vino a Bogotá con el general Santander. Al segundo día de su llegada ya estaba a caballo en vía para el Salto, y al tercero de regreso para Nueva York.
+En 1842 encontré en medio de la montaña del Quindío al barón de Lita, rico e ilustrado viajero que venía recorriendo la América Meridional desde la tierra Patagónica, y me dijo: «Voy a ver el Tequendama y la linda ciudad de Bogotá, para seguir después a Santa Marta a asistir a la exhumación de los restos del Libertador Bolívar».
+El barón Gross, que a la fecha está de embajador en la China, hallándose de encargado de negocios de Francia en esta República, visitó unas cuantas veces el Salto, y sacó el croquis y lo pormenores que le sirvieron para pintar un magnífico cuadro al óleo. Él practicó el camino que va a parar a un punto denominado el Balconcito, por la baranda de madera que hizo poner allí.
+El presbítero Romualdo Cuervo, metido en una petaca de cuero, sostenida por fuertes rejos, bajó a ochenta varas de profundidad enfrente del gran banco de piedra en que se estrellan las aguas y saltan deshechas en menuda niebla. Allí dejó escrito su nombre y una botella vacía sobre una piedra.
+Varios jóvenes bajaron una vez al Salto, vieron la botella, y apostaron unas cuantas (de vino) al que le diera un balazo. Cargaron las escopetas, y el primero puso la bala a una cuarta de distancia, el segundo tocó la punta del corcho, y el tercero, que si mal no recuerdo era Andrés Santamaría, la volvió cien pedazos.
+Por lo que a mí hace, diré que no he visto el Salto a la ligera, como la mayoría de los viajeros, sino que he vivido en sus cercanías y he disfrutado de su asombrosa vista por semanas enteras.
+He bajado al Salto con cazadores, cuando era uno de ellos, y he disparado a los monos y a las ardillas; lo he visitado también con señoras, que en el buen tiempo iban barriendo las hojas secas con sus largos trajes y en el invierno cayendo y resbalando desde el Almorzadero, punto en que es preciso dejar los caballos, para llegar a pie hasta la boca de la catarata.
+He tenido y tengo amistad con los dueños de las haciendas de Cincha y Canoas, en cuyos linderos queda el alto, lo cual me ha valido para poderlo explorar a todas mis anchas.
+Traté a don Fernando Rodríguez, de quien me permito referir aquí una anécdota. Cuando Bolívar vio el Salto por primera vez, le acompañaban muchos amigos, y entre ellos muchos militares. De regreso llegaron a Canoas, donde el señor don Fernando les tenía preparado un refresco de frutas, vinos y colaciones. Entre trago y trago empezaron a menudear los brindis, y un oficial llanero echó contra los chapetones uno que hizo reír a carcajadas. Todos aplaudieron menos el dueño de la casa, que se quedó muy serio, notando lo cual, díjole el Libertador:
+—Señor Rodríguez, ¿por qué no nos acompaña usted a hacer la razón?
+A lo cual respondió el honrado viejo:
+—Porque siendo español, no creo que eso sea razonable.
+—¡Ojalá tuviésemos muchos patriotas como usted, señor don Fernando! —le contestó Bolívar.
+Don José María Uricoechea, yerno del citado Rodríguez, me trató siempre, no sólo como amigo sino como hermano. Para mí no había secretos en su corazón. El día que solía visitarlo era un día de fiesta para su familia. Salíamos a matar patos a la laguna de Cerro-gordo, nos paseábamos por los potreros en excelentes caballos, y solíamos subir a una altura que se llama…, no recuerdo el nombre, en donde nos entreteníamos, mirando con un anteojo de larga vista La Mesa de Juan Díaz y los paisajes que la rodean.
+Respecto de don José María Urdaneta, dueño en la actualidad de la hacienda de Canoas, no diré nada, por no ofender su modestia. El sabe que soy su amigo.
+Hay en la cordillera meses de lluvia y meses en que no llueve.
+En los de lluvia, que llamamos impropiamente de invierno, crecen los arroyuelos, los torrentes crecen, y el Funza, rey de los ríos de la Sabana, sale de madre como el Erídano, y no sólo inunda sus riberas, sino que forma, por el lado del poniente, un lago de muchas leguas de extensión.
+Por las tardes, cuando el sol va a ponerse, el cielo se cubre de nubecillas retocadas de oro y de púrpura, y se ve nuestra verde Sabana; y allá, muy más allá, una gran faja de plata, tras la cual se divisa el perfil de los montes azules de Zipacón y Bojacá. Esa cinta de plata es el lago que han formado los ríos. Entonces se aumenta considerablemente el volumen de las aguas que se despeñan por el Salto; entonces el río es una gran manga del diluvio, como decía Chateaubriand hablando del Niágara; entonces es cuando los amantes de la naturaleza deben ver el Salto: entonces es cuando yo lo he visto.
+Hallándome agitado hacía muchos días por el deseo de ver el Salto cuando el río estuviera más pujante y soberbio, tuve la fortuna de encontrar un excelente compañero de viaje. El señor Rafael Roca, pintor, que deseaba tomar una vista de la catarata, se entusiasmó oyéndome hablar del proyecto, y convinimos en hacer juntos una excursión aprovechando, para realizarla, el veranito de San Martín, que se reduce a unos pocos días, a mediados del mes de noviembre, en que anualmente cesan las lluvias en la cordillera. Llegado el día prefijado, fuimos descansadamente a dormir al pueblo de Soacha.
+El 12 de noviembre de 1852, entre siete y ocho de la mañana, montamos en nuestros caballos, y como avisados de antemano, nos esperaban ya los paseros frente a las casas de la hacienda de Canoas con una barquilla. Nos embarcamos y después de una feliz travesía de ocho o diez cuadras, pisamos, no diré la orilla de la playa, sino el barro del puente, que a manera de una isla sobresalía en aquel mar de las montañas.
+Echamos allí pie a tierra, pasamos el puente, llegamos a la hacienda de Canoas, y sea dicho en testimonio de verdad, almorzamos con un apetito de marinero, que daba claros indicios de nuestras fuerzas digestivas; y después, parte a pie, parte a caballo, y asordados por el ruido de la catarata, llegamos providencialmente, sin que se no quebrara una pierna, al balconcito histórico del barón Gross.
+No esperen los lectores de este artículo un rasguño descriptivo de mi cosecha. Bien he sudado para reducir a un pequeño cuadro lo que otros han dicho acerca de esta escena, que en concepto de Miralla era «horrorosamente bella».
+¿Qué es a su lado mi elocuencia parca?
+(exclamaré aquí con Arriaza)
+Un hilo de agua que en el campo brilla,
+Y el ancho mar que todo el mundo abarco…
+Oigamos a Madiedo:
+Llegué y hallé un abismo de rocas coronado,
+Que un rápido torrente luchaba por colmar;
+El uno siempre oscuro, profundo como el Hado,
+Jamás cansado el otro cayendo sin cesar.
+Tú cubres de pensiles, de mieses y de flores
+La espléndida llanura que baña el Bogotá;
+Las tumbas de los muiscas dan vírgenes amores
+El premio de las perlas que tu fragor les da
+Tú prestas a los montes espléndidas aureolas;
+Tus gasas a los cielos, tu aliento al huracán;
+Al tiempo en su carrera la furia de tus olas,
+Tus ecos poderosos al hórrido volcán.
+Veamos lo que escribió Samper:
+Tus ruidos que retumban en las cumbres,
+Los ruidos son de la feroz tormenta,
+Y cual la nube cárdena y sangrienta
+Tus aguas siempre a desgarrarse van.
+………………………………………
+En tus selvas hallé suaves murmurios,
+Y en tu torrente estrepitosos ruidos,
+Como se encuentran ayes y gemidos
+Junto quizá de báquica canelón.
+Yo he visto, Tequendama, tus aguas espumosas
+Rodar en torbellinos con hórrido estridor,
+Rasgarse entre los vientos, y luego, vaporosas,
+Volar hasta la cima del cóncavo peñón.
+Recordemos lo que, entre otras cosas, dijo Celedón:
+Cual rubia cabellera de rápido cometa,
+Los rayos moribundos refléjense del sol
+Sobre tu blanca mole, tu niebla vaporosa,
+Magníficas aureolas de espléndido arrebol.
+Permítaseme citar lo que cantó mi hermano José Joaquín, sentado en las rocas del Tequendama:
+¡Prodigio del Creador! ¡Oh!, nada falta
+A tu gloria; pictórico horizonte
+Delante se abre; antiguos como el mundo
+Los árboles se elevan en tu monte;
+Solemnes armonías
+Resuenan en tu seno ancho y profundo,
+Flores, perfumes, luz y movimiento;
+Aire esencial de vida en cada aliento;
+Un cielo claro encima,
+Cual el alma de un niño ven los ojos;
+Y por diadema para ornar tu frente
+Iris de oro, de púrpura y diamantes
+Se cruzan sobre ti reverberantes.
+………………………………………
+¡Oh!, ¡qué objetos!, ¡el hombre y Tequendama!
+El hombre sin poder, pincel ni acento
+Con qué pintar lo que su mente inflama
+Que ayer nacido vivirá un momento,
+Y mañana en el soplo del sepulcro
+¡De su vivir se apagará la llama!
+Y esta tremenda catarata, eterna
+Con esa voz cual la de mil tambores,
+Cual ruido estrepitoso
+De cien y cien caballos triunfadores
+En el afán de una total derrota;
+Y ese hervir fragoroso, inextinguible,
+Y esa su roca firme, estable, inmota,
+Que alcanzará a los años de los años,
+Y del mundo a una edad la más remota.
+………………………………………
+Porque tu vista horriblemente bella
+Asombro, pasmo, horror sublime inspira,
+Y de verdad severa lección grande
+Deja en la mente con profunda huella.
+Y mutatis mutandis, ¿por qué no hemos de aplicar al Tequendama lo que dijo del Niágara el inspirado Heredia?
+Torrente prodigioso, calma, acalla
+Tu trueno aterrador, disipa un tanto
+Las tinieblas que en torno te circundan,
+Déjame contemplar tu faz serena
+Que de entusiasmo ardiente mi alma llena.
+………………………………………
+Sereno corres, majestuoso, y luego
+En ásperos peñascos quebrantado
+Te abalanzas violento, arrebatado,
+Como el destino irresistible y ciego.
+¿Qué voz humana describir podría
+De tu suerte rugiente
+La aterradora faz? El alma mía
+En vagos pensamientos se confunde
+Al mirar esa férvida corriente,
+Que en vano quiere la turbada vista
+En su vuelo seguir al borde oscuro
+Del precipicio altísimo; mil olas
+Cual pensamiento rápidas pasando,
+Chocan y se enfurecen,
+Y otras mil y otras mil ya las alcanzan,
+Y entre espuma y fragor desaparecen.
+Ved, llegan, saltan. El abismo horrendo
+Devora los torrentes despeñados;
+Crúzanse en él mil iris, y asombrados
+Vuelven los bosques el fragor tremendo.
+En las rígidas peñas
+Rómpese el agua; vaporosa nube
+Con elástica fuerza
+Llena el abismo, en torbellinos sube,
+Gira en torno, y al éter
+Luminosa pirámide levanta,
+Y por sobre los montes que le cercan
+Al solitario cazador espanta.
+Hácese la navegación por los ríos del Chocó en canoas de mayor o menor capacidad, según la cantidad de sus aguas y la naturaleza de su curso, las cuales se cubren en sus dos extremos, o bien en su parte media con lo que se llama rancho. Consiste la armazón de este en algunos bejucos enarcados que se apoyan en los bordes de la embarcación, y por entre los cuales se entreteje la red a que se sujetan por encima las hojas del bihao, quedando así formado una especie de techo parcial en la canoa, debajo del cual se acomoda el viajero para guarecerse en un tanto de los ardientes rayos del sol, cuando no de la lluvia, no poco frecuente en aquellas regiones.
+El rancho no tiene de altura en su parte media, que es la más elevada, arriba de un metro; como al mismo tiempo la anchura de la embarcación es poco más o menos igual, el individuo apenas sabe cómo distribuir, y qué tantas veces doblar su parte material dentro de aquella bóveda ambulante, sin que esto sea su mayor calamidad; puesto que, componiéndose el pavimento sólo de algunas palmas extendidas sobre travesaños en el fondo convexo de la embarcación, como el agua penetra siempre en esta, en mayor o menor cantidad, sucede que va corriendo de proa a popa, según que el movimiento, la dirección o el peso, la llevan de uno a otro lado; lo que viene a ser un flujo y reflujo que continuamente amenaza con empapar al embovedado viajero. Gruesos árboles que se destacan de la orilla, y que a corta elevación sobre ella dilatan sus copas enredadas o se extienden a uno u otro ramo que se encorva sobre el río, forman algunos atolladeros en que se atracan las canoas, cuyos ranchos tropiezan con los troncos o las ramas; siendo estos los agachaderos en los ríos, no menos comunes y estorbosos que los que mencionamos antes de los caminos por tierra. En otras ocasiones el ataque se hace por la parte inferior, encontrándose de repente en la canoa como balanceándose sobre un puente importuno, tendido de orilla a orilla, y que consiste en el tronco robusto de algún árbol de la tupida fila que crece en las márgenes del río, al que alguna borrasca desplomó sobre el uno u otro lado del cauce. En este caso se corre inmenso riesgo de que se parta la embarcación de donde nace la dificultad de navegar por algunos ríos o quebradas, cuando no tienen el agua suficiente para poder pasar sobre esos obstáculos que, una vez pasados, nadie se cura de destruir en favor de otros viajeros.
+Cuando la canoa es de alguna capacidad va servida por tres bogas. Estos andan desnudos, sin otra cosa en su cuerpo que el pañuelo que hace indispensable la decencia; sírvense en su tarea de la palanca y del canalete. Remontan a viva fuerza los ríos, para lo cual siempre buscan las orillas en donde la corriente es menos impetuosa, y apoyan la palanca en las barrancas laterales, o en el fondo mismo, si el río es somero. El extremo superior de palo o de la guadua que les sirve de palanca está armado de un gancho, del que se valen para asirse de los troncos o de las ramas, y lograr por este medio hacer avanzar la embarcación en aquellos puntos en que la hondura no les permite hacer fuerza en el lecho de la corriente, a tiempo mismo que las aguas ruedan con violencia mayor.
+En la navegación siempre se va costeando cuando se lleva dirección opuesta a la del río, bastando muchas veces dejarse llevar por este cuando se sigue la misma. Las travesías de uno a otro bordo del río, al acercarse a los lugares en donde se conocen escollos y remolinos, o pequeñas vorágines peligrosas, se efectúan corriendo una larga diagonal. Y trabajando con el canalete, para no oponerse de frente a las aguas en el medio, o en el punto en que estas corren con una fuerza más grande.
+La desigual anchura de la corriente que se sigue o que se remonta, y el diverso color de unas aguas son las únicas cosas en que puede variar, o variar la perspectiva, durante las largas jornadas por esos caminos, los sólo conocidos en el Chocó. Siempre en la una y en la otra margen se dilatan intrincadas y espesas selvas donde apenas cabe ya la vegetación, y por las cuales atraviesan hacia el río, en un curso desconocido sin nombre y sin historia, multitud de quebradas más o menos caudalosas, que vienen a morir al juntarse en la corriente en que todas se confunden.
+La vista no alcanza otro objeto que la faja de agua escurriendo por entre un monte no interrumpido, donde los árboles, los arbustos, las flores y las plantas se entretejen formando como una sola masa de verdura, de troncos, de ramas y colores que la naturaleza ha amontonado allí siglo tras de siglo, en toda la libertad del desierto y con todo el lujo de una riqueza tropical.
+Las voces y los cantos desapacibles de las aves de la selva, el rumor de la corriente, cuando más rápido resbala sobre las piedras de su lecho y el grito destemplado y monótono con que acompasa el boga los golpes de su palanca, son el ruido constante y discorde que se percibe por horas seguidas en aquellos desiertos.
+El boga del Chocó no tiene gracia en la voz, ni hay en su canto, si tal pueden llamarse los gritos con que va vociferando, aquel gusto libre y aleroso de la letra y aquella cadencia sencilla, pero expresiva en la tonada, que caracteriza a los rústicos trovadores, sobre todo a los de las tierras cálidas. El boga del Chocó, en vez de entonar, grita; en vez de cantar, brama; toma cada día un nombre de que casualmente se acuerda. O una voz cualquiera que se le ocurre y, encorvado sobre la corriente, con el canalete o la palanca en la mano, acompaña cada esfuerzo que hace, cada murmurio del río, cada paso que avanza con un «¡San Agustín! ¡San Agustín!», que al fin sofoca y ensordece al infeliz que va debajo del rancho, y que forma todo su auditorio. Mas no se crea que escoge siempre una palabra sonora; todavía escuchamos nosotros la voz destemplada del boga que desde la quebrada Santa Helena hasta el Atrato, nos fue atolondrando con el grito de «¡Antioquia! ¡Antioquia!».
+Detrás de la gran guardia marchaban unas ochenta mujeres de las que, con el carácter ostensible de vivanderas, abundan a veces demasiado en nuestras tropas, y que el vulgo llama «voluntarias», agobiadas con sus maletas, y alguna con su hijo, todo encima de sus espaldas. Siendo las más naturales de esta ciudad o de los pueblos inmediatos, iban sollozando y despidiéndose de sus conocidas, con lo que excitaron tan tierna simpatía que todos se apresuraban a darles algún pequeño socorro pecuniario: de las tiendas salían las venteras a darles pan, pastillas de chocolate, tabacos, queso, etcétera, que ellas repartían con las que no habían alcanzado a recibir algo. Estas «hijas del regimiento», jóvenes las más, algunas blancas y una que otra bella, son la Providencia para el soldado en marcha y en campaña. Como hormigas arrieras se adelantan, se dispersan por los caseríos, y cuando el cuerpo llega a la aldea, o al lugar donde ha de vivaquear, ya la mujer le está preparando a su marido, o le ha preparado el alimento con cuanto ha podido conseguir; ellas cocinan, lavan la ropa a los oficiales por una corta remuneración, asisten a los enfermos, cuidan a los heridos, se prestan a toda clase de sacrificios para que las toleren y no les impidan seguir a su compañero. En los combates su heroísmo las santifica; en los mayores peligros, por en medio de las balas, metiéndose por entre los caballos, apartando las lanzas enemigas, buscan desesperadas al hombre que aman cuando notan que falta en su fila, y a veces encuentran, o su cadáver y lo sepultan, o lo hallan respirando todavía y entonces, provistas de tiras de lienzo, o sacándolas de su propia ropa, lo vendan, avisan, piden auxilio hasta en el campo enemigo, y muchos infelices deben la vida a la tierna solicitud de su mujer; algunas de ellas caen traspasadas por las balas, y sin embargo ninguna se retira, ninguna huye mientras tiene esperanza de servir en algo al pobre compañero de su triste vida; alguna otra más dichosa logra proporcionar al moribundo, por algún capellán de los cuerpos, los auxilios espirituales de la religión, y recibe su mano fría, recogiendo el último suspiro del ya su esposo legítimo; y si sobrevive, ¡qué felicidad!, aquella mujer ha conseguido la recompensa de todos sus sacrificios, la que esperaba, la que deseaba, la que merecía; y aunque ignorante, sin pretensiones, sin alcanzar a ser vista sino de sus compañeras que la envidian, eleva su corazón a Dios, dándole gracias, y se presenta delante de los hombres radiantes de alegría. Yo no he podido menos muchas veces de admirar con asombro en estas mujeres, el poder inmenso de la fuerza de voluntad sobre la debilidad física, y así las he soportado siempre con lástima; en las tropas que he mandado, nunca les ha faltado una ración de carne, cuando no ha faltado para el soldado. Compadece, pues, lector, y no desprecies a las pobres mujeres que resueltamente seguían a los que las sacaban de su país, del regazo de sus madres, y que llevando el corazón traspasado de dolor, no volvían la cara atrás sino para decir: ¡Adiós!
+¡Lástima que las buenas épocas de la vida no se aprecien sino cuando han pasado, cuando sólo existen en la memoria, envueltas en la melancolía de los recuerdos! ¡Lástima que la juventud, que todo lo engalana con su propio contento, se gaste tan pronto y tan mal como el tesoro en mano del pródigo!…
+Fue para mí una de esas buenas épocas la del año de 1850; pero esto no quiere decir que amenace al lector con el relato de mis bellos días. Quiero apenas referirle un episodio de entonces, enlazado con un acontecimiento de hoy.
+En una de esas magníficas mañanas de agosto, que creo que solamente se gozan en Popayán, iluminada espléndidamente por el sol, en que no se columpia una nube en el horizonte azul y en que el viento perfumado y voluble suena como la sonrisa de la alegre naturaleza, un amigo y yo, tendidos en la orilla del Cauca, bajo la sombra de los árboles de genagra, nos entreteníamos en sabroso coloquio, dejando vagar nuestra imaginación por los paraísos del espiritualismo. De fantasía en fantasía, de sueño en sueño, nos remontábamos cada vez más y en un arranque de entusiasmo, díjome mi compañero:
+—¿Conoces algo más hermoso que lo que estamos viendo?
+—Sí —le repuse—; el Valle del Cauca.
+—Quiero entonces visitar esa comarca bendecida por Dios. ¿Me acompañas?
+—Te acompaño.
+A los pocos días atravesábamos a Buenos Aires, nido de las tempestades; caminábamos por la lomas calcinadas de Quilichao, bajo las cuales se esconde el oro de altos quilates; vadeábamos por entre pedrones y remolinos el río del Palo; saboreábamos el exquisito verdete del Cascajal; dejábamos a los lados del camino las haciendas de Los Frisoles, Quebradaseca, García y Vanegas; poníamos nuestros caballos a escape por las planicies del Espejuelo. El Llanito, Güengüe y Perodias; nos bañábamos en el Fraile y el Desbaratado; pedíamos hospitalidad en el pueblo de La Florida, sombra en los caseríos de Buchitolo, y aire en el largo llano de Palmira, en que los rayos verticales del sol titilaban sobre las guaduas amarillas que cercaban las estancias y reverberaban en la tierra tostada. Poco después circulábamos por las calles de la villa que lleva el nombre de la ciudad famosa cuyas ruinas aisladas en el desierto inspiraron a Volney sus meditaciones sublimes.
+Vivía en Palmira el doctor Rampon, tan hábil médico como laborioso negociante. Visitámoslo, y después de un rato de amena conversación, nos convidó con un cigarro, que amablemente nos hizo encender. ¡Qué cigarro!… El puro más esmerado de La Habana, tendría apenas su color, su gusto y su perfume; el más refinado fumador no le hubiera puesto un defecto.
+—¿Qué le parece a usted ese cigarro? —me dijo el doctor.
+—Superior a todo elogio.
+—¡Pero es necesario ir tan lejos para conseguirlo!… Figúrese usted…
+—Oh, sí, hasta La Habana.
+—¡Más!
+—Hasta La Virginia.
+—Todavía más…; ¡hasta la huerta de casa! Ese cigarro es escogido de entre el mejor tabaco que cultivamos aquí con el objeto de exportarlo; hemos tenido que empezar por darlo a conocer en los mercados extranjeros, y si lo conseguimos tendrá el Cauca una riqueza más y una nueva fama. Este es un país privilegiado, país de grandes destinos…
+—Si no hubiera tanto egoísmo en los ricos, tanta pereza en los pobres, tradiciones tan perniciosas en todos.
+—Ese es el mal del país. Ve usted lo que produce espontáneamente; sabe que el Pacífico bate sus costas y le ofrece anchos puertos para llevar sus productos al punto que el capricho elija en el universo y traerle en retorno libertad, civilización y riqueza. Vio usted la obra de Dios, vea ahora la de los hombres. Para exportar hoy el tabaco de Palmira tenemos que recorrer todo el Valle del Cauca, atravesar los fangales del Quindío y las llanuras de Mariquita, bajar el río Magdalena y buscarle un puerto en Santa Marta, casi a trescientas leguas de distancia. Cuesta triple por lo menos su empaque; hay que prepararle bestias de acarreo en tres puntos diversos, canoas luego, y al fin un buque que a veces aguarda ocioso la carga por largas temporadas gravándonos con su estadía, y a veces se marcha en lastre a costa nuestra. Necesitamos un gran tren de empleados y agentes que no es posible escoger ni vigilar, mantener una correspondencia activa aquí donde el servicio de correos es pésimo. Es claro que una mercancía tan atrozmente recargada no puede entrar en competencia, por excelente que sea, con las demás de su especie.
+—¿Y por qué no exporta usted por la Buenaventura?
+—Eso es pensar en lo excusado, porque no hay un camino al puerto. Remita usted su carga por el que hoy llaman camino; suponga que a despecho de los precipicios y atascaderos llega a Juntas, donde, si fuere posible, ha preparado usted una canoa y dos bogas para cada cuatro bultos cuando más; aventúrela a los caprichos de las no interrumpidas cataratas del Dagua, y de cada ciento de las cargas que lleguen al puerto, ochenta estarán averiadas. Embarca usted las veinte y con las otras obsequia los abismos del océano. ¡Brava especulación!
+—Ciertamente. Esta parte de la República, para explotar su riquezas, para ocupar su población ociosa, para corregir en algo sus chocantes desigualdades sociales, para conjurar riesgos de tan diverso género como la amenazan, debe, ante todo, abrirse un camino hacia el Pacífico.
+Al día siguiente dejamos a Palmira y continuamos nuestra excursión. Pasado el Llano del Bolo de las ricas haciendas y el buen tabaco, nos bañamos en el Amaime de las aguas diáfanas, refrescándonos antes en un salón magnífico, formado por ceibas seculares y que da principio a Llano de La Concepción. Diseminada por el llano veíamos casas de hermoso aspecto, cortejadas por otras pajizas y humildes, potreros entapizados de grama, donde correteaban llenos de salud los terneros y los potros, donde mugía el toro de ancha cerviz y relinchaba el caballo de delgados ijares. Dimos espuela a nuestras cabalgaduras al través de la planicie de Nima, y llegamos en demanda de sombra y descanso al pueblo del Cerrito… ¡Qué encanto!… allí nos hablaron de la detestable política y de los más detestables partidos, que entonces se formaban, ¡y que convirtieron después al Cauca en un paraíso habitado por demonios!
+Del Cerrito, seguimos por el Llano de Guabitas, y de repente mi compañero y yo detuvimos a una las riendas de nuestros caballos. Estábamos en el Llano de La Guabas…
+—¡Esto es mentira! —dijo mi compañero—. Esta alfombra de césped, este horizonte de tul, ese sol de oro, esas aguas que murmuran límpidas, aquellos bosquecillos de hojas y flores donde parece que se ocultan las Ondinas y las Náyades…, ¡oh, todo esto no puede ser cierto!…
+—Poeta —le dije yo—, así son las obras de Dios: el cielo canta sus glorias y el firmamento anuncia las obras de sus manos…
+Y como si la tentadora fortuna quisiera completar los idilios de mi amigo, al acercarnos al río para gozar más a espacio las bellezas del paisaje, vimos una muchacha suelta la cabellera blonda, curiosos los rasgados ojos, blanca y fresca como el jazmín, cual la zagala de Gil Polo, que,
+Junto al agua se ponía,
+y las ondas aguardaba,
+y al verlas llegar huía;
+pero a veces no podía
+y el blanco pie se mojaba.
+Íbame yo a insinuar con ella, porque en fin, el camino es de todos; pero mi poeta me detuvo apostrofándome:
+—¡Tente, pagano, que no sabes qué viejo Neptuno protegerá esa sílfide!
+Y él con todo el recato del Apolo tímido, le pidió agua, que presentada en el amarillo mate, refrigeró no sólo sus fauces sino su imaginación.
+Tras el paisaje que acababa de entusiasmarnos, bello hasta donde no puede idearlo la fantasía del mayor poeta, el que nos ofreció el Valle del Sonso, no nos produjo menor efecto. Un hacendado de las inmediaciones, refiriéndonos en seguida las riquezas que encerraba aquella nueva Arcadia, concluyó con esta inesperada exclamación: «¡Riquezas inútiles, entre las cuales vivimos pobres!».
+—Esa antítesis —díjele—, no puede pasar de una exageración.
+—No —me repuso—, ni hay para qué ni con quiénes explotarlas. ¿Quién consume lo que puede producir mi hacienda, aquí donde tenemos que derramar la miel para que no se avinagre en las canoas, donde el maíz sirve de pasto a lo gorgojos, y las frutas se caen de los árboles porque no hay quién las coja? ¿Aquí donde los jornales tienen que pagarse miserablemente y los que por ellos se conciertan trabajan un día y huelgan un mes, donde no hay industrias que recíprocamente se ayuden, donde cada cual cultiva lo que necesita para su familia y tiene con esto satisfechas las necesidades de su vida inerme?…
+—Pero convierta usted la miel en azúcar, haga tercios de su maíz y llévelos a Buga, a Cali…
+—Y en Buga y Cali se quedarían almacenados y perdería los costos de producción y transporte. Productos sobran, consumidores faltan.
+—Pero en aquellas ciudades habrá comerciantes, habrá exportadores.
+—¿Por dónde exportan?… ¡Por el Dagua que volvería el azúcar al estado de miel, y convertiría en pestilencia los tercios de maíz!
+—Tiene usted razón. El Cauca se muere si no se le abre comunicación con el Pacífico.
+A la mañana siguiente, estábamos en Buga. Ciudad antigua, señora, de un vasto e incomparable territorio, llamada a tener una grande importancia…, y sus casas estaban cerradas, desiertas, y llenas de yerba sus calles; silenciosa y triste cuando en su rededor todo habla y todo ríe. Pero no tiene industria: los embrollos del rabulismo y las rencillas de la politicomanía ocupan los ánimos activos de los hijos de ese sol de fuego. Los caucanos tienen que emplear en algo su imaginación ardiente y sus facultades enérgicas, y a falta de otra cosa, hoy la emplean en aborrecerse y mañana las emplearán en matarse. ¡Qué hacen entretanto los hombres de luces y patriotismo del Cauca, que no fomentan la industria para regenerar el país y salvarse ellos y engrandecerse con la común prosperidad! ¿Qué hacen? Se encastillan en sus haciendas, se apartan del pueblo que casi nada posee; y con tal de no moverse por ahora, poco les importa el porvenir… ¡Como si ese porvenir no fuera el de su raza!
+Salimos de Buga, conversando de sus exquisitos dulces y admirables frutas, la uva entre ellas que en emparrados espesos columpia sus racimos simétricos. Continuamos por los campos del Chambimbal, San Pedro y Los Chancos, hasta que la villa de Tuluá, situada pintorescamente sobre el río más clamoroso y bello quizás que tiene el Cauca, nos llamó a su seno. Tuluá como Buga, como todas las poblaciones del Cauca, decae y agoniza porque la industria vivificadora la ha abandonado. ¡Cuán hermosa sería una gran población activa y comercial a las márgenes del espumoso río, sobre el fértil suelo y con el dulce clima de Tuluá! Países bien afortunados estos que reúnen todas las condiciones para ser felices; que son saludables, hermosos y ricos.
+Dejamos a Tuluá y nos detuvimos en el río de Morales para dar campo libre a una numerosa cabalgata que con grande alboroto venía, sueltas las bridas de sus corceles y ceñida la cintura de cada caballero con el corvo machete de ancha hoja. Si al principio calificamos esto como varonil ejercicio, profundizando un poco y viendo más lejos nos pareció epilogar el futuro del Cauca, si descuidando el desarrollo de los elementos civilizadores, el beduinismo nace de la falta de otros medios de subsistencia para los muchos que ni saben, ni quieren, ni pueden trabajar.
+Y avanzamos por toda la extensión del llano de Bugalagrande, por donde serpea el caudaloso río de su nombre, perdiéndose a lo lejos entre grutas de umbrosos guaduales, reapareciendo luego angosto y rápido y ocultándose en un recodo del horizonte. El camino varió totalmente a poco rato, y nos hallamos en los callejones de Monte Morillo, lóbregos y estrechos, plagados de zanjones y atascaderos de que salían a botes nuestros caballos con detrimento de nuestras piernas y cabezas, ora frotadas contra los troncos, ora dando topes contra las robustas ramas de los árboles.
+—¡Qué tal! —me apostrofaba mi compañero—, ¡qué tal si aquella caravana nos pilla aquí!
+—No todo ha de ser flores, amigo mío; y si por esta tierra adolecieran de achaque de policía, esta montañuela tendría su hermosura agreste y romántica, que formaría contraste con la apacible y gratísima de los valle de Sonso y de Las Guabas.
+Tras los barrizales y encrucijadas de Monte Morillo, las planicies de La Paila, tan pronto tersas y verdes como salpicadas de grandes piedras y grupos de árboles, pareciéronnos más agradables. En la sombra que proyectaban las piedras y los árboles sesteaban las vacas rumiando siempre como los mascadores de tabaco, y las yeguas soñolientas y sumidas al parecer en hondas cavilaciones, importunadas aquellas y éstas por las travesuras de sus crías. Veíamos desde lejos avanzar al pasitrote repicado de una mula, invariable en sus movimientos y siguiendo estrictamente todos los sesgos de la senda amarilla y angosta trazada por los pasos de sus predecesoras, veíamos avanzar una figura humana cubierta con un sombrero aforrado en género blanco y una pequeña ruana del mismo color con listas de otros, señalándose la intersección entre el caballero y la cabalgadura por las rizadas guedejas del pellón, rojo por lo general, y en ocasiones verde. En calidad de escudero y a conveniente distancia, un negrillo, con cuchugos en la arción, capa de paja en la grupa y un jarro de plata al cinto, acompañaba a nuestro hombre. Al encontrarnos en el camino cambiábamos con el viajero un saludo lleno de gravedad por su parte, y el negrillo seguía imperturbable en la tarea de flagelar su vehículo para ponerlo al compás y tono del de su señor.
+—Viajeros caracterizados al estilo puro del país —dije a mi compañero, y a poco el hondo río de La Paila nos llamó a pensamientos serios.
+Mitad susto y mitad mojada atravesamos el río. Díjosenos que en las montañas que limitan el territorio que habíamos dejado atrás existían grandes riquezas vegetales, especialmente quinas y maderas de tinte, como también fuentes de buenos grados de saturación, y carbón mineral. Se nos añadió que por esas comarcas y en casi todo el Cauca los árboles de caucho formaban bosques, los limoneros eran silvestres, y la vainilla en muchas partes se producía espontáneamente. Tal cúmulo de dones de la generosa naturaleza, y tal incuria, tan grande desdén por parte de los favorecidos por ella, los constituye en rebelión abierta contra su benefactora. ¡Pero me olvidaba!… El Cauca para satisfacer sus propias necesidades se basta y sobra con el sistema que hoy sigue; y para llevar sus producciones fuera, carece de vías de comunicación. Que las busque, que las construya, y entonces con el aguijón del interés y el premio de la ganancia, sus habitantes más desidiosos se dedicarán al trabajo.
+Buen trecho caminamos hasta que, pasado el río y concluido el llano de La Cañas, dimos con el pueblo del Zarzal; síguense las llanadas de Las Lajas, La Honda y Chupadero, la población de la Victoria, y un puente llamado con mucha propiedad del Mico o de las Arditas, como se nombra el terreno que media entre él y la parroquia del Naranjo. Encuéntranse luego los llanos verdes y graciosamente ondulados de Mena, Pedro Sánchez, Las Piedras, Potrero-grande, Potrero-chico y Zaragoza, cuya extensa superficie apenas interrumpen una que otra quebrada de escaso raudal, algunos bosquecillos de carboneros y guayabos, de trecho en trecho una cerca con su fornida puerta de golpe, y a las veras del camino y guardando entre sí grandes distancias, las casas espaciosas de los señores de aquella casi desierta comarca. La apropiación del territorio, entre pocos dueños, es, a mi modo de ver, una de las causas fundamentales del mal estado presente y acaso de las desgracias futuras de las provincias del Sur; y esta cuestión trascendental gravísima se resuelve en parte con la apertura de caminos hacia el océano y hacia las provincias vecinas. Atravesando ellos considerables porciones de terrenos baldíos y dándoles con esta sola circunstancia una utilidad cada día mayor, podría hacerse propietaria y laboriosa a esa multitud desposeída, por medio de adjudicaciones territoriales y de auxilios y estímulos que costarían bien poco. En apoyo de esta observación compárese lo que antes era el Valle del Salado y lo que es hoy, merced al camino que por él pasa para el puerto de la Buenaventura.
+Del pueblo de Zaragoza a la ciudad de Cartago hallamos de notable una pequeña laguna a la entrada de esta, encerrada entre el fondo de un círculo de colina y cuyas aguas trasparentes riza el viento de la cordillera, o se dilatan en círculos concéntricos cuando los pájaros tocan rápidamente su superficie para refrescarse del estivo calor del clima. Mi compañero, que se perecía por las comparaciones mitológicas, opinó que debía llamarse la Laguna de las Hadas.
+Cartago, nombre que recuerda los Aníbales y los Escipiones, el delenda del implacable Catón y la gran palabra de Mario caído, es un pueblo cuya situación le asegura grande importancia mercantil. Punto de obligado crucero de los caminos para Mariquita, Bogotá, Chocó, Antioquia, Buenaventura y Popayán, a la cabeza del Valle del Cauca y al pie de la Cordillera del Quindío, debe ser naturalmente la factoría de todos esos ricos países y el punto de depósito de sus variadísimos productos. El establecimiento de ferias en ninguna parte sería más fácil y ventajoso que en Cartago: además de que se pondrían en circulación los capitales del comercio de muchos puntos atraídos por la transacciones rápidas y los negocios de todo género que se harían en las ferias, se abastecerían también los pueblos y se fomentaría eficazmente la industria.
+Habíamos pensado continuar nuestra excursión por el Hato de Lemos, donde se fabrican excelentes sombreros de paja; Roldanillo, que produce cacao de muy buena calidad; Toro y Anserma; pero desistimos, y desandando hasta Buga el camino que habíamos traído, nos dirigimos a Cali. Con el fango hasta las corazas llegamos al río Cauca, donde los zancudos nos dieron música y aguijonazos por más de dos horas, que gastamos en ablandar el corazón del hombre más adusto y de comedido que registran los anales de los paseros: diríase que iba a la partija con los zancudos. Por la mucha arena que arrastran las aguas del Cauca y que acumulándose ha debido levantar el lecho del río, parece que no guarda la conveniente nivelación con el valle; así es que rebosa sobre sus márgenes y represa todos sus afluentes. Origínanse de aquí los pantanos que hacen mortíferas sus orillas y las grandes inundaciones a que obliga a sus tributarios en casi toda su longitud. El Cauca es navegable apenas desde La Bolsa hasta un poco adelante de Cartago: que si lo fuera, como su hermano el Magdalena, en toda su extensión, nada tendrían que pedir a la naturaleza los países que recorre.
+Cali, vista desde lejos, parece una ciudad del Oriente, por las azoteas que coronan algunos de su edificios, y las palmeras que en gran número contiene; domina un extenso valle limitado por las rocallosas montañas de Los Farallones y aunque su temperatura es bastante fuerte, las brisas la refrescan y la pureza de su atmósfera la hace sana. Por lo demás, creo que Medellín y Cali son las ciudades más bonitas de la República. Tan poderoso es el influjo del comercio, que aunque ejercitado en su menor escala, aniquilado casi por los gravámenes y vejaciones fiscales, inseguro y laboriosísimo por los obstáculos físicos que tiene que superar, ha hecho sin embargo surgir a Cali de entre esa especie de fatalismo de muerte a que las absurdas instituciones antiguas y esa apatía letal que al presente la rodea por todas partes, parecían haberla condenado.
+Cali es hoy una ciudad importante, pero es apenas el bosquejo de lo que debe ser algún día si comprende sus destinos comerciales, y los sigue con fe y perseverancia; algún día será el emporio del sur de la República. Como llave del Pacífico, Cali debe propender con todas sus fuerzas a abrirse una vía de comunicación buena y corta hacia el mar; y entonces su fortuna estará hecha; entonces además de su prosperidad propia, la de todo el Cauca, refluirá en su favor, como centro mercantil de tan espléndidas regiones.
+Nuestra excursión había terminado, y regresamos a Popayán con el profundo convencimiento de que la gran necesidad, la esperanza redentora del Valle del Cauca es, en general, la industria y especialmente y como condición indispensable para ella, la apertura de caminos hacia el Pacífico. Todos sus intereses lo exigen con instancia, y en la industria está vinculado su porvenir. Con ella, los goces de la civilización, y sin ella…, la barbarie.
+Hay en el Sur una cuestión decisiva, pero tan odiosa que hasta enunciarla me parece repugnante: la cuestión de razas. Es palpable la desproporción que hay hoy, y que será cada vez más grande, entre las que se distinguen por los colores de la epidermis; y las consecuencias a nadie se ocultan. Respetando los derechos y calculando la utilidad de cada una de las razas, creo que esta dificultad no tiene más solución posible que la inmigración; y para lograrla, es necesario introducir en el comercio del mundo esos países de tan afortunadas condiciones. Esta sola razón bastaría para demostrar las ventajas de la apertura de camino hacia el Pacífico, que por más que se repita, nunca se recomienda lo bastante.
+En 1856 parece que se aproxima ese grande acontecimiento que debe regenerar el Sur. Se ha organizado una compañía para llevar a cabo tan importante empresa, y han llegado a Cali los ingenieros norteamericanos que deben realizarla. El capitán Williamson, ingeniero en jefe, ha hallado fácil y pronta la construcción del camino a la Buenaventura, y así lo manifestó al pueblo de Cali en un discurso que le dirigió en el mes de junio, terminándolo con las siguientes frases: «Otra consideración importante al contemplar esta empresa grandiosa, es que los hombres, encontrando ocupación constante que remunere su trabajo, olvidarán la miserable política, las divisiones de partido, y las animosidades y rencores». Estas palabras hacen al presente la descripción del Sur, tan rico, tan hermoso…, pero tan desgraciado.
+Ojalá que sus buenos hijos comprendan la importancia de la obra proyectada y la auxilien y fomenten con todas sus fuerzas. Van a resolver ahora la suerte de su patria y su propia suerte: la gloria o la responsabilidad de los resultados les pertenece. Hijos del Sur, contribuyo por mi parte, con lo que puedo, manifestando a mis compatriotas el mal y el remedio, el presente y el porvenir.
+Provocado por un sol brillante, raro en esos países nebulosos, cogí la escopeta y me fui a vagar por las selvas. No encontrando caza mayor, me divertía cogiendo esas pequeñas y lindas ranas color de oro, de cuya piel se extrae un veneno mortal, matando hormigas negras, llamadas congas, cuya picadura da vértigo y contemplando los colores variados y caprichosos de infinidad de insectos alados que usted no conoce ni conocerá jamás. El país es ligeramente accidentado y atravesando colinas, laderas y pequeños valles, me perdí completamente en la espesura. No me curaba de las culebras ni de los tigres, pues si el peligro cara a cara puede aterrarme, nunca el peligro contingente. Encontré un arroyo con aguas tan límpidas, que me propuse seguirlo hasta su nacimiento; poco a poco se iba apretando su cauce en rocas de pórfido, hasta que al fin, sólo caminando por entre el agua, pude seguir su curso. De repente se abrió la estrecha gruta que seguía, presentándose a mi vista un salón con paredes perpendiculares, tan lleno de sombra y frescura que parecía un retrete construido por las hadas. Arriba, los árboles del bosque, entrelazados por tupidas lianas, formaban un verde pabellón; flores de rara belleza y perfume delicioso colgaban en festones sobre las rocas. Un torrente salía de entre las enredaderas formando una cascada vaporosa, cuyas aguas descompuestas en espuma, caían en lluvia de perlas. Miríadas de mariposas azules volaban por todas partes. Abajo, en derredor del semicírculo formado por la roca, había una ancha faja de césped cubierta de flores irisadas; y en medio, el agua de la cascada formaba un pozo cuyas ondas transparentes eran dignas de refrescar las formas de Diana cazadora. Las flores, las enredaderas, el lago, la cascada, las mariposas y el pabellón de los árboles formaban un conjunto de belleza indescriptible. No pudiendo resistir al deseo de bañarme, me sumergí en el agua. Parecíame que a cada momento veía entrar una ondina de verde cabellera o una sílfide de mirada voluptuosa. Pero de repente penetró por donde yo había entrado una culebra cascabel, y en pos otras corales, equis, mapanaes, verrugosas, etcétera, toda la gran familia venenosa estaba allí representada. Juguetearon un momento sobre el césped y se arrojaron al agua. Me quedé inmóvil, sumergido hasta el pescuezo, pues sabía que al hombre quieto no lo muerden las serpientes. Jugueteaban en el agua formando figuras caprichosas; algunas veces se rozaban contra mí y el frío de sus anillos me penetraba hasta el corazón. Conocí pronto que no tenían ninguna mira ofensiva sino bañarse únicamente. A poco rato se salieron por donde habían entrado y no volvieron más. Yo debía haber quedado loco o por lo menos con el pelo cano, y sin embargo, conservo algunos átomos de juicio y no tengo una sola cana en los cabellos.
+Supe después, por los indios, que aquel baño se llama el lago de las serpientes, muy frecuentado por ellas en los días calurosos.
+Según pública voz y fama, mi compadre tiene cincuenta mil pesos mal contados, y por consiguiente es lo que se llama un gamonal —la figura conspicua de la parroquia—. Es un tanto cuanto miserable, tiene sus puntas y collar de intrigante, y es un sí es no es usurero, por lo demás, no adolece de ningún defecto notable.
+Su padre, un chapetón de los ciento en carga, fanático e ignorante que era un contento, no le enseñó otra cosa que a temer al Rey, a Dios y al Diablo, a leer aunque no de corrido, y pasablemente, las cuatro reglas de aritmética. Su escaso patrimonio lo gastó en educar a su hijo mayor, que cursaba en Popayán ciencias eclesiásticas, llamado a ser la esperanza y lumbrera de la familia. Nuestro bravo chapetón murió casi en la miseria, y mi compadre no heredó, según me ha dicho, sino un machete momposino y un macho corsario. Pero Facundo tenía entonces veinte años, buenos puños, excelente salud y confianza en su estrella, o como decimos hoy, fe en el porvenir. Con algunos ahorrillos que tenía, pues el niño era de suyo guardoso, cargó su macho con una pequeña ancheta de víveres, terció a la cintura su buen machete, y tomó alegre y ufano la derrota de los pueblos de abajo, del país del oro y de la fortuna. Comprando aquí, vendiendo más allá, reduciendo a oro sus pequeños beneficios, que vendía con provecho a los comerciantes de Medellín, economizando a más no poder, pudo comprar una recua de mulas, darle más extensión a sus rescates, y allegar alguna fortuna, después de seis años cumplidos de trabajo. De sus correrías en aquellas comarcas mineras, donde las costumbres son más sueltas, la gente más alegre y desenfadada que en lo interior de nuestras montañas, datan los únicos recuerdos picarescos y las aventuras non sanctas, que de su juventud refiere mi compadre. Casi todas consisten en guapezas, pues él tiene grandes pretensiones a jayán. Algunas veces, cuando me encuentro en su casa a la oración, después que toma su jícara de cacao, y prende su cigarro, arrecostado en el corredor sobre una silla; si los tiempos son buenos para él, y le han pagado sus premios con puntualidad, y sus cosechas han sido abundantes, y sus marranos se han vendido con reputación en la feria semanal de Medellín, suele ponerse decidor, y contarme sus hazañas en la tierra de abajo, siempre las mismas, de cuya veracidad, absolutamente, no respondo. Una vez, en un baile en Zaragoza, le hicieron gavilla siete negros, grandes como una iglesia, y con el momposino de marras mató tres, y puso en fuga los restantes maltrechos y mohínos. En otra ocasión, un alcalde le tomó tema porque ambos cortejaban una mulata muy jaque; motivo por el cual lo atacó una noche con doce alguaciles; él se atrincheró en una zarza, vibró un garrote, y tanto al alcalde como a los alguaciles, «se los mamó en cánones». Con tigres que, a fuer de comunistas, le asaltaban sus mulas, tuvo un sinnúmero de escaramuzas, de las que salió siempre vencedor. Pero al fin le sucedió real y verdaderamente una aventura, de aquellas que hacían a Sancho renegar de la caballería andante. Unos malhechores lo molieron a palos, y le robaron el fruto de muchos años de trabajo, con el cual, en libras de oro, volvía para su tierra. Nada le dejaron; quedó limpio como bolsillo de poeta español o de literato granadino. Pero a nuestro buscador de plata, que era duro de mollera, no hubo de acobardarlo aquel percance. Poseía esa voluntad obstinada, con la cual el hombre casi siempre llega a donde va. Careciendo de capital para seguir su antiguo oficio de rescatante, a pesar de sus pretensiones nobiliarias, pues según dice es más blanco que el diablo, se alquiló en una mina como jornalero, y por meses y años estuvo con la barra trabajando de sol a sol. Es muy común en los nobles de la antigua Antioquia echar a un lado la negra honrilla, cuando se ven apurados por la suerte, y apecharse con el trabajo material, pareciéndoles más digno y honroso trabajar, aun en los oficios más vulgares, que imitar a los blancos de otras partes que, cuando no pueden ser negociantes o empresarios de industria, se agrupan en las poblaciones a vivir de petardos o de empleos.
+Y ya que estoy discurriendo sobre el carácter de los antiguos, observaré que éstos no tienen pasiones a medias. Por lo regular sus aficiones son impetuosas, sus sentimientos enérgicos. De aquí resulta que los que toman un buen camino, los que se proponen un objeto laudable, como mi compadre, a despecho de todos los obstáculos, van muy lejos. Pero también, cuando alguno se echa a rodar por la mala pendiente de los vicios, no se detiene hasta llegar al abismo. Si alguien coge los dados en la mano, no se anda por las ramas: en una noche juega su fortuna, agota su crédito, el de sus amigos, y vendería hasta su alma para seguir jugando si hubiera quien la comprase. Al que le da por el culto de Baco abandona familia, negocio, respetos sociales, y se mete en una taberna hasta que su familia lo recoge tembloroso, demente, moribundo. Entre los que se dedican a la plutocracia, a la avaricia (culto muy popular), hay algunos que perfeccionan la ciencia hasta el punto de convertir al Harpagón de Moliere, al israelita de Balzac en tipos pálidos, derrochadores y pródigos.
+Esta energía y entereza de carácter, para marchar en la senda del bien o del mal, peculiar a la raza antioqueña, no la apunto aquí como un defecto, paréceme al contrario, una gran cualidad. Los pueblos de sentimientos flojos y enervados tienen siempre en perspectiva la esclavitud o la miseria. Désele al pueblo antioqueño buena educación, trabájese por reformar sus costumbres, en el sentido de darles más suavidad y cultura, procúrese a la industria un desarrollo más fraternal, menos egoísta, que ofrezca a todos colocación y porvenir, y entonces la energía de carácter, en vez de producir esos tipos corrompidos y monstruosos, servirá como una máquina de alta presión para empujar estos pueblos hacia grandes y poderosos destinos.
+Y volviendo a mi compadre, que dejamos con la barra en la mano ganando su jornal, añadiré que, después de dos años de privaciones y de trabajar como un negro, dejó aquel oficio y se metió a sepulturero, es decir, a buscar oro en sepulcros de indios. Como no le ligase en aquello, como se dice por acá, compró un terreno selvoso en un valle caliente, asió de un hacha y se puso a derribar monte con el valor de un titán. Cosechando maíz, plátano y engordando marranos que vendía en los minerales vecinos, reunió algunos miles de pesos al cabo de mucho tiempo. Como se viese ya con un mediano capital, retirose a la parroquia que hoy habita, donde abrió tienda de comercio. El sentido práctico de los negocios y el espíritu de movilidad son también en los antioqueños rasgos distintivos. Ninguno se adhiere al lugar en que nace si allí no prospera, ni a la profesión en que se crió si esta no le ofrece rápidas ventajas. Un individuo es alternativamente agricultor, comerciante, minero. Poblaciones enteras andan vagando de norte a sur y de sur a norte, en busca de tierras más fértiles y de minas más ricas. Y esta inquietud y movilidad no hay que atribuirlas a novelería o inconstancia, sino al deseo febril de mejorar de condición, de conquistar independencia y fortuna: por tal de llegar a estos resultados, son indiferentes al antioqueño toda especie de climas, lugares y profesiones, habiendo, como dice Tocqueville de los americanos del norte, una especie de heroísmo en su ansia de ganar.
+En el comercio le sopló bien a mi compadre. Negociante de la escuela positiva de nuestros mayores, que sólo compraban al contado o a crédito pequeñas cantidades, jamás se vio devorado por la usura, como nuestros negociantes modernos, que usan y abusan del crédito de una manera insensata. Empleó sus beneficios lentos pero seguros, en tierras alrededor del lugar, las cuales no le costaron casi nada, pues comenzó adquiriendo una pequeña propiedad, y después desalojó a los vecinos enredándolos en tratos, y arruinándolos con dinero a subido interés. El gamonal del pueblo cuando cae en un punto se extiende como una verdolaga. Como propietario territorial y banquero de los vecinos necesitados, sus influencias y connotaciones en el lugar se han extendido de una manera prodigiosa. Ligado íntimamente con el cura de la parroquia, ha formado con él esa temible liga del poder espiritual y del poder temporal, del Papa con el Emperador, a la cual no hay quien resista. El más fuerte tinterillo del lugar, queriendo casarse con la hija mayor de mi compadre, está enteramente a sus órdenes. César, Pompeyo y Craso no tenían más influencia en Roma, que este rústico triunvirato en su parroquia. El tinterillo dirige al alcalde, la gruesa voz de mi compadre domina en el Cabildo y el cura gobierna las conciencias. Toda elección se hace a su sabor, nada se lleva al cabo sin el fiat de estos caballeros. Contra esta trinca, organizada poco más o menos en los demás pueblos de la República, se estrellan las predicciones de la prensa, y los esfuerzos generosos que hacen algunos jóvenes ilustrados por hacer calar la idea democrática hasta las últimas capas sociales. Uno que otro periódico, que suele llegar a la parroquia, cae en manos del gamonal y del cura, y cuando se dignan comunicar a los vecinos, que regularmente no saben leer, lo que contiene, es teñido con falsos y apasionados colores. Si trae algún proyecto de libertad que no le gusta al cura, lo que no es raro, pues los curas jamás le han tenido a estas cosas muchísima afición, al momento grita nuetro presbítero: «¡Herejía!». Si el cuitado periódico habla en favor de algún impuesto que consulte la igualdad, la contribución directa, por ejemplo, entonces el gamonal vocea: «¡Comunismo!». Con la primera de estas palabras intimidan la conciencia del ignorante vecindario; con la segunda asustan los bolsillos. Y por ende resulta que la República, que no se la encuentra sino en la Constitución, en algunas leyes y en algunas cabezas, la República, que no puede penetrar en el distrito, ni calar en las masas, ni adherirse a la tierra, es un árbol hermoso sin raíces, un diamante montado al aire.
+Por el rápido bosquejo que antecede, conocerá el benévolo lector cómo se hacen la mayor parte de esas riquezas parroquiales que abundan en Antioquia, las cuales no se adquieren pisando alfombras, ni viviendo entre algodones, sino con la barra en las minas, con el hacha en los montes, lentamente, amontonando cuartillo sobre cuartillo, evitando todo gasto, suprimiendo todo goce. De aquí viene que esos hombres, admirables de pobres por la entereza y el valor con que buscan la fortuna, una vez conseguida esta no saben qué hacer con su plata, desconocen toda usanza de buen tono, y siguen con la sórdida economía que en tiempos de pobreza y angustia acostumbraran.
+Una vez conocida la posición política y financiera de mi compadre, el lector se irá conmigo a su casa para estudiarlo en la vida doméstica, si no es que ya está aburrido con el presente estudio, el cual no se presta, si ha de respetarse la verdad, a cuadros dramáticos, ni a pinturas brillantes, siendo las costumbres parroquiales de suyo dormilonas y prosaicas.
+Por supuesto que mi compadre es casado, ¿quién no se casa en Antioquia? Si el matrimonio, como dicen algunos, es un acto de moralidad, aquí estamos todos en camino de salvación, y si es tontería, como dicen otros, ¿quién no es tonto por acá? En esta provincia todo el mundo se casa: unos por amor, otros por cálculo y la mayor parte por aburrimiento, pues no encontrando el hombre placeres ni vida social de ninguna clase, de grado o por fuerza tiene que refugiarse en la vida de familia. Y como todos los hombres se casan, resulta que todas las mujeres se casan también; por manera que a las feas no se les espera aquí, como en otras partes, la ortodoxa pero fastidiosa tarea de vestir santos, sino otra más mundana pero más divertida, la de vestir muchachos.
+Según pública voz y fama, mi comadre Fulgencia no tuvo quince. Sus pies son grandes y desparramados, debido esto, por una parte, a la vulgarísima costumbre que predomina en las parroquias, aun en las familias ricas, de andar las mujeres descalzas, y por otra, a que los españoles no pudieron naturalizar en esta provincia el breve y pulido pie andaluz. Las pecas y después las viruelas formaron en su cara un mosaico que rechaza toda tentación. Pero mi compadre no la tomó por bonita sino por hacendosa, y considerada bajo este aspecto, ella vale un Perú. Él dice que su mujer echa una arepa como la más pintada, lava y aplancha a las mil maravillas, no deja perder un huevo, ni un grano de maíz, sabe la cantidad exacta de frisoles que come un peón, y precisamente las tablas de chocolate que produce un millar de cacao.
+La casa de mi compadre, situada en el extremo del lugar, es al mismo tiempo casa de campo. Da por el frente a una de las calles y por el interior se entra a la hacienda. Esta casa es grande, sólida, pero a su construcción no ha presidido ninguna idea de comodidad ni de elegancia. Compónese de tres o cuatro grandes piezas, sin independencia unas de otras, por manera que el día que viene un huésped hay que ponerle cama en la sala. No hay que buscar en ellas ni papel en las paredes, ni espejos en la sala, ni un canapé blando, ni un mueble cómodo, ni adorno granoso de ninguna clase. En la sala hay por todo asiento algunas tarimas, en las cuales se han sentado tres generaciones. En la alcoba se ven camas ordinarias sin colgaduras, las susodichas tarimas por asiento, un enorme escaparate y en las paredes algunos santos grotescos desteñidos por el polvo o mordidos por las cucarachas. Aquellas casas tan desmanteladas inspiran tristeza, pero armonizan perfectamente con las costumbres puritanas, frías, silenciosas y monótonas de la familia parroquial antioqueña. Aquella desnudez en las paredes, aquella uniformidad en las costumbres, aquella ausencia de toda variedad, de todo placer, da a la vida que allí se lleva una vaga semejanza con la de los claustros. Al entrar en una de esas casas piensa uno involuntariamente en la otra vida.
+Trabajar mucho de día y rezar mucho de noche es la vida de la familia. El destino de las mujeres en esas casas no tiene nada de poético. Ellas desgranan el maíz, cuidan los marranos, aplanchan la ropa, cosen los vestidos, preparan la comida, ordeñan las vacas. Como ya no hay esclavas, y es preciso ahorrar el pago de sirvientas, porque la economía de la parroquia no da cuartel, causa grima ver a las hijas de mi compadre, guapas muchachas, con sus manos blancas y sus bellas caras ovaladas confeccionando en la cocina arepas, las cuales, por la costumbre de hacerlas siempre en la casa y cuatro veces al día, son el tormento de la cocina antioqueña. Como en la familia oriental del patriarca o del beduino, se vive allí en cierta fraternidad con los animales. Con frecuencia se ve a los terneros correteando en las alcobas, al burro paseándose majestuosamente por la sala y a las gallinas cacareando sobre el lecho conyugal. Todos especulan en la casa y cada uno pesca para su canasto. El patrón especula en todo; la señora engorda marranos con los desperdicios, y une en la calle compañías a cuenta y mitad con pulperas y revendedoras, las niñas, en sus ratos perdidos, doblan cigarros para vender, o cosen camisas a los agregados, los beneficios de estos pequeños negocios van a parar a una alcancía.
+La gastronomía en casa de mi compadre, como en toda la provincia, es una ciencia poco cultivada. Por lo general en Antioquia no se come como en otras partes para gozar, sino pura y simplemente para vivir. Los vegetales en la comida son la base fundamental; la carne ocupa un lugar secundario, y volatería se ve en la mesa por muerte de un obispo. El matar una gallina es acontecimiento que se discute con cuatro días de anticipación, y cuando a este grave despilfarro se resuelven, escogen para víctima, no la más joven y robusta, sino la que ya está jubilada por su edad provecta. El azúcar se guarda en el escaparate como cosa de lujo, que no se usa sino para las bebidas de los enfermos, y el pan, llamado por acá pan de trigo, gástase sólo cuando hay huéspedes, o para que el cura u otro vecino de campanillas tome su chocolate, cuando a la oración se encuentran de visita.
+Pero esta rígida economía se abandona cuando se aparece algún huésped a la casa. Por lo general los antioqueños en su tierra a nadie convidan a comer. Domina el principio egoísta, poco culto y menos social, de «cada uno en su casa y Dios en la de todos». Fuera de Antioquia, en Bogotá, en Jamaica o en Europa, tórnanse obsequiosos y convidadores, porque tienen gran facilidad para adaptarse a los usos, y asimilarse a las costumbres de los pueblos en que viven. Pero si en Antioquia no convidan, cuando les llega un huésped, trátanlo con afecto y cordialidad, obséquianlo a más no poder. Cuando a mi compadre se le aparece alguno de sus grandes amigos de Medellín, echa la casa por la ventana. Entonces reclútanse para festejarlo los mejores comestibles que hay en el lugar; no queda pollo, ni gallina gorda que no perezca, y el gallo, a pesar de sus fueros de sultán, tiene que poner los pies en polvorosa para escapar de aquella atroz carnicería. En esas bodas de Camacho se presentan en columna cerrada contra la digestión del viajero un escuadrón de huevos fritos, carne frita, pollos fritos, gallinas fritas, todo frito; siguiendo las malas tradiciones de la grasosa comida española. Uno de los obsequios consiste en hacerle comer a uno, quiera que no, todo lo que se pone en la mesa, y por vía de cariño, lo matan de una indigestión. Aquel día campea en la comida una botella de vino de consagrar, pedida por vía de préstamo al mayordomo de fábrica, y el café molido el año anterior, entrando en servicio activo, va a dar a manos de una moza iliterata que, no alcanzándosele nada en la materia, echa a cocer el polvo, a guisa de pastilla de chocolate, y sirve después al pobre viajero sobre la comida el fementido brebaje, en tazas de tomar mazamorra.
+Para las muchachas de la familia no hay más desahogo que el domingo, y eso porque de sus ahorros pagan a una vecina para que en su lugar desempeñen los quehaceres domésticos. Desde temprano se echan encima lo mejor que tienen en la percha, y el indómito y robusto pie es aprisionado en zapatos de cordobán, con gran trabajo eso sí, pues los zapatos por falta de uso suelen encogerse en la semana, al paso que los pies de su dueño adquieren mayores proporciones. Después van a misa y al mercado, en el cual, en parranda con sus amigas, compran frutas y comen hojaldres. El baile les está vedado como diversión pecaminosa, pero suele dárseles permiso para asistir a alguna nocturna lotería. Para esas pobres criaturas, que llevan una vida tan trabajada y monótona, una lotería es casi una felicidad. Allí se encuentran los amartelados de ambos sexos: los galanes del pueblo las echan de rumbosos, librando cuando hacen alto a sus respectivas partes contrarias, y, entre ambo y terno, se murmuran promesas de amor, y se obtiene el anhelado «sí». A las diez, mal de su grado, dejan la placentera diversión y con su madre vuelven a la casa, a veces acompañadas de sus respectivos galanes, que marchan a una distancia razonable, pues eso de dar el brazo a las mujeres sería considerado en la parroquia como una liviandad imperdonable.
+Mi compadre algunas noches, después de rezar el interminable rosario, se pone la ruana pastusa y el sombrero de alas luengas, trépase sobre unos enormes zuecos, empuña el garrote, y, mientras dan las ocho, hora obligada de acostarse, se va a tertuliar con los vecinos que están en corro en alguna esquina de la plaza, sentados en el suelo fumando y platicando. Oigamos un momento a los vecinos.
+—¡Caramba! —dice uno— mi compadre mató su vaca negra, y le dio tres arrobas de sebo.
+—Es que la está ligando —añade otro con cara de envidia—; su arao parece un monte: cada mata tiene tres mazorcas.
+—¡Qué mula tan macana le trujieron del valle a mano Blas!
+—Pero con mi macho rucio para una cuesta es darla dada.
+—Y ¿qué habrá de nuevo afuera? —pregunta el sacristán.
+—Las cosas están malas —responde la cabeza más fuerte en política de la parroquia—; me escriben de la Villa que los rojos están otra vez en Santafé atacando la religión, y reclutando tropas para destronar al Papa.
+—¿Es cierto —pregunta otro— que le ganaron cien pesos, ño Chepe?
+—Así dicen —responde un amigo suyo—, y lo pior es que está jugando lo ajeno. A mi compadre Facundo no le ha podido pagar lo que le debe.
+—Pues cómo no se ha de fregar —añade un rígido moralista—, si la Maruca le come medio lao.
+—Ño Chepe es todo un gallo —replica el gracioso del corro—, pero ahora sí zafó el joto (se quebró).
+—¡Pobrecito! —exclaman todos, con hipócrita conmiseración.
+Por doquiera el hombre es el mismo: en todos los países, en todas las zonas sociales, la murmuración es su platillo favorito, y las desgracias ajenas lo ponen de un humor excelente.
+A pesar de que la educación y el saber no valen dos higas para mi compadre, hubo de mandar su hijo mayor a estudiar a Bogotá, estimulado por el deseo de tener un leguleyo en la familia, pues en Antioquia predomina la maldita afición a pleitos y camorras de escribanía. Sucedió que nuestro joven llegó a Bogotá cuando los estudios estaban en anarquía y de moda la política. En lugar de habérselas con las leyes de partida, Gregorio López, don Juan Sala y demás poetas, se dio a frecuentar los clubs, la fonda de François, a coquetear en la calle de San Juan de Dios, y a hacer al Salto excursiones estudiantiles. Al cabo de cuatro años sabía bailar perfectamente, puntear la vihuela con primor, hacer cuartetos y cortejar muchachas. Provisto de estos graves conocimientos resolvió coronar su carrera presentándose al grado, y quedó como el té, hecho doctor por infusión. A los pocos días de regresar a la casa paterna tuvo una conferencia con su padre, y le anunció de llano en plano que no tenía vocación para hacer escritos, ni enredar en las escribanías. Luego se ha declarado en completa insurreción contra la sórdida economía y las costumbres tradicionales de la familia. Quiere que se empapele la casa, se adorne con algunos muebles y sobre todo que cambien las duras tarimas, inventadas para hacer penitencia, por sofás o canapés. Pretende que se mejore la comida, se tome vino al menos los domingos, y café todos los días, que llama él la bebida del siglo. De por allá vino gólgota, y a fuer de tal quiere reformarlo todo. Exige que sus hermanas anden calzadas, constantemente vestidas de limpio, y que se paguen cocineras. Dice en alta voz que puede uno ser muy buen cristiano, trabajador y honrado y vivir con decencia; que si la plata no se gasta en proporcionarse algunos goces, y llevar vida de caballeros, maldita para la cosa que sirve. Estas verdades de a puño son para mi compadre enormes herejías. Para un acumulador antioqueño de raza pura, la palabra «goce» es hasta inmoral. Enseñado a ser en su familia tan absoluto como Nicolás, y tan infalible como el Papa, estas contradicciones lo tienen aturdido, desesperado. Mi compadre permanece neutral entre los dos partidos beligerantes, pero las muchachas se han ladeado al del hermano innovador, pues las mujeres jamás oponen obstáculo a ninguna idea de progreso, y siempre están dispuestas a aceptar todo lo que significa placer, refinamiento o elegancia.
+—Ese mozo se ha perdido en Santafé —me decía mi compadre, días pasados—. Lo mandé a que aprendiera a hacer escritos, y no sabe poner «ante usted parezco y digo». Pero ha venido con la cabeza llena de cucarachas y de grandezas. Dice que la casa está fea, como si yo no hubiera vivido en ella treinta años sin darme un dolor de cabeza: la comida siempre le parece mala, y la sala, oscura cuando de noche se enciende una sola vela. ¡Obispo tenemos! ¡Bonito estoy yo para hacer una boda todos los días, y un velorio todas las noches! Y esas mocozuelas de sus hermanas, a su ejemplo, andan ya todas ideáticas pidiendo galanuras, maestros de francés, y otras cabronadas. Ya no quieren hacer nada, sino amansar tarima y chirrar zapatos. Dale con la tuntunita de aprender. ¡Dios me guarde de mujeres sabidas! ¿Quién las mete a saber más que Fulgencia, que jamás aprendió sino los oficios de la casa, y a criar sus hijos en el santo temor de Dios?
+San Juan, 1 de junio de 1855
+Una de las cosas más difíciles que hay, con voluntarios entusiastas e impacientes, es hacer campaña a lo Fabio, lentas y estratégicas. Así, a nuestro ejército en el Magdalena, lo que más lo atormentaba era el tedio. Los unos recordaban las verdes praderas del Cauca, y los otros las risueñas comarcas del Funza. Todos querían abandonar esas playas ardientes, habitadas por los insectos y la fiebre. El primer toque de marcha hacía temblar de placer a jefes, oficiales y soldados, y la perspectiva de una batalla era una verdadera felicidad.
+Sólo la voluntad de hierro del General Mosquera podía dominar esa impaciencia belicosa y ese aburrimiento mortal. La mayor parte creía en el ejército que era juego de niños tomar a Bogotá, defendida por las empinadas cordilleras de los Andes y seis mil soldados. El General Mosquera, sin curarse de habladurías ni de murmuraciones, plantaba la tropa largas temporadas, ora en Piedras, ora en Méndez, ora en el Raizal, y con esa poderosa actividad que nadie posee en el país sino él, formaba de elementos heterogéneos un ejército compacto, disciplinado y formidable.
+Y, ¿qué tanto me aburriría yo, que mi eterna e incurable enfermedad ha sido el tedio? Entonces no tenía posición oficial en el ejército; apenas era un beligerante aficionado, un faccioso in pártibus. Mientras llegaba el suspirado día de una batalla o de marchar sobre Bogotá, solía hacer mis escapadas a los campos o poblaciones limítrofes, en busca de distracciones, a merodear aventuras.
+En un poblachón de estos, cuyo nombre interesa poco al lector, tuve algunos días de residencia, sin más diversión, al principio, que dormir de noche en cama, y de día en la hamaca, bañarme, comer sancocho y responder a las interpelaciones de los calentanos que a todas horas me atosigaban pidiéndome noticias. A los tres días pensaba regresar al ejército, pues aquella monotonía era peor que el tedio de los campamentos, cuando di con un cachaco de Bogotá, que habitaba un campo vecino, y que esperaba como yo los acontecimientos para incorporarse al ejército.
+Pertenecía a la raza genuina de cachacos, bohemios por excelencia, que viven en Bogotá, como las aves, por la voluntad de Dios. De esos que, como Alcibíades, se entregan a los placeres en Libia y comen salsa negra en Lacedemonia. Sibaritas en Bogotá, sufridos como un negro en la campaña, visten bayetón en Ambalema y ropa de lino en Santa Bárbara.
+—Y bien, Leopoldo, ¿qué vientos te traen por aquí?
+—Estaba insufrible la vida en Bogotá, y me he venido a buscar emociones por estos mundos. En la Rosa-blanca jugaba mis partidas de dominó, callado como un discípulo de Pitágoras, y no podía hacer oposición, que es mi elemento. Propalar chispas, inventar noticias, caricaturar a los generales, reírme de los corillos de esa ilustre nulidad que llaman don Mariano Ospina, esta es mi vida. ¿Qué diablos podría yo hacer en Bogotá, metido a súbdito sumiso, a pacífico ciudadano?
+—Y sin convicciones ni comprometimientos anteriores, ¿vienes a buscar un balazo, nada más que por divertirte?
+—Cabal: cuando tenía dieciseis años acompañé al general Franco al Sur, y después de furibundos combates regresé ileso de las breñas de Pasto. Soy enemigo neto de los gobiernos y de las opiniones dominantes. En los Estados Unidos sería mormón, en Turquía, me afiliaría a la secta de Alí, en la India sería budista, y aquí soy simplemente faccioso. Maldito el entusiasmo que yo tenía en las contiendas actuales, pero de tanto oír al clero echar anatemas y rogarle a los santos contra los impíos, y a hombres y mujeres gritar: «¡Mueran los ladrones!», resolví echar mi espada en la balanza a favor de los ladrones y de los impíos. Has de saber que a mí me desagradan todos los gobiernos, especialmente los gobiernos legítimos.
+—¿Y no te hacen mucha falta las tertulias y las hermosas de Bogotá?
+—Las mujeres en Bogotá han dejado de ser mujeres para convertirse en beligerantes. Han renunciado a los placeres y hasta al amor, para dedicarse a la política. La mayor parte de mis paisanas, antes benévolas, cultas, amables y compasivas, hoy tienen pasiones de infierno. Muchas de esas bellezas risueñas, que parecían inofensivas, tienen odios implacables, y no respiran sino sangre y exterminio, como si en las filas contrarias no contaran muchos amigos y no fueran todos prójimos y hermanos. Y lo gracioso es que las mujeres, criaturas escencialmente aristocráticas, hayan desarrollado un entusiasmo digno de mejor causa por sostener un gobierno de indígenas y mulatos, siendo así que el General Mosquera es patricio por sangre, gentleman por carácter.
+—Y tú que tienes una imaginación tan fecunda, descúbreme por Dios un pasatiempo, adivíname una distracción.
+—Juega tute con el cura.
+—Ya lo he intentado y me duermo a la segunda partida.
+—¿Te gustan las mujeres?
+—Así, así, como a todo hijo de vecino. Pero entre estas calentanas color de totuma, cotudas unas y casposas otras, no veo mujer posible que pueda tentar a un hombre honrado.
+—A media legua de aquí vive una muchacha que es una maravilla, pero tiene algunos inconvenientes.
+—¿Cuáles?
+—Es orgullosa y soberbia.
+—No me disgusta que una bonita muchacha tenga para su gasto algunos pecados capitales.
+—Y en política anda muy mal.
+—¿Es goda?
+—Godísima.
+—Esto complica la situación, pero al fin, ¿qué antecedentes sabes de su vida?
+—Tuvo amores con un oficial pastuso, que murió a consecuencia de haber sido herido en Segovia, y está muy melancólica.
+—¡Magnífico! Una mujer que ha perdido un amante y está triste, es como las tierras baldías, pertenece al primer ocupante. Y, ¿cómo se llama ese tesoro?
+—Felina, y la madre, Casilda.
+Ese mismo día como a la una de la tarde, emprendimos viaje a visitar a esas damas.
+La casita que habitaban estaba escondida entre palmeras, naranjos y un inmenso tamarindo. ¡Bendito sea Dios!, dije para mí, que ya encontré en este Alto Magdalena alguna persona de sentido común, que comprendiera que los árboles suavizan y refrescan la atmósfera, y son la poesía y la providencia de las tierras calientes. Los calentanos se perecen por vivir a la pampa, no quieren que los árboles les defrauden ni un solo rayo de sol.
+La señora Casilda, que ya conocía a Leopoldo, nos recibió muy atentamente. Esta es una calentana larga como un palo de escoba, inclinada hacia adelante bajo la pesantez de un coto bastante respetable. Mostronos la casita sumamente limpia, con el correspondiente retrato de don Mariano en la sala. Al frente de la entrada había un pequeño corredor, defendido del sol por una masa flotante de verdura, compuesta de bellísimas, la reina de las enredaderas, y de jazmines blancos, la más aromática de las flores. Allí era el costurero de Felina, por la cual preguntamos y nos dijeron que estaba en el baño.
+De repente se presentó en el corredor envuelta hasta más abajo de la cintura en una cabellera negra y naturalmente rizada. Sus ojos, verdaderos ojos de calentana, deslumbraban, como en una noche oscura una linterna de reverbero. El color de su cara era entre perla y cobre, terso, brillante, de esos colores que la sabia naturaleza da a las bellas mujeres de esos climas, adorno y defensa a la vez, pues sobre ellos resbala, como sobre una lámina de metal, la picadura de los insectos y los rayos del sol. Dad a una de estas mujeres el cutis delicado y el color de leche y de carmín de nuestras bellezas del Funza, y a los seis meses estaría hecha un espantajo. Ese color amortiguado de Felina, parecía causado por la acción constante de una llama interior. Tenía boca grande y labios gruesos, indicio de arrogancia y sensualidad, y para colmo de diablura, en esa boca fresca y colorada como la fruta del granado, asomaban unos dientes, que parecían gotas de rocío cristalizadas. Su ancho pecho descansaba sobre una cintura indecisa, y la inquieta plástica de sus formas, que se adivinaban al través de un ligero traje de muselina, completaban esta armónica y distinguida figura. Sea por sencillez, o tal vez por refinada coquetería, no usaba crinolina, que ahoga completamente la belleza de las formas, y que en una mujer gorda es una redundancia ridícula, un pleonasmo insufrible.
+Esa belleza apasionada y arrogante perdida entre esos andurriales, me causó, como es natural, la mayor sorpresa. Pidiónos que le dispensáramos lo descuidado del vestido, y nos ofreció para refrescar el calor, agua de coco y leche de cabra, con la sencillez pastoril de las Rebecas bíblicas. Hicimos tertulia en el corredorcito de las bellísimas y de los jazmines; me sentí alegre e inspirado en medio de esas flores perfumadas, y teniendo al lado a una hermosa mujer lancé mi fantasía en todas direcciones y convertí la conversación en fuegos artificiales, procurando indagar a qué corriente se inclinaba esa hija de Eva. Le hablé del amor bajo las ceibas, en el desierto, a los rayos de ese sol, en medio de esa naturaleza ardiente, y este idilio salvaje no encontró en ella ninguna simpatía.
+—No me hable usted de países como este, tan llenos de luz y de calor, yo detesto al sol.
+—Y usted que ha nacido como los diamantes para deslumbrar las miradas, para brillar al sol de nuestras ciudades, ¿no desea la vida de Bogotá?
+—Esas bogotanas tienen mucha letra menuda, y yo soy una campesma inculta; se reirían de mí. Estoy condenada a vivir y morir bajo estos árboles, en este clima abominable. Y tenía esperanzas de irme a otra parte.
+—Si quiere irse para Pasto conmigo, estoy a sus órdenes.
+—¿Cómo es eso?
+—Sí, señora, yo soy pastuso.
+—¡Pastuso!
+—Hermano de Francisco Zarama. Del ejército de Jacinto Córdoba vine en comisión donde el general París, me cogieron en Segovia y estoy libre bajo palabra de honor que di al general Mosquera.
+Comprendí en el acto que había herido en lo vivo y me había colocado en un terreno sólido. Decididamente la niña se inclinaba por la vía de Pasto.
+—Me hace reír usted con sus propuestas. Y, ¿es cierto que Pasto es tan bonito y tan frío? A mí sí que me gusta el frío.
+—¡Ah!, es una tierra encantadora, fresca, abundante, donde la vida es fácil y tranquila.
+Me apretó la mano con efusión al despedirme, y me dirigió una mirada luminosa como la esperanza.
+—¡Bravo!, ¡bravísimo! —me dijo Leopoldo—; has tenido una inspiración feliz. Le deseo una semejante al general Mosquera cuando se encuentre delante del enemigo. Su primer Amadís debe haberle dicho muchas tonterías sobre la vida de Pasto, que han hecho una viva impresión en esa naturaleza primitiva. Felina no cree que haya felicidad sino en la tierra clásica de Noguera y del padre Villota.
+—Me da pena pasar por lo que no soy, y engañar a esa pobre muchacha.
+—Acuérdate que su confesor le dijo a Felipe II una vez que este sintió escrúpulos de conciencia: «Si V. M. tiene conciencia, déjese de conquistas y quédese tranquilo en su palacio». Esos escrúpulos le harían honor a una monja de Santa Clara. ¿Qué es el amor? ¿Qué es la política? ¿Qué son los negocios? ¿Qué es la vida sino un cambio mutuo de mentiras recíprocas? Sobre el engaño y la ficción descansan todas las evoluciones sociales. Y con esa candidez de colegiala te metes a beligerante y a faccioso. ¿Por ventura un finacista, un hombre de Estado, un conquistador podrían hacer algo de provecho si no engañaran a los tontos, es decir, a las multitudes, suministrándoles apenas la verdad en cantidades homeopáticas?
+Estas razones me parecieron tan sólidas, que resolví seguir adelante la comedia.
+Leopoldo me suministró toda su geografía pastusa y datos sobre las localidades, las costumbres y las personas de esas comarcas montañosas.
+Seguí visitando a Felina a todas horas, y con mi triple carácter de pastuso, de proscrito, y de godo encontré un acogimiento admirable. La abuela Casilda aborrecía a los rojos y formábamos exquisitos planes de guerra y destrucción contra esa raza impía. No hay como las mujeres para aborrecer con gana cuando aborrecen. Cuando las tienta el demonio de la política, se convierten en hienas. En vez de presentarse como ángeles de paz y de misericordia para mediar en estas luchas entre hermanos, renuncian al verdadero carácter de la mujer, que es la simpatía y la benevolencia, entregándose a furores insensatos por cuestiones políticas que generalmente no entienden.
+Felina se encantaba oyéndome contar mis aventuras de guerrillero, cuando en compañía de Patiño y de Julio Arboleda hacíamos cruda guerra al gobierno tiránico del general López. Su cabeza no comprendía felicidad ni poesía, sino en los países montañosos y helados. Por una extravagancia de esa imaginación enferma, la vegetación, los horizontes, la luz, el sol y hasta el cielo esplendoroso del Magdalena le parecían enfadosos y feos. Yo exploté aquella manía con el entusiasmo con que un minero persigue una veta de oro puro. Resolví que en Pasto jamás se veía la cara al sol, y que el árbol más atrevido que se encontraba era el frailejón, que allá vivía uno envuelto en nieblas, como los héroes de Osián, oyendo rodar las avalanchas, paseándose al borde de los ventisqueros. Felina, sudando de calor, no soñaba el amor sino entre el hielo y yo hacía de Pasto y sus montañas unas descripciones capaces de hacer tiritar de frío a un calenturiento.
+Aquella mujer cuyo corazón estaba entero, e ignoraba la estrategia parlamentaria de las mujeres de la sociedad, amaba como las naturalezas primitivas, sin regatear su amor ni imponer condiciones. Llevarla a Pasto era la única sine qua non. Yo no tenía más que estirar la mano para coger esa flor maravillosa, pero como probablemente no he nacido para diplomático, conquistador ni hombre de Estado, volví a mis escrúpulos de marras, a la manía de la lealtad.
+Cómo voy a engañar a esta pobre muchacha, decía para mí. Voy a decirle la verdad, si antes tenía su amor, ahora conquistaré su estimación.
+Cuando a uno se le ocurre una idea feliz la discute y vacila; si es una tontería, la cumple en el acto. En la misma noche en el corredor de los jazmines, después de haberle dicho mil necedades galantes, fui muy orondo a dar el golpe de gracia a su corazón revelándole el gran secreto.
+—Quiero ser franco con usted —le dije—. No soy pastuso sino antioqueño.
+—¡Antioqueño!
+—Sí, señorita, y no creo que pierda nada en el cambio. Tan adorador suyo es el uno como el otro. En Antioquia también hay montañas donde necesita uno diez cobijas para arroparse.
+La niña se levantó como un resorte, y corrió para donde la mamá que estaba en la sala, diciéndole con el aire más despavorido:
+—¡Mamá, es antioqueño!
+Y aquel grito tenía tal acento de admiración y de despecho que equivalía a decir: es un rinoceronte, un troglodita.
+Tuve vértigo, y me vi perdido. ¡Mentecato! ¡Mil veces mentecato!, dije para mí, por creer que la verdad sirve para algo en este mundo.
+Quise esponsionar con la niña y no me dio audiencia. Al otro día me mandó decir con la mamá que no quería verme y estaba todo concluido entre nosotros.
+De esta aventura, o sea percance, saqué en limpio dos cosas. La una, de que ya tenía sospechas, es que si hay riesgo en decir la verdad a los hombres, es peligrosísimo decirla a las mujeres, y la otra, que no sospechaba absolutamente, que un pastuso vale más que un antioqueño.
+Al coronar la altura del Cascabel pudimos contemplar totalmente el Valle del Cauca. ¡Qué paisaje aquel, mi querido amigo! Desde Santander hasta las colinas de Sonso, por el oriente, y desde la Bolsa hasta la ciudad de Cali por el occidente, se dilata una vastísima extensión cubierta en parte por lujosas selvas, que dejan entre sí risueñas y verdes explanadas, y limitada a los lados por las dos majestuosas cordilleras. Los últimos rayos del sol de la tarde iluminaban ese panorama, cuando le contemplamos desde la altura de Cascabel; y el reflejo metálico de la luz sobre aquel conjunto grandioso de selvas, llanuras y montañas; el misterio, hijo del silencio y de la soledad, difundido en aquellas poéticas regiones; la melancolía peculiar a aquellos momentos solemnes para la naturaleza, y el reposo del aire, en consonancia con la majestad del espectáculo, todo esto, digo, conmovió profundamente nuestro corazón, asombrado ante las maravillosas obras del Creador. ¡Quisimos rasgar con la vista el lejano y transparente velo de brumas que nos impedía ver distintamente las colinas que dominan a Buga, y llegarnos en espíritu hasta nuestros caros hogares, en donde abrazamos con el alma a los que nos son tan queridos!… ¡Las tibias lágrimas que involuntariamente brotaron de nuestros ojos, nos hicieron comprender la terrible realidad!… Sin valor para fijar otra vez las miradas en aquel espléndido país, que quizá contemplábamos por última vez, volvimos rienda y descendimos, silenciosos, la cuesta de Mondomo.
+El Cauca tiene, es verdad, defectos notables e inconvenientes de que quizás no adolecen otras comarcas de la República; pero aunque más desgraciado que ellas, es más rico y más hermoso. Hoy abrigamos esperanzas de que la faz del Cauca cambie favorablemente, pues la apertura del canal interoceánico y el tratado con el Perú, pueden influir de una manera tan decisiva sobre la suerte de este suelo, que dentro de pocos años, nadie recuerde la fisonomía moral que tiene en la actualidad.
+El camino sigue ondulando por una larga serie de lomas de aspecto desapacible, pudiendo decirse con propiedad que el viajero no ve por todas partes sino cielo y lomas. Nada hay más mustio que aquellos campos, en donde sólo crecen miserables arbustos azotados por el helado cierzo de la cordillera.
+Pasamos por un bonito puente el turbulento Piendamo, más adelante los ríos Cefre y Palacé, ambos con buenos puentes de madera, y pocos momentos después llegamos al alto del Cauca. En aquel punto constituye el camino un amplio camellón zanjeado. A uno y otro lado hay una multitud de casitas, rodeadas de árboles y huertecitos.
+De improviso se desarrolló a nuestra vista el risueño panorama en cuyo centro está situada la ciudad de Popayán. A la izquierda, atravesamos limpias dehesas, y a la sombra de frondosas arboledas corría espumoso el turbulento Cauca; un poco más allá veíamos el elegante y sólido puente de cuatro arcos, echado sobre él, y en el último término mostraba sus agrupados edificios y los numerosos campanarios y torres de sus templos, la ciudad heroica cuna del sabio Caldas del y Arzobispo Mosquera.
+Descendimos un poco más, y, después de haber pasado a la vera de bonitas casas, embellecidas por los árboles y las flores, atravesamos el magnífico puente, obra maestra de solidez y de buen gusto, que puede medir ciento cincuenta varas de longitud sobre cuatro de latitud, tendido sobre cuatro arcos rebajados y dos prolongadísimos estribos, todo de ladrillo y piedra de cantera. No conozco el puente del Común, que se encuentra entre Bogotá y Zipaquirá, pero creo que por muy bueno, sólido y hermoso que sea, apenas le irá en zaga al del Cauca.
+Después del puente, se prolonga hasta la entrada de la ciudad un lindo camellón, adornado a uno y otro lado por quintas bellísimas, dehesas cubiertas de blanco césped, risueñas casitas y árboles frondosos. Allí crece el manzano al lado del naranjo, el sauce a la par del plátano y el guamo junto al durazno; la madre selva enreda sus bejucos cubiertos de flores entre las ramas del ciprés, y una multitud de arbustos y de árboles crecen por todas partes, ostentando la feracidad de la vegetación de la tierra caliente, al lado de las brillantes flores de los climas fríos.
+A la entrada de la ciudad hay dos monumentos notabilísimos: el hospital de caridad y el puente. El hospital es un edificio elevado, de blancas paredes y rejas verdes. Me han asegurado que tiene camas para un número considerable de enfermos, los cuales reciben muy buena asistencia. Su aspecto es tan aseado, que más parece la casa de un rico propietario que el asilo de la indigencia y de la desgracia.
+El puente, que pondrá en comunicación la ciudad con el camellón de la entrada, dejando de por medio el río Molino, no está concluido aún, pues apenas hay levantados siete arcos de los quince de que se compondrá; pero cuando la obra esté consumada, no sólo rivalizará al puente del Cauca, sino que lo sobrepujará, y en la República será el primero.
+Popayán es una población pequeña, pero bien construida. Las calles son angostas y los edificios muy elevados, circunstancia que le dan un aspecto sombrío y triste. La calle Real, que es la que sirve de entrada, tiene casas muy regulares, algunas casi tan buenas como las de Bogotá. Entre sus templos se hacen notar por la solidez de su construcción el de la Compañía, o sea la Catedral, y el de San Francisco. La plaza principal sería bonita si su costado meridional no se mostrara desnudo y desapacible como un montón de escombros. Entre los edificios de otro orden son dignos de mención el palacio, la residencia del obispo y la casa de gobierno.
+La ciudad tiene hoy tres imprentas, entre ellas una recién importada del extranjero; un colegio mayor para el estudio de humanidades, el seminario y una escuela de primeras letras. No hay casas de educación para señoritas.
+Popayán es una de las más célebres ciudades de Colombia, por el notable papel que desempeñó en la guerra magna, y por haber sido patria de muchos hombres ilustres. Es de admirar que todavía esté en pie, como un antiguo torreón que no han podido derribar furiosos vendavales, habiendo sido combatida por espantosas vicisitudes. Baste saber, para abono de lo que digo, que desde los tiempos de la colonia hasta nuestros días ha sido tomada militarmente sesenta y nueve veces.
+A pesar de lo maltrechos que veníamos, al coronar la altura de Aranda, no pudimos dominar la emoción que imprimió en nuestro ánimo la vista del pintoresco y singular panorama en cuyo centro, graciosamente situada, veíamos la ciudad de Pasto. Parece como si la cordillera, abriendo entre su cuerpo un ancho seno, se desparramara por todos lados en verdes y limpias faldas, que terminan todas en un mismo punto: la ciudad de Pasto. Esas faldas están subdivididas en cortas y grandes dehesas, cubiertas de finísima grama, y separadas las unas de las otras por zanjas bordeadas de arbustos medianos, esmaltados de lindas flores, rojas y moradas; en algunas eminencias blanquean capillitas, rodeadas de risueñas cabañas; y la ciudad, mirada desde la altura, se ostenta seductora y hermosa, con sus rectas calles, las torres de sus numerosos templos y el plano regular de su extensa área.
+A medida que bajábamos, y a pesar de lo pendiente y resbaladizo de la cuesta, entreteníamos la vista con la grata perspectiva que se desarrollaba por todas partes. Aquellas vastas praderas, limpias y suaves como tapetes de felpa, que se extienden hasta la cima de las sierras; esas aldeitas de los contornos de Pasto, que semejan adornos colocados adrede, para embellecimiento del paisaje, y el aspecto seductor de la ciudad, atravesada por dos riachuelos rumorosos, forman un conjunto bellísimo, el cual, mirado una vez, no se borra jamás de la memoria.
+Pero todo ese conjunto, de que apenas puedo dar una ligera idea, desaparece como una ilusión de óptica al pisar los aledaños de la ciudad. En vez de aquellos edificios elegantes, que mirados de arriba parecen palacios, habitaciones desmanteladas y de mal gusto; en lugar de los suntuosos templos que uno espera encontrar, iglesias abandonadas, destruidas por la «ruda mano del tiempo»; y en defecto de las hermosas planicies que se ven desde el Alto de Aranda, lomas elevadas, de trabajoso ascenso.
+Tiene de notable la ciudad los empedrados de sus rectas calles, que generalmente están bien hechos, dejando en medio acequias con abundante agua; una bonita fuente en la mitad de la plaza principal, en forma de dos cálices sobrepuestos, viéndose encima del superior un Neptuno negro de piedra, de cuya cabeza sale una pluma de agua cristalina que sube un metro y vuelve a caer en menuda llovizna. Algunas casas particulares son bastante buenas; pero en ellas, como en las calles, se observa un tinte de abandono y desaseo, que entristece profundamente el ánimo.
+Las gentes pobres viven en tenduchas oscuras y sucias, de las cuales se escapan a todas las horas del día, exhalaciones mefíticas que hacen insoportable el ambiente de las calles. Las mujeres de la plebe se visten con enaguas de bayeta ecuatoriana, se arropan con pañolones de hilo o lana, extranjeros, y sobre estos se envuelven con rebozos o grandes giras de la misma bayeta, ordinariamente azul, morada o encarnada. Los hombres del pueblo llevan anchos calzoncillos de lienzo o pantalones de género burdo, tejido en el país, grandes ruanas pastusas, de colores vivos, y enormes sombreros de fieltro gris, bordeados con cinta negra, hechos allí mismo. En los días de mercado bajan de la montaña indios, semisalvajes todavía, hablando el dialecto nativo y con largas cabelleras, que se extienden por las anchas espaldas, sueltas o recogidas en forma de trenza.
+Pero si el aspecto físico de la población es desagradable y aun repugnante, por razones que me es penoso expresar, no así la parte moral de sus habitantes, que son atentos, hospitalarios y en extremo oficiosos para con el viajero. Parece como si a fuerza de atenciones y de finezas quisieran borrar de su mente la ingrata impresión que la parte material de la ciudad deja en ella.
+Nosotros llegamos a la plaza de Pasto a las cuatro de la tarde, chorreando agua por todas partes, embarrados hasta la cabeza, con un hambre que…, ¡ya!, y un frío que nos hacía dar diente con diente. No teníamos ningún relacionado en la ciudad, y no sabíamos en dónde alojarnos; pero unos jóvenes que se hallaban en una tienda inmediata comprendieron lo difícil de nuestra situación, y espontáneamente y con la mayor actividad se consagraron a buscarnos alojamiento, asistencia de mesa y cuadra para las caballerías. A pocos instantes todo estaba conseguido; y gracias a la bondad de los estimables jóvenes Juan Moncayo y Anselmo Figueroa, nos encontramos instalados en una casa bien situada y regularmente asistidos en una fondita de segundo orden.
+Pasto es casi tan frío como Bogotá, pero allí se siente más lo riguroso de la temperatura, porque la población es más reducida y las habitaciones menos abrigadas. El agua es deliciosa, el pan bastante bueno y la carne exquisita; las papas, las legumbres y otras provisiones peculiares al clima, nada dejan que desear.
+Pasto mantiene un comercio algún tanto animado con el Ecuador y con Popayán. Lleva a esos pueblos anís, papas, especies, cueros, quinas, sombreros de paja y de fieltro, ruanas, utensilios de madera vistosamente barnizados y otros muchos objetos y artículos que se colocan muy bien en aquellos mercados; y trae del norte cacao, azúcar, mercancías extranjeras, y del sur, bayetas, géneros ordinarios, imágenes de santos, etcétera. El pueblo es sumamente laborioso y activo. Manufactura buenas ruanas de lana, sombreros de fieltro y de paja, platos, platones, vasos y utensilios de toda clase, pintados y barnizados con distintos colores, producción igualmente del país. La riqueza de la clase acomodada consiste en valiosas propiedades rurales, en donde pastan numerosos rebaños de ganado vacuno, lanar y caballar.
+Antes he dicho que los templos de Pasto son edificios abandonados, enteramente entregados a las injurias del tiempo, y en esto no exagero. Es un contrasentido, en una ciudad que hace alarde de su religiosidad, encontrar una catedral como la de Pasto. El edificio no sería malo allá en sus mocedades, que de entonces acá habrán pasado muchos años; pero en la actualidad es una ruina completa. La fachada principal no da a la plaza como es natural sino a una callejuela sucia, enfrente a unas tiendas ahumadas, en donde se expende carne y manteca; y el atrio está al pie de la puerta del portón, atendiendo al público y no a la majestad de Dios, depositada en el Santuario. El frontis, que es de piedra, y que sería hermoso antes de que el abandono y el desaseo lo redujeran al estado en que se encuentra, está coronado por dos estatuas de piedra, injuriadas por la intemperie, que representan a San Pedro y San Pablo, aunque la del jefe de los apóstoles está decapitada, y pude caer en la cuenta de que era él, por las llaves que penden de la mano derecha de la mutilada estatua. Ambas yacen medio escondidas entre el alto césped que crece libremente entre las grietas y las junturas de las piedras.
+Los comentarios no están por demás: una ciudad de recursos como Pasto, residencia de un obispo, con un clero numeroso y rico; ciudad católica por excelencia, como ella se intitula, debiera tener una catedral magnífica, digno Santuario del Altísimo.
+Tiene Pasto dos colegios: el Seminario, al cual sostienen las rentas del obispado, y el Académico, creado y sostenido con las rentas del municipio. Hay, además, una escuela pública y tres o cuatro privadas; pero, como en Popayán, se carece de un colegio para señoritas.
+Antiguamente hubo una imprenta de madera, obra maestra de ingenio y de paciencia, que se atribuye a un señor Enríquez, platero; en la actualidad está sustituida por una de plomo, traída del extranjero, la cual no alimenta hoja periódica ninguna…
+No sé cómo diablos haya hombres que coman candela sin abrasarse la lengua, los labios y el resto de la boca; pero es lo cierto que los hay y que yo los he visto.
+Cuando yo era chico vi en Envigado un negrito que apagaba con la lengua un tizón bien encendido, lamiéndolo poco a poco, como lamen sal las vacas y los terneros, y vi después otro hombre que hacía lo mismo con una barra de hierro candente. Tal vez será que esos sujetos aforran el interior de la boca con una tela de amianto, pero ni aun así lo comprendo. Tal vez será que empleen algún mixto que los torne incombustibles, pero el hecho es que hay personas que hacen eso, y que yo, a pesar de mis muchos años, no he podido hallar para el fenómeno explicación satisfactoria.
+Lorenzo Jaramillo se llamaba el negrito a quien yo vi apagar el tizón, y Come-candela lo llamaban generalmente, por buen nombre, puesto que el oficio que ejercía imprime carácter.
+El negro Lorenzo daba funciones públicas, a las que asistían muchos curiosos, previo el pago de la boleta de entrada, que costaba un real por cada cristiano. Esas funciones eran muy apetecidas por el público, pues a la facultad de comer candela, unía el negro otras habilidades que hacían de él casi, casi un prestidigitador en regla.
+Cierta noche anunció en esta ciudad de Medellín una nunca vista, estupenda, incomparable exhibición de pruebas y pantomimas, cuyo anuncio solo, pasó como ráfaga de entusiasmo por todas las clases sociales. Los padres y las madres prepararon convenientemente sus niñitos para llevarlos esa tarde a un teatrico improvisado en el patio de una casa sita en la plazuela de San Roque, que tenía gran solar hacia la parte de atrás.
+La entrada fue pingüe, y ya todos los asistentes estaban reunidos, esperando con impaciencia la salida de Jaramillo y del payaso que lo acompañaba. El respetado público gastó mucho tiempo en esperar, y el saltimbanco no salía, hasta que al fin, impacientes y enfurecidos los espectadores, principiaron a dar gritos llamando al cubiletero o acróbata, que de todo tenía.
+Pues, señor, acabó la tarde, principió a oscurecer, entró el alcalde en el asunto, se averiguó por Come-candela, y no pareció. Le sucedió al público en aquel día lo que a las escopetas alemanas de pacotilla: se le fue el tiro por la culata, pues el maldito negro y su compañero, cuando hubieron embolsado la suma producida por las entradas, saltaron la tapia trasera, tomaron la calle del maestro Sampedro, llegaron apresuradamente hasta cerca del río Medellín, y, corriendo como sus aguas hacia el nordeste, no pararon hasta el día sigutente a la hora de almuerzo, en que se detuvieron en una venta de Riochico, para procurárselo.
+Satisfecho el apetito, siguieron camino, y a poco andar se metieron en un bosquecillo vecino al Peñón, en donde durmieron la trasnochada hasta cuando empezaba a rayar el sol, para volver a ponerse en camino.
+En aquella época los minerales de Riachón, de San Jorge, Cruces de Cáceres, Tacamocho, etcétera, gozaban de gran crédito, porque efectivamente en ellos se sacaba cantidad crecida de oro.
+A esas partes concurrían algunos negociantes de oficio, muchos tahúres, algunos buhoneros, no pocos traficantes con víveres y gran copia de zaragates sin oficio ni beneficio, que iban en busca de los efectos de la casualidad en forma de buenaventura.
+Tacamocho era, entre los sitios que hemos mencionado, el más opulento; y tanto lo era, que ya empezaba a formarse en ese lugar un caserío, para dar principio a lo que es hoy cabecera del distrito de Zea. Había en aquel paraje como treinta o cuarenta casas pajizas, en que se acomodaban de 600 a 800 personas, ocupadas unas en trabajos mineros, en cambio de oro otras, y en juegos de azar las más de ellas.
+A Tacamocho llegó Come-candela tres o cuatro días después de su inesperada fuga de Medellín, y no bien hubo llegado, principiaron los vecinos y concurrentes a pasarse la voz. El maestro Chica, veterano aguerrido en todo lo que se refería a las aventuras que tenían lugar en esas bodegas industriales del Monte, como llamaban entonces a la región nordeste, tomó la palabra y contó sobre Come-candela tantos hechos sobrenaturales, y ponderó tanto su habilidad, que al oírle, decían regocijados: «Ahora sí vamos a divertirnos, porque ha llegado Come-candela», y tanto era el interés que se mostraba por verlo en la obra, que todo el mundo se apresuraba a pedir función para esa noche misma o para el día siguiente a más tardar.
+El pueblo antioqueño tiene, como la mayor parte de los pueblos de la tierra, grande afición a lo maravilloso; y cuando alguno da con un personaje que, rodeado de misterio, ejecute algo que no esté al alcance del vulgo, prescinde de toda averiguación y dedica cuerpo y alma a contemplarlo y admirarlo. La fama con sus mil lenguas va acumulando sobre el personaje misterioso gran suma de cualidades, hasta que acaba por hacer de él un ser rodeado de prestigio, ante el cual rinden todos manifestación sincera de acatamiento.
+Al ver a Come-candela, nadie se hubiera prometido de él gran cosa, porque era un negrito pequeño, sin recomendación personal aparente y de una ignorancia crasa. Suplía, es verdad, esa ignorancia con ingenta viveza y con picardía tan perfecta, que cualquier buen observador les hubiera hallado origen en la educación instintiva de sus facultades naturales.
+Al decir de la gente, Come-candela sabía de todo, era nigromántico, quiromántico, prestidigitador, brujo, duende, adivino y, además, sabía la magia blanca y la negra, copia de oraciones eficaces para engendrar amor, para curar como por ensalmo mordeduras de serpientes, para domesticar tigres, para amansar leones, para hallar tesoros ocultos, como que conversaba con el Diablo en los bosques cuando y como le daba gana.
+En un guarniel que llevaba siempre consigo, conducía tantos objetos para su uso personal, que la enumeración de ellos pediría tiempo y paciencia: uña de la gran bestia, picos de colibrí y diostedé, colmillo de caimán, semillas de cedrón, habas de covadonga, polvos juanes, contra capitana, frasquito de amoníaco, raspadura de cuerno de ciervo, dientes de culebras, cuernos de cucarrón, las tres piedras, un peinecito pequeño y un espejito de cortas dimensiones y de forma triangular. Todo eso había y más. Esos que podríamos llamar amuletos iban envueltos en trapos de colores diferentes y en papeles de diversos tintes, sin que faltara uno que otro manuscrito de rara ortografía y de no muy bien formada letra.
+El negro Jaramillo no sabía nada, y sabía de todo, o por lo menos en todo se metía, y con su destreza genial, si no sabía adivinar por las líneas de las manos, ni por las facciones del rostro, ni por el curso de los astros, ni por sus conferencias con el enemigo malo, sí solía, valido de su natural astucia, sorprender a algunos y engañar a muchos.
+Una tarde, cerca de la oración, formaban corro varios jugadores en la plazoleta del pueblecito. De repente apareció ante el grupo un sujeto como de cuarenta años, mulato de casta, alto de cuerpo, fornido, con el ojo encapotado y con señales evidentes de haber pasado por los estragos que causa formidable borrachera. Llevaba este personaje al cinto una gran hoja realera, metida en vaina de vaqueta y suspendida en ceñidor ancho de lana, grueso y resistente. La tal hoja realera, como así la llamaban, era un largo machete de los que fabrican el Real de la Cruz, cerca de Mompós, muy usada en aquel tempo por los negros bajeros de Remedios, Zaragoza y Tacamocho.
+El mulato a que nos referimos era malísimamente encarado y olía a pendenciero y bribón hasta leguas de distancia.
+Llegado al punto de reunión exclamó, de modo que todos oyeran: «Señores, anuncio que me han robado de la maleta que tengo en la posada una libra de oro en polvo, y como creo que el ladrón se halla en este grupo, pido que todo el mundo se dé a esculque».
+La cosa no era para menos, y los más autorizados se pusieron a examinar a los otros, pero nada se halló.
+Los asistentes se miraban entre sí, como alelados y temerosos, porque como ninguno gozase reputación de hombre de bien, todos aunque inocentes por entonces, temían que la sospechas recayeran sobre alguno de ellos.
+El hombre robado, al ver que la pesquisa no tuvo éxito alguno, montó más y más en cólera, y dijo a voz en grito: «¡Voto a Barrabás!, esto no puede quedarse así, y prometo a la persona que me designe el ladrón, la mitad del oro robado».
+—¿Qué es lo que usted dice, amigo? —preguntó Come-candela.
+—Lo que usted oye —contestó el otro.
+—¿Es decir que dará usted la mitad del oro perdido a quien le muestre el ladrón?
+—Lo prometo por mi honor —afirmó el otro—, como prometo hacer volar la cabeza del facineroso que me ha robado.
+Oído lo anterior por Jaramillo, púsolo en el camino de desplegar toda su ciencia, y echando manos al guarniel, principió a sacar objeto por objeto, hasta que llegó al fondo, en donde estaba el espejito, que sacó igualmente. Tomándolo entonces con la mano izquierda, señaló con el dedo indicador de la derecha la luna de él, y con aire resuelto dijo: «Mañana a la salida del sol cada uno de ustedes podrá ver en este espejo la imagen del ladrón».
+El maestro Chica, que lo escuchaba con la boca entreabierta, dijo dirigiéndose a los demás: «Cuando Come-candela lo dice es seguro que lo hace, es hombre que sabe como el demonio, y para adivinar no hay quien le dé al tobillo».
+A tiempo en que todos se retiraban a sus alojamientos, Come-candela solo y meditabundo, tomó el camino de su posada, que distaba un poco del caserío, pues siempre por cautela se quedaba en las afueras de la población. Para llegar hasta la casa era preciso pasar por una cañadita cubierta de bosque.
+Distraido y absorto iba el negro, cuando sintió que desde un lado de la vereda lo llamaban misteriosamente con estas palabras: «Señó Come-candela, óigame usté por la Virgen Santísima», y al mismo tiempo cayó a sus pies un hombre con rodilla en tierra y con las manos al pecho en forma deprecatoria, diciéndole: «¡Por Dios, señor!, no me denuncie: yo me robé el oro; pero por los clavos de Cristo, no me haga ver en ese espejo, yo le daré a usted la mitad: guarde silencio y vámonos». Come-candela desapareció con el hombre, como había desaparecido del teatro de Medellín, y siguió por esos mundos en ejercicio de su profesión.
+Medellín, 14 de julio de 1887
+En un punto inmediato a las últimas casas de San Benito y a la orilla derecha del río Medellín, había en el año de 1699 una habitación pajiza circunscripta por paredes fabricadas de cañabrava, repletas en su parte central por tierra mal amasada y atadas con bejucos de los que abundaban mucho por entonces en los bosques vecinos.
+El conjunto de este mezquino edificio estaba sostenido por estacas de madera que aún conservaban algo de su corteza y cuya base se mostraba carcomida por la tierra húmeda en que descansaban.
+La pared o bahareque de que hablamos, había sido mal alisada con la palma de la mano, porque el palustre de los albañiles modernos no había entrado todavía en nuestra arquitectura urbana. El enlucido de tierra blanca o de cal, no figuraba por nada en esta especie de casa que más parecía choza grosera o rancho primitivo que otra cosa, y como la sequedad del aire hubiese contraído los materiales de construcción, la superficie estaba llena de grietas y de tolondrones como la piel de un leproso. La paja masiega que le servía de cubierta, aunque resistente por su naturaleza, había comenzado a podrirse en algunos sitios y dejaba paso libre a no pocas gotas de agua que mojaban el suelo constituido por tierra imperfectamente pisada y con gran detrimento de dos entarimados dispuestos con tablas groseras que figuraban como lechos y sobre las cuales había sendas esteras de corteza de plátano, enrollada cilíndricamente y unida por hilos de fique torcido, muy empleado para tal fin y en tales ocasiones.
+El lugar de las camas pudiera haber sido considerado como alcoba porque estaba separado de otra pieza con abertura sin puerta, en la parte central, pieza que daba a la calle sin más seguridad que una cancilla aforrada en piel de res y fronteriza a otra semejante que permitía el ingreso a un corral de mediana extensión limitado por viejas talanqueras y en el cual crecían algunos árboles de higuereta y medraban malvas, escobillas, verdolagas, verbenas y no escasas ortigas.
+En la época a que vamos refiriéndonos, aquella especie de tabuco miserable se ofrecía un tanto vencido, y hasta hubiera caído en ruina si Pedro Moncayo, que lo habitaba, no hubiese parado el golpe con algunos puntales metódicamente colocados para sostenerlo.
+La segunda pieza de que hemos hecho mención, servía a un mismo tiempo de aposento y de cocina, porque el hogar, fabricado con tres piedras, se hallaba en uno de los rincones, sin que al humo quedase más recurso que salir en parte con lentitud por las portezuelas, o confinarse en la salita misma o en la alcoba.
+Hemos dicho que Pedro Moncayo era el señor y dueño de aquel lastimoso tugurio; pero bueno será que agreguemos algo más a mucho de lo que se conexiona con este sujeto por ser el héroe de nuestro cuento.
+Moncayo era descendiente de una de aquellas familias que presidieron a la fundación de la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria, de Medellín, y que acomodaba por entonces en negocio de haberes de fortuna, bien pudo hombrearse con don Miguel de Aguinaga, el ilustre Gobernador de Antioquia; pero la cual por veleidades propias de la suerte, llegó a menos, en un abrir y cerrar de párpados, por manera que Pedro fue paupérrimo en la acepción propia de la palabra. Agreguemos, para mejor inteligencia, que además de pobrísimo, era sumamente ignorante, si bien por compensación, en sumo grado inteligente, porque estas dos cosas no se excluyen.
+La mocedad de Moncayo fue robusta, y tanto, que con su trabajo personal, en calidad de peón, ganaba lo bastante para socorrer con cariño filial a su anciana madre, que desde años atrás yacía postrada de reumatismo crónico, que por herencia tradicional atormentaba a la familia de la pobre señora.
+Había también entre la desdichada gente de que tratamos, una negra cocinera muy devota de sus amos porque sus ascendientes habían servido antaño con pronunciada fidelidad, en la casa de los Moncayos. Dicha sirvienta se movía con dificultad porque, por efecto de una antigua caída, se le había dislocado uno de los huesos de la cadera y porque para no claudicar, el espinazo se le había torcido formando incómoda joroba.
+Las tareas de Moncayo, mientras pudo trabajar, consistieron en levantar vallados para separar las heredades, en ahondar zanjas para desagües, en clavar estacas para dirigir la corriente de las aguas; en desyerbar maizales, y en cuidar gallinas, cerdos, caballos y vacas.
+Probablemente por influjo de la herencia, o por causa de las humedades diarias, o acaso por la absorción de miasmas palúdicos, el reuma se apoderó de las articulaciones del trabajador, de tan desgraciada suerte, que la enfermedad que al principio fue en él aguda y febril, se tornó a la postre en dolencia habitual, rebelde a todos los medios curativos que en aquella época ponían en práctica los compadres y las comadres de los contornos: frotaciones de aguardiente alcanforado, sumo de guaco, pócimas de diferentes clases, purgas repetidas, unciones de manteca de Iguana, de oso, de león y hasta de caimán —que trajeron de Nare—, nada pudo impedir que los miembros superiores e inferiores de nuestro compatriota, se encorvasen, se contrajesen, y que algunos de sus huesos se adhiriesen unos a otros, impidiendo casi en su totalidad los diversos movimientos del cuerpo.
+Pedro fue hombre prudente, y como tal, no dejó de acumular algunos ahorros que tomaba del salario que se le pagaba por sus esforzadas labores en tareas campestres, mas como quiera que la enfermedad fuese larga, todas sus economías pasaron por la inflexible hilera de sus necesidades, de tal modo, que pronto se halló en precaria situación.
+El trabajo reducido de Atanasia, nombre de la criada, y el espíritu caritativo de los prójimos, le favorecieron al principio, pero al correr de poco tiempo, la pobreza llegó a ser clamorosa en aquel desventurado hogar.
+Y no podía ser de otra manera, porque el cuadro que se ofrecía a la vista era positivamente aflictivo: una barraca desvencijada; un corral enmalezado; una vieja lisiada, un hombre tullido y una negra coja, eran lo bastante y aun sobraba, para infundir profunda lástima.
+Sin embargo, era preciso vivir y para ello buscar medios de conseguirlo.
+En conferencia que tuvieron Moncayo y Atanasia, se convino en que la última quedaría constantemente al servicio de la enferma, mientras que el primero pediría limosna a la buena gente del lugar. De tal determinación surgió grave dificultad que parecía insuperable, porque arrastrarse todo un día frotando con el cuerpo guijarros, cascajo, tierra, lodo, malezas y otros mil obstáculos de que por entonces estaban colmadas las imperfectas calles de la Villa, era asunto que rayaba en lo imposible o por lo menos en peligro de perecer en la demanda.
+Aguzando el ingenio, resolvieron amo y criada echar mano de algunos retazos de cuero viejo que tenían a su alcance.
+Con dos telas de ellos, humedecidas y cortadas al tenor de las posaderas del tullido, fabricaron una especie de saco que acolcharon con paja seca, y que cerraron con metódica costura adicionándolo con fajas de piel para atarlas luego a los muslos y cintura del pobre inválido. Colchoncitos pequeños semejantes a rudas manoplas, fueron dispuestos para amortiguar los dolorosos frotamientos que debían experimentar las manos al apoyarse en tierra para impulsar el cuerpo hacia delante.
+Ataviado con este singular aparato, y constituido en calidad de mendigo, Pedro Moncayo emprendió atrevidamente la profesión de pordiosero.
+Los estragos causados por el reumatismo fueron muchos, pero aún quedaban al estropeado personaje algunas partes sólidas y sanas. Y tanto era así que al contemplarle sentado, su busto era arrogante. Tenía cabeza voluminosa cubierta por ensortijadas guedejas de cabello negro, era blanco, de frente ancha, de cejas negras bien pobladas, de espesa barba, de espalda y pecho levantados y de mirada enérgica y atrevida.
+Si algún discípulo de Lavater hubiera querido deducir algo desfavorable al carácter moral de Pedro, hubiera llevado gran chasco, porque debajo de aquellas duras facciones, había un individuo manso como un cordero, inofensivo como una paloma y humilde como acrisolado cristiano.
+El mendigo de que venimos tratando, efectuaba cotidianas excursiones por las calles de la Villa, y como no es de ahora el que los medellinenses, bajo aparente corteza de gente huraña y descorazonada, hayan sido compasivos, pues mamaron con la leche de su infancia el sentimiento puro de la caridad, acontecía que todas las tardes al volver a su tugurio, Pedro llevaba algunos reales de los que le habían dado las personas que le conocían bien y estimaban sus antecedentes. La suma recogida no era cuantiosa, pero bastaba para satisfacer las reducidas necesidades de un personal tan modesto y acomodaticio. Había algo más: quedaba siempre un saldito en favor del pordiosero, quien obediente a sus costumbres de economía, lo guardaba cuidadosamente para cualquier ocasión solemne que pudiera salirle al paso.
+En tal guisa siguió por algunos años la vida de este nuestro amigo, mas como el ejercicio fuese áspero y el gasto de fuerza física tan considerable, el hombre principió a flaquear un poco y a fatigarse demasiado con tan penosa brega. No obstante, hubo un dilema: continuar luchando o perecer.
+En cierta ocasión emprendió Pedro su diaria correría hacia los lados del cementerio Viejo, y como al llegar a la margen del riachuelo llamado Loca, que por aquella parte corre, no pudiese pasarlo, se colocó a la sombra de un alero que cerca de allí había para reposar un tanto.
+En eso se estaba el infeliz, cuando acertó a pasar, comiéndose un gajo de plátanos, un leñador, arriero de algunos burros cargados de la respectiva mercancía, y como el tullido tuviese hambre, estiró la mano al campesino y le pidió una limosna por amor de Dios. Este, que por la prueba se vio ser cristiano de buenas entrañas, arrancó un plátano y lo alargó risueño al que le pedía. El de la leña, encarándose con el mendigo, le dijo:
+—¡Hombre, cómo debes padecer pidiendo limosna de un modo tan arrastrado!
+—Mucho padezco, efectivamente —contestó Moncayo—, y sufriría menos si usted tuviera la bondad de venderme esa burrita vieja que está parada enfrente de nosotros.
+En efecto; los burros, que como todo el mundo sabe, no se afanan mucho por andar deprisa, al ver al amo en conversación con el pobre, se detuvieron, formando grupo para merodear, por si acaso, una hoja, una cáscara, el vástago de algún racimo, un capacho de maíz o cualquier otra cosa que la casualidad les deparase.
+La borriquita que llamó la atención de Moncayo, parecía ya muy entrada en años. Era rucia de color; los pelos de la frente y de la crin muy abundantes y blancos; pues parece que la calvicie no es achaque de burros y que las canas no son enfermedad de sabios porque cabezas blancas conocemos, que no valen más que las de los asnos.
+Después de breve rato de reflexión se estableció entre el leñador y Pedro, el diálogo siguiente:
+—Amigo, barrunto que usted quiere pedir limosna de caballería.
+—Cabal —replicó Moncayo—, no gusto de llevar por más tiempo existencia tan arrastrada.
+—Tiene usted razón, a mí tampoco me agradan los hombres arrastrados. Pues bien; le vendo la burra.
+—¿Cuánto me pide por ella?
+—Ofrézcame usted para ver si me conviene el precio.
+—No, señor, pida que el animal es suyo.
+—Ofrezca, señor, que pienso dársela barata.
+—Ya lo creo, porque la burra es tan vieja, que ya está patizamba.
+—Así patizamba y todo, puede servirle para lo que usted la necesita.
+—Bien —dijo el tullido—, ¿quiere usted tres reales por la burra?
+Sea porque el leñador quisiese salir del animalejo, o porque tuviese compasión del pordiosero, convino en cedérsela por el precio ofrecido.
+—Convenido —expresó el comprador—; pero tengo que poner una condición a usted y es que me tiene que encimar la albarda, y además la rienda aunque sea de lazo de cabuya.
+—Usted pide mucho, si agrega usted un real a los tres, asunto concluido.
+—Va por el real, con tal que me acomode en ella para volver a mi casa, caballero en una borrica.
+Se cumplieron las condiciones mencionadas y como la cabalgadura fuese espaciosa para andar, y como la oscuridad de la noche llegase a todo correr, entró Pedro por su casa, no sin gran admiración de Atanasia, quien después de explicaciones recibidas, puso la bestia en el solar y condujo al amo a su lecho para que, jinete a la mañana siguiente, anduviese por calles y plazas implorando la caridad pública.
+Serían las siete de la mañana, cuando Pedro, montado en la borrica, emprendió su primera correría por la ciudad para pedir la acostumbrada limosna.
+Dos o tres señores que le vieron al paso, no dejaron de sorprenderse algo, por el cambio ocurrido en las costumbres del mendigo, pero pasaron sin hacer comentarios porque eran prudentes. No sucedió igual cosa un poco después, porque se halló de manos a boca con tres o cuatro granujas, quienes al verle, soltaron ruidosas carcajadas y siguieron detrás acompañándole hasta la plaza mayor, sitio de feria bastante concurrido, pues ya la población de la Villa había crecido bastante.
+La contemplación del pordiosero equipado como andaba, no produjo el primer día, en la gente seria sino un sentimiento de simple curiosidad, pero los pilluelos de Medellín, que fueron, son y serán siempre, diabólica ralea, experimentaban comezón por emprenderla con el desdichado enfermo.
+Al día siguiente, el andante caballero, topose pronto con cuatro o seis muchachuelos que presididos por un mocito algo más crecido que ellos, se colocaron al lado del infeliz, riendo mucho y vociferando no poco. Por fin, depuesta toda reserva, el mayor de la chusma dirigió a Moncayo estas palabras:
+—Don Pedro, ¿cuánto le costó la burra?
+La pregunta anterior la fueron repitiendo tanto y tanto, que como por contagio se generalizó hasta causar enfado al señor Moncayo, quien impotente para tomar venganza, se contentaba con dirigir terribles miradas a un lado y otro, acogiéndose a la breve filosofía encerrada en esta estrofita que le había enseñado su señora madre cuando él era niño:
+Tolera disimulado
+Aunque te haga padecer,
+Agravio que no ha de ser
+Plenamente castigado.
+La persecución que desde los primeros días entablaron los malcriados contra nuestro hombre creció y creció tanto, que a poco era un positivo martirio, y como no podía recurrir a un arbitrio que le salvase, guardaba silencio y aparentaba indiferencia que no tenía, pues cólera latente le roía las entrañas.
+Cosa muy común es ver en algunas ciudades espectáculos de esta clase que ciertamente no muestran la faz honrosa de la humanidad. Es posible que tal anomalía se deba en los pueblos que están en vía de formación social, entre otros, a dos motivos que apuntamos enseguida: poca vigilancia de parte de la policía y ningún esmero en la educación de la juventud.
+Los idiotas, los locos, los de carácter extravagante y muchos otros infelices, sirven frecuentemente de ocasión para presentar en las calles y en las plazas, escenas de tan repelente salvajez, y si no que lo digan en lo pasado Patablanca, la Loca Dolores, la Marota, el Ñato Naroso, el Sargento Varón, Manito, Guerengue, Ceguenta, Pío Culeco, Tigre, Bartolilla, Caifás, y en los actuales Gertruditas, Cosiaca, el General Vasco, María Chucha, Marañas, Justo Pelota, Víctor, Joaquma, la Madre del Monte, Mi Mater, Señor San José, Costillares, Teja, Perjuicio, Majelipa, Papagallo, Pavitas, Colorete, y otros y otras sin que el respetable público que asiste a esos extravíos, se apresure a impedirlos. Antes por el contrario, personajes serios y hasta señoritas de buena cuna, los toleran y aun los aplauden.
+Si el lector quiere saber cómo pasan las cosas en una de esas crueles escenas respecto a una pobre víctima de la grosería popular, siga la breve descripción que intercalamos en este desgreñado relato.
+El infeliz perseguido ocupa la vanguardia y la turbamulta va en pos de él, este le llama por su nombre de guerra, aquel, le burla con palabras soeces; este otro, le grita con apodo burlesco, el de acá, le tira inmundicias; el de más allá, le arroja piedras; el de acullá, un sarcasmo; aquél, un silbido por lo bajo; el que va en pos, un chillido agudísimo, y este, encorvando el dedo índice, le introduce en la boca, sopla como bomba impelente y lanza un ruido agudo, prolongado y estridente como el que produce el silbato de una locomotora de ferrocarril al entrar en la estación o al despedirse de ella para continuar su carrera vertiginosa.
+Cierto día dejó nuestro héroe de salir a la calle en las primeras horas, pero a cosa de las cinco de la tarde se hizo colocar sobre su burra y dijo a Atanasia: «Ven conmigo, porque te necesito en la plaza». La negra le siguió.
+Llegado que hubieron a las gradas del atrio de la iglesia mayor, el amo ordenó a la doméstica, que le bajase de la cabalgadura y que se volviese con la rucia a su tugurio, pues él tenía necesidad de entrar al templo para visitar los altares.
+Lentamente verificó la operación dicha nuestro pobre concuidadano, porque para efectuarla, tuvo que arrastrarse como en otras épocas.
+Cuando estuvo cerca del púlpito, se metió entre la base de él y la sombra de un escaño, tan silenciosamente y tan recogido en sí mismo, que ni aun el soplo leve de su respiración podía notarse.
+Principiaba a teñir la oración, y los fieles, terminadas sus preces, se retiraron a sus respectivas habitaciones dejando a Pedro en absoluto aislamiento.
+Cuando este escuchó el ruido que hacía la llave movida por el sacristán para cerrar la puerta, se puso en movimiento, tomó la escalerilla y aunque con dificultad, logró ocultarse en la cátedra sagrada, en la cual esperó pacientemente la corrida del tiempo.
+Al sonar la primera campanada que pide sufragios para las ánimas benditas, el inválido puso atención para ver la luz de la vela de que debía servirse el sacristán para renovar el aceite de la lámpara.
+A poco rato sucedió lo que esperaba, y al sentir que el empleado de la iglesia descendía por la nave principal, dio vigorosos y acompasados golpes contra la madera del púlpito. Sorprendido el sacristán al escucharlos, corrió apresuradamente y tiró para la casa del cura inmediata al templo.
+El párroco al informarse de lo ocurrido pensó que era caso de conjuro, pues la cosa no podía provenir sino de alguna alma en pena; mas como para proceder a la operación se ofrecía grave dificultad, porque en la casa cural no había los ornamentos que para tales casos son precisos, un sirvtente, segunda edición del Juan sin miedo del cuento, venció el apuro arrancando un barrote de la ventana de la sacristía que daba al patio de la casa.
+Provisto el ministro de sobrepelliz, calderilla, agua bendita, bonete e hisopo, se dirigió al sitio que va indicamos acompañado por algunos vecinos.
+Colocado enfrente del púlpito y después de aspergear tanto como pudo, rezando cortas oraciones latinas, dirigió al aparecido en voz clara y sonora, estas palabras: «Hermano, de parte de Dios, Todopoderoso, diga quién es y qué quiere».
+Los circunstantes percibieron al punto un ligero rumor, y enseguida miraron casi aterrados el busto de un hombre que se alzaba en la cátedra sagrada. «Lo que yo tengo qué decir —articuló con ronca voz— no puedo manifestarlo sino a todo el pueblo reunido en este sitio».
+El párroco ordenó que al instante mismo se tocase a rebato, y tocar y llenarse la iglesia todo fue uno.
+El señor cura entonces tornó a decir: «Hermano; todos estamos reunidos, hable».
+«No haré tal —replicó el busto— porque faltan dos personas que deben escuchar mi revelación. Entre las últimas casas de San Benito y la orilla del río, hay un miserable albergue en donde habitan dos personas que deben ser traídas a este lugar una anciana inválida y una negra coja».
+Sin pérdida de tiempo, nombraron una comisión compuesta de cuatro fornidos mancebos para que averiguasen la veracidad del hecho, y trajesen las dos personas indicadas, caso de hallarlas.
+Con imponderable rapidez ejecutaron los jóvenes lo que se les ordenó, muy admirados del espíritu profético del aparecido.
+Cuando la vieja y la negra estuvieron junto al párroco, este, dirigiéndose a lo que creía alma en pena, exclamó: «Es ya tiempo, hermano, de que se explique».
+El busto, agarrado sólidamente a los bordes de la madera, se irguió, y con tono que algo tenía del eco de un ruidoso trueno, dijo: «señor cura, señor gobernador, señores y señoras, yo soy Pedro Moncayo, el hazmerreír de este pueblo, el burlado, el escarnecido, el maltratado por todos, el interrogado sin tregua por impertinente pregunta, y como no puedo contestarle a cada uno en particular, he resuelto congregarlos a todos para decirles terminantemente que la burra me costó cuatro reales. Conque, amigos míos, ya lo saben; no jeringarme más y todo el mundo a su casa».
+Nosotros conocemos mucha gente: abogados, médicos, gobernadores, presidentes, comerciantes, clérigos, agricultores, candidatos, diputados, periodistas, alcaldes y prefectos, etcétera, que bien quisieran reunir en una corporación a todo el linaje humano para decirle de una sola vez cuánto les costó la burra.
+Medellín, mayo de 1896
+Durante la última guerra que los españoles sostuvieron contra los moros, cuyo término final estuvo en la toma de Granada, y durante las guerras italianas que el vencedor peninsular mantuvo contra Carlos VIII de Francia, el vicio de jugar dinero alcanzó en Europa, en España epecialmente, proporciones incalculables: se jugaba siempre y por todas partes, con especialidad en los campamentos militares. El sacrificio de fortunas inmensas era diario y permanente, el furor por sacudir el alma con las emociones quebrantadoras del azar, había saturado toda la fibra de la nación española.
+Luis de Manjarrés, uno de los conquistadores de Santa Marta, compañero de don Gonzalo Jiménez de Quesada, naufragó en las Bocas de Ceniza, y estuvo nadando, sostenido sobre bancos de arena que se desmoronaban bajo sus pies, durante una tarde y una noche entera, al amanecer de la cual se prendió de la costa y se salvó, para ilustrar enseguida su nombre con clarísimas hazañas de soldado. Este aventurero refería que al caer en el agua, una sota nadaba junto a él, que fue lo último que vio al oscurecer, que a la mañana siguiente estaba todavía a su lado y que fue lo primero que distinguieron sus ojos con la luz. Agregaba que esa maldita carta lo perseguía en tierra y agua, en vida y en muerte, y que en el juego había causado siempre su perdición.
+Muchos guerreros de los de Granada y de los de Italia vinieron a América en calidad de aventureros conquistadores, y trajeron muchas cosas buenas y muchísimas cosas malas.
+Trajeron, por ejemplo, la cruz; pero trajeron los dados.
+Trajeron la doctrina cristiana; pero trajeron grandes vicios.
+Trajeron la Biblia, libro de muchas fojas sagradas, mas también trajeron el naipe, el libro de cuarenta fojas descosidas, fojas malditas que tanto mal han derramado sobre la humanidad de este Nuevo Mundo. Trajeron, en fin, nuestros progenitores, desde el «cara o sello», expresión la más simple de la suerte, hasta la ruleta y las cantarillas. Trajeron el maíz negro, los pares o nones, el trique, los bolos, el billar, el bisbís, la cachimona, etcétera, y trajeron los gallos.
+Las ciudades de las islas Antillas, como que fueron las primeras erigidas por españoles invasores, tuvieron también el privilegio de recibir las primicias de toda esa mies de corrupción importada por nuestros antecesores para ser aclimatada en América. La ciudad de La Habana, en la Isla de Cuba, se distinguió entre todas por la feracidad de su suelo para hacer germinar, crecer y fructificar aquella simiente.
+Los combates de gallos se erigieron en la Perla de las Antillas en costumbre tan arraigada, que hoy la educación de los gallos para la pelea y las cuantiosas apuestas a ello, han venido a ser una especie de culto que tiene sus festividades habituales. Los gallos insulares gozan de gran celebridad en el mundo americano, y su raza extendida por todas partes, hace el contento y delicia de los jugadores. De allá han sido importados los más famosos conocidos en esta tierra, y sus familias han crecido y se han multiplicado de un modo asombroso.
+El primer gallo conocido en territorio antioqueño fue traído por el lusitano Francisco César, en su primer viaje de exploración a estas comarcas. Ese gallo se perdió a orillas de un río de la parte occidental de este territorio, y no se tuvo más noticia de él, hasta la entrada del licenciado Badillo, algunos meses más tarde soldados de este capitán, pernoctaron a las orillas del mismo río, y a la mañana del día siguiente oyeron cantar el animal, posado sobre el ramaje de un árbol. Bautizaron el sitio con el nombre de Río de los Gallos, lo cogieron y lo trajeron consigo. Es posible, sin embargo, que este gallo no dejara posteridad en el país, atendida la rapidez del viaje de Badillo, pero sea de él, sea de otro u otros traídos después, es muy cierto que la estirpe gallinácea está ventajosamente representada en este suelo por todos sus matices y variedades. Introducciones antiguas de esta útil familia, adquisiciones recientes y cruzamiento de especies, con más el esmero prolijo que se tiene en perfeccionar la raza, han producido el efecto natural de tener una variedad infinita de sujetos, variedad tan vasta y tan feliz, como la que con grandes esfuerzos y desvelos hayan podido producir ingleses, franceses y alemanes en la raza bovina, por ejemplo.
+Desde el clásico gallo criollo, amigo inseparable de conquistadores y colonos, tesoro inapreciable de viejas campesinas, hasta el fino gallo inglés de pura sangre, aquí se tiene de todo en el género. Diversos tamaños: grandes, chicos y medianos. Diversos colores: rojos, verdes, blancos, negros, giros, marañones, gallinos, chaquiros, etcétera. Diversas calidades: criollos, mestizos, finos, ingleses, cubanos, perijaes, canaguayes, tufos. Sucede con ellos tanto como lo que sucede con la raza humana de por acá, que de todo tiene, menos blanco pura sangre. El antropologista en un día feriado, pudiera estudiar si quisiera, todas las curiosidades físicas e intelectuales de que la descendenia de Adán es capaz, previa la mezcla ilimitada de sus diferentes sangres. Blancos-amarillos, negros, indios, rojos, mulatos, zambos, mestizos, y entre ellos, cuarterones, saltatrás, etcétera, todo como en las gallináceas, que también pudieran ser provechosamente examinadas por el zoologista y por el aficionado.
+Los romanos eran hombres francos en todo. Su barbarie, que ellos calificaban como civilización, mostraba todas sus caras a la luz del sol. Tenían circos y anfiteatros en que daban espectáculos sangrientos con regocijo para todo el mundo, hacían que las fieras se devoraran unas con otras, que los gladiadores se matasen entre sí, e inmolaban a los que no creían, como ellos, en los dioses inmortales, pero sobre todo eso moralizaban poco o nada.
+Los ingleses han abolido la esclavitud de los negros y persiguen y castigan el tráfico de esclavos. Critican y se horrorizan cuando se trata de fiestas de toros y riñas de gallos, pero permiten, o por lo menos toleran, el pugilato hasta la extinción completa de la vida humana. ¡Excentricidades propias de ingleses!
+Entre los pueblos de origen latino, aficionados al juego, aquí, verbigracia, cuando se trata de apostar a los gallos y de divertirse con sus peleas, unos censuran acrimoniosamente y otros aplauden con furor; pero entretanto la costumbre prevalece, los gallos siguen combatiendo y el pueblo deleitándose en sus combates.
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+El gallo criollo no es gallo de pelea: es pesado en sus movimientos, cargado de carnes, y de carácter tímido y cobarde. Galanteador incansable, eso sí.
+El gallo criollo es el gallo histórico, el gallo tradicional, el gallo de la pasión, el gallo del hogar, el amigo del perro de la casa, el reloj de la noche, el compañero inseperable de la familia campestre, el protegido de la señora y el obrero infatigable de las provisiones de cocina. Su historia viene unida a la defección de san Pedro en el huerto de los olivos, y por su estructura orgánica se puede calificar como perteneciente al estilo gótico. El gallo fino de pelea es de orden dórico, jónico o corintio.
+El gallo criollo no carece de belleza, antes por el contrario la tiene en alto grado, y la saca de la majestad de sus formas, y de la riqueza de su sangre y de los vistosos reflejos de su pluma. Es lástima que su cola sea corta.
+Para juzgar la magnificencia de su porte y su mérito personal, es preciso verlo de pie. Sus miembros son ordinanos y broncos, pero su todo es admirable. Hay en su fisonomía moral algo que revela al mismo tiempo humildad y orgullo, pusilanimidad y soberbia, engola pronto, pero huye veloz. Su pico de color variado, pero siempre granívoro, es regular y perfecto, su cabeza roja con ojo luciente, tiene mejillas de plata bruñida, su cola abundosa y lisa, aunque escasa al centro, tiene la blandura del terciopelo y los reflejos del tornasol, sus flancos guarnecidos de un cortinaje espléndido, son lujosos y galanos como los flecos de una colgadura imperial, su canto sonoro y grave, es dulce en ocasiones como un recuerdo de la infancia, y su conjunto a la vez que simpático, es valioso y estimable, como todo lo que es útil y provechoso al hombre.
+El gallo criollo relaciona su existencia con la existencia económica, con la vida doméstica, pero como yo no pretendo hacer en este momento la historia científica de las gallináceas, considero solamente el gallo bajo su aspecto social y en su relación con las costumbres. Abandono, pues, criollos, copetones, calzados, enanos, churruscos, cochinchinos, etcétera, y llego al gallo inglés, al gallo de raza, al batallador de circo, al héroe, en fin, al guerrero tipo.
+Un gallo fino de pura sangre es un ser magnífico y sorprendente entre todos los seres de la creación. Abstracción hecha de sus variadas especies y atendiendo sólo a su carácter genérico, sus formas prominentes se destacan así: tamaño regular, apostura firme, movimientos veloces y acompasados, actitudes elegantes y sueltas, plumaje rico y vistoso, fisonomía alegre y grave al mismo tiempo, desenvoltura perfecta en sus cultos y bélicos ademanes. La cabeza del gallo fino es pequeña, su cresta y mejillas rubicundas, sus órbitas sin hundimiento, sus ojos salientes y móviles, claros y esféricos, su sangre bermeja y abundante, su vitalidad pasmosa y sus nervios enteramente galvánicos y sensibles. La gola de este animal es copiosa y brillante como el iris, lisa como el raso y suave como la piel de un niño. Levantada en señal de cólera, forma un círculo radiado, un ribete dócil y aéreo de belleza incomparable. Sus alas rígidas en extremo, están unidas al cuerpo por articulaciones, que tendones y ligamentos sólidos y compactos sostienen con energía y explican la resistencia incansable que el animal despliega en sus frecuentes batidas. A cada uno de sus flancos pende una madeja de plumas delicadas y flexibles, imitando la forma de las dos charreteras que cuelgan sobre los hombros de un general uniformado; pero más delicadas, más bellas aun que los entorchados de oro con que fabrican las últimas. Su cola erguida se eleva atrevidamente, formando un ángulo recto con el cuerpo y dejando caer con negligencia, pero con donaire, arcos caprichosos formados con las delgadas, lucientes y afelpadas plumas de sus lados. En el cuarto inferior de sus piernas va calzada su espuela, ligeramente curva y convexa hacia su parte inferior y cóncava por la parte de arriba, imitando dos finos y agudos estiletes dispuestos diestramente para el ataque. Siempre en armas, este gallo ordinariamente se recomienda por su gallardía, pero poseído por la cólera o en sus momentos de cortejo y amor, su garbo y donosura son indescriptibles. Tal es, débilmente pintado, el animal de que trato, en tiempo de paz. En tiempo de guerra, es menos bello físicamente, por culpa del hombre, pero su genio y carácter se elevan a una altura incalculable.
+La idea absoluta del valor y de la temeridad no ha tomado su origen en el hombre, como unidad o punto de partida. El gallo ha debido ser el genitor legítimo de tal idea, así como de la que se tiene del coraje ilimitado, de la arrogancia y de la audacia en toda su extensión. En el valor del hombre hay siempre algo de flaqueza y de combate consigo mismo; en el arrojo del gallo todo es espontáneo y natural, el primero vence el miedo por la inteligencia, mientras el segundo es temerario por la carne y por la sangre. El hombre obedece a un cálculo, el gallo obedece a un instinto, instinto que no se halla desenvuelto en grado tan alto ni en el toro, ni en el tigre, ni en el león, ni en la pantera, ni en ninguno de los otros seres de la creación.
+El gallo inglés tiene tan elevada idea de sí mismo, que si pasara por entre las dos piernas del Coloso de Rodas, a buen seguro que inclinaría la cabeza para no tropezarla con el busto.
+La sutileza de su vista y oído son tales, que muchas ocasiones el águila o el milano, que pasan a distancia y en silencio imperceptibles para el hombre, provocan de su parte un movimiento de defensa instantáneo y lleno de gracia: se recoge, se apoya contra la tierra, inclina el ojo ligeramente cerrado hacia el cielo, cacarea rápidamente y dispone cuerpo y alas para volar huyendo al primer ataque.
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+Dije que la familia española tenía lindas disposiciones hereditarias para tentar fortuna en el juego, y es la verdad.
+Antes se jugaba mucho, hoy se juega menos. Antes jugaban todos, hombres y niños y hasta las mujeres. Las mujeres no deben jugar, porque los caprichos de la suerte son tantos y sus veleidades suelen conducir a situaciones tan difíciles, que en la exaltación de una pérdida se verían quizá obligadas a jugarlo todo en «paro seco».
+Los combates de gallos son un divertimento para algunos y partidas de interés positivo para la mayor parte. Son espectáculos públicos, donde todo el mundo puede entrar, menos los hijos de familia. La policía los permite mediante un derecho crecido, pues ella parece decirse: «Es preciso vivir de alguna cosa, es necesario gravar algo; las virtudes, no, porque ellas de suyo son harto gravosas, los vicios, sí. Vivamos de ellos», y la policía vive de los vicios. Es un sistema fiscal como cualquier otro, su moralidad es, por lo menos, sospechosa. Pero, ¡qué demonios! El gobierno debe ser ateo en todo el sentido que abarca la palabra.
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+Permitidos los combates de gallos, trato de presenciar uno y describirlo a mi modo, si es que tal escena puede describirse.
+La gallera es un circo limitado de pedazos de madera de dos pies de altura, elevados verticalmente y unidos uno a otro para no dejar salida posible a los animales combatientes. El suelo de ese circo es bien nivelado y está cubierto por una ramada o por un toldo de lona. Alrededor de ese circo, de pie o mal sentados, se colocan los espectadores.
+El público de ese lugar es un público heterogéneo y raro en su semblante. Considerado en sus momentos de ocio, es decir, cuando no hay riña, ese público es bullicioso y turbulento: habla, ríe, grita, gesticula, pondera, deprime, fuma, escupe, pisotea, empuja, cambia de lugar, va, viene y secretea. Se diría, al verlo, que es una tropa de poseídos. Se parece algo a un mercado público, pero es más innoble, más bastardo, de peor condición.
+Reunida la gente, reunidos los gallos y los jefes que los dirigen, ya unos enfrente de otros, comienza la lidia de casar la pelea.
+Esta operación lenta es enfadosa, puesto que da por resultado el fastidio de esperar. Uno de los animales es más grande que el otro, en concepto de un bando, y lo contrario piensa el opuesto; este pesa más, pero el contrario tiene mala pluma; la espuela del uno es menos larga, pero el otro ha dormido en la humedad. La raza, la descendencia, las peleas ganadas y perdidas, el dueño primitivo, el criadero, la historia, en fin, entera, antigua y moderna de cada uno de los antagonistas, viene al conocimiento de todo el auditorio. Por supuesto que en todo este tiempo salen de la boca de los casadores y aun de algunos individuos más de los respectivos partidos, frases más o menos jactanciosas, chanzas ofensivas, exageraciones ridículas, ponderaciones extravagantes, satirillas indigestas, propuestas capciosas, intrigas de engaño, insultos, y en ocasiones encuentros de hombre a hombre antes que tenga lugar el de los gallos. Toda esta algarabía va expresada en un lenguaje especial, dialecto significativo y grosero tomado de la profesión, porque es preciso advertir que el gallero tiene un vocabulario para su gasto. «Muerde de los pelos del buche, le dio en cincochorros, en el empate, en tatequieto, en el matadero», etcétera, son frases que fuera de muchísimas otras, el hombre de este oficio lleva por todas partes en la vida civil, y con las cuales entra a veces, hasta en los salones, con pretensión de hacer el espiritual, oportuno y talentoso.
+Casada una riña y determinado el fondo de la apuesta principal, los bandos respectivos se dividen, cada cual con el fin de aguzar las espuelas de su gallo, de preparar su pluma y disponerlo para la lid.
+Después de afiladas las astas se presenta un hombre con una tajada de limón, entre cuya carne las introduce, estruja y frota cuidadosamente. Ese caballero es el juez de gallos, y sus funciones son decidir todos los casos dudosos que se vayan presentando, y contra cuyas sentencias se refunfuña en ocasiones, pero no se apela jamás. La pequeña operación que él ejecuta con el jugo del limón, tiene por objeto limpiar o por lo menos neutralizar algún veneno, que los contrarios hayan podido untar al gallo. Como se ve, esta precaución es una delicada galantería recíproca que los jugadores se hacen; un homenaje rendido a la buena fe y a la probidad del enemigo.
+Tienen razón, porque de un lado, la experiencia prueba que estos reprobados manejos han sido practicados en ocasiones, y de otro, el oficio imprime carácter y la trapacería y el dolo forman su tipo.
+Antes de una pelea definitiva y por apuesta en el circo, los gallos han sido ensayados en uno o más aporreos (voz técnica) y desprovistos de su cresta y barba. Preparadas las espuelas, el juez de gallos, con unas grandes tijeras, recorta la gola, melenas, plumaje de los lados, cola y hasta la vestidura del tronco y piernas a cada uno de los combatientes, si es que esto no ha sido hecho con anticipación por los respectivos amos. Con esta mutilación sacrílega, el animal pierde casi toda su belleza, y toda la perdería si eso fuese posible, pero no lo es.
+Otra de las operaciones preparatorias consiste en refrescarlos, arrojándoles sobre la cabeza y debajo de las alas duchas de agua fría, empujadas por la boca de los careadores. Hecho esto, los gallos son puestos sobre la arena, los padrinos o careadores se interponen un momento entre los dos adversarios, mientras el público despeja el campo y toma su colocación debida.
+La algazara que precede y acompaña estos preparativos, se suspende de repente por un momento al tiempo de comenzar la lucha. La fisonomía de todos los concurrentes revela, sin poder ocultarla, una extremada agitación nerviosa, de la cual no están exentos los careadores, pues uno, el que más confianza tiene en su adalid, aprovechando el momento de silencio, se para de lleno en la mitad del circo, y mientras que con el dedo indicador de la mano derecha lo señala, con un ligero movimiento giratorio de cabeza y con el ojo brillante recorre la multitud y grita con voz entera y fuerte: «¡Veinte condores más a este gallo!».
+Al mismo tiempo que esto sucede, los gallos puestos uno enfrente de otro, prontos y ansiosos por degollarse, y a pesar de la lastimosa desnudez de su espléndido ropaje natural, desarrollan bajo el influjo de la cólera, del odio o acaso más bien del placer de matarse, desarrollan, digo, proporciones de alta nobleza, de alto brío y de altísima hermosura. Su marcha es pausada y majestuosa, su cuello erguido y soberbio, su ojo centellante y vivo, su cabeza móvil, su ademán seguro y firme y su conjunto hermoso y sublime. Es entonces cuando su canto repetido y sonoro, alcanza los tonos del clarín que anuncia la batalla y la matanza. Las bandas bélicas que usan los hombres en sus combates, el relincho del caballo en medio del fracaso de la pelea, no son ciertamente de un carácter tan guerrero, como lo es el canto del gallo precursor de un duelo a muerte. En estos momentos su persona alcanza formas verdaderamente épicas, y si yo escribiera a fines de la última centuria, es cierto que llamaría a Calíope en mi ayuda, para cantar su epopeya. El ser más simpático, más interesante y más estimable en una gallera, no es ciertamente el hombre, es el gallo.
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+Puestos a un lado los careadores y dejados en libertad los gallos, se arrojan velozmente el uno sobre el otro. Esta primera parte de la querella, llamada revuelos, no es el ordinario sino el exordio del sangriento drama que ha de seguir. Rara vez, a no ser que la casualidad intervenga, o que los adversarios sean de primera fuerza, hay heridas o muerte en los revuelos. Los gallos en este primer acto se atacan de frente, cambian de puesto a cada rato, hacen un cuarto de conversión y dan siempre la cara al enemigo. Nunca, jamás un floretista de oficio en un salón de armas, mantiene más cuidadosamente su cuerpo en guardia. La soltura de los movimientos, la velocidad en el ataque, la destreza en la defensa y la maestría en los golpes, andan con más rapidez que la vista del hombre que las contempla.
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+En tiempos anteriores los guerreros no se contentaban con llevar en sus campañas simplemente el nombre bautismal o de pila. La historia nos da Ricardo Corazón de León, Carlos el Temerario, Paredes el Esforzado, Gonzalo el Invencible. Estos calificativos constituyen lo que se llama el nombre de guerra. Exactamente lo mismo se hace con los gallos cuando sobresalen por su valor o habilidad. El Revólver, el Mascachochas, el Trueno, el Rayo, el Relámpago, el Bismark, suelen ser nombres tan populares y conocidos en las galleras, como pueden serlo entre las naciones el de Molke, para no buscar más ejemplos.
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+Pasado el preámbulo de que hablamos, los dos contrarios, cegados por la ira o ansiosos del triunfo, suspenden repentinamente la prontitud del ataque, pero redoblan su violencia y su coraje. Entonces es cuando combaten tiro por tiro y cuando luchan pecho con pecho, cuerpo con cuerpo, pico con pico y espuela con espuela. Muerden, baten, hieren, esquivan, buscan y furiosos siempre y llenos de rabia se lastiman, se aturden, se degüellan, se matan o exangües y debilitados se paran, se arrodillan, o caen al fin el uno junto al otro moribundos y agonizantes, pero combatiendo siempre y pareciendo decir cada uno como el Argante de Jerusalén: «Aun muriendo, vencido ser no quiero».
+Hay ocasiones en las cuales uno de los combatientes se muestra tan eminentemente diestro, que más que un instinto parece poseer el arte de la esgrima. Cada uno de sus golpes va acompañado de una profunda estocada. Un lazzaroni napolitano, un bravo de Venecia o un asesino calabrés, no asestarían sus golpes con tanta fijeza. De repente el asta entra por un ojo y las tinieblas se apoderan de los dos, su punta atraviesa uno de los vasos de la parte lateral del cuello y una copiosa lluvia de sangre salpica instantáneamente el suelo. A veces la herida cae sobre la cabeza, el animal es fulminado como por una centella eléctrica, pierde el conocimiento, se aturde, rebota sobre la arena, se eleva por el aire, salta por encima de la cabeza de los espectadores, grita, cacarea o se queja lastimosamente.
+De cuando en cuando un golpe simple y que parece sin gran significación, debilita el ardor del combatiente, su cara palidece, el ojo se marchita, cae y muere. Un golpe seco y sin sonido perceptible sobre la articulación del cuello con la cabeza, deja al animal tan sólo el tiempo preciso para lanzar un gemido, caer sobre la arena, convulsionar cuerpo y miembros y perecer súbitamente.
+Son tantos los incidentes ocurridos en este desafío cruel, que relacionarlos todos sería prolijo a la par que doloroso y mortificante. Asidos por el pico simultáneamente o de carnes ya mortificadas, baten al mismo tiempo y caen entretejidos y revueltos, detenidos en su movimiento por las espuelas hundidas en uno y otro cuerpo. Con frecuencia el animal es herido de muerte con su propia arma, desviada al punto del ataque. Más adelante uno de los dos antagonistas, o ambos, se mueven con dificultdd, sus alas caen y se arrastran, sus piernas tiemblan, su cola se inclina, la cabeza cárdena y amoratada chorrea sangre, los ojos cubiertos por los párpados hinchados, ofrecen la ceguera absoluta, pierden el uno, embisten al acaso, muerden sin concierto o desfallecen. Cuando el triunfo se decide por uno que queda todavía fuerte, el victorioso continúa el ataque, golpea, pone la pata sobre la cabeza del rendido, lo estruja, lo pisotea, levanta el cuello, canta y torna a la matanza y a la carnicería sin tregua y sin descanso. Muerto, todavía lo persigue y lo maltrata.
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+Esto y mucho más en cuanto a los campeones. Vuelvo al pueblo y examino su participación en el asunto. Si el agresor es cruel y temerario, obedece a un ciego impulso de la carne, si el hombre es bárbaro y frío en estos casos, obedece a la razón pervertida. La peor parte queda para él.
+Dije que al tiempo de comenzar la lucha los espectadores guardaban un momento de calma y de silencio, sin abandonar por eso su mal contenida exaltación. Este sosiego dura poco y se acomoda siempre a las distintas peripecias del drama. En los lances sorprendentes o en la vacilación de la victoria, este silencio suele presentarse de nuevo y semejante a un templo durante el sacrificio, o al de una fierra cuando pasa la Majestad. ¡Todo culto tiene sus momentos de recogimiento y reverencia!
+Cuando, lo que pudiéramos llamar la parte dinámica del entusiasmo de los galleros, se desenvuelve en todo su vigor y en toda su energía, entonces esa multitud asume un aspecto singular. Un frío observador pudiera y debiera estudiar la humanidad en esos instantes, porque ese estudio de pura psicología, muestra el alma enferma por una faz asquerosa y repugnante.
+En tanto que los combatientes se disputan valerosamente el triunfo, los apostadores levantan el bullicio y el estruendo a una altura que aturde y desvanece. El vértigo debería ser enfermedad de galleras, así como la peste lo es de los campamentos militares. Este anuncia las heridas, aquel predice la muerte o la huida de tal gallo, el vecino da con aplomo el triunfo definitivo a uno de los dos, y él jamás se ha equivocado, don Fulano redobla su apuesta; don Zutano «quiere abrirse», el otro pasa al bando contrario, cuál, a la mejor ventaja, grita de un modo estridente: «Veinte onzas a mi gallo», quien se mueve airado y para las apuestas, aquí se levanta un brazo para mostrar al tahúr de enfrente con los dedos de la mano, el número de pesos convenidos, allá dice alguien «Fueron diez», acá responde otro: «Fueron ocho». Pedro, en el colmo del frenesí, se agita en su puesto, bate los brazos cuando su gallo bate, Juan agacha la cabeza, tiembla y se acurruca cuando el suyo está en peligro, Diego gesticula, tiembla y suda, un careador tranquiliza su inquieto bando, el contrario lo anima y asegura, la confusión sube de punto, los semblantes se alteran, los ojos brillan, las manos se mueven, las palabras se chocan, las risas van al lado de la blasfemia, el populacho se iguala con la nobleza, el plebeyo se hombrea con el blanco, el hombre de bien fraterniza con el tramposo, y tal que se avergonzaría de recibir en público el saludo de alguno, lo llama amigo en la gallera, las condiciones personales se confunden, el color de las fisonomías cambia según las emociones del ánimo, Francisco se pone verdinegro como el agua del mar a la caída de la noche, Pablo está lívido como un cadaver, su hermano blanco como la cera, el que sigue tiene la expansión y la rubicundez de la dicha y la esperanza, y así diversos y acentuados matices por doquiera. En vista de todo esto, se diría que se está en una cueva llena de camaleones, cuyos reflejos cambian temblorosos al menor movimiento de la luz.
+Un fisiologista sacará quizá algún provecho personal de su asistencia a riñas, porque al menos confirmaría la exactitud de algunos fenómenos vitales de importancia. Él vería, por ejemplo, que un espolazo dado sobre la arteria carótida, en la parte lateral del cuello, produce la muerte instantánea del animal, que una herida que interesa sólo la vena yugular, es grave, pero no precisamente mortal, explicaría por qué cuando el asta entra por un ojo, la visión se extingue en ambos, aunque el órgano opuesto quede aparentemente sano; sabría que la lesión que cae sobre la artículación del cuello con la cabeza, afecta la médula oblongada y mata de repente, que el aturdimiento resulta de una conmoción cerebral, que la parálisis de la mitad del cuerpo proviene de una herida recibida en el hemisferio cerebral opuesto, que golpeado o herido el cerebelo, el gallo al batir cae sobre la cola y retrocede en lugar de avanzar, que si el arma interesa la columna vertebral, hay parálisis en la una o en las dos piernas, y así de otros accidentes que con frecuencia ocurren. Hasta estoy por pensar que un médico fisiologista atento e instruido, llevaría grandes ventajas en este juego.
+En los entreactos suelen ocurrir cosas dignas de mención. En un grupo se paga el dinero perdido, se disputa en otro sobre la cuantía de una apuesta, se analizan los lances del combate, se disiente sobre muchos puntos y suele haber más calor de espíritu y de genio que el que se requiere. Por influjo del mal humor causado por la pérdida; por el estímulo que produce el ejemplo de bravura que dan los gallos; por la vista de la sangre que ha corrido; por la irritación proveniente del tumulto y de la gritería, y no pocas veces por la intervención de las báquicas libaciones que suelen entrar en el divertimento, el lenguaje de algunos se descompone, el insulto suele ser de buen calibre, la soberbia invade, las amenazas cunden y luego asoman la navaja, la cachiporra, el puñal o el revólver como la última razón de toda querella. En esa situación suele haber entre hombres, certámenes sangrientos y deplorables, pero en general, por mucho que sea el aparato, la conclusión es en raras ocasiones luctuosa, porque entre tahúres hay docilidad de carácter, el odio pasa pronto, el resentimiento no existe y el vínculo sagrado del vicio liga en breve los corazones. Insultos que en las circunstancias ordinarias de la vida civil no se lavarían sino con sangre, en el augusto recinto de un garito pasan casi desapercibidos, o por lo menos son prontamente perdonados y olvidados. Un momento después, al día siguiente o en la próxima función, hombres que parecían querer entredevorarse y que se habían ultrajado hasta la deshonra, se presentan ante el mismo público brazo con brazo y tan amigos como Pitias y Damón, ofreciéndose hasta morir el uno por el otro. El billar mismo con todo sus inconvenientes, comparado con la gallera, puede ser reputado como un lugar de recogimiento y penitencia; casi como un monasterio de inocentes monjas.
+En cuanto a trapacerías, trampas, fraudes, engaños, astucias, redes, infidencias, etcétera, el curioso puede oír a un veterano encanecido en el oficio y sabrá linduras y maravillas.
+Yo presencié todo eso y mucho más que no cuento. Recorriendo con la vista la corporación entera, iba a lanzar un fallo afirmativo y cruel como la escena misma, pero atendida su gravedad me contenté con murmurar entre dientes: «Los que estamos aquí no parecemos hombres de bien»; y me salí.
+Medellín, 27 de mayo de 1871
+La revolución granadina de 1840 tuvo su origen en la elección para presidente del doctor José Ignacio de Márquez, opuesto por unos al general José María Obando, proclamado por otros.
+La supresión de conventos menores, decretada por el Congreso Nacional desde el año de 1821, motivó en la Provincia de Pasto una insurrección capitaneada por el padre Villota, cuyo convento debía eliminarse.
+Aquella primera intentona pareció quedar aniquilada con el triunfo obtenido por el general Pedro Alcántara Herrán en el paraje de Buesaco, y con el generoso indulto y amnistía concedidos por él a todos los comprometidos en el movimiento, que tendía a la subversión del orden público.
+El resultado feliz que se esperaba del indulto y amnistía concedidos entonces a los insurrectos, no tuvo éxito dichoso, porque muy pronto después numerosos guerrilleros aparecieron por aquellos lados en contra del gobierno nacional.
+Por desgracia para la patria, la cuestión llegó a complicarse de un modo más que enfadoso, aciago para la República; porque reapareció sobre el tapete lo relativo al asesinato del gran mariscal de Ayacucho, general Antonio José de Sucre, en un desfiladero de la montaña de Berruecos.
+El general Obando, acusado entonces como responsable de la ejecución de aquel horrendo crimen, después de haber permanecido en Bogotá por algún tiempo, y viéndose perseguido por sus enemigos, con razón o sin ella, logró trasladarse al sur de la República, en donde actuó como caudillo en las guerras posteriores.
+A la revolución de Pasto siguieron varios alzamientos locales en todo el territorio del país, encaminados todos ellos a derribar el gobierno de Márquez. Los hubo en Popayán, en Cundinamarca, en Casanare, en Mompox, en Cartagena, en El Socorro, en Boyacá y en Antioquia, donde comenzaron el ocho de octubre, encabezados por el coronel Salvador Córdoba y algunos de sus amigos.
+Desencadenóse al fin una barahúnda, formada, de un lado, por supremos rebeldes, y de otro, por caudillos ministeriales que defendían al gobierno; y hubo batallas sangrientas, derramamiento de sangre, pérdidas de caudales, patíbulos afrentosos, ansiedad general, odios, rencores y copia enorme de todas esas monstruosidades que manchan a los pueblos, cuando la pasión política, el interés personal y la ambición entran en campaña.
+Los coroneles José María Vesga y Tadeo Galindo, revolucionarios oposicionistas, estaban a la cabeza de un regular ejército, situado en la ciudad de Honda, capital de la Provincia de Mariquita, a la sazón en que Córdoba reunía tropas en Antioquia para ir en ayuda de ellos y para entrar de firme en el conflicto civil que atormentó por entonces a la nación.
+La primera providencia de Córdoba al declararse jefe supremo en el país de su nacimiento, fue mandar una columna de guerreros en sostenimiento y ayuda de sus amigos Vesga y Galindo, la que llegó al campamento de aquellos a tiempo en que eran atacados por el general Joaquín París, quien operaba, con un mediano ejército llevado de Bogotá, en favor de los ministeriales.
+Avistadas las fuerzas contendientes, Vesga y Galindo fueron derrotados, no sin que hubiese algún derramamiento de sangre en ambos campos y un razonable número de prisioneros.
+Entre los capturados en aquella acción de guerra estaba un joven medellinense llamado Pablo Vegal, sujeto entroncado con una de las más nobles familias antioqueñas, caída en notable pobreza en la época a que nos referimos.
+El capitán Pablo tenía, cuando fue hecho prisionero, cosa de treinta y seis años. Era alto de cuerpo, recto, de piel blanca, de cabello castaño y lacio, calvo hasta la coronilla, de ojos negros melancólicos, de boca expresiva y de movimientos enteramente marciales.
+ Conducido a Bogotá, logró escaparse de la prisión, y como todo desertor antioqueño parece tener una brújula en las pupilas, poco después el joven estaba en Medellín, incorporado de nuevo en el minúsculo ejército del coronel Córdoba, brioso y resuelto a pagar, si preciso era, la fuerza de sus convicciones políticas hasta con la vida.
+En el curso de su deserción nada pudo contener el arrojo del antioqueño: ni el Magdalena, que atravesó a nado, llevando sus vestidos enrollados sobre la cabeza, ni el hambre, ni la intemperie, ni los reptiles, ni las fieras.
+Mientras ocurrían los acontecimientos de Honda, el coronel Córdoba, con una partida de soldados, que más que columna podría denominarse pelotón, tiró al encuentro de los coroneles Eusebio Borrero y Juan María Gómez, quienes atacaban a los revolucionarios de Antioquia por el sur.
+En los alrededores de la por entonces reducida aldea de Riosucio, Córdoba fue rechazado y obligado a replegarse hacia el centro de la provincia, en donde, merced a su gran influencia, aumentó el número de sus defensores, en tanto que Barrero, siguiendo a marchas forzadas, se presentó en el pueblo de Itaguí, distante dos leguas de Medellín, en donde se hallaba acampado su adversario, quien salió a presentarle batalla.
+En Itaguí hubo reñida pelea, porque los contendores de lado y lado eran valientes y temerarios, como acostumbran serlo en todas las ocasiones los descendientes de Córdoba, de Girardot, de Cabal y de Caicedo.
+Sucedió que después del combate, ninguno de los dos cabos obtuvo victoria definitiva, razón por la cual, después de un convenio entre los jefes, Borrero regresó al Cauca, y Córdoba permaneció en Antioquia, para ir luego al Cauca a sentarse con Jaramillo y Robledo en el histórico escaño de Cartago.
+Vesga y Galindo, después de varios acontecimientos que sería inoportuno referir en este episodio, quedaron en Medellín, amenazados por partidarios del gobierno, a quienes acaudillaba el coronel Braulio Henao.
+En Salamina ocurrió un encuentro entre las tropas ministeriales y los oposicionistas, en el cual, a vuelta de hechos heroicos de parte y parte, los últimos fueron completamente rotos.
+Prisioneros en aquel encuentro fueron Vesga, Galindo, Menéndez y otros muchos. El capitán Pablo fue herido en una pierna, mas no con tanta gravedad que le impidiese andar a pie. Como fugitivo tomó el camino de su casa, y al llegar a la Ceja del Tambo, sabedor de que un sujeto, a quien tenía por buen amigo residía en ese sitio, tocó a su puerta para pedir hospitalidad. Fue acogido; pero traidoramente denuciado al alcalde por el mismo en quien depositaba su confianza, y cogido al punto.
+Preso, se le condujo a la Capital de la Provincia, y se le encerró en estrecha prisión para encausarle como a los compañeros.
+Para no detenernos en pormenores, diremos simplemente que Vesga y Galindo fueron fusilados sin pérdida de tiempo, después de habérseles formado causa sumaria; y que Menéndez, Gutiérrez, el capitán Pablo y otros, quedaron encarcelados, mientras se sustanciaba el proceso que a ellos se refería.
+En tanto que todos los prisioneros estuvieron reunidos, el tiempo se pasó entre ellos, si así puede decirse, alegremente.
+Platicaban entre sí a diario, unas veces solos y otras con los vecinos que llegaban a hacerles compañía, o con los oficiales de la guardia, porque parece que aquellos veteranos miraban la muerte que podía venírseles encima, como antigua conocida a quien habían cortejado de cerca en los campos de batalla, cuando reñían con denuedo por darnos señorío nacional, chanzas frecuentes, anécdotas picantes, recuerdos de gloria, referencia de acontecimientos habidos en la guerra en que los lidiadores de la patria se habían distinguido con actos de temeridad, que rayaban a veces en verdadera locura. De todo eso y de mucho más, trataban aquellos valientes, para pasar entretenidos las horas de su cautiverio y para esperar resignados la suerte adversa que con fundamento creían vendría infaliblemente a ellos.
+El local que les servía de prisión, estaba situado a distancia de ochenta metros al occidente de lo que entonces se llamaba Plaza Mayor de la Villa de Nuestra Senora de la Candelaria, y en el punto mismo que sirve hoy para Escuela Normal de Varones. Como quiera que los aposentos en que estaban los reos no fuesen muy espaciosos, ocurría que en un mismo cuarto pasaban la noche muchos de ellos, casi en contacto personal.
+Cierta mañana dijo el coronel Gutiérrez a sus compañeros: «He tosido esta noche sin tregua, mucho más de lo que me acontece de ordinario, y creo que he perturbado el sueño de muchos de ustedes. Lo siento positivamente, pero no puedo evitarlo, porque opinan los médicos que estoy tísico y en el último período de mi enfermedad. La música que entonan mis pulmones no es agradable: unas veces balo como oveja, otras veces mi tos es cavernosa, y en ocasiones parece un verdadero estertor; por lo cual pido a ustedes mil perdones, sin propósito de enmienda, porque esto no depende de mi voluntad».
+Como todos sabían que aquel indomable veterano estaba gravísimamente enfermo, le tranquilizaron con frases de respeto y de cariño.
+La sentencia final del juez que conocía de las causas tardó algo en ser pronunciada, respecto a estos últimos conspiradores, y entre tanto pasó a la pasión política lo que suele pasar a la lava arrojada por los volcanes, que al principio corre ardiente por los flancos de la montaña, pero que al detenerse en la base, queda en reposo y se enfría paulatinamente.
+Muchos jóvenes de Medellín visitaban diariamente a los presos, con el propósito de dulcificar las penas de su situación y de prestarles todo género de servicios.
+Dos de ellos, de elevado carácter y de nobílisimas intenciones, lograron hacer evadir de la cárcel al coronel Gutiérrez, cuando se supo que ya estaba condenado a muerte. Laudable acción que tuvo por único resultado el que aquel valeroso militar fuese a morir hético en un pueblo vecino; hético, como se dice en el vulgo, para significar la dolencia que los médicos llaman ahora tuberculosis pulmonar.
+Atanasio Menéndez, sobrino del héroe del Bárbula, consiguió igualmente escaparse cuando lo conducían a la Costa Atlántica para morir prematuramente y con gloria en la República de Venezuela, de modo que el capitán Pablo quedó casi solo por algunos días, esperando un fallo que no debía ser favorable.
+Entre los diferentes personajes que visitaban diariamente a los detenidos, había uno que debe llamar nuestra atención.
+Era un hombre más bien pequeño que alto, de pelo y ojos negros, de frente un tanto abultada, de nariz gruesa, de labios regulares, de escasa barba, de aspecto taciturno y de facciones enérgicas; un hombre, en fin, de esos a quienes los médicos, al calificar su aspecto, dicen que tienen facies encefálica, lo que equivale a decir que tienen cara de locos.
+Efectivamente, aquel hombre era tenido entre la gente por sujeto de carácter extravagante, y se decía de él que era muy ideático, porque se le veía de ordinario reservado, silencioso, esquivando relaciones; y entregado sin descanso a trabajos de sastrería, que era su oficio habitual.
+Este personaje se llamaba Carlos, y era hermano carnal del capitán Pablo, de quien lo separaba una diferenia de edad de cuatro a cinco años.
+Carlos y Pablo habían pasado en estrecha unión los primeros años de su vida, y tanto el uno como el otro, dotados de clara inteligencia, habían recibido con provecho la educación elemental que el cariño de sus padres les había procurado.
+En la época a que vamos refiriéndonos, los dos hermanos eran hombres, si no completamente instruidos, sí perfectamente educados; porque el mayor, en los ratos de tregua que le dejaba su trabajo, leía sin descanso los buenos autores que había a las manos, mientras el menor, en contacto diario con oficiales y jefes distinguidos del ejército independiente, había adquirido conocimientos generales de no escasa importancia. Uno y otro se expresaban con gran facilidad, y por don natural daban a su discurso el fuego sagrado que imprime al decir, aun de los ignorantes, vivísimo interés. En nuestra opinión, eran poetas, a su modo, aunque no se ocupasen en fabricar estrofas rimadas. La poesía puede existir en el espíritu de un hombre sin necesidad de consonantes y asonantes, porque, bien meditado el asunto, es poeta quien sabe sentir y formular el sentimiento; quien sabe comprender los misterios de la naturaleza física y moral; quien halla en la contemplación de todo lo que le rodea el germen divino de lo bello, de lo bueno, de lo útil, de lo agradable, de lo permitido y de lo verdadero.
+El capitán Pablo era más suave y más tierno, Carlos, más exaltado, más enérgico, más impetuoso, pero ambos naturalmente correctos y razonables, si bien inclinados al silencio cuando el estímulo de la pasión no obraba sobre ellos.
+Todos los días, sin falta, después de la hora de almuerzo, entraba Carlos a la prisión; y al entrar, Pablo salía a su encuentro:
+—Buenos días, Carlos. Entra. ¿Cómo está mi madre?
+—Está bien: siempre clavada en su lecho, pero fuerte e inquebrantable como de costumbre.
+—En efecto, la pobre anciana estaba paralítica hacía ya algunos años.
+—Procura, Carlos, que nada le falte.
+—Nada le faltará —decía el lacónicamente, y buscaba asiento en un rincón de la pieza, donde se entregaba a su eterno oficio de costura, sin que lo interrumpiese sino de tarde en tarde, para responder a las preguntas que solían dirigirle.
+El capitán y su hermano gozaban entre los vecinos la reputación de ser hijos modelos, y así era en efecto. Su señora madre, sea por efecto de carácter, o sea por causa de la irritación que suelen producir dolencias habituales, experimentaba de vez en cuando exacerbaciones de impaciencia que no tenían para desfogarse sino la presencia de los hijos, únicos compañeros en su triste aislamiento.
+En casos tales, los dos hermanos, en lugar de rebelarse contra la dura severidad de la anciana, redoblaban hacia ella las muestras filiales de su ternura y respeto, hasta lograr calmarla. Aquellas crisis terminaban a veces de un modo patético, y gruesas lágrimas inundaban la faz venerable de la señora, como revelación natural del profundo amor que le inspiraban aquellos pedazos de sus entrañas.
+Además, Carlos ganaba con su trabajo, y ahorraba; y Pablo, calígrafo habilísimo, había obtenido colocación en varias oficinas públicas, de las cuales sacaba lo suficiente para atender, con las economías del hermano, a los gastos de aquel modesto hogar.
+Pasaron algunos días; la causa contra el capitán siguió su curso, y al fin el juez pronunció sentencia de muerte contra Vegal y Gutiérrez, como muchos lo temían.
+La mala nueva, como todas las de su especie, llegó a la cárcel antes de la notficación oficial, porque las malas nuevas parece que tienen alas.
+Al día siguiente de haberse pronuciado el fallo, un apuesto mancebo, antiguo condiscípulo de Pablo, secretario a la sazón del juez que conoció de la causa, se presentó en aquel umbral de la puerta por donde se penetraba a la pieza en que se hallaba el capitán. Este, al ver a su amigo, se puso de pie, avanzó hacia él, le estrechó cordialmente la mano, le suplicó que se sentase y le enderezó estas textuales palabras:
+—Ya sé que viene usted en cumplimiento de un deber penoso; pero no tenga cuidado, abra ese pliego y lea, para que sepamos qué tal redacta el señor juez.
+El joven, profundamente conmovido y tembloroso, abrió el pliego, y leyó con voz entrecortada la sentencia de último suplicio que el juez pronunciaba contra el acusado. Este oyó la lectura con serenidad, departió tranquilamente con su antiguo camarada de colegio sobre diversos puntos, hasta que, terminada la plática, el empleado volvió a su oficina y el reo quedó en su prisión.
+Un poco más tarde, Carlos entró como de costumbre, con las facciones un tanto alteradas, aunque de aspecto firme y decidido.
+El capitán lo recibió con la afabilidad de siempre, le dejó tomar su asiento de preferencia y se ocupó luego en recibir los numerosos visitantes que llegaban a saludarle, tan indiferente y frío como si de nada serio se tratase.
+Cuando Carlos se dispuso a dejar la prisión para volver al lado de su anciana madre, el hermano lo detuvo y le dijo estas palabras:
+—Esta noche irás a casa del señor cura, y le suplicarás, a nombre mío, que visite a nuestra madre, ¡pobre madre!, que le dé la notica de lo que me pasa, que trate de atenuarle el golpe y que mañana entre las diez y las once procure verme, porque necesito conferenciar con él y arreglar asuntos que atañen a mi conciencia.
+—Está muy bien —contestó secamente Carlos—, cumpliré tu recomendación. Volvió la espalda y siguió para su domicilio.
+Al día siguiente, a cosa de las once de la mañana, se presentó en la puerta de la prisión un sacerdote católico, alto de cuerpo, de piel morena, de semblante austero y de ademanes apacibles.
+El capitán se puso de pie, avanzó respetuosamente hacia él y le dijo con tono cariñoso:
+—Buenos días, maestro—. Porque, efectivamente, cuando el joven era niño, había recibido de aquel venerable viejo algunas lecciones de latinidad.
+—Buenos días, Pablo —respondióle el ministro—. He venido a tu llamada; sé lo que pasa, y esperaba que quisieras verme.
+—Avance usted, maestro —repuso con calma el sentenciado al sacerdote—. Tome usted asiento a mi lado, porque tengo que entenderme con usted acerca de diferentes asuntos.
+El presbítero se sentó.
+Era el cura de Medellín en aquella época un varón incomparable por sus virtudes eximias. Todos los habitantes del lugar le respetaban y veneraban, porque su generosidad era notoria, popularmente aceptada la pureza de sus costumbres, evidente la austeridad de su vida y sin límites su caridad.
+—Pues bien, señor —continuó Pablo—; tengo algunos reparos de conciencia que deseo comunicar a usted en requerimiento de tranquilidad. En primer lugar, le manifestaré que pienso faltar a mis deberes de cristiano, porque ni quiero ni puedo tenerle miedo a la muerte que me espera.
+—¿La deseas? —le preguntó el sacerdote.
+—No diré tanto —contestó el interpelado—, pero me es indiferente.
+—En este punto —repuso el sacerdote— hay que considerar dos cosas: desear la muerte equivale a un principio de suicidio, porque con ello se da prueba de poca conformidad con las miras del Altísimo, que es quien ha concedido la vida y el único que puede disponer de ella según su voluntad; no temerla, hijo mío, es negocio de pura organización: los valientes no la temen, y tú eres valiente. En cuanto a lo primero, lo creo firmemente, te aconsejo que renuncies a ese deseo, si lo tienes, porque me parece pecaminoso; y en cuanto a lo segundo, te diré buena y simplemente que no debes tener cuidado alguno: te conozco, sé que eres creyente y cristiano, que si Dios dispone que sigas viviendo, te conformarás con sus decretos, y que si Él quiere que perezcas, irás tranquilo y sin vacilaciones a descansar en su seno, previo el arrepentimiento de tus culpas.
+—Sin embargo, señor, en medio de mi indiferecia por lo que acontece, no puedo impedirme un sentimiento de protesta contra la falsa justicia que me condena, no puedo convenir en que los que considero como verdugos sean jueces y parte en lo que me concierne.
+—Mira, Pablo —replicó el cura—, las únicas leyes que son absolutamente justas son las naturales y eternas, dictadas por el Supremo Hacedor del Universo. Las dictadas por los hombres pueden no serlo, pero como no está en nosotros variarlas ni resistirlas en sus efectos, preciso es que nos sometamos a ellas, para morir como buenos. El día de las cuentas, el Supremo Juez dará a cada cual lo que le pertenezca. Al mártir de la injusticia, la bienaventuranza, y al injusto, el castigo merecido. Ánimo, pues, y resignanción, hijo mío.
+Algo más pasó entre el discípulo y el maestro, que sería inútil narrar en este punto.
+Concluidos los preliminares dichos, el reo y el confesor penetraron en la alcobita vecina, y después de no muy largo rato, aparecieron de nuevo en el salón.
+—Maestro —dijo Pablo—, espero que volverá usted a verme todos los días, que me acompañará en la capilla, que me conducirá hasta el cadalso, que alentará mi fe con sus buenos consejos y que no descuidará a mi pobre madre.
+—Lo haré como lo deseas, querido Pablo.
+Un ojo penetrante hubiera podido adivinar en el rostro de aquel piadoso anciano, a tiempo de pasar bajo el dintel de la prisión, escritas en su frente venerable estas palabras: «He aquí un hombre de bien».
+Sucedían así las cosas; pero aconteció que a la mañana siguiente de la notificación de la pena de muerte y de la conferencia del capitán con el párroco de la ciudad, en que tanto sobresalió la calma del soldado, llegó a la cárcel una negra vieja encargada de traer diariamente los alimentos al preso. Venía con el desayuno.
+Servido este, la mujer se aproximó al amo y le presentó una tacita de chocolate, acompañado de algunos bizcochos y de una rebanada de buen queso. La tacita era de color azul, de porcelana y de fábrica de la China, loza que trajeron los españoles a esta tierra de América y que nuestros antepasados guardaban cuidadosamente en alacenas que fabricaban en sus salones de habitación.
+Pablo, a tiempo de recibir el desayuno que se le ofrecía, miró atentamente la tacita, vaciló un poco, la tomó en su mano, tembló y la depositó instintivamente en el plato, sin sorber su contenido, y entró en un movimiento convulsivo que le obligó a recostar la silla en que reposaba contra la pared vecina.
+Rompió luego a llorar como un niño. El llanto fue reemplazado por sollozos prolongados, durante los cuales el pobre hombre, con ambas manos extendidas ante los ojos, parecía sumergido en las más hondas y melancólicas meditaciones.
+Cuando hubo vuelto en sí, el oficial de guardia que le acompañaba en aquellos momentos, lleno de estupor, le preguntó:
+—¿Qué le ocurre, capitán?
+—Pues no es nada —dijo Pablo—, bagatelas, delirios frívolos propios de un sistema nervioso perturbado e indignos de un corazón bien puesto. Lo explicaré a usted. Esa tacita azul que usted ha visto, ha sido la causa de todo. Verla y conmoverme fue uno. Mi madre la llamaba la tacita de Pablo y la mantenía con esmero. Todas las mañanas al romper el día, se allegaba con ella a mi lecho, y después de pasar suavemente los dedos por entre los rizos de mi cabellera, me daba golpecitos en las mejillas para despertarme. Cuando yo abría los ojos, los de mi madre se fijaban en los míos con amoroso afán, me colmaba de besos y me rogaba tomase la bebida deliciosa que ella misma había preparado con sus manos. Al pensar en todo lo que acabo de decir a usted, perdí la calma, y en fila prolongada aparecieron ante mi imaginación todos los recuerdos de mi infancia y de mi niñez. Mi madre como ángel de guarda, el calor de sus besos palpitando entre mis labios; la música de sus palabras resonando en mis oídos; el aroma de sus ropas y de su aliento penetrando en mi olfato, sus consejos entrando en mi conciencia; su amor empapando mi alma, y, en fin, toda la santa serie de sentimientos de la primera edad, pasando ante mí como evocaciones celestiales. Ese primer ensueño, que algo tenía de tristemente idílico, pasó con rapidez, y me hizo sentir la realidad de lo perdido. Sucediome una tremenda pesadilla, porque vi desenvolverse ante mi ojos el cuadro aterrador de la guerra civil, que todo lo destruye y aniquila. Pareciome contemplar heredades arrasadas y edificios convertidos en pavesas, a los gritos de ¡viva la propiedad!; hombres atados como para ser conducidos al matadero, a las exclamaciones de ¡viva la libertad!, familias desoladas; riquezas consumidas, patíbulos por todas partes; víctimas sacrificadas; arroyos de sangre, la vida social al borde de un abismo, la angustia pintada en todos los semblantes; las costumbres pervertidas, los hijos, los hermanos y los padres matándose entre sí; y el luto, como negro sudano, cubriendo toda la República, a los gritos de ¡viva la fraternidad! Pareciome ver entonces dos afligidos ancianos, exclamando el uno: «¡Santa Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!», y gritando el otro: «¡Divina Religión, cuántos abusos perpetrados a tu sombra!». La congoja me hizo volver a mi estado habitual, y ya me tiene usted a su lado, tranquilo y dispuesto a todo lo que venga. Bagatelas, delirios de imaginación exaltada, nada que merezca la pena. Continuemos nuestra plática, señor teniente.
+El oficial que estaba junto a Pablo en los momentos en que este fue víctima de tan raro como extraño paroxismo, era un joven de la clase llana, de mediana inteligencia, de excelente carácter y sobre modo bondadoso.
+De natural compasivo, concibió por el preso desde la primera ocasión que estuvo encargado de guardarlo, gran sentimiento de simpatía, y en los días que siguieron, no desperdició instante en el que pudiese prestarle algún oportuno y permitido servicio, sin verificarlo. Estableciose al fin entre los dos un comercio de confidencias, próximo a sincera amistad recíproca.
+Pablo, sabedor de que cuando la desgraia hiere de manera inexorable a un individuo, el vacío se le hace en torno, apreciaba en el fondo de su alma la excelente conducta que con él gastaba el teniente, por cuanto creía que era desinteresada, puesto que, dados la situación y el fin cercano de la existencia del preso, jamás tendría aquel esperanza de que se correspondiera a sus favores.
+Acaudalada señora, residente en una ciudad vecina, tía carnal del detenido, amante de la familia y de carácter decidido y audaz, resolvió emplear todos los arbitrios de que podía disponer para salvar la vida de su amadísimo sobrino.
+Con el propósito indicado, se trasladó a la capital de la provincia, en donde, con la eficacia propia de su sexo, puso en juego todos los ardides, medios y recursos de que su fecunda imaginación le permitía disponer. Influencias personales, empeños de amistad, dádivas de dinero y todo, en fin, lo que pide la ejecución de un gran proyecto, fue puesto en acción, con magnífico resultado.
+Seducidos algunos soldados de la guardia, según se dijo, se determinó la evasión del reo para la noche de un día fijado de antemano, y así se le hizo saber para que estuviese listo.
+Empero, la ejecución del plan halló de parte del capitán un embarazo insuperable, porque quiso la desgracia que la noche señalada para la fuga, estuviese nombrado como oficial de guardia el teniente de quien había recibido señalados servicios y pruebas inequívocas de cariño.
+La nobleza de Pablo se rebeló al instante contra lo que para él era una felonía, pues no ignoraba, como veterano, que el rigor de la disciplina militar caería sobre su amigo, si la fuga se efectuaba estando aquel encargado de su custodia.
+En tal situación, tomó el partido que le aconsejaban su decoro y gratitud. Llamo al teniente y le dijo:
+—Para esta noche está dispuesta mi escapada de la cárcel, y, una vez obtenida, nadie podrá capturarme de nuevo, pero como usted es oficial de guardia, se lo advierto con tiempo, para que se excuse de serlo por cuantos medios estén a su alcance, pues no quiero comprometer su responsabilidad.
+No sabemos con certeza lo que ocurriría, pero sí que la autoridad superior llegó a sospechar el designio de fuga y que, temerosa de lo que podía acontecer, mandó redoblar la guardia y acrecer la vigilancia, bajo la amenaza de severísimas penas. Hubo algo más desdichado aún, como consecuencia del incidente ocurrido, y fue el que se diera orden de poner al capitán en capilla a la mañana siguiente y de que fuese ejecutado según las formalidades empleadas en casos tales.
+En efecto, al otro día el prisonero fue puesto en capilla, y las horas de su existencia principiaron a contarse con exactitud inexorable.
+La pieza destinada para el fin indicado, estaba situada entre dos galerías del edificio y tenía dos puertas y dos ventanas, alternativamente opuestas las unas a las otras. Entre la puerta y la ventana de un lado, dispusieron un lecho para que el preso descansara mientras llegaba para él el reposo eterno. En la parte media del aposento colocaron una mesita con una vasija de barro llena de agua y un vaso para beberla. Aquel mueble estaba destinado a poner los alimentos a las horas correspondientes. Había además dos toscas sillas, una para el sacerdote, cuando entrara, y otra para el reo.
+En uno de los extremos de aquel fúnebre salón, había un altarcillo con la imagen de Cristo, de tamaño regular, alumbrada constantemente por dos velones encendidos. A la parte de afuera pusieron dos centinelas de vista, con el fin de vigilar incesantemente al sentenciado.
+El sacerdote hizo frecuentes y largas visitas al capitán, con el propósito de exhortarlo a la serenidad y al arrepentimiento. En la última de aquellas, le aconsejó con empeño que se portase como cristiano en el último trance.
+Llegó por fin la hora suprema, y cuando estaba ya un poco avanzada la tarde, apareció enfrente de la puerta de salida una escolta compuesta de ocho hombres armados y un cabo tambor, mandada por un oficial.
+El preso fue entregado por el carcelero al oficial; las campanas tocaron a plegaria; la escolta siguió conduciendo al sentenciado, vestido de luto como lo disponía la ley, acompañado por dos sacerdotes, de los cuales el uno, el cura, llevaba la imagen de Cristo crucificado en la diestra mano, mientras que un sargento, colocado a retaguardia, sostenía la cuerda que enlazaba los molledos de Vegal, y que debía servir para atarlo al patíbulo a tiempo de la ejecución.
+El de la caja comenzó a dar golpes a la sordina. El oficial ordenó a la escolta conversión a la izquierda y hacia el norte, al terminar la cuadra, nueva conversión hacia el oriente, por ochenta metros, y de aquel punto al sur, para llegar a la Plaza Principal. El capitán, que tenía aspecto enteramente marcial, como hemos dicho, y movimientos acompasados, como todo veterano, marchaba con la cabeza erguida y acomodando el paso al golpe del tambor y al andar de los soldados, los sacerdotes iban rezando los más consoladores trozos de los salmos del profeta rey, pero sucedió que al llegar a la esquina de la plaza, uno de los pies del reo quedó como paralizado por un instante e incapacitado para seguir andando al tenor de sus compañeros.
+Un breve salto, como el que ejecutan los militares cuando pierden el paso de marcha, regularizó las cosas, y Pablo siguió como al principio, impávido y firme.
+Pensaron algunos de los circunstantes que la vista repentina del patíbulo había sido la causa de aquel ligero accidente, pero otros, más avisados y más atentos, atribuyeron aquel leve desconierto a que el capitán, al dirigir una mirada sobre la mucha gente que se había reunido alrededor del banquillo, vio a su hermano, confundido entre la multitud.
+Cuando se llegó al lugar de la ejecución, el oficial dispuso su gente como lo creyó oportuno: cuatro hombres a vanguardia y cuatro a retaguardia, y cuando eso estuvo preparado, Pablo, que tenía siempre junto a sí al sacerdote que le había acompañado desde la prisión, dijo con voz entera:
+—Deseo mandar la escolta. ¿Me lo permite usted, señor oficial?
+Mas, antes de que este tuviese tiempo para contestar, el ministro, con un movimiento de ojos, le indicó que no insistiese en tal idea.
+—No, no insisto; cumpla usted su deber y despachémonos.
+Cuando volvió la cara hacia el banquillo para sentarse, vio un cartelón clavado en la parte alta del madero fatal, que decía en letras gordas:
+PABLO VEGAL, POR TRAIDOR
+La vista de tal insulto colmó la paciencia del desdichado; y tanto fue así, que sin lograr impedirlo, dio un violento golpe con el talón contra el suelo, y la fisonomía de aquel decidido servidor de la patria, se tornó lívida de coraje.
+El eclesiástico, avisado y perseverante, al notar lo que sucedía, tomó el crucifijo, lo colocó ante los ojos del reo, le señaló a este con el dedo índice las cuatro letras que los judíos escribieron sobre el testero de la Cruz del Salvador, y pronunció a media voz estas palabras:
+—A él también lo escarnecieron.
+Pablo inclinó la cabeza y dijo a su maestro:
+—Bien, señor, estoy resignado y arrepentido.
+Sentose luego en el banquillo, y se dispuso a morir.
+El sargento ató con la cuerda y contra el madero el cuerpo del infeliz, pero al suceder eso le oyó exclamar, con impaciencia:
+—¿Más todavía?; quiero estar suelto, y acabemos.
+Pero como quiera que el párroco, cuando esto pasaba, le señalase los clavos del crucifijo, se dejó atar mansamente, y mansamente también se dejó poner sobre los ojos la venda que se llevaba preparada, para evitarle la vista de los últimos pormenores de la ejecución.
+Después de esto, el cura absolvió por la última vez al agonizante y, murmurando algunas preces por el descanso del alma que iba a separarse del cuerpo de aquel hombre, se colocó a razonable distancia, para que los soldados desempeñaran su funesta misión.
+A un rápido movimiento de la espada del oficial, los cañones de cuatro fusiles quedaron tendidos en dirección al pecho del condenado a muerte; a un segundo movimiento de la espada, las armas fueron preparadas, y a un tercer movimiento de la misma espada, cuatro detonaciones casi simultáneas resonaron en los oídos de los silenciosos espectadores y llevaron su eco por calles, encrucijadas y campos vecinos de la ciudad.
+Tan pronto como se verificó la primera descarga, los soldados de vanguardia giraron, divididos en dos partes, a ocupar el puesto de sus compañeros, que avanzaron al momento hacia adelante para ultimar al ajusticiado, si aún le quedaba un resto de vida; pero aquella precaución fue inútil, porque el viento al disipar la columna de humo que dejó la pólvora, puso en claro el lugar de la ejecución, y todos los que estaban cerca del cadalso pudieron ver un leve estremecimiento de los brazos, cuerpo y piernas del fusilado; una cabeza caída sobre el pecho; una charca de sangre al pie del banquillo, y una espaciosa frente calva que, al recibir el rayo del sol que declinaba, cambió el tinte ebúrneo que tenía en vida, por el blanco de la nieve. Quedó un cadáver; la justicia se había cumplido y la vindicta pública estaba satisfecha.
+Muchos curiosos se apiñaron para ver el cuerpo del ajusticiado; algunas mujeres, obedientes al instinto de curiosidad que siempre las domina, concurrieron al acto de una manera imprudente. Estas lloraban, otras sollozaban y las demás murmuraban entre dientes algunos sufragios por el alma del sacrificado.
+Pasados algunos momentos, las mujeres volvieron a sus casas, los hombres se derramaron por las calles, formando corros para comentar los lances del suceso; el lugar de la ejecución quedó casi vacío, y los transeúntes que pasaban por los andenes de la plaza, dirigían miradas de soslayo hacia el sangriento madero, y seguían pensativos.
+Se pudo ver entonces un individuo que, asido al patíbulo con la mano derecha, estaba de pies al lado del muerto. Era Carlos.
+Profundas arrugas plegaban la fisonomía de aquel hombre; tenía los ojos encarnizados; en su labio superior, contraído, vagaba una especie de risa sardónica, semejante a la que muestran ciertos enfermos en agonía o a la que precede a una carcajada estridente en las víctimas de la locura. En resumen: el rostro de Carlos parecía cubierto de una espesa nube y su cara era terrible, positivamente. Si en aquel momento le hubiese sido posible exterminar de un solo golpe la existencia de los victimarios de su hermano, lo habría hecho con indecibles regocijo y satisfacción; pero como a tanto no alcanzaba su poder, permaneció clavado en el punto que ocupaba, y esperó.
+La ley dispone que el cuerpo de los ajusticiados permanezca en el patíbulo por algún tiempo después de la ejecución, y esto para escarmiento del público. Poca debió de ser la enmienda que aquel y otros espectáculos sangrientos presenciados en la República produjeron, porque las revueltas intestinas continuaron su curso, cada vez más y más cruentas.
+Una ventaja sí se sacó de las numerosas ejecuciones de este género que se verificaron aquí y en otras partes del mundo, porque al fin, bien examinado el asunto por los publicistas, la luz llegó al entendimiento de los legisladores, y los gobiernos decretaron la abolición de la pena del último suplicio por delitos políticos. Hubo algo más en la materia: una convención constituyente hizo extensiva la inmunidad a los delitos comunes, consignando en la carta fundamental la inviolabilidad absoluta de la vida humana.
+Por causa de vicisitudes políticas, el cadalso ha sido restablecido para el castigo de ciertos reos de crímenes atroces, y la cuestión de si debe o no existir, se ventila hoy con incansable afán por personas de encontradas opiniones. Nosotros no somos los llamados a dirimir la controversia, mas en virtud de nuestra propia sensibilidad y ya próximos a dejar la escena de este mundo, nos será permitido decir con franqueza, que deseamos mejor sentido para la sociedad que lidia por alcanzar perfección en el campo moral y en el de la cultura, y que elevamos votos fervorosos al cielo porque las generaciones subsiguientes, cristianas y civilizadas, proclamen ante gobiernos y pueblos el imperio del precepto contenido en la voz de Dios: «No matarás».
+Transcurrido el tiempo legal de exhibición, y ya cerrada la noche, llegaron dos negros a la plaza, conductores de un ataúd que colocaron cerca del banquillo. Carlos, ayudado por ellos, desató el cuerpo, lo puso dentro de la caja, lo tapó cuidadosamente y, ordenando a los peones que lo llevasen en hombros, lo condujo a casa de uno de sus deudos, para evitar a su anciana madre un suplicio superior a los muchos que había experimentado.
+A la mañana siguiente, el cadáver fue conducido por su hermano y por los dos peones de la víspera al Cementerio de los Pobres, en el cual se había cavado profunda fosa para recibirlo. Puesto en el fondo de ella, Carlos con ardor febril empuñó una azada y arrojó tierra sobre el cuerpo de su querido hermano; tierra que, pisada, llegó por fin a colmar la sepultura, hasta nivelarla con la superficie del terreno adyacente.
+Terminadas estas operaciones, Carlos clavó con sus propias manos una tosca cruz de madera en la parte de aquel humilde sepulcro correspondiente a la cabeza del ajusticiado, y sin perder ni un minuto, con los ojos hinchados y oprimido el pecho, descendió rápidamente hacia la parte baja de la ciudad, en donde vivía un su cuñado, amigo íntimo y hombre que merecía toda su confianza.
+—Todo está concluido —le dijo—. Esta es la llave de mi cuarto, vaya usted a él, en el cajón de una mesa hallará una talega que contiene dinero, fruto de mis economías. Con ese dinero, y atendiendo a las costumbres sencillas de mi madre, creo que hay lo bastante para que ella siga manteniéndose hasta el término natural de su existencia. Al cuidado y protección de usted la encomiendo. No me despido de ella, porque me falta valor para verificarlo. Llevo conmigo algunos reales, para gastos indispensables, parto ahora mismo y no volveré jamás. Adiós, amigo mío.
+Y tomó el camino del sur.
+Por la tarde del día siguiente atravesó el Cauca por el paso de Caramanta, rodeado en aquella época de selva espesa; penetró en ella y desapareció.
+Todo el territorio comprendido desde las más culminantes alturas de Caramanta, en donde nacen las vertientes del riachuelo Arquía, siguiendo la corriente de este hasta su desemboque en el Cauca, y las aguas del prepotente río hasta la desembocadura del San Juan, y el curso de este último hasta las más elevadas cumbres de la Cordillera Occidental de los Andes colombianos, para continuar luego por sus alternadas crestas hasta el punto de partida, estaba en el año cuarenta de este siglo cubierto por bosque secular, en donde la planta del hombre había penetrado rara vez.
+Las aguas del Cauca, detenidas en el alto valle desde época prehistórica, habían ido acumulándose en ancho lago, cuyo nivel se levantó paulatinamente, acreciendo con esto el poder de su presión hasta un punto que para la misma matemática de hoy sería difícil calcular.
+Ante aquel gran depósito de líquido estaban las altas cordilleras antioqueñas, ofreciendo un antemural tan sólido y compacto, que la imaginación no alcanza a comprender cómo pudo ser roto por el empuje de las aguas acumuladas en la parte superior.
+Sin embargo, el hecho debió de suceder, porque desde la Virginia hasta los raudales de Cáceres, las cordilleras están fracturadas de trecho en trecho, y los reducidos valles que encajonan revelan con claridad que dieron apenas breves intervalos de descanso a la impetuosa corriente del atrevido río interandino.
+Al transitar el fluido del río por entre las cordilleras, rompió los flancos de estas, dejando de lado y lado las enormes rocas de su base, y constituyó de aquella manera altos picachos, antros profundos, dilatadas cuevas, espaciosas cavernas, aposentos y grietas, de distancia en distancia.
+La vegetación tropical creció con exuberante vigor en los valles, en las vegas, en las faldas y en las cúspides de las montañas; de manera que en algunas partes, bajo la fronda sostenida por troncos de corpulentos árboles, limpia en la base, un caballero cualquiera podría recorrer a galope y sin obstáculo alguno los planos horizontales e inclinados de la comarca; mientras que a veces la selva enmarañada impedía el paso de todo lo que pretendiese penetrarla. Los ríos y raudales que descienden de las montañas para mezclar sus aguas con las de la gran arteria fluvial, corrían precipitados, formando a veces cascadas. En ocasiones se deslizaban mansos, juguetones por los valles; y a veces turbulentos y ruidosos, bajo puentes de tierra, para resurgir al lado de allá en forma de cataratas ensordecedoras o de remolinos hirvientes de argentada superficie.
+Los cedros corpulentos, los laureles incorruputibles, los guayacanes de flores doradas, los cachimbos de follaje rojo, los yarumos de copas plateadas, los caunces de flores de color de gualda, los encenillos de hojas encrespadas, el diomate, el granadillo, el cerezo, el arizá, el algarrobo, el tamarindo, el abinge y multitud de enrededaderas con fetones más o menos vistosos, lucían por todas partes. La vainilla embalsamaba el aire con sus efluvios, las parásitas ostentaban primores de belleza por sus pronunciados colores, por la propensión mímica de sus formas y por mil encantos más que no pueden ser rivalizados por la flora de ningún continente. Árboles y plantas balsámicas, especies resinosas, aceites de fino olor, variedades medicinales, productos para la industria y copa interminable de vegetales preciosos en todo sentido. Tal era el conjunto de aquella vida orgánica, que habría necesitado para ser estudiada con provecho, la labor incesante de muchos sabios.
+El reino mineral era y es espléndido en sus manifestaciones, pues en aquella región hay metales preciosos y multiplicadas rocas: granito, sienita, jaspes, pórfiro, cal, aguas saladas, cuarzo blanco, piedras de toque, carbón de piedra, humus cargados alternativamente de sodio, de potasio, de sílice y de otros muchos elementos de vida, existían por todas partes, sin contar enormes placeres de oro, filones del mismo metal y cuerpos simples de diversas clases.
+La fauna era numerosa y sorprendente. Bajo la sombra de árboles centenarios, cruzaban majestuosos el tigre americano, el oso negro, el león amarillo, el tapir corpulento, el cerdo montés, el perro mudo, la guagua, los conejos; y entre los trepadores, la ardilla inquieta, de veloces saltos y de versátiles movimientos, variados monos, saltimbancos aéreos, que ya trepaban por las ramas o se colgaban de las largas colas para ondular como péndulos de reloj y volar de punto en punto, la marteja abrigada en el hueco de árboles añejos; el penco ligero que gemía siempre y dormía suspendido en las horquetas de los árboles, los loros y pericos parleros; las gritonas guacamayas, la melancólica soledad, los gallos de peñasco, el carpintero, el turpial canoro y millares de avecillas más, ornato de la selva, pululaban por doquiera, alternando el apacible zumbar de su vuelo con el susurro de los insectos, entre los cuales resaltaban por el estuche córneo y abigarrado de su cuerpo, coleópteros que brillaban como brillan los distintos colores del espectro solar. Y como esos matices irisados, se veían con frecuencia los reflejos del lagarto que se deslizaba como flecha por encima de la hojarasca; del camaleón tornasolado, de la iguana, notable por la majestad de su garganta, por la belleza de su cresta y por la simetría de su sierra dorsal.
+Esta comarca fue adjudicada por el gobierno granadino a una familia de Medellín, cuyos jefes principales eran tres: don Juan Santa María P., don Juan Uribe y don Gabriel Echeverri. Dos de ellos murieron prematuramente, y el tercero quedó disponiendo de la parte que le correspondía, con notable provecho para su riqueza y su nombre.
+Entre los herederos de uno de los muertos, había un joven llamado Santiago Santa María, cuya importancia social y cuya influencia en los adelantos de Antioquia merecen honrosa conmemoración.
+El sujeto de quien hablamos, a quien conocimos de cerca y a quien estuvimos ligados por íntima amistad, era un mancebo de arrogante presencia y de simpática fisonomía. Alto de cuerpo, moreno de rostro, de facciones regulares, de sonrisa franca, de anchas espaldas, de pecho levantado, de forzudos brazos y sólidas piernas, nuestro amigo era tipo del antioqueño hercúleo. Montaba con elegancia; nadaba como un pez; jugueteaba con las corrientes del Cauca como si fuesen las de un arroyuelo, sujetaba un toro por los cuernos, aterraba de un puñetazo a una mula, y, en fin, parecía fundido en el molde destinado a producir el personaje propio para dominar la naturaleza bravía de aquella hasta entonces desconocida región.
+Aquel adolescente, enemigo de los refinamientos de la ciudad y propenso a tareas campestres que pidiesen empleo de fuerza, resolvió vivir la mayor parte del tiempo en el lote que por herencia les había tocado a él y a su familia.
+Para llevar a cabo su propósito, concibió la bellísima idea de colonizar aquella extensa propiedad por medio de los mismos antioqueños, y al efecto emprendió la tarea con denuedo singular y con éxito feliz.
+Si la naturaleza le dio condiciones físicas bastantes para conseguir su intento, no le negó las dotes de inteligencia necesarias para el triunfo.
+Desde el comienzo de sus faenas, se le vio atraer con sagacidad a muchos y buenos trabajadores. Su liberalidad reconocida, su trato amable, su amena conversación y su genio caritativo y espléndido, lo convirtieron bien pronto en punto céntrico a cuyo alrededor se agrupaban los más valientes obreros y los más temerarios luchadores en el combate contra la floresta virgen.
+***
+Un día que íbamos de plática con nuestro amigo, nos dijo sonriendo:
+—He notado que gusta usted de oír contar historias alusivas a los montañeses de nuestra tierra, y para pasar el tiempo y satisfacer su curiosidad, voy a referirle una que me es enteramente personal.
+Había ya adelantado mis trabajos en la obra que persigo con tesón, edificado una casa y principiado a establecer una finca, en las cuales vivía yo con mediana comodidad.
+En cierta ocasión quise ir de caza, sin más acompañante que el mejor perro de mi jauría. Me interné en el bosque y anduve en él largo espacio. Al aproximarme a un abrupto peñasco, el perro, que se había adelantado, principió a ladrar con empeño, y como se me ocurriese que había dado con algún animal, preparé la escopeta de dos cañones que llevaba cargada con sendas balas, y avancé.
+El perro continuaba gruñendo y ladrando, fijé mi atención, y noté con alguna sorpresa que los ataques del animal se dirigían contra un hombre que, de pies y recostado contra la roca, esgrimía diestramente un madero para defenderse de las dentelladas con que le amenazaba el can.
+Al ver aquello, grité imperiosamente: «¡Tucapel, aquí!».
+El sabueso, obediente a mi voz, vino hacia mí para lamerme la mano y acariciarme con afectuosas miradas y movimientos laterales de la cola.
+Anduve un poco más en dirección a la persona de que hablo, y le formulé un saludo que contestó con desembarazo:
+—Siga usted, señor —me dijo—, y tome asiento en este banquito para que descanse un tanto, pues lo creo fatigado.
+Penetré por la puerta que había al frente, tallada en el pedernal, vi que el aposento era espacioso, y sin dejar de mirar atentamente la cara de aquel hombre, a quien creí reconocer, me senté. Él se sentó igualmente, frontero a mí.
+—¿No es usted don Carlos Vegal? —le pregunté.
+—El mismo, para servir a usted.
+—Y ¿cómo qué se encuentra usted en este lugar?
+—¿Cómo? Porque tal es mi voluntad. ¿Por qué? Eso debe usted saberlo; pues aunque en la época a que voy a referime era usted sumamente joven, debe recordar lo que pasó en Medellín con un hermano mío. Aquella escena sangrienta y ruel me conturbó profundamente; resolví separarme de los hombres, y aquí me tiene usted.
+—¿Sería indiscrección de mi parte suplicarle me dijese de qué manera ha procedido usted, para llevar aquí, durante varios años, existencia compatible con lo que puede un hombre? ¿Sería mucho pedirle el que me suminitrara algunos pormenores sobre su vida presente?
+—Nada de eso, amigo mío: mi vida no es un misterio sino para aquellos que no quieran o no puedan conocerla; porque a nadie pienso negar las explicaciones que me pida, y a usted las daré con mucho gusto.
+«Cuando resolví retirarme a esta soledad y atravesé el Cauca, me proveí en un tenducho que tiene el pasero, de todo lo que creí preciso para sostenerme en los primeros días de mi establecimiento aquí. Penetré en la espesura, busqué abrigo en ella, y hallé al fin en esta caverna lo que me pareció bastante para pasar en ella el resto de mis días.
+«Llegué a este punto en que estamos, a media tarde; examiné el espacio que podía ocupar, me pareció amplio, tapado herméticamente por la roca, y lo adopté como domicilio para lo futuro.
+«Al entrar a la cueva con el fin de inspeccionarla, numerosos murciélagos volaban en lo interior, formando un ruido de soplo con sus alas membranosas, pues buscaban salida por la única abertura que había. Muchos de ellos rozaron mi cabeza, cara y cuerpo a tiempo de escaparse. Para ver de que no quedase ninguno de esos feos y peligrosos vampiros, recogí apresuradamente varios haces de ramas secas, los acumulé en la parte central, hice lumbre, la aproximé al montón, que luego principió a levantar la llama y a despedir espesa columna de humo. Algunos de aquellos avechuchos que habían quedado formando racimos en el techo, caían asfixiados, mientras que otros huían con velocidad.
+«La operación duró poco, y me quedó tiempo para barrer en parte la cueva; para poner en el punto que me pareció más adecuado algunas hojas de palmera; para extender encima de ellas una manta, y para asegurar la entrada de la puerta con algunos troncos que encontré en la vecindad.
+«Cuando concluí la tarea, ya había cerrado la noche. Me introduje en esta madriguera, até mi cabeza con un pañuelo, me extendí sobre el tosco lecho improvisado y me cubrí con la ruana. En aquel momento yo estaba estropeado hasta el punto de sentir entorpecidos todos mis miembros. Hacía muchas noches que no dormía. Los padecimientos morales y el cansancio producidos por el camino me sumergieron en algo que no puedo decir si fue letargo, sueño natural o prolongada pesadilla.
+«Cuando la luz de la mañana hirió mi vista, me levanté al instante, deshice la armazón que había puesto a la entrada, salí y me senté sobre un tronco de árbol para refrescar mi frente, que ardía como un horno.
+«Poco a poco fui restableciéndome, y para buscar mayor alivio encaminé los pasos a un riachuelo que cerca de aquí corre, me di algunas abluciones y volví a mi puesto. El remedio debió de ser bueno, porque al momento mismo sentí más libres los movimientos, más despejado el espíritu y con mejor disposición para principiar operaciones de policía y de arquitectura, como estuviesen a mi alcance.
+«Las pocas alimañas y demás bichos de talla menor que habían permanecido dentro, a pesar del humo del incendio anterior, los barrí con cuidado, de modo que la bóveda rocallosa de este antro quedó perfectamente limpia. El suelo estaba muy seco, y, limpiado como el techo, quedó a mi entera satisfacción.
+«Con mi cuchillo corté algunas maderas y construí camas, tarimas, bancos y mesas, todo de carácter completamente rústico y primitivo.
+«Lo que más me importaba, por entonces, era hacer un lecho razonable para reposar durante el día y para dormir en las largas noches que debían seguir. Conseguí mi intento, porque quité a los troncos de los árboles líquenes y musgos que, bien sacudidos y escarmenados, me dieron para un colchón y para una almohada. La manta me suministró con qué cubrir el todo, y de la ruana pude servirme como cobertor.
+«En los días siguientes me ocupé en labrar una cancilla que adapté con esmero y solidez a la puerta de entrada y que contuve con pasador de madera compacto para que no pudiese ser abierta por las bestias montaraces.
+«Un poco más tarde, volví al puerto para comprar en la tienda indicada y con los reales que me quedaban, algunos artículos de urgente necesidad. Adquirí telas ordinanas para vestidos de cama y de cuerpo, velas, sal, panela, arroz, plátanos, chocolate, bizcochos y unas pocas herramientas, y regresé con todo eso a mi albergue.
+«La poca gente que hallé en esa primera excursión, se mostró curiosa respecto de mi manera de ser; pero como, todo bien pensado, lo que me concernía no les importase un ardite, nadie se empeñó en averiguar cosa alguna en relación con mi manera de vivir.
+«Vuelvo al puerto de vez en cuando para proporcionarme lo que necesito, si bien poco, porque los animales y frutos de la selva ayudan a mi subsistencia.
+«Con algunas herramientas apropiadas he podido labrarme vajilla ordinaria de madera, platos, cuchillos, tenedores, tazas para baño y algo más. El colchón ha sido reemplazado, así como la almohada, por cosas mejores; pues yo mismo las he aderezado con lana de balso y con telas de algodón, los alimentos son en ocasiones condimentados y siempre tan sanos y suculentos, que bien pudieran figurar en un apetitoso banquete; y como disto mucho de ser el Diógenes de este campo, mi vida es regular y hasta cómoda.
+«Poco después de mi instalación en esta gruta, consumí los pocos reales que traje conmigo como medida de precaución, pero no crea usted que esa circunstancia haya sido embarazo para mí. Las aguas del vecino Cauca bajan considerablemente de nivel en las épocas de sequedad, y al bajar dejan dilatados playones cubiertos de guijarros y arena. Esa arena contiene partículas de oro en polvo que el río arrastra en su curso desde muy arriba, y con bateas que yo mismo he construido, lavo esas arenas y adquiero pequeña cantidad del metal amarillo, suma que aumenta con lentejuelas que recojo en manantiales y arroyos y con pepitas que encuentro en los raudales, riachuelos y ríos inmediatos.
+«Cuando salgo al puerto, vendo ese oro a precio ínfimo; pero no tanto que deje de producirme todo lo que me es necesario, pues de lo superfluo no me curo».
+—¿Y aquí soy yo el único ser humano a quien usted haya visto en todo el tiempo pasado?
+—Distingo si los aborígenes han de ser tenidos por seres humanos, no, pues de cuando en cuando pasan por aquí tropas de indios caramantas, descendientes de la nación Chamí, a pescar en el río y a cazar en estos montes.
+—¿Ha hablado usted con ellos?
+—Sí, en cuanto me ha sido posible; porque como usted lo sabe, esos indígenas emplean la lengua de sus mayores, que me es desconocida, mas con algunas palabras españolas que han introducido en su dialecto y con el lenguaje de acción que nos es común a todos, bien que mal la inteligencia se establece y las relaciones son posibles. Esos salvajes vienen desnudos, cubiertos apenas con una pampanilla, teñidos con el jugo del achiote y de la tagua, con algunas plumas de bellos colores ceñidas a la frente en forma de diadema y a los molledos y pantorrillas como adorno. Uno que otro trae anillos de oro en las orejas o planchetas que cuelgan sobre el labio, sostenidas por el tabique de la nariz. Todos ellos van armados de anzuelos, flechas, arco, harpones, carcajes, cerbatanas y virotes que untan con el sudor de una rana cuyos efectos prontamente mortales son espantosos. A ellos he tomado, a cambio de algunas baratijas, las armas que usted ve colgadas en las paredes de esta gruta y de ellas me sirvo cuando el caso lo requiere.
+—¿Y no teme usted la ferocidad de los indios, pues dicen que son antropófagos y, como tales, muy de temer?
+—Existió entre los habitantes de estas montañas al tiempo de la conquista, pero ha desaparecido ya. Estos infelices son apocados y cobardes, dóciles e inofensivos. Yo conozco personas —agregó Carlos con cierto grado de amargura— que gastan levita, chaleco y pantalón de fino paño, corbata de seda, botas lucientes y sombrero de copa, a quienes reputo más peligrosos que a estos desventurados hijos de la montaña. Digo a usted francamente que las gesticulaciones de los monos en las copas de los árboles, y sus chillidos desacompasados, me disgustan mucho menos que las gesticulaciones, palabras y sonrisas de muchos caballeros que he conocido en ciudades que se tienen por civilizadas.
+—Pero ¿cómo escapa usted a los ataques de las fieras y a los peligros de los reptiles? ¿No hay por aquí muchas serpientes venenosas?
+—Sí que las hay, y terribles. Durante la estación lluviosa muchas de ellas invernan bajo el tronco de los árboles, en los espacios que dejan entre sí los pedernales o en las excavaciones de los leños podridos. Con frecuencia los rayos del sol, cuando penetran por entre el ramaje de los árboles, alumbran y calientan pedazos de terreno sobre los cuales estos reptiles ponzoñosos, tendidos negligentemente o arrollados en círculos concéntricos con la cabeza al aire, buscan oreo, pues parece que son excesivamente friolentos. Pero las serpientes no muerden sino cuando se las toca o se las pisa, y yo me guardo bien de no hacerlo.
+—¿Y si por casualidad las pisa o las toca?
+—De los efectos de la casualidad nadie está libre; yo me someto a su influencia.
+—¿Y el tigre?
+—El tigre ofende cuando lo ofenden. Me equivoco; ofende también cuando tiene hambre; pero en cuanto a sus ataques posibles, tengo un medio seguro de evitarlos. Enciendo todas las noches una hoguera enfrente de mi puerta; oigo en avanzadas horas pasos cautelosos de la bestia, siento que salta y ruge, y por el traquido de las ramas secas, conozco que va en derrota.
+—¿Y el oso?
+—El oso no se presenta de frente sino cuando se siente perseguido.
+—¿Y la danta?
+—Es un animal estúpido del cual no debemos ocuparnos.
+—¿Y el saíno?
+—Anda en manadas, tasca dientes y colmillos, es violento, puede matar de un solo golpe, pero como no le es posible volver la cabeza hacia arriba, basta trepar breve espacio en un árbol para librarse de sus dentelladas y aun para herirle y matarle a mansalva. Yo lo hago así en ocasiones. Quedan el escorpión, la escolopendra y otras alimañas de ese jaez, venenosas muchas de ellas, pero que puede uno esquivar teniendo precauciones, y lo mismo acontece con las orugas.
+Persuádase usted, amigo mío, solamente el hombre que lo pisen, ataca sin que lo ataquen, ofende sin que lo ofendan, daña sin que le dañen, y hace el mal, ora por darse el placer de hacerlo, ora movido por pasiones vulgares, frecuentemente por interés y a veces por perversidad.
+—¿Cree usted que todos los hombres deberían hacer lo que usted ha ejecutado?
+—Yo no hablo por los demás; hablo por mí. Ellos pueden y deben quedar donde están, siempre que esperen mejorar de condición y derivar provecho de la vida social. Como yo no aspiro ni a una ni a otra cosa, permanezco en mi puesto y digo a los otros que obren según su talante.
+—Pero, señor don Carlos; entiendo por lo que me dice, que ha caído usted en una feroz misantropía.
+—No, señor, yo no aborrezco a los hombres: les tengo miedo. Según mi sentir, el hombre no es malo por naturaleza; pero como no ha querido o no ha podido dominar sus malas pasiones, se ha dejado corromper, por lo menos en parte. Hay hombres buenos, no lo niego, y no es a esos a los que yo temo, pero los hay malos, malísimos, y de esos estoy huyendo. En resumen: aunque usted piense que en el fondo de lo que voy a decirle se encierre un principio de orgullo insano, le expresaré con ingenuidad que lo que la humanidad me inspira, en vez de odio, es profunda compasión, porque la creo sumamente desgraciada y enferma.
+—Enferma, ¿por qué?
+—Porque está plagada de vicios; porque se ha dejado desviar; porque no tiene creencias y porque para ella todo derecho ajeno es ilusión y mentira.
+—Pues bien: siempre que la humanidad está enferma ¿piensa usted que la enfermedad sea incurable?
+—No, señor, por el contrario, pienso que el remedio es eficaz y sencillo, y que consiste en que los gobiernos influyan sobre los pueblos a fin de que estos recuperen el sentido moral que han perdido. La educación social, política y religiosa es lo único que puede restablecer las fuerzas vitales de un cuerpo que se haya próximo a entrar en putrefacción completa.
+La hora del día había avanzado mucho cuando Carlos pronunció estas últimas palabras. Caviloso y pensativo, renuncié a continuar mi partida de caza. Llamé a Tucapel; me despedí del hombre, me dirigí a la hacienda; entré en mi habitación, y cuando estuve en ella, exclamé:
+—Evidentemente, la inteligencia de don Carlos está alterada y su espíritu desviado de la razón.
+***
+El joven propietario, tenaz como lo era, continuó su empeño de colonización. A cada colono que llegaba le daba un lote de terreno; le anticipaba algunos fondos en metálico, le suministraba algunas herramientas, de manera que con este acertado sistema, logró bien pronto que la población se aumentase, que el bosque desapareciera, que los hogares fuesen dichosos y que su caudal creciese prodigiosamente.
+Quien recorra hoy la comarca selvática y contraria a la existencia del hombre que pretendimos pintar en páginas anteriores, no podrá menos de admirarse de la transformación completa que en ella se ha operado en el transcurso de medio siglo. Nosotros que, cuando éramos niños todavía, divisábamos desde las más altas cumbres de las cordilleras que le circundan, un espacioso circuito tapado por un manto verde que nos vedaba conocerlo en sus pormenores, lo contemplamos hoy llenos de asombro desde las mismas cimas: tal es el cambio conseguido por el trabajo y la perseverancia. Cuántas veces se ha levantado el hacha del montañés para derribar troncos gigantescos; cuántas ha golpeado el tajante filo del machete para cortar maderos y arbustos; cuántas ha brillado la férrea lámina del calabozo para despejar la tierra de malezas; cuántas han ido y venido la azada y el regatón para cultivar aquellos campos.
+El fenómeno se muestra hoy con verdad palpitante, y el progreso que ha desenvuelto sus pliegues en aquel bienaventurado recinto, es visible y está expuesto a la contemplación de todos.
+El bosque primitivo ha sido descuajado, y la superficie antes cubierta por él se percibe hoy llena de cómodas habitaciones, edificios lujosos, caseríos pintorescos, pueblos aseados y hasta ciudades de relativa opulencia. Párvulos bellísimos y aseados; jóvenes robustos y apuestos, damas discretas, hacendosas y elegantes; matronas respetables; patriarcas austeros; y en fin, la vida doméstica asumiendo condiciones de holgura recomendables. El comercio prospera; la agricultura florece; la industria se desarrolla y la riqueza aumenta. Las costumbres se arreglan, la educación se atiende, la moralidad crece y el bienestar surge por todas partes. Pueblos alegres, frutos en abundancia, huertos bien cultivados, jardines vistosos; extensas praderas, pastos artificiales y dilatadas fincas en que pacen grandes rebaños, y en las cuales se escucha el pitar del toro, el bramar de la vaca, el balar de la oveja, el relinchar de lo caballos, el arrullar de las palomas, el ladrar del perro o el cantar de los pastores, forman, con mucho más que dejamos en nuestro pensamiento, el cuadro idílico, el panorama deslumbrador de aquellos dichosos contornos.
+Si en vez de esa labriosa población, si en vez de ese esfuerzo por adelantar, en vez de ese anhelo de progreso, un grupo más o menos numeroso de hombres hubiera seguido los descarrilados impulsos de don Carlos Vegal: ¿cuál sería la situación de esa comarca felicísima?
+La respuesta a esta pregunta nos parece inútil, porque estamos penetrados de esta gran verdad: la aspiración más sublime de la humanidad consiste en ir por medio del trabajo y de la virtud a la cúspide de la civilización.
+Cuando la campiña estuvo abierta, la caverna que sirvió de morada a don Carlos quedó expuesta a las miradas de todo el mundo. El opulento señor y dueño de aquella propiedad, al ver que el pobre sotano había envejecido mucho y enfermado notablemente, mandó que le construyesen en las cercanías de su anterior vivienda una casa modesta y le procuró la asistencia de una anciana mujer.
+En aquella casita pasó sus últimos días el protagonista de nuestra historia, y en ella la piadosa mujer a que nos referimos, recibió su último aliento.
+Nuestro amigo, entrado en edad provecta, jefe de una respetable familia, padre de numerosos hijos, esposo tierno de una señora adorable por sus virtudes, cuidadano inmaculado a quien mucho debe Antioquia, fue herido repentinamente por incurable enfermedad. Nosotros tuvimos la satisfacción de acompañarle en sus últimos días, de aliviar en lo posible sus padecimientos, y cuando estuvo próximo a morir, nos hizo llamar a su lado. Su rostro agonizante se fijó en el nuestro, sus brazos se abrieron, y con voz desfallecida nos dijo estas palabras:
+—Quiero morir reclamado en tu pecho, acércate.
+Nos acercamos; él dejó caer su cabeza fría sobre uno de nuestros hombros y expiró. Nos parece sentir aún el frío glacial de sus amortiguados miembros en nuestro cuerpo y el calor de su íntima amistad en el fondo de nuestra alma.
+En aquellos tiempos…, un día, un español señalado en la historia por su constancia y por sus desventuras, en cuya tumba yace su cadáver sin cabeza donde poner la corona de su gloria, subió la agria y montañosa cuesta de los Andes, se paró en su cima, y desde allí descubrió lo que buscaba, se volvió a sus compañeros, que representaban la España, y les mostró el término de su peregrinación.
+Era Balboa, que regalaba a España un nuevo océano, como Colón le había regalado un nuevo continente.
+Desde aquel elevado asiento donde el oscuro representante de Carlos V saludaba al mar Pacífico, se veía una línea azul que corría redondeando la comba gigantesca del océano, desde el Istmo donde Balboa estaba, hasta allá, al pie de las andas de oro de Atahualpa, más alla todavía, al pie de la montañas de «Arauco no domada».
+Aquella línea azul era la costa granadina de Barbacoas, o el alto Chocó.
+Los aventureros que tras la mirada de Balboa se lanzaron a conquistar la suerte con Pizarro y Almagro, supieron que el oro estaba cuajado en filones colosales en aquella privilegiada orilla sombreada de palmas.
+Casi por el mismo tiempo un caballero de espuela dorada, el Mariscal Jorge Robledo, hacía subir sus caballos por los peñascos de Antioquia, y aunque estaba parado sobre el oro, aunque lo despilfarraba en tan rico y loco extremo, que herraba con él sus caballos, no estaba aún satisfecho, porque sabía por los indígenas que caminando más al sudoeste encontraría el oro a flor de tierra. La tierra a que se referían era el bajo Chocó.
+Un poco antes, Sebastián de Benalcázar, había hecho una ciudad de un campamento, poniendo cimiento a sus tiendas, y soltando a pastar sus caballos españoles en las vegas del Cauca. La ciudad de Popayán, quedó fundada.
+Popayán reunió pronto en su seno un centenar de hidalgos que tenían pergaminos en España y minas de oro en Barbacoas y en el Chocó, es decir, que habían visto y tocado la tierra de promisión que Balboa entrevió, Pizarro orilló y Robledo soñó.
+El alto y bajo Chocó está cuajado de oro, es cierto; pero la lucha del hombre en ese suelo es de tal naturaleza, que hace avergonzar a los titanes por sus mezquinas empresas. El temperamento es una fiebre de cien pulsaciones; en su suelo cenagoso se enredan las culebras como las raíces del césped en nuestras plácidas praderas del Funza. El oro atrae los rayos del cielo, y la carne del hombre al tigre de las espesas selvas o la certera flecha del indio darién, que disputa a los guacamayos su habitación en los árboles. Los ríos despeñados y clamorosos pasan por angustiadas estrechuras, donde la salvaje canoa naufraga más aprisa, mientras más cargada baje con el oro, la plata, el platino, el cinabrio. No hay un palmo de tierra donde no se encuentre oro; en cambio, no hay un palmo donde pueda crecer el trigo, amigo de los hombres, y donde no se pise la ignorada sepultura de un conquistador, de un aventurero, de alguno de lo aborígenes. La muerte y la riqueza duermen juntas. ¿Qué puede hacer allí el inteligente y delicado hijo de la zona templada o de las llanuras andinas, acostumbrado a respirar aroma de flores en blandas brisas; qué puede hacer cuando el ardiente y mortal verano seque los inmensos pantanos y le haga tragar fiebre por todo sus poros, una fiebre delante de la cual la Facultad de Medicina de París se retira, sombrero en mano, saludando a los dolientes? ¿Qué puede hacer allí la blanda raza que inventó el fósforo y el ferrocarril, cuando el largo y desmedido invierno de la costa, haga subir los ríos y los lagos, y llegue hasta el dintel de su cabaña armada sobre troncos de árboles, y lo incomunique hasta con la cabaña más vecina?
+La raza negra, empero, respira fiebre, toma contra para hacer inocente el veneno de las culebras, lucha con las fieras, nada en los torrentes y vive en la delicias allí mismo donde el blanco cae como una hojita de clavel desgarrada por el céfiro.
+Los conquistadores cruzaron ese suelo y descubrieron sus minas; con el primer oro que sacaron compraron negros; con los primeros negros sacaron millones; y con los primeros millones hicieron casas suntuosas y llenaron de lujo y de gloria a Popayán.
+Popayán, que no exporta nada, y que no consume sino unas pocas cargas de arroz de Patía, de cacao de Neiva, de anís de Pasto, de maíz de Quilichao y unos centenares de reses del Cauca; Popayán no se explica como ciudad sino como quinta o villa italiana, o sitio real. Fue puesta adrede en un lugar donde se pudiera retirar de ella la antipática agitación del comercio; pero sus ricos fundadores no buscaban agitaciones sino dulzura. Su clima…, ¿sabéis cuál es su clima? El sabio Caldas tomó la tarea de fijar las alturas, latitudes y climas de todos los lugares del Virreinato, y a cada uno le puso su 35º 15’, o su 24º; y al llegar a Popayán, él, el inventor de un nuevo ipsómetro, no encontró cifra ninguna que diese idea de aquel clima, patria de las rosas, y apuntó, en vez de un número una frase. «Parece —dijo— un clima inventado por lo poetas». He aquí la altura de Popayán.
+Popayán es una pequeñita ciudad erizada de torres de iglesias. Tiene apenas cincuenta manzanas, con una población de ocho mil habitantes; y entre las cincuenta manzanas hay diez iglesias y una capilla. Porque aquella generosa raza que la fundó, que esgrimía la espada y se adornaba con una cruz, no era esta raza descreída y mezquina, de ánimo cobarde, fuerzas apocadas y costumbres extragadas, cuyo estéril y único símbolo es no. Aquellos hombres creían mucho y hacían mucho; la fuerza de la lógica ha hecho que nosotros que no creemos en nada, no hagamos nada.
+He querido hacer conocer la ciudad antes de hacer andar las procesiones de Semana Santa, porque aquella riqueza de la conquista, ofrecida noblemente al Señor, es lo que explica la abundancia de riquísimas estatuas; así como aquella religiosidad de nuestros valientes abuelos, los conquistadores, es lo que explica el lujo de piedad que se despliega en la Semana Santa en Popayán; una de las dos fiestas populares de esta ciudad, que tras un reposo de trescientos años, ha sido ocupada militarmente setenta y siete veces desde 1810 hasta la fecha, desde don Miguel Tacón, Gobernador por Carlos IV, hasta el señor Eliseo Payán, actual Presidente del Estado del Cauca, con residencia en Popayán.
+El pueblo de Popayán, sus hidalgos y sus pecheros, sus damas y sus ñapangas, duermen todo el año y no se despiertan sino dos veces: una al son de la plegaria que tocan las campanas en Semana Santa, y otra al son del pífano que tocan los disfrazados en la fiesta de los Negritos en los últimos días de diciembre.
+Esto no impide que si hay guerra, estén despiertos todo el año.
+El Domingo de Ramos las alegres campanas de la iglesia de la Compañía, se adelantan al sol, llamando a todo el pueblo a que vaya a cantar hosannas en el triunfo del Hijo de David. No describiré la función de la iglesia, porque ella es igual en todos los países cristianos; y en esta y en las otras funciones, no me tocan sino aquellos pormenores especiales del pueblo de Popayán.
+Los indios de Yanaconas, Puelenje, Julumito, Tambo, Puracé y demás pueblos que rodean la ciudad, han buscado en los montes, con anticipación, la palma real, consagrada especialmente al Señor, para adornar su triunfo. Si el alcalde, o si el gobernador necesitara del mismo número de palmas, que así se llaman enfáticamente los ramos de la palmas; si lo necesitara para solemnizar la entrada del mayor de lo héroes, y las pidiera a todos los alcaldes y estos a todo el pueblo, no reuniría un número de palmas igual al que reunen ese día los indios, sin que nadie se las pida. ¿Nadie, dije? No, se las pide el sentimiento religioso, el más profundo y más durable de lo sentimientos del alma. La pequeña y elegante iglesia de la Compañía se llena de gente, gente de toda clase: damas ricas y pobres jornaleras; apuestos caballeros y humildes indios, esclavizados dos veces, por sus conquistadores y por sus libertadores. Niños que semejan a un botón de azahar, y ancianos que parecen tronco sin savia. Todas las edades, todas la clases, todos los dolores y todas la alegrías concurren a celebrar esa fiesta que nunca cansa. Aunque se está celebrando hace dos mil años con monotonía, es cierto, con una monotonía siempre entusiasta.
+Como cada circunstante tiene una palma real en sus manos, al agitar estas, sus doradas y largas hojas forman un ruido como el roce de trajes de seda en un baile. Y luego el olor de aquellos nobles vegetales, que ayer no más estaban en su montaña nativa; y el aire que penetra libremente por las dos abiertas y encontradas puertas de la iglesia; y el olor de los vestidos nuevos y el del incienso; todo forma un aliento campesino, todo trae a la memoria escenas que, o pasaron en nuestra infancia, o han pasado en otro mundo mejor, mundo más propio a las aspiraciones de las almas.
+¿Dónde están los mármoles que solemnizaron la batalla del Gránico, el paso del Rubicón, y los Idus de Marzo; la gloria de Augusto o la muerte de Pompeyo y de Alcibíades? No pregunto por la palmas, porque de fuerza deben estar hechas polvo: ¡pregunto por los mármoles, por la piedras! ¡Se han vuelto polvo también! ¡Y sin embargo, en la entrada del Hijo de David hubo palmas solamente, y esas palmas…, helas aquí! Ayer el indio yanacona, en la ciudad de Popayán, en un rincón de los Andes, en la América meridional, cogió frescas palmas para reponer las que se vienen gastando desde el día en que Jesús, Hijo de David, entró a Jerusalem.
+Un sacerdote anciano, que no puede tener miedo a nadie sino a Dios, porque «vivió en la intimidad de Bolívar, y tiene un pie en el sepulcro»8 es decir, que contempló a solas lo que hay de más grande en la gloria, y está contemplando a solas también lo que hay de más grande en la vida; ese hombre que vio a Bolívar y ve la muerte, era el que, de pie en el presbiterio de la Compañía, bendecía los ramos, en la Semana Santa de 1857, que es la que estoy describiendo. El noble viejo, haciendo ostentación de sus años y de sus canas ante Dios, las descubre ante el único a quien teme; él vio pasar la monarquía española, tras ella la República; luego el terror; luego Bolívar y Colombia, y sollozó sobre la tumba de Sucre; él ha visto pasar todo lo grande y todo lo pequeño, como sombras chinescas sobre un lienzo; pero este triunfo que celebra ahora, el triunfo de Jesucristo, no lo ha visto ni lo verá pasar como sombra. Su rica capa episcopal bordada de oro oprimía un poco sus hombros; su mano flaca y trasparente empuña con fuerza un báculo de plata. Vuélvese al pueblo poniéndose a un lado del altar y alza la mano para bendecir a su belicosa grey. Sacude el hisopo con agua bendita para bendecir las palmas, y al punto se alza sobre toda las cabezas un bosque entero de palmas reales, que da a la iglesia una fisonomía extraña, poética, oriental.
+La procesión empieza. Recorre la iglesia, sale por el atrio y vuelve a entrar a la iglesia, acompañando la estatua que representa a Jesús, cabalgando en una mansa pollina.
+He aquí el triunfo más ridículo que han podido presenciar estos diez y nueve y medio siglos que van corriendo. Un ¡Rey que viene pobre montado sobre una asna! ¿Cómo los enemigos de la Iglesia no han podido tumbar ese triunfo? Compadezco no sólo su debilidad sino hasta sus esfuerzos. Gritábamos cantando himnos a ese Rey muerto, ¡a ese Dios vivo! ¡Hosanna al Hijo de David! Cuando empezó la misa y el celebrante al leer el largo evangelio dijo: «Algunos de los fariseos dijeron a Jesús: “Haced, Maestro, callar vuestros discípulos”», yo volví la cara sorprendido. Iguales palabras había leído en ciertos periódicos de Bogotá… «Mas Jesús respondía —siguió el celebrante como contestando a los espíritus fuertes del siglo XIX—, (mas Jesús respondía): “En verdad os digo, que si ellos callasen, las piedras hablarían…”».
+Puesto que han de hablar las piedras, inútil es que uno calle. Por mi parte, mi corazón obligaba a mis labios a que no cesaran de decir: «¡Hosanna! ¡bendito el que viene en nombre del Señor!».
+Lunes Santo. La ánima sola hace sonar su melancólica campanilla durante la mañana, golpeando de puerta en puerta, seguida de dos caballeros que dejan boletas de convite, y de tres o cuatro cereros, que van dejando tantos cirios en cada casa cuantas personas hay en ellas que puedan ir a alumbrar en la procesión. El síndico de la Catedral, señor José María García, es quien convida y manda las ceras. La ánima sola, vestida de traje talar de oscura fula y cubierta la cabeza con un paño blanco que le sirve de antifaz, es…, adivínelo usted. Es un devoto, o un penitente que está mortificando su amor propio con esta humilde tarea. ¿Pero quién es? Es algún artesano, tal vez un caballero: acaso sea el doctor…, o el señor don…
+El pueblo cristiano se prepara para asistir a los oficios y deja a un lado todo negocio desde el Domingo de Ramos. El lunes, por lo tanto, no está ausente nadie de su casa cuando llega la ánima sola a entregar una papeleta y las ceras.
+A las diez de la mañana empieza la gran campana de la Catedral a tocar plegaria, sin interrupción, hasta las diez de la noche, en que con su silencio, parece decir: «¡Orad!, ¡orad!, ¡ha comenzado la Pasión del Redentor! ¡vigilad y orad!».
+La plegaria en los días siguientes, la toca la campana de la iglesia de donde sale la procesión. A las ocho de la noche está el pueblo en la Compañía, con sus cirios encendidos, para acompañarla. Los hombres y las mujeres, señoras y ñapangas, alumbran indistintamente en esta noche. Mil quinientas luces se alínean a distancias iguales; los que no alumbran se colocan detrás en silencio, y sale la procesión a la calle. Todos rezan en silencio, porque en ninguna parte hay más devoción que en Popayán; y así es que las procesiones, que son todas nocturnas, en lugar de ser fuentes de abusos protegidos por las sombras de la noche, como sucedería en Bogotá, son, por el contrario, una diversión perfectamente decorosa para los que tienen la desgracia de ser indiferentes o incrédulos, y una edificación saludable para los que tenemos la dicha de creer… El silencio es tal, a pesar de los seis mil acompañantes, que se oye el chirrío de las velas, las pisadas de los circunstantes, y el son de las ferradas pértigas de los que cargan los pasos. La lenta salmodia que canta el clero se oye distintamente.
+De la Catedral, o sea la iglesia de la Compañía, sale la procesión del lunes, en el siguiente orden: San Juan, la Magdalena, la Verónica, el Señor del Huerto, la Oración, el Señor Caído, el Ecce Homo, Jesús con la Cruz, el Santo Cristo, la Virgen. La estatua de la Virgen Santa, a semejanza de su original, cierra la marcha de los dolores de su Divino Hijo. La del Ecce Homo que hemos nombrado, es la famosa efigie a que se da culto en la Capilla de Belén, extramuros de la ciudad, efigie muy venerada por las popayanejas, a cuyos pies han derramado casi todas las lágrimas que les han hecho derramar sus esposos en la casi no interrumpida guerra del sur, desde 1812 hasta la época presente. Y es en verdad una devota estatua, de algún mérito artístico y mucho mérito de sentimiento. Tiene un ceño de dolor, una expresión de profundo dolor, que enternece; la estatura alta y bella, y las manos recogidas con innoble cordel sobre sus llagadas rodillas. El Ecce Homo es traído de Belén y vuelto en la misma noche a su capilla, acompañado de muchos fieles cuyas luces se ven desde la ciudad en los pintorescos quingos (zig-zags) de la subida, como una serpiente de fuego que encoge y dilata sus relumbrosos anillos. Alumbra todo el pueblo y sale el cuerpo de canónigos.
+Martes Santo. La ánima sola del martes trae boleta de convite del síndico de San Agustín, ese virtuoso e inmejorable ciudadano, que se ofenderá al verse elogiado por mi pluma de amigo, el señor Tomás Olano.
+(Un paréntesis. Pasada la guerra de 1854 el precio de la carne subió mucho en Popayán. Un propietario, no tan rico que dejara de ser heroico lo que a contar voy, tenía una abundante ceba de hermosos novillos patianos, y los carniceros le pagaban a buen precio sus reses. Todos ponderaban la ganancia que iba a hacer el afortunado dueño; pero este no quiso vender sus novillos sino con una rebaja de diez pesos por res, con condición de que venderían la carne al antiguo precio. El propietario era el señor Tomás Olano.
+La res cuando reposa por la tarde, rumia en su blando reposo, es decir, trae del estómago a la boca la yerba que ha comido, y vuelve a saborearla. Así rumio yo, trayendo de la memoria al espíritu lo que me ha sido dulce al alma).
+La procesión sale a las ocho de la noche, como de costumbre. Tras los pasos de San Juan, la Magdalena y la Verónica, de forzosa presencia en toda las procesiones, vienen los pasos especiales de San Agustín, y son los siguientes, en su orden: el Señor del Perdón, el Señor del Huerto, el Prendimiento, el Señor de la Columna, y Señor de la Cruz, el Santo Cristo y la Virgen. Estos dos últimos cierran todas las procesiones. En esta noche no alumbran sino las señoras y los caballeros.
+Miércoles Santo. La pequeña ermita llamada por excelencia la Ermita, da su contingente en esta noche. Su síndico, señor Nicolás Rada (que murió en 1861 fusilado: ¡descanse en paz!), era quien convidaba. Los pasos especiales, fuera de los cinco forzosos, son: la Oración del Huerto, el Señor de las Cruces, el Prendimiento. Alumbra todo el pueblo.
+Jueves Santo. Esta es una de la mejores. Sale de San Francisco, y está a cargo del síndico…
+Otro paréntesis. Colombia había dado un sucesor a Bolívar y el hombre que había merecido aquel terrible honor, era no solo el caballero más buen mozo que hubo en Colombia, sino un distinguido hombre de Estado, y lo que es más que todo, un ciudadano inmaculado. ¡Pues bien!, este hombre que hubiera hecho la felicidad de cualquiera nación europea, que en Bélgica hubiera sido otro Leopoldo I, entre nosotros, nación de locos, fue un Presidente caído tumbado por una revolución que no ha alcanzado a justificarse todavía. Se dio la batalla decisiva del Santuario, y se perdió el 27 de agosto de 1830. La noche de aquel infame día, la pasó el ilustrado Presidente en casa de un amigo suyo, don Cristóbal de Vergara, a donde fue a buscar un rato de soledad y de meditación, protegido por el respeto y el cariño del dueño de la casa. Empezó a medir a largos pasos la estancia, en las primeras horas de la noche, y se paseó sin cesar hasta las primeras horas de la alborada, en que volviéndose bruscamente a su amigo, que había estado inmóvil contemplando aquella noble e inmerecida desgracia, le dijo: «Se necesitan fuerzas para no aborrecer a los hombres».
+El hombre que por su religión no ha llegado a aborrecer a los hombres, cumple piadosamente en Popayán la herencia de sus padres: es el síndico de San Francisco, y quien costea la procesión del jueves. Las magníficas efigies de esta procesión, fuera de San Juan y las otras cuatro nombradas, son estas: el Señor del Huerto, el Señor del Prendimiento, el Señor de la Sentencia, el Señor de la Columna, la Flagelación, la Coronación de Espinas, el Señor con la Cruz a Cuestas, el Señor Caído, la Crucifixión. En esta noche alumbran los caballeros y las ñapangas, ese tipo especial del pueblo caucano.
+Viernes Santo. El síndico de Santo Domingo, señor Vicente Javier Arboleda, es el alférez de esta hermosísima procesión, la mejor de todas. Santo Domingo es la iglesia anexa a la universidad, y la especial favorecida de la noble familia de los Arboledas. En ciertos días, en días de repicar recio, como en el de la fiesta del patriarca titular, he visto allí un lujo indescribible; pero lujo de buena ley, no de representación, como el que se usa hoy, sino como el que se usaba antes, cuando había religiosidad y riqueza, que ambas cosa han volado al mismo tiempo. Desde el alto techo hasta el suelo bajan cubriendo todo el templo cortinajes de damasco rojo de seda, de gran valor la tela aunque está sirviendo hace más de un siglo, se encuentra tan nueva y flamante como el día que salió de la fábrica: ¡tal es el cuidado y el esmero con que la tienen guardada! La estatua de Santo Domingo, escultura de soberana belleza, que tiene pestañas y cejas de pelo, y que parece viva, en fuerza de su mérito artístico, aparece vestida de sus hábitos dominicanos, que son de tela finísima y de mucho valor. De lejos, cualquiera diría que era un fraile vivo, de pie sobre el altar para engrandecer la fiesta. El número de imágenes buenas que hay en Santo Domingo es increíble. La procesión es vistosísima. Salen San Juan y la Verónica. Seis ángeles en diferentes pasos; cada uno lleva una de la insignias de la pasión. Las Tres Marías, la Muerte y San Miguel, un Ángel, la Cruz, los Tres Varones, el Sepulcro, cuarenta ángeles y la Virgen. La procesión deja el paso del Sepulcro en la iglesia de la Encarnación, donde es custodiado hasta que el domingo lleve erguido sobre él al Vencedor de la Muerte.
+Cada paso en esta y en las otras procesiones es cargado por seis, ocho o más nazarenos. Hay alguno, como el de la Virgen, que es sumamente pesado, por las arrobas de plata de sus adornos, y que necesita más de diez cargueros. Este oficio lo desempeñan algunas veces los principales caballeros de Popayán.
+No sé si fue en 1840 o 1841, pero fue durante aquella guerra espantosa que diezmó las provincias del sur. La alarma en Popayán era constante; ningún hombre podía dormir fuera de los retenes, o de las torres, y a pesar de la vigilancia, el enemigo hacía entradas y mataba en las mismas calles de la ciudad. Llegó la Semana Santa y se celebraron las funciones con entera seguridad de que los guerrilleros las respetarían. Todo el pueblo de Popayán hubiera dado algo por aprehender al General Obando y al Coronel Sarria, los dos famosos jefes de las guerrillas timbianas. En la procesión del jueves, notaron los circunstantes cierto nazareno de anchas espaldas y erguido talante, que ayudaba a cargar el paso de la Virgen. Sospecharon quién era, no le perdieron de vista los que lo habían conocido; y al volver a la iglesia, un descuido que le hizo levantar un poco el antifaz, les hizo ver la cara del temible Sarria, que había venido bajo la inviolable salvaguardia de la religión, a cumplir sus acostumbradas devociones. Al día siguiente, estaba el formidable guerrillero otra vez entre sus rústicos tercios timbianos.
+El General Obando cargó muchas veces, como nazareno, los pasos de la Semana Santa.
+Estamos todavía en la noche del Viernes Santo. La procesión recorrió las calles por las de Santo Domingo, la Encarnación y la Compañía. Los fieles han acompañado la proceisón hasta San Francisco, y van a rezar una estación, mientras llega la hora de la espléndida fiesta de la Soledad, en la Catedral. Para esta fiesta, se escoge siempre el predicador de más fama, y el canónigo doctor Manuel M. Aláix desempeñó muchas veces este encargo. Era el doctor Aláix (que en paz descanse), de estatura pequeña y de flaca constitución; vestía con nimio aseo, y su voz demasiado melosa, era sin embargo grata porque pronunciaba bien y había estudiado la declamación, cosa en que poco se fijan los predicadores, que creen que gritando sin son ni ton, son elocuentes, y que no desgarrarán las conciencias si no desgarran los oídos, cosas que se contradicen por sí mismas. Aláix era hombre más de imaginación que de talento, y su instrucción era más de gárrulo cortesano que de teólogo, sin que por esto se le pudiera llamar mediano en su erudición canónica. Tenía el buen gusto de dar a sus sermones forma de discurso, y si algún defecto se le pudiera acusar era de ser demasiado poeta, demasiado florido en su composición. En el sermón de la Soledad de 1857 conmovió profundamente al auditorio, encantándolo con un poético sermón. Hablando de la Virgen y de su Hijo, en los dolores del Calvario, decía con su grata dicción: «Eran dos tórtolas gimiendo en un mismo bosque…, dos hostias ofrecidas sobre el mismo altar».
+Concluido el sermón, salió la procesión de la Soledad. Eran las doce de una noche de verano. La luna no aparecía en el cielo con inoportuna luz sino un millón de estrellas que sobre el azul turquí del fondo, daban al cielo la semejanza de un palio de reina. Dulcísimas brisas empapadas en aromas, hacían oscilar levemente las luces de los cirios. La hermosísima Virgen de la Soledad en un paso lleno de luces, vestida con su toca blanca y su gran manto de terciopelo negro, con su expresión de dolor y llevando en las manos la corona de espinas que los hombres dieron a su hijo, era llevada lentamente por las enfloradas calles. Las señoras, únicas personas que alumbran en esta procesión, con sayas de gro, y mantos de punto negro que les cubrían el rostro, cercaban el paso de su reina, con gran decoro y compostura. Adelante marchaba el paso de San Juan, el casto servidor y el hijo adoptivo de la Virgen. Detrás del paso, un coro de flautas acompañaba la doliente música de Mozart sobre el Stabat mater; y cerraba la marcha el majestuoso cuerpo de canónigos, vestidos de punta en blanco con sus trajes negros de larga cola. Todo era triste, profundamente triste y dulce.
+En esa noche las iglesias se cierran; pero toda la población anda rezando las estaciones en las puertas de las iglesias, hasta la venida del alba.
+Sábado Santo. El Señor está en el Sepulcro. La virgen está de duelo. Los fieles oran…
+En vez de las campanas, que callaron desde el jueves, suenan las ásperas matracas, como si dijeran: «¡Dormid ya y descansad! ¡no pudistéis velar una hora!».
+El día se pasa en los rezos, hasta la hora en que la iglesia vuelve a encender el fuego simbólico y celebra otra vez la resurrección del Redentor.
+El domingo, la procesión del Señor Resucitado, que sale de la Encarnación, se junta a la de la Virgen, que sale del Carmen, y siguen juntas a la Catedral, donde se celebra la fiesta conmemorativa de la consumación de todas las profecías, de la rehabilitación del hombre corrompido y el perdón de la mujer corruptora. ¡Todo está consumado! ¡Ni una letra quedó sin cumplimiento!
+Lector, si vas algún día a Popayán, no te olvides de ver de cerca las imágenes de Santo Domingo y la Dolorosa, en Santo Domingo; de la Concepción, en la Compañía; del Señor de la Columna, en San Francisco y del santo Ecce Homo, en Belén.
+Y si todavía crecen en Popayán las blancas rosas del cielo, que nacen en cuajados ramos, corta uno bien hermoso, y preséntaselo en mi nombre a la Virgen de los Dolores.
+La casa del señor don Pedro Antonio de Rivera demora tres cuadras abajo de la plaza mayor. Se compone de dos grandes patios, dos corrales y una huerta. El primer patio es claustreado; pero sus tramos fueron edificados en distintas y lejanas épocas, y cada uno de ellos conserva el sello de la época en que fue hecho. El primero, que cae a la calle, tiene por fuera un balcón corrido de gruesos y redondos pilares, y a un lado y otro grandes ventanas de fierro, que tienen en la mitad una P, una A y una R de fierro, entrelazadas. Son las iniciales del nombre del bisabuelo del actual propietario, que tenía su mismo nombre. Sobre el portón hay un Jesús tallado en piedra, y encima en un nicho, una tosca imagen de piedra que representa a San José; al pie de la imagen había un gran farol que en el siglo pasado se encendía todas las noches, y que el espíritu del siglo XIX ha apagado. El ancho zaguán, de suelo empedrado, tiene en los ángulos poyos de adobe para hacer los rincones impermeables. La segunda puerta del zaguán, que da al corredor de la entrada, tiene postigo para que entren y salgan los vivos, y gran portón que no se abre sino cuando hay que sacar los muertos. En tiempos pasados se abría también cuando salía la carroza, que, tirada por seis mulas herrerunas, sacaba a pasear a don Pedro Antonio I, cuando iba en el séquito del Arzobispo Virrey. El tramo de que vamos hablando fue hecho en 1760 y por dentro es de arquería.
+El segundo tramo es de pilares de piedra y su tejado más bajo que el del primero; el tercero se une a la diabla en el tejado con el segundo y tiene pilares torneados de madera; el cuarto y último, de pilares de madera también, pero cuadrados, fue hecho en 1820. En el patio hay aljibe plagado de ranas; rosales de Jericó que crecen a su sabor y han perfumado con cien generaciones de rosas las tres de hombres que han habitado en la casa. En un ángulo, al lado del tramo nuevo, se ve un grupo de madreselva, que como planta recientemente importada, se ruboriza de vivir allí, y cuyas rositas bajan ruborosas las cabezas ante las encendidas miradas de las rosas de Jericó que tienen al frente. El segundo patio tiene en su recinto el servicio interior, y en la mitad de él se eleva una pila seca, cuya cañería se dañó durante la Patria Boba (1814). En los corrales se ven papayos de tronco gordinflones, abonados con cascajo, que con la mano en la cintura, la frente alta y la cabellera en desorden, parecen campesinos que se quedan viendo una torre de la ciudad. De las papayas de estos semiárboles se han hecho dulces para el virrey Sámano, para Bolívar, para don Joaquín Mosquera y todos los presidentes que le sucedieron. Enfrente de los papayos, que son once, siete hembras y cuatro machos, están de pie con los brazos cruzados y el cuello muy almidonado, muy recto y muy erguidos, unos catorce arbolocos, que son los hombres de Estado de la naturaleza vegetal. Quien les ve su apostura tan gentil piensa que son grandes hombres porque viven tan pensativos; pero si se les examina, se les encuentra huecos. Estos señores se llenan de hijos que son tan sosos como sus padres, y que crecen tan rápidamente que alcanzan la estatura de sus mayores desde la infancia. Arrimados a la pared, y huyendo de la vista de lo arbolocos, que les es odiosa, se ven unos grandes cerezos que in illo tempore se cubrían de racimos de fruta; y que viendo que los muchachos no la dejaban madurar, y cansados de oír malas palabras a los dueños de la casa que los insultaban so pretexto de que las cerezas producen disentería, se habían dedicado a criar churruscos de todas clases en compañía de unos curubos de larguísimos bejucos que vivían apegados a los troncos retorcidos de los seculares cerezos. Los malvaviscos, la malva y la ortiga llenaban el espacio que quedaba libre, aguardando los primeros que hubiese un constipado en la casa para que lo curasen con el cocimiento de sus hojas; la segunda, a que hubiese un porrazo o cualquier otra enfermedad que se aliviase con un baño emoliente; y la tercera, a que unas piscas estériles que piaban en el corral vecino consiguiesen hijos de su vejez para que los criasen con ortiga tierna, que es el único suave alimento que pueden digerir aquellos suaves estomaguitos, que cuando grandes tragan clavos de hierro y picotean tachuelas de cobre, sin que les cause mal ninguno.
+Sobre los anchurosos tejados vive una república de esas aves que cargan con el nombre de domésticas, y que la historia juzgará severamente con el nombre de palomas, que se habían encargado del ramo de las goteras, y cuya segunda atribución era no servir para nada. Se les tolera en la casa con la lejana esperanza de comer pichones; pero ni la familia gusta de ellos, ni ellos se dejan coger a pesar del adjetivo de domésticos que distingue a tales individuos.
+Entre los patios y el corredor principal divaga un perro indeclinable, porque a causa de su vejez, y de que esta y la sarna lo han pelado en partes, no se sabe si es perro, perra o ambas cosas; pero de una información de peritos resulta que pertenece al género masculino; hay también una prueba moral de mucho peso y es que lleva el nombre de Repollo. Este perro se ocupa en dar tarascadas a las moscas que se ríen de él entre sus barbas, y en andar en perpetuo movimiento echándose aquí y más allá, porque cree que lo que le pica es el suelo y no la sarna, y que por lo tanto, con mudar de puesto se alivia. Esta práctica es tomada de los hombres, que creemos a menudo que la calentura está en las sábanas.
+En el descanso de la ancha y descansada escalera de piedra, está pintado al fresco sobre la desnuda pared un San Cristóbal gigante, que lleva en los hombros al niño Jesús, del tamaño de un hombre de los que se usan hoy, y en la mano, a modo de bordón, una palma de coco que acababa de descuajar para apoyarse en ella. El San Cristobalón está pasando un mar o un río, cuyas altísimas olas le llegan hasta las rodillas; y en la orilla se divisa a San Cucufato con su capucha calada y su linterna en la mano, que viene a alumbrar el pasaje. El Santo es del tamaño de su linterna, y de esta salen rayos de luz pintados a manera de barbas de gato.
+Por allá arriba, en los grandes aposentos, vaga como un proscrito un gato de talla mayor, llamado como la mayor parte de los gatos, michico. Michico es como si dijéramos Juan, Pedro o José entre los hombres.
+El salón que tiene por subalterno el gran balcón de la calle, tiene la filiación que a continuación se expresa: En las desnudas paredes campan unos grandes cuadros al óleo, y de las vigas labradas prolijamente bajan tres guardabrisas y una araña centenaria, en que viven otras ídem que bajan de las vigas a los retorcidos brazos de cristal de la araña principal. El todo forma un conjunto pintoresco de cortinillas fabricadas gratis por los habitadores de la armazón cristalina.
+Dos cornucopias empolvadas reposan contra la pared, sobre mesas de patas de águila; y veinte sillones de patas de águila y de león con cuatro canapés de la misma fábrica, forrados en filipichín colorado, completan el mueblaje. En las alcobas hay camas de pabellón de macana, que abren sus dos grandes alas sobre la barandilla del tíbar; sobre un mesón de cedro reposa un gran crucifijo con potencias de plata, cubierto de polvo.
+El cuarto llamado del estrado, está colgado de toscas pero vistosas telas de lana, con paisajes y dibujos; las ventanas, lo mismo que las puertas, están ornamentadas con cuadros de madera tallada y dorada. En todos los demás cuartos se ven adornos y muebles por el estilo: escritorio de carey, urnas del Niño Dios, mesas y mesitas de cedro, camas de pabellón, etcétera.
+Si con el permiso que tenemos de visitar toda la casa, conviene el lector en que abramos los roperos, los baúles, las grandes cajas de cedro y los cajones de los escritorios de carey y de rosa, pudiéramos hacer un donoso inventario. La familia Rivera, que vive siempre entre las escaseces, con el día, como se dice vulgarmente, pasa por familia empobrecida; y ellos lo creen sinceramente. Sin embargo, veamos algunos de esos papelones. En un cajón de uso más frecuente se ven mal pergeñados legajos de escrituras, recibos y contabilidad llevada en tirillas de papel, cosa que ha dado al traste con todas las grandes casas de Santafé. Resulta del examen de esos papeles que la familia posee un caserón viejo por San Agustín, que se arrienda en veinte pesos al ricacho don N., quien lo tiene subarrendado en cuarenta; cuatro casitas por Las Nieves, que producen unos sesenta pesos mensuales mal contados (porque sus dueños no saben contar bien); cuatro o seis solares que reditúan veinticinco pesos; una casa por La Candelaria, sin escritura ni más título de propiedad que la posesión no interrumpida durante cincuenta años. Censos en diferentes propiedades que reditúan, al cinco por ciento, unos seiscientos pesos al año. Documentos de dinero impuesto en las cajas reales, cuyos fondos tomó el gobierno republicano, y cuya deuda no quiere reconocer porque, dice, que eso sería antipatriótico; documentos de suministros hechos al gobierno colombiano, y que no fueron presentados a tiempo a la comisión fiscal, y por lo tanto fueron declarados virtualmente cancelados; insolutos de la misma República en gruesos y apolillados paquetes; escrituras de dos deudas con hipoteca, hechas a favor de don Pedro Antonio, que por no haber sido cobradas en treinta años, han prescrito; y así otras curiosidades, como alcances liquidados y no cobrados a mayordomos, corresponsales, agentes, censatarios, etcétera, en un espacio de ochenta años.
+En los arcones de cedro hay vestidos sin estrenar, de los que se usaban de 1790 a 1810; paño apolillado, paquetes de abanicos de marfil calado, y tercios de mercancías importadas en 1808, que aun no han sido abiertos porque desde entonces está la familia haciendo entes de preparar convenientemente un almacén que posee en la calle real, lo que se ha ido dilatando día por día y año por año, a causa de la escasez en que viven. Por los muebles de rosa y de carey, de cedro y de tíbar que hay en la casa, daría un conocedor seis mil pesos…, con el objeto de ganarse otro tanto restaurándolos y vendiéndolos por menor. Como los abuelos Rivera vivieron en tiempos de Vásquez y fueron grandes admiradores de este artista, se fueron acumulando sus cuadros en la casa, y hoy se pudieran sacar hasta unos veinte de primer orden, sin contar con los que quedarían haciendo milagros en la casa, a causa de representar santos de especial valimiento cerca de Dios, según la creencia de la devota familia.
+Entre las alacenas hay algunas arrobas de plata labrada, que los criados van desamortizando poco a poco, con el único objeto de acrecer la riqueza pública; y en las gavetas de las cómodas, de oloroso cedro, hay todavía algunos miles de pesos en joyas de oro.
+Por último, no se encuentra en la vetusta casa nada cuya fecha sea posterior a 1825. El tiempo no ha corrido para ella, sino que la ha respetado como respeta un torrente la piedra colosal que está enterrada entre su cauce: prefiere lanzar sus raudales espumosos por uno y otro lado; pero ni sueña en arrancarla.
+El lector habrá extrañado el silencio profundo que hay en la casa que hemos recorrido. No se oye hablar a nadie, no hemos visto ninguna persona. ¿Tiene curiosidad de ver las personas que la habitan? Pues por la descripción de la casa puede asignarles fisonomía, edad, costumbres, vestidos, etcétera. Y viva seguro de que no se equivocará ni en un cinco por ciento.
+Las hijas de don Facundo Torrenegra, prócer de la Independencia, se habían refugiado en una casa baja situada en el barrio de La Catedral, después de que pasó la deshecha borrasca de la Independencia, en la cual perdieron su gran fortuna, no quedándoles más que la casa en que se recogieron como en un puerto. Esta casa hacía esquina, lo que les proporcionaba la ventaja de tener luz a un lado y otro: esto era algo; ya que habían perdido la fortuna, les quedaba la luz.
+Las grandes ventanas cuadradas, de balaustres lisos, bien pintadas de verdacho, adornaban por ambos lados las blancas paredes. Por el zaguán enladrillado se entraba a un corredor angosto que rodeaba al primer patio. Había en este un confuso y gracioso jardín, en que maldito el caso que se había hecho de las reglas del arte de la jardinería. Se habían dejado crecer las plantas apiñadas, sin poda y sin dirección: unas en el suelo, otras en tazas de barro. Claveles de todos los colores formaban macetas perfumadas; rosas de Jericó y de la China, asomaban sus hojas de color de la aurora junto a las rosas blancas, que son uno de los remedios de los pobres. Un jazmín de Arabia, crecía en buena compañía con un naranjo, que estaba un poco desmedrado y triste por el frío, al cual no se acostumbra. Dos ciruelos españoles y dos manzanos cometían la falta de mostrar hojas, flores y frutos, todo a un tiempo, cosa que se reputa imposible y bárbara por los que estudian los secretos de la naturaleza. Un árbol del huerto dejaba caer melancólicamente sus ramos adornados de flores coloradas, herido aún de la amargura que presenció en el Huerto, la noche que sudó sangre de agonía el Divino Jesús. Un raque lleno de flores volvía sus ojos llorosos al campo de donde fue traído, y sin el cual no podía vivir. Encendidas clavellinas y olorosos cinamomos sitiaban una pobrecilla malva de olor, que se recogía y agazapaba, a ver si así podía huir de tan injusta obsesión. El doncenón enredaba en un pilar del corredor sus frágiles y quebradizos bejucos cubiertos de flores, bien ajeno de que él iba a ser declarado planta vulgar algunos años más tarde. Las pequeñas y modestas trinitarias alegraban su follaje verde y tupido, como alegran los ojos la cara, que sin ellos inspira lástima o repulsión, como sucede con los ciegos, los dormidos y los cadáveres. Unas matas de linaza habían dicho: «¡a ver si cabemos aquí!», y se habían acomodado entre dos matas de claveles, que las estrechaban, y que, seguras de que la casa era propia, echaban hojas y hojas a todo su sabor. ¡Allí estabas tú también, modesta y olorosa albahaca, que por tu nombre y tu aristocrático olor recuerdas las huertas de Valencia y las vegas del Genil!, que si no echas de menos el aire tibio de Andalucía, es porque este suelo también se llama Granada, ¡y porque también hay aquí ojos árabes que te vivifiquen! Junto a ella estaba su prima hermana, la amable mejorana, de oriental origen; y más allá lucía su eterno verdor la hoja santa, que arraiga hasta en las piedras, que reverdece con el verano, y que, como la industria, no pide ni protección ni privilegio, sino sólo el permiso de existir. Por último, un curubo trataba por juego, nada más que por broma, de quitarle la luz a las ventanas del costurero, fabricando un toldo verde, de cuyo techo bajaban sus flores coloradas y sus frutos envueltos en terciopelo amarillo.
+Examinemos las piezas. A la derecha está la sala con canapés forrados en zaraza; mesas de pino barnizadas, recargadas con monos de porcelana, juguetitos de niños, pequeños espejos de cajón, llamados tocadores, y artefactos curiosos producidos por los indios loceros de Moniquirá, Ráquira y Timaná. Cuatro cuadros con marcos de cristal, con pinturas en lata, representando a San Francisco Javier, San Francisco de Paula, San Francisco de Borja y San Francisco de Asís, adornan dos de los lados de la sala; y en los otros dos lados hay cuatro cornucopias cuyos marcos igualan a los de los santos. Sobre una repisa de nogal, hay un reloj inglés, de cuco, cuya curiosa muestra llena de círculos, señala a un tiempo el instante, el minuto, la hora, el día, la fecha, el mes y el año. Encima de la muestra hay un hueco por donde asoma un pajarito, cuando da la hora, a cantar mientras suenan los campanazos. En medio de las dos ventanas se ve un retrato al óleo, que representa un gallardo joven de treintaicinco años, con casaca azul de cuello de cordero pascual, cuello de camisa que ha sitiado el pescuezo y amenaza a los ojos con sus puntas; pechera de vuelo almidonada; chaleco abierto, reloj con complicado pendiente y pantalones de casimir. Este es el retrato de don Facundo Torrenegra, fusilado por los españoles en 1818, por haber dado su fortuna a la patria. En el suelo hay sobre la estera indígena, esteras de chingalé y tapetes quiteños, con su letrero circular acostumbrado: Viva la patria, viva la religión.
+En algunos más explícitos, se leía también: Viva Bolívar. Dos sonoras guitarras sevillanas acusando que se hacía de ellas un frecuente uso, porque estaban templadas, yacían sobre los brazos de los canapés.
+Tras de la sala hay una grande alcoba en que están las camas de doña Carmen de Torrenegra, y de sus tres hijas María, Inés y Rudesinda. Hay una quinta cama perpetuamente tendida: fue la que ocupó otra hija de la casa, Gregoria, muerta hacía diez años en Popayán, a donde se fue recién casada. El lecho le sobrevivía, porque era la imagen del recuerdo que de ella conservaban su madre y hermanas.
+Tras de la alcoba seguía el cuarto de costura, con sillas de vaqueta, bajas y de asiento semicircular; mesas enchapadas de carey y marfil, y cajas de costura pastusas con chapas y llaves de plata. Las paredes estaban cubiertas de imágenes de santos, entre las que lucían dos miniaturas con marquitos negros: representaba la una a doña Carmen de edad de dieciocho años, blanca, de grandes ojos negros, con bucles y peinetón, camisón escotado, mangas con ahuecadores, talle bajo los hombros, largos zarcillos y muchas sortijas. La otra miniatura era la imagen del señor Torrenegra, con su casaca de cuello de cordero pascual. Las dos miniaturas eran un regalo de bodas. Al frente de la puerta del cuarto de costura estaba, sobre la baranda del patio, una gran jaula de cañabrava llena de toches y mirlas blancas, a quienes se les daba la congrua sustentación porque cantaran, que en esto y en la vida canóniga se parecían a los canónigos. En los corredores había láminas en vidrio con marco dorado, que representaban varios pasajes clásicos, y al pie letreros dorados, tales como estos: Sacrifice de Régulo, Coriolano cede a las oraciones de su madre y Roma es salvada. Marte de Atala y despecho de Chactas. Didon convoca a Eneas y se suicida.
+Al frente de la puerta de la calle queda el comedor, donde una grande y lustrosa mesa de nogal rodeada de sillas de brazos, ocupa la mitad del aposento y espera a que sirvan la comida. Allí también hay láminas: unos grabados franceses clavados con tachuelas, que representan lo que constituyó la delicia de nuestros padres, la tierna historia de Telémaco. Cada lámina tiene al pie la explicación en francés y en español, o mejor dicho, en francés y francés. Véase un ejemplo: Telémaco aborda la isla de Calipso. Las Ninfas que son en el baño le rodean y él comienza la relación de su naufragio. Mentor obliga a Telémaco de se precipitar en el mar. Las Ninfas burlan con sus teas el navío que había construido Mentor. Telémaco ante las ninfas demanda a su padre Ulises.
+Tras el comedor hay un cuarto aislado que se ha dedicado a oratorio. Allí hay un cuadro de Vásquez, que representa a la divina Señora, cuyo virginal busto ha sido el estudio de todos los pintores del mundo; varias estampas francesas de aquellas que dicen al pie: Sainte Anne- Santa Ana. Saint Joachin- San Joaquín, estampas de esas que han creado los franceses con el objeto de probar que las minas de bermellón y verdacho son inagotables. A un lado del risueño oratorio, que huele a incienso, y a flores, está desarmado, es decir, en tosco acomodo, un pesebre quiteño, compuesto de la Virgen, San José, el Niño, el buey, la mula, los tres Reyes Magos, los Pastores, y una comparsa innumerable de caballitos, mulas, burros, pájaros; acopio inmenso de lama para hacer rocas; pedazos de vidrios para figurar lagunas; papel blanco para simular cascadas; ídem dorado para fabricar estrellas; ídem azul para fingir cielo y horizontes; marmajas para hacer camellones; cáscaras de huevo para hacer piedras del camino; casitas de madera, etcétera.
+El interior de la casa está compuesto de la cocina, despensa, cuarto de criadas, cuarto de ropa y cuarto de planchar, que rodean un patio empedrado; más hacia el fondo queda el corral de las gallinas, bien provisto de volatería, y un hermoso huerto sembrado de papas.
+Toda la casa huele a alhucema. Con esta última noticia se comprenderá el carácter de sus cuatro habitadoras.
+Juan Manuel Doronzoro casó, hará tres años, con la señorita Matilde del Pino, y se fueron a vivir a la casita nueva de la calle de San Juan de Dios, que acababa de improvisar el señor Arrubla con los sobrantes de otra casa que él también había construido. La escala de la casa se puede calcular por este solo hecho: de un extremo a otro de la casa, y al través de las habitaciones, se percibió una vez el olor de pavesa que despedía una vela apagada en la alcoba. El fondo de la casa sumaba veinticinco varas y el ancho trece y media. En aquel terreno suponían que estaban viviendo Juan Manuel y Matilde.
+Un zaguán de vara y media de ancho, empapelado, esterado, con friso de tablas barnizadas y cielo raso estucado con florón, daba entrada a una galería de cristales liliputienses, donde se ahogaban elegantemente dos divanes de tafilete y una mesita redonda con tarjetero y lámpara de kerosene. Sobre las paredes empapeladas estaban no el San Cristóbal, santo patrono de las buenas casas santafereñas, sino Garibaldi, Lamartine y la reina Victoria, en grandes marcos dorados y con hermosos vidrios. A la galería salían cuatro puertas: una a la izquierda, y era la del cuarto de hombre; a la derecha la de la sala; en un lado de la galería la de la recámara, y al frente, en el mismo bastidor de cristales, la que salía al corredor del primer patio.
+El cuarto de hombre, empapelado de color gris, contenía una cama de cornisa, lavamanos con innumerables chismes de tocador y un ropero suntuoso. De este cuartito se pasaba a otro, que tenía ventana a la calle, en el cual había una otomana, una mesa de escribir cercada de barandillas y unas silletas de paja italiana. En las paredes lucían dos hermosos grabados: el plano de la ciudad de Nueva York y una vista de San Francisco de California, tomada a vuelo de gavilán, porque parece que a California la tomaron al vuelo dos veces los yanquis.
+La sala es un curioso museo de todos los objetos que se pueden romper. Pudiera escribirse «Fragility the name ist extranjero», cambiando la palabra acoman, que dijo Shakespeare, en extranjero, por no ser impertinentes con Matilde, que es (acá entre nos) el mueble más quebradizo de aquella casa a la derniere. Hay dos sofás y doce taburetes con resorte, forrados en terciopelo rojo, y disfrazado de vulgar pino o chuguacá de que están hechos, con un delicado y negro barniz de tapón, tan lustroso, tan brillante, que se lee en él fragility… De pata de gallo, pero imitando madera de rosa, esa madera de que hacían escaleras nuestros padres, es la mesa redonda, que no es redonda porque es ovalada, y en vez de una gruesa y única pata como tenían las mesas redondas, tiene cuatro patas largas, encorvadas, frágiles (fragility), que se reúnen en una flor de lis para volver a apartarse a buscar el suelo en que se apoyan. Encima de la brillante superficie de la mesa hay una bandeja de plata alemana llena de tarjetas, y debajo de la mesa una alfombra, con una pintura que representa un perro aullando sobre una ropa ensangrentada.
+Las tarjetas por sí solas constituyen una voz del lenguaje de las casas. Las hay de todas formas. Unas son tan delgadas y lustrosas y trasparentes, que uno adivina cuan grueso es su dueño Raimundo del Valle, cuyo nombre está allí en grande letra inglesa. Otras, aspirando al renombre de buen tono, son grandes y duras como una tabla, y en la mitad, en letra sumamente pequeña, dice: José Ruiz. Otras tienen medios relieves blancos; otras el letrero en blanco, en letras góticas, en donde se lee, por milagro, el nombre de su dueña: Susana Perdomo. Hay una imitando viruta de carpintero, en que se lee el nombre y se adivina el carácter de su dueño: Rómulo Roncancio R. Las hay también de matrimonio: unas evidentemente anticuadas, pues deben ser del año de 1854, están unidas por un lazo de cinta blanca; otras, más modernas y más significativas, están amarradas con un primorcito de hilo de oro que se podía romper, más que romper, quebrarse, con una nada. Las de 1862 ya no se unen, sino que entran en una argollita de espiral de las que antes servían para coger por detrás los botones del chaleco. Las de 1864 ya no traen ni argolla, sino una lentejuela, y las de 1865 ya no traen ni lentejuela sino que vienen sueltas entre el sobre, como quien dice: «nada nos impide coger diferentes caminos». Estas últimas son un verdadero logogrifo: grifo y logo que adivinara un cachifo, y que vamos a describir. El sobre de papel, sumamente grueso y satinado, es color de ruana parda por dentro, y pretenciosamente blanco por fuera. Al abrir el sobre se ve en letras blancas, sobre el fondo, este nombre: Rosa Rubiano. De las dos tarjetas, la una dice J. Fernández, y la otra R. Fernández. De manera que no sabe uno si los que se casaron y dan parte fueron dos o tres personas. En derredor de cada tarjeta hay la famosa cinta de oro que une los matrimonios del siglo XIX, y encima de todas se lee mentalmente: fragility. Las dos boletas, ya lo hemos dicho, andan sueltas entre el sobre, como si dijéramos, duermen aparte. Entre el montón de boletas se ven muchas, muchísimas con nombres tan armoniosos como estos: Shtrhirlgs, Tghmygndt, Rmondfgt y otros nombres de alemanes diletantes. Estos alemanes, cuando se les pregunta su nombre debieran, si son hombres de bien, contestar: «me llamo Abecedario»; pero los alemanes que vienen por acá no son hombres de bien porque nos dicen que sus nombres sí se pronuncian.
+Sigamos con la sala.
+Sobre dos consolas de pata de gallo charolado hay dos espejos con marco dorado, y entre las dos ventanas en un gran marco dorado, hay un emblema de la felicidad doméstica, como se usa en las casas felices, o mejor dicho, un emblema nacional: ¡hay… un retrato de Víctor Manuel! ¡Un primor de ocurrencia! Enfrente de las ventanas hay dos marcos dorados, redondos, hermosísimos: el uno tiene el retrato del príncipe de Gales, y el otro el del príncipe imperial. ¡Por todas partes los más tiernos emblemas de la paz doméstica! Los retratos están suspendidos de cordones de seda que vienen desde el techo, y tienen que bajar, por supuesto, cuatro varas para ligar al marco. Las ventanas y puertas están abiertas a la moda actual: si los aposentos tienen de largo seis varas, los techos tienen de alto treintaiseis. Parece que la fórmula arquitectónica que nos dejó Reed para saber la altura, fue esta: «multiplicar el largo por sí mismo».
+En una de las mesas hay un álbum…, pero no el álbum rococó, de versos y más versos, moda sumamente pasada, sino el álbum actual: retratos y más retratos; ¡pero qué retratos! Abrámoslo, ¡Jesús!, ¡qué parecido! ¿Quién? ¡Alejandro Dumas! Siguen Eugenio Pelletan, el Cardenal Caraffa, el General Rebus, Víctor Hugo, Ravaillac, Russi, Napoleón III, la Pati, la Grisi, un grupo del mercado de las verduleras de París, otro id. de la Chambre de Deputés, el retrato de Juan Manuel con la bata y el gorro, el cigarro en la mano y un pie con pantuflas, alzado sobre una silla. El retrato de Matilde, de cuerpo entero, de medio lado, con gran crinolina de gran cola. Parece que lo que quiso retratar fue la cola. Excusado es decir que todas las amigas de Matilde le habían mandado los retratos de sus hijitos, pequeñitos sujetos retratados entre un sillón, con sus caritas redondas, que no se sabe si son del género masculino o femenino.
+¿Por qué en vez del retrato de Bolívar, de Nariño, de Zea, de Caldas, del Presidente de la Confederación, de Guarín, de Párraga, de Osorio, del Arzobispo, del general París, de los miembros de la familia del dueño del álbum y de sus amigos íntimos, se tienen los de las notabilidades europeas, y aun de los que no son notabilidades?
+Pasemos a la alcoba. Una cama de sepulcro, con cortinas de pabellón, campa en la mitad de la angosta alcoba; mesa de noche y tocador, todo barnizado; ropero lleno de crinolinas forman el resto del mobiliario de aquella pieza en que la endemia está escondida tras de los infinitos perfumes del tocador.
+En la recámara hay un facsímile de cuarto de costura. El patio contiene unas tazas de hermosas flores, porque las flores son hermosas hasta cuando son de moda.
+Mas ni el alegre y frondoso novio,
+Ni el doncenón,
+Ni los pintados grandes claveles,
+Ni la purpúrea rosa temprana
+De Jericó,
+alegran la vista. Hay tazas de cinerarias, lámparas colgantes, llenas de frágiles zulias, una rosa mosqueta, otra de Bengala, otra de princesa Elena. En el comedor canta un canario, devorando con la vista el pequeño patio a donde da la ventana; y queda concluida la descripción del primer patio.
+En el segundo hay una despencita con estantes magníficos para guardar, entre cajones de pino con tiraderas de cristal, algunos terrones de azúcar, unas papas vergonzantes, pan francés, botellas de vino y abundante vajilla de blanca porcelana. En el cuarto de criadas, empapelado como el resto de la casa, hay cama de cornisa para la mercenaria sirvienta que entró ayer y se irá mañana. Tras del cuarto de criadas, hay una cocina empapelada, un fogón de reverbero y maquinita para moler el café.
+Y se acabó la casa.
+Hemos concluido ya la descripción de las tres casas. Ellas representan bien a Santafé, a Santafé de Bogotá y a Bogotá, que son los tres nombres que las leyes, y más que las leyes las costumbres, han dado a la ciudad de que se trata.
+¿Hemos perdido? ¿Hemos ganado? ¡Que el lector se meta las manos en los bolsillos y decida!
+Las reses aman ciertos lugares del potrero para escarbar y mugir; las gallinas no conciben que se pueda dormir en otra parte que en el rincón del corral que escogieron la primera noche; y cuando se les desbarata en el día el corral a las ovejas, al llegar la noche acuden al mismo lugar y forman cuadro sobre el asiento del corral, lo mismo que si existieran aún las cercas protectoras a que ya estaban acostumbradas. El hombre, que no es menos animal… de costumbres que las vacas, las gallinas y las ovejas, tiene sus lugares predilectos para cada cosa. A semejanza, y para que sea mayor el parecido, a semejanza de los potros que no ejecutan ciertas operaciones sino donde mismo las ejecutó el anterior, regla a la cual nunca faltan, ni por excepción, así el hombre pone sus inmundicias morales unas sobre otras. Prescindamos de tantas cosas que se hacen por costumbre y en el lugar de costumbre; no hablemos ahora sino de la esquina de poner avisos. Hay esquinas predilectas. ¿Por qué no han de leerse lo mismo los avisos que se pongan en las esquinas al lado del oriente en la Calle Real? Pues no haya miedo de que usen de ellas: todos han de fijarse en la esquina de Montoya, en la de Dupuy y en la de don Juan Antonio Pardo. Y si algún repartidor de papeles progresista fija algún cartel al frente, los lectores le vuelven le espalda, y lo buscan en la esquina tradicional. Hay avisos que se han leído de esta manera, como si se deletreara en la pared vacía el reflejo de la escritura que está al frente. Y lo que decimos de las esquinas de Dupuy, de Montoya y de Pardo, lo decimos de la de Belchite, del Correo y otras pocas que son las favoritas de los lectores. Nadie lee en otra esquina.
+¡Oh, hombre!, mucho me cuesta esta exclamación, en primer lugar por la cacofonía tan dura, y en segundo por lo que tengo que decirle. ¡Oh, hombre!, tú no eres sino un animal en dos pies; eres metódico y mecánico, maniático y doméstico como
+La mansa res, el tímido cordero
+y el perro noble, cariñoso y fiel.
+Tú haces expedientes de suministros de caballos y reses, por costumbre; y no los hace el caballo por costumbre también, porque tú y el caballo, o mejor dicho, el caballo y tú (lo más noble se pone antes: regla de gramática), el caballo y tú estáis acostumbrados a muchas cosas que se hacen al revés y debieran ser al derecho. Porque si el hombre cobra el valor de ciertos caballos, ¡cuántos caballos no pudieran cobrar el valor de ciertos hombres!
+Mas, volviendo a las esquinas de avisos, yo las recomiendo a los lectores como una de las diversiones más inocentes y provechosas para la instrucción, de las que están sujetas a menos estorbos y contribuciones, y que, bien estudiada, pudiera hacer un César Cantú de cada uno de tantos Césares que andan por ahí como versos sueltos, sin colocación ni aun en la esquina de avisos.
+La anunciatividad es el órgano más prominente en la calavera del siglo XIX. Todo se publica. Un cliente escribe: «Una sentencia contra ley escrita», y me pone a los jueces como nuevecitos. Un perdulario larga un folletito bajo este título: «Juzguen los hombres de honor». Un Perico el de los Palotes, a propósito de un altercado con el Pedro Fernández de su suegro, este otro: «Al universo civilizado». Un Juan Lanas se desmonta por las orejas con aqueste: «Un cobarde en vergüenza pública». Un boticario amasa magnesia con ruibarbo, y escribe: «Píldoras de la vida». Un tinterillo de barrio que se llama Juan Sánchez encuentra el mismo nombre, porque en el último censo resultaron 1.000.359 Juanes Sánchez y medio, e imprime una protesta en la cual advierte que él es Juan Sánchez J. Un maestrico de escuela anuncia que ha abierto el Instituto de tres por cuatro, o el Colegio de San Pedro Alcántara y San Pedro Arbúes. Un zapatero avisa que en su establecimiento «Al botín de oro» hay chinelas de superior suela. Un abogado infecundo anuncia que «ha abierto nuevamente su estudio de abogado». Un médico desconocido anuncia que en su calidad de heredero de don Juan Quiñones, cura los constipados y los uñeros. Un militar deja caer encimita del tesorero una alegoría, diciéndole en breves razones que él aprendió en Ayacucho a no dejarse faltar de nadie. Un cura de aldea, llamado Felipe, lanza una filípica contra Garibaldi por el sitio de Roma. (Siguen más de mil etcéteras). En suma, la prensa en el siglo XIX tiene más de 19.000 usos: forma parte del vestido y de la casa, parte de la familia y de la mesa; parte de la digestión; es el octavo vicio, la octava virtud, el cuarto enemigo del alma, el sexto sentido corporal, la decimaquinta obra de misericordia, la novena bienaventuranza, el undécimo mandamiento. En suma, es tal el órgano de la publicidad y de la anunciatividad y de la imprimatividad, que aquellas personas que no pueden imprimir apelan a señales convencionales tan claras como esta: la pulpera de Santafé pone una hoja de tallo en la puerta, y los estómagos deletrean estas palabras al mirar la hoja: Al-u-niver-so-en-te-ro-a-quí-hay-ta-ma-les.
+Ya se puede suponer, por las premisas que dejamos sentadas, que siendo tal la manía de publicar y de anunciar, la esquina de poner avisos será un pandemonium, una Babel, un guirigai, un museo, una exhibición, una caja de muestras, una… lo que ustedes digan…, una caja de costura, una conciencia de negociante, un testamento de vieja, una enciclopedia, un diccionario; en fin una ¡esquina de poner avisos!
+Mas la mejor parte de la esquina no consiste en la obra de los hombres, sino en las combinaciones que forma ese caleidoscopio que llama la casualidad. Avisos de teatro, candidaturas, hojas sueltas, boletines, invitaciones a entierro, listas de jurados, hallazgos o pérdidas, anuncios de nuevos periódicos; todo esto se lo puede suponer el lector; pero lo que no se puede suponer es lo que queda después de que un aviso se pone encima de otro. Eso no está escrito, pero trataremos de escribirlo, por lo que hemos visto, y por lo que actualmente se ve en las esquinas, copia taquigráfica y simbólica de las pasiones que braman en eterno vórtice en el seno de la sociedad bogotana, quien bajo el exterior más beatífico y pazguato oculta intríngulis de diversos quilates.
+Vamos a los avisos.
+LISTA DE LOS JURADOS PARA 1865. - Personajes: el conde de Lucena, Eloy Izásiga. Matilde, señora Margarita Izásiga. Garci Pérez, Honorato Barriga. TEATRO - GRAN FUNCIÓN A BENEFICIO DE… Velación por el alma de los señores… muertos en la batalla de… LA NORMA… Cuarenta horas en el Carmen… A BENEFICIO DE ACHIARDI… - Precios de lunetas, los mismos conocidos… - TEATRO, gran función mimoplástica… PARA 1865… - ES UN ÁNGEL! - ADOPTAMOS COMO CANDIDATO AL SEÑOR… - ECHEVERRÍA HERMANOS. - LA MUJER DE DOS MARIDOS. - ¡Ha muerto la señora Ulpiana Rodríguez!, su afligido esposo, sus inconsolables deudos suplican a sus amigos que concurran a… - EL ELIXIR DE AMOR, y luego se cantará por la señorita Mazzetti la graciosa tonadilla: ¿quién quiere mi naranjita? RENUNCIAS. - Y función extraordinaria a beneficio de… - LA CONVENCIÓN HA TRASLADADO SUS SESIONES… SE NECESITA. - EL HOMBRE DE HIERRO… - SANTOS GUTIÉRREZ. - Candidatura del gran general… - PROCLAMA DEL PRESIDENTE A SUS HABITANTES. DETRÁS DE LA CRUZ EL DIABLO. - SE HA PERDIDO UN NIÑO DE EDAD DE… LA COMPAÑÍA LÍRICA… Se ha encontrado un anillo de oro con rubíes: la persona que lo hubiere perdido ocurra a… - UN BANDOLERO DE MAGISTRADO… - Se solicita una casa en el barrio de… RAFAEL RODRÍGUEZ G., RAFAEL MUNÉVAR - Protesta del Arzobispo de Bogotá sobre la clase de religión… - (Siguen las firmas)… ¡APROVECHAD, POBRES! - El doctor A. Pizot, cirujano dentista… - SE OFRECE EN ALQUILER… - UNA VELACIÓN… - NOTICIAS DE ANTIOQUIA… Salmo para las presentes circunstancias, traducido por Olavide. Señor, ya de dolor desfallecemos, y a cantar nos obligan los tiranos; mas nosotros colgamos nuestras cítaras del sauce melancólico en los ramos. - ¡Compatriotas! Acabo de firmar y mandar publicar el libro sagrado de la Constitución expedido por la Convención de Cundinamarca… ¡Compatriotas! MARÍA DE ROHAN… - EL BARBERO DE SEVILLA, ópera cómica… - Decimonono remate de bienes desamortizados… - El 15 de febrero se rematará. - LA TRAVIATA. - En la tienda del señor Justo Pastor Losada está de venta. - La junta suprema… NUEVA BOTICA. - EL GRAN GENERAL EN HONDA… - S. Diego… acaba de recibir calzado inglés de tornillo, superior… - HIJA Y MADRE. - La señorita Jesús Ramírez ha muerto!… EL MONITOR INDUSTRIAL… DIARIO… - Se publica los jueves… - CRÉDITO PÚBLICO. Se vende este folleto en la tienda en que se… RIFA.
+¿Qué dice usted ahora, señor lector? ¿No son las esquinas de avisos una copia fiel del estado en que están todas las cabezas?
+Al señor Ricardo Silva
+Mi querido Ricardo: te dedico estas tres tazas llenas la una de chocolate, la otra de café y la tercera de té. Tómate la que quieras; lo dejo a tu elección; pero no creo que seas ecléctico hasta el punto de tomarte todas tres. Debes escoger una y vaciar las otras dos.
+Tu paisano. Areizipa
+Postdata (en latín). ¡Hombre!, no derrames las otras: ofrécele la una a tu esposa y la otra a Manuel Pombo. (Fecha ut supra, igualmente en latín).
+Soy coleccionador, bibliómano o anticuario, no sé cuál de las tres cosas será; pero, sea lo que fuere, lo confieso con rubor, porque no se me oculta el ridículo que sigue a esto oficios serviles en nuestra tierra. Si en lugar de eso fuera revolucionario como don N…, que está graduado ya de doctor en revoluciones, y que es muy bien recibido en la sociedad; o si fuera militar, profesión que imprime carácter; o agiotista, profesión que idealiza al individuo, lo confesaría en alta voz y andaría con la frente tranquila y la conciencia erguida…, como dicen algunos que se retiran a la vida privada. Creo que como dicen es «con la frente erguida y la conciencia tranquila», y si yo he dicho al revés, no te afanes. Será equivocación del cajista, que de esas he visto yo.
+Pues iba diciendo que yo soy bibliófilo, o cosa parecida; y por esta razón poseo impresos en abundancia y variedad. Una de estas variedades es la de esquelas de convite a entierros y bautismos; de ofrecimientos de nuevo estado y de despedida. ¡Qué de cosas he visto! ¡Sobre cuántas boletas han caído lágrimas que se me han saltado a traición e impensadamente! «Dionisio Rodríguez y Zoila Díaz se ofrecen a usted en su nuevo estado», dice una esquela fechada en 1841. «Dionisio Rodríguez y su señora ofrecen a usted un nuevo servidor», dice otra, fechada en 1842. «¡Ha muerto la señora Zoila Díaz!», dice otra. «Su inconsolable esposo y sus huérfanos suplican a usted que asista a las exequias mañana a las once». La fecha es de 1853. Estas esquelas recibidas a largos intervalos no causan sino una impresión sencilla; ¡pero reunidas así en un libro!, ¡sin más distancia entre el matrimonio y la muerte que una hoja de papel, y sin más tardanza que la necesaria para volver una hoja! Así, amigo mío, la impresión es compleja y el sabor que queda en el alma es un sabor a asco de la vida. ¡La vida es una canallada, es un robo cuatrero, es una miseria! Esaú vendió su derecho de primer nacido por un plato de lentejas; si hubiera sido su nacimiento el que vendía debiera haberlo vendido por el plato solo: darlo con lentejas hubiera sido un despilfarro horrible.
+¿Quieres que sigamos hojeando? Mira lo que sigue: ¡un amigo mío me convida en 1849 a comer en su tornaboda, y en la hoja siguiente me convida su esposa a acompañar el cadáver de mi amigo al cementerio! Yo acepté ambas cosas: brindé en el convite y lloré en el entierro. ¿Quieres que sigamos hojeando? ¡Mira lo que sigue! Es un convite para unos certámenes de niñas. Una de las sustentantes es Clementina Forero, de edad de ocho años. ¿Sabes quién era la abuela de esa niña? Zoila Díaz, a quien vi casar yo, que según mi fe de bautismo y las barbas negras que peino, soy joven todavía; pero que según el estudio de estas boletas, soy un Matusalén detestable. Y yo mismo, ¿qué seré mañana para el que me herede estas colecciones, sino una antigualla curiosa, un ente mitológico que existió? ¿Quién hará vivir mis ideas, mis sentimientos? ¡Nadie!, ¡nadie! «¡Un hombre al agua!», gritan en un buque cuando cae por descuido un marinero. Se ve a la víctima debatiéndose con las olas, se ven sus movimientos, se oye su voz que invoca a Dios, que nombra a su madre, a su esposa, que ofrece el oro que tiene en tierra al que lo salve. Pasa un momento; ¿qué hay sobre el mar? Nada. El buque se aleja; ¿qué deja atrás? Nada. Un hombre es nada después de que se consume. ¡Las generaciones son buques!, de ellas se desprende un hombre que iba con ellas, y cae a la tumba. Las generaciones siguen: ¿qué dejan atrás? ¡Nada!
+¡La vida, si no es más que este totilimundi, en que pasan y repasan figurillas, no vale ni el plato vacío de Esaú! No vale nada, absolutamente nada. Cualquier negocio es a pura pérdida, mientras no haya negociantes que garanticen la perpetuidad. Lo que más humilla al hombre es la muerte; es vivir de arrendatario de la vida, es no tener nada propio. Cuando menos lo piense, viene el dueño y le pide lo que posee. Esta es una humillación por excelencia…
+¡Dichosos los que dicen, quitando así a la muerte su humillación sin nombre: «La vida es una prueba, es un recodo del camino, es un tambo en la ruta, para descansar a su sombra un momento! ¡Nadie se va a vivir a un tambo; pues bien, la vida no ha sido nunca de calicanto! ¡Venimos de Dios, hacemos un viaje alrededor de la Tierra y volvemos a Dios! ¿No hay franceses que salen de París, viajan y vuelven a los diez o doce años a París? Pues así sucede al hombre respecto de Dios». ¡Oh, esta sed de inmortalidad del hombre, si no hubiera Dios, sería un veneno delante del cual el ácido prúsico sería un caramelo pectoral y calmante! ¡Si los volcanes rugen como rugen y braman como braman, será porque se les ha figurado que no hay Dios! Yo en pellejo de ellos, y con tal idea, no me estaría ni una hora sin un terremoto: me divertiría en matar al mundo a fuerza de estrujones.
+¡Pero hay Dios! ¡Aguantemos humildes la prueba de la vida!, padezcamos la prueba de las boletas, y déjame divertir un poco la imaginación, porque allí alcanzo a ver al principio del tomo una esquela en papel florete que me sonríe. ¡Mírala, qué cuca! El papel es un florete español de lo más florete que pueda hacer el hombre, criatura nacida para hacer siempre papel. El largo de la esquela es una cuarta, medida española; el ancho, media: y el margen tiene cuatro dedos. ¡Quieres que la lea?
+Doña Tadea Lozano
+saluda a usted y le ruega que venga esta noche a tomar en esta su casa el refresco queofrece en obsequio de algunos amigos.Señor D. Cristóbal de Vergara.
+Santafé y mayo 13 de 1813.
+He oído contar en casa que este refresco fue de lo sonado, de lo grande. Asistieron cincuenta personas de lo más escogido que había en la ciudad: Nariño, Baraya, Torres, Madrid y otros personajes por el estilo. Nariño estaba en vísperas de marchar al sur con su valiente ejército; y la marquesa de San Jorge quería darle por despedida lo que se llamaba entonces un refresco, es decir, una taza de chocolate.
+El palacio de la marquesa era, tú lo sabes, la misma hermosa, sólida y opulenta casa que queda en la esquina de Lesmes, y en que vive hoy don Ruperto Restrepo. Era y es una casa cien veces mejor que lo que hoy se usa, estas casuchas que se vengan en altura de techos lo que pierden en extensión de terreno; fábricas de tifos y de tristeza; copia exacta de la generación actual; casas de gran fachada y sin huertas ni jardines; con salas de 20.000 varas de alto y corrales de vara en cuadro; casas que, en lugar de aquellas andaluzas y espaciosas albercas en que corría a chorros la rica agua del Boquerón, tienen bombas que pujan y brotan por la fuerza una agua que sabe a magnesia y sedlitz. La casa de la marquesa ahí está a la vista; es cien veces mejor que las de hoy. Su dueño no debe cambiarla si no le dan doscientas casuchas de estas que la moda levanta.
+Pues en uno de sus salones fue donde se reunió la sociedad que iba a tomar un refresco la noche del 13 de mayo de 1813. Treinta caballeros y veinticinco señoras y señoritas asistían. Era el traje de los caballeros zapato de hebilla, media de seda, pantalón rodillero con hebilla de oro, chaleco blanco y casaca sin solapas, según la última moda, y que era llamada bonapartina. El traje de las señoritas consistía en camisón de seda de talle muy alto y descotado, mangas corridas y falda estrecha.
+La gran sala estaba colgada de tela de seda recogida en profusos pliegues. El mobiliario consistía en tres canapés con prolija obra de talla dorada, y cuyos brazos semejaban culebras que mordían una manzana. Fuera de los canapés había unas cincuenta sillas de brazos, también doradas y forradas como aquellos, en damasco de Filipinas. Del techo colgaban tres grandes cuadros dorados en que se veían los retratos del conquistador Alonso de Olaya, fundador del marquesado; de don Beltrán de Caicedo, último marqués de San Jorge, por la rama de Caicedos; y de don Jorge de Lozano, poseedor del marquesado en 1813.
+El refresco tuvo lugar a las ocho de la noche en el vasto comedor. La mesa cubierta con un mantel de alemanisco de resplandeciente blancura, soportaba el enorme peso de los platos de colaciones, las botellas de aloja y los botellones de vino español.
+Sobre las servilletas dobladas reposaban grandes platos: entre estos había platos pequeños; y entre los pequeños había pozuelos en que hacía visos azules y dorados la espuma de un chocolate que estaba guardado en pastillas hacía ocho años, en grandes arcones de cedro. El cacao había venido desde Cúcuta, y para molerlo, se habían observado todas las reglas del arte, tan descuidadas hoy por nuestras cocineras. Se había mezclado a la masa del cacao canela aromática, y se había humedecido con vino. En seguida cada pastilla había sido envuelta en papel para entrar en el arcón en que iba a reposar ocho años. Para hacer el chocolate no se habían olvidado tampoco las prescripciones de los sabios. El agua había hervido una vez cuando se le echaba la pastilla; y después de esto se le dejaba hervir otras dos, dejando que la pastilla se desbaratara suavemente. El molinillo no servía para desbaratar la respetable pastilla a porrazos, como lo hacen hoy innobles cocineras; no, en aquella edad de oro el molinillo no servía sino para batir el chocolate después de un tercer hervor, y combinando científicamente sus generosas partículas, hacerle producir esa espuma que hacía visos de oro y azul, que ya no se ve sino en las casas de una que otra familia que se estima. Preparado así el chocolate, exhalaba un perfume…, ¡un perfume…! ¡Musa de Grecia, la de las ingeniosas ficciones, hazme el favor de decirme cómo diablos se pudiera hacer llegar a las narices de mis actuales conciudadanos el perfume de aquel chocolate colonial! ¡Esto en cuanto al olfato; pero en cuanto al sabor!… Es de advertir que la regla usada entonces por aquellas venerables cocineras era la de echar dos pastillas por jícara, y ninguna de aquellas sabias cocineras se equivocaba. Si los convidados eran diez, se echaban veinte pastillas. ¡Hoy… llanto cuesta el decirlo!, ¡quis talia fando temperet a lacrymis! Hoy…, hay cocineras que echan a pastilla por barba. ¿Qué digo?, ¡hay casas en que con una pastilla despachan tres víctimas!
+Pero el sabor de aquel chocolate era igual a su perfume; la cucharilla de plata entraba en el blanco seno de la jícara con dificultad. No se hacían buches de chocolate como ahora, no; ni se tomaba de prisa, ni con los ojos abiertos y el espíritu cerrado. Cada prócer de aquellos cerraba un poquillo los ojos, al poner la cucharita de plata llena de chocolate en la lengua; le paladeaba, le tragaba con majestad; y don Camilo de Torres dijo al gran Nariño al acabar de vaciar su jícara: digitus Dei erat hic.
+—Bene dixisti —contestó el Presidente de Cundinamarca, depositando respetuosamente su pocillo sobre el plato. Es sabido que Torres y Nariño eran hombres de muchísimo talento.
+Con tales jícaras de chocolate fue que se llevó a cabo nuestra gloriosa emancipación política. Si hubiera sido el té su bebida favorita, el acta del 20 de julio de 1810 no hubiera tenido más firmas que la del virrey Amar que nunca quiso firmarla.
+Olvidaba decir que la vajilla en que se sirvió aquel chocolate de que vengo hablando era toda de plata de martillo y que no era prestada. En el fondo de cada plato estaba grabado el blasón de aquella ilustre casa con el nombre de «Marqués de San Jorge», que diez años más tarde había de cambiar su dueño por el título de «San Bogotá», haciendo así de sus blasones un bodoque y tirándoselos a la cara a Fernando VII al través de esos mares que recorrieron sus altivos antepasados armados de todas sus armas.
+El aristocrático refresco había terminado. Los agraciados volvieron al salón precedidos por el gran Nariño que daba el brazo a la marquesa de San Jorge.
+Apenas llegaron al salón rompió la música de cuerda que estaba prevenida, con una alegre contradanza que hizo saltar de alegría a todos los que la escuchaban. Puso la contradanza el elegante Madrid con la hermosa doña Genoveva Ricaurte. Las figuras fueron paseo, cadena y triunfo, en la primera parte; y en la segunda alas cruzadas, paso de Venus y ruedas combinadas. Tras de la contradanza se bailaron un capitusé, un zorongo, un ondú y dos cañas.
+Eran las doce de la noche, dadas en el gran reloj de cucú que sonaba en la recámara, y los convidados se prepararon para retirarse. Los hombres pidieron a sus pajes sus ricas capas de paño de grana, su espada y su sombrero de castor; las mujeres pidieron a los caballeros sus mantos y sus pastoras, y salieron precedidas de sus lacayos que llevaban grandes faroles para alumbrar las calles solitarias por donde se retiraban los elegantes tertulianos.
+Cuatro años después, todos los hombres de aquella tertulia, menos dos, habían sido fusilados: todas las mujeres, menos tres, habían sido desterradas.
+Morillo hizo su cosecha de sangre. Pasó aquella tempestad y vino Bolívar. Con Bolívar, vinieron los ingleses de la Legión Británica, y con ellos, ¡cosa triste!, el uso del café que vino a suplir la taza de chocolate.
+«Juan de las Viñas saluda a usted y le ruega que concurra esta noche a su casa a tomar una taza de café».
+Esta boleta, en papel azul, de carta, con una viñeta que representa un amor dormido, tiene, como lo ves, la fecha de 1848. La impresión es de Cualla: los tipos no dejan duda.
+El café me era conocido como un remedio excelente, feo como todo remedio, mas no lo conocía bajo la faz de bebida tan deliciosa que mereciese un convite. En un Jueves Santo, día de ayuno y de abstinencia, había solido tomar una tacita de café; y en una que otra indisposición de estómago, se me había propinado una tacita de agua en que se habían hervido tres granos de café. Me parecía que aquella solución de calamaco, que aquella agua de cúbica, que aquel cocimiento de Filaila no se podía prestar gran cosa para los placeres de la amistad y de la reunión. No comprendía cómo mi amigo el señor de las Viñas y sus convidados, mozos de excelente humor y mejor salud, que de seguro no habían ayunado ese día, ni se habían abstenido de carnes, fueran a gastar una noche tomando café. Mi estómago sollozaba con la idea de renunciar esa noche a mi chocolate de media canela, aromático y alimenticio; pero mi espíritu novelero se exaltaba con la idea siempre mágica de ir a penetrar lo desconocido. El chocolate era para mí un amigo de infancia; pero me halagaba la idea de ir a conocer aquel extranjero a la moda. ¡Perra naturaleza humana! ¿Qué necesidad tenía yo de nuevas amistades?
+Sea como fuere, yo no renuncié al convite. A las siete de la noche me dirigí a la casa de Viñas, armado de punta en blanco. El traje de baile que se usaba en aquel tiempo y era el que yo llevaba, consistía en zapato sin tacón, pantalón con ancha trabilla, lleno de pliegues en la cintura y sumamente angosto en su parte inferior. Presencié una vez el caso de que un dandi tuviera que colgar sus pantalones sobre una viga, y meterse en ellos para que el peso del cuerpo hiciera entrar las piernas en aquellos tarros. El chaleco era de seda y tenía enormes solapas. La casaca de paño negro era de las llamadas punta de diamante, porque la falda era tan angosta y puntiaguda, que cuando el caballero se inclinaba para ponerse a los pies de una dama, la falda se levantaba recta y formaba un ángulo de setentaiún grados con las piernas del héroe. La corbata era muy ancha y se echaba con doble vuelta, y los cuellos de la camisa muy anchos también, volteaban, dando a las caras un aire de candor que engañó a muchos y a muchas. No hay que fiarse en el candor de las caras que tienen cuellos volteados, ni en la gravedad que ostentan las que usan cuellos parados: uno y otra son engañosos y falaces.
+La sala del señor y la señora Viñas era de una sencillez patriarcal. Las blancas paredes no tenían más adorno que el que le ponen a los difuntos cuando su inconsolable viuda, sus afligidos huérfanos y sus inconsolables amigos les dicen: «Quede usted con Dios». Ya se entiende que hablo de la cal.
+¡La cal!, triste presente
+Que el hombre rinde al hombre,
+¡Como un lauro postrer que da a su frente!
+De esto nadie se asombre,
+Que al decir los poetas lloradores
+Yo regaré de flores,
+Dulce amigo, tus restos adorados
+Entre la negra y triste sepultura,
+Usan de una figura
+Retórica, de un tipo así tal cual;
+Lo que riegan no son flores sino cal.
+Sobre la blanca cal de las paredes (que el papel no era de lo más común en esa época), había láminas que nada tenían de homogéneas: eran un San José, al óleo, obra de Figueroa; un cuadro que representaba la muerte de Napoleón y dos láminas en cristal: la una figuraba a Cleopatra escondiéndose en el seno un lagarto, y la otra a Matilde cerrándose un ojo con un dedo para indicar que lloraba a Malek Adel. ¡Pobre Malek Adel! ¡Cuánto lloré por tu suerte entonces, que me creía yo tan rico de lágrimas! Y cuando llegó la hora de llorar sobre mí mismo, no encontré ni una en mis ojos: ¡todas habían caído sobre tu sepulcro, sobre Corina, sobre Atala y otros personajes que no eran de mi parroquia! ¡Las cosas que hace uno de muchacho! ¡Y el interés que se toma por Óscar y Amanda, Numa Pompilio y otros sin generales! Pero a decir verdad, esta sensibilidad no está de por demás: a ella se debe que uno debe aprender la historia romana y la griega al dedillo y obtener una calificación de «sobresaliente con aclamación», como la obtuve yo en un certamen en que recité de pe a pa todas las guerras púnicas. ¡Qué tal si entonces me examinan en la historia de mi misma patria, que nunca me enseñaron en la universidad! Indudablemente me habrían calificado réprobo sobresaliente, porque hasta hace poco fue que supe que había existido un tal Gonzalo Jiménez de Quesada y otros varones. Esto lo supe mucho después que aprendí a tomar café. Y a propósito del café, me había olvidado de que estaba describiendo una sala.
+Los canapés forrados en zaraza, los taburetes de vaqueta, las mesas pintadas de mala mano, todo indicaba una medianía de esas que se llaman con el adjetivo decentes. Para mí no hay ni puede haber medianía que no sea indecorosa. Un lujo había en la sala, y ese no pertenecía al amigo Viñas: las parejas. Veinte muchachas que ni bajaban de los dieciocho ni pasaban de los veinticuatro años; veinte muchacha rollizas, de caras ovaladas y llenas de hoyuelos, de mejillas pintadas por la salud y la juventud, de ojos pícaros pero inocentes, amorosos pero señoriles, de bocas frescas que se perecían por hablar, pero que callaban modestas; de cuerpos rollizos vestidos con humildes camisones de zaraza, y sin más adornos en las cabezas que dos trenzas de abundante pelo; veinte doncellas listas para ser buenas esposas y buenas madres; con ausencia total de lectura de novelas de Dumas, y de romanticismo y de jaranas; tales eran las parejas con que se puso una contradanza que hizo estremecer la tierra en sus ejes, y se bailaron unos sendos valses que hicieron estremecer los ejes entre sus bocines.
+Las parejas hombres, o sean parejos, eran de lo más disparejo que puede darse en vestidos y en figuras. Unos gastábamos casaca, pero yo vi a uno que bailó con chaqueta. Era una tertulia casera. La contradanza, gloria de nuestros padres y gloria nuestra, de que se han privado nuestros hijos por… pepitos, era y es (si se vuelve a bailar), el más decoroso y galante, el más vistoso y caballeresco de todos los bailes. Cuando la pareja que iba poniendo la contradanza llegaba al fin de la hilera, era de verse aquel concertado desorden, aquella sistemática anarquía, aquel arreglado movimiento con que se movían cuarenta personas ejecutando a un tiempo las vistosas figuras. Y si la contradanza era obligada, es decir, compuesta de figuras muy difíciles, había un momento, aquel en que se ejecutaba el paso más obligado, en que hasta el espectador gozaba como no han soñado gozar estos pepitos que corcovean hoy en las alfombradas salas. El registro de los clarinetes despertaba los corazones; el redoble en la tambora los hacía saltar, y al romper la música con la primera parte de la contradanza, los hacía hablar. Sí, señor, como usted lo oye; los corazones hablaban, que yo los oí. «¡A sacar parejas!», gritaban los más alegres, todos nos precipitábamos a sacar la que estaba comprometida. Puestos en hilera, el afortunado mortal a quien tocaba poner la contradanza, aguardaba a que la música tocase la primera parte para romper el baile, y mientras tanto decía algunas palabras a su compañera, que bien gratas habían de ser, puesto que la veíamos remilgarse bajando sus párpados sobre sus alegres ojos. El que estaba de segunda pareja aguardaba con los dedos pulgares metidos entre el chaleco, y haciendo abanico con la mano abierta; y otros de los que habían quedado más abajo, divertían su impaciencia llevando con los pies el compás de la retumbante música de viento que aquella noche era de vendaval.
+Unas dos contradanzas y unos tres valses redondos se habrían bailado cuando en un interregno se apareció en la sala mi amigo el de las Viñas y con su misma cara de alma de cántaro que conservó hasta la muerte, adornada en ese momento con sonrisa de gala, dijo en voz alta: «¡Zeñores, vamoz a tomar café!».
+El golpe estaba dado, la situación era dramática. Por pronunciar dos zetas y la palabra café había gastado Viñas cincuenta pesos redondos. Nos lanzamos a tomar los brazos de las hermosas convidadas, y nos dirigimos al comedor. Viñas nos precedía llevando del brazo a su esposa, Magdalena Parra, que ya es muerta. Un manojo de plumas se necesitarían para describir aquel comedor, acostumbrado a ser teatro de juntas pacíficas, y que esa noche iba a servir de campo de batalla; ¡qué digo, servir!, que había servido ya en los aprestos del refresco, pues se había removido este mundo y el otro para ponerlo decente. Un baño de tierra blanca había enlucido las paredes. Donde la pared por su altura estaba incólume, corriente; pero ¡cómo habría sentado la blanca tierra en la zona húmeda, es decir, en dos varas de altura, donde el verde de la humedad atropellaba las fórmulas, saltando a la cara como un cigarrón! ¿Cómo habría quedado en todos los puntos en que se había hecho hoyo por las puntas de las mesas, por los palitroques de los taburetes, por los saltos del perro Medoro o coger la pelota que lanzaban los chicos, saltos que habían dejado en la pared una especie de pentagramas curvilíneos formados por sus garras? La mesa en que comía todos los días el señor de las Viñas, rodeado de sus hijos como una viña de sus vástagos, era a propósito para aquella parra y aquellas viñas, pero insuficiente para los convidados, y se había tomado el partido de agregarle varias mesitas. Las que eran muy bajas se habían alzado sobre ladrillos, y aunque tambaleaban como Edda delante de su amado, este no era mucho inconveniente; pero las que habían quedado altas tenían la ventaja de la solidez en cambio de la abominable joroba que imprimían al mantel. Viñas me consultó sobre esta abominación un poco antes de llamar a los convidados; y yo, viendo que no había remedio en lo humano, le dije: «El mar es lo más plano que se conoce, y sin embargo se desnivela cuando se agita, y así es más solemne». Viñas quedó tranquilo con esta aplicación. Había taburetes de todas formas, platos de todos colores, gente de todas clases y niños de todas las edades, porque las señoritas convidadas habían ido con sus padres, estos con sus hijos chiquitos, y estos últimos con todas las criadas de la casa. Los convidados eran cuarenta y los asistentes cuarenta mil. Nos sentamos, sí; aunque me pese el decirlo, nos sentamos cuarenta personas en treinta taburetes. El cómo, se ignora y se ignorará siempre. Magdalena Parra de Viñas que no se sentaba hacía tres días, bien hubiera querido sentarse aunque no fuera sino por poder llorar con descanso; pero, ¡qué sentarse en aquella Babilonia! El refresco empezó por ajiaco, el modesto, el irreemplazable ajiaco, que si figurara en algún lenguaje, debería tener por significado: mérito sólido. Tras del ajiaco siguieron unos hermosos pollos asados, dignos de un príncipe convaleciente. Tras de los pollos hubo vinos: vino tinto, vino dulce y vino de consagrar. Tomamos más de lo justo, aunque no tomamos con injusticia; nos alegramos y nos enternecimos. ¡En esta delicada situación de ánimo se oyó en la cercana cocina un ruido de molinillos, y acto continuo entraron tres criadas bien vestidas, trayendo en tres grandes azafates pastusos, muchos pozuelos blancos llenos de café!
+Fue el segundo momento solemne. Todos mirábamos con curiosidad aquel licor negro y espeso que venía entre sus sepulcros blancos, como las almas de los fariseos. Nos pusieron por delante a cada convidado nuestro pocillo de café hervido y batido, y cada uno dio el primer sorbo. ¡Oh, Silva!, ¡oh, Silva!, ¡qué sorbo!, ¡qué sorbo!
+Si este artículo llevara número romanos, ¡qué bien divididas quedarían las situaciones dramáticas! Figúrate los números: antes de «Juan de las Viñas» un I. Después del «zeñores, vamoz a tomar café» el II; y tras de los «pozuelos blancos llenos de café», el III. El drama estaría hecho; no faltaría sino ponerle un nombre bien romántico, como El Confiteor, o Ángel del crimen, o El puñal santo, o Una borrasca en las uñas, o La segunda hoja de un libro, o cualquiera otra cosa romántica, significativa y sonora. Todavía le faltaría algo: ponerlo en verso, y esto no sería muy difícil; por ejemplo, este dialoguito:
+—¿No os parece, el de Cardona
+Que el café está muy cargado?
+—Está requetecargado
+Y hace daño a mi persona.
+—Que le falta azúcar creo,
+¿No os lo parece, Cardona?
+—No lo nota mi persona,
+Mas sí lo creo de recreo.
+Cuando el consonante es así, muy rebuscado y poco vulgar, sería algo más difícil; pero echando mano de consonantes más socorridos se andaría muy aprisa.
+Pero sigamos con el café.
+Apurado el primer sorbo, apartamos respetuosamente el pocillo, y yo volví la cara para escupir con maña y sin que nadie lo notara, el puñado de afrecho que me había quedado en las fauces; pero no pude hacer este acto de policía, porque mi vecino iba a hacer lo mismo y ambos nos recatamos para ocultar el secreto; es decir, cada uno tragó lo mejor que pudo, y otro tanto le sucedía a cada convidado. Pasado el primer momento, hablamos todos para engañarnos. Juliana, la señorita que estaba a mi derecha, y que pretendía tener un gusto muy delicado y estar siempre a la moda, quiso hacerme creer que aquella bebida que tomaba por primera vez, no le era extraña. «¡Me gusta tanto el café!», decía haciendo gestos de horror. Clotilde, que estaba un punto más adelante, decía también: «¡Es tanto lo que me gusta el café! Pero no puedo tomarlo sin que se me resientan los nervios».
+Yo estaba excitado por el vino de consagrar que había tomado, y no pude contenerme:
+—Juan de las Viñas —dije en voz alta—, ¿cuánto te abonan por útiles de escritorio en tu oficina?
+—Poca cosa —contestó con sorpresa el interpelado—; ocho pesos al año; ¿pero por qué me lo preguntas?
+—Porque no puedo explicar el despilfarro que haces de tinta, hombre.
+—¿Qué quieres decir?
+—Que nos has dado tinta de uvilla con tártaro en este impúdico brebaje que acabas de propinamos.
+—Caballero, me parece que…
+—¡Que me debes dar chocolate! Ahora no soy caballero, no soy sino un hombre herido en lo más caro que tiene, en su guargüero, soy un león enfurecido; y si no me das chocolate, te despedazo aquí en presencia de tu tierna esposa y de tus tiernos hijos.
+—Eres un hombre sin civilizar, un bárbaro, un indio bravo. No sabes tomar café, la bebida de moda.
+—¡Cómo!, ¿me llamas indio bravo después de hacerme tomar café batido, servido con queso y retoritas? Te despedazo.
+—Caballero, mire usted en qué casa está… —dijo Magdalena Parra de Viñas.
+—Mi señora, estoy en una casa donde se bate el café: pido chocolate.
+—¡Sí!, ¡chocolate!, ¡chocolate! —clamaron todos los hombres, insolentes por el vino, e incitados por mi mala crianza.
+La escena se convirtió rápidamente en una escena de confianza. Todos se reían, todos gritaban. Juan de las Viñas me pidió una satisfacción. «¡Como quieras! —le contesté—. Estoy dispuesto no sólo a satisfacerte, sino a probarte que el café ha sido hecho en chorote…». Viñas estaba un poco serio; pero otro de los conmilitones propuso: «Bauticémoslo con café y pongámosle otro nombre».
+Por no recibir el café en la crisma, y también porque vio que todo el pueblo estaba contra él, se echó a reír al fin, y dijo subiéndose sobre un cajón, y tomando el pocillo de chocolate que estaba apurando su inocente esposa. «¡Pido la palabra!» «La tiene Viñas, con tal que no hable de café», contestó un insolente.
+—Señores —dijo sin zeta ninguna y en el más puro castellano el buen Viñas, que había estado a la moda durante un momento, y que por un accidente volvía a su lenguaje, a su tono y a su felicidad habitual—; ¡señores, propongo un brindis con chocolate contra el café!
+—¡Bravo!, ¡bravo!, ¡bien! ¡Magnífico! ¡Admirable! ¡Hurra! ¡Hucha, perro! —gritamos todos enternecidos, sorprendidos, vencidos, conmovidos, mientras que Viñas aguardaba parado, encajonado, encantado, admirado, ruborizado.
+Y en nuestra feroz alegría palmoteábamos y bajábamos a Viñas de su cajón en nuestros brazos, y lo estrechábamos, y llorábamos sobre su faz. Hubo alguno que no pudiendo moderar su entusiasmo, le hacía tambora en la cabeza.
+Viñas quedó resarcido de sobra con aquel triunfo oratorio y aquella ovación fraternal del fiasco de su café.
+Tomamos buen chocolate improvisado y nos fuimos a la sala para que vinieran a cenar los músicos. La mitad de los hombres se volvió con ellos, y la otra mitad se dividió por mitades; una que se quedó en la sala y otra que se vino con los músicos. De la mitad que quedó en la sala una mitad se apareció a pocos momentos en el comedor. Comimos más, bebimos más y fumamos con un furor homérico. A los músicos los cuidamos con un furor intermitente: los hacíamos tomar ajiaco después del dulce, o interrumpir una jícara de chocolate para contestar a un brindis con vino seco. Les alcanzábamos cigarro encendido cuando empezaban a tomar frito, y les hacíamos tomar agua después de tomar aguardiente. Concluyeron al fin, volvieron sumamente complacidos a tomar sus instrumentos musicales y tocaron con una fuerza descomunal durante dos horas seguidas. A las tres de la mañana gritábamos durante el baile: «¡Oído!, ¡viva mi pareja!, ¡viva el buen humor!, ¡viva quien baila!». Los peinados de las mujeres, que se mantenían modestas y tolerantes, era lo único descompuesto que había en ellas, porque cada media cadena obligada les hacía una borrasca sobre el cráneo, al revés de lo que dice Víctor Hugo.
+Hubo un momento sublime de reposo y de respetuoso silencio, durante el cual asesamos. Habíamos bailado tres horas seguidas sin intermisión, y era la una y media de la mañana. Dejar acabar el baile hubiera sido delito; prolongar el interregno, atrocidad; seguir bailando, suicidio. ¿Qué hizo el bueno de Viñas? Fue e inventó una cosa que no estaba en el programa de la fiesta; sacó una guitarra, mudo testigo de sus examores con su esposa, cuando esta no lo era aún, y propuso a Juliana que cantara.
+—¡Pero si yo no canto! —exclamaba aquella adoradora del café.
+—¡Cómo no ha de cantar! —le decíamos todos, y sin más razón que esta, y una vaga sospecha que circuló a ese tiempo de que efectivamente cultivaba aquel arte encantador, le dejamos la guitarra en el regazo. Media hora se pasó en templarla y en registrarla, al cabo de la cual tosió disimuladamente y empezó en voz baja, algo acatarrada, aquella canción que entonces era de moda:
+¡Hermosa, ven, y surcaremos juntos
+El mar inmenso de la triste vida!
+¡Hermosa, ven, y mi fatal herida
+Ciérrala ya por el eterno Dios!
+Tin, pin, tin, pin, pin, pin, pin.
+¡Ciérrala yaaa, por el eterno Diooos!
+La, ra, la, ra, la, ra, lá.
+Hermosa, ven, y surcaremos juntos…
+Iba a repetir la romántica cantora todo el convite a navegar; iba ya a llegar a la curación de la herida, cuando al hacer un trino en la voz y un arpegio en la guitarra, ¡pao!, hizo la prima, reventada en el quinto traste. La pobre prima, adelgazada durante los amores de Viñas con su Parra, no pudo empezar con salud la segunda época de sus glorias. ¡Ay!, ¡qué difícil es que una prima alcance para dos amores! Dicen que las primas limeñas resisten hasta cuatro; pero las nuestras quedan exhaustas en el primero. No habiendo otra prima a mano, fue menester renunciar al placer de oír por tercera vez el convite a surcar juntos, y pasamos a otra cosa.
+Esa otra cosa no podía ser sino volver a bailar, y lo hicimos con gozo hasta las cuatro de la mañana en que empezamos a despertar a los chiquitos que dormían en los canapés, a rebullir a las criadas que dormían en el corredor para que encendieran las linternas, y a buscar los pañolones perdidos o confundidos. Las madres se cobijaron la cabeza con el pañolón y se pusieron los sombreros amarrándose el barboquejo. Las señoritas buscaron los brazos de sus galanes, y salimos bien arropados todos a la fría atmósfera de la calle, cantando a voz en cuello los hombres:
+¡Hermosa, ven, y surcaremos juntos!
+………………………………………
+Hoy son huérfanos de padre y madre los hijos de Viñas: de aquellas hermosas jóvenes con quienes tomé o iba tomando una taza de café, once han muerto; una (Juliana), está hace años loca; tres son ricas y felices; seis piden limosna vergonzante; dos son monjas y están expatriadas.
+¡Triste campo es el de los recuerdos! Cada vez que entra uno entre su triste memoria, se espanta de ver tantas lápidas. Aquí yace…, aquí yace…, es lo que va leyendo. ¡Como en el cementerio, no se mide un paso sin que uno vea la boca de una bóveda!
+«¡Todo ha variado!», decía yo no hace muchos días, reclinado de codos sobre mi mesa, y teniendo por delante una esquela de convite. Amigos, costumbres, esquelas, alimentos; ¡todo ha variado! ¡Qué triste es quedarse uno poco a poco atrás! ¡Qué triste y qué desolador es encontrarse uno de extranjero en su patria!
+Tales reflexiones las hacía yo sobre un cuadrado de papel porcelana, duro como los corazones de hoy, frío como las almas de hoy, inmaculado como los corazones de antes, que decía así en lindísimos y pequeñísimos tipos:
+Los marqueses de Gacharná hacen sus cumplimiento a José María Vergara, caballero, y le avisan que el 30 del mes entrante, siendo el cumpleaños de su señora la marquesa, se hará música en el hogar y se tomará el té en familia. (Traje de etiqueta).
+«¿Qué demonios es esto?», repetía yo, aludiendo a un estribillo de bambuco, y llorando sobre mí y sobre mi patria. ¿Qué demonios es esto? Yo que he jurado no salir de Bogotá y morir aquí encerrado entre las retrógradas costumbres de mis cariñosos amigos, ¿cómo me encuentro de repente trasladado a un puerto de mar? ¿Quiénes son estos marqueses? ¿Qué idioma es este? ¿Por qué hacen música? ¿Por qué toman el té en familia y no en taza? Y sobre todo, ¿por qué toman té en lugar de tomar agua de borraja, que era el sudorífico que en antes se usaba? Y gabán (en lugar de decir otra vez y sobretodo); ¿por qué sudan o quieren sudar?
+¡Ay!, ¡mi Bogotá! ¿Dónde estás, arrabal de mis entrañas? ¿Quién me dijera que en vez de este té fuera un chocolate en casa de Samper, con asistencia de Carrasquilla, Marroquín, Quijano, Valenzuela, Pombo, Guarín, Salvador Camacho y otros que no sudan?
+Y esta lista la hacía yo por buscar alguno de esos nombres entre la lista de convidados que me acompañaban los marqueses, seguramente para que viera yo con quién tenía que habérmelas, pues no había de ser para que escogiera, como quien escoge platos en la carta de un hotel. Los convidados eran:
+Señor el duque de la Peniére, correo del Gabinete de Su Majestad el Emperador Napoleón.
+Señor el barón Planajenet Dikswhy, cónsul de Inglaterra.
+Señor el general Patricio Can de Lero.
+Señor Bendix Matallana, artista.
+Señor A. Bedghjlmnpqrst, diletantti, alemán.
+«Todos son por el estilo, ¡Dios eterno!», exclamaba yo, cuando después de veinte nombres más, entre los que había algunos de mujeres, divisé este:
+Señor Casimiro de la Vigne, caballero.
+—¡Un paisano! —grité alborozado.
+Mis lectores no saben quién es Casimiro de la Vigne; pero si recuerdan mi artículo de la taza de café, recordarán igualmente al hijo mayor de Juan de las Viñas, que se llamaba Casimiro. En 1848, época en que empezamos a tomar café, era niño de ocho años; en 1865 en que pasaba la escena de la taza de té, tenía veinticinco. Cuando él tenía ocho y yo veinte, él era un niño y yo un joven y él me llamaba de usted y señor don. Ahora que él tiene veinticinco y yo treintainueve, ambos somos jóvenes y él me trata de tú y me llama José María a secas, como conviene entre personas de una misma edad. La edad, pues, nos ha apartado y nos ha juntado: esos doce años de diferencia que le llevo se acortan o se alargan. Hoy somos iguales; pero volverá otra época en que vuelvan a aparecer los doce años en cuestión; cuando él tenga cincuenta y yo sesenta y dos, él será apenas un hombre maduro y yo un viejo achacoso. ¡Quién sabe si entonces vuelva a llamarme señor don y a tratarme de usted! Pero como ahora somos de la misma edad, al encontrar su nombre sentí grande alborozo, iba a tener un compañero, y por eso grité: «¡Un paisano!». Falta explicar por qué siendo hijo del señor de las Viñas, se llama de la Vigne. En el colegio, en que se ponen apodos todos los muchachos, apodos que a veces se inmortalizan, Casimiro, que no tenía ninguno, entró a la clase de francés. Los muchachos que aprendían entonces el bonjour, traducían al francés todo lo que encontraban por delante: tradujeron al catedrático, al pasante y se tradujeron a sí mismos. El doctor Herrera Espada se convirtió en Mr. La Forgue de l’Epée; el pasante, Mateo Castillo, se transfiguró en Matiheu Chateau y andando el tiempo vino a quedar con el nombre de Chato, como corruptela de Chateau; y Chato Castillo se llama y se llamará hasta el día del juicio, a pesar de que tiene unas narices descomunales. Casimiro Viñas fue llamado Casimiro de la Vigne, y como no tenía antes sobrenombre alguno, le quedó este para saecula saeculorum. El mozo era de talento y se hizo el bobo; se estuvo un semestre enfadándose cada vez que le quitaban su ridículo apellido y le daban su elegante apodo. Los otros muchachos por llevarle la contraria no le llamaban sino de la Vigne. Al fin del semestre fingió el bribón de Casimiro que aceptaba el apodo por darles gusto, y comenzó a firmar con él. He aquí cómo logró bautizarse a su gusto. Provisto de aquel apellido, de una buena figura y de un carácter simpático, ha penetrado en todos los salones de lo que se llama entre nosotros alta sociedad y que no es alta de ninguna manera. Por estos motivos su nombre estaba inscrito en la carta de los marqueses, y por eso iba yo a tener un amigo, un paisano, en aquella tierra de moros.
+El marqués de Gacharná es un francesito, natural de Sutamarchán. De edad de veintiún años logró ir a París; vivió en un quinto piso, devorando escaseces dos años mortales; volvió a Bogotá, donde se casó con una inglesa, nacida en el barrio de Santa Bárbara, y que tenía su dote, consistente en dos casas que le dejó su padre, ñor Juan de Dios Almanza. Ella era vana y él vano; ella amaba lo extranjero, y él se perecía por lo europeo; ella era flaca y él flaco; ella tenía dos casas y él no tenía ninguna, pero en cambio él había hecho un viaje a París y ella no había salido de la Calle del Rodadero. Ella se estremeció de amor cuando Miguel le presentó su primer homenaje, en francés, y él se turbó de gozo cuando ella le tendió, en respuesta, su mano, que por lo blanca, lo flaca y lo transparente, parecía un pisapapeles de pasta de arroz. Una vez casados, fue vendida una de las dos casas, y con su valor, abrió Miguel un hermoso almacén de ropas, introduciendo en el comercio el nombre de Gacharná and Company, y a las pocas vueltas fue introductor por mayor con buen crédito. Se pasaron a la otra casa y empezaron una vida a lo extranjero. No recibían a nadie, porque así no se vulgarizaban; porque así podían romper con algunos parientes y antiguos amigos, cuya sociedad muy cordial no les convenía; y últimamente porque así podían vivir con suma economía, padeciendo hambres para poder ahorrar; y cuando a fuerza de privaciones habían ahorrado trescientos pesos, daban un té, o una soirée, no convidando sino muy pocas personas de lo más extranjero que les era posible, y uno que otro nacional que les sirviera de intérprete. Siendo tan raras las soirées que daban y siendo tan refinada su elegancia, todos deseaban concurrir a aquella casa que no se abría sino tres veces al año; por este motivo sus convites eran recibidos con gratitud. Tal sistema de vida, además de hacerlos felices, influía notablemente en los negocios. Cuando uno entra en el almacén de un paisano que habla y ríe, a buscar camisas, y el paisano lo recibe cordialmente, se siente uno irritado y muy dispuesto a pedir rebaja. Encuentra uno allí camisas de lino a cuatro pesos, ofrece a dos, rebajan a tres, y se sale el comprador indignado. Pregunte en el vasto y solitario almacén de Gacharná and Company: «¿Tiene usted camisas?». Un hombre pequeño y muy flaco, provisto de unas patillas cuyas puntas se le enredan en las rodillas, arropado con un enorme gabán de paño color de cobija, se desprende de su escritorio y llega al mostrador, con un lapicero de oro en la mano. Se hace repetir la pregunta de si hay camisas, se dirige sin contestar el saludo a un estante y baja una caja de camisas de algodón.
+—¿A cómo?
+—A seis pesos chemise.
+—¿No da menos?
+El señor Gacharná se encoge de hombros, vuelve a cerrar la caja y se dirige a su escritorio.
+—Aguarde usted: las tomo.
+El señor Gacharná tira la caja sobre el mostrador.
+—¿Cuántas tiene esta caja?
+—Una media docena.
+—Tome usted la plata.
+—No admito sino moneda fuerte.
+—Pero, señor, estas pesetas son de 0.900…
+—Moneda fuerte.
+—Pues si no le gustan, tome usted oro —dice el comprador, abriendo otro bolsillo del portamoneda.
+Mr. de Gacharná cuenta dos cóndores y medio, y tres fuertes; para el pico de ochenta centavos alarga uno cuatro pesetas, y él las rechaza diciendo con aspereza:
+—Moneda fuerte.
+El comprador alarga un fuerte, escandalizado, monsieur de Gacharná devuelve una peseta, guarda su plata, vuelve la espalda sin despedirse y se dirige a su escritorio. El comprador repasa sus seis camisas de finísimo algodón ordinario, que le costaron $28,80 moneda fuerte, y se sale más contento que si hubiese comprado a su cordial paisano seis camisas de ordinario lino fino, que le hubieran costado $14,40 en pesetas.
+Monsieur de Gacharná es el hombre que más vende en toda la Calle Real.
+A las cinco de la tarde en que los mortales nos dirigimos a pasear los pies por el camellón y los ojos por el campo, monsieur de Gacharná cierra su vasto almacén y se va solo y todo morno a pasearse de prisa en el altozano, porque a los inmortales se les enfrían mucho los pies. Allí camina solo y de prisa hasta las seis de la tarde en que es hora de comer, y se va a su casa a comer papas asadas en el horno, que ese no es alimento vulgar como las papas cocidas que comemos los hijos de los hombres. A veces se le junta en el altozano algún valiente que no le tiene miedo a su grave aspecto y se toma la libertad de conversarle. El otro, que es un joven talentoso, y espiritual hablador, despilfarra su rica imaginación; y monsieur de Gacharná contesta de vez en cuando: «¡Oh!, ¡sí!, ¡Bah! ¡Yes! ¡Pues! Of not».
+He aquí cómo monsieur de Gacharná ha adquirido la fama de hombre profundo en economía política.
+Viéndolo tan inofensivamente bestia, un cónsul de Noruega lo propuso para sucesor suyo cuando tuvo que regresar a Europa; y el gobierno de Noruega teniendo informes de que era tan bestialmente inofensivo, le acreditó cónsul noruego en esta ciudad. Monsieur de Gacharná contestó aceptando el destino, renunciando el sueldo que pudiera tener, pidiendo su carta de naturaleza en Noruega y ofreciendo comprar un título, si tenían a bien dárselo. El gobierno noruego le contestó remitiéndole un título de marqués y la condecoración del Águila Coja, que consiste en una cinta negra con puntadas de seda azul. El gozo de monsieur de Gacharná al saber que ya no era colombiano fue limitado como su entendimiento, pero profundo como su gravedad. He ahí cómo monsieur de Gacharná logró hacerse extranjero en su misma patria.
+Tal era el hombre de quien decía una tía suya, cuando lo vio recién llegado de Europa: «Miguel no ha crecido; pero ha enflacao».
+Por lo que hace a la señora marquesa, pasaba su vida encerrada para no vulgarizarse. Gastaba las mañanas en estropear un piano de buen carácter y en alarmar a la vecindad cantando la casta diva. Leía francés y le hacía piedad ver procesiones u oír hablar español.
+La estirpe originaria de Sutamarchán y aclimatada en Noruega no debía extinguirse. Nació un angelito bello como todos los niños, hijo de aquel par de cucarrones; y aunque nació robusto, se iba debilitando porque estaba encerrado todo el día en un cuarto interior, en los brazos de su bona, que era una india a quien aquella vida sedentaria había hechizado. La bona Claudia se aprovechó de aquel interregno de su suerte para desquitarse de sus madrugadas en el campo; dormía todo el día y descansaba toda la noche; pero como tenía mal dormir, único defecto de que se había acusado cuando se presentó de postulante, unas veces dormía sobre el niño y otras le quedaba de cabecera. Es decir, su defecto no era precisamente mal dormir sino buen dormir, y hasta en esto mintió la india, amén de otros defectos que ocultó, siendo uno de ellos la creencia que se había arraigado en su alma de que el hombre ha nacido para beber chicha y la mujer para acompañarlo.
+Servía de compañero a la india y al niño un lebrel de casta, que dormía, sin exageración, tanto como la india. A la hora de comer se dirigía a la cocina con un trotecito zurdo: la cocinera le ponía mazamorra en un tiesto y él la despachaba en un santiamén. Si la mazamorra estaba caliente, le ladraba al tiesto mientras se enfriaba.
+Todos estos pormenores y algunos otros más, los tenía yo de la Vigne que era muy amigo de los marqueses; y algo había visto yo en las pocas visitas que tenía hechas en aquella casa sutañoruega.
+Llegó por fin el 30 del mes entrante. A mediodía me hice afeitar y peinar por Saunier, y a las ocho de la noche comencé a vestirme. Calcé botín de cabritilla, siete centímetros más angosto que la planta de mi pie; vestí pantalón negro de satín, camisa de olán batista, chaleco y corbata blancos y casaca negra abrochada de un botón. Eché violette en mi pañuelo que no resistiría incólume un estornudo; suspendí de un cordón de oro un French, parado por costumbre, y me calcé unos guantes tan blancos, que delante de ellos se hacía negro el marfil y morenita la nieve. Me abstuve de refrescar, puesto que iba a tomar té y en familia nada menos, que así debía tocarme gran cantidad. Eran las diez de la noche y me dirigí a la casa de los señores marqueses, sita en el boulevard del Cuartillo de Queso, abajo del malecón de la Carnicería. El zaguán estaba de par en par, y entré hasta la galería de cristales, en donde encontré un ujier que recibió mi carta. Penetré al salón e hice tres saludos: uno en la puerta, otro en la mitad del camino y el tercero al tomar asiento. Había diez o doce convidados; pero los demás no acabaron de entrar hasta las doce de la noche. Estuvimos dos horas en una tertulia deliciosa; nadie hablaba. Los hombres estábamos en medio taburete esterilla, el cuerpo echado hacia adelante y el sombrero sobre las rodillas, todo a la última moda. Las señoras y señoritas conservaban igual postura, y habían dejado sus boas en la galería. Cada hora decía por turno una palabra algún convidado y todos nos reíamos de prisa para volver a quedar en silencio. La palabra que se decía y que hacía reír era esta u otra semejante: «Esta noche hace frío». Al cabo de una hora decía otro convidado: «¡No ha llegado el paquete!», y volvíamos a reírnos en tres notas: do, re y sol.
+El traje de las señoras era muy notable. Gastaban camisón de larguísima cola, lo que unido al peinado, les daba aspecto de un endriago. El peluquero francés había hecho aquel edificio sobre sus cabezas vacías. Con almohadas y colchones había abultado dos cachos que corrían por encima de la oreja, terminando en puntas muy adelante de la frente; y detrás había otro promontorio sin modelo conocido. Una vez que la dama está peinada, hacen caminar por encima de su peinado un gato, para que quede despelucada y tome la dandi un airecillo de mulata.
+Esa noche, cuando la señora marquesa concluyó su toilette, fue a dar un beso a su hijo, antes de venirse a la sala; y el marquesito al ver a mamá, con aquellos cachos y aquella cola, se tapó la cara gritando: «¡El coco!, ¡el coco!».
+A las doce se pusieron las mesas de juego: dos tomaron un ajedrez, cuatro un dominó, que es uno de los juegos más complicados que se conocen; y otros nos pusimos a jugar ecarté. Yo ignoraba ese juego, pero lo afronté con valor, porque Casimiro me advirtió en voz baja que era burro sin figuras.
+A la una de la mañana entró un caballero vestido a la última moda, y con guantes blancos. Yo me levanté para saludarlo; pero todos los otros se quedaron quedos, y Casimiro me dijo en voz pianísima: «¡No seas bruto!» Yo le repliqué en pianísimo que no comprendía, y él me contestó en flautinísimo que era el criado que entraba a servir el té. «Acabáramos», dije en do mayor. Todos volvieron a mirarme sorprendidos de aquella inconvenence y yo me ruboricé como una novicia. El caballero vestido de criado volvió a entrar trayendo la tetera de plata alemana, y los marqueses se levantaron gravemente a servir el té humeante. Un terrón de azúcar refinado, más blanco que mis guantes, estaba en el fondo de una taza más blanca que el azúcar; y sobre el terrón cayó un chorro de agua hirviendo y un poquillo de leche tan blanca como el azúcar o la taza. Yo apuré mi taza, y como el agua estaba caliente y yo en ayunas, comencé a sudar prodigiosamente, que bien lo necesitaba, y un suave calor me subió hasta el cerebro. Tenía un hambre tiránica, y dirigí la vista buscando a quién comerme. Los dueños de la casa estaban muy flacos, y me lancé sobre una bandeja que contenía bizcochuelos extranjeros marcados con el sello de la fábrica. Aunque sabían a enfermedad, me comí con disimulo catorce docenas, que vienen a ser tanto como un cuartillo de nuestros bizcochuelos bogotanos. Al rebullir el té con la cuchara tuve la imprecaución de dejarla dentro de la taza, por lo cual el criado me la volvió a llenar en dácame estas pajas; tomé la segunda taza sin quitar la cuchara y el criado me la volvió a llenar mientras me limpié un ojo. No atreviéndome a rehusar, de miedo de que me desafiaran, me tomé la tercera taza; pero comprendiendo que en la cuchara estaba el misterio de aquella insistencia, la separé de la taza, y para que no quedara duda, la puse debajo del plato. El criado cesó entonces en su furor, y yo me quedé inmóvil, lleno de líquido y de bizcochuelitos que sabían a alcoba de enfermo; todavía con hambre y sin embargo lleno; con gana de arrojar todo lo que me sobraba, y sin embargo, con gana de comer todo lo que me faltaba. ¡Tormento superior al tonel de la fábula!
+Enseguida nos sirvieron astillas de helados y cucuruchos llenos de llorones y uchuvas verdes.
+Monsieur de Gacharná nos sirvió en copas chatas licor de oro. Este licor es un aguardiente de Europa, blanco, blanquísimo, en el cual nadan unas partículas de oro que producen muy bello efecto a la vista y ninguna diferencia en el sabor. Como el licorcillo aquel es sabrosito, y yo estaba en ayunas y sudando, me achispé como un quidam, y ejecuté mil impertinencias que fueron miradas con bondad hasta por el señor duque de la Pepiniére, correo de gabinete de su majestad. El alemán había cantado ya al piano, los hombres se habían separado en corrillos a conversar con alguna animación; y yo, recordando mis tiempos de la taza de café, le cantaba a una niña de mi conocimiento este verso:
+¡Hermosa, ven, y sudaremos juntos…!
+De repente me quedé sin auditorio, porque un pepito vino a sacar a la señorita para un Strauss que ejecutoriaba en ese momento el diletantti alemán. El espectáculo que pasó entonces por mis ojos era sumamente animado y campesino; seis pepitos y tres extranjeros corcoveaban un Strauss, de tal manera, que yo, de acuerdo con un autor ilustre, que se oculta bajo el velo del anónimo, calculaba que ellos solos podrían trillar veinte cargas de trigo en un día. Cuando los bailarines acabaron de echar parva, se bailó un muy indecente baile, cuyo nombre ignoro y que consiste en bailar extremadamente abrazados, con otras circunstancias deplorables.
+Hice algunas observaciones científicas, entre las cuales merecen lugar especial las siguientes:
+Todas las mujeres hablaban de la guerra de Austria y de la política de Napoleón como de una cosa familiar.
+Todos los hombres hablaban de las modas de París para mujeres, como de una ciencia conocida.
+Cada tres palabras, se atravesaba algún equívoco insoportablemente libre y las mujeres se reían de él acaso más que los hombres.
+Las noticias de la Colombí, como ellos llamaban a la patria, las tenían de buena tinta de los periódicos franceses que allí se leyeron.
+A cada cuatro palabras en mal español, se decían tres en mal francés.
+No había una sola mamá ni un solo papá, si se exceptúa los pepitos bailarines. Las señoritas habían ido solas con sus hermanitos pepitos. Una señora casada había ido con un general de la Colombí, muy amigo suyo y poco amigo de su marido.
+Las despedidas no eran aquellas largas pero divertidas escenas que «El Duende» ridiculizó con mucha gracia. En lugar de aquellos cordiales abrazos de antaño, había sólo reverencias. La despedida se limitaba a un bonne nuit, madame; bonne nuit, monsieur – Bonímadam – Bonímosie. Salimos a las cuatro horas menos un cuarto de la mañana, según dijo monsieur de Gacharná viendo su muestra. Soplaba un remusgillo del Boquerón, de lo más sutil que ha podido inventarse, y como yo estaba en cuerpo, con camisa de olán batista, y las libaciones con té me habían hecho derretir en sudor, atrapé una pulmonía que fue considerada por los médicos como una obra maestra en su género; llegaron hasta desear que no me salvara para ver cómo estaban mis pulmones. Sin embargo, a despecho de la ciencia, atravesé aquella crisis con felicidad. Y me he alegrado de no haber fallecido, por varias razones: una de ellas, porque así me libro de que me entierren al son de la Bell alma inamorata, en lugar del Miserere mei Deus, que es lo que conviene a un difunto que no va a bailar ni a leer un libreto muy romántico. Otra de las razones es porque tengo curiosidad de llegar a la cuarta época de Bogotá, para ver a qué se convida entonces.
+En 1813, se convidaba a tomar una taza de chocolate, en taza de plata, y había baile, alegría, elegancia y decoro.
+En 1848, se convidaba a tomar una taza de café en taza de loza, y había bochinche, juventud, cordialidad y decoro.
+En 1866, se convida a tomar una taza de té en familia, y hay silencio, equívocos indecentes, bailes de parva, ninguna alegría y mucho tono.
+Espero que así como en 1866 se me ha convidado a tomar el té en familia, en 1880 se me convidará a tomar quinina entre amigos. Están de moda los sudoríficos y antiespasmódicos; ¿por qué no les ha de llegar su sanmartín a los febrífugos y antihepáticos?
+Hace pocos días se me ocurrió ir por primera vez a uno de los pueblos de este Estado, y por encargos y negocios propios tenía que hablar con varios de sus vecinos. Llevaba una carta de recomendación para un señor llamado Juan de Dios, que tiene tienda en la plaza de dicho lugar, y era quien debía ayudarme a mis arreglos para poder regresar la misma tarde.
+Era sábado.
+Llegué a la esquina de la plaza donde había un corrillo, y pregunté cuál era la tienda del señor don Juan de Dios. Se voltearon a ver los unos a los otros y me contestaron que no lo conocían, que no era del lugar.
+—¡Cómo! —les dije; no estoy en el pueblo de…
+—Sí, señor.
+—Pues traigo una carta importante para don Juan de Dios que debe tener tienda en una esquina de esta plaza, que es hermano de don Antonio que vive en Rionegro, su señora se llama Juana María y tiene una hija muy linda.
+—¡Ah!, señor —dijo uno—, según las señas que usted nos da, tal vez es Maquila; aquí no lo nombramos de otro modo: aquel de poncho blanco que está en la puerta.
+Me dirigí donde él y le pregunté:
+—¿Es usted el señor don Juan de Dios?
+Vaciló para contestarme y al fin dijo:
+—Sí, señor; servidor de usted.
+—Tengo mucho gusto en conocerlo y de ponerme a sus órdenes.
+Le entregué la carta; estuvo leyéndola poco menos de media hora, y me dijo:
+—Aquí nombra mi José algunos individuos que no conozco, quizá
+no son de aquí.
+—¿Cuáles son? —le pregunté.
+—Son los señores José María, Francisco, Manuel, Jerónimo, Antonio.
+—Sin duda son de aquí. El primero, don José María, tiene negocios con don F., a quien le compró una casa en este pueblo.
+—¡Ah!, sí, sin duda es Pepote, aquí no se nombra de otro modo.
+—Él es, no hay duda. El otro, don Francisco, está recién casado con una hija
+de don Patricio, y ella está aquí muy aburrida.
+—¡Ah!, sin duda es Pacheroque, aquí no lo llamamos de otra manera.
+—No hay duda de que es él. El otro, don Manuel, tiene dos hijos en un colegio
+de Medellín, que se llaman Roque y Fernando.
+—¡Ah!, sin duda es el Zorro, nadie lo nombra de otro modo.
+—Sin duda será el Zorro, pero en la dirección de la carta para él dice Manuel. El otro, don Jerónimo, tiene aquí una hacienda y compra y vende ganado, y tiene un caballo que le dan once onzas por él.
+—¡Ah!, ese es Troncho, todo el mundo lo llama así. Y, dígame, ¿usted conoce su caballo? ¿Viene a comprarlo? ¿Da usted más de once onzas? Hará muy bien; es la mejor bestia que conozco, cuando puede con Troncho y juega con él.
+—No, señor, yo no lo compro, y nos falta todavía saber qué animal es don Antonio. Este es un señor que negocia con bueyes y mulas y hace viajes a Islitas.
+—¡Ah!, señor, pues ese es Petacón; todos lo llamamos así, pero está con fríos y dice que por nada vuelve a Islita. En el último viaje se le murieron el Bruno, el Joaquín y el Podencio de los bueyes, y de las mulas la Juana y la Carolina.
+—¡Cómo es eso!, ¿los animales con nombres de personas?
+—Sí, señor, eran tan buenos que merecen muy bien nombres de cristianos.
+—Luego los cristianos de aquí no mercen nombres de personas y les ponen de animales, y a estos los de personas.
+—Es verdad, señor: hay animales que entienden o sirven más que muchos cristianos.
+—Necesito, pues, que mandemos llamar a esos señores para hablar con ellos.
+—Sí, señor, en el momento—. Y don Maquila se puso a llamar a gritos a uno que pasaba por la plaza: Orejas, Orejas, Orejas… Anda, Orejas, y diles a Pepote, a Pachereque, al Zorro, al Troncho y a Petacón que vengan que Maquila los llama.
+Dijo tan de corrido y sin tropezar los apodos que en el momento todos estuvieron presentes. El que no hubiera estado tan al corriente como yo, de cómo andaba el negocio, habría creído que era una partida de perros lo que mandaba a llamar.
+—Y bien, señor —me dijo uno—, ¿no compra usted a Telésforo?
+—¿Hay algún Telésforo de venta?
+—El caballo de Troncho, el mejor que puede ensillar a su dueño [sic]
+—¿Y el caballo de ese señor Troncho se llama Telésforo?
+—Sí, señor, Telésforo. Porque apenas el Telésforo será igual de ligero, pues Troncho se lo echa, apostando plata, a la Valentina de Chucho, y al Serafín de Conejo, al que corriere más.
+—Debe ser estupendo —le contesté—, pero no puedo comprarlo.
+Arreglé mis negocios siendo preciso hablarles por sus apodos para que entendieran. Don Troncho por aquí, don Zorro por allí, ¡qué repugnancia! Me preguntaron qué había de nuevo de política, y les contesté que había leído en un periódico, que acababan de llegar a Medellín a la tienda del señor Víctor Gómez, nuevos y magníficos cuardenos de urbanidad a muy módicos precios; que aprovecharan la ocasión.
+4Publicado en El Reportero Revista Mensual Ilustrada, N.º 3, serie I, Medellín, agosto de 1896, pp. 67-77.
+5Publicado en Antioquia literaria, Juan José Molma (comp.), Medellín, Imprenta del Estado, 1878, pp. 294-303.
+6Este relato no es completamente histórico. Hay en él algo de verdad y algo de fantasía, mezcla que debe ser permitida a quien no busca gloria de escritor, sino simplemente modo de gastar algún tiempo, cuando, por sus enfermedades, no puede ocuparse en producir algo que interese más al provecho social.